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La lluvia llevaba horas cayendo en vertical, como si el cielo intentara borrar, con agua la tinta de la ciudad. Una figura caminó desde el muelle hasta la puerta principal del palacio, sin prisa, sin escolta, sin estandartes. Cada paso parecía dictado por un metrónomo interno: uno, dos, uno, dos. Contar servía para no pensar. Pensar dolía. Pensar quemaba su alma.
Las Guerreras Kyoshi estaban de guardia. Verde y oro sobre el gris; la serenidad antes del golpe. Suki, al frente, sostuvo sus abanicos con esa quietud peligrosa que solo consigues con años de entrenamiento.
—Alto ahí —dijo, voz alta para que la lluvia no la opacara—. Capucha abajo. Identifícate.
El sujeto levantó una mano, un gesto pacífico que su cuerpo traicionó al siguiente latido. Un movimiento lateral de una Kyoshi, el reflejo que azotó por memoria muscular: la palma encendió azul y un golpe corto de fuego besó el adoquín, evaporando un charco.
—¡Fuego! —reaccionaron dos a la vez.
La escena se tensó como una cuerda. Suki avanzó en línea recta; el sujeto retrocedió un medio paso y giró. Los abanicos desviaron una segunda ráfaga. Otra Kyoshi barrió, atacando con la catana y el sujeto la esquivó, por costumbre o memoria muscular, rodó, se incorporó con una patada baja… y, allí, su propio peso eligió ceder. No falló: se dejó fallar.
Suki sintió esa renuncia en la piel. Aprovechó el momento, bloqueó el antebrazo encendido, giró cadera y hombros, y lo llevó al suelo con una llave limpia. Sujetó sus muñecas, impidiendo algún otro movimiento, Suki ya hacía sonreír el sujeto, con una rodilla sobre su pecho sin llegar a dañarlo por completo.
—Quedas bajo arresto, tu sentencia será anunciada, tu…
La capucha se deslizó. Ojos dorados, cabello negro pegado por la lluvia. Un rostro que Suki conocía, pero nunca había visto así: gastado, sin vida, como un estandarte después de la batalla.
—…¿Azula? —la sorpresa fue un parpadeo apenas, pero estuvo ahí.
La princesa caída sonrió con la boca, no con los ojos.
—Qué manera tan… intensa de dar la bienvenida. ¿Siempre te sientas encima de tus invitadas o soy un caso especial?
—Eres un caso —replicó Suki, firme, apretando lo justo para que el cuerpo entendiera el límite—. Y estás bajo custodia Kyoshi. No te muevas.
—Podría moverme —Azula ladeó la cabeza contra la piedra, la lluvia dibujándole el perfil—. Pero admito que tu determinación es… convincente… Y la vista es maravillosa.
—Capucha fuera, manos atrás, ataduras —ordenó Suki sin apartarle la mirada. A sus compañeras—. Suave. No provoquen.
Azula dejó que la levantaran. No había desafío en sus músculos, solo una obediencia que olía a cansancio. Al pasar junto a Suki, bajó la voz hasta un hilo.
—La próxima vez, avisa si prefieres que me arrodille primero.
—La próxima vez, no enciendas fuego —respondió Suki, y el brillo mínimo en sus ojos traicionó que, pese a todo, estaba viva la chispa de un juego que ninguna nombraría.
(*u*)
El salón del trono olía a té tibio, comida recién hecha y piedra mojada. La lluvia golpeaba los ventanales con dedos insistentes. Zuko entró sin escolta ceremonial, solo dos guardias a distancia prudente y la respiración contenida en la garganta, sin saber exactamente qué sentir ante la noticia que sus guardias le dieron.
Vio a Azula empapada, atada, el cabello pegado como tinta corrida, ojos cansados y ojeras oscuras bajo de ellos. Vio también lo que nadie en la corte sabría leer: la fatiga que rompe el cuerpo desde adentro.
Algo estaba pasando para que Azula aceptara ser prisionera y no quemar la cuerda que sometía sus manos.
—Señor del Fuego —anunció Suki—. La encontramos en el puerto. Lanzó fuego en señal de ataque. Fue sometida sin lesiones serias.
—En realidad fue fuego en señal de defensa… pero quien toma eso en cuenta.
Zuko miro a Suki, luego a Azula. Dio dos pasos pero no supo que más hacer, todos al rededor esperaban algún veredicto, alguna sentiencia... Los títulos pesaban menos que la sangre.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó, sin esa voz que lo caracterizaba como Señor del Fuego de por medio.
Azula dejó caer una sonrisa vieja, de esas que aprendes a usar como armadura.
—¿Para darte un susto? ¿Para completar mi colección de humillaciones públicas? Uhh, para decir “hola hermano”—alzó las manos atadas—. Quédate con la versión que te haga dormir mejor.
—La verdad —dijo Zuko—. Sin juegos… Azula.
Hubo un segundo, uno solo, en que los hombros de Azula bajaron un milímetro.
—No tengo ejército. No tengo madre. No tengo padre… No tengo plan. —La ironía se quebró en la última sílaba—. No me queda nada y, aun así, sigo aquí, sosteniendo un cuerpo que ya no me quiere. Enciérrame, donde no pase el tiempo. Donde no tenga que despertarme otra vez antes de que… antes de que yo…—Soltó un suspiro, bajando la mirada—.Hazlo, Zuko…
El silencio se hizo profundo. La lluvia marcó los compases que nadie quería contar y el cuchicheo se hizo presente ante las palabras de la menor.
Zuko respiró. Sintió en la garganta el té de su tío, en los brazos el peso de su propio pasado. Avanzó un paso más, lo bastante cerca para que la voz bajara sin perder firmeza. Observó el rostro de Azula, algún rastro de traición o movimientos que lo llegaran a lastimar… Pero no vio nada. Al contrario, solo vio una mirada perdida, una mirada que decía mucho más que una acción.
Esa mirada de auxilio que alguna vez tuvo…
—No voy a cumplir tu deseo de desaparecer ni de encerrarte, ya lo hice una vez y… solo te aleje—dijo—. No lo cumplo porque sea cruel… sino porque no soy nuestro padre. No soy él. No encierro lo que temo; acompaño lo que duele.
Azula arqueó una ceja, como si la palabra “acompaño” fuera un idioma extranjero.
—Qué tierno. ¿Me leerás cuentos también? Me gustan las galletas.
—Si eso mantiene tu llama encendida, sí. —Una sombra de sonrisa que no era burla cruzó el rostro de Zuko—. Escúchame: puedes ser prisionera o puedes ser habitante del palacio. Tendrás médicos, tutores. Custodia de las Guerreras Kyoshi, sí, pero no como verdugos: como perímetro seguro mientras te sostienes. No como princesa; ese título no te sirve ahora. Como persona…—Murmuró solo para que ella lo escuchara—. Como mi hermana…
—Persona —repitió Azula, como si probara una fruta desconocida—. Suena… limitado.
—Suena verdadero —dijo Zuko—. Lo otro te rompió y… te alejo de tu familia. Esto quizá te canse, te irrite, te contradiga… pero no te niega. Y si hoy solo puedes odiarme por no encerrarte, bien. Odia. Es una forma de estar.
Ella lo miró largo rato. La burla aún estaba allí, una serpiente enroscada; pero debajo, algo más antiguo, algo infantil. Cuando habló, la voz se le escapó por una rendija sin filo.
—Estás jugando a salvarme. No sabes en qué agujero te metes. No soy tu.
—Lo sé —dijo Zuko—. Yo viví en uno. Alguien me sostuvo la cuerda. Ahora me toca a mí.
Una risa breve, sin alegría, le tembló a Azula en los labios.
—Esa cuerda se rompe. Y se romperá una vez más…
—Se cambia por otra —contestó él—. Las cuerdas viejas cortan. Haremos una nueva, hilo por hilo, aunque te burles de cada nudo.
La palabra haremos quedó flotando como un farol en niebla. Azula bajó la mirada a sus manos mojadas, a la cuerda de cáñamo en las muñecas, lastimando levemente. Podía partirla con fuego, pero… No lo hizo.
—Entonces dicta la sentencia, hermano —dijo al fin, muy claro en la última palabra—. Para que todos la oigan.
Zuko no subió al trono. Alzó la voz, a la altura de quienes respiraban cerca de ahí.
—Azula, antigua princesa de la Nación del Fuego: no serás encerrada en calabozo ni condenada al exilio. Serás alojada en el ala este, tu antigua habitación, bajo vigilancia de las Guerreras Kyoshi y supervisión médica continua. Tendrás tutores, rutinas, trabajo útil si lo aceptas. No ejercerás autoridad. No portarás armas. No honrarás títulos vacíos. —Pausó, viendo que Azula no reprochaba… solo aceptaba—. Serás, por ahora, una más entre nosotros. Y yo, no como Señor del Fuego, sino como tu hermano, responderé por ti.
Las multitud parecieron oírlo, algunos exclamaron en desacuerdo, pero la sentencia se había dado.
Azula levantó la vista. No hubo sonrisa esta vez. Solo un asentimiento que no era rendición, pero sí una suspensión de hostilidades consigo misma.
—Muy bien —murmuró—. Juguemos a lo doméstico, entonces. Prometo no incendiar los manteles… otra vez… si Suki no se sienta otra vez encima de mí sin preguntar.
Suki, que no se había movido un paso de la línea, dejó escapar la mínima curva de una comisura.
—Pregunto cuando hace falta —dijo, acercándose para cortar las ataduras—. Y por si acaso, ¿puedes caminar sin intentar impresionar a nadie? Al menos sin lanzar bolas de fuego a la multitud.
—Puedo —respondió Azula, frotándose las muñecas—. Aunque si te decepciona, puedo fingir un tropiezo dramático.
—Guárdalo para la escalera —replicó Suki, y por primera vez en la tarde, sentía gusto de estar ahí.
Zuko se hizo a un lado para dejarles paso. Cuando Azula cruzó junto a él, no la tocó. No hacía falta. Ella percibió la ausencia de distancia como quien siente un brasero cerca: calor sin quemadura.
—Mañana hablarás con los médicos —dijo él—. Y con un tutor. Y si te quedan fuerzas, con tío Iroh. —Titubeó un segundo—. Esta noche… duerme. Si no puedes, respira.
—¿Y si tampoco puedo? —preguntó Azula, sin teatralidad.
—Entonces estarás despierta —respondió Zuko—. Y seguirás aquí.
Ella no contestó. Suki hizo un gesto y las Kyoshi formaron escolta. Azula caminó. Uno, dos. Uno, dos. La ciudad seguía lloviendo en un compás que su mente repetía, pero por primera vez en mucho tiempo, la cuenta no era una huida: era un compás.
Al salir del salón, se permitió una última mirada por encima del hombro.
—Zuko —lo llamó, apenas.
—Sí.
—No te acostumbres a ganar discusiones conmigo.
—No pienso hacerlo —dijo él. Y sonrió como quien, por fin, no tiene miedo.
La puerta se cerró con el siseo del agua en la piedra. En el ala este, una habitación esperaba con sábanas ásperas, un brasero encendido y dos guardias Kyoshi en silencio.
Azula notó el peso de su propio cuerpo, el ajuste mínimo de sus hombros, el hueco que dejaba la armadura interior al aflojarse un grado.
No era paz. Pero, contra todo pronóstico, tampoco era vacío . Y eso, para una primera noche, alcanzaba.
—Que duerma bien, Princesa Azula.
Azula volteó a ver a Suki y solo sonrió.
