Chapter 1: El Despertar
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Shaka de Virgo abrió los ojos confundido y mareado, mientras una avalancha de recuerdos lo invadía. Una sensación de frío y temor lo rodeó, y le tomó varios minutos ordenar sus pensamientos. Después de respirar profundamente, comenzó a entender su situación: había despertado en el mundo del que Zeus le había hablado, donde los recuerdos de su vida como Santo de Athena se mezclaban con los de su vida como… empresario. Algo muy diferente a lo que había imaginado, sin embargo, debía considerar que el dios de dioses les había advertido aquella eventualidad.
Según recordaba, aquella realidad era un reflejo de la Tierra, pero no estaba completamente habitada. Zeus no quería que la misión se saliera de las manos, y como la tarea era complicada, no deseaba perder el control. El rey de los dioses había establecido las reglas con claridad y autoridad, y nadie se atrevió a desafiarlo. Todo comenzó con la liberación de los santos del limbo por parte de Athena, lo que desencadenó la ira de todo el Olimpo y resultó en la exigencia de un castigo para la diosa. Sin embargo, para sorpresa de muchos, el dios del trueno propuso un acuerdo: llevar a los Santos a un mundo paralelo para cumplir una misión aparentemente sombría. En este nuevo lugar, se enfrentarían a un inminente apocalipsis y tendrían la tarea de salvar tantas vidas como fuera posible.
Tierra Dos, si que era ingenioso el dios de los dioses. Tierra Dos, era un espejo de su propio mundo, con menos población y con una historia completamente diferente a su realidad, por lo que debían ser precavidos con la información que saliera de sus bocas. Desde un punto de vista optimista, la tarea parecía relativamente simple: Zeus creó un nuevo mundo desde cero, donde seleccionó al azar la imagen de ciertas personas y llevó sus cuerpos como "cascarones vacíos" a esta nueva realidad. Allí les otorgó una vida y recuerdos para que interactuaran como seres humanos normales. Como explicó el rey de los dioses, aunque estas personas no eran "reales", sus sentimientos y emociones eran genuinos. Para facilitar las cosas y no poner en riesgo la vida de nadie, Zeus simplemente envió las mentes de los guerreros a este nuevo mundo en versiones alternas de sí mismos, con la misma apariencia y nombre, pero con profesiones distintas. La misión se basaba en el simple hecho de que sí los santos de Athena existían para proteger al mundo y los humanos, tenían que demostrarlo en esa realidad, sin embargo, no estarían solos, ya que los dioses, no conformes con ello, también habían enviado a sus propios guerreros para entorpecer el trabajo de los atenienses. Los santos y demás guerreros a diferencia de los civiles conservarían sus memorias intactas.
Así que, Shaka de Virgo, se encontraba en un mundo desconocido, enfrentando un destino incierto y la incógnita de quiénes serían sus aliados y quiénes sus adversarios en esa lucha por la supervivencia. Lo único que le tranquilizaba era saber que nada de ese lugar era real, ni siquiera su propia existencia... Al menos, eso había dicho Zeus.
¿Pero qué tanto podían confiar en Zeus? ¿Qué clase de apocalipsis tendría planeado el dios para ellos? O mejor aún, ¿qué clase de estrategia tendrían sus enemigos para no dejarlos avanzar? La de ellos era simple —aunque no estaban seguros si estarían cerca los unos de los otros—: cada uno debía congregar la mayor cantidad de personas que pudieran y protegerlas con uñas y dientes de cualquier ataque. Y aunque habían llegado a la misma conclusión y sabían que en el fin del mundo las personas podían sacar lo peor de sí, estaban dispuestos a todo. Para su fortuna, sus habilidades físicas estaban intactas, lo único malo era que no podían depender de su cosmos, éste, se encontraba completamente sellado y la regla había sido igual para todos los guerreros. Shaka tenía entrenamiento militar, y aparentemente su yo alterno había pertenecido al ejército, y eso era un gran avance para lo que pudiera pasar.
Suspiró, con algo de pesadez, intentando aclarar su mente y comprendiendo por lo menos su situación. En ese momento, él se encontraba en una lujosa habitación, parte de una casa impresionante en una ciudad prestigiosa. No había rastro de una familia, aunque Zeus había insinuado que algunos podrían tener parientes en este nuevo mundo. Al analizar su entorno, notó que su yo alternativo parecía ser menos sociable que él, lo cual no le sorprendió. Se levantó de la cama y caminó con paso delicado tratando de no caer por el mareo. Abrió las cortinas. Sus ojos, de un verde penetrante, destellaron con asombro ante la visión que se desplegaba ante él. En su recámara, una vasta cama se alzaba majestuosamente en el centro, adornada con sábanas de seda que ondeaban como olas en calma. La habitación, era un reflejo de elegancia y opulencia, estaba decorada con muebles finamente tallados y ornamentados, mientras que el gran ventanal dominaba una pared, permitiendo que la luz del día inundara la estancia y pintara el suelo de madera pulida con cálidos reflejos dorados. Las cortinas, pesadas y suntuosas, flanqueaban majestuosamente el ventanal, añadiendo un toque de teatralidad a la escena. Parpadeó un par de veces tratando de adaptarse y se sintió perplejo ante ese estilo de vida extravagante que contrastaba con sus propios gustos más sencillos, aparentemente el Shaka de esa realidad no escatimaba en gastos.
El tiempo avanzó y salir de casa no fue sencillo, no para el guerrero de Virgo, cuya mente y desagrado complicaban la tarea, pero para el simple empresario sin nada más interesante que su dinero, Shaka Najak fue un trabajo demasiadamente fácil. Adaptarse a los recuerdos y costumbres de su yo alternativo fue complejo. Najak era un hombre de 30 años, director ejecutivo de una impresionante corporación, muy joven para ese cargo, pero en comparación con la edad real de Shaka en su vida actual, era mucho mayor. Este cambio repentino lo tenía también agobiado; su mente había sido lanzada a través del tiempo. Algo más de que preocuparse, de seguro, Zeus no quería niños conflictivos en esa nueva era y prefería tratar con hombres más maduros. Pero… ¿mentalmente no seguirían siendo niños? Prefirió no pensar más en eso y se obligó a dejar de divagar porque debía iniciar su vida, esa vida que tenía en Tierra Dos y lo único que le quedaba era esperar.
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En el tranquilo resplandor del amanecer, Evelyn Conde, una figura de gracia y determinación, se sumergía en el torbellino de papeles y tinta en su escritorio. Sus cabellos de un negro azulado danzaban con la luz, mientras sus ojos cafés, brillantes y profundos, reflejaban la fatiga de una noche sin descanso. Era una asistente dotada de inteligencia y habilidad, pero lamentablemente, estaba atrapada bajo la sombra de un mal jefe. En ese preciso instante, se esforzaba por redactar con diligencia un informe que su superior le había encargado urgentemente el día anterior, justo al finalizar su jornada laboral. La entrega estaba programada para las primeras horas de la mañana, y Evelyn, agotada por la falta de sueño, maldecía en silencio a su jefe una y otra vez. A pesar de la generosa remuneración que recibía y de encontrarse en una posición en la que protestar resultaba complicado, debía admitir que Shaka Najak tenía el poder de ser un tirano cuando así lo deseaba.
—Buenos días, Evie —saludó un sonriente Shaka, felicitándose por recordar rápidamente el nombre de su asistente, pero ésta no contestó de inmediato—. ¿Todo bien?
—Buenos días, señor Najak —respondió ella con voz serena tratando de ocultar su desagrado—. Sí, todo bien.
—Qué bueno escuchar eso —ofreció él con plácida sonrisa para luego perderse en su oficina.
Evelyn observó el paso delicado de su jefe y se impresionó por aquella sonrisa encantadora que esa mañana adornaba el rostro serio de Shaka y no pudo evitar preocuparse por el cambio tan repentino del señor Najak, y es que él ni siquiera parecía haber notado las palabras sarcásticas de ella al saludar. Evelyn no era una mujer irrespetuosa, siempre hablaba con propiedad —por lo menos en su trabajo—, y aunque Shaka era un completo cretino, ella era una de las pocas personas que podía llamarlo tan abiertamente por su nombre de pila o hablarle de tú, y siempre que ella decía las palabras: ‘señor Najak’ era porque estaba realmente irritada y aquello era de las pocas cosas que Shaka no soportaba de ella quien siempre le pedía no utilizar ese tono con él.
—Él está muy extraño hoy —comentó, en lo que una hermosa rubia de ojos verdes despegaba sus ojos del ordenador para mirar a su compañera.
—Su ego le quemó el cerebro —dijo la otra—. Pero tal vez está distraído, eso es muy normal en él.
—Nunca había sido tan amable —acotó la morena—. Corrijo: Nunca había sido amable.
—Sé que lo odias, pero tampoco es un ogro.
—El hecho de que lo odie no arruina mi juicio. Se está comportando extraño, y no sé si debería preocuparme por eso.
—Creo que estás exagerando.
—Francisca, de las dos, ¿quién conoce mejor a Shaka?
La rubia sonrió derrotada, si Evelyn decía que algo no andaba bien con su jefe debía darle la razón, finalmente, ella era la única que había logrado aguantar ese cargo por más de un año, algo nunca antes visto en otras asistentes.
—Por fin terminé este informe de pesadilla —suspiró agotada Evelyn enviando el archivo, en lo que esperaba a que el tiempo avanzara para poder entrar al despacho de Shaka. Veinte minutos eran suficientes para que él adquiriera un ceño fruncido e hiciera cambiar todo el trabajo.
—Ya pasaron veinte minutos —dijo la otra al ver que el tiempo había avanzado y Evelyn continuaba en su lugar.
—Era un informe bastante largo, de seguro no ha terminado de revisarlo.
—Recuerda que a veces no lo lee hasta que tú entras a su oficina. Entre más tiempo te tomes, más tendrás que apresurarte a corregir lo que él te pida.
Evelyn suspiró abrumada, era verdad, por más que ella se esforzara, a Shaka nunca le gustaba su trabajo y podía hacerlo cambiar hasta tres veces antes de darle su visto bueno, y entre más tardara ella en preguntar, más tendría el peso del tiempo sobre sus hombros.
—Tienes razón —aceptó poniéndose de pie para entrar a la oficina de su jefe—. Ya te envié el informe —dijo ella apenas vio a Shaka, él por su parte no levantó la vista del computador—. ¿Ya pudiste revisarlo?
—Sí —contestó él en la misma posición—. No he terminado de leerlo, pero es un buen trabajo. Le faltan algunos detalles para ser perfecto, pero es bastante aceptable.
—No sé si logremos cambiar algo en este momento, porque estamos sobre el tiem… —Evelyn se detuvo a mitad de su disculpa que ya tenía previamente preparada y analizó si lo que había escuchado era correcto—. ¿Dijiste ‘un trabajo aceptable’?
—Sí, eso dije. ¿Por qué te sorprende? Realmente es un buen trabajo. Las gráficas, las ilustraciones, la explicación… Todo está muy bien hecho y eso que tuviste muy poco tiempo. Me parece un informe muy completo para poder sustentarlo. Bien hecho.
—¿No debo cambiar nada?
—Hay un par de detalles que no me convencen, pero déjalo, yo me encargo de todo. La reunión es a las nueve, ¿cierto?
A Evelyn le tomó unos segundos contestar y no fue hasta que la mirada seria de Shaka recayó sobre ella que entendió que debía dar una respuesta que él esperaba con prontitud:
—Sí, sí señor. A las nueve.
—Perfecto, creo que estoy bien preparado con el informe que realizaste. Te agradezco mucho el apoyo, Evie.
—¿Estás seguro de que no hay que cambiar nada? Aún tenemos media hora.
—Yo me encargo del resto —enfatizó con tono muy suave, muy normal en él, pero con una ligera amabilidad; algo a lo que no estaba acostumbrada Evelyn—. No me obligues a repetirte las cosas. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —contestó ella dándose la vuelta para salir de la oficina.
El Shaka de siempre habría rechazado el trabajo por cualquier motivo y habría hecho comentarios despectivos, como: ‘¿Tienes algún problema para entender? ¿Necesitas que te repita las cosas varias veces? ¿Tu capacidad mental es limitada? ¿Debo hablar más despacio para que comprendas?’ Sin embargo, en esta ocasión, solo dijo: ‘No me obligues a repetirte las cosas’, lo que fue inusualmente suave para él, siendo que ella era la única que recibía un trato “preferencial” de su parte. Las demás personas, especialmente, las que estaban por debajo de él, no corrían con tanta suerte.
Algo estaba muy extraño ese día con Shaka Najak.
Francisca apartó la vista de los documentos que tenía sobre su escritorio para plantar sus bellos ojos verdes en Evelyn que caminaba distraída hasta su puesto, la rubia no pudo evitar sonreír ante la incertidumbre marcada en el rostro de su compañera.
—¿Qué tan mal estuvo? —preguntó sin obtener respuesta—. ¿Te hizo cambiar todo el trabajo de anoche? Es un imbécil.
—No —contestó con voz quedada Evelyn tomando asiento en su escritorio para luego mirar sobre su hombro hacia la oficina de Shaka—. No me hizo cambiarle ni una coma, de hecho, me dijo que el trabajo era bueno.
—¿Bueno? ¿Tu trabajo, bueno? ¿Él dijo que tu trabajo era bueno? —sonrió—. Llevo muy poco tiempo en esta compañía, pero en este eterno mes, jamás he escuchado al señor Najak decir que el trabajo de alguien es bueno. Hasta la señora de la cafetería salió llorando la otra vez de su oficina, porque según él, ella no estaba limpiando bien.
—¿Ahora entiendes porque me encuentro preocupada? —indagó la morena confundida—. No sé qué está pasando, pero ese de ahí no es mi jefe. No sé quién es, pero no es Shaka. Hay que llamar a la policía. Es un impostor.
—Por favor, no exageres —soltó despreocupada—. Si en este mundo existen dos hombres que se ven exactamente igual a él, estoy feliz de vivir en este universo, porque qué delicia de hombre. Es un idiota, lo sé, pero está como quiere.
Evelyn rodó los ojos divertida sin querer darle la razón a Francisca. Antes de tomar aquel cargo, Evelyn también pensaba que ese hombre era muy agradable a la vista, demasiado guapo para andar en ese mundo, pero no fue hasta que tuvo la oportunidad de conocerlo que todo el encanto se esfumó y lo que tenía Shaka de atractivo sólo rivalizaba con lo déspota que podía llegar a ser, con el pasar del tiempo, a Evelyn aquel hombre le parecía un simple tipo normal, sin nada de atrayente y sabía que, con el pasar de los días Francisca tendría la misma apreciación que ella, eso, sí la rubia podía aguantar a su propio jefe por más de dos meses, porque si de ese lado estaba Shaka con su prepotencia al rojo vivo, del otro lado estaba el pervertido de Eduardo, el cual solía chantajear a las asistentes para que durmieran con él.
Por ahora, a Francisca no le había tocado conocer esa faceta, sin embargo, no podía cantar victoria, llevaba un mes en ese cargo y según los rumores, Eduardo, esperaba un tiempo prudente para caer sobre la recién llegada. A Recursos Humanos parecía no importarle, pese a que había varias quejas, pero es que Eduardo, era prácticamente el dueño de la compañía. Evelyn debía agradecer que por lo menos su jefe no fuera un maldito pervertido.
—Me dio las gracias —continuó la morena sin salir de su asombro—, dijo que mi trabajo era bueno, y además, me llama Evie. ¿Qué le pasa?
—Espera, espera —analizó la rubia poniéndose de pie para sentarse en el escritorio de Evelyn para mirarla a los ojos—. ¿Me estás diciendo que el hombre fue gentil y agradecido?
—Te lo llevo diciendo desde que él llegó. Él no es así. Por lo general suele decir que mi trabajo es una porquería. No con esas palabras, pero lo dice. ¿Recuerdas que la otra vez me dijo que si no había pasado por la universidad únicamente porque se me olvido acentuar una palabra? No voy a decir que fue la amabilidad hecha hombre, aún es un cretino, pero… increíblemente, suavizó sus comentarios. No me sentí maltratada, todo lo contrario, sentí que le debía una disculpa por hacerle perder el tiempo con mis preguntas. De mi boca siempre quiere salir un insulto, pero en esta ocasión, quise decir: ‘lo siento’. ¡Quise disculparme! De verdad, quise disculparme.
—Estoy impresionada. Lo que tiene de guapo, lo tiene de cretino, pero me dices que le bajó varias rayas a su arrogancia. Eso es increíble.
—Varias rayas no, apenas un par. Eso no es normal en él. ¿Qué es eso de Evie? Por lo general siempre me llama por mi apellido o me dice: ‘niñita’, y usa ese tono tan molesto que me provoca sacarle un ojo con unas tijeras.
—Tal vez está probando una nueva estrategia —bromeó—. Tal vez decidió cambiar o Recursos Humanos le llamó la atención, se va morir o no sé, tal vez ahora práctica alguna religión que lo obliga a ser amable con el prójimo… Seguramente, por fin tuvo algo de acción. No es por nada, pero ese hombre parece cohibido en ese ámbito. Es guapo, pero da la impresión de ser aburrido en la cama.
—Tal vez va a despedirme —soltó derrotada, las anteriores ideas de su compañera no eran para nada atractivas.
—Evie, ¿cómo puedes pensar eso?
—Oye, la verdad estoy preocupada por este cambio tan extraño, y lo único que se me ocurre es que es gentil conmigo, porque me va a despedir.
—¿Había sido así antes con otra persona a la que fuera despedir? —intentó tranquilizar Francisca, caminando nuevamente hasta su puesto.
—La verdad, no tengo muchas referencias —suspiró abrumada dejando caer sus hombros—. Las personas salen de acá por decisión propia. Así que no estoy segura de cómo se comporta cuando va a despedir a alguien. Yo llevo tanto tiempo en este cargo, que de seguro ya le estoy haciendo estorbo, y como nada de lo que él hace sirve en mi contra, ha decidido prescindir de mí.
—Tal vez Recursos Humanos le llamó la atención —repitió la rubia con gesto gentil—. Escuché a los de tecnología decir que en esta área hay mucha rotación de personal y que la compañía debería empezar a investigar porque la gente renuncia tanto. Sé que mi jefe tiene mucho que ver, pero el tuyo no se queda atrás.
—Sí Recursos Humanos habló con él, no le durará mucho y preferirá cambiar a todo su personal antes de darles la razón, y por lo menos a él nadie lo va a despedir.
—Te gusta el drama, ¿cierto Evie? Eres una buena empleada, no creo que prescinda de ti.
—Eso espero, odio mi trabajo y a mi jefe, pero realmente necesito este empleo. Lo necesito mucho.
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El día pasó sin ninguna novedad, en las noticias no había nada fuera de lo común, todo parecía andar con normalidad, incluso hasta en su propio cargo la situación parecía la misma: reuniones, llamadas, informes, nada extraordinario, nada de qué preocuparse o nada que le pareciera atractivo. Zeus se tomaría su tiempo con eso del fin del mundo, y no sabía si aquello era para que tuvieran tiempo de organizarse o simplemente una treta para ponerles los nervios de punta, para quebrarlos y confundirlos más de lo que ya estaban.
Ya eran más de las siete de la noche, la jornada laboral había terminado dos horas atrás, y aunque muchas cosas parecían ser distintas en ese mundo otras eran muy similares a su realidad, como la organización de aquella compañía y los nombres de las áreas o la medición del tiempo y los meses. De seguro eso último era para que los guerreros se sintieran familiarizados con ese nuevo mundo, pero no iba a negar que extrañaba su vida, su rutina diaria y poder meditar tranquilo, ahí, todo era caos, había mucho ruido, el teléfono sonaba sin cesar, la gente le hablaba todo el tiempo, el tráfico afuera era abrumador, el día parecía tortuoso, sin ninguna gracia, solo preocupaciones y correr para solucionar algún problema. Definitivamente, si algún día tenía la oportunidad de ingresar al mundo laboral, su última opción sería una oficina donde iba a estar encerrado entre sofocantes cuatro paredes.
Suspiró, ese nuevo mundo no era para él y rogó porque todo acabará pronto. Tomó sus pertenencias para salir de ahí cuanto antes y seguir esperando en esa asfixiante oficina no haría que las cosas pasaran más rápido, y si lo analizaba bien, en esa parte de la ciudad, ¿a quién podría salvar cuando se desatara el fin del mundo? Debía pensar con claridad, organizar un refugio y suministros, y la opción más llamativa era su propio vecindario lleno de casas grandes, bien acomodado, enorme y con acceso a las carreteras. Sí debía tener un asentamiento, Los Robles, parecía el lugar correcto.
—Evie, ¿por qué no te has ido? —preguntó al salir de su oficina donde su asistente digitaba con afán y sólo era iluminada por la luz del ordenador. Evelyn por su parte rodó los ojos sin dejarse pillar y giró para observar a su jefe.
—Estoy adelantando la presentación del jueves. Aún me falta bastante, y si queremos que esté lista para ese día…
—La presentación, sí —suspiró, hasta donde recordaba, el Shaka de esa realidad solía dejar que su asistente se encargará de todo—. Yo la termino. Envíame lo que tienes, yo me encargo del resto. Ve a casa a descansar.
—¿Seguro?
—Ya te dije que no me hagas repetir las cosas. Eso me molesta mucho. Envíame lo que tienes y vete a casa.
—Bueno —aceptó ella con rapidez, si su jefe estaba cambiando para bien, era mejor aprovechar—. Gracias.
Evelyn desapareció con prisa, en lo que Shaka sonreía para sí mismo y se sumergía nuevamente en su oficina para terminar con el trabajo, debía organizar todos sus asuntos. No porque estuviera seguro de que pronto el mundo colapsaría dejaría sus tareas pendientes. Igual, tampoco sabía cuánto tiempo se tomaría el dios del trueno para acabar con aquella pacífica calma, por lo tanto él debía seguir siendo el empresario, le gustara o no, ese era su trabajo por ahora.
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El tiempo pasó con lentitud, y aunque la carga laboral de Evelyn había bajado considerablemente gracias a que su jefe se había vuelto proactivo, eso no había cambiado el hecho de que fue una semana bastante larga y agotadora. Ahora ella caminaba entretenida por los largos pasillos de un centro comercial. Era domingo, por lo que los almacenes rebosaban de alegría y grandes multitudes, familias enteras paseaban disfrutando de una tarde agradable y de deliciosos bocadillos mientras se maravillaban con nuevas tecnologías. Evei se había levantado muy temprano ese día para verse con su hermana quien estaba fuera de la ciudad, por lo que aquellos encuentros eran muy medidos y casi efímeros.
—Ya llegué, ¿dónde estás? —preguntó hablando por su móvil en lo que se recargaba cerca a un barandal.
— Perdón Evie, no alcanzo a llegar —escuchó del otro lado de la línea a su hermana Chantal.
—¿Y hasta ahora me lo dices? —interrogó ofuscada caminando para buscar la salida—. Creo que tuviste tiempo suficiente para decirme que no ibas a venir.
— No es mi culpa, Evie —se disculpó la otra—. Yo salí como habíamos quedado, pero la carretera está cerrada, no hay salida. Parece que algo sucedió en el camino, un accidente o yo que sé. Estuve toda la mañana en el tráfico hasta que me dijeron que no había paso y que debía volver, voy de vuelta para la casa. Tendremos que vernos otro día, perdón.
—De acuerdo —soltó derrotada.
— Te enviaré dinero para que te compres un delicioso helado —intentó arreglar, sabiendo que su hermana bufaría ante esto, y no estuvo equivocada—. Perdón, Evie, no es mi culpa. Más bien dime, ¿cómo te va con tu jefe? ¿De verdad piensas que va a despedirte?
—La verdad no sé si está cambiando para bien o es un plan desalmado para sacarme de mis cabales, y por alguna extraña razón, el Shaka gentil me parece más aterrador que el Shaka desgraciado —sonrió, estaba convencida de que era un buen cambio, pero esa transformación tan repentina no podía significar algo bueno tampoco y era mejor estar preparada para lo peor—. Es como si fuera otra persona. Es absurdo lo mucho que cambió. Sigue siendo un pedante, pero me tiene aterrada. Digo, ¿cómo cambia alguien tanto de la noche a la mañana? En serio, parece como si fuera alguien más.
— Todos los cambios son para mejorar, hermana.
—No lo sé, siento que planea algo. Es aterrador.
— Sí que exageras. Tal vez alguien le hizo notar lo imbécil que era, o tal vez no es tan idiota como lo habías mencionado antes.
—Como sea, mejor estaré alerta. Y hablando del diablo…
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Shaka de Virgo o, más bien, Shaka Najak se había levantado muy temprano esa mañana. Su abrumador trabajo no le había dado tiempo de revisar los alrededores de su vecindario ni de planear algo concreto para el inminente apocalipsis, pero por fin era domingo y él había notado con bastante asombro que pese a que su yo alternativo gustaba de vivir lujosamente no tenía ni siquiera un botiquín a la mano. Shaka no sabía a qué clase de fin del mundo se enfrentaría, pero debía tener suministros para cualquier eventualidad, y era por eso, que ese día se había enfilado a un alejado centro comercial a comprar varios elementos de seguridad, como un par de linternas y comida enlatada, y si todo marchaba bien y dejaba de perderse, estaría en casa temprano para revisar el perímetro y salvaguardar por lo menos a sus vecinos.
—¡Evie! —llamó él al ver una hermosa pelinegra caminando en su dirección, sin embargo, no pasó desapercibido que ella no estaba feliz con ese encuentro—. ¡Qué gusto verte!
—Hablamos después, Chantal —dijo Evelyn a su hermana para luego dar fin a la llamada—. Estás un poco lejos de casa, ¿no, señor Najak?
—No uses ese tono conmigo —aclaró él algo molesto en lo que ella soltó una ligera sonrisa, ese era el Shaka de siempre.
—Nunca te había visto por acá —intentó suavizar, no quería buscarse problemas con su jefe, mucho menos fuera de la oficina.
—Es la primera vez que vengo. Estaba simplemente, curioseando por ahí, mirando si había alguna novedad y comprando algunas cosas.
—¿Novedad de qué?
Shaka no supo cómo contestar. No había ninguna novedad. Llevaba cinco días en ese nuevo mundo y aún no pasaba nada, ni siquiera sabía dónde podía encontrar a sus amigos, todo aquello era agobiante, y lo único que tenía era la ilusión de un refugio en su propio vecindario y dudaba mucho que un par de analgésicos y velas pudieran detener la amenaza.
—Yo tengo varias cosas que hacer hoy —rompió el silencio ella, pero antes de poder continuar fue interrumpida por un grito de mujer.
Shaka y Evelyn giraron su vista hacia un lejano pasillo donde la gente venía corriendo aterrada, sus pasos eran rápidos y desorientados. Era una multitud que se llevaba por delante a los más distraídos y lentos quienes caían con fuerza en su afán de alejarse. Sus gritos de pánico y el sonido de sus pisadas retumbaron por el suelo, algunos simplemente no miraban hacia atrás, otros, lo más valientes y osados observaban sobre su hombro asegurándose de no ser alcanzados.
—¿Qué pasa? —quiso saber Evelyn en lo que Shaka la empujaba hacia atrás para que no fuera derribada por la multitud, sin embargo, ninguno de los dos se movió de su lugar.
—¿Está bien, señora? —dijo un hombre que se acercó un poco, la multitud había desaparecido y solo unos cuantos se habían quedado a observar lo que pasaba, el hombre continuó caminando con lentitud hasta una mujer de cabello enmarañado, ojos brillantes y la boca llena de sangre—. ¿Necesita ayuda?
—¿Señora, está usted bien? —Esta vez fue Shaka quien habló al reparar en las condiciones en las que se encontraba aquella mujer, el otro hombre empezó a acercarse con prudencia hasta ella —. Esa mujer es extraña, parece…. No sé. Se ve rara.
—Creo que está herida —dijo Evelyn tratando de aproximarse, pero fue detenida por Shaka quien no estaba muy seguro de porqué lo hacía. Si la mujer necesitaba ayuda debían ir con ella, pero algo extraño le advertía no acercarse demasiado—. ¡Ella necesita ayuda!
—Espera —pidió el santo—. Algo no termina de convencerme.
Evelyn resopló por lo bajo, el Shaka de siempre estaba presente, el que no le ofrecía la mano a nadie. Él no se molestaría por ayudar a una persona en peligro o en desgracia, todo lo contrario, daría la vuelta mirando sobre su hombro asegurándose de no ser alcanzado. La mujer estaba herida y se le veía extremadamente enferma, era apenas lógico que el señor Najak no se acercaría ni por error a una persona en esas condiciones. Sin embargo, Evelyn tampoco se movió, y no estaba segura si era por el fuerte agarre de Shaka alrededor de su brazo o porque la mirada y voz de su jefe fueron tan autoritarias que le impidieron avanzar.
El otro hombre por su lado, no fue precavido como el santo, cuando se dirigió a la mujer de aspecto siniestro ésta empezó a levantar los brazos en dirección de él y a generar un gemido como si le faltara la lengua, al llegar a su lado, ella se dejó caer y el hombre pudo apreciar de cerca a la dama que tenía entre sus brazos.
—¡Ayuda! —bramó esperando el apoyo de alguien, pero éste jamás llegó y al echar un vistazo a su alrededor notó que la mujer lo apretaba con fuerza y mandaba pequeños mordiscos a su piel—. ¡Ayuda! —Volvió a clamar, pero en esa ocasión la mujer alcanzó su objetivo donde atravesó la piel del buen samaritano haciéndolo sangrar en la yugular—. ¡Ayuda!
—¡No! —gritó el dorado viendo aquella escena donde la mujer de extraña apariencia se aferraba al cuello de quien intentó ayudarle y mientras él corría auxiliar al hombre, las pocas personas que aún se hallaban allí empezaron a correr y otras un poco más alejadas grababan todo con sus teléfonos celulares—. ¡Suéltelo! —ordenó tomando a la mujer por las caderas, ella ejercía mucha fuerza y no estaba dispuesta a soltar a su presa que gemía de dolor bajo el peso. Shaka se vio en la necesidad de dejar de ser amable y con un veloz movimiento levantó a la señora y la arrojó varios metros por los aires, logrando que las personas de ese lado echaran a correr—. Tranquilo, estará bien — continuó rompiendo la manga de su suéter para tratar de detener la hemorragia.
—¡Señora, quédese ahí! —dijo un guarda de seguridad llegando de inmediato y sosteniendo su arma en lo alto, Shaka levantó los ojos para observar como la mujer se ponía de pie y caminaba hacia ellos con algo de torpeza.
—Espere —pidió el dorado, no iba a dejar que empezaran a matarse entre sí, él estaba ahí para proteger a todos—. ¡Evelyn, ayúdame! —ordenó a la chica que estaba congelada—. ¡Evelyn! —Ella reaccionó con el último grito y corrió hasta él—. No lo sueltes —le explicó para que hiciera presión en el cuello del hombre—. Espere —dijo caminando hasta el guarda—. Debe haber una explicación para todo esto.
—¡Esa mujer está loca! —recalcó el guarda, sus compañeros le habían avisado por el radio de una persona atacando a mordiscos a los transeúntes—. ¡Deténgase, señora!
—Llame a las autoridades —ordenó el santo, el guarda estaba tan aterrado que le temblaba la mano.
—Ya lo hice. ¡Señora, le ordeno que se detenga o tendré que abrir fuego!
—Señora, por favor, deténgase —solicitó Shaka con prudencia, él y el guarda estaban retirados, pero Evelyn y el otro hombre se encontraban en su camino—. Evie, aléjate despacio.
La morena miró asombrada a su jefe, el hombre entre sus brazos se movía cada vez más lento, parecía que su vida se esfumara con cada bocanada de aire, pero ella sentía que si lo soltaba él perdería la batalla. Shaka fue consciente del dilema de la pelinegra y con determinación y prudencia empezó a marchar hacia a la agresiva mujer.
—Shaka, no te le acerques —pidió Evelyn.
—Señor, quédese en su lugar —ordenó el guarda, la mujer ahora tenía su atención enfocada en el santo—. ¡Señora, deténgase! —Y al no recibir respuesta por parte de la agresora, el guarda decidió dispararle en la pierna izquierda.
—¡¿Qué hace?! —espetó Shaka molesto deteniendo su andar, las personas que aún estaban ahí echaron a correr dejándolos solos, Shaka dio un rápido vistazo a su alrededor, ese piso parecía vacío, pero a lo lejos escuchaba muchos gritos—. ¿Qué está sucediendo? —inquirió asombrado, pero el bullicio a lo lejos era el menor de sus problemas. La mujer, continuaba caminando como si nada hubiera pasado, aun después de que la bala atravesó su pierna.
El de seguridad no lo pensó dos veces y nuevamente disparó, esta vez en el muslo derecho, pero la mujer continuó como si nada.
—¡Mátela! —pidió Evelyn confundida.
—¡No! —suplicó Shaka, pero el guarda nuevamente disparó impactando a la mujer en el abdomen, ella se echó para atrás ligeramente y prosiguió como si nada, parecía dispuesta a alcanzar su objetivo—. ¿Pero qué demonios?
El guardia nuevamente abrió fuego disparando una y otra vez sin éxito alguno, la mujer continuaba de pie, y nada de lo que hacían parecía afectarle. El último tiro penetró directamente en medio de sus ojos y por fin la mujer dejó de moverse.
—¿Dios, pero qué es esto? —musitó el guarda sin saber qué hacer.
—¡Shaka! —bramó Evelyn, el hombre a quien intentaba auxiliar empezó a arquearse de forma antinatural produciendo ligeros chasquidos en lo que sus ojos quedaban completamente en blanco—. ¡Algo le pasa!
—¡Aléjate de él! —advirtió corriendo hasta ella para levantarla y apartarla del sujeto. En su profesión había visto mucha gente morir, y aquello no era nada de eso, esa conducta parecía algo sacado de una película y su instinto de guerrero le advertía que debía tener precaución.
—¿Qué le sucede? —preguntó el guarda viendo el comportamiento inusual del convaleciente hombre que se retorcía sin cesar—. Necesito atención médica —pidió por la radio, pero nadie contestó del otro lado—. ¡Escuchen! ¡Necesito atención médica! ¡¿Me copian?!
Un largo silencio se produjo entre los tres cuando el hombre dejó de moverse de improvisto, juntos contuvieron la respiración sin apartar la vista del cuerpo, la víctima del brutal ataque de la mujer extraña gesticuló un terrorífico sonido que le heló la sangre a los presentes y poco a poco como un alma poseída y los ojos desorbitados se puso de pie para clavar su brillosa mirada en el vigilante del centro. Shaka no reaccionó de inmediato anonadado de la resistencia de aquel sujeto que minutos antes se desangraba sobre el suelo sucio de aquel recinto y no pudo evitar preguntarse cómo un hombre común podía levantarse sin un rastro de duda o dolor, siguiendo su camino como si nada hubiera pasado. Él y Evelyn estaban tan callados y abrumados, que aquel hombre ni siquiera reparó en ellos, sin embargo, el pequeño guarda al que le temblaba la mano y que intentaba inútilmente disparar un arma sin municiones no tuvo la misma suerte y sin poderse mover víctima del terror se dejó atrapar por el nuevo monstruo que sin consideración le desgarró la cara haciéndolo bramar de dolor.
Evelyn y Shaka saltaron al mismo tiempo al percibir aquella imagen grotesca y el grito desgarrador del guarda quien se retorcía en el suelo tratando de escapar de su captor. El tiempo pasó con lentitud y el vigilante del lugar dejó de luchar cerrando sus ojos víctima de un desmayo o muerto del susto.
—¡¿Qué está pasando?! —dijo Evelyn sin percatarse que había levantado bruscamente la voz, el individuo que devoraba al guarda alzó la vista hacia ellos mirándolos con desagrado y dejando entre ver sus ensangrentados dientes.
—¡Ahora viene hacia nosotros! —anotó Shaka como un impulso para indicarle a su cuerpo que debía escapar de ese sujeto, pero su sentido lógico no lo dejó reaccionar de inmediato, en su cabeza, todo aquello que estaba pasando era completamente absurdo y no tenía sentido.
Para su fortuna, el sujeto era lento, le costaba colocar los pies en el suelo con firmeza y sus movimientos eran torpes y fáciles de seguir. Virgo observó el rastro de sangre recordando que la mujer baleada no sangraba tanto como un cuerpo ordinario y vivo debería reaccionar. Evelyn se echó para atrás golpeando su cabeza contra el pecho de Shaka quien por un momento volvió a la realidad, él dio un rápido vistazo a la siguiente planta donde las personas en los pisos siguientes corrían y cometían actos delictivos robando de los almacenes cosas sin relevancia, mientras que la policía y demás personal de seguridad intentaban controlar el caos. Ellos debían salir de ahí, pero primero debía averiguar qué era lo que pasaba.
—¡Debemos irnos! —dijo impresionado en lo que sus ojos claros se clavaban en lo que antes era un hombre asustado que solo quería cuidar el centro comercial bajo el cargo al cual había sido contratado. El guarda de seguridad se había convertido en uno de ellos y ahora, había dos monstruos tratando de alcanzarlos—. ¡Debemos irnos, ahora!
Shaka no se detuvo a enfrentar la amenaza, no porque estuviera aterrado, al contrario, se encontraba confundido, pero algo de lo que sí estaba muy seguro, era que no podía enfrentarse a ese enemigo del que poco sabía. Había algo extraño en esos sujetos, que parecían transmitir algún tipo de rabia por medio de sus mordidas, y no sabía de qué otra forma podrían contagiarse, por lo que, hasta un pequeño contacto piel a piel debía considerarse, y siendo así, acercarse a esas criaturas no era una opción. Tanto él como Evelyn estaban impregnados de la sangre de aquel hombre, y no podía asegurar que no hubieran contraído el virus o lo que fuera que estuviera pasando, por ahora ninguno de los dos había mostrado alguna clase de síntoma más que la simple alteración de sus emociones, pero de haber contraído la enfermedad, él ya no era de utilidad para el resto de sus compañeros y se maldijo por ello.
El centro comercial era un completo caos, las personas corrían en todas las direcciones, había gritos y quejidos por todos lados. Los cristales rompiéndose se escuchaban con fuerza, la gente salía con televisores y electrodomésticos en las manos, a su vez, se peleaban unos a otros por aquellos tesoros innecesarios. El personal de seguridad insistía en que evacuaran, y algunos policías habían apresado a uno que otro muchacho manteniéndolos en el piso, varias personas pedían ayuda, mientras una pequeña niña lloraba a una distancia en medio de la multitud.
Shaka tomó a Evelyn de la mano con fuerza y se enfiló hacia la infante para quitarla del camino, pero antes de poder llegar, la niña fue arrojada contra uno de los balcones, y al ser tan pequeña se deslizó entre la abertura que había entre los cristales y el suelo, al ver esto, el santo soltó a su acompañante y se abalanzó en el suelo para atrapar en el aire a la pequeñita quien pegó tremendo grito.
—¡Shaka! —llamó Evelyn viendo a su jefe deslizarse por las baldosas para tomar a la niña.
Todo aquello era muy confuso y Evie aunque angustiada, no pudo apartar la imagen del señor Najak tratando de ayudar, y recordó aquella vez en la que él por poco golpea a un vagabundo quien se acercó a pedir una moneda. Ese hombre y el que ahora luchaba con todas sus fuerzas por salvar una vida, eran muy diferentes, como si alguien más hubiese tomado su lugar. Evelyn podía jurar que, en otra época, Shaka Najak habría salido de ese lugar pasando por encima de quien se cruzara en su camino, pero jamás se hubiera detenido a brindar auxilio.
Los gritos cada vez parecían más fuertes, ella estaba muy lejos de Shaka y no supo si él había logrado salvar a la niña de caer en el vacío, sin embargo, lo observó tratando de ponerse de pie, donde los constantes pasos apresurados de las personas le impedían moverse con libertad, pudo imaginar que la razón, por la que él continuaba tumbado en el suelo, era porque procuraba no dejar caer a la pequeña. Shaka se veía en dificultades, así que ella se apresuró a ayudarlo e intentando no caer por la multitud se fue acercando para apoyar.
—¡Dame tu maleta! —ordenó un joven muy alto con gesto embravecido quien se abalanzó sobre Evelyn—. ¡Ahora!
—¡No! —atacó ella, no estaba dispuesta a darle nada, sus cosas estaban ahí, incluyendo su celular, y con todo ese caos, debía comunicarse con su hermana a como de lugar.
—¡Que me la des! —demandó él tirando de la mochila para quitársela a la fuerza, pero la pelinegra se aferró a ésta con valentía—. ¡Suéltala, zorra! —bramó molesto lanzándole un fuerte golpe que la arrojó al suelo, no obstante, ella no soltó el morral.
—¡Evelyn! —llamó Shaka del otro lado logrando subir a la niña que no paraba de llorar. Los tropezones de la gente le habían dificultado el rescate de la pequeña.
—¡Sarah! —Una mujer de cabellos dorados y el rostro enrojecido se abalanzó hacia la pequeña para tomarla entre sus brazos, el llanto no la dejaba articular palabra alguna.
—¡Salga de acá! —pidió Shaka a la mujer y se levantó para auxiliar a Evelyn, quien recibía un nuevo golpe al no querer soltar la maleta, en esa oportunidad ella perdió la consciencia y cuando el muchacho quiso patearla, Shaka lo tomó del brazo torciéndolo tras su espalda.
—¡Por favor señor, no me lastime! —pidió el chico,
—¡Escucha mocoso, este no es el momento para robar a la gente! ¡Ve a casa y no salgas de ahí! —Shaka atinó a darle un golpe en la cabeza al muchacho, lo empujó a un lado, y luego centró su atención en la joven que se encontraba desmayada. El chico no protestó y emprendió la huida.
—Evie, ¿estás bien? —Pero la chica no contestó.
Shaka observó nuevamente el lugar, las personas no paraban de correr y agredirse, tomó a Evelyn entre sus brazos y empezó a buscar una salida que no le causara muchos tropiezos. Levantó la mirada hacia un punto en específico donde un grupo de gente corría alejándose de otra amenaza y nuevamente estaban esas cosas ahí, con la cara llena de sangre y torpe andar. Shaka no esperaba ese tipo de fin de mundo, a decir verdad, esperaba algo más bíblico, pero eso.
—¡Genial! —manifestó indignado—. Zeus tiene sentido del humor, nos envió a un apocalipsis zombi.
Experto en el tema no era, había visto un par de películas tiempo atrás, y se había distraído leyendo un poco a Max Brooks, por lo que podía hacerse a una idea de las características de aquellas absurdas criaturas, que parecían auténticos demonios, ‘no muertos’, se les solía llamar. Aquella premisa de seres volviendo de la muerte sin razón aparente no tenía sentido, por ello ese tipo de temática no era de su gusto. Pero no iba a negar que eso, eran zombis. Esa gente estaba muerta y de alguna forma mantenían sus habilidades motoras devorando todo a su paso. Tal como en las películas, como en los libros y los videojuegos. O Zeus había sacado la idea de un sombrero o su sentido del humor era bastante retorcido.
Shaka debía salir de ahí, pero la gente agazapada a su alrededor no le permitían moverse con libertad y sólo era arrastrado por la masa temerosa que huía despavorida de las personas caníbales. Como pudo se hizo a un lado y dejó de sentir la presión, pero no lograba moverse, cada que intentaba hacer algo lo empujaban a los costados y algo le decía que esperar un poco tampoco era una opción. Era hora de dejar de ser gentil, sí, debía salvar a las personas, pero no podría hacer nada si se convertía en uno de esos demonios, así que con todas sus fuerzas y con una Evelyn inconsciente entre sus brazos empezó a abrirse camino entre la multitud.
****
Algo que realmente detestaba Shaka de Virgo era el contacto con otras personas, odiaba que la gente invadiera su espacio personal, no era dado a los abrazos, ni mucho menos a los apretones de mano. Él siempre trataba de mantener un trato cordial con los demás, y lo único que pedía era que mantuvieran una distancia prudente de él, para su desagrado ese día había tenido mucho contacto humano y aquello con el mal chiste de los zombis le habían provocado una fuerte jaqueca y estaba a punto de perder lo poco que le quedaba de paciencia. Por lo menos ya estaba en casa.
—¿Shaka, has visto las noticias? —Un hombre de mediana edad se acercó al santo apenas él terminó de aparcar su vehículo, Virgo no tenía ganas de hablar, no después de la odisea vivida en las calles, pero no pudo evitar sonreír, por lo menos su vecindario se veía tranquilo.
—No he visto las noticias, Jacobo, pero puedo decirte que todo está hecho un caos —Shaka descendió del auto dando un rápido vistazo a su alrededor, explicarle el asunto al otro hombre no parecía prudente, no por el momento.
—¿Estás bien? —preguntó el mayor, y aunque Shaka se había quitado el suéter sucio y roto, su pantalón estaba completamente lleno de sangre.
Nuevamente el santo hizo una mueca de desagrado imaginando que así podría pasársela la mayor parte del tiempo. El fin del mundo, ese fin del mundo, realmente era molesto.
—Estoy bien —contestó el rubio—. Fue algo de… aceite…
—Parece sangre —opinó Jacobo no muy convencido de la explicación del santo quien simplemente, suspiró y miró sobre su hombro donde Evelyn se encontraba acomodada en el asiento del copiloto—. Oh, vienes acompañado.
Evelyn abrió los ojos mareada, y le tomó un par de segundos entender dónde estaba. Escuchó algunas voces a lejos y notó que se encontraba en una lujosa camioneta bastante agradable. Intentó recordar cómo había llegado a ese lugar, pero no tenía claridad más que pequeños fragmentos y la voz de Shaka llamándola en repetidas ocasiones, lo último que recordaba era a un hombre que quería robarle su mochila, la cual descansaba cómodamente en su regazo y no pudo evitar suspirar tranquila al encontrar su móvil en el interior. Debía llamar a Chantal.
—Es una compañera del trabajo —contestó Shaka, Evelyn levantó la vista para mirar por el retrovisor donde el señor Najak conversaba tranquilamente con un hombre de mediana edad, barba blanca y mirada confundida—. Por ahora te recomiendo quedarte en casa.
—Shaka, esto es muy raro. Hay muchas cosas en internet —continuó Jacobo—. Mi hija dijo que hay videos muy extraños de personas comiéndose a otras.
—No sabría decirte —respondió Shaka y aunque Evelyn estaba mareada y había presenciado con horror a personas comiéndose a otras, imaginó que Shaka no quería alarmar más al pobre hombre—. Tenemos que esperar.
—¿Y por qué está ella acá?
Jacobo no quiso ser imprudente, y pese a que su vecino era un hombre de pocas palabras no quería desaprovechar la oportunidad de obtener toda la información posible de éste, era la primera vez en años que el señor Najak sostenía una conversación tan larga con él, pero el simple hecho de que él le pidiera quedarse en casa y a su vez el que llegara de la nada con una chica que nunca había visto en su vida se le hacía demasiadamente extraño. Jacobo no estaba seguro de las preferencias del rubio, ya que nunca lo había visto en compañía de nadie, y el ver a otro ser humano tan cerca del señor Najak era toda una novedad. Y bueno, un invitado en una situación como esa dejaba mucho que pensar. Sin embargo, el santo no contestó de inmediato y tampoco le apetecía dar muchas explicaciones por lo que, se limitó a caminar alrededor de la camioneta para abrir la puerta del lado donde se encontraba su asistente.
—Despertaste. ¿Estás bien? —preguntó Shaka a Evelyn.
—Me duele la cabeza. ¿Qué pasó? ¿Dónde estamos? —Quiso saber ella algo confundida, sintiendo la mirada curiosa del vecino de Shaka sobre ella.
—Un tipo te atacó. Como no sé dónde vives, te traje a mi casa. No fue sencillo llegar hasta acá. Hay… mucho tráfico —intentó suavizar, pero lo que no quiso decir es que se vio en la necesidad de salir con uñas y dientes del centro de la ciudad incluso transitando por los andenes. Realmente había sido una tarea engorrosa que llevó horas.
—¿Aquí no está pasando nada? —preguntó Evelyn descendiendo del auto con dificultad, siendo sostenida por Shaka para que no cayera.
—Aún no —dijo él casi en un susurro de alivio—. Deberíamos quedarnos acá, estaremos a salvo todos.
—Hola, mucho gusto. Soy Jacobo. No sabía que Shaka tenía una novia. —interrumpió el vecino observando de arriba abajo a la desconocida.
Los aludidos, por su parte, se miraron el uno al otro ofreciendo una respuesta bastante apresurada:
—No soy su novia.
—No es mi novia.
Jacobo se sonrió ante esa aseveración tan espontánea de ambos, aún sin entender la presencia de ella en un momento de caos, sin contar que al igual que Shaka la ropa de la joven estaba llena de sangre. Y no pudo evitar preguntarse si ambos eran un par de delincuentes que habían cometido un homicidio o algo parecido. Pero conociendo a su hermético vecino quien poco salía y se acercaba a alguien, dudaba mucho que pudiera herir a otra persona, aunque tal vez esa era la razón por la que él era tan apático y ella era su cómplice. Un largo escalofrío le recorrió todo el cuerpo analizando con detenimiento el hecho de que poco o nada sabía del hombre que vivía en frente de su casa y si éste era alguien de confianza. No obstante, Najak, siempre había sido amable por lo menos con su familia, y la pequeña Hannah se esmeraba porque las flores del rubio siempre estuvieran llenas de vida y eso era algo que Shaka agradecía enormemente.
Jacobo volvió a observar a la pareja, ambos eran un par de extraños, pero si lo que había visto en internet era cierto, lo mejor era tener amigos y no enemigos, así que decidió disipar sus dudas, todo el tema de gente comiéndose a otra lo tenía alterado imaginando cosas que realmente podían tener una buena explicación. Shaka había dicho que lo que tenían sobre la ropa era aceite y podría ser, pero la sangre era sangre y era fácilmente identificable para un buen observador, por otro lado la chica estaba herida, y el rubio había estado afuera, y de seguro los dos se habían enfrentando a esas criaturas y por eso sus vestimentas estaban sucias, y la razón por la que Shaka no decía nada al respecto es porque no quería alarmarlo o porque al igual que él no tenía ni idea de lo que estaba pasando, y si de algo se caracterizaba el señor Najak era por su prudencia.
—Vamos a dentro —sugirió Shaka—. Te haré un té, luego veremos qué hacer.
—Debo ir a mi casa —protestó Evelyn con cara de pocos amigos—. Mi hermana debe estar preocupada.
—Como quieras —apuntó Shaka cerrando la puerta del auto con violencia.
La verdad la paciencia del rubio se estaba agotando o tal vez el Shaka de esa realidad no era muy paciente, cualquiera de los dos, no iba a suplicarle a nadie. Tenía que salvar a cuántas vidas pudiera, pero tampoco iba a obligar a quedarse a las personas que querían lanzarse solas a la boca del lobo. Por su parte Evelyn analizó sus opciones, entendiendo que ni siquiera sabía dónde estaba y que tan lejos se encontraba de su casa, si la situación seguía igual que en el centro comercial no era prudente salir corriendo, así que por primera vez debía darle la razón a su jefe.
—Tomaré ese té —aceptó derrotada. Entraría a la casa y tal vez pudiera pedir algún servicio de automóvil para marchar a la suya. Claro, si la situación ya estaba controlada.
—Qué buena decisión —expuso el rubio caminando con elegancia hacia la entrada en lo que Jacobo se retiraba con una divertida sonrisa sin entender cuál era la relación de ese par—. Siéntete como en tu casa —le dijo al entrar, acto seguido marchó hasta la cocina y Evelyn no pudo evitar soltar un silbido al ver el lugar.
Realmente era una casa lujosa y muy amplia, las paredes estaban decoradas con cuadros elegantes y paneles de madera finamente pulidos. Los muebles de la sala estaban tapizados en una delicada tela de color beige y los cojines elegantemente diseñados relajaban el ambiente. La cocina tenía un espacio abierto conectándose directamente con la sala y no era menos ostentosa, estaba equipada con electrodomésticos de última generación, había una isla de mármol reluciente en todo el centro. Los gabinetes eran azules de madera muy fina y se veían meticulosamente organizados exhibiendo una lujosa vajilla elegante. La luz se filtraba a través de las grandes ventanas que se extendían a lo largo del lugar y una puerta de vidrio daba paso a lo que parecía ser un impresionante patio.
—Vives muy modestamente, ¿no? —comentó con sarcasmo ella.
—¿Acaso tú no? —El sarcasmo de Shaka fue incluso más severo, Evelyn sonrió de medio lado.
—No —contestó ella sin dejarse amedrentar—. Mi sueldo no es ni la cuarta parte del tuyo.
—Qué pena —soltó divertido.
—¿Puedo ver las noticias?
—Mi casa es tu casa —respondió él, en lo que Evelyn tomaba el control para encender la gran pantalla que estaba en la sala.
—¡Cielos! —pronunció buscando en todos los canales, donde quiera que llegaba la transmisión había sido interrumpida para proyectar a esos monstruosos caníbales—. Están por todos lados. ¿Crees que alguien pueda hacer algo al respecto? ¿Piensas que vamos a poder volver a nuestras vidas?
—No. —Shaka no se molestó en pensar la respuesta, ese era el fin del mundo, no había esperanza. De hecho, ni siquiera sabía cuánto tiempo estarían allí presos en esa maldición.
—Que pesimista eres —aclaró ella buscando en su maleta el móvil—. Debo llamar a mi hermana. Discúlpame, Chantal… ¡Gracias a Dios! ¿Estás bien? Esas cosas están por todas partes…
Evelyn continuó en la charla en lo que Shaka analizaba la situación: ¿Qué tanto sabía de zombis? Y por más que su mente quisiera decirle una y otra vez que eso no era posible, lo que había presenciado horas atrás era un genuino apocalipsis zombi. No era un virus de algún tipo de rabia. La mujer del centro comercial y el hombre que convaleció al intentar ayudarla estaban muertos. Esa mujer estaba muerta, aunque no tuviera muchas pruebas podría jurar que esa mujer estaba muerta, y el hombre… Shaka mismo sabía que el pobre hombre no tenía esperanza de sobrevivir, y aunque le hubiera pedido a Evelyn mantener la presión sobre la herida la posibilidad de vivir después de eso era completamente nula. Ese hombre tenía los segundos contados, sin embargo, él se levantó como si nada y ella después de recibir varios balazos continuó caminando, sin miedo, sin dolor y con un único objetivo: comer.
¿Qué había ideado Zeus para ese apocalipsis? ¿Un virus, un hongo o un parásito? Seguramente nada y solo fue una idea sacada de alguna película de George Romero. Por lo menos los zombis eran lentos o eso parecía, eso era una ventaja y esperaba que Zeus no se diera por darle poderes extraordinarios a esos seres donde evolucionan con rapidez. No pudo evitar recordar, que esa era la clase de videojuegos que le encantaban a Milo y Death Mask, de seguro ellos estarían mejor preparados para ese cataclismo.
—Ojalá supiera dónde están mis compañeros. De seguro entre todos sabríamos que hacer. Siento que esto me supera.
—¿Estás bien? —quiso saber Evelyn al verlo con las manos en la cabeza en lo que sus codos descansaban sobre el mesón.
—No es nada —contestó sin interés recuperando la compostura, y es que por más que analizó sus memorias no tenía recuerdos de sus compañeros en ese mundo, por lo que podía asumir que Shaka Najak no conocía a ninguno de los demás—. ¿Cómo está tu hermana?
—Bien, hasta donde parece, allá no ha pasado nada, pero enviaron a todo el mundo a su casa. Esta mañana iba a verme con ella, pero varias carreteras estaban cerradas por lo que no le fue posible venir, aparentemente es por todo este caos tan extraño. Creo que el centro de las ciudades han sido las primeras afectadas, ella dice que los hospitales no dan abasto y que incluso en varios lugares se presentan saqueos y disturbios.
Shaka no pudo evitar hacer una mueca, típico comportamiento humano, y mientras unos intentaban ponerse a salvo, otros aprovechaban para realizar fechorías pasando por encima de todos.
—¡Genial! —mencionó Evie observando su móvil, en lo que Shaka con la mirada le pedía más información—. Una de mis vecinas me acaba de decir que hay disturbios en los alrededores de donde vivo y que el edificio fue cerrado temporalmente, sin embargo, no dejan salir ni ingresar a nadie.
—Medidas de seguridad. —Shaka dio un giro por la cocina, tomó un par de tazas y vertió agua caliente en cada una—. Debes saber algo, esas cosas mueren si les das a la cabeza.
—A la cabeza —repitió ella. Shaka asintió seguro, así morían los zombis en las películas y la mujer del centro comercial se había detenido cuando el guarda le dio en la frente. Así que por lo menos en eso eran parecidos a la ciencia ficción de su realidad.
—¿Tú sabes que está pasando? —Evelyn le observó confundida y él empezó a darse cuenta que no tenía ni idea de cómo eran sus enemigos. Conocía a uno que otro espectro de Hades, los cuales claramente estaban allí, pero de los guerreros de otros dioses no sabía absolutamente nada, ¿y si Evelyn era uno de ellos? Sin cosmos, no podía estar seguro.
—He visto muchas películas de zombis —contestó sin comprometerse, asumiendo que debía ser cuidadoso con sus palabras, especialmente en frente de personas que realmente no conocía.
—¿Qué es un zombi? —La pregunta de Evelyn fue contundente, ¿acaso las personas de ese universo no sabían lo que era un zombi? Eso complicaría más las cosas, pero el que ella hubiese formulado esa pregunta no la eximía de ser un posible adversario.
—Definitivamente, Zeus es muy ingenioso —soltó inconscientemente—. Esto es como una película, nadie sabe cómo acabar con un zombi.
—¿De qué hablas? —preguntó ella bastante confundida—. ¿Quién es Zeus?
—El dios del trueno. Ya sabes, de la mitología griega.
—No tengo ni idea de que me estás hablando.
Shaka guardó silencio y se maldijo mentalmente. Zeus había sido claro: ‘En este otro mundo, no esperen que la gente sepa las mismas cosas que aquí, los nombres de las ciudades y su geografía son completamente distintos al nuestro, al igual que su historia’. ¿Por qué Zeus se había tomado tantas consideraciones, cambiando drásticamente los recuerdos de todos cuando finalmente, esas personas solo eran cascarones vacíos que luego él llenó a su voluntad? Se supone que esas personas, Jacobo, Evelyn —si es que no era una impostora—, y todos los demás, solo eran la imagen de personas del mundo real que Zeus, simplemente, había tomado en apariencia. ¿Acaso ellos sí eran reales? O… simplemente, todo era un juego para que se tomaran en serio su tarea.
¿Acaso ellos… no eran muñecos? ¿Eran humanos de verdad? Suspiró, ¡Claro que ellos eran reales al igual que ese mundo, porque la misión era real! Los habitantes de Tierra Dos eran reales, con emociones y complejidades. Definitivamente, Zeus había hecho una maravillosa tarea, y el que todo fuera tan genuino sólo lograba que las cosas fueran más complicadas de sobrellevar y en ese momento él, estaba fracasando en su misión, porque el número de víctimas aumentaba con el pasar de las horas.
—Debo irme —dijo ella finalmente, Shaka levantó una ceja.
—¿A dónde?
—A mi casa, mi hermana puede ir a buscarme.
—¿Lo haría sabiendo el peligro que hay afuera?
—Soy lo único que tiene en el mundo, y ella es mi única familia. Sí, sí, lo haría, le pedí que se quedara en casa, que yo iría por ella, pero la conozco, puede ir a buscarme.
—Acabas de decir que tu edificio está cerrado. Que nadie puede entrar o salir.
—Sí, pero también dije que era temporal, y llevo dos años viviendo allí, deben dejarme entrar. Pediré un servicio para que me lleven.
Evelyn no estaba dispuesta a negociar, y con mucha obstinación tomó su teléfono para buscar lo que necesitaba e ir a casa, Shaka apenas gruñó, si las cosas ya iban tan mal dudaba mucho que Evelyn pudiera encontrar un taxi o algo parecido y si ella continuaba con aquella idea, de seguro marcharía por pie propio hasta su domicilio. En tiempos de crisis las personas en medio de su afán se ponían en riesgo a sí mismos.
—De acuerdo, vamos a hacer algo —sugirió él; la chica apartó la vista del móvil para mirarlo a los ojos—. Por esta noche quédate aquí y te prometo llevarte mañana con tu hermana, para que ambas vuelvan acá. Por ahora me parece que es un lugar seguro.
—¿Este lugar? —Él asintió—. Donde ella está tampoco ha pasado nada.
—Mañana miraremos que hacer. ¿Qué tan lejos vive tu hermana?
Ante la pregunta, Evelyn se encogió de hombros.
—A 16 horas de acá. En auto.
—Vaya, tu hermana está muy lejos.
—Lo sé, pero debo ir con ella.
—De acuerdo, pensaré en algo. Por ahora, si quieres descansar te mostraré la habitación de invitados.
Evelyn aceptó derrotada, el tiempo pasaba y sus opciones eran las mismas: correr a lo desconocido o morir por el camino, y aunque no estaba segura, cualquier cosa en ese momento debía ser mejor que estar allí afuera donde todos actuaban tan dementes, sin embargo, ¿por qué de todas las personas que conocía terminó exactamente en la casa de su jefe? Aquello debía ser una mala broma. La persona que más detestaba le estaba ofreciendo asilo.
****
La mañana llegó con rapidez y Evelyn tuvo una mala noche, no estaba acostumbrada a dormir en casa ajena y estaba preocupada. En las noticias habían dicho que todo se encontraba bajo control, pero que en ciertos lugares debían permanecer en cuarentena, algunas carreteras estaban cerradas, el aeropuerto no estaba brindando servicio, y los hospitales se encontraban al máximo. Pedían mantener la calma y quedarse en casa hasta que la situación estuviera completamente controlada. Evelyn no supo si reírse a carcajadas, en tiempos de crisis los medios siempre pedían mantener la calma aunque ellos mismos no sabían qué hacer. ¿Cómo mantenerse calmado si absolutamente nadie daba una explicación satisfactoria a sus preguntas?
Decidió no pensar más en eso, debía mantenerse serena y manejar una buena actitud con Shaka para que él cumpliera su promesa. Y aunque Chantal le había dicho que lo mejor era que se mantuviera resguardada en lo que la situación mejoraba, a Evelyn aquella idea no le parecía adecuada. Ella era imprudente y muy impaciente, sus ganas de salir corriendo de aquel lugar eran mucho más grandes que cuidar su propia vida. ¿Pero de verdad prefería morir a estar ahí? Y es que si Shaka fuera otro tipo de persona, la situación sería diferente.
—Buenos días —saludó Shaka desde la cocina ignorando el ceño fruncido de la chica—. ¿Dormiste bien?
—Sí —mintió, pero no quería dar explicación alguna y por el momento el señor Najak había sido un excelente anfitrión, tampoco había razones para ser grosera—. Mi hermana me hizo prometerle que, por ahora, no debía buscarla. Ella considera que no es prudente emprender este viaje.
—Parece que tu hermana es la sensata de la familia —acotó él logrando que Evelyn hiciera un gesto de molestia.
—Debo ser sincera: para nada me gusta estar aquí contigo. No sé si el mundo se recupere de esto pronto, pero quiero que sepas, que de verdad me siento muy incómoda en este lugar y estar aquí contigo…
—Sé que no soy de tu agrado —aclaró él caminando con entereza por toda la cocina en lo que Evelyn confundida tomaba asiento en la barra—. No soy idiota, percibo tus palabras llenas de veneno, por más que intentes poner una sonrisa o suavizar tu expresión, tu mirada es muy diciente y también he notado como ruedas los ojos cada que te pido algo.
—Lamento si he sido grosera, pero…
—Descuida, sé que no te he hecho la tarea sencilla y para ser sincero, tú tampoco eres de mi agrado.
A Evelyn se le cayó la barbilla al suelo con aquella confesión e intentó no irritarse, pero su mirada y su expresión seguro estaban diciendo lo contrario. ¿Bajo qué pretexto Shaka se atrevía a decir que ella no era de su agrado? Evelyn siempre había sido responsable, puntual y amable en su actuar, ¿en qué se basaba él? Lo idiota era un punto muy en su contra definitivamente.
—Sé que no he sido el mejor de los jefes —explicó el rubio en donde Evelyn prestó toda su atención, quería comprender qué era lo que había hecho mal ella o si era, sin lugar a duda, la prepotencia de él y la difícil tarea de aceptar las cosas buenas de alguien más—. Sí, tampoco he sido la mejor de las personas. Me disculpo, pero ahora estarás aquí, ¿qué vas a hacer? ¿Crees que en tu casa estarás más segura?
Evelyn se sintió estafada, él no había dicho sus razones para no quererla.
—Primero quisiera saber, que es lo que no te agrada de mí.
Shaka la observó de arriba abajo, como si la respuesta fuera bastante obvia, y al sentir que ella no daría marcha atrás se atrevió a darse a entender:
—Me pareces una mujer irrespetuosa y vulgar. —Evelyn quiso protestar, pero él ignoró el gesto molesto y prosiguió—: Como ya mencioné anteriormente, me he dado cuenta de tus gestos, también te he escuchado en los pasillos referirte a mí de manera irrespetuosa. Sin mencionar que no es apropiado de una dama sentarse a difamar de otras personas. En cuanto a tu tono, es bastante soez y no es apropiado hablarle a un superior con tanto descaro y en muchas ocasiones abusas de mi confianza. De tu trabajo no tengo queja, eres muy diligente y pulcra. Es la única razón por la que sigues en tu cargo.
Ella no encontró las palabras para defenderse, él tenía razón en algunas cosas, pero era la misma forma de ser de Shaka la que sacaba lo peor de ella: el tono, las miradas o las muecas las provocaba él y si ella se había sentado hablar mal de alguien, ese alguien siempre fue Shaka Najak. ¿Y cómo no hacerlo? El hombre hablaba de respeto, pero un claro ejemplo era que al llegar él jamás contestaba el saludo de las recepcionistas, quienes un día cansadas de no ser correspondidas pasaron por alto su llegada y eso le costó el cargo a una y un memorando a la otra. Él era el que denigraba el trabajo de otros, incluso el de ella, ¿cómo pretendía que su actitud hacia él fuera diferente o que tuviera algo de respeto?
—No estoy de acuerdo con todas tus apreciaciones —dijo finalmente ella, relevando que él por lo menos hubiese hablado bien de su trabajo.
—No me interesa —interrumpió él poniendo un plato de fruta delante de ella. Evelyn no fue tan rápida para contestar—. Tienes tus apreciaciones y yo tengo las mías, y no voy a discutir estos puntos de vista que no nos llevaran a nada, más cuando no estás dispuesta a aceptar tus errores.
Evelyn suspiró derrotada, él tenía razón, esa era una pelea perdida, si se enfilaba en esa discusión de seguro no llegarían a ningún lado.
—Todas mis cosas están en mi apartamento, mi ropa… todo…
Evelyn hizo una señal a su desarreglada vestimenta, y aunque había tomado un delicioso baño debido a que estaba llena de la sangre del hombre del centro comercial, su buzo verde y sus jeans desgastados y la presencia de la muerte en sus prendas la tenían bastante incómoda.
—Te puedo prestar una sudadera si lo deseas —ofreció él, ella por su parte le miró perpleja—. Estarás más cómoda.
—¿Más cómoda usando tu ropa? —susurró no muy convencida, Shaka sonrió sin interés, bien podría seguir así vestida, total eso no era problema de él.
—Veremos que hacer… —un golpe en la puerta atrajo la atención de ambos, Shaka apagó el fogón y caminó con delicadeza hasta la entrada—. Jacobo, buenos días.
—Shaka, el ejército acaba de llegar —dijo su vecino con demasiada rapidez, Shaka dio un rápido vistazo observando varios camiones que empezaban a desfilar por las calles, mientras que algunos soldados iban de puerta en puerta entregando unos panfletos—. Gracias —ofreció Jacobo cuando un joven militar le entregó a él y a Shaka el comunicado—. El ejército se hará cargo de esto. Genial.
—Estaremos en cuarentena —analizó Shaka y mientras no hubiera ninguna novedad en esa parte del mundo, no habría nada de qué preocuparse, pero donde las cosas cambiaran ligeramente, sería el final de toda esa comunidad.
—¿Crees que estaremos bien, Shaka?
—Yo creo que sí. Ve con tu familia, estaremos en contacto.
Jacobo se retiró intranquilo y extasiado en lo que Shaka observaba por última vez los grandes camiones que se perdían a lo lejano, seguramente, ellos se organizarían en la gran plaza.
—¿Tú crees que el ejército también esté vigilando a las localidades vulnerables? —preguntó Evelyn cuando el dorado cerró la puerta—. Ya sabes, las personas de escasos recursos. Este tipo de acompañamiento debe ser sólo para los ricos.
—Ojalá tuviera todas las respuestas que necesitas. Por ahora, debemos preocuparnos por nosotros.
—Para ser alguien tan ponzoñoso, te llevas muy bien con tus vecinos.
—¿Y todavía preguntas por qué no me agradas? Para ser mi subordinada eres muy irrespetuosa. Y en este momento has superado mis expectativas.
—¡No estamos en el trabajo! —contestó con demasiada rapidez, maldiciendo por su apresurada respuesta, pero estaba molesta y harta de toda la situación y ahora parecía que debía quedarse encerrada en esa casa para siempre. Total, Shaka ya tenía una opinión sobre ella y estaba harta de guardar las apariencias—. Disculpa mi falta de respeto y no espero que entiendas que le he dedicado mi vida entera a mi trabajo, dejando de lado cosas realmente importantes. No sé qué está pasando y mi hermana se encuentra en otra ciudad y yo estoy aquí contigo, cuando debería ir con mi familia. Como siempre mi trabajo parece ser más importante que ella.
Evelyn dejó caer los brazos frustrada, aquello no era lo que esperaba y ni de lejos había imaginado una situación semejante, se encontraba en desventaja en una casa ajena, con una persona que no le agradaba y con gente que no conocía. Shaka entendió la situación de inmediato y ojalá tuviera una forma de ayudarla, pero la única manera de mantenerla con vida era quedándose ahí con él, de todas maneras, como lo veía, ella tampoco podría escapar. Desafortunadamente, ambos debían aprender a convivir juntos, por lo menos por un buen tiempo.
—Jacobo es el único vecino del lugar que me simpatiza. —Rompió el silencio Shaka, atendiendo al comentario que hizo ella antes y como una forma de cambiar de tema—. Tiene una pequeña hija que a veces cuida de mis plantas y su esposa está algo delicada de salud. Él sonríe todos los días, pero sé que no la está pasando bien, así que, trato de tener una buena relación con él.
Evelyn bajó la guardia, tal vez Shaka no era tan tirano como creía. El empresario tal vez era distinto al ser humano. Por ahora Shaka no había sido grosero ni pedante, sólo sacó algo de sinceridad de su sistema; tampoco era para maldecir tanto, y debía agradecer que tenía un techo sobre la cabeza y que él amablemente le estaba ofreciendo un lugar donde quedarse sin pedirle nada a cambio.
¡Oh, realmente esperaba que más adelante él no pidiera nada a cambio!
—¿Cuánto tiempo nos tendrán encerrados? —preguntó tranquilamente, tal vez solo fuera algunos días, el infierno acabaría pronto y ella podría ir con su hermana apenas estuviera la situación controlada. Contaba con su ejército y su gobierno. Ese momento quedaría en su memoria como un mal chiste.
—Este comunicado dice —leyó—: Por favor, permanezcan en sus domicilios. Se implementará un toque de queda a partir de las seis de la tarde. Se llevará a cabo un censo para verificar el número de residentes en cada vivienda, así como para evaluar el estado de salud de cada miembro de la familia y las condiciones actuales del hogar. Se proporcionarán suministros alimenticios, y se aplicará un razonamiento del consumo del agua y energía. Les instamos a seguir estas directrices, y se les comunicará más información según sea apropiado.
—Vaya, no sé si eso sea bueno o malo.
—Espero que sea algo bueno.
Continuará…
Chapter 2: Recuerdos Velados
Chapter Text
Shaina de Ofiucos por poco cae de la cama, no solía dormir de ese lado, por lo que al girarse no esperaba encontrarse de cara al vacío. Algo en ella le generó unas terribles náuseas y aunque el catre no era tan alto, esa sorpresa aumentó su malestar. ¿Dónde estaba? Poco a poco, su mente comenzó a aclararse y los recuerdos regresaron. El dios de dioses se había presentado en el Santuario, nadie había podido hacer nada ante su presencia, pero para fortuna de la orden, él no buscaba una batalla. A pesar de ello, la niña Athena se encontraba preocupada, ya que Zeus en representación de todo el Olimpo no traía buenas noticias.
El comité de deidades exigía un castigo: la aniquilación de la humanidad, la destrucción de la tierra y la cabeza de Athena. Todo esto porque la diosa de la sabiduría había cometido una despreciable falta al devolver a la vida a los Santos de Oro, y de haber tenido más tiempo y fuerza, los de plata también estarían allí. No obstante, el que hubiese revivido precisamente a la orden de élite era lo que tenía alterados a los dioses. Los santos de oro, debían cumplir un castigo. Estaban condenados al sufrimiento eterno, pero Athena había intercedido.
«Si quieres probar la importancia de tus santos, ellos mismos tendrán que demostrar su valía —fueron las palabras de Zeus—. Si son capaces de completar esta misión, se les dejará en paz, de lo contrario, las consecuencias serán severas»
Shaina se había sobresaltado ante esas fuertes palabras. Aunque no era cercana a los santos dorados, sentía que ya habían pasado por suficiente y que merecían, al igual que todos, vivir en paz y en plenitud. Por eso estaba dispuesta a ayudar e interceder para que eso fuera posible. Esa era la razón por la que se encontraba en la dichosa Tierra Dos. En aquel lugar, ella tenía 25 años, era sargento y, para su sorpresa, estaba casada. ¿Casada? Quiso vomitar de inmediato al recordar esa parte de su vida. ¿Cómo iba a estar casada si en su mundo, apenas tenía 19 años y su único interés romántico había sido Seiya y había dejado mucho tiempo atrás la idea de que entre ellos pudiera pasar algo? ¿Era parte de la estrategia de Zeus, cambiar no solo sus profesiones, sino también sus edades e intereses? Realmente, nada tenía sentido; lo mejor era seguir con lo acordado: prepararse para el fin del mundo y salvar cuántas vidas fueran necesarias.
Debía agradecer, que por lo menos no había hijos.
A su lado, su esposo se movió con delicadeza… ¡Su esposo! Shaina intentó organizar sus pensamientos. Llevaba cuatro años casada y, por lo que había descubierto, aquel hombre era su más grande tesoro. Lo amaba, la Shaina de Tierra Dos lo amaba profundamente. Pero, ¿cómo se llamaba? Se levantó de inmediato al recordarlo y lo observó fijamente durante un largo rato. Él tenía un hermoso cabello plateado y una espalda ancha, pero… ¿podría ser él? Minos era su nombre. ¿Qué clase de nombre era Minos? La única persona que ella recordaba con ese nombre era un espectro de Hades. No lo conocía personalmente, pero sabía que uno de los jueces del ejército del inframundo se llamaba Minos. ¡Qué coincidencia!
Pero ¿Zeus se atrevería a unir a dos potentes enemigos en un sagrado matrimonio? Eso debía ser una maldita broma.
****
Para él no estaba siendo fácil asimilar la situación. Estaba en Tierra Dos y se recordó felicitar al dios de dioses por tan ingenioso nombre, pero ahí estaba, tumbado en una cómoda y cálida cama, analizando su simple vida en aquel mundo. Un experto teniente de 32 años, felizmente casado con una bella sargento que había conocido en su lugar de trabajo. ¿Y donde más la habría de conocer? Su vida era agotadora y no tenía tiempo de nada; aunque tal vez esa era la razón por la que llevaba cuatro años con ella… Cuatro años, demasiado tiempo para él, que en su día a día no le importaba ningún tipo de compromiso más que encuentros casuales sin tanto drama, sin embargo, su alter ego estaba locamente enamorado de Shaina. ¿Qué clase de nombre era Shaina? Nunca había conocido o escuchado hablar de alguna Shaina, pero lo que recordaba es que era una mujer hermosa y temperamental.
Total, ya estaba allí y aún no estaba seguro de que lado tomar. La diosa Perséfone les había dado libre albedrío y algunos habían optado seriamente la decisión de viajar a Tierra Dos con el único objetivo de vengarse de los santos de Athena. A él realmente eso lo tenía sin cuidado. La Guerra Santa había sido una batalla justa. Los atenienses demostraron valor y fuerza superior a la de ellos, y como la misma Perséfone lo mencionó: ya era hora que Hades tuviera su merecido, igual, solo iba a estar inactivo por 500 años, lo cual no era mucho para un dios. Tal vez con ello Hades, desistiera de invadir la tierra en una próxima oportunidad, aunque conociendo a su señor, eso estaba lejos de ser posible.
Todo aquello era muy difícil de asimilar y no podía aclarar nada, de lo único que estaba seguro es que no estaba de acuerdo con el genocidio. ¿Era necesario destruir el planeta entero únicamente por el capricho de los dioses? ¿Y por qué siempre tenían que estar ellos en medio? No era justo que los trataran como marionetas, aunque irónicamente él fuera experto en marionetas.
—Buenos días —escuchó a su esposa decirle. Él se giró para mirarla. Algo en su tono le preocupó.
La Sargento Giolitti era una mujer joven y hermosa, con un brillante cabello verde y ojos destellantes. Había alcanzado su rango gracias a su esfuerzo y dedicación, aunque algunos murmuraban en los pasillos que había llegado allí por su difunto padre, un coronel muy prestigioso que murió en acción. Si bien las conexiones familiares habían facilitado los ascensos para los dos, sus logros eran el resultado de su propio mérito. Los rumores no eran más que habladurías de personas sin ocupación, incapaces de reconocer el esfuerzo ajeno.
—Buenos días. ¿Estás bien? —inquirió él analizando a su esposa. Ella por lo general era muy amorosa en las mañanas, pero ahora lo miraba como si fuera un extraño.
Y tenía razón en hacerlo. Shaina observaba cada palabra y movimiento de ese hombre con atención. Era apuesto, con una mirada muy expresiva, un pecho marcado y rasgos definidos. Sacar conclusiones no era sencillo. Su instinto le decía que solo un guerrero podría tener un cuerpo como ese, pero la lógica le recordaba que él, al igual que ella, era un soldado, y como todos en el ejército, debían mantenerse en forma y activos. Ese físico no era exclusivo de los Santos, Marinas, Espectros u otro guerrero al servicio de los dioses. La evidencia que tenía enfrente no le servía de nada para asegurarse de la identidad de ese sujeto.
—Estoy bien. —Shaina intentó parecer lo menos indiferente posible, si él era un lacayo de Hades, no quería levantar sospechas—. ¿Qué tal dormiste?
—Como siempre —dijo él invitándole a estar más cerca para pasar su brazo por detrás de ella. Shaina pareció un poco esquiva, pero rápidamente aceptó el gesto—. Como un bebé, gracias a tus mimos.
Ella sonrió sin poder evitarlo, él siempre decía lo mismo al despertar. Si era un seguidor de Hades, estaba actuando muy bien o tal vez ella estaba exagerando. Probablemente él era un hombre común y corriente, pero hasta no estar segura debía vigilar bien sus movimientos y sus palabras. Por el momento ella tenía ventaja, porque de seguro él no había escuchado de ella en el pasado.
—Creo que nos vendrá bien un poco de café. ¿No crees? —ofreció Minos poniéndose de pie—. Ya regreso —continuó desapareciendo de la habitación.
Por su parte, Shaina puso su mejor sonrisa, intentando no parecer ansiosa, y apenas lo vio irse, tomó rápidamente su móvil para esconderse en el baño en un rincón de la regadera, donde tecleó rápidamente las opciones, sorprendiéndose a sí misma de saber manejar un instrumento como ese. En el Santuario no existía ese tipo de tecnología. Había visto a los civiles usar esos aparatos, muy peligrosos según su opinión, y nunca se imaginó tener acceso a esas cosas. La ventaja es que allí era una experta manejando esos teléfonos.
—¡Geist! —dijo casi gritando y se regañó a sí misma, solo esperaba que su esposo no la hubiese escuchado—. ¡¿Geist, dónde estás?!
—En mi casa, ¿dónde más? —contestó la otra en tono aburrido.
Shaina dio un rápido recorrido a sus memorias. En esa realidad, Geist y ella eran hermanas —algo para agradecerle a Zeus—. Pero a diferencia de la Cobra que gozaba de un puesto relacionado con su actividad como santo, a Geist le había tocado ser maestra y la pobre mujer nunca había sido ni muy paciente ni muy amorosa con los niños, sin contar el hecho de que aparte de todo, la hermosa Geist Giolitti era madre de dos pequeños. Shaina estaba segura de que, al recuperar su memoria, la amazona de los abismos debió haber considerado seriamente lanzarse de algún edificio cercano.
—Lo siento mucho —contestó Shaina tratando de no reírse y por una fracción de segundo quiso compadecer a su amiga quien posiblemente tenía problemas más graves. Dos hijos pequeños en el fin del mundo no era algo a lo que ninguna madre quisiera enfrentarse—. ¿Cómo estás?
—¿Cómo crees? —respondió la otra en tono irritado—. Ojalá esto del fin del mundo empiece rápido. Mis hijos son un terremoto, pero por alguna extraña razón, amo a ese par de mocosos que prácticamente acabé de conocer.
Shaina suspiró abrumada, la situación era la misma: personas desconocidas eran parte importante de sus vidas. En esa realidad, tanto ella como Geist tenían una vida junto a esas personas, era lógico que los sentimientos de sus alter egos prevalecieran sobre su lógica de guerreras. Zeus debió estar bastante entretenido ideando una vida para cada uno, pero no era necesario añadirle a la misión familia y amigos cercanos. Eso era cruel y despiadado. ¿Qué sentirían al perder a un ser querido? ¿Esa era la estrategia de Zeus, obligarlos a elegir entre un familiar y un simple civil? No había duda que los métodos del dios de dioses eran poco ortodoxos.
—Me pasa lo mismo con mi esposo —comentó Ofiucos derrotada entreabriendo la puerta para asegurarse que su marido no estuviera cerca—. Es tan absurdo. Quisiera decir que no me importa lo que le pase, pero realmente, me preocupo por él.
—Claro, llevan varios años juntos. Es normal. —Geist resopló al otro lado de la línea, analizando sus palabras—. Es normal para las personas de esta realidad, no para nosotras que estábamos en casa vigilando el Santuario, sin ni siquiera pensar en ser madres o esposas de alguien.
En las tierras atenienses, la vida de las amazonas era radicalmente distinta a la de una mujer común. Las mujeres guerreras habían alcanzado su rango y reconocimiento a través de un esfuerzo incansable, y les había llevado años obtener el mismo prestigio que sus compañeros varones. Aunque las reglas para ellas eran más estrictas, nada se comparaba con el orgullo que sentían por su posición. Para mantenerse fuertes y enfocadas en su misión, borraban cualquier rastro que las vinculase con lo que consideraban una debilidad femenina, como la idea de formar una familia o exponer sus rostros o sentimientos a los hombres. Al igual que cualquier guerrero al servicio de la diosa de la sabiduría, estaban dispuestas a luchar y morir en batalla, sin importar las diferencias de género. Ese estilo de vida en Tierra Dos jamás lo hubiesen considerado en su propia realidad.
—Yo tengo un problema —continuó Shaina—. ¿Recuerdas el nombre de mi esposo?
—Sí, claro, fui tu dama de honor —contestó con obviedad y se dio un golpe en la frente al recordar que no fue precisamente ella quien participó en esa boda—. Lo siento, mis recuerdos se están alternando entre esta vida y la otra.
—Lo sé, no tienes porque disculparte. Estoy igual. Tengo una terrible migraña por eso mismo. En fin, estoy preocupada porque mi esposo lleva el mismo nombre de un juez del inframundo. ¿Lo recuerdas?
—Claro, Minos el Grifo —dijo ella con voz tranquila—. No te preocupes, el nombre Minos es un nombre muy común, por lo menos en esta realidad.
—¿Estás segura?
—Sí. Recuerda que soy maestra de historia. En este mundo no existe Roma sino Urbs y varios emperadores de la época antigua se llamaron Minos, y es un nombre muy popular hoy en día. Y siendo tu esposo un urbs, es natural que se llame así. Si no me equivoco, es un nombre que ha pasado de generación en generación en su familia, ¿o no?
Shaina se dio una cachetada mental recordando esa parte de la historia de su esposo. No solo el nombre era herencia, sino que la mayoría de los hombres de la familia de Minos habían sido militares y siempre fungieron en los más altos rangos de las fuerzas. Era una tradición y la evidencia de que eran una de las familias más prestigiosas de Urbs.
—¿Qué Urbs no era como se llamaba antiguamente a Roma?
—Sí —contestó Geist en un resoplido—. Seguro, a Zeus, se le secó el cerebro con toda esta maravillosa idea de Tierra Dos o tal vez no deseaba que nos sintiéramos tan desconcertados en este nuevo universo.
—Tienes razón, por lo menos podemos ver algunas similitudes y no sentirnos como completos extraños. En mis memorias sólo me acuerdo de ti, no tengo idea de donde estarán los demás.
—Igualmente, tendremos que esperar a ver si nos encontramos con el resto; por ahora somos tú y yo, y aunque esto suene frustrante, ¿me ayudarás a proteger a mis hijos de cualquier problema?
—Desde luego que sí, son mis sobrinos, y los adoro —dijo casi por inercia. No eran las palabras de la guerrera, eran las palabras de la sargento y tía de dos adorables niños.
Geist por su parte dejó salir una ligera carcajada. Jamás se imaginó tener tantas emociones por alguien, pero todo aquello era el recuerdo de que, la misión era más complicada de lo que parecía.
—Gracias, Ofiucos. Hablamos después, ve con tu esposo. Sinceramente no creo que Zeus haya dejado a un lacayo de Hades y un santo de Athena conviviendo juntos. El que tienes ahí, es un hombre normal. De todas formas, es mejor que tengas cuidado con las palabras que salen de tu boca, no sabemos donde podemos encontrar a nuestros enemigos. Antes de hablar, recuerda la historia de este universo y no de la nuestra. Ya sabes, no es Roma es Urbs.
—Lo sé, lo sé. Tendré cuidado. Tú también por favor.
—Sí.
—Te traje el café —dijo Minos del otro lado de la puerta. Y Shaina se preguntó por qué él se había tardado tanto en volver. Sin darle mucha importancia salió a su encuentro.
Minos la recibió con una amplia sonrisa. Él se había tomado su tiempo en la cocina tratando de organizar sus ideas y de comprender en dónde estaba. Lamentablemente, por más que hurgó en sus recuerdos no encontró rastros de sus demás compañeros y no estaba seguro de querer saber algo de ellos. La mayoría estaban firmes en enfrentarse a los atenienses en ese nuevo mundo y si él era sincero, aquello no le importaba, porque no estaba de acuerdo con nada de esa idea. Y aunque seguía sin saber qué bando tomar, algo sí era seguro: no dejaría que nada malo le pasara a su bella esposa, quien en ese momento era su única familia y prioridad.
****
Un par de días pasaron sin novedad. Shaina se encontraba sentada en una hermosa isla de mármol dentro de una amplia cocina de colores claros y delicadas gavetas. Tanto ella como Geist gozaban de casas hermosas y acomodadas donde ninguna de las dos tenía que pasar alguna necesidad. El esposo de Geist había sido un hombre destacado de la comunidad, pero desafortunadamente, su vida fue muy corta. Sin embargo, dejó a Geist con todas las comodidades posibles. Su casa era enorme, con un cuarto para cada niño, tres baños y una sala gigante, además de la cocina, donde ahora Shaina veía a su hermana organizar algunas cosas.
—Pensé que viajarían hoy —expuso la pelinegra mirando de vez en cuando por la ventana hacia el patio donde sus hijos jugaban a la pelota.
—La aerolínea pospuso el viaje —explicó Shaina haciendo lo mismo que la otra, ninguna apartaba la vista de los más pequeños—. Y siendo sincera no me parece prudente viajar cuando se supone que el fin del mundo está cerca.
El apocalipsis no había iniciado, ni siquiera había rastros de que algo malo estuviera pasando. Ellas sabían lo que podía pasar en cualquier momento, pero las demás personas como los dos niños en el patio estaban tan tranquilos que provocaba algo de nostalgia. ¿Cuántas vidas se perderían cuando todo diera inicio? Porque era claro que aunque ellos estuvieran ahí para proteger al mundo, sus habilidades limitadas les impedirían salvarlos a todos. Muchas vidas se iban a perder durante el cataclismo. Shaina esperaba que todo fuera muy rápido, tal vez algo de un par de horas, pero al recordar la sonrisa cínica del dios del trueno pudo imaginarse que eso no iba a hacer así.
Levantó sus ojos hacia sus dos sobrinos, dos varones de cabellos rizados y oscuros, absurdamente parecidos a su difunto padre y tan obstinados como su madre. No eran tan pequeños, pero aún seguían siendo un par de infantes de apenas 10 y 12 años. Capaces de proteger a su mamá como los dos hombres valientes y fuertes que eran, pero tan frágiles como cualquier otro muchacho a esa edad.
—Es una pena —Geist trajo a Shaina a la realidad—. Ustedes llevan mucho tiempo organizando este viaje y es la primera vez que tienen vacaciones después de años. Se lo merecen.
—Lo sé. Pero Geist, ¿y si el apocalipsis empieza en otra ciudad o país? Tú estarás aquí sola con los niños. No podría dejarte así. Igual, como te dije, la aerolínea nos dijo que por ahora no podemos ir a Francia, perdón a Gaila —corrigió rápidamente al sentir la mirada inquisidora de su hermana.
—Debes tener cuidado con lo que dices —demandó molesta—. Ese tipo de cosas pueden costarnos la vida delante de nuestros enemigos.
—Eres la única persona con la que me ha pasado.
Shaina intentó verse inocente ante aquel descuido. La historia de su realidad era un arma de doble filo que podría dejar en evidencia a cualquiera, a ellos frente a sus enemigos y a sus enemigos frente a ellos. Esperaba que la cotidianidad no le jugara una mala pasada a ella o sus compañeros, pero no iba a dudar que aquello era una estrategia a su favor. Si los demás guerreros, no tenían precaución, sería sencillo dar con ellos y aniquilarlos antes de que pudieran hacer algo en su contra.
—Más te vale, Ofiucos. ¿Sabes por qué no los dejan ir a Gaila?
—Dicen que los aeropuertos están cerrados. Que están evitando el paso, especialmente a los extranjeros.
—¿Crees que ellos saben algo que nosotros no? Tal vez allá, ya empezó todo.
—Si está pasando algo, no lo sabremos tan fácil. Los galos siempre han sido reservados.
—¿Crees que el santo, Camus de Acuario, viva en ese país?
—Recuerdo que Zeus dijo que nos dejaría muy cerca los unos de los otros. La verdad estoy un poco confundida con nuestra ubicación geográfica.
—He estado analizando los mapas de este mundo y parece que estamos en Grecia. Zeus intentó modificar la geografía tanto como pudo, pero, a diferencia de nuestra realidad, los países aquí son más pequeños y están muy cerca unos a otros. Las distancias son cortas, movernos de un lugar a otro no debería ser un problema. Lo curioso es que, según los recursos históricos, hay vida en otros países, pero increíblemente, nadie habla de esos otros lugares o continentes. Es más, nadie sabe nada. Es como si estuviéramos confinados únicamente al continente europeo.
Shaina suspiró, aquello también lo sabía. Zeus había dicho que estarían congregados en una pequeña parte del mundo, para que la misión fuera lo menos extravagante posible y no tuvieran tantas complicaciones en los desplazamientos. Viéndolo desde cierto punto objetivo, aquello era bueno si tenían que marchar de una comunidad a otra, pero también era una desventaja porque sus enemigos estarían pisándole los talones con mayor facilidad. Por lo menos Geist era una experta en historia, no solo de Tierra Dos, sino de su propia realidad, lo cual era un buen punto a favor el que ella estuviera tan empapada del tema y la ubicación de ambos mundos. Una apuesta acertada para su grupo si se usaba bien la información para moverse y mantenerse a salvo.
—Zeus dijo que una parte de este mundo estaba habitada. —Shaina volvió a darle rumbo a la conversación. Podía deducir que su hermana estaba pensando lo mismo que ella hace un momento—. Lo que quiere decir que lo demás es una fachada. La gente sabe que está ahí únicamente como un recurso histórico y para llenar sus memorias, pero realmente esa parte está deshabitada.
—Espero que así sea; sin nuestros poderes, defender al planeta entero será una encrucijada.
—Por eso mismo, Geist, es que estamos acá. Para demostrar de qué somos capaces y si esa fuerza y tenacidad de la que tanto se enorgullece Athena es genuina.
—No imaginé sobrevivir al ataque del Pegaso para terminar involucrada en los asuntos de los dorados en un mundo apocalíptico.
—Es un asunto que nos compete a todos. —Shaina no pudo evitar apretar las manos—. Los dioses quieren destruir el mundo. No sé si nuestras fuerzas sean suficientes para enfrentar a todo el Olimpo. Tal vez esta misión sea más sencilla que una guerra contra ellos.
—Si es el fin del mundo, debería ser algo rápido o eso espero… —suspiró derrotada, no tenían muchas herramientas ni opciones como lo veían—. Cuéntame, ¿cómo te ha ido con tu esposo?
Una sonrisa pícara se dibujó en el rostro de la guerrera de los abismos, Shaina se encogió de hombros antes de contestar:
—Minos es un buen hombre —fue su simple respuesta, reconociendo hacia donde iba aquella conversación.
—Lo sé, tonta —prosiguió moviendo las manos con frustración—. A mí me cae muy bien, pero, un esposo. ¿En serio? ¿Cómo lo has manejado?
—Como la profesional que soy. Ya antes he hecho trabajos de encubierto. Esto no es nada.
Geist observó a Ofiucos de arriba abajo con el ceño fruncido.
—Sabes a qué me refiero, Shaina. ¿Ha sido fácil para ti? Ya sabes, ¿en la intimidad?
Shaina chasqueó la lengua y sabía que por más que intentara desviar el tema, la otra no se iba a dar por vencida hasta obtener lo que quería.
—Los sentimientos de la Sargento Giolliti son muy fuertes. Eso me ha ayudado bastante. Y bueno, yo conozco algo del tema.
Geist interrumpió lo que estaba haciendo para prestar atención a su compañera. Aquella confesión la tomó por sorpresa; aunque sabía muchas cosas sobre Shaina de Ofiucos, aquello era algo que desconocía. Las guerreras del Santuario procuraban mantenerse castas, no solo por respeto a Athena, sino también porque no querían ser vistas como objetos, teniendo en cuenta la historia de las amazonas y su lucha por lograr un lugar dentro de la orden, sin ser solo una motivación para las tropas. La regla no era tan estricta y si alguna deseaba explorar ese aspecto de su vida, lo podrían hacer sin castigo alguno, siempre y cuando esa persona con quien incursionaran en ese ámbito no se convirtiera en una prioridad por encima de su verdadera misión como guerreras.
—¿Cómo que, sabes algo del tema? —interrogó con ansiedad la pelinegra—. ¡Shaina! ¿Tú ya…? ¿Quién fue el afortunado?
—A tí no te importa —ofreció la otra haciéndose la desentendida.
—Fue Pegaso, ¿cierto? —inquirió maliciosa—. Por eso se te pasó el enamoramiento, porque obtuviste lo que querías.
—¿Crees que mi amor por Seiya era un simple deseo carnal? —La otra asintió con entusiasmo—. Tal vez sí, pero no fue así… ¡Cierra la boca!
Geist dejó salir una sonora carcajada al ver el rostro enrojecido de la otra. Alterar las emociones de Shaina era algo que solo la amazona de los abismos podía lograr a la perfección.
—¿No ha sido raro para ti estar físicamente con Minos? De estar mi esposo vivo, no sé si habría podido, teniendo en cuenta que salgo con alguien en nuestro mundo. No sé.
Shaina guardó silencio ante el gesto tan genuino de la otra, y aunque desconocía quién era esa persona de la que ella hablaba, aparentemente era alguien importante para Geist, y de cierto modo la entendió. Aquello habría sido infidelidad, y Geist era rebelde, pero no desleal y sus actos del pasado se debían a su gran amor por el ecosistema marítimo y no por faltarle el respeto a la diosa. Por ello, Saori Kido, la había recibido nuevamente en el Santuario, con el compromiso de que limitara sus ataques, enfocandose en proteger y no en asesinar a otros.
—Como te dije antes —continuó Shaina—, los sentimientos de la sargento son muy grandes.
—La Sargento Giolliti y tú, son la misma persona —aclaró con tono relajado—. Sé que ella ya tenía una vida acá, pero en este momento, se trata de ti.
—No sé qué decirte —contestó algo confundida—. Los sentimientos de ella se sobreponen a los míos. Ella lo ama y lo desea y yo… también. Es… muy extraño. Es como si lo conociera de toda la vida, pero sé que es la vida de ella, no la mía, pero es imposible separar esos sentimientos. Y no me desagrada para nada. Daría mi vida por él y por tus hijos. De eso estoy muy segura. No entiendo por qué Zeus hizo esto. ¿Por qué darnos una familia? Es un juego enfermizo.
—Supongo que es parte de su análisis. —Geist resopló mirando a su compañera a los ojos—. Tal vez él quiere ver si somos capaces de sacrificar a nuestros seres queridos por otros o, si somos capaces de salvar a otros sin anteponer a los nuestros. Si te soy sincera, estoy más preocupada por mis hijos que por el resto del mundo, y sólo quiero salvarlos a ellos, y si lo analizamos en concreto, eso no debería ser así. No debemos tener preferencias. Como guerreros, no podemos poner en riesgo a otros por salvar a nuestra gente.
—¿Pero si los demás constituyen una amenaza? ¿No habría que aniquilarlos igual?
Ambas bajaron la cabeza sin entender bien aquella jugarreta. Al principio todo parecía sencillo, incluso cuando planearon entre todos su simple y vaga estrategia: Salvar a cuantas personas pudieran. Pero esos sentimientos, el tener una familia y que de todas formas durante el tiempo se iban a formar lazos con otros, dificultaba la misión. No iban a negar ninguna de las dos que de ser posible debían ellas mismas y con sus propias manos arrebatar vidas para salvar a otros, tal como las guerreras que eran, y aquello no era un problema, ya lo habían hecho en el pasado en las batallas contra los dioses, pero en ese mundo seguramente, los otros guerreros serían el menor de sus problemas. En eventos así, cuando se trata de sobrevivir, los simples mortales pueden llegar a tomar decisiones devastadoras.
—Haremos lo necesario —comentó con firmeza Shaina—. Lo que sea necesario.
Geist miró a su hermana con determinación. Como estaban las cosas, se sentían atadas de manos. Debían salvar vidas a costa de todo, y aquellos que se interpusieran enfrentarían las consecuencias. No podían intentar ayudar al mundo entero, ya que una manzana podrida podía arruinar el saco completo y perjudicar a quienes habían jurado proteger. Habían aliados y enemigos, y eso era algo que debían tener muy claro, sin importar su origen. Si Zeus estaba de acuerdo o no, no era su problema. Su misión era sobrevivir y salvar cuantas vidas fuera posible y era apenas lógico que no todos serían sus amigos.
—¿Quién es la persona con la que sales? —intentó cambiar de tema Shaina al sentir el ambiente tan sombrío.
—No te incumbe —contestó mordazmente. Shaina quiso decir algo, pero fue rápidamente interrumpida—. Prometo presentarte con él, cuando volvamos.
—¡Cuánto misterio!
—No molestes. Por ahora, ayúdame a preparar la cena.
****
El tiempo siguió pasando sin ninguna novedad. Minos, salió del baño después de una larga ducha, ya algo intranquilo, esperaba que el fin del mundo hubiese empezado ese mismo día cuando despertó en Tierra Dos, pero ya se iba a completar una semana y aún no había noticia alguna. De lo único que podía estar tranquilo era de no haber tenido que salir de viaje, y aunque su esposa y él llevaban tiempo planeando esas vacaciones, lo mejor era quedarse en casa y siendo la aerolínea la que entorpecía los planes, no tenía que darle explicaciones a su mujer, diciéndole que lo mejor era no viajar para mantenerse a salvo.
¿A salvo de qué? ¿Acaso la estrategia de Zeus era matarlos de aburrimiento? ¿Sumergirlos en el fatalismo de los mortales comunes, con trabajo, familia, problemas de salud y responsabilidades junto a más responsabilidades? Porque aunque como juez del infierno tenía varias tareas, el mundo real era muy diferente a la tranquilidad del inframundo. Las personas simplemente no paraban.
Pero dejando todo eso de lado, el tema del fin del mundo lo tenía ansioso y ni siquiera sabía por dónde empezar y lo único que había hecho era revisar el botiquín y asegurarse de que las salidas de emergencia estuvieran funcionando, pero si tenían que atrincherarse en casa, realmente no estaba preparado. Necesitaba suministros, muchos suministros. Porque el mundo podría irse a la mierda en un día, como podría estar desmoronándose por mucho tiempo, y siendo que esa era una misión para salvar al mundo y sus habitantes. La segunda opción parecía ser la más viable.
Él por su parte se quedaría en casa. Ya había tomado su decisión. No estaba a favor de Zeus ni de sus compañeros, pero tampoco le agradaban los santos de Athena. Su misión sería mucho más sencilla y esa era proteger y cuidar de Shaina y desde luego de la familia de ella, porque Shaina no iría a ninguna parte sin su hermana y sus sobrinos, pero no supo si aquello era un problema o una ventaja. Tenía una esposa bella, una cuñada maravillosa y los niños eran encantadores y los quería como si fueran sus propios sobrinos, pero de haber estado sólo, la situación sería más sencilla, donde él iría por el mundo como mero espectador y no como un héroe tratando de proteger a personas que llevaba apenas un par de días de conocer, y aunque el Minos de allí estuviera tan aferrado a ellos, el Grifo, no tenía realmente ninguna obligación con esa familia.
Suspiró, mirándose en el espejo. Sus ojos destellantes en otra época le habrían dado la espalda al problema, pero no él, no el Minos de esa absurda realidad; y era absurda, porque en cualquier complejo militar le habrían obligado a cortarse el pelo, pero allí era libre. A las fuerzas les interesaba más el valor de sus soldados que la apariencia de estos. Por lo menos debía agradecer que no se despertó con la cabeza rapada y una esposa malhumorada.
—¡Es el colmo! —dijo Shaina entrando en la habitación aún sorprendiéndose por el bello cuerpo de su esposo, aquel con el que había compartido la cama en más de una ocasión.
Shaina de ofiucos no era experta en ese campo, pero Shaina Giolitti conocía del tema y conocía a su compañero, por lo que no se vio tan novata cuando le tocó cumplir en ese ámbito. Algo confundida sí, pero preparada para lo que pudiera pasar, por lo menos él no era su primera vez, ni el de la guerrera ni de la sargento, lo cual fue un punto a su favor. No se hubiera imaginado que habría pasado de ser una novata, de seguro su mente la hubiese traicionado y habría salido corriendo de la habitación. Para su fortuna, y, como guerrera enfrentó la situación con calma y claridad, pero fue favorable el haber experimentado antes aquellos menesteres.
—¿Qué sucede? —apreció él caminando hasta la cama donde su esposa se había sentado frustrada.
—La aerolínea dice que es imposible el ingreso a Gaila. Nos ofrecen otras alternativas, pero ya pagamos el hotel y al comunicarme con ellos dicen que no harán ningún reembolso, que podemos posponer nuestra estadía para otro día y que ellos nos mantendrán la reserva. Si decidimos viajar a otro lado, solo vamos a aumentar más los gastos. ¡Cielos, como si fuera tan fácil para nosotros tener vacaciones!
Shaina tampoco estaba de acuerdo en viajar en esos momentos, pero debía mantener un perfil bajo, y aparentar que todo eso de las vacaciones era importante para ella. Como militares era muy difícil coincidir en un tiempo libre, más cuando ambos pertenecían a compañías importantes y rangos altos.
—Tal vez deberíamos quedarnos en casa —sugirió él con tranquilidad, Shaina frunció el ceño examinando a su pareja. Minos habría llamado a la agencia y se habría enfrascado en una pelea con todo el personal antes de dar el brazo a torcer—. Nadie tiene que enterarse que estamos en casa, serán nuestras vacaciones secretas.
Él intentó ser convincente y ella no quiso verse tan entusiasmada con esa idea, la cual no era para nada mala. Ambos habían acordado desde un principio que no dejarían que nada arruinara sus vacaciones, porque lo realmente importante era que pudieran pasar tiempo de calidad juntos. Sin importar el lugar a donde fueran, todo se trataba de ellos dos, por lo que quedarse en casa, era parte de las opciones de un tiempo libre juntos como matrimonio.
—¿Seguro?
—Sí —dijo él tomando asiento al lado de ella donde empezó a besarla en el cuello—. Tendremos tiempo solo para nosotros.
—No es una mala idea —aceptó ella accediendo a las caricias y correspondiendo de la misma forma, pero un sonido de ambos celulares los hizo levantar la ceja—. Qué extraño.
Shaina intentó no parecer impaciente, la única que la llamaba era su hermana, por lo que no tomó el celular con afán únicamente por mantener las apariencias, no obstante, la llamada no era de Geist. Por su parte, Minos caminó hasta la mesa donde su teléfono descansaba en lo que su batería era cargada, ambos al ver los mensajes se miraron a los ojos.
—Creo que se acabaron nuestras vacaciones —anunció él.
****
El complejo militar de Panhelenia era lo suficientemente grande y espacioso para albergar a todos los soldados de la zona. La base contaba con los cuarteles pertinentes y la organización adecuada. Shaina descendió del vehículo e inmediatamente fue invadida por el ruido de los zapatos azotando el asfalto de los soldados que corrían en círculos a lo lejos, mientras que un sargento les gritaba para que fueran más rápido. El lugar era impresionante pese a su estructura antigua, pero los constantes cuidados mantenían el sitio íntegro y completamente firme.
Se encontraban en casa, y aunque no fue mucho el tiempo que estuvieron fuera, aparentemente, estaban tan acostumbrados a todo ese movimiento, que ya lo estaban extrañando.
—Sargento Giolitti, Teniente Hansen, pido disculpas por interrumpir sus vacaciones de forma tan abrupta.
Un hombre mayor se acercó a ellos. Tenía puesta su gorra de un verde impecable, al igual que su uniforme lleno de estrellas y condecoraciones. Sus ojos aunque marchitos, no habían perdido el ímpetu y eran oscuros y penetrantes, contrastando con su cabello grisáceo, evidencia de una larga vida. Al igual que Minos, el Coronel llevaba el pelo largo, pero su mirada seria y autoritaria le otorgaban una elegancia y severidad muy admirables.
—No se preocupe, Coronel —ofreció Minos saludando al mayor, él al igual que su esposa portaban los uniformes respectivos de su rango—. Supongo que debe estar pasando algo importante para que nos hayan llamado.
—No tenemos claridad de lo que está pasando —dijo el Coronel con voz cansada y confundida—. Hay disturbios en diferentes puntos del país, y nos piden militarizar la ciudad, pero no tenemos una orden directa. Sargento Giolitti, por favor, organice su unidad y esté pendiente a mis órdenes. Teniente, me gustaría tratar con usted un tema en el cuartel.
—Sí, señor —contestaron ambos en unísono, donde Shaina giró sobre sus talones para marchar con su grupo.
—Se ve un poco preocupado, señor.
A Minos y al Coronel no les tomó mucho tiempo llegar hasta el cuartel. Durante el camino se habían mantenido en silencio, pero al entrar al despacho el semblante del mayor cambió drásticamente.
—Aún no tengo autorización de hablar al respecto —contestó el coronel a Minos—. Pero me temo que es porque nadie sabe lo que está pasando, no porque sea un tema confidencial. Hemos recibido reportes de personas volviendo de la muerte. El primer caso se presentó en la evacuación de un edificio en llamas. El personal médico asegura que el paciente estaba muerto cuando llegó a la ambulancia, sin embargo, éste se levantó y atacó a una paramédico. La chica está en observación, pero el hombre no dejó de moverse hasta que le propinaron un tiro en la cabeza.
—¿Lo mataron de inmediato? —preguntó preocupado. Ese no era el protocolo.
—Se intentó someterlo por todos los medios, pero él seguía en su misión. Los asistentes dicen que estaba enloquecido, como un animal rabioso. Los somníferos no funcionaron y sí, el personal de seguridad se vio en la necesidad de abrir fuego. Al principio fue una advertencia, pero el hombre continuó enfocado en atacar a todo aquel que estuviera a su alcance. Teniente, sinceramente, no tengo explicación para esto.
—Muertos reviviendo y atacando a personas —analizó Minos llevándose las manos a la barbilla—. Parecen… zombis.
—¿Zombis? —preguntó el coronel—. ¿Qué es eso?
Minos se maldijo por lo bajo y comprendió que pese a que él en su juventud jugó muchos videojuegos de ese género, en ese universo aquello era inexistente.
—Es una palabra proveniente del Vudo —contestó el peliplata, nuevamente maldiciendo. Aquello era historia de su universo, no de ese—. Una antiquísima religión de los Urbs, casi no hay documentos sobre ellos —intentó arreglar, pero si su coronel no conocía nada de eso y no había reaccionado, podía descartarlo como un posible enemigo.
—Bueno, cualquier cosa nos puede servir. ¿Cuénteme más de esos zombis?
Minos pasó saliva sin estar del todo seguro de hablar sobre eso. Podría estar dando información que lo comprometiera, y no estaba seguro quién era en realidad el coronel, y si era un hombre de confianza.
—No es nada, realmente —contestó el juez desviando la mirada—. Se dice que los demonios ocupan cuerpos de personas ya fallecidas y que requieren comer carne humana para poder sobrevivir. Historias sin sentido.
—Como lo que está sucediendo en este momento. Es inconcebible. Se habla de algún producto experimental que esparcieron en la zona. Sin embargo, algunos países ya empezaron a cerrar sus fronteras. Lo que sea que esté infectando a la gente se transmite por la sangre, o por lo menos eso es lo que parece. Necesito información, Teniente. Le pediré que se despliegue con una unidad para investigar el tema y nos traiga tanta información como sea posible.
—Sí, señor.
****
—¿Qué te pasó en la pierna? —preguntó Shaina a uno de sus soldados que se había desmayado mientras estaban en formación. El muchacho estaba sentado en el suelo observando los ojos destellantes de la Cobra.
—Cuando estábamos patrullando, un vagabundo me mordió. No es nada, sargento —contestó pese al mareo que sentía y al sudor frío que le recorría el cuerpo. Su uniforme estaba empapado y su lengua se encontraba seca.
—¿No es nada? —inquirió ella viendo al chico de piel canela con semblante pálido—. Te arrancó un pedazo, ¿por qué no has ido a la enfermería? Deberían vacunarte y hacerte exámenes.
El soldado se puso rápidamente de pie y colocó su mano con los dedos juntos hacia la visera de su gorra.
—Estoy bien, sargento, no necesito revisión médica.
El resto de la unidad se carcajeó con disimulo. Para nadie era un secreto que el soldado Davies, era temeroso de las agujas. Cualquier cosa era mejor que recibir un tratamiento de ese calibre. Por ello se mantenía callado y no había informado del incidente, esperando que no tuvieran que enviarlo al hospital, porque sabía que tendrían que hacerle exámenes, entre otras cosas.
—No está a discusión —ordenó Shaina con voz firme—. Preséntate en el complejo médico, luego iré a ver cómo estás. No me hagas enojar.
—Sí, mi sargento —ofreció el chico desapareciendo del lugar, no quería desatar la furia de la Cobra, quien podría ser muy demandante cuando se lo proponía. Y eran mejores las agujas que enfrentarse a ella.
—¿Qué saben del hombre que atacó a Devies? —quiso saber Ofiucos—. ¿Lo tienen en custodia?
—Sí, sargento. Lo llevamos a una de las celdas. Está enfurecido. Fue muy difícil apresarlo.
—Iré a verlo, ustedes organicen este desorden —ordenó ella señalando varias telas.
Shaina giró sobre sus talones caminando con imponencia por todo el batallón y no le tomó mucho tiempo llegar hasta las celdas. Requería saber lo que estaba pasando, ya que el coronel no había entrado en muchos detalles y si los habían llamado para reintegrarse a las fuerzas es porque algo realmente malo estaba sucediendo y cualquier información que ella pudiera obtener sería de gran ayuda para su misión.
—Sargento Giolitti —dijo una joven oficial al ver a la Cobra. El centro de detención no era muy grande, ya que los reclusos apenas pasaban un momento si eran apresados por los militares. El trabajo de retención generalmente debía hacerlo la policía, pero a veces, ellos también tenían que cumplir con ese deber—. Pensé que estaba en sus vacaciones.
—El trabajo no se detiene —dijo Ofiucos firmando una planilla—. Quiero ver al hombre que atacó a Devies.
—Está enloquecido, sargento. No gesticula palabra alguna, solo simples sonidos algo aterradores e intenta alcanzarnos.
—¿Cómo que intenta alcanzarlos?
—Véalo por usted misma.
Shaina se impresionó ante la imagen que tenía de frente, en una celda, un pobre hombre sentado en un rincón intentaba inútilmente cubrirse los oídos para apaciguar el ruido escalofriante que producía el sujeto del calabozo contiguo. Ella no pudo culparlo, aquel gemido era aterrador, áspero, similar al de un animal herido que se encuentra en constante angustia y sufrimiento, pero su actuar distaba mucho de su rostro en agonía; tenía fuerza para mantenerse de pie e intentaba con demasiado ahínco atrapar a quien tuviera más cerca. Su atención se desviaba con facilidad de una persona a la otra. Los ruidos fuertes eran lo más atrayente para él y no le importaba desgarrarse la piel con tal de salir de su prisión. La Cobra observó el errático actuar del vagabundo e instintivamente se echó para atrás asustada.
—Parece un zombi —dijo la guerrera sin apartar la vista de aquel sujeto quien mantenía su atención con igual intensidad sobre ella.
—¿Un qué, sargento? —preguntó la oficial de ojos violetas y mirada confundida.
—Un zombi —contestó Shaina olvidando por un momento donde se encontraba—. Como en las películas, ya sabes. Cuando tenía 10 años, Geist y yo nos metimos sin pagar a un cine y estaban presentando una película de zombis, con unos efectos especiales realmente horribles. Era de bajo presupuesto. Por alguna razón me impactó y ella, cada vez que me veía después de eso, hacía ese ruido. No puedo evitar que me aterre. Me parecen unos monstruos espantosos y ese ruido es escalofriante.
—Oh, una película de terror —continuó la chica—. Nunca he visto nada de eso, películas de terror sí, pero no de eso que menciona. ‘Los zombis’.
Shaina se congeló en su lugar, dando un rápido recorrido a su mente. Eso de los zombis no existía en ese universo, no hasta donde ella recordaba. La Sargento Giolitti en toda su vida no había escuchado nunca esa palabra.
—Era una película muy vieja —intentó conservar la compostura—. De otro país. —‘De otro universo quiso decir’.
—Ah, ya veo —apuntó la otra mirando nuevamente al hombre—. ¿Qué hacemos con él? Un médico trató de revisarlo, pero le fue imposible.
—Un médico —repitió Shaina, y si eso era lo que ella pensaba, estaban en aprietos—. ¿Esta persona atacó a alguien más?
—Sí, a dos de los agentes y al doctor que intentó examinarlo.
—¿Dónde están todos?
—En el hospital.
Shaina no pudo dar alguna orden porque en ese momento las alarmas sonaron con potencia y los soldados empezaron a moverse con demasiada agilidad.
—¡Demonios! —expresó irritada—. A ese hombre quiero que lo liberen —señaló al reo del otro lado.
—Pero, sargento. Detuvimos a ese hombre por robo. El departamento de policía ya viene para acá para ponerlo en custodia.
—No discutas y haz lo que te digo.
La oficial Nancy se quedó detenida en su lugar sin comprender bien las palabras de la sargento y bastó un grito de la Cobra a otro de los soldados para que ella reaccionara y empezara a hacer como le habían indicado.
—Quiero el reporte, oficial —demandó Shaina a un joven recluta que estaba escuchando información por la radio.
—Sargento, el hospital está bajo ataque —explicó con tono urgente—. Ya hemos registrado incidentes similares en otras instalaciones médicas. Dicen… —hizo una pausa, visiblemente tenso—. Dicen que los civiles están atacando a otros, como si quisieran devorarlos.
—¿Cuál es el número de personas dentro del hospital? —quiso saber ella. Su voz fue firme y controlada.
—No tenemos un conteo preciso, sargento —contestó el soldado con nerviosismo; la mirada dura de la Cobra recayó sobre él exigiendo una buena explicación—. La ciudad está en completo caos. Hemos estado recibiendo pacientes de otras zonas, ya que los hospitales generales no dan abasto. El flujo de personas ha sido masivo y… —tomó aire—. Sargento, realizamos inspección a todos antes de permitir su ingreso. No entiendo como ha sucedido esto.
Shaina resopló molesta. No desconfiaba de la revisión de sus hombres, pero si aquello era como en las películas, cualquier persona podría estar contaminada, y dudaba mucho que la unidad se hubiese tomado la molestia de requisar a profundidad a cada paciente y el vagabundo de la celda había mordido a cuatro personas, y todas, incluyendo al soldado que ella remitió, se encontraban en el hospital. Se dio media vuelta, sin terminar de escuchar la explicación. Conociendo el protocolo y teniendo en cuenta que lo mismo ya había pasado en otros centros médicos, era de suponer que la orden sería aniquilar la infección con todo aquel que haya podido tener contacto con ella. Por lo tanto, cada paciente y personal del hospital estaba condenado al fusilamiento.
****
—¿Qué está sucediendo? —dijo Minos mirando por la ventana en lo que varios soldados empezaban a moverse de un lado a otro—. Es la alarma del hospital.
—¡Señor! —llamó un oficial sin molestarse en tocar la puerta, cosa que le molestó al coronel—. Lamento interrumpir, señor, pero nos acaban de informar que en el hospital se están presentando disturbios. Las personas se están atacando entre sí.
—¡Demonios! —soltó Minos con eufórico movimiento, logrando que las miradas recayeran sobre él—. ¡Está ocurriendo aquí también!
—Sí es cierto, debemos neutralizar la amenaza de inmediato —ordenó el coronel tomando el auricular—. El hospital representa un riesgo inminente. ¡Fuego a discreción!
—Señor —interrumpió el soldado con tono angustiado—. Nuestros hombres están dentro, junto con todo el personal médico. El hospital es enorme, las bajas serán…
—Necesarias —dijo el coronel con frialdad—. No conocemos aún la naturaleza exacta de esta amenaza, pero según los reportes, las personas se están volviendo hostiles sin razón aparente. Algo los está afectando, y ahora esa amenaza se encuentra dentro de nuestro hospital. Debemos detenerla antes de que se propague. Otros hospitales ya han caído, la situación se ha desbordado. Lamento las pérdidas, pero los hospitales se han convertido en el principal foco de infección, y no podemos permitir que esto nos supere.
—Destruir el edificio sería lo más apropiado —sugirió Minos, aunque su voz delataba la dificultad de tomar esa decisión. Sacrificar vidas inocentes era un costo alto , pero con la información disponible, no había garantía de que alguien en el hospital no estuviera ya infectado como lo indicaban los informes.
—Preferiría evitar la pérdida del edificio. —reflexionó el coronel—. Hay medicinas e insumos que podrían ser cruciales para nosotros. Que nuestros hombres usen equipos de protección, mascarillas, caretas… y que abran fuego cualquier amenaza. Quiero el hospital libre de infección en menos de una hora. Todos los residentes en el hospital son un blanco. Teniente Hansen, se lo encargo.
—Sí, señor —aceptó Minos emprendiendo el camino, no era la primera vez que alguien le pedía aniquilar una vida, aquello y lo que hacía para Hades no era tan diferente—. Quiero al escuadrón de defensa…
—Señor. El escuadrón de búsqueda y rescate ya se dirige al hospital —explicó el joven soldado que intentaba mantener el ritmo del Teniente—. La Sargento Giolitti, ordenó evacuar el edificio.
—¿Shaina? —Minos se giró para observar al soldado que se detuvo en seco algo preocupado por haber hablado de más o más bien tarde. El juez por su parte observó a lo lejano. Ese no era su plan, terminar atrapado en el batallón y con su esposa poniéndose en riesgo—. ¿Por qué lo hizo?
—Señor, ella sólo dio la orden.
—¡Maldición!. —Minos bufó molesto.
****
Shaina y su equipo se adentraron con precaución al interior del hospital, el primer piso estaba vacío por lo que pudieron asumir que los que estaban allí ya habían evacuado, sin embargo, por seguridad las puertas magnéticas estaban completamente abiertas y los ascensores se encontraban fuera de servicio, pero por los gritos ahogados a lo lejos Shaina supo que había gente atrapada, y no pudo evitar crujir los dientes al escuchar la orden por la radio.
—¿Sargento, qué debemos hacer? —dijo un chico de cabellos caoba y de apellido Larsen, bastante inquieto.
La Cobra giró la cabeza, observando la incertidumbre en los rostros de sus hombres. Los altos mandos habían dado la instrucción clara de neutralizar a todos en el complejo, sin importar su estado de salud o rango, pero ella había tomado una decisión diferente: Salvar a tantos como fuera posible.
—Usen todo el equipo de protección disponible —acotó ella sin perder la compostura—. Quiero que evacuen a cualquier persona que no muestre síntomas de enfermedad ni presente heridas de ningún tipo, no importa si es un rasguño o mordedura; quienes tengan estos indicios son sus objetivos. Los demás, deben salir de aquí con vida.
—Pero Sargento —se atrevió a interrumpir un cabo—. El coronel…
—Escuchen bien —dijo la Shaina con la misma firmeza que la caracterizaba—. Aún hay personas sanas en el complejo y ellos son nuestra prioridad. Yo respondo ante el Coronel. ¿Entendido? —observó a su equipó con firmeza, pero no recibió la respuesta que esperaba—. No los voy a obligar a hacer esto. Si alguien quiere retirarse es libre de hacerlo. Yo continuaré, porque aún podemos salvar vidas.
Los soldados se miraron entre sí, algunos bajaron la cabeza y poco a poco, comenzaron a abandonar el complejo. Shaina se sintió defraudada, pero no permitió que eso la hiciera cambiar de parecer. Fueron muy pocos los que se quedaron con ella; no eran más de seis hombres, y esperaban que fueran los suficientes para cumplir con la misión.
—Conserven la distancia. No permitan que las personas con síntomas de agresividad los toquen —continuó ella manteniendo el control—. No se retiren las caretas bajo ninguna circunstancia. Disponemos de una hora antes de que decidan echar abajo el edificio, así que trabajen rápido.
—¡Si, Sargento! —respondieron al unísono.
El equipo se separó por los largos pasillos. Era un grupo bien organizado y armado. Shaina contaba con los suyos y no iba a permitir que acabaran con vidas humanas e inocentes únicamente por el miedo y el desconocimiento, y aunque ella no estaba segura a que se estaba enfrentando tampoco, iba a hacer todo lo posible por procurar cuanta vida fuera necesaria, pero desafortunadamente el paisaje no era el más alentador y muchos ya se habían convertido en aquellas criaturas. Tanto ella como su equipo se vieron en la obligación de abrir fuego en varios rincones del complejo.
—¡Shaina! —escuchó a Minos llamarla, ella subía las escaleras en lo que él un piso más abajo atinaba al cráneo de un par de individuos.
¿Por qué estaba él ahí? Shaina esbozó una sonrisa de medio lado al deducir que el Teniente Hansen había sido seleccionado para llevar a cabo la misión de despejar el hospital, convirtiéndolo en una zona segura, sin importar las vidas inocentes en el interior de este. No pudo evitar sentirse un poco decepcionada, pero siendo sensata, ambos debían seguir órdenes, por cuestionables que fueran. Como lo veía, era ella quien estaba desobedeciendo una orden directa. Minos, por su parte, solo quería ponerla a salvo e impedir que perdiera su puesto por insubordinación. Al enterarse que ella estaba allí desafiando los mandatos, corrió en su ayuda, reuniendo a un pequeño puñado de hombres para salvarle el pellejo a Shaina, no solo de los zombis, sino del coronel.
—Ordenaron neutralizar la amenaza del hospital —aclaró él en tono severo, tal como solía hablarle a sus subordinados. Un tono que jamás había usado con ella—. Shaina, ¿por qué tus hombres están evacuando a los civiles, cuando deberían estar despejando la zona?
—Porque son personas inocentes —contestó ella sin bajar la guardia y mirando sobre su hombro—. No voy a matar gente inocente.
—Sabes muy bien que si la amenaza se sale de control, tendrán que tirar el edificio. Necesitamos despejarlo para los que estamos sanos. Mi equipo tiene esa orden, al contrario del tuyo. Se supone que estamos del mismo lado. Nos estás exponiendo a todos.
—Haz lo que tengas que hacer, Minos —anunció con firmeza—. Yo haré lo que tenga que hacer, y si tengo que dispararte a ti o a tu equipo por entorpecer mi trabajo, no dudaré en hacerlo.
Minos apretó las manos alrededor de su fusil. Sabía que cuando Shaina no estaba de acuerdo con algo era extremadamente terca y mostraba un lado bastante agresivo si la contradecían. Una vez que se le metía una cosa en la cabeza, hacerla razonar era casi imposible. Pocas veces cedía, y cuando lo hacía, era solo después de un largo proceso de explicaciones o pruebas que le demostraran que estaba equivocada, y en ese preciso momento no había tiempo para convencerla. Minos entendía que esa era una batalla perdida; Shaina usualmente, lograba salirse con la suya, y eso era parte de su encanto, aunque él la había dejado ganar en más de una ocasión, ese no era el momento para caprichos.
—¡Maldita sea, Shaina! —Minos se movió con habilidad llegando con su esposa, en lo que ella se detenía de improvisto al escuchar los tiroteos a la distancia.
—¿En serio, están obedeciendo las órdenes del coronel? —dijo ella girándose para ver a los ojos a Minos completamente asombrada—. Hay gente sana en este lugar y nuestro deber es salvarlos. ¡Tú y yo hicimos el mismo juramento!
La derrota se reflejó claramente en los ojos verdes de Shaina. Esperaba un poquito de cordura, de paciencia, no un acto de genosidio a manos de personas que hicieron un juramento de salvar y proteger vidas humanas. Su esposo estaba cumpliendo con la orden, y aunque sabía que él siendo tan estricto con todo el sistema no se iba a revelar, esperaba, muy en el fondo, que no fuera precisamente el ejecutor de aquella demanda.
—¡Exactamente! —contestó Minos levantando la voz—. Esto lo hacemos para salvaguardar la vida de los demás: Las personas que aún no estamos en riesgo de contagio. Escucha, los hospitales son el foco de infección.
—¡No me importa! —correspondió ella empujando al hombre contra la pared, sintiéndose superada y confundida. ¿Habría hecho lo mismo como guerrera? ¿Habría matado un montón de personas inocentes por salvar a otros? Respiró profundo y tomó rápidamente una decisión. Confiaría en su instinto y en nada más—. Mientras existan personas que pueda salvar, me mantendré firme, tú y el Coronel y todos los que están por encima de nosotros no son más que unos cobardes.
—¡Shaina, por favor, escucha! —pidió él sosteniéndola por la mano para impedir que continuara su camino—. Había muchas personas en el hospital, esto se está saliendo de control. Yo lo único que quiero es protegerte.
—¿Acosta de las demás vidas? —atajó ella completamente decepcionada soltándose del agarre—. Más de la mitad de las personas del complejo deben requerir ayuda.
No estaba segura de eso. Le habían informado que el complejo había recibido a muchas personas, y eso aumentaba el riesgo. Tampoco sabía qué tan rápido se transmitía el virus, ni cuánto tardaba en aniquilar a su huésped o su forma de contagio, pero así fuera una vida, ella la salvaría.
—Te equivocas —interrumpió al verla avanzar hacia a la siguiente planta—. Recibimos a varios pacientes del hospital San Blas, y se asume que ya varios pacientes venían contagiados desde allá. Esto debido a que el San Blas fue declarado pérdida total. No creas que no lamento las bajas, pero debemos hacer lo que sea necesario.
Shaina se dio la vuelta y aunque Minos no podía distinguir bien sus expresiones debido a la careta que la cubría se imaginó ese gesto firme que combinaba perfectamente con sus ojos centellantes.
—Ya te lo dije. Mientras existan vidas que salvar yo continuaré firme.
—¡Maldita sea! —expresó irritado, su esposa no daría marcha atrás y evadiendo sus instintos de supervivencia avanzó tras ella.
****
El panorama era el mismo en todos los pisos. Aunque las criaturas eran lentas, una vez atrapada la presa tenían una fuerza incomparable y era difícil hacerlos retroceder. Los no muertos tenían un único objetivo, no les importaba recibir varias heridas de balas, ni perder algunas de sus extremidades; sin miedo, sin dolor, ellos seguían avanzando, con fuerza y tenacidad. Y mientras los zombis aumentaban en número, las municiones disminuían, al igual que la fuerza y resistencia de los soldados. Shaina intentó salvar vidas, enviando a los pocos que veía íntegros hacia las salidas de emergencia, no obstante, los monstruos estaban por doquier y eran muy pocos los que lograban salir y era natural que afuera del edificio los estuvieran fusilando o en el mejor de los casos apresando para evitar la propagación del virus.
Estaba frustrada, de que le servía hacer toda esa tarea si igual se estaban perdiendo las vidas, y aunque Minos no había abierto fuego contra ninguna persona sana, era una tonta por pensar que él estaba de su lado en esa misión. El Grifo no encontró las palabras para convencer a su terca esposa de acatar la orden del coronel, pero tampoco estaba dispuesto a dejarla sola, y como había mencionado ella, aún habían personas sanas dentro del hospital, pero eso no significaba que estuvieran fuera de peligro y esperaba que Shaina por sí misma se diera cuenta de eso.
—¿De dónde salen tantos? —quiso saber ella viéndose superada y acorralada, ya era imposible distinguir entre las personas sanas y las contagiadas y su equipo pasaba por el mismo dilema. En la radio podía escucharlos temerosos disparando ahora contra todo lo que se movía.
El juez del inframundo recorrió rápidamente el lugar con la mirada. Shaina tenía razón, habían demasiados, y no pudo evitar preguntarse si las mordeduras convertían a las personas con tanta velocidad. El coronel había mencionado que los muertos volvían a la vida sin razón aparente. ¿Y si el virus ya estaba en el aire, en el agua, o en cualquier cosa y en ese momento ya estaban todos contagiados? No había nada claro. Según lo que él sabía y había visto en su mundo, alguien se convertía en zombi al ser mordido, rasguñado o al entrar en contacto con la sangre de un infectado en una herida abierta. Sin embargo, no descartaba el hecho de que algunos creadores de historias como esa ya hubiesen explorado la idea de que no era necesario el contacto directo con un zombi, morir bastaba para levantarse de la tumba y empezar a atacar. Si esa premisa resultaba ser cierta, estarían perdidos, lo que explicaría también, porque el número de monstruos aumentaba tan rápido. Quizás Zeus había leído mucho a Brian keene y Robert Kirkman. Era irónico que las mentes de su propio universo hubieran dado tantas ideas al dios del trueno.
—¡Aquí! —señaló Minos una habitación. Se estaban viendo rodeados entre las escaleras, y el juez había encontrado por fin un cuarto vacío. Ambos esposos se arrojaron hasta éste cerrando con rapidez la puerta.
—Mi radio está allá afuera —explicó ella tratando de tomar bocanadas de aire, su equipamiento la tenía sofocada—. Una de esas cosas me agarró con mucha fuerza. Tuve que quitarme el cinturón para que me soltara.
Shaina dio un rápido vistazo a la habitación. A diferencia de las demás, estaba completamente vacía y se encontraba en la parte más alta del edificio.
—Yo dejé el mío. Olvidé traerlo —dijo frustrado.
—¿Cómo que olvidaste traerlo? —preguntó ofuscada, ¿cómo pedirían apoyo?—. Hace parte del equipo. Siempre dejas todo tirado.
—Tuve que salir corriendo a tu rescate —señaló levantando la voz—. Solo a ti se te ocurre lanzarte contra una manada de caníbales.
—Tenía que salvar a estas personas.
—Y ahora vamos a morir por esas personas que querías rescatar —aclaró tratando de tranquilizarse, no era el momento para discusiones—. ¿Qué haces? No te quites la máscara —pidió al ver a Shaina retirarse la careta para dejarla sobre su cabeza.
—No puedo respirar —contestó tratando de no perder el aliento y le resultó algo irónico. Toda su vida había usado una máscara, pero aquella cosa tan estorbosa y su propio desagrado hacia esas criaturas la tenían perturbada—. De todas formas no sabemos cómo se contagia. Si está en el aire, esta cosa ya no nos protege de nada.
—Puede ser su sangre y estás cubierta de ella —expuso mirando con rapidez hacia la puerta—. Van a echarla abajo. No hay más salidas. Estamos muy alto para lanzarnos por la ventana. No sobreviviremos a la caída. ¡Maldición!
Shaina levantó los ojos hacia su marido recordando si alguna vez lo había visto tan frustrado, pero no encontró respuesta, y se maldijo nuevamente por haber desobedecido las órdenes de sus superiores. De haber seguido con la misión encomendada, de seguro ella y Minos no estarían allí en ese preciso momento, pero no podía entrar simplemente disparando a todos los civiles como si se tratara de despreciables cucarachas.
—No entiendo por qué nos están superando —dijo finalmente ella revisando su armamento.
—Tu equipo estaba manteniendo con vida a toda posible amenaza —escupió con enojo, Shaina chasqueó la lengua, y aunque le había dicho a sus hombres qué características buscar para separar a las personas sanas de las enfermas. Era obvio que en medio del afán ellos hubiesen dejado pasar algunos cuantos contagiados.
—Tu equipo debió ser suficiente para detener esta amenaza aunque el mío estuviera haciendo lo contrario.
—Ingresé al edificio con un puñado de hombres, de verdad pensé que me apoyarías y no vi necesidad de involucrar a más soldados. Tu unidad debió ser suficiente.
—La mayoría se retiró. Solo seis hombres me acompañaron —aclaró ella revisando su equipamiento, Minos resopló molesto, no reparó en ese detalle. Por el afán no recibió la información completa y pensó que Shaina se encontraba con toda su unidad.
Un largo e incómodo silencio se sembró entre ambos al escuchar la insistencia de las criaturas al otro lado de la puerta, Minos caminó hasta ésta y la observó por un momento antes de resoplar frustrado:
—¡Maldita sea! —acató molesto sin tan siquiera pensar en sus palabras—. No imaginé morir tan pronto y mucho menos devorado por zombis. —El ruido de un fusil preparándose para disparar lo hizo soltar una mediana sonrisa en lo que se giraba para ver a su esposa—. ¿Quién eres? —preguntó quitándose con cuidado la máscara, quería verla a los ojos.
—¿Quién eres tú? —devolvió la pregunta ella, impresionada de que él conociera esa palabra, palabra que lo había puesto en evidencia. Si él conocía a los zombis, es porque pertenecía a su realidad—. Eres Minos de Grifo, ¿cierto?
—Tú me conoces, pero yo no te conozco a ti.
—Y no me conocerás —explicó haciendo presión sobre su arma—. Ahora entiendo porque estás a favor de esta masacre. Eres un despreciable lacayo de Hades. Estas personas no te importan en lo más mínimo.
—Son muy pocos los dioses que enviaron a sus guerreros a salvar este mundo. La lista es corta, dime… ¿Con quién estás?
—Te devolveré a nuestro mundo sin que puedas saberlo —contestó en tono firme. Minos sonrió con cinismo.
—De acuerdo, dispara —ofreció subiendo los brazos en lo que Shaina titubeaba con el arma.
—¿Qué?
—Prefiero morir por un balazo tuyo a ser devorado por esas cosas. Así que haz lo que tengas que hacer, cariño.
—No me imaginé que sería tan fácil acabar con un espectro, mucho menos con un juez. Pensé que darías más batalla.
—Escucha, no vine hasta aquí buscando pelea con nadie —explicó con voz serena desviando su atención de vez en cuando hacia la puerta—. No me interesa destruir a los santos de Athena ni a ningún otro seguidor de otro dios. Vine como mero espectador y porque fue una orden directa de Zeus. Desafortunadamente, te tenía a ti como mi esposa y las emociones del Teniente Hansen son muy fuertes, por lo que me prometí estar aquí únicamente para resguardarte a ti y a tu familia. Ahora que sé que eres capaz de protegerte tú sola siendo un guerrero de nuestro universo, no me interesa seguir en este mundo. Ahórrame el drama, lo único que te pido, es que me digas quién eres. Me gustaría saber ante qué dios caí.
Shaina miró sobre su arma, y aunque la Sargento Giolitti era experta descifrando cuando su esposo le mentía, el santo de Ofiucos no podía fiarse del espectro. Sin embargo, decidió darle lo que quería, esperando ver su expresión cuando supiera que fue un santo de Athena quien le quitó la vida. Irónico, después de todo.
—Soy Shaina de Ofiucos, santo de plata a la orden de la diosa Athena.
—Un santo de Athena —repitió algo divertido el juez, negando con la cabeza, sin comprender por qué Zeus los había dejado juntos cuando eran enemigos declarados—. El rey de los dioses tiene sentido del humor. Bueno, amor mío, acaba conmigo.
Shaina quiso apretar el gatillo, pero le fue imposible, las palabras ‘amor mío’ crearon una sensación de descontento y confusión en su mente. Él solía decir aquello y en ese mismo tono cuando estaba molesto con ella, y aunque le alteraba en cada discusión, ella sabía que él únicamente utilizaba esas palabras para aclararle de forma indirecta que por más grande que fuera el problema él la seguía amando. Tantos años de casados no habían pasado en vano.
—¡Maldición! —Frustrada ella bajó el fusil ante el completo asombro del hombre.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no acabas conmigo?
—No puedo —explicó haciendo un ademán con el brazo—. Los sentimientos de la Sargento Giolitti, son más grandes que mi aberración como santo.
—¿Bromeas? —resopló él—. Era una farsa. Este matrimonio no es real.
—Es real para la sargento. Es real para el teniente. ¿O por qué no intentas atacarme? También tienes un arma y siempre fuiste más rápido, acabarías conmigo antes de que yo pudiera abrir fuego contra ti. —Los golpes fuertes contra la puerta los hizo respingar a ambos—. Odio esos gemidos. No quiero morir siendo devorada por esas criaturas.
—De acuerdo —aceptó él derrotado ubicándose al lado de ella, ambos miraron fijamente hacia la puerta—. ¿Cuántas balas te quedan? —Shaina torció la boca, pero no contestó de inmediato—. Cariño, ¿cuántas balas te quedan?
—Ninguna —contestó ella bajando los hombros y haciendo que la expresión de Minos se transformara en una de completo y marcado asombro.
—¡Ninguna! ¿Cómo ibas a matarme sin balas?
—Pensé que no te darías cuenta —respondió como si nada—. Estaba buscando la forma de atacarte cuerpo a cuerpo. No me mires así. —Odiaba que la observara de esa manera, él solía poner esa expresión cuando ella se había pasado de la raya—. ¿Cuántas balas te quedan a ti?
—Una —suspiró.
—¿Una? —preguntó irritada, mirando el revólver en la mano de su esposo, el fusil él lo había dejado atrás porque de nada le servía sin municiones, algo en lo que ella no había reparado hasta entonces—. ¿Qué haremos? No podemos atacar directamente, no sabemos cómo se transmite el virus. Nuestro equipo es resistente, pero hay partes de nuestro cuerpo que están descubiertas, si nos atacan en esa zona.
—Lo sé, y aún así no estamos seguros de poder con todos. Si nos derrumban, será nuestro fin.
Shaina respiró profundo maldiciendo su infortunio. No esperaba que el fin del mundo fuera así, había considerado algún tipo de virus, una propagación que afectara a todas las naciones, y que al detenerse el mundo, la lucha por la sobrevivencia fuera brutal, pero eso. Los zombis fue en lo último en lo que pensó, ni siquiera lo había imaginado. Minos suspiró a su lado, observando su arma y luego a ella.
—¿Piensas matarme? —inquirió Shaina tratando de descifrar los pensamientos del juez. Él nuevamente miró su arma—. Escucha —pidió ella derrotada buscando la mirada de Minos—. De verdad odio a esas criaturas, no he podido ver otra película de zombis en mi vida, porque en serio me dejó marcada la única que vi. No quiero morir así, te agradecería mucho si usas esa bala en mí. —La mirada del Grifo fue muy severa ante aquellas palabras—. Oye, te vas a ir a tu vida pavoneándote por matar a un santo de Athena.
—Hubiese preferido asesinar a un santo dorado —expuso mirando hacia la puerta nuevamente, en cualquier momento ésta se iba a venir abajo.
—Me desprestigias por mi rango —apuntó ella ofendida—. Soy tan fuerte como cualquiera de ellos.
—Y tan prepotente también.
—Solo acaba conmigo, ¿quieres? Hazme ese favor —ordenó ubicándose a una prudente distancia.
—¿Por qué desperdiciaría mi única bala en ti? No voy a dejar que esas cosas me devoren. Tampoco quiero morir así.
—Usa el cuchillo.
—¿Por qué no lo usas tú? Yo la bala y tú el cuchillo. —Ambos resoplaron irritados sosteniéndose la mirada con intensidad
Shaina intentó no ser traicionada por el llanto. Bonita forma de entorpecer su misión, en ese momento no era de ayuda para nadie, sería la primera en fallar, pero no iba a morir bajo el ataque de esas criaturas, y prefería caer ante el arma de uno de sus enemigos. Había dolor sin lugar a duda, y aunque la amazona no conocía al hombre que tenía enfrente, la sargento lo amaba con intensidad y el sentimiento de desilusión y angustia estaban muy presentes.
Por su parte, Minos analizó rápidamente sus memorias, y no encontró rastros de otro día en el que Shaina se hubiera visto derrotada. Cuando ella caía se levantaba con más fuerza, pero era lógico que allí no habría forma de levantarse nuevamente. Lo único que había dicho es que quería protegerla, se había impuesto una misión y falló miserablemente. Enemigo o no, él no quería que ella muriera. No ella.
—Acércate a mí —pidió él con ternura y aunque el primer pensamiento de Shaina fue correr hacia sus brazos, no se dejó confundir por los sentimientos de su alter ego, y se mantuvo firme en su lugar—. Moriremos los dos con esta bala —señaló su arma—. Debemos estar cerca el uno del otro. Lo sabes, ¿cierto?
Shaina observó la semiautomática en la mano derecha de su esposo, analizando que una sola bala bien usada atravesaría el cráneo de ambos. No había escapatoria alguna. De haber tenido su cosmos intacto, de seguro hubiesen salido de ahí, pero en esa realidad eran simples mortales, hábiles, pero sin tanta resistencia y fuerza como en sus verdaderas vidas. Y aquella muerte parecía la menos violenta de las tres que tenían enfrente: Los zombis, la ventana o el arma.
—De acuerdo —aceptó ella llegando con él.
Minos sonrió algo enternecido y cuando la tuvo cerca ubicó su frente contra la de ella, pero no subió el arma tan pronto como la Cobra esperaba.
—No sé si son los sentimientos del teniente o los míos —habló él con un tono tan cálido y tranquilo que Shaina quiso abrazarlo—. Pero realmente, disfruté ser tu esposo. Amé cada momento a tu lado. Y de verdad, de verdad hubiera querido que estuvieras a salvo. Te lo juro. Tal vez en nuestro mundo me des la oportunidad de conocerte.
Minos esbozó una sonrisa de frustración, analizando si en su realidad se habría atrevido a decirle eso mismo a otra persona. No era un hombre a quien le gustaran las ataduras, y aunque era consciente que los sentimientos de Hasen por Shaina eran fuertes, no iba negar que en esa corta semana le encantó tenerla a su lado y que el juez, por más que quisiera disimularlo, también estaba impregnado de ella. Ya no importaba si exponía la verdad de semejante manera, ambos iban a morir de cualquier forma, y lo mejor era ser sincero antes del inminente fin.
Shaina dejó salir las lágrimas atravesadas en su interior y se aferró a él admitiendo que no quería que eso acabara y que le dolía, por la razón que fuera, la muerte y la separación con ese hombre. Por una fracción de segundo se sintió estúpida y débil, pero la realidad era precisamente esa. No era mucho lo que pudiera hacer, se iría tan rápido como llegó, demostrando a los dioses que ella no fue lo suficientemente fuerte para salvar a ese mundo, ni siquiera pudo salvar a quien amaba. Y aunque fue muy poco el tiempo, adoró cada minuto en ese lugar y amó estar al lado de él.
—También me encantó ser tu esposa —dijo tratando de que no se le cortara la voz—. Hubiese sido lindo estar más tiempo contigo. Espero no olvidarte y volver a verte tal vez ya no como enemigos.
—Aquí tampoco somos enemigos, tenlo muy claro. Hoy muero al lado de mi esposa. De la persona que amo.
—Qué maravilla, saber que pensamos lo mismo.
Minos sonrió agradecido, recibiendo un cálido y último beso. El tiempo era muy corto para continuar con los rodeos, así que ambos volvieron a unir sus frentes, en lo que él ubicaba el revólver detrás de la cabeza de ella. Shaina respiró profundo, odiando ese mundo y la forma tan absurda en la que iba a morir y maldiciendo el dejar a su hermana sola. Pero Geist era fuerte y se tenía suerte, de seguro saldría bien librada. Esperaba que su hermana de armas en su vida real y de sangre en esa realidad, hiciera un mejor trabajo, y que triunfara donde ella fracasó.
—¿Estás lista? —comentó él, imaginando si aquello era una afrenta a Hades al morir de manera tan pacífica al lado de un enemigo por el cual tenía sentimientos muy grandes.
—Sí —susurró ella, esperando que todo acabara cuanto antes.
Minos suspiró pesadamente sintiendo el aroma del perfume de Shaina, y hubiese querido que por lo menos ella se salvara, pero estaban en una posición en la que eso no pasaría. Apretó su cabeza con fuerza hacia la de ella y se dispuso a continuar adelante cuando el ruido de balazos muy cerca los hizo mirarse sorprendidos.
—¿Será tu equipo? —preguntó ella.
—O el tuyo —aclaró él.
—¡Sargento, sargento! —escucharon por la radio. Shaina instintivamente mandó su mano hacia donde debería estar su radio, pero recordó que lo había perdido cerca de la puerta de aquella habitación.
—¡Estamos aquí! —gritó la Cobra esperando ser escuchada, Minos por su parte se abalanzó hacia la puerta colocando su oído contra la madera para poder entender qué tan cerca estaban ellos y le hizo una señal a Shaina para que continuara llamándolos—. ¡Estamos aquí!
—Son demasiados —escucharon al otro lado a uno de los soldados. Shaina se acercó más a la puerta, era difícil entender lo que decían con todos esos gemidos de fondo.
Minos permaneció junto a la puerta, intentando captar lo que los chicos decían del otro lado. Cuando finalmente entendió sus palabras, se alejó con rapidez, empujando a su esposa a un lado justo en el momento en el que un cañón potente atravesaba la puerta, destruyendo a todos los zombis que se encontraban congregados allí. El rostro de Shaina se desencajó al ver que su equipo había utilizado un lanzacohetes. De no haber sido por la precisa intervención de Minos y la solidez de la estructura del edificio, ambos habrían muerto. Furiosa, se asomó por lo que quedaba de la puerta y vio a su grupo celebrando con entusiasmo.
—¡¿Acaso están dementes?! —bramó ella pasando por encima de los restos de sangre y vísceras sobre el suelo—. ¿Querían salvarme o matarme? ¡Pedazo de idiotas!
—Siempre es bueno verla, sargento —tomó la palabra uno de los oficiales—. Nos alegra que esté bien.
—Sí, pero no gracias a ustedes —acotó ésta alejándose del grupo—. Debemos despejar el edificio, ¡ahora!
—¿No es adorable? —comentó Minos cerca a uno de los soldados que se echó a reír.
****
Gracias a la intervención de otro escuadrón el edificio fue rápidamente despejado, tal como lo requería el coronel, y debido al apoyo de Shaina y su terquedad varios residentes del hospital estaban a salvo. Como medida de precaución los tenían apartados del resto para evitar otro posible brote. La Cobra no discutió, agradeciendo que no los hubieran fusilado nada más salir del lugar. Muchas vidas se habían salvado ese día.
La sala de aislamiento había sido rápidamente instalada con su típicas paredes impermeables para su fácil desinfección, era fría y silenciosa, y, el personal de salud estaba protegido con equipos completos compuestos de respiradores y gafas de seguridad, lo que le daba un toque sombrío al lugar. La tensión era palpable y el aire se sentía pesado. Los pocos sobrevivientes y los soldados de la misión tenían miedo de haber sido contagiados y el no saber cómo se propaga la infección aumentaba su molestia. Todos los que habían logrado evacuar el hospital junto a las tres unidades que se encargaron de despejar la zona, estaban acomodados en cubículos separados por una cortina de mampara transparente. Podían verse unos a otros, pero preferían guardar silencio esperando los resultados, y poder salir de allí cuanto antes.
—Lo que te dije adentro es completamente cierto —apuntó Minos. Él y Shaina se encontraban en cubículos contiguos un poco más alejados del resto, pero bajo la misma estricta observación que los demás—. No te miento.
—Lo sé —contestó ella a una prudente distancia, tratando de comprender la situación. Estuvo a milímetros de una muerte segura e iba a morir al lado de un enemigo. ¿Debería creerle? ¿Pero que sacaba él con mentirle en un momento como ese, cuando ambos iban a morir?
—¿De verdad me crees? —Minos acortó la distancia sentándose tras Shaina, sintiendo el calor de su espalda contra su brazo—. ¿Cuál es el problema? —preguntó al ver la cara de desconcierto de ella.
—Este plástico no creo que nos mantenga a salvo de un posible contagio —consideró la amazona, viendo al personal tomar muestras—. Es solo plástico.
—Es un plástico especial para estas eventualidades. En todo caso, ambos estuvimos expuestos. Si nos contagiamos, nos contagiamos ambos, no nos podemos contagiar más.
—Qué listo eres —dijo ella llegando al rincón de su puesto, encontrándose con la pared, donde Minos la alcanzó rápidamente. Ella suspiró, levantándose del lugar para caminar al otro lado donde el juez no la podía alcanzar—. Hasta no estar seguros, no podemos estar juntos. Nuestros organismos son diferentes. Podemos estar contagiados ambos, ninguno o solo uno. Y hasta no saber, es mejor que mantengamos la distancia. ¿Quieres?
—Siempre estoy a tus órdenes —aceptó divertido, poniéndose de pie para verla de frente—. Pero después de esto, tú y yo…
Shaina revisó sus opciones: Primero, debían asegurarse de no haber contraído el virus, ya que, de ser así, pondrían el riesgo a todo el complejo y eventualmente se convertirían en una de esas criaturas. Segundo, tendrían que enfrentarse al coronel para dar una buena explicación. En el caso de Shaina, no solo había puesto en peligro su vida, sino también su carrera, y sus superiores de seguro no estarían contentos. Sin embargo, encarcelarla por insubordinación no era una opción viable cuando necesitaban soldados defendiendo la ciudad. Y tercero, pero no menos importante, debía asegurarse de que Geist y los niños llegaran al batallón. Después habría tiempo de ocuparse de Minos.
—Sí, cariño —respondió ella con una sonrisa astuta. Tenía mucho que hacer, y aunque todavía estaba algo confundida, decidió darle el beneficio de la duda. Si él decía estar de su lado, era algo que le convenía—. Tú y yo. Pero te advierto, amor mío, que si te vuelves en mi contra, te mataré sin dudarlo. Ya sabes cual es mi misión. ¿Y la tuya?
—La mía sigue siendo la misma. Cuidar de ti.
—Te tomo la palabra, Minos de Grifo. Ahora, vuelve a tu puesto.
—Como ordene, mi sargento —aceptó haciendo una exagerada reverencia que hizo que la Cobra se echara a reír.
El juez sonrió con satisfacción. Parecía que Shaina confiaba en él, y no tenía intención de traicionarla. Su lealtad era clara: no apoyaba a nadie más que a su esposa. Si ella quería salvar al mundo, él la ayudaría. Perséfone les había otorgado libre albedrío, y él no sentía que estuviera incumpliendo ninguna norma. Además, fue Zeus quien lo dejó casado con una enemiga. Quizás el dios esperaba que se mataran mutuamente, pero Minos no le daría ese gusto. Ahora solo esperaba que Shaina bajará la guardia y confiara plenamente en él. De lo contrario, tendría que dormir con un ojo abierto y ganarse su confianza poco a poco. La ventaja, es que él era un hombre con una gran paciencia.
Continuará…
Chapter 3: Refugio y Ruinas
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Aioros no pudo abrir los ojos de inmediato debido a un fuerte mareo. Los cerró de nuevo, esperando que la sensación de vértigo pasara rápido. Su cabeza palpitaba y el malestar le provocó una necesidad urgente de vomitar. Varias imágenes se formaron en su mente y la cantidad de información que empezó a llegar a su cabeza le produjo una desazón mayor. ¿Dónde estaba? Un recuerdo llegó a su memoria como un eco lejano de cuando salvó a la infanta Athena y de cuando se presentó frente al muro de los lamentos, y después… oscuridad. Una espesa y silenciosa oscuridad. Y el tiempo pasó, años y años bajo el suplicio de los dioses, hasta que ella llegó extendiendo su mano y trayéndolo de nuevo a la luz.
Athena era tan hermosa como la había imaginado, con una gran dulzura y un corazón puro, lleno de amor y bondad. Desafortunadamente, la felicidad fue muy corta, apenas unas semanas y otra vez todo se derrumbó. Zeus y la dichosa Tierra Dos… ¿Dónde estaba?
—Despierta, dormilón —susurró una voz femenina, suave y reconfortante. Era familiar, pero no lograba recordar de quién—. Amor, abre los ojos.
Confuso, Aioros obedeció. Frente a él, una mujer de cabellos ondulados oscuros y ojos grandes y castaños lo observaba con dulzura. Desconcertado, recorrió la habitación con la vista: era un cuarto amplio, adornado con cuadros de flores y un tapizado que le pareció espantoso. Un fuerte olor a café empeoró su malestar. A su izquierda, una puerta de madera entreabierta revelaba un baño, y enfrente, una cómoda de aspecto anticuado dominaba el espacio.
—¿Qué pasa, dormilón? —preguntó la mujer.
Aioros abrió la boca para preguntar quién era, pero antes de que las palabras salieran, un recuerdo se formó en su mente: era su esposa. Giró la cabeza hacia la mesita de noche y vio una fotografía de su boda. En ese mundo, estaba casado.
—Amor, ¿estás bien? Te traje tu café —dijo ella con preocupación.
—No me gusta el café —respondió instintivamente, mientras intentaba sentarse. Ella lo miró extrañada.
—Siempre tomas una taza antes de levantarte —replicó ella desconcertada.
Aioros asintió, tratando de recomponer la situación.
—Sí, claro... Me encanta el café —corrigió, tomando la taza.
—¿Seguro que estás bien? Te ves... diferente.
Su sonrisa fue forzada. "Diferente" no era lo que esperaba oír de la mujer con la que llevaba catorce años casado. Catorce años... Toda una vida que no imaginó que Zeus le tendría reservada: una esposa y, al recordar más detalles, también un hijo. Ella se llamaba Norma, y su hijo, de doce años, Dylan.
—Estoy bien —respondió tras unos segundos—. Solo tengo una jaqueca horrible. Discúlpame, bajaré en un momento.
—Puedo llamar a la estación y decir que estás enfermo, si quieres.
"¿Estación?", pensó. Poco a poco, su mente desorientada comenzó a ordenar las piezas. En ese mundo, era capitán de una unidad de bomberos, y llevaba años en ese puesto.
—No hace falta —dijo, aún abrumado. Combinar los recuerdos del santo de Athena con los del padre de familia resultaba complicado—. Tomaré una ducha y bajaré enseguida. Gracias.
—Está bien —contestó ella, algo escéptica, antes de salir de la habitación.
—¿Qué trama Zeus? —murmuró Aioros, dejando la taza de café a un lado y dirigiéndose a la ducha.
El agua fría lo ayudó a despejar la mente, pero seguía siendo difícil procesar la situación. Sin información clara, decidió que lo mejor era continuar con su vida "normal", al menos hasta entender qué sucedía. Se vistió como de costumbre, con el reloj que su difunto padre le había regalado, y se perfumó con la colonia que Norma le había dado en su último aniversario. Mientras revisaba su móvil, decidió enviar un mensaje a la única persona de la que tenía recuerdos: su hermano, Aioria.
Aioria le devolvió la llamada casi de inmediato, pidiéndo que se encontraran en una cafetería cercana a la estación. Aioros intentó no perder la cabeza, como claramente ya le había pasado a su hermano. Así que le sugirió mantener la calma y esperar a su llegada. Debían estar serenos para no levantar sospechas. No sabían quienes eran sus enemigos, y tampoco era sensato verse diferentes frente a sus familiares y amigos. Lo más adecuado era vigilar cada uno de sus movimientos y actuar con suma precaución.
Sagitario respiró profundo, repitiendo a sí mismo que todo estaría bien. Por el momento debía actuar con naturalidad. Se reunió en el comedor con su familia y marchó hasta la cocina buscando algo de comer, dónde Norma lo reprendió recordándole que el desayuno estaría listo pronto y que debía esperar en la mesa. El dorado, acostumbrado a atenderse solo, olvidó por un momento que en esa realidad era su esposa quien se ocupaba de la comida. Ella, como chef que era, solía ser muy protectora de su espacio y él se reclamó mentalmente, por aquellos pequeños descuidos, que aunque parecieran insignificantes, podrían costarle la vida.
—Papá, estás muy distraído hoy —dijo Dylan, un niño de brillantes cabellos negros con una mirada idéntica a la del santo.
La palabra ‘papá’ resonó en la mente del dorado como un eco inquietante. Aquella familiaridad y la naturalidad con que el niño se había dirigido a él lo desestabilizó. Por un momento quiso salir corriendo de la casa. Todo eso era muy extraño. Sabía que esa vida y esa familia, no eran reales. Él nunca se había imaginado siendo padre. Desde pequeño fue entrenado para pelear, para dejar de lado los sentimientos, para tomar decisiones rápidas y ser preciso en la batalla. Su trabajo era proteger al mundo y custodiar a Athena; la familia no podía interponerse en su misión. Pero en esa vida, en ese mundo, todo era diferente: cálido, acogedor, tranquilo.
Se sintió aterrado, quería gritar que nada de eso podía ser posible, pero ahí estaba, sumergido en los suburbios en una casa enorme, acompañado de su esposa e hijo. Intentó actuar con naturalidad frente a su familia, devorando el desayuno con avidez. Debia salir de allí cuanto antes, porque el sentimiento de extrañeza y el miedo a la pérdida eran muy grandes. Ya había dejado a Aioria atrás por su misión, por defender a la diosa. ¿Allí estaría dispuesto a hacer lo mismo? ¿Le daría la espalda a su esposa y a su hijo por salvar al resto del mundo? Y de poder salvarlos a ellos también, ¿qué pasaría después cuando ya no estuvieran?
No, no podría soportar eso. Amaba a su familia, el sentimiento era real. Muy real. Suspiró abrumado, ordenando los pensamientos que se congregaban en su cabeza, ignorando los miles de escenarios que se dibujaban en su mente, y salió de casa, dejando a su familia confundida por tan efímera despedida, pero debía estar lejos para calmarse. Afortunadamente, el camino hasta la cafetería fue largo, lo suficiente para apaciguar su mente, y lograr que el ataque de pánico desapareciera. Debía mantener la calma, no solo por él, sino por todos aquellos que dependían de él.
Al llegar a la cafetería, encontró a Aioria ya sentado, visiblemente intranquilo. Aioros se acomodó frente a él.
—Guarda la compostura, Aioria —le dijo buscando su mirada, aunque él mismo no fuera capaz de calmarse.
—Pensé que despertaríamos en medio del apocalipsis. Pero no veo nada raro.
—¿Y eso te tiene tan nervioso?
—Tienes una esposa y un hijo, Aioros. ¿Te das cuenta de la gravedad de esto? ¿Qué vamos a hacer con ellos?
—Protegerlos, como a todos los demás —respondió Aioros con serenidad.
—¿Vas a arriesgar a tu familia por otros? Porque eso es lo que implica.
—Aioria —lo interrumpió Sagitario con tono firme—. Zeus dijo que esto podía pasar. Es parte de su juego. Tenemos que seguir con nuestro plan.
—¿Cuál plan? ¡Solo quedamos en proteger a la gente! Eso es todo lo que tenemos.
—Nada diferente a lo que siempre hemos hecho. Ahora debemos observar el terreno. Averiguar cuántas personas hay en esta ciudad y sus alrededores, buscar refugios, conocer los accesos. No sabemos cuándo comenzará el fin del mundo.
—Te veo muy tranquilo.
—Preocuparse no nos servirá de nada —Aioros tomó un sorbo de café y se levantó—. Mantente alerta. Observa cada detalle y ten cuidado con tus palabras. Nos mantendremos en contacto.
Aioria suspiró, más inquieto que antes.
—No entiendo cómo puedes estar tan calmado. Casi enloquezco al recuperar mis recuerdos.
—Yo también —respondió con suavidad, pero si él no mantenía la calma nada lograría que Aioria, la mantuviera también—. Pero perder el control no servirá de nada. Aceptamos el pacto, y sabíamos que Zeus haría las cosas difíciles. No le daremos el gusto de vernos derrotados.
Aioros tenía razón. Habían acordado cumplir con aquella misión, y ahora no había lugar para las dudas o los lamentos. ¿De qué servía maldecir sobre esa vida? Habían aceptado el trato y sabían que eventos así se podían presentar. Debían admitir que el dios de dioses no había dado mucha información y que había explicado ligeramente las reglas del juego, pero había sido claro, que de cumplir con aquella misión serían libres, sin embargo, habrían dificultades, porque aunque Zeus parecía estar del lado de Athena, él debía demostrar su liderazgo y no les dejaría la tarea fácil.
—Por ahora, continuemos con nuestra vida. ¿Quieres, hermano? —El rostro de Aioros fue iluminado por una gran sonrisa, en lo que el león dorado bajó la cabeza derrotado, aceptando las palabras del mayor—. Todo estará bien. Debo ir a la estación. Estaremos hablando.
Aioria suspiró pesadamente, preguntando cómo su hermano podía mantener la calma de semejante manera cuando tenían más preguntas que respuestas ante ese nuevo mundo. Y recordó, porque Aioros de Sagitario había sido el elegido para fungir como patriarca y no pudo evitar inflar pecho orgulloso de que él fuera un hombre tan sensato pese a su corta edad y lo poco que pudo disfrutar de la vida. Una tristeza invadió cruelmente el corazón del león, al deducir que aquella vida con la que no habían imaginado nunca, era algo que hacía que Aioros se sintiera en casa y vivo, con una esposa amorosa y un hijo audaz, y por un momento, agradeció ese pequeño gesto por parte del dios de dioses, pero al mismo tiempo lo maldijo. ¿Qué pasaría cuando Norma y Dylan desaparecieran?
****
El tiempo siguió avanzando, y aunque Aioros disfrutaba de su vida en esa versión de la Tierra, comenzaba a impacientarse. Aioria, por su parte, no había logrado tranquilizarse del todo, especialmente por la relación complicada que mantenía con una mujer que él mismo calificó de "desesperante". Sagitario había intentado aconsejarlo, sugiriendo terminar el noviazgo, pero aparentemente, no era algo tan sencillo, según las palabras del león. Aioros prefirió no inmiscuirse más en ese asunto, él mismo tenía suficiente con su nueva rutina. Entre su trabajo como bombero y la vida familiar, eran pocas las horas que lograba obtener algo de paz, y encontraba que la vida en el Santuario, por peligrosa que fuera, resultaba menos agotadora. Y desafortunadamente, no había tenido tiempo de prepararse para el fin del mundo. Aunque de todas formas no sabían de que se trataría todo. Bien, un meteorito podría destruir la tierra y tal vez, la misión, se reduciría a buscar un refugio en lo poco que quedara en pie. Pero hasta no estar seguro, poco o nada podían hacer.
Estaba agotado y ansioso y ese día en particular, ya había atendido tres incendios provocados por descuidos. En el último, lograron evacuar a todos los ocupantes del edificio, pero un joven que Aioros había rescatado exhaló su último aliento en sus brazos nada más salir del lugar. La frustración lo invadió, pero recordó que, como capitán, debía mantenerse firme.
—Murió —le informó a una paramédica al dejar el cuerpo del chico sobre la camilla. Uno de sus compañeros le dio una palmada en el hombro.
—Hicimos lo que pudimos, capitán —dijo, intentando consolarlo.
Aioros resopló derrotado; aún no se acostumbraba a las pérdidas en aquellas emergencias, pero no iba a dejar que eso lo desanimara. Se giró hacia su grupo para recoger los equipos, pero de pronto, un grito desgarrador rompió el aire. Aquel muchacho que minutos antes llevaba entre sus brazos y que él mismo había corroborado su trágico deceso, ahora se había levantado y atacaba a la paramédica. Aioros, estupefacto, observó cómo el joven hería a quienes lo rodeaban con una ferocidad animal. Fue ágil y escurridizo y escapó de las manos de los policías que intentaron controlarlo, y algunos terminaron con mordidas profundas en las manos o brazos. La doctora de la ambulancia le inyectó un calmante cuando lo retuvieron en el suelo, pero éste no produjo ningún efecto.
De nueva cuenta, el chico escapó de sus captores y se arrojó hacia la doctora, quien apenas se cubrió con las manos el rostro. Un oficial le disparó en la pierna, y con ese acto, el joven, enfurecido, marchó hacia él dejando ver sus dientes ensangrentados. El agente le disparó ahora en el brazo, pero el joven no retrocedió. Otro oficial se unió al ataque, logrando detenerlo con un tiro en la cabeza.
—¿No estaba muerto? —preguntó un agente incrédulo a Aioros.
—Lo estaba. —Sagitario apenas pudo responder. No entendía qué estaba sucediendo, pero lo que acababa de presenciar era imposible de ignorar.
—Tenemos que llevarlo a la estación de policía —anunció otro oficial.
—¿Por qué? —protestó Sagitario con voz demasiado firme, intimidando a los policías que rápidamente recuperaron la compostura.
—Este incidente parece parte de un ataque, y usted podría ser un sospechoso. Ya hemos recibido reportes de personas violentas, y usted saca a uno de esos y pone en riesgo a todos.
—¡Estaba salvando a una persona! —contestó Aioros levantando la voz—. ¡Es parte de mi trabajo!
—De todas formas vendrá con nosotros.
—¡No! Si se llevan al capitán, nos llevan a todos —intervino uno de los bomberos.
El caos apenas comenzaba.
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Marín de Águila o más bien, Marín Satou; una detective de homicidios reservada pero implacable, avanzó con paso firme por una impresionante oficina iluminada por luces brillantes. No solo su belleza capturaba las miradas de los presentes, sino también su porte elegante y la intensidad de su mirada, tan atrayente como intimidante. Adaptarse a su nueva vida le había llevado tiempo. Después de años ocultando su rostro tras una máscara, enfrentarse al mundo sin ella la hacía sentirse vulnerable. Aunque su trabajo actual tenía similitudes con el que desempeñaba en el Santuario, el cambio en su manera de vestir y de expresarse fue drástico. Los tacones, en particular, fueron su mayor desafío.
Cuando despertó en Tierra Dos, no esperaba algo tan elaborado. Imaginó que el fin del mundo sería rápido, sin preámbulos; una batalla a vida o muerte con los demás guerreros mientras cada uno protegía un cuadrante. Se equivocó. No estaba segura si sentirse aliviada por tener tiempo para reaccionar o maldecir al entender que estaría atrapada allí por mucho tiempo. Por fortuna, su trabajo no le daba tregua, y con la mente ocupada resolviendo crímenes, poco o nada podía enfurecerse contra los dioses. Sin embargo, todos los días se preguntaba cómo sería ese fin del mundo.
Un muchacho de cabellos rubios y carácter rebelde atrajo su atención. No tendría más de veinte años. Estaba acompañado de otros cinco jóvenes, todos igual de exaltados. Marín suspiró con fuerza e indicó a uno de los oficiales que lo llevará a una sala de interrogación. Ella entró primero y, mientras miraba por la ventana que daba al pasillo, escuchó el fuerte golpe del muchacho al ser acomodado sin delicadeza en la silla frente al escritorio. El chico resopló adolorido y observó al oficial, que caminó con temple hacia la entrada, donde se quedó inmóvil, como una estatua.
—Oliver —llamó Marín, colocándose frente al chico.
—Me dicen, Averno —corrigió el joven con mirada desafiante. Sus ojos irritados evidenciaban el origen de su apodo.
—No voy a llamarte así, Oliver —aclaró Marín. El chico rodó los ojos con frustración—. ¿Qué pasó realmente?
—Estoy harto de repetir lo mismo —resopló Oliver. Pero ante la mirada severa de Marín, accedió a contar su versión—. El tipo llegó en su camioneta. ¿Sí? La estrelló justo donde estábamos. Nosotros sólo estábamos pasando el rato.
—¿Y por eso lo mataron? —inquirió Marín, observando al chico de arriba a abajo. Oliver hizo un gesto de impaciencia.
—Fue en defensa propia —replicó irritado—. Fuimos a ver si estaba bien, queríamos ayudarle, y el maldito mordió a mi novia. Luego intentó mordernos a todos. ¿Entiendes? Nos defendimos.
Marín esbozó una sonrisa de medio lado y caminó alrededor del escritorio colocándose junto al chico, quien la miró de reojo. La amazona dejó caer una carpeta sobre la mesa. Una fotografía de un hombre con cabello castaño y piel pálida, lleno de heridas, quedó visible.
—Le dispararon seis veces —dijo señalando la foto con el dedo—. ¡Seis veces!
—¡Fue en defensa propia! —gritó Oliver, poniéndose de pie con rabia—. ¿Lo entiendes, maldita perra?
Grave error. El oficial que aguardaba en la entrada sonrió triunfante al ver cómo Marín aplastaba el rostro del chico contra el escritorio de acero frío. Nadie levantaba la voz a la detective Satou, y mucho menos la insultaba. Aunque su apariencia era dulce, su carácter distaba mucho de ello. El oficial sabía que Marín no necesitaba que nadie le cubriera la espalda.
—¡Escúchame bien, mocoso! —dijo Marín, ejerciendo presión sobre el rostro del joven, que no pudo escapar—. Si vuelves a hablarme así, te arrancaré la lengua. ¡Ahora, responde mis preguntas!
—Ya te lo dije —murmuró el chico, sintiendo el dolor en su cabeza. Para ser tan menuda, tenía una fuerza impresionante—. Le disparamos porque no se detenía. Seguía y seguía. Mordió a mi novia y a mi amigo. Les arrancó pedazos. Deberían revisar a mis amigos en lugar de interrogarnos. El tipo les arrancó un trozo de carne. ¿Entiendes?
Marín, algo molesta, lo soltó y tomó los documentos con las fotos de la víctima para luego salir de la sala de interrogación. Se encontró con su compañero, quien tampoco parecía estar de buen humor.
—Edwar. ¿Sacaste algo? —preguntó Marín.
—Dicen que fue en defensa propia, que el hombre los atacó. La chica y uno de los muchachos tienen mordidas profundas en los brazos. Les falta un pedazo. Los testigos afirman que los chicos le dispararon sin razón. No lo entiendo.
—¿Crees que tuvieron tiempo de planear una coartada? Oliver dice lo mismo.
—Venían en patrullas distintas. Al menos uno debería haber dicho algo diferente. A menos que lo hubiesen planeado desde antes.
—¿Y se mordieron a sí mismos para alegar defensa propia?
—Esta pandilla siempre ha causado problemas. Nunca habían matado a nadie, pero conozco a Oliver, haría cualquier cosa para zafarse.
—Lo que tenemos es ambiguo. ¿Algún video del vecindario? Siempre hay alguien grabando con su celular. Necesitamos evidencia material.
—Iré a buscar. Quizás alguien tenga algo. ¿Y tú?
—Pediré un examen toxicológico al grupo de Oliver. No quiero que se escapen de este homicidio. Por ahora, que los arresten por porte de armas. Voy a ver el cadáver.
—De acuerdo.
El detective Edwar, se despidió con un gesto de agotamiento, en lo que Marín se dirigía a la morgue. A ella no le tomó mucho tiempo adentrarse en la gran sala de paredes frías y donde el cuerpo del señor Arthur Nolan aguardaba para los exámenes en la mesa de autopsia. El médico forense terminó de revisar los registros y se encaminó hacia el cadáver al ver el gesto apurado de la detective, quien tan solo con una mirada le indicó que necesitaba de su atención urgente.
El cadáver fue minuciosamente revisado bajo las expertas manos del doctor Urrego, sin embargo, el escrutinio tomó tiempo, y la amazona ya empezaba a impacientarse. y el ceño fruncido del médico la puso en alerta.
—¿Cuál fue la causa de muerte? —preguntó Marín por tercera vez.
—Se desangró —respondió el forense después de un largo silencio, concentrado en las heridas de bala.
—¿Qué disparo fue el letal?
—Ninguno —dijo el médico. Marín arqueó una ceja.
—¿Cómo?
—Todas las heridas de bala fueron causadas postmortem.
—¿Qué? Ellos dicen que el hombre estaba de pie, que los atacó. Los testigos también lo vieron.
—Alguien lo mordió. Mira esto —señaló el cuello, donde faltaba un trozo de carne—. Fue una mordida humana, no fue un animal, fue un humano. Murió desangrado por esto. Los disparos ocurrieron después.
—¿Crees que lo mataron y luego usaron su cuerpo como diana?
—Eso no explica las versiones de los testigos.
—Nuestros sospechosos no nos están diciendo toda la verdad. Los testigos pueden estar confundidos. Necesito averiguar más sobre la víctima.
Marín salió con más preguntas que respuestas. Nada tenía sentido. Nolan era un hombre de 42 años, vestía pijama y manejaba una camioneta de alta gama. Vivía en una zona muy amplia, no muy lejos de donde ocurrieron los hechos. Sin embargo, toda la cuestión era incierta, aún no se explicaba porque Arthur terminó en aquel vecindario, porque todavía usaba su ropa de dormir y lo más importante, ¿de quien huía?
—¡Estaba muerto! —gritó alguien a lo lejos. Marín levantó la vista y vio a un grupo de bomberos discutiendo con oficiales de policía. Para su sorpresa, reconoció a uno de ellos.
—¿Aioros? —llamó mientras se acercaba. Todos se giraron hacia ella.
—¿Te conozco? —preguntó Sagitario.
—Sí. Oficial, él viene conmigo —ordenó Marín, tomando al hombre del brazo y arrastrándolo con ella.
Antes de que los demás bomberos pudieran protestar, Aioros los calmó con un gesto.
—Me encargo yo —dijo el santo, notando algo familiar en aquella mujer y siguiéndola en su camino.
—Es bueno ver una cara conocida en este nuevo mundo —dijo la detective a las afueras de la estación mientras se cruzaba de brazos—. Soy Marín de Águila.
—Claro. La maestra de Seiya. Mi hermano me habló de ti.
—¿Tu hermano?
—Aioria de Leo.
—Sé quién es. No tenemos tiempo para eso. ¿Vas a decirme qué está pasando? —demandó, clavando su intensa mirada en él. Aioros se sintió brevemente intimidado.
—Atendimos una emergencia. Un chico murió. Estaba muerto, te lo juro, pero luego se levantó y atacó a los paramédicos.
Marín suspiró profundamente. La misma situación. Nada tenía sentido.
—Ven conmigo —dijo ella—. Tengo un caso peculiar. Te lo explicaré en el camino.
Sin esperar una respuesta, Marín se dirigió a su auto. Aioros, tras dudar unos segundos, la siguió. Algo le decía que no podía rechazar la invitación de esa mujer.
****
Aioria de Leo suspiró una vez más. A su lado, su hermosa y carismática novia, Helen, parecía no prestar atención al suplicio que él sufría. Ella estaba encantada de pasar el día con él en aquel parque de diversiones. Sin embargo, el león dorado tenía algo muy diferente en mente: estaba buscando las palabras y la fuerza para terminar su relación. La vida en Tierra Dos, parecía un mal chiste; allí no era un admirado santo dorado, sino un simple maestro de gimnasia, algo interesante, pero a lo que no estaba acostumbrado: niños.
Aioria nunca se vio a sí mismo como instructor de niños. Aunque había ayudado a Marín con el entrenamiento de Seiya, siempre había preferido mantener su distancia. Sabía que su temperamento no era adecuado para tratar con infantes. Y no se equivocaba. En solo una semana como maestro, uno de sus estudiantes se había roto el brazo en su clase y otro quedó encerrado en una bodega porque Aioria se había olvidado de que el niño le estaba ayudando a limpiar. Seguramente, por esas razones, su hermano nunca confiaba a Dylan bajo su cuidado.
"Esto no es para mí", pensó Aioria. Debía aceptar que no estaba hecho para eso, ni Aioria de Leo ni Aioria Vranjes, porque si el santo era peligroso, aparentemente, el buen maestro de gimnasia no se quedaba atrás, por lo que no estaba seguro si su estupidez era de él o de su yo alternativo o una ingeniosa combinación de ambos. Frustrado, dejó caer los hombros. Tanto en su papel en Tierra Dos como en su vida real, parecía que estaba destinado a causar caos.
Pero lo que más le atormentaba no era su trabajo. Lo que realmente le preocupaba era Helen. Llevaban dos años juntos, y aunque ella era increíblemente atractiva, Aioria ya no podía soportar su constante paranoia y celos. Su última pelea había surgido por un simple mensaje de texto de una madre de uno de sus estudiantes, quien solo quería hablar sobre el comportamiento de su hija. Helen, en cambio, había interpretado el mensaje como una señal de una aventura, y había ido directamente a casa de la mujer para armar un escándalo. Como resultado, Aioria se encontraba citado por la escuela para revisar sus múltiples faltas. Sabía que muchas de las quejas eran justas, pero Helen había sido la gota que colmó el vaso.
—¡Me encanta esta novela! —escuchó a Helen a su lado entusiasmada, quien veía una pancarta—. Y amo a este actor.
Aioria observó el cartel pegado en uno de los muros del parque, donde un hombre de cabellos celestes abrazaba a una bella mujer de melena azul. Ambos eran ridículamente apuestos, muy atractivos y bellos. Y aunque el hombre tenía facciones andróginas, su porte y sonrisa le daban una elegancia envidiable. El león quiso echarse a reír en ese momento. Jamás imaginó encontrarse con esa sorpresa.
—Es Afrodita —susurró y Helen sonrió con felicidad.
—Es el guapísimo, Afrodita Pettersson, el hombre más codiciado del año.
Aioria resopló molesto. Piscis tenía mucha suerte, con una gran carrera y de seguro con mucho dinero y si Helen lo conocía y decía lo que decía es porque era cierto. Y mientras el guerrero de la duodécima casa era un aclamado actor, él estaba allí buscando las palabras para terminar con su novia.
—Debo decirte algo —dijo finalmente él ya harto de todo y armándose de valor. Helen lo miró con ojos brillantes, sin sospechar lo que venía—. No quiero seguir contigo —espetó de golpe.
Ella frunció el ceño, confundida.
—¿Seguir conmigo? —preguntó con incredulidad—. ¿Qué quieres decir? Ah, ya entiendo, es una broma. ¿Nos separamos aquí en el parque? Yo voy por este lado y tú por aquel, ¿cierto?
Aioria estaba atónito. ¿Realmente pensaba que bromeaba? Intentó ser más claro.
—No, Helen. No me estoy explicando bien. Lo que quiero decir es que…
—¡Mira! —lo interrumpió ella emocionada—. ¡La casa del terror! Tenemos que entrar.
Aioria miró el edificio. Varias personas salieron corriendo, visiblemente aterradas. La atracción parecía genuinamente aterradora. Pero Aioria no tenía interés en eso.
—Tenemos que hablar primero —insistió él, suspirando. Antes de que pudiera continuar, un nuevo grupo de personas pasó corriendo y gritando. Aioria se tensó—. ¿Qué está pasando? —preguntó, observando el tumulto.
—Nada —respondió Helen, ya irritada—. ¿Vamos a entrar o no? ¿A quién estás mirando? ¿Acaso quieres volver con la chica de los osos de peluche? ¡Vi cómo la mirabas!
Aioria frunció el ceño, recordando un incidente anterior en el que ganó un oso de peluche en un juego. Helen había acusado a la encargada de coquetear con él y le había gritado que ‘se metiera el osito por donde mejor le pareciera’. Aioria, avergonzado en su momento, ahora estaba enfurecido al acordarse de ese bochornoso acto.
—Ella solo estaba haciendo su trabajo —dijo él con voz tensa—. No tenías por qué insultarla.
—¡Oh, la defiendes! —replicó Helen, indignada—. Entonces, ¿por eso querías venir aquí? ¿Para verla? ¿Tienes una aventura con ella?
—¡Ni siquiera la conozco! —rugió Aioria. Helen dio un paso atrás, sorprendida por su tono.
—¿Es mi culpa que las cosas entre nosotros no vayan bien? —continuó ella.
Aioria intentó controlar su enojo, respiró profundo, pero otro grito lo distrajo.
—¡¿Qué está pasando?! —exclamó de nuevo, más alerta ahora—. Necesito saber qué está sucediendo.
Aioria escuchó que Helen dijo algo, pero el bullicio de la gente no le permitió comprender con exactitud el reclamo de ella. Agradeció por ello, y esperó que lo que estuviera pasando fuera lo suficientemente grave, para que su novia se distrajera y olvidara el enojo. El león sabía que después de ese desaire ella no iba a estar para nada feliz. Decidió dejar eso para después y llegó hasta la cerca del carrusel donde se encaramó para poder ver que estaba pasando a lo lejos, pero las personas corrían en todas las direcciones y le fue imposible distinguir la amenaza. Seguía sin entender por qué tanto escándalo.
—¡Eres un imbécil, Aioria! —escuchó enojada a Helen, quien ya había perdido la paciencia y la cordura.
Y antes de que Leo pudiera responder, Helen comenzó a gritar desesperada. Un hombre había caído sobre ella, tratando de morderla. Aioria bajó afanado y tomó al hombre para apartarlo, no obstante, este estaba aferrado a su presa y el dorado tuvo que imprimir fuerza para hacerlo a un lado. El empujón fue tan severo, que el hombre cayó algunos metros a lo lejos y se quebró la muñeca.
—¿Estás bien? —preguntó Aioria a Helen.
—¡Me mordió! —respondió ella, mostrando su hombro sangrante.
Aioria se giró para ver al hombre levantarse, indiferente a la caída y a su muñeca rota. Justo antes de que pudiera atacarlos de nuevo, un disparo resonó. El atacante cayó muerto con una bala en la cabeza.
—¿Qué demonios? —preguntó Aioria a un guarda de seguridad que había llegado de la nada—. ¿Por qué lo asesinó?
—Es la única forma de detenerlos —contestó el guardia, un hombre de cabello celeste y ojos turquesa—. ¡Tenemos que irnos!
—¡Aioria! —Llamó Helen cayendo al suelo sin poder evitarlo. Su rostro palideció y un sudor empezó a recorrerle todo el cuerpo.
—¡Helen! ¿Estás bien? —Cuando Aioria intentó acercarse, el guardia se lo impidió.
—¡No la toques! —El peliceleste apretó con fuerza el brazo del león, quien molesto se soltó rápidamente del agarre.
—¿Qué le pasa? —preguntó Aioria, frustrado—. ¡Es mi novia y se encuentra mal!
—Ya no es quien crees —replicó el guardia.
Aioria observó al otro de arriba abajo, y con una mirada prepotente se alejó de este para dirigirse con su novia. Helen se derrumbó en el suelo convulsionando en un movimiento antinatural. El santo quiso correr a su auxilio, pero los movimientos extraños lo hicieron dudar. De improviso, ella se detuvo y se levantó sin problema reflejando una mirada vacía.
—¿Helen? —llamó Aioria con prudencia. La chica caminó con lentitud, su cabeza se encontraba ligeramente inclinada hacia la izquierda—. ¿Estás bien?
La pregunta fue estúpida. El rostro de Helen parecía el de otra persona, su mirada era diabólica y sus dientes chasqueaban con premura, su caminar era errático y de su boca salía un gutural sonido que calaba los huesos. Aioria no se movió de inmediato tratando de analizar la extraña transformación de su novia, pero antes de que ella le diera alcance, un disparo en la cabeza la detuvo.
—¡¿Helen?! —bramó Leo confundido—. ¡¿Qué hiciste?! ¡La mataste!
—Ya no era ella. —respondió el guardia sin un dejo de remordimiento—. ¡Vámonos, vienen más!
Aioria, todavía en shock, empezó a distinguir a los monstruos en medio de las personas que intentaban escapar de la amenaza. Estaban por todas partes y entendió con rapidez que estaban metido en algo mucho más grande.
—¿Qué está pasando? —exigió saber mientras seguía al guardia hasta una pequeña bodega, donde ambos se perdieron de inmediato.
—Mira esto —dijo el peliceleste, mostrándole su celular. Un video enfocaba a personas devorándose entre sí—. La epidemia empezó en una isla, pero intentaron cubrirlo diciendo que fue una explosión en una planta de energía, pero la verdad es que esto ya está en todas partes.
—Me recuerda a las películas de zombis —pronunció Aioria. El guardia lo miró con suspicacia.
—En Tierra Dos, nadie conoce ese concepto —bramó el otro—. No existen películas ni videojuegos sobre ellos. ¿Cómo sabes eso? —Aioria dudó. Si el maestro Aioria Vranjes nunca había oído hablar de zombis, ¿cómo podía explicarlo sin revelar su verdadera identidad?—. ¿Quién eres? —preguntó nuevamente, esta vez apuntando con su arma al dorado.
El griego levantó las manos en señal de paz, buscando una respuesta rápida, pero no la había. Tenía razón: esa palabra no existía en Tierra Dos, y si el otro la conocía es porque estaba en frente de un enemigo. Zeus los había enviado a ese universo casi de inmediato, sin darles tiempo para planear una estrategia ni de intercambiar información sobre otros guerreros. Aunque Aioria había estado en el inframundo, no se había encontrado con muchos espectros y apenas los conocía. Athena les había alcanzado a confirmar que dioses como Hefestos, Afrodita e incluso Artemisa y Poseidon estaban de su lado, pero no sabían nada de los demás. Por lo tanto, tenían más enemigos que aliados. Y es que no solo los guerreros de los doce dioses principales estaban allí, había otros, igual de hostiles hacia ellos como el resto con los que ya se habían enfrentado.
—Soy Aioria de Leo, santo dorado de Athena —respondió finalmente moviéndose hacia la derecha, con suerte podría esquivar la bala, sólo tenía que estar atento, sin embargo, el guardia bajó el arma y asintió.
—Athena… entonces somos aliados. Yo soy Athor del Asalto, herrero y servidor de Hefestos.
Aioria suspiró aliviado; era una excelente noticia. Los guerreros del dios herrero no eran tan formidables en combate directo como los de otros dioses, pero poseían habilidades excepcionales y un talento único en diversas artes, lo que los hacía sobresalir de formas inesperadas. Su inteligencia y destreza les permitían ejecutar estrategias complejas, convirtiéndolos en adversarios altamente peligrosos, a menudo incluso más que los guerreros de otras deidades. Contar con Hefesto de su lado era una ventaja estratégica invaluable; su alianza significaba la posibilidad de acceder a recursos, conocimientos y técnicas de combate de gran sofisticación.
Encontrarse con uno de ellos había sido un gran golpe de suerte.
—Me alegra escuchar eso —anunció Leo bajando las manos y respirando con tranquilidad—. Necesitamos unirnos. Mi hermano Aioros está a 30 kilómetros de aquí. Debemos llegar con él.
—Esos zombis están por todas partes —dijo Athor, evaluando la situación—. Será difícil, pero tienes razón. Debemos intentarlo. Entre más seamos, mucho mejor para nuestro grupo. —Aioria asintió, preparándose para lo que estaba por venir—. No podemos quedarnos aquí. El fin del mundo ha comenzado. Por ahora, aún tenemos señal. Llama a tu hermano y organicemos un encuentro.
—Bueno, mi teléfono móvil lo deje en casa. Mi novia es tan insoportable; era tan insoportable. Lo dejé para que ella no estuviera husmeando.
—¿Sabiendo que estamos a pocos pasos del fin del mundo?
—Oye, ella realmente era molesta. De hecho, me hizo un gran reclamo por no traer mi celular hoy. Según ella, estoy ocultando algo y por eso no lo traje conmigo.
—De acuerdo —dijo tratando de no molestarse, Aioria se veía más aliviado que abatido por la muerte de la chica—. ¿Sabes el número?
—No. ¿Quién aprende números con estos aparatos? Es más, nunca tuve necesidad de aprender ningún número telefónico en mi vida.
—Algo me dice que no eres el más listo de la órden ateniense.
—¡Cierra la boca! ¡Ya sé! Afrodita…
—Sí, he escuchado de Afrodita de Piscis —dijo Athor entusiasmado—. ¿Sabes dónde está? Sus habilidades en botánica pueden servirnos para una vacuna o algo similar.
—Es cierto —reflexionó el león, pero sin el equipo apropiado dudaba mucho que Piscis pudiera lograr algo—. No sé dónde se encuentra. Pero acabo de ver un cartel de él. Es actor.
—Afrodita Pettersson es el mismo Afrodita de Piscis. ¡Vaya!
—¿Lo conoces?
—No, pero a mi yo alterno, le encanta su novela. Cuando desperté dejé de verla. Es una novela estupida. Debí suponer que era uno de ustedes. Aunque sinceramente, Afrodita Pettersson no es el único hombre con el nombre de una deidad en este mundo.
—¿Me estás diciendo que Afrodita es un nombre popular en esta realidad?
—Así es, supongo que Zeus lo hizo a propósito para que no nos pudiéramos encontrar tan fácil.
—De acuerdo, no importa. —Aioria suspiró con fuerza tratando de recopilar toda la información que tenía a su alcance—. Lleguemos con mi hermano, podemos buscar a Afrodita después. Ya sabemos quien es. Será fácil encontrarlo.
—O tal vez no. Es un actor. Los actores viven en grandes mansiones, lejos del proletariado y se la pasan viajando en sus yates y jets privados.
—¡Maldito Afrodita! Yo apenas sobrevivo con mi sueldo de maestro. ¡Y él tiene un yate!
—Oye, no me consta. Sé que es uno de los actores mejores pagados del país. Pero de ahí a que tenga un yate, no sé. ¡Eso no importa! No sabemos dónde está realmente.
—Está bien. De él tenemos más información que de cualquier otro. Eso nos servirá para hallarlo. Por ahora, vamos con mi hermano. ¿Qué hay de ti? ¿Algún conocido?
—Desafortunadamente, no.
****
.
Marín y Aioros intentaban descifrar la situación mientras intercambiaban teorías, pero el panorama seguía siendo confuso. Águila parecía tener una vaga idea de lo que estaba ocurriendo, aunque no terminaba de aceptar que fuera posible. Cuando llegaron en el auto al vecindario de la víctima, el lugar estaba desierto. A medida que avanzaron, notaron a un grupo de personas reunidas frente a una casa.
—Departamento de policía —se presentó Marín, mostrando su identificación, los presentes voltearon hacia ella—. ¿Qué está sucediendo?
—Por favor, ayúdenos —rogó una señora de avanzada edad, acercándose rápidamente a Marín—. Esa mujer está loca. Nos atacó a mi esposo y a mí. Tuvimos que encerrarla.
—Está completamente desquiciada —añadió un vecino.
—¿De quién es la casa? —preguntó Marín, mientras se oían golpes furiosos contra la puerta.
—Es de ella —respondió un hombre—. Primero atacó a su esposo, él logró escapar en su auto, pero luego nos atacó a nosotros. Entre varios vecinos logramos encerrarla en su casa.
Marín revisó rápidamente la dirección en su libreta y la comparó con la que tenía ante sus ojos. Era el domicilio de la víctima, acto seguido tomó su teléfono y marcó a la estación pidiendo refuerzos y ambulancias.
—Por favor, vuelvan a sus domicilios —ordenó ella caminando con elegancia—. Aioros, ven conmigo.
Sagitario no protestó, tampoco tenía razones para hacerlo. Ambos rodearon la casa, moviéndose con cautela hasta la puerta trasera. Marín desenfundó su arma y avanzó con precisión, liderando el camino.
—Oye, soy un Santo Dorado. Debería ir al frente y protegerte —comentó Aioros, ligeramente indignado.
Marín lo miró por encima del hombro, evaluándolo de pies a cabeza.
—No estamos en el Santuario. Yo soy un oficial de policía aquí, tengo un arma y tú, ni siquiera deberías estar aquí, así que te toca ir detrás de mí.
—Está bien —refunfuñó Aioros, como un niño regañado, mientras seguían avanzando.
Finalmente, entraron a la casa y encontraron a la mujer golpeando frenéticamente la puerta desde el interior. Marín llamó su atención.
—¡Señora, Ruth Nolan!
La mujer giró bruscamente al notar a los dos intrusos en su casa y avanzó hacia ellos estirando los brazos para alcanzarlos, su piel era pálida con rastros verdosos, como si llevara varias semanas con una enfermedad que no tenía cura.
—Mira sus ojos —dijo Aioros, señalando con el rostro.
—¿Qué pasa con sus ojos?
—Las pupilas están muy dilatadas. Eso solo lo he visto en los muertos.
—No puede ser —dijo Marín, frustrada—. ¿Me estás diciendo que esa mujer está muerta?
—No lo sé, pero parece más una especie de rabia. Quizás por eso está atacando a todos.
—Necesito que me ayudes —pidió Marín, mientras guardaba su arma y, con un movimiento ágil y veloz, redujo a la mujer, inmovilizandola boca a bajo en el suelo.
—¡Vaya! Ya entiendo por qué mi hermano está enamorado de ti —comentó Aioros sin pensar.
—¿Qué? —dijo Marín, desconcertada.
—Nada, olvídalo —replicó rápidamente, dándose cuenta de su error.
—Apresúrate y ayúdame a controlarla —ordenó ella.
Aioros sostuvo a la mujer mientras Águila, con esfuerzo, le colocaba las esposas y, acto seguido, le amarraba el cinturón alrededor de la boca para evitar que mordiera. La señora Nolan, por su parte, continuó luchando con un vigor impresionante, sin importar hacerse daño en el proceso.
—Tiene una fuerza increíble —dijo Marín, jadeando—. No la sueltes. —Una vez asegurada, Marín observó a su alrededor y se dirigió al santo—. Traeme un cuchillo.
Aioros recorrió el lugar con la mirada localizando la cocina, allí tomó lo que necesitaba y lo llevó con Marín, quien estaba tratando de ubicar a la mujer de espaldas contra el piso. La giró con rapidez; la señora Nolan gruñía y movía la cabeza con insistencia, mientras trataba de levantarse. Águila fue ágil, sentándose nuevamente sobre ella para evitar que se incorporara en lo que Aioros entregó el cuchillo y aseguró a Ruth contra el suelo sosteniéndola firmemente por los hombros.
—¿Qué demonios estás haciendo? —exclamó Sagitario, alarmado al ver a Marín abrir una herida en el brazo de la desesperada mujer—. ¡La estás lastimando!
—Mira esto —señaló Águila—. No hay sangre.
—¿Quieres decir que no es humana?
—Quiero decir que esta mujer está muerta —afirmó, clavando profundamente, el cuchillo en el pecho de la mujer. A pesar de la herida, Ruth siguió luchando con la misma ferocidad—. ¿Ves? Le acabo de atravesar el corazón, y continúa moviéndose.
—¡Esto no tiene sentido! —bramó Aioros.
—Lo sé. Creo que estamos ante la presencia de un zombi.
—¿Un zombi? ¿Estás bromeando? ¿Zeus nos metió en un apocalipsis zombi? ¿Cómo puedes estar segura de que se trata de eso?
—No encuentro otra explicación al respecto. Estos individuos están desesperados por alimentarse y están muertos. ¿Qué más podría ser?
Aioros observó fijamente a la mujer que luchaba bajo el peso de la amazona. Lo que comentaba Marín parecía tener sentido, pero aún no estaba del todo seguro. Aquello no podía ser real. ¿Por qué zombis? Pudo haber sido cualquier catástrofe, ¿pero zombis? Incluso una invasión alienígena, hubiera estado mejor. No pudo evitar pensar en su familia y empezó a sentirse aterrado. Su hijo se encontraba en la escuela de natación y su esposa estaba con él y ambos se hallaban muy lejos de ahí.
—Debemos suponer que el virus se transmite por las mordidas. —Aioros quiso mantener la calma evitando echarse a correr para buscar a los suyos. Primero requería toda la información posible—. El chico que murió hoy, no tenía mordidas.
—¿Estás seguro? —inquirió Marín, Aioros negó con la cabeza—. Exacto. No creo que hayas revisado todo su cuerpo. La mordida pudo haber estado en alguna parte que estuviera cubierta. Además, no sabemos cuánto tardan en aparecer los primeros síntomas. Debemos revisar el cuerpo de ese chico. Debemos ir a la morgue.
—¿Crees que estas cosas mueran igual que en las películas?
Marín observó a la mujer debajo suyo y sin pensarlo dos veces le atravesó el cráneo con el cuchillo haciendo que Aioros brincara sorprendido y que Ruth detuviera su batalla permaneciendo inmovill. Estaba muerta.
—¡Cielos! Me habían dicho que las amazonas eran peligrosas, pero nunca quise creerlo. Creo que tendré cuidado con ustedes.
Un grito desde la calle interrumpió su conversación. Ambos recordaron, con horror, que varios vecinos habían sido mordidos.
—¡Mierda! —dijeron al unísono.
****
En el otro lado de Panhelenia, Afrodita de Piscis se encontraba en una situación bastante diferente a la de sus camaradas, luchando con la vida que Zeus le había otorgado en Tierra Dos. Aunque disfrutaba de la fama y el dinero como actor de telenovelas, su papel de galán empezaba a cansarle. No podía quejarse, siempre estaba bien acompañado y gozaba de bastantes comodidades, y aunque en un principio le pareció interesante todo el tema, con el pasar de los días empezó a hartarse.
¿Dónde estaba el dichoso apocalipsis que prometió Zeus? ¿Dónde?
—¡Corte! —bramó Horacio furioso por enésima vez. Ese día, Afrodita se encontraba distraído en el set y sus comentarios sarcásticos aumentaban con el pasar de los minutos.
—¿En serio? —dijo el santo—. ¿De verdad ella lo perdonará luego de que la robó y amenazó? ¿En serio el poder del amor da para tanto? O esto es lo más absurdo que haya oído o ella es muy idiota. No sabía que mi coestrella sería una idiota.
—Dita, apegate el libreto —susurró Verónica a su lado, una mujer hermosa de cabellos azules y ojos verdes.
Él se cruzó de brazos.
—Quiero hablar con el libretista. Esto parece escrito por un adolescente.
—¿Por qué siempre tienes que cuestionar todo, Dita? —preguntó la otra actriz—. Tardamos horas en grabar porque a ti nada te parece. Eres insufrible.
Y así era. Verónica se dio media vuelta y, disgustada, se alejó hacia una zona apartada del set, mientras Afrodita la siguió, intentando explicarse. Ella tenía paciencia para algunas cosas, pero durante la última semana su coprotagonista había estado cuestionando cada mínimo detalle del guión; cualquier aspecto, por trivial que fuera, le parecía digno de discusión, lo cual resultaba absurdo para ella. Aunque Verónica tampoco estaba de acuerdo con todas las acciones de su personaje, como la profesional que era, entendía que debía ceñirse al libreto. Sin embargo, su paciencia estaba llegando al límite; los horarios ya eran muy largos, las escenas requerían tiempo y esfuerzo, y su compañero detenía la producción a mitad de cada toma.
—¿En serio a ti te parece esto coherente? —cuestionó él—. Mi personaje atacó al tuyo, lo robó, humilló y maltrató, y, como ahora el gran Stiven se disculpó, entonces todo queda perdonado y olvidado. No sé, pero la vida real no es así.
—Creo que te hace falta salir al mundo real, Dita. Te sorprendería ver cuántas Violetas van por ahí perdonando a algún Stiven. ¿Sabes qué? Déjame descansar un momento, tengo jaqueca gracias a tus llantos.
—De acuerdo, perdónenme por querer pedir algo coherente. —Afrodita se dio la vuelta y marchó hacia el otro lado donde se encontró de frente con su asistente, una hermosa pelirroja de ojos brillantes, y de nombre Aura.
—Yo estoy de acuerdo, señor —dijo ella entusiasmada entregando el celular—. Lo estaban llamando…
—No es importante —interrumpió él al ver el identificador—. No te vi esta mañana. ¿Hasta ahora llegas? —continuó caminando hasta la mesa de bocadillos.
—Sí, señor. Acabo de llegar. Le ruego me disculpe.
—No te disculpes —acotó él probando la comida—. Simplemente, me preocupé porque no llegabas. —Aura sonrió encantada. Afrodita siempre era tan amable y atento, algo que enloquecía a todas—. Cuéntame qué pasó.
—Un hombre en el metro me atacó —explicó ella bajando los hombros y tensionándose al recordar aquel evento.
—¿Cómo que te atacaron? —inquirió buscando su mirada—. ¿Estás bien? ¿No deberías estar en el hospital o en la policía?
—Sí, sí —respondió ella con rapidez—. De hecho vengo del hospital. Mire —enseñó su brazo vendado—. El tipo estaba loco. Me mordió en el brazo. Me arrancó un pedazo. Afortunadamente Daniel estaba conmigo y logró apartarlo, aunque él también resultó herido. En el hospital nos curaron y nos tomaron los signos, dijeron que todo estaba bien. Pero ese hombre tenía algún problema mental o yo qué sé. A la policía le tomó varios minutos controlarlo y de no haber sido por otros pasajeros, la situación se habría salido de control… Fue horrible. Debemos ir a la estación a testificar en contra de ese hombre.
—¿Y por qué no testificaron de una vez? Deberías estar en la estación.
—Daniel y yo hablamos al respecto, pero es domingo y hay poco personal en las estaciones, tardaríamos mucho. Prefiero estar acá en lo que termina la grabación y luego haremos eso.
—Bien. ¿Y dónde está Daniel?
—Se quedó en la sala de sonido. Creo que hubo una eventualidad, no me supo explicar. Apenas llegamos, marchó hacia allá.
—Qué extraño todo eso. Pero lo importante es que están bien —consoló colocando su mano sobre el hombro de ella, pero la percibió con una temperatura muy alta—. ¿Tienes fiebre? ¡Cielos, Aura, estás ardiendo! Mejor veté al hospital, que te revisen nuevamente.
—Debe ser un simple malestar, no se preocupe.
—Pero estás enferma. Te ves muy pálida, muy pálida. Eso no es normal…
—Estaré bien, señor. —Aura le restó importancia y con un pañuelo se limpió la cara sudorosa.
—Afrodita, quieres llevar tu arrogante trasero de vuelta al escenario —ordenó el director. El santo rodó los ojos e hizo como se le pidió, acompañando de nuevo a una molesta Verónica.
Por su lado, Aura tomó asiento y se permitió disfrutar de la grabación. Algunos minutos pasaron y ella empezó a sentirse mareada y su temperatura subió considerablemente. Le costaba prestar atención y sentía el cuerpo pesado, y el simple hecho de sostener el lapicero entre sus dedos se estaba convirtiendo en una engorrosa tarea. Después de batallar por largo tiempo el bolígrafo cayó de su mano y sus ojos se cerraron abruptamente pese a que ella se obligó a estar despierta, pero le fue imposible.
—¿Aura, estás bien? —preguntó una maquillista al ver el cuerpo de la chica en una posición extraña, con las extremidades caídas y la cabeza colgando—. ¿Aura?
La pelirroja cayó al suelo convulsionando, pero sus movimientos eran violentos y veloces, después de unos segundos se quedó completamente quieta, acto seguido despertó generando un pequeño gemido que hizo respingar a la otra. Su mirada era brillante y su comportamiento errático. Sin previo aviso, se lanzó sobre la maquillista, mordiendo con ferocidad su cuello y el grito desgarrador de Angela atrajo la atención de todos en el set.
—¡Aura! —llamó Afrodita, corriendo a ayudar. Aura soltó a su presa y avanzó hacia él al escucharlo gritar—. ¿Qué te sucede? —Piscis, retrocedió con cautela—. ¿Aura, qué sucede?
La pelirroja caminó con paso lento, levantando la mano para alcanzar al hombre, Afrodita por su parte permitió el acercamiento, pero cuando ella pudo atraparlo se arrojó con demasiada violencia dispuesta a morderlo. Verónica, quien se había quedado congelada en su lugar, pareció reaccionar de improvisto al ver a su compañero de escenario intentar soltarse del agarre de Aura y no dudó en golpear a la joven asistente con un micrófono, derribándola momentáneamente. Sin embargo, el horror creció cuando la maquillista que había recibido la agresión, se levantó, ahora transformada en algo monstruoso.
El director no tuvo la misma suerte del sueco, y al estar tan cerca de Ángela no fue capaz de impedir ser mordido por ésta. Logró soltarse del agarre con velocidad, pero ya el daño estaba hecho. Afrodita observó asombrado toda la escena. La maquillista, quien había caído víctima del ataque de Aura, se movía como si nada, aunque su cuello parecía una cascada de aguas rojas. Los ojos del dorado se posaron luego en los de Aura, quien, al igual que antes, también se levantó sin tan siquiera quejarse.
—Verónica, retrocede —ordenó con suavidad el santo para no llamar la atención de aquellas mujeres que intentaban darle alcance al que tuvieran más cerca, pero bastaba algún ruido o movimiento fuerte de alguien más para que ellas cambiaran su trayectoria—. Camina despacio.
El set se fue vaciando, los más rápidos apuraron el paso dejando al director que pedía ayuda y atraía a las mujeres hacia él. El santo no se quedó a ver lo que sucedía, y tomó a Verónica de la mano para salir del lugar.
—No te detengas —ordenó él recorriendo los pasillos del estudio mientras el caos se desataba.
—Maldita sea, esto es un laberinto —anunció Verónica dando vueltas por las esquinas sin encontrar la salida—. Esta parte del estudio no la conocía.
La alarma del edificio empezó a sonar con fuerza, Afrodita y Verónica se taparon los oídos para no quedar sordos y continuaron avanzando hasta encontrarse con un nuevo ataque en otra de las secciones. El santo pudo distinguir a Daniel completamente alterado atacando a sus compañeros, lamentablemente, él no era el único que se había convertido en un demente asesino.
—¿Qué está pasando? —quiso saber Verónica siendo tomada de la mano por Piscis quien la sacó del camino—. ¿Qué es todo esto?
Afrodita razonó rápidamente, recordando la historia de Aura en el metro: las mordidas eran el origen de la infección.
—¿Será rabia? —observó él, y rápidamente a su mente llegaron vagos recuerdos de su mundo—. No puede ser. ¿Esto es un apocalipsis zombi? —preguntó, incrédulo, mientras corrían por los pasillos.
—¿De qué hablas? —quiso saber Verónica, aterrorizada.
—No importa. Solo corre.
****
Aioros contempló el vecindario completamente, aterrado. Había sangre en las calles y los rostros de las personas reflejaban una auténtica angustia. Los autos estaban aparcados a las afueras de las casas, donde los habitantes del lugar guardaban con rapidez el equipaje en los baúles. Algunas personas armadas y asustadas, habían abierto fuego contra quien se les acercara. Tenían tanto afán de escapar que no se detenían a auxiliar a otros, ni mucho menos analizaban el hecho de que pudieran estar infectados.
—¡Aioros, Aioros! —la voz de Marín se escuchaba a lo lejos. Él jamás se había paralizado, siempre estaba atento, y dispuesto al combate y atender cualquier emergencia, pero todo aquello lo estaba superando. ¿Cómo ayudar a todas esas personas? ¿Cómo?—. ¡Aioros! ¡Debemos irnos! ¡Los refuerzos no van a llegar!
Marín sacudió al dorado con fuerza, antes de eso se había comunicado con la estación para preguntar por las ambulancias y la asistencia, pero como respuesta le habían dicho que la ciudad era un caos, y que la misma estación se había convertido en un campo de batalla.
—Tengo que ir por mi esposa y mi hijo —dijo finalmente, logrando poner los pies sobre la tierra.
—¿Una esposa y un hijo? —analizó Marín, aclarando su mente ante aquello. Zeus había hablado de la posibilidad de tener familiares en ese mundo, pero no imaginó que se tratara de algo como eso—. De acuerdo. ¿Dónde están ellos?
—En las clases de natación de Dylan.
—Está bien —dijo Marín caminando hasta su camioneta—. Las ambulancias y los refuerzos no llegarán. No podemos hacer nada por esta gente. Debemos salir de aquí. Esto ya está en todas partes. Dile a tu esposa que se mantenga alejada de cualquier persona, que nos espere en un punto seguro. Resguardemos a tu familia, y ya veremos qué hacer.
Aioros suspiró aliviado al sentir el apoyo de su compañera. Esperaba que ella le dijera que estaba loco, que no podían centrar la misión en salvar a dos personas mientras dejaban al resto a su suerte. Sin embargo, Marín era sensata y tenía experiencia; reconocía de inmediato a un padre angustiado. Como detective, había lidiado antes con ese tipo de dolor, y en su rol de santo de Athena también conocía de cerca el sufrimiento ajeno. Aunque ambos comprendían la importancia de salvar todas las vidas posibles, sabían que no podían arriesgarlo todo; debían primero proteger a quienes todavía les inspiraban confianza.
—Será difícil que Norma, me crea que hay un apocalipsis zombi. Ella siempre tiene una explicación científica para todo.
—No menciones la palabra ‘zombi’ —interrumpió Marín quitandole de la mano el celular a Aioros quien la observó confundido—. Dime, ¿alguna vez el gran bombero Aioros ha escuchado hablar de los zombis? —El dorado revisó rápidamente sus memorias sin encontrar respuesta y negó con la cabeza—. Exacto, todo el mundo sabe que es un zombi en nuestra realidad, pero aquí nadie sabe eso. Podemos quedar expuestos ante nuestros enemigos si no tenemos cuidado con nuestras palabras.
—Norma, no es un enemigo —aclaró, intentando creer que Zeus no lo dejaría conviviendo con uno de ellos.
—Puede que no. —Marín devolvió el celular y caminó con rapidez a la camioneta donde Aioros la alcanzó—. Pero si ella repite tus palabras delante de extraños la pondrás en riesgo.
Aioros subió al auto avergonzado. No había pensado en eso. Marín había sido más rápida deduciendo todo aquello, y él se estaba bloqueando ante esa emergencia, de seguir así se convertiría en un obstáculo. Debía pensar con cabeza fría, ignorar las emociones del bombero Vranjes, quien estaba desesperado por encontrar a su familia y estaba aterrado tratando de comprender lo que estaba sucediendo. El humano común de Tierra Dos, no lo dejaba a él, el guerrero, actuar y pensar con la claridad necesaria para esos momentos. Debía separar a un individuo del otro. Debía controlar sus emociones y aclarar su mente o enloquecería antes de poder hacer algo.
A eso se refería Aioria cuando hablaron aquella vez en la cafetería. ¿Qué era más importante: las vidas de otros o solo su familia?
****
—¡Maldita sea, no hay salida! —Frustrado, Afrodita golpeó una pared—. ¿Por qué cerraron todas las puertas?
Verónica levantó las manos dando a entender que no sabía lo que estaba pasando, ya otros estaban con ellos: camarógrafos, actores, entre otros, todos igual de confundidos y aterrados.
—Tal vez los de control estaban muy asustados y cerraron todo —explicó uno de los técnicos, aún con el micrófono en su cara.
—Nos condenaron. —respondió Afrodita mirando a su alrededor—. Necesitamos salir de aquí.
—¿Creen que eso sea prudente? —dijo una asistente mirando su móvil—. Esas cosas están por todas partes. Miren. —Los presentes dirigieron la vista hasta el teléfono de Sofía, quien levantó en el aire el celular e imágenes escalofriantes inundaron la pantalla—. Tal vez sea mejor quedarnos aquí.
—Pero esas cosas también se encuentran acá —habló el muchacho del micrófono—. Van a matarnos.
—Debe haber un área segura —intentó tranquilizar el santo, no era una mala idea la de Sofía—. Debemos estar todos atentos. Yo me encargo del frente, Verónica tú vigila el centro y Manuel, tú debes estar pendiente de que nadie nos persiga. ¿De acuerdo?
—¿Qué pasa con los que tenemos hijos? —se hizo oír una mujer mayor—. Mi familia está allá afuera.
—Debemos ponernos a salvo primero —sugirió el sueco mirando a la mujer a los ojos—. Esperemos que esas cosas se vayan y luego buscaremos una salida. De seguir así, seremos una presa fácil.
Nadie más objetó, todos estaban tan asustados que prefirieron darle la razón al santo.
—Las salas de sonido nos pueden servir de refugio —indicó Manuel, mirándolos a todos.
—Buena idea —dijo el santo—. Llévanos a una. Encárgate del frente y yo de la retaguardia.
—Está bien —aceptó el muchacho asustado, encabezando la comitiva.
Todos apuraron el paso tanto como pudieron para no atraer la atención de las personas caníbales. Caminaban muy juntos, mirando los alrededores atentos a no ser atrapados, algunos soltaban pequeños quejidos de angustia y otros intentaban mantenerse serenos, pero sabían que el mínimo ruido les haría perder el temple. Finalmente, llegaron hasta una de las salas. Estaba completamente desierta, los micrófonos seguían abiertos, pero no había rastro de alguna persona o criatura en los alrededores.
Poco a poco todos fueron ingresando y con precaución cerraron la puerta, únicamente para mirar de vez en cuando por la ventana que daba hacia uno de los estudios. Había sangre en el suelo, y la presentadora del noticiero avanzaba con torpe andar alrededor del escritorio.
—¡Oh, no! Susana —dijo Sofia al verla—. No entiendo qué está sucediendo. ¿Por qué ella y los otros actúan tan dementes?
Afrodita respiró profundo, había guardado la calma e intentó no gritar al descubrir que estaba sumergido en un asqueroso apocalipsis zombi, e imaginó que Death Mask sería el más feliz con ese cataclismo. Sólo a un demente como Ángelo le gustaría ese tipo de fin del mundo.
—Jamás me imaginé que tuvieras madera de líder —le dijo Verónica en tono divertido—. Te queda bien. Creo que manejaste la situación como todo un profesional.
Afrodita sonrió socarronamente. El grupo se había formado en medio de su huida, poco a poco más personas se le fueron uniendo. Él no las reunió, ni las buscó. Auxilió algunos, pero su ayuda no fue suficiente.
—¿Alguno fue mordido? —preguntó recordando cómo era que se transmitía ese tipo de infección—. Necesito saberlo.
Todos negaron con rapidez, pero aquellas palabras del santo hicieron que el grupo empezara a sospechar de los demás.
—Es cierto —bramó la mujer mayor—. Yo vi cómo la gente se convertía en esos monstruos después de ser mordida por una de esas criaturas.
—¡Eso no es cierto! —gritó un hombre, quien no estaba seguro de lo que estaba pasando. Debía haber otra explicación.
—¿Cómo sabemos que los que estamos acá estamos sanos? ¿Cualquiera podría ser una de esas cosas?
La discusión fue tomando fuerza y Afrodita comprendió que no había manejado bien la situación y que si no los mataban los zombis, iban a empezar a matarse entre ellos por la desconfianza.
—¡Tranquilos, tranquilos! —ordenó él—. Sí, son las mordidas. Lo vi con mis propios ojos. Así que vamos a ser sinceros. ¿Alguien fue mordido? —Un largo silencio se sembró en toda la sala. Verónica, no se detuvo a esperar una respuesta y con rapidez empezó a desprenderse de su ropa—. ¿Qué estás haciendo?
—Demostrandoles a todos que no fui mordida. —La chica se quedó en ropa interior enseñándole a los presentes que no tenía ninguna herida.
Afrodita la imitó. Esa era una buena idea. Si exponían sus cuerpos, los demás podrían corroborar con sus propios ojos que ninguno estaba infectado. Unos pocos hicieron lo mismo, pero otros prefirieron mantenerse vestidos.
—Debemos verlos a todos —expusó Sofía.
—Escuchen —llamó la atención a Afrodita—. Es la única manera en la que sabremos que estamos a salvo. Lo siento, pero si no nos demuestran que no fueron mordidos, los sacaremos de la sala.
—¿Te parece prudente? —le preguntó Verónica al santo en voz baja.
No, no era prudente. Obligarlos no era apropiado y si ellos se seguían negando, los demás, tomarían la iniciativa desvitiendolos a la fuerza. Piscis no estaba dispuesto a poner en riesgo al grupo. Si uno solo de ellos estuviera contagiado, todos en la sala estarían en peligro. Así que por poco ético que pareciera, era la única forma de estar seguro de que no hubiesen sido mordidos, y si él mismo tenía que arrancarles la ropa, lo haría sin dudarlo.
Para su fortuna, no tuvo que llegar a esos extremos, y con nerviosismos todos quedaron al descubierto, demostrando que por ahora, estaban completamente sanos. Un silencio incómodo se instaló en la sala en lo que cada uno buscaba con la mirada, heridas en los cuerpos de los otros.
—¿Cómo sabremos si debajo de la ropa íntima no están ocultando algo? —Una mujer no mayor de 50 años observó dudosa al grupo. Estaba aterrada y cubría su pecho semidescubierto. Jamás se había sentido tan avergonzada—. Yo no sé ustedes, pero yo no me pienso quitar ni una prenda más.
Afrodita suspiró agotado. Aunque algunos usaban ropa interior menos reveladora que otros, dudaba mucho que bajo esas prendas escondieran algo.
—Creo que notaríamos cualquier anomalía a simple vista —explicó el sueco buscando la mirada de todos—. No creo que alguno haya recibido en este momento preciso una mordida en una zona íntima. De ser así, ya nos habríamos dado cuenta. ¿No lo creen? Además, dudo mucho que, personas como Carol, escondan algo bajo esa diminuta, muy diminuta lencería.
La aludida sonrió complacida y le devolvió el gesto al santo con un guiño, a su lado Verónica dejó salir una ligera carcajada y los demás, entendiendo, pero no muy complacidos, aceptaron las palabras del dorado. Viendo la agresividad de aquellos seres, y de haber sido alguno mordido, como lo mencionaba el santo sería muy evidente a simple vista.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Manuel volviéndose a vestir. Tan abrumado estaba que no pudo disfrutar de la hermosa figura de las actrices que se encontraban con ellos. En otro momento eso habría sido lo más alucinante en su vida.
—Esperar —contestó Afrodita. Solo confiaba que su grupo no empezara a desesperarse por la falta de aire, de agua y de comida.
****
—¡Diablos! —maldijo Aioros sosteniendo el celular con fuerza, Marín apenas y apartó la vista del camino para observarlo.
—¿Qué pasa?
—El idiota de Aioria no me contesta —explicó, ya había podido comunicarse con su esposa y habían logrado averiguar que algunos puntos de la ciudad estaban bien. En la escuela de su hijo todo parecía estar tranquilo—. De seguro Helen decomisó su celular.
—¿Quién es Helen? —Marín dio un rápido movimiento al volante, no se apreciaban zombis por esos lados, pero si habían muchos autos en las avenidas y ya se había visto en la obligación de buscar atajos para llegar a la escuela de Dylan.
—La novia de Aioria, es algo… controladora.
—¿Lo suficiente para dejarlo incomunicado? —inquirió mirando por el retrovisor en lo que Aioros suspiraba con amargura—. ¿Por qué no la llamas por lo que es: una loca?
—No quería llamarla así. Es mi cuñada —intentó bromear.
—¿Tienes el número de ella?
—Ella tampoco responde.
—Él sabe dónde encontrarte, ¿cierto? —Aioros asintió—. Él nos encontrara entonces. Por ahora debemos revisar nuestras opciones para resguardarnos. La estación de policía no es una opción. Había personas infectadas adentro y según parece están lidiando con eso. ¿Qué hay de la estación de bomberos?
—La estación de bomberos es un buen lugar —aceptó con entusiasmo—. Tenemos los camiones, y hay espacio suficiente para acomodar a varias personas.
—Debemos decirles a todos que vayan hacia allá. Que bueno —anunció al llegar a la escuela—. Están evacuando como se los pedimos. Aioros, sabes que lo que podamos hacer por estas personas será muy poco. ¿Cierto?
—No hay ayuda pequeña. Todo es igual de importante.
—Ve por tu hijo —pidió estacionando el vehículo. Aioros rápidamente descendió de éste.
Marín observó el paso nervioso de Aioros al dirigirse al interior del edificio y se preguntó si ella habría reaccionado igual, si Zeus la hubiese dejado en la engorrosa tarea de ser mamá. Prefirió no pensar en eso, y continuó tratando de contactarse con sus compañeros. Una llamada fue suficiente para entender lo poco de la situación, minutos después Aioros llegó con su hijo.
—Marín, te presentó a Dylan, mi hijo.
La amazona descendió del vehículo para observar al pequeño de cabellos negros, quien pese a ese rasgo era muy parecido al gran Sagitario.
—¿Cómo habrá hecho esto Zeus? —inquirió ella, el niño observó a su padre confundido—. Gusto en conocerte, Dylan —comentó con rapidez—. ¿Y tu esposa?
—Fue por el auto —contestó él—. Dijo que iría tras nosotros. Debemos ir a casa por nuestras cosas.
—No sé si sea prudente —comentó Marín—. Ir directo a la estación sería mejor.
—Sabes que necesitamos todo lo que podamos. Ropa, comida. Todo.
—De acuerdo. No discuto. Dylan. ¿Quieres esperar en el auto? —El pequeño observó a su padre quien con un movimiento de cabeza le dio vía libre al muchacho, el cual se subió al vehículo sin objetar—. Ese pequeño es muy parecido a ti.
—Es mi hijo.
—Lo sé. Pero Zeus dijo que trajo a este mundo, solo la imagen de algunas personas de nuestro universo. ¿Cómo es que el pequeño se parece tanto a ti?
—Tal vez tengo un hijo perdido en nuestro mundo —intentó bromear, pero el chiste no le pareció gracioso a la amazona, quien lo observó molesta—. Bueno, no. No lo sé. Pero Aioros Vranjes, lleva catorce años con Norma. El niño tenía que parecerse a él. Seguro el niño no está inspirado en nadie de nuestro universo y Zeus lo puso acá para darme más dolores de cabeza.
—De acuerdo, eso no importa. Repasemos lo que tenemos. Logré contactarme con uno de mis compañeros, quien averiguó que la señora Rut Nolan era enfermera del hospital San Francisco. Allí, llegó un chico muy enfermo, tenía fiebre, mareo y se le veía muy pálido. En algún punto de la noche se convirtió en una de esas cosas, y atacó a la señora Nolan. Nos informaron que fue una mordida en el brazo. La vendaron, suministraron medicamentos, y la enviaron a casa.
—¿No le hicieron ningún análisis?
—Unos —contestó ella mirando su libreta—. Apenas para saber que no la hubiese contagiado de alguna enfermedad conocida, y algunos resultados aún no han salido. De todas formas, no sabemos qué necesitamos si no tenemos idea de qué estamos buscando.
—Vaya, el avance tecnológico no es nuestro fuerte.
—Escucha. El incidente ocurrió a las 3 de la mañana —continuó Marín—. El hospital está a una hora de la casa de los Nolan. Lo que quiere decir que Ruth llegó a su residencia sobre las 4. Arthur se encontró con el grupo de Oliver a las 6am. Y no fue mucho lo que logró avanzar en su vehículo, apenas dos kilómetros. Deduzco, que Ruth tuvo un promedio de dos horas para convertirse en un zombi.
—Eso podría ser bueno, tenemos ese tiempo para hacer algo. Pero el señor, el esposo, se convirtió muy rápido. Según lo que me contaste sobre aquella pandilla, él ya estaba convertido cuando se encontró con ellos, por eso estrelló su vehículo, porque ya era un zombi.
—Creo que las mordidas matan a la persona, pero toma tiempo en que la infección viaje a todo el organismo. Arthur murió desangrado por una mordida, pero ya estaba contagiado, solo que murió antes de que la infección destruyera su humanidad.
—Lo mismo pudo haberle pasado al chico del edificio. Él murió por la inhalación de gases tóxicos, pero ya estaba infectado. Un zombi tuvo que haberla atacado antes.
—No lo sabremos hasta no indagar más. Debo saber con quién tuvo contacto antes del incendio. Tal vez podamos encontrar el origen o saber si a él le tomó más tiempo la transformación. Debemos conocer a nuestro enemigo.
—Tienes razón. Requerimos toda la información posible para enfrentar esta amenaza.
—Los llevaré a la estación, y luego iré al Departamento de Policía. Tengo que encontrar pistas.
—Debería ir contigo.
—No creo que sea correcto dejar a tu familia.
Aioros observó a Dylan en el auto y unos metros más atrás alcanzó a ver el carro de su esposa, quien le hacía una señal para que continuaran.
—Si quiero salvar a mi familia —dijo él con determinación—. Debo saber más de estas criaturas.
****
—Aioros de Sagitario —murmuró Athor conduciendo con cuidado, en lo que Aioria permanecía en silencio a su lado—. Es tu hermano. ¿Cierto?
—Sí. Ya te lo había dicho —suspiró.
—Me dijiste que Aioros. Pero bueno, he escuchado hablar del gran Aioros de Sagitario. Un héroe admirable. Debes sentirte muy orgulloso de ser su hermano.
Aioria esbozó una sonrisa de medio lado. Orgulloso estaba en ese momento, pero durante años, el león dorado solo quería desaparecer todo rastro que lo vinculara con Sagitario.
—Fue vilmente, difamado. —Aioria no pudo evitar apretar las manos con rabia y lo que más le molestaba era haber creído en las palabras de otros y no en las de su propia sangre.
—Pero eso ya quedó en el pasado. ¿No? El nombre de tu hermano ahora resuena con fuerza, como el gran héroe que siempre fue. No lo conozco, pero sus hazañas son una leyenda en nuestra órden.
—¿Y qué hay de las hazañas del gran León dorado? —preguntó inflando el pecho. Athor lo observó de medio lado haciendo un gesto.
—Sé que en el Santuario existen doce santos dorados bajo el signo de las constelaciones zodiacales. Y bueno, sé que el sexto guardián es el león, pero nunca había escuchado de ti.
Aioria dejó salir el aire de su pecho e hizo un puchero molesto y decepcionado.
—Hemos escuchado de algunos de ustedes. Como del poderoso Saga de Geminis, el prodigio Shaka de Virgo, o del hombre que es capaz de asesinar con una rosa, Afrodita de Piscis. Y claro, el más famoso de todos: El gran Seiya de Pegaso. Su nombre y sus hazañas…
—Sí, sí. Ya entendí. Gira a la izquierda.
Athor intentó no reírse ante la rabieta del dorado y prefirió guardar silencio para no aumentar la molestia del otro. No conocía a ningún santo de la órden de la diosa de la guerra, pero las proezas de muchos de ellos eran toda una leyenda y sonaban con fuerza en varias facciones.
—Es acá —señaló Aioria.
—¿Me puedes decir por qué venimos a tu apartamento y no a la casa de tu hermano? —Athor preguntó escéptico al ver el enorme edificio donde vivía Leo.
—Necesito algunas cosas —contestó bajando del auto—. Además, no sé donde está Aioros. Puede estar en las clases de Dylan, en la estación o en su casa. Una llamada rápida me ayudará a descubrirlo y para eso necesito mi celular.
—Oye, tuvimos suerte de que las calles aún no estén congestionadas —dijo mirando por encima del vidrio del asiento del copiloto—. Apresúrate. Tienes diez minutos o te dejaré aquí. Aunque seamos aliados, no permitiré que una de esas cosas me devore por culpa de ustedes. Finalmente, son la razón por la que estamos acá.
—Quisiera pedir disculpas, pero realmente no quiero —sostuvo con cinismo—. No tardo.
—Más te vale.
Aioria marchó con rapidez hacia su apartamento, tuvo suerte de que el ascensor estuviera en el primer piso dejando salir a una pareja, y no le tomó mucho tiempo llegar hasta su residencia. Su celular estaba sobre la mesa, con varias llamadas de su hermano y algunos mensajes, un rápido vistazo bastó para entender que debía reunirse con él en la estación de bomberos. No perdió mucho tiempo y echando todo lo que le pareció necesario a su maleta, volvió a bajar para encontrarse con Athor que ya empezaba a perder la paciencia.
—¡Te dije diez minutos!
—Fueron menos de diez minutos —protestó Aioria subiendo al auto y colocando el cinturón de seguridad.
—¿Y bien? ¿A dónde vamos?
—A la estación de bomberos. Yo te indico.
****
Para Aioros, el viaje había sido especialmente inquietante; después de dejar a su familia en la estación de bomberos, una sensación de angustia comenzó a invadirlo. Había dispersado a su equipo por la ciudad para cubrir diversos puntos críticos. Aioros había instruido a todos para organizar un refugio y proteger a sus familias en la estación, pero la oleada de emergencias que se desató por toda la ciudad hizo imposible cumplir con esa orden. Norma, no había recibido bien esa drástica decisión. Apenas tuvo tiempo de preparar una maleta con lo esencial antes de ser dejada sola con su hijo en la estación. Además, la presencia de Marín la incomodó bastante. No entendía de dónde había salido aquella mujer tan atractiva y de imponente apariencia, que acompañaba a su esposo y parecía tener una extraña cercanía con él. Todo aquello y la falta de información no la tenían de buen humor.
Aioros y Marín llegaron al departamento de policía en silencio con una tensión evidente en el aire. El departamento de policía, a diferencia de la relativa calma de la estación de bomberos, era un completo caos. Los alrededores vibraban con el ruido de personas que entraban y salían, mientras los teléfonos sonaban sin cesar en cada escritorio. Algunos ciudadanos, en un estado de pánico absoluto, apenas lograban articular sus palabras. Los oficiales hacían lo posible por controlar la situación, pero el desbordamiento era evidente. En medio de la agitación, Aioros vio a un hombre joven, esposado a una mesa, con los labios y el mentón manchados de sangre y una mirada vacía. Nadie parecía prestarle atención mientras intentaba morder a cualquiera que se acercara, aunque las esposas impedían que lograra su objetivo.
—Ese es un riesgo —dijo Aioros, mirando a Marín y señalando al hombre esposado con un leve movimiento de cabeza—. Si logra escapar, podría atacar a alguien.
—Tienes razón —respondió Marín—. Hay que evitar que la infección se propague tanto como sea posible. Pero no podemos simplemente dispararle frente a todos; eso podría desatar el pánico y empeorar la situación.
—Un cuchillo —sugirió Aioros—. Nadie lo está observando. Podríamos acercarnos, atravesar su cráneo y seguir adelante.
Antes de que pudieran actuar, una mujer también esposada comenzó a convulsionar. Un oficial se acercó para ayudarla y fue sorprendido por una mordida brutal. El lugar estalló en gritos cuando los presentes reconocieron el peligro; muchos ya habían presenciado ataques similares. Marín, decidida, dejó de lado la cautela, desenfundó su arma y disparó primero a la mujer, que se había puesto de pie de forma agresiva, y luego al hombre que estaba esposado a la mesa.
—¡Maldita sea! —murmuró, frustrada, al perder de vista al oficial herido entre la multitud—. Si esto sigue así, será imposible contener la amenaza. Tenemos que encontrarlo.
—No podemos perseguir a cada infectado —razonó Aioros—. Sabemos que las mordidas son el principal medio de contagio, pero podría haber otras vías, incluso el contacto directo. Aquí dentro ya puede haber muchas personas infectadas.
—¡Demonios! —exclamó Marín mientras intentaba abrirse paso entre la multitud que corría de un lado a otro después de los disparos—. Vamos a la morgue.
A pesar del caos, lograron llegar a la sala forense, donde el médico de turno estaba recogiendo sus pertenencias, claramente decidido a irse. Apenas vio a Marín, frunció el ceño.
—Lo siento, detective —dijo el doctor—, pero me largo de aquí.
—Lo entiendo, pero necesito ver un cuerpo antes de que te vayas —pidió ella, intentando calmarlo.
—Ve todos los que quieras, detective. La sala es toda tuya —replicó él, marchándose sin detenerse.
—Demonios —murmuró Marín al ver al doctor partir apresuradamente.
—Es él —indicó Aioros, señalando el cadáver de un joven sobre una de las mesas.
—¿Estás seguro?
—Sí.
Ambos se acercaron al cuerpo y lo observaron detenidamente, tratando de encontrar alguna pista de lo que buscaban.
—Debemos desvestirlo y examinarlo —sugirió Águila mientras buscaba guantes y mascarillas para ambos—. Con cuidado.
Ambos comenzaron a revisar el cuerpo con precaución, buscando cualquier herida o marca que sugiriera una infección. El cadáver estaba frío y rígido, con una palidez extrema y algunas zonas amoratadas. Las heridas de bala eran visibles, pero aparte de eso, no hallaron mordeduras, arañazos ni otras señales evidentes de contacto.
—¿Crees que pudo haberse contagiado de otra forma? —preguntó Aioros—. El contacto piel a piel podría ser una posibilidad.
—No lo sabremos hasta identificar los síntomas iniciales del virus —reflexionó Marín—. La mujer afuera convulsionó antes de atacar al oficial. La vi un momento antes y estaba extremadamente pálida.
Aioros examinó el cuerpo nuevamente, intentando recordar los detalles de lo que había visto.
—Él también —confirmó—. Cuando lo saqué de su apartamento, se veía muy pálido y sudaba mucho. Poco después, murió entre mis brazos.
—Si están en la etapa de incubación, podrían ser contagiosos sin necesidad de morder a nadie. Debemos tener cuidado con su saliva o su sangre.
—O quizás todos ya estamos expuestos —admitió Aioros con preocupación—, y lo que sea que causa esto podría estar en el aire, en el agua o incluso en la comida.
Guardaron silencio, contemplando el alcance de la situación. Si la infección realmente se propagaba de esa manera, ¿qué harían? ¿Acaso las mordidas aceleraban la transformación o solo bastaba morir para convertirse en un zombi? ¿Cuánto tiempo podrían resistir sin verse afectados del todo? Sin información clara, cualquier plan parecía insignificante. Aunque construyeran un refugio, podrían estar introduciendo a alguien que en cualquier momento se convertiría en un peligro mortal.
No contaban con las herramientas ni el personal necesario para combatir una amenaza de esa magnitud, y la incertidumbre sobre el origen y propagación de la infección lo hacía aún más angustiante.
—Debemos contemplar todas las posibilidades —anunció Marín con un nudo en la garganta. Sin tener certezas, podrían verse obligados a tomar decisiones extremas, incluso matando a personas inocentes para proteger a los demás—. No cualquier persona puede entrar al refugio.
Aioros asintió, compartiendo el peso de la responsabilidad. Si realmente querían proteger a los sobrevivientes, no podían permitirse bajar la guardia con nadie. Cualquier signo de enfermedad, por insignificante que pareciera, desde un simple resfriado hasta una tos leve, debía considerarse y tratarse por los medios necesarios. Estaban entre la espada y la pared. Entre la vida y la muerte.
Continuará…
Chapter 4: Naxina
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Mu de Aries suspiró agotado terminando de revisar varios exámenes que se apilaban en su escritorio. Apenas era su primer día en Tierra Dos y ya el peso de su nueva realidad parecía agotarlo. Pero, pese al agobio, no podía quejarse. Zeus le había concedido una vida plena y productiva en esa dimensión alterna. En Tierra Dos, Mu, no solo era reconocido por su habilidad como maestro, sino que ostentaba una lista impresionante de títulos: arqueólogo, geólogo y antropólogo, con especializaciones en paleomicrobiología y etnobotánica. Era una combinación tan específica que él mismo se preguntaba cómo su yo alterno había acumulado tanto conocimiento. Aunque resultaba útil, también era abrumador.
Naxina, la isla donde residía era un lugar único. Rica en historia y con rincones inexplorados, equilibrando su estatus como atractivo turístico con un lado misterioso que atraía a investigadores y aventureros. Sin embargo, a pesar de sus maravillas, la población local era modesta, lo que mantenía intacto su encanto aislado. Para Mu, era el escenario ideal para combinar su pasión por la enseñanza con su amor por los secretos de la historia.
Hasta el momento todo parecía marchar con normalidad, no tenía referencia de sus compañeros, pese a estar seguro de que en la isla no iba a encontrarlos, pero confiaba en que todos mantendrían la calma y lograrían cumplir con la misión, sin perder las esperanzas y al final del día los dioses tendrían que tragarse sus propias palabras.
Aquella tarde, un grupo de seis estudiantes irrumpió en el salón. Sus rostros brillaban con una mezcla de emoción y cautela, y cargaban cuidadosamente una pequeña hielera.
—Profesor —llamó entusiasta Samantha, una chica de apenas 20 años, cabellos largos color miel y ojos claros—. Encontramos algo interesante.
La joven y sus compañeros no pudieron borrar la sonrisa de sus ojos, y aunque estaban sucios como si se hubieran revolcado en el suelo, lucían más enérgicos que de costumbre. Mu observó al grupo con interés, en lo que Ronald otro de sus estudiantes dejaba la hielera sobre el escritorio del santo para luego abrirla con cautela. Dentro del recipiente, protegida por capas de hielo, se encontraba una pieza de mineral como ninguna que Aries hubiera visto antes.
—Lo encontramos en una de las montañas al norte —explicó Samantha asumiendo la vocería del grupo.
Aquella descripción hizo que Mu frunciera el ceño. La región de la que hablaban los chicos no había sido explorada en su totalidad, sin embargo, el santo recordaba que la noche anterior se había presentado un temblor. Al principio él se lo atribuyó al despertar de todos en Tierra Dos, como un fenómeno provocado al ser llevados a ese nuevo mundo, el cual coincidió exactamente con su despertar y el inicio en esa realidad. No obstante, le habían informado esa mañana al llegar a la universidad, que las vibraciones desmoronaron algunas rocas antiguas, revelando senderos ocultos que llevaban a cuevas inexploradas.
Ya el grupo de científicos de la facultad, esperaban los respectivos permisos y apoyo financiero para revisar el terreno. Él como experto en varias ramas, era quien encabezaría la expedición, pero teniendo en cuenta que todo debía pasar por un comité y ser autorizado. No se explicaba cómo sus estudiantes habían llegado hasta ese lugar pasando por encima de los protocolos. Sin contar, que él no estaba seguro de donde ellos habían obtenido la información.
—¿Por qué fueron a este lugar? —interrogó esperando que con sus propias palabras y sin mentirle ellos supieran dar una buena y factible explicación. Sin embargo, todos guardaron silencio.
—Lo escuchamos, por ahí —se atrevió hablar un chico de cabellos negros de nombre Kevin—. Nos pareció curioso que un ligero temblor de 3.8 grados, hubiera abierto caminos bloqueados. Decidimos…
—¿Cómo supieron lo de los caminos? —interrumpió Mu. Únicamente el personal a cargo sabía eso. La información era confidencial. Todos observaron a Samantha.
—Sergio me dijo —confesó ella avergonzada—. Salgo con él y, bueno, él…
Mu suspiró profundamente levantando la mano para interrumpir a Samantha. La información nunca debió haber salido de los laboratorios, ya hablaría con el supervisor de Sergio, a quien se le había pedido confidencialidad frente a los hallazgos o investigaciones que se llevaban a cabo dentro de cada una de las facultades. Apenas era un aprendiz, pero no debió haber revelado esos datos. Por ahora debía concentrarse en sus estudiantes y en su temeraria expedición.
—Supongo —continuó Mu revisando el contenido de la hielera—, que encontraron esto en un ambiente frío.
—Sí, por eso lo protegimos con hielo —dijo con entusiasmo Ronald. Mu quiso darle un golpe en la cabeza, pero se contuvo—. Allá abajo hacía mucho frío.
—Ya saben que existen diferentes grados de temperatura —regañó. Los muchachos volvieron a bajar la cabeza—. El mineral pudo haber perdido sus propiedades al no estar en su temperatura habitual. Esta hielera puede estar a una temperatura muy baja o alta.
—Podemos traer más —sostuvo Kevin, como si revelara un dato muy importante—. Había mucho en ese lugar.
—No, hasta que la expedición no sea aprobada por el comité —ordenó con firmeza el Santo—. No quiero que se metan en problemas.
—¿Piensa que encontramos algo importante? —acotó Samantha mirando a su maestro, quien dejó pasar por un momento el enojo para centrar su atención en la hielera.
Mu inspeccionó el hallazgo con detenimiento. La pieza tenía un brillo extraño, casi hipnótico, y despedía un ligero vapor que se condensaba en contacto con el aire. Estaba claro que el mineral se había formado bajo condiciones extremas de temperatura y presión. Su superficie parecía inestable, fracturándose al menor movimiento, lo que le preocupó inmediatamente.
—¿Estuvieron en contacto directo con esto? —preguntó, su tono fue más serio de lo habitual.
Dos de los estudiantes intercambiaron miradas incómodas.
—Usamos elementos de protección —habló Kevin con total seguridad—. Como usted nos ha enseñado —enfatizó tratando de que el ceño fruncido de Mu desapareciera—. No lo tocamos señor.
—¿Seguros?
—¿Hay algo malo? —quiso saber María una pequeña pelirroja que se había mantenido a una corta distancia y en completo silencio.
—No lo sé —contestó él llevando una diminuta muestra para ponerla bajo el microscopio—. Los cambios climáticos y las posibles alteraciones químicas que puede sufrir un elemento al salir de su ambiente natural pueden ser volátiles. Ustedes lo saben, ¿no? Espero que mis clases no hayan sido una pérdida de tiempo.
—Para nada señor —dijo rápidamente Ronald—. Pero queríamos traer el mineral. Tal vez esto sirva para que el comité autorice cuanto antes la expedición.
—No puedo llevar esto ante el comité sin afectarlos a ustedes. —Mu se llevó las manos a la cabeza tratando de organizar sus ideas—. Saben que esto puede costarles mucho. Una expulsión sería lo mínimo.
—Nosotros no quisimos…
—Lo sé —interrumpió Mu a María—. Mantendremos esto en secreto en lo que encuentre una buena solución, por ahora, no sabemos cómo puede reaccionar el mineral fuera de su entorno original. Debemos mantenerlo aislado y no exponerlo a temperaturas altas.
—Profesor —tomó la palabra Carlos, un muchacho pálido con una gran delgadez—. Cree que tenga algún valor comercial.
Mu dudo antes de contestar:
—Emite un brillo fascinante —explicó él—-. No había visto algo así antes. Parece tener vestigio de rodio. Seguro su centro está compuesto de este metal. Sus propiedades son muy extrañas. Podría ser un descubrimiento científico invaluable, pero habría que hacerle más análisis para estar completamente seguros.
—Lo dejaremos en sus manos entonces, profesor —comentó Samantha con tranquilidad.
—No se librarán tan fácil de esto —dijo Mu al ver que el grupo intentaba escapar—. Me temo que tendré que bajarles la nota del semestre. —Los muchachos quisieron protestar—. No, no. No quiero discusiones. Ustedes, no solo se atrevieron a pasar por alto las normas de la universidad. Sino que también expusieron su vida. Pudo haberles pasado algo en esta expedición. Vayan a descansar. Sabrán mi decisión en un par de días.
Los muchachos salieron derrotados del salón y en completo silencio. Mu sonrió satisfecho y tomó el descubrimiento para llevarlo al laboratorio y saber más del hallazgo.
****
—No debimos haber traído el mineral con él —murmuró Ronald caminando por los pasillos junto a sus compañeros.
—De qué otra forma habríamos sabido más sobre el mineral. Era necesario. —María parecía conforme con la decisión.
—Pero nos perjudicó a todos. —Samatha suspiró derrotada deteniéndose cerca de un barandal—. No quiero que baje mi calificación. Debo mantener mi beca.
—Estoy segura de que el profesor Mu, no será tan drástico —consoló María colocando una mano en el hombro de su compañera—. Bien pudo exponerlo frente al comité. Habría sido peor.
—Yo solo espero que nos incluya en la expedición —dijo Ronald con prepotencia—. Nosotros descubrimos ese mineral. Casi morimos en esa cueva. Nos deben el crédito.
—El profesor lo manejará de la forma más adecuada.
—Estás enamorada del profesor Mu, ¿no, María? —comentó con malicia Kevin—. Te gusta, por eso lo defiendes y nos convenciste de traer el mineral con él.
—Claro que no —contestó con rapidez la aludida—. Le respeto mucho, eso es todo. ¿De qué otra forma habríamos sabido las propiedades de ese mineral? Él es experto y el único en el que podemos confiar.
—De todas formas, no nos dio mayor información —acotó Carlos—. No nos dijo gran cosa del mineral. Ni siquiera sabemos si vale la pena.
—El mineral necesita ser analizado minuciosamente —explicó Ronald—. Y no sabemos qué tanto se afectó al sacarlo de su entorno natural. El profesor, dijo que era un mineral extraño. Es un nuevo descubrimiento. Por ese lado, podemos darnos por bien servidos.
—¿Entonces puede ser valioso? —quiso saber Carlos, con demasiado entusiasmo.
—Si tiene nuevos componentes. Desde luego que sí —ofreció María—. Además, el profesor dijo que tenía rodio, que de por sí es un metal demasiado valioso por su rareza. ¿Por qué tu interés?
—Oh, vamos —resopló Carlos mirándolos a todos—. A ninguno le caería mal un dinero extra.
—Sí es un descubrimiento que valga la pena —habló Samantha con naturalidad—, la recompensa será generosa.
—¿Recompensa? —repitió Carlos hostilmente—. Por favor, el beneficio monetario será para los involucrados directos, y lo demás, lo absorberá la universidad. Nosotros tendremos suerte, si tan siquiera nos dan el crédito por el descubrimiento, de lo contrario hasta nuestros nombres serán borrados de los registros.
—¿Y qué sugieres? —interrogó Ronald.
—Ya sabemos dónde encontrar el mineral —continúo Carlos convencido—. Extraigamos más, y busquemos a quien le pueda interesar. Yo conozco algunas personas.
—¿Venderlo al mercado negro? —expresó María confundida—. ¿Es lo que sugieres? ¿Estás locos? Podríamos ir a la cárcel.
—Nadie tiene por qué saberlo. Seremos ricos y estaremos lejos de aquí.
—Estás demente. —Samantha suspiró abrumada, no quería perder su beca y mucho menos terminar en una cárcel por seguir escuchando a sus compañeros—. Yo no voy a participar en eso. Mejor me voy a mi casa.
—¡Oh, vamos! —bramó Carlos derrotado, pero todos empezaron a marchar dejándolo solo—. Como quieran.
****
La noche llegó demasiado rápido, el tiempo apenas fue el suficiente para dejar al día todas sus actividades, y aun así quedaron algunas cosas pendientes. Mu dejó caer su cuerpo sobre la cama de sábanas blancas, permitiéndose un suspiro de alivio. Apenas había pasado el primer día y aún no había nada fuera de lo común. Nada. No sabía si sentir tranquilidad por esa calma extraña o impacientarse por lo largo que parecía estar todo. No quiso pensar más en eso, así que se entregó al cansancio que lo consumía, cerrando lentamente los ojos. Esperaba que la mañana siguiente trajera más claridad.
De repente, el teléfono sonó.
Mu abrió los ojos algo confundido, al no poder identificar el sonido de inmediato. Al organizar sus pensamientos, recordó su misión en Tierra Dos. Dirigió la mirada hacia la mesa de noche, donde su celular vibraba y parpadeaba insistentemente. Molesto, estiró el brazo para tomarlo, observando con asombro que apenas eran las dos de la mañana. Maldijo al que estuviera del otro lado de la línea. No tenía el número registrado, así que rápidamente contestó. Tal vez se trataba de alguno de sus compañeros que finalmente había logrado contactarlo.
—Habla Mu —se identificó, tratando de mantener la calma, sin dejar que su voz reflejara el agotamiento.
—¡Profesor! —La voz de María sonó nerviosa y temerosa, haciendo que Mu perdiera todo rastro de sueño.
—¿Estás bien? —preguntó, notando de inmediato el miedo en su tono.
—Profesor, necesito su ayuda.
—Sí, dime. ¿Dónde estás? ¿Qué necesitas? —respondió, cada palabra se encontraba cargada de preocupación.
—Profesor, nosotros tocamos el mineral. —María pareció dudar por un instante, como si las palabras fueran demasiado difíciles de pronunciar.
—¿Qué? —preguntó Mu, incapaz de ocultar la sorpresa.
—El mineral que llevamos esta tarde. Kevin y yo lo tocamos con las manos descubiertas. La mamá de Kevin me acaba de llamar para decirme que él falleció hace unos minutos en el hospital. Profesor… Kevin tenía síntomas de resfriado, y yo también los tengo. Profesor, tengo miedo.
Mu sintió cómo su corazón se aceleraba, y el miedo en la voz de María sólo aumentó la gravedad de la situación.
—Tranquila, voy para tu casa. Dame la dirección.
—Profesor, quiero que sepa que usted es una persona muy especial para mí.
El corazón de Mu dio un brinco. Aunque aquellas palabras pronunciadas con tanta seguridad parecían una despedida, decidió no darles importancia en ese momento. Se centró en lo que era más urgente.
—María, tranquila. Estaré contigo lo antes posible, ¿de acuerdo? —respondió con rapidez, tratando de calmarla—. Voy a colgar un momento para llamar a emergencias, pero te vuelvo a llamar enseguida. ¿Sí?
—Sí —contestó ella, con un tono resignado y delicado.
Aries cortó la llamada con un gesto apresurado y se organizó rápidamente. Se puso de pie, su rostro reflejaba la gravedad de la situación. Sabía que el trayecto sería complicado debido al tráfico, pero no podía permitirse detenerse. Sin perder más tiempo, salió hacia su vehículo mientras su mente formulaba un plan. No solo le preocupaba la salud de María, sino también el posible peligro del mineral que habían encontrado.
De camino, volvió a llamarla. Ella contestó al primer tono.
—María, las ambulancias van en camino, pero… tardarán un poco. Yo ya voy para allá —le aseguró con firmeza.
Por precaución, mantuvo la línea abierta mientras intentaba coordinar la llegada de asistencia médica. Sin embargo, las circunstancias no jugaban a su favor. Un apagón en la parte norte de la isla había colapsado los servicios de emergencia, retrasando cualquier tipo de apoyo. La impotencia lo invadía al ver que todo parecía complicarse más con cada segundo.
—Quiero que me cuentes con detalle cómo y dónde encontraron ese mineral, y todo lo que hicieron durante y después del hallazgo —pidió finalmente, sabiendo que la información era crucial.
Al otro lado de la línea, María suspiró profundamente, pero obedeció. Con voz temblorosa, comenzó a contar su historia. Según el relato, el equipo había explorado una de las cuevas sumergidas en las profundidades de la zona. El descenso había sido arduo, abarcando varios kilómetros bajo tierra, donde las temperaturas gélidas hicieron más complicado el trabajo. Allí fue donde encontraron el mineral, cuya superficie brillaba de forma hipnótica. María y Kevin, fascinados, tocaron brevemente el hallazgo, mientras que Samantha, más cauta, les recordó la importancia de seguir las medidas de seguridad.
A medida que escuchaba, Mu intentaba mantener la calma. Solo dos miembros del equipo presentaban síntomas: Kevin y María, quienes habían tenido contacto directo con el mineral. Aunque María insistía en que fue un toque leve, parecía que incluso ese pequeño contacto era suficiente para provocar una reacción. Los síntomas descritos incluían fiebre, sudoración intensa y una sensación de adormecimiento generalizado, lo que podría indicar un resfriado común. Sin embargo, Mu no lograba tranquilizarse. De tratarse de una gripe común, ¿por qué Kevin había muerto?
Ese día luego de que sus estudiantes se hubieran marchado, Mu había realizado pruebas preliminares con el mineral y descubrió que, expuesto a temperaturas altas, liberaba compuestos que se transformaban en una toxina altamente peligrosa. Por seguridad, había almacenado el mineral bajo estrictas condiciones para su estudio posterior por expertos. No obstante, su preocupación aumentaba por una conversación que había tenido con su colega, el doctor Hekatios, un historiador especializado en tribus antiguas. Hekatios mencionó que, por su ubicación y características, el mineral podría estar relacionado con la misteriosa tribu Erebium.
La tribu Erebium era poco más que un enigma histórico. Según los escasos registros disponibles, la civilización había desaparecido de forma abrupta tras entrar en contacto con un mineral extraño encontrado en un recoveco congelado. Los relatos hablaban de un artefacto llamado "Necrilith", al que atribuían propiedades sobrenaturales, como la capacidad de revivir a los muertos. Sin embargo, los registros eran fragmentarios y carecían de evidencia sólida que confirmara siquiera la existencia de la tribu. Para algunos, la historia del Necrilith no era más que un mito, pero para Mu, que ahora tenía en su poder un mineral con propiedades similares, la conexión era inquietante.
La posibilidad de que este mineral estuviera vinculado a un agente biológico antiguo, capaz de desatar enfermedades desconocidas, lo llenaba de aprensión. Aunque no quería alarmar a María, en su interior sabía que lo que enfrentaban podría ser mucho más peligroso de lo que parecía a simple vista. Y aún seguía sin entender; ¿si el mineral era tóxico a una temperatura elevada, por qué los dos chicos se hallaban enfermos cuando todo el tiempo tuvieron el compuesto a una baja temperatura? Aquel hallazgo parecía más voluble de lo que había imaginado.
****
El olor a humo la despertó. A su lado, su esposa descansaba tranquilamente. Habían tenido una jornada larga, por lo que ambas, al terminar la cena, cayeron profundamente dormidas en la cama. Sin embargo, el aroma acre era cada vez más intenso, y su garganta empezaba a arder.
—Matí —llamó Ana, sacudiendo delicadamente a su compañera, quien contestó entre sueños.
—¿Qué pasa?
—Levántate, algo se incendia.
Ana se incorporó de un salto, seguida de cerca por Matilde, quien parecía seguir atrapada en el letargo del sueño, sin terminar de asimilar las palabras de su esposa.
—¡Auxilio, auxilio! —Los insistentes golpes en la puerta las hicieron detenerse. Ambas se miraron con preocupación antes de atreverse a avanzar—. ¡Por favor, auxilio!
—No creo que debamos abrir —advirtió Matilde con cautela. Ana, sin embargo, llenándose de valentía, caminó hasta el umbral.
—¿Quién es? ¿Qué necesita?
—Por favor, ayúdenme… —El hombre al otro lado intentó responder, pero una terrible tos lo detuvo.
Ana observó a Matilde con incertidumbre, pero a pesar de la mirada severa de su esposa que parecía suplicarle que no lo hiciera, no se detuvo. Cuando abrió la puerta, el cuerpo del sujeto que clamaba ayuda cayó con fuerza dentro de su casa. Tenía los ojos y la boca llenos de sangre.
—Llama a emergencias —ordenó Ana, arrodillándose para revisar al hombre, quien ya no respiraba. Matilde regresó, segundos después con el teléfono en la mano.
—Dicen que las ambulancias están en camino —explicó, interrumpida por un ataque de tos mientras el humo comenzaba a colarse por toda la casa—. Hay un incendio en las montañas.
Ana caminó hasta el pórtico de su casa y alzó la vista hacia la montaña, que se alzaba imponente a unos pasos de su residencia. Una gruesa capa de humo negro y un fuego voraz consumían la parte más alta.
—¡Mati, creo que debemos irnos ya! —dijo Ana con urgencia, mientras Matilde se inclinaba para examinar al hombre—. No creo que puedan controlar ese fuego… —Pero antes de que pudiera continuar, el sujeto en el suelo se levantó de improviso, mordiendo a Matilde en el cuello.
—¡Mati!
Matilde gritó desgarradoramente, llevándose las manos al cuello mientras intentaba apartar al hombre que la atacaba con una fuerza descomunal. Ana, paralizada por el horror, apenas pudo reaccionar. El olor a sangre se mezcló con el humo, y el sonido de dientes desgarrando carne llenó el ambiente.
—¡Mati! —reaccionó Ana al fin, lanzándose hacia su esposa con desesperación. Pero el hombre se volvió hacia ella, sus ojos enrojecidos y vacíos, con una expresión que no pertenecía a un ser humano.
Matilde cayó al suelo, jadeando y tosiendo, mientras Ana luchaba con todas sus fuerzas para alejar al atacante. En el forcejeo, sus dedos tropezaron con un pesado adorno de metal sobre la mesa de la entrada, y sin pensarlo dos veces, lo levantó y golpeó con todas sus fuerzas al hombre en la cabeza. El atacante se desplomó, pero su cuerpo seguía convulsionándose, como si se negara a aceptar la derrota. Laura retrocedió, jadeante, mirando entre lágrimas a Matilde, que se agitaba en el suelo.
—No… no puedo respirar… —susurró Matilde, su voz era ronca por el dolor y el miedo.
El humo comenzó a llenar cada rincón de la casa, y con cada segundo que pasaba, Ana sentía un peso extraño en sus propios pulmones, como si el aire estuviera siendo reemplazado por algo oscuro y venenoso.
—Mati, aguanta… por favor, aguanta —suplicó Ana, abrazándola con fuerza. Pero entonces, los ojos de Matilde comenzaron a cambiar, sus movimientos se volvieron erráticos, y un gruñido gutural escapó de su garganta.
Laura retrocedió, el horror la invadió al darse cuenta de que algo mucho más oscuro estaba sucediendo. Esto no era solo un incendio, no era solo humo. Algo aterrador y desconocido estaba extendiéndose desde las montañas.
Matilde levantó la mirada hacia Ana, pero ya no era ella.
—Mati… no… —susurró Ana mientras su esposa, o lo que quedaba de ella, se lanzó hacia ella con una fuerza inhumana.
****
El tiempo avanzó lentamente, marcado por el peso del silencio.
Al otro lado de la línea no había más que vacío. Mu intentó mantener la conversación con María, buscando siempre una respuesta de su parte, pero con el paso de los minutos, ella dejó de contestar. Las ambulancias tardarían en llegar; le habían explicado que una explosión en la zona más alta del lado norte había desatado el caos y que varias personas estaban heridas. Las fuertes lluvias y el viento no ayudaban, y la normalidad de aquella noche se había perdido con demasiada facilidad.
Pasó una hora antes de que Mu llegara a la casa de María. Las luces estaban encendidas, pero no había ningún movimiento en el interior. Avanzó apresurado y tocó a la puerta sin obtener respuesta. Esperó unos segundos antes de llamar de nuevo con insistencia, pero todo permaneció en silencio. Miró por encima de su hombro; la calle estaba desierta, era tarde y probablemente todos dormían.
La asistencia seguía demorada, y él no podía quedarse sin hacer nada. Sin pensarlo más, pateó la puerta con fuerza, logrando que se separara ligeramente de su marco para abrir paso al interior. A lo lejos, escuchó un perro ladrar, y en una casa cercana, una luz se encendió. Quizás los vecinos pensarían que se trataba de un robo, especialmente porque antes de salir de su auto se había colocado una mascarilla y guantes. Pero no había tiempo para aclarar nada. Entró rápidamente, llamando a María mientras revisaba cada rincón de la primera planta. No la encontró.
Sacó su teléfono para volver a comunicarse con la línea de emergencia, pero un gemido leve proveniente de la cocina lo detuvo. Se apresuró hacia la fuente del sonido, encendiendo la luz al entrar. María estaba allí, de pie en el centro del salón, tambaleándose ligeramente. Su boca y ojos estaban cubiertos de sangre, y su mirada, vidriosa y perdida, lo atravesó como una daga.
—¡María! —exclamó Mu alarmado, dando un paso hacia ella, pero se detuvo a mitad de camino.
Algo en ella no estaba bien. No pronunció palabra alguna; solo caminaba torpemente hacia él, como si fuera un autómata.
—¿María? —llamó con cautela, retrocediendo poco a poco. María mantuvo su mirada fija en él, sin apartarse ni un instante, mientras seguía acercándose con pasos largos y descompasados—. María, por favor, dime algo.
La única respuesta que obtuvo fue un gemido seco, un sonido inhumano que le resultó perturbador. Algo en esa escena le recordó viejas películas de terror, pero se obligó a ignorar el pensamiento.
—Voy a acercarme. No voy a hacerte daño —dijo con calma, avanzando lentamente hacia ella.
Sin embargo, María no parecía preocuparse ni por su apariencia. Él la había visto muchas veces arreglarse cuando se acercaba, acomodando rápidamente su cabello frente a cualquier reflejo. Este comportamiento distante y extraño lo llenó de dudas. Y mientras se acercaba, notó algo inquietante. Aunque sus movimientos eran lentos, sus pasos se volvían más precisos y veloces al estar cerca de él. En un instante, ella acortó la distancia, sujetándolo con fuerza descomunal. Su boca se abrió por completo mientras se lanzaba hacia su rostro.
Mu reaccionó rápidamente, logrando apartarla con dificultad. No la empujó con violencia, pero ella volvió a incorporarse casi al instante, lanzándose nuevamente hacia él, esta vez con más agresividad.
—¡María, basta! —ordenó mientras esquivaba otro ataque. Ella tambaleó, pero se recuperó con rapidez, enfocando su mirada en él como si fuera su único objetivo—. María, soy yo —intentó aclarar mientras rodeaba la encimera para mantener distancia.
María no parecía comprender. En su afán por alcanzarlo, golpeaba su cuerpo contra el mesón, apretando sus manos contra el granito hasta lastimarse. Mu no soportó verla así. Se abalanzó sobre ella, sujetándola por la espalda para evitar que siguiera dañándose, pero esto solo pareció enfurecerla más. Ella comenzó a forcejear con violencia, intentando girarse para morderlo.
—¡Detente, estoy tratando de ayudarte! —exclamó mientras luchaba por contenerla. Los gemidos de ella aumentaban, y cada vez le era más difícil controlarla—. María, no voy a soltarte hasta que te calmes.
De repente, un hedor insoportable lo invadió. El cuerpo de María estaba frío y pegajoso. Por instinto, la soltó y retrocedió. Mu no era experto en ese mundo, pero en su propia realidad sabía reconocer a un muerto. Y María estaba muerta.
¿Cómo era posible que siguiera moviéndose?
Su mente recordó rápidamente el mito del mineral y su relación con los muertos volviendo a la vida. No había tiempo para dudar. Tomó un cuchillo largo y afilado, clavándolo en el pecho de María, pero ella siguió avanzando como si no sintiera nada.
—¡No puede ser! —gruñó, frustrado. Agarró una tabla pesada de la cocina y golpeó con fuerza su cabeza. María apenas retrocedió, ni siquiera mostró un atisbo de dolor—. ¿Es un maldito zombi?
Mu, sin detenerse, continuó golpeándola. Cada golpe fue más fuerte que el anterior, hasta que finalmente destrozó el cráneo de María contra el suelo. Incluso hasta su último aliento, ella solo buscaba morderlo. Él se quedó de pie, jadeando, maldiciendo internamente mientras intentaba procesar lo que acababa de suceder.
****
Saga y Kanon avanzaron con pasos firmes por los extensos corredores del cuartel general de las fuerzas especiales, sus movimientos reflejaban una disciplina y una inquebrantable concentración. El aviso repentino que los había convocado interrumpió sus respectivas misiones en curso, algo inusual en operaciones de ese nivel. Ambos sabían que un llamado de esta magnitud no se hacía a la ligera.
Dentro del despacho, el mayor Alexandros, de mirada severa y voz controlada, los esperaba de pie junto a una mesa cargada de mapas y reportes clasificados. Sin más preámbulos, habló:
—Capitanes Kyriakos, agradezco su puntualidad. Lamento lo intempestivo de esta reunión, pero la situación demanda acción inmediata. Han demostrado ser líderes de confianza, y por ello les encomendaré una misión crítica.
Los gemelos se mantuvieron en posición de firmes, atentos a cada palabra.
—Hemos recibido informes alarmantes desde la isla de Naxina —continuó Alexandros, señalando un punto en el mapa—. Las fuerzas locales están completamente desbordadas. Según los reportes preliminares, se enfrentan a un grupo de hostiles cuya naturaleza es desconocida. Sin embargo, estos "individuos" muestran una agresividad fuera de lo común, atacando indiscriminadamente y en grandes números. La hipótesis inicial sugiere un posible brote infeccioso, con síntomas similares a la rabia. No obstante, hasta que tengamos claridad, toda la isla queda en cuarentena.
Saga intercambió una mirada fugaz con Kanon, quien asintió imperceptiblemente. Su experiencia les decía que la situación era más grave de lo que el mayor estaba dispuesto a admitir en ese momento.
—Su misión es clara: viajar a Naxina de inmediato, contener la amenaza y garantizar que nadie entre o salga de la isla. La prioridad es preservar el aislamiento total mientras investigamos la causa de esta crisis. —El mayor hizo una pausa, clavando su mirada en los hermanos—. Les doy carta blanca para coordinar con las fuerzas en el terreno, pero recuerden, su liderazgo y criterio serán esenciales.
Saga dio un paso al frente y saludó con firmeza, seguido inmediatamente por Kanon.
—¡Entendido, mayor! Cumpliremos la misión a cualquier costo.
—Eso esperaba escuchar —respondió Alexandros, esbozando una leve sonrisa que apenas disimulaba su preocupación—. Buena suerte, capitanes. Confío en que sacarán lo mejor de esta operación.
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Mu jamás imaginó que aquel brote avanzaría con tal rapidez, y ahora, la escasa información que existía sobre la tribu Erebium comenzaba a tener sentido. Ese mineral, relegado al olvido, no solo había sido el origen de una tragedia que aniquiló a toda una civilización en el pasado, sino que ahora parecía ser el causante del nuevo desastre que enfrentaban. Era evidente que todo aquello llevaba el sello de Zeus. Esa historia no encajaba con el mundo real; el rey del Olimpo disfrutaba de los espectáculos y siempre se esmeraba en poner a prueba a los guerreros con desafíos tan colosales como crueles. Aries entendió, con un peso creciente en el pecho, que la tarea que tenía delante sería mucho más compleja de lo que inicialmente había anticipado.
Sin embargo, si el mineral había causado ese mal, quizá también contenía la clave para revertirlo. Los restos que Mu había llevado al laboratorio de la universidad no representaban una solución viable. Ese fragmento había sido expuesto de manera irresponsable, alterando sus propiedades y volviendo sus compuestos impredecibles y peligrosos. Cualquier intento de trabajar con ese trozo deteriorado sería inútil, incluso contraproducente.
La única opción era regresar al lugar de origen del mineral. Mu necesitaba extraer una muestra fresca y virgen, asegurándose de mantener los máximos estándares de seguridad. Solo así podría preservar intactos sus componentes y analizar su potencial. La esperanza, aunque tenue, residía en ese fragmento intacto. Si había una cura, se encontraba en los secretos aún no revelados de esa piedra.
Pero aquella tarea resultó más difícil de lo que Mu había anticipado. Aunque había logrado detener a María, quien parecía ser el paciente cero, la situación se complicaba al recordar lo que ella había mencionado sobre Kevin. Según sus palabras, el joven había fallecido en el hospital unas horas antes que María y al igual que ella, él también había tenido contacto con el mineral, existía la posibilidad de que su muerte no hubiese sido el final, sino el comienzo de algo mucho peor. Por lo que podía deducir, Kevin, convertido en zombi, debía haber propagado la infección de manera devastadora. Sin embargo, algo no cuadraba. La velocidad con la que el caos se había apoderado de la isla era inexplicable. En cuestión de horas, el orden había colapsado. ¿Cómo era posible que una sola persona hubiese desencadenado tal nivel de destrucción?
Las calles eran un hervidero de confusión. El tráfico estaba completamente paralizado, las líneas de emergencia no respondían y las sirenas de patrullas resonaban en todas direcciones. Helicópteros cruzaban el cielo, aumentando la sensación de urgencia y desespero. Pero lo más inquietante era el denso humo gris que cubría gran parte de la isla. Mu asumió que el caos habría provocado incendios en algún punto, pero pronto sintió algo extraño: un ardor persistente en su garganta. Cada vez que intentaba hablar con un oficial de policía, sus palabras salían roncas e ininteligibles, y aquellos hombres, abrumados por su propia desesperación, lo ignoraban por completo.
Mientras trataba de abrirse paso hacia el norte de la isla, una idea lo asaltó: ¿y si el humo no era consecuencia del caos, sino su origen? Algo en el fondo de su mente le advertía que este fenómeno no era natural. Había algo en ese aire contaminado que parecía alterar a quienes lo respiraban. Si eso era cierto, las cosas eran mucho más graves de lo que pensaba. Llegar al lugar de extracción del mineral no era sólo importante, era una carrera contrarreloj para evitar que toda la isla, y quizá algo más, cayera completamente bajo el efecto de esa infección.
****
Los santos de Géminis avanzaron por el hangar mientras los preparativos de su despliegue se desarrollaban a su alrededor. El estruendo de las hélices y las órdenes resonaban como un telón de fondo constante. El viento arremolinaba las capas de los capitanes mientras los motores del transporte zumbaban con fuerza. Saga revisó por última vez las órdenes que les habían dado.
—Un brote de rabia —leyó en voz alta, aunque con cierto escepticismo. Cerró el informe y miró a Kanon, quien afinaba los últimos detalles de su equipo. —¿Cuántas veces hemos visto algo como esto terminar siendo algo completamente diferente?
Kanon alzó una ceja y lanzó una risa seca.
—Cualquier cosa puede ser. En las últimas horas hemos estado esperando de todo: rebeliones, pandemias, conspiraciones... ¿Pero rabia? —Dio un golpecito al arma en su cinturón—. Tal vez no sea más que otro grupo de rebeldes queriendo hacerse notar.
—Eso espero —murmuró Saga, aunque su tono no transmitía seguridad. Kanon lo observó de reojo, inclinándose un poco hacia él.
—Entiendo tu preocupación. Hay algo extraño en todo esto. Si solo se trata de rebeldes, no necesitarían nuestra intervención. El mayor mencionó una infección. ¿Y si el fin del mundo no es un cataclismo, sino una tercera guerra mundial? Podríamos estar enfrentando ataques biológicos.
—Segunda —corrigió, recordando que en ese universo sólo hubo una gran guerra—. Pero tienes razón. Podría ser un arma biológica utilizada entre naciones. Si es así, el número de víctimas crecerá exponencialmente. Incluso con nuestra intervención, no seremos suficientes frente al alcance de las armas químicas o bacteriológicas.
—¿De verdad crees que ha iniciado el tan anhelado fin del mundo que nos prometió, Zeus?
—’Les mostraré cómo termina su mundo’ —Saga citó con amargura las palabras del dios, recordando aquella sentencia que había marcado el inicio de esta extraña realidad. Sus manos se cerraron en puños por un instante antes de relajarse. —Pensé que tardaría más. Tal vez sea una guerra biológica, pero no tiene sentido pensar en ello ahora. Puede que esto no sea más que una falsa alarma. A menos que la intención de Zeus, sea demostrarles a los otros dioses como los humanos se matan entre sí, sin razones de peso. Creí que estaba de nuestro lado, pero ¿una guerra mundial? Esperaba todo un espectáculo por parte del dios de dioses.
Kanon soltó una carcajada corta, incrédulo.
—Desde cuándo eres tan gracioso, Saga.
—No lo soy. —Saga ajustó su equipo, su mirada fija se clavó en el helicóptero que ya los esperaba—. Pero preocuparnos por posibilidades no cambiará lo que tenemos que hacer. Si son rebeldes, los neutralizaremos. Si es otra cosa, lo descubriremos al llegar allá. Cualquier cosa se le pudo ocurrir a Zeus para sacarnos de quicio.
Kanon asintió, aunque su expresión seguía siendo desconfiada.
—Sabes que no me gusta ir a ciegas, me molesta no tener la situación controlada.
—Eso no importa ahora —interrumpió Saga con determinación—. Nuestra prioridad es esta misión. Si esto es una infección y no logramos contenerla, la isla completa estará condenada. Lo sabes, ¿cierto?
Ambos hombres se detuvieron, mirándose en silencio. El peso de lo que no se atrevían a verbalizar era abrumador. Si fallaban en contener la amenaza, la isla sería erradicada por completo. Las pérdidas humanas serían catastróficas y la operación sería encubierta, posiblemente atribuyéndola a un accidente en la planta de energía local.
Saga suspiró profundo:
—Si este es el precio para evitar algo peor, será nuestra carga. —Su voz sonó solemne, pero no exenta de angustia.
—Athena nos preparó para luchar en nombre de la humanidad. —Kanon asintió—. Cumpliremos nuestra misión, sea cual sea el costo.
Con esas palabras, ambos subieron al helicóptero. Las hélices comenzaron a girar con fuerza, el ruido ensordecedor llenó el aire mientras el aparato despegaba hacia la isla. En el horizonte, una nube de humo oscuro se alzaba sobre el paisaje, como un presagio de lo que estaba por venir.
****
En la isla de Naxina, el caos seguía escalando. Las calles estaban abarrotadas de vehículos abandonados, humo y gritos que se mezclaban en una cacofonía aterradora. Los pocos civiles que aún no habían sido alcanzados por el pánico se refugiaban donde podían, mientras las sirenas de las fuerzas de emergencia apenas lograban abrirse paso entre el desastre.
Mu marchó con dificultad por una de las avenidas principales, tratando de calcular la ruta más corta hacia la antigua cueva de donde se había extraído el mineral. Había logrado conseguir un mapa básico en la universidad y un equipo para la extracción del mineral, pero con el caos reinante, orientarse y avanzar era una tarea titánica. Acceder a la zona norte le fue imposible. El cordón militar desplegado le negó el paso, incluso cuando insistió en la urgencia de investigar las cuevas. Sus argumentos, cargados de lógica y desesperación, fueron ignorados.
—Ese maldito humo... —susurró al sentir su respiración entrecortada, subiendo derrotado a su vehículo—. No puede ser solo un incendio. Algo más está ocurriendo, estoy seguro de eso. ¡Maldita sea!
Otro helicóptero atravesó el cielo de Naxina, Mu observó por el parabrisas el enorme artefacto y respingo ante el frío del amanecer. En las últimas horas, había llegado un grupo impresionante de soldados, desplegándose estratégicamente por toda la isla. El santo de Aries quiso parecer optimista, sí ellos lograban controlar la amenaza, sería más fácil llegar a la zona norte después de hablar con la persona adecuada, pero aquella infección y su rápida propagación minimizaba sus ánimos.
—¡El puerto! —expresó entusiasmado. Allí se estaba congregando la milicia, y de seguro allí encontraría a alguien que lo escuchara y lo ayudara a llegar hasta las montañas del norte.
****
El helicóptero de los capitanes Kyriakos aterrizó en una zona de operaciones improvisada cerca del puerto. El rotor aún giraba con fuerza cuando Saga y Kanon descendieron con rapidez, siendo recibidos por un joven oficial que parecía demasiado tenso para alguien acostumbrado al caos.
—Capitanes, la situación es más grave de lo que habíamos anticipado —informó el oficial, cuadrándose al momento—. Las fuerzas locales reportan que un grupo rebelde podría haber detonado explosivos en la zona norte, cerca de las cuevas antiguas. Sin embargo, hay información contradictoria... algo fuera de lo normal.
Saga tomó el mapa que le ofrecía el oficial, sus ojos recorriendo rápidamente los detalles mientras sus cejas se fruncían en concentración.
—Explosiones en las cuevas... —murmuró, casi para sí mismo—. ¿Qué clase de actividad rebelde justificaría un ataque en un área tan remota?
—No estamos seguros, señor —respondió el oficial, con un tono que denotaba incertidumbre—. Pero una nube de humo se generó tras la explosión y se está extendiendo rápidamente. Lo extraño es que las personas expuestas a ese humo están mostrando... comportamientos violentos. Algunos informes sugieren que están atacando sin razón aparente.
Kanon se cruzó de brazos, evaluando la situación con una expresión sombría.
—¿Comportamientos violentos? —preguntó con incredulidad—. ¿Quieres decir que ese humo está infectando a la gente? ¿Qué tipo de patógeno actúa con esa velocidad?
—No lo sabemos, señor, pero... —el oficial tragó saliva, claramente incómodo—. Los civiles que estuvieron más cerca de la zona cero reportaron rigidez corporal extrema, dificultad para respirar y convulsiones. Fueron trasladados al hospital general, pero... varios no llegaron con vida.
Saga levantó la mirada con sus ojos fijos en el oficial.
—Continúe, soldado —ordenó con un tono firme.
—Señor, los informes indican que... las personas fallecidas... volvieron a levantarse. Atacaron a quienes intentaban ayudarlos.
Por un instante, el silencio se apoderó del lugar. Saga cerró los ojos, procesando aquella información absurda pero alarmante.
—¿Muertos... levantándose? —murmuró Kanon con escepticismo, mientras sus ojos se clavaban en el oficial—. ¿Está usted insinuando que estamos enfrentando algo fuera del alcance de la lógica?
—Es lo que reportan, capitán —afirmó el joven con nerviosismo, pero con determinación—. Los detalles aún son confusos, pero los informes son consistentes.
Saga respiró profundamente antes de apuntar con firmeza al mapa.
—Prepárate, Kanon. Nos dirigimos al norte, hacia las cuevas. Si la nube se originó allí, también podría ser el epicentro de este brote. Debemos confirmar la situación.
—Señor... —interrumpió el soldado con cautela—. El área fue evacuada bajo órdenes estrictas. Nadie está autorizado a ingresar hasta que el humo se disipe completamente.
Kanon dio un paso al frente, sus ojos destellando con autoridad.
—Somos personal autorizado. Esa área puede contener respuestas críticas. ¿Entendido?
—Sí... sí, señor —respondió el soldado, cuadrándose una vez más.
Saga guardó el mapa y se giró hacia Kanon, sus expresiones fueron serias y sincronizadas. Sin más palabras, ambos sabían que estaban entrando a un territorio desconocido y potencialmente letal.
****
El ruido inconfundible de botas se acercaba cada vez más. Mu giró hacia la dirección del sonido y observó cómo un helicóptero militar aterrizaba en la explanada. No había podido estacionar su vehículo cerca del lugar, así que no tuvo más remedio que abrirse paso a pie.
El puerto estaba abarrotado de civiles desesperados por ser evacuados. Los soldados desplegados mantenían el orden como podían, levantando una barrera humana que impedía a los lugareños acercarse demasiado a la zona de operaciones. La tensión era palpable; los gritos, súplicas y sollozos llenaban el aire, mientras los militares intentaban contener la situación sin ceder terreno.
Mu evaluó rápidamente el entorno, y su corazón dio un vuelco al distinguir entre el grupo de soldados a dos figuras familiares que conversaban en aparente calma: Saga y Kanon. Aunque estaban a cierta distancia, no dudó ni un segundo en avanzar hacia ellos. El lemuriano empujó su camino entre la multitud hasta llegar a la barrera de soldados, pero su paso fue detenido abruptamente por un oficial de mirada dura.
—Señor, no puede pasar —dijo el soldado con firmeza, bloqueando el paso con el brazo extendido—. Espere su turno.
—Debo hablar con ellos —insistió Mu, señalando a los gemelos. Su tono urgido no pareció afectar al oficial, quien mantuvo su posición—¡Saga! ¡Kanon! —gritó Mu con toda la fuerza de su voz, intentando llamar su atención por encima del bullicio.
Por un instante, Kanon giró la cabeza hacia la barrera de soldados, pero parecía no reconocerlo entre la muchedumbre. Mu volvió a gritar, esta vez con más intensidad, y finalmente, el gemelo menor clavó su mirada en él.
—¡Déjenlo pasar! —ordenó Kanon, caminando hacia la barrera con pasos decididos.
El soldado que bloqueaba a Mu retrocedió de inmediato, permitiéndole atravesar la muralla humana. Con un suspiro de alivio, Mu se apresuró hacia los gemelos. Saga, al verlo, también avanzó para unirse al grupo. El reencuentro fue breve y cargado de tensión. Por un instante, ninguno de los tres habló, pero la gravedad de la situación se reflejaba en sus rostros.
—¡Qué alivio encontrarlos! —exclamó Mu después de unos segundos—. Necesito su ayuda. Necesito que alguien me escuche.
—Tranquilo, Mu. Habla. —Saga mantuvo su postura serena, pero su voz transmitió autoridad—. ¿Qué está pasando?
Mu tomó aire, intentando organizar sus pensamientos.
—Estamos enfrentando un apocalipsis zombi.
Los gemelos permanecieron inexpresivos y esbozando el mismo gesto se giraron para ver al joven soldado que parecía más nervioso con ese encuentro que los otros. ‘Muertos volviendo a la vida’, había reportado el chico.
—¿Qué es eso de zombi? —preguntó el oficial, los otros tres permanecieron en silencio sin estar seguros de cómo proceder.
—¿Qué haces todavía aquí? —inquirió Kanon irritado—. Ve a llevarle el reporte al mayor. Vamos al norte. No pierdas el tiempo.
—Sí, señor —contestó el chico desapareciendo del lugar.
Saga y Kanon intercambiaron una mirada rápida. Sin perder la compostura, Saga cuestionó:
—¿Zombis?
—Sí —afirmó Mu con firmeza—. Como en las películas, pero peor.
—Espera un momento —intervino Kanon—. ¿Como que zombis? ¿Podrías ser más claro? ¿Es un ataque biológico?
—Es más que eso —respondió Mu, su tono grave—. Esto comenzó con un sismo, el día que despertamos aquí. Ese temblor expuso áreas selladas durante siglos. Mis estudiantes encontraron un mineral... algo desconocido. Creo que es el catalizador.
—Espera. —Saga se sobó las sienes—. ¿Todo esto comenzó con un mineral? —Su tono fue severo mientras observaba nuevamente el mapa holográfico de Tierra Dos—. Tus estudiantes lo encontraron y.… desataron el infierno, ¿desataron un apocalipsis zombi? ¿En serio?
—Sé, que es difícil de entender —analizó Mu derrotado—. Yo también estoy intentando procesar esta información. Viéndolo desde un punto bastante realista no existe una base científica que sustente este tipo de cataclismo, pero es el juego de Zeus y creo que cuando el mineral fue expuesto al aire, liberó compuestos reactivos, que nos llevó a todo esto.
Kanon soltó una risa seca.
—Esto suena a una mala broma.
—No lo es. Perdí a dos de mis estudiantes. Uno de ellos... —Mu hizo una pausa, tragando saliva—. Tuve que matarlo después de que intentara devorarme.
El silencio entre los tres fue absoluto, roto solo por el sonido del viento. Finalmente, Saga habló, su voz sonó más grave que nunca:
—Te creemos. Vendrás con nosotros, pero harás exactamente lo que se te ordene. ¿Entendido?
—Entendido —respondió Mu.
—Por el camino, nos contarás todo —continuó el mayor de los gemelos—. No tenemos tiempo que perder.
—Bien. Pero antes de avanzar, necesito mi equipo para extraer el mineral —añadió Mu, girándose hacia la multitud y avanzando de nuevo hacia su vehículo estacionado.
Saga observó a su compañero alejarse rápidamente y dirigió una mirada inquisitiva a Kanon.
—Acompáñalo y asegúrate de que regrese cuanto antes. Yo iré a preparar el transporte.
—Como ordenes —dijo Kanon con un bufido, siguiéndolo con paso rápido. Cuando alcanzó a Mu, el gemelo menor lo miró con una mezcla de irritación y curiosidad—¿Qué demonios haces?
—Necesito este equipo para asegurar el mineral —explicó Mu, sacando un maletín pesado de la cajuela de su vehículo—. Si no mantenemos el material en condiciones controladas, seguiremos alimentando esta pesadilla.
Kanon miró el contenido del maletín con interés.
—¿Y qué hace exactamente?
—Mantendrá al mineral en su estado natural —respondió Mu mientras ajustaba algunos mecanismos—. Necesitamos equipos de protección también. Ese humo que mencionaron no es normal.
—Eso ya lo sabemos. Vamos, te daremos el equipo necesario en el camino —dijo Kanon, haciendo un gesto para que regresaran.
Cuando volvieron al punto de encuentro, Saga ya tenía todo listo. Les entregaron trajes de protección y subieron a un jeep militar, dispuestos a dirigirse hacia la zona norte. El viaje sería largo, pero las preguntas apenas comenzaban.
—Mu —llamó Saga subiendo al jeep el cual fue conducido por otro de los oficiales, en la parte de atrás, él y Kanon intentaban acomodarse—. ¿Cuál es tu especialidad en este mundo?
—Tengo varios títulos —resopló el lemuriano volviendo la vista al cielo, su excitación se había disipado considerablemente—. Soy arqueólogo, geólogo y antropólogo, con especializaciones en paleomicrobiología y etnobotánica, y…
—Y pensé que no podrías ser más nerd —pronunció Kanon haciendo que Mu, sonriera de medio lado.
—Dime todo lo que sepas de ese mineral. —Continuó interrogando Saga. Mu dudo en hablar observando con ligereza al oficial que los acompañaba—. Es de entera confianza. No temas.
—Acabo de deducir que aquí nadie sabe lo que es… —Mu dudo nuevamente mirando al conductor—. Nadie sabe lo que es un zombi.
El muchacho al volante frunció el ceño, pero no dijo nada.
—Sí —sostuvo Saga, ya había caído en esa apreciación con el otro soldado. Eso quería decir que debían ser cuidadosos con sus palabras y evitar hablar de más ya que no sabían dónde estaban sus enemigos—. En dado caso, lo solucionaremos.
Los tres santos se miraron entre sí, sopesando las palabras del mayor de los gemelos. Si aquel soldado que conducía era un enemigo, bien podrían deshacerse de él más adelante. Solo debían prestar bien atención a sus acciones.
—Es volátil y reacciona al calor. —Mu miró por la ventana hacia el cielo oscurecido, ya era de día, pero la nube negra se esparcía por el firmamento—. Cuando lo expusimos, liberó un patógeno aéreo.
—Escucha Mu —habló Saga —. Hay un incendió en la zona norte, nos dijeron que el humo envenenó a las personas.
—Lo sé. Creo que el incendio en la zona norte fue provocado intencionalmente.
—¿Intencionalmente? —preguntó Kanon.
—Sí. Si esto es obra de Zeus, entonces él, posiblemente con un rayo inició el fuego, no fue un accidente. Ya que no logro comprender cómo pudo pasar eso.
Saga cerró los ojos por un momento, procesando la información.
—¿Puede neutralizarse?
—No lo sé. —Mu sonó derrotado—. Necesito más tiempo, pero dudo que lo tengamos.
—La infección será contenida aquí mismo —afirmó Kanon, intentando proyectar optimismo.
Mu, sin embargo, negó vehemente.
—Ese es el problema. —La voz del lemuriano se elevó con frustración—. Creo que todos ya estamos infectados. Me temo que este patógeno se encuentra en el aire.
El conductor del jeep se giró ligeramente.
—Explícate —pidió Saga con severidad.
—Según lo que ustedes me acaban de informar sobre el incendio y el envenenamiento. Deduzco que el mineral fue expuesto de alguna manera. No hay otra razón para que ese humo esté afectando a las personas, lo que explicaría porque el virus avanzó tan rápido.
—¿Eso significa que ya estamos infectados? —preguntó el soldado.
—Probablemente, sí. —La respuesta de Mu fue un golpe frío—. Pero el nivel de exposición parece ser clave. Realmente, no estoy seguro del todo. Necesitamos llegar allá.
—Es mejor que nos pongamos nuestras mascarillas desde ya —Saga respiró hondo, su tono fue implacable—. Podríamos afirmar que entre más cerca al humo mayor efecto hará esa cosa en nuestros organismos—. El jeep se detuvo abruptamente a las faldas de la montaña—. Debemos continuar a pie —ordenó Saga, descendiendo con precisión—. El auto no pasará por estos caminos.
El soldado del volante lo miró, visiblemente nervioso.
—Señor...
—Quédate aquí —respondió Saga con severidad—. No queremos bajas innecesarias.
Kanon bufó mientras seguían a Mu, quien ya se había puesto en marcha sin esperar a los demás.
—Cobarde.
—Es un niño —corrigió Saga—. Y después de lo que Mu dijo, ya cree que está muerto.
—Si el humo es el causante —continuó Kanon, recordando la conversación—. ¿Por qué no hemos muerto? —Mu no contestó resoplando bajo el pesado traje de seguridad y la estorbosa careta que le cubría el rostro—. Sí, ya sé, necesitas más estudios.
—¿Por dónde? —preguntó Saga a Mu.
—Un kilómetro más, hacia el oeste.
—¿Estás seguro de que es por ahí? —inquirió Kanon, escéptico. La gruesa capa de humo dificultaba la visión y el paso.
—Sí —respondió Mu con seguridad—. Mis estudiantes me dieron las coordenadas.
—Espero que no te hayan mentido.
Mientras avanzaban hacia el oeste, Mu se detuvo de golpe al ver una gran llamarada negra sobre las cuevas.
—¡No! —gritó—. Esto no debería estar pasando.
—¿Qué esperabas? —inquirió Kanon, mirando a su alrededor.
—Esperaba poder salvar algo —expuso Mu, frustrado—. No imaginé que la cueva estuviera destruida en su totalidad. ¡Demonios! El mineral se perdió.
—Debe haber más en otra parte —intentó ser optimista Kanon, pero la isla era grande y el sector abundante—. ¿Estás seguro de que es la cueva? Tal vez los muchachos te mintieron.
—¡Kanon, derecha! —gritó Saga, levantando su rifle al notar sombras entre el humo—. Deténgase de inmediato. —Pero las figuras continuaron su camino hacia ellos como si no los hubieran escuchado—. ¡Alto!
—Son esas cosas —advirtió Kanon distinguiendo a los no muertos entre las capas de humo.
—No permitan que los toquen —anotó Mu—. Aún no sabemos bien cómo se propaga el virus. Mantengan su distancia.
Los disparos resonaron cortando el aire, pero pronto todo quedó en completo silencio.
—¿Había civiles viviendo en las montañas? —preguntó Saga. Mu negó lentamente.
—No —respondió, intentando hacerse escuchar, aunque el humo y la máscara le daban la sensación de hablar solo—. Los caminos estaban cerrados. No había nadie viviendo en este sector.
—¿Entonces de dónde salió esta gente? —señaló Kanon los cadáveres en el suelo.
Mu no supo qué contestar y avanzó con cuidado entre los escombros de lo que alguna vez fue un verde sendero en las montañas. El aire estaba viciado y el olor a metal quemado era penetrante, incluso con el uso de las mascarillas. El paisaje estaba teñido de un gris espectral. De repente, un movimiento entre las rocas lo detuvo en seco.
—¡Cuidado! —advirtió Kanon.
De entre las sombras, una figura tambaleante emergió. Su piel estaba cubierta de heridas abiertas, los ojos inyectados en sangre, y de su boca escapaban gruñidos guturales. Pero lo que hizo que a Mu se le helara la sangre no fue la apariencia monstruosa de la criatura, sino su rostro.
—¿Carlos...?
El zombi se lanzó hacia él con una fuerza irracional, pero los soldados reaccionaron al instante. Tres disparos precisos lo derribaron. Mu apenas registró el sonido. Se quedó inmóvil, mirando el cadáver inerte en el suelo.
—¿Lo conocías? —preguntó Kanon, con el arma todavía apuntando.
—Sí. Era uno de mis estudiantes.
Saga puso una mano en su hombro. Mu se agachó para examinar el cuerpo y echó un rápido vistazo a su alrededor. ¿Qué hacía Carlos allí? El mineral. El peso de la verdad lo golpeó con fuerza y recordó cómo Carlos le había preguntado insistentemente si el material tenía valor en el mercado. Había ignorado aquellas preguntas, pensando que eran solo curiosidad juvenil. Ahora, las piezas encajaban.
—Carlos siempre fue curioso, ambicioso. Pero jamás imaginé que tomaría ese camino.
—¿De qué hablas, Mu? —interrogó Saga. —¿Sabes por qué ese muchacho estaba aquí?
—Me temo que estaba aquí intentando robar el mineral —explicó Mu con voz ahogada, no por el humo, sino por el dolor de no haberse dado cuenta de esos detalles—. Insistió mucho preguntando por su valor en el mercado. De seguro él, con este grupo... —señaló los demás cuerpos—... Hicieron estallar este lugar para obtener el mineral. Ellos provocaron todo esto.
—¿Crees que aún podamos obtener muestras suficientes? —preguntó Kanon, observando el lugar. Las lluvias habían apaciguado el fuego, pero las llamas se negaban a apagarse del todo.
—Tal vez —contestó Mu, todavía abrumado—. Al fondo, donde el fuego no haya llegado. Tal vez encontremos algo, pero este fuego...
—Tenemos que irnos. —ordenó Saga. Bajo esas condiciones, poco o nada podían hacer—. Necesitamos más hombres y equipo. Esto no puede esperar.
—Todos tienen sangre en los ojos y en la boca —apuntó Mu—. Es un envenenamiento, como lo habían mencionado. Este humo los mató y los revivió.
—¿Por qué no nos ha afectado aún a nosotros? —preguntó nuevamente Kanon.
—Creo que se debe a que no estuvimos muy cerca del fuego. Las partículas que nos alcanzaron ya estaban disueltas en el aire. Nos infectaron, pero no nos mataron de inmediato. No estoy seguro, es solo una hipótesis.
—De acuerdo, regresemos al jeep —pidió Saga, retrocediendo sobre sus pasos hasta alcanzar al soldado que había dejado atrás.
—Señor, es el mayor —dijo el chico apenas los vio—. Es importante.
Saga tomó la radio de inmediato.
—Capitán Kyriakos al habla. Lo escucho, mayor.
—Capitán —respondió el mayor Alexandros desde el otro lado de la línea—. El brote ha llegado al puerto principal. Los hostiles nos superan en número. Deben retirar a sus hombres. Tienen 40 minutos antes de que demos inicio al plan Eón.
Saga apretó la radio con fuerza, respiró profundo y replicó:
—No creo que sea necesario, mayor.
—Hemos recibido reportes de salidas ilegales de la isla; algunas embarcaciones se dirigen hacia Galia. Es hiperactivo. Continuamos con el plan. 40 minutos.
—¡Mayor!
La comunicación se cortó.
—¿Qué es el plan Eón? —preguntó Mu, desconcertado.
—Van a destruir la isla —respondió Kanon con seriedad—. Van a hacerla volar.
—Si hacen eso… —Mu cerró los ojos, tratando de ignorar las imágenes que se formaban en su mente—. El fuego… la toxina se esparcirá por el mundo entero. ¡Saga, deben detenerlos!
—No podemos —respondió Saga mientras se preparaba para subir al jeep, donde Kanon ya estaba sentado—. ¡Vámonos, Mu!
—¿Ni siquiera lo intentarás? —insistió Mu, fulminándolo con la mirada.
—Tenemos 40 minutos para salir de la isla. —Saga suspiró, impaciente—. El mayor cortó la comunicación; no hay nada que podamos hacer. Sin nuestro cosmos, somos solo hombres. No sé si lo has notado, pero en este momento tú eres nuestra prioridad.
—¿Yo? ¿Por qué? —preguntó Mu, confundido, buscando respuestas en la mirada fría de Saga.
—Porque eres el único que entiende lo que está pasando —explicó Kanon, con evidente lógica—. No podemos salvar esta isla, pero si logramos sacarte de aquí, tal vez tú puedas salvar al resto del mundo. Así que vámonos.
—Pero...
Mu sintió cómo un mareo lo invadía. La idea de abandonar a tantos inocentes contradecía todo en lo que creía. Se llevó una mano a la frente, intentando encontrar claridad, pero un grito a su izquierda lo sacó de su trance. Al voltear, vio al joven soldado luchando contra un zombi. Antes de que pudiera reaccionar, Saga disparó, eliminando a la criatura de un solo tiro.
Mu reaccionó, avanzando con rapidez hacia el cadáver. Se agachó, extrajo una muestra de sangre y la guardó en su maletín con manos temblorosas.
—¡Mu, vámonos! ¿Qué estás haciendo? —demandó Saga desde el jeep.
—Necesito muestras —respondió, cerrando su equipo antes de correr hacia el vehículo.
—¡Muévete! —ordenó Kanon.
Mu subió al jeep, que arrancó de inmediato.
—Definitivamente el incendio fue provocado —expuso Mu mientras el vehículo avanzaba a toda velocidad—. Pero no como había pensado. No fue Zeus. Fue Carlos. No puedo creer que un muchacho ambicioso haya logrado todo esto.
—Si lo analizas bien, Mu —intervino Kanon—, Zeus tuvo mucho que ver. Despejó los caminos la noche que llegamos a esta realidad, puso a tus estudiantes en el hallazgo del mineral. Uno de ellos fue lo suficientemente ambicioso como para venir aquí con un grupo de maleantes y tratar de llevárselo. Todo esto tiene su marca.
Mu no respondió. Solo apretó los puños mientras el jeep seguía avanzando. El silencio se apoderó con intensidad entre el grupo, apenas roto por el rugido del motor y el eco lejano de explosiones en la distancia. En el camino, se encontraron con un grupo de soldados sobrevivientes que se les unieron. Sus rostros eran pálidos, cubiertos de hollín y sangre, reflejo de la tragedia que enfrentaban. Algunos apenas podían caminar, apoyándose en sus compañeros. Ninguno tenía palabras; los suspiros y jadeos cortaban el viento como testimonio de su desespero.
—Es imposible distinguir a los infectados de los sanos —comentó uno de ellos con voz rota—. Seguro matamos a varios inocentes en el fuego cruzado.
La propagación estaba siendo devastadora. La toxina no solo diezmaba sus filas en número, sino que también drenaba su voluntad. Las miradas vacías y los hombros caídos hablaban de una fuerza militar rota, carente de esperanza.
Cuando llegaron al puerto, el panorama fue desolador. Decenas, quizás cientos de personas, se aglomeraban desesperadas frente a los puntos de evacuación, tratando de huir de la isla. El ruido era ensordecedor: gritos, llantos, órdenes militares que nadie parecía obedecer. Los soldados hacían lo imposible por contener a la multitud, pero el miedo era más fuerte. En medio de la confusión, los lugareños empujaban, peleaban y rogaban por un lugar en los helicópteros.
—¡Mantengan el orden! —gritó un oficial al frente, aunque su voz se perdía entre el clamor de la gente.
—Esto se está saliendo de control —expuso el gemelo mayor, el grupo de personas era mayor que cuando marcharon hacia el norte.
Los santos y el oficial se vieron obligados a descender del jeep para acercarse a los helicópteros. Cada paso era complicado; la muchedumbre los empujaba de un lado a otro. Entonces, un grito desgarrador resonó en la distancia.
—¡Están aquí! ¡Las criaturas están aquí!
El caos estalló. La multitud comenzó a correr en todas direcciones, chocando entre sí. Algunos intentaron desesperadamente trepar a los helicópteros. Otros tropezaban y caían, siendo pisoteados sin piedad. La escena se transformó en un pandemónium de terror y desesperación.
—¡Disparen a discreción! —ordenó un soldado, su voz, aunque firme estaba teñida de miedo.
Mu alcanzó a ver cómo varios soldados levantaron sus armas y obedecían. Las balas comenzaron a volar, y personas inocentes empezaron a caer como hojas en otoño.
—¡Alto al fuego! —rugió Saga, pero su voz fue ahogada por el estruendo de las balas y los gritos de la multitud.
Kanon tiró de él y de Mu, desesperado por llegar al helicóptero.
—¡No podemos evacuar a nadie! —dijo, casi arrastrándolos—. ¡Nos quedan diez minutos para salir de la isla!
—No podemos dejar a toda esta gente aquí —protestó Mu, mirando a Saga con ojos llenos de súplica.
Saga vaciló, observando la carnicería a su alrededor. La expresión en su rostro cambió; la lógica fría empezaba a pesar más que el sentimiento.
—Vámonos, Mu —dijo con voz firme—. Si morimos aquí, no podremos hacer nada después.
Aries no se movió. La idea de abandonar a tanta gente le carcomía el alma. Antes de que pudiera decir algo más, Saga y Kanon se miraron. Sin cruzar palabras, ambos lo tomaron de los brazos y lo arrastraron hacia el helicóptero.
El lemuriano no luchó, pero su mirada se quedó fija en la escena frente a él. Entre la lluvia de balas, notó algo extraño. Un muchacho, herido por un disparo en el pecho, cayó pesadamente al suelo, levantando una nube de polvo. Sin embargo, apenas unos segundos después, el joven se levantó. Su cuerpo se tambaleaba, pero su rostro era una máscara de furia y rabia. Se lanzó hacia un soldado cercano, pero un disparo en la cabeza lo detuvo en seco.
—¡Esperen! —gritó Mu, soltándose de los hermanos.
Antes de que pudieran detenerlo, corrió hacia el cadáver del muchacho. Saga lo siguió de inmediato.
—¡Mu, detente! —gritó el mayor de los gemelos—. ¡Kanon, enciende el helicóptero! ¡Te alcanzaremos!
Kanon asintió y corrió de regreso al aparato mientras Saga alcanzaba a Mu.
—¿Qué demonios estás haciendo? —demandó Saga, acercándose al lemuriano, que ya estaba recolectando una muestra de sangre del muchacho caído.
—Necesito esta muestra. Necesito saber qué está pasando.
—¡No tenemos tiempo!
—¡Ya casi termino!
Saga apretó los dientes, observando con impaciencia cómo Mu cerraba su maletín. Luego lo agarró por el brazo y lo arrastró de vuelta hacia el helicóptero. Apenas lograron subir cuando Kanon ya estaba despegando.
El caos en el puerto era absoluto. Los helicópteros apenas lograron elevarse cuando el impacto de los primeros misiles sacudió la isla. Una onda expansiva hizo tambalear la nave, pero Kanon logró estabilizarla. Desde el aire, pudieron ver cómo el fuego consumía la isla rápidamente, devorando todo a su paso. Mu, sentado en silencio con el maletín apretado contra su pecho, no apartaba la mirada del infierno que dejaban atrás. Las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro mientras el horizonte se llenaba de humo y cenizas.
Saga y Kanon intercambiaron una mirada sombría. Ninguno dijo una palabra.
—Todo esto… —murmuró, apenas audible—. No tenía por qué pasar.
Saga, sentado frente a él, lo miró en silencio. Quiso decir algo, pero las palabras murieron en su garganta. Kanon, concentrado en mantener la nave estable, no apartó los ojos del horizonte.
—¿Crees que valió la pena? —preguntó finalmente Kanon, rompiendo el silencio con un tono seco.
—Si esas muestras nos ayudan a detener esto… sí —respondió Mu con voz firme, aunque sus manos temblaban ligeramente.
Saga desvió la mirada hacia el horizonte, donde el humo negro se alzaba como una cortina que cubría el mundo.
—Tienes que hacer que valga la pena —dijo en voz baja, más para sí mismo que para los demás.
En ese momento, Mu abrió el maletín y revisó las muestras apresuradamente. Sus ojos se entrecerraron al notar algo extraño en la sangre del joven que había recolectado: partículas doradas flotaban en el líquido, brillando débilmente bajo la luz del helicóptero.
—Esto… no es solo una toxina —susurró, apenas creyendo lo que veía—. Es algo más…
Saga y Kanon intercambiaron una mirada rápida, pero antes de que pudieran preguntar, una nueva explosión sacudió la isla, iluminando el cielo con un destello cegador. El helicóptero se tambaleó, y Mu cerró el maletín con fuerza, asegurándolo como si fuera el último fragmento de esperanza que les quedaba.
—Lo averiguaré —prometió, más para sí mismo que para los otros—. Esto no puede terminar aquí.
****
En la base de las fuerzas especiales, el ambiente estaba cargado de tensión y desesperanza. El aire olía a metal y ceniza, y los pocos sobrevivientes que habían logrado regresar a Panhelenia caminaban como sombras. Sus pasos eran arrastrados, sus miradas vacías, como si el peso de lo que habían presenciado los hubiera despojado de toda fuerza. Las voces, cuando se escuchaban, eran apenas murmullos apagados, sofocados por el eco de las pérdidas recientes.
Kanon, con los hombros tensos y las manos crispadas, trataba de no dejarse consumir por las imágenes que se repetían en su mente. Varias vidas se habían perdido en la isla, y él no tuvo ni la fuerza ni la habilidad para salvarlas. Si aún tuviera acceso a su cosmos, estaba seguro de que la historia habría sido completamente diferente. Empujando la puerta de una habitación mal iluminada, se encontró con Mu, quien garabateaba frenéticamente sobre un tablero blanco.
—¿Mu, acaso no has dormido? —preguntó Kanon, aunque el tono cansado en su voz ya denotaba que conocía la respuesta—. ¿Mu?
El lemuriano apenas alzó la vista. Su rostro reflejaba agotamiento, pero también una chispa de determinación.
—Así que la planta de energía de Naxina, estalló —dijo Mu con una mezcla de ironía y amargura ignorando las preguntas de su compañero—. Eso es lo que le dijeron al mundo. Nuestra planta de energía no era tan grande para el daño ocasionado en la isla. ¿Por qué no dicen la verdad? ¿Creen que las personas son tan estúpidas?
Antes de que Kanon pudiera replicar, Saga entró en la habitación, sus ojos afilados recorrieron el caos que imperaba en la mesa: documentos apilados de forma desordenada y manchas de café seco en algunos papeles.
—No es cuestión de subestimar a la gente, pero su miedo a lo desconocido nos facilita ocultar la verdad —dijo Saga, su voz grave pero firme.
—Les expliqué —continuó Mu sin observar a los gemelos, completamente inmerso en las anotaciones del tablero—. Que podríamos estar todos infectados. Sé que cortaron la comunicación de Naxina, con el exterior horas después de que se propagará el brote, ¿no creen que algunos ya saben lo que pasó allí adentro?
—La información que logramos interceptar —habló Saga con tono sereno—. Hablaba de un incendió, pero…
—Mu, tiene razón. No hemos podido detener todos los navíos ilegales que salieron de Naxina —apuntó Kanon, cruzando los brazos con frustración—. Esos barcos, seguro llevaban infectados. Ya no importa lo que hagamos.
—En realidad, no importa en absoluto —dijo Mu con gravedad, girando hacia la mesa donde se apilaban los documentos—. De verdad sospecho que ya todos estamos infectados. La nube de humo no solo cubrió Naxina; con Zeus detrás de esto, es lógico asumir que manipuló las corrientes de aire para esparcir el patógeno a escala global.
—¿Infectados? ¿Todos? —replicó Kanon con incredulidad, golpeando la mesa con el puño—. ¿En serio? Me niego a creerlo. No puedo creer que nos estemos enfrentando a zombis. Sé que los vi con mis propios ojos, pero… ¿qué, Zeus nos metió en el universo de Dan O’Bannon? ¡Esto es absurdo!
—Lo es —sostuvo Mu con firmeza—. Como le había comentado, no existe una base científica que corrobore la existencia de los zombis. Se ha hablado de bacterias, virus, químicos, algún patógeno que invada el cerebro, incluso se ha usado el recurso de posesiones demoníacas, pero realmente… un zombi, es algo imposible.
—Pero está pasando —apuntó Saga, levantando la ceja—. ¿O no?
—Sí. Está pasando —afirmó Mu, desanimado—. Y está en el aire. Después de la explosión en Naxina, el mundo… Los hospitales serán los primeros afectados. Deben avisarles. Deben…
—Lo sé, Mu —dijo Kanon apretando los puños—. Pero lo que tienes no es sólido. El mayor…
—El mayor piensa que eres un charlatán —completó Saga—. Él no cree en nada de esto. Y si me preguntas, yo también estoy confundido. Te creo, pero no logro entender la situación.
Mu señaló un nuevo esquema en el tablero, su voz era precisa, pero teñida de preocupación.
—Hay algo que debemos entender sobre cómo funciona este patógeno. El fuego se originó en las cuevas y cerca del epicentro, las personas murieron en cuestión de minutos. ¿Por qué? Porque el humo contenía una concentración extremadamente alta del patógeno en estado activo. Cuando inhalaron esas partículas, sus cuerpos no pudieron resistirlo. El sistema inmunológico colapsó, y las hemorragias internas fueron inmediatas.
Kanon, cruzado de brazos, frunció el ceño.
—Pero no todos murieron tan rápido. En otras zonas, incluso algunos que inhalaron el humo seguían vivos. ¿Por qué ellos no cayeron de inmediato? ¿Por qué seguimos vivos? Respiramos el aire de Naxina.
Mu asintió y continuó su explicación, señalando un mapa de la isla con círculos concéntricos marcando las áreas afectadas.
—A medida que el humo se dispersó, la concentración del patógeno disminuyó. Las personas que estábamos lejos del epicentro inhalamos cantidades menores. Esto nos dio a nuestros sistemas inmunológicos una oportunidad de contenerlo, aunque no de eliminarlo. El patógeno está en nuestros cuerpos, latente, como un huésped silencioso.
Saga, con el rostro serio, intervino.
—¿Quieres decir que no hemos muerto porque recibimos menos cantidad del patógeno?
—Exactamente. —Mu se giró hacia ellos, la intensidad en sus ojos reflejó la gravedad de sus palabras—. Pero no se equivoquen: todos estamos infectados. No importa si estuvimos en el epicentro o lejos de él. La diferencia es que, para quienes estuvimos más lejos, el patógeno quedó inerte porque nuestro sistema inmunológico logró contenerlo... por ahora.
—¿Y qué pasa si esos sistemas fallan? —Kanon golpeó la mesa con el puño—. ¿Qué ocurre cuando alguien con el patógeno muere?
Mu suspiró, bajando la mirada al tablero.
—Es lo que vimos en los hospitales. Personas que murieron por otras razones: accidentes, heridas, incluso enfermedades previas, volvieron a levantarse. El patógeno está diseñado para activarse cuando el cuerpo muere, cuando ya no hay resistencia biológica.
Saga se inclinó hacia el tablero, su voz fue grave.
—¿Entonces estamos cargando con una bomba de tiempo dentro?
—Sí. —Mu apretó los puños, con tono firme—. Y lo peor es que no hay forma de detenerlo. Mientras el cuerpo esté vivo, el patógeno se queda inerte. Pero si alguien muere, por cualquier razón, su reanimación está garantizada.
Kanon resopló con frustración, mirando por la ventana hacia el cielo gris.
—Esto es peor de lo que imaginé. Ni siquiera tenemos que enfrentarnos directamente a esas criaturas. Solo basta con esperar… y todos nos convertiremos en ellas.
Mu lo miró, con expresión sombría.
—Esto no es solo un brote; es un mecanismo diseñado para propagarse sin necesidad de contacto directo. Es un arma perfecta.
Saga permaneció en silencio, procesando las implicaciones. Finalmente, habló con un tono lleno de determinación.
—Entonces tenemos que encontrar cómo romper ese mecanismo. No importa lo imposible que parezca.
Mu asintió lentamente, volviendo a revisar sus notas.
—La mordida por el contrario parece contener una concentración más activa del patógeno. Por lo que he observado, su saliva actúa como un acelerador. Introduce un agente que debilita rápidamente el sistema inmunológico, permitiendo que el patógeno latente en el cuerpo de la víctima se active antes de tiempo. Es una combinación letal: biología y algo más...
—¿Algo más? —repitió Saga.
—No puedo explicarlo del todo —admitió Mu—. Pero hay una peculiaridad. Este patógeno no se comporta como nada que haya visto antes. Es casi como si tuviera una "voluntad". No sigue un patrón de mutación natural. Actúa de forma precisa, como si cada proceso estuviera programado. Incluso me atrevería a decir, que puede evolucionar. Sin las muestras o estudios suficientes, todo lo que digo aquí no es más que una hipótesis.
—Zeus no iba a dejarnos la tarea sencilla. —Kanon bufo—. Ha visto muchas películas, es obvio, que esto no es natural.
—Exacto. —Mu cerró la libreta y los miró a ambos—. Es como si Zeus hubiera tomado un diseño biológico existente y lo hubiera manipulado. El mineral que detonó todo esto parece ser la fuente del patógeno, pero no fue casualidad. Todo parece calculado: el alcance, los tiempos, incluso las vulnerabilidades que explota en los cuerpos humanos.
—Entonces, debemos asumir que el patógeno sí se encuentra en el aire. —Ahora fue Saga quien observó por la venta, su tono fue más serio que nunca—. No importa la causa de nuestra muerte, regresaremos convertidos en esas criaturas.
—Sí. Y por eso es tan peligroso. Esta infección no depende del contacto físico para propagarse. No hay "salvación" en evitar a los infectados, porque ya está dentro de todos nosotros. La única ventaja que tenemos es que mientras sigamos vivos, podemos luchar contra ella.
—¿Cómo? ¡El mineral se perdió! —exclamó Kanon, frustrado—. Todo quedó destruido en Naxina.
—No necesitamos el mineral, necesitamos lo que representa —dijo Mu, apretando los puños—. Si el mineral era el origen, entonces debe haber una forma de neutralizarlo. Toda infección tiene un punto débil, y nosotros vamos a encontrarlo.
—Mu. —La mirada de Saga recayó sobre Aries con demasiada intensidad—. ¿Tienes evidencia tangible para respaldar lo que nos estás diciendo? Comprenderás que, sin pruebas sólidas, los altos mandos no moverán un solo dedo. Ellos creen que la infección fue radicada en Naxina.
—No tengo nada —contestó frustrado—. Todo lo que tengo al respecto se encuentra aquí, y no es mucho. Documentos apresurados de profesionales en Naxina, reportes policiales, testimonios de soldados aterrados y mi versión de los hechos. Lo que vi con mis propios ojos. Las muestras de sangre no son suficientes para más estudios concretos. Realmente, no tengo nada que sustente mis afirmaciones.
—¿Cuánto tiempo crees que tarde en llegar el patógeno a las demás partes del mundo? —quiso saber Saga
—El humo apenas se está extendiendo por el planeta —Mu intentó dar una respuesta satisfactoria, pero le era imposible—. De seguro Palehencia, será la primera afectada. Está demasiado cerca de Naxina. Puede que el humo tarde horas o días en llegar a cada rincón del mundo. No lo sé. Es el juego de Zeus, así que mis cálculos no serán los más precisos.
Saga asintió lentamente, asimilando la magnitud de la amenaza.
—Zeus nos dejó una tarea imposible, sí. Pero lo que él no entiende es que no somos como los mortales de este mundo. Hemos enfrentado lo imposible antes… y hemos vencido.
Mu levantó la mirada, sus ojos reflejaban una mezcla de agotamiento y determinación.
—Entonces, comencemos. Si hay un final para esto, lo encontraremos.
El silencio que siguió no fue de derrota, sino de resolución. Era el inicio de una batalla mucho más grande de lo que cualquier mortal podría imaginar, pero ellos no eran simples hombres. Eran guerreros, y no se rendirían.
Continuará…
Chapter 5: La Caída de Galia
Chapter Text
Camus de Acuario suspiró pesadamente, apretando la taza de café con fuerza mientras sus ojos recorrían las calles de esa mañana en Galia. Aunque Zeus había procurado ser minucioso, el ingenio del dios para asignar nombres contrastaba con su precisión al construir mundos. Galia era una réplica exacta de Francia, pero con ligeras diferencias, apenas perceptibles para cualquiera… excepto para Camus.
La disposición de los edificios, la cadencia de los acentos al hablar, el aroma del pan horneado que se colaba entre los callejones; todo era inquietantemente familiar y, sin embargo, estaba torcido en los detalles más ínfimos. Como un cuadro restaurado por manos inexpertas, donde los trazos originales quedaban sepultados bajo capas de pintura falsa.
Aun así, agradeció por un momento sentirse en casa.
El sol iluminaba la plaza con una calidez que contrastaba con el frío matutino. Los ciudadanos paseaban sin preocupaciones, ajenos al destino que Zeus les tuviera preparado. Un grupo de niños reía mientras perseguía a una paloma, una pareja discutía en voz baja junto a una fuente, y un anciano leía un periódico con el ceño fruncido. Todo lucía real. Todo parecía genuino.
Pero Camus sabía que no lo era.
No pudo evitar esbozar una sonrisa cínica. ¿Cuál sería el espectáculo de Zeus esta vez?
Desvió la vista y la fijó en una librería modesta al otro lado de la calle. En la vitrina, un libro con letras doradas captó su atención: ‘La Tríada Oscura’. Hizo una mueca. Un relato absurdo sobre vampiros y elfos creados en un laboratorio, escrito por el gran: Camus Triamoulle. Su alter ego en esa realidad era un autor exitoso, aclamado y premiado, pero con un bloqueo creativo que lo atormentaba. Triamoulle debía escribir una secuela, pero Acuario no podía molestarse en siquiera considerar la idea.
—¡Camus! —llamó Milo desde la otra acera.
El francés giró el rostro con calma, observándolo con una mirada impasible mientras Escorpio cruzaba la calle con evidente urgencia. Su expresión preocupada no pasó desapercibida.
—Llegas tarde —señaló Acuario, con firmeza.
—Lo sé —respondió Milo, tomando asiento frente a él sin molestarse en quitarse la chaqueta—. No ha sido fácil para mí organizar mis pensamientos. Mi cabeza es un caos y los recuerdos llegan como una tormenta. Me perdí varias veces en el camino.
—Te dije que debías calmarte —expuso con serenidad, recordando su conversación previa—. Si no lo haces, te costará más trabajo ordenar tus ideas.
Milo resopló, echándose hacia atrás en la silla.
—Lo dices como si fuera tan fácil. Pensé que despertaríamos en el fin del mundo. ¿Qué pretende Zeus? Nos dio una vida, responsabilidades, familia… estoy confundido.
—Nos advirtió que esto podría pasar. Es su entretenimiento.
—¿Entretenimiento? ¡Esto no es una broma, Camus!
Acuario se tomó un momento antes de responder. Sabía que discutir no llevaría a nada, pero tampoco podía culpar a Milo por sentirse así.
—Lo es para los dioses —dijo finalmente—. Y lo sabíamos desde el principio.
Milo lo observó con frustración, como si esperara verlo ceder, reaccionar de alguna manera más humana. Pero Camus solo mantuvo su expresión serena. Escorpio hizo una pausa, como si intentara encontrar las palabras adecuadas.
—No lo entiendo, Camus. ¿Qué pretende con esto?
Acuario dejó la taza sobre la mesa y exhaló lentamente.
—Es su espectáculo —respondió con calma—. Quiere ver qué hacemos con esta... realidad.
Milo bajó la cabeza, frotándose las sienes con frustración.
—Y encima a ti te puso una hija… —Milo observó a Camus, esperando un gesto más genuino, pero el francés se limitó a levantar una ceja.
—No es real, Milo. Y lo sabes. Nada de esto es real.
—¿No? Porque para todas estas personas lo es. Míralos. —Milo señaló a la gente a su alrededor—. Para ellos, esta es su vida. Esto es real.
—Nada de esto es real —repitió con firmeza, con un tono que no daba lugar a réplicas.
—¿Eso es lo que vas a hacer? ¿Fingir que no existen? —Milo no era un hombre que se dejará amedrentar tan fácilmente, y Camus sabía que su compañero continuaría hasta hartarlo.
—Escorpio, ambos sabemos que esto es una simulación. Un juego retorcido de Zeus. —Camus resopló con impaciencia.
Milo apretó la mandíbula.
—Pero… tenemos una familia…
Camus apartó la mirada. Sabía que Milo no lo decía con intención de incomodarlo, pero el tema lo fastidiaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. ¿Por qué, de entre todos, a él le habían impuesto una familia? ¿Qué clase de burla era esa? Su esposa había fallecido tiempo atrás, pero recordaba su mirada cariñosa hacia él, y, además, una hija que lo adoraba... Y para rematar, un maldito contrato editorial para escribir secuelas de un libro que despreciaba.
De todo ese embrollo, no sabía qué era peor.
—Milo, no podemos encariñarnos con nadie —declaró con frialdad, aunque en su voz había un matiz de resignación—. Nuestra misión es salvar a tantas personas como sea posible.
—Te recuerdo que tu hija también es mi familia —Milo cruzó los brazos con aire desafiante—. Emma era mi hermana y Claire es mi sobrina. No eres el único en este embrollo familiar.
Camus cerró los ojos por un instante, intentando contener la exasperación.
—No sé qué pretende Zeus con esto, pero sospecho que quiere ver hasta qué punto priorizamos a nuestros seres queridos sobre los demás.
—Y lo que tú dices es que… ¿debemos ignorarlos? —sentenció Milo.
—Debemos recordar quiénes somos y cuál es nuestro deber —Camus se levantó, ajustando su abrigo con gesto automático—. Si nos dejamos llevar por las emociones, solo les daremos la razón a esos dioses que buscan la destrucción de la Tierra. —Escorpio lo miró con incredulidad—. Milo… —su tono bajó, más sereno—. Precisamente por eso no debemos ceder. No podemos olvidar quiénes somos ni por qué estamos aquí.
Milo lo miró, tratando de encontrar una grieta en su firmeza.
—¿Y si estás equivocado? ¿Y si esto no es una farsa? Si Zeus ha diseñado este mundo tan perfectamente, ¿qué nos dice que lo ha hecho por simple crueldad?
Camus inspiró hondo.
—Porque quiere vernos rompernos.
Milo apretó los puños.
—Y tú no le darás el gusto, ¿verdad, Acuario?
—No.
—No entiendo cómo puedes ser tan indiferente a todo esto.
Camus suspiró y lo miró con una mezcla de cansancio y paciencia.
—No es indiferencia, Milo. Es sentido común.
Dicho eso, dejó unos billetes sobre la mesa y tomó su camino.
—¿En serio te vas?
—Sí. Sabes dónde encontrarme.
Y sin mirar atrás, se perdió entre la multitud.
—Idiota… —murmuró Escorpio, mirando la taza de café medio vacía frente a él.
****
El día avanzó sin novedad alguna, y Camus nunca se había sentido tan ansioso. No iba a negar, que esperaba rapidez en el apocalipsis, pero contrario a eso, parecía que Zeus los haría esperar, por lo tanto, él debía continuar con su trabajo, con su vida y fingir… solo fingir.
Observó la computadora con un tic nervioso. Llevaba más de dos horas frente al ordenador y lo único que había escrito eran dos palabras miserables: "Tiempo después." Nada más. Ni una buena idea, ni siquiera una mediocre. A decir verdad, ni siquiera veía la necesidad de continuar esa historia. La primera parte era perfecta... al menos para el público. A él le parecía una pérdida de tiempo.
¿Por qué escritor? ¿Por qué de todos los oficios posibles ese? No iba a negar que su cómoda vida y la de su familia se la debían al éxito de sus libros, pero aún así… ¿no podría haber sido otra cosa? Milo, era un rescatista con grandes habilidades de rastreo de una fuerza elite. Algo realmente, admirable, pero él, solo era un escritor aburrido. Suspiró y volvió a repasar la premisa de su novela: un virus que convertía a los hombres en vampiros y elfos. No era una mala idea, pero le resultaba incomprensible. Aunque, claro, así era la ciencia ficción. Y él jamás había sido amante de la ciencia ficción.
—¿Y si escribo sobre zombis? —murmuró de pronto.
Si ya se aceptaban virus que creaban seres sobrenaturales, ¿por qué no zombis? Hasta donde sabía, en esa realidad no existían. Nadie los conocía, nadie los temía. Era perfecto. Un nuevo género. Y seguro lucraría más. En su realidad los zombis no pasaban de moda y en Tierra Dos, nunca habían estado de moda. Podía ser el pionero.
El sonido inconfundible de una videollamada lo hizo girar. Respondió sin pensarlo, y al otro lado apareció una joven de cabellos azulados y rizados, recogidos en una coleta alta, con ojos azul profundo. Tenía una belleza luminosa, una mezcla inconfundible de su madre y de... Milo. Siempre pensaba que Claire se parecía a su cuñado más de lo que él admitiría. Si esa era una simulación, ¿por qué ella se parecía tanto a él?
—¡Hola, papá! ¿Cómo vas con el libro? —dijo la joven al otro lado de pantalla con una gran sonrisa.
—Solo te diré que gozo de buena salud —contestó él con un tono tranquilo.
—¿En serio? —inquirió ella, rodando los ojos—. Tal vez yo pueda ayudarte con alguna idea.
—No —contestó, sin titubeos.
—¡Mis ideas siempre han sido geniales, pa!
—No lo creo. Tenías mejores ideas a los cinco años. Has desmejorado bastante desde entonces.
—¡Papá! —rió ella, divertida—. ¿Por qué eres tan malo conmigo?
—No puedes decir que alguien es malo solo por señalar un punto válido.
—Mi tío dijo que estabas actuando raro —dijo ella, bajando un poco el tono—. Yo te veo igual que siempre.
—Con que Milo dijo eso... —resopló—. Ya te he dicho que no hables con él, es una mala influencia.
Ella soltó una carcajada.
—Llegué a pensar que estabas saliendo con alguien y por eso estabas raro, pa.
—¿Salir con alguien? —Acuario arqueó una ceja.
—Pienso... —hizo una pausa—. Qué deberías hacerlo. Mamá murió hace tres años. Creo que deberías darte una oportunidad con otra persona...
—Creo que debería concentrarme en cómo empezar esta historia nueva. ¿No crees? No tengo tiempo para esas cosas de adolescentes. Por cierto... —se inclinó un poco hacia la cámara, con un gesto dramático—. No me digas que tu llamada se debe a que estás loca por algún muchacho. Ay, no... ¡ya estás embarazada, ¿cierto?!
—¡Papá! —rió ella, entre divertida e incrédula—. ¿Ves? Y tú dices que no tienes imaginación. Pero no, el motivo de mi llamada, aparte de saber cómo está el hombre que más amo en este mundo…
—Ah, que no se te olvide —murmuró él, bajando la mirada por un segundo.
Se sintió hipócrita. Le había dicho a Milo que nada de ese mundo era real, que todo era una ilusión artificial, que debían mantener la cabeza fría. Pero… ¿cómo explicarse a sí mismo la punzada de angustia que sentía cada vez que su hija decía cosas como esas?
—Claro que no —continuó ella—. Pero imagínate que me llegó un comunicado: mi vuelo se canceló porque el aeropuerto de Valmire está cerrado. ¿Tú sabes algo?
—No sabía —respondió, tomando su celular y buscando en internet—. Tienes razón. Y no hay ninguna explicación oficial. Seguro es algo menor. Para el fin de semana estarás de regreso.
—Unos compañeros piensan acampar en el aeropuerto. Dicen que tal vez salga un vuelo a Galia a último momento. Tal vez debería ir con ellos.
—No es necesario. Te enviaré más dinero para extender tu estancia.
—Pa… si sale un vuelo, quiero volver. Panhelenia es hermosa, el curso de verano fue una maravilla… pero ya quiero estar en casa.
—No seas imprudente —aconsejó con tono suave, casi paternal de más—. Espera un par de días. Te prometo que si esto no se resuelve antes, iré por ti o encontraré la forma de traerte. ¿Está bien?
—Tienes a una mujer escondida en casa y no quieres que yo me entere, ¿cierto?
—¡Claire!
—¡Es un chiste, papá! Tengo que irme. ¿Estarás bien?
—Yo estaré bien. Me preocupa si tú estarás bien… —ella le regaló una sonrisa—. Te enviaré más dinero. No quiero que pases la noche en un aeropuerto. ¿De acuerdo? No es seguro.
—Sí, papá —contestó ella, bajando un poco la voz.
Camus se quedó un instante con la mirada perdida, como si la imagen de su hija siguiera flotando en la pantalla. El corazón le latía fuerte, incómodo, rebelde. No debía sentir nada, pero allí estaba: el miedo, latiendo como una verdad insoportable . Apretó los labios. Era absurdo. Ella no existía. Todo eso era irreal, una estructura digital, un eco. Entonces, ¿por qué tenía el corazón tan apretado?
****
Una larga y eterna semana había pasado. Él esperaba encontrarse de cara al fin del mundo, con incendios, cuerpos apilados y el aire impregnado de muerte. Pero contrario a sus expectativas más cínicas, todo parecía ir color de rosa. Galia —más precisamente Lysbelle— era un lugar tranquilo. Demasiado tranquilo para alguien como él. Lo más grave que había enfrentado en esos días había sido el café aguado de aquella mañana.
Después del desastre en el Santuario, aquel rincón apartado del mapa no le venía mal. Silencio, orden, aburrimiento. En otras circunstancias habría protestado, pero ahora casi lo agradecía.
Death Mask de Cáncer —o más bien Ángelo Tabilio, su nombre legal en este mundo nuevo— trabajaba como negociador de rehenes para la policía local. Un giro de lo más irónico: él, intercediendo por la vida de otros. Si le hubieran preguntado años atrás, habría soltado una carcajada. Pero ahí estaba, con su chaleco antibalas, el cabello recogido con desgano y apoyado en la patrulla como si esperara a que abrieran una cafetería.
Tenía buena reputación. Increíblemente buena, dadas sus palabras mordaces y su eterna expresión de hastío. Siempre se salía con la suya, no por encanto, sino por insistencia. Sabía leer a la gente. Sabía cuándo hablar... y cuándo tocar la fibra exacta.
—Escucha, amigo —dijo por el altavoz, con ese tono relajado que a algunos les parecía encantador y a otros, insoportable—, si bajas esa arma, te prometo que hasta te compro un café cuando salgamos de aquí. Aunque, aviso, el de esta ciudad es criminal.
Estaba frente a una pequeña tienda de conveniencia, rodeado de policías tensos como cuerdas y un cordón de seguridad que apenas contenía a los curiosos. Dentro, un hombre armado sostenía a tres personas contra el suelo, respiraba agitado, tenía los ojos desorbitados y un dedo tembloroso sobre el gatillo.
Para Ángelo, aquello era apenas un domingo con un poco más de emoción de la habitual.
—Mira, todos tenemos un mal día. El mío incluye estar parado aquí con este chaleco incómodo y sin cigarrillos. El tuyo... bueno, con esa escopeta y los ojos inyectados, parece bastante peor. Pero vamos, suelta el arma. Déjame contarte un chiste, o mejor aún, tú bajas el arma, yo dejo de hablar, y todos salimos ganando. ¿Qué dices?
Hizo una pausa, mirando la tienda como si pudiera ver a través de las paredes.
—La gente dice que me veo más bonito cuando estoy callado, ¿tú qué opinas? —añadió, con una media sonrisa—. Estoy dispuesto a cerrar mi bocaza si te entregas.
El silencio se estiró unos segundos. El negociador lo sintió. El tirador estaba escuchando. Dudaba. Eso era bueno. Entonces, una de las radios policiales estalló en un crujido agudo y urgente.
—...¡están atacando civiles! Mordidas, sangre... no mueren, ¡no mueren! Se levantan otra vez...
El murmullo de los oficiales se detuvo. Una ráfaga de tensión eléctrica recorrió el ambiente. Death Mask ladeó la cabeza, frunciendo el ceño con fastidio.
—Genial, más trabajo —murmuró Ángelo, dejando caer el altavoz con un suspiro—. Y yo sin cobrar las horas extra.
Los primeros gritos llegaron desde la esquina. Un grupo de gente empezó a correr de algo que se arrastraba. Un hombre tambaleante de piel grisácea, movimientos erráticos y ojos vacíos como pozos secos, caminaba entre la multitud, ignorando los gritos, los empujones y los bocinazos.
Un policía disparó. Luego otro. Y el infectado siguió avanzando, tropezando, cayendo, levantándose como si no sintiera dolor. Como si ya no fuera humano.
—¿Qué demonios...? —musitó uno de los oficiales, con la voz quebrada por la incredulidad.
Dentro de la tienda, el tipo armado se asomó a la ventana, atraído por los gritos. Su respiración se aceleró. El caos comenzaba a golpear la fachada de su encierro.
Un segundo infectado, más veloz, más agresivo, embistió la puerta de cristal. Esta estalló en mil pedazos. El zombi cayó sobre uno de los rehenes con una fuerza brutal. Gritos. Sangre. Disparos. El secuestrador gritó y disparó de forma errática, pero no fue suficiente. Nada parecía detener a esa cosa.
Ángelo no dudó.
—¡Mierda! —espetó, desenfundando su arma y corriendo hacia la tienda mientras el perímetro se deshacía como papel mojado. Oficiales huían. Otros disparaban sin saber a qué.
La tranquilidad de Galia se había ido al carajo. Y ese definitivamente ya no era un domingo cualquiera.
****
Shura bajó las escaleras del edificio de oficinas con la misma elegancia con la que había entrado esa mañana. El maletín estaba perfectamente cerrado, el traje impecable, y la expresión serena de quien sabía cerrar tratos importantes sin perder el control. Afuera, el bullicio de Galia sonaba como cualquier otro día: bocinas, vendedores, gente yendo y viniendo con prisa.
Su teléfono vibró. Al responder, la voz de su asistente le confirmó que el contrato con la compañía local estaba asegurado. Buena noticia. Solo pensaba en volver a casa en Espira. Su trabajo no daba tregua, y ya había demorado bastante en ese país cerrando un trato que debió haber sido sencillo, pero que le tomó más tiempo de lo esperado.
Mientras caminaba hacia el hotel, revisando algunos correos, no notó de inmediato el cambio en el ambiente. Un par de ambulancias cruzaron la avenida a toda velocidad y los policías bloqueaban una calle cercana, mientras varias personas se agrupaban frente a una pantalla que transmitía una noticia en directo.
—Señor, Shura.
Una voz femenina, suave y cálida, lo sacó de su ensimismamiento. Alzó la vista y se encontró con una mujer de cabellos negros y ojos cafés oscuros, que lo saludaba con una sonrisa encantadora. Le tomó unos segundos reconocerla.
—Nyra, ¿cierto? —dijo, acercándose—. La auxiliar de vuelo.
—Así es —asintió ella—. Qué coincidencia encontrarlo por aquí.
—¿Vives aquí en Galia?
—No, en realidad no. Estamos varados. El aeropuerto Valmire está cerrado. ¿No lo sabía?
—No tenía idea. He estado bastante ocupado.
—Me lo imagino —añadió, divertida—. Aunque trabajar un domingo, eso sí no me lo esperaba.
Él sonrió apenas.
—Supongo que algunos contratos no entienden de días de descanso —respondió él con suavidad.
—Nosotros no hemos podido regresar. Nos estamos quedando en el hotel de la compañía de viajes, pero eso significa muchos gastos. Esperamos poder salir de aquí cuanto antes… estamos atrapados. Ha sido una semana muy larga de hecho.
—Espero que todo se resuelva antes del martes —dijo él—. Necesito regresar a Espira, la próxima semana.
Sus ojos se centraron en un grupo de jóvenes reunidos en torno a un celular. El video que veían parecía captar toda su atención
—¿Escuchó lo que pasó en Naxina? — preguntó Nyra, también echando una mirada al grupo—. ¿Sobre la explosión? Creo que por eso el aeropuerto está cerrado.
—Leí algo al respecto —respondió Shura, sin darle demasiada importancia—. No comprendo qué tendría que ver eso con el cierre del aeropuerto.
—Tampoco lo entiendo del todo. Pero en redes circulan historias, teorías conspirativas… ya sabe cómo es la gente con estos temas. Hay rumores… de cosas extrañas. Personas violentas, ataques. Hablan de una infección incurable. Supuestamente, algunos infectados llegaron hasta las fronteras de Galia.
—Eso parece exagerado, de verdad. Yo… Tengo algunas reuniones que atender, y…
—No quiero quitarle más tiempo.
—No es molestia. Me estoy quedando en este hotel —dijo, señalando el edificio cercano. Sacó una tarjeta y se la ofreció—. En la habitación 705. Si te apetece tomar un café más tarde, me encantaría conversar. Claro, si no logran salir del país antes sin aviso.
—Tiene razón. Yo… le llamaré, ¿le parece?
—Estaré esperando tu llamada.
Nyra sonrió, visiblemente complacida, mientras Shura retomaba su camino, sin percatarse aún de que el mundo comenzaba a tambalearse.
****
El comedor comunitario de Galia estaba lleno esa tarde de domingo. Aldebarán repartía bandejas de comida con una sonrisa amplia, bromeando con los niños que corrían entre las mesas. Su presencia llenaba el lugar: ese hombre alto, de brazos fuertes y voz grave era imposible de ignorar. Siempre dispuesto a ayudar, siempre con una palabra amable.
—Hoy te tocó doble por buen comportamiento —le dijo a un niño, sirviéndole más arroz y guiñándole un ojo.
Los voluntarios lo admiraban. No solo por su fuerza, sino por la paciencia con la que escuchaba a los ancianos, la facilidad con la que calmaba a un adolescente furioso, o cómo sabía exactamente cuándo alguien necesitaba un abrazo.
Uno de los jóvenes voluntarios se le acercó con el celular en la mano y el rostro tenso.
—Aldebarán… están diciendo que hubo ataques en el centro. Violentos. Como… como si fueran rabiosos.
El santo lo miró de reojo, secándose las manos en el delantal.
—Siempre hay locos —murmuró, restándole importancia.
—Estos locos se ven peligrosos —insistió el chico, mostrando la pantalla. Aldebarán miró las imágenes. Algo en su pecho se tensó.
—¿Será un montaje?
—Puede ser —dijo el muchacho, como queriendo convencerse—. Gente que solo quiere llamar la atención. No le hagas caso.
Aldebarán asintió, pero algo no encajaba. Aun así, volvió a su labor. La tarde transcurrió tranquila. Por momentos, olvidó la conversación. Pero no el peso que le oprimía el pecho. Zeus había hablado del fin del mundo. Y aunque en ese instante todo parecía en calma, una parte de él no podía dejar de pensar en lo difícil que sería para todos sobrevivir a esa misión perversa.
Fin del mundo, fin de muchas vidas. Porque allí, sin cosmos, no podrían reaccionar igual. Y si lo analizaba bien, incluso con su cosmos, cuando Hades y Poseidón atacaron, se perdieron incontables vidas. Si eso ocurrió siendo guerreros… ¿qué pasaría en un universo donde eran simples humanos?
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Shun observó la pantalla con atención y el ceño apenas fruncido por la incertidumbre. Las cosas no marchaban bien, y no era por su vida en Tierra Dos. A pesar de una infancia difícil —con un padre alcohólico y un hermano que rara vez estaba presente—, Shun Hoshigaki había sabido salir adelante. Su bondad innata y su determinación lo habían llevado hasta allí: su primera pasantía médica en un hospital universitario. El apocalipsis aún no había comenzado, pero eso no evitaba que sintiera su propio mundo resquebrajarse. Habían perdido a un paciente. Y eso era lo que estrujaba el corazón del muchacho.
El monitor cardíaco emitió un pitido largo, continuo. La línea verde se volvió recta, como una sentencia.
—Hora de muerte: 18:47 —anunció el doctor Elías Fontenay, quitándose los guantes con un suspiro que le hundió los hombros. Su voz sonó apagada bajo la mascarilla.
Shun, sudando debajo del cubrebocas, bajó la cabeza. Aún tenía el corazón agitado. Era su primera operación como auxiliar en quirófano, y el paciente había muerto en plena intervención. Aún con el pecho abierto, el cadáver parecía a medio camino entre la vida y la muerte. El olor a sangre, yodo y látex impregnaba cada rincón.
Un silencio espeso se apoderó de la sala. Se escuchaban las máquinas apagándose, los pasos suaves del personal retirándose, el zumbido constante del sistema de ventilación. Shun miró las manos con las que había intentado frenar el sangrado, con las que sostenía la pinza, con las que quiso… salvarlo. No había sido suficiente.
Entonces, algo lo sacó de su ensimismamiento.
Un movimiento.
La mano del difunto se alzó apenas, como un espasmo. Shun parpadeó. Luego, los dedos se crisparon y el brazo se sacudió bruscamente. Todo el cuerpo convulsionó sobre la mesa.
—¿Doctor…? —susurró una enfermera.
El doctor Fontenay giró sobre sus talones, alarmado. El paciente, que hacía menos de un minuto había sido declarado muerto, se estaba arqueando como si recibiera una descarga eléctrica invisible. Un líquido oscuro goteaba de la mesa. Nadie se atrevió a moverse.
—Esto no… —empezó a decir el doctor, con el ceño fruncido.
Los ojos del paciente se abrieron de golpe. Estaban completamente blancos. Su mandíbula crujió al desencajarse y se irguió con un rugido seco, antinatural. Antes de que alguien pudiera reaccionar, se abalanzó sobre el doctor Fontenay. Sus dientes se clavaron en la mano expuesta del cirujano con una fuerza animal. El hombre gritó, un grito visceral y desgarrador.
—¡Sujétenlo! —gritó alguien.
Una enfermera se aproximó, pero no llegó muy lejos. El zombi, aún con el bisturí colgando de su abdomen, la atrapó por el cuello y la arrastró hacia su boca abierta.
El quirófano estalló en caos. Gritos, sangre, el estrépito metálico de instrumental cayendo al suelo. Shun retrocedió, paralizado, hasta tropezar con una bandeja de acero. El estruendo lo hizo reaccionar. El corazón le martillaba el pecho. Su respiración era un jadeo encerrado en la mascarilla.
Instinto.
No pensó. No razonó. Solo actuó.
Tomó un escalpelo y se abalanzó sobre el cadáver reanimado. Lo empujó con fuerza y hundió el bisturí en su cráneo, justo por encima de la ceja. El cuerpo se estremeció, luego cayó con un sonido sordo al suelo.
Silencio.
Solo se oía el goteo de la sangre y la respiración temblorosa de los sobrevivientes. Una enfermera, con la espalda pegada a la pared, miró a Shun con los ojos desorbitados.
—¡Lo mataste! ¡Estás loco!
—¡Estaba muerto! —balbuceó Shun, jadeando—. ¡Ya estaba muerto!
—¡Llamen a seguridad! ¡A la policía!
El doctor Fontenay, sentado en el suelo, se sujetó la mano ensangrentada. Su rostro estaba blanco como una sábana. Miró el cuerpo inmóvil con una expresión de terror puro.
—No… no lo culpen —murmuró con voz ronca—. Ese hombre… yo lo vi. Se levantó. Eso no era… normal.
Shun observó el bisturí manchado de sangre. No sabía si temblaba por lo que había hecho… o por lo que había visto. Aquello no tenía nombre. No tenía lógica. Y sin embargo… había pasado.
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Los disparos no sirvieron de nada. Death Mask vació su cargador contra el infectado que acababa de lanzarse sobre uno de los rehenes, pero era como dispararle a una pared de carne insensible. Las balas perforaban, sí, pero el cuerpo no reaccionaba como debería. No se detenía. Ni siquiera dudaba.
El grito del rehén al ser alcanzado se le clavó como un clavo oxidado en el oído. No había forma de salvarlo. No en ese instante.
No tuvo más remedio que retroceder. Primero caminó hacia atrás, con el arma aún alzada y los sentidos agudos, intentando comprender si lo que acababa de ver era real. Luego, el instinto tomó el control y echó a correr. Salió de la tienda esquivando a un oficial herido que apenas podía arrastrarse, y pronto se encontró en una calle secundaria, sin saber cómo había llegado ahí exactamente.
A su alrededor, el mundo se estaba derrumbando. Autos chocaban, algunos sin conductor, otros porque sus ocupantes huían sin sentido. Las alarmas gritaban desde cada rincón. Las sirenas, que antes le parecían parte del fondo habitual de su trabajo, ahora sonaban rotas, distantes, ahogadas por algo peor. Gritos. Pasos. Golpes secos. La ciudad estaba cambiando.
Torció una esquina sin mirar. Casi se estrella contra una figura que caminaba en sentido contrario, con una calma tan antinatural que por un segundo pensó que se trataba de otro infectado. Alzó el arma por reflejo.
—¡¿Tú también vienes a la fiesta?! —exclamó Ángelo, al reconocerlo.
Dohko de Libra —o más bien Dohko Zhao, el viejo ex policía de cara seria y mirada que todo lo leía— no parecía sorprendido. Con la misma serenidad con la que había aparecido, le lanzó una barra metálica oxidada al infectado que se les acercaba por detrás. El impacto fue directo al cráneo. El zombi cayó sin emitir un sonido más.
—Lo de siempre. Gente perdiendo la cabeza —comentó Dohko, sin detenerse.
—¿No estabas jubilado, viejo? —Ángelo bufó una risa, que sonó más a alivio que a burla.
Lo había estado buscando toda la semana. Le dijeron que ya no vivía en Galia, que se había retirado a algún sitio perdido, lejos del ruido. Le mintieron, claramente. Pero había tenido la maldita suerte de cruzárselo justo cuando más lo necesitaba.
—Estaba de vacaciones. Bueno… hasta ahora —respondió Libra, como si hablaran de una interrupción menor y no del colapso del mundo.
Un gruñido los interrumpió. No uno, sino varios. Death Mask giró en redondo. Cinco… no, seis infectados salían del callejón, tambaleantes, algunos caminando con torpeza, otros jadeando como bestias.
Dohko levantó los puños. Nada de armas, al menos no visibles. Solo su cuerpo y esa determinación que nunca lo había abandonado. Ángelo soltó una risa amarga y levantó su arma con un chasquido.
—¿Otra vez codo a codo, viejo?
—Solo si dejas los comentarios sarcásticos esta vez.
Ángelo entrecerró los ojos, disfrutando del momento con una extraña chispa de adrenalina.
—Lo intentaré —murmuró con una media sonrisa—. Pero no prometo nada.
Y entonces, sin más ceremonia, se lanzaron al combate. Como si nunca hubieran dejado de hacerlo.
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El reloj marcaba las 8:17 de la noche cuando Milo cambió de canal por quinta vez. Se encontraba en la casa de Camus y había llegado sin invitación, pero el día tenía algo diferente, como si una sombra se deslizara entre las calles de Galia. Ninguno de los dos hablaba. La semana había sido tranquila, demasiado para la impaciencia de Escorpio, pero ese domingo, todo era muy extraño. Afuera, las sirenas pasaban con una frecuencia incómoda. Lysbelle, era una ciudad tranquila, pero esa noche, el aire parecía más denso. Más pesado.
—¿Otra vez noticias? —preguntó Camus desde el sillón, con una copa a medio terminar en la mano.
—No son las mismas —respondió Milo, sin apartar la vista de la pantalla—. Esta vez vienen de Palehencia.
Camus alzó la mirada. En la televisión, una periodista hablaba en tono urgente, mientras imágenes mal grabadas aparecían a su lado: calles en ruinas, personas corriendo, otras cayendo sobre ellos con una violencia casi animal. La reportera apenas lograba describir lo que mostraban.
—Dicen que es el segundo brote —musitó Milo en voz baja—. Primero fue Naxina, y ahora esto. Algo no cuadra, Camus. ¿Crees que ya empezó el tan anunciado apocalipsis?
El santo de Acuario no respondió de inmediato. Apretó el vaso entre sus dedos. La imagen de su hija, sonriendo en una videollamada días atrás, se instaló en su memoria como una punzada dulce y cruel a la vez.
—Estuve investigando los cierres en los aeropuertos —continuó Camus—. Dicen que una planta de energía estalló en Naxina, pero en algunos foros hablaban de una infección que no pudieron contener. El gobierno de Galia pudo haberse enterado antes, y por eso cerraron sus fronteras. La verdad… no le di importancia.
Milo suspiró, sin saber qué decir, y ambos guardaron silencio mientras la presentadora hablaba con lentitud.
—Nos informan que a las 16:45 horas del día de hoy, el Gobierno de Palehencia ha declarado Estado de Emergencia Sanitaria y Militar en todo el territorio, debido a la propagación acelerada de la infección viral conocida como Síndrome Neural J-VI. No tenemos más noticias al respecto, pero piden mantener la calma y aguardar en casa hasta que la situación sea controlada.
—Intenté llamar a Claire hace unas horas —dijo Camus, sin apartar la vista de la televisión—. No tengo respuesta desde ayer. Nada. No sé nada de ella.
Milo lo miró, serio. Había visto muchas veces a Camus encerrarse en sí mismo, pero no así.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—¿No crees que las noticias hablan por sí solas?
Milo quiso lanzarse encima de su compañero, pero se contuvo. Habló con toda la paciencia que le quedaba:
—Me enteré de lo de los aeropuertos hasta hoy y me estoy enterando de la crisis en Palehencia ahora. Dijiste que el vuelo de Claire solo se había retrasado.
—Y así fue —resopló Camus—. O eso pensé. Pero he estado tratando de comunicarme con ella desde ayer, y ha sido imposible. Ella… ella dijo que iría al aeropuerto a asegurar algún vuelo hacia acá. Hacia cualquier parte de Galia. Le dije que no lo hiciera, pero ya sabes que obedecerme no está entre sus virtudes.
En la televisión, alguien gritó. La periodista fue sacada de pantalla y reemplazada por un presentador que intentaba mantener la compostura mientras leía un comunicado:
—El gobierno de Palehencia declara estado de emergencia y recomienda a sus ciudadanos permanecer en casa. Las autoridades aseguran que el cierre del aeropuerto es solo una medida preventiva y que no hay riesgo de propagación.
—¿Y aún así esperas que eso sea cierto? —preguntó Milo, apagando el televisor—. Camus, deberíamos movernos. Esto no se va a quedar ahí.
—Lo sé. Pero si ella regresa… tiene que saber dónde buscarme.
Milo lo observó en silencio y asintió. A veces, el deber más difícil era quedarse quieto.
—Entonces esperaremos. Pero no bajes la guardia, hermano.
Camus asintió una sola vez, aunque sus ojos seguían fijos en la pantalla negra del televisor. Lo que fuera que había empezado, ya estaba demasiado cerca.
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Shura escuchó golpes insistentes en la puerta de su habitación. Había tenido un día muy largo y lo que menos esperaba era ser molestado, y menos a esa hora. Pero aunque no lo admitiera, llevaba horas esperando la llamada de Nyra… una llamada que nunca llegó.
Abrió la puerta con el ceño fruncido, dispuesto a decir unas cuantas verdades a quien se atreviera a interrumpir su descanso. Grande fue su sorpresa al encontrarse con los brillantes ojos de Nyra frente a él. Ella no dijo nada. Tenía la ropa desacomodada, el cabello alborotado y el maquillaje corrido. El miedo se le escurría por la piel como sudor helado.
—¿Cómo entraste aquí? —fue todo lo que alcanzó a preguntarle, justo cuando ella se metía sin permiso en su habitación.
—Lo siento. Lo siento —musitó, jadeando, como si las palabras la ahogaran—. No sabía a dónde más ir. Afuera todos… están locos. Mi amiga… Dios, no sé qué está pasando.
Shura la sujetó por los hombros con firmeza, guiándola hacia el borde de la cama para que se sentara.
—Tranquila. Respira. ¿Qué viste?
Pero no obtuvo respuesta inmediata. Un estruendo cortó la tensión: disparos lejanos, secos, seguidos de un grito que caló hasta los huesos. Shura se asomó a la ventana con rapidez.
Al doblar la esquina, una mujer manchada de sangre tropezaba por la acera, perseguida por dos figuras desfiguradas, de piel grisácea y ojos vacíos. Un tercer hombre trataba de detenerlos a tiros. Shura vio cómo las balas impactaban en los cuerpos, pero no los detenían. Los atacantes apenas reaccionaban, arrastrando los pies con violencia insaciable.
—Mierda —murmuró.
Corrió hasta su armario y sacó un arma corta que mantenía oculta entre ropa. No era fanático de esas cosas, pero el mundo estaba cambiando. Tal vez era el apocalipsis prometido de Zeus y él no podía quedarse allí esperando a ser devorado por el mundo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Nyra, con la voz rota.
—Evitar que lo que sea eso llegue aquí.
—Shura… no puedes salir.
—No voy a dejar que entren. Quédate aquí. Cierra la puerta con llave si no regreso en diez minutos. ¿Entiendes?
Ella negó con la cabeza, a punto de llorar.
—No me dejes sola.
Shura dudó. Sus ojos se encontraron con los de ella. Luego asintió, tragando saliva.
—Entonces ven conmigo, pero haz exactamente lo que yo diga.
Juntos se dirigieron al pasillo con cuidado. El edificio no estaba hecho para enfrentar el caos que se desataba allá afuera. Desde la escalera, escucharon otro grito... esta vez más cerca. El infierno apenas comenzaba, y ellos estaban en la primera fila.
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Ikki irrumpió con paso firme en la estación de policía, con un maletín de cuero colgando de un solo hombro, su gabardina negra ondeó con el viento que arrastró consigo desde la calle. Su presencia cortó el murmullo del recinto como una hoja afilada. El policía de recepción alzó la vista y palideció al reconocerlo.
—¿Dónde está mi hermano? —preguntó Ikki, sin detenerse ni un segundo.
—Señor, debe identificarse. Esta es una investigación activa…
Ikki soltó una risa seca, sin humor. Abrió su maletín de un solo movimiento y lanzó su credencial del Colegio de Abogados sobre el escritorio con un golpe sordo.
—Ikki Hoshigaki. Represento a Shun Hoshigaki. Tiene derecho a un abogado, y adivina qué… ya llegó.
El policía tragó saliva y desvió la mirada, señalando con resignación hacia el pasillo. Ikki avanzó sin pedir permiso, cruzando la estación como si fuera suya. Los oficiales se apartaban a su paso, susurrando entre sí. Algunos lo conocían de vista, otros solo por reputación… pero todos sabían que meterse en su camino era un error.
Shun estaba esposado a una silla de metal en un pasillo gris, con la cabeza gacha. Su bata médica aún manchada de sangre, su expresión era la de alguien que acababa de despertar en medio de una pesadilla. Nadie lo miraba directamente. Nadie quería cargar con eso.
—¿Estás bien, Shun? —preguntó Ikki, su voz cortó el aire como una orden al universo.
Shun alzó la mirada.
—Ikki… No sé qué pasó… él murió en la mesa… tenía el pecho abierto… pero se levantó… mordió al doctor… yo solo quería protegerlos…
Fénix se acuclilló frente a él y le sostuvo la mirada. No vio a un criminal, ni siquiera a un médico en shock. Vio a su hermano pequeño, el niño que solía esconderse tras su espalda cuando el mundo se volvía demasiado cruel.
—Tranquilo —dijo, con un tono bajo, controlado, firme como una roca—. Ya estoy aquí.
—Abogado, Hoshigaki —saludó una voz áspera desde el otro extremo del pasillo.
Un hombre alto, de cabello oscuro, una pequeña cicatriz en el pómulo y ojos que no parpadeaban se acercó. Su gabán marrón ondeaba con cada paso, y sin prisa dejó su vaso de café en la silla junto a Shun, como quien marca territorio. Su tono era suave, pero cada palabra pesaba como plomo.
—No tiene nada que hacer aquí, abogado. El acusado no ha solicitado su intervención.
—Eso no es necesario, Léontios —replicó Ikki con media sonrisa, sin molestarse en mirarlo de inmediato—. Está aquí un inocente.
—Asesinó a un hombre.
—Se equivoca —replicó Ikki, incorporándose con calma—. El paciente fue declarado muerto por el doctor Elias Fontenay a las 18:47. El supuesto ataque ocurrió a las 18:51. Lo que mi hermano hizo fue detener a algo que ya no era humano. No hay homicidio.
Léontios ladeó la cabeza y lo miró como si evaluara a un oponente digno. Sonrió con sorna, dejando entrever el gusto por el enfrentamiento.
—¿Y cómo explica que un cadáver se levantara para atacar a un grupo de médicos, abogado?
—Cirugía de 16 horas —respondió Ikki con sequedad—. El cansancio puede distorsionar la percepción. Las alucinaciones colectivas no son raras en personal médico exhausto.
—Eso implicaría que el doctor Fontenay se equivocó al declarar la hora de muerte. Y si el paciente aún vivía… entonces su hermano lo mató.
—Estaba muerto —murmuró Shun, con voz temblorosa, más como un ruego a sí mismo que como una declaración.
—Si va a defenderlo con una teoría tan débil, adelante —dijo Léontios, dando un paso más cerca—. No me opondré a ver cómo se desmorona en la sala.
—Y yo no me opondré a demandar al cuerpo policial entero por negligencia y detención arbitraria —contestó Ikki con un tono helado—. Si le gusta jugar con fuego, detective, asegúrese de no estar pisando gasolina.
El pasillo enmudeció. Incluso los oficiales a los lados contuvieron el aliento.
Shun bajó la cabeza, resignado. Eso iba para largo.
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Shura y Nyra bajaron por las escaleras de servicio con pasos medidos. El hotel temblaba con ecos lejanos: gritos, golpes, algo que no debía estar allí. Cuando alcanzaron el primer piso, Shura se detuvo. El lobby no estaba vacío. Varias personas se habían reunido en la zona cercana a la recepción, buscando señal en sus celulares, murmurando teorías, tratando de llamar a sus familias. Algunos discutían con el personal que aún quedaba, reclamando explicaciones. Otros simplemente lloraban.
Shura echó un vistazo rápido al entorno, evaluando rutas de salida. Fue entonces cuando lo vio.
—¿Seiya?
El joven levantó la cabeza al escuchar su nombre. El uniforme rojo de botones estaba manchado de sudor y hollín, pero no había duda: era él.
—¡Shura! —exclamó Seiya, esquivando a un par de huéspedes para acercarse—. ¿Qué haces aquí? No sabía que te estabas hospedando.
—Yo tampoco sabía que trabajabas aquí —respondió Shura, sorprendido pero aliviado al ver una cara familiar entre la multitud—. ¿Qué demonios está pasando?
—No lo sé. Desde hace una hora todo se volvió un caos. Gente corriendo, otros atacando como si estuvieran fuera de sí. Una mujer fue mordida en el ascensor… estábamos tratando de ayudarla, pero… —Se interrumpió al notar a Nyra, que se sostenía del brazo de Shura—. ¿Está bien?
—Está en shock —respondió Shura, escueto—. ¿Queda alguien al mando?
—El gerente desapareció. Algunos empleados intentaron ir a la comisaría, pero nadie ha vuelto. Hay rumores de que el metro colapsó. Y afuera… hay más de esos.
—¿De esos? —repitió Shura.
—No sé cómo llamarlos. No son humanos. O ya no lo son. No estoy seguro. ¿Crees que este es el espectáculo de Zeus? ¿Debemos pelear contra civiles?
—Vi cómo le disparaban a dos personas sin hacerles el menor daño. No creo que sean simples civiles.
Un estruendo interrumpió la conversación. Alguien había roto una ventana lateral del lobby, y varios corrieron a reforzarla con lo que encontraron. El miedo empezaba a hacer grietas en todos.
Shura lo pensó un segundo. No podían quedarse allí.
—¿Hay habitaciones sin huéspedes? —preguntó a Seiya.
—Sí. Algunas están desocupadas. ¿Planeas escondernos?
—Planeo reagruparme y entender con qué estamos lidiando antes de correr como todos los demás.
Seiya asintió.
—Podemos usar la 409. Tiene vista al exterior y acceso al ducto de mantenimiento.
—Llévanos.
Mientras cruzaban el lobby con cautela, Shura no podía evitar sentir que aquel sería el primero de muchos encuentros inesperados.
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El doctor Fontenay se sostenía la mano vendada con torpeza, sus dedos temblaban y su pulso estaba acelerado. Sudaba a chorros, como si estuviera en una fiebre súbita. Su rostro, normalmente pálido por las horas bajo luz quirúrgica, ahora tenía un tono ceniciento, enfermizo. Sus labios estaban secos, agrietados, y un largo escalofrío le recorría el cuerpo una y otra vez, como si algo helado le reptara por la columna.
—Les digo que el paciente murió —insistió, con la voz quebrada, apenas en un susurro entre jadeos—. No… no hay forma de que pudiera moverse. Tenía el corazón afuera. ¡Lo vi con mis propios ojos! No entiendo… qué demonios está pasando.
Frente a él, un oficial de mirada dura y rostro impasible lo observaba desde el otro lado de la mesa. Su uniforme apenas se arrugaba pese a la tensión en sus hombros.
—Usted fue mordido, doctor —repitió con voz grave, pausada—. ¿Y aún dice que eso no es relevante? ¿Cómo explica el ataque de un “cadáver”?
El cirujano parpadeó varias veces, como si intentara enfocar, como si el mundo ya no respondiera a sus sentidos. Su aliento era agitado, silbante, y sus pupilas parecían dilatadas.
—¿Pueden… darme un poco de agua? —pidió al fin, luchando por mantener la compostura. Apoyó la otra mano sobre la mesa como si el suelo temblara bajo sus pies—. Me siento… raro. Muy raro…
Y entonces, sin previo aviso, se desplomó.
El golpe seco contra el suelo hizo que las sillas se arrastraran de golpe. El oficial más joven se levantó alarmado, agachándose junto al cuerpo inmóvil. El otro se movió con cautela, llevando la mano al arma en su cinturón, pero sin desenfundarla todavía y avanzó hacia la puerta para pedir ayuda.
—¿Doctor? —preguntó el joven, en voz baja, tanteando el hombro del médico.
En un instante que pareció eterno, el cuerpo del doctor Fontenay se irguió de un salto, como si algo lo hubiera impulsado desde adentro. Sus ojos, ahora inyectados en sangre, miraban sin reconocer. De su garganta emergió un rugido seco, bestial.
Antes de que el oficial pudiera retroceder, el médico le hundió los dientes en el cuello con una fuerza aterradora. Un chorro de sangre manchó la pared. El grito del policía cortó el aire y se expandió por los pasillos como una sirena improvisada.
El segundo oficial, aún junto a la puerta, entró en pánico. Se quedó petrificado medio segundo… y luego salió corriendo, tropezando consigo mismo, mientras el horror quedaba encerrado tras él.
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El ascensor estaba bloqueado, así que subieron por las escaleras. Seiya iba al frente, Shura lo seguía de cerca con Nyra aún aferrada a su brazo. A medida que ascendían, el silencio del hotel era cada vez más espeso, interrumpido solo por algún crujido en las paredes o un golpe lejano que ponía los nervios de punta.
Cuando llegaron al cuarto piso, Seiya alzó la mano, pidiendo silencio. Desde el pasillo, a unos metros, se oían voces. No muchas. Solo una. Una voz suave pero firme, hablando rápido, con desesperación.
—Respira hondo, estás bien. No, no te duermas, mírame. Yo te ayudo, ¿sí?
Shura se adelantó caminando por el pasillo con cautela, donde sus ojos se posaron en una mujer arrodillada junto a un hombre ensangrentado, con una mordida profunda en el cuello. Ella tenía el cabello rubio atado en una coleta alta y vestía ropas simples, manchadas de sangre, pero su expresión era serena dentro del horror.
—¿June? —llamó Seiya, sorprendido.
Ella levantó la mirada, aliviada por verlos.
—¡Seiya! ¿Qué estás haciendo aquí?
—Podríamos preguntar lo mismo —contestó Seiya, acercándose rápido—. ¿Qué pasó?
—Lo encontré en el pasillo. Dijo que lo atacaron unos hombres en la calle. Lo traje aquí, intenté detener la hemorragia, pero no sé si... —Calló de pronto.
El hombre se retorció. Un espasmo le sacudió el cuerpo. Luego otro. June retrocedió instintivamente, sus ojos se agrandaron ante la imagen. La respiración del herido se volvió errática, ronca… hasta detenerse.
El silencio duró apenas unos segundos. Entonces, el cuerpo convulsionó una última vez y los ojos del hombre se abrieron. Grisáceos, sin vida. June gritó cuando él se incorporó con un gruñido seco, moviéndose hacia ella como una bestia hambrienta.
—¡Atrás! —gritó Shura, colocándose frente a ella. Empujó al atacante con fuerza, haciéndolo caer contra una mesa.
—¡No va a parar! —advirtió Seiya, que buscaba algo con qué defenderse. Agarró una lámpara de mesa y, sin pensarlo, la estrelló contra el rostro del zombi. No fue suficiente.
Shura actuó entonces, rápido y certero. Tomó un extintor de la pared y lo descargó contra el enemigo. La criatura se tambaleó, y con otro golpe brutal en la cabeza, cayó sin moverse.
El silencio volvió.
June se cubrió la boca con una mano, temblando.
—Era una persona… —susurró—. Yo… casi lo salvaba. ¿Pero qué pasó? ¿Qué está pasando?
Shura la miró con gravedad, pero su voz fue suave.
—Ya no era una persona, Camaleón. Sea lo que sea esto, hay algo más allá de lo que entendemos. Y si queremos sobrevivir, vamos a tener que tomar decisiones difíciles.
—¿Quién eres tú? —preguntó la rubia confundida.
—Él es Shura de Capricornio —contesto Seiya en voz baja. No sabían quien en realidad era Nyra. Podría estar fingiendo que moría de miedo.
—Oh, es un gusto conocerlo, señor.
—El placer es todo mío. —El dorado intentó parecer tranquilo—. Ustedes siempre están usando esas máscaras y parecen que son aterradoras, pero tú no te ves así.
—No se confunda conmigo, señor Capricornio —contestó la rubia con una sonrisa burlona.
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Ikki y Léontios se miraron sin pestañear hasta que un grito al fondo del pasillo atrajo la atención de los tres. Fue un alarido agudo, humano, cargado de desesperación. Segundos después, un oficial apareció tambaleante, con el rostro desencajado.
—¡El médico! —gritó, jadeando—. ¡Se volvió loco! ¡Mordió a Johnson! ¡Saltó sobre él como un maldito animal!
Ikki, giró la cabeza al instante, su cuerpo se tensó, alerta como si esperara algo así desde el principio. Léontios no perdió el tiempo: dio media vuelta y avanzó a grandes zancadas hacia la sala de interrogación.
—Desesposen a mi hermano —ordenó Ikki al primer oficial que vio, con tono seco y sin detenerse.
—No tengo autorización —respondió el joven uniformado, bloqueado por el protocolo.
Ikki se acercó a él, tan cerca que el oficial tuvo que levantar la vista para verlo. Su sombra lo cubrió entero.
—¿Quieres que lo haga con mis manos? ¿O prefieres conservar tu placa?
El oficial tragó saliva. Sus dedos temblaron mientras buscaba las llaves en su cinturón. No se atrevió a responder, simplemente obedeció.
—Shun —dijo Ikki en voz baja mientras le quitaban las esposas—. Han estado pasando cosas muy extrañas, todo el día. No le había dado importancia, pero creo que esto es serio. Debemos estar alerta.
Shun asintió, frotándose las muñecas. El temblor de sus manos no había cesado, pero su hermano estaba con él. Eso bastaba por ahora.
Los dos se encaminaron por el pasillo, marchando tras los pasos del Detective Léontios, el eco de sus pasos ahogado por el murmullo creciente de voces nerviosas y radios que crepitaban órdenes urgentes. El aire en la estación se había vuelto denso, pesado, como antes de una tormenta.
El cuerpo del oficial Johnson yacía en el suelo de la sala de interrogación con el cuello destrozado, bañado en sangre. Sobre él, el doctor Fontenay, irreconocible, gruñía con los labios desgarrados por la carne arrancada. Sus ojos eran dos pozos de fiebre y rabia.
Léontios se detuvo en seco, sin apartar la vista de la escena, llevando una mano lenta hacia su arma.
—Esto ya no es un interrogatorio —murmuró.
Ikki intercambió una mirada con él.
—No, es algo peor.
Sin decir más, los tres retrocedieron un paso, y luego otro. El pasillo se había vuelto más estrecho, más oscuro. Y el mundo, aunque aún no lo sabían, acababa de cambiar.
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La habitación 409 se sentía como un refugio improvisado, con las cortinas cerradas y el sonido de las sirenas apagándose a la distancia. Shura cerró la puerta con llave.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunó June, mientras Nyra aun impactada caminaba hasta el baño cerrando la puerta tras de ella—. ¿Quién es esa mujer?
—Una civil —contestó Shura mirando su arma aún cargada. Con eso no podía hacer mucho—. Creo.
—¿No estás seguro?
—Debe ser una simple, civil —dijo Seiya tratando de mantener la calma—. Se ve muy asustada para ser algún tipo de guerrero.
—Las Graces de Afrodita, también están en este mundo —hizo ver June—. Hasta donde sé, ellas no son guerreras.
—No te confundas, señorita, Camaleón —comentó Shura en el mismo tono que ella usó antes—. Aunque las doncellas de Afrodita, no son hábiles en combate, son peligrosas. Muchas, podrían dar más batalla que tú o yo.
—Pareces que las conoces bien —apuntó June.
—Es mi deber conocer a nuestros aliados y enemigos —contestó el dorado mirando a los dos jóvenes—. Ustedes deberían hacer lo mismo.
—Yo trato de estar informado, siempre —dijo Seiya sin convicción. En lo que Shura solo negaba con la cabeza.
Pegaso se dejó caer en una de la cama, aún procesando lo que acababa de pasar.
—¿Por qué estabas en este lugar, June? —quiso saber Capricornio—. ¿Sabes de alguno de los otros?
June levantó la mirada, como si la pregunta la regresara de golpe a la realidad.
—Vine por una brigada médica —explicó, encogiéndose de hombros—. Soy voluntaria de la Cruz Roja. Estamos haciendo capacitaciones en primeros auxilios para comunidades rurales en la zona… y, bueno, como el hospital nos queda lejos, me estoy quedando aquí, con otros voluntarios. No tenía idea de que iba a… —su voz se apagó por un instante—. De que iba a pasar algo así. Y… no, no sé nada de los otros. De nadie. Absolutamente, nada.
Shura asintió lentamente. Seiya también se enderezó, mirándola con nueva atención.
—Entonces sabes lo que haces —dijo Shura, no con suavidad, pero tampoco con desconfianza.
—Un poco —contestó June, con una sonrisa débil pero sincera—. Aunque si me lo preguntas, nada de lo que sé, me preparó para esto.
Hubo un silencio breve entre los tres. Entonces Seiya habló:
—Pues ahora sí que vamos a necesitar toda la ayuda posible.
Y por primera vez desde que entraron en esa habitación, los tres parecieron estar de acuerdo.
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El cuerpo del doctor Fontenay dio un espasmo más, y por un instante pareció que iba a lanzarse hacia ellos. Pero un disparo seco retumbó en la sala. Léontios, con el rostro tenso, bajó lentamente el arma.
—No volverá a levantarse —dijo, sin dejar de mirar el cadáver—. Vámonos. Ahora.
Ikki tomó a Shun del brazo, y los tres corrieron por el pasillo, esquivando oficiales que gritaban órdenes por radio, otros que huían sin saber qué estaba ocurriendo. El sonido de más gritos —lejanos y cercanos— reverberaba como una ola que crecía sin control.
—¡Evacuen la estación! ¡Todos a sus puestos! ¡Hay un civil herido! ¡Hay un muerto que se levantó! —se oía entre el barullo de pasos acelerados.
Léontios abrió la puerta de salida con fuerza. La luz exterior los deslumbró por un segundo, pero lo que vieron después los dejó sin aliento.
Automóviles volcados. Ventanas destrozadas. Sirenas lejanas. Y humo. Mucho humo. Un autobús estaba atravesado en mitad de la calle, con llamas devorando uno de sus extremos. La gente corría en todas direcciones, y entre ellos, algunas figuras grises, desencajadas, que no corrían… cazaban.
Un hombre con el torso abierto se abalanzó sobre una mujer, derribándola en medio de la calzada. Otro ser se arrastraba con los brazos, sin piernas, pero aún con una mandíbula hambrienta.
—¿Qué… qué demonios es eso? —preguntó Léontios, dando un paso hacia atrás, con la mirada descompuesta—. ¿Zombis?
Shun se adelantó, firme aunque pálido.
—Sí. Eso explica por qué el hombre del quirófano se levantó después de morir. Estamos ante un brote de zombis.
El oficial tragó saliva, murmurando con incredulidad:
—¡Maldita sea, Zeus es un demente!
Ikki giró la cabeza lentamente, como un depredador al acecho. Su mirada se volvió de acero.
—¿Zeus? —repitió Fénix, y su tono fue tan cortante como una hoja—. Dijiste Zeus.
La tensión cayó sobre ellos como una losa. Ikki no necesitaba más. En un solo movimiento, lo desarmó y le apuntó con su propia arma al oficial, sin un atisbo de piedad en los ojos.
—¿Quién eres? Sé que vienes del otro mundo.
El detective levantó las manos, entendiendo que se había delatado.
—Claro… tú eres el Fénix. Hay tantos Ikkis en este mundo, que no hice la conexión enseguida.
—Nombre —dijo Ikki—. Y dilo rápido.
—Soy Léontios de Draco, guerrero de Ares. Enviado desde el mundo real. Pero tranquilo, Fénix… no vengo a luchar contra ustedes.
Ikki no aflojó la presión sobre el gatillo.
—¿Esperas que me trague eso? —espetó Ikki—. Ares no es aliado de Athena. Nunca lo ha sido. Es más, Ares no tiene aliados, solo peones.
Léontios soltó una risa seca.
—Ares no me dio órdenes. Solo dijo: "Hagan lo que les dé la gana". Si quiero ayudar o ver el mundo arder, es decisión mía.
—Entonces estás diciendo que podrías matarnos más adelante, si se te antoja.
—Podría —admitió Léontios con sinceridad—. Pero no quiero. No tengo intensiones de ver a mi mundo desaparecer. Vine porque sé lo que está en juego. Zeus va a destruir nuestro mundo si fracasan aquí. Y no pienso quedarme de brazos cruzados esperando el final.
—¿Así que vas a luchar por Athena? —preguntó Ikki con desprecio.
—No. Lucho por mi mundo. Y si eso significa ayudarlos, lo haré. Pero si caen… yo también.
Ikki dudó por una fracción de segundo. Miró a su hermano. Luego al humo, al fuego, a las criaturas avanzando por la calle como una ola oscura.
—Dame una buena razón para no matarte ahora —gruñó.
—Porque sabes que necesito sobrevivir tanto como tú —respondió Léontios, sin arrogancia, pero firme—. Y porque tú también sabes que, en una guerra como esta, tres son mejor que dos.
Shun observó a su hermano, luego al caos que rugía al otro lado de la calle.
—Ikki… confía en él. Si vino del mundo real, sabrá lo que se avecina.
El Fénix suspiró, bajando el arma apenas unos centímetros.
—Una sola traición y no vivirás para contarlo, Léontios.
—Trato hecho —respondió el guerrero con una sonrisa torcida—. Vamos por armas. No saldremos vivos si no vamos preparados.
****
La noche cayó demasiado rápido, como si el cielo también quisiera esconderse. Aldebarán sentía una opresión en el pecho que no lograba quitarse. Un mal presentimiento lo acompañaba desde hacía horas, un peso silencioso que no podía explicar. Rogó, casi sin darse cuenta, por un poco más de paz. Solo un poco más. Un día más. Un atardecer sin gritos.
Al cerrar el comedor comunitario donde ayudaba desde hacía meses, vio a uno de los chicos que siempre rondaban por ahí. Estaba de rodillas en la acera, temblando. La luz del farol callejero caía sobre él como una maldición, y su sombra se alargaba en el suelo como si quisiera huir.
—¿Ey, pequeño? ¿Estás bien?
Se acercó con cuidado, le tocó el hombro. Ardía. El sudor le cubría la frente, y unas manchas violáceas subían desde su cuello como raíces enfermas. El chico murmuró algo ininteligible antes de desplomarse sobre el pavimento.
—¡Eh! ¡Resiste! —Aldebarán se agachó para cargarlo, pero en cuanto sus manos tocaron el cuerpo, este comenzó a convulsionar con movimientos erráticos, antinaturales. Algo en su instinto gritó: no lo toques. Y obedeció. Dio un paso atrás.
Un disparo resonó a lo lejos. Luego gritos.
No era la primera vez que escuchaba eso en ese barrio. Pero esa noche, el aire tenía algo distinto. Algo malo. Algo irreversible. Entonces, el niño se incorporó. Como si nada hubiera pasado. Como si el colapso de su cuerpo un segundo antes hubiese sido un error de percepción.
—¿Estás bien? —preguntó Aldebarán, con voz insegura.
No recibió respuesta. Solo un gruñido. Luego, el chico se le lanzó encima con una fuerza desmedida, irracional, imposible. Lo atacó como una fiera.
—¡Basta! —bramó Aldebarán, intentando contenerlo. El niño no se detenía. No pestañeaba. No sentía.
Sin pensar, lo arrojó contra la pared. El golpe fue brutal. El niño cayó al suelo. Pero se levantó. Sin quejarse. Sin un solo gemido. Sin conciencia.
—¿Qué demonios…? —susurró.
Una bala le atravesó el cráneo del muchacho. El cuerpo del niño cayó, esta vez para no levantarse.
—Alde, qué bueno encontrarte —dijo una voz conocida, con ese tono molesto que le ponía los pelos de punta.
Era Death Mask, quien había aparecido entre las sombras con una sonrisa torcida. A su lado, Dohko observaba el entorno con gravedad.
—Tenemos que irnos, grandote —añadió Ángelo, como si todo fuera una broma privada.
—Maestro Dohko… Cáncer, pero… —Aldebarán balbuceó, incapaz de procesar lo que acababa de pasar.
—Estamos en un puto apocalipsis zombi —interrumpió Death Mask con una sonrisa maniaca—. ¿No es una maravilla?
—¡Estás loco! —rugió Aldebarán—. ¡Ese niño acaba de morir! ¿De verdad disfrutas esto?
—Vas a ver morir a muchos más —replicó Ángelo, sin perder la sonrisa—. Acostúmbrate.
Aldebarán se abalanzó sobre él, pero Dohko lo interceptó con un solo paso. El viejo seguía teniendo reflejos envidiables.
—¡Basta! No tenemos tiempo para peleas —ordenó Dohko, su voz fue firme, sin espacio para discusiones—. Necesitamos trabajar juntos.
—No tengo ni idea de parte de quién está este demente —gruñó Aldebarán, aún furioso.
—Del lado correcto —dijo Death Mask, encogiéndose de hombros—. Con Athena. Pero eso no me impide disfrutar el espectáculo. Hay que ver el vaso medio lleno, Alde.
—Silencio —cortó Dohko—. La ciudad está perdida. Tenemos que abrirnos paso como sea. Necesito que cooperen y dejen los sarcasmos para otro día.
—Debemos ayudar a esta gente —dijo Aldebarán, bajando la voz. Más tranquilo, pero no menos decidido.
—Y lo haremos —afirmó Dohko—. Tengo un dojo a las afueras. Hay espacio. Llevaremos a quienes podamos, pero no nos detendremos si no es necesario.
—¿Está bromeando? —protestó Tauro—. ¡No podemos dejar a nadie atrás!
—Escucha, grandote —intervino Ángelo, provocando un resoplido de fastidio—. No sabemos cómo se transmite esto. No podemos arriesgarnos. Si morimos, no ayudaremos a nadie. Es duro. Pero es la verdad.
Aldebarán no supo qué responder. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió pequeño. Y por primera vez, Death Mask había dicho algo razonable.
—Vamos —dijo Dohko—. El dojo es grande. Shiryu nos espera. Ha rescatado a varias personas. No podemos perder más tiempo. Y si tenemos un poco de suerte, encontraremos mi camioneta justo a donde la deje. ¡Vamos!
****
El atardecer caía sobre Palehencia como una manta pesada. Las luces del aeropuerto se encendían una a una, pero la pista seguía vacía. Ningún vuelo despegaba. Ningún vuelo llegaba. Todo estaba paralizado.
Hyoga observaba el cielo desde una de las pasarelas del segundo piso, apoyado contra la baranda. Llevaba horas patrullando, aunque nadie le había dicho exactamente qué debía vigilar. Desde hacía horas, el protocolo era confuso y las órdenes contradictorias. Mantener la calma, vigilar las entradas, no hablar con los pasajeros, asegurar los perímetros… Pero el perímetro parecía reducirse cada minuto.
Abajo, en el hall central, los pasajeros se acumulaban como almas en pena. Algunos dormían en el suelo. Otros discutían con el personal de atención. Y en una de las esquinas, sentada con la espalda contra una columna, una joven de cabello rizado miraba su celular con el ceño fruncido. Claire. Había una familiaridad en ella que no podía describir.
Hyoga había comenzado a notarla días atrás. Iba todos los días con la esperanza de que saliera un vuelo a Galia, aunque en el fondo ambos sabían que eso no iba a pasar. Aun así, ella regresaba, tercamente, como si pudiera torcer la voluntad del mundo solo con esperar lo suficiente.
Él se acercó con paso tranquilo. No quería asustarla. Aunque ella rara vez se asustaba.
—Aún no hay vuelos disponibles —dijo, deteniéndose a su lado.
Claire no se sobresaltó. Solo sonrió.
—Mi papá dice que no existen los imposibles. Solo personas que se rinden demasiado pronto.
—Tu papá suena optimista. El mío solía decir que la esperanza era una trampa.
—¿Y tú qué crees? —Claire alzó una ceja, divertida.
Hyoga se encogió de hombros, aunque en su rostro asomó una leve sonrisa.
—Creo que si te vas —continuó él mirandola a los ojos—, voy a quedarme sin nadie con quien hablar.
—Entonces admite que te gusta estar cerca de mí.
—No lo admito. Pero tampoco lo niego.
Claire rió por lo bajo. Por un momento, todo pareció normal, pero un grito atravesó el aire como una daga afilada. Luego otro. Después, el eco seco de un disparo en la planta baja. Hyoga se irguió de inmediato. La radio en su cinturón comenzó a zumbar con voces alteradas. Gritos. Códigos sin sentido. Su instinto se activó antes que su razón.
—Claire, escúchame bien —dijo, mirándola a los ojos—. Quédate cerca de las salidas de emergencia. Si ves una puerta abierta, no dudes. Corre. No te detengas por nadie. ¿Entendido?
—Hyoga, ¿qué está pasando?
—No lo sé. Pero no me gusta. Voy a revisar.
—Espera…
—Te voy a encontrar —le prometió—. No importa lo que pase. Lo juro.
Y sin esperar respuesta, se giró y se internó en el pasillo, con la mano ya sobre el bastón extensible en su cinturón. Bajó por las escaleras de emergencia, cruzó entre una oleada de pasajeros que corrían hacia la salida, y se dirigió directo hacia el origen de los disparos.
Hyoga no sabía qué estaba enfrentando. Pero sí sabía una cosa: no podía fallar.
****
La sala de armas de la estación estaba casi intacta. Al fondo, varias estanterías metálicas con fusiles, escopetas, pistolas y cajas de municiones aguardaban en la penumbra.
Léontios abrió la puerta con una tarjeta de acceso.
—Agarren lo que puedan. No sé qué nos espera allá afuera —ordenó el guerrero de Ares. Shun se acercó y, sin dudar, tomó una escopeta de combate. Léontios alzó una ceja, sorprendido—. Cuidado con eso, niño… no te vayas a romper una uña.
Shun se volvió con calma y, con movimientos ágiles y precisos, revisó el arma, cargó el cartucho, activó el seguro y la colocó sobre su hombro como si llevara años haciéndolo. Léontios quedó en silencio.
—Mi padre me enseñó sobre armas cuando tenía nueve —comentó Shun con naturalidad.
—¿Era… militar? —preguntó Léontios
Ikki soltó un resoplido desde donde guardaba un par de pistolas.
—No —contestó Fénix—. Solo un maldito alcohólico, con muchos problemas encima. Murió cuando se metió con quien no debía.
El silencio fue denso por unos segundos. Léontios bajó la mirada, incómodo.
—Oh…
—Tranquilo —agregó Ikki, con una sonrisa amarga—. Eso fue problema de los Hoshigaki.
—Exacto —añadió Shun, mientras ajustaba la correa de su arma—. A nosotros solo nos tocó matarnos en unas islas de muerte por unas armaduras brillantes. Ya sabes, lo usual.
Léontios los miró como si no supiera si reír o llorar. Luego asintió, tomándose el puente de la nariz.
—Genial. Este grupo va a darme úlceras. —Tomó un rifle y lo cargó con precisión—. ¿Listos? No sé qué demonios vamos a encontrar ahí afuera.
Ikki se adelantó hacia la puerta.
—Entonces prepárate para lo peor.
Shun sonrió, ligero, a pesar de todo.
—Otra vez.
****
El viejo dojo de piedra se alzaba en medio del bosque, casi oculto por la neblina del atardecer. Las ventanas eran enormes, casi accesibles, pero alguien había improvisado con tablones y plásticos. El portón chirriaba con cada ráfaga de viento, pero resistía.
Dentro, Shiryu se movía en silencio entre colchones improvisados, frazadas donadas y gente temblando de miedo. Había transformado la antigua sala de meditación en una pequeña enfermería. En una esquina, tenía alineados frascos con analgésicos, vendas, alcohol, lo poco que pudo traer de su clínica en el distrito norte.
Ahora era médico general, uno de esos que se las arreglaban con recursos limitados, pero corazón firme. Se había alejado del combate hacía años. Cambiando las armas por el estetoscopio. No porque no pudiera luchar, sino porque decidió salvar vidas de otro modo.
Estaba arrodillado junto a un hombre herido, extrayéndole una astilla del muslo. La herida no era profunda, pero el dolor y el miedo lo hacían retorcerse.
—Respira —dijo con voz calma—. Contén el aliento. Solo un segundo más.
El hombre obedeció. Shiryu trabajó con rapidez y firmeza. En minutos, la herida estaba vendada. No era solo habilidad: había algo en él que tranquilizaba. La serenidad de un monje con la determinación de un guerrero.
Una joven se acercó con un termo y le ofreció agua.
—Gracias —murmuró él, sin levantar demasiado la voz.
—¿Usted... de verdad cree que esto va a empeorar?
Shiryu la miró por fin. Ella tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no había llorado aún. Esa clase de personas eran las que más le dolían.
—Sí —respondió con honestidad—. Pero también creo que aún podemos salvar a muchos.
En ese momento, un muchacho entró corriendo.
—¡Doctor! ¡Se ve una camioneta bajando por el camino!
Shiryu dejó el vaso en una mesa, tomó su chaqueta y salió.
La bruma comenzaba a cubrir el sendero, y en la distancia, se escuchaba el ruido de un motor. Reconocería ese sonido en cualquier parte. Lo había oído cientos de veces, cuando era niño, cuando su maestro llegaba con provisiones o cuando regresaba de alguna misión.
Un minuto después, el vehículo se detuvo frente al dojo. Del asiento del conductor descendió un hombre de mirada dura.
—Maestro... —murmuró Shiryu, sin poder evitar que se le relajaran los hombros.
Dohko lo miró, sonrió apenas y asintió con aprobación.
—Lo estás haciendo bien.
Shiryu se acercó, y sin decir nada, se abrazaron brevemente. Algo en ese gesto hablaba de respeto, de cariño y de guerra inminente.
—Trajimos a más —dijo Dohko al separarse—. Y a este lunático también.
—¡Hey! ¿Así me presentas? —bufó Death Mask, bajando con una mochila al hombro—. Un gracias habría estado bien. Dragon, quisiera decir, que es un gusto verte, pero estaría mintiendo.
Aldebarán apareció detrás de ellos, cargando a una mujer en brazos.
—Tenemos heridos —avisó—. Y... ya viste lo que está pasando, ¿no?
Shiryu asintió con seriedad.
—Ya llegaron dos infectados. No duraron mucho. Tuve que encargarme de ellos. Uno era… un chico. No tenía más de diecisiete años.
—Mierda... —susurró Tauro.
Shiryu miró hacia el interior del dojo. Dentro, las luces parpadeaban y los rostros eran cada vez más pálidos. El apocalipsis había comenzado, y todos estaban cansados, heridos, o rotos de algún modo. Pero estaban juntos.
—Este lugar no es perfecto —dijo Shiryu, sin apartar la mirada de sus compañeros—. Pero mientras tengamos un techo y estemos dispuestos a luchar, resistiremos.
Entonces los guió hacia dentro, donde la noche caía con lentitud, pero no con silencio. Allá afuera, el mundo se derrumbaba. Pero en ese refugio… aún quedaba esperanza.
****
Claire ya no distinguía las palabras. Solo veía bocas abiertas, rostros tensos y brazos que empujaban, buscaban, golpeaban. El hall se había convertido en una estampida. La voz por los altavoces repitiendo protocolos de evacuación era apenas un murmullo detrás del estruendo de gritos, llantos y golpes secos contra el suelo.
Lo último que había escuchado con claridad había sido la advertencia de Hyoga: ‘Corre. No te detengas por nadie’.
Pero no lo hizo. No podía. Había buscado con la mirada entre la multitud, esperando verlo, esperando que regresara. Él le había prometido que lo haría. Y ella, terca como siempre, había creído en su palabra.
Un hombre cayó cerca de ella. Tenía una herida abierta en el cuello y los ojos blancos como leche. Claire retrocedió de inmediato. Un segundo después, el hombre se levantó. No como alguien que lucha por sobrevivir. Lo hizo con una rigidez monstruosa, como si los huesos no le dolieran, como si no necesitara aire para seguir. La vio. Y entonces corrió hacia ella.
Claire gritó. El miedo la hizo moverse por fin. Corrió hacia la escalera de servicio más cercana, empujando puertas, golpeando pasamanos, subiendo peldaños a ciegas. Todo lo que escuchaba eran los pasos de otros huyendo… y esos otros pasos, los que no sonaban humanos.
Cuando llegó al piso superior, creyó que tendría un respiro. Pero no. Lo que encontró fue peor.
El cuerpo de una auxiliar de vuelo yacía sobre el suelo, con los ojos muy abiertos y una mancha oscura expandiéndose bajo su espalda. A su lado, un miembro del equipo de seguridad —uno que Claire recordaba vagamente de días anteriores — estaba devorándole el cuello.
Claire sintió que el estómago le daba vueltas. Dio un paso atrás, tropezó, cayó contra el suelo de baldosas. El guardia alzó la cabeza. No tenía rostro. O al menos no uno reconocible. Era sangre y carne masticada. Y sin embargo, su nariz se movió. Claire lo vio. La olía.
Ella se puso de pie de golpe y corrió de nuevo. Esta vez sin pensar. Solo corría.
Pasó por una fila de lockers. Por un ventanal roto. Por un carrito de comida volcado. Todo parecía una pesadilla construida en segundos. No sabía cuánto tiempo llevaba escapando, ni cuántos pasillos había cruzado, hasta que se encerró dentro de una oficina. Ingresó tan rápido como pudo queriendo poner el seguro, pero no servía. Así que empujo el escritorio para asegurar la puerta y apoyó la espalda contra la pared, dejando que las lágrimas salieran silenciosas.
—Papá… —susurró, como si nombrarlo pudiera protegerla—. ¡Hyoga…!
Esta vez, su voz sonó más fuerte, ni siquiera fue consciente de que había levantado el tono, y se llevó la mano rápido a su boca para evitar hacer ruido. Sin embargo, no hubo respuesta, solo el eco lejano de un rugido. Y luego un golpe.
La puerta tembló. Una, dos veces. El escritorio resistía, pero Claire sabía que no duraría. Algo estaba del otro lado. Algo hambriento. Otra embestida. La mesa se movió con más fuerza.
—¡Aléjate de mí! —gritó, como si eso fuera a ser suficiente. Retrocedió, buscando algo con qué defenderse. Un lapicero. Un archivador. Cualquier cosa.
No había nada, era una oficina sencilla, sin muchos muebles, y el escritorio era tan simple, que no soportó la fuerza de la criatura que atravesó la puerta como si nada y con un único objetivo, ella. Claire lo observó fijamente, aquella cosa tenía la piel violácea, los ojos nublados, los dientes manchados.
Ella contuvo el aliento. Y se preparó para lo peor, pero entonces una figura apareció de la nada. Una mujer de cabello color berenjena, largo, suelto, como si la locura no la rozara. Iba vestida completamente de negro, con un largo abrigo que se movía con ella. Uno de sus ojos era castaño; el otro, de un dorado imposible. Había algo en su presencia que hacía que incluso el caos pareciera detenerse.
En un instante, se interpuso entre Claire y la criatura. El movimiento fue limpio. Algo brilló —una hoja, tal vez— y el infectado cayó sin emitir un solo sonido.
—Estás a salvo… por ahora —dijo la mujer, con una voz suave y afilada a la vez.
Claire la miró, sin saber si temerle o agradecerle. Su cabello largo caía como una cortina impecable, y sus ojos... no eran de ese mundo.
—¿Quién eres?
La mujer no respondió de inmediato. Se limitó a dar un paso dentro de la oficina y mirar los restos del zombi en el suelo, como si fuera basura molesta.
—Puedes llamarme Violet.
La forma en que lo dijo no dejaba lugar a preguntas. Claire tragó saliva, temblando.
—¿Cómo sabías… dónde estaba?
—No lo sabía. Pero la muerte tiene su propio lenguaje —sus ojos se posaron en ella, como si pudiera ver algo más allá de su carne—. Y tú, niña, gritabas demasiado fuerte.
Claire no entendió de inmediato. No podía entender. Pero en ese momento, no le importó. Porque Violet no la atacaba. Porque no estaba sola. Porque el infierno había comenzado, y cualquier mano extendida, incluso la de una mujer tan extraña, podría parecer salvación.
Continuará…