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Llámame 'amor' mientras te destruyo

Summary:

AU en el que Snow hace un mínimo esfuerzo por salvar a Sejanus.

Como resultado, Sejanus vive. Ambos regresan al Capitolio. Pero los problemas apenas comienzan.

Bajo la tutela de la Dra. Gaul, Snow asiste a la universidad junto a sus antiguos compañeros: Festus, Clemensia, Livia, Felix… Todos son obligados a tomar un curso semanal con Gaul: "101. Introducción al poder". El proyecto final: los 11° Juegos del Hambre.
Coryo se ve obligado a aprender la cara más oculta de los Juegos. Y si tratar de equilibrar su ambición y su humanidad ya es difícil, cierto joven molesto del Dos que ahora está bajo su cuidado solo lo empeora.
Snow se ahoga entre clases, poder, privilegio y control. Sejanus aún cree que puede cambiar algo. Y Snow no lo soporta. Lo necesita. Lo odia. Lo cuida. Lo usa. Y a su manera...lo quiere.

Notes:

Mi idea de cómo Snow aprendió a ser dictador.
Exploración del poder + romance universitario.

Elementos Dark Academia, política, moral gris y violencia suave.
Romance slow burn (énfasis en slow). Dudas en romance.

Por el bienestar emocional de Sejanus, esta relación no debería existir, pero no tengo autocontrol.

*El fic comienza justo cuando Sejanus es arrestado.

(See the end of the work for more notes.)

Chapter Text

"El miércoles una pareja de agentes de la policía militar se acercó a su mesa en la cantina y arrestó a Sejanus, que los acompañó. Coriolanus se esforzó por imitar la cara de sorpresa de sus compañeros de barracón. Evidentemente, debía de ser un error, repitió con ellos.
Con el Sonrisitas a la cabeza, se encararon con el sargento durante las prácticas de tiro.
—Nos gustaría decir que es imposible que Sejanus haya cometido esos asesinatos. Estuvo toda la noche con nosotros.
—No nos separamos en ningún momento —se atrevió a afirmar el Fideo.
—Aprecio vuestra lealtad —dijo el sargento—, pero no tiene nada que ver con ese asunto.
Coriolanus sintió un escalofrío. El charlajo había llegado hasta la doctora Gaul, y ese era el resultado. Primero Spruce. Ahora Sejanus."

(Balada de Pájaros cantores y serpientes)

 

Trató de aparentar normalidad el resto del día, pero escribió un par de cartas. La primera, dirigida a los Plinth, con el mayor encanto posible, informaba que Sejanus estaba preso. Mencionaba de forma sutil el asunto de los asesinatos:
“Por supuesto que es imposible que estuviera implicado. Los demás chicos y yo hemos ido a decírselo a nuestro sargento, pero no creo que nuestra palabra signifique mucho. De todos modos, también podría ser que no tenga nada que ver…”
No sabía cómo aludir a los planes de Sejanus y su simpatía por los rebeldes, así que optó por una versión más inofensiva:
“Lamentablemente, Sejanus se ha destacado como un compañero muy generoso y, como aún no nos han pagado nuestro primer sueldo, podría parecer sospechoso. Sobre todo, si se piensa que obtuvo ciertas cosas en el mercado negro o, peor, por contacto con los rebeldes. Pero como todo lo hemos conseguido con el intercambio de caramelos, no hay de qué preocuparse. Lo más probable es que sea una confusión que se resuelva rápidamente.”

La puso en el correo, esperando que fuera suficiente. Esa misma tarde, el Sonrisitas propuso hacerle una visita a su compañero faltante, pero les negaron el acceso. El prisionero estaba en aislamiento. Un sudor frío le corrió por la espalda. Las cosas tomaban una dirección peligrosa. Y la carta seguía en el buzón.
Tal vez tendría que recurrir a medidas más directas.

Fueron al comedor para cenar. Aprovechando el ruido de fondo, preguntó con todo el disimulo posible si era posible hacer una llamada.

—Sí, todos los soldados tienen derecho a una llamada cada dos años —dijo uno—. Pero solo después de cumplir los primeros seis meses.

—¿Y no hay excepciones? Como… si Sejanus está detenido, ¿no puede llamar a casa?

—Imposible —se rió un pelirrojo, divertido por la preocupación de Snow—. Es considerado un premio. Cuando detienen a alguien, lo incomunican, para evitar que sus cómplices estén alerta, en caso de que los tenga

—¿La base no llama a nadie? ¿No informan a su familia?

—Cuando nos enlistamos, pertenecemos al gobierno. Somos responsabilidad del comandante. Si él ya lo puso en detención, no tiene que responder ante nadie. Tampoco lo hacen público. Mala publicidad. Y los que han estado encerrados... tampoco hablan de eso a la familia. No es algo de lo que uno se enorgullezca.

 

Coriolanus se dio cuenta de lo distinto que era todo respecto a la escuela. Nadie había llamado a los Plinth para decirles que su hijo se había metido en problemas. Si algo le pasaba a Sejanus —si lo daban de baja o lo mantenían meses encerrado—, nadie fuera de la base lo sabría. Las cartas eran la única fuente de información. Y ahora, él era el único informante.

Pero las cartas tardaban. Y la ansiedad empezaba a corroerlo.
Si Sejanus estaba arrestado por conspirar con rebeldes, era muy probable que acabara muerto. Pero si la doctora Gaul había recibido su mensaje, ¿por qué no había contactado a los Plinth? ¿Acaso no entendía el peligro que corría Sejanus? ¿O simplemente no le importaba? ¿Qué le había dicho a Strabo? “Una estrategia fallida no es equiparable a la traición que representa el apoyo a la causa de los rebeldes.”

Tal vez, para la doctora Gaul, Sejanus ya había agotado todos los pases de salida que el dinero podía comprarle.

Terminó la cena con torpeza, apenas controlando los cubiertos, como si hubiera bebido de más. Porque lo más probable era que Strabo Plinth no supiera nada de lo que le pasaba a su hijo. Y Coryo tampoco sabía cuánto tiempo tenía para informarle. Tal vez esta noche era lo último que le quedaba para actuar.

Forzó el baúl de Sejanus y sacó todo el dinero escondido bajo el marco de la foto. No se molestó en contarlo, pero esperaba que fuera suficiente. Le costó más encontrar a alguien en la base que aún no hubiera hecho uso de su llamada. Cuando lo consiguió, el viejo zorro no estaba muy dispuesto a renunciar a ella. El dinero no era una tentación tam fuerte cuando no había mucho en qué gastarlo. Solo la insistencia de Snow —y los montones de billetes— lograron hacerlo entrar en razón. Casi dos mil dólares por una llamada de cinco minutos. Sintió una ola de exasperación. Sejanus volvía todo exponencialmente caro.

El viejo le dio una tarjeta que debía meter en los teléfonos del pasillo, pero le advirtió que esperara hasta que estuviera oscuro. Intercambiar llamadas por dinero no estaba estrictamente prohibido, pero tal como estaban las cosas, nadie quería enojar al Comandante.

Las horas pasaron con Coriolanus mirando alternativamente el reloj y el pasillo, mientras los demás se iban a dormir de uno en uno, o en grupos pequeños. Para aprovechar el tiempo de espera, se dedicó a pensar a quién llamar. No tenía el número de los Plinth, y tampoco estaba seguro de que alguien más pudiera ayudarlo. Al final decidió que su mejor opción era Tigris.

Pasaba la medianoche cuando el corredor estuvo tan vacío que al fin se animó a ir a los teléfonos. Metió la tarjeta y el pitido le informó que estaba conectado. Tecleó casi instintivamente el número de casa. El tiempo se le hizo eterno. Sonaba. Y volvía a sonar. Pero no respondían. ¿Dónde estaba Tigris? ¿Y la abuelatriz? No era normal que estuvieran afuera tan tarde. Los minutos pasaban y ya estaba a punto de desistir cuando, por fin, respondieron.

—¿Quién es? —la voz adormilada de Tigris tenía un matiz de alerta.
—Tigris, soy yo —suspiró aliviado.
—¡Coryo! ¿Qué… qué…? —la sorpresa la dejó momentáneamente muda.
Antes de que su prima pudiera interrumpirlo, le contó lo que había pasado:
—Yo estoy bien, en serio. Solo… Sejanus está en problemas. Creo que no es grave, pero está incomunicado. Sus padres no estarán enterados. Y no sé cuánto tiempo seguirá así. Tigris, ¿podrías…?
—¿Dónde viven? —su prima reaccionó enseguida, como siempre lista para ayudar—. Recuerdo que mencionaste la calle, pero no sé exactamente a qué casa ir..
Coryo le describió brevemente la fachada y el número. Le dio tantos detalles como pudo para asegurarse. “La que tenga dinero pero no clase”, quiso añadir, pero el pitido de la máquina le indicó que su tiempo se acababa.
—Gracias, te debo una…
—Me debes más de una —bromeó oscuramente Tigris—. Pero no te preocupes, no te las cobraré.
—Aun así, te…

La llamada se cortó de golpe. A pesar de la brutal interrupción Coryo se fue a la cama con el ánimo levantado. Podía confiar en su prima. Iría a casa de los Plinth. Strabo estaría exasperado, pero también enterado. Seguramente pagaría para que su hijo entrara al cuerpo médico o lo limitaran a labores administrativas en la base.

Y, pensándolo bien, mandar a Tigris era un detalle añadido. Si era su mensaje el que salvaba a Sejanus, tal vez le agradecerían con algo más que palabras. Un servicio así merecía una recompensa. Se complació en imaginar a Tigris recibiendo un cheque tan generoso que pudiera conservar el departamento en el Corso durante los próximos veinte años. Hasta que él regresara.

A la mañana siguiente, no dejó de mirar el cielo, esperando el aerodeslizador privado de los Plinth. Tal vez Strabo llegaría para comprar la libertad de su hijo a cambio de… ¿un cargamento de armas de última generación para la base? ¿Un aerodeslizador para el Doce? Si le permitieran opinar, Coryo sugeriría una máquina de hielo y un chef competente.
Pero el aerodeslizador no llegaba. Tal vez Strabo optaría por un tren, más discreto. Sería lógico si no quería más publicidad sobre su hijo. Pero nadie apareció en todo el día.

Coryo intentó calmarse. Quizás los sobornos se movían en el Capitolio. Tal vez liberarían a Sejanus sin más, con una simple llamada al Comandante.
O tal vez… , el estómago se le retorció, tal vez Strabo se había cansado de él. Tal vez lo dejaría pudrirse en una cárcel del Doce. Snow no lo culparía: Sejanus era una bala perdida y cada vez era más peligrosa.

Quizás lo más sensato habría sido alejarse de él antes de quedar en la zona de daño colateral.
Aun así, siguió ovejunamente al Sonrisitas y Fideo cuando volvieron a intentar visitar a su compañero. Otro guardia les negó la entrada con menos amabilidad que el anterior. El resto de la tarde transcurrió en una modorra extraña, mezcla de angustia, libertad y desdén.
“Maldito Sejanus,” pensó Coryo. Involucrándolo de más, estorbando su camino, desviándolo de sus propósitos. Estaba cada vez más convencido que todo lo malo de sus últimos meses había sido su culpa. En medio de su diatriba rabiosa, lo interrumpió un llamamiento: se ordenaba a toda la guarnición presentarse en el auditorio. Solo el personal imprescindible quedaba exento.

Todos se alzaron, confundidos. El auditorio hervía de murmullos, hasta que apareció el Comandante para informar breve y marcialmente, que uno de los suyos había sido declarado culpable de traición e iba a ser ahorcado al día siguiente. El soldado Sejanus Plinth. Coryo se estremeció. Sintió el aliento de la muerte en la nuca. ¿Lo habrían descubierto? ¿Lo relacionarían? Le pareció que todos lo miraban. Peor no podía ser verdad. Apenas y los conocían. Nadie recordaría a un recluta recién llegado. Seguramente sería olvidado. Seguramente su sombra no perseguiría a Coryo en el futuro,

Regresaron al cuartel. Durante las maniobras, Coryo sintió el sudor frío recorrerle la espalda. Se acostó como si esa también fuera su última noche.

A la mañana siguiente, se vistió en automático. Cuando los llamaron para presenciar la ejecución, él recibió instrucciones de formar con un pelotón junto al árbol. Alzó la vista para mirar al completo tétrico tronco y le sorprendió ver un aerodeslizador planeando en el cielo bajo. Nadie más parecía notarlo. ¿Y si…?

Trató de mantener el rostro serio cuando bajaron a Sejanus de la furgoneta. Cuando pasó junto a él, Coryo le clavó la mirada. pero lo único que vio fue al niño idiota de los distritos que se le había acercado por primera vez con su acento de palurdo y una bolsa de gominolas en la mano. Solo que este chico estaba mucho, mucho más asustado. Los labios de Sejanus formaron su nombre, «Coryo», y su rostro se crispó de dolor.

Un Agente de Paz leyó los cargos mientras otros le ajustaban la soga. Coryo volvió a mirar al cielo. El aerodeslizador había desaparecido. Una esperanza que no sabía que tenía murió. “Espera”, pensó. “No desaparecen tan rápido. Hacen ruido al despegar y acelerar…” Un latido se le detuvo.“…pero la guerra los hizo silenciosos al aterrizar.” ¿Por qué vendría un aerodeslizador al Doce?

Se inició el redoble de tambores.

No. Strabo Plinth no habría dejado que llegara tan lejos. Un aerodeslizador podía significar muchas cosas. Tal vez era un asunto de seguridad interior. Nada que ver con algo tan insignificante como dos nuevos reclutas. Y de todos modos, aun si venía un rescate para Sejanus, llegaba demasiado tarde: ya se escuchaban los crujidos de la trampilla al activarse.

Nada. Ningún mensajero. Ninguna orden.

¿Era eso el sonido de un auto acercándose?

Muy débil. Difícil de decir.
De todos modos, Coryo escuchó el golpe seco de la trampilla al finalmente abrirse y el grito ahogado de Sejanus que repetía una ultima y estertórea palabra
-¡Ma!…!Ma!
Ma no vendría
Excepto
Tal vez si escuchaba un motor más cerca.
Los sinsajos repetían esa última palabra ¡Ma! ¡Ma! ¡Ma!, haciendo imposible escuchar algo más. Así que tomo una decisión riesgosa.
Se volvió hacia el árbol, al tiempo que quitaba el seguro y disparó. Su puntería no era nada del otro mundo, pero estaba tan cerca de la cuerda que acertar fue fácil.
Sejanus cayó boqueando al piso.

 

Quince minutos después, Coryo estaba sentado en la mesa de juntas del Comandante, con un pañuelo en la boca para detener la hemorragia y una muñeca que empezaba a hincharse.
—Pudo haber salido peor —se dijo, aunque la verdad era que también pudo haber salido mucho mejor.
Apenas disparó, dos veteranos se lanzaron sobre él y sobre Sejanus, que se retorcía como un gusano patético. Los habrían matado ahí mismo si no fuera porque, en realidad, sí había llegado un un auto a la ejecución. Un auto con un indulto presidencial para el soldado Sejanus Plinth.

Mientras se aclaraba la confusión, Coryo recibió un par de golpes y devolvió otros tantos. Pero tan pronto se confirmó que no habría ejecución, ambos fueron metidos en una furgoneta y llevados de vuelta a la base. Coryo intentó mirar a su compañero, pero Sejanus, aún medio morado y con los ojos llenos de lágrimas, temblaba y parecía estar en shock. Prefirió apartar la vista. Él mismo no entendía del todo lo que había hecho. Impedir una ejecución era tan punible como ayudar a los rebeldes. ¿Cambiaría algo el hecho de que Sejanus ya estuviera indultado? Y de cualquier forma, aunque eso resolvía el asunto de Sejanus, dejaba a Snow con un nuevo problema: ¿cómo iba a explicar sus acciones? Lo único que podría salvarlo era su supuesta amistad, pero Snow no estaba seguro de que eso fuera suficiente frente al Comandante. Nadie quería un soldado que desobedece órdenes por un traidor. Un golpe más para su reputación.

Al llegar a la base, dos guardias esperaban para llevarse a Sejanus a las celdas. No eran de la base: sus uniformes pulcros y su postura delataban un entrenamiento muy superior al del Doce. Los mismos guardas le dijeron que a él lo esperaban en la oficina del Comandante. Como lo dejaron ir solo, pasó antes por los aseos, y el espejo le devolvió una imagen deprimente. Ya no quedaba nada del Capitolio en él. Tenía el labio roto y empezaba a hincharse, la muñeca dolía, y tenía la mitad del rostro cubierto de barro. Se limpió rápidamente y volvió a colocarse el pañuelo en la boca para disimular lo más posible.

Nunca había estado en la oficina del Comandante. Era mucho más fresca y elegante que cualquier otro sitio en ese distrito. Apenas tuvo tiempo de admirar la estética marcial —el escudo de Panem, el retrato del presidente, las líneas rectas de los pilares— antes de descubrir que ya lo esperaban.

Sentados en torno a una mesa de concreto y cristal, estaban el Comandante, en una de las cabeceras; el presidente Ravinstill, en la otra; y a sus lados, Strabo Plinth y la doctora Gaul. Coryo fue súbitamente consciente de lo estúpido que había sido. No había nada heroico en ello, solo la audacia irreflexiva.

—Siéntate, muchacho —dijo el Comandante—. Estás en descanso.
Snow obedecío. Le pareció que, ya que el Comandante lo había invitado, lo más correcto era sentarse a su derecha. Además, eso lo dejaba en el mismo lado que Strabo Plinth, que estaba casi frente a la doctora Gaul, que parecía ignorarlo casi tanto como era ignorada por él. El presidente, desde la cabecera, se volvió hacía él con ojos de halcón.

—Buen tiro —dijo secamente—. Sin él, estaría teniendo una reunión mucho más incómoda.
Avisar a un miembro distinguido del Capitolio que, pese al dinero gastado, su hijo había muerto por un error logístico sin duda sería peor que esto. Snow trató de aparentar calma.
—No, en realidad. Solo estaba cerca. La verdad es que soy mediocre, comparado con un experto.
Le pareció que el señor Plinth sonreía brevemente con los labios apretados.
—Aun así, tuviste el buen instinto de evitar su muerte. —continuó el presidente. — Y la pregunta es por qué.
Ahí estaba la pregunta que no sabía responder. Frente a los Plinth, la doctora Gaul y su Comandante, ¿qué podía decir sin hacerse un enemigo? Gaul sabía que él había enviado al charlajo, pero no el señor Plinth ni su comandante. Plinth sabía que Coryo había roto las reglas para informarle, pero no Gaul ni el comandante. Todos sabían que había evitado una ejecución sin bases sólidas. Y aún más: ninguno conocía la relación entre Sejanus, los rebeldes y las muertes de Billy Taupe y Mayfair. Ni su participación en ello.

Optó por la razón más sencilla.
—Vi un aerodeslizador aterrizando y escuché el sonido de un carro acercándose. —Como eso no explicaba nada, continuó—: No es común que lleguen aerodeslizadores al Doce, sobre todo sin avisar. Me pareció que sería una situación inusitada. Y aún más, un auto dirigiéndose hacia el lugar de la ejecución significaba algo urgente, de carácter marcial. Algo que no podía esperar a que el comandante regresara a la base. Y como el único asunto urgente en términos de seguridad era la... —dudó— el castigo de Sejanus, me pareció que debía relacionarse con eso. Quiero decir, si quisieran matarlo, no habría tanta urgencia. Lo único que pude concluir es que lo querían vivo.

Sintió un breve destello de orgullo por su explicación tan coherente, tan perfecta. Pero la mirada de ninguno de los cuatro se suavizó. Sus encantadoras mentiras no serían tan útiles en este mundo, se dio cuenta. Ya no les mentía a profesores borrachos ni a amistosos desconocidos.

—Quería salvar a Sejanus. Me pareció… que había muchas formas de hacerlo. —Ahí estaba: lo más que podía admitir. Una confesión velada que todos entenderían a medias, más, si creían saber la historia completa—. Sé que hice mal.

Terminó, tratando de parecer arrepentido en su justa medida. El comandante fue el primero en hablar.
—Me dicen que lo conoce desde la infancia. Que son amigos. —Otra vez esa palabra que solo le traía problemas—. Como la persona que mejor lo conoce, dime: ¿qué opinión te merece el soldado Plinth?

Era más fácil preguntarle qué opinión le merecían los gusanos. La verdad —que Sejanus era una molestia más que una ventaja— estaba completamente descartada, sobre todo porque su padre estaba presente. Trató de elegir las palabras más inofensivas. Las que lo alejaran de la etiqueta de traidor o de alborotador, para que no los relacionaran con Spruce y con Mayfair.

—Creo que es un chico… confundido. Que la guerra lo afectó más que a otros. —La sonrisita socarrona de Gaul le advirtió que ese no era el mejor camino—. Es muy sensible, quiero decir. No le gusta ningún tipo de violencia, ni siquiera contra los animales o los distritos. Ser mentor en los Juegos solo lo volvió más susceptible. Las muertes, los atentados… creo que el estrés lo volvió errático. Nunca… nunca antes actuó así.

Esperaba que eso último fuera cierto, aunque bien podría ser que Strabo llevara años silenciando las rebeliones inútiles de su unigénito. Pero la siguiente pregunta de la doctora Gaul lo devolvió a la realidad:

—¿Y por qué un chico tan confundido como ese buscaría tan activamente la destrucción del orden de Panem?

Coryo casi bufó. Sejanus podía ser una bala perdida, pero nunca había buscado activamente nada. Solo tenía problemas por su idea de superioridad moral.
—No… no sé si lo veía como traición. —Pero esas palabras podían no ser de ayuda, así que se corrigió—: Creo que su obcecación por su idea de… de proteger la vida le impide actuar con responsabilidad. Con discernimiento.

—¿Y cuál es ese discernimiento, Snow? —lo azuzó Gaul, con la mirada brillante otra vez, como durante los Juegos.
—Que la violencia obedece a un bien mayor.

Las palabras salieron sin que las pensara. Ni siquiera estaba seguro de creer en ellas. Por suerte, no tuvo que decidirlo, porque el presidente volvió a intervenir.
—¿Crees que Sejanus Plinth es un buen ciudadano para Panem?
Permaneció en silencio un segundo. Casi parecía le pedían que él decidiera su destino. Después de lo que había dicho, solo había una respuesta correcta, pero no podía aceptarla. Porque entonces significaba que se había equivocado.

—No. —Apartó la mirada de Strabo cuando lo dijo—. Pero no creo que merezca morir por ello.
Nadie respondió. El presidente asintió suavemente hacia el Comandante, y este suspiró para despedir al recluta.
—Eso es todo, soldado Snow. Se le encerrará en las celdas por desacato hasta nuevo aviso. Puede retirarse.
Coryo se levantó, abrumado. Ni siquiera arrestado: solo encerrado. Y por desacato, nada menos. No se había hablado de traición. Saludó antes de retirarse y, justo cuando dejaba la mesa, la voz de Strabo Plinth lo llamó:
—Coriolanus —dijo, dando tiempo para que este se volviera—. Buena puntería.
Coryo se aguantó las ganas de sonreír. El halago venía de un verdadero experto, y ambos sabían que, en más de un sentido, las palabras eran reales. No solo por su intuición, sino porque había tenido la puntería suficiente para no volarle la cabeza al idiota de su hijo. Asintió brevemente antes de salir.
Afuera lo esperaban los mismos dos guardias, que lo llevaron hasta una celda vacía. Las puertas eran blancas, metálicas, y no permitían ver a los demás prisioneros. Coryo no supo si Sejanus estaba en alguna de ellas.

La celda era estrecha, húmeda y, de algún modo, también estaba llena de polvo de carbón. Se sentó en el catre y, al fin, se permitió suspirar. No había salido tan mal. Contaba con una mínima aprobación del presidente, del padre de Sejanus y del comandante. Había esquivado a Gaul y solo quedaba esperar una resolución final. Lo más probable era que a ambos los perdonaran por esta confusión (sería excelente si la llamaban "confusión"), y podrían seguir adelante. Snow entraría como oficial; Sejanus sería problema de alguien más. Y todo se solucionaría para Tigris en el departamento. Estaba cada vez más convencido de que le esperaban solo grandes cosas por lo que había hecho: salvar la vida del heredero Plinth. Un apartamento en el Corso parecía un precio pequeño ahora.
Cerró los ojos y se permitió soñar que, en veinte años, volvería como gran comandante, con Lucy Gray como su amada, su prima y la abuela viviendo plácidamente, mientras él escalaba en el Ejército.

No supo cuánto tiempo soñó, pero cuando lo llamaron de nuevo, la tarde había caído sobre el Doce.

Lo llevaron al patio. Solo estaban el Comandante, el señor Plinth y Sejanus, esposado. Los guardias lo soltaron a su lado y se retiraron. Coryo miró disimuladamente: no lo encontró mucho mejor. Ya no lloraba, pero aún tenía los ojos desorbitados y las mejillas moradas. La caída abrupta le había raspado la nariz. Sin embargo, Coryo volvió la vista al frente en cuanto el Comandante empezó a hablar.

—Acta administrativa número ciento veintitrés, entregada hoy, el día... —siguió leyendo con tono burocrático, y Coryo tardó en entender que los estaban sentenciando. Se señalaron normas, apartados, artículos; se mencionó al presidente Ravinstill y, para terminar, el Comandante al fin los miró a los ojos.

—Y por la presente, doy de baja a los reclutas Coriolanus Snow, por desacato ante una orden de un superior inmediato, y Sejanus Plinth, por heteronomía, que lo incapacita para servir como Agente de Paz. Por lo tanto, ambos quedan dispensados de cualquier obligación futura y se les ordena abandonar la base y regresar a su lugar de origen.

Coryo no podía creerlo. ¡Volvían al Capitolio! No podría ir a la Universidad, pero sin duda tendría mucho más futuro allí que en un distrito empobrecido y polvoriento. Conseguiría un buen trabajo, quizá con la doctora Gaul… o con los Plinth, y—
Strabo los sujetó a ambos de los hombros y los encaminó hacia el campo de la base, donde esperaba el aerodeslizador.
Los llevaría a casa.
—¿Viajaremos… todos? —preguntó Coryo.
—El presidente y la doctora Gaul se marcharon en tren. Tienen asuntos que atender en otros distritos. Nosotros vamos directo al Capitolio.
—Nuestras cosas... —quiso advertir Coryo. No era mucho lo que tenía, pero le dolía desprenderse de ello.
—Ya ordené que empacaran por ustedes. Todo está preparado.

Coryo se dejó llevar hasta la nave, tapizada de sencillo cuero marfil. Se dejó caer junto a la ventana, lamentando no poder despedirse de Lucy Gray. Le escribiría, se prometió. Encontraría una forma de estar juntos de nuevo.

Solo entonces pensó en Sejanus, que estaba inusualmente callado. También él se había dejado caer junto a una ventana, pero su rostro era una mezcla de incredulidad y humillación. Una llama de despecho inundó a Snow. No le parecía la actitud de alguien a quien acababan de salvarle la vida con enormes, y no deseados, esfuerzos.

—Sejanus... —intentó decir, pero el otro no lo oyó.
—¿En qué estabas pensando? —escupió hacia su padre—. ¿Heteronomía?
Strabo no parecía en absoluto culpable.
—Fue lo mejor que pude conseguir. Y no resultó fácil, Sejanus. No lo habría logrado sin Coriolanus.

Una horrible sensación empezaba a asaltar a Snow: que otra vez se había metido en problemas con los Plinth. Tosió suavemente para llamar su atención.
—Creo que me estoy perdiendo de algo.
. Por suerte, Sejanus se dignó a explicarle.
—Me dieron de baja por heterónomo. Que no puedo decidir por mí mismo. —Y al ver que Snow seguía sin comprender, añadió—: quiere decir que me han declarado mentalmente incapaz de cuidarme solo.

No estaba muy alejado de la realidad, pensó Coryo, pero intentó sonar amistoso al decir:
—Lamento el mal trago, pero era lo que había. Es mucho mejor que la traición, compañero.
Sejanus negó con la cabeza. Strabo continuó con un rictus en la cara.
—Es una declaración oficial. Significa que nunca será un ciudadano de pleno derecho. Siempre dependerá de sus cuidadores ,es decir, de su madre y de mí, no podrá votar, no podrá poseer propiedades... y no podrá heredar.

Oh.
La realidad cayó como un balde de agua fría sobre Coryo. Luego trató de esconder una sonrisa de suficiencia.
—Lo siento —mintió.
Así que el gran magnate de la armamentística no tenía a quién dejar su legado. Una moda pasajera. Algo que todos olvidarían. Visto y no visto. Adiós.
Iba a decir algo más para parecer educado, pero Strabo continuó:
—Y por eso he pensado que debería nombrarte a ti heredero.
—¡No! —gritó Sejanus, antes de que Coryo pudiera procesarlo por completo.

La interrupción fue tan brutal que tomó por sorpresa a ambos. Sejanus se había levantado de su asiento y miraba furioso a su padre. La rabia subió como bilis por la garganta de Coryo. Esa pequeña basura de los distritos. Egoísta y codicioso. Quitándole todo sin dar nada a cambio, después de la carga que era. Sejanus siempre había sido un imbécil, pero ahora también era mezquino. Nunca había querido lo que ahora le ofrecían libremente a Coryo: riqueza, posición, seguridad...
—Hijo —murmuró Strabo, con una nota de advertencia.
—No se preocupe. Si Sejanus no está de acuerdo, no creo que yo deba… —comenzó Coryo, tragándose la rabia, pero su compañero lo interrumpió.
—No es que no te quiera, Coryo —suspiró—. Dios sabe que ya somos como hermanos, y que serías mejor en esto que yo, pero... hay algo que mi padre no te está diciendo. Algo que no puedo dejar que aceptes sin saberlo.
Tragó saliva. Desvió la mirada hacia su amigo.
—Si te conviertes en su heredero, también heredas la obligación… de hacerte cargo de mí.

Notes:

Gracias por leer. En serio ✨