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Café frío

Summary:

Básicamente un asistente tímido y alguien brutalmente honesto. Ciencia, choques, café, y una invitación sin rodeos: ¿Vienes a mi casa a follar o quieres un Uber?

Vaya forma de empezar.

Notes:

Decidí escribir esto luego de tragarme varios memes de este par y dije... ¿Por qué, no? Probablemente sea medio OC, pero hasta que no salga el próximo capitulo, me lo permito. ¡Espero les guste y dejen comentarios! (Respondo a todos los comentarios, más que los kudos, me gusta interactuar. eso me motiva a escribir más hahaha).

Chapter 1: Café

Chapter Text

Café frío.

 

Q POV.

 

No me gustaban las oficinas abiertas. Mucho ruido, poco aire, demasiados estudiantes queriendo quedar bien.

Era mi tercer año como profesor asistente y ya estaba harto de que se me acercaran por favores. Había aprendido, con los años, a mantener la distancia: cara seria, respuestas cortas, nada de simpatía.

Había demasiados que solo querían firmas o recomendaciones, y prefería ser el asistente frío a que me usaran nuevamente para blindar sus tesis. 

Por eso lo noté rápido:

Ese chico nuevo, el de cabello rizado, ojos oscuros y sonrisa demasiado cínica para su propio bien, se le notaba la ambición en cualquier aspecto, desde su forma de comunicarse con falsa simpatía o la excesiva gesticulación de sus manos: G.

Me rondaba desde hacía días, siempre con la excusa de una duda sobre la tesis, los apuntes o la estadística de fertilidad.

Se acercaba al escritorio, se inclinaba más de la cuenta, y a veces rozaba mi hombro al señalar alguna tabla o resultado.

—Superior, ¿me puede revisar el análisis de varianza? —preguntó un jueves, dejando caer su libreta junto a mis papeles.

Tenía esa voz de chico seguro, pero me pareció forzada, más de lo regular. Miré su hoja, sin cambiar el gesto.

—No tienes error de bloque, G. La repetición está mal planteada —le respondí, señalando la ecuación.

Sonrió, agachando la cabeza.

—Ah… lo sospechaba. Pero usted lo explica mejor que nadie.

Levantó la vista y me sostuvo la mirada con un brillo raro, como quien sabe que está seduciendo.

—Le seré sincero, superior: Verá... he estado trabajando en mi tesis sobre estimulación sexual y bienestar animal en cerdos… Sé que usted es el referente en el laboratorio y pensé que quizá podría asesorarme un poco.

No podía negar el interés: su tono era zalamero, la postura relajada, hasta sus dedos tamborileaban en la carpeta. Intenté mantenerme frío, como siempre.

—¿Ya hablaste con tu tutor principal?

—Por supuesto. Pero nadie conoce la parte práctica como usted —replicó, casi en susurro—. De hecho, mis compañeros dicen que es el más… riguroso.

Me sorprendió el guiño que acompañó la frase, como si buscara otra cosa. Nunca supe lidiar con eso.

—La rigurosidad es importante para el bienestar animal. No todo es teoría…

—Por eso vine a verlo —insistió—. ¿Tendría tiempo para revisar mis experimentos? No solo mis apuntes.

Rozó mi brazo de nuevo, esta vez más directo. Noté la intención, pero fingí que no. No sabía cómo responder. Por un momento sentí calor en la cara y me acomodé los anteojos blancos, un tic nervioso que no tenía desde la secundaria.

Para mi mala suerte, otro estudiante, uno de los que siempre hacían preguntas tontas, se acercó al escritorio.

—Oiga sup, ¿me puede firmar este justificante? Es que ayer tuve…

Ni terminó la frase: G, aún sonriendo, lo interrumpió con voz seca, de pronto, muy distinta.

—Espera tu turno, cabrón.

El chico se quedó helado, mirándolo con susto. Yo, sorprendido, miré a G de reojo.

Él ya no sonreía; tenía los ojos duros, la mandíbula tensa, el aire de alguien que se esfuerza por no perder la paciencia.

Me gustó. No el chico simpático de antes, sino el que asomó debajo: el que no temía decir lo que pensaba, el que podía ser grosero, real. Por primera vez en años, sentí la boca seca y el estómago apretado de nervios. Volví a acomodarme los anteojos. Esta vez, fue él quien notó mi gesto.

—¿Siempre eres así de… directo? —me animé a preguntar, la voz más baja de lo habitual.

G se encogió de hombros, girando la libreta en la mesa.

—No tengo tiempo para idioteces. Me esfuerzo mucho, ¿sabes? Odio a la gente mediocre y atolondrada que cree que la zootecnia es solo abrazar vacas y ligar con granjeros.

Miró hacia la ventana, los labios fruncidos.

—Yo quiero hacer algo importante. No vine aquí a hacer amigos ni a amar animalitos.

Se giró de nuevo, la mirada intensa.

—¿Y tú? ¿Siempre eres tan frío o solo conmigo?

Me sorprendió la pregunta. Bajé la vista, incómodo, rascando el costado de mi cuaderno.

—Supongo que… no sé ser simpático. No estoy acostumbrado a la atención.

Dije la verdad.

—Siempre fui el chico nerd, el de la esquina. Y ahora que soy asistente, es más fácil esconderme detrás de los números.

G me miró largo rato, la sonrisa regresando, pero distinta: menos seductora, más honesta.

—Pues me caes bien así. Los nerds honestos valen más que mil mediocres simpáticos. ¿Qué dices? ¿Hablamos de esto en una cafetería o algo? Así no joderán tanto y podremos hablar de lo realmente importante.

—Uhu-u s-supongo que sí.

—Excelente, te veo en tres horas.

—¿O-okay?

Así decidí acceder a salir con él, cuando lo vi simplemente nos saludamos y hablamos de nuestras investigaciones; en parte me relajaba no tener que hablar de temas más personales y me gustaba que él tomara el ritmo de las charlas e incluso si el tema era inmunosupresores, discutíamos en voz baja mientras caminábamos por el boulevard atestado de estudiantes, bicis y olor a cansancio académico, era relajante desde mi visión demasiado intelectual de la vida.

G, siempre impaciente, caminaba rápido a mi lado, el ceño fruncido mientras repasaba los pros y contras del Improvac en verracos:

—Mira, Q, el problema de la inmunocastración es el rebote hormonal, ¿lo viste en el estudio de los polacos? Yo haría una doble dosis, pero luego se meten con la fertilidad residual, y claro, la carne…

Asentí, buscando argumentos.

—Sí, pero el eje hipotalámico a largo plazo…

—¡Eso! Y los criadores no quieren pagar el extra.

—El stress animal también sube…

—Por eso hacen falta protocolos. Pero no, aquí todo es a medias —gruñó, mientras abríamos la puerta del bar.

Pedimos en la barra. G, de costumbre espartana, solo pidió un espresso corto, casi sin mirar la carta. Yo, con timidez, pedí un capuchino con leche de soya, sin mirar mucho a la camarera, explicando casi en susurros:

—…porque soy intolerante a la lactosa.

Nos sentamos junto a la ventana. El bar estaba lleno, las voces mezclándose con el chillido de la cafetera y el golpe de las tazas en la barra. La gente conversaba y todos parecían demasiado concentrados en sus propios asuntos.

G sacó un cuaderno, y sin perder el ritmo, me mostró una tabla de respuesta endocrina.

—Te juro que si dependiera de mí, castraba a todos los machos en la granja piloto, ni me molestaba con inmuno…

—Pero el bienestar animal…

—Bah, bienestar… tú mismo dijiste que el estrés de la espera es peor.

La charla seguía, y yo leía el cuadro con atención, hasta que llegó la camarera con las tazas: el espresso humeante y un capuchino cremoso.

Le di un sorbo, despacio, pero una mueca amarga me cruzó el rostro.

Sentí ese picor característico en la lengua y el paladar, una sensación densa y agria que me recordó a las veces que me equivocaron el pedido en otras cafeterías. No pasaba nada, tomaría muy poco como hacía siempre que se confundían.

G lo notó enseguida.

—¿Qué pasa?

—Nada, nada —mentí, bajando la vista—. Está bien.

G me miró, desconfiado.

—¿Cómo que nada? ¿No me digas que te dieron leche normal?

—No importa, G, de verdad…

Intenté tapar la taza con la mano, pero G ya se inclinaba, quitándomela con un gesto brusco.

—Déjame probar.

—No, en serio, G, déjalo…

—Q, cállate —dijo, en ese tono seco que usaba para cortar discusiones—. ¿Te quieres enfermar o qué?

Levantó la taza, la olió, le dio un sorbo y puso cara de asco inmediato.

—¡Esto es leche de vaca! —exclamó, alzando la voz tanto que media barra lo miró.

—G, de verdad, no quiero hacer un escándalo —susurré, sintiendo la vergüenza subirme al rostro.

G me fulminó con la mirada, resoplando, con esa manera suya de agitar la mano como si echara fuera un enjambre invisible.

—¡Esto es intolerable! ¿Te das cuenta que esto puede mandarte al hospital? ¡Idiotas! —gritó, ya de pie, marchando a la barra.

Yo me quedé quieto, tragando saliva, mirando cómo G gesticulaba, sacudía el brazo, señalaba la taza y el menú, su voz resonando más allá del espresso:

—¿Qué clase de cafetería es esta? ¿No saben leer pedidos? ¡Hay gente intolerante a la lactosa, maldita sea! ¿O tienen ganas de ver una reacción alérgica en vivo, eh? Porque yo sí sé de fisiología y no dudo en llamar a Sanidad… ¿Esto es tomar café o jugar a la ruleta rusa?

La camarera intentó calmarlo, el encargado salió, los clientes se giraron y G seguía:

—¡Exijo que arreglen esto y pidan disculpas! ¿Saben cuántos clientes pueden tener el mismo problema? ¡Ah, y la próxima vez, lean los putos pedidos!

—Señor, perdón, fue un error, le damos otro, lo que quiera… —balbuceó la camarera.

Al final, entre disculpas y murmullos, terminaron dándome un capuchino de soya y un coupon para café gratis.

G regresó triunfante, sentándose a mi lado y murmurando con orgullo mal disimulado:

—Listo. No te va a pasar nada mientras yo esté aquí, Q.

—N-no era necesario —le susurré, entre avergonzado y divertido.

—Prefiero ser un cliente problemático a dejar que te arruinen el día por no querer molestar. ¿Qué te cuesta quejarte, eh?

Le lancé una sonrisa tímida, sintiendo el calor en las mejillas.

—Gracias… —dije, casi en un susurro.

Me reí bajito, acomodándome los anteojos, sabiendo que esa furia protectora era tan genuina como el brillo de su sonrisa cuando no le importaba nada.

A veces me preguntaba cómo alguien tan horrible podía gustarme tanto.

Pero entonces me miraba con esos ojos de bulldog cabreado...

—¿Ah? ¡¿Qué miras?!

 

… y sentía, muy dentro, que tal vez eso era exactamente lo que siempre había estado buscando.

...

Salimos del café ya con el cielo gris y los bolsillos llenos de papeles y cupones. G iba revisando el celular mientras caminábamos hacia la residencia de estudiantes.
De pronto se detuvo, miró la pantalla y me lanzó una media sonrisa.

—Mi compañero dice que no viene esta noche. El piso es todo mío —comentó, como si hablara del clima.

Asentí, sin entender bien a qué venía el dato, hasta que llegamos al edificio y G abrió la puerta, invitándome a pasar.

—¿Quieres entrar? —dijo, con el tono neutro, casi aburrido, pero con la ceja levantada.

—¿Ahora? Pero no he traído nada… Ya tomamos café… —balbuceé, intentando buscar excusas.
G giró los ojos.

—Q, para follar. No para tomar otro café. Tengo condones y todo lo que haga falta.

La palabra “follar” me cayó como un cubo de agua fría. Me quedé de pie en el pasillo, los anteojos resbalando en la nariz, sin saber si reír o salir corriendo.

—¿Follar? —repetí, como si no supiera conjugar el verbo.

G me miró, cruzándose de brazos.
—¿Qué? ¿Eres virgen?
—No, no soy virgen… —tartamudeé, bajando la voz—. Pero no entiendo…

G se acercó un paso, más confiado que nunca:
—Cuando alguien te invita a su casa en la universidad y no hay nadie más, ese es el subtexto. ¿O pensabas que quería mostrarte mi colección de papers?

No pude evitar reír, aún nervioso, sintiendo el calor subir hasta las orejas.

—Es que… yo normalmente soy activo… No sé, me da algo de vergüenza.
G resopló, mirándome de arriba abajo como evaluando mi respuesta.

—¿Y por qué asumes que yo no quiero ser penetrado? ¿Por tener mal carácter?
—No… no es eso, pero… —tartamudeé otra vez.

G se encogió de hombros, directo:
—A mí me gusta ser follado y lo exijo. Si esperabas un sumiso tímido, te equivocaste de persona. No quiero que me pidas permiso, ni me hagas el juego dulce. Si vas a follar, que sea de verdad.

Me quedé boquiabierto, los nervios mezclados con una fascinación creciente.
Nunca había estado con alguien tan transparente, tan brutalmente honesto y, al mismo tiempo, tan provocador.

—¿Y… entonces?
G sonrió, abriendo la puerta y quitándose la chaqueta con una soltura de quien no tiene miedo al mundo.

—¿Entonces qué? Si te animas, pásale. Si no, te consigo un Uber para que no pierdas el tiempo. Pero ya sabes qué hay.

Tragué saliva, y por primera vez en mucho tiempo sentí el pulso acelerado, la piel caliente y las manos temblando no de miedo, sino de ganas.

—Creo que sí quiero pasar —dije, bajito, y G me dejó entrar, con esa sonrisa sarcástica que me perseguiría toda la vida.

Quizá era el inicio de la mejor equivocación de mi vida.