Chapter 1: Not Strong Engough
Chapter Text
"Cuando la casa de los antepasados esté a punto de caer, un espíritu familiar, reencarnado en carne nueva, emergerá para salvar a la familia de la ruina.
Con la memoria de vidas pasadas en su alma, y la sabiduría de los antepasados en su corazón, el reencarnado liderará a la familia contra las fuerzas de la destrucción y el olvido.
La sangre de los antepasados correrá por sus venas y el fuego de la lealtad arderá en su espíritu.
Buscad al que ha vivido antes,
Al que ha amado y sufrido,
Al que ha conocido la victoria y la derrota, pues solo él puede salvar a la familia de la ruina".
¿Qué había después de la muerte?
Nunca fue un fiel creyente de los siete como lo era su madre o su abuelo, tampoco le interesaban los dioses valyrios o esos llamados dioses antiguos.
Por supuesto ese era un pensamiento que nuca se atrevió a decir en voz alta, en su defensa esas clases sobre los siete o las catorce llamas eran jodidamente aburridas.
Por eso, el estaba seguro de que después de la muerte no había nada, solo soledad.
Pero como dijo recientemente el estaba seguro de que no había nada
¿Ahora? Ahora definitivamente había algo
El había muerto envenenado, lo recuerda claramente, la sensación de ahogarse con su propia sangre y después de la oscuridad, pensó que ahí terminaría su vida, morir como vivido: solo.
Que ilusión fue al pensar que todo sería tan fácil
— Aegon Targaryen, segundo con el nombre, estás convocado frente a los dioses. — ese anunció enano extraño. Sus palabras hicieron que todos en ese salón estallen en susurros
Si, un maldito juicio es lo que le espero después de su patética muerte ¿En serio? ¿Ni siquieras en su no vida podía dejar de ser juzgado?
Todos aquí parecían ser valiryos, o lo más parecido a eso, incluyendo a los dioses que estaban en sus enormes tronos.
Así que no fue difícil calcularlo, eran las 14 llamas.
Estaba frente a las 14 llamas ¿Tendría que hacer una reverencia? Era básicamente un vegetal sin capacidad para moverse, ojalá lo entiendan y no sean como estos...lo que sea que sean, no parecían dioses, solo personas extrañamente susurrantes.
Aegon los entendía, pero no podía responderles adecuadamente y ellos lo sabían, joder si que lo sabían si las miradas de burla y superioridad no eran evidentes.
"Mestizo" y "sangre impura" Eran una de las tantas cosas que logró entender
¿A quién le decían mestizo? Malditos
Se quedó tanto tiempo perdido en sus pensamientos rencorosos que no noto como el enano se iba alejando
Aegon quería decirle que no se vaya, era el único que estaba en la misma situación de inferioridad que el, aunque era vergonzoso.
El enano sintiendo sus pensamientos solo le dio una sonrisa aterradora, como si disfutara lo que estaba por venir
—Del polvo de la muerte renacerá una llama...si si — dijo de forma cantarina
Jodidamente aterrador
Ni siquiera se atrevía a mirar más allá de la base dorada del trono de los dioses, demasiado aterrado para hacer eso.
¿Para que hacerlo? Su vida fue una mierda así que su final también sería una mierda, no había mucho con lo que trabajar realmente.
— Estoy cansado de esto — era una voz autoritaria, parecida a la que usaba su abuelo cuando quería intimidarlos.
Lo que vio lo dejo sin aliento
Era una persona pero a la vez parecía un dragón, sus ojos eran dorados, en algunas partes de su rostro tenía escamas en lugar de piel que parecían tan duras como el acero, como un dragón tratando de tomar la forma de un hombre.
Y los que le seguían no eran diferentes.
— Los humanos ya no saben la diferencia entre lo correcto e incorrecto — dijo con voz serena la mujer que estaba a su lado
— Cada día se alejan más de las leyes de la vida— hablo otra de las tantas entes —
— Ya no sientes empatía por los demás
— Y no tienen ninguna fe, o al menos no una verdadera
En este punto ya no sabía a quién estaba escuchando, si a los dioses o al resto de la corte.
— Sucios mestizos, siempre creyéndose los personajes principales — se quejo un dios con molestia
¿Persona principal?
¿Alguna vez fue el personaje principal?
Todo este tiempo no fue más que un peón para los demás y su deseo de sobrevivir.
"¡Tu eres el desafío ! ¡Tu eres el desafio Aegon !. — manos suaves pero con largas uñas perforándolo — ¡solo por estar vivo y respirar!."
— ¡Un alma que abuso de los débiles!
"Solo haz lo que mejor sabes hacer, no hagas nada"
— ¡Lo que estás diciendo es un sin sentido! Fue un alma perdida, fueron sus circunstancias lo que lo llevó a ello.
"¿En serio cree que Viserys te nombro su heredero?"
— ¡¿En serio creen que un mestizo tiene salvación?! — la voz parecía un trueno grito
¿Alguna vez tuvo realmente el control de su propia vida?
La discusión de los dioses parecía durar una eternidad, algunos lo defendían viendo virtudes que no tenía, y otros lo juzgaban hasta por respirar
No sabia porque querían salvar su alma, tampoco entendía porque lo querían exterminar, todo era muy confuso.
Por alguna razón Aegon se siente avergonzado de la palabra mestizo
Es irónico, porque ni siquiera sabe que clase de peso tiene esa palabra aquí.
— Tu muchacho ¿Qué opinas?. — una nueva voz se hizo escuchar. En apariencia se parecía a los otros dioses solo que más...arrugado
Y como si recién hubieran notado su presencia, todos los ojos se dirigieron hacia el
— Yo...no se que hago aquí, siento que estoy soñando, dígame ¿Es esto un sueño? — Contestó con voz desesperada
El anciano sólo le dedico una pequeña sonrisa — Ciertamente esto es inesperado, entiendo tus dudas — le respondió con una voz suave como la sedado — pero si estás aquí es por algo, esperábamos a alguien pero no pensamos que fueras tu
" Esperaba a alguien más "
No lo culpaba, ni siquiera el sabía que hacia aquí
—Dime, ¿alguna vez escuchaste ese viejo dicho? "Cada vez que nace un Targaryen, los dioses lanzan una moneda y..."
—"...y el mundo contiene la respiración" —completó Aegon, casi sin pensarlo. Lo había escuchado tantas veces que ya le salía como una plegaria automática, justo antes de quedarse dormido sobre la mesa.
—Exacto.
—Y ¿qué tiene que ver eso con esto?
Antes de que el anciano pudiera responder, otra voz lo interrumpió desde un costado. Un segundo dios, de ojos brillantes y aspecto más joven, habló sin vergüenza:
—Que hacemos apuestas con sus vidas, niño.
Aegon parpadeó.
—¿Qué carajo?
El anciano cerró los ojos con cansancio.
—No es... tan así —murmuró, molesto.
—¡Sí es así! —intervino un tercero desde el fondo, con tono de quien ya ha bebido demasiado en un banquete divino—. ¡La última fue buenísima! ¡Ese que se volvió loco y casi quemo a todos! ¿Cómo se llamaba?
—¡Aerys! —gritó a alguien más.
—¡Ese! Gran apuesta.
El anciano se aclaró la garganta con más fuerza esta vez, y las voces cesaron.
—Verás, cuando vives por la eternidad, todo se vuelve... predecible. Así que empezamos a buscar formas de entretenernos. Tú me entiendes, ¿no?
— Entonces mi familia fue su… ¿entretenimiento? —dijo Aegon, cruzado de brazos, con una mezcla de asco y resignación—. Claro, eso explica muchas cosas.
—Pero no todo es juego —continuó el anciano—. Una profecía... surgió de la nada. Sin aviso previo. Inesperada, incluso para nosotros. Decía que uno de sangre Targaryen debía volver... y salvar la casa antes de que se extinguiera por completo.
— ¿Extinguir? —Aegon se río—. Tenemos dragones. ¿Quién carajo podría aniquilarnos?
El salón quedó en silencio.
—Ya no los tienen —dijo el anciano con gravedad—. Ni dragones, ni linaje, ni poder. En el tiempo del que hablamos… los Targaryen son apenas una historia olvidada. Un eco.
Aegon bajó la mirada, por primera vez en serio.
—Entonces... me trajeron a mí para arreglar todo eso. Qué gran plan. Traer al más inestable, el más perdido… el menos sobrio.
Levantó los brazos dramáticamente, con una media sonrisa derrotada.
—Maténme de nuevo. No importa. Estoy en paz con mi mediocridad.
Un murmullo recorrió la multitud. Algunos lo miraban boquiabiertos. Otros, escandalizados. Uno que parecía un dios del vino escupió su copa de risa. Aegon apenas se inmutó.
—Por favor —pensó—. Se crió con su madre. ¿En serio creían que le afectaba lo que decían? Había escuchado cosas peores de ella desde que tenía uso de razón.
El anciano lo observaba en silencio, sin moverse. No parecía decepcionado. Más bien... curioso.
—Tienes miedo —dijo al fin.
Aegon respondió, sin negarlo.
—Claro que tengo miedo. No soy un héroe. No sé liderar. Apenas sé cómo se mantiene en pie una dinastía, y si me preguntás, creo que mi espada está oxidada.
—Y sin embargo... eres el único que queda.
Silencio. Aegon tragó saliva. Esta vez sí sentí la garganta seca
—¡Este no puede ser! —vociferó uno de los dioses, una figura envuelta en plumas negras—. ¡Debe haber un error!
—Tal vez si lo matamos y lo dejamos pasar un rato, renace como Daenerys —dijo otro, carcajeándose con dientes de relámpago.
"¿Quién carajos es Daenerys?", pensó Aegon, parpadeando, exhausto.
El anciano volvió a interceder con calma, aunque se notaba la presión que le temblaba en las manos.
—La profecía no admite sustituciones. Lo hemos intentado... más veces de las que el tiempo puede recordar.
—Pero míralo —bufó otro dios, de piel transparente como el hielo—. No está preparado. No lo estuvo nunca.
Aegon apretó los dientes. No hablaba. Pero por dentro, una frase se coló sin permiso:
"No esperes demasiado de él. Es... sensato."La voz de su madre, aguda como cristal roto.
"Un Targaryen que no vuela ni brilla. Al menos Rhaenyra tenía carácter".
"No molestes a tu padre con tus cosas."
"Camina derecho."
"No llores, por los siete, otra vez no."
Mientras los dioses discutían a su alrededor como un consejo desquiciado, él solo escuchaba eso. Palabras que se habían quedado pegadas como alquitrán en su piel.
—Tampoco nosotros te hubiésemos elegido —confesó, al fin, el dios más viejo, con una tristeza auténtica en la mirada—. Pero no tenemos opción. Tú eres el nombre marcado en la visión. Aunque preferiríamos que no lo fueras.
Aegon lo miró. Parpadeó lento.
—Entonces estamos de acuerdo —dijo con una media sonrisa amarga—. A nadie le gusta la idea.
Volvió a cerrar los ojos, esta vez con los brazos cruzados sobre el pecho, como si esperara que la muerte, por fin, hiciera su trabajo correctamente.
Silencio.
Ni gloria, ni fuego, ni truenos.
Solo silencio.
Y la certeza incómoda de que incluso entre los dioses... no era bienvenida.
Aegon río sin ganas.
Claro. ¿Por qué no? Al menos que lo intente alguien que no haya sido un segundo hijo fracasado. ¿De qué serviría que renaciera? ¿Para repetir lo mismo? ¿Para jugar al rey otra vez, complacer a mi familia, hacer lo que otros deciden? Ya fui ese tipo. Ya hice todo lo que me pidieron.
Se sentó en el suelo, como quien abandona una conversación con el universo entero.
—Ahora solo quiero un segundo maldito de paz. ¿Es mucho pedir?
Silencio. Nadie respondió.
Y por primera vez en años, Aegon lo sintió: no dolor, no vergüenza. Solo hartazgo. Un agotamiento que venía de siglos, como si lo cargara desde antes de nacer.
Los dioses seguían discutiendo. Voces entrelazadas, como tormentas sobre tormentas.
Aegon ya no los oía.
En su mente, el eco era otro.
Recuerda.
No porque quiera, sino porque es inevitable.
Rhaenyra fue la elegida desde el primer suspiro.
Cuando hablaba, la corte la escuchaba. Cuando se equivocaba, los libros callaban.
Cuando lloraba, el reino temblaba para consolarla.
Aegon se veía a sí mismo, un niño en las sombras del salón del trono, esperando que su padre girara la cabeza. Que lo nombrara. Que lo viera.
Nunca lo hice.
Todo era para ella.
El tiempo, el consejo, los elogios. El destino.
“Ella es la legítima”.
“Ella es la heredera.”
“Ella lo merece”.
¿Y él?
Él fue un accidente.
Un segundo intento.
Una sombra que respiraba demasiado fuerte.
Incluso cuando fue rey, el reflector no lo tocó.
Era un cargo, no un triunfo. Una obligación, no un reconocimiento.
Los vítores estaban vacíos. La corona, pesada. Y su madre… su madre solo veía en él lo que debía hacer, no lo que era.
Su padre... su padre jamás lo vio.
Y ella, Rhaenyra, tenía todo.
Era perdonada por lo imperdonable.
Amada incluso cuando sangraba al reino.
Tenía hijos. Una familia. Un lugar.
Aegon tragó saliva. El pecho apretado.
Siempre atrás.
Siempre solo.
El reflector nunca fue para él.
Y ahora los dioses venían a reclamarle otro papel. Otro deber. Otra carga.
¿Para qué?
¿Para volver a estar a la sombra de alguien?
Se pasó una mano por el rostro. Tenía los ojos secos, pero dolía como si hubiera llorado toda una vida.
Los dioses callaron. Lo observaban.
Pero Aegon no habló.
Porque por primera vez en mucho tiempo, su silencio pesaba más que todas sus palabras.
Uno de los dioses se acercó, el rostro cubierto por una máscara de oro resquebrajado. Habló sin rodeos.
—Escúchame bien, Aegon. Si te animás… si aceptas esto… Puedes salvarlos.
Aegon entrecerró los ojos. No respondió, pero el silencio era otra forma de interés.
—A tu familia. A tus hijos. A ti mismo.
Otro dios, más joven, sin rostro pero con una voz que parecía suya, añadió:
— Esta vez no tienes que ser la sombra de nadie.
No vas a tener que mendigar el amor de un padre o competir con una hermana que ya ganó todo antes de empezar.
—Esta vez tu llegas primero. Y esta vez, sabés más que todos. Sabés cómo se destruyó todo.
— Sabés quién va a traicionar. Cuándo van a caer los muros. Sabés que los dragones no son eternos.
— Si juegas bien, Aegon… —dijo el de la máscara dorada— Puedes evitarlo todo.
— No vas a estar repitiendo la historia de otros. Vas a estar escribiendo la tuya.
El que parecía más anciano, ese que desde el principio hablaba con calma, se inclinó:
— Ya sufriste, ya perdiste, ya fracasaste en ese otro tiempo. ¿No quieres ver qué pasa si esta vez lo haces bien?
— Esta vez, podrías salvarlos a todos. Y salir victorioso.
Silencio.
Aegon tragó saliva. Tenía los puños cerrados. Algo latía dentro suyo con una violencia que no sentía desde que era niño.
— Está bien —dijo al fin, la voz seca, como si le costara sacarla del pecho—. Está bien.
Los dioses lo miraron en silencio.
— Si es esto o desaparecer…si es esto o volver a quedarme mirando cómo todo se desmorona…
entonces sí. A la mierda. Lo hago.
Se pasó una mano por la cara. Estaba sudando, aunque no había calor.
— Pero no lo hago por ustedes. Ni por profecías.
Ni por Viserys. Ni por Rhaenyra. Ni por ese trono podrido que arruinó a todos.
Los miró, con los ojos rojos de tanto recordar, tanto tragar.
— Lo hago por ellos. Por mis hijos.
Y porque esta vez… esta vez yo empiezo primero.
Uno de los dioses suena apenas. El anciano ascendió.
—Es suficiente.
— Y si pierdo… —murmuró Aegon, sin convicción—. Bueno. Ya lo hice una vez. Estoy acostumbrado.
Un resplandor dorado comenzó a crecer a su alrededor. Algo viejo, denso, inevitable.
— Que sea rápido —dijo, cerrando los ojos—.
Y por una puta vez… que no duela.
Y entonces, el mundo ardió en blanco.
Y en lugar de paz, vino la caída.
No caía por un lugar. No caía por el cielo.
Caía por sí mismo.
Como un pozo sin fondo hecho de recuerdos, de voces, de imágenes torcidas. Todo mezclado. Todo mal.
Una mujer gritando su nombre.
Su madre. En trabajo de parto.
"No es el hijo que esperaba", pensó alguien. No sabía si era ella, si era él.
Tal vez ambos.
Una mano delgada, blanca, acariciándole la frente. "Vas a ser rey algún día", dijo Otto, sin mirarlo.
El cabello de Aemond, alejándose tras otra pelea.
La risa de Rhaenyra. Siempre tan clara.
Siempre del otro lado del salón.
El calor de un cuerpo desnudo, fugaz, maldito, que no recordaba con claridad.
El peso de la corona en el frente.
El vino. Mucho vino. Demasiado.
El sabor a sangre. No sabía si era suya o de otro.
Y luego:
Los gritos. La guerra. El fuego. Un dragón cayendo. El suyo.
Y el dolor.
El dolor de morir. No fue épico. No fue limpio.
Solo fue... silencio.
Todo eso en segundos. Oh siglos. No podía decirlo.
Su cuerpo no era cuerpo. Era luz que giraba. Era una mente al borde de estallar. Como si alguien hubiera abierto su cráneo y tirado adentro una tormenta.
—¡BASTA! —gritó, pero su voz no tenía eco.
Solo entonces el descenso se detuvo.
Como si alguien apretara pausa justo antes de que su alma se hiciera polvo.
Aegon jadeó. O creyó jadear. Sigue sin cuerpo.
Y entonces, la nada.
Un espacio tranquilo, blanco. Como un segundo antes de volver a nacer.
Abrió los ojos.
El techo era de madera tallada, el tipo de artesanía que uno sólo nota si está muy aburrido… o si acaba de volver de la muerte.
En su mano había una copa de vino.
Casi por reflejo, la lanzó.
El cristal se estrelló contra la pared y el líquido rojo se deslizó como sangre por la piedra.
Malos recuerdos. Malos recuerdos.
No más vino, por los dioses. Ni aunque fuera el de Dorne.
Inspiró hondo.
La habitación… le sonaba.
Tapices familiares, una mesa baja con frutas, un brasero encendido en la esquina.
Su mente seguía latiendo como si tuviera una jaqueca vieja y eterna.
¿Cómo era posible que estuviera ahí?
No estaba muerto. O tal vez sí. O tal vez esto era otra clase de infierno.
Trató de ponerse de pie, sus piernas torpes. Su cuerpo... más joven. ¿Mucho más joven?
Y entonces:
Las puertas se abrieron de golpe.
Aegon se giró de golpe, alerta.
Y lo vi.
Aemond.
Pero no el Aemond que grababa. No el jinete brutal, el guerrero de cicatrices,
el que lo había casi rostizado con Vhagar en medio de una pelea tan estúpida como dolorosa.
No. Era Este Aemond…
Un niño.
Y tenía los dos ojos .
— ¿Qué haces gritando así? —preguntó, con el ceño fruncido. La voz aún sin moldear por la edad, pero ya con ese tono de fastidio tan característico.
Aegon no contestó.
No podía. Lo miraba como si estuviera viendo un fantasma. O peor aún: al futuro convertido en pasado.
"Te vi quemarme. Me vi caer. Te vi mirarme sin decir nada."
Y ahora estaba ahí, un mocoso con las manos manchadas de tinta, sin cicatrices, sin odio.
Solo... Aemond, otra vez.
El estómago de Aegon dio un vuelco. No sabía si reír, llorar o vomitar.
— ¿Estás borracho desde antes del desayuno? —murmuró el niño con desdén, cruzado de brazos.
Aegon se pasó una mano por el rostro. Su piel era más suave. Sus dedos, más pequeños.
Mierda.
Estaba realmente de vuelta.
Y el juego ya había comenzado.
Aegon intentó incorporarse.
Tenía que hacerlo con dignidad. O al menos, con algo parecido.
Puso un pie en el suelo. Luego el otro. Sus piernas temblaron, pero él forzó el movimiento.
Y entonces cayó.
Patéticamente.
Como un saco de carne.
El golpe contra el suelo fue seco, humillante.
— ¿Qué…? — murmuró, los brazos torpes tratando de impulsarse.
— ¿Te pegaste en la cabeza? — preguntó Aemond, con más fastidio que preocupación.
Aegon no respondió. Todo su cuerpo se sentía extraño. El equilibrio, la fuerza… caminar era raro.
Demasiado raro para ser simplemente juventud.
Y entonces lo entendí.
Tantos años en esa estúpida silla.
Tantos años siendo arrastrado por sirvientes, limitado, roto.
Se había acostumbrado. A ser un lisiado. A que lo empujen, lo carguen, lo vistan, lo muevan como si ya no fuera dueño de sus extremidades.
Genial.
— Perfecto — murmuró, boca abajo contra la alfombra. — Revivo… y sigo siendo un desastre.
Aemond soltó una exhalación seca.
— Le diré a la septa que te pegaste con algo.
Y se dio media vuelta, saliendo de la habitación.
Aegon se quedó ahí, en el suelo, con el rostro aplastado contra el tapiz.
“Volví para cambiar el futuro”, pensó.
Y no puedo ni ponerme de pie.
Chapter 2: Achilles come of down
Summary:
Aegon solo quiere vivir una buena vida y tomar mucho vino junto a su dragón (el mundo no lo deja)
Notes:
Gracias por leer! Si tienen sugerencias no duden en decírmelo ¡Y recuerden leer el cap con el título! Es una canción aaa
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Aegon parpadea lento. Le cuesta entender si esto es real.
El cuerpo no responde; la mente, en cambio, corre demasiado. Entre el zumbido de los pensamientos hay una imagen que no encaja.
Alicent.
De pie junto a la cama, discutiendo con el maestre. Tal vez lo amenaza, tal vez suplica. Daeron, pequeño, aferrado a su falda con ojos enormes, incapaz de comprender.
Helaena está sentada a un lado, las manos entrelazadas. En una de ellas sostiene un insecto que él no se digna a mirar.
Todo está torcido.
“Las veces que mi madre se preocupó por mí se pueden contar con menos dedos que una mano.”
Ver a Aemond ya fue extraño. Verla a ella… peor. Aemond parece una figura que no envejece, intacto ante la guerra. Alicent, en cambio, se ha desmoronado por dentro: rostro tenso, fe apagada en unos ojos que ahora son ventanas a una casa desordenada.
Aegon cierra los ojos. O cree cerrarlos. Ya no está seguro de nada.
Piensa que ese hubiera sido un buen final. Uno digno: rodeado por sus hijos, su esposa, sus hermanos, su madre. Un lecho silencioso, un maestre diciendo las últimas palabras.
Un final con calor, no con losa fría y sábanas húmedas mientras se ahogaba en una copa envenenada
Pero no fue así.
“Nunca lo fue.”
Ni su nacimiento. Ni su infancia. Ni su reinado. Ni su matrimonio. Ni su hermano. Ni su madre.
Nada fue como debía.
Aegon intenta hundirse en ese final inventado. Lo imagina con tanto detalle que por un segundo casi lo toca: Helena acariciándole la mano, Daeron recitando un verso nervioso, Aemond de brazos cruzados fingiendo indiferencia, su madre con los ojos húmedos pero firmes.
El pensamiento se rompe.
—Mi príncipe, ¿probó algún vino nuevo recientemente?
La voz del maestre lo arrastra a la superficie. Lenta, cuidadosa. Como si temiera partir un sueño.
“Mi príncipe.” El título resuena como un eco antiguo.
No rey. No Su Gracia. No Majestad.
Príncipe.
Se le hace raro. Como ponerse una túnica que fue suya de niño y ya no le queda. Un nombre prestado. O que quizá nunca fue de él.
¿Príncipe? Como si todo lo demás hubiera sido un malentendido: el trono, la guerra, los hijos, la corona.
No responde de inmediato. La lengua se le siente ajena. La mente, sin embargo, está despierta. Dolorosamente despierta.
Esto parece una ilusión, piensa mientras el maestre balbucea frente a su madre. Apenas lo escucha.
Ella lleva su expresión de siempre: mandíbula apretada, labios en línea, finos como el filo de una daga. Nada bueno.
Aegon no entiende. No realmente.
¿Qué carajo es todo esto?
Todos muertos. Y sin embargo ahí.
Aunque fuera un sueño —y es lo más razonable que encuentra—, no puede negarlo: se siente real. Juego cruel de los dioses. Una tregua antes de volver a estallar.
Si me dieron esto…, piensa mirando de reojo a Daeron, que dormitaba con la cabeza en su brazo. No voy a desperdiciarlo.
Una segunda oportunidad, lo llamaron. Redención. Bah.
Lo que perdimos en la Danza… Los dragones. Las fortalezas. Las arcas de la Corona hechas trizas. Sin fuego ni oro.
Recuerda la primera vez que le mostraron el saldo de la devastación: cómo el poder de su casa se pudrió desde adentro hasta quedar sólo humo.
No puede contar lo vivido. Lo llamarían loco. Lo encerrarían. Ni siquiera sabría por dónde empezar.
¿Y quién carajo era Daenerys? Ese nombre… los dioses lo susurraron como esperanza. La “última Targaryen”. ¿Dónde encaja en todo esto? ¿Cuándo?
—¡Aegon! ¿Estás escuchando? —La voz de Alicent lo corta de cuajo. Él alza la vista, sobresaltado.
La mirada de ella lo fulmina. El maestre se revuelve, nervioso. Aegon se pregunta cuántas veces le hablaron antes de que notara su presencia.
El maestre carraspea, buscando firmeza.
—Creo que tanto vino al fin lo volvió idiota, madre —dice Aemond, seco como siempre.
Aegon no reacciona.
Ni parpadea.
Alicent sí. Vira la cabeza con un chasquido de cuello y suelta, firme: —Aemond.
El tono basta.
Pero Aegon vuelve a irse. Se va, se va.
A otro lecho, en otra habitación, en otra vida que no fue. Con su familia cerca pero no encima. Con paz. Con ternura. Con dignidad.
—Continúe —ordena su madre, rasgando el silencio.
El maestre asiente, duda un segundo y por fin habla. Aegon lo oye como a través del agua.
—Quizás… el exceso de vino ha afectado algo en su sistema. Un daño sutil, pero presente. Una desconexión entre voluntad y movimiento. No permanente… pero sí significativa.
Aemond abre la boca, por supuesto. —¿Ahora será un lisiado?
—Aemond —repite su madre, con filo. Ya no advierte: ordena.
El segundo de silencio basta para que Aegon se vea encorvado, con la pierna arrastrándose detrás como perro herido. La imagen lo asquea.
Entonces el maestre añade:
—No es tan grave. Necesitará un bastón. Un punto de apoyo. Le estabilizará el paso hasta que el cuerpo se readapte.
El rostro de su madre se suaviza apenas; una grieta invisible que desaparece. Aegon lo nota. Aegon siempre nota.
—¿Afectará su imagen? —pregunta Alicent.
No dice más. No hace falta.
“¿Se verá como un lisiado?” Eso es lo que quiere decir. Eso es lo que él oye.
Se imagina el murmullo de cortesanos, nobles desviando la mirada, enemigos sonriendo con comisuras medidas.
El maestre, como si leyera lo que ninguno pronuncia, responde:
—No necesariamente. El bastón puede integrarse a su porte. Algo elegante. No se verá arrastre ni rigidez notoria. Sólo darle base segura al cuerpo. Con el tiempo, quizá prescinda de él.
Aegon siente un leve alivio. No por la pierna. Ni por el bastón.
Por saber que, por ahora, no lo exhibirán como símbolo de ruina.
—Eso sí… —añade el maestre— convendría dejar el vino. Su cuerpo necesita reencontrar su equilibrio.
Alicent asiente. Sin mirarlo, se vuelve al maestre.
—Venga conmigo —ordena.
Sale de la habitación; el maestre la sigue como perro atado. Los pasos de Aemond la siguen, disciplinados. Aegon los observa perderse. Imagina las amenazas intercambiándose ya en el pasillo.
“Que no diga nada.” Lo de siempre.
Pero esta vez Aegon no está en esa página.
A pesar de lo absurdo, lo irreal, lo onírico, sabe lo que tiene que hacer. No puede repetir la historia. El detonante había sido él: su aceptación, su miedo.
Esta vez no habrá miedo. Esta vez saldrá del tablero antes de que lo empujen al fuego.
Mantenerse al margen. Cuando Viserys muera, desaparecer. Viaje largo. Essos. Lys, quizá. O Volantis. Volantis suena bien: mujeres hermosas, y nadie exigiendo coronas.
Luego… cuando Rhaenyra ocupe el trono, cuando todo parezca estable… volver. O no. Quizá se quede allá. Quizá viva por fin como quiso: tranquilo. Anónimo. Borracho, si se da el lujo.
Aceptar la verdad: nunca reclamar el trono. Su victoria ni valdria para nada ¿Pero siquiera podía considerar eso una victoria? Nadie ganó realmente
Si alguien más lo hace después, no será su problema. Que Rhaenyra lidie con el desastre que ayudó a crear. Ella y sus decisiones torpes.
Mira a Daeron, que en la estancia contigua juega con un trozo de tela, ajeno al mundo. Recuerda que su primer hijo tenía esa edad. O la tuvo.
Si Daeron ronda los nueve, entonces él tiene diez y cuatro; Aemond, diez y uno; Helaena, diez y dos. Un año antes de casarse con ella.
Todo encaja. Todo está a tiempo. Tiene tiempo.
Tiempo para pensar. Para planear. Para huir de esta maldita familia.
Antes de que todo arda de nuevo.
Es raro.
Estar años atrás. Sentir el cuerpo entero. No tener media cara quemada ni la piel tirante ni el ardor constante que lo acompañó hasta el último día. Como si le quitaran un peso enorme. Y a la vez… como si arrancaran una parte de él. Como perder una mano. Fea, deforme, inútil… pero suya.
Llega el silencio. Incómodo. Casi grotesco.
Helaena en algún momento se retiró de la habitacion, probablemente siguiendo a su madre.
Daeron se alisa las mangas, esperando permiso para existir. Y Aegon no puede dejar de tocarse la cara.
Desliza los dedos por mejilla, frente, mentón. Suave. Limpia. Completa.
Años sin sentir la piel así. Desde antes del fuego. Antes de Sunfyre herido. Antes de la última y maldita guerra.
Con un giro torpe rueda sobre la cama y cae del otro lado, donde la mesita de noche sigue intacta. Abre el cajón con prisa. Ahí está. El espejo.
De joven le gustaba mirarse. Antes de que el vino y la comida inflaran el rostro. Antes de las ojeras clavadas. Amaba sus rasgos Targaryen. El linaje reflejado en cada ángulo.
Después… Después de la guerra, de la carne chamuscada y la media cara hecha cicatriz… No volvió a tener un espejo cerca. Ni uno.
Lo alza ahora, con manos temblorosas. Y al verse… casi lo deja caer.
Dioses.
Ojos violetas, brillantes como piedras preciosas. El rostro aún sin terminar, delgado, la nariz recta. Piel tersa. Cabello pálido cayéndole a la frente.
Todo un Targaryen.
Se le escapa una carcajada sin alegría. Tiene diez y cuatro años. Otra vez. Diez y cuatro… y el rostro de un príncipe. No de un monstruo. No de un espectro.
“¿Qué carajo voy a hacer con esto?”, piensa, y aprieta el espejo contra el pecho.
Por un instante se permite cerrar los ojos y sentirse humano de nuevo.
Aegon observa a Daeron un momento. Ya no ve a su hermano: ve a Jaehaerys. Su hijo. El primero que tuvo junto a Jaehaera.
Nunca supo qué hacer con él… ni con su melliza. Prácticamente no tuvo padre y serlo le resultó extraño, como si estuviera llevndoo ropas demsiado grandes para el. De recién nacidos le parecieron insoportables: llorar, dormir, ensuciar pañales. Los dejó con Helaena hasta que pudieran caminar y decir algo más que un llanto.
Sólo entonces —cuando hablan, cuando ríen— se deja arrastrar un poco. Juega con ellos, los alza, los hace reír. Y entonces… se lo arrebatan todo.
Cuando muere Jaehaerys, se arrepiente de no cargarlo más, de no contarle historias, de no mecerlo. Se pregunta cómo habría sido tenerlo en brazos de bebé… y ahora, mirando a Daeron, puede imaginarlo. Un niño de esa edad. Vivo.
El pensamiento pesa tanto que el vino en el estómago se vuelve plomo.
—¿Ya vas a dormir? —pregunta una vocecita.
Aegon parpadea; el hechizo se rompe. No es Jaehaerys. Es Daeron, mirándolo como a un perro callejero al que nadie ofrece pan.
—¿Y tú de dónde saliste? —gruñe. Luego alza la voz hacia la puerta—: ¡Helena! ¡Olvidaste a Daeron!
Silencio. Nada.
—Bah… supongo que ahora es mío —masculla, echándose atrás—. “Daeron el Olvidado”. Te queda.
El niño lo mira con esa calma rara, como si pesara si habla en serio.
—Si haces una pregunta, me tiro por la ventana —sentencia Aegon, señalando el marco con el pulgar.
Por supuesto, Daeron no se calla. Los niños son máquinas de preguntas inútiles.
—¿Cuántas copas puedes beber sin vomitar?
—Más de las que sabes contar.
—Si un dragón estornuda, ¿echa fuego o mocos?
—Depende del dragón.
Aegon intenta ignorarlo, pero cuando ve que el crío no parará, empieza a responder con desgano. El tiempo se estira como goma.
Hasta que la puerta se abre y aparece Alicent… con un bastón en la mano. Aegon arquea una ceja. —¿Es para apoyarte o para…?
La respuesta llega con un golpe seco en el brazo.
—No te cansas de avergonzarnos —dice ella, voz firme cargada de frustración—. Si la gente se da cuenta, creerán que eres un maldito lisiado. ¿Eso quieres? ¿Que te vean como un inválido inútil?
Aegon la mira sin pestañear.
—Compórtate como un hombre de tu edad —sigue, el enojo subiendo como fuego—. Deja el vino y las putas. Naciste para ser rey, no un bufón borracho.
Deja el bastón en su regazo con otro golpe. —Haz que parezca un accesorio, no una confesión de tu debilidad.
Casi sin respirar, añade: —Más vale que se te pase rápido. Retomarás las clases de espada.
Alicent toma a Daeron de la mano —en algún momento empezó a llorar— y sale sin mirar atrás.
Aegon se queda solo. No sabe qué sentir. Todo es familiar y a la vez distinto. No esperaba besos ni abrazos, claro. Pero algo en él se decepciona, y ni siquiera sabe por qué.
Mira el bastón. Negro, con detalles dorados. Simple. Elegante. Sorprendentemente pesado sobre sus piernas.
No hay tiempo para dudas. Se incorpora de golpe. El bastón firme en la mano. Servirá, piensa.
Da un paso. Luego otro. Lento al principio… pero, por los dioses, es como aprender a caminar de nuevo. Sólo que con base.
Años sin dar pasos así. Cada movimiento recuerda que está vivo. La confianza crece y acelera.
En segundos casi corre fuera de la habitación —o tan rápido como se puede con un bastón golpeando piedra—.
La puerta se abre de golpe y choca contra algo blando y huesudo. Un maestre viejo cae al suelo con un quejido. Aegon no se detiene.
—Príncipe Aegon, espere, está en… —alcanza a decir el anciano.
No le importa. No escucha. Tiene que ir al Pozo Dragón.
Puede quejarse de su “familia ausente” y su vida miserable, pero hay uno que siempre estuvo. Lo amó sin condiciones. Lo protegió incluso cuando todo cayó.
Sunfyre. Oh, su dragón. Su oro ardiente. Su gloria alada.
La adrenalina le ciega tanto que no oye las pisadas detrás hasta que unas manos firmes lo levantan por los brazos.
La sorpresa le cae como cubo de agua fría. —¡Suéltame! —ruge, girándose como puede y revoleando el bastón—. ¡Cómo te atreves…!
—Mi príncipe, no puede salir así. Su madre ordena…
La voz lo detiene. No por la autoridad ni por el título. Por el timbre.
Gira despacio, temiendo que el mundo se deshaga si parpadea.
Ahí está. Criston Cole. Vivo.
El aire se le atraganta. Las palabras “moriste en la Hora del Lobo” quieren salir disparadas, pero se atascan.
No sabe cuándo Cole lo baja al suelo, pero de pronto está ahí, tan real como la piedra.
Habla —algo sobre su madre, sobre órdenes, sobre prudencia—. Aegon no oye. Mira un fantasma que no debería estar de pie.
Fracasa, por supuesto. No ve a Sunfyre. La frustración le quema la garganta.
Olvidó la ridícula costumbre de Viserys de organizar fiestas por cualquier excusa. Alicent intentó convencerlo de que su presencia no era necesaria, pero su padre insistió en que “el aire le hará bien”. Idiotez.
Aegon suelta una carcajada seca al imaginar la cara furiosa de su madre cuando todos lo vean caminar con bastón… y peor cuando lo vean vestido así, con todo menos lo que ella aprobó.
Lleva una túnica de seda granate con bordados dorados en forma de hojas desde el hombro hasta el pecho. Encima, un collar pesado de eslabones con gemas y un broche triangular que sujeta una capa ligera del mismo color, ribeteada en oro. En la muñeca, un brazalete ancho con incrustaciones azules que casi lo miran.
Extravagante, dirán algunos. Pero al menos no es verde. Le gustaba el verde, sí… hasta pasar años postrado viéndolo en todas sus ropas, día tras día, como parte del mobiliario de la Fortaleza Roja. Terminó por odiarlo.
Siempre prefirió el dorado. El color del fuego de Sunfyre. No es sólo hermoso: es suyo. La luz que lo separa del resto. El oro es el resplandor de Sunfyre en el cielo, el calor de algo que lo ama sin condiciones, que ruge por él y lo protege hasta el final.
Vestir de dorado es más que vanidad: es aferrarse a lo único que de verdad le pertenece.
Aegon se detiene frente al espejo, se examina con una media sonrisa cansada. El cabello le cae a los hombros. Recuerda que empezó a dejárselo crecer antes… bueno, antes de todo. Quizá deba cortarlo algún día, pero no hoy. Hoy no hay tiempo para nimiedades.
No. Hay cosas más urgentes. La absurda rivalidad de su madre con Rhaenyra debe terminar. No por nobleza ni paz: porque Aegon está harto de un juego que no eligió. Pensar en lo necesario para lograrlo le provoca una punzada de dolor de cabeza.
Mujeres…, suspira. ¿No podían ser menos complicadas?
Su madre no perderá ocasión de recordarle mas alianzas estratégicas, uniones convenientes… cadenas doradas con nombre bonito. Si se casa pronto, quizá huya del nido verde antes de que lo devore.
Desesperado, lo sabe.
La idea le resulta menos tentadora que su plan original: Essos. Ciudades al sol, mercados rebosantes, vino dulce y ninguna madre regañando cada paso. Basta cerrar los ojos para verlo.
El problema son las monedas. Siempre las malditas monedas.
Se aparta del espejo con un suspiro y toma el bastón. Si no puede irse todavía… al menos se divertirá un poco antes de que lo atrapen de nuevo.
Camino al gran salón, Aegon repasa una lista de matrimonios posibles… y la tacha igual de rápido.
Debe ser alguien fuera de una gran casa. Con suficiente oro para su comodidad, pero no tanto como para invitarse al juego de tronos. Y, sobre todo, que no lo quiera cerca del trono.
Imposible. ¿Qué señor no querría ver a su hija en una corona?
Cuanto más piensa, más claro lo ve: no hay escapatoria. Está atrapado en esta familia, pájaro en jaula… aunque el pájaro tenga dientes y un dragón dorado.
Cuando repara en sí, ya está ante las puertas del gran salón. La música y las voces llegan como oleaje espeso. Probablemente llega tarde.
Qué se le va a hacer. Da media vuelta, listo para desvanecerse antes de que lo noten.
—¡El príncipe Aegon Targaryen!
La voz del heraldo lo parte. El anuncio retumba en todo el salón. Aegon se queda quieto, ciervo en la mirada del lobo.
Maldito anuncio. No está listo para eso. No está listo para nada.
Notes:
Sinceramente no sabía cómo desarrollar esto bien, quiero mantener la esencia de aegon lo máximo así que ahí vamos intentando (no se como no me mate) 😭💞
Chapter 3: Teen Idle
Notes:
Teen Idle — Marina
Al fin regrese! Dios perdón pero este capítulo nunca terminaba de convencerme, siempre encontraba algo raro, pero ahora creo que ya está.
Y gracias por los que siguen leyendo o comentando en serio 😭💞
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Chapter Text
Se sentia como caminar sobre un campo de guerra, con cadáveres a sus pies. Cada paso crujía con la tensión que parecía impregnarse en la madera del salón.
Maldito heraldo.
Entró con los pensamientos desbordados, tan abrumador que, por un instante, pareció fingir un desmayo. Cada mirada parecía perforarlo; no sabía si era por el bastón que llevaba o por lo insólito de estar sobrio.
—¡Aegon, hijo! Ven, siéntate —lo llamó su padre, señalando el lugar entre Aemond y su madre.
Por supuesto. El asiento de la incomodidad.
Era raro verlo de nuevo, vivo. Aun sin la máscara dorada y sin parecer un cadáver viviente, aunque aún se notaba enfermo, débil.
La mesa misma parecía una grieta abierta: de un lado, su familia; del otro, Rhaenyra y su enorme prole.
O quizás solo la enorme y su prole.
La ocurrencia le arrancó una risa silenciosa mientras se dejaba caer en la silla, apoyando el bastón a un costado.
Una criada se acercó con una copa de vino.
—No tomaré vino, solo trae una copa vacía —dijo casi automáticamente, acostumbrado a dar órdenes.
No podía permitir que alguien más sirviera. ¿Quién sabe si decidió envenenarlo antes esta vez? Esas ratas cobardes podían ser rápidas, sin duda, al intentar matar a un rey.
Vio la mirada sorprendida de Viserys a su lado.
—Ah, claro… ya no lo era —pensó mientras el hombre le daba palmadas en la espalda, feliz.
El pensamiento le dejó un sabor amargo.
—Es bueno que tomes un descanso del vino, hijo —dijo su padre, inconsciente de la tormenta que Aegon llevaba dentro.
Claro que su incompetente padre no sabía nada sobre lo que lo llevo a necesitar un bastón. ¿Qué mentira habría contado a su madre para calmarlo?
—En efecto, Aegon se está convirtiendo en un hombre, madurando mientras crece —agregó su madre con la sonrisa más falsa que jamás hubiera visto, mientras tomaba un sorbo de su copa.
Se sintió desconectado, como si no estuviera allí, observando desde un lugar aparte.
Sus ojos recorrían los rostros de los señores, de las casas, de sus herederos. ¿Quién lo envenenó? Corlys parecía el culpable más probable, pero ¿con qué apoyo, con qué cómplices? Una traición raramente se hacía en solitario.
La música de fondo y los intentos torpes de su padre por suavizar el ambiente eran apenas un parche ridículo sobre un barril a punto de estallar.
¿De verdad su padre no lo notaba? Viejo ciego. Esa paz impostada era tan falsa que estaba seguro de que, si alguien dejara caer un cuchillo, acabaría incrustado en el cuello equivocado.
Y lo peor: él ya sabía cómo terminaría todo. Con apuñalamientos. Con gusto.
La mesa parecía un desfile de cadáveres. Aegon recorrió los rostros y, accidentalmente, se topó con los ojos de Daeron. El niño saludaba con un entusiasmo tan radiante que casi resultaba un insulto. Aegon apenas logró devolverle una mueca.
Gran error. Se acercaba.
Por eso lo habían mandado a Antigua. Siempre corriendo, siempre hablando, siempre queriendo agradar. Un torbellino. Los alborotadores no duran en Desembarco, no cuando su madre prefería piezas útiles a niños escandalosos.
—¡Aegon! ¡Me gustan tus ropas, brillan! —el mocoso manoseó los delicados bordados.
Casi le da un infarto. Esa pieza estaba hecha con las telas más finas de Dorne, los bordados más…
El niño metió un puñado de tela en la boca.
Olvidó que a esa edad tenía la maldita manía de morder todo.
—¡No muerdas mi túnica, Dioses! —dijo, dándole un manotazo rápido para que soltara la tela. Funcionó.
Miró a Daeron tratando de parecer enojado, pero el mocoso estaba contenido, con los ojos más grandes de lo normal.
Oh, no.
Iba a llorar de verdad. Rápidamente extendió la mano tapándole la boca:
—No llores, no llores.
Pero Daeron insistió.
—Mira, si no lloras, te dejo golpearme después —su cara de demonio se iluminó—. Si estás de acuerdo, asiente.
Casi automáticamente, Daeron movió la cabeza
Retiró la mano, asqueado. Estaba llena de baba. Rápidamente agarró una servilleta.
—Ahora ve a tu lugar.
—Si no cumples, le diré a madre.
—Sí, sí… largo de aquí.
Finalmente, Daeron volvió a su bendita silla.
— ¿Qué llevas puesto? —la voz baja de Alicent interrumpió sus pensamientos.
Casi le da un infarto, en serio ¿No estaba hablando con el resto de la mesa?
Arqueó una ceja.
—Ropa, madre. ¿O debo presentarle un inventario?
—No es bueno mostrar tanta ostentación —insistió ella, crujiente los dedos alrededor de la copa—. Debes parecer cercano, humilde, un hombre que…
—¿Y qué? —la cortó, inclinándose apenas, con esa media sonrisa que sabía que la sacaba de quicio—. Me gusta mi ropa. ¿Acaso es un crimen?
El rostro de su madre se tensó, los labios apretados hasta el límite. Por un instante, pareció un punto de explosión.
—Después de hablaremos —susspiró, conteniéndose.
Ya sabía lo que eso significaba: otra bofetada.
Se preguntó por qué las mujeres tenían esa fijación con abofetearlo. Helaena jamás había golpeado a sus hijos. Él tampoco. Claro que, en su caso, los niños eran tranquilos; el más travieso era Maelor, y eso que ni siquiera llegó a…
Sacudió la cabeza bruscamente. No deberías pensar en eso.
Sus ojos se detuvieron en el cuchillo junto a los cubiertos. Bastaría con tomarlo y atravesar el cuello de Rhaenyra. Todo se resolvería en un segundo, como arrancar de raíz una mala hierba.
Pero no. No, si quería una buena vida.
Aunque una parte infantil de él ansiaba levantarse, gritar que había ganado, que sobrevivió a la maldita danza, que todos los que dudaron de él se equivocaban. Él y Sunfyre vivieron lo suficiente para quemar a sus enemigos.
El cuchillo quedó donde estaba, frío y brillante. En cambio, pensó en Sunfyre. ¿Notaría algo distinto en él? Siempre había sido demasiado listo.
Aprovechando la presencia de su padre, se inclinó hacia adelante.
—Padre… ¿puedo retirarme a Pozo Dragón? Quiero ver a Sunfyre, hace mucho que no lo visito.
Alicent intervino de inmediato, antes de que Viserys abriera la boca. —Fuiste ayer mismo, Aegon.
Él se encogió de hombros. —Un día es mucho tiempo. No puede estar solo tanto.
—Aun así —replicó ella, con esa calma tan irritante— deberías descansar. No conviene que pases tanto tiempo entre esas bestias… y menos en una celebración.
Aegon calló. Su mirada pasó de su madre a su padre, pero sabía que Viserys se rendiría a lo que ella dijera, siempre que no afectaría a Rhaenyra.
En otro tiempo, el habría mandado a cortar lenguas por menos. Ahora solo era un mocoso, un príncipe sin poder.
La costumbre de obedecer se le pegaba a la piel como una máscara demasiado apretada.
Dejó caer la vista en Jacaerys. Ese bastardo mayor, que se pavoneaba como si realmente fuese príncipe. En aquellos días se llevaban bien, incluso más adelante compartirían bromas a costa de Aemond. Bromas que luego le costarían media cara quemada.
El chico lo observaba con cierta expectación.
Viserys era débil, sí, pero siempre cedía ante la ilusión de ver a su familia unida, como si fuera un cuadro perfecto y no el desastre que eran.
—De hecho… —dijo, fingiendo que se le acababa de ocurrir— pensaba llevar a Jacaerys conmigo. Su dragón está creciendo, y podría enseñarle algunos trucos para dominarlo.
El brillo de entusiasmo en los ojos de su padre fue tan ridículo que casi le dio risa.
—¿Qué dices? ¿Te animas? —preguntó, aunque la respuesta ya estaba escrita en el rostro del muchacho.
Jacaerys se acercó de inmediato, encantado, prácticamente saltando de su asiento. Y Viserys sonreía, convencido de estar presenciando un noble acercamiento.
Aegon notó de reojo la mirada de Rhaenyra.
—Siempre y cuando mi hermana esté de acuerdo, claro.
—No sé si Laenor—
—No veo a tu marido por aquí —la interrumpió con desdén.
—Por favor, Rhaenyra, deja que los muchachos disfruten —insistió Viserys.
—Madre, por favor, quiero ir con el tío Aegon —suplicó Jacaerys.
—¡Yo también quiero ir! —se metió Daeron.
—No, tú no irás. Te quedas aquí con Aemond —lo cortó Alicent.
Aegon miró al mencionado. Callado, como siempre cuando se trataba de dragones. Claro, no tenía uno. ¿Sería esa la raíz de su odio? ¿Envidia de Sunfyre?
—Padre, Jace debe—
—Viserys, no me lo permitas—
—¡Silencio! —bramó, alzando la mano—. Aegon llevará a Jacaerys. Quiero lazos entre ustedes, por los dioses. ¿Cómo puedo lograrlo si sus madres los encierran como si fueran tesoros?
Alicent y Rhaenyra cruzaron una mirada mortal. Aegon suspiro. ¿De verdad era tan difícil tener una conversación normal en esa mesa?
El carruaje avanzaba lento, con el traqueteo de las ruedas llenando el silencio. Aegon tenía la vista fija en su sobrino. Resultaba extraño —y en cierto modo perturbador— contemplar a una versión tan joven de quien, en los relatos del futuro, sería una de sus mayores amenazas en la Danza.
Un niño de mejillas redondas, de ojos demasiado grandes, con esa curiosidad ingenua que parecía no caberle en el cuerpo. Difícil imaginar que, algún día, esa misma criatura levantaría espadas contra él.
Supongo que las guerras devoran a los niños . ¿Cuántos años tendrían cuando todo comenzó?
Recordaba que, cuando el bastardo murió, muchos de su propio bando lloraron su pérdida. Una lástima, realmente. Si hubiera tenido una pizca de rasgo valyrio innegable, apenas un cabello plateado o unos ojos más claros, habría sido aceptado como el heredero que muchos soñaban. ¿Qué importaba soportar un tiempo a Rhaenyra en el trono, si el premio final era el rey que realmente querían? Algunos incluso habrían estado dispuestos a envenenarla, como a tantos otros, para acelerar ese futuro.
—Tío… ¿crees que hoy puedo montar una Vermax? —preguntó Jacaerys, los ojos encendidos como si hablara de un milagro.
Oh.
Un jodido momento.
Aegon parpadeó, y la chispa en su mente se encendió como fuego en aceite. Claro, carajo ¿Como no le había ocurrido?
Ese niño era la clave. Solo necesitaba moldearlo, afilar sus bordes, darle la imagen de un rey que los grandes señores pudieran admirar. Si lograba eso, él quedaría libre. Nadie lo miraría más que como un borracho inútil.
Se enderezó en el asiento, como si una epifanía lo hubiera atravesado. Allí estaba su libertad. Bastaba con amarrar a este crío a su familia: casarlo con Helaena, asegurar la dinastía, su madre y su abuelo estarían demasiado ocupados con esos dos o tratando de matar a Rhaenyra.
Y el solo se iría, podría huir de verdad.
El niño en frente suyo, era el futuro, su futuro asegurado
Ya se imaginaba: él, viviendo como un príncipe de oro en las Ciudades Libres, con los cofres reales abiertos para pagar sus caprichos. Y todo gracias al rey al que ahora tenía sentado al lado, con las piernas demasiado cortas para tocar el suelo.
La carcajada se le escapó antes de poder contenerla. —¿De qué te ríes, tío? —preguntó Jacaerys, extrañado.
—De nada… de nada —murmuró, con esa chispa peligrosa aún en los ojos.
Por dentro, se sintió iluminado.
El aire del Pozo Dragón era sofocante, tan denso que parecía quemar los pulmones con cada inspiración. Estaba cargado de ceniza, humedad y un calor que brotaba de la propia piedra, como si los muros respiraran el mismo fuego que encerraban.
Aegon avanzaba con el ceño fruncido, ajustándose la capa sobre los hombros con gesto fastidiado. En su mente, lo mínimo que merecía era un baño en vino antes de soportar semejante ambiente, pero no tenía opción: debía ver a Sunfyre.
El sonido de las garras contra la piedra anunció otra presencia. Vermax apareció entre sombras, custodiado por dos guardianes. Era todavía pequeño, apenas del tamaño de un caballo recién nacido, pero sus escamas verdes relucían bajo las antorchas como joyas vivas.
—¿Qué… qué se supone que debo decirle? —murmuró Jacaerys, con un hilo de voz. Había temor en sus ojos, como si la criatura pudiera sentirse insultada por cualquier palabra mal pronunciada.
—Intento llamarlo. A ver si reconoce tu voz.
El niño tragó saliva, se irguió con esfuerzo y pronunció en alto valyrio. La voz, temblorosa pero clara, rebotó contra las paredes, resonando como si toda la piedra lo escuchara.
Vermax levantó la cabeza. Lo observaba con una pereza que resultaba casi burlona… y bufó, echando un soplo de aire caliente, sin moverse un palmo.
—Bueno —rió Aegon, divertido—. Al menos no te ha reducido a cenizas. Créeme, eso ya es un buen comienzo.
El niño lo miró, buscando en vano una guía más seria. Aegon suspiro, dándole lo que pedía. —Camina despacio. No muestres miedo. Los dragones lo huelen. Si perciben que tiemblas, se divierten haciéndote correr. Y sí, lo digo por experiencia.
Jacaerys respiró hondo y obedeció, avanzando paso a paso, tenso como un arco.
Aprovechando que los guardianes se concentraban en el muchacho, Aegon se escabulló con disimulo hacia el rincón más oscuro del pozo. Ahí lo esperaba lo único que realmente importaba.
La vision lo toca en el pecho con la fuerza de una ola.
Fuego solar.
Estaba allí, radiante, intacto. Su dragón dorado, con la antigua gloria todavía viva en cada escama, sin cicatrices, sin el ala destrozada. No era el recuerdo de un ser mutilado por la guerra, sino la promesa de lo que una vez había sido.
Se quedó inmóvil un segundo, temblando, antes de dar un paso. Y otro. Se acercó como un hombre que encuentra a su alma perdida. Apoyó la frente contra el cálido hocico del dragón y cerró los ojos con fuerza.
Respiraba.
Respiraba.
—Estamos vivos… —susurró, con un nudo en la garganta—. Estamos vivos.
Se aferraba a esa realidad como un náufrago a la madera que flota. Sunfyre respondió con un resoplido suave, una ráfaga caliente que le cubrió el rostro, y Aegon sintió que toda la piedra del pozo se deshacía bajo sus pies.
Nunca más
Nunca más lo expondría a guerras, a heridas, a sangre. Sunfyre no lo merecía. En esta vida, no.
—¡Me reconocí! —la voz emocionada de Jacaerys lo sacó del trance. El niño corría hacia él, con un guardián pisándole los talones.
Sin pensarlo, expandiendo la mano y le revolvió el cabello.
E igual de rápido el retiro.
Fue un gesto automático, reflejo de lo que solía hacer con jaehaera, que adoraba a su dragón. El recuerdo le pinchó el pecho como una aguja, pero no dejó que se notara.
Jacaerys rio, inocente, y Aegon muy satisfecho. Sí, aquello era útil. Estaba moldeando a su propio salvavidas, a su boleto de escape.
—Pero todavía no puedo volar con él —se quedó el niño, cruzando los brazos con frustración.
Ahí estaba su oportunidad. Si lograba encariñarlo con Sunfyre, y con él mismo, tendría una carta poderosa que jugar. Helaena, los Velaryon, la corona misma. Todo podía alinearse.
—Entonces volarás conmigo y Sunfyre —propuso, como si fuera lo más natural del mundo.
Los ojos del muchacho se iluminaron al instante. —¿De veras? ¿Con Sunfyre?
—Con Sunfyre —repitió Aegon, solemne por fuera, pero eufórico por dentro.
Como si escuchara el pacto, el dragón dorado rugió en lo profundo, un sonido grave que estremeció el suelo.
Aegon sonriendo, apoyando de nuevo la frente en el hocico cálido. —Hora de volar otra vez —murmuró, y el ronroneo de Sunfyre vibró contra su pecho.
Jacaerys lo miraba fascinado, con la respiración entrecortada.
— ¿Puedo acercarme? —preguntó, apenas atreviéndose.
Con una chispa de crueldad juguetona, alzó las cejas.
—Claro. Lento. Y si te prende fuego… diré que fue un accidente.
El niño rio nervioso, dando pasos cortos.
Antes de montar, le entregó el bastón a un guardia y trepó con la vieja familiaridad de siempre. Aunque le costó, la memoria de cada movimiento volvió como un eco, y pronto estaba sobre el lomo dorado.
—Bien, Jace… ¿listo para tu primer vuelo?
-¡Si! —gritó, encendido por la emoción.
Un guardia lo alzó para colocarlo delante de Aegon. El niño quedó rígido como estatua, los dedos crujientes en las riendas. Aegon pasó los brazos a ambos lados, sujetándolas él mismo.
—Agárrate fuerte —le susurró al oído.
Sunfyre extendiendo las alas, el sonido de las membranas tensándose llenó el pozo. El aire se agitó, levantando polvo y chispas de antorchas. Estaban a punto de volar.
—¡Príncipe Daeron! ¡Deténgase!
Dos criadas corrían desesperadas tras Daeron. El cual sin pensarlo corría directo hacia ellos.
—¡Hermano, llévame! —bramó, apartando de un empujón brutal al guardia que intentaba atraparlo. El anciano cayó al suelo como un saco vacío.
Apenas tuvo tiempo de abrir la boca. En un abrir y cerrar de ojos, Daeron ya trepaba por la cola de Sunfyre, encaramándose con la agilidad de un ladrón de callejones.
—¡Daeron, bájate ahora mismo! —gritó con el corazón en la garganta.
-¡No! —replicó el niño, aferrándose a las escamas como un desesperado.
Sunfyre agitó las alas, irritado por el exceso de manos humanas en su cuerpo. El peligro era real: un mal movimiento y los volarían a todos contra la piedra.
Aegon resopló, conteniendo la furia.
—Bien, quédate. Pero si caes, no pienso recoger tus huesos.
Daeron se pegó a su espalda como una larpa. —Agárrate tú también, o madre nos matará a los dos.
El dragón se alzó con un rugido, levantando un torbellino de polvo y ceniza. El corazón de Jacaerys golpeaba como un tambor, y sus gritos nerviosos se mezclaron con los alaridos de Daeron, que sonaban como un perro ahogándose.
El viento azotaba su rostro, arrancándole una carcajada salvaje. Abajo, alcanzó a ver figuras diminutas: Alicent, blanca del espanto, los brazos levantados hacia el cielo; y Criston Cole, agitando los suyos con la desesperación de un hombre que no podía hacer nada.
Definitivamente no iba a bajar por un largo tiempo.
Notes:
Aegon realmente solo quiere ser un adolescente borracho en las Ciudades Libres, estoy segura de que si existiera en este siglo sería amante del nepotismo al 100%
Chapter 4: Run boy run
Summary:
—¡Más rápido! —La voz de la criatura se quebró, y Aegon sintió su pánico como si fuera propio, un sabor a cobre ya sal en la boca—. ¡ Por favor, más rápido!
¿De qué huía? No lo sabía, pero un terror ancestral, más viejo que su linaje, le gritaba que no se volviera. Que no mirara.
—¡Tú debes...! ¡Tienes que...!
La figura extendiendo una mano esquelética. Aegon forcejeó, alargando el brazo hasta que los huesos le crujieron. Sus dedos estaban a centímetros de tocarla cuando...
Notes:
no me maten por favor, se que tarde un poco mucho pero aca esta
Voy a tratar de ser más constante con esto ya que tengo más tiempo
Si seguiste leyendo esto, de verdad gracias 😭
El tema de este cap es Run boy run- woodkid
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
El golpe fue seco y brutal. Me dejé la cara ardiendo, y estoy seguro de que el ruido llegó hasta las cocinas. A estas alturas, debía de tener la cara hinchada como un melón.
—¡¿Se te ha ido la razon?! —Su grito era un latigazo.
—Solo fui a dar una vuelo con mi hermano. No es para tanto —murmuré, apartando la vista. No podía mirarla. Verla así, con esa furia que siempre, siempre me reservaba a mí, me revolvía las entrañas.
Hizo una de sus pausas dramáticas. Respiró hondo, soltó el aire poco a poco. Pero sus ojos… Esos ojos saltones que siempre me estaban juzgando, midiendo y encontrándome en falta. Los odiabas.
—¿Para tanto? —Escupió las palabras—. ¿Para tanto es llevar contigo al hijo de Rhaenyra? ¿Y si al niño se le ocurría abrir la boca? ¿Y si Rhaenyra monta en cólera? ¿Sabes lo que haría si a su bastardo le pasa algo? Nos mandaría decapitar a todos. A ti primero.
Y, joder, si no tenía razón.
—Tranquilízate, madre —dije, por fin encarándola—. El mocoso es tan tonto que no recuerda lo que desayunó. No haría nada. Lo sabes.
Le agarré la mano, intentando calmar esa tempestad. Ella me miró con una sorpresa casi ofendida. Era la primera vez que la tocaba sin que me obligaran. Coño, era la primera vez que nos tocábamos sin que fuera una paliza. Si es que eso cuenta.
Qué más daba. Si, tenia traumas con su madre, ¿quién en esta puta familia no lo está?
—Solo… madura. Es lo único que te he pedido. En todos estos años —Su voz sonó de pronto plana, gastada. Se dio la vuelta y se fue.
Fue raro. Lo normal era que siguiera gritando.
Bueno, da igual. Tengo cosas más importantes en qué pensar. Como en Daenerys ¿Quién es? ¿Algún profeta? ¿Una bastarda? Tiene que ser alguien. Alguien importante, si hasta los dioses la nombran.
Solo se me ocurre un sitio: la biblioteca.
Dioses, odio leer.
Cogí el maldito bastón, con la rabia retorciéndome el estómago, y salí. Note las miradas de los sirvientes, todas esas ojadas furtivas que se me clavaban en la pierna. Imbéciles. Podrían disimular, al menos.
En la biblioteca, me puse a hurgar como un poseso en los registros. Líneas familiares, historias viejas… cualquier cosa que me diera una pista.
Y nada. Solo había registro de una Daenerys. La hija de Jaehaerys, pero murió siendo una niña. No tiene sentido.
¿Y si fue una bastarda? Si no está en los registros, no hay formato. En esta familia todos tienen hijos por ahí. Es como buscar una aguja en un pajar de mierda.
¿Siquiera sigue viva?
Me tiré del pelo con furia, hasta que escocía. Me sentí perdido.
Aegon pasó casi todo el día allí, sumergido entre pergaminos y polvo, sin darse cuenta del paso de las horas. Lo leyó todo: desde los registros de Aegon el Conquistador hasta las crónicas más recientes. No había nada.
Joder, hasta revisó cada puto registro de los Velaryon. Y aun así, nada.
Si era una bastarda, ¿qué podía hacer? ¿Cómo demonios se averigua algo de alguien que no existe?
Perdido en sus pensamientos, no notó unos pasos acercándose hasta que fue demasiado tarde.
—¿Madre te golpeó otra vez?
Era el molesto de Daeron. Justo lo que le faltaba: un niño incordiando.
—No, Sunfyre me golpeó con el ala —respondió con sarcasmo denso, casi tangible.
—Oh, qué grosero de su parte —repuso Daeron, sin captar en absoluto la burla.
Aegon suspir, cansado. Estaba demasiado sobrio para aquello.
—Claro que me golpeo. ¿Qué creías?
—Lo siento… Yo te obligué a llevarme a volar —bajó la mirada, avergonzado. ¿Joder, iba a llorar?
Algo en él, en esa fragilidad, le recordó demasiado a Maelor. Una punzada de incomodidad lo recorrió.
Con otro suspiro, esta vez más suave, le acarició el cabello.
—Da igual. De todas formas no me dolió, así que deja de disculparte. Eres un príncipe. Nunca lo hagas.
Daeron ascendió, tratando de parecer maduro, pero con hipidos que delataban su esfuerzo.
—Lo siento.
Aegon soltó un suspiro cargado de todo el cansancio del mundo.
— Ahora vete a molestar a otro lado.
—No tengo con quién más jugar —se quedó Daeron, plantado como una estatua testaruda.
—¿Y qué pasa con Aemond y Helaena? —preguntó Aegon, aunque ya sabía la respuesta. Su hermana estaba en su mundo con sus bichos, y Aemond, enterrado en sus rollos de estudio. Ninguna era compañía para un niño.
—Los insectos de Helaena me picaron la otra vez —refunfuñó Daeron—. Y Aemond ni me mira.
Aegon lo miró, ese pequeño bulto de desánimo, y algo incómodo se removió en su interior. Una punzada de un reconocimiento que no deseaba. Él también había sido así, una sombra callada recorriendo los pasillos de la Fortaleza Roja, buscando un rostro que se detuviera en el suyo por un instante que no fuera de reproche o cálculo. Su familia era un conjunto de islas solitarias, cada una ahogándose en su propia marea: su madre y el abuelo anclados en el frío océano de la ambición, Helaena navegando los ríos de colores de una mente que nadie más comprendía, Aemond construyendo murallas de resentimiento y disciplina para no sentir el vacío.
Y él... él había encontrado su puerto en la borrosa calidez del vino. Era más fácil anestesiar la soledad que enfrentarla, más sencillo entumecer el anhelo que admitir que, en el fondo, seguía siendo ese niño que anhelaba que alguien, solo una vez, lo eligiera a él por encima de su destino, de su nombre, de su utilidad. Helaena tenía sus insectos como refugio, Aemond a su viejo dragón como bastión. ¿Y Daeron? ¿Qué tenía Daeron?
Lo habían arrancado de ellos siendo apenas un niño, un peón enviado a Antigua para ser criado entre los hombres de su abuelo, entre extraños que le hablarían de deber y lealtad a una corona que apenas recordaría. ¿Se habría sentido solo en aquellos salones ajenos? ¿Habría llorado en silencio, preguntándose qué había hecho mal para ser desterrado? ¿O le habrían lavado el cerebro con tanta eficacia que el anhelo se había convertido en fervor, la obediencia en identidad? La idea le producía una náusea familiar.
Y sin embargo, cuando la guerra estalló y la cadena de sus desgracias se tensó, el chico acudió. Con solo dieciséis años y una lealtad que Aegon nunca se había ganado, Daeron luchó por un hermano que era poco más que un recuerdo borroso. La posibilidad de la traición ni siquiera había cruzado su mente, tan intoxicada estaba por la propia. Había venido cuando lo necesitaban, con una fe ciega y terrible. Y murió por eso. Por esa lealtad que le habían inculcado como si fuera una verdad divina.
¿Qué se siente en una vida así?, se preguntó Aegon con un amargor que le quemaba la garganta. ¿Como un guijarro que se lanza al estanque para crear una onda concreta y luego se olvida en el fondo? ¿O, bajo la armadura del deber, latía aún el corazón del niño que una vez fue, anhelando desesperadamente que su familia, por una vez, lo reclamara no como un soldado, sino como un hijo? La respuesta se había perdido para siempre en el humo de un campo de batalla lejano. Nunca lo sabría. Y ese desconocimiento le pesaba ahora más que todos los libros de la biblioteca.
—Sabes ¿quién es Daenerys? —preguntó, la voz ronca por el polvo de los libros y el peso de los recuerdos.
Daeron negó con la cabeza, confundido.
—Pues ayúdame a averiguarlo —dijo Aegon, tendiéndole uno de los libros más pesados que encontró—. Ya que no tienes nada mejor que hacer.
Obviamente, ni con la ayuda del pequeño Daeron logró encontrar un solo registro sobre Daenerys. Aegon apartó el último pergamino con un gesto de frustración y dejó escapar un suspiro pesado. Solo entonces miró a su alrededor, consciente del caos que habían creado: montañas de libros abiertos, rollos de pergamino desbordándose de las mesas y polvo ancestral flotando en el aire quieto.
Su mirada se posó entonces en Daeron. El niño, sentado frente a un enorme libro genealógico, cabeceaba lentamente, luchando una batalla perdida contra el sueño. Sus párpados se cerraban para volverse a abrir con un sobresalto, solo para repetir el ciclo. Seguramente llevaba horas pasadas su hora de dormir.
Aegon cerró con un golpe seco el libro que tenía en las manos.
—¡Estoy despierto! —exclamó Daeron, incorporándose de golpe. Se limpió aprisa un hilo de saliva en la comisura de los labios y miró a su alrededor con expresión aturdida—. ¡No me he dormido!
—Por supuesto que no —comentó Aegon, con una clara burla —. Ve a dormir. Ya es tarde. Continuaremos mañana.
—Pero… ¿tú te quedarás? —preguntó el niño, con la voz aún gruesa por el sueño.
—Obviamente. Me faltan algunos registros por revisar.
—¡Entonces yo también me quedo! —anunció Daeron, enderezando la espalda con una determinación que habría sido convincente si no fuera porque, hacía apenas dos segundos, roncaba suavemente sobre las páginas.
Aegon contuvo otro suspiro. —Ve a tu cama. Si madre no te encuentra en tu cuarto mañana, despertará a toda la Fortaleza Roja a gritos. Y yo no estoy de humor para otro sermón.
Insistió, casi irritado, hasta que Daeron, de mala gana, aceptó a regañadientes.
—Está bien —cedió Aegon, viendo la terquedad en los ojos vidriosos del niño—. Te acompañaré a tu cuarto. Pero luego vuelvo aquí.
Daeron asintiendo, y una sonrisa venció al cansancio por un momento. Agarró de la mano a Aegon con una energía inesperada y prácticamente lo arrastró fuera de la biblioteca.
Atravesaron los pasillos en penumbra, donde solo las antorchas mortecinas proyectaban sombras danzantes. Ambos pisaban con cuidado, manteniendo la respiración en un silencioso acuerdo.
Cuando llegaron por fin a la habitación de Daeron, Aegon se detuvo en el umbral, con la intención clara de dar media vuelta. Pero, antes de que pudiera hacerlo, el niño le agarró del brazo con urgencia.
—Madre… madre siempre me arropa —mintió Daeron, mirándolo con unos ojos enormes que suplicaban en la oscuridad.
Aegon lo sabía. Sabía que era una mentira descubierta. Alicent no era ese tipo de madre; sus arrumacos se limitaban a consejos severos y miradas cargadas de expectativa. Pero allí estaba, con el niño mirándolo como si él, Aegon, el borracho irresponsable, pudiera concederle ese pequeño consuelo. Y, para su propia sorpresa, decidió seguirle el juego.
—Bien. Date prisa —murmuró, entrando en la estancia.
Con movimientos torpes, casi mecánicos, ayudaron a Daeron a medirse bajo las mantas. Sus dedos, más acostumbrados a empuñar una copa que a realizar un gesto tan delicado, tiraron de la colcha hasta los hombros del niño. Estaba nervioso. Era ridículo. Nunca había hecho esto, ni siquiera con sus propios hijos. La paternidad para él era un concepto abstracto, una obligación lejana, no esto… este simple acto de cuidado.
Lo que siguió fue un desastre. Aegon agarró la manta y se la lanzó encima a Daeron con tan poca gracia que casi lo deja sin aire.
—¡Uhg! —fue todo lo que el niño pudo articularse desde bajo la montaña de tela.
—Cállate y duerme —refunfuñó Aegon, intentando arreglarlo.
Pero en lugar de arroparlo, lo que hizo fue enrollarlo. Tiró de un extremo de la manta con demasiada fuerza y Daeron giró sobre sí mismo como un salchichón, quedando completamente envuelto, con solo la cabeza asomando. Parecía un gusano gigante.
—Así no se hace... —protestó una voz ahogada desde el interior del fardo.
— ¿Quién es el adulto aquí? —replicó Aegon, dándole una palmada torpe en lo que supuso que era un hombro—. Así se arropa a un príncipe. Confirma... firmeza.
Cuando se dio la vuelta para marcharse, resignado a su fracaso como niñero, escuchó un pequeño suspiro. Desde el capullo de mantas, Daeron ya respiraba profundo, rendido ante el sueño.
Aegon miró el bulto informe que había creado y no pudo evitar una mueca a medio camino entre la irritación y algo que no quiso nombrar.
La arena lo envolvía, un Sudario blanco e infinito bajo un cielo de cobre fundido. No era Dorne—esto era más antiguo, un lugar soñado antes del primer amanecer. El aire temblaba con ecos de un calor que no pertenece a ningún sol conocido.
Miró hacia abajo. Sus pies descalzos se hundían en la arena, que no quemaba, sino que absorbía, chupando el calor de su cuerpo como un vampiro sediento. Cada paso era un esfuerzo contra una fuerza invisible que tiraba de él hacia las profundidades.
En la distancia, una silueta se recortaba contra el temblor del horizonte. No sabia si era un niño o una figura espectral, calva, con la piel tan pálida que parecía translúcida. Harapos de una tela desconocida flotaban a su alrededor como jirones de niebla. Pero sus ojos... grandes, llenos de una violeta antigua, brillaban con una luz propia.
—¡Corre! —La voz no salió de su boca, sino que resonó dentro del cráneo de Aegon, un susurro gritado que le heló la sangre—. ¡No mires atrás! ¡CORRE!
Sus piernas se movieron pesadas, como si la arena se hubiera vuelto miel espesa. No era correr, era nadar en un mar de tierra, cada movimiento una batalla.
—¡Más rápido! —La voz de la criatura se quebró, y Aegon sintió su pánico como si fuera propio, un sabor a cobre ya sal en la boca—. ¡Por favor, más rápido!
¿De qué huía? No lo sabía, pero un terror ancestral, más viejo que su linaje, le gritaba que no se volviera. Que no mirara.
—¡Tú debes...! ¡Tienes que...!
La figura extendiendo una mano esquelética. Aegon forcejeó, alargando el brazo hasta que los huesos le crujieron. Sus dedos estaban a centímetros de tocarla cuando...
-¡GOLPEAR!-
Un dolor sordo en la sien lo devolvió a la fría piedra de la Fortaleza Roja.
Jadeó, agarrando su túnica empapada. No había arena, pero la sensación de aquella desesperación lo estrangulaba. Sudaba como si el recuerdo del desierto aún lo sigue.
Y entonces, como surgido de su propia pesadilla, Criston Cole estaba allí, mirándolo con esos ojos que no perdonaban.
Aegon tragó saliva, alejando el sabor a cobre de su boca.
— ¿Qué... qué decías?
—Su madre lo espera para desayunar.
Asintió, levantándose con torpeza. Mientras seguía a Cole, el eco de aquella voz desesperada aún resonaba en sus oídos: "¡Corre!".
¿Quién, por los siete infiernos, era esa cosa?
—...importante que atienda —decía la voz de Cole, pero sonaba lejana, como bajo el agua.
Aegon solo podía parpadear. Parecía un maldito fantasma surgido de sus peores recuerdos.
—Mi príncipe, ¿me escuchas?
Aegon parpadeó, saliendo del estupor.
—Ejem... sí, claro. Solo... repítame lo último —murmuró, levantándose con torpeza y aferrándose a su bastón como a un salvavidas.
—Su madre lo requiere para desayunar. Me envió a buscarlo.
—Ah, sí. Vamos.
Mientras seguía a Cole por los pasillos, su mente no podía dejar de dar vueltas. ¿Quién demonios era esa cosa en el desierto? ¿Era un niño? ¿Una niña? Solo escapó un suspiro cansado de sus labios. Esto, fuera lo que fuese, era agotador.
Tan perdido estaba en sus pensamientos que casi se estrella contra la espalda de la armadura de Cole cuando este se detuvo frente a las puertas del comedor. Esperaba que la guardia las abriera y pasó rápidamente. Tenía que comer rápido. La biblioteca lo esperaba.
El comedor olía tan bien que casi saliva. Aegon se quedó en el umbral un momento, escaneando el desayuno familiar. Allí estaba su madre, rígida en el centro de la larga mesa, con Aemond y Helaena a cada lado como centinelas siniestros. Daeron preparó el cuadro, comiendo en silencio. La única silla vacía estaba justo al lado de Aemond.
Genial.
Con un suspiro que venía desde los talones, Aegon cruzó la sala, agarró las pesadas patas de roble de la dicha silla y, con un chirrido que hizo que hasta los retratos parecieran fruncir el ceño, la arrastró sin ceremonia hasta el otro extremo de la mesa, lo más lejos posible de su hermano.
No estaba para miradas de desprecio hoy, gracias. Y mucho menos para sentarse al lado de ese traidor de mierda.
¿Infantil? Probablemente. Pero era lo que había.
Se desplomó en el asiento e ignoró el peso de las miradas que sentía sobre su nuca. Agarró una pieza de sartén con más fuerza de la necesaria y se puso a masticar con determinación, como si el pan fuera de su enemigo personal.
Fue entonces cuando otro sonido, diez veces más horrible, rasgó el aire. Un chirrido largo, agónico, como si un gato estuviera siendo torturado. Era Daeron. El mocoso, con una concentración absurda, estaba arrastrando su propia silla por el suelo de piedra.
El ruido era tan insoportable que Helaena se tapó los oídos con las manos, murmurando algo sobre "gusanos gritando en metal".
Daeron la miró con ojos de cachorro culpable.
—Lo siento, hermana.
Y luego, siguió arrastrándola. Intentó hacerlo más despacio para mitigar el estruendo, pero el resultado fue una tortura prolongada, un quejido interminable que parecó llenar toda la sala.
Aegon lo observó, paralizado con un trozo de pan a medio camino de la boca, mientras el niño emprendía su épico viaje a través de los tres metros de mesa que los separaban. Cuando por fin llegó, jadeante, dejó caer la silla junto a la de Aegon y se sentó con un plop.
Aegon lo miró. De verdad lo miré. El niño tenía el rostro enrojecido por el esfuerzo.
¿Porque hizo eso? El mocoso no tenía excusa, Helaena era prácticamente una planta, no molestaba a nadie.
De todas formas no era su asunto.
Desde el otro extremo de la mesa, Alicent dejó escapar un suspiro que habría podido apagar todas las velas del salón.
—Daeron,cariño, la próxima vez... pídele a una criada que te ayude.
Daeron bajó la mirada, avergonzado, y se limitó a asentir en silencio.
Un peso incómodo llenó la sala. El único sonido era el tintineo de los cubiertos contra la loza, hasta que la voz de Alicent cortó el aire como un cuchillo.
— ¿Dónde estuviste ayer? Tu padre preguntó por ti.
Aegon dudó que su padre hubiera sido capaz de recordar su nombre, mucho menos preguntar por él, pero siguió la corriente con una voz plana.
—En la biblioteca. Estaba leyendo.
—¿Sabes leer? —La voz de Aemond, cargada de una sorna perfectamente medida, resonó desde el otro extremo de la mesa.
Antes de que Aegon pudiera articular una respuesta que seguramente sería un insulto, Daeron saltó en su defensa.
—¡Claro que sí! ¡Estuvimos leyendo juntos todo el día!
Alicent desvió su mirada de Aegon a Daeron, y luego de vuelta a Aegon, con los ojos ligeramente abiertos por una sorpresa que no se molestó en disimular.
Aegon contuvo un gruñido. ¿Era tan impactante? Sabía que no había sido precisamente un erudito en su vida anterior, pero el nivel de asombro en sus rostros rayaba en lo insultante.
—¿Qué información buscabas, específicamente? —preguntó Alicent, con ese tono que siempre usó para sonsacar la verdad.
—Nada —mintió Aegon, llevándose un trozo de pan a la boca—. Solo estaba aburrido.
Su madre lo observaría un momento más, como si estuviera evaluando una grieta en un muro recién pintado.
—Es bueno que gastes tu tiempo en cosas productivas —concedió al fin—. Recuerda que estás creciendo, y pronto las responsabilidades...
Aegon se desconectó. Las palabras de su madre se convirtieron en un zumbido lejano, un ruido de fondo contra el dolor sordo que le atravesaba la espalda por haber dormido encorvado sobre una mesa. Y detrás de esa molestia física, una niebla más espesa: la frustración.
Si en la biblioteca de la Fortaleza Roja no había ni un mísero registro de Daenerys, ¿qué quedaba? ¿La Ciudadela? El solo pensamiento lo sumió en la desesperación. Esos archivos eran inabarcables, laberínticos, y acceder a ellos no sería fácil para un príncipe cuyo interés despertaría más sospechas que elogios.
Buscar allí, si es que lograba permiso, podría llevarle años. Años que, intuía, no tenía.
La frustración le cerró la garganta. No, esto no podía seguir así. Estaba perdiendo el tiempo persiguiendo un eco, un nombre sin rostro que se esfumaba entre el polvo de los pergaminos.
Basta.
La palabra retumbó en su interior con la fuerza de un portazo. Tenía asuntos más urgentes que atender, como, por ejemplo, no morir.
Y esa era la única verdad que le importaba ahora. Quería vivir. No sobrevivir arrastrándose entre las sombras como un ratón, no existir como un peón en el tablero de su madre. Vivir.
Si para eso tenía que aferrarse a la vida con la terquedad de una cucaracha, como ya lo había hecho una vez en medio del fuego valyrio y la traición, lo haría. Pero esta vez sería diferente. Esta vez no se dejará arrastrar por la corriente de ambiciones ajenas hacia el mismo precipicio.
Esta vez, forjará su propio camino, lejos de este nido de víboras. Lejos del drama, de las conspiraciones y de la mirada juzgante de su madre. Que ardan en sus propias llamas si así lo desean, pero a él no lo van a arrastrar consigo.
La comida aún pesaba en el estómago cuando Aegon se encerró en sus aposentos. Frente al armario, su mirada se deslizó sobre los verdes oscuros y los negros lúgubres de su madre. Los rechazaron con un desdén visceral. Su mano fue directa a una túnica de un rojo vino profundo, el color de la sangre seca. Sobre los hombros, una capa negra con finos bordados dorados que brillaban como escamas de dragón.
Se vistió con una lentitud deliberada. Se colocaron anillos de oro macizo, cada uno un peso frío y familiar en sus dedos.
Finalmente, se plantó frente al espejo de plata bruñida.
El hombre que lo devolvía no era la sombra demacrada y chamuscada que recordaba de su último aliento. No había rastro de las quemaduras que le fundieron la piel, ni de la postura encorvada en aquel trono de madera grotesco. No.
Este era el Rey que debía ser después de la Danza. Íntegro. Poderoso. Glorioso.
Una sonrisa torcida se dibujó en sus labios. Esto era lo que todos debían ver. No al príncipe borracho, no al título de su madre. Sino al vencedor. Al hombre que peleó sus batallas, que derribó a cada uno de sus enemigos y que, contra todo pronóstico, sobrevivió.
Que mirarán. Que recordarán. Se lo restregaría en la cara a todos y cada uno de ellos
Notes:
Aegon esta a nada de perder la cabeza
En verdad me cuesta un poco desarrollarlo porque me cuesta ponerme en su loquita cabeza
Lo amo pero también amo escribir sobre sus crisis ¿Es un crimen?
En fin, aegon mi cabra 🐐

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