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Language:
Español
Stats:
Published:
2025-07-22
Updated:
2025-10-03
Words:
137,090
Chapters:
29/?
Comments:
156
Kudos:
200
Bookmarks:
17
Hits:
4,821

Anillos de papel

Summary:

Gi-hun vivía la vida que todos envidiaban: glamour, riqueza, y un esposo intachable como Cho Sang-woo.

Pero lo que parecía un cuento perfecto, escondía un matrimonio frío y un corazón desgastado por la costumbre. Además de múltiples secretos que un día le destrozarían todo su mundo.

Cuando todo se derrumba, solo Hwang In-ho, su guardaespaldas, sigue ahí. Firme. Cercano. Peligrosamente cercano.

Él lo ve. Lo escucha. Lo cuida.
Pero hay sentimientos que no deberían nacer. Y deseos que no deberían tocarse.

⚠️: Esta historia no busca ser un fanfic corto, sino un viaje extenso que explora lentamente las almas de cada personaje.
Cada capítulo es un mundo nuevo, con su propio ritmo, su propia emoción y chispa dolorosa, melancólica o cómica.

Notes:

Hola a todos 🫶🏻
Esta nueva historia se me ocurrió un día antes de que se estrenara la tercera temporada de Squid Game. Así que desde ese tiempo la he estado puliendo.
Notas:
—Es omegaverse. Un universo alternativo donde Sang-woo tuvo éxito y no necesitó entrar a los juegos.
—Gi-hun y él están juntos desde la infancia
—In-ho jamás entró a los juegos ni se volvió Frontman.
—Sang-woo y Gi-hun tienen una hija (que es como Ga-yeong pero con otro nombre)
Espero que les guste. Estaré actualizando tanto como pueda 💕

Chapter 1: Un matrimonio feliz…¿o no?

Chapter Text

 

 

 

 

 

Una lluvia torrencial que no se veía desde hace tiempo azotaba las calles de Seúl.

El sonido de las gotas cayendo sobre el auto hacía una sinfonía descompuesta, interrumpida solo por el ritmo constante del limpiaparabrisas. Era como si el clima también estuviera molesto por el embotellamiento infernal.

 

—No llegaremos a tiempo —dijo Sang-woo con un suspiro que casi empañó el vidrio del auto — Hoseok no nos perdonará por llegar tarde.

 

Choi Hoseok, el presidente de la compañía NeuroTech Seoul, se casaba hoy. Era uno de los socios más importantes de Haneul Capital, la empresa que Sang-woo había fundado años atrás y con la que había cosechado mucho éxito. Y, por supuesto, al igual que su esposo, él no aceptaba excusas. Ni siquiera si venían del cielo.

 

—Tomaré un atajo, señor —dijo el señor Sanghoon, el chofer de avanzada edad, mientras giraba el volante con la experiencia de quien ya ha esquivado más lluvias que impuestos.

 

Sang-woo apretó los labios.

—¿Por la zona industrial? ¿Estás seguro? 

 

—Yo confío en él —intervino Gi-hun desde el asiento trasero, mientras sorbía un envase de leche de plátano — Si nos matamos, al menos ya no tendremos que ir a la boda, ¿no?

 

Sang-woo lo fulminó con la mirada, como si acabara de decir que invitaron a su ex.

 

—No es gracioso —replicó.

 

—Umm...yo diría que un poco sí. Imagina a Hoseok lanzando el ramo al aire y cayendo al suelo porque nadie llegó. Un K-drama trágico con presupuesto millonario.

 

Sang-woo no respondió. Se limitó a revisar su reloj por tercera vez en menos de un minuto.

Gi-hun lo observó en silencio. A veces pensaba que su esposo vivía en una realidad alterna donde el tiempo pasaba más rápido, en horarios de junta. Siempre firme, siempre perfecto. Un CEO salido de una portada de Forbes.

 

Y él... bueno, él era otra cosa.

Un actor famoso, sí. Aclamado, premiado, carismático. Pero por dentro seguía siendo ese tipo que solía escaparse a comer tteokbokki con su hija en un callejón húmedo, riéndose con la boca llena de salsa picante.

 

Miró por la ventana.

Las gotas resbalaban por el cristal como carreras improvisadas, y el cielo de Seúl se veía igual de cansado que él.

 

"¿Cómo puede un hombre como Sang-woo haberse casado conmigo?", pensó, no por primera vez.

 

El coche avanzó por calles angostas, entre charcos turbios y señales oxidadas. La ciudad parecía una versión pixelada de sí misma.

 

Y de pronto, como una bofetada de ironía, salió otra vez a la civilización. El tráfico había disminuido.

Gi-hun cerró los ojos por un instante. Sintió el frío del cuero del asiento bajo sus manos. El sonido rítmico de la lluvia. El silencio denso entre ellos.

 

—¿Recuerdas nuestra boda? —preguntó, casi sin pensarlo.

 

Sang-woo dudó.

—Claro —respondió con tono cortante.

 

Gi-hun sonrió sin gracia.

—Mentiroso. Te lo tengo grabado en los ojos. Odias las bodas.

 

Sang-woo no negó nada.

 

El coche siguió avanzando.

 

—Llegaremos —dijo Sanghoon con voz firme.

 

Pero Gi-hun no estaba tan seguro.

Sí, llegarían. Pero no al mismo lugar.

 

Cuando el viaje terminó, la lluvia ya había cesado, como si el cielo solo se hubiera permitido un pequeño desahogo antes de traer la calma solemne de la noche.

 

El Four Seasons se alzaba con majestuosidad sobre Gi-hun, un hotel de lujo reservado para grandes estrellas. Esta noche, sin embargo, pertenecía a Hoseok, quien lo había elegido como el escenario de su unión matrimonial.

 

Un hombre uniformado se acercó a la puerta del carro para abrirla, y apenas Gi-hun tocó con sus zapatos de piel el suelo aún encharcado, los flashes de las cámaras lo cegaron por completo. Había una multitud apostada en la entrada: periodistas, invitados, curiosos... incluso fans. Todos lo esperaban.

 

—¡Señor Gi-hun, una mirada por aquí!

 

—¡Una sonrisa, señor Gi-hun!

 

Voces venían de todas partes, atropellándose entre sí. Todos querían un pedazo de él enmarcado en una fotografía.

Sang-woo salió justo detrás, casi pisándole los talones. Con natural elegancia, cruzó su brazo con el de su esposo y ofreció a las cámaras una sonrisa perfecta.

Ambos posaron con discreta complicidad, como si pertenecieran a ese mundo de luces desde siempre, aunque por dentro los latidos contaran otra historia.

 

Ambos se acercaron a la recepción con un poco de temor, esperando no haber llegado demasiado tarde para la ceremonia.

 

—Bienvenidos, señor Cho y señor Seong, pasen por aquí. La ceremonia está a punto de comenzar —dijo una mujer con voz amable y firme, haciendo una ligera reverencia antes de guiarlos.

 

Sanghoon nunca decepcionaba. Aunque no llegaran con todas sus partes completas, llegarían a tiempo. Ese era su lema.

 

Los guiaron por un pasillo silencioso, alfombrado con un tono marfil que amortiguaba cada paso. A los costados, lámparas empotradas lanzaban una luz cálida sobre las paredes decoradas con arte minimalista y arreglos florales blancos. El murmullo de la multitud se hacía cada vez más claro a medida que se acercaban.

 

El salón estaba ubicado al fondo del piso principal: un espacio privado, apartado del bullicio del hotel, como si estuviera suspendido entre el lujo y el silencio. Al abrirse las puertas dobles, un suave aroma a flores y madera perfumada los envolvió.

 

El lugar era amplio, con techos altos cubiertos de luces colgantes que brillaban como estrellas atrapadas. Las sillas estaban alineadas con precisión, cubiertas con telas marfil y detalles dorados. Al fondo, un arco decorado con lirios blancos y hojas verdes marcaba el altar, donde una alfombra clara trazaba el camino central. La música de cuerdas ya había comenzado, llenando el ambiente de una elegancia sobria y contenida.

 

Todo parecía perfecto...como salido de un sueño meticulosamente planeado. Gi-hun llevaba ya varios años haciendo eso, desde que se casó con Sang-woo no era nada raro ver lugares así, tan lujosos, tan brillantes. Era lo normal ir al menos una vez al mes a subastas, bodas o eventos de caridad, pero Gi-hun siempre se sorprendía de los escenarios como si fuera la primera vez. Habían pasado ya veinte años y aún no creía que fuera su realidad, que estuviera ahí, con él, era como un sueño del cual temía que algún día lo despertaran. 

 

Gi-hun apretó con suavidad el brazo de Sang-woo mientras cruzaban el umbral del salón, como si con ese gesto buscara recordar que estaban allí, juntos, a tiempo. No sabían qué pasaría después, pero al menos, no se habían perdido el principio.

 

Se acomodaron en una mesa llena de gente que Gi-hun solo conocía de rostro, pero con la que jamás había intercambiado más que miradas fugaces en eventos similares. Sin embargo, Sang-woo parecía moverse entre ellos con soltura, como si formara parte del tejido natural de esa élite.

 

—¿En dónde estabas? —le susurró uno de los hombres al oído— Casi empieza la ceremonia.

 

Sang-woo solo sonrió con esa calma encantadora que sabía usar cuando quería evitar explicaciones. Gi-hun, en cambio, se limitó a dedicar una sonrisa cálida a los presentes. Pero por dentro, la incomodidad se apoderaba de él.

 

Todos allí parecían salidos de la familia real británica: impecables, con los trajes a la medida, el peinado perfectamente colocado, los gestos medidos. No había una sola costura fuera de lugar.

Gi-hun se sintió pequeño.

Pequeño en su ropa, en su historia, en su vida.

 

A veces, cuando se sentaba en medio de ese mundo brillante y perfectamente iluminado, sentía que su presencia era un error de impresión. Como si todos en esa sala hubieran sido cortados del mismo papel fino de seda...y él, en cambio, se hubiera colado desde otro libro, uno arrugado y con las paginas manchadas. 

 

La música bajó de volumen. Las luces cálidas del techo descendieron un poco. El maestro de ceremonias tomó el micrófono, y los murmullos cesaron.

 

Los novios aparecieron desde el fondo del salón, caminando juntos por el pasillo central. Hoseok lucía radiante en un traje marfil con detalles dorados que capturaban la luz como si estuviera hecho de amanecer. A su lado, su pareja caminaba con porte sereno, era una hermosa mujer (que apostaría que era omega) a la que Gi-hun le calculó unos 25 años, tenía el cabello castaño recogido en un elegante moño, luciendo como toda una princesa. Ella tomaba la mano de su esposo con firmeza. Todo el salón contuvo la respiración.

 

Mientras todos los ojos estaban puestos en ellos, Gi-hun viajó al pasado.

 

La música que sonaba ahora era distinta, pero su corazón la reemplazó con otra.

Con aquella melodía suave que tocaron cuando él y Sang-woo se casaron.

Recordó cómo su esposo se veía ese día... con un traje azul marino perfectamente entallado, el cabello ligeramente despeinado como siempre le gustaba, y esos ojos que parecían verlo solo a él, como si no existiera nada más en el mundo.

 

Parecía un príncipe azul.

 

Y durante unos minutos, en medio de flores blancas y promesas rotas todavía intactas, Gi-hun se sintió completo.

 

Fue uno de los días más felices de su vida.

El otro fue cuando su hija nació. La tomó en brazos por primera vez con miedo, temblando como si tuviera entre las manos algo más sagrado que él mismo. Y Sang-woo estaba acurrucado a su lado, besándole la mejilla una y otra vez, agradeciendo en voz baja que ella estuviera viva, que ellos estuvieran vivos.

 

Volvió al presente cuando una ola de aplausos llenó el salón.

Los novios estaban ya frente al altar, y uno de ellos empezaba a hablar con voz firme, pero emocionada.

 

Gi-hun aplaudió también, pero sus pensamientos no estaban allí.

 

Estaban años atrás, en un jardín más brillante, con más flores, más sonrisas genuinas, y más verdad.

Estaban en un tiempo en el que nada era perfecto como ahora, pero todo parecía suficiente.

 

Los aplausos cesaron, y el salón recuperó ese silencio respetuoso que flota cuando dos personas están a punto de prometerse ante el mundo.

Gi-hun parpadeó, volviendo del recuerdo, con el corazón estrujado entre nostalgia y realidad.

Los novios estaban de pie, uno frente al otro, sus manos entrelazadas. Comenzaron a hablar con voces temblorosas, cargadas de emoción.

 

Y mientras las palabras fluyendo por el micrófono llenaban la sala con votos eternos, un aroma familiar llegó a él, como un susurro entre el aire.

Era ese aroma suave, elegante y dulce que solo podía ser de Sang-woo.

 

Notas de cedro, tabaco suave, un toque metálico y algo cálido que Gi-hun jamás pudo identificar del todo, pero que asociaba con hogar.

Su olor. Su Alfa.

 

Gi-hun giró apenas el rostro, lo justo para mirarlo de reojo.

Sang-woo lo estaba observando.

 

Fue solo un segundo. Tal vez menos.

Pero sus ojos se encontraron, y en ese pequeño cruce, el mundo volvió a encajar como antes.

Hubo algo en su mirada que no era altivez, ni frialdad, ni culpa.

Era otra cosa.

 

Una grieta.

Un temblor.

Un eco de aquel Alfa que, alguna vez, solo tenía ojos para él.

 

Sang-woo apartó la mirada al instante, como si ese momento no hubiera ocurrido nunca. Como si no le doliera.

Como si no sintiera ese aroma también.

Pero Gi-hun sí lo sintió.

Y aunque sabía que no era suficiente, que era apenas un suspiro, lo atrapó como un reflejo, como si pudiera protegerla entre las manos y revivirla después.

 

Porque así era su amor ahora:

una constante lucha entre lo que fue y lo que ya no es.

 

 

 

La ceremonia había terminado.

La lluvia había cesado, pero el aire aún olía a suelo mojado, a flores recién agitadas, a promesas dichas frente a un altar decorado con luces artificiales.

 

El salón estaba ahora lleno de risas, brindis y canciones románticas en versiones instrumentales de piano.

Sang-woo conversaba con un grupo de socios. Hablaban en tonos graves, cargados de dinero, whisky y competencia silenciosa.

 

Gi-hun se sentía fuera de lugar.

Sonrió por cortesía a quien lo saludaba, agradeció elogios que no escuchó bien, y terminó excusándose para ir al balcón.

Necesitaba aire. Y no solo del físico.

 

El balcón estaba desierto. Las luces de la ciudad parpadeaban como si Seúl también estuviera cansada.

 

Apoyó los codos sobre la barandilla, mirando hacia abajo. Sus dedos jugueteaban con el borde de su copa.

Sacó un cigarrillo de la cajetilla que guardaba escondida en el bolsillo de su traje, lo prendió y el humo fue como una liberación el cosquilleo que sintió fue un alivio a toda la tensión acumulada. Fumar era un hábito desagradable que tenía desde hace años, cuando las cosas comenzaron a volverse más serias, la presión de los medios, de su carrera, incluso de su propia familia. 

 

—¿Huyendo del amor eterno? —dijo una voz a su lado.

 

Gi-hun se giró. Una señora mayor, impecablemente vestida con un hanbok color lavanda y perlas que parecían heredadas de otra era, estaba junto a él. Su cabello gris brillaba como plata bajo la luz del balcón.

 

—Algo así —respondió Gi-hun con una media sonrisa — A veces los votos me dan comezón.

 

—¿Estás casado?

 

—Sí. Desde hace casi veinte años.

 

Ella lo miró con ojos sabios.

—¿Y aún no se te quita la comezón, cariño?

 

Gi-hun se rio y le dió otra calada a su cigarro. No esperaba que una señora con cara de abuelita de anuncio de té tuviera ese tipo de humor.

 

—A veces. A veces creo que se me fue directo al corazón.

 

La señora asintió lentamente, mirando también hacia la ciudad.

 

—Estuve casada cuarenta y dos años con el mismo alfa. —Pausa— Me enamoré de él cuando era una niña. Y luego...tuve que aprender a amarlo como una adulta.

El amor, no siempre es sentir, no siempre es la intensidad con la que uno se engancha cuando se es joven. A veces es decidir. 

 

Gi-hun bajó la mirada.

 

—¿Y si a veces ya no sabes si estás decidiendo o solo soportando?

 

Ella lo miró con ternura.

 

—Entonces necesitas recordar por qué decidiste amarle en primer lugar. Y si esa razón aún existe...tal vez solo necesitas dejarla hablar más fuerte que el silencio.

 

Un momento después, la puerta del balcón se abrió.

Sang-woo se asomó, impecable como siempre, con el gesto contenido.

 

—Gi-hun, nos vamos. El chofer ya está abajo.

 

Gi-hun asintió y apagó el cigarro en el cenicero. Se giró hacia la señora, que ya caminaba de vuelta al salón.

 

—Gracias, señora...

 

—Hye-rin. Y tú, joven y apuesto actor triste, no olvides que incluso los árboles que parecen secos... a veces solo están esperando primavera.

 

Gi-hun la observó alejarse. Le pareció verla sonreírle como su madre lo hacía cuando tenía fiebre.

 

El camino a casa fue largo. El auto avanzaba en silencio, solo interrumpido por el sonido lejano de la ciudad y el respirar tranquilo del chofer.

 

Sang-woo miraba por la ventana.

Gi-hun también.

 

Pero en su mente, solo sonaban las palabras de Hye-rin, dando vueltas como hojas secas en otoño:

 

"Decidir amar... dejar hablar a la razón... primavera."

 

Suspiró, giró la cabeza hacia Sang-woo.

Él seguía serio, distante.

Como si el amor entre ellos se hubiera convertido en un contrato de cláusulas invisibles.

 

La gran puerta de la mansión se cerró tras ellos con un suave golpe metálico.

Sang-woo dejó caer su abrigo y se dirigió sin decir palabra al ala principal, hacia la habitación que compartía con Gi-hun.

 

—Dormiré temprano —se limitó a decir antes de desaparecer.

 

Gi-hun suspiró, sin ganas de enfrentarlo, y tomó las escaleras hacia el segundo piso, pero no fue directo a su habitación.

En cambio, giró hacia el pasillo del cuarto de su hija, hasta detenerse frente a una puerta blanca con pegatinas de estrellas, notas musicales y posters de idols de K-pop. 

 

Tocó suavemente y una pequeña explosión de energía lo recibió: Bibi, el labrador rubio de mirada vivaz, saltó sobre él moviendo la cola con entusiasmo contagioso.

 

—¡Bibi! —dijo Gi-hun riendo, agachándose para acariciar al perro— ¿Cómo estás, grandulón?

 

Detrás del perro apareció Eunie (apodo de Ha-eun). Una niña hermosa de trece años, bajita y con ojos redondos y grandes que la hacían parecer una conejita curiosa. Su cabello negro, largo y lacio caía con naturalidad sobre sus hombros. Aunque era su hija, no se parecía mucho a Sang-woo. Tenía la misma chispa y carisma que Gi-hun, como si él hubiera vuelto a nacer en forma de mujer.

 

—Hola, papi —dijo ella con una sonrisa tímida, aún en pijama — ¿Ya regresaron?

 

Gi-hun entró sin que ella lo invitara y se sentó en el borde de su cama.

 

—Sí, fue una boda muy larga y elegante —respondió— Pero estoy contento de estar en casa.

 

Bibi se acomodó encima de la cama, dando vueltas hasta encontrar su lugar ideal, y Eunie se sentó a su lado con las piernas cruzadas. 

 

Bibi (diminutivo de Bibimbap, lo nombró así Ha-eun pensando en su platillo favorito).

 

Bibi fue un regalo de Sang-woo cuando Eunie cumplió siete años. El regalo más bien fue una disculpa por no poder estar presente en su cumpleaños, en ese momento estaba en un viaje de negocios en Londres. Mandó a uno de sus empleados a elegir el perro más costoso de la tienda y lo envió en una caja como un regalo, desde ese entonces ella y Bibi son los mejores amigos y cómplices. 

 

Gi-hun sonrió y le preguntó:

 

—¿No podías dormir?

 

—Bibi roncaba raro —respondió ella, con una sonrisa pequeña pero triste— Además, estaba pensando en ustedes. 

 

Gi-hun notó el brillo melancólico en sus ojos y preguntó con cuidado:

 

—¿Ah, sí? —Gi-hun se acercó a acariciar al perro en la cabeza — ¿Por qué? 

 

Eunie agachó la mirada lentamente:

—¿Crees que tú y papá son felices?

 

Después de un momento, añadió con voz baja y sincera:

 

—No lo digo por ti, obviamente. Sé que papá quería un alfa y un varón...y a cambio tuvo a una mujer omega.

 

Gi-hun sintió cómo el peso de esas palabras le apretaba el pecho.

 

—Oye, no tienes que decir eso —le dijo con cariño, acercándose para rodear su cuello con sus brazos y recostar sobre sus hombros la cabeza de su hija — Sabes que eso no es cierto, tu papá te ama. 

 

Ella levantó la mirada y le sonrió con ese apodo que solo ella usaba para él.

 

"Appa"

 

—Solo estoy diciendo lo que siento.

 

Gi-hun la abrazó fuerte, intentando que el calor del abrazo llegara a todos los rincones de su alma y la de ella.

 

—Eres perfecta, Eunie, no por ser omega o alfa. Simplemente por ser tú.

Eres fuerte, inteligente, divertida... y tienes a este loco perro que te adora más que a nadie.

 

—¿Y tú? —preguntó ella, apoyando la cabeza en su hombro.

 

—Yo te amo más que nadie, incluso más que Bibi —bromeó, y ella rió suavemente—Aunque él tiene esa ventaja con esos ojitos de cachorro.

 

La risa de su hija se mezcló con los suaves respiros de Bibi, que ya dormía a su lado.

Gi-hun le dio un beso en la frente.

 

—Buenas noches, mi estrella.

 

—Buenas noches, appa. 

 

Salió del cuarto con el corazón apretado, pensando:

 

"¿Cómo puedo protegerla...incluso del rechazo de su propio padre?"

 

 

 

 

La puerta de la recámara se cerró tras ellos con un clic seco. Gi-hun dejó su chaleco cuidadosamente sobre la silla de roble junto al escritorio y alzó la vista: Sang-woo estaba ya en la cama, con las gafas puestas, sumergido en un grueso libro de economía. Ni siquiera la lluvia, ni la boda, ni el largo trayecto de regreso parecían alejarlo del trabajo.

 

—Nunca se cansa —pensó Gi-hun, con una mezcla de ternura y frustración.

 

El agua caliente de la ducha fue un alivio. Sentía como si cada gota barriera la incomodidad acumulada durante el día, pero al mismo tiempo, el silencio detrás de la puerta se volvía más denso, más presente. Cerró los ojos bajo el chorro por largos minutos, sin pensar demasiado... o tal vez pensando demasiado. Algo en su pecho ardía. Un deseo, sí, pero también una necesidad. De ser visto. De ser sentido. De no volverse invisible para el hombre que, en algún momento, había prometido amarlo incluso en los inviernos más fríos.

 

Salió de la ducha con el cuerpo húmedo, la toalla en la cintura, y cuando abrió el cajón para sacar su pijama de seda roja, una idea impulsiva cruzó su mente como un relámpago.

 

No. Esta noche no.

 

Se quedó unos segundos con el cajón abierto, luego lo cerró lentamente y caminó hacia la puerta del baño. Entreabrió con sigilo, asomando apenas el rostro para espiar. Sang-woo seguía ahí, con el ceño levemente fruncido, los labios apenas moviéndose mientras leía en silencio. Ni se había dado cuenta de que él ya había salido de la ducha.

 

El corazón de Gi-hun latía con fuerza mientras caminaba hacia la cama. Cada paso era un nudo más en el estómago. ¿Y si lo rechazaba? ¿Y si ya no lo deseaba? ¿Y si...?

 

Sang-woo bajó el libro justo en el momento en que Gi-hun llegó a su lado. Sus ojos subieron lentamente, primero al pecho aún goteando, luego al rostro de su esposo. Iba a decir algo, pero no tuvo oportunidad. Gi-hun soltó la toalla con una decisión que temblaba.

 

La tela cayó al suelo con un susurro suave, y por un segundo, sólo existió el sonido de las gotas de agua resbalando por su piel.

 

Gi-hun no dijo nada. Solo se quedó allí, de pie y desnudo, como una oferta vulnerable, como una pregunta sin respuesta. Su cabello húmedo caía sobre sus ojos, su pecho se elevaba con cada respiración contenida. No se trataba solo de deseo. Era un grito silencioso. Un mírame, por favor.

 

Sang-woo se quedó congelado. No como un amante deseoso. No como un hombre tentado. Más bien, como si estuviera viendo algo que había olvidado que deseaba. Como si la imagen frente a él doliera de tan inesperada.

 

Sus pupilas temblaron. Tragó saliva.

 

—¿Qué haces, Gi-hun? —preguntó finalmente, con la voz más quebrada de lo que quería admitir— Ponte tu pijama.

 

Gi-hun no se movió. No dijo nada. Pero por dentro, algo se rompía en silencio.

 

¿Y si ni siquiera así lograba que me viera otra vez?

 

Sang-woo lo había ignorado. Otra vez. Y eso lo había destrozado por completo.

Su esposo se limitó a volver a su lectura, fingiendo que nada había pasado. Rendido, Gi-hun se acercó al cajón al lado de la cama, dispuesto a sacar cualquier pijama, a cubrirse de nuevo con la misma vergüenza de siempre. Pero justo cuando sus dedos rozaron la tela, una mano tibia lo detuvo.

 

Sintió la presión firme sobre su brazo.

 

Alzó la vista, y ahí estaba él.

 

Sang-woo, que ya no tenía lentes estaba parado delante de él. Ya no había reproche en su postura. No había frialdad.

Sus ojos se habían suavizado como si algo se hubiese quebrado dentro de él.

Y entonces, desprendió ese aroma. Cedro. Cálido, viril, penetrante.

Como una tormenta atrapada en el bosque.

 

El corazón de Gi-hun comenzó a latir tan rápido que parecía a punto de estallar. Como si fuera de nuevo un adolescente enamorado viendo a su primer amor. Como si estuviera frente al hombre por el que había esperado toda la vida.

 

Sang-woo no decía nada. Pero ya no necesitaba hacerlo. En sus ojos, por fin, había deseo. No urgencia. No obligación. Deseo genuino. Por él.

 

La respiración de ambos se volvió errática. Y Gi-hun no esperó.

 

Con un impulso casi animal, se abalanzó sobre su esposo, aferrándose a él como si fuera su única salvación. Fundió sus labios con los suyos, y Sang-woo respondió de inmediato. No como quien se lo piensa. No como quien cumple. Sino como quien al fin se rinde.

 

Tomó su rostro. Tomó su cintura. Y lo besó como hacía mucho no lo hacía. Como un hombre. 

Como si lo extrañara.

Como si, por fin, lo reconociera.

 

Gi-hun lo dirigió hacia la cama otra vez, sentándose en su regazo y moviéndose tortuosamente sobre la erección que sobresalía de los suaves pantalones de su alfa. Lo sintió casi como una victoria. 

 

Sang-woo comenzó a bañarle el cuello con besos húmedos que pronto se convirtieron en pequeñas mordidas territoriales sobre su glándula de olor, Gi-hun gimió de placer, llenando la habitación con una sinfonía de sus vergonzosos sonidos. 

 

Por favor...—Le suplicó casi sin poder respirar. 

 

Lo miró a los ojos. Amaba que lo mirara de esa manera. Era como si le estuviera bebiendo el cuerpo con los ojos. Lo desarmaba por completo. 

 

Sang-woo entendió la señal y deslizó una mano traviesa a su zona más íntima, una que solo él tenía permitido tocar.

 

Gi-hun hundió la cara sobre el cuello de su esposo cuando un dedo entro en su interior, tocando su entrada húmeda y lubricada. Lo hizo con una cautela que daba a entender que incluso después de varios años haciéndolo, aún seguía manteniendo el cuidado. 

 

Cuando su entrada comenzó a ensancharse y cedió el paso a los rígidos dígitos, estos se convirtieron en dos y finalmente en tres. 

 

La sensación de ser estimulado con actividad manual era satisfactoria, pero no lo suficiente para calmar el hambre que Gi-hun tenía en el interior, y es que era ese tipo de hambre que cargaba consigo desde hacía ya mucho tiempo y hasta ahora se hacía presente. 

Quería más, quería todo lo de su amado sobre él y dentro de él...

 

Sang-woo lo tumbó a la cama invirtiendo los papeles cuando sintió que ya estaba lo suficientemente preparado. 

Ahora el hombre estaba encima de él. Sudoroso y hambriento por comerse un dulce que hacía mucho dejó olvidado. 

 

Le abrió las piernas como si fuera uno más de los muchos libros que solía leer y liberó del pantalón de lino su polla torturada. Se encontraba rígida como un mástil y goteaba ansiosa por liberar la tensión acumulada. Gi-hun después de mucho tiempo se sintió deseado. 

 

De una estocada certeza y sin pedir permiso entró en él, en una oleada dolorosa que orillo a Gi-hun a ahogar un grito. Llevaba tiempo sin recibir ninguna clase de estímulos en ese lugar, lo cual hizo que reaccionara con rigidez ante la repentina visita. Pero a medida que Sang-woo comenzaba a moverse el dolor punzante comenzó a transformarse en placer desbordante. 

 

De los dos, Gi-hun siempre había sido el más expresivo. No sabía si era que Sang-woo era demasiado callado o si él era demasiado escandaloso...o tal vez ambas cosas. Pero nunca intentó moderarse; al contrario, sabía que su voz, esa mezcla de jadeos, risas contenidas y súplicas apenas disimuladas era lo único que a veces lograba despertar el deseo en su esposo.

 

El movimiento comenzó a hacerse más rápido y más urgente, Gi-hun comenzaba a perderse en la sensación. 

 

Se aferraba a la espalda vestida del hombre, que ahogaba sus ruidos con besos entrecortados. Por un momento agradeció que la habitación de su hija estuviera a una distancia considerable y no se tendría que preocupar por lo muy desvergonzado que podía llegar a ser con su tono de voz. 

 

Pero, para su sorpresa, las puertas del cielo se le cerraron en su cara antes de entrar.

 

Con un gemido ahogado su esposo le avisó que se había derramado en su interior. Acabando en un instante con la magia del momento. 

 

¿Cuánto tiempo había sido? ¿Dos minutos? ¿Tres, si le hacía el favor de contar los besos previos?

 

Duró más convenciendo a Sang-woo que el acto en sí.

 

Su esposo se tumbó cuidadosamente a su lado, respirando hondo como si acabara de correr un maratón. Las caderas de ambos seguían unidas por el nudo, como dos piezas de un rompecabezas que no encajaban del todo.

 

Gi-hun miró al techo. Ni el ventilador giraba tan lento como él había terminado.

 

—Bueno... —susurró para sí, en voz baja—Al menos esta vez no se durmió encima de mí.

 

Cerró los ojos, resignado.

 

Cuando el nudo se deshizo, su esposo no le dijo nada, solo se tumbó de lado y apagó la luz, Gi-hun no se esforzó en empezar una conversación acerca de lo que había pasado (o de lo que no había pasado) estaba tan triste que lo último que esperaba eran palabras vacías. 

Solo abrió el cajón de al lado, se limpió el desastre que su esposo había dejado y se puso una camisa y calzoncillos. 

 

Resignado, se fue a dormir, con un hoyo en el corazón y la pregunta en la cabeza de sí realmente había una oportunidad de salvar su matrimonio.

 

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 2: Un encuentro inesperado

Chapter Text

¿Desde cuándo había dejado Hwang In-ho de hacer tareas importantes?

 

Es lo que pensaba mientras seguía a su cliente, que caminaba analizando  una gran fila de carros deportivos, indeciso por cual comprar. Era la quinta vez que le mostraban una colección diferente y ninguno parecía convencerlo. No había combinación peor que un niño rico tratando de escoger cuál caramelo llevarse de la dulcería.

 

¡No, no y no!—Dijo mientras sacudía la cabeza — ¿De donde sacaste estos carros? ¿de la chatarrera? todos se ven exactamente igual. Tráeme algo nuevo. 

 

Le ordenó al pobre vendedor que rápidamente asintió con la cabeza y le dijo temerosamente "haré lo que pueda" y huyó despavorido del juicio del niño rico. 

 

—¿O tú qué piensas, hombrecito de negro? —se dirigió hacia él —¿Crees que debo llevarme alguno?

 

"Me gustaba más cuando no me tomaba en cuenta" Pensó él. 

 

—No puedo opinar, señor, yo solo estoy aquí para protegerlo—dijo, con una voz robótica. 

 

El niño rico, del cual In-ho ni siquiera se molestó en aprender su nombre chasqueó la lengua.

 

—Aburrido. Siempre tan serio... deberías sonreír más, ¿sabes? Seguro eras guapo antes de que el rencor te arrugara la cara.

 

In-ho no respondió. No porque no tuviera nada que decir, sino porque si empezaba, no iba a parar. El chico no tenía idea de cuántas veces había esquivado balas por él. De cuántas veces había hecho el trabajo sucio para evitar que sus escándalos llegaran a los titulares. Y sin embargo ahí estaba, siendo tratado como si fuera parte del mobiliario. Un perchero con pistola.

 

Miró su reloj de pulsera.

 

Quince minutos más y por fin se largarían de ahí.

 

Quizá lo que más le molestaba no era el trabajo en sí, sino lo que había dejado de hacer desde que lo aceptó. Solía proteger a gente que realmente lo necesitaba. Diplomáticos en zonas de guerra. Activistas en riesgo. Estaba entrenado para cosas reales. Ahora se la pasaba caminando detrás de egos con piernas y protector solar.

 

Levantó la vista. Afuera, en el estacionamiento del concesionario, un grupo de personas comenzaba a reunirse. Algo grande estaba por empezar. In-ho lo supo porque lo sintió antes de verlo. Una agitación en el ambiente. El instinto se le encendió como si alguien hubiera encendido una alarma dentro de su pecho.

 

Volvió a mirar al niño rico, que se tomaba selfies con una sonrisa falsa y el mismo ángulo de siempre.

 

No era ahí. No era su sitio.

 

Pero ahí estaba, aunque no siempre fue así.

 

Durante años llevó placa y pistola con orgullo, primero como oficial, luego como detective. Tenía un olfato agudo para el crimen y una brújula moral que, aunque maltratada, seguía apuntando al norte. Fue bueno. Muy bueno. Demasiado para un sistema hecho a base de sobornos y silencios. Tarde o temprano, un hombre recto termina ahogándose en un lugar así.

 

Cuando renunció, ya no era el mismo. Tenía las manos limpias, pero el alma sucia.

 

La caída fue rápida. Un contrato pequeño por debajo del agua. Luego otro. Gente poderosa con problemas sucios y soluciones aún más sucias. En poco tiempo, ya no se limitaba a proteger, también eliminaba. Trabajó como sicario para empresarios, políticos y familias que pagaban bien por hacer desaparecer errores humanos. Cualquiera con mucho dinero y poca alma podía obtener su habilidad de ser diestro con la pistola. 

 

Nunca se lo dijo a nadie. Ni a su hermano Jun-ho. Ni a sí mismo, cuando se miraba en el espejo.

 

Ese pasado no desapareció. Lo arrastraba consigo como un mal olor, como el polvo de una casa vieja que nunca se termina de limpiar. A veces se despertaba sudando, sin saber si lo que recordaba eran sueños o crímenes. A veces todavía se sentía más cómodo con un arma en la mano que con una palabra amable en la boca.

 

Y sin embargo, un día, tal vez por culpa de la edad, tal vez por puro asco, quiso cambiar. Fundó una empresa de seguridad privada con un par de contactos del viejo mundo. Gente como él: curtida, discreta, buena para callar y mejor para actuar. El trabajo honesto era escaso, pero le permitía dormir un poco más tranquilo.

 

Hasta que aceptó esto.

 

Proteger a un heredero caprichoso cuya mayor amenaza era su propio ego. Un contrato fácil, rutinario y bien pagado. Una forma de mantenerse a flote.

 

Pero él sabía algo que los demás no. El pasado nunca se deja atrás. Solo aprende a cambiarse de ropa.

 

Después de varios minutos tratando de decidir, parece que finalmente el maleducado niño había escogido un carro, como si se tratara de escoger un peluche en una vitrina. un Porsche 911 Turbo S. 

 

Finalmente, cuando usó la tarjeta solo se preguntó si su padre lo regañaría por aquello, o simplemente respondería con indiferencia. Se preguntó cómo sería tener tanto dinero que no tendrías que fijarte en el precio de las cosas, así sean absurdamente costosas. Podría comprarle hasta el respiro a alguien. 

 

—Vámonos de aquí— Le dijo el joven mientras caminaban afuera, hacia el auto—No quiero llegar tarde al evento. 

 

 

 

 

 

 

El evento era una gala benéfica, un desfile de figuras públicas, empresarios, artistas y políticos que fingían preocuparse por los demás mientras bebían champán y se felicitaban entre sí por existir. In-ho había estado en decenas de esos, siempre de negro, siempre invisible.

 

El niño rico, por supuesto, tenía que ir.

 

—¿Sabes cuánta gente famosa va a estar ahí? ¡Tal vez me firmen algo! —dijo como si fuera un adolescente y no un heredero con 19 años y cero autocontrol.

 

In-ho no respondió. Solo se aseguró de que la limusina tuviera el blindaje correcto y de llevar un auricular por el que, si tenía suerte, nadie gritaría.

 

—¿Crees que si subo una foto con un viejito enfermo se haga viral? —preguntó de repente, mostrándole una imagen de archivo de un anciano al borde del colapso.

 

—Es un actor, señor. Sale en tres campañas diferentes de seguros médicos.

 

—¡Perfecto! O sea, eso le da credibilidad, ¿no?

 

In-ho cerró los ojos por un segundo. 

 

"¿Qué le dan de comer a estos jóvenes con dinero? ¿Éxtasis?"

 

—Ah, por cierto, ¿sabes quién va a estar en la gala? ¡Seong Gi-hun! El actor de K-dramas. Mi mamá está obsesionada con él en cada programa que sale. Dice que es "como un bizcocho tierno"

 

—¿Y usted, señor? —Le preguntó, tratando de fingir interés. 

 

—¿Yo? Meh, está guapo, pero se ve que huele a shampoo de bebé y frustración sexual. No es mi tipo.

 

In-ho giró lentamente la cabeza para mirarlo por primera vez en el día.

 

—... ¿Qué?

 

—Nada, sigue conduciendo.

 

Después de un rato, In-ho pudo ver de reojo que su cliente se distrajo viendo redes sociales. 

 

"Por fin, un poco de silencio"

Pensó aliviado. 

 

Pero apagó el celular y volvió a abrir la boca. Mientras el chofer los acercaba a la alfombra roja del evento, el heredero sacó una bolsita con gomitas veganas y se las comía como si fueran papitas.

 

—¿Sabías que Gi-hun es omega? —dijo como quien comparte un secreto de estado— No me lo esperaba. Yo juraba que era un beta promedio, como esos que te venden seguros de vida por teléfono.

 

In-ho alzó una ceja, no por sorpresa, sino por el absoluto sinsentido de la comparación.

 

—Pero lo respeto, ¿eh? O sea, ¡qué bonito omega! Todo frágil, con esa carita de "sálvame". Es como...¡Cómo un hamster coreano con piel perfecta! 

 

Mete otra gomita a la boca.

 

—Mi mamá de verdad lo ama. Dice que él y su esposo son la pareja perfecta. Que son como de revista. Pero yo no me trago eso ni aunque me lo den inyectado en intravenosa.

 

—¿Por qué lo dice, señor?

 

—¡Se nota! —exclamó, indignado como si lo hubieran timado— ¡Ese hombre no se lo tira desde el 2019! ¡No hay conexión! ¡Yo veo más pasión entre dos calcetines empapados!

 

In-ho soltó un bufido silencioso, como quien no quiere reír pero ya es inevitable.

 

—Te juro, te juro, que ese matrimonio tiene un tercero. ¡Tiene que tenerlo! O sea, mínimo Gong Yoo le debe estar mandando flores con olor a feromonas cada semana.

 

—Claro, señor...

 

—Además, ¿tú lo has visto actuar? Es buenísimo. Ese tipo no solo actúa en dramas, vive en uno. Su vida es literalmente un K-drama con presupuesto, trauma, y cámara lenta.

 

In-ho asintió. Cada palabra del joven era más absurda que la anterior, pero al menos lo mantenía hablando... y no intentando tomarse selfies con diputados.

 

—Gi-hun tiene esa mirada de "estoy bien pero por dentro me quiero tirar al tren", y eso vende. Es oro para la pantalla. Pero no, claro, Sang-woo tan seco como un postre keto sin azúcar ni gluten. ¿Quién tiene ganas de comerse eso?

 

—Muy real de su parte, señor.

 

—Gracias, amigo. Uno trata de ser auténtico en este mundo tan lleno de matrimonios fríos y omegas insatisfechos.

 

 

 

 

Las luces de la gala eran suaves, casi cálidas, como si intentaran disfrazar de ternura el frío espectáculo que era aquella reunión de egos bien vestidos. El salón estaba decorado con cristales, arreglos florales perfectamente simétricos y mesas tan lujosas que daban ganas de pedirles perdón antes de tocarlas.

 

In-ho entró al lugar caminando como si el mundo le debiera respeto. Chaqueta ajustada, camisa blanca abierta justo hasta donde comenzaba el pecado, lentes oscuros que se negaba a quitarse aunque ya estuvieran bajo techo.

 

Lo escoltaba su cliente, que iba saludando a cuanto influencer, político o idol se cruzara, como si fuera una celebridad más y no solo el heredero de una cadena de supermercados con delirios de grandeza. 

 

El murmullo ambiente se interrumpió sutilmente al notar su entrada. No por el niño rico, claro. Era por él. Por In-ho.

 

—Te juro que a veces olvido quién de los dos es la figura pública —dijo el heredero, dándole un codazo suave— Te ves como si fueras a robarme el protagonismo. Otra vez.

 

In-ho no respondió. Estaba demasiado ocupado escaneando el lugar con su mirada entrenada. Seguridad, salidas, puntos ciegos... nada se le escapaba. Hasta que, sin querer, sus ojos se cruzaron con algo extraño. 

 

Con él. 

 

Gi-hun.

 

Estaba hablando con un grupo de personas cerca del escenario. Traje blanco, copa en mano, sonrisa sutil. Tenía una presencia que no se explicaba: no era su físico (aunque era realmente guapo, más guapo en persona), ni su fama (aunque la tenía), sino algo más... algo como un eco. Como si su tristeza flotara en el aire sin permiso.

 

Y entonces, su cuerpo habló por él, desprendiendo un olor que llegó a parar a donde estaba In-ho. 

 

A través del perfume, del vino caro y de las flores artificiales, lo olió.

 

Dios.

 

No sabía cómo describirlo.

 

Era un aroma cálido, a cosas que no tenía desde hacía años: Mandarina, leche caliente con miel, pétalos de jazmín. 

 

Hogar. Infancia. Paz.

 

Y lo golpeó.

 

In-ho sintió el corazón latirle como si alguien hubiera encendido una alarma dentro de él. Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Se quedó inmóvil, apenas un segundo, como si su sistema entero se hubiera reiniciado con ese olor. Era como si fuera un arma biológica específicamente creada para desarmarlo a él por completo. Solamente a él. 

 

—¿Estás bien, Calvin Klein? —preguntó el niño rico, frunciendo el ceño.

 

—Sí... solo... estoy revisando el perímetro —respondió con voz firme, aunque sintió que acababa de perder el control de sí mismo por primera vez en años.

 

Del otro lado del salón, Gi-hun también lo había notado. No su mirada, su presencia. 

 

Había sido como un golpe suave, inesperado. Como cuando te arropa un abrigo ajeno que no sabías que necesitabas.

 

Lo buscó con los ojos y lo encontró enseguida.

 

Alto, fuerte, imponente.

Y con esos lentes oscuros como si ocultaran pecados.

No lo había olido aún, pero podría apostar que ese porte solo le pertenecería a un alfa. 

 

Sus miradas se cruzaron por una fracción de segundo, pero In-ho temió que esos ojos tuvieran también la habilidad de ver a través de su alma, incluso con las gafas puestas se sintió vulnerable. No pudo soportar el contacto visual asi que rápidamente lo rompió, recuperando su postura estoica. Lo cual desconcertó a Gi-hun por un momento, pero rápidamente lo olvidó, pensando que solo era una extraña casualidad. 

 

El presentador anunció su nombre y los aplausos no se hicieron esperar. Gi-hun, el actor más querido del momento, subió al escenario con paso sereno, sonrisa discreta y elegancia natural. Llevaba un traje blanco como la luna, con un corte tan perfecto que parecía haber nacido con él.

 

—Buenas noches a todos —dijo al micrófono, y el mundo se iluminó.

 

Su voz era tan suave como una canción, capaz de hacer temblar incluso al hombre más fuerte. In-ho, que había estado con la vista fija en las salidas de emergencia, giró la cabeza como si alguien lo hubiese llamado por su nombre.

 

No podía dejar de verlo.

 

La calidez en su tono, la pausa exacta entre palabra y palabra, ese leve acento que se deslizaba como un suspiro... No era solo hermoso. Era hipnótico.

 

Incluso dejó de prestar atención a su cliente, que en ese momento parecía estar incomodando a un representante de idols con su decadente intento de improvisar un rap sobre donaciones y criptomonedas.

 

—Y si alguno de ustedes desea apoyar con más, con tiempo o recursos, siempre será bienvenido —continuó Gi-hun con esa amabilidad templada que no parecía fingida— A veces olvidamos que lo más valioso que tenemos no es el dinero, sino el tiempo... y la voluntad de compartirlo.

 

 

¿Cuál era la fórmula de esa voz, de ese aroma, de ese hombre para hacer mover su corazón de piedra?

No tenía sentido. No era lógico.

In-ho había estado rodeado de gente hermosa, brillante, rica. Había protegido a todos, desde actrices hasta políticos. Y nunca, nunca, se había sentido así.

 

Era un hombre realista.

 

Pero por primera vez anheló lo imposible:

Un minuto.

Solo un minuto a su lado.

Embriagándose con ese olor, con ese calor que su cuerpo irradiaba incluso desde el escenario.

Y entonces sí...

Podría morir como un hombre libre.

 

 

 

...

 

 

In-ho estaba de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, esperando afuera del baño como si estuviera de guardia en una prisión de alta seguridad. Su cliente llevaba más de cinco minutos adentro, probablemente luchando contra una cena mal digerida o simplemente tomándose selfies en el espejo. Otra noche gloriosa en la cima de la seguridad privada.

 

Fue entonces cuando lo sintió.

 

Ese aroma.

 

Lo golpeó como una ola cálida, ese aroma dulce que no se podía describir sin sonar estúpidamente enamorado. Un aroma que le revolvió el estómago y lo hizo temblar por dentro, como si un instinto primitivo acabara de despertar de golpe.

 

Gi-hun.

 

"Maldita sea."

 

In-ho mantuvo la mirada fija al frente, fingiendo que no había visto a nadie pasar. Si ignoraba el problema, quizás se desvanecía.

 

Pero no tuvo tanta suerte.

 

—Hola, tú —saludó el actor con una sonrisa suave, su tono informal, pero cargado de carisma —¿Que haces ahí parado como un soldado? 

 

Todo él irradiaba calidez, como si hubiera sido diseñado para encantar.

Tan genuino. Tan real. Tan jodidamente bueno.

 

In-ho giró apenas el rostro, como un soldado atendiendo un llamado.

 

—Buenas noches, señor —respondió, haciendo una leve reverencia con esa rigidez elegante que sólo los guardaespaldas bien entrenados tienen—Solo estoy esperando a que mi cliente salga del baño.

 

Cliente que, efectivamente, no salía del baño.

 

Qué gran momento para hacer del dos.

 

—Ah... —Gi-hun entrecerró los ojos con curiosidad, dándose un paso hacia atrás para observarlo mejor— Pensé que eras modelo o algo así. No me imaginé que eras guardaespaldas.

 

In-ho no supo qué contestar.

"¿Modelo?"

Ese comentario no debería haberle causado nada... pero lo hizo. Una pequeña sacudida interna, algo parecido a sentirse visto, no solo con los ojos, sino con la atención que rara vez alguien le dirigía.

 

—Trabajo para una empresa de seguridad privada —explicó— Soy asignado según la demanda del cliente.

 

—Pues vaya suerte la mía entonces —sonrió Gi-hun— Justo estaba buscando alguien así. O bueno, más o menos así. Aunque... tú pareces más bien sacado de una portada de revista, así que no estoy seguro si me protegerías o me robarías el foco.

 

Una broma. Una simple broma. Pero a In-ho lo desarmó.

 

—¿Disculpa?

 

—Nada, nada, solo bromeaba. Aunque... ahora que lo pienso, creo que te vi hace rato. ¿Eras tú el que estaba con el niño rico rapero?

 

—Sí, ese mismo —murmuró, apenas conteniendo una mueca.

 

Gi-hun soltó una pequeña risa. Tenía esa clase de risa que no era escandalosa ni falsa, sino contenida, sincera, como si de verdad encontrara gracioso todo eso.

Y de nuevo, ese aroma.

Dulce, cálido, familiar. Como si lo arrullara la infancia misma.

 

Era casi insoportable.

 

—Bueno, espero que no tengas que salvarlo de sí mismo esta noche —dijo mientras empujaba la puerta del baño— Aunque si necesitas ayuda con eso, avísame. He trabajado con actores que eran más peligrosos que mafiosos.

 

In-ho se quedó inmóvil.

 

Solo cuando Gi-hun entró y la puerta se cerró tras él, pudo volver a respirar.

 

Y justo en ese momento...

 

¡YA CASI SALGO, EH! —gritó su cliente desde dentro— ¡ESTO SE PONE INTENSO!

 

In-ho suspiró.

 

Lo que más temía había comenzado.

 

La puerta del baño se abrió con un chirrido agudo y salió su cliente, caminando como si hubiera sobrevivido a una guerra.

 

¡Eso fue como dar a luz por el ano! —exclamó dramáticamente, sacudiéndose las manos como si hubiera exorcizado algo maligno— Pero sin epidural ni aplausos.

 

In-ho no respondió. Ya había desarrollado la habilidad de ignorar casi todo lo que decía.

 

Caminaron de regreso hacia la salida, esquivando camareros con bandejas y políticos con sonrisas falsas, hasta que un destello de movimiento en dirección contraria hizo que In-ho se detuviera en seco.

 

Un hombre alto, vestido de manera elegante pero sin destacar demasiado, caminaba con paso firme hacia el baño. Algo en su aura le hizo sonar todas las alarmas internas. Demasiado seguro. Demasiado... calculado.

 

—¿Quién quedaba adentro? —le preguntó a su cliente, fingiendo casualidad.

 

—¿Eh? Mmm... creo que solo estaba Gi-hun —respondió mientras revisaba su celular—. Pero no te preocupes, me tomé una selfie con él. Mi mamá se va a desmayar cuando la vea. Dice que él fue su omega soñado en "Estación de Invierno"

 

In-ho sintió un latido seco en el pecho.

Gi-hun. Solo.

Con un hombre que claramente no era un fan.

 

Pero no podía hacer nada. No debía. Su cliente estaba sano y salvo, y su trabajo terminaba ahí.

No era su problema.

 

Afuera, la brisa nocturna les dio un leve alivio mientras esperaban a que los de valet trajeran el auto. El niño rico seguía hablando de su estómago o del outfit de alguien o de lo buena que estaba la champaña, pero In-ho apenas escuchaba.

 

Fue entonces que lo vio.

 

Caminando apresuradamente hacia un coche que definitivamente no era el suyo.

A su lado, el hombre del pasillo.

La mano de ese tipo firmemente en la espalda baja de Gi-hun. No en un gesto íntimo. En uno de control.

 

Y antes de que pudiera pensar, Gi-hun miró hacia atrás. Su expresión era sutil, pero no dejaba lugar a dudas.

 

Estaba pidiendo ayuda.

 

—¿Acabas de ver eso? —preguntó su cliente, por primera vez con una expresión seria.

 

—Sí —respondió In-ho, sus músculos tensándose como cuerdas.

 

—¿Llamamos a la policía?

 

—Tardarían años.

 

—Entonces vamos tú y yo, como en Bad Boys. ¡Yo soy Will Smith!

 

In-ho lo miró con absoluto desdén.

Pero no respondió.

 

El primer coche en llegar ni siquiera era suyo, ni siquiera del valet correcto. No le importó. Abrió la puerta, empujó al chofer confundido hacia un lado, y se lanzó dentro.

 

—¿QUÉ ESTÁS HACIENDO? —gritó el niño rico.

 

—Mi trabajo cambió.

 

Pisó el acelerador.

Tenía que rescatarlo.

 

La camioneta blindada avanzó hasta perderse entre los callejones oxidados del muelle. Un lugar olvidado por la ciudad, donde solo llegaban los que no querían ser vistos.

 

In-ho los siguió en silencio, manteniéndose a una distancia exacta, sin llamar la atención. El coche que había robado rechinaba al girar, pero él mantenía el control. Cuando vio dónde se detenían, bajó el motor y apagó las luces.

 

La bodega estaba abierta, una de esas estructuras industriales con techos altos, luces parpadeantes y olor a metal viejo y salitre. Desde una rendija de la pared, In-ho observó.

Y allí estaba Gi-hun.

 

Atado a una silla en el centro del lugar, con los tobillos firmemente sujetos y las muñecas marcadas por las cuerdas. Aún vestido con su elegante traje de gala, pero ya sin la gracia de antes. Su cabello revuelto, la camisa abierta en el cuello, y una mezcla de confusión y tensión en su rostro.

 

Un grupo de hombres lo rodeaba. Todos armados. Algunos fumaban, otros bebían soju barato como si fuera agua.

 

—¿Qué deberíamos hacer con él? —preguntó uno, pateando la base de la silla.

 

—Podríamos enviarle un dedo —sugirió otro con una sonrisa torcida.

 

—O una oreja —añadió uno más— Dicen que los omegas se ven adorables con una menos.

 

Rieron.

 

—Ya basta —intervino el hombre que lo había secuestrado—. No estamos aquí por él. Estamos aquí por su esposo.

 

Se hizo un silencio.

 

—Cho Sang-woo. El perfecto CEO. El marido ideal. Pero nos debe mucho dinero. Creyó que podía jugar con los grandes, que podía tomar fondos de la organización para salvar su empresa y luego desaparecer como si nada.

 

—¿Y qué hacemos si no paga?

 

—Pagará —sonrió el líder— Si no, harán el funeral más caro de la industria del entretenimiento.

 

In-ho apretó los dientes.

La furia le quemaba las venas. No por Sang-woo, a ese lo podía odiar en paz.

Era por Gi-hun, por su vulnerabilidad, por cómo trataba de mantenerse tranquilo mientras lo rodeaban como hienas.

 

Desenfundó su arma.

Un solo hombre contra seis. No tenía oportunidad.

Pero sabía esperar. Ya lo había hecho antes, volvió a sentirse como un policía encubierto. 

 

Contó los pasos. Midió los ángulos.

Si podía sacar al primero con un disparo certero, luego podía usar la confusión para tomar al segundo.

Pero no podía arriesgarse a que alguno disparara contra Gi-hun.

 

Tenía que separarlos.

Generar ruido. Una distracción.

 

Miró hacia el costado y vio una fila de tanques oxidados de gas, tirados entre redes y sogas. Sonrió.

 

Sacó una piedra del suelo.

La lanzó.

 

CLANK.

 

El sonido rebotó en el metal.

 

—¿Qué fue eso? —dijo uno, girando su arma hacia el pasillo.

 

Perfecto.

Era ahora o nunca.

 

In-ho se deslizó entre sombras como un espectro entrenado para moverse sin ser visto. Las luces parpadeaban en lo alto, proyectando figuras distorsionadas sobre el concreto, y cada sonido —cada goteo de agua oxidada, cada paso a lo lejos— hacía vibrar el aire con amenaza.

 

Allí, en el centro de todo, estaba él.

 

Gi-hun permanecía encorvado, la cabeza gacha, el cabello desordenado cayéndole sobre el rostro. Un halo de luz artificial lo bañaba desde arriba, como una trampa luminosa.

Tenía el aspecto de un mártir moderno, esperando la llegada de su ejecución o la improbable redención.

 

In-ho se acercó por la espalda, silencioso como una sombra de plomo. En cuanto su mano rozó el hombro del omega, Gi-hun dio un respingo, el cuerpo entero se tensó, y estaba a punto de gritar.

 

In-ho le cubrió la boca con suavidad pero firmeza, sus labios apenas separados de su oído.

 

—Soy yo, señor. Vine a sacarlo de aquí —susurró, su voz tan baja que el aire pareció contener el aliento para escucharlo.

 

Gi-hun parpadeó, aturdido.

—¿Tú... viniste tú solo? ¿Aquí?

 

Sus ojos se encontraron por un segundo. In-ho no respondió. No lo necesitaba.

 

—No es tiempo de preguntas.

 

Con manos entrenadas, comenzó a deshacer los nudos. Sus dedos se movían con precisión quirúrgica, pero su corazón latía con una furia indigna de un profesional. Cada segundo contaba. Si eran descubiertos ahora, los llenarían de plomo y desaparecerían sus cuerpos en el agua antes del amanecer.

 

Cuando las cuerdas cayeron al suelo con un susurro, Gi-hun se incorporó con cuidado, frotándose las muñecas. El cuerpo le temblaba, pero los ojos seguían firmes. No preguntó más.

 

In-ho señaló con un gesto de cabeza una de las puertas laterales de la bodega.

Pero antes de que pudieran moverse, escucharon voces.

Los secuestradores regresaban.

 

—Mierda… —murmuró In-ho.

 

No había salida cerca. Solo una vieja estantería metálica y unas cajas grandes a medio cubrir con lonas industriales.

 

Sin opciones, In-ho lo tomó del brazo y lo jaló hacia el rincón.

Se ocultaron detrás de una pila de cajas viejas, apenas cubiertos por la sombra y la lona sucia. El espacio era estrecho, apenas suficiente para que cupieran los dos.

 

Ambos quedaron ocultos bajo la lona, encajados entre cajas oxidadas, apenas respirando. Y luego, esa sensación vino otra vez con la llegada de ese olor dulce que emanaba el cuerpo de Gi-hun. 

 

No debía sentir eso. No ahí. No ahora. Pero lo sentía.

Su corazón latía como un tambor, en parte por la adrenalina, en parte por el estremecimiento de estar tan cerca de él.

Por un momento, el tiempo se detuvo, y lo único que pudo escuchar fue la respiración de ambos: agitada, cálida, íntima.

 

In-ho agradeció en ese momento que el omega fuera ligeramente más alto que él, porque sabía que sus ojos y su olor lo desarmarían por completo.

No sabía si era peor recibir una bala o que el contrario se diera cuenta de lo que evocaba en él su aroma.

Miró hacia otro lado.

 

Desde fuera, las voces se acercaban:

 

—¿Qué pasa si el marido no responde?

—Entonces se queda sin omega...y sin uñas.

 

Gi-hun se tensó. In-ho sintió ese temblor en su pecho, como si fuera propio. Le colocó la mano en el hombro, solo por un segundo. Una promesa silenciosa de que todo iba a estar bien.

Aunque no estaba seguro de eso.

 

Uno de los tipos encendió un cigarro justo frente al escondite. Exhaló el humo y escupió al suelo antes de alejarse.

 

Solo entonces In-ho exhaló también.

 

—¿Está bien? —murmuró.

 

Gi-hun asintió, sin apartar los ojos de él.

Y aunque nadie habló, el silencio que compartían decía demasiado.

 

El silencio se rompió de golpe.

 

—¡Eh! —gritó uno de los hombres al fondo— ¡La cuerda está en el suelo!

 

In-ho se puso en pie de un salto, jalando a Gi-hun de la mano.

 

¡Corra!

 

El actor no preguntó nada. Solo corrió.

El sonido de botas golpeando el suelo metálico del muelle retumbaba tras ellos.

 

Se escucharon disparos. Uno, dos.

Una bala rozó una barandilla metálica a su lado, levantando chispas.

Los dos corrieron bordeando las cajas apiladas, bajando por las rampas, girando entre contenedores oxidados.

El muelle, largo e interminable, parecía burlarse de ellos.

 

¡¡Deténganlos!! —gritaba una voz lejana.

 

Pero los pies de In-ho eran puro entrenamiento. Los de Gi-hun, pura adrenalina y desesperación... y quizás algo de emoción.

La camioneta estaba al final, con el motor aún caliente, escondida en un rincón oscuro del muelle.

 

—¡Suba! —gritó In-ho, abriendo la puerta del copiloto mientras se lanzaba al volante.

 

Gi-hun se metió de un salto, apenas cerrando la puerta cuando el vehículo arrancó como un rayo.

Una segunda bala dio contra la defensa trasera, pero ya era tarde. Estaban fuera.

 

El auto derrapó al tomar la primera curva, y luego otro giro.

Solo entonces, cuando el peligro quedó detrás, Gi-hun soltó una carcajada. Una fuerte, limpia, contagiosa carcajada.

 

—¡Dios mío! —dijo entre risas, mirando por la ventana— Hace años que no hacía algo así. ¡Ni en las escenas de acción me sentí tan vivo!

 

In-ho lo miró de reojo. No entendía cómo podía reír en ese momento. Una bala estuvo a punto de atravesarle la cabeza minutos atrás y ahora sonreía como si hubieran salido de un parque de diversiones.

 

—¿Se está riendo?

 

—¡¿Y cómo no hacerlo?! —respondió, aún entre risas— Me acabas de sacar de una bodega del infierno y casi nos matan en el muelle. ¿Cómo no me voy a reír?

 

In-ho negó con la cabeza, pero no pudo evitar que una leve sonrisa se asomara en sus labios.

Había visto muchas cosas. Mucha gente rota, fría, insensible, loca. Pero él era otro nivel 

 

Su risa era como un disparo al pecho. Y lo peor...

Es que le fascinaba más con cada segundo que pasaba a su lado.

 

El coche seguía su curso por las calles de la ciudad, alejándose del muelle y de todo lo que acababa de pasar. La risa de Gi-hun se había desvanecido hace rato, reemplazada por un silencio en el que solo el motor y la respiración de ambos llenaban el espacio.

 

In-ho apretaba el volante con fuerza, pero cada vez le costaba más hacerlo. Sentía el brazo adormecido, un calor espeso bajo la tela del saco. Algo no andaba bien.

 

—¿Estás bien? —preguntó Gi-hun de pronto, con un tono que parecía más preocupado que antes.

 

In-ho intentó asentir, pero sus nudillos estaban tan tensos que el coche dio un ligero giro involuntario.

 

—Tu brazo...

 

Bajó la vista. La sangre se había filtrado por la manga y empapaba el costado de su pantalón. La adrenalina ya no lo protegía; ahora, solo quedaba el dolor, punzante y creciente.

 

—Tenemos que ir al hospital. Ahora.

 

—No. No hace falta, señor...

 

—¡Estás perdiendo sangre, por Dios!

 

Gi-hun giró la cabeza, buscando desesperadamente un punto donde detenerse. In-ho ya estaba comenzando a perder el enfoque de la vista. Finalmente, el actor giró el volante con una mano mientras con la otra sostenía el brazo de In-ho, haciendo que el coche se detuviera con un chirrido en la orilla de una calle.

 

—Salte, vamos a cambiar de lugar. No voy a discutir esto contigo.

 

El mundo se tambaleó un poco cuando In-ho abrió la puerta. No protestó. Sabía que si insistía, podría desmayarse ahí mismo. Se apoyó en la carrocería y cambió de asiento mientras Gi-hun se movía con la velocidad de un rayo, lleno de energía nerviosa.

 

Gi-hun condujo como si la ciudad le perteneciera. En menos de quince minutos estaban frente a la sala de urgencias.

 

—Aguanta, aguanta —susurró Gi-hun mientras ayudaba a bajar a In-ho, pasando su brazo sano por encima de sus hombros.

 

Una enfermera corrió a recibirlos en la entrada.

 

—Él necesita ayuda, está herido —dijo Gi-hun rápidamente. Su voz estaba agitada, pero firme.

 

Los médicos lo tomaron con eficiencia y lo guiaron hacia dentro. Gi-hun se quedó en la puerta, viéndolo desaparecer entre las cortinas blancas y el murmullo de los equipos médicos.

 

El silencio de la sala de espera lo golpeó como una ola fría.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 3: El protector y el protegido

Chapter Text

La sala de espera de un hospital no estaba en la lista de lugares que Gi-hun amara visitar.

El olor a estéril siempre le provocaba incomodidad, como si en cualquier momento una enfermera saliera con una aguja lista para clavársela en el brazo.

La última vez que estuvo ahí fue hace unos años, cuando su madre fue operada de emergencia por complicaciones con la diabetes. Ese día, Sang-woo se ofreció a cubrir todos los gastos, aunque Gi-hun, con su entonces creciente carrera como actor, ya podía pagarlo sin problema.

 

Sang-woo era así.

Generoso.

Correcto.

Intachable...

O eso pensaba antes.

 

Ahora, mientras observaba su celular con 23 llamadas perdidas y múltiples mensajes sin leer, no estaba tan seguro de quién era en realidad su esposo.

 

Probablemente la noticia de su secuestro ya estaba corriendo de boca en boca, y de celular en celular, por las calles de la ciudad.

 

Pero lo menos importante en ese momento era la cobertura mediática.

Ahora solo esperaba al misterioso hombre que lo había salvado.

Lo mínimo que podía hacer por él era quedarse, esperar a que saliera... y pagar la cuenta del hospital.

 

Apoyó los codos en las rodillas y entrelazó las manos frente a él. Sus dedos jugaban nerviosamente con el borde del teléfono, mientras el murmullo a su alrededor comenzaba a crecer.

 

Primero fueron unos susurros.

Luego, las miradas furtivas.

 

Después, las preguntas sin palabras: "¿Ese no es Seong Gi-hun?"

 

Una mujer se acercó tímidamente con el celular temblando entre sus dedos.

 

—Perdón, ¿podrías...? —No terminó la frase, solo levantó el teléfono como si él supiera lo que tenía que hacer.

 

Sonrió suavemente y accedió. Una foto.

Otra fan, otro flash.

Un enfermero pidió un autógrafo en un paquete de guantes quirúrgicos. 

Gi-hun no era ajeno a la atención pública, pero esa tarde le pesaba más que de costumbre.

 

Una hora pasó volando entre solicitudes, cámaras de teléfonos y suspiros de admiración, hasta que el murmullo se transformó en alboroto.

 

Sang-woo había llegado.

 

El hombre bajó del coche con el ceño fruncido y a paso rápido, seguido de su hija, que corría con preocupación evidente. La prensa no tardó en rodearlos.

 

—¡Señor Cho, unas palabras!

 

—¿Es cierto que secuestraron a su esposo?

 

—¿Quién lo rescató?

 

Sang-woo ignoró todo y fue directo hacia él.

 

—¿Estás bien? —le dijo, mirándolo de arriba abajo sin tocarlo— Vámonos.

 

—Estoy esperando a alguien —respondió Gi-hun, sin moverse del asiento.

 

Sang-woo apretó la mandíbula.

 

—Yo pagaré su cuenta, no tienes que quedarte más tiempo aquí.

 

—No —dijo Gi-hun, con una calma inusual pero firme—Quiero agradecerle personalmente. No fue poca cosa lo que hizo. Arriesgó su vida por mí. 

 

—¿Y quién es? ¿Un fan? ¿Un loco armado?

 

Gi-hun lo miró, y por un segundo hubo un silencio espeso entre ellos.

 

—Fue mi salvador. Eso debería bastarte.

 

Sang-woo parpadeó, descolocado.

Y por primera vez en mucho tiempo, no tuvo nada que decir.

 

—¡Sí! —exclamó una vocecita a su lado— ¡Yo también quiero conocer al salvador misterioso de papá!

 

Gi-hun se giró justo a tiempo para ver a Eunie asomarse por detrás de Sang-woo, sus ojos grandes brillando con una mezcla de emoción y curiosidad juvenil.

 

—¿Cómo es? —preguntó, casi saltando en su lugar— ¿Es apuesto? ¿Fue como en una película de acción? ¿Hubo explosiones?

 

Gi-hun soltó una risa suave, cansada, pero genuina.

 

—No hubo explosiones... pero sí fue como en una película. Y sí, creo que es bastante apuesto —dijo, sin mirar a Sang-woo.

 

El pasillo pareció contener el aliento por un segundo.

 

Y entonces, como si el destino estuviera esperando su entrada dramática, la puerta de la sala de urgencias se abrió.

 

Ahí estaba In-ho.

Con el brazo vendado, caminando con lentitud, el rostro pálido pero aún tan sereno, tan impenetrable.

Y por un instante, Gi-hun sintió que su pecho se apretaba.

 

La niña lo vio primero.

¡¡Es él!! —gritó, emocionada— ¡Es como un espía!

 

In-ho alzó una ceja, sorprendido, y luego su mirada fue directo a Gi-hun.

 

—Señor...—Volteó confundido a todas partes, viendo a la multitud conteniendo un respiro —No tenía por qué quedarse. Váyase a casa, es peligroso. 

 

—¿Estás bromeando? —Gi-hun abrió los ojos —Tú me salvaste la vida al estilo James Bond, esperarte fue lo menos que podía hacer. 

 

Eunie se colocó detrás de él, probablemente admirando con sus ojitos de cachorra al guardaespaldas/modelo/espía. 

 

—Te agradezco por haberlo salvado —Sang-woo se acercó y le tendió la mano —Déjame recompensarte. 

 

El hombre le estrechó la mano, con educación, pero hizo una expresión como si se hubiera sentido algo ofendido.

 

—No...no es necesario, señor —Aún así respondió con cortesía —Solo hice lo que tenía que hacer en esa situación. 

 

—Al menos permite que pague la cuenta del hospital—Añadió, Gi-hun. El alfa volteó a verlo, sus ojos eran dos pares de cuencas cafés cristalinas que expresaban tantas cosas y ninguna de ellas hablaba un idioma que él pudiera entender. 

 

In-ho sostuvo la mirada de Gi-hun un segundo más de lo necesario. Había algo en sus ojos—más allá del brillo mediático, más allá del agradecimiento—que lo hizo apartar la vista de inmediato. Era peligroso estar ahí, pero no por las cámaras ni por la mafia. Era peligroso por ese tipo de emociones.

 

—¿Tú estás bien? —preguntó Gi-hun, esta vez en voz baja, casi susurrando.

In-ho asintió con una sonrisa tenue.

—El médico dijo que la herida fue limpia. Dolerá unos días, pero estaré bien.

 

—¡Si hasta eso hace como un profesional! —dijo Eunie, interrumpiendo, con los ojos brillando.

Se acercó a In-ho como si hubiera conocido a un héroe de su videojuego favorito.

—¿Tú eres un espía? ¿Usaste artes marciales secretas? ¿Peleaste con tres hombres a la vez y los tiraste a todos?

 

Sang-woo sonrió, tenso.

—Ha-eun, no molestes al señor...

 

—¡No molesto! Solo quiero saber si fue como en las películas de Hollywood.

 

In-ho se agachó ligeramente, sonriendo con suavidad.

—Digamos que solo tuve suerte y buenos reflejos. Pero me alegra saber que fui digno de una historia de acción.

 

Eunie le ofreció un puñito, como si fueran compañeros de misión. Él lo chocó, y el gesto tan inocente rompió por un momento la tensión entre los adultos.

 

—¿Nos vamos ya? —dijo Sang-woo, con la mano sobre el hombro de Gi-hun.

—Tú vete —respondió él, sin hostilidad, pero con firmeza— Yo aún no termino aquí.

 

El silencio se hizo más denso. Sang-woo entendió que no había espacio para discusión. Asintió con la mandíbula apretada y se dirigió hacia la salida con Eunie tomada de la mano, quien aún volteaba a mirar a In-ho como si esperara que le diera una tarjeta secreta de agente encubierto.

 

Cuando estuvieron a solas, Gi-hun le entregó a In-ho una bebida que había comprado en la máquina expendedora.

 

—Gracias de nuevo. No sé cómo devolvértelo.

In-ho tomó la lata fría sin abrirla.

—Solo siga con vida, señor Seong. Es lo único que importa.

 

Un silencio abrumador, y luego, una duda muy grande se le cruzó a Gi-hun.

 

—Por cierto—Dijo dándole un sorbo a su bebida—¿Tu cliente el rapero no se habrá molestado por haberlo dejado ahí varado mientras me rescatabas?

 

Un silencio abrumador, y luego, una duda muy grande se le cruzó a Gi-hun.

 

—Por cierto —dijo, dándole un sorbo a su bebida—¿Tu cliente el rapero no se habrá molestado por haberlo dejado ahí varado mientras me rescatabas?

 

In-ho soltó una risa breve, seca, casi sin humor.

—Seguramente ya no tengo trabajo —respondió encogiéndose de hombros, con indiferencia fingida— Pero no me molesta. Ese niño rico me sacaba canas verdes. Creía que por pagarme podía hablarme como si fuera un trapo viejo.

 

—¿Y lo hacías? —Gi-hun ladeó la cabeza con una ceja alzada.

—Lo dejaba hablar. Pero no lo escuchaba.

 

Gi-hun sonrió, divertido, pero luego lo miró más serio.

—Bueno, si ahora estás desempleado, tengo una propuesta. Me debes un susto de muerte, pero yo te debo un brazo sano... y un empleo bien pagado.

 

In-ho giró hacia él con el ceño levemente fruncido, como si quisiera asegurarse de que no estaba bromeando.

—¿Está hablando en serio?

 

—¿Por qué no? —Gi-hun alzó los hombros— Después de todo, necesito a alguien que me cuide de los locos que quieren secuestrarme, y tú claramente tienes experiencia... y buenos reflejos. Además —hizo una pausa, mirándolo de reojo—, creo que confío en ti.

 

Las palabras quedaron flotando en el aire. In-ho bajó la mirada por un segundo, como si el peso de esa confianza le hubiera golpeado más fuerte que cualquier bala.

 

—Piénsalo —agregó Gi-hun, tirando su lata vacía al basurero— Pero si aceptas, empiezo a pagarte desde mañana. Aunque claro, puedes tomarte unos días para tu recuperación. 

 

In-ho no respondió de inmediato. Solo lo miró, con ese gesto de alguien que no está acostumbrado a recibir oportunidades reales, mucho menos de personas que lo miran sin juzgarlo. Finalmente, asintió con suavidad.

 

—No es necesario, he trabajado en peores condiciones —Miró a su brazo vendado—Entonces... nos vemos mañana, señor Seong.

 

Gi-hun sonrió, esta vez más cálido. Sacó del bolsillo de su traje una tarjeta con su número y se la tendió a In-ho. El guardaespaldas asintió y tomó la tarjeta. 

 

—Mi nombre es In-ho.

 

Hwang In-ho. 

 

 

 

En el camino a casa, sus pensamientos fueron una ráfaga de recuerdos confusos. Había pasado tanto en unas pocas horas.

Primero pensó en In-ho.

En cómo lo había protegido, cómo lo había sacado de ese lugar con una precisión que rozaba lo cinematográfico, y cómo había estado a punto de recibir una bala por su culpa.

¿Quién haría eso por alguien a quien apenas conoce? Se preguntó si tal vez simplemente estaba loco.

O si su instinto de alfa lo empujaba a actuar así, impulsivo, protector.

O... tal vez había algo más.

Algo que Gi-hun no se atrevía a nombrar.

Una idea absurda, imposible.

La descartó de inmediato.

 

Luego vino Sang-woo.

Y con él, el peso de la conversación pendiente.

Esa que ya no podía evitarse.

 

Apenas llegó a la casa, bajó del coche sin despedirse de nadie, con la expresión tensa y la mandíbula apretada.

 

—¿Dónde está mi esposo? —le preguntó al ama de llaves mientras se sacudía el abrigo.

 

—En el despacho, señor —respondió con calma.

 

Gi-hun no dijo nada más. Caminó firme, como si cada paso acumulara el enojo que lo había estado conteniendo desde que salieron del hospital.

 

Abrió la puerta del despacho sin tocar.

 

Sang-woo estaba sentado detrás del escritorio, con el teléfono en la oreja, hablando con su tono profesional, afable, como si nada hubiera pasado.

Como si no se hubieran llevado a su esposo horas antes.

Como si la palabra "secuestro" fuera solo un titular más.

 

Gi-hun se cruzó de brazos, esperando, con una expresión que claramente no prometía nada bueno.

 

Sang-woo terminó la llamada, se quitó los lentes con un suspiro cansado y lo miró como si apenas notara su presencia.

 

—¿Qué pasa, Gi-hun?

 

—¿Qué pasa? —repitió, la voz conteniéndose a sí misma como un alud a punto de romperse—. ¿¡Qué pasa!? ¡Pasa que casi me matan hoy!

 

Sang-woo frunció el ceño, pero no dijo nada. Eso solo lo irritó más.

 

—¡Estaba ahí porque te metiste con gente peligrosa! ¡Con una maldita mafia, Sang-woo! ¿Qué demonios estabas pensando?

 

—No te metas en eso, Gi-hun —respondió el otro, levantando las manos como si intentara calmarlo— Ya lo tengo bajo control.

 

—¿¡Bajo control!? —Gi-hun dio un paso adelante, su pecho subiendo y bajando—. ¿Qué tal si no hubiera sido yo? ¿Y si hubiera sido Eunie? ¿¡Qué harías si se hubieran llevado a tu hija!?

 

Un silencio repentino llenó el cuarto, como un cristal a punto de estallar.

 

—¿Sabes qué es lo peor? —continuó Gi-hun, ahora con la voz rota, más dolida que furiosa— Que no confías en mí. Nunca lo hiciste. Ni para contarme algo así. ¿Cuándo dejamos de ser un equipo?

 

Sang-woo bajó la mirada, y por primera vez en mucho tiempo, pareció sin respuestas.

Pero para Gi-hun, el silencio ya no era suficiente.

 

Giró sobre sus talones y salió del despacho, con el corazón ardiendo en el pecho, deseando que alguien (al menos una vez) lo eligiera con verdad, sin secretos, sin doble vida.

Como lo hizo hoy alguien que ni siquiera lo conocía del todo.

 

El silencio lo recibió como una vieja amiga.

La habitación aún olía al perfume caro de Sang-woo, impregnado en las cortinas, en las sábanas, en el aire mismo.

Gi-hun se quitó el saco, lo dejó sobre la cama sin demasiada ceremonia, y caminó directo al balcón. Afuera, solo se escuchaba el sonido de los grillos cantando. 

 

Sacó un cigarrillo del cajón junto a la puerta corrediza, uno que había estado ahí "por si acaso", y ese acaso había llegado.

 

Lo encendió con mano temblorosa. Inhaló profundamente. Dejó que el humo le llenara los pulmones, como si pudiera expulsar con él las emociones que no sabía nombrar.

 

Se apoyó contra la barandilla y cerró los ojos.

 

Antes.

Sang-woo solía reír más. Se metía a la cocina con él, aunque cocinara fatal, solo para estar a su lado. Dormían abrazados, sin importar el calor. La intimidad era más que solo un deber marital. Se decían todo.

Todo. El mundo les pertenecía. Gi-hun nunca se sintió más completo. 

 

Hasta que llegó el dinero.

El éxito, los compromisos, las llamadas constantes, las respuestas a medias. Las promesas incumplidas.

Y esa sonrisa suya, la misma que una vez lo enamoró, empezó a parecerle cada vez más lejana. Vacía.

 

"Si él me ocultó algo tan importante como eso... ¿qué otras cosas me estará ocultando?"

 

La duda le llegó como una punzada en el pecho. No por lo que había pasado. Sino porque apenas ahora lo estaba viendo.

 

Giró el cigarrillo entre sus dedos, como si pudiera leer las respuestas en la ceniza.

 

Se quedó así un largo rato, observando las luces de la ciudad, con el humo escapando entre sus labios como suspiros que no se atrevía a soltar en voz alta.

 

 

 

 

El vaso de whisky tintineó levemente cuando lo dejó sobre la mesa. No había encendido la luz, solo la ciudad parpadeando a través del ventanal. Desde ahí, Seúl parecía una enorme ilusión, un lugar demasiado brillante para la sombra que sentía dentro del pecho. Se había quedado observando la tarjeta, era de color blanca con letras negras y detalles dorados, había once dígitos escritos en ella.  

 

Tocaron la puerta. Una, dos veces.

 

—Ya va —gruñó, dejando en un cajón la tarjeta y poniéndose de pie con una leve mueca por el dolor del costado.

 

Al abrir, Jun-ho estaba allí con su cara de hermano menor preocupado y su combo clásico: comida caliente y una bolsa con analgésicos.

 

—¿Planeabas desmayarte solo en este departamento apestando a alcohol barato? —le lanzó, entrando sin esperar permiso.

 

—Buenas noches para ti también.

 

—Fui al hospital, por cierto. Pero me dijeron que ya te habías ido. ¿Tan difícil es esperar a que alguien llegara por ti como las personas normales?

 

—No me gustan los hospitales.

 

—No te gusta nada —bufó, dirigiéndose directo a la cocina como si viviera ahí— te traje carne bulgogi, arroz y kimchi. Y un par de sodas. No me mires con esa cara, me preocupas.

 

Se sentaron a cenar. El silencio fue cómodo por un momento, hasta que Jun-ho volvió a abrir la boca con esa sonrisa que siempre precedía una molestia.

 

—¿Ya viste las noticias? "El héroe de Seúl",  así te llama la gente. Hay una foto donde estás sangrando pero con cara de piedra, justo al lado de Seong Gi-hun. Pareces sacado de un dorama caro.

 

—Qué exageración —In-ho negó con la cabeza, dándole un sorbo a su whisky—. Solo hice lo que cualquiera habría hecho.

 

—Cualquiera con entrenamiento militar, reflejos imposibles y complejo de mártir, claro —ironizó el menor— ¿Y qué? ¿Ahora vas a trabajar con él?

 

—Sí. Me ofreció un puesto, y... no lo pensé demasiado. Solo dije que sí.

 

Jun-ho miró por un momento a su lata de soda, y luego le dio un gran sorbo. 

 

—¿Qué tiene ese tipo de especial para que aceptaras renunciar a tu antiguo trabajo por él en cuestión de una sola noche? —preguntó Jun-ho, arqueando una ceja.

 

In-ho bajó la mirada. No era fácil de explicar. No era amor, ni atracción, ni devoción. Era otra cosa. Algo que no sabía nombrar todavía.

 

—Tiene algo... diferente. No lo sé. No se comporta como los demás. No parece un cliente, ni siquiera parece un tipo rico. Me hace querer quedarme cerca.

 

Jun-ho lo observó un momento, con una mezcla de desconfianza y afecto.

 

—Solo recuerda que es un hombre casado. Para ser específico, con uno de los hombres más ricos y poderosos de toda Corea. Y tiene una hija. No vayas a meterte en líos.

 

—No va por ahí —contestó In-ho, con rapidez, pero sin la fuerza de antes. Se sirvió otro trago de whisky —¿Crees que soy un rompe-hogares? 

 

—¿Estás seguro?

 

In-ho se encogió de hombros. No dijo nada más, solo alzó su vaso y se lo terminó de un trago. 

 

Jun-ho lo fulminó con la mirada.

 

—¿Así cuidas el riñón que te doné?

 

In-ho sonrió apenas, esa sonrisa ladeada que solo su hermano conocía.

 

—Te lo devolveré algún día.

 

—No, gracias. Seguro ya lo arruinaste con tanto whisky y decisiones emocionales dudosas.

 

Rieron. Porque aunque el pasado dolía, al menos aún podían reír juntos.

 

 

 

El agua caliente resbalaba por su espalda mientras sus dedos retiraban con cuidado la venda empapada. La herida del brazo aún dolía, pero ya no tanto como antes. La piel cicatrizaba lento, como si también ella dudara en cerrar por completo.

Tras secarse, se puso una nueva venda, se afeitó con calma y se vistió con un traje limpio. La tela ajustada, oscura, le devolvía algo de la autoridad que sentía haber perdido. Al final, se colocó sus lentes oscuros de cristales gruesos. No los necesitaba tanto, pero le gustaba cómo lo hacían sentir: invisible, impenetrable y seguro.

 

Tomó la tarjeta que había dejado sobre la cómoda del hotel. La miró unos segundos, dudando. ¿Era buena idea? ¿Estaba cruzando un límite?

Marcó.

 

—¿Hola?

 

La voz de Gi-hun lo tomó desprevenido, suave y vibrante, con una calidez que se le filtró por el oído y se instaló directo en el estómago.

 

—Soy yo. In-ho. Me diste esta tarjeta en el hospital... Dijiste que... necesitabas un guardaespaldas. Si la oferta sigue en pie, dime dónde estás.

 

—¡Ah, sí! ¡El guardaespaldas modelo! —respondió Gi-hun con una risa que parecía iluminar incluso a través del teléfono—. Claro. Te mando la dirección por mensaje. Te espero.

 

El trayecto fue silencioso. Afuera, la ciudad comenzaba a despertar del todo.

A medida que conducía se adentraba en zonas más alejadas del centro, las casas se volvían más grandes, más apartadas entre sí. Los edificios fueron desapareciendo, dando paso a propiedades enormes, rodeadas de árboles altos, rejas de hierro forjado y caminos adoquinados. Un contraste tajante con los barrios apretados y sencillos que solía frecuentar.

 

Finalmente, llegó frente a un portón negro, de diseño moderno, con una cámara en la parte superior. No hizo falta hablar: la reja se abrió con un leve zumbido.

Avanzó por un largo camino de piedra blanca, flanqueado por jardines cuidados al milímetro. En el centro, una fuente discreta y elegante murmuraba en el silencio. Subió por unos amplios escalones de mármol blanco hasta la entrada principal de la casa. Cristales enormes, estructuras limpias, y sin embargo... algo cálido.

 

La ama de llaves lo recibió con una reverencia cordial.

 

—El señor lo espera en el jardín.

 

In-ho asintió y cruzó el umbral, dejando atrás el mármol frío del vestíbulo. El jardín, en cambio, era el lugar con más vida que había visto en mucho tiempo. El césped era de un verde impecable, los rociadores trabajaban en silencio, y el sol brillaba con fuerza entre los árboles frutales. Pero el verdadero sol parecía estar sentado bajo uno de ellos.

 

Allí, junto a un árbol de naranjos, Gi-hun descansaba en un banco de madera, bañado por la luz de la mañana. Llevaba una camisa blanca, suelta, y un pantalón beige que dejaba ver los tobillos. No parecía un hombre de negocios ni un padre ocupado. Parecía alguien libre. Humano.

Y hermoso.

 

El olor lo golpeó apenas se acercó: cálido, con notas de jazmín y algo más suave, indefinido... como hogar.

In-ho se detuvo un segundo antes de continuar, como si su cuerpo necesitara prepararse.

 

—Llegaste —dijo Gi-hun, sonriendo con esa expresión que parecía ver más allá de lo que mostraba. Le hizo un gesto hacia el banco—. Siéntate. No te quedes de pie como si esto fuera una entrevista.

 

In-ho se sentó, un poco rígido, pero agradecido. No recordaba la última vez que alguien había pensado en su comodidad antes que en lo que podía hacer por ellos.

 

—Gracias por recibirme.

 

—Gracias por venir. No estaba seguro de que lo harías.

 

—Yo tampoco —murmuró, echando un vistazo al jardín— Es una casa bonita.

 

—Es grande, más de lo que necesito. Pero a mi hija Eunie le encantaba jugar aquí cuando era más pequeña —dijo con una nostalgia suave en la voz— Solía pasar horas corriendo entre los árboles, armando tiendas con sábanas y escondiéndose de mí. Ahora que es adolescente... pasa más tiempo en su cuarto, escuchando música y fingiendo que no me necesita. Pero yo sigo viniendo aquí. Me gusta.

 

Un breve silencio se extendió entre ellos, interrumpido solo por el viento moviendo las hojas del naranjo.

 

—Entonces... ¿quieres que hablemos de los términos? —dijo In-ho, más por llenar el aire que por verdadera urgencia.

 

Gi-hun lo miró con atención, su expresión ahora más seria.

 

—Quiero que trabajes medio tiempo para mí. Acompañarme a eventos, vigilar algunas reuniones, cosas simples. Pero también... quiero que cuides de Eunie cuando no esté. No como un niñero. Solo asegúrate de que esté segura. Que nadie con malas intenciones se le acerque.

 

In-ho asintió, entendiendo más de lo que decía. Había algo en esa petición... una especie de miedo disfrazado de formalidad.

 

—¿Y... necesitas un contrato para eso?

 

Gi-hun lo observó por un largo segundo. Luego se inclinó un poco hacia él. No demasiado. Solo lo justo para que su olor lo envolviera aún más, casi como un abrazo sin contacto.

 

—No. Confío en ti.

 

El aire se volvió más denso. In-ho sintió cómo algo dentro de él se apretaba, como si esas palabras hubieran roto una grieta interna que llevaba años endurecida.

¿Era tan ingenuo Gi-hun como para confiar en alguien como él sin pruebas?

¿O simplemente tenía ese don de ver bondad donde nadie más la veía?

En cualquier caso, lo desarmaba. Lo fascinaba.

Era como mirar al sol.

 

—Entonces... empezaré hoy —dijo, bajando la voz.

 

—Me parece bien. Justo hoy tengo una reunión. Pero antes, quiero que conozcas a Eunie.

 

—Claro.

 

Se pusieron de pie. Cuando Gi-hun caminó delante de él, In-ho lo siguió en silencio.

Sabía que no debía mirar. Que esto era trabajo. Que estaba allí por un acuerdo.

Pero ya era tarde.

 

Había algo ahí. Algo que no era solo trabajo.

 

Gi-hun lo guió por un pasillo lateral hasta un patio más pequeño detrás de la casa. El sonido de voces agudas, risas descontroladas y algún que otro chillido dramatizado llenaba el aire.

 

—Están afuera. Invitó a unos amigos de la escuela —dijo Gi-hun, sonriendo con una mezcla de ternura y resignación— Prepárate. Son como pequeñas hienas hormonales.

Se detuvo un segundo, y añadió:

—Una vez se sentaron a vernos a Sang-woo y a mí jugar tenis durante tres horas. Tres. Yo tenía calambres y ellas solo gritaban cada vez que él se secaba el sudor.

 

In-ho alzó una ceja, apenas divertido. No se consideraba especialmente "impactante" a estas alturas. Pero cuando doblaron la esquina y cruzaron hacia el jardín, entendió perfectamente a qué se refería.

 

Un grupo de adolescentes, de unos trece años, estaba esparcido en una manta sobre el césped. Había platos con fruta, latas abiertas de soda y envoltorios de dulces por todos lados. Algunas estaban sentadas en círculo, otras recostadas, y uno que otro chico estaba al borde del grupo, comentando cualquier cosa como si quisieran parecer más maduros. En el centro de ese caos organizado, como la reina absoluta, Eunie hablaba animadamente, gesticulando con emoción.

 

—¡Y entonces llegó un tipo con una máscara! Le puso una bolsa en la cabeza a mi papá y pum, se lo llevaron —decía Eunie exagerando, como narrando una película—. Pero justo cuando parecía que todo estaba perdido, ¡apareció él! BAM. Lo rescató y huyeron a toda velocidad ¡Les juro que era como ver una peli de James Bond!

 

Las risas y gritos aumentaban con cada palabra, pero cuando lo vieron aparecer tras Gi-hun...

 

Primero fue una.

Luego otra.

Y en segundos, se hizo un silencio total.

 

Unos ojos se abrieron de par en par.

Un refresco fue derramado.

Una bolsa de papas cayó al suelo en cámara lenta. Literal.

 

—Oh por Dios... —susurró una niña de coletas.

—¿Quién es ÉL? —dijo otra, como si acabara de ver a un dios bajar del cielo.

—¿Ese es un modelo o un actor? —murmuró otra más, mirando de reojo a Eunie.

—¡Es él! —susurró alguien histéricamente—. ¡¡Es James Bond!!

 

In-ho sintió cómo todos los ojos se clavaban en él con una intensidad que ni siquiera en su peor operativo había sentido. Sus lentes oscuros, el traje negro, la postura recta. Inmediatamente lamentó no haberse puesto una camiseta de algodón y unos jeans normales.

 

—Literal parece de una película —dijo una voz masculina entre el grupo, aguda por la sorpresa.

—Yo me muero, chicas. Me muero —dijo otra, fingiendo desmayarse.

—No es justo que uno exista así, Diosito, qué trampa.

 

Eunie se levantó, confundida al principio, hasta que reconoció la figura que avanzaba.

 

—¡Appa! ¿Este es el guardaespaldas del que hablaste? ¿El que te salvó?

 

—Ese mismo —respondió Gi-hun, conteniendo una sonrisa que no logró esconder.

 

Y entonces apareció él. El verdadero alfa de la casa.

 

Bibi.

 

El gran perro rubio salió disparado hacia donde estaban ellos dos. En cuanto olfateó a In-ho, se lanzó con un ladrido de bienvenida, poniéndose en dos patas y moviendo la cola como si hubiera encontrado a su líder espiritual.

 

—Bibi —exclamó Gi-hun, con una mezcla de resignación y horror— ¡bájate! ¡No es un árbol!

 

Pero era inútil. Bibi no lo soltaba.

 

In-ho, contra toda lógica, se agachó con naturalidad y lo acarició detrás de las orejas. El perrito dejó escapar un bufido de placer y le lamió la cara con adoración. Las niñas (y algunos chicos) perdieron la compostura.

 

—¡Encima le gustan los perros!

—Dios, eso es ilegal.

—¿Te imaginas que sea tu padrastro?

 

¡BASTA! —chilló Eunie, roja como una manzana— ¡No empiecen con sus cosas! 

 

Gi-hun se tapó la boca con la mano, intentando no reírse, mientras In-ho se incorporaba con Bibi todavía abrazado a su pierna como si jurara lealtad eterna.

 

—Chicas, chicos —dijo Gi-hun, levantando las manos como si detuviera una estampida— él es In-ho. Va a estar ayudándonos por un tiempo. No lo acosen. Y tú, Eunie, preséntate como la civilizada que finges ser en público.

 

Eunie, avergonzada se levantó mientras se cruzaba de brazos.

Se acercó un poco a él, sin mirarlo directamente.

 

—Hola. Yo soy Eunie. No soy tan loca como mis amigas y mis compañeros. Lo juro —Dijo mientras ocultaba los brazos hacia atrás y miraba hacia el césped evitando su mirada. 

 

—Encantado —dijo él, con un gesto de cabeza. Bibi ladró, como si aprobara el vínculo.

 

—¿Y tienes hermanos? ¿Estás soltero? —saltó una niña desde el fondo, y de inmediato varios más se rieron.

 

—¡Yaaaa! —gritó Eunie, llevándose las manos a la cara— ¡Son todos unos ridículos!

 

—¿Pero sí está soltero o no? —dijo un chico de lentes y cabello teñido con brillo azul, riendo, mientras otro le daba un codazo.

 

In-ho sonrió, apenas.

 

Por primera vez en mucho tiempo, se sintió... humano.

 

Y eso, para alguien como él, era potencialmente peligroso.

 

Volteó a ver a Gi-hun, que no hacía ningún esfuerzo por ocultar la sonrisa que se abría de par en par en su rostro, iluminando por completo la mente de In-ho con rayos de una luz que no recordaba haber sentido antes.

 

—Vamos —dijo Gi-hun, guiándolo hacia la puerta.

 

Los gritos y murmullos se acallaron detrás del vidrio al cerrarse la puerta corrediza. El silencio volvió a ser asfixiante. In-ho sintió de nuevo la necesidad urgente de llenarlo con algo, pero su mente, por primera vez en mucho tiempo, se quedó en blanco.

 

—Y bien... —comentó Gi-hun, rompiendo la tensión— ¿Crees poder con eso?

 

In-ho suspiró. Tardó varios segundos fingiendo que meditaba la respuesta, solo para ganar tiempo, solo para no mirarlo.

 

—Creo que... —finalmente murmuró— era menos peligroso ir a redadas nocturnas cuando era policía que lidiar con un ejército de adolescentes hormonales.

 

—¿Tú...? ¿Eras policía? —Gi-hun lo miró con los ojos bien abiertos, genuinamente sorprendido.

 

—Sí —respondió In-ho, con la voz más baja, como si cada palabra le arrancara algo—. Hace diez años que ya no lo soy.

 

Pudo ver cómo Gi-hun quiso preguntar algo más. Su boca se abrió apenas, sus cejas se fruncieron, pero al notar el peso con que In-ho había dicho aquello, simplemente se detuvo. En lugar de insistir, cambió de tema.

 

—Tu brazo... —acercó la mano con suavidad, tocándolo apenas por encima del traje— ¿Cómo sigue? ¿Fue aquí, verdad?

 

Lo rozó con el dorso de la mano, tan leve, tan cuidadoso, como si temiera romperlo.

 

En sus ojos había una preocupación genuina. Una calidez humana que In-ho ya no esperaba encontrar en nadie, mucho menos en alguien como él.

 

Apenas lo conocía, pero ya podía notar cómo el olor de Gi-hun se volvía más dulce cuando mostraba su vulnerabilidad. Aunque, en realidad...

 

¿Era Gi-hun quien se desnudaba ante él?

 

¿O era él mismo el que se dejaba despojar de sus capas con solo un toque?

 

¿Era un truco para hacerlo bajar la guardia?

 

¿O era simplemente así...?

 

—Estoy bien —respondió In-ho, apartando el brazo con más brusquedad de la que pretendía. El otro se sobresaltó levemente ante el gesto.

 

—Perdón —murmuró In-ho, bajando la mirada.

 

Gi-hun no respondió de inmediato. Lo observó unos segundos, como si tratara de entenderlo, o quizás, de no insistir donde no lo invitan.

 

—No te preocupes —respondió al final con voz baja, casi dulce— Solo me preocupé. A veces olvido que no todos quieren ser tocados.

 

In-ho apretó los labios. Sintió el impulso de disculparse otra vez, pero no encontró las palabras. O tal vez las tenía, pero no se atrevía a entregárselas.

 

—No es eso —logró decir, apenas audible—. Es que... no estoy acostumbrado a que alguien lo note.

 

Gi-hun lo miró en silencio. Y entonces, con una sonrisa casi triste, solo dijo:

 

—Tal vez ya es hora de que alguien lo haga.

 

In-ho parpadeo por debajo de los lentes oscuros. Y antes de que pudiera pensar en algo para decir, Gi-hun cambió de tema:

 

—Tengo una sesión de fotos para una revista esta tarde, y quiero que vengas conmigo. —Se giró con una sonrisa algo traviesa— Así verás lo que implica proteger a un omega "de alto mantenimiento"

 

Antes de que In-ho pudiera replicar, ya estaban caminando por el pasillo en dirección al garage.

 

Al entrar, la vista fue deslumbrante. Una línea de autos perfectamente limpios y brillantes se alineaba como una exposición de lujo. Desde un sedán elegante hasta un convertible rojo que gritaba "decadencia silenciosa", todo parecía salido de un catálogo.

 

—¿Alguno te gusta? —preguntó Gi-hun al notar su mirada.

 

In-ho alzó una ceja.

 

—¿Puedo elegir?

 

—No. Pero me halaga que lo creas.

 

Ambos rieron suavemente mientras Gi-hun abría la puerta trasera del vehículo elegido para ese día: un auto negro de vidrios polarizados, discreto pero imponente.

 

In-ho subió al asiento del conductor, acomodándose los lentes oscuros como si todo esto le fuera indiferente, aunque no lo era. En el asiento trasero, Gi-hun revisaba su teléfono y tarareaba una canción que no logró identificar.

 

Mientras el auto arrancaba, In-ho no pudo evitarlo: su vista se desvió al retrovisor, como si algo en su interior necesitara confirmar que él seguía allí.

 

Gi-hun.

 

Hermoso, despreocupado, con el cabello cayéndole ligeramente sobre los ojos. Aquel hombre que alguna vez había sangrado frente a él ahora parecía una visión distante, inalcanzable.

 

No entendía cómo podía ser tan... etéreo. Era como si cada gesto, cada mirada distraída, estuviera cuidadosamente pensada para atravesarle la armadura. Y lo peor de todo es que Gi-hun no lo hacía a propósito. Eso era lo que más lo perturbaba.

 

—¿Te molesta si pongo música? —preguntó Gi-hun desde atrás, rompiendo el silencio.

 

—No, señor —respondió él, rápido, intentando que su voz sonara menos tensa de lo que estaba.

 

Los primeros acordes de una melodía veraniega comenzaron a sonar, llenando el coche con una atmósfera suave y casi onírica. La melodía electrónica, ligera y sensual, parecía envolverlo todo: la luz del sol entrando por las ventanas, el aire templado de la ciudad, el perfil sereno de Gi-hun al volante.

 

En otra vida, habría sido un anuncio de perfume: un coche de lujo, un alfa con lentes oscuros y un omega hermoso a su lado, conduciendo por la ciudad mientras una canción elegante sugiere algo que no se dice.

 

Pero esta era su realidad ahora. Y era todavía más absurda por eso.

 

 

El estudio fotográfico estaba escondido entre calles modernas, una construcción minimalista con grandes ventanales que dejaban entrar la luz natural. Al llegar, el sol brillaba sin clemencia, como si quisiera participar también de la belleza que estaba por capturar.

 

Apenas cruzaron la puerta, un hombre salió a recibirlos con un gesto teatral, tan rápido como si los hubiera estado esperando en la sombra. Llevaba un maquillaje tenue pero perfectamente definido, ojos delineados, labios brillantes y una camisa estampada con flores y lentejuelas. Sostenía una cámara profesional como si fuera una extensión de su cuerpo.

 

—¡Pero mira nada más quién llegó! —exclamó, abriendo los brazos como si quisiera abrazar el mundo— Mi modelo favorito de todos los tiempos. ¡La cara de Corea! El esposo aburrido no vino hoy, ¿eh?

 

Gi-hun soltó una risa, ligera, casi encantadora.

 

—Hola, Damián —dijo, quitándose los lentes de sol— Te dije que no hablaras así frente a extraños.

 

—¿Extraños? —El hombre alzó una ceja perfectamente delineada y miró a In-ho de arriba abajo como si acabara de descubrir una estatua viviente— ¿Éste es el reemplazo? ¿Finalmente decidiste divertirte un poco con alguien que no sea tu marido opaco?

 

In-ho ni se inmutó. Mantuvo el rostro impasible, con una ceja apenas levantada. Pero por dentro quería evaporarse.

 

—No es lo que piensas —interrumpió Gi-hun con una sonrisa—. Es solo mi guardaespaldas.

 

—Claro que sí. Guarda mi corazón, seguro. —Damián chasqueó la lengua y se apartó, dándoles paso con un movimiento fluido— Pero bueno, guarden sus escándalos para después. ¡Tenemos luz natural perfecta!

 

El estudio estaba impecablemente montado: una pared blanca con reflejos dorados, una silla barroca de terciopelo, y varias luces de aro apagadas, esperando su momento. Había una asistente pelirroja que casi dejó caer su café cuando vio entrar a In-ho. Se recompuso de inmediato y, sonrojada, le ofreció tímidamente una taza.

 

—¿Café? ¿O... quiere sentarse? ¿O los dos?

 

In-ho aceptó la taza con una leve inclinación de cabeza. No dijo una palabra.

 

Mientras tanto, Gi-hun ya estaba siendo rodeado por un pequeño equipo: le maquillaban el rostro con una base apenas visible, le acomodaban el cabello, le cambiaban la camisa por una de lino blanco y luego por otra negra de cuello abierto.

 

Y entonces, empezó la sesión.

 

Las cámaras comenzaron a disparar con un ritmo casi hipnótico. Gi-hun posaba con naturalidad, como si las cámaras fueran parte de él, como si hubiera nacido para ser contemplado.

 

In-ho se quedó en una esquina, de pie, observando. Sosteniendo su taza ya fría.

 

No veía nada más. Solo a él.

 

Había algo magnético en la manera en la que se movía, en cómo inclinaba ligeramente la cabeza, en cómo fruncía el ceño apenas cuando fingía mirar algo fuera de cuadro. Cada gesto tenía el poder de desarmarlo, sin que Gi-hun siquiera lo intentara.

 

Y eso lo asustaba más que una bala en el pecho.

 

 

 

 

 

 

Chapter 4: Un intruso en la familia

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Nunca le había costado posar.

 

Desde que tenía memoria, la cámara era su espejo más cómodo. Sonreír con los ojos, fingir melancolía, seducir con la mirada... todo era parte del juego. Un personaje bien interpretado. Uno que él mismo había creado para sobrevivir.

 

Pero ese día, algo se sentía diferente.

 

Y no era la luz, ni el ángulo, ni la camisa mal planchada.

 

Era él.

 

El guardaespaldas.

 

In-ho estaba ahí, en silencio, apoyado contra la pared con una taza en la mano, mirándolo de esa manera que incomodaba. No porque fuera invasiva, sino porque parecía ver más de lo que debía.

 

Como si pudiera atravesarlo.

 

Como si le estuviera devolviendo el reflejo que tanto había trabajado en ocultar.

 

Gi-hun intentó concentrarse. Levantó el mentón, frunció el ceño. Su cuerpo hacía lo que tenía que hacer, pero su mente no. En cada pausa, sus ojos volvían, inevitablemente, a buscarlo. Y lo peor... lo peor era que no sabía por qué.

 

"Es solo tu guardaespaldas", se repitió como un mantra inútil mientras la cámara seguía disparando.

 

 

 

La luz del set se apagó a las seis en punto.

El silencio que siguió fue tan brusco que a Gi‑hun le zumbó un oído.

Las bombillas del espejo parpadeaban con el cansancio ajeno. Gi‑hun se dejó caer en la butaca alta, aflojó el nudo de la corbata y, por primera vez en todo el día, bajó los hombros.

El teléfono vibró.

 

Sang‑woo:

«Mañana, cena a las 20:00 con el director Kang. Lleva algo sobrio. Y no te retrases»

 

Ni "cariño", ni emoticonos, ni la pregunta ritual: “¿cómo salió la sesión?”

Un mensaje tan aséptico que su asistente podría haberlo redactado con los ojos cerrados.

 

Gi‑hun deslizó el pulgar sobre la pantalla, la bloqueó y se quedó mirando su propio reflejo: la sombra del rimel, el gesto crispado que el maquillaje ya no disimulaba. Soltó un largo suspiro. 

 

Luego escuchó un golpe suave en la puerta.

 

—¿Puedo? —la voz grave de In‑ho atravesó la madera.

 

—Adelante.

 

El guardaespaldas entró con una taza de café que aún humeaba, podía calcular que alrededor de lo que duró la sesión se tomó unas cinco tazas de la sustancia oscura, lo cual le sorprendió que no estuviera tembloroso y ansioso. 

Se apoyó contra el marco, como si tuviera calculado el lugar exacto donde no invadiría más de lo debido.

 

—Damián dice que fue suficiente por hoy —informó— El coche está listo, si quieres marcharte.

 

—"Si quiero" —repitió Gi‑hun, medio sonriendo— ¿Tú qué crees?

 

—Creo que has dado más de lo que exigían —dijo In‑ho, sin adorno—. Y que, aun así, parecías incómodo.

 

No había juicio en su tono. Solo una constatación que le pinchó la piel.

Gi‑hun alzó la ceja.

 

—¿Te pago por psicoanalizarme?

 

—Me paga por protegerlo. A veces proteger incluye decir la verdad.

 

Hubo una pausa elástica.

Gi‑hun se puso de pie, recogió su chaqueta y pasó junto a él.

 

—Entonces protégeme de llegar demasiado pronto a casa —murmuró— Necesito aire.

 

 

 

 

La ciudad se alejaba lentamente en el retrovisor.

 

Las ruedas del coche giraban con suavidad sobre el asfalto mientras el cielo comenzaba a incendiarse con tonos naranja, rosados, dorados. El sol descendía lento, como si tampoco quisiera terminar el día. Las siluetas de los árboles se estiraban como sombras líquidas sobre el suelo húmedo por el riego automático.

 

Gi‑hun bajó del coche con un suspiro silencioso, como si llevara demasiado tiempo conteniéndolo. Caminó entre los senderos, observando a su alrededor: niños corriendo detrás de una pelota, parejas compartiendo un solo vaso con popote doble, ancianos lanzando pan a los patos del lago artificial.

 

Las risas de los niños rompían el aire con una pureza que dolía.

Como si no hubieran sido tocados aún por las etiquetas, por la jerarquía, por la condena invisible que implicaba ser alfa, omega o algo en medio.

 

Gi‑hun se detuvo frente a un carrito de helados y pidió dos. El vendedor no pareció reconocerlo. Tal vez sí, pero decidió ignorarlo, y eso fue aún más valioso. Le entregó dos vasos sin una palabra más.

 

Caminó hacia la banca más cercana. In‑ho dudó un instante, pero terminó siguiéndolo.

 

—No es parte del protocolo —dijo, quedándose de pie.

 

—Tampoco lo es comerse un helado de vainilla con el jefe. Pero eso no me impide invitarte uno —replicó Gi‑hun, sentándose— Vamos, siéntate. Solo quiero hablar. Nada más.

 

In‑ho lo miró con ese gesto contenido de quien está a punto de decir que no, pero algo en los ojos del omega lo detuvo.

 

Era la mirada de alguien que estaba cansado de estar solo.

 

Se sentó.

 

Por unos minutos, comieron sin hablar. Frente a ellos, el sol comenzaba a tocar el horizonte. Las hojas de los árboles tintineaban con la brisa, y el lago capturaba los colores como un espejo líquido. Un niño gritó de alegría cuando atrapó una mariposa en las manos, y una madre lo regañó con cariño por dejarla ir.

 

Gi‑hun observaba la escena con una expresión nostálgica, los ojos entornados como si se esforzara por retener cada detalle. Se llevó una cucharada de helado a la boca mientras miraba al frente, pero sus ojos se desviaron. Otra vez.

 

In-ho estaba sentado a su lado, un poco más inclinado hacia adelante, tenía la mirada perdida en algún punto del horizonte. El viento le desordenaba el cabello castaño, dejándole algunos mechones sueltos sobre la frente. Su perfil se recortaba contra el cielo encendido, y Gi-hun sintió, sin entender del todo por qué, que no podía dejar de mirarlo.

 

Primero fueron sus labios: firmes, pero con la curva exacta entre dureza y suavidad. Luego su nariz recta, sus pómulos marcados. El ángulo de su mandíbula. Y finalmente, sus ojos: negros, fríos en apariencia, como dos piedras brillantes, pero que por dentro escondían un atisbo de fuego. Una tristeza contenida. Una historia no contada.

 

No era la primera vez que veía hombres atractivos. Estaba rodeado de ellos todos los días en su trabajo. Actores, modelos, asistentes de dirección con rostros tallados por el ego. Incluso su propio esposo era uno de ellos: elegante, pulcro, contenido.

 

Pero esto... esto era distinto.

 

En In-ho no había artificio, ni vanidad. Su belleza era cruda, rota en los bordes, como algo que no fue hecho para ser admirado, sino descubierto. Una belleza que no sabía que lo era. Tal vez por eso, dolía mirarlo.

 

Y sin embargo, lo miraba.

 

—En un parque igual a este —dijo de pronto, incorporándose otra vez— solía venir con Sang‑woo cuando éramos niños. No sabíamos nada sobre lo que éramos. Ni alfas, ni omegas, ni destinos. Solo... éramos nosotros.

 

—¿Y qué hacían?

 

—Jugábamos con espadas hechas de ramas. Competíamos por quién se trepaba más alto. A veces solo nos acostábamos sobre el pasto a contar nubes.

 

—¿Y luego?

 

—Luego crecimos —respondió Gi‑hun, bajando la mirada al helado que comenzaba a derretirse— La pubertad llegó con etiquetas. Con expectativas. Con padres que nos recordaban que los omegas debían comportarse de cierta manera... y los alfas de otra.

 

In‑ho no dijo nada. Solo lo escuchó. Con el cuerpo ligeramente inclinado hacia él, con la atención completa.

 

Gi‑hun giró un poco el rostro para observarlo. Lo hizo como quien toma valor para decir algo que no sabe si debería.

 

—Cuando te conocí... no olías a nada.

 

In‑ho no se sorprendió.

 

—Uso supresores.

 

—¿Por qué? —preguntó con delicadeza, sin morbo— Es decir... no suelo notarlo, pero en ti fue evidente.

 

—Es una larga historia —dijo In‑ho, bajando la mirada hacia su helado—. Y no es una de esas que me gusta contar.

 

Silencio.

 

Gi‑hun no insistió. Pero se quedó allí, cerca.

 

—¿Eres...?

 

—Alfa —confirmó In‑ho.

 

El omega asintió con lentitud. No como quien recibe una sorpresa, sino como quien llena un espacio que ya intuía.

 

El sol desapareció por completo, dejando un resplandor rojizo suspendido en el aire. Las farolas del parque se encendieron una a una, como luciérnagas entrenadas.

 

Ninguno de los dos habló durante largos minutos.

 

Solo respiraban el mismo aire, observaban el mismo cielo, y escuchaban el murmullo de la vida seguir su curso: bicicletas que pasaban, ramas que crujían, risas apagadas en la distancia.

 

Por primera vez en mucho tiempo, Gi‑hun no sintió la necesidad de fingir.

No era el actor.

No era el esposo perfecto.

No era el omega educado y discreto.

 

Solo era un hombre que compartía un helado con otro hombre.

Y ese momento —en su sencillez desarmante— le pareció más real que toda su vida "perfecta". 

 

Cuando se hizo de noche, In‑ho se incorporó.

Gi‑hun lo observó, esperando ver esa incomodidad típica, ese gesto de quien se ha sentido fuera de lugar todo el tiempo.

 

Pero no.

In‑ho se acomodó el saco con naturalidad, como si esa escena —una banca en el parque, dos helados, y un atardecer compartido— formara parte de su mundo cotidiano.

 

Y Gi‑hun pensó que quizá no estaba solo en anhelar lo simple.

Que quizá, incluso entre los escombros de la perfección, todavía había algo auténtico.

 

El camino a casa fue silencioso. Gi-hun revisaba su teléfono, desplazando notificaciones sin realmente leerlas, mientras In-ho conducía sin apartar la vista del camino. El cielo se había oscurecido por completo y las luces de la ciudad se reflejaban en los cristales del auto, parpadeando como si dudaran de su propia existencia.

 

Al llegar, la casa los recibió con las luces encendidas. Las farolas a ambos lados del camino de piedra arrojaban una luz cálida y suave, iluminando los arbustos perfectamente podados y la imponente fachada principal, con su puerta de madera alta y elegante, como la entrada de un palacio.

 

In-ho estacionó en la cochera, puso el freno de mano y apagó el motor. Por un momento, el silencio se volvió más denso.

 

Gi-hun fue el primero en abrir la puerta. Salió con lentitud, como si no quisiera volver todavía. In-ho también bajó, cerrando de forma casi imperceptible. Dio un paso hacia él y habló, con la formalidad que siempre lo envolvía:

 

—¿Me requiere para algo más, señor?

 

Gi-hun negó con suavidad, sin mirarlo.

 

—No, ya no. Puedes irte.

 

In-ho asintió. Hizo una leve reverencia y se dio la vuelta. Caminó unos pasos, pero entonces:

 

—Espera —dijo Gi-hun, casi sin pensar.

 

In-ho se detuvo en seco, girándose con la misma serenidad de siempre.

 

—Dígame, señor.

 

Gi-hun dudó. Se rascó la nuca con torpeza, como un adolescente atrapado en una excusa.

 

—¿Qué... qué vas a cenar?

 

In-ho parpadeó, confundido. Su ceja se alzó apenas, como si la pregunta fuera un idioma que no había oído en años.

 

—¿Perdón?

 

—Es que... yo apenas voy a cenar y me preguntaba si... bueno... si tú, ya sabes, vas a comer algo bueno en casa. Si no te gusta la comida que hace tu esposa... o esposo... o lo que sea, podrías quedarte a cenar. Por hoy —soltó de golpe, cruzando los brazos como si quisiera protegerse del ridículo.

 

In-ho lo miró, con una expresión entre asombro y desconcierto. Fue un gesto leve, apenas un destello en su rostro hermético, pero Gi-hun lo notó. Lo notó y lo guardó como quien atesora algo frágil.

 

Entonces, como si la sorpresa se hubiera delatado demasiado, In-ho volvió a su expresión neutra.

 

—No quisiera molestar, señor. Usted debe cenar con su familia. Solo con su familia.

 

—No es molestia —dijo Gi-hun, bajando la voz—. Mi esposo no suele estar presente a la hora de la cena. A veces ni siquiera mi hija. Eunie prefiere cenar en su habitación.

 

In-ho bajó la mirada. Algo en su mandíbula se tensó, como si estuviera evaluando el riesgo de aceptar algo que no debía.

 

—No será nada formal —añadió Gi-hun, dando un paso hacia él— Solo es comida. Solo eso.

 

Y entonces, esos ojos de In-ho, siempre tan cerrados, parpadearon lentamente, como si por un segundo, solo un segundo, el muro se agrietara.

 

—Como guste, señor —respondió al fin.

 

Ambos caminaron en dirección a la entrada. El viento era suave, cargado con el aroma de las bugambilias del jardín, y por primera vez, el silencio no se sentía incómodo.

 

Entonces, In-ho rompió la calma con una pregunta inesperada:

 

—¿Por qué asumió que tengo esposa... o esposo?

 

Gi-hun lo miró de reojo, sin detener el paso. Se sonrojó apenas, y bajó la mirada al empedrado.

 

—Eres un tipo muy apuesto —murmuró— Sería raro que no tuvieras a alguien esperándote en casa.

 

In-ho ladeó la boca en una sonrisa casi imperceptible, pero auténtica. Un gesto pequeño, humano, que Gi-hun sintió más de lo que vio.

 

—Para su sorpresa... no tengo a nadie.

 

Y Gi-hun no respondió. No supo qué decir.

Solo asintió, como si no le importara.

 

Pero por dentro, algo pequeño —íntimo, involuntario— se agitó.

No entendía por qué esa nueva información le alegraba un poco.

Pero lo hacía.

 

Apenas cruzaron la puerta, la cálida luz del recibidor los envolvió. La ama de llaves, una mujer mayor de gesto amable y uniforme perfectamente planchado, se acercó al verlos entrar.

 

—Buenas noches, señor Seong. La cena ya está servida. Su esposo lo espera en el comedor.

 

Gi-hun se detuvo en seco.

 

—¿Sang-woo... está aquí? —preguntó, más sorprendido de lo que quiso sonar.

 

La ama de llaves asintió con una pequeña sonrisa.

 

—Llegó hace unos veinte minutos. Se encuentra en una llamada, pero ya está por terminar.

 

In-ho dio un paso hacia atrás, incómodo.

 

—Creo que será mejor que me retire, señor. No quiero interrumpir una cena familiar.

 

—No. Quédate —insistió Gi-hun, mirándolo de reojo— Ya estás aquí. No voy a dejarte ir solo a comprar ramyeon de máquina.

 

In-ho parpadeó, desconcertado. Gi-hun sonrió con ligereza.

 

—Ven. Solo... sé tú.

 

El comedor estaba impecable, como siempre. El mármol del suelo relucía, las sillas acolchadas de terciopelo estaban perfectamente alineadas, y el largo centro de mesa con flores blancas parecía recién acomodado por manos invisibles.

 

Sang-woo estaba de pie, de espaldas, mirando por la ventana mientras sostenía el móvil en la oreja. Vestía camisa blanca y corbata oscura, el saco colgado con informalidad en una de las sillas.

 

—...sí, está bien. Te llamo luego —dijo, justo cuando notó la presencia de Gi-hun... y la de alguien más.

 

Giró con lentitud. Su rostro, normalmente imperturbable, mostró una leve sorpresa. Solo por un segundo.

 

—No te esperaba tan temprano, esposo —dijo Gi-hun con una sonrisa amable, un toque de coquetería en la voz.

 

Sang-woo bajó la mirada hacia In-ho con expresión neutral.

 

—Ya veo que no —respondió, sin molestarse en disimular.

 

—Él es Hwang In-ho —explicó Gi-hun, con tono tranquilo—. Mi nuevo guardaespaldas. Desde hoy estará a cargo de protegerme a mí... y a Eunie.

 

Sang-woo caminó hacia In-ho y le tendió la mano. El apretón fue firme, seco, innecesariamente prolongado. Ambos mantuvieron la expresión neutral... aunque la tensión era tan evidente que incluso el aire pareció denso por un momento.

 

—Encantado —dijo Sang-woo, sin parecerlo.

 

—Igualmente —respondió In-ho, sin pestañear.

 

Gi-hun respiró hondo, sonriendo para romper la atmósfera como quien lanza confeti sobre un funeral.

 

—Y bueno... vamos a cenar. Me muero de hambre.

 

Todos tomaron asiento. La ama de llaves comenzó a servir platos: arroz blanco, guisos coreanos, sopa humeante... todo lucía perfecto, como siempre.

 

—¿Puedes llamar a Eunie, por favor? —preguntó Gi-hun.

 

—Sí, señor —asintió la empleada, retirándose.

 

Unos minutos después, se escucharon pasos bajando por la escalera. Ha-Eun apareció en la entrada del comedor, vestida con pijama y una coleta desordenada.

 

—¿Hola? ¿Papá?

 

—Ven, cariño. Tenemos visita.

 

La niña entró al comedor y sus ojos se agrandaron en cuanto vio a In-ho. Se quedó a medio paso, como si la escena fuera parte de un drama romántico y su guion mental acabara de activarse.

 

—Él es el señor Hwang, ¿Lo recuerdas?  —dijo Gi-hun, conteniendo una sonrisa. 

 

Ha-Eun se hizo pequeña, y miró su atuendo con vergüenza como si por dentro pensara que no estaba lo suficientemente presentable para el invitado. 

 

—Buenas noches...señor. 

 

Literalmente parecía haber olvidado cómo funcionaban las cuerdas vocales.

 

—Buenas noches, pequeña. —le preguntó In-ho con voz calmada y eso bastó para que la niña se pusiera tan roja como un tomate en temporada. 

 

Sang-woo rodó los ojos disimuladamente. El perro, echado cerca de la mesa, levantó las orejas y gruñó levemente, inquieto.

 

Durante la cena, la incomodidad era un invitado más en la mesa.

 

Gi-hun intentaba mantener la conversación viva.

 

—¿Cómo estuvo el día en la oficina? —preguntó a Sang-woo mientras removía su arroz.

 

—Como siempre. Números, reuniones, tensión —respondió sin mirarlo mucho—. Tú, en cambio, parece que tuviste una tarde interesante.

 

Gi-hun sonrió, dándole un sorbo a su sopa.

 

—Una sesión de fotos, un paseo por el parque, un guardaespaldas nuevo... lo típico.

 

Silencio.

 

Ha-Eun, mientras tanto, miraba a In-ho como si fuera el protagonista de todos sus fanarts mentales. Hasta dejó caer los palillos una vez.

 

—¿Estás bien, Eunie? —preguntó Gi-hun, disimulando la risa.

 

—¡Sí! ¡Sí! Solo... pensé en... algo.

 

El perro gruñó otra vez. Nadie lo calmó.

 

In-ho permanecía recto, educado, sin hablar más de lo necesario. Pero cada vez que Gi-hun lo miraba de reojo, notaba esa misma seriedad imperturbable... y esa contención bajo la piel. Como si su cuerpo no perteneciera a la mesa, pero sus ojos no quisieran irse.

 

El tenedor de Sang-woo chocó suavemente contra el plato por tercera vez, produciendo ese sonido seco, rítmico, que no era accidental.

 

—Entonces, señor Hwang... —empezó con tono casual, sin levantar la vista—¿cuánto tiempo lleva trabajando como guardaespaldas?

 

In-ho levantó la mirada, tranquilo. Sus manos descansaban sobre las piernas, y la postura recta era la de alguien que no se dejaba empujar fácilmente.

 

—Desde hace diez años —respondió.

 

—¿Antes de eso?

 

—Fui policía.

 

—¿Y por qué dejó la fuerza?

 

Silencio.

 

Gi-hun alzó una ceja, un poco incómodo. Sang-woo lo miró de reojo con ese gesto sutil que en él significaba "No interfieras todavía."

 

In-ho sostuvo la mirada de Sang-woo.

 

—Asuntos internos.

 

—Ah —asintió Sang-woo, como si acabara de confirmar una sospecha— Supongo que no es un trabajo fácil. Estar tan cerca de alguien todo el tiempo. Ser... protector. Especialmente de personas como Gi-hun.

 

La tensión en el aire se volvió más densa. Ha-Eun miraba alternadamente a los adultos, como si estuviera presenciando un duelo de vaqueros con cubiertos.

 

Gi-hun carraspeó.

 

—Bueno, sí, es un trabajo exigente —interrumpió—. Pero necesario, ¿no crees? Después de todo, fui secuestrado la semana pasada, esposo.

 

Sang-woo sonrió, pero esa sonrisa era del tipo que no tocaba los ojos.

 

—Por supuesto. Aunque... no esperaba que fuera tan joven.

 

—Tengo cincuenta —aclaró In-ho.

 

—Ah, sí. Pero se conserva bien —replicó Sang-woo, como si fuera un cumplido y un golpe disfrazado.

 

Gi-hun soltó una risa nerviosa.

 

—Lo importante es que nos sentimos seguros —dijo, extendiendo la mano hacia la copa de agua como si sirviera de escudo—. Y Eunie ya lo adora, ¿verdad?

 

Ha-Eun asintió con entusiasmo.

 

—Sí, es muy cool —murmuró, completamente ajena a las dagas emocionales que volaban sobre la mesa.

 

El perro, desde la esquina, gruñó con más fuerza esta vez. Como si algo en el ambiente le hiciera querer advertir que ahí, debajo de la cena aparentemente tranquila, había un campo minado de emociones mal contenidas.

 

Gi-hun miró a Sang-woo, luego a In-ho. Supo que debía decir algo. Algo que cortara esa corriente eléctrica entre ellos.

 

—Querido —dijo a Sang-woo con dulzura, sin sonar falso— estoy seguro de que con el tiempo confiarás en él tanto como yo.

 

Sang-woo desvió la mirada al plato.

 

—Por supuesto. Confío en tus decisiones. Siempre lo he hecho.

 

Gi-hun notó la ironía flotando como humo sobre el guiso.

 

In-ho, por su parte, no decía más. Pero tampoco se apartaba. Y eso... eso era lo que más inquietaba a Sang-woo.

 

La cena terminó con el sonido de los platos recogidos y las sillas arrastrándose suavemente sobre el piso de mármol. El perro bostezó con resignación, como si finalmente le permitieran respirar en paz.

 

Gi-hun se levantó primero, lanzando una última mirada a la mesa como para asegurarse de que, efectivamente, nadie había explotado en llamas.

 

—Te acompaño a la puerta —le dijo a In-ho, con una voz más suave de lo necesario.

 

In-ho asintió con un leve movimiento de cabeza, y ambos caminaron juntos a través del largo pasillo iluminado por luces tenues. Las sombras de los ventanales caían como pinceladas elegantes sobre el suelo brillante.

 

Cuando llegaron al recibidor, Gi-hun se detuvo antes de abrir la puerta.

 

—Lamento lo de Sang-woo... —dijo, sin mirarlo del todo—. Él... bueno, es algo desconfiado con la gente nueva. Solo intenta protegerme, eso es todo.

 

In-ho lo observó en silencio por un instante. En la tenue luz de la entrada, Gi-hun parecía más vulnerable, menos figura pública y más hombre real. Su postura relajada, el modo en que bajaba la mirada mientras hablaba... era un gesto tan sutilmente íntimo que In-ho se sorprendió a sí mismo sosteniéndolo con más intensidad de la que debería.

 

—No tiene que disculparse —dijo In-ho finalmente, su voz grave y templada—. Si yo tuviera un esposo como usted... también me preocuparía por protegerlo de los hombres que lo rodean.

 

Silencio.

 

Gi-hun parpadeó. Sintió cómo el calor le subía a la cara, no por lo que se dijo, sino por cómo se dijo.

 

In-ho, al darse cuenta, entrecerró los ojos por un breve segundo. Lo dijo con la mejor intención, sin doble filo. Pero...vaya si sonó como un disparo bien dirigido.

 

Gi-hun aclaró la garganta, intentando parecer indiferente mientras se giraba hacia la puerta.

 

—Oh. Claro. Gracias por... bueno... protegernos.

 

—Es mi trabajo —respondió In-ho, esta vez con una leve sonrisa que apenas curvó la comisura de sus labios. Nada más. Nada menos.

 

Gi-hun asintió, sin atreverse a mirarlo directamente mientras abría la puerta.

 

—Nos vemos mañana, señor Seong.

 

—Hasta mañana, Hwang.

 

In-ho hizo una breve reverencia, tan marcial como respetuosa, y se dio la vuelta. Caminó con paso firme hacia la cochera, y Gi-hun lo observó desaparecer en la oscuridad. 

 

 

 

 

Más tarde, esa misma noche. Gi-hun salió del baño con una toalla alrededor del cuello, secándose el cabello húmedo. Pensaba en pedirle a la ama de llaves una infusión caliente cuando notó la silueta de Sang-woo, apoyado contra el marco de la puerta del vestidor, con los brazos cruzados.

 

—¿Por qué no me avisaste que vendría a cenar? —preguntó, sin rodeos.

 

Gi-hun suspiró. No tenía ánimos para otra ronda de juicios.

 

—Porque no lo planeé. Fue algo espontáneo. Lo invité. Ya estaba aquí.

 

Sang-woo alzó una ceja.

 

—¿Lo invitaste a cenar... espontáneamente?

 

—Sí. ¿Eso es un problema?

 

Sang-woo se acercó un poco más, cruzando el umbral sin pedir permiso.

 

—¿Sabes siquiera de qué asignación es? —preguntó con una dureza que pretendía sonar preocupada— No pude olerlo.

 

Gi-hun se pasó una mano por el cabello mojado, dejando escapar una sonrisa cansada.

 

—Es alfa.

 

El silencio cayó como una piedra en un estanque. Sang-woo apretó la mandíbula. No necesitaba decir nada para que su incomodidad se hiciera evidente.

 

—No sería conveniente —murmuró—. Si en algún momento tuvieras un celo, él podría... aprovecharse. Ya sabes cómo son los alfas.

 

Gi-hun se giró bruscamente, con la mirada afilada.

 

—Hace años que no tengo un celo, Sang-woo. ¿Lo has olvidado?

 

—¿Y qué? ¿Eso cambia algo? ¿Crees que no veo cómo te miran todos ellos? —Su tono no fue de enojo, sino de algo más profundo. Inseguridad disfrazada de lógica.

 

—¿Todos ellos? ¿Qué estás diciendo?

 

—Digo que tú sigues actuando como si nada. Con esa sonrisa. Esa voz. Esa forma de hablar que parece invitar a todo el mundo a entrar.

 

Gi-hun se quedó quieto, mirándolo. Algo dentro de él se quebró, como una rama fina bajo el peso de la neblina.

 

—Entonces márcame.

 

Sang-woo lo miró, confundido.

 

—¿Qué?

 

—Márcame. Si te molesta tanto cómo me ven, cómo me miran... márcame. Hazlo oficial. Hazlo real.

 

El silencio se instaló de nuevo. Sang-woo parpadeó, como si no esperara el golpe directo. Luego, desvió la mirada.

 

—Ya nadie hace eso. No es necesario. Los tiempos han cambiado. No somos animales.

 

Gi-hun rio, sin humor.

 

—Claro. Qué conveniente.

 

Se giró hacia el tocador, fingiendo buscar una crema cualquiera solo para no tener que mirar esos ojos que una vez fueron hogar.

 

—Olvídalo.

 

Sang-woo no dijo más. Dio media vuelta y se encerró en el baño.

 

Gi-hun se quedó allí, solo, con el corazón latiendo fuerte. No por In-ho. No por Sang-woo. Sino por sí mismo. Por darse cuenta de que, quizá. Su esposo nunca quiso ser suyo.

 

 

 

 

 

Chapter 5: Verano en Jeju

Chapter Text

Habían transcurrido casi ocho semanas desde el intento de secuestro y la llegada de In‑ho al servicio de Gi‑hun. En ese tiempo, la relación entre ambos se tejió con hilos finos, casi invisibles:     

 

Respondían al otro sin complicaciones: si Gi‑hun perdía una llave, In‑ho aparecía con una copia silenciosa. Si le dolía la garganta por trabajar en exteriores, aparecía con miel y limón.

Compartían risas simples: Eunie llamaba a In‑ho "Agente Cool" cuando él la defendía de un fan insistente, y Gi‑hun escuchaba esas risas desde el otro lado del plató.

Hubo momentos casi accidentales de intimidad como la noche que Gi‑hun no podía dormir, In‑ho le pasó una manta y se sentó en un sillón a su lado, sin hacer ruido, sin preguntar, simplemente ahí. Una noche tras una sesión maratónica, Gi‑hun se encontró en la cocina buscando chocolate y lo halló a In‑ho abriendo el mismo cajón. No intercambiaron palabras, compartieron empatía.

 

Era como si Gi-hun e In-ho hablaran el mismo idioma alrededor de personas que solían hablar sobre ellos mismos. 

 

 

 

 

El sol de verano había puesto Seúl en pausa: las calles estaban menos saturadas, el calor presionaba los vidrios de los edificios, y el suspiro de la ciudad invitaba a irse lejos, aunque sólo fuera por un momento. Por eso, cuando se anunció el viaje a Jeju para un comercial de temporada, unos pocos lo vieron como trabajo... y la mayoría, como vacaciones disfrazadas de agenda laboral.

 

La tarde del vuelo, el aeropuerto estaba lleno de turistas con maletas estampadas, padres llevándose niños de la mano, ejecutivos con corbata sudorosa... y un actor y su hija, escoltados por su guardaespaldas y su equipo. Gi‑hun caminaba al lado de Eunie, su hija de trece años, mientras el adorable Bibi correteaba entre sus pies. Al lado caminaba In‑ho, impasible pero presente. 

 

El vuelo a Jeju duró poco más de una hora. En el aire, el equipo se acomodó: Gi‑hun leyó el guion del comercial, Eunie vio una película, Bibi durmió la siesta en el asiento al lado de In‑ho, y este, por su parte, mantenía una postura profesional impecable. Pero en su mente el paisaje que se dibujaba por la ventanilla ya lo había atrapado: el mar azul‑verde, las colinas boscosas, los barcos de pesca en la lejanía.

 

Por más que disfrutara de y se sintiera obligado a actuar como guardaespaldas, había algo en aquello que lo desarmaba: la isla era un refugio sin murallas, una caricia para los sentidos. Era tan fácil perderse allí.

 

El aeropuerto de Jeju recibió al grupo con un viento cálido y un brillo especial en el aire. Las tiendas de té verde, las panaderías con pan de algas y los puestos de souvenirs se alineaban en el hall, mezclando olores de sal con esencias dulces y tostadas.

 

—¡Aquí huele diferente! —dijo Eunie, oliendo un té helado— Es como si pusieras el verano en una botella.

 

Bibi tiró lloriqueando de la correa hacia la puerta abierta del aeropuerto, impaciente por volver a la libertad. In‑ho lo sujetó con firmeza, aunque con una sonrisa leve.

 

En el exterior, un minibús los esperaba. Subieron con valijas y equipo, y se dirigieron a la villa, ubicada en un acantilado que dominaba una bahía solitaria. De camino, el mar se extendía en todas direcciones, con olas que chocaban contra rocas formando espuma blanca. Un pescador apartaba redes en un camino ribereño, mientras una barca de recreo se movía suave en la distancia, trazando su sombra sobre el agua.

 

La villa les dio la bienvenida con su arquitectura clara: madera de pino, ventanas generosas, deck sobre el mar. En su interior, la brisa corría entre las cortinas blancas como si respiraran. El sol entraba en franjas y pintaba los tableros de madera con luz dorada.

 

Eunie dio unos pasos dentro y alzó los brazos, como si pudiera abrazar el aire.

 

—¡Esto es tan increíble! —exclamó girando sobre sí misma— Es como en El verano en que me enamoré.

 

—¿El verano en que qué...? —preguntó Gi-hun, cerrando la puerta detrás de ellos mientras miraba con curiosidad.

 

—Una trilogía de romance —dijo Eunie con una sonrisa traviesa y un pequeño brillo en los ojos— Lo leí hace poco, y esto se siente igual: playa, brisa, atardeceres, triángulo amoroso...

 

Gi-hun levantó una ceja, teatralmente preocupado.

 

—¿Desde cuándo lees libros de romance, niña?

 

—¡Desde que dejaste de vigilar lo que leo! —respondió ella cruzándose de brazos, con orgullo de adolescente rebelde.

 

—Ajá... o sea que ya no eres una niña —murmuró Gi-hun con aire reflexivo—. Supongo que entonces es hora de tener esa conversación...

 

—¿Qué conversación?

 

—Ya sabes... esa conversación —dijo mientras se acercaba un poco más, bajando la voz y poniendo cara seria— La de "cuando dos personas se quieren mucho..."

 

¡¡Noooo, por favor, papá!! —gritó Eunie llevándose las manos a las orejas — ¡Eso es traumante, cancela todo lo que vayas a decir!

 

Gi-hun estalló en carcajadas, doblándose sobre sí mismo mientras trataba de no caerse en la alfombra recién extendida.

 

—¡Tarde! Ya está en proceso, lo que lees ahora tiene consecuencias, señorita. Vamos a hablar de feromonas, hormonas, y...

 

—¡¡¡Aaaah!!! ¡¡Appa!! —gritó teatralmente Eunie como si le hubieran dado la peor noticia de la vida— ¡Te has vuelto loco!

 

In-ho, que los observaba desde la entrada con la correa de Bibi en la mano, no pudo evitar reír suavemente, bajando la cabeza como si tratara de ocultar la sonrisa. Bibi, en cambio, parecía desesperado, girando en círculos sobre sus patas enredando su correa.

 

—Iré a caminar con él antes de que decida regar los muebles —dijo In-ho, aún conteniendo la risa.

 

—Gracias, héroe —susurró Eunie, recargándose dramáticamente en el marco de la puerta como si acabara de sobrevivir a una catástrofe.

 

Gi-hun se encogió de hombros con falsa inocencia.

 

—Yo solo quiero ser un padre responsable.

 

—¡Entonces ponme horario para leer romance, pero no tienes que explicarlo con detalle! 

 

El sonido de las risas flotó por la casa mientras In-ho y Bibi salían por el deck hacia el sendero de piedras que llevaba al mar. El sol comenzaba a caer, tiñendo el cielo con tonos naranjas y rosas, y en el fondo, la villa parecía sonreír, sabiendo que ese sería un verano inolvidable.

 

Minutos después, con el mar extendiéndose como una sábana azul infinita frente a ellos, Bibi terminó de hacer sus necesidades sobre la arena suave y tibia. In-ho, aún con la correa en mano, observó cómo el gran perro rubio giraba el rostro hacia el mar con la misma ansiedad que un niño frente a un parque cerrado. Ladraba bajito, impaciente, dando pequeños tirones a la correa, como si supiera que detrás del límite había una libertad que llevaba siglos esperando.

 

In-ho bajó la mirada al perro, luego al horizonte dorado por el sol que ya comenzaba a caer. No había nadie cerca. Solo las gaviotas, el mar, y ese instante que parecía robado de otro mundo.

 

Se agachó junto a Bibi y lo acarició detrás de las orejas, hablándole en voz baja como si estuviera haciendo un trato.

 

—Está bien, grandulón... —murmuró con una media sonrisa— Te voy a soltar... solo si prometes no escapar.

 

Como si el perro lo hubiera entendido, movió la cola con aún más fuerza. In-ho desabrochó la correa. En cuanto la hebilla hizo clic, Bibi salió disparado hacia el mar como una flecha de alegría pura, chapoteando, ladrando a las gaviotas que volaban bajo, girando sobre sí mismo como si su cuerpo no pudiera contener tanta energía. Fue un estallido de libertad.

 

In-ho permaneció de pie, las manos en los bolsillos, sin poder evitar que se le formara una sonrisa serena y discreta. Pero no duró mucho.

 

Una figura apareció corriendo desde la villa, bajando los escalones del deck con velocidad. Era Eunie. Llevaba la misma ropa, nada de traje de baño ni sandalias, pero aun así se lanzó sobre la arena y corrió hasta el agua. In-ho pensó por un momento que Gi-hun aparecería enseguida a detenerla. Pero en lugar de eso...

 

—¡Eunie! —gritó Gi-hun desde lo alto del deck, con voz más de broma que de reproche— ¡Oye, aún no es momento para nadar!

 

—¡Es verano, papá! ¡Se nada siempre que se pueda! —le gritó ella, riendo mientras Bibi la perseguía entre las olas.

 

Gi-hun soltó un suspiro resignado, como si peleara contra algo más grande que él: la alegría. Se quitó los zapatos, los calcetines, dobló los bajos de sus pantalones y bajó también, corriendo tras ella.

 

In-ho lo observó desde la arena.

 

El omega que tenía por misión proteger reía como un niño, con la camisa pegada por la brisa y los pies sumergidos hasta los tobillos. Salpicaba a su hija con agua salada mientras ella gritaba entre risas y después la cargó en sus hombros como un costal de harina. Bibi giraba alrededor de ambos como si entendiera que estaba en una escena perfecta.

 

Y entonces, In-ho sintió algo. Un leve golpe dentro del pecho. No era deseo. No era deber. Era otra cosa.

 

Una punzada profunda. Como si, por un segundo, quisiera ser parte de eso. De esa familia. De esa risa. De ese calor.

 

—¡In-ho! —gritó Gi-hun desde el agua, con voz alegre— ¿Qué esperas? ¡Ven!

 

In-ho se tensó.

 

—No creo que sea lo más profesional... —murmuró, alzando un poco la voz.

 

Pero antes de que pudiera retroceder, una ola lo salpicó de lleno. Gi-hun, con una expresión inocente y un gesto juguetón, le guiñó un ojo.

 

—¡Uy! Perdón... creo que te manché el traje —dijo, sin una pizca de arrepentimiento.

 

In-ho se miró la camisa húmeda y luego a ellos. Dudó por un segundo. Pero luego se quitó la corbata, el reloj, el chaleco negro, los dejó caer sobre la arena y, sin decir nada, dio un paso hacia el agua.

 

Estaba a punto de detenerse. No era un hombre impulsivo. No lo era. Pero entonces, Gi-hun se acercó con la misma calidez que irradiaba todo su ser y, sin pensarlo demasiado, le tomó la mano.

 

Un gesto simple.

 

Pero el impacto fue profundo.

 

Los dedos de Gi-hun rodearon los suyos con suavidad, como si no quisiera forzarlo a nada, solo acompañarlo. Y en el instante en que las pieles se tocaron, ambos sintieron un pequeño golpe de electricidad subir por sus brazos. No fue violento. Fue cálido. Tibio como el mar. Un rayo suave que se alojó en su pecho y se quedó ahí, palpitando en silencio.

 

In-ho alzó apenas la mirada, sorprendido por el contacto. Gi-hun no dijo nada, solo sonrió, esa sonrisa luminosa y libre que tenía el poder de desmontar muros de años.

 

—Vamos —susurró el omega— Solo un momento.

 

In-ho asintió en silencio, como si ese roce le hubiese arrancado la duda del cuerpo.

 

Y entonces sí, entró al mar, con la mano aún entrelazada con la de Gi-hun, como si eso fuera lo único que necesitaba para avanzar.

 

El agua les cubrió los tobillos, luego las pantorrillas. A lo lejos, Eunie seguía riendo, empapada, con Bibi corriendo en círculos a su alrededor. El cielo se teñía poco a poco de rosa, y el sol bajaba sobre el mar como una moneda hundiéndose en la distancia.

 

Pero ahí, en ese momento, solo existían ellos. Un alfa y un omega de mundos opuestos, compartiendo algo tan simple como el mar.

 

Y por primera vez, el silencio entre ellos no fue incómodo.

 

 

Cuando el sol terminó de caer y el cielo se tiñó de un azul profundo salpicado de estrellas, los tres se vistieron con atuendos frescos y salieron a cenar. El calor del día había bajado y la brisa salada del mar soplaba con suavidad.

 

In-ho vestía completamente de negro: una camisa tipo polo de tela delgada que marcaba sutilmente la forma de sus hombros y brazos, y unos pantalones oscuros que le daban una apariencia elegante sin intentar demasiado. El cinturón le remarcaba la cintura y sus pasos eran firmes, como si no estuviera de vacaciones, sino custodiando una joya.

 

A su lado, Gi-hun contrastaba con un aire más relajado: polo blanca con un pequeño bordado y pantalones cortos beige, mostrando sus piernas bronceadas. Lucía fresco, juvenil, casi como un chico más que un adulto, y eso le daba una luz especial. Combinaba con el entorno cálido, con la calma de la isla. Eunie iba entre ellos, charlando y tomando fotos de todo lo que veía, mientras Bibi trotaba emocionado con una bandana azul al cuello.

 

El restaurante elegido estaba junto al mar. No era lujoso, pero sí hermoso. La terraza estaba construida con madera clara, y sobre cada mesa había velas dentro de frascos de vidrio, protegiéndolas del viento. Las luces colgaban como luciérnagas sobre las cabezas de los comensales, y el sonido de las olas rompiendo suavemente contra las rocas se mezclaba con música instrumental que salía de bocinas ocultas entre las plantas tropicales.

 

Les dieron una mesa en un rincón acogedor, con vista directa al océano. Gi-hun eligió el asiento del medio, con Eunie a un lado y In-ho al otro.

 

La cena transcurrió entre risas y anécdotas. Eunie le contaba a In-ho cómo Gi-hun había llorado viendo una película de perritos, a lo que él respondía indignado pero con una sonrisa. Pedían mariscos frescos, arroz con algas, makgeolli frío. Todo se sentía liviano, cálido, como si el tiempo se estirara solo para ellos.

 

En un momento, una mesera joven, con ojos chispeantes y un delantal con bordados, se acercó con una sonrisa curiosa. Dejó los platos con cuidado, observó a Gi-hun e In-ho por un momento y dijo:

 

—¿Es para el señor y su esposo? —preguntó, con la inocencia de quien solo quiere confirmar el pedido correcto.

 

Hubo un segundo de absoluto silencio.

 

In-ho carraspeó. Gi-hun se echó hacia atrás, rascándose la nuca.

 

—Ah... no, no somos esposos —dijo Gi-hun, entre risas nerviosas.

 

—Sólo trabajo para él —añadió In-ho, serio, con una ligera rigidez en el tono.

 

La mesera asintió, disculpándose apenada con una inclinación, y se marchó.

 

Gi-hun bajó la mirada a su plato, ocultando el leve rubor en sus mejillas. In-ho desvió la vista al mar, enmudecido. Y Eunie... Eunie los miró a ambos, sin decir nada, pero con esa expresión de quien está conectando hilos invisibles.

 

Ninguno dijo nada más al respecto.

 

Desde su silla, mientras las luces colgantes titilaban como estrellas bajas y la risa de Eunie resonaba con fuerza en su oído izquierdo, In-ho dejó que su mirada vagara hacia el mar. Había custodiado a muchos antes: políticos, herederos, empresarios, incluso a una famosa actriz cuya vida era tan caótica como vacía. Y en todas esas ocasiones, él solo era eso: una sombra, un arma discreta que caminaba a dos pasos detrás. Nadie le preguntaba si había comido. Nadie se molestaba en incluirlo en nada.

 

Pero esta vez... esta vez era diferente.

 

Eunie no paraba de hacerle bromas, incluso lo había apodado "Capitán Corea" como si fuera un superhéroe. Y el omega... el omega que olía a sol recién salido, a verano, a hogar... ese hombre lo trataba como si realmente lo viera. No como a un muro, sino como a una persona.

 

Y eso bastaba para que se removiera algo dentro de él. Algo que llevaba años dormido.

 

"¿Por qué él?..." se preguntaba a veces. "¿Por qué me afecta tanto este trabajo? ¿Por qué me duelen los hombros por no poder tocarlo?"

 

Gi-hun era como ese rayo de sol que atraviesa la celda de alguien que ha estado demasiado tiempo encerrado. Irradiaba luz con cada palabra amable, con cada sonrisa dirigida hacia él, incluso cuando no se daba cuenta. Lo estaba desarmando, sin saberlo. Rompiendo sus defensas como una marea suave, persistente.

 

Y Eunie... la pequeña Eunie con ese corazón tan inmenso, que lo veía como uno más. Hasta el perro lo prefería a veces.

 

Por primera vez en años, In-ho deseaba quedarse. No porque lo necesitaran, sino porque lo querían ahí.

 

 

El restaurante comenzó a despejarse cuando la comida fue terminando. Pero de pronto, una pequeña tarima de madera fue ocupada por un animador local con un micrófono chillón y un cartel luminoso que decía: "¡Concurso de Parejas! Gana un postre especial de la casa y un masaje gratuito junto al mar".

 

—¡Necesitamos tres parejas! —anunció el hombre, enérgico, mientras los empleados del lugar aplaudían para animar.

 

De inmediato, varias manos se levantaron entre las mesas.

 

La primera pareja fue una chica alfa bastante alta con un chico omega de sonrisa tímida y manos entrelazadas. Se sentaron en la primera silla, riendo como si nadie más existiera.

 

La segunda fue una pareja de dos hombres, uno claramente alfa por el porte musculoso y otro omega de cabello azul eléctrico que no paraba de bromear y besarle el cuello al otro.

 

La tercera pareja era más tranquila: dos betas, probablemente turistas, con una vibra relajada y madura.

 

Los juegos fueron divertidos: preguntas sobre cuánto se conocían, desafíos físicos, adivinanzas de sabores y hasta imitar escenas románticas de películas. Todos en el restaurante reían, incluso Gi-hun.

 

Pero entonces, llegó el momento final. La pareja ganadora —la de los dos chicos, alfa y omega— se abrazaron tan fuerte, y se besaron con una mezcla de alegría y amor tan genuina, que la sonrisa de Gi-hun comenzó a romperse por dentro.

 

Lo sintió de golpe.

Un peso conocido, antiguo.

La soledad, el abandono disfrazado de rutina.

 

El aplauso general fue opacado por el ruido de su pecho.

Y por un segundo, pensó en él. 

En Sang-woo, en su esposo. 

 

Recordó sus manos, sus primeros "te amo" las noches en que prometieron que nada los separaría.

 

¿Dónde estaban ahora esas promesas? 

 

¿Cuándo dejaron de mirarse como esos dos hombres en el escenario?

 

La garganta se le cerró.

 

In-ho, que lo miraba de soslayo desde su lado derecho, notó la sombra que se posó sobre su rostro. Vio cómo Gi-hun bajaba la mirada, apretaba los labios, como si luchara con un nudo invisible.

 

Y algo en su pecho se apretó. Una punzada seca, aguda.

 

"¿Cómo era posible...?" pensó In-ho. 

"¿Cómo es posible que ese bastardo prefiera pasar horas con empresarios hipócritas a estar aquí, con él... con ellos?"

 

Gi-hun era ese tipo de persona que hacía que una mesa brillara solo por sentarse en ella. Que hacía sentir a todos incluidos, hasta al último empleado. Era dulce. Leal. Fuerte, incluso con las cicatrices visibles.

 

"¿Con qué derecho lo hace sentir así?", se repitió In-ho.

"¿Con qué derecho te permites olvidarte de alguien así?"

 

Pero no dijo nada.

 

De camino a casa Gi-hun trató de fingir que por dentro no le pesaba nada, pero In-ho lo podía notar, ahí. Una nota amarga casi imperceptible en su delicioso aroma a mandarinas, podía oler el nudo que se le hizo en el pecho al omega. 

 

Cuando llegaron, Eunie murmuró un "buenas noches" adormilado a ambos y subió las escaleras con pasos arrastrados. Bibi la siguió fielmente, dejando un rastro de patitas húmedas en el piso de madera.

La puerta de su habitación se cerró suavemente.

 

Y quedaron solos.

 

La brisa volvió a correr. El mar golpeaba suavemente contra las rocas. A lo lejos, una gaviota gritó como si se quejara del silencio.

 

In-ho dudó. Observó a Gi-hun, que estaba de pie mirando hacia el ventanal. Luego habló:

 

—¿Está todo bien?

 

Gi-hun tardó en responder, como si esa simple pregunta le pesara.

—Claro —respondió al final, girándose con una sonrisa algo apretada— ¿Por qué no lo estaría?

 

—Porque llevo años entrenado para detectar mentiras. —In-ho ladeó un poco la cabeza, con media sonrisa— Fui policía antes de todo esto, ¿recuerdas? Mis jefes decían que podía oler una mentira antes de que siquiera se pensara.

 

Gi-hun soltó una risita suave.

—Vaya, o sea que tengo al mismísimo detector humano de mentiras en casa. Qué miedo.

 

—Lo que da miedo es lo bien que finge —añadió In-ho, sin perder la calidez en el tono.

 

Gi-hun no dijo nada más. Se limitó a encogerse de hombros, y se fue a la cocina. Regresó con una botella de vino entre las manos.

 

—¿Seguro que eso ayuda? —preguntó In-ho, siguiendo sus pasos con la mirada.

 

—No, pero quiero fingir que sí —respondió Gi-hun, sin dudar, mientras sacaba dos copas— Solo una copa, lo prometo.

 

In-ho aceptó sin decir más.

 

Ambos salieron a la terraza. El viento era más suave allí, como si la isla misma supiera guardar secretos. Se sentaron en los sillones con cojines claros, y Gi-hun encendió la chimenea eléctrica del centro. La luz ámbar del fuego titiló entre ellos como si tejiera un puente invisible.

 

Durante un rato, solo bebieron y miraron el mar.

 

—Recuerdo haber venido a esta isla por primera vez cuando tenía seis meses de embarazo —rompió el silencio Gi-hun—. La mamá de Sang-woo solía decir que era de buena suerte venir embarazado. Decía que dabas a luz a hijos fuertes si te bañabas en estas aguas.

 

In-ho lo miró por el rabillo del ojo.

—¿Y tú lo hiciste?

 

—Claro. Hasta me metí con ropa, de noche. Fue una locura. Sang-woo reía tanto... —Gi-hun bajó la mirada a su copa— No sabía que... esos momentos serían los mejores.

 

Silencio.

Una pausa necesaria, como cuando se respeta un recuerdo.

 

In-ho bebió un poco antes de responder:

 

—La primera vez que vine a esta isla tenía veinte. Mi padre acababa de fallecer y mi madrastra había ganado un sorteo para pasar un fin de semana en Jeju, así que vine con ella y mi pequeño hermano menor, dijo que serviría para despejarme. Fue raro... bonito, pero raro. Era la primera vez que veía un mar tan claro.

 

—¿Y te gustó?

 

—Sí —respondió, mirando el mar de nuevo— Pero esta vez... se siente distinto.

 

Gi-hun levantó la vista.

 

—¿Distinto cómo?

 

In-ho respiró profundo.

Buscó una respuesta que no sonara demasiado sincera.

 

—No lo sé. Supongo que... hay algo especial en ustedes.

Eunie es una niña increíble, tiene más luz que muchos adultos.

Y usted...

 

Se detuvo.

La copa de vino tembló apenas entre sus dedos.

 

—Usted es como... como un sol.

 

—¿Un sol?—Gi-hun sonrió y miró hacia el mar —Creo que nadie nunca me había dicho algo como eso. 

 

La chimenea eléctrica seguía crepitando suavemente entre ellos, dibujando sombras cálidas sobre sus rostros. El vino ya bajaba por sus gargantas como si quisiera calentar no solo sus cuerpos, sino también lo que no se atrevían a decir.

 

Gi-hun se recostó ligeramente hacia atrás, con la mirada perdida en las brasas ficticias, sus mejillas ligeramente enrojecidas, tal vez por el alcohol, o por todo lo que había enterrado durante tanto tiempo.

 

In-ho lo observó.

 

Con cada día que pasaba, ese omega se volvía más y más imposible de ignorar. No era solo su belleza discreta, ni su dulzura con su hija, ni el aroma envolvente que le llegaba en oleadas cada vez que pasaba a su lado. Era su tristeza.

Una tristeza elegante, contenida. Como si llevara el corazón roto pero aún supiera sonreír.

 

—¿Alguna vez has querido... —comenzó Gi-hun, con voz baja— dejarlo todo atrás? ¿Desaparecer?

 

In-ho giró apenas su rostro hacia él.

 

—Sí —respondió— Más veces de las que me gusta admitir.

 

Los ojos de Gi-hun se encontraron con los suyos.

Había algo desnudo en su mirada. Vulnerabilidad pura.

Estaban solos. El mar de fondo, la brisa tibia, el vino, el fuego, el mundo detenido.

 

In-ho sintió cómo su corazón comenzó a latir más fuerte.

Pudo haberlo jurado: Gi-hun también lo sentía.

Lo sentía.

 

Su rostro estaba tan cerca, sus labios entreabiertos, sus ojos buscaban algo... una respuesta, un escape, o quizá una señal.

 

Y en ese instante, el pensamiento pasó como un susurro por la mente de In-ho:

 

"Podría hacerlo...

Podría besarlo.

Solo un beso y podría ser libre."

 

Pero no debía.

 

"No debería."

 

Porque no era su lugar. Porque ese omega seguía amando a otro, aunque ese otro no supiera cuidar de él.

Porque si cruzaba esa línea, no habría vuelta atrás.

 

Y justo cuando el mundo parecía reducirse a los milímetros que los separaban, justo cuando el aire se volvía demasiado espeso para respirar...

 

El sonido de la madera seca de la puerta siendo golpeada los devolvió a la cordura de la realidad. Gi-hun se levantó rápidamente como si lo hubieran atrapado infringiendo la ley.

 

—¿Espera a alguien, señor? —Le preguntó In-ho, mientras se levantaba lentamente en una actitud protectora. 

 

—No, de hecho...no estoy esperando a nadie. 

 

—Quédese aquí, yo averiguaré quien es. 

 

In-ho caminó lentamente hacia la puerta, y se colocó a un lado del marco. 

 

—¿Quién es? —preguntó In-ho con firmeza, su mano cerca de la funda de su Glock, su cuerpo en posición.

 

Hubo un breve silencio al otro lado de la puerta, apenas un suspiro de duda...

Y luego, una voz.

 

—Soy yo. Sang-woo.

 

In-ho giró apenas el rostro, sus ojos buscando los de Gi-hun, que se habían abierto con sorpresa y un dejo de pánico.

El omega no se movió por unos segundos, como si su cuerpo no supiera si correr, abrir, o desaparecer.

 

—¿Qué... qué haces aquí? —preguntó, avanzando con pasos nerviosos hasta quedar junto a In-ho.

 

—¿No vas a abrirme, Gi-hun? —dijo Sang-woo, esta vez con un tono más bajo, pero cargado de algo difícil de definir. Un reproche disfrazado de ternura.

 

Gi-hun se obligó a girar el picaporte.

Cuando la puerta se abrió, ahí estaba.

 

Sang-woo, impecable a pesar del largo viaje. Camisa beige de lino, mangas arremangadas hasta los codos, perfume costoso, mirada afilada.

 

—¿Vas a invitarme a pasar? —preguntó, con una sonrisa que no le llegaba a los ojos.

 

—Claro... sí. Entra —dijo Gi-hun, haciéndose a un lado.

 

Sang-woo cruzó el umbral sin mirar a In-ho, pero su energía se sintió como una tormenta eléctrica. Los dos alfas ahora compartían el mismo espacio, y el aire se volvió más espeso. Denso.

Un aura territorial se desplegó casi de inmediato.

 

Sang-woo se detuvo frente al sillón, observando las dos copas de vino, la chimenea encendida, los cojines acomodados como si alguien hubiese estado a punto de...

De romper una regla.

 

—Vaya —murmuró con una sonrisa forzada— Qué noche tan acogedora. Justo como si me hubiera perdido de algo.

 

Gi-hun negó con la cabeza, tratando de mantener la compostura.

 

—Solo estábamos hablando...y tomando un poco de vino. 

 

Sang-woo por fin miró a In-ho. Sus ojos lo recorrieron con una intensidad cargada de una advertencia muda.

In-ho no retrocedió. Se mantuvo firme, aunque su cuerpo había entrado en modo alerta. Sabía lo que era compartir espacio con otro alfa. Sabía cómo leer la tensión en cada fibra.

 

Los instintos se activaban como si fueran animales salvajes obligados a fingir que eran humanos.

 

—Gracias por tu trabajo, señor In-ho —dijo Sang-woo con una amabilidad fingida— Supongo que ahora que ya estoy aquí, no será necesaria tu compañía esta noche.

 

Gi-hun apretó los labios, incómodo.

In-ho hizo una leve reverencia.

 

—Entiendo. Con su permiso.

 

Y sin más, recogió su chaleco del respaldo de la silla, sus pasos firmes pero controlados. Antes de desaparecer a una de las habitaciones de arriba, sus ojos se encontraron una última vez con los de Gi-hun.

 

Algo se dijeron sin palabras.

 

Y entonces, desapareció. 

 

Sang-woo se quedó en medio de la sala, mirándolo.

Gi-hun sintió su cuerpo rígido, la piel aún sensible por la cercanía que había estado a segundos de romper todos los límites.

 

—No dijiste que vendrías —susurró Gi-hun.

 

—Y tú no dijiste que ibas a tener una velada romántica con tu guardaespaldas —contestó Sang-woo, sin dejar de mirarlo

 

—Sabes que no es así. 

 

Gi-hun tragó saliva. No supo si por la rabia... o por la tristeza. 

 

—Eso espero. 

 

Por un momento se sintió ofendido por la acusación de su esposo, pero por dentro sabía, que quizá no estaba tan lejos de la verdad...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 6: Problemas en el paraíso

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

La mañana siguiente en la isla Jeju fue una combinación de tensión, clima veraniego y reclamos no dichos.

 

Los rayos del sol se filtraban por las cortinas de lino, dorando suavemente los muebles de la habitación principal de la villa. El murmullo de las olas era el único sonido constante, como si intentara equilibrar el desequilibrio emocional que comenzaba a hacerse presente entre las paredes del dormitorio matrimonial.

 

Gi-hun estaba de pie frente al espejo, abotonando la camisa blanca de lino que usaría para su sesión de fotos. Su rostro reflejaba calma, pero sus dedos temblaban apenas, un temblor que no pasaría desapercibido para quien lo conociera bien.

 

Desde el baño contiguo, con la puerta entreabierta, Sang-woo se cepillaba los dientes mientras lo observaba a través del espejo. Su mirada era como siempre: analítica, serena en apariencia, pero cargada de una tensión apenas contenida.

 

—No tienes que acompañarme a la sesión, de verdad —dijo Gi-hun con suavidad, sin dejar de abotonar— Sé que no te gusta esperar, y ahora que estás aquí, Eunie querría pasar tiempo contigo... tú sabes, padre alfa e hija, tiempo de calidad.

 

Sang-woo escupió la espuma de pasta dental en el lavabo y enjuagó su boca con lentitud. Su reflejo permaneció inmóvil por un segundo, antes de responder con una voz baja, casi ofendida.

 

—¿No era eso lo que querías? Que estuviera más presente. Como antes. Estoy aquí, ¿y ahora me dices que no?

 

Gi-hun suspiró, apartando la vista del espejo para mirarlo directamente.

 

—Lo quiero... claro que lo quiero. Pero las cosas ya no son como antes.

 

—¿Y por qué no? —preguntó Sang-woo, con la mandíbula tensa. Tomó una toalla y se secó las manos lentamente, antes de volver a mirarlo—. ¿Es por él?

 

Gi-hun frunció el ceño, sin necesidad de que lo nombrara para saber de quién hablaba.

 

—¿Él?

 

—Tu nuevo guardaespaldas. Tu nuevo amante —escupió con un tono que pretendía ser casual, pero que no logró ocultar el veneno tras la palabra amante.

 

El impacto del comentario fue inmediato. Gi-hun lo miró con dolor, retrocediendo medio paso como si acabara de ser abofeteado.

 

—¿Cómo puedes decir eso? —le preguntó en voz baja, dolido— Después de todo lo que hemos pasado, después de todo lo que te he dado. ¿De verdad piensas que sería capaz de eso?

 

Sang-woo no respondió. Guardó silencio mientras doblaba con cuidado la toalla como si eso pudiera ordenar también sus pensamientos. Gi-hun negó con la cabeza, más decepcionado que molesto.

 

—No te gusta que él esté aquí. Ahora lo noto más claro que nunca.

 

—Me resulta incómodo tener a un extraño siguiéndote a todos lados, sí —admitió Sang-woo, sin mirarlo.

 

—¿Extraño? ¿En serio? ¿Y por qué está aquí, te acuerdas? Porque tú metiste a esta familia en un problema con mafiosos —dijo Gi-hun, levantando apenas la voz, aunque la contuvo rápidamente para que Eunie no lo escuchara desde su habitación— Y no, no lo he olvidado. Espero... por el bien de nuestra hija, que ya hayas solucionado eso.

 

Sang-woo bajó la mirada. Por primera vez en esa conversación no tuvo una réplica lista, solo el silencio, denso y espeso, y el crujido de la madera antigua de la villa como única respuesta.

 

Gi-hun se giró hacia la puerta, tomó su bolso de lona y lo colgó del hombro. Su mano ya estaba a centímetros de tocar la manija cuando una punzada, como un susurro profundo desde el pecho, lo detuvo.

 

Culpa.

Culpa por haber vuelto a discutir, por no haber sido más paciente, por no encontrar las palabras correctas. Culpa por seguir esperando que Sang-woo fuera el de antes, y al mismo tiempo por querer algo nuevo.

 

Suspiró... y se devolvió.

 

Caminó lentamente hasta él y, sin decir palabra, se metió entre sus brazos como si ese gesto fuera una tregua, una ofrenda, un intento más de salvar lo que se les estaba escapando de las manos.

 

Los brazos de Sang-woo lo rodearon con cierta duda, tensos al principio, pero luego cediendo con lentitud, reconociendo el cuerpo al que tantas veces se habían aferrado antes. Gi-hun cerró los ojos en ese breve instante de calor. A pesar de todo, aún sentía que ahí —justo ahí— era el único lugar en el mundo donde podía esconderse del resto.

 

Después de unos segundos, se separó apenas. Levantó la mano y acarició la mejilla de su esposo, sintiendo la barba de una semana rasparle la piel como una lija.

 

—Esto me gusta —murmuró con una pequeña sonrisa. Era una confesión honesta, simple, pero que llevaba más de lo que parecía.

 

Sang-woo lo miró, su expresión suavizándose apenas. Una línea curva apareció en su rostro, casi como si recordara un tiempo en que sonreír juntos era lo cotidiano.

 

Gi-hun apoyó su frente contra la de él.

 

—Solo... no vuelvas a insinuar que podría engañarte —dijo en voz baja, con una tristeza callada detrás del tono— No merezco eso.

 

Sang-woo no respondió, pero sus brazos apretaron un poco más a Gi-hun. Y entonces, fue Gi-hun quien acortó la distancia, besándolo con ternura. Sin rabia, sin pasión salvaje, sin orgullo. Solo un beso suave, silencioso, que sabía más a perdón que a deseo.

 

Cuando se separaron, ambos parecían un poco más tranquilos. Como si la tormenta hubiera pasado... aunque solo fuera por ahora.

 

Los pasos de Gi-hun resonaron sobre la cálida madera pulida de la escalera mientras descendía hacia la sala principal. El aire de la mañana veraniega se colaba por las ventanas abiertas, arrastrando consigo el sonido distante del oleaje.

 

In-ho ya lo esperaba en la planta baja, erguido y puntual como cada mañana. Llevaba una camisa beige perfectamente abotonada y el chaleco negro de su uniforme encima, tan sobrio como siempre, pero sus ojos se suavizaron un poco al ver a Gi-hun.

 

—Buenos días —saludó el omega.

 

—Buenos días, señor —respondió In-ho con una leve inclinación de cabeza, como siempre.

 

Pero apenas terminó de hablar, la figura de Sang-woo apareció tras Gi-hun, descendiendo por la escalera con el cabello aún húmedo y el cuello de su camisa sin abotonar del todo. Fue como si una sombra más fría se cerniera sobre la escena: el equilibrio se rompió en un segundo.

El olor del alfa lo envolvió como una advertencia: cedro, tabaco suave, y algo metálico que se le quedaba en la garganta como si llevara puesta una armadura. Un olor fuerte, imponente, incompatible con el del omega que protegía: Gi-hun olía a mandarinas, leche tibia con miel y flores de jazmín, a hogar. Con el de Eunie, que olía a flores recién abiertas. 

 

In-ho sintió, como siempre que lo veía cerca de Gi-hun, una presión interna, un gruñido mudo de celos alojado en su estómago. Lo odiaba. Odiaba ese instinto primitivo que lo arrastraba al deseo de alejarlo del omega. Y al mismo tiempo lo comprendía. Era su esposo. Tenía todo el derecho a estar ahí... ¿verdad?

 

Incluso Bibi, el golden, pareció detectar la atmósfera. Se levantó de su rincón con un pequeño gemido, moviéndose inquieto por la sala, como si olfateara una tormenta a punto de estallar.

 

—¿Dónde está Eunie? —preguntó Gi-hun a In-ho, rompiendo la tensión.

 

—Aún se está arreglando, señor. Me pidió unos minutos más.

 

—Claro... —suspiró Gi-hun, y su tono se volvió más ligero, casi melancólico—. Todo era más fácil cuando era una niña. Yo la vestía en diez minutos y listo. Ahora hay que avisarle con doce horas de anticipación —bromeó.

 

Se giró y subió las escaleras, dejando atrás a los dos alfas solos en la sala de estar.

 

Una pausa se asentó. Una pausa espesa.

 

Sang-woo fue el primero en romperla.

 

—Ahora que estoy aquí —dijo Sang-woo con una voz baja, pero firme—. No será necesario que esté tan cerca de mi esposo.

Mi deber siempre ha sido protegerlo. Y lo seguiré haciendo.

 

In-ho mantuvo su postura neutral, pero por dentro su sangre vibró.

 

—Lo entiendo, señor. Yo solo estoy aquí por si surge alguna amenaza —respondió sin dudar, aunque cada palabra sabía a rabia contenida— Mi trabajo es preventivo, no personal.

 

—Eso espero —murmuró Sang-woo. Su voz bajó apenas un tono, pero no pasó desapercibido el filo oculto tras sus palabras

 

In-ho clavó la mirada en un punto de la sala, ignorando deliberadamente al otro alfa. Internamente, algo palpitaba con fuerza. Pero su cara... imperturbable.

 

Arriba, se escucharon pasos bajando con fuerza. Gi-hun descendía de nuevo, ahora acompañado por Eunie, que tenía los brazos cruzados con actitud de queja.

 

—¿Ni siquiera vamos a desayunar? —refunfuñó.

 

—Desayunaremos allá, cielo. Habrá catering.

 

Pero fue entonces que Eunie alzó la vista... y lo vio.

 

—¿Papá? —preguntó con sorpresa al ver a Sang-woo, sus ojos abiertos como platos.

 

—Hola, pequeña —respondió él con una sonrisa, agachándose a su altura.

 

La niña vaciló un segundo. La relación entre ambos era un lazo delgado pero tierno, marcado por ausencias prolongadas. Eunie lo amaba profundamente, pero la distancia... dejaba cicatrices.

 

—No sabía que estarías aquí —dijo ella, en un tono neutro.

 

—Vine de sorpresa. Quería pasar tiempo con ustedes —le dijo, acariciándole la cabeza.

 

Eunie se dejó querer, aunque su expresión no cambió demasiado. Luego caminó hasta Bibi y comenzó a acariciarlo.

 

Gi-hun se quedó un momento observando la escena. No era hostil. Pero no era íntima tampoco. Era la foto de una familia intentando no deshacerse.

 

—Bueno, ya estamos todos. Vámonos antes de que el fotógrafo piense que me quedé dormido —dijo Gi-hun, abriendo la puerta.

 

Todos salieron. Sang-woo caminaba cerca de su esposo, su mano posada casualmente sobre su espalda baja. In-ho los seguía unos pasos atrás, Bibi trotando junto a él.

Y en el aire... algo denso se arrastraba.

 

 

 

 

 

El auto avanzaba por la carretera serpenteante que abrazaba la costa de Jeju, y a su izquierda, el mar se desplegaba como una sábana turquesa, ondeando con la brisa del verano. Las olas rompían suavemente contra las rocas negras volcánicas, y el cielo despejado se fundía con el agua en un horizonte casi irreal.

 

En el asiento trasero, Gi-hun llevaba los lentes de sol puestos, recostado con el brazo alrededor de su hija, quien se mantenía pegada a la ventana, señalando cada vez que veía un faro, una palmera torcida o una gaviota solitaria flotando en el cielo. Bibi, el golden, descansaba sobre sus patas entre ambos, sacando la lengua como si sonriera por la emoción del paseo.

 

—Mira, appa, ¡una montaña! ¿Crees que sea el volcán? —preguntó Eunie, entusiasmada.

 

—Sí, probablemente. El Hallasan —respondió Gi-hun con una sonrisa, acariciándole la cabeza— Quizá podríamos ir a escalarlo antes de irnos. 

 

—¡Sí! Aunque si me canso me vas a tener que cargar —le respondió con una sonrisita pícara.

 

—Por supuesto, ¿cuándo no?

 

Mientras en la parte trasera se respiraba ternura y ligereza, en los asientos delanteros reinaba el silencio.

 

In-ho conducía con la mirada fija en la carretera, las manos firmes al volante. Sentía a Sang-woo demasiado cerca para su gusto, incluso si no lo miraba directamente. El alfa mayor estaba con el cuerpo ligeramente girado hacia la ventanilla, revisando ocasionalmente su teléfono, pero de vez en cuando lanzaba una mirada fugaz al espejo retrovisor.

 

No hacía falta que hablara para que In-ho percibiera la tensión en su cuerpo, ni que levantara la voz para entender que estaba marcando territorio.

 

In-ho respiró hondo, permitiendo que el olor salado del mar entrara por la ventanilla abierta, intentando limpiar su mente de la sensación de amenaza latente. Pero ahí estaba, pulsando bajo su piel.

 

El auto se detuvo frente a una playa privada donde se habían montado toldos blancos, focos colgantes, sombrillas de colores pastel y una gran lona con el logo de la marca patrocinadora. Varios miembros del staff caminaban por la arena con cámaras, luces reflectoras y cajas de utilería.

 

A unos metros, una omega de cabello corto y vestimenta fluida giró al verlos llegar. Sus ojos se iluminaron al ver a Gi-hun.

 

—¡Gi-hun! —gritó, corriendo hacia él con los brazos abiertos.

 

Gi-hun bajó con Eunie de la mano y recibió el abrazo con alegría.

 

—¡So-ri! Estás preciosa como siempre —le dijo, estrechándola con cariño.

 

—Y tú te ves tan joven como cuando hacías dramas escolares —bromeó ella, apartándose para mirar a Eunie—¿Y este pequeño cisne?

 

—Mi hija. Eunie, ella es So-ri, una amiga muy querida.

 

Eunie le ofreció una tímida sonrisa y una pequeña reverencia, como le habían enseñado. So-ri se agachó a su altura y le dijo:

 

—Es idéntica a ti. La misma belleza y los mismos ojos de un espíritu libre. Me agrada.

 

La niña soltó una risita, encantada.

 

Bibi ladró como para reclamar atención también, y todo el grupo soltó una risa.

 

Sang-woo bajó por su lado, un poco más rezagado, observando el intercambio. In-ho se encargó de cerrar el auto, mantener a Bibi con la correa y vigilar desde una distancia prudente.

 

La brisa marina se hizo más intensa a medida que el sol subía. Los maquillistas retocaban a Gi-hun bajo una sombrilla, mientras Eunie y So-ri compartían fruta fresca con el equipo bajo el toldo. Sang-woo se mantenía cerca de su esposo con los brazos cruzados y la mirada atenta, aunque sin disimular el desagrado cada vez que In-ho aparecía merodeando.

 

—¿Cuál es el concepto de hoy? —preguntó Gi-hun, acercándose al equipo mientras se desabrochaba los primeros botones de su camisa.

 

—Verano, deseo, hidratación y frescura —respondió el director, era un beta joven con gafas redondas— Ya sabes, cosas sencillas.

 

La toma principal consistía en que Gi-hun caminara sobre la playa mojada mientras sostenía una botella de "MoonWater", una bebida refrescante con ingredientes naturales. Pero no era un comercial cualquiera: Gi-hun debía mojarse con una cubeta justo cuando bebiera, simulando el calor del verano contrastado con la frescura de la bebida. El equipo técnico ya tenía preparada una pequeña lluvia artificial justo sobre la escena.

 

—¿Y la ropa? —preguntó Gi-hun.

 

—Camisa blanca semiabierta. Sin nada debajo. Pantalón corto beige. Estilo veraniego... mojado, por supuesto —respondió la vestuarista.

 

Sang-woo frunció el ceño. In-ho que se encontraba cerca apretó los labios.

 

Gi-hun suspiró, resignado, y fue a cambiarse.

 

Cuando apareció con la camisa abierta dejando entrever parte de su pecho y gotas de agua resbalando por su cuello, In-ho sintió el mundo detenerse. Fue casi un reflejo instintivo: apretó las manos sobre sus muslos, y desvió la mirada con la mandíbula tensa. Sang-woo no hizo el esfuerzo de disimular su incomodidad.

 

—¿Y bien? —preguntó Gi-hun, divertido al notar ambas miradas clavadas en él.

 

—Te ves bien —dijo So-ri con una sonrisa— Como un dios del verano.

 

—Claro —añadió Sang-woo con tono neutro— Muy convincente. Aunque yo preferiría verte seco.

 

—Qué suerte que no diriges comerciales —respondió Gi-hun, sin borrar su sonrisa, pero con los ojos clavados en él.

 

So-ri soltó una carcajada. La tensión era un tercer personaje entre todos.

 

—¡Listos! ¡Vamos con la primera toma!

 

Gi-hun se posicionó frente a la cámara con la facilidad nata de quien había nacido para encantar al lente. Bastó con que el obturador comenzara a sonar para que algo en él cambiara. Su sonrisa, natural pero ensayada; el ángulo de su rostro, el brillo en su mirada, cómo acomodaba la botella de MoonWater justo debajo de su mandíbula para luego inclinarla con una sensualidad casi ofensiva.

 

Era el verano convertido en deseo líquido.

 

Una ráfaga de agua cayó desde el mecanismo de lluvia artificial, empapándolo. Su camisa blanca se pegó a su torso como segunda piel. La tela revelaba más de lo que cubría: las clavículas marcadas, el abdomen suave pero firme, el contorno de su pecho. El agua resbalaba por su cuello, bajaba por la línea de su esternón, y terminaba goteando por el cinturón de su short beige, donde una gota tardía cayó justo sobre su ombligo.

 

In-ho tragó saliva tan fuerte que el propio Bibi alzó las orejas.

 

Joder...—murmuró sin darse cuenta.

 

Sus pupilas se dilataron, el corazón se le aceleró como si le hubieran echado gasolina y le hubieran prendido fuego. Instintivamente se llevó una mano hacia el cabello, intentando controlar el calor que le escalaba desde el abdomen hasta las piernas. La brisa no ayudaba. El aroma de Gi-hun parecía filtrarse como una tentación invisible. Dulce, cálido, ligeramente especiado... como miel derretida en una piedra caliente.

 

A su lado, Sang-woo no apartaba la vista. Pero su mandíbula estaba tensa, los dientes apretados, y las manos metidas en los bolsillos de su pantalón con fuerza.

 

—No importa cuánto tiempo pase... —murmuró casi con desprecio— Nunca deja de robar miradas.

 

In-ho lo escuchó perfectamente. Pero no respondió. En lugar de eso, bajó la mirada hacia Bibi, que tiraba de la correa ansioso por corretear las olas.

 

Pero por dentro, lo entendía.

 

Gi-hun no era solo deseable. Era una fantasía hecha carne. Y si fuera suyo, si tuviera siquiera el derecho de reclamar ese cuerpo, esa sonrisa, esa dulzura... cualquiera que osara mirarlo con deseo, cualquiera que se acercara más de la cuenta, ya estaría en la mira de su Glock sin dudarlo.

 

Y como si los pensamientos de In-ho fueran audibles, Sang-woo habló, con una voz más baja pero gélida:

 

—¿Disfrutas del espectáculo, agente?

 

In-ho giró la cabeza con calma. No había sorpresa en sus ojos, pero tampoco desafío.

 

—Solo estoy haciendo mi trabajo. Asegurar el perímetro —respondió con serenidad.

 

Sang-woo soltó una risa sin humor, más bien una exhalación burlona.

 

—¡Corte! —gritó el director— ¡Excelente toma! ¡Vamos con la siguiente escena!

 

Gi-hun caminó de regreso al toldo, empapado, brillando bajo el sol como si saliera de una fantasía publicitaria. Se frotó el cabello con una toalla, y sonrió al verlos ahí. A ambos.

 

—¿Qué tal lo hice? —preguntó bromeando, mientras su pecho aún brillaba con agua salada.

 

—Perfecto, como siempre —dijo Sang-woo antes que nadie, dando un paso al frente y besando a Gi-hun con fuerza. No era un beso de ternura, era un beso de posesión.

 

In-ho cerró los ojos por un momento.

 

Y apretó la correa de Bibi con una fuerza que le dolió en la palma.

 

El beso no pasó desapercibido. De hecho, fue absolutamente imposible de ignorar.

 

—¡Agh! —soltó Eunie desde donde estaba sentada, frunciendo el rostro con total disgusto adolescente— ¡¿Tienen que hacerlo enfrente de todos?!

 

Gi-hun se separó, riéndose mientras se secaba con la toalla.

 

—¿Qué? ¿No puedo besar a tu papá? —respondió, en tono de burla ligera.

 

—¡No! ¡Bueno sí! ¡Pero no así! ¡Eso fue como... como una escena de drama para adultos! —espetó tapándose los ojos.

 

—Me parece que estás dramatizando —añadió Sang-woo, acomodándose la camisa como si acabara de ganar una pelea de box. Sonrió con suficiencia al ver que In-ho había girado el rostro durante el beso.

 

—¡Lo voy a borrar de mi memoria! —insistió Eunie— Con alcohol y fuego.

 

Bibi ladró una sola vez, como si apoyara la moción.

 

 

 

 

Las siguientes horas fueron una mezcla de calor, arena en los zapatos, brisa marina y muchas, muchas tomas.

 

Sang-woo, vestido impecablemente con una camisa ligera y gafas oscuras, no se movió de su lugar en toda la mañana. Sentado con las piernas cruzadas, una taza de café siempre en mano, seguía cada paso de Gi-hun en el set como si lo estuviera escoltando con la mirada. A veces, cuando nadie lo veía, sus ojos se apagaban unos segundos.

 

In-ho, a unos metros de distancia, se mantenía firme, aunque en el fondo sentía que llevaba tres horas conteniendo la respiración. Gi-hun se veía deslumbrante, incluso cuando solo esperaba su turno, riendo con su compañera omega, sacudiéndose el cabello mojado, masticando chicle entre toma y toma. Tenía esa chispa... esa jodida chispa que lo volvía tan magnético.

 

Y sin embargo, estaba allí. Protegiendo a un hombre que no lo veía del todo. Que no notaba la forma en que Gi-hun brillaba por sí solo.

 

—¿Qué tanto miras? —preguntó Eunie, sin apartar los ojos de su tercer plato de sushi del catering.

 

In-ho se aclaró la garganta.

 

—Supervisando el área.

 

—Claro... —murmuró ella, sabiendo que no era del todo mentira, pero tampoco toda la verdad.

 

Sentada en la silla del director como si fuera una pequeña reina, se había convertido en la clienta VIP del catering. Tenía un plato de fruta, uno de ramen, y un par de galletas al lado. Nadie se atrevía a decirle que no.

 

Bibi dormía a sus pies, panza arriba, completamente indiferente al drama humano que lo rodeaba.

 

Pasaron unas tres horas entre tomas, ajustes de luz, retoques de maquillaje, y descansos que se sentían cada vez más largos. El sol ya no pegaba con fuerza sino con dulzura, como si también quisiera observar el espectáculo.

 

Y entonces, un asistente se acercó con una gran sonrisa.

 

—¡Eso es todo por hoy! ¡Buen trabajo, señor Seong!

 

Aplausos. Gi-hun se inclinó agradecido, estrechó algunas manos, saludó a su compañera omega con una sonrisa cansada, y caminó hacia su familia.

 

—¿Cómo estuve? —preguntó, aún con gotas en el cuello y la camisa desabrochada.

 

—Eres una estrella de cine, papá —respondió Eunie, chupándose los dedos llenos de salsa de anguila.

 

Sang-woo le pasó una toalla y le besó la sien sin decir mucho. In-ho miró hacia otro lado. El pequeño (o más bien el gran) monstruo en su interior rugió con recelo. 

 

De regreso a la villa, Gi-hun tuvo la idea de desviarse hacia una pequeña aldea costera que avistaron desde la carretera. Era uno de esos pueblos que, en verano, cobraban vida con festivales improvisados donde todo el mundo parecía conocerse.

 

Al bajar del auto, un oleaje de sonidos los envolvió: carcajadas, música tradicional mezclada con baladas de amor coreanas y el chisporroteo de brochetas en parrillas portátiles. Había niños corriendo con globos, parejas paseando en chanclas y ancianos jugando al baduk bajo sombrillas improvisadas.

 

Los puestos de comida estaban alineados en una hilera desigual: tteokbokki humeante, calamares fritos, algodón de azúcar, maíz asado y helados de sabores imposibles. El aire olía a dulces, a sal del mar, y a la promesa de un verano que no se olvidaría fácilmente.

 

—¡Esto es adorable! —dijo Gi-hun, girando sobre sus talones con una sonrisa contagiosa.

 

Sang-woo no respondió, pero sus ojos se movían atentos de un lado a otro. Eunie, por su parte, ya estaba jalando la correa de Bibi y señalando con emoción un puesto con juegos de destreza.

 

Más adelante, un animador gritaba con un megáfono:

 

—¡Siguiente ronda del gran desafío de fuerza! ¡Premio para quien consiga el golpe más fuerte del día! ¡Demuestra que eres el alfa más fuerte del festival!

 

El tono era claramente una broma para los turistas, pero Gi-hun se echó a reír.

 

—¿Y si uno de ustedes lo intenta? —bromeó, señalando primero a In-ho, luego a Sang-woo.

 

—¿Yo? No lo creo —respondió In-ho, sereno, sin siquiera mirar el puesto.

 

—Vamos —dijo Sang-woo, con un brillo competitivo en la mirada que nada tenía que ver con el premio del día— Veamos si mi guardaespaldas sirve para algo más que cargar mochilas.

 

Gi-hun se tensó al oír el tono.

 

In-ho, como era costumbre, no alteró su rostro ni una décima. Asintió levemente, caminó hacia el juego y se arremangó la camisa. Gi-hun, sin querer, lo siguió con la mirada. El movimiento expuso los músculos de sus antebrazos, firmes y tensos bajo la piel bronceada, adornados con discretas venas que se marcaban como ramas de un árbol fuerte. Trató de no pensarlo, pero el rubor que subió por su cuello lo traicionó.

 

—Primero yo —dijo Sang-woo, acercándose al martillo con seguridad. Apretó los puños, sonrió para las fotos imaginarias, y soltó un golpe seco y potente que hizo vibrar el suelo. El marcador subió... bastante alto.

 

Los espectadores aplaudieron con entusiasmo.

 

¡Nada mal, señor ropa cara! —gritó el animador, divertido.

 

In-ho tomó el martillo sin mucho alarde. Parecía simplemente estar cumpliendo una orden. Se colocó con la precisión de un francotirador, calculó el ángulo, respiró hondo y soltó el golpe. El sonido fue seco y brutal, pero no estruendoso. El marcador... alcanzó exactamente el mismo nivel que el de Sang-woo. Pero por dentro In-ho sabía. Que no estaba tomándose en serio esa competencia. Había asuntos más importantes para las cuales guardar su fuerza. Dos asuntos que estaban parados alrededor de él observando. 

 

¡Empate! —gritó el animador— ¡Dos golpes idénticos! ¡Esto sí que no se ve todos los días!

 

La multitud aplaudió. Gi-hun se reía bajo la nariz mientras Bibi ladraba emocionado, sin entender muy bien por qué su humano alfa acababa de competir con otro.

 

Eunie, con el entusiasmo de quien no ha sido testigo del drama subterráneo, comentó alto y claro:

 

—¡Wow! ¡Qué intensidad para un juego de feria! ¿No quieren pelear también por quién sostiene mejor mi mochila?

 

Sang-woo resopló. In-ho apenas alzó una ceja. Gi-hun no pudo contener la risa.

 

—Esa niña es más astuta que todos nosotros —murmuró Gi-hun, negando con la cabeza.

 

La caminata siguió. Pasaron junto a puestos de pesca, ruletas de premios, competencias de lanzamiento de aros y muñecos de peluche gigantes que parecían haber sido expuestos al sol durante demasiado tiempo.

 

En uno de los puestos, Eunie se detuvo de golpe. Tenía la mirada fija en un peluche del tamaño de un perro pequeño: era un pulpo color violeta con ojos saltones y un moño en la cabeza.

 

—Papá, papá, papá, por favor, por favor, por favor, cómpramelo. ¡Por favor! ¡Es el más bonito que he visto en mi vida entera! —dijo Eunie, abrazando el aire como si ya lo tuviera en los brazos.

 

Sang-woo frunció el ceño.

 

—Eunie, ya tienes diez peluches en la villa. ¿Dónde vas a meter ese?

 

—¡Lo cargo! ¡En mis brazos, todo el viaje! ¡Prometido! ¡No se lo voy a dejar ni a Bibi!

 

—Por favor, hija. Baja la voz...—murmuró Sang-woo, incómodo por las miradas que comenzaban a atraer.

 

Eunie lo miró con ojos de cachorro herido.

 

—¿Entonces no me amas?

 

Sang-woo suspiró con resignación.

 

—Dame diez mil won —dijo al encargado del puesto— ¿Qué tengo que hacer para ganarlo?

 

Mientras tanto, In-ho permanecía unos pasos detrás, sosteniendo la correa de Bibi, observando en silencio. Su rostro seguía imperturbable, pero había algo en su forma de parpadear —lenta, medida— que delataba el eterno escaneo de su entorno.

 

—Voy al baño —dijo Gi-hun, estirándose levemente—. ¿Pueden esperarme aquí?

 

—Pero no tardes mucho, ¿sí? —dijo Eunie, sin dejar de abrazar su nuevo pulpo de peluche como si se tratara de un trofeo de guerra.

 

—Prometido.

 

Gi-hun caminó entre los puestos, alejándose del bullicio poco a poco, hasta que el sonido de la multitud se volvió un eco a lo lejos. Se detuvo al ver un pequeño camino lateral cubierto por faroles colgantes de papel y carpas con banderas coloridas.

 

Y justo cuando giró por una esquina para buscar el baño, una voz surgió como un susurro rasposo desde la sombra:

 

—Tu sombra te pesa más que tus pasos, omega.

 

Gi-hun dio un brinco, girando hacia el origen de la voz.

 

Una mujer se encontraba sentada sobre una manta roja, con un pañuelo multicolor sobre la cabeza, ojos delineados con negro y una expresión tan inmóvil que parecía pintada. Era mayor, pero no anciana. Tenía esa edad indefinida que podía ser treinta o cincuenta, dependiendo de cuánto supieras leer en sus arrugas. Sus manos estaban extendidas como si esperara una ofrenda invisible.

 

—¿Qué...? —Gi-hun la miró, desconcertado—. ¿Nos conocemos?

 

—¿Te conozco yo a ti? —respondió la mujer, ladeando la cabeza con una sonrisa torcida— Tal vez no. Pero los espíritus sí.

 

Gi-hun tragó saliva.

 

—Yo solo iba al baño.

 

—Y el destino solo venía por respuestas —dijo ella, sin moverse un centímetro—. Pero el destino no siempre pregunta.

 

El viento movió su pañuelo como si una corriente helada pasara solo por su rincón del mundo. El resto del festival seguía a lo lejos, cálido y ruidoso. Pero allí, con ella, parecía haberse detenido el tiempo.

 

—¿Quién eres?

 

—Me llaman Seon-nyeo. Pero otros, solo un espejo.

 

Gi-hun dio un paso hacia atrás.

 

—No necesito que me lean la suerte, gracias.

 

—Ya está escrita —dijo ella, su voz bajando un tono, haciéndose más rasposa, más grave— Una traición vendrá con la forma de una disculpa. El final se parecerá mucho al comienzo. Y la única alma que supo ver tu luz, no será quien crees.

 

Gi-hun la miró, desconcertado.

 

—¿Perdón?

 

—Hay un alma ligada a la tuya desde antes de tu llegada a esta tierra. Pero uno de los dos aún pertenece a otra jaula. ¿La romperás tú, o esperarás a que se oxide?

 

Gi-hun se quedó quieto. Un escalofrío le subió por la espalda.

 

—¿Quién... te envió?

 

Seon-nyeo lo miró fijamente.

 

—¿Crees que el amor siempre te elige a ti? A veces solo quiere verte sangrar, para saber cuánto puedes aguantar.

 

Gi-hun no supo qué responder. Una risa distante sonó desde el puesto de brochetas, como si el mundo hubiera vuelto a girar.

 

—Ahora puedes ir al baño —añadió Seon-nyeo con tono casual, volviendo a mirar sus manos— Pero no olvides lo que ya te llevas en el alma. Nadie puede esconderse del amor. Ni del dolor. Ni de sí mismo.

 

Gi-hun retrocedió lentamente y se alejó, sin dejar de mirarla hasta que la perdió entre los faroles.

 

Regresó con el paso tranquilo pero el rostro visiblemente más pálido que antes. En el bullicio del festival, nadie pareció notarlo... excepto uno.

 

In-ho, quien sostenía la correa de Bibi mientras Eunie obligaba a su padre a tomarse selfies con el pulpo de peluche, alzó apenas la mirada. Sus ojos se encontraron con los de Gi-hun por una fracción de segundo. Y bastó.

Algo había cambiado.

 

—¿Todo bien, señor? —preguntó el guardaespaldas, en voz baja, mientras Gi-hun se sacudía la camisa como si intentara acomodar algo que no se movía.

 

—Sí... claro, solo... había fila —respondió Gi-hun con una sonrisa que no tocó sus ojos.

 

In-ho no insistió. Pero dentro de él, se encendió un radar silencioso. No era la primera vez que notaba una expresión así: distante, ausente, como quien se cruza con un fantasma y luego pretende que nunca ocurrió.

 

El viaje de regreso a la villa fue un contraste completo. Eunie dormía una siesta en el asiento trasero, claramente agotada por haberse levantado más temprano que de costumbre. Su cabeza estaba recargada en el regazo de su padre omega, que le acariciaba dulcemente el cabello como si eso la protegiera de cualquier pesadilla. El pulpo violeta la acompañaba como si fuera su mejor amigo de toda la vida. Bibi roncaba suave, echado entre los asientos.

 

Sang-woo iba en el copiloto, mirando el mar por la ventana como si tuviera mucho que decir y cero intención de hacerlo. In-ho conducía, sus ojos en la carretera, sus oídos atentos a todo. Y Gi-hun... simplemente estaba. El silencio era espeso, como si cada uno estuviera atrapado en una nube individual de pensamientos que no sabían compartirse.

 

Ya en la villa, con el pasar de las horas los últimos rayos del día se colaban entre las cortinas abiertas. Eunie, ahora despierta, insistió en pasear un poco por la playa con su nuevo peluche. Sang-woo la acompañó, con pasos lentos y un café en la mano. In-ho prefirió quedarse en la terraza, con la vista fija en el océano. Gi-hun se movía por la casa como en automático: guardó unas cosas, respondió dos correos y luego, simplemente, se sentó en el sillón del salón sin hacer nada, con las manos juntas, la mirada clavada en la nada.

 

—¿Seguro que estás bien? —preguntó Sang-woo al volver, dejando su taza vacía sobre la barra de la cocina.

 

—Sí. Solo estoy... cansado —respondió Gi-hun sin moverse.

 

In-ho los observó desde el ventanal. Algo no encajaba. Algo lo carcomía desde adentro y, aunque no era su deber saberlo, no podía evitar querer entenderlo. O protegerlo.

 

 

 

La cena fue una calma extraña. Una familia y un guardaespaldas. Un intento de hogar con fracturas invisibles.

 

Comieron arroz con mariscos, kimchi fresco y sopa de algas. Eunie contó una historia graciosa del festival —"¡el pulpo tiene nombre! ¡Se llama Jang-mi!"— mientras Gi-hun sonreía con amabilidad, pero no con el corazón.

 

Sang-woo hablaba poco. Solo asentía de vez en cuando. Bibi se echó a sus pies, ajeno a todo drama humano.

 

In-ho no probó bocado durante un buen rato. Observaba. O más bien, sentía. Como si en los silencios de Gi-hun se escondiera una pregunta sin formular. Como si en sus dedos, jugando con el tenedor, hubiera algo que pedía ayuda sin decirlo.

 

La noche avanzó.

 

Las estrellas se asomaron como testigos mudos.

 

Y aunque la villa era hermosa, luminosa, cálida nada parecía suficiente para espantar el eco de una advertencia que ya se había instalado en el pecho de Gi-hun.

 

Sang-woo terminó su llamada y guardó el teléfono. Sus ojos cayeron sobre Gi-hun, que había cerrado el libro y lo dejaba descansar en su regazo.

 

—¿En qué piensas? —preguntó.

 

Gi-hun no respondió enseguida. Su mirada estaba perdida en el mar.

 

—Tonterías —dijo al fin. Una mentira piadosa.

 

Giró el rostro, buscando la cercanía, buscando algo más que palabras. Se recostó en los brazos de su esposo, como si buscara refugio, y sus dedos lo acariciaron con una ternura que no parecía pertenecer a este mundo. Lo besó, al principio con suavidad, luego con más necesidad. Como si el amor pudiera coser los trozos que el tiempo había dejado sueltos.

 

Sang-woo solo le siguió el juego. Al principio. Luego, fue él quien tomó el control, quien lo atrajo de la cintura con fuerza, como si el deseo pudiera ser un recordatorio de pertenencia. Gi-hun se dejó llevar, sus dedos desabrochando lentamente la camisa ajena, su cuello expuesto entre jadeos ahogados. Una almohada cayó al suelo cuando se tumbaron sobre el sillón. A ninguno le importó.

 

Pero en medio del momento, Gi-hun susurró:

 

Te amo.

 

Sang-woo no respondió. Solo continuó besándole el cuello. 

 

El silencio fue un cuchillo. Uno lento. Uno cruel.

 

Gi-hun se detuvo.

 

—¿Me amas? —preguntó, tomándole el rostro, obligándolo a mirarlo. Sus ojos estaban brillantes, temblorosos. Vulnerables.

 

Nada.

 

El vacío.

 

Sang-woo no lo dijo.

 

Y eso fue peor que cualquier mentira.

 

Gi-hun se apartó, abrochándose la camisa con las manos temblorosas. Se levantó y caminó hacia el barandal de madera. Miró el mar. Tragó saliva. El pecho se le sacudía con cada respiración, como si algo invisible lo estuviera apretando desde dentro.

 

—No puede ser... —susurró.

 

Sang-woo lo miró, sin levantarse.

 

Gi-hun bajó las escaleras. Sus pasos eran rápidos, como quien huye de algo que se rehúsa a aceptar. Caminó hasta la playa, donde la brisa era más fría y el sonido de las olas lo cubría todo.

 

Sang-woo fue tras él. Con pasos más lentos, más pesados. Lo alcanzó en la orilla.

 

—Gi-hun...

 

—¿Qué pasa contigo? —soltó el omega, dándose la vuelta. Su voz temblaba, no de miedo, sino de dolor. —¿Qué pasó con nosotros?

 

—Estoy aquí, ¿no?

 

—¡No! Estás físicamente aquí. Pero no estás. No has estado desde hace años.

 

Sang-woo apretó los labios.

 

—Las cosas cambian, Gi-hun.

 

—¿Y nosotros qué? ¿Nosotros no importamos? —Gi-hun se llevó las manos al rostro. Las lágrimas escaparon sin permiso. —¡Yo quería estar para ti! A pesar de todo. A pesar de tus silencios, de tus mentiras, de tus malditas paredes... ¡yo me quedaba! ¡Yo siempre te esperé! Pero tú siempre me alejabas.

 

—No es tan sencillo...

 

—¡No, claro que no lo es! Pero tú hiciste que fuera imposible. Me fui haciendo más pequeño cada vez. Y ahora, ni siquiera puedes decirme que me amas.

 

Sang-woo no supo qué decir.

 

Gi-hun rió, amargo.

 

—¿Sabes qué es lo peor? Que aún así, te esperé. Que aún así, quise seguir creyendo que... que podríamos volver a ser nosotros.

 

El viento golpeó fuerte en ese instante, como si el mar también tuviera algo que decir.

 

Gi-hun se giró, dándole la espalda, los pies mojados por las olas.

 

Sang-woo lo miró. Pero no se acercó.

 

Y así, bajo un cielo sin luna, rodeados por el rumor del mar y un amor que se deshacía a cada palabra no dicha. 

 

Desde la terraza alta, oculto entre la penumbra de la villa y el tenue resplandor de la chimenea que se apagaba poco a poco, In-ho observaba.

 

Lo había notado desde el primer paso acelerado, desde el instante en que la puerta se cerró de golpe. Y aunque su cuerpo ya había terminado la ronda, su alma parecía aún en servicio.

 

Los vio. Pequeños, allá abajo, como dos sombras solitarias enfrentándose en la inmensidad del océano.

 

Los escuchó.

 

Palabras entrecortadas, dolorosas, cargadas de años de heridas que ninguno se había atrevido a lamer. Gi-hun llorando, Sang-woo en silencio. Una súplica que no encontró respuesta. Una fractura que, esta vez, parecía final.

 

In-ho no debía estar ahí. No debía escuchar. Pero no podía moverse.

 

"Te esperé."

 

Esa frase fue un puñal.

 

Porque él también estaba esperando.

 

 

 

 

 

 

Notes:

Hola a todos!
Gracias por leer la historia y también gracias por dejar sus comentarios. De verdad que me animan a seguir escribiendo 💕
Trataré de actualizar lo más pronto posible.
Feliz verano a todos ☀️

Chapter 7: Lo que un día fuimos, ya no es.

Chapter Text

La isla Jeju quedó atrás, pero no el peso de lo que ocurrió en ella.

 

Pasó una semana desde aquella noche. Desde el mar que rugía igual que el corazón de Gi-hun. Desde ese "te amo" perdido en el vacío y el silencio asesino que lo aplastó en respuesta.

 

El tercer día después de la pelea, Gi-hun fue a grabar desganado, con las ojeras ocultas bajo un buen maquillaje y los labios secos que ni el mejor gloss podía revivir.

 

Sang-woo ya no lo acompañó. No se apareció en el set. Como si por dentro estuviera tratando de evitar lidiar con las consecuencias de su frialdad. 

 

In-ho tampoco preguntó por qué, aunque en su mirada había una punzada de comprensión tan dolorosa como el marcapasos de un secreto que late bajo la piel.

 

El cuarto día, la tensión era tan densa en la villa que ni el ventilador más potente la hubiera podido disipar en la brisa marina. 

Gi-hun fingía que todo estaba bien por su hija.

In-ho fingía que no notaba nada.

Sang-woo fingía que aún era parte de esa familia.

 

Al quinto día, todo el equipo volvió a Seúl.

Y con ello, el peso del regreso, de la realidad. El nudo en el pecho.

Los días pasaban, pero Gi-hun no podía ignorar lo evidente: algo en su matrimonio había muerto, y no sabía cómo revivirlo, o si al menos, le correspondía a él hacerlo...

 

 

 

Sábado por la mañana.

 

El sol veraniego entraba por los ventanales de la casa.

La ciudad olía a vacaciones, a asfalto caliente, a helados derritiéndose en manos infantiles.

 

In-ho tenía el día libre. Gi-hun se lo había dado como una excusa, pero también como un gesto de piedad. No quería que nadie lo viera así.

Frágil.

Temblando por dentro.

Sospechando cosas que dolían más que saberse traicionado: saberse olvidado. 

 

Sang-woo había entrado esa mañana a la habitación en silencio.

Gi-hun, aún en la cama, observó cómo su esposo caminó directo al baño sin decirle una sola palabra.

Llevaban una semana sin hablar del tema.

Sin hablar del todo, en realidad.

Sang-woo dormía en el despacho.

Y Gi-hun... sobrevivía.

 

Mientras se escuchaba el chorro del agua golpear los azulejos, algo en el pecho del omega dio un vuelco.

 

"Una gran oscuridad te envuelve."

 

Las palabras de la chamana volvieron como un eco espeso.

Y entonces, una idea se coló como un ladrón:

 

"¿Y si...hay alguien más?"

 

Gi-hun miró el celular de su esposo sobre la mesa de noche.

Una pequeña caja negra.

Tan inofensiva.

Tan llena de verdades o mentiras.

Su corazón latía como si se acercara al borde de un acantilado.

 

"¿Y si no hay nada? ¿Y si solo estoy siendo paranoico? ¿Y si... sí hay algo?"

 

Lo agarró con manos temblorosas. Intentó desbloquearlo.

 

Primero con el cumpleaños de Sang-woo.

Nada.

Después, el suyo.

Nada.

Y al final... la fecha de nacimiento de Eunie.

Clic.

Pantalla desbloqueada.

 

Silencio.

 

Un par de notificaciones.

Una de trabajo.

Una promoción de una tienda.

Y entonces...

Un mensaje.

Sin nombre.

Solo un número.

 

"Muero por verte esta noche. No me hagas esperar."

 

Gi-hun se quedó quieto.

 

El tiempo no pasó.

Su corazón se detuvo. 

El agua seguía corriendo dentro del baño.

Todo lo demás, detenido.

Sus ojos no parpadeaban. Su pecho tampoco.

 

"¿Qué carajos es esto...?" pensó.

 

Y en ese momento, la puerta del baño se abrió.

Sang-woo salió envuelto en vapor y con la toalla al cuello.

 

Gi-hun cerró el mensaje.

Dejó el celular justo donde estaba. 

Se giró hacia el tocador con una rapidez ensayada.

 

Sang-woo lo saludó con un "buenos días" desganado.

 

—¿Tienes planes hoy? —preguntó Gi-hun, fingiendo que su voz no se quebraba.

 

—Sí. Tengo junta hasta tarde.

 

Mentira.

 

Mentiroso.

 

El odio fue inmediato. Pero lo disimuló con una sonrisa triste.

 

—¿Quieres que pasemos tiempo con Eunie mañana? Le prometí llevarla al acuario.

 

—Si me da tiempo, claro.

 

Si le da tiempo.

Si le da tiempo para su esposo e hija.

 

Y ahí, con esa respuesta, comenzó el descenso.

 

Antes de que Sang-woo se marchara, Gi-hun lo vio.

No directamente.

Lo vio a través del espejo del tocador, en el reflejo difuso entre los frascos de perfume y el marco antiguo de madera desgastada.

 

Sus ojos se encontraron.

 

Y por un segundo, el tiempo pareció sostenerse entre esos dos puntos negros que alguna vez supieron brillar.

Los ojos de Sang-woo siempre habían sido oscuros como la obsidiana. Fríos, duros, impenetrables.

Pero cuando lo amaba (y Gi-hun sabía que lo había amado), esa negrura se abría como una grieta iluminada.

Podía ver la luz atravesarlo.

Podía sentir el amor solo con una mirada.

 

Pero ya no.

 

Ahora solo vio distancia.

Y eso dolía más que el miedo.

 

Porque el miedo estaba ahí, agazapado en su pecho, enroscado como un animal salvaje que no dejaba de rugir:

 

¿Y si ya no lo amaba?

¿Y si todo se había terminado y ahora era él el único que seguía fingiendo que no era así?

 

Por dentro, Gi-hun suplicó.

No solo en silencio.

Suplicó con cada fibra de su cuerpo.

A Dios. Al universo.

A lo que fuera que estuviera ahí arriba observando.

 

"Por favor... que no sea cierto. Que no me haya dejado de amar. Que no haya tirado nuestra historia por la borda..." 

 

Pensó, sintiendo cómo la garganta se le cerraba y el corazón le palpitaba como si buscara escaparse de ese dolor.

 

El reflejo no mintió: Sang-woo también lo miraba.

Ambos lo sabían.

Ambos sabían que había algo en el aire. Algo que se descomponía lentamente.

 

Sus ojos se separaron como si, al apartar la mirada, aplazaran lo inevitable.

 

Y entonces, su esposo se fue.

La puerta cerró tras él, dejando un silencio que pesaba más que cualquier palabra.

 

Gi-hun se quedó solo, rodeado de perfumes, sombras y recuerdos.

Se tragó su miedo con fuerza.

Con rabia.

Con amor, también.

 

Y en ese instante lo decidió:

Iba a descubrir la verdad. Lo que sea. Cueste lo que cueste.

 

 

 

El agua caliente de la regadera caía sin misericordia sobre su espalda. Gi-hun no se movía, como si esperara que el calor arrastrara la ansiedad que llevaba acumulada desde el amanecer.

No funcionó.

 

Salió del baño con la toalla enrollada en la cintura y se plantó frente al armario. No quería pensar. Solo quería hacer algo. Pero ni siquiera sabía bien qué.

Se detuvo al observar su ropa. Camisas pastel, pantalones claros, las prendas veraniegas que solía usar desde que comenzó la temporada. La ropa de un hombre que aún creía que el amor podía con todo.

 

En cambio, eligió negro.

 

Una camiseta negra lisa, pantalones del mismo tono, y una gorra que cubría la mayor parte de su rostro. Un atuendo que lo hacía invisible, pero también reflejaba cómo se sentía por dentro: como un hueco.

 

Cuando bajó, la casa estaba en completo silencio. Caminó hacia la cocina donde estaba la señora Kim, la ama de llaves que se encontraba organizando el desayuno de Eunie. No hizo contacto visual, solo dijo:

 

—No estaré en casa, señora Kim. Voy a salir por asuntos de trabajo. Asegúrese de que Eunie coma bien. Dígale que papá volverá tarde.

 

—Sí, señor. —respondió ella con una leve reverencia.

 

Gi-hun asintió en silencio y siguió su camino hacia la cochera.

 

Estaba por salir, con el pie casi fuera del umbral de la casa, cuando escuchó la voz de la señora Kim detrás de él.

 

—Señor Gi-hun, espere un momento.

 

Se detuvo. Giró lentamente, con el ceño apenas fruncido.

 

—¿Sí?

 

Ella rebuscó en el bolsillo de su delantal hasta sacar una pequeña cajita de terciopelo color burdeos, con una cinta discreta que aún estaba bien atada.

 

—El señor Cho me pidió que le diera esto —dijo, extendiéndosela con ambas manos— Me lo dejó hace unos días, pero no me dijo cuándo debía dárselo, solo que lo hiciera antes de que usted saliera un día. Dijo que yo sabría cuándo.

 

Gi-hun la miró en silencio, sin moverse. No sabía si tomarlo o no. Era un detalle pequeño... pero lo que representaba era demasiado grande.

 

Tomó la cajita. La abrió despacio.

 

Dentro, un broche antiguo, restaurado. Su broche favorito, el que se rompió hace años durante un viaje familiar. Gi-hun creía que lo había perdido para siempre. Pero ahí estaba. Reluciente. Reparado con esmero. Y por detrás... una pequeña inscripción grabada:

 

"Siempre tuyo. —SW."

 

El aire se le atoró en el pecho.

 

—Es un hermoso detalle —dijo la ama de llaves con una leve sonrisa— Se nota que aún lo ama mucho.

 

Gi-hun no respondió. Cerró la caja con delicadeza, como si fuera frágil, como si en sus manos tuviera algo más que un objeto: un recuerdo, una promesa... o una mentira piadosa.

 

Se quedó unos segundos parado ahí, sintiendo esa punzada tibia en el pecho. ¿Y si estaba equivocado? ¿Y si Sang-woo solo estaba distante porque también estaba herido? ¿Y si esto... esto era su forma de pedir perdón?

 

—Gracias. 

 

Gi-hun hizo una leve reverencia a la señora mayor que asintió con una lentitud y calma que solo las personas mayores y sabias podían tener. La señora Kim le recordaba un poco a su madre. 

 

—Cuídese, señor —Dijo antes de darse la vuelta y volver a sus deberes. 

 

El omega siguió su camino hacia la cochera.

 

Allí, frente a él, estaban los autos lujosos que usaba en eventos importantes. Pero no eran para hoy. Hoy necesitaba ser nadie.

Eligió el coche más modesto, uno que apenas usaba y que pasaba completamente desapercibido.

 

Se subió. Encendió el motor. Se quedó allí, con las manos en el volante, sin moverse.

 

¿Qué estaba haciendo?

No lo sabía. No tenía un plan. Solo la necesidad insoportable de saber.

 

Giró la llave por completo, sintió el rugido del motor, y con el corazón a punto de salírsele del pecho, salió de casa, dejándolo todo atrás.

 

No miró por el retrovisor, no miró hacia atrás. 

 

Porque por mucho que deseara aferrarse a la esperanza...

necesitaba la verdad.

 

 

 

10:32 a.m.

 

Gi-hun se deslizó por las calles de Seúl, cubierto por la sombra de una gorra negra que ocultaba más de lo que dejaba ver. El tráfico mañanero era denso, pero él no sentía prisa. Lo que sentía era un ardor sordo en el pecho, una mezcla de ansiedad y miedo.

 

No tenía un plan definido. Solo un objetivo: descubrir la verdad.

 

Sang-woo había dicho que tendría una junta a las 11 en un edificio corporativo en Gangnam. Gi-hun no dudó en tomar esa ruta. Condujo sin música, sin distracciones, solo el murmullo de los autos y su respiración tensa como banda sonora.

 

Aparcó en una calle paralela y caminó hacia la entrada trasera del edificio, evitando las cámaras. Se posicionó en una cafetería al otro lado de la calle. Desde ahí, con unos lentes oscuros y una bebida que no tomaba, esperó.

 

10:55 a.m.

 

Un auto negro se detuvo frente al edificio. Gi-hun lo reconoció al instante: era el de su esposo.

 

Vio descender primero a un asistente, luego a Sang-woo. Traje oscuro, gafas de sol, rostro sereno, el mismo andar confiado que había admirado por años. Como si nada estuviera mal. Como si la noche de Jeju jamás hubiera ocurrido.

Como si su mundo no estuviera al borde del colapso.

 

Gi-hun bajó la mirada. Fingió revolver el hielo con la pajilla. Sentía que lo observaba todo desde afuera, como si su cuerpo fuera una carcasa vacía en una película lenta.

No sabía si dolía más la sospecha... o el hecho de que seguía encontrándolo hermoso.

 

Y entonces... el tiempo cedió. Y las manecillas del reloj giraron en sentido contrario, transportándolo a una etapa más sencilla de la vida...

 

 

El sol pegaba fuerte sobre los techos oxidados del barrio, y la campana de la escuela primaria acababa de sonar.

Gi-hun, de apenas ocho años, caminaba con los hombros encogidos, su mochila rota colgando de un solo tirante.

Había llorado. Otra vez. Por lo mismo de siempre.

 

—"¿Tu papá murió?"

—"¿Por qué eres pobre?"

—"¿Por qué hueles raro?"

 

Cosas de niños que no sabían cuánto dolían esas palabras.

 

Gi-hun se sentó en la banqueta polvorienta del callejón, apretando los labios para no volver a llorar.

Hasta que una sombra se interpuso frente a él.

 

—¿Otra vez te molestaron? —preguntó una voz familiar.

 

Sang-woo. Su compañero de clase. A pesar de venir del mismo barrio que él, el pequeño siempre tenía la camisa blanca bien planchada. Siempre con la corbata puesta y el cabello ordenado.

Pero en ese momento, lo único que Gi-hun notó fueron sus ojos.

Tan oscuros como el carbón. Tan serios como si ya supiera todos los secretos del mundo a tan corta edad. 

 

Gi-hun asintió sin levantar la mirada. Sang-woo se sentó a su lado.

 

—Yo no creo que huelas raro. Hueles a sopa de frijol —dijo, encogiéndose de hombros— A mí me gusta la sopa de frijol. Siempre me como tres platos cuando mi madre hace. 

 

Eso sacó una sonrisa, chiquita, torpe.

 

—No les hagas caso —añadió Sang-woo— Ellos no entienden nada.

Y después, con una seriedad que no le correspondía a un niño de ocho años, agregó:

 

—Un día, cuando seamos grandes, yo voy a estar contigo.

Voy a trabajar mucho. Voy a comprarte una casa.

 

Y nadie más va a hacerte llorar.

 

 

 

 

No supo cuánto tiempo se perdió en el recuerdo, fue como si lo sintiera otra vez, aquella época, aquellos sueños que se sentían posibles. 

 

Donde todo era más fácil, donde los niños eran más sabios para resolver problemas que los adultos, donde solo un pequeño chiste inocente bastaba para aliviar la tristeza del corazón. 

 

Sang-woo era su mundo entero, era todo lo que conocía y todo lo que necesitaba conocer. Pero por un momento, se cuestionó si debió basar su vida en las promesas que un niño de siete años le hizo una tarde de invierno. 

 

Los hielos en el vaso de su té helado ya eran solo agua azucarada. La bebida seguía intacta, como si fuese parte del disfraz. A su alrededor, las conversaciones de la cafetería eran suaves, envueltas en el zumbido de tazas y la música instrumental de fondo. Nada parecía fuera de lo normal.

 

Hasta que escuchó su nombre.

 

—¿Gi-hun?

 

Gi-hun levantó la vista. Por un segundo pensó que había sido descubierto por un periodista o un paparazzi, pero entonces lo reconoció.

 

Park Jung-bae.

 

El beta tenía el cabello más corto y algunas canas visibles en las sienes, pero su sonrisa era la misma de siempre. Aquella que había visto entre humo de cigarro y grasa de maquinaria en los peores días de la fábrica. Tenía una caja blanca en las manos, con la cinta de la cafetería aún colgando del borde.

 

—¡Ah, joder! —Jung-bae rió, sentándose sin preguntar— ¡Tenía que ser tú! Justo estaba pensando en que eras tú en la tele. Mi esposa se enamoró de ese comercial tuyo, el de la bebida esa... ¿cómo era? ¡Con la camisa mojada! Me tuvo lavando los trastes toda la semana después de eso, por "andar baboseando", dice.

 

Gi-hun sonrió con discreción, pero algo en sus ojos seguía nublado.

 

—¿Y tú qué haces aquí, vestido así? ¿Peleando contra la fama o es que estás cazando fantasmas?

 

—Paparazzis —mintió, aunque en parte era cierto— A veces vienen a espiar si estoy con alguien. Es verano, ya sabes cómo son.

 

—Ah... cierto. Aunque pareces más detective que actor —dijo con una risita, acomodando su gorra hacia atrás—. Yo vine por este pastel, a ver si mi esposa me perdona. Ayer llegué borracho, y tú sabes cómo se pone.

 

—¿Aún no aceptas ayuda, verdad? —preguntó Gi-hun con una sonrisa cansada.

 

—¿Yo? Ni loco. Me diste tu mano, y eso lo agradezco más que nada, pero ese negocio lo levanté solo. Con sudor, con gritos... y con esa mujer que me cuida el alma, aunque a veces me grite más que los clientes. —Se rió— Mis hijos ya están grandes. Uno quiere ser chef. ¿Puedes creerlo?

 

Gi-hun asintió, con una punzada de nostalgia.

 

—¿Y tú? —preguntó Jung-bae, inclinándose un poco hacia adelante—¿Cómo te va en casa?

 

Gi-hun bajó la mirada. Fingió reacomodarse la gorra. Tardó en responder. No hacía falta decir mucho para que su amigo entendiera.

 

—Vaya... —Jung-bae suspiró, cruzándose de brazos—. Lo sabía. Tienes esa mirada. La misma de cuando te despidieron de la fábrica pero decías que "estabas bien"

 

Gi-hun respiró hondo.

 

—Esta semana... ha sido una de las más largas de mi vida.

 

Y sin decir nombres, ni lugares, ni fechas exactas, le contó todo.

 

Jung-bae no interrumpió. Solo escuchó, con ese tipo de paciencia que los amigos verdaderos tienen cuando alguien está roto. Cuando Gi-hun terminó, el beta apoyó los codos sobre la mesa y lo miró de frente.

 

—Recuerdo cuando Sang-woo iba a buscarte a la fábrica. Todos pensábamos que era tu primo. Luego descubrimos que era tu pareja y casi nos da un infarto —rió un poco—. Pero más allá del chisme, había algo... te miraba como si el mundo no existiera si tú no estabas en él. ¿Te acuerdas?

 

Gi-hun no respondió.

 

—Y no te digo esto para defenderlo —añadió Jung-bae con suavidad—. Te lo digo porque si ese amor ya no está... no es tu culpa. No todo lo que se rompe es por falta de esfuerzo. A veces, simplemente, uno se cansa solo.

 

En ese momento, la puerta de cristal se abrió.

 

Sang-woo salió del edificio. Llevaba el saco colgado del brazo y revisaba su teléfono. Tenía esa expresión que Gi-hun conocía tan bien: la de un hombre que ya no piensa en lo que deja atrás, solo en hacia dónde va.

 

Gi-hun se puso de pie con rapidez, sacó un billete de su bolsillo y lo dejó sobre la mesa. 

 

—¿Te vas?

 

—Tengo que saber a dónde va.

 

—Si pudiera, me iba contigo a jugar a los detectives, pero mi esposa me mata si no llego a tiempo a casa —Jung-bae se levantó, ajustando la caja del pastel— Y me gusta vivir.

 

Ambos rieron, aunque fue una risa vacía por parte de Gi-hun.

 

Se abrazaron. Un abrazo breve, pero cargado de historia.

 

—Cuídate, Gi-hun. Sea lo que sea que descubras... no te olvides de ti.

 

—Gracias.

 

Y con eso, cada uno siguió su camino.

Uno, rumbo a casa con un pastel en la mano.

El otro, con el corazón en la garganta y la sombra de una duda que cada vez pesaba más.

 

12:23 p.m.

 

El sol comenzaba a calentar con más fuerza, pero Gi-hun ni siquiera lo sentía. Desde su auto, vio a Sang-woo salir del edificio corporativo con paso firme. Su saco estaba ahora completamente puesto, la postura recta, y el rostro neutro.

 

Gi-hun lo siguió a una distancia prudente. El tráfico de la ciudad lo ayudó a mantenerse cerca sin llamar la atención. Pasaron un par de semáforos, tomaron una salida hacia una zona más comercial de Gangnam.

 

Sang-woo se estacionó frente a una boutique elegante. No era la típica tienda por departamentos: el tipo de lugar donde los empleados sabían tu nombre y ofrecían café mientras te probabas un blazer de cinco cifras. Gi-hun aparcó en la siguiente calle y caminó con disimulo hasta posicionarse detrás de una camioneta.

 

Sang-woo salió quince minutos después, cargando una bolsa negra con detalles dorados. Era de una joyería, una marca reconocida.

 

Gi-hun sintió cómo el estómago se le comprimía.

 

"¿Otra vez? ¿Dos regalos en menos de una semana?"

 

Su esposo no solía ser detallista. Y menos ahora. Cuando lo era, era por culpa, por costumbre o por presión de Eunie.

 

La idea se le cruzó como una aguja directa al pecho:

 

"No es para mí."

 

 

 

1:07 p.m.

 

Después de atravesar media ciudad, llegaron a un barrio más tradicional. Calles empedradas, casas con tejado de tejas curvas y puertas bajas. Gi-hun reconoció el lugar al instante.

 

"No..."

 

Sang-woo se detuvo frente a una casa familiar. Tenía plantas colgando en las ventanas y un felpudo algo gastado en la entrada. Gi-hun se escondió tras un poste cercano. Desde ahí pudo ver perfectamente cómo una mujer salió a recibirlo con una sonrisa amplia.

 

¡Ay, mi hijo precioso! —dijo la mujer, envolviéndolo en un abrazo.

 

Era su madre.

 

No un amante con gustos extravagantes. Su madre.

 

Gi-hun sintió cómo algo en su pecho se rompía... pero no de dolor. De alivio. De esa clase de alivio que casi da ganas de llorar.

 

La bolsa era para ella.

 

Sang-woo le entregó el regalo, y su madre lo recibió con un leve regaño:

 

—¿Otra vez, Sang-woo? ¿Para qué me das estas cosas?

 

—Porque puedes usarlas —respondió él, entrando con ella al interior de la casa.

 

—No necesito nada de eso. ¿Sabes lo que me haría feliz? Que te quedaras a comer.

 

—Mamá, no tienes que cocinar, ya te dije...

 

—Y ya te dije que no soy una muñeca. Anda, siéntate.

 

 

 

 

Desde afuera, Gi-hun observaba la escena como si no le perteneciera. Como si fuese una película. Se quedó ahí, junto a un pequeño muro de piedra, mientras los escuchaba hablar desde la ventana semiabierta.

 

—No debiste comprarme una casa tan grande, Sang-woo. Con un departamento estaba bien.

 

—Ya te lo dije: te mereces lo mejor.

 

—Entonces ven a visitarme más seguido. Con eso me basta. Extraño cuando eras más chiquito y me abrazabas aunque yo estuviera cubierta en harina.

 

Sang-woo rió suavemente. Era una risa real. De esas que Gi-hun no había escuchado en mucho tiempo.

 

La madre sirvió comida en una mesa baja, con cojines de piso. Ambos comieron en silencio un rato, hasta que ella habló:

 

—¿Y Gi-hun?

 

Sang-woo bajó los ojos.

 

—Está bien.

 

—No mientas. Tus ojos se achican cuando mientes.

 

Hubo un silencio incómodo.

 

—Está... complicado. Estamos pasando por algo. —Sang-woo giró la cabeza y miró hacia la ventana por un instante. Gi-hun se escondió rápidamente.

 

—¿Peleas?

 

—No sé si llamarlo así. Es como si... estuviéramos en pausa. Como si todo estuviera estático, como una película detenida.

 

La madre apoyó su mano sobre la de su hijo.

 

—Ese hombre te ama, Sang-woo. Lo ha hecho toda la vida. No dejes que la costumbre mate lo que construyeron.

 

Sang-woo no respondió.

 

Luego, con una sonrisa más cálida, añadió:

 

—Y también dile a mi nieta que venga a visitarme. ¿Por qué no la traes más seguido, hm? Quiero cocinarle algo de verdad, que no ande comiendo esas cosas elegantes sin sabor que ustedes los ricos comen. Esa niña necesita kimchi casero, arroz humeante y un buen estofado para crecer sana.

 

—Sí, mamá... —respondió él con una media sonrisa, como si esa escena ya la hubieran repetido mil veces.

 

—No le eches la culpa a Gi-hun si la niña no está comiendo bien, ¿eh? Apuesto que él al menos le prepara algo con amor.

 

Sang-woo no dijo nada. Solo se frotó la frente, entre molesto y conmovido.

 

Desde afuera, Gi-hun escuchó todo.

Y por dentro, el recuerdo de esa vida que habían construido juntos comenzó a arderle en la garganta. Y su mente fue otra vez hacia el pasado...

 

 

 

Año 1990.

Una tarde de primavera.

Ambos estaban sentados en el borde de una cama vieja, en casa de Sang-woo. La madre acababa de entrar al cuarto y encontró a Gi-hun ayudándole a hacer la tarea de matemáticas.

 

—Mamá... —dijo Sang-woo, como si fuera a confesar un crimen—. Quiero que sepas que... que me gusta Gi-hun.

Que me quiero casar con él cuando seamos grandes.

 

La mujer los miró, con una pausa. Luego se rió.

 

—¿Eso es todo? —les revolvió el cabello a ambos— Bueno, yo también quería casarme con una actriz cuando era niña. Pero si ese es tu sueño, entonces trata bien a tu futuro esposo.

 

Gi-hun se rió, avergonzado. Y Sang-woo lo miró con esa sonrisa que decía "te elegí" Una sonrisa que no había vuelto a ver en años.

 

 

 

 

Se apartó de la pared. Sintió una presión en el pecho, como si acabaran de devolverle algo que pensaba perdido.

 

Por un momento, pensó en irse. En dejar ahí la investigación. En confiar.

Pero algo dentro de él lo detuvo. Esa punzada.

 

"No."

 

"Solo porque hoy no lo descubrí, no significa que no exista."

 

Y así, aunque con el corazón confundido, decidió seguir.

 

4:35 p.m.

 

El sol empezaba a inclinarse hacia el horizonte, tiñendo las calles de un tono dorado cálido y melancólico.

La ciudad continuaba con su vida, ajena al torbellino que se desataba en el pecho de Gi-hun.

 

Estaba dentro del auto, estacionado estratégicamente frente al restaurante. Desde ahí podía ver a Sang-woo, sentado en una terraza elegante, rodeado por tres hombres con trajes caros, copas de vino blanco y documentos sobre la mesa.

Reían de vez en cuando, brindaban. Parecía una junta de negocios como cualquier otra.

 

Gi-hun no había visto nada fuera de lo común... y eso lo inquietaba más que cualquier evidencia directa.

Porque comenzaba a cuestionarse si el mensaje que había encontrado aquella mañana era algo viejo, una broma, o simplemente un malentendido.

Tal vez solo estaba cansado.

Tal vez estaba proyectando su propio miedo.

 

Pero aún así no podía irse.

Porque si lo hacía... la duda viviría con él para siempre.

 

Se apoyó contra el respaldo del asiento. Sus manos temblaban levemente, pero no de frío.

Fue entonces cuando la brisa de la tarde acarició el auto a través de la ventanilla entreabierta y... como si el aire trajera consigo el recuerdo, volvió en el tiempo a donde comenzó todo. 

 

 

 

Año 1988

 

Eran unos cuantos chicos sentados sobre el borde de una banqueta, sudando, riendo entre bolsas de chatarra y botellas de soda baratas.

El sol ya estaba cayendo y la calle tenía ese aroma dulce a tierra, asfalto y pan recién horneado de la tiendita de la esquina.

 

Acababan de terminar un partido improvisado de fútbol. Camisetas empapadas, risas en el aire, algún rasguño en la rodilla.

Todos hablaban de lo mismo: primeras veces.

Primeras citas. Primeros besos.

 

—¿Y tú, Sang-woo? —preguntó uno, empujándolo suavemente con el hombro— ¿Ya te besaste con alguien o sigues esperando a que te crezcan los colmillos?

 

Todos rieron.

Sang-woo solo se pasó una mano por la nuca, incómodo.

—No. Aún no. Estoy esperando a que sea con alguien que me importe.

 

Lo dijo con naturalidad, sin dárselas de romántico. Pero Gi-hun, que estaba a su lado, lo sintió como una lanza clavada en el pecho.

Cuando todos voltearon a verlo, él mintió.

 

—Yo sí he besado. A varios.

 

—¡¿A poco?! —se burlaron— ¡Gi-hun resultó ser el más experimentado!

 

Él sonrió, fingió seguridad. Pero por dentro... le dolió decirlo.

Porque sabía que al mentir... le había quitado la oportunidad a alguien.

 

Esa misma noche volvían caminando por el callejón de regreso a casa. Solo ellos dos. El sol ya no estaba. La noche se deslizaba suave sobre los cables eléctricos.

Sus pasos resonaban entre los edificios silenciosos.

 

Gi-hun no aguantó más.

 

—Lo que dije... fue mentira.

 

Sang-woo lo miró de reojo.

—¿Qué cosa?

 

—Nunca he besado a nadie. —Su voz era apenas un murmullo— Lo dije porque me dio vergüenza...

 

—¿Y por qué te dio vergüenza?

 

—Porque soy omega. —Se encogió de hombros, frustrado— Porque siempre tengo que demostrar que no soy débil, que soy como los demás.

 

Silencio.

Solo se escuchaba el eco lejano de una televisión encendida y el ladrido de un perro.

 

—No eres como los demás —dijo Sang-woo al fin— Y eso no es malo.

 

Gi-hun se detuvo.

—Te mentí también porque... —respiró hondo— Porque yo estaba esperando que tú... que tú fueras mi primer beso.

 

Sang-woo se giró hacia él, sorprendido. Lo miró en silencio.

 

Después, revisó los costados del callejón. Nadie. Ni un alma.

 

Se acercó lentamente.

—¿Puedo hacerlo?

 

Gi-hun apenas pudo asentir. Su corazón estaba desbocado, parecía que todo su cuerpo latía.

 

Sang-woo se inclinó, y ahí, bajo la luz de un viejo farol parpadeante, lo besó.

Fue suave, cálido, torpe... y perfecto.

 

No hubo promesas.

No hubo juramentos.

 

Solo dos adolescentes tontos pensando que ese beso sería el inicio de toda una vida.

 

En el presente, Gi-hun exhaló.

 

Sintió un ardor tras los ojos, pero no dejó que cayeran lágrimas.

El mundo se veía distinto desde la ventana del auto. Más sucio. Más real.

 

"¿En qué momento dejamos de ser esos chicos?" pensó.

 

Apretó los labios.

Sang-woo seguía adentro. Pronto saldría.

 

Y entonces, tal vez, vería algo más.

 

 

 

6:08 P.M 

 

El cielo comenzaba a teñirse de ámbar, como si alguien lo hubiera pintado con vino y fuego. Las sombras se alargaban, y el murmullo de la ciudad bajaba de volumen para dar paso al murmullo de la tarde.

 

Gi-hun estacionó su coche con cuidado, lejos de donde pudiera ser visto. El parabrisas reflejaba la silueta de un parque urbano, el mismo al que había ido alguna vez con Sang-woo cuando eran jóvenes. Uno de esos lugares que solo los locales conocían: tranquilo, con senderos de piedra, un estanque con carpas koi, y algunos bancos de madera gastados que resistían el paso de los años.

 

Desde su asiento, Gi-hun lo vio:

Sang-woo caminaba con las manos en los bolsillos, solo. Se detuvo frente al estanque y contempló el agua como si pudiera leer su propia alma en ella.

No sacó el celular.

No sonrió.

Solo estaba ahí... silencioso.

 

Gi-hun lo observó sin moverse, sin respirar casi, como si mirar demasiado fuerte pudiera romper el momento. Algo en esa imagen le pareció melancólico, casi... vulnerable. Por primera vez en días, no lo vio como su esposo, ni como el hombre que podría estar traicionándolo. Lo vio simplemente como Sang-woo, ese niño solitario con el corazón callado que solo hablaba cuando nadie más miraba.

 

Y entonces, los recuerdos llegaron. El último recuerdo.

El más brillante. El más cruel.

 

 

Año 2004

 

Gi-hun tenía 31 años. Trabajaba en una fábrica donde los turnos eran eternos y la comida sabía a cartón. Las esperanzas eran pocas, pero una no lo había abandonado:

Sang-woo.

 

Aunque hacía años que no sabía nada de él, nunca dejó de creer que algún día volvería, que todo lo que se prometieron, todo lo que soñaron cuando eran niños, iba a pasar.

 

Y un día... sucedió.

 

La madre de Sang-woo apareció en su casa con una sonrisa tímida.

—Volvió —dijo— Y ha tenido éxito. Te busca.

 

El corazón de Gi-hun se encendió como una cerilla. Y tres días después, mientras paseaba por el vecindario, lo vio.

 

Sang-woo.

 

Más alto, más maduro. Con ropa elegante, el cabello pulcramente peinado, y esa misma sonrisa que lo desarmaba desde que tenían doce años.

 

Salieron a beber esa noche, como si los años no se hubieran interpuesto entre ellos. Se rieron. Hablaron. Se contaron pedazos de vida.

Y al salir, entre la borrachera suave y la emoción contenida, Sang-woo lo arrastró a un callejón oscuro y lo besó.

No como un amigo. No como un niño. Como un hombre.

 

Sus bocas se encontraron como si hubieran estado esperándose toda una vida. No había timidez, solo deseo, nostalgia, necesidad.

Gi-hun aún recuerda cómo le temblaban las manos cuando Sang-woo le pidió que lo acompañara a su apartamento.

Aceptó.

 

No sabía si fue el alcohol, la costumbre, o el amor que jamás murió. Pero esa noche hicieron el amor.

 

Sin apuro. Sin máscaras.

Fue tierno y crudo al mismo tiempo, como si ambos hubieran estado coleccionando ese momento desde siempre. De su boca había salido su nombre como una melodía ligera cuando estuvo dentro de él, como un nombre que su corazón había deseado tanto tiempo decir. 

 

Y al amanecer, entre sábanas blancas y el sol entrando por la ventana, Sang-woo lo miró a los ojos y dijo:

 

—Una vez te dije que tendría el mundo entero a mis pies.

Ahora lo tengo. Pero no vale la pena si no lo comparto contigo.

 

Cásate conmigo, Gi-hun.

 

Gi-hun dijo que sí.

Porque cómo no iba a decirlo.

Si ese día sintió que todo en la vida había valido la pena solo por llegar a ese punto.

 

 

 

 

8:34 P.M.

 

Cuando el último rastro del sol se desvaneció en el horizonte y las estrellas comenzaron a asomar tímidas en el cielo, su esposo hizo una última parada.

Un último lugar... y todo terminaría.

 

Gi-hun lo supo. Lo supo con cada latido, con cada músculo en tensión, con cada náusea que le ahogaba la calma.

Aquella parada era decisiva.

 

El coche negro de Sang-woo se detuvo en una de las calles más populares de Seúl, aunque su fama no se debía precisamente a un ambiente familiar o de negocios.

Era conocida por ser el refugio de quienes buscaban una desconexión fugaz. Superficial.

 

Sang-woo bajó del auto. Ya no lucía como el empresario pulcro y calculado. Se había quitado la corbata. También el abrigo.

Parecía más liviano. O más desinteresado.

 

Eso encendió una alarma en Gi-hun.

 

Sin dudar, salió del auto y lo siguió.

 

Las calles vibraban con juventud. Voces entusiastas, risas eufóricas, cuerpos en movimiento constante. Gi-hun tropezó con algunos grupos de chicos, pero nunca perdió de vista su objetivo.

Sang-woo caminaba a paso firme, como si necesitara llegar a ese sitio antes de que sus pensamientos lo alcanzaran.

 

Finalmente, se detuvo frente a un bar y entró.

Gi-hun lo siguió.

 

No era un antro decadente, pero tampoco un sitio donde se cerraban negocios importantes.

Era un punto intermedio. Uno que Gi-hun recordaba de sus años de soltería. Mesas de billar, risas altas, botellas de soju, y luces tan tenues que parecían hechas para ocultar secretos.

 

Se instaló en un sillón al fondo, ayudado por su gorra como único camuflaje. Desde ahí lo observó.

 

Sang-woo se sentó en la barra. Pidió un trago.

No parecía esperar a nadie.

 

Estaba solo.

Llevaba mucho tiempo estándolo.

Tal vez solo quería eso: beber un poco, desaparecer unos minutos del mundo y luego irse, antes de ser reconocido.

 

Gi-hun lo entendió. Por un momento, lo comprendió de verdad.

Suspiró con alivio, como si toda su vigilancia tuviera justificación.

 

Se levantó dispuesto a acompañarlo.

Ya no le importaba si le reclamaba por haberlo seguido.

Verlo ahí, solo, con el alma colgando de un vaso... le partía el corazón.

 

Pero apenas dio dos pasos, algo se interpuso.

 

Un joven.

 

Alto.

Piel pálida.

Ojos que brillaban con esa energía que solo tienen los que aún no han vivido demasiado.

Era atractivo. Y sudaba juventud por cada poro.

 

Se sentó a su lado con naturalidad, sin saludarlo, como si aquello fuera costumbre.

 

"¿Un... amigo?", pensó Gi-hun, aferrándose a la posibilidad más inocente.

Como si eso bastara para contener el vaso que ya se estaba desbordando.

Como si esa escena no estuviera fabricando una verdad que dolía solo de imaginar.

 

 

Pero era imposible no verla, no olerla en el aire, no sentirla ardiendo bajo la piel.

 

El joven le dijo algo a Sang-woo. No pudo escucharlo desde donde estaba, pero vio la forma en la que él sonrió.

No esa sonrisa mecánica que usaba en las cenas formales ni esa mueca estirada de cortesía que lanzaba a los desconocidos.

 

Fue una sonrisa real.

 

Suya.

 

Una sonrisa que Gi-hun no había visto en meses.

Una sonrisa que alguna vez fue suya.

 

Entonces, el chico se inclinó un poco, lo suficiente como para que sus hombros se rozaran. Sang-woo no se apartó. Al contrario, giró apenas el rostro hacia él, como quien acomoda su mundo para ver mejor.

 

Ahí fue cuando el vaso de Gi-hun, ese que venía llenándose desde hacía semanas, meses, años, finalmente se desbordó.

No hizo escándalo. No gritó. No se levantó furioso.

 

Solo volvió a sentarse, hundiéndose en el sillón con la gorra cubriéndole la mitad del rostro, y las manos temblorosas reposando sobre sus rodillas.

 

Una parte de él quería levantarse y marcharse.

Otra, acercarse, interrumpir, preguntar.

Pero ninguna ganó. Porque todas estaban rotas.

 

Así que solo se quedó ahí, observando desde la sombra.

Como un extraño.

Como si nunca hubiese sido parte de ese mundo.

 

Y de repente, en un instante, todo cambió.

Lo que antes era colorido comenzó a desdibujarse, como si alguien hubiera vaciado una cubeta de gris sobre su mundo.

 

El joven le tocó la pierna a Sang-woo y le susurró algo al oído. No era un gesto amistoso ni inocente; era una insinuación descarada.

Sang-woo le sonrió. Y sin decir nada, ambos se marcharon juntos.

 

Gi-hun se quedó inmóvil. Su mente se apagó por un instante. No supo cómo ni cuándo, pero sus piernas comenzaron a moverse, siguiéndolos entre la multitud como en trance. Las náuseas se mezclaban con un vértigo espeso, el corazón le golpeaba las costillas con fuerza.

Su razón le gritaba que se detuviera, que no hacía falta más, que ya era suficiente. Pero su cuerpo seguía avanzando, decidido a llegar hasta el fondo.

 

Los perdió de vista.

Corrió por pasillos equivocados, entró en un par de lugares erróneos... hasta que una voz lo dirigió. Una voz que conocía desde hace años.

 

—No... detente —susurró uno, entre risas contenidas.

 

—¿Por qué no? —dijo la otra voz— Nadie nos verá aquí.

 

Gi-hun se acercó. Sentía que su pecho iba a explotar. Y cuando estuvo lo bastante cerca, encendió la linterna del celular.

 

Los iluminó.

 

Ambos se giraron, congelados en el acto.

 

La sangre se le heló.

No supo qué emoción llegaba primero: ira, tristeza, vergüenza, incredulidad. Todo lo golpeó al mismo tiempo, como una avalancha.

 

Allí estaba él. Su esposo.

Con el joven.

La ropa desgarrada, la piel marcada con chupetones. Sang-woo tenía el cabello revuelto y el rostro desencajado. Y en ese segundo, en ese simple segundo, todo su mundo se derrumbó.

 

¿Sang-woo? —susurró Gi-hun, como si aún existiera una posibilidad de que fuera otro, un impostor, un mal sueño.

 

—Gi-hun... —respondió él, apartándose del joven que ahora palidecía, dándose cuenta del desastre.

 

—No lo puedo creer... ¡Eres un mentiroso!

 

Gi-hun dio media vuelta. No podía quedarse ahí ni un segundo más. Caminó a paso acelerado, casi corriendo, con las emociones desbordadas. No le importó quién lo viera. Detrás de él, una voz desesperada lo perseguía.

 

—¡Gi-hun! ¡Gi-hun, por favor, detente!

 

Y entonces, lo alcanzó.

Una mano lo tomó por la espalda, obligándolo a girar. Lo encaró. Frente a frente con la traición, Gi-hun sintió que por fin estallaba.

 

¡¿Qué carajos vas a explicarme?! —gritó, como no lo hacía desde hacía años.

 

—Esto... esto fue un error —balbuceó Sang-woo—. Por favor, perdóname. No volverá a suceder... Gi-hun, te lo juro, no volverá a...

 

—¡¿Un error?! —Gi-hun soltó una risa amarga—. ¡Hace unos minutos no parecía que te pareciera un error! ¿Y ahora qué? ¿Vas a decirme que casi terminas en su cama por accidente?

 

La gente ya murmuraba a su alrededor. A Gi-hun no le importó.

A Sang-woo, sí.

 

—Por favor, Gi-hun... hablémoslo en casa. Todos están viéndonos.

 

Incluso ahora, incluso en medio de la tormenta, a Sang-woo no le importaba el dolor de Gi-hun. No le importaba él.

Solo le importaba que los vieran.

La apariencia. La imagen. El qué dirán.

 

Y en ese momento, Gi-hun lo entendió:

ya no quedaba nada. Ni siquiera un "nosotros" al que volver.

 

—No voy a ir contigo a ningún puto lado —dijo entre dientes, con la voz rota.

 

Se dio la vuelta para marcharse. Sang-woo intentó detenerlo, le sujetó del brazo, pero Gi-hun le soltó un puñetazo tan fuerte que casi lo derriba.

Sang-woo se tambaleó. Cuando logró incorporarse, tenía la nariz ensangrentada. Lo miró con incredulidad, sin palabras.

 

¡¡Lo arruinaste todo!! —gritó Gi-hun. Las lágrimas por fin se desbordaron— ¡¡Tiraste a la basura todos estos años!!

 

Y corrió. Lejos de él, lejos de la gente. Pero no podía huir del dolor. Ese se había instalado en su pecho para no marcharse jamás.

 

Subió a su coche con la respiración entrecortada y, apenas cerró la puerta, colapsó. Lloró hasta quedar sin aliento. Lloró tanto que sintió náuseas, tanto que deseó desaparecer. Era demasiado. Todo lo que había creído firme, se había desmoronado en un solo instante.

Su mundo entero había desaparecido.

Y su paraíso... se había convertido en un infierno.

 

Sentía rabia. Sentía dolor. Sentía resentimiento.

Las emociones negativas lo golpeaban como una avalancha sin control.

 

Los recuerdos se mezclaban en su mente: el inicio y el final, la niñez, el primer beso, la boda, las risas, las primeras promesas, los "para siempre" rotos. Todo se superponía como si su vida le pasara frente a los ojos, solo para desgarrarlo más.

Había entregado todo.

Toda una vida.

Y ahora se sentía desechado.

Como una servilleta sucia.

 

No supo qué hacer. No supo a quién llamar.

No porque no tuviera a nadie... sino porque sabía que ninguna voz en este mundo podría calmar ese dolor.

Ninguna, excepto una.

Pero no podía llamarla.

No a ella.

Porque ella era precisamente la razón por la que su corazón se estaba rompiendo.

 

Así que encendió el coche con los ojos empapados y comenzó a conducir.

Sin rumbo.

Con la mente nublada.

Sin saber hacia dónde...

...pero sintiendo que ya no quedaba ningún lugar al que regresar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 8: Verdades ocultas

Chapter Text

El sonido de una puerta chirriando fue lo primero que lo recibió al llegar. Deslizó las llaves con desgano, encendió las luces, y se dejó caer en el sofá como si, además de sostener su cuerpo, también pudiera cargar con el peso que traía el alma.

 

Había sido un día aburrido para In-ho. Aburrido y silencioso. Se había olvidado de lo solitaria que era su vida. En el trabajo siempre estaba rodeado de gente, y eso bastaba para distraerlo del hecho de que no tenía amigos. Sin trabajo, sin ruido, el vacío era más evidente. Un día de descanso se sentía como un día desperdiciado.

 

Pero no podía decirle que no a su jefe.

Gi-hun, cuando consideraba que algo era justo, lo defendía con garras y dientes.

Así que cuando le ofreció el día libre, no tuvo más remedio que aceptar, fingiendo agradecimiento.

Aunque en el fondo, lo último que quería era pasar un día más sin verlo.

 

Porque la vida sin los chistes ni la sonrisa de Gi-hun... se sentía aún más oscura de lo que ya era.

 

Intentó mantenerse ocupado para no caer en la locura. Por la mañana salió a caminar al parque, se sentó en una banca a alimentar palomas y mirar al cielo. Luego fue a dejarle un café y un pan a su hermano, Jun-ho, en el trabajo. Él, apenas al verlo, entendió que estaba pasando por uno de esos días en los que no podía con su alma.

Comieron juntos, hablaron un poco.

De trabajo, nada más.

Nunca hablaban de cosas personales.

Tal vez porque no tenían una vida personal lo suficientemente viva como para hablar de ella.

 

Y cuando la tarde llegó, In-ho se quedó dentro de su coche, observando a las personas pasar.

Y, sin que pudiera evitarlo, su mente volvió a él.

 

Gi-hun.

 

Era casi natural pensarlo. Llevaba tanto tiempo viéndolo todos los días, siguiéndolo como sombra, que pensaba que era normal. Que no había nada extraño en tenerlo constantemente en su cabeza.

Pero ahora, en su ausencia, el ruido era más fuerte.

 

Más claro.

 

Y fue entonces cuando In-ho lo supo: no era solo aprecio.

 

Un nudo se le hizo en el estómago.

Pensó en qué estaría haciendo en ese momento. Con quién estaría.

 

¿Lo habría perdonado después de la pelea en la playa, a su esposo?

 

¿Estarían cenando juntos, como una pareja que todavía se ama?

 

¿Podría él ver eso al día siguiente, y fingir que no le provocaba náuseas ver al hombre que tanto deseaba... al lado de alguien que no lo merecía?

 

Desde hacía horas, esas preguntas no dejaban de acosarlo. Incluso ahora, en esa casa que se suponía debía ser un refugio, un lugar donde nada malo ocurriría, su mente no encontraba paz. El silencio no ayudaba. Y por un instante, sintió el impulso de llamarlo. A él. A Gi-hun.

Su corazón estaba hambriento de su voz, de saber que seguía ahí, que estaba bien.

 

Desbloqueó el celular y se quedó mirando su contacto por varios minutos. El nombre brillaba en la pantalla, esperando ser pulsado. Pero no pudo marcar. El dilema lo desgarraba. Con un gesto brusco, dejó el teléfono sobre el sillón, como si eso pudiera arrancarle lo que sentía.

 

Se levantó y caminó hacia la cocina. Abrió una alacena y sacó una botella de whisky escocés, esa que reservaba solo para emergencias emocionales. Se sirvió un vaso con manos tensas. Pero antes de que el primer sorbo rozara sus labios, el teléfono vibró, rompiendo de golpe el silencio.

 

Se sobresaltó. ¿Quién lo llamaría a esa hora? Pensó en Jun-ho. Quizá algo le había pasado, aunque no era de los que hacían llamadas nocturnas. Y desde hacía mucho, no había una verdadera emergencia.

 

Regresó al sillón con el vaso aún en la mano. Tomó el celular.

 

El nombre en la pantalla lo dejó helado:

"Seong Gi-hun"

 

Él. Su jefe. Su tormento.

 

El corazón le dio un vuelco y, por un instante absurdo, dudó en contestar.

¿Qué podía querer de él a esas horas?

¿Venía a confesarle algo? ¿A decirle que por fin se dio cuenta de que su esposo no lo merecía... y que sí lo merecía él?

 

Su corazón quería creerlo.

Pero su mente lo reprendió de inmediato:

"No seas ingenuo, In-ho. Ya no eres un adolescente."

 

Y luego, otra idea más oscura lo atravesó como un rayo:

 

"¿Y si está en peligro?"

 

El teléfono seguía sonando. Aún no contestaba y ya había imaginado todos los escenarios posibles. Tragó saliva y deslizó el dedo sobre la pantalla.

 

—¿Señor Seong? —dijo, esforzándose por sonar firme.

 

¡Ah...! ¡¡Hola!!

 

La voz de Gi-hun apenas se distinguía. La música a todo volumen y el bullicio lo inundaban todo. Estuviera donde estuviera, no era su casa.

 

—¿Señor, está bien? ¿Está en peligro? ¿Necesita algo? —preguntó In-ho, dejando entrever su preocupación.

 

¡¡Sí, sí necesito algo!! —exclamó Gi-hun, con una voz extrañamente alegre, pastosa, como si hablar le costara— ¡¿Por qué no vienes y nos tomamos un trago, eh?! ¡¿Dónde estuviste todo el día?! ¡Te extrañé mucho...!

 

—Usted me dio el día libre, señor. ¿No lo recuerda?

 

—¡¡Ah, sí!! ¡¡Sí, sí!! ¡Lo recuerdo! —rió con fuerza— ¡Lo había olvidado! ¿Puedes creerlo?

 

Fue entonces cuando In-ho comprendió que el único peligro en el que estaba Gi-hun era el de ahogarse en alcohol.

 

—¿Está con su esposo? —preguntó, odiando lo mucho que esa palabra le dolía. Pero era mejor que imaginarlo solo... o peor, con otra persona.

 

¡¡No me hables de ese idiota!! Él... lo arruinó todo... y ahora estoy... ahogando las penas aquí.

 

Una alarma interna se encendió en In-ho.

 

—¿Está solo?

 

—No, no... ¡¡Estoy con unos amigos!!

 

Y entonces, una voz masculina interrumpió al otro lado de la línea:

 

¡¿Con quién hablas tanto, muñeco?! ¡Ven ya aquí!

 

El estómago de In-ho se contrajo. Una corriente eléctrica recorrió su cuerpo de pies a cabeza.

 

—¡Ups! ¡Tengo que irme, lo siento! —dijo Gi-hun, torpemente, con una risa ebria.

 

—¡Espere! ¡Dígame dónde está! —exclamó In-ho, alzando la voz, desesperado. 

 

—¡Estoy en Hongdae! —vociferó Gi-hun con una carcajada—  Vi unas luces rojas y entré... Umm, era algo con N... ¡¡Nix!! ¡¡El club se llama Nix!! Dios... estoy demasiado ebrio.

 

—¡No se mueva de ahí! —le ordenó In-ho, calzándose los tenis en un solo gesto.

 

—¡No pienso moverme! ¡Espera... me están quitando el celular! —la voz de Gi-hun se volvió un murmullo confuso y la llamada se cortó.

 

In-ho no dudó un segundo: abrió un cajón oculto en la cocina, sacó su Glock y la escondió bajo el pantalón. Con las llaves de su coche en mano, atravesó el departamento sin apagar ni una luz, cerró la puerta de un portazo y corrió hacia el estacionamiento.

 

Arrancó el motor al límite de la ley (no quería perder ni un segundo con multas o trámites) y salió disparado hacia Hongdae. Tomó calles secundarias para evitar el tráfico y aparcó tres manzanas atrás del bullicio, dejando el coche a la sombra de un edificio.

 

Entre luces de neón, música estridente y multitudes de jóvenes liberados de frenos, In-ho rastreó "Nix" sin confundirse: luces rojas enmarcaban una puerta coronada por un letrero discreto. Un guardia, con gesto de fastidio, pa­re­cía dispuesto a negar el paso.

 

—Oye, guapo, ¿no ves la fila? —gruñó el hombre.

 

—Tengo que entrar —replicó In-ho en voz baja— Hay alguien dentro al que debo ver.

 

El guardia inconscientemente alzó una ceja. In-ho no dudó: con un movimiento silencioso extrajo la pistola y la apoyó contra el estómago del vigilante.

 

—¿Me crees ahora? —susurró.

 

El guardia retrocedió un paso y lo dejó pasar sin más.

 

Dentro, la penumbra se entrelazaba con estrobos de luz blanca y roja. Cuerpos se rozaban en la pista, otros se desparramaban en sofás con copas y sustancias de todo tipo. Tras abrirse paso a codazos, In-ho subió unas escaleras y llegó a un área más reservada: una mesa cuadrada rodeada de sillones, apenas iluminada.

 

Allí estaba Gi-hun, cojeando ligeramente, rodeado de un pequeño grupo de alfas —hombres y mujeres de ropa impoluta y miradas predadoras— Uno, apoyado en su hombro, cuchicheaba algo al oído, y otro le rozaba la mano con familiaridad. Al sentir la mirada de In-ho, Gi-hun se levantó tambaleante y corrió hacia él.

 

—¡Ahí está, chicos! —anunció con orgullo—  Él es quien me salvó la vida. ¡¿No es guapísimo?!

 

Un murmullo de admiración recorrió la mesa:

 

—Sí que lo es...

 

—¡Yo lo vi en redes! —añadió un joven enérgico—  ¡El héroe del momento!

 

Gi-hun sonrió, agarró a In-ho del brazo y tiró de él hacia el sofá, pero el hombre lo frenó con suavidad, clavando en su rostro una preocupación sincera.

 

—Tenemos que irnos —insistió In-ho—. Aquí no es seguro.

 

—¡Bah, tonterías! —protestó Gi-hun—  Ven, relájate, diviértete un poco.

 

Lo sacudió del hombro con ligereza. Por un momento, bajo la luz cambiante del club, Gi-hun parecía un sol radiante, el mismo hombre que In-ho había conocido, con un aroma a mandarinas dulces que le revolvía el estómago.

 

In-ho inspiró hondo y, con sus dedos aún apoyados en el hombro de Gi-hun, tuvo que decidir: rescatar al hombre que amaba del peligro o dejarlo brillar un instante más antes de llevárselo lejos de todo.

 

Antes de que pudiera decidir,

Gi-hun volvió a hablar.

 

—¡Ah! ¡Me encanta esa canción! —exclamó, emocionado como un niño, cuando una melodía pegajosa comenzó a sonar— ¡Vamos a bailar!

 

Como si fuera el líder de una pandilla, todos se levantaron y lo siguieron. In-ho no tuvo más remedio que ir tras él antes de que se matara bajando las escaleras. Lo sostuvo justo cuando estuvo a punto de tropezar, y sin pensarlo, rodeó su mano por la curva de su cintura para estabilizarlo. Se sintió indecente haciéndolo, así que rápidamente la retiró.

 

La pista estaba rodeada de cuerpos danzantes que se movían como si aquella noche fuera la última. La música occidental retumbaba tan fuerte que era imposible escuchar otra cosa. Gi-hun lo arrastró al centro y empezó a girar a su alrededor con una naturalidad que lo hacía parecer parte de la propia canción.

 

En un momento, el omega lo tomó por los hombros y lo sacudió, como si con eso pudiera despertar algún instinto bailarín dormido dentro de In-ho. Pero él sabía la verdad: ya era demasiado viejo para esas cosas. O quizás nunca había sido joven para eso. Bailar no era lo suyo.

Lo único que sí sabía hacer en ese instante... era observar.

 

Y lo hizo.

Observó a Gi-hun moverse con una libertad casi cruel, con esa sonrisa que parecía inventada para encender el mundo.

Y en algún punto, sin darse cuenta, estaban tan cerca que todo lo demás dejó de importar.

 

Gi-hun le sostuvo los hombros y se inclinó hacia él. Sus respiraciones chocaron en medio del sudor y la luz estroboscópica. In-ho sintió, en un solo latido, el deseo incontenible de besarlo.

Pero no podía.

No así.

No de esa manera.

 

Se repitió la negación una y otra vez, como un mantra entre dientes.

Pero el eco de la razón era cada vez más débil frente a la voz interna que gritaba, como el bajo de la música, que lo hiciera.

Que lo besara.

Que lo salvara.

O que se condenara de una vez por todas.

 

 

El momento se rompió de golpe cuando un hombre ebrio empujó a In-ho.

 

—¡Oye, fíjate por dónde vas! —le gritó con arrogancia, como si la culpa fuera de él.

 

In-ho no respondió, pero Gi-hun sí.

 

—¡Tú lo empujaste! ¿Estás ciego o qué?

 

El tipo, un alfa cubierto de tatuajes y tambaleándose más que el propio Gi-hun, soltó una carcajada ronca.

 

—Oye, tú —se dirigió a In-ho, arrastrando las palabras con voz descompuesta— controla a tu perra, ¿quieres?

 

Gi-hun no esperó ni medio segundo. Le lanzó un puñetazo directo al rostro que derribó al hombre como una torre mal construida. La furia en sus ojos ardía con un orgullo herido, como si ese comentario hubiera tocado una fibra demasiado sensible.

 

Pero nadie esperaba lo que pasó después.

 

Un grupo de amigos del sujeto se abalanzó hacia ellos. In-ho se colocó frente a Gi-hun con reflejos afilados y, sin pensarlo, sacó su Glock. El brillo del arma bajo las luces del club provocó un caos inmediato.

 

Gritos. Empujones. Disparos al fondo.

 

La música se detuvo de golpe, como si el club entero contuviera el aliento. La gente comenzó a correr en estampida hacia las salidas. Entre la confusión y los disparos, muchos asumieron que se trataba de una redada entre mafias rivales.

 

Sin soltar el arma, In-ho tomó la mano de Gi-hun y lo arrastró con fuerza hacia la salida de emergencia. Corrieron entre callejones oscuros, con el sonido de sirenas y pasos desordenados perdiéndose detrás. Gi-hun se esforzaba por seguirle el ritmo como podía, trastabillando cada tanto, eufórico y confundido.

 

Llegaron al coche y apenas se cerraron las puertas, In-ho arrancó sin mirar atrás. Gi-hun se dejó caer sobre el asiento, jadeando y soltando una carcajada entrecortada.

 

—Creo que eso... no salió como esperaba —rió, aún con el pulso acelerado—. ¿Siempre cargas con esa cosa? Estás completamente loco.

 

—Es por precaución —respondió In-ho sin despegar la vista del camino— Y no habría hecho falta si usted no se hubiera puesto tan hiperactivo.

 

Gi-hun suspiró, recargándose en la ventana con una sonrisa ladeada, como si por un instante olvidara que ese hombre era su guardaespaldas... y no su pareja.

 

—¿A dónde vamos? —preguntó Gi-hun, luchando por no cerrar los ojos.

 

—Lo llevaré a casa.

 

De inmediato, su aura eufórica cambió. Como si esas palabras fueran un castigo.

 

—¡No! ¡No me lleves a casa! —respondió casi exigiendo.

 

—Su familia debe de estar muy preocupada por usted...

 

—¡Pero ya te dije que no quiero ir a ese lugar! —repitió con la insistencia de un niño pequeño.

 

—Deje de actuar así — dijo In-ho, irritado, como si fuera su niñero.

 

—No quiero... no quiero regresar. No quiero verlo. No quiero verlo a él.

 

Y de repente, la voz se le quebró. Como si esas palabras le desgarraran algo por dentro y entonces In-ho lo entendió todo.

El por qué de su presencia esa noche, el motivo de la ebriedad, la necesidad de escapar.

Su frívolo esposo lo había herido otra vez —con Dios sabía qué—, y aunque se moría por preguntar, sabía que no debía. Su voz se ablandó.

 

—Está bien. Lo llevaré a mi casa.

 

Lo dijo sin pensar. Y apenas lo hizo, su mente lo reprendió de inmediato por tan peligrosa decisión.

 

"¿En qué estás pensando, In-ho?"

 

Se repitió una y otra vez. Pero ya no había marcha atrás. Lo había dicho.

 

Gi-hun se recostó en su asiento sin decir más. Aquellas pocas palabras fueron todo lo que necesitaba escuchar para calmarse.

 

In-ho lo miró de reojo mientras él observaba por la ventana, y durante un instante se permitió pensar:

 

Si él fuera su esposo... jamás le daría un motivo para beber ni una sola gota de alcohol.

 

 

 

El elevador subía lentamente, emitiendo ese zumbido grave que parecía amplificarse en el silencio nocturno. In-ho sostenía a Gi-hun por el brazo, guiándolo con firmeza, aunque con cierto cuidado. El otro se tambaleaba levemente, pero al menos parecía haber recobrado un poco de conciencia.

 

—¿Estamos llegando? —murmuró Gi-hun, medio recargado sobre él.

 

—Casi —respondió In-ho sin mirarlo.

 

Cuando por fin la puerta del departamento se abrió, la luz del interior los recibió sin ceremonia. Todo estaba tal cual In-ho lo había dejado: impoluto, ordenado, con las lámparas aún encendidas como si esperaran su regreso.

 

—Qué obsesivo —susurró para sí, antes de ayudar a Gi-hun a entrar.

 

Gi-hun se detuvo unos segundos al cruzar el umbral. Parpadeó, como si intentara enfocar el lugar con ojos pesados.

 

—Tu casa... es bonita —balbuceó, arrastrando un poco las palabras—. Pero... también parece muy solitaria.

 

In-ho no respondió. Cerró la puerta tras ellos y lo guió suavemente hacia el sofá.

 

Pero Gi-hun se detuvo nuevamente frente a una pared donde colgaban un par de cuadros. Se inclinó levemente hacia uno de ellos y sonrió.

 

—¿Ese eres tú? —preguntó con voz pastosa, señalando el retrato.

 

Era una foto de varios años atrás. In-ho vestido con su uniforme especial de la policía, sosteniendo un reconocimiento. A su lado, una mujer con un elegante peinado —su madrastra— y un joven más pequeño con un ramo de flores en las manos: su hermano.

 

—Te ves tan... familiar —dijo Gi-hun, genuinamente sorprendido—

Se ve que ellos te aman. 

 

In-ho lo observó en silencio, conteniéndose. No estaba seguro si la nostalgia que sintió era suya... o si era el eco de la tristeza en las palabras de Gi-hun.

 

—Ven, siéntate —dijo por fin, rompiendo el momento.

 

Lo condujo hasta el sofá y lo ayudó a sentarse. Gi-hun se dejó caer pesadamente, echando la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos con un suspiro largo.

 

—Todo... me da vueltas —murmuró, llevándose la mano a la frente.

 

In-ho no dijo nada. Se dirigió a la cocina, abrió un gabinete con precisión casi automática y sacó una aspirina. Luego llenó un vaso con agua fría y regresó.

 

Le extendió ambas cosas.

 

—Tómate esto.

 

El tono fue seco, autoritario. Gi-hun abrió los ojos apenas, sin fuerza, y lo miró con media sonrisa.

 

—Mandón... —susurró con una risita leve, pero tomó la pastilla y el agua sin protestar.

 

In-ho lo observó en silencio mientras bebía. No podía dejar de preguntarse por qué demonios lo había traído a su casa... pero parte de él ya conocía la respuesta. Se sentó silenciosamente a su lado esperando que su compañía de alguna manera representara consuelo. 

 

Gi-hun suspiró, y por fin dejó atrás el papel del joven rebelde. Su voz perdió la arrogancia que había estado usando como escudo. Ahora, solo quedaban palabras sinceras.

 

—Lo siento... por todo.

 

—Señor...

 

—No, de verdad —insistió, con los ojos aún cerrados— Te arrastré a esto y... te hice trabajar en tu día libre. ¿Qué clase de jefe soy? Mírame.

 

—Mi deber siempre será protegerlo, sin importar las circunstancias —respondió In-ho, con la misma firmeza de siempre.

 

Gi-hun lo miró entonces. Una sonrisa ladeada se dibujó en su rostro, esa sonrisa especial que, de alguna manera, siempre justificaba todo. Sus ojos, aún nublados por el alcohol, seguían brillando... pero había algo más allá en ellos. Dolor. Silencio contenido.

 

—Hace muchos años que no tomaba así —confesó, como si esa frase abriera una compuerta interna.

 

Había más. Mucho más que quería decir. Y ya no estaba en condiciones de guardárselo.

 

—Antes de casarme con Sang-woo, solía beber mucho. Pero luego... él llegó y... —hizo una pausa. Su voz tembló ligeramente— ya no fue necesario hacerlo.

 

In-ho lo observó en silencio. Verlo así lo destrozaba. No de una sola manera, sino de mil. Cada una más invisible que la anterior.

 

Y entonces habló. Con una voz que no parecía suya.

 

—No sé mucho sobre matrimonios —declaró—. Pero sé que no es fácil tener uno. Sea lo que haya hecho su esposo... puede que no haya sido con la intención de lastimarlo... señor.

 

No entendía del todo por qué lo decía. Si por dentro lo odiaba. Odiaba visceralmente al esposo del que Gi-hun hablaba. Y no sabía si era por el simple hecho de que lo tenía... o porque lo tenía y no lo valoraba.

 

Pero, en ese momento, deseó más aliviar el dolor de Gi-hun que serle fiel a sus propios sentimientos. Incluso si eso significaba decir cosas que no sentía.

 

Gi-hun suspiró. Con esa clase de gesto que deja entrever lo agotado que está alguien de revivir siempre el mismo dolor. Miró hacia el techo, y por un momento las palabras parecieron atorarse. Pero finalmente salieron.

 

—Él me engañó —confesó.

 

In-ho se quedó paralizado. Un nudo enorme se le formó en la garganta al instante. Por reflejo, giró la cabeza hacia donde estaba Gi-hun, pero este no lo miró. Estaba tan avergonzado que ni siquiera podía enfrentar la realidad.

 

Así que siguió observando el techo, como si en él estuviera todo lo que no podía mirar frente a frente.

 

—Lo vi con alguien más. Lo seguí todo el día, había algo en mí que no dejaba de decirme que me ocultaba algo. Y justo cuando empecé a pensar que solo estaba siendo paranoico... apareció él. Era joven, apuesto... hermoso. Los seguí hasta un callejón, y bueno... no querrás saber los detalles.

 

In-ho supo en ese instante que había metido la pata, sin querer. Una punzada de culpa le recorrió el pecho.

 

—No sabía... Lo siento mucho —dijo con suavidad.

 

Gi-hun tocó su brazo, apenas con la punta de los dedos, y le regaló una sonrisa deshecha.

 

—Está bien —susurró, con una voz que parecía hecha de cristales rotos—. No tienes por qué disculparte. No fue tu culpa.

 

Volvió a recostarse en el sofá como si el peso de su alma lo hundiera hacia el fondo. Cerró los ojos, y entonces, su corazón comenzó a hablar por él:

 

—Debí haberlo visto venir —dijo, con una mezcla de resignación y rabia callada—. Estos últimos años han sido tan difíciles... Supongo que él solo quiso algo más fácil.

 

In-ho lo escuchaba, no por curiosidad, no por compasión, sino porque sabía que había heridas que solo dolían menos cuando eran compartidas.

 

—Era fácil estar conmigo, ¿sabes? —continuó Gi-hun—. Recuerdo que en los primeros años, cada vez que volvía de un viaje de negocios, corría a abrazarme. Me decía que, de todos los lugares en el mundo, yo era su favorito.

 

Sonrió con tristeza. Luego frunció el ceño, como si ese recuerdo, tan cálido en su momento, ahora solo le quemara por dentro.

 

—Pero luego vinieron los silencios. Las peleas. Las cosas que ya no se decían... todo cambió después de perderlo a él.

 

—¿A él? —preguntó In-ho, con cautela, sabiendo que acababa de abrir una puerta que quizás nunca debió tocar.

 

—Sí... a nuestro bebé.

 

El mundo se detuvo. El aire se volvió denso. In-ho sintió una cuerda invisible apretarse en su pecho, como si el dolor ajeno pudiera colarse también en su cuerpo.

 

—Tres años después de que nació Eunie... volví a quedar embarazado. Sang-woo no cabía en sí de felicidad. Y cuando en la ecografía nos dijeron que era un varón... —la voz de Gi-hun se quebró, pero se obligó a seguir —  era todo lo que él había soñado.

 

Comenzó a hablar como quien saca polvo a un viejo diario escondido en el fondo de una caja.

 

—Cada día volvía del trabajo con algo nuevo para el bebé. A veces era un mameluco, otras una canción de cuna. Y pasaba horas en la biblioteca, buscando nombres. Lo tomaba tan en serio... hasta que encontró uno.

 

Hubo un silencio. Y entonces lo dijo, como quien invoca un fantasma:

 

Tae-hyun.

 

El nombre flotó en el aire como un eco de algo que alguna vez fue hermoso. No lo había pronunciado en años, pero aún lo guardaba, intacto, en un rincón secreto de su memoria. Un rincón que dolía.

 

Y al decirlo, Gi-hun supo que ese nombre seguía vivo... aunque el niño no.

 

—Pero las cosas se complicaron.

Fue un parto difícil... perdí demasiada sangre, y el dolor era tan insoportable que por momentos sentía que iba a desmayarme. Sang-woo solo daba vueltas a mi alrededor, desesperado, sin saber qué hacer.

 

Su voz comenzó a enfriarse, como si cada palabra lo sumergiera más en la tragedia.

 

—Y luego... después de horas de sufrimiento, lo sostuve.

A mi hijo.

Todavía puedo escuchar el sonido de su primer llanto...

 

Una sonrisa ladeada se dibujó en los labios de Gi-hun, rota, melancólica. Una lágrima solitaria resbaló por su mejilla.

 

—Pero antes de que siquiera tuviéramos la oportunidad de amarlo como se debe... los doctores nos lo arrebataron.

 

Hizo una pausa. Un silencio que dolía más que cualquier grito.

 

—Y lo peor... lo peor aún no había pasado. Cuando le pregunté al doctor que pasaba nos dijo que había venido con complicaciones en el corazón. 

 

 

Otra pausa. Esta vez más larga, más pesada.

 

—Estuvo en observación durante tres días.

Aferrándose a la vida.

Sang-woo no fue a trabajar ni una sola vez. Se quedaba horas enteras observándolo en silencio. Y yo... yo, incluso adolorido, hacía lo mismo.

Compartíamos el mismo dolor, sin decir una sola palabra.

 

In-ho contuvo la respiración. Sabía en qué terminaba esa historia, pero algo en él rogaba no tener que oírla.

 

—Pero al cuarto día... se fue.

 

La voz le tembló al decirlo.

 

—Yo estaba destrozado. Y Sang-woo... desapareció.

Fue mi madre quien me lo dijo. No volvió. No asistió al funeral. Era como si... nunca hubiese existido.

 

Suspiró. El aire pesaba.

 

—Estaba furioso con él. Quería gritarle, decirle que Tae también era mi hijo, que también me dolía haberlo perdido.

Que era egoísta por encerrarse en su mundo y dejarme a mí solo, rompiéndome en pedazos.

Ni siquiera podía comer. Fue su madre quien cuidó de Eunie mientras yo me recuperaba.

 

Finalmente, cerró los ojos. Como si al hacerlo aceptara que no quedaba nada más por decir.

 

—Ese día... no solo perdí a mi hijo. También perdí a mi esposo.

Quizá... quizá desde entonces debí saber que las cosas ya no funcionarían.

 

 

In-ho se quedó en silencio durante varios segundos, tratando de procesar todo lo que acababa de escuchar (si es que existía una manera de hacerlo). Su estómago se contrajo como si aquella historia desgarradora también le perteneciera.

 

En ese momento comprendió que Gi-hun no era solo una sonrisa perfecta o una cara bonita. Era la encarnación humana de lo que significa amar con el corazón abierto y aun así perder, injustamente.

In-ho quiso abrazarlo. Quiso decirle que nada de eso había sido su culpa, que había sido increíblemente fuerte. Pero las palabras se le enredaron justo antes de salir. Tuvo miedo de decir algo que hiciera más profunda la herida recién abierta.

 

—Lo siento mucho —se disculpó de nuevo, su voz baja y sincera— No tenía idea de todo lo que tuvo que pasar. Debió ser... muy difícil. Y ahora, debe seguir siéndolo.

 

—Lo es —respondió Gi-hun. Sus ojos brillaban con un dolor absoluto.

 

In-ho recostó la cabeza en el sillón, imitando la postura del omega. Giró apenas el rostro y, por un instante, quedaron cara a cara. Separados solo por el abismo de lo que no se decían.

In-ho sintió que su alma se desnudaba bajo esa mirada vulnerable. Como si aquel gesto pudiera arrancarle la verdad.

 

—Si su esposo le hizo lo que le hizo... no fue porque usted haya fallado —dijo, con una seguridad que lo sorprendió a sí mismo— Fue porque él era demasiado egoísta para ver más allá de su propio dolor.

 

Gi-hun frunció el ceño, no en desacuerdo, sino porque dentro de él sabía que esas palabras encerraban una verdad ineludible: Sang-woo no era el hombre perfecto que él había creído.

 

—Usted es tan...

 

In-ho se detuvo. No tuvo el valor de terminar la frase. Pero Gi-hun, curioso, quiso empujarlo un poco más.

 

—¿Soy qué? —preguntó suavemente, y el aire se tensó como una cuerda a punto de romperse.

 

—Bueno... —dijo In-ho finalmente, tragando saliva— usted es tan bueno... que cualquier hombre estaría a sus pies.

 

Y lo dijo. Finalmente.

El tiempo se comprimió en un suspiro.

El corazón del alfa latía como si hubiese corrido un maratón.

Porque esa frase no era otra cosa que una confesión velada:

"Tú me tienes a tus pies."

 

 

Gi-hun inclinó la cabeza, alzándola apenas del respaldo, acercándose lentamente hacia In-ho como un gato en la oscuridad.

No sabía qué iba a hacer. No sabía si era por una mancha en su cara o por algo más.

Así que se quedó quieto, esperando.

Y esos segundos fueron los más largos, los más agonizantes de su vida.

 

Entonces, el hombre ebrio lo besó.

 

Húmedo. Simple.

 

Pero suficiente para que una corriente eléctrica lo recorriera por completo.

 

No lo detuvo cuando quiso más.

 

Cuando el beso se transformó de accidente a decisión.

 

Era justo como lo había imaginado: sus labios eran cálidos, como un veneno de acción lenta.

Sus manos se enredaron en su cuello por instinto, buscando una cercanía que había anhelado en silencio durante tanto tiempo.

Gi-hun gimió bajo cuando su lengua lo rozó.

 

Pero algo no estaba bien.

 

In-ho lo sintió de golpe.

Se sentía bien... pero no era correcto. 

No así.

 

No lo estaba eligiendo por deseo. Lo estaba eligiendo porque estaba herido.

Porque necesitaba consuelo.

Y eso no era lo que In-ho quería.

 

La culpa fue más fuerte que todo lo demás.

Y con toda la fuerza de voluntad que le quedaba, se apartó justo cuando el momento comenzaba a incendiarse.

 

—No... —gimió In-ho, rompiendo el contacto.

 

—¿Qué pasa? —preguntó Gi-hun, aún buscándolo con la mirada. Alzó la mano para acariciarle el rostro, pero In-ho la detuvo— ¿No quieres?

 

—Sí quiero —confesó, con la voz quebrada— No tienes idea de cuánto lo quiero...

Pero no así.

Estás ebrio. Estás herido.

Y no quiero que pase así.

 

Gi-hun se apartó de él como si sus propias palabras fueran un balde de agua helada. Por un instante, recuperó la lucidez y comprendió lo que estaba haciendo: exactamente lo mismo por lo que había estado llorando unas horas antes.

 

—Dios... —murmuró sin atreverse a mirarlo— lo siento. Soy un desastre. ¿Qué estoy haciendo?

 

—Está bien —lo interrumpió In-ho, tranquilo— No es su culpa. Está herido. Todos hacemos cosas sin pensar.

 

Gi-hun abrió la boca para responder, pero In-ho ya se había dado cuenta de que estaban pisando terrenos emocionales demasiado frágiles. Así que desvió la conversación.

 

—Debería dormir —dijo, incorporándose de un solo movimiento—. Déjeme llevarlo a recostarse.

 

—¿Y tú dónde dormirás?

 

—Aquí, en el sillón.

 

Gi-hun miró alrededor, analizando si esa decisión era justa. Se pasó las manos torpemente por el cabello.

 

—No... —murmuró—. Tú deberías dormir en tu cama. Deja que yo duerma aquí. Al fin y al cabo, estoy tan ebrio que incluso una piedra se sentirá como una nube.

 

In-ho lo tomó por el brazo con determinación, obligándolo a levantarse. Era más fuerte que él, al menos un poco. El movimiento repentino provocó un quejido en el omega.

 

—Oye, ¿qué haces?

 

—No aceptaré que duermas aquí. Ya lo decidí —dictó con firmeza.

 

—¿Desde cuándo te volviste tan mandón? —reclamó Gi-hun con fingida indignación.

 

—Desde que usted empezó a comportarse como un niño.

 

Ambos se quedaron de pie, midiéndose en silencio, como si en ese instante se decidiera quién tendría el control.

 

—¿Y bien? —preguntó finalmente In-ho— ¿Irás por las buenas o prefieres que te cargue?

 

Gi-hun suspiró, resignado. Sabía que ese hombre tenía la convicción de un soldado en tiempos de guerra. Era como discutir con una pared: la pared siempre gana, incluso sin decir una sola palabra.

 

Caminaron juntos hasta la habitación. In-ho lo ayudó a recostarse, y Gi-hun cayó en la cama con el peso de alguien que había estado sosteniéndose con pura voluntad.

 

—Deberías cambiarte la camisa, está manchada de alcohol y...

 

Pero In-ho se quedó hablando solo. Gi-hun ya se había rendido al sueño.

 

—Bien —susurró para sí mismo.

 

Durante unos segundos, dudó. Podía dejarlo así, durmiendo con la camisa empapada y pegajosa, pero sabía que no era lo más cómodo. Y de alguna forma, quería que descansara bien.

 

Tragó saliva y, con manos cuidadosas, lo despojó lentamente de la camisa negra. Gi-hun emitió un suave quejido al sentir la tela deslizarse por su cuello, pero pronto volvió a dormirse profundamente.

 

In-ho se incorporó con la camisa en mano... y entonces lo vio.

 

La escena parecía sacada de un sueño prohibido. Gi-hun, dormido, su torso desnudo brillando bajo la pálida luz de la luna, parecía irreal. Como un ángel caído. Sus ojos recorrieron cada trazo, cada línea del abdomen plano, la curva de su cintura definida, las clavículas prominentes que parecían señalar un camino hacia la perdición.

 

No pudo apartar la mirada.

 

Por un instante, algo se sacudió dentro de él. Un escalofrío le recorrió el cuerpo como una corriente eléctrica, o un gusano retorciéndose por dentro.

 

Cuando logró salir de ese trance, se obligó a recuperar la compostura.

 

"Solo está dormido. Contrólate."

 

Corrió rápidamente a buscar algo con qué tapar esa visión. Revisó uno de los cajones y halló la única prenda decente que no estaba manchada ni arrugada... 

aunque 'decente' era una palabra generosa. 

 

Era una camiseta que Jun-ho le había regalado una navidad como broma: un unicornio musculoso levantando pesas, bajo el lema: 'Entreno con magia, ¿y tú qué haces?'

 

In-ho suspiró, resignado. 

"Perfecto" 

Pensó.

Nada como un unicornio hipertrofiado para matar el deseo sexual.

 

 

Le puso la camisa como quien trata de esconderse del sol. Por un momento aguantó una risa al verlo con la camisa puesta. Y es que por dentro sabía que Gi-hun no pensaría lo mismo que él piensa de la prenda cuando se despierte y la vea puesta en él. Pero aún así, con ese pedazo de tela abstracto, seguía viéndose hermoso. 

 

Por un momento deseó In-ho tomarlo ahí mismo, ignorar todas aquellas reglas sociales impuestas por ancianos con túnicas. Pero sabía que no era un animal. Y que sea como fuera, sus instintos primitivos no eran mayores que la razón misma. 

 

Salió de la habitación con la camisa en la mano. Y cerró la puerta en silencio. 

 

Observó la camisa en sus manos antes de meterla en la lavadora y hizo algo impensable. 

 

La acercó a sus fosas nasales. Y se drogó con el olor que desprendía. Olía principalmente a alcohol, pero detrás de eso, había un olor único, uno que reconocería a kilómetros de distancia. Uno que lo enloquecía.

 

Mandarinas, lavanda y leche con miel.

 

El olor de Gi-hun. Olía a él. 

 

Un botón se encendió. Uno que hace mucho no se prendía. Un cosquilleo recorrió su cuerpo acabando principalmente en su entrepierna. 

 

Agachó la cabeza y estaba ahí, el bulto que se había formado justo donde sus piernas se separaban. Estaba rígido y quemaba por debajo de la mezclilla. El calor se le subió a las mejillas. 

 

Se había convertido de nuevo en un maldito adolescente hormonal. Con la entrepierna palpitando por un hombre que no podía tener. 

 

Apoyó una mano en la lavadora cuando la oleada lo hizo perder el equilibrio, jadeando de la urgencia que tenía por liberarse. Debatió por un momento si era buena idea seguir con lo que estaba haciendo, pero no podía pensar, no podía razonar en ese momento. La chispa se había encendido como un fuego que arrasa con todo a su paso. 

 

En ese momento se bajó los pantalones y liberó el motivo de la molestia. Y entendió por primera vez por qué todos los alfas perdían la cabeza, por qué en siglos pasados perdían imperios y riquezas enteras. Todo se destruía a su paso con el olor de un hermoso omega. 

 

Cerró los ojos como si no ver fuera a borrar lo que estaba por suceder. 

Acarició su falo al rojo vivo con su mano dominante, estremeciéndose con el toque. Y una vez que lo hizo no pudo detenerse. 

 

Comenzó a masajearse como hace mucho tiempo no lo hacía. Jamás se había sentido así, jamás había sentido tal urgencia como si la vida se le fuera. 

Se tapó la boca y la nariz con la prenda, hipnotizándose con el olor y ocultando los sonidos que inevitablemente estaban saliendo de su boca. Por dentro solo deseaba que Gi-hun no se despertara y lo encontrara así, tocándose con su prenda usada. 

 

Y lo recordó, lo recordó todo de él. Su sonrisa, el brillo de su pecho, el calor del beso y su mirada... esa jodida mirada que lo desarmaba en un instante. Lo odiaba, se odiaba por eso, por ser tan patético cuando se trataba de él. Pero no podía detenerse, estaba siendo controlado por un monstruo que no sabía que existía dentro de él. 

 

Fue cuestión de unos pocos minutos para que la liberación llegara. Se derramó en lo unico que tenía al alcance, y eso era la camiseta de Gi-hun. Que ahora también estaba sucia con sus fluidos corporales. 

 

La satisfacción no duró mucho porque la culpa llegó. Se sintió terrible, como si un agujero negro se lo hubiera tragado y luego lo hubiera escupido en varias partes. 

 

Rápidamente trató de ocultar la evidencia. Corrió hacia el baño y puso la camisa sobre el lavabo. La talló tan fuerte pensando que si borraba la evidencia, la culpa también lo haría. Pero no se fue, se quedó ahí. 

 

¿Cómo pudo haberlo hecho? 

 

¿Cómo podía desear al hombre de otro alfa? 

 

Incluso si ese alfa no lo merecía, incluso si no valoraba su amor. Estaba mal.

 

Y estaba aún peor sabiendo que el omega había abierto su corazón minutos antes. 

In-ho se inclinó sobre el lavabo. Con el sonido del agua aún corriendo. 

Siendo carcomido por la terrible sensación de haber hecho algo que estaba prohibido.

 

Y lo peor de todo, es que aún así no fue suficiente. Seguía deseando a Gi-hun, seguía deseando su alma y su cuerpo tanto como deseaba despertar un día más…

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 9: Daño colateral

Chapter Text

A la mañana siguiente, Gi-hun se despertó con la peor resaca de su vida... y lo peor de todo: en una habitación que no era la suya.

 

Tardó en abrir los ojos. La tenue luz matinal que se colaba por las cortinas se sentía como si el mismísimo sol le apuntara directo a la cara. La cabeza le palpitaba como un tambor de guerra, y apenas abrió los ojos, los recuerdos de la noche anterior lo golpearon como flashes de cámara.

 

La discoteca.

Alcohol, mucho alcohol.

In-ho con él.

Bailando.

La pelea.

La huida.

El departamento.

 

Sus ojos diciéndole algo que no lograba recordar con claridad.

 

El acercamiento.

 

Y... el beso.

 

Lo había besado.

 

¿Había pasado algo más? ¿Por eso estaba en su cama?

 

Si era así, no lo recordaba.

Y no saberlo lo estaba volviendo loco.

 

Intentó ponerse de pie, pero el mundo giró de golpe y casi se fue de bruces contra el suelo, de no ser porque alcanzó a sostenerse de una mesita. Esta, sin embargo, se tambaleó y un jarrón con flores terminó estrellándose contra el piso.

 

El estallido del vidrio rompiéndose sonó como una bomba en su cráneo.

 

—Mierda... —susurró, cerrando los ojos con dolor.

 

Pasos rápidos se oyeron acercarse desde afuera. Alguien golpeó la puerta suavemente, sin abrirla.

 

—¿Todo bien allá adentro?

 

La voz era inconfundible. In-ho.

El alma se le fue del cuerpo por un segundo, solo para volver a caerle encima con todo su peso.

 

¡Ah! ¡Sí! ¡¡Todo bien!!

 

Se agachó en un intento torpe de recoger los pedazos del jarrón, como si eso pudiera arreglar algo. Pero pronto se dio cuenta de que era inútil, como intentar juntar agua con las manos.

 

Ahora le debía una explicación. Y un jarrón.

 

—¿Necesita algo? ¿Está herido? —insistió la voz al otro lado.

 

—¡Todo bien! ¡Saldré en un momento!

 

Entró en pánico. Dio vueltas en la habitación, desorientado, sintiéndose como una marioneta sin hilos. Hasta que se detuvo frente al espejo... y notó algo extraño.

 

No traía puesta su camisa del día anterior.

 

Llevaba... ¿otra cosa?

 

—¿Qué es esto? —preguntó en voz baja, al ver su reflejo.

 

La prenda era de un diseño tan abstracto que ni siquiera Eunie, cuando era más pequeña, habría usado algo así. Parecía... ¿un unicornio haciendo ejercicio?

 

—¿De verdad me puse esto? —murmuró, escéptico.

 

Al menos eso le dio algo de paz. Si alguien más lo había vestido, probablemente no había ocurrido nada demasiado íntimo. Porque ni borracho se acostaría con su guardaespaldas —que parecía salido de una revista de moda— llevando puesta esa cosa.

 

Respiró profundo. Aun así, las dudas seguían ahí, flotando como humo denso en su cabeza.

 

"No pasó nada, Gi-hun. Tranquilízate. Y si pasó... bueno, ya no puedes hacer nada", pensó, intentando calmarse.

 

Se acercó a la puerta, dudó un momento con la mano en el pomo, y finalmente la abrió con la falsa seguridad de quien finge no haber hecho nada malo.

 

Ahí estaba él.

 

In-ho, con el cabello despeinado y un aire más doméstico que de costumbre. Usaba ropa cómoda, y en sus ojos solo se leía preocupación.

 

"Perfecto. No está desnudo."

 

—Hola... —dijo Gi-hun, intentando sonar normal.

 

—¿Estás bien? —preguntó In-ho, con un tono más cálido, casi de colega.

 

"¿Me habla así porque anoche lo hicimos y ahora me ve como un amante?"

 

Gi-hun se asustó de sus propios pensamientos.

 

—Sí, todo... todo bien —titubeó—. Solo que... lo siento.

 

In-ho echó un vistazo dentro de la habitación. Vio el desastre: el piso mojado, las flores caídas, los pedazos de vidrio esparcidos por todos lados.

 

—Te lo pagaré —dijo Gi-hun, apenado—. Espero que no haya sido valioso.

 

—Lo era. Fue lo último que me dejó mi abuela antes de morir —respondió In-ho con tono serio.

 

—¿Qué...? —musitó Gi-hun, horrorizado. Otra metida de pata.

 

Pero entonces vio cómo en el rostro del guardaespaldas se dibujaba una sonrisa ladeada, traviesa.

 

—Es una broma.

 

—Ah...

 

Tardó en procesarlo, pero finalmente soltó una risa nerviosa. Como si cada gesto amable de In-ho fuera una trampa disfrazada.

 

—Vamos —dijo él, dándose media vuelta— Hice el desayuno.

 

Y sin más, se alejó por el pasillo.

 

Gi-hun lo observó por un segundo, aún con mil dudas. Aún con el corazón golpeando fuerte.

 

Pero una cosa sí sabía: tenía hambre.

Y muchas preguntas.

 

 

 

En la pequeña mesa frente a la cocina había un plato aún vacío. In-ho salió con un sartén en la mano y vació en él un poco de huevos revueltos y tocino.

 

—Por ahora solo tengo esto —dijo mientras servía—. No he salido a hacer compras.

 

Lo miró unos segundos, esperando que se sentara, pero Gi-hun tardó en entender la señal. Su mente aún estaba atrapada en un remolino de temores y pensamientos revueltos. Pero finalmente, obedeció en silencio y se sentó frente al plato humeante.

 

—¿Tú no vas a comer? —preguntó con voz baja.

 

—Ya comí —respondió In-ho, sin voltearlo a ver.

 

Salió un momento de la cocina y regresó con una taza humeante de café. La dejó frente a él con suavidad, sin añadir nada más.

 

—Gracias —murmuró Gi-hun.

 

No obtuvo respuesta. In-ho solo se giró de nuevo y se puso a recoger algunas cosas del fregadero, como si la conversación no tuviera lugar. Gi-hun pensó que quizás esperaba que él tomara la iniciativa. Tal vez quería hablar. O tal vez lo estaba evitando a propósito.

 

Comió en silencio, con los brazos encogidos sobre la mesa. No pudo probar mucho. Su estómago estaba sensible, como si lo apretaran desde dentro. Mientras empujaba el tenedor entre los huevos, su mente no dejaba de repasar todo lo que había ocurrido el día anterior. Era demasiado. Una maraña de eventos sin orden ni lógica. Todo parecía parte de un sueño demasiado real, uno del que todavía no terminaba de despertar. Pero sabía que pronto lo haría. Y que dolería.

 

Cuando terminó de fingir que comía, se levantó con lentitud y caminó hacia la cocina. In-ho le recibió el plato sin mirarlo, en silencio, como si al quedarse sin excusas no quedara más que enfrentar lo inevitable. Gi-hun lo observó fregar el plato. Fueron segundos eternos. Buscaba las palabras adecuadas, pero no sabía si estaba listo para las respuestas. Ni para las verdades.

 

Finalmente, habló.

 

—Sobre lo que pasó anoche... —empezó—. Bueno, yo... solo quería saber si... tú y yo... ya sabes...

 

—¿Si tuvimos sexo? —preguntó In-ho sin levantar la vista del fregadero, como si estuviera preguntando por el clima.

 

El calor se le subió de golpe a la cara. Quiso meterse debajo del piso.

 

—Sí... eso —respondió, bajando la mirada.

 

In-ho terminó de lavar el plato, lo sacudió con precisión y lo colocó sobre el escurridor. Luego se dio la vuelta, lo miró con serenidad y dijo:

 

—No pasó nada entre nosotros.

 

Gi-hun por fin pudo soltar el aire. Sintió que sus pulmones volvían a funcionar.

 

—Pero... ¿por qué estoy usando... esto?

 

—Tu camisa estaba empapada en alcohol. Puse lo primero que encontré.

 

Salió por el pasillo sin añadir nada más.

 

Regresó al poco rato con la prenda original, limpia y doblada entre las manos. La dejó sobre la mesa con la misma calma con la que habría dejado un periódico.

 

—¿Alguna otra duda? —preguntó sin rastro de molestia. Como si estuviera acostumbrado a desarmar bombas emocionales sin pestañear.

 

—No... ninguna —dijo Gi-hun, con un hilo de voz— Gracias por todo, In-ho.

 

Lo decía en serio. Porque en el fondo, lo sabía. Sabía que aquel hombre que lo desconcertaba tanto, que lo sacudía sin siquiera tocarlo, no era ese tipo de alfa. No era alguien que se aprovecharía de otro. No él.

 

Y por eso mismo, se sintió aún peor por haberlo dudado. Por haber creído lo peor de él... y de sí mismo.

 

 

—Puedes cambiarte en el baño —dijo el alfa en voz baja.

 

Gi-hun miró la prenda. Estaba completamente limpia.

 

—¿Por qué? Si esta es muy linda. Creo que tendría un buen lugar en mi colección —bromeó, volviendo a sonar como él mismo.

 

In-ho sonrió. Su sol solo se había escondido por un momento, temeroso. Pero ahí estaba de nuevo. Al menos por ahora.

 

—Por mí, puedes quedártela —dijo el alfa— Tengo otras dos, si también las quieres.

 

—¿Dos más? —preguntó sorprendido—. Y yo que pensé que eras más de trajes negros y cosas así...

 

—Lo soy —respondió— pero mi hermano no parece saberlo. Insiste en regalarme cosas como esta.

 

Ambos rieron. Por un momento, volvieron a habitar la normalidad. Pero esa calma sería efímera. Una gran tormenta se aproximaba.

 

La ciudad seguía brillando con la llegada del verano. Tal vez demasiado. Como ese tipo de brillo superficial que intenta esconder una oscuridad muy honda.

 

Así se sentía Gi-hun mientras observaba el camino. In-ho conducía a su lado. A pesar de que el omega le ofreció unos días más de descanso para recuperarse de la desastrosa noche anterior, el guardaespaldas se negó.

 

—Me volveré una paloma si paso otra mañana más en el parque alimentándolas. Creo que ya todas me reconocen como su amo —dijo mientras se abrochaba la corbata.

 

Y ahora estaba ahí, de nuevo al servicio. Ya no lucía hogareño. En ese traje, volvía a ser un enigma. Gi-hun lo observó por un momento.

Había algo en él... algo que lo atraía con la fuerza con la que la gravedad lo ancla al mundo.

No sabía qué era, ni de dónde nacía. Pero todo su cuerpo lo gritaba.

 

Entonces, un pensamiento surgió, suave, casi como una brisa...

 

"¿Y si me gusta?"

 

Esa sola pregunta lo descompensó. Lo desarmó.

Y con ella, vino otra más oscura. Un nombre.

 

Sang-woo.

 

Esa misma mañana, mientras In-ho se duchaba, Gi-hun había revisado su celular, que milagrosamente seguía en uno de los bolsillos de su pantalón.

 

Estaba lleno de notificaciones. Y la mayoría... eran de Sang-woo.

 

10:33 p.m.

 

Gi-hun. Hablemos, por favor. Déjame explicarte.

 

10:56 p.m.

 

Fue un error. Él me sedujo. Por favor. Perdóname.

 

12:30 a.m.

 

¿Dónde estás? ¿Por qué no contestas?

¿Estás con alguien?

 

 

 

Y así... docenas de mensajes más. También había uno de su representante. Le hablaba de un video que se había hecho viral.

 

Cuando lo abrió, Gi-hun vio una grabación de él discutiendo con Sang-woo en la calle. La conversación sobre la infidelidad. Era tendencia.

 

Aunque en ese momento las redes estaban de su lado, lo último que quería era que su vida se convirtiera en una telenovela nacional.

 

Todo era un desastre.

Todo se había vuelto un espectáculo del que media Corea estaba hablando.

Quería desaparecer, cambiarse el nombre, fugarse con su hija a otro país.

 

Pero eso era imposible.

Ya no era solo el bello actor de K-dramas...

Ahora era también el Cornudo 3000.

 

 

Cuando llegaron a casa, Gi-hun se topó con la cruda realidad: un enjambre de periodistas se agolpaba en la entrada, todos hambrientos por ser los primeros en arrancarle una declaración sobre el escándalo que había protagonizado la noche anterior con su esposo. Hasta entonces, habían sido "la pareja perfecta".

 

Los flashes lo cegaron. Voces cruzadas lo aturdían, todas hablaban al mismo tiempo, como una masa que devoraba su silencio. In-ho apenas logró abrirse paso entre la multitud cuando el portón se abrió. Ninguno de los dos dijo una palabra.

 

En la cochera, los nervios de Gi-hun se dispararon. Sabía que no podía postergar más lo inevitable. Temía lo que vendría, temía el dolor, el vacío, la pérdida. Pero también sentía una furia silente que lo mantenía en pie.

 

Cuando In-ho estacionó el coche, lo apagó y se quedó inmóvil unos segundos antes de hablar:

 

—¿Estás seguro de que quieres entrar ahí?

 

Su tono era sereno, pero en el fondo escondía una preocupación evidente.

 

Gi-hun lo miró y suspiró.

 

—Sí. Estoy seguro.

 

In-ho asintió y se quitó el cinturón. Pero Gi-hun volvió a llamarlo:

 

—In-ho...

 

Ese nombre, pronunciado de esa forma, lo hizo temblar por dentro. In-ho giró el rostro hacia él.

 

—Gracias por todo. Me alegra que ahora seamos amigos.

 

—A mí también —respondió In-ho con sinceridad.

 

Ambos salieron del coche. In-ho con el corazón apaciguado, y Gi-hun con el suyo latiendo desbocado, preparándose para enfrentar lo que viniera.

 

Apenas cruzaron la puerta, lo primero que vio Gi-hun fue a la señora Kim limpiando un florero en el vestíbulo. No perdió tiempo y preguntó por su hija. Lo demás podía esperar. En ese momento, lo único que le importaba era que Eunie no saliera afectada por todo el desastre.

 

—Buenos días, señora Kim —la saludó—. ¿Dónde está Eunie?

 

—Buen día, señor. Está con sus abuelas. Ambas vinieron esta mañana por ella. Dijeron que la llevarían a pasear y la alejarían de todo este escándalo.

 

Gi-hun asintió, aliviado. Confiaba en su madre y su suegra. Sabía que protegerían a su hija como si el mundo se estuviera cayendo.

 

La casa estaba en completo silencio.

 

—Iré a darme un baño. Bajo en un momento —le dijo a In-ho.

 

Él solo asintió, con esa expresión estoica que ya era habitual.

 

Pero cuando Gi-hun estaba a la mitad de las escaleras, una figura emergió en la parte alta. Su esposo acababa de salir de la habitación.

 

—Gi-hun... —lo llamó.

 

Y en ese instante, todo se le vino encima. El dolor, la ira, la vergüenza, el vacío. Todo en un solo golpe. Sintió el impulso de llorar, pero se contuvo. Subió las escaleras con prisa, pasando a su lado sin siquiera mirarlo, como si no existiera.

 

—Gi-hun... ¡Gi-hun, por favor! —insistió la voz detrás de él.

 

Lo siguió por el pasillo, pero Gi-hun solo apresuró el paso hasta encerrarse en la habitación.

 

—Gi-hun, abre la puerta —suplicó desde el otro lado.

 

Pero él no respondió. Las lágrimas ya corrían por su rostro. Tenía un nudo en la garganta que le impedía hablar. El dolor lo abrazó de nuevo, con fuerza. Ardía como la primera vez. Y por un momento, deseó desaparecer. Deseó que nada de eso fuera real.

 

—Ábreme para que podamos hablar —insistió Sang-woo.

 

Pero Gi-hun no abrió. Se quedó sentado en el suelo, detrás de la puerta. Llorando en silencio.

 

Y de repente, del otro lado, se escuchó el sonido de un celular vibrando.

 

—¿Sí? —contestó su esposo— Iré enseguida.

 

Colgó. Por un instante, el silencio lo llenó todo.

 

—Hablaremos de esto luego. No creas que vas a escaparte de mí.

 

Y entonces, los pasos alejándose.

Se había ido.

Lo había dejado ahí.

 

Y estaba bien así.

Porque cuando lo vio —cuando vio su rostro, ese que había amado toda su vida y que ahora estaba cubierto por la sombra de una traición— supo que no estaba listo para enfrentar la realidad.

 

 

 

 

 

En el piso de abajo, In-ho había escuchado todo.

Ocultaba bajo su mirada estoica el nudo en la garganta que le provocaba presenciar ese drama.

Quería ir y entrometerse.

Quería abrazar a Gi-hun.

Consolarlo.

Incluso si el motivo de su llanto era otro. No le importaba.

Solo quería que su sol volviera a brillar.

 

De pronto, Bibi apareció con la cola entre las patas y se paseó sobre sus pies, claramente inquieto por la tensión emocional que se respiraba en el aire.

 

In-ho se agachó y lo acarició. El perro movió la cola, feliz, como dos alfas reconociéndose en medio de la tormenta.

 

—Sí, yo tampoco sé qué hacer —le dijo al labrador.

 

Se levantó rápidamente al escuchar pasos bajando las escaleras. Por un momento pensó que era Gi-hun.

Pero no.

Era otra silueta.

 

La de Sang-woo.

 

In-ho apretó las manos dentro de los bolsillos, conteniendo el impulso de golpearlo.

Sang-woo se sorprendió al verlo ahí.

Y en su mirada apareció la desconfianza. Como si empezara a maquinar escenarios.

 

—Señor Hwang... —dijo mientras descendía los últimos escalones.

 

—Buen día, señor —respondió él, con una cortesía calculada.

 

Sang-woo se acercó, cauteloso, escaneando su rostro, buscando rastros de algo. Culpabilidad, tal vez.

Pero In-ho era una hoja en blanco.

 

—¿Qué lo trae por aquí tan temprano?

 

—Vine a traer a casa al señor Seong —respondió con naturalidad.

 

—Ah... —Sang-woo entrecerró los ojos, juzgando— ¿Te dijo dónde estuvo anoche?

 

In-ho guardó silencio unos segundos. Pensó en si debía decir la verdad.

Al final, no había pasado nada entre ellos.

Aunque hubiera deseado que sí.

Solo para poder restregárselo en la cara: que en una noche él fue más hombre de lo que Sang-woo había sido en años.

 

—Estuvo conmigo —respondió al fin— Lo llevé a mi departamento.

 

Sang-woo frunció el ceño. No sabía si lo decía con descaro o con inocencia. Luego su rostro volvió a suavizarse.

Recordó, quizás, que no tenía ningún derecho de reclamar.

 

Aun así, fingiendo desinterés, preguntó:

 

—¿Y... pasó algo entre ustedes dos?

 

In-ho dudó. Pero luego dijo lo que sabía que Gi-hun querría que dijera.

 

—No pasó nada. El señor Seong solo no quería no estar en casa, y yo lo acogí en la mía.

 

Sang-woo seguía dudoso. Como si esa respuesta no fuera suficiente.

Pero no tenía pruebas para contradecirlo. Así que simplemente asintió y le tocó el hombro.

 

—Gracias por cuidarlo.

 

—Ese es mi trabajo, señor —respondió In-ho, frío.

 

El empresario caminó hacia la salida.

Y lo último que In-ho alcanzó a ver fue su silueta subiendo a un auto negro. 

 

In-ho solo se quedó parado. Sin saber qué hacer, ni a donde ir. Se sintió como un mueble más del enorme hogar.

 

 

Ese día, el silencio era un fantasma que todos en la casa podían ver.

 

In-ho no hizo mucho durante el día.

Gi-hun no salió de su habitación. Pensó varias veces en ir a preguntarle si estaba bien, pero decidió darle su espacio. Sabía que quizá lo último que él necesitaba en ese momento era que alguien le hablara. Eunie tampoco estaba, haciendo sus chistes habituales y sonriendo con su papá mientras paseaban por el jardín.

Ahí fue cuando In-ho se dio cuenta de que quienes realmente le daban vida a la casa eran ellos dos.

 

Hizo tareas simples: ayudó al jardinero a reparar una manguera descompuesta, sacó a Bibi a pasear. Cada vez que se acercaba a la reja de la entrada, se escuchaba el clic de una cámara y alguien le preguntaba algo sobre el escándalo. Los ignoró.

 

Gi-hun, por su parte, había pasado toda la tarde bajo el agua de la bañera, intentando limpiar su dolor como si fuera suciedad. Pero no funcionó. Solo permaneció allí, mirando el techo, pensando en nada. No se dio cuenta del paso del tiempo hasta que sus dedos estaban tan arrugados como pasas, por la prolongada exposición al agua caliente. Salió de la ducha con pesadez y se puso ropa cómoda.

No sabía realmente qué hacer. No tenía ganas de salir, pero tampoco quería seguir encerrado.

 

Aun así, no se dejó derrumbar. Su hija necesitaba que él fuera fuerte. Seguramente Eunie ya sospechaba lo que estaba por pasar.

Su pobre niña, que apenas estaba comenzando a florecer, tendría que enfrentarse a una amarga noticia. Él debía estar presente para explicárselo, para hablar con ella.

 

Tomó el teléfono y marcó el número de su madre. Tardó unos segundos en responder.

 

—¿Gi-hun? —contestó una voz mayor.

 

—Mamá... —murmuró él— ¿Cómo está Eunie?

 

—Está bien. La llevamos a comer y a jugar Gonggi con las niñas del vecindario.

 

—¿Ella sabe algo?

 

—Creo que sí —respondió sin suavizar la voz— La mamá de Sang-woo la vio abriendo el video. Pero cuando notó que ella la observaba, lo cerró de inmediato. No quiso hablar.

 

Gi-hun suspiró.

 

—Entiendo... Bien. Gracias por cuidarla. Tráela a casa lo más pronto que puedas.

 

Y colgó.

 

Bajó las escaleras con el alma arrastrándose. Vio a In-ho salir de la cocina con una charola de comida. Probablemente se la llevaba a su cuarto. Gi-hun se acercó sin decir nada.

 

—Iba a llevártela —dijo In-ho, con un tono cálido.

 

—No hace falta... —respondió Gi-hun, con la voz quebrada.

 

In-ho asintió y le dio la charola a la señora Kim, que se la llevó de inmediato. Gi-hun, sin mirar a nadie, se sentó en el sofá de la sala. Se limitó a observar la gran ventana que daba hacia el jardín. In-ho se acercó con pasos vacilantes.

 

—¿Necesitas algo más? —le preguntó.

 

El omega levantó la vista y lo vio ahí, de pie, visiblemente preocupado.

 

"Un abrazo tuyo... eso es lo que necesito", pensó. Pero alejó rápidamente ese pensamiento.

 

—Todo bien. Ve a casa.

 

—Mi turno no ha terminado. Me quedaré aquí si me necesitas.

 

Lo dijo con seguridad.

Gi-hun sintió un calor en el pecho, justo donde había tanto vacío. Pero no fue suficiente como para hacerlo sonreír.

 

Giró la cabeza hacia la ventana y simplemente observó cómo el sol se ocultaba.

 

 

Cuando la noche cayó, su hija regresó a casa.

Gi-hun, al escucharla entrar, se levantó rápidamente del sillón y fue hacia donde estaba.

 

—Mi cielo... —la llamó con dulzura.

 

Pero la niña no lo miró siquiera. Salió disparada hacia su habitación.

 

—Hola, papá —respondió al pasar junto a él, caminando con rapidez—. Voy a mi habitación. Vamos, Bibi.

 

El enorme perro rubio se levantó de donde estaba echado y la siguió. Ambos se perdieron en las escaleras.

 

Gi-hun no supo qué sentir. Miró a In-ho, que estaba sentado en la mesa de la cocina, comiendo.

Se cruzaron las miradas, pero el omega apartó la vista y subió las escaleras, tratando de averiguar qué le pasaba a su pequeña.

 

Cuando llegó a su habitación, tocó la puerta pero nadie respondió. Así que abrió la puerta lentamente esperando que su hija adolescente no le lanzara alguna almohada o algo peor por invadir su privacidad. La encontró acostada de espaldas.

Bibi estaba a su lado, consolándola tanto como su presencia perruna podía hacerlo. Cuando Bibi lo vio entrar, alzó la cabeza y agitó su cola. Como si tratara de avisarle a Eunie lo que era obvio.

 

—No quiero hablar con nadie — Dijo sin voltearlo a ver. 

 

—No vine a hablar — Respondió — Solo vine a visitarte.

 

Gi-hun se recostó a su lado. Eunie se volteó y le dio la cara. Tenía sus bellos y grandes ojos cubiertos de lágrimas. 

 

—Mi bello ángel...—Susurró — ¿Qué pasa? 

 

Le acarició la mejilla con cuidado, como si temiera romperla más. Le limpió las lágrimas que corrían por su rostro como pequeñas cascadas de dolor.

 

Eunie tragó saliva, conteniéndose. Le temblaba la barbilla, pero no quería llorar delante de él.

 

—No es justo... —susurró— ¿Por qué lo hizo? 

 

Gi-hun la abrazó, sin decir una palabra. Porque realmente, él se hacía la misma pregunta.

 

¿Por qué lo había hecho? 

 

—Así que lo sabes... — Respondió cuando la tenía en sus brazos, recordando cuando era una bebé. 

 

—Todo el mundo lo sabe — sollozó — Todos vieron el video. Mis amigos dicen que mi papá es un mentiroso. 

 

—Eunie...

 

—¡Y es verdad! — Estalló, su llanto transformándose en rabia contenida — ¡Es un mentiroso y un cobarde! ¡Te lastimó a ti! 

 

Gi-hun cerró los ojos con fuerza.

No sabía qué le dolía más: las palabras de su hija o la certeza de que eran ciertas.

 

—Yo... —intentó decir algo, pero su voz se quebró.

 

Eunie se separó un poco, apenas unos centímetros, para mirarlo a los ojos. Los suyos estaban húmedos, cargados de una verdad que pesaba demasiado para alguien de su edad.

 

—¿Y tú por qué no te vas? ¿Por qué no lo dejas?

 

La pregunta le cayó como una piedra en el pecho.

No era una simple pregunta. Era una súplica, un reclamo, una desesperación disfrazada de lógica.

 

—No es tan fácil... —murmuró.

 

—¡Sí lo es! —gritó, entre lágrimas— ¡Él no te quiere! Si te quisiera no te habría hecho esto. ¡Tú siempre haces todo por nosotros y él... él solo piensa en sí mismo!

 

Gi-hun sintió una grieta abrirse en su interior.

La estaba viendo crecer justo frente a él. Ya no era una niña.

Y lo más duro era que, aunque quisiera protegerla del dolor, ya lo estaba cargando con él.

 

—No hables así de él... —susurró—. Sigue siendo tu papá, Eunie. Y te ama.

 

Intentó calmarla acariciando su largo cabello negro.

Ese cabello era lo único que le recordaba al hombre que lo había traicionado. Una melena azabache, idéntica a la suya.

 

—Pero él te lastimó, papá... —sollozó—. A mi persona favorita...

 

Gi-hun volvió a abrazarla. Lamentaba su dolor tanto como el propio.

La acobijó contra su pecho, esperando que al menos eso le diera algo de consuelo.

Su mundo se estaba cayendo a pedazos, pero su pequeña siempre iría antes que cualquier otra cosa.

Sang-woo se había ido. Lo había traicionado. Le había roto el corazón.

Pero le había dejado el regalo más hermoso que podría haberle dado: una hija.

 

—¿Tú estás bien? —preguntó Eunie, con voz queda.

 

—No... —respondió con sinceridad— Pero lo estaré pronto.

 

Lo prometo.

 

 

 

 

Esa noche, después de dejar a su hija descansar y procesar todo lo ocurrido, Gi-hun se dirigió a la biblioteca. Se sentó junto al fuego de la chimenea, esperando a que Sang-woo llegara. Sabía que ese era uno de sus lugares favoritos.

 

Nunca entendió qué encontraba de especial en los libros viejos y el olor a madera envejecida. Tal vez amaba ese espacio tanto como él amaba el jardín y su aroma a flores frescas.

 

Siempre fueron así: tan distintos.

Él era una canción bajo la luz del día, y Sang-woo, el silencio profundo de la noche.

 

Una silueta apareció en el marco de la puerta, pero no era el hombre que esperaba.

Era In-ho, con esa aura apacible y casual que siempre parecía esconder secretos detrás. Secretos que Gi-hun moría por conocer.

 

Se detuvo frente a él. La luz del fuego iluminaba su rostro, dándole una apariencia casi mística. Bellamente irreal.

 

—Quizá ya te he molestado demasiado con esta pregunta, pero... ¿estás bien?

 

Gi-hun parpadeó. No, no lo estaba.

Pero aún así, quiso conservar algo de dignidad.

 

—Sí. Todo está bien —respondió con calma—. Ahora sí deberías ir a casa. Ya es tarde.

 

In-ho lo miró con una expresión que decía más de lo que sus labios podrían haber dicho. Sabía que no era verdad, pero tampoco encontró las palabras para desafiarlo. Abrió la boca, dudó... y al final, solo hizo una leve reverencia antes de retirarse.

 

Gi-hun escuchó sus pasos alejarse, perdiéndose en el silencio de la noche.

Y por un instante, se permitió preguntarse si un hombre como In-ho le habría hecho lo que Sang-woo le hizo.

Probablemente no.

Era demasiado bueno para ser real.

Aunque, en su momento, Sang-woo también lo fue.

 

Un príncipe que lo rescató del caos.

 

 

Finalmente, con el pasar del tiempo, Gi-hun ya no supo distinguir si habían transcurrido horas o minutos.

Estuvo tanto tiempo perdido en sus pensamientos que fue el sonido de unos pasos lo que lo sacó de su trance.

 

La sombra se acercaba lentamente por el pasillo... hasta volverse cuerpo.

Y entonces lo vio. Cara a cara con el dueño de su dolor.

 

Sang-woo avanzó con paso lento hacia el centro de la biblioteca, donde Gi-hun lo esperaba. Parecía dudar, como si anticipara un golpe, un reclamo, una furia contenida.

Pero no hubo nada. Solo silencio.

 

Llevaba la corbata desajustada y el cabello alborotado, como si incluso alguien tan frío como él... pudiera sentir algo parecido al arrepentimiento.

 

—No esperaba encontrarte aquí —dijo al quitarse el saco, dejándolo sobre una silla de roble.

 

—Yo sí —respondió Gi-hun, sin apartar la vista del fuego.

Un fuego tan parecido al que ardía en su interior, quemando lo poco que quedaba de su felicidad hasta hacerla cenizas.

 

Sang-woo se sentó frente a él.

Y la batalla comenzó.

 

—Gi-hun...

 

—Ahórrate las excusas —espetó, sin mirarlo— No puedes engañarme. Sé lo que vi. Todos lo saben.

 

—Lo sé bien —murmuró Sang-woo.

 

Finalmente, Gi-hun lo encaró.

Los ojos de su esposo estaban cargados de algo... ¿culpa? ¿vergüenza? No estaba seguro. Pero se parecían a los ojos de Bibi, después de hacer un desastre en el jardín: grandes, brillantes, suplicantes.

 

—¿Lo sabes? ¿Solo eso tienes que decir?

 

—¿Qué quieres que diga, Gi-hun? ¿"Perdóname"? ¿"Estoy muy arrepentido"?

 

—¿Y te arrepientes de haberlo hecho... o de que yo me haya enterado?

 

Sang-woo bajó la cabeza. Silencio otra vez.

Gi-hun tragó saliva. Finalmente soltó la pregunta que lo carcomía por dentro:

 

—Quiero saber todo —susurró con la voz rota. Las lágrimas ya no pudieron resistir— Hasta dónde llegaste... con él.

 

Sang-woo dudó. Su mirada se clavó en el suelo.

 

—Me acosté con él —dijo al fin.

 

Gi-hun cerró los ojos.

Mentira. Todo había sido una maldita mentira.

No lo amaba. Nunca lo amó.

Y aun así, aunque la verdad lo atravesaba como una daga... quiso seguir hundiéndola.

 

—¿Cuántas veces? —preguntó con un hilo de voz.

 

—Gi-hun...

 

¡Dime cuántas veces te lo cogiste! —gritó, rompiendo finalmente el frágil equilibrio del momento.

 

—Varias veces —respondió, sin alzar la vista.

 

Gi-hun se cubrió el rostro con ambas manos, como si el mundo se le viniera encima. El dolor era tan intenso que hasta la cabeza le palpitaba.

 

—¿Por qué...? —murmuró— ¿Por qué lo hiciste? ¿Hice algo mal? Dímelo.

 

Sang-woo lo miró a los ojos. Los suyos brillaban, como si una lágrima se atreviera a asomar... pero no cayó.

No dijo nada. Era como hablar con una pared. 

 

Gi-hun se levantó, harto. Caminó hacia la salida sin mirar atrás, pero se detuvo.

Quería dejar una herida. Una que ardiera. Una que le recordara que toda acción tiene consecuencias.

 

—Quiero que nos separemos un tiempo —anunció.

 

Sang-woo también se puso de pie. Esas palabras, al fin, lo sacudieron.

 

—Está bien —dijo con voz apagada—. Pero... luego volverás, ¿verdad?

 

—No lo sé —respondió con frialdad—. Tengo que pensarlo.

 

Sang-woo dio un paso hacia él. No parecía creerle. No quería creerle.

 

—¿Estás diciendo que... quieres el divorcio? ¿Hablas en serio? Después de... todos estos años.

 

—Tal vez.

 

Gi-hun se dio la vuelta. Iba a marcharse. Pero Sang-woo lo interceptó.

Lo tomó de la mano con fuerza.

Y luego, se arrodilló ante él.

Su expresión cambió por completo.

Por primera vez en mucho tiempo... se mostró vulnerable.

 

—¿Qué haces...?

 

Estaba con las rodillas sobre el suelo, sosteniéndole la mano con fuerza, como si al soltarla se fuera a desmoronar todo lo que le quedaba. Por un momento, sus labios temblaron. Sus ojos, que casi siempre eran impenetrables, se llenaron de un brillo trémulo, como si estuviera a punto de quebrarse por completo.

 

—Estoy suplicando, Gi-hun —susurró—. No sé qué más hacer. No tengo palabras bonitas ni excusas convincentes. No me queda nada más que esto... rogarte que no te vayas.

 

Gi-hun apretó la mandíbula al verlo así. Tan vulnerable, tan humano, ya no lucía como el empresario hambriento de control si no como el hombre con el que se había casado.

 

Parte de él quería abrazarlo, consolarlo, decirle que todo estaría bien... pero otra parte más grande y más cansada no podía olvidar la imagen de él con otro. La traición aún era un grito vivo en su pecho.

 

—No sabes cuánto duele —dijo en voz baja, con los ojos aún clavados en él— Yo te di todo, confié en ti. 

 

—Sí lo sé —replicó Sang-woo, su voz temblorosa— Por eso nunca me fui. Porque sabía que sin ti yo... simplemente no se quién soy. 

 

—Entonces ¿por qué lo hiciste?

 

—Porque tengo miedo —soltó, como una confesión vergonzosa— Miedo de no ser suficiente, de no poder protegerte, de que un día te despiertes y te des cuenta de que mereces algo mejor. 

 

Gi-hun tragó saliva. Sang-woo siempre había tenido miedo, pero nunca lo había admitido. Siempre era el fuerte, el firme, el que tomaba decisiones y llevaba todo sobre sus hombros. Pero ahí estaba, arrodillado, confesando que su fortaleza no era más que una armadura rota.

 

—Te necesito, Gi-hun —continuó— No soy nada sin ti. Lo eché todo a perder, lo sé... pero... no quiero perderte. Eres el único hombre al que he amado. 

 

Gi-hun lo miró. El fuego seguía ardiendo detrás de él, proyectando sombras danzantes en las paredes. En sus ojos habitaba un mar agitado de emociones: amor, rabia, tristeza, ternura... todo conviviendo en silencio, sin saber a cuál aferrarse.

 

Y aunque todo su cuerpo le suplicaba que le tuviera compasión, que al verlo así algo en su interior se ablandaba y el perdón comenzaba a parecer una opción posible, supo —en esa parte visceral e intacta de sí mismo— que no podía hacerlo. No esta vez.

 

Si tan solo se lo hubiera dicho antes. Antes del engaño. Antes de la distancia. Antes de las noches en las que se ahogó en llanto sin nadie que lo sostuviera.

Todo habría sido diferente.

Pero no lo fue.

Y ya era tarde.

 

Le soltó las manos con suavidad, como si fueran la última cosa que quedaba en pie, y se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.

 

—Si de verdad me amas —dijo, con la voz temblorosa pero firme— entonces vas a entender que necesito alejarme de ti... para poder pensar con claridad.

 

Sang-woo cerró los ojos. Asintió con lentitud. Y se levantó.

 

—Está bien —susurró— Será como tú digas... esposo.

 

Gi-hun se dio la vuelta. Su corazón, maltrecho, palpitaba con fuerza desordenada. Una parte de él gritaba que se detuviera, que iba a arrepentirse de esa decisión. Pero sus pies eligieron el camino contrario, el más difícil: el de la dignidad.

 

Corrió a su habitación y se encerró.

Y cuando se tumbó en la cama, el mundo entero se le vino abajo.

 

Y lloró. Lloró hasta secarse.

 

 

 

 

 

Chapter 10: Un reencuentro inesperado

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Había pasado una semana desde que Gi-hun —y media Corea— descubrieran la infidelidad de su esposo.

 

El país entero estaba a la espera del desenlace de aquella trágica historia, pero entre ambos solo había silencio.

Eunie pasaba el día viendo en redes sociales videos de chismes sobre lo ocurrido. Incluso había creado una cuenta falsa para comentar a favor de su papá omega.

 

Sang-woo se había marchado la mañana siguiente a la confrontación. Gi-hun estaba recostado, dándole la espalda, incapaz de mirarlo, de enfrentar el hecho de que su esposo se estaba yendo... tal vez solo por un tiempo, tal vez para siempre.

Sabía que si lo encaraba, si lo miraba a los ojos, probablemente su corazón se ablandaría... y le rogaría que se quedara.

 

La actividad laboral de In-ho se había reducido drásticamente durante esos días. Había pasado de inspeccionar perímetros a proteger manadas de adolescentes que babeaban por él.

Sin Gi-hun, tuvo que redirigir toda su atención a cuidar de Eunie, lo que implicaba acompañarla a reuniones escolares y fiestas de distracción.

El problema era que los adolescentes no sabían disimular muy bien cuando se trataba de amores platónicos. In-ho se sentía observado por un centenar de pares de ojos cada vez que cruzaba una puerta.

 

Pero más allá de eso, estaba preocupado por Gi-hun. No solo por ser su jefe, sino porque era el hombre al que amaba. Le rompía el corazón verlo sin rumbo, destrozado.

Gi-hun apenas salía de su habitación, y las pocas veces que lo hacía, sus ojos delataban un dolor tan hondo que ni siquiera él podía ocultarlo del todo.

Eunie lo notaba. No le decía nada, pero lo sabía: su papá estaba mal.

 

—Es como un zombi con el corazón roto —le dijo a In-ho mientras conducía hacia la plaza— Solo se la pasa comiendo helado y viendo películas horribles de amor.

 

—Tal vez debería darle su espacio, señorita. Un corazón roto no se repara tan fácil.

 

—Lo sé. Ya no soy una niña —respondió, mirando por la ventana—. Es solo que... lo extraño mucho.

 

In-ho sintió una punzada en el pecho. Pero no dijo nada más. Solo siguió conduciendo, sin saber bien qué hacer.

 

Una mañana, mientras desayunaba en la barra de la cocina y la señora Kim secaba unos platos, el teléfono de la cocina vibró.

In-ho se levantó rápidamente y atendió.

 

—Habla Hwang In-ho.

 

—¿Es la casa del señor Seong Gi-hun?

 

—Así es.

 

—¿Podría hablar con él? He intentado contactarlo toda la semana, pero no responde los mensajes.

 

—El señor Seong se encuentra indispuesto en este momento, pero puedo tomar su mensaje, si lo desea.

 

Un silencio en la línea.

 

—Bueno, dile que un director con el que trabajé hace poco quiere ofrecerle un papel. No sé muchos detalles, pero me dijo que lo quiere a él y a nadie más. Cree que su estilo encaja perfecto con el protagonista. Se llama Min Jun-sik. Dile que lo contacte lo antes posible, ¿sí?

 

—¿De parte de quién es el mensaje?

 

—Dile que es de... Ggongie. Él sabrá quién soy.

 

In-ho frunció el ceño.

 

Colgó. 

 

In-ho subió las escaleras con paso firme, casi apresurado. Se detuvo frente a la habitación principal y tocó la puerta, una, dos veces. Nadie respondió.

 

Con un suspiro casi imperceptible, giró el picaporte y abrió lentamente.

 

—¿Qué pasa? —murmuró una voz desde la oscuridad.

 

La habitación olía a encierro. Las cortinas gruesas no dejaban pasar la luz del sol y el aire era espeso, como si el tiempo se hubiera detenido ahí dentro. Gi-hun estaba hecho un ovillo bajo las sábanas, solo su cabello sobresalía, alborotado.

 

—Alguien quiere hablar contigo —anunció In-ho, avanzando un paso.

 

—No estoy disponible —respondió con voz apagada, dándose media vuelta en la cama, como si con eso bastara para ahuyentar al mundo.

 

In-ho no se movió. Observó la silueta hundida entre las mantas, ese cuerpo que una vez fue fuego y ahora era solo ceniza. Caminó hasta la ventana sin decir palabra y, sin avisar, abrió las cortinas de golpe.

 

La luz matutina entró como un golpe seco.

 

—¡Oye! —protestó Gi-hun, cubriéndose con las sábanas como si fueran un escudo— ¿Por qué hiciste eso?

 

—Porque es una llamada importante —dijo In-ho, cruzándose de brazos— Es para un papel.

 

—Si es otro comercial, diles que no. Que se busquen a alguien con más entusiasmo.

 

—No es un comercial —replicó In-ho— Es una película.

 

Eso sí logró que Gi-hun asomara el rostro. Se incorporó un poco, el cabello despeinado cayendo sobre su frente y las ojeras profundas marcando sus ojos, dándole una apariencia tiernamente desastrosa. Como una casa en ruinas donde aún queda algo bello.

 

—¿Una película? ¿Ahora? Estoy hecho un desastre...

 

—Justo por eso —dijo In-ho, con un dejo de ironía— Quizá eso es lo que buscan.

 

Se sentó en el borde de la cama y suavizó el tono.

 

—El director se llama Min Jun-sik. El que te llamó dijo que solo te quiere a ti. A nadie más. Cree que encajas perfecto con el protagonista.

 

El nombre fue suficiente. Gi-hun abrió más los ojos. Min Jun-sik era casi una leyenda, conocido por retratar la condición humana con crudeza y poesía. Trabajar con él no era simplemente una oportunidad: era una validación.

 

—¿Y quién llamó? —preguntó, aún incrédulo.

 

In-ho bajó la mirada por un segundo.

 

—No dejó su nombre... pero dijo que tú sabrías quién era.

 

Gi-hun frunció el ceño, confundido.

 

—¿Y cómo se identificó?

 

—Dijo que le dijera que era de parte de... Ggongie.

 

El silencio fue inmediato.

 

Los ojos de Gi-hun se abrieron, no de sorpresa sino de reconocimiento. Una sonrisa breve, suave, se dibujó en sus labios sin que pudiera evitarlo.

 

In-ho lo notó. Y le bastó con eso.

 

Un apodo. Una sonrisa. Y un mundo que no compartía con él.

 

—Ah... entonces sí sé quién es —susurró Gi-hun, como si acabara de recordar algo bonito.

 

In-ho se levantó sin decir más.

 

—Cuando termines de abrazar tus recuerdos, puedes devolverle la llamada.

 

Y salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

 

 

Pasaron varios minutos. In-ho seguía en la cocina, ayudando a la señora Kim a limpiar una estantería demasiado alta para que ella la alcanzara. No era parte de sus labores, pero le gustaba ayudar en lo que podía. Mientras pasaba el trapo por la madera, se preguntaba quién habría sido esa persona capaz de provocar en Gi-hun un cambio tan drástico: de un cuadro depresivo a una sonrisa luminosa. Quizá lo sabría si en algún momento aceptaba el papel, pero hasta ahora no había ninguna certeza.

 

Después de una hora, In-ho se rindió. Pensó que quizá Gi-hun se había desanimado de nuevo, y que la ilusión de un nuevo proyecto no había sido suficiente para sacarlo de su escondite. Asumió que se había recostado otra vez en la cama, derrotado por la rutina de su propio dolor. Pero justo entonces, apareció.

 

Estaba recién duchado. El cabello mojado le caía en mechones como olas oscuras sobre la frente. Vestía un pantalón blanco ajustado y una camisa azul marino bien fajada con un cinturón marrón. In-ho lo observó en silencio durante unos segundos. Fue como recibir una ráfaga directa al pecho. Su belleza le golpeaba de nuevo, sin aviso ni permiso. Y con ella, su corazón volvió a agitarse.

 

—Buen día —dijo Gi-hun al bajar las escaleras.

 

—Buenos días —respondió In-ho, disimulando su sobresalto—. Veo que ya tienes más ánimos.

 

—Eso creo —susurró, sin mucha convicción.

 

Se miraron un instante. El aire se volvió denso, cargado de una tensión que ninguno supo nombrar.

 

—¿A dónde iremos? —preguntó In-ho, rompiendo el momento.

 

—A Sangamsan-ro —contestó Gi-hun, revisando su celular— Iremos a la lectura del guion.

 

In-ho sonrió. Ahí estaba de nuevo: el actor apasionado, no el esposo roto. Esperaba que, al menos, este proyecto aliviara un poco el peso emocional que cargaba. Aunque en el fondo, no podía quitarse de la cabeza la misma pregunta: ¿Quién era la persona que lo había llamado con tanta insistencia?

 

 

 

CJ ENM Center se alzaba como una estructura de vidrio y acero frente a la colina de Sangam. Era un edificio moderno, con líneas limpias y ventanales gigantes que dejaban pasar la luz del mediodía, como si todo lo que ocurriera dentro mereciera ser visto.

 

Apenas salieron del estacionamiento, una oleada de periodistas apareció como si hubieran estado al acecho. Rodearon a Gi-hun cerca de la entrada, ansiosos por escuchar la verdad. Para ese entonces, ni Sang-woo ni él habían dado declaraciones sobre el escandaloso video viral.

Las preguntas llovieron sin compasión, como si su dolor fuera un espectáculo más.

 

—¿Qué opina de la infidelidad de su marido?

—¿Fue cierto?

—¿Van a divorciarse?

 

Gi-hun no respondió. Solo levantó la mano en un gesto breve, diplomático. No estaba listo para hablar... y ni siquiera sabía si podría hacerlo sin quebrarse. Tampoco tenía claro qué iba a pasar con su vida.

 

In-ho se mantuvo a su lado, protegiéndolo como un escudo humano. Le tomó del brazo con firmeza para abrirle paso entre la multitud. Cuando por fin cruzaron las puertas de cristal, el bullicio quedó atrás, apagado como una pesadilla.

 

El lobby era amplio y lujoso, decorado con muebles de piel y detalles minimalistas. El ambiente olía a madera pulida y café caro. Una recepcionista se les acercó con una sonrisa profesional.

 

—Señor Seong, sígame por aquí.

 

Caminaron por largos pasillos con pisos de mármol brilloso. Las pisadas resonaban como ecos en el silencio.

 

Llegaron a una sala con una gran puerta roja que se abría de par en par. Desde dentro se oía un murmullo suave, voces conocidas del gremio, risas y hojas siendo hojeadas. Pero justo cuando estaban por entrar, alguien más apareció por el pasillo.

 

Venía caminando con paso relajado, acompañado solo de su sonrisa. Alto, impecable, con una presencia que parecía llenar el aire de un perfume invisible pero reconocible. In-ho no estaba familiarizado con él personalmente, pero no había forma de no reconocerlo: Gong Yoo, el famoso actor de dramas coreanos.

 

¡Seong Gi-hun! —exclamó el actor, con los brazos abiertos y una expresión auténtica de felicidad— ¡Dichosos mis ojos al verte!

 

Gi-hun sonrió ampliamente, sorprendido pero claramente complacido. Dio un par de pasos rápidos hacia él y lo abrazó sin pensarlo dos veces.

 

Ggongie... —susurró con un tono que hizo eco dentro de In-ho, como una nota disonante que había estado ignorando hasta ese momento.

 

Y entonces todo tuvo sentido. El apodo. La insistencia. La sonrisa que no le había visto en días. In-ho se sintió tonto por no haberlo relacionado antes. Ggongie... Gong Yoo. El hombre que había llamado. El motivo por el que Gi-hun volvió a sonreír.

 

—¿Y tú debes ser In-ho? —dijo Gong Yoo al separarse de Gi-hun, dirigiéndose hacia él con una mirada sagaz, midiendo cada expresión como quien lee entre líneas—. Por fin nos conocemos. Aunque claro... ya te conozco. ¡Eres más famoso que yo últimamente!

 

Soltó una carcajada traviesa, con ese tono atrevido que parecía burlarse del mundo entero sin perder encanto.

 

—La manzana de la discordia, ¿no?

 

—No digas eso —le advirtió Gi-hun con una mezcla de incomodidad y cariño. Lo miró con una ceja alzada, pero sin verdadera molestia.

 

—¿Qué? Solo digo lo que todos piensan. Pero bueno, ya tendremos que ponernos al día, Gi-hun. Hay muchas cosas que me debes contar... con lujo de detalles —añadió, enfatizando con un guiño.

 

In-ho no dijo nada. Solo lo miraba. Y lo olía. No de forma literal, sino con esa sensibilidad que su tipo presentaba. El aroma de Yoo era dulce, embriagador, con un dejo a vino caro, pero también tenía esa nota particular, esa nota amarga que solo los que eran como él tenían. Estaba seguro: era un alfa.

 

El estómago de In-ho se contrajo. Un vacío se le formó entre las costillas, el mismo que sentía cuando veía a Gi-hun con Sang-woo, pero esta vez era distinto... peor. Porque Sang-woo era como un cactus: espinoso, distante, incapaz de expresar afecto de forma abierta. Pero este hombre frente a él no era así. Este hombre adoraba a Gi-hun genuinamente, y no lo ocultaba.

 

In-ho tragó saliva, sin dejar de observar cómo Gi-hun reía con él, con esa comodidad que no había visto en días. Un pensamiento cruzó fugaz por su mente, pero prefirió enterrarlo. Apretó los labios y desvió la mirada, justo cuando la asistente los llamaba para entrar a la sala.

 

 

 

In-ho esperaba afuera, sentado en uno de los sofás de piel que adornaban el pasillo. A su lado, una pequeña mesa con revistas y una máquina de café que soltaba vapor como si susurrara secretos. Gi-hun le había dicho antes de entrar que podía ir por un café, o dar un paseo si quería. Pero él no quería. No podía.

 

Tenía que estar ahí. Tenía que verlo salir... con él. Con Yoo.

 

La puerta roja seguía cerrada, pero en su cabeza ya se abría una y otra vez. Imaginaba los asientos, las sonrisas, los roces de hombro al compartir un guion. ¿Se habría sentado a su lado? ¿Estaban riendo? ¿Se habrían abrazado otra vez? Los pensamientos lo carcomían como hormigas hambrientas, pequeñas pero constantes, arrastrándose entre cada grieta de su cordura.

 

"¿Qué clase de relación habían tenido...?"

se preguntó.

¿Amistosa? ¿Íntima?

 

Recordó las palabras del niño rico al que había cuidado antes de Gi-hun, ese mocoso arrogante que creía que el mundo le pertenecía solo por tener un apellido con más sílabas que conciencia:

 

Mínimo Gong Yoo le debe mandar flores con feromonas cada semana —se había burlado una vez.

 

Apretó los dientes. Sintió los músculos de la mandíbula tensarse como cuerdas de violín.

Estaba celoso. No podía negarlo. Y sin embargo, intentó racionalizarlo.

Gi-hun no era así.

Él no era como Sang-woo.

 

Gi-hun había quedado destrozado después de la traición de su esposo. Aún se tambaleaba en medio del naufragio de ese amor que nunca terminó de salvarlo.

No... no era capaz de algo así. No una aventura, no una traición.

Ese pensamiento le dio algo de paz. Pero no era suficiente.

 

Conocía los límites de Gi-hun.

Lo que no conocía eran los del otro hombre.

 

Y sabía, como si lo hubiera vivido en otra vida, que los alfas como él eran expertos en desayunar omegas con el corazón roto.

Sabían exactamente qué decir, cómo mirarlos, qué tono usar para acariciarles el alma con palabras.

Sabían envolverlos en atención, en deseo, en chistes, en carisma.

Sabían hacerlos sentir amados... hasta que por fin los arrastraban por debajo de las sábanas.

 

In-ho quería entrar.

Quería interrumpir esa lectura, esa complicidad, esa química.

Quería estar entre ellos dos como una piedra en el zapato, un obstáculo, un recordatorio de que Gi-hun no estaba solo.

Pero no podía.

No tenía derecho.

Gi-hun no era suyo.

Quizá nunca lo sería.

 

Y aún así... su única prioridad no debía ser él, ni sus celos, ni su incomodidad.

Lo único que importaba, lo único que realmente dolía, era que Gi-hun se sintiera bien.

 

Después de todo lo que Sang-woo le había hecho.

 

Después de quizá un par de horas, las puertas de la sala finalmente se abrieron. Algunas personas salieron primero, hablando entre ellas con desinterés, pero ninguno de ellos era la persona que In-ho esperaba.

 

Entonces lo vio. Gi-hun apareció en el umbral, acompañado.

 

Con él.

 

Con la viva representación del príncipe encantador.

 

Gi-hun reía. Su sonrisa era tan ligera y brillante como hacía tiempo no lo era. Volteó a ver a In-ho al fondo del pasillo y le regaló una de esas miradas que eran casi un puente tendido entre ellos. Una mirada de "ya te cuento", de "todo va bien". In-ho captó la señal y se puso de pie, siguiéndolos a cierta distancia.

 

No podía escuchar lo que hablaban, pero no le hacía falta. La forma en la que se miraban, las pequeñas sonrisas compartidas, los gestos suaves... hablaban más fuerte que cualquier palabra. Había una complicidad, como si ese primer encuentro hubiera sido solo una continuación de algo que ya estaba empezado.

 

El elevador llegó. Los tres entraron. El silencio repentino dentro de la caja metálica fue demoledor.

 

Los olores se mezclaron en el aire cerrado: el aroma cálido de Gi-hun, con ese fondo familiar que para In-ho era hogar. El olor de Yoo, tan limpio, tan imponente, con esas feromonas perfectamente equilibradas que hablaban de seguridad, atracción y poder. Juntos, creaban una armonía molesta. Demasiado perfecta.

 

In-ho se mantuvo al fondo, como si fuera una figura decorativa. No era su intención entrometerse, pero tampoco podía no estar.

 

Y entonces lo vio. Yoo no miraba al frente. Ni al suelo. Ni al número del piso. Miraba a Gi-hun. No como se mira a un colega. No como se mira a un viejo amigo. Lo miraba con hambre. Con deseo. Con esa forma sigilosa en que los alfas observan a un omega que les interesa, midiendo cada respiración, cada gesto vulnerable.

 

El estómago de In-ho se tensó.

 

Cuando llegaron al jardín interno del edificio, la conversación volvió a fluir entre ellos. Rieron, se sentaron juntos en una banca bajo la sombra de unos arbustos altos y bien cuidados. Gi-hun parecía cómodo. Tranquilo. Lo que más dolía era eso: verlo bien... pero no con él.

 

In-ho no se dio cuenta de que se había acercado tanto. Su necesidad de proteger se había confundido con una urgencia personal, casi emocional, por estar cerca.

 

Y entonces los dos se giraron a mirarlo, interrumpiendo su momento.

 

Gi-hun alzó una ceja, confundido. Yoo no dijo nada, pero también lo observó. Como si por fin notaran que esa sombra silenciosa tenía forma humana.

 

—Estaré cerca —dijo In-ho, fingiendo neutralidad. Fingiendo que no era un error.

 

Y se alejó algunos pasos. Solo los suficientes.

 

Ahora solo los observaba desde la distancia. Con las manos cerradas en puños. Fingiendo que todo estaba bajo control. Aunque dentro de él, nada lo estaba.

 

En aquella banca, el sol invadía los poros del omega como una medicina que lo devolvía a la vida, al menos por un instante. El viento mecía su cabello con dulzura, susurrándole que aún estaba vivo, que el mundo seguía girando y que, de algún modo, lo esperaba ahí fuera.

 

Yoo —o como él solía llamarle, Ggongi— se quedó un segundo más observando la figura de In-ho, quien ya se había alejado lo suficiente como para darles privacidad, pero también lo bastante cerca como para no desaparecer del todo.

 

Cuando Yoo volvió a fijar su atención en él, lo hizo con una media sonrisa traviesa.

 

—Parece que alguien quiere marcar territorio.

 

Gi-hun sonrió, bajando la mirada al suelo antes de devolvérsela.

 

—No es eso. Solo hace bien su trabajo —murmuró.

 

Yoo se encogió de hombros.

 

—Solo bromeaba. Sé que le eres devoto a tu frío esposo.

 

Gi-hun desvió la mirada, más seria esta vez.

 

—Y de mucho me sirvió eso.

 

Un breve silencio los envolvió.

Yoo arqueó una ceja, sin perder el tono juguetón.

 

—Parece que toqué una fibra sensible.

 

Gi-hun soltó una risa breve, sin humor.

 

—No finjas que no lo hiciste a propósito. Querías que te contara.

 

Yoo sonrió con coquetería.

 

—Me conoces bien.

 

Y entonces, Gi-hun le contó. No todos los detalles, solo lo justo. Los momentos suficientes como para que se entendiera la magnitud, pero sin abrir las heridas del todo. Hablaba con esa voz que se quiebra solo al final de las frases, la de quien quiere aparentar fortaleza pero aún no sabe si la tiene.

 

Conocía a Yoo desde hacía años, desde que su carrera apenas comenzaba a tomar forma. Yoo ya era reconocido, mientras él seguía siendo solo una promesa. Coincidieron en un proyecto donde compartieron pantalla y muchas conversaciones en los camerinos. Recuerda, en particular, aquella noche en la que salían del set y las luces comenzaban a apagarse. Yoo se detuvo y, con esa honestidad desarmante que a veces tenía, se lo dijo:

 

—Estoy enamorado de ti. Desde el primer momento que te vi. Es una pena que no nos hayamos conocido antes... Antes de que te casaras. Quizá habría intentado impedir esa boda.

 

Luego, con un tono más bajo, añadió:

 

—Sé que nunca me vas a corresponder. Solo quería decírtelo para liberarme. Aunque... si quieres, puedo ser tu novio secreto. No me importaría compartirte con otro…

 

Gi-hun se rio, halagado y sorprendido. Le agradeció, y amablemente rechazó la oferta. Desde entonces, Yoo nunca volvió a mencionar el tema. Siguieron siendo amigos, aunque tenían que hablar a escondidas. Sang-woo nunca aprobó que tuviera amigos alfa.

 

Ahora, años después, tras haberlo escuchado todo, Yoo suspiró con pesar.

 

—Lo siento, de verdad. Siempre supe que ese tipo era un idiota. Nunca supo lo que tenía contigo.

 

Gi-hun suspiró y dijo con amargura:

 

—Parece que todo el mundo lo sabía menos yo.

 

Yoo lo miró con calma y respondió:

 

—Así funciona el amor. A veces necesitamos volvernos ciegos para mantenerlo.

Se hizo un breve silencio entre ambos, como si las palabras se hubieran agotado.

Entonces, Yoo preguntó con seriedad:

 

—¿Y ahora qué vas a hacer?

 

Gi-hun bajó la mirada:

 

—No lo sé. Estoy tan confundido que ni siquiera puedo pensar en el futuro.

 

Yoo asintió lentamente.

 

—Haz lo que sea mejor para ti. Ninguna de las dos decisiones va a ser fácil. Pero si fuera yo... jamás volvería con Sang-woo. Nunca.

 

Gi-hun lo miró, en silencio. Sin saber qué decir, ya que por dentro sabía que eso era justo lo que debía hacer. Huir de él y jamás volver.

 

—Aunque claro —agregó Yoo, con una sonrisa suave— Yo no soy tú. Tú eres diferente...

 

El celular de Yoo vibró con una notificación. Revisó rápidamente la pantalla y se levantó.

 

—Tengo que irme. Compromiso familiar.

 

Gi-hun se levantó también.

 

—Me alegra que ahora nos vayamos a ver seguido...

 

Yoo alzó una ceja.

 

—¿De verdad vas a aceptar el proyecto?

 

Gi-hun asintió.

 

—Por supuesto que sí, ¿Con quién crees que hablas?

 

Ambos se abrazaron. Antes de separarse, Yoo susurró cerca de su oído con un tono juguetón:

 

Yo nunca te habría hecho esto... sabes.

 

Gi-hun sonrió y le dio un leve golpe en el hombro.

 

—Solo en tus sueños.

 

Yoo soltó una carcajada mientras se alejaba. Gi-hun lo observó en silencio hasta que desapareció de su vista.

 

Entonces, In-ho se acercó por fin.

 

—¿Nos vamos a casa?

 

Gi-hun asintió, con una pequeña sonrisa:

 

—Sí.

 

De regreso, Gi-hun caminaba hacia la salida con una sonrisa de par en par. Era como si, finalmente, después de tanta oscuridad, pudiera encontrar una pequeña chispa a la cual aferrarse. Y es que la actuación era una de esas cosas que eran suyas, que no habían sido conseguidas gracias a Sang-woo. Ese mundo le pertenecía, y era todo lo que le quedaba. Además de Eunie. Pero su felicidad se esfumó cuando, justo en la salida, lo vio entrar.

 

El joven con el que Sang-woo lo había estado engañando todo ese tiempo. Probablemente tenía alguna relación con el mundo del entretenimiento y por eso (para su desgracia) estaba ahí.  

 

No era actor—de haberlo sido, Gi-hun lo reconocería—, pero tal vez era modelo o un idol en ascenso. Quizá así fue como Sang-woo lo conoció. 

 

Gi-hun sintió una presión en el pecho al verlo. Ahora, en la luz del día, podía observarlo con más detalle: era joven, mucho más joven, de cejas pobladas, rostro delicado y piel blanca como la porcelana. Era todo lo que Gi-hun no era, o al menos, todo lo que pensaba que no era.

 

El espíritu vivo de la belleza perfecta. 

 

Se sintió pequeño.

 

El joven se paralizó al verlo como si supiera exactamente la gravedad de sus acciones. Desvió la mirada y rápidamente aceleró el paso para alejarse. Gi-hun sintió rabia en ese momento, quería gritarle, preguntarle por qué se había metido con un hombre casado, con familia. Quería saber si no le daba vergüenza. Tenía tantas cosas que decirle. 

 

Dio un par de pasos hacia él, pero algo lo detuvo: In-ho lo sujetó del brazo con firmeza. Gi-hun se volvió, y vio en sus ojos una súplica muda.

 

—No vale la pena. Te lo aseguro —le dijo In-ho.

 

Gi-hun frunció el ceño.

 

—Él me lo quitó todo —le respondió.

 

—No, no fue él. Sabes bien quién es el verdadero responsable.

 

Gi-hun guardó silencio, pero no apartó el brazo. El agarre no era fuerte, era suave. Una súplica.

 

—Vámonos de aquí —le dijo In-ho, soltándolo. 

 

Gi-hun solo asintió y caminó hacia la salida. In-ho lo siguió detrás. 

 

Por dentro el hombre sabía, que ese encuentro había sido un paso atrás para todo lo que Gi-hun había avanzado. Así que debía hacer algo. Pero todavía no sabía qué.

 

 

 

 

 

 

Notes:

Holaa a todos.
Me tomé un pequeño descanso para escribir. De hecho amé este capítulo, ya que imaginar a In-ho celoso me llena de vida y me alimenta el alma 😌
Gracias a todos por leer y por dejar sus lindos comentarios ❤️

Chapter 11: En un latido del corazón

Chapter Text

El camino de regreso estuvo inundado de un silencio espeso, lleno de palabras que no se podían decir.

 

Gi-hun venía en la parte trasera del auto, con la mirada perdida en el paisaje, aunque en realidad no lo estaba viendo. Su mente seguía atrapada en el eco de lo que acababa de pasar.

 

Había estado a punto de perder el control. De armar un escándalo en medio de todos. Un escándalo que sin duda habría sido carnada para las cadenas de noticias, compitiendo por ver quién lo explotaba primero. De no ser por In-ho que lo detuvo justo antes de romperse habría gritado, llorado, explotado. Pero en lugar de calmarlo, ese gesto solo le recordó una cosa: que donde fuera que estuviera, la sombra de Sang-woo lo seguiría.

 

¿Sería así por el resto de su vida?

 

Se preguntaba si al final Sang-woo tenía razón... Quizá no era nada sin él. Quizá todo lo que tenía se lo debía. Y lo único que había hecho era fingir que no era así. Quizá nunca fue tan especial como los demás creían.

 

En el asiento del conductor, In-ho mantenía la vista fija en la carretera, aunque cada tanto miraba el retrovisor. Ahí, Gi-hun parecía hundirse en su propio mundo, y eso —de algún modo— lo golpeaba en el pecho. No sabía qué pensaba exactamente, pero conociéndolo, no debía ser nada bueno.

 

Entonces, mientras avanzaban por la autopista, un cartel alto se alzó a lo lejos: una publicidad de comida rápida promocionando Tteokbokki industrializado. In-ho lo miró un segundo más de lo normal... y ahí lo tuvo. La idea.

 

Sin decir palabra, se desvió del camino y tomó dirección al Mercado Gwangjang. Uno de los mercados tradicionales más grandes y antiguos de Seúl. Un lugar donde la clase no importaba, donde ricos y humildes comían codo a codo, compartiendo platos, historias y risas.

 

In-ho sabía que lo último que necesitaba Gi-hun era regresar al vacío de su mansión de mármol y oro. Hoy no. Hoy necesitaba el abrazo cálido de una calle llena de vida. De comida hecha a mano y gente que lo viera con los ojos del corazón.

 

Condujo con la esperanza de que, al llegar, el corazón de Gi-hun también tomara un desvío.

 

El omega estuvo tan absorto en sus pensamientos que no notó cuándo el auto dejó de dirigirse a su casa. Fue el sonido de la multitud lo que lo sacó de su letargo. Alzó la mirada y comprendió, con cierta sorpresa, que no se dirigían al silencio sepulcral de su hogar... sino al corazón más ruidoso y palpitante de la ciudad.

 

—¿Dónde estamos? —preguntó, confundido.

 

—Vamos a comer —respondió In-ho, como si fuera lo más obvio del mundo.

 

—¿Aquí...? —dudó Gi-hun, mirando alrededor con incomodidad— In-ho, ¿estás loco? ¿Y si alguien me reconoce...?

 

—Déjalo —dijo él, bajando la marcha—. No pasa nada. Yo invito. Te vendrá bien algo de comida de verdad.

 

Gi-hun lo miró con cierta resignación, pero terminó cediendo. Bajaron del auto, y al instante fueron envueltos por el caos organizado del mercado.

 

El olor a fritura, sopa, especias y dulce de arroz se mezclaban en el aire como un perfume salvaje.

La gente caminaba en todas direcciones, algunos comían parados, otros sentados en banquetas minúsculas. Una anciana gritaba precios mientras agitaba su cucharón. Un joven alfa anunciaba descuentos por megáfono, y un grupo de estudiantes reía con la boca llena de mandu.

 

Gi-hun eligió un puesto alejado, en una esquina menos concurrida. In-ho se sentó a su lado sin decir nada, y ambos pidieron comida.

 

—Yo pago —dijo In-ho, casi automático.

 

—Ya dijiste eso —respondió Gi-hun, sin mirarlo. Pero su tono no era hostil.

 

Mientras comían, la mujer que atendía el puesto los miró con atención. Sus ojos se achicaron en un gesto de sospecha.

 

—Disculpe... ¿usted no es...?

 

Gi-hun levantó la vista, ya sabiendo lo que venía.

 

—Creo que me confunde.

 

—No, no, no. Yo lo conozco. Lo vi en esa película, esa donde llora mucho y se muere su perro... ¡esa!

 

Y ahí empezó todo.

 

Como si alguien hubiera prendido una bengala, la gente comenzó a acercarse. Primero tímidos, luego en oleadas. Sacaban sus celulares, pedían fotos, gritaban su nombre.

Gi-hun intentó mantenerse sereno, pero no pudo acabar su comida.

 

—Por la casa, por la casa —dijo la mujer del puesto, encantada— Y están muy guapos los dos, ¿eh? Muy buena pareja hacen.

 

In-ho se sonrojó un poco y agradeció con una reverencia.

 

Y así comenzó el recorrido.

 

La gente los seguía mientras caminaban por el mercado. Algunos le regalaban comida, otros solo querían tocarlo. Gi-hun, lejos de molestarse, empezó a sonreír, incluso a bromear. Le compró un dulce a un niño, luego se puso a jugar con él. Más adelante, se detuvo en un puesto de juguetes y compró unos cuantos para otros niños.

 

Jugó a los juegos tradicionales con ellos, como si regresara a su infancia. Su risa sonaba libre. Auténtica.

 

In-ho lo observaba desde atrás, con una leve sonrisa.

 

Un grupo de jóvenes omegas lo reconoció a él y se acercaron a pedirle fotos. Mientras posaba con cierta timidez, una mujer anciana lo miró con detenimiento.

 

—Usted está perfecto para mi hijo, jovencito. ¿No quiere conocerlo?

 

—Ah... no, gracias...

 

Respondió In-ho, algo nervioso. Volvió a mirar a Gi-hun, que ahora estaba en el suelo, jugando "Yut Nori" con un grupo de niños.

 

—Mi corazón ya está ocupado.

 

 

 

Más adelante, Gi-hun lo arrastró hasta una cabina de fotos.

 

—¿Qué haces? Yo no me tomo fotos —se quejó In-ho.

 

—Tú me trajiste aquí. Ahora te aguantas.

 

Entraron a la cabina, entre risas y empujones. Tomaron varias fotos: una seria, otra de Gi-hun haciendo una mueca, una donde Gi-hun lo abraza por el cuello y otra donde In-ho lo ve a él mientras Gi-hun está distraído posando para la cámara.

 

Cuando salieron, Gi-hun se fue con sus tiras de fotos riendo. In-ho las tomó después, con disimulo, y las guardó en su cartera.

 

Para verlas siempre.

 

 

La multitud era un mar de cuerpos apretados, voces que se alzaban entre empujones y miradas curiosas. Algunos grababan, otros gritaban cosas que se perdían en el aire denso. Entre ellos, Gi-hun e In-ho intentaban avanzar como podían, hombro con hombro.

 

Una voz destacó entre el caos:

 

¡Ahí viene la prensa!

 

La tensión se disparó. Gi-hun se volteó instintivamente, buscando una salida, pero fue la propia multitud la que respondió.

 

Como si el escándalo ya no importara, varias personas comenzaron a bloquear a propósito el paso de los camarógrafos. Los ayudaban. Algunos fingían tropezar, otros se cruzaban con intenciones claras. En medio del desconcierto, una voz joven surgió:

 

¡Por aquí!

 

Un muchacho con una patineta, cabello largo hasta los hombros, un piercing en la nariz y una camiseta manchada de pintura, los miraba con urgencia desde una esquina. In-ho dudó, desconfiando por reflejo, pero Gi-hun ya lo seguía.

 

Corrieron.

 

Pasaron por callejones estrechos, donde la luz apenas se colaba entre edificios viejos. La ciudad parecía cambiar de rostro a cada paso: de los carteles brillantes al concreto rajado, de las tiendas llenas de vida a las paredes desgastadas y húmedas. Hasta que el último giro los llevó debajo de un puente.

 

Gi-hun se detuvo en seco. Y cuando subió la mirada una imagen lo dejó sin palabras. 

 

Frente a él, la pared entera estaba cubierta por una pintura que parecía respirar. Cargada de emoción, colores cálidos y detalles que contaban una historia sin necesidad de palabras.

 

A su lado, In-ho aún recuperaba el aliento, con la mirada fija en el muchacho como si esperara que sacara un cuchillo o la cartera de alguno. Pero el joven solo apoyó su patineta contra la pared, y se giró hacia ellos con una pequeña sonrisa.

 

—¿Quién hizo esto? —preguntó Gi-hun, sin despegar los ojos del mural.

 

—Yo —respondió el chico, como si confesara algo íntimo— Me inspiré en una historia que me contaron hace tiempo. No sé si es real, pero nunca se me salió de la cabeza.

 

Los tres se quedaron en silencio.

 

Gi-hun y In-ho se acercaron. El mural mostraba dos figuras: una de porte firme, la otra de gesto sereno. Un hilo rojo invisible para cualquiera que no supiera mirar los unía desde el meñique. El alfa y el omega. Distantes, pero enlazados. Todo estaba pintado como bajo un atardecer eterno.

 

Y entonces, el joven comenzó a hablar:

 

Dicen que eran dos opuestos. Un alfa, que nació para liderar, y un omega, destinado a complacer... —empezó el joven, con la mirada fija en la pintura, como si fuera una historia que moría por contar— Se conocieron cuando eran niños y nunca se soltaron.

 

Gi-hun se quedó quieto, escuchando. El sonido de la ciudad parecía haberse esfumado.

 

—Pero el mundo nunca los dejó estar juntos —continuó el chico, arrastrando las palabras como si se las contara a sí mismo— Cada vez que estaban cerca... algo los separaba. Su propia sangre. El deber. Una tragedia. O incluso el hecho de que ambos pertenecían a mundos tan distintos que ser uno mismo era imposible. 

 

In-ho bajó la vista un momento. Fingía observar su reloj, pero lo que realmente hacía era evitar mirarlo a él.

 

—Y aun así —el joven sonrió con melancolía— nunca dejaron de buscarse.

 

Una ligera brisa levantó un papel del suelo. Gi-hun ni lo notó.

 

—Uno se casó. El otro se fue del país. Se odiaron. Se escribieron cartas que nunca mandaron... —hizo una pausa— Cartas que nadie encontró. Nadie, excepto ellos.

 

Silencio.

 

Cuando el omega murió, encontraron una pintura en la casa del alfa.

 

El joven dio un paso hacia atrás, como para verla desde lejos. Como si también se reencontrara con algo.

 

Había dibujado todo lo que deseó tener con su alma gemela... y que no pudo tener.

 

In-ho respiró hondo, pero no dijo nada.

 

—Después de eso, no volvió a sonreír jamás. Solo... unos segundos antes de morir. Dicen que sonrió porque, al fin, se reencontraría con su amado en el otro mundo. Y por fin podrían estar juntos.

 

El silencio volvió a caer como una sábana. El chico no agregó nada más.

 

Las palabras quedaron flotando en el aire, como si no quisieran irse.

 

Todo lo demás desapareció: los autos, la ciudad, incluso el muchacho. Solo quedaron ellos dos frente al mural.

In-ho y Gi-hun, parados uno al lado del otro, sin tocarse pero tan cerca que el silencio entre ellos dolía.

 

Sus manos se rozaron. Y ninguno la apartó. 

 

Fue un contacto leve, casi accidental, pero se quedó ahí... suspendido.

 

Por un segundo, In-ho quiso tomarla.

Sentía que si lo hacía, si tan solo la apretaba, todo lo que había callado hasta ese momento cobraría forma. Pero justo cuando su meñique se estiró su mano se cerró rápidamente sobre sí misma, como si tuviera miedo de romper lo poco que quedaba intacto.

 

Y entonces, sin mirarlo, Gi-hun susurró:

 

—Qué injusto... que haya tenido que terminar así.

 

El mural no respondió.

Pero parecía escucharlos.

 

Ambos salieron de su trance cuando el muchacho rompió el silencio con una sonrisa pícara, como si supiera exactamente lo que acababa de pasar entre ellos sin haberlo mirado.

 

—Bueno... —dijo, sacudiéndose el polvo de la ropa— Mi trabajo aquí ha terminado.

 

Hizo una ligera reverencia, elegante a su manera, como si fuera un actor que acaba de cerrar su escena más importante. Dio un par de pasos hacia atrás con la intención de irse, pero Gi-hun reaccionó rápido.

 

—¡Espera!

 

El chico se detuvo, girando apenas el rostro.

 

Gi-hun se acercó y sacó la billetera. Tomó un par de billetes y extendió la mano.

 

—Para que comas algo. Por habernos traído hasta aquí... por todo.

 

El joven parpadeó y negó con la cabeza, casi con una risa incrédula.

 

—No lo hice por eso. 

 

—Lo sé —dijo Gi-hun, con una suavidad inusual— Pero yo lo hago con gusto.

 

In-ho, que hasta entonces había permanecido en silencio, también se acercó. Sin decir nada, le puso dos billetes de diez mil wones en la mano cerrada, con firmeza pero sin agresividad. Era un gesto simple, pero lleno de algo más.

 

El chico los miró a ambos. Primero a Gi-hun. Luego a In-ho. Y por un segundo pareció entender cosas que nadie había dicho en voz alta.

 

—Gracias... —susurró, casi como si no se sintiera digno de decirlo.

 

Luego hizo una reverencia más profunda, sosteniendo el dinero como si fuera algo mucho más simbólico que material. Se dio la vuelta y se alejó con paso tranquilo, perdiéndose por las mismas calles por donde habían llegado. Como un fantasma moderno. Como si nunca hubiera estado ahí.

 

Los dos hombres se quedaron solos frente al mural, con la brisa del callejón moviendo apenas el silencio entre ellos.

 

 

 

El auto avanzaba entre las luces intermitentes de la ciudad, pero adentro, el silencio era absoluto. No uno incómodo, sino de esos que cargan con el peso de algo revelado. Como si las palabras hubieran quedado tendidas en la galería, secándose al aire como ropa mojada.

 

Ninguno de los dos dijo nada.

Era como si aquella pintura —con su historia quebrada, su dolor sutil, su belleza inesperada— hubiera desnudado sus almas y las hubiera dejado a la deriva, a la intemperie, sin abrigo ni lenguaje.

 

Gi-hun miraba por la ventana, pero no veía nada.

Estaba atrapado en otra escena, una más íntima, más peligrosa: la que acababan de compartir.

Apenas un roce de palabras, pero tan cargado, tan denso, que sentía aún la electricidad en el pecho.

Y se odió un poco por ello.

 

Porque por un instante, lo deseó.

Deseó que In-ho dijera algo más. Que lo tocara. Que lo besara otra vez, tal y como lo hizo ese día que estaba ebrio. Que hiciera todo lo que su cuerpo no se atrevía a pedir.

 

Y eso lo destrozaba.

 

¿Cómo podía estar sintiendo eso si hace apenas una semana Sang-woo...?

 

Sang-woo, con su voz quebrada y sus ojos que no supo leer a tiempo.

 

Sang-woo, el amor de su vida. Su traición. Su partida.

 

Se sentía infiel.

 

Como si su corazón, aún lleno de cenizas, estuviera buscando nuevas llamas donde arder.

 

Pero no... no era eso. En el fondo, lo sabía.

Esto que sentía por In-ho no era una reacción al dolor, no era una necesidad de consuelo.

Era algo que, quizás, siempre estuvo ahí.

Silencioso. Dormido.

Y ahora, sin la sombra de Sang-woo cubriéndolo todo, por fin podía verlo con claridad.

Y eso lo asustaba más que cualquier otra cosa.

 

In-ho, en cambio, apretaba el volante con una fuerza innecesaria.

Sus nudillos blancos. Su mandíbula tensa.

No podía evitarlo.

 

Quería llorar.

 

Pero no de tristeza —al menos no únicamente.

Era más bien una desesperación contenida.

La sensación de estar demasiado cerca de algo que no podría tener.

 

¿Por qué seguía allí?

¿Por qué insistía en estar al lado de Gi-hun, si sabía que él seguía atrapado en el pasado?

¿Se estaba condenando a una vida de espera, de migajas?

 

Porque sabía que aunque Gi-hun algún día ya no necesitara cuidados, ni protección, ni consuelo...

él seguiría queriéndolo ver.

Seguiría buscándolo entre las multitudes.

Seguiría inventando razones para estar cerca.

 

Y estaba empezando a odiarse por ello.

 

Porque aunque no lo decía en voz alta, una parte de su corazón albergaba la esperanza.

Una esperanza muda, rota, pero viva.

De que algún día, Gi-hun lo eligiera a él.

De que su nombre no fuera solo un punto de apoyo, sino una dirección.

Y ahora, con ese matrimonio tambaleándose y la tristeza colándose por las grietas, esa esperanza crecía como una maleza obstinada.

Incontrolable. Dolorosa.

Real.

 

Cuando llegaron a casa. Apenas abrieron la puerta, Eunie los recibió con los brazos cruzados y una ceja arqueada, en pose de reclamo.

 

—¿Y mi comida? —dijo con tono dramático, como si hubiera estado esperando todo el día por ese momento — Vi fotos y videos tuyos en internet. ¡Estabas en Gwangjang sin mí!

 

A su lado, Bibi ladró emocionado y fue directo hacia In-ho, saltando sobre sus piernas, moviendo la cola como si no lo viera en años.

 

Gi-hun soltó una pequeña risa, aliviado por la escena tan cotidiana, y levantó las manos en son de paz.

 

—¡Lo siento! —dijo, caminando hacia ella para dejarle un beso en la cabeza—Tuvimos que huir de la presa. Casi nos comen los peces gigantes.

 

Eunie rodó los ojos.

 

—Pfft. Excusas. ¿Sabes que yo AMO el Tteokbokki y el Bibimbap callejero? 

 

—Lo sé, lo sé, fallé como proveedor oficial de antojos —respondió Gi-hun, poniéndose a su altura y mostrándose arrepentido.

 

Ella lo miró de reojo, con reproche, pero luego su expresión se suavizó.

 

—Te perdono... pero solo si ambos juegan Just Dance conmigo.

 

—¿Los dos? —preguntó Gi-hun, señalándose a sí mismo y luego a In-ho

 

—Obvio. Ustedes dos tienen cara de que necesitan moverse un poco.

 

La televisión ya estaba encendida en la sala, con la pantalla llena de colores chillones y los avatares animados marcando el ritmo de una canción pop. El control descansaba sobre la mesa como si los estuviera esperando.

 

In-ho se quedó de pie en la entrada, con una sonrisa apenas dibujada, pero los ojos encendidos por la escena.

 

—¿Dónde están tus amigos? —preguntó Gi-hun. 

 

—Se fueron hace rato. —Eunie se encogió de hombros— No se me ocurrió jugar hasta ahora. Pero ustedes están justo a tiempo.

 

Gi-hun miró a In-ho y arqueó una ceja.

 

—¿Preparado para el ridículo?

 

In-ho soltó una pequeña risa, llevándose la mano a la pierna.

 

—De hecho... creo que me lastimé mientras corría de la presa —dijo, con dramatismo calculado.

 

Se frotó la pierna y fingió una mueca de dolor, como si el recuerdo aún lo atormentara.

 

—Me temo que tendré que quedarme aquí sentado... observando desde las gradas.

 

Gi-hun y Eunie lo miraron al mismo tiempo, con la misma expresión incrédula: cejas alzadas y brazos cruzados.

 

—Qué conveniente... —murmuró Gi-hun, con una sonrisa torcida.

 

—Pff... qué aburrido —suspiró Eunie, dándose por vencida.

 

Aun así, no pudieron refutar su excusa, por más dudosa que fuera.

 

Resignados, padre e hija tomaron posición frente a la pantalla. La música pop comenzó a sonar con un ritmo alegre, y pronto los dos se movían al compás, bailando con torpeza pero riendo sin parar.

 

In-ho los observaba desde el sofá, con Bibi acurrucado a su lado. Le acariciaba la cabeza distraídamente, mientras una sonrisa se le dibujaba sin querer. La escena tenía algo mágico, algo que se sentía como hogar.

 

Por un momento, solo fueron ellos tres.

Y fue suficiente.

 

Habían pasado la tarde entre risas, bailes torpes y momentos inesperadamente íntimos. Cuando Gi-hun por fin se rindió tras varias rondas de Just Dance, se dejó caer al suelo con un quejido exagerado.

 

—¡Estoy agotado! —protestó, tomando aire.

 

—Ay, anciano... —murmuró Eunie, negando con la cabeza.

 

—¿Así le hablas a quien te dio la vida? —replicó Gi-hun, llevándose la mano al pecho, indignado.

 

Después de la coreografía fallida, se acomodaron en el suelo para jugar una partida de UNO. El único que se negó a dejar el sofá fue Bibi, quien seguía hecho un ovillo sobre el mueble, como un rey mirando a sus súbditos.

 

Gi-hun y Eunie eran escandalosamente competitivos. Discutían, se lanzaban miradas desafiantes, y se robaban el mazo cuando el otro no miraba. Por momentos, In-ho pensó que más que padre e hija, parecían dos hermanos con demasiada energía acumulada.

 

—¡Hiciste trampa! —exclamó Gi-hun cuando Eunie le hizo tomar ocho cartas.

 

—¡Mentira! ¡Es parte de las reglas! —se defendió ella, riendo.

 

La sorpresa de la noche llegó cuando, silenciosamente, In-ho ganó la partida. Levantó su última carta con toda la calma del mundo, dejando a ambos boquiabiertos.

 

—¿Qué...? —balbuceó Eunie.

 

—¿Cómo pasó esto? —dijo Gi-hun— ¡Si solo tenía dos cartas hace un minuto!

 

—Tal vez ser silencioso ayuda... —murmuró In-ho con una media sonrisa.

 

Poco después, Eunie sacó otro juego de una pequeña caja desgastada.

 

—Este me lo prestó uno de mis amigos. Se llama "Verdad o reto" —dijo, agitando el mazo.

 

—Oh no... —susurró Gi-hun, anticipando el caos.

 

—A ver... —Eunie miró a In-ho con picardía— ¿Verdad o reto?

 

In-ho se lo pensó un segundo y luego respondió con serenidad:

 

—Verdad.

 

Eunie sacó una carta verde y la leyó sin filtros:

 

—¿Quién fue la última persona que besaste?

 

El ambiente cambió de inmediato. El aire pareció detenerse por un segundo. In-ho se quedó completamente quieto, sin saber si reírse, fingir demencia o salir por la ventana.

 

No es que no supiera la respuesta. Lo sabía perfectamente. Podía recordar la textura de los labios, el roce de su aliento, el sonido suave del beso rompiéndose, el calor del cuello que sujetó con más ternura de la que se permitió aceptar.

 

El problema era que la persona estaba justo enfrente de él.

Y ahora mismo... completamente sonrojado.

 

—Hum... —se aclaró la garganta, incómodo— Creo que prefiero reto.

 

—¿De dónde sacaste ese juego? ¿De una despedida de soltero? —preguntó Gi-hun, frunciendo el ceño.

 

—Es para adolescentes... —replicó Eunie, encogiéndose de hombros.

 

—¿Eso es lo que hacen los jóvenes ahora? ¿Jugar a besarse? 

 

In-ho bajó la mirada, reprimiendo una sonrisa mientras Bibi bostezaba a su lado, ajena al caos emocional que se acababa de desatar en el salón.

 

—No lo sé... —respondió Eunie, encogiéndose de hombros con fingida inocencia.

 

—¿A cuántas personas has besado, señorita? ¿Estás enamorada? —Gi-hun comenzó a bombardearla con preguntas incómodas, con la precisión de un padre preocupado y el dramatismo de un omega sobreprotector.

 

—¡Recordé que tengo que hablar con Seo-Yeon de... algo de la escuela! —saltó Eunie de golpe, como si acabara de recibir una revelación divina.

 

—¿De la escuela? Si estamos en vacaciones —Gi-hun la fulminó con la mirada.

 

—Aún así... hay que estudiar desde antes —improvisó ella—. ¡La preparación es importante! ¡Bye!

 

Y antes de que alguien pudiera detenerla, Eunie ya había huido despavorida hacia su cuarto, con Bibi siguiéndola alegremente como si también huyera del interrogatorio.

 

—¡Espera! ¡Tú y yo tenemos que hablar! —gritó Gi-hun, alzándose, pero la niña ya había desaparecido. 

 

Suspiró resignado. 

 

—Esa niña me volverá loco. Voy a tener que empezar a observar con lupa a sus amigos.

 

In-ho soltó una carcajada contenida, disfrutando la escena con la misma calma con la que había ganado el UNO minutos atrás.

 

—Buena suerte con eso —dijo divertido—. Aunque, si hereda tu terquedad, vas a necesitar refuerzos.

 

 

 

Esa misma noche, ambos se despidieron con el corazón en la mano. Como si aquel adiós significara el fin de algo... y al mismo tiempo, la aceptación de algo nuevo. Algo incierto, frágil, que ninguno de los dos sabía si llegaría a florecer.

 

Mientras conducía de regreso a casa, In-ho se detuvo en un semáforo en rojo. Sacó del bolsillo la pequeña foto que se habían tomado juntos en la cabina. La sostuvo entre los dedos, observándola con la devoción de quien intenta regresar, aunque sea por un segundo, a un instante que ya no existe.

 

La realidad era inevitable. Su corazón latía por él... y no solo su corazón, también su piel, sus pensamientos, su cuerpo entero. Gi-hun vivía en él, como una tinta invisible, tatuado en el rincón más profundo de su mente. Como una promesa silenciosa de que sus almas estaban destinadas a reencontrarse... algún día.

 

Esa misma noche, Gi-hun dio vueltas en la cama sin poder dormir. Su cabeza era un torbellino de recuerdos: lo triste, lo hermoso, lo inesperado.

Su tristeza tenía un nombre.

Pero su felicidad... tenía otro muy distinto.

 

¿Y su corazón...? ¿Cuál de los dos nombres llevaría?

 

Días después, mientras salía del edificio tras firmar el contrato de su próxima película, Gi-hun se detuvo frente a la prensa. Las cámaras se encendieron, los micrófonos se alzaron, los flashes parpadearon como luciérnagas rabiosas.

 

—Mi esposo y yo... —comenzó con la voz serena pero tensa— ...nos hemos separado.

 

Un murmullo recorrió a los presentes como un soplo de viento.

 

—¿Hay posibilidad de un divorcio? —preguntó un periodista.

 

Gi-hun guardó silencio por un momento. Luego soltó un suspiro largo, como si esas palabras le pesaran más de lo que quería admitir.

 

—No lo sé... se lo dejaremos al tiempo.

 

A unos metros, In-ho lo observaba en silencio.

Y bastó ese "no lo sé" para estremecerlo por dentro.

No era un cierre. Era una rendija.

 

Una rendija que daba paso a una nueva oportunidad.

 

A la posibilidad de ser correspondido.

 

A la posibilidad de que Seong Gi-hun, finalmente... lo amara.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 12: Mi alma y la suya

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El último mes para In-ho y Gi-hun había sido una recopilación de palabras no dichas, sentimientos encontrados y silencios cargados de tensión.

 

Ambos sabían que algo estaba sucediendo, pero ninguno se atrevía a nombrarlo. Porque ponerlo en palabras significaría aceptar que era real, y ninguno estaba listo para eso.

 

El rodaje de la nueva película de Gi-hun se llevaba a cabo en un pueblo a las afueras de Seúl llamado Baekji.

 

Rodeado de colinas densas y bosques de pinos eternamente nublados, Baekji había sido, según contó el director, un antiguo centro minero en los años setenta. Tras el cierre de la mina, la mayoría de sus habitantes emigraron a la ciudad. Los pocos que quedaron eran, en su mayoría, ancianos decididos a morir donde nacieron.

 

Aun así, era una comunidad cálida. La clase de lugar donde el silencio tiene peso, y la calma guarda historias. Un silencio que decía más de lo que mil palabras podrían.

 

Cada mañana, Gi-hun e In-ho viajaban juntos hasta Baekji. Y esas dos horas de ida y vuelta se convertían en el trayecto más largo del día.

 

Últimamente no hablaban. Gi-hun había dejado de soltar sus comentarios ligeros; In-ho se limitaba a lo esencial. Una distancia invisible los separaba, una muralla hecha de dudas, de miedo, de algo que ninguno sabía si podía detener una vez liberado.

 

Era más cómodo así.

 

Ya iban cuatro semanas de rodaje. Gi-hun se había adaptado bien a su personaje: un detective solitario investigando una cadena de asesinatos en un pueblo lleno de secretos. Yoo, el antagonista, era un psicólogo local. Un hombre tranquilo, educado... y el principal sospechoso.

 

Esa mañana, todos los del equipo se reunieron en la cafetería del pueblo para comer algo caliente antes de continuar con el rodaje. Era un lugar pequeño pero acogedor, donde una anciana servía platos hechos con dedicación y los saludaba como si fueran parte de su familia.

 

En una mesa de madera envejecida estaban sentados Gi-hun, In-ho, Gong Yoo y un par más de la producción. Frente a ellos, tazas de café negro humeante y restos de pan tostado untado con mermelada casera.

 

—Creo que lo más difícil de interpretar a este detective —dijo Gi-hun mientras revolvía su café— es sostener la soledad que carga sin que parezca un cliché. Es alguien que ya no tiene nada más que a sí mismo. No le queda familia, ni fe, ni esperanza... solo su deber. Y eso lo consume.

 

—Es curioso —intervino Yoo con su tono suave pero firme—. Porque mi personaje, el psicólogo, también está roto. Solo que en vez de aferrarse a la justicia, él se abrazó a sus demonios. Son como dos caminos que parten del mismo lugar pero tomaron direcciones opuestas.

 

In-ho estaba en una esquina de la mesa, un poco más alejado que los demás. Tomaba el café con ambas manos, escuchando en silencio. Aunque en un inicio quiso sentarse en otra mesa, Gi-hun le insistió que no lo hiciera. "Eso no es negociable", le había dicho con una sonrisa de esas que no admiten réplica. Siempre era así: Gi-hun no soportaba que alguien quedara fuera.

 

—¿No sienten que entre esos dos personajes hay una tensión latente? —comentó uno de los productores, levantando la mirada de su libreta—. Como si se buscaran... y se repelieran al mismo tiempo.

 

Yoo asintió lentamente.

 

—Totalmente. De hecho, creo que sería muy interesante explorar a fondo esa tensión. Ver hasta dónde puede llegar.

 

In-ho alzó ligeramente la vista. Algo se encendió en su pecho. Un presentimiento incómodo.

 

—¿Y cómo propones hacerlo? —preguntó Gi-hun, frunciendo el ceño con leve curiosidad.

 

Yoo tomó un sorbo de su café, como si se estuviera preparando para lo que iba a decir.

 

—Improvisando un beso entre ellos. En una de las escenas. Nada planeado, solo... dejar que la tensión hable.

 

El silencio cayó como una losa sobre la mesa.

 

In-ho se quemó los labios con el café y soltó una exclamación baja. Tosió disimuladamente, pero nadie pareció notarlo.

 

—¿Hablas en serio? —preguntó Gi-hun, mirándolo con una mezcla de risa y sorpresa.

 

—Completamente. Es solo actuación. Puede mostrar una arista nueva de sus conflictos internos. Además, al público le encanta el drama —añadió uno de los productores, animado por la idea— Una tensión mal resuelta entre dos hombres inteligentes, enfrentados... funciona.

 

Yoo, con una sonrisa ladina, se giró hacia In-ho.

 

—¿Tú qué opinas? ¿Te parece una mala idea?

 

In-ho lo miró sin pestañear, los nudillos blancos alrededor de su taza. Quería decir que sí. Que era una idea absurda, forzada, innecesaria. Pero las palabras no salían.

 

—No soy actor —dijo al fin, con tono frío, sin apartar la vista de Yoo.

 

—Y justamente por eso —respondió Yoo con naturalidad— Tu opinión vale como espectador. ¿No te parecería... interesante?

 

Gi-hun se volteó a mirarlo también. Pero su expresión era distinta: más abierta, casi vulnerable. Como si esa respuesta encerrara algo más profundo. Como si buscara leer entre líneas lo que no se estaba diciendo.

 

In-ho sintió que su garganta se cerraba. Había algo hirviendo bajo su piel, una mezcla de celos, rabia y miedo.

 

Y aun así, no dijo nada.

 

—¿Alguno de estos apuestos jóvenes quiere más café? —preguntó la mujer mayor acercándose con la cafetera.

 

—Con lo de "jóvenes" me ganó —respondió Yoo, alzando su taza con una sonrisa— Un poco más, por favor.

 

Gi-hun se levantó con gesto distraído.

 

—Voy afuera a hacer una llamada —dijo sin mirar a nadie, saliendo por la puerta.

 

El aire era cálido, pero las montañas cercanas cubrían gran parte del sol, proyectando sombras largas sobre el suelo. Gi-hun se apoyó contra una barandilla de madera y sacó su teléfono. Marcó el número de su hija y esperó. Pasaron varios segundos hasta que una voz adormilada respondió del otro lado.

 

Appa...

 

—¿No me digas que seguías durmiendo a esta hora? ¡Son las once de la mañana, Ha-eun!

 

Ella soltó un quejido.

 

—¿Y qué tiene...? Estamos de vacaciones y no hay nada qué hacer.

 

Gi-hun sonrió con ternura, aunque también con una pizca de tristeza.

 

—Tal vez podrías salir con tu papá, hablar un rato... La señora Kim me dijo que ha ido a buscarte cuando yo no estoy.

 

—Prefiero quedarme jugando bingo con la abuela que estar con él.

 

El suspiro que soltó Gi-hun fue largo y resignado. Su hija seguía molesta con su padre, y él lo entendía. No intentó convencerla, sabía que sería inútil. Al fin y al cabo, esa terquedad era un sello inconfundible de los Seong.

 

—Está bien... solo piénsalo, ¿sí? Solo quería saber cómo estabas.

 

—Todo bien, papá. Cuídate... y ten cuidado con las montañas. Dicen que en esos lugares los secretos tienden a salir a la luz.

 

—¿De qué estás hablando, niña? —preguntó él, frunciendo el ceño.

 

Del otro lado, Eunie soltó una risita maliciosa.

 

—De nada... solo digo. Tengo que irme. Chao, papá.

 

—Cariño...

 

Pero ya era tarde. La línea se cortó. Como siempre, lo dejó con la palabra en la boca.

 

Gi-hun bajó el teléfono con lentitud y soltó una bocanada de aire.

Esa niña sabía cómo revolverle el pecho en un segundo.

 

—¿Todo bien? —preguntó una voz detrás de él.

 

Gi-hun se giró bruscamente, el corazón acelerado... pero se calmó al ver a In-ho.

Solo era él.

 

—No tienes que hacer esa pregunta todo el tiempo —dijo, volviendo la mirada hacia la pared.

 

In-ho se acercó con las manos en los bolsillos, caminando con esa calma tan suya, como si no tuviera prisa por nada.

 

—Sí tengo.

 

Gi-hun no respondió. Tampoco se movió.

Se quedó allí, de pie, sintiendo cómo el silencio entre ellos empezaba a hacerse espeso, tenso. Como si el aire cambiara de temperatura.

 

Y fue entonces que ocurrió.

 

La voz de In-ho, su cercanía, el modo en que lo miraba con esa atención tranquila, como si pudiera leerlo con solo parpadear... todo eso lo empezó a abrumar.

 

¿Cómo se sentirían de nuevo esos labios sobre los suyos?

 

¿Seguirían sabiendo a lo que recordaba que sabía?

 

¿Y esas manos?

 

¿Serían suaves al tocarlo... o firmes?

 

¿Dónde lo tocaría primero?

 

El pensamiento lo golpeó con tanta fuerza que apenas si respiró. Un fuego le empezó a encender el pecho, bajándole por el vientre, como si su cuerpo lo traicionara. Sin notarlo, se mordió el labio inferior, concentrado en esa idea, en esa imagen que se formaba en su cabeza como un pecado.

 

In-ho bajó la mirada justo a tiempo para verlo hacerlo.

 

Y por un instante, solo uno, sus ojos se detuvieron ahí.

En su boca.

Como si ese gesto despertara algo que no debía estar dormido.

 

Gi-hun se dio cuenta de inmediato y soltó el labio como si se hubiera quemado.

Volvió la cara, el rubor cubriéndole hasta las orejas.

 

Qué estúpido. Qué ridículo.

 

¿Por qué había hecho eso justo frente a él?

 

Antes de que pudiera decir algo, las voces del equipo rompieron la tensión.

Uno a uno empezaron a salir hacia la entrada del pueblo, conversando entre ellos y cargando los últimos equipos. Las grabaciones se reanudarían después del descanso.

 

Gi-hun aprovechó la distracción y se giró para marcharse sin mirar atrás, como si nada hubiera pasado.

In-ho no dijo una palabra, simplemente lo siguió.

Pero ya nada era igual.

Ni el aire, ni los pasos, ni la forma en que los dos sentían que algo, muy dentro de ellos, acababa de encenderse.

 

Las grabaciones se reanudaron tras el descanso. La siguiente toma se desarrollaba en el bosque, un monólogo entre el personaje del detective —interpretado por Gi-hun— y el psicólogo, a quien daba vida Yoo. La escena cerraba con un beso que aún nadie confirmaba si era parte del guion o solo una provocación más de Yoo, con ese tono suyo, juguetón y ambiguo.

 

Ambos actores se posicionaron entre los árboles, rodeados de un silencio natural apenas perturbado por los zumbidos del equipo de grabación.

 

—¿Aquí fue donde murió esa chica? —preguntó Gi-hun, en personaje. Se acomodó con sutileza los lentes falsos que caracterizaban al detective.

 

—Así es... aquí fue. La semana pasada —respondió Yoo con su tono grave, contenido, casi dolido.

 

Gi-hun se inclinó, agachándose entre las hojas secas como si realmente buscara pistas. Su cuerpo adoptó esa rigidez nerviosa del investigador que intenta leer la escena del crimen. Entre los sonidos del bosque, solo se oía su respiración.

 

—Parece que la naturaleza fue un aliado del asesino. No dejó huellas —murmuró, entrecerrando los ojos mientras pasaba la mano sobre la tierra húmeda.

 

Yoo se agachó a su lado sin decir palabra. De pronto, su mano rodeó suavemente la cintura de Gi-hun, lo que hizo que el omega se sobresaltara. Sus músculos se tensaron al instante, su respiración se volvió más corta.

 

"Es solo actuación", se dijo, con fuerza. "Solo sigue el libreto."

 

Pero algo no encajaba.

 

—No es muy bueno leyendo entre líneas para ser detective —susurró Yoo, su aliento rozando la mejilla de Gi-hun—. Hay que prestar atención a los pequeños detalles...

 

Gi-hun tragó saliva, sin poder moverse. Estaban tan cerca que podía ver la textura exacta de su piel, el ligero temblor de sus pestañas, el brillo en sus ojos. Yoo se acercó más, centímetro a centímetro, con una lentitud calculada. Lo iba a hacer. El beso estaba por suceder.

 

Y justo en ese momento, el cuerpo de Gi-hun se congeló.

 

Sintió varias miradas clavadas en ellos, pero una en especial le atravesó el pecho como una lanza.

 

In-ho.

 

¿Estaba observándolos? ¿Desde qué ángulo? ¿Qué expresión tendría en el rostro?

Ese pensamiento lo nubló todo. Su pulso se aceleró, no por el beso que se aproximaba, sino por la persona que no estaba frente a él, sino fuera de cámara.

 

Y entonces, Yoo lo besó.

 

Pero no fue lo que imaginaba.

 

No hubo electricidad recorriéndole la espina dorsal. No hubo latidos descontrolados ni el incendio en la piel que alguna vez sintió. Aquellos labios se sentían ajenos, desconocidos. No encajaban. No provocaban nada.

 

No era él.

 

Y al abrir los ojos por un segundo, Gi-hun no pudo evitar mirar más allá de Yoo, buscando desesperadamente una silueta. Una mirada. Una reacción.

 

Algo que le confirmara que sí, que In-ho lo había visto. Que aún le importaba.

 

 

El director gritó "¡Corte!" con fuerza, sacudiendo el aire denso que se había formado durante la escena. Gi-hun se separó de Yoo de inmediato, dando un paso atrás como si hubiera sido empujado. Parpadeó, desconcertado, y sus ojos comenzaron a recorrer el lugar de inmediato.

 

Buscaba una mirada en específico.

 

Pero no la encontró.

 

In-ho no estaba allí.

 

El lugar que solía ocupar, como una sombra paciente entre el equipo, ahora era un espacio vacío.

 

Gi-hun se quedó quieto, con una extraña opresión en el pecho. Iba a preguntar a alguien a dónde había ido, pero antes de poder moverse, el director se le acercó para darle nuevas indicaciones sobre la siguiente toma. Asintió con la cabeza por pura inercia, sin escucharlo del todo. Su mente estaba en otra parte.

 

Cuando el director se retiró, Yoo se acercó con una sonrisa ladeada. Esa clase de sonrisa que decía más de lo que debía.

 

—Tu perro guardián ya no está. —dijo en voz baja— Parecía molesto... o celoso.

 

Gi-hun frunció el ceño.

 

—No digas tonterías —respondió, sin mirarlo.

 

—Vamos, Gi-hun. Todo el mundo lo sabe. —Yoo bajó un poco más la voz, casi como si estuviera confesando un secreto— Hay algo entre ustedes dos. Y si me preguntas, deberías tener cuidado.

 

Gi-hun lo miró entonces, confundido.

 

—¿Cuidado? ¿De qué hablas?

 

—De tu olor. Es... distinto. No puedo decir exactamente por qué. Pero algo está cambiando.

 

Antes de que pudiera responderle, un trueno resonó a lo lejos, profundo y áspero. El cielo, que hasta hacía poco era claro, comenzaba a oscurecerse. Un viento húmedo atravesó el set, trayendo consigo el anuncio de la tormenta.

 

—¡Es todo por hoy! —gritó el director— ¡Recojan el equipo antes de que llueva!

 

Todos comenzaron a moverse con rapidez. Gi-hun no se unió. En su lugar, buscó entre la gente.

 

Se acercó a una de las asistentes de producción y le preguntó con urgencia:

 

—¿No viste a un hombre que venía conmigo? Cabello castaño, camisa blanca... ¿sabes a cuál me refiero?

 

La mujer se detuvo un momento a pensar, luego asintió.

 

—Sí, lo vi irse por allá —señaló con el brazo hacia un sendero que se internaba entre los árboles, en dirección opuesta a la salida.

 

Gi-hun hizo una reverencia apresurada y comenzó a caminar bosque adentro.

 

No sabía exactamente qué buscaba decirle, ni por qué ese deseo por encontrarlo se sentía tan fuerte, tan físico. Solo sabía que tenía que hacerlo.

 

El bosque era espeso, y a cada paso el cielo se volvía más gris. Por un momento pensó que se había perdido, pero entonces, el sonido de una voz lo orientó.

 

Avanzó con cuidado hacia el sonido, ocultándose entre los árboles.

 

Y entonces lo vio.

 

In-ho estaba conversando con un anciano que cargaba leña. Lo saludaba con respeto y se ofrecía a ayudarlo, como si no tuviera otra urgencia más que partir troncos antes de que lloviera. Gi-hun se quedó inmóvil, detrás de un árbol, observando.

 

Lo vio remangarse la camisa. Su piel blanca contrastaba con la tela. Sus brazos eran fuertes, marcados, como esculpidos a golpe de años y de silencios.

 

El corazón de Gi-hun se disparó.

 

Lo observó mientras levantaba el hacha y la dejaba caer con precisión, una y otra vez. Cada golpe levantaba astillas y polvo. El sudor comenzaba a perlarse en su frente.

 

El movimiento de sus músculos, el enfoque de su rostro, la naturalidad con la que hacía todo... Todo eso lo atravesó como una descarga. Era como estar viendo algo que no debería ver, algo privado. Prohibido. Y sin embargo, no podía apartar la vista.

 

Sus mejillas comenzaron a arder.

 

¿Por qué se sentía tan... expuesto ese día?

¿Por qué todo lo sacudía?

¿Por qué no podía dejar de mirarlo?

 

Dio un paso atrás, intentando salir de allí sin ser visto, pero pisó una rama seca que crujió con fuerza bajo su pie.

 

Ambos se giraron al instante.

 

In-ho frunció el ceño, sorprendido.

 

El anciano también se volvió, y Gi-hun se vio obligado a salir de su escondite, un poco avergonzado, con las manos alzadas.

 

—Yo... no quería interrumpir. Solo te estaba buscando.

 

In-ho lo observó durante unos segundos largos antes de asentir en silencio.

Luego volvió a cortar la madera como si Gi-hun nunca se hubiera aparecido.

 

Unos minutos después, tomó todos los troncos que había destrozado y se los entregó al anciano.

 

—Con esto debería bastar —dijo, extendiéndole la carga.

 

—Gracias, amable hombre. No sé cómo pagarle.

 

—No es nada —respondió, sacudiéndose el polvo y las astillas de la ropa.

 

El anciano se perdió entre la espesura del bosque, dejándolos solos.

La naturaleza era peligrosa, cruda, el terreno original donde los primeros humanos habitaron este mundo.

Ahí no existía la razón, ni las reglas, ni la contención. Solo el instinto, salvaje y puro.

Y Gi-hun, vaya que lo estaba sintiendo justo entonces.

 

—¿Por qué te fuiste sin avisarme? —preguntó Gi-hun, sin reproche, solo con curiosidad.

 

—Quería aire fresco —respondió In-ho, sentándose sobre el tronco de un árbol caído.

 

—¿Aire fresco? ¿Aquí? ¿En el bosque?

 

—Ya sabes a lo que me refiero.

 

Gi-hun se rascó la cabeza, genuinamente confundido.

 

—No... la verdad no lo sé.

 

—Lejos de las cámaras. De las luces. De las personas.

 

Eso le caló. Gi-hun se sintió un poco ofendido.

 

—Entiendo... entonces querías estar lejos de mí.

 

—No quise decir eso.

 

—Pero lo parece.

 

El calor que subía por el pecho de Gi-hun lo desconcertó. No sabía si era enojo, indignación... o algo más.

 

—Eres mi... ¡mi guardaespaldas! Se supone que debes estar cerca de mí, cuidarme de cualquier peligro.

 

—Había mucha gente a tu alrededor —dijo In-ho tras una pausa—. Además, no creo que en ese momento hubiera algún peligro... más allá del de ser devorado por tu compañero.

 

El calor llegó hasta la cabeza de Gi-hun.

In-ho agachó la mirada.

Ambos quedaron en silencio.

 

Justo en ese momento, el cielo volvió a rugir, como si fuera un último aviso.

Y entonces la lluvia se desató, empapándolos de inmediato.

 

Ambos intentaron regresar, buscar la salida. Pero ninguno había prestado atención a la dirección que tomó el anciano al retirarse.

Avanzaron a ciegas entre la maleza, tropezando con raíces y ramas mojadas, buscando un refugio.

Hasta que, varios metros después, lo encontraron.

 

Era una cabaña vieja, cercana a un lago grisáceo que reflejaba la tormenta. La estructura estaba desgastada por los años, con musgo en las paredes y ventanas cubiertas por telarañas.

Tocaron la puerta.

Nada.

Ni un solo sonido.

 

In-ho la empujó lentamente, y esta cedió con un crujido largo, como si se quejara por haber sido molestada tras tanto tiempo.

Entraron.

 

Para ese entonces ya estaban completamente empapados.

La camisa blanca de In-ho se le adhería al torso, revelando el contorno de su piel.

Gi-hun sentía el abrigo como una armadura pesada; se lo quitó, junto con los lentes de utilería, y los guardó en uno de los bolsillos del abrigo.

 

In-ho se adelantó, colocándose delante de Gi-hun con pasos sigilosos, explorando el lugar.

No había nadie.

El aire olía a humedad, a madera vieja y a encierro.

Las ventanas dejaban entrar una luz pálida y sucia que apenas iluminaba las paredes agrietadas.

Todo indicaba que no era un sitio habitado. O si lo era... quien vivía ahí no estaba en ese momento.

 

—Parece seguro —murmuró In-ho mientras cerraba la puerta detrás de ellos— Podemos esperar aquí hasta que pase la tormenta.

 

Gi-hun asintió, pero su cuerpo decía lo contrario.

No quería estar ahí. No con él.

Sentía una inquietud extraña, como si la tormenta estuviera dentro de su pecho también, acumulándose poco a poco.

 

—No tenemos otra opción —dijo finalmente, cruzando los brazos mientras su ropa goteaba sobre el suelo de madera.

 

In-ho lo miró un momento, notando el cambio en su expresión, el gesto tenso en su mandíbula.

 

—¿Qué pasa?

 

—Nada.

 

—No me mientas.

 

—Estoy... incómodo —admitió, sin mirarlo— Siento que algo está mal.

 

In-ho bajó la mirada, como si esa frase le hubiera removido algo.

 

La lluvia golpeaba fuerte el techo de lámina. El silencio entre ellos se volvió más espeso que el aire húmedo que los rodeaba.

 

Gi-hun dio un paso atrás, pero su pie resbaló un poco. In-ho se acercó al instante, como un reflejo, y lo sujetó del brazo.

El contacto fue eléctrico.

Ambos se quedaron quietos.

Empapados.

Respirando fuerte.

 

Y entonces Gi-hun lo sintió.

Como si alguien hubiera encendido un interruptor.

Su cuerpo se encendió en llamas, como un incendio que arrasa con todo a su paso, sin dejar espacio para el control ni la cordura.

Y lo entendió.

 

Estaba sucediendo.

Después de tantos años, después de tantas veces temerlo.

Volvía a suceder.

 

El celo.

 

—Estás temblando —murmuró In-ho, sin soltarlo.

 

Gi-hun desvió la mirada, su respiración agitada.

 

—No tengo frío —respondió, intentando convencerse a sí mismo.

 

In-ho se acercó un poco más. Demasiado.

La distancia entre sus cuerpos era apenas un respiro contenido.

 

—Entonces... ¿por qué tiemblas?

 

Gi-hun no supo qué decir. El calor le estaba devorando la lógica, y la desesperación se le coló entre las costillas. Las palabras le salieron más fuertes, más desgarradas de lo que pretendía:

 

¡No... Suéltame! —chilló, como un animal herido.

 

Se soltó de su agarre, tambaleándose hacia atrás.

Tuvo que apoyarse contra la pared de madera para no caer.

La cabeza le dio vueltas, como si el calor empezara a fundirle el juicio.

 

—Gi-hun... ¿qué—?

 

In-ho intentó preguntar, pero la frase quedó suspendida, muerta a mitad de camino.

Lo entendió todo en el instante en que lo vio derrumbarse en el suelo, con la frente apoyada en las rodillas, y lo confirmó en el segundo en que el aroma le golpeó.

Denso, dulce, envolvente.

Como una fruta madura en verano, como una necesidad que se instala en el centro del pecho.

 

La tormenta allá afuera rugía con más fuerza, como si quisiera igualar la tormenta que se desataba dentro de esa casa.

Dentro de él.

 

El olor era más fuerte que nunca. Más embriagador.

Y algo dentro de In-ho hizo click.

 

La razón se resquebrajó como cristal bajo presión.

El recuerdo de aquel primer beso, del primer temblor en su cuerpo, volvió con toda la fuerza.

Y entonces lo deseó. No... lo necesitó.

Con el cuerpo.

Con el alma.

 

Ser parte de él.

Sentirlo.

Calmarlo.

Hacerlo suyo.

 

Se arrodilló frente a él, sin atreverse a tocarlo.

Sabía que si lo hacía, su mundo entero se desmoronaría.

Si lo tocaba... moriría.

Y aun así, estaba ahí.

 

—Gi-hun... —susurró con voz rota.

 

Él seguía encorvado, con la cabeza hundida entre las rodillas, temblando como si algo en su interior estuviera al borde del colapso.

Entonces alzó la mirada.

Y lo vio.

 

Sus ojos, vulnerables y brillantes, no eran los mismos de siempre.

Llevaban un destello nuevo, desesperado, inconfundible.

Una súplica silenciosa.

 

"Por favor... tranquilízame."

 

Gi-hun se inclinó lentamente hacia él, sin apartar la mirada de la suya.

Y In-ho no pudo resistirlo más.

Extendió la mano y rozó su rostro, mojado aún por la tormenta o por algo más profundo.

Con suavidad, posó el pulgar sobre sus labios, acariciándolos como si fueran algo sagrado.

Como si se rompieran con un soplo.

 

—No puedo... —susurró In-ho, sin apartar los ojos de su boca. Estaban tan cerca... y aún así se sentían a kilómetros — No quiero que te arrepientas.

 

Pero Gi-hun guió su mano con lentitud, llevándola por debajo de su camisa.

Su piel estaba caliente, palpitante.

 

—Mi cuerpo... —murmuró, con un temblor contenido en la voz— mi cuerpo entero grita tu nombre.

 

In-ho sintió el pecho de Gi-hun. Sintió sus pezones endurecerse bajo el toque de sus dedos. Y ya no pudo resistir más. 

 

Lo besó.

 

Como hace tanto tiempo lo había deseado, como lo había deseado desde el primer segundo incluso desde antes de poder saberlo. 

 

Se aferraron al beso como si solo en los labios del otro encontraran el camino a la salvación. In-ho comenzó a masajear el pezón duro, haciendo que la respiración de Gi-hun se agitara aún más. 

 

—Voy a borrar... el beso que te dio él —susurró In-ho, con la respiración entrecortada.

 

Sus palabras ardían más que el roce de sus labios. Exudaba deseo, rabia, necesidad.

 

Y entonces volvió a besarlo, más fuerte esta vez.

Su lengua envolvió la de Gi-hun como una manta cálida pero tejida con espinas.

 

Cayeron al suelo, sin elegancia, como si el deseo les arrancara el equilibrio.

Era incómodo. El suelo estaba duro, frío, poco amable.

Pero nada de eso importaba. Estaban siendo arrastrados por algo más grande que ellos.

 

In-ho deslizó una mano por la curva de la cintura de Gi-hun y luego terminó en su trasero. Lo apretó lento, posesivo, como si lo reclamara.

Gi-hun se aferró a él con más fuerza, buscándolo, como si en esa cercanía encontrara alivio al incendio interior.

 

Estaban al borde de perderse, de cruzar ese límite.

Pero entonces, un pensamiento se clavó en In-ho como un anzuelo.

 

No podían.

No así.

No en el suelo, como dos cuerpos desbocados.

 

Con un esfuerzo casi doloroso, el alfa se separó.

Gi-hun dejó escapar un quejido suave, una protesta inconsciente al perder el calor de su boca.

 

—¿Eh...? —murmuró, confundido, con los labios aún entreabiertos.

 

—Espera un poco —susurró In-ho, con la voz áspera por el deseo contenido.

 

Se apartó de sus brazos y se incorporó, jadeando.

Su cuerpo era fuego vivo, y su entrepierna latía con urgencia, como una herida abierta.

Pero tenía que controlarse. Por él. Por los dos.

 

In-ho se quedó unos segundos de pie, con el pecho agitado y las manos crispadas como si le ardieran. Miró alrededor, respirando hondo, como si la lluvia allá fuera no se comparara con la tormenta que tenía dentro.

 

—No podemos hacerlo aquí...  —murmuró casi para sí mismo.

 

Gi-hun lo miraba desde el suelo, aún recuperándose de lo que acababa de ocurrir. Tenía los labios hinchados, la camisa medio subida y una expresión de desconcierto y calor que contrastaba con la humedad del ambiente.

 

In-ho, con una mezcla de vergüenza, ternura y ese impulso de hacerlo "bien", empezó a buscar con torpeza algo más digno que el suelo.

 

Abrió una puerta lateral, tosiendo un poco por el polvo que se alzó. Dentro, encontró lo que parecía una especie de cuarto de almacenamiento. Entre cajas húmedas y telarañas, halló un catre viejo con un colchón flaco, cubierto por una manta gruesa y empolvada que olía a encierro y a historia.

 

—Esto servirá... más o menos —susurró mientras sacudía la manta con una fuerza que levantó una nube de polvo.

 

Volvió a la sala con el catre arrastrado torpemente y la manta colgando como una bandera de tregua.

 

Gi-hun lo observaba en silencio, entre divertido y acalorado. La tormenta allá afuera seguía desatada. 

 

—¿Qué estás haciendo...?

 

—Estoy... —In-ho hizo una pausa, con las mejillas algo rojas, como si acabara de decir una cursilería indecente— tratando de que esto no se sienta como una escena de deseo sucio en el piso de una cabaña abandonada.

 

Gi-hun parpadeó y sonrió de lado, apenas, con esa mirada que mezcla burla y cariño. 

 

El catre crujió bajo el peso de la manta mal estirada y el deseo contenido.

In-ho extendió la tela lo mejor que pudo, dándole golpecitos como si eso borrara los años de olvido.

 

—Esto es lo mejor que puedo improvisar —dijo, volviendo hacia Gi-hun— Pero al menos es suave. Y... mereces algo suave.

 

Gi-hun se levantó, aún medio descompuesto emocionalmente, y se acercó.

 

Se abalanzó de nuevo sobre él, arrastrado por el calor que lo devoraba desde dentro. In-ho recostó a Gi-hun sobre el catre, pero apenas intentó montarse encima, la vieja base de madera crujió y se desplomó ruidosamente bajo su peso.

 

Ambos soltaron una risa entre dientes, pero no se detuvieron. Ignoraron el desastre con una sincronía casi infantil. Al menos el colchón empolvado seguía ahí, amortiguándolos... y para ellos, eso era más que suficiente.

 

Los dedos del alfa se deslizaron con travesura bajo la camisa empapada de Gi-hun. La subió lentamente, como si desenvolviera un regalo que había esperado demasiado tiempo. La tela resbaló por su cabeza hasta quedar fuera, dejando su torso al descubierto.

 

Era tal y como lo recordaba: pulcro, bien definido, como si alguien lo hubiera esculpido con esmero. Un sendero luminoso que prometía llevarlo directo al paraíso.

 

Lo llenó de besos cálidos, en su cuello, en sus omóplatos. Chupó sus botones con un hambre feroz, sacando de Gi-hun los sonidos más vergonzosos que podía emitir. El omega solo gemía dejándose hacer, completamente sometido a algo que dentro de él había deseado tanto, y que ahora finalmente podía tener gracias al motivo perfecto: la naturaleza. Cuando In-ho quedó a la cabeza de su vientre, Gi-hun chilló:

 

—Quítalos... — ordenó.

 

El alfa obedeció y los quitó con una delicadeza casi tortuosa, Gi-hun quedó en ropa interior. Su erección se marcaba por debajo de la pobre tela, y eso hizo que la de In-ho se sintiera aún más torturada, aún presionada por debajo de la mezclilla.

 

Se acercó a besarlo otra vez, en esa fracción de segundos sus labios volvieron a extrañarlo. Su mano se coló por debajo del algodón, acariciando esa zona a la que Gi-hun rara vez le prestaba atención, y quien solía ser su esposo menos, puesto que estaba ocupado llenando su propio placer que no se detenía a satisfacerlo manualmente. Pero él sí, y eso lo volvió loco. 

 

Acarició la copa con el pulgar y el tronco con los demás dedos, sus movimientos eran suaves, pero lo suficientemente firmes como para descolocarlo. In-ho solo le observaba los ojos, como si su simple reacción a aquel toque pudiera satisfacerlo por completo. Como si esa simple visión de él siendo perdido por el éxtasis fuera suficiente para hacerlo terminar. In-ho no lo veía con morbo, lo veneraba. Era un sueño del cual no quería despertar.

 

—No... necesitas... hacer eso — Dijo Gi-hun entre respiraciones entrecortadas — solo... solo métela. 

 

—No quiero lastimarte — susurró — Quiero que lo disfrutes. 

 

Y entonces, un dedo entro en su interior. Y ese movimiento lo hizo arquear la espalda. In-ho tragó saliva. Estaba húmedo, tan húmedo que incluso sus dedos resbalaban entre sí con tanta lubricación. 

 

—Estás tan mojado — Susurró mientras empujaba el dígito más adentro — ¿Es por mí? 

 

Gi-hun solo asintió, apretando los ojos.  Incapaz de poder hablar. Si lo hacía, no saldría una palabra, solo algún balbuceo torpe. 

 

Luego fueron dos, y luego tres. Su interior se expandió con facilidad. Su cuerpo reaccionaba positivamente al estímulo de unos dedos que parecían encajar a la perfección con él como dos piezas de un mismo rompecabezas.  

 

Cuando In-ho ya no pudo soportarlo más, se inclinó hacia atrás y comenzó a despojarse de cada prenda, una a una. Aunque su cuerpo le gritaba por urgencia, se obligó a hacerlo con calma, como si cada movimiento fuera parte de un rito sagrado. Desabotonó la camisa con una lentitud contenida, dejando que el aire templado rozara su piel desnuda, y cuando terminó, arrojó la tela lejos, sin mirar atrás.

 

Para Gi-hun, la imagen era más irreal que cualquiera de sus fantasías. Demasiado perfecta. Demasiado suya... para ser verdad.

 

Su torso era de acero, esculpido por años de esfuerzo. Sus brazos, dos columnas firmes, mucho más robustas que las suyas. Y su entrepierna...

 

Gi-hun se quedó sin aliento.

 

Se alzaba ante él, recta y rosada, como una ofrenda irresistible. Una promesa muda que le susurraba al oído: "Serías un tonto si no me tomas ahora."

 

Ni siquiera la lluvia lo había hecho empaparse tanto como lo hizo verlo a él así, desnudo, expuesto, y ahora... completamente servido para él. 

 

No tuvo que pedirle que abriera las piernas, casi por inercia lo hizo. In-ho aceptó la oferta al instante y se deslizó como una serpiente sobre su cuerpo, hasta quedar cara a cara. Lo besó de nuevo, esta vez con ternura. Gi-hun acarició su espalda desnuda y luego su pelo, queriéndolo sentir cerca. 

 

In-ho tomó con una mano su polla y la alineó en la entrada expandida. 

 

—¿Qué es lo que quieres? — Preguntó, a la espera. 

 

—Yo... 

 

Susurró Gi-hun, pero no pudo terminar la oración cuando sintió que algo entró a su interior, algo pesado y cálido. Y lo abatió como una enorme ola.

 

—¿Hum...? — Volvió a preguntar. Mientras se deslizaba lentamente hacia adentro. 

 

—¡Te quiero a ti, In-ho! — Exclamó cuando ya no pudo más. 

 

Y entonces In-ho comenzó a moverse, una y otra vez. Incluso si era la primera vez, ambos sintieron que sus cuerpos estaban hechos para ese momento. 

 

In-ho devoró la boca de Gi-hun mientras lo llenaba de golpes certeros directo en donde sabía que la cordura no llegaba, ahogando los gemidos que salían involuntariamente de su boca con besos poco profundos y entrecortados. 

 

No importaba nada más, no pensaron ni un momento en lo que sucedía allá afuera. Estaban en el paraíso. Sus cuerpos fusionándose al compás de la lluvia. La tormenta seguía desatada allá afuera, pero ahí adentro, estaba ocurriendo una aún más grande.

 

Gi-hun avisó con un chillido ahogado que había terminado, se desplomó sobre el catre, rendido y sudoroso. In-ho lo hizo segundos después al sentir su miembro siendo prensado por el interior del omega. Se corrió adentro de él, sin pensar en las consecuencias, y las pensó justo cuando el nudo ya estaba a hecho.

 

—Me vine adentro de ti — confesó.  

 

Gi-hun lo miró, sin miedo ni reproche. 

 

—Tengo... tengo un implante — Respondió jadeando. Aún recuperándose. 

 

In-ho respiró aliviado. Por varios minutos se quedaron así, disfrutando del cosquilleo en su interior. Gi-hun lo besó tiernamente y luego dirigió su boca a donde estaba su cuello. La glándula del alfa no esparcía ningún olor característico, solo olía a una mezcla estéril. Aún así le besó el cuello, dejando pequeñas mordidas, saboreando la nada. In-ho solo gemía, dejándose hacer. 

 

In-ho creyó que podía finalmente morir así. Ahora que lo tenía, ahora que lo tuvo, incluso si no lo volvería a tener. Llevaría para siempre tatuado el olor de su piel y el sabor de su boca. 

 

Quería quedarse por siempre en esa cabaña y vivir en los brazos de ese hombre que había sacudido su mundo entero desde el primer momento con solo una mirada.

 

Quizá para eso vivió todo este tiempo, para ese momento, para sentir finalmente, su calor envolviendo su alma. 

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 13: Después de la tormenta

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Cuando la tormenta cesó, Gi-hun se despertó con una fuerte resaca emocional.

 

Se había quedado dormido minutos después de que In-ho lo había satisfecho, y lo hizo casi por inercia, como si su cuerpo, después de conseguir lo que quería, necesitara un respiro para recomponerse. Había tenido un sueño extraño, relacionado con su infancia: era un niño otra vez, corriendo libre por los campos, y a su lado, otro niño le sostenía la mano, tratando de seguirle el paso.

 

Estaba gravitando entre ese recuerdo y la vigilia cuando vio una silueta a su lado.

 

¿Sang-woo? —fue lo primero que pensó, aturdido.

 

No, no era Sang-woo.

 

Su vista se aclaró.

 

Era In-ho.

 

Estaba vestido solo con pantalones, sentado en una esquina, viendo a la nada.

 

—¿Dónde está su camisa? —se preguntó.

 

Y entonces volteó hacia abajo y vio dónde estaba.

Su camisa blanca estaba cubriéndole la parte baja del cuerpo; debajo de eso, estaba completamente desnudo. Y entonces, finalmente, despertó por completo.

 

El recuerdo del celo y lo que había traído con él regresó como una ola: el calor, el deseo y las emociones que quedaron expuestas.

Todo volvió de golpe, no como un recuerdo lejano, sino como una sensación fresca: el calor de sus besos, su piel recorriendo cada rincón de su cuerpo, su virilidad llenándolo... y una sensación de placer que jamás creyó poder entender.

 

No supo cómo describirlo.

Lo sintió como si hubiese estado dormido todo ese tiempo. Y ahora había despertado.

Despertó al darse cuenta de que las caricias de aquel hombre, al que conocía apenas desde hace unos meses, fueron más gratificantes que las de su esposo durante años, bajo las sábanas frías de un hogar silencioso.

 

Le había gustado.

No.

Le había encantado.

Y eso lo hizo sentir culpable.

 

¿En qué lo convertía eso? ¿En un infiel, igual que su esposo?

 

¿Era válido que, al estar en celo, recurriera a lo único cercano que tenía para aliviarse?

 

Pero, por dentro, sabía que eso no era una excusa válida.

Porque quizá lo deseó desde hace tiempo...

Estar con In-ho.

Y ese pensamiento lo carcomía por dentro.

 

Gi-hun se incorporó con pesadez, sintiendo el latido de cada músculo. Quiso moverse rápido para vestirse, pero justo cuando se inclinó, las piernas le pesaron. Estaban entumecidas. Chilló al no sentirlas.

 

In-ho se acercó rápidamente al ver el movimiento.

 

—Tranquilo... —le tomó de los brazos y lo ayudó a enderezarse. En su mirada había un brillo singular—. Aún sigues débil.

 

—No me mires... por favor —murmuró Gi-hun. Se sentía despojado de toda dignidad.

 

In-ho sintió un golpe seco en el pecho al escucharlo decir eso.

Su reacción no fue como la había imaginado. Ingenuamente creyó que, al despertar, se abalanzaría sobre sus brazos y lo amaría como deseaba.

 

—Está bien. No tienes de qué avergonzarte.

 

In-ho se levantó y recogió las prendas de Gi-hun, tiradas en el suelo. Se las colocó en el regazo.

 

—Te dejaré que te cambies.

 

Se volteó y caminó hacia la entrada de la cabaña. Solo mantuvo la mirada fija en el exterior.

El sol ya había salido y los árboles se nutrían nuevamente con su brillo, mientras las gotas resbalaban sobre sus hojas como lágrimas frescas.

Los árboles lloraban.

Y él, por dentro, también.

 

No dijeron nada.

No hablaron de ello cuando regresaron.

Gi-hun tenía tanto que procesar que quedarse la tarde en el pueblo no era una opción, y menos bajo el ojo crítico de Yoo, que olía las mentiras a kilómetros de distancia.

Probablemente lo bombardearía con preguntas de dónde había estado, y al ver a In-ho, probablemente lo adivinaría casi al instante.

 

Yoo era uno de sus mejores amigos, uno de los pocos que había hecho en su nueva vida. Y aunque la distancia los había puesto en pausa, la confianza nunca se rompió.

Pero sabía que no era buena idea hablar de lo que había pasado, ni con él ni con nadie.

Así que solo le dejó un mensaje diciendo que se ausentaría ese día y que mañana lo vería.

 

Gi-hun pasó todo el camino con la mirada fija, juzgándose a sí mismo como lo haría una madre estricta.

No sabía si lo que hizo estuvo bien o mal.

Si lo deseó... o si solo fue fruto de su desesperación.

 

In-ho, mientras tanto, mantuvo la mirada clavada en la carretera.

Faltaban cientos y cientos de kilómetros antes de llegar a la ciudad, y el aire se respiraba denso.

Se sentía como si ambos hubieran hecho algo prohibido, aunque él nunca quiso que se sintiera así.

 

En parte, entendía a Gi-hun.

Quizá en ese momento se tachaba a sí mismo de infiel y desleal.

Todo había comenzado con un beso, y no supo que eso había abierto la puerta a algo más grande.

Algo que ninguno de los dos pudo controlar.

 

Cuando llegaron a la ciudad, las palabras seguían sin salir.

Solo Gi-hun habló por un momento, porque tenía que hacer una parada urgente si no quería que se repitiera algún otro accidente.

 

—Necesito ir a la farmacia —dijo, mientras In-ho conducía por una avenida.

 

—Bien —respondió, con una frialdad sistemática.

 

Gi-hun se detuvo en una farmacia grande.

Cuando entró, el olor estéril lo golpeó como una brisa.

Y lo recordó.

El olor del cuello del alfa.

Olía exactamente a eso.

A limpio. A nada.

 

Antes de que surgieran más recuerdos, tragó saliva y se acercó a la primera caja que vio.

Una chica con uniforme blanco, de cabello castaño y ojos redondos lo atendió con una sonrisa.

Olía a chocolate, el chocolate de una alfa.

 

—Buenas tardes, ¿en qué lo puedo ayudar?

 

—Hola... buenas —respondió tímido, bajando la voz—. ¿Puedes darme este medicamento?

 

Gi-hun susurró un término clínico, uno que recordaba porque cientos de veces lo había dicho en la misma situación. No creyó que volvería a pronunciarlo, pero el nombre se le había quedado grabado, empolvándose en su memoria.

 

—Claro —asintió ella con amabilidad.

 

Tecleó en la computadora que tenía al lado, y en cuestión de segundos le dio una cifra:

 

—Serían cuarenta mil wones.

 

Pagó sin decir más. Se sintió observado cuando salió, como si todos pudieran oler lo que había hecho, como si su cuerpo todavía gritara lo que él intentaba borrar.

Sacó una pastilla y se la tragó sin agua.

Amarga. Química. Casi simbólica.

 

Una parte de él creyó, por unos segundos, que así se acabaría todo. Que el calor ya no volvería. Que su cuerpo volvería a ser suyo.

 

Pero mientras caminaba, más tranquilo, le vino una frase absurda a la cabeza:

 

"El cuerpo del alfa fue mejor medicina."

 

Rodó los ojos.

 

—Qué estupidez... —se murmuró, sin saber si estaba molesto o resignado.

 

Y siguió caminando hacia el coche, como si el día no lo estuviera deshaciendo por dentro.

 

El sol estaba a punto de ponerse cuando llegaron a casa.  In-ho dejó el coche estacionado en la cochera, mientras Gi-hun rezaba por no tener que verlo cara a cara otra vez. Pero sabía que eso era imposible. 

 

Entraron en silencio a la casa, sin decir nada. La señora Kim los recibió con una reverencia y le dedicó una sonrisa a In-ho. La mujer mayor se había encariñado tanto con él, que a estas alturas lo veía como un hijo más.

 

Se acercó para quitarle el abrigo a Gi-hun, el cual ya estaba tieso después de haberse mojado y secado.

 

—Puedo servirles té y galletas a ambos señores, si necesitan descansar.

 

Gi-hun tragó saliva y miró a In-ho, expectante de su opinión.

 

—Muchas gracias —contestó él—, pero no puedo quedarme. Tengo unos asuntos que resolver. Solo me daré una ducha y me voy.

 

La señora asintió.

 

—¿Y usted, señor Gi-hun?

 

—Estoy bien, gracias. No se preocupe... señora Kim.

 

La mujer mayor asintió nuevamente y se retiró con el abrigo entre las manos.

 

Ambos quedaron solos en la enorme sala de estar, con los sillones de piel importada y el brillante piso de mármol.

Gi-hun se sintió pequeño en ese momento, y luego rompió el silencio con una pregunta:

 

—¿Te quedarás a dormir esta noche?

 

In-ho parpadeó y lo observó con curiosidad. Gi-hun, al encontrar el doble sentido en sus palabras, se puso rojo al instante y desvió la mirada hacia el ambiente, fingiendo que examinaba los patrones de un jarrón antiguo.

 

—Me refiero a si te quedarás en el cuarto de huéspedes, como lo has estado haciendo el último mes. No me refiero a...

 

—Sí, lo haré —respondió, con una frialdad que lo hizo temblar.

 

—Bien. Entonces, nos vemos luego.

 

Y sus caminos se separaron, al menos por ese día.

 

La noche había sido diferente pero al mismo tiempo igual para ambos. Diferente lugar, pero el mismo sentimiento apretando sus corazones. 

 

In-ho se había bañado y se había puesto ropa casual. Por un rato, se acostó en la cama de la habitación de huéspedes, pensativo.

 

Cuando comenzaron las grabaciones de la película de Gi-hun, ambos sintieron conveniente que se quedara temporalmente en la casa. El camino al pueblo ya era largo, y sumarle el trayecto desde su propia casa lo hacía aún más cansado. Por eso decidieron que sus honorarios, a partir de ese momento, serían de tiempo completo.

 

Y en ese momento, sintió que esa decisión le pesaba. Ahora estaba atrapado en esa casa, teniendo que lidiar con lo que había pasado ese mismo día. Y lo recordaba fresco: el toque, el sabor, el sonido... Se repetía en su memoria como un disco rayado. Estar ahí era un infierno, porque no quería toparse con Gi-hun accidentalmente en la cocina o en cualquier otro lugar.

 

Así que tomó las llaves de su coche y condujo hacia la estación de policía. Para ese punto de la noche, sabía que su hermano ya habría salido de su turno como detective.

 

Llegar a ese lugar le evocó recuerdos, incluso si solo estaba en la sala de espera.

Recordó sus días como detective; todos le decían que su futuro era prometedor, quizá para ascender rápido y ser un alto funcionario. En ese entonces, su ética era su brújula más fuerte.

Ahora todo había cambiado. Había hecho cosas que quizá nunca se perdonaría, comenzando por Gi-hun... por haberse aprovechado de él.

 

Se odiaba a sí mismo en ese momento. Por haber cedido, por no haber resistido ese deseo tan grande, tan constante, como una comezón que no se quitaba. Quizá Gi-hun ahora lo despreciaba por haber sacado ventaja de su vulnerabilidad. Quizá toda esperanza de estar con él se había esfumado por completo... por haber sido débil.

 

Saludó a un par de colegas antes de que su hermano apareciera. Solían trabajar con él y se sorprendieron al verlo ahí. Aunque sabía que esa sorpresa no era grata y solo estaban fingiendo amabilidad. Todos le dieron la espalda cuando lo despidieron, por actuar con desesperación ante las dificultades de la vida.

 

Sacudió la cabeza cuando los pensamientos lo abrumaron. Lo había dejado todo atrás, enterrado donde nadie lo encontraría. Pero Gi-hun...

Gi-hun era un tema más expuesto que nunca, resbalando entre sus manos como la arena.

 

Su hermano salió por una puerta automatizada. Iba con el celular en la mano, tecleando, así que pasó de largo sin darse cuenta de que estaba ahí.

 

—¿Vas a ignorar a tu hermano mayor? —preguntó In-ho, levantándose de su asiento.

 

Jun-ho volteó casi al instante. Al verlo en su mirada se dibujó sorpresa. 

 

—Hyung... —murmuró— ¿Qué haces aquí?

 

In-ho esbozó una pequeña sonrisa, con las manos en los bolsillos del abrigo.

 

—Pasé a verte... Quería invitarte a cenar.

 

Jun-ho alzó una ceja, incrédulo, y soltó una risa breve y sarcástica.

 

—¿Ah, sí? ¿Ahora resulta que te acuerdas que tienes un hermano?

 

In-ho bajó la cabeza, sonriendo con un dejo de culpa.

 

—Tienes razón. He estado distante. Lo siento.

 

—Aceptaré tus disculpas si me llevas por carne —dijo Jun-ho, guardando el celular en el bolsillo del pantalón — estoy harto de comer ramen instantáneo en los turnos. 

 

—Trato hecho.

 

Ambos salieron del edificio entre bromas suaves, como si el tiempo no los hubiera distanciado tanto. La noche era fresca, y las luces de la ciudad brillaban con ese tono cálido que tiñe Seúl cuando está a punto de dormir, pero aún queda un último aliento de vida en las calles.

 

Llegaron a uno de esos restaurantes tradicionales, de los que están decorados con lámparas de papel y mesas bajas, donde los clientes se sientan en cojines y cocinan su propia carne en el centro de la mesa. El olor a carbón, ajo y sésamo impregnaba el aire. El lugar estaba lleno, pero no abarrotado. El murmullo de las conversaciones y las risas suaves formaban una melodía acogedora. En la radio sonaba una balada antigua, de esas que uno escucha sin prestar atención, pero que se clavan en el fondo del pecho.

 

Se quitaron los abrigos y tomaron asiento junto a una ventana. Pidieron samgyeopsal, bulgogi, arroz blanco, sopa de miso, kimchi fresco y varios platillos de acompañamiento. El soju llegó al poco tiempo, en su clásica botella verde, y Jun-ho sirvió el primer vaso para su hermano, según la costumbre.

 

—¿Y qué tal el trabajo? —preguntó In-ho mientras daba el primer bocado.

 

—Lo de siempre —respondió Jun-ho encogiéndose de hombros— Un tipo robó una moto, lo atrapamos. Otro se metió con una menor de edad, lo están interrogando. Una señora golpeó a su vecina con una sartén. Cosas que dan risa si no fueran tan tristes.

 

In-ho sonrió con suavidad, escuchando con atención mientras masticaba despacio.

 

—A veces extraño eso —murmuró— Es menos complicado que ser una sombra que persigue a todas partes. 

 

La conversación se volvió más ligera conforme el soju empezó a calentar sus gargantas. Rieron, recordaron cosas de la infancia, hablaron de su madre y del viejo gato que una vez tuvieron. Jun-ho no se había reído así en mucho tiempo.

 

Para cuando In-ho estaba por terminar su tercer vaso de la tercera botella, Jun-ho le sujetó la muñeca con firmeza.

 

—Creo que ya es suficiente, hermano —dijo, sin perder la calma, pero con los ojos más serios.

 

In-ho lo miró, sorprendido.

 

—¿Qué? Estoy bien...

 

—No. No acostumbras a ser así. ¿Qué te está pasando?

 

In-ho bajó la mirada, con el vaso aún en la mano. Dudó. Su garganta se tensó como si tuviera algo atrapado.

 

—No es nada —respondió, forzando una sonrisa que no convenció a nadie.

 

Jun-ho lo observó durante un largo segundo, como si considerara empujarlo a hablar, pero al final solo asintió con lentitud.

 

—Está bien. No te voy a presionar para que hables. Al fin y al cabo ya no quiero hacer más interrogatorios. 

 

Llamó al mesero y pidió la cuenta, mientras In-ho se quedaba en silencio, con los ojos fijos en el carbón encendido del centro de la mesa, como si buscara respuestas entre las brasas.

 

Cuando salieron del lugar, Jun-ho condujo hasta la tienda de conveniencia más cercana. In-ho lo esperó sentado en una banca. El aire fresco se colaba por sus poros y lo ayudaba a despejarse; el calor se le había subido a la cabeza por el alcohol.

 

Jun-ho salió con una bolsa de plástico, se sentó a su lado y sacó una leche de melón para él. Jun-ho bebía una de plátano. Los dos se quedaron observando a los transeúntes pasar.

 

—¿Recuerdas cuando hicimos una competencia para ver quién bebía más de estas? —comentó Jun-ho mientras sorbía su leche.

 

—Sí... —respondió In-ho mientras encajaba la pajilla en el envase— Después de eso, madre se enojó conmigo.

 

—También se enojó conmigo, ¿no lo recuerdas?

 

—Sí, pero tú eras un niño y yo ya era un adulto. Era más fácil excusar el impulso de tomar tanta azúcar en ti que en mí.

 

In-ho sorbió su leche.

 

Jun-ho rió.

 

—Es cierto. Aun así, sigo pensando que ese es un sabor que solo le gustan a los señores de la tercera edad. ¿A quién le gusta el melón?

 

—A mí.

 

—Sí, eso lo explica todo.

 

Jun-ho le golpeó amistosamente el hombro, esperando una reacción, pero In-ho parecía perdido en sus pensamientos.

 

—Vamos, anímate —cachondeó— ¿Qué es eso que te trae arrastrando el alma por la acera?

 

—No es nada — repitió. 

 

Jun-ho tenía una sospecha. Así que la dijo.

 

—¿Tal vez esa "nada" tiene nombre...?

 

In-ho hizo un gesto: estaba cerca.

 

—¿Y ese nombre es... Seong Gi-hun?

 

Tragó saliva. Había dado justo en el blanco.

 

—No sé de qué hablas.

 

—Claro que lo sabes —dijo, acomodándose en la banca— ¿Crees que no escucho los rumores que hay por ahí?

 

—¿Rumores? ¿De qué estás hablando? —preguntó In-ho, frunciendo el ceño.

 

Jun-ho sonrió con aire de quien se guarda un as bajo la manga.

 

—De los que están por todo internet. ¿No los has visto? Hay videos de ustedes dos, juntos... con música romántica de fondo. Hasta les ponen filtros y subtítulos como si fuera un dorama. Literalmente están editados como si fueran pareja.

 

—La gente solo quiere crear drama —replicó In-ho con rapidez, llevándose la pajilla a los labios como si el trago lo ayudara a tragar su incomodidad.

 

—¿Seguro? —dijo Jun-ho, inclinándose hacia él con una sonrisa burlona— Porque vi cómo te brillaron los ojos como cachorro cuando mencioné su nombre.

 

—Estás alucinando.

 

—Mmhmm... claro —murmuró Jun-ho, recostándose de nuevo sobre la banca, con expresión despreocupada.

 

Un breve silencio se coló entre ellos, hasta que Jun-ho lanzó:

 

—De todas formas, queda mejor con Gong Yoo.

 

In-ho volteó inmediatamente, con los ojos bien abiertos y una expresión entre desconcierto y alarma.

 

—¿Con él? ¿Qué hay con él?

 

Jun-ho estalló en carcajadas, señalándolo con el dedo.

 

—¡¿Lo ves?! ¡Ahí está! Celos nivel diez.

 

—No estoy celoso —gruñó In-ho, volviendo la vista al frente mientras sorbía con más fuerza la leche de melón.

 

—No, claro que no —dijo Jun-ho, con tono sarcástico— Solo casi escupes la bebida al escuchar el nombre de Gong Yoo. Muy normal todo.

 

—Eres insoportable.

 

—Y tú estás enamorado. Tan enamorado como un adolescente. 

 

In-ho suspiró y se limitó a ver los carros pasar.

 

—¿Y... entonces? —preguntó Jun-ho, intrigado— ¿Pasó algo entre ustedes? ¿Se besaron?

 

In-ho se aclaró la garganta, sin saber si estaba preparado para confesar su crimen.

 

—Fue más que eso... —el calor del soju le subió al rostro.

 

—¿Fue más que...? —repitió Jun-ho.

 

Se quedó mudo. Tardó unos segundos en comprenderlo y luego hizo una mueca de disgusto, como si acabara de imaginarse la escena completa. In-ho no había dicho nada, y al mismo tiempo... lo había dicho todo.

 

—¿¡Por qué lo hiciste!? ¡Él está casado!

 

In-ho volteó a verlo, visiblemente ofendido.

 

—Gracias... hace unos segundos estabas de mi lado.

 

—¡Porque pensé que tal vez había sido un beso! ¡No que se acostaron! 

 

Justo en ese momento, una señora de edad avanzada pasó caminando por la acera. Abrió los ojos como platos al escuchar lo que Jun-ho acababa de gritar, y luego negó con la cabeza como si dijera: "La humanidad está perdida..."

 

In-ho vio esto y deseó que la tierra se lo tragara.

 

—¿No quieres hacer una rueda de prensa también? —reclamó, avergonzado.

 

—Perdón —respondió Jun-ho, llevándose la mano a la boca para disimular la risa.

 

—Solo digo que... está casado. Y como te lo advertí desde un principio, eso es peligroso. Sabía que esto pasaría —dijo Jun-ho, con voz más seria.

 

—Están separados —corrigió In-ho, bajando la mirada— Y él no lo merece...

 

Jun-ho se cruzó de brazos, sin dejar de observar a su hermano.

 

—Tal vez. Pero aún así, siguen casados. Y si Gi-hun lo desea, puede regresar con él en cualquier momento. No deberías estar en medio de esa tormenta.

 

In-ho se hizo pequeño en la banca. Lo sabía. Sabía que en cualquier momento podía perderlo, que podía verlo volver con Sang-woo sin que él pudiera hacer nada. Solo quedarse ahí, con todo entre las manos... roto.

 

Jun-ho le dio una palmada suave en la espalda.

 

—Solo te lo digo porque quiero verte bien. No quiero que tu corazón se rompa, hyung.

 

—Lo sé —respondió In-ho con un suspiro— Y te lo agradezco.

 

Después de eso, se quedaron en silencio unos segundos. El ambiente se alivianó poco a poco. Jun-ho, fiel a su estilo, cambió de tema.

 

—¿Te acuerdas de tu cita desastrosa a ciegas? Esa en la que la chica llegó con su mamá... ¡y te pidió que llenaras una solicitud para casarte con ella!

 

In-ho soltó una risa nasal y le dio un golpe en el brazo.

 

—Muy gracioso.

 

—¡Es en serio! La señora ya estaba viendo salones de bodas. Hasta te trajo el catálogo.

 

Ambos estallaron en carcajadas.

 

La noche siguió cayendo sobre Seúl, y por un momento, todo pareció estar bien.

 

En el otro lado de la ciudad, en un hogar. Estaban un padre y su hija teniendo una noche de películas. Gi-hun estaba en la habitación de Eunie, los dos acostados en la enorme cam, con palomitas en medio y Bibi acostado en un extremo de la cama. 

 

Habían visto The Notebook, una película de romance occidental muy famosa. Retrata la historia del amor verdadero, las adversidades de la vida y la elección entre dos grandes amores.

 

A Gi-hun se le había escapado sigilosamente una lágrima mientras la veía. No quiso admitir que, quizá, aquella película le había removido un dolor demasiado reciente. No pudo evitar relacionarla con su propia vida. El recuerdo de todo lo que había pasado seguía fresco. Y eso lo hacía sentirse tan culpable... y tan confundido.

 

Por una parte, sabía que era un tipo impulsivo. En su vida anterior se metía en peleas que no le correspondían solo por defender a un colega, gritaba verdades a los cuatro vientos, decía cosas que los demás no se atrevían a decir.

 

Pero nunca creyó ser ese tipo de impulsivo. El que saciaba su sed con la primera persona que encontraba. Incluso si era una necesidad biológica, incluso si era cuestión de vida o muerte... sentía que no era excusa suficiente.

 

Sin embargo, por otro lado, sentía que aquello no había sido cualquier cosa.

No se sentía del todo indigno, ni impuro, porque el acto en sí... no lo fue. Al contrario. In-ho lo hizo sentirse valorado. Deseado. Considerado. Hasta cierto punto... se sintió querido.

Y eso lo odiaba.

 

Lo odiaba porque se sintió más romántico que todas las sesiones matutinas contra el lavabo del baño que Sang-woo le ofrecía desde hace años.

Eso era solo eso: pocos besos, un par de empujones, y todo terminaba en menos de cinco minutos.

De no ser porque era su esposo, Gi-hun se habría sentido usado, sin dignidad.

O quizá sí lo sintió.

Y simplemente nunca quiso aceptarlo.

 

¿Qué era lo que sentía, realmente?

 

Se preguntó si había sido solo deseo.

Si había sido un momento de debilidad, como su esposo le había dicho cuando alguna vez le pidió perdón.

Se preguntó si había sido igual a eso.

 

O si era algo más.

 

Si había algo en su corazón —una parte, por más pequeña que fuera— que anhelaba estar con In-ho más allá de la carne, más allá del calor.

 

Cuando terminó la película, Eunie se levantó y se sentó en la orilla de la cama.

 

—Eso fue muy lindo —suspiró—. Qué lástima que no suceda así en la vida real...

 

—¿Quién dice que no?

 

—Los tipos así no existen, papá. O bueno... al menos de mi edad.

 

Luego dirigió sus ojos redondos hacia él. Esa clase de mirada que Gi-hun conocía bien, una mezcla entre la timidez y la valentía de atreverse a preguntar lo que de verdad importa. Detrás de esa expresión infantil, se asomaba ya una curiosidad madura, la misma que él había temido desde que la cargaba en su vientre enfrentar en algún momento.

 

—¿Qué se siente estar enamorado? —preguntó, finalmente.

 

Normalmente Gi-hun se habría alarmado con una pregunta así. Pero después de ver aquella película, después de todo lo que venía arrastrando dentro de sí, algo en su interior se desarmó.

Quizá porque, por fin, alguien lo había preguntado en voz alta. Quizá porque, después de todo, ni él mismo tenía del todo clara la respuesta.

 

Se quedó mirando la pantalla en negro por un instante más, como si esperara que apareciera ahí la respuesta que no encontraba en sí mismo. Luego bajó la vista. Vio a su hija, a su expresión tan sincera, tan parecida a la suya cuando tenía esa edad. Ella aún creía. O quería creer. Y él... él no sabía si seguía buscando amor o redención.

 

—Es... difícil de explicar —dijo, lentamente— Pero cuando pasa, lo sabes. Es como si todo se volviera más claro y más confuso al mismo tiempo.

 

—¿Confuso?

 

—Sí. Porque... te hace sentir muchas cosas a la vez. A veces alegría, otras veces miedo. A veces calma, otras veces un vacío que no entiendes. Pero cuando estás con esa persona, aunque sea por unos segundos... todo lo demás se detiene.

 

Eunie frunció un poco el ceño, procesando cada palabra.

 

—¿Y alguna vez lo sentiste así? ¿Con... con mamá? —preguntó Eunie, sin mirarlo directamente, como si la pregunta le pesara en los labios.

 

Gi-hun se quedó en silencio unos segundos. No por falta de respuesta, sino porque la honestidad a veces cuesta más que la mentira.

 

—Sí... al principio —dijo, finalmente.

 

—¿Y luego?

 

—Luego... todo se volvió complicado.

 

Eunie bajó la mirada. No hacía falta que entendiera todos los detalles. Bastaba con sentirlo. Y lo sintió. El eco de algo que alguna vez fue bonito... pero ya no.

 

Mientras acariciaba las orejas de Bibi, el perrito movía la cola como si con eso pudiera aliviar la tensión que flotaba en el aire. La niña se atrevió a hacer una última pregunta:

 

—¿Te arrepientes de todo?

 

Esta vez, Gi-hun no dudó. Ni un segundo.

 

—No. Jamás.

 

Se inclinó hacia ella, enredando sus dedos en su larga cabellera azabache, como lo hacía desde que era una bebé.

 

—Si no hubiera pasado... entonces no te tendría a ti. Y tú eres lo mejor que me ha dado la vida.

 

Lo dijo sin adornos. No como actor, ni como exmarido. Lo dijo como padre. Tan claro y firme como si fuera la única verdad que importaba.

 

Eunie se ruborizó.

 

—Ya te dije que ya no soy una niña para que me digas esas cosas...

 

—¿Ah, no? —replicó él con una sonrisa pícara— ¿Entonces tampoco eres muy grande para esto?

 

Y sin previo aviso, comenzó a hacerle cosquillas. La niña soltó una carcajada, cayendo rendida sobre la cama. Bibi ladró emocionado, sin entender del todo el juego, pero queriendo formar parte de él. Entre risas y movimientos torpes, Eunie alcanzó una almohada y se la lanzó a su padre, despeinándolo por completo.

 

—¡Ey! ¡Eso es jugar sucio!

 

—¡Tú juegas sucio siempre!

 

Siguieron así, entre bromas, risas y travesuras hasta que terminaron pintándose las uñas mutuamente. Ella eligió un esmalte negro para él.

 

—Va con tu aura —dijo, divertida, sin saber cuánta verdad había en esas palabras.

 

Más tarde, cuando la niña ya dormía profundamente, Gi-hun apagó la luz, besó su frente y salió de la habitación en puntas de pie. Pero al cruzar el pasillo, el aire cambió.

 

Ahí estaba él.

 

In-ho.

 

De pie, del otro lado del pasillo, con el cabello ligeramente revuelto por el viento y una camiseta informal que contrastaba con la tensión de su mirada. Se encontraron en silencio. Dos adultos, dos pasados, dos deseos contenidos. Nadie dijo nada. Ni un saludo, ni una excusa para romper el hielo. Solo se miraron.

 

Y se desviaron.

 

Gi-hun siguió su camino... pero al llegar a su puerta, la dejó entreabierta. No por descuido. Lo hizo con intención. Sutil. Pero clara.

 

¿Era una invitación? ¿Una señal? ¿Un intento de acercamiento?

Tal vez. Tal vez no.

 

A pocos metros, In-ho giró el pomo de su propia puerta. Pero antes de entrar, esa luz tenue que se filtraba por el pasillo le llamó la atención. Se giró.

 

La puerta seguía ahí. Abierta. Esperando.

 

Y él... dudando.

 

¿Qué pasaría si cruzaba ese umbral? ¿Podría contenerse? ¿Dejar de sentir? ¿Era un final o un comienzo? ¿Un error... o por fin la verdad?

 

Sus dedos temblaron. Su corazón también.

 

Pero al final, no entró.

 

Cerró los ojos, tragó el nudo que le quemaba la garganta... y se metió en su habitación. Cerrando su propia puerta con un leve clic que sonó más fuerte que cualquier grito.

 

Esa noche, ninguno de los dos durmió.

 

Porque entre sus habitaciones, entre las paredes del silencio, yacía una verdad que seguía creciendo... y que pronto, muy pronto, pediría salir.

 

 

 

 

 

 

 

Notes:

La señora escuchando a los hermanos Hwang: 👁️👄👁️ “eso no es de Dios”

Chapter 14: La eterna distancia que nos separa

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Los días pasaban y las cosas no parecían marchar bien. Al contrario, la distancia entre ambos se intensificaba con cada tic-tac del reloj.

 

La rutina era la misma: mañanas tensas en la casa, donde In-ho y Gi-hun se cruzaban desde temprano, limitándose a un seco y forzado "buenos días"

 

En el coche era aún peor. El trayecto se llenaba de un silencio denso, incómodo, de esos que gritan que algo no está bien. In-ho se aferraba a la vista del camino, mientras Gi-hun fingía interés en su teléfono, incluso si no había ninguna novedad. Solo necesitaba una excusa para no mirarlo.

 

Al llegar al pueblo, Gi-hun evitaba permanecer cerca de él. In-ho ya conocía ese protocolo: mantenerse a una distancia prudente, lo bastante cerca para cumplir con su trabajo, pero no tanto como para provocar otro colapso emocional.

 

Una mañana, mientras desayunaban todos en la cafetería del pueblo, In-ho lo miró. Gi-hun reía con Yoo, inmerso en una conversación trivial, con esa sonrisa que solía dedicarle a él. Se sintió patético. Por poco llora sobre su plato de arroz.

 

No decía nada. Solo callaba. Porque sabía que, si hablaba, todo se rompería. Y aún no estaba listo para eso.

Para dejarlo ir.

Pero sentía ese final acercándose. Lento. Implacable. Inminente.

 

Esa misma tarde, mientras todos tomaban un descanso, Gi-hun se había sentado a la distancia, en una vieja banca. Estaban grabando cerca de la plaza del pueblo.

Si las cosas hubieran sido como antes, probablemente In-ho estaría a su lado en ese momento, compartiendo un helado y conversando sobre las personas que pasaban.

 

Pero no era así. Todo había cambiado.

Ahora solo lo vigilaba desde casi el otro extremo del lugar, siempre atento, como debía ser su trabajo: ser una sombra. Nada más.

 

Luego de unos minutos en silencio, Yoo se acercó. Llevaba dos helados en la mano y, sin decir mucho, se sentó junto a Gi-hun en la vieja banca. Le ofreció uno, que había comprado de un señor que vendía cerca del parque.

 

Gi-hun lo tomó en silencio. Al verlo, algo en su interior se removió. Ese mismo sabor, esa misma escena... No pudo evitar recordar aquel primer día en que In-ho comenzó a cuidarlo. También estaban sentados en una banca, comiendo helado, hablando de cosas sin importancia, pero sintiéndose en paz.

 

Suspiró.

Yoo lo notó.

 

—¿Te trajo recuerdos? —preguntó, sin rodeos.

 

—Sí —admitió Gi-hun, sin mirarlo.

 

Yoo no era un hombre de indirectas, ni mucho menos de rodeos. Observó a In-ho desde lejos, parado junto a un árbol, distraído entre la multitud como si su mente estuviera a kilómetros de ahí.

 

—El tipo de allá parece que tampoco la está pasando bien —comentó, señalándolo con la barbilla— Se ve tan... solitario.

 

Un silencio. 

 

—Creo que le haces falta —añadió, en voz más baja.

 

Gi-hun suspiró de nuevo, sin saber qué responder. Se sentía atrapado en un punto muerto entre el orgullo, la culpa y el deseo.

 

—No sé qué haya pasado entre ustedes —continuó Yoo, con esa sinceridad descomplicada que lo caracterizaba—, y si eso cruzó el límite de lo laboral... pero no creo que sea algo sin solución.

 

—No la tiene —dijo Gi-hun, seco.

 

—¿Tan grave fue? ¿Qué hicieron? ¿Asesinaron a alguien y lo enterraron juntos?

 

Gi-hun dejó escapar una risa irónica y negó con la cabeza.

 

—Peor —dijo, y luego, con cierta vergüenza, lo confesó— Nos acostamos.

 

Yoo parpadeó. Y luego se echó a reír. Una carcajada genuina, sin juicio.

 

—¿Qué te parece gracioso? —le preguntó Gi-hun, confundido.

 

—¿Eso es todo? ¿Por eso estás así? De verdad que te falta vivir un poco más.

 

Lo dijo con una sonrisa en los labios, dándole un par de palmadas amistosas en la espalda.

 

Yoo no se burlaba de él, solo le parecía absurdo que algo tan humano —tan inevitable en ciertas circunstancias— pudiera parecer un pecado imperdonable.

 

—Mira, Gi-hun... —añadió, más serio ahora— Yo no soy quién para decirte cómo vivir, pero si dos personas adultas se acuestan y sienten algo, eso no tiene por qué ser una tragedia. A menos que ustedes lo conviertan en una.

 

—Lo sé es solo que... me siento culpable —dijo Gi-hun, bajando la mirada hacia su helado medio derretido— Aún estoy casado con Sang-woo. Nunca había estado con nadie que no fuera él.

 

Yoo resopló.

 

—Gi-hun... están separados. No tienes por qué actuar como un virgen santo que le debe fidelidad a alguien que, mientras te partías el lomo manteniendo unida a la familia, se revolcaba con otro fingiendo que hacía horas extras.

 

El comentario le cayó como un golpe seco en el estómago. Crudo. Real. Como una bofetada necesaria.

 

Gi-hun se quedó en silencio. Sintió una punzada. No porque no lo supiera... sino porque Yoo lo había dicho con la claridad que él no se atrevía a enfrentar.

 

—Perdón —dijo Yoo, suavizando el tono al notar el impacto de sus palabras— No quise decirlo así, solo... es la verdad. No deberías ser tan duro contigo mismo. Deberías disfrutar, mientras seas libre. Aún no sabes si vas a volver con Sang-woo, ¿por qué no explorar otras opciones mientras tanto?

 

Gi-hun soltó un suspiro, más relajado esta vez.

 

—Quizá tengas razón.

 

Yoo sonrió con complicidad y le dio una palmada amistosa en la espalda. Él siempre sabía qué decir. Era ese tipo de amigo que decía lo que nadie más se atrevía, sin rodeos, pero desde el corazón. A pesar de ser un mujeriego empedernido ( y, en igualdad de condiciones, un hombreriego incorregible) Yoo tenía un alma cálida, leal. De esas que sabían estar ahí sin grandes discursos.

 

Se hizo un breve silencio. Cálido, cómodo. El tipo de silencio que no incomoda, sino que acompaña.

 

Y entonces Yoo, con una sonrisa traviesa, lanzó la pregunta:

 

—¿Y qué tal? ¿Te gustó? ¿Mucho mejor que Sang-woo?

 

Gi-hun se sonrojó al instante, apartando la mirada con una mezcla de vergüenza y risa.

 

—Eres un idiota —le dijo, empujándolo suavemente con el hombro.

 

Ambos se echaron a reír, como si por un momento el mundo dejara de pesar. El helado seguía derritiéndose, el parque seguía lleno de murmullos, y entre risas, y Gi-hun, aunque sintió que la tormenta vendría pronto y lo haría desprenderse de su caparazón. En ese momento se olvidó de ello. 

 

Ese día las grabaciones terminaron a las ocho de la noche, grabaron más de lo que acostumbraban normalmente. 

 

No era por casualidad, era porque después de eso tomarían unas vacaciones. Es costumbre hacer eso en las filmaciones después de terminar la primera mitad de la película. 

 

Cuando el director gritó el último: "Corte" todos aplaudieron y respiraron aliviados en sus lugares como si fuera el timbre de la escuela al final del día. 

 

Ese sería uno de esos días en los que Gi-hun se quedaría en el pueblo, y es que ya era demasiado tarde para regresar a la ciudad. Además de que no pudo evitar decir que no cuando todos los de la producción lo animaron a unirse a la celebración.

 

Después de cambiarse y ponerse ropa cómoda, todos se reunieron en la posada principal. Era una villa ubicada a un kilómetro del pueblo de Baekji. Un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido desde la época del feudalismo.

 

La villa estaba construida en lo alto de una colina, entre caminos de tierra y árboles que susurraban con el viento. Desde ahí, se podía ver el pueblo a lo lejos, con sus luces temblando como luciérnagas cansadas.

 

La posada principal era un hanok antiguo, restaurado con calidez por una pareja de ancianos que aún cocinaban en fogón de leña. Las paredes eran de papel de arroz, las puertas corredizas crujían con el mínimo movimiento, y el suelo de madera estaba cubierto por tapetes gastados que hablaban de muchas otras visitas pasadas.

En el centro, un patio de piedra albergaba una mesa larga de madera baja, rodeada de cojines de colores apagados. Allí se colocaron las botellas de soju, los platos de cerámica, los guisos humeantes, las risas.

 

Todos comían como si con cada bocado pudieran quitarse de encima el peso de los días acumulados. Y es que la actuación puede ser un arte, sí, pero también una batalla contra el cuerpo, contra el clima, contra el propio espíritu. Lo que el público aplaude en pantalla es solo el resultado final; detrás, hay jornadas bajo lluvias heladas, pies mojados por horas, gritos repetidos hasta que la voz se rompe, y noches donde el sueño no llega.

 

Pero esta noche, la llegada del descanso se sentía cerca. Como un abrazo esperado. Como una tregua.

 

Gi-hun estaba en el centro, rodeado de voces y chistes, con una sonrisa que no siempre le pertenecía, pero que sabía llevar bien. Ggongie le servía soju en un pequeño vaso de cerámica mientras él escuchaba entre risas una anécdota que el camarógrafo contaba, probablemente por quinta vez, pero que de alguna forma seguía siendo graciosa.

 

Llevaba puesta una camisa negra, ligeramente abierta en el cuello, y encima una chaqueta de mezclilla azul marino. Bajo las luces cálidas del patio, entre risas y humo de comida caliente, su silueta parecía más humana que nunca. Una versión suya que pocas veces mostraba: sin guiones, sin poses, sin armaduras. Casi parecía feliz. Casi.

 

Porque había algo en su mirada que no encajaba con su risa, un destello en los ojos que parecía pedir ayuda en silencio. Como si se estuviera desangrando por dentro mientras sonreía. Como si su corazón estuviera hecho un desastre... y aún así, intentara deslumbrar.

 

Un poco más allá, sentado en el extremo de la mesa, estaba In-ho. Lo habían colocado ahí por casualidad o tal vez por destino, rodeado de personas amables pero distantes. Gente que hablaba entre ellos, que reía con otros, que le pasaba los platos como si él no estuviera realmente ahí.

 

No había pronunciado una oración completa en toda la noche. Solo había dicho lo mínimo: "Gracias", "Sí", "Está bien"

Ni una palabra más. Como si temiera que su voz pudiera traicionarlo. Como si hablar significara abrir una grieta en su pecho.

 

Ni siquiera había probado bien la comida que con tanto cariño habían preparado la mujer mayor y su esposo, los dueños de la villa. Una sopa casera, arroz al vapor, guisos especiados y carne marinada que calentaba hasta el alma. Para todos era un banquete. Para él, era solo un recuerdo de que no tenía hambre.

 

Su mente estaba en otra parte. Vagando por pensamientos grises. Preguntándose si el final de una historia que nunca comenzó estaba ya demasiado cerca. Preguntándose si el peso que sentía en el pecho era solo nostalgia... o algo peor.

 

Miraba a Gi-hun, al centro, reír como si nada. Brindar como si estuviera bien. Como si lo de ellos no hubiera sido más que una nota al pie en su historia.

 

Y fue ahí, en medio del bullicio, que In-ho se sintió pequeño.

 

Pequeño en ese mundo lleno de luces cálidas, de conversaciones que no lo incluían, de vasos vacíos y platos llenos. Pequeño al darse cuenta de que, por más que se quedara cerca, cada vez parecía más lejos de él.

 

Una sombra más entre las sombras.

 

En un momento de la cena, cuando los platos ya estaban casi vacíos y solo quedaban rastros de salsa y huesos pequeños sobre las bandejas, cuando los chistes comenzaban a repetirse y la música suave del fondo apenas alcanzaba para tapar los silencios... Yoo empujó a Gi-hun con su codo. Fue un empujón leve y calculado, lo suficiente para que él volteara a verlo.

 

Luego se inclinó hacia su oído y le susurró, casi como si estuviera pronunciando un hechizo:

 

—Deberías hablar con él.

 

Gi-hun no preguntó a quién se refería. Lo supo de inmediato. Era como si ese nombre ya estuviera flotando todo el tiempo en el aire, sin ser dicho.

 

Giró la cabeza, despacio, como si temiera lo que podría encontrar. Y ahí estaba. In-ho, al otro lado de la mesa, un poco más apartado, con los ojos puestos en él. Solo por un segundo. Porque en cuanto sus miradas se encontraron, In-ho la desvió. Como si no lo hubiera visto. Como si no significara nada. Como si no significara todo.

 

Y fue entonces cuando el corazón de Gi-hun se encogió en el pecho.

 

—¿Y qué se supone que le diga? —susurró, sin mirarlo.

 

Yoo no lo miró tampoco. Solo bebió un poco de soju y, con una media sonrisa perezosa, murmuró:

 

—No sé... tal vez un "te necesito", "te deseo más que a mi esposo", "fuiste un buen polvo"... lo que sea que se digan los enamorados.

 

Gi-hun resopló, conteniendo una risa nerviosa.

 

—¡Yo no estoy enamorado! —susurró con una mezcla de enfado e incredulidad.

 

—Sí, sí, como digas... —respondió Yoo, arrastrando las palabras con sorna.

 

Hubo un silencio entre ellos. No uno incómodo. Más bien uno honesto. De esos silencios que no se llenan porque no hace falta.

 

—No estoy listo para hablar —añadió Gi-hun, ahora más serio. Sus dedos jugaban con el borde del vaso vacío frente a él.

 

Yoo lo miró de reojo. No con juicio. Con tristeza.

 

—Solo no te tardes... todos tenemos un límite.

 

La frase quedó suspendida en el aire como una advertencia. Como una campana que suena antes de que cierren la estación.

 

A medida que la noche avanzaba, los platos quedaron vacíos y las botellas de soju se esparcieron sobre la mesa como trofeos de una batalla ganada. La mayoría del equipo estaba ebrio: algunos se abrazaban entre risas, otros confesaban secretos vergonzosos con la soltura que da el alcohol, pero todos compartían una alegría genuina, esa que solo brota cuando la rutina se hace a un lado por una noche.

 

Poco a poco, los demás comenzaron a retirarse. Los que se hospedaban en la villa secundaria fueron acompañados por los más sobrios hacia sus habitaciones. Las risas se alejaban entre ecos y pasos tambaleantes, y la villa, antes bulliciosa, empezaba a sumirse en un silencio cada vez más denso.

 

Gi-hun sentía cómo el corazón le latía con tal fuerza que parecía tener un oso pisándole los talones. No era el soju —aunque probablemente había bebido más de lo prudente, lo suficiente para que las palabras se le escaparan sin permiso, pero no tanto como para desplomarse en el suelo—. No, no era eso. Era la certeza inminente de lo que venía. Porque, al final, las únicas dos personas que quedarían en esa mesa serían él... y su mayor temor.

 

El último en levantarse fue Yoo. Ayudó a uno de los camarógrafos a ponerse en pie, pasó su brazo por encima de sus hombros, listo para arrastrarlo como si fuera una mochila borracha.

 

—Voy a llevarlo a la villa. Si lo dejo ir solo, probablemente mañana lo encontremos dormido en una zanja —dijo con una sonrisa socarrona.

 

Gi-hun parpadeó, sabiendo perfectamente lo que intentaba hacer. Yoo estaba saliéndose de escena. Dejándolos solos.

 

—¿No quieres que te ayude? —preguntó desde su asiento, haciendo un último intento por no quedarse.

 

—Está bien... tú deberías quedarte aquí. Es peligroso allá afuera —le respondió con un guiño cómplice.

 

Y no dijo nada más. Si insistía, sería demasiado obvio que intentaba escapar. Así que solo lo pensó.

 

"Maldito"

 

Después del portazo y el crujido de la vieja madera, el silencio se instaló por un segundo. Estaban solos. In-ho bajó la mirada, y Gi-hun, deliberadamente, no lo miró.

 

Una anciana de rostro amable, acompañada por un joven que no debía tener más de dieciocho años, entró a recoger los restos del festín. In-ho se levantó de su asiento y, por primera vez en toda la noche, habló:

 

—Déjeme ayudar —dijo, tomando un plato entre las manos.

 

—Está bien, no te molestes, dulzura —respondió la anciana con una sonrisa gentil.

 

—De verdad, insisto. Déjeme ayudarle.

 

Y comenzó a recoger. Gi-hun, viéndolo, sintió de pronto que no podía quedarse inmóvil ante ese gesto.

 

—Yo también... déjeme ayudarle —dijo, poniéndose de pie.

 

La anciana sonrió aún más, aceptando con gusto la inesperada colaboración de dos hombres atractivos, de mediana edad y silenciosamente cargados de algo que no podía nombrar.

 

Durante unos minutos, los cuatro trabajaron en un silencio sereno. La anciana recogía platos con manos seguras, el joven botellas con eficiencia. Y entonces, sucedió.

 

Las manos de In-ho y Gi-hun se encontraron al mismo tiempo sobre el mismo vaso. Apenas un roce... pero fue suficiente. El calor fue punzante, como una brasa viva al contacto con la piel. Se miraron. Solo por un momento. Un instante que se sintió eterno, espeso, lleno de cosas que no se decían.

 

Fue incómodo.

 

Y también, doloroso.

 

Gi-hun se encontraba fregando platos otra vez, como en los viejos tiempos. No le molestaba. Al contrario, lavaba con calma, casi con ternura, como si cada movimiento lo conectara con una versión suya más simple, menos rota. Recordaba su vida anterior no con dolor, sino con cierto cariño.

 

Mientras él terminaba con su tanda, In-ho volvió a entrar a la cocina con el último plato. Sin decir palabra, tomó un par de bolsas de basura y se dispuso a salir.

 

Oh, no, no. Deja eso ahí, muchacho —le dijo la anciana, alzando una mano— Hace frío allá afuera, no deberías hacerlo.

 

—No se preocupe. Iré rápido —respondió él, con una sonrisa suave.

 

Y sin más, empujó la puerta trasera y desapareció en la noche helada.

 

Pasaron varios minutos. Gi-hun terminó de enjuagar el último plato, y lo colocó con cuidado sobre el trapo limpio. Miró a su alrededor. In-ho aún no regresaba. Ya no le quedaban más excusas para seguir ahí, pero tampoco podía moverse. Algo dentro de su pecho lo apretaba con creciente incomodidad.

 

—Válgame Dios —dijo la anciana, interrumpiendo el silencio— Ese hombre no ha vuelto.

 

La preocupación se clavó en el pecho de Gi-hun como un puñal frío.

 

—Déjeme ir por él —dijo, quitándose el delantal.

 

—No, no. Ya has hecho suficiente —replicó ella, con amabilidad. Luego volteó hacia el muchacho sentado junto a la puerta, absorto en su celular— ¡Dong-Hyun! Ve a buscar al señor. Córrele. A ver si no se perdió o... ¡ay, santo cielo, que no se lo haya comido un oso!

 

Gi-hun abrió los ojos con alarma.

 

—¿Hay osos aquí?

 

—¡No espantes al señor, abuela! —bufó el joven sin alzar la vista— No hay osos desde hace años.

 

—¡Pero pueden volver! ¡Los bosques son traicioneros! —insistió ella, dramática.

 

Gi-hun se giró hacia ella con firmeza.

 

—Permítame ir por él, por favor.

 

La anciana dudó por un segundo, sopesando su terquedad, y luego suspiró con resignación. Se agachó frente a un cajón y sacó un abrigo grueso, de lana, claramente viejo, pero limpio y bien cuidado. De esos que abrigan más que el cuerpo... abrigan el alma.

 

—Toma esto —dijo, tendiéndoselo— Es de mi difunto hermano. Siempre decía que con este suéter, ni el hielo podía tocarlo.

 

Gi-hun aceptó el abrigo con una pequeña reverencia.

 

—Gracias. Se lo llevaré.

 

Y con el corazón latiéndole un poco más fuerte, abrió la puerta trasera y salió a la noche.

 

La noche era cruel y fría, de esa clase de frío que cala hasta los huesos y te hace desear con todo el cuerpo volver a casa, meterte bajo una cobija y no salir hasta que llegue la primavera.

 

Gi-hun caminaba por el único sendero que conectaba las villas de la colina. Al principio había luces, algunas linternas colgadas entre postes de madera, faroles tenues que aún aguantaban el paso del viento. Pero, conforme avanzaba, todo se volvía más oscuro, más solitario. Las villas quedaron atrás. El silencio era espeso, solo interrumpido por el crujir de la grava bajo sus pies y el murmullo distante de un búho.

 

En un punto del camino, divisó unas bolsas negras a la orilla del sendero. Eran las mismas que había visto tomar a In-ho. Estaban en su lugar, tal como debían estar. Pero no había señales de él.

 

Gi-hun se detuvo.

 

Miró hacia ambos lados del sendero. Nada.

 

El corazón comenzó a latirle con fuerza, golpeando contra su pecho como un tambor desafinado. El frío ya no era lo más incómodo, sino la sensación punzante de que algo estaba mal.

 

"¿Y si... se lo comió un oso?" pensó.

 

Era una idea absurda, claro. Pero en ese momento no le pareció tan descabellada. La anciana lo había mencionado, y ahora cada sombra se sentía como una amenaza, cada rama movida por el viento como una criatura escondida.

 

—¡In-ho! —gritó, con fuerza.

 

Solo el eco respondió.

 

El miedo se le subió al pecho como una marea. Se maldijo por no haber pedido una linterna, por no haber llevado siquiera el celular. ¿Y si se había desmayado? ¿Y si estaba herido?

 

—¡In-ho! ¡¡In-ho!!

 

La voz le salía más alta cada vez, desesperada.

 

El sendero se angostaba y el bosque comenzaba a tragarse el camino. Las ramas parecían brazos extendidos queriendo atraparlo. Gi-hun miraba hacia todos lados, con el abrigo abrazándole el cuerpo pero no el alma. Su mente empezó a correr más rápido que sus pies: un loco, un espíritu, un animal salvaje. Cualquier cosa era posible en ese pueblo salido de un cuento antiguo.

 

Pero siguió avanzando. Porque tenía que encontrarlo. Porque su pecho le dolía más por no verlo que por el frío.

 

Y entonces, al borde de perder la fe, escuchó algo. Un crujido. Un movimiento leve entre los arbustos.

 

Gi-hun se detuvo en seco. El silencio se volvió denso.

 

—¿In-ho? —dijo, con voz temblorosa, más suave esta vez. Casi una súplica.

 

Desde la oscuridad, una figura emergió, sentada en el tronco caído de un árbol. La silueta estaba encorvada, con los codos apoyados en las rodillas, la cabeza gacha. No necesitó más luz para saber que era él.

 

In-ho.

 

Gi-hun sintió que, por fin, podía volver a respirar. Allí estaba el hombre, entero, vivo, en la oscuridad. Por un momento había creído que era un fantasma, una ilusión formada por la niebla y su mente ya medio enloquecida. Pero no, era él. Sentado como si nada. Como si no lo hubiera hecho caminar entre sombras y espantos, con el corazón en la garganta.

 

—¡Llevo horas gritándote! —exclamó—. ¿Por qué no dijiste nada?

 

In-ho levantó la mirada. Su rostro apenas era visible, iluminado por la luz amarillenta que escapaba del umbral del bosque. Se levantó del tronco —que crujió al soltarlo, como si también suspirara por su ausencia— y caminó hacia él con paso lento, sin apuro.

 

Cuando estuvo a unos pasos de Gi-hun, se detuvo.

 

—Solo quería oírte gritar mi nombre —respondió, con esa voz suya que a veces sonaba a broma y otras a herida abierta.

 

Y sin más, se dio la vuelta y comenzó a caminar de regreso.

 

No hubo explicaciones. No hubo un "estoy bien", ni un "lo siento". Solo eso. Una frase que lo desarmó por dentro.

 

Gi-hun se quedó quieto unos segundos, asimilando lo que acababa de escuchar. Luego apretó los labios, contuvo el suspiro que amenazaba con salir, y lo siguió.

 

Esta vez, los papeles se habían invertido.

 

Él era quien caminaba detrás.

 

In-ho de vuelta con la mirada perdida, y Gi-hun a unos pasos atrás. Como si el aire se hubiera vuelto más denso entre ellos, lleno de todo lo que no se habían dicho.

 

El frío ya no dolía tanto. Lo que dolía ahora era el silencio.

 

Pero algo en esa frase se le quedó dando vueltas en la cabeza.

 

"Solo quería oírte gritar mi nombre."

 

Como si necesitara asegurarse de que todavía le importaba. Como si estuviera probando si valía la pena quedarse o era momento de irse para siempre.

 

Y Gi-hun, por primera vez en semanas, se dio cuenta de que no podía seguir callando.

 

Gi-hun sintió un vacío helado atravesarle el estómago. Aunque su mente iba a mil por hora, su boca se negaba a soltar palabra. El alcohol, que horas antes había aflojado su lengua, ahora se había evaporado por completo, desplazado por los nervios, el miedo, la preocupación.

Solo caminaba detrás de In-ho, como una sombra torpe, como un fantasma que los mantenía atrapados en ese limbo entre el "antes" y el "después".

 

Y entonces, antes de que pudiera reunir valor para hablar, fue él quien rompió el silencio:

 

—Hay algo que quiero decirte.

 

Gi-hun levantó la cabeza, congelado. Su corazón se detuvo.

 

¿Lo diría? ¿Diría que me necesita?

 

El pecho comenzó a latirle con fuerza. Le sudaban las palmas.

Tembló, como si un terremoto interno comenzara a sacudirlo desde dentro.

 

—Dime —respondió, haciendo un esfuerzo por sonar sereno, aunque por dentro se estaba desmoronando.

 

In-ho suspiró. El vapor de su aliento se dibujó en el aire, como un lamento invisible.

 

—No podré seguir cuidándote más.

 

 

Y así, en un solo segundo, todo se vino abajo.

 

Ninguno de los dos estaba preparado para ese momento.

Uno lo había dicho con la resignación de quien lleva mucho callando.

El otro lo escuchó con la incredulidad de quien no sabía que estaba a punto de perderlo todo.

 

Gi-hun dio un par de pasos rápidos, lo alcanzó, y lo tomó del brazo.

 

—¿Qué? ¿Qué estás diciendo?

 

In-ho se giró, sin oponer resistencia.

 

—Digo que voy a renunciar.

 

Fue como escuchar el sonido de un vidrio estrellándose contra el suelo.

Así se sintió su corazón.

 

—¿Por qué? ¿Pasa algo?

 

In-ho tragó saliva. Miró hacia la calle desierta. Solo el canto de los grillos rompía el silencio.

Ni una luz. Ni un alma. Solo ellos dos, bajo un cielo demasiado grande.

 

—No pasa nada —mintió— Solo quiero irme.

 

Volvió a caminar. No podía decirlo. No podía ponerle nombre al dolor. Si lo hacía, si lo nombraba, se volvería real.

Y si lo volvía real... tal vez sería rechazado.

 

Pero entonces Gi-hun, con voz herida y temblorosa, habló a su espalda:

 

—Es por lo que pasó en la cabaña... ¿verdad?

 

In-ho se detuvo en seco. Giró lentamente sobre sus pies. Ambos estaban de nuevo frente a frente, en medio de la nada.

 

—Sí.

 

Fue una respuesta seca. Fría.

Pero absolutamente honesta.

 

Gi-hun tragó saliva. Dio un paso hacia adelante.

 

—Podemos olvidarlo —ofreció—. Solo... fingimos que no pasó nada, ¿sí? No tienes que irte.

 

Era una súplica disfrazada de lógica.

Un intento de borrar lo imborrable.

 

Pero In-ho negó con la cabeza.

 

—No quiero.

 

—¿Qué?

 

—No quiero olvidarlo.

 

Avanzó, y esta vez fue él quien acortó la distancia. Ya no había más espacio para esconderse.

 

El mundo alrededor desapareció.

 

—No me voy porque quiera olvidarlo —dijo, con voz firme— Me voy porque no puedo hacerlo.

 

In-ho lo miró a los ojos. Por fin.

 

Ya no había nada que ocultar.

 

Ni la noche, ni la distancia, ni el miedo podían callarlo más.

 

—¿No lo entiendes, verdad? —dijo, su voz apenas un susurro, como si le hablara a la oscuridad misma— Desde el primer momento que te conocí... eres todo lo que he querido.

 

El viento sopló con timidez, como si escuchara un secreto demasiado íntimo.

 

—Todo esto... ha sido difícil para mí. Incluso desde antes de que pasara lo de la cabaña. Desde antes de tocarte... desde mucho antes.

Verte a la distancia, verte sonreír con él, estar cerca de ti y no poder tocarte...

 

In-ho bajó la mirada, el peso en su pecho era más fuerte que cualquier palabra

 

—Pero callé, porque estar cerca de ti me hacía sentir vivo otra vez. Después de tanto tiempo, por fin me sentía vivo.

 

Una pausa, breve, como una respiración entre lágrimas.

 

—Y teníamos algo bueno, algo real... pero lo arruiné. Después de lo que hice... después de haberme acostado contigo. Sé que me desprecias por eso. —Lo miró, esta vez con dolor en los ojos, un dolor que no pedía piedad, solo verdad— Y está bien. No tienes que seguir fingiendo. Por eso me voy. Para no hacer esto más complicado. 

 

Fue una confesión silenciosa, como el murmullo de la noche.

Pero con palabras que caían directo al corazón, como piedras suaves, como ecos que perduran.

 

Gi-hun se quedó quieto. Respiró hondo.

Sus pensamientos estaban enredados, pero había algo claro:

eso no era lo que él pensaba.

 

—In-ho...

 

Un suspiro se le escapó sin permiso, y su boca dibujó una sonrisa sarcástica, llena de dolor, como quien se ríe de sí mismo por no haber entendido nada.

 

Se pasó las manos por la cara, abrumado, como si buscara la manera de aterrizar de nuevo.

 

—Yo creí... —sus palabras salieron despacio, inseguras— creí que tú querías olvidarlo.

 

Silencio.

 

Y entonces, ya no pudo callarse más.

 

—Me alejé de ti porque estaba confundido. Porque me sentía culpable. Porque no podía dejar de pensar en lo que pasó... y lo peor de todo es que me gustó.

 

Su voz comenzó a quebrarse, como un cristal bajo presión.

 

—Y eso me aterraba. Porque ya viví una tragedia con Sang-woo, ya me rompieron una vez. Y tú... tú me haces sentir tan bien que me da miedo. No quería arruinarlo. No quería convertirme en otra historia de fracaso... Pero ahora entiendo que... que te estaba arruinando igual.

 

Lo miró, con los ojos llenos de honestidad.

 

—Me asusta lo que me haces sentir...

pero lo siento.

 

Dio un paso al frente. Luego otro.

 

—Eres tú —Sus palabras salieron como un desahogo, como un grito en voz baja—Eres tú a quien no quiero perder.

 

Los dos se quedaron en silencio por un buen tiempo, tratando de procesar la pesadez de las palabras. No había nada más que decir, no había nada más que confesar, lo habían dicho todo. 

 

Sus almas estaban completamente desnudas frente al otro, pero ninguno se atrevía realmente a tomarla. 

 

Se miraron, sin creer que estuvieran ahí, solo guiados por el eco de las palabras resonando en sus mentes. 

 

¿Era real? ¿Estaba sucediendo... o solo era un sueño? 

 

In-ho caminó con sutileza más cerca de Gi-hun, y lentamente alzó su mano para tocarlo, con cuidado, como si la fantasía fuera tan frágil que se rompería en cualquier momento. 

 

Y finalmente lo tocó. 

 

Sí era real, estaba ahí, humano, vulnerable, y correspondido. 

 

Estaba tan hermoso como el primer día y el olor a mandarinas lo impregnó como un hechizo... ahora este sueño era suyo. 

 

Y lo besó, como respuesta a todo, lo besó como diciendo: "ahora soy tuyo"

cerrando una promesa. 

 

Gi-hun se aferró a su camisa, como si al soltarla el mundo pudiera romperse otra vez.

 

Lo atrajo de vuelta, como quien no quiere despertar.

 

El beso se volvió más profundo, más prolongado.

Más urgente.

 

Y en ese rincón del mundo, a la orilla del silencio, en medio del frío y la noche, solo existieron ellos.

 

No supieron en qué momento sus pasos los guiaron hasta un callejón estrecho, oculto entre sombras, lejos del brillo de las farolas y del mundo. Como si sus cuerpos buscaran por sí solos un rincón donde pudieran existir sin reservas, sin testigos.

 

Un solo beso había bastado para encender algo que había permanecido latente, agazapado, esperando el menor descuido para despertar.

Ahora, ese deseo los arrastraba con furia silente.

 

In-ho tenía a Gi-hun contra la pared de piedra, su aliento era caliente y desordenado, su boca lo devoraba con hambre contenida por demasiado tiempo.

Sus manos temblaban al aferrarse a él, como si tuviera miedo de que se desvaneciera.

 

Pero entonces, se separó bruscamente, con el pecho subiendo y bajando.

 

—Gi-hun... estamos... en la calle —murmuró entre jadeos, como si luchara por recuperar el control.

 

—Lo sé... —susurró el otro, aún sin aliento— Tienes razón.

 

Pero sus ojos lo traicionaron.

Y sus manos.

Y su cuerpo entero, que lo atrajo de nuevo con una necesidad que desbordaba razón y miedo.

Volvieron a fundirse en un beso que lo decía todo: "no puedo alejarme de ti."

 

Los labios de Gi-hun eran una invitación peligrosa, un abismo al que In-ho se arrojaba sin pensarlo, una y otra vez.

 

Entonces, un sonido seco quebró la fantasía.

 

El chillido repentino de un gato, seguido por el golpeteo metálico de un bote de basura.

Ambos se separaron como si los hubieran empujado.

Y en ese mismo instante, una puerta se abrió en una de las casas vecinas.

Una señora salió con una escoba en la mano, murmurando entre dientes.

 

En un acto reflejo, los dos retrocedieron, sumergiéndose más en las sombras del callejón, pegándose a la pared, conteniendo el aliento.

Como adolescentes atrapados en un amor prohibido.

 

¡Fuera, bestia loca! —gruñó la mujer, agitando la linterna como si fuera un látigo.

 

El gato soltó un último maullido indignado antes de desaparecer entre los arbustos.

 

La mujer suspiró y, mirando al cielo nocturno donde la luna colgaba redonda y blanca como un farol ancestral, murmuró con voz grave:

 

—Las bestias están descontroladas esta noche... debe ser culpa de la luna llena.

 

Y sin decir más, se dio media vuelta, cerró la puerta con un golpecito y desapareció de nuevo en su hogar.

 

El callejón volvió a llenarse de sombras.

Hubo un silencio... y luego:

 

—¿"Bestias descontroladas"? —susurró Gi-hun, intentando no reírse demasiado alto.

 

In-ho soltó una carcajada entre dientes, bajando la cabeza.

La risa le sacudió los hombros, era ligera, cálida, liberadora.

 

—Supongo que eso somos —dijo, girándose hacia él— Dos bestias descontroladas.

 

—Y todo por un beso.

 

—Por uno solo —confirmó In-ho, acercándose otra vez, como si fuera inevitable.

 

Pero esta vez con una sonrisa dibujada en los labios, sin la urgencia de antes.

Solo ternura... y ese brillo tímido que aparece cuando se siente algo de verdad.

 

Gi-hun lo miró a los ojos, y por primera vez en mucho tiempo, no sintió miedo de lo que veía.

 

—¿Volvemos? —preguntó In-ho.

 

—Sí, antes de que alguien más confunda a las bestias y nos echen un balde de agua fría —bromeó Gi-hun.

 

Ambos se echaron a reír suavemente mientras caminaban juntos, hombro con hombro, de regreso a la villa.

La noche era la misma, pero ahora parecía menos fría.

 

Y aunque no se tomaron de la mano, algo invisible los unía ya.

 

Cuando llegaron al Hanok, la casa estaba envuelta en un silencio profundo.

Las luces apagadas, las puertas cerradas, y ni un solo indicio de que alguien estuviera despierto.

 

Se deslizaron con cuidado entre los pasillos de madera, intentando no hacer crujir demasiado el suelo.

Uno que otro rechinido escapó bajo sus pasos, pero no hubo señales de que alguien lo hubiera escuchado.

El mundo parecía dormido.

 

Frente a sus respectivas puertas, intercambiaron una última mirada.

 

—Buenas noches —susurró Gi-hun.

 

—Buenas noches —respondió In-ho, con esa voz tranquila que parecía guardar mil cosas más.

 

Ambos se separaron y cerraron sus puertas suavemente detrás de sí.

 

Gi-hun se recostó en el suelo de madera, con las mantas cubriéndole solo hasta el pecho.

El aire de la noche seguía siendo frío, pero no era eso lo que lo mantenía despierto.

Era el vacío.

El hueco que se abría en su pecho como si hubiera dejado algo a medias, como si lo más importante de la noche no hubiera sucedido aún.

 

"¿Y si fuera?"

El pensamiento llegó sin permiso.

 

¿Y si se deslizaba, muy despacio, hasta la habitación de In-ho?

¿Y si abría la puerta sin hacer ruido... y se metía bajo las mantas con él?

 

Solo imaginarlo hizo que sus mejillas se encendieran de golpe.

Ese beso, ese contacto... lo había dejado hambriento, vulnerable, con el corazón corriendo desbocado.

Pero también sabía que no podía actuar así. No sin saber si In-ho lo quería de la misma forma. No sin estar seguro.

Y él no era ese tipo de hombre.

No quería arruinar algo tan... puro.

 

Así que cerró los ojos, apretó la manta contra su pecho, y se obligó a quedarse quieto.

Pero por dentro, ardía.

Y anhelaba más.

Mucho más.

 

Al otro lado del Hanok, In-ho tampoco podía dormir.

 

Había dado vueltas durante casi una hora sobre el futón, con la vista fija en el techo de madera.

Cada vez que parpadeaba, volvía a ver su rostro. Sus labios.

El momento exacto en el que se besaron.

El instante en el que se dieron, sin palabras, todo lo que llevaban conteniéndose.

 

Pensó también en ir a su habitación.

Deslizarse en silencio, como una sombra.

Pero no lo hizo.

Porque sabía lo que pasaría si entraba...

Y no quería ser egoísta.

No quería ponerlo en peligro.

Probablemente alguien los vería, y Gi-hun ya tenía suficientes ojos encima como para cargar también con eso.

 

Así que se quedó ahí, bajo las mantas, tragándose el deseo como si fuera fuego.

Pero mientras cerraba los ojos, tomó una decisión silenciosa.

 

Después de esa noche...

Después de ese beso...

Ya no podía, ni quería, soltarlo.

 

No otra vez.

 

No en esta vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Notes:

Y comenzó a sonar “Daylight” de Taylor ☀️

Hola a todos. Lo siento por haberme tardado un poco, he estado ocupada y no he tenido mucha inspiración. Pero me siento feliz porque finalmente se viene el arco que más esperé, donde todo es amor y chispas de colores 😻
Gracias a todos por estar al tanto de las actualizaciones y por sus comentarios. Valoro todos y cada uno de ellos. Abrazos a todos 💕
—Val.

Chapter 15: Inseguridades

Chapter Text

Días después... 

 

 

Después del verano, llega el otoño. Y con él, las hojas que solían ser verdes... cambian de color. 

 

Esa mañana, Gi-hun se había reunido en una cafetería del centro con su representante: una beta llamada Park Jia. Era elegante, formal, y su perfume caro hablaba por ella antes de que dijera una sola palabra. Pero también era amable, directa, con ese tipo de tacto que solo tienen quienes saben decir la verdad sin destruirte en el proceso.

 

Cuando la carrera de Gi-hun apenas despegaba y él no sabía nada del mundo de la fama, fue Jia quien lo instruyó: le enseñó qué decir, cómo vestirse, cómo moverse en público sin que su personalidad extrovertida (y a veces imprudente) causara malentendidos.

 

Y aunque su relación no era íntima, sí era valiosa. Jia no era una amiga cercana, pero sí una de las pocas personas en ese entorno superficial que siempre había sido honesta con él. Y eso valía oro.

 

Últimamente se hablaban poco. Jia se limitaba a gestionar su agenda desde lejos, y solo aparecía cuando era necesario: como cuando revisó sus nuevos contratos. Pero esta vez había algo más importante que tratar. Desde el momento en que recibió el mensaje para reunirse, Gi-hun supo de qué se trataba.

 

Su vida personal. Su imagen pública. El desastre.

 

Hablaron primero de cosas triviales: nuevos proyectos, cifras de audiencia, rumores de la prensa. Hasta que, inevitablemente, llegaron al punto clave. Jia cruzó las piernas con elegancia y se inclinó apenas hacia adelante.

 

—Sobre tu vida personal... y todo este escándalo con tu esposo —empezó—. Diste una declaración fuerte al decir que se separaban, pero curiosamente, el público ha estado de tu lado. Ese video donde discuten por la infidelidad fue clave para eso.

 

Fue directa, como él esperaba. Dio un sorbo a su agua mineral antes de continuar, su mirada evaluadora estaba sobre él.

 

—Aun así, hay algo que me preocupa. Algo que podría afectarte más adelante.

 

Jia puso ambas manos sobre la mesa, era una mujer imponente, tenía unos treinta años. Era más joven que él pero aún así era más aterradora de lo que él alguna vez podía haber sido. 

 

Gi-hun tragó saliva y se acercó hacia ella con los ojos abiertos, curioso.

 

—¿Y qué es eso? 

 

—El hombre con el que estás todo el tiempo, tu guardaespaldas.

 

Lo sabía, lo veía venir. 

 

—¿Qué hay con él? —respondió, fingiendo naturalidad mientras se pasaba los dedos por el cabello— Solo... me cuida.

 

Mintió, no era así, no era solo su guardaespaldas y no solo lo cuidaba. 

Hace tan solo un par de semanas se habían enredado cuerpo a cuerpo, y unos cuantos después, habían confesado que no podían vivir sin el otro. 

 

Jia lo miró con los ojos entrecerrados, oliendo la mentira a distancia. Pero no lo confrontó.

 

—Eso no me incumbe —dijo con un tono neutro—. Pero si me estás mintiendo, y esa relación es real... entonces más te vale tener mucho cuidado. Y mantenerlo privado.

 

Gi-hun le dió nervioso un sorbo a su propia bebida: un chocolate caliente, el azúcar y el cacao lo reconfortaban como un abrazo cálido. Justo lo que necesitaba en estos tiempos.

 

—El problema es que, aunque no hay pruebas contundentes, hay muchas sospechas. Muchas teorías del público —prosiguió Jia—. Hasta ahora, todo ha sido bien recibido por los más jóvenes... pero todavía hay muchos que te siguen viendo como el esposo de Sang-woo. Y esa imagen, quieras o no, sigue vigente.

 

—Sí... lo sé —murmuró Gi-hun, encogiéndose en su asiento como un cachorro al que acaban de regañar.

 

—Ha pasado solo un mes —continuó Jia—. El mundo está a la espera del desenlace de tu relación: si vuelven... o si se separan definitivamente. No es conveniente que, en este lapso, te relacionen con alguien más. Puede dar pie a malentendidos, y la gente terminará creyendo que tú también tuviste la culpa de esta separación.

 

Gi-hun tragó saliva.

 

—Pero eso no fue así —respondió.

 

Y era cierto. Siempre había respetado su matrimonio, incluso desde que In-ho llegó a su vida. Todo cambió cuando el encanto se rompió con la traición.

 

—Lo sé —asintió Jia, con tono sereno—. Pero el público no ve eso. Solo ve lo que otros les dicen que es.

 

—Entiendo... —suspiró él.

 

—No te estoy diciendo que lo despidas. Solo mantén tu distancia. Evita que los vean juntos de una forma que pueda malinterpretarse. Y con esto me refiero a que dejes de jugar a ser la princesa Diana y su guardaespaldas atractivo... ¿me entendiste?

 

Gi-hun soltó una risa leve ante la comparación con la monarquía británica. Pudo imaginarse a Sang-woo como el príncipe Charles, y la idea fue ridículamente graciosa en su cabeza.

 

—Entendido —respondió, todavía sonriendo.

 

Cuando la reunión terminó, Gi-hun salió de la cafetería a paso lento. El sol de la mañana invadía sus poros: era su momento favorito del día. El calor aún no era abrazador, y las calles vibraban de vida.

 

El verano había quedado atrás, y eso ya se notaba en el mundo. Los árboles comenzaban a soltar sus primeras hojas secas, los pájaros cantaban con más insistencia, y la ciudad se llenaba de estudiantes por el regreso a clases.

El otoño había llegado.

 

Gi-hun subió a la parte trasera de su Audi negro, con una bolsa de papel elegante en la mano. Apenas cerró la puerta, sus ojos se encontraron con los del conductor a través del retrovisor. Aunque llevaba gafas oscuras, sintió su mirada atravesarlo, como si pudiera ver hasta el rincón más profundo de su alma. Eso lo desarmaba... y, al mismo tiempo, le fascinaba.

 

—¿Cómo te fue? —preguntó In-ho sin apartar la vista del espejo.

 

—Bien... hablamos de lo de siempre. Contratos, patrocinios, cosas aburridas.

 

"Y también de ti" pensó.

 

—Te traje algo —dijo Gi-hun, extendiéndole la bolsa— Es pan... o algo así. Está rico. Bueno, eso espero.

 

In-ho tomó la bolsa y echó un vistazo rápido. Era un chocolatín. Sonrió al verlo y lo dejó con cuidado en el asiento del copiloto.

 

—Gracias —respondió mientras se preparaba para arrancar— Me acompañará en el camino de regreso. 

 

Gi-hun se encogió de hombros. Hubiera querido estar ahí, en ese asiento, tomándole la mano mientras conducía, besándolo cada vez que el semáforo se pusiera en rojo... pero no podía. No cuando una sola cámara bastaba para arruinarlo todo. Había que ser discretos. Había que cuidarse.

 

—Harás que me ponga celoso de una bolsa de pan —dijo Gi-hun, con tono juguetón.

 

—¿Ah, sí? —In-ho ladeó una sonrisa que pudo ver reflejada en el espejo— Bueno, creo que es mejor así.

 

—¿Por qué?

 

Una breve pausa. El motor rugió suavemente mientras el auto comenzaba a avanzar.

 

—Porque si estuvieras en ese asiento... terminaría comiéndote a ti. 

 

Gi-hun se sonrojó y apartó la vista, sintiendo cómo el calor subía por su cuello. Los recuerdos volvieron a él, nítidos.

 

Desde aquella vez en la cabaña, no habían vuelto a hacerlo. No porque no tuvieran oportunidad, sino porque ninguno se atrevía a dar el primer paso. Era como volver a ser adolescentes, atrapados entre el deseo y la incertidumbre.

 

Cuando llegaron a casa, Gi-hun se dejó caer pesadamente sobre el sillón, como si el aire le hubiera abandonado de golpe. No parecía tener rumbo para el resto del día.

 

In-ho, más formal, se inclinó ligeramente ante la señora Kim quien se encontraba limpiando unos platos y dejó la bolsa con el pan en la encimera de la cocina. Después, caminó hasta donde estaba Gi-hun, que miraba el techo con una mezcla de aburrimiento y apatía.

 

Estaba de vacaciones; las grabaciones no se reanudarían hasta dentro de unas semanas. Eunie ya había comenzado la escuela y no volvería hasta la tarde. Incluso Bibi, abatido por la ausencia de su dueña, permanecía hecho un ovillo en una esquina de la sala, con la mirada perdida.

 

Gi-hun suspiró, derrotado.

 

—No tengo nada que hacer hoy... creo que me volveré loco aquí.

 

—Puedo llevarte a donde quieras —propuso In-ho, encogiéndose de hombros— No sé... ir a una galería y comprar una pintura abstracta ridículamente cara...

 

Una sonrisa pícara asomó en el rostro del omega.

 

—No es mi estilo hacer esas cosas —replicó, incorporándose— Creo que prefiero quedarme aquí... contigo.

 

Se acercó lentamente, rodeando el cuello de In-ho con los brazos, y le estampó un beso suave y cálido, aunque con una chispa que erizó la piel de ambos.

 

—Alguien podría vernos aquí —susurró In-ho. Sosteniendo con ambas manos la curva de su cintura. 

 

—La señora Kim está en la cocina... y los demás deben de estar ocupados.

 

Volvió a besarlo, esta vez con más intensidad. Pero, en mitad del momento, un cosquilleo extraño le recorrió la entrepierna a In-ho y lo hizo apartarse antes de que se intensificara.

 

—Aun así... —hizo hincapié, bajando la voz— siento que aquí hay ojos en todas partes.

 

Gi-hun dio un paso atrás, asintiendo.

 

—Tienes razón. Debo ser más cuidadoso.

 

Un silencio breve flotó entre ambos, hasta que un destello de idea iluminó la mirada de Gi-hun.

 

—¡Ya sé! —exclamó— ¡Vamos a hacer kimchi!

 

In-ho arqueó una ceja. La idea era tan absurda que casi sonaba como una broma. No podía imaginar a Gi-hun con un delantal, aunque la imagen le resultaba curiosamente tierna.

 

—¿Tú... cocinando? Eso sí que es difícil de creer.

 

—¡Oye! ¿Con quién crees que hablas? —le dio un golpecito en el hombro, sin lograr moverlo ni un milímetro— Soy el mejor cocinero de todos.

 

—Habría que comprobarlo.

 

Gi-hun se llevó un dedo a los labios, pensativo.

 

—Creo que dejé la receta de mi madre en la biblioteca. Ven, acompáñame.

 

Lo tomó suavemente por la solapa del traje, guiándolo por la casa. In-ho lo siguió en silencio, casi como un perro fiel, hasta que llegaron a la biblioteca.

 

Era una sala imponente, revestida de estanterías repletas de libros, muchos tan antiguos como el aroma que desprendían. El olor a madera de pino impregnaba el ambiente. Una alfombra roja cubría el suelo como un mar de rubíes, y varias pinturas renacentistas adornaban las paredes. In-ho lo comprendió al instante: ese lugar era una fortaleza de memoria y saber.

 

Gi-hun se dirigió a una estantería del fondo y comenzó a revisar los lomos.

 

—Mmm... sé que la dejé en uno de estos —murmuró— El problema es... saber en cuál.

 

—Puedo ayudarte a buscarla.

 

—No, no... —Gi-hun agitó la mano—. No te preocupes, puedo encontrarla solo.

 

Siguió abriendo libros y hojeándolos con atención.

 

Mientras tanto, In-ho paseaba la mirada por la biblioteca, analizando cada detalle. Todo ahí hablaba de un dueño aficionado a la diplomacia, al aprendizaje, a la imagen... y entendió perfectamente a quién pertenecía aquel espacio cuando, sobre un escritorio de roble, vio una revista.

 

Era una edición reciente de Forbes. En la portada, Sang-woo aparecía impecable con un traje oscuro, acompañado de un titular en letras doradas: "El genio millonario de Corea del Sur".

 

In-ho miró de reojo a Gi-hun, que seguía concentrado, ajeno a su hallazgo. Después volvió a la revista y se inclinó para leer el subtítulo:

 

"A sus 30 años se convirtió en CEO de HANEUL CAPITAL, solo con su ingenio y una promesa que lo impulsó a seguir adelante: 'Lo hice por mi madre, que siempre creyó en mí... y por mi esposo, a quien conozco desde la infancia y a quien soñé con darle una vida feliz. Ellos dos fueron mi motor para alcanzar el éxito'."

 

El corazón del alfa se contrajo, como si una mano invisible lo apretara con una fuerza cruel. Bastó esa imagen —la de un hombre impecable, seguro, perfecto— para que la duda se colara en su pecho como una astilla.

 

Era la misma sensación que lo asaltaba antes, cuando Sang-woo todavía estaba con Gi-hun... cuando lo veía abrazarlo, tocarlo, besarlo. La misma mezcla de rabia e impotencia, esa frustración punzante de contemplar al hombre que deseaba con toda su alma en brazos de otro. De alguien que, a sus ojos, no lo merecía... pero que, sin embargo, Gi-hun había elegido, y seguía eligiendo. El sentimiento de querer ser él.

 

En aquellos días, resultaba sencillo disfrazar esa molestia, convencerse de que Gi-hun era un sueño inalcanzable. Pero ahora que lo tenía, ahora que estaba allí, junto a él, esa seguridad se tambaleaba. Porque frente a sus ojos estaba la imagen de un hombre que quizá —solo quizá— todavía conservaba una parte del corazón de Gi-hun... una parte que él no podía llegar a alcanzar. 

 

—¡Lo encontré! —exclamó Gi-hun con euforia, alzando una hoja de papel como si fuera un trofeo.

 

In-ho se apartó de inmediato de donde estaba y se acercó. Gi-hun sonreía de oreja a oreja. El papel, amarillento y frágil, parecía susurrar: "Mírame, pero no me toques".

 

—Está un poco arrugada... mi madre la escribió hace muchos años —comentó, repasando las líneas con la vista— pero aún se puede leer perfectamente.

 

In-ho guardó silencio. Su mente flotaba entre la realidad y un remolino de inseguridades.

 

—¿Pasa algo? —preguntó Gi-hun al notar su expresión ausente—. Mírate... pareces haber visto un fantasma.

 

Se acercó a él y le acarició las mejillas. Ese simple gesto dolió, no por la suavidad del toque, sino por la punzada que provocó en lo más hondo de su pecho.

 

—No es nada... —murmuró In-ho, forzando una sonrisa— Vamos, a que hagas un desastre en la cocina.

 

Gi-hun sonrió con complicidad.

 

—Eso quisieras.

 

Ambos salieron de la biblioteca: Gi-hun tarareando una melodía ligera, e In-ho arrastrando el peso de algo que quizá no debería haber visto. Aquella imagen había abierto puertas que creía cerradas, y que ahora lo enfrentaban con un miedo antiguo. Hubiera preferido seguir con los ojos cerrados.

 

Gi-hun entró a la cocina y comenzó a inspeccionarla con detenimiento, revisando cada rincón en busca de los ingredientes necesarios para su receta.

 

—Creo que no será necesario ir a comprar —comentó mientras abría uno de los gabinetes.

 

La cocinera, una joven llamada Na-yeon, se acercó con curiosidad.

 

—¿Todo bien, señor? ¿Necesita algo?

 

—Sí, todo bien —respondió incorporándose—. ¿Te molesta si uso la cocina?

 

Na-yeon soltó una risita tímida.

 

—Esta es su cocina, señor. Puede hacer lo que desee. ¿Quiere que lo ayude?

 

—No, no —replicó con una sonrisa—. Está todo bajo control, puedes tomarte un descanso.

 

La joven hizo una ligera reverencia antes de retirarse.

 

Gi-hun abrió uno de los cajones y sacó un delantal. Se lo colocó con calma y luego extendió otro hacia In-ho.

 

—¿Yo también voy a cocinar? —preguntó este, arqueando una ceja.

 

—Claro que sí —contestó Gi-hun con una sonrisa—. ¿Pensabas quedarte sentado todo este rato?

 

—No sentado... pero quizá lejos del desastre.

 

Gi-hun terminó de atarse el suyo. Era de color claro, con letras negras que decían Kiss the Chef. In-ho lo observó con escepticismo, pero terminó aceptando el otro delantal. Por suerte, el suyo era liso, sin mensajes ni dibujos.

 

—¿Ves? Te ves guapo. Aunque... ¿prefieres este? —Gi-hun señaló el suyo con un toque de burla.

 

—Hum... prefiero este. Va más con mi estilo. Además, tú eres el chef y yo solo tu ayudante.

 

In-ho se colocó a su lado, detrás de la isla de la cocina. Gi-hun hojeaba la receta con atención cuando, de pronto, In-ho se inclinó y le robó un beso.

 

—¿Qué haces? —preguntó Gi-hun, desconcertado.

 

—¿Qué? —replicó In-ho, con fingida inocencia— Tu delantal dice que bese al chef.

 

Gi-hun soltó una carcajada y negó con la cabeza.

 

—No te ofendas pero... creo que hacer chistes no es lo tuyo.

 

In-ho se sintió tiernamente ofendido con aquellas palabras y le lanzó un guante de cocina directo al pecho. Ambos rieron y comenzaron a preparar los ingredientes, moviéndose como si la cocina fuera su propio pequeño escenario.

 

El aire se llenó del sonido de cuchillos sobre la tabla y del aroma fresco de la col recién cortada. Gi-hun picaba con destreza mientras In-ho sazonaba la mezcla para el kimchi, probando con la punta del dedo y ofreciéndosela a Gi-hun, que aceptaba con un gesto cómplice.

 

En un descuido, una pizca de polvo de chile terminó en la mejilla de In-ho.

 

—Tienes algo aquí... —dijo Gi-hun, limpiándolo con el pulgar, aunque en realidad lo que hizo fue extenderlo un poco más.

 

—Claro, muy gracioso —respondió In-ho, y antes de que Gi-hun reaccionara, le untó un poco de la pasta en la punta de la nariz.

 

—¡Oye! —protestó Gi-hun entre risas—. Esto es guerra.

 

La preparación del kimchi se volvió un pequeño caos de risas y manchones, pero al final, lograron dejar varias porciones listas. Sin embargo, no se detuvieron ahí. El impulso y la buena energía los llevó a seguir cocinando: caldos humeantes, guarniciones, y hasta un par de postres improvisados.

 

In-ho se sentía en paz junto a la presencia cálida de Gi-hun, como si su corazón, después de años marchitándose, empezara a florecer otra vez. Sin embargo, en el fondo, un miedo sordo le oprimía el pecho. 

 

La sombra de aquel alfa seguía persiguiéndolo como una amenaza lejana pero constante. Y le dolía permitirse disfrutar, porque mientras más se abría a Gi-hun, más consciente era de lo mucho que dolería perderlo si algún día él decidía que su amor no era suficiente.

 

La cocina quedó llena de aromas y colores, y aunque el desorden era considerable, el corazón de In-ho estaba más tranquilo que en mucho tiempo. Quizá, pensó, merecía permitirse estos momentos... aunque el miedo siguiera agazapado en algún rincón.

 

Al terminar de cocinar, se habían emocionado tanto que prepararon una cantidad absurda de comida, suficiente para alimentar a todo un ejército.

 

Gi-hun, sin pensarlo dos veces, ofreció un poco a cada una de las personas que trabajaban en la casa durante su descanso: a la señora Kim, al señor Han —encargado de mantener impecable el jardín—, al chofer Sanghoon y a la señorita Nayeon. Todos recibieron el gesto con una sonrisa, agradecidos. Había algo en la amabilidad y la humildad de Gi-hun que irradiaba calidez, como si el sol se filtrara por cada poro de su piel.

 

—Eres muy amable con todos —comentó In-ho mientras comían.

 

—Lo sé... —respondió con una sonrisa—. Ellos mantienen viva mi casa, es lo menos que puedo hacer.

 

Ambos estaban sentados en el suelo de la sala. In-ho había colocado dos almohadas junto a la mesita baja y ayudó a Gi-hun a llevar los platillos. No había nada de presuntuoso en esa comida: solo ellos dos, con la calidez del hogar, manchados de condimentos y agotados, pero compartiendo un momento íntimo.

 

—Creo que somos excelentes cocineros. Deberíamos hacer esto más seguido.

 

—Solo si me dejas seguir usando el mandil que no tiene la frase.

 

—No prometo nada —replicó Gi-hun con una media sonrisa.

 

Y así continuaron comiendo, entre risas y pequeños silencios cómodos.

 

Cuando terminaron, ya era bastante tarde. En una hora Eunie saldría de la escuela e In-ho iría por ella. Gi-hun, por supuesto, lo acompañaría. Así que ambos se apresuraron a darse una ducha rápida para deshacerse del olor a condimentos y especias.

 

Al salir del baño, Gi-hun dejó que el vapor lo siguiera hasta la habitación. Solo llevaba una bata atada a la cintura y el cabello aún húmedo. Se dirigía al armario para elegir su ropa cuando escuchó dos toques secos en la puerta.

 

—¿Quién es? —preguntó Gi-hun, acercándose a la puerta.

 

—Soy yo —respondió una voz grave que aún le hacía temblar, incluso después de todo.

 

Era In-ho.

 

Gi-hun, aunque estaba solo con una bata y nada debajo, abrió la puerta. No sabía si lo hacía por curiosidad, por impaciencia... o por el deseo inconsciente de ser visto así.

 

Al abrir, In-ho lo recorrió con la mirada de arriba abajo. Por un segundo, su expresión se quebró en sorpresa, pero enseguida recuperó la compostura, ocultando cualquier rastro de indecencia. Aun así, la imagen lo hizo tambalear por dentro.

 

—¿Tienes... un peine?

 

Gi-hun arqueó una ceja. ¿Había venido hasta ahí... por un peine?

 

—Es que el mío... no sé dónde está. Creo que lo perdí.

 

—Sí... claro, está en el cajón —respondió, haciéndose a un lado para dejarlo pasar.

 

In-ho entró y abrió el cajón con manos ligeramente temblorosas. El peine estaba a la vista, pero tardó más de lo necesario en tomarlo, como si buscara algo más. Sabía que no estaba ahí solo por eso.

 

Al cerrar el cajón, su mirada se deslizó primero hacia la puerta —entreabierta— y luego hacia él. Gi-hun tenía el cabello húmedo, la bata medio abierta revelando parte de su torso delgado. Era una visión tentadora, una fantasía hecha carne.

 

Quería besarlo. Quería dejarle marcas visibles, reclamarlo como suyo... y borrar cualquier sombra de Sang-woo en su memoria.

 

La tensión se palpaba. Gi-hun podía sentir la mirada de In-ho sobre su piel, un cosquilleo que le gustaba tanto como le asustaba, porque sabía que estaban a punto de cruzar una línea peligrosa.

 

—Humm... —balbuceó— ¿Necesitas algo más?

 

In-ho desvió la mirada, sintiéndose ridículo, como un adolescente sorprendido. Forzó una sonrisa.

 

—No, con esto basta.

 

Se dirigió hacia la puerta, su mente hecha un nudo.

 

“Solo hazlo. Bésalo”

 

Pero sus pies seguían alejándose.

 

—Espera —la voz de Gi-hun lo detuvo.

 

Se acercó despacio, ambos de pie frente a la puerta entreabierta. Gi-hun levantó una mano y acomodó suavemente el cuello de su camisa. Solo eso... pero el gesto estaba cargado de un deseo silencioso, como si ninguno quisiera que el momento terminara.

 

Sus miradas se anclaron, hablando en un idioma que solo ellos entendían. Sus respiraciones se acompasaron. Y el mundo, por un instante, se redujo a ellos dos.

 

In-ho se inclinó, lento, casi dolorosamente. El aire se volvió más denso, más caliente.

 

—Era mentira —susurró, rozando sus labios— Sí tengo peine. Varios, de hecho... solo quería verte.

 

—Lo sé —respondió Gi-hun, con los ojos fijos en su boca— Yo organicé esa habitación para ti.

 

El peine cayó al suelo con un golpe seco en el mismo instante en que sus labios se encontraron. No fue un roce rápido, sino un beso profundo, abierto, intenso. In-ho cerró la puerta antes de perder el control por completo y entregarse al deseo.

 

Clavó las manos sobre su cintura vestida y cayeron desplomados sobre la cama. In-ho estaba encima de él, y Gi-hun solo se dejó caer rendido, completamente dominado por la lujuria insaciable que había desatado. Nunca le había ocurrido así, nunca se había sentido tan desesperado por ser tocado. Gimió cuando In-ho puso sus labios cálidos sobre su cuello, cerca de su glándula de olor. 

 

Las fosas del hombre se impregnaron por ese olor dulce que deseaba oler por el resto de la vida y en un solo instante una idea perversa se maquinó en su cabeza: marcarlo.

 

Si lo hacía, con solo una mordida podría ser suyo para siempre.

 

Ningún otro alfa podría reclamarlo o ser la fuente de su deseo y placer. Consideró tentadora esa opción, pero se esfumó tan rápido cuando la razón llegó y lo abofeteó con un golpe de realidad. Gi-hun jamás se lo perdonaría si lo hiciera, porque quizá no era lo que quería. Si Sang-woo no lo había hecho en años, entonces él tampoco tenía derecho de hacerlo.

 

Así que solo reanudó el acto besándolo. Con una mano ágil soltó el cordón de la bata, dejando expuesto a Gi-hun con un solo movimiento. La imagen de su desnudez lo hizo ponerse duro allá abajo. 

 

Lo exploró con las manos, su cuerpo estaba mojado y limpio. Sin un solo rastro de vello a la vista. 

 

Siguió bajando sus labios por su moldeada figura, dejando trazos húmedos por todo su torso, los pezones del omega se endurecieron cuando sus dedos pasaron por allí. Gi-hun no podía evitar gimotear incluso habiendo aprisionado sus labios con los dientes. Los sonidos se escapaban, incapaz de poder controlarlos. Y eso hacía que In-ho se volviera aún más loco. 

 

El alfa se devolvió hacia arriba, y volvió hacia sus labios, uniéndose a ellos sin ningún tipo de delicadeza, como si fuera una forma de reafirmar que él era el único presente en ese momento. Su lengua lo envolvió como si se sellara un trato. In-ho se sintió poseído en ese momento por algo más allá del simple deseo, por algo que era primitivo, territorial y que debía escuchar a toda costa.

 

—Seong Gi-hun... — Susurró su nombre a centímetros de su cara — ¿Por qué me haces perder la cabeza? 

 

—Yo...—Respondió sin aire — no lo sé... ¡ah! 

 

Chilló cuando sintió una mano envolverse en esa zona que lo entorpecía. In-ho acarició la cabeza húmeda y luego bajó, masajeándola con una lentitud que se sentía como una tortura meticulosamente planeada. Gi-hun colocó su propia mano en la muñeca de In-ho, incitándolo a que lo hiciera más rápido, y él obedeció, ladeando una sonrisa perversa.

 

Gi-hun levantó la cabeza y la hundió en el cuello del alfa, besando su glándula con aroma a supresores. In-ho cerró los ojos y comenzó a jadear, el omega sabía exactamente qué hacer para descolocarlo.

 

Pero, en un momento, cuando sus ojos se abrieron casi por inercia, la mirada de In-ho se fijó al azar en un punto de la habitación... y entonces la vio.

 

Al lado de la cama, sobre el buró.

 

Una foto que lo decía todo.

 

Gi-hun y Sang-woo, sonriendo ante la cámara. Sang-woo era quien sostenía el teléfono, mientras Gi-hun lo abrazaba por el cuello. Ambos parecían radiantes... y él, profundamente enamorado.

 

La duda surgió como una sombra.

 

Incluso en esa situación íntima, ni los gemidos suaves ni los besos de Gi-hun bastaron para arrancar la espina que se le había clavado. Se cuestionó todo: su lugar, su valor, incluso lo que estaba haciendo allí.

 

Esa cama... la misma donde ellos dos habían dormido juntos durante años. Donde se habían amado. Donde lo hacían. 

 

El calor se le apagó de golpe, y la incertidumbre se volvió más pesada que el deseo, un ruido ensordecedor en su cabeza.

 

Se sintió pequeño. Se sintió un reemplazo.

 

Se detuvo y retiró la mano. Gi-hun notó la ausencia de contacto y lo miró, encontrando duda en sus ojos.

 

—No puedo hacerlo ahora, perdóname —susurró In-ho.

 

Se apartó, sentándose al borde de la cama, sin saber qué hacer con las manos. Gi-hun, todavía encendido pero ahora más confundido que excitado, volvió a ajustarse la bata y lo encaró.

 

—¿Qué pasa? —preguntó— ¿Hice algo mal? ¿No te gustó...?

 

—No, no es por ti.

 

—¿Entonces qué pasa?

 

Silencio. Las palabras se atoraban en su garganta; no podía decirlo. Le parecía patético.

 

—Dime, por favor. No estoy entendiendo nada.

 

—Lo siento —dijo In-ho, poniéndose de pie— No sé qué me pasa hoy. Nos vemos abajo.

 

Se acomodó la camisa y salió, dejándolo solo con la duda.

 

Gi-hun miró alrededor como si buscara una respuesta en la habitación... hasta que la encontró. La foto.

 

Entonces entendió. 

 

“Eres un tonto, Gi-hun. ¿Por qué no quitaste la foto?”

 

La verdad era que ni él mismo lo sabía. La había visto tiempo atrás, después de que su esposo se fuera, pero no había tenido el valor de tirarla. Y aunque odiaba admitirlo, esa era la respuesta.

 

Se levantó, tomó el marco y lo observó durante largos segundos. Lo acercó al bote de basura... pero no pudo. Algo lo detuvo.

 

Se odiaba por eso, pero aun así la guardó en el último cajón, el más olvidado, el que nunca usaba.

 

Ahí se quedaría, lejos de la vista.

 

Incluso ausente, Sang-woo seguía causando problemas.

 

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 16: Yo soy suyo, él es mío

Notes:

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Chapter Text

Ninguno de los dos mencionó el tema durante el trayecto. In-ho no explicó por qué había detenido tan bruscamente aquel encuentro acalorado en la habitación, y Gi-hun tampoco dijo que ya había descubierto la razón.

 

Desde el asiento trasero, maldijo mentalmente a su esposo. Su presencia era como la de un fantasma que lo seguía a todas partes, envenenando todo lo bueno que intentaba construir. Sacó el celular y abrió la conversación que tenía con él, relegada al fondo de la pantalla de inicio. Hacía más de un mes que no tenían contacto.

 

Solo sabía que, de vez en cuando, Sang-woo trataba de comunicarse con Eunie, pero ella seguía rechazando sus intentos. Días atrás, una profesora le había llamado para contarle que Sang-woo se presentó el primer día de clases para hablar con ella. Le dijo que, si en algún momento su hija necesitaba algo, tenía problemas o dificultades con alguna materia, se pusiera en contacto con él y lo mantuviera informado sobre su desempeño académico.

 

Uno de los hombres que lo acompañaban —un asistente— le entregó una caja de galletas y pastelitos para que la repartiera entre los estudiantes, agradeciéndole por su atención.

 

La profesora le mencionó el hecho a Gi-hun porque le pareció extraño que Sang-woo no se quedara a ver a Eunie; había desaparecido justo antes de que ella entrara al aula. Le comentó también que estaba preocupada por la situación en su hogar y le preguntó si todo estaba bien entre los padres de la niña. Gi-hun no supo qué responder. No sabía si la profesora intentaba ser discreta evitando mencionar el escándalo, o si simplemente ignoraba los chismes recientes y desconocía el desastre familiar que estaban atravesando.

 

Ese día, Gi-hun le insistió a su hija que, al menos, respondiera uno de los mensajes de su padre. Por más que odiara lo que había hecho, seguía siendo Sang-woo, y siempre sería su padre. La niña le dijo que lo pensaría. Seguía molesta... o quizá decepcionada, lo cual dolía más.

 

Llegaron a la avenida, a pocos metros de la entrada del instituto. Eran casi las cuatro de la tarde. Los peatones cruzaban en masa, difuminándose unos entre otros con sus uniformes idénticos y mochilas de diseño.

 

Normalmente, sería Sang-hoon o algún otro empleado quien iría a recoger a Eunie, pero ahora que ambos estaban de regreso en la ciudad, tenían la oportunidad de hacerlo ellos mismos. En el fondo, Gi-hun quería observar más de cerca la rutina de su hija. Entre rodajes y problemas, había creado sin querer una distancia enorme entre ambos, y eso le pesaba.

 

In-ho se desabrochó el cinturón, desbloqueó la puerta y se dispuso a salir.

 

—Iré por ella. Quédate aquí.

 

Gi-hun quiso protestar, pero recordó que la última vez que esperó en la entrada de la escuela, la gente lo rodeó pidiéndole fotos y provocando un caos. Ahora, con el escándalo en su punto más alto, sería aún peor. Sang-woo pasaba más desapercibido porque no era una estrella de cine, pero Gi-hun era como si llevara un cartel luminoso sobre la cabeza, atrayendo todas las miradas.

 

In-ho bajó con cautela, observando a ambos lados antes de detenerse frente al semáforo peatonal. Esperó en el extremo de la acera hasta que la luz verde lo autorizó a cruzar. Unos segundos después, el tablero cambió de color y avanzó con paso rápido hacia la entrada de la escuela.

 

El lugar estaba lleno de estudiantes, la mayoría jóvenes, y la fachada imponente de aquel edificio le recordaba más a un palacio que a un colegio. In-ho evocó sus propios días de estudiante en una escuela tres veces más pequeña y mucho más abarrotada, donde todos corrían a prisa para no perder una sola clase. En ese entonces, faltar era como quedarse atrás en una carrera que nadie quería perder.

 

Escaneó el lugar con la mirada, buscando a la pequeña Seong. No estaba a la vista. Pasaron varios minutos hasta que la localizó sentada en una banca, cuchicheando con un grupo de amigos. Se acercó, y al verlo, las conversaciones se apagaron.

 

—Es hora de irnos —ordenó con voz firme.

 

La niña frunció el ceño, pero no protestó; simplemente se puso de pie y alisó su falda.

 

—Hablaremos de "eso" después, chicos —les dijo, señalándolos con un dedo—. Y no sigan sin mí.

 

—No prometemos nada —respondió un chico de cabello con mechas rojas, levantando una mano en falso juramento.

 

Ella avanzó al frente, e In-ho la siguió como una sombra.

 

—Ya te extrañaba, James Bond —comentó la pequeña mientras cruzaban la calle.

 

In-ho sonrió levemente.

 

—También yo, señorita.

 

Y por un instante, el peso en su pecho pareció aligerarse.

 

El camino de regreso fue más corto y menos silencioso que la ida. Eunie y Gi-hun charlaban animadamente en el asiento trasero, poniéndose al día de ciertos temas. In-ho, al volante, solo escuchaba. De vez en cuando miraba el retrovisor, cuidando que ninguno de los dos lo sorprendiera observando. Sin embargo, la pesadez regresó pronto, como una nube oscura, y él solo deseó escapar... sobre todo de la mirada de Gi-hun, capaz de desarmarlo incluso a distancia.

 

Al llegar a casa y cruzar el umbral, Eunie subió de inmediato a su habitación, seguida por el enorme perro rubio. Antes de que Gi-hun pudiera moverse, In-ho lo detuvo.

 

—¿Está bien si por esta noche me quedo en mi casa? —preguntó, intentando mantener la calma.

 

Gi-hun parpadeó, sorprendido. Quiso decirle que no se fuera, que estaba bien, que lo quería cerca, disipar cualquier duda que pudiera tener... pero lo que salió de su boca fue distinto.

 

—Sí... está bien. No creo que salga hoy. Puedes irte si quieres.

 

In-ho dudó, buscando algo más que decir para llenar el silencio, pero no lo encontró. La mirada de Gi-hun, cargada de un dolor contenido, le apretó el pecho... y aun así, no hizo nada.

 

Se dio la vuelta y se marchó sin mirar atrás.

 

Cuando la noche cayó sobre la solitaria mansión, Gi-hun sintió el peso de la soledad como una losa. Quiso refugiarse con Eunie, pero apenas entró a su habitación, ella lo echó con prisa, el celular pegado a la oreja, pidiéndole privacidad.

 

Ya no era una niña, y eso se notaba. La adolescencia le había dado independencia... y también ganas de distanciarse de su mejor amigo, es decir, de él. Antes solían contarse todo, pero ahora, cada vez le compartía menos. Su niña había abandonado el mundo perfecto que él había construido para ambos, y él solo se quedaba esperando.

 

No tenía a dónde ir, y su habitación se sentía más como una prisión que un refugio, así que salió al jardín, el único lugar que aún sentía suyo en toda la casa. Se sentó en uno de los columpios donde Eunie solía jugar cuando era pequeña y encendió un cigarrillo — ese cigarro que solo se fuma cuando el peso del mundo amerita anestesiarse con nicotina.

 

Se sentía vacío sin In-ho. Nunca se había dado cuenta de lo valiosa que era su presencia hasta ese preciso instante, o quizás no quería admitirlo: le hacía falta, cada día, cada segundo.

 

Con una mano, se mecía suavemente en el columpio; con la otra, tomó una calada profunda. Sacó el celular y buscó un contacto. Estuvo a punto de marcar cuando una duda lo detuvo.

 

¿Qué le diría?

 

Esa era la duda... no tenía palabras porque no sabía si la respuesta sería la que necesitaba escuchar. Sang-woo había sido tantas cosas en su vida, su esposo, y tal vez pronto ya no lo sería más. Aún estaba en duelo, con algo en su pecho atado al recuerdo de toda una vida. Así era él, se aferraba hasta el último momento, y ese momento estaba llegando a su fin. Pero no estaba listo para aceptarlo.

 

Luego vino In-ho, llenando esos espacios vacíos. Con él podía respirar de nuevo, vislumbrar un mundo que antes no veía, cegado como estaba por intentar rescatar algo en ruinas. Lo que sentía era ambiguo, incierto, pero crecía en su pecho con cada instante.

 

El sonido de la puerta deslizándose, seguido por pasos suaves sobre el pasto, lo sacó de su tormento. Apagó rápidamente el cigarro y agitó las manos en el aire, intentando disipar el olor.

 

Eunie apareció entre las sombras.

 

—Appa... — se acercó tímida — ¿Qué haces aquí? Pareces un alma en pena.

 

—¡Ah, cielo! — Gi-hun se levantó — Solo necesitaba tomar un poco de aire fresco.

 

Ella frunció el ceño, olfateó y entrecerró los ojos al detectar un aroma extraño.

 

—¿Estuviste fumando?

 

—¿Yo...? — Sonrió nervioso — ¡No, para nada!

 

—¡Sabes que no me gusta que fumes!

 

La niña cruzó los brazos, indignada.

 

—Solo fue un momento, cariño — se disculpó — Ven aquí, dame un abrazo.

 

Lo rodeó con sus brazos, pero Eunie forcejeó.

 

—¡No, papá! — exclamó, dándole golpecitos tiernos — ¡Hueles a cigarro!

 

Gi-hun la estrechó más, como intentando abrazar a un gato que se defiende con sus garras.

 

Finalmente, Eunie se rindió y correspondió al abrazo. Gi-hun le besó la frente antes de soltarla.

 

—Ya me voy — dijo.

 

Frunció el ceño, confundido.

 

—¿A dónde?

 

—Iré a casa de So-mi, ¿no recuerdas? Te mencioné que hoy me quedaría a dormir ahí.

 

Gi-hun se rascó la cabeza. Entre tanto caos en su mente, se le había olvidado. Eunie le había dicho días antes, durante la cena, que ese día iría a casa de su mejor amiga para estudiar juntas y ver una serie nueva.

 

—Lo olvidé, cariño. Está bien — respondió — In-ho no está, pero puedo pedirle a Sang-hoon que te lleve.

 

—No hace falta. La mamá de So-mi vendrá por mí.

 

Justo en ese momento apareció la señora Kim.

 

—Señor, hay una persona afuera. Dice que viene por la señorita Ha-eun.

 

—Iremos en un momento.

 

Los dos volvieron al interior de la casa. Eunie tomó su mochila, que había dejado en un sillón, y volvió hacia su papá.

 

—No, señorita — respondió él — Yo saldré contigo. Tengo que asegurarme de que llegues bien.

 

Eunie giró los ojos al cielo, molesta por la actitud sobreprotectora de su papá omega, pero no protestó. Si de alguien había heredado el gen de la necedad, era de él. 

 

Salieron a la entrada. Una camioneta blanca esperaba bajo las escaleras. Gi-hun saludó a la mamá de So-mi, una mujer alegre de cabello hasta los hombros. Le abrió la puerta a Eunie y le pidió a la mujer que la cuidara.

 

—No la dejes desvelarse — le dijo — Y si esta niña te da problemas, no dudes en llamarme.

 

—No se preocupe — respondió ella amablemente — Todo está bajo control.

 

La camioneta arrancó y se marchó, dejando a Gi-hun solo, con la pregunta flotando en el aire:

 

¿Debería hacer algo?

 

 

 

 

El silencio siempre había sido un viejo conocido para In-ho, pero esa noche parecía susurrarle todas sus penas al oído.

 

La herida de la inseguridad seguía abierta, fresca, punzante. Los recuerdos de lo ocurrido lo perseguían incluso dentro de su propia casa. Lo siguieron a la ducha, a la recámara, a la cocina... y ahora, lo acompañaban en el sillón de cuero donde se encontraba, como sombras que se negaban a soltarlo.

 

A través de la ventana, los edificios se alzaban imponentes a lo lejos. In-ho bebía whisky como si fuera agua pura, con una sed desesperada: sed de anestesia, sed de alivio. Ya no sabía cuántos tragos llevaba, solo que al fin estaba lo bastante aturdido para dejar de pensar, aunque fuera por un instante, en lo que hizo... y en lo que no pudo hacer.

 

Se preguntó si su reacción había sido exagerada. Tal vez el universo había decidido ponerlo a prueba ese día, acosándolo con la imagen del esposo —o, con suerte, futuro exesposo— del hombre que amaba y que lograba volverlo completamente loco.

 

Su teléfono descansaba sobre la mesa. Lo tomó, y la luz de la pantalla lo cegó un instante. Revisó la bandeja de entrada.

Nada.

 

Qué ingenuo. Esperar un mensaje de Gi-hun cuando había sido él quien se marchó, quien dejó las cosas a medias, quien se alejó sin dar explicación. Tal vez debería llamarlo... o tal vez no.

 

No podía. El orgullo le ataba los dedos y la lengua. Ni siquiera podía formar una simple oración que dijera: lo siento.

 

—Maldita sea — murmuró, rompiendo por primera vez el silencio de la noche. Y solo para maldecir a su propio corazón necio.

 

Se levantó despacio, dejó el vaso sobre la mesa y caminó hacia su habitación. Tal vez dormir y fingir que todo había sido un mal sueño sería suficiente. El alcohol le hacía cosquillas por todo el cuerpo, una sensación agradablemente engañosa.

 

Pero justo antes de cruzar el umbral de la recámara, tres golpes suaves resonaron en la puerta. No eran insistentes, sino como si quien estuviera detrás hubiera dudado en darlos.

 

In-ho avanzó con cautela, como un gato moviéndose en la penumbra. Encendió las luces de la sala, que bañaron el lugar con un tono cálido.

 

—¿Quién es? — preguntó.

 

Silencio. Unos segundos que se sintieron eternos, hasta que una voz respondió:

 

—Soy... soy yo, Gi-hun.

 

El aire se le atascó en los pulmones. Sintió el estómago encogerse mientras caminaba hacia la puerta. Y ahí estaba.

 

La luz de su día y la calma de su noche.

 

Vestía un suéter color crema y pantalones de mezclilla que acentuaban su figura, dándole un aire cálido, familiar... como un hogar. Su hogar.

 

—Gi-hun... — susurró.

 

—Hola — respondió él, con una sonrisa tímida — Pasaba por aquí y... bueno, quería verte.

 

Mentira. In-ho lo supo al instante.

 

Un silencio denso se instaló, como si ambos calcularan cuál sería el siguiente movimiento. In-ho reaccionó primero.

 

—Pasa — dijo, apartándose para dejarlo entrar.

 

Gi-hun cruzó el umbral con las manos metidas en los bolsillos, algo inseguro. La puerta se cerró con un golpe seco.

 

—Es justo como lo recordaba — comentó, recorriendo la sala con la mirada.

 

—No estuviste aquí hace tanto — respondió In-ho desde atrás — así que nada ha cambiado.

 

Gi-hun se giró hacia él.

 

—Claro... tienes razón.

 

In-ho suspiró, desviando la mirada, evitando esos ojos que podían desarmarlo en un segundo.

 

—¿Quieres algo de beber? — preguntó, casi en un murmullo.

 

—Oh... no, gracias.

 

Otro silencio. Las palabras se sentían como líneas memorizadas de un guion. Hasta que Gi-hun decidió romperlo.

 

—En realidad... quería hablar contigo.

 

In-ho se dejó caer en el sillón y le hizo un gesto con la mano para que lo acompañara. Gi-hun obedeció y se sentó a su lado. Ninguno de los dos se atrevió a mirarse directamente. Era más fácil así.

 

—Escucha, sé muy bien lo que pasó hace rato, ya sabes... en mi habitación — comenzó Gi-hun con voz baja.

 

In-ho tragó saliva, incapaz de apartar la mirada.

 

—Quiero que sepas que no te culpo por haber reaccionado así. La verdad, creo que yo hubiera hecho lo mismo. Creo que no pensé bien las cosas.

 

In-ho permaneció en silencio, atrapado entre el miedo y la verdad. Una cosa era admitir lo feliz que lo hacía amar a Gi-hun, y otra muy distinta era reconocer lo aterrador que podía ser también. No quería mostrarse vulnerable, no quería bajar la guardia ni romperse el corazón una vez más. Pero si no hablaba, si no se abría, cualquier posibilidad de ser feliz con aquel hombre se desvanecería para siempre, dejando solo la soledad de nuevo.

 

—No tienes por qué justificarme — confesó In-ho, con la voz quebrada — Yo fui quien hizo mal. Yo me marché y te dejé ahí... es solo que tenía miedo.

 

—¿Miedo? — repitió Gi-hun, incrédulo.

 

—Sí, miedo a no ser suficiente para ti.

 

Al decirlo, algo dentro de él pareció liberarse. Sintió que un peso se aligeraba, y ya no pudo detenerse.

 

—Sé lo importante que fue Sang-woo para ti — comenzó con voz firme pero suave — Tendría que estar ciego para no haberlo visto, para no haberlo notado cuando estaba contigo.

 

Gi-hun bajó la mirada, como si ese simple reconocimiento lo desnudara.

 

—Lo sé... — susurró.

 

—Y luego, verlo ahí — continuó In-ho — presente en cada rincón, en cada recuerdo, incluso después de que ustedes se separaran, me hizo dudar. Me hizo preguntarme si era prudente estar contigo en este momento, si no había sido impulsivo decirte lo que sentía, sabiendo todo por lo que estabas pasando.

 

Gi-hun levantó la vista y encontró en los ojos de In-ho la verdad más pura y dolorosa.

 

—Sé que aún lo amas — admitió In-ho con sinceridad — Y no te culpo por eso. ¿Cómo no amarlo después de toda una vida juntos? Pero eso no significa que no duela.

 

Un silencio pesado se posó entre ellos, cargado de sentimientos encontrados.

Gi-hun acercó una mano para tomar la de In-ho, apretándola suavemente, como para darle fuerza.

 

—Nada de eso importa ahora — respondió con firmeza pero ternura — Porque estamos aquí, juntos. Ahora. Tú y yo. Y eso es lo único que realmente importa.

 

Le sonrió con calma, intentando transmitirle toda la seguridad que sentía.

 

—Sang-woo es parte del pasado. Él falló. Lo que siento por ti es real, intenso... y sí, también me asusta. No quiero salir herido otra vez, pero tampoco quiero perderte.

 

In-ho apretó los labios, emocionado y temeroso al mismo tiempo, pero sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, podía permitirse confiar.

 

—Entonces... quedémonos aquí — susurró — Quedémonos aquí y hagamos que esto funcione.

 

Se acercaron lentamente, acortando la distancia hasta que desapareció por completo. Sus manos se entrelazaron, y en ese simple gesto, In-ho pareció encontrar consuelo. Ese momento, esas manos, esa boca, esos ojos brillantes... todo de Gi-hun le pertenecía sin necesidad de reclamarlo; solo con mirarlo lo sabía. Por fin pudo respirar tranquilo.

 

Gi-hun se acercó con cautela, rozando sus labios, buscando permiso para besarlos, y In-ho se lo concedió. Los labios de Gi-hun eran como caramelo: dulces, adictivos, casi peligrosos.

 

Una mano de Gi-hun se deslizó por su cabello mientras sentía cómo sus saliva se fundía con la suya. Lo tomó de los brazos y, de pronto, lo devoró sin ningún tipo de decencia. Cuando se separaron, ambos jadeaban.

 

Gi-hun se levantó, con el pecho subiendo y bajando aceleradamente, y le extendió la mano, una invitación silenciosa que In-ho aceptó.

 

—Llévame a tu habitación — pidió — Esta noche será como tú quieras.

 

Esa simple frase hizo que su cuerpo se estremeciera, el calor subió rápido y sin dudarlo lo guió hacia su recámara. Ni siquiera encendió las luces; solo cerró la puerta y lo prensó contra la pared, besándolo otra vez.

 

Gi-hun se apartó, sus ojos se encontraron con los de In-ho, y entonces lo empujó suavemente hacia el borde de la cama. Se arrodilló en la alfombra frente a él.

 

—Gi-hun, ¿Qué...? 

 

Pero antes de que pudiera de completar la pregunta. Gi-hun desabrochó sus pantalones, y los deslizó hacia abajo a la altura de sus tobillos, incluyendo también sus calzoncillos. Dejando la parte inferior de su cuerpo completamente expuesta. Su piel se erizó cuando Gi-hun puso sus manos frías sobre sus muslos. 

 

Y luego, con un simple rose de su mano, hizo que su polla caliente se levantara, enviando una descarga eléctrica a todo su cuerpo.

 

Ya era un hombre de cincuenta años, se supone que a esa edad ya tendría problemas con hacer despertar cierta parte de su cuerpo, pero ahí estaba, completamente erguido como cuando estaba en sus veintes. Todo gracias a ese hombre que lucía como un ángel, pero en realidad, tenía los ojos bañados de una lujuria descarada. 

 

—No tienes... que hacer eso — In-ho comenzó a transpirar. 

 

—Solo estoy tratando de borrar tus dudas. 

 

Deslizó su mano por la dureza, y la colocó en sus labios, lamiendo la cabeza hinchada delicadamente. In-ho soltó un gemido tan alto que resonó en el silencio de la habitación. Gi-hun sonrió perversamente. Lo tenía y lo sabía, le podría pedir en ese momento matar a alguien, a quien sea, y él le diría que sí sin problemas, a pesar de que sus días de asesino habían terminado. 

 

Repitió el movimiento un par de veces antes de comenzar a atragantarse con aquel pedazo de carne. In-ho tuvo que aferrarse con ambas manos a las sabanas de la cama para no caer desplomado al piso cuando el mundo comenzó a dar vueltas. 

 

No podía despegar los ojos de esa imagen, Gi-hun tenía los ojos cerrados mientras escupía y volvía a saborear cada parte de él. 

Ahora lo entendía todo, con esa jodida boca podía tener a cualquiera a sus pies. 

 

En ese instante, In-ho se sintió agradecido de estar vivo. 

 

Justo antes de que pudiera perderse en sí mismo, Gi-hun se detuvo sin previo aviso. Dejándolo excitado y con las piernas temblando. Tenía los labios brillosos y los relamió obscenamente. Ese gesto lo hizo temblar. 

 

—¿Esto elimina todas tus dudas? — preguntó en voz baja, con los ojos bañados en una sed sin nombre. 

 

In-ho no respondió, sus manos hablaron por él. Lo tomó de los brazos y lo tumbó a la cama, lo que hizo que Gi-hun sacara un quejido de lo profundo de su garganta.

 

Se deshizo de las prendas que amarraban sus tobillos y se abalanzó encima de él, con el miembro respirando el aire denso. Deslizó el suéter de Gi-hun fuera de su cuerpo casi arrancándolo de él como un parásito. 

Cuando su piel caliente quedó expuesta, In-ho comenzó a besarlo, trazando caminos de saliva por todos los lugares que encontraba. Ese sabor era adictivo, era como su propia codeína. 

 

—In-ho... — Mascullaba su nombre entre dientes. Tratando de ser lo menos ruidoso posible. 

 

Escuchar su nombre saliendo de esa boca apenas como el susurro de un fantasma, lo hacía ponerse aún más duro. Goteando accidentalmente líquido preseminal sobre su camisa.

 

Para este punto la erección apretujada de Gi-hun también suplicaba ser liberada al exterior, quemándose como braza entre la tela de sus vaqueros. Con urgencia trató de quitárselos, pero al final, fue el hombre encima de él quien terminó deslizándolos hacía afuera con más delicadeza de la que él lo hubiera hecho. 

 

Antes de que se dieran cuenta, ya estaban ambos desnudos sobre la cama,  piel con piel, rozándose, besándose con vehemencia. La luna se colaba por las ventanas como único testigo de su insaciable deseo, la luz plateada les daba a ambos un aspecto borroso, casi divino, como si fuera un sueño. Sus cuerpos buscando más cercanía de la posible con la promesa de que en el calor del otro, estaba la fórmula que aliviaría toda sus penas. 

 

In-ho no perdió más el tiempo y deslizó un dedo en la entrada de Gi-hun, el líquido desbordada adheriendose a sus dedos como un recordatorio de lo que provocaba en él. Era como si su cuerpo estuviera hecho a su medida, sabía qué botón tocar, cuando hacerlo, incluso desde la primera vez. 

 

—¿Por qué me torturas así? — Murmuró Gi-hun, su rostro era una súplica muda. 

 

Movió las caderas hacia adelante, buscando profundidad, buscando más de la sensación. 

 

—Es necesario hacer esto — Dijo, empujando otro dedo, abriendo más. 

 

Sus manos eran ásperas, sus dedos gruesos se abrían y se cerraban en su canal como una invitación a ser descubierto. Cuando su cuerpo finalmente cedió, In-ho se retiró, para ese punto, su fuerza de voluntad estaba a punto de agotarse, siendo arrastrado con fuerza por la urgencia de atender sus propias necesidades. 

 

Se alineó en su entrada, buscando acceso, Gi-hun estiró las piernas, abriéndose de par en par, desesperado por recibirlo. In-ho entró lentamente en él, sintiendo cada fibra de su cuerpo estremecerse, como un rio que estaba a punto de desbordarse. Los dos contuvieron la respiración y ahogaron un gemido cuando estaban completamente enredados el uno al otro.

 

Gi-hun sintió su cuerpo contraerse y el calor se regó lentamente en su interior como tinta derramada, desde su estómago hasta la punta de sus pies. Y luego poco a poco, cuando In-ho lo había llenado por completo y comenzó a sentir una marea de placer subiendo, se movió, trazando círculos sobre sus caderas, buscando explotarlo. 

 

Y entonces, In-ho comenzó a moverse, envuelto por la intensidad del éxtasis. 

Gi-hun gimió cuando el ritmo comenzó a volverse insostenible, intenso, fuerte. 

 

La cama comenzó a moverse al compás de los movimientos, y por un momento creyó que volverían a desplomarse hacia el suelo tal y como había sucedido en la cabaña, pero no fue así. Aún así, no importaba en ese momento. 

 

El ritmo se volvió frenético, como si ambos buscaran desesperadamente una misma recompensa, In-ho lo miró, ladeando una sonrisa pícara mientras subía y bajaba. Gi-hun desvió la mirada, pero In-ho lo tomó fuerte de la mandíbula y lo obligó a voltear de nuevo.

 

—Mírame — ordenó — quiero ser lo único que veas cuando te corras sobre mí. 

 

"Joder" pensó, pero no lo dijo. Su boca había olvidado cómo hablar y lo único que podía salir eran lamentos ruidosos que eran música para los oídos del hombre de arriba. 

 

En un momento, justo antes de comenzar a alcanzar el umbral que los llevaría al otro lado, la mano rígida de In-ho se coló por la espalda de Gi-hun, girándolo por encima de su cuerpo desnudo, habían intercambiado de posiciones. El omega se sentó a horcadas sobre él, sintiendo el miembro empujándose a un nivel más profundo en este nuevo ángulo, In-ho colocó las manos sobre su pequeña cintura, listo para ser cabalgado. 

 

Oh... In-ho...— susurró Gi-hun, avergonzado por lo expuesto que quedaba con ese ángulo. Colocó ambas manos sobre el pecho del hombre tratando de equilibrarse. 

 

Comenzó a moverse sin saber mucho cómo hacerlo, sintiendo sus caderas quebrándose sutilmente con el vaivén de los movimientos. No estaba acostumbrado a tener el control de la situación, pero ahora, este nuevo rol sorprendentemente le gustaba. 

 

Probablemente mañana le dolería sentarse, pero en ese momento, no pensó en las consecuencias, solo en perseguir la sensación. Había perdido el control de su propia cabeza. 

 

In-ho lo empujaba hacia abajo con las manos. Esa visión, la imagen de Gi-hun satisfaciéndose encima de él, sudoroso y jadeando con la luz natural manchando cada poro de su bello rostro desdibujado por el placer. Era su fantasía más oculta, una que ni siquiera se atrevía a nombrar en sus pensamientos, pero estuvo ahí siempre, como una sombra manchando su decencia. 

 

Para el punto en el que Gi-hun se liberó, tenía las piernas entumecidas y la espalda le dolía. Con un grito ahogado anunció su llegada al clímax, y luego In-ho, casi un instante después, se derramó en su interior. 

 

Gi-hun cayó desplomado sobre él, acurrucando el rostro en el hueco de su cuello, como si buscara un refugio seguro. In-ho lo abrazó instintivamente, acunándolo como si sostuviera lo más valioso que poseía. Rodaron hacia un lado, quedando frente a frente, mientras el nudo los mantenía ligados, incapaces de separarse aunque lo quisieran.

 

—Estás hecho un desastre —susurró Gi-hun, con apenas un hilo de voz, pasando una mano por el cabello revuelto de In-ho y desordenándolo aún más.

 

—Tú también —respondió él, rozando con un dedo su frente húmeda.

 

Ambos rieron, saciados.

La tensión que los había acompañado al principio se había disuelto, dejando paso a la intimidad, al amor y al cuidado mutuo. En ese pequeño espacio donde solo existían ellos dos, todo era suficiente. In-ho se inclinó para dejar un beso fugaz sobre sus labios, el deseo transformándose en ternura.

 

 

Con el paso de los minutos, la intensidad se apagó, cediendo lugar al cansancio y a una calma compartida. Permanecían abrazados, pecho con espalda, mirando alguna luz perdida de la ciudad a través de la ventana.

 

El corazón de In-ho ya no estaba oprimido por la duda ni por la inseguridad.

Y sus pensamientos, por fin, se callaron. Al menos por un rato. Gi-hun era suyo: su cuerpo, su alma, todo... y él, a su vez, era de Gi-hun.

 

—¿Te dormiste? —preguntó Gi-hun, dándole la espalda mientras usaba su brazo como almohada.

 

—No, solo estaba pensando —respondió In-ho, apenas audible.

 

Gi-hun se giró y lo miró. Esa mirada... lo desarmaba.

 

—¿En qué piensas?

 

—En todo.

 

—¿Qué es "todo"?

 

In-ho frunció el ceño, bajó la vista un instante y luego volvió a alzarla con determinación.

 

—Ya no puedo trabajar para ti —dijo.

 

—In-ho...

 

—No porque no quiera estar cerca de ti —aclaró— sino porque... ahora que estoy contigo, necesito encontrar mi propio camino. No quiero que todo se reduzca a ser tu amante, Gi-hun.

 

Gi-hun lo miró con tristeza antes de girarse otra vez, como si así pudiera escapar de esa verdad. In-ho lo abrazó fuerte por detrás, sin dejarlo ir, y le besó la mejilla con suavidad.

 

—No es un problema para mí —murmuró Gi-hun—. No entiendo por qué lo es para ti.

 

—Es diferente... tú no eres el que se acuesta con su jefe.

 

Gi-hun dejó escapar una risita ligera.

 

—¿Así que ahora soy tu jefe? ¿Hacías esto con todos tus jefes?

 

—Claro que no —sonrió In-ho—. Solo contigo. Solo tú tienes este trato especial.

 

Se rieron juntos. Después, el silencio volvió, pero ya no pesaba como antes.

 

—Por favor... déjame ser la persona que mereces —pidió In-ho, casi como una súplica.

 

Gi-hun guardó silencio, pensándolo. No era una despedida, tampoco una ruptura, solo la necesidad de un espacio... aunque en su pecho se sintiera como una amenaza velada. Aun así, dejó que su lado racional respondiera.

 

—Está bien... será como quieras.

 

In-ho suspiró y, sin soltarlo, hundió sus labios en su cuello, besándolo con ternura. Permanecieron así, unidos e inmóviles, durante un largo rato.

 

Esa noche se buscaron un par de veces más, hasta que, antes del amanecer, el primer rayo de sol se filtró en la habitación. Entonces supieron, con certeza, que por primera vez sus corazones marchaban en la misma dirección, llamando al mismo nombre... ese que, toda su vida, habían esperado pronunciar.

 

 

 

 

 

 

 

Notes:

Hola a todos. 💕
Gracias por estar pendiente de la historia y por esperar cada actualización. De verdad que sus comentarios me llenan de mucha alegría y motivación. La historia aún va para largo, así que los invito a quedarse. Me demoré un poco ya que si soy sincera, me sigue costando escribir escenas de sexo, aún así con la práctica espero mejorar. 😅
No tengo nada más que decir. Espero que se la estén pasando bien y cuídense mucho. 🙂‍↔️❤️

Chapter 17: Nuevos comienzos

Chapter Text

In-ho apretaba los nudillos contra sus rodillas, incapaz de detener el movimiento nervioso de sus manos, mientras un hombre de mirada crítica repasaba cada línea de su currículum.

 

Era la tercera entrevista del día. El señor —que parecía tener más canas que días vividos— se acomodó los lentes con parsimonia, leyó con atención hasta la última palabra y, finalmente, apartó el papel con un suspiro.

 

—Tienes una historia interesante —dijo.

 

—Gracias —respondió In-ho, tratando de sonar firme.

 

El hombre dejó la hoja sobre la mesa, se quitó los lentes y lo observó directamente.

 

—Pero, lamentablemente, estás sobrecalificado para este puesto.

 

In-ho frunció el ceño.

 

¿Sobrecalificado? ¿Eso siquiera existía?

 

—No lo entiendo... ¿Me falta algo? —se inclinó hacia adelante, buscando una explicación.

 

—No, al contrario. —El hombre entrelazó las manos sobre el escritorio—. Eres muy bueno. Demasiado bueno... para un trabajo tan simple como este.

 

In-ho bajó la mirada hacia sus propias manos. Sintió una mezcla de indignación y vacío.

Había pasado semanas preparando ese currículum, repasando sus respuestas frente al espejo, tratando de demostrar que aún tenía valor. ¿Y ahora le decían que era "demasiado bueno"?

 

—Entonces... ¿qué se supone que haga? —preguntó, intentando controlar el temblor en su voz.

 

El entrevistador lo miró con cierta compasión.

 

—Buscar un lugar que realmente esté a tu altura. Aquí lo que necesitamos es alguien que se quede quieto, que no intente cambiar nada, alguien que cumpla órdenes sin cuestionar. Tú... —hizo una pausa, como si buscara las palabras correctas—, tú pareces hecho para cosas más grandes.

 

In-ho tragó saliva.

Más grandes.

La frase resonó como un eco cruel dentro de su mente.

 

Porque, si de verdad estaba hecho para algo más... ¿por qué seguía ahí, saltando de entrevista en entrevista, recibiendo siempre un "no"?

 

Se levantó, inclinó la cabeza con un gesto educado y se despidió.

El pasillo le pareció interminable mientras salía del edificio.

 

Al poner un pie en la calle, el aire cálido le golpeó la cara. Cerró los ojos un instante, intentando no dejarse hundir por la frustración que lo estaba devorando.

 

Necesitaba un trago, uno muy grande. Pero contuvo el deseo y siguió con su camino, ya tenía suficientes problemas no consiguiendo trabajo como para añadir el alcoholismo como uno más. 

 

Quedaba un último destino. Si no tenía éxito, se rendiría por ese día. Se subió al coche con pesadez y soltó un largo suspiro de derrota antes de encender el motor.

 

Estaba exhausto. Era apenas el primer día en su búsqueda de empleo, y quizá había sido ingenuo al pensar que lo conseguiría con facilidad. Tenía experiencia, un historial impecable y había demostrado más de una vez su valor. Incluso después de su destitución en la policía por aceptar sobornos había logrado salir adelante, enterrando aquella mancha bajo montañas de buenas acciones. Siempre lo entendió como un intento de redención. Pero no solo por lo que hizo bajo la luz del día, sino también por aquello que había cometido ocultándose de ella.

 

Los años habían pasado. No hablaba de eso, no pensaba en eso... o al menos trataba. Pero cuando caía la noche, los recuerdos volvían en forma de pesadillas. El olor metálico de la sangre. El estampido de un disparo. Los gritos. El silencio ordenado de un escenario que escondía el infierno detrás. Más de una vez despertaba empapado en sudor, con el corazón desbocado, convencido por unos segundos de que aún seguía allí. Era su tormento, pero también su castigo, uno que aceptaba porque sabía que lo merecía.

 

Y sin embargo, en los últimos días algo había cambiado. Las pesadillas desaparecían cuando Gi-hun dormía a su lado.

 

El calor de aquel hombre era como un escudo contra la culpa. Su luz parecía repeler a los demonios, incapaces de alcanzarlo mientras estuviera junto a él. In-ho se sentía dichoso, pero también tenía miedo. Miedo de que esa felicidad fuera demasiado real. Miedo de no merecerla. Miedo de que Gi-hun descubriera la verdad y lo abandonara.

 

Si algún día eso sucedía, no sabía si podría levantarse de nuevo. Una vez que conoció lo que era ser amado de esa forma, una vez que pudo llamar suyo a un hombre así, comprendió que no quería volver a vivir sin esa sensación. Si Gi-hun lo dejaba, su vida terminaría. Por eso se esforzaba en ser mejor cada día. Porque si lograba ser mejor, tal vez su pasado se borraría.

 

En un semáforo en rojo, abrió el celular. Había varios mensajes de Gi-hun, bombardeándolo con frases: "Buenos días", "Te extraño", "Se siente tan triste todo sin ti".

 

In-ho sonrió, y condujo el resto del camino con esa sonrisa tonta en los labios. Era como volver a ser joven, atrapado en la fiebre del amor. Aunque, en el fondo, nunca había amado con tal intensidad como ahora. Era lo que había estado esperando toda su vida.

 

Se estacionó a una cuadra del destino. Gangnam lo recibía con sus luces y escaparates ostentosos. El distrito más lujoso de la ciudad, donde ricos y famosos iban a presumir que tenían más billetes que cabello en la cabeza. A In-ho siempre le había parecido un espectáculo vacío, un lujo hueco del que nunca formaría parte. Pero sabía que los trabajos más excéntricos eran también los mejor pagados.

 

Caminó por la acera con la carpeta de su currículum bajo el brazo. Sentía las miradas ajenas, como si lo reconocieran de algún sitio pero no supieran precisar de dónde. Él solo apretó el paso.

 

Al llegar, soltó un suspiro. Frente a él se alzaba un palacio de mármol y cristal. En los exhibidores, maniquíes vestían ropa de diseñador, acompañados de bolsos de piel con precios que podían alimentar a una familia por meses. Sobre la entrada se leía un nombre extranjero que no le decía nada. No entendía de moda. Solo había visto el anuncio en internet, y tras enviar un mensaje, le agendaron entrevista sin demora.

 

Al cruzar la puerta, lo envolvió el aire frío y el perfume artificial de las telas nuevas mezclado con fragancias costosas. El suelo de mármol brillaba como si acabaran de pulirlo, reflejando la suela de sus zapatos. Dos pisos de pasillos interminables se desplegaban ante él.

 

Una joven de cabello negro y flequillo se acercó enseguida para hacerle una reverencia. Su uniforme consistía en falda y chaqueta formal.

 

—Buenos días. Bienvenido.

 

In-ho devolvió la reverencia con igual cortesía.

 

—Buenos días... he venido a una entrevista.

 

La mujer lo miró con cierta timidez, quizá pensando que un hombre con ese porte y esa belleza debía ser cliente, no postulante.

 

—Claro, es conmigo. Adelante, sígame.

 

Avanzó por un pasillo largo hasta llegar a una sala con un aire íntimo. Había dos sillones de piel enfrentados, una pequeña mesa entre ellos con un plato de galletas, y al costado otra mesa con café y varias bebidas. El lugar se sentía más como una sala de descanso que como un espacio de entrevistas; la luz amarilla se filtraba suavemente por las cortinas, tiñendo todo de calidez.

 

La joven tomó asiento en uno de los sillones y, con un gesto, indicó a In-ho que ocupara el de enfrente. Él obedeció en silencio.

 

Tenía un porte elegante; su piel blanca, casi luminosa, hacía que pareciera parte de la decoración más que una persona real. No desprendía aroma alguno, seguramente porque usaba supresores, lo que le impidió a In-ho identificar su designación.

 

—¿Quiere algo de beber? —preguntó con amabilidad.

 

—No, estoy bien. Gracias. —ladeó una sonrisa cortés.

 

Ella asintió y extendió la mano, esperando que le entregara la hoja de papel. In-ho se la pasó. Durante un largo rato la mujer hojeó el documento; entre líneas, la sorpresa se iba dibujando en su rostro.

Lo había reconocido.

 

Pasado un minuto, habló:

 

—Por lo que veo, tiene mucha experiencia en el área de seguridad.

 

In-ho parpadeó, incómodo, y se acomodó en su asiento. No sabía si aquella frase era interés genuino... o algo más.

 

Antes de que pudiera responder, una voz ruidosa irrumpió desde el pasillo. Ambos se quedaron quietos, atentos.

 

¿Dónde está mi pequeña Ye-ji? —tronó una voz excéntrica.

 

—Está en la habitación privada, señor. En una entrevista —contestó alguien afuera.

 

Siguió un breve silencio. Luego, pasos firmes. Segundos después, la puerta se abrió.

 

Una silueta masculina llenó el umbral. El aire cambió de inmediato. Un aroma intenso, casi asfixiante, de fresas y menta se apoderó de la sala. In-ho lo reconoció al instante: la naturaleza omega.

 

El hombre vestía un abrigo de piel descomunal y ocultaba su rostro tras unos enormes lentes de sol negros. Era, literalmente, la imagen que cualquiera evocaría al oír la palabra "rico".

 

La joven se levantó de inmediato y, con un respetuoso "señor", inclinó la cabeza en una reverencia. In-ho, en cambio, permaneció quieto en su asiento.

 

El joven omega ni siquiera dirigió una mirada a su empleada. Sus ojos se fijaron de inmediato en In-ho, que permanecía estoico en el asiento. Lo recorrió con la mirada de arriba abajo, como diseccionándolo. Se quitó los lentes con un gesto pausado y, tras un instante de escrutinio, lo reconoció. Tenía los ojos grandes, almendrados, y la piel blanquecina, casi impecable. Parecía apenas en sus veintes.

 

—Creo que te conozco —dijo, esbozando una sonrisa amplia; sus dientes resaltaban aún más que su piel.

 

In-ho guardó silencio. Solo respiró hondo y lo sostuvo con la mirada. El joven parecía fascinado, casi hipnotizado por su presencia. Se dejó caer en el sillón que antes había ocupado la mujer, mientras ella permanecía de pie, en medio de ambos, consciente de que la situación ya no estaba bajo su control.

 

De cerca, el aroma del joven era aún más sofocante: dulce en apariencia, pero con un filo oculto, como garras escondidas. Tomó la hoja de la mesa y la hojeó apenas, con un interés superficial.

 

—Así que quieres trabajar aquí —dijo al fin.

 

—Sí, así es —respondió In-ho.

 

El joven entrecerró los ojos, esa sonrisa torcida en los labios, cargada de una incomodidad casi perversa.

 

"Genial, trabajar para otro niño rico", pensó.

 

Era como si su suerte siempre comenzara y terminara con Gi-hun.

 

—Está bien, el trabajo es tuyo.

 

Arrojó el papel de nuevo sobre la mesita, sin leerlo a fondo. Así de simple. Así de fácil.

 

—¿No necesita saber más de mí? —preguntó In-ho, dudando.

 

—Ya tienes el trabajo, cariño —respondió el joven, recostándose en el sillón con las piernas abiertas, gesto de arrogancia absoluta— No necesito más. Internet es una fuente confiable. Sé que harás bien tu trabajo.

 

In-ho apretó la mandíbula. No se sentía como una victoria. Había algo extraño detrás de todo aquello, algo en la mirada del joven que lo inquietaba. Sabía que no lo habían contratado por su eficiencia, sino para ser otro trofeo, una pieza de exhibición más, como la mujer de antes.

Aun así, un resquicio de alivio se abrió paso. Lo había conseguido. Por primera vez en mucho tiempo, había logrado algo por cuenta propia. Ahora podría demostrarle a Gi-hun de lo que era capaz.

 

 

 

Gi-hun llevaba horas en el centro comercial y ya estaba exhausto de ir de tienda en tienda. Lo peor era que, después de todo ese recorrido, ni siquiera había comprado algo para él. Había acompañado a Eunie a escoger ropa, pero luego se cruzó con la tienda de maquillaje, después con la de accesorios... y así sucesivamente. No había peor combinación que un centro comercial lleno y una adolescente indecisa.

 

Ahora estaba sentado en uno de los sillones de la tienda, hundiéndose en el respaldo como si aquello fuera una prueba de resistencia. A su lado, una señora amable —que a pesar de sus gafas de sol lo había reconocido al instante— le pidió un saludo en video para sus hijas.

 

—Ellas te adoran — comentó la mujer con una sonrisa orgullosa — Dicen que cuando sean grandes se casarán contigo.

 

Gi-hun soltó una risa breve, dejando ver un poco de esa calidez que siempre escondía bajo la seriedad.

 

—Dígales que no me hagan esperar demasiado, ya estoy viejo — respondió en tono de broma, y la mujer se rio con complicidad.

 

En ese momento, la cortina del probador se abrió y Eunie salió. Llevaba puesto un vestido blanco que parecía confeccionado a su medida; el tejido ligero acompañaba cada movimiento y resaltaba la inocencia en su rostro. Lucía como un ángel. Gi-hun hizo las gafas hacia arriba y sintió el corazón apretarse con fuerza, como si aquel instante marcara un antes y un después.

 

—¿Qué te parece? — preguntó la niña con un destello de ilusión en los ojos.

 

—Cariño... es perfecto —dijo Gi-hun, con la mirada cargada de orgullo— Te ves hermosa.

 

Eunie cerró los ojos y apartó un mechón de cabello con gesto vanidoso.

 

—Eso ya lo sé.

 

La señora a su lado observaba la escena con la misma ternura reflejada en los ojos de Gi-hun.

 

—Crecen tan rápido —murmuró, llevándose una mano al pecho— En unos años la verás con un vestido blanco igual a ese... camino al altar.

 

El pecho de Gi-hun se apretó aún más; la melancolía se mezclaba con un súbito brote de celos.

 

—Oh, no. Ella no se casará —replicó con falsa seriedad— Irá a un monasterio y será monja. No pienso compartirla con nadie.

 

—¡Papá! —exclamó Eunie, roja de vergüenza.

 

Él rió, alzando las manos como si se rindiera.

 

—Ya, ya... tú no escuchaste nada, señorita.

 

Eunie rodó los ojos y, con un bufido, se dio la vuelta para perderse otra vez en el probador.

 

Después de unos minutos, sin rastro de Eunie, el teléfono de Gi-hun vibró con fuerza, rompiendo el silencio. Su corazón dio un brinco al ver el nombre iluminado en la pantalla, acompañado de la foto que confirmaba la identidad: In-ho.

 

Una sonrisa inmediata se dibujó en su rostro. Se levantó de su asiento y buscó un rincón apartado, encontrándolo entre unas prendas colgadas y olvidadas. Presionó el botón de atender.

 

—Hola —saludó, incapaz de contener la sonrisa— ¿Quién habla?

 

Al otro lado, una risa grave retumbó en la línea.

 

—Tú no me conoces, pero... soy un gran admirador tuyo.

 

Gi-hun reprimió una carcajada.

 

—¿Ah, sí? —respondió, siguiéndole el juego— ¿Y cómo conseguiste mi número? ¿Eres un acosador?

 

—Tal vez... —contestó él, con un tono provocativo— ¿Qué harás al respecto?

 

Gi-hun apoyó la espalda contra la pared, bajando un poco la voz.

 

—Depende... ¿debo asustarme o emocionarme?

 

—Yo diría que las dos cosas —replicó In-ho, su voz grave sonando como un susurro íntimo al otro lado— Nunca sabes qué puedo hacerte si te encuentro.

 

Gi-hun sintió que la sonrisa se le escapaba en un suspiro contenido. El calor le subió por el cuello y miró a su alrededor, asegurándose de que nadie lo escuchara.

 

—¿Y si ya quiero que me encuentres? —dijo, casi sin pensarlo.

 

Un silencio breve, cargado de electricidad, se instaló en la línea antes de que In-ho soltara una risa baja.

 

—Ten cuidado con lo que desea, señor Seong.

 

El hombre se mordió el labio, consciente de que el juego estaba escalando demasiado para estar en medio de una tienda. Carraspeó y, con un esfuerzo, cambió el tema.

 

—Bueno... dime, ¿qué haces? ¿Por qué suena tan ruidoso de fondo?

 

La ciudad se escuchaba del otro lado de la línea: bocinas de autos, murmullos de gente y el canto lejano de algunos pájaros.

 

—Estoy en la calle, camino hacia mi coche —explicó In-ho.

 

—Ah... cierto.

 

Gi-hun recordó lo que su hombre le había dicho el día anterior sobre conseguir trabajo. La idea de que estuviera lejos, ocupado con otras personas desconocidas, no le agradaba en lo absoluto. Y, sin embargo, comprendía que quisiera tener su propio espacio, su independencia. Más ahora que estaban juntos... o al menos, eso parecía.

 

—¿Y cómo te fue? —preguntó finalmente.

 

No hubo respuesta inmediata. Se escuchó el chirrido de una puerta de coche abriéndose, seguido por el golpe seco al cerrarse. El bullicio de la ciudad desapareció, dejando solo silencio.

 

—Me fue bien —contestó al fin—. Conseguí un trabajo.

 

El estómago de Gi-hun se contrajo. La noticia no le gustaba, pero se reprendió a sí mismo y forzó una sonrisa que intentó colar también en su voz.

 

—Me alegra mucho... —dijo, procurando sonar entusiasmado—. ¿Y de qué trata? ¿Te pagarán bien? ¿Cómo es la gente?

 

—Te lo contaré en persona —respondió In-ho, con calma.

 

A Gi-hun no le gustaba quedarse con la duda. Soltó un suspiro, escuchando de fondo cómo el motor del coche se encendía.

 

—¿Y tú? —preguntó In-ho entonces—. ¿Cómo te va con el nuevo guardaespaldas?

 

—Bien... aunque es un poco serio.

 

Gi-hun desvió la mirada hacia la sombra inmóvil en la esquina de la tienda. El hombre permanecía erguido, tan estático que parecía otro maniquí olvidado entre los estantes. No era su elección; In-ho había insistido en que debía tener a alguien de confianza cerca, casi inmediatamente después de su destitución. Gi-hun no veía necesidad, no sentía peligro, pero In-ho fue tajante. Así se lo presentó.

 

Un hombre de mediana edad, con el cabello corto, una barba incipiente en el mentón y una presencia tan imponente como discreta. Había algo en su rostro que le resultaba familiar, un parecido con un actor famoso de dramas coreanos cuyo nombre se le escapaba siempre... hasta que lo recordó de golpe. 

Park Hee-Soon. Sí, era increíblemente parecido a él.

 

—Así son todos los cuidadores —rió In-ho al otro lado.

 

—Claro que no, tú no eras así.

 

—Claro que lo era. Solo que tú insistías en hacerme sonreír.

 

Gi-hun esbozó una sonrisa.

 

—Y lo lograba.

 

—No me quejo —admitió In-ho, con un matiz cálido en la voz.

 

La conversación se tiñó de silencio. Gi-hun revisó el reloj con un leve gesto de impaciencia. Eunie aún no salía.

 

—¿Nos vemos esta noche? —soltó In-ho finalmente.

 

—Claro —respondió Gi-hun con alegría contenida, como si hubiera estado esperando esa pregunta— ¿Nos vemos en tu apartamento?

 

Hubo un breve silencio.

 

—De hecho... tenía pensado algo diferente.

 

Gi-hun frunció el ceño, confundido. Lamentablemente, no podían hacer pública su relación, así que sus salidas estaban limitadas a su casa o a la de In-ho.

 

—¿Ah, sí? ¿A dónde? —preguntó, curioso.

 

—A casa de mi madrastra —respondió In-ho.

 

El corazón de Gi-hun se detuvo por un instante. ¿A casa de su familia? ¿Estaba listo para conocerlos?

 

—Mi hermano lleva varios días insistiendo en que vaya a verla —explicó— Últimamente ha estado un poco triste. No te mencioné nada de ti, si te lo preguntas... solo quería saber si te gustaría acompañarme. No tienes que hacerlo si no quieres.

 

—Quiero hacerlo —respondió de inmediato, con decisión.

 

—¿Sí? —la voz de In-ho sonó sorprendida, su mano aún sostenía la del otro, como si no creyera que había aceptado.

 

—Sí. Me parece una buena idea. Siempre tuve curiosidad por conocer a la mujer que te crió.

 

—Puedes llevar a Eunie también —continuó In-ho— Estoy seguro de que mi hermano y ella se llevarán muy bien.

 

Gi-hun se rascó la cabeza, nervioso al imaginar la situación.

 

—Está bien... entonces, ¿nos vemos esta noche?

 

—Te mandaré los detalles en un rato —respondió In-ho.

 

En ese momento, Eunie salió del probador con un montón de prendas colgadas en los brazos y le hizo un gesto para que se acercara.

 

—Tengo que irme, Eunie por fin terminó de comprar.

 

—Está bien, nos vemos —dijo Gi-hun.

 

Suspiró, sin querer desprenderse del sonido de esa voz.

 

—Nos vemos —respondió.

 

Pero antes de colgar, In-ho añadió una última advertencia:

 

—Y no te acerques demasiado a ese guardaespaldas. Es de fiar, pero aún así no quiero que estés tan cerca de él.

 

Gi-hun rio suavemente.

 

—No tienes nada que temer. No estés celoso.

 

—Solo protejo lo que es mío. No puedo evitarlo —replicó In-ho, y Gi-hun pudo imaginar la mirada firme detrás de esas palabras.

 

—Hasta luego, señor Hwang —dijo, sonriendo.

 

Colgó, guardó el celular y se acercó a su hija, sintiendo que, aunque la ciudad siguiera su ritmo apresurado, algo en su mundo acababa de hacerse mucho más ligero.

 

—¿Podemos ir por un helado? —pidió Eunie mientras Gi-hun le tendía una tarjeta dorada al joven que atendía la caja.

 

—Claro —respondió él, sonriente.

 

Salieron de la tienda, Gi-hun cargando las bolsas, pero antes de dar un paso, el hombre misterioso que los acompañaba se adelantó y tomó las bolsas sin decir nada. Se movía como una estatua silenciosa.

 

—Gracias —dijo Gi-hun, pero no recibió respuesta.

 

Se sentaron en un rincón tranquilo cerca de una fuente para disfrutar su helado. El guardaespaldas se mantenía cerca, vigilante, mientras Eunie y Gi-hun comían. Finalmente, Gi-hun rompió el silencio, consciente de que debía hablar con su hija sobre lo que estaba pasando.

 

—¿Qué te parece el nuevo señor? —preguntó, mirando su vaso de helado a medias.

 

Eunie siguió comiendo un momento, y luego respondió:

 

—Me parece bien. Pero extraño a In-ho —dijo con un dejo de tristeza— Él era divertido.

 

Gi-hun bajó la mirada, buscando las palabras adecuadas.

 

—Sobre él... bueno, quería explicarte por qué ya no puede seguir con nosotros...

 

—Lo sé —interrumpió ella— Sé que están saliendo.

 

Gi-hun se giró hacia ella, con la boca abierta.

 

—¿Cómo lo sabes?

 

Eunie suspiró, llevando otro bocado a la boca, mostrando que su habilidad para enterarse de todo estaba subestimada una vez más.

 

—No soy ingenua, appa —dijo— El otro día lo vi salir de tu habitación, justo después de que renunciara.

 

Gi-hun sintió que la sangre se le subía a la cara.

 

—No... no es lo que parece. Solo teníamos un par de cosas pendientes de trabajo, eso es todo.

 

—¿Ah, no? —su tono se llenó de ironía—. De todas formas, él me lo confesó.

 

Gi-hun frunció el ceño, sorprendido.

 

—¿Sí? ¿Qué te dijo?

 

Eunie comenzó a relatarle todo. Esa misma mañana que lo vio bajar las escaleras, era evidente lo que pasaba. La niña lo había sentado en un sillón y, aunque In-ho había intentado no decir nada, la verdad salió a la luz... al menos, las partes apropiadas para que Eunie lo supiera.

 

—¿Y por qué no me dijiste que lo sabías? —preguntó Gi-hun, incrédulo.

 

—Porque teníamos un trato él y yo de no decir nada —contestó— Pero creo que ahora es conveniente que lo sepas.

 

Gi-hun guardó silencio, otra vez sorprendido por la astucia de su pequeña.

 

—No puedes engañarme —alardeó Eunie— Sé lo que hacen los adultos cuando se van a dormir... pero no digas nada, eso sí es... desagradable.

 

Gi-hun se sonrojó, rojo como un tomate. Intentó interrogarla, pero se quedó sin palabras, incapaz de mirar a Eunie mientras ella se relamía de manera inocente, disfrutando un helado como si nada.

 

—¿Y te molesta que... ya sabes, esté con él? —preguntó Gi-hun, un poco inseguro.

 

Eunie entrecerró los ojos, evaluando la situación con cuidado.

 

—No, para nada —respondió, relajada—.

 

Gi-hun soltó un suspiro de alivio.

 

—Creí que te molestaría.

 

—No tengo por qué molestarme —replicó ella con una sonrisa—. Eres libre y tienes derecho a hacerlo. A menos que papá y tú fueran a volver, eso sí sería terrible. Pero no es así, ¿verdad?

 

Gi-hun dudó por un instante, sorprendido de que ella lo entendiera tan claramente, y luego respondió con firmeza:

 

—No, claro que no.

 

Se acercó a su hija y le dio un beso suave en la frente. Eunie dejó escapar un ligero quejido juguetón, y ambos se quedaron así por un buen rato, disfrutando del momento tranquilo antes de regresar a casa.

 

Esa tarde, Gi-hun se encontró atrapado en un dilema absurdo. Había tardado más de una hora frente al armario, probándose camisas, pantalones y hasta chaquetas que no usaba desde hacía años. 

 

Tenía ropa de sobra, pero ninguna parecía estar a la altura de la ocasión. Al final, eligió una camisa de botones azul marino y un pantalón blanco; eran los colores que, según él, lo hacían resaltar más. Ajustó el cinturón marrón alrededor de su cintura y se peinó con precisión casi quirúrgica, revisando que no quedara ni una hebra fuera de lugar. Cuando por fin terminó, notó que las manos le temblaban.

 

¿Por qué estaba tan nervioso?

Si ya había hecho esto antes.

 

O bueno... en realidad, no.

 

Conocía a la madre de Sang-woo de toda la vida. Ella siempre lo había recibido con leche y pan, siempre lo vio como el futuro esposo de su hijo, incluso antes de que cualquiera de los dos lo supiera. Aquellas primeras veces, nunca tuvo que enfrentarse a presentaciones formales, ni cuidar cada palabra como si se tratara de un examen. Pero ahora, todo era distinto. Ya no era joven. Tenía cincuenta años. Se suponía que esa ansiedad era cosa de los veinteañeros, y sin embargo ahí estaba, con el estómago revuelto como si fuera la primera cita de su vida.

 

Tras varias revisiones en el espejo, se armó de valor y salió de la habitación. Caminó hacia la puerta de Eunie y tocó suavemente. No se atrevía a abrir; sabía que lo más probable era recibir un almohadazo o, peor aún, que le lanzara algo más contundente en cuanto asomara la cabeza.

 

—¿Ya estás lista, cielo? —preguntó, con cautela.

 

Silencio.

Hasta que, finalmente, la puerta se abrió.

 

El aroma a flores y primavera lo envolvió de inmediato. La fragancia que llevaba Eunie era dulce, ligera, como si toda la habitación se hubiera llenado de un abrazo invisible.

 

Tenía puesto un vestido blanco con estampados de rosas y una diadema del mismo tono adornaba su cabeza. Lucía como una flor recién nacida. Gi-hun se sorprendió al verla así; no era nada habitual en su hija.

 

—¿Te pusiste vestido? —fue lo primero que dijo, casi incrédulo— Tú nunca usas vestido.

 

—Solo quise probar algo nuevo —respondió ella, cerrando la puerta detrás de sí, consciente de la mirada escrutadora de su padre.

 

Gi-hun entrecerró los ojos, como si ya hubiese descubierto un secreto.

 

—Ya sé lo que pasa aquí —canturreó, acusador— ¡Lo sé bien! Tus ojos brillaron cuando mencioné que estaría el hermano de In-ho.

 

Eunie se ruborizó al instante, negando con torpeza.

 

—¡No es cierto! — exclamó, aunque sus mejillas se encendieron aún más, superando incluso el rubor que había intentado disimular con maquillaje.

 

—No puedes engañarme —dijo Gi-hun, dramático, como si hubiera resuelto un misterio— Sé perfectamente que es así.

 

El recuerdo de lo ocurrido en el coche lo hizo sonreír. Apenas él había mencionado que In-ho tenía un hermano, la niña tomó el celular y, con unos pocos movimientos, había logrado encontrar un perfil en redes sociales. Era casi un milagro, considerando la poca —o nula— presencia digital de In-ho. 

 

Y ahí estaba: "Hwang Jun-ho". 

 

Los ojos de su hija habían brillado con una emoción imposible de ocultar al ver aquellas fotos.

 

—¿Qué tanto miras? —preguntó Gi-hun en aquel momento, aprovechando la pausa de un semáforo, al notar la expresión absorta de su hija.

 

—Nada... —musitó ella, escondiendo el teléfono.

 

Pero él lo atrapó al vuelo y lo revisó. Allí estaba: el perfil del hermano de In-ho. Entendió de inmediato la euforia. Era apuesto; no tanto como su In-ho, claro, pero el atractivo era innegable. Y justo ahí lo comprendió: un pequeño amor platónico había brotado en su hija.

 

—¿Nos vamos entonces? —preguntó Eunie, devolviéndolo al presente mientras avanzaban por el pasillo.

 

Gi-hun asintió, aunque no perdió la oportunidad de lanzarle una advertencia en voz baja:

 

—Nada de acosar al hermano de In-ho, señorita.

 

Eunie frunció el ceño, indignada.

 

—¡Ya te dije que no me gusta!

 

Él bajó las escaleras con una sonrisa ladina.

 

—Eso espero. De todas formas, es demasiado mayor para ti.

 

Y así, aquella tarde, casi a punto de ponerse el sol, partieron rumbo a la casa de los Hwang.

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 18: Los hermanos Hwang

Notes:

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Chapter Text

Eran las siete de la noche cuando Gi-hun y su hija llegaron al complejo de edificios en Dobong-gu, lo curioso era que no estaba muy lejos de Ssangmun-dong. Lugar donde había pasado gran parte de su infancia, juventud y también su vida adulta.

 

Le parecía sorprendente que In-ho hubiera estado tan cerca todo ese tiempo y que jamás se hubieran cruzado, ni siquiera una sola vez. No sabía si aquello era una broma del destino, o simplemente la casualidad inevitable de un encuentro que tarde o temprano tenía que suceder.

 

Tuvieron que dejar el coche unas cuadras antes, obligados por lo angosto de las calles. El lugar se alzaba en Banghak-dong , una zona tranquila del distrito, rodeada de pequeñas tiendas de abarrotes, lavanderías y restaurantes familiares de fideos. No era un barrio ruidoso ni llamativo; al contrario, sus calles parecían guardar una vida sencilla, casi invisible para quien no perteneciera a ellas.

 

Gi-hun no pudo evitar que los recuerdos lo alcanzaran mientras caminaba. Evocaba aquellos años en que su nombre pasaba inadvertido, salvo por la mala fama que arrastraba de meterse en peleas callejeras por cualquier cosa.

 

Eunie avanzaba un par de pasos delante de él, observando todo con curiosidad. Se detenía a mirar los puestos, los letreros descoloridos y cada detalle de esa vida que nunca le tocó vivir, pero que de algún modo sentía enraizada en su propia historia.

 

Tras una breve caminata llegaron a un edificio antiguo. Las luces frías del pasillo y el suelo desgastado le conferían un aire aún más humilde. En el mostrador, un hombre de edad avanzada veía televisión en una pequeña caja donde apenas se distinguían manchas de color.

 

—Buenas noches, señor —saludó Gi-hun, tímido— Busco el departamento del señor Hwang.

 

El hombre lo miró con desgano.

 

—¿El señor Hwang?

 

—Sí… ya sabe. De la familia Hwang — Dijo Gi-hun tratando de recordar más detalles.

 

—¿Vive solo el señor Hwang o hay alguien más con él? —preguntó, hojeando sus páginas.

 

—Creo que solo son dos personas —respondió Gi-hun, con cierta timidez.

 

El hombre hizo un gesto y presionó un botón, que hizo sonar un pequeño timbre en el interior del edificio.

 

—Suba por el ascensor, quinto piso, departamento 502. Yo avisaré que ha llegado.

 

Gi-hun asintió, agradecido. Se volteó hacia el hombre que los acompañaba, el guardaespaldas que no hablaba. Le dio la indicación de que podía ir a darse un descanso, y que lo llamaría cuando lo necesitaba. Él asintió con una reverencia pragmática y desapareció.

 

Avanzó hacia el ascensor. Justo cuando las puertas metálicas se cerraban, un sonido familiar lo hizo detenerse. La puerta se abrió de nuevo y allí estaba In-ho , impecable, con su chaqueta ajustada y una ligera sonrisa.

 

—Lo siento por tardar —dijo In-ho mientras caminaba hacia él— Recibí tu mensaje cuando llegaste, pero mi madre no dejaba de hacerme preguntas.

 

Gi-hun se sintió aliviado y un poco nervioso a la vez. Su corazón dio un pequeño vuelco al ver que In-ho estaba allí, como si todo el camino de Banghak-dong hasta ese edificio hubiera valido la pena solo por ese momento.

 

—No te preocupes —respondió Gi-hun, tratando de sonar casual— Estoy… listo.

 

—Eso no es cierto —intervino una vocecita traviesa a sus pies— Venías todo el camino con los nervios de punta, preguntándome a cada rato si te veías bien.

 

Gi-hun se pasó una mano por el cabello, apenado y delatado.

 

—No le hagas caso… no es cierto.

 

In-ho se inclinó hacia la pequeña y le acarició la cabeza con suavidad, sonriendo cálidamente.

 

—Eres muy malvada para tener esos lindos ojos —dijo.

 

Eunie solo soltó una risita contenida, mientras Gi-hun hizo un pequeño puchero. Siempre parecía que él se llevaba la peor parte.

 

Subieron juntos en el ascensor. Gi-hun echó un vistazo a sus acompañantes; ambos, Eunie e In-ho, parecían relajados, como si esto fuera rutina. Él, en cambio, no podía dejar de notar sus manos sudorosas y de preguntarse qué clase de velada incómoda le esperaba.

 

Cuando el ascensor se detuvo, caminaron por un pasillo iluminado con luces tenues, algunas fundidas. Al final, la puerta del departamento de la familia se alzaba frente a ellos. In-ho tocó suavemente; probablemente no conservaba llaves al ya no vivir allí.

 

Cuando la puerta se abrió, Gi-hun sintió que su corazón se detenía un instante. Una cálida luz interior se derramó hacia el pasillo, revelando a una señora de edad avanzada, con cabello gris y mirada dulce, que los recibía con una sonrisa acogedora.

 

—Ya llegamos —respondió In-ho mientras entraba, dejaba su abrigo en uno de los percheros y guiaba a Gi-hun y a Eunie hacia la entrada — Recuerden quitarse los zapatos, por favor.

 

Gi-hun dudó un momento, como si la casa fuera demasiado íntima, pero Eunie lo empujó suavemente, obligándolo a reaccionar. Se agachó para descalzarse y colocó los zapatos con cuidado junto a la puerta.

 

—Buenas noches… —dijo finalmente, levantando la vista.

 

La señora lo observó, y su sonrisa se amplió aún más.

 

—Pero qué hombre tan apuesto trajiste, In-ho —dijo la señora— Pasa, pasa, hijo.

 

Gi-hun pasó con timidez, Eunie detrás de él, también quitándose los zapatos.

 

—Y mira a esta bella jovencita —continuó la señora al ver a Eunie— ¡Pero si son idénticos!

 

La señora examinaba con orgullo a Eunie y Gi-hun. Eunie sonrió con calidez, y Gi-hun sintió cómo poco a poco bajaba la guardia; parecía que no tenía nada que temer. In-ho cerró la puerta detrás de ellos.

 

—Saluda —murmuró Gi-hun a su hija mientras le acariciaba suavemente el hombro— Ella es mi hija, Ha-eun.

 

Eunie hizo una pequeña reverencia, tal como su padre le había enseñado desde niña. La mujer unió las palmas con una sonrisa que no se desdibujó en ningún momento.

 

—Eres un encanto —respondió con calidez— Te preparé bibimbap, mi hijo me dijo que es tu platillo favorito.

 

Los ojos de Eunie brillaron y sonrió con entusiasmo.

 

—Sí, es mi favorito.

 

Gi-hun desvió la mirada hacia In-ho al escuchar ese detalle. La expresión en su rostro se suavizó en una mirada dulce, mientras que In-ho solo sonrió, un tanto apenado por la atención.

 

La mujer se acercó a la cocina y destapó una olla humeante; un aroma familiar llenó la sala. Movió el contenido con una cuchara de madera antes de volver a cubrirla y apagar la lumbre.

 

—Déjame ayudarte —dijo In-ho, acercándose con naturalidad para tomar un par de platos de la encimera.

 

—Yo también quiero ayudar —sugirió Gi-hun.

 

—No, no, hijo —la señora Mal-soon respondió con un tono dulce—. Tú ponte cómodo, esta es tu casa.

 

Gi-hun dudó un instante, mirando a su alrededor con cierta preocupación. No quería ser una carga.

 

—¿De verdad no necesita ayuda? No es problema para mí…

 

—Gi-hun, de verdad —intervino In-ho, tocándole levemente el hombro, apenas rozando su camisa— Yo me encargo, ustedes solo… acomódense.

 

No había reproche en su voz, solo calidez. Jamás imaginó que alguien pudiera hablarle de esa manera.

 

Gi-hun y Eunie se sentaron en la pequeña sala, a solo unos pasos de la cocina. El apartamento era modesto, pero acogedor, como si cada rincón guardara una historia. Gi-hun observó los detalles, las pequeñas decoraciones que hablaban de una madre amorosa, y las fotos colgadas en las paredes.

 

—Mira, appa —le susurró Eunie, señalando con timidez una fotografía.

 

Casi oculta en un estante junto al televisor, había una imagen de un niño moreno sosteniendo un cachorro. Bastó ver la forma de los ojos y la nariz para reconocerlo: era In-ho. Una sonrisa involuntaria se dibujó en su rostro.

 

—Se ve muy tierno —dijo la niña.

 

Entonces sus miradas comenzaron a recorrer las demás fotos, descubriendo decenas de recuerdos: graduaciones, cumpleaños, celebraciones familiares, momentos diplomáticos y escenas cotidianas. Gi-hun volvió la vista hacia In-ho, que en ese instante se inclinaba sobre la mesa, cuidando con esmero cada detalle al acomodar los platos.

 

Lo veía distinto. Más doméstico, más cálido, más cercano.

Y eso, sin darse cuenta, le gustaba.

Sentía su corazón agitarse de nuevo, después de tanto tiempo sin sentir.

 

Cuando todos los platos estuvieron sobre la mesa, la señora Mal-soon los llamó a comer. Gi-hun y su hija se levantaron despacio, envueltos por el aroma cálido de la comida casera que llenaba el pequeño apartamento.

 

Por un instante, a Gi-hun se le vino a la mente su propia madre. Hacía mucho que no la visitaba. Debería hacerlo pronto, se dijo, aunque últimamente parecía más ocupada que él: entre reuniones con sus amigas y los juegos que organizaban, su madre disfrutaba de una vida social sorprendentemente activa para su edad.

 

En la mesa, los platos estaban perfectamente acomodados, y en el centro hervía una olla humeante que invitaba a sentarse de inmediato. Había solo cuatro sillas, así que In-ho entró a una habitación del fondo y regresó con otra, algo vieja, pero firme, que colocó en el último espacio libre.

 

—Tu hermano no tarda en llegar — comentó la señora Mal-soon mientras revisaba por última vez los cubiertos.

 

Justo entonces, el sonido metálico de unas llaves girando en la cerradura interrumpió el momento. La puerta se abrió y una figura apareció en el umbral. Era un hombre alto, de porte firme, con el cabello corto y bien peinado. El parecido con In-ho era innegable: los rasgos de la familia se revelaban sin esfuerzo en su rostro.

 

Gi-hun lo reconoció sin necesidad de presentación: acababa de conocer al último miembro de aquella familia. Hwang Jun-ho.

 

—Hijo, llegaste — exclamó la señora Mal-soon con alivio, acercándose a recibirlo.

 

Jun-ho se inclinó ligeramente en saludo y, con calma, se quitó los zapatos. Sus pasos se dirigieron primero hacia In-ho.

 

—Hyung… — murmuró con una sonrisa que mezclaba respeto y afecto contenido.

 

—Hola, hermano — respondió In-ho, con un leve asentimiento.

 

Después, los ojos de Jun-ho recorrieron la estancia. Su mirada se posó en Gi-hun y luego en la niña que se apretaba contra él. Eunie, instintivamente, se escondió detrás de su padre, sintiendo en la presencia del hermano menor una autoridad silenciosa, casi intimidante.

 

Jun-ho se acercó a Gi-hun con pasos medidos y le hizo una reverencia profunda. Gi-hun apenas inclinó la cabeza, acompañado de una sonrisa.

 

—Un gusto, Seong Gi-hun-ssi —dijo Jun-ho con cortesía impecable, casi distante.

 

Realmente era un modelo de hermano menor.

 

—Llámame Gi-hun, por favor —el mayor se llevó una mano a la nuca, apenado—. Eso suena demasiado formal.

 

Jun-ho desvió la mirada hacia la niña, que estaba medio escondida tras los hombros de su padre, y se agachó a su altura.

 

—Y tú debes de ser Eunie.

 

La niña salió tímidamente de su escondite y, con las manitas pegadas a los costados, hizo una pequeña reverencia ensayada. Jun-ho sonrió con suavidad, lo que provocó que Eunie se sonrojara. Gi-hun lo observó todo de reojo, conteniendo la risa que le subía por la garganta.

 

Para cuando todos estuvieron en la mesa, el aroma de los condimentos y las especias les abrió no solo el estómago, sino también el corazón. Cuando Gi-hun se llevó el primer bocado de arroz a la boca, una ola de nostalgia lo invadió, como si el reloj retrocediera a años difíciles, pero llenos de sabor. El silencio de la mesa no era incómodo: todos comían en paz, disfrutando del sazón de la señora Mal-soon. Incluso In-ho parecía redescubrir el calor de la comida casera, ese abrazo que no se encuentra en ningún otro lugar.

 

Con los platos a medio terminar, fue In-ho quien rompió la quietud, buscando suavizar la convivencia.

 

—¿Cómo te fue hoy, Jun-ho? —preguntó mientras llevaba un trozo de carne a la boca.

 

—Todo bien —respondió Jun-ho sin apartar los ojos de su arroz— Las cosas están tranquilas últimamente en Ssangmun-dong.

 

El nombre resonó en Gi-hun, que no pudo ocultar su interés.

 

—¿Ssangmun-dong? ¿Trabajas ahí? —preguntó, inclinándose un poco hacia él.

 

—Así es —contestó Jun-ho antes de beber un sorbo de agua— Estoy en la estación de policía.

 

—Yo crecí ahí —Gi-hun esbozó una sonrisa, de esas que usa con los desconocidos para ganárselos—. Qué raro que nunca te haya visto.

 

—Me transfirieron hace apenas unos años. Antes estaba en otro distrito…

 

Y así, aquella pregunta sencilla abrió la puerta a una conversación más cercana. Pasaron de los temas triviales del trabajo a recuerdos personales de la infancia. Gi-hun compartió historias que ni siquiera su hija había escuchado, y Eunie lo miraba con los ojos muy abiertos, sorprendida de descubrir facetas nuevas en alguien a quien creía conocer por completo.

 

In-ho por supuesto, no podía estar más encantado de que las cosas marcharan bien, miraba a Gi-hun con una sonrisa que inconscientemente había dibujado al escuchar cada palabra salir de la voz de su hombre especial. Esto lo notó Jun-ho, quien parecía llenarse de una dicha nueva al ver sonreír a su hermano como hace mucho tiempo no lo veía hacer.

 

Su hija, quien en otras circunstancias hablaría hasta por los codos, permanecía callada, escuchando con atención. Quizá la presencia de Jun-ho la hacía sentir demasiado apenada como para mostrarse tan libre como de costumbre. Se limitaba a observarlo de reojo cada vez que él se distraía, como si quisiera grabar cada uno de sus gestos sin ser descubierta.

 

Poco a poco, la charla se transformó en una especie de interrogatorio hacia Gi-hun. No uno hostil, sino más bien lleno de interés. Él terminó contando cosas que rara vez compartía, incluso detalles de sus inicios en la actuación, que ni su propia hija conocía.

 

—Fue por accidente —comenzó, mientras jugaba con los palillos— Iba por la calle cuando un hombre se me acercó y me ofreció trabajar como modelo. Lo intenté… y de ahí empezaron a llegar papeles para actuar.

 

La señora Mal-soon parecía fascinada. Sus ojos brillaban mientras lo miraba como si fuese uno de sus propios hijos, y era evidente que aquella confesión era justo lo que ella esperaba escuchar.

 

—Te he visto en muchas películas —dijo con una sonrisa tierna— pero mi favorita es esa donde actúas como un mafioso. De verdad dabas miedo… nada que ver con lo encantador que luces ahora.

 

Gi-hun bajó la mirada, ligeramente sonrojado. Aún le costaba aceptar los halagos sobre su talento, como si no terminara de creer el verdadero impacto que tenía en la gente.

 

La conversación giró entonces en torno a él. Fue tratado como una celebridad en la mesa, y hasta Jun-ho, normalmente reservado, no pudo evitar interesarse. Le preguntó con curiosidad sobre el mundo de la actuación, su rutina diaria y las dificultades que enfrentaba en un trabajo tan impredecible.

 

Los platos se habían terminado, pero no así el tema de conversación. La sobremesa se extendió con anécdotas y recuerdos, hasta que, sin darse cuenta, la señora Mal-soon llevó el tema hacia los logros personales.

 

—Jun-ho siempre fue un muchacho brillante —comentó con una sonrisa orgullosa— En la universidad sacaba las mejores calificaciones, incluso sus profesores lo mencionaban como ejemplo para los demás.

 

El aludido sonrió tímidamente, encogiéndose de hombros con gesto humilde, como si quisiera restarle importancia a lo dicho. Esa expresión suya decía más que cualquier palabra: “No es para tanto”

 

Entonces, como si el recuerdo la guiara de manera natural, la señora Mal-soon giró la conversación hacia su hijo mayor.

 

—Pero todo se debió al ejemplo de In-ho —añadió, mirándolo con afecto— Él fue el mejor de todos en la academia de policía. Incluso ganó varios reconocimientos después.

 

A diferencia de Jun-ho, In-ho no levantó la mirada. Bajó la cabeza en silencio, como si aquellas palabras no le pertenecieran, como si fueran logros de otra persona, de otra vida. El aire a su alrededor se volvió más pesado.

 

Gi-hun lo notó de inmediato. Bajo la mesa, movió sutilmente su pie hasta rozar el de In-ho, que estaba sentado en la cabecera, justo a su lado. No buscaba llamar la atención ni forzarlo a reaccionar. Simplemente mantuvo el contacto, firme pero silencioso, como un recordatorio de que no estaba solo.

 

La señora Mal-soon, sin percatarse del desánimo en el rostro de su hijo mayor, continuó hablando con nostalgia de los años difíciles que atravesó la familia, de cómo In-ho tomó sobre sus hombros responsabilidades que no le correspondían.

 

Jun-ho fue quien lo notó después. Vio la expresión oscura de su hermano, esa mezcla de incomodidad y melancolía. Sabía que su madre no hablaba con intención de herirlo, pero aún así lo había dejado expuesto. Así que, en un intento de rescatarlo, cortó la conversación abruptamente.

 

—Ya se está haciendo un poco tarde —dijo levantándose con una sonrisa rápida, recogiendo los primeros platos de la mesa.

 

El movimiento fue suficiente para que la señora Mal-soon se diera cuenta de lo mucho que se habían extendido en la sobremesa. Se levantó enseguida, disculpándose con un suspiro ligero.

 

—Ay, se me fue el tiempo sin darme cuenta.

 

In-ho también se puso de pie, dispuesto a ayudar con los trastes. Gi-hun se ofreció, pero él, con esa hospitalidad inflexible que lo caracterizaba, rechazó amablemente la ayuda.

 

—No, no. Tú eres invitado.

 

Y lo dijo sin mirarlo, aunque todavía podía sentir el roce del pie de Gi-hun bajo la mesa, una caricia mínima que se había quedado impresa en su piel como si aún siguiera allí.

 

Después de que la familia Hwang terminara las labores domésticas posteriores a la cena, Eunie y Gi-hun esperaron pacientemente en la sala. El ambiente se sentía más ligero, lleno de esa calidez hogareña que tanto contrastaba con la vida solitaria de Gi-hun.

 

Mientras Jun-ho secaba un plato, observó de reojo a su hermano y a Gi-hun en el vestíbulo. Pensó que, aunque In-ho era demasiado reservado para admitirlo, agradecería tener un momento a solas con él. Así que, con una idea repentina, dejó el plato en la encimera, se limpió las manos y salió hacia la sala.

 

—De hecho, no es tan tarde aún —dijo con naturalidad— Antes de que se vayan, me gustaría llevarlos al parque que está detrás del edificio. Es pequeño y está algo oculto, así que no debería haber gente, por si te preocupa que te reconozcan.

 

Se volvió hacia Eunie con una sonrisa amistosa.

 

—¿Te gusta el fútbol? Puedo enseñarte a jugar un poco.

 

Los ojos de la niña brillaron con timidez y emoción. Miró a su padre como pidiéndole permiso, ese gesto dulce que siempre lograba doblegarlo.

 

—Está bien… sí, suena bien —concedió Gi-hun, suspirando en rendición.

 

Jun-ho sonrió satisfecho y desapareció en una habitación. Segundos después regresó con un balón en la mano. Justo entonces, In-ho salió de la cocina con un trapo, limpiándose las manos.

 

—¿Los llevo al coche? —se ofreció.

 

—De hecho —intervino Jun-ho antes de que Gi-hun respondiera— pensaba ir al parque de aquí abajo. Pasar un rato antes de que Gi-hun se vaya. ¿Qué te parece, hyung?

 

In-ho lo miró fijamente. Ese tono de voz lo conocía demasiado bien: el mismo que usaba cuando le metía en líos o le hacía un favor no pedido. Jun-ho le devolvió una sonrisa cómplice, esperando.

 

—Me parece bien —aceptó finalmente.

 

La señora Mal-soon fue la última en salir de la cocina, secándose las manos en su delantal. Gi-hun se levantó enseguida para agradecerle.

 

—Muchas gracias por la cena —dijo inclinándose con respeto— Se lo agradezco mucho.

 

—Gracias a ti, hijo —respondió ella, acercándose para apretarle las mejillas con ternura maternal— Por devolverle la sonrisa a mi In-ho. No pensé que su novio sería tan encantador.

 

Eunie dejó escapar una risita tímida, Jun-ho le dio un codazo a su hermano —que parecía querer hundirse bajo tierra— y Gi-hun sonrió por pura cortesía, aunque las palabras lo dejaron con un calor inesperado en el pecho.

 

La señora se inclinó hacia Eunie y repitió el gesto, dejándole las mejillas rosadas.

 

—¿Te gustó la cena, querida?

 

—Sí, mucho… —respondió cuando la soltó.

 

Luego de una cadena interminable de reverencias de despedida, se dispusieron a salir. Jun-ho ofreció a su madre acompañarlos, pero ella negó con la cabeza.

 

—No, no, hijo. Vayan ustedes. Además, ya va a empezar mi telenovela y sabes que no me la pierdo.

 

Entre sonrisas y agradecimientos finales, Gi-hun perdió la cuenta de cuántas veces se inclinó. Finalmente, todos salieron al aire fresco de la noche, en silencio y con pasos sigilosos, como si aquel pequeño escape familiar fuera un secreto compartido.

 

Jun-ho y Eunie corrían por la pequeña cancha del parque, jugando a los penales. La niña pateaba con todas sus fuerzas, y Jun-ho, con la paciencia de un maestro improvisado, apenas ponía resistencia.

 

—Tienes que darle con el empeine, así no se desvía —le explicó, colocándose en posición frente a una portería improvisada— ¡Vamos, con fuerza!

 

Eunie retrocedió unos pasos, se concentró con seriedad infantil y luego corrió hacia el balón. Pateó con toda la energía que tenía, y aunque Jun-ho se lanzó a atajar, la pelota entró sin dificultad. La niña alzó los brazos, celebrando su gol con un grito de victoria.

 

Desde una banca cercana, Gi-hun e In-ho observaban en silencio. La escena tenía algo de enternecedor, casi surrealista. In-ho se descubrió conmovido: toda su vida había sido él el hermano mayor, cargando con responsabilidades, sin oportunidad de jugar ese papel de “niño mayor” para nadie. Y ahora veía a Jun-ho, radiante, disfrutando de ese rol con una naturalidad que le recordaba tanto a sí mismo en otros tiempos.

 

—Creo que se llevan bien —comentó Gi-hun, rompiendo el silencio.

 

—Jun-ho siempre quiso un hermano menor —respondió In-ho, con una sonrisa ladeada—. Ya sabes… alguien con quien jugar, en vez de tener que aguantar a un hermano que ya estaba en la universidad mientras él apenas empezaba la primaria.

 

Gi-hun soltó una risa breve, que pronto se apagó en un silencio espeso, cargado de cosas no dichas. El deseo de conocer más, de entender mejor al hombre a su lado, fue creciendo en Gi-hun hasta convertirse en una inquietud difícil de callar.

 

—¿Puedo preguntarte algo? —se animó al fin— ¿Por qué te incomodaste cuando tu madrastra habló de tu pasado?

 

In-ho lo miró con una expresión dolida, y Gi-hun supo de inmediato que no había formulado la pregunta de la mejor manera.

 

—No lo digo para interrogarte —se apresuró a aclarar, moviendo las manos—. Solo quiero saber un poco más de ti, eso es todo.

 

In-ho recostó la cabeza en el respaldo de la banca, tomó aire profundo y lo soltó lentamente.

 

—Es que me avergüenza hablar de eso. De mi pasado.

 

—¿Por qué habrías de avergonzarte? —replicó Gi-hun, con suavidad— Todos tenemos uno. Yo también solía correr descalzo por calles como esta cuando era niño.

 

Bajó la mirada, atrapado por un destello de nostalgia amarga.

 

—No es eso lo que me avergüenza…

 

In-ho cerró los ojos. Le pesaba abrir su corazón, incluso con quien había compartido cama, a quien le había entregado su cuerpo y alma.

 

—Hace diez años… yo también era detective, igual que mi hermano —empezó.

 

—Sí, eso lo sabía —intervino Gi-hun, casi en un susurro.

 

—Pero entonces Jun-ho cayó enfermo. Cirrosis hepática aguda. Necesitaba un trasplante de hígado.

 

El pecho de Gi-hun se apretó mientras escuchaba.

 

—No tenía el dinero para costearlo, y como hermano mayor… era mi responsabilidad salvarlo. Así que acepté sobornos. Lo hice por él, pero me costó el empleo. Fui destituido y no volví jamás a la policía. Por eso siento que esos logros que mencionan no son míos, sino de alguien que ya no existe.

 

Se giró hacia un lado, incapaz de sostener la mirada. Nunca había confesado aquello a nadie fuera de su familia. Gi-hun bajó la cabeza, no con lástima ni reproche, sino con una compasión profunda.

 

Él también sabía lo que era perder. Sabía lo que era ver la vida arrancar lo más preciado: su hijo, Tae-hyun. Y aunque en su caso no fue por dinero, sino por el cruel destino, entendía que, de haber dependido de eso, habría hecho cualquier cosa para salvarlo.

 

—No creo que haya nada de qué avergonzarse —dijo Gi-hun con firmeza—. Fuiste valiente, cargaste esa responsabilidad solo.

 

In-ho lo miró incrédulo.

 

—Yo hubiera hecho lo mismo —continuó Gi-hun— Solo hiciste lo que cualquiera haría por su familia.

 

Un calor inesperado nació en el pecho de In-ho. ¿Así se sentía ser comprendido? Pero la ternura se mezclaba con el peso de una verdad más oscura que no podía confesar, detalles que nunca podría compartir.

 

Lo tomó del brazo, mirándolo con seriedad. Al fondo, las risas de Jun-ho y Eunie llenaban el aire, ajenos a todo.

 

—No lo entiendes —murmuró— Hice mal…

 

Gi-hun lo interrumpió suavemente, llevando un dedo a sus labios.

 

—No digas nada más. No te culpes. No te culpo —Sonrió con una tristeza cálida—. Hiciste lo que pudiste. Tu hermano está aquí, vivo, eso es todo lo que debería de importar.

 

In-ho observó a Gi-hun, cada detalle de su rostro. Su piel diáfana reflectaba la luz de la luna dándole una presencia divina. La presencia de un ángel, de su ángel.

 

Había venido a la tierra a rescatarlo de una vida entera de soledad, que no sabía si le pertenecía o había sido destinada a alguien más. Era un castigo injusto, porque había sido orillado por las circunstancias de la vida a actuar desde la desesperación, entumeciendo su humanidad por mucho tiempo.

 

Podían juzgar al monstruo, al hombre que solía ocultarse tras una máscara, al que enterraba el cuchillo en la piel de otro como si fuera de juguete.

 

Pero no podían castigar al hombre, al humano, al que amaba con fe y devoción, siendo arrastrado por una ola de incontables deseos y esperanzas que había puesto en una sola persona. La persona que estaba enfrente de él. Torciendo los labios con una sonrisa que no daba cabida al odio ni a la más mínima expresión de maldad, que lo miraba con simpleza, reconociendo su existencia como algo preciado.

 

—Eres demasiado bueno —susurró In-ho, saliendo por fin de su trance.

 

Gi-hun bajó la mirada, apenado.

 

—Eso no es cierto…

 

Miró el celular y se sobresaltó al ver la hora.

 

—¡Ya es demasiado tarde! —exclamó, levantándose de un salto.

 

Se giró hacia Eunie, que corría detrás de la pelota con Jun-ho bloqueándole el paso:

 

¡Es hora de irnos, princesa!

 

Eunie frenó en seco, con una mueca de decepción. Pero Jun-ho le susurró algo al oído que la hizo sonreír de nuevo, mientras recogía la pelota.

 

In-ho se levantó de un salto, sonriendo de medio lado, como si supiera que aquel momento especial había llegado a su fin.

 

—¿Quieres que te lleve al coche? —preguntó, con voz suave.

 

—No, está bien —respondió Gi-hun, tratando de parecer indiferente— Le diré al nuevo que nos recoja. Debe estar cerca.

 

Tecleó rápido un mensaje y guardó el celular, pero no podía evitar mirarlo a los ojos.

 

—Bueno… es hora de irnos —dijo, girándose hacia todos los presentes, aunque en realidad estaba hablando para él solo.

 

In-ho lo miró, y un brillo juguetón cruzó sus ojos. Jun-ho tosió discretamente, captando la tensión entre los dos.

 

—Vamos a adelantarnos —dijo a Eunie, tocándole suavemente el hombro.

 

—Ah… sí —dijo Eunie, con una sonrisa traviesa— Los adultos necesitan su momento para besarse, ya lo sé.

 

Gi-hun le lanzó una mirada de reproche, pero era imposible no sonreír ante la inocente picardía de su hija. Eunie rió por lo bajo y se alejó con Jun-ho hacia un rincón lejano, dejando a Gi-hun e In-ho solos bajo la luz de la luna, con la complicidad flotando en el aire.

 

Después de quedarse solos, Gi-hun sintió cómo su corazón galopaba con fuerza dentro del pecho, como si quisiera escapar. In-ho se acercó lentamente y lo abrazó por la cintura; aunque era ligeramente más bajo, su presencia lo llenaba por completo. Gi-hun enredó los brazos alrededor de su espalda, apoyando la cabeza en el calor de su cuello. Aún no podía percibir ningún olor, pero por el momento, eso bastaba; algún día tendría la valentía de preguntarlo.

 

Cuando se separaron, no lo hicieron por completo. Sus miradas se desplazaron hacia los alrededores y vieron, a lo lejos, a Eunie y Jun-ho observándolos fijamente. Era imposible no haberlos visto; ellos rápidamente desviaron la mirada, fingiendo interés en otra cosa.

 

In-ho y Gi-hun rieron suavemente, compartiendo la complicidad de haber sido descubiertos, y esperaron hasta estar seguros de que no había más ojos curiosos cerca. Entonces, In-ho tomó el rostro de Gi-hun entre sus manos y lo besó con suavidad. Era un beso cálido, húmedo, lleno de promesas contenidas. Poco a poco, ese beso se transformó en varios más, como si cada roce de labios liberara el deseo acumulado.

 

Antes de separarse, In-ho mordió suavemente el labio inferior de Gi-hun, un gesto apenas perceptible, pero lo suficiente para dejarlo con un vacío que pedía más. Gi-hun cerró los ojos, dejando que el momento lo envolviera, consciente de que cada segundo a su lado era un lujo que quería atesorar.

 

Y así, por esa noche. Sus caminos se separaron. Gi-hun y Eunie fueron recogidos por el escolta sombrío. Cuando apareció, In-ho lo saludo con un movimiento de cabeza, un gesto simple, pero que revelaba complicidad de años.

 

In-ho y Jun-ho caminaron de regreso con un sabor dulce en la boca, In-ho saboreando los labios de Gi-hun, aún presentes en su boca, y Jun-ho siendo abatido por el recuerdo fresco de haber sido un hermano mayor, al menos por un par de horas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Notes:

De verdad que no puedo creer lo extensa que se está volviendo la historia 😅
Un día solo tuve una idea y de ahí surgieron miles más. Cada vez que escribo, pienso que el capítulo durará poco y termina extendiéndose demasiado.
Aún faltan un montón de temas más. Les agradezco mucho a quienes están al pendiente de la historia y a quienes les ha gustado.
Muchas gracias a todos, solo quería decir eso 💕
—Val.

Chapter 19: Mi corazón solo te pertenece a ti

Chapter Text

In-ho se había adaptado sorprendentemente rápido a su nuevo empleo.

 

Era sencillo… tan sencillo que, por momentos, rozaba lo aburrido. Pasaba horas frente a los monitores, con la luz azul atornillándose en su cabeza, viendo desfilar todo tipo de clientes. Personas envueltas en abrigos más grandes que sus propios cuerpos y con tarjetas cuyo límite parecía no existir. Ese era el pan de cada día.

 

Lo más emocionante que podía hacer era dar una ronda por la tienda, vigilar a gente sospechosa y, en casos extremos, revisar bolsos. Aunque todavía no había tenido que llegar a tanto, le parecía irónico pensar que alguien con el dinero suficiente para entrar a una boutique de lujo pudiera tener la intención de robar algo que perfectamente podía pagar.

 

Su compañero era un joven llamado Kang Dae-ho, un muchacho parlanchín y extrovertido que siempre buscaba una excusa para hablarle. Parecía convencido de que había encontrado un amigo en aquel trabajo solitario, incluso si In-ho no hacía nada por demostrarlo.

 

—Mi antiguo compañero era un anciano —comentó un día, con la boca llena de papitas—. Se la pasaba dormido, era aburridísimo. Pero tú eres diferente… me agradas.

 

In-ho, en cambio, no era precisamente sociable. Lo último que deseaba era soportar a alguien que hablara hasta por los codos. Esa cualidad solo la toleraba —y en secreto, la disfrutaba— cuando venía de una sola persona: Gi-hun.

 

Gi-hun… cuánto lo extrañaba.

 

Lo veía de vez en cuando, pero no tanto como cuando era su sombra. Extrañaba caminar a su lado a todas partes, reír con sus chistes, admirar su belleza bajo el sol. Y aunque intentaba convencerse de que había tomado la decisión correcta al apartarse laboralmente de él, su corazón susurraba que no. Orgullo y razón decían lo contrario.

 

Su nuevo horario había comenzado un lunes. Nada pesado en comparación con lo que estaba acostumbrado: trabajo tranquilo, compañeros discretos (salvo Dae-ho, que no se callaba ni bajo amenaza de muerte) y ningún peligro real más allá de que desaparecieran más botellas de agua o dulces de cortesía.

 

Todo parecía sencillo… salvo por un detalle.

Cada vez que su jefe se acercaba, una sensación extraña le recorría el cuerpo. Lo miraba de una forma que recordaba al acecho de un depredador. Y lo inquietante era que In-ho podía sorprenderlo en plena acción: cuando hacía sus rondas, más de una vez atrapó a su jefe observándolo con un brillo extraño en los ojos. Una mirada demasiado fija, demasiado cargada… poco decente. Poco profesional.

 

Y a medida que los días pasaban, esa sensación solo escalaba.

 

Por ejemplo, el día miércoles su jefe decidió encomendarle algo que no figuraba en el contrato ni mucho menos en el manual de un guardia de seguridad: ayudarlo a cargar sus bolsas de compras hasta su oficina.

In-ho obedeció sin rechistar. Una vez allí, el hombre lo invitó a sentarse en uno de los sillones de piel, con la excusa de “conocerlo mejor”.

 

—Necesito familiarizarme con mi personal, ya sabes… protocolo —dijo con un tono demasiado informal.

 

Al principio fueron preguntas triviales: su edad, su experiencia, su procedencia. Pero poco a poco empezaron a escalar hacia un terreno más íntimo.

 

—¿Y… tienes pareja? —soltó de pronto, recostándose hacia atrás como si hubiera estado guiando toda la conversación hasta ese punto.

 

La pregunta lo atravesó. In-ho quiso decirlo. Quiso gritar que ya pertenecía a alguien, que su corazón ardía por otro nombre, que cada fibra de su cuerpo estaba ocupada. Pero sabía que no podía. Admitirlo solo abriría la puerta a rumores, y eso afectaría a Gi-hun, quien todavía no se había divorciado.

Así que, apretando la mandíbula, contestó que no.

 

El brillo que iluminó los ojos de su jefe no fue precisamente de simpatía: era un destello calculador, casi perverso. In-ho lo reconoció de inmediato, había visto esa mirada antes… y nunca traía nada bueno.

 

A la mañana siguiente, su jefe apareció en la sala de monitores, un espacio que rara vez visitaba alguien de su rango. Llegó con una sonrisa y dos cafés en la mano, que dejó frente a ellos con un “detalle” amistoso.

Se despidió tras un par de comentarios banales, pero justo antes de salir, apoyó la mano en el hombro de In-ho como si fueran viejos conocidos. El contacto, breve y cargado de familiaridad, le revolvió el estómago.

 

Dae-ho, quien solía llenar los silencios con su charla constante, se quedó mudo, tan pálido que parecía haber visto un fantasma. Cuando la puerta se cerró tras el jefe, abrió la boca para decir algo, pero se contuvo. El gesto lo delató: también había notado que aquello no era normal.

 

 

Era sábado por la mañana. El aire fresco le recorrió los pulmones apenas bajó del coche, despejando la ligera pesadez de su cuerpo. En el horizonte, unos tímidos rayos anaranjados se asomaban entre los edificios, anunciando el inicio del día. In-ho caminó con paso firme por la acera; incluso a esa hora, las calles bullían con una multitud madrugadora que parecía no detenerse nunca.

 

Al llegar a la tienda, solo un par de empleados —cuyos nombres ni se había molestado en aprender— forcejeaban con la cerradura principal para abrir el local.

 

—Buenos días —saludó In-ho, seco pero correcto.

 

Los dos jóvenes, impecables en su uniforme y con un aspecto de modelo recién salido de revista —piel clara, rasgos delicados, cabello perfectamente ordenado— le devolvieron el saludo al unísono.

 

En ese instante, Dae-ho apareció corriendo desde la esquina, con un pan entre las manos.

 

—¡Bue… buenos días! —exclamó entre jadeos, inclinándose en una apresurada reverencia—. Se me hizo un poco tarde.

 

Con la otra mano llevó un trozo de pan a la boca y, todavía masticando, se colocó al lado de In-ho para esperar la apertura. El guardia lo observó con ligera incredulidad. En menos de una semana, había notado que el chico comía como si su estómago fuera un agujero sin fondo; fácilmente podía devorar lo suficiente como para alimentar a un batallón entero.

 

—¿Quieres un poco? —le ofreció Dae-ho, extendiendo el pan ya mordisqueado.

 

—Estoy bien, gracias —contestó In-ho con cortesía forzada.

 

Las puertas se abrieron con un chasquido metálico y, al entrar, el suelo de mármol devolvió un eco sordo a cada pisada. El olor limpio, casi estéril del interior, lo golpeó de golpe: demasiado parecido a un recuerdo que prefería mantener enterrado. Sacudió la cabeza, como si al hacerlo pudiera alejar el pensamiento antes de que cobrara forma.

 

Mientras los empleados comenzaban a organizar la mercancía y activar el sistema de la tienda, In-ho y Dae-ho se dirigieron a la cabina de seguridad. Al entrar, In-ho encendió el monitor. No confiaba en que su compañero lo hiciera; tenía la sensación de que, si lo dejaba a cargo, Dae-ho acabaría presionando algo indebido y borrando todo un mes de grabaciones.

 

—Gracias por eso —dijo el chico, dejándose caer en la silla—. No soy bueno con las computadoras. Aunque… ya llevo un mes aquí, lo cual es un logro para mí.

 

—Sí, ya me doy cuenta —respondió In-ho con sequedad.

 

Con un par de teclas, las pantallas se iluminaron, mostrando la tienda desde cada ángulo: pasillos, baños, almacén, vestíbulo… hasta los rincones más apartados quedaban expuestos bajo su mirada.

 

Se reclinó en la silla, dejando escapar un suspiro. A su lado, Dae-ho giraba sobre el asiento como un niño con un juguete nuevo, terminando lo que quedaba de su improvisado desayuno. Era incapaz de mantenerse quieto. Lo sorprendente no era que siguiera allí, sino que hubiera conseguido un trabajo así en primer lugar.

 

Un largo día lo esperaba por delante. Su primera semana estaba por terminar, y aún no sabía si ese empleo era, en verdad, conveniente para él.

 

 

Al mediodía, In-ho sintió la necesidad de estirarse. Estar tanto tiempo en aquella silla le tensaba los músculos; no estaba acostumbrado a la quietud. Su cuerpo pedía movimiento, andar de un lado a otro como solía hacerlo. Ese cambio había sido demasiado abrupto.

 

Dae-ho bostezaba sin disimulo, con los brazos cruzados detrás de la cabeza, víctima del aburrimiento. Cuando vio a In-ho levantarse, dio un respingo.

 

—¿A dónde vas? —preguntó con la curiosidad infantil de alguien que no sabe estar solo.

 

—Al baño —respondió con ironía—. ¿O también quieres acompañarme allí?

 

Los ojos de Dae-ho se abrieron de par en par.

 

—No, claro que no…

 

In-ho desapareció entre los pasillos. Sacó el celular tras varias horas y encontró, como siempre, varios mensajes de Gi-hun. Él nunca fallaba. No importaba si el día anterior se habían visto apenas un momento, siempre tenía algo que enviarle. Aquellos mensajes eran, sin duda, la mejor parte de su jornada.

 

Al abrir el último, se encontró con una foto: Gi-hun en el jardín, sonriente, con el sol bañando su piel. Se veía hermoso, radiante, completamente suyo. In-ho aún no terminaba de creerlo.

 

Una sonrisa boba se le escapó mientras caminaba, con la mirada fija en la pantalla. Estaba a punto de girar la esquina hacia el baño cuando una voz, pronunciando su nombre, lo detuvo en seco. Retrocedió un paso y se ocultó tras la pared. Dos empleados conversaban cerca, sin saber que él los escuchaba.

 

—Él es muy famoso, trabajó con el actor Seong Gi-hun —comentó una joven.

 

—Eso ya lo sé… por eso el jefe lo contrató. Es parte del menú de la semana —respondió el chico del turno de la mañana.

 

—No lo creo. Se ve demasiado serio para esas cosas.

 

—Cariño, un aumento a cambio de unas cuantas caricias sin compromiso despierta el interés de cualquiera. Además, dicen que tenía algo con Gi-hun, su jefe anterior. Seguro esconde algo.

 

—Ya veremos… Sería una lástima si se presta a eso. Es muy guapo.

 

—No más que yo, pero tiene lo suyo —rió él, presumiendo.

 

La chica le dio un golpe en la cabeza.

 

—Eres un tonto.

 

Ambos se alejaron por el pasillo hasta desaparecer.

 

In-ho entró al baño en silencio. Se lavó las manos con calma, observando cómo el agua corría. Rumores, solo rumores. Estaba acostumbrado a que inventaran cosas sobre él… pero ese en particular se sintió personal. De todas formas, necesitaba pruebas. No podía dejarse guiar por simples sospechas: debía confirmar que su jefe realmente planeaba algo más con él.

 

In-ho llegó del baño con las manos frías y una curiosidad que no desaparecía.

Se sentó en la silla y revisó el monitor.

 

—¿Ha pasado algo importante?

 

—Nada fuera de lo normal.

 

Un silencio se instaló, y luego Dae-ho suspiró tan fuerte que hizo sobresaltar a In-ho.

 

—¡Oh, sí, sí, mira! —exclamó, casi pegando la frente a la pantalla.

 

In-ho giró la cabeza con calma.

 

—¿Qué cosa?

 

—Esa mujer de allá —señaló con el dedo, tan cerca que casi tocaba el vidrio del monitor—. Lleva como veinte minutos dando vueltas en el mismo pasillo. Mira, primero toca un vestido, luego lo regresa, luego lo vuelve a agarrar. Eso no es normal.

 

In-ho entrecerró los ojos. En la pantalla, una mujer de mediana edad se veía mordiéndose el labio mientras comparaba dos blusas. Cambiaba de percha, regresaba, iba y venía.

 

—Está indecisa —dijo con voz plana.

 

—¿Indecisa? —Dae-ho frunció el ceño—. ¡Eso parece una estrategia para despistar a la seguridad!

 

In-ho lo observó un segundo y luego se recargó contra el respaldo, cruzando los brazos.

 

—Claro. Una peligrosa criminal que no sabe decidirse entre la blusa azul y la rosa. Seguramente está planeando un gran golpe de estado.

 

Dae-ho lo miró, ofendido.

 

—Oye, nunca se sabe. Los criminales también se visten bien.

 

In-ho soltó una risa breve, sacudiendo la cabeza.

 

Dae-ho abrió los ojos, y luego sonrió como un sol radiante. Completamente satisfecho de haberle arrancado una sonrisa a su estoico compañero.

 

Afortunadamente, las horas pasaron más rápido de lo habitual, como si hasta el propio día quisiera terminar cuanto antes. Cuando menos lo pensó, ya eran las siete de la noche y el turno había llegado a su fin.

 

In-ho revisó su teléfono, y al confirmar la hora, se levantó de la silla y le dio un par de golpecitos a Dae-ho, que dormía con la boca abierta sobre la mesa de los monitores. Si hubiera sido otra persona, lo habría despertado con un regaño por su descaro; pero, en realidad, no le molestaba. Así que solo lo sacudió con suavidad.

 

El joven se incorporó sobresaltado, como si el cerebro se le hubiera reiniciado de golpe.

 

—Mamá… ¿qué hora es? — murmuró con los ojos entrecerrados, tratando de enfocar.

 

—No soy tu mamá — replicó In-ho con seriedad contenida —. Ya son las siete, es hora de irnos.

 

Dae-ho parpadeó varias veces, todavía confundido.

 

In-ho salió afuera, alrededor los empleados empezaban a recoger: guardaban cajas, bajaban persianas y metían a los maniquíes al almacén. Ese día, por ser fin de semana, la tienda cerraba más temprano, y el bullicio del cierre contrastaba con el sopor de la sala de monitores.

 

Lo saludaron con un par de sonrisas tensas, casi mecánicas, como si aquellos empleados intentaran descifrar en una sola mirada qué clase de hombre era. Así solía ocurrir siempre: los demás lo veían como un enigma… y, en efecto, lo era.

 

Se acercó a la fila de trabajadores que esperaban en el checador para registrar su salida. In-ho aguardaba pacientemente su turno cuando una voz lo interceptó.

 

—Disculpe, señor —dijo una empleada de cabello negro y flequillo, acercándose con cierta timidez—, el jefe lo llama.

 

In-ho giró la cabeza y lo vio: el joven conversaba animadamente con otro empleado. Vestía una camiseta negra y un saco del mismo color, del que colgaba una cadena plateada que le confería un aire rebelde. Su piel, demasiado blanca bajo las luces cálidas del local, parecía resplandecer de manera artificial. Era bello, sí, pero de esa belleza hueca que más intimida que atrae.

 

Regresó la mirada a la muchacha, que esperaba su reacción mientras seguía en la fila. Con un gesto breve, In-ho se apartó y caminó hacia donde estaba su “jefe”, rodeado por empleados que lo escuchaban embelesados, como si tuvieran frente a ellos a un nuevo mesías.

 

—Ah, aquí estás —dijo el joven entre la multitud— Pueden irse todos a descansar, buen trabajo.

 

La muchedumbre se dispersó poco a poco. In-ho alcanzó a notar las miradas cómplices entre algunos de ellos, como si compartieran un secreto que él apenas estaba por descubrir.

 

—¿Para qué me necesita? —preguntó In-ho con un tono neutro.

 

El joven apoyó con suavidad una mano en su hombro, un gesto que pretendía ser amistoso. In-ho, sin embargo, solo sintió incomodidad, aunque la disimuló en silencio.

 

—Necesito que me ayudes con algo antes de irte. Será rápido, y después podrás volver tranquilamente a tu casa.

 

—¿De qué se trata?

 

El joven asintió con naturalidad, como si la petición fuera lo más lógico del mundo.

 

—Sí. Hay unos documentos en la sala del fondo que necesito ordenar. Son archivos delicados y prefiero que no los toquen los demás. Además, ellos llevan aquí más tiempo… no sería justo recargarles con esto, ¿no crees?

 

El razonamiento parecía tener sentido, pero algo en el tono del hombre le hizo dudar. In-ho pensó en negarse, aunque finalmente optó por asentir.

 

—Está bien.

 

El joven sonrió apenas, un gesto breve que desapareció tan pronto como apareció. Caminó hacia el pasillo y lo condujo a la sala privada. La misma en la que lo habían entrevistado días atrás.

 

Dentro, el aire se sentía más denso, más silencioso que en el resto del lugar. Sobre la mesa había una carpeta gruesa y varios folios desordenados.

 

—Colócalos en orden. —La instrucción fue seca, casi mecánica.

 

In-ho obedeció. Se sentó y comenzó a revisar cada hoja, clasificándolas una a una. Pasaron los minutos en un silencio incómodo, interrumpido únicamente por el roce del papel.

 

En todo ese lapso de tiempo, sentía una mirada penetrándole el cuerpo, esa clase de sentimiento de que alguien está observándote con tanto detenimiento que puedes sentir la sensación incómoda con cada fibra de tu piel. Pero no se atrevía a mirar hacia arriba, y no sabía por qué, solo seguía ordenando, tratando de concentrarse. Hasta que el silencio se rompió.

 

—Eres muy eficiente — dijo una voz arriba de él — Creo que eres mi favorito.

 

In-ho levantó apenas la mirada, sin darle importancia. Pero cuando la siguiente frase llegó, cargada de un descaro imposible de confundir, algo hizo click en su cabeza. Se detuvo en seco unos segundos, luego fingió que nada había pasado y continuó ordenando con rapidez, deseando salir de ahí cuanto antes.

 

En otro punto de la ciudad, Gi-hun viajaba en su coche. El nuevo guardaespaldas conducía, con esa seriedad que lo hacía parecer una estatua viviente, mientras él hablaba por teléfono con Eunie.

 

—¿Cómo te fue en casa de la abuela, princesa? —preguntó con tono cálido.

 

—Bien… aunque un poco aburrido —respondió ella con sinceridad—. Ya sabes que para ella un día interesante es jugar toda la tarde Go con sus amigas.

 

Gi-hun soltó una pequeña risa. Así era la mamá de Sang-woo: tranquila, centrada, con esa elegancia serena que su hijo había heredado.

 

—¿Y… viste a tu papá hoy?

 

Esa mañana, la mujer le había llamado para pedirle llevarse a Eunie. Alegó que hacía mucho que no veía a su nieta, y Gi-hun no vio nada raro: era una abuela amorosa. Pero en el fondo sabía que había otra intención. Desde que Sang-woo se marchó, la relación con su hija estaba rota, y probablemente la madre intentaba, en silencio, tender un puente entre los dos.

 

Eunie suspiró con pesadez.

 

—Sí… está aquí, en casa de la abuela. También vino al paseo. Y ahora mismo me mira como Bibi cuando estoy comiendo.

 

Gi-hun sonrió con ternura.

 

—¿Hablaste con él?

 

—No, y no quiero hacerlo. Aún estoy enojada con él.

 

Gi-hun bajó la mirada, como si pudiera cargar en sí mismo el resentimiento de su pequeña. En el fondo, él tampoco había perdonado del todo a Sang-woo. Una parte de su corazón siempre lo amaría: fue su primer amor, el hombre que le abrió un mundo de posibilidades. Y, al mismo tiempo, se sentía agradecido: sin aquella traición, jamás habría encontrado de nuevo la chispa del amor en In-ho, esa punzada dulce que florecía en él como primavera después del invierno.

 

—No te pido que lo perdones, cariño. Solo… escucha lo que tenga que decir. Sé compasiva.

 

Un silencio.

 

—Lo pensaré.

 

Gi-hun sonrió suavemente.

 

—Esa es mi chica.

 

El coche cruzó el último semáforo; estaban cerca del destino.

 

—Debo irme, princesa. Dale un beso a la abuela de mi parte.

 

—Está bien, appa.

 

—Cuídate mucho. Recuerda comer bien y no te duermas tan tarde y…

 

—¡Sí, ya entendí! —interrumpió entre risas—. Me portaré bien. Chao.

 

La llamada se cortó. Gi-hun se quedó mirando la pantalla unos segundos, sonriendo con resignación. “Esta niña es tan difícil…” pensó.

 

El coche se detuvo en Gangnam, a unos metros de la tienda. Había planeado caerle de sorpresa a In-ho en su primer fin de semana de trabajo. Quería celebrarlo con él, quizá llevarlo a un lugar privado o, si se dejaba llevar, terminar en su departamento.

 

—No es necesario que me esperes —le dijo al guardaespaldas, sin apartar la vista de la tienda iluminada—. Ve a dejar el coche y tómate la noche libre.

 

—¿Está seguro, señor? Podría ser peligroso.

 

—Todo estará bien. Anda, ve. Es una orden.

 

El hombre asintió con rigidez.

 

—Está bien, señor. Gracias.

 

Gi-hun bajó del auto. La noche era fresca, los autos pasaban decorando la avenida con luces y ruido. Caminó hasta la tienda: un local que exudaba lujo. Pero al acercarse, notó el letrero: cerrado . Las luces estaban apagadas ya.

 

“¿Ya se habrá ido?” pensó, sintiendo una ligera punzada de decepción. Estaba a punto de regresar cuando la puerta se abrió.

 

Un joven de cabello largo en coleta y uniforme negro salió al exterior. Al ver a Gi-hun, sus ojos se abrieron como platos y su expresión se transformó en puro éxtasis.

 

¡¡Eres tú!! ¡No puedo creerlo, eres increíble, tan…!

 

Gi-hun levantó las manos, intentando calmarlo.

 

—Tranquilo, tranquilo. —Sonrió cuando el chico lo abrazó, y correspondió el gesto con amabilidad.

 

—Es una lástima, si venías a comprar algo… ya cerramos.

 

—No, en realidad vine a ver a un amigo. Aunque parece que ya no está.

 

—¿Hablas de In-ho? —lo interrumpió el muchacho— Sigue ahí adentro, creo que está arreglando unos asuntos con el jefe.

 

El corazón de Gi-hun dio un vuelco.

 

—¿Podrías hacerme un favor? Déjame pasar a buscarlo. Será rápido… y tú no viste nada. ¿De acuerdo?

 

Los ojos de Dae-ho brillaron, como los de un niño al recibir un regalo inesperado.

 

—¡Claro! Pero… a cambio de una foto.

 

Gi-hun rió suavemente.

 

—Por supuesto.

 

Después de la foto, atravesó la puerta. La tienda estaba vacía, en silencio.

 

Y el aire, de pronto, se sentía extraño.

 

Gi-hun caminó entre la penumbra de la tienda con pasos cautelosos, cada músculo en tensión. Algo se avecinaba. Lo sentía en la piel, en ese instinto primitivo que lo ataba de manera casi mística a su alfa. Sabía que In-ho estaba allí, en algún rincón de la oscuridad.

 

Unas sombras al final del pasillo lo hicieron detenerse. Se acercó en silencio, y cuando alcanzó la entrada de la sala lo vio.

 

In-ho estaba acomodando papeles sobre una mesa baja, mientras frente a él permanecía un hombre joven, de piel clara y mirada demasiado intensa. Gi-hun lo reconoció de inmediato como el jefe del que Dae-ho le había hablado. Y, sin embargo, algo en el ambiente no cuadraba. La tensión era palpable, como electricidad a punto de desatarse. Gi-hun se ocultó tras el muro, expectante, con la sensación de estar presenciando el preludio de una bomba.

 

—Está todo listo —dijo In-ho, colocando los últimos documentos a un lado—. ¿Ahora puedo irme?

 

El joven soltó una risa descarada.

 

—¿Por qué tanta prisa? ¿Tienes a alguien esperándote en casa?

 

In-ho se tensó. Gi-hun contuvo la respiración, con el corazón desbocado. La escena le golpeó como un déjà vu . No… no podía estar reviviendo lo mismo otra vez. Sintió miedo, rabia, y también un morbo terrible: ¿terminaría igual que antes?

 

—Ya le expliqué sobre eso, señor —respondió In-ho, procurando mantener la calma.

 

—Ya lo sé, tonto —suspiró el joven, ladeando la cabeza—. Solo que me cuesta creer que alguien tan atractivo pueda no tener pareja.

 

“Si la tiene… y está justo aquí. Díselo, In-ho… díselo” , pensó Gi-hun, con la mandíbula apretada.

 

Pero In-ho bajó la mirada. No dijo nada. Solo tragó saliva.

 

—Tengo que irme. —Se incorporó, dispuesto a retirarse.

 

Entonces, una presencia le bloqueó el paso.

 

—No te vayas aún. La noche es larga… —susurró el hombre, con una sonrisa torva.

 

El olor lo delató. Gi-hun lo percibió incluso a la distancia: un aroma dulzón, artificial, como fresas demasiado maduras. Omega barato. El rechazo lo atravesó.

 

—No creo que esto sea apropiado —contestó In-ho con firmeza, aunque sin alzar la voz.

 

Pero al intentar dar un paso hacia la salida, una mano lo sujetó con fuerza del brazo. En un parpadeo, fue empujado de regreso al sillón.

 

—Debe de ser duro estar solo cada noche… —El hombre se inclinó sobre él, montándolo a horcajadas.

 

In-ho se quedó rígido, su cuerpo no respondía.

 

¿Por qué no podía moverse?

 

—De verdad… quiero irme —susurró, casi sin voz. Pero sus palabras cayeron en el vacío.

 

—Yo puedo ayudarte con eso —prosiguió el otro, con una sonrisa lasciva— Puedo hacerte venir… como nadie te ha hecho hacerlo. Ni siquiera él…

 

Sintió algo que hace mucho no sentía: asco, mucho asco. Su cuerpo estaba a punto de prepararse para la huida.

 

Entonces ocurrió. Una sombra emergió de la oscuridad y lo apartó de un empujón brutal. El joven salió despedido contra el suelo.

 

In-ho, atónito, levantó la vista. Y lo vio.

 

Era Gi-hun. De pie, con la respiración agitada y los ojos encendidos por una furia feroz.

 

¡¡Aléjate de él!! —rugió, con una rabia que le endurecía el rostro.

 

Estaba a punto de lanzarse sobre el omega caído cuando sintió las manos de In-ho rodeándole el torso, sujetándolo con desesperación.

 

—¡Suéltame! —bramó Gi-hun—. ¡Déjame darle su merecido a este…!

 

—¡Lo sabía! —escupió el joven desde el suelo, reincorporándose tambaleante—. ¡Sabía que había algo entre ustedes! ¡Todo el mundo lo sabrá!

 

—Puedes decírselo a quien quieras —replicó Gi-hun con voz de trueno— Pero tú no volverás a acercarte a él.

 

Lo tomó de la mano, fuerte, casi con violencia, y tiró de él hacia la salida. Los pasos resonaron en la tienda vacía mientras, desde el fondo, la voz del jefe resonaba como un eco envenenado:

 

—¡Me encargaré de hundirte! ¿¡Me oíste!? ¡De hundirte!

 

La puerta se cerró tras ellos. Afuera, el aire nocturno los recibió, frío y punzante, como si quisiera calmar el incendio de emociones que todavía ardía en sus pechos.

 

Gi-hun caminaba con paso rápido, la ira ardiendo en su pecho. Murmuraba entre dientes palabras que In-ho no alcanzaba a entender, aunque sonaban como maldiciones. Tiraba de él con fuerza, arrastrándolo de la mano hasta doblar hacia un callejón solitario.

 

—Gi-hun… —se atrevió a decir In-ho, temiendo un grito—. ¿Adónde vamos?

 

—¡Y ! —se giró en seco, soltándole la mano—. ¡¿Por qué no le dijiste nada?! ¡Solo te quedaste ahí, como una estatua!

 

In-ho tragó saliva. Gi-hun parecía una fiera, con esa furia que nunca le había visto. Y, sin embargo, había algo en ello que lo hacía sentir… importante. Como si valiera demasiado para él.

 

—Estaba a punto de hacerlo… —respondió, encogiéndose de hombros—. Pero llegaste y lo tiraste como un luchador de la MMA.

 

Se rió de su propio chiste, aunque la mirada de Gi-hun fue tan seria que la sonrisa se le borró de inmediato.

 

—¿Quién se cree que es para tratarte así?

 

De un puntapié hizo volar un bote de basura vacío. Una rata salió corriendo despavorida, y Gi-hun soltó un grito al verla. Tropezó hacia atrás, pero In-ho lo sostuvo antes de que cayera. Un instante, y estaba entre sus brazos.

 

El omega se apartó enseguida, con el rostro rojo, indignado y avergonzado.

 

—No volverás a trabajar ahí, ¿me escuchaste? —dijo Gi-hun, caminando en círculos por el mismo espacio reducido.

 

—Pero… apenas llevaba una semana en ese trabajo.

 

—¡Eso no importa! —vociferó, alzando la voz— ¡Puedo conseguirte otro! Uno en donde no tengas que estar en contacto con nadie… no sé, como ser bibliotecario o algo así.

 

In-ho soltó una carcajada por lo absurdo de la idea.

 

—No me veo como bibliotecario. Creo que este trabajo era bueno… es más, me gustaba.

 

Mentía. No era un buen trabajo; en realidad lo odiaba. Pero decirlo así solo era su manera de provocarlo, de saborear esa parte de Gi-hun que le fascinaba.

 

Gi-hun se giró de golpe al escucharlo, mirándolo con ojos encendidos.

 

—¿Por qué te gustó? ¿Te gustó tu jefe, verdad? ¡Por eso no te detuviste, lo sabía!

 

Ahí estaba. El Gi-hun que quería ver: celoso, tiernamente celoso. Ese que hacía que su corazón se apretara con una ternura casi dolorosa.

 

In-ho se acercó con calma, disfrutando cada segundo de su arrebato.

 

—¡Pues si tanto te gusta, entonces regresa ahí con…!

 

Pero antes de que pudiera terminar, In-ho lo tomó con firmeza de los hombros y lo besó. Un beso tan fuerte y desesperado que lo empujó contra la pared, robándole el aliento.

 

—No… —dijo Gi-hun entrecortadamente al separarse, sin aliento—. No creas que con esto te vas a librar de…

 

Y antes de que pudiera terminar, In-ho lo besó de nuevo. Más profundo, más ansioso. Como si la imagen de Gi-hun tan territorial hubiera encendido un fuego imposible de apagar. Gi-hun lo sujetó con fuerza del cuello de la camisa, atrayendo su cuerpo hacia él con la intensidad de una fuerza gravitatoria que no se puede resistir.

 

Se separaron, exhalando aire entrecortado. Entre suspiros y latidos acelerados, In-ho murmuró, con voz firme y provocadora, la última frase antes de que todo se desbordara:

 

—Estás muy ciego, Gi-hun…

¿Cuánto más tendré que esperar hasta que veas que soy tuyo? Solo tuyo.

 

Esa simple declaración fue como una chispa en un bosque seco: encendió un fuego que se propagó con efecto dominó, arrasando con todo a su paso.

 

Y de repente, todo lo que siguió después se volvió un recuerdo borroso. El deseo los desbordaba, embriagando sus sentidos y haciendo que olvidaran cómo, cuándo y dónde.

 

En un instante, se encontraron en el coche de In-ho, sin recordar cómo llegaron allí, movidos por una fuerza instintiva que parecía guiarlos. Gi-hun, cegado por la pasión, se lanzó al asiento del copiloto, sin importarle quién podría verlos: la prensa, su familia, cualquier mirada ajena. Nada existía fuera de ese instante.

 

In-ho, con un poco más de cabeza, sacó la gorra olvidada por Jun-ho y se la colocó, apenas ocultando su identidad, aunque lo más importante no era eso, sino la respiración caliente que sentía sobre su cuello.

 

Arrancó con urgencia, cada curva y frenada un recordatorio de la pasión que lo consumía. Gi-hun no dejaba espacio para la razón: se abalanzaba sobre él, mordiendo, besando, tirando de su camisa, de su cuello, de cualquier parte que pudiera alcanzar. Cada contacto era un incendio que corría por su sangre, un latido desenfrenado que pedía más, siempre más.

 

—Gi-hun… —susurró In-ho entre gemidos sofocados— nos vamos a meter en problemas… la policía… nos va a ver…

 

Pero Gi-hun no escuchaba. Su mundo eran los labios de In-ho, la piel que podía rozar, el aroma que lo volvía loco. La urgencia que apretaba sus pantalones, y el coche se convirtió en un espacio demasiado pequeño para tanta adrenalina.

 

Llegaron finalmente al departamento. En el ascensor, Gi-hun lo arrinconó contra la pared, pegándose a él con necesidad desesperada. El olor de su cuello, la suavidad de su piel, el calor que desprendía… todo lo volvía loco. Cada roce, cada suspiro, cada estremecimiento era un recordatorio de que no había retorno. Estaban atrapados en un fuego que ninguno quería apagar.

 

El mundo exterior desapareció. Solo existían ellos, ardientes, necesitados, y el deseo que los consumía, intenso, absoluto, imparable.

 

In-ho no recordó cómo logró insertar las llaves y abrir la puerta de su apartamento, ni cómo Gi-hun consiguió cerrarla tras él. Entre besos urgentes y tropezones torpes, terminaron en la ducha, buscando que el agua fría calmara, aunque en vano, el fuego que los consumía.

 

Al abrir la regadera, se metieron sin quitarse la ropa, y el calor se intensificó aún más. La tela mojada se pegaba a sus cuerpos, haciendo que cada roce fuera electrizante. Besos húmedos y desesperados los consumían; In-ho mordía y lamía el cuello de Gi-hun con una urgencia que solo él podía provocar, despertando en él la misma sinfonía de deseo que nunca dejaría de escuchar.

 

Con un esfuerzo que parecía imposible, comenzaron a arrancar la ropa empapada, hasta quedar finalmente piel con piel. La cercanía, el calor y el olor del otro llenaban todo el espacio.

 

En un segundo ya tenía a Gi-hun de espaldas, como una ofrenda que moría por tomar.

 

Lo hizo sin delicadeza, sin preparación. Un grito se ahogó en el eco de las paredes del baño. Antes de pensarlo ya estaba completamente dentro de él, moviéndose como si la vida se le fuera en ello.

 

Dos cuerpos, dos almas alimentándose del anhelo mas profundo. El dolor más placentero, el amor más arrasador.

 

Antes de la medianoche habían pasado de la ducha a la cama. Sus cabellos húmedos se enredaban entre besos, y las sábanas se oscurecían con la humedad. Pero nada importaba. Lo hicieron una, dos, tres veces, hasta perder la cuenta. Hasta que no quedó rastro del problema inicial. Hasta que sus cuerpos se rindieron, entumecidos por tanto movimiento.

 

La habitación era un caos: las almohadas esparcidas, la lámpara rota, las sábanas empapadas y un rastro de agua conectando la cama con la ducha. La ropa, ni hablar, se encontraba hecha un montón húmedo en el suelo. Tras la tormenta, In-ho se levantó a secarla, aún desnudo, y regresó después a la cama, donde Gi-hun lo esperaba envuelto en una toalla.

 

Se recostaron juntos, tibios en medio de la frescura de la noche. Frente a frente, se miraron. Y después de la tormenta, un arcoíris invisible pintaba el mundo con colores que jamás hubieran imaginado.

 

Pero de repente, algo en el cuerpo de In-ho llamó la atención de Gi-hun: justo en su cadera, antes de llegar a ese punto prohibido. Un tatuaje. Tres figuras geométricas: un círculo, un triángulo y un cuadrado.

 

○△□”

 

No había visto nada parecido antes, y estaban tan fuera de lugar que no pudo evitar preguntar.

 

—¿Esto… qué es? —murmuró, alzando la mano para tocar el tatuaje. Pero antes de llegar, In-ho detuvo su movimiento en el aire.

 

El gesto lo hizo sobresaltarse.

 

—No es nada —dijo In-ho con sequedad— Solo una tontería que me hice hace unos años.

 

Gi-hun quiso insistir, pero el semblante de In-ho cambió tan rápido que comprendió que había tocado una fibra demasiado profunda. Una defensa, un muro levantado en cuestión de segundos.

 

Guardó silencio el resto de la noche. Sin embargo, horas después, aún acostado a su lado, el sueño no llegaba. Giró la cabeza para mirar a In-ho, quien dormía de espaldas, respirando con calma.

 

Y fue ahí, en esa quietud, cuando una duda comenzó a pesar en su pecho.

 

Por primera vez, se preguntó qué clase de pasado había tenido Hwang In-ho.

 

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 20: Un camino hacia el bajo mundo (Parte 1)

Chapter Text

Esa mañana, Gi-hun despertó con una presión en el pecho, como si un sentimiento le apretara el corazón. La luz del sol se colaba por la ventana, cegándolo por un instante. Cuando al fin pudo enfocar la vista, se descubrió envuelto entre sábanas limpias y secas.

 

Giró instintivamente hacia el otro lado de la cama para saludar a su amante, pero no lo encontró allí. Solo quedaba un rastro de calor, prueba fehaciente de que lo ocurrido la noche anterior había sido real y no un sueño avivado por la urgencia y el deseo.

 

Pasó una mano por su cabello, cepillando la melena ya demasiado crecida. Tendría que cortarla pronto, antes de volver a grabar. Se levantó de la cama con la sábana aún ceñida a la cadera. No llevaba ropa: la desesperación de la noche anterior la había dejado empapada en la ducha, y no se atrevía a tomar del cajón una camisa de In-ho. Aún no se sentía con esa confianza. Irónico, considerando que ya se lo habían mostrado todo.

 

La puerta crujió levemente al abrirla. La sala de estar estaba impecable, sin rastro del caos de anoche. Pero no había señales de In-ho.

 

“¿Habrá salido?”, pensó.

 

Justo antes de cruzar el umbral, el hombre apareció desde el pasillo con un par de prendas dobladas en la mano. Eran las suyas.

 

—Despertaste —dijo, dejando la ropa sobre la mesa antes de acercarse.

 

Llevaba un pantalón de lino gris y una playera negra. El cabello, despeinado, le daba un aire casualmente hermoso. Gi-hun adoraba esa versión de él más que la de los trajes.

 

—¿Tienes hambre? —preguntó, recorriéndolo con la mirada de arriba a abajo—. Oh… quizá prefieras vestirte primero.

 

—Sí… eso sería lo apropiado —respondió Gi-hun con una sonrisa tímida.

 

In-ho tomó las prendas y se las entregó.

 

—Aunque, para ser sincero… te prefiero así.

 

Se inclinó demasiado cerca. Le rozó los labios con un beso ligero que lo dejó deseando más, y luego otro en el cuello, erizándole la piel.

 

—¡Basta..! Mejor me cambio —dijo Gi-hun, intentando contener la tensión antes de que la mañana se convirtiera en un incendio. No estaba seguro de que su cuerpo pudiera soportar otra jornada como la anterior. Ya no tenía la energía de alguien de veinte años.

 

In-ho soltó una risa suave y se encaminó a la cocina. Gi-hun, con el corazón acelerado, regresó a la habitación. Minutos después volvió a salir, ya vestido y decente.

 

En el desayuno apenas hablaron. Gi-hun no encontraba palabras; la tensión lo mantenía en silencio, aún atrapado en el recuerdo de la noche anterior, cuando había intentado rozar con los dedos aquel misterioso tatuaje y In-ho lo apartó con brusquedad, como si resguardara un secreto prohibido.

 

¿Cómo no lo había notado antes?

 

Era tan despistado que aquel detalle se le había escapado… hasta ahora. Y la inquietud crecía, punzante, clavándose en su cabeza como una espina. Necesitaba respuestas.

 

Necesitaba saber quién era realmente el hombre sentado frente a él.

 

—¿Pasa algo? ¿No te gusta? —preguntó In-ho entre bocados, desconcertado por aquel silencio tan inusual en Gi-hun.

 

—No, no… está muy bueno —respondió él con una sonrisa forzada, apartando sus pensamientos.

 

Terminaron en calma, sin más palabras. Cuando la mesa quedó vacía, Gi-hun improvisó una excusa para marcharse.

 

—Mi representante quiere verme para hablar de la nueva película —explicó—. Dice que es urgente.

 

In-ho lo miró con desánimo, acercándose lo suficiente para que Gi-hun pudiera sentirlo.

 

—¿Tienes que irte tan temprano? —preguntó en voz baja, casi con un dejo de reproche.

 

Rodeó su cuello con las manos, y In-ho correspondió tomándolo por la cintura. Gi-hun lo miró a los ojos; su corazón se encendió de dicha. No… no podía ser cierto que alguien así ocultara algo oscuro. No él. No alguien que lo contemplaba como si fuera todo su mundo.

 

—Lo siento… es trabajo. No quiero irme.

 

La sonrisa de In-ho fue dolorosa, como si en vez de un rato de ausencia, Gi-hun le hubiera anunciado una despedida eterna. Aun así, no lo detuvo.

 

—Está bien —respondió—. De todas formas, yo también tengo que ocuparme… necesito buscar un nuevo empleo.

 

Gi-hun rió y hundió el rostro en su cuello, un poco avergonzado. La intensidad de anoche se sentía ahora distante, como un fuego que al apagarse deja sólo brasas.

 

—Perdón por eso —murmuró— Creo que exageré un poco.

 

—No… claro que no. —El hombre lo estrechó más fuerte—. Hiciste bien.

 

—Te ayudaré a encontrar otro trabajo —dijo, inclinando la cabeza hacia atrás— Uno bueno.

 

—No hace falta. Tengo dinero ahorrado… quizá sea momento de unas vacaciones.

 

—Sí… o de tu retiro.

 

Gi-hun se apartó justo después de soltar la bomba. In-ho frunció el ceño, como si aquella broma lo hubiera herido dulcemente.

 

—¿Me acabas de llamar viejo?

 

Él retrocedió, sin poder contener la risa.

 

—Tal vez…

 

In-ho avanzó hacia él, paso a paso.

 

—Recuerda que eres un año mayor que yo.

 

—Sí, pero yo me veo más joven. —Le guiñó un ojo.

 

—Ven aquí… te voy a dar tu merecido.

 

Lo atrapó bruscamente entre sus brazos, arrinconándolo contra la puerta, y lo besó una y otra vez. Sus labios sabían a hogar y  miel.

 

—Tengo que irme… —dijo Gi-hun entre besos— Ahora sí debo irme.

 

Giró la manija, abrió la puerta, pero In-ho lo siguió besando hasta el último instante. Fue sólo gracias a un movimiento ágil que logró escabullirse al pasillo.

 

—¡Gi-hun!

 

Fue lo último que escuchó antes de que la puerta se cerrara. Sabía bien que a In-ho no le gustaba que lo dejaran a medias, pero siempre era divertido poner a prueba sus límites.

 

Caminó despacio por el pasillo, con una duda creciendo en su cabeza… y con la misión de responderla.

 

 

Primero fue a su casa.

Se metió a la ducha casi de inmediato, esperando que el agua fría despejara la maraña de pensamientos que le oprimía la cabeza. Cuando salió, con el cabello todavía mojado y la toalla en la cintura, abrió el armario y eligió el conjunto más oscuro que encontró: ropa negra de pies a cabeza, y una gorra a juego. Quería pasar desapercibido.

 

Antes de salir, se miró al espejo. El corazón le golpeaba el pecho con fuerza.

La imagen le recordó otra mañana, no hacía mucho tiempo, cuando siguió a Sang-woo para descubrir su traición. Aquella ropa había sido su uniforme de cazador de verdades, y parecía destinado a repetirlo hasta obtener respuestas… fueran cuales fueran.

 

Por un instante sus pies temblaron. ¿Era realmente buena idea? Otra vez lo mismo: la duda, la sospecha, la ironía de desconfiar tan pronto de alguien cercano.

 

Respiró hondo. No había vuelta atrás.

 

El coche lo esperaba afuera, un sedán negro mate que armonizaba con su vestimenta. El guardaespaldas, que jamás revelaba su nombre, lo recibió con una leve inclinación de cabeza. Gi-hun se subió al asiento trasero.

 

—Iremos a Ssangmun-dong —ordenó.

 

El hombre asintió en silencio y arrancó. El motor rugió con suavidad.

 

Gi-hun no sabía exactamente qué estaba a punto de hacer. Lo único que quería eran respuestas rápidas. La policía era inútil en este caso: los expedientes eran confidenciales y dudaba que supieran algo de alguien como In-ho. Un detective privado tampoco servía; tardaría demasiado. Así que apostó por un camino distinto: buscar en las esquinas donde la gente común nunca se asoma, entre quienes, como él, habían nacido en la parte más baja de la escala social y sabían cómo hurgar en la oscuridad sin ser vistos.

 

Media hora después, llegaron a su antiguo barrio. El sol bañaba Ssangmun-dong con un calor familiar, y la gente llenaba las calles: hombres cargando sacos al hombro, ancianas empujando carretillas, niños corriendo tras uno al otro con risas libres.

 

—Quédate aquí —le indicó al chofer.

 

El hombre asintió.

 

Apenas bajó, un olor lo envolvió: mezcla de humo, sudor y ese aire doméstico imposible de encontrar en su vida actual. El pasado se le pegó en la piel con cada paso.

 

Avanzó hasta llegar a un bar desvencijado, justo al lado de una pescadería. La puerta chirrió al abrirse, como queja de su vejez. El interior olía a alcohol barato y tabaco rancio. Nada había cambiado desde la última vez.

 

En sus veintes y treintas solía refugiarse ahí cada fin de semana, bebiendo hasta perder la cuenta junto a Jung-bae y otros compañeros de la fábrica. Nadie los quería en sus casas, así que el bar era su santuario de perdedores.

Todavía recordaba el día en que la esposa recién casada de Jung-bae irrumpió furiosa, lo arrastró afuera casi a empujones, y él acabó de rodillas en la calle, rogando perdón entre lágrimas.

 

—¡Te juro que no volveré a hacerlo, cariño! ¡Es la última vez!

 

No lo fue. Y durante meses, las burlas no pararon.

 

“Ay, Jung-bae”, pensó Gi-hun, esbozando una sonrisa amarga. “Todavía no sé cómo tu esposa sigue contigo después de todo”.

 

El bar parecía vacío, salvo por el dueño, que lo saludó con un gesto de cabeza. Gi-hun estaba a punto de marcharse, cuando unas carcajadas al fondo llamaron su atención.

 

Las siguió.

 

Allí, en una mesa arrinconada, encontró lo que buscaba: un grupo de hombres de mediana edad, rodeados de botellas de soju y platos de comida grasosa. Reconoció una silueta inconfundible: Kim Jeong-rae , el usurero que alguna vez fue su peor pesadilla.

 

—¡Y entonces ese idiota salió corriendo a buscar a su mamá! —contaba uno, entre risas—. ¡Cuarenta años tenía el niño! Al final la señora me pagó todo lo que debía.

 

El grupo estalló en carcajadas.

 

—¿No es ilegal beber tan temprano? —interrumpió Gi-hun, acercándose.

 

Las risas murieron. Varias miradas se clavaron en él, desconfiadas, hasta que Kim gruñó:

 

—¿Y a ti qué, imbécil? ¿Eres policía o qué?

 

Gi-hun sonrió de lado y se quitó la gorra.

 

Los ojos de todos se abrieron como platos.

 

—S-señor… ¡Seong Gi-hun! —balbuceó Woo-seok, un hombre de cejas gruesas y barba rala.

 

—Maldito bastardo… —Kim esbozó una sonrisa ladeada—. ¡Ven acá!

 

Lo jaló del cuello en un gesto casi fraternal y lo obligó a sentarse junto a él.

 

Antes, Kim había sido su peor amenaza. Gi-hun le debía hasta lo que no tenía, endeudado por su adicción a las apuestas. Recordaba bien la vez que lo dejó con la nariz rota y lo hizo firmar un papel con su propia sangre, prometiendo que, si no pagaba, le sacaría los ojos para venderlos en el mercado negro.

 

Cuando Sang-woo regresó a su vida, su futuro esposo pagó todas sus deudas con Kim, no sin darle un ultimátum.

 

Se lo había dejado muy claro: o era él, o era su adicción. Gi-hun claramente lo eligió a él por sobre todo lo demás.

 

Y el resto es historia.

 

Desde entonces, todo cambió. Incluso terminó llevándose relativamente bien con Kim y los suyos; había ido hasta a la boda de Woo-seok. Y después, con su fama creciente, la relación se volvió más cordial.

 

—¿Qué te trae por aquí, eh? —preguntó Kim, con un deje de ebriedad— No me digas que ya te gastaste toda tu fortuna y volviste a arrastrarte…

 

—Nada de eso —forzó Gi-hun una sonrisa. El brazo de Kim alrededor de su cuello era más fuerte de lo necesario.

 

—¿Entonces? —se metió Woo-seok, entusiasmado— ¿Nuevo proyecto? ¿Una película?

 

—Oye, idiota —interrumpió otro, un hombre con un tatuaje en el cuello—. Cálmate, no vayas a mojarte los pantalones por él.

 

Las carcajadas estallaron de nuevo, y Woo-seok bajó la mirada, encogiéndose en el asiento.

 

Cuando el bullicio bajó, Gi-hun rompió el silencio. El aire en la mesa pasó de risas y bromas a una seriedad pesada.

 

—Son buenos encontrando gente —dijo con calma— Necesito que me ayuden a descubrir más sobre alguien.

 

Kim, el líder, levantó la ceja mientras le daba un largo trago a la botella de soju.

 

—¿De quién se trata?

 

Gi-hun sacó su teléfono, abrió la galería y deslizó una foto sobre la mesa. La pantalla iluminó las caras curiosas que se asomaron.

 

—Se llama Hwang In-ho. Quiero todo de él: pasado, deudas, problemas, cualquier cosa que hayan enterrado debajo de la alfombra.

 

Woo-seok, el más entrometido, soltó un grito.

 

—¡Lo conozco! ¡Es el guardaespaldas que no se despegaba de ti!

 

—Ese mismo. —confirmó Gi-hun.

 

—¿Qué hizo? ¿Te robó? ¿Te vendió? ¿Te…?

 

Antes de que pudiera terminar, un manotazo en la nuca lo calló.

 

—No preguntes lo que no importa —gruñó uno de los hombres.

 

El ambiente se tensó. Kim sonrió apenas, con esa calma que da la costumbre de negociar cosas turbias.

 

—Está bien, Gi-hun… pero dime, ¿de cuánto estamos hablando?

 

Gi-hun sacó un fajo grueso de billetes y lo dejó caer sobre la mesa. El golpe seco del dinero calló hasta el zumbido de los ventiladores del bar. Los ojos de todos se iluminaron como perros oliendo carne fresca.

 

—Eso es solo una parte —dijo, con la voz grave— Si me traen todo sobre él… habrá mucho más.

 

Las miradas se cruzaron entre los hombres, sonrisas torcidas, complicidad. Nadie dudaba de que lo harían, aunque tuvieran que remover tumbas.

 

—No te preocupes —respondió Kim, inclinándose hacia adelante—. Créeme… lo encontraremos.

 

Gi-hun se levantó. Antes de irse, repartió su número de teléfono a cada uno de los presentes, dejando claro que quería respuestas rápidas . Nada de excusas.

 

Cuando salió, el aire fresco lo recibió de lleno.

No se dirigió al coche de inmediato: aún tenía un lugar más que visitar, justo en el mismo distrito. La estación de policía.

 

Dentro, lo envolvió una mezcla extraña de café de máquina y aromatizante barato, el tipo de olor que intenta tapar la rutina y el cansancio sin lograrlo del todo.

Un oficial de ojos hundidos y mirada apática lo recibió desde el escritorio de entrada.

 

—¿Qué necesita? —preguntó, sin despegar mucho los dedos del teclado.

 

—Disculpe, señor —dijo Gi-hun, con cortesía medida—. Busco al detective Hwang.

 

—Está ocupado —respondió el hombre, arrastrando la voz—. Pero ya casi es su descanso. Espérelo un momento.

 

—Gracias.

 

No pasó mucho tiempo hasta que Jun-ho apareció desde un pasillo, con un manojo de papeles en una mano y el teléfono en la otra. Apenas lo vio, sus ojos se abrieron con sorpresa, aunque intentó disimularlo.

 

—Gi-hun… ¿qué haces aquí?

 

—Hola, Jun-ho. —Lo saludó con un gesto cordial—. Estaba por la zona y pensé si querías dar una vuelta conmigo, para hablar un poco.

 

Jun-ho lo miró como solo un detective podía mirar: directo, penetrante, oliendo las segundas intenciones detrás de la excusa. Pero aun así aceptó.

 

—Está bien. Vamos afuera.

 

El aire de la mañana los recibió otra vez, más cálido ahora, casi acercándose al mediodía. Se sentaron en una banca frente al parque, y Gi-hun apareció con dos cafés de máquina y un pan envuelto.

 

—¿Seguro que no quieres algo más de comer? —le ofreció, extendiéndole el vaso.

 

—No, está bien —respondió Jun-ho, quitándole el envoltorio al pan—. Apenas tengo tiempo para esto.

 

Se quedaron unos minutos en silencio, mirando cómo los niños corrían detrás de una pelota y cómo las familias cruzaban el parque con prisa. Al final, fue Jun-ho quien rompió el silencio.

 

—Dime, ¿qué pasa?

 

Gi-hun bajó la mirada, buscando palabras.

—Quería preguntarte… acerca de In-ho.

 

Jun-ho lo volteó a ver con sorpresa evidente.

—¿De hyung? ¿Qué pasa con él?

 

—Nada… solo quería saber un poco más. Tú sabes cómo es, no habla mucho de sí mismo. Y como eres su hermano… pensé que podrías contarme algo.

 

Jun-ho suspiró hondo, apretando el envoltorio vacío en su mano.

 

—Ni siquiera yo sé tanto sobre él. Siempre fue solitario, de pocos amigos. Tampoco visitaba mucho a la familia.

 

Gi-hun lo escuchaba en silencio, pero no pudo evitar notar su aroma: pino recién cortado, cuero, un leve dejo de chocolate. Cerró los ojos un instante.

 

¿Así olería In-ho, detrás de los supresores?

 

Jun-ho continuó:

 

—Cuando yo era más joven caí enfermo, muy grave. Estuve al borde de morir, y si sigo vivo es por hyung. Hizo lo imposible para pagar mi tratamiento.

 

Bajó la mirada con un dejo de culpa.

 

—Lo sé —dijo Gi-hun suavemente—. Sé que lo despidieron por eso.

 

Jun-ho lo miró de golpe, incrédulo.

 

—¿Te habló del soborno?

 

—Sí. Pero no lo culpo. Entiendo por qué lo hizo.

 

El detective tragó saliva, conteniendo algo que no quería decir.

 

—Fue un golpe muy duro para él. Su historial quedó manchado, sin regreso posible. Pero siguió adelante, buscó otros trabajos, vendió cosas… todo por mí.

 

Gi-hun asentía despacio. Cada palabra parecía confirmar la imagen que tenía de él: un hombre que cargaba en silencio.

 

—Tal vez por eso se hizo ese tatuaje… —dijo de pronto, con una sonrisa nerviosa.

 

Jun-ho arqueó una ceja.

 

—¿Tatuaje? ¿De qué hablas?

 

—Un tatuaje… de figuras geométricas. Lo tiene debajo del ombligo, en…

 

Se detuvo en seco. Había hablado demasiado. Giró la vista hacia los niños en el parque, rojo de vergüenza.

 

—¡No importa!— Exclamó rápidamente

  No debí mencionarlo.

 

Jun-ho lo observó con genuina extrañeza.

 

—Qué raro… hyung siempre dijo que odiaba los tatuajes.

 

Ese detalle, insignificante en apariencia, prendió una alarma silenciosa dentro de Gi-hun.

 

—En fin —cambió de tema Jun-ho, mirando su reloj — Tengo que volver.

 

Gi-hun se levantó con él.

 

—Al menos déjame acompañarte de regreso.

 

Caminaron juntos hasta la entrada de la estación. Antes de entrar, Jun-ho se volvió hacia él.

 

—Gracias por estar con mi hermano. No lo había visto sonreír así en años.

 

Gi-hun ladeó una sonrisa cálida, aunque el pecho le pesaba.

 

—Yo no hice nada.

 

—Claro que sí —insistió Jun-ho, bajando la mirada— Nunca pude devolverle el favor. Nunca lo saqué de ese agujero. Pero tú sí.

 

Gi-hun le apretó el hombro con firmeza. El hermano volvió a hablar.

 

—Él me salvó la vida. Pero tú salvaste la suya. Te debo más de lo que imaginas.

 

Luego de eso, Jun-ho desapareció dentro. Gi-hun se quedó de pie, con esas palabras repitiéndose en su cabeza como un eco tranquilizador. Por un momento creyó que, quizá, lo que descubriera de In-ho no sería tan terrible.

 

Pero aún debía saberlo.

 

Subió al coche. Apenas cerró la puerta, sonó su teléfono. Un número desconocido.

 

—¿Hola?

 

—Soy yo, Gi-hun. Kim Jeong-rae.

 

Su corazón se aceleró.

 

—¿Descubriste algo?

 

—Hablé con un contacto en la policía —dijo la voz al otro lado—. Según los rumores, lo despidieron por sobornos. Pero al revisar el sistema… su historial está limpio. Como si alguien con mucho poder lo hubiera borrado.

 

Gi-hun se quedó en silencio. Recordó las palabras de Jun-ho: “Su historial quedó manchado, sin posibilidad de regresar” .

 

La contradicción lo golpeó como un martillazo.

 

—Manténme al tanto —dijo con voz seca.

 

Colgó, y se recostó en el asiento. La cabeza le daba vueltas.

 

¿Le había mentido a su hermano? ¿Quién borró ese historial? ¿Y por qué, si tenía la oportunidad, In-ho nunca volvió a la policía?

 

Demasiadas preguntas. Demasiados huecos.

 

Pero una cosa estaba clara como el agua: debía seguir escarbando.

 

—Llévame a casa, por favor —ordenó Gi-hun, apretándose la sien.

 

El coche arrancó con un ronroneo grave. No tenía pistas aún; esperaría en casa información más contundente. Al menos allí podría descansar.

 

Sacó el teléfono y encontró un mensaje de In-ho:

 

“¿Cómo te fue en la reunión?”

 

No respondió. No podía, no con esa intriga creciendo en su pecho.

 

¿Quién más podría saber algo de él? Se mordió el labio. Entonces recordó: justo en ese momento, el conductor del coche era un conocido suyo.

 

—Señor… —Gi-hun se inclinó hacia adelante.

 

El hombre no desvió la vista del camino.

—Dígame.

 

—Usted conoció a In-ho, ¿verdad? ¿De dónde lo conoce?

 

Un silencio. Tan denso que se podía escuchar el golpeteo del motor. Después, la respuesta:

 

—Trabajé con el señor Hwang varios años, cuando aún estaba en el departamento de policía.

 

Gi-hun parpadeó. Todo comenzaba a encajar.

 

—¿Eran amigos? ¿Era cercano a él? —preguntó, expectante.

 

El hombre dudó un instante, como si buscara entre recuerdos… o seleccionara con cuidado qué decir.

 

—Éramos compañeros. Nada más.

 

Gi-hun exhaló, decepcionado. Volvió a hundirse en el asiento, creyendo que había llegado a un callejón sin salida.

 

Pero la voz seca del conductor volvió a cortar el aire:

 

—Aunque… recuerdo que era un hombre reservado. Demasiado. No me sorprendería que hubiera guardado más de un secreto.

 

Sus miradas se cruzaron en el retrovisor. Por primera vez, el conductor lo observaba directamente. Y en ese contacto fugaz, algo quedó clavado en el pecho de Gi-hun como una astilla.

 

El teléfono vibró, quebrando el silencio. Un número desconocido iluminó la pantalla.

 

Ni siquiera alcanzó a saludar cuando una voz acelerada irrumpió al otro lado.

 

—¡Señor Gi-hun, soy yo! ¡Woo-seok! ¡Encontramos algo! O bueno… eso nos encontró.

 

La urgencia lo erizó.

 

—¿De qué hablas?

 

—Estábamos el señor y Kim en la estación de metro Dongdaemun y un tipo raro se nos acercó. Nos dijo: “¿Quieren saber más de Hwang In-ho?” y nos entregó una tarjeta con una dirección… y símbolos detrás.

 

Gi-hun apretó el teléfono contra la oreja.

 

—¿Qué símbolos?

 

—Un círculo, un triángulo y un cuadrado.

 

El aire se le cortó.

 

Los mismos símbolos del tatuaje.

 

Woo-seok seguía hablando, pero el ruido en su cabeza lo apagaba todo.

 

—No lo sé, señor… esto se está poniendo demasiado raro. ¡Ni siquiera estábamos hablando del tal In-ho!

 

—Voy para allá. Espérenme ahí.

 

Colgó de golpe.

 

—Vamos a desviarnos a la estación Dongdaemun —ordenó al conductor.

 

En el retrovisor, la mirada del hombre se clavó en él, penetrante, como si quisiera escarbar en sus pensamientos. Gi-hun la esquivó, hundiéndose en el asiento.

Todo comenzaba a nublarse.

 

 

 

Cuando llegó a la estación, los dos hombres lo esperaban en un rincón apartado, sentados en la última banca. Woo-seok fue el primero en reaccionar: se levantó de un salto en cuanto lo vio.

 

—¡Señor, señor Gi-hun!

 

—¿Qué pasa? ¿Qué encontraron? —preguntó, sin aliento.

 

Kim sacó del bolsillo una tarjeta de cartón con los mismos símbolos. En la parte trasera, una dirección y una hora:

 

—Club HDH, medianoche. Treinta de septiembre.

 

Era esa misma noche. Todo parecía calculado al milímetro.

 

—¿Cómo era el hombre que les dio esto? —preguntó Gi-hun.

 

—No pudimos verlo bien —respondió Kim— tenía gorra y capucha.

 

Gi-hun suspiró, extrajo un fajo de billetes y se lo tendió.

 

—Repartan esto entre ustedes. La búsqueda terminó. Ya tengo lo que necesito. Gracias.

 

Kim comenzó a contar los billetes con rapidez, pero Woo-seok lo miró como si no pudiera creer lo que oía.

 

—¿Me está diciendo que irá a ese lugar? —exclamó—. ¡¿Después de todo?! No, señor, es una locura. Un primo mío aceptó una cita parecida y… ¡despertó en una tina, sin un riñón!

 

Gi-hun dejó escapar una risa amarga, hueca.

 

—No te preocupes. Estoy seguro de que no es nada.

 

Se dio la vuelta, dispuesto a marcharse. Pero la voz de Woo-seok lo alcanzó como un golpe.

 

—¡Lo digo en serio, señor Seong! —corrió para interponerse frente a él—. ¡Es peligroso! Yo… yo iré con usted.

 

Kim lo sujetó del hombro con brusquedad.

 

—¿Qué dices, idiota? No irás a ningún lado.

 

Woo-seok no apartó la vista de Gi-hun. Su tono firme, no admitía réplica.

 

—Claro que sí. Iré con usted, señor.

 

Gi-hun lo miró un instante, incómodo con esa insistencia. Al final, negó con la cabeza.

 

—Nadie irá conmigo. Váyanse a casa —sentenció.

 

—De verdad, señor. Puedo mantenerme al margen, ¡solo déjeme acompañarlo! Yo sé cómo hacerlo… ¡como en esa película de espías en la que actuó!

 

Gi-hun soltó un suspiro más profundo, cansado de la insistencia. La terquedad de Woo-seok le recordaba demasiado a sí mismo.

 

—Está bien, está bien… —cedió al fin.

 

Woo-seok sonrió como si hubiera entrado de lleno en una película de acción.

 

“¿En qué me estoy metiendo?”, pensó Gi-hun mientras regresaba al coche.

 

Las horas pasaron. De vuelta en casa, compartió un rato con Eunie, que había llegado de la escuela. Todo parecía normal, pero cuando la noche cayó, el aire se volvió más espeso, más oscuro.

 

Después de la ducha, Gi-hun eligió un atuendo negro para pasar desapercibido. Se caló la misma gorra oscura, tomó aire y salió sin avisar.

 

En el trayecto, revisó el celular. Varios mensajes de In-ho lo esperaban, cargados de preocupación:

 

“Compré esto, sé que te va a gustar.”

2:42 P.M.

 

“¿Está todo bien? ¿Por qué no contestas?”

4:53 P.M.

 

Al final tuvo que responder, fingiendo estar ocupado.

 

“Será rápido. Solo descubriré todo y luego volveré a mi vida.”

 

Quería convencerse de que no había mayor riesgo. Pero en el fondo, el corazón le pesaba: cada metro recorrido lo acercaba a una puerta que quizá… nunca debió abrir.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 21: Un camino hacia el bajo mundo (parte 2)

Chapter Text

Media hora antes de la medianoche, Gi-hun ya estaba estacionado a pocos metros del club que aparecía en la tarjeta. El motor aún encendido vibraba bajo sus pies, y a su lado, el guardaespaldas permanecía en silencio; tal vez, por dentro, expectante de la decisión que Gi-hun estaba a punto de tomar.

 

¿Tendría realmente el valor de bajar?

 

Durante largos minutos se quedó observando desde el asiento trasero a la multitud que iba y venía. En su mayoría eran jóvenes que buscaban desconectarse de la presión asfixiante de la rutina y de la academia. Algunas mujeres vestían trajes de lentejuelas que brillaban como espejos bajo la luz de la calle, otras iban más recatadas, como si se tratara de una salida casual al parque.

 

El celular vibró, interrumpiendo su indecisión.

 

Un número conocido: Woo-seok.

 

—¿Hola? —atendió Gi-hun.

 

¡Señor, señor Seong! ¿Me escucha?

 

La voz exaltada del muchacho se mezclaba con el bullicio de coches y gritos al fondo.

 

—Sí, te escucho.

 

—Estoy aquí afuera… pero no lo veo, ¿dónde está?

 

—Bajo en un instante. Espérame ahí.

 

Colgó. Se acomodó la gorra y dejó escapar un suspiro.

Era ahora o nunca.

 

—Espérame aquí —ordenó Gi-hun al hombre, pero este lo interrumpió de inmediato.

 

—Temo que tendré que rechazar su petición —dijo con calma, mientras apagaba el motor.

 

Bajó del coche y, con una elegancia medida, rodeó hasta la puerta trasera. La abrió con firmeza para que Gi-hun descendiera.

 

—¿Qué…? —preguntó incrédulo mientras el otro cerraba la puerta—. ¿Qué pasa?

 

—No puedo dejarlo entrar solo. Es peligroso. —El hombre se reincorporó con ambas manos entrelazadas al frente, como un soldado.

 

—¿Y cómo sabes que es peligroso? —replicó Gi-hun, intentando sonar firme, aunque la duda lo delataba.

 

El hombre bajó la mirada, suspiró, luego la levantó hacia la multitud que se agolpaba frente al club.

 

—A juzgar por su atuendo y la manera en que observa todo, está claro que no viene a bailar. Viene a ocultarse… y a tratar con desconocidos. —Lo miró directo a los ojos—. Eso siempre es un riesgo.

 

Gi-hun no supo qué responder. Tenía razón. Era una locura estar ahí, dejándose arrastrar por el miedo y la curiosidad.

 

—Déjeme acompañarlo —añadió el guardaespaldas, con una leve sonrisa que apenas rozaba la cordialidad—. Al fin y al cabo, para eso me contrató. Yo me encargaré de sacarlo de ahí si algo sale mal.

 

Las palabras le golpearon como un eco de otra vida. No pudo evitar recordar a In-ho: el primer día que lo vio, lanzándose a salvarlo sin pensarlo, arriesgando su vida por un completo desconocido.

 

Debería haber sabido que, desde entonces, ambos estaban destinados a saltar juntos al abismo.

 

—Está bien —murmuró Gi-hun—. Gracias… por esto.

 

—Este es mi trabajo, señor Seong.

 

Caminaron en silencio entre la multitud. La entrada estaba abarrotada, con una fila interminable que se perdía en la acera. Justo al cruzar la calle, Woo-seok apareció agitando la mano en el aire.

 

—¡Señor Seong! ¡Por aquí!

 

Cuando llegaron, el joven sostenía en la otra mano una máscara verde con forma de caballo.

 

—Si vamos a meternos en un lugar peligroso, pensé: “¿Por qué no disfrazarnos?” La compré en la esquina. —Hablaba entusiasmado, como un niño en una feria—. Si quiere, le consigo una también.

 

—Estoy bien —respondió Gi-hun, esbozando una sonrisa cansada—. Creo que paso desapercibido lo suficiente.

 

Woo-seok volteó a ver al acompañante de Seong y se le heló la expresión, como si estuviera ante una sombra demasiado real.

 

—¿Y usted, señor?

 

—No necesito nada —contestó seco el hombre.

 

—Bueno… entonces entremos.

 

Los tres caminaron hacia la fila, ignorando las quejas de quienes esperaban. Gi-hun no tenía tiempo. La medianoche estaba encima.

 

Un guardia de rostro apático los detuvo.

 

—A la fila.

 

—Es importante, debo entrar —replicó Gi-hun.

 

El guardia arqueó una ceja. Gi-hun levantó apenas la gorra, dejando ver su rostro.

 

La apatía se transformó en asombro instantáneo.

 

—Usted es…

 

—Shhh. Sí, soy yo. Pero no hagas ruido.

 

El guardia asintió de inmediato. Gi-hun sonrió apenas.

 

—¿Me dejarás pasar?

 

El hombre abrió la cadena y, como un fan tímido, alcanzó a pedirle un autógrafo en un papel arrugado. Gi-hun lo firmó con rapidez y se disponía a entrar cuando escuchó su nombre detrás.

 

—¡Señor, señor! —Woo-seok forcejeaba frente al guardia, la cadena cerrada otra vez.

 

Gi-hun se giró, tocó el hombro del guardia con complicidad y sonrió con ese encanto nato que siempre lo acompañaba.

 

—Él viene conmigo.

 

El guardia dudó apenas un segundo. Luego, sin más, volvió a abrir la cadena.

 

Los tres cruzaron.

 

El lugar estaba abarrotado de cuerpos bailando y bebiendo.

La música era ensordecedora, parecía brotar de todas partes al mismo tiempo. Las luces rojas parpadeantes convertían el espacio en un infierno invertido, un escenario de caos disfrazado de fiesta.

 

Gi-hun avanzó entre la multitud, empujado y arrastrado por el oleaje de gente que se movía al compás de la música atronadora. Bajó unas escaleras con los dos hombres tras él, pero no veía nada, ninguna pista, solo sombras y destellos fugaces.

 

—¡Iré a revisar a otro lado! —gritó Woo-seok, perdiéndose entre la multitud.

 

Gi-hun continuó a duras penas, como naufragando en un mar humano. Recordó que la última vez que estuvo en un lugar así terminó tan borracho que provocó una pelea… y fue In-ho quien lo sacó de allí. Curioso cómo su nombre parecía seguirlo a cada rincón, como una sombra imposible de apartar.

 

Un roce firme lo sacó de sus pensamientos. Una mano se cerraba sobre la suya.

Por un instante temió lo peor, pero al girar descubrió al hombre que lo protegía.

 

—Por ahí —dijo con voz baja, señalando hacia una figura inmóvil en la esquina—. Él nos indica el camino.

 

El sujeto vestía un traje rosa que lo cubría de pies a cabeza. Una máscara triangular, delineada con pintura blanca, le ocultaba el rostro.

 

El triángulo.

Exactamente como en el tatuaje.

 

Un mal presentimiento lo atravesó. Y, aun así, lo siguió. El hombre de confianza se adelantó, cubriéndolo de cualquier amenaza, hasta que ambos se perdieron por un pasillo. Subieron unas escaleras y emergieron a la superficie por una salida trasera.

 

Allí los esperaba una limosina negra, brillante bajo las luces de la calle.

El enmascarado abrió la puerta e hizo un gesto de invitación.

 

Gi-hun tragó saliva. Su osadía pesaba más que el miedo, más que el instinto que le rogaba huir. Dio un paso al frente, pero una mano lo detuvo.

 

—¿Está seguro de que quiere entrar?

 

Lo miró. Había una preocupación genuina en esos ojos. Una expresión distinta, completamente ajena a lo que Gi-hun solía ver en él.

 

—Necesito saber la verdad —respondió, firme, sin apartar la mirada—. Sea como sea.

 

El hombre no contestó, solo asintió y lo acompañó.

Ambos entraron a la parte trasera de la limosina. Los asientos blancos relucían como dientes recién tallados; la alfombra, negra como el azabache, era tan suave como lana. El aire olía a hospital: estéril, frío, sin rastro humano.

 

Así olían los supresores de In-ho.

 

El coche arrancó. Las ventanas polarizadas impedían ver el exterior; no había manera de saber si lo llevaban hacia la verdad o hacia una trampa mortal. El silencio del enmascarado era perturbador, inmóvil como una estatua.

 

—¿A dónde nos llevan? —preguntó Gi-hun.

 

Su voz quedó suspendida en el aire. Ninguna respuesta.

 

Después de varios minutos, el radio de la persona enmascarada crepitó.

 

—Estamos listos.

 

La voz distorsionada se escurrió entre las paredes del coche. Gi-hun no entendía nada.

 

Antes de poder reaccionar, un silbido sordo llenó el aire. De las rejillas comenzó a colarse un gas espeso cuyo olor era insoportable, asfixiante. Gi-hun tosió, atragantándose.

 

—¿Qué… qué están haciendo? —balbuceó, pero la figura a su lado permaneció inmóvil, como si nada ocurriera.

 

La tos se intensificó, la visión se le nublaba.

 

—Señor… señor, todo estará bien —repitió el hombre que lo había acompañado, con una voz engañosamente tranquila.

 

Gi-hun intentó aferrarse a su conciencia, pero las fuerzas lo abandonaban. Su cuerpo se desplomó sobre la alfombra, cada extremidad apagándose una por una, hasta que finalmente su mente cedió.

 

Y todo se volvió negro.

 

 

 

 

 

 

Una voz flotaba en sus sueños, luego una mirada, una boca, un murmullo que lo llamaba con la calma de las olas del mar.

 

—Gi-hun…

 

Esos ojos… los había visto antes.

Un par de cuencas marrones, fulminantes, que lo atravesaban como el universo a las estrellas.

 

Sintió cómo era arrastrado hacia el abismo, hasta que unas manos ásperas alcanzaron su rostro pálido… y en ese instante, todo se iluminó.

 

Lo besó con un fervor tan desbordante que su corazón pareció desbocarse, amenazando con salirse de su pecho. Dicha. Plenitud.

 

¿Había muerto y aquello era el paraíso?

 

La risa del hombre estalló en ese espacio vacío, un sonido apacible y poderoso, capaz de hacer temblar al mismo cielo.

 

Gi-hun quiso abandonarse a esa sensación… pero de pronto, el hombre comenzó a alejarse. Sintió el vacío devorarlo mientras lo veía escapar, más y más lejos, y él… tan lento, tan humano.

 

—Espera… ¿a dónde vas?

 

Fue inútil. No pudo alcanzarlo.

 

Se había ido como el verano, como las hojas que el viento arrastra, como el cristal al romperse, como el sol cuando se oculta.

 

Otra vez, todo volvió a oscurecerse.

 

Y finalmente, despertó.

 

 

Su mente oscilaba entre el presente y los restos difusos de aquel extraño sueño. Cuando el aturdimiento comenzó a disiparse, el miedo lo envolvió como un manto helado.

 

Estaba en una sala desconocida. Los muebles, tapizados de terciopelo, parecían sofocar el aire, mientras las luces teñían todo de un rojo opresivo, como si la habitación misma respirara peligro. Se sentía perdido, descolocado. Miró alrededor, pero no había nadie. Ni siquiera aquel hombre que lo había acompañado. El pánico le mordió el pecho.

 

¿Dónde estaba?

 

¿Le habrían hecho algo?

 

¿Le harían algo ahora?

 

Se frotó las sienes, atormentado por el arrepentimiento de cada decisión que lo condujo hasta ese sitio. Tal vez había tenido razón… nunca debió venir.

 

Se levantó con esfuerzo del sillón donde alguien probablemente lo había dejado, pero apenas dio unos pasos antes de que sus piernas cedieran, entumecidas. Cayó de golpe sobre la alfombra, el dolor del impacto arrancándole un siseo entre dientes.

 

En ese momento, la puerta se abrió. Gi-hun se irguió al instante, con el cuerpo rígido y los sentidos encendidos.

 

Una figura tétrica apareció.

Un hombre —al menos lo parecía por su complexión— vestía un uniforme negro de pies a cabeza. Su rostro estaba cubierto por una máscara con un cuadrado marcado en el centro. Detrás de él, un guardia de uniforme rosa y máscara triangular, idéntico a los que Gi-hun había visto en la limosina. La ausencia de facciones les confería una apariencia inhumana, aterradora.

 

—Señor Seong Gi-hun —habló una voz distorsionada—. Bienvenido.

 

Gi-hun intentó levantarse. Sus piernas flaquearon, pero la adrenalina lo sostuvo erguido.

 

—¿Dónde estoy? —su voz tembló, cargada de desesperación—. ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué le hicieron al hombre que venía conmigo?

 

El silencio se volvió insoportable. Las dos figuras intercambiaron una mirada breve.

 

—¡Contéstenme! —exclamó, con un arranque de furia.

 

—Le ruego que se calme —dijo el de negro, alzando ambas manos con gesto conciliador—. Tome asiento, se lo explicaré todo.

 

Gi-hun dudó. No estaba en condiciones de pelear; alcanzó a vislumbrar el arma de medio alcance que cargaba el guardia rosa. Este no era un lugar donde le convenía perder el control. Finalmente, obedeció y se dejó caer en el sillón. El hombre de negro tomó asiento frente a él.

 

Pero Gi-hun no podía serenarse. Su mirada volvía una y otra vez al arma, como si esperara que en cualquier momento se disparara contra él.

 

—Le aseguro que no tenemos intenciones de hacerle daño —añadió el de negro, notando aquella fijación.

 

—¿Y el otro tipo? —preguntó Gi-hun, desafiante.

 

—Está bien, se lo aseguro —la voz robótica respondió sin titubeos—. Solo tuvimos que apartarlo un momento para hablar con usted… pero cuando salga de aquí podrá verlo.

 

Gi-hun contuvo el aire, incapaz de distinguir si era una mentira o no. De cualquier manera, no tenía opción. Se aferró a la mínima posibilidad de que dijeran la verdad. El silencio se prolongó unos segundos más, hasta que el de negro pronunció un nombre que le heló la sangre.

 

—Hwang In-ho. ¿Ese es el nombre que buscaba?

 

Gi-hun sintió el corazón acelerarse, bombeando con fuerza.

 

—Sí —dijo entre dientes—. ¿Qué tiene que ver con todo esto? ¿Con este lugar?

 

El hombre se acomodó en el sillón, cruzando una pierna sobre la otra con un gesto de poder y una tranquilidad que resultaba espeluznante.

 

—El señor In-ho fue una pieza clave en nuestra organización.

 

Gi-hun abrió los ojos de par en par.

 

—¿Nuestra organización?

 

—Sí. Nuestra organización. Fundada hace muchos años por el señor Oh Il-nam.

 

Ese nombre no le decía nada. Nunca lo había escuchado, y estaba seguro de que no era uno que pudiera olvidar.

 

—¿Y qué hace esta organización? — preguntó, tragando saliva tan fuerte que el sonido retumbó en su garganta.

 

—Creamos diversión — respondió con frialdad. La simple palabra lo estremeció.

 

—¿Qué…? — su voz se quebró — ¿Qué clase de diversión?

 

El hombre se levantó. Abrió un cajón y sacó un pequeño control remoto. Con un simple clic, una pantalla descendió frente a ellos, bañando la sala con un resplandor de colores que cortaba la oscuridad.

 

La pantalla cobró vida.

Primero, un video inocente: niños jugando en un parque, risas y carreras bajo la luz del sol. Pero pronto, la imagen cambió. Ahora eran adultos con copas de vino en las manos, vestidos con ropa de lujo. Gi-hun reconoció ese aire de superioridad, como el que veía en los restaurantes a los que Sang-woo lo arrastraba a veces. Pero había algo extraño: todos llevaban máscaras. Rostros ocultos detrás de sonrisas doradas y miradas vacías.

 

El escenario volvió a mutar. Personas con uniformes azules, cada una marcada con un número en el pecho. A diferencia de los anteriores, se notaba que eran gente común, modestos, cansados. Estaban sentados en una sala estrecha, respondiendo preguntas a una voz distorsionada que salía de las sombras.

 

—¿Por qué quieres ganar dinero?

 

Las respuestas se intercalaban con fechas que aparecían en la esquina inferior:

 

1994… 2004… 2014… 2005…

 

—Para salvar a mi hija.

 

—Para pagar mis deudas.

 

—Para ser feliz…

 

Y entonces, todo cambió de golpe.

 

Las imágenes se tornaron más oscuras, como grabaciones de cámaras de seguridad. El sonido metálico de monedas cayendo se mezclaba con gritos desgarradores. El caos estalló en la pantalla: sangre en las paredes, cuerpos desplomados en el suelo, un rojo carmesí que lo inundaba todo. La escena parecía sacada de una pesadilla.

 

Gi-hun sintió que el estómago se le revolvía.

 

Luego vinieron imágenes aún peores. Personas con trajes formales, amordazadas y atadas a sillas. Rogaban, sollozaban, se arrastraban en vano por su vida. Una figura apareció: vestía un uniforme gris, máscara negra y un arma en la mano. Apuntó a la cabeza de uno de los prisioneros. El grito de pánico atravesó la sala segundos antes de que el disparo lo silenciara.

 

El eco del disparo aún vibraba cuando Gi-hun no pudo más. Se inclinó hacia adelante y vomitó sobre la alfombra. No era una persona sensible, pero por alguna extraña razón, esta vez no pudo evitarlo. Era como si su estómago hubiera cobrado vida, revolviéndose con una fuerza ajena a él, traicionándolo en el peor momento.

 

—¿Por qué…? ¿Por qué me enseñas todo esto? — preguntó, la garganta le picaba y los ojos le ardían.

 

No obtuvo respuesta. El video seguía corriendo, pero no podía seguir mirando; apartó la mirada, aunque los gritos de las personas le taladraban la cabeza.

 

—¡Ya basta! — gritó — ¡Para, por favor!

 

Y entonces… el video terminó. Solo quedó un silencio cruel y atronador que atravesaba sus oídos. Todo zumbaba.

 

—Quiero irme — dijo, el cuerpo temblando de miedo.

 

Unos guardias entraron a la sala, idénticos al rosa que había visto antes. Sus rostros estaban ocultos, pero esta vez la figura era un círculo. Llevaban delantales y productos de limpieza; se agacharon en el piso y comenzaron a limpiar el desastre de Gi-hun con una eficiencia aterradora, como si nada estuviera pasando.

 

El hombre de negro se sentó frente a él, y Gi-hun instintivamente se echó hacia atrás en el sillón. El guardia triangular le extendió una carpeta sobre la mesa, como si fuera evidencia incriminatoria.

 

—El señor Hwang — comentó — no es el hombre que usted cree. Compruébelo con sus propios ojos.

 

Gi-hun se acercó, tembloroso. Estaba hecho un desastre: pelo enmarañado, camisa arrugada, corazón galopando. Tomó la carpeta con cuidado, como si dentro estuviera la peor de sus pesadillas. Esperó un segundo antes de abrirla, temiendo una trampa, pero no era así. Solo lo miraban expectantes, como si él estuviera a punto de abrir la caja de Pandora.

 

La primera página mostraba un expediente:

 

“Hwang In-ho. 40 años. Detective en el departamento de policía de Seúl.”

 

Nada fuera de lo normal, solo información personal: parentescos, nivel de estudios, domicilio, fecha de nacimiento.

 

Abrió la segunda hoja. Estados de cuenta, transacciones de mucho dinero, pagos hospitalarios a nombre de “Hwang Jun-ho”. Cifras insultantemente altas.

 

—El señor Il-nam era generoso con quienes consideraba empleados eficientes — explicó el hombre de negro.

 

Parecía inofensivo, hasta que vio la tercera página: personas, todas sin vida. Al principio, rostros sonrientes; luego, ojos apagados, nadando en charcos carmesí, como en un matadero. Gi-hun sintió un nudo en el estómago, y esta vez no pudo evitarlo; era como si su estómago hubiera cobrado vida, traicionándolo en el peor momento.

 

Era demasiada gente, demasiados nombres. Cada página mostraba un destino más cruel que el anterior. Y entonces, la verdad:

 

—Estas eran las víctimas que cobró a lo largo de su carrera aquí.

 

El hombre rió; el sonido, aterrador, resonó bajo la máscara.

 

Frontman era eficiente.

 

Gi-hun alzó la mirada; ese nombre le resultaba extrañamente familiar.

 

—¿Frontman? — repitió.

 

—Así solía llamarse. Él era el líder.

 

No quiso mirar más. Las manos le sudaban, los pies le temblaban y su estómago rugía por desatar otra vez el caos. Todo parecía un sueño abstracto, cayendo más y más profundo en un pozo sin fondo.

 

—No te creo — dijo — solo quieres manchar a In-ho, ¡solo quieres que me aleje de él! Dime quién te envió para montar este circo.

 

El enmascarado no respondió, pero soltó otra bomba. El guardia triangular puso sobre la mesa un celular con una grabación de audio de 2015. Gi-hun dudó antes de reproducirla, deseando no hacerlo.

 

—Hiciste un buen trabajo — dijo una voz mayor, gastada por la edad.

 

Silencio. Respiración acelerada.

 

—¿Te arrepientes? — preguntó la voz — No tienes de qué arrepentirte. Esa era escoria, amenazaba el orden… y tú la eliminaste. Bien hecho.

 

Señor Il-nam — respondió otra voz temblorosa. Gi-hun la reconoció al instante.

 

Era la voz que lo había perseguido, la que ahora lo aterrorizaba.

 

—Mi hermano… — continuó — ¿mi hermano estará bien?

 

—Claro que sí — la voz fingía calidez — Hiciste un buen trabajo, así que te pagaré bien. Si sigues así, podrás cubrir los gastos del hospital de tu hermano… y mucho más. Tendrás tanto que no sabrás cómo gastarlo.

 

In-ho.

 

 

La grabación se cortó, dejando el peso de la realidad aplastándolo.

 

El mundo giraba; no podía creerlo aún, pero la prueba era contundente. Esa voz era inconfundible.

 

—El señor Il-nam era un visionario. No creó esta organización por dinero; el dinero es solo un subproducto — dijo el hombre de negro — La creó como alguien pinta un cuadro: para probar una idea. La idea es que toda moral tiene un precio. Su amante, el señor Hwang, fue una de sus obras maestras. La prueba viviente de que un hombre bueno puede convertirse en el instrumento perfecto si se le da la motivación correcta.

 

Su mundo se desplomó en un instante. La cabeza le latía como si quisiera romperle el cráneo. Su corazón galopaba desbocado, sus manos se derretían como dos paletas bajo el sol, y en su estómago algo reptaba, como un gusano.

 

Nada había sido real.

 

Esa sonrisa, esa humildad, esa calidez…

 

Era de un asesino. Y un asesino no podía amar. Solo destruir.

 

El dolor lo partió en dos, arrasando con todo a su paso. Fue peor que cuando descubrió lo de Sang-woo; al menos eso era solo dolor. Esto… esto era aterrador. Muy aterrador.

 

¿Cómo había podido acabar con toda esa gente sin titubear siquiera un instante?

 

Vio los rostros, deformados por la sangre y la destrucción, sin un atisbo de vida. Recordarlo le provocaba arcadas que apenas pudo contener. Las lágrimas brotaron sin aviso, mezclando miedo y tristeza por igual.

 

No supo en qué momento sus pies comenzaron a moverse más rápido que su cabeza. El instinto de supervivencia lo dominó y salió disparado de la habitación por una de las puertas laterales. Corrió, perdiéndose entre interminables pasillos que parecían idénticos, llenos de puertas cerradas. Intentó abrir una, luego otra, todas bloqueadas. Era un laberinto siniestro. La desesperación lo mordía, todo lo que quería era escapar.

 

Subió unas escaleras y encontró una puerta roja, abierta de par en par. Al empujarla, un horror lo paralizó:

 

Dos guardias con máscaras y, entre ellos, una persona atada, con los ojos llenos de terror. Fue lo último que vió en ese lugar, esa mirada, como la de un animal acorralado que sabe su destino cruel.

 

Sintió un golpe seco en la cabeza. El mundo se volvió líquido, las luces se deformaron, los gritos se mezclaron con sus propios pensamientos. Fragmentos de miedo, de rabia, de dolor, lo atravesaban como cuchillas: rostros desconocidos, sombras que lo perseguían, un eco lejano que gritaba su nombre. Intentó gritar, pero no salió sonido. Intentó moverse, pero era como si su cuerpo estuviera pegado al suelo.

 

Finalmente, la oscuridad lo engulló. Aun así, en esa negrura, su mente no estaba en silencio: sentía cada latido, cada rugido del pánico, cada terror que había visto convertido en un murmullo que lo rodeaba, susurrándole que aún no había terminado. Y luego… solo hubo calma.

 

La sensación de la lluvia colándose por su piel lo despertó. La noche era fría, y el golpe constante de las gotas contra el pavimento retumbaba en sus oídos. Se incorporó aturdido, empapado, y antes de darse cuenta estaba sentado en una banca de parque. No había nadie alrededor, solo la noche y su propia respiración descontrolada. Su alma se sentía fragmentada.

 

Cuando su sistema de alerta se activó, salió corriendo de la lluvia y se refugió bajo una pequeña carpa cercana. No sabía cómo había llegado hasta allí, pero su mano logró alcanzar el celular justo cuando vibró. Por un momento, el sobresalto lo paralizó: ¿sería alguien peligroso? Pero al contestar, una voz familiar le trajo un extraño alivio.

 

—Señor Seong… — dijo la voz de su guardaespaldas.

 

Gi-hun reaccionó de inmediato.

 

—¿Está bien? — preguntó, con el corazón a mil — ¡¿Te hicieron algo?!

 

—No… todo está bien. Me llevaron a un cuarto aislado y luego me devolvieron a casa. ¿Dónde está usted? Iré de inmediato.

 

Gi-hun miró a su alrededor y, de repente, todo encajó. La zona le era conocida; estaba cerca del departamento de In-ho. Lo habían planeado todo: la tarjeta, el lugar, la verdad… cada pieza llevaba a este momento.

 

Si eso querían, entonces eso tendrían. Ya estaba harto.

 

—No, está bien — respondió, con firmeza — Tengo un asunto pendiente.

 

—¡Señor…! — la voz quedó suspendida antes de que colgara.

 

Sin importar que la lluvia empapara su ropa y su teléfono, Gi-hun siguió avanzando. Todo se sentía irreal, como un sueño del que no podía despertar, pero aún así, avanzó, decidido a enfrentar lo que viniera.

 

 

Caminó hacia el edificio con la voluntad quebrándose a cada paso. Cuando subió al elevador, algo cambió en él. Mientras los pisos ascendían, los recuerdos comenzaron a invadirlo.

 

La primera vez que lo vio, aquella mirada cálida que lo hizo creer que había encontrado a alguien igual de solo que él, alguien que podía entenderlo. El primer beso. El primer roce de sus manos. La primera noche juntos.

 

Eran recuerdos limpios, hermosos… pero ahora el dolor los teñía de gris. Lo que antes era luz se había convertido en un eco amargo, porque detrás de todo había estado oculto un secreto demasiado grande, demasiado oscuro.

 

Se sentía pesado, como si una neblina espesa se hubiera posado sobre el mundo.

 

Cuando las puertas se abrieron, avanzó dejando un rastro de agua a su paso. Se detuvo frente a la puerta del departamento. Permaneció varios segundos allí, luchando por reunir el valor necesario para enfrentar lo inevitable. Estaba a punto de ver al monstruo que alguna vez amó con todo su ser.

 

Y entonces, la puerta se abrió sola.

 

Todo se detuvo.

 

Era In-ho. Su rostro ya no era el mismo: hueco, endurecido, revelando finalmente la sombra de lo que siempre había sido. Un asesino.

 

¿Cómo no lo había visto antes?

 

—Gi-hun… — dijo sorprendido al verlo empapado, con el cabello enredado y los ojos vacíos.

 

Gi-hun no contestó. Simplemente cruzó la entrada y, cerrando los ojos un segundo, dejó que el silencio lo envolviera. No parecía el final, pero en su interior sabía que lo era.

 

—Estaba a punto de ir a buscarte — habló In-ho mientras cerraba la puerta tras él —. ¿Dónde estuviste todo el día? No contestabas mis mensajes.

 

No hubo respuesta. Fingir era imposible. Gi-hun caminó como un fantasma entre los muebles, deteniéndose ante una fotografía: In-ho, sonriendo junto a su hermano y su madrastra, en días más sencillos.

 

“¿Fue su culpa?”, pensó.

 

Y su conciencia respondió:

 

“Sí, lo fue.”

 

In-ho desapareció un momento y volvió con una toalla. Se arrodilló frente a él, sin percatarse del vacío en su mirada, y comenzó a secarlo con una calma tierna, casi devota. Gi-hun tembló. ¿Cómo podía alguien capaz de tanta ternura haber segado vidas sin dudarlo? Cada caricia de la toalla lo ensuciaba más que limpiarlo.

 

Hasta que llegó a su rostro.

 

Sus miradas se encontraron. Gi-hun lo vio como si mirara al paraíso… un paraíso pintado con los colores del infierno. Las lágrimas brotaron sin que pudiera detenerlas, como si todo en él suplicara que no dijera nada, que callara la verdad, que siguiera viviendo en la mentira. Pero no podía. Lo que había visto aún palpitaba fresco en su memoria, eclipsando todo lo demás.

 

—¿Qué pasa? — preguntó In-ho, preocupado.

 

Su mano trazó la línea de su mandíbula hasta su barbilla. El silencio se hizo eterno, hasta que por fin, la sentencia cayó.

 

—Lo sé todo.

 

No necesitó explicar más. Con esas palabras bastó para que In-ho entendiera. Su expresión cambió en un instante: de preocupación a miedo. Aun así, trató de ignorar la revelación, siguió con la toalla… pero Gi-hun lo detuvo. Apartó su mano con firmeza y se puso de pie.

 

In-ho permaneció de rodillas unos segundos, como si aún pudiera negar la verdad que se derrumbaba sobre ellos. Pero al final, se incorporó. Su mirada era firme, pero con un atisbo que daba a indicar, que estaba aterrado.

 

—Sé lo que hiciste —la voz de Gi-hun temblaba, rota—. Todo lo que hiciste con esas personas… todo lo que hiciste por dinero.

 

In-ho no respondió. Bajó la mirada, incapaz de sostenerla en los ojos de Gi-hun. Si lo hacía, se quebraría, porque lo único que vería reflejado allí sería el monstruo en el que se había convertido.

 

—Vi la sangre… lo escuché todo —la voz de Gi-hun titubeaba, hecha pedazos—. Fue horrible… tan horrible…

 

El silencio de In-ho pesaba más que cualquier palabra. Escuchaba a Gi-hun como si su voz llegara a través de un agua helada y espesa. Cada sílaba era un clavo hundiéndose en su condena. Solo pudo asentir, despacio, porque todo era verdad.

 

Y cuando finalmente llegó la sentencia, fue demasiado.

 

—No quiero volver a verte… —sollozó Gi-hun.

 

Algo se quebró en lo más profundo de In-ho. No fue solo el dolor: fue un colapso existencial, como si el último hilo que lo mantenía atado a la vida se hubiera roto en ese instante. Un temblor lo recorrió de pies a cabeza. Levantó la mirada, y sus ojos, húmedos y desbordados, se encontraron con los de Gi-hun. Ya no había culpa en ellos, solo puro terror.

 

Lo único bueno que había tenido en la vida estaba a punto de irse.

 

Por favor… —su voz salió como un susurro desgarrado, frágil como un niño aterrado en la oscuridad—… por favor, no te vayas.

 

Gi-hun apartó la mirada. El dolor era tan intenso que sus labios temblaron como si fueran a deshacerse. No sabía cuánto más podía contenerse. No era justo. Nada de esto era justo.

 

In-ho dio un paso hacia él. Fue un movimiento mínimo, pero se sintió como si avanzara hacia un abismo que crecía segundo a segundo. No tenía excusas. No tenía justificación para las manchas en sus manos. Solo tenía su existencia, arrastrada como una cadena, y el miedo de que fuera borrada en el juicio de aquel hombre al que no quería perder.

 

—No me di cuenta de que no había vivido… hasta el momento en que te conocí —confesó, con el corazón en carne viva—. El día que apareciste, Gi-hun… ese día comencé a existir.

 

El estómago de Gi-hun se contrajo con violencia. El nudo en su garganta ya no le dejaba respirar. Se llevó una mano al cabello, temblando, dudando… dudando de todo. Pero su conciencia habló, cruel, implacable.

 

—Eres un monstruo —dijo, con voz quebrada—. Y yo no puedo amar a un monstruo.

 

La lágrima que había estado retenida en los ojos de In-ho al fin se deslizó por su mejilla. Era la primera vez que Gi-hun lo veía llorar… y sería la última. Aquella frase final fue un golpe certero, definitivo.

 

Gi-hun salió del departamento. Dejó su alma allí dentro. Caminaba porque su cuerpo aún recordaba cómo hacerlo, mientras su mente trataba de protegerlo reprimiendo el dolor que lo estaba devorando. No tenía un hogar, no tenía refugio.

 

“Solo un poco más”, se repitió, como si el cuerpo pudiera avanzar aunque el corazón se hubiera detenido.

 

Al salir del edificio, la lluvia ya había cesado y la noche lo envolvió. No sabía qué hora era, no sabía quién era, no sabía nada. Dio unos pasos, apenas unos pocos, y se derrumbó en la primera esquina.

 

Y lloró.

 

Lloró por lo que fue y por lo que ya no sería nunca.

 

Maldijo la injusticia de la vida, maldijo su propio nombre, maldijo cada herida abierta. Sentía que la vida se burlaba de él, dándole un instante de felicidad solo para arrebatárselo después, como si la dicha fuera un juguete que nunca le perteneció, uno que siempre sería quitado en el momento en que se atreviera a amarlo demasiado.

 

Hwang In-ho.

 

Ese nombre quedaría marcado en él por el resto de su existencia.

 

Como el recuerdo de la esperanza cruel de un cálido futuro que nunca pudo vislumbrar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 22: El pasado de In-ho

Chapter Text

Noviembre del 2015

 

 

Hwang In-ho jamás olvidaría el día en que su vida cambió por completo.

 

No fue en un día lluvioso, ni mucho menos uno de tormenta. Era soleado, las nubes brillaban en el cielo como pétalos a la deriva, pero su corazón estaba más apagado que nunca.

 

El olor a desinfectante se mezclaba con el pitido intermitente de las máquinas. In-ho tenía las manos sudorosas y entrelazadas, como si al apretarlas pudiera evitar que su hermano se le escapara de las manos. La piel de Jun-ho estaba amarilla, casi traslúcida, con los labios resecos y el abdomen hinchado bajo la sábana blanca.

 

El médico entró en la habitación con un expediente en la mano y una mirada que In-ho reconoció al instante: la de alguien que viene a destrozar el suelo bajo tus pies.

 

—Señor Hwang… —dijo con voz grave— ¿Podemos hablar un momento afuera?

 

In-ho asintió suavemente y se levantó de su silla, le echó un último vistazo a su hermano. Tenía los ojos cerrados, pero no descansaba, sabía que la pesadez de la enfermedad no lo dejaba hacerlo.

 

Cuando salió de la habitación, el doctor lo recibió con la peor de las noticias.

 

—Su hermano está en un estado de cirrosis hepática descompensada . Su hígado ya no está funcionando.

 

In-ho parpadeó, como si no hubiera escuchado bien.

 

—¿Qué significa eso? —su voz salió rota.

 

El médico suspiró, acomodando los lentes.

 

—Significa que su cuerpo ya no puede filtrar toxinas ni producir las proteínas necesarias. Por eso tiene el abdomen inflamado y episodios de confusión. Puede presentar hemorragias internas en cualquier momento.

 

El corazón de In-ho golpeaba contra sus costillas. Su hermano, que hasta hacía unos meses aún reía con él en la azotea de su casa, ahora parecía una sombra.

 

—¿Y el tratamiento? Dígame qué tengo que hacer. Lo que sea.

 

—Podemos controlar los síntomas con medicamentos y procedimientos, pero es temporal —dijo el médico, bajando la mirada al expediente—. La única opción definitiva es un trasplante de hígado .

 

El silencio cayó como un peso insoportable.

 

—¿Y cuánto tiempo… si no…? —In-ho apenas pudo pronunciarlo.

 

El doctor lo miró directamente.

 

—Meses. Quizás semanas, si el cuadro empeora rápido.

 

In-ho sintió un nudo subirle hasta la garganta, uno que quemaba y asfixiaba al mismo tiempo. Su hermano menor, aquel que una vez sostuvo entre sus brazos como una pequeña criatura que ni siquiera había abierto los ojos al mundo, ahora luchaba por no cruzar el umbral de la muerte. La impotencia de no poder hacer nada lo estaba consumiendo en vida.

 

Debería ser él quien estuviera ahí, no Jun-ho. Debería morir él, y no su hermano.

 

Regresó a la habitación y se quedó quieto por un largo rato, observando cómo el pecho de Jun-ho subía y bajaba con esfuerzo, acompañado por el pitido constante de la máquina que lo mantenía con vida. Se sentía perdido.

 

No sabía qué hacer. Lo había dado todo: vendió lo poco que tenía, malgastó su dignidad, y aun así no fue suficiente. Ese mismo día lo habían despedido de la policía; todavía podía sentir la mirada decepcionada de su superior cuando descubrió que, en secreto, había estado aceptando sobornos para cubrir los gastos médicos de Jun-ho. Fue un acto desesperado, pero ni siquiera eso alcanzó.

 

Se cubrió el rostro con ambas manos, como si pudiera esconderse de un destino que ya estaba escrito. Quiso llorar, pero las lágrimas no salieron. Su cuerpo lo sabía: no era momento de derrumbarse. Si él caía, Jun-ho no tendría ninguna oportunidad.

 

Después de unos minutos, su madrastra, la señora Mal-soon, entró a la habitación. Se sentó a su lado y le tendió un vaso de café.

In-ho lo aceptó; el líquido era amargo, tan amargo como su vida.

 

La mujer lo observaba con un semblante preocupado mientras le acariciaba el hombro, como si en silencio comprendiera el enorme peso que él cargaba y se compadeciera de él.

 

—Ve a casa a descansar un rato —dijo con bondad—. Yo me quedaré aquí a cuidar a tu hermano.

 

—Estoy bien aquí —respondió él.

 

No quería irse. Tenía miedo. Miedo de que si se marchaba, Jun-ho también lo hiciera.

 

—Él estará bien —insistió ella—. Es fuerte, es tu hermano. No necesitas preocuparte tanto.

 

—Si no lo hago yo, nadie más lo hará —soltó, más frío de lo que pretendía.

 

La mujer lo miró con dolor, pero no replicó. In-ho quiso disculparse, pero las palabras se le atoraron en la garganta. Sabía que ella tenía razón: debía descansar. El insomnio lo estaba volviendo más hostil que de costumbre. Y, además, esa mañana ya había perdido su empleo.

 

Suspiró y se levantó.

 

—Iré a casa… mantenme al tanto si sucede algo.

 

La señora asintió. In-ho alcanzó a notar un par de lágrimas asomándose en sus ojos, pero decidió no decir nada. Solo se marchó.

 

Caminó por los pasillos del hospital con la pesadez de quien arrastra un cuerpo ajeno. Los ojos le ardían por la falta de sueño, el estómago le rugía sin apetito y la cabeza le hormigueaba bajo la presión del estrés. Se sentía como un animal enjaulado.

 

Estaba por llegar a la salida cuando una voz lo detuvo:

 

—Disculpa, jovencito…

 

Se volvió y encontró a un anciano frente a la máquina expendedora. Tenía la piel arrugada, una boina negra y un chaleco verde sobre una camisa clara.

 

—La máquina se averió —explicó con voz temblorosa, señalando el aparato metálico—. No soy muy bueno con estas cosas, ¿podrías ayudarme?

 

In-ho vaciló. Bastantes problemas tenía ya como para añadir el de una máquina expendedora. Pero la fragilidad en la mirada del anciano lo desarmó.

 

—Claro.

 

Se acercó. El paquete de semillas que el viejo quería comprar estaba atorado entre dos productos. In-ho sacó de su bolsillo un último par de monedas, las insertó y seleccionó el artículo bloqueado. Con suerte, el producto se deslizó, liberando además un par de bolsas extras que cayeron al fondo.

 

—¡Oh! —exclamó el anciano— Parece que tienes suerte hoy.

 

In-ho esbozó una sonrisa amarga. Se agachó, recogió las bolsas y se las entregó todas.

 

—No, jovencito. Estas son tuyas.

 

Le tendió dos bolsas de papas. In-ho negó con la cabeza.

 

—Está bien… no me gustan. Quédese con ellas.

 

El anciano lo miró sorprendido, como si no esperara esa generosidad. Luego sonrió con calidez.

 

—Eres muy bueno —dijo—. Me recuerdas mucho a mí cuando era joven.

 

In-ho sonrió por cortesía, hizo una reverencia y se dio la vuelta. Sin embargo, la voz del anciano volvió a llamarlo.

 

—Jovencito… ¿Crees que puedas hacerme un último favor?

 

Él giró el rostro.

 

—¿Cuál? —preguntó, intrigado.

 

—¿Me llevarías afuera para que me recojan? —pidió el anciano— Verás… a mi edad es fácil perderme.

 

In-ho aceptó sin pensarlo. No tenía nada mejor que hacer; estaba sin trabajo, sin rumbo, vagando por la vida como una hoja arrastrada por el viento. Se ofreció como apoyo para que el anciano caminara hasta la calle. Avanzaron despacio, y entonces In-ho se detuvo en seco: una enorme limosina negra aguardaba frente a ellos.

 

Abrió los ojos como platos, desconcertado. Un hombre de traje oscuro y lentes negros descendió de inmediato para abrirle la puerta al anciano. Éste se giró antes de subir y soltó una carcajada al ver la expresión de In-ho.

 

—¿Creíste que por ser un anciano no tenía dinero? —preguntó divertido.

 

—No, no es eso… solo estoy sorprendido.

 

El anciano asomó la cabeza dentro del auto y luego volvió a mirarlo.

 

—¿Quieres dar un paseo conmigo?

 

La propuesta lo descolocó. No era el tipo de hombre que se relacionara con limusinas; de hecho, jamás había visto una de cerca. Su ropa sencilla contrastaba con la elegancia impecable del vehículo. No podía sentirse más fuera de lugar.

 

—¿Con usted? ¿En ese coche?

 

—Claro, tonto —se burló el anciano—. Me hiciste un favor, ahora déjame llevarte a casa.

 

In-ho no supo por qué aceptó. Tal vez porque ya no tenía nada que perder, o tal vez porque había algo en ese hombre enigmático que lo atraía. Subió sin imaginar que aquel día estaba entregando su alma al diablo, a ese lobo con piel de cordero. Quizá desde siempre Oh Il-nam lo tuvo en la mira, expectante al momento en el que toda su vida se derrumbaría, y él vendría con su dinero sucio a ofrecerle una vida mejor, todo a cambio de su consciencia.

 

De haberlo sabido, quizá habría tomado otra decisión. O quizá no, porque en realidad nunca tuvo otra opción.

 

Esa noche cobró a su primera víctima. Todavía recordaría esos ojos: fijos en él, cargados de un miedo tan crudo que casi parecía tangible, como si la inexistencia ya los hubiera rozado. Los vio a través de la capucha, entre súplicas ahogadas que se perdieron en aquel lugar desierto.

 

El estruendo del disparo le partió los oídos, seguido de un zumbido persistente que parecía incrustarse en su cráneo. La sangre se extendió por el suelo como una mancha imposible de borrar, un tatuaje oscuro grabado en su memoria.

 

—“Solo era escoria” —se repitió mientras regresaba con el anciano. Había cumplido su parte del trato.

 

Se sentó frente a él, con el cuerpo tembloroso y las manos frías. El anciano, en cambio, bebía whisky con calma, como si todo fuera un espectáculo preparado para su deleite. Su mirada estaba divertida, casi satisfecha, alimentándose del miedo que lo devoraba por dentro. Sentirse observado por esos ojos era como estar atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar.

 

La certeza llegó cuando vio los ceros en la tarjeta bancaria. Era demasiado dinero. Tanto que dolía mirarlo. Y sabía que habría más si seguía adelante.

Fue como colocarse una venda en los ojos: anestesió sus sentidos cada vez que se enfundó en la capucha. Cada disparo se volvió el sonido metálico de las monedas cayendo. Cada súplica, un recordatorio de que su hermano Jun-ho seguiría vivo un día más.

 

A veces era con un cuchillo, otras con un arma, y en ocasiones con sus propias manos. Algunos se defendían hasta el final, otros ni siquiera alcanzaban a gritar. Pero al final, todos se volvían iguales. Todos eran reducibles a la misma palabra:

 

—“Basura” —se lo repetía como un mantra, como una venda mental que lo protegía de la verdad.

 

Con el tiempo, la doble vida dejó de ser una carga y se volvió costumbre. El anciano Oh Il-nam le entregó una máscara negra, opaca, hexagonal. Y con ella, un nuevo nombre.

 

—A partir de ahora, cuando estés aquí, ya no eres In-ho.

 

Eres Frontman .

 

 

Y así fue. No estaba solo: había otros como él, sombras con máscaras y sin ellas, todos devorados por la ambición. En sus miradas no quedaba luz, solo un reflejo vacío que los unía en aquel mismo infierno.

 

Una noche estaba en el hospital, todavía con la sensación fresca de haber asesinado a sangre fría a uno de los traidores de la organización. Un joven ingenuo que creyó poder escapar después de filtrar información confidencial. Para su desgracia, había caído en el ojo del anciano, quien, como un Dios retorcido, parecía verlo todo.

 

Con las manos aún temblorosas, In-ho se sentó al lado de su hermano Jun-ho, quien yacía profundamente dormido bajo los efectos de los sedantes. Al día siguiente sería su trasplante: por fin había logrado reunir el dinero, después de interminables semanas de esfuerzo y desespero. Aquello le daba un alivio momentáneo, pero la culpa lo devoraba lentamente por dentro.

 

Las lágrimas le brotaron sin contención. Se inclinó hacia adelante, enterrando el rostro entre sus manos. No podía más… y, sin embargo, sabía que debía continuar.

 

Hyung… —susurró de pronto una voz débil, apenas perceptible— ¿Por qué lloras?

 

In-ho alzó la mirada de golpe. Jun-ho lo observaba a medias, con los ojos entreabiertos. Se apresuró a secarse las lágrimas.

 

—Ah… —se sorbió la nariz—. No es nada.

 

—¿Te preocupas demasiado por tu hermanito? —murmuró con un tono sarcástico—. Nunca te había visto llorar. Mírate… luces terrible.

 

El comentario le arrancó una sonrisa cansada, pero al intentarlo, Jun-ho soltó un quejido de dolor que le atravesó el cuerpo como una punzada.

 

—No, claro que no —replicó In-ho con firmeza—. Solo que… la película me hizo llorar.

 

Jun-ho giró lentamente hacia la televisión que colgaba frente a ellos. En pantalla, un actor sollozaba desconsoladamente, desgarrado por la escena.

 

—Sí, claro… —dijo, con una mueca irónica—. Pero debo admitirlo, es un buen actor.

 

In-ho desvió la vista hacia la pantalla, sin haber prestado atención antes. Sus ojos se encontraron con un rostro desconocido… y sin embargo, algo en su interior lo estremeció. Aquella mirada, aquella sonrisa… había una calidez que lo atravesó como un rayo. Era como si, en lo más profundo de su corazón, hubiera estado esperando ver ese rostro toda su vida.

 

Radiante, como el sol.

 

En ese entonces no sabía su nombre. No podía imaginar que, años después, ese hombre sería a la vez su tormento y su mayor dicha.

 

Seong Gi-hun.

 

 

Semanas después, su hermano salió del hospital. No caminaba, iba en silla de ruedas, pero la operación había sido un éxito. Todo había salido bien, y eso le dio a In-ho un alivio momentáneo. Sin embargo, en lo más profundo de sí, sabía que algo había terminado: su propósito, la razón por la que se había convertido en un monstruo.

 

—Quiero comer gimbap —dijo Jun-ho, con una sonrisa cansada, mientras In-ho lo empujaba suavemente en la silla de ruedas—. La comida del hospital es asquerosa.

 

—Podemos pasar al mercado en el camino —respondió la señora Mal-soon.

 

Ella sonreía como si al fin hubiera sentido el sol después de una tormenta interminable.

 

Pero In-ho no compartía esa alegría. Todo lo contrario. Sintió que, a partir de ese momento, la verdadera tormenta apenas comenzaba. Una que arrasaría con lo que quedaba de él.

 

Duró varios meses más en aquel trabajo. Nunca quiso preguntarse por qué. Tal vez porque, con las manos ya manchadas, fingir que seguían limpias carecía de sentido. En algún rincón oscuro de sí mismo, aunque le costara admitirlo, lo disfrutaba. No de la forma sádica en que lo hacía el anciano Il-nam, pero sí encontraba en ese poder y control un refugio. Un hogar para acallar el caos de su mente.

 

Sin embargo, cuando sintió que ya no quedaba nada de él —ni siquiera la sombra— decidió bajarse de aquella ola antes de que lo arrastrara mar adentro.

 

Un día, llegó hasta el anciano. Lo encontró de pie, como si hubiera estado esperando esa visita. In-ho se quitó la máscara y, con voz firme pero rota, pidió lo que debió haber pedido mucho tiempo atrás.

 

Su libertad.

 

El anciano rió, divertido por la osadía. Pero aceptó. Sin amenazas, sin reproches. Simplemente lo dejó ir, como si ya hubiera exprimido todo lo que quería de él, y ahora no tuviera problema en soltar el caparazón vacío.

 

Aceptó… con una condición.

 

Un tatuaje. Una marca que jamás desaparecería.

 

—Para que nunca olvides de dónde vienes —rió el anciano, mientras un enmascarado acercaba la aguja a su piel.

 

Una lágrima descendió por la mejilla de In-ho mientras sentía la aguja punzándole  la piel, lo marcaron como a un animal. Aquel tatuaje sería su condena. Un recordatorio perpetuo de que había perdido algo irrecuperable: un fragmento de su alma.

 

Manchado hasta el último día.

 

 

 

2025 - Actualidad

 

 

 

“Eres un monstruo.”

 

“Yo no puedo amar a un monstruo.”

 

Aquellas palabras se clavaron en lo más hondo del corazón de In-ho, rompiendo cada fibra como una enfermedad que lo devoraba hasta los huesos.

 

Había pasado quizá una semana desde que Gi-hun lo dejó. O tal vez más. Ya no lo sabía. Había dejado de contar. Los días, las horas y los minutos se comprimían en un solo bloque inmóvil, y el simple paso del tiempo se convirtió en una carga insoportable.

 

Su estómago rugía, pero no tenía fuerzas para comer. Su cuerpo pedía descanso, pero el sueño se había vuelto un tormento: cada vez que cerraba los ojos, la mirada de Gi-hun lo perseguía. Despertaba buscando lo que ya no estaba.

 

El aire de la habitación era espeso, rancio. El reloj de pared avanzaba con su tic-tac implacable, único testigo de su miseria. El mundo seguía, pero él se había quedado detenido en un rincón oscuro de sí mismo.

 

¿Hasta cuándo?

 

¿Algún día dejaría de sentirse así?

 

El amor de Gi-hun había sido todo: su luz, su norte, su razón de despertar. Ahora solo quedaba oscuridad, densa y pesada. No había esperanza de nada. Lo que tuvieron parecía haber sido lo único real que alguna vez existiría.

 

Y desde entonces, la vida no era más que un recordatorio cruel: alguna vez estuvo completo. Ahora ya no era nada, salvo las ruinas de lo que Gi-hun dejó atrás.

 

Le dio otro trago al vaso de whisky. Ya había perdido la cuenta de cuántos llevaba. El mareo le nublaba los sentidos, lo adormecía, pero el dolor seguía ahí, clavado en el pecho, marchitándolo, partiéndolo en dos con cada respiración.

 

Abrió un cajón y sacó una tira de fotos que había guardado desde hace tiempo. Eran aquellas que se tomó con Gi-hun en el mercado. Ambos sonreían, radiantes, como si la felicidad fuera eterna. Se quedó mirándolas, repasando cada detalle, como si así pudiera volver a ese momento.

 

Esa sonrisa ahora le parecía tan lejana, casi ajena.

 

Las lágrimas empezaron a caer, resbalando una tras otra por su rostro. La garganta le ardía, el aire se le negaba. Ya no podía más.

 

No supo en qué momento salió de su departamento ni cómo sus piernas lo llevaron hasta las escaleras. Quizá fue el alcohol, quizá el deseo de acabar con todo, quizá la última chispa de esperanza en el cielo.

 

Cuando abrió la puerta, lo recibió un atardecer magnífico, un lienzo de rojos y naranjas extendiéndose sobre el horizonte, como una despedida. Caminó tambaleante hacia la orilla, sin equilibrio, con el alma arrastrada hasta el borde.

 

Cerró los ojos y respiró el aire fresco. Entendió, entonces, que el cielo nunca le pertenecería. Algo tan hermoso jamás podría ser de alguien como él.

 

¿De verdad sería capaz de hacerlo?

 

¿ De saltar?

 

No quería morir.

 

Quería volver a ser feliz.

 

Pero solo veía dolor, y en su mente eso era todo lo que le esperaba si seguía existiendo.

 

Su cuerpo temblaba, pero su mente, por primera vez, estaba en paz. La duda se disipaba. Y en ese instante, lo único que vino a él fueron los extremos de su vida: cuando fue un asesino… y cuando fue un hombre frágil, roto por la fuerza de ser amado.

 

No lo merecía, pero se permitió soñar con Gi-hun una última vez.

 

¿Acaso no es el mayor deseo humano ser amado, incluso si eres un monstruo?

 

Las imágenes de su rostro lo golpearon como destellos: risas, besos, momentos robados. Quiso grabarlos en su memoria para poder morir libre. Una lágrima se deslizó por su mejilla. Se inclinó hacia el vacío.

 

Todo terminaría ahora…

 

 

Pero la puerta se abrió a sus espaldas.

 

“¿Gi-hun?”

 

Se preguntó, deseando tontamente que fuera él, que hubiera venido a salvarlo.

 

—¡¡In-ho!!

 

No era Gi-hun. Era la voz de su hermano.

 

No se movió, no respondió. Y aun así, Jun-ho corrió hacia él, lo agarró y lo jaló de vuelta al lado seguro, derribándolo al suelo. In-ho estaba tan ebrio que apenas lo sintió.

 

—¡¿Qué carajos crees que estabas haciendo?! — gritó Jun-ho, la voz quebrada por el miedo.

 

In-ho no contestó. No podía. Solo miró ese rostro, y recordó por qué lo había hecho todo, por qué había manchado sus manos, por qué había perdido al amor de su vida.

 

Se odiaba, pero también lo entendía: todo había sido por él, por su hermano. Y aun así, la pena no desaparecía.

 

Jun-ho lo levantó y lo llevó como pudo de regreso a su departamento. Lo dejó en el sillón, pero pronto salió con una maleta en la mano.

 

—¿Qué haces con eso? — murmuró In-ho, apenas consciente.

 

—Vendrás a vivir conmigo. No puedes seguir aquí.

 

—Estoy bien. Quiero quedarme.

 

¡¡No, no estás bien!! — explotó Jun-ho, con lágrimas luchando por salir. — ¡Estuviste a punto de matarte allá arriba! ¡¿Entiendes lo que es eso?!

 

Su voz era un filo que cortaba el aire. In-ho lo miró en silencio, sintiéndose más miserable que nunca. Una carga, un peso, alguien que solo sabía herir a quienes lo amaban.

 

—Vendrás conmigo, por las buenas o por las malas — sentenció Jun-ho, firme —. No me importa si tengo que usar la fuerza o pedir ayuda. Tú decides.

 

In-ho no tuvo fuerzas para objetar. Aceptó.

 

Y así, esa misma noche, regresó a la casa donde había crecido. La misma que alguna vez había sido refugio, ahora lo recibía sin esperanza, sin consuelo. Pero con una certeza amarga: si aún estaba vivo no era porque la vida tuviera un plan para él. Era porque todavía quedaba alguien que lo amaba, alguien que no podría soportar perderlo.

 

No podía hacerle eso a Jun-ho.

 

Pero, aunque viviera, había un vacío imposible de llenar. Nunca sabría por qué Gi-hun lo dejó. Nadie jamás aceptaría ese secreto, ese monstruo que llevaba dentro.

 

Y mientras la noche caía, se permitió un último deseo silencioso: que, arrastrándose en la oscuridad, quizá algún día pudiera volver a encontrar la luz.

 

La suya.

 

La de su amado Gi-hun.

Chapter 23: La esperanza que se extingue

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

 

 

Otra semana después…

 

 

Gi-hun se sentía pesado, como si un enorme camión le hubiera pasado por encima.

 

Habían pasado dos semanas desde que In-ho se marchó de su vida, y todo se convirtió en un agujero negro que devoraba lo bueno a su paso. Se había refugiado en casa, repitiéndose una y otra vez que pronto volvería a las grabaciones y tendría que mostrar su mejor semblante, incluso si por dentro se estaba desmoronando. Flotaba entre el recuerdo de lo sucedido y un presente que se le hacía insoportable.

 

Eunie no le preguntó nada. Cuando lo vio al día siguiente, con el rostro hinchado por las lágrimas, comprendió que era uno de esos problemas en los que el silencio acompañaba mejor que las palabras. Era una niña curiosa, pero también sabía reconocer cuándo debía guardar silencio y simplemente estar a su lado.

 

Aun así, había intentado animarlo de mil maneras. En una ocasión, mientras estaban en la sala, incluso trató de presentarle nuevos prospectos de pareja de manera disimulada.

 

—Una amiga me dijo que su tío está soltero. Y mira, es muy guapo, ¿a que sí? —dijo, enseñándole la foto en su celular.

 

Era un hombre apuesto, con un traje elegante y el cabello peinado con pulcritud hacia un lado, como esos ejecutivos de revista. Pero Gi-hun no sintió nada, salvo una tristeza más profunda: ninguno de ellos sería como su In-ho.

 

—Estoy bien, corazón —respondió con una sonrisa dolorosa antes de hundirse otra vez en el sofá, conteniendo las ganas de llorar.

 

El dolor que sentía ahora era distinto al que lo atravesó cuando Sang-woo lo traicionó. Lo de Sang-woo había sido rabia, ira, decepción. Se enfureció porque todo su esfuerzo terminó en la nada. Pero con In-ho… era otra cosa.

 

In-ho le había abierto un mundo nuevo, le permitió amar con el corazón desnudo. Ese amor era obsesión, pasión cruda, una llama imposible de apagar que lo consumía por completo. Por un momento, creyó que había encontrado lo que siempre mereció. Pero todo aquello terminó eclipsado por la oscuridad: su amor era también el amor de un asesino.

 

No había hablado de ello con nadie, ni siquiera con el guardaespaldas. Mejor que nadie lo supiera, porque así nadie saldría herido. Ya no podía medir hasta dónde podía llegar In-ho, ni cuáles eran sus verdaderos límites. Quizá nunca lo conoció de verdad.

 

No sabía si lo vivido había sido real o solo una fantasía. En las noches, recordaba cómo lo acariciaba durante la intimidad, cómo lo besaba, cómo le susurraba al oído palabras que lo hacían sentir visto, amado, único. Entonces la necesidad de llamarlo lo devoraba por dentro, desesperada. Pero la imagen de los cuerpos ensangrentados volvía como un golpe seco, y el deseo se desvanecía, dejando lugar a las náuseas y al miedo.

 

El segundo día de grabaciones llegó demasiado pronto. El equipo había regresado al pueblo de Baekji para terminar lo que faltaba de la filmación. Los demás lucían frescos y renovados, como si las vacaciones les hubieran devuelto la energía. Gi-hun, en cambio, se sentía en ruinas. Apenas había dormido y la maquillista tuvo que cubrirle las ojeras con más corrector de lo habitual. Había olvidado cortarse el cabello, y el primer día apareció con una melena indomable que se levantaba en todas direcciones, obligando al estilista a improvisar un corte. El resultado no estaba mal, o al menos eso le dijeron. A él, en realidad, ya no le importaba.

 

Nunca había sido bueno fingiendo, mucho menos algo tan desgarrador como perder a su alma gemela. Aun así, lo intentaba. Muchos lo notaban, aunque pocos se atrevían a decirlo. El único que lo mencionó fue su amigo y compañero de grabaciones, Gong Yoo.

 

—¡Wow! —fue lo primero que dijo Yoo al verlo— Cariño, te ves terrible.

 

—Gracias… —respondió Gi-hun, acostumbrado ya a su sinceridad.

 

Yoo se acercó, lo tomó del rostro y lo observó de cerca. Sus ojos reflejaban un dolor tan crudo que parecían los de un animal agonizante. No preguntó nada, no hizo comentarios, simplemente lo abrazó. Gi-hun sintió un nudo en la garganta y unas ganas inmensas de derrumbarse en los brazos de su amigo, pero se contuvo.

 

Ese primer día, Yoo se encargó de cuidarlo. Le llevó café en los descansos y se aseguró de que comiera bien. Un gesto tan simple y desinteresado lo hizo sentirse un poco menos solo.

 

Al segundo día, Gi-hun ya había aprendido a sostener mejor la máscara. Pero el dolor seguía ahí, punzante, imposible de ignorar. Su mente no dejaba de girar alrededor de In-ho, y sabía que lo haría por mucho tiempo.

 

Aun así, puso todo de sí. Se concentró en su papel, fingiendo ser otra persona, alguien cuyo dolor pertenecía a una historia ajena. Pero estaba distraído, torpe. Tuvo que repetir varias escenas, como si de pronto hubiera olvidado cómo se actuaba.

 

En el descanso, Gi-hun se sentó en una de las sillas que habían colocado en la estación de policía donde estaban grabando. Suspiró, abrumado. Cada rincón de ese pueblo era un recordatorio vivo de lo que había perdido. El vacío lo devoraba desde adentro.

 

—¿Cómo te sientes? —preguntó Yoo, acercándole un café antes de sentarse a su lado.

 

—Mal —contestó, dándole un sorbo—. Tengo mucho sueño.

 

Yoo lo miró con compasión.

 

—¿Seguro que es solo por el sueño?

 

Gi-hun bajó la mirada, encogiéndose de hombros. No podía pronunciar ese nombre.

 

—No —admitió en voz baja—. No es solo por eso.

 

Hubo una pausa. Yoo se acomodó en su asiento. Los dos sabían perfectamente de qué se trataba, pero ninguno se atrevió a nombrarlo: uno por el dolor que evocaba, el otro por no querer hacerlo más grande.

 

—Puedo imaginarlo —dijo finalmente Yoo—. No hablaremos de eso si no quieres. Solo… espero que puedas reponerte pronto, Gi-hun.

 

No había sarcasmo en su voz, ni bromas. Solo sinceridad.

 

El día transcurrió con normalidad y, a las nueve de la noche, Gi-hun ya estaba de regreso en casa. No quiso quedarse en el pueblo; prefería dormir junto a su hija, que se mostraba más apegada que nunca, como si intuyera que su padre no estaba bien.

 

En la habitación de Eunie, se dejaron caer sobre la cama mientras ella le contaba todos los chismes adolescentes del día. Gi-hun la escuchaba en silencio, agradecido de que su voz llenara el espacio vacío. Bibi dormía plácidamente entre ellos.

 

Eunie hablaba de cómo uno de sus amigos le había “robado” el novio a otro cuando, de pronto, alguien llamó a la puerta. Ambos se miraron, sorprendidos.

 

—Adelante —dijo Gi-hun.

 

La señora Kim apareció en el umbral, discreta.

 

—Señor Gi-hun —susurró—, alguien lo busca en la entrada con urgencia.

 

—¿Ah, sí? —preguntó, extrañado— ¿Quién es?

 

—Dice que se llama Hwang Jun-ho.

 

El corazón de Gi-hun se detuvo un instante.

 

El hermano de In-ho lo estaba buscando.

 

Pudo rechazarlo. Pudo pedirle que se fuera. Pero, por alguna razón, la curiosidad pudo más.

Eunie abrió los ojos como platos, pero no dijo nada.

 

—Dejen que pase —ordenó.

 

Se levantó de la cama y caminó hacia la puerta. Antes de salir, se volvió hacia su hija.

 

—Ahora regreso, cariño. Y nada de andar husmeando, ¿okay?

 

Eunie hizo una mueca, pero asintió. Desde que su padre estaba con el corazón roto, había sido extrañamente obediente.

 

Gi-hun bajó las escaleras con el corazón temblándole en el pecho. No sabía qué lo traía hasta su casa el detective, pero intuía que no era nada bueno.

 

¿Y si había traído a In-ho consigo?

 

¿Qué le diría si lo veía?

 

El estómago se le contrajo. No porque no quisiera verlo, sino porque lo deseaba con desesperación, y eso lo aterraba.

 

Al llegar a la sala, lo encontró: Jun-ho, sentado en uno de los sillones, completamente solo.

 

Gi-hun soltó un suspiro, mezcla de alivio y decepción.

 

El detective se puso de pie al instante y le hizo una reverencia.

 

—Buenas noches.

 

Gi-hun forzó una sonrisa educada.

 

—Jun-ho…

 

Murmuró, como si el nombre no le quemara la lengua. Fingió que hacía apenas unos segundos no había estado a punto de desmoronarse ante la idea de encontrar allí a su hermano mayor.

 

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

 

Sabía la respuesta, pero necesitaba escucharla de su boca.

 

—Quería hablar contigo… —hizo una pausa— Sobre mi hermano.

 

Gi-hun tragó saliva. No estaba preparado para la pregunta que temía: ¿qué pasó entre ustedes? No pensaba contar la verdad, pero tampoco tenía preparada una mentira convincente.

 

Aun así, asintió. Ya no podía echarlo.

 

—Claro… vayamos a un lugar más privado.

 

El detective aceptó sin dudar. Gi-hun lo condujo al jardín. Afuera, la noche estaba fresca y los grillos llenaban con su canto el silencio sepulcral. No era el mejor lugar para hablar, pero era su territorio seguro, donde al menos podía respirar.

 

Se sentaron en uno de los sillones del jardín. Gi-hun eligió la silla principal y Jun-ho tomó asiento a su costado; así, al menos, no tendría que mirarlo directamente al rostro. Una pequeña lámpara de luz cálida iluminaba la mesa del centro, tiñendo el ambiente con un resplandor íntimo, casi incómodo.

 

El silencio se extendió entre ellos, espeso, como si Jun-ho no supiera por dónde empezar, mientras Gi-hun hacía lo imposible por esquivar su mirada. En esos ojos veía un reflejo dolorosamente familiar.

 

—In-ho… está muy triste —rompió finalmente el silencio— No me dijo que era por ti, pero lo entendí en cuanto dejó de mencionarte. Y créeme… no lo había visto así nunca. Como si algo dentro de él se hubiera apagado.

 

Algo en su interior volvió a quebrarse. Podía imaginarlo: a In-ho, desconsolado en su cama, preguntándose una y otra vez por qué se había ido.

 

Jun-ho lo miró con firmeza, pero Gi-hun no pudo sostenerle la mirada ni un solo segundo. Bajó la cabeza, incapaz de enfrentar esos ojos que tanto le recordaban al hombre que había amado y que amaría hasta el final de sus días.

 

—No sé lo que haya pasado entre ustedes, Gi-hun —dijo Jun-ho, con voz grave pero temblorosa— No sé si fue culpa de ambos o de uno solo. Pero, por favor… al menos intenten arreglar las cosas. Odio ver a mi hermano sufrir… y créeme, está sufriendo de verdad.

 

Sus ojos comenzaron a humedecerse, y a cada palabra se le hacía más difícil contener las lágrimas.

 

—Yo sé que mi hermano es un buen hombre —continuó, sin notar el caos que despertaba en el otro— Y sé que te ama, Gi-hun. Lo que sea que haya hecho, no lo hizo con la intención de lastimarte.

 

Una parte de Gi-hun quería creerlo: que In-ho era un buen hombre, el hombre de sus sueños. Pero otra parte… se lo impedía, aunque se lo pusieran de frente.

 

Porque… ¿qué clase de hombre podía hacer todo lo que él hizo con esas personas?

 

Las imágenes se agolparon: la sangre, los rostros desfigurados por la muerte, las cuchilladas en sus cuerpos. Solo un ser humano terrible podría obrar así, incluso si lo hacía por amor.

 

Quería comprenderlo, pero no podía. Y ese era su mayor tormento: ya no tenía forma de cerrar los ojos.

 

Las lágrimas finalmente escaparon. Jun-ho las vio y, en ese instante, comprendió lo que había provocado en Gi-hun. Una punzada de culpa lo atravesó, como si hubiera abierto una herida que jamás dejó de sangrar.

 

—Lo siento… —murmuró, con la voz quebrada— No quise hablar de más. Es solo que… me lastima verlo así. Y no sé qué hacer.

 

Gi-hun alzó la mirada. Sus ojos enrojecidos se encontraron con los del detective, que reflejaban una angustia sincera.

 

No podía decirle la verdad sobre In-ho. No sería justo.

 

Pero tampoco podía arreglar las cosas. Estaba atrapado en un punto muerto.

 

Tenía que dejarlo en claro. Tenía que acabar con aquello, para siempre.

 

—No voy a volver a ver a In-ho —dijo, limpiándose las lágrimas con torpeza— Esa es mi última decisión. Por favor, no insistas más.

 

Se puso de pie. Jun-ho lo imitó, pero antes de que pudiera apartarse, lo tomó de los brazos y lo obligó a mirarlo.

 

—¿Estás seguro de eso? —preguntó sin reproches, con un dejo de esperanza en la voz, como si confiara en que Gi-hun pudiera desdecirse.

 

Tragó saliva, y finalmente lo dijo. 

 

—Muy seguro.

 

Con esas dos palabras, Gi-hun lo entendió. Toda esperanza se extinguió. La vida le había ofrecido una última oportunidad y la había desperdiciado.

Siempre supo que podía pasar, pero nunca creyó que llegaría ese día, y mucho menos tan pronto.

 

En ese momento, hubiera preferido morir.

 

Jun-ho bajó la mirada, derrotado. Dio un par de pasos hacia atrás y, antes de retirarse, le dedicó una sonrisa con dolor.

 

—Gracias por recibirme, señor Seong. Buenas noches.

 

Hizo una leve reverencia y se marchó, perdiéndose poco a poco en la oscuridad.

 

Gi-hun quiso derrumbarse, dejar que la noche lo tragara. Pero algo dentro de él reprimía el verdadero sufrimiento, porque sabía que era demasiado devastador para soportarlo.

 

Aquella noche, durmió junto a su hija. Mientras la niña descansaba en paz, él giraba una y otra vez sobre el mismo pensamiento cruel:

 

Se había acabado todo. Y su corazón aún no lo entendía.

 

Aún lo llamaba.

 

Cada parte de él lo hacía, aunque el pensamiento fuera una contradicción.

 

In-ho era su sueño.

 

Pero Frontman, su pesadilla.

 

 

 

 

 

Notes:

Este capítulo fue un poco más corto de lo habitual. Solo quería introducir un poco de lo que Gi-hun estaba viviendo y la forma en la que ambos lo están confrontando. A partir de ahora la historia se volverá un poco más… oscura o dramática dependiendo de la manera en la que lo verán (no haré spoiler 😌).
Por último quiero agradecerles a todos los que han estado al tanto de la historia. Me llena de felicidad ver sus comentarios. Cuídense mucho todosss
—Val. 🫶🏻

Chapter 24: El regreso de Sang-woo

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El sábado de esa semana, Gi-hun por fin tenía un día libre. Había terminado de grabar todas sus escenas y, contra todo pronóstico, la producción le había concedido descanso. Aquello era casi un milagro, pues en el rodaje de una película rara vez existía espacio para respirar.

 

Decidió aprovechar la ocasión para visitar a su madre. Hacía mucho que no la veía, y días atrás ella lo había llamado con ese reproche tan suyo:

 

—Muchacho desconsiderado —le había dicho por teléfono—. ¿Ya te olvidaste de tu señora madre?

 

Si tan solo supiera que, en esos días, Gi-hun apenas podía respirar del dolor que lo consumía en silencio.

 

Se vistió con un pantalón de mezclilla y un suéter de lana gris. Afuera, el clima descendía poco a poco conforme el otoño se asentaba, aunque el sol todavía brillaba alto en el cielo, recordándole que la vida continuaba.

 

A cada esquina, la ciudad moderna parecía desvanecerse, dando paso a un barrio detenido en el tiempo. El pavimento se transformó en piedra, y las fachadas grises en muros blancos con tejados de tejas curvas. El sol de la tarde caía inclinado sobre los aleros, proyectando sombras largas y cálidas.

 

Al girar en uno de los callejones, apareció Ikseon-dong en toda su sencillez. No había rascacielos ni luces de neón, sino puertas bajas de madera, farolitos colgando y macetas rebosantes de flores que las señoras del barrio regaban con calma. Ahí es donde vivía su madre, no en una mansión lujosa, pero tampoco en un lugar decadente. En un lugar cálido que ella misma lo había escogido, donde personas de todas las edades (sobretodo ancianas madres y padres) compartían la soledad del retiro.

 

El auto se estacionó una avenida antes de llegar a la casa de su madre. Gi-hun bostezó; tenía un poco de sueño, pero al menos la rutina mantenía su mente ocupada y eso le permitía descansar un poco más. No lo suficiente, pero algo.

 

—Si quieres… puedes dar una vuelta. No hace falta que bajes conmigo, tampoco quiero que te aburras aquí —le dijo a su protector.

 

Ya ni siquiera sentía la necesidad de alguien que lo cuidara. El peligro había dejado de ser real. La mafia había dejado de buscarlo —suponía que Sang-woo había resuelto aquello— y la extraña organización de In-ho ya había conseguido lo que quería de él.

Aun así, no quería despedir al hombre. Le parecía injusto dejar sin trabajo a un buen empleado, así que seguía fingiendo que el peligro todavía existía.

 

—¿Está seguro, señor? —preguntó el chofer por el retrovisor—. Hace apenas unos días fue…

 

—¡Estoy bien! —respondió Gi-hun, agitando las manos—. Anda, ve y descansa un rato.

 

El hombre asintió con cierta decepción. Su jefe ya no le dejaba hacer su trabajo… pero al fin y al cabo, ¿quién no querría que le pagaran por descansar?

 

Gi-hun salió del auto. El aire fresco de la mañana, mezclado con el bullicio tranquilo del vecindario, le trajo una calma inesperada al pecho. Caminó por un par de callejones estrechos hasta llegar a la casa: faroles a los lados, una alfombra de “Bienvenido” y un par de plantas alrededor de la entrada. Tocó la puerta de madera.

 

¡Mamá! ¡Soy yo, tu hijo! —gritó mientras golpeaba con insistencia. Algunos curiosos lo miraron de reojo, como si lo hubieran visto en alguna parte. Rezaba para que no lo reconocieran.

 

Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió. Lo recibió su madre, Oh Mal-soon. La mujer, ya de avanzada edad, tenía más arrugas que días en la tierra y un cabello casi enteramente plateado. Sus ojos se iluminaron al verlo, y Gi-hun esperó un abrazo o al menos una caricia. En su lugar, recibió un reproche.

 

—Hasta que llegas —dijo, dándole la espalda mientras se internaba en la casa—. Empezaba a pensar que no vendrías.

 

El interior estaba impecable: ni un trasto sucio en el fregadero, sillones ordenados al milímetro, la mesa de madera reluciente. Todo olía a lavanda.

 

—¿Así saludas a tu hijo? —Gi-hun frunció los labios en un puchero infantil; los años podían pasar, pero frente a su madre siempre volvía a ser un niño—. ¿Ni siquiera te alegras de verme? ¡Ya mejor dime que nunca me quisiste!

 

—No digas tonterías —respondió ella mientras se miraba en el espejo. Sacó un labial del bolsillo y comenzó a pintarse los labios.

 

—¿A dónde vas? —preguntó incrédulo—. ¡¿No me digas que tienes una cita?!

 

—Sigues diciendo tonterías —dijo sin apartar la vista del espejo—. Las señoras del vecindario nos reuniremos a tomar el té.

 

Gi-hun se rascó la cabeza.

 

—Pensé que pasaríamos el día juntos.

 

—Así será —respondió ella—. Tú vendrás conmigo. Todas mueren por verte.

 

Pasar un día entre ancianas halagando sus virtudes… no sonaba tan mal. Al menos ahí podría sentirse querido.

 

Cuando terminó de arreglarse, Gi-hun la observó en silencio. Resultaba sorprendente lo mucho que había cambiado. Quizá ahora ella se divertía más que él. Y, en cierta forma, eso lo llenaba de alivio: al fin la mujer que le dio la vida estaba recibiendo lo que merecía. Y él había podido dárselo.

 

—Vamos, no me quiero perder de nada —dijo su madre, jalándolo del brazo hacia la salida.

 

Salieron y caminaron un par de metros, doblaron en una esquina y, al final de la calle, se alzaba una hermosa casa rodeada de flores y un pequeño jardín verde. Modesta, pero encantadora, exudaba paz en cada rincón.

 

Gi-hun y su madre tocaron la puerta, y una anciana de cabello rizado y vestido de flores los recibió con una sonrisa cálida.

 

—¡Pasen, pasen! —dijo, agitando la mano con entusiasmo.

 

La señora dejó pasar a su madre primero; Gi-hun se detuvo para hacer una reverencia, pero la mujer atrapó suavemente una de sus mejillas.

 

—¡Pero qué apuesto sigues! —dijo con una sonrisa— ¿Cómo va el trabajo?

 

—No me quejo —respondió él.

 

Avanzaron al interior; la casa era similar a la de su madre, aunque un poco más luminosa. Se dirigió al comedor, donde un grupo de mujeres charlaba y reía animadamente. Al levantar la vista, reconoció a la mamá de Sang-woo… y a Sang-woo mismo.

 

La sangre se le subió a la cabeza.

 

Maldición , pensó.

 

Sang-woo lo miró, y al hacerlo, sus ojos se iluminaron como un cachorrito que había visto algo que desde hace mucho tiempo anhelaba ver. Gi-hun, en cambio, sintió un nudo en el estómago. El hombre llevaba puesto una camisa polo de color verde y su cabello caía desordenado sobre su frente.

 

—¡Pero miren quién llegó! ¡Nuestro actor favorito! —exclamó una de las señoras.

 

Gi-hun desvió la mirada hacia el grupo, todas lo miraban con admiración. Forzó una pequeña sonrisa y saludó educadamente.

 

—¡Por favor, siéntate! —dijo otra, levantándose para tomarlo del brazo— ¡Siéntate, siéntate!

 

—De hecho… creo que tengo un compromiso pendiente —respondió, sin mirar a Sang-woo— Algo de trabajo que había olvidado.

 

Las señoras fruncieron el ceño, decepcionadas. Entonces, la madre de Sang-woo intervino con amabilidad:

 

—Por favor, hijo —dijo— Solo quédate un rato. Hice galletas de limón, como las que te gustan.

 

Gi-hun la miró, notando la ilusión en sus ojos. La mujer lo amaba como a un hijo, siempre lo había hecho. Negarse no sería justo.

 

—Está bien —aceptó finalmente, y se sentó en una esquina de la mesa, donde al menos no podía ver a Sang-woo.

 

Antes de acomodarse del todo, lanzó una mirada de reojo a su madre, quien parecía cómplice de todas.

 

“Traicionera” , pensó entrecerrando los ojos. Todo esto era tu plan.

 

Mientras Gi-hun se acomodaba, las señoras no perdieron un segundo y comenzaron a cuchichear entre ellas, como si ambos no estuvieran, con ojos brillantes y manos cruzadas en el regazo:

 

—¿Pero viste? ¡Él sigue siendo tan guapo! —susurró una, meneando la cabeza.

 

—Sí, pero… escuché por ahí que lo engañó —dijo otra, con voz baja, como si el secreto pudiera volar.

 

—¡Bah! —interrumpió una tercera— Todos cometemos errores. Si se aman, podrán superarlo.

 

Gi-hun solo pudo acercar el plato de galletas de limón y comenzar a atiborrarse antes de que la vergüenza lo comiera en carne viva. Últimamente tenía más hambre de lo normal, quizá por la tristeza que sentía.

 

La madre de Sang-woo se acercó un poco más, colocando una mano sobre el brazo de su hijo:

 

—Chicos… deberían volver a estar juntos, como cuando eran niños y jugaban en el parque —dijo con una sonrisa dulce.

 

Gi-hun sintió que el corazón le daba un vuelco. ¿Como cuando jugábamos en el parque? pensó, casi queriendo desaparecer bajo la mesa.

 

—¡Ay, mi cielo! —dijo una señora más joven— ¿No podrían tomarse una foto juntos? Para recordarlo… ¡y luego reconciliarse!

 

—¡Eso! —gritó otra, emocionada— Sería como terapia, ¿no es cierto? Aquí todas lo apoyamos.

 

Gi-hun, aún con la boca llena y migajas en las comisuras, miró a Sang-woo, que estaba tan incómodo como él, con una sonrisa forzada y ojos que decían: ¿qué estamos haciendo aquí?

 

—Deberías ir a preparar el té —dijo la madre de Gi-hun de repente, señalando la tetera.

 

—¡Pero acabo de sentarme! —protestó Gi-hun, como un niño berrinchudo.

 

—No me hables así —reprendió la señora— ¡Anda, ve, ve!

 

Lo tironeó del brazo, obligándolo a levantarse. Gi-hun, aún masticando trozos de galleta, se dirigió a la cocina.

 

La madre de Sang-woo hizo lo mismo con su hijo, como si todo formara parte de un plan perfectamente medido.

 

—¿Por qué no vas a acompañarlo? —sugirió.

 

Sang-woo solo asintió con pena y se levantó, siguiéndolo. Era como si él estuviera más de acuerdo de lo que Gi-hun quisiera admitir.

 

Gi-hun entró a la cocina y comenzó a calentar la tetera. Su corazón se aceleró cuando vio a Sang-woo acercarse.

 

Maldita sea, solo esto me faltaba.

 

—¿Necesitas ayuda? —preguntó Sang-woo, con su clásica modestia.

 

Gi-hun le dedicó una sonrisa forzada. Ya no estaba enojado con él por lo que pasó, ni tenía derecho a estarlo. Pero aún así, no podía evitar sentirse incómodo.

 

—Estoy bien… solo es té.

 

Sang-woo asintió, bajando la cabeza:

 

—Claro.

 

Por fuera, las señoras cuchicheaban como si fueran espectadoras de su propio K-drama en vivo:

 

—¿Creen que funcione? —dijo una, emocionada.

 

—¡Claro que funcionará! —susurró la madre de Gi-hun— Conozco a mi hijo; sé que no podrá resistirse.

 

—¡Mírenlos, están hablando! —comentó otra más fuerte.

 

Voltearon a observar a ambos platicando en la cocina. Idealizando una inexistente conexión.

 

—¿De qué estarán hablando?

 

—Yo creo que se están reconciliando —respondió una mientras mordía una galleta— Es más, ya hasta están planeando cómo harán el hijo de la reconciliación.

 

Las demás rieron por lo bajo, avergonzadas y emocionadas por el comentario.

 

—¡No seas indecorosa! —le regañó una.

 

—¿Qué? Yo solo digo la verdad…

 

Mientras la tetera comenzaba a hervir, algo allá afuera se cocía a más temperatura. Gi-hun se quedó mirando el agua burbujear, como si pudiera hacerse pequeño y escapar dentro de ella. Sang-woo estaba detrás, callado.

 

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Gi-hun al fin, rompiendo el aire espeso.

 

Sang-woo carraspeó.

 

—Vengo seguido a ver a mi madre —contestó, firme—. Ella me ayudó con… ya sabes, la separación.

 

Gi-hun rió, como si le hubieran contado el mejor de los chistes. Sang-woo siendo “familiar” era una imagen difícil de concebir. Giró a verlo, y sus ojos brillaban con un resplandor que no recordaba haber visto en mucho tiempo. Sin embargo, no le evocó lo que antes.

 

—Había olvidado lo hogareño que podías llegar a ser… esposo.

 

Sang-woo tragó saliva. El comentario dio justo en el blanco. La tetera silbó, y Gi-hun la retiró de golpe. Preparó el té con rapidez, casi con torpeza. Estaba a punto de tomar la bandeja cuando una mano lo interceptó. Sang-woo la sostuvo primero.

 

—Muy lento —dijo, y salió de la cocina con el té en las manos.

 

Gi-hun no pudo evitar ladear una pequeña sonrisa. Cuando Sang-woo era así, no podía evitarlo.

 

Al volver, las señoras se reacomodaron como si hubieran estado perfectamente formales todo el tiempo y no conspirando a sus espaldas. Sang-woo colocó la tetera sobre la mesa y ambos se sentaron, el ambiente un poco menos denso, como si el té hubiera hecho efecto antes de servirse.

 

Las mujeres siguieron charlando. Gi-hun descubrió que podían pasar de un tema a otro con una agilidad increíble: empezaban con plantas, saltaban a los logros de sus hijos, discutían sobre quién tenía el matrimonio más exitoso… y terminaban en puro chisme.

 

Sang-woo escuchaba en silencio, observador como siempre. Pero cuando la conversación se volvió más jugosa, Gi-hun no pudo evitar meter su cuchara. Soltó todo lo que sabía sobre un escándalo mediático de celebridades, y las señoras lo escuchaban con los ojos bien abiertos, como si fueran alumnas ante su profesor.

 

—¡¿Ves?! Te dije que había sido así —exclamó una, agitando el brazo de la otra.

 

Las horas pasaron como minutos. Para Gi-hun, estar ahí era revitalizante: al menos por unas horas volvió a ser simplemente Seong Gi-hun. Sin títulos, sin deudas emocionales. Solo él.

 

La tarde cayó, y la mesa quedó llena de tazas vacías y platos de galletas como restos de un huracán comunitario. Gi-hun se quedó hasta el final, ayudando a recoger, sorprendido de que Sang-woo también se quedara, sirviendo y cargando platos sin que nadie se lo pidiera. No lo miraba, pero sentía su presencia. Y cada vez que uno iba de camino a la cocina y el otro regresaba, sus brazos rozaban apenas.

 

Cuando dieron las tres, la reunión terminó. Gi-hun se despidió con reverencias, dispuesto a irse con su madre, cuando una voz lo detuvo.

 

—Gi-hun.

 

Se giró. Era Sang-woo, sosteniendo el brazo de su madre, no como un niño, sino como un hombre capaz de cargarla si fuera necesario.

 

—¿Qué pasa? —preguntó, aunque su corazón ya latía más rápido de lo que quería admitir.

 

Conocía a Sang-woo de toda la vida, y sin embargo, con la distancia, sentía que lo desconocía por completo.

 

—¿Quieres dar un paseo conmigo? —soltó de pronto.

 

Gi-hun se rascó la cabeza, buscando una excusa.

 

—Eh… es que tengo que llevar a mi madre a su casa.

 

La mujer lo golpeó en el brazo.

 

—¡Ouch! ¿Por qué fue eso?

 

—Yo puedo volver sola —respondió con una sonrisa, mirando de reojo a Sang-woo—. Ve con tu esposo.

 

El color se le subió a las mejillas. Gi-hun miró alrededor, vio a todas expectantes, y no pudo negarse.

 

—Está bien… vamos.

 

Las dos madres se adelantaron tomadas del brazo, dejándolos solos. Sang-woo y Gi-hun caminaron sin rumbo, arrastrando un silencio pesado, lleno de palabras no dichas y conversaciones que nunca se cerraron.

 

Los pasos los llevaron hasta un parque escondido entre la frontera de la ciudad y el vecindario. El sonido de los niños jugando y los pájaros sobre los árboles se mezclaba en un murmullo perfecto. Dos niños corrieron frente a ellos tras una pelota, y por un instante ambos sintieron cómo algo en el pecho se les derretía.

 

—¿Quieres… entrar? —preguntó Sang-woo, casi en un susurro.

 

—Sí, estaría bien.

 

Caminaron hasta la zona de juegos. Los niños se deslizaban por las resbaladillas, se mecían en los columpios, mientras los padres los observaban desde bancas de madera. Perros ansiosos jalaban a sus dueños de un lado a otro. Gi-hun se dejó caer en una banca, dispuesto a descansar, pero Sang-woo se detuvo en seco: sus ojos brillaban fijos en un carrito ambulante de bingsu.

 

Al volverse hacia Gi-hun, la sonrisa le iluminó la cara. No necesitó palabras; Gi-hun lo entendió y se levantó. Mientras Sang-woo hablaba con el vendedor, él alzó la voz hacia los demás.

 

—¡¿Alguien quiere un raspado gratis?!

 

Las miradas se cruzaron. Varios dudaron, la mayoría aceptó. En cuanto Sang-woo entregó las primeras porciones, Gi-hun gritó aún más fuerte:

 

¡Niños, ¿quién quiere un raspado?!

 

El parque entero se desbordó. Una oleada de pequeños abandonó pelotas, columpios y resbaladillas para lanzarse sobre el carrito. Algunos padres reconocieron a Gi-hun, empezaron a grabar, pedir fotos, autógrafos… y en segundos la calma del parque se volvió un carnaval improvisado.

 

Cuando el hielo se agotó y las fotos fueron suficientes, todos volvieron a sus actividades.

Sang-woo pagaba al vendedor —y quizá le ofrecía disculpas— mientras Gi-hun lo observaba divertido. Momentos así se sentían lejanos, como si hubieran estado ocultos bajo el peso de un dolor del que aún no se atrevía ni a pronunciar el nombre.

 

Fue entonces cuando una pelota rodó hasta sus pies. Gi-hun la recogió, mirando alrededor en busca de su dueño. Una vocecita lo sorprendió a sus espaldas.

 

—Disculpe, señor… ¿puede devolverme mi pelota?

 

Era un niño de cinco o seis años, cabello largo y corte de hongo, mejillas redondeadas. Gi-hun sonrió y se agachó hasta su altura.

 

—¿Es tuya esta pelota?

 

El pequeño asintió. Gi-hun le tendió la pelota y no resistió acariciarle la cara con ternura.

 

Una voz rompió el instante. Un nombre que llevaba años sin escuchar.

 

¡Tae-hyun!

 

El sabor amargo le inundó la boca. Ese nombre dolía como una herida abierta.

 

Un joven apareció apresurado y tomó al niño de la mano.

 

—¿Cuántas veces te he dicho que no te pierdas? —regañó, preocupado.

 

—Lo siento… —murmuró el niño.

 

Gi-hun se incorporó de golpe, como si hubiera visto un fantasma. Trató de disimular.

 

—¿Su nombre… es Tae-hyun? —preguntó, con más dolor que curiosidad.

 

—Sí —respondió el joven con una sonrisa, sin sospechar nada.

 

—Mi hijo también se llamaba Tae-hyun.

 

—¿En serio? ¿Y qué edad tiene?

 

El pecho de Gi-hun se apretó con violencia. Su hijo no tenía edad. Su hijo nunca había respirado otro aire que no fuera el de la sala de un hospital. La pausa lo delató.

 

—Tiene nueve años —interrumpió una voz firme a su espalda.

 

Gi-hun volteó. Era Sang-woo. Se acercaba despacio, colocándole una mano en el hombro.

 

—Nuestro Tae-hyun tiene nueve años —repitió, con calma— Ya casi cumple diez.

 

Gi-hun lo miró, incrédulo. Sang-woo nunca había pronunciado ese nombre en todos esos años. Ni una sola vez. Y ahora lo decía con una serenidad que lo desgarraba.

 

—¡Deben estar muy orgullosos de él! —exclamó el joven.

 

—Sí, lo estamos —contestó Sang-woo, sin titubear.

 

El joven inclinó la cabeza, ellos respondieron, y se marchó de la mano del niño. Los dejó solos, hundidos en un silencio que solo ambos comprendían.

 

Y entonces Gi-hun lo entendió: para Sang-woo, su pequeño varoncito nunca dejó de crecer. En su mente, Tae-hyun corría libre por parques como ese, jugando con otros niños, tal como ellos lo habían hecho alguna vez.

 

De pronto, todos esos años de frialdad cobraban sentido. Era su manera de sobrevivir. Gi-hun tuvo que hacer un esfuerzo titánico para contener las lágrimas.

 

 

 

La tarde se consumió sin prisa, y ellos también. Permanecieron sentados en una banca, viendo el tiempo pasar. Ninguno mencionó a su hijo; su recuerdo flotaba como un fantasma que ambos evitaban invocar. Y estaba bien así. Pero Gi-hun no olvidaría nunca el gesto de vulnerabilidad que Sang-woo había tenido, pronunciando ese nombre que tanto habían silenciado.

 

Hablaron del pasado, como dos amigos de la infancia, no como esposos. Reían con una ligereza que hacía años no compartían, como si las hormonas y el amor nunca hubieran enturbiado la complicidad de su niñez.

 

—¿Recuerdas cuando te hiciste pipí jugando a las escondidas? —rió Sang-woo, conteniendo apenas la carcajada.

 

—¡Oye! —Gi-hun lo empujó suavemente— ¡Te dije que ese día había tomado muchísima agua!

 

Y así continuaron, repasando momentos que habían quedado sepultados bajo años de silencios y reproches. Toda una vida compartida… casi olvidada.

 

Cuando cayó la noche, Sang-woo se ofreció a llevarlo. Gi-hun no tuvo que llamar a su protector. El auto avanzó por la avenida envuelto en un silencio distinto: no incómodo, sino tibio, como si una sola tarde hubiera bastado para deshielar lo congelado.

 

Gi-hun miraba por la ventana, explorando la maraña de emociones que el reencuentro le había despertado. No sentía odio, pero tampoco amor; solo una calidez extraña, la nostalgia. Pero entonces, entre sus pensamientos, apareció una sombra, un rostro que lo atormentaba. Sacudió la cabeza.

 

“Ya no más”, se dijo.

 

Cuando llegaron, el coche se detuvo en la entrada. Ambos se miraron, conscientes de que el momento estaba por romperse.

 

Un deseo extraño recorrió el pecho de Gi-hun, y la pregunta salió antes de que pudiera medirla:

 

—¿Quieres pasar?

 

La doble intención se leyó fácilmente en su mirada. Sang-woo no dudó. Asintió.

 

Subieron las escaleras hasta la habitación. Gi-hun se quedó mirando la ventana, nervioso, mientras la puerta se cerraba detrás de ellos. El silencio fue interrumpido por los pasos de Sang-woo, que se acercó con cautela. Lo tomó de los hombros y dejó un beso en su cuello.

 

Tibio. Eléctrico, sí… pero demasiado medido, casi ensayado.

 

Gi-hun se giró para besarlo en los labios. Y supo, de inmediato, que no era lo mismo. No había urgencia, no había fuego. Recordó cómo con In-ho apenas podían atravesar una puerta sin devorarse, cómo cada roce era un incendio. Con Sang-woo, en cambio, todo era sereno, contenido.

 

Se tumbaron en la cama. Sang-woo lo sujetó con firmeza, pero Gi-hun no podía abandonarse al placer. Cada caricia lo llevaba a otro lugar, a otro recuerdo: las noches con In-ho, las manos ásperas recorriéndolo, la intimidad en la que las palabras sobraban.

Sintió que traicionaba a su propio cuerpo.

 

Cuando la mano de Sang-woo descendió lentamente hacia su entrepierna, Gi-hun se apartó de golpe.

 

—No… —murmuró, girándose hacia el borde de la cama— No puedo.

 

Sang-woo lo miró, herido.

 

—Creí que esto era lo que querías.

 

—Yo… no lo sé. —Las palabras apenas salían.

 

El silencio pesó como plomo. Gi-hun se levantó, dispuesto a huir, pero Sang-woo lo interceptó.

 

—Gi-hun, por favor. —Su voz sonaba quebrada— Hablemos.

 

Él bajó la mirada, suspiró, y asintió. Sang-woo le tomó las manos. Eran suaves, demasiado suaves; Gi-hun no pudo evitar compararlas con las de In-ho.

 

¿Por qué estaba comparando?

 

¿Por qué no podía dejar de hacerlo?

 

—Quiero regresar  —confesó Sang-woo con firmeza—. Quiero que volvamos a estar juntos.

 

El corazón de Gi-hun dio un vuelco.

 

—No estoy seguro de que sea buena idea —dijo, frunciendo el ceño.

 

—Piénsalo. —Sang-woo apretó más fuerte sus manos—. No puedo estar sin ti. Eres mi familia, Gi-hun. Tú perteneces conmigo.

 

Las palabras lo desarmaron, pero no lo convencieron. Porque en ese momento, ya no sabía a dónde pertenecía.

 

Sang-woo se marchó poco después, dejándolo solo con la duda. “Piénsalo”, había dicho. Y ahora esa palabra se repetía como eco, clavándose en su mente.

 

Gi-hun se sentía dividido. Sang-woo le había entregado su cuerpo a otro, sí, pero nunca su corazón. Él, en cambio, había entregado cuerpo y alma a un hombre que apenas conoció un verano. Y la huella de ese amor fugaz era más profunda que todo lo anterior.

 

Se llevó las manos al rostro, con un nudo en la garganta.

No estaban a mano. Nunca lo estarían.

 

Gi-hun debía más.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 25: Algo cambió en mí

Chapter Text

¡Corte! — Gritó el director de nuevo, ya resignado.

 

Era la tercera vez en una hora. Gi-hun sintió cómo su almuerzo se desplomaba como una cascada desagradable. Una chica de producción le acercó un bote justo antes de que el vómito tocara el piso.

 

Yoo lo miró con desagrado y luego se volvió hacia el director.

 

—Creo que nuestra estrella no se siente bien. Habrá que hacer una pausa.

 

No supo si era el perfume de Yoo, que ese día parecía filtrarse en sus fosas nasales de forma insoportable, o si era algo que había comido. Lo cierto era que se sentía mareado y con náuseas, no solo ese día, sino también los anteriores. Esa semana había empezado con síntomas extraños; quizá alguna patología afectaba su sistema.

 

Hicieron una pausa. Gi-hun se sentó en uno de los sillones de la cabaña donde grababan, con el sabor ácido todavía presente en la garganta. Yoo se acercó con un café.

 

—Para el sabor amargo — Dijo — Bébelo todo.

 

—Gracias…

 

Le dió un trago al café, estaba dulce y cremoso. Tal y como le gustaba. El café era de las pocas cosas que podía ingerir últimamente sin sentir que su estómago se contrajera.

 

—Puedo preguntar —comenzó Yoo—. ¿Por qué últimamente estás peor que la niña del exorcista? Pareces un gato escupiendo bolas de pelo por todas partes.

 

Gi-hun dio otro sorbo. Su estómago ardía.

 

—No lo sé… —respondió, sobándose el abdomen—. Quizá es una infección estomacal.

 

—Puede ser… quizá esa infección ya tiene brazos y piernas incluidos —bromeó Yoo, carcajeando.

 

A Gi-hun le hizo gracia, aunque era como reír en un funeral; algo se contrajo en su pecho al pensar en la simple idea.

 

—No es gracioso —replicó—. Eso es imposible.

 

—Si, claro… — Dijo con una sonrisa traviesa — ¿O vas a negarme que no hubo nada de “acción” en estas últimas semanas? ¿tú y tu trágico amante nada más se tomaban de las manos y paseaban por el parque?

 

Gi-hun se encogió de hombros, sin saber qué decir. No había considerado la idea, porque era descabellada… es decir, ¿un embarazo? ¿a su edad?

 

Ser fecundado en esa etapa de su vida era una posibilidad una en un millón, como jugar a los dardos con los ojos vendados.

 

—No lo creo posible. Es decir, soy muy mayor… y además tengo un implante.

 

—Pues no lo sé…— respondió — Pero no está demás asegurarse.

 

Aunque no lo quería admitir, Gi-hun se sentía marcado por las palabras de su compañero. Negaba la posibilidad de embarazo, pero la duda se había instalado de manera ruidosa, imposible de ignorar.

 

Al día siguiente, pidió incapacidad y acudió al hospital. Este tipo de lugares siempre le inquietaban: el aire olía a todo menos a vida, y el silencio era más sepulcral que el de un funeral.

 

Estaba en el Centro Médico Asan, Departamento de Salud Reproductiva Especializada —una manera elegante de decir que era para omegas embarazados y fértiles—. Gi-hun movía una pierna nerviosa mientras esperaba su turno. Esa mañana iba de incógnito: camisa negra, pantalón y chaqueta de mezclilla, gorra y cubrebocas para ocultar su identidad. Lo último que quería era aparecer en primera plana por ser visto allí.

 

A su alrededor, hombres y mujeres con pancitas visibles, otros escondiéndolas bajo suéteres grandes, algunos preocupados, otros tranquilos. Gi-hun recordó las visitas al hospital por sus hijos, momentos preciados que jamás cambiaría.

 

Su teléfono vibró, una notificación con tres simples palabras:

 

“¿Cena esta noche?”

 

Solo tecleó un simple “está bien” y volvió a dejarlo en el bolsillo. Había tomado la decisión consciente de volverlo a intentar con Sang-woo, pensó que era una buena idea, quizá eso era su destino. Y no parecía tan mal… Sang-woo parecía haber cambiado un poco durante ese lapso que estuvieron separados, parecía más cálido y menos un témpano de hielo. Pero a pesar de los detalles dulces, no lograba sentir nada, ni un poco de deseo, ni de amor, solo atado por la costumbre de lo que una vez fue y ya no será.

 

Y justo después de pensar en él, se tocó la panza suavemente, y luego la apartó al darse cuenta de lo absurdo que era la idea de que estaba creciendo algo ahí adentro. Sentía que su vientre se había marchitado el día en que su segundo hijo murió.

 

Después de cuarenta minutos, cuando ya no quedaba nadie, fue llamado. Había usado un nombre falso, así que no fue reconocido por la enfermera.

 

El consultorio era pulcro, con escritorio de madera fina, camilla negra y ventanas que dejaban pasar la luz del horizonte.

 

—Buenos días —dijo él.

 

—Buenos días —respondió la doctora, sin apartar la vista de la computadora.

 

Gi-hun la reconoció: Doctora Song Hyo-shin , quien lo había atendido en embarazos anteriores. Una mujer imponente, con profesionalidad reconocible a simple vista.

 

—Siéntese, por favor —pidió ella.

 

Cuando levantó la vista y vio a Gi-hun cubierto, sonrió:

 

—No es necesario que se cubra, señor —dijo amablemente—. No tiene nada de qué avergonzarse.

 

Gi-hun se quitó la gorra y el cubrebocas y los dejó en la silla al lado.

 

—Señor Seong, qué bueno verlo —dijo ella—. Pero no había necesidad de la máscara ni del nombre falso.

 

Gi-hun se acercó a ella, como si en ese lugar se pudiera escuchar a través de las paredes.

 

—Es que no quería que nadie me reconociera — susurró — por eso quise ser discreto.

 

La doctora asintió.

 

—Entiendo. No se preocupe. De aquí no saldrá ningún tipo de información. — Se aclaró la garganta —¿Qué lo trae por aquí?

 

—Verá… es que… — Se rascó la cabeza de lo absurdo que sonaría — Creo que podría estar embarazado.

 

La doctora asintió con profesionalidad.

 

—Solo lo cree… no es cien por ciento seguro, ¿verdad?

 

—No —dijo Gi-hun—. Solo lo sospecho.

 

—¿Ha tenido síntomas?

 

—Sí… he vomitado todo lo que como estos últimos días.

 

—¿Desde cuándo?

 

—Tres días.

 

Comenzó a relatar sus síntomas: náuseas, sensibilidad a los olores, cambios en el apetito, pezones sensibles, irritabilidad emocional. La doctora escuchó atentamente, tomando nota mientras su propia sospecha crecía. Luego vinieron las preguntas rutinarias:

 

• “¿Ha tenido relaciones sexuales sin protección recientemente?”

 

• “¿Cuándo fue su último celo? ¿Usó supresores?”

 

• “¿Mantiene aún el implante subdérmico?”

 

Tras terminar, la doctora sacó un pequeño contenedor con tapa roja.

 

—Ya sabe lo que tiene que hacer —dijo con una sonrisa tranquilizadora.

 

Gi-hun se aproximó al baño y depositó un poco de orina sobre el contenedor. Estaba tan nervioso que sus manos temblaban, por un momento la muestra iba a resbalar de su alcance.

 

¿Y si de verdad lo estaba? ¿Qué pasaría?

 

Si ocurrían milagros en el mundo y cosas que a nivel científico era imposibles…

 

¿Qué tan difícil sería que un hombre de cincuenta años estuviera embarazado de su tercer hijo?

 

Salió con la muestra, la doctora sacó una tira de papel y la remojó sobre la orina.

Fueron los minutos más largos de su vida, como cuando esperas la calificación de ese examen que definirá el resto de tu vida académica.

 

La doctora vio la tira, Gi-hun no alcanzó a verla, ella solo se levantó de su asiento, ordenándole recostarse.

 

—Pase por aquí, por favor — Dijo, señalando con la mano la camilla.

 

—¿Qué pasa? — Preguntó con miedo — ¿Si estoy o no?

 

—Ahora lo averiguaremos.

 

Tuvo que recostarse, estaba sudando cristales de hielo y las tripas formaban nudos difíciles de deshacer. La doctora cerró la cortina y encendió la máquina de ultrasonido.

 

Mientras se ponía los guantes y se preparaba, Gi-hun rezó, sin saber exactamente qué era lo que estaba pidiendo.  La doctora desabrochó sus pantalones y los deslizó fuera mientras lo tapaba con una toalla.

 

Estaba siendo real, toda su vida cambiaría con una simple respuesta.

 

“Ya no quiero, ya no quiero saberlo”

 

Pensó mientras su corazón hacía una fiesta con tambores.

 

La doctora lubricó un pequeño tubo que conectaba con la máquina y le colocó un preservativo. Lo introdujo cuidadosamente en su entrada rectal. La sensación fría le recorrió la cavidad, extraña y alarmante

 

Comenzó a ver a través de la pantalla, buscando señales de vida. Gi-hun no pudo vislumbrar nada, solo veía blanco y negro, como esas televisiones viejas que ya no sintetizaban canales.

 

Luego, una pausa, una eterna y desagradable pausa.

 

Lo siguiente, lo cambió todo.

 

—Ahí está — Dijo finalmente.

 

Gi-hun creyó oír mal.

 

—¿Disculpe?

 

—¿Lo ve? — Dijo, con una sonrisa profesional.

 

No veía nada, no estaba entendiendo nada.

 

—Felicidades Señor Seong — replicó — Va a tener un bebé.

 

El mundo se le vino encima. Su estómago se apretó como un puño y por un momento, sintió que volvería a vomitar, incluso con el tubo aún dentro suyo.

 

¿Era real? ¿De verdad estaba pasando?

 

Se contrajo en su lugar mientras la doctora seguía trabajando, ajena a la tormenta que se desataba en su interior.

 

—A juzgar por la longitud cráneo-caudal, la gestación tiene aproximadamente cinco semanas —dijo, con voz serena mientras señalaba en la pantalla el pequeño punto que vibraba tenuemente.

 

Cinco semanas.

 

Todo encajaba. Hace apenas cinco semanas todavía estaba con In-ho.

 

Él había implantado ese bebé dentro suyo.

 

Qué loco sonaba eso. Como si viniera de otro planeta.

 

Gi-hun sintió cómo todo se desmoronaba a su alrededor. La imagen en la pantalla parecía demasiado pequeña, demasiado frágil… y, sin embargo, era real. Entró en pánico.

 

“Esto… esto está pasando de verdad”

 

—La vesícula gestacional se ve bien formada —continuó la doctora— y hay presencia de actividad embrionaria. Todo indica que el embarazo progresa normalmente.

 

No pudo contener la lágrima que se deslizó por su mejilla mientras contemplaba la imagen en la pantalla. Era tan pequeño, tan improbable y, a la vez, tan… fuera de lugar que le costaba creerlo. Su vientre se había agitado de nuevo después de tantos años. Era como un milagro, un regalo enviado por el mismo cielo.

 

Pero la alegría pronto se mezcló con la incertidumbre y el miedo. Pensó en Sang-woo, en Eunie, en todos los demás… y, sobre todo, en el padre biológico. ¿Tendría que enterarse?

 

“No, no tiene que saberlo”.

 

La respuesta vino al mismo tiempo que la pregunta vino. Él jamás sabría lo de ese bebé, era peligroso. Pero no pudo evitar sentir que un momento valioso se le fue arrebatado.

Después de varios días, deseó tenerlo a su lado en ese momento.

 

La doctora retiró cuidadosamente el dispositivo y le indicó que podía levantarse. Gi-hun se vistió lentamente y se sentó en la camilla, sumido en los pensamientos caóticos de la noticia que acababa de recibir.

 

Al ver su desorientación, la doctora añadió:

 

—No tiene obligación de continuar con el embarazo si no lo desea — dijo con calma — Las leyes han cambiado. Ahora es su decisión.

 

Gi-hun negó con firmeza sin siquiera dudarlo. Esa idea era impensable.

 

Respetaba las decisiones de los demás, pero él conservaría esa pequeña vida dentro de sí, incluso si eso le costara todo. Fue como si su instinto de padre despertara en ese mismo instante.

 

—Está bien —dijo la doctora Song mientras se quitaba los guantes—. Entonces, lo siguiente será comenzar de inmediato un tratamiento.

 

Gi-hun asintió. Se bajó de la camilla y volvió a sentarse frente al escritorio. Aún sentía la cabeza embotada, como si acabara de ser alcanzado por un rayo.

 

—Voy a recetarle un par de medicamentos para las náuseas —explicó la doctora mientras comenzaba a escribir—. También vitaminas: ácido fólico, hierro… lo básico.

 

El bolígrafo se deslizaba sin detenerse sobre la hoja, mientras Gi-hun solo alcanzaba a seguirla con la mirada, casi sin procesar las palabras.

 

—Debido a la naturaleza de este embarazo —continuó ella— le recomendaría venir con frecuencia a hacerse chequeos. Solo para asegurarnos de que no haya complicaciones. Normalmente, los embarazos en adultos de mediana edad requieren más cuidados que los de menor edad.

 

Gi-hun frunció el ceño, inquieto.

 

—¿Eso quiere decir que hay riesgo de perderlo?

 

—No, no exactamente —la doctora apoyó ambas manos sobre el escritorio, con tono firme—. Todos los embarazos tienen cierto margen de riesgo. Lo que buscamos aquí es reducir ese margen lo más posible.

 

Gi-hun soltó un suspiro de alivio y se dejó caer un poco contra el respaldo de la silla.

 

Vaya lío en el que se había metido. Todo por una pequeña bolita. Todo por unas noches de calentura.

 

“Maldito seas, departamento de In-ho.”

 

La voz de la doctora lo devolvió a la realidad.

 

—Antes de comenzar con el tratamiento, necesitamos retirar el implante subdérmico.

 

 

 

Media hora después, Gi-hun salió del consultorio con el brazo vendado y un leve dolor punzante en la piel. Caminó por el pasillo despacio, como si los muros, el suelo y todo lo demás hubiera cambiado de lugar mientras él estaba ahí dentro. El mundo ya no era el mismo; todo había dado un giro de ciento ochenta grados en apenas unos minutos.

 

Sus pasos lo guiaron hasta el ascensor; necesitaba mirar de frente el futuro que lo aguardaba. Presionó un botón y el aparato descendió hacia un área que hacía años no visitaba.

 

Cuando las puertas se abrieron, lo recibió el vaivén de enfermeros cargando expedientes. Caminó sin prisa, hasta detenerse frente al ventanal de una sala transparente. Había llegado a los cuneros.

 

Al otro lado del vidrio, dos recién nacidos yacían en sus cunas: un niño y una niña. Ella agitaba los bracitos con energía, viva y despierta; él descansaba plácidamente, perdido en un sueño profundo. Gi-hun llevó instintivamente la mano a su estómago, como si quisiera comprobar que lo que ocurría era real.

 

¿Qué sería su hijo? ¿Niño o niña?

 

En realidad, poco le importaba. Lo único que deseaba era que naciera sano, salvo, protegido de todo mal. Suplicaba a la vida que no le arrebatara otro hijo, que no lo condenara a revivir la herida sangrante de una pérdida irreparable.

 

Luego pensó en su rostro, en quién heredaría sus facciones.

 

¿A él… o a In-ho?

 

Aunque intentó reprimir la respuesta, su pecho se la gritaba: quería que se pareciera a In-ho. Al menos así conservaría un pedazo de él, un recuerdo limpio de lo que alguna vez compartieron. Una parte de ambos libre del pasado, sin manchas de culpa ni de sangre. Algo puro. Algo intocable.

 

—No has nacido y ya me estás dando problemas, hijo —susurró, acariciándose el vientre. Una risa breve y contenida escapó bajo el cubrebocas.

 

Regresó a casa con la cabeza hecha un torbellino. Pensaba una y otra vez en posibles futuros, cada uno más catastrófico que el anterior. El simple hecho de imaginar que alguien más supiera la noticia le revolvía el estómago.

 

También pensó en su carrera. En Corea, tener un hijo fuera del matrimonio era todavía un estigma, y la prensa no tendría piedad con él. En un impulso, llegó a fantasear con escapar a algún país lejano, solo él, Eunie y aquella pequeña semilla que crecía dentro de su cuerpo. Pero pronto lo desechó: huir no resolvería nada.

 

Primero lloró, y después terminó riéndose de lo absurda que se había vuelto su vida. Pasó horas en la cama viendo videos de bebés, imaginando el rostro de su hijo y hasta buscando posibles nombres. Odiaba esas malditas hormonas que lo arrastraban de la desesperación a la ternura en un instante.

 

La tarde transcurrió. Eunie volvió de la escuela y cenaron juntos. No le dijo nada; aún no estaba listo para soltar semejante bomba. Se limitó a escucharla mientras ella le contaba sus dramas adolescentes, y en silencio se sorprendió imaginándola como hermana mayor. La sonrisa tonta en su rostro lo delató.

 

Cuando cayó la noche, Gi-hun se preparó para salir a cenar con su esposo. Aunque ya no le gustaba llamarlo así; ese título sonaba distante, casi ajeno, como si perteneciera a otra vida.

 

Salió de la ducha y se miró en el espejo. Sus ojos se detuvieron en el vientre, preguntándose cuánto tiempo pasaría antes de que comenzara a notarse, antes de tener que esconderlo bajo suéteres anchos. Se vistió con una camisa blanca de botones y un suéter azul intenso. Entonces, una notificación en su teléfono le detuvo el corazón:

 

“Estoy afuera.”

 

Era Sang-woo.

 

Gi-hun suspiró y se mentalizó. Estaba embarazado, y esa noche tendría que elegir: confesarlo antes de que fuera inevitable… o cargar con el secreto un poco más.

 

 

 

Fueron a cenar a un restaurante discreto, donde las mesas estaban tan separadas que apenas se distinguían las siluetas. Era elegante, pero sombrío. Justo lo que necesitaban: aún no era tiempo de que el mundo supiera que se veían. Gi-hun sabía que la prensa ya sospechaba; unos días atrás los habían fotografiado en un parque. Vio las publicaciones especulativas y no pudo evitar pensar en lo que In-ho habría sentido al verlas.

 

Debajo de la mesa, Gi-hun no paraba de mover las piernas. No sabía en qué momento soltar la bomba. Solo escuchaba a Sang-woo hablar de trabajo y de lo difícil que era la economía hoy en día, pero las palabras no podían salir de su boca esa noche. El hombre, en algún instante, notó su actitud inusualmente retraída, aunque no comentó nada.

 

Ni siquiera cuando trajeron la cena: un filete con puré de papa. Gi-hun no tenía hambre, pero algo en su vientre le recordó que debía alimentarse bien. Era un pequeño triunfo poder comer sin que las náuseas lo vencieran.

 

Al finalizar aquella silenciosa cena, ya en el pequeño espacio del coche, notó que el chofer tomó una ruta distinta.

 

—¿A dónde vamos? —preguntó, extrañado.

 

—Ya lo verás.

 

El auto se detuvo frente a la torre Lotte, el edificio más alto del país. Sang-woo lo condujo hasta el último piso en ascensor. Cuando las puertas se abrieron, una vista deslumbrante de la ciudad se desplegó ante ellos.

 

El lugar estaba desierto; la única luz provenía de los ventanales. Gi-hun sintió un nudo en el estómago. Aquella grandiosidad lo impresionaba, pero también lo asustaba: las alturas nunca fueron su fuerte.

 

—¿Te gusta? —preguntó Sang-woo, avanzando con calma.

 

—¿Cómo lograste que no hubiera nadie? —Gi-hun escaneó el lugar, aún incrédulo.

 

—Tengo contactos.

 

“Claro”, pensó él.

 

—Ven, acércate.

 

—Estoy bien aquí —respondió, con una sonrisa nerviosa.

 

Pero Sang-woo lo tomó de la mano y lo guió hasta la enorme ventana. Gi-hun sintió un escalofrío al soltarla; aquella altura lo mareaba, aunque también lo atraía, como si las luces de la ciudad lo llamaran. Se sintió diminuto.

 

Ambos guardaron silencio, contemplando el paisaje. Así era Sang-woo: reservado, difícil de leer. Gi-hun siempre había deseado asomarse un instante a su mente; estaba seguro de que allí encontraría números fríos… y un dolor bien escondido.

 

Entonces, Sang-woo le tomó la mano. El contacto se sintió vacío.

 

—No me dijiste qué te parece.

 

—Es… hermoso —respondió Gi-hun, con menos emoción de la esperada.

 

—¿Qué te pasa? —preguntó él—. Has estado raro toda la noche.

 

Gi-hun soltó su mano.

 

Era ahora o nunca. Por su hijo.

 

Cerró los ojos unos segundos, pero al abrirlos supo que no podía escapar. El momento estaba ahí, reclamándolo.

 

—Tengo algo que decirte.

 

La sonrisa de Sang-woo se desdibujó de inmediato. Se giró hacia la ventana, en silencio, mientras Gi-hun buscaba las palabras.

 

—Cuando nos separamos… —empezó, con dificultad— estuve con alguien.

 

Sang-woo apretó la mandíbula. No dijo nada, aunque el reproche flotaba en el aire.

 

—Está bien —respondió, seco.

 

—Y ahora tengo cinco semanas de embarazo.

 

La conmoción se pintó en su rostro al instante.

 

—¿Qué? ¿Estás seguro?

 

—Sí. Lo confirmé esta mañana.

 

Lo examinó de pies a cabeza, como si buscara pruebas en su cuerpo. Su mirada dura terminó clavándose en sus ojos. Algo había cambiado.

 

—¿Quién es el padre?

 

Gi-hun sintió que el corazón se le escapaba del pecho.

 

—Es In-ho… Hwang In-ho.

 

Sang-woo cerró los ojos y se cubrió la cara con ambas manos. Un gesto de profunda decepción.

 

Carajo, Gi-hun.

 

—Nunca te engañé —dijo con voz temblorosa—. Fue después de nuestra separación. ¿Cómo iba a saberlo?

 

—¿Sabes el enorme problema en el que nos metiste? —replicó, el sentimiento tornándose reproche.

 

Gi-hun retrocedió dos pasos, herido. Para él, aquello —su hijo— no era un problema.

 

—No te he metido en nada —escupió—. Esta es mi responsabilidad. Te lo dije porque merecías saberlo, no porque esperara tu ayuda.

 

Sang-woo rió, sarcástico. El sonido resonó en las paredes de vidrio.

 

—No seas ingenuo, Gi-hun. ¿Qué crees que dirá la prensa? Será el fin de tu carrera, de esta familia, de todo. Piensa en Eunie… piensa en las consecuencias.

 

Gi-hun se llevó la mano al vientre. Su hijo no era una desgracia. Era lo único que le daba fuerzas para seguir. Sang-woo bajó la mirada y luego la alzó de nuevo, como si en ese breve lapso algo hubiera cambiado en su interior.

 

—No tienes que cargar con esto —dijo con un tono bajo, casi gélido—. Déjame encargarme del problema. Puedo hacer unas llamadas y…

 

—No. —La respuesta fue firme, casi instintiva—. Eso no está a votación. Te guste o no, voy a tenerlo.

 

Sang-woo suspiró, atrapado en una jaula invisible. Sabía que la terquedad de Gi-hun era inquebrantable.

 

—Está bien… —cedió, girando sobre sí mismo mientras paseaba por la sala—. Eso es lo que quieres, ¿no? Pues lo tendrás.

 

Gi-hun dio un paso hacia él, todavía con la mano en el vientre.

 

—¿De qué hablas?

 

Hubo una pausa. Sang-woo se acomodó el saco con su impecable pulcritud, y luego habló con la frialdad de quien dicta un veredicto.

 

—Tendrás a ese niño. Le daré mi apellido y lo criaremos como si fuera mío. —Su voz era cortante, sin rastro de emoción—. Y el mundo nunca sabrá de tu “aventura”.

 

Gi-hun bajó la mirada. No podía creer lo que escuchaba… ¿Sang-woo aceptando un hijo que no era suyo?

 

—¿Y qué ganas tú con esto? —preguntó, desconfiado.

 

—Que mi familia no sea el hazmerreír de Corea. —Su respuesta fue inmediata, casi mecánica— Y tú… ganas no terminar en la calle criando un bastardo. Es un buen trato.

 

Gi-hun tragó saliva. El cuerpo le temblaba, pero ya no le dolían tanto esas palabras como lo habrían hecho en otro tiempo. Aun así, entendía que cualquier hombre reaccionaría con furia ante semejante noticia. No lo culpaba. No del todo.

 

No respondió. Su orgullo no le permitía aceptar en voz alta un trato así, pero sabía que estaba sellado con o sin su consentimiento. Sang-woo nunca ofrecía opciones. Y él… él solo quería lo mejor para su hijo. Si eso significaba continuar en un matrimonio sin amor pero seguro, entonces así sería.

 

—No puedo creer que hayas caído tan bajo, Gi-hun.

 

Fue lo último que dijo antes de dirigirse al ascensor. Gi-hun lo siguió en silencio. No intercambiaron más palabras. Él se limitó a llorar bajito, con la mirada fija en la ventana, deseando con todas sus fuerzas haber tenido otra salida.

 

Cuando el coche se detuvo en un semáforo, vio en la acera a una pareja empujando una carreola con su bebé. Se miraban con ternura, riendo como si no existiera el mundo alrededor. Gi-hun se rompió aún más.

 

Sabía que In-ho jamás sería una opción. Y aun así, no podía dejar de pensarlo.

 

Quizá así sería para siempre.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 26: Sigue adelante

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Tres meses después.

 

 

El invierno había sido cruel con In-ho.

Su corazón, destrozado, había entrado en una especie de hibernación, y ahora él recogía a tientas los pedazos de lo que alguna vez estuvo entero.

 

Las primeras semanas en casa de su hermano y su madrastra fueron las más duras. La tristeza era tan pesada que apenas quería levantarse de la cama, pero aun así lo hacía.

 

“La vida continúa”, pensaba. No era una convicción, sino más bien un intento desesperado por convencerse de que así debía ser.

 

No tenía ganas de comer, de caminar, de vestirse. Aun así, se obligaba. No sabía qué era esa voz que lo empujaba a moverse: convicción, un resto de esperanza, o simple instinto de supervivencia. Pero gracias a ella lograba ser, al menos, medianamente funcional.

 

En esos días, Jun-ho no fue a trabajar. In-ho sospechaba que lo vigilaba, temiendo un nuevo intento de autodestrucción. Cuando le preguntó, Jun-ho improvisó una excusa torpe:

 

—Emmm… —titubeó—. Han estado muy pacíficas las cosas últimamente. Mi superior me dijo que podía tomarme unos días de descanso si lo necesitaba.

 

In-ho no lo contradijo, aunque supo de inmediato que era mentira. Tampoco quiso admitir que, en el fondo, la presencia de su hermano lo hacía sentir un poco menos solo.

 

Aun así, notaba dos pares de ojos sobre él a cada momento. Ni siquiera podía salir sin que alguien lo alcanzara para ofrecerle compañía. Y cuando insistió en buscar un trabajo —para distraerse, para ser útil—, su madrastra lo frenó con una expresión de genuina preocupación.

 

—¿No crees que mereces descansar un poco? —le dijo, tocándole el hombro—. Anda, hijo, descansa unos días. Luego podrás volver a tu vida normal.

 

No sabía si Jun-ho le había contado a la señora Mal-soon sobre su intento de suicidio, pero la mujer lo miraba con un dolor tan profundo que parecía sentir en carne propia la sombra de su desesperanza. Al final, cedió. No quería discutir, y menos con su familia. Nunca había sido su estilo.

 

Al menos le quedaba la comida casera de la mujer. Cada bocado lo transportaba a otra época, cuando aún era joven y audaz. No podía decir que entonces todo fuera más sencillo —desde niño había cargado con pesos que no le correspondían—, pero sí recordaba divertirse más, tener fe en que las cosas cambiarían.

 

Y sin embargo, no cambiaron. O tal vez sí, pero ya no lo sabía. En realidad, no estaba seguro de nada.

 

Las noches lo castigaban con pesadillas cada vez más feroces: sangre, gritos, miradas aterradas apagándose frente a él. Y esta vez, algo más. Gi-hun.

Lo veía después de haber acabado con alguien, con el rostro y las manos manchados de sangre. Lo miraba a él con terror absoluto en los ojos.

 

“Eres un monstruo”, repetía su voz, como un eco que se deshacía entre la adrenalina y el miedo.

 

“¡Por favor, no te vayas!”, gritaba In-ho en sueños. Pero siempre era en vano: todo se desvanecía, incluso Gi-hun, hasta dejarlo solo en una oscuridad cruel y azabache.

 

Despertaba jadeante, sudoroso, con un hueco insoportable en el pecho. Era en esos instantes cuando más deseaba morir. No que no lo pensara cada día, pero justo al despertar de esos sueños la culpa lo atravesaba con más violencia. La vida le devolvía en la cara lo que había perdido: la oportunidad de no estar solo nunca más, marchita entre el jardín de todas sus pérdidas.

 

No quería pensar en Gi-hun. Pero era imposible. Su mente lo evocaba en cada olor familiar, en cada silueta vagamente parecida en la calle, en cada espacio compartido. Estaba en todas partes. Olvidarlo era tan absurdo como pretender mover una montaña con un soplido.

 

Una noche de insomnio, se escabulló al balcón con una botella de whisky antiguo, herencia de su difunto padre. Bebía directamente de ella mientras deslizaba distraído en el celular. Entonces lo vio.

Una publicación especulativa: Gi-hun y Sang-woo juntos en un parque.

El titular decía: “¿Reconciliación?”.

 

Era solo una página de chismes, sin pruebas reales. Pero bastó. Una lágrima cayó sobre la pantalla. La limpió, y otra la reemplazó, y luego otra. Antes de darse cuenta, estaba llorando en silencio, con el alma desgarrada.

 

Si Gi-hun estaba con él otra vez —aunque solo fuera un rumor—, In-ho se sentía desechado. Sang-woo no lo merecía, pero él tampoco. Y ese pensamiento lo hacía doler aún más.

 

No podía reclamar, no podía luchar, no podía buscarlo.  Gi-hun había sido claro: no quería volver a verlo.

 

Solo le quedaba romperse en silencio. No era justo. O quizá era eso todo lo que merecía.

 

Esa noche, In-ho sintió que moría un poco más.

 

Poco a poco, los días comenzaron a volverse más llevaderos. Con el paso de las semanas salía a caminar con su hermano Jun-ho y terminaban riendo sobre las viejas tonterías del pasado; la señora Mal-soon lo consentía como nunca, atiborrándolo de sus platillos favoritos. Aquella atención le generaba sentimientos encontrados: por un lado, le incomodaba sentirse tratado como a un niño, en lugar de como el adulto maduro que era. Pero, en el fondo, había algo dentro de él que lo necesitaba desesperadamente: ser cuidado en silencio.

 

En la cuarta semana, Jun-ho le insistió en que fuera a terapia. No lo dijo con esas palabras —sabía que In-ho jamás admitiría que tenía un problema—, lo disfrazó como “conversar con alguien”. In-ho, nada ingenuo, entendió perfectamente de qué se trataba y se negó con firmeza. Pero Jun-ho fue tajante: si no lo intentaba, lo retendría en casa de la madrastra para siempre y jamás lo dejaría volver a trabajar. No tuvo opción. Ceder fue la única manera de no perder lo poco de independencia que le quedaba.

 

Era la primera vez en su vida que pisaba un consultorio así. Las manos le sudaban y sus piernas se movían nerviosas, golpeando suavemente el suelo mientras esperaba su turno. Cuando entró a la pequeña sala, una mujer de aspecto joven y mirada serena lo recibió. Era tan menor que por un instante pensó que podría tener edad de ser su hija. En ese momento deseó marcharse, pero se quedó. No supo por qué. Quizá fue la calidez en su mirada, o esa sensación extraña de familiaridad, como si aquella desconocida hubiera sabido de antemano cómo sostenerlo sin decir una sola palabra.

 

—Este es un espacio seguro. Lo que hablemos aquí se queda aquí. No hay juicios, solo quiero entender cómo se siente y acompañarlo en lo que esté pasando. — Dijo.

 

Y al notar su resistencia a ella, añadió:

 

—Sé que no todos confían en este proceso, y que a veces cuesta empezar… ¿qué lo trajo aquí, aunque sea por curiosidad?

 

Todo comenzó allí.

 

No habló de raíces profundas ni de sombras escondidas. No habló de la organización —por razones obvias—, era más bien como… conversar con alguien. Tal como lo había prometido su hermano.

 

La joven doctora Jung era profesional, pero también cálida y amable. In-ho regresaba cada semana, no porque creyera que aquello lo estuviera “curando”, sino porque en ella veía reflejado un anhelo que jamás había podido alcanzar: algo paternal, humano.

Antes lo había sentido con Eunie, la pequeña cachorra de Gi-hun que iluminaba un día entero con una sola palabra. Pero la había perdido.

 

No se dio cuenta de cuánto había deseado ser padre hasta que tuvo la oportunidad de serlo… aunque fuera por un instante.

 

A la sexta semana, consiguió un trabajo.

Parecía un chiste, considerando lo que había hecho antes, pero no lo era. Entró por casualidad a una enorme aunque acogedora florería cerca del bulevar, como parte de un ejercicio propuesto por la doctora Jung: visitar lugares en los que nunca se detendría por voluntad propia. Y allí se quedó.

 

Trabajaba junto a dos dulces mujeres:

Una mujer adulta llamada Cho Hyun-ju y una amable pero fuerte anciana llamada Jang Geum-ja. Ambas lo colmaban de halagos cada día y poco a poco lo instruyeron con amabilidad en el nuevo trabajo.

 

Se ocupaba de regar plantas, de llevar pedidos pesados, transportar y de aprender los nombres de las flores. El jazmín se volvió su favorito: era el olor de Gi-hun, el perfume de lo que más amaba en el mundo. A veces llevaba un par de ramas a su habitación temporal, cerraba los ojos y aspiraba su aroma, imaginando que él estaba allí, a su lado.

 

Más de una vez se rió de la ironía de aquel trabajo. Y sin embargo, era justo lo que necesitaba: calma. Cuando se lo contó a Jun-ho, este no podía creerlo; dijo que le agradaba su nueva faceta de jardinero.

 

El tiempo pasó. Llegó el invierno, y con él la nostalgia de la Navidad y el Año Nuevo. Agradecía no estar solo, pero el dolor persistía. Con frecuencia se sentaba en la ventana a ver caer la nieve y pensaba en él.

 

¿Sería feliz?

 

¿Sería libre?

 

¿Lo extrañaría, al menos un poco?

 

Nunca dejaría de amarlo. Aceptar eso fue como dejar de luchar contra la marea: su amor sería eterno, hasta el día en que muriera.

 

Con enero llegó la luz. El sol volvió a brillar, la nieve en las calles comenzó a disiparse y la nostalgia se transformó en una nueva esperanza.

 

Aquella mañana fresca, In-ho llegó primero al local. Le tocaba abrir, asegurarse de que todo estuviera en orden antes de que llegaran los demás. El sol apenas asomaba tras los edificios, tiñendo de naranja las paredes de cristal. Recorrió el invernadero, revisando que cada flor estuviera en su sitio y apartando con cuidado las que ya se habían marchitado.

 

Pocos minutos después, la señora Geum-ja entró con su andar ligero y su voz inconfundible:

 

—Buenos días, hijo.

 

—Buenos días —respondió él, ocupado en regar unas rosas.

 

—Oh, no, no —replicó enseguida ella, acercándose con un gesto casi maternal

 

—. Déjame a mí, anda. Ve a descansar un poco en la entrada.

 

Pensó en negarse, pero aquella sonrisa cálida y firme tenía algo imposible de discutir. Asintió sin más y se dirigió al mostrador, obediente a su manera.

 

La señorita Cho solía encargarse de las bodas y arreglos personalizados; la señora Jang dominaba los eventos escolares, cumpleaños y celebraciones varias. Y In-ho… había tomado para sí los funerales.

 

No era experto en flores, ni tenía el ánimo para adornar promesas de amor. Al contrario: el amor, desde su herida abierta, lo enfermaba. Así que se refugió en la solemnidad de la despedida. Escogía con meticulosa calma crisantemos, lirios y rosas blancas, combinándolos en arreglos sobrios, casi ceremoniales. Su manera de asegurarse de que, al menos en la muerte, hubiera un último gesto de dignidad.

 

 

La señorita Hyun-ju llegó poco después. Era alta, de sonrisa radiante y presencia inconfundible: el aroma cítrico y mentolado que la rodeaba delataba su condición de alfa. Vestía un delicado vestido blanco con estampado floral, cubierto por un abrigo largo color crema, y adornaba su cabello con pequeños broches que brillaban bajo la luz de la mañana. Su sonrisa, tímida pero dulce, llenó el local de una calidez especial.

 

—Buenos días —saludó al entrar, mientras las campanillas de la puerta tintineaban suavemente.

 

—Buenos días —respondió In-ho.

 

Ella sacó de su bolso un papel doblado y lo colocó en la pared junto a otros dibujos. Era una flor torpemente garabateada, pintada con todos los colores posibles.

 

—¿Otro dibujo de la pequeña artista? —preguntó In-ho, con una sonrisa que le suavizó el rostro.

 

Hyun-ju asintió, orgullosa.

 

—Ha estado muy inspirada últimamente.

 

La señorita Cho era madrastra de una niña encantadora llamada Na-yeon. Su pareja, el señor Gyeong-seok, trabajaba como retratista en un parque de diversiones muy popular de la ciudad. A veces, al final de la jornada, él pasaba a recogerla junto con la pequeña, y era entonces cuando In-ho podía ver a Na-yeon. Para él, era la niña más tierna del mundo: siempre sonreía mientras apretaba sus mejillas sonrosadas con ambas manos, gesto que lo hacía derretirse sin remedio.

 

En esos momentos, In-ho se descubría deseando algo que nunca había tenido: una pequeña a quien proteger.

 

El día había transcurrido con normalidad. Al mediodía, una joven entusiasmada llegó para cotizar grandes arreglos de flores blancas para su boda. In-ho, solícito, se encargó de ir a buscar un lote especial casi al otro extremo de la ciudad. Cuando regresó, encontró a la señora Geum-ja y a Hyun-ju compartiendo la comida sobre una mesa redonda en la esquina del mostrador.

 

—¿Tienes hambre? —preguntó la señora, sosteniendo un tazón de arroz—. Ven, traje gimbap, mandu y un poco de bulgogi.

 

El olor cálido de la comida lo envolvió apenas se acercó. Olía deliciosamente a hogar.

 

—¡Anímate, sin pena! —añadió con voz melosa, mientras Hyun-ju lo miraba con dulzura.

 

No pudo decir que no. Se sentó con ellas y compartieron la comida en un silencio cómodo, hasta que la anciana rompió la quietud.

 

—No eres de hablar mucho, ¿verdad? —comentó—. Mi hijo Yong-sik es igual de callado que tú, pero tiene un corazón enorme… aunque a veces sea un idiota.

 

In-ho sonrió con cortesía.

 

—No creo tener un corazón tan grande.

 

—Yo creo que sí —intervino Hyun-ju por fin.

 

—¿Y eres casado? ¿Tienes hijos? —inquirió la anciana.

 

—No… la verdad es que no —respondió casi en un susurro, con un matiz de dolor inconfundible.

 

La señora, al notarlo, intentó aligerar el ambiente.

 

—¡No te preocupes, hijo! A decir verdad, los matrimonios de hoy en día son muy complicados… ya sabes.

 

Él solo asintió y siguió comiendo. Todavía no lograba creer que estaba allí, compartiendo la mesa con dos mujeres amables. Era un trabajo que nunca imaginó tener, como si la vida se empeñara en sorprenderlo una y otra vez.

 

Cuando cayó la noche y el local cerró con un número de ventas decente, In-ho se ofreció a quedarse hasta tarde para ordenar todo. Hyun-ju se marchó con su novio y su pequeña hija, y aunque la señora Geum-ja quiso ayudar, él insistió en encargarse solo como muestra de gratitud por su hospitalidad.

 

Antes de cerrar, eligió un par de jazmines y los envolvió con cuidado en papel. Al sostenerlos, acercó el ramo a su rostro: aquel aroma nunca lo cansaba, era y siempre sería su favorito. Los recuerdos que evocaba eran irreemplazables: dolorosos, sí, pero también consoladores.

 

Apagó las luces, revisó el local por última vez y salió. Cerró con llave, pero justo cuando se disponía a caminar hacia su coche, un vehículo negro se estacionó frente a la tienda. El motor se apagó y su cuerpo se tensó al instante, alerta.

 

De él descendió un hombre al que reconoció de inmediato: un antiguo compañero de la policía, que más tarde había trabajado como guardaespaldas de Gi-hun. No lo había visto en meses, pero ahora estaba allí, como si el tiempo no hubiera pasado.

 

—In-ho —lo saludó.

 

—¿Qué haces aquí? —preguntó él, directo.

 

El hombre se plantó frente a él, con ese aire firme de policía.

 

—Necesito hablar contigo.

 

La mente de In-ho comenzó a girar, inquieta.

 

—¿Qué sucede?

 

—Es sobre Gi-hun.

 

Su corazón se detuvo en seco.

 

—No quiero saber nada.

 

Se dio la vuelta y caminó hacia su coche, dejándolo atrás. Pero la siguiente frase lo clavó al suelo.

 

—Hay algo que debes saber sobre él.

 

La curiosidad lo atravesó como una daga. No quería más, ni un recuerdo, ni una palabra más que evocara ese fantasma. Solo escuchar su nombre lo desgarraba.

 

Sin embargo, sus pasos se negaron a avanzar. Se giró hacia el hombre, en silencio, con la mirada encendida por un torbellino que no lograba contener.

 

—¿Qué pasa? —inquirió, apretando el ramo de flores con fuerza.

 

—Escucha… lo que voy a decirte no será fácil. Pero creo que mereces saberlo.

 

Sintió que el aire se espesaba. Se imaginó lo peor y, al mismo tiempo, nada. ¿Le habría ocurrido algo? Su corazón golpeaba enloquecido contra el pecho.

 

—Dime qué pasa —su voz apenas fue un susurro.

 

—Gi-hun… —murmuró—. Creo que va a tener un hijo.

 

El mundo entero se detuvo. Su mirada se suavizó y, de pronto, todo alrededor se volvió rígido. La cabeza le daba vueltas, incapaz de procesar la naturaleza descabellada de aquellas palabras.

 

—¿Qué… qué dices?

 

—He estado llevándolo varias veces al hospital estos meses —explicó—. Al principio pensé que era por alguna enfermedad. Pero esta mañana vi su estómago. Incluso bajo ese enorme suéter, el bulto era evidente.

 

In-ho enmudeció. No podía pensar.

 

—¿Por qué me dices esto?

 

—Porque no estoy seguro de que sea de su esposo —respondió—. Ellos volvieron, sí… pero casi no hablan. Y a juzgar por el tamaño, debe de tener unos cuatro meses.

 

El cálculo le atravesó como un rayo.

 

—Hace cuatro meses estaban más distantes que nunca —añadió el hombre, con voz grave—. Y, para ser honesto, siempre sospeché que ustedes dos tenían algo.

 

Un nudo bloqueó su garganta. No podía articular palabra. El hombre sonrió apenas, como si en su silencio hubiera encontrado confirmación. Sacó un papel del bolsillo de su traje y se lo extendió. In-ho lo tomó con torpeza: en él había una fecha y una dirección.

 

—Él estará aquí ese día —explicó—. Puedo hacer que lo veas, si lo deseas. Pero recuerda: esto no vino de mí.

 

Le dio una palmada amistosa en el hombro y caminó hacia su coche. In-ho apenas reaccionaba.

 

—¿Por qué haces esto? —alcanzó a preguntar.

 

El hombre abrió la puerta, lo miró una última vez.

—Porque mereces saberlo.

 

Encendió el motor y desapareció en la oscuridad, dejando a In-ho con las manos llenas y el corazón apretado.

 

¿De verdad Gi-hun esperaba un hijo suyo?

 

Una parte de él no quería admitir que la idea lo alegraba como nada en mucho tiempo. Ni siquiera cuando estaban juntos había considerado tener un hijo con él: por sus edades, por las circunstancias… jamás lo había pensado en serio.

 

Pero esto era distinto. Si era cierto, debía hacerse cargo. Debía demostrarle a Gi-hun que quería estar allí, que quería formar parte de esa vida que crecía dentro de él.

 

La duda lo asaltaba como un enjambre. ¿Querría Gi-hun verlo? ¿Querría compartir aquel milagro con él?

 

Pasó varios minutos en su coche, tratando de ordenar el torbellino de emociones. Primero lo invadió un cosquilleo de ilusión, luego un temblor de dolor. No quería perderse esa vida. No quería perder, otra vez, al amor de su vida.

 

El sentimiento resurgió con la fuerza de un huracán, derribando los frágiles muros que había construido en esos meses. O tal vez aún no: guardó el papel en la guantera y condujo hacia casa, con la duda ardiendo en su pecho.

 

Tenía que averiguar si aquello era verdad. Y si lo era, se aferraría con uñas y dientes a esa esperanza.

 

En un semáforo volteó a ver a las flores que reposaban en el asiento del copiloto. El aroma de los jazmines lo atravesó como la fórmula de un despertar.

 

Su flor lo necesitaba, y dentro de él posiblemente cargaba la prueba irrefutable de que lo que tuvieron no fue un error.

 

Su amor perduraría para siempre, su amor se convertiría en una persona.

 

Una persona que In-ho protegería con su vida de ser necesario.

 

 

 

 

 

 

Notes:

¡Holaaaa!
Lo siento un poco por la demora, he estado un poco ocupada por la universidad y he estado un poco bloqueada al escribir, pero este fin de semana finalmente pude dar continuación a la historia.
Este capítulo es un poco de relleno pero súper necesario para indagar también todo lo que In-ho ha pasado, y es que el pobre hombre se ha llevado la peor parte. 😭
¡Por fin se entera de la llegada de su cachorro! Ahora sí, que vaya a rescatar a su hombre de esa jaula de oro. 😆😆
Por cierto, ya sé qué será el pequeño retoño (incluso ya sé su nombre) pero se los dejaré por ahora como una interrogante.
Espero que les haya gustado el capítulo y lo siento si me atraso un poco. Ya estamos llegando casi al final de la historia (digo casi porque todavía falta un arco)
Les agradezco tanto a todos los que han leído hasta acá. Les deseo éxito en su día a día y mucha, mucha paz. 💕
—Val.

Chapter 27: 2525

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

 

 

Gi-hun se estremeció cuando el frío gel tocó su vientre. La doctora deslizó la máquina por todo su abdomen, y él trató de contener la risa: aquel “masaje” siempre le provocaba cosquillas. La doctora Song mantenía la mirada fija en la pantalla, aunque él no logró ver nada hasta que ella señaló un punto y todo pareció difuminarse.

 

—Ahí está —dijo, apuntando con el dedo a una mancha gris que poco a poco tomaba forma—. Parece que todo marcha bien.

 

Gi-hun sonrió, aliviado por aquellas palabras. Su hijo estaba creciendo sano y fuerte, y pronto lo vería. Cuando dormía, en sus sueños podía imaginar su rostro de recién nacido. Aún no sabía qué era, así que la imagen no era clara ni concreta, sino más bien una presencia cálida y etérea que anhelaba abrazar.

 

—Umm… creo que ya se puede ver muy bien el sexo —comentó la doctora, deslizando el transductor—. ¿Quieres saberlo ahora?

 

Su corazón palpitó con fuerza. La duda lo carcomía: quería saberlo, estuvo a punto de decir que sí, pero se contuvo. No había nadie a su lado, nadie con quien compartir la alegría de la sorpresa. Decidió esperar, esperar para compartir ese momento con alguien que realmente quisiera… con alguien que quizá, jamás volvería.

 

—No, prefiero saberlo después —contestó, con la garganta apretada.

 

—Está bien —asintió la doctora.

 

Hubiera podido tener a Sang-woo allí. Pero su presencia se había desvanecido por completo, tras la brutal honestidad que destruyó los últimos cimientos de su matrimonio.

 

Había tenido lugar una noche cuando el invierno apenas comenzaba, mientras estaba sentado en uno de los sillones de la sala calentándose con la chimenea.

 

Sang-woo llego con dos tazas y sin decir nada, le tendió una y se sentó a su lado, no tan cerca, pero tampoco a la distancia. El solo sonrío sin poder creer el gesto.

 

No le había hablado después de la noticia, después de enterarse de su embarazo. Fue como si se hubiera convertido otra vez en el témpano de hielo que recordaba.

 

Le dio un sorbo a la taza humeante. Era chocolate caliente, su favorito.

 

—Gracias.

 

No dijeron nada por un buen rato, fue como si las palabras hubieran dejado de existir. Sólo se quedaron con la mirada fija hacia el exterior, compartiendo el sonido de la lejana noche y la imagen de la nieve cayendo. Dando lugar a la nostalgia.

 

De pronto, Sang-woo rompió el silencio con una pregunta que jamás olvidaría.

 

—¿Lo amabas?

 

—¿Ummm? — Gi-hun creyó no haber oído bien.

 

—Al… al padre — aclaró, clavando su mirada en su estómago. Sang-woo no podía ni siquiera pronunciar el nombre  — ¿Lo amabas?

 

Pudo mentir, pudo haber dicho que sólo había sido una aventura placentera, un impulso irracional que lo arrastró como corriente vertiginosa.

 

Pero no lo hizo. Haberlo hecho hubiera sido como insultar el recuerdo de una de las mejores cosas que le habían pasado en la vida.

 

—Sí — respondió con firmeza.

 

—¿Más que a ?

 

Sang-woo lo miró a los ojos, con ese brillo trémulo que conocía bien.

Era la mirada temerosa de alguien que moría por saber algo, y a la vez no.

 

Pudo sentir las palabras atorándose difícilmente antes de salir.

 

—No lo sé — Bajó la mirada, recordando — con él todo fue… diferente.

 

Sang-woo tragó saliva y agachó la cabeza con desganas. No dijo nada más, había obtenido en la respuesta que quería. Sólo se levantó y se marchó.

 

Como siempre lo había hecho.

 

Gi-hun supo en ese momento que algo había cambiado para siempre, en el momento en el que sus manos no sintieron el deseo de alcanzarlo. Su amor había cambiado, la parte más grande de su corazón, ahora le pertenecía a otra persona, a una que nunca sabría el enorme milagro que cargaba dentro.

 

Iba a seguir con su plan. Sang-woo le había dicho que esperarían hasta que el bebé naciera para anunciarlo al mundo. Ya que así sería más fácil justificar la discrepancia de los tiempos, iban a decir que nació prematuro o algo así.

Pero el plan no incluía citas acompañadas al doctor.

 

 

Gi-hun regresó a casa tras la cita. Se había tomado muy en serio los cuidados del embarazo, dedicando la mañana y parte de la tarde a descansar y proteger al pequeño desde fuera de su vientre. Tras merendar, salió al jardín para hacer estiramientos, aunque su espalda crujió varias veces por la inexperiencia. Luego tomó sus medicinas y se recostó un rato.

 

Las grabaciones de la película habían terminado apenas una semana antes. Lo agradeció, pues pudo ocultar su incipiente barriga sin que nadie se percatara, excepto Yoo, que parecía saberlo incluso antes que él.

 

Eunie aún estaba de vacaciones y la relación entre ambos había estado distante estos últimos dos meses. La primogénita no había tomado bien la noticia; no estaba enojada ni celosa por el bebé, sino herida por la confusión que todo aquello provocaba.

 

Al día siguiente de que Gi-hun y Sang-woo firmaran el acuerdo—“Aceptaré al bebé como mío, pero volveremos a ser la familia fría y distante de antes”—, el padre de Eunie entró en su habitación con voz temblorosa, trayendo dos noticias.

 

Primero, la niña aceptó de mala gana el regreso de su padre. Lo quería, aunque no comprendiera del todo la situación.

 

La segunda noticia la desarmó:

 

—Vas a… tener un hermanito —dijo Gi-hun con una sonrisa débil, como si fuera un chiste mal contado.

 

El rostro de la joven palideció, sus ojos se abrieron de par en par. Gi-hun tomó su mano y la llevó hacia su vientre.

 

—Hay alguien… creciendo aquí adentro —susurró.

 

Eunie apartó la mano y se levantó de golpe, parpadeando varias veces antes de alcanzar la conclusión más descabellada que su mente podía imaginar:

 

—¿Por eso terminaste con In-ho? —preguntó— ¿Porque lo engañaste con papá?

 

—Eunie…

 

—¿Por eso volviste con él? ¿Por él bebé?

 

Su voz se elevaba, quebrándose, girando en espiral dentro de la habitación.

 

—Hija, no fue… —dijo Gi-hun, poniéndose frente a ella para contenerla. Sus palabras lo herían.

 

—¡Por eso no quisiste hablar del por qué te alejaste de In-ho! —exclamó—¡Hiciste exactamente lo que papá te hizo! ¡Engañaste a alguien bueno!

 

¡No es de él! —vociferó Gi-hun, acorralado— ¡No es de tu papá!

 

La mirada de Eunie se suavizó un instante, pero su confusión y miedo persistían con fiereza.

 

—¿Es… es de In-ho entonces?

 

Gi-hun asintió lentamente, con un brillo adolorido en los ojos que su hija no entendía.

 

—No entiendo nada —susurró ella— ¿No quiso hacerse cargo?

 

—No, no es por eso.

 

Gi-hun hablaba con palabras a medias, enigmas difíciles de descifrar. Eunie fruncía el ceño, frustrada por no encontrar la pieza faltante del rompecabezas.

 

—¡¿Entonces qué pasa?! ¡¿Por qué no me dices nada, papá?!

 

Se acercó a él, mirándolo con la intensidad de un espejo, reflejando la misma determinación y hambre de respuestas que él había tenido de joven.

 

—Es complicado…

 

Eunie se alejó, bajando la mirada. Dándose cuenta que la verdad era inalcanzable incluso para ella.

 

—Conejita… —Gi-hun intentó abrazarla, pero ella se apartó.

 

—Vete —ordenó con la cabeza baja.

 

Nunca había escuchado esa palabra de ella. Su corazón se rompió en mil pedazos. No dijo nada más, dejándolo todo en manos del tiempo, esperando que con los días el sentimiento amargo se disolviera. Pero parecía permanecer, presente en cada silencio, en cada risa ausente, en cada día sin películas ni tardes de juegos.

 

Eso hizo que sus sentimientos de soledad se agravaran.

 

Aquella tarde, Gi-hun se sumergió en un baño de burbujas que lo envolvió con un calor reconfortante. Mientras masajeaba sus piernas cansadas, un deseo familiar lo sorprendió con la urgencia de ser atendido.

 

Suspiró, resignado. Otra vez.

 

En los últimos meses, la necesidad de sentirse deseado y protegido se había vuelto más intensa, como un hambre insaciable. Siempre terminaba igual: un pobre intento en solitario de masturbación que, aunque le brindaba alivio momentáneo, lo dejaba vacío. Un vacío que nada llenaba, porque lo que necesitaba no era placer, sino compañía. Sus sueños con In-ho eran cada vez más frecuentes; a veces se convencía de que incluso el bebé en su vientre sentía esa ausencia, reclamando a la otra mitad que lo había creado.

 

El agua no pudo disimular sus lágrimas.

 

Ya habían pasado dos meses desde que In-ho se fue, y seguía extrañarlo con la misma fuerza que el primer día. Era un anhelo visceral, como si le hubieran arrancado algo vital y jamás pudiera recuperarlo.

 

Cuando al fin salió de la bañera, se sintió tres veces más pesado de lo que en realidad era. Se vistió con unos pantalones anchos que había guardado de su segundo embarazo, una camisa negra demasiado grande y un abrigo aún mayor que ocultaba cualquier sospecha.

 

Frente al espejo, decidió probar algo distinto: un delineado negro en la línea de agua, ese toque rebelde que solía darle identidad en sus treintas. A Sang-woo nunca le gustó; lo llamaba “poco elegante”. Pero para él era una forma de reencontrarse consigo mismo.

 

Con el sol a punto de ponerse, se dirigió al evento en el JW Marriott.

 

Era una reunión íntima con el elenco y el equipo de la película que acababa de terminar. Dudó antes de ir; temía despertar sospechas. Pero decidió que no asistir sería una falta de respeto. Solo pasaría un rato: saludar, sonreír, y desaparecer discretamente.

 

La noche lo recibió sin paparazzi a la vista. Park (a quien había llamado así por asociación a cierto actor), su guardaespaldas convertido en chofer, le abrió la puerta con gesto profesional. Gi-hun prefirió ir solo; últimamente no necesitaba que lo escoltaran en todo momento.

 

El hotel lo envolvió con su calidez: lámparas de cristal, paredes color arcilla y un piso de mármol que resonaba bajo cada paso. Una recepcionista lo guió a un salón privado. Allí lo recibió el aroma a vino, el dulzor de los bocadillos y una alfombra roja que parecía un mar de rubíes.

 

Cumplió su papel con precisión: saludó, sonrió, conversó lo justo y se mantuvo lo bastante distante para evitar que alguien notara su vientre. Escuchó un discurso emotivo de un productor, probó un par de aperitivos (su bebé era implacable con los antojos), y se sentó finalmente junto a Gong Yoo, que no se apartó de él en toda la velada.

 

—Tu olor es muy dulce —susurró Yoo, inclinándose hacia él mientras los demás distraían la mirada— Me pregunto cuándo se darán cuenta de que hay algo distinto en ti.

 

Gi-hun esbozó una sonrisa torcida.

 

—Y eso, ¿te divertiría?

 

—Tal vez un poco —rió suavemente—. Pero no quiero ser cruel contigo.

 

Fue lo único que dijo al respecto. Después hablaron de trivialidades, compartieron la cena y Gi-hun intercambió palabras con rostros nuevos. Cuando consideró que había pasado el tiempo suficiente para no ser criticado por ausentarse, se levantó con cortesía. Muchos lo animaron a quedarse.

 

—Todavía es temprano —le reclamó alguien.

 

Él se excusó con cansancio fingido y la promesa de pendientes en casa.

 

Sin embargo, cuando alcanzó la entrada, una mano firme se cerró sobre su brazo.

 

—¿A dónde crees que vas? —preguntó Yoo, sonriendo con picardía— La noche apenas comienza.

 

—A casa. Tengo cosas que hacer —respondió en voz baja. Luego, asegurándose de que nadie más los escuchara, agregó—: Ya sabes… mi “asunto” aquí abajo no me deja quedarme mucho.

 

Yoo bajó la mirada un instante, divertido, antes de volver a clavar sus ojos en él.

 

—Ah, cierto. —Su sonrisa se ensanchó—. Pues entonces estás a punto de perderte mi sorpresa.

 

—¿Sorpresa? —frunció el ceño Gi-hun.

 

—Sí. Un regalo muy especial que tengo para ti. Ven conmigo.

 

El agarre de Yoo se hizo más firme, obligándolo a avanzar.

 

—Espera, ¿a dónde me llevas? —protestó Gi-hun, forcejeando.

 

—Solo ven. No preguntes nada.

 

Gi-hun soltó un suspiro resignado. Intrigado, aunque con cierta desconfianza, decidió seguirlo.

 

Caminaron por el pasillo hasta el ascensor. Cuando las puertas se abrieron, ambos entraron. Gi-hun estaba cada vez más confundido, con una punzada de miedo que se mezclaba con pensamientos erráticos.

 

—No estarás llevándome a una de las habitaciones para “conquistarme”, ¿o sí? —preguntó mientras los números del panel ascendían—. ¿Tan necesitado me veo?

 

Yoo sonrió, conteniéndose para no soltar una carcajada. Gi-hun frunció el ceño.

 

—Cariño —susurró— debo admitir que la idea de acostarme con un sexy embarazado tiene su encanto. Pero, me temo, estás un poco lejos de la realidad.

 

—¿Entonces qué…?

 

Yoo llevó un dedo a sus labios, silenciándolo con suavidad.

 

—Solo espera —dijo con una sonrisa torcida.

 

El ascensor se abrió al fin. Caminaron por pasillos interminables, todos con puertas idénticas, hasta adentrarse en el ala norte, donde reinaba un silencio sepulcral, casi religioso. Finalmente, su amigo se detuvo en una puerta que tenía grabado el número “2525

 

Sacó una llave del bolsillo y, tras un clic metálico, la puerta se abrió con un leve chirrido. La habitación estaba iluminada, lo que hizo que Gi-hun se detuviera en seco.

 

—¿Qué esperas? Entra —ordenó Yoo, señalándole la entrada.

 

—No… esto no me gusta —retrocedió un par de pasos.

 

—No va a pasar nada —replicó Yoo, con tono cansado—. Ya te dije que no me interesa tu cuerpo.

 

—¿Entonces conseguiste a alguien más? —disparó Gi-hun, con ansiedad creciente—. ¿Hay alguien ahí dentro?

 

Al instante se arrepintió. Recordó haberle confesado a Yoo, en una de sus conversaciones privadas, que la única persona que lo había tocado en meses había sido su doctora durante un chequeo. Y esa revelación, ahora, parecía un arma contra él.

 

—No seas ridículo —gruñó Yoo entre dientes— ¿Quién crees que soy?

 

El silencio entre ambos pesó como plomo. Gi-hun lo sostuvo unos segundos más, y al final se rindió. Entró primero.

 

La habitación lo recibió con un ambiente pulcro, la cama perfectamente tendida y un perfume delicado que reconoció solo al ver el jarrón de cristal con flores frescas: jazmines. Se inclinó para olerlos. Era el mismo aroma que lo envolvía en los recuerdos.

 

Se acercó luego a la ventana. La ciudad brillaba como un campo de estrellas artificiales; parecía sacada de una película de ciencia ficción. Apoyó la mano en el vidrio frío, intentando hallar algo de calma en la distancia.

 

—Entonces… —murmuró sin apartar la vista del horizonte—. ¿Qué es lo que quieres, Ggongie?

 

Hola, Gi-hun.

 

La voz lo atravesó como un rayo, disparando un choque eléctrico por todo su cuerpo. Giró de inmediato, incrédulo, con la esperanza absurda de haberse confundido.

 

No. No había error.

 

Yoo seguía en el marco de la puerta, pero junto a él había otra silueta. Una presencia imposible de ignorar.

 

In-ho.

 

Hwang In-ho estaba ahí.

 

Gi-hun sintió que el aire se comprimía en la habitación, que el espacio era demasiado pequeño para contener la tormenta de emociones que lo golpeaban. No estaba preparado. No aún.

 

Lo recorrió con la mirada en un segundo eterno: la camisa negra, la chaqueta de cuero marrón que hacía juego con la intensidad de sus ojos, el cabello cayendo desordenado sobre la frente como una cascada oscura, perfecta, que lo devolvía a su perdición.

 

Y sobre todo, esa mirada. Profunda y devastadora, capaz de arrasar con mundos enteros; dos ojos negros que desnudaban hasta el rincón más oculto de su ser.

 

Su corazón galopó con una fuerza salvaje pero que lo llenó de vitalidad. Era como si todo lo vivido hubiera sido un preludio para este instante, para volver a contemplar esa belleza que tanto lo había marcado.

 

El silencio se hizo pesado, absoluto. Y en él, Gi-hun entendió que lo que se avecinaba no era solo una noche larga, sino una vida inevitablemente caótica.

 

 

 

 

 

 

Notes:

¡Finalmente el encuentro más esperado! 😈
Me divertí mucho escribiendo este capítulo. Extrañaba demasiado a Ggongie y sus chistes pecaminosos 😭
Se preguntarán: ¿Cómo fue que se planeó todo esto? bueno, en el siguiente capítulo se sabrá todos los detalles de la alianza entre estos dos alfas 👀
Les agradezco a quienes están pendientes de los capítulos, de verdad que le tengo un cariño inmenso a esta historia y es valioso para mí que otras personas también.
Les mando buenos deseos 💕
—Val.

Chapter 28: De vuelta a ti

Chapter Text

In-ho pasó la noche en vela, dando vueltas entre sábanas que se habían enfriado hacía horas. Su mente oscilaba entre futuros posibles: algunos iluminados por la esperanza, otros teñidos de catástrofe.

 

¿Por qué ahora? ¿Por qué justo en este momento?

 

Se preguntaba si era una broma cruel del destino, un intento de arrastrarlo de nuevo al espiral de dolor del que apenas empezaba a salir. O si, tal vez… era otra cosa. Una señal. Una oportunidad. Un regalo inesperado.

 

Un hijo. Una semilla plantada por accidente, la unión más sagrada y primitiva entre dos personas que se habían amado y deseado.

 

Las cosas entre él y Gi-hun habían terminado mal, sí, pero el amor de Gi-hun había sido verdadero. Real. Lo podía sentir incluso con los ojos cerrados.

 

Necesitaba comprobarlo con sus propios ojos. Ver esa curva en el vientre, tocarla, asegurarse de que no era un sueño. Solo imaginarlo lo desarmaba, como una fantasía traída a la vida real.

 

Y, aun así, se sentía indigno.

 

¿Qué clase de padre podría ser?

Si se dejaba arrastrar por los fantasmas de su pasado, seguramente uno muy malo.

 

No. Lo correcto había sido alejarse. No merecía estar ahí, y menos ahora, con ese hijo de por medio.

 

Su corazón era un mar de contradicciones. Así lo encontró el amanecer: exhausto, sin un solo rastro de sueño reparador. Se levantó, se vistió y trató de fingir normalidad.

 

Era domingo. No habría trabajo que lo distrajera; solo pensamientos, siempre girando hacia lo mismo: Gi-hun, probablemente solo, cargando con ese hijo en medio de una tormenta. La simple idea de él, frágil y vulnerable, lo hacía querer salir corriendo a buscarlo.

 

Para evitarlo, se inventó un día ocupado. Movió los sillones, desempolvó una lámpara vieja, limpió una estantería atiborrada de libros regalados. Entre ellos encontró uno que lo dejó inmóvil: Etapas del embarazo, un presente de su madre, años atrás, como indirecta de matrimonio. Se sentó a hojearlo hasta llegar a la página cuarenta:

 

“Semana 16: cuatro meses”.

 

Si lo que su amigo había dicho era cierto, las fechas coincidían.

Un recuerdo candente, imposible de borrar, lo asaltó con lujo de sensaciones. Un calor lo recorrió antes de que una voz interior lo reprendiera: «Compórtate»

 

Cerró el libro de golpe aclarándose la garganta y volvió a sus tareas.

 

Un rato después, un gato negro apareció en la ventana exigiendo comida. Apenas hacía una semana que había regresado a su departamento, y aquel animalito había llegado como si oliera su soledad. Lo alimentó, y el minino se acurrucó contra su mano, ronroneando. Su corazón dio un vuelco.

 

—Parece que estamos solos en el mundo, ¿verdad? —susurró, recibiendo solo la mirada verde e imperturbable del animal.

 

En ese momento, su teléfono vibró. El sobresalto le tensó el cuerpo, pero al ver el nombre en la pantalla se tranquilizó: Hyun-ju.

 

—Hola. —contestó.

 

—¡Hola, tú! —la voz de ella sonaba ligera, melódica—. ¿Qué haces?

 

—Acabo de despertar —mintió.

 

Silencio breve. In-ho acariciaba al gato con una mano.

 

—¿Tienes planes para hoy?

 

La pregunta lo sorprendió. Nadie solía interesarse en eso.

 

—No lo creo.

 

—Entonces acompáñame —dijo Hyun-ju con entusiasmo—. Iré a hacer unas compras y después invitaré a unos amigos a comer. Será bueno que conozcas a los demás.

 

¿“Los demás”? A cuántos tendría que enfrentar… dudó. No estaba en condiciones de interpretar un papel de hombre familiar, mucho menos cuando en el fondo sabía que quizá ya tenía una familia allá afuera.

 

Pero verla tan entusiasmada le hizo imposible negarse. Además, era eso o quedarse atrapado en sus pensamientos.

 

—Está bien —cedió al fin—. ¿Dónde te veo?

 

 

 

In-ho descubrió que ir de compras con Hyun-ju era sorprendentemente agradable.

 

La mujer tenía un aire tímido, pero irradiaba una alegría silenciosa que resultaba contagiosa. Había algo en la calma con la que hacía cada cosa, siempre tomándose su tiempo. En el supermercado, por ejemplo, tardó más de cinco minutos en escoger los tomates que consideraba de “un rojo perfecto”. In-ho, divertido, se dedicó a elegir las zanahorias.

 

Además, era muy considerada. Le preguntaba cómo estaba, cómo se sentía, si necesitaba algo. No de manera invasiva, sino con una preocupación maternal, quizá adquirida cuando se convirtió en madre de Na-yeon.

 

Y entonces, otra vez, esa pregunta se filtró en su mente:

 

¿Cómo sería él si fuera padre?

¿Se volvería más protector? ¿O seguiría siendo el mismo hombre que era ahora?

 

Los pensamientos lo perseguían y no podía evitarlos. Por más que lo intentara, volvían a él, apretándole el pecho. Ya había aprendido a convivir con esa sensación, así que, resignado, simplemente los dejó estar.

 

Después fueron a la casa de Hyun-ju, un apartamento en un complejo de Gwangmyeong.

 

El espacio era pequeño, pero lleno de vida. Modesto, aunque cálido y acogedor. Los muebles, aunque viejos, estaban bien cuidados; en las paredes blancas colgaban dibujos: unos coloridos y desbordantes de fantasía hechos por Na-yeon —arcoíris, lluvias de estrellas, retratos de su familia— que lograban enternecer a cualquiera; y otros más sobrios, de Gyeong-seok: retratos a lápiz de Hyun-ju y de la niña, junto con paisajes dibujados con precisión y paciencia.

 

In-ho dejó las bolsas del supermercado sobre la pequeña mesa de la cocina y, mientras observaba cada rincón, no pudo evitar la comparación. Su departamento siempre le parecía demasiado grande, demasiado silencioso, un lugar lleno de eco y soledad. Pero esto… esto era todo lo contrario. Un hogar rebosante de calidez. Lo que él, en el fondo, más desearía tener: una familia.

 

—Ponte cómodo —dijo Hyun-ju al cerrar la puerta—. Yo prepararé la comida.

 

—No, está bien —intervino In-ho—. Déjame ayudarte.

 

La mujer sonrió con timidez.

 

—No es necesario. Además, ¿sabes cocinar la samgyeopsal exactamente como le gusta a la señora Geum-ja?

 

In-ho rió por lo bajo. La señora Geum-ja era amable, sí, pero también exigente. Recordó aquella vez en que reprendió a un proveedor porque las rosas no estaban lo bastante frescas.

 

—Está bien, creo que prefiero no meterme en esa batalla —se rindió con una sonrisa— Pero al menos, déjame hacer algo.

 

 

In-ho se dedicó a las tareas sencillas: picó algunas verduras, salió a comprar lo que faltaba y ayudó a poner la mesa. El olor de la comida y las especias pronto llenó el departamento, envolviéndolo en un aroma tan cálido que casi podía saborearlo. Sintió que, al menos por ese día, no se arrepentía de haber ido.

 

Tras dos horas de trabajo, todo estuvo listo. Con la ayuda de In-ho, Hyun-ju extendió una mesa más grande y en cuestión de minutos se cubrió de platos humeantes y vasos de cristal. En el centro, una enorme olla de arroz aguardaba como protagonista de la comida. Poco a poco, la tarde fue cayendo y los invitados comenzaron a llegar.

 

Los primeros en aparecer fueron Gyeong-seok y la pequeña Na-yeon. Él vestía modestamente: una gorra azul, chaqueta negra y camisa blanca. La niña, en cambio, arrancó sonrisas con un sombrerito en forma de fresa.

El hombre saludó a Hyun-ju con un beso en la mejilla antes de tenderle la mano a In-ho, gesto amistoso y sin reservas.

 

La niña se acercó con timidez, y In-ho se agachó para acomodarle el sombrero. Sus mejillas redondas se encendieron de un rojo adorable. Una punzada de nostalgia lo atravesó: frente a él tenía a una familia completa, unida.

Y de nuevo, como un eco, la pregunta lo golpeó.

 

¿Qué sería su hijo?

 

¿Un niño? ¿Una niña?

 

No pasó mucho antes de que llegaran más invitados. La señora Geum-ja apareció acompañada de su hijo, Young-sik, un hombre de gafas y cabello rizado que saludó con torpeza. Ella, en cambio, fue puro desborde: abrazó primero a Hyun-ju y luego a In-ho, con la misma energía de una madre que no conoce barreras. Él no pudo evitar pensar en su madrastra; en ese parecido entre mujeres fuertes, entusiastas y difíciles de ignorar.

 

Después entró una joven de mirada cansada y profundas ojeras. Se presentó como Young-mi, con una sonrisa tímida, y se limitó a ocupar un rincón.

 

Pero el verdadero golpe llegó después.

 

—¡Jun-hee! —exclamó la señora Geum-ja, extendiendo los brazos hacia la puerta—. Vamos, entra, hija.

 

Una joven de poco más de veinte años cruzó el umbral con una bebé en brazos. La pequeña llevaba un vestido blanco con olanes y un sombrerito a juego.

In-ho sintió que el plato que sostenía casi se le resbalaba de las manos. La imagen lo desarmó.

 

Por un instante pudo verlo. Pudo imaginar a Gi-hun, a su amado Gi-hun, sosteniendo a su propio bebé con esa misma ternura. La visión lo desgarró.

La niña era un ángel: ojos grandes y brillantes, piel tersa como la seda. Estaba seguro de que, si la tocaba, sentiría que acariciaba una nube.

 

Un nudo en la garganta lo dejó sin palabras. Solo asintió cuando la joven madre le devolvió la mirada: frágil, protectora, llena de una luz que conocía bien. Eran los ojos de alguien que ha amado hasta romperse.

 

Durante la comida permaneció como una estatua. Todos charlaban, reían, compartían. Él apenas probó un poco de carne y kimchi demasiado condimentado para su paladar distraído. El resto lo dedicó a mirar de reojo a Jun-hee, que alimentaba a la bebé con un biberón rosa decorado con pequeños dibujos.

 

Cada segundo aumentaba la presión en su pecho. El deseo de huir lo devoraba.

Parecía que la vida, cruelmente, había decidido rodearlo de niños y bebés como castigo por huir de su propia paternidad.

 

—Parece que alguien tiene buen apetito —bromeó Gyeong-seok, señalando la barriguita redonda de la bebé.

 

Jun-hee sonrió, y el corazón de In-ho se apretó aún más.

 

—¿Y tú, In-ho? — Preguntó de repente Young-sik — ¿Estás casado? Aunque bueno, no me sorprendería, eres muy apuesto como un… ¡Ouch!

 

Su madre le había pellizcado el brazo, reprendiéndolo. De repente todo el ambiente se envolvió en un silencio tenso. Como si supieran que aquella pregunta fuera difícil para In-ho.

 

—No — Respondió, hablando por primera vez en todo lo que duró la reunión — La verdad es que no estoy casado.

 

Young-sik asintió, mientras se sobaba el brazo.

 

Nadie preguntó nada más, todos ahí conocían a In-ho, si no era por el trabajo, era porque lo conocían como el “héroe de Seúl” título que se había ganado al salvar a Gi-hun la primera vez en aquel almacén. Si tan solo hubiera sabido que luego todo fue al revés, Gi-hun lo salvó y lo hundió. Era el único que tenía la capacidad de llevarlo del cielo al infierno en un solo momento.

 

La comida terminó, todos ayudaron a recoger la mesa, a excepción de Jun-hee quien se enfocaba en sostener a la pequeña en sus brazos que se movía implacable.

 

—¡Estoy demasiado lleno! — Exclamó Youn-sik — ¡Eso bueno demasiado bueno, Hyun-ju!

 

—Sí, estuvo muy rico — Habló Young-mi con una vocecilla apenas perceptible.

 

Ella solo agradeció y siguió recogiendo los platos. In-ho esperaba que después de eso fuera la despedida pero Gyeong-seok tuvo otra idea.

 

—¿Por qué no vamos todos a dar una vuelta al parque que está abajo? Creo que no tarda en ponerse el sol.

 

Todos asintieron, todos, menos In-ho.

Jun-hee sorprendente fue quien lo abordó con la pregunta.

 

—¿Viene, señor?

 

Jun-hee lo miró completamente ajena al caos en su interior. In-ho no pudo evitar desviar la mirada a la bebé, era inevitable notar su presencia. La pequeña por un fugaz momento lo miró con esos ojos negros y abiertos, y algo en él se prendió como flama viva.

 

—Sí, está bien.

 

¿Por qué seguía diciendo que sí?

 

La verdad es que no lo sabía, o quizá si. Quizá de alguna manera quería seguir estando rodeado de lo que nunca tendrá, o de lo que apenas estaba teniendo el valor de reclamar.

 

El parque de enfrente era un espacio algo pequeño como en la mayoría de barrios pero estaba completo, habían unos niños jugando fútbol en el campo. Había resbaladillas y columpios, el aire de la tarde estaba fresco.

 

La señora Geum-ja se encontraba al otro lado de los juegos, observando cómo la pequeña Na-yeon corría entre risas junto a su padre. En los columpios, Young-sik y Young-mi conversaban animadamente. In-ho y Hyun-ju permanecían de pie, contemplando el panorama, con Jun-hee a su lado sosteniendo a la bebé, que parecía absorta mirando a los niños jugar.

 

De pronto, Jun-hee dejó escapar un gemido cansado.

 

—¿Quieres que la cargue un momento? —se ofreció Hyun-ju.

 

Jun-hee asintió con alivio. La bebé pasó suavemente de los brazos de su madre a los de Hyun-ju, quien la recibió con naturalidad, como si aquel rol le fuera propio.

 

—Ve a sentarte un rato —le dijo con una sonrisa.

 

—Gracias —susurró Jun-hee, antes de dirigirse a una de las bancas cercanas.

 

Ahora eran solo ellos dos con la pequeña. Hyun-ju la mecía con ternura, y la bebé respondía tranquila, acurrucada en su pecho. In-ho la observaba con atención, como si cada gesto de la mujer y cada rasgo diminuto de la niña pudieran ofrecerle una ventana hacia algo que él mismo se había prohibido imaginar: a su propio hijo.

 

—¿Quieres cargarla? —preguntó Hyun-ju al notar la intensidad de su mirada.

 

Estuvo a punto de responder con un “sí” impulsivo, pero lo detuvo un miedo inexplicable. Le parecía imposible sostener algo tan frágil, tan sagrado.

 

—Estoy bien, gracias —dijo finalmente, esbozando una sonrisa amable.

 

El silencio se instaló entre ellos mientras fijaban la vista en el parque, vibrante de vida. In-ho se preguntaba por qué insistía en exponerse a esa sensación de familiaridad, como si buscara castigarse a sí mismo con aquello que sabía que no tendría.

 

Y entonces, como si pudiera leerlo, Hyun-ju habló:

 

—Me siento muy afortunada —dijo, con la mirada puesta en Na-yeon y Gyeong-seok—. Pero no siempre fue así, ¿sabes?

 

—¿Umm? —In-ho se giró hacia ella, desconcertado.

 

Hyun-ju guardó una breve pausa. Sus ojos brillaban con una mezcla de nostalgia y dolor que hablaba incluso antes de las palabras.

 

—Cuando comencé mi transición, mi familia se alejó de mí… al igual que todos mis amigos —dijo con voz tranquila—. Era libre, pero estaba sola.

 

Su mirada no se apartaba de la escena frente a ellos: Gyeong-seok corriendo tras Na-yeon, ambos riendo como si el mundo nunca hubiera conocido la crueldad.

 

—Luego conocí a Gyeong-seok y todo cambió. Ellos dos me aceptaron tal cual era, sin condiciones. Me hicieron sentir que no había nada malo en mí.

 

In-ho sintió una punzada en el pecho, un nudo extraño que no supo nombrar. Aun así, permaneció en silencio, escuchando.

 

—Al principio tuve miedo —continuó ella—. Creí que era demasiado bueno para ser verdad.

 

“Demasiado bueno para ser verdad.”

El eco de sus propias heridas.

 

—Pensé que no lo merecía, porque yo era yo… y ellos eran perfectos.

 

Cada palabra que salía de Hyun-ju le atravesaba como si se las dijera a sí mismo, como si alguien hubiera abierto en voz alta sus propios pensamientos ocultos.

 

—Pero me arriesgué a intentarlo, a abrir mi corazón. Y no me arrepiento. —Hyun-ju bajó la mirada hacia la bebé, que jugueteaba con un puñito en la boca—. Gracias a eso ahora tengo una familia.

 

El silencio volvió, lleno de voces alegres: niños gritando, padres llamando, la vida desarrollándose en un murmullo cálido a su alrededor.

 

—¿Por qué me cuentas esto? —preguntó In-ho, sin poder contenerse.

 

Ella lo miró entonces, con una compasión limpia, sin juicio, sin malicia.

 

—Porque puedo reconocer a alguien que pasó por lo mismo que yo —respondió. Y justo en ese momento, la bebé dejó escapar un pequeño sonido que parecía aprobar sus palabras.

 

In-ho se quedó mudo. Sentía las frases de Hyun-ju como brasas encendidas en su pecho, derritiendo el hielo que había cargado durante meses.

 

Miró sus propias manos, las mismas que habían rehusado sostener a la niña, y por primera vez no vio las manchas del pasado, sino un espacio vacío: la posibilidad de llenarlas algún día con el peso cálido de su propio hijo.

 

El miedo seguía ahí, intacto. Pero junto a él, algo nuevo brillaba: un destello de valor, frágil, prestado… pero real. Y supo, con una certeza ardiente, lo que tenía que hacer.

 

Esa misma tarde, cuando todos tomaron rumbos distintos, no esperó más. Marcó al número de su viejo amigo, con el corazón en la garganta y la esperanza al filo de la voz.

 

—¿Podemos vernos? —preguntó, mientras el semáforo permanecía en rojo.

 

El hombre le dictó una dirección. Cuando In-ho llegó, descubrió que se trataba de un bar en Yongsan-gu llamado Bar Soko.

 

Era un lugar moderno pero modesto, con un aire íntimo. Las luces tenues sobre cada mesa creaban una atmósfera de anonimato, y la música ligera se mezclaba con el tintinear de los vasos. In-ho eligió la mesa más apartada y esperó, bebiendo apenas un vaso de agua mineral.

 

Veinte minutos después, el hombre apareció. Vestía un traje azul marino, corbata a juego y zapatos negros de piel. Su porte recordaba al mismo In-ho de sus días como guardaespaldas: formal, impecable, con esa aura intimidante que parecía cortar el aire.

 

No perdió tiempo en charlas triviales. Tras un breve saludo, habló con la precisión de un detective que pone pruebas sobre la mesa:

 

—El señor Seong estará en un evento el próximo viernes en el hotel JW Marriott. Creo que es una buena oportunidad para encontrarse.

 

Apoyó ambas manos sobre la mesa, práctico, directo.

 

—Pero quien realmente puede ayudarte no soy yo.

 

—¿Quién es? —preguntó In-ho sin rodeos.

 

Gong Yoo.

 

La sangre le hirvió al instante. Estuvo a punto de levantarse. Recordó con claridad todas las veces que aquel apuesto actor le había sacado canas verdes de los celos, la manera juguetona en la que miraba a Gi-hun. Solo evocarlo le tensó los puños.

 

—¿Por qué él?

 

—En los últimos meses se ha convertido en uno de los mejores amigos del señor Seong —explicó—. Además, estará en el evento y seguramente no se apartará de su lado. Él es su mayor aliado. El único que puede tender un puente entre usted y Gi-hun.

 

El hombre sacó una tarjeta amarilla y la deslizó sobre la mesa.

 

—Este es su número personal. Contáctelo pronto.

 

No dijo más. Como un fantasma, desapareció.

 

In-ho se quedó mirando aquella tarjeta como si pesara una tonelada. Dudaba. Si llamaba, todo se volvería real. ¿Y si Gong Yoo no era de fiar y terminaba contándole todo a Gi-hun? ¿De verdad su colega creía que él, justo él, lo ayudaría?

 

Los recuerdos le apretaron el estómago: aquel beso que Gong Yoo le había dado a Gi-hun frente a sus ojos, solo para provocarlo. ¿Cómo confiar en alguien así?

 

Se dejó caer en el sillón de cuero, con el papel entre los dedos, hundido en un mar de dudas. Dos vasos de whisky después, la decisión se volvió inevitable. Con las manos temblorosas, marcó el número.

 

Su corazón se detuvo en lo que sonaron los tonos de llamada. Tras unos segundos que parecieron eternos, la voz al otro lado respondió:

 

—¿Hola?

 

 

 

 

 

 

In-ho movía el pie debajo de la mesa del restaurante, presa de una ansiedad que apenas lograba contener. Frente a él, Gong Yoo removía con suma delicadeza su café, observándolo con una sonrisa tan estúpida como irritante.

El actor llevaba una camisa blanca impecable y un suéter color menta. In-ho tuvo que admitirlo en silencio: tenía buen sentido de la moda.

 

—Debo reconocerlo —habló el actor, alzando la vista—, me sorprendió bastante recibir tu llamada. Digo, podría haber esperado una del mismísimo presidente, ¿pero de Hwang In-ho, el apuesto caballero? Jamás lo habría imaginado.

 

In-ho apretó la mandíbula. Tenía unas ganas feroces de borrarle esa sonrisa al payaso. Solo verlo bastaba para avivar el recuerdo de aquel beso. Pero se contuvo: si hacía algo, se esfumaba cualquier oportunidad de ver a Gi-hun.

 

—Dime entonces —sorbió un poco de café—, ¿en qué puedo ayudarte, Hwang In-ho?

 

El silencio se prolongó demasiado, cargado de una tensión áspera. Gong Yoo lo observaba con la mirada traviesa de un gato que disfruta derribando macetas ajenas.

 

—Necesito… ver a Gi-hun.

 

El actor arqueó una ceja; su sonrisa se ensanchó de un modo perturbador.

 

—Eso sí que no me lo esperaba —rió con ligereza—. No me arrepiento de haber cancelado esa aburrida conferencia para venir. Pero dime, ¿qué tengo yo que ver en todo esto?

 

—Eres amigo de Gi-hun —explicó In-ho con sequedad—. Escuché que este viernes estarán en el Marriott.

 

—¿Y…? —Yoo se inclinó hacia adelante, como si aguardara el redoble de tambores antes de un truco de magia. Quizá esperando escuchar la palabra que tanto deseaba.

 

«Maldito».

 

—¿Puedes ayudarme a encontrarme con él? —tragó saliva—. Por favor.

 

Yoo sonrió como quien gana una batalla de egos. Añadió un terrón de azúcar a su café y lo removió con parsimonia.

 

—Mmm… No lo sé. ¿Por qué habría de ayudarte? Tengo entendido que Gi-hun no quiere verte.

 

In-ho sintió hervirle la sangre. Aun después de aquella humillación, Yoo no pensaba ponérsela fácil. Por un momento se preguntó qué tan escandaloso sería que un actor desapareciera misteriosamente.

 

—Debemos hablar de algo importante —dijo, intentando mantener la compostura.

 

—¿”Algo importante”, eh? —la mirada de Yoo se afiló sobre él—. ¿Así es como llaman ahora a los embarazos accidentales?

 

In-ho casi se desplomó de la silla.

 

Yoo lo sabía.

 

Lo había sabido todo este tiempo.

Y por eso estaba tan malditamente divertido.

 

—Por favor —repitió, casi suplicante—. Sabes que es un tema delicado, no se trata de cualquier cosa. Necesito… necesito verlo.

 

—¿Por qué? —preguntó Yoo. Su sonrisa se había desvanecido— Él te dejó. Qué más da si está por ahí, esperando un hijo que solo ayudaste a concebir.

 

—Es importante para mí —respondió con la mirada imperturbable—. Gi-hun lo es todo para mí.

 

—¿Incluso ahora que volvió con su esposo?

 

Fue un golpe bajo, pero certero. Aun así, In-ho no retrocedió. Sabía que Gi-hun no amaba a Sang-woo. No como lo había amado a él.

 

—Sí.

 

El silencio que se instaló fue insoportable. Yoo lo observó, la mirada perdida, como si dictara un veredicto. Sabía que tenía la última palabra. Que él era la única esperanza.

 

Finalmente, habló.

 

—Agh… — Se quejó — está bien, te ayudaré.

 

In-ho se recostó contra la silla, incrédulo. El hombre que más detestaba iba a tenderle la mano.

 

—Con una condición —añadió Yoo.

 

In-ho asintió sin pensarlo.

 

—¿Cuál?

 

—No quiero que lastimes a mi mejor amigo.

 

 

 

 

 

El plan de Yoo había sido claro:

In-ho debía asistir al evento, esperar a que Gi-hun estuviera con él, y en el momento oportuno, reunirse en una de las habitaciones del hotel.

 

Ese día, los nervios consumieron a In-ho. Pasó horas dando vueltas en la cama, deseando que el reloj avanzara más rápido. Eligió su ropa con cinco horas de antelación, incapaz de pensar en otra cosa. Y cuando cayó la noche, finalmente se puso en marcha.

 

En la recepción del hotel, Yoo ya lo esperaba con las llaves del encuentro. Fue tajante: tenía que esperar pacientemente hasta que él llevara a Gi-hun.

 

Subió a la habitación. Colocó un ramo de jazmines —comprados a último momento— en un jarrón con agua. Eran las flores favoritas de Gi-hun. Eran Gi-hun.

Luego se dejó caer sobre la cama, el corazón desbocado, sintiéndose vivo como hacía mucho no lo hacía. Era como estar en la cima de una montaña rusa, justo antes de la caída.

 

Imaginó lo que le diría al verlo. Se preguntó si ya se notaría el embarazo, cómo estaría vestido, si aún llevaría esos rizos que tanto le gustaban cayendo en espirales sobre la frente. Oh… cuánto lo deseaba.

 

Y cuando el momento llegó, el mundo se le derrumbó encima.

 

Estaba en el baño, mirándose al espejo. Pensó que quizá Gi-hun no vendría. Que Yoo no había podido convencerlo. O peor aún, que todo era una cruel broma. Entonces escuchó el tintinear de unas llaves y la cerradura girando. Sus manos comenzaron a temblar como platos de gelatina.

 

La voz de Gi-hun llenó la habitación. Después de tantos meses, esa melodía lo golpeó con la fuerza de la nostalgia. La había recordado en todos sus matices, en cada tono posible, y ahora volvía a resonar de verdad.

 

Salió del baño. Lo vio de espaldas. Y la realidad lo estremeció más que cualquier fantasía. Solo esa silueta bastó para encogerle el estómago como una hoja arrugada.

 

Estaba ahí. Gi-hun estaba ahí.

 

Su vida, su tormento. Su infierno y su paraíso. Todo en un solo cuerpo.

 

—Hola, Gi-hun — Habló In-ho en un impulso.

 

Cuando se giró, su corazón estalló en su inmensidad.

 

Lo primero que lo invadió fue su olor.

Ese aroma dulce, sagrado, que la primera vez lo había golpeado como un veneno directo al sistema nervioso.

 

Fue como tocar el cielo. Como abrazar las estrellas.

 

Entonces lo miró a los ojos. Esa mirada redonda, angelical, que ahora se quebraba al verlo.

 

Un día, esos ojos lo habían visto como si fuese el centro del universo. Habían brillado con una luz que lo hacía sentirse alguien distinto, alguien especial. Y ahora, reencontrarlos era como confirmar que todo había sido real. Que no era un delirio. Que no era un simple anhelo disfrazado de sueño.

 

Quería abrazarlo. Quería besarlo.

 

Quería sostenerlo tan fuerte para que no pudiera escapar nunca más.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 29: Encuentro en el Marriott

Notes:

¡Hola a todos!
Me reporto después de dos semanas para el nuevo capítulo 😼
Solo para aclarar que no he abandonado la historia, solo he estado un poco ocupada con la universidad, ¡De verdad! mi mente estaba tan enfocada en las tareas y los temas que mis musas estaban abandonadas en un rincón de mi mente, pidiendo a gritos oxígeno. 🥲
Pero finalmente aquí está el capítulo, puedo decir con sinceridad que este ha sido uno de los capítulos que más me ha costado escribir, porque en serio, quería que fuera absolutamente perfecto, es una marea de emociones que disfruté escribiendo.
Espero que les guste mucho, de recompensa por la tardanza, hice que este capítulo fuera largo y abarcara muchas cosas.
Disfrútenlo. Gracias a todos por leer y por su paciencia. Muchos besos. 😘
—Val.

Chapter Text

 

 

 

 

 

 

 

 

Gi-hun creyó que estaba soñando. 

 

Como aquella especie de sueño febril con el que despiertas con un enorme vacío porque sabes que no será real, que es tan perfecto que nunca pasará porque la vida es tan real e impredecible como para que algo así sucediera. 

 

Pero estaba pasando, él estaba ahí. 

 

Como una imagen auténtica e inteligible traída del mundo abstracto al mundo sensible, físico y material. 

 

Y no fue hasta que se encontró con esa mirada que todo cobró más forma. 

 

Ojos marrones amaderados, ojos como vidrios rotos bajo el sol que podían atravesarlo como lupas y quemarlo hasta no ser más que cenizas bajo el viento. 

 

No dijeron nada por un buen rato, solo sostuvieron las miradas en silencio, hablando un lenguaje decodificado que solo ambos podían entender. La silueta de In-ho no fue más que una luz cegadora, un faro en la niebla de sus últimos meses, no fue hasta que la realidad golpeó con la fuerza de unos faros delanteros, que se sintió exactamente como un ciervo, paralizado en medio de la carretera, incapaz de distinguir la salvación de la condena.

 

Una voz ajena irrumpió en su mundo compartido, haciéndolos voltear. Era la de Yoo.

 

—Bueno, creo que mi trabajo aquí está hecho. No se maten, por favor... y ah — Se asomó en la puerta una última vez antes de marcharse — Si se reconcilian, me avisan. Me gustaría participar. 

 

Gi-hun se volteó a ver a In-ho, pero no alcanzó a ver la expresión de su mirada, estaba volteando a ver a Yoo y juraría que, no con buena cara debido a la aclaración que hizo después su mejor amigo. 

 

—O me conformo con ver... — Se encogió de hombros — Como sea, ¡Estaré en el bar! 

 

La puerta se cerró, dejando a ambos atrapado en cuatro paredes de hormigón. La habitación, aunque era grande y espaciosa, se sintió de apenas dos metros de distancia. Muy pequeña para contener lo que sentía, muy pequeña para siquiera intentar contenerse.

 

—Gi-hun... — Susurró In-ho su nombre, con aquella voz atronadora que convertía sus piernas en apenas dos palitos de madera. Capaces de romperse con un soplido del viento. 

 

Pero In-ho no era solo viento, era una tormenta ciclónica que podía arrasar con fortalezas enteras. 

 

—¿Qué haces aquí? — inquirió, a la defensiva. 

 

In-ho tragó saliva, en su expresión se dibujó dolor oscuro como en un cuadro sombrío. 

No era la bienvenida que esperaba. 

 

—Tenemos que hablar. 

 

—No hay nada de qué hablar.

 

Gi-hun dió instintivamente otro paso atrás, poniendo su espalda lo más recta que pudo. Erizándose como un gato callejero que se preparaba para pelear.  

 

—Yo creo que sí — In-ho no avanzó ni un solo paso, pero bajó la mirada hacia su estómago con la intensidad de un tacto — ¿Vas a decirme que no es casualidad que automáticamente hayas puesto tu mano ahí? 

 

«¿Mi qué...?»

 

Gi-hun bajó la mirada. Su mano estaba adherida en la protuberancia de su estómago. 

 

«¡Mierda...!»

 

Lo había hecho por inercia, un impulso para asegurarse de que todo estaba en su lugar, de que su hijo estaba bien a pesar del caos que se suscitaba allá afuera. A pesar de la adrenalina que encendió cada botón rojo en su cuerpo. 

 

—¿Vas a negarlo? — Inquirió In-ho — Puedo olerte a kilómetros de distancia, tu olor ha cambiado, tú has cambiado. No puedes ocultar lo que es evidente bajo ese enorme abrigo. 

 

Se quedó sin palabras que funcionaran. Eso era lo que más odiaba y lo que más adoraba en misma intensidad de In-ho: su capacidad para desarmarlo y ver a través de sus pensamientos como si fueran los suyos, de analizar cada movimiento como si su lenguaje corporal fuera un idioma que quisiera aprender. 

 

Con In-ho no había excusas convincentes, no había mentiras. 

 

No había escapatoria.

 

—Está bien, voy a tener un bebé  — Gi-hun confesó en un pobre intento de recuperar el control de la situación — ¿Y eso qué?

 

—Que es mío — Afirmó, clavando sus ojos de vuelta a él. 

 

—¿Cómo estás tan seguro?

 

No quiso decirlo, pero la frase salió como una voz herida. Al instante de haberlo dicho se arrepintió, no quería que In-ho dudara de su fidelidad, de su lealtad a aquel vínculo sagrado que compartieron. 

Era tarde, las palabras ya estaban flotando en el aire. 

 

Sorprendentemente, In-ho ni siquiera se inmutó cuando estas lo alcanzaron. Como si percibiera que en ellas, había un olor a animal acorralado. 

 

—Tienes razón, no lo sé — Dió un paso adelante que resonó en la habitación, Gi-hun sintió que el corazón se le salía — Por eso te preguntaré... ¿Lo es? ¿Es mío? 

 

Tragó saliva. Al instante supo, con esa mirada afilada, expectante de una respuesta, como la un detective a punto de descubrir la última pista para atrapar a un criminal, que no podía mentir, simplemente, no podía. 

Bajó la mirada a la alfombra, incapaz de responder al peso de su propia confesión. 

 

—Sí — La palabra se deslizó fuera como un susurro, vaciándolo por completo  — Sí, si lo es. 

 

«Débil» una voz expresó en su cabeza. 

 

Cuando volvió a alzar la mirada, el hombre lo seguía mirando con esa expresión enigmática que no daba cabida a ninguna expresión. Por un instante se maldijo a sí mismo, él siendo de tan transparente como el vidrio, e In-ho tan rígido como el marfil. 

 

In-ho dejó escapar un jadeo ahogado. Y como si hubiera leído sus pensamientos, por un momento, su máscara de acero se resquebraja por completo en un solo segundo. Lo miró con ojos brillantes.

 

—Gracias por no mentirme — susurró. 

 

El hombre dió un paso hacia adelante, pero Gi-hun se mantuvo de pie en su lugar, como si aquel gesto hubiera sido suficiente para ablandar sus defensas. 

 

—¿Puedo... tocarlo? — Preguntó mientras observaba su estómago, con la voz tan suave como la seda. 

 

No supo por qué, pero sabiendo lo riesgoso que sería la cercanía, asintió. Gi-hun sintió una electricidad que no tenía nombre cuando las manos cálidas y rígidas de In-ho se posaron sobre el bulto prominente de su estómago. Deslizó su mano por un costado, por su ombligo, finalmente la colocó por encima, justo antes de donde su pecho comenzaba. 

 

Gi-hun también sintió que algo se agitó dentro de él, no supo si era su bebé, alegre por estar sintiendo finalmente la presencia de su otra mitad, o si esa sensación venía de él mismo, quien no se había dado cuenta de que todo ese tiempo estuvo conteniendo la respiración. 

 

—¿Y él está cuidando bien de ambos? ¿De ti? — Preguntó In-ho con los ojos hacia abajo, con las manos aún palpándolo. 

 

—¿Uh? 

 

El sonido escapó de Gi-hun en automático, temiendo sutilmente la mención de un nombre que no encajaba en ese lugar.

 

—Sang-woo, claro — Declaró. 

 

Qué extraño era para Gi-hun escuchar la mención de ese nombre, salido de esos labios, de esa voz. En su mente al instante vino el recuerdo de In-ho sintiéndose amenazado con la presencia de su esposo, ese con el que había estado toda su vida. 

 

Si tan solo In-ho hubiera sabido aquella vez, que Gi-hun jamás había amado a alguien como lo amó a él. Ni siquiera los años de antigüedad empolvada con Sang-woo podrían compararse con la intensidad efímera de aquellos meses pasados en verano. 

 

El verano siempre le quedaría grabado. 

 

—Ah, sí, supongo que sí — Respondió, con la voz apagándose cada vez más — Bueno... 

 

Sus labios se sellaron en automático cuando sintió que estaba a punto de hablar de más. Cuando estuvo a punto de confesar la triste verdad: que aquel regreso con Sang-woo no había sido por un amor latente, si no por sobrevivir y guardar apariencias. Si lo hacía, no habría vuelta atrás, una puerta peligrosa se abriría. 

 

In-ho despegó la vista de su hijo y volvió a mirarlo a él. Estaban tan cerca que Gi-hun pudo sentir que calor que irradiaba el cuerpo del hombre, el olor estéril de su parche, se preguntó nuevamente a qué olería, o si algún día lo sabría. También pudo observar nuevamente las notas claras  y brillantes en el color de sus ojos que a la distancia no podía percibirse, su cabello marrón enmarañado cayendo perfectamente en sus cejas como un río de aguas profanas. 

 

Su falsa fachada de dureza se había roto con la llegada de un túmulo de sensaciones difíciles de controlar. El aire espeso se cargó de un deseo antiguo y familiar. Gi-hun sintió una fiebre intensa subir de su pecho hacia su frente para luego caer justo ahí, en ese lugar de su cuerpo donde la razón no existía. 

 

Con lo último que quedaba de su voluntad rota, se apartó bruscamente del momento antes de perder el control. Se abrió paso a un lado y caminó hacia la puerta, pero no la tocó, ni siquiera caminó tan cerca de ella. Se odiaba por eso, por no poder solo irse y jamás volver. 

 

No podía. 

 

—Gi-hun... — Lo llamó In-ho, volteándose de vuelta hacia él. 

 

—¿Qué quieres de mí? — Lanzó, hostil. 

Había redirigido el calor agobiante del deseo hacia algo más manejable pero igual de arrasador: la ira. 

 

In-ho bajó la cabeza y luego confesó, con una calma devastadora: 

 

—Ya lo sabes. Te quiero a ti. A los dos. 

 

Una confesión tan cruda y espesa que lo terminó de desarmar. 

Siempre había soñado con un momento así, con alguien que viniera y le dijera todo lo que quería escuchar, alguien que lo tomara de los hombros y secara sus lágrimas. 

 

Lo tuvo por una fracción de eternidad, lo tiene, justo ahí, justo ahora. Pero con la persona que él creía la menos indicada.

 

¿Cómo amar a alguien que había derramado caos y muerte sobre este mundo? 

 

Muchas noches había pensado en ello, «Solo lo había hecho para salvar a su hermano» repetía una voz intermitente en su cabeza, pero inmediatamente era reprendida por otra más firme «Es un asesino» escupía agresivamente, devolviéndolo a la realidad. Era más fácil hacerle caso a la segunda voz para convencerse a sí mismo de olvidar lo bello que había sido, lo vivo que lo había hecho sentir. Trataba de convencerse de que no había sido real.

 

Pero, ¿Y si lo fue? ¿Qué tan malo sería eso? 

 

Verlo ahí, ahora, hacía que toda su narrativa de haber amado a un carnicero insensible se cayera segundo con segundo en esa habitación. Y recordó al hombre, a aquel que lo recogió en aquella fiesta después de enterarse que Sang-woo lo había engañado, quien lo escuchó momentos después hablar sobre su hijo muerto. Al que lo había amado con calidez en los días, y con intensidad en las noches, al que era su sombra y su refugio, su vida y su muerte. 

 

Eran tantas contradicciones, pero solo sabía una cosa: Gi-hun lo amaba. 

 

Más allá de las dogmas de bondad y armonía impuestas en este planeta que mantenían la paz, más allá de la crueldad de sus actos, más allá de la justicia, más allá de la misma divinidad. 

 

No lo había visto más claro que ahora. 

Lo peligroso que era lo que sentía, y lo mucho que le gustaba sentirlo. 

 

—No, no puedo... — Su voz apenas fue un hilo frágil — Yo, no...

 

Antes de que pudiera decir algo más, In-ho se acercó unos pasos más cerca. Arrebatándole de la boca la pregunta que inevitablemente debía salir a flote. 

 

—No puedo borrar el pasado, no puedo fingir que no hice lo que hice para salvar a mi hermano. — confesó cabizbajo — y la verdad es que no me arrepiento.

 

Un escalofrío inmenso recorrió a Gi-hun sin comprender su naturaleza. 

Lo más lógico hubiera sido el sentir miedo, pero la verdad era que no lo hacía. Solo veía a un hombre roto enfrente de él, a uno que quería con toda la fuerza de este universo.  

 

—Así que si no quieres verme. Si no quieres que esté cerca  — Señaló el vientre que ya no se esforzaba por esconder — Dímelo ahora. Y me iré para siempre. 

 

Gi-hun había pensado en la posibilidad de que un momento así ocurriera, pero no pensó que sería tan pronto. 

Estaba en un punto decisivo, tenía que elegir: 

Saltar al abismo o huir de él para siempre. 

 

No imagino que sería tan difícil, tan doloroso.

 

Presintió el dolor profundo que inevitablemente vendría después que si le decía a ese hombre "vete" probablemente, moriría. 

 

No pudo decir nada, su sistema simplemente colapsó en un instante con la sobrecarga de sentimientos encontrados. Las lágrimas salieron inevitablemente de su rostro como lluvia bajo el sol. 

En el rostro de In-ho se dibujó culpa, apagando por completo el brillo determinado que hace unos instantes tenía. 

 

Antes de darse cuenta, Gi-hun se había echado a llorar en la cama, con el rostro hundido sobre sus manos. 

In-ho instantáneamente se acurrucó a su lado y lo abrazó con fuerza. Gi-hun sintió de nuevo esa sensación, la de su calor como la única medicina efectiva para todos sus males. Siempre sería así, hasta el final de sus días. 

 

Gi-hun alzó el rostro, destrozado por las lágrimas, In-ho con el dorso de la mano cepilló una de sus mejillas en el instante en que sus miradas se volvieron a encontrar. En ese eterno segundo algo se había quebrado, y algo más se había encendido en su interior. 

 

Buscó su boca con la desesperación de un hombre que se aferra a la vida, y lo besó. 

El beso no fue dulce; fue un choque, un remedio amargo y necesario. Sabía a sal y a verdad. In-ho respondió con la misma ferocidad contenida, bebiéndose sus lágrimas, devolviéndole el aliento que le faltaba, como si estuviera insuflándole la vida de vuelta.

 

Todo este tiempo había estado ahogándose, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que podía volver a respirar. 

 

—Dime que esto es real — Preguntó entre bosquejos de aliento. 

 

—Es real —jadeó In-ho, sus labios rozando los de Gi-hun— Esto es lo más real que he tenido en mi vida.

 

Gi-hun no pudo responder con palabras. Un sollozo le sacudió el pecho y enterró los dedos en el cabello de In-ho, arrastrándolo hacia sí para otro beso, más profundo, más desesperado. Era su única respuesta posible.

 

Ya no podía pensar, solo sentir: la textura áspera de la chaqueta de cuero a la que se había aferrado como agua en el desierto, el aliento mentolado que acompañaba cada beso, el sabor amargo de sus propias lágrimas, el sonido del jadeo desbocado que no solo provenía de su boca, sino también de la del otro hombre, quien soltaba un gruñido voraz cada vez que volvían a despegarse. 

 

In-ho lo recostó lentamente sobre la cama, y en el descenso, todo su peso encima de él fue un alivio, era como una manta cálida arropando cada uno de sus miedos. El planeta entero estaba desdibujándose desde hace rato, pero en ese preciso instante, se había vaciado por completo. Ahora todo lo que existía eran ellos dos. 

 

No había concepto de 'él' o 'yo', solo el torbellino de sensaciones que Gi-hun pudo percibir una por una, como la textura de las sábanas contra su espalda, el sonido ronco de su nombre, la presión de un cuerpo contra el suyo que borraba cualquier resto de dolor. 

 

El calor comenzaba a volverse fuerte, casi insoportable. Llenándolo de una desesperación y urgencia que nublaba todo su juicio. 

 

In-ho alzó la mirada una vez más, irrumpiendo en la sesión de besos fortuitos. Sus ojos estaban cargados de un deseo exhorbitante pero increíblemente controlado. También una neblina de duda en él, era su forma de preguntar sin hablar: "¿Estás seguro de esto?".

 

Gi-hun no habló, y tampoco expresó lo que quería. Solo tomó la mano rígida de In-ho y la guió hacia sus piernas. La colocó sobre la parte baja de su abdomen, justo antes de donde su intimidad comenzaba. In-ho comprendió que había respondido con un "sí".

 

Siempre sería . 

 

Gi-hun, torpe y desbocado comenzó a desabrochar uno por uno los botones de su abrigo mientras In-ho se dedicaba a deslizar con eficiencia mecánica el broche de su cinturón, mientras jugaban a desvestirlo le arrebató otro beso, más decidido, más intenso. El único sonido era el crujido de la tela y el jadeo compartido que llenaba la habitación. La duda ya no existía más.

 

In-ho de un simple zarpazo bajó sus pantalones, calzoncillos y todo. Exponiendo la piel rosácea y boscosa de su pene erguido. Que goteaba lágrimas viscosas sobre su intimidad ardiente. 

 

In-ho lo tomó obscenamente con una de sus manos callosas, cubriendo con ella totalidad del terreno. Comenzó a masajearlo lentamente como solo el sabía hacerlo, con esa calma medida y precisa que lo examinaba, estirando su piel como goma. Gi-hun sintió su entrepierna derretirse como una paleta.

 

—¿Esto está bien? — Preguntó, confidencial. 

 

—No es suficiente— jadeó, su voz quebrándose por la frustración.

 

In-ho detuvo sus movimientos, clavando en él una mirada oscura y devoradora.

 

—Dime qué necesitas — Su voz era un susurro ronco, una orden y una súplica en una —Dímelo y lo haré.

 

—¡A ti! —imploró Gi-hun, arqueándose—Te necesito a ti... ¡Hazme tuyo otra vez, por favor! 

 

En ese momento dos abrigos fueron desplazados como dos pedazos de tela inútiles fuera del radar, dando directo hacia el piso en un sonido sordo. La camisa negra de In-ho estaba tan comprimida en la silueta de su torso que podían notarse los dos pezones erectos y sus músculos grandes y atrofiados sobresaliendo como una visión que acaparó en automático la vista de Gi-hun. In-ho luego se desabrochó el pantalón, esta vez con una crudeza desesperada, como si esa súplica hubiera derribado todo su temple. 

 

Deslizó la hebilla bruscamente lejos de sí con un tintineo chocante del metal. Finalmente sacó al aire con la misma mano que lo había tocado en un inicio la dureza de su propia carne latiendo al rojo vivo. Un presentimiento de la fiereza con la que In-ho lo arremetería hizo que la boca de Gi-hun se llenara de saliva y sus piernas se volvieran tan blandas como gelatina. Se quedó paralizado, una estatua que solo esperaba el impacto.

 

No tuvo que esperar mucho. In-ho deslizó sus pantalones y los arrojó a los confines de la habitación sin un solo pensamiento. Al diablo con ellos, podía haber dicho. Tenía muchos más para desechar en ocasiones como esta. Lo único que importaba era la piel ahora expuesta al aire frío de la habitación.

 

Instintivamente, Gi-hun abrió más las piernas. Fue entonces cuando sintió el contraste que lo enloquecía: la suavidad tersa de las sábanas contra su espalda y la aspereza rasposa de las manos de In-ho subiendo desde sus tobillos, erizando cada poro de su piel como si las plumas de un pajarito se esponjaran al viento.

 

Gi-hun no pudo detener un pensamiento rumiante y tomó al hombre del cuello de la camisa, atrayéndolo a sus labios de nuevo como la fuerza gravitatoria de la tierra, aquella que atrae todo lo existente hacia su centro. No fue romántico ni estructurado, era más bien como una danza cálida de dos lenguas buscando envenenarse primero una con otra, para así finalmente volverse uno mismo de nuevo. 

 

Hwang, con la lengua aún enredada sobre él saboreándolo como miel dulce. Deslizó su mano, y con ella alineó su miembro en la humedad pantanosa de su entrada, donde se había formado un charco tan pequeño como una gota que había oscurecido las sábanas. Gi-hun no supo en qué momento sucedió, solo había respirado profundamente antes de ser empalado de un solo movimiento firme y ciclónico. 

 

Fue cuestión de un segundo. Un cambio abrupto y rígido que lo atrapó con la guardia baja. El impacto fue placenteramente doloroso, haciéndolo ver estrellitas, y entonces sintió el calor. Un calor que lo llenó como un torrente, desde el punto más bajo hasta el más alto de su ser, con una intensidad que estaba convencido lo partiría en dos.

 

Y en ese momento, supo que In-ho podía hacerlo. Podía despegarlo, destrozarlo, y luego armarlo otra vez. O simplemente dejar todas sus piezas tiradas para que él mismo las recogiera después. A Gi-hun no le importaba lo más absoluto esa cuestión moral. Solo una cosa importaba: que aquello no se detuviera. Que ese placer durara para siempre, convertido en su estado natural de sobrecarga.

 

El movimiento de In-ho se volvió envolvente, incorporándose rápidamente al ritmo desproporcionado que los dos necesitaban para aliviar el dolor de la ausencia del otro. In-ho tomó una de sus piernas y la levantó ligeramente para tener un ángulo en donde golpearlo más profundo, si es que eso era posible. El aire se volvió más denso, mezclado con sonidos húmedos de intimidades moviéndose y labios pegándose cada que se encontraban entre sí en ese peligroso ritual. Su descenso a la locura había comenzado rápido, siendo reforzado por meses y meses de soledad vacía.

 

In-ho en un momento, mientras yacía encima de él tomó su mano libre, esa que no estaba apoyándose sobre la cama y la deslizó por debajo del suéter de Gi-hun, palpando su piel caliente como un mapa que había abandonado y se posó sobre su protuberancia justo después de haber pasado por sus pezones. In-ho se inclinó sobre su oído, aún golpeándolo, aún moviéndose y le dijo con ningún dejo de decencia: 

 

—Saber que te llené... — Susurró sin aliento — que creciste con mi semilla... me vuelve loco. 

 

«Dios»

 

Si aquello era solo un sueño, mataría a quien se atreviera a despertarlo.

El paraíso se había teñido de rojo o el infierno de azul, y en ese retorcido pero embriagador rincón en el universo, Gi-hun volvió a sentirse completo entre el calor de las olas que nublaban su sistema como una droga más estimulante que el mismo éxtasis. Estaba a punto de voluntariamente perderse a sí mismo bajo la sonrisa aperlada del hombre que lo miraba por encima con los ojos brillantes, admirándolo como lo único que existiese. 

 

—No pares... por favor — Una súplica afilada salió de su boca. 

 

In-ho en respuesta aumentó el ritmo, dándole golpes más constantes, Gi-hun sentía que estaba a punto de explotar. Todo su cuerpo enviaba señales, su estómago, sus piernas, su pecho. Justo cuando sintió que todo estaba a punto de terminar, suplicó una por ultima vez con lo que le quedaba de aliento. 

 

—Más cerca... necesito sentirte más. 

 

Hwang hundió su cara sobre su cuello y lo abrazó aún más fuerte, apretándolo contra sí mismo con una distancia lo suficientemente considerable para que el hogar del pequeño en su interior no fuera apretujado. Sus cuerpos sudorosos eran el crisol donde sus almas se fundían, donde regresaban al lugar que nunca debieron abandonar. El hogar del otro. 

 

Lo único que pudo escuchar antes de que todo terminara fue el sonido de su nombre siendo llamado, como un grito que estaba siendo contenido.

 

—Gi-hun... Gi-hun... 

 

Luego de eso, fue alcanzado por el placer en su punto más alto. Y después, todo se disolvió. Dándole paso a algo más disperso, pero de la misma naturaleza benéfica: el bienestar. 

 

Gi-hun estaba esperando el momento en el que la culpa llegara para atravesarlo con cruda moral. 

Pero no llegó nunca. La culpa había desaparecido. 

 

¿Para siempre? 

 

No lo sabía, pero esperaba que sí. Porque en el camino de vuelta había encontrado algo más valioso, una realización. El hecho de darse cuenta que ya no quería pelear más, solo rendirse ante el enorme amor que sentía, al amor que merecía. 

 

Había tomado mucho tiempo, pero ahora era claro como el agua: su lugar estaba con Hwang In-ho. 

 

 

 

 

 

 

 

—No te duermas, quédate aquí conmigo.

 

Gi-hun le habló a la figura debajo de él. In-ho estaba ahora abrazando la piel desnuda de su estómago, lo habían hecho una vez más en la larga noche antes de caer rendidos completamente. Luego se enredaron bajo las sábanas en algo más íntimo, más puro, la complicidad que solo puede existir entre ese tipo de conexión trascendental. 

 

In-ho había dejado de mover la mano que lo acariciaba desde hace unos minutos. Solo podía escuchar su respiración. 

 

—No estoy dormido — Respondió — solo eres muy cómodo. 

 

—No creo que a la persona que este ahí adentro le guste que su casa esté siendo presionada por tu cabeza. 

 

In-ho levantó la mirada hacia él, sus ojos marrones, que en el inicio estaban rotos y deslavados, ahora brillaban como una chimenea en navidad. 

 

—Creo que le gusta, porque hace rato sentí que se movió. 

 

—Yo creo que solo era mi estómago rugiendo por el hambre. 

 

In-ho suspiró con decepción y volteó a ver a su estómago de nuevo como si una creencia hubiera sido refutada.

 

—¿Quieres comer algo? — Preguntó estirándose para tomar la carta que estaba en la mesita de noche — Podemos pedir algo.

 

—No, está bien — Respondió Gi-hun — No me gusta la comida de estos hoteles caros, prefiero algo más. 

 

—¿Algo como... Bulgogi o samgyeopsal? 

 

—¡Sí! — Exclamó, salivando al imaginar en su boca el sabor salado de la carne  — Justo eso.

 

—Bien, entonces vayamos. 

 

In-ho estaba a punto de levantarse de la cama para preparar la huida pero Gi-hun lo tomó del brazo. 

 

—Unos minutos, aún no quiero levantarme.

 

In-ho solo asintió y volvió a recostarse, esta vez a su lado, Gi-hun se volteó. Estaban cara a cara, observando cada mínimo detalle en el rostro del otro, como si temieran que ese momento de naturaleza fugaz, se fuera tan rápido como vino. 

 

—¿Entonces si se movió o solo era tu estómago? — Preguntó In-ho con ojos de cachorro.

 

Gi-hun dejó escapar una risa aguda, comparando lo absurdo que era el In-ho de ahora con la bestia de hace unos minutos. Ahora se mostraba inocente ante un tema que desconocía. 

 

—No sé de bebés — Añadió In-ho — Solo sé hacerlos.

 

—¿Ah, sí? — Indagó Gi-hun traviesamente — ¿Y cuántos bebés has hecho? 

 

—Solo uno — Respondió — Pero con los intentos que hice con el padre, pude haber hecho cientos. 

 

Una sonrisa igual de pícara que la suya iluminó el rostro de In-ho. Pero el momento de risas y complicidad solo duró unos cuantos segundos antes de que en su mirada se posara una neblina más espesa que la noche. Como si las estrellas desaparecieran. 

Fue entonces que preguntó:

 

—¿Y ahora qué sigue?

 

Gi-hun posó su mano por su estómago, el rastro que había dejado el cuerpo de In-ho era aún palpable. Esa pregunta, lo aterró al mismo tiempo que lo fascinó.

 

—La verdad, no estoy seguro. 

 

Un silencio contenido. Las risas se convirtieron en la tensión que la duda trae, la duda sobre el futuro, que más que esperanzador parece loco, caótico, pero a la vez lo único que puede existir de ahora en adelante. Ahora que una verdad ha sido puesta sobre la mesa. 

 

—Ojalá fuera tan sencillo como en las películas — Suspiró In-ho — Solo huir juntos hacia el atardecer. 

 

En un latido del corazón, esa simple respuesta se había clavado en su cabeza más del tiempo esperado, y comenzó a considerarla más que una fantasía absurda. Una posibilidad. 

 

—¿Y si... si se pudiera? ¿Huir juntos hacia el atardecer?

 

In-ho abrió los ojos de par en par, el brillo había vuelto con la llegada de una pregunta que no sabía que por dentro estaba esperando. 

 

—¿Tú quieres eso? 

 

—Sí — Respondió con una determinación inmediata — ¿Y tú lo quieres? 

 

—Claro que lo quiero — Confesó con la misma inmediatez — Es todo lo que quiero.

 

Gi-hun se volteó para mirar hacia el techo, su corazón había comenzado a latir rápido después de la calma. Como si supiera que aquellas palabras eran fuego avivando una hoguera que no sabía si podría sostener luego. 

 

Pero decidió seguir poniendo leña. Quería que siguiera ardiendo. Más y más. 

 

—¿Entonces a donde iríamos? — Inquirió, sus ojos estaban clavados en el ventilador apagado en el techo. 

 

In-ho se acurrucó de inmediato sobre el pecho desnudo de Gi-hun. Y fue inevitable para él comenzar a acariciar las hebras finas y marrones de su cabello. 

 

—No lo sé... — Respondió de nuevo. Odiaba no poder pensar en una respuesta coherente. 

 

—¿Qué tal Tailandia? — Sugirió In-ho — He oído que es un país muy libre.

 

—Demasiado calor — Respondió Gi-hun — Y demasiado ruido.

 

Un silencio más, esta vez a Gi-hun se le encendió el foco.

 

—¿Qué tal Francia? ¿París? 

 

In-ho hizo un suave "mmm" mientras meditaba la pregunta, el sonido le acarició el pecho. 

 

—Demasiadas ratas — Contestó escéptico — Y también creo que hay mucho frío... ¿México? 

 

—Es bonito, pero el español es difícil de aprender. 

 

Esta vez no dijeron nada por casi un minuto. Gi-hun detuvo en su mente cada lugar que había visitado en el mundo cuando era más joven. Había conocido tantos lugares, tantas culturas, pero ninguna se sentía como un posible hogar. Estaba completamente en blanco, quizá si, era una idea descabellada e imposible. Algo con lo que solo podrían soñar, como un preso bajo los barrotes imaginando libertad. 

 

Pero de repente, algo cambió. Una última propuesta de Hwang. 

 

—¿Estados unidos...? 

 

¡Los Ángeles! — Completó Gi-hun de inmediato. 

 

Había visto cientos de películas de Hollywood, había incluso conocido a estrellas reconocidas de ese lugar cuando lo visitó una vez. Le parecía un lugar mágico, lleno de oportunidades. Era el lugar ideal para comenzar de nuevo. 

 

—Es un buen lugar — In-ho alzó la mirada, ahora había una dejo de inseguridad — ¿De verdad? ¿Lo dices de verdad, Gi-hun?

 

Sabía que cualquiera que fuera su respuesta, tenía que ser verdad, tenía que cumplirla. No estaban hablando de cualquier cosa, estaban hablando de dejar todo, de comenzar de cero en un lugar desconocido en el mundo. Todo giraría drásticamente. 

 

Hwang In-ho era un hombre de palabra, Gi-hun sabía que lo que prometía se cumplía, al final de cuentas, él era un hermano mayor que había hecho hasta lo impensable para salvar a su hermanito de la muerte. Ahora podía verlo como lo que era, como un acto valiente de resilencia. 

 

Sea como sea, podía confiar en In-ho. Le podía confiar su vida entera y la de sus hijos.

 

Estaba listo para saltar.

 

—Sí — Respondió — Vamos a hacerlo, In-ho. 

 

La sonrisa que el hombre le mostró no pudo explicarla con palabras sencillas, era una mezcla de incredulidad, alegría absoluta y redención. Como si pudiera sentir sus palabras palpándose en el corazón del hombre quien en un futuro sería el padre de su hijo. Gi-hun sintió que los años habían pasado en esa habitación con la cantidad de emociones que experimentó en un solo rato. 

 

—Es un lugar interesante — Comentó Hwang, acomodándose nuevamente en su pecho — Podrías intentar ser un actor allá, como los que salen en las películas occidentales. De seguro brillarías más que todos ellos.

 

Gi-hun soltó una risa casi dolorosa. In-ho trazaba círculos sobre su vientre, sintiendo el futuro esperanzador a punto de llegar. 

 

—No quiero trabajar más de actor — Confesó — Solo lo hice en un inicio para escapar de todo. Pero ahora ya no tengo que hacerlo. 

 

Era verdad, la actuación solo había sido un escape para Gi-hun en medio de la tormenta de su matrimonio. Una forma de poder compensar la frialdad de Sang-woo con validación externa, cada cumplido a su belleza, a su talento para actuar, era una medicina para el amor que carecía. Aunque por dentro nunca llegó a sentir que esas palabras tan lindas se trataban sobre él. 

 

Ya no tenía que hacerlo más, ya era viejo y estaba a punto de tener a su tercer hijo. Además de que había encontrado a la persona con quien no tendría que escapar allá afuera. 

Ya no era necesario continuar. 

 

In-ho solo asintió con un ligero "está bien" mientras seguía acariciando su vientre, su sonrisa aún no desaparecía.

 

—Y tú podrías seguir trabajando como guardaespaldas — Sugirió Gi-hun — puedes cuidar a las estrellas y luego cambiarme por Cate Blanchett o Ryan Gosling. 

 

In-ho soltó una pequeña risa, ronca y atronadora. Ese sonido que solo escuchaba en raras ocasiones y que lo derretía por completo. 

 

—No me interesa seguir siendo un guardaespaldas. No me trae buenos recuerdos. 

 

Fue el turno de Gi-hun de asentir y de apoyar, su manera de hacerlo fue volviendo a acariciar su pelo. Una forma de decir "Estoy aquí y lo entiendo".

 

—Además — Añadió In-ho — Cate Blanchett envidia tu talento, y Ryan Gosling no es la mitad de bello que tú. 

 

Gi-hun soltó una carcajada que agitó su pecho. 

 

—Eres un adulador — Bromeó — No te creo nada. 

 

—¿Ah, sí? — In-ho lo miró traviesamente, luego se acercó para besar su cuello y susurrar en su oído — Pues yo no le haría esto a Ryan Gosling. 

 

Y comenzó a bajar lentamente sobre su piel, trazando besos que dejaron rastros húmedos de saliva. El cuerpo de Gi-hun se encendió otra vez y antes de darse cuenta In-ho había desaparecido por debajo de las sábanas. Supo cuál había sido su estrategia cuando sintió su carne ser estimulada nuevamente, esta vez por la boca sorprendentemente habilidosa del hombre. 

 

En tan solo una cuestión de segundos. Gi-hun estaba suplicando otra vez con una desesperación casi mortal. 

 

¡No pares...! 

 

 

 

 

Su corazón seguía latiendo con la fuerza de diez mil tambores. Estaba a punto de tomar un taxi cuando se dio cuenta que el señor Park lo había esperado todo este tiempo sentado en una silla en la recepción, con una calma eficiente. No hizo ninguna pregunta, solo lo llevó a casa. Era un buen hombre, a Gi-hun a veces se le olvidaba que también era su empleado y si debía de esperarlo, así lo sería. 

 

In-ho tomó un camino diferente. Gi-hun le pidió que saliera al menos quince minutos después de la habitación para no levantar ninguna sospecha, no sin antes prometerle que estarían en contacto. Habían acordado que su plan se llevaría a cabo en unas semanas (o meses, si era necesario). Ambos tenían que prepararse para el cambio drástico, In-ho tendría que hablar con su familia y Gi-hun con la suya. 

 

¿Qué le diría a la pequeña Eunie? 

 

Esa duda lo venía carcomiendo por dentro, y es que en estas últimas no había sido exactamente el padre más unido a su hija, Ha-eun estaba resentido con él por no haberle dado una respuesta concreta de lo que pasaba. Si le decía ahora que tenían que mudarse para siempre a otro lugar, probablemente no le hablaría hasta que Gi-hun tuviera ochenta años, y sería solo para llevarlo a un asilo. 

 

Era mejor esperar, esperar a que las cosas con su pequeña hija se calmaran. Sí, eso era lo mejor.

 

Y ahora... lo más difícil sería Sang-woo.  

 

Porque, es decir, tendría que dejarlo. 

Lo primero que tenía que hacer es pedir el divorcio, y eso es un acuerdo muy tardado, es decir, fueron años y años de matrimonio, deben de haber cosas que dividir, propiedades, ni hablar de los escándalos. 

 

Tan solo de pensarlo Gi-hun comenzaba a desesperanzarse, eran montañas y montañas que escalar antes de poder ver desde la cima el amanecer. 

 

Gi-hun llegó a su hogar cuando era más de la medianoche, la mayoría de luces en la casa estaban apagadas. El señor Park se fue a dormir hacia su habitación, Gi-hun estaba a punto de hacer lo mismo cuando sus tripas rugieron de nuevo. Estaba tan emocionado por la idea de In-ho y él que el hambre se había disipado, pero ahora que estaba más tranquilo, había regresado con fiereza. Incluso algo se movió ligeramente más abajo. Era su hijo reclamando ser alimentado.

 

—Ya te alimentaré — Le susurró a su estómago. 

 

Caminó hacia la cocina e hizo algo sencillo, lo más sencillo que pudo hacer, un simple sandwich. No quería cocinar, y despertar a alguien para que lo hiciera no sería considerado. 

Le dió dos mordiscos al pan antes de llevárselo con él por el pasillo. 

 

Pero justo cuando estaba a punto de subir las escaleras, algo lo llamó desde la penumbra. 

 

—Gi-hun.

 

Sintió como el jamón, el queso y el pan se le devolvían a la garganta en el instante que escuchó la voz conocida. 

Era la de Sang-woo. El hombre se apareció en su radar de visión como un fantasma sombrío, quien lo miró con una frialdad ya vista.

 

—Ya es tarde, deberías estar durmiendo. 

 

Gi-hun hizo un esfuerzo por tragar el pedazo de comida atrofiado en su cavidad, cuando lo hizo, rápidamente buscó alguna excusa hacia su ausencia prolongada.

 

—Ah, sí... — Balbuceó — Es que la reunión se alargó, ya sabes cómo son todas esas personas. 

 

—¿En serio vas a mentirme? — La voz de Sang-woo se agravó. 

 

«Mierda...»

 

—¿Qué...? 

 

¿Acaso sabría...?

 

—Llamé al anfitrión del evento — Aclaró — Es buen amigo de un socio. Me dijo que te habían visto subir con Gong Yoo a una de las habitaciones del hotel. 

 

Sang-woo no le dejó ni siquiera responder cuando deslizó una mano sobre su cuello, descubriendo una parte de él con sus dedos. Gi-hun sintió el tacto tan rígido como el hielo. 

Eran como las manos de un robot.

 

—La próxima vez, vigila que nadie esté observándote  — Dijo con desprecio — Y también dile a tu amigo que no te haga estas cosas de mal gusto. 

 

Sang-woo desapareció, devolviéndose hacia su biblioteca, ese era su espacio personal desde que había regresado. Gi-hun se tocó el cuello y corrió hacia su habitación para revisar lo que Sang-woo había visto, cuando se vio en el espejo notó la marca de la sugilación que In-ho había dejado en un costado de su cuello. 

 

«Maldito seas, Hwang...»

 

Lo había hecho a propósito para que Sang-woo lo viera, lo sabía bien. Sabía que no estaba del todo de acuerdo con la idea de que en estos meses tuviera que seguir conviviendo con él. 

 

El problema es que ahora Sang-woo pensaba que estaba teniendo encuentros nocturnos con su amigo Yoo, cosa que no puede estar más alejada de la realidad. Aunque ahora quería besarle los pies por su maravilloso papel de cómplice. En unos instantes más lo llamaría. 

 

Aunque en realidad, no era tan malo que Sang-woo pensara eso. La verdad era que no importaba.

 

Pronto, muy pronto, volvería a ser feliz.