Chapter Text
—Complejo de Edipo —fue lo primero que le dijo él—. ¿Opinión?
Aubrey Thyme era una profesional. Contaba con más de diez años de experiencia como terapeuta individual y de grupo, con especial énfasis en la atención a supervivientes de traumas. Algunos de sus clientes la habían amenazado, le habían gritado obscenidades a la cara, le habían hecho proposiciones sexuales y cosas aún peores. Había trabajado con clientes durante procesos de hospitalización, había denunciado a la policía amenazas procesables de violencia y autolesión, y había escuchado descripciones de sentimientos de angustia, dolor y pérdida peores de lo que la mayoría de la gente podía imaginar. Aubrey Thyme era una profesional y estaba profesionalmente formada y curtida en la gestión de clientes terribles, confusos y difíciles.
Y, a pesar de todo, incluso con más de diez años de experiencia, sigue habiendo formas de sorprender a una profesional como Aubrey Thyme. Eso es lo emocionante del trabajo, después de todo: siempre hay sorpresas. Por ejemplo, una profesional como Aubrey Thyme podía recibir a un nuevo cliente que, al entrar en su consulta para la primera reunión, se dejara caer en el asiento frente a ella y le dijese “Complejo de Edipo. ¿Opinión?” tal y como este cliente, Anthony, acababa de hacer.
Parte de ser terapeuta profesional de salud mental consiste en tener una mirada aguda y observadora. Desde el primer contacto con un cliente, o cliente potencial, una profesional como Aubrey Thyme le presta atención a cada indicio sobre su identidad, su personalidad, sus problemas y sus posibles soluciones. Por eso, cuando este cliente, Anthony, se dejó caer en el asiento y dijo “Complejo de Edipo. ¿Opinión?”, ella no titubeó.
En cuanto Aubrey Thyme abrió la puerta de su consulta y vió a su nuevo cliente, Anthony, sentado en su sala de espera, empezó a observarlo y a evaluarlo. De un primer vistazo, reparó en lo siguiente:
- Su ropa era cara y elegante;
- Llevaba un perfume muy extraño pero fácilmente reconocible;
- Su relación con el asiento que ocupaba podía describirse como “sentarse” solo si se era muy liberal con el término;
- Parecía enfadado;
- Llevaba gafas de sol.
Lo que Aubrey Thyme, una profesional, pensó al ver por primera vez a su nuevo cliente fue: Tú vas a ser de los divertidos, ¿verdad?
Ella lo había invitado a pasar a su consulta. Había sonreído con amabilidad y él no le había devuelto la sonrisa. Pasó junto a ella y no dijo ni una palabra, ni siquiera para saludar, hasta que se sentó despatarrado en su silla y le preguntó por su opinión sobre los complejos edípicos.
Una terapeuta no necesitaba ser una profesional con más de diez años de experiencia tratando con casos particularmente difíciles de trauma severo para saber cómo responder a aquello. Hasta una terapeuta que valiera la mitad que ella sabría cómo hacerlo. Así que Aubrey Thyme se sentó frente a Anthony e, igual que lo hubiera hecho incluso la terapeuta que valía la mitad, dijo:
—¿Por qué lo preguntas?
Claramente, él no estaba impresionado, pero a ella no le importaba. Estaba tratando de arrastrarla a una lucha de poder; quería pincharla para que intentase probar su valor ante él. Todavía llevaba puestas aquellas gafas de sol.
—La última vez que intenté esto —dijo— me pasé horas tumbado en un diván y después me echaron un sermón sobre los complejos edípicos. No pienso volver a hacerlo.
Ella escuchó. Y asintió. Lo que había oído era: estoy asustado. Si me disgustas, no me quedaré. Ese era su trabajo, convencerle para que se quedase.
—Parece que acudiste a un psicoanalista freudiano muy tradicional.
—Bueno, sí. Era Freud.
Aquello no tenía ningún sentido para ella. Por el aleteo de sus fosas nasales y el gesto de su boca, se dió cuenta de que él no esperaba que lo tuviera. Quería aturdirla, estaba segura, porque eso le permitiría ganar la lucha de poder que él buscaba que ocurriese entre ellos. Así que no lo conseguiría.
—Yo no soy freudiana. Creo que nunca antes he hablado de Edipo en una sesión. —Sonrió.
Que ella hubiera dado la respuesta correcta no significaba que él hubiera terminado de ponerla a prueba. Aubrey Thyme, una profesional, comprendió que Anthony era la clase de persona que no terminaría de ponerla a prueba en mucho tiempo.
—Me gustaría empezar por conocer un poco mejor las razones que te traen por aquí —dijo ella.
—Sí —dijo él, y después no continuó.
Una de las primeras habilidades que Aubrey Thyme, terapeuta profesional, había desarrollado era la capacidad de estar en silencio. Puede llegar a ser terrorífico y abrumador, estar sentada en una pequeña sala en completo silencio con otra persona, sobre todo cuando la otra persona es un hombre muy enfadado que aún no se ha quitado las gafas de sol. Puede ser inquietante, y la mayoría de la gente siente la apremiante necesidad de llenar de palabrería cada silencio incómodo. Pero ella decidió que eso no era lo que Anthony necesitaba ahora mismo.
Otra de las primeras destrezas profesionales que había desarrollado era la habilidad de tener siempre discretamente vigilado el reloj, pasara lo que pasara. Así es como supo que Anthony había permanecido callado durante medio minuto antes de continuar.
—Ocurrió algo hace un tiempo. Desde entonces no estoy bien. Necesito que lo arregles.
Comparado con otras narrativas de traumas, aquello no era lo peor que había escuchado en una primera sesión. Con otro cliente, habría respondido: Es difícil hablar de ello, ¿verdad? O quizá: Me conmueve que lo compartas conmigo, gracias. O quizá algo distinto. Pero, con todo lo que había aprendido de Anthony hasta el momento, se decidió por:
—¿Qué pasó?
—Hubo un incendio. Creí que mi amigo había muerto.
—Debió de ser difícil.
—Lo fue.
—¿Tu amigo no había muerto?
—No. —Meneó la cabeza—. Está bien.
—Y, ahora, tú no lo estás.
—Nop.
Peor que sacar dientes, pensó ella.
—Cuéntame un poco más sobre eso —dijo—. ¿Por qué no estás bien?
Él se revolvió en su asiento y puso los ojos en blanco de una forma exagerada que debía de estar pensada para que ella reconociese que lo hacía a pesar de las gafas de sol. Tiene mucha práctica en hacer eso, pensó ella. El gesto le permitió fijarse en el tatuaje del lateral de su cara. Más tarde iba a tener que pensar en ese tatuaje.
—Lo he buscado —dijo él—. Son flashbacks. Tengo flashbacks del incendio.
Ella asintió con la cabeza. Era uno de sus gestos profesionales de asentimiento. Un gesto que decía: Eso tiene todo el sentido para mí.
—¿Algo más?
—Nop.
—¿Cambios de humor?
—Nop.
Ella hizo una pausa para que su mente de profesional cualificada pudiera evaluar sus opciones. Anthony la estaba poniendo a prueba y ella decidió que quería devolvérsela.
—¿De verdad? Porque pareces estar muy nervioso.
—Es mi encantadora personalidad —dijo.
—Mucha gente, después de un suceso traumático, se siente enfadada y nerviosa. ¿Seguro que no has notado cambios en ese sentido?
Lo observó pensar. Tenía mucho que considerar. Ella sabía que muchas personas, después de sufrir un trauma, se desconectaban de sus emociones. Quizá Anthony era de esos; quizá realmente necesitaba pensar y acceder a sus emociones para encontrar la respuesta a su pregunta. También sabía que cabía la posibilidad de que él todavía la estuviera poniendo a prueba y quisiera ver cuánto insistía ella antes de rendirse. O quizá estaba decidiendo si quería seguir adelante con las mentiras. Aquel, pensó, era el escenario más probable.
Anthony, ella empezaba a darse cuenta, era un mentiroso.
A Aubrey Thyme le gustaba trabajar con mentirosos. No a todos los terapeutas les gusta. Muchos consideran que las mentiras son un veneno para el intercambio terapéutico, pero no Aubrey Thyme. Aubrey Thyme, en toda su experiencia, había encontrado que los mentirosos eran lo suficientemente interesantes como para que la potencial frustración valiese la pena. Los mentirosos eran divertidos.
—Ya, vale —dijo él, y se reclinó en su asiento. Ella reparó en su cambio de postura: se había alejado y había girado la cabeza hacia un lado. Acababa de otorgar la más exigua migaja de verdad emocional y lo compensó aumentando la distancia física—. Me han dicho que estoy irritable. —Hizo un complicado gesto con la mano—. Más irritable de lo habitual, quiero decir.
—Tu encantadora personalidad —dijo.
Anthony sonrió. Esto promete, pensó ella.
—¿Quién te ha dicho que estás más irritable últimamente?
—Mi amigo —respondió, y volvió a cambiar de postura. Indirectamente, Aubrey también empezó a sentir la espalda inquieta—. De él no vamos a hablar.
—¿Es el mismo amigo que creías que había muerto?
Abrió la boca y, durante un segundo, se quedó pensativo. Claramente, sabía que le habían pillado, que estaba atrapado.
—Sí. Sí, ese.
—Entonces creo que vamos a tener que hablar de él. —Ella hizo un gesto con sus manos, como presentándole opciones, como ofreciéndole un consuelo: Esto es todo lo que puedo ofrecerte.
Anthony emitió un pequeño ruido, algo a medio camino entre un gruñido y un lamento.
—Cuéntame algo de él —sugirió ella. También cambió de postura, cruzó las piernas y se encogió de hombros.
—Se llama Ezra. Tiene una librería. Fue su librería la que ardió. Eso es todo lo que tienes que saber.
A Anthony le gustaba decidir por ella lo que necesitaba saber y lo que no. Dejó aquella observación para más adelante. Iba a estar ocupada elaborando un informe completo sobre él, una vez que su tiempo de consulta hubiera terminado.
—La librería de Ezra ardió —resumió ella—. Tú pensaste que había muerto… ¿en el incendio? Y ahora tienes flashbacks y estás irritable.
—Yo estaba en el incendio —dijo él, y parecía que ya no estaba con ella en la sala, que estaba en algún otro lugar, uno demasiado caliente y sin salidas. A juzgar por su aspecto, Aubrey Thyme supuso que su presión sanguínea se había disparado, que su pulso se estaba acelerando y que había empezado a sudar. Como era tan delgado, podía ver como se movía cada músculo de su cara y de sus manos mientras todo su cuerpo se tensaba. Vió como dejaba de respirar.
—Quédate conmigo —dijo ella, y lo dijo en ese tono tan específico que utilizaba en situaciones como esta. Porque no era una situación inusual, no para una profesional como Aubrey Thyme, que se especializaba en casos de trauma—. Anthony. ¿Estás conmigo? Mírame. Yo estoy aquí contigo.
Sus gafas de sol evitaban que ella pudiera ver dónde estaban puestos sus ojos, pero supuso que había captado su atención. Hizo una enfática y profunda inspiración y se sintió satisfecha al ver que él hacía lo mismo.
Esperó. Respiró. Observó a Anthony. Él volvió al presente, a la sala. Bien mirado, no le llevó tanto tiempo.
—Tengo más preguntas para ti —dijo ella. Se aseguró de que ahora su voz sonara más suave. Sabía cómo usar la voz para modular las emociones de los demás—. Pero creo que deberíamos dejarlas para otro momento. —Esperó una respuesta, pero él no dio ninguna, así que prosiguió—. En vez de eso, ¿qué te parece si te enseño algo que puede que te ayude cuando te ocurra algo como esto?
—¿Sí? —preguntó, y lo hizo de una forma particular, de una forma que hizo que a Aubrey Thyme casi se le partiera el corazón. Estaba acostumbrada a aquello, a sentir que el corazón se le partía cuando sus clientes actuaban como lo estaba haciendo Anthony en ese momento, sobre todo los mentirosos. Así se sentía siempre al ver como se descorría el velo de enfado e irritabilidad para revelar al niño asustado y aislado que se escondía tras él. Anthony acababa de hacer eso. Le estaba entregando un pedacito de esperanza en bruto.
Ella quería merecérselo.
—Se llama Cinco-cuatro-tres-dos-uno. Es una técnica de relajación. ¿La conoces?
Meneó la cabeza.
—Vale —Sonrió—. Deja que te explique en qué consiste.
Se pusieron manos a la obra.
Cuando finalizó la hora, Anthony ya estaba un poco más tranquilo. Después de que él se marchara y cerrara la puerta, ella se permitió sentir los nervios reprimidos que le había estado ocultando. Respiró profundamente y cerró los ojos. Se había pasado una hora absorbiendo la ira, el dolor, la confusión y la palpable desconfianza de Anthony, y tenía diez minutos para sacar todo eso de su sistema antes de que llegara su próximo cliente.
Estimó que las probabilidades de que Anthony regresara para la próxima sesión eran del cincuenta por ciento.
***
En cierto sentido abstracto, la terapia del trauma consiste en tres fases. Esto es, al menos, lo que dice el modelo trifásico de la terapia del trauma. A Aubrey Thyme le resultaba un modelo útil.
La primera fase se centra en la seguridad. Debe formarse una alianza terapéutica. En esta fase, el cliente adquiere confianza en sí mismo y en la terapeuta. El foco está en aprender habilidades (técnicas de relajación, de respiración, de meditación…) que ayuden con los síntomas de las alteraciones asociadas al trauma. El objetivo es proporcionarle al cliente las herramientas que necesita para lidiar con el dolor que vendrá después, en fases posteriores, donde la atención se centra en enfrentar y superar los propios recuerdos traumáticos.
Cada cliente, como es natural, tiene necesidades de seguridad distintas. Algunos pasan en esta fase más tiempo que otros. Tras una primera sesión, Aubrey Thyme solía tener ya una idea bastante precisa del tiempo que tardarían en avanzar a la segunda fase, pero nunca podía saberlo con seguridad. Siempre había sorpresas, contratiempos y progresos inesperados.
No estaba segura, tras una única sesión con Anthony, de cuánto tiempo le llevaría. Pero sí que tenía una sospecha bastante firme: estarían listos para salir de la fase de seguridad solo cuando aquellas gafas de sol de mierda desaparecieran de su cara.
***
—Empiezo a pensar que eres pésima en tu trabajo —dijo Anthony, una vez se hubo despatarrado debidamente en la silla de su consulta.
Se habían visto ya unas cuantas veces. Cada vez, ella se sorprendía de que volviera; especialmente, tras volver a comprobar su dirección. (Google Maps decía que Londres estaba a nueve horas de avión de su consulta de Rochester, Nueva York. “Vaya viajecito,” le había dicho ella, y él asintió. “Sobre todo para alguien que está retirado,” había añadido, y él no respondió. Era un mentiroso. Pero pagaba en efectivo y su número de teléfono funcionaba, así que lo dejaba pasar). Cada vez, él empezaba la sesión con las normas básicas muy claramente establecidas: Puedo marcharme cuando quiera, no te necesito, demuéstrame que vales.
No pasaba nada. Aubrey Thyme, después de todo, era una profesional. No era la primera vez que un cliente cuestionaba su autoridad. No era ni la centésima vez. Lo bueno de la experiencia es que te ayuda a tomarte las cosas con filosofía.
—Y, ¿por qué lo piensas? —preguntó ella.
Él alzó una mano y extendió el dedo índice. Se tocó la montura de las gafas.
¡Hoho! , pensó ella, pero no dejó que se notara.
—¿Me explicas lo que quieres decir? —preguntó.
—¿Estás acostumbrada a que la gente lleve gafas de sol durante toda la sesión aquí dentro?
¿Siempre tienes que ser tan jodidamente contencioso?, pensó ella.
—No, para nada. —dijo.
—¿No es del tipo de cosas que la gente de tu gremio debería, ya sabes, comentar?
Ella sonrió, y sabía qué efecto tendría eso. Él quería descolocarla; quería el poder en este encuentro, para sentirse seguro desde la distancia que inspiraba. Ella sonrió y, al hacerlo, le privó de ello.
—¿Sí? ¿Tú crees?
Él se encogió de hombros.
Le privó de la seguridad que obtendría descolocándola porque quería reemplazarla por otra clase de seguridad. La seguridad que ofrece una conversación sincera.
—Tienes razón —reconoció ella—. Sin duda es el tipo de cosas que la gente de mi profesión suele comentar.
Él volvió a encogerse de hombros.
—Y, te diré más, Anthony, realmente es algo en lo que he estado pensando. —Esperó, pero él no reaccionó, así que prosiguió—. He pensado en sacar el tema. ¿Quieres saber por qué no lo he hecho?
Estaba demasiado desconcertado como para reconocer su curiosidad.
—Pues porque… —y lo alargó un poco, porque podía ser un poquito cruel con los mentirosos contenciosos como Anthony, al menos cuando sabía que no le saldría el tiro por la culata— supuse que, en cuanto estuvieras listo para hablar de ellas, tú mismo sacarías el tema.
Ella le dejó reflexionar sobre ello. Permitió que su sonrisa reflejase su satisfacción.
—No quiero hablar de ellas —masculló él.
—Entonces no tenemos por qué hacerlo.
—Tengo una enfermedad ocular.
—Ah, no lo sabía. —Ella asintió, y dejó que su mente incorporase esa información a sus teorías sobre él—. Gracias por hacérmelo saber.
Él odiaba que le dieran las gracias. Ahora mismo lo odiaba. Ella siguió sonriendo.
—No quiero hablar de ellas —repitió.
—Eso has dicho, sí —asintió—. ¿Sabes otra cosa de la gente de mi profesión? ¿Cuando alguien dice que no quiere hablar de algo? ¿Sobre todo cuando lo dice más de una vez? Tendemos a prestarle atención a eso.
Lo observó fruncir el ceño tras los oscuros cristales.
—Tendemos a pensar que, en realidad, sí que quieren hablar de ello.
—Pues yo no.
—Eso has dicho —Sonrió—. Tres veces ya.
Él estaba cansado de aquel juego. Gruñó y se removió en su asiento, acercándose, más de lo que ningún ser humano tenía derecho, a ridiculizar el concepto de “sentarse”. Aubrey Thyme estaría tentando a la suerte si seguía con aquello.
—Si no quieres hablar de ellas, no hablamos de ellas. Si quieres tenerlas puestas, tenlas puestas. Pero si en realidad sí quieres hablar de ellas, entonces hablamos de ellas.
Los ojos puestos en el reloj: pasaron cuarenta y cinco segundos antes de que él volviera a hablar.
—En realidad nadie me llama Anthony —dijo él. A pesar de las gafas de sol, ella cada vez leía mejor su expresión y sabía que no la estaba mirando.
—Perdona, ¿qué?
—Crowley. Me llaman Crowley. —Miró hacia ella, y su boca se curvó.
—Lo recordaré. —Para la mayoría de clientes, los nombres de pila expresaban mayor intimidad que los apellidos. Pero Aubrey Thyme se dio cuenta de que no era el caso de Anthony… de Crowley. Aquello era un regalo, una especie de rama de olivo que él le estaba ofreciendo—. Gracias por hacérmelo saber, Crowley.
Odiaba que le dieran las gracias. Lo podía tolerar, pero lo odiaba. Por eso ella lo seguía haciendo.
***
Ella apuntaba cada vez que él mencionaba las gafas de sol. Buscaba patrones, eventos desencadenantes que lo llevaran a mencionarlas. A veces, como en esta ocasión, las mencionaba para cambiar de tema.
—Si me las llegara a quitar, ya no volverías a verme de la misma manera —dijo, como si el referente de “las” ya se hubiera establecido, como si hubieran estado hablando de las gafas de sol. Pero no habían estado hablando de eso. Ella, en realidad, le había estado preguntando por qué no le gustaba practicar las técnicas de relajación en casa. Aquello la irritaba, pero era una mujer de palabra: cuando él quería hablar de las gafas, hablaban de ellas.
—¿Cómo crees que te vería?
—Me… —A menudo, Crowley empezaba a hablar antes de saber como terminar lo que quería decir. Su mente, después de todo, era rápida, y aún no confiaba en Aubrey—. Ya no me verías humano.
—Vaya —dijo, y se permitió mostrar el peso que aquellas palabras tenían para ella. Vio que estaba inquieto. Estaba ocultando algo, lo cuál era extraño. La mayoría de las personas, al admitir que algo les haría dejar de sentirse humanos, se exponen. Sin embargo, por algún motivo, no era su caso—. ¿Qué significa para ti ser humano?
Algo muy complejo pasó por su expresión, entre la sonrisa, la mueca y el gesto de desprecio. Pensaría en ello más tarde.
—Significa ser libre —dijo.
—Si te quitaras las gafas —resumió ella—, ya no serías libre.
—No practico en casa porque Ezra no sabe que vengo aquí.
Podría sufrir un latigazo cervical tratando de seguir los esfuerzos de Crowley por desviar las conversaciones.
—Vale, vale —dijo ella, y extendió las manos—. Creo, de verdad, que tenemos que hablar de ambas cosas. Pero no podemos hablar de las dos a la vez. Gafas o Ezra. ¿Con cuál quieres empezar?
—Con ninguna. —Porque Crowley era, cuanto menos, borde—. Con cualquiera. No me importa.
—Pues elige.
—Está bien, las gafas —dijo, como si le estuviera haciendo un favor enorme, un gran sacrificio por su parte para beneficio de ella.
—Vale. —Ella asintió y se tomó un momento para idear una estrategia mientras se recolocaba en su asiento—. Déjame preguntarte esto. Supón que te las quitas, aquí, conmigo. ¿Qué crees que es lo peor que podría pasar?
—Que te conviertas en estatua de sal.
A veces hacía esas cosas. Hacía chistes estúpidos, y solían estar plagados de alusiones bíblicas. Esta también era una de esas cosas sobre las que ella tomaba nota. No entendía por qué lo hacía, pero sabía que él no esperaba que lo entendiera. Era su particular forma de divertirse a su costa. Esperó.
—Que grites y salgas corriendo y no vuelvas a reunirte conmigo —masculló él.
Ella asintió.
—Así que eso es lo peor. ¿Cómo de probable crees que es? En una escala del uno al diez, donde uno significa “nada probable” y diez “certeza absoluta”.
—Mmh, cuatro.
—Así que podría ocurrir, pero no es muy probable.
—No.
—¿Cuál crees que es el resultado más probable?
—Probablemente gritarías un poco, pero tratarías de ocultarlo. —Hizo una pausa, respirando entre dientes—. Me darías las gracias por ser tan fuerte y valiente.
Ella había dicho eso mismo, hacía algunas sesiones. Él le estaba tomando el pelo. Aún así, ella pensó que era importante que lo recordara, y que aquellas palabras le hubieran afectado lo suficiente como para sacarlas de nuevo a relucir.
—Vale —dijo, sin morder el anzuelo—. Y, ¿cómo de probable es eso?
—Diría que alrededor de siete.
—¿Qué crees que es lo mejor que podría pasar?
No se había esperado eso. Se irguió un poco en su silla, lo que a ella le pareció interesante.
—Supongo… supongo que nada.
—Nada. Tú te quitas las gafas, yo veo tus ojos, y no ocurre absolutamente nada.
—Nada cambia.
Ella sonrió.
—Cierto, sí. Porque nada en tus ojos puede cambiar quién eres.
Él se quedó pensativo. No respondió.
—¿Cómo de probable es?
Se quedó mirándola fijamente y luego dijo:
—Ya nos hemos pasado del diez. El peor escenario es un cuatro, el más probable es un siete. Estamos hablando de probabilidades imposibles.
—Dame el gusto. ¿Cómo de probable es?
—Dos.
Aubrey Thyme era una profesional. Sentía un interés profesional por saber el tipo de enfermedad ocular que su cliente, Anthony Crowley, podía tener. Sentía un interés profesional por entender por qué le daba tanto miedo mostrarle sus ojos a otra persona y por qué creía que la sola visión de su cara descubierta sería tan aterradora que toda su relación cambiaría. Pero Aubrey Thyme no solo era una profesional, también era humana. Y, como humana, sentía un profundo y morboso interés por saber qué demonios había bajo aquellos cristales oscuros.
No llegaron a hablar de Ezra en aquella sesión. Fue una lástima, pero se había acabado el tiempo.
***
A Aubrey Thyme le gustaba pensar que la mente humana era como una telaraña. No era particularmente creativo por su parte, se trataba de una metáfora común, pero resultaba útil. Cada hilo de la telaraña era una creencia. Los hilos de la periferia eran creencias simples, fáciles de deshacer mediante contraargumentos, insignificantes. En el centro de la telaraña, por el contrario, se encontraban las creencias fundamentales, las que conformaban el conjunto de la propia identidad. Si se tiraba de uno de estos hilos fundamentales, una persona podía cambiar por completo. Aubrey Thyme pasaba gran parte de su trabajo intentando localizar los hilos fundamentales en las telarañas de otras personas para luego poder tirar de ellos.
No era tan tonta como para pensar que algún día podría llegar a entender la totalidad de la telaraña de otra persona. Todo el mundo esconde algo. La psicología es jodidamente complicada, y siempre quedarían preguntas sin respuesta sobre cualquier cliente, por mucho que durara el trabajo. Era algo a lo que Aubrey Thyme estaba acostumbrada: a equilibrar una intensa curiosidad con una noción realista de las limitaciones humanas.
Su trabajo con Crowley le había dejado con cierta idea de la telaraña que ocupaba su mente. Había vislumbrado, de vez en cuando, algunos de esos hilos fundamentales. Pero también seguía teniendo preguntas muy serias, lagunas en su conocimiento de él que ella sabía que estaban interfiriendo en su trabajo. Había tenido estas preguntas desde que él rellenó los formularios demográficos, el día de su primera sesión.
En el apartado de pronombres, eligió “él”. En género, sin embargo, escribió “No.” En orientación sexual, no escribió nada. En afiliación religiosa, escribió “Claro, por qué no.”
La última fue la que más le sorprendió. Parecía la clase de persona que se enfadaría ante la sola idea de la religión. Tenía el aspecto de un hombre (?) que había hecho sus pinitos en el satanismo antes de que pasara de moda, de alguien que lo había abandonado al darse cuenta de que el ateísmo iba mejor con su vestuario.
Los demás datos demográficos no le sorprendieron demasiado. Crowley, después de todo, era un hombre (?) de cierta edad, y estaba acostumbrada a que los hombres de cierta edad, con ciertas convicciones, se sintieran incómodos describiendo ciertos aspectos de su identidad. Pero, aun así, iba a tener que preguntar. Esa era una conversación que necesitaban tener.
Necesitaban tener esa conversación, porque ella estaba empezando a vislumbrar lo que se encontraba en el centro mismo de la telaraña que había en la mente de Crowley. Estaba viendo, una y otra vez, lo profundamente arraigado que estaba el núcleo de su mente, la forma en la que todos los demás aspectos de este hombre (?) giraban en torno a ese núcleo. Para la mayoría de la gente, ese núcleo es un conjunto de creencias sobre uno mismo. Para Crowley, sin embargo, era otra persona.
Ezra. Necesitaba saber más sobre el tal Ezra.
La oportunidad se presentó durante una sesión, de la forma en la que solía ocurrir con Crowley: siendo maleducado.
Estaban en medio de una sesión cuando su teléfono empezó a sonar. Sucedía de vez en cuando con los clientes. La mayoría de la gente se olvida de poner el teléfono en silencio. Ella estaba acostumbrada a que el cliente esbozara una sonrisa avergonzada, se apresurara a sacar el teléfono y lo apagara. A veces, el cliente en cuestión se disculpaba en voz baja, explicándole, mientras sonaba, que debía contestar, y luego atendía la llamada. Pero Crowley no, oh no. En cuanto sonó el teléfono, captó toda su atención, más de lo que ella la había captado nunca. No se disculpó, no le importó, no puso excusas ni dio explicaciones. Lo sacó de su bolsillo, se levantó, le dio la espalda y contestó.
—¿Qué ocurre? —dijo. Ella podía oír débilmente la voz que hablaba al otro lado, pero solo distinguía la parte de la conversación de Crowley. Creyó escuchar otro acento británico, a juego con el suyo—. Oh. Oh. No, sí, está bien. A las siete. Suena bien. Ya. Hm. Ya.
Esta era la parte de la llamada en la que la mayoría de la gente diría: Me pillas un poco ocupado, luego te llamo. Crowley no lo dijo.
—Y, ¿no puedes, ya sabes? Ah. Entiendo. Sí, vale. Puedo ir a recogerlo de camino. Está bien. Sí.
Ella se habría sentido culpable por espiar la conversación, pero, al fin y al cabo, él estaba en su consulta. Se aclaró la garganta.
—Escucha —dijo él, por fin, lanzándole una mirada—, tengo que irme. No, todo bien. Estaré en casa en una media hora. Vale. Vale. Sí, bye-bye.
Crowley no era de los que dicen bye-bye, a menos que se estuviera burlando de alguien. Parecía que se estaba burlando de alguien, pero no había malicia ninguna en su voz. Colgó el teléfono y volvió a sentarse.
Tenía la mirada de un hombre (?) que sabía que no iba a salir vivo de esta.
—Ezra —dijo.
—¿Todavía no sabe que vienes aquí?
—No.
—¿Podemos hablar de eso?
—No. —Era un mentiroso—. No quiero que se preocupe.
—Se preocupa por ti.
—Es su especialidad.
—¿Tú te preocupas por él?
—Eh —gruñó, rechazando su formulación—. Cuido de él.
—Te importa.
Él asintio.
—¿Lo amas?
Aquello era arriesgado. Aubrey Thyme, como profesional que era, sabía que, a veces, una debía asumir riesgos. Observó atentamente cómo Crowley se quedaba inmóvil, mucho más de lo que había estado nunca.
—No usamos esa palabra —dijo, tras una pausa de quince segundos.
—¿Hay otra mejor?
Veintitrés segundos: él negó con la cabeza.
—¿Lo amabas, antes del incendio?
—Desde el principio —dijo. Esta era la clase de situación en la que ella normalmente esperaba que él se escondiera tras su sarcasmo y sus bromas privadas, pero no lo hizo. Habló con seriedad. Crowley, determinó ella, no bromeaba sobre esta relación.
—Es conmovedor —dijo ella, y sonrió—. Os habéis encontrado el uno al otro y parece que tenéis algo muy especial juntos.
—Eres una cursi —dijo él, pero no había rencor en sus palabras. De hecho, estaba sonriendo.
La forma de atravesar las gafas de sol de Crowley, pensó ella, es a través de su Ezra.