Chapter Text
"Por cada pájaro que vuela, hay una piedra lanzada a un pájaro.
Por cada niño amado, un niño roto, ensacado, hundido en un lago.
La vida es breve y el mundo es al menos mitad terrible,
y por cada gentil extraño, hay uno que te rompería,
aunque no se lo diga a mis hijos".
good bones, maggie smith.
La conciencia regresó como un naufragio.
Primero, el zumbido de una máquina monitoreando sus signos vitales. Luego, la presión de un tubo en su garganta, la quemazón en su pecho al respirar aire artificial. La piel le hormigueaba, helada y cubierta de electrodos. Su primer pensamiento fue confusión, su segundo, miedo. Intentó moverse y el tirón de los cables la detuvo; forcejeó con la fuerza ciega de un animal acorralado.
—¡Está despertando! Jódeme, no tan rápido…
La luz le abrasó los ojos cuando párpados temblorosos se alzaron. Un techo blanco, quirúrgico, como el de un hospital. Voces amortiguadas. Pasos apresurados. Manos enguantadas sujetando sus muñecas con firmeza profesional.
—Tranquila, tranquila, no intentes hablar aún —dijo alguien con autoridad, voz masculina, tono práctico. Se oyó un clic, el sonido de un monitor reajustándose—. Si me escuchas, aprieta mi mano.
Sus dedos, entumecidos, obedecieron.
—Bien. Voy a retirar el tubo. No luches, solo relájate.
Relajarse. Qué instrucción más absurda cuando todo su cuerpo gritaba lo contrario. Pero no tenía elección. Un instante después, sintió la áspera succión del tubo deslizándose fuera de su garganta. Tosió, se ahogó con su propia saliva, el oxígeno le supo a metal.
—¿Dónde…? —jadeó, su voz más áspera que su piel reseca.
—Estás en un centro médico de Vought International —respondió otra voz, femenina esta vez. A su izquierda, una mujer con bata blanca y gafas de montura delgada la observaba con atención medida—. Soy la Dra. Caldwell. Necesito que permanezcas tranquila mientras verificamos tu estado.
Vought. La palabra le golpeó como una campanada en una iglesia en llamas.
No. No.
Un hospital. Un laboratorio. Vought.
Su mente, un revoltijo de fragmentos sin sentido, reconoció el nombre como un rayo en una noche cerrada. Vought no era solo una corporación farmacéutica. Vought era el gigante detrás de los Supers, la sombra omnipresente en la piel misma de América.
Vought era ficticio.
Y esto… esto no era su territorio.
Su corazón tamborileó contra su caja torácica. Su lengua estaba pastosa, su cuerpo entumecido, pero su mente comenzaba a girar, ensamblando preguntas con la desesperación de un prisionero contando los barrotes de su celda.
—¿Por qué estoy aquí? —preguntó, su tono áspero, alerta.
El hombre de antes, un médico de complexión robusta y expresión paciente, se inclinó hacia ella con manos en alto, como si calmara a un animal salvaje.
—Has estado en criogenia durante mucho tiempo. Una enfermedad degenerativa afectó tu sistema neuromuscular, y Vought te mantuvo en un estado de preservación hasta que encontramos una cura.
Criogenia.
Dios.
Ella conocía ese recurso narrativo. Era un cliché de ciencia ficción, el sueño de la inmortalidad envuelto en hielo seco. Pero en su boca sonaba como una sentencia.
—¿Mi nombre? —su voz sonó menos frágil esta vez.
Hubo una breve pausa. Intercambio de miradas entre médicos.
—Jane —respondió finalmente la doctora, con un tono ensayado, seguro. Y un segundo después, inventó un apellido—, Jane Calloway.
Jane, Jane Doe. Un nombre fantasma. Un alias para los que no existían. Ella no dudaba ni un momento en que la doctora le había mentido, tal vez para no enojarla, tal vez para no asustarla, no lo sabía. Pero el corazón no mentía.
Calloway. Camino frío. Qué puta broma. Ella existía. Ella recordaba.
Tal vez no su nombre, no su vida anterior con todos sus detalles, pero recordaba otra cosa, algo más grande, algo que les haría caer el rostro si lo supieran.
Recordaba que todo esto, Vought, los Supers, Homelander… The Boys, era solo... ficción. Cómics. Un programa de televisión. Una parodia de superhéroes, lo peor de ellos.
Y ella, de alguna manera, había terminado aquí.
—Jane —repitió la doctora Caldwell, como si reafirmarlo sellara su identidad—. Sé que debes sentirte desorientada. Tomará tiempo. Tu cuerpo ha pasado por un proceso de restauración largo y complejo.
La sala olía a antiséptico y metal. Plástico caliente, látex, la inconfundible esencia de hospital y algo más, algo químico y frío, como la estela de un medicamento demasiado fuerte.
Jane trató de humedecer su boca, pero su lengua raspó contra el paladar seco. Su cabeza pesaba, su cuerpo un campo de batalla entre el letargo y la hipersensibilidad.
Un hombre con bata azul ajustó una pantalla frente a ella, su mirada fija en los datos que brillaban sobre el vidrio. Un latido, una onda, presión arterial, oxigenación. El pulso constante de su existencia reducida a gráficos luminosos.
Jane forzó los labios entreabiertos.
—¿Cuánto… tiempo?
La doctora giró la cabeza hacia el otro médico. Un segundo de indecisión.
—Llevas en suspensión criogénica desde principio de los años ochenta. Estamos en el año 2011.
El aire se le atascó en los pulmones.
Treinta años.
Treinta.
Ella no había nacido en los ochenta. O tal vez sí. ¿Cómo podía saberlo? No recordaba su edad, su cara, su nombre verdadero. Pero esa cifra no encajaba.
—No… —tragó, sintiendo un escalofrío recorriéndole la espalda—. No tiene sentido.
—Es normal sentirse desconectada de la realidad. A tu cerebro le tomará tiempo sincronizarse. Hay terapias para...
—¿Por qué yo? —la interrumpió, sus manos crispándose contra la sábana delgada que cubría su cuerpo.
La doctora Caldwell inspiró con paciencia.
—Por tu enfermedad. Fuiste una de las primeras pacientes en someterse a este tipo de conservación.
Jane entrecerró los ojos.
No. No le estaban diciendo todo.
—¿Quién era yo? —preguntó, y el silencio que se formó en la sala fue tan espeso como el aire antes de una tormenta.
Los médicos intercambiaron miradas rápidas.
—Tendremos tiempo para reconstruir tu identidad —dijo la doctora, con ese tono clínico que disfrazaba la evasión—. Pero primero debemos asegurarnos de que tu recuperación sea estable.
Evasivas. Demasiadas.
Jane sintió que su corazón, su nuevo y desconocido corazón, bombeaba con fuerza bajo su piel fría. Miró sus manos. Sus venas apenas se marcaban bajo la palidez de su piel.
¿Era esta su piel?
Oh, Dios.
El pensamiento la golpeó con la fuerza de un tren.
¿Es este siquiera mi cuerpo?
No recordaba su rostro, pero este cuerpo se sentía… ajeno. Como si lo habitara sin haberlo elegido. Su pulso subió, las máquinas pitaron en respuesta.
—Jane —la voz de la doctora se endureció—. Necesitamos que te mantengas calmada.
Calmada.
Treinta años perdida en hielo. Sin un pasado. Sin pruebas de quién era. Sin siquiera la certeza de que esta piel fuera suya.
—Voy a hacerte algunas preguntas básicas —dijo la doctora, hojeando una tableta electrónica—. ¿Recuerdas algo antes de despertar aquí?
El reflejo de la pantalla tintineó en sus lentes, y por un instante, Jane se vio en el cristal oscuro.
Cabello rubio desordenado. Ojos claros, azules. Pómulos altos. La imagen de una mujer que tal vez debería conocer, pero que no le decía nada.
—Yo… —cerró los ojos, hurgando en el vacío de su mente—. No.
Excepto que sí.
Vought. Homelander. The Boys.
No eran recuerdos personales. Eran… conocimiento. Información flotando en su cabeza como pedazos de una historia leída hace mucho tiempo.
Soldier Boy.
El nombre la golpeó sin previo aviso.
Su mirada se alzó, enfocando al hombre que revisaba los monitores, los labios fruncidos con concentración. Él debía saber. Todos aquí sabían.
—Dijiste… dijiste que fue en los ochenta.
—Correcto.
—Entonces… Soldier Boy… —las palabras se le atoraron en la garganta—. ¿Murió antes o después…?
Un breve parpadeo de sorpresa en los ojos de la doctora. No se lo esperaba.
—Después —dijo, cautelosa.
Jane sintió una oleada de vértigo.
Oh, mierda, mierda, mierda. ¿Esto es casualidad? ¿Estuve en la época de Soldier Boy y su equipo de mierda? ¿Los Play... Payback?
Era la única conclusión lógica. Si Vought la había mantenido en criogenia, si había estado ahí desde los ochenta, si había sido importante para el programa de Supers, entonces… entonces ella había sido parte de todo eso.
¿Por qué carajo no podía recordar nada?
¿Por qué solo tenía este conocimiento ajeno, como si hubiera leído la historia y ahora estuviera atrapada dentro de ella?
Jane inhaló profundamente.
Estaba en un laboratorio de Vought. Estaba viva, pero no sabía por qué. Y si estos bastardos creían que iba a aceptar todo sin cuestionar, estaban jodidamente equivocados.
El pitido de los monitores se volvió insoportable. No porque fuera ensordecedor, sino porque no era lo único que oía.
Jane cerró los ojos con fuerza, aferrándose a los bordes de la camilla. Al principio creyó que su pulso retumbaba en sus oídos, un eco vibrante en su cabeza, pero no. Era algo más.
Corazones. No uno. No el suyo. Docenas. En todos lados.
El latido de la doctora Caldwell, metódico y contenido. El del médico a su lado, apenas acelerado con una pizca de tensión. El de alguien más al otro lado de la pared, tamborileando con un ritmo irregular, como si hubiera tomado demasiada cafeína. El sonido de la sangre bombeando, del aire llenando pulmones, del chasquido húmedo de gargantas tragando saliva.
Mierda.
Se llevó las manos a los oídos.
—¿Jane? —preguntó la doctora, la voz amortiguada bajo la cacofonía de corazones latiendo, sangre corriendo, músculos tensándose y relajándose en ciclos que parecían envolverla.
—Demasiado ruido —murmuró, con la mandíbula rígida.
—Jane, ¿a qué te refieres?
No le creyó. Sintió el sutil cambio en su ritmo cardiaco. El matiz de precaución en su tono.
Le estaban ocultando algo. Le estaban ocultando muchas cosas.
Abrió los ojos y todo cambió.
El mundo se volvió cristal y espectros. Su visión se deslizó más allá de la piel, de la carne, de los huesos. Vio el esqueleto de la doctora como un negativo en la oscuridad, la sombra de sus órganos, la vibración interna de su propio ser reflejándose en la sala estéril.
Se incorporó de golpe, el movimiento tan rápido que la camilla rechinó. El médico dio un paso atrás instintivamente.
Jane parpadeó y la imagen se deshizo en un parpadeo.
El aire en la habitación se sintió más pesado, como si todos contuvieran la respiración.
Los miró con una mezcla de desconcierto y algo más oscuro, más afilado. —No soy una paciente cualquiera, ¿verdad?
No fue una pregunta.
La doctora Caldwell exhaló despacio. —No.
La verdad era un filo helado deslizándose en su columna.
Jane flexionó los dedos. Algo en su cuerpo se sentía… diferente. No solo la falta de familiaridad con su propia piel, sino algo más profundo. Como si los músculos bajo su epidermis no fueran los que había tenido antes, sino algo perfeccionado, refinado, fortalecido más allá de lo que debía ser humano.
La palabra destelló en su mente como un rayo.
Sabía que era una Super. Por supuesto que lo era. La habían puesto en criogenia, la habían mantenido viva porque era valiosa. Porque podía hacer cosas que la gente común no podía. Era más fuerte. Más rápida. Podía ver a través de la piel. Podía escuchar a través de las paredes.
Y, joder, era demasiado.
Se llevó una mano a la sien. Su propio corazón era un trueno en su cabeza. La presión de su sangre, el pulso de los demás, el sonido de cada célula moviéndose bajo la carne.
—Tienes que aprender a regularlo —dijo la doctora con calma.
El comentario la hizo alzar la cabeza con furia. —¿Regularlo? ¿Cómo, exactamente? Porque no recuerdo haber recibido un puto manual de instrucciones.
Una sombra de algo parecido a compasión cruzó por el rostro de la doctora, pero se desvaneció antes de afianzarse. —Tomará tiempo. Hemos tenido casos previos de Supers en recuperación prolongada. Al principio es difícil controlar los sentidos.
Al principio.
Eso significaba que eventualmente podría manejarlo.
Pero ahora mismo la sensación era una bestia arañando su cráneo, un océano de estímulos ahogándola, un millón de señales superpuestas empujándola al borde del colapso.
No dejó que lo vieran.
Inhaló. Contó hasta cinco. Exhaló.
—¿Por qué no me han dicho qué puedo hacer?
Otro silencio incómodo.
—Tu recuperación es nuestra prioridad —dijo la doctora finalmente—. Una vez que estés estable, podemos...
—No me jodas.
Los médicos se tensaron. Jane los escaneó con la mirada. Podía oír su tensión, podía ver la rigidez en sus músculos. La incomodidad latente en sus latidos.
Le estaban ocultando información. Le estaban ocultando...
El aire en la habitación se había vuelto denso. Cargado.
Jane lo sentía vibrar contra su piel, como si la presión de sus propios sentidos amenazara con reventar las paredes. No podía detenerlo, no podía apagarlo. Todo parpadeaba y se encendía dentro de ella como una tormenta mal contenida.
Cada vez que parpadeaba, los rostros de los médicos se reducían a sombras y esqueletos. Cada latido, cada trago de saliva, cada espasmo de un músculo tenso era un rugido ensordecedor en su cabeza.
Y ellos lo sabían.
Los vio retroceder, sus corazones tropezando en un ritmo de miedo mal disimulado. Sus pupilas dilatadas. El sudor formándose en la frente del médico más joven, su labio inferior atrapado entre los dientes con el pánico de quien está demasiado cerca de un arma cargada sin seguro.
Arma. Era eso lo que veían, ¿verdad? No una mujer, no una persona.
Un arma que aún no sabían cómo manejar.
—Jane… —intentó la doctora Caldwell, levantando las manos en un gesto conciliador—. Entiendo que estés confundida, pero si tan solo…
—No entiendes una mierda —espetó, su propia voz pareciendo más afilada de lo normal.
El médico más joven dio un respingo.
Podría aplastarlo.
El pensamiento vino de la nada, como una voz distante en la parte más primitiva de su mente. Un empujón y su cráneo se partiría como un huevo. Un poco de presión y sus huesos cederían.
Un segundo después, algo parecido al horror le quemó la garganta.
Y entonces la puerta se abrió.
El cambio en la atmósfera fue inmediato. La tensión en los médicos se transformó en un alivio tangible, casi palpable. Como si la presencia del hombre que acababa de entrar fuera un salvavidas en medio de un mar embravecido.
Él se movió con la seguridad meticulosa de alguien que no necesitaba gritar para exigir respeto. Vestía un traje impecable, la elegancia de su porte intacta pese a la evidente precaución con la que había ingresado a la habitación.
Su mirada cayó sobre ella con el peso de una evaluación calculada.
Ella lo conocía.
—Señorita Calloway —dijo, su tono suave, pero firme.
Jane sintió la manipulación antes de que siquiera abriera la boca.
No la llamaba "Jane". No la llamaba por su supuesto nombre. "Señorita Calloway", con énfasis en el apellido insoportablemente falso. Un recordatorio sutil de su falta de identidad, de su desorientación. De lo que aún necesitaba de él.
Los médicos parecieron desinflarse con alivio.
Él le dedicó una sonrisa breve, meditada, la clase de sonrisa que alguien en su posición ofrecería a un animal salvaje al que necesita domesticar.
—Me disculpo por la falta de respuestas —continuó, con la cadencia paciente de un negociador experto—. Pero supongo que ya habrás notado que tu situación es… excepcional.
Jane no respondió de inmediato. Se limitó a observarlo, absorbiendo cada sutil detalle en su postura, cada inflexión en su tono.
Era peligroso. No en la forma en que ella lo era. No como una fuerza bruta de músculos y poderes fuera de control. Él era peligroso en la forma en que un titiritero lo era. En la forma en que alguien que conocía cada hilo y cada nudo de una red podía hacer que otros cayeran sin darse cuenta.
Si quería respuestas, este hombre era su única opción, y él lo sabía.
—¿Quién eres? —preguntó, con los ojos entrecerrados, fingiendo no saber su nombre.
A pesar de sí misma, sentía asombro por el hombre frente a ella. Tal vez eso era lo que más odiaba de la situación.
El hombre inclinó levemente la cabeza. —Stan Edgar —dijo simplemente—. CEO de Vought International.
La palabra Vought volvió a golpear algo en su cerebro. Casi se resistía a creer que algo de esto era siquiera real.
—¿Tienes respuestas para mí, Stan Edgar? —susurró, su voz una cosa trémula, sus ojos una cosa terrible, una estrella moribunda lista para consumirlo todo.
Él sonrió, aunque sus ojos permanecieron fríos. —Todas las que quieras.
Ella no le creyó, pero fingió que sí. Le convenía estar en el lado bueno de un hombre como Stan Edgar, al menos hasta que pudiera obtener lo que quería de él. Hasta que ambos exprimieran del otro lo que necesitaban.
Y dejó que el juego comenzara.
Notes:
De hecho, esto era solo una idea, pero en realidad tengo ganas de continuarla, asi que ya veremos.
Edit: Corregí el año 2019 a 2011. Según un usuario de reddit, Homelander nació en 1984 o más tarde. Acá será fijo en 1984. Supuestamente Ryan tiene 7 años en la primera temporada, y eso le da a Homelander unos 29 años, en 2013, cuando abusó de Becca. Como es el año 2011, Homelander tiene 27 y todavía no conoce a los Butcher, y sigue saliendo con Maeve. Esa es mi cronología.
Lo suficientemente temprano como para marcar una diferencia, pero también lo suficientemente tarde... Después de todo, el cerebro humano termina de desarrollarse entre los 25 y 30 años. La personalidad se forja desde la infancia, pero es durante la adolescencia y el comienzo de la edad adulta cuando los rasgos de personalidad quedan fijados. Veremos, veremos.
Chapter 2: a woman like that is not a woman (a woman like that is misunderstood)
Summary:
Stan Edgar llama a Jane Calloway a su oficina para conversar.
Alguien sale victorioso de ello. No es Jane.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
he salido al mundo, bruja poseída,
amenaza del aire negro, más valiente en la noche;
soñando el mal, vagabunda, he viajado
a lomos de las casas planas, de luz en luz:
pobre solitaria, con sus doce dedos, enajenada.
una mujer así no es una mujer, lo sé.
yo he sido de ésas.
her kind, anne sexton.
La oficina de Stan Edgar olía a nada.
No había rastro de olor a cigarrillos o perfume costoso. Sin olor a cuero caro de los sillones, o al café recién hecho que alguien había dejado sobre una bandeja con detalles dorados. Como si cada espacio hubiera sido extraído de cada mota de olor, y eso dijo mucho sobre la personalidad de Stan Edgar.
Jane lo notó apenas cruzó la puerta.
El ambiente era más cálido que los pasillos de laboratorio, menos aséptico, pero no por ello más humano. Las paredes estaban decoradas con cuadros discretos —paisajes grises, ciudades desde la altura, puentes en penumbra— como si quisieran hablar de estabilidad sin dar conversación. Una biblioteca ornamental, cerrada tras cristales esmerilados. No había fotos, pero había cuadros colgados con títulos y diplomas en ellos.
Jane notó, con no poco asombro escondido, que Stan Edgar tenía tres licenciaturas y un doctorado. No eran méritos simples, y hablaba mucho de la inteligencia del hombre que cargaba con cuarenta años de vida y, sin embargo, su apariencia se mantenía en los treinta.
Hablaba de ambición, simple y llana, y el cerebro, junto al talento y la fortaleza mental, capaces de mantenerle el paso.
(Al final, la ambición lo había conducido a Vought.
Jane no quería analizar eso demasiado, pero presentía que tendrá que hacerlo en algun momento de todas formas).
En el centro de la escenografía pulida, estaba Stan Edgar, sentado con una calma que parecía nacer de certezas fijas y una experiencia que cubría cada grieta de sus máscaras, púlcras y lisas.
Este era un hombre que podía dañar con palabras, dirigiendo las acciones de los demás. Por alguna razón, había algo más aterrador en eso que en cuerpos fuertes de dureza imparable, que podrían romper con un toque o un soplido.
Ella no dijo nada al entrar.
Stan Edgar la invitó a sentarse con un gesto breve, elegante, sin perder la compostura ni por un segundo. Jane aceptó con la misma economía de movimientos. Se sentó recta, solo anclada. Necesitaba estar anclada para esta conversación.
—¿Cómo te estás sintiendo? —preguntó Stan, y la frase parecía una cortesía arrancada de un protocolo.
—Funcional —respondió Jane, su voz suave y armoniosa—. Consciente.
No mentía, no exactamente.
Notó con distancia que estaba sentada en una silla de cuero tan pulido que parecía repeler el polvo. Llevaba ropa limpia, una blusa de lino suave y pantalones que no apretaban, el cabello aún húmedo por el baño caliente que le habían ofrecido como si fuera un obsequio sagrado. En la mesa había una bandeja elegante: pan de masa madre, huevos revueltos, fruta fresca. Ella ya había comido.
Por primera vez desde que despertó, no sentía que el universo repeliera su existencia.
Su superoído no se había desvanecido, y su visión seguía atravesando paredes sin su consentimiento, pero había aprendido, casi de manera instintiva, a amortiguar el efecto. Como un músculo que comenzaba a entrenarse, una fiera que se acostumbraba al zumbido del mundo.
Stan Edgar hojeaba una carpeta con la paciencia clínica de un cirujano que elige por dónde cortar. No parecía tener prisa, sin mostrar si necesitaba imponerse. Esta tranquilidad fácil invitaba a que la cautela empeorara en Jane, y sentía en sus huesos que este factor de intimidación era justo lo que él buscaba.
—¿El desayuno ha sido de tu agrado? —preguntó Stan sin levantar la vista.
Jane apoyó los codos sobre los apoyabrazos y cruzó una pierna sobre la otra. Se obligó a no responder de inmediato, buscando un tono agradable que no sonara ingenuo.
—Perfecto —saboreó las palabras lentamente—. Aunque la papaya no era de estación.
Una comisura de la boca de Edgar se alzó, apenas. Ella lo había divertido, al parecer. —Estaremos más atentos la próxima vez.
Silencio. Un silencio cargado de electricidad invisible, como una tormenta sin truenos. Jane contuvo un estremecimiento.
—Es un buen comienzo —volvió a hablar Stam, con tono suave, casi cálido—. La mayoría en tu situación estaría… desbordada. Tú pareces procesarlo bastante bien.
—Quizá me subestiman —replicó ella, sin elevar la voz. Su boca se curvó en una sonrisa que no revelaba nada, porque sus ojos estaban muertos.
La sonrisa de Stan apenas se ensanchó. —La subestimación es un error que rara vez me permito.
La conversación había comenzado, con las verdaderas palabras deslizándose por debajo, como un río que corre bajo el hielo.
—Supongo que ya has entendido lo básico. El mundo ha cambiado. Y tú, aunque quizá no lo sepas del todo aún, eres parte integral de ese cambio.
Jane lo miró, realmente lo miró, deseando escarbar debajo de esa pulcra máscara. Sus ojos azules parecían más oscuros, sin el fulgor excesivo de los Supers, que todo creen tener a su disposición; ni la vibración agresiva de los que temen, criaturas débiles que tienen más ira que fuerza para atacar.
(Era un abismo.
Y no tenía fondo).
—Me gustaría empezar desde ahí —continuó él, su tono no revelaba lo que sentía, pero su postura era casi de bienvenida—. No con tus habilidades, ni con tu rol público, ni siquiera con tu historia. Eso vendrá más tarde. Me interesa, antes que nada, tu aclimatación.
La palabra era cuidadosa. No adaptación, ni aceptación. Aclimatación, como si ella fuese una especie de criatura traída de otro ecosistema. Lo cual, en cierto modo, era exacto.
Jane asintió una vez, con el rostro entumecido. Aún había algo irreal en todo esto, en sí misma, que no podía aceptar.
—Estoy escuchando.
Stan se apoyó en el respaldo, las manos unidas sobre el escritorio.
—Vought ha dedicado recursos considerables a tu recuperación. No solo médicos, sino logísticos, institucionales, sociales. Cuando estés lista, tendrás acceso a todo lo que necesites para vivir cómodamente: propiedades, transporte, cuentas bancarias generosas. Un equipo para ayudarte a moverte por la ciudad sin sobresaltos. Asesores legales, relaciones públicas, entrenamiento personal.
Cada palabra era una perla perfectamente pulida, una tentación no poco usual, pero sí prometedora. Conquistaba con su voz, sus ojos y palabras, y a ella le costaba mantener la mirada lejos de su rostro, abrasivo de la manera más interesante.
—Y mientras tanto —encontró una respuesta—, me observarán como se observa a una bomba sin manual de desactivación.
Stan sonrió verdaderamente, una sonrisa completa, que no era grande ni excesiva, sino algo digno de él. Parecía tranquilo y complacido, no como alguien que fue ofendido, sino como alguien que aprecia un buen comentario certero.
—La observación es parte del proceso, naturalmente —habló fácilmente, con fluidez–. Pero confío en que demuestres ser más estable que algunos de nuestros... activos pasados.
El eufemismo era exquisito. Stan no lo sabía, pero ella reconocía fundamentalmente el significado oculto en sus palabras. A quién se refería con ellas.
—Agradezco la hospitalidad —contestó finalmente, con un tono que no agradecía nada, pero sus ojos casi se volvieron más cálidos.
—Estás en tu casa —dijo él, y había algo demasiado literal en sus palabras que le erizó los vellos de la piel—. Vought se encargará de que no te falte nada. Ahora tienes muchos recursos a tu disposición.
Ella se inclinó apenas hacia adelante, revelando la chispa de interés en su mirada. —¿Por generosidad? —moduló las palabras con un sarcasmo apenas velado.
Se hizo un silencio más largo que los anteriores. Stan Edgar parecía hacer eso mucho, el guardar silencio. Pero Jane no lo vio como signo de debilidad, sino como un hombre táctico que no subestimaba nada, y que aún se aclimataba a su propio poder.
—No debe excluirse de la situación —respondió Edgar por fin, un mentiroso de pies a cabeza—. Pero creame, señorita Calloway, esto no es una prisión. Es una transición. Para ti, para nosotros, y para el mundo que te está recibiendo de nuevo.
Jane contuvo una risa seca que le arañó la garganta pero no salió, una cosa desesperada que quería imponer su "¿por qué, por qué, por qué?" al mundo entero. Empezando por Stan Edgar.
Para el mundo, dijo el director ejecutivo. Como si hablara de un meteorito que acababa de aterrizar, una cosa extraterrestre cuyo deber era ser parte de un cambio que no le pertenecía.
—El mundo, entonces —aceptó el nuevo tema de conversación—. ¿En qué estado se encuentra? —poseía una genuina curiosidad por ello.
—Agitado. Como siempre. Entretenido por distracciones. Con miedo a cosas pequeñas y una fe ciega en sus símbolos. La humanidad no ha cambiado tanto como cree.
Jane no sabía qué tanto debería creerle. No mucho, decidió.
No insistió en el tema. —¿Y Vought?
—Más fuerte que nunca. Más necesaria —una sonrisa suspicaz se abrió paso, una crueldad apenas visible, encantadora en toda su terrible extensión—. Nos aseguramos de ello.
La seguridad de su tono no era vanidad. Jane no se inmutó, aunque quería decir algo respecto a eso. Sintió algo por eso.
—Y sin embargo —enfocó sus ojos azules en los oscuros de Edgar—, me necesitan.
Stan inclinó la cabeza, revelando algo de diversión en las esquinas de sus ojos. —No diría “necesitamos”. Diría “valoramos”. Tu presencia representa una oportunidad. Un nuevo equilibrio.
—¿Equilibrio? —inquirió, dejando que la palabra sonara más tiempo del necesario.
—Digamos… una figura que complemente lo que ya existe. Algo que inspire confianza, que genere narrativa.
Una respuesta impecable y precisa, como si ya estuviera practicada para este momento con exactitud.
Jane jugó con la manga de su camisa, un movimiento distraído, casi casual. En realidad, estaba probando el grosor de la tela. Sabía que todo lo que llevaba encima había sido elegido con intención. Ropa neutra, el corte sobrio. Una Super diseñada para parecer humana. Una humana construida para parecer confiable.
Todo era un disfraz. Incluso las preguntas.
—No me han dicho cuál es mi capacidad real —comentó con simpleza—. Supongo que lo descubriré en el entrenamiento —formulado como sugerencia, transmitido como exigencia.
—Será un proceso cuidadoso —respondió con diplomacia el hombre mayor—. No queremos forzarte a nada. Tus habilidades pueden ser inestables al principio. Volverán con tiempo.
Con tiempo, dijo él. Con guías, leyó ella. Con ojos encima y manos en los hilos.
—¿Y luego? —preguntó llanamente, conteniendo las ganas de sacudir la mesa y voltearla—. ¿Me lanzan al escenario con fuegos artificiales y, qué más? —dejó que una sonrisa torcida se abriera paso—, ¿una bandera estadounidense detrás?
Stan no se inmutó. —Solo si lo deseas.
Ella lo miró, en silencio, durante varios segundos. Dejó que se cocinara, que hirviera.
—No deseo nada, todavía —dijo. Su rostro volvió a la impasibilidad del comienzo, una distancia que la separaba del mundo.
Stan se recostó en su silla con aire extraño, como si se suponía que debería salir satisfecho, pero no lo había logrado del todo. —Entonces dejemos que lo descubras.
Y eso fue todo. Ninguna orden, ninguna amenaza. Ninguna mención del verdadero motivo por el que la habían devuelto al tablero.
Jane no necesitaba que se lo dijeran. Podía adivinarlo.
Estaban apostando por ella, o apostando contra alguien más.
Temía el resultado de eso, pero no podía dejar que lo vieran. Que Stan Edgar lo viera.
—Le agradezco a Vought por recibirme —dijo ella, finalmente. Demasiada frialdad y nunca podría comenzar a beneficiarse de esto.
—El mundo está ansioso por verla, señorita Calloway —Stan sonrió, casi amigable, pero sus ojos eran demasiado frios para eso.
Jane temía silenciosamente eso.
La sonrisa que le dio devuelta no reveló la fragilidad que yacía debajo. —Solo Jane está bien, si puedo llamarte Stan —un atrevimiento, una provocación.
Los ojos de Stan parpadearon en algo demasiado finito como para que ella pudiera detenerse a analizarlo. —Sería mi placer, Jane.
La conversación se había mantenido flotando sobre la superficie como una hoja sobre un lago inmóvil, ligera y medida. El cometido habia sido cumplido, y la primera capa habia sido distendida.
—Muchos han preguntado por ti —dijo Stan, como si eso no fuera una advertencia disfrazada de cumplido—. Algunas personas aún recuerdan tu imagen, de hace décadas. Tus primeras apariciones. Se convirtió en parte de un cierto… folclore, dentro de Vought. La figura femenina imposible. La Super que nadie pudo igualar.
Jane sostuvo su mirada, sin moverse. —¿Y si el folclore vuelve a la vida, qué le espera?
—¿Te interesa saberlo?
Ella se permitió una media sonrisa, no cortante. —No me interesa la mitología. Solo los hechos.
Stan no se ofendió. Estaba esperando ese tipo de respuesta.
—Entonces hablemos de hechos —contestó con simpleza—. En este momento, el Super más poderoso del mundo es uno de nuestros principales activos. Un símbolo. Nuestro protector. Y, si se le guía adecuadamente, un catalizador para el cambio.
El aire se volvió más denso, de forma casi imperceptible.
Jane no parpadeó, pero su corazón se aceleró notablemente por el rumbo de la conversación.
—¿Un catalizador? —repitió, como si no lo hubiera escuchado claramente.
Stan cruzó los dedos sobre la mesa. —Su nombre es Homelander. Es... extraordinario —su rostro era impasible—. Una fuerza sin precedentes, diría, pero no es del todo cierto —las esquinas de sus labios se crisparon en casi una sonrisa—. Inteligente, carismático, con habilidades que superan todo lo que creíamos posible. Visionario, incluso.
No sabía qué responder a eso.
Sabía de Homelander, por supuesto que sí. Este universo giraba, de algún modo, alrededor de él. De sus acciones impertinentes, su crueldad sin sentido, su narcisismo digno del hombre que alcanza los poderes imbatibles de un dios. Un hombre que exigía devoción, respeto y amor, y sus acciones no cumplían con los requisitos para ello.
Era penoso e invocaba lástima, pero más que eso, era vomitivo.
Lo había escuchado reír a través de una pantalla de televisión, con esa carcajada hueca que no nacía del pecho sino de algún rincón más oscuro. Lo había visto mirar al mundo como si estuviera por encima de todo lo que tocaba. Y también lo había visto llorar, un niño disfrazado de dios.
Homelander era un monstruo, simple y llanamente. Una bestia que debía ser sacrificada, pero nadie tenía el poder suficiente para ello. Había sido un niño, alguna vez, y las crueles manos de Vought lo habían manchado para siempre. No hubo vuelta atrás luego de ello.
Jane tragó lentamente. Los corazones de los hombres en la habitación aledaña latían al ritmo de sus dedos. Las luces se reflejaban en los vidrios de los cuadros colgados a su izquierda. Pudo ver a través de ellos, ver cómo el polvo caía en espiral detrás del marco, ver la grieta invisible que cruzaba la pintura desde la esquina superior hasta la base.
Su mente lo reconstruyó rápidamente: la imagen de Homelander, con su capa ondeando, cubierto de sangre, con la sonrisa torcida de quien ya ha matado tanto que matar dejó de significar algo.
Pero si habían pasado treinta años desde que ella, el cuerpo que ahora poseía, desapareció…
Entonces la historia aún no había comenzado del todo.
(Un pensamiento se cuela, traidor y estúpido. De que, tal vez Homelander aún no ha conocido a los Butcher.
Tal vez, se da cuenta, Homelander aún no ha violado a Becca Butcher).
El aire pareció cortarse de pronto. Jane frunció apenas el ceño, pero la tensión vibraba fuera de ella como una extremidad más.
—¿Y qué tiene que ver conmigo ese tal Homelander? —preguntó, como quien lanza una piedra al agua para medir su profundidad, pero su mente ya se hacía una idea de su rol entre todo este desastre—. ¿Esperan que me someta? ¿Que lo iguale? O... —una sonrisa se crispa en su boca, con nada de alegría—, ¿que me enfrente a él?
Stan la observó como si ella acabara de decir una palabra en otro idioma, pero sin sorpresa.
—¿Enfrentarte a él? —repitió, suave y sin peligro—. Eso dependerá de muchos factores. Aunque… hasta ahora, nadie ha demostrado ser capaz de contenerlo.
Ella no respondió de inmediato, dejando que sus pensamientos se deslizaran por la idea.
Contenerlo.
Como si fuera una enfermedad que era mejor tratar antes de que se expandiera. Como si fuera... un perro rabioso, sin sentido ni propósito más que morder y gruñir a todos lados.
Un segundo más tarde se dio cuenta, ¿no es él exactamente eso? ¿Importaban un par de años, cuando Homelander ya mostraba indicios de que llegará a convertirse en ese monstruo?
—No veo por qué sería de mi incumbencia —terminó de decir, poniendo fin a la complejidad del pensamiento sin sentido. Su tono era plano, y la indolencia en su rostro también era, como pocas veces en la charla, honesta.
Realmente no le importaba Homelander. No le incumbía. Él era problema de Vought.
Eso no quitaba el hecho de que podía ver por qué Vought gastaría sus recursos en ella. Sus poderes eran parecidos a los de él. Las habilidades, casi idénticas. Los tiempos, convenientes. Ella podría dar un paso al frente y reemplazarlo si Homelander se salía de la línea.
Si Jane demostraba ser un mejor perro de ataque, menos impulsiva y con más tendencia a usar la cabeza, a seguir órdenes, Homelander trataría de matarla y ella tendría que matarlo primero.
Jane cree que tal vez ella era el plan B a Homelander, destinada a contenerlo y ocupar su lugar. Esa era su teoría más segura al respecto.
Stan Edgar inclinó apenas la cabeza, como si hubiera escuchado ese pensamiento. Y por primera vez, dejó que un matiz diferente se deslizara en su voz.
—Tal vez… te sorprenda descubrir lo que sí es de tu incumbencia.
Jane lo miró, inmóvil, esperando con paciencia incluso cuando no poseía ni una sola gota en su cuerpo.
Stan Edgar no explicó de inmediato, sino que parecía saborear el silencio, como si fuera un vino de cosecha amarga. Luego se incorporó con elegancia sin apuro, rodeando su escritorio lentamente, pasos amortiguados por la alfombra, y se detuvo a su lado. No demasiado cerca, pero lo suficiente como para que Jane supiera que lo que iba a decir no era un asunto de protocolo, sino de intimidad fabricada.
—Supongo que es justo decirte la verdad —dijo, suave como antes de una noticia que cambia tu vida para peor, arrastrando la palabra verdad por el aire como una serpiente escondida entre la hierba.
Jane no lo miró, pero su cabeza se ladeó con ligereza. Su cuerpo permaneció inmóvil, pero sentía una repentina presión en el pecho, un latido extraño detrás de la frente, como si su columna vertebral se volviera hielo y cuerda a la vez.
—Hace poco más de treinta años —continuó Stan, con esa voz que parecía hecha para recitar contratos con letra pequeña—, cuando tu condición comenzó a deteriorarse, no dejabas de repetir un deseo. Una última voluntad, por así decirlo —saboreó las palabras, ese dulce y cruel aire de tensión antes de la revelación—. Querías tener un hijo.
Jane sintió que el tiempo se encogía y ella se paralizaba a la par.
Ese saber no era una bomba, era más como una astilla que se clava profundo, sin sangre, sin grito. Una picazón que nunca puede rascar, porque está fuera de su alcance, fuera de su cuerpo, y sin embargo, aquí está denuevo.
Una vida después, y ese pensamiento tonto e infantil todavía la persigue sin cansancio, vergonzoso e ineludible. Algo que ha aprendido a mantener en el fondo de su mente, enterrándolo ahí para siempre, y sin embargo-
Y sin embargo-
—¿Un hijo? —finalmente preguntó, con un hilo de voz que no lograba fingir compostura, incluso cuando quería. Su cuerpo también la traicionó, con sus manos cerrándose en los apoyabrazos como garras buscando carne.
Stan asintió con lentitud, algo parecido a la piedad en sus ojos. —Tu cuerpo... no podía hacerlo de forma natural.
Esas palabras dolían, hurgando en una herida que nunca debió abrirse. Nunca quise hijos, pensó, suplicó, deseando aferrarse y convencerse a sí misma de ello, no quiero, no quiero, no quiero.
—Pero insististe —prosiguió Stan sin pausar—. Era importante para ti. Así que Vought usó tu material genético. Creó un embrión viable. Se gestó artificialmente en un entorno controlado —habló con indiferencia indolente de todo el asunto—. Fue uno de nuestros primeros grandes experimentos en ingeniería genética.
Jane apretó los dientes, hielo en su sangre y niebla en su cabeza. Nunca se había sentido tan mareada, tan ajena a la realidad, como ahora.
Stan dio un paso hacia el ventanal, dándole la espalda con ese gesto que solo los hombres seguros hacen cuando creen que han ganado. Jane enfurecería al verlo, si tan solo pudiera concentrarse en que le importara.
—Ese niño creció rápido bajo nuestra supervisión. Bajo nuestra... tutela —su tono era distante, como si hubiera olvidado la magia de la empatía y compasión—. Y hoy, es el Super más poderoso que existe.
El mundo pareció desvanecerse por un instante. El suelo se tambaleó bajo sus pies. Todo se redujo a ese nombre no dicho, a esa imagen sangrienta, dorada y llena de vacío.
Su mente se puso en blanco.
—Homelander —susurró sin darse cuenta.
El silencio que le siguió fue espeso.
Stan no necesitó confirmar nada. El golpe ya había sido dado, certero y preciso. Había logrado su cometido.
Casi la hizo llorar ahí mismo.
Jane, en cambio, se concentró en incorporarse muy lentamente. Su cuerpo seguía sentado, pero su alma parecía irse de pie.
—¿Cómo es posible? —preguntó distantemente, la voz ahora firme y casi fría. El dolor que no puede entenderse ni procesarse es más llevadero si se convierte en cálculo.
Stan giró apenas el rostro, sin mostrarle toda la expresión. —La tecnología de entonces era avanzada. El material genético fue extraordinario. Tu cuerpo, incluso antes de deteriorarse, tenía un potencial casi ilimitado. Y el esperma...
—¿Quién? —interrumpió Jane. Ya no era una pregunta, sino una orden. Su mirada era fuego en hielo, un rojo que parpadeaba amenazante entre inspirar y espirar.
Stan ladeó la cabeza, con una cortesía letal.
—Fue anónimo —la mentira tenía bordes lisos, pero Jane los sintió igual—. No fue relevante. Un donante, elegido por compatibilidad.
Soldier Boy. El padre de Homelander es Soldier Boy. El nombre se formó en su cabeza con la condena como destino. Pero no me importa, porque de todos modos no soy su m-
(¿Cómo puede serlo? No tiene sentido. No puede serlo. Ella no puede tener hijos. Nunca podrá).
Jane cerró los ojos un segundo, y el mundo se desdobló bajo sus párpados.
El cuerpo no se sentía como suyo, pero ahora era como si se superpusiera a ella a la fuerza. Se impregnaba con juicio y aspereza, una necesidad oculta en su médula, de proteger algo. Tener algo. O a alguien.
(Un hijo. No. Un hijo no, ¿cómo puede ser ese monstruo mi hijo? No lo es, no lo es, no lo es, no puede serlo. No tiene sentido. No puedo ser-
Pero no siempre fue un monstruo, señaló una voz traidora en su cabeza, suplicante y convincente. Todavía no lo es. No ha cometido sus peores delitos. Tal vez no se ha impuesto sobre nadie. Tal vez aún puede ser-
No es mi hijo, rechaza. No puedo ser madre. ¡No tengo la capacidad! Ruge dentro de ella ese viejo dolor, esa vieja pena y rabia, que no se van. No desaparecen.
¿Pero no lo sientes?, pide esa voz traidora. ¿No lo sientes dentro de tí? Él puede serlo. ¿No sientes que falta algo? ¿No sientes ese inexplicable vacío? Tal vez es él. Tal vez es lo que te falta.
No lo es, niega Jane, no puede serlo. No lo es.
¿No sientes que, con esto, el mundo ahora tiene un poco más de sentido? Ruega la voz.
No responde).
Jane respiró hondo, sintiendo cada latido de corazón en diez millas al mismo tiempo, rebotando contra su sien en estallidos dolorosos y agonizantes. —Mientes —masculla duramente, terriblemente, entredientes.
—Eso lo decides tú —respondió Stan con suavidad—, pero creo que sabes que no lo hago.
Jane se puso de pie.
La habitación tembló, solo un poco, en las paredes. Un pulso que nadie notaría, pero que Stan, sin duda, sintió.
Ella no quería lo que él ofrecía. No del todo.
—¿Y esperas que crea esa información? —preguntó secamente, fría y gélida, mirando por primera vez no al hombre, sino al sistema detrás de él.
Stan casi sonrió, un dejo de impresión bajo la fachada.
—Pueden hacer pruebas, si gustas, aunque llevarán tiempo. Por ahora, solo debes... comprender. Siente esta información y procésala. Y cuando estés lista, actuarás en consecuencia.
Ella lo observó por un largo momento, un agujero negro en sus ojos y sangre bombeando erráticamente en su corazón.
No le creo, pensó para sí misma. No le creo. No puede ser real. No puede serlo. Es imposible. No tiene sentido.
Es imposible.
(Y sin embargo-
Y sin embargo, ella le creía).
Notes:
veo the boys como un evento de vinculación con mi hermano, y como hoy lo hemos retomado, me ha brindado la inspiración suficiente para traerles este capítulo. espero que esté a la altura de las expectativas.
todavía no estoy comprometida a hacer de este trabajo uno amplio y bien escrito, pero tampoco lo abandonaré. si las ideas nacen, aquí estarán.
por otro lado, si no han visto mis otros trabajos, ¡vayan a verlos!
ahora que tengo vacaciones (casi 2 meses de vacaciones, donde solo tengo que preparar 1 examen, tendré demasiado tiempo libre...) y muy buen humor porque me fue sorprendentemente bien en el primer semestre, ahora podré actualizar más. acepto sugerencias de cuál trabajo debería actualizar a continuación.edit: mientras corregía y editaba los vacíos de información canon en la narración... qué carajo, me di cuenta de que mi cronología estaba completamente mal. en 2011, homelander debería tener 40... mientras que yo aquí le di 27. ¿y stan? ¿por qué me lo imaginé más joven de lo que es? le he dado cuarenta y pico de años. ampliaremos la edad de nuestra janie en el siguiente capitulo.
les estoy cambiando las edades por completo, les pido disculpas, pero si no lo hago, enloqueceré y tiraré este trabajo a la basura.
Chapter 3: and some grow mad, and all grow bad
Summary:
Un día de adaptación en la vida de Jane.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
matan de hambre al chiquillo asustado
hasta que llora de noche y de día,
y azotan al débil y flagelan al tonto,
y se mofan del viejo y canoso,
y algunos enloquecen, y todos se vuelven peores,
y nadie puede decir ni una palabra.
ballad of reading gaol, oscar wilde.
Hay bombas que no explotan de inmediato, sino que vibran, suspirando bajo la tierra, esperando que alguien camine justo encima con la ingenuidad de los no advertidos. Bombas que no gritan su presencia sino que la filtran en el aire como un gas invisible.
Eso fue exactamente lo que ella sintió al volver a esa habitación blanca, pulida, perfectamente cómoda, una cápsula de oxígeno para una especie que ya no era humana; y sin embargo, la explosión había sido atómica, como si el conocimiento de lo que Stan Edgar le dijo hubiese abierto una grieta que no podía cerrarse ni con silencio, ni con la frialdad que tanto se había esmerado en mantener desde que despertó en esta pesadilla de luces frías y rostros diplomáticos.
Jane no recordaba cómo había terminado en el suelo, no había conciencia de haber tropezado ni de haber buscado consuelo en el mármol, solo una urgencia de pegar el cuerpo al mundo porque el alma parecía a punto de deshacerse, sus huesos temblaban de una manera que no era muscular sino primitiva, como si algo dentro de ella reconociera la magnitud del derrumbe que acababa de empezar.
No se trataba solo de saber que Homelander podía ser su hijo, sino de entender que el concepto mismo de tener un hijo le era ajeno y brutal, inconcebible, como un idioma que jamás aprendió a hablar.
Nunca había querido hijos, ni los soñó, ni los idealizó, y, sin embargo, el mundo se encargó de arrebatarle incluso ese derecho a la negación. Le arrancaron la posibilidad de elegir diciendo que su cuerpo no era fértil, y ese diagnóstico médico, dicho alguna vez con la frialdad de un ecógrafo y un portapapeles, fue una cuchilla lenta que nunca dejó de cortar.
Una cosa es decir que no quiere, y otra es saber que no puede, y Jane había vivido con esa certeza amarga metida en el fondo del pecho como un clavo viejo, oxidado, olvidado entre las costillas, algo que no mataba pero dolía cada vez que respiraba demasiado profundo.
A pesar de todo eso, de la negación y el miedo, del instinto feroz de no arruinar otra vida con la suya, había momentos, breves y estúpidos, en los que su mente la traicionaba, visiones que no eran recuerdos pero casi, como si otra versión de ella existiera en un rincón del universo y tuviera un hijo que reía con la boca llena de cereal, que se dormía con la cabeza en su regazo mientras ella le inventaba historias. Visiones donde no tenía miedo a fracasar porque no era una posibilidad probable; donde ella no era el cuchillo sino la manta.
Donde, por un instante, no se temía a sí misma tanto.
Y ahora esto.
(Homelander).
El hijo-
No planeado, no pedido, no deseado. El hijo nacido del diseño genético de una corporación que no cree en el amor sino en la utilidad. El hijo que se había convertido en una bestia cubierta de patriotismo como si fuera piel, con una sonrisa de dios plástico y los ojos más tristes que jamás había visto en una pantalla.
En la pantalla que colgaba como una cicatriz luminosa en la pared, había pronunciado su nombre en silencio y el algoritmo la escuchó, la arrojó al centro de una tormenta de imágenes editadas, entrevistas guionadas, reportajes de prensa donde lo llamaban protector, símbolo, guardián del pueblo. Pero ella, ella que tenía ojos para ver más allá de los huesos y oídos para escuchar cómo late un corazón detrás de una puerta, ella lo vio por lo que es.
Una criatura que no encajaba en su propia piel, un hombre que camina como si todavía estuviera buscando a alguien que lo abrace sin miedo, alguien que no huya, alguien que no le tema. Un rostro... tan joven. Tan torcido. Tan desesperado.
Un adulto de veintisiete años que aún parece llorar como un niño que no entiende por qué nadie lo quiere de verdad. Un niño al que le dieron fuerza, vuelo y admiración, pero no amor, no ternura, no contacto humano que no doliera después. Un monstruo, sí. Sin lugar a dudas. Pero no uno que nació así. Un monstruo que se formó en un tubo, en un cuarto de acero, en la mirada de científicos que lo estudiaban como si fuera una bomba con ojos, uno que nunca tuvo una madre que le cantara al oído, y mucho menos una que supiera cómo hacerlo sin quebrarse ella primero.
Y ahora ella.
(Jane).
Tal vez de la misma edad que él, que su hijo. ¿Qué se supone que debe hacer con tan poca información?
No era solo el saber que podía ser su madre, sino... sentirlo. Sentirlo en el centro del pecho como si algo dentro de su cuerpo dijera sí, como si una célula antigua, dormida durante décadas, despertara y reclamara la sangre del muchacho que lloraba en silencio detrás de su máscara de oro.
Y, sin embargo, Jane no sentía ternura. No sentía amor. Había algo peor formándose detrás de sus costillas: responsabilidad. No por lo que él había hecho, lo que ahora estaba haciendo o por lo que haría pronto, sino por lo que ella quizás había permitido en su propio egoísmo.
Si ese monstruo era suyo, entonces su ausencia también lo era.
No importa si ella no lo quiso, no lo pidió, no lo soñó: ahora existía, y con su existencia, venía el eco de todas las decisiones no tomadas, de todas las caricias no dadas, de todas las palabras jamás pronunciadas. Una deuda que ni la muerte podía borrar.
¿Y si al mirarlo a los ojos, él la reconocía?
¿Y si ese hombre que puede abrir cuerpos con la mirada y reventar edificios con un resoplido, que ha matado y que matará sin pestañear, se derrumba como un niño frente a ella solo porque su cuerpo huele como debería haber olido su cuna?
(Y si no estaba en ella-
Si ella no olía como una madre, si no se sentía como una, si no podía quererlo-
Si el disgusto hacia él era más fuerte que la lástima y la compasión...
¿Qué haría él?)
Jane se incorporó del suelo como si su columna fuera una torre que había resistido siglos de olvido. No había resuelto nada. No había elegido nada. Y aún así-
Una llama se encendía bajo su esternón, una llama vieja y primitiva, que no era amor ni odio, sino algo más oscuro y más puro, algo que decía esto es mío y no pedía permiso para sentirlo. No sabía si iba, si siquiera podía o quería, a salvar a Homelander, o si iba a darlo por perdido y destruirlo; pero había una certeza que le dolía en las encías y se acumulaba en su vientre como llamas de fuego.
Quería mirarlo a los ojos.
(Las heridas, para cauterizarse, primero tienen que doler.
Y ella no había venido al mundo a cerrar los ojos).
El departamento que le habían asignado como suyo era blanco, aséptico, grande sin ser opulento, como una promesa de comodidad y hogar en toques modernos y elegantes. Los vidrios eran tan amplios que uno podía imaginarse cayendo hacia adentro en lugar de hacia afuera, y el mobiliario parecía elegido por alguien que nunca supo lo que era la humildad, pero había leído suficientes revistas como para imitarla. Nada resonaba con ella.
A Jane no le molestaba. De hecho, se sentía parcialmente agraciada. Un departamento como este no era algo que hubiera podido permitirse en otra vida; y ahora, era solo una de la residencias más simples que le pertenecían.
—¿Cuántos años tengo? —preguntó sin levantar la voz, sin girar la cabeza. Estaba de pie frente a una estantería, mirando libros sin abrir. Se interesó en ver algunos clásicos que resonaban con familiaridad, y otros que no reconocía pero que aún ansiaba tomar.
A su espalda, a la asistente designada, Bea, se le contraían los dedos sobre la tableta que sostenía.
—Uhm… —la voz de Bea era frágil como la envoltura de un caramelo—. Bueno, en los registros dice que tenías treinta y cuatro al momento de tu… criogenización. Eso fue hace más de treinta años, entonces técnicamente… tendrías sesenta y cuatro.
Treinta y cuatro, memorizó. Siete años mayor que Homelander. No sabía cómo sentirse con el hecho de que tenía más edad para ser hermana de su hijo que su madre.
Sin embargo, sus labios se crisparon en algo que se acercaba a la diversión por la matemática simple que fue tan torpemente aclarada por Bea, pero la joven asistente no se dio cuenta.
—...Pero tu cuerpo está exactamente igual. Más joven, incluso. Es… es una condición única. Un fenómeno, en realidad. Una bendición, si me preguntas —su tono se aclaró en algo más genuino, al final.
Jane giró lentamente, como si el movimiento mismo fuera un juicio. No dijo nada, pero alzó una fina ceja. Bea tragó saliva, y la sombra de su ansiedad se alargó en la pared como un insecto intentando huir de la luz.
—¿Y antes de eso? —insistió Jane suavemente—. ¿Antes de ser Super? ¿Tengo familia? ¿Hay alguien más vivo?
La chica pareció vacilar, como si sus palabras caminaran sobre hielo fino. Cada frase tardaba más de lo necesario, como si consultara un archivo invisible que no existía. Su corazón se aceleró como un colibrí, el sudor comenzando a acumularse en su espalda, y Jane cerró brevemente los ojos para no dejar que eso la molestara.
—No… no lo sé. O sea, no tenemos registros completos. Es que… parte de la información fue… dañada. O borrada. Algunas cosas se perdieron en los cambios de administración. Pero hay gente trabajando en reconstruir tus antecedentes. Prometo que te avisarán ni bien sepan algo concreto.
Jane no abrió los ojos, tomando respiraciones profundas para distraerse del inevitable dolor de cabeza.
—No sabes nada de mí —dijo, sin carga emocional, sin necesidad de castigarla.
Bea abrió la boca, quizás para negarlo, quizás para disculparse, pero Jane ya se había dado la vuelta. No importaba, no ahora. Las preguntas sobre ella misma, su vida anterior, su nombre verdadero, su historia, todo eso podía esperar. Todo eso era ceniza en su lengua. No tenía tiempo para llorar a alguien que no recordaba ser. Alguien que tal vez nunca habia sido.
Pero sí podía, debía, conocer el mundo que ahora la rodeaba.
—¿Cómo es la situación de los Supers hoy en día? —preguntó entonces, sentándose en un sillón con el mismo aire con el que otros se sientan a observar a un enemigo—. ¿Son admirados? ¿Temidos?
Bea pareció aliviada de que la conversación virara a un terreno más general. Aunque su cuerpo seguía tenso, como si temiera decir algo que pudiera explotar en su cara. A Jane le pareció que toda esa ansiedad era una tontería sin fundamento.
(También teorizó que le habian enviado a esta chica tan nerviosa para poner a prueba el temperamento y autocontrol de Jane. Le molestaba que dudaran de ella, pero no se ofendía por ello. No la conocían, despues de todo.
Tampoco se conocía a sí misma).
—Son… amados —respondió Bea con palabras rápidas, sorprendentemente sin atropellar—. La mayoría. O por lo menos, los más visibles. Tienen fans, mercancia, redes sociales. Aparecen en programas de televisión, películas, entrevistas. Se espera que sean… modelos. Ídolos. Aunque hay organizaciones en contra, claro, y algunas protestas. Especialmente cuando alguno… eh… se descontrola.
—¿Se descontrola? —repitió Jane, como quien clava una daga entre las palabras ajenas para ver qué tan profundo sangran. Sus labios formaron una fina sonrisa, casi divertida, porque su hijo era el ejemplo más adecuado de sin control.
—Sí… bueno. Algunos Supers han causado daños, muertes. Hay controversias. Encubrimientos. Pero Vought siempre… toma el control del relato. Saben cómo manejarlo. Y mientras la gente tenga a quién admirar, la mayoría olvida lo demás.
Jane pensó en eso por un momento. Una mitología hecha de carne. Ídolos fabricados y sostenidos por cámaras. Todo esto encajaba con su conocimiento de The Boys, con la sátira de superhéroes ególatras donde el héroe de buen corazón era un factor raramente visto.
Antes se creía en dioses. Ahora se compraban.
—¿Y los Seven? —inquirió entonces, llegando al meollo de lo que quería afirmar.
—Son el equipo más importante —respondió Bea enseguida, como si la pregunta la reconfortara porque por fin podía recitar algo aprendido—. Siete Supers seleccionados por Vought. Son los más poderosos. Representan al país, la justicia, la esperanza. Homelander es su líder, claro. Él es el rostro más reconocido del planeta. Luego están Queen Maeve, A-Train, The Deep, Black Noir, Translucent y Lamplighter. Están en lo que se considera la cima de lo que son los Super, cada uno teniendo un impacto fuerte y propio en el público. Aunque ninguno llega al nivel de Homelander.
Jane absorbía la información como si le inyectaran humo en las venas. No le sorprendía nada, y solo confirmó que Translucent aún no había sido asesinado y Lamplighter no estaba retirado, tal como correspondía al año. Pero escuchar el nombre Homelander seguido de la palabra esperanza hizo que una de sus manos se cerrara lentamente sobre el reposabrazos del sillón, con la precisión de quien toma nota de cuán cerca está el cristal de romperse.
Bea, tal vez por nerviosismo, o porque el silencio pesaba demasiado, añadió en voz baja. —Ellos aún no saben de tí, pero... En Vought creen que vas a ser parte de algo grande. Que vas a equilibrar la balanza. Que tu presencia va a cambiar las cosas.
Jane sonrió, pero la sonrisa no le tocó los ojos. —¿Si? Supongo que me devolvieron la vida por algo importante. ¿Tú qué creés?
Bea parpadeó. Abrió y cerró la boca. Al final, el nerviosismo le ganó y comenzó a balbucear elogios vacíos destinados a una persona estúpida y necesitada de admiración. Eso no servía con Jane.
Ella ya sabía reconocer el miedo, incluso cuando venía disfrazado de reverencia. Homelander también debería poder reconocerlo, le llega como un pensamiento traicionero. Incluso cuando quiere, su mente no parece desviarse mucho de Homelander.
Un perfume llega a su nariz un segundo después.
No era demasiado fuerte, sino selecto, preciso. Una mezcla dulce con un fondo punzante de ambición vieja y cosmética de lujo. Por alguna razón, lo odió al instante.
Escuchaba los latidos antes de que Bea alcanzara siquiera a reaccionar. El clic elegante de los tacones sobre el mármol del pasillo, la respiración contenida de alguien que siempre habla para ganar, el ritmo artificialmente pausado del corazón de una depredadora disfrazada de madre ejecutiva.
Cuando la puerta sonó, Jane ya estaba de pie.
Bea se giró, con ese nerviosismo que le colgaba de los hombros como una chaqueta mal cortada. —¿Quiere que…? —empezó a decir, pero Jane alzó una mano, y el silencio fue más educado que cualquier respuesta.
Abrió la puerta ella misma.
Madelyn Stillwell sonrió. Una sonrisa perfecta y quirúrgica, del tipo que podría venderse a una nación entera. Llevaba un conjunto color marfil, maquillaje como una segunda piel, y los ojos de alguien que te abrazaría mientras decide cómo enterrarte mejor. La miró como si ya la conociera, como si fuera una amiga conocida desde la infancia y que solo recientemente pudieron acordar un reencuentro juntas.
Jane pudo reconocer el carisma en ella, el poder que llevaba en todo su porte y en la curva de su sonrisa. Hizo que algo helado se aferrara a su pecho, quieto e ineludible, una sensación de, no pánico, pero sí de reconocer de forma primitiva una molestia. Una cucaracha.
—Amera —Madelyn saludó con calidez, como quien presenta una flor y un bisturí al mismo tiempo—. Qué placer finalmente conocerte.
Amera.
Jane la dejó entrar con un gesto vago de la mano. No ofreció asiento ni bebida, no por descortesía, sino por control. Una mujer como Stillwell no debía sentirse bienvenida.
Apenas debería sentirse tolerada.
—No me llamo así —contestó fácilmente, ofreciendo una suave sonrisa vacía.
Madelyn se detuvo, pero su sonrisa no se movió ni un milímetro. Era una actriz de las grandes, de esas que hacen llorar al público sin despeinarse.
—Es el nombre que el público quiere —replicó cortésmente, su postura reacomodándose en algo más distante ahora que su calidez no fue devuelta—. El nombre que los hará sentirse seguros y orgullosos. Amera. La Madre de América. La Super definitiva. Más que un nombre, un símbolo. Uno que ahora más que nunca necesitamos recuperar.
Jane la miró y la estudió como se estudia una serpiente que acaba de abrir los ojos. Era hermosa, de esa manera que no envejece con gracia sino con poder. La feminidad como un arma, el lenguaje como veneno, la maternidad como una oferta condicional.
Y bajo todo eso, ella lo sabía.
Sabía que esta era la mujer que tenía a su hijo agarrado del cuello sin que él lo notara o le importara. Sabía, con la misma certeza con la que ahora reconocía su olor horrible, que esta era la voz que había acariciado a Homelander mientras lo moldeaban como a un juguete disfrazada de niño. Este era el rostro de la mujer que prometía un amor maternal en condiciones fijas mientras besaba la boca de un hombre ingenuo demasiado emocional, demasiado estúpido.
Algo ardió detrás de su esternón. Una semilla de furia tan vieja que parecía parte de su alma.
—¿Recuperar? —repitió suavemente Jane, con una voz de terciopelo y cristal molido—. ¿Parece que me perdí?
Madelyn se sentó sin pedir permiso. Las mujeres como ella raramente lo hacen. Cruzó las piernas como si el mundo esperara entre sus muslos una decisión ejecutiva.
—Amera es lo que el mundo necesita ver. El rostro de la esperanza restaurada. Tu aparición será una revolución visual. Un estallido mediático. No hemos tenido un fenómeno así desde… bueno, desde Homelander. Pero tú… serás diferente. Tú serás adorada. Y ahora, después de tanto tiempo, volverás. Renovada e imparable. Una madre. No solo del Super más poderoso existente, sino como la madre de esta patria.
Jane no respondió enseguida. La palabra madre le raspó en la garganta como un recuerdo ajeno. Dio una vuelta lenta por la sala, tocando con los dedos una repisa, como si pudiera leer el polvo en braille. Entonces se giró hacia Bea, que intentaba volverse invisible en una esquina.
—¿Soy Amera?
Bea se congeló. No supo qué decir, ni cómo decirlo. Al final, la verdad se le escapó como una disculpa.
—Usted... Usted siempre lo fue, señorita Jane.
Hubo un silencio, un eco que no nació en la habitación sino en el pecho de Jane. Amera. La Madre de América. Un nombre que sonaba a propaganda y a condena, una corona oxidada y un altar construido sin su consentimiento.
La rabia no se manifestó en palabras, sino que se convirtió en marea interna y en una presión detrás de los ojos. Quiso gritar, dejar que ese sabor a fuego detrás de sus globos oculares estallara contra la maldita mujer que se atrevió a irrumpir en su espacio, en su vida, en la vida de su hijo. Atrevida, la mujer. Ambiciosa en todo su descaro, y jodidamente manipuladora. Su hijo merecía más que tener a esta serpiente susurrándole al oído, merecía-
Ella no cedió ante ese deseo caprichoso. Una parte de ella, fría y funcional, aún sabía que este juego se juega con la boca cerrada y la mente afilada.
La sonrisa que se abrió en sus labios fue hermosa, el filo de una daga ceremonial. —Entonces supongo que será mejor que la recuerde —respondió con simpleza.
Madelyn alzó una ceja, apenas. No lo suficiente para parecer sorprendida, pero sí como quien reconoce algo íntimo que no esperaba encontrar en este lugar.
Jane sintió algo encenderse bajo su piel, algo terriblemente parecido a la furia, pero también al propósito. Si iba a ser la Madre de América, entonces América iba a tener que rendirse a sus pies.
(O arder).
Notes:
je, se me escapó este capítulo sin querer. probablemente veremos a homelander en... el siguiente capítulo? el próximo a ese? no tengo idea
Chapter 4: see, where ‘mid work of his own hand he lies
Summary:
Se viene una revelación.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
contemplad al niño entre sus recién nacidas dichas,
un amado de seis años, de tamaño diminuto.
vedlo, donde yace entre obras de su propia mano,
molesto por las ráfagas de besos de su madre,
con luz cayendo sobre él desde los ojos de su padre.
behold the child among his newborn blisses, william wordsworth
La sala de entrenamiento estaba hecha de concreto y acero, reforzada con paneles blindados, revestida con sensores incrustados en las paredes y el piso, como si el lugar respirara desde adentro con una tensión sorda. No había música ni distracciones, solo el sonido bajo de la ventilación empujando aire artificial que olía a metal limpio. A pesar de lo amplio del espacio, todo parecía más pequeño bajo el peso invisible de las cámaras, los monitores y los ojos detrás del cristal que la observaban sin pestañear. Estaban ahí, escondidos tras paredes opacas, pero podía oírlos y verlos si quería.
Le habían dado un traje blanco, funcional, sin adornos ni marcas, que se ajustaba como una segunda piel que no elegía. No era incómodo, pero tampoco cómodo.
Le dijeron que probara sus capacidades, que era libre de explorar. Ella no les creyó ni un apice.
Aún así, se movió con calma. El cuerpo no le pesaba, pero tenía una densidad distinta, como si la gravedad que lo alcanzaba estuviera diseñada solo para ella. Cuando extendió el brazo y cerró el puño, sintió el aire retirarse a su paso, como si le temiera. El movimiento fue controlado, pero la sensación en sus huesos le decía que cualquier mínimo exceso podía partir cosas que no estaban hechas para romperse.
Frente a ella se alineaban máquinas de entrenamiento, estructuras metálicas reforzadas que simulaban enemigos sin rostro, preparados para recibir impacto sin ceder fácilmente.
No necesitaba instrucciones. Jane dio un paso al frente y estudió uno de los maniquíes de combate por unos segundos. Al instante siguiente, lo golpeó una sola vez. Al contacto, la máquina fue arrastrada por el aire y estrellada contra la pared opuesta. El sonido fue seco, limpio y casi contenido.
Jane no se inmutó, a pesar de que quería mostrar algo del asombro que sentía pero que no se permitía frente a estas personas. No había aplicado fuerza, y aún así, ya estaba roto.
—Capacidades intactas —dijo una voz por el intercomunicador—. ¿Quiere probar la visión térmica?
Jane asintió brevemente, de acuerdo con la sugerencia.
Levantó la mirada y dejó que esa pequeña molestia en su cabeza cediera. Su visión cambió de inmediato. No fue una sensación nítida, sino una superposición incómoda de transparencias. Pudo ver los latidos de los hombres y mujeres detrás del cristal, las venas latiendo y los corazones palpitando con velocidad irregular. Uno sudaba, otro tenía los dientes apretados y había una que estaba demasiado quieta.
Para Jane, verlos así le ofrecía una vana sensación de poder y repulsión, todo mezclado. No le parecían humanos en ese instante, sino maquinaria viva, órganos expuestos detrás de una pantalla que estaban ahí para intentar controlarla.
El sonido llegó después, y fue peor. No solo el de la sala, sino el de los pisos superiores, los subterráneos, las calles exteriores, las bocinas lejanas, una discusión en el piso diez, un perro ladrando dos cuadras más allá, un vaso cayendo en un restaurante al otro lado del edificio. La ciudad entera entró en su cráneo como una aguja caliente en ambos oídos. Le hizo querer cerrar los ojos, taparse los oídos, hacerse bolita en el suelo y llorar.
No parecía, ni se sentía, como ruido. Era la presión entera del mundo enfrentándose a ella, queriendo derrumbarla y pisotearla bajo sus pies. Jane se preguntó, por un brevísimo momento, qué pasaría si simplemente se rindiera.
Se llevó una mano a la cabeza y quiso cerrarse y silenciarlo todo, pero no había interruptor existente. Era solo ella, parte de ella. Su cuerpo lo estaba haciendo solo y no sabía como detenerlo, así como no sabía como detener voluntariamente su corazón.
Intentó respirar lentamente, inspirando una, dos, tres veces. El pecho le subía y bajaba sin fuerza, con una presión cada vez más agonizante. Se arrodilló sin perder la calma. Jane mantuvo su expresión dura, pero las manos le temblaban sin poder evitarlo.
Apretó los dientes, sintiendo el sabor de la sangre en sus encías, con el mundo rugiendo dentro de sus oídos como una máquina descompuesta, y por un instante pensó que no había forma de vivir así.
Entonces se obligó. No podía hallar la manera de calmarse ni contenerse, pero podía... Obligarse a sostenerlo y dejar que pasara a través. Entender que si esto era parte de ella, no debía combatirlo, pero sí aprender a sobrevivirlo.
No estoy siendo atacada, se repitió a sí misma incansablemente. Soy yo, soy yo, soy yo. Solo... nazco de nuevo.
La visión retrocedió y el sonido se aplacó. La sala volvió a su tamaño real y las paredes se cerraron un poco más. Las luces dejaron de vibrar tan fuerte y dolorosamente. Cuando Jane se incorporó, las cámaras no decían nada, pero la tensión era clara.
Uno de los paneles de observación tenía una pequeña fisura ardiente y notable en forma de dos agujeros. Jane no recordaba haberlo mirado directamente, ni recordaba haber deseado romperlo.
Pero el vidrio no mentía.
—¿Quieres que suspendamos por hoy? —preguntó robóticamente otra voz, más tensa.
Jane se estiró el cuello, como si acabara de despertar de un mal sueño. Luego miró el resto de la sala, los restos aplastados, la grieta en la pared, la sangre de la ciudad aún fresca en sus oídos.
—No —respondió sin levantar la voz, sin mostrar lo mucho que la experiencia la había descolocado—. Recién estoy empezando a entender cómo funciona esto.
Y era verdad. El cuerpo ya no le resultaba ajeno. No era una... prisión, ni algo que había poseído a la fuerza. Podía llegar a ser una herramienta que ella usara, una promesa a sí misma.
Jane sabía que podían usarla y que querían convertirla en algo vendible, pero no importaría si descubría primero cómo hacer que el cuerpo respondiera solo a su voluntad.
(No era una paciente descongelada, no era una mujer sin memoria ni una madre que no era madre, pero podía convertirse en un arma que empezaba a entender que podía apuntar).
La sangre del mundo aún palpitaba en sus oídos cuando Jane volvió a golpear. Ya no lo hacía por prueba, ni para demostrar nada. Lo hacía porque cada puño al aire parecía afinar mejor los engranajes de su cuerpo, como si un músculo desconocido estuviera despertando. Las máquinas de entrenamiento eran cada vez más pesadas y la resistencia aumentaba en cada sesión, pero no le costaba. Era como respirar con los pulmones propios después de años de estar bajo el agua. El cuerpo no era una prisión. Era un instrumento que cada día dominaba más.
En uno de los descansos —si se lo podía llamar descanso al momento en que sus pies tocaban el suelo sin querer romperlo—, percibió el cambio en el ambiente. Fue algo en el aire, un desplazamiento en la vibración, algo familiar que se colaba detrás de sus oídos.
Lo supo antes de oír la puerta abrirse.
Stan Edgar.
El ritmo de su corazón era constante, sin variaciones visibles, como si la sangre fluyera por venas hechas de mármol. Entró sin apuro con las manos a la espalda, la mirada calculada, y se detuvo a varios metros de ella. Llevaba un traje oscuro, sin corbata, camisa clara. Todo en él parecía diseñado para no llamar la atención, pero para obligarla a prestársela.
—Impresionante —comentó suavemente, algo que parecía verdadero respeto en su mirada si ella realmente se tragara el cuento—. Aunque no esperaba menos.
Jane no supo que responder, aunque su mente ya empezaba a correr con respuestas. Caminó hacia el costado de la sala, se secó las manos con una toalla doblada, y bebió un sorbo de agua sin prisa, todo con tal de ganar tiempo.
—La adaptación ha sido más rápida de lo que pronosticamos —continuó Stan, observando los daños en la pared con una nota casi casual en su tono—. Eso nos abre puertas. Amera no será solo una Super. Necesita ser un símbolo. La única con la autoridad suficiente como para redefinir lo que significa fuerza y patriotrismo.
Jane lo miró por fin, sosteniéndole la mirada sin parpadear. —¿Y qué significa eso para mí? —una nota ligera en su voz, tratando de no sonar perdida.
Stan sonrió, un gesto tan leve que parecía más un reflejo que una emoción. —Significa que tu retorno debe ser más que una aparición. Debe ser un evento. Todos amarán a Amera porque los hará sentir protegidos, y eso es algo que, con todo respeto, Homelander no logra del todo. Es… complejo.
Jane alzó una ceja, sin alterar su tono ni su postura. —No pensé que hablarías así de tu estrella principal —lo decía en serio, a pesar del breve sarcasmo de sus palabras.
—No hablo mal de él —corrigió Stan, con la voz tan suave que parecía envoltorio—. Hablo con precisión. Homelander es, sin lugar a dudas, el Super más poderoso del planeta. Su utilidad, su presencia, su impacto… no tienen comparación. Pero también es un hombre joven, expuesto desde niño a un entorno sin parámetros humanos. Lo que le falta no es poder, sino guía.
Jane cruzó los brazos, sin apartar la vista, su mente corriendo. —Y ese será mi papel —palabras que escondían una pregunta.
Stan ladeó la cabeza con lentitud y a Jane le molestó que el gesto le pareciera tan cautivador. —No oficialmente, por supuesto. Nadie lo dirá en voz alta, pero sí. Tu existencia es una oportunidad. Nadie más en este mundo tiene la capacidad de hacerle frente y equilibrarlo. Y preferimos que vayas preparada cuando llegue el momento de conocerlo.
Jane sintió una punzada en la boca del estómago, detrás de las costillas y rozando su esternón, como si algo antiguo y envenenado despertara. No lo mostró. Solo respiró una vez, hondo, y dejó que la máscara se mantuviera firme.
Las palabras se formaron casi con dificultad. —¿Él sabe de mí?
—Aún no —respondió Stan con brevedad. Jane no sabía si sentirse aliviada o decepcionada—. Pensamos que es mejor así, para vitar interpretaciones emocionales innecesarias de su parte, o de la tuya.
La frase quedó flotando, como una gota de mercurio en el aire. Jane se la tragó sin cambiar la expresión. —¿Y cuál es el siguiente paso?
Stan no contestó de inmediato. En cambio, se giró y caminó hacia la salida. Luego hizo un leve gesto con la mano, y una puerta lateral se abrió. Jane evitó que su ceño se frunciera con pura fuerza de voluntad, y lo siguió sin apuro.
El corredor era corto, sin adornos, sin ventanas. Llegaron a una sala de control oscura y repleta de pantallas encendidas. No había técnicos o alguna persona a la vista, solo monitores.
Jane se detuvo a ver, descubriendo que eran cámaras de seguridad, transmisiones archivadas y grabaciones. En una de ellas, Homelander volaba sobre una ciudad con expresión de piedra. En otra, gritaba a un técnico, los ojos iluminados en rojo con amenaza e ira. Luego, un civil muerto por error. Vinieron disculpas forzadas y una sonrisa que no le llegó a los ojos.
Jane observó sin pestañear, sin moverse.
Stan no habló al principio, dejando que las imágenes hablaran por él, pero rompió el silencio con esa voz profunda suya.
—Hay muchas cosas que este mundo está dispuesto a tolerar de un Super. Arrogancia, egos desmedidos, e incluso violencia. Pero cuando esas cosas dejan de ser útiles, se vuelven peligrosas. Homelander no ha cruzado esa línea aún —Stan habló con palabras firmes que escondían acero—, pero se acerca.
Edgar no era un hombre que dejara espacio al azar. Cada video, cada imagen, cada fragmento seleccionado para esa sesión tenía un peso específico, un objetivo: mostrarle la peor cara de Homelander sin decoros y sin defensa. A cada minuto que pasaba, Jane entendía mejor el verdadero motivo de esa exposición.
No era información dada gratis para ayudarla. Stan Edgar nunca sería tan benevolente.
Quería que se decepcionara antes siquiera de conocerlo en persona. Quería arrancar de raíz cualquier atisbo de compasión antes de que pudiera germinar. Convertir el rostro de Homelander en el de un monstruo que no merecía más que contención, o ser sacrificado como un animal.
Que no merecía a nadie.
Así que Jane le dio lo que buscaba.
Frunció el ceño en los momentos más atroces, apretando los labios cuando un rehén fue partido en dos por un descuido infantil. Hizo una mueca breve cuando vio a un civil desintegrado por una mirada de advertencia que duró demasiado, y no exageró. Apenas los gestos mínimos que Stan esperaba ver, lo suficiente para que creyera que estaba logrando lo que quería.
En cierto modo, sí, estaba decepcionada.
No podía fingir orgullo por lo que esa criatura era, por lo que hacía y representaba. No había nobleza en su violencia, ni humanidad en su justicia. Era impulsivo, cruel, ansioso por aprobación y peligrosamente incapaz de aceptar una corrección. Como un niño que nunca fue educado, pero al que se le dio el poder de un dios.
No, Jane no podía sentirse orgullosa.
Y sin embargo-
Tampoco lo odiaba.
(Esa era la peor parte de todo esto).
No había asco o rechazo en su pecho. No había la repulsión que una parte de ella deseaba sentir para terminar de romper del todo. Lo que había era algo peor; en ella se formaba una abertura silenciosa y persistente que se negaba a cerrarse, una fisura que existía sin sentido y sin razón. Incluso ahora, incluso mientras lo observaba cometer errores tan grotescos como inhumanos, aún quería ver algo bueno en él. Una chispa que no fuera horripilante.
No lo encontró, porque claramente no había.
(Y sin embargo-
El anhelo seguía ahí.)
La carcomía.
No sabía de dónde venía ese deseo infantil e ingenuo, estúpido en su existencia. No había nada noble en su interior que justificarlo; no existía una fuente de pureza en ella misma que pudiera llegar a transmitirle algo valioso a su hijo. Jane lo sabía.
Lo había sabido incluso antes de abrir los ojos en esa cápsula, rodeada de un mundo que no le pertenecía. No era una buena mujer, nunca lo había sido. No era madre, no era guía, ni mucho menos una benevolente y desinteresada salvadora.
(Y aún así-
Aquí estaba.
Conteniendo el impulso de poner una mano en la pantalla, como si pudiera tocar esa imagen desfigurada de su hijo y cambiarlo a algo más suave, menos repugnante. Como si, desde la distancia, pudiera evitar lo inevitable).
El sabor de esa conciencia era amargo. Era una culpa sin fundamento, una herida vieja que no se había ganado, que no merecía que la agobiara. Ella no lo había criado, no lo había tocado con manos duras o blandas, ni le había dicho jamás una palabra amable o cruel. Pero el vínculo estaba allí, condenándola a ella y condenándolo a él.
No bastaban todas las grabaciones de Stan Edgar para matarlo.
Podía engañarlo a él y engañar a todo el mundo, pero aún así, aunque quisiera-
No podía engañarse a sí misma.
El traje no se sentía como ropa, sino como propaganda, porque así era.
Jane se miró en el espejo con una mueca que no era del todo desprecio, pero tampoco agrado. El diseño estaba pensado para impresionar: azul profundo, rojo encendido, dorado suficiente para cegar. Casi idéntico al de Homelander, aunque con líneas femeninas más ajustadas, sin escote pero con forma. Las hombreras marcadas, las botas hasta la rodilla, el águila bordada con hilo metálico sobre el pecho. Era un grito estético que no podía ignorarse.
Le recordaba a Superman, lo cual era irónico. Una especie de broma privada que sólo ella podía entender. No era porque los colores fueran los mismos —aunque lo eran—, ni por la capa —larga, pesada, absurda—, sino por el peso simbólico.
(Un dios envuelto en tela nacionalista, vendido como salvador. Un símbolo que no pedía permiso para imponer su presencia.
Un poco divertido, pensó. Solo un poco.)
—Te queda bien —susurró Bea desde la puerta—. Es... impactante.
Jane se giró hacia ella, la capa siguiendo el movimiento con un leve crujido. La miró un segundo más de lo necesario, y Bea, como siempre, tragó saliva demasiado audible.
—Bea —dijo Jane, acercándose con lentitud medida, su mente acelerándose ahora que tenía la necesidad y la oportunidad—, necesito salir un rato. Respirar aire real, ver rostros que no trabajen para Vought.
Los ojos de Bea se abrieron, sorpresa y miedo. —No está en el programa —respondió Bea, en voz baja—. Tendría que preguntar...
—No preguntes —la interrumpió Jane, y su tono no cambió, pero la atmósfera sí—. No me detendrás, y si alguien viene a buscar responsabilidades, tú sabrás que yo insistí —su boca se curvó en una sonrisa—. No me digas que es peligroso, Bea. Lo peligroso es lo que pasará si me siguen encerrando en estas paredes blancas. Pueden darme ganas de pintarlas de otro color.
Bea no contestó, pero su corazón acelerado como un colibrí sí lo hizo. Bajó la cabeza, como si el suelo pudiera protegerla.
Jane salió fácilmente. No voló, aunque una parte de ella lo deseaba. Caminó, y las puertas no fueron una barrera. Ningún miembro del personal de seguridad se atrevió a detenerla. Si alguien la reconocía, lo ocultó muy bien. Algunos la miraban, sin duda, tal vez creyendo que era una nueva incorporación, una invitada. Una Super nueva, una modelo o actriz.
Nadie sabía realmente quién era. Eso le daba libertad, que pronto se desvanecería con su revelación pública. Era mejor disfrutarla mientras pudiera.
La ciudad golpeaba distinto sin el sonido constante de tubos fluorescentes y la voz controlada de los ascensores. El sol no era amable, pero era real. Jane caminó entre gente que no la miraba dos veces, hasta que, en una intersección cerca de un local de donuts, una ráfaga de viento repentina pasó a centímetros de su costado.
El zumbido la hizo voltear, pero no por sorpresa. Sabía quién era antes de verlo.
—¡Wow! —dijo una voz detrás de ella, y al girar, lo encontró de pie, con el ridículo uniforme ajustado y los lentes sobre la frente—. Eso sí que es compromiso.
A-Train apareció como un destello, un borrón azul eléctrico que dejó tras de sí una ráfaga de aire tibio y ese zumbido característico, artificial como una canción mal calibrada. La miró con las cejas en alto, con una de esas sonrisas demasiado amplias, demasiado ensayadas. El tipo de sonrisa que grita "mira qué encantador soy", cuando en realidad quiere decir "mírame, porque no sé dejar de necesitarlo".
—¿Eres fan de Homelander o algo así? —preguntó, examinándola de arriba abajo—. ¿Nueva en el circuito? Porque si lo eres, tengo algunos consejos. Uno de ellos es que no te pongas un traje que diga “oigan, soy su hermana perdida”.
Jane podía oler su sudor bajo la colonia cara, el ritmo acelerado de su corazón por la carrera reciente. La sonrisa no la engañaba. Este era un niño que jugaba con juguetes afilados, que no por eso dejaban de ser juguetes.
En cambio, lo miró de arriba abajo, sin molestarse en ocultar el gesto de depredadora sin prisa. Era atractivo, sí, con esa belleza plástica de los Super en su mejor momento, músculos tensos como cuerdas de violín, sonrisa blanca como los pasillos de Vought. Y aún así, lo que más le atraía no era su rostro ni su cuerpo, sino su ingenuidad y la capacidad que ella poseía para destruirlo.
—¿Tú qué crees? —murmuró, ladeando un poco la cabeza, la voz como terciopelo con filo—. ¿Modelo? ¿Fan? ¿Una chica que quiere su autógrafo?
A-Train parpadeó, confundido apenas un segundo, pero luego se animó por completo. Su ego, siempre hambriento, había encontrado carnada en el misterio.
—Bueno... no soy tan bueno firmando papelitos, pero si lo que quieres es salir a tomar algo con el tipo más rápido del mundo, puedo hacer que tu día mejore bastante. Tengo acceso VIP a casi todo —hizo una pausa y bajó la voz—. Y no me refiero solo a las discotecas.
Jane sonrió, esta vez sin fingir, no por agrado. Él se creía el cazador, y no había nada más dulce que ese segundo exacto antes de que la estupidez entendiera el error.
—¿Ah, sí? ¿Y qué me harías, Speedy? ¿Antes de que me aburra o después?
A-Train rió, nervioso por un instante. Luego volvió a su ritmo. Intentó una postura más relajada, más masculina. Se apoyó en la barandilla junto a ella como si eso lo hiciera parecer menos ansioso.
—Podrías averiguarlo. Aunque... para ser sincero, todavía no entiendo si vienes a un evento o si eres parte del show. ¿Tienes nombre, chica misteriosa? Porque con ese traje, pareces sacada directo de las pesadillas húmedas de Homelander.
Algo en Jane parpadeó por esa opinión descarada y horripilante.
Estaba a punto de decirle que le cortaría la lengua con las uñas si volvía a decir algo así, cuando lo sintió. El tacón firme sobre el asfalto, aroma seco de cuero gastado y perfume discreto. Y luego la vio, de pie a unos metros, con los brazos cruzados, observando la escena como si acabara de descubrir una conversación que no quería oír, pero de la que tampoco podía alejarse.
A-Train fue el primero en romper el momento, alzando una ceja con desdén resignado. —Perfecto —hizo un gesto con la cabeza, incómodo—. Maeve.
—¿Estás acosando a las turistas, o es parte de tu contrato ahora? —preguntó Queen Maeve, sin mover un solo músculo del rostro.
Queen Maeve era hermosa como las esculturas griegas, todo rasgos simétricos y perfección esculpida. Los pomulos altos, los labios carnosos teñidos de rojo, la melena roja y rizada, junto a esos ojos verdes apasionantes. Hermosa y letal.
A-Train murmuró una excusa y se fue, más avergonzado que molesto, con esa velocidad ridícula que dejaba un eco de viento tibio. Jane no lo siguió con la vista, pero Maeve sí.
Y entonces, sus miradas se cruzaron por fin.
Maeve la miró con ojos endurecidos y algo que no era juicio, pero tampoco apertura. Jane vio cómo la tensión le tensaba los músculos del cuello, cómo apretaba la mandíbula solo un poco. Y supo, con esa certeza que tienen las mujeres cuando se reconocen entre sí, que era por el traje, o la semejanza con él.
Por un instante breve, Jane sintió el latido agudo de su propio corazón saltarse un compás en algo oscuro y vivo, como una chispa que se enciende en una mina de gas. Como reconocer que has tocado un nervio expuesto en otra persona, y que te interesa seguir presionándolo incesantemente.
Jane sonrió, ambigua y afilada.
—¿Café? —preguntó con la voz suave, ni amable ni interesada, pronunciada con la cadencia de alguien que sabe que le van a decir que sí.
Maeve parpadeó, desconcertada. Su gesto fue mínimo, apenas una vibración en el músculo de la mandíbula. Parecía acostumbrada a ser la que ponía distancia y trazaba líneas claras, pero algo en la seguridad convincente de Jane, en la manera en que la miraba sin pedir permiso, alteraba su coraje y la volvía más dócil.
—¿Por qué no? —respondió finalmente, con un suspiro que no era exasperación, sino resignación con una mezcla de curiosidad.
Caminaron juntas hasta una pequeña cafetería que apenas destacaba entre la vulgaridad de la ciudad. No era parte del recorrido turístico ni tenía vínculos con Vought. Era un lugar anodino, con café amargo y sillas que tambaleaban si uno se sentaba con demasiada confianza. Precisamente por eso, a Jane le pareció perfecto.
Pidieron sin hablar mucho. Luego se sentaron junto a la ventana, en una de esas mesas pegajosas por el azúcar derramado de generaciones anteriores. Jane se sentó erguida y pulcra. Maeve más encorvada, con los codos sobre la mesa y una de sus manos jugando con el borde de la taza.
—Te doy un consejo —dijo Maeve, con un tono menos de consejo y más de advertencia—. A-Train no vale la pena. No te metas con él, ni como aliado, ni como amigo, ni como otra cosa. Es un niño con cuerpo de atleta y cerebro de mosquito.
Jane alzó una ceja, fingiendo sorpresa. —¿Y esto es un acto de sororidad, o celos profesionales?
Maeve resopló sin humor particular. —Es solo que lo he visto destruir cosas... sin siquiera notar que las tenía entre las manos. Es peligroso porque no sabe que lo es.
Jane asintió, como si la explicación le hubiera resultado conmovedora. En realidad, la divirtió. No la advertencia en sí, sino el gesto. Maeve parecía creer que todavía había personas que valía la pena proteger. Una ternura absurda, pensó, pero no era del todo desagradable. Una muestra de humanidad que parecía casi... obsoleta.
—Eres dulce —murmuró Jane, con una sonrisa irónica que se acercaba a algo genuino—. Lo escondes bien, bajo todo ese cuero, pero ahí estás, preocupándote por las nuevas.
Maeve hizo una mueca leve, molesta por la observación.
Jane se recostó en la silla, cruzó las piernas, dejó que la capa rozara el suelo mugriento del local. No le importaba. No era su bandera.
—¿O te incomoda por otra cosa? —añadió con curiosidad—. ¿Es el traje?
Maeve levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de Jane, tensos y suspendidos, con incomodidad.
—Es muy... tú sabes —dijo Maeve finalmente, apartando la mirada hacia su taza—. Muy patriótico. Y honestamente, con el tema de Homelander, tal vez sea mejor no exagerar con el fanatismo.
Jane ladeó la cabeza y su voz fue un hilo de humo. —¿Fanatismo?
Maeve no respondió de inmediato. Bebió un sorbo de café y luego suspiró como si ese trago la hubiera obligado a tragar algo más que líquido.
—No es que Homelander esté mal —empezó con cuidado—. Es que... a veces, la gente lo ve como algo que no es. Un dios, o un mito. Pero yo he trabajado con él mucho tiempo, y créeme... no hay nada mítico en él.
Jane apretó la mandíbula, aunque solo por dentro. Las palabras se arrastraban en su interior como serpientes bajo el agua. No quiso interrumpir, ni revelar nada. Dejó que Maeve hablara.
—Ustedes son la pareja del siglo, ¿no? —preguntó Jane con suavidad—. Los dos Super más poderosos. Los dos más hermosos. Debe ser... agotador, sostener ese pedestal.
Maeve rió, pero fue un sonido hueco. —Eso es solo marketing. Vought necesita íconos. Parejas perfectas e imágenes fáciles de vender. Pero la verdad es que... —se detuvo, apretó los labios—. No hay mucha pareja que sostener. Homelander es...
—¿Qué? —insistió Jane, tratando de mantener el tono despreocupado.
Maeve tardó demasiado en responder. Cuando lo hizo, fue con evasión vestida de honestidad. —Es complicado.
Jane no desvió la mirada. Vio la línea tensa en la garganta de Maeve, el parpadeo más lento, el rastro de lo que parecía miedo mal escondido. Miedo de alguien que no teme al poder en sí, sino a lo que hace ese poder cuando no se siente observado.
Lo anotó todo.
—A veces —Maeve rompió el silencio—, él te mira como si esperara que seas otra persona.
El café seguía frío, y la calle ya no se oía. Jane pensó en lo interesante que era la manera en que el tiempo se podía comprimir en una mirada, en un gesto tenso del rostro. Las palabras de Maeve no eran una confesión, sino una exhalación con algo de verdad allí.
A Jane no le sorprendía que Homelander no pudiera tener relaciones románticas normales. Él era demasiado narcisista, demasiado niño exigente, como para lograr poseer algo normal.
Un hombre como él, que no tenía nada, se aferraría a la primera muestra de cariño y trataría de convertirlo en todo. Fallaría, no habia dudas de eso.
—¿Te mira así a menudo? —preguntó Jane, con voz tranquila, casi curiosa. Una profesora ante una alumna que se distrae.
Maeve giró la cabeza, un poco más lento de lo normal. Los ojos verdes no parpadearon al encontrarse con los suyos.
—Cuando trabajas con alguien como él, aprendes a leer más de lo que dice.
Jane asintió. El dedo recorriendo el borde de su taza era la única parte de su cuerpo que se movía. —¿Y tú qué ves cuando lo miras?
Maeve se tensó, apenas lo suficiente como para que Jane notara el cambio en la respiración, el ajuste mínimo en la espalda. No era miedo. Era desconfianza aliñada con experiencia.
—Depende del día —respondió Maeve con sequedad, y luego intentó suavizarlo—. Hay días en que es brillante, carismático, incluso encantador. Un líder natural. Luego hay días en que... simplemente sabes que algo en él no está del todo... completo.
Jane no sonrió, aunque quiso. Ese "algo" era una grieta demasiado evidente para quienes sabían mirar. Lo que a otros les parecía misterio, a Jane le parecía simple desequilibrio. Un abismo disfrazado de cielo.
—Debe ser difícil —musitó, como si compartiera un secreto—. Tener que estar al lado de alguien tan potente y venerado... y sin embargo, tan... frágil.
Maeve chasqueó la lengua, fastidiada. —¿Frágil? Ese hombre puede arrancar una cabeza con las manos.
Jane la observó con un dejo de lástima, o parecido.
Por supuesto que puede, pensó con aburrimiento. Fue creado para eso.
—¿Y qué más puede hacer, además de destruir? —susurró con distancia, como si juzgara a Homelander—. ¿Qué sabe crear? ¿Qué sabe cuidar? No necesitas ver los músculos para saber que un hombre está hecho de vidrio.
La pausa que siguió fue densa. Maeve parecía querer replicar, pero se contuvo. Jane la entendía. Había un límite entre hablar mal de alguien y aceptar en voz alta lo que ya sabías.
—Tienes ideas fuertes para ser nueva —dijo Maeve al fin, ladeando la cabeza con un dejo de burla defensiva—. ¿Siempre opinas así sobre Supers con los que no has trabajado?
—Me gusta observar —respondió con acritud—. Escuchar cómo hablan de alguien, o cómo callan. Qué no se atreven a decir.
Maeve se mantuvo en silencio más tiempo del que parecía necesario, y Jane no interrumpió ese silencio. Lo dejó colgar entre ambas como una sábana recién lavada que se extendía sobre el aire todavía húmedo.
Finalmente, Jane suspiró, decidiendo que el acto habia sido suficiente por hoy. Alzó una mano y llamó a la camarera. La chica se acercó con pasos torpes, probablemente más por la presencia de dos Super que por falta de equilibrio.
—Yo invito —dijo Jane, con una sonrisa que no le llegaba a los ojos—. Gracias por la conversación, Maeve. Me ha resultado… reconfortante.
Sacó de su chaqueta una tarjeta negra. La camarera la tomó con ojos abiertos, como si acabaran de ponerle un lingote de oro en la palma. Jane solo le asintió con amabilidad.
Cuando la camarera se alejó, Jane apoyó los codos sobre la mesa y entrelazó los dedos. La sonrisa seguía allí, ligera y casi tierna. El disfraz aún la ceñía con la misma autoridad arrogante de Homelander. Y sin embargo, en ese instante, parecía más humana que divina.
Más mujer que mito.
—No hay muchos con quienes me sienta cómoda últimamente —comentó, y su voz era más cálida, más baja—. Quizá porque no confío en nadie, o quizá porque todo esto es como una jaula nueva. Pero tú… has sido diferente. Fuiste sincera.
Maeve frunció el ceño con leve incomodidad, como si la gratitud no le fuera familiar. —Bueno... gracias, supongo. No suelo-
—Por eso pensé que podrías ser la persona adecuada —interrumpió Jane, cortándole el ritmo con suavidad—. Para compartir esto. No como una confesión, sino como una cortesía.
Maeve parpadeó, más alerta que confundida. —¿Compartir qué?
Jane la miró con una expresión que contenía ternura, ironía y algo que, en los bordes, parecía ardor. —Homelander —dijo, como si el nombre fuera simplemente una palabra más, sin carga—. Lleva mi sangre.
El aire se cortó.
Maeve se quedó inmóvil. Ni siquiera pestañeó al principio. Sus labios se entreabrieron apenas, como si su cuerpo tratara de entender antes que su mente. —¿Qué?
La palabra salió como un aliento, no como una pregunta.
—No oficialmente, claro. Aún —agregó Jane, con voz que sonaba a terciopelo rasgado por dentro—. Pero el ADN viene antes que los comunicados de prensa o el marketing.
Maeve se echó hacia atrás lentamente, con un gesto que no fue teatral. Parecía instintivo. Como si de pronto hubiese notado que estaba demasiado cerca del fuego.
—Eso no… —empezó, pero se detuvo.
Porque ella lo sabía. Lo supo en sus huesos desde que la vio por primera vez, rubia y de ojos azules, vestida de azul, rojo y dorado. Lo supo por la forma en que hablaba de él, no con miedo ni odio, sino con esa mirada curiosa que buscaba más, y que defendía incluso cuando parecía juzgar. Con una especie de vínculo viejo que no se gana en una tarde.
Jane, por su parte, no necesitaba más de Maeve. Había obtenido lo que quería.
—Fue un placer conocerte, Maeve —dijo entonces, levantándose con lentitud, un poco de regodeo y diversión a costa de la cordura de alguien más—. Y gracias, de nuevo, por preocuparte. Siempre es bueno conocer más al niño que lleva mi sangre.
Con eso, Jane se marchó, la capa ondeando tras ella.
Volar era tal como pensó que sería. Era extraño, desafiar la gravedad de esa manera, pero se sentía bien. Se sentía correcto, una cosa única que le pertenecía a ella.
Era liberador, como pocas cosas en el mundo lo eran. El viento soplando su rostro, sus dedos a través de las nubes, la vista particular y especial de ver la ciudad desde lo más alto sin sostenerse de nada. Era todo lo que había soñado y más.
Cerró los ojos, respiró y se dejó sentir, por un largo, largo, rato.
Luego la realidad vino a cobrar.
Cuando Jane cruzó las puertas de cristal de Vought, el edificio parecía aún más aséptico, más artificial que antes. Los mismos mármoles pálidos, el mismo blanco que no parecía puro aunque se esforzara.
No había sido un paseo largo, pero había bastado para recordarle por qué detestaba ese lugar. Un lobo domesticado no deja de ser lobo, pero allí todos actuaban como si las garras fuesen protocolo.
Madelyn Stillwell la esperaba al lado de Stan Edgar, como una flor recortada y prensada entre las páginas de un libro corporativo. La sonrisa pintada, los dedos cruzados frente al vientre, los tacones perfectamente alineados. Detrás de ellos, como una mancha de pánico contenida, estaba Bea. Los hombros encogidos, las manos juntas como si rezara en silencio, y los ojos bajos, evitando los de Jane. No hacía falta más para saber que la habían reprendido. Probablemente con palabras suaves, medidas, que dolían más por lo que insinuaban que por lo que decían.
Jane no se molestó en detenerse. Caminó con la misma compostura con la que había salido, ignorando la tensión que parecía elevarse como vapor entre los tres.
—Amera —saludó Stan con ese tono de bienvenida que sonaba a advertencia disfrazada de cortesía—. Has causado revuelo. No esperábamos menos.
Jane no respondió de inmediato. Se detuvo frente a él, alzando apenas una ceja. —Espero que al menos haya sido entretenido —comentó, con una breve sonrisa encantadora.
Stan sonrió, también breve, como si reconociera a un oponente digno, aunque no se lo dirá en voz alta.
—Todo tiene su tiempo y su forma —continuó, su voz profunda y serena, una melodia poco usual—. Y hay formas que deben cuidarse más que otras. Sobre todo cuando se trata de símbolos. Tu aparición pública será el evento del año, si se hace bien. Y para eso… necesitamos eliminar ciertas variables.
Jane giró levemente la cabeza. La sonrisa de Madelyn era aún más rígida que antes, aunque no dijo una palabra. Eso, más que cualquier otra cosa, llamó la atención de Jane.
—¿Variables como qué?
—Factores de tensión —respondió Stan, guiándola con un movimiento de cabeza hacia el ascensor—. Impacto emocional. Reacciones imprevistas. Tú eres más controlada que la mayoría, eso ya lo hemos visto. Pero preferimos asegurarnos de que tu temple no se resquebraje en el momento equivocado.
El ascensor descendió una planta. El pasillo que recorrieron era más estrecho, más discreto. Ninguna placa o cartel. Apenas una línea de luz artificial temblando en el techo.
Mientras caminaban, Stan le habló del protocolo: prensa seleccionada, entrevista pregrabada, preguntas pautadas, la selección cuidadosa de las palabras y de la ropa. La cámara debía mostrar poder, pero también confianza. Belleza, pero no amenaza. Amor por la nación, pero sin parecer un duplicado de Homelander. Una dualidad delicada. Amera debía ser lo que Homelander no era. Debía proveer ese amor maternal del que muchos carecían, en donde el mundo se refugiaría para encontrar seguridad y calidez hogareña.
Jane apenas escuchaba, prestando atención a otras cosas, como la forma en que Madelyn no hablaba y como Stan hablaba demasiado.
Entonces-
Lo sintió como una patada en los dientes.
Antes de que Edgar abriera la puerta, antes siquiera de que terminara su frase, Jane ya sabía que había alguien dentro. Lo sabía por la vibración distinta del espacio, por el vacío que solo un ego como ese podía crear al ocupar una habitación. Era como una grieta en el mundo, una que se expandía sin moverse, pidiendo atención incluso en silencio.
Stan detuvo el paso. Se giró hacia ella, y su expresión no ofrecía invitaciones, solo órdenes.
—Ha llegado el momento de una reunión familiar —dijo, como si pronunciara una sentencia.
La puerta se abrió.
Y allí estaba él.
De pie, en el centro de la sala, como una estatua viva de arrogancia y poder mal contenido. Homelander.
El hombre que no era niño, pero que nunca había dejado de serlo. El ser construido para ser adorado y nunca amado. El titán de mármol agrietado.
Sus ojos azules, idénticos a los suyos, tan intensos como inhumanos, le devolvieron la mirada.
Notes:
este capitulo empezó a costarme mientras lo escribía, y casi me da un bloqueo de escritor, hasta que recordé que hago esto por diversión y no por obligación. esto es un recordatorio de que no será un trabajo largo, ni que tendrá mucha coherencia. asi que... quedan uno o dos capitulos y finaliza.
no tengo idea de cuando saldrá el próximo capitulo jajajaja creo que ya los he mimado bastante con tres capitulos seguidos 😈💖
(realmente se suponía que este trabajo era solo una IDEA pero ya es más largo que algunos de mis trabajos que DEBERÍAN ser largos jajajaja 😭)