Chapter Text
El olor del incienso rancio se hacía más denso con el calor mientras el seminarista Megumi Fushiguro fingía rezar sobre el rechinante reclinatorio, pensando en mayorazgos y partes legítimas.
Casi era la hora. Su padrino lo había solicitado en el patio principal, después de nona. Presuroso, recogió su breviario y procuró alejar de su pensamiento aquellas torturas que lo acosaban desde la defunción de su padre.
Hacía casi un año que su padre había partido de este mundo y con él también se había ido su seguridad, en todo sentido. El testamento, cual bofetada inmisericorde, le había despojado de su herencia: casi todo para la mujer con la que se había desposado en segundas nupcias, y para su medio hermano, claro. Para él, apenas una ínfima parte, lo suficiente para callar bocas.
Megumi entendió que su herencia no bastaría para cubrir sus gastos durante mucho tiempo. Recordaba el pánico helado que había sentido cuando se enteró. Fue su padrino quien lo encontró ese día en la capilla, con los ojos fijos sin ver nada, sin rezar. Le había puesto una mano firme sobre el hombro y lo había llevado a su despacho, que olía a libros viejos, a cera y a chocolate.
—Escúchame, Megumi —le había dicho su padrino— El dinero no debería de dictar tu destino. Si decides que esta es tu vocación, yo te apoyaré hasta el final. Si decides que quieres ser libre, lucharé contigo.
Una pausa siguió para que Megumi absorbiese el peso de las siguientes palabras.
—Ya hablé con un conocido mío. Un abogado brillante que vive en la capital. Él nos puede ayudar si decides pelear por lo que te pertenece. —Había suspirado, sopesando la gravedad de lo que estaba proponiendo— El litigio quizá dure años, pero para entonces habrás decidido qué es lo que quieres hacer con tu vida. Podrás escoger tu camino.
Desde ese día había quedado en deuda. Si recuperaba su herencia, podría renunciar a esta vocación impuesta. Mas se estaba quedando sin tiempo. En no más de cuatro años tendría que tomar las órdenes mayores. Nunca tuvo elección de todos modos.
El calor de la piedra se colaba a través de sus zapatos de cuero mientras cruzaba el patio. Solo la sombra del naranjo junto a la fuente era lo suficientemente misericorde para proporcionarle cierto alivio. Había empezado a sudar y la sotana se le pegaba a las piernas.
El sol de la tarde era inclemente y en el patio no había siquiera una corriente de aire que lo aliviara. Megumi suspiró y se contuvo de abanicarse con el breviario que aún tenía en las manos. Llevaba esperando lo que le pareció una vida entera. La impaciencia, un pecado menor pero irritante, comenzó a corroer los bordes de su disciplina. Su padrino siempre había tenido una noción del tiempo por lo más… particular, como otro tanto de sus ideas.
Recordó cómo la semana pasada había divisado un andamio en la capilla, una estructura esquelética y extraña en la solemnidad del recinto. Sospechosamente esta súbita citación coincidía con otro elemento que había aparecido de la nada en su rutina.
Conocía a su padrino lo suficiente como para saber que nunca movía una pieza sin tener pensadas las siguientes diez jugadas. No pedía “ayuda”, sino que asignaba roles en un drama cuyo guión solo él conocía. Y si dos piezas estaban coincidiendo, no era obra de la Providencia, sino de un propósito más terrenal, que, como siempre, a Megumi le tocaría sobrellevar con la mejor gracia que pudiese fingir.
El portón principal crujió estrepitosamente mientras se abría. Lo primero que vio fue ese sombrero de ala ancha que tan bien conocía. Ya estaba listo para dar el primer saludo cuando una mata de cabello color paja lo distrajo totalmente.
—¡Buenos días nos dé Dios!—Una voz diferente, melodiosa, con un vibrato contrastante con la monotonía de sus lecciones de latín.
No, no era como la paja, era más como el trigo maduro que brilla dorado por los rayos de un sol matinal.
Su piel era morena, pero no oscura. Solo lo suficiente para crear un vivo contraste con la pálida cantera del seminario. A su lado, la figura oscura de su padrino resaltaba la sencillez de la camisa de lino del muchacho. Este tenía el cuello abierto, consecuencia de un cordón suelto que permitía que el sol vallisoletano tocara una fracción de su piel, un detalle desordenado que Megumi juzgó profundamente.
—Fushiguro, me complace presentaros al señor Yuuji Itadori, pintor de profesión y nuevo estudiante por vocación. —Su padrino dijo mientras hacía un amplio gesto señalando al recién llegado.
La presentación lo había dejado descolocado. Se sentía como un extraño en medio de tanto brillo. Los ojos de su padrino se clavaron en los suyos a través del cristal verdoso, expectantes, maliciosos.
—Ilustrísima, me temo que no os entiendo… —Megumi comenzó, pero no pudo terminar la frase. En ese momento el forastero dio dos pasos al frente, invadiendo parte de la sombra del naranjo.
—Vuesa merced debe ser el hermano Fushiguro. ¿No cree que hace un excelente día como para que permanezcáis en la sombra? —No había rastro de malicia en la forma en que lo dijo. Extendió su mano. Megumi la estrechó. Una mano callosa, áspera.
—Perfecto. Ahora que os habéis conocido, podemos pasar a la capilla. A esta hora todos deben estar en clases, así que podemos hablar con amplia libertad. —Su padrino anunció sin más ceremonia y comenzó a caminar con esa gracia felina que lo caracterizaba.
Megumi casi tuvo que correr para alcanzarlos a ambos. Las botas del chico nuevo hacían eco con cada paso, un sonido que parecía tan ajeno a este lugar en donde todos se deslizaban de un lado a otro.
La capilla era una construcción sencilla pero alta. Se alzaba independiente al fondo del tercer patio, el que tenía más árboles.
Su padrino abrió las puertas de la capilla y fueron recibidos por ese olor a incienso viejo y a piedra húmeda. La mayor fuente de luz provenía de las altas ventanas de media luna y las pocas velas encendidas proyectaban sombras temblorosas frente al altar mayor.
El forastero no se detuvo frente al altar, sino que volvió su mirada a la pared desnuda del oeste, su cabeza ligeramente inclinada.
—Hartas posibilidades —dijo, trazando un arco imaginario en la pared con su mano— Lo difícil será el trazado.
—Tiene razón, la luz aquí es complicada. —Su padrino dijo, sumándose a la inspección de la pared mientras se quitaba el sombrero—. Pero confío en vuestro ingenio y en vuestras habilidades con el pincel.
Megumi permaneció en silencio, comprendiendo el trabajo que tenía por delante el pintor. Su padrino ya le había hablado de una gran donación destinada a la mejora de su austera capilla. Ahora el andamio cobraba sentido. Lo que no entendía era qué hacía él ahí.
—Fushiguro, necesito que te encargues de mostrarle al señor Itadori los lugares indispensables del seminario. —Su padrino interrumpió sus pensamientos, con una ligera sonrisa que prometía problemas, como siempre— El taller, dónde puede y no puede entrar. Los alrededores. Todo Valladolid si es posible.
Era sin duda, pedirle demasiado. Megumi pensó mientras veía cómo su padrino seguía sonriendo a pesar de estarle pidiendo que fuera la sombra de alguien a quien apenas conocía. Sintió un nudo en el estómago. No era tan dado a las interacciones sociales y menos con un forastero tan… vibrante. Megumi asintió con rigidez.
El pintor se giró hacia él; sus ojos brillantes eran de un color más profundo que su cabello, como miel derramada.
—Espero que no os moleste mucho. No quiero interrumpiros en sus actividades diarias.
Su mirada era transparente, no había vacilación en la forma en que lo dijo, solo sinceridad.
—Os acompañaré hasta que se familiarice con la ciudad y el seminario. —Su respuesta había sonado demasiado rígida a sus oídos.
Su padrino pareció notar la debilidad de su concesión, la forma en la que no se había comprometido más allá del tiempo suficientemente necesario. Se quitó los verdes anteojos y Megumi pudo ver en esos imposibles ojos azules una promesa, quizá una amenaza. Sabía que esto no era todo. No cuando un forastero se había introducido hasta lo más profundo del seminario.
—Ahora, si me disculpan, tengo estudiantes que me esperan en San Nicolás; deben estar agobiados porque su profesor de Teología no ha aparecido aún. —Hizo una pausa mientras se ponía el sombrero de vuelta— Señor Itadori, espero ver los bocetos en dos semanas o menos. Fushiguro, confío en ti.
¿Qué exactamente le estaba confiando? Megumi estaba tan descolocado que sus pasos se volvieron mecánicos mientras los tres salían de la cómoda oscuridad de la capilla.
No habían dado diez pasos cuando un diácono apareció frente a ellos, sus pasos rozando la carrera, enrojecido por la prisa y el calor.
—¡Don Miguel! —jadeó, inclinándose dramáticamente y sosteniéndose de la pared— Disculpe, Ilustrísima, pero el Obispo requiere vuestra firma con urgencia en los decretos —dijo mientras le extendía un rollo de cuero.
—Respire, hermano, estoy seguro de que cualquier papel puede esperar —dijo el aludido con fingida paciencia. Si los decretos me han esperado tres meses, creo que pueden esperar unos minutos más.
—Es que… insiste en que debe firmarlos antes de la cena. Son sobre las nuevas disposiciones para…
—Sí, sí —su padrino agitó una mano con hastío, tomando el rollo de cuero que el diácono le extendía— la burocracia eclesiástica y su obsesión con las firmas.
Sacó del bolsillo interior de su sotana un pequeño estuche de madera del que sacó una pluma y un tintero plateado, y con un gesto que habría escandalizado al Obispo, apoyó el cuero y los papeles contra la pared para poder firmar.
Megumi vio de reojo el ostentoso título sobre el que firmaba:
Rector del Colegio de San Nicolás Obispo.
Y arriba, con una excesiva floritura en cada mayúscula:
Miguel Gregorio Hidalgo y Costilla.
—Ahí tiene —devolvió los documentos al diácono— y dígale a su Ilustrísima que no podré acompañarlo a cenar. Los viernes ayuno. Por los pecadores. —Añadió con una sonrisa que desmentía cualquier intento de piedad.
El diácono volvió a desaparecer por donde había llegado, como alma que lleva el diablo. O que había visto al mismísimo en un sacerdote con cabello prematuramente blanco.
—Don Miguel Gregorio Hidalgo y Costilla… y agregados —dijo el rector saboreando cada sílaba, volteando hacia el pintor— pero, señor Itadori, no me llaméis nunca por mi nombre completo. Don Gregorio está bien.
Megumi sabía a dónde iba esta pequeña conversación.
—Los estudiantes más irreverentes me llaman Goyo, si os parece más fácil y corto.
—¿Goyo? —repitió el pintor con curiosidad. La palabra salió fácil en sus labios.
—Así es, señor Itadori. Os veré el lunes en San Nicolás si la Providencia nos permite. Procuren no causar escándalo. Al menos no el primer día. —Y dicho esto, Don Miguel Hidalgo desapareció entre los arcos, dejándolos solos bajo el sol inclemente de Valladolid.
Yuuji Itadori había entrado por ese portón con la promesa de un pago, una cama caliente y una comida fuerte al día. Era suficiente para él que nunca había ambicionado más.
El rector del colegio había ido hasta Pátzcuaro, buscando al pintor que había trabajado en el retablo de la Virgen de la Soledad de la iglesia de Tzintzuntzan. Había llegado a su casa, sin ceremonia, sin pedir permiso. Y en menos de lo que cantaba el gallo, ya tenía una beca bajo el brazo para estudiar en Valladolid, un contrato para pintar una capilla y la promesa de una vida mejor, o al menos era lo que su abuelo decía.
Solo, tan solo, hubiera deseado que el rector, ¿Goyo? Le hubiera asignado a otra persona para que le mostrara su nueva vida. Alguien menos… sombrío.
Fushiguro era una imagen silenciosa y pálida, que se movía como un penitente en Viernes Santo. Y actuaba como tal. El silencio era pesado, más denso que los muros del seminario. Yuuji se tendría que acostumbrar a ambas cosas. Él estaba acostumbrado al regateo de los mercados, al ladrido de los perros y a la voz cantora de su abuelo. Este silencio le parecía como un grito mudo de ayuda.
Se había atrevido a extenderle la mano a Fushiguro por puro instinto, no por insolencia. Quería comprobar si aquella figura de piedra estaba tibia, si corría sangre por sus venas. La aspereza de su propia mano contra la suavidad de la del seminarista fue una respuesta en sí misma.
No se habían movido aún de la capilla y Yuuji estaba deseando que el recorrido acabara.
—Esta era la antigua sacristía. Ahora será vuestro taller —dijo el seminarista abriendo una pesada puerta de madera.
El cuarto olía a polvo y a guardado, pero una ventana orientada al norte lo inundaba de una luz perfecta. Ya podía imaginarse extendiendo los cartones en la amplia mesa de patas torcidas que estaba en el rincón. La movería al centro del cuarto, junto a la ventana molería los pigmentos…
—Tiene buena luz —fue lo único que pudo murmurar Yuuji, más para sí mismo que para el otro.
—Desconozco vuestros horarios de trabajo pero lo mejor será que se ciña a las horas en que la capilla esté sin usar —dijo aquella figura con voz plana, ni siquiera parecía castellano, no tenía ninguna inflexión.
Yuuji se volteó para ver al seminarista. Era un muchacho de una belleza extraña y severa. Todo en él eran ángulos y sombras, desde la afilada línea de su mandíbula hasta la profunda oscuridad de su cabello que se levantaba rebelde, un contraste con su piel que parecía no haber visto nunca el sol. Pero eran sus ojos los que lo habían capturado desde el primer instante debajo del naranjo. Tenían un color que desafiaba una descripción fácil. No eran simplemente azules. Eran del color del manto de la Inmaculada Concepción cuando se miraban al sol. Tenían un color distinto en los bordes, como un lago demasiado profundo, demasiado peligroso.
—¿Y vuesa merced? —preguntó Yuuji forzando otro intento de conversación mientras salían de nuevo al patio— ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?
—Lo suficiente —fue la respuesta cortante.
El recorrido continuó por los pasillos prohibidos que llevaban a las celdas, el refectorio simple y vacío. Con cada paso, Yuuji intentaba llenar el silencio con preguntas sobre la vida en el seminario, sobre la ciudad, sobre cualquier cosa.
Fue finalmente la biblioteca lo que terminó por marear a Yuuji con su olor a cuero, a libros húmedos y los altos estantes que bloqueaban la luz natural.
—No cree vuesa merced que este lugar podría beneficiarse de... —Yuuji estaba un poco mareado por la monotonía— ¿otro poco de color? ¿más luz?
—El color distrae de la contemplación.
—¿Y qué contempla vuesa merced en toda esta oscuridad?
—La gloria de Dios.
—Debe ser una gloria muy triste —dijo suavemente— si necesita tanta sombra para brillar.
El seminarista no contestó. Yuuji sabía que estaba traspasando líneas que habían sido pintadas desde siempre. Otros seminaristas detenían su deslizar solo para observarlo con ojos que no disimulaban el desdén. Ya sabía. Siempre verían primero al mestizo. Siempre verían primero el color de su piel antes que el de sus pinceles.
Salieron por fin a la Calle Real, por el mismo portón por donde había entrado a esta nueva vida. Se respiraba otro aire, menos cargado de fantasmas.
—Temo que no os podré acompañar al colegio de San Nicolás, debo estar dispuesto para vísperas —informó el seminarista, deteniéndose en el umbral del seminario como si el mundo exterior pudiera contaminarlo.
—No os apuréis. Ya conozco el colegio —dijo Yuuji, sintiéndose incómodo sin saber si despedirse, caminar, o echarse a correr— Don Gregorio me mostró ayer mi cuarto. Es pequeño, en el último piso, de los que ningún becado quiere. Pero para mí es más que suficiente. Con un catre y una manta me basta.
Algo cambió en el rostro del seminarista. Una tensión apenas perceptible, un endurecimiento de la mandíbula. Su mirada antes distante, ahora parecía verlo de verdad, y en ella Yuuji pareció ver un destello de… ¿desdén? La conversación ya frágil se rompió por completo.
—Debo volver —dijo el seminarista perdiendo toda emoción de nuevo— Ya conocéis lo indispensable entonces. Procurad no perderos.
Y sin esperar respuesta, su guía se dio media vuelta y huyó, desapareciendo como una sombra que es devorada por una oscuridad aún mayor. Cuando el portón cerró, Yuuji se quedó solo en la calle adoquinada, con el sol calentándole la cara y una extraña sensación de frío en el pecho.
La cena ya estaba servida cuando Megumi entró al refectorio. Nadie lo volteó a ver. Nadie se fijó en el seminarista que llegaba tarde. La voz monótona de uno de sus hermanos se escuchaba fuerte y clara desde su lugar. Era una lectura del Evangelio de San Juan.
Et lux in tenebris lucet, et tenebræ eam non comprehenderunt.
Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron.
No, no podía comprender por qué su vida había sido interrumpida de esa manera. Descaradamente. Sin misericordia. Recordándole que había una vida fuera de estos muros. Que la gente reía y parloteaba y tenía botas ruidosas.
Hic venit in testimonium, ut testimonium perhiberet de lumine, ut omnes crederent per illum.
Este vino como testigo, para testificar de la luz, a fin de que todos creyeran por medio de él.
Megumi creía conocer el mundo. Había leído los milagros de los santos. Los sufrimientos de los mártires. Y aun así, sabía que no sabía nada aún. No sabía cómo vivir sin el ayuno y la oración. Pero algo más se revolvía ahora en sus entrañas.
Non erat ille lux, sed ut testimonium perhiberet de lumine.
No era él la luz, sino que vino para dar testimonio de la luz.
Él era su Juan. Y Dios lo había enviado para que le mostrara todo lo que él no era. Todo lo que no podía ser.
La noche le trajo sueños constantes de latines y ojos color miel. Megumi buscó en vano el alivio de la inconsciencia plena, pero su mente era un hervidero de imágenes profanas: una piel besada por el sol, una mano callosa, una sonrisa desprovista de artificio. Cuando la campana de maitines rasgó el silencio de la madrugada, lo recibió no como un llamado a la oración, sino como una liberación de la tortura de sus propios pensamientos.
El frío de la madrugada se colaba por su sotana, un recordatorio constante de la mortificación de la carne. En la penumbra de la capilla, el aire estaba aún viciado por el incienso de la noche anterior. Los seminaristas se unían en coro al cantar de los salmos, un sonido que normalmente calmaba el espíritu de Megumi. Pero esa mañana no le ofrecía consuelo. Su alma estaba en otra parte.
Entonces una nota discordante rompió la sagrada monotonía, un leve rasgueo de metal sobre cal, seguido de una tos ahogada que no pertenecía al ritual. No vino del altar o de las bancas. Vino de arriba.
Megumi levantó la vista, siguiendo el sonido. En la semioscuridad, el andamio parecía más grande y amenazante. Y en esa madera, una figura se movía. Y esas botas, esas botas tan ruidosas, dejaban un eco al moverse sobre los tablones.
Justo en ese instante, el primer rayo del alba atravesó la media luna de la ventana y, en lugar de bendecir el altar, la luz se posó sobre una mata de cabello, encendiéndola con un brillo imposible, un halo dorado de trigo maduro.
Megumi contuvo el aliento. El pintor ya estaba ahí trabajando antes que nadie, como una aparición desentonante con la solemnidad de la oración.
Et lux in tenebris lucet. Resonó el Evangelio en su cabeza.
Y la luz brilla en las tinieblas. La frase ya no era una promesa de salvación. Era una sentencia. La luz estaba allí, en la capilla, en su mundo de sombras, y Megumi sintió con una certeza aterradora que sus propias tinieblas jamás comprenderían esa luz. A partir de ahora, solo podían ser consumidas por ella.
Notes:
No es casualidad que esta historia vea la luz un 15 de septiembre. Publicar en plena víspera del Grito de Independencia en México, con una versión tan particular de Miguel Hidalgo moviendo los hilos de la trama, era una tentación que no pude resistir.
Espero que disfruten de este universo donde Gege Akutami se encuentra con Sor Juana Inés de la Cruz.
Esta fue una idea que me estuvo consumiendo durante tres semanas justo después de un viaje que hice a la ciudad donde se desarrolla esta historia, Morelia, Michoacán, antes Valladolid. Por fin hoy puedo compartir un pedazo de esta obsesión que me tiene mal. La historia ya está planeada hasta su final, aunque será una larga travesía en la que me acompañarán por versos, latines y tensión ItaFushi. ¡Trataré de tener el máximo rigor histórico posible!
Nos leemos en el próximo capítulo.
Chapter 2: Caelum et Terra
Summary:
El alba había encontrado a Yuuji como fantasma entre los muros sagrados de la capilla. Su presencia terrenal provocando una tormenta silenciosa en el alma de Megumi, quien tratando de aferrarse al cielo caerá de todos modos, buscando alivio en los márgenes de un libro olvidado y en la llama de una vela robada.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Yuuji se despertó poco antes de que la voz del sereno anunciara las cinco de la mañana.
Se había despertado inquieto, la manta revuelta y una sensación de picazón que le subía desde el estómago hasta la garganta.
El aire se sentía frío a pesar de que era julio. Lo primero que hizo fue ponerse las botas recordando cómo lo había mirado el seminarista cuando hacía mucho ruido al caminar. Una cosa más que lo diferenciaba de las figuras oscuras que se movían por los pasillos del seminario.
Se echó al morral el único pedazo de vela que había encontrado en el cuarto. No era más grande que un dedo, pero al menos le serviría. Tendría que recordar pedirle unas velas a su hermano, tal vez con suerte al cocinero le sobrara aceite usado. Tomó su morral que contenía las herramientas esenciales para empezar a raspar la pared y salió al pasillo.
La oscuridad era completa. Era una madrugada sin luna, así que tuvo que tantear su camino a través de la oscuridad. Tuvo que guiarse por la memoria hasta el seminario y confió en elegir la puerta correcta. Gracias a Dios la llave había girado sin atascarse. Los goznes rechinaron y la madera raspó contra el suelo, todo lo contrario a una entrada sigilosa, pero nadie estaba en ese patio para oírlo.
La capilla se alzaba negra e imponente. La segunda llave giró ahora en la puerta que el día anterior había cruzado con esperanza. Ahora no sabía exactamente lo que sentía.
Un nuevo frío lo golpeó cuando entró a la oscuridad de la capilla, casi se sentía como una premonición. Se sacudió ese pensamiento sacrílego y se apresuró a arrodillarse ante el Santísimo Sacramento cuya lámpara de aceite era el único lucero entre toda la negrura.
El día anterior le había prometido a Don Gregorio y al rector del seminario que él se haría cargo de avivar las brasas a cambio de que le dejaran comenzar a trabajar antes del rezo de maitines.
Pidiendo perdón a Dios, encendió su pequeña vela en esa lámpara. La necesitaría para abrir una última puerta.
La sacristía estaba un poco más cálida y su aire se sentía viciado. Abrió una ventana antes de empezar a remover la ceniza de los carbones. Sus pensamientos se transportaron súbitamente al rostro del seminarista, pálido como la ceniza que manipulaba, pero menos accesible. Se sacudió el pensamiento con la misma fuerza con la que empezaba a avivar los carbones con el abanico de palma. Yuuji tomó la larga pajuela de madera resinosa y la encendió. El primer fuego que encendía en su nueva vida.
Protegió la pequeña llama hasta el altar principal donde encendió las velas una por una hasta que la capilla comenzó a tomar vida. Le pareció irónico que el fuego que tanto temían los confesores fuera el medio para iluminar la casa de Dios y se persignó rápidamente con temor de sus propios pensamientos.
Con la capilla a medio iluminar, se apresuró a abrir la pesada puerta que llevaba a la antigua sacristía que ahora era su taller, aquella puerta que un día antes había abierto el seminarista con esas manos que… No, no era momento para ponerse a pensar en eso.
La puerta cedió con un rechinido que le dolió en los dientes. Respiró polvo, humedad y otro olor que reconoció como excrementos de ratón. Tendría que poner atención a ese último detalle porque no podía darse el lujo de que los pigmentos se arruinaran.
Dejó su morral encima de la mesa polvosa y tomando la espátula se dirigió hacia el andamio que le había parecido lo suficientemente firme el día anterior. Cuidadosamente plantó el pie en la escalerilla de madera que estaba atada al andamio. El primer nivel estaba apenas a metro y medio del suelo, pero aún a esa distancia la oscuridad se tragaba el piso de cantera de la capilla. No podía ver más allá de las débiles luces que rebotaban en la pared que tenía enfrente.
Sus pasos hacían eco en los tablones del andamio, ese eco de las iglesias vacías y de las cúpulas altas, ese eco que evocaba a los penitentes rezando avemarías de rodillas rogando por el perdón de sus culpas.
Yuuji comenzó a raspar la pared, poniendo atención a su resistencia. Era solo cal. No había otra cosa sobre esta y lo agradeció, porque eso significaba que no tendría que cansarse innecesariamente. El sonido del rasgueo de la espátula contra la cal era reconfortante, era algo que conocía bien en medio de este mundo que le parecía ajeno; se sentía como si en cualquier momento alguien le fuera a pedir que se fuera y que nunca más pusiera un pie dentro del seminario. El polvo lo hizo toser y se preguntó si no sería mejor dejar el trabajo para más tarde cuando pudiera identificar mejor cómo iba cayendo el polvo.
A lo lejos escuchó una esquila. Esa debía ser la señal para que los seminaristas se levantaran. Pronto la capilla no sería solo de él, entonces debía actuar como le había recomendado el rector, como un fantasma, como alguien que perteneciera a la pared misma. Sin hacer ruidos innecesarios para no interrumpir la solemnidad del primer rezo del día.
Cuando los primeros pasos resonaron cerca de la puerta, se volteó instintivamente. Un mar de sotanas negras invadía la casa de Dios justo antes del amanecer.
El sacerdote que organizaba a los seminaristas pareció fijarse en él, pero no le dedicó más que unos segundos de su atención. Tal vez era uno de los capellanes del seminario. Debería presentarse formalmente después, no quería parecer maleducado en su primer día.
El cabello rubio y meticulosamente peinado del capellán resaltaba entre la negrura de los seminaristas. Temía encontrar otra cosa que resaltara dentro del grupo, por ejemplo esos ojos azules, así que volvió a concentrarse en raspar la pared. Raspar, sacudir, raspar, sacudir. Era algo mecánico en lo que se concentraba mientras ponía atención al inicio del rezo.
—Domine, labia mea aperies —comenzó el capellán.
Yuuji no era ajeno al latín. Sabía lo suficiente para entender la Biblia y los tratados de anatomía que su hermano sacaba para él de la biblioteca del convento.
Señor, abre mis labios.
O más bien ciérralos porque muchas veces dicen cosas que no deben ser dichas. Pensó.
Los salmos se extendieron durante el tiempo suficiente como para que la primera claridad del alba se notara por las ventanas altas. Las oraciones se mezclaron con el incienso y pronto el aire estuvo tan viciado de polvo y humo que Yuuji no tuvo más remedio que toser para limpiar su garganta. Nadie había parecido darse cuenta de su presencia hasta ese momento porque de reojo pudo ver una docena de cabezas volteando hacia el andamio.
Se detuvo por un momento fingiendo sacudir el polvo de su camisa, pero fijando su mirada en los bancos de la primera fila, justo desde donde había percibido un movimiento. Ahí estaba el seminarista. Con su cabello alborotado y negro como la noche.
Los primeros rayos del amanecer se colaban ahora por las ventanas. Todos habían guardado silencio mientras Yuuji ahora fingía comprobar el estado de su espátula.
Deus, in adiutorium meum intende. Domine, ad adiuvandum me festina.
Dios mío, ven en mi auxilio. Señor, date prisa en socorrerme.
La apertura de Laudes había comenzado justo cuando un rayo de sol le pegaba en los ojos.
Cuando pudo y se atrevió a mirar de nuevo hacia abajo, el cabello alborotado seguía ahí, pero su cabeza estaba más gacha. La figura perfecta de la devoción.
El seminarista nunca volteó a verlo. Ni siquiera pareció notar su intromisión. Había salido en procesión mezclándose entre todas las demás sotanas negras. Y Yuuji se quedó ahí, inquieto como las motas de polvo que danzaban a la nueva luz, su corazón enfriándose cada vez más.
Señor, date prisa en socorrerme.
Era justamente lo que Megumi pedía silenciosamente mientras repetía las palabras sin poner realmente atención.
Señor, perdóname por no estar atento a tus alabanzas. Perdóname porque estoy permitiendo que el demonio desvíe mis pensamientos que deberían ser solo para ti. Pensó desesperadamente apretando sus manos sobre el rosario y dejando marcas en sus palmas.
Megumi nunca había deseado con tanto fervor que los rezos acabaran, pero esta vez cada palabra y cada salmo parecían alargarse como las sombras contra el altar. Así que cuando por fin salieron al patio que ya estaba ampliamente iluminado por el sol, se permitió respirar, pero nunca se atrevió a voltear a ver al pintor que se había presentado como una aparición en la penumbra.
No, las apariciones no tienen cabello dorado ni tosen por el polvillo de la cal. Ese chico era demasiado real, demasiado desentonante en la vida del seminario y eso le molestaba a Megumi. Era la invasión de un espacio que siempre le había parecido sagrado y limpio, donde siempre había buscado consuelo, o al contrario, donde siempre había pedido consuelo y Dios parecía no escucharlo.
Perdóname, señor, por dudar de nuevo. Megumi tomó el rosario de cuentas negras y lo pasó entre sus dedos, buscando algún recordatorio físico que lo anclara a la realidad.
El escaso desayuno le supo más insípido que de costumbre, pero se obligó a masticar ceremoniosamente el pan duro y a pasárselo con la sopa de lentejas que se había servido casi fría. Ningún seminarista hablaba mucho durante el tiempo compartido en el refectorio, pero Megumi no hablaba con nadie a ninguna hora. La soledad había sido su única compañera durante los cinco años que había pasado dentro del seminario, entonces ¿por qué apenas ahora se sentía solo?
En misa de nueve no se había sentado en los bancos de enfrente, sino que se había quedado atrás, junto al confesionario que permanecía firme como la presencia más viva enmedio de la solemnidad.
Pero no, Megumi sabía que la figura más viva era la que se sostenía en el esqueleto de madera que había llegado a interrumpir el paisaje de su capilla. Se preguntó si el pintor había desayunado, si había dormido, si estaba poniendo atención a la misa o si solo se dedicaba a ignorar a todos, incluso a Dios.
Tanto pensaba que su rutina de sábado había sido interrumpida por la nueva presencia, que después de misa no notó a un sacerdote de cabellos de plata que estaba sentado debajo de un guayabo, hasta que lo llamó.
—Fushiguro. Parecéis más hosco que de costumbre —dijo con esa voz cantarina que a veces le desesperaba.
—Ilustrísima, no esperaba veros aquí dentro… a estas horas tan tempranas —trató de que su voz no sonara distraída porque su mente no podía anclarse en el presente, no podía, pero debía.
—Megumi, —el cambio de nombre, lo había tomado desprevenido y lo obligó a mirar al sacerdote a los ojos, unos orbes casi transparentes y que se veían rojizos bajo la claridad de la mañana.
—Ilustrísima…
—Todos los seminaristas han corrido cual ratoncitos a su agujero, nuestro capellán debe haberse ido a ser el supremo adulador del Obispo. No veo a nadie que pueda molestarnos. Sentaos, Megumi, y dejad de llamarme de esa manera.
—Si me pide que me relaje, está pidiendo peras al olmo —se permitió dejar salir un poco de su frustración.
—No entiendo de dónde proviene vuestra inquietud, o vuestra hosquedad, pero déjeme deciros que aquel pintor es la mejor inversión que pude haber hecho este año.
—Ya le he mostrado los lugares principales del seminario —dijo Megumi con la esperanza de que su padrino lo excusara de futuras implicaciones con el mestizo.
—Y os lo agradezco, Megumi, pero fallastéis en acompañarle hasta San Nicolás. Cuando llegué, parecía un tlacuache perdido a medio pastizal.
—Yo… él me dijo que ya conocía su dormitorio.
—Y es correcto, lo conocía pero lo dejastéis solo toda la tarde.
—No podía perderme vísperas —su excusa había sido genuina, pero ahora le sabía extraña en su lengua.
—Pudisteis haber rezado vísperas en Catedral, juntos incluso —los ojos de su padrino lo juzgaron rápidamente antes de fingir sacudir el polvo de su sombrero. —Sabéis algo Megumi, no todo en la vida es escribir y rezar.
La implicación tensó los hombros de Megumi. Debía ser más cuidadoso.
—A partir del lunes, lo asistiréis en su trabajo —el rector dijo sin ceremonia, sin esperar una respuesta. Cuando se paró acomodándose la sotana, se irguió en toda su altura, pero Megumi no era mucho más bajo que él, así que no se amedrentó.
—No puede decidir eso. Tengo un horario, lecciones, una vida medida por el tañido de cada campana.
—Y precisamente por eso lo hago, mi querido ahijado. Debéis comprender que el mundo es más amplio que los márgenes de los libros que os gusta leer. —De nuevo la implicación, estaba perdido. —El lunes, después de nona. No hay nadie más a quien pueda encomendarle esto. Os conozco Megumi, nunca podríais juzgar a nadie solo por su casta.
Y Don Gregorio se atrevió a revolver aún más el cabello de Megumi. Un gesto infantil y descuidado. Trató de removerse del toque, pero el sacerdote seguía siendo más fuerte y, sobre todo, más insistente, endemoniadamente insistente.
Megumi no volvió a ver al pintor en todo el día. A la hora de nona se atrevió a sentarse más cerca del andamio, pero no estaba ahí. Solo estaba la pared a medio raspar, olvidada, como si el muchacho fuera a regresar en cualquier momento. Pero no lo hizo.
Megumi se confesó esa tarde después de una larga reflexión que había durado hasta que el cielo se puso oscuro, como si la madrugada de ese día y la noche se hubieran juntado, como si la claridad nunca hubiese existido.
El capellán había reflexionado acerca del fragmento del Evangelio de Mateo que siempre lo había inquietado de la forma en la que la eternidad lo hacía.
El cielo y la tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán.
Empero del día y hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino mi Padre solo.
Si este mundo acababa, no había sentido en preocuparse de las cosas terrenales. Pero Megumi no podía desapegarse de las cosas por más que lo había intentado, y ahora tenía otra cosa que su cabeza no dejaba en paz y que no había podido poner en palabras antes. Su examen de conciencia había sido impecable, pero cuando pasó al confesionario, sus palabras lo traicionaron.
Por primera vez una confesión le había traído más desasosiego que alivio.
Su voz interna había sido demasiado ruidosa todo el día y demasiado demandante. Y él sabía exactamente qué era lo que quería, había luchado todo lo que podía, pero esa voz le insistía en poner algo sobre el papel. Después de completas, el seminario se sumergía en el gran silencio que no debía ser roto ni por la caida de un alfiler en el suelo, y aun asi Megumi se atrevería a romperlo con el rasgueo de la pluma sobre el papel, sobre los márgenes de un libro que nadie extrañaba en la biblioteca, bajo la luz de un cabo de vela robado de un pasillo.
Justo en la tarde había confesado el robo de ese mismo cabo de vela. Justamente había sido perdonado por ello, y justamente lo estaba usando para lo que no debía. Su alma ya no estaba en paz desde el comienzo del día de todos modos. Y lo estuvo menos cuando había encendido esa vela en la lámpara de la Virgen porque sabía lo que advenía.
La pluma manchó el papel con la primera tinta que le sabía a culpa.
La luz del alba os hizo completo
hacia mi necia terquedad alzada,
como si fueras promesa callada,
que me sumerge en sutil tormento.
Pues si dejo el sendero abierto,
si mi voluntad yace resignada,
y vuestra voz en mi alma grabada,
me dejará del todo descubierto.
Sutil invades, ingente viajero,
la fortaleza mía, inexpugnable,
con vibrato de tu risa, lisonjero,
a mi vida antes inalcanzable,
habéis penetrado como pionero,
en el instante más indeseable.
Megumi arrancó la hoja del libro, la contempló por unos instantes y la puso a la vela, observando cómo sus palabras eran carbonizadas, como la ceniza caía con cada una de ellas. Su alma quería negar lo que estaba por ocurrir, pero su pluma de alguna manera lo sabía.
Para Yuuji, el sábado había sido una sucesión de sudor, polvo y salmos.
Poco antes de mediodía ya estaba exhausto. Tomó algo de agua del pozo y se decidió a emprender la empresa que había decidido esa misma mañana.
Su hermano lo recibiría de cualquier forma. Yuuji siempre gastaba sus oraciones pidiendo por la salud de su hermano y la de todos a quienes ayudaba. Él y su abuelo eran la única familia que le quedaba y su propósito en la vida era velar por su bienestar. Aunque su hermano mayor insistiera en que era él el que necesitaba ser cuidado.
El camino hacia el convento no fue tan difícil. Un perro le había ladrado, una piedra suelta se le había metido a la bota, pero nada se comparaba con viajar desde Pátzcuaro hasta Valladolid, así que por una parte estaba agradecido de que ahora podía ver a su hermano mucho más seguido que antes.
—¿A quién buscáis? —preguntó el novicio que lo recibió en la puerta.
— A Fray Lázaro, soy su hermano menor.
—Claro, claro, pasad. Ahora os abro —dijo el novicio, identificando a Yuuji a puras penas, debía ser alguien que había ingresado ese año —vuestro hermano está en el huerto más seguramente.
Yuuji pasó por el amplio patio saludando con la cabeza a los monjes silenciosos con los que se cruzaba. No era ajeno al camino y tampoco era ajeno al convento. Casi todos conocían al muchacho moreno de cabello rubio que se paseaba por el convento y pedía dulces desde que tenía cuatro años.
Choso tenía un manojo de romero en las manos cuando vio a Yuuji aparecer en el huerto.
—Hermano, no te esperaba —y dicho eso lo abrazó sin soltar el romero. Yuuji siempre había relacionado ese olor con su hermano y le traía una profunda paz.
Yuuji soltó un largo suspiro sin poder contenerlo y sintió cómo los brazos de Choso lo apretaron más fuerte.
—¿Acaso es muy pronto para visitar a mi hermano? —preguntó tratando de sonreír sin lograrlo por completo. A Choso nunca se le pasaba ningún detalle y este lo notó con gran pesar de Yuuji porque ahora tendría que contarle todo.
—Yuuji, tú mismo me dijiste que solo el domingo podrías librarte de tus obligaciones. ¿Qué sucedió? Y no me digas que nada porque estoy viendo lo contrario en tus ojos.
Como respuesta solo pudo abrazar más a su hermano.
—Choso… No sé ni siquiera por dónde comenzar —Yuuji admitió sin darle vueltas a sus palabras.
—Espero que no sea culpa de Don Miguel. Él me prometió que te cuidaría. —dijo Choso mientras acariciaba la cabeza de Yuuji. Era solo un poco más alto que él, pero eso lo hacía sentir reconfortado, siempre lo había hecho.
—No, no es su culpa, él ha sido muy bueno, incluso siento que estoy siendo una carga para él. Pero no es eso lo que me carcome el espíritu. —Yuuji dijo sacando todo por primera vez desde que había llegado a Valladolid, a su nueva vida.
Choso permaneció en silencio, dejando a Yuuji continuar mientras este se aferraba al hábito de su hermano como cuando era un niño.
—Simplemente me siento solo, hermano. La luz del seminario es demasiado escasa.
—Sé que no hablas propiamente de la iluminación, Yuuji, suéltalo —Choso claramente había captado la doble intención de sus palabras.
—La persona que me asignó Don Miguel no ha sido la mejor compañía, ¿sabes, hermano? Siento como si fuera una pared más dentro de ese lugar.
—¿Fushiguro?... Don Miguel me aseguró doce veces que él sería como tu nuevo hermano cuando me estaba molestando aquel día. ¿Qué sucedió? No, no me digas… Fuiste demasiado para él.
—Tal vez…
—Hermano, no todas las personas ven el mundo como tú. No todos van a aceptar a alguien diferente desde el primer segundo que lo ven. —su voz no sonaba acusatoria, era más bien el tono que usaba cuando de niño se metía en problemas.
—No pretendía eso, estoy consciente de mi lugar, hermano. —dijo Yuuji tratando de hundir más su rostro en el hábito de Choso que olía a tierra húmeda.
—Tal parece que a veces lo olvidas. El nombre que el abuelo te puso es símbolo de la protección que tú debes traer a tu manada, pero —y alzó la cabeza de Yuuji para que lo viera a los ojos —debes estar consciente de quién sí pertenece a tu manada y quién no.
—Lo sé, Choso. —dijo desviando su mirada una vez más, ahora fingiendo mirar los nuevos brotes de rábano que tenía a sus pies.
—Ellos son criollos, Yuuji. Separados de nosotros desde que nacimos. Debes de estar consciente siempre de esa línea. —Choso suavizó su voz, esa que usaba siempre para consolarlo —¿Pero sabes qué te va a animar? Toge hizo ate de guayaba.
Los ojos de Yuuji se abrieron de más, delatando su emoción y olvidando por un momento sus quejas.
—¿Alguien necesita un asistente en la cocina? —dijo enderezándose completamente y sonriendo un poco más, ahora de verdad, pero sintiendo aún esa aguja en el pecho.
—Alguien para asar chiles no nos vendría mal.
Y ambos se dirigieron hacia la cocina del convento. La aguja seguía ahí, pero el peso de la mano de Choso en su hombro era el recordatorio de que no estaba solo como se sentía. Quizás no todo estaba bien, ni sabía cuándo lo estaría. Pero en ese preciso instante, rodeado por el aroma a hierbas y al lado de su hermano, se sentía a salvo.
Notes:
Ya habrán notado que esto es slow burn puro con énfasis en SLOW.
Pero ya llegaremos a las partes interesantes. Mientras tanto, los personajes que quiero presentar me están insistiendo en que ya los meta. Por eso tenemos a Choso desde el capítulo 2.
Debo decir que estoy orgullosa del soneto de Megumi. Agradecimientos a separarensilabas.com que me ayudó a darle sentido a los endecasílabos y a estarle moviendo hasta que quedó bien (ignoren que algunos versos en realidad tienen 12 sílabas, pero no podía romper el ritmo que ya le había dado a las palabras).
En fin, nos vemos pronto para el capítulo tres. Más pronto de lo que se imaginan.
Chapter 3: Lo Escrito y lo Nombrado
Summary:
Un camino impuesto, una mirada fuera de lugar, una amistad en el lugar menos esperado. Yuuji no sabía que aquello tan solo era el comienzo de lo que sería su perdición, o su salvación.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
—¡Yuuji!
Una voz conocida lo llamó desde atrás, y Yuuji casi se resbaló en los adoquines húmedos al ver a Don Miguel Gregorio caminando hacia él como si nada; en sentido contrario a la gente que se apresuraba a misa de nueve. Iba hacia él con ese caminar tan despreocupado, y además, llamándolo por su nombre sin ningún añadido. De verdad, ese sacerdote era alguien interesante.
—Don… Gregorio, buenos días, espero que tengáis un bendecido domingo —respondió Yuuji cuidadosamente, saludando con la cabeza.
—Ya veo que os preocupa algo, Yuuji, os falta vuestro volumen usual en la voz —dijo Don Gregorio poniendo una mano blanca sobre su barbilla y mirándolo fijamente—, debéis buscar el lado positivo a la vida incluso cuando en esta ciudad nos llueva sobre mojado… literalmente. Y ten cuidado de no resbalaros, no queremos dar más trabajo a los Juaninos del que ya tienen. Dios los bendiga, siempre cuidando a los enfermos.
—¿Vuesa merced se dirige a misa? —preguntó Yuuji, aunque ya sabía la respuesta.
—¿Qué más se podría hacer un domingo en la mañana, Yuuji?
El sacerdote le sonrió misteriosamente. Pero Yuuji no alcanzó a ver sus ojos. Esa mañana llevaba las gafas verdosas que ocultaban sus pupilas.
—Solo quería deciros que os espero después de misa en mi despacho en San Nicolás. Necesito daros algo que os servirá mañana. —Y sin esperar réplica, Don Gregorio desapareció entre la ola de seminaristas que desfilaban rumbo a Catedral.
Yuuji quiso reaccionar rápido al ver las sotanas negras, pero no lo suficiente. Una figura un poco más alta que los demás y con un cabello que desafiaba a la gravedad pasó junto a él.
El seminarista, claro.
Había sido solo un momento en el que sus miradas se cruzaron, y en ese instante que duró lo que un parpadeo, Yuuji decidió hacer como que no lo había visto. Como si fueran dos extraños y tal vez así fuera.
Tal vez así era mejor.
Durante la misa no se pudo concentrar en las palabras del sacerdote, le parecían demasiado ajenas. Se preguntó si algún día Dios le hablaría, y de qué manera lo haría, pero estaba seguro de que no sería en un sermón ni entre los retablos de hoja de oro. Definitivamente estaba distraído. Se propuso mejor no pensar nada hasta el final de la misa que se le antojó eterna.
Cuando por fin escuchó el “Ite, missa est”, fue de los primeros en salir porque no quería tener otro encuentro incómodo. No volteó hacia ningún lado, incluso cuando estuvo sobre la calle, mantuvo sus ojos fijos en sus botas que marcaban sus pasos sobre el adoquín lodoso.
Decidió ir directamente hasta el despacho del rector y esperarlo en la puerta, eso era mejor que seguir mirando a sus alrededores viendo cómo la gente lo juzgaba silenciosamente, haciéndolo más consciente de que esa ciudad no era su lugar.
—De nuevo parecéis un animalillo perdido, Yuuji.
La voz despreocupada del rector lo tomó desprevenido. No lo había escuchado acercarse. Tal vez estaba demasiado pendiente de cada pensamiento funesto que le pasaba por la mente. Levantó la cabeza que había tenido entre sus rodillas y se apresuró a levantarse del suelo.
—Don Gregorio, no os escuché llegar —su voz le pareció aquella que ponía cuando se metía en problemas con su abuelo. Baja. Temblorosa.
—Es una habilidad que me ha servido mucho —dijo el sacerdote despreocupadamente y miró a Yuuji como si pudiera saber qué era lo que había estado pensando—, pero pasa, pasa, tengo varias nuevas que compartir.
El despacho del rector era como nada que hubiera visto hasta ese momento. Si tuviera que compararlo con algo diría que se parecía a la biblioteca del convento de los Franciscanos, pero aquella no tenía estantes que llegaban hasta el techo o pilas de libros sentados sobre mesas amplísimas que estaban llenas de pergaminos a medio escribir y de cabos de vela que habían derramádose sobre la madera. Tampoco había olido nada similar. Un aroma a cuero mezclado con chocolate que tenía un toque de algo más, ¿vino? probablemente…
—Disculpad que tenga libros hasta en las sillas, no recibo visitas a menudo —el rector dijo con su voz suave mientras quitaba los pesados tomos de las sillas de cuero—, sentaos por favor, y dígame ¿cómo habéis sentido Valladolid hasta ahora?
Yuuji obedeció y se sentó. Aún estaba abrumado por la colección de olores y de objetos que llenaban el espacio, así que su respuesta salió vacilante.
—Me… me estoy acostumbrando de a poco.
—Sé que Fushiguro no os ha acompañado para que conozcáis más del Colegio y del Seminario —dijo mientras miraba por la ventana como si desde ahí pudiera ver al seminarista.
—Es una persona bastante ocupada, pude darme cuenta —dijo Yuuji, tratando de justificarlo, tal vez se estaba justificando a sí mismo por no ser capaz de dejar de pensar en ello.
—Patrañas. Fushiguro es totalmente capaz de hacerse el tiempo suficiente para dedicarlo a actividades menos sagradas —dijo el sacerdote perdiendo un poco el tono de formalidad.
Era como si conociera bien la personalidad de Fushiguro. No sabía si eso lo aliviaba o no, pero podía sentir cómo algo se aproximaba en sus siguientes palabras.
—Yo mismo le he proveído los permisos necesarios para que deje el pequeño nido que se ha construido con libros de hombres que murieron hace siglos. ¿Qué opináis de él? —preguntó con fingida despreocupación. Pero Yuuji sabía que era la pregunta que deseaba hacerle desde que puso un pie en el despacho.
—Es… una persona interesante —dijo simplemente, pero para él era más que eso, era intrigante, un misterio guardado bajo llave.
—Puede no ser fácil al principio, pero creo que pronto os acostumbraréis a la hosquedad de Fushiguro, pero os aseguro que no es más que una fachada.
Yuuji, que había estado mirando un frasco verdoso en un estante, devolvió la mirada al sacerdote porque había comprendido la implicación. Ese “al principio” era lo que le dejaba saber que esta conversación no era el final, era el inicio de algo más grande.
Podía sentir la nube de tormenta antes de que cayera la primera gota, como cuando respiraba un aire muy frío en la ribera del lago. Algo que se le metió en los pulmones y no lo soltaba, pero se obligó a decir algo. Si la tormenta se iba a desatar, él la iba a comenzar.
—No se preocupe por mí, Don Gregorio. No soy de los que insisten donde no son bienvenidos. Si el hermano Fushiguro prefiere su distancia, yo sabré respetar la mía —dijo intentando sonar firme.
—Me temo que no podrá respetar esa distancia por mucho tiempo, Itadori. —Yuuji se fijó en el cambio de su nombre a su apellido, una advertencia sutil, demasiado sutil, pero la había captado.
El ambiente había cambiado por completo; el rector parecía listo para cualquier cosa. Una sonrisa completa adornaba su pálido semblante, sus ojos brillaban como quien acaba de descubrir una veta de oro.
—Esa distancia que Fushiguro impone es un lujo que, me temo, ya no podemos permitirnos. El proyecto de la capilla requiere no solo de sus manos, sino de la mente curiosa de Fushiguro. A partir del lunes, aprenderán a trabajar juntos —dijo simplemente ensanchando su sonrisa.
Yuuji se quedó en silencio, bajando la mirada a sus manos que descansaban sobre sus piernas. No sabía cómo enfrentar esas palabras, una parte de él sabía que debía aceptar sin rechistar ni cuestionar, pero la otra le decía que debía alzar su voz y plantarse firme en no permitirlo, porque, ¿cómo podría trabajar con alguien que lo miraba como si fuera un insecto? que lo miraba como si su sola presencia fuera una ofensa.
Pero también dentro de él crecía una naciente curiosidad, algo parecido a la esperanza, pero no se permitió detenerse más a pensar en ello, debía decir algo.
—Os estoy infinitamente agradecido, Don Gregorio, y si es vuestra orden, la acataré; solo no entiendo… —dijo Yuuji vacilante, pensando si realmente este era el único camino que le quedaba—, solo quiero saber, ¿por qué?
Don Gregorio mantuvo la sonrisa, ahora parecía alguien que ha acorralado a su presa, y estaba a punto de capturarla.
—Os necesito a los dos —dijo llanamente—, ya os había comentado acerca de la especial arquitectura de la capilla.
—Y me encargué de tener el cuidado correcto, la primera capa de la pared saldrá fácil sin dañar la piedra debajo —dijo Yuuji tratando de defender un punto que ni siquiera sabía a dónde iba.
—Pero las proporciones que el arquitecto original planeó para los frescos continúan por debajo del revoco, sobre la misma piedra. —Don Gregorio abrió un libro que tenía listo sobre la mesa. Dentro del libro estaba un papel amarillento cuidadosamente doblado.
Extendió el papel sobre la mesa. Yuuji lo tomó y vio que todo estaba en francés, desde los pequeños textos sobre el dibujo hasta las anotaciones en los márgenes. Era claramente un plano de la capilla. Levantó la vista hacia el rector, más confundido que antes.
—Me temo que Fushiguro tendrá que encargarse de interpretar esto.
Ahora, todo parecía calzar, pero para Yuuji aún había una pieza más que no estaba viendo. Sin embargo, asintió, aceptando el peso de la empresa que acababa de comenzar. Tendría que hacerlo. Con Fushiguro, a pesar de Fushiguro e incluso aunque Fushiguro lo odiara.
—Entiendo —fue lo único que alcanzó a decir dentro de todo el desorden que había dentro de él.
Don Gregorio volvió a doblar cuidadosamente el papel y lo metió al libro de nuevo.
—Fushiguro será vuestro traductor y vuestro par de manos adicional, y no solo eso, sino que será vuestro guía para que comprendáis mejor cómo os debéis comportar dentro del seminario, y sobre todo dentro de la capilla.
Una sensación fría cruzó su pecho. Le estaba poniendo un guardián, entendido. Le estaba quitando la libertad artística, perfecto. Ahora no sabía si había hecho bien en aceptar la oferta cuando lo hizo.
Desde el mismo lugar donde había dejado el libro, el sacerdote tomó un paquete envuelto en papel, y se lo ofreció a Yuuji, como si le estuviera poniendo el último clavo dentro de esa crucifixión. Y así era.
—La última cosa. —Le pasó el paquete y Yuuji lo tomó con cuidado—. Esto es para que mañana luzcáis impecable en vuestro primer día de escuela.
Yuuji desató el cordón del paquete y lo abrió como abría los paquetitos de especias que eran demasiado valiosos para derramarlos. Una camisa de lino blanco se deslizó por sus dedos cuando la desdobló, y contrastó espectacularmente con la ropa vieja que él mismo traía puesta. Debajo estaba un chaleco de terciopelo del color del vino derramado con botones de plata, y unos pantalones de color oscuro combinaban con unos zapatos de cuero con pesadas hebillas.
Yuuji sintió cómo el peso de todo aquello le quemaba en las manos. Su costo probablemente era más de lo que él podía ganar en todo un año haciendo encargos sin parar. Era el precio de su nueva vida y de pronto lo sintió demasiado alto. Con un movimiento casi brusco comenzó a doblar todo de nuevo intentando meter las prendas de vuelta en el papel.
—No puedo aceptaros… todo esto… —la voz le salió ahogada, urgente —Os lo agradezco de todo corazón, pero es demasiado. El valor de esto… es una deuda que nunca podría saldar.
Levantó la vista y miró al sacerdote a los ojos, suplicante.
—Esta ropa… no es para un pintor. Es un disfraz para un caballero, y yo no soy eso. Por favor.
El rector lo observó en silencio, a Yuuji ya no le quedaban palabras, sabía que era imposible ganar esto. Pero si lo aceptaba, se hundiría aún más.
—No es un disfraz, es una herramienta. Tan necesaria para vuestra labor en San Nicolás, como los pinceles lo son para la capilla —dijo con suavidad, su voz como el terciopelo de su chaleco pero más peligrosa—, y en cuanto a la deuda no os preocupéis, solo os tenéis que adherir a lo que os pido. Así quedará saldada. No acepto réplicas como ya habéis notado.
No había escapatoria. Yuuji volvió a bajar la mirada hacia el paquete en sus manos. Ya no le quemaba. Simplemente pesaba, como el primer eslabón de una cadena que se enredaba alrededor de él.
El olor a chiles secos y a duraznos maduros impregnaba el aire mientras Nobara Kugisaki se abría paso entre el gentío que llenaba el corazón del tianguis.
La calle florecía con los sonidos de las marchantas vendiendo nopales y granadas. Justamente por esas últimas se había adentrado en el tianguis, debía aprovechar ahora que estaban en temporada, a su padre le encantaban los chiles en nogada que ella preparaba con la receta de su madre.
Se ahogaba con el vestido que había decidido ponerse ese día, pero no podía arriesgarse a que la vieran andando en fachas. Para refrescarse estaba el abanico, bueno para eso y para alejar los malos olores de la gente. Ese día ella misma se había puesto uno de sus mejores parfums franceses. Nobara pasaba por un pedazo de la calle donde los vendedores dejaban un estrecho pasillo entre ellos y estaba muy concentrada en no pisar una de las ollitas de barro que un tianguista había dejado muy a la orilla, cuando lo oyó.
Era el sonido inequívoco de un vendedor que ha visto a su presa, aquellos que invitan a ver, sin obligación de compra, pero te terminan ensartando un montón de cosas que no necesitas.
—Acérquese joven, vea y pregunte, tenemos la mejor calidad —decía el vendedor con los ojos fijos en aquel chico que era su objetivo.
Nobara lo juzgó rápidamente con esa habilidad tan suya que dejaba en ridículo a las señoras de velo que criticaban a la gente en la iglesia.
La postura del chico era despreocupada, usaba una casaca limpia y bien almidonada, pero se notaba a leguas que no era de la ciudad. Su cabello también lo delataba, era de un amarillo apagado, como un elote que hubieran dejado mucho tiempo al sol.
El muchacho veía con curiosidad los pigmentos que le ofrecía el vendedor.
—Es cochinilla de primera calidad, de Oaxaca —decía el viejo astuto mientras vaciaba el contenido de un saquito sobre un plato de porcelana y se lo ofrecía al muchacho.
Nobara se había hecho espacio entre un jarrito y un platón de barro y se abanicaba dramáticamente para ocultarse detrás de la acción, mientras escuchaba con atención aquella interacción. Le daba curiosidad saber si aquel muchacho tenía lo necesario para poder sobrevivir en este mercado o lo comerían vivo como a tantos otros tontos.
—No lo sé, la molienda no me parece tan fina —decía el muchacho mientras pellizcaba el polvo en el platito—, además huele a tierra.
—¡Eso quiere decir que es natural! Las mejores cochinillas son criadas en los mejores nopales en la mejor tierra del Virreinato.
—¿Cuánto? —preguntó el muchacho tratando de parecer conocedor. Pobre iluso.
—8 reales por 5 onzas. La mejor calidad.
Nobara tuvo que agarrarse del abanico para no irse de boca. ¡Por los clavos de Cristo! ¡Iban a estafar al iluso que apenas conocía de vista! Esa era su señal, no podía dejar que eso pasara justo enfrente de sus narices. Se acercó al puesto aún abanicándose.
—¿8 reales por esa calidad de grana? No le pagaría ni un real entero —dijo Nobara con un volumen suficientemente alto que estaba segura se escuchaba hasta la próxima esquina.
El muchacho se había congelado con los dedos todavía levantados y manchados de rojo. Una expresión boba en su cara como si nunca hubiera visto una chica con clase.
—No os dejéis estafar por ese polvo de ladrillo que os quieren vender a precio de lapislázuli —dijo sin dejar de abanicarse.
Y con decisión, agarró del brazo al muchacho y lo arrastró fuera del alcance del vendedor que se había quedado con la boca abierta sin haber tenido oportunidad de atacar de nuevo.
—Agradéceme después. No debes confiar en todo vendedor de Valladolid, ellos se pueden dar cuenta de que no eres de la ciudad —le dijo una vez que estuvieron en una parte menos estrecha del tianguis.
—Gracias, señorita, pero no era necesario, os arriesgastéis demasiado por alguien que no conocéis —dijo el muchacho viéndola con curiosidad.
Ahora podía ver sus ojos, eran más oscuros que su cabello, como el ámbar de Indonesia.
—Nada de señorita y no seas tan formal por favor que me haces sentir como una señora y apenas tengo 16 —dijo soltando las palabras con rapidez.
La verdad no tenía tiempo para eso. La fruta, se recordó. Pero había tenido curiosidad y estaba aburrida, siempre estaba aburrida cuando no pasaba nada en la ciudad.
—¿Y cómo habéis sabido que no soy de estos rumbos? —le preguntó el muchacho mientras curioseaba la fruta del suelo—¿Sabíais que la cáscara de la ciruela deja un carmín precioso?
—Esas son dos preguntas a la vez, qué descortés —dijo tratando de fingir indignación y desdoblando de nuevo el abanico.
—Pero no habéis respondido a ninguna de ellas —dijo mientras le ofrecía una de las ciruelas, que ahora estaban en sus manos, con una sonrisa demasiado abierta.
Definitivamente no era del rumbo.
—Bueno, chico grande, es obvio que no eres de Valladolid y tu acento te delata aún más. No hablas como los criollos, pero tampoco como los mestizos. ¿Para quién quieres fingir?
Ya le había dado una mordida a la ciruela cuando quedó pensativo y Nobara tuvo que aguantarse un suspiro. Su expresión era de esas de fingida inocencia. No. Tal vez, sí era demasiado inocente.
—Vengo de la ribera del lago. Hasta hace poco vivía con mi abuelo, el hombre más sabio de todo Pátzcuaro.
Así que del lago. Eso explicaba parte de sus rasgos confusos.
—¿Y te llamas?
Al menos le sacaría el nombre y el apellido. Los apellidos eran su especialidad. Nunca se tiene suficiente de las historias familiares y sus escándalos.
—Yuuji Itadori.
No, definitivamente no era de Valladolid. En sus años jamás había escuchado el apellido Itadori. ¿Vasco? ¿Alemán?
—Tu padre debe de ser extranjero.
—Mi padre, que Dios lo tenga en su santa gloria, era un hombre sencillo de la ribera del lago, como mi abuelo, mi abuela y todos sus antepasados.
—¿Y cómo es que Itadori es un apellido de Pátzcuaro? —preguntó, ahora con genuina curiosidad.
—Fue el tiempo —dijo dándole otra mordida a la ciruela y parecía estar buscando la forma de explicarlo—, los libros del registro nos ponen como “Itadori” pero en algún momento fue “Itsi uerati”, que significa manantial en purépecha.
Nobara conocía aquellas deformaciones que el tiempo, y los escribas flojos, iban causando a los apellidos que no lograban pronunciar con su lengua. Al menos el suyo propio desaparecería una vez que se casara… “Kugisaki” tampoco era un apellido que los curas de Valladolid disfrutaran escribir en los registros, siempre preguntando dos veces cómo se deletreaba.
El muchacho había olvidado la ciruela para seguir hablando.
—Mi abuelo dice que su padre aún conservaba el “Itsi”, pero que el “uerati” se perdió hace un siglo, quedando en “dori”. Algo fácil de pronunciar para los peninsulares y criollos, pero no olvidamos nuestras raíces que tanto se empeñan en borrar.
Nobara se había quedado callada.
Así que este chico no era un don nadie después de todo.
—Hmmm, ¿y el nombre?
—Esa es una historia más larga, pero en pocas palabras, mi nombre fue culpa de mi madre, que también está en el cielo.
—Tengo tiempo —dijo con voz decidida, sentándose en un banco e invitando a Yuuji a sentarse a su lado.
De alguna manera habían llegado al Jardín de las Rosas. No se había dado cuenta de cuándo habían caminado tanto.
Así que huérfano, con un abuelo. ¿Qué hacía en Valladolid? Era la pregunta más acuciante, pero ya llegaría a ella. Yuuji se sentó junto a Nobara, dejando una buena distancia entre ellos, quizá demasiada.
—Mi abuelo me puso “Jiuatsi” que en purépecha significa lobo. El día que nací había tenido un sueño. Los dioses le revelaron algo que nunca me ha terminado de contar.
Yuuji hablaba con una cadencia que era agradable de escuchar. Y tenía una buena historia que nunca hubiera alcanzado a escuchar si no hubiera sido porque hoy se le ocurrió salir por las granadas. ¡Las granadas! Se había olvidado de ellas. Ya regresaría, aún era temprano. Puso atención de nuevo a la conversación del chico.
—Pero en su sueño había un lobo, uno nacido del barro pálido del lago. Y mi abuelo lo tomó como una buena premonición.
—¿Y tu madre te cambió el nombre?
—No a propósito. Ella me registró y el abuelo se lo había escrito como “Yiuazi”.
Dijo Yuuji mientras con su dedo lo escribía sobre la tierra junto a sus pies.
—Mi mamá lo dictó en el registro como “Yuayi” —dijo volviendo a escribir debajo del nombre anterior—, no la culpo, ella era peninsular, del norte.
Claro. La misma mujer que no podía pronunciar una palabra purépecha era la que le había heredado ese cabello de elote seco. Las piezas encajaban. Nobara estaba cada vez más intrigada y lo interrumpió.
—Entonces eres Yuayi, ¿dónde dejaste la A?
—Eso es en parte culpa mía. —Y su sonrisa se ensanchó cuando dijo eso. Un atisbo de nostalgia en sus ojos que no pasó desapercibido para Nobara—. También de mi hermano. Él me enseñó a leer y escribir y yo tendía a alargar la “u” pronunciando algo así como “Yuuuyi”, así que mi hermano terminaba escribiendo “Yuuyi”. No lo culpo, yo tenía 5 años o menos.
Yuuji no había perdido la sonrisa cuando volteó hacia Nobara y le hizo una pregunta, curioso.
—¿Pero puedo saber tu nombre también? —Los ojos de Yuuji aún brillaban y con esa sonrisa hasta se veía apuesto.
—Nobara Kugisaki… —respondió con quietud, aún perdida en los ojos dorados.
—Pues señorita Kugi… ¿Kugi Saki? Gusto en conocerla, y gracias de nuevo por salvarme —dijo teniendo un poco de problemas al pronunciar su nombre, era normal.
—María Ignacia Nobara Kugisaki y Navarro, es mi nombre completo —dijo Nobara deleitándose con la confusión del muchacho—, mi padre es de Nagasaki, Japón. Llegó en el Galeón de Manila cuando apenas era un jovenzuelo.
La expresión en el rostro de Yuuji Itadori fue una que Nobara tardaría en olvidar. Fue un amanecer. Fue asombro puro e infantil. ¿Cuántos años tenía este muchacho?
Finalmente, en aquel jardín, sus caminos se separaron. Ya no hubo formalidades.
—Nos vemos, Yuuji Itadori —dijo Nobara, con un simple asentimiento y una sonrisa genuina.
—Nos vemos, Nobara Kugisaki —respondió él, pronunciando su nombre con más confianza.
Mientras caminaba de vuelta a casa por las calles enlodadas, el abanico ya guardado y las granadas aseguradas, Nobara se dio cuenta de que el aburrimiento que la había acompañado toda la mañana se había ido. El encuentro con Yuuji había sido interesante. Era alguien especial, quien como ella, trataba de ganarse su lugar en la apabullante ciudad. La próxima vez tendría que preguntarle cómo fue que llegó a este lodazal.
Entró en el zaguán de su casa, respirando el aire más limpio de su patio. Y no había dado diez pasos dentro de la casa cuando la voz de su padre la llamó desde la puerta de su despacho.
—Nobara, hija. Ven por favor. Tenemos que hablar de tus lecciones de catecismo.
Nobara entró al despacho de su padre. El aire olía a humo y a cera. Su padre estaba fumando en su pipa detrás de un pesado escritorio sobre el que tenía abiertos tres libros de cuentas. A Nobara siempre le había gustado ese lugar, con sus mapas de las rutas comerciales de la Nueva España y los detalles que obligaban siempre a los visitantes a recordar cuál había sido el origen de su familia, como aquel viejo y largo kakemono que tenía escrito su apellido.
Su padre, Kugisaki Hiroshi, dejó su pluma en el tintero y la miró con esa mirada que ponía cuando estaba a punto de reprenderla por gastar más dinero del que debía.
—Padre, me llamabas —dijo ella con un tono respetuoso, aunque por dentro se preparaba para la batalla.
—Sí, Nobara. Siéntate —dijo mientras señalaba a una de las sillas—, hemos aplazado demasiado el asunto de tu instrucción religiosa. He tomado cartas en el asunto.
—Con el debido respeto, padre, mi instrucción es impecable. Puedo recitar los diez mandamientos de ida y de regreso.
Su padre sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—Tu habilidad nunca ha estado en duda, hija. Pero en esta ciudad todo conocimiento debe llevar la aprobación de alguien más. Una cosa es ser la hija del mejor comerciante de especias y sedas, y otra muy distinta ser una dama instruida en la fe, apadrinada por la élite del clero. Piensa un poco en tu futuro, hija.
Nobara puso los ojos en blanco al escuchar eso último. Sabía que su padre estaba buscando al mejor postor para casarla cuanto antes. Su padre continuó con su sermón.
—He estado moviendo mis hilos. Y te he conseguido el mejor preceptor que el dinero y la influencia pueden comprar en esta ciudad.
Su padre se inclinó hacia adelante, su emoción finalmente traicionando su fachada de hombre de negocios.
—Serás instruida por el mejor y más brillante estudiante del Seminario. Un joven de una familia de abolengo, el protegido personal del mismísimo rector Hidalgo. Un tal Fushiguro y Mendoza.
Nobara procesó el nombre. Fushiguro y Mendoza. Sonaba tan rimbombante y antiguo como los Cristos de la Catedral. La descripción le pintaba la imagen del seminarista más aburrido, piadoso y estirado de todo el Virreinato. Sintió una oleada de auténtico fastidio. Todo el buen humor que había ganado en el tianguis se evaporó.
—Me aseguraré de no bostezar en su presencia, padre —dijo con voz plana.
—Te asegurarás de impresionarlo —la corrigió—. Es una conexión que conviene a nuestra familia. Nuestra posición aquí es aún precaria.
Nobara asintió levemente, resignada a su destino. Sabía que era una batalla perdida. Se levantó e hizo una pequeña reverencia antes de salir del despacho. Pero mientras caminaba por el largo corredor, una pequeña y maliciosa sonrisa comenzó a dibujarse en sus labios.
Así que el mejor de todos, pensó. El seminarista perfecto. El protegido del rector.
Oh, cómo se iba a divertir.
Notes:
Y sí, un día antes de lo planeado, estoy actualizando esta aventura novohispana. Mi calendario de actualizaciones se moverá un poco porque el siguiente fin de semana 4-5-6 de octubre voy a estar viajando a CDMX para ver a Fujii Kaze! Entonces el capítulo 4 estará aquí el viernes 3 de octubre y después habrá nuevo capítulo hasta el lunes 13. Voy a aprovechar también el viaje para visitar museos donde tengan arte colonial y por supuesto, la catedral metropolitana. ¡Cómo quisiera regresar a Morelia de nuevo para poder recorrer todo aquello que me inspiró para escribir esto!
De hecho, el capítulo 4 era parte del capítulo 3, pero me pareció excesivamente largo, entonces lo dividí. Toda la culpa la tiene el POV de Nobara que terminó alargándose muchísimo gracias a las explicaciones del nombre de Yuuji. Espero que no se sienta como si los hubiera bombardeado con información en este capítulo. Y también espero que mi justificación del origen de "Yuuji" e "Itadori" les haya convencido un poco. Pasé demasiado tiempo buscando palabras purépechas y significados, más tiempo del que dedico a otras cosas, en serio jaja.
También espero que hayan puesto atención a las partes donde Yuuji menciona a su abuelo, todo tiene un porqué en esta historia. Pero no les adelanto más, porque si no, ¿con qué me quedo después?
Una disculpita por no haber puesto POV de Megumi en este, pero se quedó atorado en la segunda mitad que ahora es el capítulo 4.
¡Nos leemos pronto!
Chapter 4: Eppur si Muove
Summary:
¿Qué pasa cuando la duda es la principal fuerza que nos puede mantener en movimiento?
Algo sucede dentro del alma del hombre cuando una verdad innegable aparece ante sus ojos.
Y sin embargo, se mueve. Y sin embargo, se queda.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Una cosa era pasar desapercibido con su ropa habitual y otra muy distinta, eso que estaba sintiendo, fuera lo que fuera.
Yuuji no se estaba acostumbrando a los zapatos. Eran demasiado estrechos, demasiado puntiagudos. Tenía calor. La camisa se le pegaba a la piel por debajo del chaleco. Definitivamente se estaba arrepintiendo de sus decisiones y ni siquiera había llegado al aula aún.
Atravesó el patio sintiéndose fuera de lugar. Subió la ancha escalera de piedra, detrás de otros estudiantes que ya se apresuraban a sus primeras lecciones así como él. Evitaba ver a todos aquellos que llevaban una sotana. Nadie le había dicho que los seminaristas también acudían a lecciones en San Nicolás, aunque debió de imaginarlo desde antes. Era demasiado lógico cuando lo pensaba con detenimiento.
Igualmente, no había nada que hacerle, si se lo cruzaba bien, si lo ignoraba también.
Cuando pensó estar más seguro, casi frente a su aula. Lo vio. Estaban los dos. Don Gregorio le decía algo y él tenía esa expresión en su cara de molestia perpetua, su ceño fruncido
Yuuji se obligó a continuar caminando, como si de verdad perteneciera a ese lugar, como si no se sintiera como un extraño.
Pudo ver el cambio en la expresión de Fushiguro en cuanto lo vio acercarse, una expresión en la que pudo percibir cierta sorpresa, probablemente debido a su nueva indumentaria. Trató de poner su mejor cara cuando saludó primero al rector.
—Don Gregorio, buenos y bendecidos días —dijo tratando de que su voz no temblara, sosteniendo la mirada e irguiéndose lo necesario para corregir su postura y no parecer de nuevo el conejo del campo que no pertenece a la ciudad.
—¡Yuuji! Precisamente estábamos hablando de ti —dijo Don Gregorio casualmente.
Así que estaban hablando de él. Podía sentir cómo el poco buen humor que le quedaba se deslizaba hasta el suelo, pero aún así se obligó a poner media sonrisa. Perdido en su afán de fingir, no vio venir el golpe que lo sacó completamente de su guión.
—Buenos días, Itadori.
Fushiguro lo había saludado con ese tono gélido en su voz, mirándolo con esos ojos profundos que no dejaban ver qué cosa pasaba por su cabeza. Esos ojos que esa mañana parecían casi negros porque no había sol que los alumbrara.
—¡Buenos días, Fushiguro! —contestó con una sonrisa que no pudo detener aunque hubiera querido. Una que no sabía que se había estado guardando desde el sábado. Fue como si en ese instante el sol hubiera roto las nubes para calentarle el rostro. Ya no, Yuuji ya no podía ver la mañana como algo sombrío.
Fushiguro no dijo nada más, solo se limitó a despedirse con un leve movimiento de cabeza y a caminar tan rápidamente que Yuuji pensó que se iba a tropezar con la sotana.
—Bueno, el deber nos llama y parece que Fushiguro llegará al aula mucho más rápido que el profesor —comentó Don Gregorio viendo cómo Fushiguro casi chocaba contra un sacerdote que venía hacia ellos.
El rector rió al ver esto y Yuuji casi tuvo el impulso de hacerlo también si no hubiera sido porque en ese momento Don Gregorio se recompuso y se enderezó en toda su altura para saludar al sacerdote que ya había llegado junto a ellos. Entonces Yuuji lo imitó.
—Parece que vuestro ahijado huye de algo, rector. Una conducta no muy propia, si me pregunta —dijo el recién llegado mientras se acomodaba la sotana.
—Peor que eso, Padre Ibarra. Huye de una lección de Física —contestó Don Gregorio mientras se acomodaba las gafas sobre la nariz.
—¿Física? Creí que su ahijado aún no cursaba las lecciones de Filosofía Natural.
—Me refiero a la primera ley de Newton. Un cuerpo en reposo tiende a permanecer en reposo, pero el joven Fushiguro ha encontrado... una fuerza que lo ha puesto en movimiento.
Yuuji podía sentir ahora la mirada del Padre Ibarra sobre él, dándose cuenta de que el rector no estaba solo.
—Padre Ibarra, os presento a vuestro nuevo alumno de gramática latina, el joven Yuuji Itadori —se apresuró a decir el rector mientras ponía una mano sobre su hombro.
Si antes ya se había sentido incómodo, ahora lo estaba más porque el sacerdote llamado Ibarra lo recorrió con la mirada de arriba a abajo, desde los zapatos puntiagudos hasta la punta de los cabellos. Su mirada juzgadora no cambió, pero cuando habló, su voz se volvió más seca. Como si en ese instante le hubiera dado un buen trago a un cáliz con vino.
—Ah, sí. El pintor. Me informaron de la beca. —Y dirigiéndose ahora a Yuuji, añadió—. Espero que vuestra aptitud para las declinaciones sea tan notable como me han comentado que lo es vuestro arte.
Antes de que Yuuji pudiera responder, Don Gregorio ya había intervenido con esa voz suave y despreocupada. —Precisamente, Padre Ibarra. El talento de este joven no se limita a lo que puede hacer con las manos. Me temo que con las herramientas adecuadas, incluso puede desarmaros en un debate.
Yuuji no sabía dónde meterse, Don Gregorio le estaba buscando problemas desde el primer día y él era lo último que quería.
—Tengo que retirarme —dijo Don Gregorio dando un paso hacia un lado—, tengo que cuidar que el cuerpo en reposo haya llegado con bien a mi aula.
Y se fue rápidamente por el pasillo, dejando a Yuuji bajo la mirada aguileña del Padre Ibarra, quien solo se dio la vuelta y entró al aula.
Yuuji no tuvo más remedio que ir detrás de él, parado debajo del marco de la puerta, dudando si entrar o no, si hablar o no, si erguirse más o ya era demasiado.
El Padre Ibarra simplemente lo miró como si fuera una inconveniencia en la pared.
—Señor Itadori, pase y diga su nombre, edad y procedencia frente a sus nuevos compañeros.
Yuuji entró al aula obligándose a echar los hombros hacia atrás, conservando la postura y hablando con voz firme.
—¡Yuuji Itadori de Pátzcuaro! ¡20 años!
Incluso quienes no habían reparado en su presencia voltearon a verlo. Pudo ver dos o tres cabezas mirándolo con interés. Dos cabezas más susurrándose algo entre ellos. Era de esperarse, claro. Él era el extraño, el impostor entre todos los criollos de piel blanca.
—Señor Itadori, modere el volumen de su voz. No estamos en el mercado —dijo el Padre Ibarra con voz medida pero como aguantándose de decir algo más.
Yuuji no dijo nada más, pero podía sentir todas las miradas sobre él. Una risita provino de la primera fila de mesas. Estaba acostumbrado. Sabía que para los criollos y peninsulares cualquier lugar que no fuera Valladolid o México era lugar de indios, lugar de mestizos, lugar de evangelizaciones eternas que no lograban borrar del todo lo que eran y lo que serían.
—Señor Itadori, tome asiento aquí en la primera fila —dijo el padre mientras le señalaba una silla vacía.
Yuuji se sentía fuera de lugar. Pero aún así no se rendiría el primer día. Si estaba en ese lugar era por algo e incluso si quisiera arrepentirse ahora, como ya lo había sentido. ¿Qué le diría a su abuelo? ¿Qué le diría a Choso? No podía decirles que había sido débil y un cobarde ante las miradas que podían destrozar un alma.
No. Necesitaba demostrar algo, aunque en ese momento ni siquiera supiera qué.
—La semana pasada estábamos analizando un fragmento de Cicerón —dijo el padre Ibarra abriendo uno de los pesados tomos que había puesto sobre su mesa al llegar—. ¿Quién me puede decir qué decía Cicerón de la amistad?
Un silencio se apoderó del aula, excepto por el sonido de telas revolviéndose en las sillas y de manos que hojeaban libros.
—Tal vez nuestro nuevo estudiante pueda hacernos el favor de releer el pasaje que ya habíamos estudiado.
Y el padre Ibarra le pasó a Yuuji el pesado tomo, quien lo tomó con ambas manos intentando mantenerlas firmes. Y cuando tuvo las palabras enfrente de él, un dedo arrugado le señaló la parte que debía leer. Yuuji tomó aire, leyó las primeras palabras en latín y se encomendó mentalmente a la Trinidad.
—Se puede entender cuánta es la fuerza de la amistad a partir de esto, pues de la infinita sociedad del género humano, que la misma naturaleza constituyó, este hecho se ha contraído y reducido a algo estrecho, de tal manera que todo amor se juntara o entre dos o entre pocos.
Yuuji leyó de corrido. Tal vez inventando una palabra aquí o allá, pero todos se habían quedado mudos de nuevo. Aunque sabía que esta vez no era porque no supieran la respuesta a una pregunta, sino porque no esperaban que aquel muchacho de tez morena estuviera traduciendo de un libro que no correspondía a sus manos.
Y tal vez así fuera. Tal vez sus manos eran demasiado ásperas para las sutilezas de este mundo que ahora lo rodeaba.
—¿Y qué habéis entendido, señor Itadori? —dijo el sacerdote mientras casi le arrebataba el tomo de sus manos.
Yuuji lo miró directamente a los ojos y sin vacilar, dijo lo primero que le había llegado a la mente, o tal vez lo único que podía pensar en ese momento mientras sabía que lo único que muchos veían era su color de piel y su apellido.
—Pues... que no se puede ser amigo de todo el mundo.
Una risita ahogada se escuchó desde su derecha. El Padre Ibarra arqueó una ceja, esperando que continuara.
—Significa que todo ese cariño que podrías sentir por todas las personas, se junta y se hace muy, muy fuerte... pero solo para unos pocos. —Yuuji hizo una pausa—. Tus hermanos, los que de verdad importan.
El Padre Ibarra le sostuvo la mirada. Yuuji no vaciló. El aire estaba tenso como un hilo de cáñamo. Hasta que una risa atronadora surgió de detrás de él.
—¡Nunca había escuchado tanta verdad en San Nicolás!
La voz era grave, alta, áspera. Y el hombre del que provenía era igual de alto y áspero.
—¡Has hablado con la verdad de Cicerón y con la de Dios!
Este estudiante se puso de pie, casi tirando su mesa en el camino y Yuuji solo pudo quedarse inmóvil al ver qué venía hacia él. Era mucho más alto y robusto visto desde cerca.
—¡Hermano! ¡Tú y yo vamos a llevarnos muy bien! ¿Sabías que llevas tres minutos aquí y ya has dicho más verdades que estos —señaló al resto del aula—, en tres meses?
El gigante posó su brazo sobre los hombros de Yuuji, tambaleándolo y casi tirándolo sobre su propia mesa.
—Déjame hacerte una pregunta solamente, ¿En qué tipo de justicia crees? En la de los hombres, en la divina, ¿o en la propia? No tienes que responder ahora. Solo piénsalo.
El padre Ibarra, que se había quedado inmóvil, recobró el habla con renovada fuerza.
—¡Morelos y Pavón! ¡Por favor, dejad de hacer escándalo en mi lección! Suficiente tengo con aguantaros esos modos como para que vengáis a primera hora a armar vuestro alboroto.
—No te preocupes, hermano, yo te enseñaré los modos de este colegio y con suerte algunos trucos más para sobrevivir.
Yuuji no sabía lo que estaba pasando, pero de pronto tenía a alguien junto a él que le sacaba dos cabezas de alto y que le sonreía anchamente. La mañana mejoraba a pasos agigantados, muy literalmente.
—¡Fuera los dos! ¡No permitiré este tipo de insolencias en mi lección de gramática! Si no tenéis nada que decir con vuestra pluma, será mejor que os entretengáis con algo allá fuera.
El sacerdote estaba rojo del coraje. Tal vez Yuuji sí era demasiado para cualquiera que lo conociera. Un atisbo de una risa cálida burbujeó en su pecho y le dio el suficiente valor para tratar de defenderse.
—Yo solo he contestado lo que me pedisteis, y si he fallado, os ruego que me digáis dónde lo he hecho. Y si he hablado bien, ¿por qué me castigáis?
—Vuestra palabra es tan afilada como para faltarme al respeto, ¿y aún así lo pregunta? Al parecer, Morelos os ha adoptado, así que compartiréis el castigo. Dos rosarios, de rodillas, en la capilla.
El sacerdote seguía descolocado y sus dedos agarraban firmemente el crucifijo que llevaba colgado al cuello.
—Vamos, hermano. Las mejores conversaciones se tienen de rodillas en la capilla. ¡Debo enseñarte demasiadas cosas! —dijo Morelos, como lo había llamado el padre Ibarra.
Y Yuuji salió del aula detrás de su robusto compañero. Sin siquiera terminar su primera lección y entendiendo que si quería sobrevivir ahí debía aprender a callarse.
Su sonrisa había sido como la llama de la vela que sentía arder bajo sus dedos cuando quemaba un soneto.
Había sido como mirar al sol directamente, alto en el cielo del mediodía. Había sido un golpe directo a todo lo que creía saber acerca de la naturaleza humana. Sus palabras nunca habían provocado tal reacción en nadie. Nunca un saludo habíase sentido tan liviano y desprovisto de artificio.
¿Pero por qué lo había hecho? Se obligó a recordar. Ah, porque el domingo se había sentido mal todo el día solo porque Itadori lo había ignorado antes de entrar a misa. Y entonces, tal vez se quería demostrar a sí mismo que no quería ser ignorado. Por nadie.
Megumi sentía su respiración pesada, su pecho apretado, su visión borrosa. Como si se hubiera quedado expuesto mucho tiempo al incienso que purificaba los altares. Su caminar se volvió errático, los escalones le parecían demasiado altos. Y cuando por fin pudo llegar a su aula, sentía como si la persona que había llegado no fuera él.
Se sentó frente a la mesa que siempre ocupaba en el aula y se aferró a los bordes. Necesitaba anclarse a algo físico. Tuvo el impulso de sacar papel y pluma. De dejar que sus pensamientos se desbordasen, pero tuvo la prudencia de no hacerlo. No cuando estaba a punto de comenzar la lección con su padrino.
La persona que esperaba apareció en la puerta antes de que Megumi tuviera tiempo de decidir si escribir o no. En vez de eso, guardó muy dentro de su cabeza lo que estaba amenazando con salir.
Como hoguera sobre el día os encuentro,
erais luz y sombra, o tinto bendito,
que se ha quedado demasiado dentro,
no con tinta sino con fuego escrito,
en la sola confesión de un aliento
del que huyo lejos, y aquí repito.
—Buenos días, caballeros —la voz de su padrino rompió la tela de sus pensamientos y acalló los pocos murmullos que comenzaban a gestarse dentro del aula—, hoy no vamos a hablar de Dios, sino de la terquedad de los hombres.
El rector llevaba sus gafas transparentes. Sus imposibles ojos azules recorrían el aula, y por un momento sintió como si se hubieran detenido en él una fracción de segundo más de lo normal. Como si supiera exactamente la fuerza que acababa de tirar sus defensas de nuevo.
El aula entera se sentía como un solo ser que contuviera el aliento, pendiente de las siguientes palabras.
—Algunos de vosotros —comenzó el rector—, leen las escrituras y ven un universo ordenado que siempre ha sido como ahora lo es, como si el hombre fuera el único propósito por el que el universo fue creado.
Se detuvo y volvió a recorrer el aula con la mirada, esperando tal vez tomar desprevenido a alguien para lanzar una de esas preguntas tan peligrosas que tan bien conocía Megumi.
—Ningún estudioso podría sostener la idea de que todo gira alrededor de nosotros. Que la Tierra se sostiene inmóvil, y que el firmamento flota y danza alrededor de ella.
Megumi contuvo la respiración. La idea del geocentrismo ya no era predominante, pero aún había quienes pensaban que Dios hizo a la Tierra para que fuera el centro del Universo y la pieza perfecta de su creación.
—Hace dos siglos, un astrónomo polaco llamado Copérnico sugirió que tal vez no éramos el centro de todo. Que esta Tierra no era más que una de tantas esferas que giraban alrededor de una lumbrera. Una idea peligrosa, una idea que sugería que el jardín perfecto de Dios no era más que una ínfima parte, y no la más importante.
El sacerdote comenzó a caminar entre las mesas. Megumi podía sentir su presencia acercándose y se obligó a no encogerse en la silla.
—Pero fue un italiano, Galileo, quien pagó el precio de esa verdad —su tono ahora parecía entusiasmo puro—, porque sí, es una verdad innegable para todo aquel que se atreva a tener ojos y a razonar con algo más que no sea la fe.
La clase se dirigía peligrosamente hacia terrenos que el Santo Oficio aún consideraba heréticos. Megumi miró a su alrededor, nadie se atrevía a mirar directamente al rector.
—Galileo vio lunas girando alrededor de Júpiter, vio las fases de Venus. Vio pruebas. Y por eso fue llamado a Roma, juzgado por el Santo Oficio y forzado a arrodillarse mientras se retractaba de la verdad que había descubierto. Lo obligaron a decir que la Tierra no se movía.
Se detuvo frente a la mesa de Megumi. Su voz bajó, volviéndose como una confidencia personal que, sin embargo, todos escuchaban.
—Pero cuentan que, mientras Galileo se levantaba, después de haber mentido para salvar su vida dijo una frase apenas audible para él. Una frase que se ha convertido en el credo de todo hombre que ha sido forzado a negar una verdad.
La mirada del rector se encontró con la de Megumi, y en ese momento sintió que la lección ya no era sobre Galileo.
—Eppur si muove —susurró —. Y sin embargo, se mueve.
La frase golpeó a Megumi como algo físico. Y sin embargo, se mueve. Todo lo que creía inmóvil y seguro ahora se agitaba violentamente alrededor de una sonrisa que había visto esa misma mañana. Esa era una verdad que lo aterrorizaba. Y ahora acababan de darle las palabras exactas para describirla.
—Dígame, Fushiguro. Cuando un hombre debe defender una verdad que choca con lo que Dios nos ha dejado en las escrituras. ¿A quién debe traicionar? ¿A Dios, o a la razón?
La pregunta no fue lanzada como un ataque, pero resonó en el alma de Megumi con la violencia de una campana rota.
La mente de Megumi se volvió un caos. Desesperadamente, buscó una respuesta en Aquino, en San Agustín, en los preceptos de la fe que habían gobernado cada día de su vida. No había nada. Toda la teología se convertía en ceniza ante el recuerdo vívido de una sonrisa que había visto esa misma mañana. Una sonrisa que no era ni Dios ni razón, sino algo completamente distinto: una fuerza.
Silencio. Megumi no podía decir nada mientras sopesaba sus opciones. Y en ese momento lo comprendió.
Su padrino no le había hecho una pregunta.
Le había plantado la semilla de la duda.
Notes:
No saben cómo me divertí escribiendo esto. Es un alivio poder ponerlo en palabras por fin. Y sin embargo se mueve, es esa tesis que nos dice muchísimo acerca del viaje de la razón a través de los siglos. Yo misma me sigo maravillando de las cosas que seguimos descubriendo y me pareció bastante apropiado usar esta frase en una historia que precisamente nos habla de descubrimiento. Espero que este capítulo lo lean dos veces o hasta tres.
Y sí, ¡Morelos es Todo Aoi! EL BESTO FRENDO
¡Nos vemos el lunes 13 de octubre con la próxima actualización!
Chapter 5: El Almendro y el Ciruelo
Summary:
La dulzura puede encontrarse de diferentes maneras. Tal vez tomará la forma de un fruto prohibido o tal vez será tan simple que ni siquiera nos daremos cuenta de que nos ha alcanzado.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Erais luz y sombra, o tinto bendito…
Seguía repitiendo la cabeza de Megumi una y otra vez mientras caminaba, mientras tomaba sus lecciones del día y también mientras trataba de rezar.
El andamio estaba vacío a mediodía. Seguía vacío mientras ignoraba el evangelio de las tres.
Megumi no se movió de su lugar en el duro banco, ni siquiera pudo hacer lo que siempre hacía después de nona, moverse hacia el reclinatorio que quedaba justo enfrente del altar y desviarse hacia pensamientos que no se permitía en ningún otro momento del día. Aquel reclinatorio era su verdadero confesor, el que le permitía pensar en otra vida, en otro lugar, en otro tiempo. Pero esta vez estaba atado al banco, sus manos unidas a modo de rezo.
Megumi se levantó con pesadez, como un condenado que va hacia el patíbulo. Sus piernas se sentían pesadas. Se obligó a entrar al cuartillo que ahora fungía como taller. Dentro solo estaba la mesa polvorienta ahora con varias herramientas desperdigadas sobre ella. Por la ventana comenzaban a entrar los rayos del sol de la tarde, haciendo que las motas de polvo del ambiente se hicieran más visibles. Si el pintor quería trabajar en este lugar polvoriento, tendría que poner mucho empeño en hacerlo mínimamente habitable.
Sus ojos estaban tan concentrados en no ser cegados por la luz naranja de la ventana, que su oído no había captado el sonido de los pasos que se detuvieron bajo el marco de la puerta entreabierta.
La sonrisa del pintor no era como la de aquella mañana, ya no era el sol que le quemaba, era más tímida, como una brasa que ha estado demasiado tiempo bajo la ceniza. Ya no usaba el chaleco de terciopelo, y la camisa de lino blanca resaltaba aún más su piel morena que reflejaba el sol que caía sobre ella.
—Buenas tardes, Fushiguro, espero no interrumpiros. Don Gregorio me indicó que os buscara, pero no esperaba encontraros aquí —Itadori dijo con un tono de voz casi medido, como los que se usan para no espantar a los gatos de los patios—, creo que este será un buen lugar para mezclar los pigmentos, una vez que le quite el polvo acumulado durante un siglo, claro.
—No necesitáis quitarle tanto polvo —Megumi contestó casi en automático—. Esta capilla no debe llevar más de 20 años en pie.
El pintor soltó una risa debido a su comentario. Así que así iba a ser. Él iba a ser la persona sensata mientras que el otro se tomaría todo a la ligera.
Megumi no rió con él, necesitaba poner una clara distancia desde el principio, dejar en claro que esto solo era temporal. O tan temporal como el tiempo que le costara convencer a su padrino de que él no era la persona más apropiada para vigilar a su nuevo protegido.
—Fushiguro, sé que no os parece muy bien la idea de tener que quedaros en este lugar cuando deberíais estar haciendo vuestras actividades —comenzó Itadori, borrando su sonrisa, bajando aún más su tono de voz, casi disculpándose.
Megumi se sobresaltó por sus palabras, casi como si le hubiera podido adivinar el pensamiento. No, simplemente había visto dentro de él. Y eso era peor. Era obvio que él no quería estar ahí. Quería estar en la biblioteca, leyendo, repasando teología, haciendo cualquier otra cosa que no involucrara relacionarse con alguien más, ni hablar, ni moverse.
No contestó. Fingió distraerse con la mesa, estudiando la capa de polvo como si en ella hubiera respuestas. Pero Itadori parecía dispuesto a dejar las cosas claras, porque aquel no parecía dispuesto a que se refugiara en el silencio.
—Debe saber que Don Gregorio me ha confiado los planos de la capilla —dijo Itadori desdoblando un papel amarillento que llevaba en las manos—, conozco un poco de arquitectura, pero si quiero ajustarme a las proporciones originalmente planeadas para los frescos, necesitaré vuestra ayuda.
Megumi se acercó para observar más de cerca el papel extendido. En efecto, contenía detalles estructurales y, sobre todo, estaba lleno de anotaciones en francés, las suficientes para desorientarlo. Y la caligrafía sería otro problema. Quienquiera que hubiera escrito aquello era alguien muy refinado o muy pretencioso.
—Entiendo —dijo llanamente, mientras sus ojos daban vueltas entre el francés y las curvas de los dibujos.
—Verá vuesa merced que mis letras no son tan doctas como las vuestras, y el francés sigue siendo un misterio para mí. Sin un traductor, este papel solo me sirve para avivar el fuego.
Megumi comprendió súbitamente la trampa que le había puesto su padrino, más bien, a los dos. A Itadori le había dado una encomienda que no era posible sin ayuda externa y en vez de que el mismo Hidalgo se dignara a traducir el documento, le había pasado la responsabilidad a él, y lo que era peor, sin posibilidad de negarse.
—Puedo traducir, pero debo de advertiros que no conozco demasiado sobre temas estructurales, y mucho menos sobre pintura —concedió Megumi.
El rostro de Itadori pareció relajarse un poco, sus ojos se abrieron levemente con sorpresa, como si hubiera estado esperando una negativa. Como si lo natural fuera que Megumi se negara. Pero no podía hacerlo, al menos no todavía.
—Trataré de no molestaros mucho al respecto, sé que vuestros estudios le exigen lo suficiente ya —dijo el pintor mientras doblaba de nuevo el plano y mirando a su alrededor como buscando un lugar donde guardarlo. Megumi tomó nota de aquello; necesitarían un arcón para guardar las cosas importantes.
—No os preocupéis por mis estudios—trató de decir Megumi con la voz más monótona que pudo poner—, preocupaos por los vuestros.
—Sí, bueno —dijo Itadori mientras se pasaba una mano por detrás de la nuca, claramente incómodo—, mis primeras lecciones han sido… movidas y tal parece que necesitaré hundir más mi nariz en los libros si quiero sobrevivir al menos un ciclo.
A Megumi no le sorprendía que algo así hubiera pasado en su primer día en el Colegio, pero aun así, sintió una naciente curiosidad sobre cómo había sido su primera experiencia entre los muros de San Nicolás. No quiso preguntar más; se notaba que Itadori era de los que no paraban de hablar una vez que empezaban, así que solo se limitó a asentir mientras el otro seguía hablando.
—¿Sabéis de qué me he dado cuenta? —dijo Itadori mientras sacaba un trapo de su morral y empezaba a sacudir el polvo de la mesa—. Que los apellidos aquí tienen demasiado peso, no entiendo muy bien, al fin y al cabo son solo palabras que hemos heredado.
Megumi dio dos pasos hacia atrás para ponerse fuera del alcance del polvo que comenzaba a levantarse en el aire. Pero las palabras de Itadori lo habían golpeado también. Los apellidos eran la mejor herencia en el Virreinato se suponía. Pero el suyo era lo único que su padre le había dejado. Un nombre vacío, sin tierras ni fortuna que lo respaldaran, palabras heredadas, como había dicho Itadori. Solo palabras.
Itadori detuvo el movimiento del trapo y quedó pensativo sin siquiera imaginarse el efecto que habían tenido sus palabras, así que continuó.
—Tome el vuestro, por ejemplo —dijo, su voz teñida de una curiosidad genuina y directa—, Fushiguro. ¿De dónde viene?
Itadori no lo miraba directamente, miraba algún punto sobre la pared de piedra, pero aún así se sintió observado, fuera de lugar, como un objeto de estudio. Nadie nunca cuestionaba el origen de su apellido; era lo que era, era lo único que quedaba del honor de sus ancestros.
—Mi apellido originalmente era Fuensiguro —comenzó a decir Megumi rápidamente, para quitarse de encima la pregunta—, sufrió las modificaciones del tiempo, ya que nuestros ancestros llegaron hace un par de siglos a la Nueva España.
—Conozco bien ese tipo de cambios —dijo el pintor, con un dejo de nostalgia en la voz.
Megumi no se detuvo. Ya había empezado y debía terminar la historia, al menos solo fuera para tener algo que decir.
—Significa Fuente Segura —y cuando Megumi dijo eso, pudo ver cómo Itadori, quien había estado viendo la piedra, volteó y lo miró.
Sus ojos se encontraron súbitamente y Megumi volvió a sorprenderse con aquel color dorado que parecía robarle los rayos al sol. Pero no había confusión en esos ojos. Había sorpresa, reconocimiento; había algo más que no podía nombrar. Tenía que seguir hablando. Apartó la mirada.
—Es una región en Castilla. No hay más que eso. Es un apellido tan común como los demás.
—¿Vuestro nombre tiene una historia también? —preguntó Itadori cuidadosamente.
¿Acaso sabía exactamente lo que le estaba preguntando? No, no era posible, era simple curiosidad.
Megumi no podía contar la misma mentira que su padre siempre había dicho a los demás, que era un nombre de origen vasco, que era una tradición familiar, que era debido a una antigua manda. No, tenía que decir la verdad, tal vez desde el comienzo, desde el momento en el que su nombre se convirtió en su primera carga.
—Mi nombre tiene raíces que no se encuentran aquí o en Castilla. Fue un capricho de mi señor padre.
Megumi trató de respirar normalmente, de no dejar escapar un suspiro que lo delatara. Se recargó contra la pared de piedra buscando apoyo.
—Cuando era muy joven, mi padre conoció a un viejo en el puerto de Acapulco. Un convertido cristiano que venía de las islas de Japón, quien le enseñó cómo sobrevivir en cualquier pedazo de tierra que pudiera llamar hogar. Tal vez él sintió que había encontrado su verdadero hogar ahí, no sé —Megumi miraba de reojo a Itadori, quien se había quedado muy quieto—. Me dio un nombre que le enseñó aquel viejo, una palabra extranjera que significa la bendición y la gracia: Megumi.
—Megumi… —repitió Itadori. Y en ese momento sus ojos se abrieron llenos de pánico. Sus labios apretándose en una fina línea.
Para Megumi había sido apenas un instante de sorpresa. Su nombre pronunciado con esa mezcla de suavidad y curiosidad. Ambos sabían que aquello había sido una transgresión. Una transgresión tan obvia que Megumi se alegró de que estuvieran solos cuando sucedió.
Lo dejó pasar. No había razón para detenerse en aquello en esos momentos.
—Un nombre japonés que mi padre me dio sin pensar —dijo apresurando sus palabras—. Es un nombre, solo eso.
Un silencio se extendió después de esas palabras. El pintor volvía a mirar la pared. Megumi se miraba los pies. Ya había mostrado suficiente. Demasiado.
—Debemos concentrarnos en el trabajo que tenemos por delante —dijo Megumi, rompiendo el silencio que se estaba volviendo incómodo.
—Me seguiré encargando de raspar la pared —dijo Itadori mientras se enderezaba y sacudía el polvo de sus manos—. Vuesa merced puede comenzar con el plano.
Itadori había tomado el liderazgo tan naturalmente que Megumi no pudo objetar. No era una orden, pero había certeza en su voz, una simpleza que no admitía discusión. Por un momento sintió una punzada de irritación que fue prontamente reemplazada por una sensación de alivio. Itadori había marcado el camino de vuelta a la seguridad del trabajo y Megumi se lo agradeció silenciosamente.
—Lo analizaré —concedió.
El pintor salió de la antigua sacristía, Megumi tomó el plano y lo siguió, manteniendo una distancia cuidadosa.
Mientras Itadori se preparaba para subir al andamio, Megumi tomó asiento en su lugar habitual a la derecha.
Los sonidos de la cal siendo raspada llenaban la capilla. Estaban solos. El otro sonido era el del crepitar de las velas del altar. Su mente remontó al sábado anterior, cuando había usado el cabo de vela robado para escribir sus pensamientos.
Internamente volvió a pedir perdón a Dios, aunque ya no estaba seguro de por cuál pecado se disculpaba.
El tiempo pasó sin que Megumi se diera cuenta, estaba absorto entre las curvas del plano y las anotaciones en francés que parecían danzar frente a sus ojos. Seguía sorprendido por la caligrafía, era excelente pero excesiva, como si quien la hubiera escrito quisiera impresionar más que comunicar.
Cuando las campanas de vísperas sonaron, Megumi levantó la vista hacia el andamio. Itadori ya había descendido y limpiaba sus manos en el único trapo polvoriento que había traído.
—Debo irme —dijo Itadori mientras se sacudía el polvillo de su camisa—, tengo que encontrarme con alguien.
—Mañana continuaremos. Permitidme guardar el plano, si no os molesta —dijo Megumi.
—Todo vuestro. Entonces, mañana —dijo Itadori, como una promesa, y lo era.
El rezo de vísperas había pasado como un borrón que no logró registrar del todo en su mente cansada.
Pero aún no podía relajarse, tenía una encomienda más ese día; algo que no pudo objetar, pues se trataba de negocios. Clases de catecismo. Al menos era algo sencillo.
Cuando por fin salió de la capilla, el aire fresco lo golpeó tan de pronto que se mareó.
Sus pasos lo llevaron lejos de la calle Real, siguiendo las direcciones que le había dado su padrino. La mansión de un comerciante japonés no era cosa rara en Nueva España, tal vez mal vista, pero tolerada.
La residencia era una de las más notables de la calle, con sus balcones de hierro forjado y su fachada de cantera rosa, que delataban la prosperidad de la familia. Nobara Kugisaki, una muchacha en edad de casarse necesitaba lecciones de fe para que se pudiera convertir en una pieza más valiosa en este mercado llamado Valladolid.
Esa era toda la información que Megumi poseía.
La criada lo condujo directamente al salón donde lo esperaban el señor Kugisaki y su hija, que estaba vestida con un vestido azul profundo con bordados dorados, un atuendo que rozaba lo inapropiado para una lección de catecismo.
El señor Kugisaki le extendió una mano que Megumi se apresuró a estrechar.
—Señor Fushiguro, es un honor teneros en esta su humilde casa —la sonrisa del hombre se enmarcaba debajo de un tupido bigote, su saludo fue firme.
—No hago más que mi deber —dijo Megumi mientras volteaba a ver a la muchacha, la cual solo le hizo una mueca.
No iba a permitir eso si es que su padrino pretendía que las lecciones fueran algo habitual. Le había dejado demasiado claro a Megumi que necesitaban el dinero y que esta era una oportunidad rápida y fácil de hacerse con unos cuantos reales.
Tan fácil no iba a ser, pensó, mientras miraba a la muchacha.
—Os dejo, para que podáis comenzar, tenemos velas de sobra y encontraréis pluma y papel en la mesa del comedor —dijo el Señor Kugisaki mientras volvía a estrechar la mano de Megumi a manera de despedida.
La tarde ya moría cuando llegaron al comedor y Megumi solo se preguntaba por qué había aceptado perderse la cena por enseñar a una chiquilla malcriada.
—Llámadme simplemente Nobara, por favor, no me hagáis sentir vieja —dijo la muchacha cuando apenas se habían sentado a la mesa.
—¿Cuántos años tenéis? —Megumi preguntó mientras encendía las velas sobre el lujoso candelabro.
—Dieciséis, la edad perfecta para saber que no me podéis dar ningún tipo de instrucción que me sea útil, ¿y vos?
Megumi trató de ignorar el tono en su voz. Estaba claro que esta era una situación que les desagradaba a los dos, pero estaban atrapados en esto.
—Diecinueve —contestó Megumi, tratando de mantener la compostura.
—Parecéis más joven, no me esperaba que mi preceptor fuera casi un anciano.
Megumi decidió no responder a esa última provocación. Se sentía agotado, había sido un día demasiado largo.
—¿Tenéis alguna pregunta sobre el catecismo o sobre la fe en general? —preguntó Megumi, intentando sonar formal y distante.
Nobara se recostó en su silla, cruzando los brazos sobre el pecho. Una leve sonrisa se dibujó en sus labios.
—Soy una mujer de sociedad, he asistido a misas desde que tengo memoria y conozco las oraciones como la palma de mi mano.
—Conocer las oraciones no es lo mismo que comprender la fe, señorita Kugisaki.
—¿Y qué creéis vos que es la fe? —Nobara se inclinó ligeramente, su voz ahora con un matiz de genuina curiosidad, o quizás de burla bien disimulada.
Megumi suspiró. Esta no iba a ser una lección sencilla.
—La fe es la convicción de lo que no se ve, la certeza de lo que se espera. Es un camino, no una simple repetición de palabras.
—¡Qué poético! ¿Acaso os preparáis para ser un poeta además de sacerdote? —dijo la muchacha mientras soltaba una risita.
La irritación de Megumi comenzó a crecer, pero se recordó la importancia de mantener la calma. Se enderezó en su asiento, sus ojos fijos en los de ella.
—Estoy aquí para una tarea, señorita Kugisaki. Y esa tarea es asegurar que vuestros conocimientos sobre la doctrina católica sean los adecuados. Si vuestro padre cree que necesitáis instrucción, entonces la tendréis.
La sonrisa de Nobara se desvaneció un poco, pero mantuvo los brazos cruzados.
—Vaya. Sois más… firme de lo que esperaba.
Se hizo un silencio tenso entre ellos, solo roto por el crepitar de las velas. Nobara lo observaba fijamente, como si intentara descifrarlo. Megumi sostuvo su mirada, esperando su siguiente movimiento. Al final, ella fue la primera en desviar la vista hacia la mesa.
—Bien —dijo la muchacha, su voz se hizo más suave—. ¿Por dónde empezamos, entonces, profesor?
Megumi suspiró, sabía que no había ganado esta batalla, pero no quería discutir más, Sacó el pequeño breviario de su sotana.
—Empezaremos por lo básico, señorita Kugisaki. Por los Diez Mandamientos.
—Conozco los Diez Mandamientos al derecho y al revés —respondió Nobara con un tono desafiante—. De hecho, ayer mismo evité que uno fuera desobedecido, por poco.
—¿Y cómo fue eso, señorita Kugisaki?
Una sonrisa de suficiencia volvió a los labios de Nobara.
—Un pobre ingenuo, que se notaba que acababa de llegar a la ciudad, iba a ser robado. Querían cobrarle una suma exorbitante por un poco de pigmento de cochinilla. Por suerte, lo vi a tiempo.
Megumi casi se ahoga con el aire. No podía ser una coincidencia. Alguien nuevo en Valladolid, ingenuo, a punto de ser robado, pigmento. Claro, era Itadori.
—¿Sabéis si era un pintor? —preguntó Megumi, intentando mantener una voz neutral pero sin lograrlo del todo.
Nobara lo observó fijamente, manteniendo esa sonrisa, pero ahora mostraba algo más, quizá astucia o entendimiento.
—Oh, parece que vos también le conocéis. ¿Acaso mi preceptor tiene contacto con gente del pueblo, con artistas? Eso es inesperado.
—Señorita Kugisaki, no es propio asumir cosas acerca de la vida de los demás. Simplemente sucede que conozco a la persona a la que os referís.
—¿Ah, sí? —dijo Nobara mientras se inclinaba apoyando los codos sobre la mesa—. Entonces sabréis que es una persona generosa. Después de que lo salvé, compró un par de ciruelas y me ofreció una. Dijo que se puede usar como pigmento y es verdad, yo misma he visto cómo se quedan las manchas para siempre en mi ropa. Ciertamente unos frutos maravillosos.
Megumi sintió algo revolverse dentro de su estómago, tal vez hambre. Se acomodó en la silla y trató de mantener la calma.
—Las ciruelas son frutos comunes —dijo con más frialdad de la que pretendía—, abundan en los huertos.
—Pero estas no eran tan comunes, eran grandes y dulces, rojas como la Sangre de Cristo.
—Los frutos rojos y dulces suelen ser los más peligrosos, señorita Kugisaki. San Agustín nos advierte sobre los placeres que no se dirigen a Dios y son perjudiciales para el alma. Tal como los frutos de los que habláis.
—¿Peligrosos? ¿Estáis diciendo que una ciruela puede ser una tentación?
—Estoy diciendo que no todo lo que es dulce es reconfortante para el alma. A veces lo dulce esconde acidez. A veces lo que mancha los dedos puede manchar también el espíritu.
—Qué curioso —dijo Nobara poniendo ahora la cabeza sobre sus manos—, yo pensé que eran solo ciruelas. Frutos que Dios puso en la Tierra para que comiéramos de ellos, ¿acaso también es un pecado alimentarse?
Los pensamientos de Megumi regresaron al seminario, a la cena que se estaba perdiendo, al día tan largo que había soportado. Podía sentir la jaqueca acercarse. Se frotó las sienes y se aplastó el puente de la nariz antes de seguir hablando.
—El pecado no está en el fruto, señorita Kugisaki —dijo con cuidado y con una voz más baja—. Está en el apego desmedido a los placeres terrenales, está en olvidar cuál es nuestro último propósito en esta tierra. Pero regresemos a la lección, los Diez Mandamientos.
—Como gustéis, profesor. Aunque me pregunto —Nobara hizo una pausa deliberada—. ¿Alguna vez habéis probado una ciruela de verdad? No pensando en pecados o tentaciones. Sólo probándola.
Megumi no contestó a esa pregunta. No podía. No debía. Porque si no, lo que saldría de su boca sería más sincero de lo que estaba dispuesto a dejar ver.
Abrió el breviario con más fuerza de la necesaria.
—Los Diez Mandamientos, señorita Kugisaki.
Esta vez, Nobara no puso objeciones. Se enderezó y comenzó a recitar los Diez Mandamientos, como si las anteriores provocaciones nunca hubieran existido. Parecía como si también ella se hubiera dado cuenta de que había ido demasiado lejos.
La lección continuó sin más sobresaltos. Megumi también le explicó algunas cosas sobre los sacramentos, e incluso Nobara tomó algunas notas importantes.
Cuando las velas del candelabro se consumieron hasta la mitad, Megumi cerró el breviario.
—Creo que es suficiente por hoy, habéis demostrado tener una base sólida en la doctrina.
—¿Entonces volveréis? —preguntó Nobara, curiosa, sin rastro ya de la hostilidad inicial.
—Vuestro padre lo ha solicitado, así que sí, volveré la próxima semana después de vísperas.
Nobara asintió y ambos se pararon de sus sillas. Ella lo acompañó hasta la puerta exterior.
—Buenas noches, señor Fushiguro —dijo Nobara mientras hacía una leve inclinación de cabeza—. Que descanséis.
Megumi se despidió de la misma manera y emprendió el camino de regreso hacia el seminario. La noche había caído completamente sobre Valladolid y podía escuchar cómo las últimas ventanas de las casas se cerraban. Solo quedaba el sonido de sus propios pasos y el ladrido lejano de unos perros.
Estaba demasiado cansado. No había comido desde el mediodía y la jaqueca amenazaba con volverse algo peor. Si tenía suerte, tal vez aún podría encontrar un pedazo de pan en la cocina. Pero pensándolo mejor, lo único que quería era tirarse en su catre.
Mientras caminaba, las palabras de Nobara Kugisaki seguían resonando en su mente.
¿Alguna vez habéis probado una ciruela de verdad?
Qué pregunta tan absurda. Claro que las había probado. En casa de su padrino cuando era más joven. En el seminario cuando la temporada lo permitía. Eran solo frutos. Nada más.
No más que eso.
Cuando llegó al seminario, entró por la puerta lateral que daba al patio de las celdas y subió las escaleras lo más silenciosamente posible. Ya no había nadie en los pasillos. Se apresuró hacia su celda y, cuando estuvo dentro, solo se demoró el tiempo necesario para desabrochar los treinta y tres botones de su sotana antes de colapsar sobre su catre.
No tuvo energía para rezar sus oraciones nocturnas. Tal vez Dios lo perdonara solo por esta vez.
Se dio la vuelta, hundiendo el rostro sobre la almohada áspera.
Mañana volvería a la capilla, al taller. Itadori estaría ahí. Megumi no mencionaría nada sobre su lección de catecismo ni sobre las ciruelas. No mencionaría la incomodidad que había sentido todo el día.
Y antes de caer en la inconsciencia total, un último pensamiento se le atravesó.
He visto cómo se quedan las manchas para siempre en mi ropa. Había dicho Nobara.
Y Megumi se preguntó, en ese espacio entre la vigilia y el sueño, qué más en este mundo podría dejar marcas tan duraderas.
La luz de la tarde era baja. No faltaba mucho para que la ciudad se sumiera en la oscuridad.
Habían acordado verse a las seis. Choso había estado ansioso todo el fin de semana. No sabía si su hermano se estaba alimentando bien o si tenía suficientes mantas para cubrirse en la noche. Necesitaba conseguirle una manta de lana antes de que llegara el invierno.
Volvió a revisar el contenido de su morral: diez velas de cera de abeja, veinte de sebo. Esperaba que fueran suficientes para que su hermano no pasara oscuridad y pudiera estudiar como es debido. Sus dedos rozaron algo más en el fondo, era un mazapán envuelto en papel de china. Toge se lo había dado esa mañana presionándolo en su mano y diciendo “Almendra”.
Había dicho solo eso: “Almendra”.
Choso sabía lo que significaba. La almendra era costosa. Tal vez había apartado una pequeña cantidad de la masa de algún encargo de un criollo. Pero decidió no pensar más en ello. El hermano superior diría que un franciscano no debe cargar dulces caros, pero esto era diferente. Era para Yuuji.
También le había llevado unas guayabas verdes y suficientes manzanas para toda la semana. Había escogido las más lisas y sin mancha. Por si Yuuji decidía compartirlas con alguien.
Las campanas de la catedral acababan de anunciar las seis y Choso centró su atención en la puerta del seminario. Unos minutos después lo vio. Yuuji caminaba arrastrando los pies entre el polvo de la calle. No tenía su energía habitual.
Choso fue rápidamente a su encuentro. No le gustaba gritar.
—Yuuji.
Su hermano lo vio y sonrió. Pero era una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—Hermano —le contestó simplemente.
—¿Y esa ropa? Tienes cal en el cabello —Choso le sacudió por encima cuidadosamente.
—Don Gregorio me dio la ropa. Al parecer, debo de lucir a la altura —dijo Yuuji mientras se agachaba para que Choso le siguiera sacudiendo la cal.
—Debo de agradecerle después —dijo Choso mientras analizaba los ojos de Yuuji—. Te ves más cansado que el sábado. ¿Todo está bien?
Choso observó cómo Yuuji pasaba su mano por su nuca, ese gesto que hacía cuando no quería decir algo.
—Sí, todo bien. Solo… ha sido un día largo —respondió Yuuji volteando hacia atrás, justo por donde había venido.
¿A quién esperaba ver?
Choso revisó la calle disimuladamente. Solo había gente volviendo a casa, un carro de bueyes, nada inusual. Pero Yuuji seguía tenso. No preguntaría más, sabía que Yuuji no se había entendido con Fushiguro, que se sentía solo en este nuevo ambiente. Pero si Yuuji le quería contar más, lo haría a su debido tiempo.
—Traje velas —dijo mientras alzaba el morral—, para que puedas estudiar por las noches.
Yuuji trató de sonreír de nuevo, sin lograrlo completamente.
—Ah, sí… gramática latina es… fue, algo especial —dijo mientras se frotaba los ojos—. Voy a necesitar muchas velas.
Choso sacó el paquete de velas y lo puso en las manos de su hermano. Suficientes para un mes si las racionaba bien.
—Gracias, hermano, no debiste…
—Sí debo. Hermano, necesito saber que estás bien o yo mismo te regresaré a Pátzcuaro con el abuelo —dijo impulsivamente, dejando ver por un momento lo que realmente quería hacer.
—No, no, hermano. No es tan grave. Es solo que… —dijo Yuuji mientras desviaba la mirada a las velas en sus manos—. Hoy en gramática pasó algo raro.
Choso esperó a que Yuuji continuara, apretó las manos instintivamente.
—Hay un estudiante. Morelos y Pavón. Es grande… y ruidoso, muy ruidoso.
—¿Te lastimó? —preguntó Choso tratando de no levantar la voz.
—¡Para nada! Creo que me adoptó.
—¿Cómo que te adoptó?
—A media clase, bueno, ni siquiera habían pasado diez minutos en realidad… —dijo Yuuji con esa voz que siempre buscaba justificarse—. Se levantó y declaró que yo era su hermano y que había dicho más verdades que todos ahí.
Choso parpadeó sin entender completamente lo que le estaba contando su hermano. Sus manos se relajaron, pero una sensación de indignación subió desde su estómago hacia su pecho.
—¡¿Cómo que “hermano”?! Tú ya tienes un hermano.
Yuuji soltó una pequeña risa que esta vez sí llegó hasta sus ojos. Ah, claro. Ahora diría que estaba siendo dramático y sobreprotector. Pero esto era diferente. Era una afrenta contra la hermandad, contra la familia, contra…
—Hermano, relájate. Parece que no todo es malo. Ahora me sigue a todas partes y nadie me ha molestado.
Choso sopesó las palabras de Yuuji por un instante. Si ese tal “Morelos” podía cuidar a su hermanito, estaba bien para él. Pero estaría vigilando. Para él no era difícil pasar desapercibido. Cuando menos lo esperaran, ya se habría introducido hasta lo más profundo de San Nicolás, y…
—Choso, estoy bien.
La sonrisa de Yuuji había casi regresado a su estado habitual. Se obligó a respirar profundamente.
—Tengo algo más —dijo Choso mientras le pasaba todo el morral a Yuuji—, guayabas y manzanas, para que compartas con… bueno, tú sabrás con quién.
Yuuji notó el paquetito de papel de china dentro del morral y lo tomó cuidadosamente, dándose cuenta inmediatamente de qué era. Yuuji siempre había sido amante de los dulces, siempre usando su encanto para que Toge le hiciera sus favoritos.
—Choso, hermano. Esto es caro.
—Toge insistió. Me lo aplastó sobre la mano tan fuerte que pensé que se rompería.
Yuuji apretó el mazapán contra su pecho y sonrió completamente. Eso era suficiente para Choso.
—Agradece a Toge por mí. Sé lo difícil que es conseguir almendras.
—Agradécele tú la próxima vez que nos visites —dijo Choso mientras sacudía el cabello de Yuuji, tenía cal aún—. Y tal vez quieras compartir un poco de eso con Fushiguro.
La mención del nombre había tenido un efecto inmediato en su hermano. Sus hombros se tensaron, la sonrisa disminuyó su intensidad, su cabeza volvió a girarse como buscando a alguien.
—¿Tal vez Fushiguro se endulce un poco si prueba este mazapán? —Choso dijo tanteando un poco más el terreno.
La reacción de Yuuji fue inesperada de nuevo. Una risa amarga, como las que soltaba cuando sabía que había echado a perder un lienzo.
—Para que la vida de Fushiguro se endulce, necesitaríamos una finca completa de almendros y al menos toda la caña de azúcar del Virreinato.
Aunque había intentado decirlo de forma áspera, la voz de Yuuji fue suave.
Interesante.
—Entonces come el mazapán solo —concedió Choso, sin querer indagar más en el asunto. Ya habría tiempo.
El sol se estaba ocultando completamente. Las sombras se alargaban cada vez más en la calle. Choso tenía que despedirse si no quería regresar en la oscuridad.
—Cuídate mucho, hermano. Sabes que aquí estoy para todo, ¿verdad? —Choso dijo mientras abrazaba rápidamente a Yuuji.
—Lo haré. Y Choso —Yuuji lo vio con esos ojos suplicantes—, no te preocupes tanto por mí.
Choso asintió. La petición de su hermano era un imposible, como pedirle a un monje que no rezara o a la noche que no cayera. Preocuparse era lo que mejor podía hacer.
Más bien, preocuparse por él era lo único por lo que aún estaba vivo.
Notes:
Este capítulo es el que ha pasado por más ediciones que cualquier otro, probablemente debido a que tuve demasiado tiempo para prepararlo. No sé, pero recorté demasiadas cosas y aun así al final sentí que es un poco lento y el POV de Megumi fue excesivamente largo, pero hay tantas cosas dentro de su cabeza que no puedo evitar hacerlo así. Espero no se hayan aburrido, sigo puliendo el estilo barroco/moderno.
Ayer me di cuenta de que estos 5 capítulos los planeé en un principio para que fueran los primeros 2. Si se dan cuenta, apenas han pasado 4 días en la historia. Sabía que esta iba a ser una historia demasiado larga, pero creo que la subestimé. De acuerdo al nuevo outline que planeé, va a estar rondando los 50 capítulos en vez de los 33 que calculé antes. Aún así voy a tratar de terminarla en mayo, aunque haga dos actualizaciones a la semana JA!
Espero que los nuevos lectores se queden para este viaje y espero leer sus comentarios también. Ah, y este fanfic también está siendo publicado en Wattpad, por si hay alguien por aquí que prefiera leer allá o quiera comentar o solo quiera ver la portada.
Con su permiso continúo escribiendo. Manden un licenciado en historia a mi casa o aviéntenme un libro de historia colonial. Todo sirve. Chao.
Chapter 6: Las Grietas en la Capilla
Summary:
Cada rechazo es una piedra más en el muro que los separa; cada oferta, un golpe silencioso contra él.
En el silencio de la capilla, una conversación sobre lo divino se quiebra en una confesión, revelando la grieta entre dos mundos.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
—Hermano, si necesitas una repisa más, dime y estaré aquí de inmediato.
—Os lo agradezco en sobremanera —dijo Yuuji mientras le daba golpecitos a una de las repisas. Habían quedado perfectamente firmes y niveladas.
—Deja la formalidad, te lo he estado diciendo desde el lunes —respondió Morelos, cruzado de brazos.
—Es difícil hacerlo cuando todo el tiempo estoy consciente de dónde estoy —respondió Yuuji.
—Yuuji —Morelos usaba su nombre de pila desde el principio, sin importarle el lugar o las reglas sociales—. Si nosotros mismos nos negamos este tipo de libertad, ¿qué será de nosotros si alguien más se atreve a decirnos lo que debemos hacer?
Estos últimos días le estaban enseñando una nueva cara de la sociedad de Valladolid que no había visto hasta el momento. Le parecía caminar por lugares demasiado peligrosos, o quizá tan desconocidos que resultaban amenazantes para él. Sentía que debía tener cuidado a toda hora, sin estar seguro de por qué. Tal vez fuera el rígido ambiente del colegio o el silencio que llenaba el seminario, pero se encontraba ahogado, con la impresión de que incluso junto a su nuevo amigo debía vigilar cada palabra y cada acto.
—En sí, no es la única razón por la que soy formal —dijo Yuuji mientras señalaba con la cabeza hacia la puerta que se abría hacia la capilla vacía.
O casi vacía, si no fuera por un alma en penitencia que siempre se sentaba del lado derecho de los bancos, y que ahora tenía abierto un ejemplar del Elementa de Euclides sobre su regazo.
Yuuji había notado que la expresión de Fushiguro se suavizaba al sumergirse en aquel tomo. En esos momentos, su mundo parecía reducirse solo a la geometría.
—A mí me parece que quien necesita soltarse más es él.
—¿Quieres ser más discreto? —dijo Yuuji casi susurrando, aunque sabía que incluso los susurros se escuchaban en el vacío de la capilla.
—La discreción es para los débiles. Pero te dejo con tu silencio y tus rezos —y Morelos se encaminó hacia la puerta—. Te veo mañana en gramática, si la Providencia lo permite. Cuídate, hermano.
Y dicho eso, José María Teodoro Morelos y Pavón marchó pesadamente hacia fuera de la antigua sacristía, mientras silbaba una tonada que desentonaba completamente con el ambiente. Yuuji solo pudo imaginarse la cara de Fushiguro al oír el silbido, pero por nada del mundo asomaría su cabeza en esos momentos. El equilibrio entre él y el seminarista era demasiado frágil; cualquier cosa podría desbaratar el pequeño puente que Yuuji estaba empezando a tejer en torno a ellos dos, con conversaciones mundanas y comentarios que trataba de mantener fuera de lo personal. El recuerdo de su primer día de trabajo juntos todavía le quemaba en la memoria. Recordaba con demasiada claridad cómo su boca lo había traicionado al pronunciar el nombre del seminarista. Tenía que ser más cuidadoso.
Se obligó a pensar en otra cosa mientras volvía a mirar las repisas que su nuevo amigo había clavado en la pared. No había sido una tarea fácil y Yuuji había estado demasiado consciente de los martillazos que resonaban en la piedra, mirando siempre hacia fuera, temiendo que en cualquier momento los echaran. Pero sus miedos no se habían realizado, lo que le supuso un considerable alivio y una pequeña victoria.
Mientras acomodaba sus herramientas en unos ganchos que Morelos también había fijado a la piedra, volvió a pensar en las últimas palabras de este. Él no era la primera persona que le pedía que se cuidara y Yuuji casi empezaba a creer en esas palabras como una especie de mal augurio.
Se santiguó rápidamente a causa de ese pensamiento y volteó instintivamente hacia la puerta de nuevo. Lo mejor era estar en paz con Dios, bueno, y con sus siervos también.
Debía confesarse pronto; no quería que lo vieran como un hereje que solo se dedicaba a invadir la casa de Dios. Debía pedir perdón por haber deseado nunca haber conocido a alguien, pero ¿eso era un pecado? ¿En qué categoría entraba?
Yuuji suspiró. Tal vez tendría que pasar por la biblioteca más tarde y salir de dudas.
Se tardó un poco más de lo necesario ordenando sus herramientas y revisó dos veces más la resistencia de las repisas. No era como si fuera a colocarles cosas demasiado pesadas o algo así. Simplemente estaba haciendo tiempo porque no quería salir del taller.
Yuuji se imaginó pasando semanas o incluso meses de esa manera. Incluso si Morelos se aparecía de vez en cuando, el soportar los silencios iba a ser una faena en sí misma.
Tomó su morral y se encaminó hacia ese banco que era territorio del seminarista. Ya había hecho esto dos veces; podía hacerlo una tercera vez.
Fushiguro estaba ahí, como siempre. Una figura oscura refugiada entre las palabras en latín. Yuuji se detuvo a un par de pasos; el corazón le martillaba en el pecho.
El seminarista tardó en levantar la vista, y cuando lo hizo, su mirada no se posó en Yuuji, sino en la fruta que este le ofrecía.
Era una manzana, pequeña y amarilla, pero sin una sola mancha. La había escogido esa mañana del morral que Choso le había dado, la más perfecta de todas.
Los ojos azules de Fushiguro la observaron por un instante que le pareció eterno, su rostro era neutro, casi frío.
—Gracias, Itadori —dijo finalmente con voz monótona—. Pero no tengo apetito.
Era la misma respuesta del martes. La misma que la del miércoles.
Yuuji sintió una pequeña y familiar punzada de decepción, pero no dejó que se notara en su rostro. En su lugar, le dedicó una sonrisa diminuta, la que había estado practicando, una que no era ni demasiado amplia ni demasiado insistente.
—Por si acaso —dijo con suavidad—. A veces el apetito llega más tarde.
Y con lentitud se inclinó y dejó la manzana sobre el espacio vacío del banco, a una distancia respetuosa de donde estaba sentado Fushiguro.
Sin decir más, Yuuji subió al andamio sin atreverse a mirar hacia abajo de nuevo. Su única compañía ahí arriba era el sonido de sus botas contra los tablones y el raspar de la espátula. El tiempo se disolvía en aquel tiempo compartido mientras el sol iba bajando más cada vez, hasta que ver se convertía en un trabajo difícil por sí solo.
Yuuji se obligó a hacer una pausa. Tal vez la última pausa del día. Se sentó en el borde del andamio con sus piernas colgando hacia el vacío, y sacó su propia manzana del morral. El primer mordisco sonó como una pequeña explosión en la quietud de la capilla. Ahora que el silencio se había roto de nuevo, se aventuró a hablar de nuevo.
—¿Fushiguro? Lleváis dos horas inmerso en el libro. Deberíais descansar la vista un poco —dijo mientras mordía de nuevo la manzana.
Desde ahí podía ver con claridad la otra manzana que había dejado junto al seminarista, sin tocar, otra señal del rechazo que sentía crecer cada día.
Habían sido días duros. Ambos compartían el mismo espacio, pero no podían compartir nada más. Yuuji había intentado hablar de las lluvias, del lago, incluso acerca de los pigmentos que se podían obtener de la tierra. Nada había provocado una reacción aparte de los usuales monosílabos que le indicaban que Fushiguro al menos estaba escuchando.
—Estoy tratando de comprender una de las nociones comunes de Euclides. Más bien, quiero encontrar de qué manera lo aplica —respondió el seminarista con su voz monótona usual.
—¿Y qué es aquello? ¿Lo necesitáis para comprender algo más grande? —preguntó Yuuji pensando en el plano.
—Es la noción de que si sumas cosas iguales a cosas iguales, los todos también serán iguales —respondió Fushiguro sin levantar la vista del libro.
—¿Y eso en cristiano qué significa? —Parecía algo lógico, pero era una de esas cosas que se complicaban cuando las pensabas durante demasiado tiempo.
—Significa que se puede mantener el balance si añadimos cosas iguales a ambos lados.
Si se trataba de balance, eso sí lo conocía.
—Oh, por ejemplo, si en dos recipientes tienes la misma cantidad de azul y agregas la misma cantidad de amarillo en ambos, obtendrás el mismo tono de verde.
El seminarista se quedó en silencio por un instante. Yuuji esta vez estaba seguro de que no había dicho nada malo. Levantó la vista del libro, mirando a un punto indefinido.
—Es una analogía… simple —respondió Fushiguro finalmente—, pero correcta en su esencia.
Yuuji notó cómo la mirada del seminarista se perdía de nuevo en las páginas del libro, aunque ahora parecía ver algo más allá del texto. Su ceño se frunció sutilmente.
—Entonces… ¿para qué estudiarlo tanto? —preguntó Yuuji, genuinamente curioso—. Si es algo que se puede ver con solo mezclar colores, ¿por qué está en un libro tan grueso y en latín?
—Porque no solo está eso, hay cosas más… complicadas, se podría decir. Y porque perseguir el conocimiento también es la voluntad de Dios —Fushiguro por fin volteó a mirar a Yuuji—. Dios nos dio el don de la sabiduría para que lo cultivasemos. Y al hacerlo estaremos un poco más cerca de comprender Su plan y honrarle como es debido.
Yuuji se quedó en silencio un momento, procesando la información. Fushiguro había dejado el tono de monotonía; había hablado con pasión. Y comprendió que el seminarista había pasado demasiado tiempo afilando sus argumentos y reforzando su fe con lógica y una devoción absoluta.
—Vuesa merced… —dijo finalmente Yuuji, su propia voz un poco más baja, teñida de un asombro que no pudo ocultar—. De verdad cree en todo eso, ¿no es así?
La pregunta de Yuuji pareció tomar a Fushiguro por sorpresa. Por un instante, Yuuji pudo ver perplejidad en su rostro, como si le hubieran preguntado si creía en la existencia del aire que respiraba.
—Por supuesto que creo —respondió con firmeza—. Es la única verdad que existe. El universo es un texto escrito por Dios, y la sabiduría es simplemente la capacidad de aprender a leerlo. —Hizo una pausa, y su mirada se volvió inquisitiva como devolviendo el peso de la conversación hacia Yuuji—. ¿Acaso vuesa merced no…?
Yuuji bajó la vista hacia sus pies. No podía mentirle, pero tampoco podía darle una respuesta demasiado simple. —No es que no crea… —comenzó mientras su voz iba volviéndose más queda—. Es que no sé si mi fe es del tipo correcto.
Se atrevió a mirar hacia el altar mayor, hacia el Cristo crucificado iluminado por las velas. —En mi pueblo, la fe era... más simple. Mi abuelo decía que Dios estaba en el brillo del sol sobre el lago, en el viento que secaba la ropa, en la calidez de la primera tortilla del día. No necesitábamos libros para probarlo. Solo se sentía y se escuchaba.
Se giró de nuevo hacia Fushiguro, obligándose a sostenerle la mirada, que ahora parecía de incredulidad.
—Pero aquí… en este silencio tan grande… a veces siento que no lo escucho. O que Él no me escucha a mí.
Dejó la confesión suspendida en el aire de la capilla que cada vez se sentía más frío. Era la primera vez que ponía en palabras esa grieta, esa sensación de vacío que lo había estado acompañando desde que llegó a Valladolid. Esperaba una reprimenda, un sermón, quizás una mirada de lástima.
En su lugar, solo hubo silencio. Fushiguro lo miraba, pero su expresión había cambiado por completo. Solo vio una mirada clara y despojada de juicio que lo desarmó por completo. El seminarista abrió la boca para decir algo, pero la cerró de nuevo, como si las palabras de sus libros no sirvieran para esto. Yuuji continuó.
—Mi abuelo me enseñó a rezar, pero le rezábamos al sol, a la lluvia que bendecía nuestras cosechas. A la luna que iluminaba los caminos de noche.
—Eso es herejía. Atenta contra el primer mandamiento —interrumpió el seminarista.
—¿Lo es? Tal vez… Porque mi abuelo siempre me hablaba de Dios con otros nombres —quedó pensativo por un momento tratando de recordar su infancia, pero hacía tanto tiempo que su abuelo ya no le mencionaba nada de eso que no pudo traer a flote esa memoria—. En algún punto mi hermano se encargó de mi educación en la fe, así que desde entonces trato de ser un buen cristiano.
Mientras hablaba, sus ojos se fijaron en los del seminarista. Y de repente, el hilo de su pensamiento se enredó. Se perdió. Esos ojos reflejaban la última luz agonizante de la tarde y le volvieron a recordar al lago, a aquel lago al que tanto ansiaba regresar. Pero no era solo la añoranza. Ahora también deseaba comprobar si aquel color profundo que recordaba se parecía a los ojos del seminarista.
Un toque seco de campana partió el aire, llamando a Vísperas. El sonido pareció devolverlos a sus cuerpos, a la capilla fría y al lugar que cada uno debía ocupar. Ambos apartaron la vista casi al mismo tiempo. Yuuji se concentró en bajar del andamio sin tropezar, sintiendo el calor subirle por el cuello.
—La luz se ha ido —dijo Fushiguro, su voz de nuevo un murmullo neutro, como si la conversación anterior nunca hubiera existido. Ya había cerrado el tomo de Euclides. —Es suficiente por hoy.
—Sí —respondió Yuuji, sin atreverse a mirarlo de nuevo—. Mañana continuaré.
—Os veré mañana.
Había dicho el seminarista antes de desaparecer por el pasillo que se oscurecía cada vez más. La manzana olvidada en el mismo lugar donde la había dejado Yuuji. Se acercó y la recogió. Estaba fría al tacto.
Yuuji repasó la conversación de nuevo. Cada vez que lograba extraer más de diez palabras de Fushiguro, aquel se apresuraba a levantar una muralla nueva, más alta y más fría que la anterior.
No sabía por qué lo hacía, pero seguiría trayendo manzanas. Al fin y al cabo tenía la paciencia necesaria para esperar, un día a la vez, siempre un día a la vez. Tal vez con el tiempo, alguna de esas piedras que formaban su muralla, finalmente cedería.
Un par de risas resonaron en los oídos de Megumi mientras trataba de cruzar el patio de San Nicolás lo más rápido posible. Tenía prisa, tenía calor y ahora también tenía que lidiar con lo que fuera que estaba sintiendo cuando vio al pintor junto con el estudiante grande y robusto que llamaban Morelos y Pavón. No había razón para que la cercanía entre ellos le molestara.
Pero le molestaba.
Al menos Itadori ya tenía a alguien con quien podría vaciar todas esas palabras que contenía en decir, podría ser ruidoso, podría permitirse una sonrisa franca, sin recato.
Era viernes, así que al menos podría descansar de San Nicolás por dos días enteros.
Megumi se apresuró hacia el seminario donde el silencio lo envolvió como una mortaja. De alguna manera se sintió más en paz, eso era algo con lo que podía lidiar. Su silencio y los salmos que recitaba mecánicamente. Todo eso estaba bien, todo lo demás estaba mal.
El pintor no apareció a la hora de siempre, después de Nona. Megumi empezó a desesperarse un poco mientras pasaba las páginas del Elementa de Euclides, pero las palabras en latín se difuminaban ante sus ojos. En su mente, solo se repetían las palabras de Itadori del día anterior, la sinceridad en su voz al confesar sus dudas.
Y la manzana. La manzana amarilla, perfecta, que Itadori había dejado en el banco. Una ofrenda silenciosa, pero que Megumi no se atrevía a aceptar. Tal vez estaba siendo demasiado orgulloso, pero de verdad no entendía el gesto.
Una de las piernas de Megumi no dejaba de temblar mientras veía cómo la tarde avanzaba. Desvió su mirada hacia el andamio, la pared estaba casi lista a esa altura. Su mente volvió a la imagen de Itadori del día anterior, sentado ahí, comiendo una manzana en la casa de Dios como si fuera cualquier cosa, hablando de otros dioses como si eso no fuera herejía.
No. Definitivamente, no podía seguir fingiendo que estaba concentrado leyendo acerca de rectas y de puntos.
Y entonces las escuchó. Esas botas que hacían eco dentro de la capilla. Megumi levantó la vista del libro, tal vez demasiado bruscamente, pero tenía la paciencia agotada. Era Itadori. Con su sonrisa pequeña, la que usaba ahora como una máscara cuando estaba con él.
—Buenas tardes, Fushiguro —dijo Itadori, y Megumi notó ese matiz en su voz que sugería una suavidad casi cautelosa—. Os he traído esto, por si acaso.
Otra manzana ridículamente perfecta. Otra vez. Por cuarta vez en la semana.
Colocó la manzana amarilla en el banco, justo donde la había puesto el día anterior, un pequeño punto de color contra la madera oscura. Megumi no respondió. No tenía la energía para otra ronda de rechazos corteses o explicaciones sobre la falta de apetito. Solo miró la fruta. Era un ciclo. Itadori ofrecía, él rechazaba, y la manzana se quedaba allí, un mudo testigo de su interacción.
—El trabajo está casi terminado, ¿no creéis? —prosiguió Itadori, subiendo al andamio con la agilidad que siempre sorprendía a Megumi. El sonido de sus botas sobre la madera llenó el espacio de nuevo, pero esta vez no le siguió ningún sonido de espátula raspando. Sólo se limitó a contemplar y a tocar la parte donde había estado trabajando.
—Os falta más de media pared —respondió Megumi secamente.
—Claro, pero esta parte está terminada. A veces lo difícil es empezar, y hemos hecho mucho más que empezar.
Megumi trató de regresar al libro pero ya era imposible. Podía ver la manzana de reojo y lo distraía más de lo que ya estaba.
—Habéis hecho un buen trabajo, pero aún faltan los pasos cruciales del revoco —fue la única respuesta de Megumi. Una declaración de hechos simplemente.
—Tenéis demasiada razón. Los siguientes revocos serán cruciales para prevenir las grietas —dijo Itadori, y de nuevo pasó una mano sobre la pared, suavemente, como acariciándola. Y Megumi se preguntó qué era lo que veían los ojos de los artistas que los otros no podían.
De alguna manera, pensó Megumi, aquel trabajo era como la fe. Si no se cuidaba o se fortalecía, existía el riesgo de que surgieran grietas donde no se querían. Algunas eran reparables, pero ¿qué pasaba con las que no lo eran?
—¿Váis a trabajar en el muro hoy? —preguntó Megumi desviando la conversación hacia terrenos menos peligrosos. Aunque a estas alturas todo terreno ya lo era demasiado.
—Hoy no —fue la respuesta de Itadori mientras apartaba la mano del muro, no sin antes darle dos palmadas, como si se estuviera despidiendo.
—¿Y por qué habéis venido entonces? —y cuando Megumi preguntó eso, de inmediato se arrepintió de haberlo hecho, porque sabía la respuesta.
—Porque tenía que venir a dejaros la manzana.
Las palabras de Itadori no fueron arrogantes ni acusadoras. Fueron una simple declaración de hechos, tan sólidas y sencillas como las paredes que los rodeaban. Y por eso mismo, golpearon a Megumi con la fuerza de un martillo. Por un instante, el aire le faltó en los pulmones. No era por la fruta. Nunca había sido por la fruta. Era un acto de persistencia. Un asedio silencioso y paciente contra los muros que él mismo había levantado. Itadori venía por él.
—No tengo hambre —fue la respuesta que ya tenía aprendida, pero las palabras sonaron huecas incluso para sus propios oídos, una defensa de papel contra un ariete.
—La dejaré en caso de que vuestro estómago cambie de opinión —dijo Itadori mientras su sonrisa tímida aparecía de nuevo—. Hasta mañana, Fushiguro —fue lo último que dijo, antes de darse la vuelta y desaparecer en el pasillo.
Megumi respondió con un “hasta mañana” que se le antojó demasiado cauteloso, como un susurro casi.
Cerró el pesado tomo cuando los pasos de Itadori aún resonaban en sus oídos. Y volvió a mirar la manzana justo cuando su estómago mismo lo traicionaba, un retortijón de hambre lo había bajado a la realidad de repente.
El hambre era una distracción. Una debilidad de la carne que nublaba el espíritu y dificultaba la concentración en la palabra de Dios. ¿Acaso no enseñaban que el cuerpo era el templo del Espíritu Santo? Negarle el sustento necesario era una forma de soberbia, un descuido de la vasija que le había sido encomendada para su servicio. Dejar que su estómago se quejara era permitir que el caos entrara en el orden de su devoción. No era un deseo, era una necesidad. No era ceder ante Itadori, era cumplir con su deber.
Megumi tomó la fruta antes de que su mente pudiera encontrar más razones para no hacerlo y la mordió. El sabor dulce y ácido explotó en su boca, un consuelo extraño y prohibido. Era solo una manzana, se dijo a sí mismo. Un alivio para el hambre.
Cerró los ojos un instante, saboreando el bocado, y un pensamiento fugaz le trajo una extraña paz: Al menos, gracias a Dios, no era una ciruela.
Notes:
Espero que lo hayan disfrutado hasta la última palabra. Ya casi puedo sentir la tensión que viene en los próximos capítulos y va a ser deliciosa.
Un agradecimiento especial a mi mamá, que me dio la cita bíblica correcta sin querer. De verdad espero que nunca encuentre esto o me va a sacar a la calle con todo y gatos. No es la primera vez que me da citas bíblicas para usar en el fanfic, pero esta sí fue enviada por Diosito mismo porque no encontraba cómo darle final al POV de Megumi.
No hay nada más que decir. Dejen sus comentarios, kudos, salmos, todo es bien recibido. ¡Gracias por leer!
Chapter 7: La Huerta de la Higuera
Summary:
Escrito está en mi alma vuestro gesto,
y cuanto yo escribir de vos deseo;
vos solo lo escribisteis, yo lo leo
tan solo, que aun de vos me guardo en esto.En esto estoy y estaré siempre puesto;
que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,
de tanto bien lo que no entiendo creo,
tomando ya la fe por presupuesto.Yo no nací sino para quereros;
mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma mismo os quiero.Cuando tengo confieso yo deberos;
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir, y por vos muero.—Garcilaso de la Vega
Notes:
Dejo un plano de la Ciudad de Valladolid a inicios del siglo XIX, no muy alejado de la época en la que se desarrolla la historia. El plano está orientado hacia el norte. He marcado los lugares de relevancia.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Era su última manzana. Era viernes. La semana había terminado sin que el seminarista hubiera aceptado ninguna de ellas.
Yuuji la miró mientras se quitaba las ropas elegantes y se vestía con su camisa de manta, la más sencilla y desvaída. Tomó su morral y echó la manzana, preguntándose qué tipo de rechazo tendría que enfrentar esa tarde, ¿sería de nuevo una excusa de no tener hambre o esta vez sería algo más definitivo?
Apenas había cruzado el umbral de la puerta cuando, en el pasillo, vio una figura demasiado conocida.
—Itadori. Justo a quien buscaba.
Don Gregorio venía hacia él, caminando con esa gracia que no cuadraba con aquella sencilla parte del colegio. Su sotana se miraba salpicada de lodo, no llevaba gafas y el blanco cabello lo tenía revuelto. Las señales de un largo viaje eran tan evidentes que ni siquiera la tensa sonrisa que le dedicó pudo ocultarlas del todo.
—Don Gregorio, habéis vuelto —dijo Yuuji.
—He vuelto y tengo un encargo urgente. Olvida la capilla por hoy. Necesito vuestra fuerza, y más importante, vuestra discreción.
El sacerdote lo guió fuera, hacia una de las puertas traseras, donde dos hombres descargaban con dificultad un pesado baúl de viaje de un carruaje. Era de madera oscura, reforzado con hierro forjado y cubierto con un cuero que había visto mejores días.
—Un colega de la capital me ha confiado algunos libros y documentos —dijo el rector mientras ambos observaban cómo dejaban el baúl dentro del patio—. Son… delicados. Libros viejos que debemos cuidar de la humedad. El colegio no es un buen lugar para ellos; debéis llevarlos a otro lugar más apropiado.
—¿A dónde? —preguntó Yuuji simplemente, calculando el peso del baúl.
—Os daré indicaciones, es una casa que llama la atención en Calle Real. No tendréis problemas en encontrarla —dijo Don Gregorio mientras sacudía el polvo que se había pegado al cuero del baúl—, pero antes, tomad una carretilla de la bodega, aquí os espero.
Yuuji se apresuró a ir por la carretilla mientras sus pensamientos daban vueltas entre la hora, el encargo y la manzana que aún llevaba consigo. Sin embargo, no podía simplemente negarse a hacer lo que Don Gregorio le pedía; había sido una de las condiciones a las que él se había ceñido al aceptar toda la ayuda que el sacerdote le brindaba.
Cuando regresó con la carretilla, Don Gregorio le ayudó a subir el baúl con cuidado. Era más pesado de lo que había calculado, pero esperaba que la tarea no le llevara más de una hora a lo mucho.
—Regresaré de inmediato, os informaré que lo he entregado y volveré a mi trabajo en la capilla —dijo Yuuji, sin mencionar a Fushiguro, aunque era en lo único que podía pensar. El seminarista estaba solo, seguramente leyendo el libro de geometría y probablemente enfadado por estar perdiendo su tiempo.
—Una última cosa —dijo el sacerdote, su tono volviéndose más firme, casi una orden—. Ellos te darán otro paquete, unos papeles sellados que necesito con urgencia. Traedlos directamente a mi despacho, sin paradas, sin hablar con nadie.
Yuuji asintió lentamente. Su mente seguía en el andamio y en la capilla cuando emprendió el camino.
El peso del baúl hizo que la rueda de la carretilla rechinara y se quejara sobre los adoquines irregulares de la calle. Yuuji empujó con más fuerza, inclinando su cuerpo hacia adelante para contrarrestar la carga. Cada paso era un esfuerzo y el sudor no tardó en perlarle la frente.
Valladolid bullía a su alrededor. Los gritos de los vendedores se mezclaban con el traqueteo de los carruajes. Esquivó a un grupo de mujeres con rebozos y canastas llenas de verduras y se hizo a un lado para dejar pasar a un hombre a caballo que lo miró con desdén. En cualquier otro día, Yuuji se habría tomado un momento para observar con cuidado los rostros, para absorber los colores de la ciudad, pero hoy su mente era un eco de la capilla silenciosa.
Las casas en Calle Real eran las más grandes; sus fachadas de cantera rosa estaban adornadas con balcones de hierro forjado. Había también muchas puertas abiertas que dejaban ver las fuentes de piedra de los patios limpios y llenos de flores.
Yuuji buscó la casa que le habían descrito: una con dos laureles flanqueando una puerta de madera oscura con remaches dorados. La encontró, imponente y silenciosa.
Bajó la carretilla cuidadosamente. Subió los dos escalones de piedra y golpeó la aldaba de metal.
Esperó solo un momento antes que los cerrojos chirriaran y la puerta se abriera.
Un hombre joven lo recibió. No debía ser mucho mayor que él, pero se erguía con la autoridad de un oficial, su postura era recta y su mirada afilada. Vestía con pulcritud y su rostro, aunque joven, tenía una seriedad que imponía.
—Busco a Don José Nicolás de Michelena —dijo Yuuji, aún con la respiración agitada por el esfuerzo—. Traigo un encargo de parte del padre Gregorio.
El hombre enarcó una ceja, su expresión era seria. Sus ojos evaluaron a Yuuji de pies a cabeza, deteniéndose un instante en el pesado baúl.
—El padre Gregorio se refiere a mí —dijo el hombre con una voz más grave de lo que Yuuji esperaba—. Soy Nicolás. Haced pasar el equipaje.
Yuuji asintió y bajó los escalones para sacar el baúl de la carretilla. El hombre lo ayudó hasta que lograron subir el baúl hasta la puerta.
—¡Mariano! —llamó Nicolás hacia el interior de la casa—. Ven a ayudar.
Un muchacho más joven, de rostro vivaz y curioso, apareció desde el interior. Al ver el baúl, sus ojos se iluminaron con una emoción contenida.
—¿Llegó por fin? —preguntó en voz baja el recién llegado, mientras ambos se inclinaban para agarrar el baúl.
—Y más pesado de lo que esperaba —respondió Nicolás con un esfuerzo evidente en la voz—. Esperemos que las ideas de los franceses valgan lo que pesan.
Lo llevaron adentro, desapareciendo en la penumbra de la casa. Yuuji se quedó en el umbral de la puerta sintiéndose fuera de lugar. Escuchó el sonido del baúl siendo depositado en el suelo, seguido de murmullos que no pudo entender.
Nicolás regresó momentos después, y por un instante, Yuuji pensó que lo despediría. En lugar de eso, el hombre lo hizo pasar.
—Pasad. El encargo del padre Gregorio aún no está listo —dijo Nicolás. Su tono era una declaración de hechos, no sonaba como una invitación.
El hombre condujo a Yuuji a un pequeño estudio y lo dejó allí diciendo que aguardara.
Las paredes de la habitación estaban cubiertas por estanterías repletas de libros con lomos de cuero. Había mapas colgados en los pocos espacios libres, y sobre un escritorio macizo descansaba un globo terráqueo junto a un par de sables de aspecto letal. El aire olía a papel viejo, a cera para madera y a tabaco.
Yuuji se sintió fuera de lugar en aquel espacio refinado. No se atrevió a sentarse en la butaca de cuero. Se quedó de pie en el centro de la habitación, con su morral aún colgado del hombro.
El reloj de péndulo en la esquina marcaba el paso de los minutos con una solemnidad agobiante. Cada tic-tac era un recordatorio del tiempo que se le escapaba, del sol que bajaba cada vez más en el cielo. Desde el interior de la casa, llegaban sonidos ahogados; el murmullo de voces graves y urgentes, demasiado lejanas para entender las palabras.
La franja de luz que entraba por la única ventana se había movido casi un palmo sobre el suelo cuando la puerta del estudio se abrió de nuevo. Esta vez era Mariano, su rostro estaba más tenso que antes, como si los contenidos del baúl le hubieran traído más preocupaciones que respuestas. Sostenía un paquete delgado sellado con lacre rojo.
—Esto es para el padre Gregorio —dijo, su voz cortante, sin ofrecer disculpas por la larga espera—. Tenéis que dárselo directamente a él.
Yuuji asintió y tomó el paquete. Era sorprendentemente ligero. Y lo introdujo con cuidado en su morral.
—Podéis iros.
Salió de la casona y comprobó con angustia que el sol ya estaba demasiado bajo. No le preocupaba tanto el muro, el trabajo ya estaba casi hecho en esa parte. Aun así, supo con certeza lo que haría en cuanto le entregara el encargo a don Gregorio. Sus pies tomarían un solo camino.
El camino de vuelta fue una carrera contra la luz menguante. La carretilla vacía rebotaba contra los adoquines, un contraste ridículo con el esfuerzo de antes.
Cuando por fin llegó al despacho de Don Gregorio, aquel lo recibió con un leve asentimiento y un “Bien hecho, Itadori. Podéis retiraros”. No hubo más explicaciones. Yuuji se sintió como una herramienta que se guarda en su sitio una vez cumplido su propósito.
Pero en lugar de ir a su cuarto, sus pies lo llevaron por el camino familiar hacia la capilla del seminario. Cada paso contenía una decisión.
Es tarde. Estará cansado. Probablemente ya no esté ahí. Pensaba.
Pero aun así sus pies lo empujaban hacia adelante.
La capilla estaba sumida en una penumbra que anunciaba la inminente oscuridad. Las velas del altar mayor temblaban proyectando sombras largas que hacían que el silencio se sintiera más pesado. Y allí estaba él. Una silueta oscura en el banco de siempre, quien levantó la mirada de su libro súbitamente. El eco de sus propias botas en la piedra debió de haberlo alertado.
—Buenas tardes, Fushiguro. Os he traído esto, por si acaso.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, dejó su ofrenda de siempre sobre el banco, sin insistir. Fushiguro solo miró la fruta, y Yuuji subió al andamio para no tener que enfrentar esa mirada sobre sí mismo.
El silencio del seminarista se sintió más profundo esta vez. Como si todos los rechazos anteriores se hubieran acumulado hasta el punto de quiebre.
Yuuji intentó ahogar sus pensamientos mientras tocaba la piedra de la pared. Ya había hecho lo que había venido a hacer.
Bajó del andamio sintiendo la mirada de escrutinio del seminarista. Él mismo había admitido que no había ido a trabajar.
—¿Y por qué habéis venido entonces? —preguntó Fushiguro.
Cuando la pregunta lo golpeó, no tuvo de otra más que decir la pura verdad. No podía mentirle.
—Porque tenía que venir a dejaros la manzana.
Era la verdad absoluta que lo había estado acompañando y en lo único en lo que había podido pensar. Ya no le importaba si la manzana terminaba en la basura, esta vez no se la llevaría con él.
No miró hacia atrás. Eso sería como pedir una respuesta, y sabía que no la obtendría. Sentía la mirada de Fushiguro clavada en su nuca a cada paso que daba.
Esa noche, el cansancio del día lo había vencido totalmente. Pero incluso en sueños, veía la manzana abandonada en el banco. Al despertar, la determinación había reemplazado al desaliento. Si el problema era que a Fushiguro no le gustaban las manzanas, probaría con peras. O guayabas. O cualquier cosa que rompiera ese muro de silencio.
Esa mañana, con aquella idea fija en la mente, Yuuji caminó hasta el convento.
Choso esta vez lo esperaba. Ambos se instalaron en la cocina, su lugar favorito desde siempre y donde podían platicar sin ser escuchados o juzgados. Esa cocina era territorio de Toge, un lugar que siempre olía a chiles tatemados y al dulce olor de la canela hirviendo en leche.
Su hermano estaba de pie junto a una enorme mesa de madera, inspeccionando con severidad una canasta de verduras de su propio huerto, como si estuviera pasando revista a un regimiento. A su lado, Toge picaba jitomate con una velocidad y precisión que contrastaban con su habitual calma.
Yuuji estaba sentado en un cajón de madera volteado al revés. Aún no había revelado por completo lo que lo había llevado hasta el convento aquel sábado.
—Entonces, dices que necesitas peras —dijo Choso, evaluando una zanahoria.
—Prácticamente.
—¿Qué tenían de malo las manzanas? Eran casi perfectas.
—En efecto.
—Yuuji.
Choso sabía que no le estaba diciendo todo.
—Es Fushiguro. No quiso aceptar ninguna manzana. Creo que ahora me odia más.
Su hermano lo miró aún con la zanahoria en la mano. Una mirada que era mitad entendimiento y mitad confusión.
—El problema no es la fruta, Yuuji. El problema es tu estrategia. Es débil.
—¿Mi estrategia? ¿Qué estrategia? —Yuuji preguntó sin entender la dirección de la conversación— Solo estoy siendo amable.
—La amabilidad es inútil contra un muro de piedra. Lo que ese hombre necesita no es más dulzura. Necesita un impacto. Algo que lo saque de su letargo —Choso se inclinó hacia adelante, su voz bajando a un tono conspirador— Lo que tienes que llevarle es una comida completa.
Yuuji solo parpadeó más confundido que antes.
Desde la tabla de picar, Toge se detuvo y dijo, sin levantar la vista:
—Obleas.
—No, nada de dulce —lo corrigió Choso con impaciencia—. Tiene que ser algo picante.
—¡Choso! ¿Qué te hace pensar que esa es una buena idea?
Toge volvió a hablar, esta vez con un tono más suave, casi una súplica.
—Cajeta.
—Ya te he dicho que no —insistió Choso, ignorándolo—. El seminarista necesita fuego, no azúcar. Créeme Yuuji, es la única forma de derretir el hielo.
Yuuji miró la cara seria de Choso y después la sonrisa casi imperceptible de Toge, y de nuevo la mirada mortalmente seria de su hermano. Había ido a la cocina buscando una solución sencilla, y en su lugar había encontrado un consejo que seguramente lo llevaría directo a la excomunión.
—Choso, no puedo llevarle una comida picante a un hombre que apenas me habla —dijo Yuuji, intentando razonar—. Va a pensar que estoy loco.
—No lo estás entendiendo, Yuuji. No es solo una comida. Es un mensaje. —Choso se enderezó, adoptando la postura de un general planeando una invasión—. No puede ser cualquier cosa picante. Debe ser un mole. Un mole de olla, con su carne y su ajonjolí. Requiere tiempo. Dedicación.
—¡Es un seminario! —exclamó Yuuji ya un poco desesperado—. ¿Cómo se supone que entre a la capilla con una olla de mole caliente? ¡Me van a echar a patadas!
Desde su rincón, Toge añadió con calma:
—Miel.
—Toge, por favor, estamos hablando de estrategia, no de postres —dijo Choso, sin mirarlo—. A un seminarista hay que hablarle con el lenguaje del sacrificio, el de preparar algo realmente complicado. De esa manera no tendrá de otra más que aceptarlo.
—Mi único sacrificio va a ser tener que confesarme por intentar darle mole a un seminarista en plena capilla —dijo Yuuji, pasando una mano por su cabello—. No hay otra opción, tendré que elegir las peras.
Fue entonces cuando Toge suspiró. Fue un sonido apenas audible, pero cargado de la paciencia de un santo. Dejó el cuchillo, se secó las manos en su delantal y se subió a una silla para alcanzar algo del garabato que estaba sobre su cabeza.
Toge bajó con un libro cubierto de hollín. Lo puso en la mesa y simplemente hizo un gesto amplio señalándolo como diciendo “ahí lo tienen”.
—Toge, ¿qué tiene que ver tu libro de recetas con…? Oh…
—¿Choso?
—Eres un genio, pequeño cocinero. ¡Los dulces entre las obleas son como las palabras entre las páginas! —dijo Choso abrazando a Toge quien trataba de zafarse inútilmente.
—Yo no me estoy enterando de nada —dijo Yuuji, cruzado de brazos.
—Toge nos estuvo diciendo que el problema era más complejo, algo en capas. Capas como las páginas de un libro. El lenguaje de Fushiguro, Yuuji.
Entonces Choso se quedó súbitamente en silencio, como si estuviera debatiendo consigo mismo. Finalmente, salió de la cocina. Yuuji y Toge intercambiaron una mirada de confusión.
Regresó momentos después con un objeto pequeño en sus manos. Era un libro, no más grande que la palma de Yuuji. La encuadernación era de cuero oscuro, tan desgastado por el uso que las esquinas estaban suaves y redondeadas. No tenía adornos, solo el rastro de unas letras doradas que el tiempo casi había borrado.
—Garcilaso de la Vega —dijo Choso, su voz teñida de una reverencia inesperada mientras le ofrecía el libro a Yuuji—. Era de nuestra madre.
Yuuji recibió el libro como si fuera una reliquia. Lo abrió con sumo cuidado. Las páginas eran finas y amarillentas. En algunos márgenes había anotaciones con una caligrafía fina.
—Ella decía que este hombre entendía el alma —continuó Choso, su mirada perdida en el recuerdo—. Que sabía cómo cortar un corazón a la medida de otro. —Señaló una página específica, marcada por un doblez en la esquina superior—. Ese… ese era su favorito.
Yuuji leyó la primera línea en silencio: “Escrito está en mi alma vuestro gesto…”
Era bonito. Palabras elegantes, del tipo que Fushiguro apreciaría. Su hermano tenía razón, este era su lenguaje.
—Dáselo al seminarista —dijo Choso.
Levantó la vista hacia su hermano, abrumado por el peso del regalo.
—Choso, no puedo… esto es tuyo.
—Nuestra madre nos enseñó que los libros no tienen dueño. Son puentes —replicó Choso, y Yuuji vio una sonrisa genuina en su rostro, aunque teñida de melancolía—. Llévalo. Pero, Yuuji... —su expresión se volvió seria de nuevo—... si lo rechaza, me lo devuelves de inmediato. Y entonces, procederemos con el plan del mole.
El Colegio de San Nicolás era tan anticuado como recordaba. Don Giromo Higuruma de Montemayor y Sigüenza ajustó los puños de encaje de su casaca francesa mientras caminaba para encontrarse con el rector. El bastón con empuñadura de plata repiqueteaba contra las baldosas. Era pura affectation, pues sus piernas funcionaban a la perfección.
Sacó su petaca del bolsillo interior. Brandy francés, de contrabando. Un trago pequeño, suficiente para quitarse el sabor a santidad del lugar. Los estudiantes que pasaban lo miraban de reojo. Se volvió a acomodar la peluca empolvada. No era profesor. No era sacerdote. Era algo mucho más peligroso.
Higuruma golpeó la puerta del despacho tres veces con la empuñadura de su bastón.
—Pasad —dijo la voz de Miguel Gregorio desde dentro.
Su despacho era una contradicción. Olía a chocolate caro de Soconusco y a papel viejo, un aroma a la vez indulgente y académico. Las estanterías de caoba se doblaban bajo el peso de tomos que, en su mayoría, no tenían nada que ver con Dios y sí mucho que ver con la filosofía, la geometría y la guerra. Era la guarida de un hombre que jugaba a ser sacerdote y Higuruma se sentía perfectamente en casa.
El viaje a Valladolid había sido tedioso, pero observar al rector en su hábitat natural era un entretenimiento magnifique.
Por un momento, Higuruma lo vio tal como era realmente: no el rector carismático que encandilaba a los estudiantes, sino un hombre de treinta y tantos años con aspas de cansancio alrededor de los ojos. El cabello blanco parecía apagado en la sombra. Había perdido peso desde la última vez que se vieron.
El rector levantó la vista cuando Higuruma entró, lo recorrió con una mirada que contenía tanto exasperación como afecto, y volvió a concentrarse en el libro de cuentas que tenía sobre el escritorio.
—Mon cher Miguel —dijo Higuruma, dejándose caer en una silla sin invitación—. Te ves terrible.
—Y tú te ves como si fueras a la corte de Versalles —dijo sin levantar la vista de su libro—. ¿Sabías que el chocolate de Soconusco subió tres reales la libra?
Higuruma notó las tres tazas vacías en el escritorio.
—Podrías tomar menos chocolate.
—Podría dejar de respirar también —Miguel llevaba puestas las gafas ahumadas incluso en la penumbra. Higuruma sabía que el sol no era amigo de los albinos—. Tus libros llegaron ayer. Tengo personas de confianza que los están revisando en estos momentos.
—Parfait. Me temo que debemos apresurarnos. El caso Fushiguro avanza, pero con ciertas… complicaciones.
Un silencio pesado cayó entre ellos. En la catedral, las campanas llamaban a vísperas.
—Estamos avanzando lo más rápido que podemos permitirnos sin levantar sospechas —replicó secamente el rector.
—Y tal parece que encontraste la pieza perfecta, justo la que te faltaba. Y ahora ya estoy aquí, dispuesto a ayudar —dijo Higuruma con calma.
—¿Por qué lo haces? —preguntó Miguel—. Podrías no ver un solo real hasta dentro de dos años o más.
Higuruma sonrió, esa sonrisa que usaba en los tribunales antes de destruir a un testigo.
—Mon cher Miguel, a veces se pueden obtener cosas más valiosas que unos cuantos reales. A veces uno obtiene información. Información que puede hundir a ciertas personas respetables.
—¿Me estás amenazando?
—No a ti —Higuruma se inclinó hacia adelante—. A menos que me des razones para hacerlo. Pero estamos en el mismo barco, me temo.
—Desafortunadamente —Miguel cerró el libro de cuentas con más fuerza de la necesaria—. Debemos ser cuidadosos. Venir en persona fue imprudente.
—¿Imprudente? —Higuruma dejó escapar una risa suave—. Mon ami, la prudencia no gana casos. Y desde cuándo tú, de todas las personas, predicas la cautela.
Miguel lo miró por encima de las gafas ahumadas.
—Te conozco, Giromo. Y esa es precisamente la razón por la que no confío en ti.
—Touché. Pero aquí está la ironía: no tienes alternativa. Yo soy el único abogado lo suficientemente loco como para ayudarte. —Hizo una pausa, dejando que las palabras se asentaran—. Pero si buscas traición, Miguel, mira más cerca de casa. El Obispo tiene ojos y oídos en todas partes. Incluso en tu capellán favorito.
—Nanami es leal.
—Nanami es une arme à double tranchant, como dicen en París —Higuruma sacó un cigarro de su estuche y lo encendió con movimientos pausados—. Su cercanía al Obispo nos puede beneficiar, pero también puede ser muy peligrosa. ¿Confías en él lo suficiente para esto?
—Confío en que es un hombre de principios.
Higuruma exhaló el humo lentamente, una sonrisa casi imperceptible en sus labios.
—Ah, el querido padre José Quentin. Quelle présence. Tan meticuloso en sus modales. Tan cuidadoso con sus palabras.
—Es un buen confesor —dijo Miguel abruptamente.
—Sin duda. Y un hombre de gustos… raffinés.
Higuruma se levantó, apoyándose en su bastón.
—Giromo.
—Los principios, mon ami, son un lujo que pocos pueden permitirse cuando la Inquisición toca a la puerta. Pero quizás haya otras formas de asegurar su discreción.
—No te atrevas a...
—¿A qué? ¿A invitarlo a cenar para discutir el caso Fushiguro? —La inocencia en su voz era pura teatralidad—. Necesitamos su cooperación, ¿non? Y yo tengo cierta... facilité para hacer que los hombres reservados hablen. Un buen Bordeaux, conversación estimulante sobre arte y teología. Te sorprendería lo que se puede descubrir.
—Nanami no bebe.
—Todos beben con la compañía adecuada.
—Ten cuidado. Nanami no es una de tus conquistas de tribunal.
—¿Conquistas? —Higuruma rio suavemente—. Mon Dieu, qué dramático. Solo sugiero que un hombre que pasa tanto tiempo en confesionarios quizás aprecie una conversación donde no tenga que absolver a nadie. Donde pueda ser simplemente José Quentin.
Caminó hacia la ventana, observando el patio mientras continuaba.
—Además, si vamos a confiar secretos peligrosos a alguien, ¿no sería prudent conocer sus propias inclinaciones? Un hombre sin secretos es peligroso porque no tiene nada que perder. Pero un hombre con secretos… ah, ese comprende el valor del silencio mutuo.
—Los secretos de Nanami son suyos —dijo Miguel con firmeza.
—Naturellement —Higuruma sonrió ampliamente—. Pero todos tenemos nuestras particularités. Tú con tu aversión al sol y tu adicción al chocolate. Yo con mi debilidad por el brandy francés y las mentes brillantes. Y el padre Nanami con su devoción a ciertos santos y su manera de apartar la mirada cuando...
—Giromo.
—Está bien, está bien —Higuruma levantó las manos en rendición—. Seré très discreto. Solo una cena civilizada entre dos hombres de letras. Prometo no mencionar más de tres veces lo bien que le sienta la sotana.
—¡Giromo!
—Era broma. Dos veces máximo.
El rector se masajeó las sienes.
—Solo… obtén su cooperación. Sin escándalos.
—Mais bien sûr —dijo Higuruma mientras apagaba su cigarro—. Soy la discreción personificada. Aunque debo decir, para ser un hombre tan serio, tiene unas manos notablemente expresivas cuando habla de algo que le apasiona. Las movía con tal grâce al describir las proporciones áureas en la pintura sacra.
—Creo que es hora de que te vayas.
—Como gustes. Pero antes dime otra cosa, ¿el joven Fushiguro sospecha algo?
—Fushiguro no sospecha nada —dijo Miguel mientras volvía a sus cuentas—. Cree que me muevo por afecto paternal. Por justicia.
—¿Y cuándo planeas decirle la verdad? —Higuruma se giró de nuevo hacia la ventana—. Descubrir que su padre escondía fortunas para… certains projets podría ser traumático.
—Megumi comprenderá cuando sea necesario —la pluma de Miguel se detuvo un instante—. Él más que nadie desea su libertad. Y yo se la daré. No le importará el precio.
—Fascinante. ¿Y el pintor? —Higuruma se volvió—. Ese muchacho que tan oportunamente necesitaba trabajo y tú se lo diste. ¿Él también es tan comprensivo?
—Itadori es simple, directo. Su lealtad está comprada con oportunidades y palabras amables. No representa peligro alguno.
—Curioso. Los hombres simples suelen ser los más impredecibles cuando descubren que han sido usados —Se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo con la mano en el pomo—. Ah, casi lo olvido. Tu hermano Manuel envía saludos. Dice que deberías visitarlo en la capital.
—Manuel dice muchas cosas.
—También envió más que saludos. Envió advertencias.
Eso captó la atención de Miguel.
—¿Qué advertencias?
—Las que se dan entre hombres que juegan el mismo juego peligroso en ciudades diferentes —Higuruma bajó la voz—. La capital está llena de rebeldes como tú, Miguel. Profesores que citan a los enciclopedistas. Abogados que mencionan a Montesquieu. Todos creyéndose muy astutos. Todos creyéndose únicos.
—No soy un rebelde.
—No. Eres algo peor. Eres un idealista. Y los idealistas son impredecibles. Así que hagamos esto rápido. Tú finges enseñar teología mientras plantas semillas de revolución. Yo finjo defender herencias mientras me encargo de los papeles y sus secretos.
—Giromo...
—Y ambos rezamos —continuó— para que el Obispo siga mirando hacia otro lado. Porque el día en que voltee hacia acá, Miguel, nada nos salvará.
—Ten fe. Todo saldrá según lo planeado.
—La fe... —Giró el pomo de la puerta—. ¿Conoces la parábola de la higuera estéril, mon ami? El dueño quiere cortarla después de tres años sin frutos. Pero el viñador pide un año más. Encore une chance.
Miguel ahora lo miraba con curiosidad.
—Mi familia adoptó el nombre por las higueras de nuestra primera hacienda —continuó Higuruma—. Árboles tercos, a veces pasan años sin dar fruto, pero cuando lo dan… magnifique. Por cierto, ¿has notado la higuera vieja en el patio trasero de la capilla? Es la única que sobrevivió a la construcción del seminario, nadie la ha tirado. Curiosa superviviente, ¿non?
Higuruma abrió por fin la puerta y salió sin esperar respuesta, dejando a Miguel Gregorio con sus cuentas y sus conspiraciones.
La higuera del patio de la capilla había estado seca durante años, como en la parábola. Como él mismo. Un abogado que citaba a Voltaire, que cobraba favores con información, que jugaba con fuego en cada juicio. Nadie esperaba frutos de un árbol así. Nadie esperaba mucho de un hombre que había hecho del cinismo su armadura.
Pero las higueras de los Higuruma nunca estaban realmente muertas. Solo esperaban el momento preciso para dar fruto.
Notes:
Ha sido todo un viaje escribir este capítulo. Estoy mareada. Pero espero que hayan disfrutado tanto como yo del debut de nuestro abogado favorito HIGURUMA HIROMI! y por supuesto, espero que disfruten a esta pareja secundaria (Higuruma/Nanami) que nos va a regalar momentos espectaculares, señores y señoras, se viene algo magnifique.
(Yo ni siquiera los shippeaba pero ellos mismos me obligaron xD)
Como todas las semanas, ¡gracias por leer!
Chapter 8: Hecho de Polvo y Poesía
Summary:
Un alma en tormento busca alivio donde no lo hay. Un libro cambia de manos. Un soneto confiesa lo que la boca no puede decir. Entre el polvo que opaca y el oro que se oculta, un corazón tiende un puente, el otro tiembla al cruzarlo.
Notes:
Este capítulo es un poco largo. Espero que estén preparados.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
El piso de piedra lastimaba sus rodillas. Llevaba casi una hora ahí, tratando de reconciliar los pensamientos que bullían dentro de su mente.
Una vez más.
Durante cinco años había aprendido cómo debía de hacer una buena confesión. No era solo una recapitulación de las cosas. El examen de conciencia era un paso crítico, aquello que nunca podía obviar. Pero ahora se sentía como una tarea monumental.
Megumi sabía que había algo dentro de sí que no estaba viendo, algo que se resistía a ser nombrado. Y sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que lo consumiera por completo. Por eso debía poner atención. Y sin embargo, se le escapaba como agua entre los dedos.
Desde el principio. Una vez más.
Había pecado de soberbia. Había rechazado el sustento que se le había ofrecido. Había sido casi una semana completa rechazando la manzana diaria que se le extendía, amarilla, perfecta, fría al tacto.
Y al final de todo, se la había comido.
Aún podía recordar cómo el jugo había explotado dulce contra su lengua, cómo el crujido había resonado en la capilla vacía. Pero ¿por qué se sentía como un pecado? No tenía ningún sentido listar aquello para la confesión.
¿Cómo iba a decirlo?
"Padre, perdóneme porque he comido una manzana."
El puro pensamiento era absurdo. Los confesores escuchaban pecados graves, blasfemias, robos, no… frutas.
Pero, entonces, ¿por qué no podía sacárselo de su cabeza?. Muy dentro sabía que no debía de estar rumiando sobre eso mientras hacía un examen de conciencia, pero la imagen se sobreponía sobre todas las demás.
Trató de anclarse. Siguiente pecado.
Se había distraído durante sus lecciones. Su mente había estado divagando hacia endecasílabos cuando debía estar poniendo atención a algo más.
Erais luz y sombra, o tinto bendito...
No.
Las palabras se habían deslizado en su mente como serpientes.
No, no, no.
Debía detener eso. Lo que fuera que eso fuera. Era algo que no podía ni siquiera identificar con precisión. No le quedaba más que rezar.
”Espíritu Santo, ilumíname. Dame la fuerza necesaria para luchar contra esto. Contra lo que sea que me está atacando. Ilumina mi entendimiento oscurecido. Muéstrame el nombre de mi enemigo para poder combatirlo. No me abandones en esta confusión.”
Megumi respiró hondo y trató de centrarse de nuevo solo en la acción, en lo que podía nombrar como pecado.
Se había distraído en sus estudios. Solo diría eso en confesión. No era necesario dar demasiados detalles, eso era suficiente. Siguiente.
¿Había cumplido con todos sus deberes con el debido cuidado y la debida paciencia?
Ahora que lo pensaba, se había esforzado mucho por no perder la paciencia con Nobara Kugisaki, aunque era simplemente una niña rica y caprichosa que le había metido ideas en la cabeza.
Desde entonces había estado soñando con ciruelas. Grandes y rojas, manchando sus manos con su jugo. Pero a veces en el sueño, no eran sus propias manos las que sostenían la fruta. Eran otras manos, las manos de...
Megumi se golpeó el muslo tres veces. Hasta que la pierna entera le quedó punzando, un dolor que no dejaba espacio para ninguna otra sensación. Regresó a la reflexión.
¿Qué más?
Esa misma noche, cuando regresaba de dar catecismo, había faltado a rezar sus oraciones nocturnas. Eso sí lo podía decir porque era simple e innegable. Había estado tan cansado que lo único que quería era dormir.
También había pecado de pensamiento contra los demás. Había juzgado profundamente la risa estrepitosa de Morelos, su manera de llenar cualquier habitación con su presencia ruidosa. Había juzgado los sonidos que lo desconcentraban.
Como esas malditas botas ruidosas.
”Señor, perdóname por maldecir cuando estoy en comunión contigo.”
Otro pensamiento que se le había escapado. Estaba perdiendo el control del ejercicio.
”Abre mi entendimiento. Abre mis labios para que te alaben con palabras santas. Purifica mi lengua. Purifica mi mente.”
Megumi movió la cabeza, como si tratara de sacudirse físicamente los pensamientos intrusivos. Dios lo ayudaría, sería más devoto, tendría más cuidado.
Dijo las últimas oraciones del examen de conciencia. Se persignó despacio.
”In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen.”
Tuvo que apoyarse pesadamente en el borde de su catre para poder ponerse de pie. Las piernas apenas le respondían. No se sentía listo para la confesión, incluso podía decir que se sentía peor que antes. Como si hubiera revuelto algo dentro de sí. Algo que no debió de haber tocado.
Megumi pasó la mañana aferrándose a su breviario como si fuera un ancla. Mantuvo la cabeza gacha, repitió las oraciones sin siquiera meditarlas. Durante el desayuno apenas tocó el atole, se sentía fuera de sí.
Cuando la tarde cayó y la hora de la confesión llegó, los pasos de Megumi lo llevaron hacia el confesionario de la derecha. Había sido una acción inconsciente, ya que había recorrido el mismo camino cada sábado durante cinco años.
Dentro de la capilla había dos confesionarios en uso. El de la izquierda, el del padre Cabrera, ya tenía una fila de tres seminaristas esperando. El del padre Nanami estaba vacío. Por supuesto que estaba vacío.
Nanami era meticuloso, lento, hacía preguntas, pedía aclaraciones. No dejaba que nada se le escapara sin examinarlo. Los demás seminaristas lo evitaban cuando podían, prefiriendo la absolución rápida del padre Cabrera.
Pero Megumi siempre buscaba a Nanami.
Hasta hoy. Hoy hubiera preferido una absolución rápida, pero ya era tarde para cambiar. Ya estaba frente al confesionario de Nanami.
Se arrodilló en el reclinatorio, la madera crujió ominosamente. A través de la celosía podía distinguir la silueta del padre Nanami. Alto, erguido incluso sentado, con ese porte que había hecho que más de un seminarista comentara que parecía más un soldado que un sacerdote.
Megumi se persignó.
—Bendígame, padre, porque he pecado —comenzó con voz baja, casi un susurro—. Han pasado siete días desde mi última confesión.
—Te escucho, hijo mío —respondió Nanami. Su voz era tranquila, era la voz de un hombre que había escuchado cada pecado imaginable y que ya nada lo sorprendía.
Megumi repasó y se aferró a la lista que había preparado en su celda esa mañana.
—He sido negligente en mis estudios. Me he distraído y no he puesto atención a mis lecciones como debería.
—¿Qué naturaleza tenían esas distracciones?
Debió haber anticipado esa pregunta. Era exactamente el tipo de pregunta que Nanami haría.
—Pensamientos… errantes, solo falta de concentración.
—Los pensamientos errantes tienen origen —dijo Nanami con paciencia—. ¿De dónde vienen los tuyos?
—No… no sabría decir, padre. Tal vez sea el cansancio lo que me hace divagar.
—Está bien —dijo finalmente el confesor—. Continúa.
Megumi se obligó a respirar hondo, ya había pasado el primer obstáculo.
—He juzgado a mis hermanos por sus palabras y acciones. He sido impaciente con los ruidos y las interrupciones. He faltado una noche a mis oraciones completas por… por pereza.
—¿Solo una noche?
—Sí, padre, el lunes.
—¿Y qué te impidió completar tus oraciones esa noche?
—Estaba cansado, padre. Caí dormido.
—El cansancio es comprensible —dijo Nanami—. ¿Pero has intentado remediar ese fallo? ¿Has añadido esa oración a las del día siguiente?
No. No lo había hecho. Ni siquiera se le había ocurrido.
—No, padre. Olvidé hacerlo.
—Entonces no es solo pereza. Es negligencia.
Megumi sentía cómo el peso se iba acumulando dentro de él. Tenía que terminar con eso. Rápido.
—He sido soberbio al rechazar la caridad de otros. He fallado en aceptar con humildad lo que se me ofrece.
Del otro lado de la celosía, Megumi escuchó un sonido que le pareció un suspiro, o simplemente había sido el roce de la sotana cuando el padre Nanami ajustó su posición.
—¿Qué tipo de caridad?
—Sustento, padre. Alimento que me ofrecieron y que rechacé por orgullo.
—¿Y después?
La pregunta era simple pero letal.
—Después… —Megumi hizo una pausa para prepararse para lo que venía— Después lo acepté.
—¿Entonces cuál es el pecado? ¿El rechazo o la aceptación?
No se había detenido a pensar en eso. Ni una sola vez. Megumi vaciló, no sabía. ¿Cuál era el pecado? Megumi abrió la boca y volvió a cerrarla. No tenía respuesta.
—El rechazo, padre —dijo finalmente, eligiendo la opción más segura—. El orgullo de rechazar.
—Pero después aceptaste —insistió Nanami—. Eso sugiere humildad, fue una corrección del error. ¿Por qué entonces lo traes como pecado?
—Porque… —Megumi buscó las palabras como quien busca a tientas en la oscuridad— Porque debí haberlo aceptado desde el principio. Porque hice sufrir a quien me ofrecía caridad.
Un silencio largo se extendió entre ellos. Megumi podía escuchar su propia respiración agitada.
—Hijo mío —dijo Nanami finalmente, y su voz sonó más suave—. ¿Hay algo más que necesites confesar? ¿Algo que te esté perturbando?
—No, padre —mintió—. Nada más.
Otra pausa. Megumi sabía que no le creía, casi podía sentirlo en ese silencio, en la forma en que el confesor parecía estar eligiendo sus palabras.
—Has mencionado negligencia en tus estudios, juicio contra tus hermanos, impaciencia, pereza en las oraciones, soberbia —recapituló Nanami—. ¿Es todo?
—Sí, padre.
Otra mentira. O tal vez no. Tal vez realmente no había nada más porque aquello que lo atormentaba no tenía nombre. Y lo que no tiene nombre no puede ser confesado.
—Megumi —dijo Nanami, y el uso de su nombre de pila hizo que levantara la vista hacia la celosía—. Pareces perturbado. Si hay algo que pesa en tu conciencia, algo que no sabes cómo expresar… si sientes que necesitas hablar fuera del confesionario, mi puerta está abierta. No todo lo que nos atormenta es pecado. A veces es solo confusión. Y la confusión no requiere absolución.
Megumi guardó silencio.
Después de un momento que se alargó en demasía, Nanami suspiró. Era el suspiro de un confesor que sabía que le estaban ocultando algo; una buena confesión requería que el penitente viniera por decisión propia, con el corazón abierto. Pero el corazón de Megumi estaba cerrado con siete candados.
—Muy bien —concluyó Nanami—. Como penitencia rezarás un rosario completo meditando en los misterios dolorosos. Y añadirás las oraciones que omitiste el lunes.
—Sí, padre.
—Deus, Pater misericordiarum, qui per mortem et resurrectionem Filii sui mundum sibi reconciliavit et Spiritum Sanctum effudit in remissionem peccatorum...
Megumi inclinó la cabeza. Cerró los ojos. Intentó sentir el peso de los pecados levantándose de sus hombros como debía ser. Intentó sentir la gracia descendiendo como luz limpia que lo purificaba. Pero no sintió nada.
—...et ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen.
Se persignó y se puso de pie. Salió del confesionario con pasos lentos, la cabeza baja, las manos juntas en señal de oración. Pero por dentro solo sentía caos.
No se sentía absuelto, se sentía más pesado; como si en lugar de dejar sus pecados en el confesionario, hubiera recogido otros nuevos. La mentira de la confesión incompleta. La soberbia de creer que podía manejar esto solo.
Se arrodilló en el reclinatorio para cumplir su penitencia. Su alma era agua revuelta por una piedra que alguien había lanzado con fuerza, agitando todo el sedimento.
Empezó a rezar. Esperando una nueva claridad que no llegaba.
Rezó un rosario, luego otro. Su vida se estaba convirtiendo en un borrón de Avemarías que no lograban consolar su alma. Tal vez había sentido un poco de paz después de escuchar el evangelio del domingo. La parábola del hijo pródigo.
Megumi conocía esa parábola de memoria; la había escuchado docenas de veces. Pero ese domingo, las palabras lo golpearon con una fuerza nueva. El hijo regresando a casa, el padre que lo recibe y organiza una fiesta "Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado."
Eso era la misericordia, el perdón sin medida. Un padre que corre hacia el hijo, que no pregunta, que no exige explicaciones.
Megumi había sentido que Dios le hablaba a él a través de esas palabras, como si le estuviera diciendo: No importa lo que sea. No importa que no puedas nombrarlo. Yo ya te he perdonado. Ya estás perdonado.
Pero el frío de los maitines del lunes lo había traído de nuevo a la realidad. A esa inquietud de quien sabe que ha hecho algo malo. Una sensación de inquietud que se colaba por las rendijas de su tranquilidad. Aquella voz que le decía que debía buscar un perdón más profundo.
Y en medio de ese frío, en esa celda que nunca se sentía realmente cálida, sabía lo que debía hacer.
Se quedó un momento de pie mirando la mesa donde descansaban su breviario y su rosario, y a un lado, envuelto en un paño de lino, el cilicio.
Lo había sacado después de su examen de conciencia, pero no lo había usado, solo lo había mirado, indeciso.
Pero ahora que cada pensamiento de su cabeza gritaba a la vez, sabía que necesitaba algo más. Necesitaba dolor. Era la única cosa que podía nombrar en medio de todo eso.
Megumi desenvolvió el cilicio con manos temblorosas. Era simple en su crueldad: una banda de cuero trenzado, no más ancha que dos dedos, con pequeños ganchos de metal en su interior. No estaban diseñados para desgarrar la carne. Solo para… recordar.
Desabrochó su cinto y se alzó la sotana junto con la camisa hasta dejar expuesta su pálida piel.
Respiró hondo antes de enrollar el cilicio alrededor de su cintura. El metal fue un contacto ligero que casi podía ignorarse.
Apretó.
Los ganchos se clavaron en su piel, apenas lo suficiente para que sintiera un dolor agudo que era imposible de ignorar.
Megumi cerró los ojos. Ató el cilicio con el nudo simple que le habían enseñado.
Dejó caer la camisa y después la sotana. Se abrochó el cinto sobre ella. Por fuera parecía como si nada hubiera cambiado. Por dentro, cada inhalación era un recordatorio de hierro contra carne.
Eso era real, podía controlarlo. Podía nombrarlo.
Su mente, por primera vez en días, se quedó en silencio. No porque el caos hubiera desaparecido, sino porque el dolor lo ahogaba como un grito más fuerte que todos los demás.
Si su mente insistía en deslizarse hacia otros lugares, su cuerpo le recordaría el precio.
Megumi asistió a sus lecciones sin problema. Durante la comida del mediodía comió poco, pero eso no era inusual. Él a menudo ayunaba por devoción.
Su trabajo de la tarde fue más difícil, pero no imposible. Itadori estaba más arriba en el andamio y parecía como si él también estuviera perdido en sus propios pensamientos. Trabajaba con más fuerza, más ahínco. No tenía más manzanas. Y Megumi estaba aliviado de no tener que rechazar nada más.
Para cuando llegó la hora de ir a casa de los Kugisaki, Megumi casi se había convencido de que había encontrado una nueva paz. De que había logrado convertir al dolor en su remedio.
Esta vez la criada lo condujo directamente al comedor, sin detenerse en las formalidades.
La tarde moría. Las ventanas del comedor dejaban entrar apenas un resplandor anaranjado. Pero el candelabro de plata ya estaba encendido en el centro de la mesa.
Ahí estaba Nobara. Llevaba un vestido más sencillo que la vez anterior, color verde musgo con encajes discretos. Cuando Megumi entró, ella levantó la vista y algo en su expresión cambió.
—Buenas tardes, señorita Kugisaki —saludó Megumi, haciendo una leve reverencia.
—Señor Fushiguro —respondió ella, y su tono no tenía esa cualidad burlona que había empleado en su primera lección.
Megumi se sentó en la silla que estaba frente a Nobara con todo el cuidado del mundo, manteniéndose muy erguido y procurando que su espalda no tocara el respaldo.
—Continuaremos donde lo dejamos la semana pasada —dijo, abriendo su breviario—. Los sacramentos. Habíamos llegado hasta la Confirmación.
Nobara solo lo miraba con esos ojos claros que la semana anterior habían brillado con malicia calculada. Ahora contenían algo diferente.
—¿Os encontráis bien? —preguntó ella.
—Perfectamente.
—Parecéis cansado.
—Estoy bien, señorita Kugisaki. La lección.
Nobara frunció el ceño, pero obedeció y tomó su pluma. Megumi comenzó a explicar el sacramento de la Confirmación, los dones del Espíritu Santo, la imposición de manos del obispo. Habló durante varios minutos, consciente de que su voz sonaba más tensa de lo usual, más cortante.
—Los siete dones del Espíritu Santo —dijo Megumi—. Recitadlos, por favor.
—Sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios —recitó Nobara mecánicamente, pero sus ojos no dejaban de estudiarlo.
—Bien. Ahora explicadme qué significa cada uno.
Nobara comenzó a hablar sobre la sabiduría, sobre cómo era diferente del simple conocimiento. Megumi intentaba escuchar, de verdad intentaba, pero el dolor se estaba volviendo más insistente.
—¿Señor Fushiguro?
Megumi parpadeó. Nobara había dejado de hablar y lo miraba con algo parecido a la preocupación.
—Disculpe, puede continuar.
—He terminado de explicar. Y no sé si es propio preguntarlo, pero lo preguntaré de todos modos. ¿Qué os está lastimando?
La pregunta era demasiado directa. Demasiado precisa.
—No me está lastimando nada —dijo Megumi defensivamente.
—Os estáis sentando como si os doliera la espalda, o el costado. No os habéis recargado en el respaldo ni una sola vez. Y tenéis ojeras que no teníais la semana pasada.
El silencio cayó entre ellos. Solo se escuchaba el crepitar de las velas.
Nobara se inclinó hacia adelante.
—Señor Fushiguro, estáis sufriendo. Y vuestra cara me dice que no es un sufrimiento santo, no es una penitencia elegida con paz en el corazón. Es algo que os está consumiendo.
Megumi sintió algo quebrarse dentro de él. Tal vez era el cansancio. Tal vez era el dolor constante que llevaba doce horas soportando. Tal vez era simplemente que alguien había visto lo que nadie más había notado.
—No sabéis de lo que habláis —dijo sin convicción.
—Tal vez no —dijo Nobara—. Solo soy una muchacha vanidosa que hace preguntas impertinentes. Pero la semana pasada me dijisteis que el apego desmedido a los placeres terrenales mancha el espíritu. Y agora pienso… ¿el apego al sufrimiento no es igual de malo?
La pregunta lo golpeó como una bofetada.
—Eso es diferente.
—¿Lo es?
—El sufrimiento es parte del camino hacia Dios —dijo finalmente, pero las palabras sonaban huecas incluso para él—. San Pablo dice que debemos completar en nuestra carne lo que falta a los padecimientos de Cristo.
Nobara suspiró, pero cuando habló de nuevo su voz era casi gentil.
—Perdonadme, señor Fushiguro. No es mi lugar hacer estas preguntas. Apenas y sé recitar el catecismo.
—Sabéis más de lo que fingís saber —dijo Megumi, y por primera vez en toda la lección, algo parecido a una sonrisa amarga tocó sus labios—. Sois astuta. Y tal vez más sabia de lo que os conviene.
—Mi padre dice que nadie aprecia la sabiduría en una mujer.
—Vuestro padre se equivoca.
Las palabras salieron antes de que Megumi pudiera detenerlas. Nobara parpadeó, sorprendida.
—¿De verdad lo pensáis?
—La sabiduría es un don del Espíritu Santo —dijo Megumi, regresando al terreno seguro de la doctrina—. No hace distinción entre hombres y mujeres. Santa Catalina de Siena, Santa Teresa de Ávila, Sor Juana Inés de la Cruz. Todas fueron mujeres de profunda sabiduría.
—Citáis a Sor Juana —observó Nobara, y ahora había curiosidad genuina en su voz—. Pensé que los seminaristas evitaban mencionar a poetisas que escribían sobre el amor.
Megumi sintió el peligro de esa observación. Se apresuró a cerrar su breviario.
—Creo que es suficiente por hoy. Habéis demostrado de nuevo un buen dominio de los conceptos. La próxima semana retomaremos los sacramentos restantes.
Ambos se pusieron de pie. El movimiento hizo que el cilicio se ajustara y Megumi tuvo que apretar los dientes para no hacer una mueca de dolor. Pero Nobara lo notó. Por supuesto que lo notó.
Sin embargo no dijo nada, solo lo acompañó hasta la puerta en silencio.
—Buenas noches, señor Fushiguro.
Las palabras de Nobara habían sido diferentes, tanto que casi podía sentir genuina preocupación en ellas. Pero Megumi no necesitaba que alguien se preocupara por él, ese era su problema, solo de él. Era su dolor, solo suyo.
Los días comenzaron a sangrar uno en el otro. Martes, miércoles, jueves. Una procesión de horas marcadas por el dolor constante y las rutinas inmutables. Maitines. Prima. Tercia. Lecciones. Comidas que apenas probaba. Sexta. Nona. Vísperas. Completas.
Y en medio de todo, la capilla.
La capilla donde Itadori trabajaba silenciosamente, preparando la mezcla para el revoco, boceteando los cartones para el fresco. La capilla donde Megumi tenía que supervisar el progreso porque era su deber.
Pero fue el jueves cuando sus aguas se turbaron aún más.
Cuando llegó a la capilla, Itadori no estaba en el andamio pero la puerta hacia el taller estaba entreabierta y Megumi entró cautelosamente.
El pintor estaba de pie frente a la mesa donde había desplegado varios cartones. Bocetos del fresco que pintaría en el muro. Tenía carboncillo en las manos y una expresión de concentración mientras trazaba líneas sobre el papel grueso.
—Buenas tardes, Fushiguro —saludó sin levantar la vista, su voz alegre como siempre.
—¿Habéis avanzado con el muro? —preguntó Megumi, manteniendo su voz neutral.
—Casi termino con el enlucido, disculpad si he levantado demasiado polvo en la capilla.
—El polvo de yeso es inevitable —dijo Megumi—. Deberíais cubriros la boca con un pañuelo mientras trabajáis.
—Lo hago, pero igual se cuela —Itadori se pasó una mano por el cabello, dejando una estela blanca de polvo—. Mirad, hasta el pelo lo tengo blanco. Parezco un anciano.
Se rio. Esa risa fácil que parecía llenar cualquier espacio.
Megumi lo miró.
El polvo de yeso se había asentado sobre el cabello de Itadori opacando su color natural, ese tono que usualmente era trigueño con reflejos que la luz del atardecer volvía casi dorados. El polvo lo había convertido todo en un blanco mate, apagado.
Y le molestó.
O quizás era algo peor. Era desagrado. Era querer que el polvo no estuviera ahí para poder ver esos reflejos de nuevo, esa manera en que el sol de la tarde tocaba su cabello…
Megumi se detuvo en seco. ¿En qué estaba pensando?
El pánico llegó súbito y helado, más agudo que cualquier dolor del cilicio. Porque esto era exactamente lo que había estado tratando de evitar. Este era el tipo de pensamiento que no tenía nombre, pero que sabía, con certeza absoluta, que no debía estar teniendo.
—¿Fushiguro? —La voz de Itadori lo trajo de vuelta—. ¿Os encontráis bien? Pusisteis una expresión rara.
Megumi se dio cuenta de que se había quedado inmóvil, mirándolo fijamente. Apartó la vista de inmediato.
—Estoy bien —dijo, y su voz sonó extraña incluso para él. Demasiado aguda—. Solo revisad que el enlucido esté parejo.
—Claro, yo…
—Tengo que irme.
Megumi ya estaba caminando hacia la puerta antes de terminar la frase. Cada paso era una huida. No miró atrás. Siguió caminando hasta que estuvo lo suficientemente lejos de la capilla.
Esa noche cuando Megumi desató el cilicio comprobó que su piel estaba roja y maltratada, incluso en algunas áreas los ganchos habían roto la superficie.
Cuatro días usándolo y su mente todavía se deslizaba.
Tomó su rosario. Comenzó a rezar en voz baja.
Pero incluso mientras rezaba, su mente volvía una y otra vez a esa imagen: el polvo blanco opacando el cabello de Itadori. Y la sensación irracional y prohibida de querer que no estuviera ahí.
Megumi rezó el rosario completo. Después otro.
Cuando amaneció el viernes, Megumi apenas escuchó la esquila que llamaba a maitines. Estaba agotado. Se puso de pie con movimientos lentos que le costaron demasiado.
Maitines. Salmos. Desayuno. Una nueva determinación estaba creciendo dentro de él.
Debajo de su catre descansaba otro instrumento que no había considerado antes.
La disciplina.
Un látigo pequeño no más largo que su antebrazo. Cinco cuerdas de cáñamo anudadas, diseñadas para anclar, para traer el alma de vuelta al cuerpo cuando amenazaba con irse hacia lugares prohibidos.
Todos los seminaristas lo tenían. Era parte de las herramientas de penitencia que recibían al entrar. Megumi lo había usado antes, durante la Cuaresma como era costumbre. Pero nunca fuera de los tiempos litúrgicos prescritos.
Hasta ahora.
Porque el cilicio no era suficiente. Cuatro días usándolo, apretándolo hasta que la piel protestaba y su mente todavía notaba cosas que no debía notar.
Pasó las cuerdas entre sus dedos, acariciando los nudos.
Se quitó la sotana y la camisa. El aire frío tocó su piel desnuda y le arrancó un escalofrío. Se arrodilló frente al pequeño crucifijo que colgaba de la pared.
Por mis pecados de pensamiento.
Levantó el brazo. Las cuerdas silbaron al cortar el aire.
El primer golpe cayó sobre su hombro izquierdo.
El dolor fue agudo, concentrado, como si todo su ser se redujera a esa franja de piel que ardía. Megumi apretó los dientes para no hacer ruido.
Por mis pecados de omisión.
El segundo golpe sobre el hombro derecho. Esta vez un jadeo se le escapó antes de que pudiera contenerlo.
Por mis mentiras.
El tercer golpe, más abajo, entre los omóplatos. Su mano temblaba ahora, pero no se detuvo.
Por notar lo que no debo notar.
El cuarto golpe. Las lágrimas empezaban a brotar, pero no eran por el dolor. Eran por la desesperación de no saber de qué se estaba defendiendo exactamente.
Por querer lo que no debo querer.
El quinto golpe casi le falló, pero lo completó.
Por ser lo que no debo ser.
El sexto golpe fue el más fuerte. Las cuerdas mordieron profundo y esta vez Megumi no pudo contener el gemido que se le escapó.
Se quedó arrodillado, respirando pesadamente. La espalda le ardía y podía sentir cómo la piel se había levantado. Pasó sus dedos tentativamente por su hombro derecho. Había sangrado.
El dolor era absoluto. Y por un momento, solo por un momento, su mente quedó en blanco.
Megumi dejó caer la disciplina. Apoyó la frente contra el piso y respiró profundo esperando sentir la paz, pero en vez de eso una sensación más fría se estaba asentando. No quería ver a Itadori esa tarde porque si lo hacía volvería a notar cosas que no debía notar. Y entonces tendría que hacer esto de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo.
Megumi se puso de pie con movimientos lentos. Se acercó a la jofaina con agua fría y se pasó un trapo empapado con cuidado sobre los hombros.
Se ciñó el cilicio de nuevo sobre la cintura. Esta vez el dolor de la piel ya maltratada se sumó al de la espalda. Una sinfonía de agonía perfectamente controlada.
Se puso la camisa con extremo cuidado, sintiendo cómo la tela rozaba las heridas y salió de su celda con la determinación renovada de ser… normal.
De ser el seminarista devoto que se suponía que debía ser.
El libro pesaba poco en su morral, pero Yuuji sentía como si llevara una piedra de molino.
Toda la semana había sido una sucesión de “hoy lo haré”, seguidos de “no puedo hacerlo”.
Yuuji volvió a recordar lo que le había preguntado Choso después de entregarle el libro:
“¿Por qué es tan importante para ti que ese hombre te acepte?” Había preguntado su hermano y Yuuji no había tenido respuesta preparada para eso. “Solo quiero hacer bien mi trabajo”, había dicho, “y para eso necesito que confíe en mí”.
Y aunque no había sido toda la verdad, había sido suficiente para que Choso no preguntara más.
Yuuji llegó al jueves con una determinación renovada. El libro seguía en su morral, su corazón latiendo demasiado rápido. No habría excusas. Se lo daría aunque tuviera que interrumpir, aunque fuera incómodo, aunque Fushiguro lo rechazara.
Aunque el rechazo doliera.
Pasó media tarde trabajando en el enlucido del muro. Era trabajo sucio, el yeso se quedaba en todos lados. A media jornada ya tenía el cabello lleno de polvo, la cara salpicada, las manos agrietadas.
—¿Habéis avanzado con el muro? —había preguntado Fushiguro, su voz tan neutral como siempre.
—Casi termino con el enlucido, disculpad si he levantado demasiado polvo en la capilla.
—El polvo de yeso es inevitable —dijo Fushiguro—. Deberíais cubriros la boca con un pañuelo mientras trabajáis.
—Lo hago, pero igual se cuela —Yuuji se pasó una mano por el cabello—. Mirad, hasta el pelo lo tengo blanco. Parezco un anciano.
Se rio. Esa risa que Choso siempre decía que usaba cuando estaba nervioso, cuando intentaba llenar los silencios incómodos.
Y entonces vio la expresión de Fushiguro.
No fue algo dramático. No fue un gesto grande. Fue apenas un cambio en sus ojos, una tensión en su mandíbula. Como si Yuuji hubiera dicho algo profundamente equivocado.
—¿Fushiguro? —preguntó, la sonrisa desvaneciéndose—. ¿Os encontráis bien? Pusisteis una expresión rara.
El seminarista apartó la vista de inmediato. Demasiado rápido, como si lo hubieran quemado.
Y huyó.
La puerta se cerró detrás de él con un sonido que resonó en el silencio de la capilla.
Yuuji se quedó ahí de pie, con las manos aún sucias de yeso, con el polvo en el cabello, con las palabras atascadas en la garganta.
“¿Qué hice?”
Repasó la conversación en su mente. No había dicho nada malo. Solo había comentado sobre el polvo. Se había reído de sí mismo. Y entonces Fushiguro había puesto esa expresión y había huido.
“Definitivamente me odia”.
El pensamiento se asentó como una piedra en su estómago.
Yuuji miró el morral donde estaba el libro envuelto con un pañuelo que tenía un ave bordada en una esquina. Había sido tonto.
Se obligó a regresar al trabajo, pero sus pensamientos estaban muy lejos del muro.
Estaban en todas las veces que había sido rechazado.
Cuando era niño y los otros niños no querían jugar con él porque su abuelo era indio. Cuando las familias criollas del pueblo cerraban sus puertas si lo veían acercarse. Cuando algunos comerciantes ni siquiera querían tocar las monedas que les ofrecía, como si su sangre mestiza pudiera contaminarlas.
Se había acostumbrado a eso. Había aprendido a sonreír de todos modos, a ser amable, a demostrar que era digno de confianza. Y a veces funcionaba. A veces la gente veía más allá del color de su piel y de su apellido.
Pero este rechazo dolía diferente.
¿Por qué este rechazo en particular le dolía tanto?
Había conocido a Fushiguro solo dos semanas atrás. Apenas habían tenido conversaciones reales. El seminarista había sido distante desde el principio, claramente incómodo con su presencia. No había razón para que su rechazo importara más que el de cualquier otro.
Pero importaba.
Importaba de una manera que Yuuji no sabía cómo nombrar.
Tal vez era porque Don Gregorio lo había puesto en esta posición. Le había dado ropa fina, educación, oportunidades. Y ahora estaba fallando. No podía ni siquiera ganarse la confianza básica del supervisor de la obra. ¿Qué diría Don Gregorio cuando supiera?
O tal vez era porque había empezado ¿a qué? ¿A tenerle aprecio a Fushiguro? Pero no. No se le puede tener aprecio a alguien que apenas te habla, que huye de tu presencia, que claramente preferiría que no existieras.
¿Pero entonces por qué había estado notando cosas?
La manera en que Fushiguro fruncía el ceño cuando estaba concentrado.
Cómo sus dedos largos pasaban las páginas de sus libros con cuidado reverente.
El tono exacto de azul en sus ojos cuando la luz los tocaba de cierta manera.
“Para”, se ordenó Yuuji a sí mismo. “Para de notar esas cosas. No sirve de nada”.
Se sacudió el polvo de la ropa, aunque sabía que era inútil. Estaba cubierto de yeso de pies a cabeza. Tal vez eso era lo que había molestado a Fushiguro. Tal vez se veía tan sucio que el seminarista no podía soportar mirarlo.
El viernes amaneció con un cielo limpio, tan azul que dolía mirarlo. Yuuji lo tomó como señal de que ese día sería diferente.
Cuando llegó a la capilla preparó sus materiales con cuidado. Los cartones estaban desplegados sobre la mesa larga. Apenas se notaba la silueta de la Virgen María arrodillada, el Arcángel Gabriel con las alas desplegadas, el momento exacto donde lo divino tocaba lo humano.
Hágase en mí según tu palabra.
¿Cómo se sentiría decir eso? Aceptar algo que cambiaría tu vida para siempre sin entender completamente qué significaba.
Yuuji sacó el libro de su morral. Lo puso sobre la mesa y esta vez, pasara lo que pasara, se lo ofrecería.
El tiempo pasó mientras Yuuji repasaba los detalles de los cartones. Corrigió algunas líneas. Intentó no mirar cada cinco minutos hacia la puerta.
Y entonces lo oyó. Esos pasos medidos que había aprendido a reconocer.
Fushiguro entró y Yuuji sintió cómo algo en su pecho se apretaba. El seminarista se veía… mal. No enfermo exactamente, pero agotado. Las ojeras que Yuuji había notado toda la semana eran más profundas ahora. Y había algo en la manera en que se movía, demasiado cuidadoso, como si le doliera algo.
“Está trabajando demasiado”, pensó Yuuji con una punzada de preocupación. ”Debería descansar más.”
—Buenas tardes, Fushiguro —saludó, intentando que su voz sonara normal, animada—. Los cartones avanzan bien. Quería mostraros.
Fushiguro asintió y se acercó a la mesa. Se paró al otro lado, con los cartones entre ellos como un muro de papel y carboncillo.
Yuuji comenzó a explicar el proceso, solo para tener algo que decir. Habló de cómo perforaría los contornos de los dibujos con un punzón. Cómo después presionaría polvo de carbón a través de los agujeros directamente sobre el enlucido fresco. Cómo las líneas punteadas lo guiarían mientras pintaba.
Hablaba demasiado rápido. Lo sabía. Pero el silencio de Fushiguro lo ponía nervioso. El seminarista solo asentía de vez en cuando, sus ojos fijos en los dibujos, sin mirar a Yuuji.
Yuuji se detuvo. Fushiguro no estaba mirando los cartones realmente. Estaba perdido en algún pensamiento lejano. Yuuji decidió seguir hablando.
—Siempre me pregunté cómo se sintió la Virgen en ese momento —dijo mientras tocaba la silueta de María—. El ángel le dice que va a cambiar su vida entera y ella solo acepta. Sin saber realmente qué significa. Sin entender lo que viene.
Fushiguro parpadeó, como si regresara de muy lejos. Miró el cartón, después a Yuuji.
—Eso es fe —dijo, su voz más ronca de lo usual—. Aceptar sin comprender.
—Debe haber sido aterrador —dijo Yuuji.
—O liberador.
La respuesta tomó a Yuuji por sorpresa. Miró a Fushiguro y vio algo en sus ojos que no había visto antes. Una vulnerabilidad tan breve que casi podía haberla imaginado.
“Ahora”, pensó. “Si vas a hacerlo, hazlo ahora.”
—Fushiguro, yo…—Yuuji respiró hondo—. ¿Os gusta la poesía?
El efecto fue inmediato. Fushiguro se congeló completamente. Sus ojos se abrieron apenas con algo parecido al pánico.
El silencio se extendió. Uno, dos, tres segundos que se sintieron como horas.
“Lo arruinaste”, pensó Yuuji con desesperación. “Preguntaste algo inapropiado y ahora va a huir de nuevo.”
—Perdón —se apresuró a decir Yuuji—. Fue inapropiado preguntar. Yo solo pensé que tal vez… pero no importa, olvidadlo…
—Sí.
La palabra fue apenas un susurro.
Yuuji dejó de hablar a media frase. ¿Había escuchado bien?
—¿Sí?
—Sí. Leo poesía —repitió Fushiguro, su voz tensa como una cuerda a punto de romperse—. Pero no debería. Es una distracción de…
Se detuvo abruptamente, como si hubiera dicho demasiado. Fushiguro apartó la mirada.
Yuuji sintió cómo algo se aflojaba en su pecho. No era un rechazo. Era admisión, tal vez confianza. Pequeña y frágil, pero real.
—A veces las distracciones son lo único que nos mantiene cuerdos —dijo Yuuji suavemente.
Fushiguro levantó la vista. Sus ojos lo miraron con una intensidad que hizo que Yuuji olvidara respirar por un momento. Había algo ahí, algo vulnerable y asustado y…
—¿Vuesa merced también…? —preguntó Fushiguro, y la pregunta quedó incompleta, colgando en el aire.
—Trato de mantener mis manos ocupadas —respondió Yuuji—. Pintar, dibujar. A veces solo… mirar cómo la luz cambia sobre las cosas.
El silencio que siguió ya no fue incómodo, estaba cargado de una manera diferente. Como si estuvieran parados en el borde de algo importante y ninguno supiera exactamente qué hacer.
“Dale el libro”, se ordenó Yuuji. “Ahora o nunca.”
Con manos temblorosas tomó el libro envuelto con el pañuelo.
—Yo… tengo algo —dijo Yuuji suavemente—. Pensé que tal vez a vuesa merced le gustaría.
Puso el paquete sobre la mesa, entre ellos. Entre los cartones de La Anunciación, entre la Virgen que acepta y el ángel que anuncia.
Fushiguro miraba el paquete como si fuera algo peligroso.
—¿Qué es? —preguntó, sin tocarlo.
—Un libro —respondió Yuuji—. De poesía. Es… era de mi madre. Mi hermano pensó que tal vez a vuesa merced le gustaría. Son poemas de Garcilaso de la Vega.
Vio cómo algo cambiaba en el rostro de Fushiguro. Un destello de reconocimiento, de hambre casi. El seminarista extendió la mano, dudó, la retiró.
—No puedo aceptarlo —dijo, pero su voz no tenía convicción—. Es de vuestra familia.
—Por eso quiero que lo tengáis —lo interrumpió Yuuji, con más firmeza ahora—. Mi madre decía que los libros no tienen dueño verdadero. Que son puentes entre las personas. Y yo… yo quisiera construir un puente hacia vos.
Las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas. Demasiado honestas. Demasiado desnudas.
El silencio se extendió. Yuuji podía escuchar su propio corazón latiendo demasiado fuerte. Podía ver el pecho de Fushiguro subiendo y bajando con respiraciones cuidadosas y controladas.
Y entonces, lentamente, como si le costara cada movimiento, Fushiguro extendió la mano y tocó el paquete.
No lo levantó todavía. Solo lo tocó. Sus dedos rozaron el lino del pañuelo, trazando la forma del ave bordada con puntadas torcidas.
Cuando por fin el seminarista levantó el paquete, lo sostuvo con ambas manos, como si fuera algo sagrado. Como si pesara más de lo que pesaba.
—No sé qué decir —murmuró.
—No tenéis que decir nada —respondió Yuuji, y sonrió aunque el corazón le dolía de una manera que no entendía—. Solo… leedlo. Cuando sintáis que lo necesitáis.
Fushiguro asintió. Apretó el paquete contra su pecho. El gesto fue tan vulnerable, tan inesperado, que Yuuji tuvo que apartar la mirada porque se sentía como si estuviera viendo algo demasiado privado.
—Gracias —dijo Fushiguro finalmente—. Yo… gracias.
Y en su voz había algo que Yuuji nunca había escuchado antes. No la frialdad habitual. No la distancia. Sino algo quebrado y humano y hermoso en su fragilidad.
Yuuji quiso decir algo más. Quiso quedarse ahí en ese momento suspendido donde el aire entre ellos se sentía distinto. Pero sabía que si se quedaba y prolongaba esto, algo se rompería.
Así que hizo lo único que podía hacer.
Se inclinó en una leve reverencia.
—Debo irme —dijo Yuuji—. Hay cosas que debo hacer antes de que oscurezca.
No era verdad. No tenía nada urgente. Pero necesitaba salir de ahí antes de que Fushiguro viera cómo le temblaban las manos, cómo algo en su pecho se había abierto de una manera que lo asustaba.
—Gracias. De verdad —dijo el seminarista.
Yuuji volteó. Fushiguro seguía sosteniendo el paquete contra su pecho. Y en su rostro había una mezcla de gratitud y dolor y algo que le decía a Yuuji que ese momento había cambiado algo entre los dos.
Para bien o para mal.
—De nada, Fushiguro.
La luz de la tarde entraba por las ventanas altas, pintando todo de ámbar y oro.
Lo había hecho, había tendido el puente.
Se llevó una mano al pecho, donde el corazón le latía como si hubiera corrido una gran distancia. No entendía por qué entregar un simple libro se sentía como entregar algo mucho más importante.
Salió del seminario con el sol ya bajo en el cielo y con el sonido de las campanas que llamaban a vísperas. Valladolid se teñía de naranja mientras el día moría.
Y Yuuji caminó de regreso a San Nicolás con el morral vacío, pero el corazón demasiado lleno de algo que no sabía nombrar.
Megumi cerró la puerta mientras cuidaba la precaria llama de su vela. Se sentó en el borde de su catre y deshizo el nudo del pañuelo.
El libro era pequeño, del tamaño de una mano. El cuero de la encuadernación estaba gastado por el uso. No había título en la portada, solo el rastro dorado de letras que el tiempo casi había borrado.
Megumi lo abrió con reverencia.
La primera página tenía una inscripción en caligrafía delicada:
"Que los versos te acompañen en la ausencia."
Megumi pasó las páginas despacio. Se detuvo en una que tenía la esquina superior marcada. El papel estaba más gastado ahí, como si hubiera sido leído muchas veces.
Escrito está en mi alma vuestro gesto
Megumi leyó el soneto una vez. Después otra. Y otra.
Yo no nací sino para quereros…
Las palabras se clavaban más profundamente que cualquier cilicio.
Por vos nací, por vos tengo la vida…
Porque hablaban de estar escrito en el alma de otro. Sobre ser cortado a la medida de alguien más.
Cerró el libro con cuidado. Lo sostuvo contra su pecho como había hecho en la capilla, sintiendo su peso, su calor prestado.
Megumi tomó su pluma. Abrió el libro robado con márgenes anchos.
No debería. Esto era exactamente lo que había estado tratando de evitar. Escribir era peligroso. Escribir hacía real lo que debía permanecer en sombras.
Pero la pluma ya tocaba el papel.
Y las palabras llegaron como agua de pozo después de la sequía. Inevitable y necesaria.
Entre el pecado y gracia estoy cautivo,
si es verso, tinta o quizá desvarío,
si acaso rebeldía, o es algo mío
o es ajeno el pulso con el que vivo.
No sé si ante la luz soy fugitivo,
o gota de agua en vértigo y hastío,
mas vos sois lumbre en mi desierto frío
o fuego quemando lo que yo escribo.
Cuando miráis así, quiero creerlo,
y tiemblo, porque sé que también veo
vuestro gesto donde no debo verlo.
Polvo que opaca el oro, mas yo leo
vuestro nombre en mi alma sin quererlo,
y temo, Dios, nombrar lo que deseo.
Megumi dejó caer la pluma. Miró lo que había escrito con algo parecido al horror.
Lo había hecho de nuevo. Había puesto en palabras lo que debía permanecer sin nombre.
Debía quemarlo. Ahora. Antes de que alguien más lo leyera. Antes de que él mismo lo leyera de nuevo y tuviera que admitir lo que significaba.
Pero no lo hizo. Y en lugar de eso, apagó la vela y se acostó en su catre con el libro de Garcilaso en sus manos.
Y en la oscuridad de su celda, Megumi Fushiguro sostuvo los poemas contra su corazón. Dios lo ayudara. Dios lo socorriera. Pero algo había cambiado irrevocablemente dentro de él.
Notes:
Hice una página de Facebook para poner actualizaciones, compartir cosas y en realidad para hacer puro spam ItaFushi, síganme: Zadel8059
igual en X (que no usaba desde que era Twitter) @RottenHistorian
Les seré sincera, casi me atraso con la actualización, casi me doy por vencida cuando me di cuenta de todo lo que quería cubrir en este capítulo. Casi dejo el soneto de Megumi fuera por falta de tiempo, pero lo logré.
Me encantaría saber qué es lo que piensan del rumbo que está tomando la historia, de la caracterización que les estoy dando a los personajes, si hay alguien que quisieran ver en este AU colonial, si creen que van a sufrir con esta historia porque la respuesta a eso último es sí.
¡Gracias por leer!
Chapter 9: Lo Que Sobrevive
Summary:
Si el cuerpo es un templo, ¿qué es un deseo que se convierte en oración? ¿Cuántas veces se debe negar algo antes de aceptar que es una obsesión? Hay cosas que sobreviven al fuego. Hay cosas que simplemente sobreviven.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Había caído la noche sobre Valladolid. Era la hora de completas. Todos los seminaristas habían regresado a sus celdas y el edificio entero hallábase en total silencio. Megumi cerró su puerta con cuidado.
Una vez dentro, se quitó la sotana con movimientos lentos. Cinco años usándola habían hecho que olvidara cómo se sentía vestir otra cosa. La tela cayó sobre el respaldo de la silla y Megumi sintió una ligereza extraña en los hombros, casi culpable.
Se acercó a su mesa. La luz de la vela única iluminaba los dos libros que había colocado ahí.
El primero era el libro que Itadori le había regalado dos días atrás. La cubierta de piel gastada brillaba y las letras casi borradas no se distinguían en la media oscuridad. Lo había leído tres veces completo desde que lo recibió. Conocía ya de memoria varios sonetos, aunque procuraba no repetirlos demasiado en su mente.
El segundo era la Biblia que le habían dado al entrar al seminario. Mucho más grande, más pesada, encuadernada en cuero negro con broches de latón. Ese libro era seguro. Ese libro contenía solo la verdad revelada, solo palabras divinas.
Megumi se sentó y la silla crujió bajo su peso.
No se había puesto el cilicio en dos días, desde que recibió aquel libro. La ausencia del dolor constante en su cintura se sentía extraña, casi obscena. Su mano se deslizó involuntariamente hacia donde aquel instrumento debería de estar, sintió su piel desnuda, sin el recordatorio de hierro. Apartó la mano rápidamente.
“No lo necesito”, se dijo. “He encontrado un mejor camino. Un camino que no requiere sangre sino disciplina del pensamiento”.
Abrió la Biblia en el marcador que había dejado esa mañana. Romanos, capítulo cinco, versículos tres al cinco. Había leído el pasaje doce veces ya.
Sus manos temblaban levemente y empezaban a sudar. Las limpió contra su camisa y leyó el pasaje en voz baja, casi susurrando.
—Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza.
Una gota de sudor de su frente cayó sobre la página sagrada. La limpió rápidamente con la mano, su corazón se aceleró como si hubiera cometido un sacrilegio.
Cerró los ojos. "Mi tribulación", pensó, pero la palabra se sentía resbaladiza. No se atrevía a ponerle nombre, no aún.
Abrió los ojos y miró el libro de Garcilaso. Su mano se movió hacia él, pero la retiró como si el cuero quemara.
No.
Buscó otro pasaje con dedos más temblorosos. Primera de Corintios. El cuerpo como templo. Lo mismo que se había repetido cuando se había comido la manzana.
¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?
El cuerpo como templo. Pero su cuerpo no se sentía como un templo sino como territorio enemigo, algo que podía escapar de su control. Volvió a pasar la mano por su piel. Se sentía tibia y demasiado viva.
“Si el cuerpo es templo”, razonó con desesperación, “entonces sentir es…” Su mente se detuvo. No podía completar el pensamiento sin que fuera una herejía.
“Yo solo admiro”, se dijo, pero hasta ese pensamiento temblaba. “Admiro la obra de Dios manifestada en…”
Los ojos dorados aparecieron en su mente.
Su mano golpeó la mesa. El tintero tembló.
No, no.
Tomó la pluma. Necesitaba escribir. Siempre había podido domar su caos con palabras, tenía que convertirlo en orden, en alguna estructura que pudiera controlar.
La pluma temblaba tanto en su mano que la primera línea salió torcida:
En vuestra luz encuentro la mirada
que me consume, incauto y delirante,
contemplando yo vuestro semblante,
con mirada quieta, no adecuada.
Dejad mi voluntad sola y aterrada
vagando por el fuego fulminante,
que abrasa a este devoto suplicante,
mirando vuestra gracia no velada.
Buscadme entre sombras, no me halles,
profanad con temor este recinto,
ignorad mi boca, no me calles.
dejadme en penumbras, casi extinto,
sin contemplar de cerca los detalles,
con sacra mano, pintadme distinto.
La pluma cayó. Manchó el papel. La recogió con dedos torpes y se quedó mirando el soneto. Esperó el horror que siempre proseguía. Esperó el impulso inmediato de quemar el papel, de destruir la evidencia de su caída. Pero solo sentía cansancio. Estaba agotado con algo tan profundo que llegaba hasta sus huesos.
“He convertido el pecado en arte”, pensó con algo que podría haber sido histeria porque soltó una risa que resonó baja en el silencio de la celda. “He transformado la tentación en ejercicio poético. Los místicos escribían así del amor divino”.
Sus manos traidoras arrancaron la hoja y doblaron el papel con cuidado excesivo. Como si fuera sagrado, como si fuera veneno, o como si fuera las dos cosas a la vez.
Lo deslizó entre las páginas del libro de Garcilaso, junto a un soneto sobre un amor imposible. Qué apropiado.
Se puso de pie. Las piernas casi fallaron en sostenerlo. Se quitó los zapatos y se recostó en el catre sin desvestirse más. La camisa húmeda de sudor se pegaba a su espalda, pero no le importó.
“Observar la obra de Dios no es pecado”, se repitió mecánicamente. Las palabras sonaban huecas hasta para él. “Puedo admirar sin desear. Puedo contemplar sin querer poseer”.
Mentiras. Todas eran mentiras.
“Yo solo contemplo”, insistió mientras el agotamiento lo arrastraba hacia el sueño.
La vela se consumió. La celda quedó en oscuridad total. Y en esa oscuridad, Megumi se durmió con una paz robada que bien podía haber sido rendición. Durmió como alguien que ha luchado hasta el agotamiento y ha perdido.
Estaba demasiado cansado para que le importara algo.
En sus sueños, unas manos le ofrecían manzanas que sabían a libertad y a condenación. Y en sus sueños, las aceptaba todas.
Yuuji estaba sentado bajo un ciruelo en San Nicolás con las piernas estiradas. Un cartapacio descansaba sobre sus muslos, y sobre este había una docena de hojas con distintos dibujos, algunos con manchas accidentales de carboncillo y sudor. Había empezado dibujando la cara de la Virgen, pero de nuevo se había desviado a dibujar manos.
Tarareaba sin pensar. La melodía iba y venía, a veces fuerte, a veces apenas un rumor en su garganta. Era la canción del pato en el lago, o algo así. Su abuelo la cantaba completa pero Yuuji solo recordaba pedazos, como recordaba pedazos de muchas cosas.
Sus dedos volvieron al papel. Otra mano. El pulgar en un ángulo específico que había visto ayer o antier. Su mano sabía el movimiento, ese gesto particular de sostener algo con cuidado pero sin querer parecer cuidadoso.
—¡YUUJI!
El grito lo hizo saltar.
José María Morelos venía cruzando el patio con esa energía que hacía que las palomas se asustaran.
—¡Hermano! —saludó Yuuji efusivamente, alzando la vista de sus hojas.
Morelos se dejó caer pesadamente junto a Yuuji. Desenvolvió el pañuelo que traía en las manos, revelando tres panes dulces.
—Traigo tesoros de la panadería —anunció Morelos—. Le ayudé al panadero a cargar costales de harina esta mañana y me pagó con panes. Toma.
Yuuji agarró una concha y le dio una mordida. Pedazos de azúcar cayeron sobre las hojas, pero no le importó.
—Están buenos, gracias hermano —dijo Yuuji mientras masticaba.
—Son los pequeños placeres de la vida —respondió Morelos, estirándose en el pasto como un gato grande.
—Estaba hambriento —dijo Yuuji, terminando el pan de otras tres mordidas—. No sé cuánto llevo aquí.
—¿Qué dibujabas? —preguntó Morelos.
—Partes para el fresco.
—¿Otra vez?
—Las manos son difíciles —explicó Yuuji, flexionando sus propios dedos manchados de carboncillo—. El ángel tiene que decir “no temas” pero también decir “tu vida entera acaba de cambiar” y todo eso tiene que estar capturado en la forma en la que extiende los dedos.
Morelos alzó una ceja y puso una mirada rara, como si viera algo que Yuuji no veía.
—Yuuji, llevas días con esas malditas manos.
—Es que no salen bien —protestó Yuuji, y su pie empezó a moverse solo golpeando el pasto—. Mira, cuando alguien va a tocar algo sagrado, los dedos vacilan, no terminan de tocar. Pero cuando unas manos necesitan demostrar cuidado suelen extenderse más.
—Eres demasiado perfeccionista.
—No es perfeccionismo —dijo Yuuji limpiándose el sudor de la frente con la mano manchada de carboncillo y dejando una mancha negra ahí.
—Oye —dijo Morelos de repente, medio incorporándose—. ¿Le diste el libro a Fushiguro?
El nombre hizo que algo en el pecho de Yuuji diera un salto raro. Como cuando pisas donde crees que hay un escalón pero no hay nada.
—Sí —dijo Yuuji, y empezó a arrancar pasto con la mano que no sostenía el carboncillo.
—¿Y? ¿Cómo reaccionó?
Yuuji sintió calor en las mejillas que no tenía nada que ver con el calor de la tarde. Se quedó en silencio, repasando de nuevo ese momento. Aquel instante en el que había visto pasar una tríada de emociones en el rostro de Fushiguro al mismo tiempo. Emociones que se habían mezclado con lo que él mismo sintió.
—Lo sostuvo como si fuera algo sagrado. Se veía… diferente.
—¿Diferente cómo?
Yuuji frunció el ceño, tratando de poner en palabras aquella expresión.
—Menos cerrado. Como si por un momento no tuviera tanto miedo de existir.
—¿Y cómo te sentiste tú? Cuando lo aceptó.
Yuuji miró sus propias manos haciendo tiempo antes de contestar.
—Aliviado —dijo lentamente—. Como si finalmente hubiera logrado algo importante.
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué te importa tanto?
La pregunta lo había tomado desprevenido y aspiró profundamente. El ambiente olía a tierra mojada y a ese otro olor particular del ambiente antes de una tormenta.
—Él es diferente —dijo Yuuji finalmente.
—¿Diferente cómo?
—No lo sé —admitió Yuuji con frustración—. Solo quiero que no sufra, que alguna vez pueda llegar a sonreír.
Morelos solo lo miraba con esos ojos oscuros que de repente parecían ver demasiado. Y después de un instante y un suspiro, habló.
—Yuuji —dijo con suavidad—. ¿Sabes lo que acabas de decir?
—Es solo que quiero ayudarlo —dijo, y su voz sonó pequeña—. Se ve tan atrapado y solo en ese lugar. Choso me enseñó que uno debe cuidar a las personas que te importan.
—Y Choso tiene razón —dijo Morelos—, pero, hermano, hay diferentes maneras de que te importen las personas.
Yuuji sintió algo raro en el estómago. Como cuando comía demasiados dulces de tamarindo. Se movió incómodo contra el árbol; la corteza de repente se sintió demasiado áspera contra su espalda.
—No son las manos de un ángel, ¿verdad? —dijo Morelos señalando hacia las hojas.
Yuuji miró los bocetos. Veinte veces las mismas manos. ¿Cuándo había empezado a memorizar esa curva específica del pulgar? No importaba. Las manos del fresco necesitaban ser perfectas y esas… esas manos eran perfectas.
—Sus manos son un buen ejemplo —dijo, y se puso de pie abruptamente, sacudiéndose el pantalón con más energía de la necesaria—. Largas. Como las de los santos en los retablos.
—Hermano —dijo Morelos—. Te voy a decir algo y necesito que me escuches bien.
—Te escucho —dijo Yuuji, balanceando su cuerpo de atrás hacia adelante. Estaba nervioso. En realidad no quería escuchar lo que sea que su amigo le iba a decir.
—El libro que le diste. Garcilaso de la Vega. ¿Sabes de qué escribía?
—Poemas —dijo Yuuji rápidamente—, Choso dice que mi madre los leía. Le gustaban.
—Garcilaso escribía de amor cortesano, de damas inalcanzables. De deseo transformado en devoción porque la consumación era imposible. Lo leí completo el día que me lo mostraste en gramática.
Yuuji detuvo su balanceo. Algo frío le subió por la columna, pero no era miedo exactamente.
—Era el libro de mi madre —repitió, porque las palabras eran sólidas, reales—. Fushiguro necesitaba algo físico, pero algo que no fuera comida. Se veía como si necesitara algo.
—Lo sé —dijo Morelos—. Sé que tus intenciones eran puras, pero eso es exactamente el problema, Yuuji. Tú no sabes lo que estás sintiendo y eso lo hace más peligroso.
Yuuji empezó a caminar, sus pies simplemente empezaron a dar pasos sin rumbo fijo, en círculos. Necesitaba moverse. Siempre necesitaba moverse cuando algo se sentía demasiado grande para su pecho.
—Fushiguro no come bien —dijo mientras caminaba—. ¿Has visto sus muñecas? Son puro hueso. Y cuando toma algo sus dedos tiemblan, solo un poco, pero los veo temblar.
—Yuuji…
—Y el viernes olía raro —continuó Yuuji, sus pasos acelerándose—, como a hierro, ¿por qué olía a hierro? Los seminaristas deberían oler a incienso y a velas, no a hierro. Y cuando finalmente tomó el libro parecía como si algo le doliera.
—Hermano, detente. —dijo Morelos mientras también se ponía de pie.
Pero Yuuji no podía. Su boca seguía moviéndose al ritmo de sus pies.
—Y sus ojos. Cuando los miro directamente duele. No sé por qué, pero duele. Como mirar una vela que está a punto de consumirse, algo que se está apagando y no puedes hacer nada para…
Morelos lo agarró del brazo, deteniéndolo en seco.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Yuuji, y su voz sonó pequeña, perdida.
—No dibujes más sus manos —contestó Morelos.
Yuuji miró sus bocetos ansiando tomar de nuevo el carboncillo.
—Las manos son importantes —dijo simplemente—. El arcángel tiene que tocar a María, pero sin tocarla.
—No son las manos del arcángel, Yuuji.
—Ya lo sé —dijo Yuuji con renovada fuerza en la voz.
—Escúchame bien. Si alguien, cualquiera, te pregunta sobre ese libro, sobre por qué se lo diste, di simplemente que era de tu madre y que te parecía apropiado para alguien que estudia teología. No elabores. No menciones los poemas. No hables de cómo te sentiste al dárselo.
Yuuji asintió, pero su cuerpo ya estaba inclinándose para alejarse, queriendo volver a moverse. Morelos lo soltó.
—Ten cuidado, hermano.
Yuuji no dijo nada y empezó a recoger sus cosas. Guardó las hojas sueltas y echó los carboncillos en una bolsa de tela. Sus manos se movían con memoria propia mientras su mente estaba en otro lugar.
Morelos lo observaba atentamente; Yuuji podía sentirlo.
—Oye —dijo, más quedamente—, va a estar bien. Lo que sea que esté pasando, va a estar bien.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque eres tú.
Yuuji casi sonrió. Morelos le palmeó la espalda con fuerza, ese golpe afectuoso que significaba más que las palabras.
Se despidieron con un apretón de manos que Morelos convirtió en medio abrazo, jalándolo y soltándolo rápido.
—Hasta mañana, Yuuji.
—Hasta mañana.
Morelos se alejó caminando con esa seguridad que Yuuji envidiaba. Cuando quedó solo, su cuerpo tomó la decisión por él.
Sus pies lo llevaron al seminario pero se detuvo justo en la entrada. Adentro, en algún lugar entre esas paredes de cantera y silencio, estaba Fushiguro. Probablemente en su celda rezando, en la biblioteca estudiando…
No entró, no tenía a qué ir. Dio media vuelta y se fue corriendo. Su morral golpeaba contra su pierna, y adentro, veinte dibujos de las mismas manos esperaban convertirse en ángeles. Ángeles que nunca serían suficientemente santos.
La cocina del convento estaba llena de ese olor a humo de leña que se pegaba a los hábitos y a los jarros de barro que colgaban de las paredes. Choso estaba de pie picando cebollas. Detrás de él, Toge removía una olla de frijoles sobre el brasero.
La tarde moría afuera, pero dentro de la cocina todo era calor.
En la única silla buena que tenían estaba sentado Yuta. Pálido como cera de vela, con unas profundas ojeras y con las manos envueltas en vendas de lino que ya mostraban manchas oscuras en el centro de ambas palmas. Los estigmas. Las heridas que nunca cerraban, que sangraban cada día.
El santo vivo, lo llamaban. El milagro viviente de Valladolid.
Pero aquí, en la cocina, solo era Yuta. Cansado, hambriento y débil por la pérdida de sangre.
Choso terminó de picar la cebolla y puso su atención en el molcajete donde ya había puesto tomates asados y chiles. Comenzó a moler con el temolote, haciendo círculos amplios.
—Hermano Lázaro —dijo Yuta con voz suave, casi disculpándose por romper el silencio—, perdonad, pero tenéis ese gesto otra vez.
Choso levantó la vista del molcajete.
—¿Qué gesto?
—El de cuando algo os preocupa —explicó Yuta, bajando la mirada a sus propias manos vendadas—. Apretáis la mandíbula y moléis más fuerte de lo necesario, como si la salsa os hubiera hecho algo personal.
Choso sonrió levemente. Yuta siempre había visto demasiado. Tenía los ojos de quien ha mirado al otro lado del velo, de quien conoce el dolor de cargar algo que no pidió.
Toge se acercó a la mesa con un plato hondo de barro lleno de frijoles y lo puso frente a Yuta sin decir palabra. Era un gesto que Choso había visto repetirse durante años.
Yuta miró el plato, tomó la cuchara con dedos que temblaban levemente y comenzó a comer.
Choso regresó la atención a la salsa. Pero Yuta tenía razón, estaba moliendo más fuerte de lo necesario. Algo lo carcomía por dentro, algo que llevaba días creciendo como la mala hierba de su huerto.
—Es solo que estoy pensando en mi madre —dijo finalmente, sin levantar la vista.
—¿Por el libro? —preguntó Yuta—. El que le disteis a Yuuji.
—Sí.
Toge puso un segundo plato de frijoles frente a Yuta. Simplemente lo colocó sobre la mesa junto al primero y regresó a la olla sin explicación.
—En los ocho años que llevamos compartiendo estos muros —dijo Yuta mientras miraba el segundo plato—, apenas habíais mencionado a vuestra madre más allá de que os dejó aquí cuando erais niño.
Choso detuvo el movimiento del temolote y dejó reposar la piedra en el molcajete.
—Y sin embargo, desde que disteis ese libro a vuestro hermano, parece que la traéis viva en la lengua. ¿Es el libro lo que la ha despertado o algo más?
Choso sintió el peso de la pregunta asentarse en su pecho como una piedra.
—Ese libro —dijo Choso finalmente— fue algo que creía que nunca volvería a ver. El abuelo me lo dio. Estaba entre las pocas pertenencias de mi madre.
Echó tres chiles más al molcajete y comenzó a moler de nuevo.
—Cuando yo era niño, la veía leer ese libro con devoción, tanta como si las palabras fueran oraciones. Cuando el abuelo me lo trajo años después, decidí que no podía guardarlo solo como reliquia. Que si algo de su luz había de perdurar, sería en manos de alguien que no conoció su dolor.
Yuta se inclinó levemente hacia adelante.
—¿Creéis que Fushiguro rechazará el regalo? —preguntó Yuta.
Choso levantó la vista bruscamente ante el nombre.
—No lo sé. Y eso es lo que me preocupa.
Yuta dejó la cuchara sobre la mesa con cuidado, dejando de comer.
—Mi primo es bastante reservado —dijo—, pero también es amable. Cuando éramos niños, antes de que su padre lo enviara al seminario, jugábamos en el jardín de mi tía. Megumi siempre era quien cuidaba de que ninguno de los más pequeños se lastimara. Esa amabilidad sigue ahí, solo que enterrada.
—Tal vez vuestra opinión esté sesgada por el tiempo que compartieron —dijo Choso—. Cinco años en el seminario pueden cambiar a un hombre.
—Probablemente —admitió Yuta, mirándose las manos vendadas como si ahí pudiera encontrar respuestas—. Tal vez ese lugar lo ha cambiado de maneras que no puedo ver desde afuera.
Choso apretó el crucifijo del rosario que llevaba colgado al cuello.
—No solo pienso en mi madre —confesó Choso de pronto—, tengo miedo, hermano Yuta. Presiento algo.
—No temáis —dijo Yuta con suavidad—. De cualquier forma tenemos a Toge y dado el caso, nos advertirá.
Los dos miraron hacia el cocinero. Toge seguía removiendo la olla de frijoles con movimientos lentos. Levantó la vista y asintió levemente. Era un gesto pequeño, pero sabían su significado. Él vigilaría. Si algo malo se cernía sobre ellos, si sus sueños le mostraban algo que necesitaran saber, hablaría. Pero solo si era absolutamente necesario.
El asentimiento calmó algo dentro de Choso, aunque no completamente.
—Contadme más acerca de cómo llegasteis al convento —dijo Yuta tentativamente, como si supiera que cambiar de tema era lo que Choso necesitaba, aunque ese tema también fuera doloroso—. Sé que fue durante la epidemia, pero nunca me habéis contado los detalles.
Choso cerró los ojos por un momento. El recuerdo aún ardía, veintiún años después, como si el fuego de la fiebre nunca se hubiera apagado completamente.
—Yo tenía diez años —comenzó, abriendo los ojos pero sin mirar a Yuta—. Era el año de mil setecientos sesenta y nueve. La viruela llegó a Valladolid como castigo de Dios, o eso decían los frailes. Se extendió por la ciudad como fuego sobre el pasto seco.
Yuta se enderezó un poco más en la silla, poniendo su completa atención sobre Choso.
—Yo era un bebé —dijo Yuta en voz baja—. Pero mi tía me contó del olor a humo. Decía que la ciudad entera olía a miedo.
Choso asintió, el movimiento fue casi imperceptible.
—Primero fueron los barrios pobres, donde vivíamos nosotros. Luego, las casas de los comerciantes. Al final nadie estaba a salvo. Las campanas de la catedral doblaban tres o cuatro veces al día.
Toge se acercó y puso un jarro con atole sobre la mesa junto a Yuta. Este bebió un sorbo mientras Choso continuaba hablando, las palabras le salían más fácilmente, como si al ser dichas en voz alta perdieran algo de su peso.
—Enfermamos los tres casi al mismo tiempo. La fiebre nos subía tan alta que mamá nos mojaba con trapos fríos toda la noche —continuó Choso, mientras tomaba un manojo de cilantro y empezaba a picarlo—. Las pústulas brotaban primero en la cara, luego en el pecho, luego por todo el cuerpo. Dolían como si la piel se rasgara desde dentro.
—¿Tres? ¿Erais tres hermanos?
—Sí.
La voz de Choso se quebró un poco, pero continuó mientras seguía picando cilantro.
—-Mamá no durmió durante días. Nos daba infusiones de hierbas, rezaba, nos limpiaba cuando las pústulas reventaban. Pero la fiebre no bajaba. Mis hermanos empezaron a delirar, luego comenzaron a llamar a personas que no estaban ahí. Apenas tenían cinco y tres años.
El cuchillo se detuvo. El silencio en la cocina se hizo denso.
—Después dejaron de llorar. Y eso era peor que los gritos —terminó Choso—. El silencio de un niño enfermo es el sonido más terrible del mundo.
Yuta tenía lágrimas en los ojos, aunque no había hecho ningún gesto de llanto. Simplemente brotaban silenciosas, como su propia sangre, algo que no podía controlar ni detener. Se las limpió con el dorso de una mano vendada, dejando una pequeña mancha roja en su mejilla.
—Una madrugada—continuó Choso—, mamá nos envolvió a los tres en mantas, nos puso en una carretilla y nos trajo hasta las puertas de este convento. No sé cómo encontró las fuerzas. Recuerdo que hacía frío afuera, pero yo ardía por dentro. También recuerdo que mis hermanos no se movían en sus mantas.
Picó el cilantro con más fuerza, como si eso pudiera ahuyentar las imágenes.
—Dejó una nota prendida en mi manta. La he memorizado, palabra por palabra, aunque no supe leerla yo mismo hasta años después.
—¿Qué decía? —preguntó Yuta, su voz apenas un murmullo.
Choso cerró los ojos, recitando de memoria.
—"Que Dios les conceda lo que yo no puedo: un entierro digno."
El silencio que siguió fue absoluto. Hasta el fuego pareció guardar respeto. Toge dejó de moverse. Yuta contuvo la respiración.
—Creía que… O... ¿Os abandonó?
—No nos abandonó por desamor —dijo Choso, abriendo los ojos y mirando directamente a Yuta—. Nos abandonó porque creía que estábamos muriendo. Porque en su mente, lo más misericordioso que podía hacer era asegurarse de que tuviéramos un funeral cristiano, que no nos arrojaran a la fosa común donde tiraban a los muertos de viruela. Nos dejó en manos de Dios porque pensó que sus propias manos ya no bastaban.
Choso se frotó los ojos con ambas manos para combatir las propias lágrimas que amenazaban con salir. Su mano rozó las cicatrices que había dejado la viruela en su rostro.
—Los frailes nos encontraron al alba. Nos llevaron adentro y nos pusieron en el mismo jergón en la enfermería. Los frailes rezaron el rosario sobre nosotros durante horas, preparándose para enterrar a tres. Mis hermanos murieron al día siguiente.
Choso tomó un pancle de tortillas y comenzó a calentarlas en el comal, una por una, volteándolas con los dedos a pesar del calor.
—Cuando mi fiebre cedió, cuando abrí los ojos, pregunté por mis hermanos. Nadie me respondió al principio. Luego, un fraile viejo muy amable, me tomó la mano y me dijo que estaban con los ángeles.
Volteó una tortilla con más fuerza de la necesaria.
—Yo tenía diez años. Entendí lo que eso significaba.
Yuta ya no disimulaba las lágrimas y las dejaba caer sobre la mesa. Su plato de frijoles olvidado.
—Durante años me pregunté por qué yo —dijo Choso con voz más queda—. ¿Por qué había sobrevivido cuando ellos, más pequeños, más inocentes, no lo habían hecho? Los frailes decían que era la voluntad de Dios, que Él tenía un plan para mí. Pero yo solo sentía culpa. La culpa de seguir respirando cuando ellos ya no podían.
Apiló las tortillas calientes en un plato y lo llevó a la mesa junto con la salsa que había preparado. Toge se acercó con dos jarros de atole más. Los tres se sentaron, Choso tomando el banco que estaba frente a Yuta, Toge acomodándose sobre un huacal.
—Vos sabéis de ese peso, hermano —dijo Choso suavemente, mirando las manos vendadas de Yuta—. El de cargar marcas que no elegisteis. El de despertar cada mañana y recordar que vuestra vida continúa porque alguna fuerza que no comprendéis decidió que así fuera.
Yuta asintió lentamente.
—¿Y vuestro padre? —preguntó Yuta con suavidad—. ¿Quién era él?
Choso sonrió con amargura.
—Un hombre muy pálido —respondió, mirándose sus propias manos blancas como la luna—. Español o criollo de sangre noble, nunca lo supe con certeza. Mamá solo habló de él una vez que la escuché llorar cuando yo era muy pequeño, decía que la había amado como se ama lo prohibido, con prisa y en secreto.
Tomó un trago de atole, el líquido espeso y dulce le quemó la garganta.
—Pasaron cuatro años —continuó, y su voz cambió, suavizándose—. Yo ya era un novicio, había hecho las paces con una vida de silencio y penitencia. Mezclaba hierbas, rezaba laudes y vísperas, existía sin propósito real más allá de la obediencia. Y entonces…
Cerró los ojos, como si pudiera ver la escena proyectada en sus párpados.
—Un anciano purépecha llegó al convento preguntando si habían acogido tres niños hacía cuatro años. Traía a un niño de la mano.
Una sonrisa pequeña se asomó a sus labios.
—Recuerdo que salí al patio y vi a ese niño con cabello color paja, como el de mi madre, y ojos dorados. Y sonreía. A pesar de estar en un lugar desconocido, rodeado de frailes con hábitos oscuros, sonreía.
—La esperanza —murmuró Yuta, con una sonrisa pequeña.
—Así fue —confirmó Choso con una voz cargada de emociones—. El abuelo me explicó que había encontrado el diario de mi madre. Que ahí confesaba lo que había hecho, que él había estado buscándonos durante meses hasta dar con el convento correcto.
Abrió los ojos y miró a Yuta directamente.
—Mi madre huyó de Valladolid después de dejarnos. Llegó a Pátzcuaro enferma, no de viruela sino de culpa y de fiebre del alma. Un pescador purépecha la encontró junto al lago, delirando, llamando los nombres de sus hijos muertos. Él la llevó a su casa, la cuidó, le dio infusiones y comida caliente. Le enseñó a pescar, a tejer redes, a vivir de nuevo.
Yuta extendió una de sus manos hacia Choso, sin tocarlo directamente, pero el gesto era suficiente.
—Y la amó. No con prisa ni en secreto, sino con la paciencia del agua que erosiona la piedra. De esa unión nació Yuuji.
Se permitió una sonrisa más amplia al recordar a su hermano.
—¿Y qué sucedió con ella? —preguntó Yuta en voz baja—. ¿Vuestra madre?
La sonrisa de Choso se desvaneció.
—Murió cuando Yuuji tenía tres años. En el parto. Había querido darle un hermano a Yuuji, pero el bebé nació muerto y ella no sobrevivió la hemorragia.
La emoción apretó su garganta. Tragó con dificultad.
—Pero cuando ese niño me sonrió por primera vez, cuando se aferró a mi hábito sin miedo, entendí por qué había sobrevivido a la viruela. No había sido casualidad ni crueldad divina. Había sobrevivido para protegerlo. Para ser el hermano que Yuuji necesitaba.
Choso se puso de pie y caminó hacia la puerta. La noche había caído ya. El frío se colaba como un invitado indeseable.
—Dios me había dejado vivo con un propósito —dijo, mirando hacia la oscuridad—, y ese propósito tenía cuatro años y ojos color miel.
Se quedó ahí de pie. De nuevo tomando su crucifijo pero ahora con ambas manos.
—Pero ahora… —continuó, sin voltearse—. Ahora me pregunto si al darle ese libro le he dado palabras para nombrar algo que debería permanecer en silencio.
Yuta se levantó con dificultad, apoyándose en la mesa. Caminó hacia Choso y se quedó de pie junto a él, ambos mirando la noche.
—¿Creéis que vuestro hermano corre peligro? —preguntó.
—Creo que mi hermano ama con la misma inocencia con la que respira —respondió Choso—, y en este mundo, hermano Yuta, eso es más peligroso que cualquier herejía.
Apretó la cruz hasta que las manos le dolieron.
Yuta abrió la boca para responder, pero en ese momento, Toge dejó caer una cuchara de madera. El sonido resonó en la cocina.
Los tres se quedaron inmóviles. Toge levantó la cuchara lentamente. Cerró los ojos como si algo le hubiera dolido y entonces habló, su voz estaba ronca por el desuso:
—Sal.
Una sola palabra. Pero todos en esa cocina sabían lo que significaba.
—Debemos rezar —dijo Choso sin soltar su rosario—. Es todo lo que podemos hacer por ahora. Rezar y vigilar.
Los tres guardaron silencio por un momento que se extendió largamente. Choso se limpiaba las lágrimas, Yuta volvía a su silla arrastrando los pies.
Y en la oscuridad, Toge susurró una última palabra, tan baja que casi no se escuchó:
—Fuego.
Notes:
Nos acercamos al décimo capítulo de esta historia, nos acercamos peligrosamente a lo que todos estamos esperando, pero también a lo que no.
Siéntanse libres de dejar sus pensamientos o de hacer sus peticiones. Y mientras tanto, voy a dejar una pregunta abierta (o pueden votar en la encuesta de Wattpad) pero es algo importante: InuOkko o no InuOkko, esa es la cuestión. Porque me iba más por YutaMaki pero no sé, no sé, le estoy dando vueltas a este asunto desde el principio. Tal vez al final me decida por no hacer ninguna pareja ahí. Aún tengo un poquín de tiempo.
¡Gracias por leer!


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