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Au Regency: "Una temporada para arder"

Summary:

"La temporada ha comenzado bajo la atenta mirada del rey consorte, Sebastian, y con ella llega el desfile de abanicos, perfumes y secretos bordados con hilo de oro.

Entre todos los omegas que relucen como joyas recién pulidas, hay un nombre que resuena en los pasillos de mármol y entre los cuchicheos tras los tapices: Charles Leclerc, el debutante perfecto… o quizás no tanto. Porque, a pesar de su impecable porte, sus trajes exquisitos y su aroma a manzana y canela, ni un solo pretendiente ha cruzado el umbral de la casa Leclerc.

¿Capricho del destino? ¿Estrategia familiar? ¿O una maldición bordada en seda?

Y como si los bailes no fueran ya lo suficientemente incendiarios, Londres da la bienvenida a Max Verstappen, duque de Somerset, alfa de ceño fruncido, modales fríos y aversión declarada a todo lo que huela a cortejo.

Y cuando el destino los cruce... el juego apenas comenzará.

Querida sociedad, abróchense los corsés. Porque esta temporada promete pólvora, pañuelos y pasiones que no se podrán disimular ni con la sonrisa más educada."

Notes:

Hola☕📜 , gracias por leer esto y si dejan algún comentario voy a estar muy feliz de leerlo. Gracias 💌

Chapter Text

 

“ Querido lector.

La primavera ha llegado a Londres y con ella el tan esperado inicio de "la temporada social", donde jóvenes omegas, miembros de las familias de mas alta alcurnia, esperan ansiosos o asustados su presentación oficial ante nuestra sociedad, frete a nada mas y nada menos que la atenta mirada del querido rey consorte, Sebastian, no hay lugar para la imperfección, hay de ellos si no llegaban a complacer al rey, ya que no hay cosa que adore más el querido monarca que los eventos de la alta sociedad, una diferencia clara con su esposo el r ey Kimi, que prefiere pasar el tiempo con libros y espadas que, con personas, solo una persona es digna de su atención, su esposo y eso es bien sabido en la corte, pero no hablemos de los reyes ahora, de eso hablaremos después.

Hablemos ahora de los debutantes, joyas puras e inmaculadas lo más preciado de sus familias, delicados y elegantes, criados desde su nacimiento con solo un propósito en mente, casarse, ya que como es bien sabido un buen matrimonio puede elevarte en la sociedad y  uno malo puede hundirte más bajo que las catacumbas de París, y un escándalo, Dios no quiera arruinar a toda una familia dejándola en un deshonor sin igual, así que queridos lectores inicien las apuestas, ¿habrá algún escandalo esta temporada?. 

Londres, 3 de abril

1815"


El sol de la mañana se filtraba por las cortinas de seda del dormitorio de Charles Leclerc, iluminando su rostro con una suave luz dorada. Era un día especial, uno que había estado esperando desde que se presentó oficialmente como omega hace apenas unos meses. Había experimentado su primer celo, un recuerdo terrible a su juicio; desde que era niño, su madre le había dicho que el primer celo era una experiencia emocionante y encantadora que indicaba que por fin había llegado a la etapa de su vida en la que podía tener hijos y buscar un esposo. Sin embargo, en su opinión, había sido una experiencia dolorosa, nada emocionante y mucho menos encantadora. Hoy, finalmente, sería presentado ante el rey consorte, Sebastian, y ante toda la alta sociedad de Londres. La emoción le hacía palpitar el corazón con fuerza, pero también había un nudo de nervios en su estómago que no podía ignorar.

Charles se levantó de la cama con un suspiro, pasando los dedos por su cabello despeinado. Pero antes de prepararse para el gran día, había un lugar al que necesitaba ir. Con pasos silenciosos, se dirigió al estudio de su padre, un lugar que había permanecido casi intacto desde la muerte de su progenitor dos años atrás. El aroma a madera envejecida y libros antiguos lo envolvió al abrir la puerta, y sus ojos se posaron en el retrato de su padre que colgaba sobre la chimenea. Hervé Leclerc, un alfa de mirada firme pero llena de amor, parecía observarlo con esa calma que siempre lo había reconfortado.

—Hoy es el día, papá —susurró Charles, acercándose al retrato—. Estoy nervioso, pero también emocionado. Espero que, de alguna manera, me guíes hacia un amor como el que tú y mamá tuvieron. Quiero encontrar a alguien que me mire como tú la mirabas a ella. Por favor...

El silencio de la habitación fue su única respuesta, pero Charles sintió una extraña calma al saber que, en algún lugar, su padre lo estaba cuidando.

El sonido de pasos apresurados interrumpió su momento de reflexión. Una de las sirvientas, una beta de rostro amable y manos hábiles, asomó la cabeza por la puerta.

—Señorito Charles, es hora de prepararse —anunció, conteniendo una risa al verlo despeinado—. Su madre ha enviado tres mensajeros. Si no llega puntual, el rey consorte podría tacharlo de indisciplinado.

Charles asintió y siguió a la sirvienta hasta su habitación, donde ya lo esperaban varios de los empleados de la casa. La mayoría eran omegas, algunas de las sirvientas eran betas, pero todos se movían con la eficiencia de quienes conocían su trabajo al dedillo. En el centro de la habitación, sobre un maniquí, estaba el traje de seda que usaría para su presentación: un conjunto de color blanco inmaculado, con bordados elaborados en dorado que brillaban bajo la luz del sol.

—Respira hondo —murmuró Andrea, su asistente omega de más alta estima, mientras tensaba las cintas del corsé. Charles contuvo el aliento, sintiendo cómo el tejido abrazaba su torso. Las botas de cuero blanco, con un tacón discreto, estilizaron aún más su figura. 

Una de las sirvientas le aplicó un ligero rubor en las mejillas y un labial que combinaba perfectamente con el tono natural de sus labios y unos pequeños zarcillos en oro blanco.

—El perfume, señorito —dijo otra sirvienta, sosteniendo un frasco pequeño pero exquisito. Era un aroma único, creado específicamente para él por sus padres años atrás. Notas de bergamota de Calabria y vainilla resaltaban su aroma natural de manzana y canela. 

Charles cerró los ojos mientras el perfume se esparcía sobre su piel, soñando despierto con el alfa perfecto. Quería enamorarse, como en los cuentos que leía de niño, y encontrar a alguien que lo mirara como si fuera lo más importante del mundo, alguien que solo tuviera ojos para él y solo para él.

Él sonrió ante el espejo. Su traje blanco envolvía su figura con una gracia etérea. Delicados bordados dorados recorrían la tela con la precisión de un susurro, resaltando cada curva sutil de la prenda. La cintura, finamente ceñida por un corsé ajustado, realzaba su silueta con un aire de refinada distinción, mientras que el saco se expandía ligeramente en las caderas, otorgándole un volumen coqueto y armonioso. La cola larga se deslizaba con suavidad sobre el suelo, como si cada movimiento suyo tejiera una danza silenciosa de lujo y sofisticación. Sus manos, envueltas en guantes de satén impoluto, se movían con la suavidad de un suspiro, y con ellas tintineaban finas cadenas doradas, abrazando sus muñecas con ligereza. Los eslabones diminutos resplandecían a la luz, siguiendo el movimiento de sus dedos cada vez que movía con gracia su abanico de plumas blancas, largas y esponjosas.

El rubor en sus mejillas y el labial rosa pálido acentuaban su juventud. Pero lo que más capturó su atención fue su cabello, peinado con aceite de almendras, que se veía suave y esponjoso. Sus cortos rizos castaños, bien definidos, brillaban a la luz del sol, con hilos de oro y plata entrelazados con la precisión de un bordado celestial. Eran adornos delicados, casi imperceptibles a simple vista, pero lo suficientemente impactantes como para convertirlo en un ser salido de un sueño. Nunca se había sentido tan hermoso como ahora. "La vanidad es un pecado", le habían repetido desde que era niño, pero ahora no podía dejar de admirarse. Muchas veces había tildado de exagerada la historia de Narciso, pero ahora estaba embelesado con su reflejo.

—Pareces un príncipe de cuentos —susurró Ollie, su hermano menor, entrando en su habitación con suavidad. Sus ojos estaban llenos de admiración.

—Gracias, querido, eres el mejor —respondió Charles, saliendo de su estupor y dándole un pellizco cariñoso en la mejilla.

El idilio se rompió con una serie de golpes estruendosos en la puerta.

—¡CHARLES! —rugió Arthur, su hermano de catorce años, abriendo de golpe—. ¡Si no sales en dos minutos, iré a tu perfecto debut vestido de bufón y diré que eres tú!

—¡Arthur! —protestó Charles, aunque una carcajada escapó de sus labios—. ¿No tienes respeto por la tradición?

—La tradición es aburrida —replicó Arthur, cruzando los brazos—. ¿De verdad necesitas tanto tiempo para impresionar a un montón de alfas que solo hablan de cacerías y herencias?

—Cuando sea tu temporada, recordarás estas palabras —advirtió Charles, sacudiendo su abanico—. Y me aseguraré de que todos y cada uno de los modistas de Londres sepan que te asusta usar corsé.

Arthur palideció y salió corriendo, no sin antes gritar:

—¡Mamá dice que bajemos YA!

Al pie de la escalinata, la familia Leclerc aguardaba frente al carruaje. Pascale, vestida de luto, pero con un broche de diamantes que Hervé le regaló en su primer baile, extendió la mano hacia su hijo.

—Estás radiante, mon cœur —susurró, con lágrimas en los ojos—. Él estaría orgulloso.

El carruaje de la familia avanzó por las calles adoquinadas de Londres, el traqueteo de las ruedas acompañado por el murmullo de los comerciantes matutinos y el repique de las campanas de la iglesia. Dentro, Charles intentaba mantener la compostura, aunque sus dedos no dejaban de juguetear con los bordados de su saco blanco. Arthur, sentado frente a él, no perdía oportunidad para burlarse:

—¿Crees que el rey consorte te mande a los calabozos si no lo impresionas? —preguntó con una sonrisa maliciosa—. Dicen que manda personas a los calabozos incluso por una reverencia mal hecha.

—Arthur —lo reprendió Pascale, aunque sus ojos brillaban de complicidad—, hoy es el día de tu hermano. Sé amable. Aprende de él, cuando sea tu temporada...

—No es necesario que todos nos casemos —replicó Arthur, encogiéndose de hombros—. Lorenzo ya está casado y Charles se casará pronto; yo seré el omega libre que recorrerá Europa escribiendo poesías escandalosas.

Charles rodó los ojos, pero antes de que pudiera responder, Ollie, sentado a su lado, lo tomó de la mano.

—No te preocupes, Char —dijo el menor, con una sinceridad que desarmó cualquier tensión—. Solo son rumores y, además, te ves muy bonito.

El elogio hizo sonreír a Charles, aunque su tranquilidad se quebró al llegar al palacio. El palacio de St. James se erguía imponente en el corazón de Londres, con su fachada de ladrillo rojo que reflejaba la seriedad y la tradición de la monarquía británica. Custodiado por guardias con uniformes carmesí, el palacio de St. James nunca le había parecido tan emocionante y aterrador. Sin embargo, faltaba alguien; su hermano mayor, Pierre, el vizconde y alfa de la familia, no estaba allí.

—¿Dónde está tu hermano? —susurró Pascale, apretando la mano de Charles con delicadeza—. Sin él, no podemos presentarte.

Los minutos pasaron como horas. Charles observaba cómo otras familias desfilaban hacia el salón principal, los omegas debutantes luciendo trajes blancos o vestidos, pero todos tenían algo en común: sonrisas nerviosas. Hasta que, finalmente, el ruido de unos pasos apresurados los hizo girar. Pierre llegaba con el cabello desordenado y la corbata torcida, disculpándose entre jadeos:

—El Parlamento... se extendió más de lo previsto —mintió, evitando la mirada escrutadora de Charles, quien conocía demasiado bien los asuntos extramatrimoniales de su hermano.

—Da igual, estamos aquí —intervino Pascale, arreglando el cuello de la camisa de Pierre y dándole palmaditas en el rostro con una mirada que prometía una charla más tarde—. Ahora, entremos todos juntos.

La sala del trono parecía interminable. Sus altos muros estaban adornados con tapices que contaban historias de antaño, iluminados por candelabros de cristal, y el aire era denso por los aromas a flores exóticas y la suave fragancia de la cera. Charles caminó con la cabeza alta, sintiendo cómo cientos de ojos se posaban en él. Entre las sombras, se podían distinguir los perfiles de los nobles que observaban con disimulo, y en sus miradas a veces se asomaba una mezcla de interés y cálculo. 

Pero sus ojos estaban fijos en el trono que se erguía en el centro de la sala. El rey consorte estaba allí, en su majestuoso asiento, rodeado de cortesanos. Su traje azul marino, con bordados dorados y rojos, contrastaba con el dorado del sillón, y su sonrisa, afilada como una daga, revelaba una mente que todo lo sometía a cálculo; un cumplido y toda la sociedad estaría a su favor, un gesto de desagrado y toda la sociedad lo ignoraría. Todos querían estar en gracia del rey consorte, ya que era la única forma de acceder al rey.

—El joven Charles Leclerc —anunció el heraldo, golpeando su bastón en el suelo—. Presentado por su madre, la muy honorable vizcondesa Leclerc.

Charles avanzó, y por un momento todo lo que podía escuchar era su respiración y el tacón de sus botas resonando contra el mármol. Al llegar frente al trono, realizó una reverencia impecable, moviendo ligeramente su abanico de plumas blancas; había estado practicando este momento durante años. El silencio era absoluto.

Sebastian se levantó lentamente. La mirada fría pero calculadora del rey lo recorrió de arriba abajo, estudiando cada detalle del joven: desde el corte de cabello hasta la perfección de la postura, los bordados del traje, el rubor en sus mejillas, incluso la manera en que sus manos temblaban levemente. Inhaló suavemente, captando el aroma a manzana y canela que Charles emanaba. Finalmente, habló con una voz clara y melodiosa que recorrió la sala:

—Perfecto.

La palabra, simple pero cargada de significado, desató un murmullo de aprobación entre los presentes. Charles levantó la cabeza, encontrándose con los ojos del rey consorte, que brillaban con una mezcla de curiosidad y algo más... ¿diversión? 

—Bienvenido —continuó Sebastian, reclinándose en el trono—. Espero grandes noticias sobre usted, señorito Leclerc.

—Gracias, Su Alteza —murmuró, haciendo otra reverencia; no pudo evitar temblar ante la magnitud de ese momento. Era más que una simple cortesía; era el comienzo de todo lo que seguiría en la temporada.

Pascale, detrás de él, contuvo una lágrima de orgullo. Pierre frunció el ceño, intuyendo las implicaciones de esas palabras, mientras Arthur susurraba a Ollie:

—¿Crees que le ofrecerán matrimonio hoy mismo?


El carruaje de los Leclerc regresó a su residencia bajo un cielo crepuscular teñido de tonos violeta y dorado. Charles, aún con el corsé ajustado y el saco blanco impecable, miraba por la ventana mientras las calles de Londres pasaban como un sueño. Su mente revoloteaba entre las palabras del rey consorte “Perfecto” y el peso que ahora cargaban. Solo tres omegas habían recibido ese elogio en la ceremonia, y entre ellos estaban Alexandra y Lando Hamilton, ambos hermanos que habían deslumbrado en la corte. No era para menos; si obtenían algo menos que perfecto, tal vez Nico, su padre, se habría desmayado estrepitosamente en los brazos de su esposo, el Duque Lewis Hamilton.

Al llegar, la mansión los recibió con el aroma a pan recién horneado y rosas del jardín. Pero la tranquilidad duró poco. Menos de una hora después, los pasos rápidos de Lando resonaron en el vestíbulo.

—¡Charles! —llamó el joven omega, subiendo las escaleras sin esperar a que los sirvientes lo anunciaran.

Charles lo recibió en su dormitorio, donde ya se había cambiado a un conjunto más sencillo: una camisa de seda color crema y pantalones ajustados, el corsé reemplazado por una faja suave. Lando, en contraste, aún llevaba su traje de presentación: un blanco marfil con bordados de hojas doradas que complementaban su aroma a durazno y lavanda.

—¿También te dijeron "perfecto"? —preguntó Lando, abrazándolo fuerte para después derrumbarse en el sillón junto a la cama—. A mí también me lo dijeron, pero apuesto a que fue solo porque mi padre donó medio tesoro a la corona. ¡Sebastián nos ha condenado a ambos! Ahora todos los alfas de Londres querrán desfilarnos como trofeos.

Charles soltó una risa mientras servía té de manzanilla para ambos.

—Sebastian no parece el tipo de omega que se deja comprar —dijo él, recordando la mirada penetrante del rey consorte—. Aunque, si lo hizo, al menos somos perfectos juntos. Y tú tienes a tu hermana, la atención también estará en ella.

Lando giró la taza entre sus manos, su habitual humor dando paso a la vulnerabilidad y su aroma tornándose levemente agrio.

—Alexandra ya tiene pactado un matrimonio con la princesa Rebecca, la hija alfa de los reyes… ¿Crees que a nosotros nos dejarán elegir? No quiero que me elijan como a un mueble en una subasta.

El silencio se instaló entre ellos. Fuera, el sonido del viento meciendo los árboles llenó la habitación. Charles pensó en su padre, en las promesas de amor verdadero, y en cómo la sociedad convertía incluso los sueños en transacciones.

Charles se sentó al lado de su amigo, su aroma a manzana y canela mezclándose con el de Lando.

—Podríamos escapar —susurró, medio en serio, medio en broma—. Tomar un barco a Francia. Vivir de vino y pan fresco.

—Y dormir en establos —añadió Lando, riendo—. Tú, que te desmayas si una sábana no tiene hilos de seda.

—Y extrañaríamos los baños calientes y las cenas de cinco platos —respondió Charles, haciendo que ambos rieran—. Además, ¿tú cosecharías tus propias verduras?

—Preferiría morir —admitió Lando, fingiendo un desmayo dramático sobre el sofá—. Pero en serio, Charles... ¿Qué haremos si nos emparejan con alfas como Lord Grosjean? ¡Dicen que habla más con sus caballos que con las personas!

Ambos rieron, pero el silencio que siguió fue incómodo. Charles jugueteó con su taza.

—Sabemos que esto es un privilegio —murmuró Lando, mirando un cuadro en la pared—. Hay omegas que ni siquiera pueden elegir qué desayunar. Nosotros... tenemos opciones. Limitadas, pero opciones al fin.

Ambos soltaron un suspiro cansado y permanecieron en silencio, un silencio que se interrumpió cuando Lando recordó el motivo real de su visita. Sacó un sobre de pergamino sellado con cera dorada y el emblema de los Hamilton: tres cuervos en vuelo.

—El primer baile de la temporada —anunció el omega, entregándole la invitación a Charles—. En la casa Hamilton. Mis padres insistieron en que debía ser el evento del año. Habrá fuegos artificiales, una orquesta desde Viena… y suficientes alfas como para marearnos.

Charles abrió el sobre, leyendo la elegante caligrafía que detallaba la fecha y el código de vestimenta: Omegas: Blanco y plateado, estrictamente obligatorio.

—¿Blanco otra vez? —se quejó, aunque una sonrisa traicionaba su emoción—. Parece que quieren recordarnos lo puros que somos.

Lando se levantó, ajustándose los guantes de encaje.

—Al menos seremos los mejores vestidos —dijo, acercándose a la puerta—. Y si todo falla, siempre podremos escondernos en el jardín y sabotear los pasteles.

La puerta se abrió suavemente. Ollie, con un libro bajo el brazo, asomó la cabeza.

—Mamá dice que hay pastel de moras en la cocina —anunció el niño—. Y que, si Lando se queda, debe probarlo.

El aroma a canela y mantequilla derretida impregnaba el dormitorio de Charles, donde él y Lando compartían un plato de pastel de mora aún tibio. Las migajas caían sobre el mantel bordado mientras Lando, recostado en el diván de terciopelo, jugueteaba con una cucharita de plata.

—Papá ha ordenado preparar el ala este de la casa —comentó Lando, lamiendo miel del dedo—. Dicen que el invitado es un duque joven, más rico que Midas. Heredó el título recientemente, aunque su padre aún respira. Algo turbio, ¿no crees?

Charles inclinó la cabeza, intrigado. La cuchara se detuvo a mitad de camino hacia su boca.

—¿Un duque sin padre muerto? Eso es como un invierno sin nieve… antinatural.

Charles no quería parecer ignorante, pero por lo que sabía, la mayoría de los ducados estaban ocupados; todos tenían herederos que él conocía de vista, al menos. Su institutriz solía hacerle repasar los nombres de los nobles de la corte. El ducado de Somerset fue el primero que se le vino a la mente: Helmut Marko, duque de Somerset, solo había tenido una hija omega, es decir, que ella no podía heredar nada. Entonces, el esposo de su hija tal vez habría tomado el cargo de duque, ya que Helmut había muerto hace dos años. No podía ser Somerset; Helmut estaba muerto y el esposo de su hija seguro que ya era un hombre mayor. Tal vez podría ser el ducado de Dorset o Grafton; esos tampoco tenían herederos alfas directos. Charles también recordó que cuando Silvia, su institutriz, hablaba, él solía mirar por la ventana mientras soñaba despierto.

—Escuché a los sirvientes murmurando que el padre del nuevo duque es un alfa cruel y ambicioso... y que la única razón por la que le cedió el título a su hijo es porque ahora tiene mucho poder en Holanda —Lando bajó la voz, aunque solo estaban ellos dos—. Pero lo único que le importa a mi padre es que el joven duque está soltero. Mi padre, Nico, está dispuesto a encontrarle pareja, y mi padre, Lewis, está interesado en negocios. Dicen que el joven duque es alguien bueno. Le pregunté a un amigo que solía vivir cerca de Holanda si conoce a este duque o a su familia, pero mi amigo no sabe nada... es todo un misterio.

Charles imaginó por un momento a ese misterioso alfa: cruel como los retratos de los antiguos nobles, con ojos fríos y manos ávidas de poder. Un escalofrío le recorrió la espalda, imaginando que el joven duque sería igual a su padre. Después de todo, la manzana no cae lejos del árbol, o eso es lo que dicen.

—Quizás sea calvo y tenga aliento de dragón —bromeó, intentando aliviar la tensión.

—O quizás sea hermoso como un pecado —contraatacó Lando, sonriendo con picardía—. Y tú, señor Perfecto, caigas rendido ante su aroma a… ¿qué huelen los tiranos? ¿Azufre y ambición?

Ambos rieron, pero la llegada de un sirviente interrumpió el momento.

—Joven Hamilton, su carruaje lo espera —anunció el hombre con una reverencia—. Su padre insiste en que debe tomar sus clases de violín.

Lando se levantó con un suspiro dramático, ajustándose los guantes.

—Hasta mañana en la noche, Charlie. Reza para que el joven duque aterrador prefiera a otros.


La noche siguiente era un caos bien organizado en el dormitorio del omega, con los sirvientes alrededor del joven. El corsé le mordía las costillas, más ajustado que nunca, Andrea tensaba las cintas con manos expertas. El traje blanco de seda brillante relucía bajo la luz de las lámparas. La camisa de muselina semitransparente le envolvía el cuello como una caricia, mientras el saco, ajustado en la cintura y con un ligero volumen en las caderas, se ceñía a su figura con precisión, bordado con hilos plateados que imitaban constelaciones. El pantalón de la misma seda blanca se adhería a sus piernas ajustando sus muslos. Las zapatos con bardados delicados y un ligero tacón, junto al abanico de nácar grabado con el escudo de los Leclerc, un cavallino rampante, completaban el atuendo.

—Recuerda: postura recta, sonrisa serena —murmuró Pascale, colocándole un broche de diamantes en el saco—. Estás hermoso, cariño.

El viaje a la casa Hamilton fue una mezcla de emoción y terror mientras Pierre revisaba su reloj de bolsillo por décima vez.

—Los cuervos dorados —murmuró Charles al llegar, observando el emblema grabado en el mármol de la entrada—. Dicen que simbolizan astucia y longevidad.

—O que roban lo brillante —susurró Pierre, sonriendo.

El salón principal era un espectáculo de opulencia. Arañas de cristal colgaban del techo abovedado, arrojando destellos sobre los vestidos y trajes de los invitados. En el centro, el escudo de los Hamilton, cuervos entrelazados sobre un fondo dorado, brillaba como un sol en miniatura. Charles sintió que el aire se espesaba: diversos aromas competían por dominar la atmósfera.

Lando lo esperaba cerca de la escalinata, vestido con un traje exquisito y perlas en su cabello.

—¿Listo para el juego? —preguntó, ofreciéndole una copa de champaña—. Apostemos cuántos alfas intentarán bailar con nosotros esta noche.

—Diez —respondió Charles, bebiendo un sorbo—. Tú llevas ventaja con ese aroma a durazno.

La música comenzó, un vals que invitaba a los omegas a ocupar el centro de la pista para el baile de apertura tradicional, donde solo los omegas recién presentados participaban. Charles avanzó, sintiendo miradas clavarse en su espalda.

Los candelabros de cristal proyectaban destellos sobre su traje bordado, haciéndolo brillar como una estrella fugaz. Fue entonces cuando Pierre se acercó, su aroma a sándalo y nuez envolviéndolo con familiaridad.

—No olvides sonreír —murmuró su hermano mayor, ofreciéndole el brazo con una elegancia que solo un alfa de su estatus podía fingir—. Adoran el teatro, así que dales un espectáculo.

Charles iba a responder cuando, de repente, un brazo desconocido rodeó su cintura con firmeza. Giró sobresaltado, listo para rechazar al intruso, pero se detuvo al reconocer unos ojos verdes y una sonrisa traviesa que solo un Leclerc podía tener.

—¡¿George?! —exclamó el omega, sin poder ocultar su sorpresa y alegría.

George Leclerc, el segundo hijo alfa de la familia, lucía un traje de terciopelo negro y un broche de plata con el emblema de su familia. Su aroma a pino fresco y hierro forjado, marcadamente distinto al de Pierre, anunciaba su presencia con la autoridad de quien nunca pedía permiso. Charles había extrañado mucho a su hermano, aunque se había molestado cuando George manifestó su deseo de unirse a las tropas del general Wellington. El omega pasó días enteros en la capilla cerca de su hogar, rezando por el bienestar de su hermano. Cada mes se le hacía una tortura mientras esperaba noticias sobre él. George solía enviarles cada mes una carta avisándoles de cómo estaba, y la llegada de esa carta siempre hacía que todos en su familia suspiraran aliviados.

—No podía perderme el debut de mi hermano favorito —dijo George, apretando a Charles contra su costado en un gesto protector. Luego miró a Pierre con una sonrisa que escondía dagas—. Aunque veo que el vizconde ya se había encargado de escoltarte.

Pierre tensó la mandíbula, pero antes de que se formara un altercado entre ambos hermanos y se diera paso a una rivalidad que había surgido tras el deceso de su padre, George extendió su mano libre hacia él.

—Tranquilo, hermano. Por una noche, podemos fingir que no nos despreciamos —dijo, con un tono que rozaba la burla.

Para asombro de Charles, Pierre esbozó una sonrisa sardónica y tomó la mano de George.

—Por Charles —murmuró el mayor, sellando una tregua temporal.

Los tres avanzaron hacia el centro de la pista, donde los omegas giraban como remolinos de seda y encaje. George y Pierre flanqueaban a Charles, sus posturas erguidas y dominantes contrastando con la delicadeza del traje blanco de su hermano.

—¿Cuándo regresaste? —preguntó Charles, notando cómo algunos alfas apartaban la mirada ante la presencia combinada de sus hermanos.

—Esta mañana —respondió George, guiándolo en un giro elegante—. Bélgica y la guerra pueden esperar. Alguien tiene que asegurarse de que no te cases con el primer alfa que huela tu perfume.

Pierre soltó una risa seca.

—Como si tú supieras algo de matrimonios. ¿No dejaste plantada a la hija del conde de Sussex la temporada pasada?

—Ella tenía el aroma de frutas echadas a perder —replicó George, sin inmutarse—. Y tú, ¿cuántas promesas de matrimonio has roto este año?

Charles contuvo una risa, sintiendo una extraña calma al ver a sus hermanos unidos, esperando que olvidaran su disputa para siempre. La música se intensificó, y George tomó la mano de Charles para liderar el baile, mientras Pierre vigilaba desde el borde de la pista, intercambiando miradas desafiantes con algún que otro alfa curioso.

—No soy amante de estos eventos —susurró George, siguiendo el compás con precisión militar—. Pero disfruto ver a esos alfas incómodos.

Al terminar la pieza, George entregó a Charles a Pierre con una reverencia exagerada, provocando risas y algunos aplausos entre los espectadores.

El salón del baile resonaba con las risas ahuecadas de la nobleza, pero para Charles, cada segundo era una batalla entre el aburrimiento y la exasperación. Mientras George y Pierre desfilaban críticas como si fueran condecoraciones: “Ese alfa huele a ambición barata”, “¿Viste cómo miraba su reloj? Ni siquiera sabe fingir interés”, “Un poeta, esos sonetos no alimentarán a sus hijos”, “Su familia está envuelta en escándalos”, “Él cortejó a alguien la temporada pasada y huyó del compromiso, antes muerto a que deshonren así”, “Su familia está cerca de la ruina”, “Es feo”, y con cada comentario que soltaban sus hermanos, Charles solo podía ofrecer una pequeña sonrisa educada, esperando que al finalizar la velada sus hermanos no ofendiesen a todos los alfas de Londres.

—Ese alfa es un segundo hijo de un tercer hijo sin derecho a nada, solo está aquí buscando omegas con una gran dote —murmuró George, arrugando la nariz ante un noble que se retiraba con el rostro colorado.

Charles apretó los dientes, sintiendo que, con cada minuto que pasaba, el corsé le cortaba la respiración cada vez más. Con el transcurrir del baile, se dio cuenta de que casi ningún alfa le dedicaba ni la más discreta mirada. Vio a su madre al otro lado del salón observándolo preocupada, pero Charles fingió una sonrisa tranquila para no inquietarla y respiró hondo, tratando de que sus emociones no se reflejaran en su aroma. Un omega oliendo a amargo en un baile era algo que nadie quería.

—Y ese otro es un deudor y bebedor sin remedio; hace tres meses que nadie lo ve en el club —añadió Pierre, señalando a un joven que ajustaba su corbata por décima vez—. Poco honorable, y dicen que su madre tiene el carácter de un dragón.

—Hablando de dragones —dijo George, señalando con sus ojos hacia una esquina del salón. Charles miró y vio que el duque consorte, Nico Hamilton, se acercaba a ellos con elegancia. La astucia y el sarcasmo de Nico eran bien conocidos; muchos temblaban ante la presencia del omega rubio.

—No hay salida —murmuraron sus hermanos, tratando de escapar, pero viéndose rodeados de varias personas.

Fue entonces cuando una voz familiar, cargada de sarcasmo y dulzura, resonó detrás de ellos:

—¡No disimulen, ya me vieron, malcriados!

Los tres giraron. Charles lo saludó con una sonrisa tímida, mientras sus hermanos hacían una reverencia nerviosa.

—Lo lamento mucho, su alteza —se disculpó Charles. Nico solo le dio una sonrisa cómplice y se concentró en sus hermanos.

—Mi baile es tan aburrido que uno de los diamantes de la temporada no ha pisado la pista de baile, o es que acaso los insufribles de sus hermanos alfas lo tienen prisionero —dijo Nico, con un traje bien elaborado y su cabello rubio semi-largo adornado con perlas blancas. Su aroma a amapolas y fresas contrastaba con la ironía en su tono—. Deberían recordar que ustedes también están en edad de casarse.

George y Pierre intercambiaron una mirada de fastidio, pero Nico no les dio tregua:

—Lewis y yo apostamos para ver cuál de los dos encontrará pareja primero. Hasta ahora, Pierre lleva ventaja… en fracasos… pero no se preocupen, tengo unas opciones interesantes para ustedes…

Charles aprovechó la distracción para escurrirse entre las sombras, dirigiéndose hacia la mesa de ponche. La bebida rosada burbujeaba en copas de cristal y, al tomarla, sintió un alivio momentáneo. Sin embargo, el respiro duró poco.

—Señorito Leclerc —la voz de Mattia sonó como un susurro áspero, cargado de una familiaridad que hizo erizar la piel de Charles—. Cuánto ha crecido desde la última vez que lo vi. Su padre... bueno, estaría orgulloso de verlo convertido en una joya tan pulida.

Charles contuvo un escalofrío. Recordaba vagamente a Mattia visitando la mansión Leclerc en su infancia, siempre observándolo desde el umbral con esos ojos de reptil que parecían querer diseccionarlo. Hervé solía recibirlo en el estudio con la puerta cerrada, y las discusiones solían terminar en gritos ahogados. "Nunca será tuyo", había rugido su padre una vez, mientras Charles, escondido tras una columna, veía a Mattia partir con el rostro desencajado.

—Lord Binotto —respondió Charles, inclinando la cabeza en una reverencia mínima, casi descortés—. No sabía que todavía frecuentaba estos eventos sociales.

Mattia rió, un sonido gutural que resonó como una advertencia. Su mano, enguantada en cuero gastado, se posó sobre el brazo de Charles con una presión que pretendía ser amable, pero resultaba asfixiante en su posesividad.

—Oh, para usted siempre haría una excepción —musitó, acercándose lo suficiente para que Charles distinguiera las venas rojizas en sus ojos vidriosos.

El aroma a tabaco rancio y humo del alfa le provocó náuseas. Charles retrocedió, manteniendo la compostura.

—Debería irme, mi familia me busca.

El aire se espesó. Charles sintió el peso de las miradas curiosas de los invitados cercanos, susurros que se disfrazaban de interés en los canapés. Sabía que huir sería un insulto, pero quedarse era ahogarse.

—Espere —Mattia avanzó, pero Charles ya se estaba mezclando con las demás personas, huyendo del llamado del viejo alfa y esquivando a los invitados.