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Au Regency: "Una temporada para arder"

Summary:

"La temporada ha comenzado bajo la atenta mirada del rey consorte, Sebastian, y con ella llega el desfile de abanicos, perfumes y secretos bordados con hilo de oro.

Entre todos los omegas que relucen como joyas recién pulidas, hay un nombre que resuena en los pasillos de mármol y entre los cuchicheos tras los tapices: Charles Leclerc, el debutante perfecto… o quizás no tanto. Porque, a pesar de su impecable porte, sus trajes exquisitos y su aroma a manzana y canela, ni un solo pretendiente ha cruzado el umbral de la casa Leclerc.

¿Capricho del destino? ¿Estrategia familiar? ¿O una maldición bordada en seda?

Y como si los bailes no fueran ya lo suficientemente incendiarios, Londres da la bienvenida a Max Verstappen, duque de Somerset, alfa de ceño fruncido, modales fríos y aversión declarada a todo lo que huela a cortejo.

Y cuando el destino los cruce... el juego apenas comenzará.

Querida sociedad, abróchense los corsés. Porque esta temporada promete pólvora, pañuelos y pasiones que no se podrán disimular ni con la sonrisa más educada."

Notes:

Hola☕📜 , gracias por leer esto y si dejan algún comentario voy a estar muy feliz de leerlo. Gracias 💌

Chapter Text

 

“ Querido lector.

La primavera ha llegado a Londres y con ella el tan esperado inicio de "la temporada social", donde jóvenes omegas, miembros de las familias de mas alta alcurnia, esperan ansiosos o asustados su presentación oficial ante nuestra sociedad, frete a nada mas y nada menos que la atenta mirada del querido rey consorte, Sebastian, no hay lugar para la imperfección, hay de ellos si no llegaban a complacer al rey, ya que no hay cosa que adore más el querido monarca que los eventos de la alta sociedad, una diferencia clara con su esposo el r ey Kimi, que prefiere pasar el tiempo con libros y espadas que, con personas, solo una persona es digna de su atención, su esposo y eso es bien sabido en la corte, pero no hablemos de los reyes ahora, de eso hablaremos después.

Hablemos ahora de los debutantes, joyas puras e inmaculadas lo más preciado de sus familias, delicados y elegantes, criados desde su nacimiento con solo un propósito en mente, casarse, ya que como es bien sabido un buen matrimonio puede elevarte en la sociedad y  uno malo puede hundirte más bajo que las catacumbas de París, y un escándalo, Dios no quiera arruinar a toda una familia dejándola en un deshonor sin igual, así que queridos lectores inicien las apuestas, ¿habrá algún escandalo esta temporada?. 

Londres, 3 de abril

1815"


El sol de la mañana se filtraba por las cortinas de seda del dormitorio de Charles Leclerc, iluminando su rostro con una suave luz dorada. Era un día especial, uno que había estado esperando desde que se presentó oficialmente como omega hace apenas unos meses. Había experimentado su primer celo, un recuerdo terrible a su juicio; desde que era niño, su madre le había dicho que el primer celo era una experiencia emocionante y encantadora que indicaba que por fin había llegado a la etapa de su vida en la que podía tener hijos y buscar un esposo. Sin embargo, en su opinión, había sido una experiencia dolorosa, nada emocionante y mucho menos encantadora. Hoy, finalmente, sería presentado ante el rey consorte, Sebastian, y ante toda la alta sociedad de Londres. La emoción le hacía palpitar el corazón con fuerza, pero también había un nudo de nervios en su estómago que no podía ignorar.

Charles se levantó de la cama con un suspiro, pasando los dedos por su cabello despeinado. Pero antes de prepararse para el gran día, había un lugar al que necesitaba ir. Con pasos silenciosos, se dirigió al estudio de su padre, un lugar que había permanecido casi intacto desde la muerte de su progenitor dos años atrás. El aroma a madera envejecida y libros antiguos lo envolvió al abrir la puerta, y sus ojos se posaron en el retrato de su padre que colgaba sobre la chimenea. Hervé Leclerc, un alfa de mirada firme pero llena de amor, parecía observarlo con esa calma que siempre lo había reconfortado.

—Hoy es el día, papá —susurró Charles, acercándose al retrato—. Estoy nervioso, pero también emocionado. Espero que, de alguna manera, me guíes hacia un amor como el que tú y mamá tuvieron. Quiero encontrar a alguien que me mire como tú la mirabas a ella. Por favor...

El silencio de la habitación fue su única respuesta, pero Charles sintió una extraña calma al saber que, en algún lugar, su padre lo estaba cuidando.

El sonido de pasos apresurados interrumpió su momento de reflexión. Una de las sirvientas, una beta de rostro amable y manos hábiles, asomó la cabeza por la puerta.

—Señorito Charles, es hora de prepararse —anunció, conteniendo una risa al verlo despeinado—. Su madre ha enviado tres mensajeros. Si no llega puntual, el rey consorte podría tacharlo de indisciplinado.

Charles asintió y siguió a la sirvienta hasta su habitación, donde ya lo esperaban varios de los empleados de la casa. La mayoría eran omegas, algunas de las sirvientas eran betas, pero todos se movían con la eficiencia de quienes conocían su trabajo al dedillo. En el centro de la habitación, sobre un maniquí, estaba el traje de seda que usaría para su presentación: un conjunto de color blanco inmaculado, con bordados elaborados en dorado que brillaban bajo la luz del sol.

—Respira hondo —murmuró Andrea, su asistente omega de más alta estima, mientras tensaba las cintas del corsé. Charles contuvo el aliento, sintiendo cómo el tejido abrazaba su torso. Las botas de cuero blanco, con un tacón discreto, estilizaron aún más su figura. 

Una de las sirvientas le aplicó un ligero rubor en las mejillas y un labial que combinaba perfectamente con el tono natural de sus labios y unos pequeños zarcillos en oro blanco.

—El perfume, señorito —dijo otra sirvienta, sosteniendo un frasco pequeño pero exquisito. Era un aroma único, creado específicamente para él por sus padres años atrás. Notas de bergamota de Calabria y vainilla resaltaban su aroma natural de manzana y canela. 

Charles cerró los ojos mientras el perfume se esparcía sobre su piel, soñando despierto con el alfa perfecto. Quería enamorarse, como en los cuentos que leía de niño, y encontrar a alguien que lo mirara como si fuera lo más importante del mundo, alguien que solo tuviera ojos para él y solo para él.

Él sonrió ante el espejo. Su traje blanco envolvía su figura con una gracia etérea. Delicados bordados dorados recorrían la tela con la precisión de un susurro, resaltando cada curva sutil de la prenda. La cintura, finamente ceñida por un corsé ajustado, realzaba su silueta con un aire de refinada distinción, mientras que el saco se expandía ligeramente en las caderas, otorgándole un volumen coqueto y armonioso. La cola larga se deslizaba con suavidad sobre el suelo, como si cada movimiento suyo tejiera una danza silenciosa de lujo y sofisticación. Sus manos, envueltas en guantes de satén impoluto, se movían con la suavidad de un suspiro, y con ellas tintineaban finas cadenas doradas, abrazando sus muñecas con ligereza. Los eslabones diminutos resplandecían a la luz, siguiendo el movimiento de sus dedos cada vez que movía con gracia su abanico de plumas blancas, largas y esponjosas.

El rubor en sus mejillas y el labial rosa pálido acentuaban su juventud. Pero lo que más capturó su atención fue su cabello, peinado con aceite de almendras, que se veía suave y esponjoso. Sus cortos rizos castaños, bien definidos, brillaban a la luz del sol, con hilos de oro y plata entrelazados con la precisión de un bordado celestial. Eran adornos delicados, casi imperceptibles a simple vista, pero lo suficientemente impactantes como para convertirlo en un ser salido de un sueño. Nunca se había sentido tan hermoso como ahora. "La vanidad es un pecado", le habían repetido desde que era niño, pero ahora no podía dejar de admirarse. Muchas veces había tildado de exagerada la historia de Narciso, pero ahora estaba embelesado con su reflejo.

—Pareces un príncipe de cuentos —susurró Ollie, su hermano menor, entrando en su habitación con suavidad. Sus ojos estaban llenos de admiración.

—Gracias, querido, eres el mejor —respondió Charles, saliendo de su estupor y dándole un pellizco cariñoso en la mejilla.

El idilio se rompió con una serie de golpes estruendosos en la puerta.

—¡CHARLES! —rugió Arthur, su hermano de catorce años, abriendo de golpe—. ¡Si no sales en dos minutos, iré a tu perfecto debut vestido de bufón y diré que eres tú!

—¡Arthur! —protestó Charles, aunque una carcajada escapó de sus labios—. ¿No tienes respeto por la tradición?

—La tradición es aburrida —replicó Arthur, cruzando los brazos—. ¿De verdad necesitas tanto tiempo para impresionar a un montón de alfas que solo hablan de cacerías y herencias?

—Cuando sea tu temporada, recordarás estas palabras —advirtió Charles, sacudiendo su abanico—. Y me aseguraré de que todos y cada uno de los modistas de Londres sepan que te asusta usar corsé.

Arthur palideció y salió corriendo, no sin antes gritar:

—¡Mamá dice que bajemos YA!

Al pie de la escalinata, la familia Leclerc aguardaba frente al carruaje. Pascale, vestida de luto, pero con un broche de diamantes que Hervé le regaló en su primer baile, extendió la mano hacia su hijo.

—Estás radiante, mon cœur —susurró, con lágrimas en los ojos—. Él estaría orgulloso.

El carruaje de la familia avanzó por las calles adoquinadas de Londres, el traqueteo de las ruedas acompañado por el murmullo de los comerciantes matutinos y el repique de las campanas de la iglesia. Dentro, Charles intentaba mantener la compostura, aunque sus dedos no dejaban de juguetear con los bordados de su saco blanco. Arthur, sentado frente a él, no perdía oportunidad para burlarse:

—¿Crees que el rey consorte te mande a los calabozos si no lo impresionas? —preguntó con una sonrisa maliciosa—. Dicen que manda personas a los calabozos incluso por una reverencia mal hecha.

—Arthur —lo reprendió Pascale, aunque sus ojos brillaban de complicidad—, hoy es el día de tu hermano. Sé amable. Aprende de él, cuando sea tu temporada...

—No es necesario que todos nos casemos —replicó Arthur, encogiéndose de hombros—. Lorenzo ya está casado y Charles se casará pronto; yo seré el omega libre que recorrerá Europa escribiendo poesías escandalosas.

Charles rodó los ojos, pero antes de que pudiera responder, Ollie, sentado a su lado, lo tomó de la mano.

—No te preocupes, Char —dijo el menor, con una sinceridad que desarmó cualquier tensión—. Solo son rumores y, además, te ves muy bonito.

El elogio hizo sonreír a Charles, aunque su tranquilidad se quebró al llegar al palacio. El palacio de St. James se erguía imponente en el corazón de Londres, con su fachada de ladrillo rojo que reflejaba la seriedad y la tradición de la monarquía británica. Custodiado por guardias con uniformes carmesí, el palacio de St. James nunca le había parecido tan emocionante y aterrador. Sin embargo, faltaba alguien; su hermano mayor, Pierre, el vizconde y alfa de la familia, no estaba allí.

—¿Dónde está tu hermano? —susurró Pascale, apretando la mano de Charles con delicadeza—. Sin él, no podemos presentarte.

Los minutos pasaron como horas. Charles observaba cómo otras familias desfilaban hacia el salón principal, los omegas debutantes luciendo trajes blancos o vestidos, pero todos tenían algo en común: sonrisas nerviosas. Hasta que, finalmente, el ruido de unos pasos apresurados los hizo girar. Pierre llegaba con el cabello desordenado y la corbata torcida, disculpándose entre jadeos:

—El Parlamento... se extendió más de lo previsto —mintió, evitando la mirada escrutadora de Charles, quien conocía demasiado bien los asuntos extramatrimoniales de su hermano.

—Da igual, estamos aquí —intervino Pascale, arreglando el cuello de la camisa de Pierre y dándole palmaditas en el rostro con una mirada que prometía una charla más tarde—. Ahora, entremos todos juntos.

La sala del trono parecía interminable. Sus altos muros estaban adornados con tapices que contaban historias de antaño, iluminados por candelabros de cristal, y el aire era denso por los aromas a flores exóticas y la suave fragancia de la cera. Charles caminó con la cabeza alta, sintiendo cómo cientos de ojos se posaban en él. Entre las sombras, se podían distinguir los perfiles de los nobles que observaban con disimulo, y en sus miradas a veces se asomaba una mezcla de interés y cálculo. 

Pero sus ojos estaban fijos en el trono que se erguía en el centro de la sala. El rey consorte estaba allí, en su majestuoso asiento, rodeado de cortesanos. Su traje azul marino, con bordados dorados y rojos, contrastaba con el dorado del sillón, y su sonrisa, afilada como una daga, revelaba una mente que todo lo sometía a cálculo; un cumplido y toda la sociedad estaría a su favor, un gesto de desagrado y toda la sociedad lo ignoraría. Todos querían estar en gracia del rey consorte, ya que era la única forma de acceder al rey.

—El joven Charles Leclerc —anunció el heraldo, golpeando su bastón en el suelo—. Presentado por su madre, la muy honorable vizcondesa Leclerc.

Charles avanzó, y por un momento todo lo que podía escuchar era su respiración y el tacón de sus botas resonando contra el mármol. Al llegar frente al trono, realizó una reverencia impecable, moviendo ligeramente su abanico de plumas blancas; había estado practicando este momento durante años. El silencio era absoluto.

Sebastian se levantó lentamente. La mirada fría pero calculadora del rey lo recorrió de arriba abajo, estudiando cada detalle del joven: desde el corte de cabello hasta la perfección de la postura, los bordados del traje, el rubor en sus mejillas, incluso la manera en que sus manos temblaban levemente. Inhaló suavemente, captando el aroma a manzana y canela que Charles emanaba. Finalmente, habló con una voz clara y melodiosa que recorrió la sala:

—Perfecto.

La palabra, simple pero cargada de significado, desató un murmullo de aprobación entre los presentes. Charles levantó la cabeza, encontrándose con los ojos del rey consorte, que brillaban con una mezcla de curiosidad y algo más... ¿diversión? 

—Bienvenido —continuó Sebastian, reclinándose en el trono—. Espero grandes noticias sobre usted, señorito Leclerc.

—Gracias, Su Alteza —murmuró, haciendo otra reverencia; no pudo evitar temblar ante la magnitud de ese momento. Era más que una simple cortesía; era el comienzo de todo lo que seguiría en la temporada.

Pascale, detrás de él, contuvo una lágrima de orgullo. Pierre frunció el ceño, intuyendo las implicaciones de esas palabras, mientras Arthur susurraba a Ollie:

—¿Crees que le ofrecerán matrimonio hoy mismo?


El carruaje de los Leclerc regresó a su residencia bajo un cielo crepuscular teñido de tonos violeta y dorado. Charles, aún con el corsé ajustado y el saco blanco impecable, miraba por la ventana mientras las calles de Londres pasaban como un sueño. Su mente revoloteaba entre las palabras del rey consorte “Perfecto” y el peso que ahora cargaban. Solo tres omegas habían recibido ese elogio en la ceremonia, y entre ellos estaban Alexandra y Lando Hamilton, ambos hermanos que habían deslumbrado en la corte. No era para menos; si obtenían algo menos que perfecto, tal vez Nico, su padre, se habría desmayado estrepitosamente en los brazos de su esposo, el Duque Lewis Hamilton.

Al llegar, la mansión los recibió con el aroma a pan recién horneado y rosas del jardín. Pero la tranquilidad duró poco. Menos de una hora después, los pasos rápidos de Lando resonaron en el vestíbulo.

—¡Charles! —llamó el joven omega, subiendo las escaleras sin esperar a que los sirvientes lo anunciaran.

Charles lo recibió en su dormitorio, donde ya se había cambiado a un conjunto más sencillo: una camisa de seda color crema y pantalones ajustados, el corsé reemplazado por una faja suave. Lando, en contraste, aún llevaba su traje de presentación: un blanco marfil con bordados de hojas doradas que complementaban su aroma a durazno y lavanda.

—¿También te dijeron "perfecto"? —preguntó Lando, abrazándolo fuerte para después derrumbarse en el sillón junto a la cama—. A mí también me lo dijeron, pero apuesto a que fue solo porque mi padre donó medio tesoro a la corona. ¡Sebastián nos ha condenado a ambos! Ahora todos los alfas de Londres querrán desfilarnos como trofeos.

Charles soltó una risa mientras servía té de manzanilla para ambos.

—Sebastian no parece el tipo de omega que se deja comprar —dijo él, recordando la mirada penetrante del rey consorte—. Aunque, si lo hizo, al menos somos perfectos juntos. Y tú tienes a tu hermana, la atención también estará en ella.

Lando giró la taza entre sus manos, su habitual humor dando paso a la vulnerabilidad y su aroma tornándose levemente agrio.

—Alexandra ya tiene pactado un matrimonio con la princesa Rebecca, la hija alfa de los reyes… ¿Crees que a nosotros nos dejarán elegir? No quiero que me elijan como a un mueble en una subasta.

El silencio se instaló entre ellos. Fuera, el sonido del viento meciendo los árboles llenó la habitación. Charles pensó en su padre, en las promesas de amor verdadero, y en cómo la sociedad convertía incluso los sueños en transacciones.

Charles se sentó al lado de su amigo, su aroma a manzana y canela mezclándose con el de Lando.

—Podríamos escapar —susurró, medio en serio, medio en broma—. Tomar un barco a Francia. Vivir de vino y pan fresco.

—Y dormir en establos —añadió Lando, riendo—. Tú, que te desmayas si una sábana no tiene hilos de seda.

—Y extrañaríamos los baños calientes y las cenas de cinco platos —respondió Charles, haciendo que ambos rieran—. Además, ¿tú cosecharías tus propias verduras?

—Preferiría morir —admitió Lando, fingiendo un desmayo dramático sobre el sofá—. Pero en serio, Charles... ¿Qué haremos si nos emparejan con alfas como Lord Grosjean? ¡Dicen que habla más con sus caballos que con las personas!

Ambos rieron, pero el silencio que siguió fue incómodo. Charles jugueteó con su taza.

—Sabemos que esto es un privilegio —murmuró Lando, mirando un cuadro en la pared—. Hay omegas que ni siquiera pueden elegir qué desayunar. Nosotros... tenemos opciones. Limitadas, pero opciones al fin.

Ambos soltaron un suspiro cansado y permanecieron en silencio, un silencio que se interrumpió cuando Lando recordó el motivo real de su visita. Sacó un sobre de pergamino sellado con cera dorada y el emblema de los Hamilton: tres cuervos en vuelo.

—El primer baile de la temporada —anunció el omega, entregándole la invitación a Charles—. En la casa Hamilton. Mis padres insistieron en que debía ser el evento del año. Habrá fuegos artificiales, una orquesta desde Viena… y suficientes alfas como para marearnos.

Charles abrió el sobre, leyendo la elegante caligrafía que detallaba la fecha y el código de vestimenta: Omegas: Blanco y plateado, estrictamente obligatorio.

—¿Blanco otra vez? —se quejó, aunque una sonrisa traicionaba su emoción—. Parece que quieren recordarnos lo puros que somos.

Lando se levantó, ajustándose los guantes de encaje.

—Al menos seremos los mejores vestidos —dijo, acercándose a la puerta—. Y si todo falla, siempre podremos escondernos en el jardín y sabotear los pasteles.

La puerta se abrió suavemente. Ollie, con un libro bajo el brazo, asomó la cabeza.

—Mamá dice que hay pastel de moras en la cocina —anunció el niño—. Y que, si Lando se queda, debe probarlo.

El aroma a canela y mantequilla derretida impregnaba el dormitorio de Charles, donde él y Lando compartían un plato de pastel de mora aún tibio. Las migajas caían sobre el mantel bordado mientras Lando, recostado en el diván de terciopelo, jugueteaba con una cucharita de plata.

—Papá ha ordenado preparar el ala este de la casa —comentó Lando, lamiendo miel del dedo—. Dicen que el invitado es un duque joven, más rico que Midas. Heredó el título recientemente, aunque su padre aún respira. Algo turbio, ¿no crees?

Charles inclinó la cabeza, intrigado. La cuchara se detuvo a mitad de camino hacia su boca.

—¿Un duque sin padre muerto? Eso es como un invierno sin nieve… antinatural.

Charles no quería parecer ignorante, pero por lo que sabía, la mayoría de los ducados estaban ocupados; todos tenían herederos que él conocía de vista, al menos. Su institutriz solía hacerle repasar los nombres de los nobles de la corte. El ducado de Somerset fue el primero que se le vino a la mente: Helmut Marko, duque de Somerset, solo había tenido una hija omega, es decir, que ella no podía heredar nada. Entonces, el esposo de su hija tal vez habría tomado el cargo de duque, ya que Helmut había muerto hace dos años. No podía ser Somerset; Helmut estaba muerto y el esposo de su hija seguro que ya era un hombre mayor. Tal vez podría ser el ducado de Dorset o Grafton; esos tampoco tenían herederos alfas directos. Charles también recordó que cuando Silvia, su institutriz, hablaba, él solía mirar por la ventana mientras soñaba despierto.

—Escuché a los sirvientes murmurando que el padre del nuevo duque es un alfa cruel y ambicioso... y que la única razón por la que le cedió el título a su hijo es porque ahora tiene mucho poder en Holanda —Lando bajó la voz, aunque solo estaban ellos dos—. Pero lo único que le importa a mi padre es que el joven duque está soltero. Mi padre, Nico, está dispuesto a encontrarle pareja, y mi padre, Lewis, está interesado en negocios. Dicen que el joven duque es alguien bueno. Le pregunté a un amigo que solía vivir cerca de Holanda si conoce a este duque o a su familia, pero mi amigo no sabe nada... es todo un misterio.

Charles imaginó por un momento a ese misterioso alfa: cruel como los retratos de los antiguos nobles, con ojos fríos y manos ávidas de poder. Un escalofrío le recorrió la espalda, imaginando que el joven duque sería igual a su padre. Después de todo, la manzana no cae lejos del árbol, o eso es lo que dicen.

—Quizás sea calvo y tenga aliento de dragón —bromeó, intentando aliviar la tensión.

—O quizás sea hermoso como un pecado —contraatacó Lando, sonriendo con picardía—. Y tú, señor Perfecto, caigas rendido ante su aroma a… ¿qué huelen los tiranos? ¿Azufre y ambición?

Ambos rieron, pero la llegada de un sirviente interrumpió el momento.

—Joven Hamilton, su carruaje lo espera —anunció el hombre con una reverencia—. Su padre insiste en que debe tomar sus clases de violín.

Lando se levantó con un suspiro dramático, ajustándose los guantes.

—Hasta mañana en la noche, Charlie. Reza para que el joven duque aterrador prefiera a otros.


La noche siguiente era un caos bien organizado en el dormitorio del omega, con los sirvientes alrededor del joven. El corsé le mordía las costillas, más ajustado que nunca, Andrea tensaba las cintas con manos expertas. El traje blanco de seda brillante relucía bajo la luz de las lámparas. La camisa de muselina semitransparente le envolvía el cuello como una caricia, mientras el saco, ajustado en la cintura y con un ligero volumen en las caderas, se ceñía a su figura con precisión, bordado con hilos plateados que imitaban constelaciones. El pantalón de la misma seda blanca se adhería a sus piernas ajustando sus muslos. Las zapatos con bardados delicados y un ligero tacón, junto al abanico de nácar grabado con el escudo de los Leclerc, un cavallino rampante, completaban el atuendo.

—Recuerda: postura recta, sonrisa serena —murmuró Pascale, colocándole un broche de diamantes en el saco—. Estás hermoso, cariño.

El viaje a la casa Hamilton fue una mezcla de emoción y terror mientras Pierre revisaba su reloj de bolsillo por décima vez.

—Los cuervos dorados —murmuró Charles al llegar, observando el emblema grabado en el mármol de la entrada—. Dicen que simbolizan astucia y longevidad.

—O que roban lo brillante —susurró Pierre, sonriendo.

El salón principal era un espectáculo de opulencia. Arañas de cristal colgaban del techo abovedado, arrojando destellos sobre los vestidos y trajes de los invitados. En el centro, el escudo de los Hamilton, cuervos entrelazados sobre un fondo dorado, brillaba como un sol en miniatura. Charles sintió que el aire se espesaba: diversos aromas competían por dominar la atmósfera.

Lando lo esperaba cerca de la escalinata, vestido con un traje exquisito y perlas en su cabello.

—¿Listo para el juego? —preguntó, ofreciéndole una copa de champaña—. Apostemos cuántos alfas intentarán bailar con nosotros esta noche.

—Diez —respondió Charles, bebiendo un sorbo—. Tú llevas ventaja con ese aroma a durazno.

La música comenzó, un vals que invitaba a los omegas a ocupar el centro de la pista para el baile de apertura tradicional, donde solo los omegas recién presentados participaban. Charles avanzó, sintiendo miradas clavarse en su espalda.

Los candelabros de cristal proyectaban destellos sobre su traje bordado, haciéndolo brillar como una estrella fugaz. Fue entonces cuando Pierre se acercó, su aroma a sándalo y nuez envolviéndolo con familiaridad.

—No olvides sonreír —murmuró su hermano mayor, ofreciéndole el brazo con una elegancia que solo un alfa de su estatus podía fingir—. Adoran el teatro, así que dales un espectáculo.

Charles iba a responder cuando, de repente, un brazo desconocido rodeó su cintura con firmeza. Giró sobresaltado, listo para rechazar al intruso, pero se detuvo al reconocer unos ojos verdes y una sonrisa traviesa que solo un Leclerc podía tener.

—¡¿George?! —exclamó el omega, sin poder ocultar su sorpresa y alegría.

George Leclerc, el segundo hijo alfa de la familia, lucía un traje de terciopelo negro y un broche de plata con el emblema de su familia. Su aroma a pino fresco y hierro forjado, marcadamente distinto al de Pierre, anunciaba su presencia con la autoridad de quien nunca pedía permiso. Charles había extrañado mucho a su hermano, aunque se había molestado cuando George manifestó su deseo de unirse a las tropas del general Wellington. El omega pasó días enteros en la capilla cerca de su hogar, rezando por el bienestar de su hermano. Cada mes se le hacía una tortura mientras esperaba noticias sobre él. George solía enviarles cada mes una carta avisándoles de cómo estaba, y la llegada de esa carta siempre hacía que todos en su familia suspiraran aliviados.

—No podía perderme el debut de mi hermano favorito —dijo George, apretando a Charles contra su costado en un gesto protector. Luego miró a Pierre con una sonrisa que escondía dagas—. Aunque veo que el vizconde ya se había encargado de escoltarte.

Pierre tensó la mandíbula, pero antes de que se formara un altercado entre ambos hermanos y se diera paso a una rivalidad que había surgido tras el deceso de su padre, George extendió su mano libre hacia él.

—Tranquilo, hermano. Por una noche, podemos fingir que no nos despreciamos —dijo, con un tono que rozaba la burla.

Para asombro de Charles, Pierre esbozó una sonrisa sardónica y tomó la mano de George.

—Por Charles —murmuró el mayor, sellando una tregua temporal.

Los tres avanzaron hacia el centro de la pista, donde los omegas giraban como remolinos de seda y encaje. George y Pierre flanqueaban a Charles, sus posturas erguidas y dominantes contrastando con la delicadeza del traje blanco de su hermano.

—¿Cuándo regresaste? —preguntó Charles, notando cómo algunos alfas apartaban la mirada ante la presencia combinada de sus hermanos.

—Esta mañana —respondió George, guiándolo en un giro elegante—. Bélgica y la guerra pueden esperar. Alguien tiene que asegurarse de que no te cases con el primer alfa que huela tu perfume.

Pierre soltó una risa seca.

—Como si tú supieras algo de matrimonios. ¿No dejaste plantada a la hija del conde de Sussex la temporada pasada?

—Ella tenía el aroma de frutas echadas a perder —replicó George, sin inmutarse—. Y tú, ¿cuántas promesas de matrimonio has roto este año?

Charles contuvo una risa, sintiendo una extraña calma al ver a sus hermanos unidos, esperando que olvidaran su disputa para siempre. La música se intensificó, y George tomó la mano de Charles para liderar el baile, mientras Pierre vigilaba desde el borde de la pista, intercambiando miradas desafiantes con algún que otro alfa curioso.

—No soy amante de estos eventos —susurró George, siguiendo el compás con precisión militar—. Pero disfruto ver a esos alfas incómodos.

Al terminar la pieza, George entregó a Charles a Pierre con una reverencia exagerada, provocando risas y algunos aplausos entre los espectadores.

El salón del baile resonaba con las risas ahuecadas de la nobleza, pero para Charles, cada segundo era una batalla entre el aburrimiento y la exasperación. Mientras George y Pierre desfilaban críticas como si fueran condecoraciones: “Ese alfa huele a ambición barata”, “¿Viste cómo miraba su reloj? Ni siquiera sabe fingir interés”, “Un poeta, esos sonetos no alimentarán a sus hijos”, “Su familia está envuelta en escándalos”, “Él cortejó a alguien la temporada pasada y huyó del compromiso, antes muerto a que deshonren así”, “Su familia está cerca de la ruina”, “Es feo”, y con cada comentario que soltaban sus hermanos, Charles solo podía ofrecer una pequeña sonrisa educada, esperando que al finalizar la velada sus hermanos no ofendiesen a todos los alfas de Londres.

—Ese alfa es un segundo hijo de un tercer hijo sin derecho a nada, solo está aquí buscando omegas con una gran dote —murmuró George, arrugando la nariz ante un noble que se retiraba con el rostro colorado.

Charles apretó los dientes, sintiendo que, con cada minuto que pasaba, el corsé le cortaba la respiración cada vez más. Con el transcurrir del baile, se dio cuenta de que casi ningún alfa le dedicaba ni la más discreta mirada. Vio a su madre al otro lado del salón observándolo preocupada, pero Charles fingió una sonrisa tranquila para no inquietarla y respiró hondo, tratando de que sus emociones no se reflejaran en su aroma. Un omega oliendo a amargo en un baile era algo que nadie quería.

—Y ese otro es un deudor y bebedor sin remedio; hace tres meses que nadie lo ve en el club —añadió Pierre, señalando a un joven que ajustaba su corbata por décima vez—. Poco honorable, y dicen que su madre tiene el carácter de un dragón.

—Hablando de dragones —dijo George, señalando con sus ojos hacia una esquina del salón. Charles miró y vio que el duque consorte, Nico Hamilton, se acercaba a ellos con elegancia. La astucia y el sarcasmo de Nico eran bien conocidos; muchos temblaban ante la presencia del omega rubio.

—No hay salida —murmuraron sus hermanos, tratando de escapar, pero viéndose rodeados de varias personas.

Fue entonces cuando una voz familiar, cargada de sarcasmo y dulzura, resonó detrás de ellos:

—¡No disimulen, ya me vieron, malcriados!

Los tres giraron. Charles lo saludó con una sonrisa tímida, mientras sus hermanos hacían una reverencia nerviosa.

—Lo lamento mucho, su alteza —se disculpó Charles. Nico solo le dio una sonrisa cómplice y se concentró en sus hermanos.

—Mi baile es tan aburrido que uno de los diamantes de la temporada no ha pisado la pista de baile, o es que acaso los insufribles de sus hermanos alfas lo tienen prisionero —dijo Nico, con un traje bien elaborado y su cabello rubio semi-largo adornado con perlas blancas. Su aroma a amapolas y fresas contrastaba con la ironía en su tono—. Deberían recordar que ustedes también están en edad de casarse.

George y Pierre intercambiaron una mirada de fastidio, pero Nico no les dio tregua:

—Lewis y yo apostamos para ver cuál de los dos encontrará pareja primero. Hasta ahora, Pierre lleva ventaja… en fracasos… pero no se preocupen, tengo unas opciones interesantes para ustedes…

Charles aprovechó la distracción para escurrirse entre las sombras, dirigiéndose hacia la mesa de ponche. La bebida rosada burbujeaba en copas de cristal y, al tomarla, sintió un alivio momentáneo. Sin embargo, el respiro duró poco.

—Señorito Leclerc —la voz de Mattia sonó como un susurro áspero, cargado de una familiaridad que hizo erizar la piel de Charles—. Cuánto ha crecido desde la última vez que lo vi. Su padre... bueno, estaría orgulloso de verlo convertido en una joya tan pulida.

Charles contuvo un escalofrío. Recordaba vagamente a Mattia visitando la mansión Leclerc en su infancia, siempre observándolo desde el umbral con esos ojos de reptil que parecían querer diseccionarlo. Hervé solía recibirlo en el estudio con la puerta cerrada, y las discusiones solían terminar en gritos ahogados. "Nunca será tuyo", había rugido su padre una vez, mientras Charles, escondido tras una columna, veía a Mattia partir con el rostro desencajado.

—Lord Binotto —respondió Charles, inclinando la cabeza en una reverencia mínima, casi descortés—. No sabía que todavía frecuentaba estos eventos sociales.

Mattia rió, un sonido gutural que resonó como una advertencia. Su mano, enguantada en cuero gastado, se posó sobre el brazo de Charles con una presión que pretendía ser amable, pero resultaba asfixiante en su posesividad.

—Oh, para usted siempre haría una excepción —musitó, acercándose lo suficiente para que Charles distinguiera las venas rojizas en sus ojos vidriosos.

El aroma a tabaco rancio y humo del alfa le provocó náuseas. Charles retrocedió, manteniendo la compostura.

—Debería irme, mi familia me busca.

El aire se espesó. Charles sintió el peso de las miradas curiosas de los invitados cercanos, susurros que se disfrazaban de interés en los canapés. Sabía que huir sería un insulto, pero quedarse era ahogarse.

—Espere —Mattia avanzó, pero Charles ya se estaba mezclando con las demás personas, huyendo del llamado del viejo alfa y esquivando a los invitados.

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El salón brillaba bajo la luz dorada de los candelabros, el aire saturado de perfumes nobles y el murmullo de los asistentes. Charles, atrapado entre el gentío, contuvo el aliento al ver a Mattia Binotto avanzar hacia él con su sonrisa calculadora. Sin pensarlo, giró bruscamente y chocó contra un torso firme.

—¡Oh! —exclamó, tambaleándose. Un par de manos fuertes lo sostuvieron por la cintura, evitando que cayera.

Al alzar la vista, el omega se encontró con unos ojos azules, fríos como el hielo, pertenecientes a un alfa alto y de cabello rubio. Vestía un traje de terciopelo negro, sin adornos, excepto por un broche de plata con un león rugiente. Su aroma, intenso y dominante, era una mezcla de té negro amargo y tormenta eléctrica.

—¿Los omegas suelen tropezar como táctica, o es un talento exclusivo tuyo? —preguntó el desconocido, soltándolo de inmediato, como si se quemara.

Charles, recuperando la compostura, notó que Mattia observaba la escena con interés. No hoy, pensó. Con una sonrisa forzada, se aferró al brazo del alfa rubio.

—¡Qué comentario tan divertido, señor! —rió, dulcemente, fingiendo complicidad—. Estaría encantado de concederle un baile.

El alfa arqueó una ceja, pero antes de que pudiera rechazarlo, Charles lo arrastró unos pasos, alejándose de Mattia.

—¿Cree que soy una pieza en su juego de pretendientes? —murmuró el desconocido, liberando su brazo con brusquedad—. No tolero omegas desesperados.

—¿Desesperado? —Charles cerró su abanico con brusquedad 

—Por Dios ya no saben que hacer para llamar la atención—mascullo el rubio—Hágase a usted y a mi el favor de retirarse...no va a conseguir nada 

—¿Quien se cree que es usted señor?.—Charles apretó los puños, el rubor de la ira tiñendo sus mejillas—Un omega como yo jamás rebajaría su dignidad por un alfa que huele a arrogancia y té podrido

De repente, sus hermanos aparecieron con grandes sonrisas en sus rostros, rompiendo la tensión entre él y el alfa. George lanzó un brazo sobre los hombros del rubio con una sonrisa traviesa, mientras Pierre fingía una reverencia exagerada.

—¡Pero si es el ilustrísimo Max Verstappen, duque de Somerset! —exclamó George, alargando cada palabra como si estuviera anunciando a un bufón real—. ¿Cuándo aprendiste a usar una corona sin que se te caiga?

Pierre se unió a la burla, imitando un acento pomposo:

—¡Cuidado, plebeyos! Su Alteza podría ordenarnos decapitados por reírnos de su título.

El rubio lanzó una mirada cansada al techo, aunque una sonrisa fugaz traicionó su fastidio.

—Dejen de llamarme así... odio ese título —gruñó, aunque sin verdadera ira.

—¿Odiarlo? ¡Pero si te queda tan bien! —George sostuvo una mano como si llevara un monóculo—. Max Emilian Verstappen, duque de Somerset, señor de tierras al otro lado del mar del norte y ahuyentador de omegas sensibles.

Charles, confundido, observaba el intercambio de palabras. El alfa rodó los ojos, pero Charles notó que la tensión en sus hombros se había relajado. Era evidente que, bajo las burlas, había una genuina camaradería.

—Y cazador de ciervos imaginarios —añadió Pierre, recordando su fallida excursión en Oxford—. ¿Sigues culpando al viento por tus flechas erradas?

Max dejó escapar una breve risa, aunque trató de disimularla tras un gruñido.

—Al menos yo no confundí un zorro con un sombrero, vizconde —replicó, señalando a Pierre.

George y Pierre seguían riendo de sus propias bromas, hasta que un sonido claro y deliberado los interrumpió: “Ahem”. Charles, de pie con los brazos cruzados y una ceja arqueada, los observaba con una mezcla de exasperación y dignidad herida, el tal Max hizo una mueca de desagrado ante su interrupción y Charles sintió ganas de clavarle su abanico en el ojo.

—Oh, cierto —dijo George, golpeándose la frente con la palma—. Max, este es nuestro hermano menor, Charles. Charles, este es el temible Max Verstappen.

Max miro sorprendido al omega por un instante para luego volver su atención a los otros alfas, algo que en opinión del omega fue de muy mala educación. 

—Duque de Somerset —corrigió Pierre, lo que hizo rodar los ojos a Max—. Aunque él prefiere que lo traten como a un plebeyo con complejo de dios griego.

—¿De dónde se conocen? —preguntó Charles.

—En Oxford, este Duque —George golpeó el hombro de Max— era el único que podía beber más que yo y discutir sobre filosofía griega a las tres de la mañana.

—Y el único que se negó a usar su título en la universidad —añadió Pierre, guiñando un ojo—. Prefería que lo llamáramos “Max el Terrible”.

—Porque ustedes dos eran insufribles —explico Max con diversión—. Robaron una estatua del jardín del rector y la pusieron en mi habitación. Me suspendieron una semana por su culpa.

—¡Y tú nos delataste! —George lo señaló acusador, aunque seguía riendo—. Pero te perdonamos porque pagaste nuestra fianza.

Mientras los otros Leclerc, Max centro su atención en Charles con una mirada calculadora, un omega perfectamente entrenado, en su opinión, ataviado en su delicado traje de seda blanco, postura perfecta y delicada, y un gran abanico que no dejaba de mover en todo momento, lo único diferente que notaba en el omega era la mirada altiva que le daba.

Charles, por su parte, lo evaluó de arriba abajo: el traje impecable, la postura dominante, la sonrisa burlona; parecía muy seguro de sí mismo. Y lo peor era la molesta mirada que le estaba dando el alfa, una mirada que lo hacia sentir como si fuera un objeto de estudio. 

—Encantado —murmuró Charles, inclinando la cabeza lo justo para no ser descortés.

—¿En serio? —replicó Max, cruzando los brazos—. Porque su expresión dice todo lo contrario.

—Soy un omega educado, Duque. La educación no siempre refleja el entusiasmo —respondió Charles, sosteniendo su mirada sin pestañear.

George intervino, rompiendo el duelo de miradas:

—Bueno, ahora que ya se odian formalmente... ¿Cazamos ciervos mañana, Max? Dicen que los del bosque real están especialmente gordos esta temporada.

—O podríamos ir a White’s —continuo George, mencionando el club donde los alfas de alta sociedad apostaban y discutían sobre política—. Podemos reírnos de los condes que aún intentan imitar tu estilo, Verstappen.

Pierre, con una sonrisa pícara, añadió:

—O visitar ese lugar divertido cerca del puente. Las chicas betas y los omegas de Madame Claudette tienen… habilidades únicas.

Max esbozó una media sonrisa, pero antes de que pudiera responder, Charles se aclaró la garganta de nuevo, esta vez con un tono que heló el aire.

—Si les parece bien —dijo, ajustándose los guantes con un tirón brusco—, yo preferiría no seguir escuchando sus degenerados planes. Estoy agotado.

Pierre y George intercambiaron una mirada de resignación.

—Siempre arruinando la diversión —susurró George, aunque sin verdadera molestia.

—Nos vemos mañana en el club, Max —dijo Pierre, dándole una palmada al duque—. Trae tu arco, no quiero cargar con tu incompetencia otra vez.


En el carruaje, mientras sus hermanos seguían hablando de sus aventuras en la universidad y de otros temas, Charles los interrumpió:

—¿Por qué insisten en actuar como jóvenes ebrios? —reprochó, mirando por la ventana mientras Londres se desdibujaba en sombras.

—Porque somos alfas —respondió Pierre, como si eso lo explicara todo—. Y tú, hermanito, necesitas un poco de vino que te saque ese ceño fruncido.

—Prefiero el ceño fruncido a la idiotez —murmuró Charles, aunque una parte de él recordaba el aroma de tormenta de Max y cómo, por un segundo, había querido descubrir qué había detrás de esos ojos fríos, eso antes de que el alfa abriera la boca y se mostrara tan idiota.

Recordó la conversación con Lando: así que el tal Max era el nuevo duque de Somerset, pensó el omega. Inevitablemente, también recordó a Helmut Marko, el antiguo duque de Somerset. El viejo alfa había tenido un carácter difícil, por no decir otra cosa. Charles evocó las charlas que solía escuchar a escondidas, en las que muchos se quejaban del temperamento del viejo duque y de su notable intolerancia hacia quienes no tenían un linaje puro y honorable. Su padre solía asustarlo, advirtiéndole que nunca debía acercarse a la gran casa del duque; más que una casa, Bradley House era un castillo.

Charles siempre había sentido curiosidad por ese lugar. Algunos decían que allí se guardaban tesoros tan antiguos como el mismo reino, pero también le causaba temor. Sus hermanos mayores le contaban historias sobre fantasmas que habitaban en ese lugar y monstruos que secuestraban a jóvenes omegas para absorberles la sangre; monstruos pálidos y flacos. La única vez que Charles vio a Helmut fue cuando acompañó a su padre en un viaje y, al verlo, corrió a esconderse detrás de las piernas de su padre. Al llegar a casa, su padre no dejó de burlarse de él, pero luego se quedó a dormir a su lado y le dijo que las historias de fantasmas y otros monstruos eran falsas. Para sorpresa de Charles, su padre le contó que dentro del castillo de Somerset había un salón con varios pianos, desde los más antiguos hasta los más nuevos, y que Helmut solía cuidar esos pianos con mucha dedicación. En ese momento, un Charles de ocho años pensó que alguien que cuidaba tanto de un instrumento tan delicado no podía ser el monstruo de las leyendas, y se durmió tranquilo aquella noche. Pero ahora, a sus dieciocho años, sabía que los fantasmas y monstruos no existían; sin embargo, sí existían alfas arrogantes, frívolos y ambiciosos. Helmut Marko había sido uno, y, en opinión de Charles, Max Verstappen, el nieto de ese hombre, sin duda era una copia fiel de su abuelo. 


Esa misma noche, más tarde, los tres amigos no pudieron evitar reunirse en el club White's. Max observaba a los Leclerc, sus ojos de un intenso azul, pero fríos, que hacían sentir incómodos a otros alfas y llamaban la atención de jóvenes omegas. Sin embargo, esa mirada no tenía efecto en los hermanos Leclerc; no. Ellos lo conocían desde hacía años y solo se limitaban a sonreír cuando Max los miraba fijamente.

—Te olvidas de que te he visto con la cabeza metida en un balde, murmurando que nunca más volverías a beber whisky —dijo Pierre, sin parar de reírse de Max—. Desde ese entonces, me cuesta tomarte en serio.

—Sí, y si no recuerdo mal, ustedes me sujetaban mientras me empinaban otra botella —respondió Max.

—Uno de los mejores momentos de mi vida, te lo aseguro —dijo George con una sonrisa—. Pero al día siguiente tenías que tomar venganza, como el maldito loco que eres. Aún puedo sentir las babosas arrastrándose por mi espalda, y no me hagas hablar de las sanguijuelas.

Max sonrió al recordar ese momento, tanto el incidente como el castigo que siguió luego de que el rector se enterara de sus escapadas nocturnas de la facultad. Le agradaban los Leclerc; eran buenos amigos con los que podía pasar buenos momentos. Tal vez eran lo único que le gustaba de Inglaterra en ese momento, exceptuando a los Hamilton, claro; ellos eran familia.

—Es un placer tenerte aquí, Max —dijo Pierre, alzando su vaso para un brindis—. Aunque ahora tendremos que llamarte Duque, ¿no es así?

—No —dijo Max, serio—. Acepté el manejar las tierras, pero no aceptaré ese título.

—¿No lo harás? —George casi se atragantó con su whisky—. Muchos alfas no estarían tan reacios ante la perspectiva de heredar un ducado.

Max se pasó la mano por el cabello. Sabía que debía estar contento; era un primogénito, era un alfa, debía mostrarse orgulloso de la historia de los Verstappen, debía estar orgulloso del escudo del león rugiente. Pero la verdad era que todo eso lo ponía enfermo, sobre todo su padre en especial. No lo había visto desde los diez años, cuando su padre lo echó de casa, llamándolo débil e incompetente. Sin embargo, hacía casi un año su padre lo buscó en el frente en Toulouse para entregarle el título de Duque de Somerset. Si se había enlistado en la guerra tras la muerte de su abuelo solo para evadir a su padre, era su asunto y de nadie mas, pero se ganó el puesto de coronel en el ejército, y para su mala suerte esa noticia había llegado a oídos de su progenitor.

Además, su padre había descubierto su progreso en la educación y su fama de alfa serio, calculador y astuto en los negocios. Tras muchos años, su padre había vuelto a llamarlo hijo y le había dicho que ahora sí era merecedor de volver a casa y tomar su lugar correspondiente. Pero cuando Max rechazó su invitación, su padre se puso furioso y, como de costumbre, lanzó una amenaza: “Acepta o tus hermanos pagarán las consecuencias de tu irresponsabilidad”, habían sido las dulces palabras de su padre. Así que Max obedeció, abandonó la guerra y se fue a organizar el ducado de Somerset. Volvería al frente en unos meses, eso era obvio, pero por ahora tenía que atender varios asuntos y asistir a las tediosas sesiones del parlamento.

—Es una maldita carga, eso es lo que es —gruñó, recordando la mirada fría de su padre, la misma que había heredado.

—Pues será mejor que te vayas acostumbrando —sugirió Pierre—, porque toda la sociedad se referirá a ti por tu título.

Max sabía que era cierto, pero dudaba que algún día pudiera llevar ese título con el orgullo que merecía. Se quedó en silencio un momento, bebiendo un sorbo lento de su whisky antes de añadir:

—Me enlisté en la guerra para que mi padre se olvidara de mí. Pensé que, si desaparecía en algún frente remoto, si me convertía en un número más entre miles, lo dejaría atrás.

George soltó una carcajada ahogada.

—¿Y cómo terminó eso?

Max los miró con resignación.

—¡Con un nombramiento de coronel! Brillante estrategia, Verstappen —exclamó Pierre, levantando su copa con una sonrisa burlona—. Te escondes en la guerra y sales con medallas doradas y reputación de estratega.

—Si eso es desaparecer, imagino que vas a terminar siendo primer ministro por accidente —añadió George entre risas—. Aunque, claro… no sería la primera vez que un alfa huye de su padre y termina conquistando media Europa.

—¿Napoleón Verstappen? —bromeó Pierre—. Tiene cierto encanto.

Max resopló, pero no pudo evitar sonreír débilmente.

—Si conquisto algo, será silencio. Silencio y paz. No ducados, no coronas, no cortejos.

—Entonces te equivocaste de país, de familia... y de amigos —dijo Pierre, dándole una palmada en el hombro.

—Bueno, en cualquier caso —intervino George, cambiando de tema para no incomodar a su amigo—, nos alegramos de que hayas vuelto… Así tendremos más diversión en esos tediosos bailes de nuestro hermano.

—¿Y cómo voy a contribuir a que tengan una velada más divertida? —preguntó Max, algo más relajado.

—Supongo que tienes la intención de asumir tu rol en la sociedad, ¿no es así? —señaló George, de modo obvio.

—Supones mal.

—Pero fuiste al baile de los Hamilton —dijo Pierre.

—Estuve allí solo porque aprecio a los Hamilton y pasé unas vacaciones con ellos cuando era niño. Ya saben... son como mi familia.

Pierre asintió.

—¿Así que no tienes planes de presentarte en sociedad? Me asombra tu determinación... Pero permíteme decirte algo: aunque no quieras ir a los bailes de alta sociedad, ellas y ellos vendrán por ti.

Max, que estaba bebiendo, se atragantó al oír a Pierre hablar de "ellas y ellos".

—¿Quiénes son "ellas" y "ellos"?

George se estremeció.

—Padres y madres omegas... cazadores de alfas, seres que te acechan como un cazador a su presa, empujando a sus hijas e hijos hacia tu vista. Dios nos libre, puedes correr, pero no esconderte. Y debo advertirte... nuestra madre es una de las peores.

Pierre asintió.

—Hace dos años, casó a nuestro hermano Lorenzo con un alfa hijo de unos amigos de nuestro padre. Ni Lorenzo ni el alfa sabían que ya estaban comprometidos... nuestra madre lo planeó todo.

George fingió estremecerse ante el relato de Pierre mientras Max escuchaba atento.

—Nuestra madre convenció a nuestro padre de que este alfa era perfecto para Lorenzo dado que lo conocían desde niño. Y cuando nos invitaron a una cena supuestamente informal —añadió George—. De repente: ¡anuncio de compromiso! La cara de Lorenzo… inolvidable. Al principio se enfadó, claro, pero ahora vive feliz con el marqués Bianchi.

—¡Dios santo! —exclamó Max, entre divertido y horrorizado—. Y yo que pensaba que la guerra era peligrosa.

Ambos hermanos le lanzaron una mirada compasiva.

—Te perseguirán —advirtió Pierre—. Y cuando te encuentren, estarás rodeado de jóvenes omegas con corsés que no les dejan respirar y que solo saben hablar del tiempo, bailes, cintas de pelo o abanicos emplumados.

Max miró divertido a Pierre.

—Supongo que mientras hemos estado fuera, te has convertido en un buen pretendiente, ¿no?

George soltó una carcajada que llamó la atención de todos en el bar.

—Es más probable que el infierno se congele antes de que mi querido hermano se convierta en un pretendiente aceptable —George le lanzó una mirada cómplice a Max—. Espera a oír todas las historias desastrosas en las que ha estado involucrado... nuestra ausencia solo lo ha vuelto un libertino y un pretendiente indeseable.

Max observó divertido a los dos hermanos; la tensión entre ambos era algo que lo divertía, el hermano mayor que había obtenido el título de vizconde por obligación y el hermano menor que ansiaba reconocimiento.

—No es que aspire a ser un buen pretendiente —se defendió Pierre—. Si pudiera, evitaría esos bailes como a la plaga, pero al ser el vizconde, debo velar por el bienestar de mi hermano.

—Sí, claro —susurró George.

—¿Se refieren a Charles, verdad? —preguntó Max, recordando al omega que había chocado con él en el baile y le había lanzado una de las mejores miradas despectivas que había visto en su vida.

—Por supuesto —dijo Pierre, rodando los ojos.

—No te agrada, ¿verdad? —se burló George.

—Tiene una personalidad interesante —respondió Max, tratando de no decir algo malo del hermano de sus amigos, aunque ellos notaron su mueca y se rieron. —Cuando me lo describieron hace tres años, dijeron que era encantador.

—¿Y no lo es? —preguntó divertido Pierre.

—Mmm... puedo decir que la opinión de un hermano no siempre es tan confiable —dijo Max, con una sonrisa burlona.

Pierre y George fingieron ofenderse y comenzaron a lanzarle las uvas que había en la mesa al alfa rubio, quien no dudó en defenderse, devolviéndoles los pequeños frutos. Los tres rieron divertidos, llamando la atención de las camareras que rondaban cerca.

—Max —dijo Pierre cuando dejaron de reír, inclinándose hacia adelante—. Le prometí a mi madre que en mayo organizaría un baile en la casa Leclerc. Tienes que asistir.

—Si no vienes, te arrastraremos desde donde sea que estés y te meteremos en una jaula con los progenitores omegas —advirtió George.

Max levantó una ceja.

—¿No me acaban de advertir sobre madres y omegas casaderos?

—Pondremos a nuestra madre en sobre aviso, y no tienes que preocuparte por Charlie.

Max frunció el ceño. ¿Estarían sus amigos jugando a los casamenteros?

Como si le hubiera leído el pensamiento, George se rió.

—¡Dios mío! ¿Crees que queremos emparejarte con Charlie?

Max no dijo nada.

—Ni siquiera le agradas. Nos lo dejó claro esta noche en el carruaje a casa.

A Max le pareció un comentario apresurado, pero no respondió.

—Entonces, ¿vendrás al baile, no? —dijo Pierre, sirviéndose otro trago—. Será de máscaras.

Max tenía muchas cosas que hacer, pero, antes incluso de pensarlo, ya estaba diciendo:

—Será un placer.

En ese instante, se escuchó el sonido de una campana, un anuncio de que era el momento en que omegas y betas salían para acompañar a algún alfa que solicitara su presencia.

—Excelente, nos vemos en la cacería del rey, ¿no? —dijo George, mientras observaba atento el coqueto despliegue de los omegas y betas.

Max se levantó de la mesa con cuidado, disfrutando de su último trago de la noche.

—No, si puedo evitarlo. Fingiré que estoy enfermo si es posible.

Ambos hermanos Leclerc levantaron una ceja.

—¿De verdad crees que puedes engañar a Nico Hamilton y evitar que te lleve a presentar tus respetos ante los queridos reyes? —cuestionó George.

Max asintió, muy seguro de sí mismo; sin embargo, cuando se dirigía a la salida del club, la risa de ambos Leclerc no fue precisamente tranquilizadora. Decidió no pensar mucho en ello; esa noche iba a dedicarse a pasear bajo el cielo nocturno de Londres, disfrutando de un paseo silencioso en soledad.


La mañana siguiente al baile se presentó con una luz pálida que se filtraba entre los cortinajes de terciopelo azul de la habitación de Charles. El joven omega despertó con una agitación contenida en el pecho, los dedos aferrados a las sábanas de seda mientras repasaba mentalmente el protocolo: tras un debut exitoso, los alfas de alcurnia acudirían a la residencia Leclerc para presentar sus respetos y sus intenciones. Sin embargo, al descender a la sala principal, donde los retratos de sus ancestros lo observaban con severidad, solo encontró el silencio.

Pascale, sentada en el sofá de brocado con un abanico cerrado sobre su regazo, intentó disimular la preocupación tras una sonrisa maternal.  
—La temporada es larga, mon cœur —murmuró, acercándose para acariciar su mejilla suavemente—. Algunos alfas prefieren tomarse su tiempo para no parecer… ansiosos.  
Pierre, reclinado en el sillón con un periódico que no leía, lanzó una mirada a George, quien jugueteaba con un reloj de bolsillo.  
—O tal vez están ocupados cazando ciervos o firmando tratados aburridos —intentó darle ánimos George, haciendo girar el reloj sobre sus dedos.  
Arthur, desde el umbral, no pudo resistirse:  
—Quizás se dieron cuenta de que eres más testarudo que una mula y huyeron a Francia.  

Charles respondió con una mirada gélida digna de su padre, aunque el nudo en su garganta y su aroma a manzanas agrias delataban la decepción y la preocupación. Casi más de una semana transcurrió entre tazas de té frío y miradas furtivas hacia la ventana. El lunes, solo dos alfas fueron a tratar de presentar sus respetos, pero huyeron con la misma rapidez con la que llegaron al ver a Pierre y George sentados a cada lado del omega. Sobra decir que no volvieron, así que Charles comenzó a imaginar que él era el príncipe en la torre y sus hermanos los molestos trolls que lo custodiaban. Ese pensamiento le hacía sonreír a veces, pero sus sonrisas morían al leer las revistas de chismes donde lo catalogaban como inelegible. 

En la presentación de la obra que se realizó en el teatro el jueves, la historia se repitió: los alfas preferían acercarse a otros omegas mientras él se quedaba en medio de sus hermanos; y su madre, lamentablemente, no pudo acompañarlos. Al día siguiente, no hubo ningún pretendiente en su casa; no asistió al baile que se realizó el domingo porque su celo había llegado, y pasó de nuevo por ese extraño dolor y la tristeza de sentirse solo. Los días siguieron sin tregua, con el tic-tac del reloj de péndulo marcando horas vacías, los pasteles y el té enfriándose intactos, y el eco de sus pasos solitarios resonando en los pasillos. Ningún carruaje con escudos dorados, ningún ramo de flores exóticas, ni siquiera una carta perfumada. Charles, perfectamente vestido, recorría los pasillos como un fantasma de orgullo herido.

Hasta que, en la tarde del viernes, la determinación venció al orgullo.  
—Visitaré a Lando —anunció, abrochándose los guantes de encaje con un tirón brusco—. Al menos allí habrá algo de vida.  

La residencia de los Hamilton era un hervidero de actividad. Carruajes con emblemas de linajes ilustres bloqueaban la calle, y el aire olía a ambición y desesperación. Charles, recibido por un mayordomo de gesto impasible, encontró a Lando en el salón de té, rodeado de cajas de seda francesa y ramos de gardenias. El omega, recostado en un diván con un aire de aburrimiento regio, lanzaba comentarios afilados a cada pretendiente:  
—Lord Davies, ¿en serio cree que una estatua de mármol de usted mismo es un regalo apropiado? Por dios que no sabe las normas basicas del cortejo —suspiró, examinando el regalo con una mueca—. Por favor retire de mi casa este tan inapropiado regalo. 

Charles se abrió paso entre la multitud, esquivando un jarrón Ming que un pretendiente despechado casi derribó. Al acercarse, una figura familiar lo detuvo en seco: el Duque de Somerset, apoyado contra una columna de mármol con los brazos cruzados y una sonrisa burlona en los labios.  
—¿Viene a observar al circo, Leclerc? —preguntó Max, observando cómo un joven conde intentaba regalarle a Lando un retrato suyo pintado al óleo—. Lando está en su elemento: destrozando egos como si fueran papel.  

Charles ignoró el comentario, lanzándole una de sus mejores expresiones cansadas al duque.  
—¿Y usted? ¿También es parte del espectáculo? —replicó, arqueando una ceja.  
Max se inclinó hacia él, lo suficiente para que su aliento rozara la oreja del omega:  
—Soy el encargado de asegurarme de que ningún idiota le regale una daga envenenada… por accidente.  

Antes de que Charles pudiera responder, Lando lo llamó con un gesto exagerado:  
—¡Charles! Ven a reírte conmigo de estos caballeros que confunden cortejo con acoso.  

Una docena de alfas pululaban alrededor de Lando como moscas ante la miel. Uno, de mejillas coloradas, recitaba sonetos con torpeza; otro, ostentando un anillo con el escudo de los Grosjean, prometía tierras en Provenza. Lando los desarmaba con réplicas afiladas:  
—Lord Barlow, su poesía es tan conmovedora como un sermón dominical —dijo, ocultando una sonrisa tras el abanico de encaje—. ¿No teme que las musas le demanden por plagio?  

Charles contuvo una risa que murió al ver al Duque otra vez, con la mirada clavada en un retrato de la reina Ana como si aquel óleo fuera la cosa más fascinante del mundo.  
—¿Ese alfa insufrible intenta cortejarte? —preguntó Charles en voz baja, acercándose a Lando.  
—¡Por Dios, no! —Lando se estremeció, fingiendo horror—. Max es como el hermano mayor que nunca quise. Tímido como un erizo, pero útil para ahuyentar a los idiotas. —Bajó la voz, aunque el duque, a pocos pasos, captó cada palabra—. Además, es el duque misterioso del que hablábamos y a la vez es el amigo de quien te hablé...  
Charles casi derramó el té.  
—¿Él? —su mirada recorrió a Max de arriba abajo, como si buscara un disfraz, que Max fuese el nuevo duque le quedo bastante claro, pero que fuera el amigo de Lando, ese amigo que solia ayudara a Lando a robar pasteles y a escaparse de las clases de su institutriz, eso si sorprendio a Charles

—Mis padres lo mantuvieron en secreto para sorprenderme. Dos años sin verlo y ahora aparece con tierras y títulos... ¿Qué sigue? ¿Coronarse rey de las focas?... "No sé nada", me dijo el muy mentiroso.—dijo Lando con una sonrisa  
—¿Él es el amigo agradable del que me hablabas, el que vivía en Holanda? —preguntó Charles, sorprendido, conteniendo una mueca. Lando había descrito a su amigo como alguien agradable, pero el Duque no le parecía nada agradable.  
Lando giró hacia él, los ojos brillando de complicidad:  
—¡Sorpresa! Mis padres y él tejen secretos como arañas. Pero sí, sí es él…

La conversación se truncó cuando Nico irrumpió en la sala, la cola de su traje azul cielo ondeando como una bandera de guerra.  
—Lando Hamilton Rosberg, si rechazas a otro pretendiente, ¡te enviaré a un convento en los Alpes! —amenazó, aunque el brillo en sus ojos delataba su complicidad—. Hasta el príncipe Alejandro ha venido desde Rusia.  
—Y huele a col fermentada —susurró Lando a Charles, provocando una risa ahogada en ambos.  

Fue Lewis Hamilton, con su presencia de alfa acostumbrado a dominar salones de directorio, quien puso fin al caos.  
—Señores —su voz, tranquila pero imparable como la marea, silenció la habitación—. Mi hijo necesita descansar. Les ruego volver mañana… si su determinación sigue intacta.  

Algunos protestaron, pero un gesto de Max hacia los guardias bastó para despejar la sala. Charles observó, impresionado a pesar suyo, cómo el duque y Lewis intercambiaron una sonrisa de veteranos cómplices.  
—Siempre fuiste bueno para ahuyentar moscas —comentó Lewis, con una sonrisa—. Mika y Michael dirían que es tu don natural... démonos prisa con estos señores, tenemos asuntos que atender.  
Max solo asintió y siguió obedientemente a Lewis, guiando a los demás señores fuera del salón.  
—¿Negocios? —preguntó Charles mientras jugueteaba con una cajita musical que había en el salón.  
—La familia Verstappen tiene minas en África, el padre de Max controla puestos de comercio en Ámsterdam y Rotterdam, y Max, bueno... tiene que encargarse del ducado de Somerset —explicó Lando en voz baja—. Papá Lewis quiere asociarse para ampliar sus rutas de comercio. Pero entre nosotros… —su sonrisa se tornó melancólica—, creo que solo busca mantenerlo cerca. Desde que la madre de Max murió, ellos y otros amigos suyos, los Schumacher, han sido su familia… no sé mucho de esa historia, mis padres y Max nunca quieren contarme demasiado.  
Charles recordó entonces vagamente las palabras de su madre sobre Sophie, la omega de sonrisa triste en los retratos, la hija única del antiguo duque de Somerset y cómo este era estricto con su hija. Muchos decían que la decepción de saber que su única hija era omega enfermó al duque, lo que hizo que muchos en la corte temieran al viejo alfa cascarrabias que disfrutaba siendo cruel con los demás. Helmut Marko había sido todo un personaje en la corte. No era por ser chismoso, pero Charles sabía que muchos en la corte se alegraron con la noticia de la muerte del viejo alfa y, según lo que Pierre le contó, todos estaban atentos a lo que pasaría con el ducado de Somerset.  

Lo poco que Charles sabía del esposo de Sophie era que era un alfa de carácter frío y que su matrimonio había sido pactado desde su nacimiento. Después de la boda, su esposo se la había llevado a Ámsterdam, donde el alfa tenía grandes tierras. Pero había un rumor a voces que decía que ese alfa era un hombre cruel y violento. Otra cosa que sabía era que ella había muerto luego de dar a luz a su tercer hijo. Desde entonces, poco o nada se sabía de los tres niños que habían quedado huérfanos de madre. Max era el hijo mayor y el único Verstappen que conocían tanto él como la mayoría de la sociedad; el nombre de los hermanos del rubio le era desconocido a él y a casi todos. Según los rumores, vivían en el reino de Baviera.  

Cuando el último pretendiente abandonó el salón, Nico se desplomó en un sofá junto a los jóvenes, con gesto teatral:  
—Cazar maridos es más agotador que cazar ciervos —suspiró el omega mayor.  

Mientras Lewis y Max acompañaban a los pretendientes a la puerta principal, Lando y Charles se sentaron en el salón a tomar el té. Nico se unió a ellos, sirviéndose una taza con elegancia.  
—Charles, querido, ¿cómo va tu temporada? —preguntó Nico, con una mirada astuta—. ¿Algún alfa ha llamado a tu puerta?  
Charles bajó la mirada, jugueteando con el borde de su taza.  
—Ninguno —admitió, con un dejo de amargura—. Parece que no fui tan perfecto como pensé.  

Nico sonrió con dulzura, colocando una mano sobre la de Charles.  
—No te preocupes, cariño. A veces, los alfas más interesantes son los que tardan en aparecer. Y, créeme, cuando lo hagan, la espera valdrá la pena.  

Nico comenzó a contarles la historia de cómo Lewis lo había cortejado, o más bien de cómo al alfa le había costado cortejarlo. Lewis era un hombre que no se daba por vencido; cortejó a Nico toda la temporada, incluso lo siguió hasta Prusia, y solo al final de la misma recibió el sí oficial por parte del omega. El aire de risas y fantasmas del pasado llenaron el salón. Cuando los alfas volvieron, Charles sintió que los ojos de Max lo observaban, una mirada intensa que lo ponía levemente nervioso.


Los pasos de Max y Lewis resonaron en la escalera de mármol que conducía al estudio, pero justo antes de girar hacia el corredor privado, Max detuvo su marcha. Su mirada se desvió involuntariamente hacia el salón principal, donde Charles, sentado junto a Lando y Nico, reía con una naturalidad que iluminaba la estancia.

Su risa, suave y despreocupada, resonaba en el aire como una melodía que Max no reconocía: era distinta a la voz orgullosa y afilada que lo había insultado en el baile. Por un segundo, el duque se permitió admirar la escena: el omega parecía liviano, casi etéreo, sin el corsé de las expectativas sociales oprimiendo su alma.

—¿Max? —La voz de Lewis lo devolvió a la realidad. El alfa mayor lo observaba con una sonrisa cómplice, los brazos cruzados sobre su impecable chaleco bordado—. Las escaleras están allá, no aquí.

Max frunció el ceño, desviando la mirada con brusquedad.

—Solo estoy asegurándome de que no haya más idiotas intentando cortejar a Lando —mintió, subiendo los peldaños de mármol con pasos largos.

Lewis lo siguió, soltando una carcajada que resonó en el pasillo.

—Claro, claro. Y yo utilizo un abanico para cazar ciervos —se burló, abriendo la puerta del estudio—. Siéntate. Hablaremos de los puertos...

El estudio de Lewis era un reflejo de su dueño: ordenado, elegante, con estanterías repletas de libros de estrategia militar y mapas de rutas comerciales. Max se dejó caer en el sillón de cuero frente al escritorio, fingiendo interés en un globo terráqueo mientras Lewis buscaba documentos entre los cajones. Pero la imagen de Charles riendo no se borraba de su mente: sus ojos brillantes, el suave rubor en sus mejillas, la manera en que sus manos gesticulaban al contar una anécdota...

—La expansión portuaria en Rotterdam requiere inversión en hierro —explicó Lewis, señalando un punto en el mapa—. Si tus minas pueden proveer…

—Sí, claro —murmuró Max, apoyando la barbilla en la mano.

—He estado estudiando cómo podemos modernizar el puerto —Lewis deslizó un documento hacia Max—. Podemos ampliar las rutas de comercio... si combinamos nuestros… los barcos mercantes necesitan... Max.

Max alzó la vista, distraído.

Lewis dejó caer el compás de navegación sobre la mesa con un clack sonoro.

—¿En serio? —preguntó, cruzando los brazos—. Llevo media hora hablando de rutas marítimas y tú asientes como un loro entrenado. ¿En qué estás pensando?

Max evitó su mirada, trazando círculos imaginarios en el borde del mapa.

—En nada importante.

Lewis se inclinó hacia adelante, las manos apoyadas en la mesa. Su aroma a roble y bergamota, calmante y dominante, invadió el espacio.

—¿En nada? —repitió, arqueando una ceja—. ¿Y ese "nada" tiene rizos castaños? ¿Quieres hablar de ello?

Max cerró los ojos, maldiciendo internamente. Lewis siempre había tenido el don de entrometerse en sus asuntos.

—No hay nada de qué hablar. Es un omega más, desesperado por casarse como todos.

—¿Y por eso no le quitabas la vista de encima? —Lewis se recostó en su sillón, disfrutando del juego.

—Es tolerable a la vista —admitió Max, mordiendo cada palabra—. Pero su carácter es insufrible.

—Tolerable... Claro. — Lewis rió, el sonido cálido y paternal que siempre lograba ablandar a Max. — Porque hace cinco minutos parecías hipnotizado por lo tolerable que es.

—No sé de qué hablas. — Max se reclinó en el sillón, cruzando las botas sobre una pila de documentos sin miramientos. Lewis rodó los ojos, pero no protestó—. Y si lo hubiera observado, sería por pura curiosidad. Un omega que tiene la lengua más afilada que mi espada... Es un espécimen raro.

—«Raro» —repitió Lewis, acariciando un anillo que su esposo le había regalado—. Lo mismo decías de los caballos salvajes en Oxford, hasta que domesticaste a uno.

—Ese caballo me pateó en el estómago —recordó Max—. Y este «espécimen» me llamó «arrogante» y «té podrido». No veo la diferencia y no tengo ningún interés en Leclerc.

—¿Seguro? —preguntó Lewis, la voz suave pero implacable.

El duque desvió la mirada hacia el florete en la pared. Recordó la ferocidad en los ojos verdes de Charles cuando lo llamó «arrogante». No había miedo, solo desafío.

—Es testarudo. Y orgulloso. Cualidades peligrosas en un omega.

—Como las de Nico —contraatacó Lewis, sonriendo al ver a Max fruncir el ceño—. Y mira cómo terminamos.

Max se puso de pie, recorriendo la habitación con pasos calculados.

—No estoy aquí para hablar de matrimonios… sabes perfectamente que es imposible que me case.

Lewis no se inmutó. Con calma, tomó un relicario de su escritorio: en su interior, un mechón de cabello rubio de Nico.

—No digas que es imposible —murmuró, pasando un dedo sobre el cristal—. Te condenarás a una vida vacía.

—¿Vacía? —Max se rió, amargo—. No soy hombre para matrimonios ni familias —murmuró, más para sí mismo que para Lewis—. La soledad es un precio bajo comparado con traer al mundo un hijo… el legado de los Verstappen es una cadena, y no pienso arrastrarla a otra generación.

—No te condenes a la soledad por miedo a un apellido… Eres más que eso, Max —dijo, con una voz firme Lewis. — Cuando te veo, no veo a Jos. Veo al chico que escondía abanicos en mi biblioteca para fastidiar a Nico. Al que se subió al tejado de la casa de Fernando para demostrar que no le temía a nada... — Una sonrisa nostálgica asomó—. Incluso al que me ganó en esgrima a los catorce años. Ese es tu legado.

El nombre Jos flotó en el aire como un veneno. Lewis se levantó, acercándose a Max con una determinación que solo un alfa que había desafiado cortes enteras podía tener.

—Me parezco a él… tengo su sangre —murmuró el joven alfa, mientras veía su reflejo en una ventana—. Cada vez que me miro al espejo, veo sus ojos.

Max cerró los ojos, una ráfaga de recuerdos invadiéndolo: el latigazo en su espalda, el sabor a sangre en su boca, el frío del establo contra sus mejillas. Luego, voces. Lewis maldiciendo, Nico llorando mientras le limpiaba las heridas y Fernando a un paso de perder el control, con Michael interponiéndose entre Fernando y Jos, tratando de frenar a los dos alfas furiosos.

Lewis colocó una mano firme y cálida en su hombro, sacándolo de sus pensamientos.

—La sangre no define tu alma; además, eres tan parecido a Jos como yo a un pingüino —dijo, con un humor que disolvió la tensión—. Tienes su estatura, quizás su nariz… pero aquí —tocó el pecho de Max—, aquí eres Sophie. Tienes su corazón. Su terquedad, también, pero ese es otro tema.

Max contuvo una sonrisa. Era imposible no ceder ante la franqueza de Lewis.

—Sophie hubiera querido que vivieras, no que sobrevivieras —añadió el alfa, su voz grave llena de una rara ternura—. Y si te casas o no, esa decisión es tuya. Pero no dejes que el miedo a convertirte en Jos te niegue otras cosas.

El sonido de un carruaje partiendo los hizo volverse hacia la ventana. Charles, vestido con un abrigo azul celeste, subía a su transporte. Antes de cerrar la portezuela, lanzó una última sonrisa a Lando, tan brillante que hasta las gardenias del jardín parecieron inclinarse hacia él.

Lewis observó a Max, cuyos ojos seguían al carruaje incluso cuando este desaparecía tras la verja.

—Nico planea un picnic la próxima semana —comentó Lewis, volviendo a su asiento con una sonrisa traviesa—. Los Leclerc podrían estar invitados. Por... negocios, claro.

—Entonces voy a enfermarme ese día —Max cruzó los brazos—. Y si Nico comienza a jugar al casamentero, voy a arrojar todos sus abanicos al Támesis.

Lewis se rió, el sonido cálido llenando la habitación.

—Vamos a terminar con los mapas —ordenó, señalando el escritorio con falsa severidad—. Antes de que la cena esté lista.

Chapter Text

La mañana siguiente a su visita a los Hamilton, el aire en la residencia Leclerc vibraba con una energía febril. Los primeros rayos del sol apenas rozaban los vitrales del dormitorio de Charles cuando sus sirvientes entraron en tropel, cargando bandejas de plata con accesorios, perfumes y el infaltable corsé de ballenas que prometía moldear su figura hasta la perfección. La cacería real en los bosques de Windsor era un evento que ningún miembro de la alta sociedad podía ignorar, especialmente un omega debutante cuya reputación pendía de cada hilo bordado de su traje.

Los sirvientes, betas de manos ágiles y omegas con miradas expertas, pululaban alrededor del joven como abejas alrededor de una flor preciosa. Andrea ajustaba las cintas del corsé con precisión. Charles contuvo un gemido al sentir cómo el corsé de ballenas mordía sus costillas, transformando su silueta en una obra de arte esbelta y etérea.

—¿Seguro que quiere apretar tanto? —preguntó el omega mayor, tirando suavemente de las cintas mientras sus ojos castaños buscaban los de Charles en el reflejo—. No querrá desmayarse antes de siquiera llegar.

Charles contuvo una risa nerviosa, apoyándose en el tocador de ébano tallado. 

—Más ajustado —ordenó Charles—. En la cacería real, hasta el más mínimo pliegue será juzgado.

—Mon coeur, ¿no es demasiado... ajustado? —preguntó Pascale desde la puerta, observándolo con un dejo de preocupación.

Andrea lanzó una mirada cómplice a Pascale antes de responder:

—Intente convencerlo de que no necesita lucir como un pastel de tres pisos para llamar la atención, vizcondesa.

—¡Pero los pasteles son deliciosos! —intervino Charles, extendiendo los brazos para que Andrea colocara el saco de azul imperial sobre sus hombros—. Y si voy a ser devorado por los ojos de los alfas, al menos seré un manjar bien presentado.

El traje de seda era de un azul profundo pero brillante, bordado con hilos verdes que imitaban enredaderas. El saco, de corte voluminoso pero refinado, caía sobre sus caderas con gracia, su cola arrastrándose como un manto real. Los pantalones, entallados hasta la perfección, se fundían con botas de cuero negro de tacón discreto.

Pascale suspiró, acercándose para ajustar el cuello del saco; sus dedos temblorosos revelaban la preocupación que su voz ocultaba. 

—No tienes que probar nada, mon coeur —susurró su madre, colocando con delicadeza unos pendientes de esmeralda en las orejas de su hijo—. Tu valor no depende de cuántos alfas caigan a tus pies.

Charles sostuvo su mirada en el espejo, notando cómo el aroma de su madre, gardenias y naranja, se mezclaba con su propio olor a manzana. El rostro de su madre aún estaba pálido; una semana entera pasó en cama y Charles, junto a todos sus hermanos, no se había movido de su lado, aun cuando ella insistía en que estaba bien, lo cual era una mentira descarada. Desde la muerte de su padre, su madre se había ido apagando poco a poco como una vela que se consume lentamente, y Charles no quería pensar en eso por ahora.

—Pero sí depende de cuántos quieran caer —replicó el omega, mordiendo el interior de su mejilla para evitar que el temblor en sus manos se notara—. Y hasta ahora, ni siquiera los mosquitos se acercan.

Andrea, percibiendo la tensión, deslizó el abanico de plumas de pavo real en su mano con una reverencia exagerada.

—Eso es porque los mosquitos de Londres tienen mal gusto —bromeó, haciendo que Charles sonriera de forma genuina—. Pero hoy, hasta el duque más insulso se arrodillará al verlo.

En el patio, los caballos relinchaban impacientes. Pierre, montando un alazán de crin trenzada, ajustaba los guantes de cuero con una mirada de preocupación hacia Charles, quien subía con ayuda de unos sirvientes a su caballo.

—¿Seguro que quieres llevar ese traje a caballo? —preguntó George, señalando la cola del saco de Charles—. Un viento fuerte y terminarás enredado en un arbusto.

—Prefiero eso a parecer un saco de papas montado como ustedes —replicó Charles, acariciando el cuello nevado de su yegua blanca, Étoile, un ejemplar de raza árabe. El animal, de ojos oscuros como azabache, resopló con elegancia, como si entendiera su papel en el teatro social.

—¿No crees que sería mejor que vayas en el carruaje? —comentó Pierre, fingiendo interés en su arco—. No es muy arriesgado que un omega vaya a la cacería a caballo… llama demasiado la atención...

—Entonces podré asegurarme de llamar la atención —respondió Charles, ajustando las riendas—. Y no me quedaré esperando en el salón como una decoración… Después de todo, he sido catalogado como el debutante más inelegible de la temporada o el omega perfecto que nadie quiere.

—Las revistas son basura —dijo George, mirándolo con seriedad—. Un par de escritores obtusos no definen tu valor.

—Pero sí definen mi futuro —replicó Charles, comenzando a galopar—. Si hoy no llamo la atención, mañana seré el hazmerreír de Londres.

La comitiva Leclerc partió hacia el bosque real: Pierre y George al frente, Charles en el centro como una joya en su estuche de terciopelo, y los hermanos menores siguiendo como remolinos de energía. Pascale, desde la ventana del carruaje, agitó un pañuelo bordado, con lágrimas de orgullo.

El camino serpenteaba entre colinas cubiertas de brezo, el aire fresco cargado del aroma a tierra mojada y libertad. Charles, aunque el corsé le recordaba en cada minuto que respiraba, sintió una sonrisa escaparse. El sol dorado, el rumor de los cascos contra la tierra y el susurro del viento en su cabello le hicieron olvidar, por un momento, los juegos de la corte. Hasta que George arruinó el idilio.

—Si te caes, no te ayudaré —advirtió, señalando la cola del saco de Charles que ondeaba como un estandarte.

—Si me caigo, te arrastraré conmigo —replicó Charles, haciendo que Étoile se levantara sobre sus patas traseras en una pirueta estudiada.

Arthur y Ollie rieron, mientras Pierre maldecía entre dientes:

—¡Baja de ahí antes de que rompas el cuello!


El bosque real se alzó ante ellos como un gigante verde, sus árboles centenarios formando un dosel que filtraba la luz en destellos dorados. A lo lejos, entre los claros, se veían las carpas de seda carmesí y los estandartes con el escudo de la corona: un león rampante bordado en hilo de oro.

—Allí —señaló Pierre con voz grave—. El rey Kimi no tolera errores. Y el rey consorte, menos.

Charles apretó las riendas, sintiendo cómo su corazón latía al ritmo de los cascos de Étoile.

El bosque real bullía con el murmullo de la nobleza, los relinchos de los caballos y el crujido de las hojas bajo botas y zapatillas. Charles intentó desmontar de Étoile con una elegancia estudiada, aunque el corsé le mordía las costillas como si quisiera recordarle que, incluso allí, su cuerpo no le pertenecía y que necesitaba ayuda para bajar de su yegua. Observó con decepción cómo otros omegas, algunos en trajes aún más ostentosos que el suyo, también habían optado por montar a caballo. 

¿Tan predecible soy? pensó, ajustando el abanico de plumas con un gesto brusco.

—Pensé que al menos esto me haría destacar —murmuró para sí, acariciando el cuello nevado de su yegua.

Fue entonces que unas manos grandes y ásperas se cerraron alrededor de su cintura, ayudándolo a bajar del todo. Un aroma a madera seca y humo, mezclado con sudor y sangre, lo invadió antes de que pudiera ver el rostro del alfa.

—Cuidado, pequeño omega —susurró el alfa, su acento cargado de una dulzura falsa—. El bosque está lleno de… peligros.

Charles se apartó de un salto, como si las manos de Nikita Mazepin quemaran. El alfa, alto y de ojos grises tan fríos como el acero, esbozó una sonrisa que no llegó a su mirada. Su traje negro, sin bordados ni joyas, hablaba de una riqueza que prefería no exhibir, pero sus botas embarradas delataban horas de caza sin tregua.

—Señor Mazepin —murmuró Charles, haciendo una reverencia forzada—. No sabía que los mercaderes asistieran a cacerías reales.

Nikita rió, un sonido gutural que heló la sangre en las venas de Charles.

—Los negocios son como la caza, señorito Leclerc. Solo necesitas saber dónde clavar el cuchillo.

Nikita no soltó su mirada, sus dedos jugueteando con el látigo que colgaba de su cinturón.

—Qué caballo tan… hermoso, justo como usted —dijo, señalando a Étoile—. ¿Lo doma usted mismo?

Antes de que Charles pudiera responder, George apareció a su lado, su aroma a pino fresco envolviéndolo en una falsa calma.

—¡Mazepin! —saludó con una palmada en el hombro del alfa—. ¿Ya le estás contando a mi hermano tus historias de exportaciones?

—Solo admiraba su… caballo —respondió Nikita, sin apartar los ojos de Charles—. Y no pude apartar la vista de su jinete… si me permite, Lord, creo que su hermano tiene una belleza digna de ser admirada por el mundo entero.

George, ciego a la tensión, rió con complacencia y presentó a Nikita con orgullo:

—El señor Mazepin está financiando la nueva ruta comercial a Oriente. Sin él, el té de tu desayuno costaría el doble.

—Qué honra —murmuró Charles, jugueteando con las plumas del abanico.

Nikita inclinó la cabeza, fingiendo modestia.

—El honor es mío. Y hablando de honores… —sus ojos recorrieron el traje azul de Charles—. Concédame el honor de decir que los rumores no le hacen justicia… Es usted radiante... El alfa desvió la mirada, concentrándose en George—. ¿Me permitiría pasear con su hermano? Quisiera… conocerlo mejor.

Charles palideció, pero George ya estaba asintiendo. Las historias de la servidumbre resonaron en su mente: Nikita Mazepin, el alfa que deshace contratos con la misma facilidad con que rompe omegas. El que encierra a sus omegas en alas este de su mansión. El que huele a sangre seca y ambición podrida…

—Claro. Charles, quédate aquí —ordenó su hermano, señalando a un sirviente para que los vigilara—. Nikita es un caballero.

¿Un caballero? pensó Charles, conteniendo una mueca. Cuando Nikita se alejó hacia los establos, se aferró al brazo de George.

—¿No has oído los rumores? Dicen que…

—Tonterías de sirvientes —lo interrumpió George, ajustándose los guantes con gesto impaciente—. Mazepin tiene influencia en el este. No podemos ofenderlo.

Antes de que pudiera protestar, George se unió a Pierre y Max, dejándolo solo bajo la mirada curiosa del sirviente que lo acompañaría en el indeseable paseo con Mazepin.

Los minutos pasaron como horas. Charles caminaba junto a las carpas reales, el corsé ahogando cada respiración, cuando Nikita reapareció montando un corcel negro cuyos ojos brillaban con la misma inquietud que los suyos.

—¿Listo para nuestro paseo? —preguntó el alfa, extendiendo una mano enguantada.

—En realidad, tengo que cuidar a mis hermanos menores —respondió Charles.

Desde la distancia, George lanzó una mirada de reproche a Charles.

—¡Charles! —interrumpió Arthur, apareciendo de la nada con Ollie a cuestas—. Prometiste enseñarme a usar el abanico.

La excusa era absurda; Arthur había jurado no aprender a manejar un abanico, pero Charles la agarró como un náufrago a un tablón.

Nikita rió, pero el sonido carecía de calidez.

—Qué… enternecedor —susurró el rubio, desmontando con lentitud calculada—. Pero los adultos necesitamos hablar.

Charles sintió el pánico trepar por su garganta. Ollie, notando su temblor, se aferró a su brazo con fuerza. Demostrando un vestigio del alfa en el que se convertiría, su instinto, crudo pero feroz, lo hizo plantarse entre su hermano y Nikita.

—Nuestro hermano mayor dijo que debíamos permanecer juntos —mintió el niño, con una mirada pétrea—. Nuestra madre nos espera.

—Qué encantadora familia —murmuró el alfa mayor, inclinándose hasta que su aliento rozó la oreja del omega—. Pero no se preocupe, señorito Leclerc. Tendremos otra oportunidad.

Caminaron hasta la sombra de un roble centenario, y Charles se dejó caer en un tronco, con las manos temblorosas. Ollie y Arthur lo abrazaron sin preguntar, sus cabezas castañas apoyadas en su costado.

—Ese alfa huele a podrido —murmuró Ollie, frunciendo la nariz—. Como… sangre seca.

Arthur, siempre práctico, le ofreció su pañuelo:

—No te cases con él, ¿vale? Prefiero que te quedes soltero y me enseñes todos los tipos de corsé del mundo.

Charles rió, un sonido entrecortado pero genuino, y abrazó a sus hermanos con fuerza. Todavía eran pequeños y, si se concentraba, aún podía sentir el suave aroma a leche fresca que emitían los niños antes de presentarse por completo. Era relajante.

—¿Todo bien? —preguntó Pierre, acercándose con expresión tensa.

—Sí —mintió Charles, levantándose con dignidad—. Solo necesito… aire.


El claro del bosque se transformó en un teatro de seda y acero. Alfas de toda la corte, hombres y mujeres, se alineaban frente al trono improvisado donde el rey Kimi observaba con su habitual expresión impasible. Las mujeres alfas, vestidas con trajes de montar que combinaban elegancia y poder, lucían chaquetas ajustadas con bordados de hilo dorado, faldas divididas para cabalgar y tocados simples pero elaborados anudados en moños impecables. Sostenían rifles pulidos que brillaban bajo la luz filtrada por los árboles. Los hombres alfas, más sobrios en sus atuendos de terciopelo oscuro, ajustaban guantes y comprobaban las culatas de sus armas con gestos precisos.

El rey Kimi se levantó, su voz grave cortando el murmullo como un cuchillo:  
—La cacería comienza con honor… o no comienza.

Sebastian, a su lado, deslizó un pañuelo de seda bordado con sus iniciales entre los dedos de su esposo. La tradición dictaba que aquel alfa que recibía un pañuelo de un omega sería bendecido por la fortuna en la caza, y al volver de la cacería, el alfa debía entregarle de nuevo el pañuelo al omega, añadiendo su propio pañuelo. Kimi se arrodilló con una solemnidad que hacía parecer el gesto una coronación, no un mero ritual.  
—Para mi único tesoro —murmuró el rey, besando la mano de Sebastian.  

El rey consorte sonrió, inclinándose para dejar un beso fugaz en la mejilla de Kimi.  
—No regreses hasta que esa piel de oso esté a mis pies —susurró, con una chispa de desafío, mientras le entregaba su pañuelo al alfa.

La corte estalló en aplausos, pero Charles no tenía ojos para los reyes. Nikita Mazepin avanzaba hacia él, su mirada gris clavada en el pañuelo rojo que asomaba del bolsillo del omega.  
—Merde —murmuró Charles, retrocediendo. Buscó desesperadamente a Pierre o George, pero ambos estaban rodeados de nobles.  
—¡No podemos, calamar! —susurró Pierre cuando Charles intentó ofrecerle su pañuelo—. Es contra las reglas aceptar de un hermano.

Las reglas eran claras: solo los familiares directos podían rechazar un pañuelo, y sus hermanos, aunque alfas, eran su sangre. No podrían ayudarlo. George, ya con un pañuelo rosa de alguna omega rubia que Charles no reconoció, le lanzó una mirada de disculpa.  
—Maldita tradición —murmuró Charles; en otra ocasión, la tradición le habría parecido encantadora, pero ahora solo deseaba poder librarse de ella.

Nikita estaba a tres pasos cuando Charles giró sobre sus talones y chocó contra un torso firme. El aroma a té amargo y tormenta lo delató antes de que alzara la vista.  
—¿Siempre estás tropezando, Leclerc? —preguntó el duque, mirándolo con una ceja arqueada.

Sin pensarlo, Charles arrancó su pañuelo, un cuadrado de seda roja bordado con pequeñas flores de lis en dorado y sus iniciales, y lo empujó contra el pecho del duque.  
—Tómelo. Ahora.

Max frunció el ceño, rechazando el pañuelo con un gesto.  
—No, no gracias. Guarde su…  
—¡TÓMELO! —Charles lo interrumpió, forzándole la mano abierta. Sus dedos se rozaron por un instante, y una chispa eléctrica —¿culpa del terciopelo del traje de Max? ¿O algo más?— los hizo apartarse mutuamente.

Antes de que Max pudiera protestar, Charles se escabulló entre la multitud, arrastrando a Ollie y Arthur hacia las carpas. Nikita, detenido en seco por un grupo de condes borrachos, lanzó una mirada que prometía otro encuentro.  
—¡Leclerc! —rugió Max, sosteniendo el pañuelo como si fuera una serpiente venenosa—. ¡Vuelva aquí y explíquese!

Pero Charles ya estaba lejos, su risa, una cascada de notas traviesas, flotando en el aire como una burla. Ollie y Arthur corrían a su lado, riendo sin entender del todo, pero contagiados por su alivio.  
—¿Por qué el duque? —preguntó Arthur, saltando sobre una raíz—. ¡Huele a cólera y… a…!  
—A té quemado —completó Ollie, haciendo una mueca—. Pero mejor él que ese otro.

Un disparo retumbó entonces, marcando el inicio de la cacería. Los alfas se adentraron en el bosque como una manada de lobos, rifles al hombro y sonrisas afiladas. Max, aún junto al trono real, observó el pañuelo rojo en su mano. Las flores de lis bordadas temblaban ligeramente, como si guardaran el eco de la risa de Charles.  
—Idiota —murmuró, guardando el pañuelo en su chaleco con más cuidado del que hubiera admitido.

Mientras tanto, Charles se refugiaba tras una carpa, jadeando y poniéndose los delicados guantes de seda. Si su institutriz hubiera visto el ligero roce de sus manos con las del alfa, le habría hecho repasar el "manual de comportamiento de omegas" hasta el cansancio. El corsé le impedía respirar, pero la adrenalina le dibujaba una sonrisa en los labios.  
—¿Viste la cara de ese tal Nikita? —susurró Arthur, fingiendo un desmayo dramático contra un barril de vino—. Parecía un salmón ahumado.  
—Y el duque… —Ollie imitó la expresión de Max, frunciendo el ceño y cruzando los brazos—. «¡Vuelva aquí, omega insufrible!».

Los tres rieron, el sonido ahogado por los gritos de los cazadores y el tableteo de los caballos.


El claro del bosque se transformó en un salón al aire libre para los omegas presentes. Bajo un pabellón de seda carmesí, servían té en tazas de porcelana fina y pastelillos decorados con flores comestibles. Charles caminaba entre las mesas acompañado de Lando y una joven omega de piel oliva y ojos grandes como lunas de café: Alexandra Hamilton, la hermana menor de Lando, cuyo compromiso con la princesa heredera Rebecca era el chisme más jugoso de la temporada.

—No entiendo cómo puedes estar tan tranquila —dijo Charles, mordisqueando un macarrón con un gesto de envidia mal disimulada—. A mí me tendrían que haberme encerrado para que no escapara si es que llegaran a comprometerme sin aviso.

Alexandra rió, el sonido tan melodioso como el tintineo de su pulsera de plata. Su vestido verde esmeralda, bordado con hojas de oro, se mecía con elegancia al caminar.

—Porque tú, querido Charles, no has visto a Rebecca montando a caballo —respondió la omega, guiñando un ojo—. Es… impresionante. Pero no fue fácil. —Su voz bajó, fingiendo solemnidad.

Lando se inclinó hacia Charles, susurrando con dramatismo:

—Rompió tres abanicos de ira. Tres. Y le dijo a papá Lewis que prefería casarse con un erizo.

—Al principio, juré quemar las cartas de compromiso —confesó Alexandra, jugueteando con un brazalete de oro que llevaba el escudo de los Hamilton—. Imagina: ¡casarme con una alfa que ni siquiera conocía! ¡Absurdo! Pero… —su sonrisa se tornó tierna—.

—Ya se va a poner romántica —murmuró Lando con fingido fastidio.

—Pero entonces llegó ella —continuó Alexandra, ignorando a su hermano—. Rebecca apareció en mi casa con un ramo de claveles rojos y un libro de poesía persa. No para mí, sino porque «los claveles combaten la hipocresía y la poesía, la estupidez». —Sus ojos brillaron—. Me robó el discurso que había preparado y me preguntó si prefería discutir de arte o huir a Florencia.

Charles sintió un pellizco de envidia. Mientras Alexandra hablaba de su futura esposa, de su amor compartido por la arquitectura gótica y su plan de viajar a Florencia, él recordó los comentarios de Pierre sobre sus pretendientes: «Lord Harris huele a queso añejo», «El vizconde de York tiene la conversación de una ostra». Hasta George había espantado a un conde francés con su comentario: «Su aroma me recuerda a un establo inundado».

Lando, recostado contra un árbol con un abanico de encaje negro, lanzó una uva al aire y la atrapó con la boca.

—Ahora son insoportablemente cursis —bromeó—. Se escriben poemas en servilletas y se regalan pinceles. Yo, en cambio, seguiré siendo el omega más indomable de Londres.

Charles observó el anillo de Alexandra con una mezcla de anhelo y resentimiento.

—Al menos tus padres eligieron bien. Mi madre dejó que Pierre y George ahuyentaran a todos mis pretendientes con comentarios como: «Ese alfa huele a queso podrido» o «¿En serio quieres casarte con alguien que confunde a Shakespeare con un tipo de vino?». Ahora me queda el insufrible Nikita Mazepin y sus… metáforas de cuchillos y cacerías.

Alexandra posó una mano en el brazo de Charles, su perfume a jazmín y vainilla envolviéndolo en calidez.

—No subestimes el poder de esperar, Charles. A veces, el alfa correcto llega cuando menos lo buscas.

Lando lanzó un trozo de pastel a un pájaro cercano, riendo.

—¡Ahora que Alex se casa, puedo rechazar a todos! —anunció, abriendo los brazos como si abrazara la libertad—. Y malcriar a todos tus hijos.

Alexandra le dio un codazo, pero su sonrisa era cómplice.

Charles apartó la mirada, sintiendo cómo el corsé le recordaba su lugar. A lo lejos, cerca de un arroyo, un grupo de omegas jóvenes reía mientras colocaban flores en el pelo de sus caballos. Libertad, pensó. Otra mentira de la corte.

—Rebecca me enseñó algo —susurró Alexandra, siguiendo su mirada—. A veces, el amor no es un rayo. Es… semillas que plantas juntas. —Señaló a una pareja de ancianas trenzando guirnaldas, sus risas tan entrelazadas como las flores—. Pero para eso, debes dejar que alguien se acerque.

Lando, que había estado fingiendo no escuchar, se incorporó de un salto.

—¿Y si en vez de esperar alfas, nosotros organizamos nuestro propio baile? —propuso, con los ojos brillando de travesura—. Solo omegas. Sin corsés, sin rifles… y con todo el champán que George esconde en la bodega.

Charles soltó una risa genuina, imaginando la cara de su hermano al descubrir el robo, cuando un sirviente se inclinó ante él, anunciando que su alteza real, el rey consorte Sebastián, requería su presencia. Alexandra, con una sonrisa tranquilizadora, le dio un leve empujón hacia adelante.

—No muerde —susurró ella, guiñando un ojo—. Bueno, no mucho.


Sebastian se reclinaba en un sillón dorado, su traje de terciopelo azul marino contrastaba con el rojo carmesí de los cojines. Al ver a Charles, esbozó una sonrisa que brillaba más que las joyas que portaba. 

—Ah, el perfecto —dijo, señalando el asiento a su derecha—. Ven, Charles. Cuéntame cómo soportas tanta… mediocridad en tu cortejo. 

Charles se sentó con rigidez, las plumas de su abanico temblando levemente. 

—No ha sido tan malo, Su Alteza —mintió, clavando la mirada en los bordados del tapiz. 

Sebastian arqueó una ceja, inclinándose como un gato a punto de saltar. 

—¿En serio? Porque, según mis fuentes —hizo una pausa dramática, jugueteando con un anillo de zafiro—, ni el vizconde Ocon ha osado enviarte una carta desde que el vizconde Leclerc «accidentalmente» le cerró la puerta en la cara… dos veces. 

Charles tragó saliva. ¿Cómo sabía hasta eso? 

—¿Y bien? —preguntó Sebastián—. ¿Los alfas de Londres son tan insulsos como los discursos de Lord Brown? 

Charles se mordió el labio. 

—No tan… insulsos, Su Alteza. Solo… distraídos. 

Sebastian rió, un sonido claro que hizo girar cabezas. 

—¡Distraídos! —repitió el rey, acariciando su abanico—. Mi esposo también estaba distraído hasta que le puse un corsé de ballenas en su camino. 

Charles no supo si reír o temblar. El rey consorte inclinó la cabeza, bajando la voz: 

—Pero tú, querido, no tienes pretendientes. Y eso… —su sonrisa se afiló— me ofende personalmente. 

—No es por falta de intentos —mintió Charles, evitando mencionar que sus hermanos habían ahuyentado a medio Londres—. Tal vez… no soy tan interesante. 

Sebastian arqueó una ceja, jugueteando con el rubí de su anillo. 

—Interesante es la palabra que usaría Nico para describir a Lewis cuando le tiró un pastel a la cara. Tú eres… desesperante. Pero no te preocupes —añadió, viendo palidecer a Charles—. Alguna oferta de matrimonio tiene que llegarte… o podría no llegar nada, conociendo los elocuentes comentarios de tus hermanos. 

—Mis hermanos solo quieren… proteger —murmuró el joven omega, sintiendo el rubor subirle por el cuello. 

—Proteger, ahogar… ¿Qué diferencia hay? —Sebastian se rió, un sonido claro como cristal—. Te digo algo, querido, yo no suelo dar cumplidos fácilmente y no sabes cuánto detesto… detesto… equivocarme. 

La advertencia flotó en el aire como una daga envainada en seda. Charles no supo si asentir o empezar a pedir perdón desde ya. Por un momento, se imaginó que el rey tenía una celda en algún calabozo con su nombre tallado en oro. El repentino ruido lo sacó de su imaginación.

Un estruendo de cascos interrumpió la conversación. Los alfas regresaban de la cacería, con sus botas embarradas y rostros brillantes de triunfo. El rey y el duque caminaban al frente, Max, con su traje azul oscuro impecable a pesar de las ramas enredadas en sus botas y en su muñeca, atado con descuido, ostentaba un pañuelo rojo bordado con flores de lis.

—¡El duque de Somerset! —anunció Kimi con voz grave, señalando el ciervo gigante que sus guardias arrastraban—. La mejor presa de la cacería. 

Los aplausos estallaron, pero Sebastián no se unió. Sus ojos se clavaron en el pañuelo. 

—Max Emilian —llamó, alzando la voz con dulzura venenosa—. ¿Esa prenda es… tuya? O ¿acaso el bosque te regaló un tesoro? 

Max se detuvo en seco, siguiendo la mirada del rey consorte hacia su muñeca. 

—Es solo un trapo —gruñó, intentando desatar el nudo. 

—¡Un trapo con iniciales! —Sebastian se levantó, arrastrando su cola de terciopelo y seda hacia él—. C.L.… Qué curioso. 

—¡Charles! —ordenó el rey consorte, señalando el espacio frente al trono—. Ven a reclamar lo tuyo. 

Charles, desde su asiento, quiso desaparecer. Pero su madre apareció como una sombra elegante a su lado, sus dedos clavándose suavemente en su hombro. 

—Ve —ordenó en un susurro, empujándolo hacia adelante con una sonrisita. 

Sebastian sonrió, extendiendo una mano hacia Charles. 

—La tradición es clara, ¿no, duque? —dijo, mirando a Max con una dulzura venenosa—. Devuélveselo… como corresponde. 

Max apretó la mandíbula, los nudillos blancos alrededor del pañuelo. El rey Kimi, observando al lado de su esposo con una copa de vino, esbozó una rara sonrisa antes de besar el pelo de Sebastian. 

—Vamos, Verstappen —murmuró el rey, con voz de trueno contenido—. Él no te va a morder. 

Los murmullos de la corte se ahogaron en el aire denso. Max avanzó hacia Charles, cada paso resonando como un latigazo en el silencio. Cuando estuvo frente a él, se arrodilló con torpeza, como si el gesto le quemara las rodillas. 

—Tome —gruñó, extendiendo el pañuelo de Charles como si fuera una prueba de un crimen. 

Charles extendió su mano temblorosa, enfundada en el delicado guante de seda. Pero la seda no pudo proteger su mano de la sensación de ser sostenida por la cálida mano del alfa, y por un instante, ambos se quedaron congelados, con la corte entera observándolos. El beso que Max imprimió en sus nudillos duró un segundo más de lo protocolario, un segundo en el que sus ojos azules, fríos como glaciares, se alzaron para clavar los verdes de Charles. No era un gesto de cortesía, era un desafío. 

—Gracias —susurró Charles, retirando la mano como si hubiera tocado fuego. 

Pero Sebastián no había terminado. 

—¡Pero la tradición no termina ahí, queridos! —exclamó el rey consorte—. El alfa debe entregar su propio pañuelo al omega… y atarlo personalmente, como… garantía de honor. 

Los murmullos a su alrededor aumentaron. Max se quedó petrificado, aún arrodillado, mientras Charles palidecía y maldecía al rey, arrepintiéndose del momento en que le había entregado su pañuelo al duque. No se suponía que esto debía pasar: normalmente, eran las parejas que estaban en un cortejo serio las que realizaban tal demostración, pero aquí estaba, por designio del rey, mientras el resto de la corte observaba curiosa. 

—¿Garantía de honor o de humillación? —murmuró Max entre dientes, lo suficientemente bajo para que solo Charles lo escuchara. 

—Eso depende de cuánto se resista, duque —respondió Charles, con una sonrisa forzada que solo Max pudo reconocer como falsa. 

Con un suspiro que habría derribado un ejército, Max sacó de su chaleco un pañuelo de seda en azul oscuro, bordado en un extremo con un león rampante en hilo dorado: el emblema de los Verstappen. Sin romper el contacto visual, tomó la muñeca izquierda de Charles con más suavidad de la que su expresión sugería. 

—No se mueva —ordenó el alfa, enrollando la tela alrededor de su piel con movimientos bruscos pero precisos. 

Charles contuvo la respiración. Los dedos de Max, callosos por años de sostener espadas y riendas, se deslizaron sobre su pulso, donde las venas latían como pájaros enjaulados. El aroma del alfa, té amargo y tormenta, se mezcló con el suyo, manzana y canela, creando una fragancia electrizante que nubló sus sentidos por un instante. 

—Ahí tiene —dijo Max al terminar, tirando del nudo con un gesto innecesariamente brusco—. Para que no olvide quién le devolvió su precioso trapo. 

Sebastian aplaudió, rompiendo el hechizo. 

—¡Qué encanto! —exclamó, mientras la corte estallaba en vítores fingidos—. Quizás esta temporada sea más… divertida de lo que pensaba. 

Charles miró el emblema del león, sintiendo cómo el calor de la mano de Max aún le quemaba bajo la seda. Max, al levantarse, pasó junto a él lo suficientemente cerca como para susurrarle al oído: 

—Tire ese pañuelo, Leclerc. No querrá que se rumoree que usted… me pertenece. 

Antes de que Charles pudiera replicar, Max se alejó con pasos largos, ignorando a todos a su alrededor. 

Charles se quedó un momento más, sintiendo que un leve rubor comenzaba a quemar sus mejillas. Los murmullos de la corte no hacían más que aumentar. Realizó una reverencia delicada y se dirigió a la tienda de su familia. Escuchó la voz de su madre llamándolo, pero fingió no haberla escuchado y en su muñeca el pañuelo del duque le quemaba, como si el pañuelo estuviese hecho de fuego en lugar de tela. 

Cuando llegó a la tienda de su familia, arrancó el pañuelo de su muñeca y observó el trozo de tela como si lo ofendiera personalmente. Ese pequeño ritual era importante, era algo antiguo y había imaginado durante años que la primera vez que participara de esa tradición sería con un alfa que lo estuviese cortejando. 

Charles sostuvo el pañuelo del duque y el suyo, arrugándolos con fuerza entre los dedos enguantados. Pensó en la belleza antigua de aquella tradición, tan arraigada en la historia de alfas y omegas que parecía más mito que costumbre. En tiempos remotos, cuando aún vivían en manadas, los omegas entregaban un trozo de tela impregnado con su aroma al alfa que partía de cacería, como una brújula invisible que debía guiarlo de regreso a casa. Aquel pañuelo era promesa, ancla, rastro y consuelo. 

Con los siglos, el gesto se refinó. Cuando los reinos empezaron a formarse, cuando los alfas partían seguido a las guerras o a las cruzadas, el pañuelo de un omega les recordaba a quién pertenecía su alma, a quién debían regresar. Y cuando lo hacían, cuando volvían vivos, triunfantes o simplemente enteros, le devolvían al omega aquel primer pañuelo… junto con el suyo propio, atado con solemnidad a la muñeca contraria. Un lazo simbólico, sencillo pero profundo: “Volví por ti.” 

Ahora, los alfas ya no llevaban el pañuelo de sus omegas en la guerra, pero en las cacerías reales, ese ritual persistía como parte del cortejo formal. Una muestra pública de atención, una marca de honor y promesa. Y Charles… Charles había soñado con ese momento toda su vida. Pero no así. No con un alfa que lo había llamado desesperado, ni bajo la mirada burlona de toda la corte. 

El pañuelo que sostenía en su mano quemaba. Porque no había sido entregado con ternura, sino con obligación. “Tire ese pañuelo, Leclerc. No querrá que se rumoree que usted… me pertenece”, le había dicho el alfa. Así que él obedeció, arrojó el pañuelo al suelo con rabia y lo pisó una y otra vez, mientras maldecía los cortejos, a la sociedad entera, y a sus hermanos por haber ahuyentado a cada pretendiente. Cuando terminó de desahogarse, observó el pañuelo azul completamente arrugado y sucio en el suelo. Ni siquiera lo pensó mucho; lo recogió con cuidado. El bordado era bonito y detallado, el león de los Verstappen se veía hermoso. No identificaba bien qué punto era el que se había utilizado en dicho bordado, así que guardó el pañuelo, pero solo por el bordado. Cuando aprendiera el punto, lo botaría.


El campamento real se teñía de dorado bajo el crepúsculo, y las carpas de seda ondeaban como banderas de victoria. En el interior de la carpa Hamilton, Nico observaba tras una cortina de encaje a Max y Charles, ubicados en extremos opuestos. El duque, de vez en cuando, lanzaba miradas furtivas hacia el omega sin que este se percatara de su atención, al igual que Charles, quien contemplaba al alfa cuando este se distraía, como si una cuerda invisible los uniera.

—¿Qué tramas, padre? —preguntó Alexandra, mirándolo con diversión.

—Esa sonrisa solo aparece cuando vas a arruinarle la vida a alguien —intervino Lando, apareciendo a su lado con una copa de vino robada de la mesa principal.

Nico giró el abanico de plumas negras, golpeando suavemente el brazo de su hijo.

—Arruinar es una palabra demasiado vulgar —dijo el rubio, guiñando un ojo—. Yo… cultivo oportunidades.

Antes de que sus hijos pudieran replicar, Nico se acercó a Lewis y plantó un beso rápido en sus labios.

—Cuida a Lando —susurró el omega contra la boca de su esposo—. Está a un paso de quemar la carpa solo por diversión.

Lewis gruñó, aunque sus ojos brillaban de complicidad.

Mientras los sirvientes desmantelaban las mesas, Nico divisó a Pascale Leclerc junto a su carruaje. La viuda, vestida de luto pero con el broche de diamantes de Hervé brillando como un desafío, ajustaba el chal de Charles con un gesto reconfortante. El omega, a su lado, miraba al suelo con los hombros caídos, su habitual fuego reducido a brasas.

—La temporada… qué cruz —murmuró Nico, acercándose con pasos silenciosos—. Pascale, querida amiga, ¿preocupada por las revistas otra vez?

La vizcondesa giró, su aroma a gardenias y angustia envolviendo el aire.

—¿Cómo no estarlo? —respondió, señalando un ejemplar de *El Té y el Escándalo* abandonado en un banco—. «Charles Leclerc: ¿El omega perfecto o la decepción de la temporada?». ¿Quién escribe estas infamias?

Nico tomó el periódico, hojeándolo con desdén.

—Gente sin vida propia —dijo, arrugándolo y lanzándolo a una hoguera cercana—. Pero tú y yo sabemos que la verdad se escribe en acciones, no en tinta barata.

Sus ojos siguieron a Max, quien intentaba escabullirse hacia los establos mientras un grupo de padres y madres omegas lo acorralaban con sus hijos e hijas debutantes.

—Mi pobre sobrino —suspiró Nico, fingiendo dramatismo—. Entre las revistas que lo pintan como un soltero de oro y las cacerías de dotes, no tendrá paz hasta que alguien lo ate a un árbol.

Pascale siguió su mirada, notando cómo Charles se frotaba los brazos bajo la mirada burlona de un grupo de omegas jóvenes.

—Y el mío… —susurró—. Mis hijos lo protegen hasta ahogarlo, y es víctima de escritores maliciosos.

Nico posó una mano en su brazo y bajó la voz.

—Hoy, cuando Max le devolvió el pañuelo a Charles… ¿no viste una clase de chispa?

Pascale alzó una ceja.

—¿El duque Verstappen y mi Charles? —su risa fue un cascabel de escepticismo—. Se toleran tanto como el vinagre y la leche.

—El vinagre corta la grasa, querida —replicó Nico, sonriendo—. Y la leche… suaviza el carácter.

Ambos miraron hacia Max, ahora refugiado tras una columna mientras George desviaba a un grupo de progenitores omegas con historias inventadas de «reuniones urgentes en el Parlamento».

—El duque tiene un gusto especial por la sopa de tomate —dijo Nico de pronto, como si compartiera un secreto de estado—. Pero no cualquier sopa… estilo holandés, con un toque especial de albahaca fresca.

Pascale esbozó una sonrisa lenta, como un gato que ve un ratón desprevenido.

—Qué casualidad… Mi chef es de Ámsterdam.

—Y casualmente —continuó Nico—, el duque estará libre el lunes por la noche.

Los ojos de Pascale brillaron con un fuego que no se veía desde hacía tiempo.

—Charles adora la sopa de tomate —dijo felizmente, aunque en realidad, Charles detestaba la sopa de tomate.

Nico ajustó su tocado de perlas, satisfecho.

—Qué coincidencia tan deliciosa.

Se despidieron con una reverencia cómplice, y Nico se dirigió a rescatar a Max de las garras de una madre omega particularmente tenaz.

—¡Duque Verstappen! —llamó, enlazando su brazo con el del joven—. Es que ya no tiene consideración por su querido tío... ayúdeme a llegar al carruaje… esta humedad no me hace bien.

Max, demasiado aliviado para cuestionar, lo siguió sin protestar, aunque extrañado al escuchar a Nico quejarse de la humedad.

Mientras tanto, Pascale susurró órdenes a su mayordomo.

—Mañana iremos al mercado y compraremos los mejores tomates. Tenemos una cena muy especial el lunes. Y… —su sonrisa fue un destello de esperanza— no hay que olvidar la albahaca.

Al caer la noche, mientras los carruajes partían, Nico y Pascale intercambiaron una última sonrisa desde la distancia. El juego había comenzado.

Chapter 4

Notes:

Hola a tod@s ☕📜 , gracias gracias gracias por leer esto, me tarde con la actualizacion porque estoy en examenes finales en la Universidad y este semestre ha estado muy pesado pero queria agradecerles por todos los comentarios en los anteriores capitulos gracias y queria avisarles que el proximo capitulo lo voy a subir en dos semanas aproximadamente, de nuevo gracias por leer y disfruten el capitulo 💌.
P.D.:Si escuchan Wildest Dreams de Taylor Swift en cierta escena me harian muy feliz. 💌

Chapter Text

El sol de la tarde se filtraba por los altos ventanales, iluminando los hilos dorados que Charles manejaba con destreza entre sus dedos. Sentado en el sofá de terciopelo azul, el omega concentraba toda su atención en el delicado bordado que sostenía: un ramo de lavandas en lino blanco, cada puntada impecable, cada detalle perfecto. A su lado, Arthur, con el ceño fruncido y la lengua asomando por el esfuerzo, intentaba seguir sus instrucciones, pero su aguja parecía tener vida propia.

—No, Arthur, así no —susurró Charles, inclinándose para corregir la puntada torcida de su hermano—. Debes hacerlo suave, como si el hilo fuera una pluma.

—¡Pero es imposible! —protestó Arthur, tirando del hilo con demasiada fuerza y enredándolo aún más—. Nunca me sale bien... no soy tan bueno como tú.

Ollie, arrodillado en la alfombra frente a ellos, levantó la vista de sus soldaditos de plomo. Con la seriedad de un general, alineaba sus tropas en dos frentes imaginarios.

—Intenta otra vez... Los omegas siempre saben cómo bordar —dijo, como si fuera lo más obvio del mundo—. Es la regla.

—¡Tú no hables! —replicó Arthur, arrojando el bastidor al sofá con frustración—. Nunca has levantado una aguja en tu vida.

—Porque soy un alfa —respondió Ollie, orgulloso, antes de volver a su batalla imaginaria.

Charles observó a Arthur, cuya expresión se había tornado triste al mirar a Ollie jugar libremente. El omega mayor suspiró y, con un gesto cariñoso, le acarició la mejilla a su hermano.

—Está bien —cedió—. Ve a jugar con Ollie.

Arthur no necesitó que se lo dijeran dos veces. Con una sonrisa que iluminó su rostro, saltó del sofá y se arrodilló junto a Ollie, olvidando por completo el bordado abandonado.

—¡Yo comando a las tropas napoleónicas! —anunció, agarrando un par de figuras de caballería—. ¡Y tú a los ingleses!

Ollie asintió, feliz de tener un compañero de batalla.

Charles sonrió, disfrutando del momento de paz familiar, hasta que los gritos de su madre resonaron desde el vestíbulo.

—¡Las velas deben ir en los candelabros de plata, no en los dorados! ¡Y las rosas, por el amor de Dios, que sean blancas!

Los tres hermanos intercambiaron miradas.

—Madre está… animada —comentó Arthur, arqueando una ceja.

—Sí... me alegra verla así —murmuró Charles, observando cómo Pascale pasaba como un torbellino por el pasillo, dando órdenes a los sirvientes con una energía que parecía contagiosa.

Arthur ladeó la cabeza.

—¿No crees que está planeando tu compromiso? Como lo hizo con Lorenzo.

—Eso fue diferente —aclaró Charles, con una sonrisa nostálgica en los labios—. Lorenzo y Jules ya se querían, solo eran demasiado tímidos para admitirlo.

—Madre es entrometida —refunfuñó Arthur, lanzando un soldadito de Ollie al suelo.

Charles le dio un golpecito en el hombro.

—Y por eso Lorenzo es feliz ahora.

—Bueno... una entrometida tierna... supongo.

Ollie, sin levantar la vista de sus tropas, murmuró:

—Yo vi a mamá hablando con Nico Hamilton en la cacería… Decían algo de leche, vinagre y… sopa de tomate.

—¿Vinagre y leche? —preguntó Arthur, arrugando la nariz—. Suena como poción de bruja.

Charles frunció el ceño.

—¿Sopa de tomate? ...que desagradable

Antes de que pudiera decir algo más, Andrea apareció en la puerta del salón, con una sonrisa que parecía gritar, “Hora de envolverte en seda, querido Charles”.

—Señorito Charles, es hora de alistarse.

Arthur suspiró dramáticamente.

—Te van a comprometer... lo suponía.

—No me van a comprometer —replicó Charles, aunque una punzada de nerviosismo lo atravesó.

Ollie murmuró algo inaudible, pero sus mejillas se sonrojaron de inmediato.

Charles lo miró con curiosidad.

—¿Qué sabes tú, pequeño espía?

El niño se puso aún más rojo y, en un intento por evitar la mirada de su hermano mayor, bajó la vista, concentrándose únicamente en sus soldaditos, como si estos fueran la cosa más interesante del mundo.

—¿Ollie? —Charles se inclinó hacia él—. ¿Sabes algo que yo no?

—N-nada... —susurró el niño, antes de levantarse y huir del salón.

—¡Ollie! —llamó Charles, pero el niño ya corría riendo escaleras arriba.

Andrea suspiró.

—Arthur, tú también debes alistarte.

El omega de catorce años palideció.

—¿Yo? ¿Por qué?

Un ayudante apareció con un traje para Arthur: pantalón de seda azul, camisa de muselina y… un corsé.
Arthur jadeó.

—¡No! No me pondré eso.

Charles intervino rápidamente.

—Andrea, Arthur ni siquiera ha debutado en sociedad. No es necesario que use corsé todavía.

Andrea cruzó los brazos.

—Su madre ordenó que practique para su presentación el próximo año

—¿Por qué? —cuestionó serio el omega más joven—. No es como si Charles se fuera a casar pronto, y yo no pienso presentarme en sociedad hasta que mi hermano mayor se case.

—Tiene algo de razón —concordó Charles con una sonrisa, lo que hizo suspirar de cansancio a Andrea.

—Y más importante aún, ni siquiera he tenido mi primer celo —continuó alegando Arthur, con una sonrisa triunfal—. Apóyame, Charles.

La mención del “celo”, de manera tan descarada por parte de Arthur, hizo que los otros omegas lo miraran sorprendidos, y antes de que Charles pudiera salir de su sorpresa, Andrea habló primero.

—Jovencito… tenga más decoro al hablar… per l'amor di Dio —regañó el omega italiano al más joven, que bajó la vista ligeramente apenado—. Ahora vaya a alistarse y obedezca a su madre.

Arthur le lanzó una mirada suplicante a Charles, quien a su vez miró a Andrea con ojos de cachorro abandonado.

Per favore, Andrea —suplicó Charles—. Hazlo por mí, ¿sí?

El omega italiano suspiró, derrotado. Charles siempre era su debilidad; no por nada lo consideraba su dulce niño.

Va bene… Hoy sin corsé. Pero ustedes le explican a su madre.

Arthur y Charles abrazaron a Andrea al unísono, casi derribándolo.

—¡Gracias, Andrea! —exclamó Arthur, aliviado.

Andrea los separó con suavidad y señaló a Charles.
—Usted, signorino va con corsé. Adesso.

Charles suspiró, resignado, y se dirigió a las escaleras.
—Está bien. Pero si hay sopa de tomate en esa cena, juro que me escaparé por la ventana.

Arthur rio.
—Te van a casar.
—¡Zitto, Arthur!


El estudio de Lewis Hamilton olía a cuero envejecido, tinta y poder. Mapas de rutas marítimas estaban desplegados sobre el escritorio de caoba, mostrando líneas rojas que serpenteaban entre Londres, Ámsterdam y los puertos africanos. Max Verstappen, de pie frente a la chimenea con un whisky en la mano, señalaba un punto cercano al “Cabo de Buena Esperanza” con gesto severo.

—Contratar guardias para los barcos duplica los costos, tienes razón, Lewis, pero al menos estaremos seguros de que la mercancía llegará completa —dijo el duque, su voz cortante como el filo de un sable—. Pero si negociamos con piratas por la seguridad de un cargamento de especias, ¿qué nos asegura que no olvidarán el trato en el último momento y terminen robándonos?

Nikita Mazepin, reclinado en un sillón de cuero con aire de zorro satisfecho, jugueteaba con un reloj de oro. Su aroma a tabaco caro y ambición agria impregnaba el aire.

—Los piratas son... emprendedores —comentó con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos grises—. Un impuesto extra por cruzar sus aguas. No los vamos a contratar, solo pagaremos un pequeño impuesto. ¿Por qué no negociamos con ellos?

Max giró hacia él, los ojos azules helados.

—Porque no negocio con ratas que roban a sangre fría.

Lewis intervino, alisando un documento sellado con el emblema de los Hamilton: tres cuervos en vuelo.

—Max tiene razón, Nikita. La seguridad es una inversión, no un gasto. Pero debemos calcular —su mirada se posó en Max— cuántos barcos pueden ir en convoy con un solo escolta.

La puerta del estudio se abrió sin ceremonia. Nico Hamilton, vestido con un traje de seda púrpura pálido y bordados delicados, cruzó el umbral con la elegancia de un gato enfadado.

—Disculpen la interrupción caballeros, pero creo que los números pueden esperar —anunció el omega, abanicándose con gesto delicado—. Una magnifica cena nos está esperando y no podemos llegar tarde

Max bebió un largo trago de whisky.

—No voy. Esto es más importante que una cena.

Lewis abrió la boca para apoyarlo, pero una mirada fulminante de Nico lo detuvo. El alfa mayor suspiró, rindiéndose.

—Podemos continuar mañana, Max. Nikita, ¿le importa posponer?

El comerciante se levantó, ajustándose el chaleco de brocado dorado.

—Por supuesto que no —respondió, con una sonrisa que parecía tallada en hielo—. Las cenas son... divertidas.

Max apretó la copa. Hipócrita.

Nico se acercó a Max, su perfume a fresas y amapolas envolviéndolo.

—Ponte tu mejor sonrisa, sobrino. Los Leclerc no merecen mala educación.

Al salir, Nico lanzó una última advertencia con el abanico:

—El carruaje parte en quince minutos.

Cuando la puerta se cerró, Nikita se acercó a Max con pasos lentos.

—¿Tan desagradable es la compañía que le espera? —preguntó, examinando el anillo de sello del duque con interés fingido.

Max no apartó la mirada del fuego.

—Los asuntos sociales son un lastre cuando no sirven a los negocios.

Nikita soltó una risa baja.

—¿Incluso cuando ese "lastre" incluye al señorito Leclerc? —Su voz goteaba veneno dulce—. ¿Acaso lo está cortejando? ...No me diga que un insulso acto banal como el de la cacería hizo que alguien como usted se interese en cortejos 

Max giró levemente, observando de reojo al otro alfa.

—¿A que debo tanto interés en mis asuntos personales, Mazepin?

El comerciante recorrió a Max de pies a cabeza, como si evaluara una mercancía.

— Disculpé mi atrevimiento, duque. Creí que ahora que seremos socios podíamos ser amigos... y solo digo que ese omega es un deleite para la vista —susurró—. Pero no se confié demasiado. Otros también lo desean.

Max sostuvo su mirada, una sonrisa fría asomando a sus labios.

—¿Alguien como usted?...Créame que su atención en el señorito Leclerc no pasó desapercibida en la cacería

Nikita no se inmutó.

—Observar no es un pecado, duque

—Entonces desperdicia su tiempo —replicó Max, acercándose a él hasta quedar a un palmo—. Y como amigo, permítame darle un consejo… Los Leclerc no se alían con cualquiera…Yo que usted dirigiría mi atención hacia otro objetivo

Mientras Lewis guiaba al comerciante fuera del estudio, Max y Nikita intercambiaron un último gesto: una inclinación de cabeza tan gélida que podría congelar el Támesis.

Cuando la puerta se cerró, Max arrojó su copa vacía al fuego.

—Idiota —murmuró hacia la puerta por donde había salido Nikita.

Su mirada cayó sobre el reloj de péndulo: 7:30 PM. Faltaban treinta minutos para la cena. Maldiciendo entre dientes a su tío por haber organizado la cena, el duque salió del estudio a regañadientes. En el pasillo, un sirviente le tendió su capa de terciopelo negro.

—El carruaje está listo, Su Gracia.

—Gracias —gruñó Max, abrochándose los guantes con furia—. Si mañana escucha alguna noticia sobre un joven y apuesto duque que se lanzó al Tamesis luego de una cena, no dude en que seré yo.

—Espero no escuchar tan desagradable noticia, Su Gracia —dijo el sirviente con una sonrisa.

En el carruaje de los Hamilton, Max se había sentado frente a Lewis, con los brazos cruzados y la mirada fija en la ventana, ignorando por completo el mundo que lo rodeaba.

—Deja el berrinche, Max —dijo Lewis con una sonrisa burlona—. Ya estas demasiado grande para pataletas.

El duque ni pestañeó.

—El chef de los Leclerc es excepcional —insistió Lewis, intentando romper el hielo—. Dicen que su soufflé de chocolate hace llorar a los alfas más duros...espero que sirvan ese postre 

Max rodó los ojos con tal énfasis que Lewis no pudo resistirse; levantó su bastón de ébano y golpeó suavemente la rodilla del joven.

—¡Ay! —protestó Max, frotándose el lugar—. Sabes… decirle que no a Nico una vez no te mataría.

—No, pero me haría perder... otras diversiones —susurró Lewis, guiñándole un ojo.

Max puso cara de asco.

—Por el amor de Dios, no hables de eso.

La portezuela se abrió de golpe y Nico, Lando y Alexandra entraron en una nube de aromas dulces y seda púrpura. Los tres omegas llevaban tocados de perlas que centelleaban a la luz de las farolas y abanicos de plumas de faisán que parecían alas suspendidas. Nico se acomodó junto a Lewis, quien tomó su mano enguantada y la besó.

—Estás resplandeciente, mi perla —murmuró el alfa.

Max, Lando y Alexandra suspiraron al unísono, exhaustos.

—Compórtense esta noche, mis niños —advirtió Nico, ajustándose las perlas del cuello—. Es una cena importante. Deben dar una buena impresión.

Alexandra, con una sonrisa de oreja a oreja, se inclinó hacia Max:

—Tú y Charles van a hacer una pareja preciosísima.

—Tu compromiso te ha nublado el juicio —replicó Max, ajustándose los puños de su saco.

—Totalmente —apoyó Lando, abanicándose con dramatismo.

—O tal vez el amor me ha hecho ver la verdad —contraatacó Alexandra, su voz dulce pero cargada de malicia—. No huyan del amor, se están perdiendo lo mejor de la vida.

Max y Lando intercambiaron una mirada.

—Si sigues hablando —dijo Max—, te tiro al Támesis.

—Y yo le ayudo —añadió Lando.

Alexandra rió, disfrutando de su ventaja:

—Tóquenme un pelo, y Rebecca los meterá en el calabozo más oscuro del palacio.

—Tan dramática como siempre —murmuró Max.

—¡No puedes amenazar a todo el mundo con Rebecca! —protestó Lando.

—Claro que puedo —replicó Alexandra, orgullosa—. Es el privilegio de casarse con la princesa heredera.

Nico asintió, satisfecho:

—¿Ven? El matrimonio no es tan terrible.

En ese momento, Max vio su oportunidad. Con un movimiento rápido, arrebató el abanico de plumas de la mano de Nico y lo arrojó por la ventana abierta del carruaje.

—¡MAX! —gritó Nico, horrorizado.

Lewis soltó una carcajada.

—No pensé que cumplirías la amenaza.

Nico, rojo de furia, arrancó el bastón de Lewis y golpeó el hombro de Max.

—¡AUCH! —rugió el duque, frotándose el brazo—. ¡Te lo advertí! ¡Si jugabas al casamentero, tus abanicos pagarían el precio!

Lando y Alexandra rieron sin control, mientras Nico maldecía en alemán y Lewis intentaba recuperar su bastón.


El carruaje de los Hamilton se detuvo frente a la columnata iluminada de la mansión Leclerc. Max bajó primero, aún con el cabello revuelto y el hombro adolorido por el bastonazo de Nico. Los demás lo siguieron: Lewis ofreciendo el brazo a Nico, Alexandra y Lando ajustando sus tocados de perlas bajo las miradas curiosas de los sirvientes.

Pierre y George esperaban en el umbral, impecables en trajes de terciopelo azul oscuro.

—Bienvenidos —saludó Pierre, con una reverencia lo suficientemente educada hacia Lewis y Nico.

George, inusualmente solemne, inclinó la cabeza ante los Hamilton, pero evitando la escrutadora mirada de Nico:

—Es un honor tenerlos aquí, mis Lords.

Lando no pudo resistirse:

—¿Tan formal, George? Parece que esperabas a otro Hamilton… —dijo, guiñando un ojo.

Alexandra se unió al ataque:

—¿Temor de que Alexander regresara de Prusia sin aviso?

George palideció ligeramente, sus dedos jugueteando con el reloj de bolsillo.

—No sé de qué hablan. Alexander y yo somos… amigos.

—¡Claro! —rió Lando—. Como yo y el Duque de Kent. Por cierto, ¿sabías que Alexander se casará con un conde español?

George se quedó inmóvil, el aroma a pino fresco de su esencia tornándose agrio.

—¿Q-Qué?

Lewis, compadecido, puso una mano paternal en su hombro:

—Calma, muchacho. Alexander ha rechazado todas las propuestas. Parece esperar… a alguien específico.

El suspiro de alivio de George fue tan audible que Pierre tosió para disimular una risa y llamó a un sirviente:

—Acompañe a nuestros invitados al comedor, por favor.

Pascale apareció entonces, perfectamente arreglada con su vestido azul oscuro. Al ver a Max, sonrió con genuina calidez:

—Duque Verstappen, qué alegría que aceptara nuestra invitación.

Max ofreció una sonrisa cortés, aunque forzada:

—No podía negarme ante el gran entusiasmo de mi tío por esta cena, vizcondesa.

Mientras el grupo avanzaba, Pierre retuvo a Max rodeando sus hombros con un brazo. Su voz bajó a un susurro cargado de diversión:

—¿Puedo saber qué intenciones trae esta noche, mi querido amigo?

El duque bufó con fastidio:

—Ninguna. Solo fui arrastrado aquí por mi entrometido e irritante tío.

Ambos alfas soltaron una pequeña risa cómplice que murió cuando un aroma a manzana y canela inundó el vestíbulo. Charles descendía las escaleras con una elegancia etérea. Su traje de seda celeste claro, bordado con glicinas plateadas, se ceñía a su torso esbelto, haciendo resaltar su estrecha cintura, mientras la cola del traje fluía como un río de luz tras él. La muselina de la camisa dejaba entrever su cuello delgado y, en sus rizos castaños, hilos de plata trenzados centelleaban bajo las lámparas de araña. Sus mejillas mostraban un rubor natural que rivalizaba con el suave carmín de sus labios.

Max contuvo el aliento… Charles parecía un sueño hecho persona.

El sonido de Pierre aclarándose la garganta sacó a Max de su estupor.

—¿Está seguro de que no hay intenciones, duque? —preguntó Pierre, inusualmente serio.

La pregunta flotó en el aire, pero antes de que Max pudiera contestar, el sonido de risas estridentes llenó el vestíbulo. En ese instante, Ollie bajó corriendo las escaleras riendo. En su prisa, empujó sin querer a Charles, que perdió el equilibrio en el último peldaño.

—¡Charles! —gritó Pascale.

Max se movió como un rayo. Atrapó a Charles por la cintura, deteniendo su caída. Durante un segundo eterno, quedaron congelados: Charles vio el azul glacial de los ojos de Max, tan cerca que distinguió vetas de zafiro. Max sintió la suavidad del terciopelo bajo sus manos, el calor del cuerpo del omega y el rubor que ascendía por su cuello. El aroma a manzana y canela se mezcló con el de té negro y tormenta.

—¡Ollie, qué descuidado! —dijo Arthur desde arriba, rompiendo el hechizo.

Pascale y Nico intercambiaron una mirada cargada de triunfo disimulado. Max y Charles se separaron como si se quemaran.

Pierre le lanzó una mirada incrédula a su madre y, con voz resignada, habló:

—La cena está lista… no hagamos esperar a los demás.

Nico, con una sonrisa estudiada, se acercó a Max:

—¿Cómo vas a dejarlo así después de un tropiezo tan alarmante? Deberías escoltarlo, querido sobrino.

Max lanzó a Nico una mirada que prometía venganza, pero extendió el brazo hacia Charles.

—¿Me permite, señorito Leclerc?

Charles dudó, pero, ante la mirada expectante de su madre, posó su mano enguantada sobre el brazo de Max. El contacto, incluso a través de la seda, hizo que ambos se estremecieran.

—Por supuesto… Su Gracia.

Mientras avanzaban al comedor, Pascale susurró a Arthur y Ollie:

—Buen trabajo, mis niños.

Y ambos sonrieron satisfechos, habiendo cumplido con diligencia la tan importante tarea que su madre les había confiado: “Un pequeño tropiezo antes de un gran avance, a veces, puede ser lo necesario”, habían sido las palabras de su madre, y quiénes eran ellos para desobedecer.

El comedor, iluminado por candelabros de plata, se convertía en un teatro de miradas cómplices cuando Max y Charles entraron con los brazos entrelazados. Lewis sonrió como un gato que había atrapado un canario, mientras Lando y Alexandra intercambiaron una sonrisa idéntica a la de Nico. George, sentado junto a Pierre, murmuró a Max:

—Te lo dije: te cazan como a un ciervo.

Charles se soltó bruscamente del brazo de Max y se dirigió al extremo opuesto de la mesa, pero Pascale lo interceptó con la suavidad de una pantera.

—Querido, tu lugar está aquí —dijo, guiándolo hacia la silla junto a Max—. Al lado de nuestro distinguido invitado.

Ambos se sentaron, evitando mirarse. El primer plato llegó: sopa de tomate humeante, roja como una advertencia. Charles contuvo un suspiro de agonía. Max lanzó una mirada acusadora a Nico, quien respondió con un inocente aleteo de pestañas.

—Ve despidiéndote de tus tocados de perlas —susurró Max entre dientes.

Pascale sonrió, inocente como una margarita:

—Espero que le guste, duque. Es una receta especial de Ámsterdam.

—Casualmente... es mi favorita —respondió Max con voz neutra.

—Si...una casualidad abrumadora —comentó Charles, con un sarcasmo que cortó el aire.

Lando y Alexandra soltaron una carcajada mal disimulada. Charles, indignado, arrancó un pedazo de pan y lo lanzó hacia los hermanos, quienes lo esquivaron con elegancia.

Antes de que comenzaran a cenar, Pierre alzó su copa, haciendo ademán de brindar:

—Aunque cuando llegué esta tarde a mi casa y fui sorprendido con esta magnífica cena —dijo, mirando a su madre—, celebro que todos estemos aquí y espero que pasemos una velada encantadora.

Pascale levantó su copa, sonriendo sin responder. La cena dio inicio con una ligera tensión, que por momentos se disipaba gracias a las preguntas que Pascale le hacía a Alexandra acerca de su compromiso y las ligeras intervenciones de Nico y Lewis. Sin embargo, tanto el duque como Charles seguían esquivando las miradas, recordando de vez en cuando los detalles que habían notado el uno en el otro hace instantes, a raíz del incordioso tropiezo del omega. Cuando Ollie pidió a Charles que le pasara el pan, este extendió su mano para tomar la pequeña canasta y su mano rozó la del duque; el sutil contacto hizo que ambos se miraran, pero desviaron la mirada al instante.

Cuando los sirvientes retiraron los platos, Charles sonrió con verdadera alegría al ver desaparecer su plato, que contenía la sopa fría e intacta, mientras Max rodaba los ojos ante la expresión de alivio del omega. 

—¿Qué? —preguntó Charles, desafiante, al notar su mirada. 

Max no respondió; solo esbozó una sonrisa que era a la vez burlesca e intrigante, antes de volver su atención al plato que ahora colocaban frente a él: una deliciosa tartaleta de espárragos.

El ambiente se relajó por completo cuando Ollie preguntó con voz clara:

—Lord Lewis, ¿cuándo vuelve Kimi de Prusia?

Lewis observó curioso al pequeño alfa.

—¿Puedo saber por qué el interés en mi pequeño cachorro?

Charles intervino, con los ojos brillando de travesura:

—Porque Ollie está enamorado de él.

—¡NO ES CIERTO! —protestó Ollie, rojo como la sopa de tomate—. ¡Es mi mejor amigo!

—Esta mañana me dijiste: "Quiero casarme con Kimi cuando sea grande" —respondió Charles, disfrutando cada palabra.

Lewis rió, jugueteando con su copa:

—Pero qué valiente jovencito, parece ser que sí habrá un compromiso esta noche...despues de todo.

Ollie, con ojos brillantes como estrellas, dijo:

—¿Entonces puedo casarme con él?

Nico se atragantó con su vino.

—¡Vaya osadía, jovencito!

Arthur señaló a George:

—Aprende de Ollie. Pregunta por Alexander ya.

George se atragantó también, lanzando una mirada asesina a su hermano.

—¡Cállate! No seas entrometido.

Charles rodó los ojos, pero Ollie le susurró:

—Tranquilo, Charlie. Si quieres, te empujo otra vez frente al duque.

Pierre apuntó a Ollie con el cuchillo:

—Oliver Leclerc, estás castigado. Mañana limpiaras los establos.

—¡Sabía que fue adrede! —exclamó Charles, indignado.

Mientras la discusión continuaba, Pascale observó a Max. El duque contemplaba la escena familiar con una sonrisa genuina, olvidando por completo su habitual ceño fruncido.

—Perdón por el desorden... No siempre somos tan... desordenados —se disculpó.

—Prefiero un desorden espontáneo a cualquier orden impuesto —respondió Max, su voz sorprendentemente cálida.

—¿Entonces puedo alardear de que el duque de Somerset está disfrutando de una cena en mi casa?

Max la miró, sin rastro de sarcasmo:

—Puede hacerlo, vizcondesa... Y déjeme decirle que, muy a mi pesar, esta es una velada encantadora.

La piña en almíbar brillaba como oro líquido en las copas de cristal. El ambiente, antes tenso, se había transformado en un murmullo relajado: Pierre discutía rutas comerciales con Lewis, mientras George y Alexandra se reían de un chiste de Arthur. Nico susurraba con Pascale, observando a los "invitados especiales". Solo Charles y Max flotaban en su propia burbuja de silencio contenido.

Charles observó de reojo a Max, quien jugueteaba con su cuchara de postre sin probar bocado, y dejó escapar un suspiro apenas audible.

—¿Tan poco tolera mi presencia, Leclerc? —susurró Max, sin mirarlo.

Charles giró la cabeza, enfrentándose a esos ojos azules que ahora parecían burlones.

—No se preocupe, Duque... hasta ahora es que noto su existencia. Un erizo sería más sociable.

—Disculpe, pero algunos preferimos no ser el centro de atención —replicó Max—. No como ciertos pavos reales que pasean sus plumas con demasiada alevosía.

—Prefiero mil veces un pavo real a un erizo mudo —dijo Charles, levantando la copa de vino y fingiendo elegancia—. Vuelva a su cueva, Su Gracia.

Una sonrisa peligrosa asomó en los labios de Max.

—¿Por qué? Pensé que disfrutaba de esta cena trampa… señorito.

Charles rió, seco.

—¿Disfrutar? Debe estar usted loco.

—¿En serio? —Max se inclinó, su aliento rozando la oreja del omega—. Tantos tropiezos… el baile en la casa de los Hamilton, el pañuelo en la cacería y ahora las escaleras… ¿Coincidencias?

Charles apretó la copa.

—Accidentes infortunados…puede estar seguro que no tengo el menor interés en usted… y respecto al incidente de las escaleras, fue una broma poco divertida por parte de mi hermano, como habrá escuchado hace unos instantes.

—No estoy muy convencido —Max bajó la voz a un susurro seductor—. La próxima vez que me vea, trate de no caer en mis brazos.

—¡No se preocupe! —Charles chasqueó la lengua—. Haré hasta lo imposible por evitarlo. No quiero rumores que me vinculen a un alfa con carácter de ogro y personalidad de piedra.

Max resopló, indignado.

—Excelente. Yo tampoco quiero que me relacionen con un omega presuntuoso y desesperado por pretendientes.

—¡Disculpe! —Charles casi derramó el champán.

—¿No es así? —Max sostuvo su mirada, desafiante—. ¿O es que acaso miento?

Sus ojos se enredaron en un duelo de orgullo y algo más… algo que hizo que Charles olvidara respirar. Notó la sonrisa burlona de Max, los labios ligeramente curvados, la peca en el labio superior del alfa, y sintió el impulso irreprimible de lanzarle su copa a la cara.

En ese instante, alguien aclaró la garganta. Lando los observaba desde el otro lado de la mesa, con una ceja arqueada y una sonrisa de lince. Charles y Max siguieron su mirada hacia sus propias manos, que, sin darse cuenta, se habían entrelazado sobre el mantel.

Se separaron como si hubieran tocado lava. El rubor les subió por el cuello a ambos, mientras Lando apoyaba la barbilla en las manos.

—Quiero ser el padrino de su primer hijo.

Al unísono, Max y Charles murmuraron entre dientes:

—Cállate Lando


Terminados los postres, Pascale guió al reducido grupo hacia el salón de té. Arthur y Ollie protestaron al ser llevados a dormir por Andrea, mientras George murmuró sobre "asuntos urgentes" y desapareció en la penumbra del pasillo. Pierre, con una carpeta de documentos bajo el brazo, anunció:

—El Parlamento exige mi atención. Disfruten la velada.

Solo quedaron los Hamilton, Max, Charles y Pascale. El salón, iluminado por lámparas de aceite, olía a bergamota y cera recién derretida. Charles avanzó hacia el sofá de terciopelo verde, y allí, junto al pie del mueble, yacía abandonado el pañuelo azul de Max, brillando como un zafiro maldito. ¡Maldición!, pensó. Lo había estudiado esa mañana para descifrar el punto del bordado del león y lo había olvidado allí.

Se agachó rápidamente, pero una mano enguantada en cuero negro se le adelantó. Max alzó el pañuelo, una chispa de diversión brillando en sus ojos azules:

—¿Seguro que no ayudó a planear esta trampa, Leclerc? —susurró, rozándole los dedos al entregárselo.

Charles arrebató la seda, escondiéndola en su puño cerrado:

—No se dé tanta importancia, duque.

—¿Importancia? —Max sonrió, cínico—. Guardar el pañuelo de un alfa "insufrible" pone en duda su desprecio.

—Es solo por el bordado —replicó Charles, con voz afilada.

—Eso espero —Max se reclinó en el sofá, justo cuando risas y pasos anunciaron la llegada de los demás.

Charles ocupó el sofá frente a él, clavando la mirada en la llama de una vela. Si mira hacia aquí, lo mato, pensó.

Nico, Pascale, Lewis, Alexandra y Lando inundaron el salón con charlas sobre el clima y la próxima cacería. Max se levantó de golpe:

—Con su permiso, debo retirarme. Asuntos urgentes me esperan al amanecer.

Nico alzó una mano:

—El carruaje estará listo en media hora.

—Prefiero caminar —fue la respuesta cortante de Max, mientras se inclinaba en una despedida rápida.

Pascale intervino, suave pero firme:

—Charles, acompaña al duque a la puerta.

—No es necesario —dijeron ambos al unísono, evitándose la mirada.

Max asintió con rigidez militar. Pascale no cedió:

—Los invitados siempre se acompañan. Charles, querido, acompáñalo, por favor.

Charles se levantó, los nudillos blancos alrededor del pañuelo.

—Como desees, madre. —Se acercó a Max—. Lo acompaño, su gracia.

Max suspiró, cansado:

—Le agradezco, señorito Leclerc.

Caminaron hacia el vestíbulo en un silencio cargado de zumbidos. Las sombras alargadas de las columnas bailaban al ritmo de las velas, y solo el crujir de sus pasos sobre el mármol rompía la quietud. Charles, con los dedos aún aferrados al pañuelo azul escondido en su puño, respiró hondo antes de hablar:

—Buenas noches, duque.

Max se rió, un sonido bajo y cálido que reverberó en la penumbra.

—Esperaba un comentario más afilado de su parte, Leclerc.

—Estoy demasiado cansado para ingeniosidades —replicó Charles, mirando fijamente el retrato de un ancestro—. Ya sea acerca de su falta de sociabilidad… o su difícil carácter.

La carcajada de Max fue genuina, sorprendiendo a ambos.

—Pocas veces me han insultado con tanta… elegancia indirecta.

Charles no pudo evitar sonreír.

—Soy bastante ingenioso cuando me lo propongo.

—Creo que estoy comenzando a notarlo —admitió Max, suavizando la voz.

Un suspiro sincronizado marcó el fin de las risas. Max estudió a Charles bajo la luz temblorosa de las velas:

—No es tan aburrido como pensaba.

—Y usted tal vez… solo tal vez —enfatizó Charles— no es tan insufrible como creía. Aunque sigo pensando que tiene el carácter de un erizo.

—Y yo que usted es un pavo real presumido y brillante —replicó Max, sin acritud.

En ese momento, un sirviente, cargado con una pila de platos de porcelana, avanzó por el pasillo. Charles, para cederle paso, retrocedió sin mirar… y tropezó contra el pecho de Max.

—¡Uff! —exhaló Charles, mientras los brazos del duque lo envolvían para evitar la caída. Quedaron demasiado cerca: la nariz de Charles a un palmo de los labios de Max, sus respiraciones entrecortadas mezclándose.

—No le dije hace un momento que dejara de caer en mis brazos —susurró Max, sin soltarlo.

—Y yo no le pedí que me rescate, duque —respondió Charles, ruborizado—. Es usted quien se interpone en mis tropiezos.

Una tos seca resonó desde lo alto de la escalera. Pierre los observaba, cruzado de brazos, con mirada de vizconde enfadado.

—Charles, ve con nuestra madre y los invitados —ordenó, bajando los peldaños con paso firme.

Antes de irse, Charles dio un leve asentimiento a Max, recuperando su sarcasmo:

—Que tenga un buen paseo, duque. Aunque si mañana leo que un duque circunspecto cayó al Támesis… disfrutaré cada palabra del titular.

Max soltó una risa, devolviendo el golpe:

—Tenga cuidado al caminar. Pídale un bastón a su madre… podría evitarle incómodos rescates.

Charles negó, conteniendo una sonrisa, y desapareció en la dirección del salón de té.

El eco de los pasos de Charles se perdió en el pasillo hacia el salón de té, dejando a Max y Pierre solos en el vestíbulo iluminado por velas temblorosas. La sombra de Pierre se alargó sobre el mármol blanco mientras cruzaba los brazos, su mirada de vizconde dando paso a la del hermano mayor.

—Te considero un amigo, Max —comenzó, con voz grave, pero sin rencor—. Casi un hermano. Por eso no toleraré que juegues con Charles.

Max frunció el ceño, endureciendo la postura:

—No juego con nadie. Menos con él.

—Es sensible —insistió Pierre, acercándose un paso—. Más de lo que aparenta. Impresionable. Si no es serio, aléjate. No lo confundas.

—No hay sentimientos que confundir —replicó Max, desviando la mirada hacia la escalera—. Difícilmente nos toleramos.

Pierre soltó un suspiro cargado de exasperación.

—¿En serio? —preguntó, observando el pasillo por donde el omega habia desaparecido—. Porque lo que vi esta noche no fue tolerarse. Fue… otra cosa.

Max se quedó inmóvil.

Pierre posó una mano en su hombro, rompiendo el silencio:

—Eres un buen hombre, Max. De verdad deseo que seas feliz. Pero ten cuidado con mi hermano. —Apretó su hombro en un gesto fraternal—. No es un juego para él.

Max no respondió. Las palabras se habían convertido en nudos en su garganta. Pierre subió las escaleras sin mirar atrás, pero su despedida resonó en la bóveda del vestíbulo:

—¡Buenas noches, Max! Y que esta cena trampa no se repita pronto.

Un sirviente apareció como una sombra, tendiéndole la capa de terciopelo negro. Max se la colocó mecánicamente, sintiendo los dedos entumecidos. Antes de cruzar el umbral, volvió la cabeza hacia el pasillo vacío donde Charles había desaparecido. Por un segundo, imaginó ver un destello de seda celeste tras la esquina… Solo fueron sombras, pero en su piel persistía un leve rastro del aroma a manzana y canela. Era una nimiedad en sí mismo, pero lo suficientemente intenso como para hacerlo soñar con labios carmesí y mejillas sonrojadas.