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El día estaba fresco, como muchos anteriores que indicaban la rápida culminación del verano, y eso también significaba el inicio de las clases a la vuelta de la esquina. El recuerdo de lo ocurrido en la sexta edición de los Juegos Extremos parecía lejano, o, al menos, eso era lo que Bradley Cremanata III quería creer.
Desde la ventana de su dormitorio en el campus, observaba cómo todos parecían estar pasándola bien. Reían, paseaban, comían, hacían actividades al aire libre... Y entre toda esa gente, a varios metros de distancia, lograron distinguir a los miembros de la fraternidad a la que alguna vez perteneció. Conversaba después de lo que parecía haber sido un buen entrenamiento.
Era irónico. Él había sido el rey de ese grupo: el mejor patinador, un tipo modelo, estudiante ejemplar. Lo mejor de lo mejor. Y ahora... Bueno, no es que fuera un don nadie. Seguía siendo brillante en los estudios, popular y deseable. Pero lo ocurrido en los Juegos provocó que todos lo condenaran sin apelación. Nada volvió a ser igual. Podrían halagarlo, asistir a sus fiestas, incluso buscar su compañía... pero siempre con esa mancha en su historial social. Siempre sería el tramposo de los Juegos Extremos.
Y ese solo era la parte "buena". Durante las primeras semanas posteriores al evento, sufrió un aislamiento social espantoso, sin precedentes para alguien como él. Ignorado, señalado, blanco de rumores y susurros a sus espaldas. Todo eso fue demasiado, y en cierta forma, aún lo era. Pero de a poco intentaba volver a ser él mismo. O eso quería pensar. O fingir.
Creía merecerlo. Sabía que no debía haber hecho lo que hizo. Nunca fue su intención lastimar a nadie, al menos no a ese grado. Nunca a Tanque. Nunca a...
Qué estúpido había sido.
Si. Lo merecía. Merecía todas las consecuencias. La expulsión, el rechazo, el desprecio. Tal vez no supo manejar la presión de su padre con la universidad, ese hombre siempre encima de él, queriendo que fuera más, que fuera perfecto, sin un atisbo de error. Y él cumplió. Siempre cumple. Se aferraba a la idea de que era por su propio bien.
Con el tiempo entendió que no se trataba de él. No era un padre preocupado por su hijo, sino Bradley Cremanata II buscando crear una copia mejorada de sí mismo: sin defectos, sin debilidades, capaz de alcanzar todo lo que él no logró. Como si a Bradley realmente le interesara.
Recordó con amargura el día en que su padre lo encontró practicando con su skate, a los 17 años. Le rompió la tabla en pedazos y la arrojó a la basura, gritándole que ningún Cremanata se rebajaría a practicar ese deporte para vagos. Fue la primera —y última— vez que Bradley se atrevió a desafiarlo.
“Es mi pasión”, le dijo con rabia. “Puedes destruir mil tablas, pero siempre voy a encontrar una forma de seguir patinando.”
El castigo que vino después le recordó por qué nunca debía levantarle la voz a su padre.
Se estremeció al recordar esa noche. Sintió un nudo en el estómago, y presionó su patín con más fuerza, como si al hacerlo pudiera borrar el pasado.
Y no fue la derrota en los Juegos lo que enfureció a su padre, sino las trampas y engaños que lo dejaron expuestos. Que mancharon el apellido. Que atentaron contra el legado. ¿Preocuparse por si estaba bien? ¿Por si se había lastimado? Jamás. Pero sí tuvo tiempo de gritarle que todo era culpa de "ese maldito deporte".
Volvió la mirada a la ventana. Los Gamma ya se habían ido. Miró su reloj: 5:24 pm Si se apuraba, podría practicar un poco antes de que anocheciera. Ahora que sus excompañeros ya no estaban, el parque estaría más tranquilo. No es que les tuviera miedo —sabía que lo ignoraban, igual que todos—, pero prefería evitar el rechazo directo... o peor aún, la indiferencia.
Tomó su casco, salió con un profundo suspiro, y se dirigió hacia el parque de patinaje.
Llegó en unos minutos. El lugar estaba casi vacío, salvo por unas pocas personas desconocidas, aunque seguramente lo reconocían a él. Podía sentirlo en sus miradas, en sus susurros apenas disimulados. Decidió ignorarlos. Se dirigió a una de las rampas, se deslizó sin muchos trucos y subió de un salto a uno de los barandales.
Entonces la escuchó.
Una risa. Esa risa.
La reconocería en cualquier lugar. A un kilómetro de distancia, entre una multitud de millones.
Max Goof.
Lo vio entrar al parque junto a sus dos amigos, con esa confianza irritante y esa sonrisa brillante que lo desquiciaba. Tan brillante que lo distrajo... y cayó. Perdió el equilibrio, se deslizó por el barandal y golpeó el suelo con fuerza. Maldición. Debió traer sus rodilleras.
El golpe alertó al trío, que se acercó creyendo que se trataba de algún chico del campus. No esperaba encontrar a Bradley Cremanata III tirado en el suelo. Max tardó en reconocerlo; si se hubiera levantado con la gracia de siempre, quizás no habría ido a ayudar... o quizás sí. Pero Bradley se veía diferente.
—Oye, Brad, ¿Qué sucede? —preguntó Bobby con burla—. ¿El rey cae de su trono y ni siquiera puede cruzar un simple barandal?
Bradley fulminó con la mirada a los dos idiotas detrás de Max, pero fue a él a quien sostuvo la mirada. Y entonces lo vio. No había burlado. No había desprecio.
Había algo peor: lástima.
Se puso de pie con rapidez. No permitiría que alguien tan inferior lo mirara hacia abajo.
—Te aconsejo, novato —dijo con altivez, ignorando a Bobby—, que, si vas a soltar esa escandalosa risa tuya en público, al menos te hagas responsable por los accidentes que provoca tan irritante distracción.
Esperaba incomodarlo, avergonzarlo por su peculiar risa. Pero era Max Goof.
—Mi risa te distrae, Brad?
Odiaba que lo llamara así. Lo detestaba. Pero lo odiaba aún más viniendo de él. Y lo sabía. Max lo sabía muy bien. Porque se acercaba con cada palabra, con esa actitud "amenazante" tan suya.
—Número uno: ¡no te atrevas a decirme así! —gruñó Bradley.
Max se acercó más.
—Y número dos... Otro paso. Estaba a menos de medio metro.
—Tú...
—Yo ¿qué? —Max lo miraba con esa maldita sonrisa torcida, imperfecta y extraña. Tan suya.
—No me he reído —dijo finalmente, con voz suave.
No estaba coqueteando. Claro que no. Eso sería absurdo. Solo intentaba ser casual, desafiante. Y al parecer estaba funcionando, porque Bradley no encontraba qué decir.
—Me importa poco si te ríes o no, novato. Solo no estorbes en mis entrenamientos.
—Ni siquiera estaba estorbando —interrumpió PJ—. Que por negligencia opresora de tu dudoso buen juicio terminaras con las consecuencias predilectas de tu falta de protección, actitud deplorable, por cierto, para un autoproclamado rey de esta actividad deportiva, no se relaciona directamente con Max, pero es ridícula la forma en la que indirectamente arden por pasiones compartidas, y no atléticamente hablando.
—¿Qué? —dijeron Bobby y Max al unísono. Aunque ya estaban acostumbrados, no podía seguirle el ritmo.
Bradley, por su parte, sí entendió. O creyó entender.
—¡Solo quítense de mi camino! —bramó, sonrojado, tomando su skate y alejándose con grandes, elegantes zancadas.
—PJ, ¿Qué le dijiste? —río Bobby.
—Qué importa, hermano. Al menos hizo que se fuera.
Pero Max no lo dejó ir del todo. No en su mente.
No después de verlo así. Su presencia se le quedó pegada, como una canción que odias, pero no puedes dejar de tararear. Y eso lo irritaba más que la confrontación tenida.