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Hold Him Down

Summary:

Voldemort ha muerto. La guerra ha terminado. Pero Draco Malfoy no sabe lo que eso significa… porque ya no sabe quién es sin un amo a quien obedecer.

Y Harry Potter acaba de convertirse en el suyo.

Notes:

✧ inspirado en la canción “Hold Him Down” de EPIC: The Musical no es necesario escucharla pero algunas líneas de la canción fueron las que me inspiraron a escribir este Fic.
Este es mi primer fic en esta plataforma y por ello me siento responsable en advertir que este será un fic oscuro, lento, visceral. Sobre trauma, posesión, control y el amor que nace cuando ya no queda nada que romper. Harry no es un héroe aquí. Es un superviviente herido que se convierte en carcelero, luego en cuidador, luego en algo que no puede nombrar. Draco no es un villano. Es un cascarón. Un perro entrenado para obedecer al mago más poderoso… o morir en el intento. Encontrarás un desequilibrio de energía extremo. Trauma psicológico. Violencia emocional (y algo de física, al principio). Romance que se gana con sangre, silencios y órdenes rotas. No es fluf. No es de fácil redención. Es crudo, poético, posesivo. Por ello intentaré advertir antes de cada capitulo si hay algo que pueda llegar a ser un tema sensible.
HP/DM. Post-Guerra. Edad: ambos 17 al inicio, luego 20.

‡ Contenido sensible: disociasión, muerte de personaje secundario.

Este fic aún no ha sido leído por un beta por lo que es imperfecto. Si encuentras errores, por favor avísame, te agradezco por tu paciencia. Cada capítulo es un paso hacia sanar (para ellos… y para mí).
Escrito con cariño… y muchas lágrimas.

Chapter 1: El fin de la guerra

Chapter Text

 

Harry Potter había muerto.

No.

Error.

Voldemort había muerto.

Había estado presente. Había visto cómo su varita — Error — la varita de Potter trazaba ese último hechizo, cómo la luz se estrellaba contra Voldemort, cómo el cuerpo del Señor Oscuro caía al suelo, inerte. Pero Draco no sintió nada. Ni liberación, ni terror, ni alivio. Su mente, tan acostumbrada a obedecer, simplemente… se apagó.

Sin un amo.

Sin un propósito.

Sin orden.

Estaba perdido.

El eco de la caída de Voldemort resonaba en cada rincón de Hogwarts y en los rincones más oscuros de su mente. La oscuridad que había envuelto el castillo comenzaba a retroceder, pero en Draco, se aferraba. Se hundía. Lo llenaba. Ya no podía escapar. No quería hacerlo. No sabía cómo.

Poco a poco, el mundo comenzó a respirar otra vez. Draco, en cambio, no podía.

Primero fue el silencio. Un silencio tan denso que parecía sólido, como si el aire mismo contuviera la respiración. Luego, un sollozo. Luego, otro. Luego, voces —ahogadas, rotas, desesperadas— llamando nombres entre los escombros. Movimiento. Las personas en el lado de la luz empezaron a moverse.

Draco no se movió.

Su mirada no se despegaba de Potter.

Allí estaba en el centro de todo aquello. De pie, pero apenas. La varita aún en su mano, temblando. La frente ensangrentada. La respiración agitada, como si cada bocanada de aire le doliera. Alguien —Granger, quizás— corrió hacia él, lo abrazó con fuerza, le gritó algo que Draco no oyó. Otro - Weasley seguro - le puso una mano en el hombro y le dijo algo en el oído. Potter solo asintió y dejó que lo sostuvieran. Lo trataban como a un héroe. Weasley seguro —le puso una mano en el hombro y le dijo algo en el oído. Potter solo ascendió y dejó que lo sostuvieran. Lo trataban como un héroe.

Como a alguien… humano.

Draco no entendía. Le costaba entender por qué lo hacían. A él ya no lo tocaban así. A él ya no le daban nada sin que antes mediara una orden. Nadie decía su nombre sin que le siguiera un reproche, un insulto, un castigo. Porque él era débil.

Y Potter… Potter estaba de pie. Tambaleante, roto, pero de pie. Lucía débil. Pero era el único que había enfrentado al Señor Oscuro y lo había vencido.

La certeza cayó sobre Draco con la misma frialdad que la nieve en invierno:

Voldemort estaba muerto.

Y el lugar que había dejado vacío ya tenía dueño.

En realidad, ese puesto nunca había sido suyo.

No importaba que Potter sangrara, que apenas pudiera respirar. La multitud lo miraba como se mira al sol: con miedo, con reverencia, con esperanza.

Él era el centro.

El mago más fuerte.

El nuevo amo de un mundo que Draco ya no sabía cómo habitar.

Estaba tan absorto en Potter que casi no notó la primera grieta en la ilusión de paz. Fue un sonido pequeño, metálico - una máscara de mortífago golpeando el suelo - bastó para que las miradas se apartaran de Potter y se centraran en los perdedores.

Todo estalló.

Un grito. Un hechizo rojo cruzando el aire. Una figura encapuchada corriendo hacia los bosques. Otro mortífago intentando desaparecer y fallando. Los sobrevivientes reaccionaron como un solo cuerpo: varitas en alto, gritos de furia, cuerpos lanzándose hacia adelante.

El caos volvió. Pero ahora no era la guerra. Era la cacería.

Draco lo vio todo. Desde el rincón en ruinas que había encontrado, de pie, pero encogido entre piedras y polvo, procurando ocupar el menor espacio posible. Tal y como le habían enseñado. Como si estuviera detrás de un cristal. Como si el mundo se moviera a su alrededor, pero él estuviera… ausente.

Vio a su padre.

Lucius Malfoy, con la varita rota, la túnica desgarrada, los ojos desorbitados, gritando algo —¿una maldición? ¿una súplica?— antes de que un hechizo verde lo alcanzara en el pecho. Cayó sin un sonido. Sin un suspiro. Solo… cayó.

Draco no parpadeó. No apartó la mirada hasta que algo se cruzó en su camino. Vio a su madre, Narcissa, intentando llegar hasta él.

No corría. No gritaba. No lanzaba hechizos. Solo… avanzó. Paso a paso. Con los ojos clavados en su hijo, como si él fuera el único punto fijo en un mundo que se desmoronaba. Su boca se movía —Draco no oía las palabras, pero conocía la forma de sus labios, la curva de su súplica: "Draco. Mi Draco. Por favor. Mírame. Vamos. Vámonos".

Nadie decía ya su nombre de esa manera. Nadie lo llamaba sin que el castigo llegara después. Y Draco lo supo en el instante en que sus labios lo pronunciaron: ese era el precio. Su nombre había sido su condena.

Lo vio. El mortífago. Alto. Delgado. Una sonrisa torcida que Draco conocía demasiado bien. El mismo que solía reírse mientras le decía: "¿Vas a llorar, Malfoy? Anda, llora. A él le gusta".

No usó varita.

Sacó una navaja. Corta. Negra. Con el filo desgastado por el uso.

Y antes de que Narcissa diera otro paso, se abalanzó sobre ella.

No hubo hechizo. No hubo magia. Solo metal. Sangre. Un crujido.

La navaja entró por la base de su garganta, ascendió con saña y salió por la comisura de su boca. Un corte limpio, profundo, despiadado. Como quien abre un sobre.

Draco vio cómo los labios de su madre se abrían en un grito mudo. Vio cómo sus ojos se desorbitaban, no de dolor, sino de incredulidad. Vio cómo la lengua —esa lengua que lo había arrullado, que lo había defendido, que había mentido por él— era arrancada de cuajo, con un tirón seco, brutal, casi… ceremonial.

La lengua cayó primero. Luego, la sangre. Espesa. Oscura. Caliente. Formó un charco entre sus pies, manchando sus zapatos.

— Traidora — escupió el mortífago, limpiando la navaja en la túnica de Narcissa. Luego, sin mirar atrás, tomo la lengua de su madre con las manos y desapareció entre el humo.

Narcissa no cayó de inmediato.

Se tambaleó. Sus dedos, aún temblorosos, buscaron el borde de la túnica de Draco. Lo rozaron. Apenas un roce. Como si quisiera asegurarse de que él seguía ahí. De que él la había visto. De que él… recordaría.

Luego, sus rodillas cedieron.

Cayó a sus pies. La cabeza ladeada. Los ojos aún abiertos. Mirándolo. Siempre fijos en él. Hasta el final.

La sangre brotaba de su boca en pequeños espasmos, como si aún intentara decir algo. Una última palabra. Un último “te amo”.

Pero ya no tenía lengua. Ya no tenía voz. Ya no tenía permiso para hablar. Ya no tenía permitido seguir viviendo.

Draco no respiró.

No sintió dolor.

No sintió rabia.

No sintió nada.

Solo… observó.

Luego, llegó su turno.

Alguien lo agarró del brazo. Otra persona le lanzó un hechizo que lo dejó sin voz — una mordaza invisible, apretada, ahogadora. Un tercero le ató las manos con cuerdas mágicas que ardían al menor movimiento. Lo empujaron contra el suelo. Alguien — un hombre con cicatrices en la cara — le puso una bota sobre la nuca, aplastándole la cabeza contra la tierra, contra la sangre, contra los restos de la batalla. Junto a su madre.

— "Quieto, escoria", gruñó.

Draco no se movió.

No forcejeó.

No intentó hablar.

No lloró.

No miró a sus padres.

No cerró los ojos.

Simplemente… obedeció.

Porque eso era lo único que sabía hacer.

Porque obedecer era lo único que lo mantenía vivo.

Porque, sin órdenes, no era nadie.

Y ahora… ni siquiera era eso.

Lo arrastraron así, con la cara contra el suelo, la boca sellada, las manos inútiles a la espalda. Nadie le dijo “levántate”. Nadie le dijo “camina”. Solo lo empujaron, lo patearon, lo arrastraron como a un cadáver que aún respira.

Y Draco… dejó que lo hicieran.

Porque no tenía amo.

Porque no tenía voz.

Porque no tenía nombre.

Solo tenía silencio.

Y el silencio... era lo más aterrador de todo.

Chapter 2: La celda

Notes:

‡ Contenido sensible: contiene escenas de restricción alimentaria extrema, vinculada a trauma y coerción. Draco no come a menos que reciba una orden explícita, deja de comer si no la recibe; come de forma mecánica y cronometrada, su relación con la comida es puramente funcional, no emocional ni nutritiva. Este comportamiento es consecuencia de abuso psicológico, no una elección. Este fic no romantiza los trastornos alimentarios — los presenta como síntoma de control extremo y desconexión mental. Si este tema te afecta, por favor cuídate.

Chapter Text

Lo primero que notó —cuando su mente decidió prestar nuevamente atención a su entorno— fue el frío.

No el frío del invierno en Wiltshire. No el frío húmedo de las mazmorras de Slytherin. No el frío elegante y calculado de la Mansión Malfoy.  

No. Era un frío que se metía en los huesos y se quedaba allí. Anidado. Como un parásito. Recordándole cada latido errático, cada herida sin sanar, cada orden que aún resonaba en su mente como un latigazo.  

 

Después vino la confusión.

Estaba en un lugar desconocido. La cabeza le dolía, y veía borroso por el ojo izquierdo. Aunque estaba acostumbrado al dolor, la desorientación era inevitable. Por lo que se aferró a lo poco que tenía e intentó recordar, buscando en su mente una respuesta: ¿Dónde estaba?

Le sorprendió darse cuenta que no recordaba... nada en realidad.

Lo último claro en su mente era el peso de la bota en su nuca, el sabor a sangre y tierra en la boca. Un traslador, cuerpos empujándose contra él, arrastrándolo, hablando de encerrarlo en el Ministerio, hacerle pagar hasta hundirlo en las profundidades y luego… nada. Un vacío. Un agujero negro.  

Alguien — probablemente un auror — lo había golpeado en la cabeza con el puño. Una vez. Dos. Hasta que sus ojos se volvieron vidriosos. Hasta que la mente de Draco… se quebró.  

Escuchó un hechizo.  

— Confundus. 

Frío. Preciso. Sin remordimiento.  

— Que no recuerde el camino. Que no sepa dónde está. Que no sepa quién es, si es necesario.

Luego, una orden.

— ¡Llévenlo abajo! ¡Que no vuelva a ver el sol!

Lo empujaron.

Draco no gritó. No suplicó. 

Solo cayó.  

Y cuando algo dentro de él —no un deseo, no una razón, solo un reflejo animal, un latido residual— volvió a encenderse, estaba allí.  

Sin luz.

Sin Tiempo.  

Sin un nombre para este lugar.  

Solo piedra.

Solo frío.

Aun así, él la nombró por lo que era, una prisión.

 

La celda era pequeña. Tan pequeña que, si extendía los brazos, podía tocar las paredes opuestas sin demasiado esfuerzo y el techo, bajo, le rozaba el pelo si se colocaba de puntas.

Las paredes no eran lisas. Estaban talladas para que parecieran hechas a golpe de pico, irregulares, húmedas, cubiertas de musgo negro que se pegaba a la piel si uno se apoyaba demasiado. En algunos puntos, la piedra sangraba, el agua se filtraba desde arriba, quizás, o desde los niveles más profundos. Draco no lo sabía. No le importaba.  

El suelo era horrible. No de piedra pulida, sino de losas rotas, desiguales, con bordes afilados que se clavaban en las suelas de sus zapatos —los mismos que aún llevaba desde Hogwarts, los mismos que habían pisado la sangre de su madre. Nadie se los había cambiado.

La celda olía a tierra mojada, a metal oxidado, y a algo peor: a olvido.  

Afuera, en el pasillo, ardían antorchas mágicas. Draco podía escucharlas chisporrotear a través de las rendijas de la puerta. Y, sin embargo, Draco no confiaba en esa luz. Si se quedaba mucho tiempo mirando en su dirección le parecía que las sombras en las paredes se movían, como si respiraran. A veces, parecía que susurraban. No voces claras, sino ecos distorsionados: un sollozo que podía ser suyo, un “Draco” que podía ser de su madre. La celda se alimentaba de él, de sus recuerdos, y los devolvía convertidos en espejismos. Pero nada de eso entraba. El umbral estaba sellado con un encantamiento que devoraba cualquier destello, cualquier calor, cualquier señal de que aún existía un mundo exterior.  

Dentro, la iluminación provenía de otra magia: un hechizo de vigilancia que impregnaba el aire de un resplandor gris, uniforme, sin origen visible. No era luz verdadera. No proyectaba sombras. No cambiaba nunca. Era como vivir dentro de un sueño. Una pesadilla. De la que nadie le había dicho que podía despertar.

En una esquina había un camastro: una tabla de madera vieja, con clavos oxidados que asomaban como dientes rotos, cubierta por una manta raída que olía a sudor, a moho, a desesperación ajena. Draco no dormía allí. Se sentaba, a veces, cuando sus piernas ya no podían sostenerlo. Pero nunca se acostaba. Acostarse era un lujo, un permiso. Y nadie le había dicho que podía hacerlo.

Dormir, en realidad, tampoco existía para él. Lo que el hacía era desvanecerse: momentos en los que el cansancio lo derribaba como a un muñeco de trapo, solo para despertarlo después, con el corazón acelerado, esperando un grito, un golpe, un castigo por haberse atrevido a cerrar los ojos.

Aun así, el suelo era aún peor que el camastro. No importaba cuánto intentara encogerse, el frío se filtraba desde las piedras hasta sus huesos. No era simple temperatura: era magia. Sentía cómo drenaba su calor, su fuerza, como si la propia celda se asegurara de que ningún prisionero pudiera reunir energías para rebelarse.

No había más muebles. Ni espejos. Mucho menos ventanas. Nada que le devolviera un reflejo de sí mismo. Nada que le recordara que existía fuera de este lugar.  

El tiempo también estaba roto. Intentó contarlo al principio, midiendo sus respiraciones, sus parpadeos, los intervalos entre los susurros. Fue inútil. El hechizo que gobernaba la celda borraba los ritmos del mundo exterior. No había días ni noches. No había sueño ni vigilia. Solo la luz inmóvil, el frío, los ecos.

Allí, en las profundidades, el tiempo no pasaba. O tal vez pasaba demasiado rápido. Draco ya no sabía. Y pronto dejó de importarle.

 

El momento de la comida era incierto. Lo único que lo advertía era el sonido. Siempre el mismo: un clink metálico, la bandeja deslizándose por la ranura — Pan duro. Agua tibia. A veces, un trozo de queso rancio que olía mal. Nunca carne. Nunca algo caliente. Nunca algo que recordara a casa.— Draco no la tocaba. No hasta que la voz llegaba.

—Hora de comer, Malfoy.

No era una orden explícita. No decía “come”. No decía “traga”. Pero era lo más cercano que tenía a una estructura. Una rutina. Un hilo del que colgaba su existencia. Entonces sus dedos se movían. Mecánicos. Precisos. Comía rápido, sin masticar, sin saborear. En menos de tres minutos. Siempre. Porque tres minutos era el límite. Más allá de eso… venía el castigo.

Luego dejaba la bandeja vacía junto a la puerta. Nadie lo cronometraba. Nadie lo vigilaba. Pero su cuerpo y mente recordaban el límite. Tres minutos. O habría un castigo.

Hasta que un día, la voz no llegó. La bandeja cayó al suelo con un golpe seco. Nada más. Silencio.

La bandeja estuvo allí, frente a él, durante lo que pudo ser una hora… o un día o muchos. Draco no la tocó. No se movió. No parpadeó. Se quedó sentado, con las manos sobre las rodillas, la espalda recta, la mirada fija en la pared. Esperando. Siempre esperando. Esperó una hora. O un día. O una eternidad. No importaba. Lo único que importaba era la orden. Y sin ella… no había nada.

Cuando la puerta crujió, Draco no se sobresaltó.

Un guardia —con voz profunda y aliento a cerveza de mantequilla barata— entró a su celda con una mirada evaluadora en el rostro. Frunciendo el ceño, señaló la bandeja intacta.

—¿Por qué no comiste?

Draco no respondió. No podía. Le faltaba una palabra; si tan solo dijera “responde”, podría empezar a hablar. Pero no lo hizo. Y el tampoco intentó gesticular para explicarle. Solo lo miró. Vacío.

Aunque no fue necesario pues el guardia pareció entender, sus ojos se iluminaron con malicia y soltó una risa baja, sucia, como quien descubre que un juguete roto todavía puede usarse.

—Ah, claro. Necesitas que te lo ordenen. ¿No es así, perrito?

Draco no parpadeó.

—Come. Ahora.

Y Draco… obedeció.

—Y si vomitas… —añadió el guardia, acercándose hasta que su aliento rozó su mejilla— …lo limpias con la lengua.

Draco no se detuvo. No titubeó. Solo siguió comiendo.

Porque obedecer… era lo único que le quedaba.

 

Chapter 3: En el olvido

Notes:

‡ Contenido sensible: humillación extrema, coerción corporal, trauma institucional, obediencia forzada, collar de contención, no de manera sexual. Si alguno de estos temas son gatillos para ti por favor prioriza tu bienestar.

Chapter Text

La noticia se esparció como viruela de dragón por los pasillos del Ministerio. Era un secreto a voces que nadie se atrevía a pronunciar en público, pero que todos terminaron conociendo. Desde los Aurores hasta los empleados más humildes, cualquiera con acceso a las profundidades sabía de él. De su condición insólita y aterradora.

 

—Malfoy no habla. No decidir. No existe… a menos que se lo órdenes.

—Dicen que tiene un Imperius eterno, como una marioneta sin voluntad.

—No es más que un perro, obediente, sin alma. Lo llamamos “el perro de Malfoy” ahora.

—El heredero de los Malfoy reducido a nada. Es casi satisfactorio, ¿no crees?

—Antes era arrogante, imponente… ahora ni siquiera es humano.

—Lo usan para sus juegos. Nadie se apiada. Nadie lo ve como persona.

—Un título perpetuo. Su cuerpo puede estar ahí, pero la esencia se perdió hace mucho.

—Más que un trofeo, es un recordatorio de que incluso los poderosos pueden caer.

 

Los susurros crecían y mutaban a cada paso, brotando en corrillos, oficinas y pasillos con rapidez imparable. El Draco que alguna vez habían conocido era solo un recuerdo; ahora era un objeto de manipulación. Para la mayoría, era más fácil llamarlo “perro” que recordar que alguna vez fue humano. Ver al último heredero de los Malfoy —orgulloso sangre pura, miembro de los Sagrados 28— reducido a una sombra dócil era, para muchos, una victoria personal y colectiva.

Se jactaban en voz baja. Reafirmaban su posición, su poder, aprovechándose de él. No importaba la compasión, solo la utilidad que podía arrancar de ese “perro” mudo.

Una sentencia fría y devastadora se repetía entre murmullos, con una mezcla de admiración y morbo: Draco Malfoy era un cuerpo sin espíritu, un recipiente vacío. Un trofeo macabro que Voldemort había quebrado hasta arrancarle la autonomía y la voluntad.

Por eso empezaron a visitarlo. Al principio, fue curiosidad morbosa: Aurores queriendo entender, políticos buscando confirmar rumores. Luego, el espectáculo se volvió entretenimiento cruel: burlas, juegos de poder, humillaciones silenciosas. Finalmente, se convirtió en protocolo. Draco era una presencia muda, un recordatorio constante de la derrota del Señor Tenebroso y de la fragilidad del antiguo régimen.

 

Los primeros en bajar a verlo fueron los Aurores jóvenes. Iban en grupos. Aburridos. Crueles por inercia. Visitaban las mazmorras como quien visita un zoológico.

 

Empezaron con algo fácil.

—Levanta la mano derecha — ordenó uno de ellos. Draco lo hizo. De inmediato. Preciso. Como un instrumento refinado. Lo que les generó risas. Aplausos falsos.

—Ahora la izquierda. — El mismo Auror volvió a hablar, y Draco obedeció.

—Toca tu nariz.

—Gira.

Siempre del mismo origen, siempre la misma voz. Draco respondía sin vacilar. Sin expresión. Como si su cuerpo fuera un cascarón vacío y aquel único titiritero moviera los hilos, mientras los demás observaban, proponían entre carcajadas qué orden dar después.

 

Pronto, las órdenes se volvieron más crueles:

—Arrodíllate.

—Ladra.

—Golpéate.

Draco obedecía. No porque reconociera a ese muchacho como amo, sino porque la orden era clara. Explícita. Y eso era todo lo que necesitaba.

En el fondo, sabía que no eran nada. No tenían el poder, la fuerza, la oscuridad ni la luz suficiente para ser dueños de nadie. Pero mientras las palabras existieran, él respondía.

 

Los Aurores más viejos eran diferentes. Habían perdido a alguien en la guerra. Un hermano. Una esposa. Un hijo. Y Draco se convirtió en la carne sobre la que descargaban su luto.

El primero lo golpeó con el puño cerrado. Una vez. Dos. Hasta abrirle la ceja. Otro lo arrastró por el suelo, pateándole las costillas. Un tercero le lanzó un Cruciatus corto, seco, como quien enciende un fósforo y lo apaga de inmediato.

Ninguno de ellos necesitó decir “quédate quieto”. Draco no se movió. No opuso resistencia. No gritó. Solo cayó.

 

A veces, había visitas que no eran oficiales.

Un Auror aceptaba dinero, favores, influencias. Y entonces, de noche, alguien entró en su celda. Hombres con túnicas caras. Mujeres con ojos fríos. Quería respuestas. Quería venganza. Quería un trozo del hijo de Lucius Malfoy para sí mismos.

Unos lo golpeaban. Otros lo escupían. Uno incluso le puso la varita bajo la barbilla y le ordenó:

— Recuérdame la manera en la que murió la zorra de tu madre.

Y Draco se lo dijo. Con voz apagada. Porque la orden era clara. Porque no tenía elección.

Cuando la puerta se cerró, cuando quedó otra vez solo, el eco de esas palabras lo vaciaba aún más.

 

Luego vinieron los Inefables.

Silenciosos. Fríos. Con miradas que no juzgaban, porque no lo consideraban humano.

Uno, alto, con gafas sin montura, entró con un pergamino y una pluma que flotaba sola.

—Siéntate.

Draco se sentó.

—Mira hacia adelante.

Draco miró.

—Repite después de mí: “Soy Draco Malfoy”.

Draco repitió. Voz ronca, oxidada, como si no la usara desde hacía años.

El Inefable apunta algo.

—Interesante. La identidad responde a estímulos verbales directos. La autonomía… ausente.

No le hablaba a Draco. Le hablaba al pergamino.

Le hicieron pruebas con runas, artefactos, hechizos de contención. Medían su respiración, sus reflejos, el margen de error en sus respuestas.

—Registro de obediencia: 98,7%. Margen de error: mínimo. Recomendación: utilizable bajo estructura de mando específico.

Salían. Cerraban la puerta. Draco permanecía con el brazo extendido, la cabeza inclinada y los labios abiertos. Nadie le dijo que podía detenerse. Así que no lo hacía.

 

El Ministerio empezó a preocuparse por otra cosa: su tendencia a apagarse.

Draco dejó de respirar. No como protesta. No como suicidio. Solo… como descanso.

Uno. Dos. Tres. Cuatro.

Hasta que su visión se nublaba. Hasta que sus dedos se entumecían. Hasta que su cuerpo, traicionero, lo obligaba a inhalar.

Cuando eso ocurría su mente se sumía en la oscuridad —esa que no era oscuridad, sino memoria, culpa, presencia— y las voces regresaban.

“ Las manos al cuello”.

Sus manos se movían solas, apretando. Porque ya sabía lo que seguía, lo anticipaba, lo realizaba. 

“ Aprieta. Más. Hazlo. Grita .”

Lo hacía, bien, preciso, de la forma en que le habían enseñado, de la forma que sabía que le gustaba.

Bésame las botas.”

Se inclinó hacia adelante, como si fuera a arrodillarse. Pero no había botas. Solo polvo. Solo soledad.

Di que lo mereces.”

Sus labios lo repetían. Una y otra vez. Lo merezco. Lo merezco. Lo merezco.

Hasta que un golpe en la puerta lo interrumpía.

—¡MALFOY! ¡BASTA!

Y Draco se detenía. Vacío. Roto. Esperando.

Extrañando el dolor.

Extrañando la claridad de una orden.

Extrañando… tener un amo.

 

Lo hizo una vez. Dos. Diez.

Hasta que los guardias lo notaron.

—Se está matando —dijo uno, sin emoción.

—No —respondió otro, más frío—. Solo se apaga. Como un reloj sin cuerda.

No podían permitirlo. Así que lo pararon.

Un Medimago fue quien le colocó el collar. Metal negro. Delgado. Una placa rúnica en la parte frontal. Si dejaba de respirar más de veinte segundos… si llevaba las manos al cuello con intención de asfixiarse... el metal vibraba. Calentaba. Quemaba. 

—Duele al principio —dijo el Medimago, ajustándolo como si hablara de una tetera—. Pero te acostumbras.

Draco no dijo nada. Rozó el metal con los dedos. Frío. Definitivo. Ya no necesitaba órdenes para recordar que no era dueño de sí mismo. Ahora llevaba el recordatorio puesto.

 

Luego vino ella. Veintipocos años. Cabello y ojos del color de la miel, demasiado cálidos en contraste con lo demás, aunque su mirada era fría. Clínica. Era como una navaja envuelta en seda. Uniforme impecable. Túnica verde menta a juego con unos zapatos con tacón bajo que resonaban en la piedra. Placa reluciente. . Sanadora Reygleigh. Evaluadora de Conducta — Depto. de Rehabilitación Mágica.

Se detuvo frente a los barrotes. No habló al principio. Solo lo observó, como quien examina un espécimen, un objeto, una ecuación sin resolver.

—¿Es cierto que obedeces cualquier orden explícita?

Draco no respondió. No podía. Pero sus ojos se fijaron en ella. No por deseo. No por miedo. Por reconocimiento.

Ella sonrió. No con malicia, sino con satisfacción. Abrió la puerta. Entró.

—Responde.

El asintió. Eso solo hizo que su sonrisa se volviera más grande.

—Siéntate.

Draco se sentó.

—Manos en las rodillas.

Obedeció.

Empezó con lo básico: preguntas simples, órdenes cortas, movimientos medidos.

—Levanta el brazo izquierdo.

—Toca tu clavícula.

—Gira la cabeza.

Draco lo hizo siempre, preciso, vacío.

Luego vino el silencio. Ella se acercó despacio, como quien se aproxima a un animal herido que aún puede morder.

—Quítate la túnica.

Draco lo hizo, mecánico, sin prisa, sin pudor, como si su piel no le perteneciera. El aire frío mordió su torso desnudo.

Ella lo rodeó. Sus dedos enguantados rozaron su hombro, su clavícula, su costado. No con lujuria, sino con curiosidad, con posesión. Su mirada se detuvo en la Marca Tenebrosa, luego en las cicatrices que la rodeaban: intentos fallidos de borrarla, de arrancarla, de negarla. Después, en las huellas más profundas su Sectumsempra mal curado, cruces de dolor antiguo. Finalmente, en sus pezones: uno intacto, el otro mutilado, como arrancado a medias, quizá con dientes, quizá con magia, quizá con una navaja.

Ella no preguntó. Solo anotó algo en su pergamino y sonrió.

—Eres demasiado bonito —murmuró, casi para sí misma—. Demasiado tentador. Podría hacerte lo que quisiera… y de tu linda boca no saldría una palabra.

Draco no parpadeó.

Las manos se movieron. No con violencia, sino con precisión. Se posaron en la cintura de sus pantalones, desabrocharon el botón, bajaron el cierre y deslizaron la tela hacia abajo, lo justo. La mano enguantada, fría y firme, se coló bajo la ropa interior. Encontró su miembro. Lo expuso al aire, a su mirada, a su evaluación.

Draco no se movió. No tembló. No cerró los ojos.

—Orina.

Silencio. Su cuerpo no respondió. No podía. No así. No sin dolor. No sin vergüenza.

Ella esperó, paciente, clínica.

—Me escuchaste Draco, así que hazlo, ahora.

Entonces… un espasmo. Un calor. Una humillación que bajó por sus piernas, mojó el suelo, llenó el aire con el olor agrio de la derrota.

Draco no bajó la mirada. No lloró. No gritó. Solo… permaneció así. Hasta que no hubo nada más que saliera de él. 

Ella anotó algo más.

—Interesante. La vejiga responde a órdenes directas, incluso contra el instinto de conservación social. Útil en situaciones de contención prolongada.

Luego se inclinó. Su aliento, menta y desinfectante, rozó su oído.

—Buen perro.

 

Se fue. Cerró la puerta. Pero no avanzó. Silencio. Alguien la esperaba afuera, y apenas salió, la abordaron con preguntas.

—¿Y bien? —la voz de un hombre joven resonó en el pasillo.

—Es inútil. Es un muñeco. Un cascarón.

El joven replicó, con tristeza en los ojos:

—No. Es un niño roto.

Draco no reaccionó.

Pero dentro de él… algo se movió.

Niño.

Nadie lo había llamado así en años.

Roto.

Eso sí lo entendía.

—De todas formas —añadió la sanadora—, no es posible trasladarlo a Azkaban. A menos que la intención sea que muera al instante.

Cuando se fueron, Draco se acurrucó en sí mismo. Más pequeño. Más quieto. Más vacío.

Y por primera vez desde que lo encerraron… deseó que alguien le diera una orden.

Cualquiera.

Incluso Muere.

Porque cualquier cosa… era mejor que esto.

 

Draco no se movió. No hasta horas después, cuando una voz áspera y cansada llegó desde el otro lado de los barrotes.

—Límpiate.

Y entonces lo hizo. Aunque la sensación de suciedad no desapareció durante mucho tiempo.

En el fondo lo sabía: ninguno de los que entraban a su celda tenía el poder suficiente para ocupar su lugar. Eran débiles. Eran ruidosos. Eran circunstanciales. Y él lo reconocía.

Por eso obedecía solo lo explícito.

Por eso su lealtad nunca era completa.

Y en esa grieta —mínima, apenas consciente— empezó a crecer un deseo. No sabía nombrarlo. No sabía si era hambre, fe o condena. Solo sabía que quería algo .

Alguien .

Un amo verdadero .

 

El Ministerio lo había olvidado.

Pero no lo dejaba en paz.

Lo usaban.

Lo probaban.

Lo evaluaban.

Lo degradaban.

Y Draco… solo obedecía.

Porque en el olvido, la obediencia era lo único que lo mantenía… casi vivo .

Chapter 4: Al mejor

Notes:

‡ Contenido sensible: abuso de poder disfrazado de “cuidado”, manipulación emocional, no hay sexo explícito, pero sí coerción no consensual de actos íntimos fisiológicos y exposición prolongada. Temas de despersonalización, obediencia patológica y trauma por tortura pasada. Si estos temas te afectan, por favor cuídate.

Chapter Text

La sanadora Reygleigh se convirtió en su sombra. En contraste con el pasado —cuando los aurores, los Inefables, los curiosos y los sádicos bajaban a probarlo, tocarlo, romperlo— ahora… nadie venía.  

Solo ella.  

No venía a insultarlo.
No venía a castigarlo.  
No venía a golpearlo.  

— Vengo a prepararte — decía, cada vez que entraba, con esa sonrisa que no llegaba a los ojos. 

Era su única fuente de información. Su único vínculo con un mundo que ya no lo incluye.  

Y era… muy habladora.  

— Kingsley Shacklebolt, el actual Ministro, está al borde del colapso — le dijo en una ocasión, mientras le ajustaba el collar — Demasiados prisioneros. Demasiados juicios pendientes. Demasiados fantasmas que nadie quiere enterrar. — Se acomodó las gafas con un gesto mecánico, un tic de quien no está acostumbrado a llevarlas. Suspira y niega con la cabeza. 

—Pero lo entiendo. No lo juzgo. Ha sido complicado para él. La guerra solo dejó en evidencia lo que muchos ya sabíamos, el Ministerio es demasiado corrupto y nadie en su sano juicio debería confiar en esta institución. — mencionado mientras se sentaba junto a él, en una silla que había transfigurado a partir de una piedra, antes de añadir — Aunque eso ya lo sabes, ¿verdad, Draco? Tú, mejor que nadie, sabes cuán podridos estamos.

Se inclinó hacia él, demasiado cerca. Siempre demasiado cerca. Haciendo que la camisa blanca, deliberadamente abierta, dejaba ver sus pechos desnudos. Draco no desvió la mirada. No porque quisiera mirar. Sino porque sabía que ella quería que lo hiciera. mantuvo la mirada fija. Un minuto. Dos. Hasta que ella se sonrojó. Satisfecha.  

Si ella estaba feliz. 
Entonces él estaría bien.

 

Fue en una de esas noches —o lo que en su celda el Ministerio llamaba “noche”, bajo esa luz gris que nunca cambiaba— cuando ella se lo dijo.

Estaba sentada a su lado, en el camastro, con un pergamino en las manos, hojeando informes. Mientras Draco con los ojos abiertos, miraba el techo. Contando las grietas. Una. Dos. Tres. Como siempre.  

—Han pasado tres años, Draco.

Él no reaccionó.

—Tres años desde que lo encerraron aquí. Tres años desde que cayó el Señor Oscuro. Tres años… desde que dejaste de ser suyo.

Draco parpadeó. Una vez. Lento.

Tres años.

No tenía sentido. No tenía peso. No tenía forma.
Solo un número. Vacío. Como él.

—No puedes ir a Azkaban —continuó ella, con la voz de quien lee un diagnóstico—. Tus crímenes son menores. Tu linaje, demasiado valioso. Tus propiedades, tus acciones, tus votos en el Wizengamot… demasiado influyentes. El Ministerio no puede enterrarte. Ni liberarte.

Hizo una pausa. Sonrió.

—Así que te están regalando.

Draco no entendió.

—Al mejor —aclaró, levantando el dedo índice y cambiando a una voz casi melosa, como quien explica un juego a un niño lento, casi maternal — Alguien asumirá tu custodia. Tu fortuna, tus títulos, tus negocios… todo irá a sus manos. Un cambio, se compromete a mantenerte vivo. Funcionales. Presentable.

Se inclinó hacia él, con su olor a menta y desinfectante, hasta que su nariz le rozó la mejilla.

—Y yo estoy aquí para asegurarme de que luzcas lo suficientemente decente el día del juicio. Para que el Ministerio no parezca... un monstruo.

Río. Bajo. Dulce. Mortífera.

—Qué irónico, ¿no? Después de todo lo que te hicieron… de lo que yo te he hecho ahora queremos que parezcas humano.

Sintió como la mano —con guante— de ella se deslizó por su cabello. Fue un gesto lento. Deliberado. Inesperado. Que le hizo estremecer. Sintió cada fibra de su cuero cabelludo tensándose bajo la suave presión. Y entonces le siguió el peso de su cabeza color miel al recostarse sobre su hombro. Como quien busca consuelo. Como quien finge intimidado.  

 — Después de años de caos, de intentos desesperados por reconstruir algo que nunca fue sólido. Tú…eres el último eslabón. El último juicio antes de que proclamen oficialmente… la paz. —Hizo una pausa. Lo miré. Como si esperara una reacción qué no llegó — Debes admitir que es poético. El hijo del influyente Lucius Malfoy, el chico que abrió las puertas de Hogwarts a los mortífagos… será el broche final de la 'era de la reconciliación'.

Frunció el ceño y sus labios se arrugaron en un pequeño puchero falso.

— Han cambiado muchas cosas, ¿sabes? Ahora hay comedores para niños huérfanos en cada pueblo mágico. Subvencionados. 'Para sanar las heridas de la guerra', dicen. — Su tono se volvió burlón — También aprobaron una nueva ley: los hombres lobo ya pueden trabajar legalmente. Siempre que tomen la poción matalobos, claro. 'Inclusión', lo llaman. 

Se apartó de él con un movimiento fluido, el momento había terminado.

— Hasta los elfos domésticos tienen un sindicato ahora. Hermione Granger lo fundó. Se llama 'LIBERTAD'. Qué gracioso, ¿no? Libertad para los elfos. Pero no para ti.

Volvió a su asiento. Tomó una pluma. Anotó algo.  

—El mundo sigue girando, Draco. Mejorando. Sanando. Evolucionando. Y tú… sigues aquí. En las mazmorras más profundas. Donde el ruido de los pasos no llega. Donde los gritos se ahogan. Donde el tiempo se pudre. —Lo miré. Directamente a los ojos. — Y donde tú… te pudres con él.

Hizo una pausa y le brindó otra sonrisa.

— Aunque no por mucho más tiempo.

 


El cambio comenzó con lo que Reygleigh describió como su nueva rutina.

Primero, fue la dieta. Ya no lo alimentaba solo de pan duro y agua tibia. Ahora era sopa caliente. Carne cocida. Verduras blandas. Fruta cortada en trozos pequeños, como para un niño. O para un animal convaleciente.  

Luego, vino el estricto horario de sueño. En el camastro que ahora contaba con sábanas limpias, almohada y manta. Ella lo cubrió con la manta. Le ajustó la almohada. Le colocó una poción sin nombre bajo la lengua.  

— “Duerme. Ocho horas. Te lo ordeno.”  

Y Draco… cerró los ojos. 
No durmió. 
Se desvaneció.  
Como siempre.  

 


—Cuéntame cómo empezó —exigió ella, sentada en el borde del camastro, balanceando las piernas como quien espera una historia antes de dormir.

Draco no respondió.

Ella suspiró, con ese gesto suyo que aparecía cada vez que no obtenía lo que quería. Se quitó un guante. Solo uno. Dejó su mano desnuda al aire: pálida, delicada, con uñas cortas, limpias, perfectas.

—Te compartiré información si tú lo haces —dijo, sonriendo—. Un intercambio justo. ¿Sabías que el Sombrero Seleccionador quería enviarme a Slytherin?

Draco no se movió. Pero sus ojos… se fijaron en su mano.

—Lo recuerdo como si fuera ayer —continuó ella, con voz suave—. Me senté y susurró en mi mente: “Ambición. Astucia. Sed de poder… sí, tú perteneces a Slytherin.”

Una sonrisa lenta se dibujó en sus labios.

—Le rogué. Le supliqué. Le dije: “Por favor, no. Ponme en Hufflepuff. Quiero ir a Hufflepuff. ¿No se supone que aceptan a todos?”

Rio bajo, dulce, como quien comparte un secreto divertido.

—Y funcionó. El Sombrero cedió. Me puso en Hufflepuff. Y desde ese día… pude ser lo que quise. Pude ser amable. Pude ser dulce. Pude ser mala. Y cuando lo era… me perdonaban. “Oh, es solo Reygleigh, es de Hufflepuff, no lo hace con mala intención.” Nadie sospecha de los Hufflepuff. Nadie espera crueldad de un Hufflepuff.

Su mano —la desnuda— se acercó al rostro de Draco. Rozó su mejilla. Su mandíbula.

—Tú nunca tuviste esa suerte. Tú eras un Slytherin de nacimiento. Todos esperaban que fueras cruel. Y cuando lo fuiste… te castigaron por ello. Qué injusto, ¿no?

Draco no parpadeó. Pero bajó la mirada, como si la memoria lo aplastara.

—No empezó con la Marca —murmuró, la voz áspera, desgarrada—. Empezó con la humillación— Hizo una pausa, el aire ardiendo en sus pulmones — Desde el verano previo a mi 5 año en Hogwarts el Señor Oscuro proclamó nuestra casa como su nuevo cuartel general. Y aunque mi padre intentó venderme la idea de que era un honor yo sabía lo que era. Un castigo. Porque mi padre había aludido a la maldición Imperio para escapar de su condena en la primera parte de la guerra. Mi padre no le fue lo suficientemente leal.

— Por ello La Mansión Malfoy dejó de ser nuestra. Ya no era un hogar, era su trono. Y nuestra fortuna pasó a ser suya. Cada vez que mi madre servía vino, cada vez que mi padre hablaba, cada vez que yo respiraba… lo hacíamos bajo su sombra.

Cerró los ojos, pero no escapó de la imagen.

— Cuando Lucius lo decepcionó de nuevo en el Ministerio, frente a todos. Cuando lo encarcelaron… la furia recayó en mí. “Un Malfoy debe pagar con sangre o con servicio”. Eso me dijo. Y me puso la Marca. 

Su voz tembló, apenas un susurro.

—Me dio una misión. Matar a Dumbledore. Tenía dieciséis años. Ni siquiera podía sostener la varita sin que me temblara la mano. Y cuando fallé… cuando Potter lo impidió… ya no fui digno ni de morir.

El silencio se espesó. Draco alzó la mano temblorosa hasta el collar, rozando el metal frío.
—Entonces… inventó algo peor. Lo que no pudo hacer con Regulus Black, lo perfeccionó conmigo.  Quería que por lo menos uno de los hombres de mi familia le fueran verdaderamente leales. Darnos una última oportunidad antes de matarnos a todos.

Su respiración se quebró, desordenada.

— Él lo llamaba el Imperius eterno. Pero no era un hechizo que terminaba. No era una orden que caducaba. Era… una jaula dentro de mi cabeza. Una voz que no callaba nunca. 

 

Primero, lo simbólico.

Voldemort no se conformaba con la tortura física. Él quería algo más profundo. Quería arrancarle no solo la voluntad, sino la raíz misma de lo que lo hacía humano.

—“¿Quién eres?

La primera vez que lo preguntó, Draco respondió temblando:

—“Draco… Draco Malfoy.”

El dolor lo atravesó de inmediato. No por un hechizo, sino por la risa helada que lo envolvió.

—“Error. Intenta de nuevo.”

Otra vez:

—“¿Quién eres?

Draco dudó.

—“Soy… tu siervo.”

Un destello verde. No la muerte, pero casi. Y su cuerpo convulsionó contra el suelo.

—“No lo entiendes. Tú no eres. Tú nunca serás. Solo existes en tanto yo lo ordene. Así que responde bien.”

La tercera vez, sus labios temblaban.

—“Soy… lo que mi amo desee.”

Voldemort sonrió. La satisfacción era peor que cualquier dolor.

Lo obligaba a repetirlo. Una y otra vez, hasta que las palabras perdían todo sentido.
Si se equivocaba en la entonación, Crucio. Luego Imperio, " Así es como debe ser"
Si callaba, Crucio. Luego Imperio, "Así es como se debe sentir"
Si lloraba mientras lo decía, Crucio. Luego Imperio "¿No es esto más fácil?"
Así, su identidad se fue reduciendo a un eco hueco, condicionado al dolor.

Desde entonces, esa fue la única respuesta permitida. Cada vez que alguien le preguntaba quién era, cada vez que su propio nombre amenazaba con asomar en su garganta, esa frase surgía sola. Automática. Como un hechizo permanente.

Ya no era Draco Malfoy.
Era una cosa.
Nada.
Un eco moldeado por el deseo ajeno.

 


Después, lo físico.

Lo dejaba de pie, inmóvil, frente a la mesa principal en el comedor de la Mansión, mientras los mortífagos banqueteaban. Horas enteras. Días, a veces. No podía sentarse. No podía hablar. No podía cerrar los ojos. Si lo hacía, la varita de Voldemort lo devolvía al orden con un chasquido eléctrico que le recorría todo el cuerpo. Draco aprendió que su cuerpo ya no era suyo; era un mueble más en la decoración.

 

Luego, lo degradante.


Le ordenaba besar las botas de todos los mortífagos presentes. Una por una. Despacio. Con la lengua. Si alguien reía, debía agradecer. Si le tiraban comida, debía comerlas directamente del suelo y decir “Gracias, Gracias por dejarme vivir.” Voldemort escuchaba, satisfecho, como si estuviera afinando un instrumento hasta alcanzar la nota perfecta de humillación.

 

Más tarde, lo cruel.

Lo enfrentaba a otros prisioneros. A veces a puño limpio otras con magia. Así Draco aprendió a usar la varita no como arma propia, sino como prolongación de la voluntad de su amo. Castigó. Lastimó. Torturó. Y cada vez que vomitaba después, Voldemort lo obligaba a lamer la sangre del suelo. “Así recordarás lo que eres.”

 

Finalmente, lo irreversible.

Una noche, le susurró:
—“Tu voluntad no existe. Yo soy tu voluntad. Tú eres… nada.
Y al pronunciar “Imperio”, lo sostuvo más tiempo de lo necesario, moldeando su mente con la precisión de un escultor paciente. Draco sintió cómo cada pensamiento propio se deshacía, cómo cada reflejo era reemplazado por un condicionamiento. No fue un hechizo. Fue un sello. Una marca invisible. El Imperius eterno.

Desde entonces, ya no necesitaba gritos ni castigos constantes. Solo miradas. Solo órdenes mínimas. Y Draco obedecía. No porque quisiera. No porque temiera. Sino porque ya no había nada dentro de él que pudiera negarse.

 


Una pausa. Un temblor en sus labios.

Reygleigh tomó notas. Asintió.

—Continúa.

Su voz se quebró. Pero no se detuvo.

—Después… vinieron los otros. Los que reían. Los que tocaban. Me pedían. Casi como un premio. Un juguete. Cada que alguna misión salía exitosa.

Cerró los ojos. No por dolor. Por memoria.

—Al principio me hicieron… a mirar.

—Luego… vinieron las noches. Las peores. Cuando ya no había prisioneros. Cuando ya no les importaba la guerra. Cuando deseaban calor. Y solo… estaba yo. Y ellos. Y las órdenes. “Quítate la túnica.” “No cierres los ojos.” “Agradece.”

— Por último, me ordenaron actuar, tocar, fingir. Y yo… no pude parar. Porque si paraba, le dirían que no obedecía, y si no lo hacía, mataban a mi madre y a mi padre. O a mí. No importaba. Ya estaba muerto.

Su respiración se volvió errática. Superficial. Como si el aire le quemara los pulmones.

—Y ahora… usted.

Reygleigh no se inmutó. Solo anotó algo más. Luego, se inclinó hacia él. Su aliento rozó su oído.

—Gracias, Draco. Ha sido… muy útil.

Se puso de pie. Se colocó el guante de nuevo.

—Ahora… quítate la túnica. Vamos a bañarte.

Y Draco… obedeció.

 

Después de los baños —que ahora eran obligatorios, con agua caliente y jabón perfumado— ella lo dejaba así.

Desnudo.
Goteando.
Temblando.

—Quédate tranquilo.

Y Draco lo hacía.

Minutos. Horas. ¿Quién podía saberlo?

Ella lo rodeaba. Lo examinaba. Tocaba sus cicatrices. Sus huesos. Sus heridas mal curadas.

—Eres demasiado bonito —murmuraba cada vez—. Demasiado tentador. Demasiado... roto.

A veces le ordenaba girar, agacharse, levantar los brazos.

—Quiero verlo todo.

Y Draco… obedecía.

Porque no tenía elección.
Porque era su trabajo.
Porque, en el fondo… ya no le quedaba nada que proteger.

 

Una vez, cerca del fin, ella se sentó a su lado en la cama nueva.

—¿Sabes por qué hago esto, Draco?

Él no respondió.

—Porque alguien tiene que hacerlo. Porque el Ministerio es un circo, y tú… eres el animal más interesante del espectáculo.

Se inclina. Sus manos desnudas acariciaron sus mejillas.

—Y cuando te entreguen… espero que tu nuevo amo sea lo suficientemente cruel para que me extrañes.

Ella se inclinó y dejó un beso en su piel antes de irse. 

Draco no se movió.
Pero dentro de él… algo se agitó.

No era miedo.
No era odio.

Era… expectativa.

Porque por primera vez en tres años…
alguien le había deseado un futuro.

Pronto tendría un nuevo amo a quien obedecer.



Chapter 5: Aquello que falta

Notes:

‡ Contenido sensible: Este capítulo contiene introspección profunda, aislamiento emocional y referencias a trauma pasado, pero ninguna escena gráfica nueva. Si los capítulos anteriores fueron manejables para ti, este también lo será.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

En sus últimos instantes como prisionero, Reygleigh, como siempre, le acompañaba.

Le cortaba el cabello —largo, enmarañado, casi hasta la cintura— bajo la excusa de que, si se presentaba ante el público luciendo como su padre, probablemente lo maldecirían antes de que diera un solo paso fuera de las paredes del Ministerio. Mientras trabajaba con las tijeras, hablaba con una voz suave, casi maternal, como si compartieran un secreto.

—Te contaré una historia, Draco —dijo, retirando los mechones recién cortados que caían sobre sus hombros.

El Ministerio nunca quiso hacer de ti un espectáculo. Habían planeado algo limpio, discreto… casi compasivo. Una solución elegante para un problema incómodo.

Habían identificado a siete personas. Custodios potenciales: magos de sangre antigua, con recursos, influencia… y, sobre todo, con razones para no querer que Draco Malfoy desapareciera en el olvido .  

Algunos nombres te sonarán.  

Andrómeda Tonks. El viejo Lord Greengrass.  

Y, sorprendentemente… Harry Potter. 

— Lo sé, yo tampoco lo creí al principio 

Las cartas ya habían sido enviadas. Selladas con cera negra y el sello del Departamento de Justicia Mágica. El traslado se haría en silencio. Sin prensa. Sin juicio. Solo un cambio de custodia, como se hacía con menores huérfanos o magos incapacitados.

Pero entonces… alguien filtró tus archivos médicos.

—Nadie sabe quién fue. Aunque—dijo, riendo bajito, como si el caos que siguió le hiciera gracia—. Fue un accidente. Lo juro .

Imagínate, afuera todo es un lío.  

Ahora nadie para hablar de ti.  

Muchos te quieren. Otros te temen.

La mayoría solo quiere ver cómo te rompe… una vez más.

Terminó de cepillarle el cabello y le alzó el mentón con dos dedos, como quien examina una joya defectuosa pero aún valiosa.

—Te lo dije, Draco —susurró, inclinándose hasta que su aliento rozó su oreja—. Iban a darte a alguien simplemente digno. Alguien que te cuidaría en silencio, como a un perro viejo al que ya no se saca a pasear.  

Pero ahora… —Hizo una pausa, saboreando las palabras—. Ahora te regalaremos al mejor .  

Y todos verán lo que eres: un chico roto que ni siquiera puede fingir que le importa.

Le soltó el mentón y dio un paso atrás, observándolo con una sonrisa que no tenía calor, solo satisfacción.

—Será como nacer de nuevo, Draco. ¿No te parece?  

Tendrás un nuevo amo ahora.

 

Un nuevo amo.

Un amo.

Amo .

Las palabras resonaron en su interior y le hicieron tensar la mandíbula hasta que le temblaron los tímpanos.

Voldemort le había enseñado bien.

Draco no recordaba cuándo lo había aprendido. Quizás fue entre gritos. Quizás bajo un Crucio. Quizás en una de esas noches interminables en las que lo obligaban a repetirlo hasta que su voz se rompiera.

No era un pensamiento propio. Era un eco. Una definición que se había incrustado en su mente, tan profunda que ya no podía distinguir si alguna vez había pensado distinto.

Pero él sabía .

Un amo no es quien grita más fuerte.  

No es quien tiene más títulos, más oro, más seguidores.  

Un amo es el mago más poderoso presente.  

El que puede matarte.  

El que puede silenciar el mundo con un susurro.  

El que, al entrar en una habitación, hace que todos los demás… dejen de existir .  

No se obedece por lealtad a un nombre. No se obedece por miedo. Se obedece porque la magia reconoce la superioridad. Su poder. Sabes que eres débil. Tu sangre sabe que, sin él, eres polvo. Porque tu mente… ya no puede funcionar sin su voz.  

Y si hay más de uno en la sala… solo escucharás al más fuerte.

Los demás… son ruido.  

Son sombras.  

No es nada.

 

Draco lo había aprendido.

No con la mente.

Con los huesos.

Con el alma.

 

Y ahora, cuando escuchaba a Reygleigh hablar así del "nuevo amo", esas palabras volvían a desgarrarlo. Más profundo, más doloroso que nunca.

 

No .

 

Él lo sabía. Su magia lo sabía.

Un amo no era eso.

Un amo era otra cosa.

Un amo no era un custodio, no era un dueño de fortuna.  

No era un político con buenos modales.  

Un amo era poder absoluto.  

Era silencio que ordena.  

Era la única voz que su mente aún podía oír.  

Por eso, cuando escuchaba las risas de Reygleigh que se filtraban de entre sus labios, cuando oía su diversión sobre la “entrega” y la “custodia”, Draco no sentía esperanza ni miedo.

Solo vacío.

Porque sin un amor de verdad, lo único que le esperaba era la muerte.

 

Cuando pudo salir de lo profundo de su mente Reygleigh, ahora arrodillada junto a la camilla, terminó de abrocharle el último botón del pijama —un gesto innecesario, un gesto cariñoso, si no fuera porque sus dedos se demoraron un segundo de más sobre su clavícula, como midiendo cuánto de él aún era humano.  

—Sabes —dijo, en voz baja, como si le contara un secreto que ya todos conocían—, algunos piensan que el poder está en el miedo.  

Otros, en el oro.  

Pero tú… tú ahora sabes la verdad.  

Hizo una pausa. Luego, con una sonrisa que no llegó a sus ojos, añadió:  

—Qué lástima que ya no haya nadie realmente poderoso en este mundo.  

Sus palabras solo hicieron que el vacío en su interior creciera, aunque no creía que eso fuera posible. Se llenaba de incertidumbre.

No sabía qué esperar.  

No sabía cómo sería su nuevo amo.

Pero no siempre fue así.  

Extrañaba eso.

Había sido otra voz. Más grave. Más fría. Que no pedía. Que no explicaba. Que ordenaba.  

Y Draco había obedecido porque su magia se inclinaba ante ella como el trigo ante el viento.  

Ahora, en la celda, cuando ella hablaba, Draco la obedecía. Porque en esa celda, su voz era la única. Si hubiera otra, más fuerte, él ni siquiera la habría escuchado.

Pero no era obediente. Estaba vacío. Porque la verdadera obediencia, ese vínculo entre un amo y su esclavo, nace del reconocimiento del poder.  

Y en esta celda... no había verdadero poder.  

Solo una mujer, con una varita en la mano y una lista de protocolos en el bolsillo. Y por eso, aunque… no lo demostraba.  

Solo se esperaba.  

Esperaba la voz que hiciera temblar el mundo.  

La que hizo que su sangre cantara, aunque fuera de dolor.  

La que lo devolviera… o lo terminara.  

Porque sin eso, no era un esclavo. 

No era nada

No servía.

Y los que no sirven no merecen vivir.  

El pensamiento no lo aterró. Lo acunó.  

Era la única certeza que le quedaba.

 

Draco estaba ahora acostado, con la espalda contra la pared. No se movía. No parpadeaba. Respiraba, sí, pero apenas.  

Mientras tanto, ella terminó de alisar las sábanas alrededor de él con gestos precisos, casi ceremoniales. Luego se inclinó, como si fuera a darle un beso en la frente, pero se detuvo a una palma de su rostro. Su aliento olía a menta ya algo metálico —quizás sangre seca, quizás solo el sabor del poder.

—Duerme bien, Draco —dijo, con una voz tan suave que casi dolía— Que tengas dulces pesadillas.  

Hizo una pausa, acariciándole el cabello recién corto con los nudillos, como si admirara su obra.

—Y si por casualidad sueñas con un amo…  

—Sonrió, apenas— 

Que no sea alguien bueno.

Sería demasiado triste verlo intentar salvar a alguien que ya no quiere ser salvado.

Se puso de pie, giró y empezó a caminar hacia la salida.

—Buenas noches, Draco.  

Mañana naces de nuevo.  

O mueres por fin.  

—Su risa fue un susurro—.  

Cualquiera de las dos me parece entretenida.

Él parpadeó. Una vez. Dos.  

Y bajó la vista.   

 

 

Él parpadeó. Una vez. Dos.

Levantó la mirada.

La vista que percibió aún lograba sorprenderlo. El cielo sobre Cornualles era de un gris húmedo, el tipo de gris que no promete lluvia, solo espera.

Harry Potter estaba en el porche de su casa —una cabaña de piedra antigua, comprada en efectivo, sin nombre en la puerta, sin nada que delatara que él vivía allí—, descalzo, con una camiseta vieja y los pantalones de pijama arrugados de la noche anterior.

Frente a él, el mar.  

No el mar tranquilo de los folletos turísticos, sino el Atlántico bravo, golpeando los acantilados con una furia que ya no le impresionaba.

Como su vida.

Detrás de él, a sus espaldas, el bosque subía por la colina, denso, silencioso, lleno de cuervos y de raíces que parecían garras. Una de esas raíces se asomaba, intentando trepar por el alféizar, como un insecto. Harry no se movió. No le importaba si la casa se la tragaba el bosque. Que se la tragara.

Entre sus dedos, un cigarrillo común. Pues se le habían agotado los mágicos. No se quejaba. Le gustaba la sensación: el rito lento. Sacar el cigarrillo, enciéndelo, mira cómo el humo se dispersaba en el aire. Era una forma de hacer algo, cualquier cosa, aunque no tuviera sentido.

Prefería el sabor amargo de la nicotina al de la derrota. El humo le llenaba los pulmones, una niebla gris que se sentía igual que su mente.

A sus pies, una botella medio vacía de Old Tom Gin , con su etiqueta azul desteñida y una raíz dibujada en el vidrio: Mandrake & Co. Batch #7 . Le pedía que se sirviera otro vaso.  

No era sano.  

No hay era legal.  

Pero al menos no soñaba.  

No sentí.

Al final, pasó ante la tentación. Se sirvió otro vaso y disfrutó cómo, mientras el líquido frío bajaba por su garganta, se le adormecía la lengua y las puntas de los dedos. Le había tomado mucha práctica, pero ahora tenía cierta resistencia. Necesitaba al menos seis vasos para dejarse vencer.

Agradecía a quienquiera que hubiera inventado esa genialidad: perder la sensibilidad, la empatía, a cambio de un poco de paz momentánea. Le parecía un precio justo.

¿No era eso lo que todos querían, al final? Un poco de silencio dentro de la cabeza.

El mundo lo había usado, lo había vaciado, y ahora el gin era lo único que le quedaba para asegurarse de que su cabeza permaneciera igual de vacía.

No tenía varita a la vista. Pues había aprendido a las malas que la magia y los vicios no se mezclaban. Por eso la había dejado sobre la mesa de la cocina, junto a un plato con restos de pan duro y un jarrón de cristal con una flor —un lirio blanco que alguien, en algún momento, le había regalado. No recordaba quién.  

La flor no se movía.  

Pero a veces, en las noches sin viento, los pétalos temblaban.  

No por brisa.  

Por la magia que goteaba de él, sin control, como sangre de una herida que ya no siente.

A veces pensaba que esa flor era lo único vivo en esa casa.

Su magia se acumulaba y rondaba por la cabaña. Espesa, lenta, furiosa, fría. Ya no la usaba para nada. Ni siquiera para limpiar. Prefería el polvo. Le recordaba que el tiempo seguía, aunque él no.

 

Estaba jodido.

No tenía trabajo.

Había intentado dar clases en Hogwarts, una vez.

Duró tres días.

Los niños lo miraban como si fuera un dios, el mismísimo Merlín en persona.

Él los miraba como si fueran fantasmas le recordaban demasiado a los que ya no estaban.

Rechazó la idea de ser auror casi tan rápido como le ofrecieron el puesto. Había tenido suficiente: perseguir, ser perseguido, vivir a la sombra de una guerra que no dejaba de repetirse. No, gracias. Esa parte de su vida había muerto con él en el Bosque Prohibido.

Volver a Hogwarts tampoco había sido una decisión inteligente. Aunque amaba enseñar, el castillo era un recordatorio constante: las paredes ardían con recuerdos, las pesadillas lo sacudían despierto.

De eso ya había pasado un año.

No tenía otros planes.

Nada lo movía lo suficiente como para llamarlo carrera.

¿Quidditch? No soportaba subirse a una escoba sin recordar el fuego infernal de la Sala de los Menesteres. Las multitudes lo sofocaban. La fama era una cadena. Nunca la quiso, y ahora menos. Las cámaras, las fotos… le grababan demasiado a Colin.

¿Trabajar en el Ministerio? Habría sido convertido en un trofeo. Cualquier ministro lo usaría como marioneta política. Su sola presencia parecía capaz de cambiar la opinión de cientos, de millas. Estaba harto de que lo usaran.

¿Convertirse en Sanador? Ni hablar. Ya había visto suficientes muertos, demasiada sangre.

No tenía otras opciones.

No tenía a nadie más.

Había terminado cualquier cosa que se pareciera a una relación justo después de la guerra.

No porque temiera comprometerse.

Sino porque no soportaba que alguien lo amara sin saber lo que él sabía de sí mismo.

Porque no quería arrastrar a nadie a la oscuridad que lo acompañaba cada día.

Los únicos lazos que mantenía eran Ron y Hermione.

A veces no comprendía cómo ellos habían seguido adelante tan rápido.

Pero estaba feliz por ellos.

Adoraba su compromiso.

Esperaba verlos triunfar.

Eran los nombres únicos que no le pesaba escuchar.

El resto del mundo... podía quedarse donde estaba.

No soportaría los juicios. Así que no observaron a ninguno. Tal vez porque él nunca tuvo uno. Sabía la cantidad de muertes que cargaba, los conjuros lanzados, los cuerpos caídos. Pero todo se borró bajo un título: El Salvador.

Nadie preguntó nunca si Harry Potter debía rendir cuentas.

Tampoco soportaba los funerales. Quizás porque, en el fondo, pensaba que él también debería haber recibido uno.

Había muerto .

Y ya no estaba seguro de haber vuelto del todo.

A veces pensaba que no soltó la Piedra de la Resurrección a tiempo, y que lo que regresó del bosque fue solo su cuerpo. El alma se había quedado allí, enterrada bajo las raíces.

No sabía si estaba vacío o si, por el contrario, estaba demasiado lleno de cosas que no quería sentir.

Por eso se encerró.

Abandonó Grimmauld Place.

Se fue al fin del mundo.

Dejó que el tiempo seguía sin él.

Excepto que, al parecer, el mundo mágico no podía permitir que eso sucediera.

 

Observó nuevamente el cielo, el mar, el bosque, la arena. No sabía que día era.

Hermione le escribió cartas que él no abría los martes. Ron lo llamaba los domingos; él dejaba que el viejo teléfono de pared — sí, un teléfono con cable — sonara hasta que se cansara. Era casi un ritual: dejar sonar, dejar pasar.

O al menos eso hacía.

Una mañana, especialmente mala, cuando un grillo se coló en su hogar y el ruido incesante le perforaba los nervios, sin dejarle dormir. El teléfono, como si la vida supiera cuándo atacar, empezó a sonar. Sintió como si la cabeza se le fuera a estallar.

En un acto de enfado, se levantó, tomó el aparato y lo estrelló contra la pared.

Quedó solo el cable colgando, como una vena rota.

Por eso, unos días después, recibió una visita de sus dos mejores amigos, los únicos que realmente lo toleraban. No hubo reproches ni discursos. Solo apareció, lo sentaron a la mesa y comieron en silencio. 

La primera vez fue en su cabaña. Pero después, Ron y Hermione decidieron que los desayunos semanales se harían en su casa, convencidos de que Harry debía salir de aquellas paredes húmedas al menos una vez a la semana.

Desde entonces, se veían algunos miércoles.

Aunque incluso a esos compromisos Harry decidió faltar.

A veces porque olvidaba la fecha.

A veces porque simplemente no podía levantarse de la cama.

Sobre la mesa, junto al lirio —ese lirio blanco que alguien, en algún momento, le había regalado y que él nunca empujó— había una montaña de cartas. Algunas de Hermione, insistiendo en que asistiera mañana al desayuno. A su lado, una con el sello del Ministerio. Una que él sabía que debía abrir.

Pero eso… era mañana.

Hoy solo había el humo.

El gin.

El silencio.

Y la certeza, cada vez más pesada, de que sobrevivir no era lo mismo que vivir.

 

Harry dio una última calada, aplastó la colilla en el borde del alféizar de madera carcomida y entró.  

Era Martes.

Cerró la puerta del porche.  

No corrió las cortinas.  

No encendió la luz.

Se sentó en el suelo, con la espalda contra la pared, y cerró los ojos.  

No para dormir.  

Solo para no ver.

Notes:

Hice algunos ajustes menores en los capítulos 3 y 4 (cambié un título e hice pequeños añadidos de contexto), pero nada que cambie la trama. No es necesario releerlos, pero si lo haces, notarás un par de detalles diferentes.

Gracias por seguir aquí.

Chapter 6: La Paz

Summary:

"La paz era aburrida. La paz era la muerte lenta en un porche. Y si Draco Malfoy era el último rastro de la guerra, Harry Potter iba a asegurarse de ser el único que lo tocara. para sentirse vivo de nuevo."

Notes:

‡ Contenido sensible: Este capítulo no contiene escenas gráficas explícitas, pero sí presenta conversaciones que normalizan la violencia contra un personaje vulnerable, representaciones de pensamientos obsesivos, deshumanización y el inicio de una dinámica de relación posesiva y potencialmente tóxica.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Harry no recordaba la última vez que se había puesto ropa que no oliera a humo o a gin. 

Pero esa mañana, al ver la carta de Hermione sobre la mesa — la octava, contó y dado que escribía una vez por semana, ya habían pasado dos meses — con su letra firme y una mancha de té en la esquina, — aunque esto último probablemente era obra del propio Harry — algo en él cedió. No fue culpa. No fue nostalgia. Fue, quizás, solo cansancio de estar solo. 

Ron y yo estaremos en casa como siempre. A las diez. No hace falta que respondas. Solo… ven.”

Así que se duchó. Se afeitó. Se puso una camisa que no tenía manchas. Y, por primera vez en meses, tomó su varita. 

Se apareció en las afueras de Londres —justo donde el rastro mágico era más débil— y caminó el resto del trayecto.

Cuando llegó al edificio — una torre de ladrillo rojo de los años 70, con ventanas estrechas y una puerta de hierro forjado — subió las escaleras hasta el séptimo piso. El pasillo olía a canela, café recién hecho y el ligero moho de los periódicos viejos que Hermione acumulaba en su buzón.

Tocó la puerta con el número 6. Detrás de ella, un escudo protector apenas visible brilló un segundo antes de desvanecerse. Hermione ya estaba allí, en la mesa con la varita en mano, abriendo la puerta con magia. Mientras que Ron, recién salido de una ronda nocturna, bostezaba sobre una taza de té. 

— Pensé que no vendrías —dijo Hermione, observándole. 

— Casi no vine —respondió Harry, entrando. 

Ella asintió, como si eso explicara todo. Y tal vez lo hacía. 

Cerró la puerta y fue a la cocina para hacerles algo. Era lo que siempre hacía. Cocinar era lo mínimo que podía hacer… y una de las pocas cosas que aún disfrutaba. Era su manera de disculparse. Ellos lo entendían.

El desayuno fue sencillo: tostadas con mermelada casera, huevos revueltos y té fuerte. Comieron en silencio. No era incómodo: era un silencio doméstico, casi reconfortante.

Cuando terminaron — mientras los platos se lavaban y acomodaban solos gracias a un hechizo — pasaron a la sala, Ron se dejó caer en un sillón, mientras Harry buscaba entre los armarios. No había whisky, mucho menos gin, pero sí encontró una botella de vino olvidada. Se sirvió un vaso generoso, pues no había copas. Ron lo miró de reojo; Hermione frunció el ceño. Ninguno comentó nada. Ya habían tenido esa discusión demasiadas veces, y no estaban de ánimo para repetirla. 

El ambiente se mantuvo sereno hasta que Hermione, de pronto, dobló el periódico que tenía en las manos con un movimiento tan brusco que el papel se rasgó. 

— Es repugnante —murmuró, con los dientes apretados. 

— ¿Qué dice ahora Skeeter? —preguntó Ron, bostezando. 

— Que van a regalar a Malfoy. Como a un… objeto. 

Ron se encogió de hombros.  — Bueno, técnicamente no es mentira. No es humano. Es como un… reloj roto. Solo funciona si alguien le da cuerda.  

Hermione lo miró, con los ojos ardiendo.  — ¿Tú lo has visto?   

Ron dudó.  — Bajé allí… al principio. Quería ver si los rumores eran ciertos. Estaba dolido. Furioso. Quería burlarme un poco. 

— ¿Y? 

— Ni siquiera me reconoció, Hermione. Lo llamé ‘hurón’. Le dije algunas cosas. Y ¿sabes qué pasó? Nada. Solo me miró. Vacío. Como si yo fuera una pared. 

Hermione se levantó.  — ¿Y no pensaste en decírmelo? ¿En contarme que lo estaban tratando como un… experimento? ¿Qué lo están regalando? Soy defensora de los derechos de los magos y criaturas, Ron, ¡por amor a Merlín! 

— No lo vi como algo malo. Es lo que es. No puede valerse por sí mismo. Alguien tiene que hacerse cargo. 

— ¡Es esclavitud, Ronald! ¡ESCLAVITUD!

Ron no respondió. Solo miró hacia la ventana.  Esta conversación le recordaba demasiado al asunto de los Elfos domésticos.

En la esquina del salón, sentado junto a la ventana, Harry curioso preguntó. —¿De qué están hablando? — Los dos lo miraron, atónitos. Una sola pregunta había bastado para cortar la discusión y que ambos centraran su atención en él. — ¿Mione? 

—De lo que todo el mundo mágico habla — respondió Hermione, como si fuera obvio —. De Malfoy. Eh… Draco Malfoy. — Aclaró.

—Sí, pero… ¿qué sucede con él? 

Hermione suspiró, como si olvidara a veces que Harry se había alejado de todo y realmente no sabía nada. 

— Está mal —dijo, con voz tensa— Parece que está enfermo. Una especie de enfermedad mental producto de algo que Voldemort hizo con él. Al principio era un secreto a voces que no salía del Ministerio, pero entonces cuando alguien filtró información que era confidencial… hizo que la prensa no dejara de hablar de él. Y no han dejado de hacerlo durante días. Mira tú mismo. 

Con un movimiento de varita, dos periódicos, un recorte y una revista se movieron en el aire hasta que desplegaron en la mesa de centro frente a Harry.

 


EVALUACIÓN PSICOMÁGICA – CASO 739-B

Paciente: Draco Lucius Malfoy
Edad: 20 años
Estado civil: Soltero
Afiliación previa: Mortífago (nivel bajo)
Ingresado: Ministerio de Magia, Ala de Observación Psicomágica.

Diagnóstico principal:

Síndrome de Obediencia Terminal (SOT) – Grado IV (Irreversible)

Condición postraumática resultante de exposición prolongada a tortura mágica extrema, coerción psicológica y disociación forzada. El sujeto presenta:
– Ausencia total de toma de decisiones autónoma.
– Incapacidad para expresar emociones complejas (miedo, ira, alegría).
– Respuesta exclusiva a órdenes verbales directas.
– Lenguaje limitado a frases cortas o monosílabos.
– Memoria episódica fragmentada.
– Magia residual inestable, sin intención consciente.

Pronóstico:
No hay cura conocida. El sujeto requiere custodia vitalicia en entorno controlado. Cualquier intento de reintegración social sin supervisión resultará en colapso psicomágico irreversible.

Recomendación oficial:
Custodia discreta bajo figura de confianza No apto para juicio penal. No apto para Azkaban.


EL QUISQUILLOSO

​Por Xenophilius Lovegood

 

​El Ministerio insiste en que hoy se cierra “la era de Voldemort”. Pero cuidado, lectores: las cicatrices de la guerra no se borran con un juicio público ni con una exhibición vergonzosa.

​Draco Malfoy no es un trofeo. Es un muchacho herido, criado entre cadenas invisibles, condenado desde niño por la guerra a ser instrumento de otros. Ahora lo exponen como si fuera un animal raro en una feria, entregándolo al “mejor” como si su vida fuera un título que se traspasa al más ambicioso.

​Muchos dicen que esto es justicia. Yo lo llamo un espectáculo cruel. Si de verdad creemos en la paz, ¿cómo podemos celebrarla sobre el cuerpo y la mente de un prisionero que ya no puede defenderse?

​Recordemos lo que Luna Lovegood, mi hija, ex prisionera de los mortífagos y sobreviviente de los calabozos de la Mansión Malfoy, dijo con voz temblorosa al enterarse de esta noticia:

​“Lo vi allí… estaba tan perdido que ya no parecía un chico, sino una sombra. No sé si algún día podrá volver, pero nadie merece ser entregado como un objeto. Ni siquiera él.”

​El Ministerio habla de reconciliación. Yo hablo de memoria. Y les pregunto:

¿qué clase de paz se construye cuando convertimos a un joven enfermo en un espectáculo para la multitud?


CORAZÓN DE BRUJA

​“El Príncipe de Slytheryn”

Por Evander Rosier

 

​¡Atención, damas y caballeros del mundo mágico!

El Ministerio por fin pondrá en circulación al soltero más misterioso —y trágicamente encantador— de la alta sociedad mágica: Draco Malfoy.

​Dicen que ya no habla, que ya no siente, que solo obedece… pero, ¿acaso no hay algo seductor en esa obediencia absoluta? ¿En esos ojos grises vacíos que aún guardan un rastro del heredero orgulloso que fue?

​Según los informes oficiales, Draco será entregado junto con la fortuna, las propiedades, los títulos y las acciones familiares. Pero entre nosotras, queridas lectoras (y algunos caballeros afortunados que también hacen fila )… ¿no es acaso su presencia silenciosa el verdadero premio?

​Un lector anónimo nos confesó entre risas:

“No puedo esperar a ponerle las manos encima. Imagínate tener a un Malfoy que nunca dice que no…”

​Otro, más atrevido, escribió:

“Dicen que está roto. A mí me parece perfecto. Un chico tan guapo, tan dócil… ¿qué más se puede pedir?”

​Sí, queridas: puede que Harry Potter haya salvado al mundo, pero en términos de belleza fría y aristocracia, Draco sigue ocupando un lugar privilegiado en el podio. El antiguo príncipe de Slytheryn de Hogwarts, Un diamante, listo para que alguien lo reclame.

​La pregunta que todas nos hacemos es:

¿Quién será la afortunada o el afortunado que convierta al guapo joven Malfoy en su trofeo personal?


EL PROFETA — EDICIÓN ESPECIAL

​“¡LA PAZ FINALMENTE LLEGA!”

Por Rita Skeeter

 

​¡SE ACERCA EL GRAN DÍA!

​Después de tres largos años de caos, reconstrucción y justicia tardía, el Ministerio de Magia anuncia con orgullo que el último juicio de la era post-Voldemort tendrá lugar esta mañana en el Salón del Wizengamot.

​El acusado: Draco Lucius Malfoy, ex mortífago, colaborador directo del Señor Tenebroso, y responsable de abrir las puertas de Hogwarts a la invasión mortífaga en 1997.

​Pero no se deje engañar por el título. Este no es un juicio sobre crímenes de guerra. Es un acto de cierre. Un símbolo. El último eslabón.

​Según fuentes oficiales, Malfoy no puede ser encarcelado en Azkaban. ¿Por qué? Porque su mente… ya no existe.

​Sometido a torturas extremas bajo el régimen de Voldemort, el joven Malfoy padece lo que los Medimagos han denominado “Síndrome de Obediencia Terminal”: una condición irreversible en la que el sujeto no puede tomar decisiones, no puede sentir emociones, y solo responde a órdenes. Un autómata. Un cascarón. Un instrumento roto.

​“Es como si su alma hubiera sido arrancada,” declaró una fuente anónima del Departamento de Sanación Mágica. “No hay cura. Solo… mantenimiento.”

​Pero aquí viene lo interesante, queridos lectores:

¡El Ministerio no lo está liberando! ¡Lo está REGALANDO!

​A cambio de asumir su custodia vitalicia, el “afortunado” ganador recibirá:

  • ​La fortuna Malfoy
  • ​Las acciones en Gringotts y en el Wizengamot.
  • ​Los títulos nobiliarios y propiedades (incluyendo la Mansión Malfoy, claro).

​Sí, leyó bien. El premio no es la fortuna, sino la custodia de su antiguo dueño.

​Aunque en realidad nadie pagará un solo knut por el pequeño mortífago. Lo único que deberán hacer es darle un hogar, mantenerlo vivo.

​Los candidatos ya están reunidos. Magos de sangre pura, políticos, ex mortífagos… todos ansiosos por ponerle la mano encima al “trofeo más valioso de la guerra”.

​Algunos lo llaman justicia. Otros, karma.

​“Después de lo que Bellatrix Lestrange le hizo a los Longbottom… ¿no es poético que su sobrino termine como un animal de compañía?”, escribió un lector en nuestra sección de cartas.

​Nosotros solo decimos: ¡Qué espectáculo!

​Asista. Testifique. Disfrute.

​Porque después de esto…

¡POR FIN, LA PAZ HABRÁ LLEGADO!


 

Leyó hasta el final.

Parpadeo.

Y algo en su interior se quebró.

No dijo nada. 

No se movió.

Pero sus dedos se cerraron sobre el vaso. 

Hasta que el cristal crujió, que sus nudillos se volvieron blancos, que el líquido rojo tembló, como si sintiera su furia. Lo que le recordó vagamente a la sangre.

El crujido del cristal fue el único sonido que rompió el tenso silencio. Ron y Hermione no dejaron de mirarlo. Harry permanecía inmóvil, su única señal de vida la mirada fija en el fondo de su vaso, como si buscara allí una respuesta que el mundo le negaba. Había un temblor en el aire, una energía contenida, más peligrosa que cualquier hechizo. No era solo furia. Era una rabia fría, animal, que parecía venir desde lo más hondo de su ser.

Ron, sintiendo el cambio en la atmósfera, intentó suavizar la situación. 

—Harry, compañero… no te lo tomes tan a pecho. Es Malfoy. No es como que no lo merezca, ¿verdad?

Harry no respondió. Levantó la vista, y sus ojos verdes — normalmente vivos — eran ahora pozos oscuros. No miraba a Ron ni a Hermione; parecía mirar más allá, a un recuerdo que solo él conocía.

Dejó el vaso sobre la mesa con un chasquido seco. 

—¿Cuándo es el juicio? —preguntó, con voz más áspera de lo que pretendía.

—Pasado mañana —respondió Hermione, sorprendida por su interés—. ¿Por qué?

Harry no respondió. En cambio, señaló el *Profeta*. 

—¿Y qué más dicen? No puede ser solo esto

Ron suspiró, se pasó una mano por el pelo y, por primera vez, habló no como amigo, sino como auror. 

—No, no lo hacen. La opinión pública está dividida, pero lo que muchos no entienden es que esto no es solo prensa amarilla, Harry. Esto es… complicado. 

El Ministerio nunca quiso un juicio público. Tenían un plan, realizarían una transferencia silenciosa. Los Malfoy, para bien o para mal, sostienen una parte enorme de la economía mágica. Sus bóvedas en Gringotts, sus tierras en Escocia, sus acciones en el Wizengamot… si Draco muere sin heredero, todo se congela. Y no hablo de un par de galeones. Hablo de el veinte por ciento del comercio internacional mágico

—¿En serio? —murmuró Harry. 

—En serio —asintió Ron—. Los Malfoy no solo tienen oro. Tienen puertos en el Mar del Norte, minas de piedra lunar en Gales, contratos con los duendos desde antes de la fundación de Hogwarts. Si eso colapsa, no es solo el Ministerio el que sufre. Es todo el mundo mágico. 

—Entonces… ¿esto es un rescate financiero disfrazado de justicia? —preguntó Harry, con desdén. 

—Al principio, sí —intervino Hermione—. Querían darle a alguien de confianza: Blaise Zabini, Susan Bones… incluso a ti, Harry. 

—¿A mí? 

—Sí. Tu nombre estaba en la lista. Pero entonces… 

—Alguien filtró sus archivos médicos —dijo Ron, con voz grave—. Y todo se fue al infierno. Ahora no es solo sobre la economía y la política. Lo hicieron un espectáculo. La gente quiere verlo. Los políticos quieren usarlo. Y el Ministerio… no puede detenerlo. 

— Dicen que finge —añadió Hermione—. Que el “Síndrome de Obediencia Terminal” es una farsa para evitar Azkaban. Por eso exigen pruebas públicas. Veritaserum. Demostraciones. 

—Y si no coopera… —dijo Ron, bajando la voz—, lo declararán peligroso. Y entonces irá a Azkaban, lo que inevitablemente causará su muerte según los Sanadores, lo que nos llevará nuevamente a una crisis. O peor. A otra guerra.

Harry miró fijamente el titular del Profeta

“¡LA PAZ FINALMENTE LLEGA!”

Por primera vez en tres años, algo en el mundo mágico le pareció realmente… interesante.

No porque le importara Draco Malfoy. 

Sino porque él era la prueba de que la guerra nunca terminó.

Y si lo entregaban como un premio… entonces todo lo que habían perdido no había valido para nada.

— Voy a estar en el Wizengamot el viernes—dijo simplemente—. Quiero hablar con Kingsley. Quiero asegurarme de que Malfoy no acabe en manos equivocadas.

Hermione lo miró con sospecha.

— ¿Qué quieres decir con “manos equivocadas”?

Harry se encogió de hombros, como si fuera obvio.

— Cualquiera que lo use para fines ocultos. No quiero otro error que desataría más caos.

Era una respuesta sensata, calculada. Hermione asintió lentamente, aunque la tensión en su rostro no se relajó. Ron, en cambio, bufó, claramente cansado de hablar de Malfoy.

— Bueno, si alguien puede encargarse, eres tú —murmuró, volviendo a su té.

 

Apenas terminó la conversación —y el vino—, se puso de pie, murmuró un “gracias por el desayuno” que sonó más como una despedida que como una cortesía, y salió. Hermione no lo detuvo. Ron tampoco. Sabían que, si Harry volvía al mundo, lo haría a su manera: solo y en silencio.

Salió lentamente del edificio, con las manos en los bolsillos y la varita escondida bajo la manga. No quería ir a casa. No aún. Había pasado casi toda la mañana en casa de Hermione. Ahora, el sol de la tarde le cegó un momento la vista.

Quería gin.

Quería cigarrillos mágicos —los que hacían que el humo tomara forma, que te mostraran fantasías, que quemaran menos los pulmones y más el alma.

Pero los lugares donde podía conseguirlos —los únicos que no le preguntarían quién era— no abrirían hasta el anochecer.

Así que caminó. Horas. Sin rumbo, sin prisa, sin propósito.

Cruzó el puente de Waterloo, donde turistas tomaban fotos del Parlamento como si la historia fuera algo bonito.
Caminó por Camden, entre puestos de ropa usada y olores a curry barato, donde nadie miró dos veces a un chico con ojeras y una chaqueta gastada.
Se sentó en un banco del parque de Regent’s, viendo a madres empujar cochecitos y a hombres de traje hablar por teléfonos que no necesitaban magia para funcionar.

Todo era ruido.

Todo era normal.

Y en esa normalidad, Harry se sentía más invisible que en cualquier hechizo de desilusión.

Porque aquí, nadie sabía quién era.
Nadie le pedía que salvara nada.
Nadie mencionaba a Draco Malfoy.

Y eso… por unas horas, fue suficiente.

Pero él sabía, en el fondo, que nada de eso era para él.
Él pertenecía a las sombras.
Y las sombras no salen hasta que el sol se pone.

 

En cuanto la luna asomó, sus pies lo llevaron a El Cuervo Sin Ojos , un antro escondido en los sótanos bajo el antiguo mercado de Leadenhall, accesible solo si sabías mirar en el rincón correcto de un callejón sin salida. Era el lugar perfecto para comprar alcohol de todo tipo: muggle, mágico, legal o ilegal. Allí, todo tenía precio… y nadie hacía preguntas.

Entre el humo espeso y las luces tenues, Harry se acercó a la barra y tocó dos veces la madera con los nudillos. Al instante, un chico se acercó a atenderlo. Era joven, atractivo, con una gracia que recordaba vagamente a Fleur Delacour, algo en la forma en que movía las manos, en la curva de su sonrisa. Harry lo notó. Probablemente era Veela. Y lo olvidó.

—Un vaso —dijo—. Y seis botellas de Mandrake Gin .

El chico se alejó sin decir palabra.

Lo único malo, en opinión de Harry, era que el lugar era conocido en el bajo mundo. Y por eso, la mesa más cercana a la barra estaba llena de magos que reían con demasiada fuerza.

—Si lo gano, lo encadenaré a la cama —dijo uno, con voz ronca y una risa desagradable—. Un chico tan joven que obedece… eso sí es poder.

—Dicen que grita en sueños —añadió otro—. Me encantaría hacerle gritar en la realidad.

 —Si lo gano —susurró un tercero, con voz que helaba la sangre—, lo usaré para revivir viejas prácticas. Un Malfoy siempre fue bueno para los rituales.

Ah con que de eso hablaban…

La mesa entera se estalló en risas. Era molesto. Era repugnante.

En cuanto el muchacho guapo volvió con lo que Harry había pedido, bebió de un trago el contenido del vaso, encogiendo ligeramente los hombros —como si sacudiera algo que no quería llevar— pagó, guardó las botellas en el bolsillo y salió sin decir palabra.

 

Luego fue a La Estancia de la Sombra, una tienda en una callejuela trasera cerca del Callejón Diagon. La puerta solo se abría si tocabas tres veces con la varita en el patrón de una serpiente. Dentro, Dentro, el aire olía a raíces secas y hiedra antigua, a tierra removida y secretos enterrados hace siglos.

El dueño —un hombre con ojos blancos, sin nombre, sin edad— estaba en el centro de la habitación, como siempre.

No saludaba. No preguntaba.

Solo esperaba.

Y cuando alguien hablaba, él respondía con un gesto: un dedo señalando un estante, una ceja arqueada, un leve movimiento de cabeza.

Harry buscaba cigarrillos.

Pero lo que vio lo paralizó: 

Un frasco etiquetado “Esencia de Sumisión – para sujetos rebeldes”. 

Un cliente susurró: “¿Funciona en alguien con Síndrome de Obediencia Terminal?”

El dueño asintió. 

Harry casi se ríe.
Idiota, pensó.
Si Draco tiene ese síndrome, ya no puede negarse a nada. Ya no hay voluntad que doblegar.
Gastar oro en una poción para forzar obediencia en alguien que ya no sabe cómo desobedecer… Era como comprar una cadena para un fantasma.
Ridículo.

Pero no dijo nada.
Había aprendido hace tiempo que, en lugares como este, las opiniones no se dan a menos que se pidan.
Por lo que agarró los cigarros, pagó en galeones y salió.

 

Finalmente, llegó al Mercado de las Brujas, un bazar clandestino que aparecía solo los miércoles y sábados en los túneles abandonados del metro muggle. Allí, lo más importante era el entretenimiento. Entre magos encapuchados y transacciones en objetos, no en dinero, se vendían recuerdos robados, varitas negras, sangre, criaturas y personas.

Y en ese momento, la mercancía más caliente eran las apuestas sobre el juicio de Draco Malfoy

Un mago con una máscara de cerámica blanca, sus dedos manchados de tinta azul, raspó la pared con un cuchillo. Dejando constancia de las apuestas que se hacían.
— Apuesto un huevo de Occamy a que no dura un mes con su nuevo amo. — El valor del Occamy, que cambia de tamaño junto con su huevo hecho de oro era una apuesta arrogante.

Desde las sombras, donde solo se veían unos dedos largos y pálidos jugueteando con una moneda sangrienta, la voz de una mujer siseó — Contra eso, ofrezco un par de Jobberknolls. A que intenta suicidarse antes del primer año. — Una apuesta siniestra, con una criatura que solo grita al morir, capturando la esencia de un final silencioso que de repente se vuelve estridente.

Una tercera figura, cuya túnica parecía tejida con oscuridad, gruñó: — Cinco años de servidumbre a mi casa, pagados con la cría de un Nundu si sobrevive al primer mes. — La apuesta más arriesgada, que prometía un poder destructivo masivo a cambio de una victoria inesperada.

Un apostador más joven, con nerviosismo en la voz, intervino: — Un fénix... a que no dice una sola palabra en el juicio.

— Contra ese fénix, pongo la pluma de un Swooping Evil. A que llora. — Una criatura que drena alegría, una apuesta perfecta para quien espera extraer dolor.

— A que no. — replicó otro, secamente. — Mi pago es un saco de polvo de Hueso de Graphorn.

Nadie discutía. Nadie juzgaba. Solo apostaban.
Como si la vida de Draco fuera una rara avis en una subasta.
Como si cada pedazo de su ser tuviera su precio en bestias fantásticas.

Harry, con la capucha calada, no compró nada. Solo escuchó.
La información era valiosa por sí misma. En cuanto ya nadie tuvo nada nuevo que apostar, salió de allí y desapareció entre la oscuridad.

Con la certeza de que ahora necesitaba recordar que Draco ya no era un hombre, sino una rareza, una bestia más en el mercado sobre la que se especulaba.

 

Esa noche, sentado en las escaleras del porche de su casa, con una botella vacía a sus pies y el humo azul de un cigarrillo mágico arremolinándose en formas que no quiso descifrar, Harry pensó.

Y ante todo pronóstico, pensó en Draco Malfoy.

No en el cascarón vacío de los informes del Ministerio. Pensó en el Draco de carne y hueso que solo existía en los archivos secretos de su memoria. Quería ver esos ojos grises, no vacíos, sino ardiendo. De miedo, de odio, de algo. Cualquier cosa que le probara que aún latía algo bajo la ruina. Quería escuchar su voz, con ese acento pomposo y educado que siempre le pareció tan irritante. O tal vez quería hacerle gritar. De dolor, de rabia, de placer. De lo que fuera. Mientras fuera real.

Y entonces, los recuerdos acudieron. No los grandes momentos, sino las piezas diminutas y robadas que nadie más poseía. Los datos que ni siquiera él sabía que guardaba:

El temblor casi imperceptible en su mano izquierda cuando un hechizo le salía mal en Pociones, y cómo la apretaba contra la mesa para disimular.

La forma en que su lengua se humedecía el labio inferior al concentrarse, un destello de rosa que Harry veía desde la otra punta de la sala.

El olor a manzana verde y lluvia que a veces traía el viento en el patio, un aroma que Harry, estúpidamente, empezó a asociar con él.

La sonrisa orgullosa, casi infantil, que le iluminó todo el rostro el día que le prendieron la insignia de prefecto, antes de que supiera disimularla bajo una máscara de desdén.

La sangre escarlata escurriendo por su pecho pálido, un río vivo y violento que Harry mismo había abierto con un hechizo que no entendía. La había visto correr y, por un segundo, había querido detenerla con la mano.

La línea esbelta de su espalda marcándose bajo la túnica al montar en escoba, un detalle que Harry notaba en los partidos, distrayéndole del Snitch.

Lo deslumbrantemente bien que lucía en cuarto año, con aquellas túnicas de gala que parecían cortadas solo para él. Y lo mucho mejor que lució en tercero, cuando dejó de engominarse el pelo hacia atrás y esos mechones rubios empezaron a caerle sobre la frente, suaves y desordenados.

Ese era el Draco que conocía. Un mosaico de debilidades secretas y arrogancia pública, de sangre y terciopelo.

Y ahora, todos esos desconocidos, esos buitres, hablaban de llevárselo como si tuvieran el derecho. Como si supieran qué hacer con él. Como si merecieran siquiera mirarlo.

Porque en medio de todo ese circo, de todas esas voces que hablaban de Draco como si fuera un objeto, una cosa, un trofeo…

…nadie parecía darse cuenta de la verdad más simple, la que resonaba en cada recuerdo, en cada cicatriz, en cada suspiro de humo azul:


nadie merecía tocarlo.

Nadie merecía tenerlo.

Ni siquiera él.

 

Draco Malfoy no era un objeto.
Era un error.

Un error que el mundo quería corregir borrándolo, limpiándolo, ocultándolo en el ático de algún mago poderoso.

Pero Harry no quería corregirlo.


No sabía qué querría hacer con él.


Solo sabía que el impulso de ir, de mirar, de reclamar algo de ese chico que, de una manera retorcida y sangrienta, había crecido a su lado durante todos esos años... ese impulso era más fuerte que la razón, más fuerte que el desprecio, más fuerte que aquel vacío que lo estaba matando.

Porque en el fondo, bajo las capas de odio y rencor, Draco era el único que sabía tan bien como él lo que era ser usado. Ser un arma, un símbolo, un peón. Esa verdad, amarga y compartida, los unía con un hilo más fuerte que la lealtad y más oscuro que el odio.

Decía— a Hermione, a Ron, a sí mismo — que lo hacía para evitar que cayera en “manos equivocadas”.
Era una mentira útil, un disfraz de heroísmo para un impulso que no podía nombrar.
La verdad, que solo se atrevía a vislumbrar en los bordes de su conciencia, era más cruda, más simple:
Harry estaba convencido, hasta la médula, de que todas las manos eran equivocadas…
…salvo las suyas.

 

Cuando estuvo lo suficientemente borracho, se movió al interior de la casa, la oscuridad de su dormitorio era más espesa que nunca. Acostado y con los ojos abiertos, Harry miraba el techo, donde las sombras de las ramas se mecían como dedos huesudos. El titular de El Profeta le ardía en la mente, una antorcha de cinismo que iluminaba su propia hipocresía:

 

"¡LA PAZ FINALMENTE LLEGA!"

 

La paz. La misma paz por la que había luchado, sangrado y muerto. La misma que ahora se le atragantaba, dulce y empalagosa como un veneno.

La paz era aburrida. Era despertar sin un propósito que no fuera sobrevivir al día. Era la monotonía de un corazón que latía por inercia.

La paz era la muerte lenta en un porche. Era pudrirse en una cabaña frente al mar, vaciándose botella tras botella, esperando que el bosque se lo tragara para no tener que hacerlo uno mismo.

Pero Draco Malfoy… Draco era todo lo contrario. Era un ciclón de recuerdos amargos, de rabia contenida, de dolor vivo. Era el último jirón de aquel fuego que una vez lo había consumido todo, incluido a él mismo.

Y si Draco Malfoy era el último rastro de la guerra, Harry Potter iba a asegurarse de ser el único que lo tocara.

No para sanarlo. No para salvarlo.

Sino para sentirse vivo de nuevo.

Notes:

Este capítulo fue, sin duda, el más difícil de escribir hasta ahora. Explorar el punto de vista de un Harry Potter vacío y obsesionado requirió dar muchos rodeos hasta encontrar el tono perfecto. Agradezco su paciencia.

¡Y espero que el resultado les genere todas las sensaciones intensas que buscaba transmitir!

Chapter 7: El día del Juicio

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El viernes llegó como un Thestral al alba, invisible para los que celebraban la paz, pero real —demasiado real— para quien ha visto la muerte. Simplemente, la noche se volvió un poco menos oscura, cediendo ante el tono gris que se aferraba a los vidrios sucios de la cabaña. No había sol que se atreviera a traspasar esas nubes bajas; solo una claridad lúgubre. Parecía como si el mismo sol tuviera miedo de salir ese día.

Antes de que ese falso amanecer se consolidara, un cuervo se posó en el alféizar de su ventana. Se quedó allí un largo rato con sus ojos negros fijos en el interior, específicamente en la silueta del hombre que yacía en el centro de la cama deshecha con las sábanas arremolinadas a sus pies. Lo miraba como solo un animal podía mirar, con esa fiereza y ese hambre silenciosa con que un depredador acecha a una presa. Con la paciencia de los animales que conocen el olor de la muerte, le hizo pensar que casi parecía como si supiera que había algo podrido dentro.

Harry también lo miró un momento desde su posición. Los cuervos siempre habían rondado la cabaña, aveces se llevaban restos de comida; otras, tal como este, solo miraban. Como si supieran que este lugar no era un hogar, sino una tumba y esperaban pacientemente el festín que aguardaba adentro.

Durante un largo minuto, hombre y cuervo se midieron en silencio a través del cristal. Hasta que, con un aleteo seco que sonó una advertencia, el pájaro se fue. Y en el vacío que dejó, Harry sintió cómo algo se tensaba dentro de él.

No había dormido. El día anterior lo había pasado inquieto, moviéndose por la cabaña como un fantasma en su propio limbo. Al mediodía, vencido por una curiosidad ácida, había abierto por fin la carta del Ministerio. Necesitaba saber en qué clase de mierda se estaba metiendo.

Dentro había una citación.
Un expediente con el nombre Draco Lucius Malfoy Black escrito en tinta azul.
Un diagnóstico, el Síndrome de Obediencia Terminal (SOT) Grado IV.
Una lista prolija de beneficios en los que pudo encontrar bóvedas, tierras, acciones, títulos...
Y, al final, una sola línea que lo detuvo:
El custodio asumirá responsabilidad total por la supervivencia física y mágica del acusado ”.

Sintió fastidio.
Y algo más, una punzada breve, primitiva, que no supo nombrar. Pero le hizo pensar que si alguien iba a decidir qué hacer con Draco Malfoy… mejor que fuera él.

Al menos, estaba seguro, que él sabría cómo hacerlo bien.

Por ello el vacío que solía llenar con ginebra ahora estaba ocupada por algo más denso: una quietud vigilante, una furia helada que no rugía, sino que se afilaba en silencio. Hoy no necesitaba olvidar. Hoy necesitaba estar vacío de todo, menos de esto. Debía sentir ese instinto que le permitía tomar buenas decisiones y del que alguna vez estuvo tan orgulloso.

No fumó ni bebio.  
Ni siquiera tocó el frasco de poción para dormir que aún descansaba en la mesita al lado de su cama, junto a las cenizas de un cigarrillo mágico apagado a medias del día anterior.

Hoy, su mente tenía que estar clara.  
Y su rabia, precisa.

Se vistió con lentitud. No con las ropas comunes, cómodas y manchadas que usaban para desaparecer en el mundo oscuro y ordinario, sino con unas túnicas formales de color negro azabache que nunca antes había usado. Las había comprado para los funerales – de Fred, de Lupin, de Tonks, el suyo – aunque al final no se distinguió a ninguno. Pues no soportaba ver sus nombres en piedra mientras él seguía respirando.  

La tela le quedó holgada. Su cuerpo era una sombra del joven que una vez fue, ahora era más hueso que músculo, más cicatriz que piel. Casi se parecía más al niño que alguna vez fue llamado fenómeno en lugar del famoso Harry Potter.

Al ajustarse las mangas, sus dedos rozaron las marcas en el dorso de su mano.  

No debo decir mentiras.

La ironía le arrancó una mueca seca.  
Porque Harry era un mentiroso .  

Le había dicho a Hermione y Ron que iría al Wizengamot para hablar con Kingsley. Una excusa pulida, razonable, incluso heroica.  
Pero era mentira.  

No planeaba reunirse con el Ministro. No de forma oficial. Solo necesitaba una razón creíble para cruzar el umbral del mundo mágico sin que ellos leyeran en sus ojos lo que ni siquiera él entendía del todo: ese impulso primitivo, casi mágico, de observar lo que el mundo estaba a punto de entregar como basura.

Porque hoy no era un fantasma.  
Hoy tenía que parecer humano.  
No por ellos.  
Sino porque, si el mundo iba a usar a Draco Malfoy como el broche final de su falsa paz… al menos él estaría allí para verlo. Para entender por qué sus propios ojos seguían abiertos cuando los de otros se habían cerrado para siempre.

Dejó esos pensamientos de lado. Su mirada y con ella toda su atención cayó en el último objeto que le faltaba; su varita. 

La tomé. La madera de acebo se sintió extraña bajo sus dedos, viva, inquieta, como si hubiera estado esperando este momento con impaciencia. Un zumbido familiar, un eco de poder antiguo —poder que le habían regalado y que siempre le cobraba con sangre— le recorrió el brazo. Antes recibía esa sensación de gusto, ahora le causaba malestar. Aunque no sabía quién rechazaba a quien, lo cierto era que no era bienvenido. La magia con varita le recordaba demasiado lo que había sido: el Salvador, el Símbolo, el Arma. Y al sostenerla, sintió el mismo escalofrío que le recorría la espalda antes de una batalla a muerte. No era miedo. Era el recuerdo de la facilidad con la que podía destruir… y ser destruido.  

Pero hoy era necesario.

Con la varita ahora firmemente guardada en su funda, sus pasos resonaron en el suelo de madera, crujiendo sobre las tablas antiguas que llevaban a la puerta.

Al cruzar el umbral, su pie tropezó con una botella vacía que yacía en el porche. Desde allí, echó una última mirada a la ventana, el cuervo ya no estaba; solo quedaba el reflejo de su propia sombra en el cristal sucio.

No recogió la botella. Hoy no la necesitaba; Hoy tenía otro tipo de veneno que consumir.

Con eso en mente salió de la cabaña sin cerrar la puerta tras de sí, giró sobre sí mismo y el mundo se transformó en un borrón. No iba a un juicio. No salvaría al mundo. Solo iba a asegurarse de que, si él estaba vacío, al menos tendría a alguien aún más vacío a su lado.

 

Mientras tanto, en las profundidades del Ministerio, en medio de su celda, Draco Malfoy despertó.

No recordaba haber dormido.  
Tampoco recordaba haber despertado.  

Solo supo que estaba de pie cuando una voz dijo " Levántate " y su cuerpo obedeció.

Lo sacaron de su celda —el único lugar que había conocido durante tres años— y lo condujeron por pasillos de luz cálida, tan intensa que se volvió alucinatorio si se la miraba demasiado tiempo.

Lo llevaron a la Sala de Preparación .

Una habitación blanca, iluminada con una luz tan fría que parecía salida de un hospital. El contraste fue brutal. Draco sintió náuseas; El mundo giró por un instante, y comprendió que esa claridad no era limpia, era otra forma de castigo. Allí tres figuras con túnicas verde menta lo esperaban. No dijeron palabra. No lo miraron a los ojos. Solo lo trataron como se trata a un maniquí: con eficiencia, sin emoción, sin contacto innecesario.

Primero, lo desnudaron.
Hasta que lo único que quedó fue el collar metálico en su cuello, ese que le impedía hacerse daño a sí mismo.

Luego lo metieron en una ducha de presión mágica: chorros alternos, helados y abrasadores, que arrastraban la suciedad, la piel muerta, cualquier rastro de identidad.
El agua no olía a nada.
Ni a jabón, ni a hierbas, ni a él.
Nada.

Después, lo depilaron. Por completo. Vello corporal y facial, salva las pestañas y las cejas. Le limaron las uñas hasta que quedaron pulidas como porcelana. Le cepillaron los dientes con una poción que le entumeció la lengua y le dejó el aliento artificialmente fresco.

Le inyectaron nutrientes. Le obligaron a tragar batidos espesos, con sabor a metal y miel.
Había ganado peso en las últimas semanas, pero no por salud. Era presentación. El Ministerio no podía permitirse que Draco Malfoy pareciera un cadáver. Un cuerpo así no saldría bien en las portadas. Un cuerpo perfecto, sí.

Lo vistieron con un traje gris oscuro de corte impecable, demasiado pulcro. Camisa blanca de cuello rígido con una corbata gris perla ajustada con un nudo tan perfecto que parecía que le ahogaba. Encima, una túnica negra corta de tela liviana, abierta al frente, forrada en plata, con el emblema del Ministerio bordado discretamente en el hombro. Cada prenda olía a desinfección y hechizos de conservación, nada más.

Le peinaron el cabello hacia un costado, sin gel, sin volumen, con precisión obsesiva. No había un mechón fuera de lugar; ni siquiera su pelo parecía pertenecerle. Lucía simplemente domada. Como si hasta su físico aprendido hubiera obediencia.

Finalmente, lo sentaron frente a un espejo sin marco. En él, Draco vio su reflejo por primera vez en años, un muchacho pálido, vacío, con ojos grises que parpadeaban poco y labios inmóviles sin una orden. Su postura, erguida. Su expresión, inexistente. Una estatua de mármol respirando. Era el Malfoy perfecto, frío, pulido, sin alma. Un producto de la guerra.

Uno de los preparadores le acarició la mejilla con un paño suave. —Hoy eres el premio más valioso de la guerra —dijo, casi con ternura —Así que luce como tal.

Luego vinieron los hechizos de belleza.
Sus labios se volvieron más llenos, de un color más intenso, su piel brillante con una luz falsa.
Un toque de sombra azul pálido en los ojos, rubor lavanda en las mejillas. Fueron el toque final, la ilusión de vida, que tanto le hacía falta.

Draco no respondió.
Pero su cuerpo, entrenado para obedecer, inclinó la cabeza apenas.
Como un perro que ha aprendido a sonreír para complacer.

Y con ese gesto, todos supieron:
estaba listo para ser entregado .


En ese mismo instante, el mundo se comprimió y luego se expandió de nuevo en la oscuridad húmeda de un callejón olvidado junto al Caldero Chorreante. El aire olía a orines y cerveza rancia. Harry se apoyó contra la pared de ladrillo, la náusea familiar de la Aparición revolviéndose en su estómago vacío. Se ajustó las túnicas, asegurándose de que la capucha estuviera en su lugar, ocultando su rostro.

No usaría la entrada principal del Ministerio. Eso era para la prensa, los trabajadores y los civiles. Y él no era ninguna de esas cosas.

Conocía una entrada diferente, gracias a Ron, una que los Aurores usaban para movimientos discretos. Un callejón sin salida con un buzón de pared muggle oxidado. Introdujo la punta de su varita en la ranura y susurró: " Ministerio ." El buzón se estremeció y la pared de ladrillo a su lado se disolvió en un arco de piedra.

Dentro, los pasillos de servicio estaban casi vacíos, iluminados por antorchas bajas que proyectaban sombras largas. Avanzó como un fantasma, su presencia era apenas un susurro de tela sobre la piedra. Evitó los ascensores dorados, tomando en su lugar una escalera de caracol estrecha y polvorienta que sabía que llevaba a los niveles de los archivos y, desde allí, a las galerías de observación superiores del Wizegamont.

Subió los peldaños con una familiaridad inquietante. Aunque en realidad nunca había estado allí, las instrucciones que Kingsley le había dado —por si alguna vez deseaba presenciar los juicios de otros mortífagos— le resultaron ahora casi perversamente útiles. Llegó a una puerta sin marcar en lo más alto. Dió un toque con la varita y la cerradura pasó con un clic suave.

La habitación era especial, no tenía asientos ni comodidades, solo una hilera de rendijas alineadas en la pared opuesta: mirillas encantadas, que dejaban mirar de cerca los interiores de las salas de Juicios, cada una con un número grabado en la parte superior. Era un punto de observación no oficial, utilizado antaño para espías y evaluadores. Desde aquí, podía verlo todo sin ser visto, como un dios distante y cínico observando un experimento desagradable.

Harry se acercó a la primera mirilla, no sabía cual de estos era el que buscaba pero el cristal le otorgó una vista cenital de un salón circular que conocía demasiado bien: la Sala de Juicios Número Diez. Allí, en el fondo, estaban las mismas paredes de piedra negra, los bancos elevados y las antorchas parpadeantes. Su sala . Donde lo habían juzgado a él. Donde una silla con cadenas había sido testigo de su terror.

Pero estaba vacía.
Se apartó y probó con la siguiente.

Supuso que era la Sala de Juicios Número Nueve y el contraste lo dejó sin aliento.

Era tan gótica y oscura como la anterior, con los mismos bancos de piedra para los espectadores. Sin embargo aquí había algo muy distinto. Una de las paredes curvas de piedra había sido reemplazada por una superficie lisa, transparente e impenetrable, como un hielo negro. Era un espejo unidireccional de magia avanzada. Y a través de él, como un diorama macabro, se vio una Sala Adjunta.

Esa segunda habitación era un cubo blanco y estéril, iluminado por una luz fría que no proyectaba sombras. En el centro exacto, bajo ese resplandor implacable, había una sola silla de metal desnuda. Era una celda de hospital dentro de una corte de justicia. La persona era exhibida como un espécimen clínico dentro del marco arquitectónico de un criminal.

Le recordé vagamente una vitrina del zoológico —aquella en la que había estado una serpiente que alguna vez liberó.

El público llenaba los bancos —funcionarios, periodistas, civiles— todos expectantes.
Esperaban el último acto de la guerra.

Entonces, la voz grave de Kingsley Shacklebolt resonó desde abajo, amplificada por un encantamiento de proyección:

—Hoy damos inicio al último proceso judicial de la Guerra. El Caso Malfoy.  
  
El acusado, Draco Lucius Malfoy Black, será sometido a tres etapas:  

Primero, se realizará un interrogatorio bajo Veritaserum, para confirmar su responsabilidad en los crímenes cometidos durante la era de Voldemort.  

Segundo, una demostración pública de su condición: se verificará la presencia del Síndrome de Obediencia Terminal mediante órdenes directas de Sanadores, .  

Tercero, cualquier ciudadano o funcionario acreditado podrá presentarse como candidato a custodio. Se colocará al sujeto en el centro de la Sala, y cada postulante tendrá derecho a dar una orden verbal directa.  

Una pausa.

—Recuerden —continuó, su tono endurecido—: si el sujeto no obedece, deberá retirarse de inmediato.

Harry observó, con la garganta seca. Su mente veía una sala igual a la de su propio juicio, llena de sus fantasmas. Sus ojos veían la silla que ocuparían muy pronto encajonado en en esa blancura artificial, aislado del drama gótico que lo rodeaba por un muro de cristal mágico. 

La voz de Kingsley resonó con solemnidad.

—Ahora comenzaremos con el interrogatorio. Este será realizado por la Sanadora Jefe Reygleigh Hemlock, bajo supervisión del Wizengamot.

El silencio que siguió fue antinatural, roto solo por el crujido de la tela de las túnicas y un susurro colectivo de anticipación que se apagó de inmediato. Todos los ojos, como imantados, se clavaron en la pared de cristal negro que separaba la sala de justicia de la celda estéril. La expectativa era casi palpable, por fin era el día del Juicio.

—Que traigan al acusado —ordenó Kingsley, y sus palabras cayeron como una losa.

Al otro lado del cristal, en el cubo blanco, una puerta que Harry no había notado, tan perfectamente integrada a la pared que era invisible, se deslizó abierta con un suave silbido de aire comprimido.

En su escondite, Harry apoyó la frente contra la fría pared de piedra. Un brazo se levantó, y la palma de su mano se aferró a la rugosidad de la roca, como anclándose a la única realidad sólida en un mundo que estaba a punto de desmoronarse. Su respiración era lo único que rompía el silencio en la pequeña habitación. No había nadie más. No había Hermione frunciendo el ceño, ni Ron con su mirada de desaprobación. 

Solo él, la oscuridad y el espectáculo de la ruina de Draco Malfoy a punto de comenzar.

Notes:

¿La transición entre puntos de vista fue clara?
Fue lo que más me costó escribir, y me encantaría saber si funcionó para ustedes.

Si quieren comentar, hacer preguntas o simplemente decir “hola”, ¡pueden encontrarme en X como @RohNana_!
No soy muy activa por allá pero lo intentaré para ti.
Gracias por leer.

Chapter 8: El interrogatorio

Summary:

—¿Quién lo hizo?

—Harry Potter. 

Notes:

† Contenido sensible: Este capítulo contiene confesiones de tortura psicológica, física y sexual implícita, además de la deshumanización de una persona.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Nadie le dijo a dónde lo llevaban, nadie le explicó lo que iba a suceder, solo lo condujeron por un pasillo largo que parecía no tener fin, hasta una puerta sin manija que se deslizó al acercarse. Al otro lado, la misma luz cegadora que lo había perseguido desde que salió de las celdas lo envolvió por completo.

​El Auror que lo custodiaba lo arrastró por el lugar mientras sus ojos se enfocaban nuevamente, probablemente demasiado cansado como para seguir dando órdenes verbales y optando por el contacto físico.

Sin una orden que le permitiera mover los pies o la cabeza, solo sus ojos grises se deslizaron para explorar el nuevo espacio en el que se encontraban. La habitación era cuadrada, excesivamente limpia y casi completamente desprovista de objetos. El suelo suave y mullido, cedía levemente bajo su peso con cada paso que daba. Mientas tanto las paredes eran de un material liso que absorbía el sonido, creando un silencio artificial y opresivo. Todo era blanco, a excepción de una pared. Justo frente a él, en esa única pared diferente, se alzaba lo que a primera vista parecía un espejo enorme. Sin embargo, Draco estaba seguro de que no lo era. De un tono oscuro que contrastaba brutalmente con el resto del lugar, el muro completo estaba hecho de un material que le recordaba vagamente a la obsidiana. Aunque no estaba seguro de cuál era su verdadera función, sentía que mucha magia emanaba de allí, una energía densa y expectante.

— Espera aquí —ordenó el Auror a sus espaldas.

​El sonido que hizo la puerta al cerrarse y, claramente, la súbita ausencia de su magia, le confirmaron que se había quedado solo.

Se quedó de pie, convirtiéndose de nuevo en una estatua, un punto gris en el centro de tanta blancura. Draco ahora estaba en medio de la habitación. Su figura inmóvil, con el tono neutro de su ropa, contrastaba con la blanca cura circundante y, a la vez, se integraba con el espacio casi como un mueble para esa habitación.

Pero los muebles, por lo menos, eran utilizados. Él, en cambio, solo se sentía como un objeto inerte, tan descartable como cualquier trasto olvidado; una figura sin alma dispuesta a ser usada que nadie se molestaba a utilizar bien.

 

Minutos después, entró la sanadora Reygleigh. Su túnica verde menta irrumpió en el ambiente, destacando de forma notoria, al igual que la propia figura de Draco destacaba contra el vacío blanco.

—Siéntese —ordenó, señalando una silla de metal en el centro de la habitación que el no había notado antes.

Draco obedeció. El frío del metal traspasó la tela de sus pantalones con una claridad brutal. Al hundirse en ella, sintió un estallido que recorrió su pelvis; un eco vacío que por fin se llenaba. La silla era fría —a pesar de que Draco parecía que se estaba calentando en ella— estaba pulida y era inmaculada, un objeto olvidado en su perfección inútil, tal como lo tenían a él.

Al sentarse, no solo cumplió el propósito para el que la silla fue creada, sino que, con un anhelo retorcido que le quemaba las venas, deseó con una intensidad casi vergonzosa que alguien hiciera lo mismo con él. Que alguien, por fin, pusiera su peso sobre él, que lo ocupara, que lo usara hasta darle sentido. Que encontrara en otro cuerpo la razón de su propia y tensa existencia, tal como él, ahora, era la razón de ser de aquel asiento.

No recordaba haber visto la silla a detalle, pero todo lo que podía sentir con el trasero a pesar del pantalón —sus bordes perfectos, su superficie impoluta— le susurraba que llevaba años, tal vez una eternidad, esperando este momento. Alguien por fin la usa, pensó. Y por un instante, se permitió imaginar que a él también lo usarían así: con una finalidad absoluta, como un lugar donde alguien, por fin, se quedara.

 

Una mano fría en su barbilla lo arrancó de la fantasía, con una firmeza que no admitía resistencia, aunque en su caso era obvio que no la necesitaban. 

Reygleigh no era particularmente alta, pero desde su posición, él era quien miraba ligeramente hacia arriba hacia su rostro. Y la encontró a ella observándolo con una intensidad contenida.

En el silencio, el calor en su bajo vientre persistió, un espasmo de pura necesidad física que su obediencia no podía suprimir. Era la rebelión muda de un cuerpo joven llevada al límite tras años de abstinencia; una frustración, tan clara para él como si hubiera gritado.

Ella era plenamente consciente de que se había perdido, tal vez incluso de la naturaleza de su ensoñación. Un conocimiento que, sin embargo, no mitigaba en nada la frialdad de su mirada. La mano en su barbilla no se movió, manteniendo el contacto como un recordatorio de su lugar y solo el sonido adecuado de un vial al ser destapado y el cristal al tintinear contra el anillo de metal en los dedos de la sanadora, le advirtió lo que seguía.

—Bebe —ordenó, acercándole el frasco a los labios.

​Y Draco bebió. Sin vacilar, tragó el Veritaserum en una lentitud involuntaria. El líquido, incoloro e inodoro, se deslizó en su lengua como un hilo gelido, frío como el hielo, llenándole la boca. Sintió el hilo pesado y constante descendiendo por su garganta. El acto, simple y mecánico, a su parecer, se volvió de pronto íntimo y obsceno, los músculos de su cuello se contrajeron con visible esfuerzo, y el sonido húmedo de su deglución resonó, amplificado, en el silencio claustrofóbico de la habitación. Su boca permaneció entreabierta un instante de más, los labios aún fríos y húmedos, en una mueca de entrega sumisa. 

Le había administrado todo el contenido del vial, aunque cualquier pocionista competente sabría que con tres gotas habría sido más que suficiente. Tal vez por eso los cambios en él fueron tan inmediatos y visibles. Una pesadez densa comenzó a expandirse desde su garganta hasta su pecho. Su respiración se ralentizó hasta volverse un eco lejano; el pulso, que antes martillaba en su cuello, se aplacó en un ritmo artificial. Sus ojos grises se nublaron, perdiendo toda profundidad. No obstante, contra toda lógica, su postura se mantuvo perfectamente rígida, símbolo de la obediencia absoluta.

—Abra la boca —La mujer del color de la miel ordenó, y con sus manos dirigiéndose suavemente la cabeza de Draco hacia la luz, inspeccionando que hubiera tragado el contenido completo.

Reygleigh se dirigió entonces al espejo, hablando, como era habitual en ella, para su audiencia invisible. —El sujeto se encuentra bajo los efectos de la poción de la verdad. Procederemos. —Giró hacia Draco, sabiendo exactamente qué tipo de orden dar— Diga su nombre completo, edad y linaje sanguíneo.

— Draco Lucius Malfoy Black — La voz salio de el, plana y sin inflexiones — Veinte años. Sangre Pura.

— ¿Sabe por qué está aquí, privado de su magia y su libertad?

— Por los crímenes que cometió. Todo gracias a mi debilidad y la de mis antecesores.

— Describe su primera misión como Mortífago. Incluyendo el objetivo, la razón y los métodos utilizados.

—Matar a Albus Dumbledore —comenzó Draco, su voz plana, pero ahora con el flujo mecánico de un informe dictado por una mente ausente —. E idear la manera en la que los mortífagos pudieran ingresar a Hogwarts. No tenía elección. Era una trampa. Un castigo para mi familia por nuestra debilidad. Terminaría muerto a manos de Dumbledore si tenía éxito, oa manos del Señor Tenebroso si fallaba.

Un murmullo de escotada repulsión se deslizó entre los bancos al otro lado del cristal pero ninguno de los presentes en la habitación anexa lo notó. Reygleigh no inmutó su expresión.

—Enumere los métodos de asesinato que intentó. Mar exhaustivo.

—Un collar maldito, de ópalo. Lo encontré en Borgin & Burke en el callejón knockturn, ya estaba maldito. Asesinaba solo con tocarlo.

El objetivo era Dumbledore. Para asegurar la entrega, para que llegara a sus manos le lancé la maldición Imperius sobre Madame Rosmerta, la dueña de Las Tres Escobas, en Hogsmeade. La controlé desde octubre para que le diera el paquete a un estudiante y lo llevaran a Hogwarts. Terminó en las manos de Katie Bell, una de sus Cazadoras de Gryffindor. Ella no debía tocarlo —añadió, como si se lo repitiera a sí mismo— Pero lo hizo. Supe que gritó, la piel se le puso negra y cayó como si le hubieran arrancado los huesos. 

Después, una botella de Hidromiel envenenada, destinada a que Slughorn se la ofreciera a Dumbledore. Se la di como un regalo, un soborno para que me dejara ingresar al club de las eminencias. Una farsa completa. Pero fue Ron Weasley quien la bebió. — la expresión de Draco se movió sutilmente como una mueca y alzo los hombros levemente — De todas formas no importaba que fuera la persona equivocada; El fracaso era, al menos, evidencia de que no me había rendido, de que estaba intentando matar al Director. Que la misión estuviera activa. De algún modo, él siempre se enteraba de mis fallos y se regocijaba con ello. Pude sentir su diversión. Me aterraba, por supuesto, pero que se riera de mi incompetencia era infinitamente mejor a que me considerara inútil. Mientras el intento, incluso fallido, demostrara que aún servía para algo, que mi familia podía tener un uso, él no nos mataría... aún.

Cuando dejo de hablar por un largo tiempo, Reygleigh inclinó un poco la cabeza, su voz tan plana como la de Draco. —Centrese. El sujeto de la pregunta es usted. Ahora describe el proceso para permitir el ingreso de los mortífagos al colegio Hogwarts de Magia y hechicería.

—Utilicé el Armario Evanescente de la Sala de los Menesteres. Estaba emparejado con otro armario en Borgin y Burke, lo que creaba una conexión inestable y peligrosa. —La voz, antes plana, adquirió una cualidad hueca — Demoré casi todo un año en arreglarlo. Dejé de dormir, de comer, de asistir a clases. Solo existía para repararlo. Llegue al punto en el que la magia me quemaba por dentro. Me sangraba la nariz a diario, vomitaba de la fatiga ya veces perdía la visión por unos segundos, solo veía manchas negras. Hubo días en los que colapsé sobre las tablas del armario, demasiado débil para levantarme. El cansancio era tan profundo que la muerte no se sentía como un castigo, sino como la única forma de descanso posible. Porque así al menos todo habría terminado. — Draco hizo una pausa breve, el silencio de su voz pesando en la habitación. — Hubiera preferido que terminara ahí. Pero finalmente, el armario funcionó.

La voz de Draco no transmitía cansancio, solo enumeraba los hechos. Pero la imagen que pintaba era más vívida y desagradable de lo que cualquier informe ministerial hubiera deseado.

— Esa misma noche, los mortífagos irrumpieron en el colegio. Yo corría hacia la Torre de Astronomía cuando una estudiante de primer año, con el cabello rizado, se me cruzó en un pasillo lateral. Estaba aterrada. Me agarró de la túnica y me pidió, me rogó, que mintiera por ella si los mortífagos la encontraban. Que juraría que era de sangre pura.

Reygleigh lo observaba, inmóvil. —Y ¿qué hizo?

—Accedí. Asentí con la cabeza. Era una orden simple, la única que alguien me había dado esa noche que yo sentía que podía cumplir sin fallar. Sigue corriendo. Minutos después, desde la escalera de caracol de la torre, oí los gritos abajo. Y luego, un silencio. Después… supe que la habían encontrado. Y la habían matado. Mi mentira no importó. Nada de lo que haría importaba nunca.

Un profundo silencio se apoderó de la sala. La lógica retorcida, la impotencia y el fracaso encapsulados en esa anécdota eran tan elocuentes como cualquier lista de crímenes.

Reygleigh no cambió su tono, pero la siguiente pregunta cortó el aire como un cuchillo. — En el momento de la muerte de Albus Dumbledore en la Torre de Astronomía. ¿Por qué no fue capaz de asesinar al director aunque esa fuera de su misión principal?

—Porque no pude. No es que no quise… es que no pude. La varita apuntó. Mi mano no tembló. Sabía el hechizo, lo habíamos aprendido en cuarto año. Pero cuando abrí la boca, hice el movimiento y dije la palabra, lo único que sucedió fue: absolutamente nada. — Su voz, por primera vez, mostró un atisbo de perplejidad, como si aún no lo entendiera— Quería obedecer la orden. Pero al parecer la obediencia no es lo mismo que querer que alguien muera. El Avada Kedavra no es como las otras maldiciones. No funciona si no quieres que la persona desaparezca de verdad, si no sientes ese impulso en las entrañas. Y yo… yo solo quería que Dumbledore dejara de mirarme como si supiera lo que iba a suceder antes de que lo hiciera. No sé como es que Snape lo sabía. Que yo era incapaz y por eso lo hizo por mí, por él y por el hombre que le rogaba que lo hiciera.

Un silencio más profundo que el de cualquier hechizo cayó sobre la sala. Reygleigh continuó, impasible, consultando un pergamino, aprovechando el impulso para las preguntas clave que seguían.

—Describe sus otros actos en la guerra.

—Me fue encargada una lista. Debía identificar a los magos de ascendencia muggle, a los mestizos leales a Dumbledore, ya los traidores de sangre. Se esperaba que fuera un censo. Una lista de objetivos prioritarios para la limpieza posterior. Yo entregué sus nombres, sus rutinas, sus lealtades y sus vulnerabilidades.

También me utilizaron como ejemplo de lealtad. Fui obligado a castigar a los estudiantes que se negaban a practicar un castigo a sus compañeros. Yo lanzaba el castigo por ellos y también el maleficio de sujeción para que los Carrow pudieran torturar a los cobardes. 

Me ordenaron enseñarles a los de primer año a detectar a los de sangre impura. Por el acento. Por cómo sostenían la varita. Por si dijeron “gracias” demasiado. Les decía “La sangre sucia siempre se delata en los detalles”. Uno de ellos… denunció a su propia hermana.

En la Mansión Malfoy… me hicieron preparar raciones para Nagini. Los veía desangrarse, cuando fallecían entonces cortaba sus pechos y le daba el corazón a la bestia. Voldemort dijo que la magia se conservaba mejor así. Yo aprenderé a cortar sin mirarles los ojos. 

Fui testigo de como a los prisioneros les daban Veritaserum mezclado con la esencia de Dolor para interrogarles. Los prisioneros decían la verdad, pero cada palabra les quemaba la garganta. Yo solo repetía las preguntas que me daban. Ninguna elegía. No paraba. Algunos perdieron la voz. Otros seguían hablando aunque ya no tenían lengua.

Un silencio más profundo que el de cualquier hechizo cayó sobre la sala. Reygleigh continuó, impasible, consultando a un pergamino.

—¿Mató alguna vez a alguien con sus propias manos?

—No.Nunca levanté la varita para un asesinato. No por falta de intentos… sino porque siempre había otro mortífago más ansioso por dar el golpe final. Tampoco lo hice con mis manos. Los golpes entre prisioneros debilitados, los forcejeos… no bastan para matar. Solo para dejar moretones. No lo hice, ni con magia ni sin ella.

—¿Por qué?

—Porque matar no era mi función. Mi único trabajo era obedecer. Si me lo hubieran ordenado, lo habría intentado… pero nadie demostró que valiera la pena dar esa orden.

— ¿Cuántas veces le ordenaron usar una Maldición Imperdonable?

—Demasiadas. El Cruciatus, hasta que el temblor en mis manos se volvió perpetuo. ¿Sabe qué ocurre cuando la magia intenta rechazar una Maldición Imperdonable? Se vuelve contra ti. Y como el Cruciatus altera los nervios... Este temblor —dijo, mirando su mano izquierda— es el eco de cada Cruciatus que me obligaron a lanzar. Mi propio cuerpo lo rechazó, y este es el resultado. No lo puedo controlar, ni siquiera aunque me lo ordenen. Eso casi hizo que me cortaran la mano, por inservible. — volvió a mirar a la sanadora a los ojos — Pero el Imperius… era distinto, no se resistía con espasmos. En su lugar, corroía la voluntad, cada vez que lo lanzaba, me volvía más dócil, más susceptible. Por eso era la maldición que más me ordenaron lanzar. Hasta que la voz del hechizo resonaba más fuerte que mi propia conciencia. Se reían de mí. Decían que mi tortura era mediocre, que no sabía extraer el dolor real. Así que me forzaron a practicar. Con estudiantes. Con prisioneros. Conmigo mismo, una y otra vez. Pero mi odio nunca fue lo suficientemente puro para sus estándares.

— ¿Cuántas veces las nosotros por voluntad propia?

—Ninguña. Ni en mis momentos de mayor rencor. Solo recibía una orden, y entonces… mi magia se convertía en un instrumento ajeno.

—¿Y cuántas veces deseaste desobedecer?

—Todas.Cada nombre que añadí a la lista, cada corte que hice en esa cocina maldita, cada grito que fingi no oír… lo detesté con cada fibra de mi ser.

—¿Por qué no lo hizo?

—Porque mi cuerpo ya no me obedece a mí.

Cada movimiento, cada palabra, cada latido… respondía a una voluntad ajena. Incluso ahora, al confesar esto… no es por elección. Es la poción la que habla por mí.

Como siempre.

— ¿Qué castigos recibió cuando mostró su debilidad?

— El primer castigo que recuerdo fue cuando me implantaron la Marca Tenebrosa… no fue solo en el brazo, sino dentro. En el alma, en el corazón, en los pulmones, en cada parte de mi cuerpo. Cada vez que el Señor Tenebroso llamaba a sus seguidores, ardía desde adentro. Tosía sangre negra. Sentía que una serpiente me devoraba las entrañas. Y no podía mostrárselo. Porque si gritaba, decían que era indigno de llevarla.  

Después de fallar al asesinar a Dumbledore me ataron al dolor de mi madre con una maldición de sangre. Cada latigazo que recibía, yo lo sentía en los huesos. Así que aprenderé a no reaccionar. A no gritar. Un no temblar. Incluso cuando me clavaban cuchillos, me quedaba quieto… porque su grito en mi cabeza era peor que mil heridas. Ya no era solo mi dolor; yo me había convertido en el causante del suyo y prefería que me lastimaran solo a mi. 

También hicieron que la magia se volviera contra mi propio cuerpo. Mis uñas se convertían en escarabajos que intentaban escapar arrastrándose. Mis dientes, en un animal que mordía mi lengua desde adentro. No era una transfiguración completa. Era peor. Sentía ambas cosas a la vez: la carne y la criatura, luchando por el mismo espacio.  

Y luego estaban los métodos que no necesitaban magia. Me rompían los dedos uno por uno con tenazas de forjador, solo para ver si gritaba. Utilizaban cuchillos no para lastimar, sino para dibujar: líneas finas en los antebrazos, en el pecho, en las piernas. Nada profundo. Solo lo suficiente para que sangrara sin cicatrizar del todo. Decían que hacían arte conmigo, que no había nada más bonito que mi imagen llena de sangre. a veces me decoraban con Agujas en el craneo, en las muñecas, bajo las uñas, bajo los ojos. Después de terminar me colgaban del techo por las muñecas hasta que los hombros se desencajaban. Me dejaban así días. Para que todos me observen.

— ¿Quien era el encargado de hacer estos castigos?

—Mi tía, que disfrutaba de inventar nuevas formas de tortura para los próximos prisioneros. De Rowle, que prefería la crudaza física. A veces, de cualquiera que hubiera ganado favorece esa noche. Yo era... un recurso comunitario. Un premio para los leales. —La voz de Draco, por primera vez, mostró una fisura, un temblor apenas perceptible—. Descubrieron que la vergüenza era un castigo más efectivo que el dolor. Quebrar el orgullo de un Malfoy no requería magia, solo… Me entregaban como recompensa. Como entretenimiento. Como prueba de lealtad para los nuevos reclutas. Y me hicieron beber una poción que invertía el placer y el dolor. Cuando ellos sintieron gozo… yo sentí agonía. Cuando yo dolor… ellos se emocionaban más. No me mataban. Me usaban. Una y otra vez. Hasta que dejé de sentir asco. Hasta que aprendí a no estar presente. Mi nombre ya no significaba nada. Solo era… lo que quedaba después de que el Señor Tenebroso decidió quién se merecía una noche de diversión.  

Y lo peor… lo peor era que a veces me ordenaban disfrutarlo . Y si no lo hacía bien… me castigaban por fingir.

Una periodista al otro lado del cristal se cubrió la boca. Varios susurros se dispararon. Las plumas escribían a toda velocidad. Kingsley, invisible a través del espejo, no interrumpió. Reygleigh respiró hondo. La precisión de sus respuestas era más encantadora que lo que había imaginado.

— ¿Qué fue lo último que te ordenaron antes de ser capturado?  

—Respira. 

Hubo una pausa. Más largo de lo permitido. Que hizo que la Sanadora frunciera levemente el ceño, como si pensara que era una broma. Luego, con voz que ya no venía del pergamino, sino de su propia curiosidad: 

—¿Quién lo hizo?

—Harry Potter. 

Un escalofrío recorrió la sala. Nadie esperaba que el nombre del salvador del mundo Mágico apareciera entre las personas que le habían dado órdenes al joven Malfoy.

El tono de la sanadora se elevó un poco — ¿y cuando sucedió esto?  

— El día en que mi antiguo amo murió. En la Sala de los Menesteres. El fuego lo había consumido todo. El humo me estaba ahogando. El fue quien me sacó de allí. Él me agarró del brazo, me miró a los ojos y me dijo: " Respira, Draco Malfoy ¡Respira! ” y desde entonces cada aliento que doy es porque él me lo permitió. Es la única orden que aún obedezco. 

Reygleigh bajó la voz. La última pregunta estaba a punto de ser dicha.

—¿Qué fue lo último que deseó antes de que terminara la guerra?

—Morir antes de tener que obedecer otra orden.

—¿Y por qué sigue vivo?

—Porque nadie me ha dicho cómo hacerlo.

Silencio.

Ni las plumas se movieron sobre los pergaminos. El público, petrificado.

La sanadora cerró el expediente con un temblor apenas perceptible. No era miedo, sino la fría emoción de quien ha cumplido con su trabajo perfectamente.

Draco había respondido con frases cortas, sin emoción. Pero nunca mintió. El Veritaserum lo impedía. Cada respuesta era un dato clínico, sin un ápice de remordimiento, culpa o justificación. Era como escuchar un libro de historia hablar.

Al otro lado del cristal Kingsley se puso de pie, su voz grave atravesando el lugar — Como pueden ver el interrogatorio confirma la responsabilidad en los actos y la presencia absoluta del Síndrome de Obediencia Terminal. Por ello el veredicto que brindó el Wizengamot, junto con el respetable San Mungo es verdad la mente del sujeto no es dueña de sus actos pasados ​​ni de su voluntad presente. Por ello su custodia debe ser asignada.

Y desde la galería más alta, escondida en las sombras, Harry Potter sintió que el aire se volvía irrespirable, pero no por el horror, sino por una súbita y voraz anticipación.

La compasión no era la emoción que lo estrangulaba. Era algo más antiguo, más visceral. La misma curiosidad oscura que lo había llevado a espiar este interrogatorio ahora se retorcía en su pecho, transformada en una certeza posesiva. Nadie más, pensó, con una claridad que lo estremeció. Nadie más puede tener esto. Nadie más puede verlo.

Él había llegado aquí secretamente esperando encontrar un reflejo de su propia fractura, un eco de su propia ruina en el hombre que una vez representó todo lo que él odiaba. Había esperado, con una vergüenza que apenas podía admitir, encontrar un consuelo perverso al ver que Malfoy también estaba hecho añicos. Quería usar esa imagen, esa confirmación de que la guerra los había destruido a todos por igual, como un bálsamo para su propia ira enquistada.

Pero se equivocaba.

Escuchar la precisión clínica del vacío de Draco no era como mirarse a un espejo. Era como asomarse a un abismo mucho más profundo que el suyo. Harry llevaba cicatrices, rabia, un dolor que lo definió. Draco no llevaba nada. No había un "yo" al que aferrarse. Era un objeto. Y ante esa revelación, la urgencia de Harry no fue de lástima, sino de un deseo distorsionado y absolutamente egoísta: ser la única voz que llenara ese silencio. Ser la única mano que girara la llave de esa maquinaria rota.

Quería usarlo. Quería poseer la prueba final y más absoluta de hasta dónde podía llegar la destrucción. Para tener, por fin, algo que estaría tan irrevocablemente perdido que ni siquiera él podría estropear.

Aquello no era una sentencia. Era un obsequio. El objeto roto, ahora, sería suyo.

 

Notes:

Tardé un poco en subir este capitulo y lo lamento por eso, pero tuve que dividirlo en varias partes porque era demasiada información.

Aun así espero que les guste.