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El amante de Kurapika

Summary:

Kurapika tenía un amante.
Aparecía en sus sábanas cada luna nueva y dejaba su cuerpo tan marcado como una noche estrellada.

Notes:

No intenten ubicar esto en algun momento del orden cronologico canon, quise escribir coito chrollopika y salio esta cantidad excesiva de texto uu

Work Text:

Kurapika tenía un amante.
Aparecía en sus sábanas cada luna nueva y dejaba su cuerpo tan marcado como una noche estrellada.
Mancillaba cada lugar de su templo y encontraba gran deleite en adornar su rostro con tinte carmesí. Lo llenaba como si hubiese nacido para hacerlo, se acoplaba entre sus piernas y sin falta le hacía ver el paraíso.

Luego, con una gentileza bien recibida, besaba sus labios y alababa su belleza innata. Lo incitaba a acostarse sobre su pecho mientras sus dedos desvergonzados recorrían su espina dorsal, y lo dejaba caer en los cálidos brazos de Morfeo al compás de los latidos de su corazón, de tal forma lo ayudaba a descansar y fingir que no conocía la maldad del mundo.
En la mañana siguiente, cuando Helios se despertaba, Kurapika también lo hacía a causa de los besos que saludaban sus clavículas y se reencontraban con sus labios.

Compartían el desayuno, quizás un baño que les ayudaba a pretender que estaban libres de pecado, y luego, si el día era lo suficientemente bueno, volvían a profanarse con la vulgaridad propia de dos amantes que se han disfrutado más de lo que cualquiera pudiera imaginar.

Sin embargo, Kurapika jamás habia gemido su nombre, porque no lo conocía.
Conocía su edad, cada lugar de su piel, sus ambiciones, sueños y frustraciones, pero no tenia idea de la etiqueta con la que había sido bautizado. Lo preguntó un par de veces mas dejó de insistir al recordar las reglas típicas de una aventura efímera.

Ahora bien, aquella pasión se había extendido hasta rozar los bordes del altar. Lo que comenzó hace tres años, con una premisa postulada en algún lugar innombrable, terminó en una hebra tejida de hilos de intimidad que solo era débil en el pequeño detalle ya mencionado.

Kurapika habia llorado sobre su hombro por todos los motivos por los que podía hacerlo; por la rabia más amarga, o por el placer más mundano. De la misma forma en la que su querido le había expresado desde sus derrotas hasta las fantasías más oscuras, aquellas que solo un Kurta podía cumplir.

Porque sí, amaba tanto a su amante que en algún momento le reveló el secreto tras sus iris, y cada tanto le mostraba el verdadero color de estas.
Siempre y cuando él hiciera su parte, la cual consistía en llevarle a romper el noveno mandamiento.

Su apariencia inmaculada lucía completamente ajena a la cantidad de blasfemia que había profesado, aquel hombre era su mayor secreto, tan preciado como si fuese la receta de la vida eterna.

Sus caderas se movian alrededor de las suyas, en círculos, estimulando su punto dulce.
Aquel joven galante de hebras azabache jalaba su cabello con la rudeza digna de su amor, mientras que su mano libre se aferraba a su cintura, su brazo ya completamente adaptado a la curva de su cuerpo esbelto se aseguraba de mantenerlo en su cauce.

Y Kurapika, sumergido en la ardua tarea de llegar al clímax, mantenía los labios entreabiertos. No hacía ni el más mínimo esfuerzo en callarse, su garganta cantaba la indecencia oculta de su espíritu.
Normalmente su amante se inclinaría a besarle el cuello; tatuaría sus colmillos en su tersa piel a pesar de que Kurapika ya le había pedido que se contuviera en honor al misterio.
 
Mas en esta ocasión se encontraba tranquilo, casi que estático excepto por los gemidos clandestinos que se le lograban escapar.

Sus ojos atezados estaban firmes y decididos en observar el momento donde la coloratura de los de Kurapika cambiara a ese escarlata que lo volvía codiciado. El contacto visual, tan intenso y vehemente, solo aumentaba el frenesí del menor.

Kurapika bien sabía lo que el otro quería, y estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para complacerlo y no cerrar los ojos. Sus iris cambiantes titilaban entre la naturaleza parda y la rojiza, sus uñas se aferraban a sus hombros, y su vientre se encontraba inconforme ante la ausencia de caricias; Kurapika era quien estaba haciendo todo el trabajo, y aquello lo frustraba.

Le gustaba sentirlo, más alla de que su virilidad fuese capaz de hacerlo sentir que estaba por quebrarse, adoraba la forma en la que lo besaba, como sus manos conocían cada lugar de su cuello y le tocaban en el momento justo, y sobre todo, la manera vulgar y ordinaria en la que musitaba "Kurapika" cada que este no podia controlarse a causa del orgasmo.

Cuando su caballero comenzó a cansarse y cayó en cuenta de que el rubio solo necesitaba piedad, atrapó su nuca con una mano y lo atrajo hacía sí mismo, beso sus mejillas mientras tomaba el ritmo de las embestidas, y Kurapika no tardó en aumentar el volúmen de sus gemidos. 
Le irritaba no tener ningún nombre que deshonrar, pero el sentimiento carecía de importancia cuando sus músculos comenzaban a tensarse y la falta de oxigeno nublaba su razón. Sus manos pasaban a rasguñarle la espalda, y sentir su respiración calida chocando contra su piel fue todo lo que necesito para recordar su condición como hijo del pecado.

El peregrino jalo su cabello, llevando su endeble cuerpo hacia atrás, la otra mano sostuvo firmemente su mentón, y sonrió orgulloso puesto que las lágrimas de Kurapika nublaban el escarlata que tanto ansiaba observar.

Su sonrisa también se debía a la forma en la que se mordió el labio inferior por la falta de una etiqueta con la que clamarlo.
En medio de bromas le había dicho que podía referirse a él con esos apodos indeseables que sólo cobraban atractivo si eran pronunciados por Kurapika. Palabras tales como "Amor", "Cielo" y "Cariño", entre otros alias que reemplazaban su nombre. Kurapika no dijo ninguno, el aliento no le dio para tanto.

Él tampoco se quedaba atrás en el éxtasis por más que haya intentado retrasar la situación; tener al menor, tan ligrimo e indefenso, lo llevó a su propio límite.
Maldecía que el preservativo evitará que su esencia lo llenará, así que aquella espina malogro gran parte de su propio placer.

Cuando pasó a la parte de recuperación, limpió las lágrimas de Kurapika con sus dedos pulgares, besó su nariz y luego descendió a sus labios, tragándose sus suspiros. Lo abrazó por la espalda, y procuró que su respiración se calmara lo más rápido posible.

Aquella pequeña instancia de tiempo era lo que revelaba la relación como algo más que el deseo carnal. Su amante lo amaba, se preocupaba por él y lo veneraba como el ultimo ejemplar de una raza extinta. Su corazón poco a poco se calmó, pero las caricias en su columna vertebral mantenían su piel erizada.

Aun estando conectados compartieron un gruñido cuando el teléfono de Kurapika empezó a sonar; el recordatorio de que se trataba de un encuentro efímero y no de una noche longeva les produjo un mal sabor de boca. Kurapika soltó una maldición antes de besar su cuello, y siendo él el hombre desentendido, se levantó como si no lo conociera, mantuvo una corta conversación bajo la mirada inquisitiva ajena, y oculto su propia sonrisa cuando sintió todas las curvas de su cuerpo ser examinadas.

—Eran mis amigos—Informó después de colgar—La pelea va a empezar en unos minutos.

—¿Cuándo nos volveremos a ver?—Fue el otro quien preguntó, se levantó de la cama para ir tras él, sostuvo su mano y comenzó a besarle toda la extensión del brazo, finalizando con una tenue lamida en su mejilla sonrojada.
Kurapika se encogió de hombros y se dispuso a buscar su ropa, sin tener mayor éxito; solo se encontraba con las prendas negras y la corbata ajena.

—Los Nostrade quieren salir del país un tiempo—Dirigió suavemente su mirada a la otra persona, pronunciar tales palabras causaba un efecto distinto en ambos. Sus labios se curvaron por la ternura ocasionada por la tristeza que se apropió del mayor—Pediré un día libre antes de irnos, mantente atento, cariño.

El mencionado asintió suavemente y se quedaron en silencio un par de minutos.
Kurapika no había encontrado nada de su ropa, al voltearse vió al de hebras negras girar su prenda interior con su dedo índice.
Lo miró con esa molestia tan escasa que era ineficiente, su amante se deleitó con el aroma del retazo de tela y luego lo ayudó a colocarsela, recibiendo un golpe en la cabeza.

Tardó más de lo necesario en subir la prenda por sus piernas, acarició sus muslos y depositó un beso duradero en su pelvis, luego fue escalando lentamente hasta besar sus clavículas, dejando desatendida la parte de su pecho que más anhelaba sentir su lengua.

Luego le ayudó a vestirse, intercambiaron de corbatas como solían hacer, y sus salivas se volvieron a mezclar a modo de despedida.

La puerta de esa habitación del Coliseo se cerró, siendo la encargada de guardar el secreto de una de las tantas veces que habían pecado. Mientras se dirigía al lugar de encuentro trató de que su apariencia se viese tan pulcra como siempre; su ropa sin arrugas, su cabellera peinada con las manos, y se limpió el sudor de la sien con la muñeca.

A punto de tomar el ascensor tuvo que detenerse, afirmándose de la pared y sujetándose el vientre, soltó un suave jadeo producto de los restos del placer que aún recorría su cuerpo.

La primera vez que amó a aquel hombre experimentó una sensación similar, el sutil recuerdo pasó por su mente y le saco una sonrisita avergonzada; en aquel entonces, Kurapika permanecía oculto, quizás en un bar, quizás en una biblioteca, o simplemente en un lugar que el destino le impuso para que conociera a su salvación.

Lo que en un principio empezó como una conversación desagradable, comenzó a pintarse de los matices necesarios para captar su atención. El chico cuyas iris no se distinguían del carbón demostró ser un ilustrado en las mismas artes que él estudiaba, se tomó el atrevimiento de adentrarse en sus intereses y poco a poco se tatuó en su alma. Ese día en particular le aclaró cientos de sus dudas, acercándose cada vez más a su cuerpo cuando iba a hablar, y supo discernir cuando Kurapika estuvo embriagado de su aliento para besarle de la misma forma en la que lo hacía en la actualidad.

Pecaba de ingenuo, o como dirían las lenguas mal habladas, pecaba de "fácil"
Para cuando cayó el sol, la camisa de Kurapika hacía lo mismo. Aquella fue la primera vez que habían profanado su cuerpo, y tal ocasión se convirtió en una de esas memorias que renacían en cualquier momento con el objetivo de avergonzarlo.

Esta era una de esas ocasiones; el recuerdo de su querido teniéndole paciencia mientras Kurapika se acostumbraba a tenerlo en su interior era una de las cosas que más atesoraba, siempre que lo tenía presente sus mejillas se coloraban y un tenue rastro de felicidad se adueñaba de su rostro.

No lo supo camuflar para cuando se encontro con Gon, Killua y Leorio. Los tres le hicieron un gesto de bienvenida, y la sensación de mostrar de forma muy evidente que acababa de pecar le obligó a reajustarse la corbata.

Como era de esperarse, la señorita Neon tenía de capricho observar las peleas más recientes en el Coliseo del cielo, para Kurapika fue fácil conseguir entradas VIP, tanto por la influencia Nostrade como por el hecho de que su amor era maestro de piso. Invitar a Leorio, Gon y Killua no fue parte de su plan. Era una sorpresa por parte de Neon, quien últimamente se había encariñado con él luego de descubrir que eran casi de la misma edad; la chica interrogó a Melody por los amigos de Kurapika, y ahora ellos tres estaban ahí, tratando de encontrar la fuente del olor tan particular que por alguna razón parecía provenir del rubio. Todos optaron por ignorarlo, se acercaron a él para un saludo más íntimo y luego se encaminaron al lugar designado.

Leorio caminaba a su lado, automáticamente el paso de ambos se atrasó en comparación al de Gon y Killua, ellos, tan hiperactivos como siempre, iban corriendo de un lado a otro hablando entre si.

Leorio aprovechó que no les prestaban atención para tomar la mano de Kurapika; este desvió la mirada.
No negaría que le daba vergüenza que Leorio le besara los nudillos siendo que hace un par de minutos los había usado para causarle placer a otra persona.
Ni siquiera se habia limpiado alguna parte del cuerpo, arrugó el entrecejo al caer en cuenta de ello; ahora surgía la enorme necesidad de bañarse.

—¿Está todo bien?

Kurapika asintió, tratando de conectarse con la realidad y espantar todos aquellos pensamientos que le mostraban la forma en la que había estado "moviéndose" la última hora.

Killua, cuya actividad favorita era molestar, se giro a verlos apenas sintió la mínima tensión que solía crearse entre ambos. Gon enarcó una ceja y Kurapika soltó una risita avergonzada.

—Sigue avanzando, llegaremos tarde—Dijo Leorio.

—Después de que lo beses—Replicó Killua, con esa sonrisita que hacía lucir sus dientes como un saco de boxeo—Kurapika, no tienes idea de lo insoportable que estuvo todo el camino, solo hablaba de ti y de cuanto te extrañaba.

—¡Claro que no!

Gon desvió la mirada y comenzó a silbar cuando Leorio buscó apoyo en él. 
Kurapika, aún sin atreverse a mirar al mayor, volvió a reír nervioso, y Leorio, suspirando a sabiendas de que Killua podía ser incluso más intenso que él, le cumplió la petición.

Tomó la barbilla ajena dulcemente, de cierta forma que le hacía ganar puntaje, pues solo él sabía tocarlo de tal manera.
Se relamió los labios y plantó un efímero beso en los ajenos. Kurapika mantuvo los ojos cerrados.
A criterio del otro era porque esperaba un contacto más fogoso, pero según su propia realidad, era porque su pecho almacenaba un sentimiento muy similar a la "lastima" sólo de saber que Leorio le besaba desconociendo el ultimo lugar donde estuvo su boca. Trató de ignorarlo y se mantuvo cabizbajo, Killua hizo el típico sonido de alguien que está por vomitar y Leorio le maldijo mientras le tomaba por la cintura.

Ponerle un "nombre" a esa otra relación era aún más difícil. No eran amantes, pues nunca habían completado el acto llamado amor. En el punto más lejano al que habían llegado, Kurapika aún conservaba tanto la ropa como la dignidad.

Aquellos osculos fugaces eran lo que los volvía íntimos. Nacieron un día sin fecha donde la lluvia, la soledad y un revuelo de emociones les azotó de tal forma que terminaron fundidos en piel y alma, desde ahí se hizo costumbre y se estableció la confianza para muy de vez en cuando, estando solos, o con Gon o Killua de testigos, se pudiesen dar esos momentos.

De resto, Leorio no sentía tener el derecho de ir más allá, ni sabía como hacerlo.
El grupo se dirigió sin mayor inconveniente al piso de la pelea, en el lugar los estaban esperando Neon, Melody y el resto de guardaespaldas.

Neon lo saludo enérgica y Kurapika se limitó a un ademán. Tomó su posición como empleado y observó de reojo la forma tan natural con la que Gon comenzó a interactuar con su jefa.

El entrecejo fruncido de Killua lo hizo reír, cuando ambos hicieron contacto visual aprovechó de vengarse con un gesto de burla.
Acto seguido procedió a inspeccionar todo el lugar.

Era parte de su trabajo; saber reconocer con quienes estaba compartiendo espacio, identificar riesgos, descartar peligros, conocer su entorno y tatuarse cada uno de los rostros que estaban allí.

No pudo evitar enarcar una ceja cuando su inspección rutinaria término mucho antes de lo esperado; volvió a hacerla, confirmando que en efecto, la cantidad de personas en el coliseo alcanzaba con trabajo las 50. Considerando que la fama de la pelea y esa sala que estaba hecha para albergar a más de 500, encendió un instinto de alerta.

Observó su reloj; no era temprano, y tampoco se le había hecho tarde pecando, estaba en la hora justa para que el lugar estuviese lleno. Ante la incógnita recurrió a Melody.

La confusión presente en su rostro por verla murmurando con Leorio se desapareció rápidamente.

—¿Sucede algo?

—No realmente.

Pero Leorio se levantó y lo sujetó de la cintura.
"Estoy trabajando" quiso decir; para evitarlo se imaginó que su cabellera negruzca pertenecía a quien ya extrañaba. Se quedó compartiendo la típica mirada inquisitiva, Melody sabía mentir, solo que de la misma forma en la que su corazón lo desnudaba, los ojos de Melody revelaban cuando sus palabras carecían de sinceridad.

—Hay un rumor—Terminó de decir cuando entendió que Kurapika no se quedaría conforme.

Las manos de Leorio afianzaron su cuerpo endeble y delicado; tales gestos comenzaban a molestarlo, sentía que le ocultaban algo cuya importancia debía ya de saber para procurar el bienestar de Neon.

Y fue ella la causante de que Kurapika se tensara.

—¿Lo de que una araña es maestro de piso?—Melody asintió.

Las uñas de Kurapika se clavaron en la mano de Leorio cuando este besó su cuello a modo de "consuelo"

—Si me permite dar una recomendación, deberíamos irnos, mi señora.

Fue lo que pronunció la otra guardaespaldas, acto seguido se dio una conversación entre todos los presentes donde Kurapika no fue partícipe.

Su mente estaba fija en algun punto vagabundo. Su sangre hervía de forma tan feroz que amenazaba con tintar sus ojos; estos se paseaban, con aun más determinación, entre el rostro de cada uno de los presentes. Desconocía la apariencia de las arañas, pero estaba completamente seguro de que debian de tener un distintivo, algo que los volviera identificables e hiciera que Kurapika saltara directo a destrozarles los globos oculares con las uñas.

Tantas veces había fantaseado con matar a aquellas personas que no podía decidirse. Sabía a la perfección que al final, el rostro de cada uno tendría una característica en común; la misma que su difunta familia. Si se tomaba la molestia de desentenderse de cualquier principio o ética por la que se rigió alguna vez, podría confesar sus fantasías más macabras, que iban desde llenar de residuos fisiológicos la cuenca de sus ojos, hasta irlos mutilando lentamente, manteniéndolos vivos a causa de alimento compuesto por partes de sus mismos cuerpos.

La imaginación de Kurapika era un lugar retorcido si los protagonistas de sus pensamientos eran la Brigada Fantasma. Su cabellera tan dorada como el sol y su apariencia casi que angelical no tenía nada que ver con todos los crímenes que maquinaba.

Era una verdadera pena que luego de haber pasado un momento tan agradable como lo era reencontrarse con su amante se tuviera que deshacer de los residuos de placer gracias al martirio que significaba la mención de aquellos desgraciados. En el fondo también le apenaba que su atención se desviara de sus amigos, considerando las pocas veces que los veía.

Sin embargo, ninguna de esas sensaciones era su pensamiento principal. Sus ojos estaban examinando hasta los lugares más escondidos, incluyendo el cubículo de los comentaristas, aquellos pasillos sin un céntimo de luz, e incluso debajo de las escaleras. No había rastro de algo que levantara sospechas, toda la gente que sintió un escalofrío gracias a su mirar tan amenazante eran personas normales cuyo objetivo era observar la pelea. 

Fue capaz de darse cuenta que conforme pasaban los segundos, más vacía quedaba la sala.
Respiró frenéticamente, sus dientes chirriando unos contra otros mientras su corazón latía en un compás rítmico y lento, cada latido asimilandose a una puñalada; Melody tuvo que taparse los oídos.

—¿Haz pensado en que puede ser Hisoka?—La voz de Leorio lo conectó nuevamente a la realidad.

Gon habia dicho las mismas palabras, pero era la suave, compasiva y afable voz de Leorio lo que lograba capturar la atención de Kurapika.

Aún se mantenía firme contra su cuerpo, sus manos ahora acariciaban tenuemente su vientre en un patético intento de calmarle la ansiedad. Sus ojos, tan dulces y dedicados solamente a él, demostraban la preocupación que solo puede sentir un cortejador empedernido. Luego de procesar sus palabras, Kurapika suspiró, sintiendo toda la tensión desvanecerse.

Su cuerpo reaccionó como si estuviese acostumbrado a cargar incontables cantidades de peso; casi parecía que no habituaba a sentirse ligero, y de no ser porque el otro le sostenía, quizás hubiese flaqueado.

Eso solo lo sabían ambos. El Kurta cerró los ojos para volver a tener noción de sí, y Leorio aprovechó la situación para darle esa clase de tiernos y efímeros besos que se caracterizaban por hacerlo sentir mejor. Probablemente, si no supiera el nombre de Leorio, seria candidato para ser su chico ideal.

Ocultó su rostro en la unión de su cuello y hombro, encontrando sosiego en la mezcla de su aroma corporal y el perfume que le daba fama de galante. Los dedos de Leorio acunaron su mentón, y su rostro se apoyó de su cabeza.

Quien desde las lejanías observara tal escena se encontraría con las características propias de dos santos unidos en nupcias.
Una vez el alma de Kurapika se vio estabilizada le devolvió el beso que Leorio le había regalado; aún le debía uno, y se lo pagaría más tarde.

A sus espaldas habían logrado "convencer" -chantajear- a Neon a costa de recordarle que las arañas eran los asesinos del amado de su amiga.

La jefa, sin prestarle mayor relevancia a los lugares donde Kurapika ponía su lengua, cuestionó.

—¿Podrías encargarte de conseguir los ojos de la araña que esté aquí?

El pecho de Kurapika se llenó del orgullo obtenido por la asignación de una tarea importante que ya tenía planeada realizar. Asintió suavemente, aunque si era Hisoka tendría que desacatar la orden.
Entonces, teniendo ya una afirmativa llena de seguridad, Neon suspiro para retirarse del lugar, sujetándose del brazo de Eliza.

Cuando esta iba a mitad del pasillo dió un salto de alegria; los altavoces informaron que la pelea se había pospuesto ya que los participantes acordaron mutuamente no presentarse hasta que el comité del Coliseo aclarara el rumor.

No los culpaba por más que los tachara de cobardes, era normal tener miedo al respirar el mismo aire que una araña, pero si era Hisoka significaba que Kurapika podía usar el resto de su día en estar con sus amigos, o en su defecto, tener que escapar de las insinuaciones del mago.

Fantasear con volver a sentir las sábanas de seda mientras besaban sus muslos le hacía sentir egoísta, el sentimiento se intensificaba siendo que lo había pensado por la forma tan cálida en la que el aliento de Leorio chocaba con su cabeza; aún estaban sumergidos en esa especie de abrazo, tanto porque Kurapika encontraba calma contra su cuerpo como porque los instintos sobreprotectores de Leorio seguían en alerta y no quería soltarlo hasta asegurarse de que no haría alguna clase de estupidez.

En las lejanias, una mirada cuyo dueño ya se habrá adivinado quién es, se cernía sobre ellos. Mantenía el control, la intensidad latente no se mezclaba con los matices románticos que desbordaba el otro par de almas, se aseguraba de estar al límite, cuando se trataba de Kurapika no había siquiera el más mínimo margen de error que se pudiese permitir; no admitía equivocaciones si era su amor el que estaba involucrado.

Sus ojos examinaban sus brazos, sus dientes se apretaban unos contra otros al ver la normalidad con la que sus dedos se entrelazaban con los de Leorio, pero era capaz de mantener los estribos aun con todas las veces que este beso a su Kurapika, maldijo en su mente cuando aquellos besos se desviaron al cuello del menor, lamentando que su propio rastro se viera manchado por la saliva de un ingrato; deseaba que bajara un poco más, que desabotonara el primer boton de su camisa, le despojara de la corbata que le pertenecía, y se diera cuenta de que llegando a las clavículas, Kurapika tenía cientos de marcas rojizas y el recuerdo perfecto de su dentadura tatuada en su piel. No le molestaría si Leorio se atrevía a pasar su lengua por tales lugares, quizás, de esa forma, su posesión más preciada se daría cuenta de que nadie podía adorarlo de la forma en la que él lo hacía.
¿Quién era Leorio a su lado? Era la premisa que le mantenía cuerdo mientras “disfrutaba” la escena y bebía una copa de vino. 

Chistó con amargura, en el fondo también quería ver la pelea pero estaba más que conforme gastando su tiempo en vigilar a Kurapika, aunque en realidad no tenía idea de que haría si llegaba a un punto donde no pudiese seguir soportando la situación.
No lo había cuestionado mucho, era apenas un pensamiento fugaz que nacía cuando Kurapika estaba demasiado cerca de tantear su espalda; tuvo que decirle varias veces que le producía una gran incomodidad que sus manos se posaran en esa parte de su cuerpo con algún motivo ajeno a rasguñarlo, y siendo su amado, ese hombre ideal que protagonizaría una película romántica, no volvió a hacerlo.

Su ingenuidad era motivo tanto de burla como de veneración. Cerro sus ojos carbonizados, recostandose del asiento de su silla, ser maestro de piso le otorgaba el beneficio de una vista panorámica de todo el lugar, en una ubicación a la que nadie pensaría ver. Bebiendo las últimas gotas de vino dedicó una instancia de su existencia a recordar cualquier momento que contrarrestara el disgusto que producía Leorio.

Una de las veces que más atesoraba en relación a Kurapika era aquella donde ambos estaban acostados en su cama, aun sin pecar, de hecho ni siquiera habían pensado en tal blasfemia. Kurapika residía apoyado de su pecho y él acariciaba tontamente su cabellera dorada. Los ojos de su amado iban de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, absorbiendo la información de un libro descontinuado que él había logrado conseguir a modo de obsequio. Su sonrisa tan tenue, y el titileo casi que invisible que estaba en sus iris gracias a la emoción, ocasionaban esa clase de sentimientos que caracterizaría a un adolescente que está aprendiendo a amar.

Sus labios se curvaron sin así quererlo, su secreto mayor guardado era aquella relación tan vivaz, el segundo, era la patética forma en la que actuaba su cerebro en cada asunto inocente relacionado a él.

Volvió a posar su mirar en la pareja, estaban teniendo una breve conversación que no se molestó en intentar descifrar; llamar a Kurapika en ese mismo momento para que volviera a su habitación era una idea atractiva, hasta que vio como este se inclinaba, bien gustoso, con una sonrisa para nada tímida, a posar sus labios sobre los infames de Leorio.

Conocía a ese hombre, de forma tan intima que podrían ser amigos, también conocía a Killua, Gon e incluso a Neon. Kurapika depositaba su confianza en contarle toda su vida, no había un detalle que no conociera, por ende tenía contabilizadas cuantas veces Leorio había profanado su rostro. 
Se trataba de un acuerdo que él nunca firmó, era más un acto de rebeldía por parte de Kurapika, el cual bautizó bajo la premisa de “seré únicamente tuyo, cuando tu nombre sea mío

Claramente prefería compartirlo que perderlo.
Pero no podía soportar ver como su propiedad era quien tomaba la iniciativa.
Sus nudillos se tensaron, ese aire negruzco propio de un cementerio comenzó a navegar por su alrededor, intoxicandolo; llenaba sus fosas nasales y nublaba cualquier capacidad de raciocinio.
Ahí, en el privilegio de su habitación, el vidrio temblaba solo con su aura, algún espejo debió de fracturarse, y todos los indeseados que estuvieron en las cercanías experimentaron esa sed de sangre que lo identificaba como jefe del Ryodan.

El único motivo para no matar a Leorio era la tristeza que inundaría a su amado. Porque si, a pesar de ser un pecador cuya calaña intimidaría al mismísimo Cerbero, lo que sentía por Kurapika solo se podía denominar “amor” bajo sus pensamientos retorcidos. No sabía a ciencia cierta la sensación que provocaba tal sentimiento, solo se guiaba por descripciones que logró rescatar de ciertas anécdotas en su vida, y aquella etiqueta era la que mejor se adecuaba para todo lo que el menor le provocaba.
El sentido de pertenencia que había generado iba más allá del que alguna vez experimentó; no se trataba solo de sus iris aunque estas le volvieran loco, la simple existencia de Kurapika le hacía hervir el estómago, le asqueaba con la misma intensidad que la necesidad de venerarlo. Quería estar a sus pies, limpiar la mugre entre sus dedos y trazar un camino despreciable hasta que su saliva quedará impregnada en su piel. Por primera vez aceptaba el papel de lacayo, gustoso de ser maltratado siempre que el látigo que le azotara fuese la magnificencia de Kurapika, alguien tan audaz, romántico, cortes, elocuente, atrevido, jovial, versatil, culto, sensible, atento, leal e intuitivo (la mayoria del tiempo), que casi le hacía arrepentirse de sus pecados.

Tenía que elogiar la capacidad que tuvo años anteriores de haber escapado de sus garras. Lo estuvo persiguiendo durante una eternidad hasta que simplemente se cansó, y ahora, que lo tenía comiendo de sus propias fauces, agradecía que este haya podido escapar de las mismas.
El placer que experimentaba viniendose dentro de él nunca se compararía con el gusto de observar el interior de sus cuencas.

La forma en la que sus ojos adoptaban ese color escarlata era lo único que provocaba algún vestigio de arrepentimiento. ¿Cuántos escenarios, así de atractivos, había perdido por su propia culpa?
Kurapika era hermoso, en todo el sentido de la palabra, resaltando por sus iris sedientas de sangre que juraban venganza en la dirección donde él estaba oculto.

Casi que un segundo encuentro entre amantes, solo que la razón por la que el de hebras azabache tragó saliva era más por incomodidad que por gusto; solo le gustaba ver a Kurapika molesto si tenía la certeza de que este intentaría romperle la pelvis después.

Leorio, aun con las manos alrededor de la cintura de Kurapika, protegiéndose a si mismo en lugar de intentar guardar al otro, examinaba los rincones del coliseo con algo similar al terror. Él suspiró, desvió la mirada en dirección a su copa de vino, y maldijo haber permitido que su nen escapará de su cuerpo.

Por otro lado, Kurapika, que reconocía muy bien el nen de Hisoka, volvió a desconocerse ante aquella fuerza tan abrumadora que claramente no le pertenecía al mago. Supo identificar con facilidad de donde provenía, y tan pronto como la sintió desvanecerse, comenzó a encaminarse a aquel lugar.

Dirección contraria a donde Gon y el resto habían ido, teniendo a Leorio detras, dando grandes zancadas, y sus cadenas ya manifestadas en sus manos, solo retomaba los pensamientos macabros donde sus falanges se llenaban de sangre. El doctor no tardó en seguirle el paso, y el Kurta no tardó en adelantarse, otra vez. Desconocía los pasadizos y escaleras del coliseo, apenas había estado ahí un par de veces donde solo se dedicaba a pecar o cuidar de Neón.

Jamás se le ocurrio imaginar que seria el nido de alguna araña; ahora, que lo tenia casi confirmado, se sentia asfixiado, sucio, ingrato y egoista. Llevaba un par de horas en aquel lugar, estuvo gimiendo bajo el mismo aire que uno de los asesinos de su clan, se dio el lujo de quitarse hasta los calcetines, y si no lo hubiera hecho quizás su sed de justicia estaría menos intensa. Probablemente hubiese podido vengar la memoria de algunos de sus familiares, tal vez en ese momento, en lugar de estar en una búsqueda insufrible, se estaría lavando las manos mientras su amado se regocijaba en el placer de su logro; incluso se atrevía a pensar que todos estarían compartiendo una cena, él sentado en el medio de Leorio y su cariño oculto, aguantando las risas por la confusión de todos sus amigos, tomándose una gran cantidad de tiempo para explicarles con lujo de detalles el momento donde lo conoció.

Si la situación fuese menos tensa osaria de imaginarse recostado, su amante acariciando su garganta y Leorio descubriendo los límites de su cuerpo.

Pero el único límite que Leorio conocería aquel día seria el de su paciencia; lo inmovilizó al tomarlo de los hombros y apegarlo contra una pared, Kurapika estuvo a la nada misma de apuñalarlo, mas en su lugar se conformó con golpearlo en el rostro a puño cerrado.

Sus iris, esclavas de sus impulsos, vibraban con la misma fiereza con la que sus dientes chocaban, sus manos adornaron el brazo contrario y sus uñas se clavaron en su ropa al punto de doblarse. No tuvo respeto alguno a la hora de escupirle en el rostro, empleando fuerza en zafarse de su agarre.

A pesar del dolor y la ofensa, Leorio se enaltecía a sí mismo como testarudo y prefería romperse un hueso antes que soltarlo. Sabía que Kurapika tenía la capacidad suficiente para separar la carne de su húmero, y si no lo hacía era meramente por el cariño del que se iba a aprovechar.

—¿Puedes calmarte?—Cuestionó, quitándose los lentes.
Liberó uno de sus brazos utilizando el otro para mantenerlo en su lugar al presionar el cuello ajeno contra la pared. Si Kurapika no se calmaba optaría por calmarlo. Demostró ir en serio cuando la fuerza que estaba aplicando era la suficiente para divorciarlo del oxígeno. En ese momento Kurapika dejó de forcejear, y con una mirada sería y vigilante, Leorio lo liberó.

Luego limpió sus lentes de la saliva contraria, se masajeó el puente de la nariz con el índice y pulgar y planchó las arrugas de su traje antes de volver a dedicarle su atención. El menor estaba cruzado de brazos, respirando con los ojos cerrados, impaciente por esperar. Suponía que Leorio no era tan estupido como para retenerlo sin alguna razón, estaba a la expectativa de su idea.

—¿Podemos pensar en lo que haremos?

Haremos” la palabra resonó en su mente como una sonata compuesta por Afrodita, su timbre siendo el adecuado para estremecer cada nervio de su cuerpo y erizarle cada vello de la piel, Leorio no era consciente del impacto que su actitud tenía en él. De hecho, si la situación fuese otra, Kurapika desviaría la mirada por verse seducido ante aquel semblante varonil e intenso que dignificaba su terquedad y le otorgaba el encanto que se espera de un hombre como él. 

—Matarlo—Sentenció con el odio quemandole los huesos, su sangre hervía de tal forma que su temperatura corporal preocuparía a cualquier médico.

—No necesariamente tiene que ser una araña ¿Sabes?—Kurapika chistó, poniendo los ojos en blanco, dispuesto a irse de no ser por la mano de Leorio, posicionada en su pecho, que lo mantuvo cohibido con la misma eficacia que una cadena a un elefante que se ha criado con ella en su talón.—Aquí vienen todo tipo de personas, ¿podemos asumir que simplemente es alguien enojado porque quería ver la pelea?

Su mente maquinó cientos de respuestas con las que podía debatir aquel cuestionamiento, no le encontraba lógica, carecía de inteligencia y se lo esperaba viniendo de quien lo dijo. Estaba en tal punto que sólo necesitaba un par de segundos para romperse los dientes, y dada su frustración, prefirió romper los lentes del susodicho que atentaba contra su libertad.

Leorio retrocedió agarrándose el puente de la nariz.
Por una breve instancia de tiempo solo se escuchó a Kurapika marchándose bajo el naciente goteo de sangre.
Sus nudillos apretados decoraban sus falanges con el color blanquecino de sus huesos, y sus uñas clavándose en su palma, dejaron tatuajes de medialunas en su piel, las venas de su cuello y frente resaltaban como nunca, lo que se complementaba con el sudor que bajaba por su sien. No esperaba que Leorio lo siguiera, si lo hacía volvería a golpearlo como si él fuese su objetivo, pero siendo parte de su ser, caracterizarse por ser impulsivo, se dio media vuelta mientras vociferaba en su dirección.

—¿Del lado de quien estás, Leorio?—Cuestionó como si realmente tuviese motivos para desconfiar de él.

A Leorio probablemente le dolió más la insinuación que el golpe en sí; le observó atónito, su rostro tornándose de ese matiz rojizo que revelaba como se incrementaba su enojo. Pasó su muñeca por su nariz, limpiándose la hilera de sangre, lo que resultó insuficiente puesto que la hemorragia no paraba; quizás la sangre venía de otro lugar, existía la probabilidad de tener algún fragmento de vidrio enterrado en su rostro. Procesó la información mientras veía el marco de sus lentes magullados en el piso, la voz de Kurapika se escuchaba más como una maldición lejana antes que como una imprecación cercana, y el dolor latente que azotó su cara fue suficiente para que su entrecejo se frunciera y dejará al desnudo sus emociones. Sin embargo, no tenía nada que decir.

Hace mucho que Kurapika había dejado de ser merecedor de sus insultos, y considerando que solía ser un hombre con el que el menor podría competir en la categoría de impulsivo, era bastante impecable la forma en la que mantenía cautiva su lengua.

Se quedó estático en su posición, el Kurta ya había logrado llegar frente a él y ahora le tomaba bruscamente del cuello de la camisa. Teniendo en cuenta que Leorio le sacaba un par de cabezas de altura era verdaderamente cómico notar que Kurapika debía de ponerse de puntitas para verse intimidante, pero dado los sentimientos encontrados, es importante resaltar que lo más perjudicado en ese momento era el corazón de Leorio. Su mano subió penosamente a sostenerle la muñeca, no había rastro de maldad ni de crueldad mas su mirar carbonizado brillaba tímidamente en un asco que se negaba a dedicar. 

—¿Hablas en serio? 

Su voz dolida, su rostro sudado y medianamente ensangrentado, aquel perfume que se había colocado sólo para ser del agrado ajeno y la masculinidad propia de un amante herido, ocasionó que Kurapika tragara saliva, aun así siguió firme en su reclamo, hablando luego de que cesara el sonido de la camisa de Leorio rasgandose.

—Sabes muy bien que no te permito a tí, ni a nadie—específicó— hablar de las arañas como si fuesen un enemigo cualquiera.

—Claro, pero a mi sí me tratas como si lo fuera¿No?—Sintió su cuerpo estrellarse contra la pared, Kurapika acababa de estamparlo en ella.

—¡No eres el protagonista en este momento, Leorio!—Volvió a empuñar su mano pero esta vez optó por retroceder y masajearse la sien—Tienes la capacidad suficiente para sentir aquella fuerza, ¿verdad? ¿Realmente puedes verme a los ojos y decirme que no pertenecía a una araña?

Leorio iba a hablar, o mejor dicho, iba a insultarlo. Kurapika se puso a la defensiva por su cambio de semblante, y al observar como este estuvo apunto de abalanzarse sobre él, le hizo caer con ayuda de alguna de sus cadenas. Ante la perturbación tan brusca de sus impulsos no le quedó más opción que golpear el suelo, no le importaba si se lastimaba los nudillos, tampoco lo patético que se veía, sería algo por lo que sufriría luego en la noche, cuando la soledad de una velada nocturna y vacía le recordará la forma tan vil en la que el destino estaba jugando con sus sentimientos en ese momento.

—Era yo, Pika.

Se escuchó decir, con un tono de voz tan inusual que su mente se desentendió de la lógica por un segundo. Parpadeó atónito, sus ojos alcanzando la coloratura más intensa de aquel escarlata que lo volvía premio de subasta. Tragó saliva, temeroso de confirmar cualquiera de las cientos de hipótesis que surgían en su mente; el revuelo tan voraz de emociones le obligó a taparse la boca y sujetarse el estómago, de no hacerlo acabaría vomitando sobre Leorio.

Llevaba días con náuseas sin sentido que nunca quiso manifestar, sus dedos se vieron manchados de toda la bilis que había estado reteniendo últimamente.

—Si vas a lastimar a alguien, que sea a mí.

Ahí estaba su amante, luciendo tan dulce y gentil como solo Kurapika podía verlo. Aun así no se atrevia a hacerlo.
Antes había cuestionado la capacidad de raciocinio de Leorio, ahora cuestionaba la suya mientras que este se limitó a reincorporarse, tan arisco como un gato al que una jauría le acaba de invadir el territorio, solo que no se trataba de una jauría.

Era una sola bestia, un hombre alto, imponente en su propia tranquilidad. Observaba a Kurapika de la forma en la que Leorio jamás podría hacerlo, su mirar, aún más carbonizado que el suyo, denotaba tímidamente cientos de versos baratos que solo eran dedicados para su amor. Por otro lado, a pesar de nunca ser foco directo de su atención, el resto del cuerpo de aquel hombre transmitía completa hostilidad ante su simple presencia.

—¿Quién es este?—Cuestionó sin dejar de verlo.

De pronto sintió la gran necesidad de proteger a Kurapika del peligro del que no era merecedor. Aquella persona cuyo nombre aun no se menciona pero ya se sospecha entonó la queja típica de la confusión.
Él conocía muy bien a Leorio, era capaz de Identificarlo solo por las descripciones que Kurapika le había hecho, le llamaba la atención la presunta ignorancia de su existencia, y se sentiría realmente ofendido si de verdad nunca fue tema de conversación entre ellos dos.

—Creo que te escuche mal…—Kurapika estuvo apunto de emplear la palabra “cielo” “cariño” o alguno de esos apodos tontos que cubrían la necesidad de un nombre que clamar, sin embargo, en tal situación, se sintió desesperado por la desnudez que representaba la carencia de una etiqueta tan importante como lo era la denominación de quien llevaba amando desde los catorce.

—Fui yo, era mi energía, Pika—Especificó con inocencia teatral, acercándose a pasos lentos, calculados para la ocasión—Leorio tiene razón.

Señor Leorio para ti.

—Soy mayor que tú.

—Me importa un carajo.

El corazón de Kurapika realizaba un sonido similar al de un reo azotando las celdas que le mantenían cautivo, intentando romper cada hueso de su caja torácica gracias a la asfixia que le invadía. Se encontraban solo los tres en el pasillo a una distancia prudente, y aun así, sentía que le faltaba tanto el aire como la razón.
Le entregó el beneficio de la duda -cosa que no hizo con Leorio- sin mencionarlo, rememorando todos los encuentros que habían tenido a una velocidad que se escapaba de la humanamente posible. La discusión que los otros dos estaban teniendo era más una melodía de ambientación que algo a lo que prestarle atención, no fue hasta que sintió la suavidad con la que le tomaron del mentón que pudo echarle un vistazo fugaz a la realidad.

No era un hombre miedoso, pero estando ahí, apunto de ser reclamado por su compañero, se encontro por primera vez con el sabor del terror ocasionado por su propia ignorancia.

—Te vi—Pronunció, de forma lenta, clara y paulatina.
Kurapika enarcó una ceja por inercia y luego persiguió el corto camino que el mirar ajeno recorrió para señalar a Leorio—Saberlo es diferente a verlo.

Y acto seguido, disfrutando del único espectador, limpió con su lengua la impureza que este había dejado sobre sus labios, Kurapika degustó el tenue sabor a vino, sus manos mal acostumbradas fueron a parar a sus caderas, pero su cabeza, aún llena de confusión, no se permitió corresponder el beso, cosa que se notó enseguida.
Y como el otro era un buen amante, lo dejó procesar, acariciando su mejilla.
Guardó la distancia necesaria para que sus ideas tuvieran orden, mas su lengua se mantuvo tanteando la zona de su cuello, asegurándose de que el orden se curvara ligeramente en una dirección ajena a la realidad completa. Todo estaría bien siempre que Kurapika se tropezara con el cariño correspondido.

—Lo siento…—Lo escucho musitar cabizbajo, sus uñas carecían de fuerza para rasgarle la piel, y toda aquella ferocidad que anteriormente había presenciado se vio esfumada, reemplazada con el martirio de una verdad inconclusa. Solo que ninguno de los otros dos sabía quién era el verdadero dueño de aquella disculpa.

Kurapika apartó suavemente al mayor para poder tener mejor visión de Leorio, la sangre rojiza que escurría por su nariz brillaba tintada como un vino que se está secando, su entrecejo fruncido más por incredulidad que por molestia, y su mano tras su espalda, probablemente ocultando su cuchillo, era una clara señal de que atacaría sin piedad -Y sin pensar- tan solo su amigo insinuara la más mínima señal de peligro.

—Él es Leorio— Lo presentó, dando un tímido vistazo al rostro de ambos, finalizando al clavar su mirar, aun escarlata, en la peculiar marca de nacimiento que su querido tenía en la frente— Leorio…Yo no se quien es él.

Con una mano alrededor de la cintura de Kurapika, y la otra extendida en dirección al futuro doctor, ignoró la atrevida sugerencia. Como era de esperarse, Leorio retrocedió en lugar de corresponder el saludo.

No había una forma ideal de presentarse, cualquier cosa que dijera serviría para ayudar a completar el rompecabezas que se había negado a armar hasta ese momento.¿Le emocionaba? Sí, pero consideraba que aquella situación hubiese sido más extasiante si ocurría el mismo día que la última respiración de alguno de los dos.

Matar a Kurapika, o morir odiado entre sus brazos, cualquiera de los dos escenarios se le hacía más atractivo que tener que estrechar la mano de Leorio.

—Soy maestro de piso, pero quizás la mejor forma de reconocerme es mencionando que soy el causante de que tú y Kurapika no sean nada formal.

Ambos lo observaron con la ofensa resaltando en sus ojos. La única razón por la que el Kurta se mantenía callado era porque encontraba ridículo hacer un comentario sin mencionar antes un nombre.

Cariño, no digas eso”, “Cielo, cállate”, “ Amor, deja que yo hable”

Para Leorio no sería grato escuchar alguna de esas frases, ahora tenía la consciencia suficiente para reconocer que lo había lastimado, y no quería seguir haciéndolo.
Aun así, en contra de sus deseos, era su propio silencio lo que daba vueltas al puñal que Leorio tenía enterrado en el pecho.
Este no hizo más que asentir incrédulo, esperando una palabra, un suspiro, o al menos un ademán.

Pero no hubo nada, Kurapika solo tragó saliva y se mantuvo estático. No era fanático de mentir y no tenía como negar la afirmación antes dicha. Pasado un par de minutos tuvo el valor suficiente para hacer contactó visual con su amigo, su semblante desconfiado y receloso fue suficiente para compartir su dolor.

La situación no se asemejaba en nada a la forma en la que quería que sus dos amores se conocieran.

—¿Debería irme?

—Sí—Respondió el invitado, sin dar instancia siquiera a que sus palabras terminaran de ser pronunciadas.

—Le pregunté a Kurapika. 

Antes de continuar, se encuentra necesario hacer una aclaración respecto a que la relación aquí presente y presumida carece de los elementos propios de la toxicidad que se espera. Kurapika no estaba preso, no había alguna cadena manteniendo cautiva su capacidad de actuar o pensar. Tenía tres años amando voluntariamente a un hombre que prefirió ofrecerle sosiego antes que su nombre, y para alguien cuyo corazón diariamente se veía sacudido por los vestigios de un odio y un sufrimiento incesante, la paz resulta mayor tesoro que cualquier etiqueta. 
Aquel caballero que le sostenía de la cintura fue el primero y único en mancillar su cuerpo, pero había hecho algo más que ni siquiera él supo de qué forma y en qué momento; logró tatuarse tan profundamente en su alma que la tinta se esparció hasta nublar su vista. Entonces, tomando este factor en consideración, si hay algún pecador al que señalar, el único culpable que encaja con el crimen asignado es la ingenuidad de un espíritu desolado y fracturado que encontró alivio en las dulces garras del diablo.

—Sí.

Dijo firme, sin titubear y sin apartar la mirada.

Por otro lado, si queremos distribuir la condena de tal forma que el culpable y el cómplice se vean castigados por igual en proporción a la incidencia que tuvieron en el delito, sería justo resaltar la audacia de un hombre egoísta cuya inteligencia y capacidad de manipulación trascendía más allá de lo bíblicamente perdonable. Aquella sutil sonrisa que adornaba el rostro de la maldad personificada infundía tanto terror que hasta el ángel más valiente se pensaría dos veces hacerlo enojar.

Leorio tragó saliva, se arrodilló a recoger sus lentes -dejando su dignidad en su lugar- y estando ahí, en el piso, hizo el último intento de buscar piedad, ruego, ayuda, o cualquier otro sentimiento en los ojos de Kurapika.
Pero sus emociones eran tan confusas que ninguno de los dos podía descifrarlas. Leorio, como pocas veces había hecho en su vida, se tragó el orgullo de la discusión anterior.

—Estaré con Gon y Killua, ¿Puedes buscarme después?—Cuestionó con temor de que se negara con la misma facilidad con la que lo echó.

—Está bien.

Dijo Kurapika, regalando miserias de dulzura en el tono de su voz.
Acto seguido, Leorio se marchó como un perro maltratado; con la cola entre las patas y el corazón cayendosele a pedazos.

Estando solos, en un rincón que ni Dios se atrevía a ver, Kurapika levantó su mirar cristalizado hacía su amado. Este, sabiendo la pregunta que estaba atorada en su garganta, la respondió con la piedad de un beso.

Pika, ¿No crees que me hubieses descubierto ya?—Acarició su mejilla, limpiando con su dedo pulgar la lágrima clandestina que decoraba aquel terso lienzo donde el sufrimiento y la agonía estaban pintados.

Su hombre fingía nunca haber ocultado nada, y Kurapika jamás lo había cuestionado o siquiera dudado. Pero ahora sus cadenas se manifestaban para relucir ante su vista.

—Vas a morir el día que me mientas.

Sentenció, su voz siendo la de una fiera que solo le queda gruñir para verse imponente a pesar de las cientos de fracturas visibles que le acompañaban.
El otro, bien conocedor del susodicho, entrelazó sus dedos a la mano destinada a matarlo y se inclinó para besarlo otra vez, con ese amor que dejó de saber dulce por un momento.

—Yo mismo me suicidaré el día que lo haga.

Susurró contra sus labios, sus palabras sonaban tan certeras como las que hay en la biblia; cuando se teme y se carece de aliento son la verdad pura, en el resto de ocasiones se cuestiona qué tan genuinas son.
Dada la situación actual, es fácil darse cuenta de que el estado de Kurapika caía en el primer ejemplo. 

Se permitió flaquear, tampoco formaba parte de sus costumbres el llorar pero esta era la segunda vez que se amenazaba con quebrar lo más importante en su mundo. El de hebras negras acunó su cuerpo, alegando que sus brazos estaban hechos para sostenerlo; le cargó cual su reina y le lleno el rostro de besos en el camino a su habitación.

Mientras tanto, Gon y Killua habían encontrado la forma de mantener entretenida a Neon de tal manera que la presencia de Kurapika nunca fue necesaria. Cuando llegó Leorio, Melody fue la primera en darse cuenta por el pesar que se le contagió gracias a la amarga sinfonía de sus latidos rítmicos y deprimidos.
Se instaló en el lugar, por el bien de la situación se asume que se trataba de una habitación obtenida por el apellido Nostrade, donde se contaba con todos los elementos necesarios para que la situación se desenlazara de la forma que se requiere; a Leorio se le ofreció una silla donde sentarse, y Eliza fue muy cuidadosa a la hora de limpiarle el rostro con agua caliente.

De ser otro el momento, gozaría de tener las manos de una mujer sobre él. Sin embargo, solo pensaba en que no debió irse; haber dejado solo a Kurapika se sentía como un pecado imperdonable.

Por obviedad, Gon y Killua indagaron en su estado, Melody, obligada a seguir con su labor, tuvo que quedarse con la duda acerca de los detalles mientras el estudiante de medicina salía de la habitación -Al mismo tiempo que Kurapika entraba en otra- para poder narrar la escena vívida.

Las burlas de Killua sobre el hecho de que ambos se quedaron atrás para besarse cesaron con la mención del nen. Ellos apenas estaban aprendiendo, y el punto de referencia que tenían para imaginar una fuerza abrumadora era el poder de Hisoka, quien por cierto, se había confirmado que convenientemente estaba ahí. Habían hablado con él antes de que Leorio llegará, por esos azares que realiza el destino cuando está aburrido. Existía una clase de conexión entre Gon y Hisoka, o específicamente, alguna clase de sensación que solo nacía cuando el menor estaba dentro de su radar; por ello fue tan fácil encontrarlo.

Entablar una conversación fue medianamente más complicado dada las evasivas de ambos niños, quienes apresuraron el paso hasta poder esconderse en la habitación mencionada con anterioridad.
Tomando en cuenta que Hisoka es un hombre perseverante y desquehacerado, era sencillo darse cuenta de que aquella mirada incómoda y voraz pertenecía a sus ojos amielados. Los tres se sintieron observados tan pronto Leorio empezó el relato, y cuando este comenzó a narrar la parte de la pelea fue que la araña salió de su escondite.

Mientras eso sucedía, a Kurapika le quitaban la camisa y buscaban sanar las fracturas en su alma con besos cuya sinceridad era casi que puritana.

—¿Tú y Kurapika? No lo hubiera imaginado—Canturreó con ese acento francés extrañamente natural, apareciendo desde las sombras con una sonrisa irritante—Es algo triste ya no poderlos estrenar.

Leorio hizo una pausa para juzgarlo con la mirada, se notaba en su semblante que tenía mucho que expresar pero poco que decir.

—Kurapika y yo nunca hemos hecho algo así—Encontró importante aclarar, no para el gusto de Hisoka sino que para las futuras dudas de Gon y Killua.
Aunque obviamente el mago fue el único que disfrutó de aquellas palabras. 

—¿No?, entonces solo quedas tú, porque se nota que Kurapika ya está abierto—Hisoka hizo un ademán con ambas manos como si pudiese delinear la cintura del mencionado. Si Leorio no estuviera tan cansado ya estaría insultandolo, mas se limitó a arrugar el entrecejo con asco.

La ausencia de maldiciones a su nombre solo reveló que la situación pasada fue lo suficientemente grave para que Leorio se desentendiera de su actitud amargada y gruñona, Hisoka enarcó una ceja en curiosidad pura y se recostó de la pared, de la misma forma en la que Kurapika estaba recostando su espalda de la cama.

Era imposible pensar con claridad si su amante le besaba el cuello con tanta perfección. Lo conocía de tal forma que sabía que lugares debía de lamer, la lentitud con la que quería que le quitaran la ropa, y la intensidad con la que anhelaba saborearlo. El alma de Kurapika estaba tan abatida que prefirió prescindir de la dominancia o la candencia, lo único que realmente ansiaba era sentirlo; sentir su cariño y su adoración, honrar esos tres años que llevaban amándose y deshacerse del peso asfixiante de la incertidumbre.

Una vez ambos templos se vieron desnudos, el mayor se hizo lugar entre sus piernas, acariciando suavemente su abdomen mientras se fundía contra sus labios. Kurapika llevó sus dedos a su espalda, y en lugar de rasguñarla como solía hacerlo, prefirió acariciarle con dulzura, rozando apenas la piel con la yema de los dedos.

De ser otra ocasión ignoraría por completo la gentil forma en la que sus brazos fueron apartados al ser apresados bajo su cuerpo, pero ahora tenía mucho en que pensar y por más que quisiera evitarlo, no podía pasar algunos detalles por alto.
Su espalda lucía normal, a excepción de los rasguños que le había hecho en el primer encuentro del día, tenía pocas cicatrices y ninguna era particularmente extraña para un maestro de piso. El simple hecho de estar indagando en él le provocaba náuseas.

Si bien, cualquier persona sería capaz de tacharlo de tonto al haber aceptado una relación donde desconocía el elemento más importante sobre un individuo, Kurapika conocía algo más intimo; sabía los desvaríos de su amante, desde sus calvarios hasta sus sueños más retorcidos de los que llegó a intentar complacer e incluso compartir.

Era más que obvio que sus ojos eran el centro de su adoración, no le molestaba ni encontraba alguna pizca de malicia en la forma en la que los labios ajenos se curvaban cada que sus iris brillaban, puesto que nunca se sintió como una obra a la que mancillar o un trofeo al que presumir. Su querido lo trataba con la prudencia digna de cualquier amorío, deleitándose en la privacidad de las sabanas donde secretamente adoraba la característica que lo volvía único. Jamás, siquiera alguna vez en todo el tiempo que llevaban juntos, sintió la más mínima señal de alerta y por aquella razón nunca tuvo reparo en ocultarle su peculiaridad.

Después de tanto tiempo, por más que lo pensara, seguía sintiéndose de la misma manera. No estaba en peligro, no lo amaban con el objetivo de acariciarle las cuencas algún día.
Ese tipo de preguntas eran compañeras de cualquier relación “¿Me ama por quien soy, o por qué tengo esto?” para Kurapika la pregunta se diferenciaba en pronunciación pero no en esencia “¿Me ama por ser Kurapika, o por ser Kurta?”

Era amado por ser Kurapika Kurta, se le adoraba en toda plenitud, con cada uno de sus detalles, dudas, miedos, tristezas, alegrías e incluso con ese odio completamente dirigido. Era la magnificencia reencarnada, la forma más pura del ser humano, quizás un prototipo original creado por Dios que fue enviado a la tierra de forma tardía, de otra manera no había explicación para que él existiera.

Aquello se lo dijeron algún día durante un vendaval de invierno donde el frío no hacía más que inquietar el corazón de un muchacho que acababa de aceptar el poder amar, y se lo hacían saber incluso en la actualidad, ahí, sobre sábanas de algodón que fueron únicamente escogidas a sabiendas de que eran su tela favorita, compradas por ser de un color de su agrado, tomando en cuenta que luego de ver el infierno, el cielo les esperaría cuando se cubrieran con ellas.

Una mano inherente de piedad se atrevió a limpiar las lágrimas clandestinas que seguían decorandolo, si alguien le cuestionaba qué tan cómodo estaba en ese momento no sabría responder, pero definitivamente no quería parar; detestaba la idea de tener una instancia de tiempo donde solo estuviese acompañado de sus pensamientos. Fue por esa misma razón que jalo las hebras azabaches del otro cuando este intentó aventurarse más allá de su pelvis. 
No queria juego previo, no necesitaba que le recordaran que lo amaban sino que simplemente lo amaran; viéndole a los ojos, con dulzura y sin vacilación, haciéndolo con la naturalidad propia de dos cómplices que se han burlado de cada uno de los mandamientos del Señor.

Y lo conocían tan bien que ni siquiera tuvo que pensarlo para que lo hicieran, su amante le sujetó de las caderas y sus labios se entreabrieron para dar rienda suelta a la blasfemia.

—¿No tienes idea de dónde está?—Inquirió Killua, Leorio negó con la cabeza.

Los cuatro seguían juntos caminando entre los pasillos, tal era la situación de estrés que la presencia de Hisoka se sentía oportuna; como maestro de piso tenía el privilegio de obtener la respuesta sobre que otros estaban presentes, el tema era que preguntará, cosa a la que se negó diciendo que no era su problema, pero bien que se mantenía al pendiente de la situación.
Por una corazonada que ya todos sabrán de qué se trata. Hisoka nunca tuvo el mayor contacto con quién se presume, le conocía de lejos y le codiciaba como quien anhela visitar el paraíso. Sus cosas personales carecían de relevancia, sin embargo, cuando se involucraba con otras personas dignas de su atención, solo ocasionaba que todo lo relacionado le llenará de interés.

La única razón por la cual aún no había sacado su as bajo la manga era por un gusto culposo que más de uno ha de tener; ver a un hombre como Leorio, que luce los privilegios de la edad pero goza de inocencia jovial, estar abatido por la miseria.

Era alguien inteligente, solo que en aquel grupo era el más idiota. Estando en la universidad podía presumir de su licencia, del dinero que había ganado con ella, todas las hazañas que logró y los amigos que hizo en el proceso. Cosa que no sucedía estando con ellos; no tenía nada que presumir más que estaba calificado a recibir un premio por excelencia gracias al empeño que estaba poniendo en honrar la ausencia de Pietro. De resto, era el más inútil, el menos favorito de Hisoka.

Eso no significaba que no resaltará sus rasgos únicos o que el deseo de quebrarlo no fuese intenso, pero dada la vista que obtuvo en aquel momento, la definición de “quebrar” cambió su significado.
No le molestaría ver a Leorio en un estado tan miserable donde se ahogara con su propio vómito, hacerlo llorar hasta que suplicara piedad, o cualquier otra cosa que involucrara una fractura en su sanidad mental. La sola idea de llevarlo a tal extremo le hizo sonreír.

Y justamente fue Leorio, ya más estable y por ende recuperando su típica personalidad, quien intentó asestar un golpe para cambiarle la expresión.

—¿¡Puedes siquiera servir de algo!?

—Podrías darme el ejemplo.

Canturreó Hisoka luego de esquivar el golpe, ensanchando su sonrisa de la misma forma que buscaba agrandar el estrés ajeno. Leorio hizo el gesto de acomodarse los lentes, recibiendo una burla bien merecida. Suspiró avergonzado, desviando su mano a ajustarse la corbata en un patético intento de pasar desapercibido.

—Hisoka, ¿Conoces a alguien así?—preguntó Gon, llamando su atención.

Claramente Gon era su favorito, sus ojos se fijaron en él como lo haría un cazador frente a una presa codiciada, se relamió los labios e inclinó su torso hacía su dirección.
“Sí” respondió al mismo tiempo que el menor retrocedía un par de pasos. ¿Era el momento adecuado para revelar el rostro del protagonista? Aquel hombre que con lentitud se abría paso en el interior de Kurapika, jalando de sus hebras finas y brillantes cual oro reluciente con la única intención de que su vista apreciara el momento exacto donde su templo fuese profanado.

Era una de sus perversiones favoritas, el color rosáceo que adornaba el rostro de su amado cada que era consciente de la manera en la que su intimidad le recibía le encantaba de la misma forma en la que adoraba sus ojos. Entró por completo, su cuerpo ya acostumbrado a sentirlo le daba la bienvenida con tímidos temblores que le abrazaban y robaban gemidos gentiles.

Kurapika hizo caso a su “petición”, observó con atención la lentitud con la que su miembro desaparecía en su interior y se permitió suspirar mientras se deleitaba con la sensación. Luego, antes de que empezaran las embestidas, le regaló una de esas miradas suplicantes que reclamaban sus labios.

Como quien se encuentra gustoso de satisfacer a su reina, se inclinó a saborear su saliva, acariciándole la lengua con el mismo ritmo con el que comenzó a mover las caderas. Kurapika clavó sus uñas en sus hombros y enredó las piernas de su cintura, incitandole a retomar el movimiento que a ambos les desquiciaba.

No hubo tardanza en el cumplimiento de su petición, su diestra bajó a tocarle el clítoris y empezó con estocadas suaves, paulatinas, como si buscara acariciar con dulzura cada lugar de sus entrañas. La forma en la que colonizaba su boca recompensaba la ternura que estaba teniendo en la parte baja, con la lengua intentaba ahogarlo, limpiaba la suciedad presente en sus caninos y luego hacía el intento de recorrer su laringe hasta rozarle la tráquea. En respuesta Kurapika se ahogaba, se tensaba, y por consecuencia, el pecado de la lujuria se tintaba con los matices que solían desentenderse del acto cuando eran ellos dos quienes lo realizaban; dolor e incomodidad, todo producido por los pensamientos de los que no se podía deshacer. Tenía ganas de vomitar y no precisamente por la invasión en su garganta sino que por una realidad a la que no se quería enfrentar.

Como se espera haberse dado a entender, el sufrimiento de Kurapika no era una atracción principal, mucho menos bajo esas condiciones donde su tristeza le ayudaba a saltar los obstáculos que él llevaba todos esos años colocando minuciosamente. Ansiaba, como mínimo, que aquella mentira tan ambiciosa perdurará hasta que su amor alcanzara la madurez. Quería observarlo vivir 18 primaveras e incluso más, acompañarlo durante cada invierno y apreciar juntos cada puesta del sol de verano. Imaginaba el derrumbe de aquel imperio una tarde de otoño con el amargor de un recuerdo floreado y la amenaza de una temporada gélida, así que sí, que Kurapika fuese incapaz de disfrutar la forma ingrata de aquel acto llamado amor resultaba incómodo para ambos.

Compartían contacto visual, diferente al de otras tantas veces; carecía de la complicidad fugaz o el ardor pasional, en su lugar era más simple, desagradable incluso con las iris escarlatas del último sobreviviente. Probablemente se debía a que el color nació por la mezcla de rabia, dolor y confusión y no por el éxtasis, cariño y disfrute. Desvió la mirada, utilizando todas sus fuerzas en que se acumulara calor en el centro de su vientre como había sucedido hace un par de horas. Mas no lo lograba, sentía el movimiento gentil de las estocadas como si se tratasen de un cuchillo rasgando sus músculos pero obtenía algo de misericordia con las caricias en su punto dulce que eran las únicas responsables en otorgarle algo de dicha. Forzaba suspiros, jadeos y gemidos para contribuir a crear el ambiente, pero supo que fracasó cuando su amante se detuvo.

Estaba llorando, más de lo que imaginaba, lo suficiente para que hayan tenido que limpiarle el rostro con un retazo de tela, luego, como si fuesen suturas, sus besos delinearon todo el camino humedecido, y finalmente sus brazos le rodearon.

Te amo, Kurapika—Susurró contra su oído para posteriormente permitir que se viera la sinceridad de sus ojos; Kurapika era bueno leyendo estos, y como no mentía, no había rastro de engaño en ellos.

No respondió, no solía hacerlo, nunca fue un hombre que supiese que decir en esa situación, Leorio también había tenido que enfrentarse a su silencio después de hablar de sus sentimientos, pero su amante, a diferencia del ultimo mencionado, sabía cómo interpretar cada una de sus acciones y gestos, así que simplemente siguió moviendo las caderas, Observando aún a la espera de una respuesta.

—Yo igual…

Chrollo—Mencionó Hisoka después de haber dicho unos quince nombres inventados—Chrollo Lucifer.

—¿Chrollo Lucifer?¿Ese Chrollo Lucifer?

—Sería raro que hubiesen dos ¿No crees?—Le respondió a Leorio, quién se detuvo en seco—Es maestro de piso, y creo que está aquí en este momento.

—¿Qué tan seguro estás de eso?—Cuestionó Killua.

—Tan seguro como que Kurapika ha de estar encima de él ahora mismo—Y estaba equivocado, Kurapika estaba debajo de él, ahogado por un aire manchado y lleno de sensaciones que quizás ni tenían algún nombre descubierto— Chrollo es un buen jefe, quizás me deje unir.

Y nuevamente, estaba equivocado; Kurapika era suyo, cada lugar de su cuerpo y su solemne existencia le pertenecía de la misma forma que todos los rezos llevan a Dios como remitente. El día que otro infeliz se atreviera a mancillarlo de la manera que sólo él tenía permitido se aseguraría de dejar sus cuencas tan vacías como alguna vez quiso dejar las de Kurapika.

Leorio, Gon y Killua se observaron entre sí, o mejor dicho, Gon y Killua tomaron las medidas necesarias para prevenir que Leorio se golpeara en el momento que se descompensara; su piel palideció y su cuerpo se comenzó a tambalear. Hisoka aprovechó la situación para sostenerlo, tomándole de la cintura -un poco más abajo- susurrandole en el oído uno de esos comentarios para nada agradables que solo contribuían a que aumentará el malestar creciente. Su risa burlesca típica careció de importancia, los tres estaban enfocados en otra cosa, y era en implorar que Kurapika estuviese bien.

Este se encontraba mejor luego de ser arrullado con halagos que solo se le dedican a los santos. Chrollo beso sus clavículas con temor de romperlo, sus manos recorrían cada punto de su abdomen y su lengua iba bajando tímidamente hasta encontrarse con uno de sus pezones; lamía, succionaba y mordisqueaba a la par de que sus embestidas retomaban el ritmo. No solía ser un hombre anticuado que realizara movimientos infames o descuidados, cada acción estaba pensada para producir esa sonata que se caracterizaba por los gemidos de Kurapika en perfecta sincronía con el golpe húmedo de sus genitales.

El rubio se apropiaba de su cabellera, le hacía saber, con la intensidad de los jalones, lo que su cuerpo necesitaba; si eran gentiles se trataba de súplicas para que atendiera su punto dulce, por el contrario, si se tornaban dolorosas, era una orden para que distribuyera mejor su energía, y finalmente, si no se podía distinguir con claridad lo que estaba pidiendo, significaba que no había nada que cambiar; el placer que le invadía volvía sus movimientos erráticos, inundaba su cabeza de niebla, lo que lo hacía incapaz de pensar con claridad, y era justo lo que necesitaba en ese momento. Chrollo era un experto en llevarlo al límite, además de ser buen aprendiz calificaba para ser un excelente amante, el tipo de persona que cualquiera anhela ver en el altar y solo Kurapika era quien estaba cerca de verlo ahí.

En los tres inviernos que llevaban calentándose había una norma implícita que para muchos resultará innecesaria de mencionar pero su importancia resalta en que en esta ocasión era la primera vez que no la obedecían; el tema de los anticonceptivos fue ley desde el primer día.
Y a pesar de que Kurapika era consciente de que estaban carne con carne, otra cosa que necesitaba era sentir en plenitud la manera tan violentamente gentil con la que Chrollo intentaba acariciar lo más profundo de su ser.

Este estuvo esperando durante años que se diera un escenario donde fantasear con ser padre se acercara más a la realidad. Imaginarse a sí mismo acariciando el vientre de Kurapika en espera del próximo líder del Genei Ryodan era quizás la cúspide de sus ambiciones. Sus labios se entreabrieron para permitirse corear blasfemias ocasionadas por el placer mundano; también era sensible.

El interior de Kurapika era cálido, casi que le quemaba tan bien como lo recibía. Su piel tenía el particular sabor del sudor, salado y aun así agradable por ser él el propietario de la sustancia, a su vez, todos los fluidos que anteriormente no se habían limpiado comenzaban a mezclarse con los nuevos; el interior de sus muslos brillaba y ahora era segura la necesidad de tener que cambiar de sábanas.

Chrollo alternaba sus manos, con una acariciaba el pezón que su lengua desatendía y la otra ejecutaba movimientos circulares y firmes sobre su clítoris, complementándolo con las embestidas. Las uñas de Kurapika estaban clavadas poco más abajo de su nuca, tanteando su espalda sin ser molestia. Cada rasguño robaba un gemido, tanto por el gusto como por la gratificación de que su mentira no fuese descubierta; gracias al placer y el vaivén presente, la textura sorpresa que había copiado de Hisoka pasaba desapercibida, y su tatuaje permanecía oculto.

Para honrar la hipótesis del mago habrá un cambio de posición; mediante besos paulatinos y caricias vulgares Chrollo se recostó en la cama e incitó a Kurapika a montarlo. La forma maleducada en la que toda la extensión de su miembro se perdió en sus adentros ocasionó un gemido sincronizado, era la posición favorita de ambos. La de Chrollo porque gracias a la falta de trabajo podía centrar su atención en la magnificencia que destacaba en el cuerpo de su amado, y la de Kurapika porque podía tener el control de absolutamente todo, a excepción del intervalo en el que se le escapaban los gemidos. Si movía sus caderas gozaba del roce entre su punto dulce y la piel ajena, elegía la profundidad y el ritmo de las estocadas mediante cuánto levantaba las caderas, su espalda, inclinada hacia atrás, encontraba apoyo en las piernas contrarias que solo se flexionaban como sinónimo de favor, y el simple hecho de ser el causante de un deleite tan infame y blasfemo le ayudaba a salir de esa casilla santificada únicamente por su apariencia. Kurapika era vulgar, ordinario si se lo proponía, no conocía los modales a la hora de reclamar a Chrollo.

Por otro lado, Chrollo nunca sabía bien a donde mirar, cada lugar era digno de veneración y ocasionaban el miedo sutil de que alguna zona no permaneciera tatuada en su mente para cuando tuviera que imaginarla después de separarse. Sus ojos carbonizados recorrían sus hebras volátiles, doradas y despeinadas, bajaban hasta su clavículas marcadas y se aventuraban a los efímeros mordiscos que dejó en su pecho.
Luego delineaba todo el contorno de su cintura; podía tomarla con ambas manos y no tardó en hacerlo, solo como apoyo, si intentaba influir en el ritmo que marcaba Kurapika este se detendría hasta que lo soltara. Finalmente su vista se quedaba fija en el lugar donde ambos cuerpos se unían y profanaban mutuamente. Era imposible no realizar algún movimiento de cadera involuntario por más que quisiera cederle todo el dominio al menor, era cosa de prestarle atención al vello áureo y frondoso, la forma en la que este se humedecía por la mezcla de fluidos, y la facilidad con la que su miembro viril desaparecía en su interior, para ceder al placer y ayudarle con el vaivén, restándole importancia a las ansias de control de Kurapika.

La respiración de este era entrecortada, señal de estar cerca de su límite.

Chrollo fue hecho únicamente para complacerlo, cada decisión de vida y cada situación sucedida fue necesaria para que se realizará el evento actual. Uno no sería nada sin el otro, se complementaban en las partes más oscuras y macabras del ser humano. Quizás por eso se amaban, no eran del todo conscientes de la realidad pero sus almas eran capaces de indagar en los factores que sus razones obviaban.

Chrollo arrugó el entrecejo y soltó una queja, adoraba cuando Kurapika se ofuscaba en la búsqueda de su orgasmo; se volvía errático, su cuerpo temblaba, su interior se contraía y no prestaba atención a las acciones ajenas; aquel era el momento donde Chrollo podía hacerle lo que quisiera y entraría en la categoría del “consentimiento”. Dejó sus uñas clavadas en su cadera, y cuando este flaqueo en dirección a su pecho, apoyándose de él, sonrió por su expresión agitada. Esperó pacientemente -cohibiéndose el mismo- que Kurapika careciera de la fuerza necesaria para gemir, y en ese momento le levantó de las caderas.

Con brusquedad, sin siquiera una pizca de gentileza, le obligó a volver a pegar la espalda del colchón. Antes de que fuese capaz de procesar su acción se posicionó sobre su pecho, con una mano le tomó el cabello y la otra la utilizó para masturbarse; acarició su falo de arriba a abajo, sin cuidado y con rapidez. Kurapika por instinto entreabrió los labios y cerró los ojos, quejándose de que había quedado desatendido y sus manos no alcanzaban a consolarse. Pero Chrollo también tenía planeado hacerse cargo de eso, no era tan egoísta como para ignorar el placer de su amado.
O justamente era egoísta porque la única razón para causarle placer, era que su expresión causaba el propio. La lengua de Kurapika lucía lo suficientemente atractiva como para descansar su miembro sobre ella, comenzó a mover las caderas, embistiendo tanto su mano como la boca ajena, y solo necesito de un par de segundos para saborear el cielo, trayendo algo de él.

Eyaculó sobre los labios de Kurapika, o mejor dicho, intentó llenar cada lugar de su rostro con su esencia mientras profanaba su nombre. El menor no podía abrir los ojos gracias al semen sobre sus pestañas, y por un momento maldijo el haber pecado en la mañana, puesto que de no haberlo hecho, la cantidad de fluido que tendría para degustar sería muchísimo mayor.
Chrollo, temblando, limpio su miembro con la lengua ajena, penetrandole superficialmente la garganta; había estado muchísimas veces ahí pero estaba seguro de que nunca se cansaría. 
Mientras Kurapika se acostumbraba a la invasión -para nada sutil- en su laringe, él recogió con su dedo índice y medio toda la sustancia viscosa que adornaba su rostro. Luego, a sabiendas de que el menor jamás permitiría que se viniera en su interior sin algún método anticonceptivo puesto, llevó sus dedos impregnados a su intimidad, untando cada lugar de esta.

Por mientras, Melody le preparaba café a Leorio bajo la premisa de que sería una noche turbulenta y agitada. Ella ya estaba al tanto de la situación, sabía que Kurapika estaba enamorado por la forma en la que su corazón latía pero siempre asumió que esa melodía rítmica y agradable era causada por Leorio, ahora, al igual que los otros tres, solo le quedaba rezar que fuese quien fuese, no respondiera al nombre de Chrollo Lucifer. Al contrario de Hisoka, quien solo intentaba recordar alguna situación que diera indicio de ese amorío. 
Chrollo normalmente no se dejaba ver de no ser necesario, cada araña tejía su red y sólo volvían a la suya cada cierto tiempo, por ende, carecía de información importante. Aquel comentario lo dijo para avivar el fuego, no estaba seguro del todo, sin embargo, todas las pistas apuntaban a esa conclusión.

Si se concentraba juraría escuchar el chirrido de la cama de su jefe moviéndose. ¿Quién lo pensaría? Si alguien le preguntaba diría que de esos cuatro, Kurapika era quien más parecía ser virgen, le costaba imaginarse a una criatura tan impulsiva y vengativa siendo mancillado, y de hecho, le molestaba no haber sido él quien lo entrenara en el arte de la lujuria. Pero no podía culpar a Chrollo, entendía su gusto y hasta se sentía halagado por compartirlo. Solo esperaba que el hombre haya sido lo suficientemente inteligente para haber atesorado las sábanas que probaban la virginidad del Kurta; era lo que él tenía planeado hacer cuando se apropiara del Zoldyck y del Freecs.

Gon estaba sentado sobre el piso, con las piernas abiertas como si le incitara -en realidad no- y Killua, cerca de él, lo confirmaba por la forma en la que lo miraba -estaba vigilando que sus movimientos no afectarán a ninguno de los presentes- Hisoka se relamió los labios y desvió la mirada, esos dos, el sufrimiento de Leorio, y la imagen de Kurapika serían suficiente para que se excitara; por suerte había quedado en verse con Illumi más tarde.

Leorio estaba ahogado en un mar de emociones ¿Por qué estaba sin hacer nada?¿Por qué el miedo le tenía paralizado? Estaban hablando de Kurapika, su amigo, quizás la persona a la que su corazón le pertenecía -aún no lo tenía claro- alguien que no estaría a la expectativa de la situación sino que influiría en ella. Si fuese Leorio quien estuviera en peligro Kurapika se arrancaría uña por uña, se quebraría cada hueso y hasta se arrancaría los dientes con tal de tenerlo a salvo ¿Por qué él no hacía lo mismo?

Era un inútil, un cazador cuya licencia existía por la bendición de amigos que le tocó, nunca había logrado nada por cuenta propia. Cada hazaña y cada evento que contaba siempre tenía la intervención de un tercero que causaba toda la gloria. 
Su cabeza dolía, daba vueltas entre cientos de escenarios donde se ausentaban los ojos de Kurapika, y mientras más lo pensaba, más ganas de vomitar le daban.

Llegó el momento donde Hisoka, que no le quitaba la vista de encima, se percató del movimiento de su esófago y le alcanzó algún envase donde pudiera descargar su malestar. Le sostuvo de la frente y acto seguido Melody le limpió la comisura de los labios, aprovechando así de apartarlo del mago, quien solo se estaba burlando y deleitando.

Leorio apartó a Melody con brusquedad; no había material para juzgarlo, a pesar de estar acostumbrado a la humillación ya era demasiado que le observaran en un estado tan deplorable, no tanto por el vómito sino por las lágrimas que ensuciaban su rostro hinchado por los golpes anteriores. Se dio la vuelta para darle la espalda y luego se tapó los ojos con el antebrazo. Ante su llanto Gon sintió la necesidad de acercarse y acurrucarse entre su cuerpo. Leorio lo abrazó y se aferró a él, quejándose contra la unión de su cuello y hombro, pero ni la alegría radioactiva del menor era suficiente para aliviar su preocupación.

No fue hasta que, pasada casi una nueva hora, sin una pizca de sonido más allá de los gimoteos del doctor, la puerta se abrió tímidamente por obra de un moribundo. Kurapika entró en la habitación, destrozado, las piernas temblando, su ropa apenas  abotonada lo suficiente para que no se le viera el pecho, la cabellera despeinada, el rostro lleno de fluidos que ni él podía nombrar y el alma completamente fracturada.

Chrollo, o como se le ha nombrado la mayor parte, su amante, acababa de despedirlo con un cálido beso luego de recordarle que lo amaba.

Hisoka recorrió su cuerpo de arriba a abajo, notando que la tela de su pantalón estaba oscura de humedad en la parte de la entrepierna; lástima que era el único con el humor para notarlo. Toqueteó el hombro de Leorio y luego lo señaló.

—¡Kurapika!—Se abalanzó en su dirección, Gon cayó el piso, Melody aún tenía los oídos tapados para cubrirse de la tonada amarga que empezó a sonar, y Killua fue en dirección al Freecs.

Todos se quedaron viendo a Kurapika sin interrumpir la escena, no había cabida para personajes secundarios, en el momento final solo debían de resaltar los protagonistas.

—¿Estás bien?—Cuestionó, tratando de limpiar lo que sea que el menor tuviese en el rostro, carecía de la razón suficiente para procesar el porqué del color blanquecino—Kurapika…

Kurapika apartó la cara y posicionó su dedo índice sobre los labios de Leorio; Hisoka sonrió.

A la expectativa de una palabra solo recibieron su silencio. Recostó su cabeza de su pecho, buscando escuchar su corazón. Leorio, temeroso de lo que sea que haya pasado, intentó peinarlo, preguntándose que tan bien haría en abrazarlo. 
Kurapika suspiró, el corazón del mayor siempre lograba calmarlo, pero ahora sólo logró quebrar aún más las fracturas que habían en su alma.

Los latidos de Leorio eran paulatinos, tranquilos, otorgaban la tranquilidad de un santo que conserva y honra tal título, y acababa de darse cuenta de que el corazón de su amado era todo lo contrario.