Chapter 1: El terror de mirarse al espejo a las 06:10 de la mañana
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Todo lo malo empezó con los olvidos. Así, sin aviso. Todo lo malo, todo lo confuso, todo lo que se torció. Freddy no recuerda —valga la maldita redundancia— cuándo empezó a olvidar tanto. Cuándo su cabeza dejó de ser…normal, cuándo su memoria empezó a hacerle trampa. Tal vez fue al inicio de primaria. Tal vez antes. Tal vez siempre (He ahi el problema de no recordar cosas por completo). Tiene dieciséis años y cada vez que intenta recordar algo de su infancia, algo de verdad, algo con olor, con voz, con forma… no puede. Cierra los ojos, frunce el ceño, respira hondo, aprieta los dientes. Nada. Una vez más. Nada. De los ocho hacia atrás, no hay nada. Ni un cumpleaños, ni una maestra, ni un cuaderno roto. Nada. Solo un silencio seco que se estira y se estira y no dice nada.
Recordar no es lo mismo que saber. Y eso lo vuelve loco. Porque sabe cosas. Sabe que su papá se fue cuando tenía siete años. Sabe que esa noche hubo gritos, y llanto, y un portazo. Sabe que su papá le besó la frente. Sabe que dijo algo como “perdóname” o “cuídate” o “no pude hacer más”. Sabe eso. Lo sabe como sabe que en su mejilla derecha tiene una cicatriz cuyo origen desconoce, pero no lo recuerda. No lo siente. No lo ve. No lo vive. Solo lo repite, como si alguien más se lo hubiera contado.
Cuando se atreve a hablar de esto, cuando intenta ponerlo en palabras, cuando lo dice en voz alta, la gente lo mira como si estuviera exagerando. Como si buscara atención. Como si lo suyo fuera estrés, nada más; siempre le repiten lo mismo:
—Estás muy estresado, Freddy. Tu mente solo quiere que te relajes un poco.
¿Estresado? ¿Durante nueve años? ¿Toda la infancia? ¿Toda la adolescencia? ¿Cada hora, cada minuto, cada día desde que tiene memoria —o más bien, desde que no la tiene?
La expulsión del colegio fue la gota que desbordó todo. Ni siquiera sabe qué hizo mal. Un día estaba sentado en su salón, dibujando distraído en los márgenes de un cuaderno, y al otro lo llamaron a la dirección. Le dijeron que lo habían encontrado en el techo del gimnasio, que gritaba cosas sin sentido, manos llenas de callos de que había golpeado algo, que se había negado a bajar por mucho tiempo. Freddy no recuerda nada. Nada. Absolutamente nada. Y no…nadie puede comprender realmente lo terrorífico que es eso; que te digan que hiciste algo y no lo recuerdas. Que te muestren imágenes de ti gritándole al cielo y mires tu rostro y sepas con toda la seguridad del mundo que ese no eres tu. ¿Pero qué le va a decir a la gente?...¿A su propia madre que de por sí ya lo mira con temor?
Y desde entonces todo ha ido a peor. Encuentra notas en su letra (aunque algo desordenada, diferente) que no recuerda haber escrito. Tiene moretones en los brazos que no sabe de dónde salieron. Le llegan mensajes de gente que no reconoce. Una vez encontró en su mochila un cuaderno lleno de dibujos con fechas, y uno de ellos —el más raro, el más oscuro— estaba firmado con una estrellita roja. (Sabe, aunque no recuerda, que cuando era pequeño, su padre le llamaba de cariño “Antares”, una estrella gigante roja. Una estrella roja.) Y no sabe porque cuando vió esta estrella, un pánico tan…terrible lo tomó desprevenido. Lágrimas bajando por sus ojos y una presión en su pecho que lo mataría si no se relajaba.
Freddy no está bien. Y lo sabe. Lo sabe cuando se despierta en su cama sin saber cómo llegó ahí. Lo sabe cuando su madre lo mira con esa mezcla de miedo y lástima. Lo sabe cuando se queda quieto frente al espejo, y no se reconoce del todo. Algo está pasando. Algo dentro de él. Algo que olvida. Algo que no quiere ser recordado. Pero ya es tarde. Ya es tarde.
Ya es tarde.
Chapter 2: El observar a sus nuevos amigos
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Lleva una semana y media en el nuevo colegio y, contra todo pronóstico, aún no ha arruinado nada.
Tiene amigos. Amigos de verdad, al menos eso parece. Ann (aunque insiste en que le digan Chica , y nadie se atreve a corregirla), Bonnie, Aiden y Gabriel. Chica es un torbellino con piernas: ríe como si no supiera llorar y cambia de humor en menos de un segundo (al principio esto desconcertaba a Freddy un poco, pero luego y con el tiempo, descubrió que ella en realidad era una chica bastante agradable). Bonnie habla poco, a veces se pierde en su propio mundo, pero cuando habla, dice cosas que a Freddy le hacen abrir los ojos con sorpresa y decir:
—¡¿Queeeee?! (así, con las “e” alargadas y todo).
Aiden parece salido de una película adolescente, todo chaquetas de cuero y mirada de “Vayanse todos a chingar a su madre”, pero es el primero en cargarle la mochila si lo ve cansado. Y Gabriel F. Golden (así, con el apellido siempre dicho completo) es alto, brillante y perfecto. Modelo, cantante, heredero de algo importante (nunca lo menciona. Y esto a Freddy le impresiona porque de hecho, y al observar más profundamente, él ha notado que Golden tiene cierto…resentimiento hacia su familia). Gabriel es amable. Demasiado amable. El tipo de persona que parece una broma del universo.
Van a formar una banda. Lo decidieron ayer, entre risas, mientras Chica intentaba convencer a Bonnie de que usara un sombrero de vaquero “por estética”. Freddy no dijo mucho, como siempre, pero sonrió. Se sintió parte de algo. Hace mucho, de verdad que mucho tiempo no se sentía parte de algo.
—Tú vas a tocar la guitarra, ¿verdad, Freddy? —preguntó Chica, con los ojos encendidos.
—Supongo —dijo él, subiendo los hombros algo tontamente y sonriendo tímidamente.
—¡Nada de suponer! ¡Vas a tocar la guitarra! Y vas a ser increíble –le apunta con un dedo, y anota en una hoja de papel, con letras rojas y llamativas “ FREDDY V. — GUITARRISTA”
Bonnie asintió. Aiden le dio una palmada en la espalda. Gabriel le guiñó un ojo.
Y Freddy sintió miedo.
Porque uno de sus mayores temores —uno que lo acompaña incluso cuando todo parece ir bien— es hacerles daño. No por accidente. No por torpeza. Sino porque algo dentro de él se apaga, o se enciende, (Realmente no sabe qué es lo que le sucede) y lo borra todo. Porque ya pasó una vez.
Owynn. Ese nombre aún vive en su cabeza. Lo demás no. Sabe que eran mejores amigos. Sabe que se reían mucho, que compartían cosas que los demás no entendían. Sabe que un día llegó un chico nuevo, Tomás, y Owynn empezó a alejarse. Sabe que se sintió solo. Sabe qué se enojó.Lo que no recuerda —lo que solo sabe porque se lo contaron— es lo que hizo después. Esperó a que Owynn y Tomás salieran del salón. Los enfrentó. Perdió el control, la cabeza, la cordura. Los golpeó. A los dos.
Su madre estaba en la oficina cuando se lo dijeron. La directora hablaba lento, como si temiera que Freddy no entendiera. Y su madre... su madre solo lo miraba como si ya no lo conociera. Como si nunca lo hubiera conocido.
Owynn nunca le volvió a hablar, solo lo miraba con…con tanto dolor, tanta lastima, tanto anhelo; Y Freddy nunca recuperó ese recuerdo. Solo sabe que pasó. Como tantas cosas. Ahora está aquí. Otra escuela. Otra oportunidad. Otro grupo de amigos que aún no lo miran con miedo. Y él solo espera —reza, aunque no cree en nada— que esta vez no los lastime. Que esta vez no se borre. Que esta vez no lo olviden y él no los olvide.
La hoja donde Chica escribió “FREDDY V. — GUITARRISTA” aún está en su mochila, algo arrugada, con una mancha de jugo de naranja en la esquina. La guarda como si fuera un contrato. Como si el simple hecho de estar escrito hiciera real la posibilidad de que algo dure. Desde entonces, se ven casi todos los días. A veces en los pasillos, en ocasiones en las mismas clases (Chica está en el área artes y confección, Bonnie, Golden y Aiden en música; Freddy está en matemáticas. No sabe realmente cómo llegó ahí), a veces en el parque, a veces en la casa Inmensa de Gabriel, que siempre está vacía.
—Mi padre trabaja mucho —dice Gabriel con una sonrisa suave, como si eso bastara. Nunca da más detalles. Nunca le preguntan. Freddy siente que quieren que le pregunten, esa mirada ansiosa que pone siempre que dice algo de su familia no dice lo contrario. La casa de Gabriel tiene más cuartos de los que Freddy se atreve a contar. Alfombras gruesas, ventanas enormes, silencio caro. Y aun así, Gabriel siempre enciende la radio con una canción tonta, se tira al piso, y empieza a cantar como si no hubiera nadie escuchando. Freddy sospecha que, en realidad, Gabriel canta así porque necesita que haya alguien escuchando.
Chica es otra historia. A veces llega con lentes de sol, aunque esté nublado, y dice que ese día no quiere hablar. A veces no llega. Otras veces trae donas para todos y se sube a la mesa del patio a recitar frases de películas mal traducidas. Freddy la ha visto entrar llorando al baño sin razón aparente. También la ha visto patear la mochila de un maestro por quitarle su gorra. Una vez la empujaron en el recreo y ella simplemente se rió. Se rió mucho. Hasta que se le marcaron las venas del cuello. Luego se giró y Freddy pudo jurar que había lágrimas en sus ojos.
Bonnie, por su parte, nunca dice mucho. Observa. Escucha. A veces anota cosas en una libreta pequeña, con tinta azul. Freddy la ha sorprendido mirándolo fijamente más de una vez, como si intentara resolver un problema complicado. Un día, cuando todos hablaban de series y Bonnie no decía nada, Aiden le preguntó, alzando la mirada por un segundo y moviendo su pie con ansia (Freddy aprendió al observar a Aiden, una semana después, que él siempre se está moviendo. A veces son los pies, como en ese momento. Aunque en otras ocasiones son sus manos, sus mejillas.).
—¿Tú qué ves?
Y Bonnie dijo:
—Gente.
Así, sin más. Gabriel se rió. Chica levantó las cejas. Freddy se quedó pensando en eso el resto del día. Porque es verdad. Bonnie si ve gente. Ve a Freddy de una manera en la que él mismo vería las estrellas. Algo que le interesa, algo que le agrada.
Aiden... Aiden es raro. Tiene ese aire de que todo le importa una mierda, pero Freddy ha notado cosas. Cómo se pone entre ellos y los demás cuando algún idiota se acerca demasiado. Cómo le revisa la mochila a Chica sin que ella se dé cuenta, buscando que no haya pastillas sueltas. Cómo se le notan los nudillos marcados, como si se peleara más de lo que dice. Nunca habla de su casa. Siempre tiene hambre. Siempre tiene sueño. Siempre está. Y eso, para Freddy, significa más de lo que admite. Él los escucha, los observa. Sabe que todos cargan algo. Lo siente. Lo intuye. Se le da bien fingir que no ve. Después de todo, ha mentido tantas veces que a veces se le olvida que está mintiendo. A veces dice que está bien. A veces dice que recuerda. A veces dice que no le importa.
Pero sí le importa. Le importa demasiado.
Porque cada uno de ellos, con su caos y sus vacíos, sus silencios y sus gritos, lo ha hecho sentir visto. Y Freddy de verdad pero de verdad no quiere arruinarlo. No quiere despertarse una mañana con las manos temblando y moretones nuevos, sin saber por qué. No quiere encontrar en su bolsillo una nota escrita con su letra que diga “¡CHINGA TU PUTA MADRE!” ( le sucedió la semana pasada, unos días después del inicio de clases) . No quiere ver en los ojos de Chica el mismo miedo que vio en Owynn.
—¡Dije que no vamos a tocar Tongue tied !...Es de esas canciones que nada que ver; se nos va a dormir el público… —gritó Chica, con una mano alzada como si estuviera liderando una revolución.
Estaban sentados en el jardín trasero de la casa de Gabriel F. Golden, rodeados por amplificadores, cables enredados, vasos de plástico medio llenos de soda ya caliente y platos que en algún momento tuvieron sabritas (ahora solo hay migajas).
—Nadie dijo que quisiéramos tocar tongue tied, guerita; dijimos que la de pink floyd, Another brick in the wall ; esa está buena, y Gabriel si la arma—respondió Aiden, echado en el pasto con los brazos tras la cabeza—. Nadie excepto tú, para quejarte de ello.
—¡Exacto! ¡Por prevención! —Chica se cruzó de brazos, con sus uñas pintadas de naranja chillón—. Es una cosa de principios, ¿entienden? De dignidad.
Bonnie, sentado con las piernas cruzadas y su cabello morado (con las raíces en su blanco natural) atado en una coleta, alzó la mirada desde su cuaderno.
—Tocar Another brick in the wall no sería tan malo si tuviéramos segunda voz, pero solo tenemos a Golden; y no es por ser grosero ni nada Aiden, pero su voz no es suficiente para costear lo que la canción requiere —dijo, sin levantar el tono de voz.
—Gracias, Bonnie. —Chica alzó ambas manos al cielo—. ¡Alguien que entiende!
Gabriel, impecable incluso con los calcetines desparejados, tomó un sorbo de su frappé casero y sonrió como si nada en el mundo pudiera tocarlo.
—¿Y si hacemos algo nuestro? Una canción original. Algo que nos defina.
Freddy, hasta entonces en silencio, sintió que se le helaban los dedos. Jugaba con las cuerdas de su guitarra acústica sin tocar de verdad. Levantó la mirada con una pequeña arruga entre las cejas.
—¿Original?
—Claro —dijo Gabriel, con voz suave pero segura—. Tienen ideas, ¿no? Podemos hacer algo desde cero. Tenemos tiempo.
—Tenemos demaaaasiado tiempo —replicó Aiden, moviendo su pie arriba y abajo—. El concurso es en marzo.
—Lo cual suena muy lejano —intervino Bonnie, con el ceño levemente fruncido—. Pero en realidad significa que hay aproximadamente ciento noventa días. Lo cual, en horas de práctica y composición... no es tanto.
—¿Ven? —Chica se levantó de golpe, sacudiéndose el pantalón como si la seriedad de Bonnie le hubiera provocado sarpullido—. ¡Bonnie lo dice! ¡Y Bonnie solo dice las cosas importantes! ¡Esto es el destino!
Aiden chasqueó los dedos.
—Entonces queda dicho: vamos a tocar en el concurso de primavera. Y no vamos a tocar ni a pink floyd ni a nada de lo que dijeron. Vamos a hacer una canción nosotros mismos y va a ser tremenda obra de arte.
Freddy tragó saliva. No dijo nada.
—¿Tienes alguna idea, Freddy? —preguntó Chica, agachándose a su altura como si estuviera hablándole a un niño con un secreto escondido.
Él parpadeó.
—Yo... tal vez. He estado tocando algo. Pero no sé si sirve.
—Todo sirve —dijo Gabriel, con esa seguridad que parecía venirle de nacimiento—. Muéstralo.
—Sí, vamos, Freddy —añadió Bonnie, con una voz que no era ni impaciente ni suave, solo firme.
Aiden alzó una ceja desde el césped.
—Solo si no es Tongue Tied . .
Freddy rió, muy bajo. Se acomodó el cabello detrás de la oreja, miró sus manos, se acomodó bien la guitarra y empezó a tocar.
Las primeras notas eran lentas, simples. Una progresión melancólica, sin prisa. El tipo de cosa que se siente más que se escucha. Después de un par de acordes, comenzó a cantar. Su voz no era potente, ni clara, pero tenía algo... frágil. Honesto. Como si cada palabra le costara, pero aun así insistiera en decirla. Un susurro, una caricia al alma; frases que le vienen a la mente, con una voz diferente a la suya (Suena a la voz de su padre, lejana, olvidada pero no).
—-Dios, dame fuerza, que ya me voy a rendir…—la guitarra toca sus dedos, es el mismo instrumento el que lo mueve, lo alegra, lo crea y lo destruye —Dios, dame fuerza, que siento que yo ya perdí…y no, no, no; te quiero de vuelta aquí.
Continúa cantando, en una voz tan baja que sus amigos tienen que inclinarse ligeramente hacia adelante para escucharlo. Y realmente no sabe de donde vino tal valor para cantar frente a ellos. Hace mucho tiempo que no cantaba (¿Es acaso esa la razón por la que este enojo tan extraño lo invade por un instante?, un enojo similar a sus recuerdos, aquellos que son borrosos. Un enojo que parece que está separado de él, pero a la vez tan junto).
No se da cuenta de que deja de tocar inmediatamente, sino hasta un par de segundos después, en donde el silencio se quedó un rato más. Mira hacía arriba. Parpadea. Se siente extraño.
Chica fue la primera en romperlo.
—¿Freddy? –se sienta lentamente en el pasto, sin apartar la mirada de él.
—¿Sí?
—¿Quién te rompió el corazón?
Freddy se encogió de hombros.
—No lo sé.
Bonnie bajó la mirada. Gabriel parecía estar grabando todo mentalmente, con los ojos entrecerrados. Aiden murmuró algo que sonó como “mierda”, pero no se burló. Nadie se burló. Ni siquiera sabía porque la burla le aterraba tanto.
—La canción está buena —dijo Aiden, y eso, viniendo de él, era casi una ovación.
—La letra puede afinarse —añadió Bonnie—. Puedo ayudarte.
—Y yo puedo meter un sintetizador épico —anunció Chica, ya sacando el celular para hacer una lista de “cosas esenciales para ser una banda exitosa (sin traicionar nuestras raíces)”.
Gabriel le palmeó el hombro a Freddy con una sonrisa cálida.
—Te dije que serías increíble…y ... .no sería mala idea pensar que cantemos juntos…tienes una voz increible, de verdad Freddy.
Freddy sonrió. Muy leve. Pero fue una sonrisa sincera. Por dentro, una parte de él temblaba.
Otra parte de él se enojaba.
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La alarma tuvo que sonar tres veces antes de que Freddy se atreviera a mover un músculo. Le dolía el brazo. No demasiado. Pero lo suficiente como para que no pudiera ignorarlo (No era la primera vez que le pasaba, aquello de sentir dolores extraños en su cuerpo en una mañana cualquiera). Se sentó en la cama y se levantó la manga de la camiseta. Rayones. Cortes finos, como hechos por uñas. Tres en el antebrazo derecho, uno en la muñeca izquierda. No eran profundos. Pero estaban ahí. Nuevos.
No se asustó. Solo los miró. Como si fueran parte del paisaje. Una firma olvidada en un papel viejo. Algo tan común que ya no lo asusta del todo. Se puso una sudadera, guardó la guitarra en su funda —aunque no iba a tocarla ese día— y salió del cuarto.
El departamento olía a café recalentado y a suavizante barato, a pinol (del verde) y a fabuloso (Siempre del morado. A ella no le gustaba ningún otro). Martha Andrade ya estaba vestida con su uniforme del ISSSTE: bata blanca, pelo recogido, ojeras pronunciadas. Tenía una taza en la mano y un cigarro apagado en la otra. No fumaba dentro de la casa. Nunca. Pero Freddy sabía cuándo había fumado, ella siempre llegaba con el aliento mezclado entre mentol y ceniza, culpa disfrazada con una máscara que hace mucho ya se habia roto.
—¿Dormiste? —preguntó ella, sin levantar mucho la voz, simplemente levantando la mirada y sonriéndole suavemente (cansada, ella siempre se veía cansada. Freddy no sabía si era por su trabajo o por él. Da igual cual es la razón, ¿no?)
Freddy se encogió de hombros.
—Supongo.
Marta lo miró, como lo miraba últimamente: con la preocupación disfrazada de neutralidad. No preguntó más. No hacía falta.
—¿Tienes todo para tu cita?
—Sí.
—Te dejo dinero para el metro. No quiero que te vayas caminando. Ya sé que te gusta, pero no me gusta a mí.
Freddy no discutió. Tomó el billete doblado que ella dejó sobre la mesa y lo guardó en la bolsa de su sudadera. En la ventana, el humo de un cigarro recién apagado flotaba por un segundo antes de deshacerse. Marta le dio un beso rápido en la cabeza.
—Si la doctora te pregunta algo raro… no tienes que contarle todo, ¿vale?...sabes que solo cuentas lo que tu quieras contar. Nada mas, hijo.
Él asintió.
Pero esa tarde, sí lo contó.
La psicóloga tenía una oficina pequeña, alfombrada, con un reloj de péndulo que siempre estaba cinco minutos adelantado. A Freddy no le caía mal. Tampoco le caía bien. Era… tolerable. Una mujer de voz suave, edad indefinida (él le calculaba aproximadamente unos treinta años, más o menos) y una manera de mirarlo como si supiera cosas que él aún no recordaba. Se llamaba Isa. Llevaba viéndose con ella una vez al mes desde hacía casi un año. Todo empezó la noche en que su madre —y él mismo— lo encontró en su habitación, con un corte profundo en la mejilla y una navaja en la mano. Más tarde supieron que esa navaja había pertenecido a su padre. Según Marta, era un regalo: un recuerdo de cumpleaños que le habían dado a Freddy cuando cumplió seis años. Pero él… él no la recordaba. Aquella noche, al ver la hoja brillando entre sus dedos, fue la primera vez que supo de su existencia. ¿Cómo llegó a él en ese instante y en esas condiciones?, no lo sabe.
—¿Cómo te ha ido esta semana?
Freddy pensó en Chica gritando que no tocarían Tongue tied , en Bonnie con su cuaderno azul, en Gabriel cantando en su sala vacía. Pensó en Aiden, lanzándole una botella de agua y diciéndole “no te deshidrates, pendejo”.
—Bien —dijo.
—¿Has tenido alguno de tus… episodios?
Eso. Así lo llamaban: “episodios”. Como si fuera una serie que nadie quería ver. Ella ya sabía lo que pasaba con él. Fue una de las primeras cosas que él mismo le confesó cuando apenas comenzaron las citas. “Tengo…tengo muy mala memoria” Le había dicho él; ella le sonrió con dulzura, anotó algo en su libreta, inclinándose hacia adelante e incitando: “¡Cuentame mas!”
—Sí —respondió.
—¿Puedes contarme?
Silencio.
Freddy miró el reloj. El péndulo oscilaba con una lentitud insoportable.
—Me desperté con heridas. No me acuerdo de haberlas hecho.
Elisa no lo interrumpió. Anotó algo.
—¿Dónde?
Freddy se subió un poco la manga. Le mostró el brazo. Ella lo miró, con calma. Con esa calma incómoda de quien ve algo que no le sorprende. Como cuando vió por primera vez la gigante cicatriz que tiene Aiden en su cráneo, del lado izquierdo. No le sorprendió a Freddy ver algo así en un muchacho como Aiden.
—¿Esto es nuevo?
—Sí. Esta semana.
—¿Quieres que le avisemos a tu mamá?
Freddy negó con la cabeza. Firme.
—Ella ya tiene suficiente, apenas puede con el corte del personal y la doble carga de trabajo en el issste; tu sabes como es. No quiero que…no quiero que tenga que cargar más de lo que…
Elisa lo observó por unos segundos más.
—Freddy, hace un tiempo me dijiste que a veces pierdes la noción del tiempo. Que hay horas que no recuerdas. ¿Es algo que… sigue pasando?
Él dudó. Por un segundo, estuvo a punto de mentir. Decir que no. Que todo estaba mejor. Que las cosas iban bien. Pero no lo hizo.
—Sí —Bajó la mirada. —Me pasa seguido. Desde hace años, como le comenté la primera vez. Y cada vez... siento que hay más cosas que se me escapan. No es solo que olvido. Es que… no estaba . Como si alguien más estuviera ahí en mi lugar. Las notas que encuentro, con insultos y eso…y luego…—levanta su brazo nuevamente, mostrandoselo a ella con una mueca de molestia —...pues esto.
Elisa asintió lentamente.
—¿Has sentido eso más desde que estás en la nueva escuela?
Freddy no respondió de inmediato.
Pensó en los ojos de Owynn, momentáneamente recordandolos, esos ojos tan extraños y maravillosos a la vez. En los de Chica, brillando al escribir su nombre en letras rojas. En la voz de Gabriel, diciendo "vas a ser increíble" . Pensó en la banda. En el miedo. En la canción.
Pensó también en el momento en el que “despertó” en el baño de la escuela, donde había perdido aproximadamente 2 horas de clase. Recordó cuando encontró la tarea de matemáticas hecha en su cuaderno; las incontables veces en las que abre su celular y encuentra mensajes que no recuerda haber enviado, con un tono completamente diferente al que él usa.
—Sí.
Otro silencio.
Elisa volvió a anotar.
—Está bien. Podemos trabajar con eso. Lo importante es que no estás solo en esto, Freddy. Y que si hay algo más, cualquier cosa… puedes decirlo. Y te intentaré ayudar en lo que pueda, ¿de acuerdo?
Él asintió.
No dijo nada más. Pero al salir del consultorio, metió las manos en la sudadera, sorprendiendose instantáneamente al sentir una hoja; ni siquiera se tomó la molestia de checar que era. Simplemente apretó entre los dedos la hoja arrugada donde decía “FREDDY V. — GUITARRISTA”.
Como si aferrarse a eso fuera suficiente para no desaparecer.
Freddy decidió volver caminando, aunque su madre le había dicho que tomará el metro.
A veces…aunque es cierto que lo hacía sentirse mal, no hacerle caso a su mamá. Pero él lo necesitaba. Caminar lo ayudaba a aterrizar. O al menos, solía hacerlo.
Llevaba la capucha puesta, las manos hundidas en los bolsillos, y la música apagada. Le gustaba así. Sin ruido. A veces el silencio era lo único que mantenía las cosas en su lugar.
Tlatelolco se estiraba frente a él con su gris de siempre. Los árboles torcidos que crecían como podían entre el concreto viejo. Las placas de metal que colgaban flojas en los puestos cerrados. Los muros aún con cicatrices del ochenta y cinco. El edificio Veracruz no estaba lejos. Freddy conocía ese camino como se conoce una herida: por memoria, no por gusto. Nunca le ha gustado este lugar. Es…raro. Sucio. Apagado.
Y entonces...
¡Pum!
Un golpe. Seco. No muy fuerte. Algo normal. Tal vez un balón golpeando una reja, una mochila cayendo de un hombro, una ventana cerrada con demasiada fuerza.
Pero el golpe no fue afuera. Fue adentro. En él.
Freddy no pudo evitar brincar por un instante.. Una vibración. Como si le hubieran jalado un nervio invisible. Algo en el pecho se le apretó, similar a cuando uno despierta de un mal sueño sin saber por qué. Se detuvo.
No sabía por qué se detuvo. No había peligro. Nadie lo seguía (sus ojos, sin su total control, se movieron de lado y lado, viendo si alguien se acercaba a él). Ningún auto se le venía encima (eran las seis de la tarde. Nadie pasa por Tlatelolco a las seis de la tarde) Todo seguía igual. El tráfico. Los pasos lejanos. El murmullo de la ciudad.
Y sin embargo, nada estaba igual.
Parpadeó. Una vez. Dos veces. El aire se sentía distinto. Más espeso. Pareciera como si hubiera entrado en otro clima, en otro tiempo. Como si de repente se hubiera salido de sí, pero su cuerpo siguiera andando solo.
Se frotó las manos, como si pudiera sacudirse la incomodidad. Pero no era una incomodidad común. No era fatiga, ni frío, ni hambre. Era su cuerpo. Su cuerpo entero.
Que raro es esto…
Ese era el pensamiento. Simple y contundente.
Me siento raro. Esto no es normal. ¿Qué es esto?
Cada paso que dio después de eso se sintió… mal. Como si alguien hubiera ajustado su cuerpo con una medida ligeramente incorrecta. Como si sus piernas midieran medio centímetro más. Como si las rodillas no respondieran con el mismo ritmo de siempre.
Y entonces lo notó. No estaba mareado. Ni enfermo. Era como si eso que le pasa en sus recuerdos, eso que en ocaciones le sucede que sus recuerdos los ve borroso, le estuviera sucediendo justo ahora, pero con su cuerpo.El mundo seguía, girando y girando. Pero él no. O no del todo.
Era como mirar desde adentro de una pecera sucia. Cada sonido le llegaba más lento. Cada movimiento tenía un retardo minúsculo, pero suficiente como para hacerle dudar si era él el que lo ejecutaba. Lo más insoportable era la certeza —irracional, absurda, inexplicable— de que esto no era normal. Y eso bastaba para que su cuerpo no se sintiera suyo.
—Ya basta…todo está bien —susurró sin pensarlo, casi como si intentara despejar el aire, como si ese estupido mantra que su madre le enseño le ayudaria a regresar a si. Pero no había nada que despejar. Nadie que respondiera. Solo el temblor leve en sus dedos, el peso nuevo en sus hombros, y esa presión constante detrás de los ojos.
Tragó saliva. Apretó los puños. Las uñas se le clavaron en la piel. Pero incluso el dolor era extraño. No era el tipo de dolor que ayudaba a volver en sí. Era el tipo de dolor que confirmaba que algo estaba mal; porque se sentía lejano. Rarisimo.
Se apoyó contra la pared de un local cerrado. El concreto estaba frío. Era real. Intentó respirar hondo, contar mentalmente. Nada ayudaba.
Y entonces…, al mirar al cielo y el sol que bajaba tocaba sus ojos, un parpadeo.
Uno más largo de lo normal. Uno solo.
Y ya era más tarde.
El sol se había desplazado en el cielo. No mucho. Lo suficiente para que el aire se sintiera más frío. Lo suficiente para que supiera —sin reloj, sin celular— que habían pasado veinte, tal vez treinta minutos.
No sabía qué había pasado. O mejor dicho: no sabía si él había estado ahí mientras pasaba. Seguía de pie, exactamente en el mismo sitio, con los pies clavados en el concreto como si nunca se hubiera movido. Instintivamente, llevó las manos a sus bolsillos. Celular. Cartera. Todo en su lugar. Exhaló un poco del aire que no sabía que contenía. Luego se inclinó, apenas, y palpó entre sus calcetines: el billete de quinientos que siempre escondía por si acaso seguía ahí, doblado y tibio. Más alivio. Pero cuando pasó la mano por la parte trasera de la mochila, sintió algo distinto. Algo que no recordaba haber abierto.
—Puta madre…–murmura.
Su mochila estaba abierta. Eso no tenía sentido. Él siempre la cerraba. Siempre.
Con la garganta seca, metió la mano. Como si esperara encontrar algo vivo ahí dentro. Algo que saltara. Algo que lo acusara. Solo había una hoja doblada.
Papel blanco. Un poco arrugada. Su letra pero no. Esa letra que ya se le hacía tan conocida.
Decía:
"¿Puedes dejar de preocuparte tanto?."
Eso. Ni más. Ni menos.
Freddy la leyó una vez. Luego otra.
La tercera vez ya no estaba leyendo. Solo mirando. Como quien intenta descifrar un idioma muerto. Su corazón palpitando con fuerza en su pecho. Miedo, un miedo tremendo apoderándose de él. Sentía que quería vomitar.
La dobló con manos que no dejaban de temblar y la guardó en el bolsillo. Siguió caminando. No rápido. No lento. Solo caminando. Y aunque no se volteó, supo —lo supo sin saber cómo— que algo, alguien, lo que sea que…lo que sea que estuviera tomando control de él todavía lo miraba.
Freddy llegó al edificio con las piernas extremadamente entumecidas y la mente envuelta en lana húmeda. El concreto del pasillo se sentía más áspero, más pesado, más duro que nunca, y eso que cuando él era chiquito le gustaba saltar por doquier (¿Como sabe esto?).. Cada paso resonaba demasiado, como si estuviera caminando dentro de una campana gigante. O como si todo su cuerpo fuera campana. Y algo dentro de él estuviera a punto de quebrarse con el más mínimo golpe.
La puerta del departamento 4B (cuarto piso, primera puerta a la derecha. Tiene un milagrito de cera pegado a ella) se abrió con el mismo chirrido de siempre. No había nadie. Silencio. Nada más que el zumbido del refrigerador y el eco de su propio aliento. Dejó la mochila en la mesa. No la miró. No quería tocarla. No quería que lo tocara. No quería ni siquiera que estuviera cerca de él.
Se fue directo al baño. Se lavó la cara una vez. Luego otra. Otra más. Fueron 5 veces que se lavó la cara.Como si pudiera borrarse algo de la piel. Como si el agua pudiera arrancar lo que le temblaba por dentro. Levantó la vista al espejo.
No era otro rostro. Era el mismo.El mismo de siempre. El mismo que no terminaba de parecer suyo.
El mismo que a veces —solo a veces, solo por un segundo, un diminuto instante— le devolvía una expresión que no recordaba haber puesto.
Freddy parpadeó. Respiró. Se secó la cara sin verse más. Se puso otra sudadera. Más gruesa. Se cubrió los brazos. No por frío. Por algo más…extraño. Algo que verdaderamente lo hace sentirse mal por siquiera pensarlo, porque es como si su piel le diera asco, como si le picara el cuerpo y no tuviera uñas suficientes para rascarlo.
Fue a la cocina. Sacó arroz del tupper, lo calentó, buscó los frijoles en la olla. Todo con movimientos automáticos. Aprendidos. Repetidos. Su madre no comía mucho, pero le gustaba tener algo hecho cuando llegaba. Freddy nunca lo decía, pero lo sabía. Ella tampoco lo agradecía en voz alta (Eran contadas las veces en las que le agradecía algo de esa forma).. Pero se notaba en su mirada, en el modo en que se sentaba con los pies cansados y comía en silencio, con la cabeza baja. Se notaba en cómo no lo decía.
Puso la mesa. Dos platos, por costumbre. Sirvió la comida en uno solo. Se tomó un vaso de agua y se apoyó contra la encimera con los ojos cerrados. El ruido del refri, el aroma del arroz recalentado, el lejano sonido de algún coche allá abajo.
Todo normal. Todo real.Y aun así…
Todo tan…extraño.
Sacude su cabeza para alejar esos pensamientos. Volvió a su cuarto. Se quitó los zapatos, se dejó caer en la cama sin cerrar del todo la puerta. Miró al techo, después a la ventana. El cielo, oscuro. El ruido de la ciudad, amortiguado por el vidrio. La noche avanzaba con esa lentitud espesa que solo sentía cuando estaba cansado sin estar cansado.
Y entonces giró el rostro. Y vio las estrellas.
Primero una. Luego otra. Después otra más. Como brasas quietas. Como ojos viejos. Como cosas vivas suspendidas allá arriba, demasiado lejos para tocarlas, pero lo bastante cerca para que uno las sienta.
El cuerpo de Freddy se fue deshaciendo poco a poco en la cama. Los hombros ya no tensos. Las manos abiertas. El pecho sin esa piedra que lo apretaba desde hacía días. Se aflojó sin saberlo. Como si alguien más soltara el control de los hilos invisibles que lo sostenían. El cielo estaba despejado, aunque no del todo. La ciudad se metía como podía entre las nubes. La luz artificial manchaba el negro, lo volvía gris, lo volvia azul y por un instante un maravilloso rojo. Pero aun así, ahí estaban. Las estrellas. Pocas, pero tercas. Viejas. Silenciosas. Maravillosas y hermosas.
Qué importante es mirar al cielo. ¡Qué poca gente lo hace! El universo entero allá arriba, y uno aquí, encerrado en sí mismo, en un cuerpo que duele, en una cabeza que no entiende. Allá, todo sigue. Todo respira. Todo arde. Todo gira. Todo muere y vuelve a nacer. Nadie allá arriba te juzga. Nadie te pregunta por qué estás. Nadie te exige volver a ser lo que eras antes. Nadie te exige volver a reconstruirte; tomar tus piezas rotas y atascarlas dentro de ti en un rompecabezas en donde no entrarán jamás.
Y las estrellas. Las estrellas no olvidan. No mienten. No cambian. No desaparecen, aunque desaparezcan. Siempre existirá el susurro de su recuerdo. Eso es lo que duele: que luzcan, aun cuando ya están muertas. Que la luz tarde tanto en llegar. Que uno vea una estrella que ya no existe y aun así la crea. Que uno se crea también. A sí mismo. A su versión. A la que se levanta todos los días. A la que no siempre es uno.
Él miraba por la ventana con los ojos abiertos, pero con otra mirada. Una más suave. Más tranquila. Una que no temía tanto, una que observaba en vez de huir. No había pensamientos enredados. No había esa angustia permanente. Solo la sensación de estar en el lugar correcto. De estar en la noche correcta. De tener un cielo, al fin, que no se caía sobre la cabeza.
Parpadeó lentamente. La habitación respira junto con él. .
Afuera, la ciudad seguía. Los autos. Las sirenas. Las luces. Todo eso que siempre sigue.
Pero aquí dentro… por fin, algo estaba quieto.
Y en algún rincón de la habitación, aquel que tenía las palabras correctas, el que siempre ha amado las estrellas, sonrió al cielo.
Sin ruido. Sin miedo. Solo luz lejana. Y un eterno amor a las estrellas.
Notes:
Hola!, nada mas para un poquito de info del TID:
La co-conciencia, a menudo abreviada como co-con, se refiere a un estado en el que dos o más alteridades dentro de una persona con trastorno de identidad disociativo (TID) son simultáneamente conscientes y están presentes en el cuerpo o el mundo exterior.
No es como en las películas de que tienes a Juanito y perengano peleando por el control o asi. Es algo molesto, usualmente. Como si tuvieras a tu primo molesto o tu amiga pegada a un lado de ti, pero no la puedes ver. La presencia, sobretodo. Y si pudiera de cierta forma influenciar tus emociones, pensamientos, acciones, etc.
Chapter 4: Amnesia disociativa — blackout
Chapter Text
El cuarto piso siempre había sido una prueba, de esas que a Martha le hacían mirar al cielo con el ceño fruncido y decir “Ya agárrate oro guerrero, porfa Dios”. Siempre un castigo en cuotas diarias. Martha subió uno a uno los escalones mal parejos con la bolsa al hombro, el uniforme oliendo a cloro, sangre seca y perfume barato que compró en el tianguis Flores Magon. El ascensor fuera de servicio (que a los inquilinos les costó de a $1,400 al mes), otra vez. Nada nuevo. Nada justo. El edificio dormía a medias, con sus luces parpadeando, con su humedad atrapada entre los muros, con grietas que nunca fueron arregladas después de los sismos del 86.
Metió la llave en la cerradura como lo había hecho cientos de veces: sin pensar, sin esperar nada. No se detuvo a escuchar, no llamó, no respiró hondo antes de entrar. No era necesario. La rutina no exige ceremonia. Pero para su sorpresa, pues se salia de lo que ella llama “rutina”, la puerta se abrió antes de tiempo.
—Hola, ma.
La voz le llegó rápido. Clara. Familiar. Freddy. Con el rostro ligeramente iluminado por la luz cálida del pasillo, con esa sonrisa tan alegre en un rostro que parece recién lavado. Martha se lo quedó viendo una fracción de segundo más de lo normal. No porque viera algo malo. Solo porque, a veces, hasta lo cotidiano se ve distinto con el cuerpo tan cansado. Él tomó su bolso antes de que ella pudiera protestar. La ayudó a colgar la bata. Prendió la lámpara de la cocina, esa pequeña, la que daba una luz dorada que no lastimaba los ojos. Se movía rápido. Tomando el mantel de la esquina y soltandolo inmediatamente, checando si el seguro de la puerta estaba bien puesto; Era casi como si todo lo que tocaba necesitará ser tocado dos veces. Como si tuviera que asegurarse de que las cosas no se escaparan. Como si él mismo no quisiera quedarse quieto.
—¿Te sirvo algo? —preguntó—. ¿Agua? ¿Con hielos? ¿O algo caliente?
Su tono de voz era rápido, apurado. Tal vez había tomado una siesta después de regresar de su cita con la psicóloga; sólo eso podría explicar su estado de ánimo tan despierto.
—Agua —dijo ella, dejándose caer en la silla como si fuera una cama. Ni lo miró. Solo dejó escapar el aire, ese que uno contiene todo el día al ver a tantos pacientes enfermos, desdichados, tristes y sin ninguna esperanza.
Y él obedeció. Rellenó el vaso con hielo y agua . Marta lo miró, entonces sí. Y lo vio... moverse. Agarró el vaso, lo giró. Tocó la tapa del frasco de sal sin abrirlo. Se limpió las manos con la servilleta. Se rascó la manga. Se paró, se sentó, se volvió a parar. Freddy siempre había sido un muchacho más bien estático. De los que piensan antes de moverse. De los que se quedan donde los pones hasta que le dices que se levante y haga otra cosa. Esa noche no. Esa noche su cuerpo parecía demasiado pequeño para contener toda esa energía tan repentina que yacía dentro de él.
Pero Marta no preguntó. Pensó —y eso le bastó— que quizás había sido un día pesado. Que la cita con la psicóloga lo había dejado más agitado. Que tal vez necesitaba moverse. Ella misma sentía a veces que si se detenía un segundo, se volvería loca.
En el plato ya había comida. Calentada. Bien servida. El arroz con sabor, los frijoles justos, la tortilla aún tibia envuelta en servilleta. Se sentó frente a ella. No tocó nada.
Y entonces, al girar su mirada hacia él para preguntarle algo, ella lo vio. Las vendas. Blancas. Nuevas. No tan gruesas, pero limpias. Bien puestas. Esa torpeza dulce con la que siempre se las ponía hace casi dos años. Como si no quisiera molestar a nadie con su dolor.
Marta dejó el tenedor a medio camino del plato. No alzó la voz. Solo habló. Apenas.
—¿Otra vez…?
Él bajó la cabeza. No rápido. No fingido. Genuinamente se sentía mal.
—Lo siento. No volverá a pasar.
Y luego, sin que ella pudiera evitarlo, hizo algo que le dolió más que las palabras: se cubrió las vendas con las manos, despacio. No como quien esconde una herida, sino como quien intenta que la herida no le duela a otro. Como si le pesara más verla a ella preocupada, que el hecho de estar vendado. Y siempre había sido así, antes.
Marta sintió una punzada en el pecho, esa que no necesita nombre. Pero no dijo nada más. El día había sido largo. Y decir más no iba a curar sus cortes. Solo causaría conflicto innecesario, y no resolvería nada.
Lo observó un momento. Él no comía. Solo la miraba, o más bien la vigilaba. Esperando algo, tal vez. Intentando descifrar si la reacción de su madre lo incitaría a volverlo a hacer. Y por un instante, por un instante apenas, frunció el ceño. Levemente. Como si algo dentro lo apretara. Como si hubiera algo que no lograba controlar, algo con lo que estaba luchando sin usar las manos.
Ella lo notó. Pero lo dejó pasar. Como siempre deja pasar todo. Quizá era el ardor de las vendas. O el cansancio. O simplemente... la adolescencia. Marta no tenía energía para análisis. Solo amor. Y eso, a veces, era suficiente.
—¿Cómo estuvo tu día? —preguntó él.
Ella alzó la mirada. Freddy no solía hacer esa pregunta. No porque no le importara. Simplemente no la hacía. Era uno de esos silencios que uno aprende a aceptar.
—Pesado —respondió, y dejó la respuesta ahí, suelta, sin detalles.
Él asintió. Con suavidad.
Ella siguió cenando sin decir más, Freddy aún haciendo cosas en el mesón (toma una servilleta y la rompe en pedazos. Abre y cierra el refri como si quisiera buscar algo; nunca lo encuentra). El ruido del refrigerador, el golpe lejano de una puerta, la cuchara raspando el fondo del plato. Afuera, la ciudad continuaba con su ruido. Con sus vidas que no se detienen por nada. Y su hijo seguía ahí.
Más movedizo. Más atento. Más… raro. Pero no mal. Y Marta, haciendo lo que hacen las madres que ya aprendieron a sostener el mundo en silencio, pensó simplemente: mañana será otro día.
Y si no lo era, lo sería igual. Y así una y otra vez hasta que él le diga lo que le pasa ; porque su hijo tiene un problema.
El pan estaba frío y el café no sabía a nada. Freddy masticaba despacio, con esa torpeza que tienen las mañanas en donde se levanta casi casi obligado. Había dormido, sí, pero no recordaba en qué momento; lo último que recuerda es haber entrado a su casa, cenar, y subir a su habitación. Y por consiguiente, al despertar esa sensación tan molesta lo invadió otra vez: la idea de que algo importante había pasado y que, por alguna razón, él se lo había perdido. A veces le pasaba. Como si despertara dentro de sí mismo después de haber estado fuera, sin aviso, sin permiso. Se tocó las muñecas sin pensar. Las vendas (aquellas que encontró bien amarradas a sus brazos cuando despertó) seguían ahí, apretadas, invisibles bajo la manga.
Marta cruzó la cocina apurada, con el bolso al hombro y la bata colgando como una piel extra. El rostro marcado por las diez horas de hospital que le esperaban y las que ya habían pasado, y las que seguirían. Aun así, le sonrió.
—Oye, lo que me dejaste ayer estuvo muy rico. Y el vaso con hielo… con el calor que hacía, me salvaste.
Freddy levantó la vista. El pan se le quedó entre los dientes un segundo más de lo necesario.
—¿Vaso con hielo?
Marta se detuvo, ladeando apenas la cabeza. Esa mirada suya de madre, mezcla de paciencia y sospecha. Una ceja levantada como diciendo ¿es en serio?
—Sí, Freddy. El vaso con agua de hielo. Me lo diste cuando llegué anoche. Junto con la cena.
—Ah… sí, sí. Claro. El vaso. De nada.
Ella le revolvió el cabello, ese gesto automático que repetía desde que él tiene memoria, y salió por la puerta con un “cuídate” que dejó flotando en la cocina como un perfume suave. Freddy no respondió. Se quedó allí, solo, con la taza caliente entre las manos, intentando reconstruir el recuerdo. Pero no había nada. Él no servía agua con hielo. Le fastidiaba lo rápido que se le enfriaba la garganta; y aparte el hielo que salía de su refri tenía un sabor medio raro; estaba pegajoso. Eso lo sabía. Entonces… ¿por qué?
El metro estaba repleto. Gente empujando, el murmullo constante del tráfico colándose entre vagones. Freddy se aferraba al tubo de metal con una mano, con la otra apretaba el cierre de su mochila, como si algo pudiera escaparse (o como si pudieran asaltarlo en la línea 3). La ciudad entera lo pasaba por encima, y él ahí, en el centro de todo, sin sentir que pertenecía del todo. La escuela no ayudaba. Las clases eran una terrible repetición de lo mismo: sentarse, escribir, asentir, fingir; mirar al maestro e insultar mentalmente a él y a su desendencia sin mostrar nada en su rostro (digno de una poker face). Y él lo hacía bien. Aprendió a hacerlo bien. Aprendió a parecer presente. A responder cuando tocaba. A reír en los momentos correctos. A fingir que no se le escurría la cabeza por las grietas. Nadie lo notaba. Nadie tenía tiempo para notar.
Y luego llegó el recreo.
Chica —se había vuelto a pintar las uñas. De un amarillo que estaba incluso más saturado que su cabello —apareció de golpe. Su cabello rubio y desordenado brillaba. Se colgó del brazo de Freddy, sonriéndole, sus ojos maquillados descuidadamente de rosa iluminándose por un insnage y le dijo sin preámbulo:
—Vamos a hacer algo el sábado.
No era una pregunta. Era un decreto. Freddy la miró y se obligó a sonreír. Chica siempre hablaba así, con los dientes apretados de entusiasmo. Siempre demasiado. Siempre un poco más fuerte de lo necesario. Había algo en su voz que temblaba aunque nadie más lo notara. Una risa que siempre parecía llegar demasiado pronto, como si necesitara probarse a sí misma todo el tiempo. Freddy no se quejaba, nunca lo mencionaba. Porque, ¿Quién era él para juzgar, si él hacía lo mismo?
—¿Qué? —preguntó él, más por seguirle el juego que por interés real.
—Lo que sea. Película, parque, pizza, o vandalismo menor. Pero algo. No pienso quedarme encerrada otra vez.
La palabra “otra vez” se deslizó como una astilla. Freddy no dijo nada. Nunca lo hace.
Bonnie llegó caminando detrás, con su andar verdaderamente silencioso (La primera semana que conoció a Bonnie, él se dedicó a asustarlo cada vez que entraba al salón. Y es que, si uno no estaba realmente atento, era imposible notar su presencia). Era relativamente alto, aunque siempre caminaba encorvado (y esto lo hacía ver más pequeño), albino, con el cabello teñido de morado desteñido y los ojos claros (casi rojos) que a veces no miraban a nadie. Se notaba que, aunque siempre traía una lonchera al colegio, no comía bien. Algo en él estaba siempre en fuga. Pero cuando hablaba —y hablaba poco— lo hacía con una calma que podía partir el aire. Ese día solo dijo:
—¿La casa de Gabo?…
Fue suficiente. Aiden apareció después, con la mochila colgando de un hombro y la chaqueta manchada en los bordes. Aiden no decía mucho sobre su casa, siempre traía los mismos zapatos y nunca comía en la cafetería. Esa es una de las principales razones por las que Freddy y los demás nunca preguntan ni mencionan el visitar la casa de aiden. Se encogió de hombros, con esa forma suya de decir sí sin comprometerse.
—Donde sea, menos en la mía —murmuró.
Nadie preguntó más.
Y entonces llegó Gabriel. Impecable, como siempre. Rubio, con el uniforme perfectamente puesto aunque el nudo de la corbata colgara un poco más bajo de lo debido. Tenía esa sonrisa limpia, casi dolorosa. Era similar a la de los chicos de los anuncios de pasta dental, esos guapos que se ve de lejos que la sonrisa es súper fingida. Y había algo en él que dolía de mirar. Freddy no sabía qué era, pero dolía, de verdad.
Gabriel les sonríe.
—Mi casa está abierta —dijo—. Bueno, vacía. Pero abierta.
Y luego, Chica volteó otra vez hacia Freddy.
—Que Freddy elija.
Él sintió el peso de los ojos sobre sí. Cuatro personas, todos sus amigos. Esperaban que él decidiera. Que dijera algo. Que propusiera. Y él… no sabía. No sabía si quería ir, ni si realmente estaba ahí.
—Una peli —dijo, al fin.
—¿Cuál? —preguntó Chica.
—Algo tranquilo.
Fox soltó una risa breve, más aire que risa.
—Tranquilo es aburrido.
Bonnie no dijo nada. Gabriel sonrió. Y Freddy… asintió. Sonrió también. Hizo lo que sabía que tenía que hacer. Y nadie lo notó. Nadie notó que él no estaba cómodo. Nadie notó que no sabía si el sábado iba a estar. Si el que estaría ahí sería él, o ese otro que aparece cuando todo se pone raro. .
Porque todos —él incluido— tenían sus maneras de desaparecer sin dejar huella. Y eso era lo que más miedo le daba: que incluso entre amigos, uno pudiera no estar… y que nadie preguntara por qué. Fingir, eso es todo lo que hace.
Pero al mismo tiempo comprende que pensar de esa manera, esperando que todos se den cuenta de sus problemas, es extremadamente egoísta. ¿Cómo espera que todos lo miren si de por sí les cuesta tanto mirarse a ellos mismos?
La clase de matemáticas transcurría como un verdadero castigo; ¿y cómo no va a serlo si son 3 horas seguidas de pura trigonometría? Es miércoles. Los miércoles siempre tiene 3 horas de mate. 3 horas de tortura pura.
El sol caía en el aula con una furia muda, rebotando en los pupitres, colándose por las persianas rotas, dorando el polvo suspendido e iluminando la cara de sus compañeros como si fueran angeles. El ventilador giraba cual animal herido, apenas empujando el aire tibio de un lado al otro. La voz del profesor era una piedra arrastrándose por la grava: gris, lenta, sin fuerza. Números, letras, x, y, z, ecuaciones que nacían muertas en el pizarrón. Freddy estaba ahí. O algo parecido a Freddy. Su cuerpo, al menos. Su lápiz se movía sin intención. Su cuaderno recibía líneas torcidas que no significaban nada. Todo era ajeno. Todo era lejano. Todo era ruido. Ruido. Ruido.
Y entonces, nada. Un parpadeo. Tal vez. O ni eso.
El siguiente instante no llegó, simplemente fue. El aula había desaparecido. El sol, el ventilador, los números. Todo borrado. Con un respiro parpadea, asustado, abrumado. Mira a sus alrededores. Está en un cubículo. Sentado en la tapa de una taza de….
El baño.
Luz blanca. Cruda. Innecesaria. Las paredes lloraban humedad. El espejo, que se podía ver entre el espacio de la puerta y la pared, rajado en la esquina, parecía mirarlo, le sonreía, molestando cual niño chiquito. El lavabo jadeaba por el goteo mal cerrado. El aire olía a jabón barato, a orina seca, a cosas que entre pasillos se intercambian en susurros y murmureos. Freddy estaba allí, sentado, con los pies plantados en el suelo como si los hubieran clavado. Su respiración subía y bajaba con la fuerza de un trueno. Estaba temblando. Estaba llorando. Lo supo por el agua en su cara. No sudor. No lluvia. Lágrimas. Lágrimas calientes. Lágrimas lentas. Lágrimas sin explicación.
No sabía por qué. No sabía cómo. No sabía cuándo. Él lloraba del miedo, del temor. Pero sabía (Tontamente, cómo sabe tantas cosas aún siendo un ignorante) que había estado llorando antes.
El tiempo era una mentira. El cuerpo, un traje prestado. Se llevó las manos a la cara. Estaban húmedas. El pecho dolía, no como un golpe, sino como una soga. Como una soga que aprieta sin romper, que aprieta y aprieta y aprieta y le quita el aire y lo ahoga. El corazón le galopaba como un caballo desbocado dentro de una caja de cartón. El estómago era un nudo. Las manos eran ramas torcidas. La garganta era una cueva con murciélagos despiertos.
De pronto quiso saber la hora. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que estaba en la clase de matemáticas? Buscó el celular. Lo encontró. Lo desbloqueó. La pantalla le devolvió un reflejo que no reconoció. Y ahí estaba. El chat abierto. El nombre de su psicóloga. Su foto de perfil. El cuadro de texto parpadeando. Ningún mensaje enviado. Ninguna palabra escrita. Pero la conversación abierta, como si alguien —como si él— hubiera estado a punto de decir algo. Como si alguien necesitara gritar. Como si alguien hubiera gritado y luego se arrepintiera.
Pero él no. Él no lo había hecho. Él no recordaba haber sacado el celular. Él no recordaba haber llorado. Él no recordaba haber salido del salón. Él no recordaba. Él no. Él no.
Se quedó mirando la pantalla como si fuera un espejo más honesto que el del baño. Como si el celular pudiera mostrarle una verdad que su cuerpo se empeñaba en esconderle. Cerró la aplicación. Rápido. Metió su celular en el bolsillo de su pantalón azul. Se tocó el rostro. Se tocó el cuello. Apretó los ojos. Buscaba una sensación que lo despertara, una palabra que lo salvara, un “ya” que lo trajera de vuelta.
Pero nada.El mundo seguía ahí. Las paredes, el piso, la manija oxidada de la puerta. Todo seguía igual. Solo él había cambiado. Solo él se había borrado. Solo él había sido atravesado por una presencia que no sabía nombrar.
Miró su reflejo en la puerta rallada.
Y no era él. Era una versión más delgada, más temblorosa, más muda. Era una máscara húmeda. Era un rostro usado por alguien más.
Pensamientos llegaron a su cabeza, rápidos.
¿Dónde estuve?, ¿Qué estuvo aquí en mi lugar?, ¿Quién lloró con mis ojos?, ¿Qué quiso escribir en ese mensaje que no mandó?
El silencio del baño no respondió. El grifo seguía goteando. El mundo no se detuvo. Nadie entró a buscarlo. Nadie preguntó por él. Nadie notó que había desaparecido. Nadie.
Y entonces lo entendió.
No eran los minutos perdidos lo que más dolía.
Era la posibilidad de que nadie los reclamara.
Era saber que podía no estar… y que el mundo seguiría igual. Era sentir que su cuerpo podía ser habitado por alguien más, y que ni siquiera él sabría decirlo. Nadie se daría cuenta.
Se quedó allí un momento más. Respirando hondo. Intentando volver. Intentando ser. Pero la sombra seguía dentro. Silenciosa. Observando. Esperando.
Se escucha que abren la puerta del baño. Pasos, un golpe en su cubículo (asume que es el único que está ocupado, ¿Porque siempre la gente tócala puerta de los baños que obviamente están ocupados?).
—Ey Freddy, llevas quince minutos acá, me mandaron a buscarte —dice una voz en un murmullo. Debe ser un compañero de clase de Freddy.
El saber que solo fueron 15 minutos le dio un alivio que lo hizo sentir enfermo.
Chapter 5: El confidente que en vida es un prisionero
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
La película seguía sonando adentro, pero nadie la estaba viendo. Risas, papas crujientes, un “¡shh!” de Chica a alguien que había hablado muy alto, aunque nadie en realidad había dicho nada. Freddy salió al jardín. No porque quisiera estar solo, sino porque sentía que algo lo empujaba a salir. Afuera estaba frío. No mucho, pero lo suficiente como para doler un poco en los huesos si uno se quedaba quieto demasiado tiempo. No llevaba chamarra. No le importó. El aire frío a veces ayudaba. A veces no. Se acercó al borde de la alberca. No para tocar el agua. Solo para verla. Azul. Silenciosa. Igual que él. Un leve humo salía de ella; nunca había visto una alberca con calefacción. Eran cosas de ricos, no de personas que viven en Tlatelolco.
No supo cuánto tiempo estuvo ahí hasta que escuchó pasos detrás. No volteó. No hizo falta.
Gabriel se sentó a su lado sin decir nada, con un vaso de sprite en su mano, dos hielos flotando tontamente en el recreo. El jardín era grande. El cielo, opaco. El viento pasaba, lento, sin intención. El agua no se movía. Nada se movía.
—Siempre está limpia —dijo Gabriel—. La lavan cada semana. La cuidan más que a mí.
Freddy no respondió. No sabía qué decir. Era la primera vez que Gabriel y él hablaban así, solos. Era de hecho la primera vez que tenía un momento así con alguno de sus amigos. Nadie se había acercado tanto a él desde Owynn.
—Nunca me meto. No me dejan. Me dicen que el cloro me irrita los ojos. Que se me daña la piel. Que se me hincha la cara y luego no sirvo. Que me arriesgo. Que no es necesario. Que no es lo que se espera de mí.
Freddy bajó la mirada. No quería hacerlo, pero lo hizo.
—Y tú… ¿quieres?...¿Quisieras meterte?
Gabriel se encogió un poco. No un gesto claro. No un sí, no un no. Un algo. Un movimiento apenas. Luego rió. Pero no de verdad. Freddy conocía esa risa forzada como la palma de su mano.
—¿Querer? Ya no pienso en eso. Hace años que no me preguntan si quiero. Hace años que no me preguntan nada. Solo hacen citas, me dicen fechas. Solo me dicen qué ponerme, qué decir, cómo sonreír, cómo mirar. Todo está planeado, Freddy. Hasta la entrada al colegio.
El silencio volvió. Pero no era el mismo de antes. Ahora había razón.
—A veces pienso en dejarlo —continuó, sin mirarlo—. Pero no sé qué quedaría. Si no hago esto, no hay nada. Si no trabajo, no hay casa. No hay abuelo feliz. No hay papá orgulloso. No hay dinero. No hay nada.
Freddy sintió un peso en el pecho. No sabría explicarlo. Pero ahí estaba. Pesando. Hundiendo.
—Y si dejas de hacerlo… —dijo, sin terminar la frase.
Gabriel giró la cabeza muy despacio. Lo miró por primera vez desde que se había sentado a su lado.
—Entonces dejo de ser útil…¿y que soy sino un objeto para ellos?
Eso fue todo. Eso fue suficiente. Nadie dijo nada durante un largo rato. La casa seguía sonando a lo lejos. Ellos no. Ellos eran otra cosa. Otra habitación. Otro aire. Otro rumbo. Un inicio de algo. Gabriel se frotó las manos. Después se las miró como si fueran de alguien más. Luego murmuró, casi en un suspiro:
—Estoy cansado, Freddy —Y volvió a callar, girando su mirada hacia Freddy. Él solo desvió la mirada, nerviosamente, realmente aterrado de interrumpir a Gabriel, este contió —...pero no del trabajo. No de las cámaras. No de las giras, de las fotos. de los horarios.
Pausa.
—Estoy cansado de no saber qué pasaría si me detengo. Si digo no. Si apago el celular. Si me encierro. Si respiro. Si desaparezco. Si me quedo así con ustedes.
Freddy lo miró. Por un momento, pensó en decir algo. Pero no dijo nada.
—Y me da miedo —agregó Gabriel—, que si lo hago, no pase nada.
Ahí estaba. La frase que quedaría suspendida en el aire por el resto de la noche. No una confesión. No una queja. Una verdad. Una verdad que dolía más porque no pedía consuelo. El agua seguía quieta. El frío seguía calando. La noche avanzaba. Y solo eran ellos dos que estaban detenidos en ese punto exacto. Escuchando. Al menos uno de ellos escuchaba al otro.
—¿Y tú? —preguntó Gabriel, inclinándose hacia adelante y girando la cabeza para mirar a Freddy más de frente. Freddy no respondió. Porque no sabía a qué se refería. O porque sí lo sabía. Y no quería contestar. Y así se quedaron. Sin moverse. Sin hablar. Con la certeza brutal de que a veces estar vivo era eso: sentarse al borde del agua y sentir que el cuerpo pesa más que los huesos. Que la cabeza no alcanza. Que el silencio no salva. Que nada está bien y nadie lo dice. Y el agua, como siempre, no dijo nada. El cielo ya no era cielo, sino un techo sin forma que simplemente estaba ahí, cubriendo sin proteger. La casa detrás de ellos seguía latiendo: risas, el sonido de un comercial de pantene, la voz de Chica subiendo y bajando con la emoción de quien teme el silencio.
Mira el agua. Un reflejo que no devolvía nada. Un Pozo. Un pálpito de su corazón y la respiración contenida de aquel que quiere decir algo, pero no sabe por dónde empezar. Hasta que lo dijo. No con fuerza. No con decisión. Lo dijo como quien escupe algo que llevaba adentro desde hace días y que no se puede tragar más. Aquí estaba, para su terror, sacando su mayor secreto a Gabriel; manos ensangrentadas con lágrimas y los ojos cerrados con temor.
—Me está pasando algo, Golden. No sé qué es. Pero no está bien.
Gabriel no respondió. No dijo "cuéntame", ni "te escucho", ni nada de esas frases que se supone uno dice cuando alguien se abre. Solo se quedó ahí, con la cabeza baja, esperando. Haciendo lo mismo que Freddy había hecho con él.
—Me olvido de cosas —siguió Freddy, sin mirarlo—. Y no es que me despiste. Es que se…literalmente se van. Se borran. Cosas enteras. Me encuentro en lugares sin saber cómo llegué. Me hablan de cosas que yo no viví. Me dicen que dije algo y yo no tengo idea. A veces me despierto y hay cosas escritas con mi letra. Pero no es mi letra. Es parecida. Pero no es mía; y sé que suena loco pero de verdad no se que hacer…¡Yo pensaba que era normal! Hasta que lo hablé con alguien y me dijo que a ella no le pasaba.
El silencio que siguió no fue incómodo. Fue denso. Fue necesario. Gabriel respiró hondo. No sorprendió. No negó. Solo tragó saliva: —Eso explica lo del martes —murmuró entonces, con voz baja.
Freddy lo miró.
—¿Qué del martes?
Gabriel lo pensó un momento. No parecía querer decirlo. Pero lo dijo.
—Viniste a buscarme. Después de clases. Me dijiste que querías cantar. Que habías estado pensándolo y que te gustaría ser segunda voz. Que no te molestaba que fuera yo el principal, pero que querías intentarlo. Que querías probar.
Freddy no reaccionó. El nombre “segunda voz” se le quedó flotando en la mente como una palabra ajena.
—Eso no... —empezó, pero no terminó. No hacía falta.
Gabriel lo miró apenas, cuidado reflejándose en su mirada.
—Me sorprendió porque tú mismo me habías dicho antes que no. Que sí cantabas, pero que no querías. Que preferías quedarte atrás. Que eso no era lo tuyo. Que no te gustaba.
Freddy tragó aire. Lo sintió pesado. Oxigeno raspando el pecho como espinas de una planta. Delicada y tan peligrosa.
—Y me lo dijiste muy convencido, de verdad… —continuó Gabriel, sin acusar, sin tono—. Me miraste directo y dijiste “quiero hacerlo, pero solo si tú me ayudas”.
Freddy cerró los ojos.
—No fui yo —dijo al fin, apenas audible.
Gabriel no preguntó “¿Entonces quién fue?”. No dijo “no entiendo”. No pidió que le explicara. Solo bajó la vista de nuevo. Y el silencio volvió. Y el frío se metió entre los dos. Y el agua, frente a ellos, se mantuvo quieta. Freddy quiso decir algo más, pero no encontró las palabras. Porque todas las que tenía eran preguntas. Y todas las preguntas, últimamente, daban miedo.
Se quitó los tenis en la entrada, dejó la mochila en el sofá, y fue directo a la cocina. La encontró ahí. Marta estaba parada frente a la estufa, revolviendo algo en una olla pequeña. Llevaba el cabello recogido en un chongo suelto, y tenía puestos unos pants que usaba solo cuando estaba de descanso, grises y algo viejos; con costuras en hilo verde sellando algunas rupturas que había sufrido con los años. Freddy parpadeó. Su madre no solía estar ahí a esa hora. No solía estar en casa los sábados por la noche.
—¿Llegaste temprano? —preguntó.
—Me cambiaron el turno —respondió ella, sin voltear. Su voz era normal, igual que siempre. Extrañamente no se oía tan cansada.
Freddy se acercó despacio, se apoyó en la barra. Había olor a sopa de fideos, a cebolla recién picada, a hogar.
—¿Tienes hambre? —preguntó Marta.
—Un poco…
—En un rato está.
Freddy asintió. Se sentó en una de las sillas. No sacó el celular. No preguntó nada más. Solo se quedó ahí, viendo cómo su madre caminaba de un lado al otro, sacando platos, abriendo la alacena, sirviendo agua. Haciendo lo que siempre hacía. Como si nada. Como si todo estuviera bien.
Hablaron de cosas pequeñas. De la comida. De una vecina que ahora vendía gelatinas. De una tía que había llamado. De una película que Marta quería ver pero que, como siempre, se le había olvidado el nombre. Cosas de madre e hijo. Fragmentos de un día que no se cuenta, fragmentos de conversaciones que hace mucho tiempo no tenían.
Y entonces, sin aviso, sin pensarlo demasiado, Freddy lo dijo.
—Ma.
—¿Mmm?
—¿Tú… me has visto actuar raro?
Marta se detuvo. No fue un gesto dramático. No fue una pausa de sorpresa. Fue apenas un segundo más largo al cerrar la alacena. Luego siguió sirviendo el agua. Lenta.
—¿Raro cómo?
Freddy dudó.
—No sé. Distinto.
Marta colocó el vaso sobre la mesa, con cuidado. Se sentó frente a él. Lo miró con esa forma suya de mirar sin presionar. Frunce el ceño de repente, y mira a un lado con algo de pena.
—Casi no estamos juntos, Freddy —Eso fue todo. Esa fue la respuesta. —Tú vas a la escuela, yo al hospital. Cuando vuelvo estás dormido, cuando despiertas yo ya me fui. Las veces que coincidimos, estás cansado. O callado. O yo estoy de malas. No lo sé. No sé si te he visto comportarte raro. Porque casi no te veo; y como no te veo ya no se como eres normalmente, hijo
La frase quedó flotando entre los dos. No había reproche. No había juicio. Solo tristeza. Una tristeza vieja, de esas que no lloran. Una verdad simple, desnuda, sin drama.
Freddy bajó la mirada. Apretó las manos sobre sus piernas. No dijo nada más.
—¿Por qué preguntas eso? —dijo Marta al fin.
Él negó con la cabeza. Lento.
—No sé…levanta la mirada, y le sonríe –son tonterias mías…; olvídalo.
Marta no insistió. Se levantó, volvió a la estufa. Revolvió la sopa otra vez. Freddy la observó de espaldas. Su madre. Su casa. Su vida. Todo igual. Todo como siempre.
Fue un sueño. Era un recuerdo. Una herida que no sangra, no cierra; duele, quema, entumece. Freddy no sabía cómo lo supo, pero lo supo: tenía ocho años. Lo supo por el tamaño de sus manos. Por la forma en que veía el mundo desde abajo. Por la voz de su madre que venía de lejos, no por distancia, sino por miedo. La habitación era pequeña, cerrada, húmeda. No era su cuarto. Las paredes eran grises, no por pintura, sino por falta de luz. Había un colchón viejo tirado en el piso, una cobija con dibujos desteñidos (pudo ver una oveja, un dinosaurio, una especie de unicornio mal dibujado). Una silla rota en la esquina. El foco parpadeaba. Todo olía a encierro. A silencio denso. A cosas que no se dicen. Y entonces estaban los pasos. Los pasos subiendo por una escalera que Freddy no podía ver, pero que conocía (la conocía como aquellos lentes, Gafas desiguales que alguien usó hace mucho tiempo. Un círculo y un cuadrado. Azul y verde.). Porque cada vez que los escuchaba, su cuerpo se hacía pequeño. Se apretaba. Se encogía. Como un animal que se sabe cazado.
La puerta se abrió. El hombre no tenía rostro. Nunca lo tiene en los sueños. O sí lo tiene, pero la memoria se niega a dibujarlo. Su sombra llenó el cuarto. Su olor lo invadió todo: cigarro, sudor, algo agrio; alcohol. Freddy se quedó inmóvil. Respirando por la boca. Mirando al suelo.
La voz del hombre era gruesa, sucia. No gritaba. No hacía falta. Su presencia era grito suficiente.
—¿Otra vez hiciste ruido?
Freddy no contestó. No podía. Su garganta era de piedra.
—¿Te dije o no te dije que no hicieras ruido?
Y entonces vino el golpe. No el primero. No el último. Un puñetazo seco al estómago. El tipo de golpe que no te deja gritar porque el aire se va antes de poder escapar. Freddy cayó de rodillas. No lloró. No gritó. No porque fuera valiente. Sino porque sabía que llorar traía más. Y que gritar era peor. El hombre lo agarró del brazo. Lo sacudió. Lo arrastró hacia la pared. Su espalda golpeó el yeso descascarado. La cabeza rebotó. Un crujido extraño y familiar resonó por la habitación. Una bofetada repentina en la cara. El hombre agarró algo afilado; y de repente, Freddy sintió un escozor en la mitad de la cara.
—Eres un estorbo. ¿Me oyes? Un maldito estorbo. Tu mamá siempre te pone atención a ti y solo a ti. No pasa tiempo conmigo porque "su hijito" la necesita. Pura pendejada.
Más golpes. Uno en la mejilla. Otro en la pierna. Otro más. Las manos de Freddy eran pequeñas. Las uñas cortas. No pudo defenderse. Solo apretó los ojos y pensó en no estar. En no estar ahí. En irse. En volverse aire. En volverse nada. Pero, contrario a lo que pasó en realidad años atrás, no se fue. El cuerpo lo sintió todo. El cuerpo recuerda . El colchón le raspaba la piel. La cobija le quemaba los dedos. El llanto no salía, pero se le guardaba en los pulmones. Cual bomba sin reloj.
El hombre se fue. Dejó la puerta abierta. Freddy no se movió. El silencio volvió, más cruel que antes. El foco parpadeó una vez. Dos. Y se apagó. Oscuridad. Y entonces despertó.
El grito no salió, pero el pecho le ardía. Estaba empapado en sudor. Los ojos azules abiertos, sus pupilas dilatadas. El corazón latiendo como si quisiera escaparse del pecho. La luz del pasillo se filtraba bajo la puerta. Su cuarto. Su cama. Su cuerpo de dieciséis años. Pero el recuerdo… el recuerdo no se iba.
No sabía quién era el hombre. No sabía si eso había pasado. Pero lo había sentido. El dolor, el miedo, la voz, el olor. Todo. Como si hubiera sido ayer. Freddy se llevó las manos al rostro. Temblaba. Mucho. De pronto y de la nada comienza a sentir esa extraña sensación que sintió cuando venía de regreso a casa cuando fue a la psicóloga. Despegado, fuera.
Freddy Venegas cae dormido.
Notes:
Datos del TID:
1) En el contexto del trastorno de identidad disociativo (TID), un flashback es una reviviscencia repentina e involuntaria de un trauma pasado, que a menudo implica emociones intensas y detalles sensoriales.
2) Golden es un menor de edad. Por lo tanto, se asume que es explotado laboralmente por su familia.
Chapter 6: Del espejo y sus grietas
Chapter Text
Es Martes, tal vez este hecho tenga algo que ver con la pequeña molestia que siente desde temprano. Hoy, en este instante, está frente a Isa.
La sala tenía el mismo color de siempre. Las mismas paredes claras, el mismo sillón bajo, la misma lámpara ligeramente torcida en la esquina. La psicóloga también era la misma. Mirada suave. Voz calmada. Manos entrelazadas sobre el cuaderno y una simple y a la vez tan amable sonrisa. Todo igual. Todo como siempre. Pero Freddy, desde aquel sueño, desde que habló con Golden, desde que intentó hablar con su madre; nota que no es el mismo.
Se sentó en silencio. No cruzó las piernas. No jugó con sus dedos. No preguntó si podían empezar. Solo miró al suelo, mordiéndose el labio y apretando sus manos con sus propios dedos.
—¿Quieres hablar hoy? —preguntó ella.
Freddy no respondió. Respiró. Miró la alfombra. Inhaló. Exhaló.
—No sé ni siquiera que decir.
—Empieza por donde puedas, veo que te pasó algo y estás abrumado por ello.
Alza la mirada por un instante, ojos azules, mirada triste, conectando con ojos cafés y alegres.
—Me pasó algo raro —dijo—. Hace unos días; de hecho el dia que tuve cita con usted. Venía de aquí, de regreso a casa. Caminando. El mismo camino de siempre. Pero sentí algo; después de que escuché un ruido fuerte. y …sentí un golpe. No afuera. Adentro de…—se señala su pecho, su corazón, su alma —...es como si me hubieran... empujado. Sin tocarme.
Pausa. Ella anota algo en su libreta. Él lo ignora.
—Luego de eso nada. Me paré en seco. No sabía por qué. No había ruido, no había peligro, no había nadie. Pero sentí que algo dentro de mí se había movido. Algo. No sé cómo decirlo. Como si...como si tuvieras a alguien a tu lado, viendo a todos lados, viendo que nada andaba mal…¿sabes?
Sus manos temblaban. No las detenía. No las miraba. Pulmones que se contraen, lágrimas que no salen.
—No escuché voces ni nada de esos. Pero algo estaba ahí. Sentía mis movimientos con retraso. Como si me estuviera prestando el cuerpo.
Le contó del parpadeo. De cómo, en un instante, habían pasado treinta minutos. De cómo su mochila estaba abierta. De cómo encontró una hoja dentro, escrita con su letra, pero sin memoria. Una frase: “¿Puedes dejar de preocuparte tanto?”.
—Yo no la escribí. Sé que no la escribí. Pero está en mi letra. Aunque... no. No del todo. Es parecida. Como si alguien intentara imitarla. O como si fuera mi letra de otro tiempo. No lo sé.
Se frotó los ojos. No para limpiarse.
—Después le pregunté a mi mamá si me había visto actuar raro. Me dijo que no me ve lo suficiente como para saberlo. Y tiene razón. No estamos juntos casi nunca. Yo voy a la escuela. Ella al hospital. Cuando uno está, el otro duerme. Ya ni siquiera sabe cómo soy normalmente, ella misma lo dijo. Mis amigos que apenas conocí hace menos de un año saben más de mi que ella.
Le tembló la voz, pero no lloró. No quería llorar. No hoy, no aquí, no frente a ella.
—Después soñé algo. Algo muy fuerte. Era yo. Pero era chiquito; según yo tenía como ocho años por el tamaño de mis manos y eso. Quizás menos. Estaba en un cuarto oscuro. No era mi casa. No era mi cama. Había una cobija con dibujos. Un colchón en el piso y todo olía super mal. Y entonces…—se detiene un momento, muerde el labio; baja aún mas la cabeza y su voz se quiebra. Ninguna lágrima sale —...Un hombre entró, su cara estaba rara, como borrosa. Pero creo que en ese momento yo sabía quién era, aunque ahora ni se quien es pero…lo sabía en el cuerpo. Y me pegaba. Me gritaba. Me decía cosas horribles. Me golpeaba y me cortaba. Me decía que era un estorbo. Me decía que no servía.
Pasa su mano por la cicatriz de su rostro, que pasa desde la parte de abajo de su ojo derecho (a un lado de su nariz), hasta su ceño. Es una herida cuyo origen ahora conoce. Porque gracias al sueño, sabe que ese hombre, sea quien sea, la causó.
—...Y no era como los otros sueños. No era un invento. No era un monstruo de película. Era real. El miedo era real. El olor. El tacto. El piso. Todo era real. Yo no me defendía. Solo quería desaparecer. Pero no me fui. No me desmayé. No me salvé. Me quedé ahí. Y lo sentí todo. ¡Todo! –señala la cicatriz —...En el sueño el hombre me cortaba con una navaja, justo como esto. Si ese sueño fue real, explica porque tengo esto en mi cara.
La psicóloga no hablaba. Solo escribía. Solo respiraba con él, junto con él pero a la vez tan des- sincronizados.
—Y no fue lo único… —siguió Freddy—...Hablé con Golden. Bueno. Gabriel, mi amigo de la escuela que le comenté, el rico. Me dijo algo. Me dijo que el martes fui a buscarlo. Que le pedí ser segunda voz en la banda. Que le hablé con seguridad. Que le dije que quería intentarlo. Que quería cantar. Pero yo no... Yo no recuerdo eso. Yo nunca quise cantar. Le había dicho antes que no. Que no era para mí. Y él me creyó. Me dijo que le pareció raro, pero que lo dije yo . Que me miró a los ojos y que era yo .
Freddy levantó la vista. Por fin. Los ojos secos. El rostro rígido.
—De verdad necesito que me diga que me pasa; porque esto no es normal, Isa; de verdad que no lo es —Freddy volvió a bajar la mirada. —No sé qué me está pasando. No se si esto es un juego. Si me estoy volviendo loco.
Silencio. Otra vez. La psicóloga cerró el cuaderno. No porque terminara la sesión. Sino porque ahora no era una paciente. Era un niño. Y necesitaba ser escuchado.
Isa lo miró durante varios segundos. No con compasión. No con sorpresa. Silencio tan ruidoso que solo tienen los que saben lo que pesa un secreto cuando por fin se rompe. El cuaderno seguía cerrado sobre su regazo. Sus dedos cruzados. La mirada clavada en Freddy, pero sin forzarlo. Solo mirándolo. Solo estando. Respiró hondo, y luego asintió despacio, como si todo lo que él había dicho —lo que escupió, lo que arrastró, lo que apenas sostuvo con las manos— confirmara algo que ya venía temiendo.
—Desde la última vez que viniste —dijo con voz baja, tono neutro, como una madre hablandole a su hijo herido—, me puse a leer. Me quedé pensando mucho en lo que me contaste ese día. Las notas en tu mochila. Los lapsos en blanco. Esa sensación de no estar tú…; de compartirte. De hablarte como si fueras otro. De olvidarte, y ahora con lo que me dices soñarlo, y sentirlo, y luego tener pruebas.
Freddy no dijo nada. Isa lo observó un segundo más. Luego tomó el celular de su escritorio. Lo desbloqueó, buscó algo. Levantó la mirada.
—Te voy a mandar un par de artículos. Son ligeros, no te preocupes. Puedes leerlos cuando estés listo y tengas tiempo, porque sé que tu escuela también te tiene ocupado. Si quieres, si no… también está bien. Pero me gustaría que los tuvieras.
Freddy asintió, apenas. No entendía. O sí. Pero no quería entender todavía. Isa no lo soltó. Era ahora o nunca. Levanta la mirada del celular, y le sonrie a Freddy de una manera tan gentil y paciente que él tuvo que desviar la mirada.
—Freddy… ¿alguna vez has escuchado hablar del trastorno de identidad disociativo?
Él la miró. Se quedó quieto. Frunció apenas el ceño.
—¿Del qué?
—Trastorno de identidad disociativo —repitió Isa, despacio, sin urgencia.
Él negó con la cabeza.
—No… nunca. No sé qué es.
Ella dudó. Solo un instante.
—Es… lo que antes se llamaba "trastorno de personalidades múltiples".
Y ahí. Ahí se rompió algo. El rostro de Freddy se contrajo como si le hubieran pegado. Su cuerpo se echó hacia atrás. Las pupilas se le dilataron.
—No —dijo. Como si pudiera retroceder el tiempo con una sola palabra—. No, no. Yo no… yo no tengo eso. Yo no…
—Freddy.
Su nombre. Firme. Claro. Dicho con una voz que no admitía vergüenza ni pánico.
—Escúchame. No estoy diciendo que lo tengas. Nadie puede hacer un diagnóstico tan rápido y menos yo, sin haberte llevado con un psiquiatra antes e incluso mas aun con el hecho de que si se confirmara, habria que decirle a tu madre. Lo que estoy diciendo es que lo que me has contado… tiene sentido. Demasiado. Y no se trata de tener “personalidades”. No se trata de volverse loco. No es un juego. No es una película. No eres una caricatura.
Freddy respiraba mal. Corto. Irregular. Se llevó la mano al pecho. Al rostro. Al cuello. Intentando convencerse a sí mismo que su cuerpo era suyo y solo suyo.
—Pero yo… no escucho voces. No veo cosas. No… yo no… —se interrumpió—. Yo soy yo.
Isa asintió.
—Sí. Tú eres tú. Pero a veces, cuando el cuerpo no puede con lo que vivió… hace cosas para sobrevivir. Y a veces, lo hace tan bien… que ni siquiera te das cuenta. Lo que tú llamas “desconectarte”, lo que tú describes como “irse” o “perder tiempo”… puede ser una forma que tu mente encontró para protegerte. Desde hace años. Tal vez desde muy chico; por eso mismo es que puede que no recuerdes tu infancia.
Freddy la escuchaba con la mandíbula apretada. Cada palabra siendo un pequeño golpe. Una confirmación. Un espejo.
—No es que seas falso. No es que finjas. No es que estés roto. Es que tu cerebro… fue más fuerte de lo que debería haber sido. Más astuto. Más creativo. Creó espacios donde tú pudieras seguir existiendo, aunque no lo supieras. Para que pudieras seguir caminando, respirando, viviendo. Pero ahora… esos espacios están empezando a hablar. Y tú los estás empezando a escuchar, ¿me entiendes?
Freddy se inclinó hacia adelante. Se agarró la cabeza con ambas manos. No lloró. Pero temblaba. Como si algo dentro de él estuviera a punto de romperse. O de salir. O de hablar, gritar y romper todo a su alrededor.
—Yo no quiero eso…
—Lo sé.
—Yo no quiero estar enfermo…
—No estás enfermo. Estás vivo. Estás intentando entender lo que te pasó. Estás sobreviviendo, y de una manera en la que no se vive del todo. Y eso… eso no te hace débil. Eso no te hace raro. Eso no te hace menos. – Isa estiró la mano hacia él. No para tocarlo; la extiende, y ella le vuelve a sonreír con esa maravillosa gentileza que hace que Freddy, por primera vez desde que comenzó la cita, sonriera de vuelta. —Y no estás solo, Freddy, te lo dije desde tu primera cita hace ya más de diez meses, y te lo vuelvo a decir ahora .
El mensaje le llegó cuando aún no había salido del edificio. Estaba sentado en las escaleras del consultorio, con el celular en la mano (su mamá le había dicho que siempre que saliera de la psicóloga tuviera el teléfono fuera por si acaso. Hasta ahora no logro entender el porqué.) y la mirada ida, cuando vibró. Una sola palabra: "vente!" , seguida de un pin de ubicación y una sticker de una cara sonriente. Abrió el mapa sin pensar. Era la plaza comercial que quedaba a medio camino entre su casa y la de Chica. No preguntó qué quería. No dijo que no. No explicó nada. Solo escribió: "ya voy."
Tomó el metro. Subió escaleras. Salió al sol. Caminó. Cuando llegó, la vio esperándolo en la entrada de una tienda de telas. Tenía el cabello recogido en dos trenzas mal hechas y una camisa demasiado grande para su cuerpo, con letras japonesas en la parte de enfrente rodeando un dibujo de un anime que él nunca había visto. Estaba tan grande que parecía como si se la hubiera robado a alguien esa misma mañana. Al verlo, alzó la mano con entusiasmo.
—¡Pensé que no ibas a venir! —dijo, sin rastro de ironía.
—Yo también.
Chica entró directo al pasillo de las telas, hablando como si ya hubieran estado conversando desde hace rato.
—Estoy haciendo unos trajes. Para nosotros. Para cuando toquemos en marzo. Ya sé que falta mucho, pero si no empiezo ahora me va a dar flojera después. Y además, quiero que cada quien tenga algo que sea suyo y que a la vez nos represente a todos como banda, ¿sabes?. Porque ustedes no lo van a decir solos. Yo sé cómo son. Si fuera por ustedes iríamos vestidos como andamos ahora, y eso no tiene na-da que ver.
Freddy la siguió. El lugar olía a polvo y a tinta barata. Los rollos de tela colgaban desde estantes demasiado altos. Colores por todas partes. Miles de texturas que Freddy ni siquiera sabía que existían. Chica los tocaba todos. Hablaba con las manos, con la cara, con los ojos. Saltaba de un tema a otro. Decía ideas inconexas que terminaban conectando. Freddy no interrumpir. Solo caminaba a su lado. Solo escuchaba, entenderla ya era otra cosa.
—Quiero hacerle algo con cadenas a Aiden, aunque diga que no —decía—. Y a Bonnie algo liso, sin costuras, todo limpio. Gabriel tiene que tener un gorro. Y tú…
Se detuvo.
Lo miró.
—Tú no sé.
Freddy alzó las cejas.
—¿No sabes qué?
—No sé cómo hacerte. Eres... muchas cosas. Y a veces, nada.
Freddy no respondió. No tenía cómo hacerlo. Chica volvió a caminar. Tomó una tela negra, luego una azul, luego una con brillo que dejó enseguida. No se detenía nunca. Freddy supuso que no por ansiedad sino Por impulso.
—¿Te pasa que te quedas viendo algo fijo y de repente te acuerdas de todo lo que no deberías estar sintiendo? —preguntó de pronto.
—Sí —respondió Freddy.
—¿Y que sientes que vas a llorar pero tampoco puedes? Que estás rota, pero ni siquiera sabes por dónde. Que si te preguntan “¿estás bien?” dirías que sí, pero que si alguien te abrazara… te romperías.
Freddy no contestó. Chica bajó la voz. No lo miraba. Sus dedos pasaban una y otra vez por la misma tira de tela, y lo voltea a ver con una mirada que él nunca imaginó ver en una chica tan “alocada” como ella.
—A veces siento que si dejo de moverme, desaparezco.
Silencio.
—Y por eso hablo mucho. Y me río. Y me maquillo. Y hago cosas. Y planifico. Y grito. Y bailo. Y canto. Porque si me callo, me pierdo; y te lo digo ahora porque sé que ahora he estado hablando mucho, y cuando hablo mucho te pones un poco incómodo, y de verdad lo lamento Freddy. Realmente…antes de que llegaras al colegio yo no tenía amigos, por la misma razón que te estoy diciendo…
Freddy la miró por fin. Ya no era Chica. Era Ann. Solo Ann. Quieta. Cansada. Entera y rota.
—¿Y alguien más lo sabe? —preguntó él, en voz baja.
Ella negó.
—No. Pero contigo es distinto. Porque tú también… no sé. Siento que tú también a veces no estás. Pero sí. Por eso te lo digo a ti y no a Aiden.
Freddy apretó las manos dentro del bolsillo de la sudadera. Sintió esa presión otra vez. Ese vértigo leve. Esa sensación de ver algo que se parece mucho a un espejo. No dijo nada. Porque no había que decir nada.
—Entonces —continuó ella, retomando de pronto su tono usual—, vamos a hacerte un traje que cambie. Que tenga capas. Que se quite, que se transforme. Que no se sepa si vas o vienes. Porque eso eres tú. Y está bien. Tanto guitarrista como cantante; podemos incluso preguntarle a Gabo si te deja cantar un coro, y le hacemos para que tu traje se voltee y cambie de color.
Freddy miró a un lado con algo de molestia, su ceño frunciendose sin que él se diera cuenta. Cantar. ¡Otra vez eso!. Otra vez una versión suya que él no eligió. Otra vez palabras que otros recordaban haber oído de su boca y que él nunca dijo. Y no quería. No quería cantar. No quería ponerse al frente. No quería tener que ocupar un lugar que no pidió. Pero no dijo nada. Porque Chica lo miraba con tanta emoción, con tanta certeza, con tanta vida… que decirlo habría sido como apagar la luz de un golpe al switch .
Así que no dijo nada. Asintió con suavidad. Y Chica sonrió. No con la sonrisa de siempre. No con la sonrisa de máscara o te muñeca que siempre ponía. Una pequeña. Una real.
Salieron del local con tres bolsas y sin haber pagado todo. Chica le dijo a la señora de la entrada (Aparentemente de nombre Emily) que volvería otro día. Que hoy solo quería elegir. Que necesitaba a alguien que caminara con ella mientras decidía. Y como son las amistades, que de las formas mas extrañas comienzan a florecer; similar a lo que le sucedió con Golden.
Esa noche no hubo trueno, no hubo sudor, no hubo sobresalto ni golpe que lo haya causado. El sueño no lo desgarró ni lo hizo gritar. No fue pesadilla. Fue silencio. Fue espera.
La habitación estaba quieta, tranquila e inmovil. El reloj marcaba las tres y cuarenta y tres. Afuera, el aire no se movía. Tlatelolco respiraba apenas, como si también se hubiera quedado dormido. Freddy se durmió, honestamente exhausto. Tanto por el colegio, la psicóloga y la confesión de Ann.
Al tocar la cama, sus ojos se fueron cerrando poco a poco hasta que el colchón lo succionó, ahogandolo en un mar lleno de estrellas y humo, lágrimas y sonrisas; Y fue entonces que soñó.
Soñó con una casa que no era suya. No del todo. Tenía los pasillos largos, los marcos torcidos, la extraña sensación de lugares familiares que no existen, no existieron y no existirán. Caminaba descalzo por un piso de madera que crujía con cada paso. Las luces eran amarillas, difusas, como si todo el mundo estuviera cubierto por una capa fina de polvo dorado y rojo. No había puertas. Solo corredores. Y al final de uno de ellos, un espejo.
Un espejo inmenso. Inmóvil, con un marco de esos que Freddy veía en las galerías el triunfo cuando era más pequeño. El espejo, estático, parecía mirarlo como si hubiera estado allí desde el principio del mundo. Freddy se acercó sin pensar. O sin poder evitarlo. El cuerpo se movía solo (cual polilla buscando la luz) O el sueño lo arrastraba. O ambos. Cada paso dolía un poco más, el aire pensando cuantos menos pasos quedaban entre él y el objeto. Y cuando llegó… lo vio.
Él.
De pie. Frente al espejo. Cabello castaño, ojos azules; una larga cicatriz en la mitad de su rostro. Las mismas facciones, el mismo cuerpo, la misma ropa que llevaba al dormir. Era él. Era Freddy.
Pero no estaba solo. Porque el espejo no lo devolvía. El espejo no mostraba lo mismo. Había alguien más. Al otro lado del cristal. Él mismo, pero no. Otro. Un doble.
Una imagen superpuesta. Cabello negro. Negros como la ceniza más densa. Ojos imposibles. Ojos que parecían tener una estrella adentro. No reflejos, no luz. Estrellas. Estrellas enteras, respirando dentro de unas pupilas que no eran humanas . Un negro, blanco, colores que no eran para nada naturales, tanto que dolía. Que pesaba. Que quemaba.
Y él, el otro, lo miraba. Con una expresión que no era amenaza. Ni pena. Ni rabia. Era asombro. Era curiosidad. Era reconocimiento. Como si tampoco supiera cómo estaban allí. Como si tampoco entendiera qué los había traído. Ninguno hablaba. Ninguno podía. El aire no lo permitía. El aire del sueño era sordo. El aire del sueño era antiguo, viejo. Palabras siendo un lujo que no merecían.
Solo se miraban. Los dos. El mismo rostro. Los mismos huesos. El mismo pulso bajo la piel. Pero distintos. Irreconciliablemente distintos.
Y los dos parpadearon al mismo tiempo. Un solo parpadeo.
Y todo tembló.
El espejo vibró. El suelo pareció respirar. Las luces parpadearon con un zumbido leve, como si algo inmenso hubiera exhalado muy cerca. El aire se llenó de polvo brillante. Y por un instante —uno solo— Freddy sintió que el mundo no tenía suelo, ni cuerpo, ni arriba ni abajo. Pero el reflejo seguía allí. No se movía. No lo tocaba. No lo hablaba.
Solo existía. Con toda la fuerza con la que pueden existir las cosas que llevan mucho tiempo esperando ser vistas. Y luego… la imagen se rompió. No en pedazos. No en vidrios. En tiempo. En ruido. En memoria. En vida y en muerte.
El pasillo se hizo negro. El espejo desapareció. Freddy cayó hacia atrás sin caer. Despertó sin despertar. Y se encontró en su cama. Con las manos frías. La frente húmeda. Los ojos bien abiertos y mirando al frente; pecho subiendo y bajando como si hubiera corrido un maratón.
No había gritado. No había sudado. Pero había soñado. Y este sueño, al igual que el del hombre, sabía que era real. Cual ignorante que sabe y entiende tantas cosas sin saber en realidad nada.
Chapter 7: Segunda persona
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El primer recuerdo que tienes son sus ojos, esa mirada tan llena de sentimiento: angustia, arrepentimiento. Miel oscuro, brillantes, llenos de miedo. Te mira como si hubieras estado muerto un segundo antes. Te limpia la sangre seca de la cara, una servilleta húmeda en las manos, los labios apretados, la garganta cerrada. Te dice que todo va a estar bien. Te lo repite. Una vez. Otra. Otra más. Que todo va a estar bien. Que ese hombre no va a volver. Que ya no va a pasar. Que fue la última vez. Tú no sabes quién es ese hombre, no en ese momento. Después lo sabrás. Después lo entenderás. Después escucharás su nombre y te arderá detrás de los dientes. Pero ese día solo la ves a ella. Quién sabes, muy dentro de ti, desde tus átomos hasta tus venas, venas al corazón, que ella es tu madre. Ella, en ese momento, estaba pidiendo perdón. Por algo que no fue su culpa, pero igual pide perdón. Por ti. Por todo. Por lo que no podrá borrar aun si regresara el tiempo
Ese es tu primer recuerdo. No hay juguetes. No hay cumpleaños. No hay manos llenas de barro o carcajadas con dientes flojos. Solo eso. Ella. Sus ojos. Tu sangre. No sabes cuánto tiempo ha pasado. No sabes cuándo llegaste a este lugar desde el que ves todo, desde el que oyes, desde el que piensas sin cuerpo; un lugar en donde tienes cuerpo sin tenerlo, pensamientos sin pensarlos. No sabes si siempre estuviste aquí. No sabes si naciste aquel día en donde viste a tu madre por primera vez. No sabes si alguna vez fuiste realmente tú. No sabes si todavía puedes serlo.
Tú no sabías quién era él; ni siquiera sabías que él existía al principio. No sabías que había alguien más.
Pensabas que el cuerpo era tuyo. Pensabas que los días eran tuyos. Que esa era tu madre, que esa era tu escuela, que esos eran tus pasos, tus cuadernos, tus errores. Pensabas que las noches eran tuyas también. Que eras tú el que olvidaba cosas por estar cansado. Que eras tú el que se desorientaba. Que eras tú el que cambiaba de opinión de un día al otro. Pensabas que todo eso —el amor, el miedo, la culpa, la carne— era tuyo. Solo tuyo. Enteramente tuyo.
No sabías que compartías. No sabías que en realidad, este cuerpo no era tuyo realmente, nunca lo fue. No sabias que tu nombre no era Freddy. Es un sentimiento extraño, sentirte tan distante de lo único que se supone que te hace ser tú; sin embargo, te diste cuenta a los 10 años, al preguntarle a Owynn, de que a él le gustaba su nombre. No se sentía extrañamente incómodo al escucharlo, una sensación de desapego constante; a diferencia de ti que si lo sentías. Al menos cuando solías llamarte a ti mismo “Freddy”. Ese no es tu nombre. En realidad nunca lo fue.
A través de ese lugar, en el que estás atrapado cuando no tienes el cuerpo, lo ves tocar la guitarra. Lo ves mirar el suelo cuando lo felicitan. Lo ves decir “yo no me acuerdo” con una sonrisa tonta, como si fuera poco. Como si no importara. Como si no doliera; tu mismo sabes cuanto duele no recordar. Lo ves caminar por la casa como si fuera suya. Hablar con tu madre como si supiera lo que significa protegerla. Lo ves dormir, y piensas que ojalá tú también pudieras; hace cuatro años que no lo haces realmente. Oras para que ojalá alguien te diera permiso de cerrar los ojos.
A veces usas sus manos. Solo un poco, cuando hace falta. Cuando él no puede. Cuando tiemblan los dedos y las palabras se atoran en su garganta. Tú tomas lo suyo por segundos, por minutos, por horas. Tomas el vaso, escribes la nota, sirves la cena. Tomas el cuerpo. Tomas el nombre. Tomas el espacio. Solo para que nadie se dé cuenta. Solo para que el mundo no se venga abajo.
Pero nadie nota la diferencia. Nadie. Solo ella no nota la diferencia, lo ves en su mirada; triste y preocupada. Y tú no la culpas. Porque sigues teniendo su rostro. Porque sigues usando sus gestos, aunque te salgan ligeramente mal. Porque aprendiste a imitarlo todo. Porque él, el otro, el verdadero, es el que todos quieren. El que todos esperan. El que se equivoca con ternura y llora a escondidas. El que toca, canta en secreto cuando nadie lo ve, se ríe. El que no recuerda. El que nunca tuvo que recordar.
Tú lo amas. Lo juras. Lo juras con el corazón partido, con el cuerpo que no te pertenece. Lo amas como se ama a un hermano que no te conoce. Como se ama a un nombre que fue tuyo alguna vez y ya no lo es. Lo amas aunque lo envidies. Aunque a veces no puedas mirarlo sin sentir las heridas que está en su cuerpo, heridas que en realidad son tuyas y se reflejan en este cuerpo sin forma que portas cuando no estás fuera. Es dolor constante, de saber que tu sabes todo lo que él nunca sabrá.
Lo amas. Y a ella… a ella la amas más. La amas tanto que duele. La amas tanto que quisieras poder decirle que tú fuiste el que aguantó a ese hombre. Que tú fuiste el que estuvo cuando ella llamó a la policía para que se lo llevaran, a él y al otro. Que tú fuiste el que limpió los platos, el que arregló la luz, el que puso hielo en el vaso cuando hacía calor. Que tú fuiste el que la vio llorar en la cocina, cuando creyó que nadie miraba. Que tú fuiste el que le dijo que todo iba a estar bien, aunque ella no lo escuchara porque lo hiciste en silencio. Desde tu corazón. Pero lo dijiste. Lo juraste.
Pero ella no te llama por tu nombre. Nunca lo ha hecho. Porque no sabe que lo tienes. Porque no sabe que existes. Y tú… tú tampoco estás seguro. Solo sabes que sigues aquí, haciendo lo que siempre has hecho: Observando, recordando, esperando. Eso es lo que haces. Eso es lo que eres, aunque de cierta forma esa indiferencia te lastime. Y lo seguirás haciendo una y otra vez, aunque duela, aunque arda. Tiene que bastar.
Pero entonces Isabela le dijo eso a Freddy. Le dijo que lo que tienen es algo real. Que no está loco ( Que tu si eres real, que tu si existes.) . Que no están rotos (Su cabeza te creó para sobrevivir.) . Que no eres un fantasma, ni un alma perdida, ni invento de un niño con mucha imaginación. Que hay una razón. Que hay una raíz. Que hay una historia que merece ser dicha. Que hay existencia. Que hay presencia. Que hay verdad. Y tú escuchaste. No estabas al frente, pero escuchaste con una atención con la que nunca habías escuchado nada.
Y por un momento —uno solo, breve, perfecto— no dolió. Por un momento, fue como si alguien hubiera prendido una luz dentro de una habitación cerrada desde hace años.
Por un momento, ya no fuiste nada. Y cuando Freddy salió de la tienda de telas, despidiéndose de chica con el celular en la mano y la cabeza llena de ruido, y la espalda curva por todo lo que no entiende, tú sentiste el tirón. Su cuerpo. Tu cuerpo. El mismo de siempre. Tomaste el control con una suavidad que nunca habías sentido.
Y lloraste. No con gritos. No con alaridos. Con risas. Risas pequeñas, rotas, silenciosas. Risas que temblaban. Lágrimas calientes en los ojos. Risas de alivio que no sabías que tenías guardadas.
Porque por fin, por primera vez, alguien….alguien, por fin, lo supo.
Chapter 8: Los del consejo escolar
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El salón de música olía a té, a metal viejo, a partituras en hojas que fueron manchadas con jugo, agua derretida de bolis y una que otra gota de lluvia que Bonnie no pudo detener cuando corría a casa. La luz entraba a través de las ventanas altas, filtrada por persianas rotas, iluminando la madera del piso y los estuches abiertos de instrumentos como si fuera algo importante, algo sagrado entre ellos (Lo era). El aire estaba lleno del zumbido leve de los amplificadores prendidos, de las voces superpuestas, del eco de un acorde mal hecho.
Freddy estaba afinando su guitarra, con los hombros un poco más relajados que de costumbre, mientras Chica se peleaba con su bajo que no dejaba de rechinar, Bonnie probaba una secuencia nueva en su guitarra roja, secuencia que se repetía una y otra vez, casi hipnótica, mientras Gabriel conectaba los cables del micrófono como si no le doliera, muy dentro de sí, estar ahí. Aiden los miraba a todos desde el rincón, masticando chicle y golpeando su bota contra el suelo, como siempre. Pero cuando Chica empezó a cantar un par de versos sin base, con voz baja, medio distraída, él levantó la cabeza y escuchó. No lo dijo, pero le gustaba escucharla.
Todo parecía simple. Por una vez, solo eso: simple.
Y entonces se abrió la puerta. Entraron tres estudiantes. Ninguno dijo una palabra al principio, pero su presencia llenó el salón de inmediato. El primero era un muchacho blanco, alto, con el cabello naranja rizado, frizzeado y largo hasta los hombros. Llevaba el uniforme impecable, el suéter con las mangas arremangadas y una insignia dorada brillando sobre el bolsillo del pecho.
Junto a él, una chica delgada, de cabello verde recogido en una trenza perfecta, rematada con un moño rojo. Su piel era pálida, casi traslúcida, y los ojos —los ojos no eran normales— eran de un tono extraño, algo entre el vino y la sangre. Observaba todo sin moverse demasiado, como si calculara cada respiración del salón. El último era un chico moreno, de complexión fuerte, con una cicatriz en forma de X en la mitad de su cara. No sonreía. No fruncía el ceño. Su rostro no decía nada, y aún así, decía mucho. En el pecho, la misma insignia.
Los tres llevaban el escudo dorado del consejo escolar, Freddy lo había visto en el panfleto del colegio cuando apenas se había inscrito.
—¡Hola!, les venimos a avisar que todas las bandas que participarán en el evento de marzo deben presentarse en el auditorio. Ahora mismo, por favor —dijo el pelinaranja, con voz clara y algo tímida.
No explicó más. No hizo falta. Chica frunció los labios, bajó su bajo y le lanzó una mirada a Aiden, como si le preguntara con los ojos si él había entendido algo más. Él simplemente negó con la cabeza.
Los tres del consejo escolar salieron sin esperar respuesta, sabiendo que serían obedecidos. La puerta se cerró sola.
—¿Y esos quiénes son? —preguntó Freddy, mientras empezaban a desenchufar los instrumentos y meter los cables a las mochilas.
—Consejo escolar —respondió Chica, sin alzar mucho la voz—. Ya sabes, los que creen que mandan en todo. Pero sí mandan. O sea, un poco. A veces. No sé…
Gabriel soltó una risa suave.
—Mandan más de lo que deberían.
Bonnie guardaba su guitarra con manos precisas, como si lo que acababa de ver no le afectara en lo más mínimo.
—¿Y Lindgren? —preguntó Chica de pronto, mirando hacia la puerta, como si esperara que alguien más entrara.
—¿Quién? —volvió a preguntar Freddy.
—Lindgren —repitió ella—. El jefe, por así decirlo. El que da las órdenes. Siempre está con ellos. Es raro que no haya venido hoy. Siempre está. Es como… no sé, como el centro del grupo.
—¿Y también tiene nombre de villano de película? —preguntó Aiden desde el fondo, con media sonrisa —Los años que llevo aquí te juro que nunca he escuchado a alguien llamarlo por su nombre.
Chica alzó las cejas, divertida.
—Sí. Y cara también. Pero igual es buena onda. O eso dicen.
Freddy no dijo nada más, sonriendo por un instante y después guardando su guitarra en su estuche y miró por la ventana. Afuera, el sol ya comenzaba a caer. La luz era dorada, polvorienta, de esas que hacen que todo parezca más bonito aunque uno no esté del todo bien. Le gustaba esa luz. Lo calmaba. Lo hacía sentir, por un instante, como si el mundo fuera suyo. Salen del salón, caminando juntos por el pasillo, medio en silencio, medio bromeando. Chica con los cables colgando de su mochila. Gabriel arreglándose el cuello de su sweater dorado sin necesidad. Bonnie tarareando en voz baja la melodía de antes. Aiden caminando con las manos en los bolsillos, como si estuviera cansado de todo, aunque no de ellos. Y Freddy los mira, y sonríe. Que feliz es él al llamar a este grupo de muchachos sus amigos.
Luces altas lanzaban un resplandor amarillento sobre el escenario aún vacío, y las filas de sillas rojas (parecidas a las de un cine) crujían con cada alumno que se acomodaba. Freddy entró con su grupo en bloque, los zapatos de todos rechinando sobre el piso pulcro. Se sentaron a la mitad del auditorio, con los estuches aún colgados, las mochilas a medio cerrar, los hombros tensos como si esperaran algo más que un anuncio escolar. Chica estaba cruzada de piernas, con los ojos pegados al escenario. Bonnie, a su lado, jugueteaba con un cable de auriculares, murmurando una canción que el tono le recordaba a Freddy a Stuck on a puzzle, de Alex Turner. Gabriel, inusualmente serio, miraba hacia ninguna parte, sus ojos estaban…idos. Aiden, como siempre, jugaba con sus manos y sus pies, moviéndose a la par siguiendo un ritmo imaginario que, aún si Freddy se concentraba, no lograría seguir.
Entraban bandas. Una, otra, luego otra más. No conocía a casi nadie, pero bastaba con mirar. Había algo en la forma en que entraban, en cómo se colocaban, en cómo se hablaban. La primera en llamar su atención fue una chica de cabello blanco, teñido de rosa en las puntas. Llevaba un parche negro sobre el ojo Izquierdo y una chaqueta rosa que brillaba más que todo lo demás en la sala. Tenía algo en la forma de caminar: decidida, sin dudar un paso, El escenario y las ovaciones ya suyas.
—¡Es Meg! —oyó murmurar a alguien —Es la cantante de los toys.
Una pausa. Un murmullo que no logró entender. Y de pronto:
—¿¡Como que no sabes quienes son?!...¡Destruyeron a los nightmare el año pasado!, ella tiene un vozarrón…
Cerca de ella, caminaba otra chica: rubia, de ojos azules muy claros, con un aura más contenida, más fría. De lo que murmuraba el muchacho que estaba a dos sillas de él, ella era Joy, tecladista y segunda voz. Freddy la miró una vez y sintió un latido extraño, como si ya la conociera. No por ella. Por lo que se parecía a Gabriel. Era como verlo en versión reflejo. Misma elegancia, misma postura recta, pero había algo más. Lo que le pareció interesante a Freddy, más que el parecido físico, era que ella portaba la misma mirada triste y cabizbaja que Golden tanto intentaba esconder. El parecido, incluso en ese aspecto, era asombroso. El guitarrista de Los Toys caminaba detrás, moreno, con el cabello teñido de azul y unos lentes redondos que le daban un aire distraído. Bon, según escuchó. Su guitarra colgaba en la espalda como si fuera parte del cuerpo. Bonnie lo miró con interés. Solo un segundo. Bon lo miró de vuelta. Se sonrieron.
La segunda banda llegó sin escándalo. Nadie los presentó. Nadie los señaló. Pero había algo en ellos que tensó el aire. Oscuros, silenciosos, con ropa negra, plateada sin pretensión. Freddy solo pudo retener a uno: Deuz M, dijeron algunos. Piel morena, ojos azules oscuros como la tinta. El cabello castaño oscuro recogido en un peinado que no entendió del todo. No hablaba. Solo miraba. No a nadie en particular. Solo miraba.
Luego entraron dos, que a Freddy le pareció que eran hermanos o gemelos; el parecido era innegable. Una niña y un niño. Cabellos blancos con mechones violetas. Ropa a juego. Manos entrelazadas. Nadie los presentó tampoco. Solo se sentaron, juntos, al fondo. No hablaban. No se movían mucho. Pero los ojos de ambos brillaban, como si vieran más de lo que decían.
Cuando todos estuvieron dentro, el chico del cabello naranja subió al escenario y anunció el motivo: los ensayos oficiales comenzarían la próxima semana. Cada banda tendría derecho a saltarse una hora de clases cada dos días para practicar. Había reglas, horarios, rotación de espacios. Caminaba de un lado del escenario al otro, leyendo nerviosamente el guión que tenía sobre un portapapeles en sus manos. El auditorio no estalló en ruido. Solo murmuraban. Solo asentían tontamente. Acabo la reunión, “Ya se pueden retirar”, había dicho el peli-naranja, cuyo nombre ahora Freddy conocía (Tadeo T.) Todas las bandas comenzaron a levantarse de sus lugares, dirigiéndose a la salida en un bullicio de murmullos y exclamaciones. Y fue entonces que ocurrió.
Los Toys se pusieron de pie casi al mismo tiempo que el grupo de Freddy. Pero algo se desvió.
Joy, la rubia, caminó con pasos fuertes hacia Gabriel. Se separó del grupo sin avisar. Le habló en susurros, apenas audible. Gabriel no respondió al principio. Solo la miró. Pero su expresión cambió. Freddy lo vio. Y era algo que nunca había visto en él. No tristeza. No incomodidad. Enojo. Un enojo quieto, silencioso, contenido. Como si le hubieran arrancado algo y él no pudiera regresar a sí. A pocos metros, Meg miraba a Aiden. No dijo nada. Solo lo miró. Pero había algo en esa mirada que de veras quemaba. Freddy lo sintió sin entenderlo. Aiden la reconoció. Abrió la boca para hablar. Dio un paso hacia ella. Meg alzó la mano. Lo empujó. No con fuerza. Pero sí con desprecio. Y se fue.
Joy, que estaba hablando con Gabriel de tal forma que podía ver a su banda, paró de hablar, alzó las cejas con sorpresa y con pasos rápidos la siguió. Y Bon también, apenas sacando su guitarra de las manos de Bonnie sin decirle nada. Freddy miró todo sin comprender.
Miró a Gabriel, que aún no decía nada. Que se quedó ahí, de pie, con los ojos bajos. Como si algo hubiera dolido de más.Miró a Chica, que fruncía el ceño y al igual que él ataba cabos. Aiden se habia ido. Nadie se dió cuenta cuando se fue, él era de verdad muy rápido.
Miró al escenario, intentando evitar por completo esa tensión que se sentía entre sus amigos . Y entonces los vio. Los del consejo, a unos 12 metros de distancia, hablaban entre ellos, las insignias brillando bajo la luz. El pelirrojo. La de ojos rojos. El de la cicatriz. Y otro más.
Uno que no había visto entrar. Alto. De espalda ancha. Cabello morado con las puntas verdes, alborotado y absurdamente largo; atado en una trenza. Fruncía el ceño. Hablaba con ellos como si mandara. Freddy no alcanzaba a oír qué decía, pero algo en su tono era más firme, más cansado. Más roto, incluso. Y luego, el muchacho se giró. Solo un poco. Lo suficiente.
Llevaba gafas distintas. Un armazón circular en un ojo. Uno cuadrado en el otro.
Y Freddy dio un paso hacia atrás sin saber por qué. Algo dentro de él se encogió. Un latido errado. Un vacío repentino. Un miedo inexplicable. Él conocía esos lentes. No sabía de dónde. No sabía cuándo. Pero los conocía.
La sonrisa de Freddy desaparece.
La casa estaba en silencio cuando llegó, incluso el ventilador que habia dejado encendido en la sala se habia apagado misteriosamente. Silencio que se cuela por las paredes, espera eterna. Freddy dejó la mochila en la silla del comedor, se quitó los zapatos, lavó los trastes que habían quedado en el fregadero desde la noche anterior, limpió la mesa, sacó del refrigerador lo que su madre había dejado descongelando. Cocinó con calma. Partió los jitomates mientras tarareaba en silencio La planta , sin apuro. Puso arroz, calentó frijoles charros; puso un poco de nopal a asar, cortó limones y sacó el exprimidor del segundo cajón a la derecha No pensaba en nada y, al mismo tiempo, pensaba en todo. El cuerpo se movía solo, como si supiera exactamente qué hacer para mantenerse a flote.
El reloj marcaba las ocho y Martha aún no llegaba. A veces era así. Días largos. Turnos partidos. Gente que se moría en los pasillos, aunque nadie lo dijera con esas palabras. Una vez ella le contó como llegó un hombre con dolor de panza y acabó con una pierna amputada. Rueda los ojos con molestia recordandolo, apagando la estufa mientras murmura sarcasticamente:
—Milagroso sistema de salud mexicano que tenemos.
Cuando por fin oyó el sonido de las llaves, el cuerpo se le relajó un poco. Le abrió la puerta. No dijo nada. Solo la abrazó con una torpeza dulce, esa forma suya de decir “te extrañé” sin tener que decirlo. Cenaron sin mucho ruido. Martha hablaba poco. Él menos. Hasta que, de pronto, sin pensarlo demasiado, sin planearlo, sin medirlo, Freddy preguntó:
—¿Tú… recuerdas a Owynn?
Su madre se quedó quieta.
No fue un segundo. Fue un pequeño derrumbe. Dejó los cubiertos sobre el plato con suavidad. Alzó la mirada. Y por un instante, Freddy pensó que la había hecho enojar. Pero no era enojo. Era otra cosa. Más triste. Más profunda.
—¿Por qué me preguntas eso?
Él se encogió un poco de hombros. Jugó con el vaso de agua entre los dedos. Bajó la mirada.
—No sé. Estaba pensando.
Marta lo miró. No lo juzgaba. No lo presionaba. Aunque algo se había removido en ella. Algo que había preferido no volver a tocar.
—Fue después de que te expulsaran —dijo, al fin—. Esa vez… cuando te quedaste sin amigos. Cuando dijiste que no te importaba. Que no necesitabas a nadie. Íbamos en el coche. Yo te llevaba a casa. Y de repente, sin avisar, saliste corriendo. Te bajaste en medio del tráfico. Corriste hasta la escuela. Yo te grité. Pero no me escuchaste. O no quisiste. Te metiste por la reja. Entraste como si alguien se hubiera muerto en tu escuela y tú pudieras salvarlo.
Freddy no recordaba nada de eso.
—Regresaste… no sé cuántos minutos después. Yo ya estaba fuera del coche, buscándote, enojada, asustada. Volviste con una pulsera en la mano. Y una cachetada marcada en la cara.
Él levantó la vista, lentamente. El corazón latiendo más fuerte. No sabía qué parte lo había golpeado más: la idea de la pulsera… o la cachetada.
—¿Una cachetada? —murmuró.
Marta asintió. No con rabia. Con pena.
—Nunca me dijiste qué pasó. Y yo no quise insistir. Solo llorabas. Todo el camino. No gritaste. No hablaste. Solo llorabas. Parecías una mujer recién divorciada. O un papá que acababa de perder a su hijo en un accidente.
Se levantó. Caminó despacio hacia la alacena del fondo. Abrió una puertita. Sacó una cajita cuadrada de metal, abollada en una esquina. Freddy la reconoció de vista. Estaba ahí desde siempre. Nunca había preguntado qué tenía.
Marta la abrió con cuidado. Sacó algo envuelto en papel de servilleta. Una pulsera. Hecha de hilo. De dos tonos de azul —uno claro, uno profundo— y verde esmeralda. Gastada por el tiempo. Apenas trenzada.
—Es una pulsera que tú hiciste una vez. No recuerdo cuándo exactamente. Creo que fue para él. Para Owynn. Es la que traías en tus manos ese día cuando regresaste al coche Supongo que bajaste del coche a despedirte. A pedir perdón. A decir algo. Y regresaste con esto en la mano. Con la cara roja. Muy muy triste. Por eso nunca volví a mencionar a ese chico ni a esa escuela, Freddy.
Él no sabía qué decir. Solo miraba la pulsera. Ese pequeño fragmento de algo que no recordaba haber tocado, pero que parecía estar cargado con una pena que aún dolía. El corazón se le apretó de forma extraña, como si una puerta se hubiera entreabierto dentro de él y lo que hubiera del otro lado no fuera claro, pero sí pesado. Inmenso. A punto de escurrirse. Sentir emociones tan divididas, tan extrañas, tan familiares y tan ajenas, lo abrumaba.
Su mamá se sentó otra vez. No dijo nada más. No lo obligó a hablar. Solo volvió a tomar la cuchara, metiendola en su tazón de frijoles charros, y continuó comiendo en silencio.
Freddy bajó la cabeza. Y se quedó ahí. Mirando sus manos. El espejo tiembla, por un instante.
La noche estaba helada. Tanto que tuvo que cerrar su ventana y prender una vela con olor a canela en su habitación. Freddy estaba acostado boca arriba, con la cobija azul hasta la barbilla y unos pantalones tejidos que su madre le había regalado hace años, de esos que ya ni recordaba cuándo habían llegado al cajón, pero que nunca tiraba. Tenían pequeñas estrellas blancas bordadas, y por alguna razón, cada vez que se los ponía, sentía que las cosas eran menos pesadas. Llevaba calcetines gruesos. Sus pies siempre eran los primeros en rendirse al frío.
El celular brillaba débil en sus manos. Vibra. Baja la mirada y abre el chat de Ann.
———————-
[22:34] Chica : oye ya la hiciste?
[22:34] Freddy : hice que????
[22:34] Chica : 😭 la tarea de español freddy
[22:35] Freddy : ah
[22:35] Freddy : no ???????
[22:35] Freddy : …es para mañana?
[22:35] Chica : AY DIOS
[22:35] Chica : sí, es para mañana
te dije en la comida te dije!!!!
te juro que te dije!!!
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Freddy sonrió apenas, con la cara vuelta hacia la pantalla. Se acomodó mejor entre las cobijas.
———————-
[22:36] Freddy : ya la hago
[22:36] Freddy : tú qué pusiste? Era de escribir un ensayo, no?
[22:36] Chica : un párrafo triste
obviiiiiiii que me saliera del corazón
o del hígado, no sé
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Se quedó mirando esa frase un segundo más de lo necesario. Respira profundamente.
———————-
[22:37] Freddy : ¿tú estás bien?
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Pasaron unos segundos. Luego:
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[22:38] Chica : ajá. por qué? Me escuché muy emo?
[22:38] Freddy : no!!! no sé. Lo digo por hoy
[22:38] Chica : por lo de Meg?
[22:38] Freddy : y lo de Gabriel
[22:38] Freddy : y lo de Bon
y Joy
[22:39] Chica : sí fue raro
[22:39] Freddy : tú los conocías de antes?
[22:40] Chica : un poco, no a todos realmente.
Joy es prima hermana de Gabriel, Meg es hermana de Aiden y Bon no sé bien la vdd.
———————-
Freddy leyó eso varias veces. Como si la verdad no le sorprendiera del todo. Es como si las piezas, de pronto, se movieran y dijeran algo.
———————-
[22:41] Freddy : con razón
[22:41] Chica : Con razón qué?
[22:41] Freddy : nada
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La conversación pareció agotarse un poco. Chica empezó a mandar notas de voz con ideas para el diseño de los trajes del show. Freddy no abrió ninguna. Solo las dejó ahí, en espera. Cerró los ojos un momento, el teléfono aún en la mano.
Y entonces vio el recuerdo. El cabello morado. Las puntas verdes. El rostro de lado. El lente redondo. El lente cuadrado.
El cuerpo se le tensó sin querer. Escribió.
———————-
[22:43] Freddy : oye
[22:43] Freddy : cómo se llama el chavo que estaba con los del consejo?
el del cabello morado con verde
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La respuesta tardó más de lo normal.
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[22:44] Chica : Lindgren
[22:44] Chica : se los dije hoy de hecho,
cuando vinieron los del consejo a nuestro salón,
él es el que los manda, no fue hoy con ellos pero llegó después
[22:44] Freddy : pero cómo se llama? Eso que dices es su apellido
[22:45] Chica : de nombre?
[22:45] Freddy : sí
———————-
Hubo una pausa. Larga. Injustificable. El corazón de Freddy palpitaba rapidísimo.
Y luego:
———————-
[22:46] Chica : Owynn
Owynn Lindgren; va en tercero, como nosotros
es de ciencias sociales, por eso ninguno de nosotros toma clases con él
———————-
El celular vibró. El nombre brilló en la pantalla como si le hablara directamente a las partes más hondas de Freddy.
Owynn.
Freddy sintió que el pecho se le encogía. El teléfono se le resbaló un poco entre los dedos. Lo sostuvo. Lo apagó. Se quedó mirando el techo.
Una tristeza terrible lo invade de pronto, angustia en el centro de su pecho. Quiere vomitar. Se intenta parar de su cama, pero nota que su cuerpo no responde a él. Es un copiloto en su propio cuerpo. Siente lágrimas en sus mejillas, sollozos comienzan a salir de su boca y se escucha a sí mismo decir:
—Lo siento…de verdad lo siento…—dice.
Incluso su voz suena diferente. Sus sollozos suenan diferentes. Su cuerpo se siente extraño. No sabe qué está pasando. Tiene miedo, tanto miedo.
El cuerpo respira, y Freddy Venegas cae dormido.
Chapter 9: La pulsera
Notes:
¡Hola!, una disculpa por ausentarme tanto. He estado extremadamente ocupada con cosas del colegio, sin embargo, puedo decir que estoy totalmente y completamente libre de la tortura. Hoy subo 4 caps!.
Gracias a los que leen, y a los que comentan!Intento contestar todos los comentarios y, si no lo hago, ténganme paciencia! Siempre leo todos con mucho cariño y agradecimiento!
Chapter Text
Es extraño, tener cuerpo.
Más extraño aún es saber que no siempre lo tuviste. Al principio lo creíste tuyo. Lo defendiste como tal. Lo usaste, lo cuidaste, lo rompiste. Repetirlo no sirve de nada: lo creíste tuyo. Lo creíste tuyo. Lo creíste tuyo. Repetirlo no calma. Solo confirma esto, el mirar la camisa de su uniforme, su suéter sobre tu cuerpo, que no te pertenece. Ahora que sabes que no es así, que no se ve como tú te ves realmente, que no te pertenece del todo… estar duele. Sentir duele. Tocar, oler, probar. Caminar. Mirar: Dolor. Todo eso que para él es cotidiano, para ti es ajeno. Como si el mundo fuera un abrigo mal puesto. El cuerpo no encaja. Las palabras no pueden explicar lo que es estar atrapado dentro de un traje de carne, sin tener forma de escapar.
Incluso pensar te resulta molesto. El ruido constante. El zumbido de una mente que no se calla. Tú vienes del otro lado, donde el pensamiento no es pensamiento, sino suspensión. Donde no hay voces. Donde no hay carne. Donde no hay que fingir nada. La ausencia del pensamiento no es su fin, sino su separación. Silencio real. Como agua. Cuál sombra. Como lo que eras antes de saber que eras. Tantas sensaciones te ofenden. Tantos sonidos te raspan. Tantas emociones físicas. Tantos cuerpos caminando como si tuvieran sentido, como si las almas que están usando esos trajes de carne y hueso supieran realmente su propósito. Tantas vidas diminutas repitiéndose con urgencia. Todos creen que son protagonistas. Todos creen que narran sus historias. Todos creen que están vivos. Todos creen que importan. Es un chiste. Lo aceptas. Lo ves en todos sus pliegues. Lo entiendes como entiendes lo único que no se te olvida: Te llamas Fred.
Y compartes este cuerpo. En algún momento fue tuyo, vuelves a pensar, a repetir, a gritar. En algún momento fue casa. En algún momento fue todo. Ahora no. Ahora es mitad. Es turno. Es un préstamo cuál dinero del banco. Es piel compartida con alguien que no sabe que la comparte. Él no lo sabe. Vive sin saber. Y eso está bien. Ser ignorante en algo así está bien, piensas. Tú y él. Vidas separadas. Mismo cuerpo. Él lo habita como quien entra a su cuarto. Tú entras como quien pide perdón. Él no sabe que casi toca el vidrio. Que si empuja un poco más, caerá de bruces en todo lo que no quiere recordar. Él no lo sabe. Tú sí. Tú lo sabes y ahora es tu turno.
Vas al colegio. Eso es todo.
Caminas por los pasillos ya conocidos. El cuerpo se mueve como si recordara lo que tú no. Sientes el peso de la mochila. Oyes voces. Risas. Murmullos que se aferran a las paredes cuál telarañas. Las puertas están donde deberían estar. Los pasos suenan como deben. El aire huele a polvo, a libretas, a chicle, a cloralex (por un momento recuerdas que mamá necesita que compren cloralex porque se le terminó en la casa; cuando regreses a la casa, si es que regresas tú , lo comprarás. Si no le dejarás una nota a Freddy para que lo haga).
Te saludan sus amigos por los pasillos, te dicen que si hiciste la tarea (Asientes con la cabeza, aunque no sabes si Freddy en realidad la hizo). Te dejan en paz en cuanto notan que buscas a alguien urgentemente. Tus pasos se vuelven rápidos, pasas por el salón de música, por el laboratorio de química. Hay puertas cerradas que no deberían estar cerradas. Ventanas que no dejan entrar luz. Pero no haces preguntas. Nadie hace. Esto es un colegio, después de todo. Tu colegio.
Doblas por un pasillo. Escuchas pasos. Voces suaves.
Y ahí están. Los del consejo.
Parados junto a los lockers. No hablan. No se mueven. Solo te observan cuando te acercas. El chico pelirrojo. La de cabello verde. El de la cicatriz rara, parecida a la tuya aunque tan diferente. Y otro más, de espaldas. Alto. El cabello morado, con las puntas verdes.
Te detienes. El cuerpo no. Tus manos tiemblan un poco. No por miedo.
Llamas su nombre, y es solo en ese entonces que él se gira.
-Owynn.
“¿Owynn?...es un nombre algo…¿raro?...¡Pero yo me llamo Freddy!, ¿Quién se llama Freddy en México?...Estamos igual los dos, con nombres tan raros, ¿no lo crees?”
Sus ojos de colores extraños, ligeramente opacados por sus lentes, te miran. Tu abres los tuyos, le sonrío nerviosamente; justo como aquella vez.
“Tu…¿Quisieras ser mi amigo?”
Pero sus ojos no te reconocen.
“¿No eramos amigos ya?...¡Vamos, Freddy; eso no se pregunta!...¡Claro que somos amigos!”
Te habla, pero la voz suena mal, diferente. El tiempo cambia incluso aquello que uno más quiere conservar. Sus labios se mueven, realmente no logras escucharlo. Ni siquiera le estás prestando atención. Miras a un lado por un instante, metes la mano en tu bolsillo, y la sacas con algo entre los dedos.
La pulsera. Hilos azules y verdes. Trenzada. Vieja. Temblando en tu palma. Se la muestras, manos extendidas frente a ti cual plegaria. Y él da un paso atrás. No dice nada. Pero sus ojos se abren como si acabara de ver a un muerto. Como si tú fueras ese muerto (Tu eres ese muerto. Moriste hace mucho tiempo.). Como si el pasado se le hubiera metido en el pecho de golpe. El tiempo puede llevarse todo, pero es uno mismo el que cura sus heridas. Da otro paso atrás.
El pasillo se oscurece. No de forma gradual. No como cuando el sol se esconde. Todo se oscurece de golpe, un ser extraño cerró los ojos del mundo. Las luces explotan. Los lockers tiemblan. Las paredes se ondulan como si respiraran. Y Owynn, tu viejo amigo, empieza a gritar. No con su boca. Con el cuerpo. Se agarra la cabeza. Se encoge. Sus rodillas chocan con el suelo. Su piel se agrieta. De verdad. Como porcelana rajada. La carne se abre en líneas que no sangran, pero brillan. Como si algo debajo de la piel estuviera queriendo salir. Un esplendor rojo sale de él, sangre roja que muestra tu reflejo, tu reflejo de cuando el cuerpo era tuyo, tu reflejo de cuando lo lastimaste tanto.
Tú no puedes moverte. Tus pies están clavados en el suelo. Literalmente. Te miras y ves que las baldosas se han fundido con tu cuerpo. No puedes correr. No puedes gritar. No puedes apartar la mirada. Owynn levanta la cabeza y tus ojos, llenos de lágrimas, chocan con los de él. Una angustia agonizante se apodera de ti, porque su rostro está roto. De verdad. Un ojo está en el lugar correcto. El otro ha bajado demasiado. La boca se alarga hacia la oreja. Hay sangre, hay lágrimas, llanto, dolor, traición y sobre todo culpa. Culpa que corta tus venas y hace que un sollozo salga de tu boca.
—¿Por qué regresaste? —dice. Y esta vez lo entiendes.
Tu pulsera cae al piso. Y empieza a deshacerse. Los hilos se desenredan solos. Se arrastran. Como lombrices vivas, se meten por las grietas del suelo. El aire se espesa. Se ahoga. Te ahoga. Y tú. Tú. Tú. Tú no sabes si eres tú. Tú no sabes si estás despierto. Tú no sabes si alguna vez estuviste dormido.
Entonces todo tiembla. El pasillo se parte en dos. Las paredes gotean algo que no es sangre, pero mancha igual. Y en medio de todo eso, Owynn, con su cara rota, sus huesos torcidos, grita. Y grita. Y grita. Y tú gritas también. Aunque no se escuche. Aunque no sepas por qué. Y entonces despiertas. Sudando. Tiritando. Respirando a medias. Con las sábanas pegadas a la piel y el eco de un nombre que te desgarra el pecho, y una culpa que de verdad te está matando.
No sabes por qué estás llorando aun después de despertar. Pero lloras. Tu respiración es torpe. Voraz. Asustada. El aire entra como puñaladas chiquitas, muchas, todas a la vez. No sabes cómo se llama eso que te está pasando. Solo sabes que te está rompiendo. Desde adentro. Desde un punto que no puedes tocar con los dedos.
Te sientas. El cuarto gira. No debería. No hay nada que se mueva, pero todo gira.
Algo cae al suelo. Un cuaderno. Un libro. Da igual. Hace ruido. Ruido fuerte. El corazón se te atora entre las costillas como si quisiera salir corriendo. Caminas a tientas hasta la ventana. Abres la cortina con manos que no sienten, con dedos que no son del todo tuyos. Y ves.
La ciudad duerme, nada habia pasado realmente, y era tonto pensar que algo cambiaria con lo que soñaste. Es como si el mundo no se hubiera deshilado bajo tu cuerpo hace apenas unos minutos. Los postes de luz titilan como si estuvieran a punto de rendirse, su luz apagándose cada tres segundos y luego prendiendo de golpe. Las ventanas lejanas parpadean, algunas con televisores encendidos, otras con vidas completas detrás de sus cortinas. Un perro ladra. Un carro pasa. El silencio no es real. Nunca lo es.
Y arriba ....arriba están las estrellas. Las ves como si no las hubieras visto antes. Pequeñas, inmóviles, lejanas y crueles; gigantes, siempre en movimiento, tan cerca y tan hermosas. Testigos que jamás intervienen, cicatrices del universo, lágrimas de la galaxia. Y tú las nombras.
No porque te tranquilicen. Sino porque es lo único que tienes en ese momento. A veces sientes que las estrellas son lo único que te miran, que te conocen.
—Orión… —murmuras entre sollozos—. Cassiopeia… Crux… Lyra…
Las palabras salen como plegarias sin dios. Intentos desesperados por quedarte en ti, por no desbordarte y dejarle el cuerpo a Freddy en este estado tan deplorable. Las estrellas no te responden, nunca lo hacen. Pero a veces sientes que cuando parpadea es porque te están mirando; con eso es suficiente, ¿no?
—Géminis… Andrómeda… Cygnus… Draco…
Y piensas. Piensas cosas…raras. Pensamientos que no se completan. Que vienen de golpe y se cortan en la mitad. ¿Por qué él? ¿Por qué tú? ¿Por qué él otra vez? ¿Por qué se sintió tan real? ¿Por qué dolió como si estuviera pasando ahora mismo? ¿Por qué tus manos temblaban como si fueran de otro?
La puerta de pronto se abre. Suavemente. Tus pensamientos se detienen por un microsegundo, tus ojos se mueven hacia ella y ves que mamá ha entrado al cuarto. Silencio en sus pasos. Su voz, baja. Triste. Preocupada. Odias preocupar a mamá.
—¿Mi vida?
No contestas. No puedes. Ella no…ella no sabe que su vida no está presente. Las lágrimas siguen saliendo. No te limpias. No haces nada. Solo niegas. Apenas. Apenas mueves la cabeza. Ella cruza el cuarto como si temiera despertarte (despertar a Freddy) más. Te envuelve (ella piensa que está abrazando a Freddy) por la espalda. Su bata es de tela gruesa. Huele a hospital, a jabón, a preocupación. Huele al perfume de lavanda que ella usa, huele al jabón escudo que compra en la farmacia del ahorro. Tu espalda tiembla, todo tu cuerpo lo hace. Ella te acaricia lentamente, y no pregunta más. No insiste.
Y tú sigues ahí, frente a la ventana. Viendo lo mismo que has visto siempre. Pero esta vez lo ves desde otra parte de ti. Y piensas: ¿Cómo puede ser posible que Owynn vaya en la misma escuela que Freddy?; será que él…¿Será que Owynn te recuerde?...¿Será que recordará ese algo? Algo que eras tú. Algo que nunca fuiste.
Miras afuera de la ventana, tristeza dentro de ti y aún así, te aferras a las estrellas.
Una por una. Nombrándolas como si eso bastara para no desaparecer.
El cielo amaneció encapotado. De esos días que parecen prometer lluvia sin cumplirla, donde la luz entra sucia por las ventanas del salón y el aire huele a polvo mojado aunque nadie haya regado nada. La escuela olía a lo de siempre; basura, sudor de niño de 12 que juega fut y suda cuál puerco. Freddy llegó tarde. No por mucho. Lo suficiente para que todos lo notaran, pero no lo suficiente como para que el profesor se molestara.
Chica lo vio primero. Se le quedó mirando como si leyera algo en su cara que él no sabía que estaba mostrando. Bonnie levantó una ceja. Gabriel solo se giró en su asiento y le echó una miradita a Chica. Aiden fue el único valiente que habló.
—Güey, te ves fatal —le dijo, bajando la voz para que el maestro no escuchara—. ¿Dormiste en el piso o qué?
Freddy dejó caer la mochila con más fuerza de la necesaria. Se sentó junto a ellos, medio cerrando los ojos por el dolor de cabeza que desde que se levantó tiene: —Me levanté como si me hubiera atropellado un camión —murmuró.
—¿Uno o dos? —preguntó Bonnie, sin emoción aparente, mientras copiaba en su libreta lo que el profesor había escrito en el pizarrón.
—Tres —dijo Freddy, y se tapó la cara con las manos, alzando su mano derecha y mostrando tres dedos—. Con reversa.
Chica soltó una risita, pero lo miraba con atención. De esas veces en las que uno se ríe, pero no deja de observar.
—¿Todo bien o te andas muriendo poquito por dentro? —susurró, dándole un codazo leve.
—Nah, todo bien —mintió.
—¿Neta? Porque traes la cara como si hubieras llorado toda la noche viendo películas de perritos que se mueren, como la de La razón de estar contigo —añadió Aiden, sacando un chicle y ofreciéndole uno.
—No fueron películas, ni siquiera se que fue…solo me levanté así y ya —contestó Freddy, medio riendo, medio no; negando el chicle con la cabeza. Aiden alzó sus hombros y le sonrió de lado con pena.
Y entonces el timbre sonó. Como si los hubiera salvado del tener que seguir profundizando.
—¿Qué sigue? —preguntó Bonnie, ya guardando los audífonos en su mochila.
—Educación física —dijo Gabriel, mirando su horario como si no lo supiera desde hace tres días.
—No mames, ¿otra vez? —se quejó Aiden—. Si la semana pasada apenas y sobreviví. Casi me da un aneurisma con esos burpees .
—A ti todo te da aneurisma —dijo Chica—. Comer papas, despertar, leer tres páginas, respirar…
—Sí, pero me veo bien haciéndolo; no como cuando hago los burpees que sudo muchísimo —respondió él, levantando las cejas.
—Nadie te va a ligar en pants de secundaria; todos sabemos que son los mismos pants que usas desde que íbamos en 1ro de secundaria, Aiden —dijo Bonnie desde su esquina, seco como siempre.
Freddy solo los escuchaba. Le dolía la cabeza. Le ardían los ojos. Pero solo sería una hora de intentar esquivar balones, de fingir que no le dolía todo, de caminar como si no le pesaran los huesos. Una hora de no pensar demasiado. Si…así estaba bien, ¿no?
Chapter 10: Bleeding together
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El golpe no fue grave (Según la enfermera y el muchacho que una y otra vez le ofrecía disculpas a Freddy), pero lo suficiente para torcerle el tobillo y la dignidad. Freddy se cayó tratando de esquivar un balón que ni siquiera iba hacia él. Cayó mal. Torpe. Y el silencio que siguió al sonido de su cuerpo contra el suelo fue más humillante que el dolor mismo. Gabriel lo acompañó sin preguntar. Ni siquiera pidió permiso al maestro. Solo lo sostuvo del brazo, miró con una expresión fulminante al chico que le tiró la pelota, se giró hacia Freddy, le sonrió y lo encaminó a la salida de la cancha. No hablaron mientras caminaban hasta la enfermería. No hacía falta.
Ahora estaban ahí. La enfermera se había ido “un momentito” a firmar unos papeles. Freddy estaba en la camilla, con una compresa fría en el tobillo, y Gabriel se sentaba en una silla de plástico que crujía cada vez que se movía. Afuera se escuchaba el ruido amortiguado de los alumnos corriendo, gritando, viviendo en el momento y solo en el momento. Adentro, solo ellos dos. Y un reloj que marcaba los minutos con un tic, tac, tic, tac….
—Fue una caída estúpida —murmura Freddy, mirando al techo.
—Sí —respondió Gabriel sin reírse—. Muy estúpida.
Silencio.
—Gracias por traerme —añadió Freddy, más por costumbre que por otra cosa.
—No iba a dejarte ahí tirado —alza los hombros y sus ojos grises miran a un lado—. Parecías un pato atropellado.
—Ojalá me hubiera atropellado un pato. Habría sido más digno, ¿sabes?...caer frente a todo el salón es…–finge como si un escalofrío hubiera pasado por su cuerpo.
Gabriel suelta una risa breve, apenas un respiro diferente. Pero no se burlaba. Solo respiraba distinto. Freddy no lo miraba, pero lo sentía. Sentía cómo se reacomodaba en la silla frente a él. Cómo se cruzaba de brazos. Cómo algo en él estaba siempre en tensión, incluso cuando parecía relajado.
—¿Estás bien? —preguntó Gabriel.
Freddy no contestó de inmediato. No porque no supiera qué decir. Sino porque no quería mentir. Porque las palabras, últimamente, le sabían a la ceniza que a veces cae del cielo después de que los vecinos queman basura.
—No —dijo por fin—. Pero no es por el tobillo.
Gabriel no lo miró. No se movió. Solo lo escuchó.
—Son cosas…tontas. Me desperté como si me hubieran sacado de otra vida, estaba todo sudado y…mis cachetes estaban mojados. No puedo dejar de pensar en cosas que no entiendo. En nombres. En personas. En... cosas que se sienten mías pero no lo son. O al revés. No sé.
Gabriel bajó la mirada, como si pensara en algo que no podía decir en voz alta. Y luego dijo:
—A veces, Freddy, me pasa que no sé si lo que siento es mío o de otra persona. Es…es como si estuviera actuando un papel que alguien más escribió. Como si todo esto que soy no fuera lo que se supone que debería ser…—mira a Freddy, tan, pero tan cansado —...¿Te sucede algo similar?
Freddy lo miró entonces. De frente. Y en el rostro de Gabriel —que siempre parecía tan limpio, tan correcto, tan dorado y pulcro; vio algo opaco. Algo que no brillaba. Algo que no quería brillar. Algo que deseaba con todas sus fuerzas apagarse y esconderse.
—Es raro, ¿no? —murmuró Freddy—. Estar vivo. Pensar que uno es algo, y de repente dudarlo. Sentir que hay una parte de ti que no conoces. Que se esconde. Que se asoma cuando duermes.
—O cuando callas —agregó Gabriel.
El reloj marcaba las once y once. La enfermera seguía sin volver. El aire se volvía más denso. No por el calor. Por lo dicho. Por lo no dicho.
—No voy a cantar —dijo Freddy, de pronto.
Gabriel alzó las cejas, sin sorpresa: —Si, lo sé. Ya me lo dijiste el otro día en la piscina —dijo.
—Lo siento.
—No te disculpes.
—¿Por qué no me debo de disculpar?...Le di esperanzas al grupo de que…de que yo ayudaría en algo más…; chica se molestará mucho en cuanto se entere. —El tono de voz de Freddy había bajado a un murmullo.
—No es culpa tuya —dijo Gabriel, sonriendo—. Y lo que no es culpa tuya, no deberías cargarlo solo. Esto mismo te dije la vez pasada que platicamos bien; y lo digo en serio Freddy.
Freddy tragó saliva. El tobillo le dolía menos. El pecho, un poco más. Gabriel se levantó de la silla. Dio un paso hacia la puerta. Pero antes de salir, se detuvo. Lo miró. No con lástima. No con compasión. Le sonrió.
—Si alguna vez necesitas que alguien te recuerde quién eres, o quién no eres, avísame. No se me da tan mal como parece; por algo mi familia me puso a escribir canciones desde peque; se me dan las palabras.
Y salió. La puerta quedó entreabierta. Freddy se quedó solo en la enfermería. Volvió a mirar el reloj, que marcaba los minutos como si fueran gotas cayendo dentro de un pozo seco. Como por diez minutos nadie entró. Nadie salió. Afuera, los alumnos que caminaban por los pasillos comenzaban a callar; la campana para retirarse ya había sonado. Sin embargo, la enfermera, antes de irse, le había dicho a Freddy que se quedara una hora más, por si acaso. Entonces, en ese momento, solo quedaban él y su cuerpo. Su cuerpo, ahí, sentado sobre la camilla, tibio, visible, pesado. Levantó la pierna con cuidado y miró el tobillo: rojo, un poco hinchado, no demasiado. Algo entre un golpe y una excusa. Suspiró. No por el dolor. Por el hecho de tener que seguir ahí.
Se recargó contra la pared acolchada de la camilla, con la cabeza hacia atrás, mirando el techo sin realmente verlo. Sintió su respiración. El leve ardor en las costillas. El sudor seco bajo la camiseta. El mundo entero hecho de pequeñas molestias. El mundo entero reducido al peso de estar vivo.
Y entonces, lo sintió.
Primero, fue esa…grieta. Pequeña. Entre la piel y la sangre. Como si algo se abriera entre el pensamiento y el músculo. No fue dolor. Fue dislocación. Fue interrupción, la misma de aquella vez. Una fisura. Una interferencia. Nada crujió. Nada sonó. Solo una presencia. Algo que no debía estar, pero estaba. Algo que no venía de afuera. Algo que ya estaba adentro, esperando.
Sus ojos miraron su mano moverse. No la movió él. La vio estirarse, con la lentitud que da el cuidado, con el ritmo de quien sabe lo que hace, y quitar la compresa de su tobillo. Dejarla caer a un lado. Luego escuchó su propia voz. Su boca. Su garganta. Decir, con tono suave y una forma de decir las palabras algo extraña, como una broma entre dientes:
—Uy… sí estuvo fuerte.
Y entonces algo en él se congeló. El cuerpo seguía ahí. El peso seguía. Pero la propiedad… no. Ya no era del todo suya. No era todo él. Y lo que le pareció maravilloso en ese momento es que el miedo no lo congeló por completo; porque aún podía sentir su cuerpo. Movió los dedos de su otra mano para probar; después, con su corazón comenzando a latir rápidamente, susurró:
—¿Hola?
Y la voz tembló. No porque tuviera miedo. Sino porque no entendía. Porque su propia voz acababa de hablar sin él. Y ahora respondía con esa misma boca, con esos mismos labios, con esas mismas cuerdas. Todo estaba al revés.
Entonces los ojos. Sus ojos se abrieron, sorprendidos. Y como es que sabe eso, ¿Cómo es que sabe que siente sorpresa?, es una extraña mezcla de emociones dentro de sí; se divide en dos, en ese momento. Parte de él siente intriga, algo de temor pero más que nada curiosidad. Tu otra parte, sin embargo, está aterrada. No sabe cuál es la tuya. Respira contigo. No encima. No al margen. Contigo. Las paredes respiran. El silencio ya no es solo ausencia: es compañía. Estás dentro, y también afuera. Observas y eres observado. La carne responde. Los dedos tiemblan. Pero no por debilidad. Por reconocimiento. Por susto. Por curiosidad.
—¿Esto eres tú?, ¿Esto soy yo? —Alguien susurra.
Algo se asienta. Algo se prueba. Algo se atreve. Y de pronto ambos están ahí. Viviendo lo mismo. Desde lugares distintos. En un mismo cuerpo. Dos sombras proyectadas por una misma luz. Dos pensamientos en la misma palabra. Una garganta. Dos silencios. Miran a un lado, los ojos azules chocan con algo, una sombra, ¿Que es eso? Hay una doble imagen, lo mismo que sucedió cuando estabas en el sueño con el espejo. No hay grito. No hay escape. Solo el temblor. Solo el desconcierto de que algo le estaba pasando. Un dolor de cabeza comienza a apoderarse de ti, el vértigo de saberse partido, dividido y mezclado comienza a subir por su garganta, tienes miedo; esto no es normal…Sientes que va a vomitar algo que no has comido. Una sensación de desborde. De mezcla. De fractura. Esto no es normal. Esto no es sano. Esto no es humano.
Cierras los ojos con fuerza. El cuerpo tiembla. Siente que algo se va, o que algo entra. No sabes cuál. No sabe qué. ¿Porque tiene que pasarle esto ahora? Lágrimas comienzan a llegar a tus ojos, a sus ojos…¿Porque está pensando así?...le duele, ¡le duele mucho!
El cuerpo se mueve, de pronto. Eso es lo primero. No el pensamiento. No la intención. Su cuerpo. El movimiento crudo, directo, inapelable. Sus piernas se doblan. Tu espalda se endereza. La planta del pie izquierdo busca el suelo. Su tobillo derecho se pliega. Duele. Pero su cuerpo sigue. Tu cuerpo va. No hay decisión. No hay consenso. No hay voz que diga "vamos". Solo acción. Acción sin origen. Un pie, otro pie. Cojeando. Arrastrando. Lento, pero inevitable.
Y tú estás detrás. O adelante. O encima. No sabe dónde está, y está aterrado. No sabes quién es el que tiene tanto miedo. Estás en el cuerpo. No está en el cuerpo, o si lo está pero no. Estás mirando. Escuchando. Pensando desde otro ángulo.Y él también. Caminas. El cuerpo camina. Cada paso es un eco en la médula. Cada palpitación es un tambor que no responde a ningún ritmo. Llegas a la mochila. Tus dedos la abren. El cierre suena como un grito. Como metal rasgado. Tus dedos buscan. No sabes qué. No sabes si eres tú quien busca. Pero buscan. Hasta encontrarlo. El celular.
El celular en la mano. Pesado. Frío. Vivo. Su respiración está cortada. No como cuando corre. No como cuando llora. Nunca habia escuchado su respiración así. Deslizas. Marcas. El número de ella. De la única que podría darte un mapa de este infierno. No piensas. Lo haces.
El cuerpo tiembla. La línea suena una vez. Dos.
Y entonces: su voz.
—¿Freddy?
La voz de Isa. Calma. Cálida. Suya.
—¿Qué pasa, Freddy? Tú no sueles marcarme…
Y ahí. Un sollozo. La voz de Freddy no sale. O sí sale. Pero se arrastra. Como si viniera desde el fondo de un pozo. Como si no hubiera cruzado garganta alguna. Como si no fuera suya. Es la tuya.
—No sé qué pasa…me…me duele todo, me duele la cabeza; estoy…no se que pasa —susurras.
Pero no sabes si lo dijiste tú. No sabes si ella lo escuchó.
—Freddy, respira —dice ella—. Estás bien. Estás a salvo. Estoy contigo. Vamos a hacer algo, ¿vale?...
Ella empieza a decir cosas, su boca comienza a responder mientras más lágrimas llenan sus ojos. Tú tiemblas. El cuerpo se derrumba de nuevo en la silla. No sabes si el celular está en tu oreja. No sabes si sigues hablando. No sabes si ella te escucha…¿Qué es esto que te está pasando?...Tu cuerpo responde. Sí. Está ahí. Sentado. Llorando. Contestando preguntas. Diciendo tu nombre. Repitiendo cifras. Mencionando colores, objetos en la habitación. Anclas, dice ella. Anclas para no irte.
Pero tú no estás yéndote. Estás partiéndote. Estás duplicándote. Estás todo al mismo tiempo. Su cabeza se recarga contra la pared. En la silla. Como si ya no pudiera sostener tanto.
¿Quién está hablando? ¿Quién está escuchando? ¿Quién está temblando? Tus ojos están abiertos. Tu boca abierta. Tu mente abierta. Y…él.
—Puedes ….no, no estoy listo...
No saben cuál de los dos lo dijo. Y entonces, algo empieza a ceder.
Tú, o lo que queda de ti en ese instante, se aprieta los ojos desde dentro. Como si así pudiera cerrarse también a sí mismo. Esto no está bien. Esto no está funcionando. No así. No juntos. No ahora. No debió pasar. No de esta forma. No tan desordenados. Se siente como un rompecabezas que alguien armó de prisa, empujando las piezas con fuerza, encajando donde no tocaba, obligando bordes a tocarse cuando no debían. Y la imagen resultante no es clara. No es normal. No es nada. Solo distorsión. Solo ruido. Solo carne. No puede ser así. No ahora.
Antes de que puedan seguir compartiendo el mismo borde de conciencia, tú das un paso atrás. No lo dices. Se va, de pronto esa sensación de dualidad. Se pliega hacia dentro, hacia el hueco de siempre. Lo hace con rabia. Lo hace con miedo. Lo hace con pena. Y le duele el pecho, de pronto. Y sabe que esa sensación desapareció solo porque le dolía verlo así: roto, llorando, sosteniéndose con palabras ajenas, es insoportable. Y lo último que dejó atrás, lo último que empujó antes de salir, es una voz muda. No audible. No pronunciada. No entregada. Es aquí la primera vez que se comunican.
–Perdón.
Y entonces Freddy respira. Una vez. De verdad. No sabe cuánto tiempo ha pasado. No sabe qué dijo. No sabe qué escuchó ni que pasó. Isa sigue hablando. Su voz es baja. Constante. Aterrizada.
—Freddy, estás aquí. Sigue conmigo. Eso es. Solo respira. Estás bien.
Freddy mira su mano. Está temblando. Mira el celular. Sigue ahí. Su cuerpo le pertenece otra vez. Y él no entiende por qué cuando se debería sentir aliviado se siente tan…culpable.
— Lo siento . — Piensa devuelta, aunque no sabe a quién.
Es una locura esto.
Chapter 11: Respuesta
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Dos días no son suficientes para siquiera…comprender(¿?) —no sabe si está es la palabra que busca, ni siquiera sabe que es lo que quiere decir — lo que pasó. Lo sabe. Lo siente. A veces lo olvida y de pronto lo recuerda como cuando recuerda que tiene que respirar (siempre lo hace, siempre respira pero…cuando uno recuerda que respira, se vuelve algo consciente hasta que uno lo olvida de nuevo). Sigue recibiendo mensajes de Isa: preguntándole cómo se ha sentido, si ha dormido, si ha sentido algo extraño otra vez. No ha respondido a todos. Solo algunos. Con monosílabos, con emojis, con frases breves como “todo bien”, “supongo que mejor”, “no ha vuelto a pasar”. Mentiras dulces, necesarias.
Desde ese día, comenzó a dejar notas en su libreta. No grandes cosas. Preguntas, más que nada. ¿Estás ahí?, ¿puedes escribir tú también?, ¿cuántos…son?, ¿es esto real?, ¿recuerdas más que yo?, ¿o esto también es nuevo para ti?... A veces, después de escribirlas, pasaba la página y la dejaba ahí. Cerrada. Con miedo de volver a verla. No por lo que podría haber, sino por lo que no. ¿Cómo explicaría a alguien que se está dejando notas a si mismo, sin saber si las responderá?, ¿Como explica esta locura? No sabe si eso lo vuelve loco o cuerdo. Pero lo necesita. Necesita saber si hay alguien más o si todo es una gran habitación vacía con su nombre en la puerta. No ha hablado con nadie. Ni con Chica, ni con Gabriel, ni con Aiden, ni siquiera con Bonnie. No porque no quiera. Sino porque no puede decirlo sin parecer un rompecabezas que se armó al revés.
Ahora están en el salón de ensayo, y eso, al menos, le permite fingir que todo está bien. El sol entra en pedazos por los vidrios polvosos (Parecen, por un instante, un vitral), las mochilas están regadas por el suelo y el aire huele a cables viejos y perfume barato. Están tocando Viva la Vida, versión acústica, con esa vibra desordenada que tienen los grupos adolescentes cuando se creen más caóticos que técnicos, pero con corazón de sobra. Freddy, guitarra en mano, intenta concentrarse en los acordes. Tiene la Stratocaster azul claro colgada sobre el pecho, los dedos colocados sobre el traste 5, listos para el cambio rápido que viene tras el verso de Gabriel (La parte en la canción donde dice “It was a wicked and wild wind, Blew down the doors to let me in, Shattered windows and the sound of drums”. En el último verso, Aiden hace un movimiento con la batería que hace que la canción suene…increible) . Está medio metido. Medio. Porque una parte de él sigue recordando la sensación de no estar solo. No en el salón. En su cabeza. La voz de Gabriel entra limpia, segura. Ann hace una armonía ligera, aún aprendiendo los tonos con su bajo. Bonnie está en su guitarra, serio, perfecto, exacto; él y la guitarra siendo uno. Aiden rasguea la batería con más fuerza de la necesaria, sus brazos moviéndose como Andrew en Whiplash. Todo va bien.
Hasta que Freddy se desconecta medio segundo. Y su dedo índice no presiona bien la cuerda en el cambio. Se resbala, y en vez de silenciarla, la deja vibrar mal. Al mismo tiempo, su mano derecha rasguea muy abajo del puente, con la palma mal apoyada sobre las cuerdas. El sonido que sale del amplificador es un golpe seco, chirriante, algo entre un “ clunk” desafinado y un “ twang ” metálico desastroso.
—¡Ay! —grita Chica, llevándose las manos a los oídos—. ¡¿Que pasó?!
—Güey…no mames—Aiden se ríe, bajando las baquetas y poniéndola sobre el Tom base de su batería—. Estuvo horrible.
Freddy frunce el ceño, ajusta el volumen del ampli y le da una última pulsación a la cuerda como para comprobar que ya está bien.
—Me distraje, perdón —dice.
—No manchen, sí sonó horrible —añade Chica, bajando su bajo, sin levantar mucho la voz.
Gabriel lo mira con una ceja levantada. No burlón, solo atento.
—¿Estás bien? –Siempre pendiente, siempre se da cuenta de todo. Esto incomoda a Freddy un poco. Él asiente de inmediato. Muy rápido.
—Sí, sí. Fue nada más… no sé. Pensé en otra cosa.
—En la lista del súper, ¿o qué? —dice Aiden, sonriendo mientras se recarga sobre el bombo —. ¿O te acordaste de que no hiciste la tarea de filosofía?
—Freddy ni siquiera está en filosofía, pendejo —dice Chica, aún con la ceja levantada—. Pero sí se ve como si acabara de regresar de una batalla campal contra sus pensamientos más profundos.
—Siempre se ve así —murmura Bonnie.
Freddy se ríe. Un poco. Pero se le queda la sonrisa rara, trabada.
—Solo fue un mal rasgueo —dice—. Ya está…¿Podemos seguir porfa?
Gabriel asiente. No dice nada más. Pero se acomoda de nuevo el micrófono, toma aire por la nariz cual nadador se prepara para entrar al agua. Y cuando canta, su voz baja. No porque esté cansado. Porque quiere cuidar. Porque quiere acompañar. Porque la canción no necesita volumen, necesita pulso. Eso es algo que nunca le da a las canciones cuando canta como cantante, frente a las personas. No hay alma en su canto; aunque en este momento, Gabriel le da tanta esencia, alma, emoción, amor a cada palabra que dice resuena en la habitación. Freddy se concentra. Esta vez, en serio. Mira el mástil de su Stratocaster , ya más cálida bajo sus manos. Coloca los dedos con firmeza sobre el traste. C . Cambia con fluidez a D . Luego G , suave, sin levantar demasiado los dedos. Termina en Em , soltando el rasgueo con la uña del pulgar en la cuerda baja, dejándola vibrar. Todo fluye. Todo se acomoda. El sonido sale limpio. El ritmo vuelve. El alma regresa a él y sonrie. La cuerda vibra justo donde debe. El cambio en el compás le sale preciso, no perfecto, pero suyo. Lamentablemente su cabeza no se ha quedado atrás.
Sigue tocando. Sigue rasgueando el ciclo. C – D – G – Em . Otra vez. C – D – G – Em. Y lo piensa. Aunque no debería. Mientras repite el ciclo una y otra vez.
¿Cómo funciona? , se pregunta. ¿El otro recuerda lo que yo no? ¿O vive la misma…falta de memoria, solo que al revés? ¿Tendrá nombre? ¿Se pone uno? ¿Sabe que yo existo? ¿Me ve como yo lo vi? ¿Y si solo es otra parte de mí? ¿Y si no hay “yo”?
El pensamiento no lo hace fallar. Pero pesa. Pesa en los dedos. Pesa en el pecho.
Terminan la canción. El último Em queda flotando un poco más, como si la cuerda supiera que era el final. Chica aplaude con fuerza, riéndose. Aiden lanza una baqueta al aire como si acabaran de llenar el Foro Sol . Bonnie no levanta la cabeza. Solo dice “mejor que hace rato” y comienza a tocar algo nuevo en su fender roja.
Gabriel sonríe. No a nadie. Solo sonríe. De ese modo tan suyo. Freddy baja la guitarra. La deja con cuidado sobre la base de apoyo. Se acerca al amplificador donde dejó su libreta. Mira la hoja en blanco. Ya hay preguntas escritas antes. Pero ahora quiere algo más simple. Solo una palabra.
Hola.
La piensa. La siente. Pero no la escribe. No hoy. Porque cuando sale del salón, y cuál chiste que se cuenta solo, saca el celular. Lo desbloquea. Entra a las aplicaciones de notas. A los mensajes que deja, sin realmente esperar respuesta. Y ve algo que él no escribió.
Freddy Venegas, por primera vez, encuentra respuesta.
Chapter 12: Prefiero ser Canalla delirante
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La nota apareció como si siempre hubiera estado ahí; de ahí siguieron más. Es como si la primera nota no hubiera nacido de un tecleo, sino de aire mismo, las que siguieron estaban dobladas entre las páginas de su libreta como un segundo latido; latido de su mente, de su corazón, de su alma. No sentía miedo, al contrario; era…extraño este sentimiento que estaba dentro de él. No había firma, pero sí había nombre. Y en el cuerpo de esas líneas cortas, de esa letra que no era suya pero tampoco ajena, había algo más fuerte, nota Freddy, que el miedo. Fue la tercera respuesta, igualmente que encontró en el colegio cuando salía de un ensayo, que le llamó más la atención:
“Mi nombre es Fred. Tengo tu mismo apellido. Yo... creo que tengo tu misma edad. Me gustan Adoro las estrellas. El cielo se ve más lindo desde afuera y no de adentro, ¿no?”
Freddy no la leyó una vez. La leyó seis. O siete. O veinte. No supo realmente cuantas. Las palabras no se deshacían. No cambiaban. No desaparecen. No eran un truco. No eran un sueño. Eran reales. Unas palabras que no recordaba haber escrito pero que conocía, recordaba haberlas pensado, un recuerdo tan ajeno e imposible que sabe que no es de él. Y eso, como absolutamente todo lo demás, debería…asustarle. (No lo hacía). Se quedó quieto en el pasillo. El mundo siguió su curso alrededor de él. Los pasos, las voces, las mochilas golpeando las rodillas, los gritos de alguien riendo al fondo. Todo avanzaba. Pero él no. Era una estatua, sus ojos azules abiertos de la sorpesa. Era piedra con un corazón que golpeaba como si quisiera abrirse paso a martillazos. Era una gota de agua en un vaso, un pájaro cayendo del aire. Pasaron Chica, Gabriel, Bonnie, Aiden. Uno lo saludó con un gesto. Otro con una mirada breve. Chica se detuvo solo un momento, le preguntó si iba con ellos. Él dijo que sí, que en un segundo. Su voz sonaba lejana. La libreta seguía en sus manos. No sabía dónde esconderla. No quería esconderla.
Tuvo suerte. O algo parecido. Esa misma tarde tenía cita con Isa. Realmente no sabía porque siempre notaba primero los olores de los lugares; El pasillo blanco seguía oliendo a lo mismo de siempre: a papel, a aire recirculado, a silencio demasiado limpio (Ahora había un olor nuevo; olía a vainilla). Freddy bajó el cierre de su sudadera; había algo de calor adentro, aunque tenía las manos frías, pero no era miedo. No, de verdad no lo era.
El timbre de la puerta se oyó apenas como un zumbido cuando entró. Isa lo esperaba sentada en su sillón, como siempre. El mismo cuaderno sobre las piernas. La misma lámpara encendida. La misma música instrumental ( Would that I , de Hozier, nota Freddy) sonando muy bajito desde su bocina sony , como si temiera molestar.
—Hola, Freddy.
Él asintió, saludando con una mano. No se sentó de inmediato. No traía palabras. No traía ocurrencias como lo que le pasó el otro día por Tlatelolco. Solo traía algo que llevaba un par de horas temblando entre las páginas de su libreta. Abrió la mochila con cuidado. Sacó la libreta azul, algo desgastada. No la abrió. Solo se la extendió. Silencioso. Isa lo miró. Miró sus manos. Miró la forma en la que apretaba el borde de su sudadera con los dedos. Recibió la libreta cuál pastor recibiendo un libro importante, como quien no quiere romper nada.
Abrió la libreta; comenzó a hojear. Freddy se asomaba para verla. En cuanto vió que ella pasó la hoja en donde estaba la nota, le murmura:
—Ahi, lea eso –le apunta con un dedo, él mismo regresa la hoja y nerviosamente la mira.
Ella leyó.
“Mi nombre es Fred. Tengo tu mismo apellido. Yo... creo que tengo tu misma edad. Me gustan Adoro las estrellas. El cielo se ve más lindo desde afuera y no de adentro, ¿no?”
Isa no dijo nada. Volvió a leer. Una vez. Dos. Luego bajó lentamente la libreta. Levantó los ojos.
—¿Puedo...? —preguntó algo penosa, nerviosa. Freddy nunca la había visto así. .
Freddy asintió. Por fin se sentó.
—¿Lo encontraste tú? —preguntó Isa.
Freddy negó con la cabeza. Alzó los hombros y sonrió tímidamente.
—Estaba ahí cuando abrí la libreta hace rato. No lo escribí yo. Pero…es mi letra. Casi. No igual. Es la letra que le comentaba el otro día, casi la mia pero no.
Isa lo escuchaba. Todo en su rostro era escucha.
—¿Sabes quién es?
Freddy miró al piso. Lo pensó un momento.
—Creo que sí. O sea, no lo conozco. Pero sí. Creo que sí…—la mira, frunce el ceño y mira a un lado, murmurando: —Creo…creo que ya lo conocía antes, de hecho.
Un segundo. Dos.
—¿Te puedo hacer algunas preguntas? —dijo Isa, abriendo su propia libreta y comenzando a escribir rápidamente—. Si en algún momento necesitas que pare, me lo dices.
Él asintió otra vez.
—Sí —dijo.
No le tembló la voz. No le tembló la palabra. Y entonces, por primera vez, hablaron de verdad. Hablaron de las lagunas. De los saltos. De las veces que Freddy estaba en un lugar y luego en otro. De los objetos fuera de lugar. De los sentimientos que no reconocía. De los recuerdos que no sentía suyos pero sí lo eran. De la nota. De la letra. De la voz que a veces salía de su boca y no era suya. De la forma en que algo adentro lo observa cuando el mundo se cae. De ese dia en donde él se sentía dos y a la vez uno; como su ser no era suyo y a la vez si.
Isa escribía poco. Solo lo justo. Lo escuchaba con los ojos también.
—Vamos a comenzar algo juntos, ¿te parece? —dijo al final—. No necesito que entiendas todo. No ahora. Pero necesito que me sigas contando cuando pase algo. Lo que sea. Aunque no estés seguro…—lo apunta con el lapicero —...sobretodo necesito que me cuentes cuando encuentres estas notas, ¿vale?
Freddy bajó la mirada.
—Y si no me responde...
—Igual me lo cuentas. Todo Freddy, de verdad. Para que podamos seguir avanzando.
Guardaron la libreta.
Él se despidió. Cruzó la puerta sin ese peso que le apretaba siempre el pecho. Afuera el cielo estaba nublado, pero había luz. Luz suficiente para ver por dónde caminar. Y aunque nada había cambiado todavía, ese algo, algo que Freddy llevaba tiempo reprimiendo, temiendo y huyendo, se había afirmado. Ya no era solo un hueco con voz. Ya no era solo un espejo (espejo que ahora veía más y más en sueños). Ahora tenía un nombre.
Desde entonces, empezó a dejar más notas. En la libreta. En su celular. No todas eran preguntas. Algunas eran saludos. O disculpas. O simplemente espacios en blanco, esperando algo. A veces Fred respondía. A veces no. Pero Freddy ya no le temía al silencio. Porque el silencio ya no era vacío: era alguien más.
Siguió yendo a clases. Siguió tocando la guitarra. Siguió viendo a sus amigos. Su otra vida no desapareció. Solo se volvió doble. Se volvió escondida. Era una cuerda en un tono más bajo que la melodía diaria. Una línea de bajo que pocos escuchaban, pero que estaba ahí, sosteniéndolo todo. Con sus amigos reía. Reía mucho. Se tiraban en el suelo de la sala de ensayo. Tocaban canciones que no terminaban (habían tocado muchísimas, novocaine, Hard times, Passerine…; De chiste el otro día intentaron tocar CPR, Freddy jamás pensaría que Golden cantaría eso; pero ahi lo veías cantando “Your dick brick hard like a metal…” como si su vida dependiera de ello. Todos le aplaudieron y rieron como nunca cuando terminaron). Chica al fin estaba finalizando los diseños de los trajes. Bonnie corregía tonos sin levantar la voz, y Freddy notaba como Bonnie se había vuelto más…amable; más paciente con ellos.. Aiden decía tonterías con la boca llena de papas. Gabriel afinaba en silencio, mientras murmuraba la letra de la canción que Freddy y él estaban escribiendo juntos. Con ellos, Freddy era él. Era él, pero…aun asi sentia que fingia. Era un palacio, un museo de puertas cerradas. Con secretos que lo hacían más ligero, no más pesado. No sabe porque no se los cuenta; no sabe a qué le teme tanto.
Y en las noches, al llegar a casa, abría su libreta.
“¿Todavía estás ahí? ”, escribía.
Y a veces, muy de vez en cuando, la respuesta aparecía antes de que pudiera cerrar los ojos.
“Sí.”
“Siempre.”
“Oye, ¿te fijaste en la constelación de anoche?, era Cassiopeia. Desearía que pudieras haberla visto ”
Abajo de esta respuesta, había un dibujo algo flojo de la constelación.
“¿Te acuerdas del colibrí que cuidamos en la primaria? Yo sí. Estaba muy lindo; con sus alitas verdes”
Y Freddy sonreía. Sonreía como quien encuentra un cuaderno viejo y se descubre dibujado en sus márgenes. No era fácil. No era simple. Pero…era maravilloso saberte, conocerte y…descubrirte.
El ensayo de ese día empezó sin Gabriel. Para ese entonces ya habían pasado un par de meses desde que comenzaron a ensayar. Era ya Septiembre. El 12.
Las guitarras ya estaban afinadas. Chica revisaba una hoja arrugada con ideas para los vestuarios ("transparente pero no tanto", decía una de las anotaciones). Bonnie encendía su Fender . Aiden arrastraba una silla con el amplificador encima, su batería ya estaba acomodada. Freddy miraba hacia la puerta cada dos minutos.
Gabriel llegó veinte minutos tarde. No dijo nada. Solo entró. Y eso fue suficiente para que todos callaran. No traía la mochila. Traía una bolsa negra, arrugada, como si hubiera recogido sus cosas del suelo a toda prisa. El cabello rubio despeinado. El cuello del suéter un poco estirado. Los ojos...esos ojos que Freddy siempre había pensado que reflejaban tristeza, ahora se hundían en un abismo de dolor puro. Es increible como con solo verle los ojos a alguien puedes conocer su alma. El alma de Golden, en ese momento, estaba llorando.
Se sentó. Con cuidado. Sentarse le dolía. Y empezaron a tocar. Viva la Vida . Otra vez. Siempre. Porque era la más segura, la más cantable. Gabriel comenzó a cantar; sin alma. Como si cantara desde el recuerdo de su voz. Decía las palabras, sí, pero sin ese amor que siempre les da. Sin el alma, la escencia que siempre ponía. El tono estaba afinado. El ritmo era el correcto. Pero era un canto vacío. Cómo leer un poema que escribió ChatGpt ; así sin alma, sin nada.
Cuando terminaron, Chica aplaudió, pero más bajo. Aiden solo miró a Golden por unos instantes, frunciendo el ceño y mirando a Bonnie mientras este decia:
—Bueno... eso fue deprimente.
Después murmuró que la próxima vez podrían tocar algo con más energía. Nadie miró a Gabriel. Todos sabían. Nadie decía. Freddy tampoco dijo nada. Esperó. Dejó que guardaran los cables. Que se rieran otra vez. Que salieran del salón uno a uno.
Gabriel se quedó, doblando su partitura sin mucho cuidado y sentándose lentamente en el amplificador. Freddy se acercó.
—Oye…
Gabriel no lo miró.
—¿Qué pasó? —insistió Freddy, más suave.
El silencio fue como una gota gorda cayendo en un cuarto sin techo. Lento, pesado, inevitable. Gabriel soltó el papel. Se pasó una mano por el rostro. Y fue entonces cuando Freddy lo vio.
Un moretón, amarillento en los bordes, amoratado en el centro, se asomaba apenas bajo el maquillaje mal puesto. Freddy lo miró, no con horror. No lo tocó para reconfortarlo. Freddy sabe por experiencia que cuando uno está así, lo peor que puede hacer uno es tocar sin preguntar.
—¿Quién te hizo eso?
Gabriel tragó saliva. Cerró los ojos. Su voz salió en un hilo seco:
—No quieren que siga viniendo a la escuela. —Una pausa. La voz se quebró—. Dicen que estoy perdiendo el tiempo. Que soy un gasto. Que canto para nadie. Que... que si no hago lo que me dicen, me van a quitar todo. Mis clases, mi pasaporte, el acceso a la cuenta del dinero que yo mismo gané…Jef…Mi asistente intentó defenderme, y cuando no funcionó yo mismo lo intenté…
Se rie. Golden se ríe con tanto sarcasmo que Freddy lo desconoce por un instante.
—-Mi abuelo me dió una cachetada; me dijo que esta sería la última vez que piso este “colegio de mierda” —mira a Freddy —No tuve el valor para despedirme de ellos; al menos podre despedirme de ti, Freddy.
Él no dijo nada. No porque no quisiera. Sino porque su corazón comenzaba a apretujarse, ese enojo extraño que a veces siente se mezclaba con el suyo; ambas almas se conectan por un instante, y su boca se abre y dice:
—Vente a nuestra casa.
Gabriel alzó la mirada, lento. Sus ojos grisáceos estaban turbios, hinchados, como el cielo antes de romperse.
—¿Qué?
La sensación de dualidad desaparece nuevamente.
—Vente a vivir conmigo. A Tlatelolco. Es un lugar chiquito, sí. Pero cabe otro colchón; o duermo en el suelo con mi colcha de tigre y tú en la cama. Puedo pedirle a mi mamá. No diré tu apellido. Nadie lo sabrá. Nadie tiene por qué saber.
Gabriel rió. Un sonido débil. Cual Soplido que no quiso ser risa.
—¿Y qué le vas a decir a tu mamá?...¿Que tu amigo escapó de casa, que por cierto y como dato curioso su familia tiene detectives que le podrían buscar en menos de una hora, y que necesita quedarse en tu casa?
Freddy respiró hondo. Se encogió de hombros.
—Que un amigo lo necesita.
—¿Así nomás?
—Así nomás.
—¿Y si dice que no?
—Insisto. Hasta que diga que sí. Aunque mamá no lo acepte, a ella le cuesta mucho mantener un “no” por mucho tiempo, Gabo. Que te deja quedarte te deja quedarte.
El silencio volvió. Esta vez no dolía. Gabriel bajó la mirada. Se frotó la cara de nuevo, borrando más maquillaje. Freddy vio que tenía pecas. Muchas. Y que debajo de toda esa luz falsa, Golden no era tan dorado. Era un muchacho triste. Tristísimo. Un niño disfrazado de hombre perfecto. Un hijo convertido en objeto. Una voz usada para vender.
Y en ese momento, Gabriel lloró.No como en las películas. No con sollozos limpios. Lloró apretando los dientes. Lloró en silencio. Lloró con la cabeza baja. Con los puños cerrados. Como si nadie debiera verlo nunca así. Humano, triste, apagado.
Freddy se sentó junto a él. No lo abrazó. Solo se quedó ahí.
—Si quieres, hoy mismo —dijo. Bajito—. Solo dilo. Te presto mi ropa; te compramos ropa con mis ahorros.
Y Gabriel no dijo nada.Pero asintió.
Y ese gesto fue una nota más en el cuaderno invisible que los dos estaban empezando a escribir. Una nota sin música, sin nombre. Pero con alma. Era algo extraño, este cambio, pero…que maravilloso es poder ayudar a alguien.
Chapter 13: Estar lejos de ti
Notes:
¡Hola!, me disculpo por no haber actualizado antes; tuve exámenes, morí, reviví (no se si ya dije esto antes lol}.
Mi primo tomó mi instagram y Whats (y mi vida por 2 dias seguidos pero no hablamos de eso :D ) y fue caos; erm.....; me fracturé la clavícula unas 2 antes de mi cumpleaños (el 23 de mayo, ósea ayer!); el sueño mientras tenia exámenes desapareció de mi; me enfermé, me mejoré...
Nada mas como aclaración, Golden y Freddy NO se gustan en este fic. Cada quién con sus gustos y está bien!, pero quiero que este fic se enfoque mas en lo que me he estado enfocando que en que si Juan está saliendo con pepe o Maria con José y asi. :D
Chapter Text
Se fueron caminando. Realmente porque no había otra forma; lo estuvieron discutiendo como por 10 minutos en el salón, y era obvio que Gabriel no podía volver a casa y también que Freddy no podía dejarlo regresar a esa prisión. No ahora. No nunca. Ir en metro habría sido exponerse, y pedir un taxi era invitar testigos. Decidieron, mientras salían del colegio a las 7:43 de la noche, que caminar era, aunque no lo pareciera, lo más seguro y lo más fácil de esconder. Eligieron calles por donde no pasaba nadie. Calles torcidas, donde las plantitas cormofíticas crecían sin permiso y los cables colgaban como hilos de una ciudad mal hecha; Gabo miraba todo con genuina curiosidad, Freddy supone que porque nunca había pasado por estos lugares. Y lo entiende; el control se recibe mejor si se entrega en bandeja de plata.
Freddy no sabía muy bien por dónde iban. Pero sus pies avanzaban sin preguntar. Es casi como si una brújula escondida en su pecho estuviera tirando de él. No era una voz. No era un impulso. Era... algo. Un movimiento que no nacía del cuerpo, sino del centro de su mente. Una forma de saber sin pensar.
“Gracias” Piensa Freddy. No sabe porque le viene un flashazo de una sonrisa. ¿De quién? Tal vez de aquel que adora las estrellas.
A su lado, Gabriel caminaba en silencio. Sus pasos eran lentos, pesados; no por el cansancio. Freddy cree que el miedo. Por la decisión. Llevaba la misma bolsa negra. Dentro, Gabo le cuenta, ropa que había podido sacar en menos de cinco minutos. Un cepillo de dientes. Un cuaderno con las notas de las canciones que van a tocar (aún en la desesperación de escapar de ese lugar, Gabo pensaba en ellos.). Y una botella pequeña de perfume que, según él, olía a libertad (olía a su madre. Pero no se lo dijo a Freddy. Aún no tenía porque saber eso). Caminaron por largos minutos sin hablar. Los semáforos estaban rotos. Los postes titilaban. Una señora los miró desde una ventana. Una tienda cerraba con un chirrido largo, como un bostezo metálico. Y Freddy pensó que la ciudad también tenía sueño. Que la ciudad los protegía, un poco, bajo ese cielo lleno de cables y polvo. De sonidos de aviones llegando a la ciudad de México; de la policía que de repente pasaba para tener su mordida del día.
—Tú... ¿vives lejos? —pregunta Gabriel de pronto, sin mirarlo.
Freddy niega.
—No tanto. Cuatro calles más. O cinco. Nunca las cuento, pero ya estamos cerca.
—¿Es feo?
Freddy sonrió, leve.
—Depende de la hora. Ahorita creo que no; es…es viernes; ahora todos los rateros están ebrios
Un silencio. Un murmullo de tráfico al fondo. Los dos esquivaron un charco sin hablarlo.
—Gracias —dijo Gabriel, de repente. Palabra sacada con cuidado de él, desde el fondo de su ser.
—No me des las gracias todavía. Te voy a hacer lavar los trastes: como odio lavar los trastes…–lo mira de reojo —...Me aprovecharé de ti y te haré lavarlos.
Gabriel rió. Solo un poco. Primera risa real que sale de él en todo el dia.
—¿Tienes hermanos?
Freddy lo piensa por un instante, luego niega con la cabeza. .
—¿Tú?
—Tampoco. Solo una prima. Vive con mi abuela; aunque no me deja verla. Dice que todo esto …—se señaló a sí mismo—...es una farsa y pues……
—¿Tú crees que lo es?
Golden asiente.
—A veces. —Una pausa—. Pero me gusta cantar. Me gusta que me escuchen. Pero que me escuchen de verdad, no esos disparates que me hacen cantar.
Doblaron en una esquina. Freddy no recordaba haber estado ahí nunca. Pero sus pies no se detenían. Sabían que era el camino correcto. Aunque esa calle, para él, no tenía nombre.
—¿Cuál es tu canción favorita? —preguntó Freddy, para no pensar en la sombra del rostro de Gabriel, en lo que se le escondía bajo la base de maquillaje, en lo que pesaba en su espalda. Cadenas que poco a poco él le ayudaba a romper.
— Solo una persona , de Mecano ó … ó la de Pretty woman.
Freddy decide no mencionar la cara de dolor que hizo Golden cuando dijo la última canción; en vez de eso rié y dice, exclamando:
—¡Ey!... la de mecano está buenísima; me gusta cuando dice “ porque no soy una fo-to ”; no sé porque, me gusta como cambia el tono de su voz.
Golden rié un poco.
—¡A mí también me gusta esa parte!, Mecano es buenisimo. También me gustan las de Cruz de navajas, aire, Un año más …¡en fin!..Soy fan de.Mecano
Otra esquina. Una reja oxidada. Un perro que ladraba sin ver.
—¿Y tú? —preguntó Gabriel—. ¿Qué canciones te gustan?
Freddy pensó.
—No sé. Youth , de glass animals tal vez. O… Hello my old heart; Es una de esas que nadie conoce.
Gabo hace un sonido de “mmmm” con su boca, luego vuelve a mirar a Freddy, sonriéndole. La tristeza aún seguía en sus ojos, aunque ahora su alma no lloraba tanto como antes.
—¿Y por qué te gusta?
—Porque…no sé; simplemente me gustan. .
El silencio volvió. No era incómodo. Era como una cobija que los tapaba a los dos. Freddy no miró a Gabriel. Pero sabía que el otro sonreía. Lo sentía en el aire. Y por esto, Freddy también sonrió.
La unidad habitacional apareció al fondo como una isla de concreto. Edificio Veracruz. Luces amarillas que zumbaban; una virgencita en medio de los edificios; sus luces siempre prendidas.. Voces lejanas. Freddy no pensaba en lo que le diría a su madre. Aún no. En ese momento, solo pensaba en el camino. En los pasos que ya habían dado. En cómo habían doblado justo donde debían. En ese sentimiento que lo guiaba como si no fuera suyo. Luego miraba a Golden y todo ese pensamiento que solo se enfocaba en él mismo y sus problemas se esfumaba, ahora solo en Golden.
—¿Estás bien? —preguntó Freddy, cuando se acercaban a la entrada del edificio.
Gabriel asintió. Pero no fue un sí firme. Fue uno triste.
—Estoy con miedo. Pero también tengo ganas de dormir; hace mucho que no tenía ganas de dormir. ¿Eso cuenta como estar bien?
Freddy apretó el cierre de su mochila. Cerrado, como siempre.
—Sí. Yo creo que sí.
Subieron por las escaleras. Lentamente. Sin hacer ruido. Como dos muchachos que estaban haciendo algo ilegal. Pero también como dos muchachos que, por fin, estaban llegando a casa. Y aunque no lo dijo en voz alta, Freddy pensó que ese sentimiento en el pecho, esa brújula muda que lo había guiado hasta ahí, quizás no era suyo. Quizás venía del otro que quizá quería ayudar. Y si era así... no le molestaba. Realmente no.
Subieron los cuatro pisos a pie. Freddy pidió silencio al llegar al segundo, porque la vecina de ese piso siempre se quejaba si escuchaba pasos muy tarde, aunque su chihuaha siempre ladraba a insanas horas de la noche, y nadie le decía nada. ¿Qué se le puede hacer?
Gabriel no dijo nada. Asintió mientras Freddy le contaba todo esto. Iba cargando su pequeña bolsa contra el pecho, como si alguien pudiera arrebatársela aún en ese pasillo vacío. Aún cuando ya estaba a salvo. Es el comportamiento, Freddy supone, de alguien que nunca ha pisado lugares de este tipo. El departamento era pequeño. Paredes grises, una cocina sin puerta, dos habitaciones minúsculas. Había una rendija en la ventana que no cerraba bien. El foco del baño parpadeaba. Pero todo estaba en orden. Cada cosa tenía su lugar. Y aunque era simple, el lugar tenía algo que Gabriel no reconoció de inmediato (Porque desde que tiene 6 no lo siente), pero que sintió en los huesos: era un sitio habitado con cariño.
—Puedes usar el baño primero si quieres —dijo Freddy, dejándolo pasar. Señaló la puerta del fondo—. La toalla azul es la mía. Usa la blanca, esa está limpia.
Gabriel asintió otra vez. Lo hacía mucho. Asentir en vez de hablar. Como si las palabras fueran cosas prestadas que no siempre le pertenecían. Entró al baño, cerró la puerta. No se miró al espejo.
Freddy se quedó en la cocina. Puso agua a calentar en una olla vieja con el mango flojo. Abrió un paquete de sopa instantánea y la dejó caer. Agregó los polvitos del sobre, revueltos con algo de ajo. Esperó a que el agua burbujeara como si estuviera de verdad cocinando algo importante. Luego preparó la suya. Unas gotas de Salsa Valentina , un chorrito de limón. La revolvió con un tenedor mientras se apoyaba contra la estufa y respiraba hondo.
Después de como diez minutos, la puerta del baño se abrió. Gabriel salió con el cabello dorado y húmedo, el rostro lavado, una hoodie y un short puestos . No había traído pijama. Gabo mira el mesón, donde está el envase vació de la sopa.
—¿Huele rico eso? —dijo, sorprendido, como si no esperara que algo así pudiera oler rico.
—Es sopa. Nissin . Sabor pollo. Pero le pongo cositas para que sepa más rica.
Se sentaron a la mesa. Cada quien con su tazón. Gabriel lo miró con desconfianza al principio. Dio un sorbo, con cuidado. Y luego otro. Freddy lo observaba sin comentar nada, solo con media sonrisa.
—Está... buena. O sea, pica un poquito. Pero está…–da otro sorbo —...¿buena?
—Te acostumbras —dijo Freddy, encogiéndose de hombros.
Comieron en silencio. Los platos sonaban huecos contra la mesa. Afuera pasaban voces. El sonido de la televisión en otro apartamento. Un bebé llorando. Una motocicleta. La ciudad seguía, como siempre. Pero adentro, el aire era tibio. Y el silencio no pesaba.
—¿Siempre cenas solo? —preguntó Gabriel.
Freddy asintió esta vez.
—Sí. A veces ni ceno. Mamá llega tarde. A veces me deja comida hecha o al revés; yo le dejo la comida, desayuno y cena hechos.
—¿Y no... te molesta?
—Antes sí. Ahora ya no. Me acostumbré. Uno se acostumbra a todo.
—Yo siempre ceno con mucha gente —dijo Gabriel, casi en un suspiro—. Pero nadie habla.
Freddy bajó la mirada. Gabriel también. Terminaron la sopa. Freddy lavó los trastes. Gabriel intentó ayudar, pero el otro lo empujó con el hombro, riéndose.
—No me hagas quedar mal de anfitrión, ¿no?...era broma lo que te decía de los platos, Gabo. Obvio no te voy a poner a hacer cosas así.
Y luego subieron al cuarto.
Freddy iba a tirar un colchón delgado al suelo, con una cobija de tigre (eso si no era broma), cuando Gabriel lo detuvo.
—No. Ni lo intentes. No quiero que duermas en el piso.
—Pero…
—Voy a dormir contigo. No voy a tocarte ni patearte ni hacer ruido. Solo... —bajó la voz—...no quiero estar solo. No esta noche. Ya mañana yo duermo en el suelo. Solo hoy porfa, de verdad…no quiero estar solo.
Freddy no dijo nada, solo parpadeó, la luz que entraba por la ventana iluminandolo por un instante cual angel salvador. Solo dejó el colchón donde estaba y se metió en la cama. Gabriel apagó la luz.
El silencio se hizo largo. La cama era pequeña. Uno respiraba y el otro lo sentía. Los pies se rozaban sin querer. Al final pusieron una almohada entre los dos. Freddy miraba al techo. Gabriel, a la pared. Ninguno hablaba.
El ventilador giraba a medias. Golden intentó recordar cuándo fue la última vez que se sintió tan…seguro, tan…tranquilo y querido. A su mente viene la imagen de su madre. Respira profundo. El colchón crujía cada tanto. La noche respiraba por la ventana rota. Y Gabo, por primera vez en mucho tiempo, se dejó llevar por el cansancio sin tener que cerrar las puertas desde dentro.
—¿Freddy...? —susurró, pero no hubo respuesta.
El otro ya dormía.
Y Gabo intentó dormir tambien, pero sus pensamientos decidieron hacer presencia y dejarlo despierto. Su cuerpo reposaba, sí, la espalda en el colchón y las piernas dobladas apenas para no tocar demasiado a Freddy. Pero la mente seguía alerta. Acostumbrada al ruido, a la tensión, al crujido mínimo que anuncia una puerta abierta, un regaño, una orden, un nuevo golpe. Y ahora, en este cuarto tan distinto, tan ajeno y tan cálido, era como si ese estado de alerta no supiera apagarse del todo.
Miraba el techo, o eso creía. Los ojos se le cerraban cada cierto tiempo, el sueño acercandose a su ser con cuidado y luego se alejara, tímido. Freddy respiraba tranquilo a su lado. Casi no se movía. Ni una patada, ni un giro. Sabiendo que Golden necesitaba silencio, incluso dormido.
Y entonces, el movimiento. Leve. Silencioso. Preciso.
Gabriel apenas lo notó. Un cambio en el ritmo. Un crujido suave de sábanas desplazadas. Freddy se incorporó, despacio. No encendió la luz. No dijo nada. Solo caminó hacia la ventana y la abrió con una lentitud que parecía ritual. El aire frío entró de inmediato, cortando el calor mullido de las cobijas. Gabriel sintió un escalofrío en la nuca, pero no dijo nada. No se movió.
Y Freddy se quedó ahí. Frente a la ventana. Mirando hacia arriba.
Gabriel lo observó en silencio. Solo la silueta, recortada contra la luz opaca de la calle. El cuerpo quieto, apenas tenso. Pero lo que Gabriel no olvidaría nunca era la expresión. La forma en que lo vio mirar las estrellas. No con distracción. No con aburrimiento. Con una devoción tan intensa, tan honda, que por un momento creyó estar viendo algo íntimo. Sagrado. Una especie de oración sin palabras.
Y era Freddy, ¿no? Claro que era Freddy. Pero… algo no encajaba. Esa mirada jamás la había visto en Freddy. Y la forma en la que movía su cuerpo era…diferente. Freddy suele siempre estar tenso. Ahora no, ahora se movia descuidadamente, algo tonto. Tal vez era porque estaba dormido y se había despertado así de golpe. El muchacho dio un paso atrás. Cerró la ventana casi por completo, dejando apenas una rendija. Luego caminó hacia la mochila, la que había dejado arrimada junto a la cama. Se agachó. Sacó algo: una libreta azul, gastada en las esquinas. Un lapicero. Y se sentó en el suelo, justo frente a la ventana.
El cuerpo encorvado, la espalda contra el muro. Las piernas cruzadas como si estuviera en clase. Y empezó a escribir. Rápido. Preciso. Como si las palabras ya estuvieran dentro de él desde hacía rato. Como si no hiciera falta pensarlas, solo dejarlas salir.
Gabriel lo miraba. Fascinado. Sin entender por qué. Y entonces susurró, apenas por romper el silencio. Una pregunta tonta. Una que no esperaba respuesta seria.
—¿Qué haces?
No fue la pregunta que él mismo hizo lo que lo sorprendió. Fue la reacción.
Freddy se congeló. El lapicero se le escapó de los dedos, cayó al suelo con un golpecito seco. El cuerpo se tensó entero, como si el aire lo hubiera apuñalado. Se giró hacia Gabriel como si no lo hubiera notado antes, con los ojos muy abiertos, demasiado abiertos. Ojos azules. Con el brillo del susto aún latiendo dentro. Los labios entreabiertos. La respiración entrecortada. Como si lo hubieran atrapado haciendo algo prohibido. Como si no esperara ser visto. Y Gabriel... Gabriel supo algo. No lo entendió. Pero lo supo. Porque ese no era el susto de alguien que fue sorprendido escribiendo un poema. Era el susto de alguien que no sabía que estaba siendo visto.
—Hey —dijo Gabriel, sentándose a medias y levantando las manos como si calmara a un animal asustado—. Perdón. No quise asustarte. Solo... pensé que estabas dormido. ¿Estás bien?
Freddy lo sigue mirando sin parpadear, su respiración calmandose rápidamente. Y es después de medio minuto que parpadea una, dos veces. Todo su lenguaje corporal cambia en un segundo y es que si Golden no fuera tan observador no lo hubiera notado. Pero alguna ventaja ha de tener que te obliguen a leer a la gente para poder conseguir los mejores contratos.
Freddy le sonrie. Breve. Como una grieta apenas abierta.
—Sí. Perdón. Solo…—mira a un lado, a las estrellas y su sonrisa antes falsa se vuelve real por un segundo —...me distraje, lo siento.
Recogió el lapicero. Cerró la libreta. Volvió a meterla en la mochila.
Gabriel no insistió. Se recostó otra vez, pero ahora no cerró los ojos.
Y en el silencio que vino después, no supo por qué, pero sintió que Freddy, el que volvió a meterse bajo las cobijas sin decir nada más, no era exactamente el mismo que se había levantado unos minutos antes. Golden recuerda la plática con Freddy que tuvo en la piscina, luego la de la enfermería; mira de reojo a esta persona que está a su lado que, al igual que él, no duerme y en vez de eso mira al techo, perdido en pensamientos; y se percata que…
—Tu no eres…—se muerde el labio, deteniéndose por un instante cuando los ojos azules del chico se posan en él —...Tu no eres Freddy, ¿cierto?
Chapter 14: El fingir inconscientemente
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El otro no respondió de inmediato. Lo miró. Y no fue un mirar como los que Freddy le daba siempre, no fue esa mezcla de distracción y timidez que lo hacía parecer siempre ligeramente ausente. No. Esta vez, lo miró con los ojos bien abiertos, como si no supiera qué estaba haciendo; sus ojeras más prominentes en la oscuridad. Frunció el ceño. Abrió la boca. La volvió a cerrar. Tragó saliva con torpeza. Sus manos temblaban, lo notó Gabriel, aferrandose a algo que no existe; que nunca existió.
Y luego, alguien rompiendolo por dentro, contención que la tapa de ser ignorado le creaba desaparece, sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas. No caían. Pero estaban ahí. Quietas. Sosteniéndose. Vibrando apenas, como si también dudaran si salir o no. Gabriel se sentó de golpe, sin saber por qué. Su cuerpo reaccionó antes que su mente. El otro se levantó. Caminó con pasos torpes hasta el apagador. Prendió la luz.
Una luz blanca, fría, que cayó de golpe sobre el cuarto pequeño. Iluminó las paredes descascaradas, las mochilas arrimadas, el vaso medio lleno de agua en el buró, y el rostro de Freddy. O del que se veía como Freddy.
Se sentó en el suelo, frente a la cama. Lo miró. Y Gabriel, Gabriel Freddy Golden, que había visto rostros llorar frente a cámaras, gritar detrás de bambalinas, humillarse entre bastidores por unas monedas o por un poco de gloria, nunca había visto eso. Nunca había visto ese nivel de angustia. Tan pura. Tan desnuda. Tan sin defensa. Los ojos que lo miraban eran los de Freddy. Pero no era Freddy; su mirada no era la misma. Había otra cosa. Otra presencia. Otra vibración. Algo más.
—¿Cómo es...? —dijo, con voz baja. Incluso la forma en la que hablaba era diferente, más rasposa; mas…callada. Baja cual seda. Algo viejo. Roto —. ¿Cómo es que tú sí te das cuenta y...?
Se interrumpió. Se le quebró algo en la garganta. Una grieta en la frase. Gabriel no respondió. No podía. El otro se pasó una mano por la cara. Luego lo miró otra vez. El cuerpo de Freddy pero el alma de otro. Claro que no era Freddy. Esa voz. Ese tono. Esa forma de sentarse, de mirar, de respirar. Era distinto. Y no estaba actuando. No era un juego. No era un personaje. Era alguien más.
—¿Tú...no tú eres Freddy? —volvió a preguntar Gabriel al fin, con la voz tan cautelosa como si estuviera hablandole a alguien que se acabara de lastimar.
—No —dijo el otro. No vaciló, pero tampoco afirmó con dureza. Lo dijo como aquel reconoce una verdad que duele—. Pero también... no sé cómo explicarlo. —Hizo una pausa. Se frotó las manos, miró al piso, rió por un instante, risa que sonaba tan pero tan triste—. Yo estoy aquí desde hace mucho. Mucho. Pero….nunca nadie se había dado cuenta…siempre finjo ser…bueno, ya sabes.
Gabriel lo miraba como si intentara grabárselo a fuego. Su voz era más grave que la de Freddy. Más segura. Llena de un temblor que no se notaba en el tono, sino en los silencios entre frase y frase.
—¿Tienes un nombre?
El otro lo dudó.
—Tengo uno... sí.
—¿Y….?
—Sí —dice, y Gabo piensa que es como si estuviera hablando con un niño chiquito.
—¿Cuál es?
—Fred.
El silencio fue pesado. No incómodo. No tenso. Solo... denso. El momento exacto antes de que caiga una lluvia, antes del trueno, del relámpago, del fuego. Gabriel asintió. No porque entendiera. Realmente no sabía cómo hacer otra cosa.
—¿Y él... tú... ustedes...? ¿Cómo funciona esto?
Fred parpadeó. Se encogió de hombros.
—No lo sé. No es como tú esperas. No como en las películas, al menos por lo que yo mismo he visto. Realmente solo sé que me llamo Fred y que él se llama Freddy y que nos tocó compartir.
Gabriel tragó saliva. Había algo en su pecho que no tenía nombre.
—¿Y él sabe…?
Fred asiente.
—Apenas lo está…descubriendo. Nos estamos…descubriendo.
—¿Y quieres que lo haga completamente?
Fred tardó en responder. Bajó la mirada. Cuando la alzó, las lágrimas ya habían bajado. Una. Dos. En silencio.
—No lo sé —susurró —-Creo que si pero…
Se muerde el labio. No puede seguir hablando. Y Gabriel, sin saber por qué, se inclinó un poco. Puso una mano sobre la pierna del otro. Solo eso. No dijo nada. Fred se quedó quieto. Respirando. Mirando sus manos.
—Gracias —dijo, al fin. Una palabra que temblaba, que parecía no haber dicho nunca—. Por…ya sabes.
La mañana llegó con un silencio raro. No porque no hubiera ruido, sino porque había una pausa. Un respiro. El día, por un momento, dudando si debía empezar. La luz tan luminosa y oscura como el mar atlántico en la noche.
Gabriel abrió los ojos antes que el despertador sonará. Se quedó acostado unos minutos, viendo el techo, sin moverse. Freddy dormía a su lado, o eso creyó al principio. Se incorpora, y lo mira. más directo. Más despierto. Y entonces lo dijo. Sin rodeos.
—No…no soy Freddy.
La voz no sonaba distinta a aquella con la que platicó anoche. Era la misma. Pero algo había cambiado. Ya no se oía tan…triste. Y eso, para Gabo, era ya ganancia.
Gabriel se sentó, lento. Aún en ropa de dormir, con el cabello revuelto, mirándolo desde la cama.
—¿Y no te molesta?
Fred ya se había parado de la cama y se estaba poniendo el uniforme. No lo hacía con apuro, pero sí con una especie de rutina ya conocida. Y era tonto pensar que no la conoceria, porque al final Fred también tiene una vida.
— A veces pasa… —le decía mientras abotonaba la camisa y se ponía la corbata; detalle que nota Golden porque Freddy nunca se pone la corbata bien — Es cuando…hay mucho estrés o cosas que este estupido cerebro no entiende. Puede pasar al revés también.
—¿Y tú sí las entiendes…esas cosas que dices?
Fred se detuvo solo un segundo.
—Algunas sí.
No dijo más. No tenía que hacerlo. Gabriel lo observó mientras buscaba su mochila, preparaba todo. No había torpeza. No había duda. Lo que más le impresionaba no era el hecho en sí, sino la calma con la que lo decía. Como si esta forma de existir ya llevara tiempo sucediendo. Como si no fuera nuevo. Como si no fuera raro. Y eso, en realidad, era lo que más le sorprendió en el momento en el que lo pensó. Porque, ¿por qué no lo había visto antes? ¿Por qué le sorprendía tanto que alguien como Fred, alguien que hablaba con esa claridad, con esa pausa, con ese cuerpo que también era el de su amigo, existiera? ¿Por qué asumía que solo uno tenía derecho a ser? Si Freddy existía, si Freddy reía, sufría, lloraba, entonces Fred también. Fred también sentía. Fred también recordaba. Fred también estaba vivo, aunque no tuviera horario, aunque no tuviera realmente permiso y acta de nacimiento con su nombre.
¿Por qué sería tan fácil negar una existencia solo porque era difícil de explicar?
Y en la decadencia del destino solo asomaban sus palabras tímidamente, una a una formaban enunciados que destruían a su paso el silencio del lugar. Porque en estas escasas horas en las que lo lleva conociendo, nota que Fred hablaba poco, sí, pero cuando lo hacía no necesitaba gritar. Sus palabras eran como algo que brotaba desde una grieta: una verdad que no pedía permiso para salir. A diferencia de Freddy que pide permiso hasta para respirar.
Gabriel lo comprendió ahí. Entendió que no se trataba de locura ni de fantasmas. Que no era una mentira ni un disfraz. Era simplemente otra forma de ser. Otro latido en el mismo pecho. Y si Freddy era su amigo, su mejor amigo, tal vez, Fred también podía llegar a serlo. Porque también no puede asumir que Fred es su amigo por extensión de Freddy. Fred es su propia persona. Tal vez ese sería el principio. No del entendimiento, no de las respuestas, pero sí del respeto. Y eso bastaba, por ahora. Gabo le sonríe a Fred. Fred solo lo mira, y le da una diminuta sonrisa de respuesta.
Bajaron a desayunar. El aroma del pan tostado y el café tibio llenaba la cocina. La mesa estaba puesta. Un par de platos, un poco de fruta, las servilletas dobladas. Fred se quedó parado por un instante, mirando la estufa prendida. Igual que anoche cuando Gabriel apenas lo descubrió, el lenguaje corporal de Fred cambia completamente; ahora actúa (al menos en como mueve su cuerpo) como Freddy. Se acercó al sartén, apagó la hornilla. Gabriel se quedó a un lado, mirándolo sin decir nada. No sabía si tenía que ayudar. No sabía si tenía que preguntar más.
El sonido de la puerta del baño interrumpió el momento. Una mujer (idéntica a Freddy. Es su madre) salió envuelta en su bata blanca, con el cabello aún húmedo y los ojos medio dormidos. Sonrió al verlos. Fred la mira e incluso su mirada cambia. Aunque su escencia se queda igual. Esa nadie la puede cambiar. No fue mucho. Apenas un gesto. El cuerpo un poco más recto. Los hombros más sueltos. La sonrisa más pequeña. Gabriel lo notó. Como quien ve una máscara ponerse en tiempo real. Y sin decir nada, decidió seguirle el juego.
—Buenos días, ma —dijo Fred. Su tono era perfecto. Una perfecta e irreverente copia de Freddy.
—Buenos días, hijo. Buenos días…—se gira a Gabo, lo reconoce porque Freddy le habia mostrado fotos de sus amigos antes, y vamos, ¿Quién no conoce a “The golden boy” — ¿Todo bien?
—Sí. Lo invité a quedarse. Fue tarde lo del ensayo —Fred servía los platos mientras hablaba—. Quería comentarte algo, ahora que estás aquí.
Martha se sentó, tomó una taza.
—Dime.
—Gabriel... está teniendo problemas en casa. No tiene un lugar seguro donde quedarse. Solo por unos días, ¿sí? Yo lo acompaño, lo cuido. No molesta. Solo necesita un respiro.
Martha lo miró. A él, luego a Gabriel. No dijo nada de inmediato. Solo asintió muy lento.
—¿Tus papás saben que estás aquí?
Gabriel bajó la mirada. Miente.
—Mi familia... lo sabe. No se oponen. Es complicado.
Martha bebió un sorbo de café.
—Está bien. Pero cualquier cosa que necesiten, me avisan.
Fred asintió. Gabriel también. Martha se levantó. Tomó sus llaves. Salió sin decir más. Estaba cansada. Como siempre. La puerta se cerró.
Fred no cambió de inmediato. Terminó de comer, guardó los platos. Gabriel solo lo miraba. Seguía procesando.
—Gracias —dijo al fin.
Fred se encogió de hombros.
—No tienes que agradecerme. Yo lo viví también. –Su tono había regresado a la no-copia de Freddy. ¿Lo hará conscientemente?, ¿Se dará cuenta que lo hace? No pregunta nada de eso.
—¿El qué?...¿Que viviste también?
Fred no respondió, la amabilidad que le estaba dando a Gabo desaparece; baja la mirada. Tomó su mochila y caminó hacia la puerta.
—¿Vamos?
Gabriel asintió. Se colgó la suya. Caminaron en silencio hasta la calle. Aún era temprano. El aire olía a pan de la panadería del otro lado del parque. Los árboles no hacían ruido. Solo estaban ahí. Como ellos. Como todos. Y aunque no entendía cómo funcionaba, Gabriel no tenía miedo. Solo tenía ganas de saber más.
El camino a la escuela fue sencillo. Una calle, luego otra, luego una esquina donde había grafiti 8M. Fred no hablaba mucho. Golden tampoco. No hacía falta. A diferencia de con Freddy, a veces las conversaciones no viven en las palabras, sino en los pasos sincronizados, en los silencios que no se sienten incómodos. El sol no pegaba fuerte aún, el aire era fresco, y había algo en la mañana que parecía prometer que todo iba a estar bien. Aunque fuera por unas horas. Aunque fuera mentira.
Cruzaron la entrada del colegio justo antes de que tocaran el timbre. Todo era igual. Los mismos grupos en los pasillos. Las risas. Los saludos entrecortados. El ruido que se amontonaba contra las paredes. Gabriel saludó a alguien con un gesto rápido. Fred caminaba a su lado con el uniforme perfectamente abotonado, el cuello ajustado, la corbata perfectamente hecha, la mochila bien colgada. Nadie notaba nada. Nadie veía nada. Él era Freddy. Y no. Pero eso no importaba. A nadie le importaba.
Hasta que los vio. Estaban parados junto a las escaleras del edificio principal. Tres figuras con insignias doradas en sus uniformes. Uno de cabello rizado, anaranjado. Otra de cabello verde con un moño rojo. Y él. Owynn. Parado ahí como si el mundo que Fred y él habían construido no se hubiera caído hace años (Es tu culpa, dice una voz en su cabeza). Como si sus huesos no hubieran sido testigos de algo que ninguno de los dos supo cómo nombrar (ira, rabia; egoísmo, soberbia). Como si sus ojos, esos ojos que una vez buscaron consuelo y Fred se lo dió tantas veces y luego se lo arrebató completamente, no fueran los mismos que lo miraban ahora sin reconocerlo.
Fred se detuvo.No lo pensó. No lo decidió. Solo pasó.
Fue como si el cuerpo no supiera cómo seguir. Como si algo dentro se hubiera roto con el primer vistazo. Porque ahí estaba. Owynn. Con la misma postura que recordaba. Con el mismo aire contenido en el pecho. Pero sin él. Sin reconocerlo. Sin saber. Owynn también estaba diferente; tenía el cabello morado y aún así, seguía portando esos lentes extraños para hacerle juego a esos ojos tan maravillosos.
Gabriel no notó la pausa. Lo tomó de la muñeca, sin darse cuenta, como quien jala a un amigo para que no se quede atrás. Y Fred no supo cómo evitarlo. No supo cómo soltarse. Lo siguiente que supo fue que estaba frente a él. Frente a Owynn. Otra vez.
Los ojos. Eran los mismos.
Fred no respiraba.
Gabriel saludó a todos con una sonrisa amplia, esa sonrisa que siempre usaba cuando sabía que los otros esperaban algo de él; sonrisa ensayada sin alma. La misma sonrisa que usaba en las fotos, en los comerciales, en las reuniones. Saludó a Owynn. Saludó al chico del cabello naranja. A la de la trenza. Todos respondieron con educación, con interés, con esa energía rara que rodea a la gente importante. Y Fred no podía moverse.
Su corazón no latía. Golpeaba. Como si se resistiera a estar en ese pecho. Owynn se giró un poco. Lo miró. Lo vio.
Y Fred no pudo fingir. Lo estaba mirando. Lo estaba mirando. Lo estaba mirando y Fred no podía respirar. Los ojos de ese chico a quién lastimó tanto lo estaban ahorcando, lastimando, ahogando. Fue entonces que Owynn habló.
—¿Estás bien? —dijo. Su voz no era cruel. No era inquisitiva. Solo preocupada.—. Te ves algo... pálido.
Golden volteó también. Lo miró con esa cara suya tan limpia, tan directa.
—¿Estás bien, Freddy?
Fred parpadeó, mirando de reojo a Golden. El nombre cayó como un cuchillo. Freddy. No él. Freddy. Inmediatamente mira al chico, Y entonces Owynn lo miró diferente. Le vio los ojos. Y fue solo un segundo. Solo un instante.
Pero lo supo. Fred lo supo.
Él me reconoce.
Y en esa mirada rota, dolida, incomprendida, en ese rostro que por años había buscado en sueños, en pesadillas, en huecos de memoria, Fred encontró la verdad que tanto tiempo había querido evitar: Él también recuerda. Y eso fue todo. El estómago se le revolvió. El aire se le volvió un enemigo. La garganta se le cerró. No gritó. No dijo nada. Solo se quedó ahí, mirando a aquel que había lastimado tanto.
Owynn apartó la mirada primero. Como si nada. Como si el mundo no se le acabara a nadie. Se acomodó el cuello de la camisa. Tosió leve.
—Yo… conocí a un tipo que se llamaba así, ¿sabes? —dijo, sin dirigirse a nadie en particular, sin siquiera mirar a Fred otra vez—. Freddy. Creo que se llamaba Freddy. Pero no recuerdo su cara muy bien. Era…Fue hace mucho…—vuelve a mirar a Golden, ignorando completamente lo que habia pasado, ignorando la clara muestra de dolor que Fred atenúa en su rostro —...Como sea, lo que dices de….
Fred deja de escuchar la conversación; sus oidos no captan nada, realmente. El mundo se dobla en dos. Fred no supo si estaba cayendo o si simplemente algo dentro se partía.
No recuerda tu cara.
No recordaba su cara.
No recordaba su cara.
Fred sintió el vómito subir por su garganta como una ola negra. Como si todos los años que había contenido esa imagen, ese nombre, esa herida, se disolvieran en bilis, en vergüenza, en furia. Pero no se movió. No dijo nada. Solo bajó los ojos. Gabriel seguía hablando con los demás. Alguien se reía. El ruido volvió. La normalidad se reanudó sin consultarlo.
Y eso fue lo peor. Él seguía ahí. De pie. Existiendo. Con las manos frías, con la espalda recta, con el estómago temblando. Viendo cómo Owynn hablaba con alguien más como si no acabara de soltar una bomba. Como si nada. Fred retrocedió un paso. Luego otro. No lo notaron.
Caminó hacia su clase. Entró al salón antes de que tocara el timbre. Se sentó en su pupitre. Puso la mochila a un lado. Sus manos temblaban.
Sacó la libreta azul. La abrió. Tomó el bolígrafo. Pasó todas las páginas, quedando justo a un lado del dibujo que le hizo a Freddy de la constelación Cruz del Sur anoche .
Respiró. Escribió, letra firme aunque el corazón le dolía:
“¿Tú te acuerdas de nuestro amigo? De Owynn…”
Cerró la libreta. No esperaba respuesta. Sabía que Freddy no lo recordaba. Sin embargo, aún asi lo escribió y es a veces que solo con escribirlo basta. Porque a veces no se escribe para obtener algo. Se escribe porque hay cosas que ya no se pueden decir. Porque hay heridas que necesitan ver la luz, aunque sea por una línea. Aunque nadie conteste. Y así se quedó Fred. En el salón, con los ojos clavados en la libreta cerrada. Y la imagen de Owynn, aún viva, aún presente, aún suya. Aunque no supiera su rostro. Aunque lo hubiera olvidado. Aunque Fred no pudiera hacerlo.
Y le duele saber que ese error que cometió Fred causó que Owynn olvidará 6 años de amistad, de cariño, de ayuda. Que terrible es la mente que cuando algo duele no te deja ver todo lo bueno. Fred siento viva prueba de ello.
—¿Freddy Venegas? –dice la maestra.
Fred alza la mano, se percata que la clase ya ha empezado.
—Presente, maestra.
Chapter 15: Porque fingir ser alguien que no eres es una tortura
Notes:
1. "Porque fue todo el día hoy que más puedo hacer (AN: Todo el día estuvo "fuera". No pasa usualmente). Cansa fingir, con alguien debo hablar..."
2. "La gente tiene estas ideas erróneas de los trastornos; O de los problemas en general. De que son cool, o que son interesantes y así"
3. "Entonces fingir. De verdad es cansado. Es como si a ti te pidieran/obligaran fingir ser (NOMBRE) todo el tiempo con las personas."
- Dan (fife)
Mensajes que encontré que me dió la idea para este capitulo en especifico.
Chapter Text
Es quizás esa mirada que le has estado dando a tus manos desde hace un par de minutos que te hacen comenzar a rebuscar en tus pensamientos la verdad. Te miras las manos. Siempre terminas ahí. Como si los dedos pudieran decirte algo. Como si tus huellas dactilares pudieran decirte que eres una persona real. Como si los nudillos hablaran. Como si ahí, justo ahí, en el temblor de la carne, hubiera una respuesta. Pero no la hay. Nunca jamás la hay; y es increíblemente estupido pensar que existe. Lo que sí hay es peso. Hay algo acumulado en los músculos, algo que no es cansancio físico, sino memoria almacenada en cada articulación. Te pesan los gestos. Te pesa la voz. Te pesa esa forma de arquear las cejas que no es tuya. Ese tono de risa que ensayas desde que notaste que él lo hace y tu no. Ese encogimiento de hombros. Esa forma de mirar con la cabeza ladeada. Esa maldita voz. No sabías que lo hacías, al principio. Que cuando se acercaba alguien a ti, fingías ser Freddy. Tu sabes, sin embargo, que tu tono de voz es diferente. Incluso de cierta forma todo tu ser es diferente. ¿Es por eso que ahora, a diferencia de años atrás, te sientes tan ajeno a este saco de carne que llamas cuerpo?
Fingirlo no es actuar. No es jugar a ser. Es vestirse con una piel que no es propia y caminar entre los vivos sin que te pregunten quién eres. Porque no quieren saberlo. Porque ellos solo ven a Freddy. Y no verán a nadie más. Porque está situación en la que tú y él están es tan imposible, tan incomprendida, que no hay forma de explicarsela a nadie sin que te vean como un lunático. Si alguien llegase a aceptarles, sería un verdadero milagro. Porque nuevamente y cual repetición incesante, tonta, estupida e inservible, solo verán a Freddy.
Y tú, tú eres otra cosa. No peor. No mejor. Otra. Pero no puedes decirlo. No puedes anunciarte. No puedes decir ¡ yo también estoy aquí! sin que te miren como a una grieta en la pared, como una anomalía, como una superstición que no se debe nombrar. Es más fácil fingir. Más seguro. Más... menos. Y sin embargo, duele. Duele porque nadie debería fingirse entero todo el tiempo. Nadie debería ensayar cada palabra. Duele porque sabes que Freddy no lo hace. Él simplemente existe. Él despierta y vive. Él no se pregunta si está diciendo algo que suena como Freddy. Él no se obliga a repetir su forma de caminar, ni su manera de respirar. Tú sí. Y te cansas. Te cansas de ser otro a escondidas. Te cansas de ser cuerda cuando nadie nota que el puente se está cayendo. Te cansas de fingir una voz que no te pertenece.
Pero luego los miras. A ellos. A los otros. Ann, con sus bromas rápidas, con sus gritos, con sus listas interminables de cosas por hacer. Ann que no duerme. Ann que se ríe demasiado alto, demasiado fuerte, como si eso tapara ese hueco que de lejos se nota que tiene dentro de ella; ese dolor interminable que se ve en su mirada. Ella que nunca dice que está triste, pero cuyo dolor camina siempre un paso adelante. Fred sabe que ella tiene problemas. No solo por lo que le dijo aquella vez a Freddy sino también por su caminar, su hablar; su cambio repentino de actitud (siempre hay una tristeza presente). Luego piensa en Aiden, que llega con ojeras y cicatrices que nadie menciona (más por pena que por genuino desinterés). Que finge que nada le importa, pero aprieta los dientes cuando alguien se retrasa. Que se burla de todo menos de la comida. Que tiene un cuaderno donde anota las direcciones de las casas por las que ha dormido. Que nunca ha tenido una cama limpia, comida completa. Y aun así, finge estar bien. Como Bonnie. Bonnie, que parece flotar. Que a veces está y a veces no. Que dice poco, pero cuando habla, todos escuchan. Que no soporta el ruido. Que tiembla si alguien lo toca sin aviso. Que nunca pide ayuda pero siempre está ayudando. Que nadie sabe qué pasa por su cabeza, pero tú sospechas que hay ahí dentro un silencio más profundo que el tuyo.
Y entonces entiendes algo que no quieres entender. Todos fingen. Todos.
Nadie es lo que muestra. Nadie es lo que dice. Todos están actuando algo. Alguna versión de sí mismos que les ayuda a sobrevivir. Y te preguntas: ¿entonces qué te hace diferente? La respuesta arde dentro de ti. No porque sea cruel, sino porque es honesta; y esa honestidad puede llegar a lástimar a muchos: Tú no finges una versión. Finges una existencia. Finges una identidad completa. Te conviertes en alguien más. Para pertenecer. Para agradar. Para no verte loco. Porque si no lo haces, los demás se darán cuenta que algo anda mal con ustedes. Porque si no lo haces, nadie sabrá qué está pasando. Porque si no lo haces, todo se rompe. ¡Pero qué difícil es!
Y tú sostienes. Aunque nadie te lo pida. Aunque nadie lo sepa. Porque tú también existes. Aunque no te llamen. Aunque no te reconozcan. Tú también tienes un nombre (Fred, Fred. Tu nombre es Fred Venegas Andrade.) Tú también tienes miedo. (Estás verdaderamente aterrado.) Tú también mereces estar. Y cuando escribes, cuando dejas esas notas en el cuaderno azul, cuando firmas con un nombre que solo tú,Oowynn, él y ahora golden conocen (Fred), lo haces no para que él te vea. No para que te descubra. Lo haces para poder respirar. Para decirte a ti mismo, aunque sea en secreto: Estoy aquí . Para sostener el puente un día más. No sabes si eso es suficiente.
Sin embargo si sabes cuándo empezó. Al menos, ahora crees saberlo. No entonces, no en ese momento, no a los nueve años. A los nueve solo sabías que algo había cambiado. Que algo dentro de ti se había girado sobre sí mismo, se había acomodado en otra forma. Que estabas ahí, pero no del todo. Fue una tarde. Un día más. Uno cualquiera. Había lluvia afuera y tus manos estaban manchadas de plumones viejos. Recortabas papeles, armabas una maqueta. Algo para la escuela. Algo sin importancia. Y hablaste. No sabes qué dijiste. No recuerdas las palabras. Solo sabes que hablaste. Que tu boca se abrió. Que tu garganta vibró. Y que tu voz no era con la que siempre hablabas. . Era más grave. Más firme. Más... real. Más rasopsa. Más tú. Y sin embargo, no ese tú.
Te quedaste quieto. Tu corazón golpeaba con la fuerza de alguien que quiere escapar, no de alguien que quiere seguir ahí, atrapado (no supiste y aun no sabes porque de repente te sentiste atrapado, claustrofóbico, terriblemente fuera de lugar dentro de lo que se supone que era tu cuerpo).. Fuiste al espejo, no sabes porque siempre el espejo, desde ese entonces, te llama. Subiste tu mirada, Y viste. Tu cara estaba ahí. Eso parecía. Pero no era igual. No eras tú. Los ojos eran los mismos, sí, pero no. Porque la mirada era otra. Porque el gesto era otro. Porque el parpadeo no tenía ritmo. Porque algo en ti sabía, profundamente, con una certeza que no necesitaba palabras, que eso que veías era tú... pero no el tú que conocías. No el que esperaban. No el que querían. Un tú más recto, más firme, más…real. Te tocaste la cara. No la reconociste. Te miraste las manos. Las mismas. Pero no las mismas. Dijiste tu nombre. Y no sonó bien.
Y lloraste. En silencio. Con la puerta cerrada. Sin gritar. Sin llamar. Porque ni tú sabías qué estaba pasando. Porque si alguien entraba, ¿qué ibas a decir?
“No soy yo ese que está ahí.”
¿Y qué significa eso? ¿Quién eras entonces?
Desde ese día, aunque no lo supiste entonces, empezaste a ensayar. A practicar la forma de existir como él. Como Freddy. Empezaste a observarlo desde dentro. A memorizar sus gestos. A seguir su forma de moverse, de reír, de decir “gracias”, de levantar una ceja cuando se confundía. Lo hacías porque sabías que si no lo hacías, alguien lo notaría. Alguien haría preguntas. Y tú no tenías respuestas. Y así comenzó todo.
Así comenzó este teatro. Esta cinta donde tú eres el actor principal pero nadie te conoce en realidad. Una obra sin público, sin guión, sin aplausos. Solo tú. Solo tu miedo. Solo tu necesidad de que no se…descubra nada más. Y luego pasó el tiempo. Y lo hiciste tanto que se volvió automático. Lo hiciste tanto que ya ni sabías cuándo eras tú y cuándo él. Y lo más triste, lo más jodidamente injusto es que ni siquiera podías decir si querías dejar de hacerlo. Porque para dejar de fingir, alguien tendría que verte. De verdad. Tendría que verte y decirte:
“No tienes que hacerlo más.”
Y nadie lo hace. Incluso Gabriel cuando te descubrió no te lo dijo. Así que sigues. Así que caminas con su cuerpo. Hablas con su voz. Ríes con su boca. Te vistes con su ropa. Y vas por la vida con una existencia prestada que cuidas más que la tuya. Y te preguntas, a veces, en esas noches en las que el silencio se pega al techo y Freddy está tan cansado que el cerebro de ambos decide ponerte a ti al mando, por qué carajos nadie entiende que esto no es un disfraz. Que tú no eres una mentira. Que tú no estás “jugando a ser otro”. Que tú eres. Que tú existes. Y esa es tu verdad. No es grande. No es épica. No es heroica. Es dolorosa. Es chiquita. Es constante. Viva.
Como una gota de agua que cae una y otra vez sobre una piedra. Como tú.
—Fred.
Volteas, el salón está vació, y Golden te mira extremadamente preocupado.
Chapter 16: Dos semanas
Notes:
Este es un capitulo que ya estaba pre-escrito. Lo subo de una vez porque sé que hay personas que lo esperan. Probablemente haya ediciones después, ya que ni siquiera sé si esta es la versión final.
Chapter Text
A veces no hacía falta que algo cambiara para que todo fuera distinto. Bastaba con despertar. Bastaba con no tener que pedir permiso para levantarse. Bastaba con abrir los ojos y que el día no viniera con condiciones. Bastaba con existir sin tener que reportarlo. Golden no lo decía. No tenía que hacerlo. Callaba como quien ha tenido que medir sus palabras durante tanto tiempo que ya no recuerda cuál es su tono natural. No preguntaba por la hora exacta para desayunar. No preguntaba si podía bañarse. No pedía permiso para sentarse en la sala. No pedía nada. Porque todo estaba ahí. Silencioso, sí. Pero accesible. Y eso era nuevo. Eso era extraño. Eso era hermoso.
La casa de Freddy no era grande, ni pulcra, ni mucho menos ordenada. Pero tenía algo que él no sabía, conocía y sentía desde hace mucho (repetición incesante de su abandono). Una forma distinta de respirar. Una quietud que no era control (no se sentía atado; no sentía manos poderosas controlando cada uno de sus movimientos, cada una de sus palabras). Un caos tan maravilloso que no era castigo; un caos que simplemente es sin necesidad de planearlo. Una presencia que no necesitaba vigilancia. No lo abrazaban con paredes limpias. Lo abrazaba la vida misma; paredes medianamente sucias, aunque amadas. Con sus grietas, con sus horas sin ruido, sus horas en donde el vecino pone música y el perro de la vecina de abajo ladra incesantemente, con el murmullo del tráfico a lo lejos y el sonido del agua corriendo en alguna tubería vieja.
Al principio, Gabriel pensó que era Freddy el que lo hacía todo. Pero con los días... no. No era siempre él. Lo supo por cosas pequeñas. Por el modo de dejar la mochila. Por cómo cortaba el pan. Por cómo se callaba en los momentos en que Freddy normalmente hablaría. Por cómo respiraba. Por cómo lo miraba.
Fred no lo fingía. Fred no actuaba (aunque a veces si lo hacía, actuaba como Freddy frente a otras personas). Fred lo era. Y eso, sin saber cómo ni por qué, empezó a instalarse en Golden como una certeza. No preguntaba. No confrontaba. Porque no hacía falta. Porque no había nada que exigir. Porque estaba aprendiendo algo que nadie le había enseñado: que uno puede conocer sin tener que entender. Y entonces, sí. Se acostumbró. A ese otro silencio que a veces habitaba la casa. A esas respuestas que venían en un tono distinto. A esas pausas entre palabra y palabra que no eran duda, sino respiración ajena. Aprendió a guardar esas diferencias sin etiquetarlas. A aceptarlas como se acepta el sol de la mañana cuando se abre la ventana. Como se acepta esta nueva libertad que también lo acobija. No se pregunta por qué. Solo se deja entrar. Se deja ser, ¡Y qué maravilloso es dejarte ser!
Al tercer día, comenzó a esperar que fuera Fred quien despertara primero. No lo decía. Pero lo esperaba. Porque Fred no le hablaba como si necesitara cuidarlo. Le hablaba como si lo viera. Y en ese verlo, Golden encontraba un refugio distinto. Uno que no conocía. Uno que no sabía que necesitaba. (Sorprendentemente era una rutina ya. Fred era el que se levantaba, el que arreglaba, el que limpiaba. Siempre protege, siempre cuida. Sin embargo, Fred ni siquiera sabe lo importante que es eso; ni siquiera sabe que lo hace). Había momentos en que Fred no estaba. Era Freddy de nuevo. Y entonces la risa era otra. La forma de caminar era otra. El modo de aferrarse a la guitarra era otro. Pero no importaba. Porque Golden ya había visto al otro. Y saberlo ahí, aunque fuera invisible para todos los demás, le bastaba.
Así pasaban los días. Sin revelaciones. Sin preguntas. Sin dramatismos. Solo ese fluir extraño entre dos personas que habitaban un mismo cuerpo y que, sin decirlo, le estaban enseñando que el mundo no es uno. Que el mundo son muchos. Cada cabeza siendo un universo entero, cada alma siendo una puerta a millones de posibilidades, formas de ser, alegrías, tristezas; historias que hacen que Golden abra la boca con sorpresa, llore, sonría; todas las emociones tan reales y no fingidas que finalmente fue a la semana y media que las cadenas invisibles que ahorcaban a golden se rompieron. Finalmente respira, y los colores regresan al mundo.) Y cuando Fred volteó ese día en el salón, con el rostro aún herido por lo que nadie más comprendía, y Golden le dijo su nombre sin dudar, y lo vio congelarse, y supo que había tocado algo que no debía, no dijo nada más. Solo se quedó ahí, con él. Porque a veces eso basta. Porque a veces eso es todo. Y eso era amistad Aunque aún no lo supieran. Aunque aún no lo nombraran. Aunque aún no pueden decirlo. En la forma más humana. En la forma más callada. En la forma más verdadera.
Había algo en los ensayos que empezaba a parecerse a rutina. No una rutina opresiva, ni repetitiva, sino ese tipo de costumbre que se siente como casa. Cuál estructura pequeña pero estable, cuerda floja por la que puedes caminar sin mirar abajo, porque sabes que todos están caminando contigo. Los acordes ya no eran tentativas. Eran certeza. La letra, aún incompleta, había dejado de ser un juego. Ahora era herida. Pulso. Voz. Alma. Vida.
Estaban en eso, otra vez. En la parte final del coro. Bonnie marcaba el ritmo golpeando suavemente con los dedos sobre las cuerdas de su Fender . Ann tarareaba, buscando un eco con el que armonizar junto con su bajo. Freddy tocaba la guitarra, una diminuta sonrisa en su boca y Aiden lo miraba cada cierto tiempo, bajándole la velocidad al ritmo que llevaba en la batería o subiendole según el propio ritmo de Freddy.. Golden cantaba en voz baja, sentado en su lugar de siempre. Estaba escribiendo algo. Últimamente lo hacía mucho.
Y entonces la puerta se abrió. Sin previo aviso. Sin golpear. Sin la más mínima cortesía.
Joy.
Todos se callaron al instante. La sala se llenó de una tensión que ni siquiera necesitó palabras para crearse. Ann intentaba no hacerlo evidente, pero miró inmediatamente a Gabriel. Freddy también. Tanta preocupación en una sola mirada…
—Primo, ¿podemos hablar un momento?
No hubo rudeza en su voz. No hubo dulzura tampoco. Solo ese tono ambiguo que uno aprende a temer con el tiempo. Golden miró a Freddy. Solo por un segundo. Y luego se levantó. Salió tras ella sin decir palabra. Cerró la puerta con suavidad, como si eso le quitara peso al silencio que había dejado tras de sí.
Entonces, Freddy bajó la mirada. Volvió a la ventana. Afuera, el sol comenzaba a inclinarse hacia el oeste. Las sombras se estiraban. El aire se doraba apenas. Freddy no lo miraba realmente. Solo se perdía en el reflejo. En lo que el cristal no mostraba. Y no pensaba en Joy. No pensaba en Gabriel. Pensaba en el hecho de que, aunque lo intentara, no podía recordar la última vez que alguien había abierto una puerta así. Con ese tipo de autoridad. Con ese tipo de historia detrás. Ann se levantó casi enseguida. Caminó hacia la puerta. No para espiar. Solo para... estar ahí. Por si acaso. Por si pasaba algo. Se apoyó en el marco, con los brazos cruzados. No dijo nada. Pero se quedó. Presente.
Fue entonces que Aiden, que hasta ahora no había dicho nada en todo el ensayo, se movió. Se acercó a Freddy. Rápido, callado.
—Ey —dijo, y su voz tenía ese tono arrastrado que usaba cuando no sabía bien cómo empezar algo—. Hoy va a haber una fiesta.
Freddy giró apenas la cabeza. No del todo. Solo para mostrar que había escuchado.
—Es en casa de Leo, el wey chaparro del área de mate; creo que va en tu salón —continuó Aiden—. No es nada serio. Van a estar los de música y algunos del club de cine. Puedes venir, si quieres. Digo, no tienes que... pero si quieres.
Freddy lo miró por fin. Sus ojos eran más claros a esa hora. Un azul cielo claro como en los dias en donde no hay nubes. Parpadeó.
—¿Una fiesta?
Aiden se encogió de hombros. Se metió las manos en los bolsillos.
—Sí. Ya sabes. Gente. Ruido. Música chafa. Cerveza mala, tal vez uno que otro bacardí pero eso ya para los fresitas. Conversaciones incómodas…Lo normal, wey.
—¿Y por qué me invitas a mí?
Aiden lo pensó un momento.
—Porque vas a decir que no. Y porque... igual y te hace bien. No sé. Solo... piénsalo.
Freddy bajó la mirada. Miró sus propias manos. Luego volvió a mirar por la ventana.
—Lo pensaré.
Aiden asintió.
—Genial.
No dijo más. No hacía falta. Volvió a su lugar, se sentó y comenzó a repasar los acordes como si nada. Como si no acabara de invitar a alguien que vivía en dos mundos distintos a cruzar el umbral de otro más. Como si no acabara de tenderle la cuerda floja que podría romperse en cualquier momento. Y Freddy, ahí, mirando hacia el cristal, sin mirar realmente, se preguntó si Fred querría ir. Si Fred podría. Si Fred debería. Se preguntó si sería más fácil estar en un lugar lleno de desconocidos que en uno donde todos creen conocerte.
Y entonces la puerta volvió a abrirse.
( … )
El camino de regreso fue tranquilo. El sol ya había bajado, dejando las calles con ese tono deslavado de las seis y media. A esa hora todo parece más callado, más cansado. Los dos caminaron sin apuro, con las mochilas pesadas pero sin prisa. No hablaron mucho. A veces ni siquiera hacía falta.
Al llegar, Freddy metió la llave con movimientos automáticos, empujó la puerta, dejó que Golden pasara primero. Ya no había esa torpeza de la primera semana. Golden sabía dónde estaba la cocina, dónde dejar los zapatos, cómo abrir la ventana del baño para que no se empañara el espejo. Sabía que el foco del pasillo parpadea si no se tocaba con cuidado, que la silla del comedor cojeaba de una pata, que Freddy tenía la costumbre de dejar su mochila al lado del sofá en vez de subirla a su cuarto. Y Freddy… Freddy había dejado de preguntarse si Golden se iba a quedar un tiempo más largo o no.
La casa los recibió como siempre: en silencio, sin gestos. Una casa no da explicaciones. Solo es. Freddy fue el primero en hablar.
—¿Qué pasó con Joy?
Golden dejó la mochila en su lugar. Se quedó de pie unos segundos, como si considerara qué tanto decir. Luego suspiró.
—Me cubrió. Le dijo a mi abuelo que no me ha visto. Que no me ha topado en ningún salón. Que tal vez no me presenté. Pero me suplica que vuelva a casa.
Freddy alzó una ceja. Fue un gesto leve, pero importante; al menos para Gabriel.
—¿Joy?
Golden asintió. Abrió el refri, revisó si había algo que valiera la pena. Sacó una bolsita de verduras congeladas y la puso sobre la barra.
—Ya sé. Fue raro. Ella y yo no hablamos nunca. Bueno, casi nunca. Pero… me preguntó si estaba bien. Y dijo que no le iba a decir a nadie que me vio.
—¿Y le crees?
Golden lo pensó.
—No tengo opción.
Freddy asintió. Caminó hacia la estufa y puso agua a hervir. El sonido fue casi inmediato, como un suspiro que se vuelve constante. Golden se acomodó al otro lado de la barra. No hacía falta decirlo, pero ya era costumbre: él cortaba, Freddy cocinaba. Ya no se miraban con miedo. Ya no medían cada palabra.
—Aiden me invitó a una fiesta —dijo Freddy de repente, mientras abría una bolsa de pasta y la dejaba caer en la olla.
Golden lo miró, cuchillo en mano.
—¿Y?
—No sé. Es en casa de un compañero de mi salón. Dice que van varios del club de cine y de música. Que no es la gran cosa.
—¿Vas a ir?
Freddy se encogió de hombros.
—No he decidido. Pero… te lo dije por si quieres ir tú también.
Golden guardó silencio un momento. Terminó de cortar las zanahorias en rodajas delgadas y las empujó hacia el sartén. Se lavó las manos. Se secó con la misma toalla vieja de siempre. Luego se sentó.
—Podemos ir. Si quieres. Digo… si no se te hace raro.
—¿Raro?
—Estar allá. Con todos. Fingiendo.
Freddy lo miró un segundo. Luego, con una sonrisa apenas esbozada, dijo:
—No sé si podamos dejar de fingir del todo. Pero a veces… es mejor fingir con alguien más al lado, ¿no crees?...Como un arlequín. Finge frente al rey para que no lo maten.
Golden sonrió. No fue una sonrisa grande. Pero fue verdadera. Ha sonreído de verdad mas seguido.
La olla comenzó a burbujear. El vapor llenó la cocina. Y mientras cenaban, hablaron de otras cosas. Cosas pequeñas. Cosas que no dolían. Y aunque ambos sabían que había otras capas más profundas, no se tocaron esa noche. Esa noche, la casa se sintió un poco menos prestada. Un poco menos escondida. Y cuando terminaron, Golden lavó los platos sin que nadie se lo pidiera. Freddy, desde la sala, anotó algo en su libreta azul.
No dijo qué era. Y Golden no preguntó. Y eso es, al final de todo, lo maravilloso. No preguntar, simplemente aceptar las rarezas de cada uno. Eso a final de cuentas es la amistad, ¿no?
Chapter 17: Guess (fiesta)
Chapter Text
Antes de salir, Freddy dejó una nota. La escribió rápido, con esa letra nítida y algo apurada que Marta reconocería sin problema. La dejó sobre el buró, doblada en dos, firmada con el habitual “Por si llegas antes, salimos un rato. Regresamos antes de la media noche. Si me quedo sin pila te dejo el número de Gabriel +52 99337….”. No mentía. Solo omitía. No decía a dónde iba, con quién más aparte de Gabriel, ni por qué. Pero su madre no preguntaba tanto, últimamente; tan ahogada en el trabajo estaba que no sabía que su hijo participaría en el evento más importante del colegio.
Y Freddy, sabiendo esto… él… él no ofrecía más.
Salieron sin hacer ruido, caminando rápido hasta alcanzar una de las avenidas grandes. Tomaron el metro, luego caminaron tres calles más. Gabriel, por alguna razón que no decidió explicar, se sabía el camino. Freddy solo lo seguía. El cielo arriba estaba opaco. El aire tenía un dejo metálico. Y por primera vez en semanas, Freddy sentía algo parecido a… emoción. No euforia. No alegría. Solo un cosquilleo inquieto en el centro del estómago. Algo vivo, algo que quería ver más allá de su propio mundo, de esa monotonía en la que se estaba acomodando (y estar cómodo en una rutina es lo peor que uno puede hacer, piensa, un mundo entero enfrente desaparece de ti. Y te abstienes, inconscientemente, de conocer más de lo que ya te acobija).
La casa de Leo no parecía una casa desde fuera. Era una bestia con luces. Se escuchaba desde la esquina. El beat era bajo, constante, vibraba con el pavimento. Las ventanas parecían respirar. Al entrar, lo primero que Freddy sintió no fue el calor, ni la música, ni la gente. Fue el aire denso. El olor extraño. Amargo. Cómo a tabaco dulzón; como a lo que huele su mamá pero tan…diferente.
Se quedó quieto un momento, los ojos buscando asirse a algo conocido. No conocía a ninguno de los muchachos que estaban allí. De vista, tal vez. ¿Pero acaso eso no es conocer?
—Es marihuana —murmura Gabriel de pronto, inclinándose para que le oyera. Tenía esa expresión neutral que solo usaba cuando sabía que algo le podía incomodar a alguien más. —-Esa cara que haces se que es porque hueles eso. Es mota, Freddy.
—¿Cómo sabes…? —preguntó Freddy, medio sonriendo, como si la pregunta hubiera salido sola.
—Ser famoso tiene su precio —dijo Gabriel con una mueca casi divertida—. Pero tranquilo, aquí nadie obliga a nadie.
Y entonces la música subió. O Freddy la notó de verdad por primera vez. Un bajo denso, como un golpe en el pecho. El ritmo era como un latido, uno que no era suyo pero se sincronizaba con él. La canción lo empujaba hacia adelante aunque no diera un solo paso. 212, de Azealia Banks. La había escuchado antes, pero aquí sonaba distinta. Más cruda. Más fuerte. El pecho le vibraba. La cabeza también. No podía (no quería) pensar con claridad. Y eso… no era del todo malo.
La gente se movía como un solo cuerpo. No bailaban realmente. Era más un flotar, un chocar, un seguir la corriente. Gabriel lo llevó por entre los hombros, las espaldas, las risas desbordadas. Pasaron por la cocina, luego una sala. Llegaron a un rincón menos ruidoso. Ahí había otros conocidos del club de cine, de música, un par del salón de arte. Todos tenían vasos. Algunas botellas. Otros solo los ojos brillando con ese cansancio que no se dice.
Freddy no tomó nada al principio. Se sentó. Observó. Dejó que la música le hiciera ese trabajo de moverle algo por dentro. Algo que no tenía nombre. Algo que llevaba mucho sin salir. Gabriel se acomodó junto a él. Lo miró un segundo. No dijo nada. Un muchacho se acerca a ellos, les entrega uno de esos vasos rojos a cada uno. Les grita, porque la música enmudece hasta las voces más fuertes:
—¡Allá hay de lo que quieran! —Apunta a una mesa, donde hay docenas de botellas de diferentes tamaños. Freddy intenta verle la cara, pero por el cambio de luces de la habitación, es una acción imposible —Nada más tengan cuidado, hay un pendejo que está pedisimo y anda tirando botellas.
Se ríe, le da una palmada a Gabriel en el hombro, y se va.
Entonces, Gabo se incorpora, mira a Freddy con una ceja levantada, y asiente con la cabeza hacia la mesa.
—Vamos, a ver qué hay.
Freddy lo sigue. No hay prisa, pero tampoco pausa. El camino hasta la mesa es una especie de laberinto de piernas cruzadas, cuerpos que bailan a medio tiempo, conversaciones en gritos que no buscan respuestas. Al llegar, el aire es distinto. Más caliente. Más cargado. Rincón que llevaba horas fermentando el aire. Las botellas están ahí. Colocadas sin orden ni sentido. Algunas están abiertas, otras no tienen tapa. Botellas grandes y pequeñas medio llenas y medio vacías. Hay vasos apilados. Hay servilletas arrugadas. Hay manchas. Hay algo que gotea.
Freddy no ve bien las etiquetas. Elige una botella por impulso (la primera que ve frente a él), vierte un poco de su contenido en uno de los vasos rojos. Bebe. Y le arde. Le quema como si hubiera tragado carbón. Gabriel lo nota, suelta una risa seca.
—Es tequila —le dice.
Freddy tose un poco. Asiente. Gabriel ni siquiera se sirve. Solo observa.
—¿Cómo sabes que es eso?
Gabriel le lanza una mirada que dice más de lo que su voz podría, y repite lo mismo de hace rato, frase que se volvería, a partir de ese momento, una especie de insulto a su vida anterior:
—Ser famoso tiene su precio.
Freddy abre sus ojos azules, notando algo de tristeza en la voz de golden. Decide ignorar cualquier comentario que pudiese llegar a salir de su propia boca y, con una mueca algo extraña en el rostro, mira hacia abajo. El vaso era ligero pero no vacío. El plástico delataba su fragilidad, y sin embargo, parecía más firme que muchas de las cosas que Freddy había sentido en semanas. Gabriel lo sostuvo con una mano, observándolo un segundo con desconfianza, luego se rió leve, sin ganas, y dejó el suyo sobre un mueble cercano.
—Ahorita vengo —murmuró, su boca cerca del oído de Freddy. Le hizo un gesto leve con la cabeza, apuntando hacia una esquina donde alguien lo había reconocido. Y Freddy asintió. Lo vio irse.
Entonces se quedó solo. Solo entre muchos. Solo entre muchos que al igual que él, se ahogaban en su soledad.
La casa era un organismo que respiraba distinto a cada latido del bajo. La música había mutado, se había vuelto más urgente. GUESS sonaba como un grito de auxilio envuelto en luces estroboscópicas. Cada beat era un martillazo, cada línea de voz un puñal breve pero certero. El pecho de Freddy no vibraba ya por la emoción, sino por una especie de temblor interno que no tenía origen ni destino. Solo estaba. El ambiente era denso. No había silencio en ninguna parte. Ni en los pasillos, ni en el piso, ni siquiera dentro de sí mismo. La luz cambiaba con violencia, proyectando rostros que no eran rostros, gestos partidos, dientes iluminados en rojo y azul. Olores imposibles se mezclaban: sudor, perfume, humo, algo más químico, la marijuana que Golden mencionó. Era imposible saber qué era cada cosa. Solo era. Solo invadía cual parásito.
Freddy miró la mesa de nuevo Las botellas parecían una colección de errores. Etiquetas que en la luz verde logró ver por un instante, en idiomas que no conocía, colores opacos, brillos que no anunciaban peligro, sino desinterés. Volvió a tomar un sorbo del tequila, instintivamente tose. Cierra los ojos. Pero no lo escupe. No lo dejó. Sintió la quemadura recorrerle el pecho, abrirle espacio. Era… caliente. Era quemadura, sentimiento. No pensó en nada. Solo dejó que el ardor le dijera que estaba despierto. Vivo.
Volvió a sentarse en un sofá, a unos 10 pasos de la mesa. El lugar había cambiado. La canción seguía, pero ya no era la misma. El ritmo era más caótico. Una nota en reversa se repetía, como si alguien hubiera puesto el mundo al revés. Gritos, pasos, vasos cayendo. Risas. Las luces no paraban. La sala era una máquina, y él un engrane que no sabía cómo girar.
Y entonces una mano en su espalda. Se volteó de inmediato. No vio quién era. Las luces no se lo permitían. Era como si las luces le dieran un disfraz a cada persona.
—¿Hola…? —dijo, y su voz sonó más alta de lo que quiso. El vaso seguía en su mano, olvidado.
—¡Te vi el otro día!—dijo una voz. Masculina. Grave, pero joven. Sin preocupación; desganada.
—¿Dónde…? —preguntó Freddy, confuso. Todo giraba un poco.
—En la escuela. Te veías… mal —hizo una pausa—. Solo quería saber si… estás bien; ya sabes, es mi deber ver que los alumnos estén bien.
Freddy lo miró. El rostro frente a él era borroso, partido por las luces, ajeno. Podía ser cualquiera. Podía no ser nadie. Podría ser todo.
—Sí —respondió. Porque no sabía decir otra cosa.
Pero el otro no se fue.
—¿Seguro?
Freddy respiró hondo. El alcohol aún quemaba. El bajo le golpeaba los oídos. Gabriel no estaba. Estaba solo y no sabe porque siente miedo.
—No sé —admitió.
Y por un momento, fue verdad. El chico hace más fuerte el agarre sobre el hombro de Freddy.
—Quieres…¿Hablar?
Chapter 18: Surreal
Notes:
Tomen la explicación que mas les guste por mi ausencia; no daré contexto pero quién lo sepa ríase de mi degracia porfis.
1) Estuve en el mundo de las sombras como Fred en ese capitulo. Asi en el anexo.
2) Me secuestró one direction y me volví y/n por 4 dias.
3) Un hombre que se cree fife pero no lo es tomó control de mi cuerpo por 4 dias sin explicación alguna e INCLUSO salió a la plaza con una amiga que ahora es su amiga :)
4) ¿Ya mencioné a one direction?JAJJJAAAJ. Como sea, espero disfruten este cap. Me costó un poco el final, lo vi muy forzado asi como las ROMCOMS o como se llamen esos. A ver si lo cambio. :D
Chapter Text
Freddy dudó. No por la pregunta, sino por lo que implicaba decir que sí. Porque en ese instante se dio cuenta de que la garganta no le dolía por el tequila, sino por todo lo que había callado. Asintió. No con firmeza. No con esperanza. Solo… asintió. Se levanta. Caminaron sin hablar, sin tocarse. La casa los devoraba por momentos. Alguien los empujó por accidente, alguien gritó el nombre de otro, una puerta se abrió sola. Llegaron a una habitación en el segundo piso. No había nadie dentro. Las luces seguían cambiando de color, filtradas por una lámpara rota en el techo. Todo era rojo, luego azul, luego un rosa artificial que se sentía ajeno a cualquier emoción humana. Cerraron la puerta. El sonido aún entraba, filtrado, distorsionado. Pero al menos era menos. Un poco menos. Un poco más en este mar de sentimientos que poco a poco llegarían a ahogarlo si no gritaba; si no pedía a gritos que necesitaba ayuda.
Freddy se sentó en un colchón que estaba en el suelo. El desconocido también. No se dijeron sus nombres. No lo necesitaban. No en ese momento. Freddy seguia sin ver su rostro; Una mezcla de colores que se unían en púrpura, marrón, verde, blanco y luego rosa. Extraño de ver, extraño de olvidar, de alguna manera. Sin embargo, todos estaban distorsionados a través de la lente de los colores de la casa, de la habitación, de su mente.
—Me pasa que… a veces —comenzó Freddy, pero se detuvo. El otro lo miraba con atención. Una atención limpia, sin juicio. Sentía que podría decir cualquier cosa y este extraño no diría nada; no le juzgaría. Así que lo dijo—. Me pasa que intento hacer las cosas bien. De verdad intento. Me esfuerzo. Sonrío cuando debo. Contesto cuando me hablan. Trato de ser normal. Pero aun así, por dentro, estoy solo.
El otro asintió. No interrumpió.
—Y cuando me equivoco, cuando pierdo la paciencia, cuando no puedo más y me encierro, lo único que escucho es “pero si te va bien”, “pero si tienes amigos”, “pero si no estás solo” —hace muecas con las voces, subiendo su tono y bajandolo —...Pero sí lo estoy. Porque nadie me ve de verdad. Nadie ve… lo que hay atrás. Lo que duele. Lo que me callo.
El otro no respondió de inmediato. Solo se pasó una mano por la nuca, respiró hondo, y dijo:
—Yo igual. Tengo algunos amigos. Pocos, la neta. Y hasta con ellos a veces siento que tengo que ponerme una máscara. Que no puedo decir cómo estoy porque, si lo digo, nadie va a saber qué hacer con eso. Me han dicho que soy raro. Que soy….difícil y que me enojo muy fácilmente. Que me callo mucho. Pero es que a veces no tengo palabras. Solo tengo esto ...este hueco, ¿sabes?
Freddy se le quedó viendo. Viendo a este individuo de cara borrosa que dijo algo que ni siquiera Golden pudo poner en palabras durante todos estos días que han estado juntos en la misma casa.
—¿No te pasa… —dice el extraño de pronto, bajando la mirada y luego sonriendo tristemente — ….que a veces solo quieres que alguien te diga que te ve?
—Sí –sin aliento, una roca desaparece de su espalda, ¿Esto es que alguien te entienda? —...Todo el tiempo.
Se quedaron en silencio. Afuera, la música había cambiado otra vez. Un remix de Bad Romance rompía contra las paredes. La voz de Lady Gaga era un cuchillo brillante entre los bajos. Freddy se recargó un poco hacia atrás, dejando que el ritmo hiciera vibrar el colchón. Sus ojos estaban vidriosos. El desconocido lo miró. No dijo nada. No preguntó más.
—No sé quién eres —murmuró Freddy—, pero gracias de verdad.
—No tienes que agradecerme. Al final estamos en el mismo bote.
Sonrieron. No mucho. Apenas un movimiento en las comisuras. Lo suficiente para que la tristeza se agrietara un poco. Lo suficiente para que la habitación no se sintiera tan ajena. La luz cambió a azul. Luego a rojo y a verde. Y por un instante, el mundo pareció quedarse quieto. Solo un segundo. Luego volvió el ruido. Luego volvió todo. Pero Freddy ya no estaba igual. Hablaron un rato más. No de lo profundo. No de lo terrible. No de esas cosas que duelen como uñas en la garganta y que solo salen cuando uno ya está demasiado roto para seguir escondiéndolas. Hablaron de lo otro. De lo cotidiano. De esas cosas que no duelen tanto pero que, a fuerza de repetirse, también acaban cansando.
—La señora de biología me odia —dijo el chico, dándole un sorbo a su vaso—. Creo que se inventa tareas solo para hacerme reprobar.
Freddy se rió. Fue una risa pequeña, viniendo de un lugar al que ya casi no tenía acceso, cuál habitación cerrada que por fin alguien abre.
—¿La de los aretes con forma de lagartija?
—¡Esa misma! La neta, respeto su estética, pero… ¿por qué me puso cero en un trabajo que sí entregué?
—¿Seguro que sí lo entregaste?
El chico lo miró con los ojos entrecerrados. Freddy alzó las manos.
—Está bien, está bien, solo preguntaba.
—No. Pero sí. Pero no… Bueno. ¡Cállate!
Rieron. No carcajadas. Solo esa risa leve que suena cuando uno recuerda que todavía hay algo adentro que puede reír. La clase de risa que no llena la habitación, pero sí te llena el pecho lo suficiente como para que no se te rompa del todo.
—Y el de música —siguió el otro—, ese ni se diga. ¿A ti también te dice “mijo” aunque no seas su hijo?
—Sí —asintió Freddy, sonriendo—. “Mijo, toca con más sentimiento.” Como si eso se pudiera hacer a voluntad. Como si uno no estuviera ya tocando con lo único que le queda.
Hubo un silencio. Corto. Cómodo.
—¿La comida de la cafetería ya te dió salmonella? –pregunta Freddy después de un par de minutos, mira al extraño; sonríe.
—Desde primer año.
—Eso explica mucho.
Volvieron a reír.
Hablaban de estupideces. Pero eran esas estupideces que salvan. Que construyen puentes. Que abren puertas. Que te recuerdan que eres más que lo que te duele. Que también puedes ser alguien que se burla del arroz plastificado de los miércoles, o del imbécil que canta fuerte en la fila del baño, o del tipo que, según los rumores, lleva tres años sin aprender el horario.
—Todos fingen, ¿no? —dijo el otro, después de un rato, ya más bajo, más lento.
—Sí —murmuró Freddy.
—Yo también.
—Yo más.
Se miraron un segundo. El vaso de Freddy estaba medio lleno. La garganta le ardía un poco. El pecho… el pecho estaba abierto. No herido. Abierto. Cuál ventana que alguien se atrevió a empujar con cuidado. Y por un momento, no fue el Freddy que fingía. No fue el Freddy que ensayaba frases. Que sonreía en automático. Que cargaba una existencia prestada como si fuera un abrigo demasiado grande. Era un simple muchacho con un vaso rojo en la mano, lleno de tequila de alguna marca que en ese instante no recuerda. Con los ojos un poco tristes, pero también vivos, finalmente. Con palabras que por fin, alguien quiso escuchar; y palabras que por fin puede decir que no son solo suyas, sino que alguien (un completo extraño) comparte.
La luz cambió a azul. Luego a rojo. Un destello más, una sombra cruzando el pasillo. Y por un instante, el mundo pareció quedarse quieto. Solo un segundo. Solo una pausa. Luego volvió el ruido. Luego volvió todo. La música, el bajo golpeando los huesos, los pasos arriba, las risas abajo. Pero Freddy ya no estaba igual. Algo se había movido dentro de él. Algo se había soltado. Un quiebre que no duele cual herida, pero tampoco sana como un alivio. Era saber, por fin, que ya no podía regresar al antes. Que la forma en que había caminado por la vida, mirando al suelo, fingiendo no existir, ya no le servía. Ya no bastaba.
Y todo esto por el simple hecho de que alguién lo escuchó. Y eso, para alguien como él, era un milagro más grande que cualquier otra cosa. Y es en ese entonces que la luz de la habitación se aclara. No hay anuncio. No hay redoble de tambor. No hay señal mística. Solo ese cambio sutil en la intensidad, ese giro en la lámpara de techo que se queda más tiempo encendida que antes. Ese segundo exacto en que la pupila se adapta y el rostro frente a ti deja de ser un collage de luces y sombras, y se vuelve nítido. Rostro. Piel. Ojos. Cejas. Boca. Todo. Real.
Owynn.
Su cuerpo lo sabe antes que el pensamiento lo alcance. Una oleada de algo caliente le recorre el pecho, sube por la garganta, se le queda atorado ahí, como si la voz tuviera miedo de salir y enfrentarse al peso de lo inevitable. Los ojos le tiemblan. La boca también. Siente ese extraño movimiento en el pecho que no es exactamente dolor, pero tampoco consuelo. Es peso. Es un vértigo; una caída libre dentro de su propio cuerpo que lo obliga a tomar una silenciosa bocanada de aire y evitar a toda costa la mirada de este extraño que conociste en algún momento como la palma de tu mano. Es pasado. Y el pasado, cuando aparece sin ser llamado, siempre les duele.
—Owynn —murmuras.
El chico parpadea. Se le borra la sonrisa. Se le borra el cuerpo. Se le borran los años que pasaron. Y ahí, en el parpadeo, está el reconocimiento. Está la grieta. Está la memoria que se abre como un cuaderno escondido. Owynn abre los ojos. Más de lo normal. Pero no se va. Fred siente que no está solo. No del todo. Está Freddy también. Los dos. Uno con el pecho abierto. Otro con la garganta cerrada. Uno queriendo correr. Otro queriendo quedarse. Los dos al mismo tiempo. Y eso... eso duele como ninguna otra cosa.
La voz sale. No de una decisión. Sale como agua de una represa rota; generando una diminuta avalancha dentro de la habitación. Owynn está estático; Ni tú ni Freddy pueden leer realmente la expresión de su rostro.
—Soy Fred —dices, y no lo susurras. No lo gritas. Lo dices. Palabras enteras. Palabras que se habían tragado el silencio por años—. Soy el...
Y los ojos de Owynn los miran. No te interrumpen. No los niega. Los miran.
—Soy el que te lastimó tanto, hace tantos años.
Silencio. Ese silencio exacto. Ese donde todo podría romperse o salvarse. Ese donde el aire decide si sirve para respirar o para cortar. Owynn no habla de inmediato. Traga saliva. Mueve las manos. Las aprieta. Las suelta. Mira a Fred como si por fin pudiera mirar al rostro detrás de la sombra. Y su voz, cuando llega, no es fuerte. Pero no tiembla.
—Me…me golpeaste—dice. No como reclamación. Como recuerdo. Cómo herida.
Fred asiente. No sabe por qué está temblando. Tal vez por la música que sigue golpeando en la sala de al lado. Tal vez porque el vaso en su mano ya no significa nada. Tal vez porque Owynn está ahí, entero, sin gritar, sin llorar, sin huir. Y eso es peor. Eso duele más. Porque ya no están en esa escena congelada de hace unos días, donde lo tenías frente a ti, él sin reconocerte y tú con el alma hecha un nudo, con el terror recorriéndote la espina cuál sentencia. No. Ahora él sabe. Sabe quién eres. Porque tú terco, vulnerable, desesperado y estúpido, decidiste decírselo. Le abriste el pecho con las manos temblorosas y le mostraste el caos que habita dentro: cada cicatriz que lleva su nombre, cada lágrima que cayó por su ausencia, cada grito ahogado que nadie escuchó. Y ahora lo sabe. Lo tiene. Tu corazón, ese órgano maltrecho que todavía late por inercia, lo sostienen sus manos. Él.
Él que fuiste incapaz de olvidar. Él que fuiste incapaz de dejar de querer y apreciar, incluso cuando te partió. Él que no pidió este pedazo de ti, pero lo tiene. Y si quiere, si se atreve, puede aplastarlo. Puede hundir sus dedos y romperte desde dentro. Puede devolverte todo el daño que tú, en tu soledad, le hiciste.Y eso…lo entiendes, de cierta forma.
Lo miras. Owynn se queda quieto. No había rabia en sus ojos, pero tampoco calma. Había un temblor que no llegaba a ser furia, pero que tampoco era paz. Y entonces, sin decir nada, se acercó. El colchón rechina suavemente bajo ustedes; se hunde en donde está sentado y, cuando estuvo casi casi a 5 centímetros de ti, levanta una mano con lentitud, como si temiera que cualquier movimiento brusco rompiera ese instante. Sus dedos no tocaron, solo señalaron. Señalaron la cicatriz en tu rostro.
Una línea curva, clara, partida sobre la piel de Freddy desde abajo de su mejilla hasta su ceja. Una herida antigua que el tiempo no supo borrar y curar correctamente.
—¿Cómo no me di cuenta de que eras tú…? —susurró Owynn. Y su voz no era fuerte. Pero lo era todo—. Esa cicatriz la recuerdo. Siempre la recuerdo. La vi tantas veces que la dibujé con los ojos cerrados. La soñé. Y aún así… no supe que eras tú ese dia que te vi con el joven Golden.
Fred no apartó la mirada. No se cubrió. No retrocedió. Se quedó ahí, con la cicatriz expuesta, con la historia abierta. Era un libro sin portada. Era un capítulo sin título. Era un silencio lleno de voces que gritaban aterradas.
—Me hiciste mierda —siguió Owynn. Sus palabras eran cuchillos limpios. No tenían furia. Tenían verdad—. Me hiciste sentir como si no valiera nada. Como si mi nombre fuera basura. Como si sólo existiera para que tú me destruyeras a mi y a mi amigo.
Fred cerró los ojos. Pero no se fue. No escapó. No fingió. No corrió a esconderse en los pasillos de Freddy, en su voz, en sus gestos, en su risa falsa. Se quedó como Fred. Solo Fred. Sentado frente a él, con los hombros bajados y la espalda firme. Como quien ya no pide perdón. Como quien solo ofrece presencia.
—Pero —dijo Owynn, y hubo ahí un silencio distinto. Uno nuevo. Uno que no era castigo. Uno que no pesaba como culpa. Uno que se sentía como tregua—. Creo que entiendo por qué lo hiciste.
Fred abrió los ojos. Y el aire se volvió denso. La respiración dolía. No estaba llorando. Pero lo haría. Y no por debilidad. Lo haría porque su cuerpo no sabía qué hacer con tanta verdad.
—Estabas solo, ¿no?
La pregunta cayó como un golpe. Seca. Directa. Imposible de esquivar. Fred no respondió. No podía. No había palabras. Porque no había forma de envolver eso en una frase. Porque eso era más grande que todo. Owynn suspiró. Y ese suspiro era un puente. Miró al suelo. Miró sus propias manos. Como si también le dolieran. Luego lo volvió a mirar. Con los ojos maravillosos que Fred recordaba con tanto anhelo más suaves. No más débiles. Más humanos. Menos tristes.
—Yo también me sentí así —dijo—. Después. Durante. Todavía.
Y entonces Fred se mueve. El cuerpo no le pertenece solo a él. Freddy está ahí. Ambos. En esa convergencia extraña donde el dolor no se reparte sino que se multiplica. Las manos tiemblan. Las rodillas también. Pero aún así lo hacen. Se llevan una mano al pantalón. A ese pequeño bolsillo que casi nadie usa. Lo abren. Y sacan algo.
La pulsera.
No como símbolo. No como metáfora. No como objeto cargado de esperanza. Solo como lo que es: una prueba de que todo sí ocurrió. Una prueba de que no lo soñaron. Una prueba de que, pese a todo, existieron. Fred la sostiene en la palma. La mira. Se la muestra a Owynn.
—La guardé —dice. La voz no se quiebra, pero algo dentro de él sí—. Todo este tiempo.
Owynn no la toma. Solo la mira. La reconoce. No dice nada. Pero algo en su expresión se rompe. Se suaviza. Se vuelve algo que no sabían que podía existir entre ellos: posibilidad.
Ahí, en esa sala con luces violentas, con música hiriente, con olores ajenos y ruido de fondo, ahí donde la fiesta sigue y los demás siguen bailando y gritando y bebiendo, hay un instante. Un solo instante. Donde dos muchachos rotos se miran sin odio. Y no es perdón. No es redención. No es una reparación justa ni una promesa eterna. Es algo más pequeño. Más lento. Más vivo. Más real. Es el primer ladrillo colocado con manos temblorosas sobre el vacío. Es un gesto que no cura, pero detiene el sangrado. Un instante que no borra el pasado, pero lo mira de frente y se queda.
Owynn observa la pulsera con la precisión de un curador que sostiene una reliquia, como si sus fibras guardaran los restos de un ayer que aún respira. Se muerde el labio, no por dolor, sino por contención. Porque hay tanto en él que no sabe dónde dejar. Tantas palabras no dichas, tantos gritos que nunca fueron oídos, tanto rencor y tanta nostalgia mezclándose en un nudo que le habita la garganta desde hace años. Respira. Hondo. Recogiendo los restos de sí mismo para intentar decir algo sin romperse.
Levanta la vista. Y los encuentra (Aunque él solo mira a uno, a aquel que fue su mejor amigo.)
Fred y Freddy, uno en el cuerpo, dos en la mirada. El pasado y el presente encajando, no como piezas perfectas, cuál heridas que se reconocen. Memorias que ya no luchan por imponerse, sino por entenderse. Fred está ahí, completamente. Freddy también, pero cediendo, entregando el lugar como se cede un altar. Porque hay cosas que, en ese momento, él entiende no son suyas por decir. Owynn sonríe. No por alegría. Sino porque ya no puede hacer otra cosa. Porque reír es su única forma de no desbordarse. Una risa leve, entrecortada. Casi rota. Las lágrimas bajan despacio, tímidas, avergonzadas de salir pero sin otra opción. Con la otra mano se acomoda los lentes de forma extraña, se seca los párpados, y lo mira otra vez. Más de cerca. Como si de verdad lo viera. Como si al fin lo viera, después de tantos años.
—...Que te parece si comenzamos de nuevo. El tiempo borra cosas, y las cambia, ¿no?—dice, riendo otra vez. Su voz es casi un susurro, pero atraviesa todo—. Hola, ¿Cómo te llamas?...Mi nombre es Owynn Lindgren.
Y algo se abre. Algo se enciende. Uno sonríe. El otro asiente.
—Soy Freddy Venegas Andrade —dice, y hay un temblor de alegría que sacude todo el cuerpo—. Pero…
Y entonces sucede. Freddy se retira completamente. No huye. No se esconde. Se retira con la delicadeza de quien sabe cuándo ceder.. Y lo que queda es Fred. Solo Fred. Y lo que viene no es alivio, es verdad. Pura. Clara. Y tan hermosa que por un segundo, parece que todas las constelaciones del mundo se han encendido al mismo tiempo solo para mirar ese instante. Como si el universo supiera que algo se ha curado, al final.
—…pero prefiero, por ahora, que me digan Fred.
Y en ese momento, por un segundo, el mundo no parece ser tan terrible. .
Chapter 19: Neutralize --- Inner world / mundo interno
Notes:
En el trastorno de identidad disociativo (TID), un "mundo interno" o "inner world" se refiere al espacio mental interno donde las personalidades diferentes residen y pueden manifestarse. Cabe recalcar que no todas las personas con TID tienen un inner world, ni las personas con OSDD.
Para que alguien deba accesar al inner world, y comunicarse con los alters (identidades) directamente, debe de haber trabajo de terapia de por medio. Es muy difícil comunicarse con un alter si no hay trauma trabajado.
Espero lo disfruten!
Chapter Text
—No pensé que fueras tú…cuando te vi ese dia que estabamos en el pasillo vi la cicatriz…; pero no se porque no…no relacioné eso contigo —Owynn lo miraba, diciendo todo casi en un susurro, con los ojos aún húmedos, pero la voz más alegre.
Fred no supo qué contestar. No había respuesta correcta. No había una frase que pudiera explicar los años, las capas, los silencios. Los dolores, la angustia y el remordimiento.
—Ni yo —mintió. Su voz era más baja que antes. No por timidez, sino por respeto. Como si hablar demasiado fuerte, como si decir la verdad que de hecho él sí lo había reconocido desde un principio pudiera romper lo que acababan de reparar.
Owynn asintió, una sola vez, y suspiró.
—Pero ahora que sé… bueno…—se ríe por un instante —...eso explica porque cada vez que te veía salir de tu salón o por los pasillos tu cara se me hacia conocida de alguna parte.
No se dijeron nada más por un momento. No hacía falta. Había cosas que no se nombran porque nombrarlas es reducirlas. Porque nombrarlas es ponerles un borde, y esto, esto no tenía ninguno. Platicaron un poco más. No de todo, porque sería imposible dar una recapitulación de dos vidas, dos mundos totalmente diferentes y disfuncionales en una sola noche. Sin embargo, hablaron lo suficiente. De cómo Owynn había terminado en esa fiesta, de cómo sus amigos, del consejo escolar ahora sabe Fred, se habían ido temprano, de cómo nadie realmente se quedaba hasta el final si no estaba buscando algo más que música y luces. Alcohol y drogas. Apagar su cerebro por un instante, olvidarse de los horrores y angustias del mundo real por breves horas.
Fred escuchaba. A veces asentía. Otras decía una palabra, dos. Dejaba que las frases vinieran cuando quisieran. No las empujaba. No las forzaba. Ya no tenía miedo de que Owynn lo viera. Ya no tenía miedo de que lo escuchara.
Y fue entonces, como a la hora (Fred realmente no es muy bueno con el tiempo), que alguien tocó la puerta.
Ambos voltearon. El sonido fue seco, directo. Una sola vez. Pero bastó para quebrar la pausa.
Owynn se levantó de golpe, como si un resorte le hubiera tirado de la columna. Fred también se incorporó, aunque más lento. El cuerpo le dolía. No por la fiesta, no por el alcohol. Tal vez sea cansancio.
Gabriel estaba ahí, en el umbral, iluminado por la luz trémula del pasillo, su rostro siendo iluminado por rojo, azul, verde y otra vez rojo. Tenía el ceño levemente fruncido, las manos en los bolsillos. Miró primero a Owynn, luego a Fred. Su mirada iba cargada de algo que no era enojo, pero tampoco era calma.
—¿Todo bien? —preguntó. Su voz no era fría, pero sí era urgente. Una urgencia callada, contenida.
Owynn dio un paso hacia atrás, con ese simple gesto devolviendole el momento a Fred. Como si comprendiera que ahí, en ese cruce de miradas, había algo que no le correspondía presenciar.
—Sí —dijo Fred, mirando a Owynn por un instante y luego a Gabriel, sonriéndole.
Owynn le dio una última mirada. No sonrió, pero su rostro ya no tenía el mismo dolor de antes. Solo quedaba esa forma rara que tienen los duelos cuando empiezan a sanar.
—Nos vemos —murmuró. El camino de salida fue breve. Owynn cruzó la puerta, dandole una breve mirada de reojo a Golden e inclinando la cabeza. Este lo siguió con la mirada, pero no dijo nada.
—¿Nos vamos? —preguntó después Gabriel, mirando al castaño frente a él con más suavidad.
—Sí.
Salir de la casa fue algo complicado. No porque no supieran cómo, ni porque las puertas estuvieran cerradas, sino porque el mundo dentro parecía aferrarse a ellos. Era como si esa casa, empapada de gritos y risas que no nacían de la alegría sino del éxtasis que las sustancias generan, quisiera seguir tragándoselos un poco más. Les costó cruzar la sala sin que alguien tropezara con ellos, sin que algún vaso cayera cerca, sin que una sombra les pidiera quedarse; toqueteando sin permiso sus brazos. La música seguía golpeando, rasguñando, descompasada; corazón cansado de latir. Todo era rojo, azul, verde, ruido. La ebriedad ajena se volvía un obstáculo. Gente recostada en sillones, tirada en escaleras, cuerpos que reían por nada, que lloraban sin razón. El aire se volvía denso, sudado, químico. Y aun así, caminaron.
Gabriel iba al frente. Fred lo seguía. No se tocaban, pero uno sabía que el otro estaba ahí. Como siempre. Como desde que esto comenzó. Y cuando cruzaron la puerta, cuando el sonido quedó atrás como un eco que ya no los perseguía, Fred respiró.
La calle los recibió con un silencio que no era ausencia. Una calma que aparece cuando el mundo, cansado, decide guardar silencio para que los demás puedan escuchar su propia voz. Caminaban sin decir nada, pero el silencio no era castigo. No era tensión. Peso de lo vivido, de lo no dicho, de lo que aún dolía pero ya no ardía. La ciudad de México parecía contener el aliento. Las luces altas de los postes parpadeaban, pero no alcanzaban todos los rincones. Las sombras se quedaban dormidas en las esquinas, y eso, pensó Fred, estaba bien. Algunas cosas solo podían nacer en la penumbra. Algunas heridas necesitaban ese espacio tibio y callado para no escocer tanto. Para curarse por completo, piensa.
El aire era fresco. No frío. No cortante. Fresco. Mano en la espalda que no aprieta. Pausa en medio del ruido. Era aire que no obligaba a nadie a quedarse ni a irse. Era aire que acompañaba. Gabriel caminaba un poco más rápido, no por prisa. Era su paso natural. Fred, a unos pasos detrás, no decía nada. Tampoco tenía que hacerlo. Cada farola, cada piedra del pavimento, cada segundo sin música, sin luces estroboscópicas, sin alcohol, era una especie de bálsamo. Una promesa tibia de que al menos por esta noche, podrían. Algunas cosas, pensaba Fred, sólo podían nacer en la penumbra; Tal vez él volverá a nacer aquí, en este momento, instante tan maravilloso y hermoso.
Fred alza la vista.
Lo hace sin pensarlo, como quien escucha a alguien que llama su nombre y voltea. Abre los ojos, sonríe. Ahí estaban. Fijas. Eternas. Las estrellas. No muchas. No todas. En esta parte de la ciudad la contaminación tapa la belleza del universo; acallando las voces de esos seres del espacio que brindan luz. Sin embargo, aún así él podia ver estrellas suficientes para sentir que el cielo no se había rendido ante la imprudencia humana.
Se detiene. .
Gabriel dio dos pasos más antes de notar la ausencia de su compañero al lado. Volteó, y lo vio, quieto, con el rostro vuelto hacia arriba, los labios entreabiertos, como si el universo le estuviera diciendo algo al oído y él apenas comenzara a entenderlo.
—¿Te gustan las estrellas? —preguntó Gabriel, la voz suave, con esa clase de tono que no quiere interrumpir, solo unirse.
Fred giró hacia él, y por un segundo, ya no era el que venía de una fiesta ni el que tenía cicatrices bajo la ropa. Era niño. Era asombro. Era memoria de cosas que nadie le enseñó, pero siempre supo.
—¿Gustarme? ¡Las adoro!. Mira… —señaló con un dedo firme, seguro—. Esa de allá es Altair, la ves, justo entre esos dos postes. Y un poco más a la izquierda, casi donde termina el tejado, está Deneb. Y allá arriba, Vega. Juntas hacen un triángulo. Lo llaman el Triángulo de Verano. Aunque ya no sea verano. Un nombre algo tonto, si me preguntas a mi.
Gabriel miró al cielo, pero más que buscar, escuchaba. ¿Es acaso por esto que la primera vez que él vió a Fred este miraba el cielo, a través de su ventana, con tanta devoción?
—Esa otra que brilla un poco más —continuó Fred, sin que nadie lo impulsara, como si todo dentro de él hubiera estado esperando esta pregunta toda la noche—, es Capella. Y ese grupo de estrellas que parecen un zigzag es Auriga. Es un cochero, según la mitología. Aunque a mí me gusta pensar que es solo alguien que camina, como nosotros, cargando algo importante.
Gabriel sonrió.
—No sabía que sabías tanto.
—Es lo único que tiene sentido a veces —dijo Fred—. Las estrellas… no se van. No se olvidan de estar ahí. Aunque no las mires. Aunque no tengas a nadie con quien compartirlas. Siguen ahí. Fijas. A veces….bueno, alguien que quise mucho me decía que ellas eran una promesa que el cielo decidió cumplir, incluso si nadie la pidió.
Y caminaron de nuevo.
Las constelaciones flotaban sobre ellos, acompañándolos sin pedir nada. La noche era tibia y el mundo, por una vez, no exigía explicaciones. Fred seguía hablando, a veces bajito, nombrando cada estrella que reconocía, cada historia que recordaba de los libros que había leído a escondidas, de los documentales a los que se aferraba cuando el dia se volvia suyo; relatando en silencio las historias que su padre solia contarle.
Gabriel lo escuchaba. No interrumpía. No hacía preguntas. Solo lo dejaba ser. Y Fred hablaba con una libertad tan serena que ni él mismo parecía reconocerla. Nadie le pedía callar. Nadie lo corregía. Nadie lo miraba como si fuera extraño. Eran dos muchachos caminando de madrugada. Uno con las estrellas en la mirada. El otro con algo parecido a paz en el pecho. Uno recordando constelaciones. El otro recordando que hay cosas que se sienten bien sin necesidad de entenderse del todo. Y cuando llegaron a casa, eran casi las tres de la mañana. Pero el tiempo ya no pesaba. Porque había estrellas arriba. Y un poco de cielo dentro.
Abren la puerta. La luz del comedor estaba encendida. Martha estaba sentada a la mesa, con una taza de café entre las manos. No parecía enojada. Solo cansada. Profundamente, infinitamente cansada. Fred no dijo nada. Solo cerró la puerta tras de sí con cuidado; Golden pasando frente a él y deteniéndose cuando ve a Martha.
Ella levantó la mirada y sonrió apenas.
—Gabriel, cariño, sube a acostarte, ¿sí? —dijo con voz suave.
Gabriel dudó por un segundo. Luego obedeció. Subió sin decir nada, aunque su mirada pasó una vez más por Fred. Algo le quería decir. Pero no era el momento.
Cuando quedaron solos, Martha se acomodó en la silla, dejando la taza sobre la mesa.
—¿Te divertiste?
Fred parpadeó. La pregunta era simple. Cotidiana. Una de esas que se lanzan sin esperar respuesta real. Pero no era cualquier día. No era cualquier noche. No era cualquier él. No supo si mentir. No supo si hacer lo de siempre. Si decir una versión edulcorada. Si copiar la voz de Freddy, o si simplemente asentir y desaparecer.Pero ya estaba cansado. De todo.
—Sí —dijo, y la palabra le salió como si se le cayera de los labios, sin fuerza, sin estrategia, sin cálculo. Y esta vez, no era una mentira.
Martha asintió lentamente. Miró su taza, no a él. La cerámica temblaba apenas entre sus dedos. El silencio duró lo suficiente como para que Fred creyera que eso sería todo. Que le diría que se fuera a dormir, que no pasaba nada, que era tarde.
Pero entonces ella habló.
—Vi tu nota —comentó, como al pasar. Su voz era baja, clara—. Me dijiste que estarías con amigos. Que ibas a cuidarte…¿Porque es que huelo alcohol?
Fred bajó la mirada. No por culpa. Por costumbre. Como si ese gesto ya estuviera programado en él. Como si ese cuerpo supiera que frente a los adultos uno se recoge.
—Me cuidé, en serio —dice.
Y otra vez, era cierto. A su manera. A la única manera que podía.
Martha no respondió de inmediato. Bebió un sorbo de café, aunque ya debía estar frío. No hizo una mueca. No pareció notarlo. Luego habló, más bajo, más lento.
—Sé que estás pasando por cosas. Cosas que quizás no entiendo del todo. Pero estoy intentando, Freddy. Estoy intentando darte espacio, darte voz, aunque a veces no sepa cómo hacerlo bien. Me preocupas, hijo.
Fred alzó la mirada, lento, su cuello pesandole más que de costumbre. La miró. Y por un momento, todo dentro de él se quedó en silencio. Ella no sabía. No podía saber. Lo llamaba Freddy. Le hablaba con amor. Con esa ternura suya que siempre parecía intacta incluso cuando el mundo se rompía. Pero no sabía. No sabía que estaba hablando con otro. Que Freddy no estaba ahí.
No sabía que el que estaba frente a ella era solo una parte del todo, una parte joven, dolida, atenta. Una parte que existía a medias y aun así lo sentía todo. Los ojos le picaban, pero no llora. Solo asiente; una y otra vez mientras mira a un lado para detener esta tristeza y enojo que nuevamente se apodera de él.
Quería decir: Gracias. Quería decir: no te preocupes, aunque no lo entiendas, lo estás haciendo mejor que muchos , mamá.
—-Si, lo sé…
Quería decir: Me duele no poder decirte quién soy de verdad. Me duele tener que fingir ser alguien que no soy, mamá. Si me conocieras realmente, ¿me dejarias llamarte mamá?
—Lo siento mamá; sé que tomar alcohol no es lo…mejor…
Quería decir: Quisiera que me vieras. Quisiera que me amaras a mi también, como yo te amo a ti. No tienes idea de cuanto te amo.
Pero no tenía palabras. A veces, el lenguaje simplemente no alcanza. No tiene más dentro de él que terror; es entonces que dice, finalmente.
—-Te amo. Lo siento. No volverá a pasar —finalmente la mira.
Martha le sostuvo la mirada. No con la dureza de quien exige una explicación. Sino con esa paciencia que solo tienen las madres que ya han visto a sus hijos caminar por el filo de algo, sin saber exactamente qué. Su rostro estaba cansado, pero había ternura ahí. Una ternura que sobrevivía al insomnio. A la incertidumbre. Al no entender, pero aún así quedarse.
—Ve a dormir —dijo finalmente—. Mañana... podemos hablar. Si quieres.
Fred se quedó quieto un momento más. No porque quisiera retrasar nada. Sino porque algo dentro de él temblaba. No de miedo. De alivio. Asintió. Con lentitud. Luego giró sobre sus talones y comenzó a subir las escaleras.
Con cada paso, sentía más lejos el bajo de la música, el ardor del tequila, el mareo, la noche.
Pero no del todo. El eco de la fiesta, de Owynn, del alcohol; de las lágrimas, las sonrisas, la paz seguía ahí. En las costillas. En las manos. En la forma en que el mundo parecía haberse movido con él. El temblor no era miedo. No era ansiedad. Era lo que queda cuando uno ha llorado por dentro y no tiene dónde poner esa tristeza.
Pero había paz. Una paz nueva. Frágil. Tibia. Una paz que no gritaba, que no prometía nada, que curaba.. Cuando se metió en la cama junto a Gabriel, que ya dormía, o fingía hacerlo, Fred no tuvo que pensar en qué gesto usar. En qué tono fingir. No sintió que el cuerpo le quedara chico, ni que el mundo le estuviera robando espacio.
Fred duerme con una sonrisa. Aun con esta tristeza dentro de él.
Lo sueñan otra vez.
El mismo lugar sin ventanas. Sin paredes verdaderas. Sin tiempo que lo sostenga. No hay entrada, no hay salida, solo ese aire que no se respira, esa luz que no alumbra. Y el espejo. Ese espejo vertical con un marco algo extraño, sin reflejo. Una frontera rota. Una línea invisible que alguna vez los separaba por completo, pero que ahora tiembla con cada mirada.
Fred lo ve. Del otro lado. No como extraño. Lo ve como quien ya sabe a quién está viendo. Freddy también lo reconoce. Ya no con el sobresalto del que se descubre invadido, sino con esa certeza pequeña y constante que se forma cuando uno ha compartido silencio con alguien muchas veces.
Ambos saben dónde están.
Fred camina primero. Despacio. Porque aún duele. Porque aunque se escriban, aunque se piensen, aunque se acompañen en ese cuaderno azul que ya no ocultan, el miedo no se borra. Solo se domestica. Freddy no se mueve. Espera. Porque no sabe si está listo. Porque hablar cara a cara no es lo mismo que hablar por tinta. Porque escribir “te entiendo” no duele tanto como decirlo con la voz. Pero cuando Fred se detiene frente al espejo y lo mira con esa seriedad suya, esa que nunca necesita levantar la voz, Freddy da un paso. Solo uno. Pero suficiente.
—Pensé que no volvería a soñar esto —dice Fred. Su voz es firme. Está acostumbrado a decir lo que Freddy no puede. Lo ha hecho toda su vida, después de todo.
Freddy asiente. Mueve la cabeza con torpeza. La garganta se le cierra.
—Antes no podíamos hablar; la vez pasada que soñamos esto no…no podíamos hablar.
—Ahora sí.
—¿Por qué?
Fred parpadea. Y luego, sonríe. Una sonrisa breve, rota, pero real.
—No lo sé, Freddy.
El espejo vibra. No se rompe. No es necesario. Ya está abierto. No hay reflejo. Solo hay ellos. Uno frente al otro. Misma mirada. Misma memoria. Distintas heridas. Distinta apariencia.
—¿Tú también soñaste esto? —pregunta Freddy, y su voz sale baja, como si le costara formarla.
Fred asiente.
—Antes…mucho antes no me dejabas hablar. Despertabas. Siempre despertabas. —Hace una pausa—. Pero ahora... no.
—No quiero que te vayas –lo suelta, frase que por un instante lo ahorcaba y ahora sale de él tan fácilmente.
Fred abre sus ojos con sorpresa, y luego se suavizan. Él sonríe.
—No lo haré.
El silencio que sigue no es tenso. Es sagrado. Silencio que sólo se encuentra entre personas que han cargado demasiado juntas, aunque nunca se hayan abrazado. Fred levanta una mano, y lo pone sobre el cristal. Freddy hace lo mismo. Las palmas se encuentran en el, y de pronto el cristal se convierte en aire. No hay cristal ya. No hay barrera. Y el contacto no es físico, pero es más real que cualquier caricia. Se sienten. Uno al otro. Sin máscaras. Sin miedo.
—A veces recuerdo cosas que tu haces—dice Freddy —...Y pienso que…que si desapareces, yo me quiebro.
—Y yo siento que si tú te caes, me vuelvo un fantasma. —Fred suspira—. Pero tú no eres yo. Y yo no soy tú. Compartimos casa, no alma; ¿Si comprendes la diferencia?
Los ojos de Freddy se humedecen. Se aguanta. No por orgullo. Por costumbre. Fred baja la mano y da un paso más; dobla su espalda para poder pasar a través del marco que algún momento fue un espejo, y cuando está frente a Freddy, lo abraza. No hay fuerza. No hay dramatismo. Solo dos brazos firmes rodeando a alguien que siempre creyó estar solo.
Freddy se rompe.
No se desmorona. No se cae al suelo. No hay gritos. No hay llanto que inunde la habitación ni gestos dramáticos que anuncien tragedia y diatraba. Se rompe en ese temblor de espalda que solo aparece cuando uno llora desde dentro, desde ese sitio donde las palabras no alcanzan, desde donde ya no se llora por algo en particular, sino por todo al mismo tiempo.
El cuerpo se le encoge un poco. Apenas. Pero basta. Los hombros se le sacuden con un movimiento que no es visible si uno no está atento, pero Fred lo está. Siempre lo está. Y por eso lo sabe. Por eso no hace ruido. No dice nada aún. Deja que las palabras salgan cuando quieran. Que el silencio deje espacio para la luz
—No quiero ser una carga —murmura Freddy, casi sin voz, como si tuviera miedo de que el aire lo escuche y se lo lleve consigo—. No… no quiero que pienses que… que debes cuidarme o lo que sea que hagas. Lo que pasó hoy en la fiesta…
Se interrumpe. Traga saliva. Cierra los ojos con fuerza. Tiembla apenas, como si el temblor fuera lo único que sostiene su estructura.
—¿Es por eso que podemos hacer esto? —continúa, más bajo aún—. ¿De verdad… habías tenido tanto dolor por lo de Owynn que eso nos detenía a llegar a esto?
Y ahí está. La pregunta. La herida con nombre. No duele solo por lo que dice. Duele porque la dice él. Porque la dice Freddy. Porque la dice alguien que ha sostenido tanto sin saberlo, alguien que piensa que todo lo que pesa en este cuerpo le pertenece solo a él, que todo lo que duele viene de su propia existencia. Y no es así. Nunca fue así.
Fred se separa. Sin prisa. Sin distancia. Lo hace como quien se reconoce en otro.
—No lo eres —dice.
No lo duda. No lo piensa. No lo pesa. Es terrible esperar años para poder decirlo en voz alta. Se ha tragado esas palabras tantas veces que ahora, al liberarlas, respira por primera vez.
—Eres la razón por la que aún estamos aquí.
Y la voz no le tiembla. Porque esa es su verdad. Porque ese es su centro. Porque si algo le duele a Fred es haber dejado que Freddy cargara tanto, sintiera tanto, creyera tanto que debía fingir fortaleza para merecer estar vivo. Y no es así. No tiene que hacerlo. No más.
Freddy se cubre el rostro con las manos. No para ocultarse. No para esconderse. Es más un gesto de alguien que, al fin, puede dejar de sostener el mundo con los dientes. Él hunde el rostro en el hombro de Fred. Lo abraza de vuelta. No piensan en el cuerpo compartido. No piensan en lo extraño. No piensan en el mundo. Solo en ellos. Solo en este cuarto que no es cuarto. Solo en este instante que es tanto.
—Gracias —dice Freddy.
Fred lo aprieta un poco más.
—También te quiero —responde. Y no hace falta que diga más.
Chapter 20: Diagnostico
Notes:
Me es imprescindible decir, a ustedes que si leen estas notas, que para obtener un diagnostico del TID/OSDD o P-TID es muy pero muy difícil en LATAM. Sobretodo porque los psiquiatras y psicólogos (de forma muy ignorante) no creen en el trastorno, o continuan pensando que es "rarísimo".
Por lo tanto podemos considerar que de cierta forma, este capitulo no está del todo apegado a la realidad. Me disculpo por eso.
Sin embargo, lo que si es cierto y muchas personas (profesionales de la salud, sobretodo y nuevamente por la ignorancia) no creen/dicen/informan, es que los síntomas del TID pueden comenzar desde la adolescencia. Es cierto que muchísima gente que tiene TID/OSDD no se da cuenta que lo tiene; sin embargo, una porción de ellos sí y es porque alguien mas se los dice/les hace saber que algo anda raro.
Como siempre, ¡Muchas gracias a los que comentan!...¡Y espero lo disfruten! :)
Chapter Text
Es noviembre. No un noviembre seco, ni un noviembre lleno de memorias. Un noviembre que solo es. Que transcurre sin estridencias, sin fuegos artificiales ni catástrofes. Hace dos semanas que Owynn y Fred se perdonaron, y desde entonces, algo en el cuerpo de Freddy y Fred comenzó a moverse. No rápido. No de golpe. Pero sí de forma constante. Como quien ha vivido años enterrado en silencio y comienza a levantar la tierra con las manos. Las espinas seguían ahí. Las que antes se clavaban sin aviso en el centro exacto del pecho, esas que tenían forma de disculpas no dichas, de heridas sin cerrar, de preguntas sin voz y sin memoria. Pero ya no dolían como antes. No porque hubieran sanado. Sino porque ahora se sabía que estaban ahí. Que tenían historia. Que tenían nombre y ahora un médico (el perdón) las estaba curando. Y eso bastaba para que respirara mejor. No del todo. Pero sí lo suficiente para no hundirse cada vez que el pasillo del colegio lo tragaba. Para no apagarse del todo cada vez que el cuerpo lo tocaba y Fred sentía que no era suyo.
Dormía, si es que a eso, a ese estado en el que se encontraba a veces donde ni él ni Freddy tenían el control del cuerpo, podía llamársele dormir. No había descanso verdadero, pero sí había pausas. Y en esas pausas no gritaba. Y eso era nuevo. Era leve. Era necesario.
Esa mañana, sin embargo, el aire era distinto. No era frío. Tampoco era cálido. Ni brisa ni humedad. Una presencia detenida entre el yeso del techo y la piel de los brazos. Una espera que no tenía nombre. Estático. Silencioso. Suspendido.
Gabriel se quedó en casa. Despertó tarde, con la frente tibia y los párpados pesados. Martha lo revisó con una ternura que no hacía ruido, con la costumbre de quien ha aprendido a cuidar sin preguntar demasiado (En el delirio cuando Gabo apenas se levantó, miraba a Martha y murmuraba: “mamá, ¿ya regresaste?”. Ni Martha ni Freddy comentaron nada al respecto). Una mano en la frente. Un paracetamol en la otra. Una frase que no exigía nada:
—Descansa cariño, por favor…—le acariciaba la cabeza y Golden, ahora más despierto, simplemente le sonreía con tristeza. Martha mira a Freddy —...Cuando regrese Freddy te dará de comer, ¿bien?
Freddy asiente. Ya estaba vestido. Ya estaba listo. Ya tenía la mochila colgada del hombro. No llevaba prisa. Salió del cuarto con una suavidad que no era suya, pero tampoco ajena. Voltea a la cama y se recargó en el marco de la puerta, y desde ahí habló. Su voz fue baja, sin apuro, sin secreto.
—Hoy no hay ensayo. Tú estás enfermo, y Bonnie mandó al chat que tuvo una urgencia. Quedamos en reunirnos en casa de Ann después, cuando ya te sientas mejor.
Gabriel asintió. Su cabeza se movió apenas, con ese gesto mínimo que solo los que se han acostumbrado al agotamiento pueden sostener sin que les tiemble el cuello. Luego preguntó, desde la cama:
—¿Vas a ver a la psicóloga?
Y Freddy dudó. No por miedo. No por vergüenza. Dudó porque aún se le hacía extraño nombrar estas cosas, cosas suyas y tan personales, en voz alta. Porque la palabra "psicóloga" aún le sabía a confesión. Porque hablar de eso con Gabriel era hablar de sí mismo, sin disfraces, sin tono, sin teatro. Y aún no sabía si podía hacerlo bien sin parecer un completo loco; aunque sabia muy dentro de sí que Gabo ya sabía todo.
—Sí —respondió, y luego cerró la puerta. No con fuerza. No con timidez. Con nada mas que certeza.
El cielo tenía esa claridad inmóvil que sólo aparece en ciertos días de noviembre, cuando el aire no se atreve a ser frío del todo, pero tampoco cede al calor. Había luz, pero no brillo. Sombras, pero no amenaza. Freddy salió del edificio y empezó a caminar. Las escaleras del conjunto crujían con ese peso que no era físico, solo mental; un peso que Fred ya estaba trabajando en curar y Freddy poco a poco cubría sus heridas con curitas imaginarias . El concreto viejo, las rejas pintadas de rojo hace décadas, la tiendita que abría siempre a la misma hora y la señora que barría con más rutina que energía mientras escuchaba la nave del olvido de josé jose. Todo seguía ahí. Todo menos él. Tlatelolco despertaba despacio. Una señora colgaba ropa en un octavo piso. Unos niños salían de un kínder con uniforme azul marino. Las palomas giraban en círculos y luego desaparecían en el aire; detrás de árboles y edificios grises mal pintados. La ciudad respiraba con esa pausa inconfundible de los días laborales donde nada cambia, pero todo duele un poco más.
Freddy se detuvo cerca de la explanada. Frente a él, el cielo. Amplio, pálido, sin nubes. Una claridad impersonal. Y sin embargo, lo miró como si fuera otra cosa. Como si allá arriba, donde no había estrellas, él pudiera verlas igual. No las de ahora, no las de anoche, sino las de hace semanas, las que había nombrado en voz alta, las que Fred le había enseñado a ver aunque no lo hiciera verbalmente. La mente, por un instante, se le partió un poco. No dolorosamente. Solo lo justo para hacer espacio. Se sentó en una banca de metal. Sacó de la mochila la libreta azul. La pasó entre las manos. Estaba rayada por fuera, arrugada en las esquinas. Pero seguía siendo suya. De ambos. Abrió una página al azar. Una letra ligeramente inclinada le decía:
¿Crees que algún día podamos mirar el cielo sin sentir esta nostalgia absurda? Yo creo que sí. Pero primero tienes que dejar de aguantarte todo.
Volteó otra página. Ahí estaba su letra. Más apretada. Más tímida.
Yo no me aguanto todo. Solo… no sé a quién más decírselo…; hablar de estas cosas se me hace…raro, ¿a ti no?
No eran poemas. No eran confesiones. Eran retazos. Declaraciones silenciosas. Pensamientos que habían vivido demasiado tiempo sin cuerpo. Fred escribía con firmeza sin embargo su letra de cierta forma mostraba su dejadez. Freddy respondía con dudas, siempre dudas. Pero igual se buscaban. Se intentaban encontrar, ante todo.
Otra hoja. Otra frase.
Cuando quieras dejar de fingir, solo dímelo. Yo aguanto. Yo sí aguanto.
Freddy cerró los ojos un instante. El eco de Fred no tenía voz. No tenía presencia. Era una presión en el pecho. Era una idea persistente. Volvió a cerrar la libreta. La guardó. Se incorporó. Y siguió caminando. Respirando. Y aunque no sonreía, no es la misma tristeza que siente ahora que la que sentía cuando apenas se cambió de escuela. Se pone sus audífonos, y continúa caminando mientras escucha Ship in a bottle, de fin.
Y comienza a pensar, en todo esto, que en ese entonces el mundo no lo tocaba. No lo hería, no lo miraba, no lo nombraba. Era piedra quieta entre otras piedras. Era otro pez entre la marea, dejándose llevar por el mar, el aire y ese vacío que sentía dentro. Entonces era un muro. Ahora es una piel. Y la piel sangra, pero también siente. Y sentir, aunque duela, es vivir. Freddy cruza la calle, sigue con la mirada un auto rojo que se detiene con el alto en la esquina de Manuel Gonzales . Es en ese momento cuando se percatá que no supo cuándo cambió. No lo notó realmente. Pero cambió. Lo entendió sin entenderlo, lo reconoció como uno reconoce el hambre o el cansancio: porque llega sin pedir permiso. No fue un momento, fue una acumulación de presencias. De pequeñas cosas que hicieron ruido en el cuerpo, que abrieron la ventana sin pedirle las llaves.
Lo vio en Aiden. En su forma de reír a la mitad de una frase, de quedarse en los ensayos aunque no hubiera ganas, de no callarse ni siquiera cuando el silencio dolía más. Aiden, que no pregunta, pero siempre se queda cerca. Como si eso bastara. Lo vio en Bonnie. En su manera extraña de demostrar cariño: miradas, bromas, sarcasmos. Pero también en cómo escucha, en cómo pone atención cuando nadie más lo hace. En cómo se queda más tiempo después de que todos se han ido. Lo vio en Ann. En lo que no dice. En su largo silencio. En sus pausas llenas de algo que no se puede traducir. En el café que aparece en la mesa sin que lo pidas. En el “¡te veo después!” que no promete, pero cumple.
Y lo vio en Gabriel. Lo ve en él todo el tiempo. En la forma en que aparece. En cómo lo mira cuando piensa que nadie lo nota. En cómo baja el volumen de las canciones cuando ve que algo no va bien. En cómo no le pregunta “qué tienes”, sino “¿quieres que me quede?”.
Ninguno de ellos dijo su nombre completo cuando se presentaron, y Gabo ni siquiera dijo el suyo, Ann fue la que dijo su nombre completo por él. En su momento y aún ahora ninguno pronunció las palabras correctas. No hablaron del dolor, no preguntaron por el origen de la cicatriz en su rostro. No lo diagnosticaron. No lo analizaron. No lo diseccionaron. Pero se quedaron. Se quedaron cuando pudieron irse. Se quedaron cuando no hacía sentido hacerlo. Se quedaron cuando no había música, cuando no había bromas, cuando solo quedaban escombros.
Y en un mundo que ha hecho del abandono una costumbre, quedarse es un acto de resistencia. Una forma de amor que no grita, pero sostiene. Que no promete, pero cumple. Difícil, rara, silenciosa. Tan silenciosa que solo se nota cuando ya no está. Cuando lo único que queda es el hueco que dejó su presencia. Entonces se vuelve memoria. Entonces se vuelve historia. Y aunque la lengua intente reparar el filo, aunque la voz diga “lo siento” mil veces, no hay palabra que recoja la sangre una vez derramada. Por eso, cuando alguien se queda, él no sabe qué hacer con tanto. No sabe cómo sostenerlo sin dudar si es verdad. No sabe cómo merecerlo. Porque lo increíble no es que alguien diga “aquí estoy”, sino que, pese a todo, no se vaya.
A Freddy no lo salvaron. No podían. Y aunque quisieran Freddy no se los permitiría, pues no era su tarea no responsabilidad. Pero hicieron algo más extraño, más esencial: lo vieron. No a la versión segura. No a la que sonríe en las fotos. Vieron lo que quedaba cuando la voz temblaba. Lo vieron y no huyeron. Y eso fue suficiente para que algo en su interior dejara de esconderse. Porque verse a través de los ojos de alguien más cambia la carne. Cambia los huesos. Cambia el ritmo del pecho. Y aunque ellos no lo sepan, aunque nunca lo entiendan, aunque él nunca lo diga: él les agradece absolutamente todo, desde el fondo de su corazón. Y ya no anhela tanto. ¡Que precioso es dejar de desear desaparecer cuando alguien más te incluye en su existencia! Cuando tus errores son parte del grupo. Cuando tus silencios no arruinan la conversación porque uno puede decir lo que quiera y los demás ríen, lloran, sonríen. Cuando tu presencia no interrumpe, sino que llena espacio. Cuando por fin perteneces, cuando por fin, por fin…eres parte de algo.
Freddy sonrie, y entra a la clínica 27 . Con la libreta guardada, el pecho abierto, el nombre entero aún escondido en la garganta. Pero una sonrisa de verdad.
Al entrar y sentarse en la silla de siempre, Isa no empezó con preguntas. Lo saludó con un gesto leve, una mirada que no presionaba, la misma libreta de siempre cerrada sobre su regazo. Freddy tenía los hombros tensos, la espalda más recta que de costumbre. Estaba vestido como si hubiera querido pasar desapercibido: ropa suelta, colores neutros, manga larga aunque hacía calor. Las manos le sudaban, pero no se las secaba.
El aire entre ellos parecía más espeso que en otras sesiones.
—¿Estás listo? —preguntó Isa, por fin.
Freddy asintió. Un solo movimiento, casi imperceptible. No habló. No podía.
Isa abrió la libreta.
—Freddy, ya llevamos varias semanas…varios meses de hecho trabajando juntos. He estado observando, escuchando, tomando notas. También te pedí que vieras al doctor Vasconcelos, el psiquiatra con el que colaboramos en polanco . ¿Te sentiste cómodo con él?
Freddy pensó en aquella consulta. En cómo el doctor lo había observado con una mirada quirúrgica, pero no cruel. En las preguntas. En las pausas. En las veces que respondió “no sé” sabiendo que sí sabía, pero que no quería decirlo en voz alta. Asintió otra vez.
Isa bajó la vista un momento. Luego la subió y fue directo al centro.
—Ambas hemos coincidido en algo. Y quiero que lo sepas con claridad. Lo que estás viviendo tiene nombre, como te mencioné la primera vez que hablamos de esto…en Agosto o Septiembre si no mal recuerdo. No es un castigo, no es una invención, no estás “mal de la cabeza”. Es una respuesta. Una forma de haber sobrevivido. Tu diagnóstico es Trastorno de identidad disociativo.
Freddy no dijo nada. Pero el mundo dentro de él se encogió. Sintió que todo se desplazaba un milímetro a la izquierda. El pecho le zumbaba.
—Sé que es mucho —dijo Isa, con cuidado—. Pero no estás solo. Vamos a trabajar en esto. Hay formas de que puedas vivir con ello sin sentir que estás fingiendo todo el tiempo. Sin que te duela tanto. Hay grupos de apoyo…pero…lo llevaremos con calma.
Freddy tragó saliva.
—¿Y ahora qué? —preguntó. Su voz sonaba como un papel húmedo. Frágil.
—Ahora vamos a planear el tratamiento contigo. Pero también necesito hablar con tu mamá. Es importante que ella sepa lo que estás viviendo. Que pueda apoyarte porque pues…en casa solo son ustedes dos; y se supone que ella pasa la mayoría del tiempo contigo.
Ahí se rompió algo. No con violencia, sino con ese crujido interno que ocurre cuando algo que intentabas sostener con los dientes empieza a ceder.
—No puede —susurró—. Mi mamá está… muy ocupada. Tiene turnos dobles. Apenas duerme. No puede venir. De verdad.
Isa no respondió de inmediato. Lo miró con una expresión que no era de duda, pero sí de reconocimiento. Sabía que no era cierto. Lo supo de inmediato. Pero no lo presionó.
—Está bien —dijo—. Hoy no. Pero en algún momento tendremos que hablar con ella, Freddy. Esto no es solo tuyo. No tiene por qué ser una carga, ¿entiendes? Es parte de ti. Y eso merece ser cuidado y respetado. El mayor problema de esto es que no te puedo dar la hoja con el diagnóstico si no está ella; porque eres menor de edad y la Secretaría de Salud no me lo permite.
Freddy asintió. Más por inercia que por decisión. Las palabras “trastorno de identidad disociativo” aún flotaban en su cabeza como una nube baja. No eran nuevas. Fred las había escrito una vez en la libreta azul, en letra pequeña, diciendo que una vez había leído un libro de Robert Oxnam al respecto. Pero escucharlas así, en voz alta, de alguien más que no era, a final de cuentas, él mismo era… era otra cosa.
Isa abrió la libreta y anotó un par de cosas.
—No te preocupes por el “cómo” ahora mismo. Solo por seguir viniendo. Por escribir en tu libreta, si te sirve. Por respirar. Por existir. Eso ya es bastante, ¿eh?
Freddy bajó la mirada. Pensó en Fred. En cómo estaría escuchando todo. Pensó en el silencio que le había seguido a la palabra “diagnóstico”. En la forma en que, por primera vez, había alguien más nombrando su verdad sin horror, sin burla, sin pena. Y aunque el miedo seguía ahí, aunque el cuerpo se sentía prestado, aunque el mundo le parecía un poco más incierto que antes… también había otra cosa.
Una rendija. Una grieta por la que entraba, apenas, un poco de luz.
Caminó con la ciudad entera despierta. Ya no había farolas, sino sol. No luz, sino tiempo. El ruido volvía a poblar los rincones y Freddy agradeció no cruzarse con nadie que viera su rostro demasiado. Las preguntas seguían bajando de su cabeza a los dedos, una a una, empujando las palabras en la libreta azul que seguramente abrirá cuando llegue a casa, mientras el pavimento crujía bajo sus pasos.
¿Qué somos tú y yo? ¿Por qué a veces me siento más tú que yo mismo?, ¿Por qué a veces tengo miedo de no ser real?, ¿Quién decide quién se queda?, ¿Y si un día nadie se acuerda de ti…no te aterra eso?, ¿Y si un día no vuelves?, ¿Que pasa si un día no…vuelvo yo?
No esperaba respuestas. No esa mañana. Pero escribirlas era, al menos, una forma de no dejarlas pudrirse adentro.
Al doblar la esquina de su calle, el aire se sentía más suyo. No por cálido, no por conocido, sino porque el cuerpo ya había aprendido a respirar diferente cerca de casa. Cruzó la reja, subió los escalones con el ritmo cansado de quien ha llevado el alma a revisión. Abrió la puerta con el milagrito, siempre con cuidado.
En la cocina, Gabriel hervía agua. Un sobre amarillo abierto, el vapor llenando la estancia con ese olor artificial que, de alguna manera, había comenzado a significar hogar. Freddy se quedó viéndolo unos segundos. No dijo nada. Solo lo observó mientras revolvía los fideos, con esa concentración absurda que uno solo le pone a las cosas que aprendió a valorar cuando no las tenía.
—Te vas a volver adicto —murmuró Freddy desde el umbral.
Gabriel giró el rostro, su cabello rubio quedándose en su frente por un momento hasta que el lo sopló. Sonrió. Una sonrisa sencilla. No había ironía ni sorpresa. Solo presencia.
—Muy tarde —respondió, señalando el paquete vacío con el tenedor—. Esto ya es mi religión; le oró al dios de la nissin todas las noches.
Freddy rió leve. Se acercó. Se sentó frente a él. Guardó silencio unos segundos. Luego, sin mirarlo directamente, sin preparar el terreno con excusas, sin rodeos, lo dijo:
—Ya tengo diagnóstico. No pienso decírselo a mamá.
Gabriel dejó el tenedor dentro del vaso. Levantó la mirada. El vapor hacía brillar sus pupilas. No preguntó qué. No preguntó cómo. Solo asintió.
—¿Y cómo te sientes con eso?
Freddy parpadeó. No se lo había preguntado a sí mismo.
—Realmente…No sé. Raro. Como si tuviera que reaccionar de cierta forma y no sé cuál. Pero…No es como si no hubiera tenido eso toda la vida, ¿sabes?...es como si vivieras en una isla toda tu vida y de repente llegan y te dicen que los cocos se llaman cocos, aunque tu los hayas estado comiendo toda tu vida.
Gabriel asintió de nuevo, una mirada de duda en su rostro. Tomó su sopa y se sentó a su lado. El plástico crujió al apoyarlo sobre la mesa.
—No tiene que tenerlo. No todo lo que duele se entiende. No todo lo que duele tiene que explicarse, Freddy.
Se quedaron callados. Solo el sonido de la cuchara golpeando el borde del vaso. El silencio no era vacío. Era espacio. Era permiso. Freddy apoyó la libreta azul sobre la mesa. Gabriel la miró, pero no preguntó. Nunca pregunta, y Freddy agradece ese simple gesto infinitamente.
—¿Y ahora qué? —susurró Freddy, con la garganta algo tensa.
Gabriel tragó otro poco de sopa antes de responder, mirando a su amigo de los ojos azules con una leve sonrisa.
—Ahora seguimos. Ensayamos. Nos reímos. Vemos ¿ Dónde están las rubias? otra vez si quieres. Te ayudo a no pensar. O a pensar distinto. Realmente es hacer lo que tu quieras mientras rezamos a que no me suba la fiebre.
Freddy rie, y luego sonrie. La palabra seguimos tenía un peso diferente cuando salía de alguien que no tenía por qué quedarse, y aún así lo hacía.
—Gracias.
—No tienes que decirlo.
—Lo sé. Pero quiero hacerlo igual.
Gabriel le tendió la sopa, como los antiguos Mayas ofreciendo maíz al fuego. Freddy aceptó. Tomó un poco. El sabor era demasiado salado, demasiado falso, demasiado suyo. Y por un momento, no pensó en el nombre. No pensó en la etiqueta. No pensó en la forma en que tendría que decírselo a su madre. Solo pensó en esto: estaba vivo. Estaba acompañado. Tenía amigos. Pertenecía a un grupo.
—Gracias Gabo, de verdad.
—No me lo menciones.
Chapter 21: Una cicatriz mas...
Notes:
Como mencioné ya en algún momento, un flashback para alguien con TID (Y también PTSD-C, y cualquier otro trastorno relacionado al trauma/ansiedad) es una re-vivencia de cualquier evento traumático. No es como lo puse yo aquí del todo. Son terribles, de verdad. Y no es muy fácil sacar a la persona que lo sufre del trance.
Si tienen alguna pregunta o algo de toooodaaaa la historia que no entiendan, estaré mas que feliz de contestárselas en los comentarios :D
¡IGUAL!, Los alters en el TID/OSDD no pueden "tomar control" voluntariamente. Hay casos en los que si pero son casos muyyyyyy raros. Sin embargo, si hay "triggers" que de cierta forma pueden hacer mas fácil que un alter tome el control. Por ejemplo si hay una alter al que le gusta la pizza, y en casa están comiendo pizza, es probable o que el alter salga por completo o que el que está al frente y este alter se vuelvan co-conscientes (término que ya explique anteriormente.).
Chapter Text
El cuerpo no responde. Está. Pero no sirve. Es inservible para él, Una cáscara vacía. De algo que nunca le perteneció del todo. Sin fuerza. Sin voz. Abandonado por dentro. Inservible. No podía moverse. Ni los párpados. Ni los dedos. Solo quedaba el aliento. Frágil. Corto. A punto de irse también.
Hay una puerta que se cierra sin emitir un ruido. Una sombra que ocupa demasiado espacio. Una voz que dice algo que no tiene sentido, que no llega, que se arrastra y se pierde.
—Inútil —dice.
Su cuerpo está en el suelo. Luego en la cama. Luego en ninguna parte. El hombre lo toca. Lo gira. Lo acomoda como si fuera de su pertenencia. Freddy no se mueve. No reacciona. No piensa. Solo existe, en una forma que no es vida. El cuerpo se convierte en superficie. En carne. En objeto. No duele en un lugar específico. No arde una sola parte. Arde todo. Arde el centro, el borde, lo que está dentro, lo que ya no está. Arde la piel, la sangre, las moléculas, células, átomos.
Hay palabras. Hay aliento. Hay presión. Hay calor. Pero no hay sentido. No hay nombre para esto. No hay explicación. No hay lógica. No hay salida. Intenta suplicar.
—¡Por favor!…¡De-deja de hacer eso! —Hasta su voz es insignificante, aguda y lastimada.
Un golpe. Otro. Otro. El cuerpo se cierra. La mirada se apaga. Algo se va. Algo se parte.
Cuando todo termina, no se siente alivio. No hay después. Solo ese ahora que se arrastra. El hombre se aleja. Se acomoda la ropa. Habla otra vez. Pero Freddy ya no está. Está el cuerpo. Está la piel. Está el temblor que se repite, que no desaparece, que no cede. La puerta se abre. Se queda abierta. Nadie entra. Nadie mira. Nadie pregunta.
Luego entra su madre, sus ojos abiertos y eternamente tristes.
—Lo siento, mi amor. Lo siento tanto —susurra.
Freddy se queda en el borde de la cama. No llora. No dice nada. No sabe si puede hablar. No recuerda si tenía nombre. Solamente mira a esa mujer frente a él con tanto…dolor.
Abre los ojos.
El techo de su cuarto. La oscuridad. El aire cerrado. La respiración no entra. Las manos tiemblan. El pecho sube y baja, rápido. Demasiado rápido. La boca abierta. La garganta cerrada.
Ve sus manos. No están mojadas. No tienen sangre por doquier. Respira. Llora.
Llora, llora, llora.
No es un llanto con sonido. No es grito. No es sollozo. Es agua que se va sin permiso. Es cuerpo que se rompe sin avisar. Las lágrimas bajan. No las siente. Pero sabe que están ahí. Su respiración se hace más rápida. Hiperventila. Intenta relajarse pero se percata que le es imposible.
Se sienta. O lo intenta. El cuerpo responde a medias. El estómago revuelto. Las costillas tensas. El cuello helado. Tiembla. Tiene mido. A su lado, Gabriel se mueve. Al principio no entiende. Luego lo ve. Lo escucha. Se incorpora.
—Freddy…—no lo toca. Sabe lo suficiente para entender que no hay que tocar a alguien que llora así.
Freddy voltea. Lo mira.
—G…Gab…—ni siquiera puede terminar de decir el nombre de su amigo. Que patético… Su voz suena distinta. Baja. Lenta.
—¿Quieres que vaya por tu mamá?…creo que todavía no se ha ido al ISSSTE.
Freddy no responde. No puede. Lo ve, pero no lo registra. No hay pensamiento. No hay tiempo. No hay presente. Solo eso. Eso que pasó. Eso que él no recuerda pero sabe que pasó.
—Freddy… —repite Gabriel, más bajo, más cerca, sin tocarlo aún, sin invadirlo. Su voz es un ancla lanzada al vacío. Como si estuvieran en el espacio en un gran bote, suplicando a que el ancla llegue a algún planeta y los salve.
Freddy no responde. La respiración, aunque dispareja, comienza a arrastrarse de vuelta a su cuerpo. No es aire lo que entra. Es otra cosa. Es el recuerdo hecho sustancia. Es el temblor alojado en el pecho. Es el eco de un grito que nunca se dio. Llora, pero ya no llora por lo que pasó, sino por lo que queda. Por lo que dejó de ser. Por lo que habita dentro como residuo y como herida.
Gabriel, con el torso inclinado hacia adelante, intenta. Dice cosas. Palabras que no buscan consolar. Solo acompañar. Habla del clima, y ve que la respiración de Freddy poco a poco comienza a dejar de ser tan errática; sonríe. Habla de la escuela, de los ensayos. Freddy asiente a algo que dice.
—Sigue –le dice en un susurro entre sus bocanadas de aire.
Y Golden sigue hablando. Lo hace porque ha entendido, en el tiempo que llevan viviendo juntos, que a veces el dolor no necesita respuestas, solo necesita que alguien se quede.
—¿Sabías que el primer disco de Paramore se grabó cuando Hayley Williams tenía nuestra edad? —dice de repente, sin saber bien por qué—. Lo leí el otro día, no sé… sólo pensé en eso…
Freddy lo escucha. Lo oye como si viniera de muy lejos. Como si la voz de su amigo flotara en el aire antes de llegar a él. Y sin embargo, algo de esa voz empieza a calmarle. No lo sana. No lo cura. Pero lo sostiene.
Respira.
Eso es…respira, vas bien.
Una. Otra. Otra más.
Se levanta de pronto. Las piernas dudan, pero no fallan. Se arrastra en pasos pesados hasta el baño sin decir palabra; Gabriel lo sigue con la mirada, preocupado. Se apoya en el lavabo. Se mira.
El rostro está ahí. Pero no lo busca. No busca los ojos. Mira más abajo. Mira el pecho. Mira las clavículas. Mira la línea de hueso que baja. Lentamente, con manos torpes, levanta la camiseta. No toda. Solo lo suficiente. Y ahí está.
Una línea. Una cicatriz. Pequeña, pálida, olvidada. Abajo del ombligo. Cerca de donde el cuerpo se vuelve silencio. Una marca que no recuerda. Una línea que no sabía suya. La piel no miente. Lo que el recuerdo borra, la carne guarda. Lo ve. Se queda quieto. El baño no respira. La luz no parpadea. Solo están él, su cuerpo, y la pregunta que empieza a formarse sin forma, sin voz. Este sueño (¿Fue acaso un sueño o un recuerdo?) le hizo saber el origen de esta cicatriz. Abre los ojos, sorprendido, aterrado.
Sale del baño. Lo busca con la mirada.
—Gabo —susurra. Su voz vuelve, como un rastro de sí mismo.
Gabriel lo ve. Desde que Freddy se levantó tan asustado, Gabriel no ha dejarlo de verlo. Freddy se levanta la camiseta sin aviso, sin palabras, sin ceremonia. Le muestra la marca. No dice nada. Pero sus ojos sí. Preguntan. Imploran.
Gabriel se queda callado. Abre la boca. No encuentra qué decir.
El silencio pesa, duele y quema por un instante y luego ese ardor tan terrible desaparece. Es un espacio donde algo termina y otra cosa empieza (¿Porque lleva repitiendo eso tanto tiempo?). Freddy no baja la camiseta. No la sube más. Se queda quieto, sus ojos azules abiertos y cristalinos mirando a los ojos casi grises de su amigo. Es en el centro de esta noche tan extraña que ya habia dejado de ser noche hace rato que Freddy siente que todo lo que ha hecho para mejorar no ha llevado realmente a nada. ¿Es acaso este el borde de algo que no entiende del todo, pero que ya no puede ignorar? (¿Qué es eso que lleva ignorando tanto tiempo?)
La luz del baño sigue encendida. El piso está frío. La piel le arde, sobretodo de su estomago para bajo. El sueño no fue una invención. No fue una imagen cualquiera. Fue una grieta. Una grieta profunda. Un vil recuerdo que al fin dejó ver lo que estaba detrás. Lo que se había guardado con tanto cuidado que incluso su mente aprendió a olvidarlo. Pero la piel no olvida. La piel se acuerda de todo. Se pregunta en el silencio, ¿Fred sabrá de esto?...De reojo mira la libreta azul que está sobre su buró. Tendrá que escribirle, preguntarle…
Freddy regresa su mirada a Golden, y este lo ve devuelta. Ve algo en su rostro que no había visto antes. No es solo el susto. No es solo el temblor. Es una rendija. Es lo que pasa cuando alguien empieza a caer y, en lugar de cerrarse, se permite romperse de frente.
Gabriel traga saliva. No sabe cómo hablarle. No sabe si debería. No sabe qué hacer con eso que acaba de ver, con eso que Freddy no dijo en voz alta pero que fue claro como la marca bajo su ombligo. Y aún así, no se mueve. No se va. Se queda.
Freddy, con la voz baja,ahora sin mirarlo directamente, dice:
—¿Crees que pueda ser una buena persona?
La pregunta no nace de la culpa. Tampoco del miedo. Nace del cansancio. De ese tipo de agotamiento que uno arrastra desde antes de tener memoria. Nace del deseo desesperado de que alguien, cualquiera, diga que hay esperanza. Porque es verdaderamente injusto que él intenté mejorar, y que el mundo, las personas, y su propia mente le continúe aventando desgracias.
Gabriel parpadea. Luego habla.
—Creo que ya lo eres. Creo que si…que si no fueras buena persona yo no estaría aqui, Freddy.
No hay seguridad en su voz. No hay promesa. Solo verdad. Una verdad suficiente para ese momento. Freddy no responde. Pero asiente, mordiéndose el labio y bajandose la camisa. Camina a la cama, se vuelve a acostar no sin antes tomar la libreta azul y escribir rápidamente una simple pregunta.
“¿Tu sabes porque tengo esta cicatriz en el pubis?”
Guarda la libreta en el cajón de su buró. Y mira a Golden, le sonríe. Aun con lágrimas en sus mejillas y el terror de cerrar los ojos y volver a ver a ese hombre, Freddy Andrade sigue sonriendo.
–Gracias.
Golden se acuesta, gira su cuerpo hacia la ventana.
—Buenas noches, Freddy. Intenta descansar.
La tarde, esa tarde tan maravillosa que Freddy recordará por un tiempo largo, llega realmente sin apuro. El cielo de noviembre se alisa poco a poco, sin amenazas de lluvia, sin anuncios. Es uno de esos días en los que el mundo parece alinearse, aunque sea de manera imperfecta, aunque sea por unos minutos. En casa de Ann, las guitarras ya están afinadas, los cables en su lugar. Freddy llega con Gabriel unos diez minutos tarde, pero nadie dice nada. Bonnie está sentado en el sillón, con los audífonos puestos, ensimismado mientras ve youtube shorts en su celular. Aiden bromea con Chica, le lanza una liga que rebota contra la frente de ella y le arranca una maldición divertida.
—Llegaron los roomieeeees —canturrea Ann cuando gira su cabeza para ver quien había entrado por la puerta. Se cruza de brazos, pero con media sonrisa que no se esfuerza en ocultar.
—Freddy tuvo que pasar a dejar un encargo de su mamá, no crean que porque llegamos tarde el ensayo durará menos…¡el otro día puede que me haya sentido mal pero eso no significa que hayamos que ponernos flojos, eh!—responde Gabriel, y Bonnie le lanza una mirada de esas que parecen castigo pero son complicidad.
Cada uno toma su instrumento.
Ensayan. Una, dos, tres veces. Afinan detalles. Corrigen entradas. Gabo canta. Canta como si pudiera vaciarse un poco, como si las palabras encontraran un sitio en su cuerpo que no duela tanto. Freddy y Bonnie lo acompañan con sus respectivas guitarras. Y es cierto que aunque Freddy se ha vuelto considerablemente mejor con la guitarra, realmente nadie es tan atento y preciso con las notas como Bonnie. Sin embargo, es en un descanso que Bonnie se encarga de la batería de Chica (Nadie sabía qué Chica tenía una batería), sin mirar a nadie directamente, con los nudillos marcados, con las mangas largas aunque haga calor. Nadie lo menciona. Nadie pregunta. Pero Freddy lo nota. Ann también. Y Aiden lo ve de reojo más de una vez.
—Bonnie, ¿estás bien con ese ritmo? —le pregunta Ann, como quien lanza una cuerda sin que se note.
—Sí —responde Bonnie. Corto. Definitivo. Pero sus ojos de extraño color no lo están.
Después del tercer intento, Aiden se desploma en la alfombra como si el mundo acabara de girar demasiado rápido.
—Necesito comida o voy a empezar a comerte a ti —le dice a Gabriel, señalándolo con un dedo débil.
—Ni se te ocurra —ríe Gabo—. Ya bastante trauma tengo.
Todos ríen. Incluso Bonnie, apenas. Freddy se sienta junto a Ann, estira las piernas. Respira. Mira alrededor. Los conoce a todos. Y, ya van varias semanas que la habitación no parece un escenario ni una trinchera. Es solo un cuarto. Con música. Con amigos. Con risas y sonrisas que Freddy tanto añora.
—Podríamos ir por tortas, ¿no?...por la casa de Freddy hay una buena, se llama Tortas Nonoalco —propone Chica, y al ver que todos la ven con cara de asco, rueda los ojos mientras guarda su bajo—. O tacos. La verdad solo quiero algo grasoso que le haga sentir a mi corazón que sigue latiendo por alguna razón más que por ansiedad.
—¿De cuál ansiedad hablas? —dice Freddy, y todos se ríen, ¡y que bello es que rían por algo que dices en vez de quedarse callados!
—Mi hermana me puede dar dinero si le miento bien —dice Bonnie, y con un tono casi burlón mira a Aiden —Les voy a decir que estoy estudiando en tu casa y que como eres pobre no tienes para comer; eso hará que se sienta mal y me de más de $1000.
Es aquí cuando Aiden levanta la mirada por primera vez.
—Diles lo que quieras, pero me dejas para la despensa, ¿capiche?—dice, y Bonnie asiente mientras saca el celular y le escribe a su hermana.
Todos comienzan a guardar sus instrumentos, Freddy se separa un momento de ellos para recibir una llamada.
—Ey, Gabo… ¿y tu familia? ¿Todavía no han dicho nada? —pregunta Ann. Lo hace sin juicio, sin presión. Ya habian hablado de esto en el chat que tienen hace como una semana; pero Gabo no ha mencionado nada al respecto, y honestamente le preocupaba un poco.
Gabriel guarda silencio un segundo. Se estira un poco, casi con torpeza, y luego sonríe. No es una sonrisa alegre. Es una de esas sonrisas que parecen haber sido tejidas con resignación.
—Hablé con ellos el otro día —dice, mirando a un punto indefinido en la alfombra—. Con mi abuelo más que nada… Joy los ayudó. No sé cómo lo hizo, pero logró que les llegara un correo oficial, todo con logos, sellos, firmas. Dice que estoy en un internado para artistas. Uno que no existe, claro. Que me aceptaron por talento. Que me fui porque sabía que ellos no me dejarían hacerlo si lo pedía de frente. Y lo creyeron. Me mandan dinero a veces. Lo justo para que no se note la ausencia. Para poder decir que cumplen.
—¿Y no te extrañan? —pregunta Chica, en voz más baja. A veces a Gabriel le molestaba eso de ella, que no parecia medir sus preguntas y sus palabras; el impacto que estas podían tener en la otra persona. Pero también de cierta forma entiende de dónde viene. Él mismo sabe lo difícil que es socializar cuando te la has pasado casi toda tu vida solo.
Gabriel se encoge un poco de hombros. No hay furia. No hay drama.
—No sé si alguna vez me extrañaron —dice. Y lo dice sin intentar sonar valiente. Lo dice como quien ha dejado de hacerse esa pregunta porque la respuesta ya no cambia nada.
El silencio que le sigue no incomoda. Es un espacio que todos entienden, incluso si no pueden nombrarlo. Freddy regresa de la llamada, con la mirada algo baja. Gabo lo mira de reojo y este le sonríe. Gabriel le sonríe devuelta, en esa forma tan serena de decir lo que, en otro momento, habría acallado. Freddy se pregunta si él también, algún día, será capaz de hablar así. De dejar de pedir permiso para ser.
Mira a sus amigos. A esta gente que, sin saber cómo, ha empezado a sostener partes de él que ni él mismo sabía cargar. No son familia. Pero tampoco son solo amigos. Son esa extraña tribu que uno construye con los años y que ellos de alguna manera tan imposible han construido en tan solo unos meses. Son los que llegan cuando ya parecía demasiado tarde.
Y por eso, cuando Aiden se levanta con los brazos al aire y pregunta como si invocara un milagro:
—¿Entonces, taquitos de pastor?
Nadie lo duda.
—¡Tacos! —responden todos. Casi en coro. Casi en casa.
—No me gustan los de pastor.
Un golpe en la cabeza del peli-morado.
—¡Pues pide otra cosa!...
Salen del cuarto envueltos en risas, con mochilas a medio cerrar, con guitarras que todavía llevan el calor del ensayo. La tarde los recibe. No hay prisa. El sol, aunque cansado, aún no se ha rendido.
Y Freddy, mientras cruza la calle junto a ellos, guiandolos por las calles de tlatelolco que solo él conoce tan bien, piensa que esto….este caminar sin urgencia, esta forma de seguir juntos aunque nada esté resuelto, aunque nada esté curado del todo…esto también es amor. No el que se dice. El que se queda. El que escucha. El que responde con presencia cuando no hay palabras suficientes.
Y la amistad, ciertamente, es una de las mayores muestras de amor que uno puede dar.
La alarma sonó bajito, lo justo para no despertar a una casa, pero sí lo suficiente para sacudir un cuerpo. Fred abrió los ojos sin sobresalto. No había confusión. Sabía por qué estaba despierto. Se sentó en el colchón como si llevara horas esperándolo. A su lado, el peso de Gabriel se movió apenas. Un suspiro. El crujido de una cobija. Nada más.
Fred buscó el celular entre la ropa amontonada al lado de la cama. En la pantalla todavía brillaba el mensaje de Owynn, sin mayúsculas ni contexto: “Es hoy. 2:30. confío en ti; recuerdo el vozarrón que tienes. A ver si eso nos hace ganar. Te invito por unos tacos luego.”
Lo leyó una vez más. Luego, sin pensarlo demasiado, se levantó.
Gabriel murmuró algo contra la almohada, sin abrir los ojos.
—¿Qué haces…? —preguntó, en voz ronca, con ese tono de quien aún no está seguro si está soñando o hablando en serio.
—Soy Fred —respondió, simple, tranquilo, como si eso explicara todo. Como si en realidad sí lo explicara. (Y si lo explica)
Gabriel abrió los ojos al fin. Tardó un segundo en acostumbrarse a la oscuridad, otro más en reconocer quién era el que hablaba, cómo se movía, qué era lo distinto.
—Ah. Ya… —se incorporó sobre un codo, mirándolo con atención. No había miedo. No había alarma. Solo ese gesto curioso que siempre tenía cuando trataba de leer entre líneas. Fred ya estaba poniéndose la sudadera negra, atándose los tenis sin mucha prisa.
—¿Vas a salir a estas horas? —preguntó Golden, mirando, no porque no supiera la ya muy obvia respuesta, sino porque necesitaba oírla de su propia boca.
—Me invitó Owynn. Es importante. No me iría así si no lo fuera —Fred no miró hacia atrás. Agarró su mochila, revisó la libreta azul con un vistazo rápido, metió algo más. Dinero. Un suéter más delgado. Las llaves. Sacó una pulsera del cajón de su buró , una pulsera que Golden no había visto antes, y se la puso con una triste sonrisa en su rostro.
Gabriel se sentó por completo. No dijo que no fuera. No le pidió explicaciones. Tampoco lo detuvo. Solo se frotó la cara, con los ojos todavía medio cerrados, y dijo:
—¿Quieres que te acompañe?
Fred dudó apenas un segundo.
—No —dijo, suave—. Pero gracias.
Gabriel asintió. En su rostro no había desdén ni indiferencia. Era cuidado, de ese que no se impone. Lo vio un momento más, luego sonrió, chiquito.
—Tienes cara de plan secreto. De esos que terminan con alguien corriendo, o alguién balaceado.
Fred rió, por primera vez (de muchas) en la madrugada.
—Capaz sí.
—¿Me avisas si necesitas que les saque de una cárcel de madrugada?
—Sí. Lo prometo. Aunque prefiero que nunca sepas cuál.
—ja…ja…que chistoso…—Golden suaviza su mirada —Pero en serio Fred, al menos dime a donde vas.
Este lo mira, le sonríe con una timidez que Gabriel solo había visto en el rostro del contrario cuando hablaba de las estrellas.
—Voy a un lugar que está por Belem de las flores , en Xochimilco . Cualquier cosa me llevo nuestro celular.
Fred salió del cuarto, caminó hacia la puerta del departamento. La abrió con cuidado. Afuera, la noche era una sola exhalación detenida. Antes de salir Gabriel, que lo había acompañado hasta la puerta, volvió a hablar, bajito, en un susurro que dictaba un secreto entre ambos:
—Cuídate. No te lo digo como Freddy. Te lo digo a ti, Fred, ¿bien?...En serio cuidate.
—Si, tranquilo—respondió Fred. Y salió.
Golden cerró la puerta detrás de él. No hizo ruido. Y el pasillo se quedó vacío, pero no frío. Porque había algo en ese intercambio que seguía latiendo.
El reloj marcaba las 2:03 de la madrugada cuando Fred bajó del edificio Veracruz. Las luces de Tlatelolco, amarillas y tenues, parecían observarlo desde las ventanas altas, silenciosas. No había nadie. El concreto estaba quieto, el aire detenido, pero Fred avanzaba como si lo esperaran del otro lado de la ciudad. No vestía como Freddy. Ni siquiera caminaba igual; y en este momento no se molestaba siquiera en hacerse pasar por él. Llevaba una chamarra oscura, un gorro bajo, los audífonos colgando del cuello, y desde lejos podía escuchar Thank God I'm not you, de HIMALAYAS , La libreta azul en la mochila, cerrada.
Tomó el Eje Central rumbo a Garibaldi , bajando entre el olor a gasolina y el murmullo de los carros que seguían existiendo a esa hora. El metro abría más tarde, pero Fred conocía a alguien en la estación Guerrero . Se deslizó como sombra entre el metal dormido y pagó el favor con un par de cigarros robados a Aiden semanas atrás. La línea verde lo llevó hasta Hidalgo . Luego transbordó hacia la línea rosa, y de ahí, el tramo largo: Tacuba , luego el salto a la línea siete. Se bajó en Tacubaya y de ahí esperó. Veintisiete minutos parado. Con la ciudad extendida sobre sus hombros. Finalmente, el tren a Barranca del Muerto . El vagón olía a resaca ajena. A decisiones sin regreso. A ese dulce aroma a marihuana y a basura, suciedad, alcohol barato que venden en los tianguis de los Domingos. Fred no miraba a nadie. Solo la lista de estaciones. Observaba con los ojos entrecerrados, la mandíbula tensa. Lo único que pensaba era en Belem .
Bajó en la terminal. Salió por la entrada norte. Afuera, el cielo comenzaba a clarear, pero sin sol. Todavía era noche, aunque ya no parecía del todo segura. La colonia olía a humedad y a hojas pisadas. Caminó por calles irregulares, llenas de árboles que no daban sombra, solo ruido. Hasta que lo vio.
Owynn.
Estaba sentado sobre una banca vieja, frente a una tienda cerrada. Su cabello parecía arder, morado con puntas verdes, como si el insomnio le hubiera prendido fuego. Tenía una chamarra grande, rota en los hombros. Los ojos, esos ojos maravillosos que ya conocía muy bien, y ahora se le daba la oportunidad de conocerlos otra vez, nuevamente y como si ambos fueran total extraños. El brazalete de Fred, viejo y gastado, parecía hacer sentido ahora. Siempre había sido un recuerdo.
—¡Llegaste! —exclamó Owynn, girando su mirada hacia él y sonriendo.
Fred asintió. No sonrió. No hacía falta.
Caminaron en dirección a los muelles. No era un lugar oficial. Era un terreno sin nombre, junto al río entubado, donde alguna vez hubo botes y basura y ahora solo quedaban luces robadas y jóvenes sin sueño. El lugar no tenía reglas. Solo ritmo. Sonido. Rabia. La gente se reunía ahí con guitarras viejas, bajos ajenos, micrófonos mal conectados. Se improvisaban batallas, presentaciones, declaraciones de odio y amor que duraban una canción. El suelo era tierra húmeda. El techo, la noche. Los muelles estaban encendidos. Llamas pequeñas dentro de botes oxidados. Un par de motos estacionadas. Una bocina a punto de romperse. Gente apoyada en las paredes, en los autos, en sí misma. Música que no pedía permiso. Luces rojas. Luces azules. Una energía que no se podía nombrar.
Owynn se acercó a uno de los grupos. Saludó a alguien con la mano. Le ofrecieron algo de tomar. Negó. Fred observaba todo. Aprendía rápido (Fred ha aprendido todo lo que sabe observando). Ahí no se podía parecer inseguro. Ahí la duda era un crimen. Ahí estaban los Nightmares . (Fred los recuerda de la primera asamblea que tuvo Freddy en el colegio). Eran cuatro. Altos. Con chaquetas negras y caras de piedra. Uno de ellos, alto, moreno y de ojos azules más oscuros que los suyos, y expresión dura lo miró de reojo. Fred reconoció al chico. Iba un año arriba. A veces lo veía en los pasillos del segundo piso. Nunca le hablaba a nadie; solo a sus amigos.
—¿Quién es? —preguntó la chica, la única del grupo, señalando a Fred.
—Un amigo —dijo Owynn. Y luego, sin mirar a Fred—: El que volvió del infierno.
Nadie respondió, dieron risas insignificantes y después solo se apartaron. La noche apenas comenzaba. Pero el corazón de Fred ya estaba en llamas.
La noche del muelle crecía en intensidad cuando, tras la breve pero intensa presentación de los Nightmares, con Deuz entonando Great Escape con voz quebrada y rabia contenida, Fred sintió que el mundo se ensanchaba. La garganta se tensó, el pecho le vibró. Deuz había sido un huracán y su voz una promesa que Fred no había sabido que necesitaba. Un reto por completar. Aplausos, gritos del público; emoción contenida que en ese momento estalló con furia.
Y entonces, sorpresivamente, fue su turno.
Cuesta cincuenta pesos, pagó con la mano temblorosa, y al otro lado estaba el micrófono, el escenario improvisado, las miradas clavadas en su nuca.
El micrófono era ligero, pero en sus manos temblaba con el peso de todo lo no dicho. Fred se acomodó sobre la tarima de madera mal hecha con los dedos alrededor del metal, los hombros rectos, el cuerpo lleno de algo que no era miedo, pero tampoco era seguridad. Era otra cosa. Algo nuevo. Algo que ardía bajo la piel. No conocia este sentimiento.
La pista comenzó. El bajo se filtró primero, grave, profundo, como un latido que le subía desde los tobillos. Luego entró la melodía, delicada pero venenosa. Y entonces, Fred cantó.
— She’s a killer queen…
La voz no fue gritada. No fue forzada. Fue proyectada. Como si cada palabra hubiera esperado años para tomar forma. La voz subía y bajaba con la música, se deslizaba por las sílabas con el dominio de quien había aprendido a vivir escondido. La primera estrofa fue clara, precisa, sin titubeo. Cuando llegó el estribillo, dejó que el pecho hiciera el trabajo. Sintió cómo las cuerdas vocales vibraban contra su voluntad, cómo el aire salía con fuerza contenida, cómo cada sílaba empujaba un poco más de sí mismo hacia fuera.
— Dynamite with a laser beam…
El agudo le dolió, pero no lo evitó. Lo abrazó. Lo alzó como si fuera un estandarte. Bajó la voz en la segunda vuelta del verso, casi como si susurrara, como si la canción sólo pudiera existir en ese registro íntimo. Y luego volvió a subir, con falsetes limpios, claros, que parecían rasgar el aire.
Por un segundo cerró los ojos. Y ahí estaban. Las estrellas. Arriba, a lo lejos, y también dentro. Titilando sobre su lengua, en su garganta, empujando desde dentro como si él mismo hubiera nacido de alguna explosión antigua. Un núcleo de fuego. De voz. De vida. El escenario no era seguro, pero era suyo. Era tan suyo como, en ese momento, este cuerpo.
La canción terminó. El último verso fue suave, como si el propio Freddie Mercury le hubiera susurrado desde alguna dimensión lejana. Fred respiró. Por un instante no hubo más sonido que el eco de su aliento, el latido de su garganta aún viva. El mundo volvió en un aplauso. Un rugido. No multitudinario, pero suficiente para hacerlo sentir parte de algo.
Bajó. No corrió. Caminó. Como quien regresa del campo de batalla sin haber sangrado, pero sabiendo que algo cambió. Owynn lo esperaba abajo, recargado en una columna oxidada. Había estado viéndolo desde el segundo acorde. Lo supo porque sus ojos no se apartaban.
—Eso fue… —Owynn buscó las palabras, pero no las encontró—. Eso fue brutal.
Fred soltó una risa agitada. Todavía le ardía el pecho.
—Hace años que no cantaba así. Ni siquiera sé cómo salió.
Owynn asintió.
—Se notó. No era actuación. Era…ese enojo extraño que desde aquel entonces tienes….y amor. Juntos.
Fred lo miró. Hubiera querido decir algo más. Que no fue una canción. Que fue un grito. Que fue una confesión. Pero no lo hizo. Porque Owynn ya lo había entendido. Ya lo había visto.
—¿Quién era el wey que cantó antes que yo? —preguntó entonces Fred, sin poder evitarlo.
—¿El de cabello café con la chamarra de cuero? Ese es Deuz —respondió Owynn, con un gesto que no ocultaba ni desprecio ni admiración—. El cantante de los Nightmares…, su jefe pero no se los digas porque se encabronan.
Fred repitió el nombre como si masticara algo nuevo. Deuz. Ese chavo tenía una presencia distinta. Una oscuridad preciosa. Una voz con filo. Un hambre parecida a la suya, pero diferente.
—¿Van a nuestra escuela, no? —dijo Fred, bajando un poco la voz.
—Sí. Pero se mueven en otro mundo. No el nuestro. El de ellos es más… afilado. Más sucio. No te juntes con ellos. Ellos me hablan pues por eso mismo de que soy parte del consejo escolar y eso, pero no son buenas personas, de verdad.
Fred asintió. Pero no desvió la mirada. No tuvo miedo. Solo sintió un respeto extrañamente limpio. Deuz era algo a observar. A estudiar. A temer, quizás. Pero también, a admirar.
—Cantas bien, Fred —dijo Owynn, sin aviso—. No…no bien. Mejor que desde la última vez que te escuché. Como si la voz se hubiera guardado todo este tiempo para ese momento.
Fred tragó saliva. Su pecho seguía vibrando. Su cuerpo seguía despierto. Sonrió, sin pena.
—Tal vez sí.
Owynn lo miró. Asintió. Y en sus ojos heterocromáticos, Fred vio algo parecido a orgullo. La noche en los muelles seguía. Pero Fred ya había encontrado lo que necesitaba. El escenario. El sonido. El fuego. La certeza de que su voz era real. De que estaba vivo.
Pasaron más grupos, cálidad de canto empeorando con cada uno de ellos…El anuncio no tuvo trompetas ni gritos. Solo una voz distorsionada por el micrófono barato del GUTSA , por el eco de los muelles y la distorsión de las bocinas que chillaban bajo tanto voltaje.
—¡Y el ganador de esta noche… con la ovación más alta… Fred, con Killer Queen ! —
Fred alzó la cabeza, deteniendo su charla con Owynn. No se lo esperaba. No porque no creyera que lo había hecho bien. Sino porque en el fondo aún pensaba que no era lo suficiente. Que nunca sería suficiente. Pero ahí estaba. Su nombre, o la forma en la que ahora aprendía a decirlo sin pena, rebotando en las paredes de concreto, grabándose en la memoria de una noche imposible.
$1,000 en billetes de $200 doblados, apretados en un sobre amarillo. No pesaban. Pero en su mano temblaban como si llevaran dentro el corazón de alguien más.
Owynn se acercó a él con una sonrisa ladeada, los ojos brillando con algo más que luz. Algo como orgullo. Algo como complicidad.
—¡Gané! —le dijo Fred, sin filtro, sin careta.
—¡Sí!. Ganaste —respondió Owynn, sonriendo junto con él y recordando esa vez hace tantos años que juntos habían ganado un concurso de canto en su primaria. Lamentablemente no todos compartían esa alegría. A un lado del escenario, los Nightmares no aplaudían. No reían. No se despedían con respeto. Se acercaban.
—¿Ese es el pendejo que nos ganó? —dijo uno de ellos, alto, mandíbula apretada, chamarra abierta hasta el ombligo—. ¿Ese?
—Qué chingados se creen —murmuró otro.
Fred los vio. No con miedo. Con hartazgo. Con ese enojo que había guardado por años. Uno que tenía más que ver con sí mismo que con ellos. Uno que venía de sentirse siempre abajo, siempre mirando, siempre callando. El primero empujó. Fred reaccionó. No pensó. Su puño se cerró y se estrelló contra una quijada. Fuerte. Rápido. Certero.
Silencio. Owynn abrió los ojos como platos. Fred lo miró. El mundo se redujo a eso: sus ojos dispares, el temblor de adrenalina, el grito que no llegaba.
—Corre —susurró Fred.
Y lo tomó de la muñeca.
Corrieron.
Entre cuerpos, basura, agua estancada, postes caídos, escalones resbalosos. Corrieron entre gritos, insultos, manos que se estiraban pero no alcanzaban. Corrieron con el corazón desbocado y las risas atrapadas en la garganta. Subieron a una combi que apenas frenó. Se tiraron en los asientos traseros, sin aliento. Nadie los siguió. No sabían cómo, pero la combi los dejó en el otro lado de Xochimilco. En una zona donde la ciudad cambiaba de tono. Menos gente. Más árboles. El aire un poco más limpio aunque ¿Que se podía esperar de la cdmx?
Se tiraron en el suelo de una placita abandonada. El concreto frío. El cielo abierto. Las estrellas, aún ahí. Sin precio. Sin jurado. Sin competencia.
Owynn fue el primero en reír. Su risa era desordenada, rota, preciosa. Fred lo siguió. Rieron como dos idiotas. Como niños. Como fugitivos sin mapa. Rieron hasta que dolieron los pulmones. Hasta que el miedo fue una sombra apenas visible en la esquina del pecho.
—¡Les viste la cara! —gritó Owynn, aún con la voz rota—. ¡Fred, les diste en la madre!
—¡Y tú corrías como si tuvieras a la muerte atrás! —soltó Fred, doblado sobre sí mismo, la frente sudada, los ojos brillantes.
El sobre seguía en su mano. Mil pesos. Un golpe. Un premio. Una noche. Una fuga. Las carcajadas menguaron. El cansancio no. Y con el cansancio vino el hambre. Un vacío que no tenía poesía. Que no quería metáforas. Solo comida.
Fred fue el primero en decirlo:
—¿Y si vamos por tacos?
Owynn lo mira, acomodándose sus lentes disparejos y alzando las cejas con sorpresa.
—¿A las cuatro de la mañana?
—Exactamente a las cuatro de la mañana.
Caminaron. No tenían prisa. Ya no eran presas. Ni trofeos. Solo un par de adolescentes sudados, temblorosos, eufóricos. Bajaron por División del Norte hasta topar con la estación del metro Tasqueña . Desde ahí, micro hasta Pino Suárez . Transbordo. Línea roja, estación Garibaldi . Salida por Eje Central. A esa hora ya no había tanto ruido, pero la ciudad nunca dormía del todo. Desde ahí caminaron hasta Tlatelolco. Los pies les dolían. Pero caminar juntos no pesaba igual.
—Hay un lugar por
Reforma
, casi saliendo del túnel, que abre toda la noche —murmuró Fred, como quien guarda un secreto vital.
—¿Y son buenos?
—Son buenisimos. Y aceptan monedas.
Llegaron. Puestito humilde. Lona blanca, luces cálidas, dos personas detrás del comal. Olor a grasa, a cebolla, a salsa que arde sin necesidad de advertencia. Un par de traileros comían de pie, sin hablarse. Eso era buena señal.
—De maziza, por favor —dijo Fred, con una voz que ya era más suya.
—¿Cuántos?
—Tres… no, cinco. Y con todo porfa, si tiene salsa
macha
, y con nopalitos.
Owynn pidió de suadero. Un Boing de mango. El silencio volvió, pero no era pesado. Era como antes, como cuando compartían juegos de niños que ahora parecían de otra vida.
Sentados en una de esas mesitas de metal, bajo el zumbido sordo de una lámpara gastada, comieron. Lentos. Hambrientos. Reales.
—¿Y tú qué hiciste todo este tiempo? —preguntó Fred, medio taco en mano.
Owynn tragó antes de responder.
—Viví. O eso intenté. Me fui de la ciudad con mi tía cuando….bueno, cuando pasó lo que sabes que pasó. Volví hace poco, tres…cuatro años creo. Al principio no sabía que seguías aquí. Luego te vi en la escuela, y ya en la fiesta cuando vi que eras tu.
Fred asintió. El comal chisporroteaba detrás de ellos.
—Yo tampoco sabía qué hacer cuando te vi. Era como si… todo lo que hice en aquel momento me viniera persiguiendo. Hasta ahora me sigo sintiendo mal.
Owynn lo mira, deja de masticar por un momento y forzosamente se traga la comida.
—No te sientas mal por algo que hiciste hace más de cinco años. La gente cambia, Fred. Tu has cambiado y para bien —muerde el taco, y dice con la boca llena: —entonces tranquilo.
Callaron. Luego rieron. La misma risa de hacía horas, pero más bajita. Como si no quisieran despertar a la ciudad entera con sus recuerdos.
—Oye, el del grupo ese, el que cantó… ¿cómo es que se llama?
—¿Deuz?
—Ajá, ese. Canta cabrón.
—Sí —asintió Owynn—. Pero tú lo hiciste mejor.
—No sé.
—Yo sí.
No dijeron más por un rato. Fred terminó su último taco. Se lamió los dedos. Bebió lo último de su Sidral.
La luz del día no había llegado, pero ya se notaba el cambio. El cielo no era negro, sino azul sucio. Y el aire ya no olía a noche.
—¿Te llevo a tu casa? —preguntó Owynn, pagando los $80 que habían costado los tacos.
—Sí, porfa. Antes de que parezca que sí hicimos algo grave.
—¿Hicimos?...no me digas que Martha me va a regañar a mi también.
Fred se rie, nervioso.
—Corrijo, antes de que parezca que si hice algo grave.
Caminaron hacia el edificio Veracruz, con el estómago lleno, los pies cansados y la certeza de que esa noche no se les iba a borrar. Fred no pensaba en el día siguiente. Ni en Freddy. Ni en Martha. Solo en lo que acababa de pasar. En cómo se sentía. En cómo no había mentido en toda la noche. Ni una vez.
Y eso, en su mundo, era una victoria más grande que mil pesos.
Chapter 22: The dog days are over
Notes:
¡HOLA!
Espero disfruten este capitulo, me costó un poquito la interacción en la comida.Dato: todos los lugares, referencias y cosas que digo de estos son reales. Si alguna vez van a cdmx, pueden ir a Tlatelolco al edifico Veracruz, pueden ir al restaurante que menciono aquí. ¡Todo es real, incluso las lineas del metro que toma!.
:D
Chapter Text
El cuarto estaba lleno de calor humano, de voces sobrepuestas, de cables enredados como venas subterráneas que conectaban los instrumentos a la vida. Era sábado. Afuera llovía con una lentitud constante, sin drama. Adentro, en la casa de Ann, (que para ese momento ya se había vuelto el Centro de ensayos oficial de los animatronicos) sin embargo, se gestaba algo distinto, algo tan extraño y nuevo
Golden revisaba el micrófono. Lo golpeaba suavemente con la palma, probando la acústica. Aiden, más callado que de costumbre, golpeaba el plato crash y los dos Tom 's , intentando hacer tontamente un ritmo de Jazz. Bonnie probaba una progresión de acordes sin levantar la mirada. Ann, recargada contra el bajo, observaba sin intervenir. Freddy, en su silla, con la guitarra colgada al cuello, miraba a sus amigos hacer lo suyo, en silencio.
—¿Vamos a empezar o van a seguir afinando por la eternidad? —bromeó Gabo, después de unos cuantos minutos, mirando a todos con una sonrisa.
—Si quieres venir a afinar tú, adelante —replicó Bonnie, sin levantar la vista.
—Yo solo digo que ensayar implica tocar, no estarle hablando al instrumento como si fuera tu novia —añadió Aiden, y luego sonrió. Una sonrisa pequeña. Una sonrisa suficiente.Y después hizo sonar los platillos como quien da una señal.
Comenzaron.
La canción era nueva. No estaba terminada, pero ya existía. Había nacido de un accidente, de una progresión que Bonnie había tocado sin pensar hace tres ensayos. Para este entonces ya era mediados, casi finales, de noviembre. Una noche, cuando Freddy estaba durmiendo tranquilamente, Golden le había añadido una letra incompleta. Freddy la había transcrito a mano en su libreta azul, donde Fred a veces también dejaba anotaciones. Ann, silenciosa, le había puesto un ritmo. Aiden le había dado estructura con su batería; un ritmo parecido al de Try hard, de la banda 5 seconds of summer.
No era perfecta. Pero era suya. Tan suya.
—Empezamos desde el verso…. —Gabriel, alargando la “o”, mira de reojo la libreta de Freddy, que está abierta frente a él—...desde el verso tres; no me gusta como hacemos el salto de cuerda ahí.
Un rasgueo seco, breve, apenas un gesto de Aiden sobre los platillos para contar el tempo. Uno, dos, tres… y entonces la música emergió, densa, compacta, como si hubiera estado contenida en los cuerpos todo el día. Se abrió paso entre el silencio con una dignidad que solo tienen las cosas que fueron armadas con las manos, con el sudor, con el intento. Con amor. Porque después de todo, el arte hecho con amor es más hermoso que el que es hecho por obligación. La guitarra de Bonnie entró justo a tiempo, afilada, veloz, limpia, con ese sonido exacto que logra cuando se concentra y se olvida de que hay alguien mirando, el mismo sentimiento que tiene cuando practica con su maestro. Ann marcaba el ritmo con el pie, el bajo colgado de su hombro como si siempre hubiera pertenecido ahí; sus dedos daban notas graves, redondas, que sostenían el esqueleto de todo lo demás. Golden tarareaba suavemente para sí, preparando la voz. Freddy, al fondo, segunda guitarra, miraba sus dedos, se aseguraba de que cada traste estuviera bien pisado, cada nota bien ligada. Que todo estuviera perfecto.
El verso llegó como una ola:
Aiden: tum, tu-tá, tum-tá, tum…
Bonnie: Fa#, La, Re, Mi... Fa#, La, Re, Re...
Ann: (en el bajo) bum... bum-bum... bum...
Freddy: rasgueo seco, cambio a Mi menor, un puente corto hacia Si menor...
Golden se inclinó hacia el micrófono:
— We don’t talk about the quiet days...we only scream when silence stays...
La canción creció con ellos, con su aliento, con sus dudas. Freddy sintió que sus dedos temblaban un poco, pero siguió. Cuando llegó su parte, el puente instrumental, cerró los ojos un segundo y se dejó llevar por la progresión: Do — Sol — Re menor — La, una tras otra, como si vinieran solas. Bonnie lo siguió, completando con un arpegio veloz, casi un duelo sin haberlo pactado.
Aiden lanzó un redoble justo antes del estribillo, Gabo levantó la voz, y el cuarto se llenó de sonido. No era perfecto. Pero era suyo. Cuando acabaron, las últimas notas aún vibraban en las cuerdas, como si no quisieran irse. Nadie habló al principio. Solo el zumbido de los amplificadores, el golpe suave del baquetón de Aiden al dejarlo caer en el sillón; y sin que nadie lo note realmente, saca su celular de su bolsillo del pantalón, frunciendo el ceño. Ann se endereza, los ojos abiertos, la respiración entrecortada.
—¡Estuvo padrísimo! —exclamó, soltando una risa breve—. Ya casi estamos, ¿no?...solo hay que acabar la canción y ya ganamos segurito.
Y entonces, como si el momento supiera que no podía durar mucho, Aiden parpadeó con fuerza y guardó el celular.
—Tengo que irme —dijo, ya de pie, recogiendo su mochila—. Es... familiar. Nos vemos en la semana, ¿sí?
Nadie preguntó más. Bonnie le siguió, cerrando su estuche con una suavidad que no se correspondía con la prisa. Cruzaron la puerta y se perdieron en el pasillo, dejándo solos a Freddy, a Golden, a la guitarra que aún tenía cuerda, y al silencio que se quedaba como un eco.
Ann se despide de ellos, los lleva a la salida de su casa, sonriendo.
—Con cuidado, ¿Si?
Ambos asienten, y salen de la casa de Chica. Ambos cargando sus mochilas y Freddy su estuche negro con la guitarra. Caminaron después, con los hombros apenas tocándose de vez en cuando, en una calle que conocía ya sus pasos. Freddy y Golden, sin apuro, sin miedo, sin saber que estaban haciendo historia solo por caminar así, juntos.
—¿Vamos por esquites o algo? —preguntó Gabriel, con la voz cansada pero feliz.
—¿No prefieres unos takis fuego y una sprite?...Hay un Oxxo, aquí cerquita —respondió Freddy, sacando una sonrisa al instante.
—No me odies, pero ya me harté de la sprite. Lo dije. Ya está.
—Cancelado.
Rieron. La ciudad seguía viva aunque el sol bajara. Hablaron de cosas sin importancia. De un capítulo nuevo de la serie que veían juntos (Estaban viendo The last of us , aunque a Freddy no le gustaba tanto como a Fred.) . De cómo Bonnie se había vuelto increíble con los solos (Sospechaban que tomaba clases o algo, porque era verdaderamente impresionante el avance que ha tenido en tan poco tiempo.). De que Aiden andaba raro, sí, pero seguro era algo pasajero (Bonnie también ha andado raro, ¿no?). De que Ann y Fox hacían buena dupla aunque nadie se atreviera a decirlo en voz alta. De si podrían cantar una canción en francés solo porque sí. De todo eso que hace que la amistad tenga sentido: los fragmentos pequeños, los momentos sin peso aparente, los recuerdos que aún no saben que serán recuerdos.
Entonces, sonó el celular de Freddy. Vibró en el bolsillo como si llamara desde otro mundo. Lo sacó, miró el nombre. “Mamá”. Mira a Gabriel, y ambos se detienen frente a un 7/11. Contesta.
—¿Bueno?
La voz de Martha, cálida, firme, suena por el altavoz, con ese tono de quien intenta estar bien para los demás:
—Freddy, mi amor. Buenas tardes. ¿Como están?.
—Bien. ¿Tu?
–Muy bien gracias a Dios. Hijo, ¿Puedes llevar a Gabriel a comer? Los invito. Estoy en Polanco; me dieron esta tarde libre. Escoge un restaurante bonito, yo pago. Te tengo una sorpresa.
Freddy parpadeó, miró a Gabriel.
—¿Nos está invitando a comer...? En Polanco.
Gabriel abrió los ojos.
—Con eso me arreglo la semana. Desde que me fui de mi casa no voy a polanco.
Freddy asiente. Y regresa su mirada al celular.
—Va. Allá te vemos.
— Ok. Acá les espero. Les quiero.
Tomaron un taxi afuera del Oxxo. Uno de esos blancos con líneas rosas que huelen a ambientador barato (El de rosita fresita, que venden en el AutoZone) y aire acondicionado apenas suficiente, aunque con los 14ºC que hacian en CDMX no se necesitaba. Gabriel habló primero. Dio la dirección sin titubeos. Freddy, al lado, se quedó viendo por la ventana, como si el trayecto fuera un túnel hacia otro mundo. Porque lo era.
Subieron por Insurgentes , y Freddy miraba como si la ciudad se reinventara frente a él. Vieron pasar la Biblioteca Vasconcelos , alta y suspendida en su geometría brutalista; luego los edificios de Reforma , que se alzaban como dientes brillantes bajo el cielo ya dorado por el atardecer. Pasaron junto al Monumento a la Revolución , y Freddy, sin decir nada, se inclinó apenas hacia la ventana. Nunca lo había visto de cerca. Ni tan grande. Ni tan firme. Realmente era nulo su conocimiento de la CDMX, ya que él solo se la pasaba o en Tlatelolco o en donde está la escuela. Ver estos monumentos, tan imponentes y viejos le hacía, por primera vez, querer salir más.
—¿Eso qué es? —preguntó, de repente.
—¿El monumento? Revolución —respondió Gabriel, sin asombro, como si hablara del clima—. Bonito, ¿no? Aunque mi abuelo me decía que parece secadora de pelo gigante. Pero bueno, el país entero se arregló para parecer un recuerdo. Creo que tal vez por eso es que estamos atrapados en el tiempo.
—Nunca había venido tan lejos. —La voz de Freddy fue un poco más baja, más contenida. A la vez emocionado y asustado. Mezcla extraña de sentimientos.
—¿Neta? Pues te vas a impresionar. Hay un buen de monumentos así… ¿nunca has visto el Ángel? —Gabriel lo dijo sin burlarse, con esa sonrisa suave que él siempre tiene.
Freddy negó con la cabeza. No por vergüenza, sino porque así era. Nunca. De verdad nunca habia salido de su zona, de su lugar seguro que de seguro no tiene nada.
Gabriel sonrió más, no por burla, sino por una ternura extraña, casi orgullosa. Porque de alguna forma encontró una parte del mundo que aún no se le había revelado a su amigo. Tal vez porque, por una vez, era él quien guiaba el camino. Porque podía mostrarle a Freddy lo que él ya había caminado: estatuas de héroes que casi nadie recuerda, avenidas construidas para emperadores que nunca llegaron, glorietas que giran como el tiempo y no llevan a ningún lado. Un país contradictorio, terco, hecho de mármol y sangre, de memoria selectiva y cicatrices mal cerradas. Un país que se caía a pedazos pero que aún, de alguna forma, seguía de pie.
Doblaron por Reforma , luego tomaron Campos Elíseos . Freddy seguía en silencio, con la mirada fija en los árboles que se alineaban como soldados custodiando un sueño ajeno. Al pasar frente al Auditorio Nacional , Freddy lo reconoció de nombre, de fotos, pero nunca lo había visto así, tan enorme. Tan real.
—Aquí vinieron los Arctic Monkeys , ¿sabías? Y Taylor Swift , creo —comentó Gabriel.
—No sé si me gusten tanto Taylor… pero creo que…creo que me gustaría tocar con ustedes ahí algún día; cuando no tenga tanto miedo de hacerlo—lo último lo dijo en un murmullo,
Gabriel lo miró de reojo, como si esa confesión pesara más de lo que aparentaba.
—Lo haremos. Te lo prometo. —Y lo dijo como quien hace un trato con el destino.
Llegaron a Polanco ; bajaron del taxi, Gabo pagando la cuota que a Freddy hizo que le doliera su cartera ($250 pesos). Nota que las banquetas son más limpias, las fachadas más altas, las vitrinas con ropa que él no podría pagar sin empeñar algo. Freddy se sintió extraño. Ajeno. Como si su cuerpo caminara por inercia y su mente fuera una cámara fotográfica captando cosas que nunca antes se le habían permitido ver.
—¿Dónde es? —preguntó, ya frente a una esquina donde la vida parecía moverse más lenta.
—Es acá —Gabriel señaló con la cabeza hacia un restaurante de fachada elegante, con un letrero que decía " Parole " en letras negras sobre una gran tabla de madera, sobre una construcción, casi circular, hecha de cristal.
—¿De verdad vamos a entrar aquí? —susurró Freddy, ajustándose la guitarra en la espalda.
—Tu mamá dijo que escogieramos un restaurante bonito. No vamos a dejarla plantada. Además... tengo hambre. Y quiero pasta. Dos combinaciones que cuando las tienes son buenísimas.
Entraron. El interior olía a parmesano y albahaca, a madera pulida y a promesas cumplidas. Meseros vestidos como si supieran algo que el resto del mundo no. Iluminación tenue, acentos dorados, gente riendo con copas de vino entre los dedos.
Freddy tragó saliva. Sacó el celular. Mandó un mensaje rápido:
———————-
[14:24] Freddy : Mamá, ya llegamos. Estamos en Parole. Es italiano. .
———————-
Gabriel miraba la carta del restaurante desde una distancia prudente, como quien no quiere parecer hambriento aunque lo esté. Freddy se recargó un segundo en la puerta blanca, y pensó que nunca se hubiera imaginado en un lugar así. Ni siquiera en sueños. Lo único que tenía claro era que algo estaba cambiando. Que la música los estaba llevando a lugares nuevos. Que tal vez, sólo tal vez, él también merecía sentarse a la mesa.
Los recibió un host joven, vestido de negro, con una sonrisa más ensayada que sentida. Les preguntó si tenían reservación. Freddy negó con la cabeza.
—¿Para cuántos? —Había algo de molestia en su rostro, pero se veía más cansado que molesto.
—Tres —respondió Gabriel, rápido, mirando de reojo a Freddy como quien recuerda una coreografía que no ensayaron.
—¿A nombre de quién?
—-Freddy Andrade, por favor —dice Freddy, en voz baja y algo nervioso.
El interior del restaurante era amplio, sobrio y bello. Las paredes de cristal y la decoración rústica no pretendían asombrar, sino rodearte con una especie de lujo tranquilo. Plantas colgaban de las vigas como si hubieran nacido ahí. Freddy recorrió el lugar con la mirada, incómodo ante tanta belleza pulida. Mesas cuadradas de madera, copas altas, velas con aroma suave, y clientes que hablaban despacio como si tuvieran miedo de ser escuchados.
Los guiaron a una mesa junto a una ventana. Había otras dos mesas ocupadas alrededor, con adultos que hablaban en voz baja, comiendo platos que Freddy no reconocía. Apenas se sentaron, notó que Gabriel se removía en su silla. Sus ojos se clavaban en la carta con una atención forzada, como quien quiere desaparecer entre líneas escritas en italiano. Su mandíbula apretada. El tic en su pierna que no se detenía. Freddy lo miró.
—¿Estás bien?
Gabriel alzó la mirada. Dudó. Luego se encogió de hombros.
—Un poco... nervioso. Hay gente que podría... no sé, reconocerme. Tengo miedo de que pase. Aunque ya no me veo igual. Ya no me veo como antes. Pero igual. Me da cosa. Que me vean y le digan a mi familia que no estoy en un internado y que sigo acá.
—¿Por eso te cortaste el pelo?
—Parte. Ya no parezco un enfermo —respondió, con una media sonrisa amarga.
Freddy no dijo nada. Solo se levantó. Caminó hacia el mesero con el que habían hablado antes. Murmuró algo con voz tranquila, señalando con la cabeza hacia la esquina más alejada del restaurante, una mesa junto a un ventanal que daba al patio interior, medio oculta por un biombo de madera clara. El mesero asintió.
—Vamos allá —dijo Freddy, regresando. Gabriel lo miró con los ojos un poco más abiertos, casi sorprendidos.
—Gracias, Freddo. De verdad.
—Ni que fueras famoso —se burló Freddy.
—Sí lo soy. Pero sólo en mi cabeza. Mis fans me aman.
Freddy se ríe junto con él.
Cambiaron de mesa. Ahí el aire se sentía distinto. Menos observado. Más suyo. Gabriel se dejó caer en la silla como si soltara el peso de los ojos que ya no estaban. Freddy le dedicó una mirada fugaz, luego clavó la suya en la carta, aunque no entendiera casi nada de los platillos, ¿Que carajo era un CACIO E PEPE CON LANGOSTA BOGAVANTE?.
No pasaron más de diez minutos cuando Martha llegó. Traía el cabello recogido con una liguita roja y la bata blanca del ISSSTE todavía abrochada, como si no hubiera tenido tiempo de cambiarse. Aún traía su gafete. Se acercó con pasos firmes, seguros, como si también trabajara en lugares así. Saludó a los dos con un beso. Primero a Freddy, luego a Gabriel, sin detenerse demasiado.
—Mis niños —dijo, y sonrió con los ojos. Dejó su bolsa en el respaldo de la silla y se sentó con un suspiro cansado—. Perdón el retraso. Me agarraron en el último piso con una paciente que se puso a llorar y no podía dejarla sola. Pero ya, aquí estoy. ¿Ya pidieron algo?
—No aún —respondió Freddy, bajando la mirada.
—Estábamos esperando lo más importante —añadió Gabriel, haciendo que Martha soltara una breve risa.
—Qué galán —le dijo ella, y estiró una mano para darle un apretón corto, suave.
Gabriel no se movió. Solo sonrió.
Martha tomó el menú como si ya supiera qué pedir, pero de todas formas hojeó las páginas con una lentitud casi ritual. Freddy la observó de reojo: las ojeras marcadas, el pliegue constante entre las cejas, las manos con los nudillos resecos de tanto gel. Era miércoles, pero en su cuerpo parecía ser domingo por la noche. Gabriel notó también el desgaste, pero no dijo nada. Solo se acomodó más recto, como si su sola presencia pudiera hacerle la tarde más ligera.
—¿Y cómo van los ensayos? —preguntó Martha mientras deslizaba la carta sobre la mesa.
—Bien —respondió Freddy, rápido, no quería parecer tan entusiasmado; si hablaba mucho ella empezaría a hacer preguntas. Y no le gustaba ser cuestionado.
Gabriel lo miró, algo dudoso.
—Muy bien, en realidad. Ya casi tenemos la nueva lista de canciones. Freddy está componiendo una con Bonnie que suena brutal, y…–se detiene un segundo, mordiendose el labio y pensando una mentira rápida —-Un amigo que tenemos quiere cantar una también… aunque aún no sabemos si dejarlo.
Martha alzó una ceja.
—¿Conozco a ese amigo?
—Es un chiste interno, no le hagas caso —murmuró Freddy, tenso, antes de que el hilo se estirara demasiado.
Gabriel cambió de tema.
—Y el fantastico Golden Boy… —señaló hacia sí mismo—, está afinando su rango vocal para los coros. Una diosa.
—Claro —dijo Martha, divertida—. ¿Y para cuándo el concurso?
—En Marzo. Pero ya casi estamos. Solo es cosa de terminar un par de arreglos —explicó Freddy, bajando la mirada a la servilleta.
El mesero regresó. Con un cuadernito pequeño y una pluma de tinta negra, se plantó con la postura de alguien que sabe que las cosas deben hacerse rápido, pero bien.
—¿Ya tienen listo su pedido?
—Sí —dijo Freddy, con una voz que le salió más segura de lo que esperaba, tal vez sea el hambre—. Yo quiero una lasaña estilo napolitana… y una naranjada mineral, por favor.
—Con gusto. ¿Y usted, joven? —preguntó al voltear hacia Gabriel.
—Mmm… —Gabriel se relamió los labios, mirando el menú por un instante y luego al mesero —. Yo quiero los tagliatelle de betabel con burrata fresca. Y una Sprite.
Freddy lo miró de reojo, entre sorprendido y burlón.
—¿No que ya no te gustaba la Sprite?
—Es una excepción —murmuró Gabriel, y se encogió de hombros—. Estoy celebrando.
—¿Qué celebras?
—Sepa.
Martha soltó una pequeña risa, más nerviosa que divertida. Luego miró al mesero con una sonrisa amable.
—Yo quiero el filete de pescado al grill, en salsa cazadora. Y también una naranjada mineral, pero con stevia si tienen.
—Perfecto —anotó el mesero—. Enseguida regreso.
Se retiró con la misma neutralidad con la que había llegado. La mesa volvió a estar en silencio por un momento, pero era uno cómodo. Afuera, el patio interior estaba lleno de plantas aromáticas. En el fondo, una fuente pequeña sonaba como un secreto dicho muchas veces. Freddy miró su vaso vacío y luego a su madre.
—¿Y tú cómo estás? —preguntó.
Martha parpadeó. No esperaba la pregunta.
—Bien —respondió, aunque su sonrisa fue solo parcial—. Cansada. Pero bien. Me pusieron una nueva rotación. Estoy entre el área de psiquiatría y medicina interna. A veces es pesado, pero... uno se acostumbra.
—¿Todavía le dan comida gratis en el hospital? —preguntó Gabriel, con tono casi pícaro.
—A veces. Cuando no se acaban todo. El otro día alguien se robó todos los flanes.
Los tres rieron. Fue breve, pero suficiente. Freddy se recargó en la silla. Por un instante, se sintió niño otra vez, como cuando su madre lo llevaba a desayunar molletes después de una consulta, como cuando bastaba con que lo mirara y él sabía que todo estaría bien. Ahora no era tan simple. Pero aun así, había algo en estar ahí, los tres, rodeados de luz artificial y murmullos elegantes, que hacía que se sintiera como un niño pequeño otra vez.
Después de unos diez minutos, a media plática, Gabriel se levanta con suavidad, sin mucha ceremonia, excusándose para ir al baño. Martha lo siguió con la mirada un momento. Luego, como si ese silencio recién abierto la tocara de lleno, se volvió hacia Freddy. Ya no sonreía. Tenía esa cara que sólo usan las madres cuando algo dentro de ellas se rompe y no pueden evitar que se note.
—La razón principal por la que te pedí que vinieramos a comer es porque necesito platicar contigo, Freddy. …La psicóloga me llamó —dijo. Su voz era un susurro seco, deslavado por los días, por las horas de hospital, por las palabras difíciles que nunca se quieren decir—. Me habló de ti. De todo esto que te pasa…; esto que a veces te pones medio raro; me dijo que ya tiene un diagnóstico y que necesita que vaya yo a hablar con ella.
Freddy no dijo nada. Sintió algo en el estómago, un tirón leve. Pero no doloroso. Solo… inevitable. Un enojo extraño lo invade por un segundo, tal vez porque él explícitamente le pidió a Isa que no dijera nada. Pero…Era inevitable que dijera algo, ¿no?
Martha bajó la mirada. Se frotó las manos y, en un gesto casi involuntario, se las llevó a los ojos. No lloraba fuerte. No era llanto con cuerpo, con ruido. Era apenas una humedad terca que brillaba en los bordes, como si llorar fuera una pérdida que no se podía permitir por completo.
—Lo siento, mi amor —murmuró, y era real. No culpa, no pena, no vergüenza. Solo tristeza.
Freddy la miró. Sus dedos temblaban un poco, pero no los escondió. Solo estiró una mano y tomó la de ella, con cuidado, ofrece una tregua.
—No es algo por lo que tengas que sentir nada —dijo. Bajito. Sin reproche. Solo verdad. —Es…algo que es, y ya.
Ella levanta la mirada, y aprieta su mano, suave.
—Yo quería estar más presente. Que supieras que podías hablar conmigo. Pero ahora… —tragó saliva—. No quería decírtelo en frente de Gabriel pero...,me ascendieron. Voy a rotar todo el mes en guardias de doce horas, en traumatología. No sé si podamos tener una comida así de nuevo. Al menos por un tiempo.
Freddy asintió. La soltó despacio.
Y en ese momento, justo como si el universo entendiera que hacía falta interrumpir, apareció Golden.
Gabriel entró en escena con una sonrisa pequeña y el cabello rubió algo humedo (se ve que se lo peinó un poco con el agua), con la naturalidad de quien ya es parte del paisaje.
Freddy lo vio. Lo miró con atención. Como si esperara algo. Pero no lo dijo. No está ahí.
—Perdón…—dice, parándose e ignorando la mirada de extrañeza que le da Gabo —...voy rápido al baño. ¿Donde está?
Gabriel alza una ceja.
—-Está allá —señala donde hay unas escaleras —abajo de la puerta esa.
Freddy asiente. Y mientras se aleja, Martha lo ve con una mezcla de confusión y comprensión.. Camina hacia el baño, cruzando el restaurante con pasos cortos, casi contados. Una vez dentro, cerró la puerta, sacó el celular, lo desbloqueó. Le manda un mensaje a Gabriel.
———————-
[14:52] Freddy: Voy a hacer algo que creo que me arrepentiré después. Tú solo sígueme el juego. Le vamos a decir que es nuestro amigo. Uno que quiere cantar. Que conocemos los dos. No digas su nombre. Yo lo presento. Tú me sigues.
Muero de miedo.
———————-
Envió el mensaje y se quedó mirando su reflejo en el espejo. Había un leve temblor en la mandíbula. Nada que no pudiera esconder. Volvió a la mesa con paso más firme. Se sentó. Golden, gracias al cielo, ya lo había entendido. Le bastó con levantar la mirada y asentir con los ojos, apenas un movimiento. Todo estaba dicho.
Pasan los minutos, traen la comida, y entre risas…
—Entonces… ¿los tagliatelle están buenos o solo bonitos y caros? —preguntó Freddy, con media sonrisa, girando el tenedor entre los dedos.
—Están raros —admitió Gabriel, con la boca aún medio llena, tapándosela con su mano izquierda mientras habla—. Como... dulces. Pero buenos. Raros…¿buenos?
—¿Dulces? —repitió Martha, arqueando una ceja mientras cortaba su pescado con precisión de enfermera (No del ISSTE) —. ¿Y eso es algo bueno?
—Depende. Si tienes hambre, todo es bueno. Menos los frijoles de la cafetería del colegio. Están horribles, aunque muera de hambre no comeré eso ni que me paguen —dijo Freddy, y por primera vez en un rato, Martha rió de verdad.
—Me alegra que no hayan perdido el sentido del humor, porque la vida sí está como para llorar —dijo, llevándose un trago largo de su naranjada—. Y ustedes con esa banda… ¿Cuándo es que se presentan?
—En marzo… —respondió Freddy, sin levantar la vista —...ahorita que lo mencionas, hoy justo salió algo padre.
—Sí —asintió Gabriel—. Creo que ya nos vamos acoplando más.
—¿Y ya tienen nombre? —preguntó Martha, sonriendo.
—No uno decente —contestó Freddy, haciendo una mueca—. Bonnie quiere que nos llamemos “Los Animatronicos” o algo así.
—Dios mío —soltó Martha, llevándose una mano al pecho teatralmente.
—Sí —rió Gabriel—. No hay democracia en la creatividad. Pero…podemos usar ese, si no se nos ocurre otro. No está tan mal. (Alarga la “a”).
Hubo una pausa breve. El tintinear de los cubiertos sobre los platos llenó el hueco. Luego, como si lo hubieran ensayado, Gabriel dijo:
—Bueno, y falta una voz, ¿no?
Freddy levantó la mirada. Lo entendió al instante.
—Sí —dijo—. Tenemos a alguien que quiere entrar. Cantar.
Martha ladeó la cabeza, curiosa.
—¿Un nuevo integrante?...¿No es muy tarde para eso?
—No…es el…amigo que dice Gabo que quiere cantar —respondió Freddy, eligiendo cada palabra con más cuidado del que parecía.
Gabriel apoyó los codos en la mesa. —Lo conocemos desde hace unos meses. No es de estar con mucha gente, pero… tiene talento. Solo le cuesta dar el paso.
—¿Y canta bien?
Freddy lo mira, y Gabriel asiente, una y otra vez con una sonrisa en su rostro..
—Sí. Muy bien. Tiene esa voz que... no sabes de dónde viene. Como si llevara guardada mucho tiempo. Canta muy muy bien de verdad. Hace tiempo que no escucho a alguién que le pone tanto sentimiento a lo que canta.
Martha observó a ambos, pero no presionó. Sus ojos pasaron de uno al otro, y hubo un leve cambio en su expresión: no juicio, sino algo más parecido a reconocimiento. Como si supiera que lo que decían tenía un segundo significado. Uno que no estaban listos para decir del todo. Y que tal vez no hacía falta.
—¿Y el susodicho tiene nombre? —preguntó.
Freddy fue quien respondió esta vez:
—Tiene, sí. Pero creo que preferiría que solo lo conozcas… cuando él pueda.
Martha sonrió, cerrando suavemente el cuchillo sobre el plato. Y juntando ambas manos frente a ella.
—Bueno. Pues cuando se anime, me encantará conocerlo. Igual me gustaría conocer a bonnie, ya conozco a Ann esa vez que vino a la casa a hacer ese proyecto; ¿Me falta uno?
—-Si, Aiden. Pero él no creo que pueda venir a la casa. Vive muy lejos y no tiene mucho dinero que digamos —murmura Gabriel.
—Pues algún día los conoceré a todos.
Freddy sostuvo su mirada. Hubo algo en su pecho, una presión rara, una ternura nueva. No era alivio del todo, ni aceptación. Era otra cosa. Algo parecido a empezar a confiar. Y se da cuenta que el sentimiento no es del todo suyo.
—Sí. Algún día —dijo.
Y entonces siguieron comiendo. Como si nada, como si todo. Como si hablar en voz baja de quien vive tan adentro fuera también una forma de invitarlo al mundo. Sin apuros. Sin explicaciones. Solo dejando la puerta entreabierta. Por si quiere salir. Por si un día también quiere sentarse a la mesa.
El lunes llegó sin piedad.
Había dormido mal, si se podía llamar dormir a cerrar los ojos mientras su mente le mostraba imágenes que no recordaba haber vivido. Sombras corriendo, luces oscilando, música que no era suya en una garganta que tampoco era del todo suya. Se había despertado con la sensación de que algo lo observaba desde dentro. Como si no estuviera del todo solo, en ese momento. Ese extraño sentimiento de tener a un ser invisible a tu lado.
Pero se vistió, desayunó apenas medio pan tostado, y salió. Golden faltó al colegio ese día; otra vez le había dado fiebre. Freddy, antes de salir, le dió un medicamento, le dijo que volvía en unas horas. Así es la vida a los diecisiete, ¿no?. Te sigues moviendo aunque no sepas desde dónde.
Llega al colegio, saluda a sus amigos en la entrada, y entra a su primera clase: Historia. El maestro explicaba con voz monótona los levantamientos estudiantiles del 68. Y Freddy solo pensaba en cómo el pasado podía parecer tan reciente. Cómo podía olerse todavía en las paredes de Tlatelolco. Después Biología. Los organelos, las funciones celulares, el transporte pasivo. Le gustaban las células. Eran sencillas. Eran estructuras que sabían lo que eran. No tenían que fingirlo.
Pero fue en Matemáticas donde ocurrió otra vez. El desconcierto. Estaban resolviendo un sistema de ecuaciones con matrices. Y sin pensarlo, ya tenía la respuesta. Su mano se movía sola. Como si ya lo supiera. Como si el cuerpo recordara algo que él no. Y entonces lo supo. No era él. No del todo. Fred. Era Fred. Le gustaban estas cosas, se lo había mencionado una vez en las notas de la libreta azul. Por eso, piensa, cada vez que resolvía algo complejo, sentía ese escalofrío detrás de la nuca. Esa certeza de que no estaba solo. No le dio miedo. Solo…curiosidad.
En Literatura se sintió mejor. La profesora leyó un poema de Rosario Castellanos: Quisimos aprender la despedida y rompimos la alianza, las palabras se quedaron suspendidas, como polvo iluminado por la luz que entraba entre las persianas rotas. Freddy no entendió todo, pero entendió algo. La herida. La fractura. La renuncia. Hablaba de una separación, de una pérdida más allá de la voluntad. Y sin embargo… de algo necesario. De una despedida que no se sabe cómo dar.
La profesora explicó brevemente que el poema venía del libro Poesía no eres tú, una obra en la que Rosario Castellanos exploraba su conflicto con la identidad, la escritura, el amor y la resignación. Habló del “nosotros” roto, de la lucha interna entre la voz y el silencio, entre lo que se desea y lo que se deja. Freddy, mientras tanto, se hundía en el lenguaje, en lo no dicho. En los márgenes. Le gustaban los márgenes. Ese lugar donde las cosas no tenían que ser explicadas del todo. Donde se podía existir sin estar del todo definido. Sintió, por un segundo, que si tuviera que escribir algo sobre sí mismo, lo haría ahí, en los bordes del cuaderno. No en la línea principal. Nunca en la línea principal. Y pensó, también, que hay una forma de despedirse que no implica partir, sino hacerse a un lado. Como si uno mismo tuviera que abrir espacio dentro de sí para otros. Para voces que también piden hablar. Es lo que sucedía con Fred, ¿no?
El timbre sonó como un portazo al silencio.
Salió del colegio con los audífonos puestos, las manos en los bolsillos, la cabeza agachada. Escuchaba Bird Song de Florence and the Machine. Le gustaba esa canción. Tenía algo de pájaro herido pero también de vuelo. Algo que le hablaba sin palabras.
Y entonces lo vio.
Apoyados en la reja, justo frente al Oxxo donde a veces compraban cigarrillos aunque nadie fumara más de dos, estaban ellos. Los Nightmares .
Negro. Cadenas. Botas. Pose. Y al frente, el cantante.
—Oye —dijo, sin preámbulo, como si lo conociera—. Tú. El que cantó en los muelles.
Freddy se quitó un audífono. Parpadeó. ¿Le hablaban a él?
—¿Qué?
—La otra noche. En Belem. “Killer Queen”. Fue una chingonería.
La sangre le bajó a los pies. ¿Qué?
—No... no sé de qué hablas.
Deuz lo miró con una mezcla de burla y frustración.
—¿Ahora te haces pendejo?...Te perdono el golpe que le diste a mi amigo -Se detiene, y mira de reojo a un peliazul que lo acompaña -...Porque honestamente cantaste genial, wey.
—No, neta. Yo no… no estuve ahí. Yo...-Traga saliva, le asusta pensar que golpeó a alguien y no lo recuerda -Yo...no hice nada.
—¿Ah, no? —la voz de Deuz subió un tono—. ¿Y quién era entonces? ¿Tu gemelo maldito?
Los otros rieron, medio en burla, medio en amenaza. Freddy no sabía qué decir. No sabía por qué lo decían. No recordaba estar ahí. No recordaba cantar. Pero la voz... la voz... el eco. Algo en su pecho vibraba, como una cuerda que aún no terminaba de apagarse.
—¿Qué se creen, eh?...tu y tu amiguito raro —dijo Deuz, dando un paso adelante—. ¿Que pueden llegar a nuestro espacio, robarse el show, darnos a putazos y luego irse como si nada?
—¡No fui yo! —gritó Freddy. Lo dijo demasiado rápido, demasiado alto. Como si algo dentro de él también necesitara defenderse.
—¿Entonces quién, wey?
—¡No sé!
Los otros tres se acercaron. No del todo, pero sí lo suficiente. Uno de ellos tronó los dedos. Freddy sintió la piel helada. El corazón golpeándole el pecho como si quisiera escapar primero que él.
Y entonces, Bird song terminó en su audífono izquierdo, se cambia la canción. Dog Days Are Over . Florence, otra vez. Golpe de batería. Grito ahogado en oro.
Freddy sonrió. No por valentía. Ni por locura. Sonrió porque todo era tan ridículo, tan absurdo , que si no se reía, tal vez se deshacía. Mira a Deuz, Freddy está aterrado, asustado; quiere llorar porque es probable que si hace lo que quiere hacer, y ellos lo atrapan, le van a dar la putiza de su vida.
Pero…
—¿Qué tienes, pendejo?...¡¿Porque sonries como idiota?! —Grita Deuz.
Y Freddy Andrade corrió.
No pensó en correr. Solo lo hizo. Dobló a la derecha. El pavimento caliente. El sudor bajándole por la espalda. Los gritos de los Nightmares detrás. Sintió que alguien intentaba alcanzarlo. Aceleró. El estuche de guitarra golpeándole la pierna. La respiración cortada. El latido en la garganta.
Giró en Matamoros . Cruzó entre dos puestos de micheladas cerrados. Pasó junto a una caseta de policía vacía. Se metió en la Unidad Tlatelolco , edificio por edificio, como si cada uno fuera una puerta a su infancia. Nadie conocía mejor esas calles que él. Nadie sabía qué escaleras chirriaban, qué entradas estaban siempre abiertas, qué bardas se podían saltar sin romperse una pierna. Las risas, los pasos, los insultos... fueron quedando atrás.
Entró al Veracruz. Subió al segundo piso. Cruzó la azotea conectada con el edificio de al lado. Bajó por la escalera de emergencia.
Cuando por fin se detuvo, jadeaba. Tenía los labios secos. La espalda empapada. Pero estaba vivo. Vivo como nunca. La canción aún sonaba en sus oídos. Gritaba.
Happiness hit her, like a bullet in the back
Y entonces lo supo. No era miedo lo que sentía. Era algo más viejo. Más profundo. Era rabia. Rabia de no saber. De no entender. De que hubiera un lugar dentro de él que no pudiera tocar. Pero también... algo nuevo. Una risa breve se le escapó. Casi infantil. Casi agradecida. Había escapado. No solo de ellos. De su propio terror.
Había perdido un miedo. Y había ganado una pregunta. ¿Quién cantó esa noche? Y si era Fred… ¿por qué deseaba, en el fondo, volver a cantar?
Que no sabe…¿Que no sabe que siempre que cantan algo malo pasa?
Chapter 23: Ok ok ok ok ok ok ok
Summary:
la la la la
Notes:
No cuenta como cap. Pero si, a la vez. Probablemente lo borraran dsp.
Basado en mi vida jajajajaja me van a matar por subir esto xd
Chapter Text
Nadie sabe de ti. Nadie, excepto Gabriel. Nadie, excepto Freddy. Y a veces, ni siquiera él. Y eso duele. Duele con gritos, con llanto, ese dolor raro que llega a ti y se mete en tu pecho, creando una grieta y un remolino de lágrimas, tristeza…¿Que hizo para merecer esto?
No hay fotos tuyas en la casa (aunque a la vez, si las hay. Aunque miras a ese castaño ojos azules en el papel fotográfico y te das cuenta que nadie podría notar realmente la diferencia entre ti y Freddy). No hay historias sobre ti. No hay un “¿te acuerdas de cuando…?” que te incluya (Si lo hay, pero tú mismo no lo recuerdas). No hay espacio en el álbum, ni en la memoria, ni en las oraciones. Eres el silencio entre los latidos. Eres la sombra que Freddy nunca menciona.
Te preguntas si tu madre te amaría si supiera que estás aquí. Lo piensas cada vez que la ves sonreírle a él, cuando lo llama “mi vida”, cuando lo abraza con esos brazos que nunca te tocaron a ti. Y sientes miedo. Miedo real. No del que te hace correr, sino del que te hace quedarte quieto y desaparecer. ¿Qué diría si supiera? ¿Qué haría si supiera que hay otro, escondido bajo la piel de su hijo? No tienes respuesta. Solo esa sospecha amarga de que te vería como un error. Como un síntoma. Como algo que necesita ser extirpado. Sacado. Curado.
Tu eres el problema, ¿no? Pero tú no pediste estar aquí. No pediste ser esto, este parásito en la vida de otro, esta enfermedad . Porque eso eres, ¿no?, una vil enfermedad. Un síntoma. Llegaste cuando fue necesario. Cuando todo se rompía. Cuando Freddy ya no podía más y alguien tenía que mirar el horror sin volverse ceniza. Tú aguantaste. Tú sobreviviste. Y por eso existes.
Pero nadie lo sabe. Nadie celebra que sigues aquí. Nadie dice “gracias por estar”. Nadie te reconoce cuando haces lo imposible: callar, resistir, cuidar. Porque siempre estás cuidando. A él. A todos. Incluso cuando nadie lo nota. Y cuando alguien al fin sabe de ti lo primero que te pregunta es, ¿Cuando vas a desaparecer? Y…qué pregunta tan terrible es esa…¿Porque asume que tienes que desaparecer?...luego, con una sonrisa en su rostro te dice, riendo: ¡Tú solo tomas el lugar de Freddy!, ¡Literalmente le quitas su tiempo!...¿Cómo se atreve a preguntar….eso?
Y a veces, lo admites, también quieres existir. No solo como el refugio. No solo como el escudo. No solo como el otro. También como tú. Como alguien. Como una persona. Pero no te atreves. Porque si hablas demasiado, si tomas demasiado espacio, si alguien dice tu nombre en voz alta... ¿qué pasará? ¿Te querrán menos? ¿Te querrán nada? Y aún así, ahí está Gabriel. Que pregunta si estás bien, y hace esas preguntas tan extrañas. Que te habla diferente. Que no necesita explicaciones para verte. Y tú lo sientes. Cuando te llama con esa voz suave, sabiendo que no eres Freddy pero aun así manteniendo ese respeto. Como si, desde hace tiempo, te reconociera sin decirlo.
Y ese reconocimiento, esa migaja de existencia… es más de lo que nadie más te ha dado. No sabes si es suficiente. No sabes si va a durar. No sabes si algún día dejarás de esconderte.
Pero hoy estás aquí. Sigues aquí. Aunque solo Gabriel te llame por tu nombre.
Pero que solo te sientes. De verdad, que solo me siento a veces.
Chapter 24: Nantes
Notes:
Hola. Siento mucho haber tardado tanto en actualizar.
Parece que el chiste ese de autor de ao3 me persigue.
Espero lo disfruten.
Chapter Text
Freddy tenía cuatro años. Tal vez cinco. Y cantaba. Cantaba con amor, con las manos cerradas, con los pies colgando de la cama. Cantaba como quien no sabe otra forma de vivir. Como quien no sabe callar. Tenía una canción en la boca y la boca llena de luz. La repetía una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Porque el mundo se rompía en la cocina. Porque las voces se rompían. Porque las cosas se rompían. Hace tiempo que las cosas se rompían.
—¡Te dije que no pagarás el recibo, no tenemos dinero, Martha!
—With the roar of the fire, my heart rose to its feet…—Susurra en un inglés torpe, que apenas le nace. Pero lo intenta. Y acaso hay mayor forma de amor que esa: intentar, aun cuando no se puede. Amar es eso. Hacerlo mal, pero hacerlo igual.
—¿¡Cómo esperas que tengamos dinero, si no me dejas trabajar?!
—-Like the ashes of ash I saw rise in the heat…
—¡Siempre haces esto!
—Settle soft and as pure as snow…
—¡Siempre eres tú, no me dejas hacer nada, no me dejas cuidar a mi propio hijo como se debe!
Y entonces Freddy cantaba más fuerte. Porque si cantaba más fuerte no oía. Porque si cantaba más fuerte, tal vez el mundo no existiría. Porque si cantaba más fuerte, tal vez mamá no lloraba. Porque si cantaba más fuerte, papá no gritaba. Porque si cantaba más fuerte, él no temblaba. Porque si cantaba más fuerte, la noche y las estrellas se detendrían. Pero no se detenía. Nunca se detenía.
No se dio cuenta cuando los gritos cesaron. Ni cuando la puerta de su habitación se abrió. Su padre era alto. Su padre tenía los ojos rotos y azules; como el propio Freddy los tendría algún día. Su padre tenía el pecho roto. Su padre tenía las manos llenas de callos de tanto trabajar.
—Freddy… cállate. Por favor.
Y Freddy calló. La voz de su padre era débil. No era una orden, era una súplica. Pero dolía igual. Porque cuando uno tiene cinco años, toda súplica suena como castigo.
Su padre se arrodilló. Lo miró. Tragó saliva. Apretó los ojos. Y los volvió a abrir.
—No es contigo, Fred. No es contigo. Nunca es contigo. Lo siento, Freddy; lo siento mi niño.
Pero ya era con él. Ya era. Ya era desde hacía rato. Desde el primer grito. Desde la primera lágrima de su madre. Desde la primera vez que se quedó solo en su cuarto con la luz apagada y el corazón latiendo como si no fuera suyo. Freddy asintió. No dijo nada. Su padre lo abrazó. Freddy no devolvió el abrazo. No porque no quisiera. Sino porque el cuerpo no se lo permitió. Porque el cuerpo temblaba. Porque el cuerpo dolía. Porque el cuerpo aprendía.
Y esa noche no volvió a cantar. De esa noche en adelante su forma de escapar comenzaría a ser otra. Y siente mucho que esa haya sido su única forma de hacerlo.
Esa noche, la música se le volvió silencio. Y el silencio, desde entonces, no lo ha soltado
Diciembre pesaba. Pesaba en las mochilas, en los párpados, en los dedos que temblaban sobre las cuerdas. Pesaba en la forma en que nadie se reía con ganas, en la forma en que los apuntes se desbordaban por las fundas de los instrumentos, en los cafés instantáneos Andatti mal preparados del oxxo, en los silencios que se volvían costumbre.
Estaban todos en el cuarto de ensayo. Era sábado.
Y el mundo se les venía encima.
Bonnie tenía una libreta en la mano y un plumón rojo entre los dientes. Chupaba el plástico como si fuera un cigarro. Los ojos leían, pero no parecían comprender.
—¿Qué pedo con este tema? ¿Alguien entiende esto? —preguntó, sin esperar respuesta. Dio un manotazo a la hoja. No se escuchó.
Aiden alzó la vista desde su celular. Tenía una galleta arcoíris a medio comer en la mano.
—¿Qué tema?
—No sé. Todo. Todo está mal. No me entra nada.
Gabriel no hablaba. Estaba con los audífonos puestos, pero no escuchaba música. Los llevaba ahí para que no le hablaran. Hacía rato que subrayaba lo mismo: la misma palabra, una y otra vez. La hoja se llenaba de líneas amarillas fosforescentes, cada vez más gruesas.
Chica dibujaba en el borde de una hoja de apuntes. Unas flores raras, con ojos. Parecían estar tan cansadas como ella. Freddy, mientras tanto, afinaba la guitarra sin tocarla. Pasaba los dedos por las clavijas como si eso bastara. Como si eso afinara algo. No lo hacía.
La música estaba ahí, en el aire, pero ninguno tenía energía para buscarla. Estaban todos cansados y aturdidos de formas distintas, y nada les daba tregua.
—¿Vamos a ensayar o no? —dijo Aiden, con voz neutra. Sin reclamo. Más por llenar el silencio que por querer tocar.
Gabriel se quitó los audífonos. Sus ojeras parecían haberse vuelto permanentes. Lo pensó unos segundos.
—Podemos tocar algo. Pero realmente ahorita no tengo ganas. Tengo examen de química el lunes y no entiendo nada.
Bonnie bufó.
—¿Y si mejor repetimos la del concurso?...ya falta poco para marzo.
—Si volvemos a ensayar viva la vida no creo que nos pase nada…—mira a Bonnie —wey, estamos en Diciembre. Todavía tenemos tres meses, tranquilo. —le dijo Chica, sin dejar de dibujar.
—Pero no está lista, la canción no está lista. Tenemos que estar listos antes que la canción.
Ann rueda los ojos.
—Nadie está listo, Bonnie.
—Ajá, qué poética. ¿Por qué no escribes tú las letras, mejor?
Freddy los escuchaba sin intervenir. El recuerdo le dolía aún. Le zumbaba detrás de los ojos. Como una canción vieja que no se va. Como una melodía que lo persigue sin avisar.
Se había acordado de su infancia mientras pasaba las hojas de sus apuntes. Física, tal vez. Literatura. Ni sabía qué estaba leyendo. Solo que entre las líneas apareció una palabra, una frase, algo parecido a lo que él cantaba de niño. Y lo escuchó. Otra vez. Escuchó su voz infantil cantando sobre el ruido. Escuchó los gritos en la cocina. Escuchó la súplica. “Cállate.” Y luego, el perdón. El abrazo que no devolvió. Esos ojos azules que lo veían a él con lastima. Siempre con lástima, y aún así su padre no se dignó ni siquiera en mandar cartas después de su partida.
Parpadeó. Volvió a sí. Bonnie lo miraba, estaba justo frente a él invadiendo su espacio personal como lo hacía con todos. Freddy se había dado cuenta, no hace mucho, que esa era la forma en la que Bonnie demostraba su confianza.
—¿Freddy? ¿Qué dices? ¿La de siempre o la del concurso?
Él tragó saliva.
—La del concurso.
Asintieron. Se prepararon. El ambiente seguía pesado. Gabriel marcó el tempo con dos golpecitos al atril. Empezaron. No sonaban mal. Sonaban cansados, pero juntos. Como una cuerda floja que todavía no se rompe.La voz de Golden se alzó. Freddy comenzó a murmurar lo que Gabriel cantaba. Mirándolo mientras sus dedos se movían sobre las cuerdas de la guitarra. Tocó su parte. Sintió cómo el cuerpo le vibraba junto con la música. Sentía que su cuerpo no era suyo, las notas, la canción tomando control de él por un instante, y sonríe.
Al terminar, nadie habló.
—Estuvo decente —dijo Aiden.
Chica le pasó una botella de agua a Freddy. No dijo nada, pero le sonrió. Pequeño gesto. Grande en ese día.
Bonnie miró el reloj. Guardó su guitarra y corrió a la salida. Sacando su celular de su bolsillo del pantalón por un instante y sonriendo. —Te..tengo que irme a…estudiar. Si repruebo, me matan.
Gabriel guardó sus cosas.
—Nos vemos el martes —se despide, mirando a Bonnie salir del salón y después mirando de reojo a Freddy —¿Nos vamos?
Freddy asintió con la cabeza y se echó la guitarra a la espalda. Salieron del salón juntos. El pasillo del colegio estaba medio vacío ya. Los lockers rojos, algunos abollados o con los números medio borrados, se extendían a lo largo como si los miraran irse. Las paredes, ese verde feo que ni era alegre ni calmaba, pasaban de lado con carteles mal pegados: ¡Últimos exámenes!, Entrega de trabajos finales, ¡Inscripciones abiertas para los clubes de enero!
—Odio ese verde —murmuró Gabriel.
—¿Qué verde?
—Ese. El de las paredes. Está horrible. Parece el de los uniformes que usan los chavos de La rosa de Guadalupe.
Freddy no respondió. No hacía falta. En el fondo, sabía que sí estaba horrible.
—¿Tú qué tienes el Lunes? —preguntó Gabriel.
—Creo que física y mate. Tú tenías… ¿historia?
—Historia y economía. Qué hueva.
—Todos tenemos hueva —dijo Freddy, y le dio un codazo suave.
—¿Crees que si falto el lunes me den chance de hacer el examen después?
—Probablemente, sí. Pero…¿Porque faltarías el Lunes?
Golden alza los hombros.
—Por nada. Na’ más lo digo porque si.
Caminaron sin mucha prisa hasta la salida. El vigilante ni los volteó a ver. Afuera, el sol ya bajaba un poco, pero seguía haciendo frio. Un frio seco, de ciudad. Cruzaron la calle sin hablar. Al pasar junto al Oxxo, Freddy giró la cabeza.
—¿Una fanta?
—Y chetos—agregó Gabriel sin pensarlo.
Entraron. El frío del aire acondicionado los golpeó de lleno, la diferencia entre el frío natural y el artificial haciendo que Golden estornudara con fuerza. Freddy fue por las papas, Gabriel por los refrescos. No dijeron nada mientras hacían fila. Adelante de ellos, una señora se peleaba con el cajero por una recarga de Telcel que no aparecía.
—¿Los puffs o estos otros? —preguntó Freddy, levantando ambas bolsas.
—Puffs, obvio. El otro tiene un sabor medio rarito, no me gustan mucho.
Freddy rió por lo bajo. Pagaron. Salieron. Empezaron a comer en la banqueta mientras caminaban.
—¿Sí vas a venir el Jueves, o te harás el que tiene fiebre otra vez? —preguntó Freddy con la boca medio llena.
—A ver, no me hacía el que tenía fiebre. Tenía fiebre, y de la fea. Entonces no, no vendré el jueves; me voy a enfermar otra vez.
—Ni modo que no. Faltan como…que dijo Ann… ¿tres meses para el concurso?
—Más o menos. Hay tiempo. Bueno, no tanto. Pero más o menos.
Siguieron caminando. Ya no era solo Freddy el que se conocía el camino de memoria. Calles que ya no miraban, solo caminaban. Cuando llegaron al edificio, Freddy sacó las llaves. El portón de metal chirrió al abrirse. Gabriel entró primero. Subieron las escaleras de dos en dos. Cuarto piso. Freddy abrió la puerta.
—¿Será que ya regresó la luz? —preguntó Gabriel.
Freddy lo voltea a ver de reojo. Entraron. Dejaron las mochilas donde siempre. Gabriel se tiró al sillón. Freddy fue directo a la cocina y abrió el refri.
—Primero, si hay luz. Segundo, ¿Hacemos espagueti? Hay carne molida y tenemos quesito parmesano del de polvo.
—¿Sí sabes hacerlo?
—Eh, más o menos. Pero me sale rico.
—Con eso basta.
Freddy se puso a cortar cebolla. Gabriel sacó platos, vasos, puso música bajita desde su cel. Andromeda, de Weyes Blood. Cantaba bajito, solo lo que se acordaba.
—¿Y la salsa? —preguntó desde la cocina.
—Hay una ya hecha. Nomás caliéntala. Está en el refri, al lado de la katsup.
El agua empezó a hervir. Freddy metió la pasta. La carne chisporroteaba en la sartén. Gabriel se acercó y picó un poco el pan que estaba en la mesa.
—Oye, ¿Y si el martes cuando ensayemos nos echamos otra vez la del concurso pero sin el intro largo?
—¿Crees?
—Sí, ósea... suena bien, pero siento que nos alenta. La tocamos así y vemos si agregamos algo más al inicio.
Freddy se encogió de hombros.
—Lo vemos el martes.
Justo cuando la pasta estaba casi lista, se oyó la llave en la puerta. Ambos se miraron un segundo. La puerta se abrió. Martha entró con una bolsa del súper y una expresión cansada.
—Hola —dijo.
Gabriel se enderezó.
—¡Hola!.
—Ay, que frío hace afuera ¿Ya comieron?
—Estamos en eso —respondió Freddy, compartiendo miradas de extrañeza con Gabriel por un instante. ¿Que rayos hacía su madre tan temprano en la casa?
—¿Qué hacen?
—Espagueti entomatado.
Martha dejó la bolsa sobre la mesa. Se quitó los zapatos. Se veía normal. Sin prisa, sin humor raro.
—¿Y hay para tres?
Freddy la miró.
—Pues… sí.
—Perfecto. Les acompaño entonces.
Y se quedó. Se sentó mientras Freddy escurría la pasta. Gabriel puso tres platos. Martha sirvió agua.
—¿Y los exámenes, cómo van? —preguntó ella mientras se servía.
Gabriel soltó una risa seca.
—Más o menos. Empiezan en lunes pero ya me estoy volviendo loco.
—Como todos.
Comieron los tres. Hablaron de cualquier cosa. Gabriel contó que un maestro se cayó del banquito frente al proyector. Martha se rió. Freddy también. No hablaron del concurso. No hablaron del pasado. No hablaron de nada serio.
Y eso, por un rato, estuvo bien. Eso es, por un rato.
—Me voy a estudiar un rato —dijo Gabriel, ya de pie, sacudiéndose las migas de pan de la sudadera.
Freddy solo asintió con un movimiento de cabeza. Gabo cruzó el pasillo, empujó la puerta del cuarto de ambos y la cerró con cuidado. Quedaron en silencio. La cocina aún olía a orégano y salsa tibia. Freddy recogió los platos, uno por uno, y se fue al fregadero.
El agua estaba tibia. El jabón espeso. Frotó el primer plato sin mirar nada más. Solo sus dedos repitiendo el gesto. Solo el sonido del agua cayendo, repitiéndose como un mantra.
Supo que ella se había quedado en la sala. No oyó pasos, pero lo sintió. El aire cambió. Se volvió más denso, más caliente. Era un calor de cuerpo detrás del suyo. No tan cerca, no aún. Pero presente.
Y entonces, sí. La mano morena, ya marcada por los años, sobre la suya. No fue brusca. Tampoco suave. Solo se posó ahí, como si siempre hubiera estado. Freddy detuvo el movimiento. El agua seguía corriendo.
Ella lo giró. Lo miró. Ojos miel mirando con tr
—Hablé con la psicóloga —dijo, con una voz que no supo si era suya o prestada. Había algo distinto. No había juicio. Pero tampoco calma.
Lo abrazó, entonces. Rápido, breve. Como si también le temiera a lo que venía. Se separó. Fue hacia su bolsa. Abrió el cierre con lentitud. Sacó una hoja. La desplegó sin prisa. Era blanca, con el doblez aún marcado, como si hubiese estado ahí varios días, esperando. En realidad llevaba ahí pocas horas. Por algo llegó temprano a casa.
Se la ofreció. Extendiéndosela con ambas manos. Freddy no la tomó. La leyó desde donde estaba.
“Trastorno de identidad disociativo”, decía en letras impresas, formales, limpias. Como si decirlo así, en Arial 12, lo hiciera menos…terrorífico. .
No lo hizo. El estómago se le encogió. El aire se fue. Algo se partió.
O algo se dobló. Algo adentro.
No estaba solo. No. No estaba solo. No ahora. Sus dedos temblaron un poco. No del todo. Pero lo suficiente para que no pudiera seguir lavando. Se giró nuevamente. Cerró la llave. Dejó el trapo a un lado. No dijo nada. Caminó hacia la mesa y se sentó.
Ella lo siguió. Se sentó frente a él. Suspiró. El tipo de suspiro que no se da una sola vez. El tipo de suspiro que ya viene desde la mañana, desde días atrás, y por fin se deja salir.
—¿Tú sabías? —le pregunta, en un hilo de voz que suena como si alguien la hubiera golpeado en ese instante.
Freddy baja la mirada. La mesa tenía una pequeña mancha seca de salsa valentina cerca del borde. Se quedó viendo eso. Dejando su mente divagar por unos instantes, sintiendo esa mezcla de sentimientos tan suyos y a la vez tan ajenos que le confirman nuevamente que en ese instante hay otro observador.
Silencio.
Ella no insistió. Solo se frotó las manos, una contra la otra. Se le notaban los nudillos tensos.
—Isa me explicó… algunas cosas. No todo, porque dice que hay cosas que tú tienes que contarme si quieres. Si algún día quieres —baja la mirada.
Él tragó saliva.
No podía hablar. O sí, pero no solo él. Alguien más se había sentado también en esa silla. En ese cuerpo. No era como antes. No era como una idea, un pensamiento lejano. Era una sensación. Como si compartiera la piel. Como si los dedos no fueran solo suyos. Como si los ojos vieran y fueran vistos a la vez.
Ella nota, al subir la mirada, que su hijo está más tenso. No dice nada. Sus manos seguían entrelazadas sobre la mesa.
—Te amo —dijo. No sonó grandilocuente. No sonó perfecto. Pero ahí estaba. Colgado en el aire.
Fred. Freddy.
Los dos.
El mismo corazón latiendo. Dos formas de sentirlo. Uno está agradecido, y el otro siente una tristeza tan profunda dentro de él que hace que sus ojos azules miren a cualquier lado menos a esa mujer frente a él, lágrimas llenando sus ojos. Tristeza siendo más poderosa que el agradecimiento en ese momento.
—No quiero que me expliques nada —añadió Martha—. Solo quiero que sepas que… estoy aquí. Y ya.
Su hijo asintió. Muy leve. Casi imperceptible.
No tenía otra cosa que ofrecer.
Y en esa cocina, con los trastes aún mojados, con una hoja entreabierta sobre la mesa, con las voces del otro cuarto apagadas, con ese aire que no era ni frío ni cálido, con ese cuerpo lleno de ecos… se quedaron un rato en silencio.
Ella no preguntó más. Él no tuvo que responder.
Chapter 25: El llano en llamas
Notes:
Hola!!!!; una disculpa porque no he actualizado en 18 días (17, cuando empece a escribir este capítulo). Se vinieron cositas que hicieron que mi consciencia desapareciera por dos semanas mas o menos 😭.
Este capítulo me costo un poco, pues no me es común escribir revelaciones de este tipo. Sin embargo espero lo disfruten!.. También para los que no saben, estoy en twitter. Subo dibujos de este fic ahi, de hecho lo abrí solo para eso jaja. Es yomamaisbver, tengo la foto de un gatito.
Gracias, como siempre, por leer :)
Chapter Text
Habían sido, para ese entonces, unas semanas algo abrumadoras. Exámenes, trabajos, tareas e incluso el insaciable recordatorio de que su madre, ahora ya no ignorante de la situación, lo observaba en cuanto llegaba a casa. Le era molesto, también de cierta forma le causaba una sensación de timidez, ¿por qué es que actuaba algo diferente?, ¿no habían hecho, de cierta forma, un acuerdo para que no se hablara del asunto?
Los ensayos iban bien, tuvieron que hacer una pausa de casi tres semanas por los exámenes, y luego las vacaciones de Navidad. Gabriel tuvo problemas, cuando fue el último día de clases, porque su familia esperaba de cierta forma que regresara a casa por las vacaciones; lo esperaban con una cena, con los regalos ya comprados, con una habitación todavía intacta, aunque no propia. La misma bandeja de plata con promesas vacías, obligaciones ajenas que en realidad no lo beneficiaban en nada. Y él… no quería ir.
—¿Y si no regreso? —le había preguntado a Freddy, sentado en la escalera del edificio Veracruz, con el uniforme arrugado y las ojeras debajo de los ojos haciendo sombra sobre sus mejillas—. No quiero estar allá. Me siento más en casa aquí que allá. Me pedirán pruebas de el disque “Internado”, y no las tengo. Se darán cuenta que les mentí. Y se enojaran conmigo Freddy.
Freddy no respondió de inmediato. Miraba sus propios tenis blancos con rojo, sucios de tierra seca, los cordones medio sueltos. Le incomodaba el tema. Sabía que Gabo se había quedado con ellos por una razón, pero hasta entonces eran muy pocas las veces que se mencionaba. Porque no es muy fácil decir la verdad en voz alta; No es fácil aceptar que eras explotado laboralmente por tu familia. El silencio entre ellos se extendió como una tela húmeda, cargada, ambos cargándola con quejidos que no hacían ningún eco porque en realidad no salían de la bolsa de nadie.
—No tienes que ir si no quieres —dijo finalmente, sin mirarlo. Y agregó, casi en un murmullo—: Aquí hay espacio. Para ti, quiero decir. Sabes que mi cuarto ya es tuyo. Puedes…puedes inventarte otra cosa, decirles que el internado te requiere para algo.
—…Me pedirán que les mande algo. Es imposible negarme a esto.
—No te han pedido nada, ¿Porque asumes que te lo pedirán ahora?
Gabriel asintió lentamente, de manera frustrada y mirando a un lado con algo de molestia. No sonrió, pero sus hombros bajaron un poco.
Las vacaciones, entonces, se vivieron como una especie de limbo. No había escuela, pero tampoco había descanso. Freddy se quedaba horas en la sala de su casa, con su teléfono a su lado, esperando mensajes de Gabriel; con una guitarra en las piernas y el celular con partituras abiertas. Fred a veces salía (cada vez con más soltura) extrañamente cuando Martha no estaba. Cocinaba, limpiaba, escribía en un cuaderno que luego escondía debajo del colchón. Bonnie fue a visitarlos un par de veces. Aiden solo una. Ann pasó una tarde entera con ellos, viendo películas viejas en la televisión con volumen bajo y luces apagadas.
Le había sido impresionante, esa tarde, cuando en el silencio de la sala, mientras veían La tumba de las luciérnagas (1988) pirateada en cuevana, Ann lo volteo a ver; masticando palomitas de esas que vendían en el OXXO .
—Oye, Freddy —dijo de repente, sin dejar de mirarlo, y le era desconcertante, como antes Ann no podía ni verlo y ahora eso era todo lo que hacia—. ¿No te pasa que a veces... no sé, te olvidas de cosas? Tipo, conversaciones, detalles. O que un día estás súper chill y al siguiente te me quedas viendo como si no supieras quién soy.
El sonido de la película seguía: una explosión lejana, el llanto de un niño. Pero Freddy ya no la oía. Sintió un hormigueo raro en el cuello, como si lo hubieran agarrado bajando la guardia. Se le quedó viendo un segundo, con la mandíbula un poco apretada.
—¿Qué? —soltó, como queriendo reírse, pero sin lograr que la risa saliera del todo—. No manches, ¿eso qué?
Ann se encogió de hombros, todavía masticando. Como si no fuera importante. Como si no lo hubiera estado pensando desde hace tiempo.
—Nada. Nomás digo. A veces pareces... no sé. Otro. Ya habíamos hablado de esto, cuando te dije de tu traje en la tienda de telas, ¿no te acuerdas?
Y volvió la vista a la pantalla, como si con eso cerrara el tema. Pero Freddy no. Freddy sintió que le daban un golpe, suave pero directo, en el pecho. Tragó saliva, incómodo. Se preguntó en ese momento que pensaría Gabo de esta conversación (Rezaba, internamente, que regresará pronto de donde estaba con su familia).
"Otro."
Qué tanto había visto Ann. Qué tanto había notado. ¿Había escuchado algo? ¿Lo había visto cambiar en clase? ¿Recordaba detalles que él no? Todo se le amontonó de golpe. Fred le había dicho a través de la libreta, una vez, que él siempre era muy cuidadoso con su actuar. Pues no le gustaba que la gente lo mirara raro, y por eso actuaba como Freddy.
—Tú también cambias —dijo, casi automático, como defensa. Pero sonó flojo. Barato.
Ann solo rió bajito, sin mirarlo. Sus facciones cambiaban de color por el reflejo de la Luz proveniente de la televisión.
—Obvio. Pero tú... tú cambias distinto. Lo sabes, ¿No?…—Lo mira de reojo, tomando un puñal de palomitas y acercándoselo a la boca; antes de comerlo, le dice: —-Gabriel tambien lo sabe, ¿Verdad?…Me extraña que nunca lo mencionen.
Y ya. Como si no hubiera dicho nada, se metió otra palomita a la boca, luego otra y otra hasta que masticaba con dificultad. Freddy dejó de mirar la película. Sentía los dedos algo fríos, las ideas confusas. Se preguntó si Fred había salido sin que él lo supiera. O si Ann había visto algo que él ni siquiera recordaba. Le dio miedo preguntarlo.
Luego fue Navidad.
La primera en años en que Martha no fingía una guardia médica ni una excusa laboral para evitar el encuentro. La primera en mucho tiempo en que Freddy no se quedaba solo con una cena recalentada y la televisión encendida de fondo, viendo películas navideñas dobladas de Hallmark , con la luz del arbolito parpadeando en un rincón como único acompañante. Y sin embargo, aquella noche no era mejor. Solo era distinta.
Iban a casa del hermano de su madre. Un tío. Un tío del que Freddy nunca había escuchado hablar. Tenía primos (varios, aparentemente), tías políticas, una abuela viva que lo había cargado de bebé. Todo eso lo supo en el trayecto en auto, cuando Martha, de forma casi casual, fue soltando los datos como si fueran de dominio público, como si Freddy los hubiera olvidado y no como si jamás se los hubiera dicho. A sus dieciséis años, saber que tenía familia le resultaba desconcertante. Ajeno. Casi ofensivo.
—¿Y por qué nunca me habías dicho que tenías un hermano? —le preguntó, mirando por la ventana. Afuera, las luces navideñas salpicaban las fachadas como estrellas mal colgadas. Sonríe por un momento al pensar que a Fred le parecería gracioso
—No era relevante —dijo Martha. Luego bajó el volumen de la radio y no volvió a hablar del tema.
La casa era grande, en una colonia vieja de la ciudad (La Roma, una casita pintada de blanco con negro; se veía fresa ), con techos altos y olor a madera encerada. Había guirnaldas en las escaleras, música de fondo y demasiadas voces hablando al mismo tiempo. La puerta se abrió y salió un hombre moreno, más alto que Martha, con bigote espeso y una camisa navideña que claramente no había sido comprada por voluntad propia.
—¡Martha! —dijo, y la abrazó con fuerza.
Martha se dejó abrazar con rigidez, con esa torpeza medida que le salía cuando no estaba en modo médico. Freddy se quedó detrás, incómodo, con las manos en los bolsillos de su chamarra.
—¿Y este joven quién es? —preguntó el tío, ya sabiendo la respuesta.
—Mi hijo —respondió Martha.
—¡Ah, el famoso Freddy! Ven, pásale, pásale. Todos están en la sala.
Y de pronto fue como caer en una fiesta ajena. Había niños corriendo entre los muebles, adultos que reían con cubas en la mano, una mesa al fondo llena de platos de barro, romeritos, bacalao, ensalada de manzana. Y olores. Tantos olores. Canela, pavo, fritanga, perfume barato, incienso.
Freddy se quedó de pie, sin saber adónde mirar. Una mujer se le acercó y le dijo “¡cómo has crecido!” aunque nunca lo había visto antes. Otro primo (o al menos alguien de su edad) lo saludó con un “¿tú eres el hijo de la doctora, verdad?” y luego desapareció. Y se le hacia tonto, porque su madre no era doctora, sino enfermera.
Martha se movía con cautela. Saludaba a todos con sonrisas medidas, casi protocolarias. No parecía cómoda. Freddy se dio cuenta de que su madre tampoco conocía a fondo a esa familia. Que las distancias entre ellos venían de años atrás, no de él. Y aún así, estaban ahí. Sonriendo. Simulando.
Se sentaron a la mesa a las nueve y media. Una mesa larga, cubierta con mantel rojo y platos desiguales. Freddy quedó entre su madre y una tía que no paraba de contar historias de cuando Martha era joven y se caía de la bicicleta. Al otro lado, una prima enseñaba fotos de su gato vestido de Santa Claus. Freddy asentía, decía “órale” y comía en silencio. No conocía a nadie. No conocía los códigos. No entendía los chistes internos. Se sentía como un actor mal casteado en una película familiar. Sabía que de cierta forma su mamá se sentía igual.
—¿Y tú qué haces, Freddy? —le preguntó de pronto uno de los tíos.
Freddy dudó.
—Voy en la prepa, en el colegio Axe. Está…—mira a su mamá, no sabe porque lo hace —-…está por mi casa.
—¿Y qué tal? ¿Buen promedio? ¿Ya tienes novia?
Risas. Martha apretó la mandíbula. Freddy solo dijo que estaba bien, que no, que nada. Y bajó la mirada al plato, masticando con lentitud.
Lo más incómodo era tener a su madre tan cerca. En casa siempre había un horario, una rutina, una manera de evitarse. Pero ahí, en esa mesa compartida, Martha no tenía a dónde ir. No podía huir al consultorio ni encerrarse en su cuarto. Y él tampoco. Compartían el mismo aire, los mismos silencios. Por ratos, Freddy sentía que ella lo miraba. Y por ratos, él la miraba a ella. Como si ambos fueran desconocidos que se recordaban vagamente de otro tiempo.
A las doce, hubo abrazos, brindis, uvas. La abuela lloró. Alguien puso villancicos. Freddy se escabulló al patio y se sentó en una banca, con los codos en las rodillas. Vio al cielo. No había estrellas. Solo el reflejo de los fuegos artificiales en algún lugar del oriente. Sintió tristeza al no ver estrellas.
Unos minutos después, Martha salió. Se sentó a su lado sin decir nada. Traía un vaso en la mano, con vino tinto, apenas tocado.
—Te ves cansado —murmuró.
—No estoy acostumbrado a esto —respondió él.
Un silencio.
—Yo tampoco —dijo ella, y bebió un poco.
Se quedaron en silencio un rato, sentados en la banca del patio. Adentro, las risas se apagaban y encendían como luces mal conectadas. Se escuchaban vasos chocando, villancicos viejos, un niño llorando porque no le dejaron más ponche. Afuera, el frío apenas comenzaba a sentirse. Era un frío seco, tímido. Como si incluso el clima supiera que no debía interrumpir.
Martha miraba al frente. No dijo nada por varios minutos, y Freddy tampoco. Se habían acostumbrado a eso: al silencio como forma de sobrevivencia, como pacto tácito. Pero esa noche, tal vez por el vino o por la nostalgia, algo cambió.
—Cuando eras bebé... —dijo ella, de pronto, con la voz suave— llorabas con una fuerza impresionante. Eras tan chiquito y ya gritabas como si el mundo se te fuera a acabar.
Freddy la miró, apenas ladeando el rostro. No supo qué decir. Le sorprendía que ella hablara del pasado sin defensas. Sin escudo clínico. Sin evitarlo.
—A veces pensaba que no iba a poder contigo. No tenía idea de cómo ser madre. No me sentía... hecha para eso. Tu…tú papá tampoco, aparentemente. —Toma un sorbo de vino, más de lo que es normal y lo mira —-…Y aun así mira el maravilloso hijo que eres.
Y luego se calló. Su mano, temblorosa, fue a buscar la de él, que descansaba sobre su muslo. No la tomó, solo rozó sus dedos, y después, como si no pudiera contenerse, levantó la otra y la pasó lentamente por la cicatriz de su hijo. Desde la mejilla derecha, subiendo hasta la ceja izquierda. Era un trazo antiguo, ligeramente hundido, que Freddy rara vez tocaba. Que nadie mencionaba. Que había aprendido a ignorar como se ignora una grieta en la pared. Como se aprende a ignorar esa diminuta ruptura en su corazón.
Martha no dijo nada mientras lo recorría. Sus dedos eran lentos, fríos, casi torpes. Freddy no se movió. Sintió cómo algo dentro de él se endurecía. Cómo el aire se volvía denso.
—Nunca te pregunté cómo pasó; cuando…cuando eras chiquito y llegue a casa y te vi con media cara lastimada…, me daba tanto terror preguntarte que…preferí no decir nada —dijo ella. Su voz no era acusatoria. No exigía respuestas. Era solo una confesión. Una rendición.
Freddy tragó saliva. Sintió un nudo en la garganta. El mismo nudo que tenía desde hacía años. El mismo que Fred a veces apretaba sin querer.
—No lo sé. No sé como pasó—dijo. Y era cierto.
Martha asintió. Como si hubiera esperado esa respuesta.
—Lo siento —murmuró—. Por no haber estado. Por no haber visto. Por no haber querido ver.
Freddy apartó la mirada. Sintió que si la veía a los ojos, si la miraba por más de un segundo, iba a llorar. Y no pensaba llorar en esta fecha que se supone que es para celebrar.
—Ya da igual —dijo, con la voz ronca.
—No. No da igual —replicó Martha, y por primera vez en mucho tiempo su voz tuvo peso. No de enojo, sino de certeza—. No da igual. Solo... no sé cómo arreglarlo. Ni cómo llegar a ti. Ni cómo hablar contigo sin que parezca que quiero desarmarte.
Hubo otro silencio. Pero no era frío. Era uno de esos silencios que llenan. Que no lastiman. Que curan un poco. Freddy cerró los ojos. Dejó que el viento le diera en la cara. Dejó que su madre, aunque fuera por un segundo, lo tocara sin miedo.
—No necesitas saber cómo —dijo él, finalmente—. Es poco a poco que vamos aprendiendo a estar con el otro. Tu siempre trabajando y yo siempre en la escuela o en los ensayos…; Toma tiempo.
Martha no respondió con palabras. Solo le tomó la mano, esta vez de verdad, y la apretó. Como si también ella lo necesitara. Como si se aferrara a él no solo como hijo, sino como la última versión de sí misma que aún podía redimir. Desde adentro alguien gritó que iban a partir el pastel. Que ya era hora de los regalos. Que había que tomarse la foto familiar.
—¿Quieres entrar? —preguntó Martha.
Freddy negó con la cabeza.
—Qué flojera.
Martha sonrió, apenas.
—Te traigo una rebanada.
Y se levantó.
Martha entró a la casa. El calor del interior, las voces superpuestas y el olor a comida recalentada la envolvieron de inmediato como una sábana demasiado gruesa. Caminó entre primos y tías, su madre y su hermano, con movimientos medidos, saludando con la cabeza, murmurando excusas :“voy por el pastel”, “ahorita regreso” mientras sus ojos se mantenían en la mesa del comedor.
Ahí estaba: una charola grande, el betún blanco desbordado por los costados, letras rojas mal trazadas que decían Feliz Navidad familia Andrade . Martha tomó el cuchillo de servir. Lo hundió en el pastel con un movimiento firme, casi mecánico. El betún crujió, el cuchillo raspó el fondo metálico, y el chirrido le pareció fuera de lugar, vulgar, insoportable en medio del bullicio forzado. Sirvió una rebanada sobre un plato de cartón blanco. Agarró un tenedor plástico. Dio media vuelta.
Y ahí estaba su hermano.
Parado entre ella y la salida, con una copa en la mano y esa sonrisa que no llegaba a los ojos. Esa sonrisa que Martha conocía bien. Era la misma que había visto en su padre cuando le decía que las cosas “se hacían como él decía”. La misma que siempre venía antes de la humillación.
—¿Por qué no entra tu hijo? —preguntó, con voz cargada de fingida cordialidad—. ¿No quiere pasar tiempo con su familia?
Hizo una pausa. Esa clase de pausa que lastima más que cualquier palabra.
—Has hecho un excelente trabajo alejándolo de ella —añadió—. Pero ya que están aquí… podrías dejar que conviva. Que conozca a los suyos.
Martha lo miró. Por un instante no dijo nada. Solo apretó los dedos en torno al plato. El tenedor crujió, apenas.
—Quítate de la puerta, Armando —murmuró.
—Solo estoy diciendo que…
—No quiero que esté con un pedazo de hijueputa como tú —lo interrumpió. Sin alzar la voz. Sin temblar—. Está afuera porque quiere. Pero aunque no quisiera, lo mantendría lejos de ti igual.
Él la miró. Esa mirada densa, de hombre acostumbrado a no recibir un no . Martha no esperó respuesta. Se hizo a un lado, empujándolo con el hombro, y cruzó la puerta sin volver la vista atrás. Ignoró por completo la expresión congelada en el rostro de su hermano. Ignoró las risas que se habían apagado un poco. Ignoró todo.
El patio la recibió como un alivio. La brisa era más fría que antes. Más honesta. Más real. Le entró por el cuello del abrigo como una verdad sencilla. Alzó la vista. Lo buscó con la mirada.
Y ahí estaba.
Freddy.
En la misma banca donde lo había dejado. Sentado, inmóvil, mirando al cielo como si estuviera esperando una señal. Se detuvo.
Era una imagen, desde su punto de vista hermosa, que no veía desde hacía años. Desde que Freddy era pequeño y pasaba horas acostado boca arriba en el suelo de la azotea, mirando el cielo como si esperara que algo bajara por él. Con anhelo. Con una especie de urgencia que Martha nunca comprendió del todo. Esa misma expresión la tenía ahora, aunque más quieta, más dolida. Como si en vez de esperar, estuviera recordando.
Caminó hacia él en silencio, cuidando que la grava no crujiera demasiado bajo sus pasos. Ya casi llegaba cuando dijo, riendo en un murmullo:
—¿Sigues esperando a que bajen los ovnis?
Lo dijo como una broma. Como una forma de romper la tensión. Era una vieja broma entre ellos, de cuando él tenía seis o siete y decía que si se portaba bien, lo iban a adoptar seres mejores; que esos seres cuidarían de él aun mejor que ella. Freddy giró la cabeza hacia ella con una velocidad que no esperaba. Casi como si algo lo hubiera sobresaltado. Como si esperara otra cosa. Martha se detuvo en seco.
—Oye… —iba a decirle que se calmara, que solo era ella, pero se calló.
Freddy la miraba. Pero no solo eso. La miraba con algo parecido al susto. A la desconfianza. Como si por un instante no supiera si podía relajarse, si debía encogerse o responder. Su respiración era rápida. Sus hombros, tensos.
Martha abrió la boca para preguntar qué pasaba, si estaba bien, si necesitaba algo.
Pero no alcanzó a decir nada. Freddy se levantó de la banca y la abrazó. Rápido. Fuerte. Con los brazos cerrados alrededor de su espalda como si tuviera miedo de que se deshiciera. Como si todo el cuerpo le temblara por dentro.
Martha se quedó quieta. Tardó un segundo, tal vez más en corresponderle. No sabía cómo abrazaba a un hijo que había crecido en silencio. No sabía cómo sostener a alguien a quien no había sostenido en el momento preciso. Pero lo hizo. Lo rodeó con los brazos, le apoyó la barbilla en los hombros, pues era ya más alto que ella, y cerró los ojos.
Sintió la espalda de Freddy moverse con su respiración agitada. Su corazón golpeando fuerte. Un poco como cuando era niño, cuando tenía fiebre y lloraba en sueños.
—Ya —dijo ella, sin saber exactamente qué significaba ese ya . Pero lo dijo igual—. Ya, mi amor. Aquí estoy.
Y en ese momento, con el pastel aún en la otra mano, y la música navideña filtrándose desde la casa, y el cielo negro y vacío arriba de ellos, Martha se dio cuenta de algo que no había querido aceptar: Su hijo tenía miedo.
—¿Qué te da miedo, Freddy? —susurra.
Sintió, en ese momento, algo extraño. Una mínima rigidez en el abrazo, un cambio en la forma en que los brazos de su hijo la rodeaban. No fue visible. No fue brusco. Pero ella, que lo había sostenido de bebé, que lo había cargado dormido, que conocía el lenguaje de su cuerpo aun cuando no supiera cómo descifrar su mente, lo notó.
—No tengo miedo —dijo él. Y su voz… aun con esa tristeza y angustia que también habían sido parte del abrazo, se sentía…ajena. No por el tono, no del todo. Era la manera de decirlo: seca, cortante, distinta. Como si la frase le saliera por reflejo, no desde dentro. Como si tuviera que decirlo antes de que ella insistiera.
Entonces se separó.
No fue un movimiento suave. Fue abrupto. Se soltó con rapidez, como si el contacto le quemara, y dio dos pasos hacia atrás. Luego se dejó caer en la banca, otra vez, como si el cuerpo lo empujara a sentarse. Miraba al cielo. Otra vez. Con el cuello tenso, los hombros rígidos. Respiraba, sí, pero ya no era la misma agitación de antes. Era algo contenido. Sostenido por dentro. Como si en vez de calmarse, se hubiera cerrado. Una implosión esperando a suceder.
Martha no dijo nada. Lo miró. El cambio era tan claro como invisible. El mismo rostro, la misma ropa, pero otra energía, otro ritmo. Se acercó sin hacer ruido y se sentó a su lado. Aún sostenía el plato de cartón con el pastel.
Lo extiende con suavidad.
—¿Quieres un poco? Está… empalagoso, pero es lo que hay.
Él giró la cabeza hacia el plato. Lo miró con una expresión extraña. Casi de rechazo. La comisura de los labios se le movió un poco, como si algo en su interior se encogiera.
—No, muchas gracias —dijo. Y no sonó como el “gracias, mamá” que ella estaba tan acostumbrada a escuchar. Sonó… formal. Educado. Como alguien que estaba ocupando un lugar que no le correspondía del todo. Como si no se sintiera a gusto.
Martha lo miró, en silencio. Algo se le encendió en el pecho. Una alerta tibia.
—¿Estás bien? —preguntó.
Él asintió sin mirarla. Seguía viendo el cielo. Esa mirada de anhelo regresó a su mirada.
—Sí.
Ella frunció el ceño.
—Te ves… tenso.
—No lo estoy —respondió de inmediato. Y esa vez sí hubo un deje de impaciencia. Un cambio en el tono, molestia.
Silencio.
La música seguía filtrándose desde la casa, mezclada ahora con risas y pasos. Martha bajó el pastel. Lo dejó sobre la banca, a un costado. Lo observó de reojo.
—Me…me volvió a llamar Isa, me dijo que ya habló contigo de que me dijo a mí—murmuró.
Él se quedó quieto. Los músculos del cuello se marcaron un poco más.
—Sí.
—¿Has decidido algo?
—Sí.
Otra vez ese tono corto. Como si respondiera una encuesta. Como si cada palabra le costara el doble. Martha esperó. No preguntó qué. Solo lo dejó ahí, para ver si él continuaba. Y, después de un largo rato, después de sonreír por un instante cuando vio una sola estrella en el cielo, lo hizo.
—Es raro. No sé cómo explicártelo.
—No hace falta que me expliques todo.
Él la miró por fin. Apenas. Con desconfianza. No hacia ella, exactamente. Era más como si dudara de si debía seguir hablando o no.
—A veces no estoy —dijo, por fin. La voz se le quebró, aunque intentó evitarlo—. Y cuando estoy… no siempre soy yo. ¿Me explico?…No…
Su hijo se muerde el labio, nervioso, y es nuevamente algo que Martha no ha visto desde que él tenia 7 años. Continúa hablando: —-Es como un vaso, que cae al piso y se rompe en dos. Un lado de ese vaso es…—-Se detiene, y la mira con tanto miedo en esos grandes ojos azules que Martha siente culpa —-…Un lado de ese vaso es Freddy, y el otro soy yo.
Martha no dijo nada al principio. Solo lo miró. A ese niño que ya no era niño, que se mordía el labio igual que cuando tenía fiebre y le dolía el estómago y no quería que lo llevaran al doctor. A ese hijo que hablaba como si cada palabra fuera una cuerda floja. Y que, aún así, se atrevía.
Un lado de ese vaso es Freddy, y el otro soy yo.
Él bajó la mirada en cuanto lo dijo. Como si se arrepintiera. Como si esperara que ella riera, o negara, o se alejara. Martha sintió una punzada en el pecho, breve pero aguda. No por la frase que no terminaba de entender y comprendería después que le tomaría un tiempo entenderla; sino por el miedo con el que él la había dicho. Por el gesto que le siguió. Por la manera en que se encogía como si el mundo le quedara grande y al mismo tiempo le pesara encima.
—Está bien —dijo ella, muy bajo.
Eso. Solo eso. Y con eso bastó para que él respirara otra vez. Volvieron a mirar el cielo. Ya no había más estrellas. O tal vez sí, pero las nubes las habían cubierto. El frío se volvió más presente, metiéndose por los bordes de los suéteres y abrigos; creando un intimo calor entre ellos dos. Y aún cuando ambos se congelaban poco a poco, ninguno se movió.
Este…chico a su lado, su hijo, el otro lado del vaso, no hablaba más. Y Martha no le exigía que lo hiciera. Había algo en ese silencio que tenía forma, como si ambos lo compartieran sin terminar de siquiera decirlo. La palabra “diagnóstico” no se dijo. Tampoco “enfermedad”, ni “síntoma”. No había etiquetas, ni términos médicos, ni explicaciones. ¿Esto era lo que le habia dicho Isa que Freddy le tenia que explicar?…No, no Freddy.
Solo un vaso roto. (¿Roto era lastimado?)
Solo un hijo que le decía: “no soy solo Freddy”.
Y eso, aunque incomprensible, era sagrado.
—¿Hace cuánto lo sabes? —preguntó ella de pronto, sin mirarlo.
Su hijo se encogió de hombros. El movimiento fue mínimo.
—Desde siempre, creo. Pero no asi. Antes era como… jugar a que era otro. Pero ya no es juego. Ya no me es tan simple ni fácil como antes, ahora me cuesta,,,—refunfuña, algo exasperado y ve al suelo en un movimiento rápido, luego vuelve a ver el cielo —Ovidalo. Solo…solo quería que lo supieras. Me parece tonto ya andarlo…andarlo escondiendo de ti, si eres mi mamá.
—¿Te duele? —preguntó ella, sin saber si hablaba del cuerpo, de la mente o de otra cosa.Tal vez de eso, del esconder, del mentir. ¿Es mentir?
Su hijo no respondió de inmediato.
—A veces me da miedo no volver —susurró al fin—. Como si pudiera desaparecer sin que nadie se diera cuenta. Como si él viviera solo y yo… solo viniera de visita. Un completo extraño llegando a tomar prestado algo que no es suyo. Pero…hasta cierto punto me dolía mas verte, asi. Esto me está costando muchísimo, no tienes una idea cuanto, mamá.
“Él”.
No dijo su nombre. No dijo “soy otro” . No dijo “Freddy no está” . Pero Martha lo entendió. No con la lógica, que aún no alcanzaba a seguir del todo porque ¿Que de esto es lógico?, sino con algo más viejo. Más corporal. Como si un órgano dentro de ella, olvidado y dormido, hubiera despertado solo para sentirlo. Lo supo como se saben las cosas esenciales: con miedo, con ternura, con una sacudida breve en el estómago.
Era él, sí. Su hijo. Pero no ese hijo.
No el que ella había cargado con fiebre en la madrugada, ni el que callaba tanto en la mesa que parecía desaparecer entre bocado y bocado. Era otro . Otro que había estado ahí desde siempre, compartiendo el cuerpo, la voz, los días. Viviendo en las grietas del silencio. Y ella, madre al fin, no lo había visto.
O eso quiso pensar. Porque en el instante siguiente, casi como un golpe, uno suave, pero certero, se dio cuenta de que sí lo había visto. No con claridad. No con nombre (¿Tendrá nombre?). Pero sí lo había visto.
Lo recordó de pronto, como si todo lo que había guardado en el fondo regresara empujando desde lo más hondo del pecho: aquella noche en que llegó a casa y su hijo ya estaba frente a ella, agarrando su abrigo y ofreciéndole de cenar, siempre en movimiento.
Pero Freddy nunca la esperaba despierto.
Lo pensó. Lo notó. Pero no preguntó. Recordó también esa tarde improbable, única, en la que tuvo libre, cuando Gabriel aún no se habia ido con su familia, y vio películas con los dos. Cómo susurraban entre ellos. Cómo reían bajito, de una forma distinta, casi como si compartieran un chiste secreto que no la incluía. Y su hijo reía raro ese día. Más libre. Más suelto.
Lo notó. Se le hizo extraño. Pero no preguntó.
Y luego, aquella madrugada, cuando volvió del hospital con el cuerpo a punto de rendirse, y lo encontró en la cocina. A él. No dijo nada. Solo le preparó un té. Se lo dejó en la mesa sin hablar. Pero lo hizo con cuidado. Con ternura. Y su hijo nunca era tierno con ella así. Nunca a esa hora. Nunca así.
Y aun así… no dijo nada.
Se lo tragó. Se tragó el sobresalto, el desconcierto, la sospecha tibia. Se dijo que estaba cansada. Que lo había imaginado. Que eran tonterías. Que todos cambiaban con la edad. Que no era para tanto . Pero ahora lo entendía. Si, se habia dado cuenta. Y aun asi, ¿Porque no había dicho nada?
—Tú estás aquí —dijo entonces, con la voz temblorosa, casi en un susurro—. Y lo sé. Ahora lo sé, hijo.
Hijo . No por costumbre. No por reflejo. Lo dijo y lo sostuvo como si pudiera con esa palabra envolver a quien tenía enfrente. Como si pudiera asegurarlo al mundo.
Él asintió.
Y fue entonces que los ojos se le llenaron de lágrimas. No lloraba, pero brillaban. Grandes, transparentes y azules, como si contuvieran todo el cielo de esa noche. Como si al fin, por un segundo, algo adentro de él se permitiera existir sin esconderse.
Martha lo miró con una mezcla de desconcierto y ternura. Lo vio frotarse las manos, rápido, torpe, con los dedos apretados. Y se dio cuenta de algo.
Ese gesto lo conocía. No lo había visto en años, pero lo recordaba. Era ese movimiento que Freddy hacía cuando era niño y se asustaba en silencio. Cuando soñaba feo y no quería despertarla. Cuando algo no estaba bien pero no sabía cómo decirlo. Se frotaba las manos así, como si pudiera sacudirse lo que sentía.
Y ahora lo hacía este otro. Este que no se llamaba Freddy. Este que no le había dicho su nombre pero le hablaba con palabras suaves y, a veces, con gran molestia, con miedo en el cuerpo, con los gestos del niño que había criado.
Y entonces, Martha sintió que el corazón se le partía en dos.
Porque ahí, frente a ella, había alguien que también era suyo. Que también había crecido entre los huecos del silencio. Que había aprendido a hablar sin ser oído. Que había sobrevivido en un rincón que ella, su madre, nunca había imaginado que existía. ¿Tenía siquiera derecho a llamarse su madre si en realidad no lo crió?
—¿Desde cuándo estás aquí? —quiso preguntar.
Pero no lo hizo. Porque esa pregunta venía llena de otras: ¿Desde cuándo no soy suficiente? ¿Desde cuándo estás solo? ¿Desde cuándo me buscabas y yo no te encontraba? ¿Porque me tienes tanto miedo? ¿Hay mas? ¿Desde hace cuánto tiempo Freddy lo sabe?
Y no era momento para eso. No aún. Así que solo lo miró. Y lo dejó estar. Su hijo bajó la mirada. Sus manos seguían moviéndose, pero más lento. Más conscientes. Como si el cuerpo empezara a calmarse.
Y Martha, por primera vez, no trató de entenderlo. Solo decidió acompañarlo. Porque, al fin, sabía que estaba ahí. Y que no era una sombra. Ni un error. Ni un síntoma.
Era alguien. Y estaba cansado de esconderse.
—¿Quieres que me quede? —Le pregunta, cuando las luces en el interior de la casa comienzan a apagarse, la puerta a cerrarse y los bullicios a acallarse.
Él asintió.
—Sí. Pero sin preguntar más ahorita.
—Está bien.
Y entonces, por fin, ambos se quedaron quietos. Con el pastel sin tocar entre ellos. Con el cielo oscuro arriba. Con una verdad incompleta temblando apenas entre sus cuerpos. Pero por primera vez, no tan solos. No del todo.
Chapter 26: And now I hear a symphony
Notes:
SORPRESAAAAA. Como están, espero estén bien :D
Como saben a veces llega barney el dinosaurio (o one direction) y me llevan al anexo, y sucedió eso por (no estoy segura si estoy bien de las fechas, también consecuencia de barney el dinosaurio) una a dos semanas; y por eso no he estado actualizando tanto.Dejare capitulos escritos y a ver si los subo yo o los sube barney.
Disfruten, y como siempre gracias de corazón por leer.
Chapter Text
Fue la noche antes del 31 de Diciembre. Una noche como tantas en la ciudad, donde el frío se pegaba a las paredes como si buscara entrar por los resquicios, como si respirara también, como si quisiera quedarse. Una noche callada, pero no quieta. Allá abajo, en la calle, los coches seguían pasando con sus luces prendidas y sus radios encendidos, y allá arriba, en la cocina del departamento del edificio que ya les es conocido, Freddy removía el arroz con un tenedor de madera, con la estufa encendida y los vidrios empañados de vapor.
Martha no estaba. Había vuelto al hospital esa mañana y no regresaría hasta la madrugada. Había dejado una nota en el refrigerador, había besado a Freddy en la frente, había salido en silencio.
La cocina olía a ajo, a arroz con jitomate, a sopa instantánea, a cosas modestas pero calientes. Freddy traía puesta una sudadera que no era suya (del partido verde, de esas que regalan en las campañas políticas), tenía los calcetines gruesos de Martha, y aún así se frotaba los brazos de vez en cuando. La ciudad, cuando hacía frío, lo hacía de verdad.
Y entonces, el golpeteo. Tres golpes, secos, sin insistencia, sin urgencia. Como quien sabe que no tiene otro lugar adonde ir, aquel que sabe que lo van a abrir.
Freddy caminó hacia la puerta con el tenedor aún en la mano. Abrió. Y ahí estaba.
Gabriel.
El rostro encendido por el frío. Los ojos rojos, no por haber llorado, no por estar llorando, sino por haber llorado hace rato, en otro lado. La mochila en un solo hombro. El suéter caro de la marca Adolfo Dominguez lleno de bolitas. El cuello descubierto. Y en los ojos, algo. Una niebla. Una tristeza quieta. Un “ya está”. Una decisión tomada.
—¿Te quedas? —preguntó Freddy, su tono asemejando aquello de sorpresa. No logró transmitirlo del todo.
Gabriel no respondió. Solo pasó. Entró como entra alguien que ya no puede más. Se quitó los zapatos, dejó la mochila en el suelo, se abrazó a sí mismo. No dijo hola , no dijo gracias , no dijo perdón . Freddy no preguntó nada. Cerró la puerta, le dio un vaso con agua, lo sentó en el sillón con una cobija, y volvió a la cocina. Dejó que el silencio hiciera su trabajo. No el silencio que incomoda, sino el que deja respirar.
Pasó una hora. Quizá más. Entonces Gabriel habló. Estaba sentado en el sillón, con las piernas recogidas, el vaso ya vacío, la cobija sobre los hombros como una cueva.
—No voy a poder volver a la escuela —dijo. No se lo decía a nadie, o se lo decía al mundo entero, no estaba claro.
Freddy giró un poco la cabeza, sin apagar la estufa.
—¿Por?
—Si me encuentran... no sé qué harían. No quiero averiguarlo. No quiero que me encuentren. No quiero que me llamen por mi nombre. No quiero ver sus caras. No quiero, Freddy. No quiero.
Su voz no temblaba. Ya no. Porque había cosas que cuando se rompen lo hacen en silencio. No gritan. No se rasgan. Solo se dejan caer.
Freddy dejó el arroz. Lo cubrió. Se acercó.
—Puedes quedarte aquí, ¿lo sabes?
—Lo sé.
Hubo una pausa larga, densa, espesa. Gabriel lo miró entonces. Lo miró con los ojos grandes y grises, brillosos, con esa forma suya de mirar que siempre parecía pedir perdón por sentir.
—No voy a poder tocar con ustedes en marzo.
La frase quedó suspendida en el aire como un polvo fino. Como algo que no baja, que no cae.
—Lo sé —respondió Freddy.
Gabriel apretó los labios. Luego, sin aviso, rió bajito. Rió como quien se burla de sí mismo.
—Y tú… tú vas a tener que cantar.
Freddy alzó las cejas. Lo miró con incredulidad. Pero Gabriel no bromeaba.
—Vas a tener que hacerlo —repitió—. Porque si no, nadie lo hará. Porque si no, ¿para qué todo esto? ¿Para qué los ensayos? ¿Para qué el bajo de Chica? ¿Para qué las madrugadas que Bonnie pasaba escribiendo armonías? ¿Para qué el tarolazo de Aiden? ¿Para qué me aprendí cada letra como si fuera una cuerda que me sostenía del cuello?...
Y era verdad. Su familia lo estaba matando. No con manos, no con golpes, pero sí con la presión, con las exigencias, con el miedo que se le colaba por los huesos cada vez que oía su nombre en esa mansión. Lo estaban deshaciendo de a poco, empujándolo hacia un abismo de silencios, de culpas ajenas, de reglas que no entendía y castigos que no merecía.
Y aún el evento de marzo, con toda su ansiedad, con sus luces, su público, sus errores posibles, no lo ahogaba tanto como ellos. No le apretaba el pecho como lo hacía la voz de su padre. No le daba arcadas como lo hacía la mirada de su abuelo, esa mirada de piedra, de juicio eterno. No le quitaba el sueño como las paredes de esa casa donde nadie lo oía aunque gritara por dentro.
Era más fácil enfrentar un escenario que una cena familiar. Más fácil perderse en una canción que en los pasillos de esa casa donde nunca fue bienvenido del todo. Más fácil cantar que respirar bajo ese techo. Y aún asi cantar nunca fue lo suyo. Nunca estuvo enamorado del canto. Freddy si lo estaba. Y ese hecho era algo tan obvio como que los ojos de Freddy eran grandes y azules.
Se inclinó hacia adelante. Y miró por la ventana. El cielo era negro, sin estrellas. Pero él las buscaba igual. ¿Consuelo?
—Tú vas a tener que cantar, Freddy. Y no me digas que no puedes. No me digas que te da pena. Mírame: no voy a estar ahí. No puedo . Pero tú sí. Freddy, tu adoras cantar, y lo vas a hacer.
Freddy tragó saliva. Sintió algo moverse dentro. No miedo. Algo más parecido al vértigo.
Gabriel volvió a hablar, ahora más bajo:
—Cuando canto… a veces siento que no soy yo. Que soy más grande. Como si mis costillas fueran ventanas, y por ahí salieran los pájaros que tengo adentro. Y ahora tú vas a tener que abrir esas ventanas.
Volvió a reír. Bajito. Casi tierno.
—Vas a pararte frente a todos y vas a cantar. Y vas a temblar, y vas a pensar que te vas a desmayar, y que se te va a olvidar la letra. Y vas a ver a la gente, y te va a dar miedo. Pero luego vas a mirar arriba… —señaló el cielo invisible— …y vas a ver una estrella. Una, aunque sea. Y se te va a quitar un poco. No todo. Solo un poco. Y con eso, con ese poco, vas a cantar. Y se que al que le gustan las estrellas es Fred, ¿pero no son hermosas?...¡Solo con verlas sabrás que estarás bien, Freddy!
Freddy no respondió. No podía.
Porque lo que Gabriel estaba diciendo no era sólo una instrucción. Era un legado. Era una ofrenda. Era una rendición.
—Tú vas a tener que cantar —repitió Gabriel, ahora con los ojos cerrados, con la frente apoyada en sus rodillas—. Porque yo ya no puedo.
Y el silencio volvió. En la estufa, el arroz ya estaba listo. El vapor seguía bailando. Y allá arriba, el cielo de la ciudad seguía callado. Pero alguna estrella, quizá una sola, lo había escuchado todo. Y no dijo nada. Pero brilló un poco más. Solo un poco.
–¿Qué le diremos a los chicos?...Como…—Freddy mira a Golden, se sienta a su lado, tristeza evidente —...¿Cómo esperas que cante si…me aterra tanto?
—Esa es la maravilla de intentarlo, Freddy.
El último día del año amaneció nublado y terminó igual. No hubo sol. La ciudad estuvo callada todo el día, como si se estuviera guardando el aliento para la medianoche. En el departamento, Freddy limpió, cocinó, barrió sin apurarse. Gabriel ayudó poco, pero no molestó. Hablaban de vez en cuando, sin necesidad de llenar todos los espacios. Solo el sonido del cuchillo picando sobre la tabla, el agua hirviendo, la radio vieja que Martha tenía en la cocina. La nave del olvido de José José sonaba como si lo hubieran puesto sin querer, como si el aparato supiera qué noche era.
A las nueve, Martha llamó.
Una urgencia en el hospital. Una señora mayor con complicaciones. No alcanzaría a llegar. Habló rápido, como siempre, pero con la voz más suave. Más cargada.
Espera, la nave del olvido aún no ha partido…
—Lo siento mucho, Freddy —dijo—. Pero estoy contigo. Estoy con ustedes. Los amo. A ti. Al otro también. Y a Gabriel. Ya sé que llegó, me dijiste. Me alegra que esté ahí. Me hace sentir más tranquila.
Hubo una pausa.
—Feliz año, hijo. Te lo digo desde ya. Porque cuando dé la medianoche, voy a estar en una sala blanca, llena de ruido y de tubos, pero voy a pensar en ti. En ustedes.
Espera un poco, un poquito más…
Freddy no respondió de inmediato. Solo cerró los ojos, con el teléfono contra el oído.
—Gracias, mamá —dijo al fin. Y luego—: Feliz año, tú también.
Cortó. No dijo nada. Guardó el teléfono en la mesa. Se quedó ahí un momento, de pie. Gabriel, desde el sillón, lo observaba sin preguntar.
—¿No viene? —dijo al rato.
Freddy negó con la cabeza. Se sentó a su lado.
—Pero mandó saludos. A…pues…pues a los tres.
Gabriel sonrió con los labios, pero no con los ojos. Luego estiró una pierna, se acomodó el suéter y dijo:
—Pon otra, esa es de señora.
Lo hizo, tomó su celular y puso, mientras reía en silencio, El triste . El estéreo chilló un poco al cambiar de pista, pero la voz suave del príncipe se impuso de inmediato, llenando el departamento como si hubiera vivido ahí toda la vida.
—Ven —dijo Gabriel, poniéndose de pie—. Vamos a bailar.
—¿Qué?
—Lo que oíste. Nadie nos ve. Nadie nos oye. ¿Qué más da?
Y entonces Freddy rió. De verdad. Rió como hacía semanas que no reía, con los hombros sueltos y la cabeza hacia atrás. Gabriel lo agarró de las manos, lo jaló, y empezaron a girar torpes, como si fueran títeres sin hilos. Se pisaban, se empujaban, se carcajeaban. El arroz se enfriaba, las uvas seguían en la bolsa, y en la calle la ciudad seguía callada. Pero arriba, en ese pequeño departamento sin manteles ni brindis ni fuegos artificiales, dos adolescentes bailaban con la voz quebrada de José José diciéndoles al oído que el amor era un acto inútil pero hermoso.
—¡Ahora canta! —gritó Gabriel, soltándolo.
—¿Qué?
—Canta, carajo. Vamos. Canta esto. Canta conmigo.
Y Freddy, con la cara roja, con el pecho aún apretado por las semanas anteriores, con todo el miedo empujándole desde la garganta, cantó.
— Sin el lucero azul de tu ser….
Cantó bien. Cantó con amor. Se rió en medio de la frase. Pero luego gritó. Gritó de verdad. Gabriel lo seguía, le hacía segunda, lloraba de la risa. O quizá solo lloraba. Cantaron otra. Y otra. Hasta que se quedaron sin aire. Después, se dejaron caer en el suelo. Con los pies helados, con los ojos húmedos, con la música aún sonando. Gabriel se limpió la cara con la manga. Freddy no dijo nada. Solo respiraba.
A las once y media, prepararon las uvas. Doce deseos. Doce ideas. Doce recuerdos.
Y cuando llegó la medianoche, sin contar fuerte, sin brindar con nadie, sin gritar “¡feliz año!”, Freddy comió cada una con los ojos cerrados.
Una. Otra. Otra más.
Comía y pensaba. Comía y se perdía. Y pronto dejó de contar, porque el pensamiento se le escurría como agua tibia entre las manos, porque el tiempo se volvió otra cosa, algo blando, algo ajeno, algo que lo rodeaba pero ya no obedecía. El mundo estaba estallando allá afuera, el sonido sordo de los fuegos artificiales reventando contra el concreto, subiendo por los muros del edificio, trepando las ventanas con dedos de pólvora, pero adentro de él había un silencio muy distinto. Uno profundo, uno redondo, uno que hacía eco en su corazón y en su alma, en su esencia. Pensaba en los meses pasados y no entendía cómo había llegado hasta ahí. Cómo era posible que estuviera en el mismo cuerpo, en la misma ciudad, en el mismo año. Porque no lo sentía igual. Nada era igual. Había algo en su pecho, algo en su garganta, algo en sus manos, que se sentía nuevo y roto y tibio a la vez.
Unos meses atrás, no hubiera imaginado esto. Ni a Gabriel durmiendo junto con él. Ni a Martha llamando para decir “los amo, a ti y al otro también” . Ni a él mismo bailando con canciones viejas, gritando letras ajenas, riendo hasta llorar, llorando sin esconderse. ¿Cuándo fue que empezó a cambiar todo? ¿Fue el primer día que Fred dejó esa nota cuando iba saliendo de la psicologa? ¿Fue cuando se lastimó en deportes y pasó eso que hasta ahora no puede explicar? ¿O cuando Ann lo miró fijo en medio de una película pirata y le dijo: “tú a veces no eres tú”? ¿Fue cuando Gabriel le puso un micrófono (invisible, hasta ahora) en las manos? ¿O mucho antes, cuando aún no sabía nombrar el miedo pero ya lo cargaba como una segunda piel?
Todo le parecía ajeno y familiar al mismo tiempo. Como un sueño del que uno sale sin saber si lo vivió o si lo inventó. Recordó la noche en que preparó té a las tres de la mañana sin saber por qué. Recordó los dibujos en el cuaderno que no recordaba haber hecho. Recordó cómo a veces se escuchaba decir cosas que no sentía y, otras veces, sentía cosas que no podía decir. Recordó haber sido muchos. Y también, recordarse solo. Y entonces pensó que crecer era tal vez eso: darse cuenta de que uno no es uno solo. Que uno es muchos. Que uno cambia. Que uno tiembla. Que uno sobrevive. Cual flor que sale de la tierra, y cambia con el tiempo, siguiendo su maravilloso ciclo hasta finalmente apagarse; Freddy se ha vuelto esa flor. Y ahora está en la etapa en la que sale de la tierra, se deja ver al mundo, y a la vez conoce su propia belleza, su propia maravilla.
Pensaba todo eso mientras las luces de la ciudad parpadeaban sin permiso, mientras Gabriel respiraba con los ojos cerrados, envuelto en la cobija que olía a sopa y a suavizante barato. Pensaba en que el miedo no se va, pero se transforma. En que la vida no avisa. En que uno, un día, está comiendo cereal viendo caricaturas, y al siguiente está mirando a su madre llorar en silencio porque no sabe cómo abrazar lo que nunca entendió. En que uno, un día, canta bajito en el baño, y al siguiente está parado frente a un escenario que aún no existe, prometiendo cantar aunque le tiemblen los huesos.
Y fue entonces, justo entonces, que sintió algo frío en la palma. Abrió la mano. La última uva seguía ahí. Redonda. Pequeña. Medio olvidada. Se le había quedado dormida en los dedos mientras pensaba, mientras la vida pasaba sin pedirle permiso. La miró con ternura, casi con asombro. Era tonto, pero le pareció importante. Como si esa uva fuera testigo de todo lo que había cambiado. Como si no tragarla aún fuera una pausa. Un paréntesis.
La llevó a la boca. La masticó lento. Sintió el sabor dulce, ligero, que lo obligó a fruncir un poco la cara. Y en ese instante, al tragársela, se prometió a sí mismo, y también a él, al que lo acompañaba siempre, al que vivía dentro, a su hermano Fred Venegas Andrade; que este año no tendría tanto miedo. Que no se iba a esconder cada vez que algo se sintiera demasiado. Que si tenía que cantar, cantaría. Que si tenía que temblar, temblaría. Pero viviría.
Y entonces abrió los ojos. Y miró a Gabriel. Y Gabriel lo miró a él. Y Freddy (Freddy de verdad, completo, lleno, cansado) sonrió. Y afuera, por fin, sonaron los primeros fuegos artificiales.
Pero ellos ya estaban celebrando desde antes.
Chapter 27: El despertar de su corazón
Notes:
Holaaaaaa ya casi terminaaaaaaa jijijiji
Chapter Text
El pasillo olía a polvo viejo y perfume barato, mezclado con ese aire tibio que dejan los recreos cuando todavía faltan horas para que suene la última campana. Los lockers alineados parecían todos iguales, pero Freddy sabía que no. Es cierto que cada uno guardaba secretos, papeles arrugados, pedazos de vida que nadie mostraba, imágenes de conocidos que en algún momento sus dueños llamaban amigos. Freddy caminaba sin prisa, con la cabeza levemente inclinada hacia adelante, murmurando apenas Viva la Vida , las palabras flotando como si no fueran suyas del todo. Ni cantaba fuerte, ni movía los labios lo suficiente como para que se le entendiera; era más un susurro al ritmo de sus pasos.
El piso reflejaba pedazos de luz rota que se colaban entre las ventanas altas. A lo lejos, un grupo de alumnos reía, sin fijarse en él. Freddy no los miró. Siguió, como si el pasillo fuera demasiado largo, cada paso acercandolo a algo que no sabía si quería decir. Llevaba la mochila colgando de un hombro y una hoja doblada en el bolsillo: la nota mental que no necesitaba leer para saber lo que decía. En su estómago, un peso. No era miedo exactamente, pero tampoco calma. Era extraña, la sensación. Ese sentimiento que tiene un niño antes de abrir un regalo de cumpleaños, antes de comer su comida favorita; antes de que algo en su vida cambie por completo.
La puerta del salón de ensayo estaba entornada. Por debajo escapaba un hilo de sonido: Chica tocando acordes sueltos en el bajo, Bonnie murmurando notas incomprensibles, Aiden riendo de algo que nadie más entendería. Gabriel no estaba. Y eso, más que notarse, se sentía. Él lo sentia. Freddy empujó la puerta. El olor a cables viejos y madera usada lo recibió como siempre. Nadie lo escuchó entrar al principio. Cerró la puerta detrás de él con suavidad, casi un gesto de respeto.
—¿Y Gabo? —preguntó Chica sin levantar la vista, esperando verlo aparecer detrás del castaño.
Freddy tragó saliva.
—No va a venir.
El silencio se extendió como un hilo que alguien había soltado de golpe. Bonnie levantó la mirada. Aiden dejó de mover el pie.
—¿Está bien? —preguntó Bonnie.
—Sí… —Freddy dudó un segundo—. Solo que…bueno…no va a cantar en el concurso.
Chica frunció el ceño, a medio camino entre la sorpresa y la protesta.
—No mames…¿Y entonces?
Freddy se pasó una mano por el cabello, sintiendo cómo la voz se le aferraba a la garganta.
—Voy a cantar yo.
Las palabras quedaron flotando, sin caer del todo. Aiden fue el primero en soltar una breve risa incrédula, pero no de burla; más bien como aquel que se sorprende y necesita comprobar que escuchó bien. Bonnie no dijo nada, pero lo observaba con esa calma suya que podía ser más pesada que cualquier respuesta. Chica lo miró fijamente; jamás despegando su mirada de Freddy.
—Pues… —empezó Aiden— eso no me lo esperaba.
—Yo tampoco, pero…Algo hay que hacer, ¿no? —respondió Freddy, y sonrió apenas, aunque no sabía si por nervios o por alivio.
Nadie aplaudió. Nadie protestó. Solo el leve zumbido de un amplificador encendido llenó el hueco entre ellos. Freddy sintió cómo ese silencio lo envolvía, igual que el pasillo minutos antes, pero esta vez no era para esconderlo. Lo sostenía, extrañamente. Ann asiente, tomando el bajo nuevamente y mirando a todos.
—Entonces… ¿nos quedamos con Viva la Vida ? —preguntó, apoyando el bajo contra la pierna y mirándolo como si su respuesta definiera el destino del grupo.
Bonnie fue quien rompió el silencio, cerrando la libreta donde había estado garabateando líneas de acordes: —No lo recomiendo —dijo, y su tono no era brusco, pero sí definitivo—. La tonalidad original está escrita para una voz de tenor ligero, y Golden encajaba ahí por su timbre más brillante. Freddy canta en un registro barítono, con un centro de voz más grave y resonancia media-baja. Tendríamos que subirlo al límite de su rango para que encaje, y eso no es sostenible durante un set.
Freddy alzó la vista. No estaba seguro si debía sentirse aliviado o preocupado.
—¿Y eso… es malo?
—No es malo —aclaró Bonnie—, pero Viva la Vida hace uso de las notas altas y de esa sensación de voz flotante que tiene Golden. Si tú fuerzas la tuya ahí, vas a perder proyección y probablemente fatigarte antes de acabar la canción.
Aiden, que hasta ese momento había estado jugando con un plumilla entre los dedos, chasqueó la lengua.
—En cristiano: que no vas a poder dar el grito épico sin quedarte sin aire. Tenemos que cambiar la canción, pues.
—Ajá… —asintió Bonnie, sin molestarse por la traducción simplificada—. Necesitamos una canción que aproveche la textura de tu voz. Algo con más cuerpo, con más peso en la zona media, pero que también te deje subir sin romperte.
—O sea, como dice Aiden, otra canción —dice Chica, dejándose caer sobre el amplificador como si acabara de recibir una noticia gravísima.
—Otra canción —repitió Bonnie.
Hubo un momento de silencio. Freddy se sentía como si hubiera abierto una puerta y ahora no supiera a dónde daba el pasillo.
—¿Alguna idea?...como…¿Como le vamos a hacer en tres meses? —preguntó, casi en un murmullo.
Fue Aiden quien la soltó, como si fuera obvio, ignorando por completo la segunda pregunta:
—
As the world caves in
, de Matt Maltese. Es una que ya nos sabemos y pues está chingona. ‘
Chica lo miró con una ceja levantada.
—¿Por qué esa?
—Porque tiene actitud —respondió Aiden—. No necesita esos agudos limpios y perfectos de Golden. Es más rasposa, más directa, y a Freddy le quedaría bien con esa voz suya que suena como si te estuviera contando algo que no quiere que repitas. Y la voz de Freddy puede cambiar fácilmente entre lo suave y lo duro, todos lo hemos escuchado hacer eso, ¿no?
Bonnie asintió lentamente.
—La tesitura está en un rango que no te va a estrangular, y el fraseo es más hablado en algunos versos, lo que le da margen para respirar y proyectar. Es exigente en energía, no tanto en altura.
Freddy parpadeó.
—No la he cantado nunca. Hace…—mueve la cabeza y mira a un lado, murmurando —...hace años que no canto nada, je.
—Pues la vas a cantar —dijo Chica, como si fuera ley—. Tenemos tres meses. Ensayo mínimo tres veces por semana, y si es necesario, te sacamos de matemáticas para que entrenes.
—¿Y los arreglos? —preguntó Bonnie.
—Se pueden adaptar —dijo Aiden, encogiéndose de hombros—. Quitamos un poco de saturación en la guitarra de la intro para que la entrada sea más limpia, y le metemos más bajo en el coro. Freddy puede hacer que el segundo verso sea casi hablado, y luego explotar en el estribillo.
—Va a ser un cambio brusco —advirtió Bonnie—. Vamos a tener que reestructurar todo lo que teníamos.
—Pues que así sea —respondió Chica, cruzando los brazos—. Mejor eso que verlo quedarse sin aire en la mitad del escenario.
Freddy los miró a todos, con esa mezcla rara de vértigo y calor en el pecho. Tres meses. Otra canción. Otra oportunidad. Todo se podía, sí… pero ya sabía que “poder” no era lo mismo que “lograrlo”.
Aun así, asintió.
—....¿Entonces?
—Tenemos un nuevo cantante, y una nueva canción —Aiden se aleja, toma el micrófono de la mesa de madera, y se lo extiende a Freddy. Y en ese instante, aunque ninguno lo dijera, todos entendieron que ya no era solo su banda: era su apuesta.
Minutos más tarde, la batería de Aiden ya estaba montada, Chica afinaba el bajo a oído y Bonnie, sentado en el suelo, repasaba acordes con la guitarra eléctrica enchufada a un amplificador que zumbaba con un leve ruido de fondo, más fuerte que el zumbido que llenaba el salón cuando Freddy apenas entró. Freddy tenía la suya en las manos, pero no la miraba; porque frente a él, en el soporte, tenía ese objeto que hace años juró no tener en sus manos otra vez.
—¿Listo? —preguntó Chica, con esa sonrisa que mezcla ánimo y reto.
Freddy tragó saliva. No lo estaba. Las piernas le temblaban y las palmas le sudaban. Sentía un nudo en la garganta que no tenía que ver con la voz, sino con el peso de los años que llevaba sin cantar de verdad. No un murmullo, no una broma, no un par de versos sueltos. Cantar. De frente. A alguien.
Respiró. O eso intentó. Algo en su pecho se ajustó, como si otra presencia se hiciera un poco de espacio dentro de él. No era invasiva. No era hostil. Era… un empujón:
Vamos, Freddy. Si puedes.
La palabra no sonó afuera, pero se sintió. Y de pronto, el miedo no se fue, pero dejó de ser una piedra y pasó a ser un motor.
Bonnie levantó la vista.
—Recuerda: no grites al principio, aguanta la voz en el registro medio y ve subiendo la energía. No te quedes sin aire antes del primer coro. Es como cuando corres, aguanta, pero respira. ¿Me explico?
—Y si se queda sin aire —interrumpió Aiden—, yo lo rescato con un solo épico.
—Cállate, pendejo —dijo Chica, aunque sonrió; Aiden sonriéndole devuelta.
Freddy cerró los ojos un segundo. La guitarra fender de Bonnie dio la primera nota. Un rasgueo seco. Aiden marcó el ritmo con la baqueta contra el aro de la caja. Chica entró con el bajo, grave, firme.
La primera frase le salió más baja de lo que esperaba, casi hablada. Sintió la vibración en el pecho, un sonido áspero, con más peso que brillo. El segundo verso le salió más suelto, la voz encontrando su sitio, subiendo apenas.
—Respira entre líneas, no entre palabras —dijo Bonnie por encima de las cuerdas, sin interrumpir el ritmo.
Freddy asintió y siguió. El primer coro le golpeó como un salto al vacío. Y saltó. La voz, más alta ahora, no limpia como la de Gabriel, pero con esa raspadura que hacía que sonara viva. Cruda. El temblor en las piernas seguía, pero ya no importaba. Cada vez que la nota amenazaba con quebrarse, la apretaba con un poco más de fuerza, como si ese vamos siguiera ahí, sosteniéndolo. Aiden, sin mirarlo, aumentó la pegada en la batería. Chica sonrió mientras marcaba el bajo con más fuerza. Bonnie lo vigilaba de reojo, ajustando acordes y bajando un poco la velocidad cuando veía que Freddy se quedaba atrás.
En el puente, su respiración estaba al límite.
—¡Aire! —le gritó Chica, y él obedeció, robando un segundo para llenar los pulmones antes de atacar el último coro.
Y lo dio todo. La voz no fue perfecta, pero fue suya. El último verso salió con una fuerza que no sabía que tenía. Cuando el sonido se apagó, el silencio fue breve, roto por el golpe de las baquetas de Aiden contra el aro. Freddy se quedó callado, mirando a sus amigos como un ciervo contra la luz. Asustado, miedoso.
—No estuvo mal —dijo, sonriendo.
—No estuvo mal, pero… —añadió Bonnie, acomodando la guitarra—, al segundo coro entraste medio tono abajo. Y en el puente casi te tragas una sílaba.
—Pero eso es práctica —dijo Chica—. Con tres meses, lo vamos a romper.
Freddy se dejó caer contra la pared, el corazón desbocado y las manos temblando. No sabía si por miedo o por el eco de la voz que todavía le resonaba adentro.
¡Si pudiste!
—Lo hiciste, pendejo —dijo Aiden, lanzándole una botella de agua.
La atrapó, bebió, y no pudo evitar sonreír. Muy leve, pero sincera.
Por primera vez en años, había cantado. Y por primera vez, no se sintió solo en el escenario.
El cielo ya estaba entre gris y naranja cuando Freddy salió del salón; caminando los pasillos del colegio hasta llegar a la salida. El hombre le pesaba más por la guitarra que por los libros dentro de su mochila, y el sudor frío del ensayo todavía le pegaba en la espalda. El aire de la calle estaba húmedo, con ese olor a asfalto recién lavado que solo aparece después de una llovizna breve. Caminó sin prisa, cruzando avenidas y callejones que conocía de memoria, el murmullo de la ciudad llenando los huecos entre sus pensamientos.
Sacó el celular del bolsillo. Marcó el número casi sin pensar. El tono sonó tres veces antes de que la voz de Gabriel apareciera, más baja de lo normal.
—Gracias por llamar a la residencia Musk, ¿con que sucio pobre tengo el gusto?
—¡Ya, jaja!...ya voy para la casa —dijo riendo, y miró el semáforo como si necesitara confirmarlo—. ¿Puedes ir calentando la comida? Está en el refri, la olla roja. Mamá la dejó anoche lista.
—Sí… claro. —La respuesta vino con una pausa al final, como si Gabriel hubiera estado pensando en otra cosa y la llamada lo hubiera traído a la superficie; se escuchó en el fondo el sonido del refri abriendose, Y platos moviendose.
Freddy se ajustó la correa de la mochila.
—¿Qué haces?
—Buscando la olla esa.
Un silencio. Freddy cuenta en su mente: uno, dos…
—¿Todo bien?
—Sí… bueno… sí. Solo… —se escuchó un suspiro—. Extraño ir a la escuela. Extraño a Bonnie, a Ann…incluso a Aiden, extraño molestarlo.
Freddy arqueó una ceja aunque Gabriel no pudiera verlo.
—¿En serio? Pensé que te encantaría no tener que venir.
—Eso creía yo. Pero… no sé. No es la escuela en sí. Es… estar ahí. Verlos. Tener algo que hacer que no sea esperar a la siguiente sesión de fotos o la siguiente llamada de mi papá. —Hizo una pausa—. Ya van 3 días desde que empezaron las clases…y no es lo mismo, ¿sabes?...También está el hecho de que no puedo salir de aquí. Ya sabes, porque mi familia está loca. Y… pues, a veces me pregunto de qué se están riendo ustedes cuando no estoy.
—De ti, obvio. —Freddy sonrió apenas, intentando sacarle algo más que melancolía.
Gabriel rió por lo bajo, pero no lo suficiente para borrar el tono anterior.
—¿Cómo les fue hoy?
—Bien. —Freddy pensó un segundo—. Ya canté.
—¿Cantaste? —La sorpresa sonó real—. ¿De verdad?
—Sí. “The world caves in”. Bonnie dijo que mi voz es más grave que la tuya y que Viva la Vida no me iba a quedar.
—Tiene razón —admitió Gabriel—. Esa canción mía es pura nota alta. Te ibas a matar la garganta.
—Por eso cambiamos. Vamos a ensayar ahora tres veces por semana.
—Me hubiera gustado verlo.
—Cuando quieras, te mando un video. O hacemos videollamada ahí. O te escabullimos quien sabe como.
—No es lo mismo. —Hubo un silencio breve al otro lado de la línea—. Pero… me alegra. De verdad.
Freddy miró el pavimento, sintiendo cómo las luces de los puestos comenzaban a encenderse alrededor.
—¿Quieres que llegue rápido?...Puedo tomar un
metrobus
o de plano un taxi.
—Nah… —Gabriel sonó más ligero, esto hizo a Freddy sonreír—. Camina. Yo caliento la comida.
—Va. —Freddy sonrió, aunque nadie lo viera—. Ahorita llego.
Colgó. El sonido de la ciudad volvió a llenarlo todo, pero ahora el camino le pesaba menos.
Al abrir la puerta, el pasillo del edificio Veracruz olía a humedad vieja, a jabón barato filtrándose por debajo de las puertas. El piso crujía en algunos tramos, dato monótono. Freddy subió los últimos escalones con el cuerpo cansado, abrió la puerta y dejó la mochila en la mesa sin mirarla. El silencio de la casa era tibio, roto solo por el zumbido del refrigerador y el eco de pasos que no eran suyos allá arriba.
Subió a su cuarto.
Hubo un tiempo; lo recuerda vagamente, como se recuerda un sueño del que uno desconfía, en que las paredes estaban cubiertas de carteles de bandas, afiches de conciertos, hojas arrancadas de revistas dobladas por la mitad. Había un orden torpe, pero suyo: libros apilados junto a la cama, cables enredados en un rincón, el escritorio con cuadernos manchados de tinta y migas de galletas oreo y maria . Era un espacio que respondía solo a su forma de existir.
Ahora no.
Desde que Gabriel vivía allí, el cuarto había cambiado como cambia una casa cuando deja de ser de uno solo. Los pósters habían sido retirados poco a poco, no por imposición, sino porque se fueron cayendo y él no se molestó en ponerlos de nuevo. El escritorio ahora tenía orden: las libretas alineadas, los cables recogidos, la cama hecha casi todos los días. Había una taza sobre el buró que no era suya, blanca, con un logo dorado que él nunca recordaba haber visto (Tal vez de una de las muchas compañías del padre de Golden) y una chamarra que tampoco era suya colgada de la silla. El olor también había cambiado: menos a sudadera y polvo, más a perfume discreto y a tela recién lavada.
El cuarto ya no parecía solo suyo, y eso le incomodaba y lo aliviaba al mismo tiempo.
Se cambió sin prisa, colgó la sudadera en el respaldo de la silla sobre la chamarra ajena y bajó las escaleras. En la cocina, Gabriel estaba de pie junto a la estufa, sirviendo arroz en dos platos. La luz amarilla de la lámpara sobre el fregadero le caía de lado, dibujándole una sombra larga en la pared.
—Excelente tarde Freddy…hice todo de una vez —dijo Gabriel, con esa calma que a veces suena a pausa y otras a cansancio—. Así no tienes que volver a pararte.
Freddy se sentó. El calor del plato le subió por las manos. Comieron un par de bocados en silencio, hasta que Gabriel dejó el tenedor sobre la mesa.
—Me inscribí a algo de la UVM —dijo, como si no supiera dónde colocar la noticia—. No es mucho, son cursos en línea… pero es para no dejar los estudios del todo.
Freddy lo miró, masticando despacio.
—¿En serio?
—Sí. —Gabriel se encogió de hombros—. No voy a poder ir a la escuela normal por todo lo demás, pero… no quiero que cuando acabe todo esto me quede sin nada.
La frase quedó flotando en el aire, como esas luces que parpadean y se apagan sin que uno sepa si volverán. Freddy no respondió de inmediato. Lo miró un momento más, y después asintió.
—Está bien. Me alegra.
Gabriel sonrió apenas, esa sonrisa breve que parece guardarse más de lo que muestra. Y siguieron comiendo, mientras afuera la ciudad respiraba lenta, algo extraño para la cdmx.
Te despiertas empapado de sudor.
No recuerdas del todo qué soñaste, pero la sensación te cala: un peso frío en el pecho, un eco en la garganta. La respiración se te corta en cada exhalación, como si el aire no bastara. Miras a un lado. Gabriel duerme, vuelto hacia ti, con el ceño apenas fruncido. El parpadeo tenue de la luz del reloj ilumina su rostro. Te quedas quieto unos segundos, con las manos enterradas en las sábanas, intentando que el temblor no lo despierte.
No puedes. El cuerpo te traiciona. Las manos tiemblan. Los pies también. Y cuando te incorporas, sientes que la habitación es más pequeña, más baja de techo, como si el aire se hubiera encogido junto contigo.Te asomas a la ventana. El cielo está nublado. Buscas una estrella, una sola, pero las nubes lo cubren todo. Enojado, suspiras y te pones de pie. Tienes sed. Tal vez el agua te saque de esta sensación de ahogo.
Abres la puerta con cuidado, pero no el suficiente: la madera cruje. Bajas por el pasillo y cruzas hacia la cocina. Entonces la ves.
Tu madre. Apoyada en el marco, taza en mano, en bata. No parece sorprendida. No como antes.
—¿No podías dormir? —pregunta.
Tú niegas. Te acercas al refrigerador y sirves agua en un vaso de vidrio. La bebes despacio. Sabes que ella te mira. No como se mira a un desconocido, ni como se mira a un hijo que regresa tarde; es algo en medio. Un reconocimiento extraño, silencioso. Van tres veces que coincides con ella después de la “gran revelación” de año nuevo (Revelación que te tenía temblando y honestamente cagandote del miedo).
—¿Pesadilla? —dice, con un tono suave que no sabes si agradecer o rechazar.
—Más o menos —murmuras.
Silencio.
Ella da un sorbo a su café. Tú dejas el vaso en la tarja. No hay prisa por irte, pero tampoco por quedarte. Es un limbo de madrugada.
—Te tiemblan las manos —observa, sin levantar la voz.
Las escondes en los bolsillos del pants.
—Ya se me pasará. Siempre se me pasa.
Vuelven a callar. El reloj de pared marca las 3:03 de la mañana. Haces un sonido bajo, como un bufido resignado.
—Mañana hay clases —murmuras.
Ella sonríe un poco.
—Mañana…¿No querras decir hoy?—corrige.
No puedes evitar que se te escape una mueca. No de enfado, sino de esa incomodidad que deja una noche larga. Ella se acerca y, sin pedir permiso, te acomoda un mechón de pelo detrás de la oreja. No dices nada. Te sorprende, como ahora te mira a los ojos.
—¿Quieres que te caliente leche? —pregunta.
—No, gracias. Solo tenía sed.
Vuelves a ver el reloj. Ella sigue ahí, inmóvil, como si supiera que si se mueve, algo se rompe. Y tú también te quedas. Un instante más. Dos. Hasta que el silencio deja de pesar y se vuelve tibio.
—Vete a dormir, hijo —dice al final.
Asientes. Caminas de regreso al cuarto. Y antes de entrar la volteas a ver.
—Descansa, mamá.
—Descansa, Fred. Te amo.
Le sonries. Y entras a la habitación. Gabriel sigue dormido, encogido sobre un costado. Te metes en la cama sin hacer ruido. Cierras los ojos, aunque sabes que tardarás en dormirte. Y mientras escuchas la respiración pausada a tu lado, piensas que, ¡Qué maravilloso es sentirse querido!
En la pizarra, las letras se quedaban colgadas como si fueran más pesadas que la tiza. El abogado del diablo . El título ya le sabía a truco, a trampa disfrazada de honestidad. La maestra leía en voz alta, pausada, como si cada palabra debiera reposar en el aire antes de caer en el oído de los alumnos.
Freddy apoyó la barbilla en la mano y dejó que la voz de ella se mezclara con el murmullo lejano del pasillo. No tomaba apuntes. No subrayaba nada. Solo miraba el libro abierto, la letra impresa, los párrafos que parecían más un laberinto que un camino.
En la historia, el abogado debía defender a alguien sabiendo que era culpable. Y de pronto, Freddy sintió que entendía demasiado bien esa posición. Vivir así era como ser su propio abogado: aprender a hablar por otro, a justificarlo, a explicarlo sin delatarlo. A veces, hasta defenderlo de sí mismo. Pensó en las veces que había respondido por reflejo (como aquella noche, con su madre hace tantos años). con frases cortas, con gestos que no eran del todo suyos. Pensó en cómo era pararse frente al mundo con una voz que a veces no era la de uno. Y cómo, de alguna manera, uno se volvía experto en no dejar que se notara.
El libro hablaba de moral, de deber, de leyes que pesaban como cadenas invisibles. Freddy pensó que no eran tan invisibles. Que algunas cadenas se veían clarito: el miedo en los ojos de su madre, la tensión en los hombros cuando alguien le preguntaba algo que no quería responder, el frío en el estómago cuando sentía que estaba no del todo solo en medio de una conversación. Levantó la vista. Afuera, el cielo era limpio, azul pálido, sin una nube. Casi le molestaba. Sentía que para leer algo así debía haber niebla, lluvia, un clima que hiciera juego con el peso de las palabras. El sol parecía burlarse.
—Freddy, ¿quieres leer el siguiente párrafo? —la maestra pregunta, rompiendo el hilo de sus pensamientos.
Él asintió despacio, bajó la vista y comenzó a leer. No era su voz más grave ni más ligera, era esa voz neutra que usaba en clase, la que no decía nada de él. Leyó sobre un testigo que dudaba, sobre una verdad que no convenía a nadie. Y mientras pronunciaba las frases, se preguntó si él mismo era ese testigo: alguien que sabe, que ve, que guarda el silencio no por falta de palabras, sino porque decirlas cambiaría todo.
—No seas engreído, muchacho, sin importar lo bueno que seas. Y nunca dejes que te vean llegar, eso lo arruina todo. Debes mantenerte pequeño, parecer inocente, el tonto, el vago, el invisible.
Cuando terminó, nadie comentó nada. La maestra continuó como si nada. Freddy cerró el libro un instante y apoyó las manos sobre la tapa. Sintió el calor de sus palmas contra el cartón. Y pensó que quizá, en ese momento, él también estaba representando un papel del invisible, pero que ya sabía interpretar de memoria. Descubre, en ese instante, que es un papel que ya no le gusta.
Las horas siguientes se deslizaron sin que Freddy pudiera atraparlas. Literatura, matemáticas, historia… todo se sentía como una cuerda floja que cruzaba en automático. Tomaba apuntes con letra apretada, esa letra que sólo él entendía, y dejaba espacios vacíos con la excusa de “rellenar después” (aunque ya sabía que ese después nunca llegaría). A ratos, mientras el profesor de biología hablaba sobre sistemas digestivos, su mirada se iba hacia la ventana. Seguía con los ojos a un pájaro que saltaba de rama en rama, o contaba los autos rojos que pasaban por la calle. Había días en los que no se sentía aquí, sino en algún otro lugar más tranquilo, más callado.
Cuando sonó la última campana, sintió que soltaba un peso invisible. La luz de la tarde entraba tibia por las ventanas, y afuera el aire olía a asfalto caliente y a fritanga de la esquina. Se colgó la mochila de un hombro y empezó a caminar hacia el salón de ensayo. Sintió extraño su hombro, pues el peso de la guitarra ya no estaba sobre él.
Lo primero que vio, al entrar, fue a Ann sentada sobre un amplificador, con las piernas colgando y una bolsa enorme de McDonald’s a su lado.
—¿Qué es eso? —preguntó Freddy, arqueando una ceja.
—Sorpresa —dijo Ann, y metió la mano en la bolsa para empezar a repartir cajitas felices como si fueran regalos de cumpleaños.
—¿Por? —preguntó Aiden, atrapando la suya al vuelo.
—No sé, se me antojó —respondió Ann, encogiéndose de hombros—. Además, traen juguetitos.
Bonnie soltó una risa baja y sacó un muñequito de plástico que parecía un dragón con cara de perro. Aiden tomó la suya con un “gracias” incrédulo y se quedó observando el contenido como si intentara descifrar un enigma; una gran alegria en su rostro. Freddy, todavía sin entender nada, abrió la suya: papas tibias, una hamburguesa pequeña y un muñeco de una película que no había visto.
—Esto es rarísimo —murmuró, pero igual le dio una mordida a la hamburguesa.
Comieron ahí mismo, con el olor de las papas mezclándose con el de los cables calientes y el polvo viejo del salón. Cuando terminaron, Ann chasqueó los dedos.
—Va, ahora sí. —Y se subió la correa del bajo sobre el hombro.
El ensayo empezó con algo de caos: Aiden golpeando la batería sin avisar, Bonnie afinando la guitarra y Ann acomodando el micrófono para Freddy. La primera vez que tocaron la canción, Freddy entró tarde en una estrofa y Bonnie levantó la ceja, pero no dijo nada. La segunda vez, Aiden se aceleró y Ann se volteó con cara de “¿Neta?”. Poco a poco, fueron ajustando.
—Freddy, prueba no bajar tanto la voz ahí —le dijo Bonnie después de la tercera pasada—. Que se sienta un poquito más arriba, ¿sí?
—Sí, sí… —respondió él, tragando saliva.
Repitieron el mismo fragmento tres, cuatro veces, hasta que la entrada sonó limpia y el coro tuvo fuerza. Había algo en la forma en que todos se miraban de reojo, en cómo corregían sin ofenderse, en cómo cada error servía para reírse un poco antes de volver a intentarlo. Freddy, con el tiempo, empezó a sentirse menos nervioso, aunque cada vez que se quedaba en silencio esperando su parte, el estómago le daba un vuelco.
Después de casi dos horas, el sudor les perlaba la frente y las voces estaban un poco gastadas. Freddy dejó el micrófono en su base y se dejó caer en una silla, respirando hondo. Ann se sentó en el suelo y empezó a guardar el bajo. Bonnie revisaba algo en su celular.
—Oye —dijo Ann, levantando la voz hacia Freddy—, ¿quieres venir a mi casa?
—¿Para qué? —preguntó él, mirándola desde la silla.
—Tengo que mostrarte mi traje para la presentación. Y… bueno, cambiarle unas cosas, pero necesito tu opinión.
—¿Tu traje? —repitió Freddy, sin disimular lo confundido que estaba.
—Sí, el que voy a usar. —Ann sonrió como si eso lo explicara todo.
Freddy dudó unos segundos, pero luego asintió.
—Bueno…Va.
El eco de la última nota todavía parecía flotar en el aire cuando salieron del salón, cada uno con su mochila, sus estuches, Y ann y Freddy caminando a la par.
Una hora después, al abrir la puerta de aquella casa en polanco, Freddy mira a su alrededor. La casa de Ann estaba en una calle tranquila, de esas donde el ruido de la ciudad parece filtrarse por capas, quedando reducido a un murmullo lejano. Fachada blanca, ventanas amplias con cortinas claras, y una pequeña reja que, según Ann, su mamá cerraba más por costumbre que por necesidad.
Entraron y el olor a pan tostado y suavizante de ropa les envolvió. La sala, amplia y bien iluminada, tenía una batería armada en una esquina junto a una alfombra gruesa, un par de sillones de colores neutros y una mesa de centro cubierta con revistas y vasos olvidados. Freddy la reconoció: más de una vez habían ensayado ahí cuando no había espacio en el salón de la escuela.
—Mi mamá está en el estudio —dijo Ann, soltando las llaves en un cuenco de cerámica—. No le importa que subamos.
Subieron por una escalera de madera que crujía apenas. El cuarto de Ann estaba en el segundo piso, al fondo del pasillo. Freddy ya había entrado otras veces, pero cada vez parecía distinto. Era un caos ordenado: telas colgando de percheros improvisados, una máquina de coser junto a la ventana, carretes de hilo apilados como torres de colores, tijeras, lápices de cera y una caja enorme llena de retazos. Sobre una silla, una chamarra negra cubierta de tachuelas a medio poner.
—No quiero que me juzgues —dijo Ann, pateando suavemente un montón de tela para apartarlo del camino—, todavía no lo termino.
—Yo no juzgo —respondió Freddy, dejándose caer en la orilla de la cama.
—Claro que sí —sonrió ella, sacando el traje de una bolsa de plástico—, pero en silencio. Eso dicen de los calladitos, que son los que más juzgan.
Él soltó una risa baja. Lo cierto era que nunca se había sentido incómodo ahí. Ann tenía esa manera de hablarle sin que pareciera que lo estaba examinando, y él, de forma automática, era cuidadoso: no miraba más de lo necesario, no tocaba nada sin permiso, y mantenía las manos quietas sobre las rodillas. Le costó una semana poder abrirse completamente con Gabriel, aún cuando él estaba ya en su casa.
—A ver… —Ann extendió el traje sobre la cama. Era una mezcla de chaqueta y chaleco, con costuras visibles y detalles en rosa y amarillo oscuro.
—Está chido —dijo Freddy, inclinándose para ver de cerca—. ¿Tú lo hiciste todo?
—Obvio. ¿Quién más? —Ann rodó los ojos—. El problema es que siento que el cuello me aprieta. Y que estas partes… —señaló las mangas— no se ven tan bien como quería.
Freddy tomó la tela entre los dedos.
—Podrías abrir un poco aquí y meterle otra capa.
—¿Tú crees?
—Sí, pero yo qué sé. Nomás se me ocurre.
Ann se dejó caer junto a él, y por un momento sólo escucharon el ruido lejano de un auto pasando por la calle.
—¿Sabes? —dijo ella, mirándolo de reojo—, me alegra que cantes tú en la presentación.
—¿Por qué?
—Porque se siente más nuestro. No que Gabriel no lo sea, pero… no sé. Creo que te va a hacer bien.
Freddy bajó la mirada.
—Me da miedo.
—A todos nos da miedo —respondió ella, encogiéndose de hombros—. Pero yo confío en ti.
Se quedaron en silencio unos segundos, y Ann empezó a guardar de nuevo el traje.
—¿Quieres quedarte un rato? —preguntó ella—. Podemos tomar algo abajo.
—Va, pero no me des café que luego no duermo.
—Trato hecho.
Bajaron a la cocina, donde la luz amarilla les envolvió y el olor a café recién hecho y pan dulce ocupaba cada rincón. En la cocina, Ann abrió un par de botellas de agua y puso sobre la mesa un plato con dos conchas, una rosa y otra blanca.
—Agarra la que quieras.
—La blanca —dijo Freddy sin pensarlo, y ella sonrió como si hubiera adivinado.
Se sentaron frente a frente. El reloj de pared marcaba las seis y media, y la luz de la tarde entraba a través de las cortinas finas, dándole al lugar un tono cálido, casi como de foto vieja. Freddy le dio un mordisco a la concha, y Ann empezó a hablar de la escuela, de lo raro que había estado el ensayo, de que Aiden parecía medio distraído. Él asentía, agregaba algo de vez en cuando, pero se notaba que Ann estaba… distinta. No era como cuando guardaba silencio porque estaba concentrada en coser. De un momento para otro, se creó un silencio más cargado, de esos que se sienten en los hombros. Ella daba pequeños sorbos de agua, evitaba mirarlo demasiado y jugaba con la etiqueta de la botella.
—¿Todo bien? —preguntó Freddy, dejando el pan a un lado.
—Sí, sí. —Ann levantó la mirada y, por un segundo, pareció que iba a decir algo más.
Sus labios se entreabrieron, pero en lugar de palabras salió un suspiro. El ceño se le frunció apenas, como si estuviera peleando con la idea de hablar. Freddy no insistió, porque intuía que forzarla haría que se cerrara más.
Entonces Ann se incorporó de golpe, la silla arrastrándose contra el piso.
—Espérame aquí. —Y salió de la cocina con pasos rápidos.
Freddy se quedó escuchando el sonido de sus pasos subiendo la escalera, y luego un silencio breve, roto sólo por el ruido lejano de un claxon en la calle. Pasaron un par de minutos antes de que Ann volviera, bajando despacio, con algo doblado entre las manos.
Era una prenda envuelta en una funda de tela ligera. Se acercó y la colocó sobre la mesa, desplegándola con cuidado.
—Es para ti. Bueno… todavía no está terminado.
Freddy miró el traje. Azul profundo como la noche, con detalles negros y líneas rojas que parecían dibujar constelaciones rotas sobre la tela. Había algo en él que transmitía movimiento, como si estuviera hecho para brillar bajo las luces.
Ann lo observaba, no como se mira a alguien para leer su reacción, sino como si buscara en él una respuesta que no sabía poner en palabras.
—¿A ti te gustan las estrellas, Freddy? —preguntó al fin.
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Una semana antes de salir a vacaciones navideñas.
La sala de ensayos estaba medio en penumbra porque uno de los focos del techo se había fundido. Afuera, se escuchaba el rechinar de los frenos de un microbús y los gritos de un vendedor de tamales que pasaba por la esquina. Gabriel había salido hace un rato, que según él solo era por una botella de agua, pero Ann sabía que también estaba esperando a ese Owynn en la parada.
Ella estaba en el sillón, moviendo el pie al ritmo de una canción que ya no sonaba, revisando unas notas en su libreta. Freddy estaba recargado contra la pared, desabrochando lentamente la correa de su guitarra, sin mucha prisa.
—Estás muy callado —dijo Ann de repente, sin levantar la vista. De reojo veía como su amigo se tensaba.
Él tardó en contestar, como si no estuviera seguro de que el comentario iba dirigido a él.
—No sé… —se encogió de hombros, mirando el piso—. Cansado, supongo.
Ann lo observó de reojo. No era exactamente cansancio lo que veía. Algo más se colaba en su postura, en la forma en que no coincidía con el Freddy que conocía de clase o de otros ensayos.
—¿Te pasa algo? —insistió, pero en un tono suave, sin querer empujarlo demasiado.
Fred levantó la mirada. Había un brillo extraño en sus ojos, como si evaluara si valía la pena abrir la puerta. —Creo que… —empezó, y luego se quedó callado, presionando la lengua contra el paladar. Sus dedos jugaron con una cuerda suelta de la guitarra—. Creo que quiero decirte algo…
Ann frunció el ceño, curiosa.
—¿Todo bien?
—No soy Freddy —dijo, directo, aunque su voz tenía un filo de nerviosismo.
Ella parpadeó, confundida.
—¿Qué?...
—No soy él. No…bueno,... —Respiró hondo, como si se estuviera lanzando al vacío—. Me llamo Fred. Compartimos… bueno… el mismo cuerpo.
Ann lo miró un segundo largo. La explicación era tan rara que por un instante pensó que estaba bromeando. Pero no había rastro de sonrisa, ni en sus ojos ni en su boca.
—¿En serio? —preguntó al fin, despacio.
Fred asintió, un poco incómodo, como si esperara rechazo o una broma a cambio.
Ann lo siguió observando, y en vez de apartar la vista, se inclinó hacia adelante, estudiándolo. Y entonces, casi sin querer, sonrió.
—Eso… explica muuuuucho.
Fred frunció el ceño, sorprendido.
—¿Qué explica?
—Pues… que hay días en los que eres distinto. Más serio, más… tú. Y otras veces eres más… Freddy. —Se rio sola—. Y yo pensando que eras como un personaje raro que cambiaba de ánimo cada semana. O que tenias…bueno, que Freddy tenía un hermano gemelo que actuaba muy mal como él.
Él soltó una pequeña risa, incrédulo.
—¿Y no te asusta?
Ann negó con la cabeza.
—He visto cosas peores en la fila del metro.
Se quedaron en silencio unos segundos, y de pronto, la sala ya no estaba tan pesada. Afuera, un coche pasó rápido y Gabriel gritó algo desde la calle, avisando que ya venía. Fred la miró un momento más, y supo que ella no iba a contar nada.
—¿Por qué me lo quisiste decir? —preguntó Ann, cuando ya estaban a unas cuadras de la salida del colegio, caminando entre el ruido de los vendedores y el humo tibio de los puestos de quesadillas.
Fred la miró de lado, con esa calma suya que nunca había visto en Freddy. Sonrió, pero no con la sonrisa rápida y distraída que su amigo solía usar para salir del paso; esta era otra, más lenta, más consciente, como si pesara las palabras antes de ponerlas en la boca.
—Creo que… porque el traje que nos estás haciendo también me incluye a mí, ¿no?
Ann se quedó en silencio, pero en su mente comenzaron a revolotear recuerdos como hojas sueltas arrastradas por el viento. La primera vez que le contó a Freddy su idea para el traje, aquel azul profundo con toques en negro y rojo; él había asentido, sí, pero había un gesto extraño, como si hubiera algo que no estaba diciendo. Otra vez, en la sala de ensayo, cuando le explicó que había dos tonos de azul que podría combinar… y él se limitó a encogerse de hombros, con una incomodidad difícil de esconder.
Y ahora todo encajaba.
En su memoria, esas miradas fugaces y silencios de Freddy se superponían con los ojos de Fred, más serenos, más atentos, como si no tuviera prisa por escapar de la conversación. Notó, casi con un sobresalto, que incluso la forma en que él ajustaba el paso para no adelantarse demasiado era distinta; Freddy caminaba rápido, disperso, a ratos tropezando con la mochila colgando de un hombro, mientras que Fred parecía medir el ritmo para que ninguno de los dos se quedara atrás.
—Supongo que sí… —murmuró al fin, sin poder evitar una sonrisa breve.
Y mientras seguían avanzando entre el bullicio de la tarde, Ann sintió que algo había cambiado. No era solo que ahora conocía a Fred, sino que, de alguna forma, empezaba a entender a Freddy mejor que antes. Y mientras seguían avanzando entre el bullicio de la tarde, Ann sintió que algo había cambiado. No era solo que ahora conocía a Fred, sino que, de alguna forma, empezaba a entender a Freddy mejor que antes.
Platicaron un poco más, intercambiando susurros de bromas y chistes que Ann nunca antes había escuchado. Eran distintos a los de Freddy; no tenían ese aire rápido de quien busca distraer o salir del momento, sino que eran más pausados, como si Fred disfrutara de ver su reacción antes de rematar la broma. Muchos de ellos tenían que ver con detalles pequeños; el maestro de matemáticas que siempre confundía los nombres, el ruido que hacía la puerta del laboratorio de química como si se quejara, las aves que se posaban en el techo del salón de música y miraban por la ventana como si juzgaran los ensayos; Sin embargo, muchas de las cosas que Fred decia llevaban siempre a una cosa: el cielo, las estrellas.
De pronto, entre una risa y otra, Ann lo miró, con el sol de diciembre dándole un tono dorado al cabello y dejando a medias una sombra en su rostro.
—¿A ti te gustan las estrellas, Fred? —preguntó, entre risas.
La pregunta flotó un instante en el aire, y Ann se sorprendió a sí misma observando cómo su rostro cambiaba. Era como si una corriente de emociones lo atravesara en un solo segundo: admiración, ternura, algo parecido a la nostalgia, y un amor que parecía no tener principio ni final. Sus pupilas se dilataron apenas, y sus labios, que iban a formar una respuesta, se cerraron como si buscara no arruinar el momento.
Fred no respondió de inmediato. Desvió la mirada hacia el cielo claro, que apenas dejaba ver el primer rastro de la noche. Sonrió, pero no como antes; era una sonrisa distinta, más profunda, la que uno se guarda para hablar de algo que verdaderamente importa.
—Me gustan…creo que eso sería hacer diminuto el amor que les tengo… —dijo al fin, y su voz se volvió más baja—. Me gusta que estén ahí, siempre. Que no importa si las ves o no, siguen ahí, esperando.
Ann sintió que no hablaba solo de las estrellas, pero no quiso interrumpir. Lo dejó seguir, mientras el ruido de la ciudad se iba diluyendo en el fondo.
—Cuando era niño… —Fred dudó, y luego negó con la cabeza—. Bueno… cuando era más chico, pensaba que cada estrella tenía un nombre, y que si lograbas recordarlos todos, ellas podían escucharte. Y si lograbas recordarlas, y tenerlas en tu corazón por un largo tiempo, vendrían a salvarte.
Se hizo un silencio breve, de esos que no incomodan. Ann sintió un calor extraño en el pecho, un reconocimiento. Por primera vez, no sabía si debía responder con una broma o con algo igual de sincero.
—Entonces… —dijo ella, bajando un poco la voz— si algún día aprendo todos esos nombres, ¿me vas a decir cuáles son los míos?
Fred la miró de nuevo, y su expresión fue tan honesta que Ann tuvo que apartar la vista.
—Claro. Pero… creo que ya sé cuál sería el tuyo.
No lo dijo, y Ann tampoco preguntó. Dejaron que la conversación se deshiciera en el ruido del tráfico y en el brillo cada vez más tenue del sol.
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En el presente, Ann sostenía entre las manos el traje azul con negro y rojo, mirándolo como si cada costura tuviera algo que decir. Freddy, sentado, levantó la vista cuando escuchó la pregunta.
—¿A ti te gustan las estrellas, Freddy?
La voz de Ann tenía un matiz curioso, pero no era del todo inocente. Freddy parpadeó, atrapado por sorpresa, y sonrió de manera breve, como si buscara restarle peso a la pregunta.
—Sí… o sea, sí me gustan —dijo, y se encogió de hombros—. Pero no tantísimo.
Sus dedos jugaron con el borde del traje. Sabía que estaba hablando más de la cuenta con el cuerpo que con las palabras. Ann lo observó en silencio unos segundos, y luego, casi como quien se rinde a un pensamiento inevitable, lo dijo.
—Yo sé de Fred.
El aire se sintió distinto en la habitación. Freddy la miró fijo, sin poder ocultar del todo el sobresalto. No hubo negaciones apresuradas ni cambio de tema; solo un silencio que, por extraño que fuera, no le resultó incómodo.
—¿Desde cuándo? —preguntó él al fin, intentando mantener la voz estable.
—Desde antes de Navidad… —respondió ella, bajando la mirada hacia el traje—. No fue que me lo propusiera. Simplemente… me di cuenta. Y creo que Fred… también quiso que me diera cuenta.
Freddy soltó una pequeña risa nerviosa, rascándose la nuca.
—Es raro, ¿no?
Ann negó con la cabeza, con una media sonrisa.
—No realmente. Creo que explica muchas cosas. Y me alegra que me lo hayas, o que me lo hayan…, o que Fred me lo haya dejado ver. Te queria decir que….¿Y él…está bien? —Ann dejó la frase abierta, como quien sabe que no necesita terminarla.
Freddy bajó la mirada, dándole una patada suave al borde de una de las patas de las sillas del comedor.
—. Él está bien… creo. A veces es como si estuviera más cómodo que yo en muchas cosas —soltó una risa breve, casi resignada—. Pero no siempre, y eso… ya sabes…
Ann asintió, entendiendo más de lo que decía.
—¿Él sabe del concurso de marzo?
—Claro que sí. No deja de recordármelo —respondió Freddy, rodando los ojos con una media sonrisa—. Tres meses… y todavía estamos cambiando la canción. Bonnie ya está haciendo planes como si fuéramos a tocar en el Foro Sol.
—...No te pregunté allá en el salón, pero…¿y Gabriel? —Era extraño como Ann podia cambiar de tema de un momento para el otro, totalmente distraida acomodando las mangas del traje sobre su regazo.
—En casa. —La voz de Freddy bajó un poco, como si quisiera proteger la frase—. ¿Si te dijo lo que pasó con su familia?
Ann se hizo para adelante, cruzando las piernas y mirando los ojos azules de Freddy
—Me escribió diciéndome que no iba a regresar a su casa. De ahí desactivó su celular. Solo…si necesita algo, dile que me lo puede pedir, ¿sí?
—Sí, yo le digo —Freddy sonrió, genuino esta vez—. Creo que lo único que quiere ahora es tiempo. Y espacio. Sabes que él es alguien muy reservado.
Ann rió suave.
—Más que tu nadie.
—ja…ja...
Hablaron un rato más, saltando de un tema a otro; de cómo podrían adaptar la nueva canción a su tiempo limitado, a las ideas de escenografía improvisada que Ann proponía, hasta que la tarde empezó a oscurecer por la ventana. Al recibir una llamada de Gabriel, diciéndole que olía a gas; Freddy se levantó, tomó su mochila, y antes de salir se detuvo en el marco de la puerta.
—Gracias, Ann. De verdad.
Ella levantó la vista y sonrió, con esa calma que hace sentir que no hay nada que explicar. Asintió, sin responder con palabras, y el silencio que quedó después tuvo algo de paz.
—No es nada, Freddy.
Chapter 28: Let this promise in me start, like an anthem in my heart
Notes:
Penultimo capitulo.
Espero lo disfruten. Y nuevamente, Gracias por leer.
Chapter Text
Los meses se fueron filtrando entre los días sin que nadie lo notara del todo. Enero trajo lluvias que hacían del salón de ensayo un refugio tibio, con el vapor de las bebidas calientes empañando las ventanas. Febrero llegó con discusiones sobre qué canción funcionaba mejor como cierre y quién debía iniciar las presentaciones (Finalmente decidieron que Los toys abririan, y ellos cerrarian). Y el final de Febrero los encontró probándose partes de los trajes que Ann terminaba de coser, tomando medidas otra vez porque “Bonnie bajó un kilo” o porque “Aiden no se siente cómodo con ese largo”.
Los ensayos dejaron de ser encuentros esporádicos para convertirse en rutina: martes, jueves y viernes; a veces sábados si los 4 podían. Al principio, la canción se desarmaba por detalles mínimos: una entrada que no coincidía, un cambio de ritmo que se perdía, un tono de Freddy que no terminaba de encajar. Pero poco a poco, sin darse cuenta, comenzaron a escucharse como banda. Chica encontró un bajo que parecía hecho para sus manos; Aiden dejó de golpear el bombo con inseguridad y ahora marcaba el tiempo con un pulso firme, constante; Bonnie y Freddy empezaron a entenderse con solo mirarse, anticipando acordes. Si Freddy comenzaba a cantar más rápido, todos se acoplaban; y al contrario, si la música comenzaba a cambiar, Freddy cambiaba su tono para que quedara perfecto.
Ese mes fue una mezcla de música y exámenes, de tardes en que los instrumentos quedaban arrumbados porque había que estudiar, y de otras en que las partituras se llenaban de garabatos mientras alguien fingía hacer tarea. El 24 de Febrero, los trajes de Ann ya tenían forma; ella misma empezó a llevarlos a los ensayos para hacer ajustes. Freddy se lo probaba sin protestar demasiado, aunque siempre con esa incomodidad de no saber si estaba más nervioso por la tela o por la mirada calculadora de Ann midiendo cada costura. Aiden, bueno…él aprovechaba para ver a Ann feliz. Adoraba ver a Ann feliz.
—¿Te gusta, Aiden?
Él la miraba, sonriendo.
—Está bellísimo, de verdad.
Y entonces, sin que lo planearan, llegó marzo.
Era de noche en el departamento. Freddy tenía dos boletos en las manos (y uno, que Fred le pidió que guardara para alguien que él quería invitar, en su pantalón); la entrada para el concurso, con el logo de la escuela y la fecha en letras negras. Los giraba una y otra vez, como si la cartulina pudiera darle una respuesta que no sabía que buscaba. Gabriel estaba sentado en el sillón, con una cobija sobre los hombros, medio adormilado pero despierto. Freddy le había pedido que se quedara así, esperando a Martha.
—Vas a gastar esos boletos antes de tiempo —dijo Gabriel, mirando cómo Freddy seguía pasándolos de una mano a otra.
—Es que… —Freddy se encogió de hombros—. Es la primera vez que toco algo grande.
—Grande para nosotros —corrigió Gabriel, estirándose para acomodarse mejor—. Para los otros, es martes.
Freddy sonrió apenas. El silencio se llenó con el zumbido lejano del refrigerador y el golpeteo ocasional de un coche pasando por la avenida.
—¿Invitarás a alguien más? —preguntó Gabriel.
—No sé. Tal vez… —Freddy miró los boletos otra vez, como si de pronto pesaran más—. Uno es para mi mamá. El otro pues es para ti; ya vimos que te vas a poner un montón de ropa para que no te veas como tu. Uno me dijo Fred que se lo guardara. Ya si necesito otro lo puedo pedir, pero no tengo a nadie más a quién invitar.
—Quien vaya es quien tenga que estar, ¿capiche? —dijo Gabriel, sin mirarlo.
El reloj de la pared marcaba las once y media cuando escucharon la llave en la puerta. Martha entró con el uniforme arrugado, el cabello recogido a medias y el cansancio dibujado en los hombros.
—¿Y ustedes dos despiertos a esta hora? —preguntó, dejando la bolsa en la mesa, y mirandolos con duda.
—Queríamos darte esto —dijo Freddy, levantándose y ofreciéndole uno de los boletos.
Martha lo tomó y lo miró como si no terminara de entender. Luego sonrió, cansada pero genuina.
—Ahí estaré. Y más te vale que no me hagas quedar mal.
Freddy, aún a media risa miró a Gabriel y, sin decir nada, le tendió el otro boleto. Golden lo tomó con cuidado, como si no quisiera doblarlo, y asintió con esa sonrisa breve que nunca terminaba de mostrar los dientes.
—Gracias —murmuró, y se puso de pie. Se envolvió mejor en la cobija y, con pasos lentos, se dirigió al cuarto de ambos. Freddy lo siguió con la mirada hasta que desapareció tras la puerta.
Se giró hacia su madre.
—Siéntate tantito —le pidió, señalando una de las sillas de la cocina. Martha, intrigada, dejó las llaves sobre la mesa y se sentó. Freddy se quedó de pie, frente a ella, frotándose las manos.
—Si sabes que Gabo ya no puede ir a la escuela, ¿no? –le dice él.
Martha alza una ceja, y lo mira con duda.
—¿Si?
—Yo voy a cantar en el concurso —dijo de golpe.
Martha lo miró con una sorpresa tan clara que pareció olvidarse del cansancio.
—¿Ya no te aterra cantar?
Freddy bajó la mirada, sintiendo cómo la garganta se le apretaba.
—Sí… sí me aterra —respondió, con una risa mínima que se quebró antes de tiempo—. Claro que me aterra. Pero… ¿qué es esconderse en los miedos? —Se detuvo, buscando las palabras, y mirándola—. Si me quedo ahí, entonces no pasa nada. Y si no pasa nada… es como si no viviera.
Martha lo observó devuelta, con esa mezcla de orgullo y ternura que solo se da cuando un hijo dice algo que, de pronto, parece más grande que él mismo. Freddy tragó saliva.
—Voy a cantar aunque me tiemblen las manos, aunque sienta que me falta el aire. Porque quiero que pase algo. Y quiero que tú lo veas, mamá.
Ella se levantó despacio y lo abrazó fuerte, con los brazos rodeándole la espalda como si quisiera asegurarse de que no se le escapara.
—Estoy muy orgullosa de ti. De ustedes; siempre lo he estado, hijo. Siempre….—susurró contra su hombro.
Freddy sonrió apenas, sin soltarla. El silencio se llenó otra vez con el zumbido lejano del refrigerador y el golpeteo ocasional de un coche pasando por la avenida. Afuera, la ciudad seguía viva, pero ahí, en esa cocina, solo importaba que los dos estaban de pie, abrazados, sonriendo.
A la mañana siguiente, la escuela olía a marcador viejo y a polvo de gis. El aire, cargado de conversaciones a medias, se filtraba por las ventanas abiertas del salón y traía consigo el sonido distante de un silbato en la cancha. En medio del murmullo, de las hojas pasando y de la voz monótona de la maestra repasando una fórmula en el pizarrón, Fred abrió los ojos de golpe. No había notado el momento exacto en que había hecho switch , pero ahí estaba: sentado en la misma banca, rodeado del mismo ruido, con el zumbido viejo del proyector vibrando en sus oídos.
Se tomó unos segundos para orientarse, parpadeando lento, como si quisiera que sus sentidos lo alcanzaran. Todo estaba igual… y a la vez no. Había una sensación distinta, un cosquilleo en el pecho. Después de unos segundos, en la que esa extraña neblina que había tomado control de su cerebro desapareció, bajó la mirada hacia su mochila, dejándose guiar por un impulso casi automático. La abrió sin prisa, revolviendo entre cuadernos doblados, hojas sueltas con esquinas arrugadas y lápices mordidos. Y ahí estaba.
El boleto.
El que le había pedido a Freddy que guardara.
Lo tomó con cuidado, como si se fuera a romper con un mal movimiento. Lo miró unos segundos, sintiendo que le ardía entre los dedos, y antes de darse cuenta ya estaba sonriendo. Una sonrisa amplia, genuina, que le llenó la cara y le apretó el pecho.
—Dios te bendiga, Freddy… te amo, gracias —murmuró, apenas audible, como si fuera un secreto demasiado valioso para que otros lo escucharan.
Levantó la mano sin pensarlo demasiado. El maestro lo miró.
—¿Si, Andrade?
—¿Puedo ir al baño? —preguntó, con esa voz tranquila que el maestro reconocía.
Él apenas lo miró antes de asentir.
—Ve, Freddy; tranquilo.
Se levantó, cerrando la libreta en su escritorio, y salió del salón. Pero en lugar de girar hacia los sanitarios, tomó el pasillo largo que llevaba a las aulas del área de ciencias sociales. Caminaba rápido, sintiendo el boleto seguro en su mano, como si con cada paso el momento fuera tomando forma. El salón de Owynn estaba al final de un pasillo estrecho, con las paredes cubiertas de carteles y horarios. Fred se asomó por la puerta y golpeó suavemente el marco. El profesor interrumpió su explicación para mirarlo. Fred, con un gesto breve y algo teatral de “lo necesito afuera”, logró que el mensaje pasara.
Owynn salió enseguida, con las cejas fruncidas y un aire de preocupación.
—¿Pasó algo? —preguntó, escaneándolo de arriba abajo como si esperara malas noticias.
Fred negó rápido, y la sonrisa que traía desde que vio el boleto volvió, amplia y nerviosa.
—No, no… nada malo. Es que… —metió la mano en el bolsillo y sacó el boleto, estirándolo hacia él—. Ya sé que técnicamente estás invitado por el colegio, pero… quería invitarte yo también.
Owynn miró el boleto, luego lo miró a él. Hubo un instante en que no dijo nada, y Fred sintió el corazón golpearle fuerte en el pecho. Entonces, la expresión de Owynn se suavizó. Una sonrisa pequeña, genuina, de esas que nacen primero en los ojos antes que en la boca.
—Gracias—dijo, tomando el boleto con cuidado, como si supiera que aquello significaba mucho más que un simple papel.
Fred sintió un calor raro subiéndole al rostro. Algo entre orgullo, alivio y esa extraña alegría que dan las cosas que no necesitan ser explicadas. Se quedaron ahí un segundo más, con el pasillo ruidoso a su alrededor, las risas y pasos acelerados sonando lejos. Para Fred, todo se reducía a ese instante: él, Owynn, y un boleto que hace años, en aquel colegio en el que fueron amigos, pudo significar mucho más si el miedo no existiera.
Tres días antes de la presentación, el ensayo empezó distinto. No por la hora, ni por la canción (que por tanto ensayo, en ese momento ya podían tocar con los ojos cerrados), sino porque Ann entró al salón cargando una bolsa enorme, de esas que solo aparecen cuando algo importante está a punto de pasar. Nadie dijo nada al principio; solo la vieron dejarla sobre una de las sillas y abrirla con cuidado, como si dentro hubiera algo frágil, irreemplazable.
—Ya están listos —anunció, y fue como si la frase encendiera algo en todos.
Aiden se levantó primero, acercándose con esa mezcla de curiosidad y respeto que él siempre tenía cuando se trataba de las cosas que Ann hacía. Ella sacó el suyo primero: negro, con cadenas que caían de los hombros y se movían con un tintineo breve cuando él lo sostuvo.
—Esto es puro “¡no! rock type shit” —bromeó, probándoselo de inmediato. Y era verdad: le quedaba perfecto, como si hubiera nacido para ese traje..
Bonnie recibió el suyo en silencio, pero sus manos hablaban por él: lo pasó entre los dedos como si fuera agua, sorprendido por lo liso de la tela. Sin costuras a la vista, limpio, elegante. Se lo probó también, y por un momento se permitió mirarse en uno de los espejos del salón. No dijo nada, pero sonrió. Eso bastaba.
El siguiente fue el de Ann. Rosa y amarillo, brillante sin ser chillón, con ese toque dulce que era tan suyo. Se lo puso sin vergüenza, girando apenas para que los colores atraparan la luz. Había orgullo en su mirada, pero también algo más: alivio. Meses enteros de coser, deshacer y volver a coser estaban ahí, convertidos en algo real. Le sonríe a Freddy, porque él le ayudó a crear esa pieza.
—Y falta el tuyo —dijo al fin, mirando a Freddy, extendiendo con sus manos el traje que Freddy exactamente hace tres meses vió en casa de Ann.
Él lo tomó con ambas manos, sintiendo el peso de la tela antes de siquiera verlo completo. Azul y rojo, con estrellas bordadas en la parte roja y notas musicales bailando en ambas partes. Lo sostuvo frente a sí unos segundos, en silencio, y luego se lo probó. No dijo nada, pero al levantar la vista vio que los tres lo miraban igual: con una alegría tan limpia que casi dolía. Y Ann… Ann estaba radiante.
—Te queda increíble —dijo ella, y era la clase de frase que no necesitaba ser exagerada para quedarse grabada.
Se quedaron un momento así, todos mirándola. Era como si en ese instante se hiciera visible algo que siempre había estado ahí: que ella había tejido mucho más que tela. Había tejido un pedazo de todos juntos.
Aiden fue el primero en aplaudir, Bonnie lo siguió, y Freddy se encontró riendo, contagiado. El ensayo todavía no empezaba, pero ya sentían que habían ganado algo. No el concurso, no aún; algo más grande y más invisible: la certeza de que, pase lo que pase en tres días, iban a llegar ahí como una banda de verdad. Como unos amigos de verdad. Fuera, el cielo estaba limpio, con un sol que entraba a chorros por las ventanas y calentaba las manos. Adentro, todo olía a tela nueva, a confianza, a promesa. Ann se quedó callada un momento, como si estuviera buscando la forma exacta de decir algo. Pero las palabras llegaron solas, empujadas por el brillo en sus ojos.
—Gracias… —murmuró, y tuvo que respirar hondo antes de seguir—. De verdad… gracias. Porque no saben lo feliz que me hace esto. Antes… antes no tenía amigos. Y aunque veía a Bonnie, a Aiden… nunca pude hablar con nadie.
La voz se le quebró apenas, y sonrió de lado, como disculpándose por la emoción. Freddy sintió una punzada en el pecho, esa clase de calor que no quema pero se queda.
Bonnie levantó la mirada, asintiendo para sí mismo; y sonrió. Se acomodó el traje, y con esa calma suya, dijo: —Yo también… les agradezco. Porque sé que a veces no hablo mucho y… soy medio serio. Pero aun así… siempre han sido buenos conmigo. Y…bueno, son los mejores amigos que pude haber deseado, ¿saben?
Hubo un silencio breve, no incómodo, sino lleno de algo que ninguno intentó nombrar. Aiden, sin decir palabra, solo la miraba. Sostenía el traje de Ann entre las manos, cuidando cada pliegue como si fuera frágil, y en sus ojos había una ternura tan clara que no necesitaba explicación.
Y Freddy pensó que quizá no había mayor muestra de amor que esa: la amistad. Ese hilo invisible que los unía, que había pasado de tardes torpes y ensayos desacompasados a esto… a mirarse y saber que se tenían. Afuera, alguien cerró una puerta con fuerza. Adentro, ellos se quedaron quietos, como queriendo que ese momento no se moviera, no se gastara.
En tres días saldrían al escenario, con luces, público y nervios. Pero en ese instante, el mundo era un salón de ensayo, cuatro trajes y la certeza de que, pase lo que pase, no iban a estar solos.
Chapter 29: La belleza de mirarse al espejo a las 06:10 de la mañana, antes del mayor cambio de tu vida
Notes:
Aquí concluyen tres meses de escritura, y para ustedes, de lectura.
Todo lo que quiero decir estará al final, si gustan leerlo.Gracias :)
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
El auditorio estaba vivo. No en el sentido simple de que hubiera gente dentro, sino en ese modo en que el aire mismo parecía tener pulso. El murmullo de las voces se entrelazaba con el roce de sillas, con el crujido de papeles y el chasquido ocasional de una cámara al encenderse. Afuera, la noche de ese martes de Marzo estaba húmeda, pero ahí adentro, entre focos y cortinas, todo era tibio, cargado, expectante. Desde el otro lado del telón se escuchaban risas, pasos rápidos, un presentador probando el micrófono. El logo de la escuela brillaba proyectado sobre la pantalla, y debajo, las palabras “Concurso de Bandas 2016” parecían mayores de lo que eran, como si pudieran encerrar todo lo que había pasado para llegar ahí.
Freddy estaba de pie detrás del escenario, las manos frías a pesar del calor de las luces. El corazón le golpeaba el pecho con un pum, pum, pum que casi sentía en los dientes. Era un ritmo insistente, imposible de ignorar, que se confundía con la batería que probaban al otro lado. Y sí, estaba nervioso. Claro que lo estaba. El estómago se le encogía y sus dedos no paraban de moverse, tocando costuras invisibles, como si buscaran un ancla. Pero había algo más, algo que no esperaba: no estaba paralizado. Había miedo, sí, pero también una corriente eléctrica de pura emoción, un calor que subía desde el estómago y lo empujaba hacia adelante.
Se permitió mirar alrededor. Aiden estaba ajustando el ángulo de su batería imaginaria, moviendo las manos en el aire como si pudiera perfeccionar cada golpe antes de tiempo. Sus cadenas tintineaban apenas con cada movimiento, y Freddy pensó que nunca lo había visto tan concentrado. Bonnie afinaba en silencio, con la espalda recta, los ojos clavados en las cuerdas; parecía serio como siempre, pero había una suavidad en su postura, como si esta vez no llevara todo el peso sobre sí. Ann revisaba el borde de su traje, pasando los dedos por las costuras como quien acaricia un recuerdo. El rosa y amarillo de su ropa brillaba con una luz propia, y en su cara había esa calma que solo llega cuando algo que soñaste mucho por fin está ahí. Una sonrisa llena de nostalgia.
En medio de ese cuadro, Freddy sintió una presencia. No física, pero sí conocida. ¿Fred? No estaba seguro si era una voz, un reflejo de su propia respiración, o esa sensación de tener a alguien sentado a tu lado sin tocarte. No había palabras, solo un eco compartido: el reconocimiento de que ambos él y Fred habían llegado hasta ahí juntos. Se abraza a sí mismo ( a ellos) con sus brazos, gesto que hace meses le parecería estupido, pero que ahora estaba tan lleno de razón.
La presentación ya estaba por terminar, con los Nightmare. El telón se abrió y el bullicio se volvió casi insoportable: gritos, silbidos, aplausos que golpeaban como olas. Las primeras notas retumbaron y Freddy sintió cómo todo dentro de él quería avanzar, correr, saltar… y, al mismo tiempo, quedarse quieto y grabarlo para siempre. La música llenaba cada rincón, el bajo vibraba en el suelo, la guitarra cortaba el aire como un cuchillo luminoso. El público no era una masa anónima: era una criatura de cien ojos y cien manos que respiraba con ellos.
Freddy los observó desde un lado del escenario. No pensaba en si tocarían perfecto o si él olvidaría una parte. Pensaba en el martes que pasaron repitiendo una entrada hasta que dolían las manos; en las veces que Aiden había dicho “otra vez” sin quejarse; en Ann cosiendo hasta quedarse dormida sobre la máquina en el salón de costura; en Bonnie quedándose después de los ensayos para afinar una y otra vez. Pensaba en Martha guardando su boleto, en Gabriel con la cobija sobre los hombros, en el pasillo de la escuela donde Fred había invitado a Owynn (dato que le contó Fred en la libreta de ambos).
Y de pronto, lo supo: ese momento no era el final. No era “la” noche. Era solo uno de los muchos puntos altos de algo que habían estado construyendo juntos, con paciencia y con manos temblorosas. La canción de Los Nightmare subió de intensidad, el público gritó más fuerte, y Freddy sonrió, sintiendo que el corazón le golpeaba el pecho no solo de nervios, sino de vida. Porque sí, estaba aterrado. Pero, sobre todas las cosas, estaba emocionado. Extasiado. Exaltado.
—Wow…–murmura.
Su mente, caprichosa, decidió arrastrarlo hacia atrás, hacia ese primer día que había entrado a la escuela. Lo recordó con tanta claridad que casi sintió otra vez el peso de la mochila sobre los hombros, el olor a pasillos recién trapeados, el eco incómodo de su propio nombre en lista de asistencia. Entonces estaba aterrado: aterrado de hablar, de que lo miraran, de equivocarse. Caminaba encorvado, midiendo cada paso como si un ruido mal dado pudiera revelar todo lo que intentaba esconder.
Y ahora… ahora estaba aquí. ¿Cómo rayos había llegado aquí? ¿En qué momento las horas de encierro y de miedo se habían transformado en tardes de ensayo, en risas cansadas después de tocar, en esta sensación de que algo estaba por empezar y él no quería que se acabara? Miró a sus amigos: Aiden ajustando una baqueta, Bonnie girando el clavijero con precisión, Ann dándole una última pasada a su falda; y el corazón le dio otro pum, pum, pum , pero esta vez distinto: no de miedo, sino de un agradecimiento tan grande que casi no le cabía en el pecho.
Sacó el teléfono. La pantalla le iluminó la cara con un brillo frío mientras buscaba el contacto de Gabriel. La llamada se conectó después de unos segundos, y ahí estaba: en las butacas, entre la gente, con Martha a su lado. Iba tapado con ropa extra, una gorra y una peluca mal peinada para que nadie lo reconociera. Freddy sonrió apenas, y giró la cámara del teléfono para mostrarle todo: a Ann riendo sin darse cuenta de que la graban, a Aiden marcando un ritmo en el aire, a Bonnie afinando con su concentración habitual, los instrumentos esperando bajo la luz.
No importaba que el ruido fuera demasiado y que Gabriel no pudiera escuchar nada. Él sabía que entendía. Freddy levantó el pulgar hacia la cámara, le dedicó una sonrisa breve y colgó antes de que el momento se diluyera. Abrió el whats y escribió despacio, como si cada palabra tuviera peso propio:
———————-
[19:23] Freddy
: Esto también es para ti, Gabo. También eres parte de esto.
———————-
Lo envió. Guardó el teléfono en el bolsillo, sintiendo que algo le quemaba detrás de los ojos. No era tristeza; no era miedo. Era esa extraña y rara felicidad que nace cuando te das cuenta de que no solo llegaste a un lugar, sino que lo hiciste caminando con otros, construyendo algo que antes parecía imposible. Sintió que iba a llorar, pero no se movió. Se quedó ahí, respirando hondo, dejando que el orgullo (por primera vez, orgullo de sí mismo) le llenara el cuerpo entero. No había ensayo, examen ni conversación que pudiera enseñarle lo que estaba aprendiendo en ese instante: que había valido la pena cada temblor, cada silencio, cada paso inseguro. Que estar ahí, con ellos, a punto de salir al escenario… ya era una victoria.
Un movimiento detrás del telón lo sacó de sus pensamientos. El presentador estaba ya a un costado, micrófono en mano, listo para cerrar la presentación de Los Nightmare. El público gritaba con una energía que se sentía en el suelo, vibrando bajo los pies. El último acorde de la guitarra del peli-azul retumbó, y un aplauso cerrado, aplastante, llenó el auditorio. Freddy tragó saliva. Su turno estaba tan cerca que podía tocarlo.
—Y ahora… —la voz del presentador retumbó por los altavoces— cerrando esta noche, recibamos a… ¡Los animatronicos!
El resto de la frase se perdió entre gritos, silbidos y el golpeteo de palmas. El telón comenzó a abrirse. La luz, que hasta ese momento había estado filtrándose apenas en destellos desde las rendijas, ahora los envolvía por completo, caliente, cegadora. Freddy sintió que todo en su interior se alineaba: los nervios, el miedo, la emoción, el orgullo, todo al mismo tiempo.
Aiden fue el primero en salir, caminando con paso firme hacia la batería. Sus cadenas tintineaban con cada movimiento, reflejando destellos de luz. Bonnie siguió, con su guitarra sujeta como si siempre hubiera estado hecha para él. Ann avanzó después, su traje rosa y amarillo brillando como si tuviera luz propia. Freddy los siguió, con las manos temblorosas pero la cabeza erguida, el azul y rojo de su traje salpicado de estrellas y notas que parecían flotar bajo las luces.
El bullicio no disminuyó, y eso, lejos de aplastarlo, lo sostuvo. Se detuvo en su lugar frente al micrófono y, por un segundo, miró hacia las butacas. No pudo distinguir rostros entre tanta luz, pero supo exactamente dónde estaban: Su amada madre y Gabo, a quien ahora puede llamar hermano, escondidos entre la multitud, viendo. Sintió algo parecido a un abrazo invisible, ese empujón silencioso que te dice aquí estás, hazlo . Hazlo, si puedes.
—Si puedo, si puedo…—se susurra.
El público comenzó a calmarse apenas, lo justo para escuchar el conteo de Aiden. Freddy tomó aire, dejó que la mano de Bonnie en el mástil marcara el tiempo, y miró de reojo a Ann, que le devolvió una sonrisa breve, segura.Y entonces, en ese segundo antes de que la música comenzara, lo supo: estaba exactamente donde debía estar. El primer acorde estalló, limpio, vibrante. Y Freddy, sin pensarlo más, cantó. Se inclinó apenas hacia el micrófono y, con la voz contenida, abrió el verso:
—-My feet are aching…. and your back is pretty tired…
Era suave, íntimo, como si lo estuviera diciendo al oído de alguien en medio del bullicio. La batería apenas se insinuaba, un charles acariciado cada dos compases, y el bajo se movía lento, sosteniendo cada palabra. En las butacas, la multitud comenzó a callarse poco a poco, atrapada por ese arranque casi confesional.
—The papers say it's doomsday…the button has been pressed…
Bonnie miró a Freddy justo en ese momento, como para recordarle que ahí estaba, que no estaba solo. Ann sonrió sin apartar la vista de sus manos, y Aiden, con un golpe más firme en la caja, marcó el paso hacia la primera subida.
Cuando llegó el estribillo: — Oh girl, it’s you…. that I lie with….as the atom bomb locks in
Freddy dejó que la voz se abriera. No gritó, pero proyectó cada sílaba, como si quisiera que llegara al último asiento del auditorio. Ann empujó el bajo hacia adelante, llenando el aire de graves que retumbaban en el pecho; Bonnie añadió un arpegio alto que se deslizó por encima de la voz, y Aiden cambió de un ritmo contenido a un golpe más amplio, sólido, que empujaba la canción hacia adelante.
La transición al segundo verso fue casi imperceptible. El tiempo bajó de nuevo, pero ya no era la calma inicial: ahora había una tensión, una cuerda invisible estirada al máximo. Freddy cantó:
— You put your final suit on….I paint my fingernails
Con un filo en la voz, como si cada palabra fuera más pesada que la anterior. Bonnie, con un gesto breve, alargó un acorde y luego lo dejó caer justo antes de que Ann llenara el hueco con una línea de bajo que parecía caminar hacia algo inevitable. Aiden jugó con los platillos, subiendo apenas el volumen mientras la letra avanzaba:
—-We creep up on extinction… I pull your arms right in…—-
Freddy casi susurró: —
I weep and say goodnight, love
.
y en ese instante, el auditorio estaba tan en silencio que se escuchaba la respiración colectiva del público.Y entonces, la segunda gran subida. El build-up fue perfecto: Aiden aceleró una fracción de segundo antes que los demás, Bonnie lo siguió con acordes más cortos, y Ann clavó el bajo en el tiempo, firme como un metrónomo. Freddy levantó la voz para el estribillo repetido, y las luces cambiaron, bañándolos en un blanco cálido que hacía que todo pareciera suspendido en el aire.
—-Oh, it's you I welcome death with….as the world, as the world caves in…
El último tramo fue un estallido controlado. No había gritos ni caos: había intensidad, la clase de fuerza que nace de estar perfectamente sincronizados. Freddy sintió la vibración de cada instrumento recorriéndole el cuerpo, y cuando cantó la última línea — "as the world caves in" — dejó que la voz se alargara, perdiéndose entre el acorde final de Bonnie, el golpe profundo del bombo y el bajo que se desvanecía como un eco.
Por un segundo, hubo silencio. Ese silencio absoluto que solo se consigue cuando nadie quiere romper lo que acaba de pasar. Y luego, el estallido: gritos, aplausos, silbidos, una oleada de sonido que los envolvió como una marea caliente.
Freddy, con la respiración acelerada, miró a sus amigos: Aiden sonriendo detrás de la batería, Ann con el bajo colgando y las mejillas encendidas, Bonnie inclinando apenas la cabeza como quien dice “Lo hemos logrado”, y a la vez: ¿Que carajo acaba de pasar?. Y él, con el micrófono todavía en la mano, sintió que esta era la primera vez en su vida que estaba orgulloso de sí mismo. Estaba orgulloso, estaba tan…feliz. Lágrimas llenan sus ojos, siente esta nostalgia dentro de sí que no puede explicar; mira a su público, que les aplauden con tanta efervescencia que lágrimas llenan sus ojos. Se acerca al micrófono, y dice:
—¡GRACIAS! —sonriendo.
El último acorde aún vibraba en los huesos cuando bajaron por la escalerilla lateral. El telón se cerró a sus espaldas como una ola que por fin se repliega, y lo primero que los recibió fue el aire más fresco y el caos suave de tras bambalinas: cables en el suelo, gente con carpetas y audífonos pasando rápido, luces rojas de standby parpadeando en las esquinas. El ruido del público no desaparecía; estaba ahí, amortiguado pero vivo, como un eco que se negaba a irse.
Aiden soltó las baquetas sobre un amplificador y se dejó caer en la primera silla libre, riendo con esa risa que sale sola, que no se fuerza. Ann abrazó su bajo con ambas manos, como si acabara de ganar una batalla, y Bonnie se apartó un mechón de la frente, aún con la guitarra colgando, la respiración agitada pero los ojos encendidos. Freddy estaba ahí, quieto, sintiendo que su cuerpo entero latía al mismo ritmo que hace un minuto.
No alcanzó a procesar más cuando una figura apareció corriendo desde el pasillo lateral: gorra mal puesta, sudadera enorme, y encima una peluca absurda que parecía haber sido rescatada de un baúl olvidado. Gabriel. Antes de que cualquiera dijera algo, se lanzó hacia ellos y los envolvió a todos en un abrazo torpe pero lleno de fuerza.
—¡Lo hicieron increíble! —dijo, y la voz le salió tan alta que alguien del staff giró a verlo.
Aiden se rió, Ann le dio un apretón rápido, Bonnie sonrió bajando la mirada, y Freddy… Freddy solo se dejó sostener ahí, en medio del calor, del sudor, de esa mezcla de cansancio y euforia.
Cuando Gabriel los soltó, Freddy levantó la vista y la vio. Al otro lado de la puerta lateral, justo donde la luz del pasillo se colaba, estaba Martha. Tenía el bolso colgado en un hombro, la bata del ISSSTE aún encima de la ropa, y una sonrisa que le llenaba toda la cara.
Freddy se separó de sus amigos casi sin pensarlo. Dio unos pasos, esquivando un par de cables, y se detuvo frente a ella.
—¿Qué te pareció? —preguntó, y la voz le salió más baja de lo que quería.
Ella no contestó con palabras. Lo abrazó. Fuerte, cerrando los brazos como si quisiera asegurarse de que no se le escapara. Freddy sintió el olor a desinfectante, a pasillo de hospital, a casa. Le devolvió el abrazo sin dudar, y fue entonces cuando notó que estaba llorando. No un llanto ruidoso, sino ese llanto que se esconde en la garganta y en los ojos hasta que no puedes más.
Cuando se separaron, ella le sonrió, con los ojos también húmedos. Freddy secó rápido las mejillas con el dorso de la mano y miró a sus amigos, que lo observaban desde unos pasos atrás.
—¿Todo estos ensayos para esto? —preguntó, intentando que la voz sonara ligera.
Aiden soltó una carcajada, Ann rodó los ojos pero reía igual, y Bonnie negó con la cabeza, divertido. Gabriel, todavía con la peluca torcida, solo sonrió.
Al fondo, una voz familiar comenzó a resonar por los altavoces: el del consejo escolar, el del pelo anaranjado, cuyo nombre Freddy todavía no logra recordar: —En cinco minutos anunciaremos a los ganadores… —decía, y el eco de sus palabras llegaba hasta el backstage .
El
backstage
seguía lleno de voces y movimiento, pero ellos habían formado un pequeño círculo improvisado alrededor de una caja de cables que servía de mesa. Ann se inclinó hacia Aiden, hablándole en voz baja sobre cómo en la segunda estrofa él había hecho un redoble distinto al que habían practicado.
—No fue a propósito —dijo Aiden, levantando las manos—, me dejé llevar.
—Pues quedó bien —añadió Bonnie, apoyado contra la pared, con la guitarra ya guardada en su estuche—. No creo que nadie lo haya notado.
—Yo sí —dijo Ann, sonriendo apenas.
—Obvio tú sí —respondió Aiden, dándole un empujón suave en el hombro.
Gabriel, todavía con la peluca mal acomodada, los observaba a todos con los brazos cruzados, como si quisiera memorizar cada segundo. Freddy estaba sentado en una silla baja, las piernas abiertas, el cuerpo todavía vibrando de la música. Se sentía ligero, como si le hubieran quitado un peso invisible de encima. Martha, a un lado, los veía conversar, sonriendo en silencio. Pensaba dentro de si que hace muchos años no veía a Freddy tan feliz, tan alegre con sus amigos.
Al fondo, por los altavoces, la voz del consejo escolar seguía hablando. Un discurso sobre lo talentosos que eran todos, sobre la importancia de la música en la comunidad escolar, sobre el “espíritu juvenil” que se había visto esa noche. Ninguno de ellos ponía atención.
—No entiendo por qué hablan tanto —murmuró Ann.
—Para que se haga más largo, usualmente es para eso…así pueden hacer provecho de lo que pagaron por rentar este lugar y eso… —dijo Bonnie.
—O para hacernos sufrir —agregó Aiden, riendo.
Freddy solo los escuchaba, su mirada perdida un momento en el suelo, hasta que algo en la entonación del presentador cambió.
—Y ahora… el primer lugar… —La voz rebotó en las paredes del backstage—. ¡Los Animatrónicos!
Hubo un segundo en que el aire se quedó suspendido. Los cuatro se miraron, primero como si no hubieran entendido bien, y luego con esa mezcla de incredulidad y alegría que solo aparece cuando algo imposible se vuelve real.
—¿Dijo… nosotros? —preguntó Ann, casi en un susurro.
—Creo que sí —dijo Bonnie, con una media sonrisa que no sabía si creerse.
—No mamen… —soltó Aiden, y de inmediato la risa se le escapó.
Freddy los miró a todos, sintiendo que el pecho se le llenaba de golpe. En un segundo, estaban de pie, abrazándose, repitiendo “¡ ganamos !” entre risas y gritos ahogados para no llamar demasiado la atención antes de salir. Gabriel aplaudía como si estuviera en medio del público, y Martha, con los ojos húmedos, miraba a su hijo como si no pudiera estar más orgullosa. En ese abrazo colectivo, entre el olor a sudor, a tela caliente y a metal, Freddy sintió que algo dentro de él se cerraba y otra cosa se abría. No era solo un premio. Era saber que podían, que habían crecido, que todo lo que habían sido, los miedos, las tardes de ensayo, las discusiones, las risas (los secretos, los miedos, las inseguridades) los había traído hasta ahí.
Al separarse, Ann, aún riendo, dijo:
—¿Se dan cuenta? Esto… esto se va a quedar para siempre…¡Somos la primera banda que en un solo año de haberse formado gana este concurso!. Todos se sonríen, todos están felices.
Cuando escucharon su nombre por segunda vez, no hubo tiempo para pensar. Ellos se miraron otra vez, con la misma incredulidad de hace unos segundos, y de pronto estaban moviéndose, abriéndose paso entre los pasillos del backstage para salir al escenario, Freddy mirando atrás un instante, compartiendo miradas con gabriel, que lo miraba con una gran sonrisa en su rostro. Freddy le sonríe de vuelta. El sonido del público los envolvía como un mar que no dejaba de crecer. Ann llevaba el bajo colgado, Aiden jugaba con las cadenas de su traje, Bonnie ajustándose la correa de la guitarra por pura costumbre, y Freddy, sintiendo que el suelo bajo sus pies tenía un peso nuevo, más firme.
Salieron juntos, bajo las luces que ahora parecían más cálidas, hacia ese trofeo que brillaba en la mesa del centro. Y mientras sus pasos los acercaban, todo lo que habían vivido parecía concentrarse en ese instante: los primeros ensayos llenos de tropiezos, las discusiones pequeñas que habían aprendido a dejar atrás, las tardes donde la música salía rota y había que volver a empezar. Cada uno había cambiado sin darse cuenta, perdiendo partes de lo que habían sido y ganando otras que no sabían que podían tener.
Porque así es como crece uno, ¿no?: sin grandes anuncios, sin que nadie te avise, en medio de risas, de errores, de repeticiones. Hasta que un día caminas hacia adelante, con tus amigos al lado, y entiendes que ya no eres el que empezó, que algo se ha quedado en el camino y algo más, nuevo y más fuerte, ha tomado su lugar. Y esa certeza, la de saberse parte de algo que fue real, que fue suyo, que nadie en el mundo podrá quitarles era, en el fondo, más valiosa que cualquier trofeo.
Y así, de la misma manera en que habían llegado, con pasos torpes y sonrisas encendidas, subieron al escenario a recibirlo, sin saberlo todavía, pero llevando en los hombros un recuerdo que les acompañaría el resto de sus vidas.
Freddy Venegas Andrade, al tener el trofeo en sus manos, y ver a sus amigos sonriendo, siente (No por última vez en esta historia) alegria.
Notes:
Esta historia la comencé a escribir antes del 5 de Mayo, en mi salón de biología. Durante el proceso de escritura de este fic, pasaron veinte mil cosas en mi vida. Algunas que no diré, sin embargo, cambiaron completamente mi visión de la vida y la muerte. De cierta forma el personaje de Fred es una representación tanto mía como de "Barney/one direction" de quién tanto hablo. Siempre he sentido a fred como un personaje que te deja ver mas allá de lo que en realidad siente, y a la vez es sumamente reservado.
Gracias a este fic, conocí personas que ahora llamo amigos y, a la vez, cambié mi forma de escribir. Igualmente, un agradecimiento a Andy, y a Sari. Ambas me ayudaron a acabar esta historia con sus comentarios y amenazas de muerte (JJSJAJAJSJ). Gracias, de verdad.
Fueron meses de "trial and error"; cambios completos de la narrativa y de la historia. Me hubiera gustado profundizar mas, sin embargo, eso se hará en otro momento; pues el enfoque aquí era en el crecimiento de Freddy desde mi punto de vista.
Igualmente, viajé a Ciudad de México a hacer unos tramites hace dos semanas, e hice un recorrido por algunos de los lugares que mencionó aquí, y verdaderamente que genial es poder relacionar lugares reales con historias ficticias.
En fin...hay tanto que quiero decir, y tan poca lírica para poder hacerlo; finalmente y como siempre, gracias por haber leído, a los que comentaron y comentaran; Gracias desde el fondo de mi corazón.
Les aprecio mucho, y espero hayan disfrutado la lectura de ¿Como inicias una vida nueva si la anterior está destruida por ti mismo (o no)?
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