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Hija de la Selva

Summary:

Mega-relato partido en capítulos sobre la vida de Okena, sacerdotisa de Gonk.

Chapter 1: Hija de la Selva I

Chapter Text

“¿Oyes eso? Es el sonido de una selva llena de vida, frondosa, húmeda. Sientes el peligro a cada paso que das, el aliento del depredador en tu nuca, erizando tu piel. No conoces el lugar, te es nuevo y piensas que quizá es Tuercespina, tal y como te la han descrito los más ancianos de la tribu, o quizá solo sea producto de la imaginación de una joven que le gusta soñar con otros lugares más allá de las islas. Decides avanzar, con cautela, sabiendo que estás siendo observada y que si sigues con vida es porque tu depredador así lo desea. Por alguna extraña razón no sientes miedo, sino una gran curiosidad que te empuja a seguir explorando tan exótica jungla.

Un brillo dorado envuelve las hojas de los árboles, casi cegador, como si todavía fuese de día. ¿Qué ocurre? ¿Por qué estás ahí? Quieres descubrirlo y empiezas a correr, saltando sobre las ramas sobresalientes con una agilidad que desconocías tener. Un hambre voraz revuelve tu estómago y empiezas a sentirte poderosa. Quien desea devorarte te persigue, como una sombra.

La curiosidad por conocer el lugar pasa a ser una necesidad intensa de devorar carne y buscar a tu líder. El líder de la manada. Ya no existen las Islas del Eco, ni Vol’jin hijo de Sen’jin… ni siquiera tu propia sangre significa algo para ti. Tu familia ahora está en esa selva y la estás buscando mientras dejas atrás al depredador. Sientes un zarpazo en una de tus piernas, pero giras con maestría y le alcanzas el hocico. Durante unos segundos deja su cuello expuesto y decidida, lanzas una dentellada mortal. La sangre que emana en gran abundancia llena tu boca y te relames, gustosa. Has ganado.

Y con el rugir del líder de la manada, la selva se disuelve en polvo y el brillo dorado se apaga hasta quedar todo completamente oscuro. Terminas despertando, completamente frustrada por volver a la realidad.”



Fue un despertar agitado. Okena se había levantado violentamente de su catre, lanzando las pieles a un lado, como si de repente la choza estuviese ardiendo en llamas y viéndose obligada a huir para salvar su vida. Salió casi lanzándose al exterior, fuera de sí, con los ojos buscando la frondosidad de la selva.

En medio de su desvarío, le tomaron de los brazos y ese alguien la zarandeó.

– ¡Debo acud…La selva…acudi…! –.

– Mierda, Okena –. Escuchó aquella voz lejana, pero el bofetón que marcó su mejilla hizo que poco a poco, recuperara la compostura. Cuando se tranquilizó, la pequeña se percató que estaba sentada en el suelo, con su padre rodeándola con los brazos. – Ya está…Ya está… – con el tono más relajado. – ¿Una pesadilla? –.

– ¿Dón…dónde estamos? –. Fue lo único que Okena pudo alcanzar en pronunciar.

– ¿Dónde crees? En las Islas del Eco, en Durotar – le recordó Zan’ji, con lo que consiguió que Okena se frustrase por completo. – ¿Has tenido una pesadilla? – repitió. 

– No...No creo que haya sido eso –. Tomó aire, aún sintiendo el sabor de la sangre en su garganta pese a no haber consumido nada en las últimas horas.

– Sea lo que sea que hayas soñado, trata de descansar – le dijo con cariño. Uno de los colmillos del veterano trol acarició la frente de la cachorra. – Mañana será un día muy agitado – .

Okena no replicó, sabiendo la “ardua” tarea que le esperaba. Lo único que pudo hacer fue volver a entrar en la choza y apoyar la cabeza en las pieles, mientras trataba de encontrar la manera de volver a dormirse. 

Para ella, era como escapar a una vida mejor, más apta para ella, lejos de la situación en la que tenían que priorizar la convivencia de las otras razas antes que seguir con los designios de lo que conllevaba ser trol. La selva era su hogar, donde su manada la esperaba para cazar y servir al gran Alpha. ¿ Tuercespina ? No supo responder porque la descripción que le daba su abuela del antiguo hogar de los Lanzanegra distaba un poco de ser como el lugar de sus sueños.

Cuando consiguió dormirse, soñó con algo tan irrelevante que, al llegar el primer rayo del sol, no recordó nada.

 

“Okena notó la mano de su madre tomándola de la muñeca y tirando de ella para que corriese. 

– ¡No miréis atrás, corred! –. 

Las cachorras obedecieron, dejándose guiar por su ma’da. Su tribu gritaba, suplicaba, moría ante los arpones y tridentes de aquellos seres del mar. 

– Tenemos que escondernos hasta que llegue vuestro chaako, ¿me habéis entendido? – les susurró mientras escapaban. Aunque no quisiese mirar, fue inevitable topar con los cuerpos de sus camaradas Lanzanegra.

– ¡Ma'da…! ¡T-Tengo miedo! –.

– Ma’da, no… –.

– ¡No hay tiempo para eso! Hemos de escapar… Hemos… –.

Unos cinco nagas las rodearon. Lebra abrazó a sus gemelas, cubriéndolas con sus brazos y quedando ambas con la cabeza apoyada sobre su pecho. Pronunciaban palabras que no comprendía, siseando cada vez que a las cachorras se les escapaba un aullido por el miedo. – No miréis – le indicó su madre, besándoles en la frente. – Vuestro padre está de camino, pronto… Pronto os reuniréis con él… Pero ante todo… No miréis…

Se separó de ellas y lo único que vio en aquel mar de caos fue a la hembra abalanzarse sobre uno de los nagas mientras un grupo de trols corrían hacia ellos, disparando flechas y abatiendo a algunos de ellos. Okena, quien no pudo procesar lo que ocurrió en aquel instante, se hallaba en shock, sentada junto al cadáver de su madre y con Ereka en el otro lado, tomándole de la mano. Su padre estaba allí, pero por desgracia, no pudo salvar a las tres.”

 

[...]

 

La joven trol fue hasta el redil, con un enorme cubo lleno de agua, que levantaba a duras penas. El ambiente estaba especialmente agitado, con muchos trols corriendo alrededor, como si estuvieran buscando algo. Para Okena, no tenía importancia, su deber era lo primero. 

Los criadores la dejaron pasar y entonces comenzó a limpiar las cáscaras de huevo y los excrementos de raptor con el rastrillo. Muchos cachorros se reían al verla allí, haciendo aquellas tareas tan mundanas, pero ella tenía un punto de vista muy distinto: los raptores eran animales fieros, orgullosos y buenos compañeros. La afinidad que tenía con ellos era más palpable y más habiéndose criado entre cazadores. Incluso se decía que uno de sus bisabuelos fue un respetado Maestro de Bestias .  

– ¡Yudo! – exclamó uno de los trols que estaban correteando por el lugar.

– ¡Apártate cachorra! ¡Ahí va Garrapresta de nuevo! – siguió otra voz, esta vez de una hembra.

Okena no pudo reaccionar a tiempo, porque al girarse, vio al enorme raptor grisáceo, conocido por su grandísima velocidad, corriendo hasta ella. Como acto reflejo, la joven levantó el brazo derecho para cubrirse la cabeza, acción que le llevó a recibir un zarpazo de la criatura.

Cayó sentada, observando la herida sangrante que cubría parte de su antebrazo. El olor a hierro impregnó sus fosas nasales, y el aliento del raptor chocaba contra su rostro. No tuvo miedo y por un segundo, pero perdió la noción del tiempo. Antes de que uno de los criadores agarrara de las riendas al enorme reptil, Okena le había enseñado los dientes e incluso había soltado un grito en el que trataba de emular un rugido.

– ¡Oke! ¡¿Estás bien?! –. Su abuela, Markoa, estaba a su lado, agarrándola de los hombros mientras intentaba hacer que entrase en sí. – ¿¡Oke?! –.

Su vista aún estaba clavada en su herida y se quedó pasmada al ver como había rasgado piel y algo de carne de su brazo, con sorprendente facilidad, valiéndose de sus garras. Sin flechas, ni lanzas, ni machetes y ni hachas. Una parte de su propio cuerpo como arma.

– Ma'wa… – susurró, tratando de recomponerse. Otra hembra se había acercado para examinar la herida. 

Mientras le sanaban, miró a su abuela con una mezcla de miedo y curiosidad. 

– ¿Cómo podría usar las uñas para desgarrar a mis enemigos? –.



[...]



Markoa había hablado con Zan’ji, por lo que llamó tanto a Okena como a sus hermanos pequeños, y les hizo acompañarle hasta un altar de loa improvisado luego de la recuperación de las islas.

Altar del mismísimo Gonk.

– Es hora de que os hable del Loa de la Caza y las Formas – empezó diciendo, mirando primero a Tarah y a C’hak, quienes eran los hijos que su padre había tenido con su segunda hembra, Rikki. Posteriormente hizo lo mismo con Okena. – Gonk lleva siendo nuestro loa desde muchas generaciones pasadas, incluso en Tuercespina, donde Bethekk y Shirvallah tienen dominio en la caza –. 

– ¿Y por qué? – preguntó Tarah. La cachorra no contaba con más de cinco años.

– Porque nos une un fuerte vínculo con él, uno que no va a romperse jamás. Somos una manada, pequeña mía. Y mientras yo viva, yo soy el líder, el Alpha –. 

– ¿Por ser nuestro chaako? – siguió insistiendo Tarah con sus cuestiones. 

Zan’ji asintió.

– Además, gracias a él, muchos trols pueden adoptar otras pieles. En Zandalar se habla de los dinománticos y de los raptari, que cazan y viven bajo las leyes de la jungla –.

A Okena le dio un vuelco en el corazón.

– ¿Transformarse…? ¿Se pueden transformar y atacar como lo harían los animales? – chilló emocionada.

– Por supuesto, por algo es el Loa de las Formas. El arma de los cambiapieles son sus propias garras y fauces – rió Zan’ji, mientras ofrecía un trozo de carne de escórpido que había cazado en los alrededores del poblado Sen’jin. – Mi próxima ofrenda será la cabeza de un humano, porque se están propagando por Durotar como una peste… –.

– ¿Iremos contigo a cazar algún día? –. Tarah y Okena lo habían preguntado al unísono mientras C’hak, de tres años, se limitaba a escuchar con los ojos bien abiertos.

– Vosotros dos sois demasiado jóvenes, pero quizá Okena pronto tenga que ir aprendiendo –.

 Le guiñó un ojo.

Okena tenía claro que su primera presa sería directamente llevada como ofrenda a Gonk, para que bendijera las siguientes y que sus carnes alimentasen bien a la manada.

Quería ser también la mejor cambiapieles de la tribu. Era su meta, su deseo más ferviente.

 

[...]

 

Okena se arrastraba por el suelo, tratando de acercarse a su padre, quien agonizaba en un charco de sangre cerca de ella. Cuando pudo alcanzar su pecho, apretó el arnés fuertemente para impulsarse y agarrarle en un abrazo desesperado.

– Chaako, por favor… – suplicó en un mar de lágrimas. Su herida era de hacha, propinada por un orco traicionero que aún creía en los ideales de la Horda. La hembra había podido aprovechar el descuido de aquel miserable para lanzarse a sus espaldas y morder con ferocidad su cuello. Con saña, arrancó un buen trozo de carne y le dejó caer pesadamente, desangrándose hasta morir.

– Okena… – trató de decir, pero la sangre salía a borbotones de su boca y se asfixiaba. – Mantente junto a tu manada. Junto a tu familia –.

Le miró mientras trataba de tapar su herida con las manos, inútilmente. 

– ¡Tú eres el Alpha! ¡No puedes irte con Bwonsamdi aún! –.

– A…abre…Tu corazón…a tu…manad… –. 

Fue entonces, cuando Zan’ji de los Lanzanegra, cazador veterano de la Horda, exhaló su último aliento, cerrando sus ojos para siempre en los brazos de la joven. 



[...]

 

Con el contacto de la Horda con el imperio Zandalari, en las Islas del Eco se había construido un puerto con una ruta que unía con el de la capital. 

Luego de una fuerte discusión con su gemela Ereka, Okena había decidido dejar de servir a la Jefa de Guerra, desertando y renunciando a su tribu para buscar la tierra de su amado loa.

Tuvo que disimular como una grumete más para poder acceder al barco sin tener que pagar por ello y no miró atrás. Era Okena’fon; sin tribu, sin manada, únicamente con uno de los bastones de su padre como reliquia de generaciones pasadas, tallada y ornamentada con madera y flora de la misma Tuercespina.

Su primera experiencia navegando por los mares no resultó muy grato para ella, quien tenía claro que pisar tierra era mil veces mejor que depender de madera que flotaba y con riesgo de hundirse. Al aproximarse, vio como el sol reflejaba un enorme destello de luz dorada, reluciente; y a medida que iba tomando forma, muchos de sus pensamientos empezaron a tener significado; como en aquel sueño recurrente que tenía cuando era una cachorra, donde buscaba a su Alpha y cazaba en una piel que no era la suya.

Al bajar y pisar territorio zandalari, corrió por todo el puerto hasta dirigirse a la gran pirámide. 



[...]

 

Era de noche cuando Okena se había dejado caer sobre la arena, con la vista fija en el mar, perdiéndose en sus pensamientos. Las islas del Eco ofrecían buenas vistas, a pesar de hallarse justo al lado de Durotar, una tierra que escaseaba de vegetación y complicaba el modo de vida de todo aquel que allí viviese. 

La joven trol siempre se sentaba allí, dejando pasar las horas, de forma rutinaria, esperando una señal que aclarara las dudas que la carcomía por dentro. 

Tenía tantas, sintiéndose más confusa a medida que pasaban los días.

Malos tiempos corrían, con la guerra haciendo estragos. 

“Una guerra que esa sucia elfa no-muerta ha iniciado” pensó, con amargura. Odiaba el rumbo que la Horda había tomado, fragmentándose y rebajándose a luchar con medios cuestionables. La quema de Teldrassil había sido un duro golpe para Okena, no por los elfos que allí vivían, sino por el insulto de Sylvanas a la vida en sí. Las historias posteriores que escuchó sobre el levantamiento de no-muertos durante la batalla de Lordaeron – tropas de la horda incluidas – fue la ofensa final para la trol.

Envuelta por el sonido del oleaje, cuando Okena recordó la última charla que tuvo con su abuela, Markoa, quien hace meses dejó las islas para meditar sobre el camino que debía escoger. Una conversación que no la dejó indiferente y la inundó de dudas, llegando a cuestionarse sobre sí misma. Ocurrió en una noche como aquella, con la propia Okena meditando sobre uno de los puentes. 

– ¿Ma’wa? ¿Dónde vas? – preguntó la joven.

– Lejos de aquí, donde pueda pensar con claridad –. Okena la miró extrañada. Markoa soltó una risotada amarga. – Suena descabellado, pero no me queda otra. He luchado y sangrado por una Horda que ya no existe.

Okena quedó sorprendida ante aquella revelación. 

– ¿Vas a intentar detenerme como ha hecho Yashi? – le preguntó la veterana trol, con el ceño fruncido. La anciana, pese a su edad, podía inspirar terror con tan solo vislumbrarla. 

– No. No voy a detenerte, mimda'wa – contestó Okena, encogiéndose. – No soy quien para cuestionar tus decisiones –. 

Markoa la miró de arriba abajo antes de empezar a reírse de forma burlona.

– ¿No eres capaz, ni por un segundo, de cuestionar todo lo que te rodea? ¿Ni siquiera a ti misma? –. 

Aquello la confundió aún más. 

– Mira Okena, voy a marcharme y con ello quizá provoque la ira de más de alguno.  Prometí que volvería cuando mis preguntas tengan su respuesta, pero aun así estoy cometiendo la mayor locura de mi vida. ¿No tienes nada más que decir? –.

Okena se quedó en silencio, bajando la cabeza. 

– No – respondió, con voz débil, alimentando las carcajadas de su abuela.

Imitó su voz, con malicia. 

“Voy a esconderme y a dejar pasar los días sin hacer nada de provecho” . ¡Espabila! – espetó mientras le daba un empujón. Okena perdió el equilibrio, cayendo al suelo. 

Masculló un gemido de dolor. 

– ¡Tienes sangre poderosa corriendo por tus venas! ¡Eres una superviviente y una hembra capaz de hacer todo lo que te propongas! ¡Y por ello me duele como has dejado pasar los años infravalorando tus capacidades! – gritó, golpeándose el pecho. 

Okena la miró con impotencia.

– ¡¿Si somos supervivientes por qué mi padre está muerto!? ¿¡Y todos los demás?! – respondió entre lamentos. – ¡No hemos dejado de caer ante nagas, ante humanos y ante orcos! –. 

Intentó levantarse, pero Markoa le propinó otro empujón.

– ¡La vida es frágil, Okena! ¡Pero no por ello mi lok’dim y mis hijos fueron débiles! ¡Lucharon hasta el final con valor, sin apartar la mirada del enemigo! ¡Y tu padre murió protegiendo a quienes más quería: siendo tú una de ellos! –. 

Hubo un silencio sepulcral entre ambas. Okena se esforzó en reprimir sus lágrimas. 

– Déjame que te diga un último consejo antes de marchar…–. Se agachó hasta quedar a la altura de su rostro. – No eres débil, aprendes rápido y tienes más voluntad de la que crees. Nunca te estanques y ten el valor de cuestionar todo lo que te rodea y en seguir tu propio camino. Yo no estaré siempre para protegeros, sobre todo ahora – finalizó mientras le tendía una mano. 

Okena se aferró a su brazo mientras se levantaba. – Recuerda mis palabras y ante todo, decidas lo que decidas, siempre estaré orgullosa de ti, como siempre lo he estado de mis nietos –.



Esa noche decidió quedarse con los Lanzanegra en honor a su padre, quien vivió y murió por los valores de la Horda. 

Pero cada vez estaba menos segura de haber escogido el camino correcto. La brisa marina acarició su rostro, reconfortando su ser, mientras tomaba con una mano un puñado de arena, dejándola caer lentamente. – El tiempo pasa – se dijo, notando un cosquilleo en su vientre. Clavó su vista ante el poblado Sen’jin, estirando el brazo hasta señalar el lugar con uno de sus dedos. – Y es hora de que tome la decisión correcta –. 

Se levantó de un salto.

La joven corrió hasta su choza, donde guardaba las pocas pertenencias que tenía y decidió emular a su abuela. 

Mientras avanzaba entre las sombras, buscó alguna barca con la que poder navegar hasta Durotar. 

– ¿Okena? – oyó a sus espaldas. La joven ladeó su rostro y se encontró con la mirada acusadora de Ereka. 

– Ma'di… – fue lo único que pudo responder.

– ¿Tú también te vas? – preguntó, con expresión confusa.

– No hay otro modo. No espero que lo comprendas – ante aquellas palabras, Su hermana se acercó a ella lo suficiente como para posar una de sus manos sobre su cuello. Un agarre suave, pero firme.

– Si te vas, nuestra tribu llorará tu marcha – le dijo, casi con tono suplicante. 

Ambas gemelas eran muy distintas en cuanto forma de pensar y actuar. E incluso en cuestión de loas, porque Ereka entregó su vida a los designios de Gral.

– Es tu tribu, no la mía – puntualizó Okena, con severidad. – He sabido desde que era cachorra que yo no pertenecía aquí. No soy Lanzanegra. Ya no –.

– No digas tonterías y quédate en casa – insistió su gemela. 

Okena se paró un segundo para ver sus facciones bajo la tenue luz de la luna. Eran casi idénticas, pero había envidiado su picardía y su facilidad para socializar con el resto de cachorros. 

– Hemos compartido el vientre de nuestra ma’da, nos hemos criado juntas y hemos luchado juntas. – le recriminaba Ere sin hacer pausas al hablar. – Te quiero, ¿por qué me haces esto? ¿Nada de esto significa para ti? –.

Okena no dijo nada, empezando a notar como sus ojos empezaban a empañarse por las lágrimas que trataba de contener. 

– ¿No somos nada para ti? ¡Contesta! –. No obtuvo contestación alguna. – Hemos luchado juntos por el bien de nuestra tribu. ¿No lo recuerdas? –.

– Lo único que recuerdo son vuestras sombras sobre mí – dijo al fin, con frialdad. – Nada me queda aquí. Ya no sois nada para mí –.

Ereka finalmente la soltó, notablemente afectada por aquellas palabras y no pudo evitar estallar en llanto.

 – Muy bien. Vete de aquí y no vuelvas – sentenció. Okena no se movió, apretando los puños. – ¿¡A qué esperas?! ¡MÁRCHATE, TRAIDORA! –.

Chapter 2: Hija de la Selva II

Notes:

Esta segunda parte está enfocada en la relación de Okena con Zu'kumbo, su actual lokdim* (Querido/a, Cariño, Amado/a)

Chapter Text

Zuldazar le despertaba un sentimiento de hogar que jamás había experimentado. Por mucho que opinase lo pomposos que llegaban a ser los zandalari con tanto oro, la frondosa selva era la joya más valiosa y brillante que viese, más allá del metal y las perlas de las Islas del Eco.

El punto bueno de la situación actual con el imperio zandalari y la horda era que Okena sería quien menos llamaría la atención cuando se adentrase en el redil. No estarían acostumbrados a ver trols distintos más allá de los portavoces de la capital, pero resultaba más curioso ver llegar a unos goblins o taurens en pleno centro de su cultura.

También se encontró con tortolianos que amablemente la ayudaron por la jungla, marcándole los pasos y pautas para recorrer el lugar sin muchos peligros, y fue gracias a ellos que dio con el Jardín de los Loa, que aparte de estar agradecida, hizo amigos entre esa raza.

Su pasión por las historias facilitó las cosas.

Lo que no pudo hacer fue entrar al sagrado lugar, más apto para quienes estaban dentro del culto a los loa o tenían un permiso especial. Ella no tuvo intenciones de ser lo suficientemente osada como para cabrear a quienes no debía, pero dio media vuelta, decepcionada y sintiendo que había perdido su hogar otra vez.

Por suerte para ella, dio con la tribu kalari y esta vez sí se sintió como una más.

 

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“Okena contemplaba las llamas de la hoguera con la mirada ausente. 

Hace días había sido aceptada como una más en la tribu, pasando por un ritual de iniciación – con sorpresa final incluida, aún podía oler el hedor de aquel “líquido dorado” sobre su piel desnuda – donde tuvo que renegar de su pasado y aceptarlos como su nueva familia. 

La joven druida sabía bien lo que hacía y no se arrepentía de haber tomado aquella drástica decisión. “¿Qué podía perder?” Ya no tenía nada ni a nadie en Durotar, ya no se sentía cómoda entre los que habían sido sus compañeros tiempo atrás.

 

Se hallaba en la selva Zuldazar, en un improvisado campamento situado al oeste, después de una buena sesión de caza. Necesitaba descansar, aún con el sabor de la sangre inundando su paladar, mientras se curaba las heridas de sus brazos y piernas. 

— Dame fuerzas, poderoso Gonk, para ser apta de tu don — pensó, sosteniendo el bastón con ambas manos. Sentía el peso del sueño en ella, cuyos ojos se cerraban por momentos. 

No tardó en acurrucarse cerca de la hoguera, en posición fetal, pero con un ojo abierto por el peligro acechante entre la vegetación del lugar. No iba a convertirse esa noche en la presa.

Soñó con una noche estrellada sobre las Islas del Eco. Okena se hallaba en la orilla, con una vista clara del poblado Sen’jin. 

No estaba sola, a lado la observaba su padre, Zan’ji, mirándola consternado. No sabía que decirle, escuchando el oleaje con una chispa de remordimiento en lo más hondo de su ser.  

“¿Por qué lo hiciste?”

“Hice lo que tenía que hacer, padre. Soy una trol, no un orco ni un tauren. Además, no simpatizo con los no-muertos de Sylvanas” le respondió, con tono de reproche. “Sabes muy bien el porqué”. 

No podía evitar sentir frustración por tener aquella discusión. Había adorado a su padre con todo su ser, escuchando sus historias, aprendiendo de ellas y aspirando a ser como él algún día.

El paisaje cambió, perdiéndose en polvo hasta dibujarse una modesta cabaña. Estaba en el poblado Sen’jin, viéndose a sí misma cuando era una mocosa, entre los brazos de Zan’ji, al igual que su hermana Ereka.  

“La Horda es nuestra familia ahora” decía, con una sonrisa de oreja a oreja, mientras acunaba a sus mellizas. “Y así, por fin poder decir que tenemos un hogar. Nos protegeremos los unos a los otros, con valor y honor, mis pequeñas. Ya no tienes nada que temer”. 

Okena respondió al abrazo, rodeando los hombros de su padre. “¿Crees que yo podré ser una gran cazadora? Como tú…” le preguntó, soñolienta. 

“Claro que sí, mi niña. Y yo me sentiré orgulloso de ti, hagas lo que hagas…”.

"Haga lo que haga” se burló la Okena adulta, para sus adentros. 

Su gran logro había sido renunciar a su identidad como Lanzanegra, para pasar a ser una kalari. 

“¿Estás orgulloso de mí, mientras me observas desde los dominios de Bwonsamdi? Lo dudo mucho…”.

 

La escena cambió nuevamente, pero esta vez se hallaba en Orgrimmar. 

Vio la figura de Thrall, Jefe de Guerra de la Horda, transformándose en el infame Garrosh Grito Infernal. Los orcos que le rodeaban ya no miraban a sus camaradas con respeto y camaradería, sino con desprecio. Apuntaban con armas de fuego a las otras razas, esperando órdenes. Los blasones de la Horda ondeaban en el viento, dirigiéndose a las Islas del Eco, con intenciones de atacarlos. 

“Te mató la Horda a la que tanto admiraste” le espetó, con lágrimas en los ojos.  

“No, esa no es la Horda que acabó con mi vida” le respondió Zan’ji, con rabia. “Mi sangre fue derramada en nombre de Grito Infernal, no en el de Thrall”.

“¿Y qué más da? Me uní a la revolución de mi gente para derrocar al tirano y Vol’jin tomó el cargo, con un liderazgo breve porque los demonios se llevaron su vida. Ahora nos lidera una no-muerta que despedazará la Horda como jamás lo hizo Garrosh. ¡Escupo sobre ella y sobre la Horda!”

Cerró los ojos, de nuevo en la orilla donde empezó el sueño.  

“La Horda en la que creías ha desaparecido, ya no queda nada de ella. Y yo no voy a formar parte de dicho despropósito, abrazando mis verdaderas raíces. Algo que tuve que hacer hace ya mucho tiempo.” 

Vio como la expresión de Zan’ji cambiaba de enfurecido a consternado.  

“Te quise y lo más seguro es que te añore a pesar de todo. Tanto a madre, a Ereka, como a ti, pero ahora me debo a mi nueva familia, como kalari que soy. No espero que lo entiendas, pero es mi decisión”. 

Zan’ji posó una mano sobre la mejilla de la joven, sin decirle nada. Se miraron una vez más antes de despertar de aquel extraño sueño.

Okena se levantó, aturdida, recordando que ahora estaba en Zuldazar. Se llevó una mano a la cabeza, notablemente mareada, mientras se levantaba. 

Todavía quedaba algo de fuego entre las ramas calcinadas. Miró su bastón, herencia de Zan’ji, mordiéndose el labio con fuerza. 

— He jurado ante Gonk, y ante mi familia, que cortaría lazos con mi pasado. Es hora de hacerlo bien y cumplir con mi promesa — dijo para sus adentros, mientras aferraba dicho bastón con ambas manos, acercándose a la hoguera. Las llamas se avivaron cuando entraron en contacto, empezando a devorar el arma con ansia. 

Okena lo soltó, observando como lo único que la ataba a los Lanzanegra era reducido a cenizas, con los ojos vidriosos, pero decididos. 

— ¡Atal’Kalar! — exclamó, antes de partir hacia los suyos.

 

“Adiós, padre” .”

 

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No podía decir que sus inicios en la tribu fuesen malos, para nada, pero recordaba cierta escena con pis de raptor y con el maestro de bestias riéndose. Aunque por extraño que pareciese, en vez de tomarla con él completamente picada, terminó fascinada.

Y parecía escalar en admiración…

Cuando los vientos guiaron a los kalaris en Vol’dun, en un viaje de retorno a Nazmir, tuvieron que acampar en asentamientos vulperas. En una de ellas, poco después de salir del templo de Akunda y aún introvertida, se mantuvo alejada del resto, quienes rodeaban una hoguera y charlaban.

— Ven joven, siéntate — escuchó. El maestro Zu’kumbo le hizo señas para que los acompañaran y ella no pudo apartar la mirada a su armadura: partes disecadas de nagas, como la cabeza y aletas, adornando todas las piezas, desde el yelmo hasta los tobillos. El odio que ella procesaba a los nagas más aquella visión de trol experimentado hizo que le dedicara una sonrisa genuina, dibujada a traición por culpa de su subconsciente. 

Cuando Zu’kumbo se percató, ella giró enseguida la cabeza, cohibida. 

 

No fue tampoco el único episodio donde sus sentimientos entraron en juego. Visitando el santuario de Krag’wa, Okena fue tragada por el loa debido a que se había colocado demasiado cerca y la escupió toda babeada, provocando la risa del maestro de bestias.

Y con su nuevo don para hablar el idioma de los sapos, no mejoró y ahí quiso que el pantano se la tragara. Cuando habló con el primer hijo del loa, descolocó al resto de la tribu.

— Es que es un poco rarita.

En aquel momento trató de mantenerse en una admiración prudencial por sus habilidades, dado a que se negaba a reconocer que florecía algo en ella, pero pronto las cosas tomaron un giro  inesperado.

 

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Okena estaba al cuidado de tres pequeños sapos que la siguieron una vez fue escupida por Krag’wa: Drag, Greg y Grog. “Ma’da sapo” la llamaron luego de aquel suceso.

— ¿Tú crees que aquello significaba algo? — les preguntó, como si pudiesen responder siquiera. 

Habían vuelto a Zuldazar, viendo horrorizados cómo el Profeta Zul había traicionado al imperio y se había adueñado de todo; pero lo peor fue encontrar los restos del poblado kalari calcinados y con parte de la tribu que se había quedado secuestrada. Tuvieron que actuar y ofrecieron su lealtad a Gonk y a Pa’ku, además de volar hasta el templo de Kimbul y ayudarle en su estado abandonado.

Hubo confrontaciones con los nagas, luchando contra ellos y la que los lideraba, de quien apenas se acordaba ya de su nombre. Una vez derrotada, Zu’kumbo le entregó a Okena la cabeza de la misma.

— Se supone que ese tipo de gestos van bastante en plan…cortejo — se negó a pensar que había algo más allá de la admiración. ¿Cómo iban a fijarse en ella si era lo más torpe y encerrada en sí misma que había en la tribu?

Los sapos se limitaron a croar mientras ella suspiraba y continuaba alimentándoles con moscas que tenía capturadas en un pequeño frasco vacío.

 

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“Recordó el dolor ardiente de su costado, retorciéndose en el suelo pedregoso mientras el veneno de la araña la dañaba. Temblaba por la fiebre, pegando un débil respingo cuando sintió la mano de Zu'kumbo en su herida, aplicando el contraveneno en su herida. Le costaba mirarle, tragando saliva, mientras trataba de no sofocarse, tratando de mantener la calma. Oía sus palabras, resonando en su mente, de cómo había sobrevivido en su juventud al mar, a la propia Tuercespina; de su unión con una cazasombras amani llamada Tiramizú, quien desapareció y que pese a los intentos del maestro de bestias en encontrarla, no pudo dar con su paradero, atado en sangre...Hasta hace poco. Tragó saliva, escuchando con el rostro enrojecido, sin saber si se trataba de la fiebre o por ver como el experimentado trol mostró confianza en ella. A medida que sintió como los efectos del veneno menguaban, la profecía de Zulagan resonaba en su mente, martilleante:




“El primero será varón e intentará cazar la luna.

 

El segundo será ladrón y os robará el corazón.

 

La tercera, inesperada, grabará su nombre sobre piedra labrada.

 

La cuarta, bienamada, saldrá siempre bien parada.

 

Y el quinto, de negros ojos, bailará sobre los despojos.”




Okena abrió la boca, sintiendo que le fallaba la voz.

— ¿De verdad quieres que se cumpla? ¿Quieres que yo sea…?

— Te llevaría a mi choza, claro.

Tragó saliva, mordiéndose el labio antes de contestar:

— Si vas a llevarme a la choza… serías el primero.

Zu’kumbo la miró perplejo.

 — Pero estás en una etapa en la que tendrías que haber experimentado de sobra “El Amor de la Jungla”…

–– No me dejé tocar nunca — . Trató de levantarse, un tanto mejor, aunque todavía dolorida. – Nadie en la tribu Lanzanegra lo hizo porque así lo quise.

Se quedó sentada en frente del Maestro de Bestias, cara a cara. Sus ojos recorrieron su torso, repleto de tatuajes; Zu’kumbo se percató de sus cicatrices. Okena apartó un poco el tirante del arnés y enseñó su hombro derecho.

— Esta cicatriz me la hizo el orco que mató a mi padre hace tiempo, cuando atacaron las islas —. Luego enseñó sus costados. — La izquierda fue debido a que sangré por primera vez siendo kalari…—. Recordó el ataque de los trols de sangre en las puertas que unía Nazmir con Zuldazar, cuando iban de camino hacia el Jardín de los Loas. Ma’qui la curó, haciéndole un apaño con vendas. — Y este otro ya sabes, la araña, que todavía está curándose… Porque cada cicatriz representa un momento importante en mi vida que no he de olvidar jamás. Y esta noche no deseo apartarla de mi memoria…

Okena suspiró luego de aquella confesión, volviendo a centrar su atención en los tatuajes de Zu’kumbo.

— ¿Puedo… Puedo tocarlos? —. Él no se negó, sino que le dio carta libre para hacerlo. Recorrió primero el cuernoatroz de su brazo izquierdo, acariciando su hombro hasta posar la mano en el cuello, con suavidad. La otra estaba situada en el feroz raptor de su pecho, observando con el rostro enrojecido y el corazón palpitando frenéticamente. Finalmente la subió hasta su otro hombro. — Cada tatuaje cuenta también una historia, todo tú puedes hacerlo. Y me gustan las historias —. 

Sonrió azorada, mirándole directamente a los ojos, brillantes debido a la luz que emanaba de la hoguera.

— ¿Es la edad un problema? — le preguntó él, posando sus manos en los hombros de la joven. Ella tragó saliva, subiendo las suyas hasta tomarle el rostro.

– No, no lo es –. Sus rostros se acercaron hasta unir los labios, en un beso torpe al principio por los nervios de la hembra, pero que poco a poco se intensificó a medida que se dejaba llevar por sus sentimientos.”

 

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Las noches en el templo de Kimbul, apartados del resto de la tribu, eran un cúmulo de sentimientos que ya no tenía que esconder. Zu’kumbo la tomaba de la mano y ambos se quedaban solos. Algunas veces hablaban de Gonk, donde el experimentado trol le transmitía alguna de sus enseñanzas aprendidas desde su juventud, aplicadas para sobrevivir. Otras, se contaban historias y ella aprovechaba para pedirle si podía compartir anécdotas de los inicios de la tribu kalari.

Y sobre todo, se entregaban el uno al otro. 

Las primeras veces Okena estaba aún un poco nerviosa porque había dado de un paso a cien en cuestión de días, pero a medida que confiaba más en Zu’ku, empezó a sacar la ferocidad que había en ella, y al final podía verle desde arriba mientras se entregaban una vez más.

— Tengo que confesarte algo — dijo en una de esas noches, ambos abrazados mientras se daban el calor que sus prendas no conseguían darles.

— Dime.

— Ya te conté lo que me ocurrió con aquel trol cuando entré en la adultez, y gracias a eso estuve completamente reprimida por mis miedos a salir herida de nuevo — trató de tomar aire. — Tuve que fingir que solo te admiraba cuando te vi desde la primera vez. Sólo quería que lo supieras…

Zu’kumbo la miró unos segundos, pero aquel silencio fue ahogado por las risas del trol, dejándola cohibida. 

— ¡Pero si se te notaba enseguida! Lo sabía toda la tribu menos tú — al verle carcajear de esa forma, quiso separarse lentamente de él y hundirse en la arena.

— ¡Sí lo sé no te lo cuento! — chilló Okena, con el rostro completamente colorado por la vergüenza.

— No te pongas así, Oke. Yo estaba encantado de que una joven y prometedora hembra como tú se interesara por este “viejo” — le sonrió mientras le tomaba el rostro para que le mirase. — Ahora estamos juntos, ¿no? Lo demás ya no debería importar.

Okena sonrió, ya más relajada.

— Ya sabes lo que me atrajo de ti pero, ¿qué viste tú en mí? — preguntó, con curiosidad. Al contrario que ella, él tenía más sabiduría por años vividos y aprendidos.

Zu’kumbo la miró con una sonrisa ladeada, pero cargada de cierta ternura.

— Muchas cosas — le apartó un mechón del flequillo. — Tienes una fuerza que ni tú misma sabes que la tienes, o no la quieres ver. Lo he visto las veces que hemos luchado codo con codo.

La hembra escuchaba, sintiendo su garganta reseca y con algo de calor recorriendo su cuerpo.

— ¿Qué más? Cuando te vi con tu flequillo cubriéndote el rostro, supe que detrás había alguien que solo necesitaba tiempo... para aprender a rugir, y eres como una bestia salvaje, oculta bajo su propio pelaje, esperando el momento adecuado para mostrarse.

La sonrisa de Okena iba de oreja a oreja, sin poder contener su alegría.

— Y tus ojos... en ellos había un alma que caminaba junto a los loa, aunque aún no lo supieras. 

— Caminaré con los loa, con la tribu y contigo, riva’dim — respondió la hembra titubeando un poco con la última palabra, pero decidida una vez pronunciada.

— Lo haremos, y cazaremos juntos.

Apoyaron sus frentes mientras volvían a unirse en el abrazo y dejaban pasar los minutos antes de que sus cuerpos cedieran al cansancio.

 

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Los kalaris aportaron su apoyo para derrotar a los zulistas asentados en la capital, Dazar’alor, y las tropas del Rey, junto a los loa, consiguieron expulsarlos.

Okena ya conocía a Ghizzi, una de los mellizos de Zu’kumbo, con quien se llevaba pocos años en comparación de su macho; pero cuando liberaron a los kalaris retenidos, ahí pudo conocer a Jazahn. No es que les cayese mal, porque ya había vivido la experiencia de ver a su padre rehacer su vida y tener dos cachorros más, sino por cómo pudieran pensar ellos al verla.

De la aprendiza a maestra de bestias poco pudo saber ya que fue enviada al poco a Zul’Farrak, pero en cambio su hermano estaba presente. Su impresión de él es que se trataba de un joven enérgico, con muchas ganas de juerga, pero también centrado y entregado a su tribu.

Las presentaciones no fueron incómodas – para sorpresa de Okena – ya que Jazahn no tuvo una impresión negativa cuando su padre apuntó que se trataba de su hembra, pero sí que parecía sorprendido. “¿Quizá por la diferencia de edad?” . Él podía pasar perfectamente como su hermano pequeño y no por su hijastro.

Pero realmente, el trato no fue malo, sino todo lo contrario, dejando un buen ambiente en la tribu. Se sentía aceptada y con eso le bastaba.

Posteriormente, la tribu procedió a reconstruir el poblado y Zu’kumbo tenía la idea en mente de reorganizar su manada de bestias, dadas las que perdió durante la quema. Montaron una choza adecuada, entre lianas y ramas de un gran árbol, para estar los dos…y los que llegasen.

No era extraño, con la paz que se respiraba por aquel periodo de tiempo breve pero intenso, que Zu’kumbo y ella tuvieran momentos para ellos solos, dejando vía libre para sus pasiones. Podían disfrutar de su recién iniciada relación tanto en la intimidad como hablando con otros kalari junto a una hoguera una de tantas noches.

Fue inevitable que Okena terminase esperando su primer hijo.

 

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C uando Okena regresó a las Islas de Eco, sintió un nudo en el estómago, incapaz de digerir bien los sentimientos encontrados que la abrumaban. Odiaba, y aun así amaba, aquel lugar; luchando junto a los kalari contra Zalazane una vez más. 

Al llegar la calma, tuvo que hacer frente a las pullas de su “hermana” Ayoti y resistir estoicamente el deseo de llorar cuando su primo más pequeño, Zuntan, la abrazó con fuerza. Zu’kumbo se presentó, anunciando que esperaban un hijo, tomándola entre sus brazos ante la sorpresa de los Lanzanegra allí presentes.

“En su regreso a Zuldazar,  Okena meditó largo y tendido sobre qué significaba ser kalari. Su vientre ya empezaba a abultar un poco, aún asimilando el hecho que iba a formar su propia familia. 

Tomó la decisión de proseguir con los cambios. Primero fue quemar el bastón de su padre, posteriormente abrazar las tradiciones kalari, y por último, sangrar por ellos. Tanto en combate como en la noche que entregó su virginidad al macho que amaba. Aunque había algo más que debía hacer.

Una de las hembras más ancianas de la tribu aceptó cambiar el aspecto de Okena, quien se mantuvo con los ojos cerrados, mientras notaba como algunos de los mechones de su cabello caían sobre la tierra, con la navaja rapándose el cuero cabelludo. 

Cuando pudo verse a través del reflejo del río, vio una larga cresta azulada que terminaba con algunas trenzas cayendo sobre sus hombros. Salvaje y decidida, como siempre quiso ser ante su manada.

 

Un día, tanto Zu’kumbo como ella, buscaron un lugar en concreto. En los alrededores de El Jardín de los loa había un sitio plano y despejado ante tanta frondosidad, en plena orilla del río que lo bordeaba. 

— Este es el sitio que te decía — le dijo Zu’kumbo, mientras se quitaba el casco y dejaba al descubierto su cresta pelirroja.

— Es precioso — respondió con ternura mientras miraba a su alrededor con una sonrisa en sus labios. — ¿Cuándo lo descubriste?

— Al llegar a Zandalar, exploré los alrededores de la guarida de Gonk y me topé con este sitio —. 

Okena se quedó callada unos segundos, llevándose una mano al vientre.

— Este sitio sería perfecto… — susurró la trol.

— Es un buen sitio para descansar tras estar entrenando tus transformaciones.

—…también.

— Cuando llegue el momento, claro. No he visto casi nadie por aquí — entonces, Zu’ku pasó la mano por la cresta de Okena. — ¿En qué estabas pensando? — le preguntó, divertido.

— Pensaba que…— se llevó una mano a la nuca, sintiendo como sus mejillas se encendían. —…no sería un mal sitio para que el cachorro nazca —. Zu’kumbo asintió. — Lo estuve pensando…los posibles lugares…

— Sería un buen lugar, cerca de los loas, en tierras trol. Sin peligros por los depredadores, una zona tranquila — le contestó, convencido.

— ¿Verdad? —. Okena rodeó los hombros del trol con sus brazos.

— ¿Tenías un lugar más pensado? —.

— Las afueras del templo de Kimbul, al menos ese lugar que me enseñaste…—. Había sido allí donde se entregaron por primera vez, y las siguientes mientras estuvieron allí. Recordaba como Zu’kumbo la tomó de la mano en su segunda  noche de la mano y la guiaba, ante la mirada de algunos pocos kalari que trataban de asimilar lo que estaba ocurriendo entre los dos.

—  Es un buen lugar para lo que hemos aprovechado, pero quizá está demasiado apartado de todo para que llegue el cachorro —.

— Por eso me gusta más este. Para mí es perfecto — hizo una pausa. — Me alegra haber vuelto, es cuando he sentido en realidad que estaba como en casa —.

— Por mi parte lo tenemos aquí, conozco bien este lugar y le gustará al cachorro haber nacido aquí —. 

— Entonces está decidido —.

Okena se abrazó aún más al maestro de bestias.

— También es un buen lugar para haberlo creado — dijo Zu’ku con expresión pícara. — Nuestra casa es allá donde vamos, pero es un buen sitio para tener una fija —. 

Ante aquella respuesta, Okena sonrió, subiendo sus manos hasta dar con el rostro de su macho.

— Es un buen sitio para vivir y para el Amor de la Jungla — añadió, mientras acariciaba su mejilla. — Podemos tomar nota para los siguientes — bromeó.

— Hablando de Amor de la Jungla…—. Una de las manos del trol tomó sus nalgas, pillando por sorpresa a la hembra. — El que esté creciendo en tu vientre no evita el querer hacerlo, eso tenlo claro — río. Okena imitó el gesto.

— Por supuesto, eso no ha sido ningún problema —. 

Okena acercó su rostro y le besó, tomándolo de la nuca para acercarlo todo lo posible a ella y siendo respondida.

 

 

— Esto si es Amor de la Jungla — dijo Zu’ku mientras miraba por un momento el lugar. — Deberíamos quedarnos aquí el tiempo que haga falta antes de volver — la miró de nuevo. — Disfrutemos lo posible antes de ello.

Okena lo abrazó de nuevo, escuchando sus palabras y acariciando su espalda.

— Este lugar es hermoso, no me importaría vivir aquí… 

— Podemos preparar una pequeña choza a la que escaparnos de vez en cuando. Así si queremos apartarnos del poblado solo tenemos que venir aquí y nadie nos molestará.

— Eso sería perfecto. Tú, yo y…—. Se quedó un momento en silencio. — ¿Cómo vamos a llamar a nuestro cachorro?

— Un nombre…—. Él también pensó, mientras le acariciaba el costado. — Este quiero que lo elijas tú, ¿hay algún nombre que te guste?

Okena lo meditó, sin apartar los ojos del rostro de su amado, mirándole con ternura.

— ¿Tazun?

— Tazun…— pronunció, restregandose a ella. — Tazun…Tazun… Tazun… ¡Eh, Tazun! ¡Deja de tirarle de la cola al raptor!… Suena bien — bromeó.

— ¿Te gusta? Pues que así sea, que este lugar sea para venir nosotros dos o con Tazun — tomó el rostro de su pareja antes de seguir. — Tengo ganas de que nazca. Estoy nerviosa, pero a la vez quiero tenerlo ya entre mis brazos.

— La primera etapa será vital, no podemos exponerlos a peligros cuando nazca. Estaría bien que nazca y pase un tiempo bajo nuestra protección antes de juntarse con el resto de cachorros. Por lo menos no crecerá solo, precisamente —.

Okena se limitó a escucharle, aprendiendo al ser madre primeriza.

— Espero ser una buena madre —.

— Seguro que lo eres, tan buena madre como fiera conmigo — respondió el trol mordiéndole el labio. Okena le devolvió la mordida.

— Si pudiera decirle a la Okena del pasado la vida que llevo ahora, me llamaría loca —.

— La vida tiene muchos cambios, en algún momento tenían que llegar los buenos — dijo mientras tocaba su nuevo peinado, sonriendo. — Me pregunto con qué pelo nacerán. nuestros cachorros, si se parecerán más al uno que al otro, o quizá sean todos mini Okenas.

— ¿Se le podría preguntar a Zulagan? Oye Zula, verás… ¿Puedes decirnos de qué color tendrán el cabello nuestros cachorros? — bromeó.

— Bastante nos ha dicho ya, dejemos que esto sea una sorpresa — respondió el trol, besándola cariñosamente. — Ya me he acostumbrado a pasar todo el tiempo posible así contigo, los dos desnudos, el uno pegado al otro, sin necesitar nada más —. Le acarició su vientre y sus pechos, besándola una y otra vez.

Okena sonrió al oír aquellas palabras, luego de responderle a los besos.

— Estaría toda mi vida así. Sin preocupaciones ni problemas… — le llenó el cuello y el rostro de suaves mordidas. — ¿Tú no?

— Ojalá se pudiese, pero sabemos que la vida es más compleja. Aprovechemos todo el tiempo que podamos para estar así y enfrentarnos a todo lo que venga. Si fuese por mí no nos despegaríamos ni un solo instante, Oke, para sentir todo el rato tu calor.

Okena cerró los ojos, soltando un largo suspiro.

— Yo te querría dentro de mí siempre — respondió con tono jocoso. — Abrazados… —.

— Bueno… Quizá Tazun y los otros cachorros que están por venir se encontrarán con un problema si estoy siempre dentro — rio. 

Ella soltó una sonora carcajada.

– -Muy gracioso, así que rectifico: Tenerte dentro de mí, pero con pausas para que nazcan Tazun y los demás cachorros. ¿Mejor? —. 

— Eso es. Así sí que no hace falta más — sonrió el trol. — De hecho, podemos quedarnos un rato más aquí antes de volver, últimamente están muy revueltos en el poblado y quiero estar tranquilo un rato más.”