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Demonología y el Modelo Trifásico del Trauma: Un Enfoque Integrativo

Summary:

En cuanto Aubrey Thyme, psicoterapeuta, abrió la puerta de su consulta y vió a su nuevo cliente, Anthony J. Crowley, sentado en su sala de espera, empezó a observarlo y a evaluarlo. De un primer vistazo, reparó en lo siguiente:

--Su ropa era cara y elegante;
--Llevaba un perfume muy extraño pero fácilmente reconocible;
--Su relación con el asiento que ocupaba podía describirse como “sentarse” solo si se era muy liberal con el término;
--Parecía enfadado;
--Llevaba gafas de sol.

Lo que Aubrey Thyme, una profesional, pensó al ver por primera vez a su nuevo cliente fue: Tú vas a ser de los divertidos, ¿verdad?

Notes:

Esta obra es una traducción al español de Demonology and the Tri-Phasic Model of Trauma: An Integrative Approach, de Nnm, a quien le estoy infinitamente agradecida tanto por escribir como por dejarme traducir su fic.

Gracias a mi increíble beta reader LoreHappy por revisar mis palabras. Esta traducción es mucho mejor gracias a ti <3

Antes de nada, debo hacer un pequeño disclaimer. Como vivo en España, esta traducción será más cercana al español de España que al español de cualquier zona de Latinoamérica. Utilizaré las expresiones que sean más familiares para toda la comunidad hispanohablante siempre que me sea posible, pero a veces no podré evitar usar mi propia variante del idioma, así que quería avisarlo desde el principio. Os quiero <3

Nnm recomienda El cuerpo lleva la cuenta, de Bessel van der Kolk, para conocer más acerca del trauma y sus efectos en el cerebro.

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Si necesitas hablar con alguien urgentemente:

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Chapter 1: Evaluación Inicial

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

—Complejo de Edipo —fue lo primero que le dijo él—. ¿Opinión?

Aubrey Thyme era una profesional. Contaba con más de diez años de experiencia como terapeuta individual y de grupo, con especial énfasis en la atención a supervivientes de traumas. Algunos de sus clientes la habían amenazado, le habían gritado obscenidades a la cara, le habían hecho proposiciones sexuales y cosas aún peores. Había trabajado con clientes durante procesos de hospitalización, había denunciado a la policía amenazas procesables de violencia y autolesión, y había escuchado descripciones de sentimientos de angustia, dolor y pérdida peores de lo que la mayoría de la gente podía imaginar. Aubrey Thyme era una profesional y estaba profesionalmente formada y curtida en la gestión de clientes terribles, confusos y difíciles.

Y, a pesar de todo, incluso con más de diez años de experiencia, sigue habiendo formas de sorprender a una profesional como Aubrey Thyme. Eso es lo emocionante del trabajo, después de todo: siempre hay sorpresas. Por ejemplo, una profesional como Aubrey Thyme podía recibir a un nuevo cliente que, al entrar en su consulta para la primera reunión, se dejara caer en el asiento frente a ella y le dijese “Complejo de Edipo. ¿Opinión?” tal y como este cliente, Anthony, acababa de hacer.

Parte de ser terapeuta profesional de salud mental consiste en tener una mirada aguda y observadora. Desde el primer contacto con un cliente, o cliente potencial, una profesional como Aubrey Thyme le presta atención a cada indicio sobre su identidad, su personalidad, sus problemas y sus posibles soluciones. Por eso, cuando este cliente, Anthony, se dejó caer en el asiento y dijo “Complejo de Edipo. ¿Opinión?”, ella no titubeó.

En cuanto Aubrey Thyme abrió la puerta de su consulta y vió a su nuevo cliente, Anthony, sentado en su sala de espera, empezó a observarlo y a evaluarlo. De un primer vistazo, reparó en lo siguiente:

  • Su ropa era cara y elegante;
  • Llevaba un perfume muy extraño pero fácilmente reconocible;
  • Su relación con el asiento que ocupaba podía describirse como “sentarse” solo si se era muy liberal con el término;
  • Parecía enfadado;
  • Llevaba gafas de sol.

Lo que Aubrey Thyme, una profesional, pensó al ver por primera vez a su nuevo cliente fue: Tú vas a ser de los divertidos, ¿verdad? 

Ella lo había invitado a pasar a su consulta. Había sonreído con amabilidad y él no le había devuelto la sonrisa. Pasó junto a ella y no dijo ni una palabra, ni siquiera para saludar, hasta que se sentó despatarrado en su silla y le preguntó por su opinión sobre los complejos edípicos.

Una terapeuta no necesitaba ser una profesional con más de diez años de experiencia tratando con casos particularmente difíciles de trauma severo para saber cómo responder a aquello. Hasta una terapeuta que valiera la mitad que ella sabría cómo hacerlo. Así que Aubrey Thyme se sentó frente a Anthony e, igual que lo hubiera hecho incluso la terapeuta que valía la mitad, dijo: 

—¿Por qué lo preguntas?

Claramente, él no estaba impresionado, pero a ella no le importaba. Estaba tratando de arrastrarla a una lucha de poder; quería pincharla para que intentase probar su valor ante él. Todavía llevaba puestas aquellas gafas de sol.

—La última vez que intenté esto —dijo— me pasé horas tumbado en un diván y después me echaron un sermón sobre los complejos edípicos. No pienso volver a hacerlo. 

Ella escuchó. Y asintió. Lo que había oído era: estoy asustado. Si me disgustas, no me quedaré. Ese era su trabajo, convencerle para que se quedase. 

—Parece que acudiste a un psicoanalista freudiano muy tradicional.

—Bueno, sí. Era Freud. 

Aquello no tenía ningún sentido para ella. Por el aleteo de sus fosas nasales y el gesto de su boca, se dió cuenta de que él no esperaba que lo tuviera. Quería aturdirla, estaba segura, porque eso le permitiría ganar la lucha de poder que él buscaba que ocurriese entre ellos. Así que no lo conseguiría. 

—Yo no soy freudiana. Creo que nunca antes he hablado de Edipo en una sesión. —Sonrió. 

Que ella hubiera dado la respuesta correcta no significaba que él hubiera terminado de ponerla a prueba. Aubrey Thyme, una profesional, comprendió que Anthony era la clase de persona que no terminaría de ponerla a prueba en mucho tiempo. 

—Me gustaría empezar por conocer un poco mejor las razones que te traen por aquí —dijo ella. 

—Sí —dijo él, y después no continuó. 

Una de las primeras habilidades que Aubrey Thyme, terapeuta profesional, había desarrollado era la capacidad de estar en silencio. Puede llegar a ser terrorífico y abrumador, estar sentada en una pequeña sala en completo silencio con otra persona, sobre todo cuando la otra persona es un hombre muy enfadado que aún no se ha quitado las gafas de sol. Puede ser inquietante, y la mayoría de la gente siente la apremiante necesidad de llenar de palabrería cada silencio incómodo. Pero ella decidió que eso no era lo que Anthony necesitaba ahora mismo. 

Otra de las primeras destrezas profesionales que había desarrollado era la habilidad de tener siempre discretamente vigilado el reloj, pasara lo que pasara. Así es como supo que Anthony había permanecido callado durante medio minuto antes de continuar.

—Ocurrió algo hace un tiempo. Desde entonces no estoy bien. Necesito que lo arregles. 

Comparado con otras narrativas de traumas, aquello no era lo peor que había escuchado en una primera sesión. Con otro cliente, habría respondido: Es difícil hablar de ello, ¿verdad? O quizá: Me conmueve que lo compartas conmigo, gracias. O quizá algo distinto. Pero, con todo lo que había aprendido de Anthony hasta el momento, se decidió por: 

—¿Qué pasó?

—Hubo un incendio. Creí que mi amigo había muerto.

—Debió de ser difícil. 

—Lo fue.

—¿Tu amigo no había muerto?

—No. —Meneó la cabeza—. Está bien. 

—Y, ahora, tú no lo estás.

—Nop.

Peor que sacar dientes, pensó ella. 

—Cuéntame un poco más sobre eso —dijo—. ¿Por qué no estás bien?

Él se revolvió en su asiento y puso los ojos en blanco de una forma exagerada que debía de estar pensada para que ella reconociese que lo hacía a pesar de las gafas de sol. Tiene mucha práctica en hacer eso, pensó ella. El gesto le permitió fijarse en el tatuaje del lateral de su cara. Más tarde iba a tener que pensar en ese tatuaje. 

—Lo he buscado —dijo él—. Son flashbacks. Tengo flashbacks del incendio.

Ella asintió con la cabeza. Era uno de sus gestos profesionales de asentimiento. Un gesto que decía: Eso tiene todo el sentido para mí. 

—¿Algo más? 

—Nop.

—¿Cambios de humor?

—Nop.

Ella hizo una pausa para que su mente de profesional cualificada pudiera evaluar sus opciones. Anthony la estaba poniendo a prueba y ella decidió que quería devolvérsela. 

—¿De verdad? Porque pareces estar muy nervioso.

—Es mi encantadora personalidad —dijo. 

—Mucha gente, después de un suceso traumático, se siente enfadada y nerviosa. ¿Seguro que no has notado cambios en ese sentido?

Lo observó pensar. Tenía mucho que considerar. Ella sabía que muchas personas, después de sufrir un trauma, se desconectaban de sus emociones. Quizá Anthony era de esos; quizá realmente necesitaba pensar y acceder a sus emociones para encontrar la respuesta a su pregunta. También sabía que cabía la posibilidad de que él todavía la estuviera poniendo a prueba y quisiera ver cuánto insistía ella antes de rendirse. O quizá estaba decidiendo si quería seguir adelante con las mentiras. Aquel, pensó, era el escenario más probable.

Anthony, ella empezaba a darse cuenta, era un mentiroso.

A Aubrey Thyme le gustaba trabajar con mentirosos. No a todos los terapeutas les gusta. Muchos consideran que las mentiras son un veneno para el intercambio terapéutico, pero no Aubrey Thyme. Aubrey Thyme, en toda su experiencia, había encontrado que los mentirosos eran lo suficientemente interesantes como para que la potencial frustración valiese la pena. Los mentirosos eran divertidos. 

—Ya, vale —dijo él, y se reclinó en su asiento. Ella reparó en su cambio de postura: se había alejado y había girado la cabeza hacia un lado. Acababa de otorgar la más exigua migaja de verdad emocional y lo compensó aumentando la distancia física—. Me han dicho que estoy irritable. —Hizo un complicado gesto con la mano—. Más irritable de lo habitual, quiero decir.

—Tu encantadora personalidad —dijo. 

Anthony sonrió. Esto promete, pensó ella.

—¿Quién te ha dicho que estás más irritable últimamente? 

—Mi amigo —respondió, y volvió a cambiar de postura. Indirectamente, Aubrey también empezó a sentir la espalda inquieta—. De él no vamos a hablar.

—¿Es el mismo amigo que creías que había muerto?

Abrió la boca y, durante un segundo, se quedó pensativo. Claramente, sabía que le habían pillado, que estaba atrapado. 

—Sí. Sí, ese. 

—Entonces creo que vamos a tener que hablar de él. —Ella hizo un gesto con sus manos, como presentándole opciones, como ofreciéndole un consuelo: Esto es todo lo que puedo ofrecerte.

Anthony emitió un pequeño ruido, algo a medio camino entre un gruñido y un lamento.

—Cuéntame algo de él —sugirió ella. También cambió de postura, cruzó las piernas y se encogió de hombros.

—Se llama Ezra. Tiene una librería. Fue su librería la que ardió. Eso es todo lo que tienes que saber.  

A Anthony le gustaba decidir por ella lo que necesitaba saber y lo que no. Dejó aquella observación para más adelante. Iba a estar ocupada elaborando un informe completo sobre él, una vez que su tiempo de consulta hubiera terminado.

—La librería de Ezra ardió —resumió ella—. Tú pensaste que había muerto… ¿en el incendio? Y ahora tienes flashbacks y estás irritable.

—Yo estaba en el incendio —dijo él, y parecía que ya no estaba con ella en la sala, que estaba en algún otro lugar, uno demasiado caliente y sin salidas. A juzgar por su aspecto, Aubrey Thyme supuso que su presión sanguínea se había disparado, que su pulso se estaba acelerando y que había empezado a sudar. Como era tan delgado, podía ver como se movía cada músculo de su cara y de sus manos mientras todo su cuerpo se tensaba. Vió como dejaba de respirar.

—Quédate conmigo —dijo ella, y lo dijo en ese tono tan específico que utilizaba en situaciones como esta. Porque no era una situación inusual, no para una profesional como Aubrey Thyme, que se especializaba en casos de trauma—. Anthony. ¿Estás conmigo? Mírame. Yo estoy aquí contigo.

Sus gafas de sol evitaban que ella pudiera ver dónde estaban puestos sus ojos, pero supuso que había captado su atención. Hizo una enfática y profunda inspiración y se sintió satisfecha al ver que él hacía lo mismo.

Esperó. Respiró. Observó a Anthony. Él volvió al presente, a la sala. Bien mirado, no le llevó tanto tiempo.

—Tengo más preguntas para ti —dijo ella. Se aseguró de que ahora su voz sonara más suave. Sabía cómo usar la voz para modular las emociones de los demás—. Pero creo que deberíamos dejarlas para otro momento. —Esperó una respuesta, pero él no dio ninguna, así que prosiguió—. En vez de eso, ¿qué te parece si te enseño algo que puede que te ayude cuando te ocurra algo como esto?

—¿Sí? —preguntó, y lo hizo de una forma particular, de una forma que hizo que a Aubrey Thyme casi se le partiera el corazón. Estaba acostumbrada a aquello, a sentir que el corazón se le partía cuando sus clientes actuaban como lo estaba haciendo Anthony en ese momento, sobre todo los mentirosos. Así se sentía siempre al ver como se descorría el velo de enfado e irritabilidad para revelar al niño asustado y aislado que se escondía tras él. Anthony acababa de hacer eso. Le estaba entregando un pedacito de esperanza en bruto.

Ella quería merecérselo. 

—Se llama Cinco-cuatro-tres-dos-uno. Es una técnica de relajación. ¿La conoces?

Meneó la cabeza.

—Vale —Sonrió—. Deja que te explique en qué consiste. 

Se pusieron manos a la obra.

Cuando finalizó la hora, Anthony ya estaba un poco más tranquilo. Después de que él se marchara y cerrara la puerta, ella se permitió sentir los nervios reprimidos que le había estado ocultando. Respiró profundamente y cerró los ojos. Se había pasado una hora absorbiendo la ira, el dolor, la confusión y la palpable desconfianza de Anthony, y tenía diez minutos para sacar todo eso de su sistema antes de que llegara su próximo cliente.

Estimó que las probabilidades de que Anthony regresara para la próxima sesión eran del cincuenta por ciento.

***

En cierto sentido abstracto, la terapia del trauma consiste en tres fases. Esto es, al menos, lo que dice el modelo trifásico de la terapia del trauma. A Aubrey Thyme le resultaba un modelo útil.

La primera fase se centra en la seguridad. Debe formarse una alianza terapéutica. En esta fase, el cliente adquiere confianza en sí mismo y en la terapeuta. El foco está en aprender habilidades (técnicas de relajación, de respiración, de meditación…) que ayuden con los síntomas de las alteraciones asociadas al trauma. El objetivo es proporcionarle al cliente las herramientas que necesita para lidiar con el dolor que vendrá después, en fases posteriores, donde la atención se centra en enfrentar y superar los propios recuerdos traumáticos.

Cada cliente, como es natural, tiene necesidades de seguridad distintas. Algunos pasan en esta fase más tiempo que otros. Tras una primera sesión, Aubrey Thyme solía tener ya una idea bastante precisa del tiempo que tardarían en avanzar a la segunda fase, pero nunca podía saberlo con seguridad. Siempre había sorpresas, contratiempos y progresos inesperados.

No estaba segura, tras una única sesión con Anthony, de cuánto tiempo le llevaría. Pero sí que tenía una sospecha bastante firme: estarían listos para salir de la fase de seguridad solo cuando aquellas gafas de sol de mierda desaparecieran de su cara.  

***

—Empiezo a pensar que eres pésima en tu trabajo —dijo Anthony, una vez se hubo despatarrado debidamente en la silla de su consulta. 

Se habían visto ya unas cuantas veces. Cada vez, ella se sorprendía de que volviera; especialmente, tras volver a comprobar su dirección. (Google Maps decía que Londres estaba a nueve horas de avión de su consulta de Rochester, Nueva York. “Vaya viajecito,” le había dicho ella, y él asintió. “Sobre todo para alguien que está retirado,” había añadido, y él no respondió. Era un mentiroso. Pero pagaba en efectivo y su número de teléfono funcionaba, así que lo dejaba pasar). Cada vez, él empezaba la sesión con las normas básicas muy claramente establecidas: Puedo marcharme cuando quiera, no te necesito, demuéstrame que vales. 

No pasaba nada. Aubrey Thyme, después de todo, era una profesional. No era la primera vez que un cliente cuestionaba su autoridad. No era ni la centésima vez. Lo bueno de la experiencia es que te ayuda a tomarte las cosas con filosofía.

—Y, ¿por qué lo piensas? —preguntó ella.

Él alzó una mano y extendió el dedo índice. Se tocó la montura de las gafas. 

¡Hoho! , pensó ella, pero no dejó que se notara. 

—¿Me explicas lo que quieres decir? —preguntó.

—¿Estás acostumbrada a que la gente lleve gafas de sol durante toda la sesión aquí dentro?

¿Siempre tienes que ser tan jodidamente contencioso?, pensó ella.

—No, para nada. —dijo. 

—¿No es del tipo de cosas que la gente de tu gremio debería, ya sabes, comentar? 

Ella sonrió, y sabía qué efecto tendría eso. Él quería descolocarla; quería el poder en este encuentro, para sentirse seguro desde la distancia que inspiraba. Ella sonrió y, al hacerlo, le privó de ello. 

—¿Sí? ¿Tú crees? 

Él se encogió de hombros. 

Le privó de la seguridad que obtendría descolocándola porque quería reemplazarla por otra clase de seguridad. La seguridad que ofrece una conversación sincera.

—Tienes razón —reconoció ella—. Sin duda es el tipo de cosas que la gente de mi profesión suele comentar.  

Él volvió a encogerse de hombros.

—Y, te diré más, Anthony, realmente es algo en lo que he estado pensando. —Esperó, pero él no reaccionó, así que prosiguió—. He pensado en sacar el tema. ¿Quieres saber por qué no lo he hecho?

Estaba demasiado desconcertado como para reconocer su curiosidad. 

—Pues porque… —y lo alargó un poco, porque podía ser un poquito cruel con los mentirosos contenciosos como Anthony, al menos cuando sabía que no le saldría el tiro por la culata— supuse que, en cuanto estuvieras listo para hablar de ellas, tú mismo sacarías el tema. 

Ella le dejó reflexionar sobre ello. Permitió que su sonrisa reflejase su satisfacción. 

—No quiero hablar de ellas —masculló él.

—Entonces no tenemos por qué hacerlo.

—Tengo una enfermedad ocular.

—Ah, no lo sabía. —Ella asintió, y dejó que su mente incorporase esa información a sus teorías sobre él—. Gracias por hacérmelo saber.

Él odiaba que le dieran las gracias. Ahora mismo lo odiaba. Ella siguió sonriendo. 

—No quiero hablar de ellas —repitió. 

—Eso has dicho, sí —asintió—. ¿Sabes otra cosa de la gente de mi profesión? ¿Cuando alguien dice que no quiere hablar de algo? ¿Sobre todo cuando lo dice más de una vez? Tendemos a prestarle atención a eso. 

Lo observó fruncir el ceño tras los oscuros cristales. 

—Tendemos a pensar que, en realidad, sí que quieren hablar de ello.

—Pues yo no. 

—Eso has dicho —Sonrió—. Tres veces ya. 

Él estaba cansado de aquel juego. Gruñó y se removió en su asiento, acercándose, más de lo que ningún ser humano tenía derecho, a ridiculizar el concepto de “sentarse”. Aubrey Thyme estaría tentando a la suerte si seguía con aquello.

—Si no quieres hablar de ellas, no hablamos de ellas. Si quieres tenerlas puestas, tenlas puestas. Pero si en realidad sí quieres hablar de ellas, entonces hablamos de ellas. 

Los ojos puestos en el reloj: pasaron cuarenta y cinco segundos antes de que él volviera a hablar. 

—En realidad nadie me llama Anthony —dijo él. A pesar de las gafas de sol, ella cada vez leía mejor su expresión y sabía que no la estaba mirando. 

—Perdona, ¿qué?

—Crowley. Me llaman Crowley. —Miró hacia ella, y su boca se curvó. 

—Lo recordaré. —Para la mayoría de clientes, los nombres de pila expresaban mayor intimidad que los apellidos. Pero Aubrey Thyme se dio cuenta de que no era el caso de Anthony… de Crowley. Aquello era un regalo, una especie de rama de olivo que él le estaba ofreciendo—. Gracias por hacérmelo saber, Crowley.

Odiaba que le dieran las gracias. Lo podía tolerar, pero lo odiaba. Por eso ella lo seguía haciendo.

***

Ella apuntaba cada vez que él mencionaba las gafas de sol. Buscaba patrones, eventos desencadenantes que lo llevaran a mencionarlas. A veces, como en esta ocasión, las mencionaba para cambiar de tema. 

—Si me las llegara a quitar, ya no volverías a verme de la misma manera —dijo, como si el referente de “las” ya se hubiera establecido, como si hubieran estado hablando de las gafas de sol. Pero no habían estado hablando de eso. Ella, en realidad, le había estado preguntando por qué no le gustaba practicar las técnicas de relajación en casa. Aquello la irritaba, pero era una mujer de palabra: cuando él quería hablar de las gafas, hablaban de ellas. 

—¿Cómo crees que te vería? 

—Me… —A menudo, Crowley empezaba a hablar antes de saber como terminar lo que quería decir. Su mente, después de todo, era rápida, y aún no confiaba en Aubrey—. Ya no me verías humano. 

—Vaya —dijo, y se permitió mostrar el peso que aquellas palabras tenían para ella. Vio que estaba inquieto. Estaba ocultando algo, lo cuál era extraño. La mayoría de las personas, al admitir que algo les haría dejar de sentirse humanos, se exponen. Sin embargo, por algún motivo, no era su caso—. ¿Qué significa para ti ser humano?

Algo muy complejo pasó por su expresión, entre la sonrisa, la mueca y el gesto de desprecio. Pensaría en ello más tarde. 

—Significa ser libre —dijo. 

—Si te quitaras las gafas —resumió ella—, ya no serías libre.

—No practico en casa porque Ezra no sabe que vengo aquí. 

Podría sufrir un latigazo cervical tratando de seguir los esfuerzos de Crowley por desviar las conversaciones. 

—Vale, vale —dijo ella, y extendió las manos—. Creo, de verdad, que tenemos que hablar de ambas cosas. Pero no podemos hablar de las dos a la vez. Gafas o Ezra. ¿Con cuál quieres empezar? 

—Con ninguna. —Porque Crowley era, cuanto menos, borde—. Con cualquiera. No me importa.

—Pues elige.

—Está bien, las gafas —dijo, como si le estuviera haciendo un favor enorme, un gran sacrificio por su parte para beneficio de ella.

—Vale. —Ella asintió y se tomó un momento para idear una estrategia mientras se recolocaba en su asiento—. Déjame preguntarte esto. Supón que te las quitas, aquí, conmigo. ¿Qué crees que es lo peor que podría pasar?

—Que te conviertas en estatua de sal. 

A veces hacía esas cosas. Hacía chistes estúpidos, y solían estar plagados de alusiones bíblicas. Esta también era una de esas cosas sobre las que ella tomaba nota. No entendía por qué lo hacía, pero sabía que él no esperaba que lo entendiera. Era su particular forma de divertirse a su costa. Esperó. 

—Que grites y salgas corriendo y no vuelvas a reunirte conmigo —masculló él. 

Ella asintió.

—Así que eso es lo peor. ¿Cómo de probable crees que es? En una escala del uno al diez, donde uno significa “nada probable” y diez “certeza absoluta”. 

—Mmh, cuatro.

—Así que podría ocurrir, pero no es muy probable.

—No.

—¿Cuál crees que es el resultado más probable? 

—Probablemente gritarías un poco, pero tratarías de ocultarlo. —Hizo una pausa, respirando entre dientes—. Me darías las gracias por ser tan fuerte y valiente.

Ella había dicho eso mismo, hacía algunas sesiones. Él le estaba tomando el pelo. Aún así, ella pensó que era importante que lo recordara, y que aquellas palabras le hubieran afectado lo suficiente como para sacarlas de nuevo a relucir. 

—Vale —dijo, sin morder el anzuelo—. Y, ¿cómo de probable es eso?

—Diría que alrededor de siete. 

—¿Qué crees que es lo mejor que podría pasar?

No se había esperado eso. Se irguió un poco en su silla, lo que a ella le pareció interesante.

—Supongo… supongo que nada.

—Nada. Tú te quitas las gafas, yo veo tus ojos, y no ocurre absolutamente nada. 

—Nada cambia.

Ella sonrió. 

—Cierto, sí. Porque nada en tus ojos puede cambiar quién eres.

Él se quedó pensativo. No respondió.

—¿Cómo de probable es?

Se quedó mirándola fijamente y luego dijo:

—Ya nos hemos pasado del diez. El peor escenario es un cuatro, el más probable es un siete. Estamos hablando de probabilidades imposibles. 

—Dame el gusto. ¿Cómo de probable es?

—Dos.

Aubrey Thyme era una profesional. Sentía un interés profesional por saber el tipo de enfermedad ocular que su cliente, Anthony Crowley, podía tener. Sentía un interés profesional por entender por qué le daba tanto miedo mostrarle sus ojos a otra persona y por qué creía que la sola visión de su cara descubierta sería tan aterradora que toda su relación cambiaría. Pero Aubrey Thyme no solo era una profesional, también era humana. Y, como humana, sentía un profundo y morboso interés por saber qué demonios había bajo aquellos cristales oscuros.

No llegaron a hablar de Ezra en aquella sesión. Fue una lástima, pero se había acabado el tiempo.

***

A Aubrey Thyme le gustaba pensar que la mente humana era como una telaraña. No era particularmente creativo por su parte, se trataba de una metáfora común, pero resultaba útil. Cada hilo de la telaraña era una creencia. Los hilos de la periferia eran creencias simples, fáciles de deshacer mediante contraargumentos, insignificantes. En el centro de la telaraña, por el contrario, se encontraban las creencias fundamentales, las que conformaban el conjunto de la propia identidad. Si se tiraba de uno de estos hilos fundamentales, una persona podía cambiar por completo. Aubrey Thyme pasaba gran parte de su trabajo intentando localizar los hilos fundamentales en las telarañas de otras personas para luego poder tirar de ellos. 

No era tan tonta como para pensar que algún día podría llegar a entender la totalidad de la telaraña de otra persona. Todo el mundo esconde algo. La psicología es jodidamente complicada, y siempre quedarían preguntas sin respuesta sobre cualquier cliente, por mucho que durara el trabajo. Era algo a lo que Aubrey Thyme estaba acostumbrada: a equilibrar una intensa curiosidad con una noción realista de las limitaciones humanas. 

Su trabajo con Crowley le había dejado con cierta idea de la telaraña que ocupaba su mente. Había vislumbrado, de vez en cuando, algunos de esos hilos fundamentales. Pero también seguía teniendo preguntas muy serias, lagunas en su conocimiento de él que ella sabía que estaban interfiriendo en su trabajo. Había tenido estas preguntas desde que él rellenó los formularios demográficos, el día de su primera sesión.

En el apartado de pronombres, eligió “él”. En género, sin embargo, escribió “No.” En orientación sexual, no escribió nada. En afiliación religiosa, escribió “Claro, por qué no.”

La última fue la que más le sorprendió. Parecía la clase de persona que se enfadaría ante la sola idea de la religión. Tenía el aspecto de un hombre (?) que había hecho sus pinitos en el satanismo antes de que pasara de moda, de alguien que lo había abandonado al darse cuenta de que el ateísmo iba mejor con su vestuario. 

Los demás datos demográficos no le sorprendieron demasiado. Crowley, después de todo, era un hombre (?) de cierta edad, y estaba acostumbrada a que los hombres de cierta edad, con ciertas convicciones, se sintieran incómodos describiendo ciertos aspectos de su identidad. Pero, aun así, iba a tener que preguntar. Esa era una conversación que necesitaban tener. 

Necesitaban tener esa conversación, porque ella estaba empezando a vislumbrar lo que se encontraba en el centro mismo de la telaraña que había en la mente de Crowley. Estaba viendo, una y otra vez, lo profundamente arraigado que estaba el núcleo de su mente, la forma en la que todos los demás aspectos de este hombre (?) giraban en torno a ese núcleo. Para la mayoría de la gente, ese núcleo es un conjunto de creencias sobre uno mismo. Para Crowley, sin embargo, era otra persona.

Ezra. Necesitaba saber más sobre el tal Ezra. 

La oportunidad se presentó durante una sesión, de la forma en la que solía ocurrir con Crowley: siendo maleducado.

Estaban en medio de una sesión cuando su teléfono empezó a sonar. Sucedía de vez en cuando con los clientes. La mayoría de la gente se olvida de poner el teléfono en silencio. Ella estaba acostumbrada a que el cliente esbozara una sonrisa avergonzada, se apresurara a sacar el teléfono y lo apagara. A veces, el cliente en cuestión se disculpaba en voz baja, explicándole, mientras sonaba, que debía contestar, y luego atendía la llamada. Pero Crowley no, oh no. En cuanto sonó el teléfono, captó toda su atención, más de lo que ella la había captado nunca. No se disculpó, no le importó, no puso excusas ni dio explicaciones. Lo sacó de su bolsillo, se levantó, le dio la espalda y contestó.

—¿Qué ocurre? —dijo. Ella podía oír débilmente la voz que hablaba al otro lado, pero solo distinguía la parte de la conversación de Crowley. Creyó escuchar otro acento británico, a juego con el suyo—. Oh. Oh. No, sí, está bien. A las siete. Suena bien. Ya. Hm. Ya. 

Esta era la parte de la llamada en la que la mayoría de la gente diría: Me pillas un poco ocupado, luego te llamo. Crowley no lo dijo. 

—Y, ¿no puedes, ya sabes? Ah. Entiendo. Sí, vale. Puedo ir a recogerlo de camino. Está bien. Sí.

Ella se habría sentido culpable por espiar la conversación, pero, al fin y al cabo, él estaba en su consulta. Se aclaró la garganta. 

—Escucha —dijo él, por fin, lanzándole una mirada—, tengo que irme. No, todo bien. Estaré en casa en una media hora. Vale. Vale. Sí, bye-bye. 

Crowley no era de los que dicen bye-bye, a menos que se estuviera burlando de alguien. Parecía que se estaba burlando de alguien, pero no había malicia ninguna en su voz. Colgó el teléfono y volvió a sentarse.

Tenía la mirada de un hombre (?) que sabía que no iba a salir vivo de esta.

—Ezra —dijo.

—¿Todavía no sabe que vienes aquí?

—No.

—¿Podemos hablar de eso?

—No. —Era un mentiroso—. No quiero que se preocupe. 

—Se preocupa por ti.

—Es su especialidad.

—¿Tú te preocupas por él?

—Eh —gruñó, rechazando su formulación—. Cuido de él. 

—Te importa.

Él asintio.

—¿Lo amas? 

Aquello era arriesgado. Aubrey Thyme, como profesional que era, sabía que, a veces, una debía asumir riesgos. Observó atentamente cómo Crowley se quedaba inmóvil, mucho más de lo que había estado nunca.

—No usamos esa palabra —dijo, tras una pausa de quince segundos.

—¿Hay otra mejor?

Veintitrés segundos: él negó con la cabeza. 

—¿Lo amabas, antes del incendio?

—Desde el principio —dijo. Esta era la clase de situación en la que ella normalmente esperaba que él se escondiera tras su sarcasmo y sus bromas privadas, pero no lo hizo. Habló con seriedad. Crowley, determinó ella, no bromeaba sobre esta relación. 

—Es conmovedor —dijo ella, y sonrió—. Os habéis encontrado el uno al otro y parece que tenéis algo muy especial juntos.

—Eres una cursi —dijo él, pero no había rencor en sus palabras. De hecho, estaba sonriendo.

La forma de atravesar las gafas de sol de Crowley, pensó ella, es a través de su Ezra. 

Notes:

Una pequeña curiosidad: la narradora nunca se refiere a Aubrey Thyme solo como Aubrey. Siempre es Aubrey Thyme o, simplemente, ella. He querido respetar eso en la traducción porque creo que la forma de nombrar a las personas y a las cosas es importante en este fic.

Esta obra es muy especial para mí y al ver que no tenía traducción al español he querido aportar mi granito de arena traduciéndola a mi idioma materno. Intentaré subir un capítulo cada dos semanas, aunque no puedo prometer nada, porque la universidad a veces tiene otros planes :c

¡Mil gracias por leer, disfrutad de esta maravilla de fic!

Chapter 2: Experiencias Emocionales Correctivas

Summary:

Aubrey Thyme, psicoterapeuta, ayuda a su cliente cascarrabias, Anthony J. Crowley, a afrontar el aterrador desafío de ser visto.

Notes:

Estamos de vuelta! Y esta vez un poco más pronto de lo previsto, yay! <3

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

—Hoy me gustaría hablar contigo de tus gafas, si te parece bien. —Esta era la primera vez que ella sacaba el tema. Hasta entonces, había estado esperando, pero ahora sentía que era el momento. Su trabajo, al fin y al cabo, era desafiarlo.  

—Estoy en shock —dijo él, y ella pensó que quizá quería decir que estaba aliviado. 

—Me he estado preguntando, ¿hay momentos en los que no las lleves?

—Pues claro, no seas tonta.

Eres un encanto, pensó ella. Esperó. 

—En casa no las llevo. —Se estiró en su silla, de la forma en la que solía hacerlo cuando buscaba una mayor comodidad física, como si pudiera compensar así la otra clase de incomodidad que sentía—. Cuándo estoy solo no las llevo.

—¿Y cuando estás con Ezra? —preguntó. Utilizó su tono más desenfadado, su tono desenfadado más ensayado.

—A veces.

—Pero no siempre. 

—Nop.

—¿Cómo es? ¿Estar con Ezra, sin tus gafas?

—No me engañas —dijo, como si estuviera decepcionado, como si ella por fin hubiera suspendido su prueba. Pero no lo había hecho. Ella sabía que no lo había hecho. Lo sabía, porque él no había cambiado de postura en su asiento. 

—No intento engañarte, Crowley —se encogió de hombros—. La terapia no es ningún truco de magia. 

—¿Quieres saber por qué te elegí a ti? —preguntó. Alzó una ceja, como solía hacerlo cuando quería que ella supiera que la tenía en el punto de mira.

—Claro —dijo ella. No estaba segura de si era la decisión correcta. Incluso una profesional experimentada como Aubrey Thyme está expuesta a las dudas y a algún que otro error. Crowley estaba desviando la conversación, y ella le estaba dejando salirse con la suya. Pero esta vez había sido ella la que había sacado el tema de las gafas, y, si él necesitaba desviar la atención, se lo permitiría. Por el momento. 

—Te busqué en internet, sabes.

—Tiene sentido. —La mayoría de la gente lo hacía. Había demasiada información online, y no se fiaría de un cliente que negara haber investigado sus perfiles. 

—Eres atea —dijo.

Aquello, estaba segura, no salía en ninguno de sus perfiles. 

—¿Perdona? 

—Eres atea —repitió, recolocándose e inclinándose hacia delante, con los brazos apoyados sobre las piernas. La estaba mirando, sabía que él la estaba mirando. A veces hacía eso: podía ser muy observador—. Te elegí porque eres atea. 

Por la mente de Aubrey Thyme cruzaron varios pensamientos al mismo tiempo. Primero, pensó: ¿cómo coño lo sabe? En segundo lugar, pensó: ¿qué le importa? En tercer lugar, pensó: joder, me ha descolocado, ha conseguido justo lo que quería. Por último, pensó: ¿qué tiene que ver esto con las gafas?

Algunos de esos pensamientos eran observaciones importantes que podían tener un significativo valor terapéutico para su cliente, otros eran completamente personales. Separó ambas categorías antes de responder.

—Era importante para ti trabajar con alguien que compartiera tu visión del mundo —dijo, con la voz tan serena como se lo permitieron todos sus años de formación y experiencia.

Crowley chasqueó la lengua.

—No. Es que no quería hablar con alguien que creyera en la condena eterna.

Parte de la razón por la que Aubrey Thyme se hizo terapeuta era que le gustaban los rompecabezas. Le gustaba que los humanos fueran rompecabezas, que la psicología fuera uno de los últimos grandes rompecabezas de la ciencia. Le gustaba tomar las creencias y sentimientos incoherentes de una persona y ponerlos todos en orden, haciendo que las piezas de su identidad encajaran correctamente. Le gustaba la sensación de resolver un rompecabezas. Le desagradaba la sensación de no poder resolver un rompecabezas. Aquella era la sensación que tenía en aquel momento. La estaba cabreando.

—¿Qué tal si respondes a mi pregunta? —preguntó, quizá con más dureza de lo que era enteramente profesional— ¿Cómo es no llevar tus gafas cuando estás con Ezra?

—No se parece a nada. 

—¿En serio? ¿A nada? —Se inclinó ligeramente hacia adelante, con los brazos apoyados en las piernas, copiándo su postura. Alzó las cejas—. Tú a mí tampoco me engañas, Crowley. 

Él resopló. Ella esperó.

—Dice que le gustan mis ojos. —Él apartó la vista y se reclinó. Ella hizo lo mismo.

—Te ve y le gusta lo que ve.

La respiración de Crowley se entrecortó, audiblemente. No se lo había esperado y tampoco había sido su intención dejar que ella notara lo mucho que no se lo había esperado. Seguía mirando hacia otro lado.

—¿Qué sientes cuando te ve? —insistió. 

Un minuto. Dos. Tres. Tres minutos, y él no movió ni un músculo. Tres minutazos, y ella tampoco. Tres minutos de denso silencio es mucho tiempo.

—Siento lo contrario a la condena eterna.

Ella le prestó toda su atención a aquellas palabras. Las grabó en su memoria. Quería poder citarlas más tarde, palabra por palabra, en sus notas. Se esforzó, mucho, por intentar comprenderlas. Por un lado, lo entendía: resultaba obvio cómo sería sentir lo contrario a la condena eterna. Por otro lado, sin embargo, sentía que no entendía nada: ¿por qué esas palabras? ¿por qué ese énfasis? ¿Qué lleva a alguien a decir siento amor incondicional diciendo, en vez de eso, siento lo contrario a la condena eterna ?

No tenía las respuestas que quería, pero eso no importaba, ahora mismo no. Lo que sí importaba, en cambio, eran las necesidades del cliente que estaba sentado frente a ella, con la cabeza girada hacia un lado y una actitud de despreocupación traicionada por la forma en la que sus manos se agarraban a los brazos de la silla.

—Gracias —dijo ella. Él no respondió—. No, de verdad. Gracias —repitió, y él siguió sin responder—. Te estaba presionando mucho, y sé que ha sido difícil para ti. 

Cinco minutos. 

—Hay otra razón —él rompió el silencio, movió las manos, pero seguía sin mirarla. Como siempre, esperaba que ella fuese capaz de seguir todos los caminos de su conversación, sin importar los cambios y volantazos que diera—. Me gusta tu nombre.

—¿Aubrey? —preguntó ella, confundida, sorprendida. 

—No. No, tu apellido. Thyme. 

Aquello la hizo sonreír.1

—Me gustan las plantas —dijo él. 

—Soy una hierba aromática. 

—Me gustan las plantas y a Ángel le gustan las hierbas aromáticas y las especias.

—¿Ángel? 

—Yo… —Emitió un sonido que indicaba que estaba enfurruñado. Era evidente que no había querido decir eso y ahora estaba pagándolo—. Así es como llamo a Ezra, a veces. Ignóralo.

No, pensó ella, no, no voy a ignorarlo. Pero no estaba muy segura de cómo interpretarlo.

Empezaba a sospechar que los nombres importaban para Crowley, que el acto de nombrar cosas y personas era algo que le afectaba, algo que utilizaba para calibrar lo que le importaba en el mundo. Estaba empezando a reconsiderar la importancia de aquel momento, hacía algunas sesiones, en el que él le pidió que le llamara por su apellido en vez de por su nombre. 

—Es la hora —dijo ella. 

Él suspiró, en señal de reconocimiento. Asintió con la cabeza y se dispuso a marcharse, a regresar al mundo que había fuera de las puertas de su consulta. 

—Vale —dijo.

—¿Te veo la semana que viene? —preguntó ella, como hacía cada semana. 

Él asintió. Se levantó. Se acercó a la puerta y la abrió. Vaciló durante un segundo.

—Te veo la semana que viene, Especia.2 

Para Aubrey Thyme, terapeuta profesional, aquello era una victoria. 

***

—Es solo que no quiero quitármelas aquí —dijo. 

Resultaba repetitivo. Había dicho exactamente lo mismo en prácticamente cada sesión durante más de un mes. Lo decía en sesiones en las que ninguno de los dos había hecho ninguna otra referencia a sus gafas de sol. Lo decía como si ella no dejara de pedirle que se las quitara. No lo había hecho, ni una sola vez, pero entendía que Crowley necesitaba actuar como si lo hubiera hecho. Una y otra vez, él necesitaba repetir esta conversación.

A los terapeutas profesionales, como Aubrey Thyme, les gusta quejarse de las representaciones de la psicoterapia en los medios. Todos han visto Los Soprano y Good Will Hunting y Analyze This y En Terapia. La mayoría tienen la suficiente experiencia personal como para admitir que les entusiasma ver su profesión convertida en algo glamuroso. Pero también les encanta refunfuñar acerca de lo equivocadas que están esas representaciones del proceso terapéutico. Una de las representaciones erróneas más significativas de la psicoterapia era lo rápido que iba, lo fácil que se progresaba, lo relevantes que eran las opiniones profesionales del terapeuta para ayudar al cliente a sanar.

Como terapeuta profesional, Aubrey Thyme sabía lo poco que valían sus interpretaciones de los clientes. A estas alturas, tenía lo que ella sentía que era una buena interpretación de las gafas de sol de Crowley.  Si esto fuera una serie de televisión, quizá confrontaría a Crowley y le diría algo como: ¿Todavía no lo entiendes? No dejas de repetir que no te las quieres quitar, ¡porque tienes miedo! Tienes miedo, Crowley, pero quieres que te vean. ¡Quieres que yo te vea!

Además, si esto fuera una serie, ella diría algo como: No soy tu madre. No te voy a rechazar si me dejas que te vea. Diría esto en una serie porque los guionistas de las series no superaban a Freud y los psicoterapeutas ficticios siempre sabían más de las madres de sus clientes de lo que ellos estaban dispuestos a admitir. Naturalmente, Aubrey Thyme sospechaba que, en efecto, Crowley había sufrido algún otro trauma, mucho antes, que de alguna manera estaba relacionado con su familia de origen —presentaba todos los signos clásicos—, pero él no había dicho nunca, ni una sola vez, nada sobre su madre. Ella tampoco le había preguntado nunca, porque, lo dicho, no le entusiasmaba ese enfoque freudiano de las cosas. 

En una serie de televisión, un monólogo dramático como ese sería justo lo que Crowley necesitaría para quitarse las gafas, y entonces se curaría. 

Aubrey Thyme y Anthony Crowley, sin embargo, no vivían en una serie de televisión.

En la vida real, en el mundo en el que habitaban, el progreso terapéutico podía ser lento. Podía ser repetitivo. Podía tratarse del mismo cliente, viniendo semana tras semana, presentando exactamente el mismo problema, diciendo exactamente las mismas palabras, una y otra vez. Podía ser condenadamente aburrido. Era importante, porque esa clase de procesamiento repetitivo era lo que el cliente necesitaba hacer. En la televisión, el trabajo duro de la terapia le correspondía a la terapeuta; en la vida real, siempre le correspondía al cliente. 

El trabajo de la terapeuta, en opinión profesional de Aubrey Thyme, era ofrecer el espacio para que el cliente hiciera ese trabajo duro, favorecer la orientación del mismo y permitirse estar aburrida cuando resultara repetitivo.

En otras palabras, Aubrey Thyme estaba conforme con dejar que Crowley la aburriera. Al menos, hasta cierto punto.

—Déjame preguntarte esto —dijo, probando una táctica diferente a la que había seguido la vez anterior en la que Crowley insistió en que no quería quitarse las gafas, y la vez anterior a esa, y la anterior—. ¿Es que no quieres quitártelas aquí? ¿O que no quieres que yo te vea quitártelas?

—¿Qué?

—¿Cómo crees que sería quitártelas aquí, sin que yo lo vea?

—No seas estúpida —se burló, porque Crowley seguía teniendo la perspicacia emocional de un mosquito.

—Inténtalo de nuevo —dijo ella. A estas alturas, se había ganado su confianza lo suficiente como para saber que podía ser un poquito cabrona. Sabía que con él funcionaba. 

—Sería… —Dejó que su mano trazara círculos en el aire mientras pensaba— no pasaría nada. No importaría en absoluto.

—¿Si? —Alzó las cejas. Apoyó la barbilla en su mano.

—He tenido muchas experiencias con humanos sin mis gafas, créeme —dijo.

Esa era otra cosa que hacía a veces, cuando no estaba atento: decía humanos cuando cualquier otra persona hubiera dicho gente. Ella lo apuntaba, como también apuntaba sus alusiones a la Biblia, a los ángeles, a la condenación. Todavía no tenía ni idea de lo que significaba. Eso es lo que hacía que Crowley siguiera siendo interesante, incluso cuando el trabajo que debía hacer era tan aburrido.

—Pues vamos a intentarlo —dijo ella, distraídamente, encogiéndose de hombros, retándolo—. Puedo irme allí… —señaló hacia un lado, hacia la ventana que daba al parking de su edificio— y quedarme allí, y tú te quitas las gafas. 

Su mandíbula se tensó. Tamborileó con los dedos sobre el reposabrazos de la silla. Farol descubierto, pensó ella. 

—O —suavizó— puedo irme allí, y no mirar, y tú decides si te quitas las gafas o no.

Él lo estaba pensando.

—¿Dispuesto a seguirme la corriente?

Aquello le hizo ceder, como ella sospechaba que ocurriría. Aubrey Thyme ya conocía lo suficientemente bien a Crowley como para saber que la mejor forma de conseguir que hiciera algo era presentándoselo como un favor hacia ella.

—Vale —dijo.

—Bien. —Asintió con la cabeza. Era un gesto muy intencional. Era el tipo de gesto que decía sé que esto es serio, incluso si tú no lo admites—. Una vez que esté de cara a la ventana, no voy a girarme hasta que tú me digas que puedo. 

—Vale —repitió él. 

Ella volvió a asentir con la cabeza y después se puso de pie. Caminó hasta la ventana. Miró a la calle, a los coches aparcados abajo. Esperó. 

Aubrey Thyme dependía en gran medida de la información visual para hacer su trabajo. Observaba las expresiones faciales, la postura del cuerpo y estaba atenta a cualquier pista sobre lo que su cliente estaba sintiendo y pensando. Resultaba incómodo renunciar a esa ayuda. Se apoyó en sus otros sentidos, especialmente en su oído. Podía oír la respiración de Crowley.

—Háblame —dijo.

—¿Qué quieres que diga? —Ella escuchó el sonido de un tejido al moverse; estaba revolviéndose en su asiento—. Esto es una estupidez. 

—¿Lo es?

Él lanzó un gruñido.

—Entonces, ¿qué me dices? Ya estamos aquí. ¿Quieres probar a quitártelas?

Oía su respiración. Lo oía moverse. Lo oyó cuando emitió un sonido parecido a un suspiro.  

—Listo. ¿Contenta? —dijo él, lo cual, supuso ella, era su forma de decir que lo había hecho. Inspiró profundamente, para recordarle lo en serio que se estaba tomando esto.

—Vaya —dijo. Caminaba por la cuerda floja. Necesitaba reconocer lo trascendental que era aquello, para que él pudiera reconocer lo trascendental que era aquello, pero si se pasaba aunque fuera un poco, él se quedaría callado y se enfadaría—. Bueno. Dime cómo te sientes.

—Estúpido.

—Eso ya lo he captado. ¿Qué más sientes?

No respondió. 

—Puedo darte una lista de palabras que describen emociones, si quieres.

—Es estúpido lo asustado que me siento.

Bingo, pensó ella.

—Te parece estúpido y te da miedo. ¿Qué más?

No respondió.

—Expuesto, ¿quizá?

—Pues claro que me siento expuesto, ¿estás orgullosa de ti misma por esa brillante apreciación? —ladró, y ella se lo dejó pasar. 

—Vale —lo tranquilizó—. Vale. Estúpido. Asustado. Expuesto.

—Sin esperanza.

Ella dejó escapar un suspiro cargado de significado.

—Siento como si el mundo se acabara. —Apenas entendía lo que decía, hablaba en voz muy baja. Ella empezó a preocuparse; quizá esto era demasiado—. No tiene sentido —continuó—. ¿Por qué hacer esta estupidez me hace sentir como si el mundo se acabara otra vez?

Ella no lo sabía. No sabía lo que otra vez significaba en este caso, pero tenía una corazonada. 

—Quizá esto sea suficiente por ahora —sugirió, con amabilidad—. ¿Qué opinas?

—Sí. Sí. —Hubo una pausa—. Vale, puedes volver.

Cuando se giró, vió a Crowley y vió su propio reflejo en las gafas que llevaba. Lo vió como el ser roto que era. Respiró profundamente y volvió a su sitio.

—Gracias por compartirlo conmigo —dijo. Creía que sus ojos estaban fijos en ella, pero no estaba segura. Parecía que él no la había oído—. Gracias. 

—Las perdí. —Su voz sonó plana.

—¿Perdona?

—En el incendio. Las perdí. Mis gafas. Se rompieron.

Oh, joder, puta madre, joder joder joder, pensó ella. Se agitó, se puso nerviosa, se sintió fatal por haberse aburrido antes.

—Nunca me habías contado eso. No lo sabía —Intentó disimular—. Cuéntame sobre eso —dijo, y fue un error, porque seguían en la fase uno, todavía estaban trabajando para afianzar la seguridad, y ella sabía que no estaba tratando con una persona que en estos momentos se sintiera segura.

—Yo… —Empezó a hablar, le tembló la voz y se quedó callado. Meneó la cabeza—. Tenía más en el coche. Me puse otro par, eso es todo. 

Gilipolleces, pensó ella. Había perdido el equilibrio profesional. Así que hizo lo que muchos terapeutas profesionales acaban haciendo cuando pierden el equilibrio profesional: recurrió a ofrecer una interpretación.

—¿Sabes… quieres saber lo que creo?

Él la miró. 

Las interpretaciones de un terapeuta no valen mucho. Habitualmente, Aubrey Thyme intentaba no darlas. Resulta satisfactorio ofrecer una interpretación. Resultaba satisfactorio mirar a otra persona y decirle mira, esto es lo que eres, mira cómo te conozco mejor de lo que tú te conoces a ti mismo. Por lo general, no servía de nada. A veces, sin embargo, sí que podía ayudar. 

—Estaría dispuesta a apostar —continuó, con cautela y delicadeza—, cuando perdiste tus gafas en el incendio… estaría dispuesta a apostar que te sentiste estúpido y asustado y expuesto, y como si el mundo se estuviera acabando.

Crowley soltó una risa que no era en absoluto una risa. Dijo:

—No tienes ni idea. —Y se estremeció.

Otra cosa en la que las representaciones televisivas de la terapia se equivocan es en la importancia de las lágrimas. Llorar es importante en terapia, pero nunca se refleja correctamente cómo y porqué es importante. Las series a menudo lo presentan como una broma: el cliente solloza entre pañuelos mientras el terapeuta se sienta a un lado, actuando como un miembro vestigial. En la vida real, en la terapia real, en el tipo de terapia que hace Aubrey Thyme, parte del trabajo más importante de la terapeuta se lleva a cabo mientras el cliente llora. La terapeuta es testigo y partícipe, ofrece su empatía y compasión, utilizando esas herramientas para ayudar al cliente a sentir lo que necesita sentir, a expresar lo que probablemente no sabría expresar sin ella. Cuando un cliente lloraba, Aubrey Thyme sabía que su tarea consistía en asegurarse de que fuera una experiencia emocional correctiva a través de la cual el cliente pudiera sanar.

Resultaba especialmente significativo con clientes como Crowley, clientes que presentaban ira y deflexión en lugar de pena y dolor. Sus lágrimas eran muy poco frecuentes, les costaba dejarlas salir. Cuando un cliente así lloraba, se cristalizaba para ella la razón por la que creía que este trabajo tenía sentido y era más que una simple oportunidad de resolver rompecabezas interesantes. Aubrey Thyme era atea, pero no podía evitar recurrir al lenguaje religioso para describir lo mucho que significaba cuando un cliente como Crowley confiaba lo suficiente en ella como para llorar en su presencia: era gracia. No la merecía y había sido bendecida por ella. 

Ella sabía que si le decía algo de aquello, Crowley se echaría a reír a carcajadas. Estaba empezando a entender su sentido del humor. Pero no se lo diría, por nada del mundo. No haría absolutamente nada que desviara su atención de las lágrimas que necesitaba dejar caer. 

***

—Normas básicas —dijo él. 

—Vale —dijo ella. No tenía ni idea de para qué serían esas normas básicas, puesto que era lo primero que le había dicho en esta sesión, pero las normas básicas, como concepto general, eran la clase de cosa de la que una terapeuta como Aubrey Tyme estaba definitivamente a favor. 

—Me las quito al final de la sesión, justo antes de irme. 

Ella se echó a reír, no pudo evitarlo. Vete a la mierda, idiota, pensó, con afecto.

—No. Crowley. ¿En serio? Ni de coña voy a acceder a eso.

Él se quedó decepcionado. Se reclinó aún más en su silla.

—Si te las quitas, no vas a moverte de ese asiento sin que tengamos una muy profunda e incómoda conversación al respecto. —Normas básicas.

—Pues vale. Entonces no me las quito.

—Pues vale.

—Eres un grano en el culo, Especia.

Ella se encogió de hombros. No la había molestado. 

—Quizá podamos llegar a un acuerdo. Quizá no para hoy, pero sí para la próxima sesión. Podemos establecer algunas normas básicas que sean aceptables para ambas partes. Y sería en la próxima sesión cuando ocurriría. 

Él lo pensó. Se cruzó de brazos y tomó aire. 

—Le he hablado de ti a Ezra —dijo. 

—Ah, ¿sí? —Trató de sonar casual y profesional, pero sabía que no lo había conseguido. Él la había sorprendido con eso a propósito, y ella lo sabía. A veces, daba la sensación de que se alimentaba de esos momentos en los que conseguía que ella hiciera mal su trabajo.

—Ajá —dijo él.

—¿Y bien?

Se encogió de hombros.

—Quiere conocerte.

Aquello era interesante. Era interesante porque las sesiones conjuntas pueden ser muy útiles, sobre todo en casos de trauma. Más adelante, una vez que hubieran trabajado más en su narrativa del trauma, podría resultarle muy útil compartirla con un amigo tan cercano, especialmente teniendo en cuenta el papel que dicho amigo había jugado en la propia experiencia traumática. También le resultaba interesante porque podría ver quién era el tal Ezra. Estaría mintiéndose a sí misma si negara sentir cierta fascinación por la clase de persona que podía hacer que Crowley utilizara el apelativo cariñoso “Ángel” sin ironía.

—No te lo tomes como algo personal —espetó él, y ella se dio cuenta de que no le había respondido—. Quiere conocer a todo el mundo. Le gusta la gente.

—Ajá —dijo ella. Asintió. Todavía estaba sopesando qué sería lo mejor para su cliente, esforzándose por separar eso de su propia curiosidad profesionalmente injustificada—. ¿Y tú qué opinas?

—Opino que él se queda en Londres y tú en Nueva York.

Este era otro de esos misterios sobre su cliente que no podía resolver. Parecía desafiar la geografía básica. Dejaba caer las suficientes referencias como para que quedara claro que, efectivamente, pasaba la mayor parte del tiempo en Inglaterra. Ella no podía ni imaginar el coste de tanto vuelo transatlántico, pero claramente él tenía los medios. Lo que realmente hacía que le diera vueltas la cabeza era la exorbitante cantidad de tiempo que debía de pasar volando de acá para allá. 

Aquí, supuso ella, se encontraba una explicación: para él, valía la pena pagar el precio, con tal de evitar cruzarse con ella si no era en sus propios términos. Habría sido un error, supuso, esperar algo menos dramático e histriónico por su parte.

—En algún momento, más adelante, podría ser útil que se uniera a nosotros —dijo—. Pero sería decisión tuya, solo si tú quisieras.

Él se encogió de hombros.

—¿Te va a presionar para que le dejes venir?

—Entonces, ¿qué clase de normas básicas te parecen aceptables para ambas partes? —dijo él. Así que, aparentemente, habían vuelto a aquel asunto.

—Bueno… —Ella reflexionó al respecto—. Debería ser al principio de la sesión. Lo siento, pero es lo que pienso.

—¿Y si quisieras terminar antes de tiempo?

Ella le dedicó un gesto de desaprobación. Seguía pensando que iba a gritar y a salir corriendo. 

—No voy a querer —dijo ella.

—¿Es una promesa? —preguntó él, y sonó casi a burla. Ella no podía identificar lo que era exactamente, pero había un extraño matiz, como si la estuviera llevando hacia una trampa que no era capaz de ver.

—Sí —dijo, porque, a pesar de la forma en la que él la estaba haciendo sentir ahora mismo, no veía ninguna razón para no ofrecerle esa promesa. Era una profesional, después de todo.

—Está bien —dijo él, suspirando, y ahora sonaba verdaderamente decepcionado. Se revolvió en su asiento de nuevo, inclinándose hacia adelante, acercándose a ella—. Deberías tener más cuidado con a quién le haces promesas, Aubrey Thyme.

Ella no entendía lo que acababa de pasar. No entendía qué era lo que había hecho para dejar de ser “Especia”. Sabía, sin embargo, que, si preguntaba, él no respondería. 

—¿Qué necesitarías para sentirte seguro? —preguntó, intentando volver a encarrilar la situación.

Él se encogió de hombros. Estaba alterado.

—Si quieres —lo volvió a intentar—, podríamos practicar hoy. Podríamos probarlo, hacerlo todo, como lo haríamos la próxima vez, solo que sin quitártelas.

—Tal vez —dijo él, inquieto y mirando a su alrededor—. Tal vez. En realidad no se llama Ezra, sabes.

Joder, pensó ella. 

—¿Qué? —dijo.

—Ezra. Que no se llama así. Es lo que te acabo de decir.

Casi se le había olvidado lo mentiroso que era. Casi lo había pasado por alto. Se sintió estúpida. 

—¿Quieres decirme cuál es su nombre real?

—No.

—Vale.

—Es Aziraphale.

¡Joder!, pensó ella de nuevo.

—Az-ra… ¿cómo has dicho?

—A-zir-a-phale —silabeó, más lentamente—. Un nombre. En una sola palabra. Aziraphale.

—Es un nombre inusual —dijo ella, tontamente.

Él se encogió de hombros.

—De donde venimos no. 

Una vez, Aubrey Thyme se pasó un mes recorriendo Europa. El viaje incluía un fin de semana en Inglaterra. Estaba bastante segura de que Aziraphale no era, en absoluto, un nombre común allí.3

—Bueno, gracias por decirme la verdad —dijo ella, aún más tontamente.

Él se encogió de hombros.

—Entonces, practicamos, ¿no? Solo…  ¿como un juego?

—Em, sí —asintió ella. Sus tácticas de deflexión resultaban tan obvias, en retrospectiva, que le irritaba cuando funcionaban. Pero, al menos, podía reconocer cómo habían beneficiado al proceso terapéutico esta vez. Le habían dado tiempo para que él reflexionara. 

Al final de la sesión, ya tenían sus normas básicas.

***

Ojos de gato, pensó ella. Así los veía: ojos de gato.

Solo más tarde, una vez terminada la sesión, mientras escribía sus notas, se daría cuenta de su error y recontextualizaría el tatuaje que llevaba a un lado de la cara, el ocasional defecto del habla que intentaba esconder y las decisiones temáticas que tomaba con respecto a sus accesorios. Más tarde, se lamentaría y se replantearía muchas de las cosas que entendía de él. Pero, por ahora, en esta sesión, lo que ella veía era que tenía ojos de gato. 

Tenía ojos de gato y eran unos ojos de gato muy, muy enfadados. 

Ella no dijo nada. Era una de sus normas básicas. Él había dicho que no pasaba nada si gritaba, pero que no quería que hiciera ningún comentario. Mientras sus ojos siguieran estando al descubierto, ella no hablaría. 

Así que no habló. Tampoco había gritado, y se dio cuenta de que eso importaba. Resultaban inquietantes a la vista, especialmente por la ira que contenían, pero también eran hermosos. Otra norma básica en la que él había insistido: ella no debía decir, bajo ningún concepto, que eran hermosos. No debía hacer ninguna clase de cumplido.

No resultaba fácil mantener el contacto visual, dado lo enfadado que estaba. Era difícil mirar a unos ojos tan furiosos y mantener la compostura. Pero era importante. Para esto servía toda su experiencia profesional, para mantener la compostura en momentos como este. Y, además, Aubrey Thyme entendía que su cliente no estaba furioso con ella. Lo entendía, de verdad. Estaba furioso consigo mismo, estaba furioso con sus ojos, estaba furioso por estar tan asustado.

A Anthony Crowley, en este momento, le aterraba Aubrey Thyme de una forma en la que, ella sospechaba, casi nunca le aterraba nada. Le aterraba lo que ella pudiera hacerle, que pudiera destrozarlo, que lo decepcionara y lo rechazara. Estaba aterrado, y le enfurecía estar aterrado. Pero Aubrey Thyme no lo decepcionaría. De ninguna manera.

Habían acordado poner un temporizador. En un primer momento, él había sugerido un minuto completo, cronometrado, de contacto visual. Ella, sin embargo, le había advertido que un minuto de contacto visual ininterrumpido, sobre todo sin hablar, podía hacerse eterno. Hubo unas cuantas rondas de negociaciones, que concluyeron con el acuerdo de un total de 43 segundos. Ahora, por la ira que había en esos ojos, ella se dio cuenta de que debería haber insistido más en reducir el tiempo. Él estaba sufriendo.

El temporizador sonó. Volvió a ponerse las gafas. Ella inspiró profundamente y él hizo lo mismo. 

—Bueno —dijo ella. Él suspiró.

—No has gritado.

—No he salido corriendo.

—Deberías haberlo hecho.

No era la primera vez que decía algo así. Era uno de sus mecanismos de defensa: se refugiaba tras esa imagen que tenía de sí mismo, de persona temible y peligrosa, siempre que se sentía demasiado vulnerable. Su opinión de profesional le decía que llegaría un momento, más adelante, en el que le llamaría la atención al respecto. Pero ahora no. 

—Entonces —dijo ella, extendiendo las manos como diciendo: ya conoces las normas básicas —, dime qué estás pensando. 

—Estoy pensando que deberías haber salido corriendo. 

Ella asintió.

—¿Y? 

—Estoy pensando que quiero echarme una siesta.

A la tercera va la vencida, pensó.

—¿Y?

—Estoy pensando que no ha sido tan terrible. 

—No ha sido tan terrible —repitió ella. Él se encogió de hombros y no dijo nada, así que insistió—. Gracias por confiar en mí. 

Él se encogió de hombros y no dijo nada, así que volvió a insistir:

—Crowley. Gracias.

Él masculló algo que ella interpretó como: no es para tanto.

—¿Qué sientes al confiar en mí? —preguntó.

Algo pasó por su expresión, pero ella no pudo entender lo que era. Se sentía incómodo y ocultaba algo. Siempre ocultaba algo, después de todo era un mentiroso, pero ahora, pensó ella, se sentía mal por ello. 

—Hay ciertas cosas que no sabes de mí —dijo. Sonaba cauteloso y asustado. Parecía un niño al que habían abofeteado por pedir la cena.

—Lo sé, Crowley —dijo ella. Lo trató de calmar. Lo tranquilizó. Sonrió—. Lo he sabido desde el primer día. 

—No te gustaría si me conocieras de verdad —dijo él.

—Crowley —lo dijo como si lo estuviera llamando. Se movió para intentar captar su mirada incluso a través de las gafas. Ella quería asegurarse de que él veía que estaba sonriendo, que había calidez en su sonrisa, que esa calidez iba dirigida solo a él—. Sí que te conozco. Te veo. Te conozco. 

Él no la creía. No plenamente. No del todo. Pero ella pudo ver que la creía lo suficiente. No mucho, pero lo suficiente.

Notes:

Notas de traducción:
[1]Thyme significa literalmente tomillo.

[2]En la versión original, el apodo que Crowley utiliza para Aubrey Thyme es Herb (hierba o especia). Después de darle muchas vueltas, he decidido traducirlo como Especia, porque me parece que en español tiene un poco más de potencial como apodo cariñoso que Hierba. Aún así, se aceptan sugerencias.

[3]En la traducción del libro (o, al menos, en la versión que yo tengo en mi casa) y en el doblaje a castellano de la serie, el nombre de Aziraphale se escribe como Azirafel (que tampoco es un nombre común en Inglaterra, me temo), pero en el doblaje latino no. Yo aquí he decidido dejarlo en su versión original.

Me he dado cuenta de que las tres notas tienen que ver con los nombres jeje. Como bien dice Aubrey Thyme, para Crowley los nombres importan, y supongo que eso se nota hasta en la traducción.

Nos leemos pronto!

Chapter 3: Transferencia y Contratransferencia

Summary:

Abrey Thyme y su cliente, Anthony Crowley, tienen dificultades para encontrar el camino a seguir, cuando hay tantas cosas que él no está dispuesto a contarle.

Chapter Text

—Creo que va siendo hora de ponernos serios, para hablar del incendio —dijo ella. 

—¿De verdad? —Él parecía divertido—. Porque empezaba a preocuparme que fueras a hacerte vieja y a morirte antes de que llegáramos a eso.

—Eres encantador —ironizó ella. 

La segunda fase del modelo trifásico de la terapia del trauma se conoce por varios nombres. Se denomina Rememoración y Duelo o Reprocesamiento o Procesamiento de la Memoria, entre otros. El objetivo de esta etapa es afrontar los recuerdos traumáticos, entenderlos, lograr que tengan menos poder sobre la propia vida. Desde un punto de vista neurológico, una experiencia traumática altera los sistemas de procesamiento de la memoria. Desde un punto de vista metafórico, el recuerdo traumático se aposenta en el cerebro como una realidad que no deja de repetirse, lingüísticamente inexpresable e incomprensible, que lo consume todo. El objetivo de esta fase es sacar el recuerdo traumático del lugar en el que está bloqueado, convertirlo en algo expresable y comprensible, y de esta manera conseguir que renuncie a su control sobre los procesos neurológicos del superviviente del trauma.

En opinión profesional de Aubrey Thyme, esta era una fase que funcionaba mejor si giraba en torno a contar historias. La vida, al fin y al cabo, adquiere sentido a través de la narración: cualquier momento de la vida de una persona solo puede interpretarse en el contexto del resto de momentos. Y, por eso, cuando un cliente pasaba a la segunda fase de terapia del trauma, Aubrey Thyme consideraba que era importante empezar a hablar, no solo sobre el trauma vivido, sino también sobre la totalidad de la vida que rodeaba a esa experiencia.

—¿Qué te parece —le preguntó— la idea de hablar más sobre el incendio conmigo?

—Adelante con ello —dijo él, e hizo un gesto que quería decir: venga, deprisa, continuemos —. Acabemos de una vez. 

—Se trata de algo que me gustaría que nos tomáramos con mucha calma. 

Si había una cosa que Aubrey Thyme entendía de Crowley, era que ir despacio le resultaba incluso físicamente doloroso. No era algo inusual en los supervivientes de traumas como él: para ellos, la constante descarga de adrenalina solía resultar más cómoda que la ecuanimidad de permanecer sentado y quieto. En el pasado, ella había intentado explicarle a Crowley la neurología que subyace a este tipo de respuestas traumáticas, pero no había ido bien. Él se rio. Dijo que la neurociencia era adorable, lo cual a ella le pareció fastidiosamente presuntuoso. Pero lo dejó estar. No tenía sentido darse cabezazos contra la pared. 

—Entonces, ¿cómo lo haríamos? —preguntó él. 

—Bueno… —Se mostró pensativa—. Hay varias formas de hacerlo. Probablemente probaremos varias cosas para ver qué te funciona mejor. Pero tenía una idea que quería comentarte. 

Ella esperó a que él mostrara interés. Esperó lo suficiente y, finalmente, lo hizo: otra vez ese gesto, adelante con ello.

—Podríamos escribir un libro.

Él soltó una risa, sonora y explosiva.

—¡Un libro!

—Es algo que he hecho con muchos clientes. —Lo que no dijo fue que era algo que hacía principalmente con clientes mucho más jóvenes que él, niños y adolescentes—. Estamos hablando de un incendio en una librería. Parece apropiado, ¿no? Podríamos escribir un libro sobre el incendio.

—No me gustan los libros —dijo él, porque claro que no le gustaban.

—A Aziraphale le gustan los libros —dijo ella, porque sabía lo que hacía. 

—¿Qué contaríamos en el libro? —preguntó él, porque, lo dicho, ella sabía lo que hacía.

—Lo escribiríamos como una historia. Principio, nudo y desenlace, y el último capítulo se centraría en reflexiones sobre el futuro. Le pondríamos un título, haríamos la portada, el índice, todo.

Él abrió la boca para decir algo, pero luego se detuvo. Hasta hacía un momento se lo había estado pasando en grande, pero ahora parecía confuso. 

—¿Qué contaría como principio?

—Eso sería cosa tuya. ¿Qué crees tú que cuenta como principio?

—La palabra —dijo él, y ella sabía que este era uno de esos chistes privados suyos que no tenía que entender. Esperó, porque a estas alturas sabía que a menudo era más sincero cuando contaba uno de sus chistes privados—. No tengo ni idea de lo que sería el principio.

—Bueno… —ella dudó— Luego podemos elaborar una línea del tiempo completa. Pero, por ahora, ¿qué estaba pasando antes del fuego?

—El mundo se estaba acabando.

—¿En qué sentido?

Su rostro hizo un complicado gesto y luego pareció frustrado.

—No tengo ni idea de cómo hablarte de esto.

—No pasa nada —le aseguró ella. Asintió con la cabeza—. Iremos despacio, ¿recuerdas? Lo solucionaremos.

—No. —Él meneó la cabeza. Estaba pensando y parecía aún más frustrado—. No, digo que literalmente no tengo ni idea de cómo hablarte de esto. 

—Para eso estoy yo aquí. 

Ahora parecía enfadado. 

—Háblame, Crowley —dijo ella con suavidad.

Él no lo hizo. En su lugar, hizo eso de estirarse en su silla como si no tuviera columna vertebral. Flexionó los dedos y frunció el ceño.

—Tuvimos una discusión.

—¿Aziraphale y tú?

Él asintió.

—¿Y eso fue el mundo acabándose?

—Bien podría haberlo sido —se encogió de hombros. 

—¿Por qué discutíais?

—Porque el mundo se estaba acabando.

Pedazo de mierda , pensó ella, y se reclinó en su asiento. Tuvo ganas de rendirse. 

—Vale, retrocedamos. ¿A qué te refieres cuando dices que el mundo se estaba acabando?

Él refunfuñó algo que no se correspondía con ninguna palabra. 

—¿Puedes aclararme, por favor, por qué discutíais Aziraphale y tú?

Él suspiró, se retorció e hizo varias muecas.

—Yo quería que fuera a un sitio. Él no quiso ir.

—¿Y discutisteis por eso?

—Sí.

—¿A dónde querías que fuera?

—A Alfa Centauri.

Ella suspiró. Se pellizcó el puente de la nariz.

—Vale, Crowley. Lo capto. Lo capto. 

Él tensó la mandíbula y se quedó mirándola. Lo único que la consolaba era que él parecía sentirse igual de miserable que ella. 

—Si alguna vez no estás preparado para hablar de algo que te planteo, puedes decírmelo —dijo.

Él movió la mandíbula, pero no dijo nada.

—Habla conmigo, Crowley.

No lo hizo.

El resto de la sesión no fue bien.

***

—¿Y si —sugirió él un día— escribo el libro, pero no lo comparto contigo?

En opinión profesional de Aubrey Thyme, aquella no era una buena idea.

—¿Crees que eso te resultaría útil?

Se encogió de hombros. Parecía miserable.

—¿Lo escribirías de verdad si supieras que yo no sabría si lo has hecho o no?

Él lo pensó.

—Probablemente no.

—Pues entonces —dijo ella.

—Podría escribirlo y luego censurarlo.

—¿Censurarlo?

—Tachar las partes que no quiera que veas.

—Podríamos intentarlo —asintió ella, con buena disposición, a pesar de que también le parecía una mala idea—. ¿Hablamos de cómo sería el índice?

—Esa parte la tacharía.

—Ya.

—Me da la sensación de que tienes dudas, Especia.

No se equivocaba.

***

Los retrocesos son una parte normal del proceso terapéutico. Una profesional como Aubrey Thyme sabía que debía esperarlos y tratarlos como una oportunidad. Cuando un cliente oponía resistencia, o empezaba a alejarse, o mostraba indecisión donde antes no la había mostrado, eso significaba que el trabajo estaba llegando a algún punto importante. Significaba que el cliente estaba afrontando los problemas que realmente debía afrontar. La noche es más oscura justo antes del amanecer, y todo eso. 

En el caso de su cliente, Crowley, a Aubrey Thyme no le parecía que los recientes retrocesos fueran una oportunidad. Algo iba mal, pero no entendía qué. Él estaba distante como nunca antes lo había estado, ni siquiera cuando empezaron. Ella se sentía constantemente exasperada cuando trabajaba con él. Nadaba en la exasperación. 

Sabía que su deber profesional era cuestionar este sentimiento de exasperación. Debía evaluar lo que significaban para ella, para su trabajo y para sus propias necesidades terapéuticas la frustración y el fastidio que le producían las excentricidades de Crowley. Después de todo, no era propio de su trabajo permitir que sus emociones personales desbordaran sus facultades profesionales. Era una señal de que algo andaba mal… de que algo andaba mal en ella, concretamente. 

Una cosa sería, pensó ella, que él simplemente estuviera mintiendo. Podía lidiar con la mentira. Podía trabajar con la mentira. Pero el problema, hasta donde ella alcanzaba a entender, era que él no parecía querer seguir mintiendo. Quería ser sincero. Ella percibía lo mucho que él deseaba contarle la verdad, como una sofocante nube cada vez que entraba en su consulta. Y aún así, no lo hacía. De algún modo, ella aún no había logrado hacer que la verdad resultase una posibilidad para él.

No sabía qué estaba haciendo mal.

La buena noticia, en su opinión, era que los errores que estaba cometiendo podían corregirse. Esta es una creencia fundamental compartida por muchos terapeutas profesionales como ella: la interacción sincera dentro del entorno terapéutico puede deshacer daños pasados; la inquebrantable aceptación que ofrece la honestidad compasiva puede reparar una relación deteriorada, sin importar lo que haya sucedido. Incluso la peor fractura en la alianza terapéutica puede sanar, con suficiente honestidad, compasión y trabajo duro. 

Así que mientras su cliente, Anthony Crowley, siguiera volviendo, ella tendría la oportunidad de dejar de cagarla. Solo debía averiguar cómo. 

***

—Me gustaría hablar contigo de algo que dijiste hace un tiempo —dijo ella. 

—Vaya, es una buena forma de hacer que me calle —dijo él, y ella lo interpretó como una buena señal. Puede que fuera la misma bufonería desganada de siempre, pero también era una admisión de que tenía sentimientos, de que le afectaba lo que ella hacía y decía. Eso era más de lo que él concedía a veces. 

—Hace algún tiempo —dijo ella, y pudo haber sido más específica con el momento, pero decidió que sería mejor no precisar más— me dijiste que, si te conociese de verdad, no me gustarías.

—Sip.

—De eso quiero hablar.

—Me lo imaginaba.

Ella esperó. Él empezó a mover la rodilla arriba y abajo. Tamborileó con los dedos contra los reposabrazos. Quince segundos. 

—¿Y bien? —cedió él finalmente— Quieres hablar de ello, pues habla de ello. 

—En realidad —dijo ella con serenidad, un antídoto deliberado para su agitación—, esperaba escucharte a ti hablar más del tema. 

Él soltó un gruñido. El clásico Crowley teatrero, pensó ella. 

—¿Qué quieres que diga? —preguntó.

—Lo que se te ocurra, lo que quieras.

—Eso decía siempre Freud. 

—No vas a distraerme con eso.

Él la miró con sorna, y ella lo interpretó como una expresión amistosa. Esperó. Sonrío. Mostró la postura serena y relajada que quería que él adoptara. Medio minuto y él volvió a recostarse en su asiento.

—He hecho. Cosas. En el pasado —dijo, con cuidadoso énfasis.

Aubrey Thyme escuchó ese énfasis y decidió ser muy cautelosa con su respuesta. Podría haber respondido de varias maneras, y todas las potenciales respuestas podrían haber tenido valor terapéutico en distintas circunstancias. Podría haber bromeado: Dios santo, no te he pedido una novela. Eso habría sido apropiado si hubiera querido conectar con él. Podría haber implorado: Continúa, lo estás haciendo muy bien.  Eso habría sido apropiado si pensase que él necesitaba apoyo. Podría haber pedido una aclaración ( ¿qué clase de cosas? ) si hubiera querido más datos. 

Pero, en este momento concreto, con este cliente concreto, de quien ella sabía que era una persona muy enfadada, con acceso a un considerable capital, con un tatuaje facial, y con todo lo demás que sabía y no sabía de él, Aubrey Thyme pensó en sus responsabilidades legales.

—Antes de que continúes —dijo ella, manteniendo aquel tono suave y moderado con la esperanza de no sonar precipitada, temiendo poder arruinar el triste intento de Crowley de decir la verdad—. Déjame recordarte en qué casos estoy legalmente obligada a romper la confidencialidad… Si recuerdas… 

—¡Oh, shh! —la interrumpió él, con expresión de fastidio— Lo recuerdo. Firmé el consentimiento informado, ¿no? —Lo había hecho, en aquella primera sesión, tras su conversación sobre complejos de Edipo y técnicas de relajación. La forma en que lo había firmado seguía siendo algo en lo que ella pensaba, pero sí, lo había firmado—. Nada de eso importa. Si quieres que hable, deja que lo haga.

—Vale —dijo ella. Asintió como para decir: tienes toda mi atención. Y esperó. 

—He hecho. Cosas —repitió él, con el mismo énfasis.

Ella asintió de nuevo con la cabeza. 

Al ver que escuchaba, él se reclinó aún más en su asiento. Apoyó el cuello en el respaldo de la silla y se quedó mirando al techo. Empezó a hablar:

—Tomé una decisión. Por otras personas. O, bueno, los empuje hacia la decisión, cuando ellos no tenían ni idea. Una decisión irrevocable. No me correspondía a mí tomarla. Fue un error. Bueno… puede que lo fuera. Al final todo salió bien, creo. Estoy orgulloso de ello, en realidad. Y lo volvería a hacer a pesar de todo. Pero… mira, en retrospectiva, no lo hice como me hubiera gustado. 

—Ya veo —dijo ella en voz baja, aunque no lo veía. 

—Me preocupa volver a hacer lo mismo.

—¿Tomar decisiones por otras personas? —aventuró. 

—A menor escala esta vez. Bueno… —Se recolocó en su sitio, sin dejar de mirar al techo—. Supongo que depende de cómo lo cuentes. Las ramificaciones serían menores, de eso estoy seguro. Pero el acto en sí…

—Crowley.

Esto ocurría de vez en cuando. Se distraía con facilidad. Pero rara vez le ofendía que ella volviera a centrar su atención. Apartó la vista del techo para mirarla. 

—Lo que digo es que hay ciertas cosas que te conviene no saber. —Hizo un gesto con las manos, un gesto que ella reconoció como uno de los suyos. Era un gesto que decía: esto es todo lo que puedo ofrecerte. 

—¿Cuando dices ‘te conviene’, te refieres a la gente en general o a mí en concreto? —preguntó. 

—Ambas cosas sirven —se encogió de hombros—. Hay ciertas cosas que te conviene no saber.

Aubrey Thyme reflexionó al respecto y frunció el ceño. 

Se había formado siguiendo el modelo científico-práctico, lo que significaba que se había formado para entenderse a sí misma, en el ámbito laboral, como científica y como profesional ejerciente. Era una profesional ejerciente en el sentido de que ejercía: trabajaba con clientes y aplicaba la teoría de la psicología a casos concretos. Era una científica en el sentido de que formulaba hipótesis y las ponía a prueba: aceptaba la teoría solo en la medida en que se ajustara a los datos empíricos, y se responsabilizaba de reconsiderar sus suposiciones y creencias cuando entraban en conflicto con los datos disponibles.

Pero había otro sentido, uno más profundo, en el que Aubrey Thyme se consideraba una científica. Aubrey Thyme creía en la verdad. Creía en su búsqueda. Creía en su poder curativo y renovador: ejercía su profesión, al fin y al cabo, ayudando a las personas a reconocer y aceptar las verdades de sus vidas. Creía en las virtudes de la verdad. Entendía el conocimiento como algo valioso en sí mismo, como un objetivo intrínsecamente noble.

Esto quería decir que Aubrey Thyme, como persona que se identificaba con los supuestos científicos a partir de los cuales se había construido su profesión, no estaba en condiciones de aceptar que pudiera haber conocimiento que fuera mejor desconocer. 

—Yo no lo creo —dijo.

—No lo creerías —musitó él—. Esa es la cuestión. No sabes qué es lo que no sabes.

—Intentas protegerme —resumió ella— ocultándote de mí.

—Intento no tomar por ti una decisión que únicamente tú deberías poder tomar. 

—Pues déjame tomarla —se encogió de hombros. Era un gesto despreocupado. Lo era, porque para Aubrey Thyme la decisión de aceptar conocimiento siempre podía tomarse con despreocupación—. Es mi decisión. Me responsabilizo de ella. 

Él no parecía impresionado. 

—No, de verdad —intentó ella de nuevo, aunque su tono no se había vuelto menos distendido—. Este es mi trabajo, lo sabes, ¿verdad? Esto es lo que hago. Es por lo que me metí en esto. 

Él meneó la cabeza, rechazando sus razones.

—Si me corresponde a mí tomar la decisión, déjame hacerlo. 

No lo estaba convenciendo. No estaba haciendo mella en sus procesos mentales. Él no dejaba de menear la cabeza y ella empezaba a estar molesta, a sentirlo como una falta de respeto. Aubrey Thyme era una profesional, y no le gustaba que menospreciaran su capacidad profesional para gestionar la verdad. 

—No aceptar la decisión de una persona es lo mismo que tomarla por ella, ¿sabes? —dijo. 

Él apartó la mirada hacia un lado. Parecía miserable de esa forma tan concreta en que solía estarlo últimamente. No dijo nada.

—No hay nada que me puedas contar sobre ti que merezca esta angustia —dijo ella, y así lo creía. Lo dijo para intentar que él también lo creyera. 

Esperó. Siguió esperando. No le quitó los ojos de encima. Mantuvo una expresión implorante, por si él volvía a mirarla. No lo hizo. Inspiró entre dientes. 

—Déjame hacer mi trabajo, Crowley.

—No sabes qué es lo que no sabes —murmuró él de nuevo.

No estaba satisfecha. Se arriesgó a presionar una vez más.

—¿Qué haría falta para que confiaras en mí?

Él dejó escapar un suspiro y, al menos, la miró. 

—Lo pensaré —dijo. 

***

—Hoy vamos a hablar de religión —dijo él en su siguiente sesión, de entrada, antes incluso de sentarse.

—Vale —dijo ella, aceptándolo. No era lo que tenía planeado, pero parecía apropiado, dado el énfasis en la verdad y el conocimiento en su conversación previa—. ¿De qué religión?

—De la tuya, en concreto —dijo él—. Quiero saber por qué eres atea.

—Sigo queriendo saber qué te hizo pensar que soy atea —dijo ella, jugando al póker.

—Déjalo ya. —No estaba impresionado—. ¿Por qué eres atea?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Sencillamente quiero saberlo. ¿Por qué?

—No me sirve.

Emitió un sonido de insatisfacción, casi como un siseo.

—Es importante. Para mí. Necesito saberlo.

—¿Ah, sí? Explícame por qué.

—Cambiará las cosas.

—¿Cómo?

—Lo hará y ya está.

—¿Cómo?

—Ssssolo… —Podía oír su defecto del habla, y sabía que eso ocurría cuando estaba alterado. Él giró la cabeza hacia un lado y después se volvió hacia el frente de nuevo; claramente, había decidido cambiar de táctica. Se quitó las gafas y la miró a los ojos—. Aubrey Thyme, dime por qué eres atea. 

En lo que a tácticas se refiere, aquella era bastante buena, debía admitirlo. La había sorprendido, y ella se esforzó para que no se notara.

—Anthony Crowley, dime por qué te importa.

No podía ocultarse tras sus gafas. Su mirada rebosaba frustración y obstinación, pero también miedo y esperanza.

—Quieressss. Por favor. Confiar. En mí. 

A veces parecía la clase de persona en quien nunca jamás se debe confiar. 

Ella tenía menos de una fracción de segundo para decidir como responder, si continuar con el enfrentamiento, capitular o intentar distraerlo. Sentía que se trataba de un momento importante, que la dirección que ella tomara podría repercutir en sus futuras sesiones y cambiar la dinámica que existía entre ellos. Lo que él había dicho importaba, e importaría cómo respondiera ella ahora, en este momento, con sinceridad. No había tiempo para llevar a cabo una evaluación razonada, ni para formular hipótesis y valorarlas en función de sus virtudes terapéuticas. Tenía que confiar en sus sentidos y en su intuición, en su instinto, y sólo podía esperar que sus muchos años de formación y experiencia los hubieran perfeccionado lo suficiente como para que no la llevaran por mal camino.

—Vale, vale. —Levantó las manos con actitud amable y apaciguadora—. Vale, Crowley —esbozó una pequeña sonrisa—. Hablemos de esto.

Él se quedó quieto. No volvió a ponerse las gafas, pero desvió la mirada hacia un lado. Esperó. Ella también esperó un momento para que él se calmara. 

Le mostraría a Crowley un modelo de discurso sincero. 

—Supongo que no le encuentro sentido —dijo. 

—¿A qué?

—A toda la idea. —Se encogió de hombros—. No es algo de lo que me sienta muy cómoda hablando. 

—¿Qué es lo que no tiene sentido? —preguntó él de nuevo, insistente. 

—Es difícil de explicar. La idea de un dios, del cielo y del infierno. El mal, todo. Es solo mi opinión. 

—¿El mal no tiene sentido para ti? —Él hablaba como si ella estuviera diciendo estupideces. Temió, en efecto, estar diciendo estupideces. 

—¿Qué tienes en mente, Crowley?

Aubrey Thyme era una mujer muy reflexiva. Era una mujer que había elegido una profesión en la que todo su trabajo consistia en pensar en pensamientos. Era una mujer que también pensaba mucho en sus propios pensamientos. Pero esto no significaba que todos sus pensamientos fueran completa, minuciosa y cuidadosamente expresables. Parte de la razón por la que a Aubrey Thyme le incomodaba hablar de religión era que, por su propia naturaleza, se suponía que iba más allá de lo expresable.

Lo expresó lo mejor que pudo:

—Simplemente creo que solo usamos la palabra ‘mal’ para describir aquello que no entendemos.

—Mmh —dijo él. Parecía pensativo. 

—Creo que todas las preguntas merecen respuesta.

—Ajá. —Hizo un ligero gesto de asentimiento. Jugueteaba con las gafas que tenía entre las manos. Ella pudo ver como su mirada se desviaba levemente. Estaba pensando en algo, pero no sabía en qué. 

—Es solo mi opinión. Mi punto de vista. Eso es todo.

—Lo entiendo —él siguió asintiendo, siguió pensando. Se volvió a poner las gafas de sol—. Sí, lo entiendo.

—Vale —dijo ella, porque no sabía qué más decir. Le dejó un momento para que continuara dándole vueltas a lo que fuera que tuviera en mente, y después inquirió—: Realmente me gustaría hablar un poco sobre lo que está pasando aquí.

—Oh, me encantaría —dijo él—. Pero me temo que nos hemos quedado sin tiempo.

—¿Qué? — Acababan de empezar. Ella sabía que acababan de empezar. Todos sus años de experiencia la habían provisto de un reloj interno calibrado con precisión para medir intervalos de 50 minutos. Y ese reloj interno estaba muy muy seguro de que no podían haber pasado más de diez minutos. Miró el reloj externo que había en su pared para confirmarlo, y comprobó con consternación que coincidía con Crowley—. ¿Cómo hemos…?

—Me tengo que ir, hasta la semana que viene —dijo, antes de que ella pudiera entender nada. Ya había cruzado la puerta antes de que ella pudiera siquiera apartar su mirada contrariada del reloj.

Se sintió desorientada durante el resto del día. 

***

Parecía aterrorizado, reverente, vacilante e inseguro de sí mismo. Desde el primer momento en que ella lo había visto en esta sesión, se dio cuenta de que era una persona con un plan, y que estaba decidido a llevarlo a cabo.

—Esto —dijo él, con cautelosa teatralidad— es un símbolo.

Ella asintió. Lo aceptó. Observó el símbolo que él había colocado entre ellos.

—Es una manzana —dijo ella.

Aquello le irritó.

—Sí, es una manzana. La manzana es el símbolo.

En la consulta de Aubrey Thyme, las dos sillas eran el foco principal, pero también había otros muebles. Había mesas auxiliares junto a las sillas, en las que dejaba pañuelos, pelotas antiestrés y otros accesorios. Al entrar en la sala, Crowley había ido directo a la mesa auxiliar que estaba junto a la silla en la que solía sentarse. La vació, dejando cuidadosamente todos los objetos en el suelo, apartados. Después le dio la vuelta a la mesa, de manera que esta quedara entre su silla y la de ella. 

Luego se sentó. Miró y esperó a que ella también se sentara. Se había preparado un escenario improvisado y había esperado a que su público estuviera preparado. 

Una vez sentada, ella se dio cuenta de que él tenía una manzana en la mano, aunque no la había visto antes. La sostenía con cuidado, como si se tratase de algo valioso o quizá peligroso. La observó mientras la dejaba sobre la mesa que había entre ellos. Y después le explicó que se trataba de un símbolo. 

—¿Qué simboliza? —preguntó ella.

—¿Qué simbolizan siempre las manzanas? —replicó él.

—Todo puede simbolizar cualquier cosa.

Dejó escapar un suspiro. Ella lo estaba frustrando y hoy tenía la mecha corta. 

—Colabora conmigo. ¿Qué simbolizan las manzanas? 

—¿De qué va esto, Crowley?

—Todas las preguntas merecen respuesta, es lo que crees. ¿Qué simbolizan las manzanas? 

Los mejores consumidores de terapia son los propios terapeutas. Aubrey Thyme no era una excepción. En el pasado, trabajó durante años con su propia terapeuta. En concreto, Aubrey Thyme, como cliente, había pasado una cantidad de tiempo considerable trabajando en sus problemas de control, como ella los llamaba. Exploró, a través de su terapia, cómo estos problemas de control habían influido en su elección de profesión. Sentía que tenía el control cuando ella era la terapeuta, cuando invitaba a pasar a las personas a su consulta, cuando podía verlas, hacerles preguntas y esperar que contestaran. Sentía que tenía el control cuando era ella la que conocía el guion y establecía las normas. 

Por supuesto, en realidad el encuentro terapéutico no consiste en mantener el control. Su trabajo no era tener el control. Gran parte de su trabajo, de hecho, consistia en ceder el control, en permitir que el cliente tomara las riendas de su propia recuperación. Ella lo entendía, lo aceptaba, y había trabajado muy duro para asegurarse de que podía ser la persona que debía ser, para renunciar a su deseó de control cuando esto servía a los fines terapéuticos de su cliente.

Eso no significaba que fuera fácil para ella. Era complicado. Y sabía que corría más riesgo de fracasar como profesional cuando sentía que le arrebataban el control.

Así es como se sentía en este momento: Crowley le estaba arrebatando el control. No le gustaba. Lo odiaba, incluso, y la hacía desconfiar. La hacía desconfiar, y lo sabía, porque enfrentaba sus impulsos profesionales con sus propias inclinaciones personales. No tenía ni idea de si realmente debía insistir en recuperar el control, o si eso era solo lo que sus problemas de control intentaban hacerle creer. Crowley la estaba dejando completamente descentrada.

Él emitió un siseo para sacarla de su interrogatorio interno y devolverla al externo que él mismo había ideado. 

—Especia. Manzanas. Colabora. 

Ella frunció el ceño con intención. 

—Conocimiento.

—Ajá —asintió, como diciendo: continúa.

—Conocimiento del bien y del mal.

Siguió asintiendo con la cabeza. 

—El pecado original.

—Sí. Sí. Exacto. Eso es exactamente lo que simboliza. —Asintió de un modo distinto, más personal, un modo que indicaba que su plan, fuera cual fuera, iba a seguir adelante—. Ahora. Dime. ¿Por qué?

—Dímelo .

—Lo haré. Después de ti.

Ella meneó la cabeza.

—No entiendo, Crowley.

—Sígueme la corriente, Especia —dijo, mirándola desde detrás de aquellas gafas de sol, sacando toda la artillería pesada para lograr que cediera—. Yo siempre te sigo la corriente, así que devuélveme el favor. Solo esta vez. 

Ella suspiró. Iba a ceder. Pero no tan rápido, porque eso significaría otorgarle demasiado. Lo observó y esperó. Esperó justo hasta ver que, por su aspecto, él estaba a punto de cortocircuitar.

—Es de la Biblia —dijo, sin inmutarse—. No hagas como si no lo supieras. 

—La historia de la manzana —dijo él. Miró la manzana que había entre ellos y luego volvió a mirarla a ella—. Cuéntamela.

—¿Qué?

—Cuéntame. La historia de la manzana, cuéntamela.

—¿Hablas en serio?

—Sssssí —dijo él, y había algo en su voz que era inusual, diferente. No era su tono, sino otra cosa, algo más profundo, como si hubiese algo que ella no estaba oyendo pero que podía sentir. Era algo que hacía que todos sus problemas de control no resueltos le gritaran que no debía dejar que él la mangoneara, pero que también la hacía confiar en que debía ignorarlos. 

—El jardín del Edén —dijo ella con voz baja y pausada mientras Crowley escuchaba. Mientras hablaba, él ladeó la cabeza, como si el ángulo le ayudara a concentrarse más en ella—. Adán y Eva son los dueños del lugar. Les ponen nombre a los animales. Dios les dice que pueden tomar lo que quieran, a excepción de un árbol. No pueden comer el fruto del árbol del conocimiento. Pero Eva va y lo come igualmente, y luego hace que Adán coma también. Así que Dios los expulsa. 

Crowley destensó la mandíbula. Tenía el ceño fruncido. Ella era incapaz de adivinar cómo sería su mirada tras aquellas gafas. 

—Has… —empezó a decir él. Se detuvo. Empezó de nuevo—. Has olvidado algo.

—¿Ah sí?

—Sí, yo diría que sí —dijo, asintiendo enfáticamente. Habló en voz baja, como si no pudiera decidir si aquello le divertía o le ofendía—. Algo importante.

—Mmh —dijo ella, explorando su expresión, explorando su propia memoria para intentar averiguar qué era lo que había olvidado. 

Él se impacientó. Se llevó las manos a la cara y se quitó las gafas de sol. Se quedó mirándola fijamente, con los ojos muy abiertos.  

Oh, pensó ella. Oh. Oh mierda. Pensó aquello porque, al instante, creyó entender. 

En primer lugar, entendió lo que él quería decir. En efecto, ella había olvidado algo importante sobre la historia, algo realmente importante. Se había olvidado de la serpiente. La historia no podía contarse correctamente sin la serpiente. Pero eso no fue todo lo que entendió en ese momento, mientras Crowley la miraba fijamente; al menos, no fue todo lo que creyó entender. 

Inmediatamente, mientras Crowley la miraba con intención, tuvo destellos de clarividencia, o lo que a ella le pareció clarividencia, en forma de percepciones imaginarias. Se imaginó a un niño pequeño, a un muchacho, abandonado o maltratado por su familia de origen, que tenía una extraña afección ocular y un irónico defecto del habla. Se imaginó que a este niño le daban un libro, la Biblia, o quizá una Biblia para niños con grandes ilustraciones, y le decían que aquella era la palabra de Dios, la verdad, la fuente única de moralidad y virtud. Se imaginó a este niño buscando entre sus páginas cualquier rostro con el que sentirse identificado, en el que verse reflejado, y encontrando solo uno, solo una serpiente, solo la malvada criatura reptante que, supuestamente, había arruinado el paraíso. 

Se imaginó a este muchacho convirtiéndose en adolescente, furioso, asustado y solo, aceptando esta identificación con el tentador original de la humanidad. Se lo imaginó, en su decimoctavo cumpleaños, o quizá antes, o quizá más tarde, buscando a un tatuador e insistiendo en que la serpiente quedara permanentemente dibujada en su cara, justo en la sien, para que incluso cuando sus ojos estuvieran ocultos pudiera exhibir su insistente rebeldía. Se escondería tras la maldad, así estaría a salvo. Se convertiría en una serpiente, en la serpiente, y, de esta manera, se protegería. 

Ella imaginó todo esto. Lo imaginó en Crowley, en su pasado. Al instante, sintió como los hilos de la telaraña que había en su mente, los que habían estado mal alineados y enredados en relación con su comprensión de Crowley, cambiaban y se acomodaban en una nueva forma, un nuevo orden, una imagen coherente.

Esto, pensó, esto era todo lo que faltaba. Esto era lo que no estaba entendiendo. Explicaba sus chistes privados, explicaba sus constantes alusiones a la Biblia, explicaba por qué llamaba humanos a las personas. Lo explicaba todo de él, pensó. Resolvía el puzzle del ser roto que tenía ante sí y que llevaba tanto tiempo confundiéndola. Sintió que le había dado las piezas que necesitaba para traspasar sus defensas.

Eso era lo que ella pensaba, en ese momento, mientras Crowley la miraba fijamente con sus insistentes ojos. 

—Tienes razón. Tienes razón. —Su voz ahora sonaba suave, apaciguadora. Porque entendía, o creía entender. Sentía que volvía a tener el control—. Olvidé la serpiente. Hay una serpiente. La serpiente tienta a Eva. Por eso se come la manzana.

—Sí —dijo él. Asintió. Dejó de mirarla fijamente. Se reclinó en su asiento. Parecía más tranquilo, pero no satisfecho—. Esa es la historia.  

Esperó un momento, para dejar que él se calmase, para calmarse ella, y después dijo:

—Vaya… —Dijo eso porque ya lo había dicho antes en momentos importantes. Sabía que él lo entendería. Significaba que ella lo entendía. Significaba que estaba escuchando—. Yo… Gracias. Gracias por…

—¿Qué habrías hecho tú? —Ella estaba otra vez en su punto de mira. 

—¿Qué?

—Si hubieras estado allí. ¿Qué habrías hecho?

—Pues, me habría comido la manzana. 

—¡Por supuesto que sí! —Soltó una carcajada, y ella se sintió satisfecha al ver una sonrisa danzando en sus ojos—. Nunca lo habría dudado de ti. No me refería a eso. ¿Qué habrías hecho si tú hubieras sido la serpiente?

—¿La serpiente? —repitió ella, dándose tiempo para pensar. 

—Ajá —dijo él.

Desde el momento en que se conocieron, Anthony Crowley la había estado poniendo a prueba. La mayoría de esas pruebas, en su opinión profesional, eran una completa estupidez. Ahora la estaba poniendo a prueba de nuevo. Pero esta vez, pensó, él había encontrado una prueba que realmente importaba. Había encontrado una prueba que ella quería asegurarse de superar. 

Crowley, ahora lo comprendía, se identificaba con la serpiente del Edén. Y, si ella también podía identificarse con la serpiente del Edén, eso significaba que podía identificarse con él. 

No mentiría. Hoy Crowley le había dado algo valioso, y no lo destruiría con una mentira. Quería pasar la prueba, pero quería hacerlo de forma auténtica, sincera y honesta. 

Quería merecerlo.

—¿Sinceramente? —Tamborileó con los dedos sobre el reposabrazos—. Habría volado el muro.

En el rostro de Crowley se dibujó una sonrisa, amplia, sorprendida y afectuosa. Ella había superado la prueba, era evidente. 

—¿Sí? —dijo él. 

—De todas formas, siempre me pareció bastante absurdo que hubiera un muro gigante. Y, si lo vuelas, no hay forma de retener a Adán y Eva. Pueden hacer lo que quieran. 

—Todavía no existe la dinamita e, igualmente, hay un guarda —dijo. Ella podía verlo en sus ojos: estaba absolutamente entusiasmado—. Todo lo que tienes es un árbol y unas cuantas manzanas. ¿Qué habrías hecho?

—Lo mismo que dice la historia, claro. Darles la manzana —se encogió de hombros. 

—¿Aunque no haya forma de que entiendan lo que está en juego de antemano?

Ella se encogió de hombros de nuevo.

—¿Aunque no puedas preguntarles si es lo que quieren realmente?

Se encogió de hombros por tercera vez.

—¿Qué sentido tiene vivir si no llegas a entender nada?

Le gratificó lo amplía que era la sonrisa de Crowley. Estaba allí con ella, y parecía feliz. Él alargó la mano, tomó la manzana y empezó a darle vueltas entre las manos.

—Vale —dijo él—. Así que estamos de acuerdo. 

—Claro. —Ella sonrió.

—Normas básicas. 

—¿Qué?

—Para el próximo día. —Asintió con la cabeza. Adoptó una expresión más sombría—. Voy a ser sincero contigo. El próximo día. Así que vamos a establecer las normas básicas, para saber cómo va a ir. 

—Vale, suena bien.

—Puede que sea desagradable —le advirtió él. 

—Puedo soportar la verdad —dijo ella. 

—No, nada de eso. —Le lanzó una amistosa mirada de desdén—. Si empiezas a imitar a Jack Nicholson cancelo todo este asunto. 

—Está bien, está bien. 

—Y, recuerda, siempre puedes salir corriendo —dijo.

—No lo haré.

—No lo prometas. —Él la miró con detenimiento—. Esta vez no hagas esa promesa.

—Vale, está bien.

—Y, si al final sí sales corriendo, tómate todo el tiempo que quieras antes de regresar.

—Es mi consulta, Crowley.

—Contingencias, solo estamos resolviendo las posibles contingencias. —Empezó a lanzar la manzana hacia arriba, pasándola de una mano a la otra—. Si sales corriendo, tómate todo el tiempo que quieras, y yo estaré aquí cuando vuelvas. Algo complejo pasó por su expresión—. Me iré si me lo pides. Es una promesa que te hago. Pero no me iré, a menos que me lo pidas.

—Te estás tomando esto muy en serio.

Él la miró.

—Intento hacerlo bien.  

Ella no sabía qué significaba aquello, no exactamente. Pero pensó en el regalo que él le había hecho hoy, o que ella creía que le había hecho, y creyó entenderle mejor que nunca. Asintió.

—Gracias por confiar en mí. 

—No me des las gracias aún —dijo él, advirtiéndole de nuevo, pero había cierta dulzura en sus palabras. Pareció recordar la manzana que tenía en sus manos, y se la ofreció—. ¿La quieres?

—Nah, pero gracias.

Les llevó todo el resto de la hora establecer unas normas básicas que Crowley considerara aceptables. Después de un rato, Crowley se comió la manzana él mismo.

Chapter 4: Orientación Teórica

Summary:

Aubrey Thyme tiene dificultades para comprender la información que le ha dado su cliente, Crowley.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El hombre más amable que jamás había visto estaba sentado en su sala de espera.

Estaba nerviosa, y aquello no ayudaba. Había entrado en la sala de espera para recibir a Crowley y estaba nerviosa porque sabía que esta sesión iba a ser difícil e importante, pasara lo que pasara. Estaba nerviosa, así que había hecho un esfuerzo extra por prepararse para trabajar con él. Se había preparado para abrir la puerta de su consulta, verlo allí despatarrado e inquieto, e invitarlo a pasar. También se había preparado para abrir la puerta, no ver a nadie en su sala de espera y aceptar que Crowley no se había presentado. Para lo que no se había preparado, dado que no tenía ningún motivo para prever esa posibilidad, era para abrir la puerta y ver a Crowley despatarrado, sentado junto al hombre más amable que jamás había visto.

No se había preparado para que aquel hombre, el hombre más amable que jamás había visto, la mirase a ella. En cuanto entró en la sala de espera, se quedó mirándola fijamente. Era como si la hubiese estado mirando incluso antes de que ella entrara en la sala, como si estuviera mirando dentro de ella, a través de ella, y ella no pudiera evitarlo. La hacía querer hacerse una bola, esconderse, escapar de él y evadirse de toda la bondad que imponían aquellos ojos.

Él le sonrió. Fue la sonrisa más cálida y afectuosa que jamás había visto, y sintió que se le retorcía el estómago. 

—¡Tú! —dijo Crowley, y debía de haberse puesto en pie, porque ahora estaba bloqueando su visión del hombre más amable que jamás había visto—. Ni se te ocurra hablar con él. 

—¿Qué? —graznó ella. Fue un alivio, porque había estado atrapada por los penetrantes ojos azules del hombre más amable, pero aún se sentía desorientada, fuera de sí. No era así como hubiera querido sentirse justo antes de una sesión que tenía el potencial de ser tan trascendental para su cliente. 

—¡Y tú! —dijo Crowley, girando de nuevo la cabeza para dirigirse al hombre más amable—. ¡Para ya! —siseó en voz baja, en ese tono que todo el mundo reserva para una riña de enamorados cuando hay otras personas presentes. 

El hombre más amable empezó a hablar, sin parecer en absoluto perturbado: 

—Solo estaba…

—¡Shh! —siseó Crowley. Después volvió a girarse hacia ella y comenzó a gesticular con las manos, como si quisiera empujarla a su consulta—. Venga. Vamos. Vamos. 

—Vale —aceptó ella. A estas alturas, ya había vuelto en sí lo suficiente como para concluir que alguna otra forma habría de haber gestionado mejor la situación. Pero, más que nada, sintió alivio al darle la espalda al hombre más amable que jamás había visto y escapar de él a la reconfortante privacidad de su consulta.  

Crowley se detuvo un momento antes de seguirla. Se giró, una vez más, hacia el hombre más amable. Le señaló, agitando el dedo.

—Tú… pórtate bien.

El hombre más amable puso los ojos en blanco, con una teatralidad que no igualaba a la del propio Crowley, pero que la seguía de cerca. Después, Crowley entró en su consulta y ella pudo cerrar la puerta tras él. Se quedó allí, junto a la puerta, mientras Crowley se dejaba caer en su silla. Se quedó allí, para darse un momento y apreciar la solidez de la puerta que la separaba de aquellos amables y penetrantes ojos azules.

—Así que ese es Aziraphale —dijo ella, aún junto a la puerta. 

Crowley emitió ruidos de insatisfacción.

—Yo… —Ella hizo una pausa para ordenar sus ideas. No era así como debía ir la sesión. Ni siquiera había empezado y ya tenía que corregir el rumbo. Tenía que corregir el rumbo y, sin embargo, al mismo tiempo, se habría dado por satisfecha con cancelar la sesión por completo para poder centrar toda su atención en desarrollar un análisis integral de la breve interacción que había presenciado entre Crowley y su amigo. Aziraphale no se parecía en nada a lo que ella se había esperado. A primera vista, era precisamente lo contrario de lo que cualquiera esperaría del compañero de vida de Crowley. Y, al mismo tiempo, sin embargo, por razones que ella era incapaz de articular, tenía todo el sentido. Supuso que, una vez que recuperara la lucidez, llegaría a la conclusión de que el más querido compañero de Crowley no podía ser otro que aquel hombre de rostro expresivo, exageradamente elegante y aterradoramente amable que estaba en su sala de espera.

—Esto no formaba parte de las normas básicas —dijo ella. Se apartó de la puerta y se dirigió a su silla.

—No es más que un seguro —dijo Crowley. Estaba sentado, algo encorvado, y se frotaba las manos—. Por si algo sale mal.

—¿En qué sentido? —dijo ella.

—Hace mucho que no hago algo así. Él tiene mucha más experiencia en este tipo de cosas.

—Se siente más cómodo que tú con la sinceridad —aventuró ella. Podía ver cómo los nervios recorrían todo el organismo de Crowley. Para compensar, ella adoptó una actitud tranquila y serena.

—Algo así —respiró hondo, tratando claramente de calmarse. Le complacía verle hacer eso. Significaba que había desarrollado el suficiente autoconocimiento como para utilizar técnicas de relajación cuando las necesitaba.

—Bueno —dijo ella, y dejó que esa palabra quedase suspendida en el aire durante un momento antes de continuar—. Hoy es un gran día, ¿no?

Él frunció el ceño.

—¿Cómo te sientes?

—He llamado y cancelado la sesión por lo menos diez veces.

—¿Ah sí? —Ahora fue ella la que frunció el ceño, confusa, y no pudo evitar echar un vistazo al teléfono que había sobre su escritorio—. No he recibido ningún mensaje de voz.

—Ya, eh… —Él también dirigió la mirada al teléfono, y después se volvió de nuevo hacia ella. Parecía avergonzado—. Cambié de idea.

—Tienes dudas.

No debía de ser la interpretación correcta, porque él no dio muestras de estar de acuerdo. La miró de la forma en que la miraba cuando quería que supiera que tenía su atención a pesar de las gafas de sol. Su rostro adoptó una expresión seria.

—Aún puedes echarte atrás.

Ella se limitó a sonreír, a modo de respuesta.

—Lo digo en serio —dijo él.

—Lo sé —dijo ella, con un tono a la vez compasivo y afectuoso. Habló en ese tono porque así era como se sentía realmente—. Eres muy considerado.

Podría haber expresado aquello de otra forma. Podría haber dicho: eres una persona realmente buena. O podría haber dicho: me conmueve lo mucho que te importa. O podría haber dicho: es muy amable por tu parte preocuparte tanto por mí. En otras circunstancias, habría elegido una de estas opciones para desafiarlo, para obligarle a enfrentar ciertos aspectos de su personalidad que él prefería ignorar. Pero hoy no. Si hoy seguían adelante con lo que habían planeado, no habría tiempo para eso. 

—Por favor, ten en cuenta —continuó ella— que este es tu espacio. No debes preocuparte por mí. Yo cuidaré de mí. Este es tu espacio para…

Él se burló ruidosamente para interrumpirla. Negó con la cabeza. 

—No te martirices, Aubrey Thyme. Nunca me han gustado los mártires, son aburridos y dramáticos. Te aseguro que tú no estás hecha para eso. Y no vas a ser una mártir si yo puedo impedirlo. —Algo parecido a la preocupación cruzó su expresión, y luego lo ocultó. Se quitó las gafas de sol para poder mirarla a los ojos—. Dime si quieres echarte atrás.

—Cuando quieras —dijo ella, firme y decidida.

—Vale —dijo él. Asintió con la cabeza. Le sonrió. La desnuda intimidad de aquella sonrisa la tomó por sorpresa. Sin embargo, casi tan pronto como le hubo regalado aquella sonrisa, esta se desplomó en algo mucho más cauteloso—. Recuerda las normas básicas. Sal corriendo si lo necesitas. Si lo deseas. No pienses en si deberías hacerlo o no, simplemente hazlo. Yo me quedaré aquí, hasta que vuelvas. Y… —No podía ocultarse sin sus gafas: ella pudo ver el miedo de un niño abandonado en sus ojos, mientras decía estas últimas palabras— en el momento en que me pidas que me vaya, me iré. Lo prometí. 

—Claro —dijo ella, y asintió. Redujo su sonrisa a una expresión que coincidía con la solemnidad que él le estaba dando a la situación. Ella no compartía el mismo sentimiento de solemnidad, pero lo reconocía y lo respetaba igualmente—. Recuerdo las normas básicas.

Él tomó aire, como si estuviera a punto de decir algo más, pero no lo hizo. Asintió una vez más; era un gesto definitivo. Se volvió a poner las gafas, lo cual tenía sentido para ella.

Esperaba que él apartara la mirada. También esperaba que se alejara, para poder sentirse oculto y a salvo, y compensar la exposición que iba a sufrir al revelar lo que fuera que tuviera la intención de contarle hoy. Esperaba que abriera la boca, titubeara un momento y luego hablara. Pero no lo hizo. En vez de eso, se inclinó aún más hacia adelante en su asiento, hacia ella. Tensó la mandíbula, como si se estuviera concentrando. Alzó una mano, elevándola hasta que quedó a la altura de su línea de visión, y entonces vaciló, como si se estuviera preparando para algo.

Chasqueó los dedos, y ella no tuvo tiempo de preguntarse por qué. 

***

—Puta madre, Dios bendito, joder joder joder, Jesucristo, puta madre del cordero, joder joder joder…

—Creo que deberías parar con la blasfemia casual —dijo él, e hizo una mueca de dolor.

Había una parte del cerebro de Aubrey Thyme que había sido capaz de interpretar lo que él acababa de decir. Lo sabía, porque era consciente de que lo había entendido. O, por lo menos, había una parte distinta de su cerebro que estaba segura de haberlo entendido, aunque otra parte sugería que no debía confiar en el buen juicio de la parte anterior en ese momento. Había también una parte adicional de su cerebro que era capaz de ver a Crowley y reconocerlo. Estaba de pie frente a ella, de brazos cruzados. Ella sabía esto o, al menos, lo aceptaba, porque era consciente de que un pedacito de su cerebro pensaba: parece preocupado.

En general, las palabras malsonantes se asocian a las interacciones casuales y a una falta de profesionalidad. Los estudios han demostrado que los clientes confían menos en una terapeuta que utiliza malas palabras durante la sesión, independientemente de la propensión del cliente a decirlas él mismo. Por ello, como norma general, se recomienda que la terapeuta evite maldecir. Esto no quiere decir, sin embargo, que no existan excepciones. Cuando el propio cliente utiliza un término malsonante muy específico, puede ser beneficioso repetirlo. Puede fortalecer la alianza terapéutica y ayudar al cliente a sentirse comprendido. También hay casos en los que una mala palabra bien empleada merece la pena por el efecto chocante que tiene en el cliente. Decir eso es una gilipollez cuando una no suele decir “ gilipollez” puede significar mucho más que decir eso es una tontería o eso no es verdad o eso es una patraña. Así que, ante la pregunta de si una terapeuta profesional, como Aubrey Thyme, debería utilizar un lenguaje soez cuando trabaja con un cliente, la respuesta es la misma que para tantos otros aspectos de un trabajo terapéutico eficaz: depende. Depende de las circunstancias, depende de las actuales necesidades del cliente concreto, y depende de lo que resulte auténtico y cómodo para la propia terapeuta. Por eso, como terapeuta profesional, Aubrey Thyme solo utilizaba palabras malsonantes mientras estaba en sesión con un cliente en contadas ocasiones y, cuando lo hacía, se aseguraba de tener una buena justificación terapéutica para ello.

Una parte del cerebro de Aubrey Thyme se sintió satisfecha de su capacidad para elaborar esta evaluación completa de lo terapéuticamente inapropiadas que eran las palabras que estaban saliendo de su boca. Esta misma parte de su cerebro se sintió satisfecha de poder reconocer lo preocupado que parecía su cliente, Crowley, en este momento. Aubrey Thyme, sin embargo, no estaba dispuesta a darle demasiado crédito a esa parte de su cerebro. En cambio, se inclinaba más por escuchar a la parte que estaba cada vez más preocupada por el hecho de que, a pesar del trabajo que estaban haciendo las demás partes, no parecían tener ningún efecto perceptible en las señales que las partes verbales y lingüísticas de su cerebro estaban enviando a su sistema del habla.

—Puta madre de Dios, santa madre de Cristo, joder joder joder, puta mierda puta mierda puta mierda puta mierda…

—¡Ángel! —gritó Crowley, y Aubrey Thyme vio cómo se precipitaba hacia su puerta y la abría de par en par, de una forma en la que ella nunca, jamás lo había hecho—. ¡Ven aquí!

Ella se quedó mirando. No podía evitarlo. Una parte de su cerebro se esforzó un poco y determinó que, en efecto, seguía orientada con respecto al tiempo, al lugar, a sí misma y a la situación. En otras palabras, dadas las pruebas de que disponía en ese momento esta parte de su cerebro, sabía cuándo y dónde estaba, sabía quién era y comprendía su situación. Otra parte de su cerebro sugirió con vacilación que quizá no debía fiarse de su propio juicio en ese momento.

—Joder joder joderjoderjoderjoder…

Aquel hombre amable ahora estaba en su consulta. Estaba allí. Estaba en su consulta, en su espacio, a pesar de que ella no lo había invitado a entrar. No lo había hecho. No tenía derecho a estar allí, porque era ella la que decidía quién entraba en aquel espacio, su espacio, y quién no. Él la estaba mirando, y parecía preocupado, y una parte de su cerebro trató de explicárselo: es bueno, es amable y te va a salvar. Pero otra parte de su cerebro gritaba: no no no no no no no.

—¿Qué has hecho? —dijo Aziraphale. Sonaba sorprendido, exasperado, consternado.

—¡Ya sabes lo que he hecho! —siseó Crowley. 

—¡Tienes suerte de que no esté hablando en lenguas desconocidas! —exclamó Aziraphale.

—¿En serio? Porque creo que las lenguas serían mejor que esto —siguió siseando Crowley.

Aubrey Thyme comprendió que la razón por la que él decía aquello era que ella seguía hablando. O, al menos, seguía emitiendo sonidos. Casi lo había dejado de oír. Algunas partes de su cerebro lo habían dejado de oír. Le dolía un poco la boca y se sentía sin aliento, pero, aun así, casi lo había dejado de oír. 

—Joderjoderjoderjoder…

Aziraphale centró toda su atención en ella, y le dieron ganas de sumergirse en la nada hasta desaparecer. Él la miraba, no como lo había hecho antes, pero tampoco de un modo que la hiciera sentir cómoda. La miraba como si viera demasiado bien. La miraba como si pudiera ver lo que había dentro de ella, las partes que nunca quería que nadie viera. Daba la sensación de que iba a quererla y aceptarla a pesar de lo que hubiera encontrado dentro de ella, pero aquello era un pobre consuelo.

—¡No me lo puedo creer! —Aziraphale aún sonaba exasperado. Vio cómo levantaba las manos, se giraba para mirar a Crowley y luego se volvía de nuevo hacia ella—. ¿Le has concedido Comprensión Divina sin realizar una conversión?

Aubrey Thyme no sabía lo que significaba eso. Entendía cada una de las palabras, o al menos algunas partes de ella lo entendían. Sabía lo que significaba comprensión , aunque el concepto no resultaba muy reconfortante en este preciso momento. También sabía lo que significaba divina , y ahora una parte de su cerebro entendía su significado exacto. También sabía lo que significaba conversión , pero ni una sola parte de su cerebro estuvo dispuesta a considerar su relevancia en su situación actual.

—Sin conversión —dijo Crowley, con aquella insistencia y obstinación que tan bien conocía. El bueno de Crowley , pensó una parte de ella—. No la conviertas.

—Me estás pidiendo lo imposible —dijo Aziraphale. Sus ojos seguían fijos en ella, pero ahora se posaban en la parte superior de su cabeza, como si fuera a obtener alguna información útil observando su coronilla. Estaba de pie junto a ella, muy cerca, y la miraba fijamente .

Crowley, se percató, acechaba sobre el hombro de Aziraphale. Él también la estaba mirando. Hacía cosas con las manos, cosas que hicieron pensar a una parte de su cerebro: está nervioso . Y a otra parte de su cerebro: ese gesto significa “hazlo de todos modos”. Una tercera parte de su cerebro pensó: ¿hacer qué de todos modos?

—No la conviertas —dijo Crowley, de nuevo, como si fuese la última palabra. Una parte de su cerebro les recordó a otras partes de su cerebro que a Crowley le gustaba adjudicarse la última palabra en una conversación.

Oyó suspirar a Aziraphale. Lo vio fulminar a Crowley con la mirada. Y entonces la distrajeron varias partes distintas de su cerebro, todas a la vez, al darse cuenta de lo mojadas que tenía las mejillas.

Estás llorando, pensó una parte de ella.

Nunca te permitas llorar más de lo que llora el propio cliente, pensó otra parte de ella.

Esto no es bueno, pensaron ambas partes al unísono.

Cuando volvió a ser consciente de la presencia de Aziraphale, este estaba agazapado frente a ella, a la altura de sus ojos. La estaba mirando a los ojos de nuevo.

Él le sonrió.

Una parte de ella vio aquella sonrisa y se partió por completo, total e implacablemente. Esa parte de ella quiso dejarse caer en sus brazos, caer en él, dejar que la envolviera por completo, dejar que la sanara, porque él podía, él podía, él era alguien que podía amarla de todas las formas que ella nunca se había ganado. Otra parte de ella, o tal vez la misma parte de ella, vio aquella sonrisa, aquella sonrisa abierta y hermosa, y le dieron ganas de desollarse viva, de sacarse los ojos, de quemarse a lo bonzo por él, porque no era menos de lo que ella se merecía.

—¿Aubrey? —dijo. Su voz sonaba tranquila y sosegada, como un lago, un lago sereno, un lago al que podías arrojar una piedrecita en un bonito día, un lago que podía tragarte y en cuyas profundidades te hundirías para siempre—. Ese es tu nombre, ¿verdad?

Ella asintió. Creyó asentir. Varias partes de ella, al menos, estaban bastante seguras de que había asentido. Su boca seguía haciendo cosas, estaba bastante segura. 

—Estás bien, hija —le dijo, y por supuesto que la llamó hija , porque podía ser su hija, podía protegerla y sanarla, cómo se atrevía. Él le tomó la mano. Fue entonces cuando varias partes de ella se dieron cuenta de que las uñas de esa mano habían estado trazando líneas sangrientas en la piel de su mejilla. Entonces le tomó la otra mano, y esas mismas partes de ella se dieron cuenta de que aquella mano también había estado arañando heridas en su otra mejilla. Le tomó ambas manos, y una parte de ella se preguntó cómo era posible que aquellas manos lisas, suaves, perfectas y poderosas no ardieran como una llama.

No le gustaba que la tocaran en su consulta. No utilizaba el contacto físico en su trabajo terapéutico. No tocaba a sus clientes y no dejaba que ellos la tocaran. Toda ella, toda ella sentía esto. Era glorioso y hermoso y ella lo amaba y no quería que le soltara las manos, pero también lo odiaba, no lo soportaba, quería liberarse de él.

—Shh —dijo—. No pasa nada. Vas a estar bien. —Ahora le sostenía ambas manos con una sola de las suyas, y le apartó el pelo de la cara. Ella quiso sisear. Tal vez lo hizo. Él bajó la mano hacia una de sus mejillas y ella se dio cuenta de cuánto dolor había sentido por los arañazos, porque de repente había desaparecido. Él movió la mano a la otra mejilla y entonces ella ya no sintió ningún dolor.

—Estás bien —dijo. Pero no es que lo dijese, fue más bien como si hiciese que ocurriera. Sus ojos le daban órdenes, y ella sintió que las partes de su cerebro obedecían. Sintió cómo inhalaba y exhalaba, profunda y ruidosamente, porque podía respirar de nuevo. Sintió que su boca se abría y se cerraba, sin palabras, porque podía controlarla de nuevo. Sintió que la estaban volviendo a coser.

—¿Ves? —dijo, y sonrió, sonrió—. Todo está bien —dijo, pero lo dijo sin dejar de mirarla. Miraba dentro de ella, y su cerebro se estaba recomponiendo, y ya no era el mismo de antes. No era como antes, porque ella sabía. Sabía . Sabía, y él la estaba mirando, la poseía, era bueno y amable—el hombre más amable que jamás había visto—y sostenía las dos manos de ella en una de las suyas, y estaba agazapado ante ella, en su consulta, en su espacio, y…

LA ESTABA MIRANDO

… aquellos ojos eran demasiado, había demasiado en ellos o tal vez había demasiados, y él la veía y ella lo veía a él, y era demasiado, demasiado, demasiado. No pudo evitarlo, tembló, apartó sus manos de él. No pudo evitarlo, no pudo.

Era demasiado amable, demasiado bueno, demasiado dulce, DEMASIADO, y no pudo evitarlo.

Gritó. 

Gritó. Se revolvió en su asiento para salir de él, empujándolo hacia atrás, tropezando y cayendo para escapar. Gritó, y apartó sus ojos de los de él. Gritó, y corrió.

***

Se escondió. Había un baño de señoras al final del pasillo de su consulta.  Había corrido a esconderse allí. Se escondió en uno de los retretes, con la puerta cerrada y los pies apoyados en el asiento, para estar lo más oculta posible.

No tenía reloj. No podía saber cuánto tiempo había permanecido allí escondida.

Cuando volvió a poner los pies en el suelo, le temblaban las piernas. Toda ella temblaba. Resultaba difícil andar. Cuando volvió a la sala de espera de su consulta, afuera estaba oscuro.

También estaba oscuro dentro. La puerta de su consulta estaba abierta, pero las luces no estaban encendidas.

Crowley había dicho que se quedaría. Había dicho que, si ella corría, él se quedaría hasta que regresara. Ahora entendía por qué.

Sus piernas temblorosas la llevaron hasta la puerta abierta. Se detuvo en el umbral. Miró dentro.

Crowley estaba sentado en su asiento habitual. Estaba estirado, con las piernas completamente extendidas, como un niño que llevaba demasiado tiempo sentado en un mismo sitio. La otra silla, su silla, había sido recolocada. Todo en la habitación parecía normal. Incluso Crowley parecía normal. 

Él giró la cabeza hacia ella. Ella tocó el interruptor para encender las luces. Vio lo preocupado que parecía.

Estaba esperando a que ella hablara.

—¿Sigue aquí? —preguntó, y su voz sonó ronca.

—No —dijo él, meneando la cabeza. Adoptó una postura un poco más erguida—. Pensamos que sería mejor que se fuera. Te pide disculpas.

Ella pensó en aquello.

—Te ha dejado una nota —Crowley señaló hacia su escritorio. Ella pudo ver, en efecto, una pequeña nota cuidadosamente doblada. La leería más tarde. Tal vez—. A veces se le va la mano. No era su intención asustarte.

Ella pensó en eso también.

—La he cagado —dijo él.

Tenía mucho en lo que pensar. 

—Pídemelo, y me iré —dijo, y lo decía en serio. Pero ella podía oír que le dolía.

—¿Qué es una conversión? —preguntó.

—Justo lo que te imaginas. —Crowley se encogió de hombros. Al parecer, en algún momento mientras ella no estaba, él había robado un bolígrafo de su escritorio. Estaba jugando con él. Estaba a punto de romperle el tapón—. Tomas a un humano complicado e inteligente y que tiene toda clase de creencias y sentimientos interesantes, y lo alisas todo. Bates su cerebro hasta que se une a la fila como se supone que debe hacer, y hace y piensa todas y cada una de las pequeñas cosas que se supone que debe hacer y pensar. Acaban siendo devotos y obedientes, e incluso están contentos de serlo.

Detectó el matiz en su voz cuando decía palabras como devotos y obedientes. Lo entendía.

—¿Me ha hecho eso a mí?

Él la miró fijamente. 

—Dímelo tú —dijo—. ¿Te sientes particularmente devota, obediente y feliz en este momento?

—No.

—¿Deseos repentinos de ingresar en un convento?

Ella frunció el ceño, pensando en ello.

—¿Debería hacerme católica?

Él no pudo evitar soltar una pequeña risita. Ella se dio cuenta de que empezaba a tener esperanzas de que no lo iba a echar.

—No, en serio —dijo—. ¿Debería empezar a ir a la iglesia?

—Quizá. No lo sé. ¿Quieres hacerlo?

—No.

—Entonces no lo hagas.

—¿Estoy condenada? —Era consciente de que debería sentirse más aterrorizada de hacer esa pregunta. Consideró esto como prueba de que se encontraba en estado de shock. Tenía sentido.

—¿De verdad quieres saberlo?

—No.

Él la observó durante un momento y ella se dio cuenta de que estaba decidiendo si creerla o no. 

—No puedo decirte si lo habrías estado o no, de no haberte cruzado conmigo. Aún eres muy joven, tienes mucho tiempo para inclinarte más hacia un lado u otro. Pero puedo decirte que tu situación ahora es diferente.

Intentó descifrar aquello. No lo consiguió. 

—Eso suena mal.

Él respiró hondo y pareció estar a punto de darle una mala noticia. La hizo sentirse un poco nerviosa y pensó, de nuevo, que su propia actitud resultaba inquietantemente plana. 

—Ya te lo he dicho, a Aziraphale a veces se le va la mano. Hace un tiempo, te di una bendición. No te diste cuenta, pero lo hice. Me apeteció. En fin. Entonces, hoy. Bueno. —Hizo un gesto, como de ups—. Aziraphale se sentía fatal. No creo que haya existido un humano tan bendecido como tú desde hace bastantes siglos.

—¿Estoy bendecida?

—Sí. —Hizo una pequeña mueca de dolor—. Creo que puede que también haya bendecido a tu árbol accidentalmente. Lo siento.

Miró hacia el arbolito que tenía en un rincón de su consulta, junto al escritorio. 

—Es falso —dijo.

—Ahora ya no —Hizo una mueca de dolor más pronunciada.

—No me voy a acordar de regarlo. —Probablemente, pensó ella, no era eso lo que debía preocuparla ahora mismo. Seguía de pie en la puerta de su consulta y decidió que ya había tenido bastante. Se acercó a su silla, la que estaba frente a Crowley, y se sentó. Se desplomó.

—Deberías saber —dijo él, con tono cauteloso— que es posible que empieces a ver cosas que no veías antes. Otros... seres, como Aziraphale y yo. Puede que te resulten perturbadores.

—¿Estoy en peligro?

—No. —Sonrió—. Has sido bendecida, lo que significa que ese lado te dejará tranquila.

—¿Ese lado?

—Ya sabes. —Hizo un gesto muy expresivo con las cejas. Señaló hacia arriba.

Ella se lo pensó un momento. 

—¿Qué pasa con, ya sabes, con tu lado?

Alguien que no estuviera en estado de shock se habría sentido muy extraño al decir aquello.

—Ah, bueno. —Volvió a acomodarse en su asiento, sentándose más erguido. Metió la mano en el bolsillo del forro de su chaqueta y sacó un trozo de papel. Era un papel prístino, doblado. Ella lo reconoció, lo reconoció de inmediato, y se asombró de lo impoluto que seguía estando—. ¿Reconoces esto? —le preguntó.

—Ajá. —Así era. Había reconocido esa hoja de papel, ese documento, a primera vista, incluso cuando estaba doblado.

—Esto es un contrato —dijo él. Lo desdobló y le echó un vistazo—. Tú lo firmaste. Es un contrato que aceptaste. Conmigo.

—Oh joder. 

Aquello captó la atención de Crowley, y ella vio cómo se tensaba. Supuso que estaba esperando a ver si volvía a maldecir compulsivamente. Cuando se aseguró de que no, meneó la cabeza.

—No te preocupes. Es completamente inocuo. Me aseguré de ello antes de dejarte firmarlo. Pero de todos modos… —Hizo un gesto con la cabeza—. Un contrato con alguien como yo es algo a lo que los demás le prestan atención. Les hace saber que no eres alguien con quien deban meterse, a menos que quieran hacerme enfadar. Y no quieren hacerme enfadar. Ahora no, en todo caso.

Lo de ahora no hizo que su discurso fuese menos tranquilizador de lo que quizá pretendía. Ella lo miró con el ceño fruncido, mientras él volvía a doblar el acuerdo de consentimiento informado y lo guardaba.

—De verdad, no pasa nada —dijo, intentándolo de nuevo—. Las posibilidades de que eso cambie durante tu vida son muy bajas.

No se le daba nada bien lo de tranquilizar.

Aubrey Thyme sintió que su mente comenzaba a entrar en calor. Le pareció que probablemente seguía en estado de shock, y supuso que aún lo estaría durante un buen rato. Pero cada vez le resultaba más fácil pensar, razonar y formular pensamientos, hipótesis e interrogantes. 

—¿Por qué no te tengo miedo? —preguntó. 

—No lo sé —dijo él, y realmente parecía no saberlo—. Eso no es muy bueno para mi reputación.

Ella pensó en aquello. Se sintió abrumada por todo en lo que tenía que pensar.

—Me alegro de que no me tengas miedo —dijo él.

La forma en la que dijo aquello le recordó a la imagen que a menudo tenía, cuando trabajaba con Crowley, del niño asustado y abandonado, el niño castigado por pedir lo mínimo que necesitaba para vivir, el niño que había sido maltratado y abandonado a su suerte. Esta imagen, de alguna manera, todavía le parecía adecuada y exacta, a pesar de todo lo que ahora sabía.

Ella sonrió. Le sonrió a él. Al mismo tiempo, sin embargo, su mente aún seguía entrando en calor. Se vio a sí misma más capaz de pensar. Se vio capaz de recordar mejor quién era, dónde estaba y qué estaba ocurriendo. Ahora entendía muchas cosas, y no entendía otras tantas. En muchos sentidos, se encontraba a la deriva y confusa. Pero si había algo que sabía, si había una sola cosa a la que todavía podía aferrarse, a la que podía agarrarse con fuerza para mantenerse segura, era esta: era una profesional.

Aubrey Thyme era una terapeuta profesional de la salud mental. Contaba con más de diez años de experiencia trabajando con supervivientes de traumas. Se tomaba sus responsabilidades profesionales en serio, y estaba obligada a cumplir con los requerimientos de su código ético profesional.

Su código ético profesional no estaba diseñado para contemplar las circunstancias en las que se encontraba en estos momentos. Pero, aun así, había sido diseñado para ser aplicable incluso en circunstancias imprevisibles, y ella se había formado en el uso de un procedimiento de toma de decisiones que le permitía aplicar sus normas generales incluso a los casos más inusuales. Eso era lo que tenía que hacer ahora.

Tenía el deber ético de ser profesional en sus interacciones con los clientes. Había fracasado: puede que no hubiera sido capaz de controlar su comportamiento antes, pero sus maldiciones a gritos distaban mucho de la profesionalidad que estaba obligada a ofrecer. Tenía el deber de mantener los límites adecuados con sus clientes. Puede que el código ético no pusiera como ejemplo que el compañero de vida preternatural de tu cliente te curara física y mentalmente, pero claramente eso contaba como una violación de los límites. Tenía el deber de centrar las interacciones con sus clientes en las necesidades terapéuticas de estos y, sin embargo, toda la conversación desde que había vuelto a su consulta se había centrado en sus propias necesidades, en lugar de en las de él. Tenía el deber de ejercer sólo dentro de su ámbito de competencia, y desde luego ahora estaba muy lejos de cualquier cosa que la hiciera sentirse competente.

Reflexionó sobre todo esto y pensó que solo podía sacarse una conclusión.

—Crowley… —Vaciló—. No creo que podamos seguir trabajando juntos.

—¿Qué? —Aquello le sorprendió. No se lo había esperado—. ¿Por qué?

—No sé cómo ayudarte.

—Claro que sabes —dijo él, y así lo creía—. Desde luego que sí.

Ella negó con la cabeza.

—No, mira…. —Siguió negando con la cabeza. Trató de centrar sus ideas—. Esto va… Esto va más allá de mi experiencia. Lo entiendes, ¿verdad? Esto es, definitivamente, algo para lo que no estoy formada.

—Te equivocas —dijo él y ella se dio cuenta de que su voz sonaba más espesa. Habría reflexionado más sobre lo que significaba aquel espesor, pero su mente estaba demasiado saturada.

—No, no. ¿No lo ves? Mira… —Ella no era capaz de recordar qué era lo que intentaba decir—. Mira, es que… Es solo que.. Verás, verás… —Inspiró fuerte y profundamente. Sintió que se le abrían mucho los ojos, que se le erizaba la piel. Le empezaron a doler las extremidades, porque le temblaban. Mierda, pensó, se me está pasando el shock.

—Aubrey, Aubrey —Crowley la estaba llamando. Se inclinó hacia adelante en su silla, pero permaneció sentado. Movió la cabeza, tratando de captar sus ojos, pero ella mantuvo la mirada apartada—. Aubrey. Estás bien. —Seguía intentando que le mirara, pero ella movía la cabeza de un lado a otro y no miraba a ninguna parte—. Quédate conmigo, Aubrey. Estás aquí, aquí mismo, no estás en ningún otro lugar —dijo. Extendió las manos hacia ella, de un modo que a ella le recordó a cómo el otro había agarrado las suyas. Aquello llamó su atención. Miró las manos de Crowley, las miró fijamente. No se acercaron a ella, simplemente permanecieron suspendidas en el aire, en el espacio que había entre ellos.

Sintió que sus pulmones empezaban a hiperventilar. Sintió que se le cerraba la garganta.

—Aubrey. Especia. No hagas esto. —Su voz sonaba suave e insistente. Intentaba traerla de vuelta. Seguía tratando de captar su mirada, y no lo estaba consiguiendo—. Habla conmigo, Aubrey. Háblame. Puedes hacerlo, ¿verdad?

Ella no creía poder hacerlo.

—Vamos. Mírame, al menos… —Entonces debió de ocurrírsele una idea. Se quitó las gafas de sol. Volvió a intentar captar su línea de visión—. Tú solo mírame. Tranquila. Tranquila. Mírame.

No estaba dando órdenes. No estaba suplicando. Estaba haciéndole una oferta. E incluso aunque ella estuviera hiperventilando, incluso aunque estuviera temblando, podía aceptar esa oferta. Lo miró a los ojos, a esos ojos expresivos, desnudos y asustados. Eran unos ojos que no podían ocultar el miedo que encerraban. Eran los ojos de alguien que estaba solo y asustado. Eran unos ojos que ella sabía que contenían necesidades desesperadas, necesidades que ella sabía cómo cubrir.

Eran la clase de ojos a los que ella podía mirar.

—Eso es, ya está —dijo él, haciendo un ligero gesto de asentimiento—. Estás bien, Especia. Estás bien. ¿Estás aquí conmigo? Mírame. Yo estoy aquí contigo.

Ya no hiperventilaba, pero tuvo que concentrarse para mantener su respiración lenta y profunda. Estaba intentando relajar sus extremidades. Aun así, tenía la suficiente agilidad mental para pensar que Crowley se había expresado de una forma extraña. ¿Aquí conmigo? ¿Dónde más iba a estar? ¿Por qué le preguntaría si estaba aquí?

Oh, pensó ella. Porque lo recordó. Porque recordó que eso era lo que ella le había dicho a él la primera vez que se vieron.

—Mira a tu alrededor. ¿Vale? —Él asentía, tranquilizador, dando su apoyo. Sus ojos seguían fijos en ella—. Busca algo. Busca algo y dime en voz alta lo que es.

Oh, pensó ella. De nuevo. Porque sabía lo que estaba haciendo.

Volvió la cabeza hacia un lado, solo un poco. Encontró, con la mirada, una caja de pañuelos.

—Una caja de pañuelos —dijo.

—Sí, de acuerdo. Descríbela.

Ella sonrió. Se estaba calmando. Estaba recuperando cierto equilibrio. Pero no sonreía por eso.

—Es una caja azul de la que sobresale un pañuelo blanco —dijo.

—Ajá. Vale. Una menos, quedan cuatro.

Ella se rio. No pudo evitarlo. Se encontraba mejor. Se encontraba mejor y Crowley, ese hijo de puta furioso, gruñón y petulante estaba intentando guiarla a través de la técnica de relajación que ella le había enseñado en su primera sesión. Cinco-cuatro-tres-dos-uno: describe cinco cosas que veas, cuatro que sientas, tres que oigas, dos que huelas y una que saborees. Él la recordaba y le estaba ayudando a utilizarla.

—No, está bien. No pasa nada —dijo ella—. Estoy mejor. —Lo estaba. Estaba muy cansada, pero también más tranquila.

—Vale —asintió él. Parecía asustado y diminuto. A ella le sorprendió lo frágil que podía ser, teniendo en cuenta todo lo que ahora sabía de él—. Vale —repitió, y se reclinó aún más en su silla.

—Gracias —dijo ella, y lo decía en serio. Ya se encontraba lo bastante bien como para darse cuenta de que él no había puesto los ojos en blanco, ni había resoplado, ni había expresado desagrado por su gratitud. Sencillamente lo había aceptado.

Progreso, pensó.

Aubrey Thyme pensó aquello, y sus ideas volvieron a centrarse en sus deberes éticos como terapeuta profesional. Pensó en los límites que habían traspasado hoy. Pensó en su falta de competencia. Pero también pensó en el ser roto y frágil que tenía delante. El código ético profesional que estaba obligada a seguir no solo dictaba cuándo y cómo prestar servicios a un cliente. También enunciaba una serie de valores fundamentales, valores que debían guiar una actuación correcta, incluso cuando las complicadas circunstancias no permitieran aplicar las normas más específicas de forma clara. Estos valores incluían la no-maleficencia, o el valor de no causar daño, y la beneficencia, el valor de trabajar para proporcionar beneficio.

Aubrey Thyme, como terapeuta profesional, tenía el deber de ayudar a quienes lo necesitaban. Tenía el deber de no hacer daño.

Aubrey Thyme consideraba que, si ponía fin a su relación terapéutica con Crowley, este tendría pocas opciones de seguir recibiendo tratamiento. Podría buscar otra persona atea, pero entonces se toparía con el mismo muro, una vez que el trabajo progresara hasta el punto de tener que ser sincero. Podría buscar un profesional que fuera religioso, pero imaginaba lo mal que saldría aquello. Lo más probable era que no hiciera ninguna de las dos cosas. A estas alturas de su relación, a Aubrey Thyme le gustaba pensar que conocía bastante bien a Crowley, incluso aunque ahora comprendiera lo mucho que no entendía de él. Creyó comprender exactamente lo que haría si dejaba de verle como cliente: nada. No haría nada. Se quedaría a la intemperie, solo y desamparado. Lo aceptaría como una condena a un tormento continuo.

Ella no haría eso. No rechazaría a Crowley. Sabía—o, al menos, vislumbraba—a ciencia cierta cuánto daño podría causarle un rechazo como ese, dado lo que ahora sabía.

—No pensaba con claridad, hace un momento —le dijo. Se sintió reconfortada por lo normal que sonaba su tono de voz a sus oídos—. Lo siento. Podemos seguir trabajando juntos.

Lo vio asentir. Fue un gesto pequeño y lento. Era la clase de gesto que decía: has estado a punto de hacerme daño. Entendió ese gesto.

—Pero vamos a tener que renegociar nuestros límites —dijo ella, tratando de pensar en todo lo que habría que hacer. Eran muchas cosas y estaba demasiado cansada—. Vamos a tener que hablar de muchas cosas. Voy a tener que pensar mucho en esto.

La parte de su mente que se dedicaba a resolver rompecabezas empezaba a ponerse en marcha. Ahora tenía muchos rompecabezas que resolver. 

—¿Crees que estarás lista la semana que viene? —preguntó él.

—Bueno… —No estaba segura—. Quedemos la semana que viene, pase lo que pase. Veremos en qué punto estoy. Seguiremos a partir de ahí.

—Vale —dijo. Por la forma en que lo dijo y la forma en la que empezó a moverse en su asiento, ella se dio cuenta de que estaba a punto de levantarse. Se estaba preparando para irse. Esto le llamó la atención: no sentía que estuviera bien. Había algo que no encajaba.

—Espera —dijo, alzando una mano para que se quedara quieto. Él volvió a acomodarse. Esperaría por ella, así que se dio un momento para ordenar sus ideas. Dejó que esa sensación de malestar se acumulara, hasta que cobró sentido para ella. Entonces volvió a mirarle—. Todavía no lo has hecho.

—¿Qué?

—Lo que has venido a hacer hoy. No me has dicho la verdad.

Él le lanzó una mirada, la clase de mirada que decía: ¿es en serio?

Lo era. 

—No lo has dicho. No me lo has contado. Dijiste que querías hacerlo bien, pero todavía no lo has hecho. No tendremos tiempo de procesarlo esta noche… estoy bastante segura de que a estas alturas ya se nos ha pasado la hora. Pero hoy has venido aquí para decirme algo, y creo que deberías hacerlo.

—Ah —dijo. Lo pensó y entonces pareció entenderlo.

—¿Te parece bien? —preguntó ella.

Él asintió.

—Vale. —Ella se sentó más erguida en su silla. Adoptó una postura apropiada para una profesional que estaba trabajando con un cliente. Hizo crujir su cuello y después le miró. Estaba lista.

Él también se sentó derecho y la miró a los ojos.

—Aubrey Thyme —dijo—, fui creado antes de la formación de la Tierra. Fui un ángel. Caí del cielo y me convertí en un demonio del Infierno. Soy la serpiente del Edén. Eso es lo que soy. Es lo que siempre seré. Soy un demonio.

Ella dejó que esas palabras quedaran suspendidas en el aire. Sonrió.

—Sí —dijo—. Gracias. Gracias por compartirlo conmigo. Significa mucho para mí que hayas querido contármelo. 

Lo dijo porque era verdad. Lo dijo, con la voz llena de empatía y compasión, porque era para lo que se había formado, porque era lo que su cliente necesitaba, porque así lo requería el momento. Lo dijo porque era terapeuta profesional, y este era su trabajo.

—Te veré la semana que viene —dijo ella.

Notes:

Infinitas gracias a LoreHappy por hacer de beta reader para este capítulo. <3

Chapter 5: Política de Cancelación

Summary:

Aubrey Thyme tiene otros clientes.

Chapter Text

Tiene tres mensajes nuevos. Primer mensaje. 

—¡Hola, Aubrey! Soy Sarah. Sarah Drivara. Sé que teníamos una sesión programada para dentro de unas horas, pero me ha surgido algo. ¡No te preocupes! Nada malo. En realidad… ¡En realidad, algo muy bueno! Odio tener que hacerte esto. Me siento fatal. De todos modos, la semana que viene estaré allí seguro. Bueno, ¡adiós!

Siguiente mensaje. 

—Aubrey, soy Matt. No voy a poder ir hoy. Entiendo tu política de cancelación, así que no te preocupes. Llámame si necesitas cualquier cosa. 

Siguiente mensaje.

—Dios mio, no me vas a creer. ¡De verdad que no! Escucha, ¡es un milagro, un auténtico milagro! Te lo juro, cuando te lo cuente no me vas a creer. Pero la cuestión es que no puedo estar allí hoy, no puedo ir. Tengo que cancelar. ¡Te veo la semana que viene! Oh, soy Maya. 

Fin de los mensajes nuevos.

Chapter 6: Estilos de Apego

Summary:

Aubrey Thyme y Crowley se encuentran por primera vez, después de que todo cambiara.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Quienes trabajan en profesiones asistenciales, como las terapeutas, comprenden los riesgos. Son susceptibles de sufrir agotamiento, de sufrir fatiga por compasión o trauma vicario, de sentirse desbordadas por la constante inundación de necesidades ajenas. Supone un riesgo, un riesgo constante, que la profesional está entrenada para guardar eternamente en el fondo de su mente: ¿hasta dónde puedo llegar sin hacerme daño?

Las terapeutas se ganan el pan convenciendo a personas rotas y desoladas de que deben cuidarse. Muchas de ellas reconocen la ironía del asunto.

Las psicoterapeutas especializadas en trauma corren especial riesgo. Se ganan el pan ayudando a expresar horrores inexpresables a quienes los han padecido. Sonríen, inspiran profundamente, lloran y alientan la paciencia, la resiliencia y la compasión por uno mismo, y todo ello mientras se enfrentan a inconcebibles relatos de crueldad y maltrato, lo peor que los seres humanos pueden hacerse unos a otros, las peores cosas que puede llegar a hacerse. Su trabajo consiste en mirar de frente al mal, reconocerlo, y encontrar la manera de trabajar con él.

Aubrey Thyme siempre había tenido un don para ello. 

Era una profesional y contaba con más de diez años de experiencia trabajando con casos de trauma severo. Sabía que diez años era mucho tiempo para una especialista en trauma. A lo largo de esos diez años, había visto cómo sus compañeros se alejaban y abandonaban, agotados y marchitos. Se cruzaba con ellos en congresos y veía cómo reían suavemente, sin que la sonrisa les llegase a los ojos, y musitaban que habían pasado página. Ella asentía y los reconfortaba. Decía que lo entendía. Pero en realidad no lo entendía, no del todo.

Aubrey Thyme siempre había sabido que era buena en su trabajo.

Hay trucos y técnicas que las especialistas en trauma utilizan para evitar o, al menos, para mantener a raya el trauma vicario durante el mayor tiempo posible. Es una simple cuestión de compartimentación. La especialista en trauma entrena a su mente para que se separe en múltiples compartimentos, para que los mantenga diferenciados, para que acceda a compartimentos particularmente conflictivos solo cuando sea profesional o personalmente apropiado. Los mantiene ocultos, a salvo, guarda todo el dolor y el horror y la bilis bajo llave, hasta que resulte seguro y apropiado liberarlos. 

Era un ejercicio de imaginación.

Aubrey Thyme se había entrenado para compartimentar imaginándose el fichero de una biblioteca. Entre sesiones, cerraba los ojos y lo visualizaba. Tenía 27 cajones, uno por cada letra del alfabeto. Su contenido estaba ordenado alfabéticamente. Imaginaba que pasaba sus dedos por los fríos tiradores metálicos que abrían los cajones. A diferencia de un fichero corriente, este tenía una cerradura para cada cajón. Se imaginaba el sonido que harían las llaves al girar dentro de la cerradura. Se imaginaba el gancho en la pared, donde colgaba un llavero con 27 llaves, una por cada cajón del fichero.

A ella le funcionaba.

Cuando lo necesitaba, cerraba los ojos y se imaginaba una tarjeta vacía. Tomaba un lápiz imaginario y escribía en esa tarjeta imaginaria lo que necesitaba compartimentar. Descolgaba el llavero del gancho, se desplazaba hasta el cajón apropiado, lo abría y archivaba la tarjeta. Sentía el frío polvoriento de todas las tarjetas archivadas, apiladas tan ordenadamente. Y después volvía a cerrar el cajón con llave y devolvía el llavero a su sitio. Y después seguía adelante.

Guardaba bajo llave los horrores que había oído, y solo accedía a ellos cuando los necesitaba. Accedía a ellos cuando los necesitaba y los ignoraba cuando ella lo necesitaba. Los aislaba, reprimía y silenciaba. Aubrey Thyme los podía controlar. 

Su sistema de catalogación se había vuelto más sofisticado e imaginativamente sólido con el paso del tiempo, aunque no había sufrido ninguna revisión importante desde hacía al menos cinco años. Ahora, sin embargo, sí la estaba sufriendo. Añadió un nuevo cajón, el número 28, que se apretujó entre la C y la D. Era el único que tenía más de una letra en su parte frontal. Decía: “Crowley”.

Allí lo guardaría todo. Todo lo que sabía, todo lo que sentía, todos sus recuerdos de los profundos ojos azules que había sentido como si la quemasen y la ahogasen, todos los temblores y la confusión que provenían de lo que era incapaz de dudar, todas las preguntas que le dolían de una forma visceral. Lo archivó todo. Lo cerró todo. Lo guardó allí, bajo llave, oculto y a salvo, y, por tanto, fuera de su camino. Aubrey Thyme era una profesional, al fin y al cabo, y su deber era asegurarse de que podía hacer su trabajo sin la incómoda intromisión de sus propios problemas personales. Así que los guardó bajo llave, los ocultó e hizo su trabajo.

Los dejaría salir cuando resultara seguro hacerlo. Por la noche, después de terminar su jornada laboral. Los fines de semana. En su tiempo libre, abriría el cajón y se permitiría sentir muchas cosas, pensar muchas cosas y responder de muchas maneras. Lo afrontaría, o al menos lo intentaría, o utilizaría todas las estrategias que tenía a su disposición para sobrellevarlo y encontrar una forma de vivir con ello.

Sabía que algunas de sus estrategias eran menos adaptativas que otras. Lo entendía. Lo aceptaba. Se daba por satisfecha, siempre y cuando los resultados fueran los deseados. Aubrey Thyme hacía lo que fuera necesario en lo personal, para asegurarse de que podía ser quien debía ser en lo profesional.

Aubrey Thyme era una superviviente. Era una superviviente y haría lo que tuviera que hacer para sobrevivir. Era una profesional, y le gustaba serlo, y por eso siempre había sobrevivido.

***

Faltaban veinticinco minutos para que comenzara su próxima sesión con Crowley. Decidió salir de su consulta. Su plan era salir fuera, ponerse al sol, cerrar los ojos, y visualizar las cerraduras y las llaves de su fichero. Su plan era dejar que el aire fresco aliviara ese dolor de cabeza del que no se había podido librar en todo el día. Ese había sido su plan, veinticinco minutos antes de empezar su sesión con Crowley, y por eso había abierto la puerta que daba a la sala de espera.

Abrió la puerta a la sala de espera, veinticinco minutos antes, y vio que él ya estaba allí.

—Llegas pronto —dijo, de pie en el umbral de la puerta, sintiéndose desorientada.

—No —dijo él, con templanza, sin inmutarse ante su presencia—. Sencillamente, no llego tarde.

Nunca antes había llegado pronto. Al menos, no que ella supiera.

Lo observó. Vio que estaba sentado. No estaba despatarrado, ni encorvado, ni reclinado, sino sentado , como cualquier ser humano normal. Sostenía en su regazo el ejemplar de Better Homes and Gardens que había ocupado la mesita de su sala de espera durante al menos tres años. Su cabeza estaba inclinada hacia abajo, como cabría esperar de alguien que está leyendo una revista. Ella no era capaz de creer que la estuviera leyendo de verdad.

Normalmente, cuando llevaba las gafas de sol, utilizaba las cejas y el ángulo de inclinación de su cabeza para compensar, para hacerle saber hacia dónde miraba. Lo hacía, al menos, cuando él quería que ella lo supiera. Aparentemente, ahora mismo no quería. Cabía la posibilidad de que hubiera desviado la mirada para observarla, pero no dio ninguna muestra de haberlo hecho. Parecía un humano leyendo una revista.

—Bueno —dijo ella, porque no se le ocurría nada más que decir—. Te veo en veinticinco minutos. 

Él no respondió. No había nada más que hacer al respecto. Volvió a entrar a su consulta y cerró la puerta de nuevo. 

Tenía que esperar veinticinco minutos. Hizo varias inspiraciones profundas. Se tragó dos aspirinas en seco. Se frotó las sienes. No estaba preparada, y no iba a estarlo, y él ya estaba allí, en su consulta, notablemente no-tarde.

Sobre su escritorio tenía un bloc de notas adhesivas. Se sentó y lo recogió. También tomó un bolígrafo, y se quedó varios minutos mirando la notita amarilla vacía. Se escribiría a sí misma un recordatorio. No el tipo de recordatorio que archivaba por orden alfabético y escondía para que no pudiera hacer daño. Sería el tipo de recordatorio que necesitaba que fuera real y tangible.

Escribió: Es una persona. 

Después, pegó la nota adhesiva en el interior del cajón de su escritorio. La guardaría allí, a buen recaudo. Allí estaría accesible siempre que la necesitara. Al sentarse en su silla durante una sesión, podría echarle un vistazo y recordar que estaba allí.

Cuando transcurrieron veinticinco minutos, se levantó, abrió la puerta y lo invitó a pasar.

***

—Normas básicas —dijo ella, una vez él hubo tomado asiento.

—¿Para qué? —preguntó él. Estaba sentado, de nuevo, y resultaba inquietante. Parecía estar incómodo.

—Para todo —dijo ella, señalando con un amplio gesto a la estancia—. Todo esto. 

—Ajá —dijo él, y asintió con la cabeza. Lo entendía. A ella le pareció ver que empezaba a reclinarse, a ponerse cómodo en su postura habitual, pero entonces se detuvo—. ¿Qué tienes en mente?

—Qué tal si empezamos contigo —dijo ella, porque había previsto aquella respuesta. Pero más allá de eso, no estaba segura. No estaba segura de lo que él iba a decir, de las reglas básicas que iba a necesitar o a considerar aceptables, de la forma en que la dinámica entre ellos iba a ser diferente o igual que antes. No se sentía preparada, detestaba no sentirse preparada y se estaba esforzando por ocultarlo.

—Ahora que sé lo que sé… —Dudó, perdió el ritmo. Se molestó consigo misma por caer en el eufemismo, y se molestó igualmente por no atreverse a reformularlo—. ¿Hay algo que creas que necesitas de mí?

—Bueno —dijo él, demasiado rápido como para haberse tomado en serio la pregunta—. Los exorcismos quedan totalmente descartados. 

Ella le puso mala cara. 

—Ni siquiera funcionan en este cuerpo, pero son realmente molestos.

—Te estás tomando esto a broma —dijo ella. 

—No, para nada —dijo él, con un suspiro, el tipo de suspiro que quería decir: sí que me lo estaba tomando a broma, pero ya paro. De nuevo, ella lo vio moverse un poco, como si quisiera echarse hacia atrás pero se contuviera de hacerlo—. Nada de agua bendita. No traigas agua bendita.

Ya no estaba bromeando, pero aquellas palabras la hicieron querer reírse. Aubrey Thyme no había tenido nunca ningún contacto, ni profesional ni personal, con el agua bendita. 

—Creo que me las arreglaré. 

—Hablo en serio —dijo él, y así lo parecía.

—Vale. Bien. —Otra cosa que archivar: el agua bendita era real y era una cosa seria—. ¿Qué más?

Él tamborileó con los dedos en el reposabrazos de su silla. Mostró una colección de caras de estoy pensando. 

—Oh… no digas su nombre.

—¿Él… Él tiene nombre?

—¿Eh?

—Ni siquiera sabía que tenía nombre.

—¡Pues claro que tiene nombre! ¿Quién no tiene nombre?

—Pensaba… pensaba que Él no lo tenía —Ella estaba confusa. Él parecía molesto—. Entonces, ¿cómo Lo llamo?

—No importa, mientras no digas su nombre. El Maligno, Príncipe de las Tinieblas, El Mega Cretino, lo que quieras. 

—Espera.

—¿Qué?

—¿Estás hablando de… —señaló hacia abajo— él?

Ahora él parecía confuso.

—¿De quién creías…?

Ella señaló hacia arriba. Crowley siguió la línea trazada por su dedo y después siseó: 

—Oh, por el amor del planeta Tierra —Se levantó las gafas lo suficiente como para frotarse los ojos, y meneó la cabeza—. No, Especia. No. Ella también tiene nombre, pero dudo que lo conozcas.

—¿Ella?

—Ajá. 

—En serio. ¿Ella?

—Sip.

—Mmh. —Aubrey Thyme reflexionó al respecto. Y después reflexionó un poco más. Se dio cuenta de que tenía mucho en que pensar, sobre todo dentro de sus capacidades profesionales—. Realmente trabajaste con Freud, ¿verdad?

—Ni se te ocurra —le advirtió él, frunciendo el ceño. Pero era un gesto amistoso—. Normas básicas.

—Vale. —Ella lo aceptó. Lo entendió. Reconoció que no debería haber soltado aquella pregunta—. De acuerdo. Volvamos al asunto. ¿Algo más?

Se encogió de hombros. Miró hacia un lado y luego volvió a mirarla a ella. Hizo que quedara muy claro que la estaba mirando a ella.

—¿Estás bien? —preguntó él. Lo preguntó como un amigo preocupado, pero él no era su amigo preocupado. Era su cliente. Lo preguntó como si ella no estuviera bien, como si ella fuese a decírselo si no lo estuviera. Pero no lo haría.

—Gracias por preocuparte —dijo ella, y sonrió. Lo dijo como una profesional y sonrió como una profesional, porque eso es lo que era—. ¿Alguna otra norma básica que necesites?

—Hmm —dijo, sonando pensativo e insatisfecho. Seguía mirándola. Daba la sensación, no de que la estuviera juzgando , sino de que estaba haciendo juicios sobre ella. No le gustaba—. ¿Cómo está el árbol?

Por supuesto que preguntaría por el árbol. Por supuesto que lo haría. El árbol era un condenado incordio. A Aubrey Thyme no le importaba lo más mínimo el árbol. No le importaban las plantas, ni profesional ni personalmente, y no tenía ningún interés en tratar de mantener vivos ni árboles, ni flores, ni enredaderas. Este árbol, en concreto, era una molestia tanto profesional como personal. Para ella, era el árbol de Aziraphale, no el suyo. Si Crowley pensaba igual, lo pagaría caro cuando inevitablemente terminase matándolo, y le costaría mucho trabajo convertirlo en una experiencia terapéutica valiosa para él.

—Parece que está bien —se limitó a decir.

—Estaría mejor si lo pusieras junto a la ventana —dijo él, e incluso señaló hacia la ventana, como si ella necesitase que le recordaran dónde estaba—. Donde está ahora no hay luz suficiente. 

Aquello le recordó que él era un jardinero, que le gustaban las plantas. Ella sabía que él tenía un jardín y sabía que estaba profundamente orgulloso de él. Sabía lo orgulloso que estaba de él, porque nunca lo mencionaba sin insultarlo.

—Lo tendré en cuenta —dijo, reprimiendo el deseo de lanzar el condenado árbol por la ventana—. Volviendo a nuestras normas básicas…

—Es que, sabes, me siento responsable —dijo él.

Ella quería que dejara de hablar del condenado árbol. Quería que dejara el tema. También quería volver a las normas básicas, porque tenía algunas cuestiones muy importantes que plantear. Pero, sobre todo, quería entender por qué la había interrumpido para decirle precisamente aquello. A estas alturas, sabía muy bien que Crowley casi nunca aceptaba ninguna responsabilidad.

—Está así por mi culpa, ¿verdad? —continuó él. Ladeó la cabeza y siguió mirándola, y ella cada vez estaba más irritada porque estaba sentado y no despatarrado—. Yo le hice eso. Es mi responsabilidad. La asumo.

Aubrey Thyme conocía su trabajo. Sabía exactamente cómo debía responder a lo que él le estaba diciendo. Sabía el paso terapéutico exacto que debía dar, teniendo en cuenta lo que él acababa de decir, la forma en que había enfatizado las palabras mi y asumo. Sabía que debía decir: No se trata del árbol, ¿verdad, Crowley? Debía ponerlo en el punto de mira. Debía hacerle reconocer que estaba hablando en clave. Pero no lo haría. No haría esa pregunta. Porque, entonces, sospechaba que él la pondría a ella en el punto de mira, y eso no podía permitirlo.

—Mi árbol —dijo ella—, mi responsabilidad.

Él no respondió, más allá de un chasquido hecho con la lengua. Por lo menos, al final se había deslizado un poco en la silla hasta quedar medio tumbado.

—Dime tus normas básicas, Aubrey Thyme.

Ella hizo una pausa para respirar profundamente. Cerró los ojos durante un instante para tomar la tarjeta donde había escrito El Condenado Árbol, guardarla donde correspondía, bajo llave, en su fichero, donde permanecería fuera de su vista hasta que tuviera el tiempo y la energía para ocuparse de ella. Tras diez años de experiencia, se le daba bien hacer esto. Podía hacerlo rápidamente, sin que pareciera que había hecho más que pestañear, y su cliente ni siquiera se enteraba. Aubrey Thyme era una profesional.

—Vale, Crowley —dijo, más que nada, para ganar tiempo—. Mira. Empecemos con esto… —No estaba segura. Sentía que se adentraba en terreno peligroso—. ¿Qué les hiciste a mis otros clientes?

Él alzó una ceja. Abrió la boca para hablar. Ella no recordaba si sus dientes siempre le habían parecido tan afilados.

—Nada malo —dijo él.

—Crowley. —Puede que ella se encontrara mal. Era una profesional.

—¡Nada malo! —repitió, con más énfasis—. Mira, la semana pasada no estabas en condiciones de ver a otros clientes. ¿Habrías preferido que se presentaran todos? Me ocupé de la situación.

—Eso es una violación de la ley federal —dijo ella, con intención, con sentimiento. Sintió que se le abrían las fosas nasales, que le temblaban los labios.

—¿Eso es lo que te importa? —Sonaba sorprendido—. Tampoco pasé por la aduana cuando vine hoy, ¿te preocupa eso también?

Ella no estaba apretando los dientes, sus dientes no rechinaban. Era una profesional y esto era importante.

—Deja en paz a mis otros clientes.

Algo pasó por el semblante de Crowley, una expresión rápida, algo parecido a la ira. Pero luego desapareció y su rostro volvió a estar en calma.

—No les hice daño, Aubrey. Nunca haría eso.

Ella tenía a su disposición varias respuestas posibles. Sin embargo, ninguna de ellas habría sido profesional. Ninguna de ellas tenía valor terapéutico.

—Normas básicas —dijo ella—, deja en paz a mis clientes.

Él también parecía tener varias respuestas disponibles. 

—Bien —dijo—, sin problema. No te preocupes.

Tres veces, advirtió ella. Él había aceptado tres veces.

—Gracias —dijo ella. Asintió con la cabeza. Se sentía demasiado cansada para sonreír. Su dolor de cabeza no había desaparecido.

Vio cómo él se mordía el interior de la mejilla, sin decir palabra. Comprendía que debería hablar con él, preguntarle cómo se sentía. Debería preguntarle por aquella expresión que había visto en su rostro. Debería admitir que se sentía insegura e incluso un poco asustada. Debería estar dispuesta a pronunciar la palabra demonio. Aubrey Thyme era muy capaz de reconocer las muchas cosas que debería estar haciendo.

—De acuerdo —dijo ella—. Una cosa más. ¿Te parece bien que hablemos de una última cosa?

—Vale —dijo él, aunque no lo decía de verdad. 

—Hace tres sesiones —comenzó ella. No se encontraba cómoda. Le temblaba el labio otra vez— le hiciste algo a mi reloj, ¿verdad?

A estas alturas, Aubrey Thyme ya conocía bastante bien a su cliente, Crowley. Sabía cómo observarlo. Sabía que pensaba mejor cuando podía moverse, que la actividad física despejaba su mente. Sabía que su alianza terapéutica era más sólida cuando él podía lanzarle insultos desenfadados. Y sabía que era más frágil cuando él se mostraba pausado, cuando se aquietaba, cuando permanecía silenciosamente tenso.

Durante la última semana, Aubrey Thyme había estado leyendo sobre herpetología. En aquel momento, nada de aquello le había parecido útil. Pero ahora, al observar a su cliente, Crowley, no podía evitar comparar la intensidad de su postura inmóvil con las imágenes y los vídeos que había visto.

—¿Y si lo hubiera hecho? —dijo él finalmente.

—Es inaceptable —dijo ella.

—¿Inaceptable? —repitió él, y había cierto tono en su voz, un tono que sonaba peligroso. Era un tono que había escuchado antes en su voz, y al que normalmente le habría prestado mucha atención. Normalmente habría hecho algo al respecto, se habría asegurado de que él fuera consciente de ello, le habría ayudado a gestionarlo. Pero no ahora, no tratándose de esto.

—Inaceptable —dijo ella, de nuevo, como un pisotón.

—No le hice nada a tu reloj —dijo él. Estaba enfadado. Ella veía que estaba enfadado. Le dolía la cabeza, estaba cansada y quería irse a casa para poder procesar las cosas, pero podía ver lo mucho que lo había enfadado. Y también podía oírlo, lo enfadado que sonaba, la forma en que había pronunciado las palabras a tu reloj, y aquello le hizo recordar que Crowley era un mentiroso.

—Deja que te lo pregunte de otro modo —dijo ella, entrecerrando los ojos, reflexionando—. ¿Me hiciste algo a mí, o a esta habitación o… a cualquier cosa, que nos llevase a pasar menos de un total de cincuenta minutos trabajando juntos hace tres sesiones?

—Eso no importa —dijo él.

—Sí que importa —dijo ella.

—No importa —repitió él, cómo si decirlo pudiera convertirlo en verdad. No podía.

—Has interferido en nuestro trabajo.

—No, no lo he hecho.

Estaba furiosa. Ella misma podía reconocer que estaba furiosa. Estaba furiosa, en medio de una sesión, con un cliente que también estaba furioso. Estaba violentamente furiosa, estaba rabiosa. Quería escupir y morder. Tenía ganas de romperle aquellos dientes demasiado afilados.

—Trabajamos en intervalos de cincuenta minutos, Crowley —dijo ella—. Eso es lo que acordamos, cuando llegaste aquí. Y tú has interferido con eso.

Le dolía la cabeza, estaba cansada y necesitaba procesar la situación, pero incluso una terapéuta cansada y dolorida es capaz de comprender la ira. Aubrey Thyme siempre había comprendido la ira. Al fin y al cabo, la ira era aquello de lo que se nutrían tantos supervivientes de traumas. Comprendía que la ira funciona como una máscara para otras emociones, emociones más profundas y vitales. La ira enmascara la vergüenza. Enmascara el miedo. Enmascara la tristeza. Tal vez Aubrey Thyme no se encontrara bien, pero comprendía que estaba furiosa, y comprendía que la ira funciona como una máscara para la vergüenza, el miedo y la tristeza.

Se negó a cuestionarse cuál de esas tres opciones enmascaraba su actual ira.

—Está bien —dijo, o más bien, escupió Crowley. La miró con desprecio, y no fue un gesto amistoso. Fue un gesto de enfado, porque él estaba tan furioso como ella. No, recapacitó: él estaba más furioso que ella. Estaba furioso porque la ira enmascara la vergüenza y el miedo y la tristeza. Estaba más furioso que ella, porque en ese instante él tenía mucho más que perder—. Lo capto —espetó de nuevo, se levantó del asiento, volvió a mirarla con despreció y, dando zancadas, salió de la consulta hecho una furia. Se había ido. Se había marchado, en mitad de una sesión, y su consulta estaba vacía.

Un segundo.

Permaneció sentada, frente al asiento vacío, con todo el cuerpo temblándole.

Dos segundos.

Tomó aire.

Tres segundos.

Decidió que, si no regresaba en quince minutos, le llamaría.

Cuatro segundos, y estaba de vuelta.

Volvió a entrar en la habitación con la misma energía explosiva con la que había salido. Volvió a sentarse, encorvado, con las manos juntas entre las rodillas. No la miraba a ella. En su lugar, miraba al suelo que los separaba.

Ella hizo cálculos. Cuatro segundos le pareció tiempo suficiente para llegar hasta el límite de su sala de espera y volver. Sin embargo, no le pareció tiempo suficiente para salir corriendo, detenerse a pensárselo mejor y volver. No había tenido que pensarlo. No había pensado ir más lejos de lo necesario para probar su teoría. Simplemente había sido una prueba, un ensayo. No era una prueba para ver si podía marcharse , ella estaba segura de que no necesitaba práctica para hacer eso. Se había ido, y luego se había dado la vuelta, y había comprobado si podía volver.

Estaba furioso. Ella estaba furiosa. Ella había calificado su comportamiento de inaceptable. Y, aun así, él había sido capaz de volver.

A estas alturas de su relación, se les daba muy bien sentarse en silencio el uno con el otro. Hacía mucho que ya no resultaba incómodo. Ambos tenían gran experiencia en estar acompañados de la respiración del otro. Podían permanecer sentados juntos, en silencio, mientras se calmaban.

—Me alegra que hayas vuelto —dijo ella. Era cierto.

Él no respondió. Seguía mirando al suelo que había entre ellos. Estaba quieto, pero no como antes. Aquella tensa ansiedad había desaparecido. Había cierta calma en su quietud. Aspiró con los dientes, como si estuviera pensando.

—Probablemente aún no estaba lista para esto —dijo ella. Pensó en añadir un lo siento, pero decidió no hacerlo. Ahora no era el momento de presionarle. Ya lo había hecho, y no había sido muy cuidadosa al respecto. No era eso lo que ninguno de los dos necesitaba, ahora mismo no. Lo que ambos necesitaban ahora mismo era algo completamente distinto.

—¿Te he contado alguna vez —preguntó él, con cautela— cómo nos conocimos Aziraphale y yo?

Ella sonrió. No pudo evitarlo: su forma de decirlo había sido encantadora. No había dicho: deja que te cuente… No había dicho: deberías saber… No había dicho: realmente quiero decirte esto… En cambio, lo había expresado de una forma desenfadada, con esas palabras que se utilizan para una anécdota entre amigos, como la historia que uno cuenta y vuelve a contar en su bar favorito. Había elegido esas palabras, a pesar de que era absolutamente imposible que ninguno de los dos creyera que él le hubiera contado antes cómo se habían conocido. Había elegido esas palabras porque entendió que era lo que ambos necesitaban.

—No —dijo ella, sin dejar de ofrecer su sonrisa—. Me parece que nunca lo has hecho. Me encantaría escucharlo.

—Vale —dijo él. La miró y le devolvió la sonrisa. Se echó hacia atrás por primera vez aquel día, y ella lo observó despatarrarse en su silla como si nunca hubiera aprendido lo que significaba sentarse—. Esto fue justo después de lo de la manzana —dijo él, a modo de comienzo, y después continuó.

Era una buena historia; dulce, por la forma en que la contaba, aunque no estaba narrada con refinamiento. Aubrey Thyme se dio cuenta de que, muy posiblemente, esta era la primera vez que se la contaba a alguien. Pensó en ello, se preguntó cómo se sentirían seis mil años de reprimir todas tus historias. Se preguntó cómo sería la versión de Aziraphale. Se preguntó todo esto, pero también escuchó. Le dedicó su atención. Le dolía la cabeza, estaba cansada y necesitaba desesperadamente procesarlo todo, pero podía dedicarle su atención. Esta historia era importante para él, y era algo que ella podía valorar, por su bien.

Durante el resto de la sesión, él se dedicó a contar historias. Eran historias reales, historias sobre él, sobre Aziraphale. Eran, todas ellas, historias fáciles. No había dolor… o, si lo había, él se lo saltaba. Más adelante tendría que contar historias difíciles. Tendría que contar historias llenas de dolor y crueldad, y ambos tendrían que hacer una labor terapéutica con ellas. Pero estas historias eran distintas. No harían una labor terapéutica con ellas, la harían a través de ellas. 

Crowley le contaba historias, y así fue como ambos aprendieron a habitar su nueva normalidad.

Notes:

Mil gracias a LoreHappy por revisar y beta readear estos dos capítulos <3

Chapter 7: Relaciones Duales

Summary:

Aubrey Thyme necesita enfrentarse a sus propios demonios.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

—Vale. De acuerdo. —Ella miró el bloc de notas que sostenía sobre su regazo. Tenía un bolígrafo en la mano para poder tomar apuntes—. Ten un poco de paciencia conmigo. Estoy intentando encontrarle el sentido a todo esto. 

—Tómate tu tiempo —dijo él, desganado y algo aburrido. Estaba recostado en su asiento, mirando al techo. Su postura habría complacido a Freud.

—Perdiste al Anticristo.

Las monjas perdieron al Anticristo, por lo que yo sé. 

—¿Cómo se puede perder a un Anticristo?

—Mm, tendrás que preguntárselo a las monjas.

—Tenías al Anticristo.

—En una cesta. En el asiento trasero del coche.

—Entregaste al Anticristo.

—Yo mismo lo puse en manos de la monja.

—Y luego lo perdiste.

—Las monjas lo perdieron.

—¿Y cómo lo perdieron las monjas?

—Yo podría haber hecho más, supongo. —Ella lo entendió: puesto que ya había responsabilizado a las monjas, ahora era seguro para él reconocer su propio papel en todo aquello—. Debería haberme quedado allí todo el tiempo. Podría haberme hecho pasar por un médico y entregárselo yo mismo a los padres adecuados. Es lo que habría hecho un demonio como Dios manda.

Desde hacía ya varias semanas, habían estado trabajando en la narrativa del trauma de Crowley. El proceso era lento, en ocasiones frustrante y siempre francamente confuso. Él insistía en que todo aquello era cierto y, la mayor parte del tiempo, ella le creía. Insistía en que todo aquello había ocurrido durante sus años de vida, que ella debió de ser consciente de parte de ello en su momento. Pero ella no podía recordarlo; al parecer, casi nadie podía. Él no mentía, pero era mucho que asimilar.

Durante la mayor parte del tiempo que habían pasado trabajando juntos, Aubrey Thyme había supuesto que la narrativa de su trauma se centraría en un único suceso, un incendio que había durado, a lo sumo, unas pocas horas. Sin embargo, cuanto más hablaba Crowley, más se daba cuenta de que se trataba de algo mucho más complejo. Hubo una semana entera de acontecimientos que podrían haber constituido, todos ellos por separado, traumas significativos, con once años de preparación previa. Había sido literalmente el fin del mundo y Crowley había interpretado un papel estelar en él, y algo así no era fácil de vivir.

A veces, echaba la vista atrás y repasaba sus viejas notas, de antes de saber lo que ahora sabía. Empezaba a darse cuenta de lo poco que él había mentido en realidad.

Le habían puesto título al libro que estaban escribiendo, como forma de ayudarle a procesar su narrativa del trauma. El primer borrador de Crowley para el título había sido "La semana terrible, horrible, nada buena, muy mala de Anthony". Ella le sugirió que lo intentara de nuevo. Su segundo intento fue “El amargo filo sobre el que nos tambaleamos". Así que ella le instó a intentarlo por tercera vez.

Cuanto más trabajaban en el libro, más reconocía Aubrey Thyme el patrón en cómo Crowley describía las cosas. Oscilaba entre lo infantil y lo sublime. O bien proponía las más inmaduras y simplistas descripciones de las cosas, o bien incurría, sin aparente dificultad, en verdadera poesía. En una ocasión, ella bromeó diciendo que suponía que Shakespeare había sido su seudónimo, y a él no le hizo ninguna gracia. Les costó trabajo, a ambos, encontrar una forma de expresión que fuese a la vez directa y descriptiva.

El título que acordaron finalmente fue “Cuando el mundo no acabó”.

Una vez establecido el título, pasaron al índice. El índice del libro de Crowley era:

  1. Un Honor No Deseado
  2. Once Años Juntos
  3. No Hay Perro
  4. No Hay Pistas
  5. La Glorieta
  6. Un Gran Desastre
  7. El Incendio
  8. Después del Incendio
  9. Mi Bentley
  10. El Niño Está Bien
  11. [Censurado]
  12. El Ritz
  13. Jubilación

Era más largo de lo que normalmente a ella le gustaba que fuera una narrativa del trauma. En su opinión, cinco capítulos habrían sido mejor, pero tuvo que admitir que había más de cinco capítulos de acontecimientos significativos que él debía describir. Al principio, había dado por hecho que Crowley había añadido un capítulo censurado solo para asegurarse de que hubiera 13 capítulos en total. Sin embargo, él le había asegurado que existía un capítulo real que debía estar ahí, que le importaba mucho y que no podía compartirlo con ella. Le había asegurado que era una cuestión de vida o muerte que no se lo dijera a nadie, especialmente a un ser humano, especialmente a un ser humano que ambas partes supieran que estaba relacionado con él. Le había asegurado que, si no pusiera en peligro su seguridad, la de Aziraphale y la suya propia, le diría de qué se trataba.

Ella le creyó. No insistió. Había archivado esas afirmaciones en su lugar correspondiente en el catálogo de tarjetas, y no le prestó atención a nada de lo que pudiera sentir respecto al razonamiento que él le había dado. 

Seguía teniendo dolores de cabeza constantemente. Consumía demasiadas aspirinas. Se encontraba demasiado cansada. Odiaba su árbol. Se lo guardaba todo para ella, por supuesto. Lo archivaba todo. Se permitía lidiar con la situación en su tiempo libre y se aseguraba de que su forma de hacerlo no interfiriera con sus responsabilidades profesionales. Estaba recuperando su capacidad de concentración en el trabajo, a pesar de los dolores y el agotamiento.

Aubrey Thyme hacía su trabajo.

—Vale, espera —Dejó su bolígrafo sobre el bloc de notas. De esta manera indicaba que iban a salirse por la tangente—. Creo que tenemos que hablar de esto.

—Ajá —dijo él, resignado, no de acuerdo.

—Como Dios manda —repitió ella, aunque probablemente debería haber repetido la frase completa que él había usado. Pero no lo iba a hacer.

—Eso he dicho.

—¿No eres… como Dios manda?

Él ladeó la cabeza para poder mirarla.

—¿Tú qué crees?

Ella sabía lo que creía. 

—Te lo estoy preguntando a tí.

—Pues claro que no soy un demonio como Dios manda.

—¿Y cómo te hace sentir eso?

Emitió un gruñido complicado, de varias notas.

—Todo eso, ¿eh? —dijo ella, con sequedad—. Probemos con esto. Llévame al momento en que descubriste que el Anticristo había desaparecido.

Lanzó otro gruñido igual de complicado.

—¿En qué pensabas en ese momento?

—Pensaba: estamos todos jodidos, vamos a morir, se acaba el mundo.

—Ya. Sí. —Aquello no era una sorpresa. Aquello, según había aprendido ella mientras trabajaban en el libro, era una distracción, una táctica dilatoria—. ¿Qué pensabas sobre ti mismo?

—Pensaba muchas cosas.

—Pues vamos a oirlas.

—Claro que ahora que ya ha pasado todo, creo que todo ocurrió exactamente como Ella quería.

Le había preguntado por sus pensamientos en aquel momento, y él no le había dado eso, pero también estaba muy interesada en cualquier referencia que él hiciera sobre Ella. Resultaba irritante lo bien que se le daba ofrecer distracciones.

—¿Eso es bueno?

Él reflexionó al respecto.

—No estoy seguro. No sabría decir. —Sus labios se curvaron ligeramente hacia abajo. Se echó hacia atrás para volver a mirar al techo—. O, en fin, es Ella, así que claro que es bueno, no podría ser de otra manera.

—¿De verdad lo crees? —preguntó ella, porque estaba sorprendida. Porque no podía creer que Crowley, precisamente Crowley, hubiera empezado a sonar un poco deslumbrado.

—Mm —dijo él. Ella decidió que no iba a insistir. Ahora no.

—En aquel momento. El día de… —Hizo una pausa para comprobar sus notas— ¿la fiesta de cumpleaños? Te enteraste de que el Anticristo había desaparecido. ¿Qué pensaste de ti mismo?

—Pensé… —empezó a decir. Seguía mirando al techo, no a ella, pero ella podía ver cómo movía la mandíbula. Vio cómo los dedos de sus manos se curvaban hacia dentro, cómo sus uñas arañaban la tela de los reposabrazos de su silla. Estaba preparándose para ser sincero. Para él, siempre era un proceso físico—. Pensé —repitió, antes de continuar. Hablaba en voz baja— que arruino todo lo que toco.

Ella dejó escapar un gran suspiro, cómo si le hubiesen dado un puñetazo. Así era como imaginaba que él debía sentirse al decir aquello en voz alta.

—Au —dijo.

—Mm —dijo él, o más bien murmuró, cómo si pudiera desdecirse de la sinceridad que acababa de mostrar. Levantó una mano e hizo un ademán, cómo intentando borrar sus palabras del aire que le rodeaba. 

—Duele pensar cosas así —dijo ella, porque era cierto, porque a menudo los clientes como Crowley necesitaban que les recordaran cosas que eran ciertas—. Pero el hecho de que lo pensemos no lo convierte en verdad.

Él no respondió.

—¿Es verdad? —preguntó ella. Quería oírle dar la respuesta, la verdadera respuesta. Quería que él se oyese a sí mismo dando la respuesta.

—Eh… —dijo él. Hizo otro ademán con la mano, cómo si ahora fuera su pregunta la que quisiera borrar del aire que le rodeaba.

—Escala del uno al diez —insistió ella—. ¿Cómo de cierto es que arruinas todo lo que tocas?

Permaneció quieto y callado, con la cabeza mirando hacia arriba, durante diez segundos. Después respiró profundamente y se recolocó. Adoptó una posición algo más erguida, su postura habitual. Ella vio que en su rostro se reflejaba una emoción profunda, como de preocupación. La estaba mirando.

—Del uno al diez —repitió ella, en voz baja. Le dolía la cabeza.

—Puedes demostrar que me equivoco, sabes.

 Lo dijo como si estuviera implorando.

—Aziraphale —respondió ella, rápida y decidida. Demasiado rápida y decidida. Debería haberle presionado una vez más para que le dijera qué lugar ocupaba su creencia en la escala. No debería haber mordido el anzuelo, no debería haber aceptado su prueba. Pero la expresión de su rostro la estaba haciendo sentirse muy cansada, o algo parecido, y no quería pensar por qué él había dicho lo que había dicho, qué podía significar, qué intentaba hacerle entender. No había nada que él pudiera estar diciendo que ella necesitara entender.

—Él no cuenta.

—Por supuesto que cuenta —dijo ella, permitiéndose ahora sentirse más molesta que cansada—. No puedes descartar pruebas solo porque vayan en contra de tu hipótesis.

Él le sonrió. Era una sonrisa triste. Era una sonrisa cargada de significado o, al menos, una sonrisa que él parecía querer cargar de significado. Ella se negó a explorar ese significado. No podía permitírselo. 

Aubrey Thyme era una profesional. También era humana, y estaba pasando por un mal momento personal. Dedicaba mucho tiempo a lidiar con su situación cuando estaba en casa, en su tiempo libre, pero no en el trabajo. No dejaba que su manera de hacer frente a las cosas interfiriera con sus responsabilidades profesionales. Era cuidadosa . Tenía todo bajo control. Por lo tanto, no había nada que su cliente, Crowley, pudiera estar tratando de decirle. No había nada que él pudiera saber sobre su vida personal de lo que pudiera estar tratando de hablarle con esa puta sonrisa triste suya. No había nada que decir.

—No es demasiado tarde, Especia —dijo él, y hablaba en voz baja y estaba triste, y ella necesitaba estar sola para poder gestionar la situación, porque él estaba provocando que ella necesitara hacerlo—. Demuéstrame que me equivoco —imploró.

***

—Creo que hoy deberíamos hacer algo diferente —dijo él, sentándose. Lo dijo en un tono confiado y casual que le hizo comprender que era algo que había planeado.

—¿Y de qué se trata? —preguntó ella, dispuesta a seguirle la corriente.

—Creo que deberías hacerme una prueba. —Asintió, satisfecho con su plan, y golpeó con las manos los reposabrazos de su silla—. Alcoholismo. Hazme una prueba de alcoholismo.

—¿En serio? —Estaba sorprendida. Habían hablado de su consumo de alcohol en el pasado, y él había dejado muy claro que estaba satisfecho con sus hábitos—. ¿Ha cambiado algo últimamente, o…?

—Bueno, ya sabes, mejor prevenir que curar —dijo él, asintiendo con un gesto de cabeza demasiado casual—. ¿No es el alcoholismo una respuesta bastante común a las experiencias traumáticas? Eso es lo que he leído, al menos.

Anthony J. Crowley, ese hijo de puta petulante e infantil, la rebeldía encarnada, estaba sentado frente a ella y acababa de admitir que había estado leyendo. Ella apretó la lengua contra los dientes, observándolo mientras él la observaba.

Aubrey Thyme no quería examinarle de trastorno por consumo de alcohol. Aubrey Thyme no quería examinar a nadie de trastorno por consumo de alcohol. Aubrey Thyme no quería pensar en el trastorno por consumo de alcohol.

—Vamos —dijo él, y había algo subyacente en su tono—. Será divertido.

No iba a ser divertido. Las pruebas de detección de trastornos por consumo de alcohol no son divertidas. Nadie pensaba que fueran divertidas. Por la forma en la que lo dijo, ciertamente él no esperaba que fuera divertido. Lo dijo como un desafío, o tal vez como una burla. A ella no le gustó aquello.

—Está bien —dijo. Cruzó una pierna sobre la otra, revolviéndose en su asiento, y apoyó la barbilla en la mano. Él había ganado—. ¿Cuántas noches a la semana bebes?

—Mm —dijo él, como si no estuviera satisfecho con la pregunta, como si no fuera exactamente lo que había pedido. Daba la sensación de que su plan no estaba saliendo como él quería. A ella no le gustaba que tuviera un plan—. ¿No deberías tener una lista de comprobación o algo así? 

—Eso viene más adelante.

—No, de verdad me gustaría que tuviéramos una lista. —Chasqueó la lengua contra los dientes varias veces, como si estuviera pensando, y empezó a girar la cabeza para buscar en la consulta—. Seguro que una persona tan devota como tú tiene una biblia por aquí… 

Ella alzó una ceja.

—¡Ah! ¡Ahí está! —exclamó él, aparentemente encontrando lo que quería. Se levantó de su asiento de un salto que, de alguna manera, le hizo erguirse completamente, y se dirigió a la estantería que había junto a su escritorio. A ella no le gustaba que interactuara con su estantería, ni con sus libros; ni con ninguna de sus cosas, en realidad, pero no hizo nada para impedirlo. Él extendió la mano y sacó de la estantería el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, 5ª edición.

El DSM, por sus siglas en inglés, no proporciona una forma de evaluar el trastorno por consumo de alcohol. Había muchas herramientas de diagnóstico disponibles, y ella podría haberle indicado dónde guardaba las que ella utilizaba, pero no lo hizo. Este era su plan, su juego, así que le dejaría jugar con sus reglas.

—Vale —dijo él, sentándose de nuevo, con el DSM en su regazo. Empezó a hojearlo—. Alcohol… alcohol… —Frunció el ceño y alzó la vista hacia ella—. ¿Cómo es que esto no está por orden alfabético?

Ella soltó una carcajada.

—Página ochenta y cuatro. Está por ahí.

Él asintió y pasó a esa página.

—”Trastornos relacionados con sustancias y trastornos adictivos” —leyó el título—. Parece que es esto, ¿no?

Ella pudo ver que él empezaba a leer la página. A este paso le llevaría todo el dia encontrar lo que quería. Ella extendió una mano.

—Déjame a mí.

—No —dijo él, y atrajo el DSM hacia sí. Este era su juego, y lo iba a jugar con sus reglas—. Yo lo encuentro.

—Estás en otra página. Tú solo busca el título: Trastorno por consumo de alcohol.

—Mm —dijo él mientras seguía su consejo—. ¡Aquí está! “Trastornos relacionados con el alcohol”. Trastorno por consumo de alcohol, justo debajo. Me pregunto por qué no lo llaman simplemente alcoholismo. 

Ella se encogió de hombros. Había razones. Pero era consciente de que a él en realidad no le interesaban.

—Vale —dijo él, acomodándose con el grueso libro en su regazo. Ella no podía concebir que resultase agradable leer un texto tan técnico llevando gafas de sol—. “Criterios diagnósticos” —leyó, y luego levantó la vista hacia ella, para ver si estaba prestando atención. 

Ella hizo ver que sí que prestaba atención. También hizo ver que esto no le hacía gracia.

—”Un patrón problemático de consumo de alcohol que provoca un deterioro o malestar clínicamente significativo y que se manifiesta al menos por dos de los hechos siguientes en un plazo de 12 meses…” —Hizo una pausa. Alzó la vista para mirarla—. Así que buscamos al menos dos problemas en el último año.

—Problemas clínicamente significativos —matizó ella.

—Mm —dijo él, sonando insatisfecho. Retomó la lectura—. “Uno. Se consume alcohol con frecuencia en cantidades superiores o durante un tiempo más prolongado del previsto”. —Levantó la vista hacia ella.

—¿Y bien?

—¿Cómo crees que sería? —preguntó él. Lo preguntó cómo si quisiera que ella se lo imaginara, y a ella no le hizo ninguna gracia.

—Dímelo tú —dijo ella.

Él siguió mirándola durante unos segundos más, pero no respondió. Volvió a centrarse en el libro.

—”Dos. Existe un deseo persistente o esfuerzos fracasados de abandonar o controlar el consumo de alcohol”. Esta no es relevante —sentenció sin siquiera hacer una pausa, como si se tratara de algo obvio—. “Tres. Se invierte mucho tiempo en actividades necesarias para conseguir alcohol, consumirlo o recuperarse de sus efectos”. Bueno, esta. Esta es interesante, ¿no te parece? —Volvió a mirarla. 

—¿Por qué lo dices? —preguntó ella.

—¿Qué crees que cuenta como “mucho tiempo”?

—¿Qué crees tú?

—¿Yo cómo voy a saberlo? —preguntó, y había una inocencia fingida en la pregunta que hizo que a ella se le pusieran los pelos de punta—. Necesitaría una referencia, ¿no? No puedes saber si inviertes mucho tiempo en algo, a menos que sepas cuánto tiempo invierten en ello los demás, ¿verdad?

Ella no respondió. Seguía con la cabeza apoyada en la mano. Seguía sin hacerle ninguna gracia.

—Así que dame una referencia, Especia. —Inclinó levemente la cabeza para indicar lo atentamente que la estaba mirando—. ¿Qué me dices de ti? —preguntó, y lo dijo como si fuera una idea que se le acabara de ocurrir. Claramente no lo era, y la estaba cabreando—. Dime cuánto tiempo inviertes en… “actividades necesarias para conseguir alcohol, consumirlo o recuperarte de sus efectos.”

Ella no respondió.

—Solo para poder hacer la comparación —dijo él, tranquilo y calmado. Demasiado tranquilo y calmado—. Eso es todo.

¿No se metía la gente siempre en líos por jugar según las reglas de un demonio? ¿No debería haberse dado cuenta mucho antes?

—¿De qué va esto? —preguntó, y su voz se ensombreció. Se recolocó en su asiento, sentándose más erguida. Estaba preparada para atacar si era necesario. 

—Estamos comprobando si he desarrollado un trastorno por consumo de alcohol, ¿no? —Su voz resultaba tan sencilla, tan acaramelada e inocente, y su expresión tan cándida, como si no ocultara nada, como si no hubiera nada bajo la superficie, como si no la estuviera desafiando a darse cuenta de lo que realmente estaba haciendo—. Forma parte de tus deberes profesionales, ¿verdad? Asegurarte de que tu cliente no ha desarrollado tendencias autodestructivas.

—¿De qué va esto, Anthony? —insistió ella, ensombreciéndose aún más. 

No dejaba de mirarla. La miraba fijamente. Su mandíbula se movía, y ella reconoció la forma en que se movía, porque así era como solía hacerlo cuando él no podía decirle la verdad, cuando había demasiadas cosas que no se estaban diciendo, cuando él navegaba entre conversaciones que en realidad no podían mantener.

—Dímelo tú.

Él vertió esas palabras en el espacio que los separaba, profundas y densas, y la hirieron como si fueran cizallas cortando un alambre demasiado tenso. La sintió. Sintió cómo brotaba una ira ardiente que había estado ignorando, negando, ocultando desde que él mencionó por primera vez el alcoholismo. Respiró con los dientes apretados y sintió ganas de lanzar una mueca de desprecio.

—¿Me estás vigilando? —preguntó… no, acusó.

—¿Qué? —Parecía sorprendido, y era menos de lo que se merecía.

—¿Me estás siguiendo?

—Por supuesto que no —dijo él, y tuvo la osadía de mirarla con recelo, de parecer que era ella la que le había ofendido a él

—Mentira —dijo ella—. Y una mierda. Lo que sea que creas que estás haciendo, no tienes derecho.

—¿Lo que creo que estoy haciendo? —repitió. 

—Se llama acoso . —Sintió ganas de gruñir—. Es una completa violación. Es…

La cortó con una risa profunda y sorprendida. Se rió. Se rió de ella. Meneó la cabeza, con aquella risa, una risa que decía: no me puedo creer que seas tan idiota. Y fue precisamente el tipo de risa que hizo que las palabras sal de mi consulta y no vuelvas nunca aparecieran en sus labios… pero antes de que ella pudiera soltarlas, él se estaba quitando las gafas de sol. Se quitó las gafas y la miró a los ojos, y su mirada desprendía una amabilidad, una dulzura que le hizo darse cuenta de que había malinterpretado su risa. 

—No te estoy acosando, Aubrey —dijo él, y estaba siendo sincero. Era el tipo de sinceridad que resultaba reconfortante, estabilizadora. Ella lo odiaba. Odiaba que funcionara.

Se echó un poco hacia atrás en el asiento. 

—Nunca lo haría. —Él cerró el DSM en su regazo; su interés en él se había disuelto por completo. Lo arrojó sobre la mesilla que había junto a su silla—. Sería una completa violación, tienes razón. Y por eso nunca lo haría.

Ella debía admitir que sabía eso de él.

—Es solo que… ¿no lo entiendes? —Desvió la mirada hacia un lado, cómo si intentara pensar. Luego se volvió hacia ella y se inclinó hacia delante en su silla—. Puede que esté jubilado, pero tengo más de seis mil años de experiencia a mis espaldas, Aubrey.

Hizo una pausa para darle la oportunidad de responder. Ella no respondió.

—Yo inventé las tendencias autodestructivas de la humanidad. ¿Crees que no sé reconocerlas?

Sintió aquello como una herida, y se esforzó por que no se notara. 

—¿Crees que no me doy cuenta de cuando las inspiro? 

Él estaba esperando, otra vez, a que ella respondiera. Ella tomó aire, profundamente, y luego exhaló. Estaba muy cansada, le dolía la cabeza y necesitaba lidiar con la situación, y eso era exactamente en lo que él la estaba obligando a pensar.

—Crowley —dijo, suave pero firme. La buena noticia era que tenía un guión a seguir para este tipo de cosas. Nunca había vivido esto, concretamente, pero se le acercaba lo suficiente. Podía seguir el guión—. Gracias por tu preocupación. La relación que hay entre nosotros es muy importante, y me tomo tu preocupación como una muestra de lo mucho que te importa el trabajo que hacemos aquí. Y dejémoslo muy claro, nuestra relación es profesional.

—Sí —asintió él, completamente de acuerdo—. Así es. Esto es profesional.

Aquello no formaba parte del guion. Cuando tenía que darle este discurso a algún cliente, se suponía que este debía mostrarse un poco triste o dolido, un poco avergonzado, y luego podrían pocesarlo. No debía parecer tan perfectamente conforme. 

Ella entrecerró los ojos.

Tenía la sospecha de que aquello no formaba parte de su plan original. Él había entrado allí con un plan... o, quizá, más probablemente, con medio plan y confianza en su capacidad de improvisación. E improvisar, había improvisado. Había cambiado su enfoque con la facilidad con la que el agua fluye ladera abajo. Él estaba trabajando, y ella podía reconocer la competencia cuando la veía.

Resulta muy difícil rebatir a alguien, percibió ella, cuando lo único que hace es darte la razón.

—Ahora mismo estamos hablando de un profesional a otro —dijo él, tan sereno y tranquilo, tan razonable, tan competente

Ella tuvo que hacer memoria para recordar de qué estaban hablando. Era algo de lo que no quería hablar. Era algo que no tenía importancia profesional. Era algo que no guardaba ninguna relación con su trabajo terapéutico y, por lo tanto, era la clase de cosa que no debía plantearse en este contexto profesional. Iba en contra de su código ético—su código profesional, su código personal—dejar que sus problemas personales entraran en el ámbito terapéutico.

—Mi vida personal es mi vida personal —dijo.

—Bueno, verás… —Hizo una pequeña mueca a medias, el tipo de mueca que decía: me encantaría ayudarte, pero las reglas son las reglas —. Esa es la cuestión. Tú tienes un interés profesional en mi vida personal, ¿cierto? Pasamos todo el tiempo aquí, hablando de todo tipo de detalles privados e íntimos sobre mí. Porque eso es lo que te permite hacer tu trabajo.

Quería que ella respondiera, que estuviera de acuerdo. Porque así es como se conduce a alguien hacia una trampa. Se quedó callada.

—Mi trabajo es igual —continuó él—. Tengo un interés profesional en la vida personal de quienes están en proceso de autodestrucción.

Aubrey Thyme era psicoterapeuta profesional. Hacía su trabajo, y lo hacía bien. Estaba centrada en su carrera, siempre lo había estado. Cuando él dijo autodestrucción, fue como un golpe en el pecho.

—Estás jubilado —dijo ella. 

Él se encogió de hombros.

—¿Crees que dejarás de ser una profesional cuando te jubiles, Aubrey Thyme?

Se sentía abrumada, fuera de sí y completamente incapaz de responder a todo lo que estaba ocurriendo. Quería volver a sentirse enfadada, como se había sentido antes. Resultaría más fácil si pudiera enfadarse. Resultaría más fácil si él dejara de decir cosas que eran verdad.

—Lo único que te pido —dijo él, con detenimiento y precisión— es que te cuides para que puedas llegar a la edad de jubilación.

Ella no era idiota. Lo entendía. No estaba especializada en el tratamiento de consumo de sustancias, pero lo entendía. Como profesional, comprendía la relación entre el trauma y la propensión al abuso de sustancias. Como profesional, comprendía cómo progresaba el abuso de alcohol, cómo afectaba al cuerpo humano y cómo podía destruir por completo a una persona, aunque esa persona nunca permitiera que destruyera su carrera. No es que no se diera cuenta. No es que le importara, mientras tuviera su carrera.

No es que conociera otra condenada forma de sobrellevarlo.

—Deberíamos dejarlo por hoy —dijo. Tenía ganas de desplomarse en la silla. Se sintió despojada de sus capacidades profesionales. Se sintió desamparada.

Él volvió la cabeza para mirar el reloj. Lo hizo de manera muy deliberada. Podía ser un auténtico capullo. 

—Trabajamos en intervalos de cincuenta minutos —dijo.

—Hoy no te sirvo de nada. Me... —Estuvo a punto de decir: me has arruinado . Esperaba que él no se hubiera dado cuenta—. Me has dejado hecha polvo.

—Pues hablemos —dijo él, encogiéndose de hombros, con un gesto de manos que decía: esto es lo que puedo ofrecerte—. Habla conmigo, Especia. 

—No —dijo ella. No lo estaba rechazando. No fue un reproche, ni una exigencia. Tan solo eran las normas básicas.

—De profesional a profesional —volvió a intentarlo. La miró, con esperanza y amabilidad. Quería ayudar. Le estaba ofreciendo unas normas básicas alternativas. Todo lo que ella tenía que hacer era aceptar. Todo lo que tenía que hacer era ceder, olvidar que iba en contra de su código ético, que estaba mal. Todo lo que tenía que hacer era dejarle hacer su trabajo.

—No —repitió.

Su profesionalidad era su escudo, pero era más que eso. Era lo único que tenía.

***

La Segunda Guerra Mundial había dejado a psicólogos y sociólogos con una gran pregunta, la clase de pregunta que se financia con subvenciones, la clase de pregunta que conduce a interesantes y publicables exploraciones de la psicología moral. La pregunta era la siguiente: ¿qué demonios les pasaba a los alemanes de a pie?

Existía la suposición—una suposición muy cómoda, una suposición reconfortante, una suposición que cualquiera de nosotros haría, dadas las circunstancias adecuadas—de que algo debía andar mal con todos aquellos alemanes corrientes. Al fin y al cabo, secundaron el mal. Aplaudieron a Hitler. Delataron a sus vecinos. Participaron en el genocidio. Resulta muy difícil comprender cómo alguien puede hacer eso, cómo alguien puede consentir el asesinato y la tortura, y excusar a otros por asesinar y torturar. Después de la Segunda Guerra Mundial, muchos investigadores analizaron las pruebas disponibles e intentaron determinar cómo pudo llegar a ocurrir algo como el Holocausto.

Un texto clásico que surgió de esta investigación fue La Personalidad Autoritaria. Sugería que algunas personas están psicológicamente predispuestas al fascismo. Era un rasgo de la personalidad, la tendencia a seguir a las autoridades, y dio la casualidad de que Alemania estaba repleta de personas que tenían este rasgo de personalidad.

El libro se equivocaba. A decir verdad, era ofensivo. Los alemanes corrientes, incluso durante el Holocausto, eran simplemente eso: corrientes.

Después de setenta años de psicología social empírica, incluyendo una serie de estudios muy teatrales y poco éticos que todo estudiante de introducción a la psicología disfruta descubriendo, hemos llegado a comprender que en realidad la capacidad para el mal no tiene nada de especial. Resulta, de hecho, extremadamente sencillo lograr que un ser humano vaya en contra de su propio código moral, que haga lo que cree que está mal. No requiere tentación; no requiere que una entidad sobrenatural le susurre al oído. Solo requiere las circunstancias adecuadas, las condiciones externas adecuadas. Es casi como si todos hubiéramos tenido esa capacidad dentro de nosotros desde el principio, la capacidad de hacer el mal, como si estuviera incorporada en nosotros desde una especie de plano original. 

Aubrey Thyme no creía en el mal. O quizá sí. Era complicado. Pero sí que creía en la psicología social. Creía en las ciencias empíricas. Creía en los resultados del Experimento de Milgram, aunque ella misma nunca lo hubiera realizado; o, al menos, no quisiera verse dispuesta a realizarlo. Creía en el poder de la compasión y la comprensión, y creía que tal vez la mejor manera de evitar cometer alguna vez el mal era trabajar para comprenderlo, qué conducía a él, qué lo motivaba y por qué era una respuesta perfectamente natural, perfectamente humana, a cierto tipo de circunstancias. Aubrey Thyme creía, o al menos intentaba creer, que la mejor forma de evitar atentar contra el código moral propio era simplemente evitar el tipo de circunstancias que conducirían a hacerlo.

Conseguir que una humana haga lo que cree que está mal no requiere apelar a sus más bajos instintos. No hace falta que le muestres todos los deseos de su corazón. Basta con insinuar la posibilidad de una expectativa. Basta con sugerir que tal vez no exista una alternativa razonable. Y lo más fácil de todo, en realidad, es cuando la humana ya está asustada y sola, necesitada, desesperada, confusa y aturdida.

***

Tres semanas. Continuaron trabajando en la narrativa de su trauma. Era un proceso lento. Iban despacio. En este tipo de procesos era apropiado ir despacio. 

Tres semanas, y en cada sesión él la miraba de una forma particular, como si lo supiera. Como si supiera que ella lo sabía. Como si todo lo que tuviera que hacer fuera esperar .

Crowley, empezó a comprender ella, tenía una considerable experiencia profesional en lo que se refiere a esperar.

***

Lo invitó a pasar a su consulta. Cerró la puerta detrás de él. Permaneció junto a la puerta hasta que él se desparramó en su silla, y luego fue a sentarse en la suya.

Él la miraba. La estaba esperando.

—Mira —dijo ella. Estaba temblorosa. No estaba temblorosa. Tal vez le temblaba la voz. Podía controlarlo—. Hablemos del árbol.

La respuesta inmediata de Crowley fue quitarse las gafas de sol, doblarlas y guardárselas en el bolsillo de la chaqueta. Ella odiaba aquello. Quería que se las dejara puestas. No quería mirarle a los ojos. Él asintió con la cabeza.

—Tú sabes de plantas, ¿verdad? —Aquello era justificación. Racionalización. Ella entendía exactamente lo que estaba haciendo.

—Llevo seis mil años trabajando con ellas —dijo Crowley. Él entendía exactamente lo que ella estaba haciendo.

Lo que estaba haciendo estaba mal. Se odiaba a sí misma por ello.

—No se encuentra bien —dijo ella. Sí que le temblaba la voz.

—Lo sé —dijo él.

—Dijiste que estaba bendecido, ¿no? Dijiste que todo aquí estaba bendecido, más bendecido de lo que nada hubiera estado desde hace varios siglos. —Eso no era lo que él había dicho. Ambos sabían que no era eso lo que había dicho. Aquello estaba mal—. ¿No debería irle bien?

Él le sonrió. Era una sonrisa triste. Una sonrisa compasiva.

—Me temo que las bendiciones no funcionan así. Dan ventaja en ciertas cosas. Apuesto a que tu árbol no ha tenido problemas para encontrar aparcamiento últimamente… —Aquello era ridículo—. Y apuesto a que, si ha sufrido alguna herida, le ha sorprendido lo rápido que se ha curado. Y, además, si tu árbol comprara una oveja, apuesto a que descubriría que todos sus corderos están completamente libres de manchas.

Ella frunció el ceño. 

—Ya sé, esa hace mucho que no es útil. La verdad es que Aziraphale tiró la casa por la ventana. 

Ella no tenía nada que decir al respecto.

—Desde luego, una bendición no hace que un árbol sea invencible. A los árboles bendecidos les siguen pasando cosas malas. Las bendiciones no impiden que los árboles se autodestruyan. Y tampoco son la última palabra, en lo que se refiere a lo que ocurre después de que el árbol muera, así que también hay que tener cuidado con eso.

Aquello era verdaderamente ridículo.

—¿Qué debería hacer? —preguntó ella. 

—¿Buscar un especialista? —propuso él. Señaló la habitación, aquella habitación . No estaba rompiendo la farsa, pero estaba dejando claro a qué se refería.

—No podría contarle a un especialista que… —Hizo una pausa para intentar encontrar las palabras adecuadas. Entonces se dio cuenta de que no hacía falta—. Sabes que no podría hablar con un especialista.

Sí que lo sabía. Ella podía verlo en sus ojos. No podía ocultar nada con los ojos descubiertos. Ella podía ver absolutamente todo lo que él estaba sintiendo. Resultaba incómodo.

—¿Aziraphale? —sugirió él.

—No —dijo ella, rápida y tajante.

—Es inofensivo, lo prometo.

Ella negó con la cabeza.

—No, no es eso… —Era eso. Pero también era otra cosa—. Él está… —Señaló a Crowley—. Está vinculado a ti. Sería demasiado complicado.

Ya es complicado —dijo. No daba la sensación de estar frustrado ni de querer exigir nada. Ella se dio cuenta de que aquello formaba parte de sus competencias profesionales: no exigía. Realmente podía ser muy gentil.

Lo que ella estaba haciendo estaba mal .

—Mira —dijo él, cambiando de estrategia—, eres una experta, ¿no? Sabes cómo hacer tu trabajo. Pues bien… haz tu trabajo. ¿Qué harías si fueras tu propia cliente?

Ella meneó la cabeza.

—Si alguien viniera aquí, con todo lo que te está pasando a ti, ¿qué le dirías?

—No sabría ni por dónde empezar.

—¡Pues claro que sí! —Su optimismo no era contagioso, pero sí entrañable.

—Mi trabajo no es tan fácil como pareces creer.

—Nunca he dicho que fuera fácil, solo que podrías hacerlo. —Ella vio como se le ocurría una idea—. Podemos probarlo.

Le hizo ver que estaba recelosa.

—Yo fingiré ser tú —continuó— y… tú serás tú también. Los dos seremos tú.

Ella puso los ojos en blanco. Él empezaba a divertirse, y no le gustaba.

—Hasta podría ponerme tu cara, si quisieras. E imitar tu voz.

—¡No! —Estaba horrorizada.

Él sonrió. Le estaba tomando el pelo.

—No te preocupes. No haría eso.

No dijo: no podría hacerlo. Dijo: no lo haría. Ella tuvo que asimilarlo.

—Vamos. Hazme el favor. —Cambió de postura en su silla y se sentó erguido. Cambió la forma en que colocaba las manos, la forma en que inclinaba la cabeza, e incluso la forma en que sus pies tocaban el suelo. Estaba impresionada: tenía talento. Era un poco inquietante.

—Soy Aubrey Thyme —dijo él, y puso acento americano. No se le daba muy bien, lo cual resultaba un poco reconfortante. Aunque se preguntó si tal vez no lo hacía bien a propósito, solo porque a ella le reconfortaba. Era bueno en su trabajo—. No estoy muy bien.

Él la miró, expectante.

Los juegos de rol son un componente central de cualquier programa de formación de terapeutas que se precie. Todo terapeuta en prácticas pasa incontables horas haciendo juegos de rol con sus compañeros, turnándose en el papel de cliente y profesional. Así es como se perfeccionan las habilidades, así es como la principiante se prepara para trabajar con clientes reales. Siempre resulta extraño e incómodo. Cuando Aubrey Thyme era estudiante, odiaba los juegos de rol. Todos sus conocidos también los odiaban. Pero lo hacían porque era importante, porque así aprendían a ser profesionales.

Habían pasado varios años desde la última vez que había representado un encuentro terapéutico, pero conservaba cierto recuerdo sensorial, cierta familiaridad. Ya había hecho esto antes. Era capaz de desenvolverse en la desagradable incomodidad de un juego de rol. Podía manejarlo porque recordaba cómo se hacía.

Todo esto era completamente ridículo. 

—Bueno —dijo, medio dispuesta a seguirle el juego—. Dime qué te ocurre.

Él tuvo que pensar un momento. Ella lo observó mientras pensaba.

—En realidad no se lo he dicho a nadie en voz alta. No he dicho las palabras. No estoy segura de que sea bueno para mí escuchar a otra persona decir las palabras antes de haberlas dicho yo misma.

—Esto es una estupidez —dijo ella.

—Ajá, claro, muy bien —dijo él y asintió con la cabeza, y, joder, ella se preguntó si era así de molesta cuando hacía eso. En realidad, admitió que sabía que lo era—. Hazme el favor.

Ella no quería decirlo. Era difícil decirlo. Entendió que eso significaba que verdaderamente tenía que decirlo.

—He estado bebiendo demasiado últimamente.

Él asintió. Sonrió.

—Gracias por decírmelo. Aprecio mucho tu valentía.

Aquel no era su papel. Se suponía que él seguía siendo el cliente, y ella la terapeuta. Habían intercambiado completamente los papeles... no, los habían confundido del todo. Aquello no era un reflejo de lo que debía ser el encuentro terapéutico; no era una inversión de cómo debían ser las cosas. Era, en cambio, una completa aniquilación del orden, una obliteración de la idea misma de la estructura. Lo que estaban haciendo no obedecía a ninguna norma.

—Estoy en medio de una profunda crisis existencial —dijo ella.

—Mm —dijo él, y volvió a asentir—. Háblame de eso.

Ella no pudo evitarlo: soltó una carcajada. Hacía mucho tiempo que no se reía.

—Dame una palabra que describa una emoción —dijo él, y ahora sí que se estaba burlando de ella, y se dio cuenta de que lo estaba disfrutando—. Solo una.

—A la deriva —dijo ella.

Él se lo pensó. 

—¿Cuentas 'a la deriva' como una expresión de emoción? —Esto lo dijo con su propio acento.

—Me sirve —dijo ella.

—Vale. A la deriva. Es buena. —Ahora había vuelto a su pésimo acento americano—. Bien, ¿por qué crees que te sientes a la deriva?

—Porque… —Y se dio cuenta de que no lo había dicho antes. No lo había dicho. Crowley tenía razón. Él no había interpretado su papel, no lo había dicho, porque era ella la que tenía que hacerlo.

Si iba a decirlo, lo diría.

—Porque me he enterado de que el mundo estuvo a punto de acabarse hace un tiempo y yo ni siquiera lo recuerdo. Me he enterado de que el cielo y el infierno son reales, y Dios es real, y el otro tipo también es real, y uno de mis clientes es un demonio, y es amigo de un ángel, y han convertido mi árbol falso en uno de verdad y no sé cómo mantenerlo vivo.

—Vaya —dijo él, y lo dijo exactamente cómo lo habría dicho ella, y ella puso los ojos en blanco. Estaba empezando a llorar, y poner los ojos en blanco le ayudaba a disimularlo—. Realmente son muchas cosas. Apuesto a que a cualquier humano le costaría asimilar todo eso.

—Yo no diría “humano”.

—No me vas a distraer con eso.

Ella le puso los ojos en blanco, esta vez de forma más teatral. Sorbió un poco con la nariz.

Él tomó la caja de pañuelos que estaba sobre la mesa a su lado y se la acercó. Ella odiaba esto. Tomó un pañuelo y se secó los ojos.

 

—Gracias por compartirlo conmigo, Aubrey Thyme. —Él la miraba. Le estaba sonriendo con su propia sonrisa, su sonrisa profesional y cuidadosamente elaborada, que de alguna forma encajaba en su rostro a pesar de esos dientes demasiado afilados suyos—. Significa mucho para mí que estés dispuesta a compartir eso conmigo.

—No me hace sentir mejor —dijo ella. Se encogió de hombros como muestra del nihilismo que había estado sintiendo durante los últimos meses. Pero, al hacerlo, también pudo reconocer que este tenía un poco menos de poder sobre ella—. No estoy curada al instante.

—No, la terapia no funciona así —dijo él, con ese tono particular que ella utilizaba cuando ofrecía ese tipo de psicoeducación—. Es un proceso muy lento. Pero decir la verdad suele ser el primer paso. Y tú eres una experta, ¿no? Sabes cómo cuidar de ti misma.

—Mm —dijo ella.

—Puedes hablar con un espejo, si no estoy por aquí.

Ella soltó una carcajada.

—Cuídate, Especia. —Era su propio acento, su inflexión, su voz. La estaba mirando.

Ella lo observó mientras volvía a despatarrarse como de costumbre. Lo observó mientras volvía a su papel de cliente. Lo que significaba que ella volvía a su papel de terapeuta. Arrugó el pañuelo en la mano.

—Lo siento —dijo ella.

—Soy un demonio —dijo él.

—Eres bueno en lo que haces —dijo ella.

—Tú también.

La buena noticia, en opinión de Aubrey Thyme, era que cualquier error que se produjera durante un encuentro terapéutico podía corregirse. Era una creencia fundamental para ella: la interacción sincera dentro del entorno terapéutico puede deshacer daños pasados; la inquebrantable aceptación que ofrece la sinceridad compasiva puede reparar una relación deteriorada, sin importar lo que haya sucedido. Incluso la peor fractura en la alianza terapéutica puede sanar, con suficiente sinceridad, compasión y trabajo duro. 

Quien sabe. Tal vez empezara a ir a Alcohólicos Anónimos. Aunque le irritaba todo eso que decían de “un poder superior”. Ya encontraría algo. Podría resolverlo en su tiempo libre. Ahora mismo, estaba trabajando.

—Es decir... —Crowley habló de nuevo. Por su tono de voz, ella se dio cuenta de que iba a lanzarle un insulto trivial. Iba a lanzarle un insulto trivial, porque eso era lo que hacía cuando quería hacerle saber que su alianza terapéutica era particularmente fuerte—. Digo que eres buena en tu trabajo, pero por otra parte, nos está llevando siglos terminar este condenado libro, ¿o no?

—Ajá, claro —dijo ella. Estaba aceptando sus bromas.

—Y pon el árbol junto a la ventana, es lo único que necesita.

Ella pensó que tal vez escucharía.

Notes:

As always, mil gracias a LoreHappy por el beta read y la revisión<333

Chapter 8: Factores de Protección

Summary:

Aubrey Thyme recurre a la psicología pop de autoayuda.

Notes:

Después de 100 años, estamos de vuelta! La universidad se me ha complicado un poco este mes, pero por fin tenemos nuevo capítulooo <3

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Tenía algo que hacer, y lo había estado aplazando. Lo había estado aplazando porque no quería hacerlo, porque era más fácil posponerlo. Lo había aplazado hasta el momento en que le pareció que ya no podía seguir aplazándolo sin correr riesgos. Tenía que hacerlo antes de que fuera demasiado tarde para hacerlo bien. 

—Hay algo de lo que quiero hablarte antes de empezar —dijo al comienzo de la sesión, después de que ambos se hubieran sentado—. Solo un aviso.

—Vale, bien —dijo él.

—No voy a estar disponible durante un mes —dijo ella.

—Oh —dijo él. Y la miró.

Había una cosa que él hacía, una forma concreta que tenía de mirarla. Cuando lo hacía, daba la sensación de que el aire de la sala se deformaba, como si todo se hubiera quedado demasiado quieto, como si él estuviera reestructurando a propósito el espacio que había entre ellos. No sabía si él realmente estaba haciendo algo de eso. No sabía si se trataba de alguna especie de asunto demoníaco, o si lo que sentía era simplemente una reacción emocional a un sutil cúmulo de microexpresiones y cambios en su postura. No lo sabía. Lo único que sabía era que lo había hecho en algún momento de cada sesión desde que habían hablado del árbol, y que lo hacía a propósito. Lo hacía, lo hacía a propósito y, cuando lo hacía, ella sabía que estaba diciendo: te veo y puedo escucharte.

Siempre le ponía los pelos de punta. Le ponía los pelos de punta, y él debía saberlo, pero seguía haciéndolo de todos modos.

Por aquellos días, el árbol estaba junto a la ventana.

—Nos veremos la semana que viene y la siguiente, y después nos tomaremos un mes de descanso —dijo ella.

—Vale.

—Nunca nos habíamos tomado un descanso tan largo. —Nunca se habían tomado un descanso, ni largo ni corto. Aubrey Thyme no era de las que se iban de vacaciones.

—En realidad un mes no es tanto tiempo —dijo él, y añadió—. No para mí.

—Te sorprendería —dijo ella.

Según el modelo trifásico de terapia del trauma, el trabajo se divide en tres fases diferenciadas. Sin embargo, ninguna de estas fases es la de Tomarse Un Mes De Descanso. Ninguna es la de Llegar A Mitad De Camino Con El Procesamiento Del Trauma Y Luego Abandonar A Tu Cliente Durante Un Mes Entero. Ninguna de ellas es la de Marcharse y No Hacer Una Mierda. Y Aubrey Thyme sabía que esto era así porque el procesamiento del trauma no es algo que se pueda hacer a medias. Puede ser peligroso. El trauma se instala en el cerebro como una realidad eterna y propia de una pesadilla, y el procesamiento del trauma requiere trabajar con esa pesadilla, confrontarla; no ignorarla, sino ejercer presión sobre ella. El procesamiento del trauma no es la clase de cosa que una profesional como Aubrey Thyme querría dejar a medias para hacer un parón de un mes. El procesamiento del trauma es la clase de cosa que una profesional como Aubrey Thyme entendía que tenía el deber de hacer correctamente, un deber vital para la seguridad y el bienestar de sus clientes. Una profesional como Aubrey Thyme debería ser capaz de mantener el puto control sobre su vida para poder hacer algo mejor que abandonar a su cliente en mitad del procesamiento de su trauma. 

—¿Algún pensamiento o emoción que te surja al pensar que voy a estar fuera durante un mes? —preguntó ella.

—¿Qué hay de ti? —Seguía mirándola. Seguía haciendo la cosa.

Formaba parte de su dinámica cuando él hacía la cosa. Su sinceridad se convertía en moneda de cambio. Le obligaba a pagar un alto precio.

Ella se permitió desviar la vista hacia el árbol durante un segundo. No era una respuesta, pero sí que lo era.

—No te voy a preguntar adónde vas —dijo él, como si resultara reconfortante, como si fuera una expresión de ciertas normas básicas compartidas.

—No he dicho que vaya a ir a ninguna parte —dijo ella, porque resultaba reconfortante, porque era una expresión de sus normas básicas—. Y no has respondido a mi pregunta. ¿Algún pensamiento o emoción al respecto?

—Nah —dijo—. Suena bien, la verdad.

Si Aubrey Thyme pudiera, desterraría por completo las palabras bien y mal del vocabulario de Crowley. A veces usaba bien para decir mal, pero a veces también usaba bien para decir bien. Y a veces usaba mal para decir bien, pero otras veces lo utilizaba para decir mal. Era confuso. Les hacía dar vueltas en círculos inútiles.

—Ambos sabemos que necesitas un descanso —dijo él cuando ella no respondió, y sonaba un poco dubitativo. Parecía un poco triste, pero también parecía que intentara ocultarlo. Hizo que a ella se le revolviera el estómago. Pero al menos se estiró. Dejó de hacer la cosa.

—Podemos hablar más de ello la semana que viene, y la siguiente —dijo ella, tratando de reforzar el calendario—. Pero por ahora, ¿qué tal si nos ponemos a trabajar?

—Claro —dijo él. Se preparó, poniéndose cómodo en su silla.

Aubrey Thyme tenía un plan, o al menos parte de uno. Hoy trabajarían en el libro, pero no lo harían en la próxima sesión, ni en la siguiente. Hoy trabajarían en el libro, y consideraba que el capítulo del que se iban a ocupar sería lo suficientemente bueno para su plan. No era el mejor capítulo, no para este plan: si hubiera empezado a planearlo antes, lo habría organizado de tal forma que el último capítulo en el que se centraran, antes de que ella lo abandonara durante un mes, fuera El Ritz o Jubilación. Pero al menos no estaban en los capítulos centrales: El Incendio y Después del Incendio. El capítulo en el que se encontraban, aunque no era el ideal, le ofrecería lo que necesitaba para que su plan funcionara. O, al menos, ella estaba razonablemente segura de que así sería.

Conocía el esquema de acontecimientos de la narrativa del trauma de Crowley; al menos, a grandes rasgos. Sabía que el capítulo en el que iban a trabajar hoy tenía que ver con un desacuerdo entre Crowley y Aziraphale. También sabía, por la considerable experiencia que tenía a estas alturas, que casi todas las historias que Crowley contaba sobre él y Aziraphale implicaban desacuerdos, riñas y mordaces ataques entre ellos. Sabía cómo él sonreía cuando contaba esas historias, cómo se le iluminaba la expresión incluso cuando fingía estar frustrado y molesto. Sabía que apreciaba y admiraba el carácter de Aziraphale. Y eso, pensó ella, era algo con lo que podía trazar un plan. 

Así pues, para esta sesión, que sería la última vez que trabajarían en la narrativa de su trauma antes de que ella lo abandonara durante un mes, su plan era centrarse en una sección del libro que, en su opinión, resaltaría el carácter de Aziraphale, la afectuosa dinámica que lograban mantener a pesar de los reproches y las airadas disputas. Ese era su plan.

—Vale —dijo, cuando estuvo lista para empezar—. Vamos a trabajar en el capítulo cinco: La Glorieta.

Se pusieron manos a la obra.

Cuando terminó la hora, cuando Crowley hubo desarrollado el capítulo, cuando hubo contado todo lo que recordaba de lo que él había dicho y todo lo que recordaba de lo que había dicho Aziraphale, cuando terminaron y se marchó, Aubrey Thyme se desplomó en su silla.

Pues joder, pensó. Había sido un plan de mierda.

***

Por norma general, las psicoterapeutas no aprueban el uso de eufemismos. Los eufemismos se interponen en el camino de la verdad. Se interponen en el camino de la claridad. Los eufemismos conllevan negación plausible, y la negación plausible rara vez tiene valor terapéutico. Los eufemismos, en determinadas circunstancias, pueden ser peligrosos.

Lo que tienen las psicoterapeutas, en lugar de eufemismos, es terminología técnica. Tienen todo un lenguaje que les permite hablar de los temas más difíciles con menos dolor del que esos temas merecen. Saben a qué se refieren cuando emplean su terminología técnica, y también saben que, a veces, la terminología técnica puede facilitar la tarea de hablar de lo que deben hablar. Todas comprenden las implicaciones prácticas de los dolorosos temas que tienen que tratar. Se conceden a sí mismas la comodidad de la terminología técnica porque saben que, para algunos temas, necesitan toda la comodidad posible.

Hablan de riesgo. El riesgo de un individuo se sitúa dentro de una escala, entre bajo y alto. Nadie tiene riesgo cero; no hay ningún cliente, en ninguna circunstancia, que se pueda considerar completamente libre de riesgo. Todo el mundo, en todo momento, tiene al menos un riesgo bajo.

Lo que hacen las psicoterapeutas es realizar evaluaciones de riesgo completas. Las llevan a cabo haciendo preguntas, preguntas que carecen de eufemismos, de la seguridad que ofrece la terminología técnica. Hacen preguntas claras y directas, porque son las que les permiten establecer el nivel de riesgo del cliente.

Las preguntas son: ¿Alguna vez piensas en suicidarte? ¿Has tenido esos pensamientos en el pasado? ¿Alguna vez piensas en hacer daño o matar a otros? ¿Has tenido esos pensamientos en el pasado?

Hacen estas preguntas porque forma parte de su trabajo. Las hacen porque necesitan conocer las respuestas, porque su deber es, ante todo, proteger la vida de sus clientes. Hacen estas preguntas, y se las toman en serio, porque hay muchos para quienes la respuesta es sí. 

Que alguien responda afirmativamente a cualquiera de estas preguntas no significa que sea de alto riesgo. La ideación suicida—pensar en la propia muerte—es, de hecho, bastante común. Responder a estas preguntas no significa que el cliente esté en crisis—otro no-eufemismo, otra forma de describir algo aterrador y terriblemente común para una terapeuta profesional—. Responder conduce, sencillamente, a una serie de preguntas adicionales, y las respuestas que uno da a esas preguntas determinan dónde se sitúa en términos de riesgo. 

Los clientes no siempre se toman en serio las preguntas de la evaluación de riesgo. No quieren tomárselas en serio. Algunos clientes no quieren creer que puedan ser relevantes en su caso, y otros no quieren tener que dar las respuestas sinceras. Así que bromean. Dan respuestas tontas y divertidas, como si el tema pudiera ser divertido, como si sus respuestas no importaran realmente, como si ni siquiera se les ocurriese que su terapeuta tuviera que tomarse en serio incluso esas respuestas tontas y divertidas. Bromean y se divierten, porque nunca se han sentado con un cliente en crisis, nunca han perdido a un cliente víctima de una muerte sin sentido, nunca han pasado meses yendo a terapia, tratando de mirar atrás y averiguar cómo habían fallado tan profundamente a alguien a su cargo. 

Cuando Aubrey Thyme se sentó con Crowley por primera vez, en aquella primera sesión que tuvieron juntos, cuando él le preguntó por Edipo y ella le enseñó una técnica de relajación, realizó la evaluación de riesgo. Le había hecho las preguntas, claras y directas, y él no había bromeado. No se había reído. Se las había tomado en serio.

Se las había tomado en serio y había mentido descaradamente al responderlas.

Ella se dio cuenta de que estaba mintiendo en sus respuestas. Lo había presionado, con suavidad, con cuidado, porque aún no habían formado una alianza terapéutica, porque por aquel entonces él estaba muy enfadado y no confiaba en ella. Pero lo había presionado, y él había seguido mintiendo. Cuando alguien te miente, llega un momento en que no te queda más remedio que aceptar sus mentiras. 

Lo había puesto en riesgo bajo.

En el caso de un cliente de bajo riesgo, es posible que la terapeuta no vuelva a hacer esas preguntas tan directas. Pero la evaluación de riesgo no era algo que se hiciera una sola vez. La evaluación comienza con preguntas directas e incómodas, y continúa, regularmente, sesión tras sesión, a través de una serie de cuidadosas observaciones y preguntas menos directas.

Aubrey Thyme siguió poniendo a Crowley en riesgo bajo.

Por lo menos, Aubrey Thyme ponía a Crowley en riesgo bajo de suicidio. La ideación homicida era un asunto completamente distinto. Suponía que podía considerarlo de riesgo bajo de homicidio, dado que nunca había mostrado deseos realistas de hacer daño a humanos concretos e identificables. Estaba dispuesta a aceptar que quizá aquello era lo máximo que se le podía pedir a un demonio.

El hecho de que, según la opinión profesional de Aubrey Thyme, Crowley se situara en riesgo bajo no la tranquilizaba demasiado, a la luz de su inminente ausencia de un mes. Pensó que quizá debería tranquilizarla más. Pensó que quizá la creciente preocupación que sentía por él, al igual que por el resto de sus clientes, tenía más que ver con sus propios problemas de control que con sus niveles de riesgo reales. Pero, aun así, no estaba tranquila.

El nivel de riesgo está relacionado con los factores de riesgo del cliente. Existen determinados factores en la personalidad, la historia vital y las circunstancias externas de un individuo que aumentan estadísticamente la probabilidad de que se suicide. Y Crowley, por su parte, mostraba una serie de factores de riesgo. El más relevante, en opinión profesional de Aubrey Thyme, era su impulsividad. Anthony J. Crowley tenía una vena impulsiva de proporciones kilométricas. Era impulsivo y propenso a los ataques de desesperación, y estaba en medio del doloroso y angustioso proceso de elaborar la narrativa de su trauma. Y resulta que la mezcla de dolor y angustia en alguien con una vena impulsiva de proporciones kilométricas que además es propenso a los ataques de desesperación puede ser muy, muy mala.

Aun así, Crowley era de riesgo bajo. Junto con sus factores de riesgo, también tenía un importante factor de protección, algo que reducía la probabilidad estadística de que se autolesionara. Era preferible, por supuesto, que un individuo tuviera una amplia variedad de factores de protección distintos, pero Crowley era diferente. Puede que Crowley solo tuviera un factor de protección importante, pero el factor de protección que tenía era la cosa más jodidamente potente que Aubrey Thyme había visto jamás. Crowley era de bajo riesgo, y ella creía que probablemente lo seguiría siendo, mientras todo su mundo pudiera permanecer cómodamente acurrucado alrededor de Aziraphale.

Lo único que quería hacer, lo único que quería antes de dejarlo solo durante un condenado mes, era reforzar el significado y la trascendencia de su conexión con Aziraphale tanto como le fuera posible; dejar que se apoyara en Aziraphale total y completamente, y así ella se sentiría segura dejándolo durante un mes entero.

No existe el riesgo cero, solo el riesgo bajo.

Su plan había sido una mierda. Habría sido un plan mejor, menos propenso al fracaso, si ella no hubiera pospuesto tanto el momento de hablar con él sobre su inminente ausencia. Y ahora, solo tenía dos sesiones para idear algo mejor.

***

—Hoy tengo una ficha para ti —dijo ella, al comienzo de la siguiente sesión.

—Ooh —dijo él.

Hubo un tiempo en que habría interpretado aquello como una respuesta sarcástica, pero ahora sabía que no era así. Ahora sabía lo mucho que Crowley disfrutaba con las fichas. Le encantaban. Le encantaba que, a veces, tuvieran erratas, y entonces él sostenía la ficha en alto y se las señalaba hasta que la cabreaba del todo. Le encantaba que, a veces, fueran fotocopias de escaneos de fotocopias, y fingía que no era capaz de leer las palabras en el papel. Le encantaba que, a veces, las imágenes no estuvieran alineadas con el texto. Una vez, una ficha había estado en Comic sans, y aquello le alegró el día. 

Aubrey Thyme no creaba estas fichas. Ella nunca habría elegido Comic sans. Ella no cometía erratas. Aún así, a él le encantaba darle la lata con eso.

—Esta te va a encantar —dijo ella con exagerado dramatismo, sabiendo muy bien qué cartas tenía en la manga—. Es de un libro de autoayuda.

—Ooh —dijo él, aún más entusiasmado—. Suena horrible.

Sostenía la ficha boca abajo, para que él no pudiera verla. Se la entregó, también boca abajo. Solo pudo ver qué era una vez que la tuvo en la mano y le dio la vuelta.

—Oh, esto es una mierda —declaró consternado en cuanto vio de qué se trataba. Pero era demasiado tarde: ya estaba en sus manos. Estaba atrapado.

—Lo sé —dijo ella, y no pudo evitar sonreír. No pudo evitar sonreír, porque verdaderamente era una mierda, y puede que hubiera exagerado un poco más de lo necesario solo porque sabía que obtendría aquella reacción por su parte—. Vamos a hablar de ello de todos modos. 

Los cinco lenguajes del amor se publicó en 1992. Era, en opinión profesional de Aubrey Thyme, igual que parecía serlo en la de Crowley, una mierda. Era basura. Una sarta de sandeces. No era, en su opinión, lo peor de lo peor entre los disparates de la autoayuda, pero sí que era bastante malo. Sin embargo, también sabía que a veces incluso las sandeces podían resultar útiles. A veces, cuando lidias con un clavo molesto, lo único que necesitas es un martillo cualquiera, no necesariamente uno bueno.

—Bueno, ¿y qué es? —preguntó él sin hacer el menor esfuerzo por leerlo.

—Es solo una forma de describir cómo algunas personas expresan sus sentimientos por aquellos que les importan. —Amor, decía la ficha. La palabra que utilizaba era amor. Pero ella no dijo eso—. Las personas expresan lo mucho que se preocupan por los demás de maneras distintas.

Lo mejor de Los cinco lenguajes del amor, en opinión profesional de Aubrey Thyme, era lo acertado del título: te promete cinco lenguajes del amor, y cinco son exactamente los que te da. Los cinco lenguajes eran: 

  • Palabras de afirmación;
  • Regalos;
  • Actos de servicio;
  • Tiempo de calidad;
  • Contacto físico.

—A algunas personas —continuó ella— se les da muy bien demostrar lo mucho que les importa alguien de una de estas formas, pero no de las demás. Y, a veces, puede que alguien ni siquiera se dé cuenta de que otra persona está intentando demostrarle cuánto le importa, sencillamente porque ambos esperan que el afecto se exprese de maneras distintas. Adelante, échale un vistazo.

Le dirigió una mirada incisiva hasta que él cedió y empezó a leerlo. Por desgracia, esta era una de las fichas con diseño más profesional que tenía, lo que significaba que no había erratas que pudiera encontrar. No resultaba tan divertido como él había esperado.

—Vale —dijo, resignado, y se reclinó un poco en su asiento—. Ya sé a dónde quieres llegar.

—¿Ah sí? ¿A dónde?

—Aziraphale y yo.

—Ajá —dijo ella, empleando toda su habilidad profesional para reprimir el no me digas que se le había formado en la garganta—. ¿Y qué piensas?

Se encogió de hombros. O bien era un gesto pensativo, o bien era un gesto de aburrimiento. Para él, ambos estados podían ser sumamente similares.

—¿Te reconoces en alguno de ellos? —preguntó ella.

Se dio por vencido. Empezó a considerar los diferentes lenguajes descritos. Hacía pequeños chasquidos con la lengua mientras los estudiaba. 

—No sé —dijo, todavía examinando sus opciones—. ¿Quizá todos? ¿Quizá ninguno? No sabría decir.

¿Me estás tomando el puto pelo? pensó ella.

—A veces puede resultar difícil de percibir —dijo.

—Las palabras de afirmación quedan descartadas. —Al menos acertó en eso.

—Mira, hay un quiz que puedes hacer. —No era una evaluación, ni un chequeo, ni una prueba. Era un jodido quiz, por el amor de Cristo. Pero podía endulzar la oferta—. Oprah lo hizo una vez en vivo en la tele.

—Ooh. —Sus gustos, si bien no eran sencillos, al menos eran notablemente predecibles.

Ella lo tenía ya preparado en su mesita auxiliar. Se lo entregó junto con un portapapeles y un bolígrafo. Vio cómo lo tomaba, cómo contaba su puntuación, cómo observaba sus resultados.

—Mmh —dijo él.

—Actos de servicio —dijo ella. Él no le había enseñado su puntuación, pero vamos, por favor.

—Supongo que…

—Mm-hmm.

—Y aquella vez que…

—Mm-hmm.

—Y yo… —Se detuvo, y alzó la mirada—. No te sorprende.

—Crowley —dijo ella, y no pudo evitar soltar una pequeña risa—. No sé cómo podría ser más obvio.

Pareció aceptarlo.

—¿Qué crees que es Aziraphale?

—Tú lo conoces mejor que yo, ¿a ti qué te parece?

Al final volvió a hacer el quiz, esta vez con lo que imaginaba que diría Aziraphale.

—Le ha salido un empate —dijo Crowley cuando terminó, sonando ofendido por el resultado—. Actos de servicio y tiempo de calidad.

—A veces pasa. —Así era. El quiz era una mierda—. ¿Te encaja?

No respondió, porque estaba pensando. Estaba pensando, y su expresión se estaba curvando hacia abajo, como si estuviera confundido, como si no supiera qué pensar. Estaba pensando, y ella empezaba a preocuparse de que sus pensamientos no fueran en la dirección que quería.

Decidió dirigir el tema: 

—¿Se te ocurre algún ejemplo en el que te haya demostrado que le importas de alguna de esas maneras?

Ahora tenía el ceño fruncido y apretaba los labios. No la miraba a ella. Miraba hacia otro lado.

Joder , pensó ella. Probó una vía distinta: 

—¿Tal vez puedas compartir conmigo algunas de las formas en que le has demostrado lo mucho que te importa a lo largo de los años?

—¿Dónde está mi libro? —preguntó él, repentinamente decidido, y no, aquello no estaba bien. 

—Quería dejar el trabajo con el libro para mi regreso.

—Vale, pero déjame verlo.

No quería dejar que lo viera.

—¿Puedo preguntar por qué? —dijo, intentando sonar despreocupada.

—Solo quiero verlo.

—Ya, pero ¿por qué?

—Es mi libro, déjame verlo. —Se estaba poniendo nervioso. Empezaba a inquietarse y su expresión se había ensombrecido. Ella no quería que viera el libro, pero tampoco quería que se enfadara.

—¿Qué te parece si saco el libro, pero me quedo yo con él?

—Bien, vale.

Se levantó, se dirigió al archivador donde lo guardaba y lo sacó. Volvió con él y tomó asiento. Lo sostuvo en su regazo, tratando de impedir que estuviera demasiado a la vista de Crowley.

—Vale —dijo él, inclinándose hacia adelante, queriendo acceder a la narrativa a medio acabar de su trauma—. Léeme lo que hicimos la última vez.

—No creo que sea buena idea.

—No, está bien —dijo, demasiado deprisa como para que estuviera bien de verdad—. Solo tengo curiosidad… tú léemelo. 

Ella frunció el ceño.

Lo que más preocupada la había dejado, después de su última sesión, había sido su actitud mientras trabajaban en La Glorieta. Lo que había contado debía de doler, sin duda, pero él lo negaba. Negaba cualquier tipo de aflicción, y tampoco la expresaba. Aquello era lo que más la había preocupado. Si él hubiera llorado, si hubiera gritado, si hubiera dado alguna muestra de que tenía acceso al profundo dolor que debía de estar asociado a La Glorieta, habría estado menos preocupada. Podía controlar el dolor de Crowley si este lo experimentaba durante la sesión con ella. No podía controlarlo si se manifestaba en otro lugar que no fuera su consulta. Y sobre todo, no podía controlarlo si se manifestaba mientras ella estaba fuera durante un jodido mes entero.

—Es mi libro, Especia, vamos —insistió él.

Consideró sus opciones. Si se negaba, el resto de la sesión sería igual: él se enfadaría, ella se enfadaría y no tendría ninguna posibilidad de recuperar su atención. Por otra parte, si cedía, era muy probable que esta no fuera la sesión ligera y relajada que ella buscaba. Sin embargo, quizá él llegara a sentir las fuertes emociones que había negado la última vez, y entonces ella se quedaría un poco más tranquila. Además, pensó, si tenía mucho cuidado y un poco de suerte, podría reconducir la conversación hacia donde ella quería. Merecía la pena intentarlo. 

—Está bien, tú ganas —suspiró. Hojeó los papeles hasta que encontró el trabajo que habían hecho para La Glorieta.

Le dirigió una última mirada de advertencia, y él le hizo un gesto para que se diera prisa.

Así que leyó.

—Aziraphale y yo nos encontramos en la glorieta —leyó en voz alta—. Yo quería que viniera a Alpha Centauri conmigo. Él también quería ir. Le dije que me aseguraría de que estuviera a salvo. Le dije que ambos estaríamos a salvo allí. Le dije que, si no podía confiar en mí después de tanto tiempo, ¿qué sentido tenía entonces todo esto? El mundo se estaba acabando y yo solo quería mantenerlo a salvo. Le dije que estábamos en nuestro propio bando, y no en ninguno de los otros dos.

Se detuvo ahí. Alzó la vista para mirarlo. Parecía concentrado.

Crowley odiaba su libro. Ella sabía que lo odiaba. Odiaba que ella no le permitiera incluir ningún condenado soneto, pero que tampoco le permitiera convertirlo en un chiste. Odiaba que no le dejara romperlo en mil pedazos cada vez que se sentía frustrado. Odiaba todo eso, y ella lo sabía. En estos momentos, parecía demasiado distraído como para prestar atención a lo mucho que lo odiaba. Eso resultaba preocupante.

—Sabes —dijo ella, en voz baja, tratando de atraer su atención hacia donde quería—. Especialmente después de lo que hemos hablado hoy, puedo escuchar en estas palabras lo mucho que te preocupas por él.

Él no estaba escuchando. 

—Continúa —dijo—, creo que es la siguiente parte. 

Sí, era la siguiente parte. Claro que era la siguiente parte. Era la siguiente parte la que ella realmente no quería leer. Él le hizo el mismo gesto otra vez, para que se diera prisa. 

Ella frunció el ceño, pero retomó la lectura: 

—Dijo que no yo no le caía bien. Dijo que nunca había apreciado ninguna de las cosas que había hecho por él. Y me dijo que preferiría pasar la eternidad con Miguel y Gabriel, e incluso con ese capullo sádico de Sandalphon, antes que admitir que yo le caía bien. Me dijo que se había acabado, que no estaba de mi lado, y que nunca más iría a ningún sitio conmigo.

Se detuvo ahí. El capítulo seguía, pero ella sospechaba que esa era la parte que a él le importaba. No la instó a continuar. Estaba muy quieto, con el ceño fruncido, y movía la boca.

—Habla conmigo, Crowley.

Se limitó a negar con la cabeza.

—Vamos —dijo ella, con voz profesional, serena y comprensiva—. Respira hondo. Quédate conmigo.

Lo observó mientras respiraba. Lo observó mientras desviaba la cara hacia un lado. Tenía los ojos cubiertos, pero ella podía imaginar cómo estos recorrían la habitación en busca de algo a lo que aferrarse.

—Dime en qué estás pensando —dijo ella.

—Puede… —empezó a decir. Volvió a agitar la cabeza. Siguió moviendo la boca unos momentos antes de que las palabras volvieran a salir—. Puede que en realidad él no dijera nada de eso.

—Es una posibilidad real. —Era más que una posibilidad, en su opinión. De hecho, había puesto un pequeño asterisco junto a “capullo sádico” a modo de recordatorio para volver a aquello alguna vez y preguntarle si realmente Aziraphale diría algo así. No obstante, ella dudaba que aquellas fuesen las palabras que le importaban a Crowley—. El trauma afecta a nuestros sistemas de memoria.

Normalmente solía ser mala idea decir algo como nuestros sistemas de memoria en una sesión con él. Como Aubrey Thyme ya sabía, Crowley y ella tenían un importante desacuerdo respecto a la neurología. Él insistía en que no tenía nada de eso. Ella, por su parte, insistía en que él mostraba patrones de comportamiento consistentes y predecibles que concordaban perfectamente con la suposición de que tenía, al menos, sistemas nerviosos central, simpático y parasimpático iguales a los de un humano. Habían acordado no estar de acuerdo. Y hoy, en vista de lo angustiado que estaba, ella pensó que quizá podía confiar en su inestable tregua.

—No creo que realmente dijera nada de eso —dijo él. Sonaba distante y asustado, como si quisiera poder convencerse a sí mismo—. Sé que dijo... dijo cosas. Sé que las dijo. Pero ahora no recuerdo si dijo esas cosas específicamente.

Ella se recolocó en su asiento para inclinarse un poco más hacia él. Ahora ambos estaban inclinados hacia el otro; Crowley necesitaba conexión.

—Él dijo algo, y te dolió, y así es como lo registró tu memoria —sugirió ella.

—Y sé que me olvidé de algunas cosas —continuó, y ella no estaba segura de que la hubiera escuchado siquiera. Se quitó las gafas de sol para poder cerrar los ojos y frotárselos con la mano—. Recuerdo que le dije que soy imperdonable. Lo recuerdo, claro como el día, le dije: “Imperdonable, eso es lo que soy”. Me olvidé de eso la última vez, ¿verdad?

—Sí, no lo mencionaste.

—Pero, ¿por qué diría yo algo así? —Abrió los ojos y la miró, y deseaba con todas sus fuerzas que ella le diera la respuesta—. No recuerdo por qué dije aquello. No puedo… ¿Qué pudo haberme dicho él para que yo le dijera eso?

Ella no lo sabía. No había estado allí. Los únicos dos seres que habían estado allí estaban enfadados y alterados, heridos y asustados, afectados por el trauma.

—Él sabe que soy imperdonable, por supuesto que lo sabe. Realmente es lo que soy. Entonces, ¿qué me llevaría a decir aquello?

Empezaba a repetirse. Ella se lo tomó como una señal. Respiró profundamente para que él siguiera su ejemplo, y habló:

—Sabes, Crowley… —Puesto que no tenía las gafas puestas, podía buscar el contacto visual con él. Eso le ayudaría a centrarse en ella en lugar de perderse en el bucle de sus pensamientos—. Nos gusta pensar que la memoria es como una cámara, que graba secuencias y que podemos volver a verlas cuando queramos, exactamente del modo en que sucedieron…

Él no veía la relación que esto guardaba con su situación. Ella pudo ver como la confusión se extendía por su gesto de dolor. 

—Pero no es así. Lo que recordamos es una mezcla de lo que ocurrió realmente, lo que sentíamos que estaba ocurriendo y lo que sentimos después.

Asintió con la cabeza. Empezaba a comprender. Se quedó con la boca abierta y apartó la mirada. 

—No podemos saber lo que dijo realmente. No somos… —Estuvo a punto de decir: no somos omniscientes. Pero no quería saber lo que encontraría si abría ese melón—. No lo sabremos nunca. Lo que sí sabemos es que esto es lo que recuerdas. Independientemente de lo que pasó de verdad, creo que esto nos dice cómo te sentías mientras ocurría. 

Le dio tiempo para pensar en ello. Veinte segundos. 

—Déjame preguntarte esto —dijo ella, consciente de que estaba interrumpiendo sus pensamientos—. Escribiste aquí que él te dijo que no apreciaba las cosas que habías hecho por él. Podemos cuestionar eso. Tanto si lo dijo como si no, podemos cuestionar si es cierto. ¿Qué te parece?

Volvió a mirarla. Estaba escuchando.

—¿Aziraphale aprecia las cosas que haces por él?

Ella observó cómo se le tensaba la mandíbula. No con rabia, ni frustración, ni dolor, sino con lo que parecía ser certeza absoluta. Asintió con la cabeza. 

—¿Crees que siempre lo ha hecho?

—Siempre —dijo él. Pudo ver como las lágrimas empezaban a inundarle los ojos.

—Eso es maravilloso —dijo, y dejó que su voz expresara que lo decía en serio. Sonrió. Le sonrió a él—. Y deja que te pregunte esto: ¿te invita a pasar tiempo con él?

—Siempre —dijo de nuevo, asintió con la cabeza, y alzó una mano para secarse una lágrima.

—Dame algunos ejemplos —dijo ella, porque quería que los enumerara. Quería que los tuviera frescos en la memoria.

—Él… —Hizo una pausa para ordenar sus ideas y volver a secarse los ojos. Crowley, ella lo sabía, casi nunca estaba dispuesto a aceptar un pañuelo—. Siempre me está invitando a sitios. Desde… desde Roma, me invita a comer. Siempre he sido bienvenido en la librería. Le… le gustan los picnics. 

Escuchó aquella pausa y creyó entender lo que significaba. Creyó entender lo que significaba porque sabía mucho sobre las costumbres de Crowley y Aziraphale. Sabía que a lo que le invitaba Aziraphale, más que a ninguna otra cosa, era a beber vino, emborracharse, y luego seguir bebiendo un poco más. Y le habría molestado, enormemente, pensar que a Crowley se le hubiera ocurrido autocensurarse en un momento como aquel. Le habría molestado, pero tenía trabajo que hacer.

—¿Lo ves? —dijo, y se aseguró de que su voz resultara suave y aguda. Se aseguró de que su voz adoptara el tono de la esperanza—. ¿Qué crees que significa todo eso?

No contestó enseguida. Estaba ocupado. Estaba ocupado con la difícil tarea de sentir lo que importaba, de experimentar lo mucho que le quedaba por sentir.

—Significa —dijo él, cuando pudo, porque no había olvidado su pregunta— que él es mi mundo entero.

—Sí —convino ella. Asintió con la cabeza. Soltó una pequeña risa, un sonido compasivo y feliz—. Exacto. Y déjame preguntarte… ¿eres tú su mundo entero?

Pudo ver el mismo instante en que él registró las palabras. Pudo verlo, porque fue como si le hubieran dado un golpe. Las palabras se registraron en su cuerpo, en sus hombros, en su estómago y en sus pulmones. Se registraron en forma de dolor, de angustia, de terror. Se registraron así en él porque la respuesta era obvia. La respuesta era obvia, y no podía negarla, y le dolía reconocer que era verdad.

—Sí —dijo, y estaba temblando, y era el niño pequeño y roto que ella tan a menudo veía en él—. Sí, lo soy.

Ser objeto de un amor incondicional no debería doler. No debería doler, pero a menudo lo hace para quienes han sufrido un trauma, especialmente para quienes lo han sufrido a una edad temprana a manos de un progenitor. Duele porque el trauma se asienta en el cerebro y permanece allí, y hace que el miedo y el terror y el dolor parezcan algo normal, y que el amor, la protección y la aceptación parezcan una amenaza. El trauma sufrido a una edad temprana invierte el mundo, invierte los instintos, hace que uno se sienta seguro ante el peligro y en peligro ante la seguridad. El trauma sufrido a una edad temprana, especialmente a manos de un progenitor, puede privarte del sentido del amor. Puede hacer que seas capaz de apreciar, comprender y desear ser amado, pero incapaz de sentirlo de verdad, de permitir que entre, de llegar a regocijarte en él y cantar sus alabanzas.

Aubrey Thyme comprendía lo que Crowley estaba experimentando. Lo entendía, como la profesional que era. Lo entendía.

Durante el resto de la sesión, él no hizo la cosa. Por primera vez desde lo del árbol, no tuvo que enfrentarse a la cosa . Y cuando se marchó, Aubrey Thyme se sintió un poco más relajada, un poco más segura, con un poco menos de riesgo.

Quedaba una sesión. 

Notes:

Nota de Nnm:

En Estados unidos, puedes llamar al National Suicide Prevention Lifeline al 1-800-273-8255.

En Reino Unido, puedes llamar a Samaritans  al 116 123.

En Canadá, puedes llamar al Crisis Services Canada al 1-833-456-4566.

Pide ayuda. Vales la pena.

 

Nota de la traductora:

En España, puedes llamar a la línea de atención a la conducta suicida al 024.

En todo el mundo hay líneas de emergencia a las que puedes llamar.