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Español
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Published:
2022-12-25
Updated:
2023-06-24
Words:
33,169
Chapters:
4/35
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La vista al frente

Summary:

Desde que, de forma inesperada, el Rey Robert Baratheon muriera, aires de cambio soplan en los Siete Reinos, al otro lado de las Montañas Rojas.

Sin embargo, en Dorne, la Princesa Arianne aprovecha esta ola de cambios para afianzar su lugar como la heredera del Principado de Dorne.

Al otro lado, en Desembarco del Rey, Sir Arys Oakheart, un caballero de la Guardia Real, va a tener que plantarse ante algunos desafíos en el presente que le obligarán a enfrentarse con los fantasmas de su pasado.

Notes:

Este es un regalo para J y Ro... llega con dos años de retraso, pero al menos llega, jajajajaja.

Chapter 1: El Concilio Dorniense

Chapter Text

La Princesa procuraba que no se le notara demasiado el aburrimiento que le había comenzado a provocar la conversación.

Aunque, a decir verdad, ella no era distinta, e igual que todos los demás, se había estado haciendo la misma pregunta: una inquietante, confusa y desconcertante.

«¿Qué está pasando en los Siete Reinos, al otro lado de las Montañas Rojas?»

Tan sólo cinco lunas atrás, pasó lo inesperado:

Robert Baratheon había muerto.

El Rey estaba muerto y ahora en el trono de hierro se sentaba un muchacho de apenas dos y diez días de su nombre.

Pero no era tan sencillo, pues después de esa primera conmoción, siguieron llegando noticias aún más perturbadoras:

La Mano del Rey, Lord Eddard Stark había intentado usurpar al niño-rey, pretendió declararse él mismo el nuevo soberano, pero por fortuna, su malvado plan había sido descubierto y lo echaron a las celdas negras que había bajo la Fortaleza Roja, para que se pudriera ahí.

El joven Lord Renly, había conseguido huir de Desembarco del Rey, librándose de ser otra víctima más de la maléfica conjura norteña.

Él llegó a salvo a Bastión de Tormentas, protegido por la misericordia de la Madre, bendito fuera su corazón.

Después se enteraron de que Stark se arrepintió, confesó todos sus repugnantes crímenes ante los Siete y su unió a la Guardia de la Noche, donde limpiaría sus pecados, pero aun con eso, los Lannister le cortaron la cabeza.

Y ahora Renly era rey.

Luego el hijo de Stark también era un reyecillo.

Y mientras tanto Stannis… bueno, él seguía rumiando en su siniestra isla, donde llevaba escondido ya un año, todavía enfadado porque el rey no le había ofrecido a él el puesto que quedó vacante tras la muerte del anciano Lord Jon Arryn.

Al parecer también había muerto Viserys Targaryen... el rey Mendigo. Aunque eso no afectaba a Dorne para nada, en opinión de Arianne. 

Y todo ello aderezado con el cuervo blanco que llegó de la Ciudadela para anunciar el final del verano más largo que se recordaba y el comienzo del otoño.

Oh, y el cometa, ¿cómo podía olvidarse de esa lanza escarlata que volaba sobre sus cabezas, y cuyo presagio aún no estaba claro?

—¿Qué edad tenía? —se le ocurrió preguntar de repente a la Princesa Arianne.

—¿Qué edad tenía quién? —el curtido Sir Walton Ladybright, se mostró muy sorprendido por el repentino giro de la conversación.

Miró a Vasalbar, como buscando una aclaración, pero el anciano septón parecía tan confundido como él.

—Robert —aclaró ella—. Robert Baratheon. ¿Qué edad tenía cuando murió?

El joven maestre Myles se acarició su bien cuidada barba dispuesto a saciar la curiosidad de la Princesa, pero antes de que pudiera hablar, alguien se le adelantó.

—Cinco y treinta —respondió Ricasso, el ciego Senescal de Lanza del Sol, sin necesidad de pensarse mucho la respuesta—. En un par de lunas habría sido su día del nombre, pero no los llegó a cumplir. Murió con cinco y treinta, los mismos que el traicionero norteño que él creyó un amigo, Lord Stark.

Habló con un deje de tristeza en su voz, aunque ese tono era muy común en él.

—Oh —aquello sorprendió a Arianne—, era joven. Más joven de lo que yo creía.

Por algún motivo siempre imaginó al rey de los Siete Reinos mucho mayor, cercano a la edad de su padre; aunque ella misma tenía apenas dos y veinte, pero a veces tenía la sensación de ser tan vieja como él.

Los cuatro hombres volvieron a su conversación sobre la situación al otro lado de las Montañas Rojas.

—Yo también he escuchado eso, y dicen que el hijo de Stark se ha proclamado rey y se dirige a Desembarco del Rey para arrebatarle el trono a la escoria Lannister.

Comentaban lo mismo que ya ellos mismos y otros habían hablado, observado, escrutado y visto que ella tampoco tenía más que añadir, disimuló lo mejor que pudo la irritación que le provocaba todo aquello y se puso de pie.

—Morra, Mellei —se dirigió a las doncellas que permanecían de pie junto a la mesa—, haced el favor de recoger los platos terminados y aseguraros de que tengan lo que necesiten.

Se disculpó con los cuatro hombres usando como pretexto el hecho de que tenía que cambiarse de atuendo antes de su inminente partida.

No quedaba mucho para el medio día pensó la Princesa mientras hacía los últimos preparativos para antes de partir, por lo que al inmisericorde sol dorniense aún le quedaba unas horas antes de volverse implacable.

Estuvieran todos o no, aquel día finalmente el Príncipe daría comienzo al Consejo de Señores de Dorne que había convocado en Los Jardines del Agua, como única respuesta a la presión por hacer algo.

Algo.

El Príncipe Doran no fue nunca un hombre de acción. Lo que se le daba bien a su padre era esperar, o como a él le gustaba llamarlo, “pensar”.

Pensar, pensar, esperar, pensar y esperar porque antes necesitaba pensárselo antes.

O, en definitiva, no hacer nada.

Arianne estaba harta, el Príncipe Oberyn llevaba quince. Quince largos años esperando y ya estaba harto. Sus queridas primas, las Serpientes de Arena, se habían hartado de esperar, los Señores ya no podían darse el lujo de seguir esperando y el pueblo… el pueblo de Nymeria había dejado claro que no iban a esperar más.

En cuanto llegó la noticia de la muerte del rey, el interés por lo que pasaba en Desembarco del Rey aumentó como nunca antes desde que triunfara la Rebelión de Robert.

Las tabernas en los dos pasos, la Ciudad Sombría y la Ciudad de los Tablones se llenaban de gente demandando nuevas a los viajeros que llegaban de la capital del reino o de Antigua.

A los mercados y puestos y tenderetes, hombres y mujeres por igual, viejos y jóvenes iban más movidos por su necesidad de escuchar y cuchichear que a comprar. 

—Tendría que ser ahora, —comenzaban a murmurar después de años callados —. Este es el momento. No hay más que mirar el cometa —señalaban al cielo—, rojo, rojo, como la sangre de Elia.

—No, no lo creo —respondían otros—, Tywin Lannister sigue vivo. Él ha sido siempre el problema, no Robert.

—Entonces también él ha de morir. Unámonos a Renly. Hagámoslo y juntos aplastaremos a la escoria Lannister.

Arianne sabía. 

—¿Cuánto más hemos de esperar? —siguieron los murmullos, aunque cada vez menos disimulados.

Después más atrevidos.

—¡Justicia! —comenzaban a hacerse oír, y cada vez era más difícil ignorar sus gritos.

—¡A las lanzas! 

—¡La sangre de Elia debe ser vengada!

Arianne tenía muchos amigos, y se enteraba de todo. 

—El cometa rojo lo está anunciado. El momento finalmente ha llegado.

—¡¡A las Lanzas, Doran!!

Desde que, catorce años atrás, Lord Jon Arryn viniera a Dorne junto a un grupo de Hermanas Silenciosas para devolverles el cuerpo del Príncipe Lewyn, junto a muchas promesas, todas las conversaciones sobre rebeliones terminaron.

Aunque sólo en la superficie... porque en el fondo, seguía latente lo que más deseaba el corazón de Dorne.

¡Justicia para Elia y sus hijos, venganza contra sus asesinos!

Se estaba cambiando de ropa con la ayuda de Belandra.

La túnica púrpura que había pertenecido a su madre le parecía un atuendo adecuado, lo acompañaba con un sencillo colar de piedras semi preciosas, varias pulseras de oro en las muñecas.

La cascada de rizos negros la llevaba suelta, y así iba a permanecer.

A esas alturas ya era imposible hasta para su padre pretender que no escuchaba los alaridos de dolor de sus almas rotas y por eso había hecho llamar a sus abanderados, quienes fueron llegando poco a poco.

Los últimos de los cuales fueron Lady Larra Blackmont, con su heredera Jynessa y el resto de su partida y también Lord Dagos Manwoody con su heredero Mors, un joven escudero de cinco y diez y el resto de sus hombres.

Pero aún no estaban todos y aun así su padre decretó que…

—¿Qué está pasando ahí? —preguntó dejando a un lado lo que estaba haciendo.

—No lo sé, el ruido parece venir de la entrada.

Belandra tenía razón.

—Escucho… ¿caballos? —desde la ventana no alcanzó a ver nada —. Voy a bajar a ver.

 

Mientras iba acercándose a la entrada del castillo, se dio cuenta de que no fue a la única a la que la algarabía llamó la atención, pues desde donde estaba parecía que fuera se había convocado un grupo, tan curiosos de saber qué estaba pasando afuera como ella.

—¡Llegáis tres días tarde, Sir! —escuchó gritar a Walton Ladybright justo cuando llegó al patio del castillo.

—Que las Siete Bendiciones caigan sobre todos vosotros, buenas gentes —respondió hablando a todos, aunque por la forma en que la miraba, parecía que la Princesa, quien ya estaba bajando las escaleras para darles alcance, era la única persona que existía en aquel instante para el caballero recién llegado.

—Que el Extraño te meta todas y cada una de esas bendiciones por el culo, Dayne —Sir Walton no estaba para cortesías, aunque por fortuna no había ningún septón a la vista—, ¿quién demonios te crees que eres para hacer esperar al Príncipe de Dorne? ¿Para hacer esperar a todos los señores? —le echó también una mirada furibunda a los dos acompañantes.

—El Príncipe Doran sabrá perdonarme cuando le explique el motivo de mi tardanza —se excusó con indiferencia.

—Dudo mucho que vaya a ser así, sir Gerold —los ojos ciegos de Ricasso miraba a la nada, habló con un tono muy sosegado—. Tendríais que haber salido de Campoestrella a la vez que los otros cinco señores de la piedra. Nada justifica que lleguéis mucho más tarde que Lady Larra, cuyo castillo se encuentra más lejos.

—¿Nada? ¿Estáis seguro de eso, viejo? —sonrió ladino mientras bajaba con elegancia de su precioso corcel de arena—. Porque yo creo que cuando Doran sepa que la Caña Audaz ha dejado de ser un problema, lo entenderá —dijo y le tiró un saco con manchas de sangre a los pies de Sir Walton—. Hasta es posible que Lord Qorgyle también me lo agradezca.

Una exclamación de asombro recorrió el patio.

—¿De verdad… has matado a la Caña Audaz? —El joven Maestre Myles se acercó al saco, muy impresionado, para echarle un vistazo a lo que había dentro, seguido de algunos espectadores que también querían ver el macabro trofeo.

—Estrellaoscura, si de verdad crees que… —Ladybright se negaba a dar su brazo a torcer—, no importa. Volved a subir a esos caballos porque nos dirigimos a Los Jardines del Agua ahora mismo. Has llegado tarde, Dayne.

—¿Ahora mismo? —respondió con un exagerado puchero que por poco le roba un suspiro a Arianne—. Pero mi señor, mis hombres y yo hemos hecho un viaje muy largo y tenemos algo de hambre, había pensado que…

—Soy un hombre de casi cincuenta ya, no voy a tolerar jueguecitos, he dicho q…

—Sir Walton —Arianne Nymeros Martell por fin habló. La concurrencia se dio la vuelta, y comenzaron a apartarse para dejarla pasar —. Cierto es que han tardado en llegar, entonces, ¿qué es un poco más de tiempo? —le puso una mano en un brazo —. Tened compasión, aunque sólo sea por los caballos. Que se refresquen un poco y coman algo antes de partir.

Él la miró sorprendido, pero no pudo más que ceder antes la petición de la heredera de Dorne.

—Dos horas —miró fijamente y con el ceño fruncido a los tres hombres —. Tenéis dos horas, y ni un segundo más.

—Muchas gracias, sir —le dijo Arianne —. Sois un caballero muy compasivo.

—Princesa —le hizo una reverencia antes de ir a prepararse.

—Maestre Myles, haced el favor de mandar un pájaro a Caleotte de inmediato. Decidle que ya vamos para allá.

—Así será, Princesa.

Cuando el maestre se retiró con la bolsa ensangrentada, se dirigió a los demás

—Los demás, podéis volver a vuestras tareas, el espectáculo se ha terminado. Benny, encárgate de sus caballos —Mientras se iban dispersando, se dirigió a él—. Sir Gerold Dayne.

Aunque todo Dorne le conocía como Estrellaoscura, el hermoso caballero de Ermita Alta.

Arianne intentó mostrarse recta e imperturbable, aunque aquel hombre siempre había tenido sobre ella un efecto hechizante que le hacía sentir como una niñita tonta.

—Princesa —saludó Gerold con una media sonrisa mientras posaba una rodilla en el suelo ante ella. Los otros dos lo imitaron —. Veo que mi memoria no me falla y seguís siendo tan hermosa como siempre.

Él tampoco había cambiado nada desde que lo vio por última vez en la celebración por los cuarenta días del nombre del Príncipe Oberyn.

—Vamos, —hizo un gesto como quitándole importancia —diré que os preparen un baño y algo de comer. No tenemos mucho tiempo.

Los tres la siguieron al castillo.

 

Dentro, Belandra le explicó que tardarían en llevar el agua suficiente para los tres en la sala de baños.

—Pues que se prepare para sólo dos mientras Sir Gareth y Sir Leslyn comen algo. En cambio, Sir Gerold puede usar el baño de mis habitaciones, ahí el agua no será un problema y ya comerá después. De este modo ahorraremos tiempo.

Le costó, pero intentó no mirar a Gerold ni sonrojarse al terminar la frase. Belandra llevó a Estrellaoscura y los otros dos fueron a las cocinas con Morra.

—¿Está bien la comida? —entró a asegurarse que todo estaba bien. No era gran cosa, las cocineras habían improvisado algo con la comida que ya estaba hecha. Unos huevos duros, un pesado guiso picante de pescado y marisco y pan negro.

—Sí, Alteza —le respondieron los dos caballeros, sorprendidos al verla preocupada por ellos.

Cuando intentaron levantarse, ella les hizo un gesto con la mano para que siguieran comiendo con tranquilidad.

—Qué bueno. El baño estará listo en un rato y podremos irnos.

Después de supervisar que en el horno ya estaban asando las costillas picantes para Dayne, subió a sus habitaciones a verlo.

 

—¿Está buena el agua, sir? ¿Suficientemente fresca? ¿Necesitáis algo más?

—El agua está buena, mi señora, aunque no tanto como vos —respondió él con aquella voz suya tan grave—. ¿Necesitar…? Nada en particular, sólo que en esta bañera hay espacio de sobra para alguien más.

—Vaya, sir, eso no sonó muy galante por vuestra parte, ¿estáis insinuando que huelo mal? —Arianne metió la mano en la bañera y le echó juguetonamente un poco de agua a la cara—. ¿O queréis que os busquen a alguna moza? Candidatas dude mucho que os falten.

Ella volvió a recoger agua en la palma para de nuevo a echárselo a la cara, fijándose en que todavía le quedaba sombra negra alrededor de los ojos.

Pero él fue más rápido y se la agarró para aspirar profundamente el suave aroma de la piel de su antebrazo.

—Oléis maravillosamente bien, mi señora y no, no me interesan ninguna de esas otras mozas —le abrió la mano y le besó la palma —. Si mi princesa no está dispuesta a compartir el baño conmigo, pues sí que necesitaría al menos que hiciera otra cosa por mí. Es que no llego a frotarme la espalda yo solo.

Le ofreció el paño húmedo.

—Mmm, eso sí lo podría hacer —dijo ella riéndose ante su descaro; se puso en pie tras pensárselo unos segundos y se colocó a su espalda.

—Perfecto —suspiró él cuando ella le pasó firme el paño por la espalda musculosa.

Era un poco extraño, hacer algo que se esperaría de una esposa o de una doncella, pero era Estrellaoscura, después de todo. Muchas chicas en Dorne, de clase alta o no, morirían por estar en su lugar ahora mismo.

—Y decidme, sir, ¿sacaremos algo en claro de esto? Del Consejo, quiero decir, ¿Crees que mi padre al fin hará algo?

A ella aún le costaba creerlo. Aunque la sorprendió al convocar a todos sus abanderados.

—Lo que tú quieres no.

—¿Y qué es lo yo quiero? —le preguntó al comenzar a masagearle el cuero cabelludo.

Desde que lo conoció, cuando apenas contaba con siete y diez, por algún extraño motivo él podía leer lo que se escondía en el fondo de su corazón como si de un libro abierto se tratara.

Aunque no siempre, y no todo.

—Sangre —respondió sin dudar mientras echaba la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados—, lo mismo que la Víbora Roja o las Serpientes de Arena. Lo mismo que todo Dorne. Sangre de león…

—¿Tú no?

—Yo soy Dorne, mi señora.

«No, Dorne soy yo.»

—Mi padre no hará nada.

—Entonces, ¿para qué nos ha convocado?

—Para parecer que hace algo y que la gente se calme. Pero realmente no hará nada. O si no, ya estaríamos saliendo del Sendahueso para unirnos a Renly.

—Renly —la miró de reojo —. Quién iba a decir que ese niñato desgarbado se iba a convertir en el Rey de los Siete Reinos, ¿eh? Aunque no creo que debamos deberle la derrota de los Lannister a un Baratheon.

Claro, él también recordaría cuando el más joven de los hermanos del Rey visitó Dorne, hacía ya cerca de cinco años. Al principio su visita creó tal malestar que Hotah tuvo poner orden y hasta rodaron dos o tres cabezas, pero una vez que el joven señor se dio a conocer, se ganó el corazón de todo Dorne, tanto del pueblo llano como de los nobles, de hombres y mujeres.

Había sido una jugada maestra, y detrás seguro se encontraba Jon Arryn, aquel astuto pajarraco.

—Aunque a mi padre le preocupa que sea coronado por encima de Joffrey.

—Si lo que dice la carta de Stannis es cierto, ese niño es la peor clase de bastardo que hay.

«Muy conveniente que no lo haya revelado mientras Robert vivía. —le parecía a Arianne—. Muy conveniente.»

—No creo que mi padre se crea esa historia. No llevará a Dorne a una guerra por eso. Tú bien sabes lo cauto que es.

—No entiendo a qué pretende hacernos creer que debemos temer. Hemos enfrentado dragones y hemos ganado. Volvimos a derrotar a los Targaryen cuando se atrevieron a volver a meter las manazas en el nido de la serpiente otra vez. ¿Pero ahora hemos de temer pagarles a los Lannister? ¿Por qué?

Sus palabras la entristecieron. 

Arianne también querría tener la respuesta a esas preguntas.

—Ya estáis más que limpio, Sir Gerold. Y vuestra comida ya debe de estar lista.

Ella se puso de pie y le acercó su elaborado paño myriense para que se cubriera y se secara.

Per para su sorpresa, el caballero se puso de pie sin ningún atisbo de vergüenza.

La princesa apartó la vista, sonrojada y acalorada, a pesar de que no era la primera vez que lo veía desnudo, aunque siempre le sorprendía lo cómodo que se sentía él ante su propia desnudez.

—¿Llamo a alguien para que os ayude a vestiros? —le provocó.

—No hace falta mi señora —respondió con un tono divertido—, en los últimos tiempos he aprendido a vestirme yo solito.

—Pues me alegra mucho escucharlo.

 

 

Sir Walton Ladybright no había bromeado cuando dijo que no esperaría a nadie.

A las dos horas y ni un segundo más, ya habían salido de la Ciudad Sombría rumbo a Los Jardines de Aguas, que estaban separadas por una distancia de seis leguas.

Arianne y Estrellaoscura llegaron apenas veinte minutos detrás de ellos.

Los alrededores del palacio de recreo estaban llenos de gente y tiendas, ya que con los nobles también llegaron sus pajes, escuderos, caballeros, lacayos y doncellas, y algunos trajeron a algunos de sus hijos y varios criados y otros animales.

Y no todos ellos cabían en el palacio, por lo que el pequeño pueblo que había junto a la edificación, normalmente muy tranquilo y anodino, ahora se encontraba rodeado de tiendas de mil colores y lleno de vida.

Pues donde iban los señores en grupo, siempre los seguía un grupo de mercaderes, vendedores, artesanos y otras gentes de intenciones aún menos nobles.

Desde el patio interior se escuchaba ya los gritos y chapoteos de algunos niños, y aquel sonido siempre traía una sonrisa al rostro de la princesa, recordando los buenos tiempos que ella misma pasó en aquel lugar con buenos amigos… y cierta persona que por suerte no tendría que volver a ver jamás.

Gerold había entrado primero al gran salón y el Príncipe Doran, sin mucho entusiasmo, lo estaba felicitando por su labor en terminar contra uno de los más afamados bandidos de los últimos tiempos.

Por dos años, la Caña Audaz estuvo asaltando las caravanas que llegaban de las dunas rojas rumbo al río Vaith. Una de las rutas de comercio claves para la economía de Dorne.

Al verla entrar, sir Symon Santagar se quiso levantar para dejarle paso, pero Arianne le hizo un gesto para que no lo hiciera; había decidido sentarse detrás del todo, en un cómodo pero discreto lugar desde donde podía observar sin ser vista.

Aunque no se podría considerar un puesto de honor, ofrecía un panorama privilegiado de toda la sala.

Echó un rápido vistazo, estaban todos, los señores, caballeros hacendados y algunos de sus herederos y herederas.

Fiel al estilo dorniense, en vez de altas mesas y sillas, la sala estaba repleta de cómodas almohadas, almohadones y cojines; permitían posturas más cómodas y relajadas, más parecido a una reunión familiar que un encuentro político, pero sin posibilidad de apoyar la cabeza para evitar que nadie se durmiera.

Después de todo estaban ahí estaba decidiéndose el futuro de Dorne.

Vio a su tío Oberyn sentado junto a su paramour Ellaria y a la derecha del Príncipe Doran, el lugar de más alto honor, dejando la izquierda para Lord Anders Yronwood, el Sangreregia, el más poderoso de los vasallos de su padre.

A su izquierda se sentaba Quentyn, su hermano menor, al lado de este Cletus, el heredero de Paloalto.

Y detrás de todos ellos, de pie, estaba Areo Hotah y su inseparable y mortal esposa, la alabarda.

No había más sirvientes, pues mucho de lo que se estaba hablando ahí debía permanecer en el más estricto de los secretos.

A su padre le encantaban los secretos.

A quien no vio fue al septón Vasalbar, quien tendría que haber llegado con el grupo de sir Walton.

«Qué extraño. ¿Habrá decidido quedarse en Lanza del Sol?»

Pero enseguida descartó esa posibilidad, por nada del mundo el viejo septón arriesgaría la posibilidad de que se decidiera cualquier cosa que no fuera la total destrucción de la Casa Lannister, o al menos de Tywin.

Seguramente estaba en el excusado. Era bien sabido que los viejos tenían la vejiga muy pequeña después de todo.

—Entonces, mis señores —retomó la palabra Lady Delonne, señora de Bondadivina y abuela de Daemon Arena, quien se volvió atento a sus palabras —, ¿creéis que es más prudente que esperemos un poco más? Ahora mismo la situación en los Siete Reinos sigue sin estar muy clara.

—¿Esperar a qué, mi señora? —bufó Obara, la mayor de las Serpientes de Arena, sobriamente vestida de marrón y sin una joya que adornara su atuendo—, el momento es ahora. Ya estamos tardando en saltar sobre las marcas y de ahí seguir directos a Desembarco del Rey.

Los Wyl, siempre belicosos, mostraron su aprobación con entusiasmo, apoyados por varios de los más jóvenes caballeros.

Todos ellos estaban ansiosos por derramar sangre.

—Sobre las marcas, ¿por qué? —Larra Blackmont estaba alarmada—, ¿para qué íbamos a hacer algo así?

—Hemos de hacerlo por nuestra princesa ultrajada. Por Elia y sus hijos —dijo sir Walton Ladybright tranquilamente. 

—Para provocarlos. Seguro que pican el anzuelo —le respondió sir Arron Qorgyle.

—Larra tiene razón —la apoyó la Víbora Roja—. Renly ahora también es rey —por la expresión de su rostro, pareciera que la idea le resultaba de lo más divertido—. Todavía estamos a tiempo de responder a su petición de alianza. Puedo escribir a Willas a Altojardín.

Un rugido de aprobación recorrió el amplio salón.

Su Príncipe había hablado y la mayoría comenzó a dar golpes contra las mesitas, pero el Príncipe Doran alzó ligeramente la mano y Hotah los hizo callar a todos con tres golpes de la alabarda contra el suelo.

—Los Hightower están apoyando a Renly —se quejó Obara a su padre.

—Lo mejor es atraerlos aquí, a Dorne —apuntó Lord Franklyn Fowler, el señor de sesenta y ocho al que todos conocían como el Viejo Halcón —. Una vez crucen el Paso del Príncipe yo mismo les impediré poder volver atrás.

—Síiii, tenéis tanta razón, mi señor. ¡Qué considerado por vuestra parte! —Tyene, la tercera de las Serpientes de Arena, levantó la cabeza del bordado en el que trabajaba. Estaba muy hermosa, vestía una sencilla túnica color crema pálido, el pelo lo llevaba recogido en una trenza que le recorría la cabeza como una corona y al cuello un colgante de la que pendía una figura de siete puntas en plata, y por supuesto, en los dedos sus inseparables anillos—. Con el otoño, por ahí ya deben tener mucho frío. Que vengan a Dorne. Les dejaremos disfrutar de las bondadosas cualidades de nuestro mayor aliado. Aunque..., ¡Oh, no! ¡No! Me temo que sería lo último que harían en sus... —se puso una mano en la boca, compungida de dolor por el mero pensamiento.

Pero Arianne conocía muy bien a su Tyene, la prima que era más que una hermana, y sabía que la visión de todos esos hombres cociéndose lentamente al calor de las dunas rojas, lo última que le produciría sería congoja. 

Más bien todo lo contrario.

—¿Atraerlos a Dorne, dices? —preguntó el Príncipe Doran. Habló con voz serena, pero se le escuchaba perfectamente porque todos guardaron silencio—. Cuando llegasteis aquí, imagino que todos escuchasteis a los niños y niñas que están jugando en las piscinas. Muchos de ellos son vuestros hijos, nietos o hermanos pequeños. —Los miró a todos, uno por uno—, decís que queréis sangre para vengar a mi hermana, pero Lady Nymella o Lady Larra, vosotras conocisteis bien a Elia, ¿creéis que ella aprobaría que mueran niños dornienses para vengar el asesinato de los suyos propios?

—¡Jamás! —la Señora de Colina Fantasma respondió con segura rotundidad, pero no pudo evitar echar una mirada de disculpa al Príncipe Oberyn.

Lady Larra no contestó, pero con su silencio dejaba claro que estaba de acuerdo con la respuesta de su par, aunque también se disculpó silenciosamente con su tío.

Arianne entorno los ojos con hastío.

—No voy a seguir mirando cómo Tywin y esa monstruosidad suya siguen paseándose sin consecuencias. No es sólo un insulto a la memoria de mi hermana, si no a la dignidad de todo Dorne —su tío no iba a darse por vencido tan fácilmente. 

Finalmente Sarella Arena, la cuarta Serpiente de Arena, se dignó a sacar la nariz del libro que estaba leyendo.

Llevaba su voluminoso cabello suelto y un vestido amarillo con tantas aberturas, tenía toda su morena espalda completamente a la vista, que incluso a Arianne le pareció inapropiado para el momento, aunque al menos no lucía ninguna joya. 

Había estado tan ensimismada en su lectura que Arianne ni se había dado cuenta de que estaba ahí hasta ese momento, y aún más se sorprendió al ver que había estado escuchando todo a pesar de haber tenido todo el tiempo la nariz metida en su libro.

Muy típico de ella.

—Tío Doran, a menos que se dé un improbable milagro que salve a los Lannister, Renly se hará con el trono en las próximas lunas, y los Siete no van a concederle ningún milagro a esa Casa de monstruos. Con él van combinadas las fuerzas de, no sólo Bastión de Tormentas, si no también Altojardín y Torrealta. Un ejército de más de cien mil hombres. Tywin está solo, y atrapado en las Tierras de las Ríos. No sólo ningún niño en Dorne sufriría daño alguno si damos nuestro apoyo a Renly, sino que, con nuestra ayuda o no, es prácticamente un hecho que se sentará en el trono de hierro. En el Valle de Arryn siguen sin decantarse por él, hasta donde sabemos, a pesar de que Cersei asesinó a Jon Arryn. Y de desde hace un tiempo, nada se sabe de lo que pasa en las Islas del Hierro. Si somos los primeros en reconocer a Renly, podremos exigirle nuestras condiciones. No va a poder negarse.

—Tú también, mi sobrina querida —su padre suspiró como si la exposición de Sarella no le sorprendiera del todo. Se había mostrado reticente a dejarla irse de Dorne, pero daba la impresión de que en aquel momento estaba deseando que estuviera ya en un barco rumbo a las Islas del Verano, las tierras de su madre que tantas ganas le entraron de visitar en los últimos tiempos. A Arianne aquello le hizo gracia—. Eres la última persona que creería no tener nociones básicas de cómo funciona la sucesión. Si Renly es el legítimo rey, ¿dónde dejas a Joffrey? Él es el primogénito de Robert.

—Robert —Sarella habló con una voz alegre, sin dejarse amedrentar por las palabras de su tío—, ¿cómo consiguió Robert su trono? Por conquista. El Rey Renly realizará la misma hazaña que su hermano mayor. Y qué mejor año que este para destronar a los Lannister. El año del milenio. 

Aquel año se cumplían los mil años de la llegada de Nymeria del Rhoyne y sus diez mil barcos. 

—Parece que no recibisteis la carta de Lord Stannis, mi príncipe. —le dijo un desconcertado Lord Quentyn Qorgyle; parecía sorprendido. 

—Lo hice —hizo un gesto con la mano para quitarle importancia—. Y me quedó claro que no tiene más pruebas que su palabra. Además, si tuviéramos que dar crédito a sus acusaci…

 

La puerta se abrió de repente y uno de los soldados que vigilaban el palacio entró.

—Disculpadme Alteza, pero él acaba de llegar y…

—Está bien, déjalo pasar.

El Príncipe de Dorne parecía que ya estaba cansado.

El septón Vasalbar entró andando de puntillas, como siempre hacía cuando estaba indignado.

—Como decía, —continuó hablando el Príncipe—, si aceptamos esas acusaciones, Stannis mismo sería el rey, y no Renly.

—Stannis n-no —acababa de llegar, pero venía dispuesto a hacerse escuchar—. He-hemos… —el septón Vasalbar levantó un tembloroso pero determinado dedo huesudo—… hemos recibido informes, informes muy inquietantes del septón Barre… en Rocadragón. —Sus ojos inquisitivos buscaron por la sala y alzó y furioso pero patético puño contra sir Walton—. Me... dejasteis... no voy... no voy a... 

Vasalbar ya se cansó y buscó donde apoyarse, sir Myles Manwoody, que estaba al lado se levantó rápido para ayudarle.

A pesar de haber pasado ya de los setenta años, el viejo septón se negaba a usar bastón, aunque era evidente para todos, excepto para él, que ya lo necesitaba.

—Aún soy fuerte, aún puedo —solía decir, con la misma expresión en el rostro que un niño que aprendía a dar sus aún temblorosos primeros pasos.

—¿Qué clase de informes? —quiso saber Myria Jordayne, la heredera del Tor.

Lord Anders se levantó para cederle su sitio al lado de Doran.

—Nada muy claro aún, pero… al parecer… adora a monstruos —El Príncipe Oberyn puso los ojos en blanco, no era secreto para nadie el anciano septón y él chocaban en todo excepto en una cosa—… a domadores de sombra. Y ha… ha abandonado a los Siete… apostasía.

—Pues ya está, ahí lo tienes hermano. Apostasía. Stannis no puede ser rey.

—Joffrey no es hijo de Robert y Stannis ha repudiado a los Siete dioses. ¡Qué conveniente! —Doran seguía sin ceder.

—Pero es la verdad —se atrevió a decir Valena, la heredera de Colina Fantasma.

Sarella sonrió a su tío.

—Conveniente o no te recuerdo, tío, que según el acuerdo al que llegó el Rey Jaehaerys I para mantener la prohibición de la Fe Militante, es que quien se sentara en el trono de hierro debe ser un defensor de la Fe. Y a menos que quieras ver a espadas y estrellas campando a sus anchas como en los tiempos de antaño, los Siete Reinos necesita a un rey que crea en nuestros mismos dioses. Y Stannis no es ese hombre.

Su tío Oberyn sonrió, orgullo. 

Por mucho que él lo negara, era evidente para cualquiera que prestara un poco de atención que Sarella era la favorita de entre todas sus hijas.

Era sorprendente que hubiera aceptado dejarla ir.

—El septón Gerardone en… en persona fue quien ungió al Rey, y él es de… mi total confianza. También fue Gerardone quien lo casó con la… la joven Margaery Tyrell. Y dicen que está creando a su… propia guardia real. —a Vasalbar le costaba hablar casi siempre, aunque no se callaba casi nunca—. Y no irán de blanco como la guardia de Aegon y… Robert, si no... si no que llevarán los siete… los colores de la Fe. Tiene todos los símbolos de… de legitimidad.

—¿El rey? —se burló Lord Anders Yronwood—. ¿Todos los símbolos de legitimidad? El tal Gerardone no es el Septón Supremo.

—De todas formas ese Septón Supremo es un lameculos de los Lannister, tío. —le explicó Daemon Arena—, y cuando no...

 

Esta vez hubo unos golpes firmes en la doble puerta antes de que se abrieran y un soldado dejara pasar al maestre Caleotte.

—Mi señor Príncipe, mis señores —saludó el blandengue hombrecillo—. Siento tanto tener que interrumpir pero el joven maestre Myles ha enviado a un jinete con este mensaje. Parece importante.

—¿De dónde viene?

—No sé si… si vos… si debería…

—Estoy entre mis más leales señores, para los cuales no tengo secretos. Puedes hablar.

—Pues, viene de… de Desembarco del Rey... mi señor. Y tiene el sello de... de la Mano del Rey.

Un murmullo de sorpresa recorrió el luminoso salón.

Doran Martell levantó una ceja, escéptico, mientras que su hermano Oberyn frunció el ceño, molesto.

Arianne se preguntaba qué querría aquella gente ahora.

—Dámelo.

Lo leyó en silencio y también en silencio esperaron todos para saber el contenido de aquel mensaje.

—Está firmado por Tyrion Lannister.

—¿Y qué quiere ese hombre, mi señor? —no pudo resistir preguntar Nymella Toland.

—Ofrece un puesto en el Consejo Privado, algunos castillos en las Marcas y justicia para Elia y sus hijos—dijo con tristeza—. Piden una alianza, que se sellaría con el matrimonio entre mi hijo, el Príncipe Trystane, y Myrcella Baratheon.

Esta vez lo que recorrió la sala fue una ola de profunda indignación, hasta su hermano Quentyn parecía asombrado.

—¡¡NO!! —rugió el Víbora Roja poniéndose de pie—. Sobre mi cadáver. No pienses que voy a permitir que…

—¿Que tú no le vas a permitir el qué al Príncipe de Dorne? —El Sangreregia también se puso de pie, dispuesto a enfrentar a Oberyn.

—Por favor, volved a sentaros los dos —Ellaria Arena intentó calmarlos a ambos, aunque para gozo de Arianne, sin mucho éxito. 

Los dos hombres se miraron a los ojos con tal fiereza que parecía que se destrozarían ahí mismo. 

No fue hasta que Sir Ryon Allyrion y Lord Tremond Gargalen intervinieron, que decidieron escuchar los ruegos de Ellaria.

—Mi señor Príncipe, —el septón Vasalbar estaba llorando de pura indignación—, no podéis aceptar. ¿Es que ya no recordamos quién es Tywin Lannister? Ese hombre no tiene alma. Lo que hacen… lo que hacen los Lannister, no se puede perdonar, ellos matan… no sólo… matan también a las mujeres. Y los niños…, ¡que los Siete nos amparen! No perdonan ni a los más inocentes. ¿Es que ya hemos olvidado? Pero el Padre… él juzgará… nos juzgará a todos por igual. —el anciano no se encontraba bien, Tyene fue enseguida a ayudarle a ponerse de pie y se fueron junto al maestre Caleotte—. Porque así… así no hay Justicia. Justicia no hay… La justicia o pertenece a todos por igual o no le pertenece... a nadie. Y aquí no hay… no hay.

Arianne sabía que el septón y la Víbora Roja eran como el agua y el aceite en su forma de ver el mundo, pero también era harto sabido por todos lo único que tenían en común, y era el odio visceral que ambos sentían por Tywin Lannister y los suyos.

—Escúchame, Doran —le pidió Lord Quentyn Qorgyle—. No puedes aceptar.

—Son mentiras, primo, —opinó sir Manfrey Martell—, más mentiras Lannister. 

—Que los Siete nos amparen. —dijo Alyse Ladybright acercándose al padre de Arianne para buscar protección, cosa que hizo que el corazón de la princesa comenzara a galopar de rabia.

—Catelyn Tully debió cortarle el cuello a ese demonio. —Sarella había dejado de sonreír.

—Esa mujer secuestra al gnomo de Tywin, y los Lannister responden quemando las tierras de su padre. —el tono de Estrellaoscura empezó a mostrar impaciencia—. Pero Tywin asesinó a dos de nuestras princesas y al futuro rey de los Siete Reinos, y nuestra respuesta ha sido sentarnos… a “esperar” por quince años. ¿Y ahora os queréis casaros con ellos?

—Bien dicho, chico —lo felicitó Lord Franklyn—. Estrellaoscura ha hablado por muchos, Doran.  

—Hay que matarlos a todos, simple y llanamente. —Hasta ese momento la hermosa y elegante dama Nym, la segunda de las Serpientes de Arena, cuyos pendientes dorados brillaban furiosos, había preferido sólo escuchar, pero el contenido de aquella carta le indignó como a todos los demás y decidió hacerse escuchar—. Primero al bruto de Gregor, después a la puta de Cersei, y luego al Matarreyes, ese traidor mezquino. Después seguiremos con el lameculos de Sir Kevan, seguido de ese gnomo maligno, y después el resto. Que vivan con miedo, tío, preguntándose cada día quién será el siguiente. Tenemos que hacerlo de tal forma que Tywin no tenga pruebas, pero tampoco dudas, de que hemos sido nosotros. Hay que pagarle con sus mismas monedas.

—¡Eso es! —corearon varios, entre los cuales se encontraban Estrellaoscura y también Daemon. 

—¿Y luego seguimos con los niños? —preguntó el Príncipe Doran. Parecía que se le iba acabando la paciencia a él también, se veía cansado—. ¿Incluso a la tal Myrcella? No es más que una niña.

—Esa… “niña”, es la hija de una puta Lannister y el perjuro de su hermano —Oberyn intentó hablar con toda la calma posible, pero todos podían sentir la rabia contenida en su voz y cómo le hervía la sangre.

—Una abominación a los ojos de todos los dioses, si esa acusación es cierta. —dijo sir Frigdan de Vaith, tío y regente del joven lord de Vaith, quien sólo tenía seis. 

—Es cierta —le aseguró la Daemon Arena.

Voces graves, agudas, burlonas, llorosas e indignadas comenzaron a hablar todas a la vez, pocos se dieron cuenta de la vuelta de Tyene, quien se acariciaba la mejilla con los nudillos de la mano y tenía la confundida expresión de una niñita que se había perdido en el abarrotado día de mercado de la Ciudad Sombría en el rostro.

—Mis señores —Lady Delonne, Señora de Bondadivina, levantó la voz, cosa rara en ella, pero tuvo que intervenir Hotah para hacerlos callar —. ¿Os estáis viendo? ¿Os escucháis? ¿Es que queréis ser como nuestros enemigos? Miradlos: Fue Jon Arryn quien arregló el matrimonio de Cersei Lannister y Robert Baratheon y ella lo mata para ocultar el hecho de que los que él creía eran sus hijos legítimos, no son más que bastardos. En cuanto muere el Rey, su amigo Stark no tarda en intentar robar su trono, después de que su mujer secuestrara al hermano de la reina; y si es cierto que los hijos de Cersei son abominaciones engendrados con su propio hermano, quien juró lealtad a Robert, entonces, ¿por qué Stannis no la denunció ante su hermano el Rey? No, él prefirió esperar a que ella lo asesinara para así hacerse él con su trono. ¿Y el Renly al que muchos consideráis tan legítimo? No esperó ni a que el cadáver de su hermano se enfriara para salir corriendo a planear su sucesión con sus amigos Tyrell —alguien quiso hablar para disputar la última afirmación, pero ella lo hizo callar con un firme gesto de la mano—. Mis señores, mis señoras, nosotros somos el Pueblo de Nymeria, su gente. Y no necesito recordaros lo débiles que éramos antes de la llegada de los Rhoynar, estábamos divididos. ¡Mianna dhissani! Ella nos enseñó que éramos débiles porque estábamos divididos, nos enseñó a amarnos los unos a los otros como lo que somos: hermanos y hermanas. Y por encima del legado que nos legó, nos dio un Príncipe y… ya se está haciendo tarde —se giró hacia Doran—. Mi señor, ¿cuáles son los pasos que debemos seguir a partir de ahora?

Se hizo el silencio.

Los presentes se miraron los unos a los otros, primero confundidos, después avergonzados, pero poco a poco también se fueron girando hacia su Príncipe.

—Se hará como tú digas, Doran —Lady Larra no necesitó aclararle a nadie que hablaba en nombre de todos.

Su padre suspiró, en la mano aún sostenía el mensaje del Gnomo, que previamente había doblado.

—Oberyn —habló por fin tras una espera que pareció eterna—, no sabemos dónde se encuentra Lord Renly ahora mismo, pero quiero que escribas a Willas Tyrell y sir Baelor Hightower. Asegúrales que pueden estar tranquilos, —a su tío le encantó escuchar aquello—, a menos que Dorne sea atacada, por el momento no vamos a intervenir bajo ningún concepto. —Aquello otro no pareció gustarle tanto, pero no dijo nada—. Lord Anders, Lord Franklyn, vosotros estaréis al mando de dos huestes que reuniréis, una en el Sendahueso y la otra en el Paso del Príncipe —desdobló el mensaje y lo miró unos segundos antes de continuar—. Os dirigiréis a los pasos una vez que... una vez que Myrcella Baratheon llegue a Lanza del Sol, siempre y cuando ningún caldero de oro fundido se interponga, claro—suspiró.

«¿Cómo? ¿Myrcella qué?», y no era la única que se preguntó si había escuchado bien, a juzgar por el rostro de los demás.

—¿Te escuchas, mi señor tío? —le preguntó la dama Nym tras intercambiar una rápida mirada con su padre, el Príncipe Oberyn—. Al pueblo de Dorne no le va a gustar nada este compromiso, y todavía menos cuando descubran el contenido de la carta de Lord Stannis.

Cletus se había colocado junto a ella, y Arianne vio cómo le dio a Nymeria un rápido y discreto apretón en la mano, comunicándole que la apoyaba en su postura.

—Pues razón de más para el pueblo de Dorne nunca se entere del contenido de esa carta —respondió su padre con sorna. No le hizo falta añadir que les había dado una orden—. Hotah, haz el favor.  

 

Arianne Martell no estaba segura de qué era lo que estaba pasando en Poniente… salvo de una cosa.

Que el Rey Robert Baratheon, el primer de su nombre, estaba muerto y con él también se había terminado el verano.

Con todo lo que ello conllevaba.

Chapter 2: El elegido de la Mano

Chapter Text

El recién nombrado caballero y antiguo escudero del Rey Robert le dijo, más bien ordenó, que se podía retirar.

—Yo mismo cuidaré de la Reina en lo que queda de jornada.

Sir Arys inclinó ligeramente la cabeza en señal de asentimiento, pues tampoco es que fuera un cometido difícil para un mequetrefe de tan sólo seis y diez como lo era Lancel Lannister.

Y sabía que la reina no abandonaría sus aposentos, pues se había sentido indispuesta desde la noche anterior, en la que cenó con su hermano Tyrion, al que todos conocían como el Gnomo.

Se dirigió hacia la salida de la Fortaleza de Maegor.

Dudó unos instantes al ver a quién tocaba hacer el turno de aquella noche, recordando cuándo lo conoció, durante el torneo para escuderos que se celebró tras la rebelión Greyjoy, torneo en el que ambos participaban.

Al llegar a la puerta saludó, aunque reluctantemente, a su nuevo hermano, Sandor Clegane; su rostro fue fácil de reconocer a pesar de llevar puesto su afamado yelmo con forma de perro. Típico de él, le respondió con un sarcástico gruñido, el cual Arys prefirió ignorar.

Al pasar por el puente que se levantaba por encima del foso, mientras miraba el brillo rojo del cometa que aún recorría el cielo otoñal, oyó que alguien gritaba su nombre.

—Por favor, sir. Esperad. Esperad por mí.

Al darse la vuelta, se dio cuenta de que era una de las criadas de Cersei.

«Senelle», recordó que se llamaba.

Arys le sonrío.

—¿Os puedo ayudar en algo?

—Tengo que ir a la cocina grande a por unas hiervas; hay que hacerle una infusión a la reina y aquí ya no nos quedan ni tila ni lavanda; no digáis a nadie esto, pero… —ella bajó la voz y él acercó la oreja para poderla escuchar mejor— la indisposición de la reina se debe a que lleva horas sentada sin poderse levantar del escusado, —ambos rieron ante la visión del nuevo trono de Cersei—. ¿Os importa que os acompañe?

—Por supuesto que no. Y os prometo de forma solemne que de aquí a las cocinas nadie se atreverá a haceros ningún daño —bromeó.

De todos modos tenía que pasar por la torre de la cocina principal de la Fortaleza Roja para llegar a la torre de la Espada Blanca.

Ella se rio tapándose la boca con una mano y con la otra le cogió del brazo, sin preguntarle.

Habría sido algo violento y poco caballeroso apartarla, por lo que se dejó hacer.

Aunque le intranquilizaba un poco lo que pudieran pensar los que le vieran así.

—¿Sabéis, Sir Arys? Ahora ya no soy una simple criada. Esta mañana la Reina me ha nombrado doncella de cámara, aunque por el momento sólo voy a encargarme de los príncipes —estaba realmente entusiasmada, y no era para menos.

Eso explicaba por qué la había visto pulular todo el día en las estancias de Cersei, cosa que le extrañó, ya que a ella no le gustaba tener a su alrededor más que a las “gallinas” necesarias, que era cómo ella se refería en general a otras mujeres.

—Mis más sinceras felicitaciones. Espero que os vaya mejor que a vuestra predecesora —le hablaba de forma jovial—. Se dice que la Reina es bastante estricta con aquellos que están a su servicio.

No eran pocas las personas, sobre todo mujeres, que se habían quejado al Rey Robert de lo extremadamente exigente que había sido trabajar para ella.

Tampoco fueron pocas a las que había despedido por no saber hacer, según ella, su trabajo, aunque no antes de darles una buena lección a base de azotes.

Senelle le quitó importancia con un gesto de la mano que tenía libre.

—Bah, chicas locales, las blanditas de las tierras de la Corona. Aquí no están acostumbrados a trabajar duro como lo hacemos en las tierras del Oeste —contestó alegremente—. Llevo aprendiendo desde muy pequeña, y ahora ya soy una mujer. La Reina Cersei es muy buena, lo dice mi madre siempre. Y no, no es para nada dura, eran las otras quienes no tenían el nivel que se requiere para trabajar para la Familia Real. Pero en vez de aceptarlo, prefieren esparcir cotilleos maliciosos sobre la pobre mujer. A mí no me mandará azotar ni nada de eso como ha tenido que hacer con las otras —rio—, mi madre me ha enseñado bien.

«Su madre, claro.»

Ahora recordó que Senelle era una de las hijas de Lylenne, una huesuda cuarentona de mirada huidiza y doncella personal de Cersei desde antes de que Arys llegara a Desembarco del Rey.

También era una de las pocas personas de las que la reina jamás había tenido queja, al menos que él supiera.

—Ya veo que lo tienes todo bien pensado —la volvió a felicitar a la alegre muchacha—. Entones no tengo nada por lo que preocuparme.

—Nada de nada, sir Arys —respondió Senelle orgullosa de sí misma—, pero, ¿sabéis qué es lo mejor de todo? Con mi nuevo sueldo puedo empezar a montar mi ajuar. He cumplido diecinueve años y va siendo hora de pensar en casarme —bajó la cabeza con timidez.

Esas palabras pusieron algo nervioso a Arys.

No era tonto, sabía que los ojos con los que varias de las muchachas del castillo y de la ciudad lo miraban, no eran los mismos con los que miraban a otros hombres.

Pero debido a una dura lección recibida años atrás por parte de su padre, el joven caballero descubrió que los hijos y el matrimonio no eran para él. Por ello se había unido a la Guardia Real a los siete y diez, pues sabía que jamás volvería a amar a otra mujer.

Y aunque no fuera así, una simple sirvienta, por mucho que sirviera a la mismísima reina de los Siete Reinos, no estaba a la altura de un Oakheart de Roble Viejo.

Y eso era algo que su madre tendría que haberle enseñado a ella también.

Hasta podía imaginarse a sir Quenton Oakheart retorciéndose en su tumba en aquel mismo instante ante la descabellada idea.

—Eras una chica preciosa, Senelle —no tenía ningún reparo en reconocerlo—, estoy seguro de que no faltarán muchachos dispuestos a tomar por esposa a una chica tan dulce y diligente como tú —ella le agradeció las palabras, aunque se la veía decepcionada—. O quizás la Reina Cersei te entregue a un buen hombre ella misma. A uno de su entera confianza.

—¿Vos creéis? Qué la Madre os escuche… —deseó.

—Claro —llegaron frente a la torre de las cocinas—. Bueno, os dejo aquí. Sana y salva, tal y como os prometí.

Pero Senelle se había quedado mirando fijamente el cometa, como si acabara de darse cuenta de que se encontraba ahí.

—No me gusta —murmuró, como hablando consigo misma—. Sangre, un gran charco de sangre. De alguien… alguien que se desangrara… gota a gota. No me gusta.

Él la miró por unos segundos sin entender de qué hablaba, pero ella no le miraba ya, por lo que se despidió con una sonrisa.

La muchacha ya no parecía tan alegre como unos momentos antes.

Arys se dirigió con paso firme a la torre de la Espada Blanca.

 

 

Mientras subía por las sinuosas escaleras de la torre de la Espada Blanca, por algún motivo volvió a recordar que fuera de la Fortaleza Roja se seguía desarrollando una guerra.

Subió hasta su sencilla celda, donde se quitó el cinto de la espada, el puñal, las botas y se echó sobre la cama para descansar un rato antes de bajar para cenar.

Quería estar un tato a sola, pues había pasado todo el día de pie, vigilando, observando, y rodeado de gente, en eso consistía prácticamente su trabajo, sobre todo en los tiempos que corrían, en los que era más seguro que Joffrey no abandonara el castillo.

Tras descansar y tener unos momentos para él, se puso una sencilla túnica de un amarillo apagado y bajó a la Sala Circular, en la primera planta, donde sabía que se encontraría a los demás, pues había escuchado sus voces cuando subía al tercer piso.

Las voces de los que conformaban ahora la Guardia Real, claro, pues había otras que ya no volvería a escuchar nunca más.

Pero no creía que tampoco volviera a escuchar la voz de Barristan, quien había sido su comandante hasta hacía muy poco. Tampoco escucharía la de algunos hermanos blancos que lo recibieron nueve años atrás, cuando Robert le puso la capa blanca sobre los hombros para sustituir a Sir Qarl Hachalarga.

No volvería a escuchar a Sir Arlan el Loco, quien sembró el terror tanto entre los hombres de los Targaryen en el Tridente, como entre los de los Greyjoy seis años más tarde… pero quien a su vez fue derrotado por un simple trozo de hueso de pollo atorado en la garganta.

Y desde luego no escucharía nunca más la voz de… él tampoco.

—¿Tú crees que van a poder hacerlo los Lannister solos? —Pero no...

Definitivamente aquella no era la voz de Willard.

Arys suspiró.

Cuando entró en la sala, quien estaba hablando era Meryn Trant, en lugar de Sir Holt de Cuchillo Blanco a quien ninguno de los dos llegó a conocer.

—Los Tully no están solos. Han combinado sus fuerzas con las de los norteños, quienes bajaron a las tierras de los Ríos. Ya entonces eran dos ejércitos en uno, pero es que además ahora también cuentan con los Frey. El hijo de Stark se ha casado con la hija de Walder Frey. Con razón derrotaron tan fácilmente al Matarreyes —concluyó Sir Meryn.

—Sir Jaime —le corrigió Preston Greenfield. Meryn se encogió de hombros con indiferencia—. Si Lord Tywin nos necesitara ya nos habría hecho llamar.

Seguramente se la está arreglando bien él solo por ahora.

—Buenas tardes a todos —saludó Arys al entrar.

—Oakheart —Preston le devolvió el saludo, seguido de Boros y Meryn.

Sir Mandon estaba sentado en una esquina, alejado de los demás, como de costumbre. No le dijo nada, pero levantó la cabeza de la espada que estaba limando y le hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza.

No había nadie más, claro.

—Pero no tiene sentido que todos los señores de las tierras de la Corona sigan aquí sin hacer nada. ¿Y nosotros? —Boros continuó con la conversación que estaban teniendo antes de que él entrara—. La Guardia Real sirviendo de niñeras cuando una guerra se está montando ahí afuera. Es humillante. ¡Yo soy un guerrero y quiero luchar!

—O de señoritos de compañía para el Gnomo. ¿A qué viene que tengamos que estar charlando continuamente con ese engendro? —a pesar de haber sido vasallo de su padre, o precisamente por eso, a Preston nunca le agradó la nueva Mano.

Se referían a que Tyrion Lannister, desde que llegó, de vez en cuando los hacía ir a hablar con él, de uno en uno, haciéndoles preguntas absurdas una y otra vez para, según él, conocer mejor a los “protectores de su regio sobrino”.

Como si él tuviera voz sobre quién podía llevar o no una capa blanca. El enano no tenía ese poder, pues sólo el Desconocido gozaba de esa prerrogativa.

—Parece que olvidáis un detalle —aportó Arys a la vez que se servía algo de vino, para acompañarlo al queso y el embutido que ya tenía en el plato; no era mucho, pero era más de lo que tenían en otras partes de la ciudad, como el Lecho de Pulgas. Aún sentía escalofríos al recordar cómo se desarrollaron los acontecimientos la noche en que una multitud de hambrientos intentaron asaltar la Fortaleza Roja al enterarse de los preparativos de la boda de Tyrek y el bebé—. O más bien, tendría que decir que olvidáis a un par de personas: Renly y Stannis. Uno está descendiendo desde el Camino de las Rosas hacia aquí, con el ejército más grande de todos los reinos —Arys se había preguntado muchas veces si su madre, Lady Arwyn, iría con ellos, o si Aron y Arnolf, sus dos hermanos de sangre, cabalgaban con ella—, y el otro, podría caer con su flota sobre Desembarco del Rey en cualquier momento.

Tenía que reconocer que los dos hermanos habían planeado su estrategia conjunta de forma magistral.

—¿Su flota? —bufó Trant con desprecio—. Si te refieres al desgraciado de Stannis, la flota real no es suya y lo sabes muy buen. Pertenece a la Corona y ese ladrón la robó. Robert fue un gran guerrero, eso lo concedo, pero también era un blandengue. Si llega a ser otro, Stannis hace tiempo que habría perdido esa fea cabeza calva que tiene.

Boros se rio, a pesar de que él mismo se estaba quedando calvo.

—El ejército de Renly no es tan grande como te crees, Arys —le corrigió Greenfield—. Dorne no se ha unido a él —rio—, el Príncipe Doran es ahora aliado de los Lannister. Su heredero se casará con Myrcella y la hará su reina. Los dornienses están de nuestro lado.

«Los dornienses no tienen rey…», habría querido recordarle, pero Arys sabía que no merecía la pena.

—Yo que Renly vigilaría bien mi retaguardia —Blount habló entre risitas—, no vaya a ser que a quien le caigan encima sea a él y tenga que darse la vuelta corriendo.

«La Casa Martell y la Casa Lannister juntos…».

Había escuchado rumores de que algo así se estaba cociendo.

Pero Arys no tomó ninguna de esas habladurías en serio.

No era secreto para nadie lo mucho que los dornienses odiaban a los Lannister. Que ese odio fuera justificado o no, ya era harina de otro costal.

Para él era prácticamente un hecho que ellos también se unirían a Renly, por lo que no entendía qué pudo ofrecerles el Gnomo para convencerlos.

No tenía ningún sentido.

—Aun sin los dornienses… las tierras de la Tormenta, junto a hombres de Tyrell y Hightower, son demasiados —siguió protestando Arys—. ¿Y qué tenemos para defendernos a parte de los muros de la ciudad? Los cinco mil Capas Doradas… Y los hombres que puedan aportar los Stokeworth, Harte, Thorne, Rosby, Rykker y Staunton. A los Mallery ni sé si todavía se puede contar con ellos, no se sabe nada de Lord Lothar desde que marchó con Beric Dondarrion. Y la Casa Hayford la dirige un bebé. Insuficiente.

A las Casas Brune, Crabb, Boggs, Hardy, Cave o Pyne, gobernadas por los señorcillos en Punta Zarpa Rota, ni merecía la pena tenerlos en cuenta.

Entre los seis que eran, con suerte podrían reunir cerca de ciento cincuenta hombres.  

Y aunque eso era mejor que nada, a Arys no le constaba que estuvieran en las tierras de los Ríos luchando junto a los Lannister... pero tampoco se los había convocado en la capital. 

—Grrr —gruñó Blount—, tienes razón, Oakheart —concedió de mala gana—, pero los hombres que tiene Lord Tywin también son insuficientes.

—No lo creo. Tiene con él a Sir Gregor; él sólo vale por mil de esos apestosos salvajes norteños, y los inútiles rivereños. Le acompañan sus hombres, que también son temibles. ¡Han tomado Harrenhal! —Preston estaba admirado—, nada más y nada menos.

—Sí, tiene compañías libres con él también. —Boros parecía convencido de nuevo— y mercenarios de Essos y todo eso. Las ratas Stark acabarán rogando clemencia antes de la próxima luna.

—¿Es así cómo está conteniendo Tywin a los rivereños? ¿Castigando a sus siervos? —se le ocurrió de repente a Arys.

Si era así, era un juego muy sucio, pero explicaría por qué cada vez llegaban más campesinos por el camino real, huyendo de sus tierras y sus hogares.

Algunos decían que habían visto cosas innombrables… pero puede que estuvieran mintiendo.

O exagerando.

Fueran esos relatos ciertos o no, el caso es que su llegada no hacía más que aumentar la presión que ya existía en la ciudad debido a la falta de alimentos, y el descontento que provocaban la reina y su hijo Joffrey. 

No eran pocos los que rezaban por ser "liberados por el Rey Renly", según decían los pajaritos de Varys. 

Y cada vez más personas perdían la cabeza por gritarle vivas al rey equivocado. 

—Me ha dicho Bywater que cada vez hay más de esos pulgosos —Meryn frunció el ceño—, como si aquí no tuviéramos suficientes harapientos ya.

—Pues que Joffrey los use para seguir practicando con su ballesta nueva. O aún mejor, que la reina vuelva a mandar a los capas doradas o rojas a que se encarguen de ellos, como ha hecho con los otros. —Esta vez Boros se rio tanto que se le salió el vino por la nariz.

Tuvo que sorbérselo ruidosamente y limpiarse con el dorso de la mano.

—¿A qué “otros” te refieres? —preguntó Meryn con voz aburrida.

—Creo que se refiere a la putilla. A los hijos bastardos de Robert.

Meryn puso los ojos en blanco, incrédulo.

—¿Otra vez con eso?

—La chica nunca llegó a quedarse embarazada —dijo Arys. Sólo hablar tal posibilidad podía costarle a uno la cabeza o peor, acabara en el Muro—. Ruby, creo que la llaman, y si lo hubiera estado, de todos modos, no habría tenido a ese bebé.

Ruby era una de las chicas de la señora Chataya.

O de sus joyas, como ella prefería llamarlas.

Una linda muchacha de grandes ojos marrones, piel pecosa, y largos y abundantes cabellos rojos como llamas.

Era la viva imagen de la mismísima Doncella.

Algunos llegaron a rumorear que la muchacha había quedado embarazada pero que su señora la había hecho limpiar por una bruja del bosque Real.

Aunque otros murmuraban que sí, que el bebé había llegado a nacer y era una réplica exacta del rey.

Pero en pequeñito, claro.

Y era cierto que Robert había engendrado algunos hijos ilegítimos.

Arys, igual que muchos de sus hermanos juramentados, conocía bien al joven Edric quien, en aquellos momentos, estaba muy bien protegido tras los impenetrables muros de Bastión de Tormentas; y también estaba la sobrina de Willard, Mya, quien vivía en el Valle de Arryn… o el muchacho del qohorí.

Pero, igual Arys nunca llegó a creerse la existencia de aquel nuevo bebé.

Por lo poco que conocía a la hermosa estiveña Chataya, le parecía impensable que alguien como ella hubiera consentido semejante cosa.

Y ninguna de sus joyas hacía nada sin que ella lo supiera o aprobara.

Lo que el caballero no podía negar, era que la chiquilla estaba perdidamente enamorada del difunto rey, y Robert devolvía sus afectos con imprudente entusiasmo.

—Allar no ha querido soltar prenda —dijo Boros, quien conocía mejor al capa dorada de entre todos los que se encontraban en la sala—, pero algo hay por cómo sonríe. Estoy seguro.

Algo, pero… ¿asesinar bebés? ¿Aquellas criaturas tan inocentes? De ninguna manera.

Eso era inconcebible. ¿Qué clase de monstruo haría una cosa así?

La Reina Cersei también era madre. Había conocido en tres ocasiones lo que era traer un nuevo ser al mundo.

Una dolorosa pero hermosa y mágica experiencia, la más grande de las bendiciones, don que la Madre había concedido únicamente a sus afortunadas hijas. 

Como su madre solía decir. 

«A bebés no, pero a la chica…»

—A estas alturas la putita debe de estar chupándole la polla a Robert… pero en los siete infiernos —se rio Preston.

—En ese caso para ella sería como estar en el paraíso, ¿no? —Boros se unió al chiste y ambos se desternillaron de risa.

—No tengo duda que una reina se deshizo de la chica pero, ¿cuál de las dos lo hizo? —se preguntó seriamente Meryn Trant.

Boros y Preston soltaron una carcajada aún más fuerte que la anterior ante la ocurrencia, aunque por la cara que puso Meryn, no entendía de qué se estaban riendo.

—Sí, no hay nada más terrible en este mundo que una mujer despechada, os lo aseguro —apuntó Preston mientras les servía más vino a todos—. Ni el eterno castigo del Padre suena tan aterrador.

—… Oye, hablando de castigo —se le ocurrió preguntar de repente a Arys—, ¿qué pasó con aquellos soldados Lannister?

—¿Qué soldados?

—Los que hace unas semanas salieron de la ciudad a caballo. Al parecer iban a las tierras de los Ríos, asumimos que para unirse a Lord Tywin, pero volvieron muy poco después, y estuvieron un tiempo desaparecidos, al parecer los encerraron en las celdas negras. Pero hace poco me ha parecido ver a alguno de ellos…

—Desertores —asumió Boros—. No eran más que unos desertores. Escoria cobarde.

—Los habrían ahorcado si fueran desertores.

—Sé de quiénes hablas —respondió Preston tras tomar un buen sorbo de vino—. Sí son guardias Lannister, conozco bien a uno de ellos, Dake. Su padre fue guardia en Pradal, el castillo de mi señor padre. Al parecer ellos buscaban a alguien…, ¿dónde era? Mmm, sí, en la calle del acero. Como no lo encontraron, lo persiguieron por el camino real, por si hubiera conseguido escabullirse fuera de la ciudad. Aunque no tengo idea de quién era esa persona.

«La calle del Acero —pensó Arys—, ¿acaso a quien buscaban…podría ser…?»

Había visto al joven aprendiz del maestro Tobho Mott tan sólo en tres ocasiones.

La primera de ellas no le prestó demasiada atención al niño, y además el largo flequillo le ocultaba parte de la cara, aunque Willard ya algo sospechó.

Pero en una segunda, cuando llegaron en frente de la fundición, el chico estaba delante, jugueteando con otros niños, y cuando se apartó el pelo de la cara, Arys quedó asombrado por el gran parecido que tenía con Edric Tormenta en la actualidad, y Renly cuando él lo conoció, nueve años atrás.

No le costó mucho deducir más tarde quién era, y Arys le reconoció al instante, dos años atrás, cuando habló con él por primera y única vez.

El parecido del muchacho con los otros  varones de la Casa Baratheon era increíble, casi perturbador.

¿Podría ser a él a quien buscaban?

«Pero si no es más que un chiquillo indefenso. Un bastardo, además, ¿qué peligro puede representar para Cersei?»

No tenían ningún sentido.

—Buscaban a la mocosa de Eddard Stark —aclaró Meryn Trant—. Esa niñata, la sucia y apestosa… la feílla, con esa cara larga como el padre.

—Claro, la hija de Stark, la pequeña —recordó Arys.

Eso sí tenía sentido.

—¿Cómo se te pudo escapar? —le preguntó Preston a Meryn—. Si tenía como seis días del nombre, ¿no?

—Fue por culpa del braavosi ese de mierda —se encogió de hombros—, mientras lo cazábamos a él, la niña se escondió en algún lado.

—Tengo que reconocer que, aunque más pequeña, esa era mucho más lista que la tonta esa con la que van a casar a Joffrey. La pequeña al menos intentaría esquivar los golpes. —las risas de Boros dificultaban un poco poder escuchar bien, pero nadie le pidió que se callara—. El otro día —Preston seguía intentando hablar entre las carcajadas de Boros—, preparé el puño lo más despacio que pude, a ver si reaccionaba o algo, y en vez de apartarse ella va y coloca la mejilla para darme una mejor posición o, qué sé yo qué pretendía.

A Boros aquello le seguía pareciendo de lo más desternillante.

Era un hombre muy basto, pero cuando reía así, su papada temblaba con tal delicadeza rítmica, que podría ser hasta hipnótico si no fuera porque en verdad era muy asqueroso.

—No me mires con esa cara, Oakheart. Esas son las órdenes de nuestro rey.

—Pero el rey es sólo un niño de tres y diez. Tal vez si todos nos negáramos…

—La reina tiene tres y treinta y ha decretado que debemos obedecer al rey. ¿Tenemos que negarnos a obedecerla a ella también? ¿Con qué pretexto, niño bonito? ¿Porque es mujer?

—Además, la Stark es norteña, —aclaró Preston encogiéndose de hombros—. Esas mujeres no son tan delicadas como nuestras sureñas. Están hechas de otra pasta. Unos golpes no son nada para ellas. Se dice que pelean de tú a tú con sus hombres, y les rajan el cuello con cuchilleros cebolleros mientras éstos duermen. Esas son sus crueles costumbres.

—¡Qué se lo digan al Gnomo!

—Lady Catelyn es una Tully. Y a mí la mascota bobalicona de Joffrey no se me hace muy resistente. No parece norteña de verdad, entonces. —Preston sonó decepcionado.

Arys pensó en contestar, pero tuvo que aceptar su derrota.

Era cierto, las órdenes de la reina eran claras y él no quería acabar como Barristan Selmy.

—A las norteñas les apesta el coño a oso muerto —Boros le informó a Preston—, pero follan muy bien.

—¿Y la otra chica? —Arys intentó cambiar de tema—, había otra, ¿no?

¿Cuál era su nombre?

Recordó que, en una ocasión, su septa la llamó por su nombre para corregirla sobre algo… pero no era capaz de recordarlo.

¿Acaso ella fue de las víctimas inocentes de la insensata sublevación de Lord Stark?

—No, esa otra no murió —respondió Boros mirando fijamente el fondo de su copa, como si se le hubiese perdido algo ahí—. La reina le… buscó un sitio. Le ordenó a Baelish que la metiera en algún lugar… un lugar que fuera idóneo para alguien de su condición.

«¿Meñique?», pensó con desconfianza, pero...

—¿Un septo? —Arys dedujo de repente. 

No estuvo bien que le cortaran la cabeza a la septa Mordane, pues ella servía a los Siete, no a la Casa Stark. Y tampoco que a Stark lo ejecutaran en frente del Gran Septo de Baelor.

Quizás entregando a la chica a la Fe, la reina quisiera resarcirse de esos pecados.

Pero esa idea a Boros le hizo muchísima gracia.

—Tú eres tonto, Oakheart. Yo he estado ahí, niño bonito, y te puedo asegurar que sí, sin ninguna duda la putita norteña rezará todas las noches, pero ahí nadie le reza a la Madre.

Boros casi se ahogó de risa y Sir Arys se sonrojó, avergonzado.

Recordó de repente que en el Norte a quiénes se veneraba era a los Antiguos Dioses y a sus árboles de arciano, en vez de a los Siete que trajeron los Ándalos cinco mil años atrás.

Prefirió tomar un trago en vez de responder al insulto.

—Si la reina está complacida, entonces yo…

—La reina está complacida —le cortó Boros con un brillo burlón en sus ojillos azules—. En un par de ocasiones yo mismo fui con… bueno, yo la escolté hasta el lugar donde se encuentra esa mocosa. Y quedó más que complacida con el trato que recibe, te lo aseguro yo. —sonrió maliciosamente.

Si Cersei dio su aprobación, él no tenía nada que decir.

Uno de los deberes de una Reina era encontrarle un lugar adecuado a las jóvenes de la nobleza que habían quedado desamparadas. 

Y en asuntos de mujeres, un hombre hacía bien en no meterse. 

—Hablando de mujeres desaparecidas… —preguntó Meryn Trant— ¿Y Lady Lysa? ¿Creéis que acabará apoyando al trono como ha hecho Dorne?

—¿Y a quién le importa ya lo que haga esa loca? Es una traidora —Preston se puso de pie y comenzó a hacer algunos estiramientos, como si se prepara para ir a algún sitio—. Más preocupantes son los Hombres de Hierro. Llevan todo este tiempo en silencio, sin mover un dedo, no vuelve ningún cuervo de esas piedras de mierda… y eso en esas sabandijas no es normal. Algo traman… y no es nada bueno.

—Cierto, —Meryn asintió con la cabeza—. Robert fue un gran guerrero, nadie lo niega. Pero siempre fue un buenazo. Un blandengue bonachón. Cometió el mismo error que Aegon el Conquistador trescientos años atrás al dejarlos continuar como si nada. Debieron pasar por la espada a cada hombre de esas islas.

—No fue “como si nada” —Arys era de Roble Viejo, en el Dominio, y en esas tierras por milenios conocieron muy bien el significado del lema de la Casa Greyjoy: Nosotros no sembramos. Ellos llegaban y con fuego y acero se llevaban todo aquello que querían y podían. “Pagar el precio del hierro” lo llamaban. Pero eso había sido hacía años… antes de que Aegon y sus hermanas unieran los siete reinos en uno solo—. Pero de ahí a aniquilarlos… no se…

—Siempre tan blando, tú siempre tan blando Oakheart y un día esa cara bonita lo pagará muy caro —le regañó Preston—. Desde los más viejos hasta el último varón. Yo sólo salvaría a las niñas más pequeñas, que ahí serían las únicas que seguirán siendo doncellas. Y les buscaría buenos maridos, por los otros reinos.

—Así es —asintió Boros mirando a Arys como si fuera tonto—. Así es. Aegon se equivocó perdonándolos. Y Robert cometió el mismo error. Los Hombres de Hierro no son como nosotros. No son realmente humanos sino algún tipo de criaturas marinas. Sacrifican personas a sus extraños dioses de madera y a esos árboles suyos.

—Esos son los norteños —respondió Arys. Esta vez recordó bien las lecciones del ya fallecido maestre Maldonne—, los Hombres del Hierro rezan al Dios Ahogado.

—A quien sea. Da igual si son árboles ahogados o qué, son basura igualmente. Los Greyjoy volverán a traicionar al trono, ya te lo digo yo. Igual que hizo ese norteño Stark. Ellos llevan la perfidia en la sangre y sus dioses no son benignos. Walder Frey se arrepentirá, ya lo verás. Lo veréis todos.

Arys negó con la cabeza y decidió hacer como Mandon Moore y dejar de intervenir.

Cogió su vaso y se acercó a la ventana, y miró hacia el exterior, desde donde se podía ver la bahía del Aguasnegras a lo lejos y se preguntó cuáles serían las historias de los que iban dentro de los diminutos barcos que a duras penas se podían intuir en el atardecer, hasta que…

Al principio, el golpe fue tan sutil que hasta llegó a pensar que se lo había imaginado.

—… ¿cuándo se ha visto algo así? —preguntaba Sir Boros Blount—, ¿cuándo ha pasado que dejen ser miembro de la Guardia Real a alguien que no tiene el título de caballero?

Habían pasado ya, ¿cuántos, tres?

No, cuatro, casi cinco lunas desde que habían tenido que aceptar que se le diera la capa blanca al infame Sandor Clegane.

De la misma manera que tuvieron que aceptar la… dimisión, si es que se podía denominar de ese modo, de Barristan Selmy, quien fue su anterior Lord Comandante, a pesar de que, tradicionalmente, un guardia real sirve de por vida.

Pero eso era antes.

Y últimamente, las cosas estaban siendo siempre distintas, todo cambiaba a un ritmo vertiginoso.

—¿Lo habéis oído? —ahora Sir Arys sí estaba seguro de que no lo había imaginado.

—¿Oír el qué? —Meryn Trant lo miró sin entender.

—Yo no he escuchado nada —a Boros le tembló su incipiente papada cuando miró a su hermano juramentado con el ceño fruncido—, Oakheart, tú siempre…

No pudo terminar su frase porque ahora sí, ninguno de los cinco hombres que se encontraban sentados en la sala común de la torre de la Espada Blanca escucharon de forma clara los golpes sutiles en la puerta.

Sir Meryn se levantó para abrir la puerta.

«¿Quién será a estas horas?» se preguntó Arys, quien seguía sentado cómodamente en su asiento.

Cuando se abrió la puerta, pareció que Trant no vio a nadie por el modo en el movía la cabeza, buscando de un lado y otro.

—¿Un niño? —dijo finalmente cuando bajó la cabeza—. ¿Quién eres? ¿Y qué haces aquí?

Su tono no era nada amistoso.

—Y-yo… él., él me dijo… yo… —el chaval no quitó la vista de sus propios zapatos mientras intentaba responder.

—¿Quién es este crío? —Boros se acercó a la puerta, cogió al niño del brazo y lo metió bruscamente en la sala—. Es un espía de la Araña. Lo ha enviado aquí para espiarnos. ¡Confiesa, bribón!

—¡N-no! —respondió el asustado chiquillo—, yo, él, yo no…

—Es el escudero del Gnomo. Se llama Podrick. Podrick Payne.

Quien habló fue Sir Mandon Moore, y esas fueron las primeras palabras que el hombre pronunció en toda la noche.

—Ah.

—El enano del enano —Sir Boros fue el único que se rio de su propia ocurrencia—. Sí, alguna vez los he visto juntos. ¿Y qué quieres, niño?

Podrick Payne estaba tan asustado que Sir

Arys pensó que en cualquier momento le iba a dar un síncope y caer redondo al suelo.

—Puedes hablar sin temor, pequeño —le animó—, ningún miembro de la Guardia Real le haría daño a un niño.

Mandon entrecerró los ojos y lo miró con una curiosidad inquietante.

El niño se atrevió a echarles una mirada furtiva a los cuatro hombres, mientras hacía acopio del valor suficiente para hablar.

—Pues… la Mano dice que… pide, ordena que le vaya a ver —por fin habló.

—¿A mí? ¿Quiere verme a mí ese? —Meryn Trant frunció el ceño.

En ausencia de Barristan Selmy y el Matarreyes y ante la indiferencia de Mandon Moore, Trant se proclamó a sí mismo como el comandante en funciones en calidad de antigüedad, pues llevaba ya doce años viviendo en aquel edificio.

—N-no, no a vos… a él —le señaló un dedo tembloroso.

—¿A mí? —preguntó un sorprendido Arys.

—S-sí… lo siento… Sir. A vos. En la Torre… no esta torre, no. La torre de la Mano.

Esta vez fue él quien frunció el ceño.

«¿Qué querrá ahora de mí el gnomo?»

No le agradaba ese hombre. 

A diferencia de los demás, decidió darle una oportunidad antes de juzgarlo cuando éste llegó con un documento firmado por Tywin, en el que le daba poderes para actuar con Mano sustituto.

Pero el tiempo terminó dando la razón a los que auguraron que su llegada no traería mala más que desgracias a la ciudad y a sus gentes. 

—De acuerdo, ve y espérame afuera mientras me visto. Y en un momento vamos para allá.

—Si necesitas ayuda silva e iremos a rescatarte —le dijo Mandon Moore—. No permitiremos que te pase como al Gran Maestre Pycelle o a Janos Slynt. 

No sabía si el comentario de Mandon iba en serio o si sólo le estaba gastando una broma, pero...  

El anciano seguía pudriéndose en las celdas negras a pesar de los infructuosos actos de la reina por liberarlo, y el antiguo comandante los Capas Doradas iba camino del Muro. 

Aún no se sabía qué delitos cometieron ambos, a parte de no caerle en gracia a Tyrion Lannister. Y probablemente eso era delito suficiente para el enano. 

 

 

Cuando salió fuera los últimos rayos de sol arañaban ya los últimos resquicios del día y el frescor del otoño empezaba a hacerse notar a pesar de haber sido un día algo más caluroso que los anteriores.

Podrick Payne lo esperaba en la puerta y al verlo salir comenzó a andar, con la cabeza baja.

Unos pasos más adelante, reconoció a Preston Greenfield.

Arys frunció el ceño con desaprobación.

Sabía a dónde se dirigía su compañero y que no dormiría en la Fortaleza Roja, a pesar de lo peligroso que era salir del castillo en esos días.

—Un día de estos la muchedumbre te va a dar un buen susto.

Su hermano juramentado se dio la vuelta.

No iba de blanco, vestía como un poblador más, aunque llevaba su espada al cinto.

—¿Esa chusma? —rio con desprecio—. Que se acerquen a mí si se atreven, no me dan ningún miedo. Y deja de mirarme así, el día en que aparezca la mujer adecuada me entenderás, —rio de nuevo—, ya lo verás.

Se despidió con una mano y cruzó hacia la esquina derecha para dirigirse a la salida del castillo, antes de que cerraran las puertas.

Arys no estaba de acuerdo.

Él nunca deshonraría su capa blanca acostándose con la esposa de otro hombre, como hacía Preston. O más bien, con ninguna mujer. Ahora era un caballero blanco, un hermano de la Guardia Real, y no volvería a cometer ese error.

Eso lo tenía muy claro.

—Aaaaaah, no es de extrañar que los bardos canten sobre cómo el amor de una mujer puede hacer flaquear hasta la voluntad del más obstinado de los hombres, porque..., ¿qué es el honor para un hombre, si lo comparamos con el calor que una mujer puede proporcionar en la más gélida de las noches? Y cada vez hace más frío, ¿verdad?

Cuando Arys se giró para ver quién había dicho aquellas palabras, no se sorprendió al encontrarse con el Consejero de los Susurros.

—Varys.

El eunuco le sonrió a él y después miró al niño.

—Oh, sir. Veo que estáis… ocupado. Yo... yo no quise... oh —dijo tapándose la boca con una de las mangas de su túnica lila—. No os quiero molestar. Además, ¿qué podría saber una criatura como yo sobre el amor? —inclinó la cabeza a modo de despido—. Buenas noches caballero y saludos a nuestra querida Mano —le dijo a Podrick antes de irse.

Y se alejó arrastrando los pies dirección a su propia celda.

 

Cuando entraron en la torre de la Mano, Arys se fijó en los restos de sangre que aún se podía ver en las escaleras, a pesar de que le constaba que habían intentado limpiarlo con mucho afán.

Pasarían años, quizás décadas antes de que desaparecieran y, aun así, seguramente siempre quedaría alguna mancha como recordatorio de lo que había ocurrido aquella noche infame.

La funesta noche en la que Lord Eddard Stark de Invernalia intentó robarle el trono a su legítimo dueño.

—S-señor… a-aquí está —dijo Podrick en cuanto entraron.

Tyrion Lannister estaba en la mesa, junto a unos papeles.

Ya había encendido las primeras velas de la noche.

—Sir Arys Oakheart —lo saludó—. Siéntate, por favor. Pod, sé amable y dile a Brella que nos traiga la cena.

—Mi señor —saludó Arys formalmente, tomando asiento.

A su pesar, estaba intrigado por descubrir el motivo por el que le había hecho llamar. 

—Desde que os conocí, siempre me ha sorprendido saber que ambos nacimos el mismo año, ¿lo sabíais? Aunque no podría haber más diferencia entre ambos. —Tamborileaba los dedos menudos sobre la mesa—. Pero os estaréis preguntando qué hacéis aquí, supongo, así que no me voy a andar por las ramas. ¿Sabéis que el Príncipe Doran ha aceptado mi propuesta de matrimonio entre Myrcella y el Príncipe Trystane?

—Eso es lo que he escuchado, sí.

—Mi primo Cleos Frey volvió ayer a la tierra de los Ríos para comunicárselo a Robb Stark, junto a las condiciones de Paz que le he propuesto.

—Lo sé. ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—¿Qué tiene que ver eso contigo? Pues… Oh, la cena.

—Ruego su perdón, mis señores —Brella abrió la puerta y entró con una gran bandeja en la mano.

Arys recordó que cuando la mujer servía a Renly, solía tener siempre una sonrisa de oreja a oreja mientras trabajaba, pero ahora era raro no verla con aquella expresión de hastío.

Brella salió y cerró la puerta después de servir los platos.

El Gnomo se relamió mientras echaba cuenta de su plato.

Codillo de cerdo asado, crema de puerros, pan de centeno y una tarta de manzana y ciruelas.

Todo ello regado con un tinto de Dorne. 

«Mientras la ciudad pasa hambre por su culpa, este no come nada mal», notó, mientras se disponía a comenzar a comer también.

—Myrcella se va a Dorne. —habló después de masticar y tragar—. Cierto que sólo tiene nueve, y el Trystane es apenas dos años mayor que ella. No se casarán hasta que ella haya florecido, dentro de tres o cuatro años.

—¿Y la reina ha aceptado esto?

El enano se encogió de hombros.

—No le queda más remedio. Había que darles algo para que no corrieran a los brazos de Renly. Bastante faena nos han hecho ya Mace Tyrell y el viejo Leyton Hightower uniéndose a él… O Walder Frey con Robb Stark.

—Por eso le entregáis a Myrcella. Entiendo.

—No lo creo, pero lo entenderéis pronto —se chupó un par de dedos—. Evidentemente, los dornienses no quieren a mi sobrina para nada. Ella no es más que una garantía para asegurarse de que les daremos lo que ellos más desean. 

—¿Y qué es lo que ellos más desean?

—Un lugar en el Consejo Privado, tres castillos en las Marcas y… Justicia.

—¿Justicia? ¿Os referís a… al saqueo de Desembarco del Rey?

Quince años atrás, al final de la rebelión de Robert, Tywin Lannister y sus hombres, llegaron antes que los rebeldes a la capital. Y, en vez de unirse a las fuerzas Targaryen, como habría cabido esperar, en su lugar sus hombres saquearon la ciudad y la Fortaleza Roja.

Miles de personas murieron en las escaramuzas, entre ellos Aerys II, quien fue asesinado a traición por Jaime Lannister, a pesar de que sólo dos años atrás éste juró proteger al rey aún a costa de su propia vida.

Cinco hermanos mendicantes languidecían en las celdas negras en ese mismo momento, por predicar que el Matarreyes era un hombre maldito por ese crimen. 

También asesinaron a la hermana del Príncipe de Dorne.

—A eso me refiero.

—Elia Martell y los dos hijos del Príncipe Rhaegar fueron asesinados.

Los rumores eran devastadores.

Se decía que cuando llegaron Robert con el resto de las fuerzas rebeldes, los tres cuerpos estaban tan desfigurados que los tuvieron que envolver en capas Lannister porque nadie podía soportar mirarlos directamente.

Y el responsable que aquella carnicería…

—Sé lo que estáis pensando, —dijo Tyrion—, pero voy a confesaros una cosa que poca gente sabe: Elia Martell fue quien mató sus propios hijos.

—¡¿Cómo?! —Sir Arys tuvo que tomar un trago de vino para reprimir un ataque de tos.

—Así como lo habéis escuchado —respondió Lannister tranquilamente. Seguía comiendo sin problema—. Sí, sí, ya sé qué habladurías habréis escuchado y, no son falsas del todo, pero tampoco es todo cierto. Lo que le pasó a la Princesa Elia fue un… incidente muy desafortunado, lo reconozco. Y lo que ella les hizo a sus propios hijos fue pues… “comprensible”, dada sus circunstancias.

A Arys le costaba creer en esa versión. ¿Cómo iba una madre a asesinar a sus propios hijos?

—¿A qué circunstancias os referís?

El gnomo suspiró profundamente.

—Estaba rodeada de enemigos. Tenía a los Lannister, y faltaban por llegar Baratheon, Arryn o Stark. Ni siquiera su suegro Targaryen podría considerarse un aliado. ¿Qué hace una mujer sola en una situación como esa? —se encogió de hombros mientras terminaba de masticar—. Pycelle dice que utilizó una almohada. Los niños no sufrieron si eso es lo que es causa tanta conmoción, ni siquiera llegaron a descubrir lo que su madre les hizo. Y después ella se quitó la vida. —Lo miró directamente con esos ojos dispares que tenía. Uno negro como el carbón y el otro de un verde reluciente—. Mi hermana ahora mismo se encuentra en la misma situación, con Stannis y Renly al acecho.

«Y tú, probablemente.»

Arys asintió despacio.

—Pero ellos son sus tíos y los Martell… tampoco es que le tengan mucho apreció a vuestra Casa.

—Eso es cierto. Por eso he decidido darles su justicia… cuando acabe todo esto.

Todo aquello estaba muy bien, aunque lo que seguía sin entender era qué pintaba él en todo eso.

¿Por qué le contaba a él todo aquello?

—¿Y quién os asegura que ellos no le harán daño a la niña, para vengar lo que hizo Lord Tywin?

—Después de lo que ellos "creen" que mi padre les hizo, —corrigió—. Precisamente ahí entras tú —le anunció—. Acompañarás a mi sobrina a Dorne.

—¿Yo?

—¿Y quién si no? Si la acompaña un miembro de la Guardia Real, y no uno cualquiera si no el más alto y gallardo, valiente y leal. Cuando en Dorne la vean, contigo al lado, la viva imagen de la caballería, con tu larga y blanca capa ondeando al viento, no tendrán modo de olvidar quién es ella.

—Ya veo —ahora sí Arys comenzó a entender—. Pero, ¿por qué yo? Cualquier otro de los…

—¿Crees que debería mandar a gordo inútil de Blount? —Tyrion se desternilló de risa y mordió un trozo de carne—, ¿o a alguien de la crueldad de Trant? Moore sin duda mandaría a los dornienses el mensaje de que les estamos amenazando o algo así… Porque espero que no estéis pensando en que vaya un occidental como Greenfield. Y ni hablar de mandar a un Clegane. No, sir. Llevo observando a la Guardia Real durante semanas y tú eres el hombre que necesito para esto —habló de forma rotunda.

Arys frunció el ceño y suspiró.

No le gustaba nada aquello. Desembarco del Rey estaba al borde de una batalla y a él lo mandaba a Dorne…, ¿qué iba a hacer él en esas tierras?

No había nada ahí para un Oakheart de Roble Viejo como él.

—Es que no creo que yo sea la persona indicada. Mi Casa…

—Eres un caballero de la Guardia Real, sir Arys. Cuando Robert te puso esa capa sobre los hombros, atrás quedó cualquier otra clase de lealtad que pudieras tener, o eso espero —tomó un trago de tinto dorniense—. Además, no creas que no tomé en cuenta la vieja enemistad entre los Oakheart y Casas dornienses como los Dayne. Y más a mi favor. Dije que quería a alguien leal a mí. No quiero la mínima posibilidad de enredos en tramas dornienses, ni entre las faldas de sus mujeres... o el calzón de alguno de sus muchachos. Y sobre todo, tampoco quiero a alguien que le devuelva a mi hermana a Myrcella sin estar casada.

Arys no entendió qué le hacía pensar a Tyrion Lannister que él le debía alguna lealtad, pero no dijo nada.

—Bien —aceptó finalmente la derrota—. Iré a acompañar a la niña a Dorne. Cuando vuelva a Desembarco del Rey, lo haré a tiempo para la batalla que se avecina si nos vamos cuanto antes.

Tyrion volvió a mirarlo fijamente con el par de ojos dispares.

Uno de ellos de un verde resplandeciente. Y de un negro reluciente el otro.

—Parece que no me habéis entendido bien, sir —posó con extrema violencia su pequeña palma sobre la mesa. Arys sólo levantó una ceja, preguntándose si el Gnomo pretendía asustarlo con ese gesto—. Mi sobrina no se casará hasta que cumpla los cuatro y diez días del nombre, y hasta entonces, os tendrá a vos, un héroe, una espada blanca junto a ella para protegerla de aquellos que quieran contra sus intereses. ¿Lo habéis entendido ahora?

Sí.

Ahora Arys sí lo había entendido. 

Pero por algún momento lo que, de repente, le vino a la mente fue el nombre de la otra chiquilla norteña.

«Jeyne, —pensó para sí mismo en vez de responder al Gnomo—. Su nombre era Jeyne Poole. Y su padre fue el mayordomo de la Mano.»

Intentó recordar su rostro, pero las caras que se le aparecían eran las de Senelle y...

Ruby  la Roja... con su pequeña bebé de cabellos negros en brazos.  

 

Chapter 3: Mar de Verano, brisa de otoño

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Era el último día del mes.

Aunque el cielo estaba despejado, como siempre, el sol aún no había comenzado a golpear con su máxima intensidad. De todos modos, se había levantado un enorme toldo, y a sus dos lados había carpas, tiendas, telas de mil colores y parasoles de varios tamaños para minimizar los efectos del sol dorniense.

Contra el calor poco se podía hacer, pero la otoñal brisa del mar del Verano, su suave olor a sal y los deliciosos platos recién pescados, compensaban de sobra sus perniciosos efectos.

El lugar ideal para festejar.

«A estas alturas Sarella ya habrá llegado a Antigua, si fue lo suficientemente afortunada de encontrar un barco con rapidez.»

Arianne todavía recordaba la última vez que la vio, en la casa madre que dirigía la Honorable Madre Hermestine.

 

Aun si nadie le dio permiso, Sarella había asomado su impertinente nariz en la parte trasera del edificio de dos plantas, para ver qué había.

Iba vestida con unos unos viejos calzones de color marrón que habían pertenecido a Obara, por lo que a ella le quedaban bastante grandes... 

Arianne no sabía con exactitud si le gustaba el atuendo de su prima o le parecía un horror.  

«Nunca me queda claro si se pone lo primero que le sacan del cofre de ropa o si se piensa a conciencia qué se pondrá con días de antelación», pensó en ese momento. 

Porque lo cierto era que, aunque pareciera que le había robado la ropa al chico de los establos, el atuendo no le quedaba para nada mal. 

A pesar de lo descortés del gesto de la joven, Arianne no se había podido resistir a seguirla.

El septrio se encontraba tierra adentro, a medio camino entre Lanza del Sol y el río Sangreverde, no muy lejos de una aldea de unas treinta chozas al que llamaban Pozo Estrecho.

Era un terreno de olivos tan basto que casi se perdía a la vista.

También había cultivos, aunque éstos tenían una disposición tan extraña, que le dio la impresión de estar desaprovechado. Pero podía ser que simplemente ella no entendiera de estas cosas.

—Es como si las septas lo hubieran preparado todo, pero luego nunca llegaran a sembrar todo lo que tenían planeado, ¿no crees? —había preguntado Sarella.

«Entonces, no era sólo impresión mía.»

—Sí, es extraño.

Decidió volver dentro.

Afuera hacía mucho calor y no quería pasar el bochorno de que la encontraran fisgoneando.

Al poco, Sarella pareció cansarse de observar el pequeño huerto que tenían las hermanas y entró de nuevo al edificio, junto a la mesa donde se había vuelto a sentar Arianne.

—Supongo que volverás a Dorne a tiempo para las celebraciones del Milenio —le había dicho a su prima pequeña—. Habrá torneos, juegos, concursos de bardos, trovadores y juglares, y hasta una obra teatral relatando el viaje de Nymeria. Es de una compañía de Myr, el autor lleva cerca de un año trabajando en ella, aunque no he podido averiguar su identidad.

—Lo intentaré —fue la respuesta poco entusiasta de Sarella—, pero dudo muchísimo que vaya a ser posible.

Esa no era la respuesta que había esperado Arianne. 

Pero desde hacía unas lunas su prima, que siempre había sido algo rara, se comportaba más extraño que de costumbre.

En concreto, cambió mucho desde que apareció aquel cometa rojo en el cielo. 

—Pero si este tipo de cosas… la Historia y demás, son las que te gustan a ti, ¡no puedes perdértelo!

«¿Cuánto tiempo piensa quedarse en las islas esas?», se había preguntado Arianne.

Entendía la necesitad que tenía la joven de volver a ver a su madre, y en conocer su hogar, su gente.

Nymeria había estado un par de años viviendo en Volantis.

También Tyene pasó un tiempo con su madre.

Y hasta la misma Arianne visitó la tierra de la suya.

Había querido volver a ver a su madre, Lady Mellario, y conocer a su abuelo materno, Stephanios Votyris, uno de los temidos Sacerdotes Barbudos de Norvos.

«Y a mi abuela Arionna», pues a ella la recordaba con afecto a pesar de todo.

Areoh Hotah prefirió no ir, alegando que su lugar estaba junto a su Príncipe, así que fue Estrellaoscura quien la acompañó, como su escudo juramentado.

Pero no llegó a aguantar ni tres lunas ahí.

La Ciudad Libre de las tres Campanas resultó ser un lugar espantosamente aburrido para la joven princesa dorniense.

—Ya —le había reconocido Sarella— y, además me habría encantado ayudarte a organizarlo todo, sobre todo para que los aspectos históricos sean lo más fidedigno posible. Porque esta es una historia fascinante que forjó la identidad de Dorne como un solo pueblo. ¡Mianna dhessani!

Dhisso Noyar —completó Arianne—, ...pero, ¿te das cuenta de que tu ausencia deslucirá la inauguración, verdad? ¡El pueblo querrá volver a ver a las ocho Serpientes de Arena juntas! —Cruzó los brazos y se volvió hacia el amplio huerto para evitar la mirada de su prima—. Además, ¿quién dice que voy a ser yo quien lo organice todo? Dudo mucho que mi padre deje una empresa de tamaña envergadura en las manos de alguien como yo. Es un acontecimiento muy importante, ¿sabes?

Sus palabras desconcertaron a Sarella.

—Claro que sé lo importante que es —respondió algo ofendida—, ¿Y por qué no iba a encomendártelo a ti? ¿A quién si no? Si ya hace años todas las fiestas y banquetes son tu dominio, y se te da muy bien organizarlos todos.

—Venga ya, —le quitó importancia con un gesto de la mano—, eso es sólo cuando son eventos insignificantes. Las tareas importantes se las encomienda a tu padre. O a Sir Manfrey y Alyse Ladybright, la tesorera del Príncipe, —se sintió lo suficientemente fuerte como para volverse y mirarla a los ojos sin llorar—. Hasta Ricasso tiene más responsabilidades. ¡Yo no pinto nada!

—Oh, prima —Sarella se había levantado y para cogerle de la mano—, creo que juzgas mal lo que espera de ti el tío Doran.

—¿Tú crees? —le había preguntado ella sarcásticamente.

—Claro, —la menor ignoró el tono burlesco—. No todos los banquetes que has organizado fueron acontecimientos sin importancia. Hace unas semanas, la fiesta por el dos y veinte días del nombre de mi hermana Tyene. No fue como para pasar a la posteridad, pero para mí fue una jornada muy especial, y fue gracias a ti. Y cuando nos visitó el representante de la Cofradía de Aceiteros de Norvos. O el que hiciste para dar la bienvenida al almirante de la Flota de la Miríada, y vino con ese pirata tan apuesto, ¿te acuerdas? —la quiso animar.

Pero Arianne negó enérgicamente con la cabeza, testaruda.

Su prima no entendía nada.

Con ocho y diez días del nombre que contaba, Sarella Arena se creía que lo sabía todo, pero estaba muy equivocada.

No tenía ni idea de lo que estaba hablando, no conocía a su padre como cabría esperar, aunque lo cierto era que nadie lo conocía muy bien.

 

Nadie sabía qué era lo que había que hacer para contentar al Príncipe Doran.

Estrellaoscura le obsequió con la cabeza del bandido que se hacía llamar la Caña Audaz, un verdadero dolor de cabeza por más de dos años y que cada vez se volvía más atrevido en sus atracos a comerciantes en la senda de las Dunas.

Su padre le puso precio a su cabeza, pero cuando la tuvo… resulta que no era eso lo que quería.

—Había alguien detrás de ese bandido —había dicho—. Tenía un patrocinador. Alguien poderoso que le apoyaba, quizás el mismo Gerold Dayne, u otro señor que se beneficiaba de sus atracos. Pero ahora está muerto. Nunca obtendremos la respuesta.

¿Quién sabía qué era lo que tenía en la cabeza el Príncipe de Dorne?

Cuando anunció su decisión de aliarse con los Lannister mediante matrimonio, se creó un incómodo silencio, cortada por Lady Nymella Toland, señora de Colina Fantasma, al recordarles ante quién estaban.

—Doran ha tomado una decisión —les dijo a sus pares, mirándolos con decisión—, y nosotros juramos obedecerle, decidiera lo que decidiera, porque nuestro Príncipe vela y sirve a Dorne y nosotros le servimos a él.

También fue ella la primera en girarse a él para hacerle la promesa, y besó su anillo tras realizar la pertinente reverencia.

Los demás la siguieron, uno tras otro juraron. Y por las expresiones en sus rostros se veía que, aunque en este momento aún no entendían, confiaban en que con el tiempo lo harían.

«O eso espero», recordó haber pensado Arianne para sí.

Los Señores de Dorne confiaban en su Príncipe.

Mientras esperaban su turno para hacer el homenaje, las cuatro Serpientes de Arena se veían desconcertadas, desorientadas y no hallaron la respuesta que esperaba cuando la buscaron en los ojos de su padre, la Víbora Roja, quien fue el único que no se movió, permaneciendo todo el tiempo a la derecha de su hermano.

Todos fueron abandonando el Jardín de las Aguas y volviendo a sus tierras y castillos.

Aunque ninguno se fue antes de tener una audiencia de forma privada, individualmente unas veces y en pequeños grupos otras, con su padre, reuniones en las que cada uno recibió instrucciones sobre el papel que jugarían en los planes venideros.

A parte del Príncipe, el único que estuvo presente en todas aquellas reuniones fue un enfadadísimo Oberyn.

Arianne, en cambio, no fue invitada a ninguna.

Por lo que no entendió bien qué la hizo permanecer ahí, si no pintaba nada en los planes de su padre.

Los últimos en abandonar el palacio fueron el Sangreregia y la Víbora Roja, el cual comenzó a mostrarse mucho más entusiasmado con lo que sea que planeó con su hermano mayor respecto a la alianza con los Lannister.

Pero no les explicó el motivo, claro, ni a ella ni a sus hijas.

—Ya lo le entenderás —dijo guiñándole un ojo.

Pero ella se negó a amedrentarse, pues su padre no se iba a deshacerse de ella tan fácilmente como creía.

Ella también había conversado con todos los señores, damas y caballeros. Y habló con sus herederos y herederas. Ellos la conocían y la querían, y como siempre se lo demostraron.

Excepto los Yronwood, pero eso ella ya lo sabía también.

Arianne lo sabía todo.

Sabía que llevaban años conspirando en secreto para arrebatarle Dorne y dárselo a su hermano Quentyn, quien había nacido cinco años después que ella… pero con una polla entre las piernas.

Quentyn apenas habló con ella, nunca lo hacía, al menos tenía esa decencia. Se rodeaba de su camarilla Yronwood y casi no se relacionaba con nadie más.

Cletus, el atractivo heredero de Paloalto en cambio, siempre había sido un desvergonzado y trataba de hacer como si no pasara nada.

La Princesa le trató como lo hacía siempre: con cortesía, sí, pero también fue fría y distante.

Su prima en cambio…

Arianne no entendía a qué jugaba Nymeria con Cletus.

Con toda la mala sangría que había entre las dos familias desde mucho antes de que ninguno de ellos naciera, lo que pasó con la madre de ella, la muerte del viejo Lord Yronwood…

Recordar todo aquello le quitó las ganas de convencer a Sarella de volver a tiempo para las celebraciones del Milenio.

Y eso la puso aún más triste pero no quiso llorar.

Ella no podía.

Era una princesa dorniense, así que no podía derramar lágrimas por razones tan nimias.

 

—No, tú tienes razón, Sarella —habló por fin, cuando sintió que era capaz controlar sus emociones—. Estoy siendo muy egoísta. ¿Cuánto ha pasado desde que tu madre nos visitara en Lanza del Sol? Creo recordar que fue… —contó con los dedos, aunque no fue lo suficientemente rápida.

—Siete años, —respondió antes su joven prima con una triste sonrisa.

—¿Tanto? —se sorprendió

Su madre, Xhandella Malaq, oriunda de las Islas del Verano, comandaba una humilde flota de naves cisnes compuesta de cuatro galeras mercantes, de las cuales capitaneaba ella en persona la Beso Emplumado.

—Bueno, yo personalmente la vi por última vez hace tres años. Habitualmente mi madre y sus hombres suelen hacer la ruta comercial entre el Puerto del Loto y Antigua casi exclusivamente. Pero a veces también vienen a la Ciudad de los Tablones y a Lys, pocas veces alcanzan Tyrosh y Myr. Y muy raramente han llegado a aventurarse hasta Pentos o Volantis.

—Desde los seis y diez que no la ves —se dio cuenta Arianne—, con razón la echas tanto en falta.

—Sí. —respondió la más joven en un tono que no supo describir—. Mucho.

«Necesita a su madre de forma imperiosa», se dio cuenta Arianne.

La Princesa aún recordaba perfectamente que había alcanzado la mayoría de edad cuando Xhandella y sus dos hijas mayores, las gemelas idénticas Malala y Lilala, pasaron una luna entera con ellos en Lanza del Sol.

Dejó el barco atracado en uno de los muelles del castillo, mientras el otro fue a comerciar a Lys. En aquella época solamente contaba con dos barcos, y aun así les trajo espléndidos regalos a todos.

Arianne aún conservaba sus pendientes de oro con pequeñas esmeraldas incrustadas, pero el mejor regalo de todos fue, por supuesto, para Sarella: un magnífico juego de arcos y flechas de aurocorazón, con la que practicaba durante horas.

Aunque el recuerdo que más la marcó, fue la desconcertante actitud que tuvo su tío Oberyn durante toda la visita de su antigua paramour. Le descubrió una faceta de su personalidad que no conocía en absoluto y que jamás había vuelto a ver.

—La verdad es que me está…

Ella no había podido terminar la frase.

 

Su anfitriona, la Honorable Madre Hermestine entró en la sala común seguida de las otras dieciséis septas y novicias que conformaban la colectividad y la dama Nym, siempre elegante. Todas llevaban una bandeja en las manos.

—No es mucho, mis señoras —se disculpó la mujer, que superaba los sesenta ya—. Demasiado humilde para un ágape en honor a una princesa, pero no contamos con gran cosa.

—Ni digáis eso, os lo ruego, madre —respondió Arianne—. Habéis sido muy amables por acogernos en vuestra colectividad estos dos días.

Tyene y ella insistieron en acompañar a Sarella parte del camino.

Nymeria la acompañaría incluso más lejos, hasta el Sangreverde. De ahí la más joven de las hermanas tomaría un barco hasta Antigua y la mayor subiría río arriba hasta Vaith.

Su destino era el castillo de la Casa Fowler.

Se sentaron todas alrededor de la vieja mesa baja y, algunas de ellas, encima de unos jergones que, aunque no eran muy cómodos, era mejor que hacerlo en el suelo.

—Honorable Madre, —dijo Sarella mientras mezclaba sus gachas—, me he tomado la libertad de salir al patio trasero, espero que no haya sido demasiada descortesía.

—Oh, no —respondió ella, aunque pareció asombrada—, pero puedo imaginar vuestra decepción. No es algo de lo que podamos presumir, me temo.

—Bueno, más bien me ha sorprendido. Sin ánimo de ofender, y los olivares están muy bien pero, diría que se puede sacar más provecho de esos terrenos. Parecen fértiles.

—Y lo son.

—¿Sí? Entonces… no entiendo. Porque está todo bien parcelado y cuarteado y los caños de regadío bien colocados, y esas acequias y norias... habrán costado una fortuna. Todo parece preparado para comenzar a sembrar, pero se ve abandonado y que, a parte de la recogida de olivas, no se ha trabajado ahí en años.

—Porque así fue —respondió la septa Welvyna, la segunda autoridad en la colectividad, una mujer en la cincuentena, vulgar y entrada en carnes. De niña a Arianne siempre le había dado mucho miedo porque era seria, brusca y siempre iba directa al grano —. Lo dejamos hace años. Sólo cultivamos una décima parte de nuestras tierras arables.

—¿Y puede saberse el motivo? —preguntó la dama Nym, impoluta y elegantemente vestida con una túnica púrpura.

A parte de usar una cuchara, también tenía en la mano el puntiagudo punzón de dos puntas que solía usar para comer, aunque el plato que tenían en ese momento no tenía ni un mísero trozo de carne o pescado.

—¿Puedo responder, Honorable Madre? —preguntó una joven septa llamada Aledynne. Hermestine le hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. Yo era tan sólo una novicia por aquel entonces. Trabajamos todas juntas por lunas, casi sin descanso. Lo hacíamos con mucho entusiasmo y en las ocasiones en las que flaqueábamos, el Herrero volvía a insuflar fuerza a nuestros brazos. Pero todo ese trabajo no valió de nada. No tenemos el agua suficiente.

En ese momento, su más que hermana entró acompañada de la septa Perlanne, una mujer enana a la cual le parecía incomprensible que Tyene no fuera una princesa de verdad.

Sarella soltó una parrafada ininteligible para Arianne sobre cédulas principales, mediciones y protocolos, y según ella con aquel complejo sistema de cañerías que tenían, debían tener suficiente agua para producir diez veces más.

—Y eso fue lo que creíamos nosotras, —la Honorable Madre Hermestine retomó el hilo de la conversación—. Cuando murió vuestra bisabuela en el 265, la Princesa Dorella tuvo la gracia de acordarse de nosotras en su testamento. Con esa pequeña fortuna hicimos reformas que necesitaba el septrio y ampliamos algunas partes, incluidos los almacenes, esperando que la Madre nos concediera algún milagro que permitiera aumentar la producción, por ejemplo con la elaboración de nuestro propio aceite. Y el milagro llegó, se llamaba Elia Martell. Cuando vuestra tía se casó, no aceptó ningún regalo para ella misma, si no que exigió que se donara a una serie de instituciones elegidos por ella personalmente. Y nos tocó un pellizco de la generosidad de nuestra Princesa.

«Mi querida tía Elia», Arianne se emocionó por el gesto, aunque ya sabía que fue una mujer digna de admirar.

Decidió que el día en que ella se casara haría lo mismo.

—¿Y qué pasó después? —quiso saber.

—Cuando los mozos de obra comenzaron las obras en Pozo Estrecho para traer el agua hasta aquí, apareció un furibundo septón Vincellor y paralizó todo el trabajo.

—¿Y eso por qué? —preguntaron a la vez Sarella y la dama Nym.

—Tenía un papel —esta vez fue Welvyna la que respondió—. Un documento. No podíamos coger más agua de la que ya nos tocaba. Ni una maldita gota más.

—¡Ese lenguaje!

—Lo siento, madre.

Un murmullo de indignación recorrió la sala común.

—Eso no tiene sentido —dijo Sarella—. Ese hombre os está timando.

La dama Nym estaba rabiosa de indignación, miró a su hermana menor con esperanza y esperó la respuesta de la anciana septa.

—Al parecer su septrio tiene concedida una prebenda especial. Por la valerosa actuación de los hermanos durante la Guerra contra el Invasor Daeron I, ese desalmado al que llamaban el Joven Dragón —removió las gachas con pocas ganas.

Parecía que no le gustaba rememorar aquella vivencia.

—¿Y es auténtico ese documento? —Sarella se mostró escéptica—. Me gustaría poder leerlo yo misma.

—Eso parecía, —la anciana parecía desolada al recordad ese momento—, aunque Vincellor apenas nos dejó tocarlo. El pergamino era muy viejo y delicado, pero tenía todos los sellos.

—¿Y cuándo caduca?

—Él nos aseguró que nunca. Es a perpetuidad.

—Me extraña. Lástima que me vaya a ir. Lo hago con muchas ganas de conocer a ese hombre y ver su papelucho. —Meditó un momento—, aunque debe haber una copia en los archivos de Lanza del Sol. Habría que consultarlo con Ricasso.

—Es indignante.

—Sí y no son sólo las parcelas de cultivo —era la primera vez que habló la dulce septa Verlania, una septuagenaria que era la personificación de la bondad. Aunque Arianne sabía que su difunto marido fue algún señor del Dominio al que cortaron la cabeza por algún crimen menor—. Son también el aceite de oliva y el jabón. Nuestra amada hermana Perlanne ha perfeccionado una fórmula que es una delicia para los sentidos. Ya lo habéis comprobado por vosotras mismas.

—Así es —afirmó Tyene apretando la mano de la retraída septa. Las demás asintieron con la cabeza—. Me tienes que seguir enseñando a hacer más.
Perlanne asintió y sonrió con timidez.

—Nos hace falta más agua para fabricar en más cantidad.

—Sé que es aspirar a demasiado, pero si tuviéramos nuestra propia fuente…

«Eso ya es mucho pedir», se alarmó Arianne.

—¿No puede hacer algo el Príncipe Doran? —preguntó Welvyna dirigiéndose directamente a la princesa. 

—Pero… —ella no supo por dónde salir—, ¿no habéis dicho que aquella cédula principal es a perpetuidad?

—Eso yo no me lo creo —protestó Sarella.

Arianne la fulminó con la mirada disimuladamente. Qué fácil era para ella hablar así, como se iba...

—Ayúdenos, princesa, os lo ruego —murmuró la dulce Verlania, a punto de comenzar a sollozar—, por el amor de la Madre Misericordiosa, ayúdenos. Sé que alguien que ha cometido pecados como los míos no lo merece, pero esas pobres gentes... 

—Oh, vamos mujer, no seas tan sentimental —la regañó Hermestine—. Con más recursos podríamos hacer mucho más por esta comunidad, tanto bien a estas familias... —Por fortuna habló en general y no sólo para Arianne—. Está conformado por aldeas muy pequeñas, así que nos sobran necesitados. Y sólo necesitamos que el agua se distribuya de forma más equitativa, tal y como se dispuso en las capitulaciones del 136. Pero tal como estamos… Los muchachos prefieren irse al desierto y convertirse en bandidos. Me han dicho que Sir Gerold Dayne hace poco le cortó la cabeza a unos cuantos no muy lejos de aquí. Me duele tener que confesar esto, pero no me sorprendería nada saber que fue a algunos de nuestros chicos. Y las muchachas… las que tienen suerte acaban de criadas en Lanza del Sol o la Ciudad de los Tablones… pero sabemos de varias menos afortunadas que han acabado en las casas de placer de Dorne y los Siete Reinos. A alguna la hemos podido recuperar, pero no pocas han sido vistas por última vez a bordo de algún barco de piratas.

Otra ola de lamentos recorrió la sala.

—¿Casas de placer? Más bien cámaras del horror. ¡Esto es indignante! —espetó Nymeria—. No se puede consentir que ese tal maestre Incelord siga con sus indecentes fechorías.

—Es un septón, hermana, no un maestre —corrigió Sarella—. ¿Qué más sabemos de ese hombre, madre?

Arianne recordaba haber escuchado con anterioridad algo sobre él, pero jamás le prestó mucha atención a esas habladurías. ¿Qué podría tener de interesante un septón que predicaba en una aldea perdida en los límites del desierto?

Pues al parecer mucho, según les contaron las septas, entre ellas que se estaba construyendo una estatua de piedra, nada más y nada menos. 

—¿De verdad dejarás que ese hombre se salga con la suya? —Nymeria se dirigió directamente a ella.

—¿Y qué quieres que haga yo? —se defendió Arianne, anonanada.

—Pues, no sé. ¿Qué tal, por ejemplo, hablar con tu padre? Eres su heredera, ¿recuerdas? —le propuso con cierto tonito.

A Arianne le dieron ganas de responderle que, si así era, ¿por qué le pusieron a ella el nombre de Nymeria?, pues por derecho propio, ese tendría que haber sido su nombre; o que, si de verdad querían que Doran tomase en consideración una petición como aquella, tendrían más posibilidades si se la presentara Heremias, el sirviente que se encargaba de vaciar su orinal, que si viniera de ella.

«Al menos a él se dignaría a escucharle.»

Pero se contuvo. Era mejor no decir nada. 

—Otro asunto son los impuestos —habló Aledynne—. No, no es que no queramos contribuir con la parte que nos toca. Pero… a veces nos cuesta tanto… porque no hay, aunque hasta ahora hemos podido esquivar las penalizaciones. Y nos hemos planteado la posibilidad de los aplazamientos, pero los intereses son luego tan altos…

—En eso no os puedo ser de ayuda, madre, pero pagaremos hasta la última estrella por nuestra estancia aquí —le aseguró Arianne.

—Y yo, cuando regrese de Dominio del Cielo, haré un donativo al septrio —prometió Nymeria.

—Oh… —respondió emocionada la anciana Hermestine—. Ojalá pudiera rechazar vuestra generosidad, niñas… mis señoras, ¡que el Padre me juzgue con piedad, sé que ya sois mujeres hechas y derechas, ya no las niñas que conocí!, pero ese es un lujo que no nos podemos permitir. Os estaremos eternamente agradecidas, mis señoras. Y el dinero será bien empleado, os lo puedo asegurar.

—No sabéis cuánto bien hacéis —dijo Verlania—. Mitigaremos algo, por poco que sea, porque tenemos algunos casos de… robos, sí, pero… es que cuando alguien roba para comer, ¿se puede siquiera considerar eso un delito? ¿Si lo hacen para sobrevivir?

—Para cuando roban “para comer” —rebatió Welvyna—, le están quitando el pan de la boca a otros, ¿no? Otros que también merecen sobrevivir, y logran hacerlo de manera honrada. ¿Esos ladrones no merecen un castigo?

Por un momento, Arianne tuvo la impresión de que se había perdido en algún momento de la conversación.

—Hermanas, hermanas —Hermestine dio unas palmadas—, ya está bien de molestar a estas dulces niñas con nuestros problemas sin importancia. Vamos, vamos. Terminemos de comer… ellas tienen un largo camino por delante y necesitarán de todas sus fuerzas. —miró a Sarella—. Me gustaría pedirle un favor, Lady Sarella.

—Si está en mis manos, lo haré. Podéis contar con ello, Honorable Madre.

—Son unos humildes regalos: pastillas de nuestro jabón. Para la Venerable Madre Joseanne, del septo Estrellado, y Lady Rhea Florent y Rhonda Rowan.

—Entonces cuente con ello, madre, —Sarella se sintió tocada por el gesto y decidió regalarle a septa Aledynne su tintero, algo de tinta, un par de plumas y casi todos los rollos de papel que llevaba.

En Antigua se haría con más, las tranquilizó.

 

Aquella misma tarde, cuando el sol comenzaba a descender, salieron de la casa madre para ir a reunirse con sus guardias, quienes habían permanecido en la aldea ya que ningún varón tenía permitido entrar dentro, y montaron sus caballos.

—Ay, si me cortara el pelo me molestaría menos durante el viaje —susurró Sarella para sí.

—¿Estás loca o qué? —preguntó alarmada Arianne, quien la había escuchado—. No lo digas ni en broma. —La miró fijamente a los ojos—. Prométeme que no lo harás. No te cortarás tu magnífico pelo.

Sarella sonrió de lado y tras pensarlo unos segundos, colocó la mano derecha sobre el corazón.

—Yo, prometo solemnemente que Sarella Arena jamás se cortará la melena.

La Princesa la miró pensativamente unos segundos.

—Me vale —respondió al final. 

—Vamos, señoras, tenemos que irnos de una buena vez —se les acercó Nym ya montada en Colmillo Alado, su corcel de arena color crema.

—A ti te veré pronto, prima, —dijo Tyene con sus dulces ojos empañados en lágrimas. Ella había decidido quedarse unas semanas más, para aprender a fabricar ese jabón—. Pero vosotras… os echaré de menos, hermanas, sobre todo a ti, mi pequeña Saree.

Nymeria entornó los ojos.

—Deja de hacer las cosas tan difíciles por tus ñoñerías, Tyene. 

—Oh, hermana, lo siento, no era mi intención el molestarte —se lamentó la rubia. 

—No me voy a ir tan lejos —respondió la más joven entre ellas.

—¿Cómo qué no? Vas a irte al otro lado del mar del Verano, —le recordó Arianne.

—Bueno… no tan lejos como parece —había insistido Sarella, sonriendo con esa enigmática sonrisa tan típica de ella—. Para final de mes, ya habré llegado a Antigua.

 

 

—Eres tan pesada —la voz de una niña que hablaba en susurros la rescató de sus recuerdos.

«Elia, —reconoció la voz de su prima—. La protagonista de la jornada.»

—Pero no seas mala conmigo, hermana. Yo también quiero ir. ¿Por qué no puedo ir contigo?

—Porque no eres más que una niña pequeña. Y no hables tan alto.

Arianne descorrió una de las cortinas del toldo y se encontró con sus jóvenes primas.

—El, Obella, —las llamó—, ¿qué es lo que está pasando aquí? ¿Por qué estáis discutiendo?

—Por nada —se apresuró a responder la mayor de las dos hermanas.

Era su día del nombre.

La quinta serpiente de arena cumplía tres y diez, ya toda una mujer, según ella. Pero cinco lunas después, y aún seguía lloriqueando cada vez que tenía que lidiar con su sangre de la luna.

Aunque cada vez menos.

—Van a subir a esas rocas para ver los barcos de piratas en el mar y no me deja ir con ellos.

Obella señaló un pequeño acantilado, no muy lejos de donde habían acampado, aunque se encontraba al otro lado de la aldea de pescadores.

«Y no muy lejos de Isla Mayor», recordó.

Su hermana la fulminó con la mirada.

—¿Ves por qué no quiero que me sigas? No paras de molestarme. Es mi fiesta a aun así tú también recibes un regalo.

Elia Arena se cruzó de brazos, indignada, y su hermana pequeña se cogió avergonzada los costados del vestido del que había estado presumiendo toda la mañana.

Ya estaba al borde de las lágrimas.

—Venga, El, el vestido ni siquiera es nuevo —dijo Arianne—. Fue de Sarella. Vuestra madre sólo le ha hecho un par de arreglos, nada más. ¿Acaso no te gusta lo que te hemos regalado a ti?

Como ejemplo señaló la lanza adaptada al tamaño de sus manos que no soltó desde que se lo diera su abuelo, para espanto de su madre.

—Sí…—se encogió de hombros—, aunque mi padre no me ha regalado nada...

—¿Y quién crees que ha organizado esta jornada en la playa para ti? —la regañó—. Venga, vayamos con los demás.

Volvieron bajo el toldo.

 

Era lo suficientemente grande para albergar con comodidad a los dieciséis invitados.

En el suelo se habían desenrollado cuatro alfombras myrienses, y encima habían juntado varias mesillas para crear un rectángulo abierto. El lado más largo era el que tenía el mar de frente, y detrás de las mesas había almohadas y almohadones para que se pusieran cómodos. En medio del rectángulo había músicos tocando, bailarinas o malabaristas.

En la parte central se sentaba Ellaria, quien hablaba animádamente con la hermosa estiveña Rosarya Seisdedos, una de sus mejores amigas y segunda esposa del Jefe del consistorio de Lanza del Sol, mientras acunaba en brazos a Jacelyn, el único hijo que había querido parir su hijastra Obara.

—Oh, ¿qué pasó? —preguntó al ver a Arianne acercándose con sus dos hijas mayores hijas—. ¿El, has vuelto a pelear con tu hermanita?

—Yo no me he peleado, madre —se defendió Elia.

—No ha sido una pelea —la defendió Arianne —, sólo un pequeño desacuerdo entre hermanas y no volverá a pasar, ¿verdad, El?

—Sólo si ella me deja a mí en paz.

Ellaria ladeó la cabeza con desaprobación.

A pesar de los más de dos años de diferencia, las dos niñas siempre habían estado muy unidas a pesar de lo diferentes que eran:

Elia era una niña vivaz e ingeniosa, siempre deseosa de aventuras. Desde los siete años ya le encantaban los caballos y se pasaba la mitad del día en los establos, en alguna perrera o aprendiendo cetrería y escapando de sus lecciones con las septas.

Obella, en cambio, era todo lo contrario a su hermana: delicada y tierna, le gustaba bailar y cantar, tenía una voz melodiosa, hacía todo lo que le decían sus septas, pero por encima de todo, Obella era muy propensa a las lágrimas.

Todo lo que no conseguía con dulzura y palabras, lo obtenía con unas cuantas lágrimas, pero siempre tenía que salirse con la suya.

Y le funcionaba muchas veces. Sobre todo, con su padre.

Eso de que los dornienses no debían malgastar agua, ni aunque se tratara de sus propias lágrimas, no iba con la sexta Serpiente de Arena.

Y, aun así, las dos niñas siempre habían sabido ser el mayor apoyo la una de la otra.

Pero Elia había florecido, y su hermana pasó de ser una aliada a convertirse en una molestia casi de la noche a la mañana.

—Pobre Obella —dijo Arianne, volviendo a ocupar su lugar en la mesa baja, en medio de Tyene y Sylva Santagar con sus pecas—. La entiendo mejor que nadie. Cuando yo era niña, Nymeria tampoco me dejaba ir con ella y las gemelas Fowler y yo lloraba sin comprender por qué me apartaban. Le pedí a mi tío otra prima, una que fuera como una hermana y llegaste tú —apoyó la cabeza sobre el hombro de Tyene—. Gracias por tener mi misma edad.

—Fue un placer nacer por la misma época, prima.

A Arianne no se le escapó lo irónico del hecho de que ellas le hicieron lo mismo a Sarella, y la pobre acabó refugiándose en los libros.

—¿Y yo? —preguntó Sylva, su querida amiga.

La Princesa Arianne rio con discreción antes de contestar.

—Y tú también, claro. —No sabía qué habría sido de ella sin ellas.

Ni sin Drey o Garin.

Ellos dos también le eran muy queridos, como hermanos.

—Mi querida hermanita necesita amigas de su misma edad. Aún le quedan dos o tres años para florecer, y hasta entonces será difícil que ella y El puedan volver estar tan unidas como lo estaban antes.

Continuaron hablando mientras comían y veían los espectáculos frente a ellos.

La bailarina del vientre, ya cerca de la cincuentena y por ello muy talentosa, danzaba con una gran fluidez de brazos y piernas al ritmo de un flautista y dos tambores, platillos y las rítmicas palmadas de los invitados.

Arianne la observaba atentamente, estudiando la precisión de cada movimiento e intentando no perder ningún detalle, pues luego tendría que repetirlo y ella era una profesora muy exigente.

Cuando estaba por terminar el número, un niño gordo entró discretamente y le susurró algo a Ellaria al oído, quien tampoco había perdido detalle al baile, aunque ya era una bailarina formidable.

Todos aplaudieron cuando Yonanda, terminó el baile y se despedía.

 

—¡Padeeee!

Fue Dorea, las de los cortos cabellos siempre alborotados, quien ya perdió una sandalia y había estado jugando en la arena, cerca del extremo de una mesa con algunos niños de sirvientes, la primera en ver llegar al grupo del Principe Oberyn.

«La Víbora Roja de Dorne», pensó con cierto nerviosismo Arianne.

Entre sus acompañantes estaban Lord Uller y su hermano, sir Ulwyck y había otros dos jinetes tan lejos que Arianne no los pudo reconocer.

La séptima Serpiente de Arena, de seis años, salió corriendo a los brazos de su padre.

—Mi pequeña —dijo levantando en el aire a su hija y dándole un sentido beso—. ¿Dónde está El?

—Padre est… ¿Q-qu-é es eso? —dijo Elia, quien fue a la entrada del toldo junto a todos los demás—. ¿Abuelo?

La niña miró confundida al potrillo de cuyas riendas tiraba Lord Harmen.

—¿No te gusta? —preguntó a su nieta.

Era una cría magnífica, su capa era de un negro profundo y tenía crines de color gris perla.

—¿Es para mí?

—Bueno, si la aceptas sí —respondió el Príncipe Oberyn—. ¿De verdad pensabas que no iba a regalarte nada por tu día del nombre?

—¿Un caballo? —Ellaria miró con desaprobación tanto a su paramour como a su padre—. El todavía es demasiado joven para tener su propio caballo. ¿Por qué no me consultasteis antes al menos? —se quejó.

—Ya tiene diez y trece —dijo Lord Uller, sorprendido por la reticencia de su hija—. Está más que preparada.

—A esa edad yo ya llevaba más de un año montando de forma regular. —Oberyn miró a su hija, quien estaba acariciando la cabeza del animal—. ¿Qué nombre le vas a poner?

Flor, hermana —respondió Obella por ella—, Llámala Flor. Es muy bonito.

—Es una potranca, hija. Una hembra.

—Ah. Entonces es muy bonita.

Flor es un poco ñoño pero… —Elia se lo pensó un momento—, me gusta Flor Salvaje —decidió—. Se va a llamar Flor Salvaje. —Miró a su padre, buscando su aprobación.

—¿Flor Salvaje? Sí. ¿Por qué no? Te queda bien a ti.

—No sé, —Ellaria seguía sin estar convencida—, yo no sé si…

—¿Puedo montarla, padre? —preguntó Elia con manifiesta excitación, ignorando las preocupaciones de su madre—. Anda, di que sí.

—Sólo un poco y no pases del trote. Todavía es muy joven y no tiene estribos. Fally, ayúdala.

—Sí, mi señor.

—¡Oberyn! —Ellaria estaba indignada y parecía dispuesta a montar una escena.

—Venga, mujer. Sólo será un momento. —respondió él sin darle más importancia—. Vamos adentro, ¿no? Al menos yo tengo hambre.

Casi todos volvieron para resguardarse del sol matutino bajo el toldo.

 

El pequeño Jacelyn ya dormía en una improvisada cuna.

—¿Dónde está Obara? —preguntó Arianne mientras se sentaban y servían vino y comida a los recién llegados—, no la he visto con vosotros.

—Iba un poco más atrás —respondió su tío—. Llegarán de un momento a otro.

—¿Llegarán? —preguntó Tyene.

—Sí. Ella viene con Daemon.

«Vaya», pensó Arianne.

A él no lo esperaba ahí, por algún motivo.

—Aunque hay noticias más acuciantes por ahora —les informó sir Ulwyck Uller—. Las últimas noticias que nos han llegado desde los Siete Reinos son bastante inquietantes.

La música había vuelto a sonar ensordecedora y se habían creado distintos grupúsculos, cada uno enfrascado en sus propias conversaciones. Ellaria cuchicheaba con su amiga Rosarya, seguramente quejándose por el regalo de Elia.

—¿Hay problemas? —quiso saber una alarmada Arianne.

Tyene y Sylva Santagar también se mostraron interesadas.

—Stannis —respondió el Príncipe tras un largo trago de vino, haciendo un gran esfuerzo por contenerse y no ponerse a gritar de rabia—. El muy idiota ha sitiado Bastión de Tormentas en vez de Desembarco del Rey.

—¿Cómo? —dijo Sylva, muy desconcertada. —¿Se habrá perdido?

—¿Y por qué ha hecho eso?

Arianne tampoco entendía nada, pero…

—Stannis se ha proclamado rey, igual que Renly, porque según decía en la carta cuyo contenido mi padre quiere mantener en secreto, Joffrey es… —hasta le costaba decirlo en voz alta—… un bastardo. Entonces, ¿por qué volverse contra su propio hermano?

—Porque es un imbécil. —escupió Lord Harmen, a quien aquel giro imprevisto de los acontecimientos tampoco le había gustado en lo absoluto—, ¿qué otro motivo puede haber?

—No puedo creerlo.

—¡Qué contrariedad! —dijo Tyene poniéndose las dos palmas sobre la boca—. ¿Cómo han conseguido los Lannister que traicione a Renly y se cambie de bando?

Enseguida comenzó a acariciarse la mejilla con los nudillos de la mano, el ceño fruncido y haciendo pucheritos. 

Arianne se dio cuenta de que su prima siempre hacía ese gesto cuando algo la desconcertaba o la ponía nerviosa. 

—La muy puta le habrá ofrecido ese dilatado coño, que es lo único que saben hacer las furcias de su calaña, y el muy idiota ha caído en la trampa. No es el primer hombre ni será el último que codicia a la mujer de su hermano. Tywin Lannister debe de estar dando cabriolas de la alegría —su tío lanzó con furia la copa que le acababan de llenar, aunque al momento se arrepintió por el buen vino desperdiciado.

Los músicos hicieron ademán de parar, pero él les indicó que siguieran tocando con un gesto de la mano.

—De todos modos no importa. Con lo grande que es el ejército que ha reunido Renly, esos dos no van a poderle hacer ni cosquillas —Lord Harmen trató de animarlo.   

Oberyn hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y pidió que le sirvieran otra copa cuando, finalmente, llegaron su prima y Daemon.

Y por lo que se intuían después de las cortinas, Elia y Fally también.
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—¿A qué vienen esas caras? —preguntó Obara a modo de saludo a todos los presentes—. ¿Acaso fui invitada a un funeral?

Los demás saludaron a los recién llegados.

Tyene se levantó para ir junto a su hermana a ver cómo dormía Jacelyn.

—¿Dónde está Rysh? —le preguntó Sylva, mientras, con entusiasmo infantil, le hacía señas a Daemon para que se sentara en el hueco que dejó para él.

«La muy tonta», pensó Arianne mientras sonreía forzadamente.

Ahora tendría a Daemon Arena pegado a ella durante toda la noche.

—Se quedó en Cuesta Paloma, dedicándose a su pasatiempo favorito: contar cabras y ovejas —respondió Obara.

Su ocurrencia provocó una carcajada en el pequeño grupo.

A diferencia de su marido, Obara no llevaba muy bien el sedentario estilo de vida que requería ser señora de una pequeña aldea, situada en el límite entre las arenas blancas de la costa y las arenas rojas del desierto.

Daemon saludó y se sentó en el hueco entre Sylva y Arianne.

—Sir, —se dirigió a él la joven pecosa—, estoy segura de que los pescados del mar que tenemos hoy son más sabrosos que los que tenéis en la confluencia de Vaith y el Azote —le dijo para picarle.

Bondadivina era el asentamiento de la Casa Allyrion, y el castillo donde se crió Daemon, y se encontraba entre la afluencia de los dos ríos.

—Ah, ¿sí? —respondió él, siguiéndole la broma—. Eso habrá que demostrarlo.

—Demuéstralo, Ari, —Sylva no perdió ocasión y señaló un pequeño tentempié a base de langostinos que había en su plato—. A ver cuánto sabes de pescados, chico rivereño —se sacó un suave pañuelo de seda color naranja, y se dispuso a taparle los ojos a Daemon, como parte del juego.

«¿Por qué hace siempre estas cosas tan tontas?», se preguntó Arianne, pero no iba a ser ella quien arruinase la velada.

Se colocó el dedo índice sobre el labio inferior, pensando en qué bocado elegir y se decidió por el que sugirió Sylva, mojándolo en un aliño hecho a base de berenjenas, apios y un algo de cebolla.

A parte de su pequeño grupo, nadie se fijaba en lo que hacían, cada uno estaba inmerso en sus propias conversaciones, los músicos tocaban al ritmo de los juegos de dos malabaristas y Elia había se había asomado, atrayendo la atención de varios niños sobre su nueva potrilla.

Arianne acercó la mano a los labios de Daemon.

—A ver si adivinas qué es esto, chico rivereño —Tyene trató de provocar al joven.

Cuando el alimento tocó sus labios, el caballero abrió la boca para ingerirlo, pero Arianne, quien comenzó a engancharse al juego lo alejó, provocando las risitas de sus amigas.

Daemon sonrió, haciendo que apareciera el par de hoyuelos tan característicos de su hermoso rostro, y buscó a tientas la mano de la princesa, para una vez tenerla sujeta, acercársela a la boca.

—Mmm —gimió, intentando adivinar mientras terminaba de lamer el aliño del pulgar de Arianne—, ¿cangrejo?

—¡No! —gritaron Tyene y Sylva a la vez.

—Tiene pinta de langostinos, ¿no? —intentó adivinar Obara tras beber un pequeño trago de vino.

—Eso es, langostinos, no cangrejo de río —dijo Arianne.

—Ha fallado este. Que lo intente otra vez —dijo Sylva, alegre.

Esta vez eligió un pedazo de sardina asada, bañándolo en una picante salsa de limón.

Daemon mordisqueó su dedo índice después de lamerlo mientras intentaba adivinar, pero esta vez tampoco acertó, a pesar de lo fácil que era.

Y también falló el tercero… haciendo que Arianne comenzara a sospechar que estaba fallando adrede, por algún motivo.

Pero a pesar de que era evidente que le estaba divirtiendo aquel juego, finalmente terminó por aburrirse y se desató el pañuelo.

—Ha estado entretenido, mis señoras, —dijo finalmente mientras se ponía de pie—, pero creo que ya habéis dedicado demasiado tiempo a alguien tan insignificante como yo —esto último lo dijo mirando a Arianne directamente a los ojos, haciendo que ella tuviera la sensación de que hacía demasiado calor de repente.

—Tú nunca molestas, sir —le aseguró Tyene alargando los brazos hacia él.

Daemon hizo una reverencia en agradecimiento, y aceptó un beso de la rubia en la mejilla.

Después se fue a ocupar su sitio entre Oberyn y uno de sus mejores amigos, sir Garibald Shells, a quien Arianne veía por primera vez en toda la tarde.

—Vosotras ya habéis bebido demasiado vino, ¿no creéis? —le espetó a sus amigas, molesta sin saber por qué—. Y tú Pequitas, ¿quieres dejar ya de hacer “eso”?

—¿Qué es lo que tengo que dejar de hacer? —preguntó a su vez Sylva, confusa—, ¿a qué te refieres, Ari?

Pero Arianne sólo entornó los ojos con fastidio y tomó un largo trago de vino.

Y el banquete continuó.

 

Se dio orden de comenzar a encender las antorchas cuando el sol comenzaba a descender y el cielo se teñía de tonos violáceos, rosados y anaranjados.

Para cuando ya estaba bien entrada la noche, había una gran hoguera frente al mar, justo en el punto donde sabían que no alcanzaría el agua del mar cuando subiese la marea.

En ese momento de la noche era realmente cuando comenzaba la verdadera diversión, al menos para aquellos que no se habían quedado a dormir bajo el toldo o alguna de las tiendas.

A esas horas todo el mundo tenía la barriga llena pero aún había espacio para el vino y otros bebidas fuertes.

Arianne se había atrevido a compartir con sus amigas unos chupitos de uno tyroshi, hecho a base de peras fermentadas, pero Obara no había querido beber mucho. Quería despertarse pronto y pasar el día en Isla Mayor con Jacelyn antes de volver a Cuesta Paloma.

«El próximo día del nombre que vamos a celebrar será el de ella, —recordó—, y será antes de que termine la próxima luna.»

Al otro lado de la hoguera, su tío Oberyn parecía haber recuperado el buen humor, al menos de momento, y se divertía con su pequeña camarilla. En ese momento rodeaba a Daemon con un brazo mientras le hacía alguna confidencia al oído que hizo que el más joven se desternillara de risa antes de seguir escuchando.

Arianne decidió dejar de observarlos y concentrarse en el juego organizado por su propio grupo, decidiendo ignorar también a los dos jinetes que había visto que se acercaban a lejos.

—¿Quiénes son esos? —oyó preguntar a alguien.

—Seguramente son aldeanos trayendo más bebida, —murmuró para sí misma, dándoles la espalda.

—Oye, ¿y a quién le toca ahora? —preguntaba Morra, con los aros de metal en la mano.

Le tocaba a Pate el Joven, quien los cogió todos.

—Venga, cada uno a vuestras posiciones —chilló Tyene con su vocecita, levantó el brazo y de su dedo uno de sus anillos lanzó un destello bajo la luz de la luna.

Pate tiró el primer aro y el equipo de Sylva alzó sus palos de madera, dispuestos a atraparlo.

—Se parece a Nymeria —dijo alguien.

—No puede ser ella —respondió otro—, la dama Nym está en un barco dirección a Vaith.

Arianne se volvió a ver a qué venía tanto alboroto.

—… ¿Nymeria?

«¿Qué diantres hace ella aquí?», se preguntó desconcertaba, pues era indudable que era ella.

El color crema de su Colmillo Alado era inconfundible.

 

Nymeria Arena descabalgó de su agotado corcel.

Estaba sudorosa y llena de polvo y tan cansada como su pobre montura.

—Nym, mi pequeña, ¿qué haces aquí? —preguntó el Príncipe Oberyn, acercándose a ella y cogiendo las riendas de la yegua—. ¿Por qué no estás en el Sangreverde?

—Padre… —consiguió articular ella a duras penas—. Agua… por… favor.

Oberyn hizo un gesto y Fally fue rápido a por un vaso de agua, mientras se llevaban a los dos caballos.

Después la Víbora Roja cogió a su segunda hija del hombro y la llevó a un apartado, donde había menos luz, pero tenían algo más de intimidad.

Arianne, Sylva, Daemon, y los hermanos Uller fueron tras ellos.

—Cuando llegué a la barcaza de Dolange, —comenzó su relato Nymeria—, decidí hospedarme ahí unos días a esperar algún barco para remontar el rio hasta Bondadivina, y de ahí continuar hasta Vaith. —La barcaza de Dolange era una posada cuya mitad se encontraba flotando en el río y la otra se asentaba sobre tierra firme—. Pero el mismo día en el que llegué, comencé a escuchar una serie de rumores que me parecieron lo suficientemente inquietantes como para decidir cambiar mi itinerario. A la mañana siguiente, tomé el primer barco que descendía a la Ciudad de los Tablones.

Obara, Tyene y Ellaria se habían unido al grupo silenciosamente.

—¿Y qué pasó cuando llegaste ahí? —preguntó su padre, quien nunca se destacó por ser un hombre paciente precisamente.

—Mi tío Doran, el Príncipe de Dorne, nos ordenó no hacer público el hecho de que las abominaciones bastardas de Cersei y el Matarreyes se sienta en el trono de hierro. Y que piensa comprometer a Trystane con la fémina de esas aborrecibles criaturas… Pues es tarde, a estas alturas todas las poblaciones a lo largo del Sangreverde ya lo saben, —anunció con alegría muy mal disimulada.

—¿Cómo?

—Había una galera, la Espectro … y pertenece a la flota real. Va capitaneada por un tal Dale Seaworth. ¿Sabéis quién es el caballero de la Cebolla?

—Algo me suena, pero…

Daemon fue incapaz de recordar quién era aquel caballero cebollas.

—Fue un ladrón de medio pelo, un contrabandista —aclaró Oberyn—, pero Robert Baratheon lo encumbró después de que consiguiera romper el asedio marítimo de Bastión de Tormentas. Hizo quedar a Lord Redwyne como el auténtico idiota que esa bestia subnormal es. Eso fue a finales de la rebelión de Robert.

—Ese mismo —asintió la dama Nym—. Ella y su esposa Marya tienen siete hijos, Dale es uno de ellos.

—¿Y qué pasa con él?

—Pues sus hombres y él llevan semanas leyendo a gritos la carta de Stannis para que cualquiera que tenga oídos escuche y repita sus palabras, a estas alturas ya debe de haber alcanzado el Rejo. Y no es el único hombre en esa misión. Su padre, lleva semanas a bordo de su Betha la Negra, recorriendo las costas desde Rocadragón hasta tan al norte como Puerto Blanco, difundiendo las mismas palabras. Y otro hijo, Allard, está haciendo lo propio en las Ciudades Libres, sobre su Lady Marya. A estas alturas, raro es quien no sabe la verdad en ningún puerto ni aldea de pescadores del mar Angosto al mar del Verano. Y las palabras llegarán a bordo desde otros barcos a Antigua, las islas Escudo y la desembocadura del Mander… y hasta Braavos y Volantis y las islas del Verano.

—Ahora sí —dijo lord Harmen Uller—. No va a haber forma de detener a la turba cuando se entere: no sólo nos casamos con un Lannister, si no que, encima es un maldito fraude. No hay ni sola gota de sangre Baratheon en esa niña.

—La bastarda del Matarreyes —recordó Obara mientras asentía.

—¡Madre misericordiosa, ten piedad! —Ellaria se llevó una mano al pecho, y negaba con la cabeza, horrorizada—. Esto no nos traerá más que dolor y horrores, lo presiento.

Oberyn hizo un gran esfuerzo por reprimirlo, pero a pesar de la poca iluminación, Arianne pudo ver en sus labios el principio de lo que le parecía una traviesa sonrisa.

Una que le recordó mucho a las de Sarella. 

Era el última día del mes, y Arianne se preguntó si es que la cuarta serpiente de arena habría llegado ya a Antigua. 

Chapter 4: El viaje del héroe

Chapter Text

Arys agradeció al todavía somnoliento Tommath cuando el rechoncho muchacho terminó de llenar de agua templada la cubeta de madera.

—Puedes retirarte ya —le dijo con tono irritado, mientras terminaba de desnudarse y, ansiosamente, se metía adentro.

No tenía por costumbre bañarse tan temprano, y menos cuando el sol no había hecho más que asomarse, muy tímidamente aún, en el horizonte.

Pero el inquietante sueño que lo había despertado cuando afuera aún estaba oscuro, le hizo sentirse nuevamente tan pequeño, débil y falso…

Lo hizo sentir tan sucio, que supo que sólo un baño a conciencia y un contundente restregón podría hacerlo sentir alguien merecedor de nuevo. 

Echó un vistazo a su cuerpo desnudo, tanto la parte que quedaba dentro del agua como la que estaba fuera.

Observó con atención cada músculo bien definido, cada dolorido moratón; las viejas cicatrices cuya razón de ser estaban ya casi olvidadas, las nuevas que se estaban formando.

La herida del antebrazo había dejado de sangrar y, después de seis días, ya comenzaba a cerrarse.

El anciano Pycelle seguía pudriéndose en las celdas negras, así que fue el maestre Frenken quien le hizo las curas. Le dijo que había tenido suerte al haber sido capaz de protegerse a tiempo.

«Si aquella certera pedrada llega a darme en la cabeza, hoy sería hombre muerto.»   

Sí, vio que aquella herida ya estaba sanando.

Y lo que no vio fueron los mordiscos. Tampoco le faltaba ningún trozo de carne, se dio cuenta aliviado.

Su pezón izquierdo seguía ahí, tan rosado y sensible como siempre.

Tocó su estómago, los abdominales se sentían firmes, sus entrañas seguían en su lugar, adentro… nadie se lo había estado comiendo vivo.

Cierto era que ambas rodillas seguían estando un poco en carne viva, pero eso sí era esperable tras haber permanecido tantas horas de rodillas.

«No fue más que una pesadilla», trató de consolarse.

Era tan sólo esa horrible pesadilla otra vez, aunque, ¿cómo es que había vuelto a atormentarlo después de todos esos años sin...?

Ella volvía a hacerlo, le estaba devorando.

Tenía la boca manchada de su sangre, y se veía tan roja como sus largos y lisos cabellos.

Ella lo devoraba mientras se reía, se reía de él y a él le estaba gustando.

Pero no fue más que la tonta pesadilla de un niño asustado, y nada más.

Y miró hacia su hombría.

Metió la mano en el agua y se la cogió.

Echó hacia atrás la cabeza y dejó escapar un suspiro de alivio y supo que él era un hombre entero, y ahora también se encontraba casi limpio. 

Él había hecho el juramento.

Era un caballero ungido por los siete óleos.

«Un miembro de la Guardia Real del Rey Robert, —se recordó a sí mismo—. Un héroe.»

El héroe.

Juntó las dos palmas, y sus diez dedos, no sólo siete como soñó, tomó agua y se la echó a la cara, luego se mojó la cabeza y el pelo; mientras se frotaba con fiereza repasó mentalmente lo que tenía que hacer a lo largo de aquel último día.

—Las espadas —recordó—. Tengo que ir a recogerlas.

Sus dos espadas.

Las había llevado a reparar para tenerlas a punto para el viaje.

Le dijeron que podía pasar a por ellas aquel día a primera hora. Le habría gustado hablar con él, pero sabía que el maestro Tobho Mott no estaría en la forja tampoco hoy.

Y por la tarde, tenía que escoltar al Septón Supremo, quien pasaría la noche en el septo de la Fortaleza Roja para poder bendecir a los viajeros a la mañana siguiente.

Fue al baúl donde guardaba su ropa, y por unos segundos tuvo la tentación de abrir la caja pintada de azul que le habían regalado sus cinco hermanos juramentos en ocasión de su largo viaje, para ver qué diantres había dentro. Pero al momento desechó la idea, ellos habían insistido en que sólo debía abrirlo cuando llegara a Dorne, y ya les prometió que así lo haría.  

Se vistió con capa marrón y una sencilla túnica de algodón, de un tejido tratado, pero sin teñir que, como único adorno, tenía unos discretos detalles con el emblema de la Casa Oakheart: tres hojas de roble en verde sobre campo dorado.

 

Salió de la torre en silencio, como se había estado moviendo todo el tiempo por lo temprano que era, pues no quería despertar antes de tiempo a ninguno de los cuatro compañeros que se encontraban durmiendo en la torre.

Sir Boros estaba en la fortaleza de Maegor con Joffrey y, a menos que el ambicioso plan del Gnomo hubiera tenido éxito, el Matarreyes seguía pudriéndose en las mazmorras de Aguasdulces.

Pero se sorprendió al ver que, en el horizonte, el sol se encontraba más alto de lo que habría cabido esperar.  

«Estuve en el agua mucho más tiempo del que pensé —se dio cuenta—, con razón… me pareció que hacía tanto frío.»

Eso explicaba por qué el agua ya estaba helada cuando salió de la cubeta de madera.

Sandor y Preston también se habían despertado, claro, y como siempre, estaban discutiendo por alguna nimiedad, según pudo deducir del tono de las voces que venían de la sala circular. A pesar de que los dos hombres eran del Oeste, curiosamente, nunca se había agradado en lo más mínimo. 

Se encontró con un somnoliento Mandon que, desde el escusado, volvía a su celda.  

—¿Ganas de viajar ya, pequeño? —preguntó el mayor mientras reprimía un bostezo.

—No queda más remedio —Arys sonrió mientras Mandon le daba una palmada en el hombro a modo de saludo—. Vosotros vais a quedaros en la mejor parte, —aludió a la batalla que se avecinaba.

—Sin duda —asintió el hombre del Valle de Arryn—, pero afilad bien vuestra espada, sir Arys, pues en las profundidades del mar Angosto habitan seductoras sirenas y una de esas arpías fácilmente os puede hechizar con algún canto sensual para ahogaros hasta el fondo del mar. —La ocurrencia le hizo mucha gracia al dominiano—. Ríete, pero me crie en Los Senos, y sé de lo que hablo.

—No te preocupes, amigo. A eso voy, precisamente.

La Fortaleza Roja empezaba a despertar.

Mayordomos, cocineros, sirvientas, doncellas personales, lacayos, pajes o escuderos comenzaban a ir de un lado para otro, bostezando aún, para poner a punto los primeros engranajes que pondrían a funcionar el castillo hasta que volviera a caer el sol.

En cambio, la fortaleza de Maegor, el castillo dentro del castillo, aún se encontraba a oscuras salvo por una o dos velas. Ahí, protegidos por fuertes muros pareciera que la guerra era cosa de canciones de bardos, tan lejano que ellos jamás llegarían a experimentar… a pesar de que podría pasar en cualquier momento, cualquiera de esos días.

Sin embargo, la situación fuera de esos muros de piedra roja era muy diferente.

A Desembarco del Rey no habían parado de llegar desde las tierras de los Ríos, desamparados buscando refugio en la ciudad.

Comenzaron llegando a cuenta gotas a finales de año, después eran unas decenas al día, que venían cargando en sus carros todas las pertenencias que habían podido llevarse consigo.

Desde hacía unas dos lunas, ya empezaron a ser cientos cada día, llevando consigo únicamente aquello que pudieron cargarse a las espaldas.

Pero en las últimas semanas ya habían superado las mil pobres almas en desgracia al día, vestidos con harapos y sin más pertenencia que las piernas que los habían traído hasta ahí, y eso cuando tenían todos sus miembros, pues no eran pocos los que había perdido o se les había amputado algún miembro… aunque fueran niños.  

No era recomendable abandonar el castillo si no era estrictamente necesario.

Y cuando se hacía, había que hacerlo en grupos de entre doce y quince personas al menos, o si se iba solo, uno tenía que ir bien armado. 

Por ello Arys se dirigió a la armería para buscar a sir Aron Santagar.

 

—Levanta más el brazo, chico —escuchó la firme y grave voz del dorniense. Cuando Arys dobló la esquena, vio que el maestro de armas de Robert ya estaba entrenando a su primer discípulo del día—. Y si vas a realizar uno de esos rápidos ataques, no mantengas el tronco de frente, —hizo el gesto él mismo para que el chico lo viera—, has de doblarte a tu derecha. Así ayudas a que tu cuerpo tome velocidad, a la vez que te preparas para esquivar, con la misma rapidez, en caso de que tu rival sea lo suficientemente hábil o estúpido para atacarte en lugar de tomar una posición defensiva.

Arys asintió con aprobación.

Le tenía mucho afecto al maestro.

A parte de porque se llamaba igual que el más mayor de sus dos hermanos, también porque, además de Willard Piedra, Aron fue de las primeras personas que le hizo sentir como en casa, a pesar de que llegó dos años después que él a la capital del reino.

—¿Tan temprano y ya estás entrenando, hombrecito? —saludó en un tono alegre.

—Sir… Buenos… días, sir… Buenos días —Podrick le sonrió con timidez entre jadeos debido al esfuerzo realizado.

Arys le devolvió el afectuoso gesto con una palmada en el hombro.

—Hay que empezar pronto —le explicó sir Aron—. No tengo mucho tiempo, pues en cuanto se despierta el Gnomo, ya lo requiere para sus otros menesteres.

Arys había observado cuánto avanzaba el niño con la lanza y la espalda, quien en ese momento se puso a practicar los cuatro pasos que le acaban de enseñar.

—Una pierna ligeramente flexionada y echada hacia delante —continuó instruyéndole sir Aron—.  La otra hacia atrás. Así, muy bien, —y se dirigió hacia Arys—. La espada, ¿verdad? Mañana ya zarpáis a Dorne. ¿Nervioso?

El dorniense le hizo un gesto para que lo siguiera al interior de la armería. 

En todo Desembarco del Rey pocas personas podrían entender cómo se sentía mejor que Aron Santagar. Hacía siete años, él hizo el mismo viaje, pero en sentido inverso, cuando vino de Dorne para ocupar el puesto del maestro de armas de Robert que dejó vacante otro dorniense, sir Harmen Hood.   

—Algo, —le reconoció—. ¿No lo echas de menos? Tú tierra, quiero decir. Dorne.

—Cada día de mi vida —respondió con un resignado suspiro—. Y cada vez más. ¿Quién no la iba a echar en falta? Es un lugar fascinante y huele muchísimo mejor que esto. A ti te pasará como a todos los forasteros: o la odiarás con el alma o la amarás sin remedio. Lo que desde luego que no va a hacer es dejarte indiferente.

—¿Y cómo es que viniste aquí, si se me permite preguntar?

—Pues por una razón muy sencilla, sir: vine porque me lo ordenó mi Príncipe. Y cuando el Príncipe de Dorne te da una orden, uno simplemente la obedece, agradeciendo el honor de haber sido el elegido a quien encomienda esa misión en particular.

—Y Masha, ¿cómo lo ha llevado ella? —nunca le dio la impresión de que Aron no estuviera a gusto en la ciudad.  

Mientras el maestro de armas escogía una espada para él, Arys comenzó a juguetear con una daga ricamente enjoyada que había pertenecido al difunto rey.

Le recordó la curiosa historia que el mismo Aron le contó unas lunas atrás, cuando un tal sir Rodrik llegó del Norte para buscar al dueño de la daga de acero valyrio que llevaba consigo. Al dorniense aquel hombre no le pareció de fiar, parecía ocultar algo, por lo que no le contó nada.

«Como si ahí arriba tuvieran caballeros», pensó.

Pues era bien sabido que aquellos salvajes no veneraban a los Siete.

—Al principio no lo llevaba nada bien, como es natural. Pero últimamente, se había acostumbrado… bueno, hasta ahora, claro. Ya sabes, desde la muerte de Robert todo está patas arriba. Con los disturbios en la ciudad, tiene miedo, ¿sabes? Ya son muchos años aquí, demasiados. Y la persona por la que vinimos, bueno, está muerta. Además, me gustaría que mis hijos conocieran Dorne. Zaria tenía diez días de su nombre cuando nos fuimos, pero Gulian y Laurella eran tan pequeños que es como si nunca hubieran estado ahí. Y quiero que mi madre los vuelva a ver antes de que sea demasiado tarde. Ella acaba de cumplir los sesenta y siete, ¿sabes? Ya está muy mayor.

Extendió hacia él una espada bastarda, larga y bien afilada.

Arys agradeció a su interlocutor, y la guardó en su vaina después de echarle un buen vistazo.

«Espero no tener que llegar a usarla.»

—¿Se ha olvidado el Príncipe de vosotros? —se sintió intrigado por saber; y de repente le surgió otra pregunta—. ¿O es que fue un…?

Lo miró con una expresión dudosa, aunque no supo si era apropiado terminar la frase.

—¿…un destierro? —Aron terminó la pregunta por él. La ocurrencia le hizo cierta gracia—. No. Nada eso. Si te ves en la necesidad de tener ojos y oídos en un sitio, mandas a alguien en quien puedas confiar. 

—Cuando llegue a Dorne, juró que hablaré de ti al Príncipe Doran —le prometió señalándole con la espada enfundada—. Puedes contar con ello, amigo mío. 

—Lo has prometido, amigo —le dijo Aron, inclinando ligeramente la cabeza hacia el suelo.

Arys señaló con un dedo hacia arriba.

—El Padre me ha escuchado. Lo he prometido —Se alejó mientras veía cómo el dorniense volvía con Podrick para continuar con sus lecciones matutinas.

 

Fuera de la plaza de armas, el castillo comenzaba a tener cada vez más ajetreo.

Reconoció a una soñolienta Senelle, quien se dirigía a las cocinas acompañada de su compañera Dorcas, y por suerte ninguna de ellas lo vio a él.

También vio a Varys.

Dirigiéndose a la fuertemente vigilada salida de la Fortaleza Roja, Arys se encontró con Osmund, Osfryd y Osney quienes, juzgando por cómo iban vestidos, parecía que iban a entrenar a la plaza de armas.

Osmund, el mayor de los tres, lo saludó con un gesto de la cabeza y su característica sonrisa ladina.   

—¿Tan pronto vienes de entrenar, y en la víspera de tu gran viaje? —le preguntó Osney, el pequeño.

—No —respondió el caballero blanco—, tengo que salir fuera del castillo y vine a pedir prestado algo para un poco de protección, —golpeó la espada que tenía al costado.

Osfryd, el menos hablador de los tres, gruñó con desaprobación.

—Si tienes que usar eso —le dijo señalando la espada envainada—, no lo dudes ni un instante. Esos hijos de puta andrajosos no merecen ninguna piedad. Como olvides eso, sir, estás muerto.

Arys sonrió y asintió, pero de nuevo, suplicó a los Siete no tener que llegar a usarla, pues la última vez que lo hizo fue desolador; aunque agradeció la motivación detrás de las palabras de Osfryd.

Los hermanos Kettleblack, habían llegado tan sólo una luna atrás desde… quién sabía dónde.

En las dos ocasiones en las que el mismo Arys les había intentado sonsacar, las respuestas que dieran no fueron muy coherentes; de todas maneras, Arys dio gracias al Guerrero por su llegada, pues en aquellos tiempos aciagos necesitaban cada espada que pudieran reunir y también brazos fuertes que supieran blandirlas.  

El caballero blanco le había pedido a la reina que Osmund fuera con él a Dorne, que se sumara a los guardias que consiguió que el Gnomo le cediera. Pero ella se negó rotundamente a dejar ir al hombre, y aunque le prometió que se pensaría a cuál de sus dos hermanos cederle, días después había cambiado de opinión y expresó agresivamente que los necesitaba a los tres junto a ella. 

Era una mujer y estaba rodeada de enemigos, era natural que tuviera miedo.

Y era normal que quisiera hombres fuertes a su alrededor. Pero en opinión de Arys, Myrcella también necesitaba de hombres valientes dispuestos a dar la vida para protegerla.

A pesar de lo mediocres que eran, se tendría que conformar con los cinco hombres Lannister que le cedieron.

—Valerosos muchachos nuestros queridos hermanos Kettleblack, —reconoció la voz de Varys, la Araña—. Y son tan puros de corazón, ¿verdad? Milagroso envío del mismísimo Guerrero. Aparecieron sin más, así, justo en el momento más aciago para la ciudad. Aah, ni en una canción habría podido ser todo más conveniente. ¿Os importa que os acompañe un rato, sir?

El caballero le hizo un gesto con la cabeza, indicando que no había problema.

—Un envío milagroso del Guerrero —estuvo de acuerdo Arys—. Os harán falta, y mucho antes de lo que creéis.

—Como buena falta le hizo al bien amado Lord Renly —habló con una voz llena de congoja—. Tan hermoso y de tan sólo uno y veinte días de su nombre. En la flor de la vida. En ese enorme campamento. Rodeado de los mejores y más leales señores y caballeros de las Tierras de las Tormentas y el Dominio, y aun así…

La Araña se estremeció.

«Renly… —Arys aún no podía creer que estuviera muerto—. ¿Cómo había podido ocurrir algo así? ¿Dónde estaban mis hermanos? ¿Y el caballero de las Flores y el resto de sus hombres?»

Era la persona más llena de vida que había conocido, con su eterna sonrisa en los labios.

Alegre, fresco y con una cautivadora personalidad.

Nunca perdía una oportunidad para hacer reír a los demás, incluso en los momentos más difíciles como la última vez que lo vio, aquella madrugada en la que, junto a sus hombres, abandonó sigilosamente Desembarco del Rey apenas unas horas después de la muerte de su hermano el rey.

Arys sabía que debió detenerlo, que lo que hacía era traición, pero…

—En una batalla…

—No hubo tal batalla, sir. Stannis ha asesinado a su propio hermano. Al hijo engendrado por su mismo padre, y que fue gestado en el vientre de la misma madre que él. —El eunuco volvió a estremecerse con una mano colocada dramáticamente sobre el pecho—. ¿Acaso existe un pecado más espantoso que ese? Por no hablar de los corazones rotos de tantas, tantísimas doncellas… Con muchas de ellas es difícil saber si la causa de sus lágrimas se debe a la pérdida del siempre galante Renly Baratheon o a la falta de pan.  

Estaba en lo cierto, era difícil decir cuál era el verdadero motivo.

Pero desde que se confirmó la veracidad sobre el joven venado, muchas doncellas de la ciudad se rajaron la parte delantera de sus vestidos como, lo que parecía ser, señal de luto y duelo.

Una furiosa Cersei ordenó que se azotara en público a cualquiera que se atreviera a mostrarse en público de esa guisa, pero los demás miembros del Consejo Privado, entre ellos el mismo Arys, la persuadieron contra esa medida, alegando que no había modo de probar cuál era el auténtico motivo de ese comportamiento, ya que la falta de telas podría ser la verdadera causa, como bien se habían justificado algunas de ellas.

Además, casi todas ellas eran hijas de poderosos hombres de la ciudad, y lo último que necesitaba el trono en esos tiempos era ponérselos en contra por unos vestidos desgarrados. 

—Se dice que no hay hombre más maldito a ojos de los dioses que el matasangre —recordó Arys—. ¿Cómo va a ser Stannis capaz de hacer algo tan atroz? —Tyrion estaba convencido de que había sido él, ¿quién si no?, les había preguntado el gnomo. Y Varys compartía su punto de vista. Pero…—. Además, no tenía modo de penetrar la seguridad del campamento de Renly, asesinarlo y salir sin ser interceptado por alguno en su numerosa guardia.

—Brujería —dijo tajante el eunuco con una voz extrañamente grave, firme y segura, deteniéndose para agarrar a Arys del brazo y mirarlo directamente a los ojos—. Hace años que tiene una hechicera que le susurra cosas al oído. Una bruja roja, una servidora de R’hllor quien, a cambio de sacrificios humanos, le concede sendos favores sobrenaturales.  Os recuerdo que quemó vivo a uno de sus señores, eso es seguro. Y varios de mis pajarillos apuntan a que el desgraciado podría tratarse de sir Hubard Rambton o Guncer Sunglass… o quizás ambos. O hasta al mismo septón Barre. Un hombre santo.

«Una sacerdotisa de R’hllor.» 

Eran conocidos como los sacerdotes rojos debido al característico color de sus túnicas.

Vio a varios de ellos cuando venían como miembros del cortejo de algún emisario de las Ciudades Libres.

Pero sí hubo un sacerdote rojo al que conoció muy bien antes de que partiera con Beric a las tierras de los Ríos: Thoros de Myr, buen amigo e inseparable compañero de juergas del Rey Robert.

A Arys le costaba creer que algún otro miembro de su orden se dedicara a conjurar trucos de magia para ayudar a su señor.

—Tus pajarillos, ¿eh? —preguntó escéptico mientras se soltaba el brazo y reanudaba la marcha—. Y rumores…

El castrado lyseno aceleró el paso para mantener su ritmo.

—Aaah, sir, mis pajaritos saben tantas, tantas cosas. Como el nacimiento de vuestro sobrinito Renly. Dicen que es un niño fuerte y sano. —Arys no le dio el gusto de mostrar reacción alguna—. ¿Y qué me decís de la llamada de socorro de sir Cortnay Penrose? 

—Sir Cortnay nunca entregaría a Edric Tormenta a nadie que él sospeche que pueda causarle el más mínimo daño. El chico está a salvo con él, ya sabéis que Bastión de Tormentas es inexpugnable. 

Se podía pensar lo que uno quisiera del hombre, pero bajo ningún concepto Stannis dañaría a un niño, y menos a uno que lleva la sangre de su rey, quien también era su hermano mayor.

Todo el mundo sabía que respeto por las normas legales y morales rozaba la obsesión.

—Igual que inexpugnable era el campamento de Lord Renly, pero ya conocemos el resultado. Pero os lo agradezco de todo corazón. Vuestra candorosa seguridad me transmite fuerzas, sir Arys —dijo la Araña sonriendo y ladeando la cara—. Eso y la confianza que todos abrigamos en la misión del querido y siempre desinteresado Petyr Baelish. La alianza en matrimonio con Dorne, ahora acompañada de otra con Altojardín, aaaah un sueño hecho realidad. ¿Pero..., es que en verdad podemos soñar? ¿Podemos permitirnos ese lujo en estos azarosos días, sir? 

—Si Baelish no lo logra, esos trescientos soldados que se llevó con él sí se echarán en falta aquí de verdad. Ninguna otra muchacha puede ser mejor candidata a consorte para un rey, así que bien vale la pena intentarlo.

El fracaso de Meñique sería un absoluto desastre.

Esa alianza era su última esperanza para asegurar la derrota del traidor Stannis.

El compromiso de Joffrey con Sansa Stark era un desperdicio, murmuraban muchos en la corte.

El padre de la muchacha fue un traidor confeso y ajusticiado, y su hermano seguía los mismos pasos que su progenitor.

Y como bien apuntó el septón Luceon, ninguna doncella con semejantes antecedentes familiares y que, para colmo, como única dote no tenía más que ofrecer que paladas de nieve sucia en vísperas de un largo invierno, era digna consorte para ningún rey.

Lady Margaery Tyrell era una candidata mucho más idónea, incluso el mismo Robert lo habría aprobado.

Pero para eso era imprescindible que la misión de Baelish tuviera éxito.

—¡Que los dioses escuchen nuestras plegarias, sir! —dijo con exagerado alivio, en opinión de Arys—. Aun sin vestir vuestro blanco, hacéis sentir más seguro a aquellos os rodean, como corresponde a un verdadero caballero. Una gran consorte, sí, ¿cómo no se me ocurrió a mí?, —su cuerpo blando tembló de emoción—. La perfecta compañera, sentada a la vera de un joven gobernante educado en el conocimiento de que el trono es su deber y no su derecho. El salvador que el reino tanto anhela. —Hizo una ligera reverencia con la cabeza—. No os voy a robar más tiempo, valeroso caballero. Que los dioses os protejan ahí fuera, —señaló con la cabeza a lo lejos.

Arys lo despidió con otro movimiento de cabeza, sin molestarse en comprender el brusco cambio de tema.

Aunque nunca habría esperado de Varys que considerara al petulante Joffrey como alguien competente.   

 

 

En cuanto salió a la ciudad fue sintió que el ambiente estaba más enrarecido.

Tocó la espada que tenía en su cadera izquierda y continuó adelante. 

Había pensado tomar el camino más rápido, por la vía Púrpura, pero decidió hacer caso del consejo que le dio uno de los capas doradas de la entrara y decidió tomar un camino mucho más largo pero que se veía más tranquilo. Rodearía el Lecho de Pulgas, pasando por foso Dragón, el edificio en ruinas en el que ciento setenta años atrás se coronó a Aegon II y meses después murieron los últimos dragones que dormían ahí.

Se cuenta que una muchedumbre dirigida por un hermano mendicante al que sólo conocían como el Pastor, se juntó ahí para protestar contra las injustas y delirantes medidas implantadas por la pretendiente Rhaenyra Targaryen y su consejero de la moneda, Lord Bartimos Celtigar, entre las cuales estaban entregar a prisioneros a los dragones para que se los comieran vivos. Aquellos que quisieran entretenerse con la exhibición de los oscuros vicios de la falsa reina, sólo tenían que pagar diez estrellas de cobre.

El Pastor, un predicador manco, exhortó a la población a terminar con la depravación y los dragones, los cuales fueron culpados por todos sus males y para ello fue capaz de invocar al Guerrero en persona.

Y con el Guerrero reencarnado de su lado, no había más que salir victoriosos.

Los cinco dragones que se encontraban en el foso aquella noche perecieron, incluida Sueñafuego, la dragona de la reina Helaena, quien, en su infructuoso intento de escapar por el techo, provocó que éste se derrumbara sobre toda la estructura, llevándose con ella la vida de miles de personas, cierto…

Pero los cinco dragones murieron.

No había mucha gente por esa parte, pero Arys avistó a un par de maleantes vestidos con harapos que seguían a una joven, seguramente para robarle la pesada cesta que cargaba con ella.

«Y también hacerle algo peor.»

Decidió acelerar el paso y acercarse más a ellos, aprovechando que era el camino que tenía que tomar de todos modos.

No se escondió, por lo que el par de individuos terminaron por desistir, al darse cuenta de que él había adivinado sus nefastas intenciones.

La joven dobló la esquina sin haberse percatado de nada.

 

Cuando Arys llegó a la misma calle, se detuvo por unos segundos al darse cuenta de que había llegado a la calle de la Seda, y a quién pertenecía aquella enorme mansión de dos plantas.

«La casa de Chataya.»

Y como para no reconocerla, si había estado ahí decenas de veces.

Sin saber muy bien por qué, se vio a sí mismo cruzando la puerta, sin que los dos imponentes guardias que se encontraban ante la puerta jugando a los dados le dijeran nada, tras simplemente echarle una aburrida ojeada.

El largo pasillo estaba oscuro, con tan sólo un par de antorchas iluminando el amplio corrillo.

Desde el gran salón de la planta baja salió una de las muchachas al escuchar sus pasos.

—¿Os puedo ayudar en…? Oh, ¡pero si es el casto caballero! —Su excitado tono de voz llamó la atención de sus dos compañeras, una de las cuales salió dando alegres saltitos.

—Oh, es verdad, es verdad —gritó una hermosa chica de largos cabellos anaranjados mientras le echaba los brazos al cuello—. Hermoso caballero has vuelto, has vuelto, has vuelto. ¡Has venido a vernos!

Arys se dejó envolver en el abrazo a ambas.

—Jayde, Dancy…

Tras ellas salió otra chica con abundantes rizos dorados, quien llevaba una larga vela y una pequeña navaja en la mano.

A ella no la conocía de nada.

—Anda mira, Dancy, si hasta sigue recordando nuestros nombres.

—¿Pero, mujer, cómo iba a poder olvidaros?

—Pues porque habías dejado de venir —le reprochó Dancy golpeándole débilmente en el pecho.

Arys hizo memoria, dándose cuenta sólo entonces de que ya habían pasado más de dos años desde la última vez que estuvo ahí.  

Siempre había ido arrastrado por Robert y su compañero de juergas favorito, Thoros, cuando se encontraban de un humor especialmente jovial.

Y, a pesar de que siempre le deseó lo mejor a todas ellas y veló por su bienestar como el caballero que era, cuando los dos hombres dejaron de ir, el dominiano tampoco tuvo ni motivo ni ocasión para ir hasta ahí.

Bebía, comía y bailaba con ellas sin problemas, pero, a diferencia de otros que formaban la partida, como Justin Massey, el escudero del rey, siempre se había negado a intimar con ninguna de las mujeres que ejercían ahí, pues él no era un caballero ordinario, sino un miembro de la Guardia Real y había hecho un voto de castidad ante los Siete.

No había en el mundo tentación lo suficientemente irresistible, cautivador o hermosa, como para hacerle romper aquel voto. Se lo había prometido a su padre.

Y no le iba a fallar.

De ahí que ellas le hubieran puesto aquel apodo: el casto caballero.

—¿A qué viene todo este alboroto? —demandó saber una sensual voz.

—¡Mira! Tenemos una visita inesperada —respondió Jayde con excitación.

Arys se giró y se encontró con la patrona del lugar: la mismísima Chataya.

Esbelta y más alta que la mayoría de mujeres, iba vestida con un vaporoso vestido de seda amarillo que le llegaba al cuello, del que le colgaba un collar con tres piedrecitas de amatista negro.

Ahí de pie y quieta como se encontraba, parecía más una imponente estatua de ébano que una mujer mortal.

—Ya veo —respondió ella mirando fijamente al caballero—. Sir Arys Oakheart. ¡Cuánto tiempo sin veros! —la hermosa estiveña ladeó la cabeza haciendo que las cuentas engarzadas en sus múltiples trencitas tintinearan rítmicamente—. Pensé que ya os encontrabais en Dorne, —y se giró hacia Jayde—. Porque sabes que se va a vivir a tu tierra por un tiempo, ¿verdad?

El comentario provocó exaltación entre las chicas, y hasta de algún modo, también en sí mismo.

—¿Es eso cierto?, —preguntó Dancy, llevándose decepcionada las manos a la cara—. Acabáis de volver con nosotras y ya os volvéis a marchar.

—Eso parece —Arys miró a Jayde—, ¿no volverás tu allí?

—Algún día lo haré, mi casto caballero —respondió ella—, pero ese día aún no ha llegado. 

Chataya entornó los ojos y negó con la cabeza.

—Dejad la holgazanería y volver a vuestro trabajo —les dijo a las tres mujeres mientras daba unas palmas—. Antes de que se ponga el sol todas esas velas tienen que estar marcadas. Y usted, “casto caballero”, venga conmigo, —enredó su brazo al de él y comenzaron a caminar.

Él la siguió dócilmente.

 

Chataya lo llevó a una luminosa y acogedora salita rectangular situada en el segundo piso.

Desde los largos ventanales de vidrio se podía ver la calle principal, aunque no había mucha gente, y en el centro de la sala había una larga mesa para ocho sillas.

—Haga el favor de sentarse, sir.

Tomó asiento en la silla que ella le indicó, la que estaba de espaldas a la ventana, y ella se situó enfrente de él.

—¿Quién os mandó venir, mi señor? Porque dudo que sea cariño y amor lo que habéis venido a buscar, a menos que… ¿Es que vuestro miembro viril ha vuelto a crecer?

Arys no pudo evitar que se le escapara una risilla al recordar la anécdota a la que la su broma hizo referencia.

—No, mi señora, nada de eso, —la tranquilizó riendo—. No ha habido necesidad.

—Es tranquilizador saberlo. —Alguien llamó a la puerta antes de abrirla, y un hombre joven, muy delgaducho y apocado entró con una bandeja de vino con dos copas. Lo dejó en la mesa y le echó una extraña mirada al caballero antes de salir—. ¿Os manda ella? ¿Qué es lo que quiere ahora de nosotras esa zorra? —preguntó relajadamente mientras servía las bebidas.

—¿Ella? —al momento cayó en la cuenta de que con “esa zorra”, se refería a Cersei—. ¡No! Ella no… es que… había… había una muchacha con una cesta y...

Le contó sobre los dos harapientos que la iban siguiendo.

Chataya se llevó una mano al pecho, espantada.

—Sí, era Gisette —asintió—. Me lo dijo en cuanto llegó sana y salva, gracias a vos por lo que parece. Lo de esos norteños harapientos quiero decir. Seguramente querían la cesta llena de víveres que llevaba. Y esos animales no se habrían conformado con robarle la comida, os lo digo yo. ¿Hasta cuándo hemos de soportar esta situación? No hay comida en ninguna parte y mis provisiones no paran de menguar.

—Esto no acabará hasta que no acabe la guerra en la tierra de los Ríos, mi señora.

—Eso no es una respuesta. ¿Cuándo acabará? ¿Y qué tiene que ver esa guerra con nosotros?

—Lord Tywin tiene cuatro quintas partes de todos sus hombres desplegados ahí. Ya tomaron Harrenhal y otros castillos importantes. Pronto terminará.

«O eso espero», pensó, aunque ni él se lo creía.

Hace cuatro semanas llegaron las noticias sobre el desastre de Cruce de Bueyes en la que los Lannister, no sólo perdieron todo el ejército que estaban adiestrando para atacar de nuevo las tierras de los Tully, si no que varios castillos del Oeste estaban siendo sitiados o ya habían sido tomados. 

—“Pronto” quizás sea demasiado tarde —la hermosa estiveña no estaba nada convencida—. En las islas del Verano hacemos la guerra de otra forma. Sólo mueren los guerreros, como tiene que ser. Y hay muertos, como en toda guerra, los perdedores y sus familias pueden perderlo todo. Pero no hay hambre, ni violaciones ni repercusiones para quienes nada tienen que ver. Aquí las cosas se están saliendo de control, y se rumorea que los muertos están siendo…, bueno, que si no se soluciona pronto dejarán de ser rumores para convertirse en innegables certezas, —lo miró inquisitiva—. Un reino está en guerra y otro lo ayuda, pero, ¿qué pasa con los otros cinco? Hay siete en total. ¿Por qué no se trae comida desde esos otros sitios?

—La mayoría de alimentos que se consumen aquí vienen principalmente de la tierra de los Ríos, del Valle de Arryn y sobretodo del Dominio.  Uno está asolado por la guerra, el otro lo controla lady Lysa y ni ella ni los señores del Valle responden a los llamados del Consejo Privado. El Dominio tiene bloqueado todo trayecto por el camino de las Rosas, no llega nada de ahí. Lo poco que consigue sortear las dificultades, viene de Pentos, aunque han aprovechado la coyuntura para subir los precios a más del triple.   

—¿Y de las tierras de las Tormentas? ¿Es cierto lo que se dice? ¿Es verdad que Renly ha sido asesinado? —Por la expresión del rostro Arys, ella comprendió que lo que se decía era cierto—. Que los dioses nos amparen —murmuró, desolada—. Él era aún tan joven… Entonces…

—Entonces ahora el señor de la tierra de las Tormentas es Stannis Baratheon, como siempre lo quiso él.

Ahora que lo verbalizaba así, podía entender por qué Tyrion estaba tan seguro de que fue Stannis quien orquestó el asesinato de su hermano menor.

«Un matasangre, —pensó—. Un asesino de su propia sangre.»

Al igual que Renly, Arys también tenía dos hermanos mayores, Arron y Arnolf, y no concebía la posibilidad de que ninguno de ellos pudiera atentar contra su vida… a pesar de todo lo que pasó. 

Ni él contra ninguno de ellos tampoco.

—Y viniendo de ese hombre, lo único que podemos esperar que nos traiga es fuego, acero y represión, —sabía ella—. Mucha represión. 

—¿Represión?

—Claro. ¿Os es que ya habéis olvidado su campaña para cerrar todas las casas de placer de la ciudad? Seguro que todavía me guarda rencor por disuadir a Robert contra esa absurdez.

Arys no creía que Robert necesitara de nadie para convencerle de que no cerrara los burdeles.

Pero Chataya tomo parte de forma muy activa en la caída de esa campaña. Se las arregló para argüir ante el Consejo Privado, donde tuvo una acalorada discusión con Stannis que duró toda la sesión. 

Ella sacó argumentos en contra de la medida que ni a sus partidarios se les había ocurrido anteriormente y evidenció fallas en la propuesta de Stannis que ni él mismo pudo defender.

Se quedó solo, a pesar de que cuando empezaron de su lado estaban la septa Aglantine, una de los miembros más influyentes de los Más Devotos y a tres consejeros.

Robert no habría cerrado los burdeles, pero no se le escapó a nadie la mirada de orgullo que tenía mientras escuchaba debatir a Chataya.

—Pero tú tenías razón —le dijo tranquilamente Arys—. La pobreza que padecen muchas chicas no desaparecerá por cerrar un burdel, así que no creo que él lo vaya a tener en cuenta.

—Ni la pobreza, ni el tener que huir de un mal marido u otros familiares, ni la avaricia de muchos patrones y menos la perversidad de los hombres.

—Por eso. Seguramente que ya lo haya olvidado.  

Sabía que estaba mintiendo.

Habían pasado más de dos años desde aquella humillante derrota, pero Stannis era un hombre rencoroso y nunca olvidaba un desaire por muy nimio que fuera.

Y Chataya lo sabía.

—Pues cuando estuvo aquí, por la forma en la que me miraba, no me dio la impresión de que lo hubiera olvidado. Si hubiese podido matarme como lo hizo con Renly, lo habría hecho sin dudar.

—¿Quién es el que estuvo aquí? ¿A quién te refieres?

«Porque a Stannis no puede ser.»

—A Stannis. —Antes de que un confundido Arys pudiera decir nada, la puerta se volvió a abrir tras unos suaves golpes, y aquel hombrecillo entró de nuevo con un carro con comida—. Déjalo aquí y puedes irte, ya lo sirvo yo misma —le dijo al hombre que pareció contrariado, mientras se ponía de pie—. Espero que no me neguéis el placer de compartir mi comida con vos, sir.

El tipo volvió a echarle aquella ojeada inquietante, que duró más segundos de lo necesario, antes de salir.

—De ninguna manera —Arys comenzó a levantarse.

La comida era escasa, y de ninguna manera iba a aprovecharse así de la mesa de nadie, cuando a ellos en la Fortaleza Roja tampoco es que les faltara.

—¡Siéntate ahí! —ordenó ella, presionando su hombro izquierdo para obligarle a volver a tomar asiento—. No era una pregunta. Comerás conmigo —le ordenó mientras comenzaba a servir un espeso caldo—. Tengo una deuda con vosotros que nunca podré pagar, sir. Contigo y con sir Willard. No creas que soy una desagradecida, yo no olvido. Y a él nunca le podré pagar lo que hicisteis por mí, pues está muerto. Y en cuanto a vos, lo mínimo que puedo hacer es ofreceros un plato de comida. Tomad, lo he cocinado yo misma.

«Robert. Se refiere a aquella locura…»

—No fue nada. Era nuestro deber como sus caballeros de la Guardia Real.

Miró hacia sus platos: guiso de cordero con champiñones, pan negro y budín de guisantes y jamón.

Se preguntó a sí mismo cómo podía Chataya quejarse tanto de la escasez si ese manjar era un plato del día a día en aquel lugar.

—Tengo provisiones para el invierno —le respondió ella—. El septón Raynard me dijo hace unos años que el próximo invierno iba a durar mucho más que el largo verano que acaba de terminar. Y también tengo muchos amigos —se encogió de hombros mientras cortaba un trozo de paz—. Ellos se aseguran de que no nos falte de nada.

—Ya veo.

—Pero cuando a la gente le falta… te conviertes en un objetivo muy codiciado. Y como comprenderás, esa perspectiva no me parece nada halagüeña.

—Entonces, deberíais tener más seguridad, ¿no? Cuando pasé por la puerta, esos dos guardias apenas me echaron un ojo.

—Alayaya te vio llegar y me avisó; os reconoció por vuestra forma de caminar. Yo fui quien les ordenó que te dejaran pasar. Si no hubiera sido así, te aseguro que no te habría resultado tan fácil entrar aquí.

De algún modo, saber aquello le tranquilizó un poco, le gustaba saber que se encontraban bien.

—Está delicioso… todo, de verdad. Cocinas muy bien —ella le agradeció y siguió comiendo—. ¿Puedo hacerte una pregunta? —le preguntó al rato.

—Claro.

—Antes… dijiste que…, ¿Stannis estuvo aquí?

—Sí —respondió ella, como si nada—. Vino con la Mano del Rey.

Arys paró un instante y la miró con el ceño fruncido, sin comprender.

Pues cuando Stark llegó a Desembarco del Rey, Stannis ya había huido con la flota real a Rocadragón. ¿Cómo es que ambos habían estado ahí? A menos que se refiera a otra persona.

—¿Stannis Baratheon?

—Claro, ¿acaso conoces a alguien más que se llame así?

—¿Y vino aquí con… Ned Stark?

Chataya también paró de comer y levantó el rostro hacia Arys.

Él de nuevo se fijó en lo hermosa que era.

No sabía su edad con exactitud, pero sí que era varios años mayor que Robert, aunque aparentaba bastantes menos éste.

—No —respondió con esa seguridad con la que siempre hablaba—. Con quien vino Stannis fue con la otra Mano, con Jon Arryn, el señor del Valle. Aunque aquel norteño Stark también estuvo aquí, vino con Petyr Baelish, pero por el mismo asunto… el mismo que os ha traído a vos.

«¿Ruby?, —se dio cuenta en ese momento— Sí. Quería verla con sus propios ojos, saber que se encontraba bien. Y quería confirmar con ella que nunca hubo ningún bebé… y menos uno al que habían asesinado.»

Iba a negarlo, pero algo en su fuero interno le dijo que Chataya lo sabía desde que Alayaya le dijera que se dirigía hacia allí.

—¿Qué motivo trajo aquí a esos tres hombres? —le preguntó de todas maneras. Quería escucharlo de su propia boca.

Ella tomó un sorbo de vino.

—Ocurrió… Unas dos o tres lunas antes de la muerte de Lord Arryn. Parecían algo nerviosos… a su edad. Pero después de algunas… indagaciones, les subí aquí mismo, para hablar en un ambiente más íntimo, a ver qué diantres querían. En ese momento, ya intuía que eran gente muy importante pero aún no les reconocí. Cuando me confesaron quiénes eran, comenzaron a hacerme un sinfín de preguntas. En definitiva, querían saber si aquí había… alguna muchacha que hubiera engendrado algún bastardo de Robert. Me extrañó muchísimo. Les dejé claro que no. Nada de eso. Ellas son unas auténticas joyas, hermosas a la par que espabiladas. Jamás cometen esa clase de… torpezas. —Arys suspiró visiblemente. Su alivio fue tan obvio que Chataya no pudo evitar taparse la boca con una mano y reírse—. Aún no he terminado mi relato, sir. Ellos se fueron, y me consta que hicieron las mismas preguntas en otras casas de placer.  Yo les había dicho la verdad, pero no llegaron a pasar dos lunas y… Ruby un día cayó redonda al suelo y… oh, estaba encinta. Cierto, había ganado algo de peso, cosa extraña porque no era de comer mucho anteriormente, pero bueno, las costumbres personales a veces cambian. Llamó mi atención, pero tampoco me preocupó demasiado. Vino una partera a verla, a ver si aún se podía solucionar aquello, pero nos sorprendió diciendo que su estado estaba muy avanzado y una limpieza podría poner su vida en peligro. De todos modos, ella se negó en rotundo, confesando que aquello había sido buscado. ¿Lo podéis creer? Se la instruyó sobre cómo evitar eso. Y que, si pasaba, debía dar la voz de alarma lo antes posible.

Arys no salía de su asombro.

—¿Y cómo pudo consentirlo Robert? Debió haberlo… debió evitado.

A cierta edad, a todos los muchachos se les enseñan que, cuando intimaban con una mujer que no era la propia esposa, nunca debían derramar su semilla dentro de ella.

Robert debía que saberlo también.

—No seáis ingenuo, sir —negó ella con la cabeza—. Si una mujer se empeña en tener un hijo con un hombre en específico, lo único que él puede hacer para evitar un embarazo es evitar acercarse a menos de diez palmos a ella. Y si la mujer no quiere quedar encinta de un hombre en particular, hay muchos más medios de evitarlo de las que os podáis imaginar. Los hombres no sabéis nada. 

—Entonces, ¿por qué lo hizo?

—Porque estaba “locamente enamorada”. O eso decía ella. A su edad, ¿cómo va a saber lo que es el verdadero amor? —negó con la cabeza, desconcertada—. Pero estaba empeñada, imagino que lo recordáis. Cuando intenté meter un poco de sentido común en esa cabeza de chorlito, ella me acusó de tenerle celos y querer terminar con “su amor”. —Aquella idea parecía hacerle mucha gracia—. No era cierto, claro. Yo sólo estaba intentando protegerla lo mejor que podía, pero en algo sí fui responsable, y es que subestimé su pasado.

Aquel extraño sujeto volvió a entrar y les dejó un último plato antes de irse: manzanas asadas con queso de oveja.

Lo miró con algo de congoja, ya estaba lleno, pero por la forma en la que lo miró Chataya, sabía que rechazar ese último plato no era una alternativa aceptable para ella.

—Comed —le ordenó señalando el plato, en un tono que le recordó mucho al de su madre, lady Arwyn—, aún no he terminado mi historia. Todavía faltan la visita de Stark y la… la parte que no queréis escuchar.

Y tras tranquilamente repartir el pastel de manzana entre sus dos platos, la enigmática mujer estiveña continuó con su relato...

 


Arys suspiró mientras se ponía una mano en la frente, a modo de visera, para protegerse los ojos mientras éstos se ajustaban al contraste que los rayos de sol presentaban comparado a cuando se encontraba en la más importantes de las casa de la calle de la seda. 

Lo que implicaba la conversación que había tenido con la señora Chataya le tuvo tan ensimismado en sus pensamientos, que se sorprendió al darse cuenta de que se encontraba ante la doble puerta en ébano negro y blanco arciano de la forja del maestro Tobho Mott.

Había estado tan absorto en sus pensamientos, que anduvo durante más de una hora sin casi darse cuenta.

Tras explicar el motivo de su visita, un criado calvo y con una barriga enorme le hizo pasar a una sala.

Rechazó el ofrecimiento de algo de beber mientras esperaba, y cuál fue su sorpresa cuando el mismísimo maestro armero fue el que apareció en la sala.

—Sir Arys —lo saludó—, sed de nuevo bienvenido a mi forja.

—Maestro Mott —dijo el sorprendido caballero—, yo creía que estabais en los muelles, supervisando los trabajos de la cadena del Gnomo.

—Estaba, sí. He dispuesto las instrucciones necesarias y hasta dentro de tres días no se requerirá de nuevo mi presencia. Os traigo vuestras espadas.

Le dio los dos objetos envainados que llevaba en el saco que traía bajo el brazo. 

Arys las tomó, y sacó las dos armas para admirar el trabajo del talentoso armero qohorí.

Estaban mejor que nunca: hermosas, afiladísimas y mortales.

Pero la verdadera obra de arte se podía observar en las empuñaduras: un exquisito trabajo con acabado en oro, excepto en el delicado dibujo frontal, en donde se podía ver la unión de tres hojas verdes. 

—Desde luego que vuestro trabajo vale cada dragón de oro que pedís —dijo maravillado cuando al fin pudo hablar.

No había nada que pagar. Le había dado todo por adelantado, confiaba en que estaría satisfecho con el resultado.

—Lo sé —el enorme zafiro que llevaba al cuello el maestro emitió un destello cegador.

El hombre nunca se había caracterizado por su humildad, y con razón, pues sabía de sobra que tenía un talento sin par.

—Aunque espero que no se me parta el hierro en la primera trifulca —no pudo evitar picarle, a pesar de todo.

Tohbo se tomó bien la broma y rio con él. Con todo lo arrogante que era, siempre había sido un hombre afable.

—Que tengáis muy buen viaje, sir Arys Oakheart, hijo de Roble Viejo. Y espero que nuestros caminos vuelvan a encontrarse.

—Pido a los Siete que así sea, maestro. —respondió volviendo a guardar las espadas en el saco y colgándoselas en la espalda.

En caso de necesitar algún arma, usaría la que le prestó Aron Santagar, y ya se la devolvería al dorniense mañana temprano, antes de embarcar en la Mar Veloz.

Tobho Mott le acompañó hasta la salida.

Fue Arys mismo quien abrió la puerta, pero en cuanto puso un pie fuera, algo hizo que se detuviera.

—Maestro —le dijo, dándose la vuelta para tenerle en frente—. Él… ¿se encuentra bien? Me refiero a…

—Sé a quién os referís, sir —su expresión facial se ensombreció unos instantes, pero al momento volvió a esbozar una ligera sonrisa—. El chico está bien. Si todo va según cómo lo planeamos, ya deben de estar a punto de llegar al Muro, donde él permanecerá hasta que acabe la guerra. Su padre era un hombre hecho de carne y hueso, y como tal también tenía sus defectos, "muchos" dirán muchos, "demasiados", piensan otros, pero siempre se portó más que bien conmigo. Cuando llegué a esta ciudad, muchos no, más bien demasiados no vieron en mí más que a un extranjero, a alguien venido de tierras extrañas con su bolsa llena de intenciones siniestras. Pero él sólo vio a otro hombre con un martillo en la mano y... diez años después, aquí sigo. Bueno, no te voy a aburrir con estas cosas que no vienen al caso y, además, con todo lo testarudo que es, el chico también es como un hijo para mí —notó cierto orgullo en el timbre de su voz—. Cierta araña sin polla se encargó de que pudiera escabullirse de la ciudad con el grupo de Yoren, —se encogió de hombros—. Cuando esas ratas cobardes lo vinieron a buscar, el chico ya no estaba aquí. Les dije que siempre fue un pillo problemático, que se había escapado y que no tenía ni idea de dónde se encontraba.

«Yoren —recordó mientras asentía—, el hermano de la Guardia de la Noche que demandó una audiencia con Robert para…»

¿Para qué era ya?

No recordaba qué importante asunto había traído a aquel hombre hasta la capital del reino, pero le alegraba saber que Gendry se encontraba a salvo en el Muro.

—Gracias, Tohbo Mott.

Siempre le había agradado aquel sujeto, y ahora entendía muy bien el por qué. 

 

 

No quedaba ya mucho para el atardecer, pero por fortuna, el Gran Septo de Baelor no se encontraba lejos de la forja. 

El carruaje ya estaba listo, por lo que vio al llegar, y sir Jacelyn Bywater daba a gritos las últimas instrucciones.

—Balon, hermano —fue a saludar a su amigo tormenteño.

Él se dio la vuelta y lo miró de arriba abajo con extrañeza. 

—¿Cómo es que no vas vestido de blanco, Arys? —le preguntó—. ¿Y tu capa?

—Tenía otras cosas que hacer antes de venir aquí, —se encogió de hombros—, y no me pareció apropiado llevarla puesta. 

El más joven suavizó la expresión de su rostro y sonrió, gesto que reservaba para muy pocas personas.

Sir Balon Swann era un buen hombre y aún mejor caballero.

Muchas fueron las veces en las que Robert bromeó con la esperanza de que muriera pronto algún miembro de su guardia, para para poder tener vacante.

En lo que no bromeaba era en que sería Balon quien ocuparía un hueco vacío de darse la ocasión, y así lo había hecho saber en varias ocasiones el mismo Robert al tormenteño, con la entusiasta aprobación de Renly.

—¿Listo para zarpar? —dijo señalando las espadas.

«Todo el mundo me pregunta lo mismo —pensó, divertido—. Esperable, claro.»

 —Sólo si tú lo estás para la batalla que se te avecina.

—Contra Stannis, —Balon escupió el nombre del mediano de los hermanos Baratheon, literal y metafóricamente—. Que por siempre el Extraño lo torture, más pronto que tarde, en sus siete infiernos. ¿Qué demonios cree que está haciendo? 

—Varys piensa que a quien quiere ahora es al joven Edric Tormenta.

—¿Y eso por qué? El muy idiota. Bastión de Tormentas es inexpugnable y él debería saberlo mejor que nadie. Al final se cansará de sitiarla en vano y pronto volverá sus ojos a Desembarco del Rey, y eso si los señores de la Tormenta no rompen el asedio antes, claro. Ninguno de ellos permitirá que Edric sufra el más mínimo daño. Por muy bastardo que sea, sigue siendo la semilla de Robert y, legitimado, él es el verdadero heredero de Renly. Así lo habrían querido los dos. Y seguro que el viejo Aldon Estermont opina lo mismo.

Arys no lo dudaba, pero estaba seguro de que Stannis, como siempre, disentiría.  

—¿Tú lo crees? —preguntó—. ¿Crees que fue él quien asesinó a Renly?

—¿Quién si no? —respondió Balon—. Aunque por lo que tengo entendido, en las tierras de las Tormentas las opiniones están dividas: algunos señores no quieren saber nada de Stannis, seguros de que es un matasangre, mientras que otros han sido convencidos y le han jurado lealtad por ser el último de la Casa Baratheon.

—Hay quien dice que fue esa chica hombruna. La doncella de Tarth.

Balon levantó una ceja, mirándolo como si le hubiera crecido una segunda cabeza sobre el hombro

—¿Brienne la Bella? —preguntó escéptico—. Semejante estupidez sólo se le puede ocurrir al imbécil que no la haya conocido nunca. Esa no tan chiquilla besaría el suelo por el que pasa Renly y si él le hubiera pedido alguna vez que se tumbara sobre el barro para que sus preciosos zapatos no se mancharan, ella lo habría hecho, encantada de ostentar el honor de haber sido la elegida para tan indigno honor. Habría muerto y matado por él. Todos lo habríamos hecho. Es simplemente ridículo pensar que ella le habría podido hacer el más mínimo daño, ya ni te digo asesinarlo de una manera tan mezquina.

—No lo niego —concedió Arys sin dudar. Sólo había visto a Brienne de Tarth un par de veces, y en ambas fue penosamente obvio lo perdidamente enamorada que estaba de Renly—. Pero dicen que antes del amanecer, ella había huido. 

—¡Pues claro que ha huido! —dijo el tormenteño—. ¿No harías tú lo mismo si se te acusara de un crimen que no has cometido?

—Seguramente sí —reconoció—. ¿Y Catelyn Tully? También cuentan que Renly la enamoró y, muerta de celos por culpa de la joven y hermosa Margaery, lo mató.

—¿Esa vieja? ¿Qué edad tiene? Pero, ¡Si puede ser hasta su madre! Además, todo ese tiempo y, ¿lo mata justo durante el asedio a Bastión de Tormentas? Que no. Claramente fue él: Stannis. Cuando lo tenga en frente, yo mismo le clavaré la espada en esa garganta de matasangre de mierda. Usaré la espada del mismo Renly para hacerlo.

El Septón Supremo salió del Gran Septo pavoneándose bamboleante, con su sebosa cara de un intenso color rosa debido al esfuerzo de tener que salir andando del templo.

—Disculpa, hermano.

Balon se acercó al grupo que formaban sir Horas Redwyne, Vylar, el capitán de la guardia Lannister y Jalabhar Xho, quienes, con mucho esfuerzo, estaban ayudando al vicario de los Siete en la tierra a subir al taburete de madera que servía de escalón, para poder acceder al carruaje. Dos de los Más Devotos, los septones Luceon y Raynard daban instrucciones como toda ayuda, gesticulando exageradamente con las manos como si así pudieran evitar que el santo padre callera de bruces contra el suelo.

Detrás, tenían al siempre medroso septón Larrond, haciendo señas a los Siete para que a los cuatro no se les cayera su superior.

—¿Vos no os acercáis a ayudar a nuestro santo Guía a subir a su carruaje? —preguntó una voz femenina.

Arys se giró, sorprendido por la pregunta, para encontrarse con una de los más influyentes miembros de los Más Devotos.

«La septa Aglantine.»

Compartía aquel aspecto de matrona con su hermana Eglantine, aunque la mujer que tenía enfrente, era más delgada y en su enjuto rostro se distinguía siempre una expresión mucho más astuta.

—Es que no veo qué podría aportar, —y, a decir verdad, la alta posibilidad de morir aplastado por la santa masa tampoco le atraía en demasía—. Y parece que ellos ya lo están consiguiendo por sí mismos.

Ella echó un vistazo y asintió al ver al Septón Supremo ya sentado y recuperando pesadamente la recuperación, con la cabeza echada hacia atrás y el amplio pecho subiendo y bajando con frenesí.

—Entonces no hay nada que temer, sir. Mañana partiréis con la bendición del vicario de los Siete en la tierra. Llegaréis a Dorne sin contratiempos.

—Es tranquilizador escuchar eso de los labios de alguien como vos, mi señora.

—Oh, yo ya no soy una señora, mi querido caballero, tan sólo soy una humilde servidora de la Fe.

—¿No? —preguntó, aunque bien sabía que cuando alguien entraba al servicio de los Siete, al igual que él mismo, dejaba detrás sus antiguas lealtades y el nombre de su Casa—. Vuestra hermana siempre dice que vuestra familia, en parte, pertenece a la Casa Lannister.

—No lo dudo. A mí hermana le encanta alardear de esa insignificante gota de sangre Lannister en nuestro linaje. Pero pretende olvidar que por nuestras venas no sólo corre la sangre del león dorado, sino que es más reciente la de otro león... y por lo tanto mucho más espesa, —y la anciana agachó la cabeza a modo de despido—. Que los Siete os protejan en vuestro largo viaje, sir Arys Oakheart.

 

 

Tenía que reconocerlo.

Esa vez los dioses habían sido bondadosos, le concedieron su deseo por lo que no tuvo que manchar su espada. Pero caprichosos como ellos solos, tan sólo lo hicieron en la ida, cuando todavía era de día y el sol brillaba cálido en lo alto.

Para cuando el cortejo pudo finalmente alcanzar la Fortaleza Roja ya era noche cerrada.

Y para entonces el Septón Supremo había perdido totalmente la compostura e, histérico, seguía maldiciendo a las interminables hordas de andrajosos que le exigían a gritos, palos y piedras que les fuera dado pan.

«Se están muriendo de hambre», sabía bien el dominiano.

Todos ellos llegaron al castillo muy alterados y fuera de sí y Arys, giró violentamente, dispuesto a volver a saciar la sed de sangre de la espada de Santagar ante otra inquietante amenaza.

—¡No lo hagas! —alguien lo detuvo—. No es más que una sombra, hermano —pudo tranquilizarlo un igualmente azorado Balon Swann quien, por fortuna, también pasaría aquella noche en la torre de la Espada Blanca—. Una sombra no puede hacernos daño.

Él tenía razón, se dio cuenta Arys.

Ninguna sombra puede matar.

Y ahora que se fijaba bien, aquella triste figura no era ni siquiera una sombra, sino tan sólo aquel patético ser llamado Dontos Hollard, antes un pésimo caballero, pero ahora mejor bufón, que, a hurtadillas, se dirigía al bosque de dioses a rezar.

A rezar por todos ellos porque... porque las noches eran cada vez más largas.