Chapter 1: Raices rotas
Notes:
¡Hola! 💫
Antes de comenzar, un par de apuntes.
Escribí esta historia porque estoy completamente enamorada de Kimetsu no Yaiba y, en especial, de Giyuu Tomioka —creo sinceramente que merece más amor del que recibe. 💙
Aunque Giyuu será eventualmente el personaje masculino principal, esta es una historia slow burn, así que antes de llegar a ese punto acompañarás a mi OC, Sakura Saitō, en su propio viaje de crecimiento y sanación 🌸 (incluyendo, en algunos momentos, romance con otros personajes).
No es una historia de triángulos amorosos ni múltiples parejas; simplemente, como en la vida, todo tiene su tiempo y su desarrollo.
Intento mantenerme fiel a los eventos y al espíritu del anime, aunque el foco está en la evolución personal de Sakura y en las relaciones interpersonales que la transforman. 💫👉 Nota importante:
Puede que algunos eventos no coincidan exactamente con la línea temporal del canon o que haya modificaciones respecto a la obra original. Esto es solo para poder integrar mejor mi historia dentro del universo de Kimetsu no Yaiba.
Pido disculpas por cualquier error o inconsistencia que pueda haber —prometo que todo está escrito con cariño y respeto hacia la obra. 💕Es una historia larga —más de 300 páginas hasta ahora — y aún en proceso, pero escrita con todo mi corazón.
Espero que la disfrutes tanto como yo disfruto dándole vida.Aviso de contenido:
La historia contiene escenas sexuales (cuando la trama lo requiere) y menciones de abuso psicológico y/o sexual. ⚠️
Chapter Text
Prólogo
Nunca me gustaron las tumbas. No consuelan. No hablan. No devuelven nada. Pero iba. Siempre iba.
El musgo crecía sobre el nombre de mi hermano como una manta verde que intentaba borrar su memoria. Lo limpié, raspándolo con la punta de los dedos hasta que mis uñas se tiñeron de tierra húmeda, aunque sabía que a la semana siguiente estaría igual. La naturaleza, como la culpa, es persistente. Como el dolor que se aferra a las costillas y no las suelta.
A veces imaginaba su voz flotando por encima del viento otoñal que sacudía los cerezos del cementerio. Pensaba en lo que me diría si me viera así, arrodillada frente a su lápida como una penitente.
"Sakura, no pongas esa cara de pena. ¿Acaso volviste a ser pequeña y padre te quitó el arco otra vez?"
Hacía mucho que no era pequeña. Y hacía más que no sonreía sin sentir que traicionaba algo sagrado, algo que murió con él. Mi hermano me trataba como si valiera la pena. Como si me creyera capaz de algo más que ser una mujer dócil, silenciosa, con las manos siempre ocupadas en bordados y ceremonias del té. En sus ojos había ternura, la única que conocí en esa casa de susurros y reverencias vacías. Pero nunca movió un dedo para cambiar nada. Se limitaba a aceptarlo todo, como si las tradiciones fueran cadenas demasiado pesadas incluso para su bondad.
Y los demás... los demás siempre me vieron como un recipiente. Un apellido que preservar. Una promesa de pureza envuelta en kimono. Una moneda de cambio con piernas y una dote respetable.
Hasta que llegó él. El hombre del jardín.
Muzan.
La primera vez que lo vi —alto, elegante, con esa belleza que parecía demasiado perfecta para ser real— no supe que era un monstruo. Sus ojos tenían el color de la sangre bajo la luna, pero yo solo vi en ellos una intensidad que me desarmaría por completo.
Solo pensé que, por fin, alguien me había mirado de verdad.
Qué equivocada estaba.
I – Raíces rotas
El okayu aún estaba caliente, pero yo apenas registraba el sabor. Masticaba en silencio, sin levantar la vista del cuenco de laca negra, fingiendo que no oía las voces bajas que llenaban el salón como un murmullo de cuchillos. El vapor del arroz se alzaba entre nosotros como fantasmas de palabras no dichas.
—No seas irreflexivo, Arata-san. Hay opciones mucho mejores que nos beneficiarían a todos —decía mi tía Yoshiko, arrastrando esa última palabra con el tono dulzón que usaba para envolver las amenazas en seda—. La familia Hayashi, por ejemplo, ha mostrado un interés considerable...
—La decisión está tomada —la cortó mi padre sin levantar la voz, pero con la firmeza de quien no acepta réplica—. Sakura será enviada al templo de Tenrin antes de la luna de otoño.
La frase cayó sobre la mesa como una lápida. Yo no aparté los ojos del arroz, aunque mis dedos se crisparon alrededor de los palillos hasta que los nudillos se me pusieron blancos. Apretaba la mandíbula tan fuerte que sentí un latido punzante en la sien. Pero no dije nada. No podía. Si abría la boca, temía que las palabras salieran como un rugido, como el grito que llevaba años ahogándose en mi garganta.
Podía sentir la mirada de Kenji clavada en mí desde el otro lado de la mesa. Con un gesto tan sutil que solo yo podía notarlo, formó una pequeña bolita de arroz con sus palillos y me la lanzó con la precisión de un cazademonios. Me dio justo en la frente. Los granitos blancos rebotaron y cayeron al tatami como lágrimas de porcelana. Mi padre y mi tía siguieron conversando sobre mi destino como si yo fuera un mueble, como si no tuviera oídos ni corazón.
Levanté por fin la mirada. Kenji me sonreía con esa expresión despreocupada que había perfeccionado a lo largo de los años, aunque sus ojos oscuros contaran una historia diferente. Por un momento, vi brillar en ellos una chispa peligrosa. Su haori negro con estrellas plateadas bordadas señalaba su nuevo rango: ya era un Hashira. El Hashira Estrella. Mi hermano mayor. El orgullo de la familia. El único que había escapado de esta jaula dorada.
Aún recordaba el día que Kenji se fue de casa para unirse al Cuerpo de Cazadores de Demonios. El día que cambió nuestro futon compartido por algún catre sin pretensiones en los cuarteles, rodeado de hombres — en su mayoría aplastante — dispuestos a arriesgar sus vidas para salvar al mundo de la amenaza demoniaca. Esa mañana helada de invierno, al verlo marchar con su katana al costado y esa determinación férrea en los ojos, pareció que la escarcha del exterior se instalara para siempre en mi corazón. La idea de perderlo, de quedarme sola entre estos muros de tradiciones asfixiantes, se me clavó en la garganta como una espina. Y nunca se fue del todo. Porque Kenji nunca regresó realmente. Un Hashira no lo haría jamás, a menos que se retirara del Cuerpo o...
No quise terminar ese pensamiento.
Mi tía Yoshiko chasqueó la lengua, irritada.
—No estamos en el periodo Heian, hermano. No desperdicies la pureza de Sakura en un templo shintoísta, jugando a ser sacerdotisa. Su linaje, su belleza... todo eso podría asegurar una alianza ventajosa.
Pureza. Una palabra que era una cadena invisible. Una virtud que se había vuelto mi condena.
¿Por qué tenía que ser pura cuando mi hermano podía luchar y sangrar y vivir, solo por haber nacido hombre? ¿Por qué tenía que ser pura y sumisa y decorativa, un adorno viviente para el beneficio de otros? ¿Por qué mi valor se medía en lo que no había hecho, en lo que no había tocado, en lo que no había sentido?
Mi padre negó con la cabeza sin siquiera dignarse a mirarme, como si mi presencia fuera tan irrelevante como la del aire que respiraba.
—Está decidido —sentenció con esa sequedad que convertía las palabras en clavos sobre madera.
Tragué saliva junto con el arroz, pero el sabor se había vuelto ceniza en mi boca. En algún lugar de mi pecho, algo pequeño y brillante —algo que podría haber sido esperanza— se apagó como una vela en el viento.
La puerta corredera de mi cuarto se deslizó con un susurro seco, como huesos rozando seda, rompiendo el silencio sepulcral que había caído sobre la casa. El pasillo se extendía ante mí en penumbras, frío y desolado, como si el calor evitara conscientemente aquel rincón de nuestra residencia.
Mi padre me esperaba de pie al final del corredor, más allá del alcance de la luz de las lámparas, con las manos cruzadas a la espalda y la postura rígida de un general. Su mirada estaba clavada en la oscuridad impenetrable del jardín, donde las sombras de los pinos se mecían como espíritus inquietos. Era una noche sin estrellas, sin luna, sin esperanza.
—Apenas has abierto la boca durante la cena —dijo sin mirarme cuando me acerqué, su voz resonando en el vacío como el eco de una sentencia.
Yo no respondí. No había nada que decir que él quisiera escuchar. Solo sarcasmo venenoso se agolpaba en mi garganta como bilis.
¿Para qué voy a decir algo si mi opinión jamás se tendrá en cuenta? ¿Si ya has decidido mi destino como quien elige el color de un kimono?
Arata se giró con esa lentitud deliberada que había perfeccionado a lo largo de los años. Sus ojos, tan parecidos a los míos en color pero tan diferentes en propósito, me atravesaron como siempre lo hacían: no buscando comprenderme, sino evaluándome. Como si yo fuera una pieza más en el tablero de shogi de los Saitō, útil solo según las reglas del juego que él dirigía.
Al ver que permanecía en silencio, alzó una ceja con esa expresión que conocía demasiado bien. Respiré hondo, eligiendo cada palabra como si fuera una hoja afilada.
—No es mi deseo ser sacerdotisa —dije al fin, y mi voz sonó más firme de lo que esperaba.
Mi padre no reaccionó, como si ya hubiera anticipado cada sílaba que saldría de mis labios.
—No necesito dos hijos guerreros, Sakura —sentenció con la frialdad de quien habla de números en un libro de cuentas, de estrategia militar—. Kenji ha heredado mi espada y el título de Hashira. Tú... tú estás hecha para otra cosa.
No era crueldad lo que había en su voz. Era algo peor: lógica pura y simple. Pragmatismo que convertía mi vida en una ecuación que resolver. Lo que más dolía era precisamente eso, que para él tenía todo el sentido del mundo.
—Tu tía Yoshiko insiste en casarte con un hombre de buena cuna —continuó, volviendo la mirada hacia los pinos que se balanceaban como condenados en la horca—. Cree que podríamos reforzar nuestras alianzas matrimoniales de esa forma. Que tu belleza y nuestro linaje serían... ventajosos.
Hizo una pausa, y por un momento pensé que había terminado.
—Pero no pienso venderte como si fueras ganado en el mercado. Tu sangre es demasiado valiosa para eso.
Apretó los labios y agaché la cabeza, sintiendo cómo la rabia se acumulaba en mi pecho como agua hirviendo.
—Serás enviada al templo de Tenrin —dijo por fin, como quien dicta una sentencia inapelable—. Es un buen lugar. Tranquilo. Créeme que te gustará más que ser la esposa sumisa de algún señor que solo te vea como un vientre con piernas.
Las uñas se me clavaron en las palmas hasta que sentí el calor húmedo de mi propia sangre.
—Tu deber no está en la espada —concluyó con esa finalidad que no admitía discusión—. Ni en las manos de otro hombre.
Pero tampoco está en mis propias manos, pensé con amargura.
Aguanté las ganas de llorar, de gritar, de romper algo hasta estar completamente sola. Intacta. Virgen. Intocable. Arata Saitō prefería que su hija se marchitara entre las paredes frías de un templo antes que permitirle una vida real. Una oportunidad de encontrar su propio camino en el mundo, ya fuera empuñando una katana para cazar demonios o enamorándose de verdad, sin matrimonios arreglados que la encadenaran como una muñeca de porcelana.
Me incliné apenas en una reverencia mecánica y me alejé de él con los nudillos blancos de tanta rabia contenida, con el corazón latiendo como un tambor de guerra.
El viento nocturno me golpeó la cara como una bofetada helada cuando pasé junto a la ventana abierta. Cuando estuve de regreso en mi cuarto, cerré la puerta corredera con más fuerza de la necesaria y pegué la espalda contra el papel, respirando entrecortadamente, conteniendo toda la tormenta que rugía en mi interior.
Porque si la dejaba salir... si permitía que la furia, la desesperación y el dolor se desbordaran como un río en crecida...
No sabía si después podría volver a recoger los pedazos.
Yoshiko apenas se molestó en llamar. Apareció en el marco de mi puerta como siempre lo hacía: sin hacer ruido, sin anunciarse, quisiera yo o no. Como una sombra elegante deslizándose entre las rendijas. Como un pensamiento que no deseas pero que se adhiere a tu mente como una mancha de tinta.
Me miró con una sonrisa que no llegaba a sus ojos, ladeando la cabeza con esa expresión de fingida lástima que había perfeccionado a lo largo de los años. Se acercó hasta donde yo estaba arrodillada sobre el tatami y se deslizó a mi lado con la gracia depredadora de una serpiente. Había estado desenredando mi cabello después del baño, pero ella me quitó el cepillo de las manos con un gesto que pretendía ser maternal. Lo dejó sobre la estera con un chasquido seco.
—Pobrecilla mía —murmuró con esa dulzura empalagosa, alzando una mano para apartarme un mechón húmedo de la mejilla—. Qué rostro tan triste para una noche tan hermosa.
Me quedé inmóvil como una estatua de mármol. Ni siquiera parpadeé cuando sus dedos helados rozaron mi piel, aunque cada célula de mi cuerpo gritaba por alejarme de su contacto.
—Tu padre es un hombre increíblemente testarudo —suspiró, como si compartiera conmigo un secreto íntimo—. Cree que el silencio es una forma de amor. Cree que protegerte significa encerrarte en un templo lleno de viejas hasta que te marchites como una flor sin sol.
Permanecí callada. No porque no tuviera nada que decir, sino porque ninguna palabra en este mundo bastaba para nombrar el asco visceral que me producía su presencia.
—Pero yo no soy como él —añadió, inclinándose hasta quedar a mi altura, su perfume de jazmín mezclándose con algo más oscuro, más calculado—. Yo comprendo lo que significa ser mujer en esta casa. En este mundo despiadado donde las mujeres somos monedas de cambio.
En cierto modo, supongo que tenía razón. Yoshiko también había nacido Saitō. Había sido moldeada con la misma rigidez que mi padre, los mismos modales impecables, los mismos rituales asfixiantes. Solo que, cuando llegó su momento de ser sacrificada en el altar de las alianzas familiares, ella no fue enviada a un templo a pudrirse entre incienso y oraciones. Fue vendida —porque no había otra palabra para ello— en un matrimonio arreglado con un comerciante veinte años mayor que ella.
Un hombre con dinero, apellido respetable y manos peligrosas, según había oído susurrar a las criadas en los pasillos, creyendo que yo no prestaba atención.
Volvió viuda tres años después. Con joyas de diamantes en los dedos y una sonrisa torcida que nunca se borraba completamente. Jamás hablaba de su difunto marido, pero todos en la casa sabíamos que había muerto en circunstancias... convenientes. Demasiado convenientes.
—Tu belleza es tu arma más letal, Sakura-chan —dijo entonces, acariciando mi mejilla con una ternura que me hizo sentir náuseas—. Tienes que aprender a esgrimirla antes de que se marchite como una flor de cerezo al final de la primavera.
Sus ojos me recorrieron el rostro como un mercader evaluando una pieza de porcelana en el mercado. No vi amor familiar. Solo cálculo frío, números que se sumaban y restaban en su cabeza.
—No naciste para las oraciones vacías y el incienso barato —continuó, haciendo un gesto despectivo con la mano—. Y desde luego, tampoco para las espadas, aunque sueñes con ellas como una niña tonta. Las katanas son para hombres, querida. Nosotras tenemos armas mucho más sutiles... y efectivas.
Se incorporó con elegancia felina, alisándose las mangas de su kimono de seda como si acabara de mantener la conversación más trivial del mundo.
—Volveré a hablar con tu padre mañana —declaró, dirigiéndose hacia la puerta con pasos silenciosos—. Intentaré hacerle entrar en razón. No sería justo que una joven tan... prometedora se pudra entre cuatro paredes húmedas. Hay hombres con apellidos poderosos y fortunas considerables que matarían por una esposa como tú. Desperdiciar semejante oportunidad es, francamente, estúpido.
Yo no respondí. Tampoco aparté la mirada de sus ojos, sosteniendo su escrutinio como si fuera un duelo silencioso. Solo la dejé terminar su teatrillo macabro, ese baile de palabras envenenadas que ejecutaba con la maestría de años de práctica.
Finalmente se deslizó hacia la puerta y la cerró tras de sí con el cuidado de quien no quiere despertar a los fantasmas que habitan esta casa.
El desprecio se me acumulaba bajo la lengua como veneno de víbora, espeso y amargo. Pero no era el momento de escupirlo.
Probablemente nunca lo sería.
Por ahora, solo podía tragarme la bilis y esperar. Como una buena mujer Saitō.
Esa noche no pude dormir.
Todo crujía en la casa como huesos viejos. Todo dolía con esa precisión quirúrgica del desamor familiar. Cada rincón, cada sombra, cada respiración sabía a despedida amarga, a final de capítulo escrito con tinta de lágrimas.
Salí al jardín descalza, con el camisón de algodón blanco flotando alrededor de mis piernas como un sudario. La luna creciente me guiaba con su luz pálida y melancólica entre los senderos de piedra que conocía de memoria. Me senté junto a la higuera centenaria, mi refugio desde que tenía uso de razón. El mismo árbol al que solía trepar de niña para espiar los entrenamientos de mi padre y Kenji, fascinada por el baile letal de sus katanas. El mismo desde el que me lancé una vez a los ocho años, torciéndome el tobillo pero levantándome con una sonrisa feroz, solo por demostrar que también podía caer sin romperme en pedazos.
—Siempre has tenido una relación complicada con ese árbol —dijo una voz familiar detrás de mí, cargada de nostalgia y cariño, como si hubiera estado leyendo cada uno de mis pensamientos.
Kenji.
Me giré con el corazón saltando hasta la garganta. Estaba allí, real y tangible bajo la luz plateada, llevando su uniforme negro de Cazador aunque sin el haori. El cabello oscuro suelto hasta los hombros, los ojos brillando con esa mezcla única de fuerza implacable y ternura infinita que solo él sabía sostener sin que se contradijera. Tenía barro fresco en las botas. Probablemente había cruzado por la entrada trasera del jardín, saltando el muro como un ladrón en la noche para no ser detectado por nuestro padre.
Se sentó a mi lado sobre la hierba húmeda de rocío, tan cerca que pude oler el aroma a acero y viento nocturno que siempre lo acompañaba. Sus ojos brillaban, pero había sombras en las comisuras. Sombras que no estaban cuando éramos niños.
—¿Cómo sabías que estaría aquí? —pregunté en un susurro, temiendo que si hablaba más alto se desvaneciera como un espejismo.
—Siempre vienes aquí cuando algo te duele por dentro —respondió, mirándome de reojo con esa media sonrisa que había consolado todas mis pesadillas infantiles—. Desde que éramos críos. Este árbol ha sido testigo de muchas de tus lágrimas.
Hizo una pausa, y su expresión se volvió más seria.
—Tengo que partir antes del amanecer. Una misión urgente en las montañas del norte. Pero... no podía irme sin verte una vez más.
En su mano llevaba un pequeño paquete envuelto en tela negra, atado con un cordón de seda. Me lo ofreció sin ceremonias, con esa naturalidad que caracterizaba todos sus gestos.
—¿Qué es esto?
—Ábrelo —murmuró, y había algo vulnerable en su voz que me hizo obedecerle de inmediato.
Mis dedos temblorosos deshicieron el nudo. Dentro, anidado en terciopelo oscuro, había un colgante de obsidiana tallada con una precisión exquisita. Tenía la forma de una estrella de cinco puntas, con la superficie rugosa y natural por un lado, pulida hasta brillar como un espejo negro por el otro.
—Papá me lo dio el día que aprobé el Examen Final —explicó, y su voz se volvió distante, como si estuviera reviviendo ese momento—. Dijo que los Saitō siempre habíamos sido guiados por las estrellas desde tiempos ancestrales. Y que una verdadera estrella no se apaga aunque el cielo entero esté cubierto de sombras y tormenta.
Respiré hondo, sintiendo cómo una punzada de dolor y envidia me atravesaba el pecho. Era incapaz de imaginarme a mi padre dirigiéndome esas palabras hermosas y llenas de sabiduría. A mí solo me reservaba miradas severas cargadas de decepción y silencios incómodos que se extendían como heridas abiertas.
—¿Por qué me lo das? —susurré, acariciando la superficie lisa de la piedra.
—Porque tú también eres una estrella, Sakura. La más brillante que he conocido jamás —dijo, y había una convicción férrea en sus palabras que me hizo temblar—. Aunque ellos no quieran verlo. Aunque quieran apagar tu luz con sus reglas absurdas y sus miedos estúpidos. No dejes que lo consigan. Prométemelo.
El nudo en la garganta me impidió articular palabra alguna. Solo pude asentir, sintiendo cómo las lágrimas me quemaban los párpados. Él se acercó con una delicadeza infinita, me apartó el cabello suelto con cuidado fraternal y me anudó el colgante al cuello. Sus dedos rozaron mi nuca.
—Visitaré el templo siempre que mis misiones me lo permitan —añadió con esa voz suya grave y cálida que era como un abrazo sonoro—. Aunque tenga que pelearme con monjas gruñonas y atravesar medio país a caballo. Siempre que pueda, estaré ahí para ti.
Sentí que los ojos se me desbordaban de lágrimas saladas que rodaron por mis mejillas como perlas rotas.
—Tú... ten cuidado ahí fuera —le supliqué, agarrando su mano con desesperación—. No puedes luchar contra demonios si tienes la cabeza en otra parte. Prométeme eso también.
Él sonrió, pero no fue una sonrisa alegre. Fue la sonrisa melancólica de alguien que conoce íntimamente el peso de la mortalidad, que sabe que las promesas a veces se hacen sabiendo que tal vez no podrán cumplirse. Era la sonrisa de un Hashira que ha visto morir a demasiados compañeros.
—Haré todo lo que esté en mi poder —susurró, apretando mis dedos entre los suyos—. Te lo juro por esta estrella.
Nos quedamos en silencio bajo la higuera que nos había visto crecer, escuchando el viento nocturno susurrar secretos entre las hojas y el canto distante de los grillos que velaban nuestros sueños rotos.
En la distancia, las primeras luces del alba comenzaron a teñir el horizonte de rosa pálido.
Chapter 2: La jaula de los dioses
Chapter Text
II. La jaula de los dioses
El camino hacia el templo serpenteaba entre montes cubiertos de cedros centenarios y bosques tan frondosos y húmedos que parecían tragar la luz del sol. El carro de madera que me transportaba como a una condenada se detuvo con un chirrido agónico frente a un arco torii desgastado por décadas de intemperie. Las columnas rojas, otrora vibrantes como la sangre, ahora lucían descoloridas y cuarteadas, como si la madera hubiera librado una batalla perdida contra la lluvia incesante, el musgo invasivo y el paso implacable de los siglos.
El conductor, un hombre anciano de rostro curtido como cuero viejo, me indicó que bajara con un gesto seco de cabeza, sin dignarse siquiera a mirarme a los ojos. Como si yo fuera simplemente otro paquete que entregar, otra carga de la que deshacerse.
No me ofreció ayuda con el equipaje —una maleta de bambú y una bolsa de lona con lo justo —. Lo cargué todo yo sola, escalando la pendiente empinada que conducía al complejo sagrado, con los músculos ardiendo y el corazón encogido. Como una carga que ya no era nueva para mí. Como el peso de todas las expectativas que nunca pude cumplir.
El templo Tenrin era mucho más imponente de lo que había imaginado durante las noches en vela. Se extendía como una ciudad en miniatura: patios interconectados, jardines de grava rastrillada con precisión geométrica, pabellones de techos curvos, capillas oscuras que susurraban secretos antiquísimos, salas comunes donde el eco se perdía entre las vigas. Todo respiraba austeridad perfecta, belleza despojada de cualquier vanidad. Piedra gris pulida, madera oscura como la brea, papel de arroz traslúcido que filtraba la luz como lágrimas. Nada sobraba. Ni un adorno superfluo. Ni un florero que desafiara la disciplina del vacío.
Una sacerdotisa de mediana edad emergió de las sombras para recibirme. Su rostro era de una palidez enfermiza, como si jamás hubiera conocido la caricia del sol, y sus ojos tenían esa tranquilidad artificial de los estanques sin vida. No sonrió al verme. Tampoco frunció el ceño con disgusto. Era como si hubiera olvidado cómo sentir cualquier emoción humana, o como si ya no recordara para qué servían los sentimientos en un lugar como este.
—Bienvenida, Sakura Saitō. Mi nombre es Kaede —dijo con una voz monocorde que sonaba como el viento filtrándose entre bambúes—. Te mostraré tu habitación.
Asentí en silencio, con la garganta cerrada como un puño. Mis botas de cuero crujieron sobre la grava blanca mientras la seguía por pasillos abiertos que parecían extenderse hacia la eternidad. El frío se colaba por todos los rincones, deslizándose bajo mi kimono como dedos de fantasma, recordándome que ahora era parte de este mundo de piedra y silencio.
La habitación que me asignaron era poco más que un cubo de madera sin alma. Una colchoneta enrollada con precisión militar. Un jarrón de cerámica lleno de agua fría y una solitaria flor. Una lámpara de aceite que proyectaba sombras temblorosas. Un pequeño escritorio donde escribir oraciones que nadie leería jamás. Nada más. Pero al menos estaba limpio, impoluto como una tumba recién cavada.
Sobre el futón doblado con esmero descansaba la túnica blanca que sería mi nuevo uniforme, mi nueva piel.
La toqué con la punta de los dedos, como si pudiera quemarme. Era suave como seda, ligera como una pluma, vacía como una promesa rota. Sabía que al ponérmela por primera vez me despojaría de lo poco que aún me pertenecía: mi identidad, mis sueños, mi derecho a elegir mi propio destino.
—Las oraciones matutinas comienzan con las primeras luces del alba —recitó Kaede con la monotonía de quien ha repetido las mismas palabras miles de veces—. El silencio es obligatorio desde el ocaso hasta la primera luz. No hay excepciones.
Se detuvo en el umbral y me miró por un instante que se sintió como una eternidad. Solo entonces vi un destello fugaz en sus ojos apagados. ¿Era lástima? ¿Complicidad silenciosa? ¿Reconocimiento de una hermana en el sufrimiento?
No. Era algo infinitamente peor. Resignación absoluta. La mirada de alguien que una vez tuvo fuego en el alma y ahora solo conservaba cenizas.
—Te acostumbrarás —añadió con una sonrisa que no llegó a sus labios—. Todas lo hacemos, al final.
Y se desvaneció por el pasillo como un espíritu, dejándome sola con el eco de sus palabras.
Me senté en el suelo de tatami, frente a la túnica que esperaba como una mortaja, con las piernas recogidas y la cabeza gacha. No lloré. Las lágrimas parecían un lujo que ya no podía permitirme. Solo me quedé allí, inmóvil como una estatua de sal, en medio de aquel espacio impoluto, ordenado y completamente muerto.
Durante los días que siguieron —o fueron semanas, el tiempo se había vuelto irrelevante—, hice todo lo que se esperaba de mí con la precisión de un autómata. Recité mantras en que no comprendía, incliné la cabeza en reverencia hacia altares que no me inspiraban nada, barrí hojas secas del suelo como si fueran reliquias sagradas. Cada gesto era técnicamente correcto. Cada paso medido con la precisión de una danza funeral. Pero yo no estaba realmente allí. Mi cuerpo obedecía, pero mi alma había emprendido la huida hacia algún lugar inalcanzable.
Las otras sacerdotisas me saludaban con educación glacial, pero nunca con el más mínimo rastro de calor humano. Me hablaban como si yo fuera otra piedra más en el jardín zen. Otro suspiro perdido entre oraciones vacías. Otra sombra que se difuminaba entre las paredes del silencio eterno.
Y con el tiempo —días, semanas, meses que se fundían en una bruma gris—, comencé a sentirme exactamente así.
Invisible. Translúcida. Una sombra más entre las infinitas sombras que habitaban los muros del silencio sagrado.
Como si nunca hubiera existido realmente.
Por las noches, el templo Tenrin se sumergía en un sueño profundo como la muerte.
Solo los grillos tenían permitido romper el silencio sagrado con su canto incesante, como si fueran los únicos seres vivos que conservaban el derecho a existir después del ocaso. Las lámparas de aceite se apagaban una por una en una procesión silenciosa, y cuando las sacerdotisas deslizaban sus figuras por los pasillos con sus túnicas blancas ondeando como sudarios, parecían almas en pena vagando por un limbo de madera y piedra.
Yo esperaba. Esperaba hasta que el último suspiro se desvanecía en la oscuridad, hasta que cada una de mis hermanas de clausura estaba encerrada en sus celdas de meditación. Solo entonces me permitía volver a vivir.
Me despojaba de la túnica blanca como quien se arranca una segunda piel infectada, y vestida únicamente con un ligero vestido de lino que había guardado del mundo exterior, deslizaba mis pies descalzos por el suelo de madera pulida. Cada tabla conocía mis pasos. Cada crujido era un cómplice silencioso en mi rebelión nocturna.
Mi destino era el muro trasero del templo, allí donde la arquitectura sagrada se rendía ante la naturaleza salvaje. Oculto tras una hilera de cedros centenarios que montaban guardia como centinelas ancestrales, yacía mi secreto más preciado.
Un arco largo de madera rojiza, del color de la sangre seca, envuelto en tela oscura como un tesoro maldito. El regalo que Kenji me había dado por mi decimocuarto cumpleaños, en una época que ahora se sentía como otra vida, otro mundo.
—Es ligero, pero letal en manos expertas —me había dicho entonces, con esa sonrisa suya que mezclaba orgullo fraternal y picardía—. Resistente como el bambú. Como tú, Sakura.
Mi padre jamás supo de la existencia de aquel regalo. De haberlo sabido, lo habría confiscado y encerrado bajo siete llaves, junto con todos mis otros sueños prohibidos.
La razón por la cual ahora lo tenía conmigo, escondido en este santuario de silencio forzado, era una carta desesperada que le había escrito a Kenji apenas unas semanas después de mi llegada. Una súplica sin explicaciones, apenas unas líneas garabateadas con manos temblorosas: "Por favor, hermano. Hazme llegar el arco. Me estoy ahogando en este mar de oraciones vacías."
Nunca recibí una respuesta escrita —las cartas eran censuradas por la madre superiora—, pero una mañana Kaede me entregó un paquete rectangular envuelto en papel de arroz. Había un brillo extraño en sus ojos apagados, como si intuyera que se trataba de algo prohibido, algo que podría incendiar los cimientos mismos del templo. Pero, gracias a todos los dioses que aún me escuchaban, no lo abrió. Tal vez una parte de ella, una parte que creía muerta, recordaba lo que significaba tener secretos que te mantuvieran con vida.
Me adentraba en el bosque como una aparición, con el arco en la mano y un hermoso carcaj de cuero repujado colgando de mi espalda, lleno de flechas talladas a mano. Había descubierto un claro donde el cielo nocturno se abría entre las ramas como una cúpula de estrellas. Donde podía respirar. Donde podía ser yo misma sin pedir perdón.
Extraía las flechas una por una —de madera pulida con delicados grabados de estrellas —, y tensaba la cuerda del arco hasta que cantaba como un instrumento musical.
Mis manos, al principio, eran débiles como las de una muñeca de porcelana. No tenían fuerza, disciplina ni control. Los dedos se me agrietaban como ramas secas. Las palmas se me abrían como fruta demasiado madura, y la sangre manchaba el mango del arco con un rojo que parecía pintura de guerra.
Pero el dolor era bienvenido. Lo aceptaba sin quejas, lo abrazaba, porque al menos así sentía algo real. Algo que no fuera esa apatía gris que se había instalado en mi pecho como un tumor.
Fijaba la mirada en mi objetivo —el tronco nudoso de un roble que había marcado con carbón—, contenía la respiración hasta que mis pulmones ardían, y soltaba la cuerda.
La primera noche, las flechas se perdían en la maleza como pájaros heridos.
La segunda, una rozó la corteza.
La tercera, se clavó en el borde del tronco con un sonido seco que resonó en mi alma como una promesa.
No quería solo disparar al aire como una niña jugando. Quería acertar. Quería que cada flecha fuera una declaración de guerra contra mi destino. Quería ser una guerrera, una cazadora de demonios como mi hermano, algo infinitamente más poderoso que una cara bonita envuelta en túnica blanca esperando a marchitarse entre oraciones que no sentía.
Quería ser libre.
Y noche tras noche, flecha tras flecha, herida tras herida, me acercaba un paso más a esa libertad que sabía a sangre y a estrellas.
Como había prometido, Kenji me visitaba de vez en cuando, cuando sus deberes como Hashira se lo permitían. Sus apariciones eran impredecibles como las estrellas fugaces, pero su presencia me llenaba el pecho de algo parecido al alivio, al oxígeno después de estar ahogándome.
Notaba las miradas de envidia mal disimulada de algunas sacerdotisas más jóvenes, que observaban a mi hermano con esa intensidad desesperada de quien ve a un padre ausente, un hermano perdido, un amante que jamás llegaría a sus vidas de clausura forzosa.
—Me alegra verte, hermanita —me decía siempre a modo de saludo, con esa sonrisa que iluminaba todo el templo como una antorcha—. Ya veo que aún no te ha dado por reducir este lugar sagrado a cenizas y humo.
Cuando no había ojos vigilantes escrutando cada uno de nuestros gestos, me acompañaba al claro secreto donde mi alma recuperaba su forma original. Allí, entre susurros de viento y cantos de grillos, corregía mi postura con manos expertas, me ayudaba a ajustar la tensión del arco hasta que cantara la nota perfecta. A veces me desafiaba a derribar una hoja que danzaba en el aire a veinte pasos de distancia. A veces, simplemente se tendía sobre la hierba húmeda a contemplar las constelaciones que conocía de memoria, como si leyera un mapa hacia casa.
—¿Te aburren las oraciones interminables? —me preguntó una noche, mientras bebíamos agua cristalina del arroyo que serpenteaba entre las rocas como una vena de plata.
—Me aburren las jaulas —respondí sin dudarlo, y mi voz sonó más amarga de lo que pretendía.
Kenji sonrió con esa mezcla de orgullo y tristeza que solo él sabía sostener sin que se contradijera.
—¿Y cómo van las cosas con tus hermanas de clausura? ¿Has hecho alguna amiga?
—Sí —mentí.
Él no insistió. Kenji siempre sabía cuándo no preguntar más, cuándo respetar los muros que construíamos alrededor de nuestras heridas.
—Cuéntame más cosas de los Hashira —le supliqué un rato después, apoyando el mentón sobre las rodillas encogidas.
Sus ojos se encendieron con ese orgullo feroz que reservaba para hablar de sus compañeros de armas.
—Hay uno que puede escuchar a las piedras susurrar secretos. Gyomei-san es un hombre tan enorme como una montaña, más fuerte que diez toros juntos, pero reza con lágrimas genuinas por cada alma que parte de este mundo, incluso por las de los demonios que mata.
—¿Y eso no lo hace débil? —pregunté, extrañada de que un guerrero pudiera llorar abiertamente. Eso jamás había sido común en nuestra familia, donde las emociones se guardaban como cuchillos afilados.
Kenji soltó una risa que sonaba a campanas de viento.
—Al contrario, lo hace infinitamente más peligroso. No duda jamás en matar cuando es necesario, pero siente cada muerte como si le arrancaran un pedazo del alma. Esa compasión lo convierte en imparable.
El respeto impregnaba cada palabra como incienso.
—¿Y los otros? —insistí, hambrienta de historias de un mundo donde yo no podría existir.
—Hay otra que parece suave como una flor de cerezo al viento, pero es letal como veneno de víbora en batalla. Shinobu-san puede acabar con demonios del tamaño de casas usando solo su delicadeza.
Mis ojos se abrieron como platos de porcelana.
—¿Una mujer? ¿De verdad?
Kenji asintió con solemnidad.
—El maestro Ubuyashiki no mira si naciste hombre o mujer. Solo tu valor, tu determinación, tu capacidad para proteger a los inocentes. El corazón no tiene género cuando se trata de salvar vidas.
Me quedé en silencio un largo rato, maravillada ante la idea de que existiera un lugar así, un mundo donde mi sexo no fuera una condena sino simplemente un detalle irrelevante. Kenji arrancó una brizna de hierba y jugueteó con ella entre sus dedos callosos.
—Somos todos tremendamente distintos en personalidad y técnicas. Pero... supongo que es precisamente esa diversidad lo que forja nuestra fuerza como unidad.
Hizo una pausa, y una sonrisa extraña cruzó su rostro.
—Este otro Hashira... arde, Sakura. Así, literalmente. Como te lo digo. Es fuego puro hecho carne. Su voz, sus pasos, cada golpe de su katana. No necesita alzar la voz para ser escuchado por encima de una tormenta, pero lo hace de todas formas. Y cuando lo hace, nadie en el mundo duda de sus palabras. Ni por un segundo.
Alcé las cejas, aún dándole vueltas al hecho de que existieran Hashira mujeres que no tenían que esconderse en templos.
—Parece... abrumador.
Kenji soltó una carcajada que ahuyentó a los búhos cercanos.
—Lo es, pero no de la forma que imaginas. Tiene esa clase de fuego que no quema la piel, sino que enciende algo profundo en tu interior. Si alguna vez tienes la oportunidad de conocerlo, entenderás exactamente lo que quiero decir.
Un escalofrío inexplicable me recorrió las piernas como agua helada.
—¿Y tú? —susurré, girando la conversación hacia terreno más peligroso—. ¿Qué tal tu último período de servicio?
El rostro de Kenji se ensombreció como si una nube hubiera tapado la luna.
—Estuve en una misión hace pocas semanas. Resultó ser... más peligrosa de lo que cualquiera de nosotros había anticipado.
Se hizo un silencio tan absoluto que hasta el bosque pareció contener la respiración, esperando.
—¿Qué pasó exactamente? —pregunté con un hilo de voz.
Una sombra densa como brea cubrió el rostro de mi hermano, transformándolo en un extraño. Sus labios temblaron, apenas.
—Me encontré con él, Sakura. Con él. El rey de todos los demonios. El que comenzó esta pesadilla interminable hace más de mil años.
Sentí que se me secaba la garganta hasta convertirse en pergamino.
—¿De verdad? —susurré su nombre como una oración prohibida.
Él asintió lentamente. Un músculo saltó en su mandíbula como un pez atrapado.
—Pero él... ni siquiera me concedió el honor de un enfrentamiento real. Me miró como si no valiera absolutamente nada, como si fuera una pérdida de tiempo patética. Como un insecto que podría aplastar sin siquiera pensarlo.
Hizo una pausa que se sintió como una eternidad.
—Pero también... como si estuviera memorizando cada línea de mi rostro. Como si estuviera grabando mi existencia en su mente para uso futuro.
Sentí otro escalofrío, pero este era diferente, más frío, más definitivo. Kenji nunca hablaba así. Jamás admitía temor ante nada. Le toqué la mano con dedos temblorosos.
—¿Volverás a buscarlo?
—Siempre —respondió sin un átomo de duda—. Es nuestro único objetivo real, el propósito que da sentido a todo lo demás. Acabar con él de una vez por todas. Y lo encontraré tarde o temprano. O él me encontrará a mí.
Lo dijo sin rabia, sin dramatismo heroico. Solo con la certeza fría de quien habla del invierno que siempre llega, de la marea que siempre regresa.
Nos quedamos en silencio después de eso, envueltos en pensamientos demasiado pesados para palabras. Solo el viento nocturno y el crujido melancólico de las ramas nos acompañaron.
Esa noche no entrenamos más con el arco.
Solo nos quedamos allí sentados uno junto al otro, como dos huérfanos de algo que aún no sabíamos que habíamos perdido para siempre.
Chapter 3: El hombre en el jardín
Chapter Text
III. El hombre en el jardín
El incienso se consumía lento en la esquina del altar, dibujando espirales de humo que ascendían hacia el techo como almas buscando el cielo. Me gustaba contemplar esas formas etéreas que se disolvían en la penumbra.
Estaba completamente sola esa noche. El sol había muerto detrás de las montañas y el resto de las sacerdotisas se había congregado en los jardines interiores para sus cánticos vespertinos. Aproveché el silencio sagrado, siempre más puro y honesto que sus oraciones mecánicas.
Me arrodillé para limpiar los bordes tallados del altar con un paño húmedo. La madera estaba agrietada por décadas de veneración, pero aún conservaba su aroma: cedro milenario, resina dulce, tiempo convertido en perfume. Era lo más consolador que había conocido en meses.
Fue entonces cuando lo sentí.
No el sonido familiar de pasos sobre madera. No una voz. Una presencia. Como si el aire mismo hubiese cambiado de densidad, como si la realidad se hubiera curvado alrededor de algo que no debería existir en este mundo.
Me incorporé con lentitud instintiva, cada músculo de mi cuerpo poniéndose en alerta, y giré la cabeza hacia la entrada del patio.
Y allí estaba.
De pie, emergiendo apenas de la oscuridad que se aferraba a los pilares, como si la oscuridad misma lo hubiera parido de sus entrañas. Las columnas de madera y la noche estrellada parecían enmarcarlo con un respeto reverencial que me heló la sangre. No vestía como un peregrino desarrapado ni como un aldeano humilde: sus ropas eran demasiado refinadas, demasiado elegantes, y tan inmaculadamente limpias que resultaban antinaturales en cualquier viajero.
Su piel era pálida como mármol pulido bajo la luz de la luna, hasta el punto de parecer irreal. El rostro, demasiado perfecto en su simetría, refinado hasta rozar lo sobrenatural. Era devastadoramente hermoso, pero sus ojos... sus ojos desentonaban con todo lo demás. Oscuros como vino derramado, demasiado quietos, demasiado fijos. No parpadeaba lo suficiente.
El instinto primitivo que habita en lo más hondo de todo ser vivo me obligó a dar un paso atrás, aunque mi mente racional aún no comprendiera por qué.
Nuestras miradas se encontraron a través del espacio cargado de incienso y peligro. Y en esos ojos fríos y vacíos como pozos sin fondo, algo cambió. Tal vez fueran imaginaciones de una mente aterrada, pero juraría por mi vida que me miró como si hubiera descubierto algo completamente inesperado, como si hubiera encontrado un tesoro donde solo esperaba encontrar piedras.
Su voz llegó grave, hipnótica, con una cortesía tan pulida que se deslizaba sobre la piel como terciopelo empapado en veneno:
—Disculpa la intrusión, hermosa flor. No era mi intención asustarte.
Me obligué a enderezar la espalda con toda la dignidad Saitō que corrían por mis venas, aunque sentía mi pulso golpeándome en las sienes como un tambor de guerra.
—No me ha asustado —mentí con voz firme que sonó más convincente de lo que me sentía.
Un destello de diversión genuina se encendió en sus ojos como una llama oscura, como si hubiera escuchado el eco real y desesperado de mi corazón antes que mis palabras valientes. Me incliné apenas, siguiendo el protocolo que me habían grabado a fuego.
—Bienvenido al templo Tenrin. ¿Busca guía espiritual o desea hacer alguna ofrenda a los dioses?
Él sonrió con una lentitud deliberada. Una sonrisa técnicamente perfecta, milimetricamente calculada, que no mostró ni un solo diente. Como si supiera exactamente el efecto que causaba y lo disfrutara.
—Una ofrenda... —murmuró, estirando la palabra con una cadencia que alargó el silencio entre nosotros hasta hacerlo insoportable—. Y quizás también algo de paz para mi alma atormentada. Es terriblemente difícil encontrarla en este mundo moderno tan... caótico.
Su tono era suave, civilizado hasta la perfección, pero había en él algo que no encajaba en ninguna categoría. Algo que hacía vibrar el aire entre nosotros como una cuerda de shamisen tensada hasta el punto de ruptura.
Asentí, esforzándome por mantener el control sobre mis manos temblorosas.
—Este altar sagrado está abierto a todo aquel que lo desee.
Él avanzó entonces, con pasos tan ligeros que apenas hicieron crujir la madera bajo sus pies. Su andar tenía algo de irreal, como si flotara a centímetros del suelo, como si en cualquier momento fuese a desvanecerse como humo... o abalanzarse sobre mí como una fiera. Me puse rígida cuando la distancia se acortó peligrosamente, segura de que iba a invadir mi espacio personal. Pero se detuvo justo antes, con una precisión que no podía ser casualidad. Ni demasiado lejos para dejarme respirar tranquila, ni lo bastante cerca como para rozarme con su presencia. Lo calculado de ese gesto me heló la sangre más profundamente que si realmente hubiera dado ese último paso.
Aún así, el aire nocturno me trajo su perfume: masculino, denso, embriagador, con un trasfondo oscuro y metálico que no terminaba de reconocer pero que despertaba cada alarma primitiva en mi cerebro.
—Mi nombre es Tsukihiko —dijo con una suavidad de terciopelo que no encajaba en absoluto con la intensidad depredadora de su mirada, fija en mí como si todo lo demás en el universo hubiera dejado de existir—. Soy comerciante de sedas finas. Viajo por todo el país en busca de... tesoros raros.
Tsukihiko.
Repetí el nombre en silencio, probando su sabor extraño y peligroso en mi lengua. Había algo en esas sílabas que no me gustaba, algo que susurraba mentiras.
—Yo soy Sakura —respondí con voz más ronca de lo habitual. Aquí los apellidos sobraban, las identidades se difuminaban.
Él inclinó apenas la cabeza en un gesto de perfecta educación, pero su mirada no se movió ni un milímetro de la mía, como si estuviera memorizando cada detalle de mi rostro.
—Sakura... —pronunció mi nombre con una lentitud exquisita, alargando cada sílaba como si la saboreara en su lengua, como si al decirlo me deshojara pétalo a pétalo hasta dejarme completamente desnuda—. Un nombre extraordinariamente apropiado para una flor tan exquisita que jamás debería marchitarse.
Un escalofrío helado me recorrió la columna vertebral como dedos de hielo. La rigidez súbita en mis hombros lo delató inmediatamente.
—Puede dejar su ofrenda en el cuenco de piedra —logré decir, señalando el pequeño pedestal tallado que descansaba junto al altar.
Él lo miró apenas, con un desinterés tan elegante como ensayado, como si ya hubiera conocido íntimamente todos los altares sagrados del mundo y este fuera uno más en una colección infinita. De su manga de seda emergió una pequeña bolsa de tela negra como la noche, ceñida con un hilo rojo. Cuando la dejó caer en el cuenco con aparente descuido, el leve contacto resonó mucho más de lo esperado. Un olor extraño se alzó al instante, espeso y penetrante: almizcle salvaje... y un matiz metálico que me raspó la garganta como garras.
—Rezo por salud. Por longevidad —su voz descendió una octava completa, arrastrándose por el aire como humo negro—. Por permanencia.
El nudo en mi estómago se apretó hasta convertirse en dolor físico. No era por las palabras en sí, sino por la forma en que las pronunció: no como un ruego humilde, sino como un decreto imperial. Como si su plegaria ya hubiera sido concedida desde mucho antes de que naciera.
El silencio se estiró entre nosotros como una cuerda a punto de romperse. Sentí su mirada sobre mí, incisiva como un bisturí, calculadora como la de un estratega militar. No miraba como los demás hombres que habían visitado el templo, no buscaba mi belleza ni mi sumisión femenina. Buscaba algo infinitamente más profundo. Como si tanteara las grietas invisibles de mi alma, esperando encontrar el punto exacto donde podría quebrarme.
Lo entendí entonces con una claridad que me aterró: no era un hombre contemplando a una mujer. Era un depredador midiendo a su presa perfecta.
—No es común ver a una joven como tú en un lugar tan remoto como este —comentó al fin, con una calma que parecía estudiada—. Tienes una presencia... poco usual para una simple sacerdotisa.
Fruncí el ceño, sin saber si aquello era un halago envenenado o una amenaza velada. Pasé la lengua por mis labios resecos en un gesto casi involuntario. Sus ojos siguieron el movimiento con un interés demasiado evidente, demasiado hambriento, aunque su rostro perfecto permaneció sereno como una máscara de porcelana.
—¿Y es común que un comerciante de sedas sea tan devotamente religioso? —repliqué, intentando devolverle la misma medida de escrutinio, aunque mi voz tembló ligeramente.
Pareció genuinamente complacido con mi atrevimiento. Una risa breve y contenida escapó de sus labios, la más precisa y controlada que había escuchado jamás, como si incluso la diversión debiera obedecerle por completo.
—Trabajo con cosas delicadas y valiosas —respondió al fin, sus palabras arrastrándose con una cadencia casi íntima que me hizo estremecer—. Pero a veces necesito recordarme a mí mismo que existe belleza en este mundo que simplemente no se puede comprar. Belleza que debe ser... conquistada.
Aparté la mirada bruscamente y fingí acomodar las flores de loto en un jarrón de cerámica, como si el gesto pudiera devolverme algo del control que sentía escapárseme entre los dedos.
—¿Se hospeda en el templo? —pregunté sin atreverme a mirarlo directamente, temiendo lo que podría encontrar en esos ojos imposibles.
Por el rabillo del ojo lo vi ladear apenas la cabeza, un movimiento mínimo pero completamente felino que me puso la piel de gallina.
—No. Me alojo en un hotel cerca de la ciudad de Mashiko. Pero no está tan lejos como para impedirme regresar... cuando el deseo me llame.
Deslicé los dedos por el borde sedoso de un pétalo blanco, buscando desesperadamente anclarme a su textura frágil y real.
—¿Tiene pensado quedarse mucho tiempo en la región? —insistí, aunque una parte de mí no quería saber la respuesta.
Tsukihiko guardó silencio unos instantes eternos. El silencio se alargó tanto que empecé a preguntarme si pensaba responder o si simplemente se desvanecería como una pesadilla al amanecer.
—Aún no lo he decidido —dijo al fin, con esa serenidad que parecía esconder abismos de secretos—. Depende de cuán... interesante resulte mi estancia aquí.
La forma en que pronunció "interesante" me erizó la piel.
Inclinó la cabeza en una reverencia perfecta, demasiado elegante para un comerciante común. Luego giró sobre sus pasos con la gracia líquida de un depredador y se perdió entre los pilares del templo como si se fundiera con las sombras mismas. El humo del incienso lo envolvió un momento antes de disolverse, pero lo que dejó tras de sí era otra cosa completamente diferente: una huella invisible pero indeleble, inquietante, imposible de nombrar pero imposible de olvidar.
Cuando desapareció por completo, respiré hondo por primera vez en lo que se sintió como una eternidad, apoyándome contra el altar como si fuera lo único sólido en un mundo que se tambaleaba. El aire nocturno no volvió a ser el mismo.
Sentía las piernas tensas como cables de acero, los dedos crispados hasta doler. Me di cuenta de que había estado conteniendo la respiración desde el primer momento en que lo vi emerger de las sombras.
No sabía exactamente qué me hacía sentir esa presencia. Desconfianza visceral. Alerta animal. Pero también...
Recordé la manera en que me había mirado, como si fuera la única persona real en un mundo de fantasmas. Era la primera vez en mi vida que alguien me miraba así: no como a una mujer decorativa, ni como a una dama de buena familia, sino como a un objeto precioso y único al que ya hubiera puesto precio.
Un precio que estaba dispuesto a pagar.
Curiosidad. Sí. Eso me despertaba también, por más que me aterrara admitirlo.
Y esa curiosidad, lo sabía en lo más profundo de mi ser, sería mi perdición.
Tsukihiko volvió, como una fiebre recurrente que no podía sacudirme.
Siempre con una excusa distinta, cada una más elaborada que la anterior. Ofrendas exóticas de lugares lejanos, plegarias por ancestros, preguntas eruditas sobre rituales que conocía mejor que las propias sacerdotisas, interés casi académico por la arquitectura milenaria del templo. Nunca hacía nada que pudiese considerarse remotamente inapropiado por los cánones más estrictos. Y sin embargo, su sola presencia en aquel espacio sagrado parecía la transgresión más profunda que había presenciado jamás.
Empezó a aparecer con una regularidad que no podía ser casualidad. Los mismos días de la semana, siempre al atardecer, justo cuando el sol moría tras las montañas y el silencio se asentaba sobre los jardines como una manta de terciopelo negro que ahogaba hasta el último suspiro.
Al principio no se atrevió a acercarse de nuevo para entablar conversación directa conmigo. Se limitaba a deambular entre los ciruelos en flor como un espíritu elegante, a observar con fascinación estudiada el humo del incienso consumirse en espirales hipnóticas sobre los altares. Pero yo lo sentía. Sentía su mirada siguiendo cada uno de mis movimientos como una caricia invisible que me erizaba la piel.
Luego, gradualmente, sí se acercó más. Como una marea que avanza centímetro a centímetro.
—Espero no estar siendo terriblemente inoportuno con mis visitas nocturnas —me decía siempre a modo de saludo, con esa voz de terciopelo líquido, tan suave y seductora que parecía más diseñada para persuadir almas que para comunicar pensamientos mundanos.
—Es un templo. Está abierto a todos los que buscan consuelo —respondía yo automáticamente, aunque cada vez me costaba más trabajo mantener esa neutralidad profesional que se me desmoronaba entre los dedos como arena.
Con el paso de las semanas, como si fuera parte de un plan cuidadosamente orquestado, empezamos a entablar conversaciones que se volvían cada vez más fascinantes y peligrosas. Conversaciones que me hacían pensar en formas que jamás había pensado antes, que me desafiaban a demostrarle que no era una niña tonta vestida de sacerdotisa. Hablábamos de arte clásico y moderno, de historia oculta que no aparecía en los libros oficiales, de avances científicos que cambiaban el mundo mientras nosotras rezábamos aisladas del progreso.
Pero gradualmente pasamos de esas cosas generales e intelectuales a territorios mucho más íntimos y peligrosos.
—¿Crees en el destino, Sakura? —me preguntó una noche particularmente húmeda y cálida, mientras las sombras se alargaban como dedos hambrientos bajo los aleros curvos del tejado.
—No lo sé —admití, sorprendiéndome por mi propia honestidad—. A veces siento que el mío ya está escrito con tinta indeleble, y que lo ha firmado otra persona usando mi nombre sin mi consentimiento.
Él sonrió con esa sonrisa que jamás mostraba dientes, sin dejar de mirarme directamente a los ojos. Porque siempre me miraba a los ojos con una intensidad que rayaba en lo obsceno, sin pudor alguno, sin las barreras sociales que debían existir entre extraños.
—El destino no es más que la excusa patética de los cobardes para evitar la responsabilidad de elegir —murmuró con una convicción que me hizo temblar—. Y tú, querida mía, definitivamente no pareces de las que se conforman mansamente con un destino impuesto por otros.
No supe qué responder a eso. Porque deseé desesperadamente que fuera cierto. Que realmente me viera como alguien distinto, especial. Como alguien que resaltaba entre la multitud gris de mujeres sumisas y predecibles.
Empezó a hacerme preguntas cada vez más personales. Nada demasiado directo o vulgar, pero tampoco remotamente inocente. Preguntas que se filtraban bajo mi piel como agujas de seda.
Otra noche, mientras yo cambiaba las telas bordadas del altar principal con manos que ya no eran del todo firmes, él se colocó silenciosamente detrás de mí. Tan cerca que pude sentir el calor que irradiaba su cuerpo como si fuera un horno humano.
—¿No te sientes terriblemente sola aquí, rodeada de mujeres que han renunciado a vivir? —susurró junto a mi oído, haciendo que cada pelo de mi nuca se erizara como si hubiera sido tocado por electricidad.
Y no sé por qué, quizás porque mi resistencia se había desgastado como tela vieja, le contesté con una verdad que jamás había admitido en voz alta.
—Sí. Me siento completamente sola.
Aún sin mirarlo, supe con certeza absoluta que estaba sonriendo con esa satisfacción silenciosa de quien acaba de ganar una batalla importante.
—Pareces furiosa por dentro —murmuró con una percepción que me desarmó completamente—. A veces, parece que quisieras gritar hasta desgarrarte la garganta. Parece que quisieras golpear el mundo hasta reducirlo a escombros.
Me quedé completamente inmóvil, como un animal atrapado en una trampa. Él se acercó un poco más, invadiendo ese espacio que nadie más había osado cruzar jamás. No lo suficiente para rozarme físicamente, pero sí para que su presencia se volviera asfixiante y embriagadora a la vez.
—A veces este mundo cruel e injusto merece toda nuestra rabia —añadió con una voz que parecía entender secretos que yo ni siquiera sabía que tenía.
Me giré hacia él con movimientos de autómata. Me sacaba una cabeza completa, así que tuve que inclinar la barbilla hacia arriba para encontrar esos ojos imposibles que me miraban como si pudieran leer cada pensamiento prohibido en mi alma.
Sin dejar de sostener mi mirada con esa intensidad hipnótica, sacó algo de su manga de seda y me lo ofreció con una elegancia.
Bajé la vista con el corazón martilleando contra mis costillas.
Un pequeño libro de tapa roja. No tenía título visible, pero la encuadernación era exquisita, claramente antigua y valiosa.
Lo cogí con manos que temblaban imperceptiblemente, sintiendo el peso del objeto como si fuera plomo fundido.
—Poemas —murmuró, y su voz se había vuelto aún más íntima—. Para cuando no encuentres las palabras adecuadas para darle forma a todo lo que sientes arder en tu interior.
Toqué la superficie rugosa apenas con la yema de los dedos. La encuadernación era de cuero genuino, trabajada por manos maestras. Debía haber costado una fortuna.
—No puedo aceptar algo tan valioso —dije, negando con la cabeza aunque ya lo había aceptado, ya era mío, ya formaba parte de mí—. No sería apropiado.
—Considéralo una ofrenda más al templo —replicó con esa lógica seductora que hacía que todo sonara razonable—. No para los dioses distantes e indiferentes. Para ti, que eres infinitamente más real y hermosa que cualquier deidad de mármol.
Lo escondí esa misma noche bajo mi futón, como una adolescente guardando cartas de amor prohibidas. Leí a la luz temblorosa de una vela hasta que mis ojos lloraron de cansancio. Los versos eran extraordinarios, llenos de una pasión y una oscuridad que me dejaron un vacío extraño en el corazón, como si hubieran despertado un hambre que no sabía que existía.
Esa fue la primera vez que soñé con él. Sueños febriles, confusos, llenos de susurros y caricias que me despertaron empapada en sudor frío, con el corazón galopando como si hubiera corrido kilómetros en la oscuridad.
Y cuando abrí los ojos en la penumbra de mi celda, lo primero que hice fue buscar el libro bajo mi almohada, como si fuera la única prueba de que no me estaba volviendo loca.
Como si fuera lo único real en un mundo que se desmoronaba lentamente a mi alrededor.
Las noches eran lo único que aún sentía como verdaderamente propias.
Cuando todo el templo se sumergía en el sueño, yo me deslizaba descalza por el patio trasero, cruzaba en silencio los corredores de piedra pulida, y trepaba la pequeña colina que se alzaba detrás del santuario como una joroba verde. Empuñaba mi arco y caminaba hasta el claro del bosque que ya consideraba mi verdadero santuario, más sagrado que cualquier altar de incienso y oraciones vacías.
El cuero familiar de la empuñadura se adhería a mi piel como una segunda piel. Ahora tenía callos en las palmas, marcas rugosas que testimoniaban horas de entrenamiento silencioso. No me importaba que fueran imperfecciones. Al contrario, me gustaba contemplar esas pequeñas rebeldías grabadas en mi carne. Sabía que sacarían de quicio a mi padre y a mi tía si las descubrieran, y esa idea me llenaba de una satisfacción perversa.
Cada movimiento del arco era mi propia oración pagana. Cada flecha liberada, un grito silencioso de libertad.
Pensé en Kenji mientras tensaba la cuerda. En cuánto tiempo había transcurrido desde su última visita, en cómo ya ni siquiera me enviaba cartas. Quizás estaba sumergido en alguna misión peligrosa en territorios remotos. Quizás no tenía tiempo que desperdiciar pensando en su hermana encarcelada entre muros.
Apunté hacia el tronco marcado con carbón. Contuve la respiración hasta que mis pulmones ardieron. Solté.
La flecha cortó el aire nocturno con un silbido agudo y letal, clavándose en el corazón de mi objetivo con un sonido seco que resonó entre los árboles.
—Elegante técnica. Pero mantienes demasiado abierta la postura del hombro derecho.
Me giré bruscamente, con cada músculo de mi cuerpo tensándose como un resorte. El corazón me golpeó las costillas con la fuerza de un martillo.
Él estaba allí, emergiendo de las sombras como si fuera parte de ellas. De pie bajo la luz plateada de la luna creciente, con una postura relajada que me indicó inmediatamente que llevaba un buen rato observándome en silencio, estudiando cada uno de mis movimientos como un depredador paciente.
—¿Qué haces aquí? —conseguí preguntar, alzando apenas la voz por encima de un susurro, sintiendo cómo el calor me subía por el cuello hasta las mejillas.
Tsukihiko ladeó la cabeza con esa gracia felina que lo caracterizaba, y sus ojos color vino me recorrieron de arriba abajo con una lentitud deliberada que me hizo sentir como si estuviera siendo desnudada capa por capa.
—Me preguntaba quién practicaba tiro con arco a estas horas impías, escondida en el bosque como una pequeña ninfa salvaje.
Instintivamente, como una niña sorprendida robando dulces, puse el arco detrás de mi espalda, como si pudiera hacerlo desaparecer.
—No se lo digas a nadie —supliqué, y me sorprendió escuchar esa nota de vulnerabilidad desesperada en mi propia voz. El rubor se intensificó hasta volverse abrasador.
Él sonrió con esa sonrisa que jamás mostraba dientes, pero que conseguía ser más predatoria que cualquier mueca feroz.
—No tengo la menor intención de hacerlo, querida mía.
Le creí. Sin saber por qué, le creí completamente. Un silencio espeso se instaló entre nosotros, roto apenas por el canto lejano de los grillos y el crujido melancólico de las ramas mecidas por la brisa nocturna.
Fue entonces cuando tomé dolorosa conciencia de mi estado: vestida únicamente con ese camisón de lino blanco que apenas ocultaba las formas de mi cuerpo, el cabello negro suelto cayendo en ondas marcadas hasta la cintura, los pies desnudos sobre la hierba húmeda, el arco en mis manos como una confesión de rebeldía. Salvaje. Completamente inapropiada para una sacerdotisa.
Pero él parecía pensar algo completamente diferente. Se acercó a mí con esa elegancia que lo caracterizaba, hasta que solo un paso nos separó. Lo miré a los ojos con todo el desafío que pude reunir, negándome a bajar la mirada como una doncella tímida.
Y entonces lo noté, claro como la luz de la luna sobre agua. La forma en que sus ojos color sangre recorrían cada línea de mi cuerpo, cada curva insinuada bajo la tela fina. No como quien simplemente observa... sino como quien imagina. Como quien ya me había desnudado en su mente y estaba saboreando cada detalle.
Me sentí completamente expuesta, a pesar del camisón que me cubría desde el cuello hasta los tobillos. No dijo nada. No hizo ningún movimiento brusco. Solo me contempló con esa quietud antinatural que lo envolvía como una segunda piel, como si el mundo entero no pudiera tocarlo, pero él sí pudiera poseerme completamente con solo desearlo.
El hambre en sus ojos fue tan violenta, tan desnuda, que di un paso atrás instintivamente.
—¿Por qué entrenas en secreto? —preguntó en un susurro que se deslizó por mi piel como seda áspera.
Apreté la mandíbula, buscando fuerzas en algún rincón profundo de mi ser.
—Para no olvidar quién soy.
—Y dime... ¿quién eres realmente, Sakura?
—Alguien que se niega a ser un pájaro enjaulado esperando a marchitarse.
Sus ojos se entornaron ligeramente, como si estuviera memorizando cada sílaba de mi confesión para atesorarla en algún rincón oscuro de su mente.
—Ese arco... es extraordinariamente importante para ti, ¿verdad?
No respondí. No podía confiar en que mi voz no se quebrara.
—Debiste ser una guerrera en alguna vida pasada —murmuró, acercándose otro paso imperceptible—. Lo llevas grabado en cada línea del cuerpo. En la forma de respirar. En la manera de sostener tu centro de gravedad.
Me erguí con orgullo fingido. No quería que viera más de lo que ya había visto. No quería que supiera cuánto había anhelado toda mi vida que alguien me dijera exactamente esas palabras.
—No deberías estar aquí —murmuré, aunque mi voz carecía de cualquier convicción real.
Sonrió de lado, con esa expresión que conseguía ser sensual y peligrosa al mismo tiempo.
—Tú tampoco deberías estar aquí, querida mía. Y sin embargo, aquí estás. Y aquí estoy yo.
Dio otro paso hacia mí, invadiendo ese espacio íntimo que nadie había cruzado jamás. Se inclinó apenas, lo suficiente para que su aliento rozara mi cuello, y aspiró profundamente como si quisiera memorizar mi esencia más íntima. Cerró los ojos durante un segundo eterno. Cuando los abrió de nuevo, había una sombra peligrosa danzando en ellos, un autocontrol que se fracturaba como cristal bajo presión.
Pero entonces, como si una parte de él recuperara la cordura, dio un paso atrás y se giró para marcharse, con pasos tan ligeros que no dejaron ni la más mínima huella en la hierba empapada de rocío.
Antes de desaparecer entre las sombras hambrientas del bosque, me miró por encima del hombro con esa intensidad que me dejaba sin respiración.
—Buenas noches, Sakura.
Mi nombre se deslizó por su lengua como miel, como una promesa y una amenaza envueltas en terciopelo.
Y cuando se desvaneció completamente en la oscuridad, me quedé allí temblando, con el arco aún en mis manos y el corazón galopando como si hubiera estado a punto de suceder algo que cambiaría mi vida para siempre.
—No puedes seguir escapándote por las noches como una ladrona. Lo sabe todo el templo —espetó Kaede con una dureza que jamás le había conocido—. He recibido múltiples quejas de las otras sacerdotisas. Dicen que tus ausencias perturban la armonía sagrada.
—No molesto a nadie —respondí con sequedad, sintiendo cómo la rabia familiar empezaba a trepar por mi garganta como bilis ardiente.
—Este es un lugar de recogimiento espiritual y pureza. Sea lo que sea que hagas durante tus escapadas nocturnas, debes detenerte inmediatamente. O me veré obligada a informar a tu padre de tu comportamiento inadecuado.
Contuve la lengua con una fuerza de voluntad que me sorprendió. Porque si abría la boca en ese momento, iba a gritar. Iba a explotar como una bomba que llevaba meses acumulando presión. Iba a golpear algo hasta que mis nudillos sangraran.
Me encerré en mi habitación antes de que pudiera añadir nada más a su sermón. Cerré la puerta corredera con un golpe que resonó por todo el pasillo y me dejé caer frente a la pequeña mesa de madera, con las manos temblando de impotencia y furia contenida.
Tomé papel de arroz. Tinta negra. Y escribí con una caligrafía que se volvía más errática con cada carácter.
Honorable padre,
Este no es mi lugar en el mundo. No soy lo que necesitas que sea, no importa cuánto lo intente.
He seguido cada regla, he cumplido cada deber impuesto. Pero no puedo seguir fingiendo ser alguien que no soy.
Te suplico que me permitas regresar a casa. Déjame entrenar como Kenji. Déjame ser útil de verdad.
Puedo servir a nuestra familia de maneras que van más allá de las oraciones vacías.
No quiero ser una sombra que se desvanece en vida.
Tu hija, Sakura
Metí la carta en un sobre con manos que ya no temblaban—ahora estaban completamente rígidas—y la deposité en la cesta de bambú al final del pasillo, donde una de las sacerdotisas encargadas del correo la recogería al amanecer.
Esa noche no dormí ni un segundo. Solo me quedé tendida sobre el futón, escuchando el silencio absoluto del templo, esperando una respuesta que una parte de mí sabía que nunca llegaría.
Las palabras de mi tía regresaron a mi mente como dagas afiladas: "No naciste para las oraciones vacías y el incienso barato. Y desde luego, tampoco para las espadas, aunque sueñes con ellas como una niña tonta."
Me levanté con la respiración atrapada en el pecho como un animal herido y desesperado. Salí al jardín nocturno con los ojos ardiendo de lágrimas, sin saber si quería golpear algo hasta destrozarlo o simplemente desaparecer de la faz de la tierra. Corrí entre los cerezos y me dejé caer contra el tronco del más remoto, en una esquina oculta del jardín donde las sombras se tragaban todo rastro de luz.
Y entonces, él apareció como materializado de la nada misma. Como si hubiera estado esperando ese momento exacto durante horas, como si hubiera presentido mi quebranto desde kilómetros de distancia. Ni siquiera me sobresalté. Era como si una parte de mí hubiera estado esperándolo también.
Su rostro hermoso me estudió con una atención que se sintió como una caricia y un escalpelo al mismo tiempo.
—No deberías llorar, hermosa mía —dijo con esa voz de terciopelo que siempre conseguía calmarme y alterarme a la vez—. Solo los débiles lloran. Y tú no eres débil. Jamás lo has sido.
Aparté la mirada, avergonzada de que me viera en ese estado de vulnerabilidad absoluta. Él se agachó a mi lado con esa gracia fluida que lo caracterizaba, y colocó su brazo contra el tronco del cerezo, por encima de mi cabeza. En ese momento fui plenamente consciente de su cuerpo—la anchura de sus hombros, la fuerza contenida en cada línea de su silueta, cuán fácil sería para él quebrarme si quisiera.
—¿Por qué sigues viniendo aquí noche tras noche? —pregunté con la voz quebrada.
—Porque me fascinas, Sakura —respondió con una simplicidad que me desarmó por completo—. Veo lo que llevas ardiendo en tu interior. Veo lo que los demás se niegan a reconocer. Veo lo que podrías llegar a ser si te liberaras de todas estas cadenas invisibles.
Me eché a reír, un sonido hueco y ahogado que sonó más como un sollozo.
—No soy nada —susurré, y las palabras me quemaron la garganta—. No soy buena hija, ni buena sacerdotisa. No tengo permiso para ser quien realmente quiero ser. No tengo permiso para existir.
Él no dijo nada inmediatamente. Solo me contempló con esos ojos imposibles que parecían ver a través de todas mis defensas. Su silencio no me pesaba como el de los demás. Al contrario, era como un espacio sagrado donde por fin cabía entera, donde me sentía escuchada y comprendida sin necesidad de explicaciones.
—Puedes ser exactamente quien desees ser —susurró finalmente, acercándose hasta que su aliento rozó mi mejilla—. Solo necesitas el valor suficiente para abrazar tu verdadera naturaleza, sin pedir perdón por ello.
Resoplé de una manera completamente impropia para una dama.
—¿Mi verdadera naturaleza? ¿Cuál exactamente? ¿La de mujer piadosa y sumisa, o la de mujer indefensa y decorativa?
Él rió levemente, un sonido que vibró en su pecho como el ronroneo de un felino grande.
—No eres ninguna de esas dos, mi querida niña salvaje.
Se llevó la mano al interior de su chaqueta de seda. Cuando la sacó, algo brilló bajo la luz plateada de la luna como una estrella caída.
—¿Una daga? —susurré, sintiendo cómo se me aceleraba el pulso.
Él asintió con solemnidad. Y entonces, moviéndose con una lentitud deliberada, agarró mi muñeca y me obligó suavemente a alzar la palma. Sentí su contacto como una descarga eléctrica—frío y abrasador a la vez, imposible e inevitable. Me estremecí hasta la médula cuando depositó el arma en mi mano. La daga era pequeña pero perfectamente equilibrada, cabía en mi palma como si hubiera sido forjada específicamente para mí.
—¿Por qué me das esto? —pregunté con un hilo de voz.
—Porque reconozco a una guerrera cuando la veo. Porque sabes exactamente cómo usarla, aunque nunca te hayan enseñado.
Sus dedos largos y pálidos se cerraron alrededor de mi mano, obligándome a empuñar la daga con firmeza. Y ese contacto, vivo, real, eléctrico, se sintió como una corriente de fuego líquido extendiéndose por todo mi cuerpo. Jamás un hombre me había tocado de esa manera. Los únicos contactos físicos que había conocido eran los de mi hermano o mi padre en contadas ocasiones—siempre fraternales, paternales, completamente inocentes.
Esto no tenía nada de inocente.
Su mirada tampoco.
Mi piel ardía bajo su toque como si tuviera fiebre. Quise retirar el brazo, romper el contacto que se sentía demasiado íntimo, demasiado peligroso. Pero no me moví. No podía. Él tampoco se movió. Su mano siguió cerrada alrededor de la mía como un grillete de carne y hueso.
Me sostuvo la mirada con una intensidad que rayaba en lo hipnótico, como si estuviera memorizando cada milímetro de mi rostro para atesorarlo en algún archivo secreto de su mente.
Entonces se incorporó con esa elegancia sobrenatural, liberando mi mano pero dejando la daga en mi posesión.
—Las mujeres piadosas e indefensas no portan armas, querida Sakura —murmuró, y había algo en su sonrisa que me hizo estremecer—. Pero las guerreras sí.
Y se desvaneció en la oscuridad sin volver a mirarme, dejándome sola con el peso de la daga en mis manos y la sensación de que acababa de cruzar una línea invisible de la que no habría retorno.
No ansiaba nuestros encuentros. O eso me repetía obsesivamente, una y otra vez, esperando que la repetición convirtiera la mentira en verdad. La realidad que me negaba a admitir era mucho más perturbadora: lo buscaba activamente.
Cada vez que bajaba las escaleras del pabellón principal con pasos deliberadamente rápidos, fingiendo estar ocupada en tareas urgentes. Cada vez que me asomaba al jardín nocturno como por pura casualidad. Cada vez que limpiaba los altares con un esmero obsesivo que no tenían por qué necesitar, sabiendo que él podía materializarse en cualquier momento desde las sombras.
Me cepillaba el cabello negro hasta que brillaba como seda bajo la luz de las lámparas, y lo ataba en una trenza perfecta que caía sobre mi hombro. Me aseguraba de tener las manos inmaculadamente limpias, la túnica blanca prístina y sin una sola arruga. Y la daga—esa daga que él me había entregado como un sacramento profano—la llevaba atada a mi muslo con una cinta de seda, oculta bajo las capas de tela sagrada, sintiéndola como un pecado delicioso que me encendía la sangre. Un secreto ardiente. Un símbolo de lo que estaba convirtiéndome.
Desde que me la dio, no me había separado de ella ni un solo instante.
"Las mujeres piadosas e indefensas no portan armas, querida Sakura. Pero las guerreras sí."
Todo estaba prohibido. Cada pensamiento, cada encuentro, cada latido acelerado de mi corazón cuando lo veía. Una sacerdotisa consagrada no podía portar armas. No debía hablar con hombres desconocidos en la oscuridad y sentir fuego líquido corriendo por sus entrañas como lava.
Esa noche, por primera vez, fui yo quien fue deliberadamente a su encuentro. Lo encontré junto al estanque de piedra, contemplando su propio reflejo en el agua negra como si fuera un espejo que guardara secretos milenarios. No me saludó. Ni siquiera alzó la mirada hacia mí.
—Ven —ordenó simplemente, con esa voz de autoridad natural que no admitía desobediencia, como si ya supiera con certeza absoluta que yo le seguiría hasta el fin del mundo si me lo pidiera.
Echó a andar con esa elegancia líquida que lo caracterizaba, cruzando patios silenciosos y pasillos donde nuestros pasos resonaban como latidos. Me condujo hasta un pabellón lateral que llevaba años cerrado tanto a peregrinos como a sacerdotisas por riesgo de derrumbe, completamente cubierto de enredaderas que se habían apoderado de él como dedos verdes hambrientos. Dentro, el aire olía a madera húmeda, a tiempo detenido, a secretos que fermentaban en la oscuridad.
—He venido a dejar una ofrenda aquí —dijo con esa cadencia hipnótica que siempre conseguía desarmarme.
Pero cuando miré alrededor no había incienso humeante, ni flores frescas, ni fruta como ofrenda. Solo nosotros dos en la penumbra cargada de algo que no sabía nombrar.
—¿Es invisible? —pregunté, intentando inyectar algo de ligereza en mi voz temblorosa.
Él sonrió con esa sonrisa que jamás mostraba dientes pero que conseguía ser más predatoria que cualquier mueca feroz.
—Solo para aquellos que se niegan a ver la verdad que tienen delante de sus ojos.
Alcé la mirada hacia el techo en ruinas del templo abandonado. Algunas tejas se habían derrumbado hacía décadas, y por los pequeños agujeros irregulares se colaba la luz plateada de la luna llena como dedos luminosos. El repentino reflejo me cegó momentáneamente, y cuando bajé la mirada parpadéando me encontré con él parado justo delante de mí, tan cerca que podía contar las pestañas oscuras que enmarcaban esos ojos imposibles.
—¿Quién serías realmente si pudieras elegir libremente? —preguntó de pronto, con voz tan baja que tuve que inclinarme hacia él para escucharlo, estudiando cada línea de mi rostro como si fuera un mapa que quisiera memorizar.
No me gustaba que me mirara de tan cerca. No por repulsión, sino por todo lo contrario: él era devastadoramente perfecto en su belleza sobrenatural. A su lado, yo me sentía sucia, fea, llena de imperfecciones humanas que me avergonzaban.
—¿Elegir? —atiné a decir con voz más ronca de lo que pretendía.
—Tu camino en la vida. Tus decisiones importantes. A quién entregar tu corazón. A quién odiar con toda tu alma. A quién temer en la oscuridad —murmuró, acercándose otro milímetro imposible.
No respondí inmediatamente. No porque no supiera la respuesta—la sabía con una claridad que me aterraba—, sino porque con él nada era jamás tan simple como parecía en la superficie. Alzó la mano con lentitud deliberada y me acarició la mejilla con dedos que se sentían como hielo y fuego al mismo tiempo. Cerré los ojos sin poder evitarlo, sin poder resistirme a esa caricia que era la primera muestra de ternura real que había conocido en meses.
—Yo podría darte cualquier cosa que tu corazón desee —murmuró, y su voz se había convertido en un ronroneo satisfecho que vibró contra mi piel—. Todo lo que tanto ansías en secreto. Libertad absoluta. Poder real. Solo tienes que pedírmelo.
No lo entendía completamente. No sabía por qué él podía prometerme todas esas cosas imposibles, pero a la vez sabía con una certeza visceral que no mentía, que hablaba completamente en serio. Una parte desesperada de mí quiso suplicarle ayuda inmediatamente, quiso aferrarse a él y dejarse llevar hacia donde quisiera conducirme. Pero otra parte, más terca e insidiosa, me gritó cautela desde algún rincón primitivo de mi cerebro.
—¿Tú... qué has elegido tú? —pregunté en cambio, con un hilo de voz que apenas conseguía salir de mi garganta. Sus dedos se deslizaban por mi mandíbula, por la curva de mi cuello, y me resultaba imposible concentrarme en otra cosa que no fuera su contacto.
Él no contestó enseguida. Se inclinó hacia mí hasta que su aliento rozó mis labios entreabiertos, hasta que el espacio entre nosotros se volvió inexistente.
—He elegido muchas cosas terribles y maravillosas a lo largo de mi muy larga existencia —susurró contra mi boca—. Pero cuando se trata de ti, mi querida Sakura...
Depositó algo en mi mano libre, algo pequeño y suave.
—...la decisión es la más fácil que he tomado en siglos.
Entonces su contacto desapareció como si nunca hubiera existido. Cuando abrí los ojos, parpadeando confundida, él ya se había desvanecido en la oscuridad como humo.
Pero en mi palma descansaba una flor perfecta. Roja como la sangre fresca, tan oscura que parecía absorber la luz de la luna en lugar de reflejarla.
La carta de mi padre nunca llegó.
Ni una respuesta. Ni siquiera la cortesía cruel de escribirme un 'no' rotundo que me permitiera al menos cerrar esa herida. Nada. El vacío absoluto que solo puede crear el desprecio completo.
El silencio era infinitamente más cruel que cualquier castigo físico que hubiera podido imaginar.
Y Kenji... ¿Dónde estaba mi hermano? ¿Por qué no venía como había prometido? ¿Por qué nadie en mi familia recordaba que yo seguía existiendo, respirando, desangrándome lentamente en este mausoleo de mujeres marchitas? Solo él parecía recordar mi existencia. Solo Tsukihiko me veía realmente.
Pensé en mi padre, en esa voz glacial que había sellado mi destino, en la decisión dictada sin dignarse siquiera a mirarme a los ojos mientras pronunciaba mi sentencia.
"No necesito dos hijos guerreros."
Pensé en la túnica blanca que llevaba como un sudario, en las oraciones mecánicas que salían de mis labios sin tocar mi corazón, en lo invisible que había sido durante cada segundo de mi existencia. Una sombra. Un fantasma con pulso.
La rabia me quemaba las entrañas como ácido, corroyendo todo lo que había sido hasta convertirme en algo irreconocible.
***
Esa noche, la noche en que todo cambiaría para siempre, salí del templo sin permiso como había hecho tantas otras veces, pero esta vez cada paso resonaba con una desesperación diferente, más profunda, más peligrosa.
En el claro que había convertido en mi refugio secreto, agarré el arco con una fuerza que hizo crujir la madera bajo mis dedos. Mis manos temblaban de rabia contenida. Las yemas de los dedos, callosas por meses de entrenamiento, se abrieron de nuevo contra la cuerda áspera.
Tensé hasta que mis músculos ardieron. Apunté hacia el tronco marcado sin ver realmente el objetivo. Respiré el aire nocturno que sabía a libertad robada. Disparé.
La flecha se perdió entre la maleza con un silbido que sonó como un grito ahogado.
—La inclinación de tu hombro izquierdo sigue siendo demasiado rígida —dijo una voz familiar con un tono que no había escuchado antes, más severo, más autoritario.
Me giré bruscamente, y el corazón me dio un vuelco que me dejó sin aire. Él estaba allí, emergiendo de las sombras como una aparición. De pie, impecable como siempre, pero había algo diferente en su postura. Algo más depredador. Las ropas oscuras parecían absorber la luz de la luna. El cabello perfectamente peinado como si acabara de salir de un palacio. La mirada imposible de leer, pero cargada de una intensidad nueva.
Sus pasos eran deliberadamente lentos al acercarse a mí como si fuera una ofrenda esperándolo en un altar.
—Tu postura delata demasiada tensión. Demasiada ira contenida. Eso desequilibra la flecha.
Se colocó detrás de mí como una sombra. Su olor, oscuro y denso, me envolvió. Su mano descendió hasta mi cintura, firme, segura, justo sobre la curva que se abría en mis caderas. La otra atrapó la parte superior de mi brazo. Su toque no fue agresivo, pero sí definitivo, como una sentencia. Como si ya conociera el mapa de mi cuerpo antes de rozarlo siquiera.
—Relaja aquí —susurró. Su aliento me acarició la oreja con la tibieza de un depredador que olfatea a su presa.
Estaba tan cerca que cada respiración nuestra se confundía, rozándonos, devorando el espacio que quedaba entre ambos. Mi pulso se volvió errático, y aun así no me moví. Cerré los ojos un instante y temblé. Él lo notó.
La manera en que pronunció mi nombre fue un golpe directo a las entrañas: un susurro que era caricia y amenaza al mismo tiempo. La flecha voló y acertó.
Entonces me giré, impulsada por algo más fuerte que la razón. El arco cayó de mis manos y, de puntillas, busqué sus labios. Torpemente. Como la niña que era, entregando mi primer beso en un roce inseguro.
Él lo devoró como si hubiera estado esperándolo desde siempre. Sus manos subieron a mi rostro, lo sostuvieron con firmeza, y un gruñido grave escapó de su pecho: satisfecho, oscuro. Su boca se movió sobre la mía con una pericia que me desarmó, calmada al inicio, pero cargada de una violencia latente.
El beso se profundizó, se volvió más cruel, un asalto sin tregua. Su lengua exploró mi boca con la certeza de quien reclama lo que ya le pertenece.
Cuando sus manos descendieron por mis costados y cerraron sobre mis caderas, su máscara de control se resquebrajó. El hambre lo atravesó, volvió sus caricias urgentes, voraces. Me besó con una ferocidad que arrancó el aire de mis pulmones, como si quisiera borrarme a fuerza de posesión.
Me aplastó contra su pecho, me alzó con una facilidad inhumana y me tendió en la hierba con la precisión de un depredador que reduce a su presa. Lo que antes había sido tacto medido se transformó en garras invisibles: sus manos, insaciables, reclamaban cada parte de mí.
—Eres mía —susurró contra mi boca, con una voz grave y profunda que no admitía réplica—. Desde aquel instante… cuando te vi temblar… ya lo eras. Y lo sabías.
No pude responder. Su boca volvió a caer sobre la mía, arrebatándome cualquier intento de palabra. Un chispazo me atravesó el vientre, una mezcla de miedo y deseo que me desgarraba en dos. No sabía si quería huir… o hundirme más en él.
Pero él eligió por mí. Sus manos me recorrieron con un dominio implacable, tocando cada rincón de mí que nadie había reclamado antes. La túnica se abrió bajo sus dedos, dejándome desnuda al aire de la noche. Mis pechos temblaron, estremecidos cuando su aliento ardiente rozó mi piel expuesta.
Me sentí atrapada, sin escapatoria, y al mismo tiempo… deseosa de sentir más.
El instante en que entró en mí, el bosque contuvo la respiración. Todo quedó suspendido, como si hasta la tierra escuchara. Dolió. Quemó como fuego líquido. Mis manos intentaron apartarlo, pero él me sujetó por la nuca, forzándome a sostener sus ojos.
—Mía —gruñó de nuevo, su voz con filo de colmillo hundiéndose hasta lo más hondo de mí.
Y al encontrar sus ojos color vino, la sensación cambió. El dolor se disolvió como humo y, en su lugar, nació un placer abrasador que me arrancó el aliento.
Él jadeaba contra mi garganta. Su boca devoraba cada rincón: lamía, mordía, reclamaba mi boca, mi cuello, mis pechos, como si quisiera marcar su saliva cada centímetro de mi cuerpo. Ya no era el hombre sereno que había conocido en el templo. Era otra cosa. Algo más oscuro. Algo imposible de contener.
Sus ojos brillaban con una devoción antinatural, peligrosa, como si yo fuese altar y sacrificio al mismo tiempo.
—Tan perfecta, mi flor de cerezo… —gruñó contra mi oído, hundiéndose en mí con embestidas lentas, demoledoras, que me estremecían—. He esperado tanto para sentirte junto a mí. Para dominar cada centímetro de ti. Solo yo puedo reclamar tu piel.
Mis gemidos salían rotos, entre placer y dolor. Me aferré a su espalda con desesperación, como si ese cuerpo pudiera protegerme incluso de él mismo. Me sentía… deseada. Elegida. Importante.
Su olor me envolvía, puro, masculino, peligroso, arrasándolo todo.
Cada movimiento suyo era una sentencia.
Cada jadeo mío, una rendición.
Me penetraba con la certeza absoluta del vencedor. Como si me grabara desde dentro con un sello que jamás podría borrar.
Y yo… me rendí.
Me ofrecí sin reservas, y una ola de placer me devoró por completo. Cuando llegó el clímax, él me sostuvo la mirada con un brillo de triunfo absoluto, gruñó como una bestia, y descargó una última embestida que me estremeció hasta los huesos.
Cuando desperté del trance en el que había estado sumida, él ya se había incorporado con esa elegancia sobrenatural que lo caracterizaba, como si acabara de levantarse de una siesta placentera en lugar de haber estado... haciendo lo que habíamos hecho.
Se abotonó la ropa con una calma meticulosa, cada pliegue regresando a su lugar designado, cada detalle de su apariencia volviendo a la perfección impecable, como si no hubiera estado desnudo y completamente desatado apenas minutos antes. Como si nada hubiera cambiado.
Yo permanecí tumbada sobre la hierba húmeda, con la túnica blanca arrugada debajo de mi cuerpo como un mapa de mi caída, manchada de tierra, de él, de la sangre que marcaba el fin de lo que había sido. Ya no era la misma persona que había salido del templo esa noche. Esa Sakura había muerto aquí.
Él me contempló desde arriba con esos ojos color vino que ahora brillaban con una satisfacción que me hizo estremecer. Devastadoramente hermoso. Completamente inalcanzable. Como un dios que reclama y abandona.
—Volveré, querida mía—dijo, y sus palabras sonaron como una promesa y una amenaza envueltas en terciopelo.
Sonrió entonces. Una sonrisa técnicamente perfecta que no llegaba a sus ojos. Fría como la noche que nos envolvía. Satisfecha como la de un cazador contemplando su presa abatida. Triunfante de una manera que me hizo comprender, con una claridad terrible, que esto había sido planeado desde el primer momento en que me vio.
Mi corazón latía con una furia desesperada contra mis costillas. Donde antes había sido llenada por él, ahora se extendía un vacío terrible, como si hubiera arrancado algo esencial de mi interior y se lo hubiera llevado consigo.
Sin otra palabra, se desvaneció entre los árboles como humo, dejándome sola con el eco de lo que había perdido y lo que había ganado a cambio.
El bosque me envolvía, cómplice y mudo de mi transformación.
***
Regresé al templo cuando las primeras luces del alba comenzaron a filtrarse entre las montañas. Mis pasos eran diferentes, más lentos. Mi cuerpo ya no era el mismo. La túnica blanca colgaba de mi cuerpo como una mentira que ya no podía sostener.
En el pequeño espejo de mi cuarto, no reconocí a la mujer que me devolvía la mirada. Sus ojos tenían una oscuridad nueva. Su boca, hinchada por besos que habían sabido a pecado y juramentos rotos, formaba una línea tensa, incapaz ya de pronunciar oraciones inocentes.
Me quité la túnica manchada y la arrojé al rincón. Al caer, levantó el olor acre del sexo y de la piel masculina. La tela limpia que me puse después se sintió como un disfraz.
Esa mañana, durante las oraciones colectivas, las palabras sagradas se convirtieron en ceniza en mi boca. Las otras sacerdotisas cantaban sus súplicas al cielo con voces puras, mientras yo permanecía en silencio, consciente de que los dioses no volverían a escucharme.
Porque ya no era suya.
El ardor constante entre mis muslos me recordaba la mancha, la deshonra.
Y la parte más aterradora de todo era que no me importaba.
Por primera vez en mi vida, me sentía completamente viva.
No podía dejar de pensar en él.
Aunque sabía que no debía, que estaba mal según toda lógica. Pero él había tenido razón cuando me susurró que era suya. Ahora mi mente le pertenecía por completo. Mi cuerpo lloraba por su ausencia como un adicto por su droga.
Caminé entre los árboles casi corriendo, con el corazón martilleando contra mis costillas como un pájaro enjaulado. Me ardían las mejillas con una fiebre que no era física. No dejaba de recordar la forma en que me había mirado aquella noche que cambió todo, la forma en que me sostuvo, en que me tomó como si no hubiera nada más en el universo.
Como si yo finalmente... importara.
La luna llena tejía sombras plateadas entre las hojas cuando llegué al claro que se había convertido en nuestro santuario secreto.
Y allí estaba, como si hubiera estado esperándome desde el atardecer.
De pie con las manos hundidas en los bolsillos, emanando esa elegancia sobrenatural, esa serenidad que rozaba lo inhumano. Pero sus ojos... sus ojos eran fuego contenido que se encendieron al verme emerger de entre los árboles como una aparición vestida de blanco.
—Mi flor de cerezo —murmuró con esa satisfacción profunda que me hacía temblar—. Has venido a mí, como sabía que harías.
Asentí, sin poder sostener su mirada demasiado tiempo. Sentía la vergüenza colgando de mis pestañas como lágrimas no derramadas... y el deseo apretándome las costillas hasta que me costaba respirar.
Me acerqué a él como si fuera magnetizada. Él no se movió de donde estaba, esperando que fuera yo quien cerrara la distancia.
Y entonces, como si fuera lo más natural del mundo, abrió los brazos para recibirme. Me pegué a él como una niña buscando refugio. Apoyé la cabeza contra su pecho, escuchando el latido imposiblemente lento de su corazón. Sus manos me rodearon la cintura con una firmeza posesiva. Lo sentí inhalar profundamente el aroma de mi cabello.
—Estás hecha para algo importante, Sakura —susurró contra mi pelo con una voz cargada de promesas oscuras—. Algo eterno. Solo tienes que pedírmelo, y te lo daré.
Alcé el rostro hacia él, con los labios entreabiertos. Le supliqué con la mirada que me besara, que sellara lo que fuera que estaba naciendo entre nosotros. Se acercó su rostro al mío, sin cerrar esos ojos rojos que me hipnotizaban.
Sus labios se aproximaron hasta que pude sentir su aliento. Un suspiro cargado de electricidad se extendió entre nosotros.
Y entonces, él se detuvo abruptamente. Una sonrisa lenta, extraña, completamente aterradora, se extendió por su rostro perfecto.
Luego giró la cabeza ligeramente, como si hubiera escuchado algo en el bosque que yo aún no percibía con mis sentidos mortales.
—Tenemos compañía inesperada —murmuró con una diversión que me heló la sangre.
Fruncí el ceño, completamente confundida. El bosque parecía tan silencioso como siempre.
Pero entonces se escuchó el crujir seco de una rama quebrándose bajo un pie. El sonido de una respiración agitada, jadéante. Una figura alta y familiar se materializó en la línea de árboles, emergiendo de las sombras como un fantasma.
Kenji.
Mi hermano estaba allí, vestido con el uniforme negro del Cuerpo de Cazadores de Demonios, con su haori estrellado extendido sobre los hombros, la katana a medio desenvainar brillando bajo la luna, el rostro pálido como la nieve.
Sus ojos estaban clavados en Tsukihiko con una intensidad que jamás le había visto. Eran los ojos determinados y mortíferos de un cazador que ha encontrado a su presa. Estaba tan concentrado en el hombre que me abrazaba que tardó varios segundos eternos en darse cuenta de mi presencia.
Cuando finalmente me vio, cuando sus ojos se clavaron en mí, su rostro se contorsionó con una sucesión de emociones: sorpresa, incredulidad, horror absoluto.
—¿Sakura...? —pronunció mi nombre con un esfuerzo visible, como si cada sílaba le doliera físicamente.
Sentí cómo un calor abrasador me quemaba las mejillas hasta convertirlas en brasas.
—Sakura, ¿qué estás...? —la voz de Kenji se quebró como cristal pisoteado.
Vi cómo sus ojos recorrían nuestros cuerpos unidos, las manos posesivas de Tsukihiko en mi cintura, nuestros pechos pegados, nuestros rostros a escasos centímetros uno del otro. Vi el momento exacto en que algo terrible encajó en su mente brillante.
Y ahí algo cambió para siempre en los ojos de mi hermano, donde yo no había conocido jamás nada más que amor incondicional y dulzura protectora. Sus ojos oscuros se encendieron con un odio puro, con una rabia tan intensa que me asustó hasta los huesos.
Pero no iba dirigida hacia mí.
—Tú... —siseó hacia Tsukihiko con toda la furia del infierno concentrada en una sola palabra.
Y en ese momento comprendí con una claridad terrible que algo andaba catastróficamente mal. Que no era simplemente el hecho de que mi hermano me hubiera encontrado en brazos de un hombre. El problema era la identidad específica del dueño de esos brazos.
Y entonces Tsukihiko cambió.
Su aura se expandió y se deformó, volviéndose negra como la brea, peligrosa como veneno concentrado. Su porte sereno y elegante se transformó en algo completamente depredador. El contorno de sus pupilas se alargó y se afiló, como las de los gatos. Sus ojos ya no eran del color del vino añejo, sino rojos como sangre fresca recién derramada. Mostró los colmillos afilados detrás de una sonrisa terrible, orgullosa, rebosante de desprecio y diversión pura.
Yo no podía apartar los ojos de esa transformación imposible, de esa visión salida directamente de mis peores pesadillas. Quería retroceder, huir, despertar de lo que tenía que ser una alucinación. Pero su brazo seguía anclado en mi cintura como un grillete de hierro. Y era tan fuerte, tan inhumanamente fuerte, que no fui capaz de moverlo ni un milímetro.
Tsukihiko contemplaba a mi hermano con la satisfacción de un depredador que ha encontrado a su presa favorita en la posición más vulnerable posible.
—Kenji-san —ronroneó con una voz que se había vuelto cruel como un cuchillo—. En todos los años que vosotros, patéticos cazadores, habéis intentado darme caza como conejos molestos, apuesto a que nunca pensaste que me encontrarías así... entre los brazos de tu hermana pequeña.
Kenji desenvainó la katana por completo con un movimiento fluido. El acero forjado brilló bajo la luz lunar como una promesa de muerte y venganza.
—Aléjate de ella, maldito bastardo —escupió con una voz que destilaba veneno.
Tsukihiko se rió, bajo y melódico. Casi con dulzura macabra.
—¿Sabes qué, Hashira Estrella? —murmuró, deleitándose con cada palabra—. Tenía planes muy específicos para tu hermanita. Mi intención original era simplemente devorarla, como he hecho con tantos miles de otros humanos insignificantes a lo largo de los siglos.
Se inclinó hacia mí, su boca llena de dientes afilados cerca de mi oído, pero sin dejar de mirar fijamente a Kenji con esos ojos que ahora reconocía como los de un monstruo.
—Pero cuando la vi por primera vez... cuando la olí... —dejó escapar un gruñido gutural que sentí retumbar en su pecho como el ronroneo de una fiera—. Tan pura. Tan dulce. Tan perfectamente inocente. No pude resistirme. Me ofreció algo infinitamente mejor que un simple festín.
Su mano se deslizó por mi cintura, posesiva, y apretó la carne hasta hacerme gemir de dolor. Sentí que todo el bosque, todo mi mundo, se desplomaba sobre mí como una avalancha.
—No... —susurré, tratando desesperadamente de apartarme, pero él era como una montaña inamovible.
A Tsukihiko no parecía importarle mi resistencia en lo más mínimo.
—Me buscó —añadió, deleitándose con cada sílaba como si fueran gotas de miel—. Me deseó con cada fibra de su ser. Se entregó a mí por completo. Me rogó con cada parte de su cuerpo virginal. La joya que guardabais tan celosamente se deshizo en mis brazos sin que yo siquiera tuviera que insistir demasiado.
—¡Cállate de una maldita vez! —rugió Kenji, apuntándolo con la katana. Sus manos temblaban de rabia contenida.
—No puedes soportarlo, ¿verdad, pequeño cazador? —continuó Tsukihiko con una crueldad quirúrgica—. Que me eligiera voluntariamente. Que se abriera por propia decisión... a un monstruo. Que prefiriera mis brazos a vuestras jaulas doradas.
No podía moverme. No podía respirar. No podía procesar lo que estaba escuchando. La mirada de Kenji me traspasó como una lanza envenenada. Vi dolor absoluto en sus ojos. Repulsión. Amor. Todo mezclado en una expresión que me mataría recordar por el resto de mi vida.
Kenji cuadró la mandíbula, respiró hondo como si se preparara para sumergirse en aguas profundas, y clavó sus ojos en Tsukihiko con una determinación que me aterrorizó.
—Te voy a matar, Muzan —anunció entonces, con una calma mortal que era más aterradora que cualquier grito—. Aunque sea lo último que haga en esta vida.
Muzan.
Algo en mí se encogió; no sabía por qué, pero la simple revelación de ese nombre me hizo temblar de forma instintiva, como si hubiese invocado algo demasiado grande para mí.
El mundo pareció vaciarse de sonido. Solo quedaron ellos dos y yo, atrapada entre la verdad más horrible y la vergüenza más absoluta que había conocido jamás.
Tsukihiko — Muzan —- me soltó bruscamente y me apartó a un lado como si fuera un objeto que estorbaba.
No con afecto. No con cuidado.
Con ese gesto territorial, seco y absolutamente posesivo de quien protege temporalmente lo que considera suyo.
—No interfieras, querida —me ordenó sin dignarme una mirada—. Me encargaré de ti más tarde.
Y entonces, con una velocidad que desafió las leyes de la física, se lanzó contra mi hermano como una bestia liberada del infierno.
El sonido del acero chocando contra garras inhumanas resonó por todo el bosque como el canto de la muerte.
***
No entendía lo que estaba viendo. Mi mente se negaba a procesar la realidad que se desplegaba ante mis ojos como una pesadilla viviente.
Los vi chocar en el aire nocturno. Mi hermano con la katana alzada como un rayo de luna forjado, el rostro hermoso deformado por una rabia que jamás le había conocido. Y él... él sonreía con esa expresión de diversión genuina que me heló hasta la médula.
La luna tembló reflejada en sus ojos escarlata como sangre derramada.
Kenji gritó al lanzarse con toda la desesperación de un hombre que lucha por salvar lo que más ama. Su katana surcó el aire como un relámpago mortal, brillando con esa técnica perfecta que había perfeccionado durante años de entrenamiento implacable. Habría partido a cualquier otro ser vivo en dos mitades perfectas.
Pero él no era un enemigo cualquiera. No era siquiera un demonio común. Era algo infinitamente peor. Algo ancestral que había sobrevivido mil años alimentándose de terror y sangre inocente. Algo que no conocía el miedo.
El golpe maestro de mi hermano no llegó a tocarlo siquiera.
Su mano—la de Muzan, porque ahora sabía su nombre verdadero—fue más rápida que el pensamiento humano, más letal que cualquier arma forjada. Detuvo la caída mortal de la katana agarrando la muñeca de Kenji con una facilidad insultante. La quebró como si fuese una ramita seca, y mi hermano aulló de dolor con un sonido que se me clavó en el alma como un puñal.
Y luego, sin el menor esfuerzo, sin siquiera cambiar esa expresión de diversión cruel, atravesó el pecho de Kenji con el otro brazo.
Un chasquido húmedo de huesos y cartílagos destrozados. Un gorgoteo terrible que jamás olvidaría. Un jadeo que se cortó a medias cuando la vida comenzó a abandonar su cuerpo.
Kenji se quedó completamente quieto, suspendido en el aire con los ojos abiertos de par en par, mirando con incredulidad el brazo que sobresalía de su pecho como una rama obscena.
Sus ojos—esos ojos que habían sido mi refugio, mi hogar, mi única fuente de amor incondicional—me buscaron desesperadamente entre las sombras.
—Sakura... —borboteó mi nombre con un esfuerzo sobrehumano. Brotó sangre de su boca, manchando sus labios como pétalos rojos.
Caí al suelo como un saco de huesos rotos. Mis piernas ya no me obedecían. Mi garganta se había cerrado por completo. Ni siquiera podía gritar, aunque cada fibra de mi ser quería desgarrarse en alaridos.
Muzan retiró el brazo de la cavidad torácica con la precisión clínica de un cirujano. Un chorro de sangre arterial salió despedido del cuerpo destrozado de mi hermano, manchando la camisa blanca inmaculada del monstruo al que me había entregado voluntariamente. Pero a él no pareció molestarle en absoluto. Ni un parpadeo. Ni una sombra de disgusto.
Vi el cuerpo de Kenji comenzar a desplomarse con esa lentitud terrible de las pesadillas, como si el tiempo mismo se hubiera vuelto viscoso.
Mi hermano. Mi única familia real. Mi protector. Mi mejor amigo.
Sus dedos aún sostenían la empuñadura de su katana cuando su cuerpo golpeó la hierba con un sonido sordo que resonó en mi pecho como una lápida cerrándose.
Muzan se giró hacia mí con esa elegancia líquida que una vez había encontrado hermosa. Me contempló con los mismos ojos que minutos antes me habían mirado con deseo, pero ahora solo había una curiosidad fría, como si yo fuera un experimento interesante.
Yo temblaba como una hoja en tormenta. El aire se había vuelto imposible de respirar.
Su mirada me recorrió de arriba abajo, con esa misma calma sobrenatural con la que antes me había acariciado la mejilla y susurrado promesas. Como si nada fundamental hubiese cambiado entre nosotros. Como si asesinar a mi hermano fuese simplemente... un trámite menor.
En mi estado de shock, escuché el graznido agudo de un cuervo y el revoloteo urgente de alas cuando echó a volar hacia la distancia.
Muzan caminó hacia mí con pasos medidos, como un depredador que se acerca a una presa herida.
Y entonces sentí el peso familiar de la daga contra mi muslo.
La misma daga que este demonio me había regalado como símbolo de mi supuesta liberación. La que había ocultado bajo mi túnica como el secreto más precioso. El arma que él mismo había puesto en mis manos.
Me levanté de un salto con una velocidad que me sorprendió incluso a mí misma, y a él también por un instante. Y ahí sí que grité. Grité con toda la rabia, todo el dolor, toda la traición y todo el odio que se habían acumulado en mi pecho como lava hirviendo.
Le clavé la daga directamente en el centro del pecho, apuntando al corazón con una precisión que no sabía que poseía.
Hundí la hoja hasta la empuñadura con una fuerza sobrehumana nacida de la desesperación absoluta.
Sentí la carne ceder bajo el acero. Sentí la sangre tibia y espesa empapándome la mano. Sentí mi propio aliento romperse en sollozos desgarradores.
Él jadeó levemente, casi con sorpresa. Como si no supiera que yo también podía ser peligrosa.
Pero entonces sonrió de nuevo. Ni siquiera parecía molesto, mucho menos herido de verdad.
Una sonrisa lenta, casi condescendiente, como la que se le da a un niño que acaba de hacer una travesura adorable. Me agarró de la muñeca, no con violencia sino con una gentileza que era infinitamente más aterradora. Solo para sentir el pulso desesperado en mis venas.
Yo retorcí la daga en su pecho con toda mi fuerza, llorando de impotencia, pero él no se inmutó más que si le hubiera clavado una aguja.
Entonces se inclinó un poco, acercando sus labios manchados de la sangre de mi hermano hasta casi rozar mi frente.
—Tienes que apuntar al cuello la próxima vez, querida mía —me instruyó con una paciencia obscena, como si fuera mi maestro enseñándome una lección valiosa—. El corazón no es mi punto débil.
Con un aullido de rabia animal, arranqué la daga de su pecho y apunté directamente a su garganta, mientras miraba esos ojos rojos malditos que habían visto mil atrocidades. Pero antes de que pudiera completar el movimiento, me encontré de espaldas contra la hierba húmeda, con su cuerpo aprisionándome, aplastándome bajo su peso.
Era exactamente la misma posición en que unas noches antes me había arrebatado mi virginidad con caricias que había confundido con afecto. La realización me golpeó como un puñetazo en el estómago. Quise vomitar todo lo que había comido, bebido, sentido en los últimos meses.
La daga había rodado varios metros, deteniéndose junto al cadáver inmóvil de Kenji como una acusación silenciosa.
Y él, Muzan, se inclinó sobre mí una vez más. Me aprisionó ambas muñecas con un solo brazo por encima de la cabeza, con la otra mano me sujetó la mandíbula obligándome a mirarlo. Y me besó.
Un contacto de labios que me dolió en cada célula del cuerpo y en cada rincón del alma. Apenas duró unos segundos que se sintieron como una eternidad en el infierno. Luego movió su boca hacia mi oído, mientras mi cuerpo se convulsionaba en sollozos que me desgarraban la garganta.
Su voz fue más íntima que nunca, más suave que cuando me susurraba promesas de amor eterno:
—Te buscaré dondequiera que intentes esconderte, mi querida Sakura. Y no dudes ni por un instante que sabré exactamente dónde encontrarte. Eres mía para siempre.
Y se desvaneció.
Desapareció de encima de mí como si nunca hubiera estado ahí, como si toda esta pesadilla hubiera sido producto de mi imaginación fracturada.
Me quedé tirada en el suelo, manchada con la sangre de Muzan, con la sangre de mi hermano, con las lágrimas que no podía dejar de derramar. Y Kenji... su cuerpo yacía a unos metros de distancia, tendido sobre la hierba que habíamos pisado juntos tantas veces, con los ojos abiertos y vacíos clavados en las estrellas que tanto había amado y que ahora lo contemplaban en silencio.
El Hashira Estrella había encontrado por fin su lugar entre ellas.
Y yo había perdido todo lo que me importaba en este mundo por culpa de mi propia estupidez.
Chapter 4: Ruina
Chapter Text
IV. Ruina
Apenas recuerdo el camino interminable de regreso a la residencia Saitō. Solo fragmentos borrosos que se filtran a través de la bruma del shock: llovía torrencialmente, como si el cielo mismo llorara por mi hermano, y tenía el cuerpo tan entumecido por el trauma que no sentía ni frío ni humedad. Nada. Solo un vacío que se extendía donde antes había vivido mi alma.
Kenji yacía envuelto en lino blanco inmaculado, su katana reposando sobre la mortaja como el símbolo de honor que había sido en vida. El carro fúnebre avanzaba con lentitud insoportable, arrastrado por dos caballos viejos cuyos cascos marcaban un ritmo fúnebre sobre el barro. El conductor era exactamente el mismo hombre que me había llevado al templo Tenrin hacía una eternidad, cuando aún era inocente. Esta vez tampoco hizo preguntas, como si transportar dos maletas empapadas y un cadáver fuera lo más normal del mundo. Sus ojos evitaron los míos durante todo el trayecto.
Las ruedas de madera crujieron sobre la grava familiar cuando finalmente nos detuvimos frente al muro de piedra que rodeaba la propiedad. Había niebla densa flotando entre los árboles, o tal vez era solo mi visión nublada por días de insomnio y lágrimas. Me bajé del carro con movimientos mecánicos, como si fuera una muñeca rota.
Mi padre me esperaba inmóvil bajo el portón principal. Estaba completamente solo, una silueta solitaria recortada contra la penumbra. Sin paraguas, sin abrigo, dejando que la lluvia lo empapara como si fuera una penitencia. Tampoco parecía sentir el agua helada, igual que yo.
Arata Saitō, Señor del clan Saitō, cuna de los legendarios Hashira Estrella. Inquebrantable como una montaña. Impecable en su dolor contenido. Vestía el kimono ceremonial negro bordado en hilo de plata, reservado para ocasiones solemnes. Su expresión parecía esculpida en granito, cada línea de su rostro endurecida por décadas de disciplina samurái.
En ese momento mi tía Yoshiko apareció deslizándose por el sendero de piedra blanca, seguida de una criada que sujetaba un parasol negro sobre su cabeza. Apenas dirigió un segundo de mirada al cuerpo cubierto por la sábana antes de santiguarse con gestos mecánicos.
Mi padre, en cambio, no podía apartar los ojos del bulto inmóvil que había sido su hijo primogénito.
—¿Cómo murió? —preguntó con una voz que sonaba como piedras arrastrándose.
Sentí un nudo de hierro cerrándose en mi estómago. Por un momento estuve al borde de vomitar toda la verdad pútrida: que Kenji había muerto intentando vengar la deshonra cometida por un demonio milenario contra la estúpida y patética de su hermana. Que había muerto por culpa de mi ingenuidad, de mi hambre de amor, de mi incapacidad para reconocer al monstruo hasta que fue demasiado tarde.
Pero admitir esas palabras en voz alta habría sido demasiado. Demasiada vergüenza para soportar.
—Por mi culpa —respondí con brutal simplicidad. Y era la verdad más desnuda que había pronunciado jamás.
La voz me salió hueca, seca, como si ya no me perteneciera del todo. Como si hablara desde el fondo de un pozo. Arata apretó la mandíbula hasta que los músculos se marcaron bajo la piel, y sus manos se crisparon apenas, el único signo externo de la tormenta que rugía en su interior.
—Tu debilidad lo mató —sentenció.
No hubo temblor en su voz. Ni reproche furioso. Ni gritos de dolor como habría sido natural. Solo una condena pronunciada con la calma terrible de quien dicta una sentencia de muerte. Como si fuera un juez leyendo un veredicto inevitable.
Y sin embargo, en su mirada... algo se quebró. Muy hondo, muy dentro, donde creía que ya no quedaba nada vulnerable. No supe si fue rabia, tristeza, decepción o algo peor. Yo ya no era capaz de nombrar las emociones humanas básicas.
—Lo siento, padre —susurré, y entonces me derrumbé por completo.
Mis rodillas chocaron contra el suelo empedrado y los guijarros negros se me clavaron en la piel a través de la tela húmeda. Lloré como no había llorado nunca en mi vida, ni siquiera cuando era niña. Como si toda la culpa del mundo me atravesara la garganta en sollozos que me desgarraban por dentro. Lloré tanto que hasta mi tía Yoshiko, con toda su frialdad calculada, se acercó y me palmeó la cabeza con una torpeza incómoda.
Kenji estaba muerto. Asesinado. Y yo seguía respirando, seguía ocupando espacio en este mundo. Con las manos manchadas de algo infinitamente peor que sangre.
Mi padre me contempló con una severidad que me atravesó como una katana.
—Hoy he perdido a mis dos hijos —declaró con una finalidad que no admitía apelación.
No lo negué. No intenté corregirle o suplicar perdón.
Porque tenía razón absoluta. La Sakura que él había criado con mano firme, la que se había convertido en sacerdotisa del templo Tenrin, había muerto violentamente en aquel claro maldito junto con Kenji. La criatura que ahora lloraba frente a él era otra cosa completamente diferente. Algo oscuro y roto que apenas empezaba a entender qué era.
Cuando los sollozos finalmente cesaron, dejándome vacía como un casco, me puse de pie con movimientos rígidos. Me acerqué al carro y desaté la katana de Kenji, envuelta reverentemente en tela negra, arrancándola del cadáver de mi hermano con manos que temblaban. Era la hoja sagrada que se transmitía entre los sucesivos Hashira de las Estrellas, símbolo de orgullo familiar, de deber sagrado, de un linaje que ahora se extinguía conmigo.
Luego me acerqué a mi padre y se la ofrecí con ambas manos, agachando la cabeza en la reverencia más profunda que conocía.
Arata no la aceptó. Sus brazos permanecieron inmóviles a los costados.
—No la quiero —dijo, y ahí su voz sí se quebró como cristal pisoteado—. Ya no significa nada.
Alcé la mirada como impulsada por un resorte, con los ojos abiertos de par en par.
—Padre...
—Quiero que te marches. Coge lo que necesites y vete.
Una condena final. El sonido de una hija siendo borrada de la existencia.
Asentí y pasé junto a él y mi tía sin otra palabra. Ya no me quedaba absolutamente nada más que decir. No había palabras en ningún idioma para este tipo de dolor.
La niebla fría me tragó como las fauces de un monstruo hambriento.
El viento que azotaba mi rostro anunciaba la llegada prematura del invierno.
Y yo, con la katana de mi hermano muerto aún en las manos, caminé hacia la nada absoluta que se había convertido mi futuro.
La habitación de Kenji seguía impregnada de su esencia, y eso que había dejado de usarla como dormitorio habitual desde que se unió al Cuerpo de Cazadores de Demonios. Solo la ocupaba esporádicamente, durante sus breves visitas familiares que ahora se sentían como ecos de otra vida. Aun así, ahí permanecía su olor característico, clavado en las fibras de la madera y el tatami como un clavo invisible. A cedro pulido, a jabón de glicerina y al aceite especial con el que limpiaba meticulosamente su katana después de cada misión.
Cerré la puerta corredera tras de mí con movimientos rituales, como si ese gesto pudiera proteger este último santuario del paso inexorable del tiempo, del mundo cruel que seguía girando, de mí misma. Como si Kenji pudiera materializarse en cualquier momento desde las sombras, sonriente y vivo, para decirme que todo había sido una pesadilla horrible.
Pero ya era demasiado tarde para milagros.
La estancia permanecía sumida en penumbra dorada. No encendí la lámpara de aceite. La luz me habría parecido una profanación.
Me detuve frente a su armario de madera lacada y respiré hondo, intentando absorber hasta la última molécula de lo que quedaba de él en este mundo. Como si algún fragmento de su fuerza legendaria aún habitara flotando en el aire y pudiera hacerlo mío por ósmosis.
Abrí mi bolsa de viaje de lona, que ya contenía mis posesiones más preciadas: el arco que me había regalado, el carcaj de cuero repujado, y la katana que él ya nunca volvería a empuñar. El peso del acero parecía palpitar contra la tela como un corazón dormido.
Rebusqué metódicamente en los estantes ordenados del armario. Encontré ropas de entrenamiento que reconocí de nuestra infancia—viejas, anchas, claramente masculinas pero que podrían servirme. Las doblé sin demasiado cuidado, con las manos temblorosas por la urgencia. También descubrí una capa de viaje con capucha, raída en los bordes por el uso, pero gruesa y cálida. Había sido suya durante sus primeras misiones. La guardé como si fuera una reliquia.
Había más prendas colgadas—kimonos ceremoniales de seda, pantalones de corte moderno occidental—, pero no eran artículos que fuera a necesitar en la vida que me esperaba, y mi espacio era limitado.
Me agaché para cerrar los broches de la bolsa cuando la vi, casi oculta por las prendas de Kenji.
La daga.
La maldita daga de hoja plateada y empuñadura ornamentada.
La había limpiado obsesivamente al regresar del bosque, pero yo conocía íntimamente la oscuridad que escondía. Sabía exactamente qué manos diabólicas la habían forjado. Qué labios mentirosos habían susurrado promesas mientras me la entregaban. Qué pecados imperdonables había despertado en mi alma.
No quise dejarla atrás. No podía explicar por qué, no con lógica. Aún sabiendo que era suya, que él me la había regalado como parte de su seducción calculada. Tal vez porque era la única prueba física de que todo había sido real, de que no me había vuelto loca. O tal vez porque una parte masoquista de mí quería conservar el instrumento de mi propia destrucción.
La envolví en tela negra y la coloqué en el fondo de la bolsa.
Estaba a punto de marcharme cuando la puerta corredera se deslizó bruscamente. Un perfume demasiado dulce, empalagoso como flores podridas, me asaltó las fosas nasales.
—¿A dónde exactamente crees que vas, jovencita?
La voz de mi tía era un susurro envenenado que me erizó la piel.
Giré la cabeza para mirarla mientras cerraba definitivamente el armario, como si cerrara un ataúd.
—Padre no me quiere aquí. Ha sido muy claro al respecto.
Yoshiko avanzó hacia mí con pasos felinos, sus ojos brillando con esa avaricia que siempre me había puesto los nervios de punta.
—Tu padre acaba de perder a su heredero, a su hijo varón. Está completamente trastornado por el dolor. No sabe lo que dice —siseó, acercándose otro paso—. Ahora todo el peso del clan Saitō recae sobre tus hombros, lo quieras o no, le guste a tu padre o no. Es tu deber sagrado hacia nuestros ancestros.
Hizo una pausa teatral, saboreando sus próximas palabras como si fueran miel.
—Te encontraremos un matrimonio ventajoso. Con apellidos poderosos, uniremos las familias más influyentes. Alguien con tierras extensas, con futuro político prometedor.
Me detuve justo frente a ella, lo suficientemente cerca para ver las líneas de edad que disimulaba con polvos. Nuestras miradas se cruzaron como espadas en duelo. La suya estaba fría como el hielo negro. La mía, completamente vacía.
—No necesito un apellido prestado —dije finalmente, con una voz tan baja que apenas se distinguía del silencio—. Ni un futuro construido sobre mentiras.
Y salí de la habitación de Kenji por última vez en mi vida.
—¡Sakura! —gritó ella con una desesperación que nunca le había conocido—. ¡Eres una Saitō! ¡No puedes simplemente desaparecer como una cobarde!
—Ya lo he hecho —susurré sin voltearme.
Ella siguió gritando amenazas y súplicas desde el pasillo, pero no hizo nada físico por detenerme. Como tampoco lo hizo mi padre, que debió escuchar el escándalo desde su estudio.
El portón principal de la casa familiar se cerró a mis espaldas con un sonido definitivo, como el de un libro cerrándose para siempre.
No volví la vista atrás ni una sola vez.
El viento helado que me golpeó el rostro olía a libertad y a luto por partes iguales.
Con la bolsa al hombro y la katana de mi hermano muerto como única herencia, caminé hacia el futuro incierto que había elegido para mí misma.
Vagué sin rumbo fijo durante días interminables que se difuminaban en una bruma de dolor y supervivencia básica.
No sabía adónde dirigir mis pasos, ni siquiera si quedaba algún lugar en este mundo donde pudiera pertenecer sin contaminar con mi presencia. Llevaba el arco de Kenji cruzado a la espalda como una cruz que cargar, y su katana envuelta en tela oscura dentro de la bolsa de viaje. La sentía como una herida abierta que no dejaba de sangrar, pesando en mi brazo con cada paso que daba.
Mientras caminaba por senderos polvorientos que no llevaban a ninguna parte, recordé las palabras que mi hermano me había dicho durante uno de nuestros últimos encuentros en el templo, cuando aún creía que el mundo tenía sentido:
"El maestro Ubuyashiki es diferente a cualquier persona que hayas conocido, Sakura. Cuando habla, sientes que todo el universo se calla y la paz desciende sobre tu alma. No juzga a nadie. Solo escucha con un corazón que comprende todo sufrimiento."
La idea germinó lentamente en mi mente fracturada: si alguien en este mundo merecía portar la espada legendaria de Kenji, ese era Kagaya Ubuyashiki. El líder venerado del Cuerpo de Cazadores de Demonios. El hombre del que mi hermano hablaba con una devoción que rozaba lo religioso.
Pero no tenía la menor idea de cómo encontrarlo. La mansión Ubuyashiki era uno de los secretos mejor guardados del país, al igual que los pabellones de entrenamiento de los Hashira o cualquier otra instalación del Cuerpo. Un santuario protegido, oculto incluso para muchos miembros activos de la organización.
Entonces, una noche mientras acampaba junto a un río que murmuraba secretos a la luna, ocurrió algo extraordinario.
Escuché el batir inconfundible de alas cortando el aire nocturno.
Era el cuervo de Kenji. Su compañero fiel durante años de misiones mortales.
Se posó frente a mí con una elegancia solemne, sin el menor temor. Me contempló con esos ojos que eran diferentes a los de cualquier animal común. Había duelo en esa mirada negra. Dolor compartido. Memoria viva de quien ya no estaba.
—Sakura Saitō —graznó con una voz que destilaba inteligencia sobrenatural—. El maestro Kagaya te espera. Sígueme sin demora.
Me quedé helada, con la respiración atrapada en el pecho. Escuchar mi nombre en esa voz no humana fue tan desconcertante como milagroso.
Y, pese al temblor en mis manos, un calor inesperado me recorrió el pecho: gratitud pura, casi feroz, por no estar completamente perdida. Por ese fragmento de destino que aún me tendía un hilo en medio del abismo.
No pregunté cómo era posible que supiera dónde encontrarme. No cuestioné nada. En ese momento, la lógica parecía un lujo que no podía permitirme, y sabía que el mundo guardaba secretos imposibles.
Simplemente lo seguí, como había seguido a mi hermano tantas veces de niña.
Durante dos días completos viajamos sin descanso verdadero. Subimos por senderos ocultos que serpenteaban entre la niebla matutina, atravesamos bosques ancestrales donde la luz del sol apenas se filtraba, cruzamos campos dorados y escalamos montañas que rozaban las nubes. Anduve y anduve, siguiendo al cuervo mensajero que volaba siempre a la distancia perfecta para que no lo perdiera de vista.
Hasta que finalmente la vi, emergiendo de la bruma del valle como una visión de otro mundo.
La mansión Ubuyashiki.
Gloriosa en su simplicidad, majestuosa sin ostentación, rodeada de jardines exquisitos donde las glicinias formaban cascadas púrpuras que perfumaban el aire. El conjunto respiraba una tranquilidad profunda, sagrada. Como un suspiro de alivio materializado entre montañas protectoras.
Me esperaban en la entrada principal, como si hubieran estado allí desde el amanecer.
Un hombre de palidez etérea y cabello negro azabache, con un rostro marcado por cicatrices que parecían mapas de sufrimiento aceptado con gracia. Junto a él, una mujer de mirada serena como un lago en calma y cabello plateado que brillaba bajo la luz dorada de la tarde.
Kagaya Ubuyashiki y su esposa, Amane.
Él sonreía con una levedad que contrastaba dramáticamente con la gravedad de la situación, y aun sin conocerlo personalmente, su mera presencia me atravesó como un bálsamo sanador. No había juicio en esos ojos blanquecinos que parecían ver directamente al alma. Solo compasión infinita. Comprensión que trascendía las palabras.
—Sakura Saitō, hija del noble clan Saitō, hermana del valiente Kenji-san —dijo con una voz que parecía flotar en el aire como música celestial—. Bienvenida a tu hogar.
Me arrodillé ante él al instante, como si mis rodillas hubieran perdido la capacidad de sostenerme. Bajé la cabeza hasta que mi frente casi tocó el suelo. Sentí cómo algo fundamental se quebraba definitivamente en mi interior, liberando años de dolor contenido.
—Mi hermano... —conseguí articular entre sollozos que me desgarraban la garganta—. Kenji... ha muerto por mi culpa.
Saqué la katana con manos que temblaban como hojas en tormenta. La coloqué ante él con ambas palmas extendidas, en la reverencia más profunda que conocía.
—Solo quiero entregarle su espada. Él siempre decía que esta hoja debía permanecer en manos dignas de empuñarla. Y yo... yo no soy digna de tocarla siquiera. Por favor, acéptela como el último deseo de un hijo devoto.
Un sollozo brutal atravesó mis últimas palabras como un puñal. Y entonces, Kagaya hizo algo completamente inesperado: se arrodilló lentamente frente a mí, descendiendo a mi nivel con una humildad que me desarmó por completo. No tocó la katana. En su lugar, alzó ambas manos y las colocó sobre mis hombros temblorosos. Me miró directamente a los ojos con esa mirada suya que, aunque ciega, veía infinitamente más que la mía.
—Kenji-san murió defendiendo a la persona que más amaba en este mundo —dijo con una serenidad que parecía emanar de siglos de sabiduría—. No existe mayor honor que ese para un guerrero, Sakura-san.
Su voz era como agua fresca sobre heridas infectadas.
—No entiende la verdad completa... —logré decir, y mi voz se quebró como cristal pisoteado—. Él murió por lo que yo hice. Por mi estupidez imperdonable. Yo dejé entrar al monstruo en nuestras vidas. Me... me entregué a él voluntariamente, como una idiota ciega.
Lo solté por fin. La verdad pútrida que había estado carcomiendo mi alma.
—Soy sucia por dentro y por fuera. Impura hasta la médula. No merezco seguir respirando mientras él yace muerto por mi culpa.
Kagaya no cambió su expresión imperturbable ni por un instante, pero noté que su respiración se hizo más lenta, deliberada. Como si hubiera escuchado confesiones similares miles de veces. Amane, a su lado, apretó los labios una fracción y su mano se alzó hacia mí por un segundo —un gesto contenido, casi instintivo—; no habló, pero en sus ojos vi una chispa de consternación nueva, como si aquellas palabras hubieran abierto una puerta a algo que no esperaba oír sobre aquel nombre oscuro.
—¿Y quién exactamente te ha dicho esas cosas tan crueles sobre ti misma?
—No necesito que nadie me lo diga —repliqué con amargura—. Lo sé en cada fibra de mi ser.
Él asintió con una comprensión suave. Se puso en pie ayudado por Amane, y luego me tendió una mano que irradiaba calidez. Se la tomé sin dudar, como si fuera una cuerda lanzada a alguien que se ahoga.
—¿Sabes quién es ese monstruo que engañó tu corazón inocente? —preguntó con una gentileza que me desarmaría para siempre.
Apreté la mandíbula. Mis labios temblaron contra mi voluntad; tragué saliva como si intentara forzar un nudo de hierro en la garganta. Un escalofrío me recorrió la nuca, y tuve que cerrar los ojos un segundo, reunir fuerzas.
—Muzan —contesté al fin, y su nombre me supo a veneno en la lengua.
Kagaya asintió gravemente.
—Muzan Kibutsuji. El primero de todos los demonios. El rey absoluto de la oscuridad. El origen de todo mal que ha plagado la humanidad durante más de mil años.
Me quedé literalmente sin respiración. Fue en ese momento que comprendí la magnitud real de lo terrible de mis acciones. Esa revelación que me golpeó como un rayo. Muzan Kibutsuji. La razón fundamental por la que el Cuerpo de Cazadores de Demonios había sido creado siglos atrás. El monstruo legendario al que mi propio padre había intentado encontrar y destruir cuando él mismo portaba el título de Hashira Estrella. Y esa misión imposible había recaído después sobre mi hermano, quien había encontrado finalmente al demonio primordial... y había pagado el precio por protegerme.
Sentí un mareo nauseabundo y ganas de vomitar todo lo que había comido en días.
Cerré los ojos con fuerza. Era infinitamente peor de lo que había imaginado en mis peores pesadillas. Me había entregado cuerpo y alma al mismísimo rey de los demonios. Era peor que sucia, era una ramera que se había dejado marcar por la bestia más vil que había pisado la tierra...
Kagaya volvió a tomarme del hombro con un cuidado exquisito, interrumpiendo la espiral descendente de mis pensamientos autodestructivos.
—Él te manipuló con la maestría de años de experiencia, Sakura-san. Como ha hecho con incontables víctimas inocentes a lo largo de los siglos. Se aprovechó deliberadamente de tu pureza, de tu hambre de amor, de tu necesidad desesperada de ser vista y valorada. Pero tú... —su voz se volvió más firme— ...aún estás aquí, de pie ante mí. Sobreviviste a su influencia, y tu alma no se dejó arrastrar completamente a la oscuridad. Y eso significa que eres infinitamente más fuerte de lo que tu dolor te permite ver.
Las manos me temblaron como si tuviera fiebre.
—No puedo... no después de todo lo que he hecho...
—Tienes un corazón bueno, Sakura. Un corazón que fue herido, traicionado, manipulado hasta el límite, pero que aún conserva el deseo de proteger, de cuidar, de amar. Eso es suficiente para comenzar de nuevo.
No pude articular palabra alguna. Solo lloré con una intensidad que me sorprendió. Lloré por mi hermano asesinado. Por mí misma y la inocencia perdida para siempre. Por lo que había sido antes de esa noche maldita. Por lo que ya nunca volvería a ser. Por todo lo que Muzan me había arrebatado con sus mentiras.
Kagaya apretó mi hombro con una firmeza paternal.
—Kenji-san hablaba de ti con un orgullo que iluminaba todo su ser. Él sabía exactamente quién eras en tu esencia más pura. Y yo también lo sé, incluso después de escuchar tu confesión. Nada de lo que pasó fue culpa tuya.
Sus palabras me envolvieron como una promesa de redención que creía imposible.
Y entonces, pronunció las palabras que cambiarían mi destino para siempre:
—Entrena con nosotros. Hazte fuerte como él era. Honra su memoria tomando el lugar que él habría querido que ocuparas. No por culpa o remordimiento que te consuman, sino por amor verdadero. Por justicia para los inocentes. Por tu propio camino hacia la luz.
Asentí con una determinación que nació desde lo más profundo de mi ser destrozado.
No porque me creyera lista para semejante responsabilidad.
Sino porque, por primera vez desde aquella noche horrible en el bosque, quería desesperadamente estar preparada para algo más grande que mi dolor.
El maestro Kagaya me había ofrecido permanecer en la mansión todo el tiempo que necesitara antes de comenzar oficialmente mi entrenamiento con el Cuerpo de Cazadores de Demonios. Antes de despedirme, incluso me pidió con una delicadeza infinita que compartiera cualquier detalle que pudiera recordar de mis encuentros con Muzan, por nimio que fuera. Intenté responder, pero las palabras me ardían en la garganta, la vergüenza me sofocaba y sentí cómo mis manos se crispaban sobre mis rodillas. Kagaya, al percatarse de mi turbación, me sonrió apenas y me dejó ir sin presionarme más, como si supiera que arrancar esas memorias solo me desgarraría.
Aun con esa compasión envolviéndome, tenía claro que solo me quedaría una noche. Una sola noche sería suficiente para lo que tenía que hacer.
La habitación que me asignaron era espaciosa y pristinamente limpia, aunque austera en su mobiliario: apenas un futón de algodón blanco, un arcón de madera de cedro para pertenencias, y un espejo de cuerpo entero enmarcado en bambú. Una puerta corredera de papel de arroz daba acceso a un baño privado equipado con una tina de madera pulida. Las paredes de la estancia crujían suavemente con el viento nocturno, y toda la estructura olía a resina fresca y flores secas de lavanda. Se respiraba una paz profunda. Una serenidad que yo aún no podía sentir en mi alma fracturada.
Estaba sentada en posición de loto sobre el tatami, frente al espejo que se había empañado ligeramente por el vapor cálido que escapaba del baño. Tenía las piernas cruzadas y la espalda recta, como me habían enseñado durante mis días de meditación forzosa en el templo. Había dejado mi bolsa de viaje abierta junto a mí, como un cofre de tesoros malditos. Dentro reposaban la katana sagrada de Kenji, envuelta en lino negro... y la daga.
La saqué con movimientos deliberadamente lentos, como si el metal pudiera quemarme al contacto. El filo brillaba bajo la luz dorada y danzante de la lámpara de aceite. Era sorprendentemente ligera en mis manos, pero a mí me parecía extremadamente pesada, como si cargara con el peso invisible de todo lo que me había arrebatado... y de todo lo que paradójicamente me había enseñado sobre mi propia naturaleza.
En ese momento no sentía la rabia que me había consumido durante días. Tampoco la tristeza que me ahogaba por las noches. Solo una determinación fría y pura, como hielo que corta.
Recogí mi cabello con una mano y me lo eché hacia adelante sobre el hombro derecho. Siempre lo había llevado largo, tanto que las ondas oscuras me rozaban las caderas cuando caminaba. Mi tía Yoshiko decía que era mi símbolo más poderoso de belleza femenina, un tesoro que debía preservar para atraer a pretendientes adecuados. Kenji solía trenzármelo cuando éramos niños, durante esas tardes perezosas de verano. Yo detestaba quedarme quieta mientras sus dedos torpes me daban tirones accidentales, y siempre me quejaba con dramatismo exagerado.
Pero la verdad más íntima era que siempre había amado profundamente esa melena larga y espesa que ondulaba como seda negra.
Inspiré hondo, llenando mis pulmones de aire perfumado con incienso. Agarré todo el cabello en un puño firme y acerqué el filo de la daga al nivel de mis hombros.
Ras.
Los primeros mechones oscuros cayeron al tatami con un susurro que sonó como un lamento. Y siguieron cayendo, creando una alfombra sedosa a mis pies. Seguí cortando con precisión quirúrgica hasta que los rizos apenas me rozaban los hombros, liberando mi cuello por primera vez en años.
Me observé en el espejo empañado. El reflejo que me devolvía la mirada ya no me resultaba familiar en absoluto. Los ángulos de mi rostro parecían más marcados, más severos. Mis ojos se veían más grandes, más intensos. Pero extrañamente, tampoco me incomodaba esta nueva imagen.
No era la hija obediente que habían abandonado a su suerte. No era la niña ingenua a la que habían manipulado y usado. No era la joya preciosa que habían querido conservar intacta en una vitrina.
Era lo que quedaba después de que el fuego lo hubiera quemado todo. Una superviviente.
Guardé la daga cuidadosamente en la bolsa, junto a los otros fragmentos de mi vida anterior. Me até el cabello corto con un cordel simple de algodón, aunque dos mechones rebeldes se escaparon y me cayeron a ambos lados del rostro, enmarcando mis facciones.
Me deslicé bajo las mantas del futón y apagué la lámpara. La oscuridad me envolvió como un abrazo maternal. El viento otoñal golpeó contra la ventana de papel con insistencia rítmica. Lo interpreté como un augurio. El presagio del cambio que había estado esperando toda mi vida sin saberlo.
Cerré los ojos y, por primera vez en semanas, permití que mi mente vagara hacia el futuro en lugar de quedar atrapada en el pasado. Pensé en la nueva vida que me esperaba al amanecer. En el entrenamiento que me forjaría como una hoja se forja en el fuego. En la oportunidad de convertir mi dolor en fuerza, mi culpa en determinación.
En la posibilidad de que tal vez, algún día, pudiera mirarme al espejo y reconocer no solo a una superviviente, sino a alguien fuerte, valioso.
El viento siguió susurrando secretos a través de las rendijas, y yo me dormí arrullada por la promesa de quien podría llegar a ser.
Chapter 5: Renacimiento
Chapter Text
V. Renacimiento
Cada día comenzaba mucho antes de que el sol besara el horizonte.
Dormía pocas horas, fragmentadas por pesadillas que me despertaban empapada en sudor frío. El cuerpo me dolía incluso en los breves momentos de descanso. Músculos desgarrados que se reconstruían lentamente, moretones que cambiaban de púrpura a verde amarillento, piel abierta por roces constantes, huesos y tendones que crujían con cada nuevo movimiento como ramas secas bajo la presión. Aprendí a convivir con el dolor como con una compañera inseparable: constante, exigente, absolutamente despiadada.
El Hashira retirado que había aceptado entrenarme había servido con la Respiración del Agua durante décadas de gloria. El maestro Ikemoto era un hombre de pocas palabras y gestos precisos. Su estilo era fundamentalmente diferente al que yo necesitaba desarrollar, pero compartíamos una raíz común: elegancia calculada, control absoluto, adaptabilidad que rayaba en lo artístico. Nunca me preguntó por qué le había solicitado específicamente entrenar con él en lugar de buscar a algún cazador que dominara la Respiración de las Estrellas. Ni siquiera estaba segura de si sabía que yo era hija de Arata Saitō.
De haberlo hecho, le habría respondido con la verdad más cruda: mi padre no me quería como hija, mucho menos deseaba que me convirtiera en la nueva Hashira Estrella como él y mi hermano una vez habían sido. Para él, ese linaje había muerto con Kenji en aquel claro maldito.
El maestro Ikemoto hablaba muy poco durante nuestras sesiones, y cuando lo hacía, sus palabras a menudo cortaban como cuchillos afilados. Pero había llegado a comprender que eso era exactamente lo que mi alma fracturada necesitaba. No precisaba palabras vacías de aliento o compasión mal entendida. Necesitaba realidad sin filtros. Necesitaba forjarme en el fuego de la verdad hasta ser más fuerte que el acero.
—Los seres humanos somos criaturas ridículamente fáciles de romper —me advirtió una mañana mientras yo yacía jadeando en el suelo, con las manos sangrando—. Y si no nos reconstruimos correctamente... nos quedamos rotos para siempre. A veces, la única opción es aprender a convivir con el dolor y convertirlo en tu mejor aliado.
Tenía razón absoluta. Me rompí incontables veces durante esos meses. Físicamente, cuando mi cuerpo se negaba a seguir las órdenes de mi voluntad. Mentalmente, cuando los recuerdos me asaltaban en medio del entrenamiento. Emocionalmente, cuando la culpa amenazaba con ahogarme durante las noches solitarias.
Pero cada vez me volví a levantar. Cada caída me reconstruía de manera diferente. Cada ciclo de destrucción y renacimiento me hacía más auténticamente mía.
La Respiración de las Estrellas no tenía una forma definida grabada en pergaminos antiguos. No existía una teoría académica escrita por maestros venerados. Era algo visceralmente físico, un arte marcial transmitido a través de generaciones por medio de la sangre y la memoria muscular. Mi hermano me había contado fragmentos dispersos durante nuestras conversaciones nocturnas en el templo, cuando yo lo acosaba con preguntas incesantes sobre su entrenamiento, pero esas anécdotas no eran suficientes. Eran solo palabras flotando en el aire. Yo debía completar el rompecabezas, hacerlo mío desde cero.
Tras meses de esfuerzo que me llevó al límite de la cordura, finalmente comprendí que la Respiración de las Estrellas no era simplemente una técnica de combate. Era una filosofía de vida completa. La estrella no se mueve erráticamente por el firmamento. Brilla desde la distancia infinita con constancia imperturbable. Su poder no reside en la violencia explosiva, sino en su permanencia eterna. No golpea con brutalidad ciega. Guía a los perdidos. Marca el rumbo correcto. Ilumina la oscuridad más densa.
Adopté ese concepto filosófico en cada gesto, en cada forma que desarrollaba. No poseía una fuerza física sobrehumana como algunos guerreros legendarios, pero sí había desarrollado una precisión quirúrgica. No era la más rápida en ataques directos, pero había aprendido a anticipar movimientos con una intuición casi sobrenatural. Mi cuerpo se volvió progresivamente más ágil, más ligero, como si hubiera perdido densidad. Comencé a moverme como si el viento nocturno me impulsara desde atrás. Cada disparo de mi arco se convertía en una flecha de luz plateada cortando la penumbra. Cada corte con la katana heredada de Kenji trazaba una estela fugaz que parecía dejar rastros luminosos en el aire.
Me especialicé obsesivamente en la sinergia perfecta entre ambas armas: herir desde la distancia con precisión letal, rematar en el cuerpo a cuerpo con elegancia mortal. Aprendí a girar como una bailarina, a fluir como agua pero golpear como rayo. A atacar en silencio absoluto, sin dejar espacio ni tiempo para la reacción del enemigo.
El maestro Ikemoto me observaba durante mis entrenamientos con esa calma habitual suya que rayaba en lo meditativo.
—Tu estilo personal... no es como el agua que se adapta al recipiente, y sin embargo hay en ti una serenidad que recuerda a su fluir eterno —comentó una tarde, mientras yo practicaba formas que había inventado—. Tampoco es como el fuego que devora todo a su paso, aunque en lo más profundo de tu ser arde una llama completamente indomable. Es como la noche clara de invierno. Sutil hasta ser casi invisible. Precisa hasta rayar en lo sobrenatural. Inquietante de una manera que no sabría explicar.
Lo tomé como el cumplido más alto que había recibido jamás.
"No soy fuerza bruta", me repetía como un mantra mientras practicaba hasta el agotamiento. "Soy dirección. Soy propósito. Soy el golpe que llega antes de que siquiera veas la sombra de su llegada."
Y así, sin darme cuenta del momento exacto en que sucedió, dejé de ser simplemente una muchacha rota por la tragedia. Me transformé en algo completamente nuevo. Algo que aún no comprendía del todo en su magnitud...
Pero que definitivamente empezaba a tener una forma propia, única, y absolutamente letal.
El agua yacía inmóvil, como si guardara luto por él.
Aquel era el santuario del que me había hablado tantas veces, con esa sonrisa nostálgica que le iluminaba el rostro cuando recordaba. El lago donde entrenaba al amanecer, antes de convertirse oficialmente en Hashira, donde decía que el mundo se volvía tolerable por unas horas preciosas, cuando los pájaros aún dormían y el cielo dudaba entre el azul profundo y el violeta del alba.
Medio oculto en un valle abrazo de montañas, cerca de la aldea de Nagasheko, me había costado días encontrarlo. Pero finalmente, aquí estaba. En el lugar donde Kenji había forjado su alma de guerrero.
El aire cortaba como cuchillas de hielo. Me arrebujé en la capa y subí la capucha, sintiendo cómo el frío se filtraba por cada fibra, como si todo en mí quisiera volver a quebrarse en mil pedazos.
Pero no lo hice. No podía permitírmelo.
Caminé hasta la orilla con pasos medidos. Elegí una gran roca que se internaba en las aguas oscuras como una lengua de piedra. Una vez arriba, el mundo parecía más pequeño, más manejable. Saqué una flecha del carcaj con manos que apenas temblaban y le prendí fuego con la bengala que había comprado en Nagasheko. La punta estalló en llamas doradas que danzaron contra el viento nocturno.
Coloqué la flecha en el arco. Tensé la cuerda hasta sentir la familiar resistencia que me conectaba con cada lección de Kenji, cada palabra de aliento, cada regaño cariñoso.
Pensé en él.
En sus ojos brillantes cuando me enseñó a disparar por primera vez. En su risa ronca cuando fallaba el blanco. En el orgullo silencioso de su mirada cuando finalmente acerté.
Disparé.
La flecha surcó el cielo nocturno como una estrella fugaz, trazando un arco de fuego antes de hundirse en el corazón del lago con un siseo suave.
"Feliz cumpleaños, hermano", susurré a la noche.
Se habría reído de mi solemnidad, con ese vozarrón que se le quedó después de la pubertad, tan diferente al niño que recordaba. Me habría despeinado el cabello y luego me habría arrastrado a casa para beber té y devorar todos los dulces que pudiera encontrar.
Bajé el arco, y con él, bajaron también las defensas que había construido tan cuidadosamente.
Sin poder evitarlo, pensé en mi padre. En cómo su mirada se desplomó al ver el cuerpo inerte de Kenji. En la forma en que me dio la espalda cuando más necesitaba sus brazos. "He perdido a dos hijos", había dicho, y esas palabras aún me desgarraban por dentro como garras.
Pensé en mi tía y su voz cortante: "Una mujer debe aceptar su destino". En el templo que se suponía sería mi tumba. En Muzan y sus manos manchadas de sangre de mi hermano.
Un peso familiar se asentó en mi pecho, amenazando con ahogarme.
No oí pasos. No sentí presencia alguna. Pero entonces, una voz estalló en la quietud como una hoguera encendiéndose en mitad del hielo perpetuo.
—¡Qué escena tan digna de los dioses! —exclamó una voz masculina profunda, vibrante de entusiasmo —. ¡La arquera del lago, convocando al sol con su arco!
Me giré de golpe, el corazón saltándome en el pecho. La figura que apareció ante mí era tan inesperada como deslumbrante. Un hombre alto y poderoso, de cabello dorado salpicado de mechones que parecían llamas vivas, ojos como brasas ardientes, y una sonrisa tan radiante que casi dolía contemplarla en contraste con la oscuridad de mi alma.
—O tal vez... —añadió, llevándose una mano al pecho en un gesto casi teatral, pero sincero—. ¿Eres Hasinaw-uk-kamuy en persona? ¿La mismísima diosa de la caza honrándonos con su presencia terrenal? Porque si es así... —su sonrisa se amplió, imposiblemente cálida— debo decir que eres absolutamente radiante.
Lo miré sin palabras, atrapada entre la sorpresa y algo más profundo que no podía nombrar. Sus palabras, lejos de sonar como los piropos vacíos que había escuchado toda mi vida, llevaban una sinceridad ardiente que me desarmó por completo. Sentí cómo el calor me subía por el cuello hasta las mejillas, traicionándome.
Fue entonces cuando noté su uniforme. Las ropas oscuras del Cuerpo de Cazadores de Demonios se ajustaban a su figura poderosa, y pude ver la katana a su costado. No lo había visto nunca, pero algo en su presencia me decía que no era un cazador cualquiera.
Su energía me desconcertaba. No era amenazante, pero había algo en él. Un aura que brillaba demasiado, una intensidad que parecía brotar de algún fuego interno inextinguible. Era como mirar directamente al sol después de meses de oscuridad.
Demasiado. Demasiado vivo. Demasiado brillante para alguien como yo, que se había acostumbrado a vivir entre sombras.
—¿Puedo saber el nombre de tan noble arquera? —preguntó ladeando la cabeza, su voz grave teñida con curiosidad genuina.
El silencio se extendió entre nosotros como un abismo. Bajé la mirada, incapaz de sostener esos ojos que parecían ver demasiado. Me giré, dispuesta a huir de esa luz que amenazaba con exponer cada una de mis heridas.
Antes de que pudiera dar el primer paso, él se movió con una gracia sorprendente para alguien de su tamaño, apareciendo a mi lado y tendiéndome la mano como si estuviéramos en medio de un baile cortesano.
—Permíteme ayudarte.
Su voz había perdido parte de su jovialidad, volviéndose más suave, más cuidadosa. Como si hubiera percibido algo en mí que requería delicadeza.
Sentí un nudo en el estómago, una mezcla extraña de intimidación y algo peligrosamente parecido a mariposas en el estómago.
—No hace falta, gracias —respondí, mi voz más áspera de lo que pretendía.
Bajé de un salto, ignorando su mano extendida. Mi capa se agitó como alas rotas al tocar el suelo. Pasé a su lado sin una palabra más, sin atreverme a mirarlo, sintiendo cómo cada paso me alejaba de esa calidez que tanto anhelaba y tanto temía.
Pero mientras me alejaba por el sendero serpenteante, aún podía sentir su presencia a mis espaldas. No me siguió, pero su energía permanecía ahí, como las brasas que siguen ardiendo mucho después de que el fuego se haya extinguido.
Como si el mismo sol hubiera bajado del cielo para observarme de cerca, y yo hubiera huido de su luz por miedo a que revelara lo rota que estaba por dentro.
El primer demonio no tuvo tiempo de chillar.
No hubo furia descontrolada ni violencia gratuita. Solo una ejecución limpia, quirúrgica, precisa. Como si mi cuerpo hubiera sabido exactamente qué hacer incluso antes de que mi mente pudiera procesarlo. El acero encontró carne y hueso con una facilidad que debería haberme perturbado. Después, solo quedó el silencio y un cuerpo que se desintegró en cenizas grises, llevado por el viento nocturno.
Cada misión era distinta, pero el final siempre se repetía como un ritual: miedo en los ojos del demonio, oscuridad tragándose sus gritos, sangre que manchaba mis manos, cenizas dispersándose al amanecer.
Recorrí aldeas olvidadas por los mapas, caminos que nadie más se atrevía a transitar, templos devorados por las raíces y la desesperanza. Siempre sola. Entrenaba mientras el sol me observaba. Mataba cuando las estrellas eran testigos. Dormía lo justo.
Mi cuerpo cambió, esculpiéndose con cada batalla. Seguía conservando las curvas que me identificaban como mujer, pero ahora había músculo debajo de la piel, resistencia en cada fibra, poder en cada movimiento. Mis manos, que antes temblaban con la memoria del miedo, se volvieron firmes como el acero que empuñaban. Mi respiración, que antes me dolía con cada recuerdo, se convirtió en mi aliada más fiel.
Incluso la katana cambió conmigo. La hoja que fue de Kenji adoptó un color más claro, como si supiera que ahora tenía una nueva dueña, una nueva alma que la guiaba.
Dominé la Respiración Estrella y la hice completamente mía. Cada forma, cada técnica, cada movimiento fluía a través de mí como agua encontrando su cauce. No buscaba causar dolor innecesario. Solo el corte perfecto. La muerte limpia. El final que liberara tanto al demonio como a sus víctimas potenciales.
No era odio lo que movía mi espada. Era algo más puro, más necesario: el deseo ardiente de proteger, de ayudar, de impedir que otros sufrieran lo que yo había sufrido.
Maté cincuenta demonios. Uno tras otro, misión tras misión. Y cada vez que enterraba la hoja en un cuello o disparaba una flecha que encontraba su blanco sin fallar jamás, sentía que algo fundamental en mí se transformaba, se endurecía, se perfeccionaba.
Pero nunca bastaba. Por muchos demonios que cayeran bajo mi espada, la sed de justicia jamás se saciaba. El vacío nunca se llenaba del todo.
***
Sucedió una tarde cuando el sol agonizaba en el horizonte, pintando el cielo de naranjas y rojos que me recordaron a sangre fresca.
De regreso a la posada, tras acabar con un nido de demonios ocultos en las profundidades húmedas de una cueva cercana al pueblo, pasé junto a una casa abandonada. Las maderas podridas crujían con el viento, y la vegetación salvaje había reclamado lo que una vez fue un hogar.
Fue entonces cuando la vi.
Una flor.
Pétalos rojo sangre y pistilos dorados que capturaban los últimos rayos del sol moribundo, casi oculta entre la maleza y los paneles de madera carcomidos por el tiempo.
Me quedé petrificada. El corazón se me disparó como si hubiera visto al mismísimo demonio que más temía. La garganta se me cerró, seca como arena del desierto, y un sudor frío me recorrió la espalda como dedos helados.
Era exactamente la misma. La misma flor que él me había ofrecido. La misma que había colocado entre mis manos como una ofrenda sagrada en aquel pequeño templo medio derruido, donde creí que había encontrado la ternura que tanto había anhelado.
Y en ese momento, todos los muros que había construido tan cuidadosamente se desplomaron de golpe.
Porque durante estos meses había logrado vivir con el dolor de haber perdido a Kenji, con la traición de mi padre, incluso con la imagen de Muzan convertido en monstruo, con su brazo atravesando el pecho de mi hermano como si fuera papel.
Pero había algo que me había negado rotundamente a recordar. Algo que había enterrado tan profundo que creí que jamás volvería a la superficie: el recuerdo de esos mismos brazos rodeándome con falsa ternura. De esas manos explorando cada centímetro de mi piel virgen. De esa voz susurrándome mentiras que sonaban como promesas de amor eterno.
El recuerdo de cómo me había entregado a él, cuerpo y alma, creyendo que era amor lo que ardía entre nosotros.
Apreté el mango de la katana con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos, justo a tiempo para evitar que el arma cayera al suelo con un estrépito que habría delatado mi debilidad. El pecho me subía y bajaba a una velocidad alarmante, como si acabara de correr una maratón.
Como una estúpida, miré a mi alrededor esperando verlo materializar entre las sombras, con esa sonrisa que ahora sabía que ocultaba colmillos.
"Te buscaré dondequiera que intentes esconderte, mi querida Sakura. Y no dudes ni por un instante que sabré exactamente dónde encontrarte. Eres mía para siempre."
Sus palabras crueles, posesivas, resonaron en mi mente como campanas de funeral. Se clavaron en mi conciencia una y otra vez, cada repetición más dolorosa que la anterior. Las náuseas me subieron por la garganta como bilis ardiente.
Cerré los ojos, desesperada por escapar, pero fue infinitamente peor. Porque detrás de mis párpados lo vi con una claridad que me desgarró: él encima de mí, sus labios robándome besos que yo creía dulces, sus manos despojándome no solo de mi ropa, sino de mi inocencia, de mi capacidad de confiar, de creer que podía ser amada sin ser devorada.
A pesar de todo mi entrenamiento, a pesar de estar a punto de convertirme en Hashira, a pesar de haber demostrado una y otra vez que podía enfrentar cualquier horror que la noche pudiera arrojarme...
Eché a correr como la cobarde que realmente era.
El miedo era diferente esta vez. No era el miedo limpio y directo que sentía ante un demonio hambriento. Era algo más insidioso: sordo, lento, envolvente como niebla tóxica. Se filtraba por cada poro de mi piel, paralizaba cada músculo, convertía mis pensamientos en un torbellino de pánico.
Podía enfrentar a cualquier criatura surgida del averno, a cualquier abominación nacida de las pesadillas humanas. Había decapitado monstruos que habrían hecho llorar de terror a guerreros veteranos.
Pero no a él. No al hombre de voz de seda y ojos como pozos sin fondo, que había convertido mi primer amor en la traición más cruel.
La ironía me golpeó como una bofetada mientras corría por el sendero serpenteante: yo cazaba demonios cada noche, dedicaba mi vida a eliminar las criaturas más peligrosas del mundo.
Y sin embargo, sentía que era yo quien seguía siendo cazada.
Que en algún lugar de la oscuridad, él seguía ahí, esperando el momento perfecto para reclamar lo que consideraba suyo.
Para terminar lo que había empezado aquella noche maldita en el templo.
El día que volví al lugar donde mi vida cambió, era una mañana fresca de primavera, cuando la tierra despertaba de su letargo invernal.
La mansión Ubuyashiki permanecía exactamente igual, suspendida en esa calma inalterable que parecía existir fuera del tiempo, como si las horas no pasaran entre sus jardines inmaculados ni tocaran la mirada apacible del maestro Kagaya. Los cerezos florecían con la misma gracia de siempre, pétalos blancos y rosados danzando en la brisa como bendiciones silenciosas.
Pero yo sí había cambiado. Cada paso que había dado para llegar hasta aquí, cada aliento contenido en el filo de la batalla, cada herida que había sanado más fuerte, cada muerte que había presenciado... todo eso me había forjado en algo completamente nuevo.
En alguien nuevo.
Ya no era la joven rota que había llegado aquí meses atrás, cargando el cadáver de su hermano y el peso aplastante de la culpa. La que había suplicado una oportunidad de redimirse. Ahora era acero templado por el fuego, determinación pura.
Kagaya-sama me esperaba en su posición habitual, sentado con esa elegancia serena que lo caracterizaba, rodeado por un mar de flores azuladas que parecían susurrar secretos al viento. A su lado, la presencia silenciosa de su esposa Amane, que lo acompañaba como un eco de agua clara fluyendo sobre piedras pulidas.
—Sakura Saitō. —Su voz se elevó como una caricia, cada sílaba un gesto de bienvenida que llegó directo a mi alma—. Bienvenida a casa. Has segado la vida de cincuenta demonios y salvado innumerables almas inocentes. Te has ganado tu lugar entre nosotros.
Incliné la cabeza en una reverencia profunda, sintiendo cómo una emoción cálida y poderosa se extendía por mi pecho al escuchar esas palabras sagradas de sus labios. En lo más profundo de mi corazón, sabía que ya había alcanzado este momento. Pero escucharlo de él, del hombre que me había dado una segunda oportunidad cuando todos me habían dado la espalda... eso sellaba algo fundamental en mi.
Amane se acercó con pasos que apenas susurraban contra el suelo, portando un haori que me robó el aliento. Era de un negro profundo como la noche más oscura, pero sembrado de puntos plateados que brillaban como estrellas reales. Una constelación completa desplegada en tela, perfecta para quien portaría el título de Hashira Estrella.
Una noche estrellada para alguien que había aprendido a encontrar luz en la oscuridad más absoluta.
Lo tomé con manos que parecían firmes pero que ocultaban un temblor imperceptible. El peso de la tela era mínimo, pero era el peso de lo que representaba amenazaba con aplastarme. Hashira Estrella. Finalmente era mío. El título que Kenji había llevado con tanto orgullo, ahora pasaba a mis manos.
Con él llegaba el pasado que debía honrar, el presente que debía abrazar, y el futuro que debía forjar con mi propia sangre y determinación.
—Gracias, maestro. —Las palabras salieron de mi garganta como un juramento sagrado—. No os defraudaré. Protegeré a los inocentes con mi vida, y honraré la memoria de quienes ya no están aquí para hacerlo.
Me disponía a marcharme, cuando su voz me detuvo en seco.
—Sakura. —La forma en que pronunció mi nombre hizo que cada músculo de mi cuerpo se tensara—. Hay algo más que debo decirte.
Me volví lentamente, encontrando esa mirada blanca que parecía ver más allá de las apariencias, directo al alma.
—No dejes que el miedo sea el lazo que te una a él.
Las palabras cayeron sobre mí como piedras arrojadas a un estanque en calma. Mi cuerpo se puso rígido instantáneamente. De repente, pude sentirlo otra vez: esos ojos carmesí clavándose en mi nuca como dagas, esas manos posesivas en mi cintura, esa voz susurrando promesas que eran amenazas disfrazadas.
Muzan.
Me obligué a mantener la mirada fija en los ojos de Kagaya-sama, que irradiaban una paz que yo aún no había aprendido a alcanzar.
—No le des más poder del que ya posee —continuó, su tono sereno rozando la ternura paternal—. Muzan podrá ser más fuerte físicamente, y su maldad antigua y profunda. Pero hay algo que jamás debe tocar, algo que debemos proteger a toda costa: nuestra mente. Nuestro corazón. Nuestra alma. Esos son territorios que solo nosotros podemos entregar... y solo nosotros podemos recuperar.
Mi labio inferior comenzó a temblar traicionando la compostura que tanto me había costado construir. Sus palabras llegaron a lugares de mi ser que creía sellados para siempre, tocando heridas que pensé que habían cicatrizado.
Pero había algo más en ellas. Esperanza. La posibilidad de sanar de verdad.
Asentí en silencio, incapaz de confiar en mi voz para responder sin quebrarse. Cada palabra del maestro se grabó en mi memoria como un mantra que sabía necesitaría repetir en las noches más oscuras.
Me incliné una última vez en señal de respeto y gratitud, antes de dar media vuelta.
Crucé el jardín con mi nuevo haori ondeando suavemente sobre mis hombros como una capa de estrellas, mi katana —la katana de Kenji— descansando en mi mano con un peso familiar que ahora se sentía como una extensión de mi propia alma.
Cada paso me alejaba de quien había sido y me acercaba a quien estaba destinada a convertirme.
Hashira Estrella.
Protectora de los inocentes.
Vengadora de los caídos.
Y quizás, algún día, una mujer libre del miedo que había sido mi compañero más constante.
Pero eso sería una batalla para otro día. Por ahora, era suficiente con caminar hacia adelante, llevando las estrellas en mis hombros y la determinación ardiendo en mi pecho como un fuego que jamás se extinguiría.
El Pabellón del Hashira Estrella se alzaba ante mí como un sueño materializado en madera y piedra.
Era más hermoso de lo que había imaginado durante todas esas noches solitarias en posadas mugrientas y refugios improvisados. La estructura principal se extendía en formas elegantes y asimétricas, con techos curvados que parecían seguir el movimiento natural del viento. Los paneles de madera habían sido tallados con motivos sutiles: constelaciones que solo se apreciaban cuando la luz los tocaba en el ángulo preciso, como si la casa misma guardara secretos celestiales.
Pero lo que realmente me robó el aliento fueron los jardines.
Se desplegaban en terrazas sucesivas, conectadas por senderos de piedra que serpenteaban como ríos petrificados. Había cerezos ya maduros cuyas ramas se extendían como brazos protectores, arces que prometían incendiarse en otoño, y pequeños estanques donde las carpas doradas nadaban en círculos perfectos. En el centro de todo, una fuente de piedra negra donde el agua caía en cascadas musicales que parecían susurrar canciones de cuna.
Kenji habría amado este lugar.
El pensamiento llegó sin avisar, dulce y doloroso a la vez. Pude verlo con una claridad que me cortó la respiración: paseando por estos mismos senderos, con esa risa despreocupada que llenaba cualquier espacio. Sus pies descalzos golpeando las piedras tibias, su cabello revoloteando al viento mientras entrenaba.
También traté de imaginarme a mi padre. Una versión joven de él, sin ese ceño fruncido permanente. Antes de renunciar al cargo, antes de formar una familia con mi difunta madre y tenernos a nosotros.
Tragué saliva. Y ahora era mío, por derecho de herencia sangrienta y dolorosa.
Entré lentamente, mis pasos resonando en los suelos de madera pulida. Cada habitación revelaba nuevas maravillas: un dojo privado con espejos que multiplicaban la luz natural, una biblioteca con pergaminos que contenían información sobre las técnicas de respiración ancestrales y cualquier materia que pudiera imaginar, un salón de té orientado hacia el jardín principal donde las estrellas serían visibles a través de las ventanas abiertas.
Mi dormitorio estaba en el segundo piso, dominando toda la propiedad. Las paredes eran de un color crema suave, decoradas con pinturas delicadas de constelaciones que parecían moverse cuando las miraba de reojo. Un futon amplio y cómodo ocupaba el centro, cubierto por mantas que olían a lavanda y cedro. Había un tocador de madera oscura con un espejo que reflejaba no solo mi rostro, sino las montañas distantes que enmarcaban mi nueva vida.
Mi nueva vida.
Las palabras resonaron en mi mente mientras dejaba mis pocas pertenencias sobre una mesa auxiliar. No tenía mucho: algunas mudas de ropa, productos de higiene, mi equipo de entrenamiento, medicinas básicas, y...
Mi mano se detuvo sobre la última pieza justo a tiempo antes de cortarme el dedo.
La daga parecía absorber la luz en lugar de reflejarla. El mango decorado con incrustaciones de plata que formaban patrones hipnóticos, hermosos y siniestros a la vez. Un regalo que había recibido en lo que creí que era el momento más romántico de mi vida, cuando aún era lo suficientemente ingenua para confundir obsesión con amor.
El regalo de Muzan.
La había guardado todos estos meses, incapaz de deshacerme de ella pero tampoco de mirarla directamente. Era la evidencia física de mi humillación, del momento en que me convertí en víctima de mi propia estupidez. Cada vez que mis dedos la rozaban accidentalmente en el fondo de mi bolsa, sentía como si me quemara.
Pero ahora...
Las horas pasaron mientras me instalaba, organizando mi nuevo espacio, familiarizándome con cada rincón de lo que sería mi santuario. Preparé té en la cocina, probé la acústica del dojo con algunos movimientos básicos, incluso me permití el lujo de un baño largo en la tina privada, algo que no había disfrutado en meses.
Cuando la noche finalmente cayó sobre el pabellón como un manto de terciopelo negro, encendí una sola vela en mi dormitorio y me senté en el futon con las piernas cruzadas.
La daga descansaba sobre mis muslos, su peso familiar y aborrecible a la vez.
Respiré hondo, preparándome para lo que sabía que tenía que hacer. Durante demasiado tiempo, había permitido que ese trozo de metal y los recuerdos que representaba tuvieran poder sobre mí. Durante demasiado tiempo, había huido de su sombra como una cobarde.
Pero ya no soy la misma.
Levanté la daga hasta que su hoja reflejó la llama danzante de la vela. En ese reflejo distorsionado, vi no solo mi rostro actual, sino también el fantasma de la mujer que había sido: asustada, manipulada, rota.
Esa mujer había muerto en el momento en que decidí tomar la espada de Kenji.
—Muzan —pronuncié su nombre en voz alta, dejando que las sílabas llenaran el silencio nocturno como una invocación inversa.
Mi voz no tembló. No se quebró. Sonó firme, clara, cargada de una determinación que había forjado a fuego lento durante todos estos meses de entrenamiento y batallas.
—Muzan —repetí, más fuerte esta vez, saboreando cómo el nombre perdía poder sobre mí con cada repetición—. Ya no soy la niña asustada que huía de ti en sueños. Ya no soy la víctima que dejaste rota en aquel templo.
La llama de la vela vaciló ligeramente, como si el mismo aire hubiera cambiado de temperatura.
—Soy Sakura Saitō, Hashira Estrella del Cuerpo de Cazadores de Demonios —continúe, mi voz ahora resonando con autoridad—. Y cuando volvamos a encontrarnos, porque sé que lo haremos, me aseguré de que entiendas exactamente quién soy ahora.
Cerré los dedos alrededor del mango de la daga hasta que los nudillos se me pusieron blancos. El dolor físico era nada comparado con el dolor emocional que había soportado.
—No seré yo quien huya la próxima vez —susurré, las palabras cargadas con la promesa de acero templado—. Serás tú quien tenga que recordar por qué los demonios como tú deben temer la luz de los astros.
Guardé la daga en el cajón superior del tocador. No iba a destruirla, porque no era la daga lo que tenía poder sobre mí. Era el miedo. Y el miedo había que enfrentarlo de cara.
Me tumbé en el futon, tirando de las mantas hasta que me cubrieron como un capullo protector.
Por primera vez en mucho tiempo, me sentí realmente en casa.
Y cuando finalmente me quedé dormida, no soñé con ojos rojos acechando en las sombras. Soñé con estrellas que brillaban tan intensamente que ninguna oscuridad podría jamás extinguirlas.
Chapter 6: Obsesión
Notes:
Este capítulo será breve, pero estará contado desde el punto de vista de Muzan.
Chapter Text
VI. Obsesión
El silencio siempre había sido mi amante más fiel.
En sus brazos encontraba todo lo que un ser como yo necesitaba: calma absoluta, orden perfecto, control incuestionable sobre cada respiración, cada latido, cada pensamiento que se atreviera a existir en mi presencia. El silencio no me traicionaba, no me desafiaba, no osaba cuestionar mi voluntad divina.
Hasta que ella habló.
Y mis certezas milenarias se desmoronaron ante el simple sonido de esa voz.
Me recliné contra el respaldo de terciopelo negro de mi sillón favorito, dejando que mi cuerpo adoptara esa postura de relajación engañosa que tanto desconcertaba a mis subordinados. La luz dorada de la vela proyectaba sombras danzantes sobre las estanterías abarrotadas de volúmenes invaluables: tratados de anatomía humana, grimorios antiguos, obras de arte literario que había coleccionado durante siglos de existencia.
Estaba completamente solo en mi refugio privado, rodeado por el lujo que merecía como el ser supremo que era.
Y aún así... sentía su presencia flotando en el aire como un perfume embriagador que se negaba a desvanecerse.
Si cerraba los ojos, podía recrearla con una precisión que rozaba lo sobrenatural: arrodillada sobre mis piernas, con ese rostro angelical completamente ajeno a su propio poder devastador, lo que la volvía aún más letal para mi autocontrol. Sus labios entreabiertos murmurando mi nombre como si fuera una plegaria, sus manos pequeñas y suaves explorando mi pecho con una torpeza adorable que me enloquecía.
Mi pequeña estrella.
En lugar de tenerla físicamente conmigo, como era mi derecho natural, tenía que conformarme con su libro de poemas. Las páginas estaban amarillentas y desgastadas, no solo por el paso del tiempo, sino por mis propios dedos acariciándolas obsesivamente durante estas largas noches de espera.
Ella lo había abandonado en el templo, escondido bajo la almohada de su pequeño cuarto monástico. ¿Había sido un descuido involuntario? Eso me gustaba creer, especialmente considerando que la daga que yo mismo le había regalado como símbolo de nuestro vínculo eterno no había sido olvidada. Esa misma daga que había usado para intentar matarme cuando descubrió mi verdadera naturaleza.
Qué ingrata.
Mis labios se curvaron en una sonrisa que habría aterrorizado a cualquier mortal lo suficientemente desafortunado como para presenciarla.
Recordaba con perfecta claridad el instante exacto en que la vi por primera vez.
Estaba limpiando el altar de madera con movimientos rituales, completamente absorta en su tarea piadosa. La túnica blanca del templo se ceñía ocasionalmente a sus curvas de maneras que ella no podía anticipar ni controlar, revelando detalles tentadores de la mujer que se escondía bajo el hábito de novicia.
Mi intención inicial había sido simple, directa, brutal: matarla lenta y dolorosamente para torturar con su agonía a su hermano Kenji Saitō, ese Hashira Estrella tan molesto y engreído que se creía invencible. Lo haría por puro entretenimiento, porque me aburría y necesitaba un poco de diversión sangrienta.
Pero cuando realmente la vi...
A primera vista parecía una más del montón. Débil, temerosa, claramente marcada por traumas de infancia que la habían convertido en una presa perfecta para cualquier depredador medianamente inteligente.
Pero había algo más.
Un fuego oculto ardiendo detrás de esos ojos aparentemente dóciles. Una luz interna que pugnaba por liberarse de las cadenas de la obediencia ciega. Esa belleza devastadora que era a la vez inocente y profundamente sensual, capaz de hacer caer al más santo de los hombres con una sola mirada.
Y su fe. Su fe desesperada en ser algo más de lo que el destino le había asignado. La forma en que me miraba como si hubiera encontrado por fin su salvación personal caminando entre las sombras del templo.
Me fascinó.
Me hizo desearla como no había deseado a nadie en los últimos mil años de mi existencia.
Cuando finalmente me enterré en el cuerpo virginal que me ofrecía con tanta dulce sumisión, experimenté algo que no había sentido desde mi transformación: calor real corriendo por mis venas muertas. Una especie de debilidad extraña y embriagadora que me desconcertó profundamente.
Me odié por ello. La odié por provocarlo en mí.
Volví a considerar matarla, devorarla, borrar toda evidencia de su existencia para recuperar mi equilibrio perfecto. Pero descubrí que no podía. Por primera vez en siglos interminables, quise conservar algo más allá de mi propia perfección.
No quería una sirvienta más. No necesitaba otra víctima temporal.
Quería una reina. Una criatura forjada específicamente para complementar mi grandeza. Hermosa, devastadora, eterna a mi lado.
Es tan deliciosamente pura, tan intensamente humana en todas las formas que más me excitan. Racionalmente, no debería importarme lo más mínimo. Pero la necesito bajo mi control absoluto. Sometida pero no quebrada. Resplandeciente incluso en su ruina, especialmente en su ruina.
Ella me pertenece. Siempre lo hará, sin importar cuánto se resista.
Todo en ella es mío por derecho de conquista: su rabia ardiente, su dolor exquisito, su fuerza creciente, su corazón que latió por primera vez al compás del mío aquella noche en el templo. Yo la forjé en lo que es ahora. Yo soy su creador en todos los sentidos que importan.
Tres años. Tres largos años observándola crecer como una flor salvaje fuera de mi alcance directo, desarrollándose en direcciones que no había anticipado completamente. No la toqué físicamente. No la busqué de forma obvia. La dejé creer que había escapado, que era libre de elegir su propio destino.
Qué ilusión tan encantadora.
Porque cada paso que da en su nueva vida... es mío. Cada vez que alza esa katana heredada para segar el cuello de uno de mis subordinados menores, yo estoy allí, invisible, sintiendo cada movimiento como si fuera una caricia dirigida a mí.
Se ha convertido exactamente en lo que siempre supe que podía ser: una Hashira, un símbolo de poder y determinación, una guerrera que inspira tanto admiración como terror.
Nada de eso cambia la verdad fundamental.
Porque ella sigue soñando conmigo. Puedo sentirlo a través de la conexión que forjamos aquella noche. Sus sueños están poblados de mis manos, de mi voz, de la memoria de cómo la hice sentir antes de que todo se desmoronara.
Y cuando sus fuerzas finalmente flaqueen, cuando el peso de su nueva responsabilidad la agote, cuando el miedo ancestral regrese a reclamar su lugar en su corazón...
Me rogará.
No por clemencia, porque ambos sabemos que eso sería inútil.
Sino por pertenencia. Por permanencia. Por el fin de esta farsa dolorosa de independencia.
Porque en lo más profundo de su alma, ella ya lo sabe: no hay salvación posible para alguien que ha sido tocada por mí. Solo existimos nosotros dos, destinados a bailar esta danza eterna. Rey y reina de una noche que nunca terminará.
Me levanté con movimientos fluidos y depredadores, y el libro de poemas cayó al suelo con un susurro seco. Crucé la estancia hasta el ventanal que dominaba mis dominios, sintiendo cómo la anticipación corría por mis venas como mercurio líquido.
El cielo estaba cubierto por nubes pesadas y amenazadoras. No se podía ver ni una sola estrella, como si el universo mismo conspirara para recordarme lo que me había sido temporalmente arrebatado.
El aire nocturno olía a lluvia inminente y posibilidades infinitas.
Cerré los ojos y extendí mis sentidos más allá de los límites normales de la percepción. La vi con perfecta claridad: sola en su nuevo refugio, creyendo que las paredes podían protegerla de mí. La sentí respirar, sentí su corazón latir con ese ritmo que conocía tan íntimamente.
Tan hermosa en su falsa seguridad.
—Sigue brillando, estrella mía —murmuré a la noche, sabiendo que de alguna forma ella podría escucharme—. Conviértete en todo lo que puedas ser. Alcanza las alturas más gloriosas de tu potencial.
Mi sonrisa se amplió hasta convertirse en algo que habría hecho llorar de terror a los demonios más antiguos.
—Porque la próxima vez que nuestros caminos se crucen, no habrá escape posible. Te haré mía de formas que aún no puedes imaginar. Y entonces, por fin, lo entenderás con perfecta claridad: este mundo no fue creado para salvarte de mí.
La lluvia comenzó a caer, cada gota golpeando el cristal como lágrimas del cielo.
—Fue creado para entregarte a mí.
Chapter 7: La luz que quema - Parte 1
Chapter Text
VII. La Luz que Quema
Traté de calmar el latido descontrolado de mi corazón mientras recorría los pasillos del pabellón de reuniones de los Hashira.
El poder del momento parecía filtrarse a través de cada partícula de luz tamizada que se colaba por los paneles de papel de arroz. ¿Cuántas veces había soñado despierta con algo así? Formar parte del grupo de guerreros más letales desde el período Heian, caminar entre leyendas vivas que habían forjado la historia del Cuerpo de Cazadores de Demonios con su propia sangre y determinación.
Era la primera vez que me reuniría con los otros Hashira, y cada paso que daba hacia mi destino se sentía más pesado que el anterior, como si llevara sobre los hombros el peso de todas las expectativas que nunca podría cumplir. Respiré hondo, consciente de cómo mi capa estrellada ondeaba suavemente detrás de mí, del uniforme impecablemente planchado que había elegido con tanto cuidado.
El Cuerpo ofrecía la opción de personalizar el uniforme según las necesidades de cada Hashira, y yo había optado por algo que reflejara tanto mi feminidad como mi seriedad: un vestido cerrado hasta el cuello que me llegaba justo por encima de las rodillas, calzas negras que permitían total libertad de movimiento, y botas de combate que habían probado su resistencia en incontables batallas nocturnas.
Esa mañana me había esmerado, por primera vez en tres largos años, en mi aspecto físico más allá de la mera funcionalidad. Me había cepillado el cabello exactamente cien veces hasta que los bucles oscuros brillaron como seda, dejando que cayeran libremente hasta mi cintura, moviéndose de un lado a otro con cada paso como una cortina sedosa. Me había frotado con jabón de flores hasta que mi piel desprendió una fragancia sutil, incluso me había rociado con el perfume de jazmín que no había tocado desde antes de que mi mundo se desmoronara.
Era ridículo, lo sabía perfectamente. Pero necesitaba... necesitaba lucir como la guerrera que me había convertido en ser, no como la joven rota que había llegado aquí con las manos manchadas de sangre de su hermano.
La puerta de madera se alzaba ante mí como el umbral hacia mi nueva vida. Tragué saliva con dificultad y me detuve un instante, mi mano temblando imperceptiblemente sobre el pomo frío. Sentí el peso familiar de la estrella de plata que Kenji me había regalado años atrás, ahora descansando contra mi garganta como un amuleto protector y un recordatorio doloroso a la vez.
Dioses, Kenji. ¿Qué pensarías de mí ahora?
¿Estaría orgulloso de ver a su hermana pequeña ocupando el lugar que una vez fue suyo? ¿O me odiaría porque solo a través de su muerte yo conseguí llegar hasta las alturas que él jamás pudo disfrutar completamente? Y si fracasaba... ¿y si no era lo suficientemente fuerte, lo suficientemente digna, lo suficientemente buena?
Respiré hondo hasta que mis pulmones se llenaron completamente, intentando aplacar el temblor traicionero que amenazaba con colarse en mis dedos. Agarré el tirador con determinación renovada y deslicé la puerta. La madera chocó contra el marco, quizás con más fuerza de la estrictamente necesaria, anunciando mi llegada de forma que habría preferido más sutil.
Todos estaban ya reunidos, esperándome.
Kagaya-sama presidía la reunión con esa serenidad sobrenatural que lo caracterizaba, flanqueado por Amane y dos de sus hijas, cuya presencia silenciosa añadía un aire de solemnidad familiar al momento. Sus ojos blancos, aunque no podían verme físicamente, parecían atravesar cada capa de mi ser hasta llegar al núcleo de quién era realmente.
Y sentados frente a ellos, organizados en dos filas perfectas como soldados de élite...
Los Hashira.
Con tantos estímulos nuevos bombardeando mis sentidos, no sabía dónde dirigir la mirada primero. Podía sentir todos los ojos clavados en mí, evaluándome, midiendo si era digna de estar entre ellos o si había sido un error promocionarme tan rápidamente.
Shinobu Kocho, la Hashira Insecto, me ofreció una sonrisa que parecía suave en la superficie pero que ocultaba un filo afilado como el veneno que ella misma destilaba. Sus ojos violeta brillaron con una inteligencia peligrosa que me puso en guardia inmediatamente.
Sanemi Shinazugawa, el Hashira del Viento, frunció el ceño al verme entrar, su rostro surcado de cicatrices adoptando una expresión de fastidio antes de desviar la mirada con aburrimiento evidente, como si mi presencia fuera una interrupción molesta en su día.
Obanai Iguro me dedicó apenas un movimiento lateral de ojos, demasiado ocupado acariciando a su serpiente albina para considerar que merecía su atención completa. Su silencio era más cortante que cualquier insulto directo.
Al otro lado de la sala, Muichiro Tokito parecía existir en un mundo paralelo al nuestro. El joven Hashira de la Niebla observaba el techo y más allá, como si estuviera siguiendo con la mirada un dibujo secreto en las nubes que solo él podía ver. Su semblante vacío mostraba un ensimismamiento tan profundo que hacía imposible discernir si había registrado mi presencia o si simplemente estaba perdido en un horizonte al que nadie más podía acceder.
Tengen Uzui, el Hashira del Sonido, me examinó de arriba abajo con una intensidad que me hizo sentir como si estuviera siendo tasada en un mercado. Su escrutinio era tan descaradamente impúdico que sentí un calor furioso trepar por mi cuello hasta las mejillas. Murmuró algo sobre lo "poco ostentoso" de mi uniforme con un tono de decepción antes de clavar la vista al frente, claramente esperando más extravagancia de la nueva incorporación.
Mitsuri Kanroji, la Hashira del Amor, fue la más entusiasta en su recibimiento. Me dedicó una sonrisa tan radiante y genuina que parecía querer abrazarme solo con la fuerza de sus ojos verdes. Su calidez inmediata fue como un bálsamo contra la frialdad de algunos de los otros.
Gyomei Himejima, el líder de los Hashira, era ciertamente la presencia más imponente de toda la habitación. Su figura masiva parecía una montaña viviente, aunque las lágrimas que rodaban constantemente por su rostro desencajaban de forma conmovedora con su apariencia intimidante. Había una tristeza en él que reconocí inmediatamente.
Todos ellos... cada uno había conocido a mi hermano. Habían luchado junto a él, habían compartido victorias y derrotas, habían sido testigos de su valor y su carisma natural. Y ahora ahí estaba yo, ocupando el lugar que la muerte había dejado vacante.
¿Qué pensarían realmente? ¿Me verían como una impostora jugando a ser guerrera?
Fue entonces cuando me di cuenta de que había dos figuras más en la sala, posicionadas al fondo de la formación como si prefirieran observar antes que participar activamente.
Un joven que no podía ser mucho mayor que yo, de rostro impasible y cabello negro azabache recogido en una coleta despeinada que le daba un aire de desinterés. Sus ropas eran impecables pero sin ostentación, y había algo en su quietud absoluta que sugería profundidades ocultas.
Giyu Tomioka. El Hashira del Agua.
Sus ojos eran de un azul tan profundo como el océano en plena tormenta, fríos y desinteresados en apariencia, pero con una intensidad que me hizo pensar en aguas tranquilas que ocultaban corrientes peligrosas. Su capa bicolor descansaba sobre sus hombros sin rigidez, como si él mismo flotara entre dos mundos diferentes, nunca completamente perteneciendo a ninguno.
No hizo gesto alguno de reconocimiento. Solo me miró una vez, rápido y certero como un cuervo cruzando el bosque al amanecer, antes de apartar la vista como si ya hubiera visto todo lo que necesitaba ver.
Mi mirada se deslizó naturalmente hacia la izquierda...
Y entonces lo vi.
Me sentí completamente estúpida por no haberme percatado antes de su presencia, que brillaba en la habitación como una hoguera en medio de la noche invernal.
Me congelé en el sitio, cada músculo de mi cuerpo tensándose como si hubiera visto un fantasma.
Él estaba allí, sentado con la misma compostura que los demás, la espalda perfectamente recta, las manos descansando disciplinadamente sobre las piernas, esa sonrisa incandescente iluminando su rostro como si fuera la fuente de toda la luz de la habitación. Los ojos como brasas ardientes, el cabello dorado con mechones rojos que parecían llamas reales danzando en la brisa.
Kyojuro Rengoku. El Hashira de las Llamas. El hombre del lago.
No había la menor duda posible. Su aspecto era absolutamente inigualable, grabado en mi memoria con la precisión de un artista maestro.
Su presencia era exactamente igual que entonces: imponente, radiante, casi sobrenatural en su vitalidad. Pero él... no dio la más mínima señal de reconocerme, apenas un parpadeo ligeramente más prolongado de lo normal. Su rostro no cambió ni una fracción. No vaciló, no se tensó, no mostró sorpresa.
Me miró exactamente como si me viera por primera vez en su vida, con la misma calidez genuina y profesional que le ofrecería a cualquier otro compañero de armas.
¿Era posible que no me recordara? ¿O estaba fingiendo magistralmente no hacerlo por alguna razón que no podía comprender?
Y fue él, por supuesto, el único que se dirigió a mí directamente, con esa voz grave y profunda que había resonado en mis sueños durante semanas.
—¡Bienvenida, Hashira Estrella! —exclamó con entusiasmo genuino—. Es un honor tenerte entre nosotros.
Me pasé la lengua por los labios secos, luchando contra el sonrojo traicionero que amenazaba con delatar mi turbación. Hice una inclinación de cabeza tan rápida que probablemente pareció grosera, antes de dirigirme apresuradamente hacia mi asiento designado, desesperada por darle la espalda antes de que notara el color que había invadido mis mejillas como lava ardiente.
Mi corazón latía con una fuerza que temí que todos en la habitación pudieran escuchar. No me había esperado sentirme así en mi primer día oficial como Hashira, nerviosa e insegura como una colegiala.
No solo por nerviosismo profesional... sino por un desconcierto profundo que me desarmaba completamente. La incertidumbre me carcomía: ¿realmente no me recordaba, o su actuación era tan perfecta que había logrado engañarme?
Clavé la mirada directamente en Kagaya-sama como si mi vida dependiera de ello, e hice una reverencia tan profunda que casi toqué el suelo con la frente.
—Maestro —dije, y agradecí a todos los dioses que mi voz sonara firme y decidida en lugar de temblorosa como me sentía por dentro.
Kagaya sonrió con esa expresión paternal que siempre conseguía tranquilizar las tempestades más violentas de mi alma.
—Hoy damos la bienvenida oficial a Sakura Saitō —anunció con voz suave pero que llegó claramente a cada rincón de la habitación—. Ocupará el puesto del Hashira Estrella con todos los honores y responsabilidades que ello conlleva. Me honra profundamente tener entre nuestras filas a alguien tan valiente y de corazón tan noble. Una estrella que no hace más que iluminar nuestra tarea sagrada de proteger a la humanidad.
Volví a inclinarme con respeto y pudor, sintiendo cómo la garganta se me cerraba por todo lo que no podía decir, por todas las dudas que no podía expresar, por todo el miedo que tenía que mantener oculto.
Ahí estaba yo. Sentada entre leyendas.
Pero por mucho que tratara de convencerme a mí misma... no me sentía como una de ellos. Aún no. Quizás nunca.
La reunión dio comienzo oficialmente. Se habló de movimientos demoníacos recientes, de aldeas en peligro inminente que requerían intervención urgente, de nuevas estrategias de combate que habían demostrado ser efectivas en el campo de batalla. Y yo era apenas capaz de concentrarme en una sola palabra de lo que se discutía.
Cada vez que Rengoku hablaba, algo primitivo dentro de mí se tensaba como la cuerda de un arco, y tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para no dar un respingo visible que delatara mi estado. No me dedicó más palabras directas después de su saludo inicial. Lo escuché reír con esa risa contagiosa mientras conversaba con Tengen sobre alguna anécdota de sus últimas misiones. Lo vi comentar animadamente con Mitsuri algo sobre la calidad excepcional de la comida en una posada local que ambos habían visitado recientemente.
Brillaba.
Entre todos los guerreros excepcionales reunidos en esa habitación, él era quien irradiaba esa luz interna imposible de ignorar. Fuerte, vibrante, intensamente vivo de una forma que me hacía sentir como si hubiera estado viviendo en blanco y negro hasta ese momento.
Y yo...
Yo era un campo que había sido arrasado por el fuego, tratando desesperadamente de recordar cómo se suponía que debía florecer de nuevo.
La reunión oficial había terminado, pero el verdadero conocimiento entre los Hashira apenas comenzaba.
Solo el maestro Kagaya y su familia se retiraron de inmediato, despidiéndose con esas disculpas corteses que parecían más una bendición que una explicación. Los criados aparecieron como sombras silenciosas, portando bandejas de laca negra adornadas con tazas de porcelana humeante y delicados dulces de arroz que parecían pequeñas obras de arte comestibles. Los demás Hashira aceptaron la hospitalidad con la familiaridad de quienes habían compartido estos rituales incontables veces.
Yo me quedé inmóvil junto a una columna de madera tallada, intentando proyectar una imagen de comodidad serena mientras mis ojos buscaban desesperadamente un ancla en ese mar de presencias tan brillantes que amenazaban con cegarme. Cada uno de ellos irradiaba una confianza que yo aún estaba lejos de poseer.
Giyu Tomioka fue el primero en desvanecerse, como si fuera más espectro que hombre.
Se levantó con movimientos fluidos y silenciosos, sin dirigir una sola palabra a nadie, sin siquiera un gesto de despedida. Su capa bicolor ondeó detrás de él como una bandera, y en menos de un parpadeo había desaparecido por la puerta corredera como si nunca hubiera estado allí.
El silencio que siguió su partida fue más elocuente que cualquier insulto.
—Tch. Huyendo como siempre —murmuró Sanemi, lo bastante alto para que todos pudieran oírlo, su voz cargada de un desprecio que cortaba el aire como una navaja—. Ese bastardo no cambiará nunca.
Obanai, posicionado estratégicamente a su lado como un eco venenoso, entrecerró sus ojos heterocromáticos y asintió con una aprobación siniestra que hizo que su serpiente se moviera inquieta alrededor de su cuello.
—No entiendo por qué sigue aquí —añadió con esa voz susurrante que parecía deslizarse desde las sombras—. El agua se estanca y apesta cuando no tiene corriente que la mueva.
Sus palabras me golpearon como puñetazos fríos en el estómago. Algo visceral se retorció dentro de mi pecho ante la crueldad casual de sus comentarios. Probablemente Tomioka había sido descortés al marcharse sin despedirse, eso era cierto. Pero la saña con la que hablaban de él, como si fuera algo menos que un ser humano, despertó en mí una indignación que no esperaba sentir por alguien que prácticamente era un extraño.
¿Por qué lo despreciaban tanto? ¿Qué había hecho para merecer semejante animosidad?
Como si poseyera algún sentido sobrenatural para detectar juicios silenciosos, Sanemi alzó sus ojos negros directamente hacia mí. Una ceja se arqueó en un gesto que era mitad curiosidad, mitad desafío, como si me retara abiertamente a defender al Hashira ausente.
El aire entre nosotros se espesó con tensión no expresada.
—No les hagas caso —intervino una voz melodiosa a mi izquierda, rompiendo el momento cargado antes de que pudiera escalada—. Siempre están compitiendo por ver quién puede gruñir más fuerte y sonar más intimidante.
Mitsuri Kanroji se acercó con esa gracia natural que parecía convertir cada movimiento en una danza, sus ojos brillando con un afecto tan genuino que parecía imposible que fuera dirigido hacia alguien a quien acababa de conocer. Era como si tuviera la capacidad innata de hacer que cualquier extraño se sintiera inmediatamente bienvenido en su mundo.
A su lado, Shinobu Kocho asentía con una expresión que danzaba entre la diversión y la ironía, como si fuera espectadora de una obra teatral particularmente entretenida.
—No es fácil ser la novata en un grupo tan... consolidado —comentó Shinobu, eligiendo cada palabra con la precisión de un cirujano—. Pero debo admitir que me alegra enormemente tener otra mujer entre los Hashira. La testosterona puede volverse asfixiante después de un tiempo.
—¡Exactamente! —exclamó Mitsuri, dando palmas con entusiasmo infantil que contrastaba hermosamente con su fuerza legendaria—. Es absolutamente emocionante. Somos pocas las mujeres en este mundo de hombres, pero eso solo nos hace más poderosas y unidas, ¿no te parece?
Su calidez inmediata fue como sumergirse en un baño caliente después de caminar descalza sobre hielo. Sentí cómo parte de la tensión abandonaba mis hombros por primera vez desde que había entrado en esa habitación.
—Gracias —logré decir, y mi voz sonó suave —.Es... intimidante seguir los pasos de alguien como Kenji.
Las sonrisas de ambas se suavizaron en el mismo instante, como si compartieran un recuerdo silencioso.
—Kenji era un compañero admirable —dijo Shinobu con un tono inesperadamente sincero, sin rastros de ironía—. Y lamento mucho su muerte.
—Yo también… —añadió Mitsuri, sus ojos humedeciéndose un instante antes de recuperar su brillo alegre—. Lo extrañamos mucho. Pero sé que estaría encantado de verte aquí, siguiendo su camino.
El peso de esas palabras me golpeó con una mezcla de orgullo y dolor.
—Yo…solo espero estar realmente a la altura de las expectativas.
—No tengas la menor duda al respecto —replicó Shinobu inmediatamente, aunque su tono tenía esa ambigüedad característica que me hizo imposible determinar si era sarcástica o completamente sincera—. Tienes algo muy particular en la mirada. Firmeza... o tal vez una rabia muy bien contenida. En cualquier caso, ambas son cualidades extremadamente útiles en nuestro trabajo.
Me quedé en silencio, sin saber exactamente cómo responder a esa observación tan penetrante. ¿Era tan transparente? ¿Podía realmente ver a través de todas mis defensas tan fácilmente?
Unos pasos pesados resonaron a nuestro lado. Gyōmei Himejima se inclinó hacia mí con esa solemnidad que parecía envolverlo siempre, juntando las palmas como si estuviera en oración.
—Bienvenida. Que el cielo ilumine tu camino, Sakura-dono —dijo con voz profunda y quebrada por la emoción—. Pueda tu espíritu permanecer inquebrantable, incluso cuando las tinieblas intenten doblegarlo.
Me incliné ligeramente, sobrecogida por la gravedad de sus palabras. Gyōmei asintió con respeto y se alejó despacio, murmurando plegarias ininteligibles mientras lágrimas gruesas corrían por sus mejillas.
Apenas tuve tiempo de asimilar la solemnidad de aquellas palabras cuando otra figura apareció frente a mí, irradiando una energía radicalmente opuesta.
—Vaya, vaya... —canturreó Tengen Uzui, apoyándose con descaro en su tachi—. Debo decir que tu uniforme es terriblemente aburrido. Pero esas caderas... diría que tienen un volumen espectacularmente extravagante.
Lo miré, con el ceño fruncido, sin estar segura de haber oído bien.
—¿Qué acabas de…?
Antes de que pudiera terminar, Mitsuri dio un paso al frente, colorada hasta las orejas.
—¡Tengen-sama! ¡Eso no se dice!
Pero él ya se estaba alejando con una sonrisa traviesa, murmurando algo sobre pasteles de judía roja y buscando el lugar donde los servían.
Me quedé boquiabierta observando como el muy cerdo se alejaba como si nada. Mitsuri volvió a intervenir antes de que el momento se volviera demasiado incómodo.
—¿Puedo preguntarte algo que me tiene absolutamente fascinada? —dijo, su voz adquiriendo ese tono agudo que indicaba curiosidad genuina—. ¿Por qué elegiste especializarte en la Respiración Estrella? ¿Es algo único y exclusivo de la familia Saitō, una técnica hereditaria que se pasa de generación en generación?
La conversación fluyó hacia territorio más seguro, y agradecí profundamente el cambio hacia un tema que dominaba completamente. Les hablé con creciente confianza sobre la técnica, sobre su profundo simbolismo cósmico, sobre cómo se nutría de la precisión quirúrgica y el equilibrio perfecto más que de la fuerza bruta. Expliqué las formas, los patrones de respiración, la filosofía que sustentaba cada movimiento.
Shinobu escuchó con el interés analítico de una científica diseccionando un espécimen fascinante, haciendo preguntas incisivas que demostraban una comprensión táctica excepcional. Mitsuri, por su parte, absorbía cada palabra con una admiración tan sincera y pura que me hizo sentir como si realmente fuera digna del título que portaba.
Y no eran las únicas que prestaban atención.
Kyojuro Rengoku se había desplazado silenciosamente hacia nuestro pequeño círculo, y cuando finalmente me permití desviar los ojos hacia él, descubrí que había estado escuchando cada una de mis palabras con una concentración que me robó el aliento.
Su sonrisa ardía con esa calidez que parecía ser su marca personal, una llama que nunca se extinguía sin importar las circunstancias. Estaba inmóvil, con los brazos cruzados sobre su pecho poderoso, como si el mundo entero pudiera desmoronarse a su alrededor sin lograr moverlo ni un centímetro. Y aún así... parecía ser el centro gravitacional de toda la habitación, atrayendo la atención sin siquiera buscarlo conscientemente.
No me quitaba los ojos de encima.
No era una mirada de deseo carnal, ni de juicio crítico, ni de evaluación profesional. Era algo mucho más desconcertante: atención pura y absoluta. Como si cada palabra que saliera de mis labios fuera un tesoro que merecía ser memorizado, cada gesto digno de estudio, cada respiración importante para el equilibrio del universo.
Me hacía sentir simultáneamente visible e invisible, poderosa e indefensa, como si fuera tanto la protagonista de mi propia historia como una simple espectadora de algo mucho más grande.
En ese momento de tensión silenciosa, una de las hijas de Kagaya-sama deslizó la puerta e ingresó nuevamente a la sala. Sus pasos eran tan ligeros que parecían flotar sobre el suelo de madera pulida. Se acercó a nuestro grupo con esa gracia etérea que caracterizaba a toda la familia Ubuyashiki, se inclinó con una elegancia que hubiera hecho llorar de envidia a las damas de la corte, y habló con una voz melodiosa como campanas de viento.
—Kyojuro-san. Sakura-san. ¿Podrían acompañarme un momento, por favor? Mi padre os requiere para un asunto de cierta importancia.
Parpadeé lentamente, sorprendida por la petición inesperada. ¿Por qué nos convocaba específicamente a nosotros dos? ¿Qué podía querer discutir que requiriera nuestra presencia conjunta?
A mi lado, Kyojuro simplemente amplió su sonrisa hasta convertirla en algo que podría haber iluminado todo un pueblo, y me hizo un gesto caballeroso con el brazo extendido para indicar que debería caminar delante de él.
—Después de ti, Hashira Estrella —dijo con esa voz grave que parecía resonar desde algún lugar profundo en su pecho.
Salimos de la sala siguiendo la pequeña figura de cabello plateado, conscientes de que todos los ojos restantes estaban clavados en nosotros con una curiosidad apenas disimulada. Podía sentir las miradas especulativas, las preguntas silenciosas, el interés creciente por lo que podría significar esta convocatoria tan específica.
Kyojuro caminó exactamente a mi lado, manteniendo el paso perfecto sin adelantarse ni rezagarse, en un silencio que de alguna manera lograba ser más elocuente que cualquier conversación. Su presencia era como tener un sol personal caminando junto a mí, irradiando un calor que se filtraba a través de mi ropa, mi piel, hasta llegar a lugares de mi alma que habían estado congelados durante demasiado tiempo.
Quemaba.
Y, contra toda lógica, no me aparté, deseando probar cuánto podía resistir antes de arder.
La hija de Kagaya-sama nos guió a través de corredores hasta llegar a un jardín interior que parecía existir fuera del tiempo.
Un arce japonés centenario dominaba el espacio, sus hojas carmesí y doradas capturando los últimos rayos del sol vespertino como fragmentos de fuego líquido. El aire olía a tierra húmeda y flores de cerezo tardías, creando una atmósfera de serenidad que contrastaba profundamente con la tensión que había permeado la reunión anterior.
Kyojuro y yo caminábamos por el sendero de piedra, nuestros pasos sincronizándose naturalmente a pesar de mantener una distancia puramente profesional. Había algo casi ritualístico en la forma en que nos movíamos, como si fuéramos dos actores en una obra cuidadosamente coreografiada, conscientes de nuestros roles pero aún aprendiendo la danza.
El sendero serpenteaba entre pequeños arbustos perfectamente podados y estanques donde las carpas doradas nadaban en círculos perezosos, ajenas a la gravedad del momento que se avecinaba.
Finalmente arribamos a un pequeño pabellón de té tradicional, elegante en su simplicidad. Kagaya-sama nos esperaba sentado en el porche de madera, su figura inmóvil como una estatua de serenidad absoluta, las manos descansando con gracia sobre sus rodillas.
Kyojuro y yo nos inclinamos en perfecta sincronía, como si hubiéramos ensayado el gesto mil veces.
—Maestro —dijimos al unísono, nuestras voces mezclándose de una forma que casi me hizo sonreír a pesar de la solemnidad del momento.
—Rengoku-san. Saitō-san —respondió Kagaya con esa voz suave que siempre parecía llevar consigo el peso de una sabiduría ancestral, mientras su hija se posicionaba silenciosamente a su lado como una sombra protectora—. Gracias por venir. Nos han llegado informes inquietantes desde Gion, específicamente del área que rodea el Distrito del Placer.
Una brisa súbita agitó las cortinas de seda detrás de él, creando sombras danzantes que parecían presagiar malas noticias.
—Cazadores de Demonios experimentados han desaparecido sin dejar rastro, junto con varios civiles —continuó, su tono manteniéndose calmado a pesar de la gravedad de sus palabras—. Los testigos hablan de una mansión que no figura en ningún registro oficial, ni en los archivos históricos más antiguos. Aparece oculta entre las luces de neón del distrito y la niebla nocturna, como si fuera un sueño febril... y sin embargo, demasiado tangible para ser ignorada.
Hizo una pausa que se extendió como una gota de tinta en agua clara, permitiendo que el peso de sus palabras se asentara en nuestras mentes.
—Uno de nuestros cuervos Kasugai logró enviar esto antes de que también perdiera contacto —añadió con una gravedad que hizo que el aire mismo pareciera espesarse.
La hija de Kagaya se acercó con movimientos fluidos y nos tendió un pergamino sellado con lacre rojo. Kyojuro lo tomó primero, sus dedos rozando brevemente los de la joven, y lo desdobló con cuidado.
Yo me acerqué tímidamente, luchando contra la sensación de estar invadiendo un espacio demasiado íntimo. Intentaba leer las palabras por encima de su hombro, consciente de cada centímetro que nos separaba.
Entonces él, sin mirarme directamente pero claramente consciente de mi dificultad, bajó las manos con un gesto natural y colocó el pergamino exactamente entre nosotros dos, de manera que ambos pudiéramos leer el mensaje con comodidad perfecta.
Le agradecí con una mirada cargada de significado, y supe que él la captó porque sus ojos se deslizaron de reojo hacia mí, cálidos como brasas recién avivadas, antes de regresar al texto.
"La casa se mueve. Los pasillos cambian cuando no miras. La niebla borra la memoria, borra los rostros, convierte los nombres en susurros. Siento su voz... dentro de mi cabeza... prometiéndome cosas que no puedo recordar pero que deseo desesperadamente."
Un escalofrío me recorrió la columna vertebral como dedos helados. Kyojuro apretó los dedos alrededor del papel hasta que el pergamino crujió ligeramente, su rostro endureciéndose con determinación férrea. Alzó la mirada hacia el maestro con ojos que ardían.
—¿Se sabe algo más sobre la naturaleza específica de esta amenaza? —preguntó con voz firme que no admitía evasivas.
Kagaya negó despacio, el movimiento de su cabeza casi hipnótico en su serenidad.
—Esas palabras provienen del último mensaje coherente que recibimos... en los momentos finales de quien lo escribió —explicó, y cada palabra caía como una piedra en un estanque silencioso—. Pero sabemos lo suficiente como para comprender que esta misión en particular requiere un equilibrio muy específico, una sinergia que no todos los Hashira podrían proporcionar.
Su mirada, aunque ciega, pareció posarse directamente en Kyojuro con una precisión sobrenatural, y una sonrisa suave iluminó sus rasgos.
—Tú eres llama pura, Rengoku-san. Tu voluntad es absolutamente inquebrantable, una fortaleza que ni la duda ni el miedo pueden penetrar. Eres la roca sobre la que otros se sostienen cuando el mundo se desmorona. Tu mente es como el fuego mismo: imposible de confundir, imposible de corromper.
Luego, lentamente, dirigió esa mirada omnisciente hacia mí, y sentí como si pudiera ver directamente a través de todas mis defensas hasta el núcleo de mi ser.
—Y tú, Sakura-san... tú has caminado en la sombra más profunda que un ser humano puede experimentar. Has escuchado la voz del abismo susurrándote al oído, has sentido sus garras arañando tu alma, y aún así caminas sin tambalearte. No porque carezcas de miedo, sino porque has aprendido a guardarlo en su lugar apropiado, a convertirlo en tu aliado en lugar de tu verdugo. Tu mente es una estrella fija en el firmamento, brillando constante incluso cuando todo el cielo cambia alrededor.
Mi pecho se contrajo dolorosamente y sentí cómo un sonrojo traicionero me subía por el cuello hasta las mejillas. Estaba profundamente mortificada de que el maestro hubiera revelado tanto de mi historia personal, de mis heridas más privadas, ante Kyojuro Rengoku, a quien técnicamente solo conocía desde hacía unas pocas horas y con quien apenas habíamos intercambiado un puñado de palabras cordiales.
¿Qué pensaría de mí ahora? ¿Me vería como una guerrera digna o como una mujer dañada jugando a ser fuerte?
Pero cuando me atreví a mirarlo de reojo, Kyojuro no mostró ni curiosidad morbosa ni lástima condescendiente. Su rostro había adoptado una seriedad profunda que transformaba completamente su expresión habitual, sus ojos brillando con una determinación que parecía forjada en acero templado, completamente enfocado en la misión que se nos encomendaba.
Fue en ese momento que comprendí algo fundamental sobre él: aunque Kyojuro pudiera parecer desenfadado y casi jovial en situaciones sociales, se tomaba las responsabilidades importantes con una gravedad absoluta que rayaba en lo sagrado.
Kagaya-sama continuó, su voz adquiriendo un matiz más oscuro.
—Sospecho que este demonio en particular no se alimenta únicamente de carne humana, como la mayoría de su especie. Se nutre de la mente, del deseo no cumplido, de los recuerdos más preciados y los miedos más profundos. Entra por las grietas de nuestra psique, se instala en nuestras vulnerabilidades como un parásito emocional. Es precisamente por esta razón que las criaturas de esta naturaleza siempre eligen lugares como los distritos de placer para establecer sus dominios: espacios donde los deseos humanos fluyen sin restricciones, donde las defensas mentales se debilitan por el alcohol y la lujuria.
Se inclinó ligeramente hacia adelante, y su voz se volvió casi un susurro cargado de urgencia.
—Confío plenamente en que sabréis trabajar en perfecta armonía para terminar con esta amenaza antes de que se extienda más allá del distrito. Pero id con extremo cuidado. Este enemigo no luchará solo con garras y colmillos. Luchará con vuestros propios demonios internos.
Nos inclinamos una vez más en señal de respeto y aceptación, el peso de la misión asentándose sobre nuestros hombros como una capa invisible pero tangible.
Salimos del pabellón en silencio contemplativo. El sol ya había comenzado su descenso final hacia el horizonte, pintando el cielo de tonos dorados y púrpuras que hacían que todo el mundo pareciera estar en llamas. Nuestras sombras se alargaban por el sendero como dedos oscuros que nos seguían hacia un destino incierto.
Caminamos sin intercambiar palabras hasta llegar a la bifurcación principal de los senderos, donde nuestros caminos se separaban hacia nuestros respectivos pabellones. Yo tenía que tomar el sendero de la izquierda, serpenteante entre bambúes susurrantes, para llegar a mi nueva casa.
Kyojuro se giró hacia mí entonces, y su sonrisa regresó como el amanecer después de una noche tormentosa, fuerte y constante como un faro guiando barcos perdidos a puerto seguro.
—Saldremos mañana temprano, justo antes del amanecer, si te parece apropiado —dijo, su voz recuperando esa calidez que parecía ser su estado natural—. El distrito estará más tranquilo a esa hora, y tendremos la ventaja de la luz natural.
Asentí rápidamente, quizás demasiado rápido, traicionando mi nerviosismo.
—Por supuesto. Estaré lista.
Un silencio denso se instaló entre nosotros mientras nos mirábamos directamente a los ojos. Había algo en su mirada que me hacía sentir como si estuviera siendo vista realmente, no solo observada. Como si él pudiera percibir las capas de quien era yo más allá de la superficie.
Yo fui la primera en apartar la mirada, incapaz de sostener esa intensidad que amenazaba con desarmarme completamente.
—Buenas noches, Rengoku-san —logré decir, y luego añadí con una sinceridad que me sorprendió—. Y... es realmente un honor poder trabajar contigo.
La sonrisa de Kyojuro se amplió hasta convertirse en algo que podría haber calentado todo el jardín, e hizo una pequeña inclinación de cabeza que logró ser tanto respetuosa como íntima.
—El honor es completamente mío, Saitō-san —respondió, y la forma en que pronunció mi nombre me hizo sentir como si fuera algo precioso—. Que tengas dulces sueños. Mañana comenzamos una nueva aventura juntos.
Y con eso, se dio media vuelta y se alejó con ese paso firme y confiado que parecía desafiar al mundo entero a interponerse en su camino.
Yo me quedé allí durante varios minutos después de que desapareciera entre las sombras del sendero, sintiéndome extrañamente ligera y pesada al mismo tiempo, como si algo fundamental hubiera cambiado en mi universo personal sin que pudiera identificar exactamente qué.
Mañana comenzamos una nueva aventura juntos.
Sus palabras resonaron en mi mente mientras finalmente emprendí el camino hacia casa, y por primera vez en mucho tiempo, la idea de enfrentar lo desconocido no me llenaba únicamente de terror.
También había expectación.
Antes de salir de mi pabellón esa madrugada, dediqué varios minutos a practicar ejercicios de respiración, tratando inútilmente de calmar los nervios que me carcomían como ácido.
El sol aún permanecía oculto tras las montañas, pero yo apenas había conseguido pegar ojo durante toda la noche. Cada vez que cerraba los párpados, mi mente se llenaba de escenarios catastróficos: fracasando en mi primera misión oficial como Hashira, decepcionando a Kagaya-sama, siendo una carga para Kyojuro Rengoku en lugar de una compañera digna.
Me detuve frente al espejo de cuerpo entero, ajustando obsesivamente mi haori estrellado y alisando las mangas una y otra vez hasta que cada pliegue estuviera perfecto. Había optado por una trenza intrincada para evitar que mi cabello interfiriera durante el combate, aunque una parte traicionera de mi mente sabía que también era porque se veía más afilada, más madura.
Durante semanas había considerado seriamente cortármelo de nuevo, por practicidad. Pero esa parte tonta y vanidosa que se negaba a morir del todo me lo había impedido cada vez. Era uno de los pocos vínculos que me quedaban con la feminidad que había tenido que enterrar para sobrevivir.
Mi reflejo me devolvió un ceño fruncido cuando me di cuenta del tiempo que estaba perdiendo en vanidades superficiales, así que me aparté bruscamente del espejo con disgusto hacia mí misma.
Ajusté la katana de Kenji en su funda hasta que descansó en el ángulo exacto en mi cadera, comprobé que mi arco estuviera firmemente sujeto a mi espalda junto al carcaj lleno de flechas especialmente diseñadas, y agarré mi bolsa de viaje que contenía medicinas y objetos de aseo personal.
Cualquiera que me viera desde el exterior diría que era la perfecta imagen del estoicismo profesional. Por dentro, sin embargo, estaba temblando como una hoja en plena tormenta.
Él ya me esperaba bajo el majestuoso arco de entrada al complejo, recortado contra el cielo índigo del amanecer. Tenía los brazos cruzados en una postura que irradiaba confianza absoluta, su bolsa de viaje descansando casualmente sobre un hombro. Incluso en la penumbra matutina, parecía irradiar calor.
—¡Buenos días, compañera de batalla! —exclamó con un vozarrón tan potente que probablemente despertó a medio complejo, pero que de alguna manera logró sonar cálida, acogedora, en lugar de molesta—. ¡Qué magnífica mañana para comenzar una aventura!
—Buenos días, Rengoku-san —respondí, mi voz sonando patéticamente tímida en comparación con su exuberancia natural.
—¿Estás lista para partir hacia nuestro destino? —preguntó, pero había algo en su tono que sugería que podía percibir mi estado interno a pesar de mis esfuerzos por ocultarlo.
Asentí con lo que esperé fuera determinación convincente.
—¿Nerviosa? —preguntó entonces, con una suavidad inesperada que me pilló completamente desprevenida.
Entreabrí los labios sin saber qué responder, parpadeando lentamente mientras luchaba entre la honestidad y la necesidad de parecer profesional.
—Un poco —admití finalmente, encogiéndome de hombros como si no fuera gran cosa—. Es solo que... es mi primera misión oficial y no quiero...
Me esperaba una risa estruendosa o alguna frase motivacional sobre el valor, la audacia, o cualquiera de esos clichés que la gente suele usar para minimizar los miedos ajenos. Pero Kyojuro me observó en silencio absoluto, sin sonreir pero con un brillo infinitamente cálido en sus ojos dorados.
—Es completamente normal sentirse así —dijo con una sinceridad que me desarmó—. Yo también estuve aterrorizado durante mi primera misión como Hashira.
—¿De verdad? —Mi voz salió más incrédula de lo que pretendía, como si la idea de que él pudiera sentir miedo fuera físicamente imposible.
Él soltó una risa breve y genuina que resonó como campanas.
—Por supuesto que sí. Estaba tan obsesionado con impresionar a todos y demostrar que merecía el título que acabé con un tobillo torcido por no mirar al suelo. —Sus ojos brillaron con humor auto despreciativo—. Resulta que no es difícil parecer un completo idiota cuando te esfuerzas demasiado por lo contrario.
Sin poder evitarlo, una sonrisa genuina se extendió por mi rostro como luz solar atravesando nubes.
—No me hagas reír ahora —protesté débilmente—. Necesito parecer... competente y profesional.
Él me guiñó un ojo con complicidad conspirativa.
—La verdadera competencia viene con la acción, no con mantener una expresión seria en el rostro. Confía en mí: he visto a guerreros extraordinarios que parecían completamente relajados, y he visto a cobardes que fingían dureza. Lo que importa está aquí —se tocó el pecho— y aquí —se tocó la sien.
Nuestra conversación fue interrumpida abruptamente por el sonido de pasos rápidos golpeando el suelo de piedra. Mitsuri apareció corriendo por el jardín principal como una aparición rosada y verde, aparentemente ajena al hecho de que su movimiento acelerado hacía que su uniforme se ajustara de maneras que podrían considerarse ciertamente indecorosas, portando una bolsa de papel arrugada entre las manos.
—¡Kyojuro-kun! ¡Sakura-chan! ¡Esperad!
Se detuvo frente a nosotros con las mejillas sonrojadas por el esfuerzo físico y la emoción pura, respirando entrecortadamente pero con una sonrisa radiante. Nos ofreció la bolsa con ambas manos como si fuera una ofrenda.
—Os he preparado onigiri para el viaje —explicó con entusiasmo desbordante—. No quedaron muy bonitos, ¡pero están absolutamente llenos de cariño y buenas intenciones!
—¡Eres un verdadero tesoro, Mitsuri! —exclamó Kyojuro, aceptando el obsequio como si fuera oro puro, su gratitud tan genuina que hizo que el corazón se me encogiera de una forma extraña—. ¡Gracias!
Ella prácticamente resplandecía de felicidad ante su reacción, y luego dirigió esos ojos tricolores brillantes directamente hacia mí.
—Me encantaría poder acompañaros en esta misión —confesó con una mezcla de envidia y preocupación—. Pero Kagaya-sama me ha asignado una situación urgente en la dirección opuesta. Tenéis que prometerme que tendréis cuidado, ¿de acuerdo? Sakura-chan, no puedes imaginar lo feliz que me hace tenerte aquí con nosotros. ¡Las mujeres tenemos que apoyarnos mutuamente en este mundo cargado de testosterona!
—Gracias, Mitsuri —logré decir, y me di cuenta con sorpresa de que había sonreído más genuinamente en las últimas veinticuatro horas que en los últimos cinco años combinados—. Significa mucho para mí tener tu apoyo.
Ella me apretó la mano con una dulzura que me recordó dolorosamente a lo que se sentía ser cuidada, antes de girarse hacia Kyojuro con una expresión que se volvió súbitamente seria.
—Cuida de ella, Kyojuro-kun, ¿de acuerdo? —Le dedicó una mirada que parecía cargar todo el peso de una amenaza velada—. Es especial.
—Con mi vida —respondió él sin la más mínima duda, pero luego recuperó esa sonrisa traviesa y añadió—: Aunque tengo la fuerte sospecha de que Sakura-chan es completamente capaz de cuidarse sola. Y probablemente de cuidar de mí también si surge la necesidad.
Aparté la mirada de él rápidamente, sintiendo cómo el calor me subía por el cuello, y volví a sonreír a Mitsuri mientras le agradecía nuevamente la comida con más entusiasmo del estrictamente necesario.
Ella se marchó con una risita musical, agitando la mano alegremente mientras se alejaba prácticamente danzando por el jardín, dejando tras de sí una estela de energía positiva que parecía flotar en el aire matutino.
Nos quedamos solos otra vez, y el peso de la misión real se asentó sobre nuestros hombros como una capa invisible pero tangible. El momento de los nervios y las bromas había pasado; ahora éramos dos Hashira preparándose para enfrentar lo desconocido.
Kyojuro se ajustó la mochila en la espalda con movimientos económicos y precisos, su postura transformándose sutilmente hacia algo más parecido a un depredador preparándose para la caza.
—¿Lista para hacer historia, Hashira Estrella? —preguntó, y había algo en su voz que me hizo comprender que esta pregunta era real, no retórica.
Inspiré profundamente, llenando mis pulmones con el aire fresco del amanecer y dejando que la determinación reemplazara gradualmente a los nervios.
—Lista para intentarlo con todo lo que tengo.
—Intentarlo con todo es exactamente lo que se necesita —asintió con aprobación—. No se puede pedir más que eso. En marcha, compañera.
Comenzamos a caminar en perfecta sincronización. Con cada paso, dejábamos atrás la seguridad conocida del complejo del Cuerpo de Cazadores de Demonios. Más allá, el mundo nos esperaba con todos sus peligros y posibilidades.
Y con él, las sombras que tendríamos que enfrentar juntos.
El verdadero amanecer comenzó a filtrarse a través de las nubes mientras nuestras siluetas se desvanecían en la distancia, dos guerreros caminando hacia su destino con determinación renovada y, por primera vez en mucho tiempo, la sensación de que no estaban completamente solos en la batalla.
Chapter 8: La luz que quema - Parte 2
Chapter Text
El sonido rítmico de nuestros pasos sobre el barro húmedo era monótono, casi hipnótico. Podría haber sido relajante si no tuviera los pensamientos tan enredados como hilos de seda, imposibles de desenmarañar.
Llevábamos horas caminando por el sendero que conectaba con las afueras de Gion. El cielo permanecía cubierto por una capa espesa de nubes color gris perla que prometían lluvia pero aún no cumplían su amenaza. La luz filtrada creaba una atmósfera suave, casi melancólica.
Kyojuro había mantenido un paso constante unos metros por delante, bien erguido como siempre, irradiando esa energía incansable que parecía brotar directamente de sus huesos. Su resistencia física era legendaria entre los Hashira, pero lo que más me impresionaba era cómo conseguía mantener esa vitalidad mental incluso durante las marchas más largas.
De pronto, sin explicación aparente, ralentizó el paso hasta posicionarse exactamente a mi lado. Noté de inmediato el calor que emanaba de su forma poderosa, como si llevara un pequeño sol interno que calentaba el aire entre nosotros.
—El clima está más suave de lo habitual para esta época del año —comentó con voz clara que cortaba el silencio matutino—. Un buen augurio para nuestra misión, diría yo.
Asentí en silencio, sin saber qué responder exactamente. La conversación casual nunca había sido mi fuerte; años de aislamiento y trauma habían oxidado mis habilidades sociales básicas. Y su presencia... me intimidaba profundamente. No por dureza o frialdad, sino precisamente por lo contrario. Su calidez natural desarmaba todas mis defensas cuidadosamente construidas.
Durante varios minutos no dijo nada más, contentándose aparentemente con caminar a mi ritmo y observar el paisaje que se desplegaba a nuestro alrededor. Campos de arroz se extendían hacia las colinas distantes, salpicados ocasionalmente por pequeñas casas de agricultores que aún dormían en la penumbra del amanecer.
Y entonces, sin previo aviso alguno, su voz volvió a alcanzarme, esta vez con un matiz notablemente más suave:
—Conocí a tu hermano, Kenji.
Las palabras me golpearon como un puño invisible en el estómago. Levanté la mirada bruscamente para encontrar que Kyojuro mantenía los ojos fijos al frente, como si acabara de comentar algo tan mundano como el estado del camino.
—Fue hace aproximadamente cuatro años —continuó, su voz adoptando ese tono reflexivo que la gente usa cuando revisa recuerdos preciados—. Coincidimos en una misión en las montañas del este. Un nido particularmente grande de demonios había estado aterrorizando a tres aldeas.
Hizo una pausa, y pude ver cómo una sonrisa genuina se extendía por su rostro, iluminándolo desde dentro.
—Cuando finalmente acabamos con todos ellos, Kenji me invitó a comer. Me llevó a un sitio completamente escondido, un pequeño restaurante familiar, oscuro, minúsculo. Nunca en mi vida he probado comida más deliciosa que la de esa noche.
El corazón me dio un vuelco violento. Podía imaginar la escena con perfecta claridad: Kenji con su sonrisa característica, probablemente explicando cada plato al entusiasta Kyojuro con esa pasión que ponía en todo lo que hacía.
—Estuvimos conversando hasta muy tarde —continuó Kyojuro—. Sobre la filosofía del combate, sobre nuestras respectivas técnicas de respiración, sobre la responsabilidad que conlleva el título de Hashira... Y sobre ti.
Tragué saliva con dificultad, sintiéndome súbitamente expuesta. El hecho de que este hombre que caminaba a mi lado pareciera conocer aspectos de mi vida de los que yo no tenía ni idea me resultaba profundamente desconcertante.
—¿Y qué... qué te contó exactamente? —logré preguntar después de carraspear, tratando desesperadamente de parecer indiferente cuando por dentro me moría de curiosidad y aprensión.
Kyojuro me miró de reojo, y pude ver cómo sus ojos se suavizaban con algo que parecía mucho a la comprensión.
—Que eras terca como una mula salvaje, pero absolutamente brillante. Que tenías una determinación que podía mover montañas cuando te lo proponías, y que poseías una bondad natural que él temía que el mundo pudiera dañar si no tenías cuidado.
No pude evitar que una sonrisa se extendiera por mi rostro ante esa descripción tan típicamente Kenji. Pero las súbitas ganas de llorar que me asaltaron inmediatamente después borraron cualquier rastro de alegría, reemplazándola por esa familiar sensación de pérdida que amenazaba con ahogarme.
—Creo que te mintió descaradamente en lo de brillante —murmuré, bajando la vista hacia el barro bajo nuestros pies—. Él era quien brillaba de verdad. A veces demasiado para su propio bien. Siempre quiso salvar a todo el mundo, sin importar el costo personal.
Kyojuro se detuvo completamente, obligándome a parar también. Cuando me giré para mirarlo, encontré que me observaba con una intensidad que me hizo sentir como si pudiera ver directamente a través de todas mis defensas.
—Kenji era verdaderamente noble, sin duda alguna —dijo con una suavidad que contrastaba con su voz habitualmente potente—. Tenía uno de los corazones más puros que he conocido en esta profesión. Siento profundamente tu pérdida, Sakura-san. Aunque no tuve oportunidad de conocerlo en profundidad, su muerte fue un golpe devastador para todos nosotros.
—Gracias —susurré, la palabra apenas audible por encima del viento que había comenzado a agitar las ramas de los árboles cercanos.
El silencio se instaló nuevamente entre nosotros, pero esta vez se sentía diferente. Menos tenso, más... compartido, de alguna manera. Y antes de que pudiera detenerme, las palabras comenzaron a salir de mi boca en un susurro áspero.
—Kenji fue la única persona en toda mi familia que realmente se preocupaba por mí —confesé, las palabras saliendo como si hubieran estado prisioneras durante años—. Con el resto de mi familia, yo no... nuestra relación nunca fue... —Suspiré profundamente, luchando contra el nudo que se había formado en mi garganta—. Su muerte fue como si me arrancaran algo vital de dentro del pecho. Algo que ya sé que nunca va a volver a crecer.
Hubo un momento de silencio absoluto. Por un instante terrible pensé que él no me había escuchado, o peor aún, que no le interesaba responder a una confesión tan personal viniendo de alguien que prácticamente era una extraña.
Pero entonces sentí su palma cálida y firme posándose suavemente sobre mi hombro. Un contacto breve pero sólido, que logró transmitir más comprensión y apoyo que mil palabras vacías de consuelo.
Giré la cabeza lentamente para mirarlo, y descubrí que él ya me estaba observando con esos ojos dorados que parecían contener toda la calidez del sol de verano.
—Yo también sentí exactamente eso cuando perdí a mi madre —dijo con una honestidad brutal que me pilló completamente desprevenida—. Durante meses después de su muerte, tuve la sensación física de que me faltaba una parte esencial de mí mismo. Mi único consuelo real era pensar que si me esforzaba lo suficiente, si seguía el camino correcto sin desviarme nunca, ella seguiría viéndome desde donde quiera que hubiera ido. Quería desesperadamente que se sintiera orgullosa de mí, estuviera donde estuviera.
—¿Todavía lo crees? —pregunté, genuinamente curiosa por su perspectiva sobre algo tan fundamental como la vida después de la muerte.
—Sí —respondió, acompañando la palabra de una sonrisa que logró ser tanto melancólica como esperanzadora—. Creo firmemente que la muerte no es el final absoluto de nada. Que aquellos que se van de alguna forma se quedan con nosotros, solo que de una manera diferente, más sutil. Pero ya no lucho únicamente por ella, ¿sabes? Si sigo combatiendo día tras día, no es solo por honrar su memoria. Lo hago por todos los que siguen aquí, respirando, necesitando esperanza y protección.
Sentí un nudo extraño formándose bajo el esternón, como si alguien hubiera tirado de la parte más escondida y vulnerable de mi ser. La universalidad del dolor se hizo súbitamente evidente: todos nosotros, sin importar género, edad, fuerza física o posición social, cargábamos con ausencias profundas, con dolores que nos definían tanto como nuestras alegrías.
Volví la vista hacia el frente, llevando inconscientemente la mano al collar donde descansaba la estrella de plata, rozándola con la punta de los dedos como había hecho miles de veces desde su muerte.
—Es importante no olvidar nunca a aquellos que nos ayudaron a crecer y convertirnos en quienes somos —murmuré, más para mí misma que para él.
—No podrías olvidarlos aunque quisieras —dijo con esa sabiduría tranquila que parecía surgir de algún lugar profundo de su experiencia—. Los sentimientos reales no desaparecen simplemente porque la persona que los inspiró ya no esté físicamente presente. Es exactamente como las estrellas: no significa que hayan dejado de existir solo porque el cielo esté tan nublado que no puedas verlas desde aquí.
Lo miré durante un largo momento, estudiando su perfil mientras él mantenía los ojos fijos en el horizonte lejano. No estaba tratando de consolarme con frases vacías. Simplemente estaba compartiendo lo que realmente pensaba, con esa honestidad tranquila y directa que dolía precisamente porque era tan pura. Yo no sabía qué hacer con algo tan limpio, tan libre de segundas intenciones.
Continuamos caminando mientras el cielo se abría poco a poco, esta vez verdaderamente uno al lado del otro, nuestros pasos sincronizándose naturalmente mientras el sendero se extendía ante nosotros hacia nuestro destino incierto.
Y por primera vez desde la muerte de Kenji, no me sentía completamente sola cargando el peso de su memoria.
Los farolillos se encendieron mucho antes de que la noche cayera sobre el Distrito del Placer de Gion, tiñendo las calles de un resplandor rojizo que prometía placeres prohibidos. Todo brillaba con un lustre artificial. Todo estaba cuidadosamente ornamentado para seducir. Todo era profundamente, nauseabundamente falso.
Aunque este tipo de comercio estaba comúnmente aceptado por la sociedad, yo siempre había mantenido una opinión muy clara acerca de los Distritos Rojos y de lo que allí sucedía tras las puertas lacadas. Me parecía despreciable que se pudiera comprar un cuerpo humano por unas horas tan fácilmente, y que encima disfrazaran esa transacción sórdida con ropas hermosas y ceremonias elaboradas, cuando la realidad cruda era que se trataba de un acto que degradaba tanto al comprador como a la vendida.
Mientras caminábamos por las calles pavimentadas entre edificios de varias plantas, no pude evitar preguntarme si Kyojuro Rengoku sería uno de esos hombres que pagarían por estar con una mujer. A primera vista parecía todo lo contrario—emanaba una rectitud moral que se sentía auténtica—, pero la vida me había enseñado de la manera más brutal que las apariencias pueden engañar como serpientes. Que detrás de un rostro hermoso y una sonrisa encantadora pueden esconderse los monstruos más terribles.
El aroma dulce y empalagoso de incienso mezclado con perfumes baratos se adhería a la piel mientras pasábamos frente a casas de té y burdeles disfrazados de establecimientos respetables. La calle principal estaba abarrotada de figuras que se movían como sombras hambrientas.
Mujeres de belleza artificial, con kimonos coloridos como plumas de ave exótica, saludaban coquetamente desde los balcones ornamentados. Unas lo hacían con sonrisas tímidas y calculadas, otras con gestos descarados que prometían experiencias inolvidables. Hombres de todo tipo—ejecutivos trajeados, trabajadores con las manos callosas, campesinos que habían viajado desde pueblos lejanos—las seguían con ojos hambrientos y desesperados, tropezando en su propio deseo mal contenido. Música de shamisen flotaba en el ambiente nocturno como una melodía fantasmal, y cada nota parecía demasiado ensayada, como una obra teatral sin alma interpretada mil veces.
Estaba terriblemente tensa, con cada músculo de mi cuerpo rígido como una cuerda de arco. El uniforme del Cuerpo me resultaba más pesado de lo habitual, y mi haori bordado con estrellas plateadas me quemaba los hombros como si no mereciera llevarlo en un lugar tan impuro. Sentía las miradas lascivas de algunos hombres que nos cruzábamos, sus ojos recorriendo mi figura con una familiaridad que me revolvía el estómago. No era extraño que llamara la atención. Una mujer portando katana y arco, completamente cubierta en lugar de exhibir piel como mercancía, era una disonancia perturbadora y atrayente en este teatro de falsedades.
Kyojuro caminaba a mi lado con pasos firmes y decididos, alto como una antorcha humana, con su haori llameante ondeando al ritmo de su andar confiado. Las personas se apartaban instintivamente a su paso: algunas con respeto hacia su rango obvio, otras con el recelo que inspiran quienes portan armas. Su presencia era naturalmente imponente, como si irradiara una autoridad que no necesitaba ser proclamada.
Pero lo que más me llamaba la atención era su rostro. Permanecía sereno, casi meditativo. Ignoraba completamente las llamadas seductoras de las prostitutas desde los balcones, aunque su sonrisa característica no decaía ni un ápice. Era como si fuera completamente inmune a las tentaciones que rodeaban cada esquina.
Me di cuenta entonces de lo incómoda que me sentía estando en un sitio así precisamente con él. Casi deseé haber sido enviada a esta misión por mi propia cuenta, donde no tendría que preocuparme por lo que pudiera pensar de mí.
Entre las casas de placer principales había callejones oscuros que conectaban todo el distrito como venas de sombra. Mientras pasábamos junto a la boca de uno de ellos, vi como una joven de no más de dieciocho años salía tambaleándose, con el obi rosa mal anudado y cayéndose parcialmente. Cojeaba notablemente, como si le doliera caminar, y tenía los ojos enrojecidos por lágrimas recientes. En el cuello llevaba marcas violáceas que reconocí inmediatamente... marcas que no eran de pasión consentida, sino de forcejeo y violencia.
Sentí cómo el estómago se me contraía en un nudo de hierro. Sin poder controlar mi impulso, di varios pasos hacia ella, alejándome instintivamente de Kyojuro, pero en ese momento un carro tirado por caballos nerviosos pasó a toda velocidad por delante de mí, casi arrollándome de no ser por la mano firme del Hashira de la Llama que me sujetó del brazo justo a tiempo. El carromato continuó su camino levantando polvo. Cuando miré de nuevo hacia el callejón, la joven prostituta había desaparecido como si nunca hubiera estado allí.
Me giré para mirar a Kyojuro, cuyos ojos dorados estaban clavados en mí con una preocupación genuina que me desarmarba.
—¿Estás bien? —preguntó mientras me soltaba con cuidado, dejando en mi brazo el rastro fantasma de su calor. Su mano era tan grande que había rodeado completamente mi antebrazo.
Asentí distraídamente, volviendo a escudriñar los alrededores en busca de esa joven herida, sin éxito alguno.
—Sí. Es solo que... este lugar es...
No pude terminar la frase. Las palabras se me atascaron en la garganta.
Su mirada se suavizó hasta volverse casi protectora.
—¿Te incomoda? —preguntó con una comprensión que no esperaba.
Asentí de nuevo, sin confiar en que mi voz saliera firme. Él siguió mi mirada hacia el punto exacto donde había estado la joven del obi rosa, como si también se hubiera percatado de su estado lamentable. Su rostro, normalmente radiante de optimismo, se cubrió con una sombra de disgusto que reconocí inmediatamente.
En ese instante supe con certeza absoluta que Kyojuro Rengoku compartía exactamente la misma opinión que yo sobre los distritos de placer. Que veía la misma degradación humana que yo veía detrás del oropel y las sonrisas falsas.
Cuando volvió a mirarme, su expresión había recuperado esa determinación inquebrantable que lo caracterizaba.
—Vamos —dijo con renovada urgencia—. Cuanto antes eliminemos a este demonio, antes podremos abandonar este lugar y devolver algo de dignidad a quienes sufren aquí.
***
Caminamos hasta adentrarnos en una zona de callejuelas más estrechas, donde las sombras se espesaban y el aire se volvía más sofocante. Nos detuvimos frente a una casa de fachada discreta pero elegante, cuyo emblema distintivo era un lirio rojo tallado en madera sobre la entrada principal. Los informes del Cuerpo indicaban que alguien de este establecimiento había logrado avistar la presencia demoníaca y había conseguido escapar con vida para contarlo.
Mientras subíamos los escalones de piedra pulida, casi chocamos en la puerta con un grupo de tres jóvenes ataviadas con kimonos coloridos que dejaban muy poco a la imaginación. Las prostitutas soltaron unos grititos ensayados y dieron un paso atrás teatral, clavando sus ojos pintados en Kyojuro como halcones que hubieran divisado una presa especialmente apetecible. Él sonrió con su cortesía habitual.
—Disculpad la molestia, señoritas. Estamos buscando a la encargada del establecimiento.
Las jóvenes se reclinaron contra la pared de manera coqueta, observando a Kyojuro a través de largas pestañas largas. Una de ellas, la más alta del grupo, vestida con un obi azul celeste y un moño elaborado, señaló hacia el interior de la casa con un gesto lánguido.
—Está por ahí dentro, señor apuesto —murmuró con voz intencionalmente baja y seductora.
Fue entonces cuando pareció percatarse de mi presencia tras el cuerpo alto y fornido de Kyojuro. Me recorrió de arriba a abajo con una mirada evaluativa y hizo una mueca inequívoca de sorpresa y desagrado al ver mi uniforme y mis armas. Sus compañeras, en cambio, seguían completamente extasiadas devorando con los ojos a Kyojuro, quien de nuevo parecía genuinamente ajeno al efecto devastador que provocaba en el sexo opuesto.
—Muchas gracias por su ayuda —respondió con amabilidad—. Vamos, Sakura-san.
Entramos en el interior del burdel, dejando atrás a las jóvenes confundidas por la evidente falta de interés en sus servicios. El interior estaba decorado con un lujo ostentoso diseñado específicamente para incitar todos los sentidos: sedas rojas, incienso dulzón, luz tamizada que creaba atmósferas íntimas. Detrás de un escritorio de madera lacada en negro, una oiran de mediana edad, hermosa a pesar de los años y de cabello rojo como llamas, ladeó la cabeza al vernos entrar.
—¿Puedo ayudarlos en algo? —preguntó con voz sedosa pero alerta, como si su experiencia le dijera inmediatamente que no éramos clientes habituales.
—Buenas noches, señora —saludó Kyojuro con una inclinación respetuosa de cabeza—. Estamos investigando unas desapariciones ocurridas en el distrito, y hemos sabido que una de sus trabajadoras presenció algo relevante. Solo querríamos hacerle algunas preguntas, si no es molestia.
La oiran recorrió la figura imponente de Kyojuro de arriba abajo con ojos experimentados que sabían evaluar a los hombres en segundos. Luego clavó sus ojos verdes en los suyos dorados y sonrió lentamente, con esa sonrisa calculada que había perfeccionado durante años de trato con clientela masculina. Kyojuro se llevó una mano al bolsillo del pantalón y extrajo discretamente un par de billetes. La sonrisa de la oiran se ensanchó visiblemente. Agarró el dinero con movimientos elegantes y se levantó de su asiento.
Su expresión se endureció dramáticamente cuando se dirigió a una de las tres jóvenes que seguían en la entrada, observándonos con curiosidad mal disimulada.
—Akari —ordenó con voz que no admitía discusión—. Ve a buscar a Hinata inmediatamente.
Akari, la joven alta del obi azul, puso una expresión de fastidio evidente.
—Pero Tsunade-sama, es prácticamente imposible hacer que salga de su cuarto últimamente —se quejó con tono petulante—. El otro día me gritó como una loca y me dijo que...
—Obedece, niñata insolente —la cortó la oiran, y su rostro se contrajo de rabia contenida—. Ahora mismo, sin más excusas...
La oiran dejó de hablar abruptamente cuando coloqué mi mano sobre el escritorio, produciendo un golpe suave pero firme contra la madera barnizada. Los ojos verdes de la mujer se clavaron en mí con sorpresa.
—No queremos perturbar a su trabajadora, Tsunade-sama —dije con voz calmada pero decidida—. Preferiríamos ir directamente a donde ella está. Así será más privado y cómodo para todos.
La oiran me contempló durante varios segundos en silencio, evaluándome con una nueva perspectiva. Finalmente asintió lentamente.
—De acuerdo. Síganme.
Cuando me di la vuelta para seguirla, mi mirada se cruzó brevemente con la de Kyojuro, que parecía genuinamente impresionado por mi intervención. Evité sostener su mirada demasiado tiempo y caminé detrás de la oiran, que se movía con un contoneo exagerado de caderas. Nos adentramos en las profundidades de la casa, siguiendo pasillos estrechos flanqueados por puertas cerradas tras las cuales ocasionalmente se captaban sonidos inequívocos. Apreté la mandíbula y me esforcé por mantener una expresión profesional, consciente de la terrible incomodidad que me provocaba tener a esa oiran calculadora frente a mí y la figura imponente de Kyojuro a mi espalda.
Finalmente nos detuvimos frente a la última puerta de un pasillo débilmente iluminado por velas que proyectaban sombras danzantes. La oiran golpeó la madera tres veces, casi con irritación.
—Hinata —llamó con tono impaciente.
No hubo respuesta alguna. En ese momento se abrió una puerta diferente a nuestra derecha, y salieron un hombre de mediana edad y una joven. El hombre se acomodaba la ropa con movimientos torpes y tenía manchas de pintalabios por el cuello, el cabello despeinado. La joven lucía un kimono blanco casi completamente desanudado, y su pintalabios rojo sangre estaba corrido por toda la cara como si fuera una herida abierta. Kyojuro tuvo que pegarse contra la pared para dejarles pasar en el estrecho pasillo.
Esa visión me transportó violentamente a lugares de mi memoria a los cuales no quería volver jamás. Parpadeé con fuerza y me esforcé por ignorar a las dos figuras, que se alejaron tambaleándose por el pasillo como si su encuentro les hubiera afectado el equilibrio básico.
La oiran se hartó de llamar educadamente y finalmente abrió sin más miramientos. La habitación estaba sumida en penumbra, y sobre un futón desarreglado había una joven de cabello negro y lacio que apenas le llegaba a los hombros. Estaba terriblemente pálida, como si no hubiera visto la luz del sol en semanas, y vestía una bata que dejaba entrever un cuerpo demasiado delgado. Cuando nos vio entrar, la oiran chasqueó la lengua con desaprobación.
—Hinata —su voz causó un estremecimiento visible en la joven—. Estas personas necesitan hablar contigo sobre lo que viste.
Se giró hacia nosotros con una sonrisa forzada.
—Los esperaré abajo —declaró, y cerró la puerta de un portazo que resonó por todo el pasillo.
Nos quedamos solos con esa joven que apenas se atrevía a alzar los ojos del suelo. Estaba sentada sobre el futón con las rodillas pegadas al pecho en posición defensiva, mostrando involuntariamente su piel blanca hasta más allá del muslo. Sin embargo, no parecía perturbada o pudorosa por la presencia masculina de Kyojuro. Pero claro, pensé con amargura, cómo iba a estarlo a estas alturas de su vida...
Me acerqué lentamente y me arrodillé a su altura, creando un nivel visual igualitario que pudiera resultar menos intimidante.
—Hola, Hinata-san —dije con la voz más suave que pude—. Soy Sakura, y él es Kyojuro. ¿Está bien si hablamos contigo unos minutos?
—¿Sois…sois policías? — preguntó la joven en voz baja.
Negué con la cabeza.
—No. Pero estamos investigando las desapariciones que han tenido lugar por la zona.
La joven alzó la mirada por primera vez, y lo que vi en sus ojos me partió el corazón. Terror puro. No el miedo superficial que se desvanece con explicaciones, sino el terror profundo de quien ha visto algo que no debería existir en este mundo.
—No... no quiero recordarlo —susurró con voz quebrada—. Por favor, no me hagan recordarlo otra vez.
—No tienes que recordar nada que te haga daño —le aseguré con firmeza—. Pero si nos ayudas, podemos evitar que le suceda a alguien más. ¿Crees que puedes intentarlo?
Hinata me miró durante largos segundos, como si estuviera evaluando si podía confiar en mí. Finalmente asintió con un movimiento casi imperceptible.
—Estaba... estaba regresando al burdel con mi amiga Mariya —comenzó con voz temblorosa—. Era tarde, pero no estabamos asustadas. Conocemos estas calles mejor que nadie.
Hizo una pausa, respirando con dificultad.
—De repente algo nos atacó. No sé cómo explicarlo... era como si el mundo se hubiera vuelto borroso. Nos vimos envueltas en una niebla extraña, y cuando se aclaró... ya no estábamos en la calle conocida de siempre.
—¿Dónde estabais entonces? —pregunté con suavidad.
—Frente a una casa. Una casa que no debería haber estado ahí. Era... oscura. Completamente oscura, como si absorbiera la luz.
Intercambié una mirada rápida con Kyojuro.
—¿Recuerdas algo específico sobre esa casa? —continué—. Cualquier detalle podría ayudarnos a encontrarla.
Hinata cerró los ojos con fuerza, como si revivirlo fuera físicamente doloroso.
—Había... había un olor extraño. Como flores muertas mezcladas con algo metálico. Y música. Música de koto, pero... errónea. Como si alguien que no supiera tocar estuviera intentando imitar una melodía hermosa.
—¿Y qué pasó con Mariya? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
Las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de Hinata.
—Algo salió de la casa. No pudo verlo claramente, era como una sombra, pero... tenía manos. Manos que se alargaron como garras y la arrastraron adentro. Ella gritó mi nombre, pero yo... yo no pude hacer nada. Solo corrí.
Le coloqué una mano reconfortante en el hombro.
—Hiciste lo correcto. Sobrevivir para contarlo era lo más valiente que podías hacer.
—¿Recuerdas algo en particular sobre la casa? —intervino Kyojuro con voz gentil—. ¿O tal vez algo que hubiera en el exterior que nos ayude a identificarla?
Hinata se concentró, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
—Había... había linternas. Pero no daban luz. Eran negras, como si estuvieran apagadas, pero colgaban de los aleros de la casa moviéndose sin viento. Y cuando Mariya desapareció adentro, escuché... escuché su voz, pero no era su voz. Era como si algo la estuviera imitando, llamándome para que entrara también.
Un escalofríos me recorrió la columna.
—¿En qué dirección está esa casa? —pregunté.
Hinata se mordió el labio pensativa.
—Hacia... hacia el este. Cerca del viejo templo que está en los límites del distrito. Pero les juro que esa casa nunca había estado ahí antes. Antes pasaba por esa calle a menudo, para ir a rezar. Apareció de la nada.
Me giré para mirar a Kyojuro, y ambos asentimos a la vez. Teníamos suficiente información para comenzar a buscar.
—Hinata-san —dije levantándome—, has sido muy valiente al contarnos esto. Vamos a encontrar a quien se llevó a Mariya y nos aseguraremos de que no pueda lastimar a nadie más.
La joven me agarró repentinamente del brazo, clavandome las uñas.
—Por favor... tengan cuidado. Lo que sea que esté en esa casa... no es de este mundo. Y tiene hambre. Mucha hambre.
***
Cuando volvimos a descender las escaleras empinadas hacia el recibidor principal, la oiran nos aguardaba con una sonrisa que no llegaba a sus ojos, fría como el filo de una navaja recién afilada.
—¿Y bien? ¿Pudieron sacarle algo útil a esa ingrata? —preguntó con un tono que destilaba desprecio.
Sentí un ramalazo de furia pura atravesándome como un rayo. Las palabras crueles de esta mujer sobre la pobre Hinata, quien claramente estaba traumatizada hasta lo más profundo de su ser por lo que había presenciado, me encendieron algo primitivo y protector en el pecho.
—Ha sido de inmensa ayuda para nuestra investigación —respondió Kyojuro con esa cortesía profesional que había perfeccionado durante años de tratar con civiles difíciles—. Le agradecemos su cooperación.
La oiran suspiró dramáticamente, agitando su abanico pintado con gestos teatrales.
—Bueno, espero que se espabile de una maldita vez, o tendré que echarla a la calle como a un perro sarnoso. Ya llevo demasiado tiempo siendo paciente con ella.
Yo ya había comenzado a caminar hacia la puerta de entrada, ansiosa por alejarnos de esa atmósfera cargada de crueldad casual. Pero las palabras de la mujer me detuvieron en seco como si hubiera chocado contra un muro invisible.
Aunque no pertenecía a este mundo, sabía bien lo que significaba para una shōfu quedar sin la protección de una casa: era como ser arrojada a un mar infestado de depredadores, sin una sola tabla a la que aferrarse.
La imagen de la joven en el callejón —el obi deshecho, las lágrimas frescas, el paso torcido como si cada movimiento doliera— ardió tras mis párpados como un hierro candente, imposible de apartar.
Me giré despacio, con el peso de esa visión todavía hincado en el pecho, y clavé los ojos directamente en la oiran.
—¿Por qué haría algo tan despiadado? Esa pobre niña solo tiene miedo, está claramente traumatizada. ¿Cómo puede ser tan insensible ante su sufrimiento?
La oiran me miró como si acabara de hacer la pregunta más estúpida del mundo, sus labios curvándose en una mueca de superioridad condescendiente.
—Esa niña —escupió la palabra como si fuera veneno— me hace perder dinero cada noche que pasa encerrada ahí arriba llorando como una magdalena. Regento un negocio próspero, chiquilla ingenua, no un hospicio para huérfanos traumatizados. Y no todas tenemos la suerte de que nos paguen generosamente por jugar con espadas.
La rabia me subió por la garganta como bilis ardiente. Apreté los puños con tanta fuerza que las uñas se me clavaron en las palmas, dejando medias lunas rojas en la piel.
Sin poder detenerme, me giré completamente y caminé con determinación hacia la oiran, pasando justo al lado de Kyojuro, quien alzó una mano como si quisiera detenerme pero no se atreviera a tocarme.
—Sakura... —susurró su voz cargada de advertencia suave.
Lo ignoré completamente, plantándome frente a la mujer hasta que estuvimos cara a cara, lo suficientemente cerca para ver cada detalle de su maquillaje elaborado.
—¿Sabe usted exactamente lo que estamos buscando aquí? ¿Tiene alguna idea de lo que acecha ahí fuera en las sombras de su distrito tan próspero?
Los ojos de la oiran brillaron con algo que podría haber sido diversión maliciosa.
—Sé perfectamente quiénes son ustedes dos —respondió, su voz adquiriendo un matiz más peligroso—. He escuchado las historias que circulan sobre los cazadores. Luchan contra las criaturas de la noche, ¿verdad? Contra monstruos que devoran humanos.
Se inclinó ligeramente hacia adelante, y su sonrisa se volvió afilada como cristal roto.
—Pero en mi experiencia personal, querida, esos seres sobrenaturales no son los únicos en este mundo que saben hacer daño real a las personas inocentes.
Sus palabras me golpearon con una fuerza inesperada. Observé el rostro hermoso pero endurecido de la mujer, esos ojos que habían visto demasiado y se habían vuelto crueles como mecanismo de supervivencia. Me pregunté qué tipo de vida había vivido, a qué clase de atrocidades y abusos había estado sometida para convertirse en alguien capaz de tratar así a una niña asustada.
Respiré hondo, tratando de encontrar algo de compasión en medio de mi indignación.
—Entonces precisamente por eso, no sea como todos ellos —dije con voz más suave pero no menos firme—. Muestre un poco de humanidad con Hinata. Con todas las chicas que trabajan para usted. Rompa el ciclo de crueldad en lugar de perpetuarlo.
La oiran me observó en silencio durante varios segundos que se sintieron como horas. Algo indefinible cruzó por su mirada, un destello de vulnerabilidad que se desvaneció tan rápido como había llegado, como si hubiera recordado súbitamente que no podía permitirse ese lujo.
Giró el rostro hacia Kyojuro, quien había estado observando toda la escena en silencio absoluto, aunque pude notar la tensión acumulada en sus hombros y la rigidez de su postura.
—¿Y usted, guapo? —ronroneó, su voz adoptando inmediatamente un tono seductor profesional—. ¿No quiere disfrutar un poco de la noche ya que está aquí? Puedo ofrecerle todo tipo de entretenimiento... especializado.
Vi cómo Kyojuro cuadró la mandíbula, apenas un segundo, un gesto tan sutil que probablemente solo yo lo noté. Cuando sonrió, la expresión no contenía ni rastro de su calidez habitual.
—Agradezco su ofrecimiento —dijo con una cortesía helada que cortaba más que cualquier insulto directo—. Pero jamás en mi vida haría uso de un servicio que reduzca a una persona a simple mercancía.
La declaración cayó en el aire como una sentencia final. Inclinó la cabeza hacia la oiran con respeto puramente formal, que lo miraba con la boca ligeramente abierta por la sorpresa, y luego dirigió esos ojos dorados hacia mí.
—¿Sakura-san? —dijo, extendiendo un brazo elegante hacia la entrada—. Creo que hemos terminado aquí.
Asentí firmemente, sintiendo una mezcla extraña de orgullo y alivio por su respuesta. Me dirigí hacia la puerta con paso decidido, escuchando los pasos medidos de Kyojuro siguiéndome de cerca como una presencia protectora.
Cuando salimos al aire nocturno, las tres jóvenes de antes seguían apostadas en la entrada, tratando de captar clientes potenciales con sonrisas ensayadas y poses estudiadas. En el momento en que vieron emerger a Kyojuro, sus expresiones cambiaron completamente: empezaron a parpadear coquetamente, a sonrojarse como colegialas, a saludarlo con movimientos delicados de sus dedos adornados.
—¿Ya se va tan pronto? —preguntó una con voz melosa, haciendo un mohín exagerado.
—¿Por qué no se queda un rato más con nosotras? —sugirió otra, inclinándose ligeramente para mostrar más escote.
—La noche es joven y llena de posibilidades —finalizó la más alta, la del obi azul, guiñándole un ojo con descaro.
Kyojuro se detuvo brevemente e hizo una pequeña reverencia perfectamente educada, manteniendo esa cortesía impecable que parecía ser su segunda naturaleza.
—Que tengan todas una buena y segura noche, señoritas —respondió con genuina amabilidad, sin un rastro de condescendencia ni desprecio.
Nos alejamos por la calle adoquinada mientras las risitas y exclamaciones emocionadas de las mujeres se desvanecían gradualmente detrás de nosotros, mezclándose con los sonidos nocturnos del distrito que nunca dormía.
***
Encontramos refugio en un pequeño restaurante familiar escondido en una calle lateral, lejos del bullicio nauseabundo del distrito principal. Era uno de esos lugares que parecían existir fuera del tiempo: paredes de madera desgastada, linternas de papel que proyectaban luz cálida sobre mesas bajas, y un aroma a caldo de miso que conseguía limpiar el aire viciado que habíamos estado respirando.
El propietario, un hombre mayor con manos callosas y sonrisa genuina, nos recibió sin hacer preguntas sobre nuestras armas o nuestro aspecto claramente fuera de lugar. Nos condujo a una mesa en el rincón más apartado, donde podríamos hablar con privacidad mientras esperábamos que llegaran las tres de la madrugada, momento en el que, según Hinata, Mariya y ella habían sido conducidas hacia la casa.
Kyojuro se acomodó frente a mí con esa naturalidad que parecía caracterizarlo en cualquier situación. Incluso aquí, en este refugio humilde después de lo que habíamos presenciado, irradiaba esa energía constante que me desconcertaba tanto como me tranquilizaba.
—Dos cuencos de ramen de cerdo, por favor. Y té verde para acompañar. —pidió al anciano propietario, quien asintió y desapareció tras las cortinas que separaban el comedor de la cocina.
El silencio se instaló entre nosotros, pero no era incómodo. Era el tipo de quietud que surge después de ser testigos de algo que requiere tiempo para procesarse adecuadamente.
Finalmente, fui yo quien rompió el silencio.
—No esperaba... —comencé, pero me detuve, insegura de cómo expresar lo que realmente pensaba.
—¿Qué no esperabas? —preguntó Kyojuro con suavidad, inclinándose ligeramente hacia adelante para mostrar que tenía toda su atención.
Respiré profundamente, decidiendo ser honesta.
—No esperaba que un hombre, especialmente alguien como tú, viera lo mismo que yo veo en lugares como ese —dije, manteniendo la voz baja—. La degradación, la cosificación... La forma en que rechazaste completamente la propuesta de esa mujer.
Sus ojos dorados se endurecieron ligeramente, no con enfado hacia mí, sino hacia el tema en sí.
—¿Alguien como yo? —repitió con curiosidad genuina, alzando una ceja.
—Fuerte, poderoso, respetado —expliqué, sintiendo cómo el calor me subía por el cuello—. Los hombres con tu posición social suelen considerar que tienen derecho a... a ese tipo de servicios.
Kyojuro permaneció en silencio durante unos segundos, y cuando habló, su voz tenía una firmeza que no había escuchado antes.
—Mi fuerza existe para proteger a quienes no pueden protegerse a sí mismos —dijo con convicción absoluta—. ¿Cómo podría usar esa misma fuerza para participar en un sistema que explota la vulnerabilidad ajena? Sería una contradicción fundamental de todo en lo que creo.
Sus palabras me golpearon con una fuerza inesperada. Durante años había asumido que todos los hombres, sin excepción, veían a las mujeres como objetos disponibles para su placer. La experiencia con Muzan había cimentado esa creencia hasta convertirla en una verdad aparentemente incuestionable.
—Nunca había escuchado a un hombre hablar así —admití, mi voz apenas un susurro.
—Entonces has conocido a los hombres equivocados —respondió con una simplicidad que me desarmó completamente.
El propietario regresó en ese momento con una bandeja humeante. Dos cuencos generosos de ramen con huevos cocidos, brotes de bambú, algas nori, y lonchas perfectas de cerdo que flotaban en un caldo dorado que olía a gloria pura. El té verde llegó en una tetera de cerámica que irradiaba calor entre nuestras manos.
Los ojos de Kyojuro se iluminaron literalmente ante la comida, como si hubiera visto un tesoro inestimable.
—¡Esto se ve absolutamente magnífico! —exclamó con entusiasmo genuino, juntando las manos en señal de gratitud—. ¡Itadakimasu!
Tomó los palillos con destreza y probó el caldo primero. Su expresión de puro deleite fue tan contagiosa que no pude evitar sonreír ligeramente.
—¿Sabes? —dijo después de tragar el primer bocado—, esto me recuerda a cuando estaba entrenando a Mitsuri para convertirse en Hashira.
—¿Tú entrenaste a Mitsuri? —pregunté, genuinamente sorprendida.
—Durante dos años completos —confirmó, y su sonrisa se volvió nostálgica—. Esa niña tiene un apetito absolutamente legendario. Podía devorar cantidades de comida que habrían alimentado a familias enteras. Al principio pensé que era una broma cuando la vi comer, pero luego comprendí que su cuerpo necesitaba esa cantidad masiva de combustible para generar la fuerza sobrenatural que posee.
Tomó otro sorbo de caldo antes de continuar.
—Había un pequeño puesto de ramen cerca del dojo donde entrenábamos. El dueño era un hombre diminuto, probablemente pesaba menos que una de las espadas de Mitsuri. La primera vez que ella pidió comida, ordenó treinta cuencos de ramen.
—¿Treinta? —repetí, incrédula.
—¡Treinta! —confirmó riéndose—. El pobre hombre pensó que estaba bromeando. Le dijo: 'Señorita, creo que se ha equivocado con el número'. Y Mitsuri, con esa sonrisa angelical suya, respondió: 'No, no, está correcto. Y si fuera posible, también me gustaría algo de postre. Que sean diez flanes de huevo'.
La imagen mental de Mitsuri destrozando las expectativas de un vendedor de ramen me arrancó una sonrisa genuina.
—¿Y qué pasó?
—¡El hombre tuvo que cerrar el puesto por el resto del día porque Mitsuri literalmente se comió todo su inventario! —Kyojuro se rió con tanta fuerza que casi se atraganta con los fideos—. Pero ella fue tan amable al respecto, se disculpó profusamente y le pagó el doble de lo que habría ganado en un día normal. Desde entonces, cada vez que íbamos a entrenar, el vendedor preparaba provisiones extra solo para ella.
No pude contenerme. Una risa genuina, profunda y liberadora, brotó de mi pecho antes de que pudiera detenerla. Era un sonido que no había emitido en años, algo tan olvidado que me sorprendió a mí misma.
Kyojuro se detuvo a mitad de masticar y me miró con una expresión que no pude descifrar completamente. Sus ojos dorados se suavizaron de una manera que me hizo sentir como si fuera algo precioso.
—Tienes una risa hermosa —dijo con simplicidad, como si fuera un hecho obvio—. Deberías hacerlo más a menudo.
El calor me inundó las mejillas instantáneamente. Aparté la mirada hacia mi propio cuenco de ramen, concentrándome intensamente en pescar un trozo de cerdo con los palillos para evitar tener que responder.
—La comida está deliciosa —murmuré, cambiando de tema desesperadamente.
—¿Verdad que sí? —concordó él, aparentemente sin darse cuenta de mi turbación—. Siempre he creído que una buena comida puede sanar tanto el cuerpo como el espíritu. Especialmente después de enfrentarse a las realidades más oscuras del mundo.
Comimos en un silencio más relajado durante varios minutos. El caldo caliente y los fideos sustanciales efectivamente parecían lavar algo del mal sabor que había dejado nuestra visita al burdel. Con cada sorbo, me sentía más preparada para lo que nos esperaba en las horas siguientes.
—Kyojuro-san —dije finalmente, dejando los palillos a un lado—, ¿tienes miedo de lo que vamos a enfrentar?
Él consideró la pregunta con seriedad antes de responder.
—Respeto profundamente a cualquier demonio capaz de crear ilusiones tan complejas como las que describió Hinata —dijo—. Pero miedo... no exactamente. Tengo cautela, sí. Preocupación por tu seguridad y la de las víctimas potenciales, absolutamente. Pero no miedo.
—¿Cómo haces eso? —pregunté—. ¿Cómo mantienes esa confianza constante?
—Porque no estoy luchando solo —respondió, mirándome directamente a los ojos—. Tengo a mi lado a la Hashira Estrella, una guerrera que ha demostrado tener tanto coraje como compasión. No podría pedir mejor compañera para esta misión.
Sus palabras me llenaron de una calidez que no tenía nada que ver con el té caliente.
El propietario se acercó discretamente a nuestra mesa.
—¿Desean algo más? —preguntó con cortesía.
Kyojuro consultó el reloj de bolsillo que llevaba en su haori.
—Creo que estamos listos —dijo, dejando dinero suficiente en la mesa para cubrir la cuenta y una propina generosa—. Es hora de cumplir con nuestro deber.
Me levanté junto con él, sintiendo cómo la determinación reemplazaba gradualmente a la aprensión en mi pecho. Habíamos comido bien, habíamos conversado honestamente, y ahora estaba lista para lo que viniera después.
—Gracias por la comida —le dije al anciano propietario, quien nos despidió con una sonrisa cálida y un "que tengan una buena noche".
Una vez fuera del restaurante, Kyojuro y yo nos dirigimos hacia el este, hacia el viejo templo donde Hinata había visto por última vez la casa misteriosa. Nuestros pasos sincronizados resonaban contra las piedras del pavimento, y pude sentir cómo ambos nos transformábamos mentalmente de compañeros de cena a guerreros preparándose para la batalla.
—Pase lo que pase allí dentro —dijo Kyojuro mientras caminábamos—, mantenemos el contacto visual uno con el otro. Si este demonio se alimenta de la mente y crea ilusiones, nuestro mejor ancla a la realidad seremos nosotros mismos.
Asentí, ajustando mi katana y comprobando que mis flechas estuvieran firmemente sujetas en el carcaj.
—Entendido. Y Kyojuro-san... gracias.
—¿Por qué?
—Por hacerme reír —dije simplemente—. Por recordarme que todavía puedo hacerlo.
Su sonrisa en la penumbra de la noche fue más brillante que cualquier linterna.
—Siempre puedes contar conmigo para eso, Sakura-san. Ahora vamos a salvar algunas vidas.
Y en la forma en que lo dijo, sin fanfarria ni búsqueda de reconocimiento, supe que realmente lo creía con cada fibra de su ser.
Chapter 9: La luz que quema - Parte 3
Chapter Text
Los alrededores del viejo templo se extendían en silencio sepulcral bajo la luz mortecina de la luna menguante. Las piedras desgastadas del santuario se alzaban como dientes rotos contra el cielo nocturno, y la vegetación salvaje había reclamado gran parte del terreno sagrado con zarcillos que parecían dedos esqueléticos.
Kyojuro y yo nos movíamos con cautela entre las sombras, nuestros sentidos alerta a cualquier anomalía. Habíamos estado explorando la zona durante más de una hora, siguiendo las vagas indicaciones de Hinata, pero hasta ahora no habíamos encontrado nada fuera de lo ordinario.
—Según Hinata, la casa apareció exactamente por aquí —murmuré, señalando hacia un claro entre dos cedros —. Pero no veo...
Mis palabras se desvanecieron cuando una niebla espesa comenzó a materializarse de la nada, surgiendo del suelo como si brotara directamente de las entrañas de la tierra. No era niebla natural: se movía contra el viento, se arremolinaba en patrones que desafiaban las leyes físicas, y tenía un color grisáceo que parecía absorber la luz de la luna.
—Sakura —dijo Kyojuro con voz tensa, su mano moviéndose instintivamente hacia la empuñadura de su katana—. Mantente cerca de mí.
La niebla se espesó rápidamente hasta que apenas podíamos ver más allá de nuestros propios brazos extendidos. El aire se volvió pesado, cargado con un aroma nauseabundo que mezclaba flores podridas con algo metálico y acre que me recordó a sangre.
Y entonces, como si hubiera sido invocada por nuestra propia presencia, la vimos.
Una casa se materializó gradualmente a través de la niebla, como una fotografía revelándose lentamente en un cuarto oscuro. Era completamente negra, construida con madera tan oscura que parecía absorber toda la luz circundante. Los aleros se curvaban de manera antinatural, como si la estructura misma estuviera retorciéndose de dolor. Farolillos colgaban de las vigas, pero en lugar de emitir luz, parecían irradiar una oscuridad aún más profunda, creando pozos de sombra que dolían a la vista.
De su interior emanaba música fantasmal: el sonido melancólico de un koto tocado por manos inexpertas, cada nota ligeramente desafinada, cada melodía familiar pero horriblemente incorrecta. Y entremezcladas con la música, voces humanas que susurraban palabras ininteligibles. Reconocí tonos que parecían familiares, inflexiones que me recordaron a personas queridas, pero distorsionadas de una manera que las hacía profundamente perturbadoras.
—La encontramos —susurré, sintiendo cómo cada fibra de mi ser me gritaba que huyera — O tal vez…nos encontró a nosotros.
Kyojuro asintió severamente, desenvaínando su katana en un movimiento fluido. El acero brilló con un resplandor dorado que parecía desafiar a la oscuridad antinatural que nos rodeaba.
—Recuerda lo que discutimos —dijo con voz firme—. Mantén contacto visual conmigo sin importar lo que veas. Si este demonio ataca la mente, nuestra conexión mutua será nuestra ancla a la realidad.
Avanzamos hacia la entrada de la casa, nuestros pasos resonando de manera extraña contra el suelo que parecía estar compuesto tanto de tierra como de algo más blando y húmedo. La puerta principal no tenía manija visible; simplemente se deslizó hacia un lado cuando nos acercamos, como si nos hubiera estado esperando.
El interior era aún peor que el exterior.
Una niebla densa llenaba completamente el espacio, tan espesa que era como caminar a través de agua turbia. No podíamos ver el suelo bajo nuestros pies, ni las paredes, ni el techo. Solo existíamos en un vacío gris donde cada paso podría ser el último antes de caer en un abismo invisible.
Instintivamente, Kyojuro y yo nos posicionamos espalda contra espalda, nuestras katanas desenvainadas y listas. Podía sentir el calor de su cuerpo contra mi espalda, la firmeza de sus músculos tensos, el ritmo constante de su respiración. Ese contacto físico se convirtió inmediatamente en mi única certeza en un mundo que había perdido todo sentido.
—¿Ves algo? —susurró.
—Nada coherente —respondí, manteniendo mi voz baja—. Solo sombras que...
Fue entonces cuando la vi.
Una figura familiar emergió de la niebla frente a mí, caminando con esa gracia natural que había conocido desde la infancia. Cabello negro azabache recogido en una coleta despeinada, ojos amables pero determinados, esa sonrisa ligeramente torcida que siempre conseguía hacerme sentir segura.
Kenji.
—Hermanita —dijo con esa voz grave que recordaba perfectamente, cada inflexión exactamente como la había escuchado mil veces—. Te he estado esperando.
Mi corazón se detuvo completamente. Cada fibra racional de mi mente sabía que era imposible, sabía que era una ilusión, pero la parte más profunda y desesperada de mi alma gritó de alivio y alegría ante la visión de mi hermano.
—Sabía que vendrías por mí —continuó Kenji, extendiendo una mano hacia mí con esa expresión de orgullo fraternal que tanto había extrañado—. Sabía que no me abandonarías.
Mis piernas se movieron hacia adelante sin mi permiso consciente. La katana tembló en mi mano mientras cada instinto me empujaba hacia esa figura imposiblemente querida.
Pero algo estaba mal.
El calor familiar contra mi espalda había cambiado. La presencia sólida y reconfortante de Kyojuro se había transformado en algo frío, predatorio. Podía sentir una sonrisa cruel, una respiración fría contra mi nuca, manos que recordaba demasiado bien deslizándose hacia mi cintura.
—Mi querida flor de cerezo —susurró una voz de seda y veneno directamente en mi oído—. Sabía que no podrías resistirte a venir a mí por mucho tiempo.
Muzan.
El terror me atravesó como una lanza de hielo. El contraste entre la calidez de ver a Kenji y el horror absoluto de sentir a Muzan detrás de mí creó una disonancia mental que amenazó con partirme en dos.
"Esto no es real", me repetí desesperadamente. "Ninguno de los dos está realmente aquí. Es una ilusión. Es solo el demonio jugando con mi mente."
Cerré los ojos con fuerza, bloqueando la visión de Kenji y concentrándome únicamente en la lógica fría de la situación. Kyojuro había estado conmigo segundos antes. Kenji estaba muerto. Muzan no podía estar aquí.
Con manos temblorosas pero determinadas, saqué una flecha de mi carcaj y la coloqué en mi arco. Sin abrir los ojos, apunté hacia donde había visto a la ilusión de Kenji.
—Perdóname, hermano —susurré, y solté la flecha.
El silbido del proyectil cortó el aire, seguido por el sonido de algo cristalino haciéndose pedazos. La ilusión se desintegró como vidrio roto, llevándose consigo tanto la falsa imagen de Kenji como la presencia siniestra que había sentido a mis espaldas.
Abrí los ojos y me encontré nuevamente espalda contra espalda con Kyojuro, pero pude sentir cómo su cuerpo temblaba ligeramente. Su respiración era irregular, como si también hubiera estado luchando contra visiones propias.
—¿Viste algo? —pregunté con voz ronca.
—Mi madre. —respondió simplemente con voz tensa.
Nos giramos lentamente hasta quedar frente a frente. En sus ojos dorados pude ver el eco del dolor que esas ilusiones habían causado, pero también una determinación renovada que igualaba la mía.
—Sigamos adelante —dijo con firmeza—. Este demonio se alimenta de nuestros recuerdos más dolorosos. No le daremos esa satisfacción.
Avanzamos juntos por lo que parecían pasillos interminables. Las paredes se materializaron gradualmente a medida que caminábamos, revelando una arquitectura imposible: habitaciones que se conectaban de maneras que desafiaban la geometría, escaleras que subían y bajaban simultáneamente, puertas que se abrían a espacios que no deberían existir.
Finalmente llegamos a lo que parecía ser el corazón de la casa: una habitación circular con un techo abovedado tan alto que se perdía en la oscuridad. En el centro, sentado en lo que parecía ser un trono hecho de huesos humanos y seda negra, nos esperaba el demonio.
A primera vista podría haber pasado por humano, si no fuera por los detalles que traicionaban su verdadera naturaleza. Era alto y elegante, vestido con un kimono ceremonial que había sido blanco en algún momento pero ahora estaba manchado con sustancias que prefería no identificar. Su cabello negro caía en ondas perfectas hasta sus hombros, y su rostro habría sido hermoso si no fuera por los ojos.
Sus ojos eran pozos vacíos donde debería haber habido iris y pupilas. Simplemente miraban hacia adelante con una oscuridad absoluta que parecía succionar la luz y la esperanza de todo lo que tocaban. Cuando sonrió, sus dientes se revelaron afilados como dagas, y la sonrisa se extendía demasiado a los lados, cortando sus mejillas hasta casi llegar a las orejas.
En su frente, grabados en la piel con cicatrices queloides, se podían leer los kanjis: 下肆 - Luna Menor Cuatro.
Mi estómago se contrajo con un golpe helado, como si hubiera tragado hielo afilado. Una Luna Menor. Soldados de élite de Muzan.
—¡Qué honor tan inesperado! —exclamó con una voz que era múltiples voces superpuestas, como si hablara con las gargantas de todas sus víctimas—. ¡El Cuerpo de Cazadores de Demonios ha enviado no a uno, sino a dos Hashira para enfrentarse a mí! Fuego y estrellas. Me siento verdaderamente halagado.
Se levantó de su trono con movimientos fluidos pero antinaturales, como si sus articulaciones no funcionaran de la misma manera que las humanas.
—Soy Shokan, y he estado esperando tanto tiempo a alguien digno de mi atención —continuó, comenzando a caminar en círculos a nuestro alrededor—. Las víctimas anteriores fueron tan... decepcionantes. Sus mentes se rompían demasiado fácilmente, sus cuerpos se descomponían antes de que pudiera extraer toda la diversión posible.
Kyojuro y yo nos posicionamos inmediatamente en formación de combate, nuestras espaldas una hacia la otra, creando un círculo defensivo que nos permitía cubrir todos los ángulos de ataque.
—Pero vosotros —Shokan se lamió los labios con una lengua bífida—, vosotros tenéis mentes interesantes. Llenas de traumas deliciosos, de culpas sabrosas, de miedos exquisitos. Voy a disfrutar tanto destrozándolos desde adentro...
—¡Primera Forma: Llamarada Desconocida! —gritó Kyojuro, lanzándose hacia adelante con su katana encendida en llamas doradas.
El demonio se movió con velocidad sobrehumana, esquivando el ataque por centímetros. Sus garras, que habían aparecido de la nada, se extendieron hacia el cuello de Kyojuro, pero yo ya estaba en movimiento.
—¡Respiración Estrella, Segunda Forma: Lluvia de Estrellas Fugaces! —grité, disparando tres flechas en rápida sucesión.
Las flechas se encendieron con luz plateada mientras volaban, creando estelas brillantes que cortaron la oscuridad de la habitación. Shokan tuvo que retroceder para evitarlas, dándonos un momento para reagruparnos.
Lo que siguió fue un baile mortal de ataques y contraataques. Kyojuro se movía como el fuego hecho carne, su katana dejando rastros de llamas doradas con cada corte. Sus técnicas eran devastadoras: cada movimiento fluía naturalmente al siguiente, cada ataque calculado para maximizar tanto el daño como la protección.
Yo lo complementaba desde la distancia, mis flechas proporcionando cobertura cuando él necesitaba reposicionarse, mis técnicas de respiración creando campos de luz que confundían al demonio y limitaban sus opciones de movimiento. Juntos, éramos más que la suma de nuestras partes individuales.
Pero Shokan no era una Luna Menor por casualidad.
Sus ataques eran impredecibles, cambiando de dirección a mitad del movimiento de maneras que desafiaban las leyes físicas. Podía extender sus extremidades como látigos, crear copias ilusorias de sí mismo que atacaban desde múltiples ángulos, y peor aún, cada vez que nos miraba directamente, trataba de invadir nuestras mentes con nuevas visiones.
—¡Cuarta Forma: Ascensión de la Estrella Polar! —grité, saltando alto en el aire y disparando una flecha cargada con toda mi energía hacia el centro de la frente del demonio.
Shokan se movió para esquivarla, pero Kyojuro estaba esperando exactamente esa reacción.
—¡Novena Forma: Rengoku! —Su técnica más poderosa transformó toda la habitación en un infierno de llamas doradas que convergían hacia el demonio desde todos los ángulos posibles.
Por un momento, pensé que lo habíamos derrotado. Las llamas lo envolvieron completamente, y su grito de dolor y rabia hizo temblar los cimientos de la casa.
Pero entonces algo golpeó mi espalda con la fuerza de un martillo gigante.
Volé por los aires, chocando contra la pared de piedra con tanta fuerza que sentí cómo varias costillas se agrietaron. El dolor me atravesó como relámpagos, y el sabor metálico de la sangre llenó mi boca.
—¡Sakura! —El grito de Kyojuro resonó por toda la habitación.
Shokan había usado las llamas como cobertura para reposicionarse, apareciendo detrás de mí para atacar con sus garras extendidas. Mientras yo luchaba por recuperar el aliento, vi cómo se preparaba para un ataque final.
Kyojuro se interpuso entre nosotros como un muro de fuego viviente.
—¡No pondrás tus sucias manos sobre ella! —rugió, su katana brillando más intensamente que nunca—. ¡Décima Forma: Cuerpo Ardiente!
Su cuerpo entero se envolvió en llamas, convirtiéndose temporalmente en una entidad de fuego puro. Se lanzó hacia Shokan con velocidad cegadora, obligando al demonio a retroceder para evitar ser incinerado.
Usé ese momento para ponerme en pie, ignorando el dolor que me atravesaba el torso. Saqué mi última flecha especial, una que había estado guardando para emergencias: una punta forjada con hierro de meteorito y bendecida por los sacerdotes del monte Fuji.
—¡Kyojuro, ahora! —grité.
Él comprendió inmediatamente. En lugar de seguir atacando, se lanzó hacia arriba, creando una distracción perfecta.
—¡Respiración Estrella, Técnica Final: Supernova! —
Concentré toda mi energía restante en esa flecha única. Cuando la solté, no se movió como un proyectil normal: se transformó en una estrella en miniatura, irradiando luz cegadora y calor abrasador mientras se dirigía directamente al corazón de Shokan.
El demonio y mi ataque se encontraron en el centro de la habitación en una explosión de luz que temporalmente nos cegó a todos.
Cuando mi visión se aclaró, Shokan seguía de pie, pero estaba gravemente herido. Un agujero humeante atravesaba su pecho, y fluidos negros goteaban de la herida. Sus ojos vacíos nos miraron con una mezcla de respeto y odio.
—Impresionante —admitió, su voz ahora ronca por el daño—. Hacía siglos que no me lastimaban tanto. Pero esto no ha terminado, Hashiras. Nos volveremos a encontrar, y la próxima vez...
No terminó la frase. Su forma comenzó a disolverse en niebla negra, escapando a través de las grietas de las paredes antes de que pudiéramos detenerlo.
—¡No! —gritó Kyojuro, lanzándose hacia donde había estado el demonio, pero solo agarró aire.
La casa comenzó a temblar violentamente. Las paredes se agrietaron, el techo empezó a desprenderse, y un rugido ensordecedor llenó el aire mientras toda la estructura comenzaba a colapsar sobre sí misma.
—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Kyojuro, corriendo hacia mí y ayudándome a ponerme en pie.
Corrimos a través de pasillos que se desmoronaban, esquivando vigas que caían y piedras del tamaño de carros. La casa se desintegraba a nuestro alrededor como si hubiera estado sostenida únicamente por la voluntad del demonio, y ahora que él había huido, no quedaba nada que mantuviera unida esa arquitectura imposible.
Salimos por la puerta principal justo cuando toda la estructura se colapsó detrás de nosotros en una nube masiva de polvo y escombros. Nos alejamos tropezando antes de caer exhaustos sobre la hierba húmeda, tosiendo y respirando entrecortadamente.
Cuando el polvo finalmente se asentó, no quedaba nada donde había estado la casa. Solo un claro vacío entre los árboles, como si nunca hubiera existido nada ahí.
—¿Estás bien? —preguntó Kyojuro, girándose hacia mí con preocupación evidente en cada línea de su rostro.
Asentí, aunque cada respiración me dolía por las costillas dañadas.
—Estoy bien. Un poco magullada, pero...
Me detuve cuando él se acercó más, colocando suavemente una mano en mi nuca. Su toque era cálido y gentil, pero había algo en sus ojos que me hizo sentir súbitamente consciente de cada centímetro de distancia entre nosotros.
—Sakura —dijo suavemente—, estás sangrando.
Solo entonces me di cuenta del líquido tibio que goteaba de mi nariz. El esfuerzo de mi técnica final, combinado con el impacto contra la pared, había sido más de lo que mi cuerpo había podido manejar sin consecuencias.
Con una ternura que me robó el aliento, Kyojuro usó su pulgar para limpiar suavemente la sangre de mi labio superior. El gesto era completamente inocente, tan natural como apartar el polvo del hombro de un camarada. Y sin embargo, cuando levanté los ojos hacia él, ese dorado ardiente me atravesó con un calor que nada tenía de inocente para mí.
Algo se contrajo en mi pecho con fuerza peligrosa. Mi corazón latía demasiado rápido, y esta vez no era por la adrenalina de la batalla.
—¿Estás segura de que te encuentras bien? —preguntó otra vez, su voz más áspera de lo normal.
—Sí —logré susurrar, aunque no estaba segura de si era completamente cierto.
Él mantuvo su mano en mi nuca un momento más antes de apartarla, pero la sensación persistió, vibrando bajo mi piel.
—El demonio escapó —dijo mientras se incorporaba, apartando la mirada y dándome espacio para recomponerme—. Pero está herido. Le costará volver a crear ilusiones de esa magnitud durante un tiempo.
Entonces extendió el brazo hacia mí, la palma abierta, una invitación sencilla. Una ayuda… como aquella vez en el lago, cuando éramos desconocidos.
Tragué saliva y, con torpeza, me levanté por mi cuenta. Sentí un nudo de culpa por rechazar de nuevo su gesto, pero él no mostró ofensa alguna; su mano descendió con naturalidad, como si no hubiera ocurrido nada.
—Seguiremos su rastro —dije, carraspeando—. No puede haber ido muy lejos en ese estado.
Pero mientras nos preparábamos para continuar la caza, una parte de mi mente no podía dejar de pensar en ese momento bajo la luz de la luna, con su mano en mi nuca y esa mirada que parecía haber cambiado algo fundamental entre nosotros.
La batalla había terminado, pero sentía que otra muy diferente habia empezado a librarse dentro de mí.
El rastro del demonio nos llevó mucho más lejos de lo que habíamos anticipado.
Durante horas seguimos las marcas apenas perceptibles que Shokan había dejado a su paso: gotas de esa sustancia negra que goteaba de su herida, ramas rotas en ángulos antinaturales, y esa sensación persistente de frío antinatural que se adhería al aire como niebla invisible. El rastro serpenteó a través de las calles traseras de Gion, luego por caminos rurales cada vez más estrechos, hasta finalmente adentrarse en el bosque denso que rodeaba la ciudad.
—Una Luna Menor no debería ser capaz de moverse tan lejos después del daño que le infligimos —murmuró Kyojuro mientras examinaba una marca de garra en el tronco de un cedro milenario—. Su resistencia es impresionante.
—Y preocupante —añadí, ajustando mi arco en la espalda—. Si puede mantener esta velocidad mientras está herido, será mucho más difícil de rastrear cuando se recupere completamente.
El sol comenzó a asomar tímidamente entre las copas de los árboles, pintando el bosque con tonos dorados y naranjas que contrastaban vívidamente con la oscuridad que habíamos estado persiguiendo. Los primeros rayos de luz matutina deberían haber sido reconfortantes, pero solo sirvieron para recordarme cuánto tiempo llevábamos despiertos y lo exhaustos que estábamos ambos.
Nuestros uniformes estaban sucios y desgarrados por la batalla y la persecución nocturna. El haori de Kyojuro tenía manchas de polvo y pequeños agujeros donde los escombros de la casa lo habían alcanzado. Mi propio uniforme no estaba en mejor estado, y podía sentir la rigidez de la sangre seca en varias partes de mi ropa.
—El rastro se está debilitando —observé con frustración, arrodillándome junto a lo que parecía ser la última gota de fluido demoniaco sobre las hojas húmedas del suelo del bosque. — Y no volverá a mostrarse hasta la caída del sol.
Kyojuro se acercó a la orilla de un arroyo que corría paralelo al sendero, donde el agua cristalina reflejaba la luz del amanecer como diamantes líquidos.
—Aquí se detiene completamente —anunció con visible decepción—. O encontró refugio cerca, o...
—O se sumergió en el agua para ocultar su rastro —terminé por él, sintiendo cómo la frustración me apretaba el pecho—. Los demonios más inteligentes siguen esa táctica.
Me incorporé lentamente, sintiendo cada músculo dolorido protestar por el movimiento. Fue entonces cuando realmente presté atención a nuestro entorno, y mi corazón se detuvo por completo.
El arroyo, los árboles dispuestos en esa configuración particular, la forma específica en que la luz matutina se filtraba a través de las ramas... Todo me resultaba dolorosamente familiar.
No podía ser.
Giré lentamente, buscando puntos de referencia que confirmaran mis sospechas. Allí, medio oculto por la vegetación salvaje pero aún visible, se alzaba el poste de madera tallada que marcaba los límites de las tierras de la familia Saitō. Las marcas familiares estaban desgastadas por el tiempo y la intemperie, pero seguían siendo inconfundibles.
Estaba de pie a menos de un kilómetro de la casa donde había crecido.
—¿Sakura? —La voz de Kyojuro sonó preocupada—. ¿Qué sucede? Te has puesto muy pálida.
—Yo... —Las palabras se atascaron en mi garganta como piedras—. Conozco este lugar.
Kyojuro se acercó inmediatamente, sus ojos dorados estudiando mi expresión con esa percepción que parecía ver más allá de las apariencias superficiales.
—¿Cómo que lo conoces?
—La casa de mi padre está cerca —logré decir finalmente, las palabras saliendo como un susurro áspero—. Muy cerca.
La comprensión se extendió por el rostro de Kyojuro como agua absorbida por tela seca. Sus facciones se suavizaron inmediatamente, y pude ver cómo evaluaba cuidadosamente mi estado emocional antes de hablar.
—¿Te gustaría hacerle una visita? —preguntó con una suavidad que me desarmó completamente—. Llevamos horas persiguiendo este rastro, y ambos necesitamos descansar. Sería una buena oportunidad para recuperar fuerzas antes de continuar la búsqueda.
Su voz no contenía ni presión ni expectativa. Era simplemente una sugerencia práctica envuelta en comprensión genuina.
Sentí cómo una risa amarga se me escapaba antes de que pudiera detenerla.
—Mi padre no mantiene relación conmigo desde la muerte de Kenji —confesé, sintiendo cómo las palabras cortaban mi garganta al salir—. Para él, perdió a dos hijos ese día: uno que murió, y otra que fue la responsable de esa muerte. No querrá saber nada de mí.
La expresión de Kyojuro se endureció, no hacia mí sino hacia la situación. Había una indignación silenciosa en sus ojos que me sorprendió por su intensidad.
—Entonces no hay problema —dijo con firmeza—. Encontraremos otro lugar donde descansar. Hay posadas en el pueblo siguiente, podemos...
—No —lo interrumpí, sorprendiéndome a mí misma con la decisión repentina—. Podemos ir a mi casa.
Él me miró con confusión evidente.
—¿Estás segura? Acabas de decir que...
—Una parte de mí quiere volver a verlo —admití, las palabras saliendo en un torrente antes de que pudiera reconsiderarlas—. Quiero que vea en lo que me he convertido. Quiero que sepa que no me rompí cuando me dio la espalda. Que me convertí exactamente en lo que Kenji habría querido que fuera.
Kyojuro me estudió durante varios segundos, como si estuviera evaluando si mi decisión venía de un lugar saludable o autodestructivo.
—Si estás segura... —dijo finalmente—. Te acompañaré, pero solo si realmente lo deseas. No por orgullo o por demostrar algo, sino porque sinceramente crees que será beneficioso para ti.
Su preocupación por mi bienestar emocional me tocó de una manera que no había esperado. Durante años, había estado acostumbrada a tomar decisiones en soledad, sin nadie que se preocupara por las motivaciones detrás de mis acciones.
—Gracias —murmuré—. Creo... creo que necesito hacer esto.
Kyojuro asintió, y luego, para mi sorpresa, una expresión de comprensión dolorosa cruzó por su rostro.
—Mi relación con mi padre tampoco es precisamente ideal —confesó con una honestidad que me pilló desprevenida—. Es un hombre... difícil. Amargo. Ha dejado muy claro lo que piensa de mis decisiones de vida y de la persona en que me he convertido.
Se sentó en una roca cerca del arroyo, invitándome silenciosamente a hacer lo mismo.
—Desde que me convertí en Hashira, cada conversación que hemos tenido ha terminado con él expresando su decepción por lo que considera mi "optimismo ingenuo" y mi "incapacidad para ver la realidad del mundo". Para él, soy una deshonra al apellido Rengoku.
Sus palabras me golpearon como puños invisibles. La idea de que alguien pudiera mirar a Kyojuro —su nobleza, su fuerza, su bondad inquebrantable— y encontrar algo que criticar me resultaba genuinamente incomprensible.
—Eso es... completamente injusto —dije, sintiendo indignación en su nombre—. Eres uno de los hombres más honorables que he conocido.
—Y tú eres una de las guerreras más valientes que he visto en acción —respondió con igual convicción—. El hecho de que nuestros padres no puedan verlo dice más sobre ellos que sobre nosotros.
Nos quedamos sentados en silencio companionable durante varios minutos, cada uno procesando el dolor de ser malentendidos por quienes se suponía que debían amarnos incondicionalmente.
—¿Sabes qué? —dije finalmente, poniéndome en pie con renovada determinación—. Hagamos esto juntos. Enfrentemos a nuestros demonios familiares después de haber enfrentado a los literales.
Kyojuro sonrió, y por primera vez desde que habíamos comenzado esta conversación, su expresión recuperó algo de esa calidez característica.
—Me parece un plan excelente.
Comenzamos a caminar por el sendero familiar que llevaba a la propiedad de mi familia. Conforme nos acercábamos, sentí la necesidad de preparar a Kyojuro para lo que podríamos encontrar.
—Debo advertirte sobre mi padre —dije, intentando mantener un tono ligero—. Es... severo. Muy formal, muy estricto con los protocolos sociales. Y mi tía, es aún peor. Ladina. Tiene opiniones muy firmes sobre cómo deberían comportarse las mujeres y probablemente tratará de evaluarte como potencial pretendiente mío antes de que puedas parpadear dos veces.
Kyojuro se rió, un sonido genuino y cálido que hizo que parte de la tensión abandonara mis hombros.
—¿Potencial pretendiente? —repitió con diversión evidente—. ¿Debería prepararme para un interrogatorio formal?
—Oh, definitivamente —respondí, sintiendo cómo una sonrisa real se extendía por mi rostro por primera vez desde que habíamos reconocido el lugar—. Esperará saber tu linaje completo, tus intenciones hacia mí, tus ingresos anuales, y probablemente cuántos hijos planeas tener.
—Bueno —dijo Kyojuro con falsa seriedad—, es importante estar preparado. ¿Debería mencionar que soy el primogénito de una familia noble pero problemática, que mis intenciones hacia ti son completamente honorables, que los Hashira recibimos una compensación más que decente, y que nunca había considerado específicamente el tema de los hijos pero supongo que estaría abierto a la posibilidad en el futuro apropiado?
Me detuve en seco, mirándolo con una mezcla de sorpresa y diversión.
—¿Acabas de planificar tu presentación formal a mi familia?
—Siempre es mejor estar preparado para cualquier eventualidad —respondió con una sonrisa traviesa—. Además, si vamos a enfrentar demonios familiares, prefiero tener una estrategia.
A pesar de todos los nervios y la aprensión que sentía por el reencuentro inminente, no pude evitar reírme. Era exactamente el tipo de apoyo ligero pero genuino que necesitaba para enfrentar lo que se avecinaba.
—En ese caso —dije, retomando nuestro camino hacia la casa que había una vez llamado hogar—, será mejor que también menciones que tienes excelentes modales en la mesa. Eso impresionará mucho a mi tía.
—¿Y si no los tengo?
—Entonces será mejor que aprendas rápido —respondí con una sonrisa.
El sendero se curvó una vez más, y allí, a lo lejos, entre los árboles, apareció la casa de mi infancia. Se veía más pequeña de lo que recordaba, pero exactamente igual en todos los demás aspectos.
Era hora de enfrentar el pasado, con Kyojuro a mi lado y con la fuerza que había ganado durante estos años de ausencia.
Era hora de volver a casa.
Chapter 10: La luz que quema - Parte Final
Chapter Text
El portón de madera se alzaba ante mí como una barrera entre dos vidas: la que había dejado atrás y la que había forjado con sangre y determinación. Los ornamentos familiares tallados en la superficie —grullas y flores de cerezo entrelazadas con estrellas de cinco puntas— permanecían exactamente como los recordaba, aunque ahora me parecían símbolos de un pasado que ya no me pertenecía.
Mi mano tembló ligeramente cuando alcé el puño para golpear la madera. Los nervios me corrían por las venas como mercurio líquido, y por un momento terrible consideré dar media vuelta y huir de nuevo, como había hecho años atrás.
Pero esta vez era diferente. Esta vez no venía como una hija rota cargando el cadáver de su hermano. Esta vez era Sakura Saitō, Hashira Estrella del Cuerpo de Cazadores de Demonios.
Respira, me ordené. Eres una guerrera. Has enfrentado demonios que habrían hecho llorar de terror a hombres adultos. Puedes enfrentar a tu propio padre.
Golpeé tres veces, el sonido resonando en el aire matutino como campanas de funeral.
Los pasos que se acercaron desde el interior me resultaron familiares: medidos, cuidadosos, pertenecientes a Ichiro, el sirviente que había trabajado para nuestra familia desde antes de mi nacimiento. Cuando la puerta se abrió lentamente, su rostro envejecido apareció en el umbral, y la sorpresa que se extendió por sus facciones arrugadas habría sido cómica en otras circunstancias.
—¿Señorita... Sakura? —murmuró, como si no pudiera creer lo que veían sus ojos.
—Hola, Ichiro-san —logré decir, mi voz sonando más firme de lo que me sentía—. Me alegra volver a verte. Este es Kyojuro Rengoku. Necesitamos hablar con mi padre.
Los ojos del anciano se deslizaron hacia Kyojuro, tomando nota de su uniforme del Cuerpo, de la katana en su costado, de esa presencia imponente que irradiaba incluso en momentos de calma. Su expresión se volvió aún más desconcertada.
—Por favor, pasen —dijo finalmente, haciendo una reverencia profunda—. El señor está en su oficina. Los conduciré hasta él.
Entramos en el vestíbulo que había conocido desde la infancia, y cada detalle me golpeó con la fuerza de un tsunami de recuerdos. Los paneles de madera pulida, las pinturas de paisajes montañosos que colgaban en intervalos precisos, el aroma sutil a incienso de sándalo que siempre había impregnado estas paredes. Todo exactamente igual, como si el tiempo se hubiera detenido el día que me marché.
Excepto que ahora me sentía como una intrusa en un museo de mi propia vida.
Kyojuro caminaba a mi lado con esa gracia silenciosa que lo caracterizaba, pero pude sentir cómo sus ojos dorados evaluaban cada detalle del entorno, leyendo la tensión en mi postura y la rigidez formal de la atmósfera.
Ichiro nos guió por pasillos que conocía de memoria hasta detenerse frente a las puertas correderas de la oficina de mi padre. La habitación donde había recibido incontables sermones sobre comportamiento apropiado, donde había sido regañada por cada travesura, donde había escuchado por última vez su voz dirigiéndose a mí antes de que me dijera que me marchara para siempre.
—¿Desean que anuncie su llegada? —preguntó Ichiro con cortesía protocolar.
—No es necesario —respondí, sorprendiéndome por la firmeza de mi propia voz—. Gracias, Ichiro-san.
El anciano se retiró con otra reverencia, dejándonos solos frente a la puerta que separaba mi presente de mi pasado.
Kyojuro se acercó un paso más, lo suficiente para que pudiera sentir el calor que irradiaba su cuerpo, y me dedicó una sonrisa suave pero llena de apoyo silencioso. No dijo nada, pero en su expresión pude leer claramente el mensaje: Estoy aquí. No estás sola.
Esa simple muestra de solidaridad me dio la fuerza que necesitaba.
Deslicé las puertas con un movimiento fluido.
La oficina permanecía exactamente como la recordaba: estanterías llenas de pergaminos y libros antiguos, una mesa baja de madera oscura donde se apilaban documentos oficiales, cojines de seda dispuestos con precisión militar. Y detrás de la mesa, con la espalda perfectamente recta y las manos entrelazadas sobre un documento a medio leer, estaba él.
Arata Saitō.
Mi padre había envejecido en los años de mi ausencia. Su cabello negro ahora tenía hebras plateadas en las sienes, y nuevas líneas de expresión surcaban su rostro angular. Pero sus ojos seguían siendo exactamente iguales cuando se encontraron con los mios: negros como pozos profundos, inteligentes, y en este momento, completamente fríos.
Nos miramos en silencio durante lo que parecieron horas pero probablemente fueron solo segundos. En esa mirada pude ver cómo sus ojos recorrían meticulosamente mi apariencia: el uniforme del Cuerpo de Cazadores de Demonios, el haori estrellado que ondeaba suavemente detrás de mí, el arco cruzado en mi espalda, la katana que había pertenecido a Kenji — y previamente a él — descansando en mi cadera izquierda.
El reconocimiento se extendió por su rostro como tinta cayendo en agua clara.
Por un momento fugaz, algo que podría haber sido dolor parpadeó en sus ojos negros, tan rápido que casi me convencí de haberlo imaginado. Pero luego sus facciones se endurecieron hasta convertirse en la máscara de frialdad formal que recordaba demasiado bien.
—Así que los rumores eran ciertos —dijo finalmente, su voz exactamente igual que en mis recuerdos: profunda, controlada, desprovista de calidez—. Mi hija se ha convertido en la nueva Hashira Estrella.
La forma en que pronunció "mi hija" hizo que cada palabra sonara como una acusación.
Se puso en pie con movimientos medidos y caminó alrededor de la mesa hasta quedar frente a nosotros, sus manos cruzadas detrás de la espalda en una postura que irradiaba autoridad militar.
—Debo admitir que es irónico —continuó, y su tono se volvió ligeramente más cortante—. Una vez me preocupé de que trajeras deshonor al apellido Saitō. Nunca imaginé que lo elevarías a las mismas alturas que tu hermano... para mancharlo con la sangre que gotea de tus manos.
Sus palabras me golpearon como bofetadas físicas. Sentí cómo el color se drenaba de mi rostro y mi pecho se contraía dolorosamente. Había venido preparada para frialdad, incluso para rechazo, pero no para crueldad tan calculada.
Fue entonces cuando Kyojuro dio un paso adelante.
—Con el debido respeto, Saitō-san —dijo, y su voz tenía un filo de acero que nunca había escuchado antes—, su hija está honrando su apellido de la manera más noble posible. Arriesga su vida cada noche para proteger inocentes que ni siquiera conoce. Pocos guerreros en la historia han demostrado tal dedicación desinteresada al bienestar de otros.
Mi padre dirigió su atención hacia Kyojuro por primera vez desde que habíamos entrado, estudiándolo con la misma intensidad analítica que había usado conmigo.
—Kyojuro Rengoku —dijo después de varios segundos, y sorprendentemente, su tono se suavizó ligeramente—. Eres la viva imagen de tu padre en su juventud. Shinjuro era igual de alto, igual de imponente. Pero veo que tenéis espíritus completamente distintos.
Kyojuro no respondió inmediatamente, pero pude ver cómo sus hombros se tensaron imperceptiblemente ante la mención de su padre.
—Los espíritus se forjan con las decisiones que tomamos —respondió finalmente—, no con las expectativas que otros tienen de nosotros.
Una sombra apenas perceptible tocó el rostro de mi padre, tan breve que podría haber sido mi imaginación.
—¿Qué os trae por aquí? —preguntó, regresando a esa formalidad protocolar que siempre había usado para mantener distancia emocional.
—Estábamos en una misión en Gion —expliqué, encontrando mi voz otra vez—. Seguimos el rastro de un demonio hasta las cercanías. El rastro se perdió cerca del río.
—Pedimos formalmente permiso para pasar la noche aquí —añadió Kyojuro con cortesía impecable—. Continuaremos la búsqueda mañana por la mañana.
Mi padre nos observó a ambos durante un largo momento, como si estuviera evaluando múltiples factores que no podía ver.
—Podéis quedaros esta noche —dijo finalmente—. Pero debéis marchar temprano por la mañana. Haré que preparen dos habitaciones separadas y que os sirvan la cena. No esperes festividades familiares, Sakura.
La forma en que pronunció las últimas palabras hizo absolutamente claro que no había perdón en su corazón, que esta hospitalidad era puramente protocolar. Suprimí el impulso de apretar los puños.
—Gracias por su amabilidad —respondió Kyojuro con una inclinación respetuosa.
—Ichiro te llevará a tu habitación. Sakura, tú puedes ocupar tu antiguo cuarto —continuó mi padre, ya dirigiéndose de vuelta hacia su mesa como si hubiéramos dejado de existir—. La cena será servida al atardecer en el comedor principal.
Era una despedida clara. Nos dirigimos hacia la puerta, pero justo antes de salir, me giré una vez más.
—Padre —dije, y él se detuvo sin volverse hacia mí—. Soy exactamente lo que Kenji habría querido que fuera.
Sus hombros se endurecieron visiblemente, pero no respondió.
***
La cena fue servida en el comedor principal, una habitación formal que había visto pocas comidas familiares cálidas durante mi infancia. La mesa baja estaba puesta para dos, con platos de porcelana delicada y palillos de marfil tallado. Mi padre no se unió a nosotros, lo cual no me sorprendió pero sí me dolió más de lo que había esperado.
Kyojuro y yo comimos en un silencio que gradualmente se volvió más comfortable. La comida era exquisita: sashimi fresco, tempura ligera y crujiente, arroz perfectamente preparado, y sopa de miso que sabía exactamente como recordaba de mi infancia.
Pero cada bocado me sabía a nostalgia mezclada con pérdida.
—¿Estás bien? —preguntó Kyojuro suavemente después de notar que apenas había tocado mi comida.
—Estar aquí trae muchos recuerdos —admití, dejando los palillos a un lado—. Buenos y malos.
—¿Te gustaría hablar de ello?
Consideré su oferta. Parte de mí quería cerrarse, mantener esos recuerdos privados como había hecho durante años. Pero había algo en la forma en que Kyojuro me miraba, con esa paciencia genuina y sin presión, que me hizo querer compartir.
—Cuéntame algo sobre tu infancia aquí —dijo con una sonrisa cálida—. Algo que te haga sonreír.
Pensé durante un momento, y entonces un recuerdo específico surgió, uno que me arrancó una sonrisa genuina por primera vez desde que habíamos llegado.
—Hay un cerezo en el jardín trasero —comencé—. Enorme, probablemente tendrá más de cien años. Cada primavera se llena de flores rosadas, más hermoso que cualquier cosa que haya visto.
Kyojuro se inclinó ligeramente hacia adelante, mostrando su interés.
—Kenji y yo teníamos prohibido terminantemente subir a ese árbol. Mi padre lo consideraba sagrado, parte del patrimonio familiar. Decía que las ramas eran demasiado delicadas, que podríamos dañarlo permanentemente.
—Pero vosotros lo haciais de todos modos —adivinó Kyojuro con una sonrisa creciente.
—Por supuesto —sonreí, sintiendo cómo parte de la tensión abandonaba mis hombros—. Kenji tenía trece años y yo diez. Él me ayudó a subir hasta la rama más alta que pudimos alcanzar. Estábamos allí arriba, riendo y tratando de agarrar los pétalos que caían, cuando escuchamos los pasos de mi padre acercándose.
—Oh no —murmuró Kyojuro, pero sus ojos brillaban con diversión.
—Kenji me susurró que nos quedáramos completamente inmóviles, como si fuéramos parte del árbol. Así que ahí estábamos, dos niños colgando de las ramas como frutas raras, tratando de no respirar mientras mi padre se acercaba para su paseo matutino habitual.
—¿Funcionó?
—No —mi sonrisa se hizo más ancha—. Mi padre se detuvo directamente debajo del árbol, cruzó los brazos, y dijo con esa voz completamente tranquila: 'Kenji, Sakura, tenéis exactamente diez segundos para bajar de ahí antes de que os convierta en fertilizante para plantas'.
Kyojuro soltó una carcajada genuina que llenó toda la habitación.
—¿Y qué pasó después?
—Kenji trató de bajar primero para ayudarme, pero su pie se resbaló y cayó directamente en el estanque koi que estaba debajo. Salió empapado y cubierto de algas, con un pez dorado literalmente colgando de su cabello —me sequé una lágrima de risa del rabillo del ojo—. Mi padre lo miró durante un largo momento, completamente imperturbable, y luego simplemente dijo: 'Espero que al menos hayas aprendido una lección sobre la gravedad, Kenji'.
—¿Os castigaron severamente?
—Tuvimos que limpiar todos los estanques de la propiedad durante un mes —respondí—. Pero valió la pena. Kenji me dijo después que nunca se había divertido tanto siendo castigado.
El recuerdo trajo una mezcla de alegría y melancolía. Poder compartirlo con alguien que realmente escuchaba, que se reía en los momentos apropiados y entendía la importancia de esos pequeños actos de rebeldía fraternal, se sentía como un regalo.
—Tu hermano suena como si hubiera sido un gran compañero de travesuras —dijo Kyojuro con suavidad.
—El mejor —concordé—. Siempre estaba dispuesto a meterse en problemas conmigo. Decía que los recuerdos divertidos valían cualquier castigo.
Terminamos la cena compartiendo anécdotas de la infancia, unas mías, otras suyas. Kyojuro me habló de su hermano pequeño, y en cada palabra se notaba el cariño ardiente con el que lo recordaba. Comprendí, sin necesidad de explicaciones, que lo amaba con todo su corazón. Tenía un don extraño: conseguía arrancarme recuerdos cálidos que yo misma había enterrado bajo capas de dolor y pérdida, como si su risa y su fuego me obligaran a mirar hacia atrás sin miedo.
Cuando finalmente terminamos de cenar ya era tarde, y ambos nos dirigimos hacia el pasillo donde estaban nuestras habitaciones. Kyojuro ocuparía el cuarto de invitados, y yo mi antigua habitación.
—Gracias —le dije cuando nos detuvimos frente a su puerta—. Por defenderme ante mi padre. Por escuchar mis historias. Por... por estar aquí.
—No tienes nada que agradecerme —respondió, y esa sinceridad característica suya hizo que mi corazón se sintiera extrañamente ligero—. Soy yo quien debe agradecerte por compartir esos recuerdos. Es un honor conocer a la niña que se convirtió en la guerrera extraordinaria que admiro.
Sus palabras me llenaron de una calidez que no tenía nada que ver con la temperatura de la habitación.
—Buenas noches, Sakura —dijo suavemente, inclinando ligeramente la cabeza—. Que descanses.
—Buenas noches, Kyojuro.
Lo vi desaparecer en su habitación antes de dirigirme hacia la mía.
***
Mi antigua habitación me recibió con el silencio de una tumba.
Al deslizar la puerta corredera, el aroma familiar me golpeó como una ola: madera de cedro, el perfume desvanecido de flores secas que había guardado en pequeños saquitos de seda, y algo más sutil que no podía identificar pero que pertenecía únicamente a este espacio. Era el olor de mi infancia, de la joven que había sido antes de que todo se fracturara.
La habitación permanecía exactamente igual. El futón doblado con precisión en la esquina, el pequeño escritorio donde había practicado caligrafía durante horas interminables, el biombo pintado con grullas que dividía el espacio, incluso el espejo de mano con marco de nácar que había pertenecido a mi madre. Todo en su lugar, como si esperara mi regreso.
Como si el tiempo se hubiera detenido el día que me marché.
Me quedé inmóvil en el umbral, sintiendo una extraña desconexión. Era como observar la habitación de una extraña que había compartido mi rostro. Esta había sido la habitación de Sakura Saitō, la hija obediente. La niña que practicaba ikebana los domingos y recitaba poemas clásicos para impresionar a las visitas. La que soñaba con pintar, y montar a caballo, y era demasiado tímida para responder por sí misma.
Esa niña había muerto en el templo Tenrin. Lo que quedaba de ella había sido enterrado definitivamente en aquel claro maldito junto a Kenji.
Cerré la puerta tras de mí y me dirigí hacia el centro de la habitación. Mis pasos sonaron diferentes sobre el tatami, más pesados, más decididos. Incluso mi forma de moverme había cambiado.
Extendí el futón y me senté sobre él, mirando alrededor con ojos que ya no reconocían este espacio como hogar. Esperaba que la nostalgia me abrumara, que los recuerdos dolorosos me asaltaran como lobos hambrientos. Me había preparado para una noche de insomnio, acosada por fantasmas del pasado.
Pero lo que realmente me inquietaba no tenía nada que ver con el pasado.
Era la consciencia constante de que Kyojuro dormía en la habitación de al lado.
Podía escuchar sus movimientos suaves a través de la delgada pared de madera: el crujir del tatami bajo sus pies, el susurro de tela cuando se quitaba el haori, el sonido casi imperceptible de su respiración calmándose hacia el ritmo del sueño.
Y por primera vez desde que lo conocía, me permití pensar en él no como compañero de misión o camarada de armas, sino como hombre.
La realización me golpeó con una fuerza que me dejó sin aliento.
Kyojuro era... hermoso. No solo atractivo de la manera obvia en que cualquier mujer podría notarlo, sino hermoso de una forma que hacía que algo profundo en mi pecho se despertara y se estirara como un gato al sol. Sus ojos dorados que brillaban con esa pasión ardiente por la vida. La forma en que su cabello llameante se movía cuando luchaba. La anchura de sus hombros, la fuerza contenida en cada uno de sus movimientos.
La memoria de esa noche surgió sin permiso: cuando me había agarrado suavemente de la nuca después del enfrentamiento contra la Luna Menor, limpiándome la sangre de la nariz con una ternura que me había desarmado completamente. Sus dedos habían sido tan cálidos contra mi piel, tan cuidadosos, como si yo fuera algo precioso que podía romperse.
Mi respiración se aceleró involuntariamente al recordar la sensación de su contacto.
Y entonces el miedo me golpeó como un puño en el estómago.
No. No podía sentir esto. No tenía derecho.
Me puse en pie bruscamente, caminando hasta la ventana como si el movimiento pudiera alejar estos pensamientos peligrosos. Pero la imagen de Kyojuro permanecía grabada detrás de mis párpados: su sonrisa cálida, la forma en que me había defendido ante mi padre, cómo siempre parecía irradiar luz incluso en los momentos más oscuros.
¿Cómo podía atreverme a sentir deseo por alguien tan puro?
Yo estaba manchada. Corrompida desde el núcleo. Las manos de Muzan me habían tocado, me habían marcado de formas que nunca podrían borrarse. Su boca había estado sobre la mía, su cuerpo había estado dentro del mío. Había sido suya de la manera más íntima posible, había sido cómplice de mi propia degradación.
¿Qué derecho tenía de mirar a Kyojuro con ojos que habían visto la cara del rey de los demonios mientras me poseía? ¿Qué derecho tenía de desear las manos que protegían inocentes cuando las mías habían acariciado a un monstruo?
Me abracé a mí misma, sintiendo cómo la familiar espiral de autodesprecio comenzaba a girar en mi mente. Era como una herida que nunca sanaba completamente, siempre lista para abrirse de nuevo ante el menor roce.
Kyojuro merecía a alguien limpia. Alguien que pudiera entregarse a él sin traer consigo el peso de secretos oscuros y decisiones imperdonables. Alguien que no despertara en mitad de la noche con pesadillas sobre ojos rojos como sangre y sonrisas llenas de colmillos.
Alguien que no fuera yo.
Pero incluso mientras me castigaba mentalmente, una parte rebelde de mi corazón susurró una verdad que me aterraba reconocer: no importaba cuánto me dijera que no lo merecía, no importaba cuántas razones lógicas encontrara para mantener distancia.
Los sentimientos estaban allí, creciendo como flores silvestres en tierra quemada.
Y por primera vez en años, una parte de mí quería ser egoísta. Quería olvidar el pasado, ignorar las voces que me decían que no era digna, y simplemente... sentir. Permitirme la posibilidad de algo hermoso en medio de tanta oscuridad.
Me senté de nuevo en el futón, apretando mis manos contra el pecho como si pudiera contener físicamente estos sentimientos contradictorios.
En la habitación de al lado, escuché cómo la respiración de Kyojuro se volvía más profunda y regular. Se había dormido, probablemente sin la menor idea de la tormenta que había desatado en mis pensamientos simplemente por existir.
Cerré los ojos y traté de encontrar paz en la oscuridad. Pero incluso en el silencio, podía sentir su presencia como una llama cálida apenas separada de mí por unos centímetros de madera y papel de arroz.
Y esa proximidad era a la vez la tortura más dulce y el consuelo más peligroso que había conocido jamás.
Me desperté con la sensación de haber perdido algo importante.
La luz que se filtraba a través del papel de arroz de las ventanas era demasiado brillante, demasiado avanzada. El sol ya había superado el horizonte y se alzaba decidido hacia el mediodía. Por los dioses, ¿qué hora era?
Me incorporé bruscamente, sintiendo cómo la culpa me atravesaba como una lanza. Mi padre había sido muy claro: debíamos marcharnos temprano por la mañana. Y aquí estaba yo, durmiendo hasta tarde como una adolescente perezosa en lugar de comportarme como la Hashira profesional que se suponía que era.
Patética, me regañé mentalmente. Kyojuro probablemente lleva horas despierto, esperando cortésmente mientras tú te permites el lujo de sueños inquietos.
Y vaya que habían sido inquietos. Fragmentos borrosos de pesadillas se aferraban a los bordes de mi consciencia como telarañas: ojos rojos observándome desde las sombras, la risa de Muzan mezclándose con el llanto de Kenji, y por encima de todo, imágenes confusas de llamas doradas y manos cálidas que se desvanecían justo cuando trataba de alcanzarlas.
Me puse en pie con movimientos rápidos y eficientes, comenzando mi rutina matutina con la precisión automática que había desarrollado durante años de misiones y entrenamiento. Pero mientras doblaba el futón y organizaba mis pertenencias, mis ojos se detuvieron en el pequeño espejo de mano que descansaba sobre el escritorio.
El espejo de mi madre.
Lo tomé con dedos temblorosos, sintiendo el peso familiar del nácar pulido en mi palma. La superficie plateada me devolvió mi propio reflejo: cabello despeinado por el sueño, ojos que aún mostraban rastros de los sueños intranquilos, la cicatriz en forma de media luna apenas visible en mi mejilla izquierda que había ganado durante mi primer año como Cazadora.
¿Cómo habría sido mi vida si ella hubiera vivido?
La pregunta surgió sin invitación, como siempre hacía cuando sostenía este espejo. Mi madre había muerto cuando yo tenía apenas tres años, demasiado pequeña para formar recuerdos coherentes de ella. Todo lo que sabía venía de fragmentos: el aroma de jazmín que Kenji decía que ella usaba, la forma en que hacía reír a mi padre según lchiro, los kimonos de seda que aún colgaban intactos en el armario de la habitación principal.
¿Habría sido diferente el trato de mi padre hacia mí si ella hubiera estado allí para suavizar sus expectativas? ¿Habría tenido alguien que me enseñara sobre la feminidad de maneras que no sintieran como cadenas? ¿Habría crecido sabiendo que era amada incondicionalmente, en lugar de constantemente tratando de ganar aprobación que nunca llegaba?
Tracé con el dedo el marco de nácar, preguntándome si debería llevármelo. Era lo único tangible que me conectaba con la madre que nunca conocí realmente. Pero la idea de enfurecer más a mi padre, de ser acusada de robar reliquias familiares, me detuvo.
Coloqué el espejo de vuelta en su lugar con cuidado reverencial y continué vistiendome.
Estaba terminando de ajustar las correas de mi arco cuando escuché pasos suaves acercándose por el pasillo, seguidos de un golpeteo gentil en mi puerta.
—¿Sakura? —La voz de Kyojuro sonaba completamente despierta y alerta, sin rastro de impaciencia a pesar de mi tardanza—. Buenos días. ¿Estás lista para partir?
—Buenos días —respondí, sintiendo cómo el calor me subía por el cuello—. Me falta muy poco. Si quieres puedes... puedes esperarme dentro si lo deseas.
Hubo una pausa breve antes de que la puerta se deslizara suavemente.
—Gracias —dijo, entrando con esa naturalidad que parecía caracterizar todos sus movimientos.
Kyojuro se movió por mi antigua habitación con curiosidad evidente pero respetuosa, sus ojos dorados tomando nota de cada detalle: el biombo pintado con grullas, el escritorio donde aún descansaba mi set de caligrafía infantil, las flores secas que colgaban del techo en pequeños manojos.
—Es exactamente como imaginé que sería tu habitación de niña —comentó con una sonrisa suave—. Ordenada pero con toques de belleza sutil.
Escondí una sonrisa mientras me giraba hacia mi arco, realizando la inspección matutina: pasar los dedos a lo largo de la madera pulida, comprobar que no hubiera grietas, y especialmente, probar la tensión de la cuerda.
Esta rutina diaria era sagrada para mí. Un arco mal mantenido significaba flechas erradas, y flechas erradas significaban demonios que escapaban para matar otra noche. Deslicé mis dedos por la cuerda de cáñamo reforzado, aplicando presión gradual para asegurarme de que mantuviera la tensión apropiada sin mostrar signos de desgaste.
Cuando terminé la inspección y me giré para colocar el arco en su posición en mi espalda, descubrí que Kyojuro me estaba observando con una intensidad que me robó el aliento.
No era curiosidad casual lo que veía en sus ojos dorados. Era algo mucho más profundo, más cargado. Una sombra intensa que hacía que mis mejillas se encendieran y mi pulso se acelerara involuntariamente. La forma en que me miraba me hacía sentir como si fuera la única cosa importante en todo el universo.
Nuestros ojos se encontraron y se mantuvieron unidos, creando un momento de tensión eléctrica que parecía cargar el aire entre nosotros. Podía escuchar mi propio corazón latiendo en mis oídos, podía sentir cada centímetro de distancia que nos separaba como algo físicamente tangible.
El silencio se extendió hasta volverse casi insoportable.
Kyojuro carraspeó suavemente, rompiendo el hechizo, y su voz sonó ligeramente más ronca cuando habló.
—El encordado se ve nuevo —dijo, y pude detectar el esfuerzo que hizo para que su tono sonara casual—. ¿Lo has reforzado recientemente?
—Sí —logré responder, agradecida de tener un tema técnico en el cual enfocarme—. Es mmm..cáñamo triple trenzado. Proporciona mayor durabilidad sin sacrificar elasticidad, y la tensión se mantiene más consistente en condiciones húmedas.
Asintió con aparente interés, pero pude ver cómo sus ojos se deslizaron brevemente hacia mis labios mientras hablaba antes de regresar rápidamente a mi cara.
—Sakura... —comenzó, y había algo en la forma en que pronunció mi nombre que hizo que cada nervio de mi cuerpo se pusiera en alerta.
Pero en ese preciso momento, la puerta se abrió de golpe sin ceremonia alguna.
—¡Sakura-chan, querida! —La voz estridente de tía Yoshiko llenó la habitación como uñas rasgando seda—. ¡Acabo de volver de la ciudad y no podía creer cuando Ichiro me dijo que estabas aquí!
Mi tía irrumpió en la habitación con esa energía invasiva que recordaba demasiado bien, vestida con un kimono elaboradamente bordado que gritaba su necesidad de impresionar. Su sonrisa era demasiado amplia, demasiado brillante, completamente artificial.
—¡Qué sorpresa tan maravillosa! —continuó, pero sus ojos ya se habían desplazado hacia Kyojuro con el interés calculado de un halcón divisando una presa—. ¿Y quién es este joven tan apuesto?
—Tía Yoshiko —dije con la voz más neutral que pude—, este es Kyojuro Rengoku. Kyojuro, mi tía.
Los ojos de Yoshiko prácticamente brillaron con avaricia social.
—¡Rengoku-dono! —exclamó, inclinándose en una reverencia tan exagerada que rozaba lo ridículo—. ¡Qué honor tan inesperado! La familia Rengoku es tan noble y poderosa. Su linaje se remonta a siglos de servicio distinguido.
—Es muy amable de su parte —respondió Kyojuro con cortesía perfecta, pero pude detectar la rigidez que había aparecido en su postura.
—No todo se mide en apellidos, tía —solté antes de poder contenerme.
La sonrisa de Yoshiko se tensó apenas un instante antes de volverse aún más afilada, la misma que yo conocía demasiado bien. Supongo que aún no me perdonaba haber abandonado la casa familiar —ni a mi padre por haberme echado—, frustrando así sus planes de asegurarme un “buen partido”.
—Oh, cariño. Claro que no —replicó con dulzura envenenada—. Pero debo decir que no es apropiado que una señorita reciba a caballeros en su habitación privada. La reputación, querida sobrina, es lo único que una mujer posee en verdad.
Sentí cómo la rabia me subía por la garganta.
—No tiene usted nada de qué preocuparse —intervino Kyojuro antes de que pudiera responder, y su voz tenía un filo cortés pero definitivo—. Lo único verdaderamente impropio es juzgar situaciones sin conocer todos los hechos.
Yoshiko parpadeó, claramente no acostumbrada a ser corregida tan directamente. Un rubor indignado se extendió por sus mejillas.
—Bueno, yo... —balbuceó, luego me miró con ojos que destilaban veneno—. Supongo que no debería sorprenderme. Desde que te metiste en esa profesión tan... masculina, has perdido toda tu gracia. Realmente luces mucho peor que antes, querida.
Sus palabras fueron diseñadas para herirme, y lo conseguían con precisión quirúrgica. Pero antes de que pudiera formular una respuesta, Yoshiko ya se dirigía hacia la puerta.
—Debo irme, tengo tantas cosas que hacer —anunció con falsa prisa—. Pero qué alegría verte de nuevo, Sakura-chan.
Y con eso, desapareció tan abruptamente como había llegado, dejando tras de sí solo el aroma empalagoso de su perfume caro y el eco de sus palabras crueles.
El silencio que siguió su partida se sintió cargado de tensión y vergüenza. Cerré los ojos, sintiendo cómo la humillación me calentaba las mejillas.
—Lo siento mucho —murmuré—. Mi familia es... horrible. No debería haberte sometido a eso.
—Sakura.
La forma en que Kyojuro pronunció mi nombre me hizo alzar la vista. Sus ojos dorados me miraban con una intensidad gentil que me quitó el aliento.
—No hay que cargar con lo que otros eligen ser. Y no te creas ni una sola palabra de lo que te ha dicho —declaró con una firmeza absoluta—. Eres hermosa. No solo como guerrera, aunque eres extraordinaria en eso, sino como mujer. Como persona. Tu fuerza no te quita feminidad; la realza de maneras que ella nunca podría comprender.
Sus palabras me golpearon como un rayo cálido, derritiendo algo helado que había llevado dentro del pecho durante años. La sinceridad en su voz, la forma en que me miraba como si realmente creyera cada palabra...
—Yo... —comencé, pero no pude encontrar palabras adecuadas.
Para salvarme de tener que responder, cambié de tema abruptamente.
—¿Tienes hambre? —pregunté, concentrándome intensamente en ajustar las correas de mi equipaje—. Podemos comer algo antes de continuar con la búsqueda del demonio.
Kyojuro me estudió por un momento, como si pudiera ver a través de mi táctica de evasión, pero no me presionó.
—Podemos encontrar una buena posada por el camino —sugirió con gentileza—. Un almuerzo caliente nos dará energía para el día que tenemos por delante.
Su sugerencia sonó como exactamente lo que necesitaba: una excusa perfecta para alejarnos de esta casa y de los recuerdos y juicios que contenía.
—Perfecto —dije, sintiendo cómo parte de la tensión abandonaba mis hombros—. Vamos entonces.
Recogimos nuestras pertenencias y nos dirigimos hacia la puerta. Mientras caminábamos por los pasillos hacia la salida, traté de no pensar en cuándo o si volvería a ver este lugar otra vez.
Cuando finalmente cruzamos el umbral de la casa hacia el jardín, me sorprendí al ver a mi padre de pie junto al gran cerezo del cual le había hablado a Kyojuro la noche anterior. Estaba inmóvil, con las manos cruzadas detrás de la espalda, contemplando las ramas que se extendían hacia el cielo como brazos suplicantes.
Asumí que no diría nada, que nos dejaría marchar en el mismo silencio frío con el que nos había recibido. Era su patrón habitual: evitar cualquier muestra de emoción que pudiera interpretarse como debilidad o afecto.
Pero mientras pasábamos junto a él, su voz se alzó apenas por encima de un susurro:
—Ten cuidado ahí fuera, hija.
Las palabras me detuvieron en seco. Mi corazón saltó en mi pecho, y me giré para mirarlo, pero él ya se estaba alejando con pasos medidos hacia la casa, sin darme tiempo de procesar completamente lo que había escuchado, mucho menos de responder.
Hija. No había frialdad en la palabra. No había juicio ni distancia. Solo... preocupación. Preocupación paternal simple y pura que no había escuchado en años.
Me quedé mirando su figura que se alejaba hasta que desapareció tras las puertas correderas, sintiendo como si acabara de recibir el regalo más inesperado del mundo.
Kyojuro se acercó silenciosamente a mi lado, sin presionarme para que me moviera o hablara, simplemente ofreciendo su presencia sólida mientras procesaba este momento que cambiaría todo.
Quizás mi padre no me había perdonado completamente. Quizás nunca lo haría. Pero por primera vez en años, había una grieta en ese muro de hielo que había construido entre nosotros.
Y eso, por ahora, era suficiente.
—Vamos —dije finalmente, mi voz más suave de lo que había sido en días—. Tenemos un demonio que matar.
Mientras nos alejábamos por el sendero que llevaba de vuelta al mundo exterior, llevé conmigo no solo mis armas y mi determinación, sino también algo que había creído perdido para siempre: la posibilidad de que las heridas familiares, incluso las más profundas, pudieran comenzar a sanar.
El aire era fresco y cortante, típico del otoño tardío, y nuestro aliento formaba pequeñas nubes de vapor mientras caminábamos.
Llegamos al punto donde habíamos perdido el rastro la noche anterior. La orilla del río se extendía ante nosotros, cubierta de guijarros pulidos y plantas acuáticas que se mecían con la corriente. El agua fluía con un murmullo constante que habría sido tranquilizador en otras circunstancias.
—Si usó el río para ocultarse —razoné, arrodillándome junto a la orilla y estudiando la dirección de la corriente—, lo más lógico sería que hubiera nadado río arriba. La corriente habría llevado su olor hacia abajo, pero él necesitaría llegar a algún refugio seguro.
—Brillante deducción —concordó Kyojuro, y el orgullo genuino en su voz me hizo sentir una calidez extraña en el pecho—. Sigamos el río hacia el norte. Los demonios prefieren cuevas y lugares subterráneos para refugiarse durante el día.
Comenzamos a caminar río arriba, manteniendo los ojos atentos a cualquier señal: ramas rotas, marcas en el barro, piedras desplazadas. Cualquier indicio de que algo hubiera salido del agua en algún punto específico. El terreno se volvía gradualmente más accidentado mientras nos alejábamos de la zona poblada, con colinas rocosas que se alzaban a ambos lados del cauce.
El sol avanzaba lentamente por el cielo, creando sombras cambiantes que jugaban con nuestra percepción. Pasamos junto a varios afluentes menores, pero ninguno mostraba señales de perturbación reciente.
Fue casi tres horas después cuando Kyojuro se detuvo abruptamente.
—Aquí —dijo, señalando hacia una sección de la orilla donde las piedras parecían haber sido removidas recientemente—. Mira el patrón de las rocas. Algo pesado salió del agua en este punto.
Me acerqué para examinar el área. Tenía razón: había una depresión sutil en el barro endurecido, como si algo hubiera arrastrado peso considerable desde el agua hacia la orilla. Gotas de agua formaban un rastro irregular que se dirigía hacia un grupo de árboles densos.
—El rastro continúa tierra adentro —observé, sintiendo cómo mis instintos de Cazadora se agudizaban—. Hacia esas colinas.
Seguimos las huellas casi invisibles a través del bosque espeso. Ramas quebradas aquí y allá, hojas aplastadas que aún no habían tenido tiempo de secarse completamente, la ocasional gota de algo que podría haber sido agua... o algo más siniestro.
El terreno se elevaba constantemente, volviéndose más pedregoso y difícil de navegar. Los árboles se espaciaban gradualmente, reemplazados por formaciones rocosas que creaban sombras profundas incluso bajo el sol de la tarde.
Cuando el sol comenzó a descender hacia el horizonte, tiñendo el cielo de naranjas y rojos que presagiaban el anochecer, finalmente la encontramos.
La entrada a la cueva se abría como una boca hambrienta en la ladera de una colina rocosa. Era más grande de lo que había esperado, lo suficientemente ancha para que tres personas pudieran caminar lado a lado. Pilares naturales de piedra caliza flanqueaban la abertura como dientes irregulares, y una humedad extraña emanaba del interior, trayendo consigo un olor que me hizo estremecer: dulce y putrefacto a la vez, como flores marchitas mezcladas con carne en descomposición.
—Definitivamente hay actividad demoniaca aquí —murmuró Kyojuro, su mano moviéndose instintivamente hacia la empuñadura de su katana—. Puedo sentirla en el aire.
Yo asentí, sintiendo cómo cada uno de mis sentidos se agudizaba. La tensión familiar del combate inminente comenzó a extenderse por mis músculos.
—¿Entramos ahora o esperamos a que oscurezca completamente? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
—Los demonios son más fuertes de noche, pero también más activos —respondió—. Si esperamos, podría escapar o, peor aún, salir a cazar más víctimas. Mejor enfrentarlo ahora, cuando aún está debilitado por la luz del día.
Kyojuro desenvainó su katana con un sonido metálico que resonó contra las paredes rocosas, mientras yo preparé una flecha y tensé parcialmente mi arco. La familiaridad de estos gestos me tranquilizó, centrando mi mente en el presente.
—Mantente cerca —murmuró Kyojuro mientras nos acercábamos a la entrada—. El demonio volverá a usar ilusiones para desorientarnos..
Tan pronto como cruzamos el umbral de la cueva, la realidad se distorsionó a nuestro alrededor como agua removida. Una niebla espesa y antinatural comenzó a filtrarse desde las profundidades, irradiando un frío que no tenía nada que ver con la temperatura. Era un frío que penetraba hasta los huesos, que susurraba de muerte y pérdida.
—Sabe que estamos aquí —advertí, aunque mi voz sonó extrañamente amortiguada en el aire espeso.
—Lo sé —respondió Kyojuro, pero su voz parecía venir de muy lejos aunque estuviera justo a mi lado—. Mantén tu mente enfocada en lo que es real. Tu respiración. El peso de tu arco. El contacto de tus pies con el suelo.
Pero la niebla tenía vida propia, y trajo consigo visiones que conocía demasiado bien.
Las paredes de la cueva comenzaron a cambiar, transformándose en los pasillos familiares del templo Tenrin. El aroma putrefacto se convirtió en incienso dulce, y el sonido de nuestros pasos se transformó en el eco hueco de pies descalzos sobre madera pulida.
Y entonces lo vi.
Kenji estaba de pie al final del pasillo que se había materializado ante nosotros. No el Kenji de mis recuerdos cálidos, sonriente y protector. Este Kenji tenía los ojos fríos, llenos de una decepción que me atravesó como una lanza helada. Su haori estrellado estaba manchado de sangre que no se había secado nunca, y su katana colgaba de su mano como una acusación silenciosa.
—¿Hasta cuándo vas a fingir que mi muerte no es culpa tuya? —preguntó, y su voz resonó en mi alma como un eco de mis propias pesadillas.
Me detuve en seco, sintiendo cómo el aire se espesaba en mis pulmones. Sabía que era una ilusión, una proyección cruel del demonio diseñada para desestabilizarme. Pero ver a mi hermano con esa expresión de amargura y reproche era como recibir puñaladas directas al corazón.
—No puedes seguir huyendo de la verdad, Sakura —continuó la aparición, acercándose con pasos que no producían sonido—. Estoy muerto por tu culpa. Me llevaste directamente hacia él. Y cuando tuve que elegir entre salvarte y salvarme... elegí morir por una hermana que no lo merecía.
Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas sin que pudiera detenerlas. Cada palabra era como sal en heridas que nunca habían sanado completamente.
—Si no hubieras sido tan débil, tan necesitada de atención —continuó la ilusión de Kenji, su rostro contorsionándose con disgusto—, si no te hubieras entregado tan fácilmente a ese monstruo, yo estaría vivo. Sería el Hashira que nuestro padre necesitaba. En lugar de eso, estoy muerto, y tú llevas mi katana como si tuvieras derecho a ella.
De mi garganta salió un sonido estrangulado.
Pero entonces, a través del dolor y la culpa que amenazaba con ahogarme, escuché otra voz. La voz real de Kyojuro, no distorsionada por las ilusiones.
—¡Sakura! ¡No es real! ¡Mantén tu mente enfocada en mi voz!
Sus palabras atravesaron la niebla como una flecha de luz. Respiré profundamente, obligándome a recordar las técnicas de meditación que había aprendido durante mi entrenamiento.
Mi hermano nunca habría dicho esas cosas. El Kenji real me había amado incondicionalmente. Me había alentado a ser fuerte, me había regalado el arco que ahora llevaba, me había visitado en el templo para asegurararse de que estuviera bien. Su último acto había sido de amor, no de sacrificio resentido.
La ilusión de Kenji se contorsionó, su rostro cambiando hasta volverse algo grotesco y demoniaco.
—Tú lo mataste —siseo con una voz que ya no sonaba humana—. Tú…
No mancharás el recuerdo mi hermano, ser patético, repetí una y otra vez.
La ilusión se desintegró como humo, llevándose consigo la falsa visión del templo. Las paredes rocosas de la cueva regresaron a la realidad, y pude ver a Kyojuro con el ceño fruncido, como si él también estuviera luchando contra sus propias visiones a unos metros de distancia.
Sin dudarlo, rocé su brazo con las puntas de los dedos.
—Kyojuro —susurré.
Su cabeza se giró hacia mí, y vi cómo la claridad regresaba gradualmente a sus ojos dorados. Asintió con la cabeza a modo de agradecimiento y se pegó más a mí, hasta que nuestros cuerpos casi se tocaron.
—Vamos —dije, sintiendo una determinación férrea asentándose en mi pecho—. Es hora de terminar con esto.
Continuamos avanzando por la cueva, ahora más alertas ante posibles ilusiones adicionales. El túnel se extendía más profundamente de lo que había esperado, serpenteando a través de la roca con una precisión que sugería intervención sobrenatural. Las paredes goteaban humedad demasiado oscura para ser agua, y ocasionalmente escuchábamos sonidos que podrían haber sido viento... o gemidos distantes.
Finalmente, después de lo que se sintió como una eternidad, llegamos a una cámara amplia en las profundidades de la colina.
Y allí estaba él.
Shokan, la Luna Menor, se encontraba en el centro de la caverna como un rey grotesco en su trono de huesos. Era exactamente como lo recordaba de nuestro primer encuentro: alto y demacrado, con piel que parecía pergamino estirado sobre huesos demasiado largos. Sus ojos completamente negros nos estudiaban con crueldad. Pero ahora pude ver las heridas que le habíamos infligido anteriormente: cortes profundos que sanaban lentamente, quemaduras de las llamas de Kyojuro que aún humeaban débilmente.
Estaba más débil de lo que había estado antes, pero seguía siendo terriblemente peligroso.
—Vaya, vaya —murmuró con esa voz que sonaba como vidrio molido—. Los pequeños cazadores han venido a terminar lo que empezaron.
—Tu reino de terror termina aquí —declaró Kyojuro, elevando su katana hasta que las llamas comenzaron a danzar a lo largo del filo—. No permitiremos que lastimes a más inocentes.
Shokan se rió, un sonido que hizo eco contra las paredes como el crujir de huesos secos.
—¿Inocentes? ¿Como la pequeña puta que tengo aquí a mi lado?
Mi sangre se heló cuando me di cuenta de lo que había en las sombras detrás de él. Formas humanas colgaban de las paredes como marionetas rotas. Algunas se movían débilmente. Otras habían dejado de moverse para siempre.
Y entre ellas, vi un kimono colorido medio desgarrado, propio de las cortesanas de Gion. Era Mariya, la amiga de Hinata.
—Aún está viva —murmuró Shokan, siguiendo mi mirada—. Le queda muy poco. He estado... saboreándola lentamente. Su desesperación tiene un sabor exquisito.
La rabia que sentí fue como una explosión de fuego líquido en mis venas.
—¡Respiración de las Estrellas, Primera Forma: Lluvia de Luz Estelar! —grité, disparando una secuencia rápida de flechas que brillaron con energía plateada mientras cortaban el aire.
Las flechas se clavaron en el torso del demonio, haciéndolo retroceder varios pasos. Pero se las arrancó con despreocupación, como si fueran simples espinas.
—¡Respiración del Fuego, Cuarta Forma: Remolino de Llamas Ardientes! —rugió Kyojuro, lanzándose hacia adelante con su katana trazando círculos de fuego puro.
La batalla se volvió caótica instantáneamente. Shokan era rápido a pesar de sus heridas, esquivando y contraatacando con tentáculos de sombra que brotaban de su cuerpo como serpientes venenosas. Yo me moví para flanquearlo, disparando flechas desde ángulos calculados mientras Kyojuro lo mantenía ocupado con una serie de ataques frontales devastadores.
—¡Respiración de las Estrellas, Tercera Forma: Constelación Cazadora! —canté, saltando hacia atrás mientras disparaba múltiples flechas que formaron un patrón geométrico en el aire antes de converger en el demonio desde direcciones impredecibles.
Varias encontraron su marca, y Shokan rugió de dolor y furia. Pero contraatacó enviando una onda de energía oscura que nos hizo retroceder a ambos.
—¡Respiración del Fuego, Novena Forma: Purgatorio! —gritó Kyojuro, y sus llamas se volvieron tan intensas que toda la caverna se iluminó como si fuera mediodía.
El ataque masivo golpeó a Shokan directamente, enviándolo tambaleándose hacia la pared rocosa. Aproveché la abertura.
—¡Respiración de las Estrellas, Quinta Forma: Supernova Final! —grité, canalizando toda mi energía en una sola flecha que brilló como una estrella moribunda.
La flecha atravesó el pecho del demonio, perforando algo vital en su interior. Shokan cayó de rodillas, jadeando y derramando sangre negra sobre el suelo de la cueva.
Kyojuro se acercó con su katana en alto, las llamas danzando a lo largo del filo como espíritus vengadores.
—¡Respiración del Fuego, Primera Forma: Forma de Fuego Desconocido! —rugió, y su katana descendió en un arco perfecto de luz ardiente.
La cabeza de Shokan se separó de sus hombros con un corte limpio, rodando por el suelo mientras su cuerpo comenzaba a desintegrarse.
Pero en sus últimos momentos, sus múltiples ojos se giraron hacia mí con una malicia que me heló hasta la médula. Una sonrisa terrible se extendió por sus labios mientras su cabeza se desvanecía lentamente.
—Mi señor... te manda saludos —susurró con los últimos vestigios de su voz.
El mundo se detuvo.
Mi corazón dejó de latir. Mi respiración se cortó completamente. La katana casi se me cayó de las manos temblorosas.
Muzan. Sabía dónde estaba. Sabía que estaba viva.
Y había enviado a este demonio con un mensaje.
Kyojuro se giró hacia mí, preocupado por mi repentina palidez.
—Sakura, ¿qué pasa? ¿Estás herida?
Pero yo no podía responder. No podía moverme. No podía pensar más allá del terror absoluto que se había apoderado de cada fibra de mi ser.
Sentí que él me estaba cazando. Que estaba jugando conmigo. Que solo era cuestión de tiempo antes de que…
Una mano grande y cálida se posó en mi hombro. Kyojuro se inclinó hacia mí; su rostro preocupado apareció en mi campo de visión y, al fijar la mirada en sus ojos dorados, logré aferrarme a algo real.
—Sakura. ¿Qué ocurre? —repitió, con voz firme.
Negué con la cabeza
—Estoy bien. Es solo que…
Las palabras se me atascaban en la garganta, pesadas como alquitrán. Tragué saliva y desvié la vista detrás de él, hacia el lugar donde Shokan nos había mostrado los cuerpos colgantes. Ya no estaban.
Mariya no estaba.
Solo había sido una ilusión. La pobre chica llevaba mucho tiempo muerta.
Kyojuro dio un paso atrás y siguió mi mirada. Comprendió sin necesidad de explicaciones: sus ojos se oscurecieron por un instante. Luego volvió a mirarme y, pese a la gravedad del momento, forzó una sonrisa para darme fuerzas.
—Vamos. Has hecho un buen trabajo. Ese demonio no volverá a matar a ningún inocente. Salgamos de aquí.
El sendero de regreso al complejo Ubuyashiki se extendía ante nosotros bajo la luz dorada del atardecer, pero mi corazón se sentía pesado a pesar del éxito de nuestra misión.
Habíamos logrado derrotar a una Luna Menor. Eso era un éxito, un golpe a las filas siempre crecientes de Muzan. Shokan había subestimado nuestra determinación después de nuestro primer encuentro, y ese error le había costado la existencia.
Pero llegamos demasiado tarde para Mariya.
No conocía a esa joven, nunca la había visto, y aún así, saber que había compartido risas y sueños con Hinata y ahora solo era otra estadística en nuestra guerra interminable, me carcomía por dentro.
—Has hecho un trabajo extraordinario, Sakura —dijo Kyojuro, rompiendo el silencio contemplativo en el que habíamos caminado durante los últimos kilómetros—. No deberías sentirte pesarosa por lo que no puedes controlar.
Levanté la vista hacia él, sorprendida por cómo había leído tan fácilmente mi estado de ánimo.
—Sé que tienes razón —respondí con un suspiro—. Es solo que... Hinata aún guardaba la esperanza de ver a su amiga Mariya regresar. Y yo le prometí que haríamos todo lo posible.
—Y lo hicimos —me recordó con gentileza—. Seguimos cada pista, luchamos con todo lo que teníamos, y finalmente eliminamos la amenaza. Que no pudiéramos salvar a una vida no disminuye el valor de todas las vidas que salvamos al detener a Shokan.
Sus palabras tenían lógica, pero el corazón no siempre escucha a la razón.
—Gracias —dije finalmente—. Por ser tan buen compañero durante esta misión. Me alegra mucho que el maestro Kagaya decidiera enviarnos juntos en lugar de asignarme a otro Hashira.
Kyojuro soltó una risa cálida que hizo que parte de la tristeza se desvaneciera de mi pecho.
—¿De verdad? —preguntó con curiosidad genuina—. ¿Por qué dices eso?
Consideré su pregunta mientras observaba cómo las sombras de los árboles se alargaban sobre el sendero.
—Bueno, creo que me habría gustado trabajar con Mitsuri —admití—. Es muy amable y tiene esa energía contagiosa que te hace sentir que todo saldrá bien. Y tal vez con Himejima-san, porque a pesar de su apariencia intimidante, es muy tranquilizador.
—¿Y los demás? —preguntó Kyojuro, claramente intrigado por mi evaluación de nuestros compañeros.
—Con los demás no habría sido lo mismo —dije con honestidad—. Shinazugawa y Iguro parecen... crueles. No malvados, pero sí duros de maneras que me incomodarían en una misión tan delicada como esta.
Kyojuro asintió pensativamente, sin juzgar mis observaciones.
—¿Y qué hay de Uzui y los otros?
—Uzui hizo un comentario muy desagradable sobre el ancho de mis caderas durante la reunión —confesé, sintiendo cómo el recuerdo me irritaba de nuevo—. Dijo algo sobre que mi uniforme era "poco ostentoso" y luego murmuró algo sobre proporciones que definitivamente no era apropiado.
Los ojos de Kyojuro se endurecieron visiblemente ante esto.
—Eso es inaceptable —dijo con voz firme, los ojos ardiendo con una seriedad poco habitual—. Hablaré con Tengen. Un Hashira debe dar ejemplo, no rebajarse con comentarios vulgares. Tu cuerpo no es asunto de nadie.
Su indignación en mi nombre me alcanzó más de lo que esperaba. Llevaba años acostumbrada a encogerme de hombros y seguir adelante cada vez que alguien reducía mi valor a un comentario. Que Kyojuro no lo pasara por alto, que se negara a normalizarlo, me hizo sentir vista de una forma nueva.
—Todos los Hashira son guerreros extraordinarios —dijo tras una breve pausa, con esa convicción ardiente que parecía impregnar cada palabra suya—. Es cierto que cada uno tiene personalidades muy diferentes. Pero todos poseen cualidades que los hacen invaluables, una vez que los conoces mejor.
Se detuvo un momento, como si estuviera eligiendo sus palabras cuidadosamente.
—Tengen, por ejemplo, puede ser ruidoso y hasta grosero en ocasiones, pero su lealtad es inquebrantable. Protegería a un inocente aunque le costara la vida. Shinobu puede parecer dulce en la superficie, pero tiene una mente estratégica brillante y un temple que pocos pueden igualar. Y Giyu...
—¿Tomioka? —pregunté, recordando al hombre de mirada azul que había desaparecido tan rápidamente de la reunión.
—Es reservado, sí, pero trabaja más duro que cualquiera de nosotros —dijo Kyojuro con respeto evidente—. He visto informes de sus misiones. No busca reconocimiento ni gloria, simplemente hace el trabajo que necesita hacerse, sin importar lo peligroso o ingrato que sea.
Su defensa de cada compañero me hizo sonreír a pesar de mi estado de ánimo melancólico. Era tan típico de Kyojuro ver lo mejor en todos.
—Tienes razón —admití—. Probablemente soy demasiado dura en mis juicios iniciales.
—No —me corrigió—. Tus instintos sobre las personas suelen ser muy precisos. Solo digo que a veces hay más capas de las que vemos en el primer encuentro.
Continuamos caminando en silencio companionable durante varios minutos. El aire se estaba enfriando con la proximidad del anochecer, y podía escuchar el sonido distante de agua corriendo, probablemente un arroyo que corría paralelo al sendero.
De repente, Kyojuro se detuvo abruptamente.
—Espera un momento —dijo, apartándose del sendero hacia un pequeño claro donde crecían flores silvestres.
Lo observé con curiosidad mientras se agachaba cuidadosamente y seleccionaba una flor particular: una con pétalos que gradualmente cambiaban de rosa suave en la base a púrpura profundo en las puntas, como si hubiera sido pintada por un artista con infinita paciencia.
Se incorporó y se dirigió hacia mí con la flor extendida.
—Para ti —dijo —. Aunque la misión haya sido dura y las pérdidas dolorosas, sigues encontrando belleza en medio de todo. Eso merece celebrarse.
Tomé la flor con dedos temblorosos, sorprendida por la delicadeza del gesto. Nadie me había regalado flores desde… esa única vez. Pero esto era diferente. El hombre frente a mí, cálido, caballeroso y lleno de vida, era todo lo contrario a él y a aquella flor roja como la sangre que me había dado.
Observé la pequeña flor entre mis manos, sintiendo cómo su simple belleza parecía iluminar un rincón de mi pecho que llevaba tiempo apagado.
—Es hermosa —murmuré, inhalando su fragancia delicada—. Gracias.
—Como tú —dijo con tanta naturalidad que casi no registré las palabras hasta después de que las hubo pronunciado.
Era la segunda vez que lo escuchaba de sus labios.
Nos miramos a los ojos durante un momento cargado de significado, y luego continuamos nuestro camino hacia casa, la flor cuidadosamente protegida en mi mano.
Más tarde, ya de regreso en el complejo, mientras llenábamos nuestros diarios de campo y redactábamos informes, mi mente volvía una y otra vez a él. A la flor que me había regalado. A su luz, a su pasión por todo lo que hacía, a la manera en que parecía llenar de calor incluso los rincones más sombríos. Y por primera vez en mucho tiempo, me sorprendí mirando al futuro con optimismo, feliz de haberlo conocido y de poder contar con alguien como él a mi lado.
Chapter 11: Lo que no se dice
Notes:
Cuando escribrí el arco entre Sakura y Kyojuro sentía una gran tristeza al hacerlo, porque Kyojuro es un personaje increíble, lleno de luz y calidez. Ha sido, y siempre será, una figura crucial para Sakura. Escribir eel desarrollo de su relación fue muy bonito, pero también me desgarró el corazón de alguna manera.
Si has llegado hasta aquí, te invito a disfrutar de la lectura.
🌸🔥
Chapter Text
Las semanas que siguieron a nuestro regreso del distrito de Gion trajeron algo completamente inesperado: tiempo libre.
El maestro Kagaya nos había recibido con esa sonrisa serena característica suya, escuchando nuestro informe detallado sobre la eliminación de Shokan con satisfacción evidente. Su felicitación había sido breve pero significativa, seguida de algo aún más sorprendente: unas "vacaciones bien merecidas" por nuestro éxito contra la Luna Menor.
Los guerreros necesitan tiempo para sanar no solo el cuerpo, sino también el espíritu, había dicho con esa sabiduría tranquila que hacía que sus palabras sonaran como verdades universales.
Y así, por primera vez en años, me encontré con días sin misiones urgentes, sin demonios que cazar, sin vidas que dependieran de mi velocidad con el arco. Al principio, la quietud me había puesto nerviosa. Pero gradualmente, Kyojuro y yo habíamos comenzado a llenar ese tiempo juntos.
Comenzó con entrenamientos ocasionales, luego comidas compartidas, paseos por los jardines del complejo, conversaciones que se extendían desde el amanecer hasta bien entrada la noche. Nuestra amistad se había profundizado de maneras que no había anticipado, volviéndose tan natural como respirar.
Y ahora, caminando hacia su pabellón con una canasta de comida que había comprado en el mercado local, me di cuenta de que estos momentos compartidos se habían convertido en la parte más esperada de mis días.
El pabellón del Hashira de la Llama se alzaba ante mí con su arquitectura distintiva, decorado con motivos de fuego tallados en las vigas y tejado curvado que parecía ondular como llamas congeladas en madera. Pero fue el sonido proveniente del dojo privado lo que captó mi atención: el silbido característico de una katana cortando el aire en patrones precisos.
Rodeé el edificio principal hasta llegar al área de entrenamiento al aire libre, y lo que vi me detuvo en seco.
Kyojuro se movía a través de una serie de formas de combate con una fluidez que era pura poesía en movimiento. Pero no era solo la gracia de sus técnicas lo que me robó el aliento: era el hecho de que estaba sin camiseta.
La luz del sol de mediodía se derramaba sobre su torso desnudo, iluminando cada línea de músculo definido, cada cicatriz que contaba la historia de batallas pasadas. Su piel brillaba con una capa fina de sudor que hacía que cada movimiento pareciera pintado en oro líquido. Los músculos de su espalda se flexionaban y contraían con cada técnica, y pude ver cómo su respiración controlada hacía que su pecho se expandiera y contrajera en un ritmo hipnótico.
Algo profundo y primitivo se despertó en mi vientre, una calidez que se extendió por mis extremidades como miel tibia. Mi boca se secó, y sentí cómo mi pulso se aceleraba de manera que no tenía nada que ver con el ejercicio.
Dioses, pensé, es hermoso.
Como si hubiera sentido mi presencia, Kyojuro detuvo su rutina de entrenamiento y se giró hacia mí. Su sonrisa característica se extendió por su rostro sudoroso, completamente sin conciencia del efecto devastador que su apariencia estaba teniendo en mi compostura.
—¡Sakura! —exclamó con entusiasmo genuino—. Llegaste justo a tiempo. ¿Te gustaría unirte a mí?
Levanté la canasta de comida con manos que esperé no estuvieran temblando visiblemente.
—Traje almuerzo —logré decir—. Tal vez deberíamos comer primero antes de que se enfríe.
—La comida puede esperar un poco más —dijo, acercándose hacia mí con esa energía contagiosa que lo caracterizaba—. He estado trabajando en algunas técnicas nuevas y me encantaría tener a alguien con quien practicar. Vamos, será divertido.
—Pero la comida...
—Estará bien —insistió, y había algo en su tono que sugería que no aceptaría un no por respuesta—. Además, siempre es mejor entrenar con el estómago un vacío.
Antes de que pudiera protestar más, ya había tomado mi katana de donde los había dejado junto a la canasta y me la estaba ofreciendo con esa sonrisa expectante.
No hay escape, pensé con resignación mezclada con una excitación que no quería examinar demasiado de cerca.
—De acuerdo —cedí.
Lo que siguió fue la sesión de entrenamiento más intensamente consciente de mi vida.
Kyojuro se movía a mi alrededor como fuego líquido, su piel dorada captando la luz con cada técnica. Cuando demostraba un movimiento particular, se posicionaba tan cerca que podía sentir el calor irradiando de su cuerpo, podía oler esa mezcla embriagadora de sudor limpio y algo que era únicamente suyo.
—Observa la posición de mis hombros en esta forma —dijo, ejecutando un corte diagonal que requería una torsión completa del torso.
Traté de concentrarme en la técnica, realmente lo intenté. Pero mis ojos se deslizaban inevitablemente hacia la forma en que los músculos de su abdomen se contraían con el movimiento, hacia las gotas de sudor que se deslizaban por su esternón, hacia la forma en que sus pantalones se ajustaban a sus caderas cuando cambiaba de postura.
—¿Lo ves? —preguntó, repitiendo el movimiento más lentamente.
—Sí —mentí, porque no había estado observando su técnica en absoluto.
Cuando fue mi turno de intentar el movimiento, mis músculos se sentían torpes y descoordinados. La distracción de su presencia tan cerca, tan expuesto, hacía imposible encontrar mi centro habitual.
—Aquí, déjame ayudarte —dijo, posicionándose detrás de mí.
Sus manos se posaron en mis hombros con la firmeza justa para corregir mi postura, sin ninguna intención más allá de la técnica. Pero para mí fue como si la lava se derramara por mi espalda.
Su pecho rozó ligeramente mi espalda cuando se inclinó para mostrarme el ángulo correcto del brazo.
—¿Sientes la diferencia? —dijo cerca de mi oído, y su aliento cálido hizo que se me pusiera la piel de gallina.
Siento muchas diferencias, pensé, pero logré asentir y murmurar algo que esperé sonara coherente.
Después de lo que pareció una eternidad deliciosa de tortura, finalmente dejamos las armas a un lado. Kyojuro se pasó una toalla por el torso y se puso una yukata ligera antes de que nos dirigiéramos hacia donde había dejado la comida.
Extendimos una manta bajo la sombra de un cerezo en flor, y mientras disponía los platos que había traído del mercado —onigiri rellenos de salmón, tempura de verduras aún tibio, y pequeños pasteles de mochi para el postre— traté de recuperar algo de mi equilibrio mental.
—La comida se ve deliciosa —comentó Kyojuro, sentándose con las piernas cruzadas frente a mí—. ¿Dónde conseguiste todo esto?
—Hay un pequeño puesto en el mercado que son famosos por tener la mejor tempura de la región —respondí, agradecida de tener algo mundano de lo que hablar—. La mujer que lo regenta dice que el secreto está en la temperatura del aceite.
Comimos en silencio agradable durante varios minutos, y gradualmente sentí que mi pulso regresaba a algo parecido a lo normal.
—El otro día —dije, recordando algo que había querido comentar—, me encontré con Tengen.
Kyojuro alzó una ceja con interés.
—Ese hombre no tiene absolutamente ningún concepto del espacio personal —continué con una risa—. Me habló a literalmente medio palmo de la cara.
Kyojuro soltó una carcajada genuina que hizo que el corazón se me sintiera ligero.
—Sí, Tengen es así con todos —concordó—. Pero hay cosas de él que realmente admiro.
—¿Como qué? —pregunté, curiosa.
—Su completa indiferencia hacia la opinión ajena, su desvergüenza total, su devoción absoluta hacia sus esposas... —dijo, con una sonrisa suave pero intensa—. No se reserva nada, y aun así cuida de quienes ama con un compromiso que pocos podrían igualar.
—Espera —dije, casi atragantándome con mi onigiri—. ¿Sus esposas? ¿En plural?
La confusión en mi rostro debió ser evidente, porque Kyojuro sonrió con diversión.
—Tengen está casado con tres mujeres —explicó con naturalidad—. Suma, Makio, y Hinatsuru.
Me quedé completamente loca, mirándolo como si acabara de decirme que la luna estaba hecha de queso.
—¿Cómo es eso posible? —pregunté con voz chillona—. ¿Cómo puede un hombre amar a tres personas a la vez? ¿Y cómo pueden ellas estar de acuerdo con compartirlo?
—Tengen es intenso y excesivo en todo lo que hace —respondió Kyojuro con una sonrisa—. Incluido el amor.
—Es completamente escandaloso —murmuré, aún procesando esta información.
—Lo es —concordó—. Pero por lo que he visto, su relación es respetuosa y equilibrada. Cada uno cumple su lugar y se cuidan mutuamente. No juzgo su felicidad.
—Seguramente Tengen está más contento que sus pobres esposas —refunfuñé por lo bajo, pensando en las riñas internas que debían tener entre ellas por ver quien conseguía más atención.
Me imaginé a mi misma en un arreglo así, y me estremecí. Kyojuro se rió de nuevo, claramente disfrutando mi escándalo.
—Las tres están bastante contentas también. Tienen una dinámica familiar muy interesante.
Una pregunta surgió en mi mente antes de que pudiera detenerla.
—¿Tú serías capaz de algo así? —pregunté—. ¿De tomar más de una esposa? ¿De…enamorarte de varias personas a la vez?
Kyojuro me miró, sus ojos dorados fijos en mí con una intensidad que hizo que un calor sutil se extendiera por mi pecho. Durante unos segundos pareció sopesar mis palabras, su mandíbula se tensó ligeramente y sus manos se cerraron frente a él de manera casi imperceptible, un gesto instintivo que delataba la fuerza de su convicción antes de que hablara.
—No —dijo finalmente, y había una certeza absoluta en su voz—. Yo no soy así. Solo podría entregar mi corazón a una mujer, y solo una vez. Cuando ame, será con todo lo que soy, completamente, sin reservas.
Mientras pronunciaba esas palabras, giró el torso levemente hacia donde yo estaba, y el aire entre nosotros pareció volverse más denso. Sentí un calor súbito en el pecho; mis dedos se cerraron ligeramente sobre la empuñadura de mi katana, y un temblor interno me recorrió, mezclando deseo, miedo y algo que ni siquiera quería nombrar.
Kyojuro parpadeó lentamente, como si midiera la gravedad de sus propias palabras antes de exhalar suavemente y romper el silencio que se había instalado. Fue un instante breve, casi invisible, pero suficiente para que mi corazón se acelerara un poco más.
Para distraerme y recuperar algo de compostura, señalé hacia su muñeca, tratando de cambiar el tema antes de que mis emociones se volvieran demasiado evidentes.
—Ese movimiento que hiciste antes —dije, procurando sonar casual—. Cuando usaste la segunda forma y giraste la muñeca para controlar la katana. No estoy segura de haber entendido la mecánica.
—¿Este? —preguntó, extendiendo el brazo derecho. Ejecutó la forma con rapidez instintiva, el gesto limpio, preciso, tan natural en él como respirar. La articulación giró en un patrón fluido que daba a la hoja un dominio absoluto.
—Sí, ese —asentí, siguiéndolo con los ojos—. Es muy interesante… ¿Podrías hacerlo más despacio? —tragué saliva antes de añadir—. Y… ¿te importaría si toco tu brazo mientras lo haces? Para comprender mejor el movimiento.
Un destello pasó por sus ojos dorados, breve, casi imperceptible, como si la petición lo sorprendiera. Después, asintió con serenidad.
—Claro.
Extendí mi mano y coloqué mis dedos suavemente alrededor de su muñeca. Su piel estaba tibia, y pude sentir el pulso fuerte y constante bajo mis yemas de los dedos. Cuando comenzó el movimiento lentamente, sentí cada rotación sutil de los huesos y tendones, cada ajuste microscópico que permitía el control perfecto.
Pero lo que me recorría no era solo la comprensión de la técnica.
Era la calidez de su piel bajo mis dedos, la fuerza contenida en esos músculos, la intimidad inesperada de un contacto que, en apariencia, debía ser inocente. Antes de notarlo, mis dedos se habían deslizado por su antebrazo, siguiendo la línea tensa de los tendones.
Cuando levanté la mirada descubrí que sus ojos dorados ya estaban fijos en los míos con una intensidad que me robó el aliento
El aire entre nosotros se espesó, cargado de algo eléctrico. Vi como su respiración se hizo más profunda, como sus pupilas se dilataban imperceptiblemente. El deseo que yo misma había estado tratando de ignorar estalló, reflejado sin disimulo en sus ojos. Era palpable, un calor silencioso, contenido con una disciplina feroz.
Kyojuro contuvo el aliento, inmóvil bajo mi toque, como si cualquier movimiento pudiera quebrar aquel instante frágil y ardiente.
Retiré la mano de golpe, como si el calor de su piel me hubiera quemado, el contacto demasiado intenso para soportarlo.
—Lo siento —dijo inmediatamente, su voz baja y áspera—. No quería incomodarte.
—No te disculpes —respondí rápidamente—. Fui yo quien…y tú…tú nunca podrías incomodarme.
Las palabras escaparon cargadas de un peso que no había planeado, y ambos lo notamos.
Regresamos a nuestra comida, pero el aire entre nosotros había cambiado. Cada movimiento casual, cada roce accidental de dedos al pasar un plato, cada mirada sostenida un segundo demasiado largo, todo estaba cargado con una tensión deliciosa que ninguno de los dos se atrevía a nombrar directamente.
Terminamos nuestro almuerzo en un silencio que no era incómodo, sino expectante. Como si ambos supiéramos que algo había cambiado irrevocablemente entre nosotros, pero ninguno estuviera seguro de qué hacer al respecto.
Por ahora, era suficiente simplemente estar aquí, bajo la sombra de las flores de cerezo, conscientes de cada respiración del otro, de cada latido de nuestros corazones que parecían estar tratando de sincronizarse.
El futuro podría traer claridad sobre estos sentimientos que crecían entre nosotros como flores silvestres después de la lluvia. Pero en este momento, en este espacio suspendido entre amistad y algo más profundo, era suficiente simplemente sentir la posibilidad de algo hermoso floreciendo en el aire tibio de la tarde.
El sueño comenzó hermoso.
Estaba de vuelta bajo el cerezo en flor, la luz dorada del atardecer filtrándose entre las ramas como miel. Kyojuro estaba sentado frente a mí, pero esta vez no había distancia entre nosotros. Sus manos cálidas enmarcaban mi rostro con una ternura que me hacía sentir preciosa, deseada, limpia.
—Eres hermosa, Sakura —susurraba, y sus palabras se sentían como una bendición—. Tan hermosa...
Sus labios rozaron los míos, suaves como pétalos de cerezo, y me permití sentir sin miedo, sin culpa, sin las voces que me decían que no lo merecía.
Pero entonces todo cambió.
El calor de sus palmas se fue helando poco a poco, hasta volverse garras afiladas que se hundieron en mi piel con urgencia. Los ojos dorados que me miraban se oscurecieron en un rojo profundo, como brasas brillando con malicia. La sonrisa cálida se extendió más de lo humano, abriéndose en una mueca depredadora desbordada de colmillos listos para desgarrar.
—Mi flor de cerezo —ronroneó la voz profunda, cada sílaba cayendo como un hechizo venenoso y seductor que me encadenaba por dentro—. ¿De verdad creíste que podrías escapar de mí?
No, no, no…
Quise sostener la imagen de Kyojuro, recordarlo, aferrarme a su luz, a su nombre en mis labios. Pero el recuerdo se me escapaba como agua entre los dedos mientras la sombra me reclamaba. Las manos frías de Muzan me abrieron con violencia, y mi cuerpo se arqueó contra él como si hubiera sido marcado desde siempre.
—Esto es lo que eres en realidad —susurró Muzan contra mi oído mientras se movía dentro de mí, lacerante, cruel—. No una guerrera noble. No una mujer pura. Eres mía, y siempre responderás ante mí, sin importar a quién pretendas amar.
¡No! ¡No soy así! ¡No quiero esto!
Pero mi cuerpo en el sueño se estremecía de placer bajo su invasión, confundiendo deseo y dolor, traicionándome en lo más profundo. Era como si cada caricia borrara un recuerdo de Kyojuro, como si su sombra se alimentara de mi resistencia y la devorara.
Me desperté con un grito ahogado en la garganta, aún sintiendo el frío de sus manos en mis muslos, aún oliendo su sombra sobre mi piel.
Sudor frío cubría todo mi cuerpo, empapando la yukata hasta que se pegó a mi piel como una segunda piel húmeda. Mi corazón latía tan violentamente que pensé que podría salirse de mi pecho. Las sábanas estaban enredadas alrededor de mis piernas como serpientes, y tuve que luchar para liberarme de ellas.
Solo fue un sueño, me repetí desesperadamente. Solo un sueño.
Pero la sensación de sus manos en mi piel persistía como una quemadura fantasma. Peor aún, la memoria traidora de cómo mi cuerpo había respondido, tanto en el sueño como en aquella noche real años atrás, me llenaba de una náusea que me doblaba hacia adelante.
Me abracé las rodillas contra el pecho, meciéndome ligeramente mientras las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas.
¿Cómo me atrevo a desear a Kyojuro?
La pregunta me atravesó como una daga envenenada. Kyojuro era puro, noble, todo lo bueno que existía en este mundo corrompido. Y yo... yo había estado en los brazos de Muzan. Había gemido su nombre, había disfrutado de su toque, había entregado mi virginidad a la criatura más malvada que había caminado sobre la tierra.
No importaba que no hubiera sabido quién era realmente. No importaba que hubiera sido manipulada, seducida, engañada. Al final del día, había sentido placer con el Rey de los Demonios. Mi cuerpo había respondido a él de formas que me avergonzaban hasta el alma.
Soy sucia, pensé con una claridad brutal. Corrompida desde el núcleo. ¿Qué derecho tengo de mirar a Kyojuro con deseo cuando estas mismas manos tocaron a Muzan? ¿Cuando este mismo cuerpo se arqueó bajo el suyo?
El resto de la noche la pasé despierta, acurrucada en la esquina más alejada de mi futón, como si la distancia física pudiera alejar los recuerdos que se aferraban a mí como sombras.
Cuando el amanecer finalmente se filtró a través de las ventanas, me vestí con movimientos mecánicos y me dirigí hacia el área de entrenamiento más remota del complejo. Necesitaba estar sola. Necesitaba castigar a mi cuerpo hasta que el dolor físico silenciara el tormento mental.
Pasé horas disparando flechas hasta que mis dedos sangraron, hasta que mis brazos temblaron de fatiga por sostener la katana. Pero ni siquiera el agotamiento podía borrar la sensación de suciedad que parecía haber empapado hasta mis huesos.
Fue por la tarde cuando escuché pasos familiares acercándose por el sendero.
No, pensé desesperadamente. No ahora.
—¡Sakura! —La voz de Kyojuro resonó cálida y alegre, como siempre—. Te he estado buscando por todas partes.
No me giré para mirarlo. Mantuve mi espalda hacia él mientras fingía examinar mi arco por daños.
—He estado entrenando —dije, mi voz sonando extraña y distante incluso a mis propios oídos.
—Te guardé comida del almuerzo —continuó, acercándose más—. Pensé que tal vez podríamos ir al jardín de bambú. El sonido del viento entre las hojas siempre te relaja.
Su consideración me dolió más que cualquier crueldad podría haberlo hecho.
—No tengo hambre —mentí.
—¿Segura? Son onigiri con esa salsa de ciruelas que te gusta tanto...
—He dicho que no tengo hambre —repetí con más dureza.
Hubo una pausa, y pude sentir su confusión incluso sin mirarlo.
—¿Está todo bien? Hoy has estado un poco distante. Si te incomodó algo de lo que hice en el entrenamiento, puedes decirmelo sin problema...
—No hiciste nada —lo interrumpí—. Solo... prefiero estar sola.
—Sakura. —Su voz se suavizó, adquiriendo esa cualidad gentil que usaba cuando era consciente de cuán potente su voz podía resultar en momentos tensos—. Si te quedas sola con tus pensamientos, solo te harás más daño a ti misma. A veces un plato caliente y buena compañía hacen más por sanar el espíritu que todas las horas de entrenamiento solitario del mundo.
Sus palabras, llenas de compasión genuina y sabiduría, fueron la gota que derramó el vaso de mi autocontrol.
Me giré hacia él con ojos que brillaban de lágrimas no derramadas y rabia dirigida hacia mí misma.
—Hay cosas que los consejos baratos no pueden solucionar, Kyojuro —espeté, y cada palabra salió cargada de veneno que realmente estaba dirigido hacia mí misma—. No todos los problemas se resuelven con comida caliente y sonrisas optimistas.
Su expresión se tensó apenas, y por un instante lo vi como lo habría visto cualquier persona: humano, vulnerable, herido. Sus hombros se inclinaron levemente, como si el impacto de mis palabras hubiera pesado sobre él físicamente. Pero su voz, cuando habló, seguía siendo suya, suave y firme a la vez, cargada de esa calidez que parecía capaz de sostenerlo todo:
—Entiendo —dijo suavemente, y no había ni rastro de enojo en su voz, solo una tristeza profunda que me estremeció—. Si cambias de opinión, estaré en mi pabellón.
Y entonces se fue, dejándome allí de pie con el eco de mis propias palabras crueles resonando en mis oídos.
La culpa me aplastó inmediatamente, tan pesada que casi me dobló las rodillas. Kyojuro había venido a ofrecerme exactamente lo que necesitaba - bondad, compañía, comprensión - y yo le había arrojado mi dolor a la cara como si fuera su culpa.
Él no se merecía mi crueldad. No se merecía ser el blanco de mi autodesprecio. Todo lo que había hecho era ser amable, estar ahí para mí, ofrecerme su amistad sin pedir nada a cambio.
Y yo lo lastimé porque no puedo soportar que alguien tan bueno se preocupe por alguien tan roto como yo.
Me dejé caer sobre la hierba, enterrando mi rostro entre mis manos. Las lágrimas vinieron entonces, torrentes de frustración y autoaborrecimiento que había estado conteniendo durante horas.
Odiaba a Muzan por haberme marcado de esta manera. Odiaba mi pasado por perseguirme hasta en mis sueños. Pero más que nada, me odiaba a mí misma: por haber disfrutado sus caricias, por permitir que ese pasado corrompiera cualquier posibilidad de algo puro con Kyojuro, y ahora, por lastimar al único hombre que me había mostrado verdadera bondad.
El sol comenzó a ponerse mientras permanecí allí, llorando por todo lo que había perdido y todo lo que nunca podría tener. Por la inocencia que Muzan me había robado, por la pureza que nunca podría recuperar, y por el corazón de un hombre bueno que probablemente había alejado para siempre con mi crueldad.
En la distancia, podía ver las luces comenzar a encenderse en el pabellón de Kyojuro. Sabía que debería ir allí, disculparme, explicar... algo. Pero me quedé paralizada por la vergüenza y la certeza de que no merecía su perdón.
Algunas cosas, pensé con amargura, realmente no pueden solucionarse con comida caliente y buena compañía.
Especialmente cuando eres tú misma la que está rota desde adentro.
El amanecer me encontró despierta, sentada en el borde de mi futón con las rodillas contra el pecho. No había dormido. Cada vez que cerraba los ojos, veía la expresión de Kyojuro cuando le había gritado - esa tristeza profunda que había atravesado su rostro como una herida. Había lastimado a un hombre noble y bueno que no se merecía una sola mala palabra, y el peso de esa culpa se había instalado en mi pecho como una piedra fría.
No podía seguir así.
Me vestí con cuidado, y opté por no usar el uniforme, sino un kimono sencillo - uno de color azul pálido que él había elogiado una vez, diciendo que hacía brillar mis ojos. Mis manos temblaron mientras me cepillaba el cabello, nerviosa ante la perspectiva de enfrentar lo que había hecho. Pero sabía que tenía que disculparme, aunque eso significara exponerme de formas que me aterrorizaban.
El camino hacia el pabellón de Kyojuro nunca me había parecido tan largo. Con cada paso, mi corazón latía más fuerte, y tuve que detenerme varias veces para recuperar el aliento. Cuando finalmente llegué, me quedé parada frente a la puerta de roble durante largos minutos, reuniendo el valor para llamar.
—Kyojuro-san —murmuré, mi voz apenas un susurro—. ¿Puedo... puedo hablar contigo?
Hubo un momento de silencio, y luego el sonido de pasos acercándose a través del patio. Cuando la puerta se abrió, tuve que contener un gemido al ver su rostro. Los ojos dorados, normalmente llenos de luz y energía tenían un leve brillo cansado, como si él también hubiera pasado una noche en vela. Pero cuando me vio allí parada, su expresión se suavizó inmediatamente con esa bondad incondicional que lo caracterizaba.
—Sakura. —pronunció mi nombre con un alivio casi palpable—. Por supuesto.
Se hizo a un lado, invitándome a entrar con un gesto suave, y agregó:
—¿Te apetece un té?
La cortesía en su voz, después de cómo lo había tratado, casi me deshizo. Negué con la cabeza, sin confiar en que mi voz no se quebrara si hablaba inmediatamente. Kyojuro me guió hasta la galería de la casa principal, a una pequeña mesa donde solíamos desayunar juntos, y se sentó frente a mí con la misma paciencia infinita de siempre.
Durante largos momentos, solo hubo silencio. Mantuve la mirada fija en mis manos, que descansaban sobre mi regazo, retorciéndose nerviosamente. Las palabras se agolpaban en mi garganta, pero parecían haberse convertido en piedras que no podía escupir.
—Yo... —comenzó finalmente, su voz ronca—. Vine a pedirte perdón.
Kyojuro se inclinó ligeramente hacia adelante, pero no dijo nada, esperando a que ella continuara.
—Ayer fui horrible contigo —continué, las lágrimas ya amenazando con derramarse—. No tenías ningún derecho a recibir mi crueldad. Todo lo que hiciste fue ser amable conmigo, ofrecerme tu compañía cuando más lo necesitaba, y yo... yo te lastimé porque no podía soportar mi propio dolor.
Me atreví a mirarlo entonces, y lo que vi en sus ojos me desarmó por completo. No había resentimiento, no había enfado. Solo una comprensión tan profunda que me dolió en el pecho.
—No he sido justa contigo —susurré, las palabras saliendo en un torrente desesperado—. Has sido tan bueno conmigo, y yo he estado... he estado escondiéndome. Hay cosas sobre mi pasado que no te he contado por miedo, y sé que mereces saber la verdad, pero soy una cobarde que se esconde detrás de excusas.
Mi voz se quebró entonces, y tuve que cubrirme el rostro con las manos para ocultar las lágrimas que finalmente se derramaron.
—No soy digna de tu amistad, Kyojuro. No después de cómo te traté ayer. No después de todas las mentiras que...
—No digas eso.
La voz de Kyojuro fue firme, más firme de lo que lo había escuchado nunca, y cuando levanté la vista, sus ojos dorados ardían con una intensidad que me dejó sin aliento.
—No vuelvas a decir que no eres digna —continuó, y aunque su voz seguía siendo suave, había acero en ella—. No permitiré que nadie hable así de ti, ni siquiera tú misma.
Se inclinó hacia adelante entonces, acercándose lo suficiente como para que pudiera ver las motas más oscuras en sus ojos, como oro viejo.
—Sakura, todos llevamos cargas del pasado. Todos tenemos cosas de las que no estamos orgullosos. Eso no nos hace indignos de amor o amistad.
—Pero tú no entiendes —protesté, mi voz apenas un susurro ahogado—. Lo que hice... si supieras, no estarías sentado aquí tan tranquilo.
—¿Crees que eso cambiaría algo? —preguntó él, y había una sonrisa suave en sus labios que no alcanzaba a ocultar la seriedad en sus ojos—. ¿Crees que hay algo en tu pasado que podría hacer que dejara de valorar quien eres ahora?
Abrí la boca para protestar, pero él levantó una mano gentilmente.
—Me gustaría contártelo —admití en un hilo de voz—. Me gustaría tanto poder decirte la verdad y quitarme esta carga de encima. Pero tengo miedo, Kyojuro. Tengo miedo de que cuando sepas quien soy realmente, cuando sepas las cosas que he hecho, no puedas mirarme de la misma manera.
Mi voz se quebró completamente entonces.
—Solo podré contártelo cuando pueda soportar la idea de perderte. Y ahora mismo... ahora mismo no puedo. Eres lo mejor que ha llegado a mi vida, y soy demasiado egoísta para arriesgar eso.
Kyojuro se quedó en silencio por un largo momento, y pude ver cómo procesaba mis palabras cuidadosamente. Cuando habló, su voz estaba cargada de una ternura que me atravesó.
—Sakura, mírame a los ojos.
Levanté la vista reluctante, y me encontré con esa mirada que parecía capaz de ver directamente a través de todas mis defensas.
—No tienes que sentirte presionada para contarme nada —dijo con firmeza—. Cuando estés lista, si alguna vez estás lista, estaré aquí para escucharte. Pero no porque siento que me debes una explicación, sino porque quiero conocer todas las partes de ti, las brillantes y las oscuras.
Se inclinó aún más cerca, y pude sentir el calor que irradiaba de él, esa calidez que parecía capable de derretir incluso el hielo más profundo.
—Y quiero que entiendas algo muy claramente —continuó, su voz adquiriendo un tono solemne—. No hay nada en ti que me aleje. Solo cosas que me invitan a quedarme. Tu fuerza, tu determinación, la manera en que cuidas de otros incluso cuando estás sufriendo, la forma en que sonríes cuando crees que nadie te está viendo... Esas son las cosas que veo cuando te miro.
Las lágrimas corrían libremente por mis mejillas, pero ahora no eran solo lágrimas de dolor.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —susurré—. ¿Cómo puedes hablar con tanta certeza sobre algo que no conoces?
Kyojuro sonrió entonces, esa sonrisa brillante y cálida que había llegado a conocer tan bien.
—Porque conozco tu corazón —dijo simplemente—. He visto cómo tratas a los demás. He visto cómo entrenas hasta el agotamiento no por gloria, sino por el deseo de proteger a otros. He visto cómo te preocupas. Esa es quien eres realmente, Sakura. Todo lo demás son solo cicatrices.
Nos quedamos en silencio por un momento, y pude sentir algo dentro de mi pecho aflojándose ligeramente.
Kyojuro se puso de pie entonces, y su sonrisa se volvió más traviesa, más parecida a la que yo conocía.
—Ahora —dijo, extendiendo una mano hacia mi—, creo que ambos hemos tenido suficiente conversación seria por una mañana. ¿Qué te parece si vamos a caminar por el jardín de bambú? La paz nos vendrá bien a ambos.
Lo miré y una sonrisa lenta se extendió por mis mejillas húmedas.
—¿No tienes entrenamientos esta mañana?
—Los cancelaré —admitió sin vergüenza—. Pasar tiempo contigo cuando estás triste es más importante.
Esa admisión tan casual, dicha con tal sinceridad, me deshizo de nuevo. Sin pensarlo, tomé su mano, y él me levantó con una suavidad que hacía que todo mi cuerpo se relajara involuntariamente, como si el mundo se redujera a ese instante y a su contacto.
—Kyojuro —murmuré mientras caminaban hacia la puerta—. Gracias.
—¿Por qué?
—Por no darte por vencido conmigo.
Él se detuvo entonces, y se giró para mirarme con esa expresión seria que reservaba para sus momentos más sinceros.
—Nunca me daré por vencido contigo, Sakura. Nunca.
Mientras caminabamos juntos hacia el jardín de bambú, pensé en sus palabras. "No hay nada en ti que me aleje. Solo cosas que me invitan a quedarme."
Por primera vez desde que lo conocía, me atreví a imaginar qué pasaría si realmente le contara la verdad. No la versión edulcorada que había estado ensayando en mi mente, sino toda la horrible, complicada realidad de lo que había sucedido con Muzan.
¿Se alejaría él? ¿Me miraría con disgusto cuando supiera que había estado en los brazos de nuestro enemigo?
Pero mientras observaba el perfil de Kyojuro mientras caminaban, viendo la determinación en la línea de su mandíbula, recordando la certeza absoluta en su voz cuando había dicho que nada podría alejarlo... una pequeña semilla de esperanza comenzó a germinar en mi pecho.
Tal vez él realmente podría perdonarme. Tal vez, de todas las personas en el mundo, Kyojuro Rengoku con su corazón como el sol podría mirar a través de mi pasado manchado y ver algo digno de salvación.
Y si él podía aceptarme, completa y sin reservas, con todas mis cicatrices y manchas... entonces tal vez, solo tal vez, yo podría aprender a hacer lo mismo.
¿Quien soy yo para seguir odiándome si alguien tan bueno como él cree que vale la pena quedarse?
El pensamiento me golpeó como un rayo, tan claro y poderoso que casi me hizo tropezar. Kyojuro notó mi paso vacilante y se giró hacia mí con preocupación.
—¿Estás bien?
Lo miró - realmente lo miré - viendo no solo al hombre amable que había llegado a conocer, sino al guerrero que había elegido creer en mí incluso cuando yo no podía.
—Sí —murmuré, y realmente lo creía—. Me siento mucho mejor.
El viento se agitó entre los bambúes cuando nos acercamos al jardín, creando esa música suave y susurrante que siempre había encontrado tan relajante. Y mientras caminábamos entre las sombras moteadas, me permití imaginar un futuro donde las verdades ya no fueran cargas silenciosas, sino historias que compartir con alguien lo suficientemente fuerte como para sostenerlas junto a mí.
Chapter 12: Fachada
Notes:
Pequeño interludio con nuestro villano favorito, Muzan 😈
Chapter Text
La niña tropezó sobre los adoquines irregulares, y su mano regordeta se aferró a la mía como si fuera lo más natural del mundo. Buscaba refugio en quien creía su padre protector. Qué inocente. Qué patéticamente ciega. No había refugio aquí. Solo una fachada meticulosamente construida que ocultaba algo infinitamente más peligroso.
Mi "esposa" caminaba a mi lado derecho con esa sonrisa boba que me daban ganas de arrancar de cuajo con mis propias uñas. Reía por alguna trivialidad que había observado en la calle, completamente ajena a la naturaleza del hombre al que creía haber entregado su vida y su cuerpo. Creía estar casada con un médico respetable. Un padre ejemplar. Un pilar de la comunidad.
Me parloteaba incesantemente sobre nimiedades que me resultaban ruido puro: el clima cambiante, algún cotilleo insípido entre las vecinas entrometidas, qué flores deberíamos plantar en el jardín cuando llegara la primavera.
No me molesté en responder más allá de los monosílabos necesarios para mantener la farsa. Cada palabra que salía de sus labios pintados me resultaba una agresión auditiva. Cada paso a su lado era una afrenta a mi verdadera naturaleza. Su olor me provocaba náuseas. El sabor de su piel era tan insípido como agua tibia. Sus gemidos nocturnos, sus temblores cuando la tocaba, todo me repelía hasta niveles que rayaban en lo físico.
Solo encontraba placer verdadero cuando cerraba los ojos y la reemplazaba mentalmente con ella. Mi flor de cerezo. Con esa lucha interna tan exquisita que tanto deleite me había dado quebrar lentamente. Esta otra mujer, esta imitación barata... me daba igual si se rendía a mí o resistía. Su sumisión era mecánica, predecible. Yo solo quería su rendición. La rendición de la única que había importado jamás.
Mientras continuaba caminando por esas calles atestadas de humanos débiles y malolientes, que se movían como ganado inconsciente de su propia mortalidad, permití que mi mente vagara hacia recuerdos más placenteros.
Su aroma.
Ni las flores nocturnas más exóticas, ni la sangre fresca de vírgenes aterrizadas, ni el incienso más puro de los templos sagrados me habían embriagado como lo hizo el perfume natural de su piel. Especialmente cuando estaba humedecida por el miedo. Pero no miedo hacia mí, no inicialmente. Miedo hacia sí misma. Hacia lo que sentía despertarse en su interior. Hacia lo que deseaba con desesperación pero no podía siquiera nombrar en sus pensamientos más íntimos.
Sakura.
Mi pequeña estrella manchada. Mi joya deliberadamente impura. Mi creación más perfecta. Mi pecado más hermoso. La mujer que ahora jugaba a ser cazadora cuando había sido diseñada por el destino para ser eternamente cazada.
Me detuve en seco en medio de la calle, perdido en la intensidad de estos recuerdos. La niña que se aferraba a mi mano me tiró con impaciencia.
—Papá, vamos, llegaremos tarde —dijo con esa vocecilla aguda que perforaba mis tímpanos como agujas—. Nos perderemos la función.
—¿Todo bien, querido? —preguntó la mujer a mi lado, notando mi súbita inmovilidad—. Te ves... distante.
Respiré hondo, invocando cada gota de autocontrol que había perfeccionado durante siglos para no arrancarles las cabezas ahí mismo, en mitad de la calle empedrada. Forcé una sonrisa paternal que sabía que resultaba convincente.
Fingir. Todo en esta existencia mundana era una máscara elaborada. Todo salvo ella.
Ella había sido real en una forma que ningún otro ser humano había logrado jamás. Arrodillada en aquel claro bajo la luz de la luna, vulnerable pero feroz, bella incluso en su resistencia inicial. Y más hermosa aún en su entrega final, cuando se había roto y reconstruido exactamente como yo había planeado.
Nunca había probado nada remotamente comparable. Y sabía con certeza absoluta que nunca volvería a hacerlo, no hasta tenerla de vuelta entre mis brazos donde pertenecía.
Ahora se escondía cobardemente detrás de espadas, haoris y disciplina militar. Se acercaba a ese bastardo del fuego con miradas que creía limpias, como si aún pudiera merecer algún tipo de redención espiritual.
Qué ingenua seguía siendo.
Ese Hashira flamante no sabría qué hacer con algo como ella. No sabría cómo manejar tanta oscuridad acumulada, tanta complejidad psicológica, tanto potencial para la destrucción y la creación simultáneas. Era demasiado simple, demasiado directo en su rectitud moral.
Pero yo sí sabía exactamente qué hacer con ella. Siempre lo había sabido desde el momento en que la vi por primera vez en aquel templo.
Y la quería de vuelta.
Nunca sería de nadie más. Jamás sabría realmente quién era en su esencia más profunda hasta que regresara voluntariamente a mí. Cuando su propio reflejo la repudiara, cuando el peso de sus decisiones pasadas la aplastara hasta quebrarla nuevamente, encontraría en mí su único refugio posible.
Y entonces sí... la devoraría entera. Cuerpo, alma, y todo lo que quedara de esa preciosa oscuridad que había ayudado a crear.
La espera sería exquisita. La reconquista, aún más.
Chapter 13: Compasión - Parte 1
Chapter Text
La reunión Hashira fue convocada con la urgencia que solo las crisis verdaderas requieren.
El sol apenas había despuntado cuando los cuervos Kasugai trajeron el mensaje que cambiaría todo. Nos congregamos en el patio central del complejo, donde la luz matutina creaba sombras largas entre las columnas de madera. La tensión flotaba en el aire como una neblina espesa que nadie se atrevía a disipar.
Gyomei permanecía inmóvil como una montaña de piedra, lágrimas silenciosas rodando por su rostro marcado por cicatrices. Mitsuri se balanceaba ligeramente de un pie al otro, su energía habitual contenida por la gravedad del momento. Obanai se mantenía apartado, con Kaburamaru serpenteando inquieto alrededor de su cuello. Tengen observaba todo con esos ojos calculadores que evaluaban cada detalle, cada posible amenaza. Muichiro parecía perdido en las nubes, pero yo sabía que estaba más atento de lo que aparentaba.
Y Sanemi... Sanemi irradiaba una violencia apenas contenida que hacía que el aire alrededor de él vibrara con peligro.
Kyojuro estaba a mi derecha, su presencia cálida y familiar, firme como siempre, sus ojos dorados brillando con esa determinación inquebrantable que lo caracterizaba.
Un poco más allá, alejado, estaba Giyuu Tomioka.
Esta era la segunda vez que lo veía desde mi presentación inicial ante los Hashira. Su mirada azul se posó en mí durante unos segundos antes de desviarse con esa apatía e indiferencia que lo caracterizaban. En otro momento, habría pensado en él como alguien frío, desprovisto de emoción.
Pero después de lo que había sucedido, esa interpretación me parecía imposible.
Sus rasgos permanecían inmutables, controlados con una disciplina férrea. Era como observar la superficie de un lago helado: ni una ondulación perturbaba esa calma antinatural. Ni una emoción traicionaba lo que realmente sentía.
Pero yo sabía, con una certeza que no podía explicar, que bajo esa aparente frialdad había algo mucho más profundo, corrientes invisibles.Porque un hombre que no sintiera nada no habría hecho lo que él había hecho. No habría arriesgado su posición, su reputación, su vida misma…por dos extraños.
Shinobu, pequeña y delicada en apariencia pero firme como acero templado, tomó la palabra primero.
—Gracias a todos por responder tan prontamente a esta convocatoria —comenzó, su voz manteniendo esa dualidad característica entre dulzura y filo afilado—. Me presento ante vosotros con un informe de suma gravedad. Como sabéis, hace tres días Tomioka-san y yo fuimos enviados por Oyakata-sama al monte Natagumo para asistir a los cazadores desplegados allí. La misión fue completada exitosamente, pero durante ella tuvimos un encuentro... singular.
Señaló al joven que estaba arrodillado junto a ella, con las manos atadas firmemente a la espalda. Tenía cabello rojo oscuro y ojos que brillaban con una mezcla de valentía y terror apenas contenido.
—Este es Tanjiro Kamado, un cazador novato que demostró coraje y habilidad extraordinarios durante la batalla. Pero había algo peculiar en su equipamiento: portaba una caja de madera especialmente modificada. Dentro de esa caja... estaba su hermana, Nezuko, quien resultó ser un demonio. Obviamente, traté de eliminarla, pero fue entonces cuando Tomioka-san intervino, impidiéndome ejecutar a Nezuko Kamado y facilitando la huida de los hermanos.
Los murmullos estallaron inmediatamente. Sanemi escupió una maldición que hizo que el aire se enrareciera aún más. Obanai enarcó una ceja con expresión de desprecio absoluto. Gyomei ladeó la cabeza como si quisiera escuchar algo que el resto no podíamos percibir.
—¿Por qué haría eso Tomioka-san? —preguntó Mitsuri, y había una nota de confusión genuina en su voz habitualmente alegre.
Giyuu no respondió. Se limitó a mantener esa mirada fija al frente, como si toda esta discusión fuera completamente ajena a él.
—Según el informe de Tomioka-san —continuó Shinobu con esa sonrisa que no llegaba a sus ojos—, la demonio Nezuko Kamado no ha atacado a ningún ser humano en los dos años transcurridos desde su transformación. Según su testimonio, la criatura posee la capacidad aparentemente única de resistir su naturaleza fundamental.
—¡Eso es una estupidez absoluta! —rugió Sanemi, su voz cargada de desprecio—. ¡Los demonios no se "contienen"! ¡Se alimentan, sobreviven, devoran! ¡Y mienten con cada respiración que toman!
Su explosión de ira reverberó en el patio, pero Shinobu no se inmutó. Simplemente dirigió su mirada hacia Giyuu, quien siguió sin dignarse a defenderse o explicarse.
Shinobu colocó una mano aparentemente protectora sobre el hombro del maniatado Tanjiro.
—Tomioka-san me relató que hace dos años, durante el ataque que exterminó a la familia Kamado, esta niña fue transformada por un demonio no identificado. Que él los encontró en el bosque poco después, y que inicialmente tenía la intención de ejecutar a la recién transformada, pero que en ese momento crucial... la demonio protegió activamente a su hermano humano.
Ese detalle nos impactó a todos de diferentes maneras. Pude sentir cómo Kyojuro a mi lado cambiaba el peso de una pierna a la otra, un gesto sutil que indicaba que estaba procesando información que desafiaba sus convicciones fundamentales.
—¿Y tú simplemente le creíste esa historia fantasiosa? —preguntó Obanai, cada palabra destilando veneno—. ¿Aceptaste ese relato sin evidencia, sin verificación?
Shinobu sonrió. Esa sonrisa suya que nunca contenía alegría real.
—Estoy relatando los hechos tal como me fueron presentados. No mis creencias personales al respecto.
—Tomioka debe ser castigado de inmediato —declaró Obanai con finalidad cruel—. Ha violado directamente nuestro código. Ha protegido a un demonio, ha traicionado nuestra causa. La pregunta no es si debe ser castigado, sino qué castigo merece su traición.
—Bueno, bueno, no nos precipitemos hacia conclusiones —replicó Shinobu con falsa dulzura—. Tomioka-san ha accedido a presentarse voluntariamente ante este tribunal. Se muestra cooperativo y dispuesto a aceptar las consecuencias de sus acciones. Una vez que hayamos ejecutado a los hermanos Kamado según dicta nuestro protocolo...
Fue entonces cuando Tanjiro Kamado habló por primera vez, su voz cargada de una desesperación que cortó el aire como una katana.
—¡Por favor, escúchenme! —gritó, luchando contra sus ataduras—. ¡Mi hermana Nezuko no es un demonio cualquiera! ¡Es buena! ¡Nunca ha atacado a un ser humano! ¡Me ha ayudado a proteger inocentes! ¡Ha luchado junto a mí contra otros demonios! ¡Sin su ayuda, yo ya estaría muerto! ¡Por favor, no le hagáis daño! ¡Déjenme demostrarles que es diferente!
Su súplica resonó en el patio con una intensidad que hizo que varios de nosotros nos sintiéramos incómodos. Me giré ligeramente para observar a Kyojuro. Aún no había pronunciado palabra, no había perdido esa compostura, pero su mandíbula estaba visiblemente tensa.
—¿Kyojuro-kun? —preguntó Mitsuri, buscando obviamente el ancla de confianza que él siempre representaba para todos nosotros—. ¿Cuál es tu opinión sobre este... dilema?
El Hashira de la Llama se irguió aún más, si eso era posible, como si estuviera a punto de pronunciar un veredicto que cambiaría destinos. Su voz emergió clara, inquebrantable, resonando con esa energía que podía inspirar ejércitos.
—No podemos permitir que un demonio camine libremente entre nosotros —declaró sin rastro de duda—. Aunque no haya atacado hasta ahora, eso no garantiza que no lo hará en el futuro. El riesgo para la humanidad es demasiado alto. Por el bien de todos los inocentes que protegemos... ambos deben ser ejecutados inmediatamente.
Lo dijo sin rabia, sin odio personal. Solo con la convicción absoluta de quien ha dedicado su vida entera a una causa. La expresión de Tanjiro se transformó en pura desesperación, como si acabara de ver cerrarse la única puerta hacia la esperanza.
Me mojé los labios, sintiendo cómo la duda me carcomía por dentro. No estaba segura de si debía intervenir, de si debía exponerme de esta manera. Pero entonces giré la cabeza y volví a observar a Giyuu.
Estaba ahí, silencioso en su posición, inmóvil como una estatua tallada en mármol. Pero había algo en la calidad de su silencio que gritaba más fuerte que todas nuestras palabras. Su quietud no era apatía; era resistencia. Su silencio no era indiferencia; era dignidad bajo presión.
Giyuu era, fundamentalmente, compasivo.
Por eso estaba arriesgando literalmente todo lo que tenía por los hermanos Kamado. No por debilidad o sentimentalismo barato, sino por una compasión profunda que lo movía a ver humanidad donde otros solo veían monstruosidad.
Y eso... eso me conmovió de una manera que no había anticipado.
—Hay algo que no encaja en todo este relato —dije finalmente, mi voz baja pero firme cortando a través de las discusiones. Todos los ojos se dirigieron hacia mí—. Si Tomioka-san creyó en ellos lo suficiente para arriesgar su posición... si se expuso a este juicio, si rompió nuestro código... debe tener una razón de peso extraordinario. Y estoy segura de que no se debe a debilidad emocional, sino porque vio algo que el resto de nosotros no estamos viendo en este momento.
—¿Tú también los defiendes ahora? —me desafió Sanemi, dando un paso amenazador hacia adelante—. ¿Te pones del lado de un traidor?
—Solo digo que merecen ser escuchados antes de ser ejecutados —respondí, manteniendo mi voz firme a pesar del peso de todas las miradas—. La justicia requiere comprensión completa, no solo reacción instintiva.
Kyojuro ensanchó los ojos por una fracción de segundo; no era ira lo que vi, sino desconcierto: la ligera constatación de que yo no compartía del todo su absoluto. Luego volvió a colocarse, pensativo.
—No podemos permitirnos dudar, Sakura —dijo, y aunque su voz mantenía esa calidez que le era natural, la firmeza en ella era inquebrantable, inflexible—. La compasión es valiosa, sí… pero en esta guerra, si dejamos que pese más que nuestro deber, serán los inocentes quienes paguen el precio.
Un nudo me apretó la garganta. No podía contradecirlo del todo, pero me dolía escuchar esas palabras de su boca. Fruncí el ceño y aparté la mirada, incapaz de sostener la suya. Una discusión acalorada estalló a nuestro alrededor entonces. Mitsuri, Tengen, Obanai... todos expresaban apasionadamente sobre el peligro mortal que representaba permitir que un demonio viviera.
Solo Muichiro, Gyomei, y por supuesto Giyuu, permanecían impasibles en medio del caos.
De repente, un golpe seco contra el suelo detuvo toda discusión. Sanemi había desaparecido durante el debate y ahora había regresado con una caja de madera a sus pies. Su sonrisa era absolutamente cruel.
—¿Queréis pruebas concluyentes? —rugió con sadismo evidente—. Aquí tenéis a vuestra preciosa niña demonio.
Tanjiro se revolvió como un animal herido.
—¡No la toquéis! —gritó con una desesperación que desgarraba el alma—. ¡Ella nunca le haría daño a nadie! ¡Por favor!
Sanemi desenvainó su espada con un movimiento fluido y mortífero. Abrió una rendija en la madera de la caja. Todos escuchamos el sonido enfermizo de la punta clavándose en carne. La estaba provocando deliberadamente, torturándola para forzar una reacción violenta.
No pude soportarlo más.
—¡Basta ya, Sanemi! —grité, dando un paso decidido hacia adelante—. No estás buscando justicia o evidencia. Solo quieres derramar sangre por el placer cruel de hacerlo.
Sanemi me miró de arriba abajo con desprecio absoluto, como si fuera algo desagradable que había pisado accidentalmente. Parecía que iba a lanzarme algún insulto particularmente venenoso, pero sus ojos se desviaron apenas un poco hacia mi izquierda, donde estaba Kyojuro. Cerró la boca abruptamente y apretó los labios.
El hecho de que no se atreviera a insultarme directamente solo porque asumía que estaba bajo la protección de un hombre me puso completamente furiosa.
Y entonces, Giyuu Tomioka habló por primera vez.
También dio un paso adelante, el movimiento tan rápido y controlado que el borde de su haori bicolor se agitó con un latigazo seco.
—Detente —dijo a Sanemi, y su voz, aunque baja, cortó el aire como el filo de una hoja—. Oyakata-sama llegará pronto. No empeores la situación.
No había calma en su tono. Había contención. Un enfado tan cuidadosamente reprimido que resultaba más intimidante que si hubiera gritado. Cada palabra sonó con una claridad que delataba la tensión bajo la superficie; el tipo de ira que solo un hombre acostumbrado a controlarse podía sostener sin romper.
Por un instante, su mirada pasó fugazmente hacia mí. No fue suave ni vacilante, sino aguda, cargada de algo que no supe nombrar: frustración, tal vez; o el reflejo mudo de alguien que entiende demasiado bien lo que significa luchar contra la corriente de expectativas crueles.
La llegada del maestro Kagaya rompió inmediatamente ese momento de conexión silenciosa. Estaba acompañado por dos de sus hijas, su presencia emanando esa serenidad sobrenatural que siempre conseguía calmar incluso las tempestades más violentas.
Nos arrodillamos de inmediato en una fila perfecta, nuestras cabezas inclinadas en señal de respeto absoluto. Sanemi obligó brutalmente a Tanjiro a postrarse también, agarrándolo del cuello con una brusquedad innecesaria.
El silencio que siguió fue tan absoluto que podría haberse escuchado caer una hoja.
***
El maestro Kagaya habló con esa voz suave que era como bálsamo. Su mera presencia irradiaba una serenidad que hacía que incluso los corazones más turbulentos se aquietaran. Nadie osó siquiera cambiar de postura.
—Mis Pilares. Mis queridos hijos —comenzó, y había tanto afecto genuino en esas palabras que se sintieron como un abrazo—. Quiero pediros perdón a todos por esta situación tan delicada e inesperada. Por no haberos dado una explicación previa. Por enteraros de esta manera tan abrupta. Sé que muchos no lo entendéis en este momento, y vuestra confusión es comprensible... pero Nezuko Kamado tiene mi bendición absoluta. Mientras demuestre que no representa peligro alguno para la humanidad, vivirá bajo nuestra protección.
Un murmullo de voces sorprendidas se elevó a mi alrededor como el zumbido de abejas perturbadas. Pude sentir la tensión colectiva espesándose en el aire. Sanemi estaba lívido, con los nudillos blancos de lo fuerte que apretaba los puños.
Fue entonces cuando una de las hijas gemelas de Kagaya se adelantó con pasos silenciosos y leyó una carta en voz alta, su voz clara resonando en el patio como una campana de cristal. Era del maestro Urokodaki, el respetado ex-Hashira del Agua:
"Mi intención es dejar absolutamente claro con estas palabras que Nezuko Kamado no solo no representa peligro alguno para la humanidad, sino que constituye una poderosa aliada en nuestra lucha eterna. Y me comprometo solemnemente, junto a Tanjiro Kamado y Giyu Tomioka, a quitarnos la vida a través del ritual del seppuku si Nezuko llegara a dañar a un ser humano inocente, comprometiéndonos antes a acabar con su existencia con nuestras propias manos."
Seppuku.
La palabra resonó en mi mente como un gong. Sentí que el corazón me daba un vuelco violento y miré a Giyuu de reojo. Estaba al extremo de la formación, inmóvil como una estatua de piedra, con la vista clavada en el suelo empedrado frente a él, completamente impasible ante la magnitud de lo que acababa de escucharse.
Podía entender que Tanjiro se sacrificara de tal manera por su hermana pequeña. El amor fraternal podía llevar a alguien a extremos inimaginables. Pero Giyuu... Giyuu no tenía relación sanguínea alguna con los hermanos Kamado. Solo tenía su determinación inquebrantable. Su brújula moral. Sus valores inflexibles que lo convertían…en el hombre más íntegro que había conocido jamás.
—¡Es un demonio! —estalló Sanemi, rompiendo abruptamente la formación con una furia que parecía consumirlo desde adentro—. ¡Cómo podemos perdonar semejante transgresión! ¡Aceptar tal abominación es luchar directamente contra nuestro propósito!
Todos nos quedamos petrificados ante semejante falta de respeto hacia el maestro. El silencio que siguió se sintió como el vacío antes de una tormenta devastadora.
El maestro Kagaya no pareció ofendido en lo más mínimo. Al contrario, sonrió con esa comprensión infinita que lo caracterizaba, como si estuviera pidiendo perdón por la angustia de su hijo espiritual.
—Sanemi-san, entiendo perfectamente tu reticencia, pero si me permites explicar...
—¡No! —lo interrumpió con una vehemencia que hizo eco en todo el patio—. Esto es una locura suicida. ¡Os demostraré a todos que esto es una locura completamente inaceptable!
Sin esperar respuesta, Sanemi caminó con pasos furiosos hasta la caja de madera que contenía a Nezuko. La agarró sin el menor miramiento y la arrastró hasta una galería sombreada donde los rayos del sol no podían alcanzarla. Con violencia deliberada, pateó la caja y luego, en un gesto que me hizo contener la respiración, se cortó profundamente el antebrazo con su propia katana, dejando que la sangre goteara copiosamente frente al contenedor.
—Vamos, pequeña bestia —gruñó con voz cargada de desprecio—. Sé exactamente lo que eres en realidad. Muéstrales a todos tu verdadera naturaleza.
Pero la niña no salió de la caja. El contenedor ni siquiera tembló. No se escuchó rugido alguno, ni arañazos desesperados, ni los sonidos guturales que caracterizaban a los demonios hambrientos.
Sanemi gritó de rabia pura y abrió la caja de un golpe violento, como si quisiera forzar la situación. Una niña de piel pálida como la porcelana, ojos de un rosa suave inusual, y largo cabello negro como la noche emergió lentamente del contenedor. Tenía un bozal de bambú en la boca que le daba un aspecto casi vulnerable. La pequeña miró a Sanemi con ojos enormes y expresivos, completamente desprovista de malicia o hambre demoniaca.
Pero Sanemi la contemplaba con un odio visceral que me revolvió el estómago. Alzó su katana contra Nezuko con intención letal.
Tanjiro, que hasta ese momento había permanecido atado e inmobilizado, trató de correr desesperadamente hacia su hermana, pero Obanai lo golpeó brutalmente y lo tumbó en el suelo con un movimiento eficiente. Pero Tanjiro no dejaba de luchar. Y con una fuerza increíble, logró romper la cuerda que ataba sus muñecas, poniendose en pie.
Obanai se lanzó hacia él.
Y fue entonces cuando Giyuu se movió.
En un movimiento tan veloz que apenas pude seguirlo con la vista, agarró a Obanai firmemente por la muñeca, impidiendo que se moviera.
Tanjiro, ahora libre, corrió hacia su hermana como si le fuera la vida en ello. Se lanzó sobre ella para protegerla del ataque inminente de Sanemi, abrazándola con una desesperación que partía el alma.
Y Nezuko... no lo mordió. No atacó. No mostró ni el más mínimo signo de agresión o hambre demoniaca.
Solo lloró.
Y todos fuimos testigos del vínculo inquebrantable entre hermanos. De la humanidad que aún brillaba en esos ojos rosados. De la diferencia fundamental que la separaba de cualquier otro demonio que hubiéramos enfrentado.
Era difícil de creer, casi imposible de aceptar según todo lo que habíamos aprendido. Pero era la verdad innegable que teníamos frente a nosotros.
Obanai se sacudió la mano de Giyuu con un gesto de asco.
—¿Que te crees que haces, Tomioka? — dijo con desprecio.
Giyuu simplemente dio un paso atrás sin cambiar su expresión impasible, como si la reacción fuera exactamente lo que había esperado y no le importara lo más mínimo.
Sanemi, tan petrificado como el resto de nosotros ante lo que acababa de presenciar, murmuró algo ininteligible entre dientes y se marchó del patio sin dirigir palabra alguna a nadie, ni siquiera al maestro, quien nos dirigió unas últimas palabras de despedida antes de retirarse discretamente, tosiendo de manera preocupante.
***
La reunión terminó abruptamente. La tensión no se disolvió; simplemente se transformó en un silencio expectante que se extendió como una manta pesada sobre todos los presentes.
Observé cómo Giyuu contemplaba a los hermanos Kamado abrazados durante un momento antes de encaminarse hacia la salida con pasos medidos. Lo observé alejarse sin mirar a nadie, sin pronunciar una sola palabra, cargando únicamente con el peso de sus propias decisiones y —estaba segura— la certeza de haber hecho lo correcto.
Pensé en cómo había decidido proteger cuando nadie más se había atrevido a hacerlo. En su disposición a sacrificarse sin esperar reconocimiento o gratitud a cambio. En su generosidad silenciosa que hablaba más fuerte que cualquier discurso. En su compasión inquebrantable hacia los inocentes.
En cómo, sin saberlo, había encendido algo similar en mi propio corazón.
El sol ya se había elevado completamente sobre los jardines meticulosamente cuidados del cuartel general. Aunque la reunión había terminado hacía rato, algunos Hashira seguíamos congregados en uno de los patios secundarios: Gyomei con su presencia serena, Tengen con su característica exuberancia, Muichiro perdido en sus propios pensamientos, Mitsuri nerviosa pero intentando mantener el ánimo, Shinobu analítica como sempre, Kyojuro irradiando esa energía ardiente que lo caracterizaba…y yo misma.
Mitsuri se mordió el labio inferior con un gesto que le daba un aspecto adorablemente preocupado.
—¿Habéis oído lo que mencionó el maestro al final? —preguntó con voz cautelosa—. Que Tanjiro ha estado cara a cara con... Muzan.
El nombre del Rey de los Demonios cayó sobre nosotros como una lápida. Hubo un silencio tenso que se extendió hasta volverse incómodo. Tengen fue quien lo rompió finalmente, su voz tan afilada como las hojas de sus katanas gemelas.
—Eso es un augurio ominoso. Nosotros llevamos años luchando, décadas algunos, y ninguno de nosotros lo ha visto jamás. Nadie ha estado tan cerca de él y ha vivido para contarlo.
—Y sin embargo, un chico —murmuró Obanai con amargura—. Un crío que no es más que un novato recién iniciado... El destino se burla cruelmente de nosotros.
—¿Será realmente cierto? —preguntó Shinobu con los brazos cruzados y esa expresión analítica que adoptaba cuando algo no le cuadraba—. ¿Cómo pudo enfrentar a Muzan cara a cara y sobrevivir para contarlo?
—El maestro Kagaya nunca mentiría sobre algo de tal magnitud —intervino Kyojuro con una vehemencia que no dejaba lugar a dudas—. Estoy completamente seguro de que el muchacho dice la verdad.
—Muzan... —murmuró Mitsuri, abrazándose a sí misma como si sintiera frío repentino—. Me da escalofríos solo pronunciar su nombre.
Siguieron hablando durante largos minutos. Teorizando sobre las implicaciones. Algunos con rabia apenas contenida, otros con miedo visceral, otros con una especie de frustración amarga que había fermentado durante años de búsqueda infructuosa.
Yo no dije absolutamente nada.
Sentía una opresión terrible en el pecho, como si una mano invisible me estuviera apretando las costillas. Un nudo que no podía deshacer sin importar cuánto lo intentara.
Me imaginaba qué pasaría si soltara de repente que yo también había conocido a Muzan. Que había estado en sus brazos, que había sentido sus labios, que había sido poseída por el mismísimo Rey del Mal. Qué expresiones de horror y repulsión pondrían todos ellos al saber la verdad...
Tragué saliva con dificultad. Tenía la garganta completamente seca. Murmuré una disculpa rápida que solo Kyojuro pareció escuchar, pues noté cómo se giraba y me veía marcharme con el ceño apenas fruncido por la preocupación.
Pero yo no miré atrás. Sentía el corazón pesado por todo lo que había vivido en las últimas horas. La revelación sobre los hermanos Kamado, la compasión silenciosa de Giyuu, la rabia ciega de Sanemi... todo me daba vueltas en la cabeza como un torbellino.
Crucé uno de los corredores de madera pulida, pisando con la mayor suavidad posible sobre las tablas que conocía de memoria. Quería llegar a mi pabellón personal y desaparecer durante unas horas, procesar todo lo que había sucedido en soledad.
Iba a doblar la esquina que conducía a mi refugio cuando lo vi.
Giyuu Tomioka.
Estaba allí, apoyado contra uno de los pilares de la galería con una naturalidad que sugería que llevaba tiempo en esa posición. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada clavada en algún punto invisible del jardín que se extendía ante él. No se movió cuando me acerqué. Ni siquiera parpadeó. Pero supe instintivamente que me había visto desde el momento en que aparecí en su campo visual.
Durante un instante que se sintió eterno, el silencio se volvió más denso, como si el aire mismo esperara que algo importante sucediera. Entonces él giró apenas la cabeza hacia mí, lo justo para que sus ojos azules se encontraran directamente con los míos. Un leve movimiento de su mentón, seco y preciso. Un saludo silencioso.
Incliné también la cabeza en respuesta, sin detener mi camino. Después continúé hacia mi destino, con la certeza absoluta de que, aunque ninguna palabra se había intercambiado entre nosotros, lo esencial ya había quedado perfectamente comunicado.
Ambos habíamos reconocido en el otro a alguien que entendía el peso de proteger lo que otros consideraban perdido.
Chapter 14: Compasión - Parte 2 y Final
Notes:
🌸🔥💔
Chapter Text
Las horas después de la reunión Hashira habían pasado como una neblina inquieta.
Me había retirado a mi pabellón pero el veredicto de Kagaya-sama seguía resonando en mi cabeza: los hermanos Kamado tendrían su oportunidad de demostrar que Nezuko era diferente. Una decisión que había dividido claramente a los Hashira en dos bandos, con líneas que nunca antes habían existido entre nosotros.
Ahora, mientras la noche se asentaba sobre el complejo como una manta pesada, me encontraba incapaz de encontrar paz. Había intentado meditar, entrenar, incluso leer algunos pergaminos antiguos sobre técnicas de respiración. Nada conseguía calmar la inquietud que me carcomía desde adentro.
No era solo la controversia sobre Nezuko lo que me mantenía despierta. Era la expresión en los ojos de Kyojuro cuando me había puesto del lado de Giyu. Esa sorpresa fugaz, apenas un parpadeo, se había quedado grabada en mi memoria.
Me pregunté si ahora pensaría algo distinto de mí, si mis convicciones habían hecho que me viera de otra manera… y si eso cambiaría la forma en que nos relacionabamos a partir de ese momento.
El sonido suave de la campanilla en la entrada principal de mi pabellón interrumpió mis pensamientos melancólicos. Me levanté del cojín donde había estado sentada en posición de loto, alisé mi yukata, y me dirigí hacia la puerta principal.
Cuando la deslicé, encontré a Kyojuro de pie en el umbral, portando una cesta de mimbre que desprendía aromas deliciosos.
—Buenas noches, Sakura —dijo con esa sonrisa característica, aunque pude detectar una sutil tensión alrededor de sus ojos—. Pensé que tal vez no habías cenado aún.
Su consideración, después de la tensión del día, me tomó completamente desprevenida.
—Kyojuro... —comencé, pero él alzó una mano gentilmente.
—Si prefieres estar sola, lo entenderé perfectamente —añadió rápidamente—. Solo quería asegurarme de que estuvieras bien.
La preocupación genuina en su voz derritió cualquier resistencia que pudiera haber tenido.
—Por favor, pasa —dije, haciéndome a un lado—. La verdad es que no he comido nada desde el desayuno.
Entramos al salón principal, donde coloqué cojines alrededor de la mesa baja mientras Kyojuro disponía los platos que había traído. El aroma de arroz con pollo, verduras al vapor y sopa de miso llenó la habitación, creando una atmósfera de normalidad hogareña que contrastaba vívidamente con la tensión militar del día.
—¿Te encuentras bien? —preguntó finalmente, mientras servía el té—. Te fuiste muy rápidamente después de que Kagaya-sama diera su veredicto.
Tomé mi taza entre las manos, sintiendo el calor cerámico contra mis palmas.
—¿Tú qué piensas realmente? —le pregunté en lugar de responder—. Después de todo lo que pasó hoy, después de ver que Nezuko no atacó a Sanemi ni siquiera cuando la provocó y la torturó... ¿sigues creyendo que debería morir?
Kyojuro consideró mi pregunta con esa seriedad que aplicaba a todos los temas importantes.
—Para mí, sigue siendo la opción más segura —respondió con honestidad absoluta—. No la más fácil, no la que me haga sentir mejor moralmente, sino la más segura para la humanidad en general. No es que desee la muerte de esa niña por malicia o placer. Simplemente no puedo arriesgar las vidas de millones de inocentes basándome en esperanza y fe.
Su lógica era impecable, incluso si no la compartía.
—Pero Nezuko no atacó a nadie —insistí suavemente—. Ni siquiera cuando Sanemi la hirió deliberadamente, cuando la sangre despertó todos sus instintos de demonio. Si eso no te genera al menos algunas dudas...
—Por supuesto que me genera dudas —me interrumpió—. Sería inhumano no tenerlas después de lo que presencié. Pero precisamente ahí está el peligro, Sakura. Las dudas pueden nublar nuestro juicio en momentos cruciales. Tengo muy clara cuál es mi misión: proteger vidas humanas por encima de cualquier otra consideración.
Me quedé en silencio durante varios minutos, procesando sus palabras mientras comíamos.
—Parecías sorprendido cuando hablé a favor de los Kamado —observé finalmente.
—Lo estaba —admitió sin vacilación—. Nunca te había visto posicionarte tan firmemente en contra de lo que parecía ser el consenso general.
—Entiendo perfectamente a ese pobre chico —dije, pensando en la desesperación que había visto en los ojos de Tanjiro—. Yo habría hecho literalmente cualquier cosa por salvar a Kenji. Cualquier cosa. Si hubiera existido la más mínima posibilidad de que pudiera seguir existiendo de alguna forma, la habría tomado sin importar las consecuencias.
Kyojuro asintió, y pude ver comprensión genuina en sus ojos dorados.
—¿Estás enfadado conmigo? —pregunté, sintiéndome súbitamente vulnerable—. ¿Por pensar diferente que tú en algo tan…fundamental?
—¿Enfadado contigo? —repitió, como si la idea fuera completamente absurda—. Por supuesto que no, Sakura. Podemos tener opiniones contrarias sin que eso afecte nuestra amistad. Respeto profundamente tus convicciones porque sé que vienen del mismo lugar que las mías: el deseo genuino de proteger a quienes no pueden protegerse a sí mismos.
Su respuesta me llenó de un alivio que no había sabido que necesitaba.
—Espero no estar equivocándome en mi apoyo a Nezuko —murmuré.
—Si te equivocas —dijo con esa sabiduría tranquila que lo caracterizaba—, habrá sido por las razones más nobles posibles. Y eso cuenta para algo, incluso en el error.
Lo miré a través de la mesa, admirando una vez más su capacidad aparentemente infinita para ver lo mejor en las personas, para no guardar rencores, para mantener la ecuanimidad incluso en medio de desacuerdos fundamentales.
—¿Cómo haces eso? —pregunté—. ¿Cómo consigues no enfadarte nunca? Incluso cuando las personas no están de acuerdo contigo en cosas importantes.
Kyojuro se rió, un sonido cálido que llenó toda la habitación.
—No hay absolutamente nada que tú puedas hacer que me haga enojar contigo, Sakura —dijo con una certeza que me sorprendió por su intensidad.
—¿Nada? —pregunté alzando una ceja, genuinamente curiosa por los límites de esa paciencia.
Él se llevó una mano al mentón, fingiendo pensarlo con solemnidad, hasta que sus labios se curvaron en una sonrisa amplia.
—Bueno… me dolería profundamente si dejaras de querer compartir tus cenas conmigo.
Solté una risa, sorprendida por la ligereza de su respuesta después de tanta seriedad. Entonces, con un brillo más suave en los ojos, añadió sin vacilar:
—Eres importante para mí, Sakura.
Sus palabras me recorrieron con un calor inesperado, acelerando mi corazón. No era exactamente una declaración de amor, pero era la admisión más clara que había hecho jamás sobre sus sentimientos hacia mí.
Nos quedamos mirando a los ojos a través de la mesa, el aire entre nosotros cargándose con una electricidad que no tenía nada que ver con nuestras diferencias de opinión y todo que ver con algo mucho más profundo y personal.
—Tú también eres importante para mí —logré susurrar finalmente.
Su sonrisa en respuesta fue como el amanecer después de una noche muy larga.
Terminamos nuestra cena en un silencio que no era incómodo, sino lleno de posibilidades no expresadas. Y cuando finalmente se marchó, prometiendo regresar al día siguiente con más noticias sobre el estado de los hermanos Kamado, me quedé sentada a la mesa vacía, tocando inconscientemente mis labios y preguntándome qué habría pasado si hubiera sido lo suficientemente valiente como para cerrar la distancia entre nosotros.
La sala permanecía envuelta en un silencio casi sagrado, interrumpido únicamente por el murmullo susurrante del viento que se colaba por los corredores del recinto como espíritus inquietos buscando descanso.
Kagaya Ubuyashiki, sentado en su posición habitual con esa dignidad serena que parecía emanar de sus propios huesos, alzó la voz con la cadencia medida que transformaba cada una de sus palabras en verdades inmutables.
—De acuerdo con los informes que habéis presentado, las muertes causadas por demonios se han multiplicado de manera alarmante en los últimos meses —comenzó, su tono cargado de una gravedad que hizo que el aire mismo pareciera espesarse—. Nuestras vidas, y las de aquellos a quienes hemos jurado proteger, nunca se han visto más amenazadas que en este momento.
Hizo una pausa deliberada, permitiendo que el peso aplastante de sus palabras calara hasta lo más profundo de cada uno de nosotros.
—Por tanto, debemos expandir considerablemente nuestras filas. Reclutar a más miembros se ha vuelto no solo deseable, sino absolutamente imperativo para la supervivencia de la humanidad. ¿Estáis todos conformes con esta necesidad?
Sanemi fue el primero en romper el silencio que siguió, su postura rígida con los brazos cruzados firmemente sobre su pecho marcado por cicatrices, el ceño fruncido en una expresión de disgusto perpetuo.
—El nivel de los reclutas actuales ha caído en picado de manera patética —espetó, su tono más agudo y áspero de lo habitual—. Los instructores parecen dar palos de ciego, aceptando a cualquier mocoso que sepa sostener una espada sin cortarse los dedos. La mayoría de esos críos no durarían ni una maldita noche ahí fuera enfrentándose a un demonio real.
Tengen, que había estado apoyado despreocupadamente contra una columna de madera tallada, se irguió con esa sonrisa burlona que siempre precedía a sus comentarios más mordaces.
—Oh, vamos, Shinazugawa —ronroneó con diversión evidente—. ¿No serás tú precisamente uno de esos instructores incompetentes, por casualidad? Porque si es así, empiezo a entender perfectamente cuál es el problema aquí.
Soltó una carcajada breve pero extravagante que resonó por toda la habitación como campanas discordantes.
—Desde que el pequeño Kamado te plantó ese cabezazo memorable, no pareces el mismo. A lo mejor el golpe te afectó más de lo que quieres admitir.
Shinazugawa chasqueó la lengua con irritación visible, sus nudillos poniéndose blancos al apretar los puños, pero sorprendentemente se contuvo de responder con la violencia verbal que todos esperábamos.
En su lugar, fue Shinobu quien intervino con esa voz suave como seda pero afilada como bisturí que la caracterizaba.
—El problema trasciende las habilidades de combate individuales —observó con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Cuantos más miembros incorporemos a nuestras filas, más complejo se volverá mantener la cohesión y la unidad de propósito. No se trata únicamente de destreza con las armas, sino de lealtad inquebrantable hacia nuestra causa. Este período de cambios acelerados no facilita precisamente la construcción de esos lazos fundamentales.
Gyomei asintió lentamente, sus ojos permaneciendo cerrados como si estuviera contemplando verdades que el resto no podíamos percibir, su voz emergiendo ronca y templada como una oración ancestral.
—Hay quienes se nos han unido impulsados por la pérdida devastadora de sus seres más queridos —murmuró con esa sabiduría melancólica que lo caracterizaba—. Otros provienen de linajes antiguos y poderosos de cazadores de demonios, criados desde la infancia para esta guerra. Me parece profundamente cruel exigir a los primeros que su fuerza de voluntad y su ímpetu iguale, o incluso supere, al de aquellos que nacieron ya destinados para esta batalla.
Yo había permanecido en silencio hasta ese momento, sentada con las piernas recogidas elegantemente, la espalda perfectamente recta y la mirada fija en los intrincados patrones del tatami bajo nuestros pies. La mención específica a los reclutas recién llegados hizo que mis manos se apretaran involuntariamente sobre mis rodillas. Había visto de cerca tanto a los desesperados movidos por venganza como a los orgullosos herederos de tradiciones marciales. Y al final del día, todos sangraban exactamente igual cuando los demonios los encontraban.
Kyojuro, fiel a su naturaleza, rompió el peso opresivo de la melancolía con esa energía vital que parecía brotar directamente de su alma, su tono irradiando más calidez que de costumbre.
—¡Pero ese muchacho Kamado tiene un mérito extraordinario! —exclamó con una convicción que podría haber encendido hogueras—. Recién incorporado a nuestras filas y ya se ha enfrentado cara a cara con una de las Doce Lunas Demoníacas... ¡Eso no nos sucede ni siquiera a nosotros con tanta frecuencia! Espero sinceramente grandes cosas de él. Su valentía me inspira una envidia sana.
Kagaya-sama asintió lentamente, su rostro iluminándose con una sonrisa que era a la vez tierna y profundamente melancólica, como si pudiera ver futuros que preferíamos ignorar.
—Ciertamente, su potencial es innegable —concordó con suavidad—. Sin embargo, el hecho de que la Quinta Luna Inferior actuara de esa manera tan imprudente me hace sospechar fuertemente que Muzan no se encontraba en los alrededores de aquel monte durante el enfrentamiento.
Su mirada ciega se alzó, recorriendo meticulosamente los rostros de todos los presentes como si pudiera ver directamente a través de nuestras almas.
—Cuando Muzan desea mantener algo oculto de nuestro conocimiento, su táctica habitual es provocarnos deliberadamente con enfrentamientos menores, distracciones elaboradas diseñadas para desviar nuestra atención de sus verdaderos objetivos. Esta vez, permitió que uno de sus subordinados fuera eliminado sin interferencia directa.
Una pausa solemne y cargada de presagios envolvió la estancia como una mortaja invisible.
—La situación que enfrentamos es más compleja y peligrosa de lo que muchos comprenden completamente —continuó con esa serenidad que hacía que cada palabra pareciera grabada en piedra—. Los demonios continúan devorando seres humanos inocentes como si nuestros esfuerzos fueran completamente irrelevantes... y con cada vida que consumen, se vuelven exponencialmente más fuertes y letales.
Su voz adquirió un matiz de determinación férrea que contrastaba con su aparente fragilidad física.
—Solo podemos hacer una cosa por aquellos valientes que ya no están con nosotros, por todas las almas que hemos perdido en esta guerra interminable: resistir con cada fibra de nuestro ser. Honrar sus sacrificios continuando la lucha que ellos comenzaron.
Una pausa reverencial envolvió la habitación, tan profunda que podríamos haber escuchado caer los pétalos de cerezo en el jardín exterior.
—Creo con absoluta sinceridad que todos vosotros, mis queridos y valiosos Hashira, sois los cazadores más excepcionales que han existido desde los pioneros legendarios de la Respiración durante la era Sengoku —declaró, y su voz se cargó de un orgullo paternal que nos tocó a todos hasta lo más profundo del alma.
Sus ojos ciegos parecieron posarse en cada uno de nosotros individualmente, como si estuviera grabando nuestros rostros en su memoria para la eternidad.
—Kyojuro, con tu llama inquebrantable que ilumina incluso las noches más oscuras. Gyomei, cuya fortaleza espiritual trasciende lo físico. Tengen, cuya extravagancia oculta una lealtad profunda como el océano. Sanemi, cuya ferocidad nace de un amor feroz por la humanidad. Shinobu, cuya aparente delicadeza esconde la precisión mortal de la justicia misma. Mitsuri, cuyo corazón rebosa de un amor tan vasto que convierte tu fuerza en ternura. Obanai, cuya rectitud es como una serpiente que nunca suelta lo que considera digno de proteger.
Hizo una pausa, y su mirada pareció detenerse en la figura silenciosa de Giyu.
—Giyu, cuyo silencio habla más fuerte que mil discursos sobre dedicación y sacrificio. Muichiro, cuyo talento natural es un regalo que honra a todos sus antepasados.
Finalmente, sus ojos se dirigieron hacia mí, y sentí como si toda la habitación hubiera desaparecido excepto por esa conexión invisible entre nosotros.
—Y Sakura, cuya luz estelar ha comenzado a brillar con una intensidad que promete eclipsar incluso a las estrellas más antiguas del firmamento.
Alcé la vista por primera vez en toda la reunión, sintiendo cómo un calor inexplicable se extendía por mi pecho. Kagaya me dedicó una sonrisa que era pura dulzura paternal, aunque sus ojos cansados no podían ocultar completamente ese fondo de tristeza ancestral que todos habíamos aprendido a reconocer pero ninguno se atrevía a nombrar directamente.
—Mis queridos niños —murmuró con una ternura que hizo que se me formara un nudo en la garganta—. Llevais conmigo no solo mi confianza absoluta, sino también mi bendición más profunda. Que las estrellas os guíen, que el fuego os proteja, y que nunca olvidéis que el amor que sentís por la humanidad es vuestra arma más poderosa contra la oscuridad.
El silencio que siguió a sus palabras no era vacío, sino lleno de una determinación renovada que parecía fluir entre todos nosotros como una corriente invisible pero poderosa.
Sabíamos que las batallas más difíciles aún estaban por venir. Pero en ese momento, unidos bajo la bendición de nuestro maestro, nos sentíamos capaces de enfrentar cualquier oscuridad que osara amenazar la luz que habíamos jurado proteger.
Los días posteriores a la reunión con Kagaya-sama habían pasado en un torbellino de actividad incesante.
Los Hashira nos encontrábamos inmersos en una vorágine de responsabilidades que parecía no tener fin: inspeccionar minuciosamente a los nuevos reclutas que llegaban en oleadas desesperadas, evaluar sus habilidades básicas de combate, colaborar estrechamente con los instructores veteranos para desarrollar métodos de entrenamiento más efectivos que pudieran compensar la falta de experiencia con técnica refinada.
Paralelamente, los informes de actividad demoniaca se multiplicaban como hongos después de la lluvia. Ataques coordinados, desapariciones inexplicables, avistamientos de criaturas que parecían más organizadas y letales que nunca. Era como si Muzan hubiera decidido acelerar sus planes, forzándonos a reaccionar en lugar de actuar según nuestras propias estrategias.
En medio de este caos controlado, Kyojuro y yo apenas habíamos podido intercambiar más que saludos apresurados y sonrisas fugaces mientras nos cruzábamos corriendo entre una responsabilidad y la siguiente. La intimidad de nuestra cena compartida parecía pertenecer a otra vida, a un tiempo más simple cuando podíamos permitirnos conversaciones largas y silencias cómodos.
Pero esta noche, finalmente, había encontrado un momento de respiro.
El estanque de mi pabellón se extendía ante mí como un espejo oscuro, su superficie apenas perturbada por la brisa nocturna que hacía susurrar las hojas de bambú en los márgenes. Los nenúfares flotaban como pequeñas barcas blancas en la oscuridad, sus pétalos cerrados en preparación para el sueño nocturno. El aroma sutil del jazmín se mezclaba con la humedad fresca del agua, creando una atmósfera de serenidad que había estado anhelando durante días.
Me había sentado en el borde de piedra pulida, con los pies descalzos rozando apenas la superficie del agua. Mi yukata de dormir, de un lavanda pálido como el cielo al amanecer, se extendía alrededor de mí en pliegues suaves. Por primera vez en semanas, había dejado mi cabello completamente suelto, cayendo como una cortina oscura hasta mi cintura.
Estaba tan absorta en la contemplación hipnótica de los reflejos de las estrellas en el agua que no escuché los pasos suaves acercándose por el sendero de piedra.
—Hermosa noche —dijo una voz familiar, cálida como miel derramada sobre terciopelo.
Me giré, y allí estaba Kyojuro, emergiendo de las sombras del jardín como si fuera parte de algún sueño que no recordaba haber comenzado. Había cambiado su uniforme habitual por una yukata informal de color crema, y su cabello dorado se veía más suave sin el gel que normalmente usaba para mantenerlo en su lugar durante las batallas.
—Kyojuro —murmuré, sintiéndome súbitamente consciente de lo ligero de mis ropajes——. No te escuché llegar.
—Perdón si te sobresalté —respondió, acercándose lentamente hasta detenerse a una distancia respetuosa—. Vi la luz desde mi pabellón y pensé... bueno, pensé que tal vez también necesitabas compañía.
En ese preciso instante, la luna decidió emerger de detrás de una nube errante, bañándonos a ambos en una luz plateada que transformó todo el jardín en algo etéreo y mágico. Su rostro quedó iluminado con esa luz suave, y pude ver cómo sus ojos dorados me observaban con una intensidad que hizo que se me acelerara el pulso.
Nos quedamos en silencio durante varios segundos, simplemente mirándose, como si fuéramos dos personas que acababan de descubrir algo importante sobre el mundo.
—La tranquilidad de la noche tiene algo sanador —comenté finalmente, rompiendo el hechizo antes de que se volviera demasiado intenso para soportarlo.
—Especialmente después de estos días tan caóticos —concordó, y pude escuchar el cansancio genuino en su voz—. A veces siento que corremos tanto que olvidamos por qué corremos.
—¿Por qué no te sientas conmigo? —pregunté, señalando el espacio vacío a mi lado.
Kyojuro caminó hasta ocuparlo. Su presencia era tan cercana que bastaría con estirar la mano para rozarlo. Sin embargo, contuve el impulso; en su lugar me incliné hacia el estanque y hundí los dedos en el agua, viendo cómo las ondas se expandían en círculos concéntricos.
—El agua siempre me ha relajado —murmuré, observando cómo mi reflejo se ondulaba suavemente en la superficie—. Hay algo en su movimiento constante, en la forma en que refleja pero no retiene... Es como si quisiera recordarnos que todo es temporal, incluso el dolor.
Un silencio denso se instaló entre nosotros. Sentía la mirada de Kyojuro posarse sobre mí, y esa noche tenía un peso distinto. Más intensa, más urgente que de costumbre, como si algo ardiera en sus venas y amenazara con desbordarse en cualquier momento.
—Aquella mañana en el lago... —comenzó súbitamente, su voz adquiriendo una calidad diferente, más íntima.
Mi corazón se detuvo por completo.
—Tu reflejo se ondulaba en el agua exactamente como ahora —continuó con tono bajo, ronco —. Tenías el cabello más corto entonces, apenas rozándote los hombros. Te dije que parecías una diosa con tu arco. Te ofrecí mi mano para ayudarte a bajar de esa roca.
Hizo una pausa, y cuando habló de nuevo, su voz era apenas un susurro cargado de recuerdos.
—Y entonces desapareciste sin dejar rastro, como si hubieras sido realmente una aparición que mi mente había conjurado.
Me quedé completamente muda, mi mente luchando por procesar lo que acababa de revelar. Todo este tiempo... todo este tiempo él había sabido exactamente quién era yo. Había sabido que éramos los extraños que se habían encontrado junto a aquel lago remoto, que habían compartido ese momento suspendido en el tiempo antes de que el miedo me hiciera huir.
Giré el rostro poco a poco hasta encontrarme de lleno con su mirada. Su expresión era serena, pero en sus ojos había un fulgor reverente, como si estuviera contemplando algo precioso. El calor me subió a las mejillas al instante, incapaz de sostener del todo la intensidad de aquella atención.
—¿Por qué... por qué no me dijiste nada? —logré susurrar finalmente.
—No veía el momento apropiado —admitió con honestidad brutal—. Y no estaba seguro de si tú querías que sacara el tema. Parecías tan... cautelosa, cuando llegaste aquí. No quería presionarte con recuerdos que tal vez preferías mantener privados.
Kyojuro respiró profundamente y por un momento su mirada se perdió en las aguas del estanque. Yo también inspiré hondo, y el aire me trajo su aroma: una mezcla cálida de cítricos y especias dulces, con un toque limpio y penetrante que me envolvía como un abrazo invisible.
—Siempre te recordé, Sakura —continuó, y había algo en la forma en que pronunció mi nombre que hizo que cada terminación nerviosa de mi cuerpo se tensara—. Desde ese primer momento junto al agua. Y cuando te vi entrar en la sala de reuniones el día de tu presentación... te reconocí inmediatamente. La misma gracia, la misma tristeza en los ojos, la misma belleza que me había robado el aliento meses atrás.
—Yo… debería haber dicho algo —murmuré, sintiendo cómo la culpa me apretaba el pecho—. Pero me daba tanta vergüenza...
Para mi sorpresa, Kyojuro se rió, un sonido suave y cálido que hizo que parte de mi tensión se desvaneciera.
—¿Vergüenza tú? —preguntó con incredulidad genuina—. Debería ser yo el avergonzado. Entiendo perfectamente que no quisieras tomar mi mano ni hablar conmigo después de esa entrada tan... dramática. Aparecí de la nada como algún tipo de poeta loco.
No pude evitar sonreír ligeramente.
—No fue eso —murmuré—. Ya entonces causaste un impacto en mí. Pero... —dudé, buscando las palabras correctas— no estaba preparada para nada. Para ningún tipo de conexión con nadie.
Sus ojos se suavizaron, y su mano se movió en la hierba hacia mi, sin llegar a tocarme pero tan cerca que podía sentir el calor irradiando de su cuerpo.
—¿Lo estás ahora? —preguntó, y su voz tenía una vulnerabilidad que nunca había escuchado antes.
—Yo... —comencé, pero las palabras se me atascaron en la garganta.
—No espero nada de ti, Sakura —dijo con urgencia suave, como si fuera vital que entendiera esto—. Me conformaré con cualquier cosa que quieras darme. Una sonrisa, una conversación, tu amistad... cualquier parte de ti que estés dispuesta a compartir.
Kyojuro alzó el rostro y un rayo de luna iluminó sus facciones. Podía ver las motas doradas en sus ojos, podía contar cada pestaña.
—Estoy aquí contigo porque así lo elijo cada día —susurró—. Porque así lo siento en cada fibra de mi ser. No por obligación, no por cortesía, sino porque no puedo imaginar estar en ningún otro lugar.
—Kyojuro... —susurré su nombre como una oración.
Nos quedamos mirándonos unos segundos, y, como si un imán invisible nos atrajera, nos fuimos acercando lentamente el uno al otro, cada movimiento tan natural como el fluir del día hacia la noche.
Estábamos tan cerca ahora que podía sentir su respiración rozando mi rostro. El deseo crepitaba en el aire entre nosotros como electricidad antes de una tormenta. Podía ver en sus ojos que me deseaba, que cada músculo de su cuerpo se tensaba con la necesidad de cerrar la distancia final entre nosotros.
Pero también podía ver su control férrea, su determinación de no dar el primer paso. Su respeto hacia mí era tan profundo que se negaría su propio deseo antes de arriesgar mi comodidad.
La comprensión me atravesó como un rayo: si algo iba a pasar entre nosotros, tendría que ser yo quien tomara esa decisión final.
Con el corazón golpeando con fuerza contra mi pecho, alcé la mano y la apoyé sobre los músculos de su torso, sintiendo la firmeza y la tensión de su cuerpo bajo mis dedos. Entreabrí los labios, necesitando aire, mientras un calor ardiente se encendía en mi bajo vientre. Levanté la barbilla, acercando mi rostro al suyo, y lo observé. Vi cómo sus ojos se oscurecían, cómo su respiración se volvía más superficial, cómo cerraba el puño sobre la hierba, cómo sus labios se entreabrían ligeramente en anticipación...
—¡CAW! ¡RENGOKU-SAN! ¡CAW!
El grito estridente del cuervo Kasugai cortó la noche como una katana, haciendo que ambos saltáramos hacia atrás como si hubiéramos sido golpeados por un rayo.
El ave se posó en una rama baja del cerezo más cercano, sus ojos negros brillando con urgencia oficial.
—¡EL MAESTRO KAGAYA LO REQUIERE INMEDIATAMENTE! ¡MISIÓN URGENTE! ¡CAW!
Kyojuro cerró los ojos por un momento, y pude ver cómo luchaba por recuperar su compostura profesional. Cuando los abrió de nuevo, habían vuelto a esa determinación familiar, aunque aún podía detectar rastros del deseo que había estado ardiendo allí segundos antes.
—Debo irme —dijo mientras ambos nos poníamos en pie, y su voz era tan ronca que casi tuve dificultad para entenderle.
—Lo sé —respondí, sintiéndome súbitamente tímida ante la magnitud de lo que casi había pasado.
Se acercó una vez más, y tomó una de mis manos entre las suyas. La levantó hasta sus labios y presionó un beso suave en mis nudillos, un gesto tan tierno que sentí que mi corazón podría derretirse completamente.
—Esto no ha terminado —murmuró contra mi piel—. Cuando regrese...
—Cuando regreses —concordé, sintiéndome más valiente de lo que me había sentido en años.
Me soltó la mano lentamente, como si fuera lo más difícil que había hecho jamás, y se dirigió hacia donde lo esperaba su deber. Se giró una vez para mirarme, esa sonrisa devastadora iluminando su rostro bajo la luz de la luna.
Y entonces desapareció en las sombras del jardín, dejándome sentada junto al estanque con el corazón acelerado, los labios hormigueando con la anticipación de un beso que había estado a segundos de suceder, y la certeza de que cuando regresara, todo habría cambiado entre nosotros para siempre.
El amanecer apenas había comenzado a pintar el cielo de tonos rosados cuando escuché los pasos familiares acercándose por el sendero de mi pabellón.
Me había despertado temprano, incapaz de dormir profundamente después de la intensidad de la noche anterior. Cada vez que cerraba los ojos, podía sentir el fantasma de su respiración contra mi mejilla, la calidez de sus manos sosteniendo la mía, la anticipación de un beso que había estado a segundos de suceder.
Cuando abrí la puerta, Kyojuro estaba allí de pie, ya completamente vestido con su uniforme. Su haori ondeaba ligeramente en la brisa matutina, y pude ver que llevaba su equipo completo: katana, provisiones, y esa expresión de determinación profesional que adoptaba cuando el deber lo llamaba.
Pero en sus ojos dorados pude ver rastros de la ternura íntima que habíamos compartido horas antes.
—Buenos días —dijo con esa sonrisa que siempre conseguía que mi corazón se acelerara—. Perdón por venir tan temprano, pero...
—Tienes una misión —terminé por él, sintiendo cómo algo se encogía en mi pecho.
—Kagaya-sama me ha asignado algo urgente —confirmó, su tono volviéndose más serio—. Hay un tren donde han estado ocurriendo desapariciones extrañas. Más de cuarenta personas han desaparecido sin dejar rastro en un período muy corto. Los investigadores enviados previamente tampoco han regresado.
Asentí, tratando de mantener mi expresión neutral a pesar del nudo que se había formado en mi garganta. Sabía que era parte de nuestra vida: las misiones urgentes, las separaciones repentinas, el constante peligro que acechaba cada vez que salíamos a cumplir con nuestro deber.
—¿Cuándo vuelves? —pregunté, odiando cómo mi voz sonó más pequeña de lo que pretendía.
—Debería ser cuestión de días —respondió, dando un paso más cerca—. Una semana como máximo. Y cuando lo haga... —hizo una pausa, sus ojos encontrando los míos con una intensidad que me robó el aliento— terminaremos lo que comenzamos anoche junto al estanque.
El calor me subió por el cuello hasta las mejillas, pero mantuve su mirada.
—Cuando vuelvas —dije con más firmeza—, te contaré todo. Te lo prometo. Toda mi historia, todo lo que necesitas saber sobre mí. No quiero más secretos entre nosotros.
Su sonrisa se amplió hasta convertirse en algo radiante y asintió solemnemente.
—Me gustaría llevarte a conocer a mi hermano pequeño, Senjuro —dijo con entusiasmo genuino—. Podríamos tomarnos unos días libres, caminar por los jardines de mi hogar, hablar de todo lo que necesitemos hablar sin interrupciones de cuervos urgentes.
La imagen que pintaba era tan dulce, tan llena de posibilidades futuras, que sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas no derramadas.
—Estoy deseando regresar para estar contigo, Sakura —continuó, su voz adquiriendo esa cualidad íntima que había escuchado la noche anterior—. Ahora lucho no solo como Hashira, sino como hombre. Porque se que tú estarás esperándome.
—Ten cuidado ahí afuera —le dije, sintiendo cómo la preocupación me apretaba el pecho como una garra invisible—. No sé qué haría si...
—Siempre tengo cuidado —me interrumpió gentilmente—. Y ahora tengo una razón aún más poderosa para luchar con todo lo que tengo y regresar a casa sano y salvo.
La emoción que había estado conteniendo finalmente se desbordó. Sin pensar en protocolos o en mantener distancias apropiadas, me lancé hacia él, rodeando su torso con mis brazos en un abrazo desesperado.
Kyojuro se tensó por sorpresa durante una fracción de segundo, pero luego sus brazos me envolvieron con una fuerza y una ternura que me hicieron sentir como si estuviera en el lugar más seguro del mundo. Era más alto que yo, así que mi cabeza se acomodó perfectamente contra su pecho, donde pude escuchar el latido fuerte y constante de su corazón.
Sus brazos me rodearon completamente, una mano presionando gentilmente contra mi espalda mientras la otra se perdía en mi cabello suelto. Podía sentir la solidez de sus músculos, la calidez que irradiaba incluso a través de la tela de su uniforme, el aroma familiar que era únicamente suyo: una mezcla de jabón limpio, cítricos, y algo que no podía identificar pero que siempre asociaría con seguridad.
Me aferré a él como si fuera un ancla en una tormenta, tratando de memorizar cada detalle de este momento: la forma en que sus brazos me protegían del mundo exterior, cómo su respiración movía suavemente mi cabello, la manera en que su mano trazaba círculos reconfortantes en mi espalda.
—Vuelve conmigo —susurré contra su pecho, las palabras saliendo más cargadas de emoción de lo que había pretendido.
—Siempre —murmuró contra la coronilla de mi cabeza, y sentí el roce suave de sus labios en mi cabello—. Te lo prometo.
Nos quedamos así durante lo que pareció una eternidad pero probablemente fueron solo minutos. Finalmente, él fue quien se separó gentilmente, aunque mantuvo sus manos en mis hombros como si tampoco quisiera romper completamente el contacto.
—Debo irme —dijo con evidente reluctancia—. El tren no esperará.
Asentí, tratando de sonreír a pesar del peso que sentía en el pecho.
—Ve a salvar vidas, Hashira de la Llama —dije, intentando que mi voz sonara ligera—. Te estaré esperando.
Me dedicó una última sonrisa, esa que había llegado a amar más que cualquier cosa en el mundo, y se giró para marcharse por el sendero que llevaba hacia la entrada principal del complejo.
Lo observé alejarse hasta que su figura se desvaneció entre las sombras de los árboles matutinos, su haori flameante ondeando detrás de él como una bandera de esperanza en el viento del amanecer.
Me quedé allí de pie mucho después de que hubiera desaparecido, con una mano presionada contra mi pecho donde aún podía sentir el eco de su abrazo, respirando el aire que aún conservaba rastros de su presencia.
Si hubiera sabido que esa era la última vez que lo vería... tal vez habría encontrado las palabras para decirle todo lo que se quedó atrapado en mi garganta, todo lo que mi corazón gritaba pero que mi voz no se atrevió a pronunciar.
Habían pasado cinco días desde su partida cuando regresé de mi misión en la aldea de Yukimura. Un demonio de rango inferior había estado aterrorizando a los comerciantes que viajaban por la ruta principal durante las noches de luna nueva. Había sido una tarea sencilla, casi rutinaria: rastrear, enfrentar, eliminar. Tres horas de principio a fin, incluido el viaje de regreso.
Mientras caminaba por el sendero serpenteante que llevaba de vuelta al complejo, mis pensamientos estaban completamente ocupados por Kyojuro. Cinco días. Había dicho que serían solo unos días, una semana como máximo. Pronto estaría de vuelta, y finalmente tendríamos esa conversación que habíamos estado posponiendo. Podría contarle todo sobre mi pasado, mis miedos, los secretos que había guardado tan celosamente. Y él me llevaría a conocer a Senjuro, caminaríamos por los jardines de su hogar...
El aire vespertino era fresco contra mi piel, y los últimos rayos de sol se filtraban entre las hojas creando un mosaico dorado en el suelo del bosque. Todo se sentía tranquilo, lleno de posibilidades futuras. Mi corazón latía con esa anticipación dulce que había estado creciendo en mi pecho desde aquella noche junto al estanque.
Fue entonces cuando escuché el batir familiar de alas sobre mi cabeza.
—¡Kuromaru! —saludé con alegría al ver a mi cuervo descender hacia mí. Tal vez traía noticias de Kyojuro, quizás incluso la confirmación de su regreso.
Pero cuando Kuromaru se posó en la rama más cercana, algo en su postura me heló la sangre. Sus pequeños ojos negros me miraban con una expresión que jamás había visto en él: una mezcla de pesar y reluctancia que me hizo detener mis pasos inmediatamente.
—Kuromaru... ¿qué pasa? —pregunté, mi voz apenas un susurro.
El cuervo inclinó su cabeza, y cuando habló, cada palabra cayó sobre mí como piedras arrojadas desde una gran altura:
—El Hashira de la Llama... Kyojuro Rengoku... ha caído en combate.
El mundo se detuvo.
Los sonidos del bosque se desvanecieron hasta convertirse en un silencio ensordecedor. El aire se volvió espeso, como si tratara de respirar a través de miel. Mis piernas perdieron toda su fuerza de golpe, y me desplomé de rodillas sobre la hierba húmeda del sendero, el impacto enviando ondas de dolor por mi cuerpo que apenas registré.
—No —murmuré, negando con la cabeza—. No, tiene que haber un error. Él dijo... él prometió que volvería. Me lo prometió.
Kyo permaneció en silencio, sus ojos llenos de una compasión que nunca había visto. La realidad comenzó a abrirse paso a través del shock como agua helada filtrándose por las grietas de mi negación.
—¿Cómo? —logré preguntar, mi voz quebrada.
—Murió luchando contra la tercera Luna Superior en el tren Mugen. Protegió a más de doscientas personas hasta el final.
Cada palabra era una puñalada. La tercera Luna Superior. Uno de los demonios más poderosos que existían. Y él había estado solo, protegiéndolos a todos, luchando hasta el último aliento como el héroe que siempre había sido.
El dolor que se extendió por mi pecho fue tan físico y abrumador que me doblé hacia adelante, presionando mis manos contra la tierra como si pudiera anclarme a algo real, algo sólido en este mundo que de repente había perdido todo sentido.
—No, no, no... —repetí como un mantra inútil, como si las palabras pudieran cambiar la realidad, como si pudieran traerlo de vuelta.
Pensé en su sonrisa, en la forma en que sus ojos dorados brillaban cuando me miraba. En sus palabras: "Estoy deseando regresar para estar contigo, Sakura. Ahora lucho no solo como Hashira, sino como hombre. Porque sé que tú estarás esperándome."
Y yo había estado esperando. Había estado contando los días, imaginando su regreso, preparándome para abrir mi corazón completamente a él. Pero él nunca volvería.
Nunca volvería.
Las lágrimas comenzaron a caer sin control, mojando la tierra bajo mis manos. Un sollozo desgarrado escapó de mi garganta, seguido por otro, y otro, hasta que todo mi cuerpo se estremeció con la fuerza de un dolor que no sabía que pudiera existir.
Kuromaru voló hasta el suelo y se acercó a mí con pasos pequeños y cautelosos, posando suavemente su ala sobre mi mano temblorosa.
Me quedé allí, destrozada en el suelo del bosque, mientras el mundo continuaba girando indiferente a mi agonía. El sol terminó de ponerse, las estrellas aparecieron, y yo seguí llorando por el hombre que había prometido volver a casa conmigo y que ahora yacía en algún lugar lejano, silencioso para siempre.
Tres días después, salí lentamente de la mansión del maestro Kagaya. Los últimos días habían pasado en una neblina de dolor y cansancio. Kagaya-sama me había acogido con su bondad infinita, permitiéndome llorar en la tranquilidad de sus jardines mientras sus palabras gentiles trataban de traer algún tipo de consuelo a mi alma destrozada.
Pero ninguna palabra, por más bien intencionada que fuera, podía llenar el vacío que se había abierto en mi pecho como un abismo sin fondo.
Caminaba de vuelta a mi pabellón con pasos lentos y mecánicos, mis ojos fijos en el sendero de piedra mientras trataba de no pensar en nada más allá de poner un pie delante del otro. El crepúsculo había comenzado a teñir el cielo de púrpura y dorado, los mismos colores que habían enmarcado nuestra última mañana juntos.
Fue entonces cuando escuché pasos detrás de mí. Pasos ligeros pero decididos, acompañados por el suave sonido de una respiración esforzada.
Me giré lentamente y vi a un joven con el cabello rojo oscuro y ojos bordeaux que brillaban con una determinación familiar pero también con una tristeza profunda. Llevaba un haori a cuadros verdes y negros, y en su espalda portaba una caja de madera.
—¿Sakura-san? —preguntó con voz suave pero clara.
Asentí, incapaz de encontrar mi voz.
—Soy Tanjiro Kamado —dijo, inclinándose en una reverencia profunda y respetuosa—. Estuve con Rengoku-san durante su última misión.
Mi corazón se apretó dolorosamente al escuchar su nombre pronunciado en voz alta. Había estado evitando que lo dijeran frente a mí porque cada vez se sentía como una nueva herida.
—Lamento muchísimo su pérdida —continuó Tanjiro, su voz cargada de una sinceridad que me llegó directo al alma—. Kyojuro-san luchó con una valentía que jamás olvidaré. Hasta el último momento, su preocupación fue proteger a todos a bordo del tren. Incluso cuando estaba... incluso al final, siguió sonriendo, siguió siendo la llama brillante que había sido toda su vida.
Tragué saliva con dificultad, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con desbordarse nuevamente.
—Sé que tal vez no es el mejor momento, pero también quería agradecerte —añadió Tanjiro, sus ojos encontrando los míos con gratitud genuina—. En la reunión de Hashira, cuando todos estaban decidiendo qué hacer con Nezuko... usted fue una de las voces que abogó por darnos una oportunidad. Su apoyo significó más de lo que pueda imaginar.
—No hace falta que me des las gracias —logré decir con voz ronca—. Merecías esa oportunidad.
Tanjiro asintió solemnemente, luego respiró profundo antes de continuar.
—Voy a dirigirme a la residencia Rengoku para entregar la katana de Kyojuro-san a su familia —dijo con cuidado—. Me preguntaba si... si le gustaría venir conmigo.
Las palabras me golpearon como un puño en el estómago. La residencia Rengoku. El lugar donde Kyojuro me había prometido llevarme cuando regresara. Donde conocería a Senjuro, a su padre, donde caminaríamos por los jardines, donde construiríamos un futuro juntos.
Un futuro que ahora solo existía en mis recuerdos.
—Yo... —comencé, pero mi voz se quebró.
Podía ver en los ojos de Tanjiro que entendía mi dolor. Su propia expresión se suavizó con comprensión y compasión compartida.
—Sé que es difícil —dijo gentilmente—. Y no hay presión. Solo pensé que tal vez querría... que tal vez le traería algo de paz.
Cerré los ojos con fuerza, tratando de contener las lágrimas que pugnaban por salir. Quería ir. Cada fibra de mi ser quería honrar la memoria de Kyojuro de esa manera, quería conocer al hermano pequeño del que había hablado con tanto cariño, quería caminar por los jardines que él había amado.
Pero la idea de estar en ese lugar sin él, de ver su hogar sabiendo que nunca más regresaría a él, se sentía como una tortura que no estaba lista para enfrentar.
—No puedo —susurré, negando con la cabeza—. Lo siento, pero no puedo. No ahora. Es demasiado...
—Lo entiendo perfectamente —dijo Tanjiro con suavidad—. No tiene que explicarme nada.
Me giré para alejarme, necesitando desesperadamente llegar a la soledad de mi pabellón antes de que mi compostura se desmoronara completamente. Pero la voz de Tanjiro me detuvo.
—Sakura-san, espere. Hay algo más.
Me giré lentamente, y vi que sus ojos se habían llenado de una emoción profunda y solemne.
—En sus últimos momentos —dijo con cuidado, como si sopesara cada palabra—, Rengoku-san me pidió que te transmitiera algo. Fueron... fueron prácticamente sus últimas palabras.
Mi corazón se detuvo. Mis rodillas temblaron, pero permanecí de pie, esperando.
Tanjiro cerró los ojos por un momento, como si estuviera recordando exactamente cada palabra, cada inflexión.
—Dijo: “Dile a Sakura que lamento no haber podido regresar. Que los días que compartimos fueron los más brillantes de mi vida. Lo que siento no muere conmigo. Su corazón fue el hogar más hermoso que conocí. Y dile que no apague su luz. Su estrella debe seguir ardiendo, iluminando la noche para quienes la necesiten.”
El mundo se desmoronó a mi alrededor.
Un sollozo desgarrado escapó de mi garganta, seguido por otro, y otro. Me cubrí el rostro con las manos mientras las lágrimas caían sin control entre mis dedos. Todo el dolor que había estado conteniendo durante estos días se liberó de golpe, como una presa que finalmente cedía bajo la presión.
Podía escucharlo diciendo esas palabras con su voz cálida y gentil. Podía ver sus ojos dorados brillando con ese amor que había estado a punto de florecer completamente entre nosotros. El hogar más hermoso. Nuestra llama compartida.
Sentí una mano gentil posarse en mi hombro, y cuando levanté la vista a través de mis lágrimas, vi que Tanjiro también estaba llorando silenciosamente, compartiendo mi dolor con una empatía que solo alguien que había perdido tanto podía ofrecer.
—Él la quería mucho —susurró—. Incluso en su momento final, su nombre fue lo último que pronunció.
Me dejé caer de rodillas sobre el sendero de piedra, abrumada por la mezcla de dolor y gratitud que esas palabras finales habían traído. Dolor por todo lo que habíamos perdido, por todas las palabras no dichas, por los futuros que nunca serían. Pero también gratitud por haber sido amada de esa manera, por haber sido el último pensamiento de alguien tan extraordinario como Kyojuro Rengoku.
Tanjiro se arrodilló a mi lado, ofreciendo su presencia silenciosa y comprensiva mientras yo lloraba por el hombre que había prometido volver a casa conmigo, pero que en su lugar había enviado su amor como su último regalo, su última promesa cumplida de la única manera que le fue posible.
En la distancia, las primeras estrellas comenzaron a aparecer en el cielo oscurecido, y yo juré en silencio que mantendría vivo su fuego en mí, tal como él me había pedido. Sería su último deseo cumplido, mi última promesa a él.
Porque aunque su cuerpo había caído, su llama seguiría ardiendo en mi corazón para siempre.
Chapter 15: Lo que queda después del fuego
Chapter Text
Habían pasado dos semanas desde que las últimas palabras de Kyojuro llegaron a mí a través de Tanjiro, y cada día se sentía como caminar a través de melaza espesa. El mundo había perdido sus colores; todo se veía gris, apagado, como si alguien hubiera cubierto el sol con una tela gruesa que no permitía que su luz llegara completamente a la tierra.
Me había convertido en una sombra de mí misma. Comía por obligación, entrenaba por rutina, dormía cuando el agotamiento era demasiado fuerte para resistirse. Pero incluso en mis sueños, él estaba ahí: su sonrisa radiante, sus ojos dorados llenos de promesas que nunca se cumplirían, sus brazos rodeándome en abrazos que se desvanecían tan pronto como despertaba.
Esa mañana, Kuromaru había llegado con un mensaje oficial: reunión de Hashira al mediodía. Era la primera convocatoria desde la muerte de Kyojuro, y sabía que significaba que tendríamos que hablar sobre cómo proceder sin el Hashira de la Llama. La sola idea me hacía sentir náuseas.
Me vestí con mi uniforme con movimientos mecánicos, me até el cabello en una coleta práctica, y verifiqué que mi katana estuviera asegurada correctamente en mi cintura. Todo por rutina, todo sin sentir realmente que estaba haciéndolo. Era como si hubiera una barrera de cristal entre yo y el resto del mundo, viendo todo pero sin poder tocarlo realmente.
Salí de mi pabellón con tiempo suficiente para llegar puntual, pero cuando llegué a la bifurcación del sendero que llevaba directo a la mansión del maestro, mis pies se detuvieron por voluntad propia. La idea de sentarme en esa habitación, de ver el espacio vacío donde Kyojuro solía estar con su presencia luminosa, de escuchar a los otros Hashira hablar de encontrar su reemplazo como si fuera una pieza de ajedrez que simplemente necesitaba ser cambiada... era insoportable.
Necesitaba más tiempo. Necesitaba aire.
Sin tomar una decisión consciente, mis pies me llevaron por el sendero alternativo que se alejaba de la mansión principal. Era un camino menos transitado, serpenteante, que seguía el contorno natural del terreno a través de un bosque más denso. Había caminado por aquí antes, durante mis primeros días en el complejo, cuando exploraba cada rincón de mi nuevo hogar.
El sonido llegó a mí gradualmente: un murmullo constante y melodioso que se hacía más fuerte a medida que avanzaba. Agua corriente. El río.
Seguí el sonido como si fuera un hilo dorado que me guiara, dejando que el murmullo líquido llenara el vacío horrible en mi mente. Había algo reconfortante en su constancia, en la forma en que continuaba fluyendo sin importar lo que sucediera en el mundo de los humanos. Kyojuro había muerto, mi corazón se había roto en mil pedazos, pero el río seguía cantando su canción eterna.
El sendero se abrió finalmente a una vista hermosa: un río de aguas claras que corría entre rocas cubiertas de musgo, bordeado por sauces llorones cuyos ramas rozaban la superficie del agua como dedos gentiles. Y atravesando el río, elegante y solitario, había un puente de madera antigua, sus barandillas desgastadas por años de clima y uso.
Me acerqué al puente lentamente, hipnotizada por el movimiento constante del agua debajo. Era un arroyo bastante amplio, lo suficientemente profundo como para que no pudiera ver el fondo claramente, y la corriente era fuerte pero no violenta. El agua capturaba la luz del sol y la devolvía en destellos plateados que danzaban y desaparecían constantemente.
Me detuve en el centro del puente y me aferré a la barandilla de madera con ambas manos. La madera era áspera bajo mis palmas, desgastada por el tiempo hasta adquirir una suavidad que hablaba de décadas de manos que se habían aferrado a ella de la misma manera que yo lo hacía ahora.
Y entonces, sin aviso, todo el dolor que había estado conteniendo se elevó en mi pecho como una ola gigantesca.
Apreté mis manos alrededor de la barandilla hasta que mis nudillos se pusieron blancos, inclinándome hacia adelante hasta que mi frente casi tocó la madera desgastada. Un gemido ahogado escapó de mi garganta, seguido por otro, y luego otro. Sentía como si hubiera una bestia salvaje dentro de mi pecho, arañando y desgarrando, tratando de abrirse camino hacia afuera.
Quería gritar. Quería gritar hasta que mi voz se desgarrara y no quedara nada más que el eco de mi dolor rebotando contra las paredes del valle. Quería gritar su nombre hasta que de alguna manera el universo se diera cuenta de su error y me lo devolviera. Quería gritar hasta que el mundo entendiera que había perdido algo irreemplazable, que se había llevado una luz que no podía ser reemplazada por ninguna otra.
Las lágrimas comenzaron a caer de nuevo, goteando entre los espacios de la barandilla para unirse al río que corría debajo. El agua las llevó inmediatamente, incorporándolas a su flujo eterno, y por un momento absurdo pensé que tal vez de esa manera mis lágrimas llegaran al océano, y desde el océano hasta donde quiera que Kyojuro estuviera ahora.
Creo firmemente que la muerte no es el final absoluto de nada. Que aquellos que se van de alguna forma se quedan con nosotros, solo que de una manera diferente.
Las palabras que él me dijo una vez regresaron ahora con la fuerza de una cuchillada, abriéndome por dentro.
¿Y si es cierto? ¿Y si, desde ese otro lado al que yo no puedo alcanzar, él me está viendo ahora? ¿Si es testigo de mi miseria, del estado en que me dejó, del hueco que su ausencia ha tallado en mí?
Mi respiración se volvió irregular, entrecortada. Cada inhalación se sentía como tratar de respirar a través de algodón mojado. El pecho me dolía físicamente, como si alguien hubiera metido sus manos dentro de mi caja torácica y estuviera estrujando mi corazón directamente.
Hacía apenas unos días había jurado mantener viva su llama. Pero dentro de mí no ardía nada: solo quedaba un frío que lo consumía todo.
¿Cómo se suponía que siguiera adelante? ¿Cómo se suponía que fuera a esa reunión y hablara de estrategias y asignaciones como si no hubiera un agujero del tamaño de una persona en mi vida? ¿Cómo se suponía que sonriera otra vez, que sintiera alegría otra vez, que mirara un amanecer otra vez sin pensar en que él nunca volvería a ver uno?
Me aferré más fuerte a la barandilla, mis brazos temblando con la tensión. El sonido del agua corriendo debajo de mí se había vuelto ensordecedor, o tal vez era que todo lo demás había desaparecido. Solo existían el río, mi dolor, y la sensación de estar completamente, irrevocablemente sola en el mundo.
Fue entonces cuando lo sentí.
Una presencia. Quieta, silenciosa, pero con peso.
Mi cuerpo se tensó inmediatamente, todos mis instintos de cazadora despertando de su letargo por primera vez en semanas. Alguien estaba parado detrás de mí, alguien que había logrado acercarse sin que yo lo sintiera hasta que estuvo cerca, lo cual era tanto impresionante como alarmante considerando mi entrenamiento.
Me enderecé lentamente, limpiándome las mejillas con el dorso de las manos en un movimiento rápido y discreto antes de girarme para enfrentar a quien quiera que fuera.
Lo que vi me dejó sin aliento.
Giyuu Tomioka estaba parado al inicio del puente, a unos cinco metros de distancia, completamente inmóvil. Su expresión era exactamente la misma de siempre: neutra, impasible, imposible de leer. Pero había algo en la forma en que me miraba, una intensidad silenciosa en sus ojos azul oscuro que me hizo sentir como si pudiera ver directamente a través de todas mis defensas hasta el dolor crudo en mi interior.
No dijo nada. Ni "¿estás bien?" ni "la reunión está por comenzar" ni cualquier otra cosa que una persona normal podría decir al encontrar a alguien llorando solo en un puente. Simplemente se quedó ahí, observándome con esa mirada penetrante que siempre había encontrado un poco desconcertante.
El calor me subió por el cuello hasta las mejillas. Me sentí expuesta, vulnerable, como si hubiera sido descubierta en un momento de debilidad que no había querido compartir con nadie. Especialmente no con Giyuu, que siempre parecía tener todo bajo control, que nunca mostraba emociones fuertes, que seguramente manejaba las pérdidas y las tragedias con esa serenidad imperturbable que yo envidiaba tanto en este momento.
—Yo... —comencé, pero mi voz salió ronca y quebrada por el llanto. Me aclaré la garganta e intenté de nuevo—. Estaba... el sonido del agua...
Pero no pude terminar la excusa. ¿Qué iba a decir? ¿Que había venido aquí para llorar en privado? ¿Que no podía soportar la idea de ir a esa reunión? ¿Que por un segundo la sola idea de seguir adelante me había parecido imposible? ¿Que me estaba desmoronando pieza por pieza y que no sabía cómo detenerlo?
Giyuu siguió sin decir nada. Su rostro no cambió de expresión ni un ápice. Pero hubo algo en la forma en que ladeó ligeramente su cabeza, como si estuviera escuchando no solo mis palabras sino también todo lo que no estaba diciendo, que me hizo sentir aún más cohibida.
Di un pequeño paso hacia atrás, alejándome de la barandilla. El movimiento fue instintivo, una reacción automática a sentirme tan vista, tan expuesta. Giyuu notó el movimiento—notaba todo, siempre—pero no reaccionó más allá de una evaluación silenciosa.
Los segundos se estiraron entre nosotros. Yo podía escuchar el sonido de mi propia respiración, aún irregular por el llanto, mezclándose con el murmullo constante del río y el susurro del viento entre las hojas de los sauces. Giyuu parecía completamente cómodo con el silencio, como si pudiera quedarse ahí parado para siempre, simplemente observando y procesando información de maneras que yo no podía comprender.
Finalmente, después de lo que sintió como una eternidad pero probablemente fueron solo unos segundos, algo cambió en su expresión. No fue dramático—con Giyuu nunca era dramático—sino sutil. Un ligero suavizarse alrededor de los ojos, tal vez. Una relajación casi imperceptible en los hombros.
Y entonces, sin decir una sola palabra, se giró y comenzó a caminar de vuelta por el sendero por el que había venido.
No fue abrupto. No se sintió como un rechazo. Fue más como... como si hubiera venido aquí con un propósito específico, hubiera cumplido ese propósito de alguna manera misteriosa que solo él entendía, y ahora era tiempo de irse.
Lo observé alejarse, su figura familiar moviéndose con esa gracia silenciosa que lo caracterizaba, su haori bicolor ondeando ligeramente detrás de él. Incluso en la distancia, pude ver la manera en que caminaba: alerta, consciente de cada sonido y movimiento a su alrededor, pero sin prisa, sin urgencia aparente.
Solo cuando desapareció completamente entre los árboles me di cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
¿Qué había sido eso?
¿Por qué había venido hasta aquí?
¿Por qué se había quedado ahí tanto tiempo, observándome con esa intensidad silenciosa que había hecho que mi piel se erizara de una manera que no podía explicar completamente?
Giyuu Tomioka siempre había sido un enigma para mí. Incluso entre los Hashira—un grupo que no era exactamente conocido por ser emocionalmente expresivo—él destacaba por su aparente desconexión del mundo emocional. Nunca había mostrado interés particular en formar relaciones cercanas con ninguno de nosotros. Hacía su trabajo con una eficiencia letal, asistía a las reuniones sin contribuir más de lo absolutamente necesario, y luego desaparecía otra vez en su mundo silencioso y privado.
Pero en los últimos minutos, algo había sido diferente. La forma en que me había mirado... no había sido la observación clínica y desinteresada que usualmente empleaba. Había habido algo más profundo ahí, algo que…
Entonces lo comprendí.
Giyu había creído que, al verme junto al puente, pensaba arrojarme al vacío.
Dioses.
El calor me subió a la cara como una bofetada y la vergüenza me llenó la garganta como ácido. Qué imagen más patética debió ver para actuar en consecuencia.
Me quedé en el puente durante varios minutos más, tratando de tranquilizarme. El río siguió fluyendo debajo de mí, indiferente a las complejidades humanas, llevándose mis lágrimas anteriores hacia destinos desconocidos.
Finalmente, con un suspiro profundo que parecía venir desde el fondo de mi alma, continué el camino, siguiendo los mismos pasos que Tomioka. La reunión probablemente ya había comenzado. Kagaya-sama estaría preguntándose dónde estaba, y los otros Hashira—especialmente Sanemi—probablemente ya estarían haciendo comentarios sarcásticos sobre mi ausencia.
Pero mientras caminaba de vuelta hacia el sendero principal, no podía quitarme de la mente la imagen de Giyuu parado al inicio del puente, observándome con esos ojos azules que habían visto demasiado, sabían demasiado, y guardaban secretos que probablemente nunca compartirían con nadie.
Cuando llegué a la mansión del maestro, quince minutos tarde con el cabello despeinado por el viento del río y los ojos aún hinchados, esperaba enfrentar miradas de reproche y comentarios mordaces sobre mi tardanza. Especialmente de Sanemi, que nunca perdía la oportunidad de señalar cualquier falta de profesionalismo.
Pero cuando me deslicé silenciosamente por la puerta corredera de la habitación de reuniones, lo que encontré fue algo completamente diferente.
—Mis disculpas por llegar tarde, Kagaya-sama —murmuré mientras me inclinaba en una reverencia profunda, mi voz aún ligeramente ronca por el llanto.
El maestro me dirigió una sonrisa que era pura bondad, sus ojos opalescentes brillando con una comprensión que me llegó directo al corazón.
—No hay necesidad de disculparse, Sakura —dijo con esa voz suave que siempre conseguía calmar incluso las tormentas más feroces—. Toma asiento, por favor.
Levanté la vista, preparándome para los comentarios sarcásticos o las miradas de irritación, pero lo que vi me dejó completamente descolocada. Los otros Hashira me observaban con expresiones que iban desde la comprensión silenciosa hasta algo que se acercaba peligrosamente a la compasión.
Incluso Sanemi, que usualmente habría aprovechado la oportunidad para hacer algún comentario mordaz sobre la puntualidad y el profesionalismo, simplemente me dirigió una mirada que, aunque aún tenía ese borde áspero que lo caracterizaba, carecía completamente de malicia. Era como si todos supieran exactamente dónde había estado, qué había estado haciendo, y por qué había necesitado ese tiempo extra.
La pérdida de Kyojuro no había sido solo mía, me di cuenta. Todos estábamos lidiando con su ausencia de maneras diferentes, y tal vez todos entendían la necesidad de momentos privados para procesar el dolor.
Mi mirada se deslizó brevemente hacia Giyuu, que estaba sentado en su lugar habitual con esa postura perfectamente erecta que lo caracterizaba. Sus ojos estaban fijos en algún punto en la pared frente a él, sin mostrar ningún reconocimiento de mi llegada o de nuestro encuentro previo en el puente. Era como si esos minutos cargados de tensión silenciosa nunca hubieran ocurrido.
Me dirigí hacia el único espacio disponible, que estaba junto a Mitsuri. En el momento en que me senté, ella extendió su mano y tocó suavemente mi brazo, un gesto pequeño pero cargado de significado. Cuando nuestros ojos se encontraron, vi reflejado en sus ojos verdes mi propio dolor.
Mitsuri había amado a Kyojuro a su manera también. No de la forma romántica en que yo había comenzado a amarlo, pero con esa admiración pura y ese cariño genuino que sentía por todos los que consideraba sus amigos. Su pérdida había dejado un agujero en todos nosotros, pero en ella había un tipo de dolor fraternal, como si hubiera perdido a un hermano mayor que siempre la había protegido.
No necesitamos palabras. Su toque en mi brazo y la mirada que compartimos dijeron todo lo que necesitaba ser dicho: Lo extraño también. Sé lo que duele. No estás sola en esto.
—Ahora que estamos todos reunidos —comenzó Kagaya-sama, su voz llenando el espacio con esa autoridad gentil que hacía que incluso los más rebeldes entre nosotros prestaran atención completa—, debemos hablar sobre la pérdida de nuestro querido Kyojuro Rengoku.
El sonido de su nombre pronunciado en voz alta me golpeó como un puño en el estómago. Sentí cómo Mitsuri apretó ligeramente su agarre en mi brazo, anclandome al presente cuando todo en mí quería huir de esas palabras.
—Su sacrificio salvó más de doscientas vidas inocentes —continuó el maestro—. Murió como vivió: como una llama brillante que iluminó la oscuridad y protegió a los que no podían protegerse a sí mismos. Su pérdida es inmensurable, no solo para nosotros sino para toda la humanidad.
Cerré los ojos con fuerza, tratando de contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse nuevamente. En mi mente pude ver a Kyojuro sonriendo, pude escuchar su risa, pude sentir el fantasma de sus brazos rodeándome en nuestro último abrazo.
—La Tercera Luna Superior que lo mató —la voz de Kagaya-sama se volvió más fría, más dura—, conocida como Akaza, representa el tipo de amenaza que enfrentamos. Estos no son demonios ordinarios. Cada Luna Superior posee siglos de experiencia, poder inmenso, y una crueldad refinada que los hace especialmente peligrosos.
Akaza. El nombre del demonio que había robado a Kyojuro del mundo se grabó en mi mente como hierro al rojo vivo. Sentí cómo mis manos se cerraban en puños sobre mis rodillas, mis uñas clavándose en mis palmas hasta que estuve segura de que dejarían marcas.
—Pero debemos entender que Akaza, como todas las Lunas Superiores, son simplemente extensiones de la voluntad de Muzan Kibutsuji —continuó el maestro, y su voz adquirió un tono que nunca había escuchado antes: algo que se acercaba al disgusto profundo—. Y Muzan, más que cualquier otra cosa, es un ser consumido por la obsesión.
La palabra 'obsesión' resonó en la habitación como una campana. Todos sabíamos de las obsesiones de Muzan: su búsqueda desesperada de la inmortalidad perfecta, su necesidad compulsiva de eliminar cualquier amenaza a su existencia, su ira desmedida hacia cualquiera que se atreviera a desafiarlo.
—Su idea de ser el ser supremo, el más fuerte, el único inmortal verdadero, es lo más importante para él —la voz de Kagaya-sama se volvió más contemplativa—. Pero hay una debilidad en su perfección aparente: el sol. Y esa debilidad lo consume. Creemos que está enviando a sus Lunas Superiores no solo para eliminar cazadores, sino para buscar algún tipo de cura para su vulnerabilidad al sol.
Un escalofrío recorrió mi columna vertebral, aunque no sabía exactamente por qué. Había algo en las palabras del maestro que tocaba una cuerda en mi interior, algo que me hacía sentir como si hubiera una pieza del rompecabezas que estaba justo fuera de mi alcance.
—Por eso debemos actuar como una unidad —declaró Kagaya-sama, su mirada recorriendo a cada uno de nosotros—. Más que nunca, debemos confiar los unos en los otros, apoyarnos mutuamente, y trabajar juntos hacia nuestro objetivo común. La fuerza de cada Hashira individual es formidable, pero juntos somos imparables.
Unidad. La palabra se sintió hueca en mis oídos.
Miré alrededor de la habitación, estudiando los rostros de mis compañeros Hashira, y todo lo que pude ver fueron las grietas, las divisiones, los pequeños resentimientos y malentendidos que existían entre nosotros.
Ahí estaba Sanemi, con esa expresión perpetuamente enojada, manteniendo a todos a distancia con su agresividad y su lengua afilada. Obanai, envuelto en sus vendajes y su serpiente, observando al mundo con desconfianza y juicio constante. Tengen, con toda su ostentación y su ego inflado. Gyomei, santo en muchos sentidos, pero tan envuelto en su religiosidad que a veces parecía estar en un plano completamente diferente al resto de nosotros.
Shinobu, tan dulce en apariencia, pero con un filo escondido bajo cada palabra, como si buscara la herida exacta donde clavar el aguijón. Mitsuri, bondadosa hasta la exageración, con una vulnerabilidad que a veces rozaba la ingenuidad peligrosa. Muichiro, perdido en sus nubes, tan brillante como ausente, incapaz de ver el dolor ajeno cuando quedaba atrapado en su propio vacío.
Yo misma tampoco estaba libre de sombras. La inseguridad me devoraba, me paralizaba. Quería ser fuerte, pero a menudo dudaba, me enredaba en mis propios temores y quedaba atrás.
Y Giyuu... Giyuu, que se sentaba ahí como una isla solitaria, aparentemente desconectado del resto de nosotros por elección propia o por circunstancia. Podía ver las miradas que Sanemi y Obanai le dirigían incluso ahora: una mezcla de irritación, desprecio, y algo que se acercaba peligrosamente al odio. No por algo que hubiera hecho, sino simplemente porque era diferente. Porque no encajaba en sus expectativas de cómo debería ser un Hashira.
¿Dónde estaba la unidad en eso? ¿Dónde estaba el apoyo mutuo cuando dos de mis colegas apenas podían tolerar la presencia de un tercero?
Sin Kyojuro, me di cuenta, todo se veía más gris, más fracturado. Él había sido como un sol entre nosotros, su entusiasmo y su naturaleza genuinamente cariñosa habían sido como un pegamento invisible que mantenía unido nuestro grupo disfuncional. Su sonrisa había podido suavizar incluso el temperamento más áspero de Sanemi. Su risa habría podido sacar sonrisas genuinas incluso de Giyuu.
Ahora que se había ido, todas esas grietas que él había estado cubriendo con su luz estaban expuestas cruelmente.
Me sentí culpable por estos pensamientos. Kyojuro siempre había visto lo mejor en las personas. Habría encontrado algo positivo que decir sobre cada persona en esta habitación, habría visto potencial para la verdadera hermandad donde yo solo veía disfunción.
Pero yo no era Kyojuro. No tenía su don para ver la luz en la oscuridad, su habilidad natural para unir a las personas. Todo lo que podía ver era lo roto que estaba todo, lo lejos que estábamos de ser la unidad que Kagaya-sama nos pedía que fuéramos.
—Con eso dicho —la voz del maestro interrumpió mis pensamientos sombríos—, esta reunión ha llegado a su fin. Que todos tengan cuidado en sus próximas misiones, y recuerden: somos más fuertes juntos que separados.
Los otros Hashira comenzaron a levantarse, las conversaciones murmuradas llenando el aire mientras se preparaban para partir. Mitsuri me apretó el brazo una vez más antes de ponerse de pie, sus ojos trasmitiendo un mensaje silencioso de apoyo.
Pero yo permanecí sentada, mis pensamientos dando vueltas alrededor de las palabras del maestro sobre Muzan y sus obsesiones. Especialmente sus obsesiones.
Obsesionado con ser el más fuerte. Obsesionado con la eternidad. Obsesionado con vencer al sol.
Obsesionado... conmigo.
El principal objetivo de Muzan era encontrar una cura para su debilidad. Pero sabía que, de una forma u otra, también me quería a mí. No como un medio, sino como un fin en sí mismo. Quería poseerme. Conquistarme.
No sabía por qué. Durante mucho tiempo lo analicé, como si de esa manera pudiera arrancarle sentido a lo insoportable. ¿Había sido venganza contra Kenji? ¿Puro ego masculino, el afán de ser el primero en reclamar lo que nadie más había tocado? Tal vez, al principio, todo eso jugó su parte. Pero al final… lo lógico habría sido matarme el mismo día que lo hizo con Kenji. Y no lo hizo.
No. Lo que vi en sus ojos esa noche no era lógica. Era hambre. Deseo.
Íntimo. Oscuro. Enfermo.
Eres mía para siempre.
—¿Kagaya-sama? —dije de repente, mi voz cortando a través del murmullo de las conversaciones mientras los otros se preparaban para irse.
El maestro, que había estado comenzando a ponerse de pie con la ayuda de sus hijas, se detuvo y me dirigió su atención completa.
—¿Sí, mi querida Sakura?
Los otros Hashira también se detuvieron, sintiendo algo en mi tono que les hizo girar para mirarme. Podía sentir sus ojos sobre mí, pero mantuve mi mirada fija en Kagaya-sama.
—Me gustaría hablar con usted a solas, si es posible.
Las cejas del maestro se alzaron ligeramente, pero asintió con gracia.
—Por supuesto. El resto de vosotros podeis retiraros. Sakura y yo tendremos una conversación privada.
Escuché el sonido de pasos alejándose, el susurro de ropa, las conversaciones murmuradas que se desvanecían en la distancia. Pero no me atreví a girar para ver si Giyuu me dirigía una última mirada antes de irse, o si Mitsuri me observaba con preocupación.
Cuando finalmente estuvimos solos, Kagaya-sama se acomodó nuevamente en su posición, sus ojos opalescentes fijos en mí con esa intensidad gentil que siempre me hacía sentir como si pudiera ver directamente en mi alma.
—¿Qué tienes en mente, pequeña? —preguntó suavemente.
Tomé una respiración profunda, sintiendo cómo mis manos temblaban ligeramente mientras las entrelazaba sobre mis rodillas.
—Usted habló sobre las obsesiones de Muzan —comencé, mi voz más firme de lo que me había sentido en semanas—. Sobre cómo está buscando desesperadamente una manera de vencer al sol.
—Así es.
—Pero hay algo más, ¿verdad? —continué, sintiendo cómo mi corazón se aceleraba—. Algo que usted no dijo frente a los otros.
Los ojos del maestro se volvieron más evaluativos, más cautelosos.
—Continúa.
—Me quiere a mí —dije simplemente, las palabras saliendo más fácilmente de lo que había esperado—. No sé por qué, no entiendo qué piensa que puedo ofrecerle, pero he visto la forma en que me mira. He sentido esa... hambre. Es personal.
Kagaya-sama no respondió inmediatamente, pero pude ver en su expresión que había tocado la verdad.
—Kagaya-sama —continué, mi voz adquiriendo una resolución que no había sentido desde la muerte de Kyojuro—, quiero que me use como cebo.
El cambio en la expresión del maestro fue inmediato y absoluto. La serenidad gentil desapareció, reemplazada por algo que se acercaba peligrosamente al horror.
—Absolutamente no.
—Escúcheme, por favor —insistí, inclinándome hacia adelante—. Si Muzan me quiere tanto, si esa obsesión es real, entonces podemos usarla contra él. Puedo ser el señuelo que lo atraiga, que lo haga cometer un error—
—Sakura, no.
La firmeza en su voz me detuvo en seco. Nunca había escuchado a Kagaya-sama hablar con tanta autoridad absoluta, tanta finalidad.
—Esa idea es impensable —continuó, su voz temblando ligeramente—. No voy a usar a ninguno de mis hijos como cebo, especialmente no para algo tan peligroso. La obsesión de Muzan contigo es exactamente la razón por la que debes mantenerte lo más lejos posible de él, no acercarte deliberadamente.
—Pero si funcionara—
—No funcionaría —me interrumpió, y había dolor en su voz ahora—. Solo resultaría en tu muerte, o algo peor, y yo no puedo... no permitiré que eso suceda. Ya he perdido demasiados hijos queridos.
La mención implícita de Kyojuro me golpeó como una bofetada. Pude ver en los ojos del maestro que él también estaba lidiando con esa pérdida, que cada muerte de un Hashira era como perder un hijo para él.
—Kagaya-sama—
—Esta conversación ha terminado, Sakura —dijo con una finalidad que no admitía debate—. No quiero volver a escuchar ni una palabra sobre usar tu vida como señuelo. ¿Está claro?
Asentí lentamente, viendo que no había punto en seguir presionando. Al menos no ahora.
—Está claro.
Me incliné en una reverencia y me marché, preguntándome cómo había podido ocurrírseme semejante idea suicida.
Era como si, ahora que Kyojuro no estaba, nada me importara ya. Ni mi propia seguridad. Ni siquiera mi vida.
Recordé la mirada de Giyu en el puente: fría, tensa, alerta. Como si estuviera preparado para lanzarse sobre mí y detenerme. Entonces no lo pensé, pero ahora lo entendía. Quizá, por un instante, me había dado igual vivir o morir. Y ahora, con Muzan, era lo mismo. Años de odiarlo y temerlo a partes iguales… y sin embargo, aquí estaba, dispuesta a sacrificarlo todo, no por valentía, sino porque por dentro me sentía vacía.
Un nudo tremendo me subió por la garganta, junto con unas ganas insoportables de llorar. Kyojuro se enfadaría conmigo, muchísimo. Una vez me dijo que nada de lo que hiciera podría enfadarlo, pero esto sí lo haría. Se enfadaría al saber que me estaba rindiendo; que no había buscado a Muzan para poner fin a la pesadilla que había asolado a la humanidad durante mil años, sino por un deseo egoísta de desaparecer.
Mientras caminaba de vuelta a mi pabellón, alcé la vista al cielo. Estaba cubierto de nubes; no se veían las estrellas.
Kenji. Kyojuro.
Ahora formaban parte de ellas. Y yo… aunque me costara, aunque me rompiera, haría que mi llama no se apagara. Que, cuando alzaran la vista desde donde estuvieran, pudieran reconocerme en la luz.
Dos semanas después de la reunión de Hashira, me encontré parada frente a las grandes puertas de madera de la residencia Rengoku, con el corazón latiendo tan fuerte que estaba segura de que se podía escuchar desde el otro lado del patio.
Había tardado días en reunir el valor para hacer este viaje. Cada vez que pensaba en caminar por los jardines que Kyojuro había descrito con tanto cariño, en conocer al hermano pequeño que tanto amaba, en estar en el hogar que había esperado compartir conmigo algún día... se sentía como abrir una herida que apenas había comenzado a formar una costra.
Pero sabía que tenía que hacerlo. Era la única manera de despedirme de él apropiadamente, la única manera de cerrar ese capítulo de mi vida que había quedado abierto de manera tan abrupta y dolorosa.
La residencia era exactamente como me la había imaginado basándome en las descripciones de Kyojuro: tradicional, elegante, pero con un aire de calidez que hablaba de generaciones de familia que habían vivido y amado dentro de estas paredes. Los jardines eran exquisitos incluso en esta época del año, con caminos de piedra serpenteando entre arbustos cuidadosamente podados y pequeños estanques que reflejaban el cielo nublado.
Podía imaginarlo perfectamente caminando por estos senderos de niño, corriendo entre los árboles con Senjuro, entrenando en el patio trasero hasta que el sudor empapaba su ropa. La imagen era tan vivida que me dolía el pecho.
Llamé suavemente a la puerta, mis nudillos apenas rozando la madera pulida. El sonido parecía demasiado fuerte en el silencio del crepúsculo.
Cuando la puerta se abrió, me encontré mirando hacia abajo a un joven que tenía tal parecido con Kyojuro que mi aliento se atoró en mi garganta. Los mismos ojos dorados, aunque más suaves, más dulces. El mismo cabello rubio y rojo, aunque menos desordenado. Las mismas facciones nobles, pero en una cara más joven, más inocente.
—¿Senjuro-kun? —pregunté suavemente.
Los ojos del joven se abrieron con sorpresa y reconocimiento inmediato.
—¡Sakura-san! —exclamó, y había tal mezcla de alegría y tristeza en su voz que sentí cómo mis ojos se llenaban de lágrimas no derramadas—. Kyojuro-niisan me habló tanto de ti... Estaba esperando que vinieras.
La forma en que pronunció el nombre de su hermano, con tanto amor y dolor a la vez, casi me deshace allí mismo en el umbral.
—Lamento venir sin avisar —logré decir—. Solo pensé que tal vez... que me gustaría conocerte, como Kyojuro había planeado.
—¡No es molestia en absoluto! —dijo Senjuro rápidamente, haciéndose a un lado para invitarme a pasar—. Por favor, entra. Padre también está aquí... él también quería conocerte.
Me quité los zapatos en el genkan, mis movimientos lentos y cuidadosos mientras trataba de procesar el hecho de que finalmente estaba en el hogar de Kyojuro. El interior era hermoso: pisos de madera pulida, paredes de papel de arroz que filtraban la luz de manera suave, y en todas partes había pequeños detalles que hablaban de la historia de la familia.
Pero lo que más me llamó la atención fueron las fotografías. Estaban por todas partes: en las paredes, en pequeñas mesas, en estantes. Fotografías de dos niños creciendo juntos, riéndose, entrenando, simplemente existiendo en la felicidad cotidiana de ser hermanos.
En todas las fotos donde aparecía Kyojuro, su sonrisa era exactamente la misma que había llegado a amar: radiante, genuina, llena de una alegría que parecía irradiar desde dentro.
—Nii-san siempre sonreía así —dijo Senjuro suavemente, notando hacia dónde se había dirigido mi mirada—. Incluso cuando éramos pequeños y se metía en problemas, siempre sonreía de esa manera. Decía que una sonrisa podía hacer que incluso el día más oscuro se sintiera un poco más brillante.
Tuve que apartar la vista de las fotografías, el dolor demasiado agudo para soportarlo.
—Senjuro —una voz profunda y áspera resonó desde más adentro de la casa—. ¿Quién es nuestro visitante?
—Es Sakura-san, padre —respondió Senjuro, su voz adquiriendo un tono más formal—. La mujer de la que Kyojuro-niisan nos habló.
Escuché pasos acercándose, y luego un hombre apareció en el pasillo. Shinjuro Rengoku era claramente de donde Kyojuro había heredado su físico imponente y sus facciones fuertes, pero donde Kyojuro había irradiado calidez y alegría, su padre emanaba una seriedad que bordeaba la severidad.
Sus ojos dorados—tan parecidos a los de sus hijos—me evaluaron durante un momento largo y penetrante. Pero cuando habló, su voz, aunque áspera, tenía un matiz de respeto.
—Sakura-san. Mi hijo habló mucho de ti en sus últimas cartas. Sé que significabas mucho para él.
Las palabras fueron simples, directas, pero cargadas con un peso que me golpeó directo en el corazón. Me incliné profundamente.
—Lamento su pérdida, Rengoku-san. Kyojuro era... era extraordinario. Era la persona más valiente y gentil que he conocido.
Algo cambió en la expresión de Shinjuro. La dureza alrededor de sus ojos se suavizó ligeramente.
—Sí —dijo simplemente—. Lo era.
Un silencio se extendió entre nosotros, no incómodo sino más bien lleno de un entendimiento compartido del vacío que Kyojuro había dejado atrás.
—¿Te gustaría ver su habitación? —preguntó Senjuro de repente, su voz suave pero esperanzada—. Está exactamente como la dejó antes de irse. Pensé que tal vez... que tal vez te gustaría verla.
Asentí, no confiando en mi voz para responder sin quebrarse.
Senjuro me guió por un pasillo forrado de más fotografías familiares hasta que se detuvo frente a una puerta corredera. La abrió cuidadosamente, como si estuviera revelando algo sagrado.
La habitación era inequívocamente de Kyojuro. Limpia pero vivida, organizada pero no obsesivamente. Su futon estaba perfectamente hecho, su escritorio tenía varios libros apilados pulcramente, y en las paredes colgaban algunos de sus certificados de entrenamiento y una fotografía familiar donde él y un Senjuro de apenas un año estaban riendo mientras una hermosa mujer los observaba comuna sonrisa.
Me acerqué a la fotografía casi sin darme cuenta. La madre de Kyojuro, Ruka, me devolvía la mirada desde el papel envejecido. Bajo los ojos se adivinaban las huellas de la enfermedad, pero ni siquiera eso borraba la serenidad ni la nobleza de su rostro. Por lo que él me había contado, había sido una madre extraordinaria.
Ahora madre e hijo estaban juntos otra vez.
Las lágrimas que había estado conteniendo finalmente se desbordaron. Me cubrí la boca con la mano, tratando de ahogar el sollozo que amenazaba con escapar.
Senjuro se acercó a mí, sin dudarlo, y gentilmente puso su mano en mi brazo.
—Está bien llorar —dijo con una sabiduría que parecía demasiado madura para su edad—. Nii-san siempre decía que las lágrimas eran la forma en que el corazón se limpia a sí mismo.
Eso me hizo llorar más fuerte. Incluso a través de su hermano pequeño, Kyojuro seguía ofreciendo consuelo, siguiendo siendo esa luz gentil que había sido en vida.
—Me habló mucho de ti en sus últimas cartas —continuó Senjuro, su voz adquiriendo un tono más íntimo—. Estaba tan emocionado de traerte aquí, de presentarte a nuestra familia propiamente. Dijo que quería mostrarte los jardines en primavera, cuando todos los cerezos estuvieran en flor.
—Me lo había prometido —susurré entre lágrimas—. Dijo que vendríamos juntos cuando regresara de su misión.
Senjuro asintió, sus propios ojos brillando con lágrimas no derramadas.
—También dijo... —se detuvo, como si no estuviera seguro de si debería continuar.
—¿Qué dijo? —pregunté gentilmente.
Senjuro me miró con esos ojos dorados tan parecidos a los de su hermano, llenos de una tristeza inocente que me partió el corazón.
—Dijo que esperaba que algún día pudieras ser mi hermana mayor de verdad —murmuró—. Que tal vez para el próximo festival de primavera, estarías aquí con nosotros como parte de la familia.
El mundo se detuvo a mi alrededor. Las implicaciones de esas palabras me golpearon como una avalancha. Kyojuro había estado pensando en matrimonio. Había estado haciendo planes reales, planes de futuro que me incluían no solo como su compañera romántica sino como parte de su familia.
—Supongo que eso ya no puede pasar ahora —continuó Senjuro, su voz quebrándose ligeramente—. Ya no podrás ser mi hermana mayor.
Esas palabras simples, dichas con la honestidad directa de un niño, me destrozaron completamente. Me derrumbé sobre mis rodillas en el suelo de la habitación de Kyojuro, sollozando con una intensidad que no había experimentado desde el día que recibí la noticia de su muerte.
Senjuro se arrodilló a mi lado inmediatamente, su pequeña mano frotando círculos reconfortantes en mi espalda exactamente como había visto hacer a Kyojuro.
—Lo siento —sollozó—. No debería haber dicho eso. Nii-san siempre me decía que pensara antes de hablar.
—No —logré decir entre lágrimas—. No, está bien. Me alegra que me lo dijeras. Me alegra saber que él... que él había pensado en eso.
Nos quedamos así por varios minutos, dos personas llorando por la misma pérdida en la habitación que aún guardaba el eco de la presencia de Kyojuro.
Eventualmente, Senjuro me ayudó a ponerme de pie, ofreciéndome un pañuelo limpio que sacó de algún lugar.
—¿Te gustaría ver los jardines? —preguntó suavemente—. Nii-san siempre decía que caminar entre las flores ayudaba a aclarar tanto el corazón como la mente.
Asentí, necesitando desperadamente aire fresco y espacio para procesar todo lo que había sentido en los últimos minutos.
***
Los jardines eran incluso más hermosos de cerca. Aunque era otoño y muchas de las flores ya habían terminado de florecer, había una belleza serena en la forma en que las hojas doradas y rojas creaban alfombras naturales bajo los árboles. Senjuro me guió por los senderos, señalando diferentes plantas y contándome historias sobre cómo él y Kyojuro solían jugar entre ellas cuando eran niños.
—Este era su rincón favorito —dijo finalmente, deteniéndose junto a un pequeño grupo de cerezos que estaban plantados en un círculo alrededor de un banco de piedra—. Solía venir aquí cuando necesitaba pensar, especialmente después de misiones difíciles. Decía que los cerezos le recordaban que incluso las cosas más hermosas son temporales, y eso las hacía aún más preciosas.
Me senté en el banco, mirando hacia arriba a las ramas ahora desnudas que en primavera estarían cubiertas de flores rosadas.
—Senjuro —dije suavemente—, ¿cómo lo estás manejando? ¿Cómo sigues adelante sin él?
El joven se sentó a mi lado, sus manos entrelazadas en su regazo mientras consideraba mi pregunta cuidadosamente.
—Es difícil —admitió—. Algunos días me despierto y por un momento olvido que se ha ido. Empiezo a ir a su habitación para contarle algo, o preparo té para dos personas por costumbre. Y luego recuerdo, y duele de nuevo.
Asentí, entendiendo exactamente lo que quería decir.
—Pero —continuó, su voz adquiriendo una fuerza que me recordó tanto a su hermano que me dolió—, nii-san siempre me enseñó que la tristeza es parte del amor. Que duele porque lo que perdimos era precioso. Y que la mejor manera de honrar a alguien que amamos es vivir de la manera que ellos habrían querido que viviéramos.
Las palabras eran tan profundamente sabias, tan típicas de algo que Kyojuro habría dicho, que supe que Senjuro había estado reflexionando mucho sobre la filosofía que su hermano le había enseñado.
—¿Y cómo crees que él habría querido que vivieras? —pregunté.
Senjuro sonrió, y por un momento pude ver un destello de la misma luz radiante que había hecho a su hermano tan especial.
—Con bondad. Con coraje. Ayudando a otros cuando pueda, protegiendo a los que no pueden protegerse a sí mismos. Y nunca, nunca dejando que la llama en mi corazón se apague.
Cerré los ojos, escuchando las palabras que Kyojuro me había transmitido a través de Tanjiro. Dile que no apague su luz. Su estrella debe seguir ardiendo, iluminando la noche para quienes la necesiten.
—Creo que tienes razón —susurré—. Creo que esa es exactamente la manera en que él habría querido que siguiéramos adelante.
Permanecimos sentados en silencio durante un rato, viendo cómo las últimas luces del día se desvanecían gradualmente del cielo. Había algo profundamente pacífico en este lugar, algo que me hacía sentir más cerca de Kyojuro de lo que me había sentido desde su muerte.
—Sakura-san —dijo Senjuro finalmente—, sé que ya no puedes ser mi hermana mayor de la manera que nii-san había esperado. Pero... ¿podrías considerarme tu hermano menor de todos modos? No tienes que visitarme o escribirme si no quieres, pero... me gustaría pensar que tengo una hermana que está cuidando de sí misma en algún lugar, viviendo con la llama de nii-san en su corazón.
La pregunta me tomó completamente por sorpresa. Miré a este joven que tenía los ojos de Kyojuro y su espíritu gentil, que había perdido tanto pero que aún podía ofrecer amor y conexión a una extraña que representaba todo lo que él también había perdido.
—Me encantaría ser tu hermana mayor, Senjuro-kun —dije, mi voz firme a pesar de las lágrimas—. Y te escribiré, te lo prometo. No seremos una familia de la manera que Kyojuro había planeado, pero podemos ser una familia de todos modos.
Su sonrisa cuando escuchó esas palabras fue tan brillante, tan llena de alegría genuina, que por un momento fue como tener a Kyojuro de vuelta con nosotros.
Cuando finalmente regresamos a la casa, encontramos a Shinjuro esperando en el comedor, donde había preparado una comida sencilla pero abundante.
—Espero que te quedes a cenar con nosotros —dijo sin preámbulos cuando nos vio entrar—. No es mucho, pero Kyojuro siempre decía que la comida sabe mejor cuando se comparte con personas que importan.
Me senté con ellos alrededor de la mesa baja, y por primera vez en semanas, una comida no se sintió como una tarea que tenía que completar por obligación. Shinjuro, a pesar de su manera seria, me hizo preguntas sobre mi entrenamiento, sobre mis misiones, sobre mi vida como Hashira. Había un respeto genuino en la forma en que me hablaba, como si entendiera que su hijo había elegido bien al abrirle su corazón a alguien.
Senjuro me contó más historias sobre su hermano: travesuras de la infancia, momentos de orgullo, pequeñas tradiciones familiares que hacían que Kyojuro cobrara vida de una manera completamente nueva para mí.
Cuando finalmente llegó el momento de irme, ambos insistieron en acompañarme hasta la puerta.
—Gracias por venir —dijo Shinjuro, su voz más suave de lo que había sido durante toda la velada—. Sé que no fue fácil para ti, pero... me alegra finalmente conocerte. Kyojuro tenía razón sobre ti.
—¿Qué quiere decir?
Una sonrisa pequeña pero genuina cruzó su rostro.
—Dijo que eras tan hermosa por fuera como por dentro, y que tu bondad era tan natural como respirar. Ahora puedo ver que tenía razón.
Agradecida, hice una pequeña reverencia. Senjuro me abrazó con fuerza antes de que me fuera, susurrando en mi oído:
—Gracias por hacer tan feliz a nii-san, incluso por poco tiempo. Y gracias por permitir que sea tu hermano pequeño.
Mientras caminaba de vuelta por el sendero que llevaba lejos de la residencia Rengoku, me giré una vez para mirar hacia atrás. Senjuro todavía estaba parado en la puerta, agitando su mano en despedida, y por un momento pude ver a Kyojuro en él tan claramente que mi corazón se saltó un latido.
Pero por primera vez desde su muerte, el dolor que sentía tenía algo más mezclado con él: gratitud. Gratitud por haber conocido a Kyojuro, por haber sido amada por él, por haber sido parte de su vida incluso por tan poco tiempo. Y gratitud por haber encontrado una familia que no había esperado, una conexión que honraría su memoria de una manera que él habría aprobado completamente.
La llama en mi corazón, que había estado parpadeando tan débilmente durante semanas, se sentía un poco más fuerte mientras caminaba hacia casa bajo las estrellas.
Los meses que siguieron a mi visita a la residencia Rengoku pasaron en una sucesión de días que se mezclaban unos con otros como acuarelas bajo la lluvia. Misiones que completaba con eficiencia militar. Entrenamientos que ejecutaba hasta que mis músculos gritaban por descanso. Noches que pasaba escribiendo cartas a Senjuro, contándole sobre pequeñas victorias y derrotas cotidianas, manteniendo viva esa conexión que se había convertido en una de mis pocas fuentes de luz genuina.
Lentamente, dolorosamente, comencé a aceptar la nueva forma de mi vida. Una vida sin la anticipación de los pasos familiares acercándose por el sendero de mi pabellón. Sin esa sonrisa radiante que podía hacer que incluso los días más grises se sintieran llenos de posibilidades. Sin la calidez de unos brazos que me habían hecho sentir como si hubiera encontrado mi hogar.
Kyojuro no regresaría. Esa verdad, que había luchado contra ella durante tanto tiempo, finalmente se asentó en mi corazón como sedimento en el fondo de un lago después de una tormenta. Dolía, siempre dolería, pero ya no me ahogaba con cada respiración.
Aprendí a encontrar propósito en las pequeñas cosas: en la sonrisa de gratitud de una familia cuyo pueblo había salvado de un demonio, en la mejora constante de mis técnicas de respiración, en las cartas llenas de caligrafía cuidadosa que llegaban de Senjuro contándome sobre sus propios progresos en el entrenamiento y sus pequeñas aventuras cotidianas.
La primavera llegó y se fue, llevándose consigo los cerezos en flor que me recordaron tanto esa noche junto al estanque que tuve que refugiarme en mi pabellón durante tres días hasta que todos los pétalos terminaron de caer. El verano trajo misiones más frecuentes y entrenamientos más intensos mientras nos preparábamos para el aumento típico de actividad demoniaca durante los meses más calurosos.
Y luego, en una mañana de principios de otoño cuando las hojas apenas comenzaban a cambiar de color, Kuromaru llegó con el mensaje que cambiaría todo otra vez.
—Kagaya-sama solicita tu presencia inmediatamente —anunció mi cuervo con esa formalidad que siempre usaba para asuntos oficiales importantes.
El maestro me recibió en su estudio privado, un espacio más íntimo que la habitación de reuniones principal. Sus ojos opalescentes me evaluaron con esa percepción sobrenatural que siempre me hacía sentir como si pudiera ver directamente en mi alma.
—Te ves mejor, mi querida Sakura —dijo suavemente—. Más fuerte. El dolor sigue ahí, pero ya no te consume.
Asentí, incapaz de negar la verdad en sus palabras.
—He aprendido a vivir con él, Kagaya-sama. A llevarlo conmigo sin dejar que me paralice.
—Bien. Porque tengo una misión para ti que requerirá toda tu fuerza, tanto física como emocional.
Algo en su tono me puso inmediatamente alerta. Había una gravedad ahí que iba más allá de las asignaciones rutinarias.
—Han llegado reportes inquietantes desde la región de Sendai —continuó, extendiendo un pergamino sellado hacia mí—. Desapariciones que siguen un patrón muy específico. Civiles que desaparecen durante la noche sin dejar rastro. No hay signos de lucha, no hay sangre, no hay evidencia de actividad demoniaca obvia. Simplemente... se desvanecen.
Tomé el pergamino, sintiéndolo más pesado de lo que debería en mis manos.
—¿Cuántas personas?
—Doce en las últimas seis semanas. Todas siguiendo el mismo patrón extraño. Los investigadores locales están completamente desconcertados, y los cazadores que envié previamente han reportado pistas confusas que parecen llevar hacia el norte, hacia las montañas.
Un escalofrío recorrió mi columna vertebral, aunque no sabía exactamente por qué.
—¿Quiere que vaya sola?
Kagaya-sama dudó por un momento, sus dedos tamborileando pensativamente contra su escritorio.
—Por ahora, sí. Pero ten en cuenta que si la situación se vuelve demasiado peligrosa o demasiado compleja, enviaré refuerzos inmediatamente. No quiero perder a otra hija querida.
La referencia implícita a Kyojuro me dolió, pero fue un dolor familiar ahora, uno que podía manejar.
—Entiendo, Kagaya-sama. Partiré esta tarde.
El viaje a Sendai fue rutinario: tren hasta la estación más cercana, luego a pie a través de terreno cada vez más montañoso hasta llegar al primer pueblo donde habían ocurrido las desapariciones. Pero desde el momento en que puse pie en la región, supe que Kagaya-sama había tenido razón al sentir que algo era diferente.
El aire mismo se sentía cargado, como si una tormenta eléctrica estuviera constantemente a punto de romper. Los lugareños que entrevisté hablaban en susurros, sus ojos constantemente dirigiéndose hacia las montañas que se alzaban amenazantes al norte. Había un miedo en ellos que iba más profundo que la preocupación normal por los demonios.
Las casas donde habían ocurrido las desapariciones estaban exactamente como Kagaya-sama había descrito: intactas, sin signos de lucha, como si sus ocupantes simplemente se hubieran desvanecido en el aire. Pero cuando examiné más de cerca, comencé a encontrar pistas que los investigadores anteriores habían pasado por alto.
Marcas extrañas en el suelo cerca de las ventanas. Huellas que desaparecían abruptamente después de unos metros. Y en cada casa, el mismo olor sutil pero inconfundible: algo que me recordaba al ozono después de un rayo, pero más dulce, más enfermizo.
Las pistas me llevaron cada vez más al norte, a través de bosques densos y senderos rocosos que parecían ascender constantemente hacia las montañas más altas de la región. El clima cambió gradualmente, volviéndose más frío, más húmedo, hasta que finalmente llegué a una zona donde parecía que el invierno había llegado prematuramente.
La región de Aomori se extendía ante mí como un paisaje de cuento de hadas siniestro. Nieve que no debería existir en esta época del año cubría el suelo en una alfombra blanca impoluta. Los árboles estaban cubiertos de escarcha que brillaba como cristales bajo la luz filtrada del sol. El aire era tan frío que mi respiración formaba nubes que se disipaban lentamente en el aire inmóvil.
Era hermoso de una manera que te helaba hasta los huesos.
Y fue ahí, parada en la frontera entre el otoño normal y este invierno sobrenatural, que supe, con una certeza que me helaba la sangre, que este viaje no sería simplemente sobre investigar desapariciones misteriosas.
Sería una confrontación. No solo con los demonios que sin duda estaban causando estas desapariciones, sino contra mi misma. Con todas las pérdidas que había sufrido, todos los miedos que había estado evitando enfrentar, y todas las partes de mí misma que había estado tratando de reconstruir desde la muerte de Kyojuro.
Y mientras el viento helado aullaba entre los árboles cristalizados, llevando consigo susurros que sonaban peligrosamente como voces familiares, supe que no estaba equivocada.
Esta misión iba a cambiarlo todo.
Y no estaba equivocada.
Chapter 16: El invierno y la estrella - Parte 1
Summary:
❄️🌸💙
Y finalmente...el arco que lo marcará todo entre el Pilar del Agua y el Pilar Estrella.
Preparaos porque el slow burn va a DOLER.
Chapter Text
La nieve me llegaba hasta las rodillas.
Cada paso que daba se hundía profundamente en la masa blanca y compacta, haciendo que caminar fuera un ejercicio de resistencia constante. Mis piernas ardían por el esfuerzo de levantar cada pie lo suficientemente alto para evitar tropezar, y el frío que se filtraba a través de mis botas de cuero había dejado mis dedos entumecidos horas atrás.
Una semana. Una semana completa recorriendo estos mismos caminos helados, zigzagueando a través de bosques que parecían existir en un invierno eterno, siguiendo pistas que se desvanecían tan rápido como las huellas en la nieve. Ni cadáveres ni evidencia concreta de actividad demoniaca. Solo frío, nieve interminable y árboles cubiertos de escarcha que se alzaban como centinelas silenciosos en este páramo blanco.
La región de Aomori en esta época del año debería haber estado experimentando un otoño templado, con hojas doradas cayendo suavemente y un aire fresco pero no brutal. En cambio, me encontraba en lo que parecía ser el corazón del invierno siberiano: temperaturas que bajaban tanto durante la noche que tenía que mantener un fuego constante solo para evitar que mi respiración se congelara, y un viento cortante que penetraba incluso las capas más gruesas de ropa.
Encontrar refugio adecuado se había convertido en una obsesión diaria. Los pueblos locales eran pocos y estaban muy distanciados, y los lugareños que había logrado encontrar me recibían con una mezcla de recelo y miedo que iba más allá de la desconfianza normal hacia los extraños. Sus ojos constantemente se dirigían hacia las montañas más altas, como si esperaran que algo bajara de ellas en cualquier momento.
Las pocas posadas que había encontrado eran estructuras desvencijadas con paredes tan delgadas que el viento nocturno las atravesaba como si fueran papel de arroz. Había pasado más noches acurrucada junto a fogatas improvisadas en cuevas rocosas y refugios naturales que en una cama propiamente dicha.
Pero lo peor no era el frío. Era el silencio.
El bosque estaba demasiado quieto, demasiado vacío de la vida que debería haber existido incluso en invierno. No había huellas de animales en la nieve, no había sonido de pájaros en los árboles, no había el crujido familiar de pequeñas criaturas moviéndose entre la maleza. Era como si toda la vida salvaje hubiera huido de esta región, dejando solo el susurro constante del viento entre las ramas cristalizadas.
Ajusté mi haori más firmemente alrededor de mis hombros y continúé caminando por lo que esperaba fuera un sendero, aunque era difícil saberlo cuando todo estaba cubierto por la misma alfombra blanca uniforme. Mis ojos escaneaban constantemente el terreno, buscando cualquier cosa que pudiera ser una pista: marcas extrañas en la nieve, ramas rotas de manera no natural, cambios en el patrón del viento que pudieran indicar una presencia no natural.
Fue entonces cuando lo sentí.
La sensación familiar de ser observada se deslizó por mi columna vertebral como agua helada. Era sutil al principio, apenas un cosquilleo en la parte posterior de mi mente, pero se intensificó rápidamente hasta convertirse en una certeza absoluta: había algo entre los árboles, estudiándome, evaluándome.
Me detuve completamente, fingiendo ajustar una de las correas de mi equipo mientras mis sentidos se agudizaban al máximo. Mi respiración se volvió más controlada, más silenciosa, mientras escuchaba cualquier sonido que pudiera revelar la ubicación de mi observador.
No se sentía demoníaco. Después de años cazándolos, había desarrollado una sensibilidad particular para su presencia: esa sensación visceral de maldad, de hambre, de algo fundamentalmente equivocado con el orden natural del mundo. Esto era diferente. Más... normal. Humano.
Pero el sol ya se ocultaba tras los picos helados, y cualquier persona con buenas intenciones habría anunciado su presencia en lugar de acecharme desde las sombras de los árboles. Los lugareños de esta región podrían ser recelosos, pero no eran estúpidos. Sabían que sorprender a un cazador de demonios armado era una manera excelente de terminar muerto accidentalmente.
La presencia se movió. Pude sentir el cambio, la manera en que se desplazó de mi izquierda hacia mi espalda, manteniéndose siempre justo fuera del alcance de mi visión. Quienquiera que fuera, se movía con una habilidad que hablaba de entrenamiento militar o marcial significativo.
Mi mano se deslizó lentamente hacia la empuñadura de mi katana, mis dedos encontrando la posición familiar alrededor del mango envuelto en cuero. El metal se sentía tranquilizadoramente sólido bajo mi toque, incluso a través de mis guantes.
La presencia se acercó más.
En un movimiento fluido, desenvainé mi katana y pivoté hacia donde sentía que estaba mi acechador, mi hoja cortando el aire en un arco plateado dirigido hacia donde calculé que estaría el torso de mi oponente.
El sonido del metal chocando contra metal resonó a través del bosque silencioso como el repique de una campana.
Mi katana había sido bloqueada perfectamente por otra hoja, sostenida en una posición defensiva que hablaba de reflejos sobrehumanos y técnica impecable. Por una fracción de segundo, permanecimos así: nuestras katanas presionando una contra la otra, nuestros cuerpos tensos con la energía potencial del combate, nuestros alientos formando nubes que se mezclaban en el aire frío entre nosotros.
Y entonces vi quién era mi oponente.
Ojos azul oscuro me miraron desde lo alto con esa intensidad familiar e inexpresiva que había llegado a asociar con encuentros silenciosos y momentos cargados de significado no expresado. Cabello negro azulado que contrastaba dramáticamente con la nieve blanca que se había acumulado en sus hombros. El haori con patrón dispar que se había vuelto tan icónico como la persona que lo llevaba.
—Tomioka-san —exhalé, su nombre escapando de mis labios en una nube de vapor.
Giyuu Tomioka me observó por un momento que pareció extenderse mucho más allá de su duración real, sus ojos evaluando mi postura, mi expresión, tal vez buscando señales de hostilidad continua o reconocimiento pacífico.
Había pasado casi un año desde que nos habíamos visto por última vez. La última reunión de los Hashira después de la muerte de Kyojuro, donde había llegado tarde después de mi momento de crisis en el puente. Donde me había sentado junto a Mitsuri y había escuchado hablar sobre unidad mientras todo lo que podía ver eran las grietas en nuestra supuesta hermandad.
Lentamente, sin romper el contacto visual, ambos nos separamos y envainamos nuestras katanas en movimientos sincronizados que hablaban de un entrenamiento similar.
El silencio se extendió entre nosotros, y aunque yo no pude evitar sentirme algo incómoda, Giyuu parecía extremadamente tranquilo, como si las palabras fueran opcionales en lugar de necesarias para la comunicación básica.
—¿Qué haces aquí? —pregunté finalmente, mi voz sonando más áspera de lo normal.
—Perseguía a un demonio —respondió con esa economía de palabras que lo caracterizaba—. Las pistas me llevaron desde Akita hasta aquí.
Su voz tenía esa cualidad profunda y serena que recordaba, sin inflexiones emocionales pero con una solidez que siempre me había parecido reconfortante de maneras que no podía explicar completamente.
Mientras lo observaba ahí parado contra el telón de fondo del paisaje nevado, me di cuenta de lo perfectamente que encajaba en este entorno. Había algo en su presencia imperturbable, en la forma en que la nieve se había asentado en su cabello y hombros sin que pareciera notarlo o importarle, que lo hacía lucir como si fuera parte del paisaje invernal. Como si hubiera sido creado por el mismo espíritu que había formado estos bosques silenciosos y estos cielos grises.
—Yo también estoy investigando una serie de desapariciones —dije, decidiendo que la información compartida podría beneficiarnos a ambos—. Personas que se desvanecen sin dejar rastro. Las pistas me trajeron aquí desde Sendai, pero...
Me detuve, frustrada por mi propia falta de progreso.
Giyuu me miró con esa atención completa que le había visto dirigir a problemas tácticos complejos durante las reuniones de Hashira. No había prisa en su expresión, no había impaciencia. Solo una invitación silenciosa a continuar, a explicar lo que necesitara explicar en mi propio tiempo.
—Llevo una semana aquí y no tengo nada —admití—. El terreno es traicionero, los aldeanos no quieren hablar conmigo, y la información que he logrado conseguir me ha costado días de trabajo. Y a pesar de todo, ha resultado poco útil.
Me sorprendió escucharme hablar con tanta franqueza sobre mis frustraciones y fracasos ante alguien con quien nunca había cruzado más que un saludo. Pero había algo en la calma de Tomioka, en esa forma suya de escuchar sin interrupciones ni juicio, que me hacía bajar la guardia casi sin darme cuenta.
—Si nuestros casos están relacionados, sería beneficioso colaborar —continué, sorprendiéndome de nuevo al hacer la sugerencia—. Al ser dos Hashira trabajando juntos cubriremos más terreno y tal vez obtengamos información que uno solo no podría conseguir.
Giyuu asintió ligeramente, un movimiento tan pequeño que habría sido fácil pasar por alto si no hubiera estado observándolo atentamente.
—He conseguido una reunión con el terrateniente local —añadí, sintiendo que tenía su interés aunque su expresión no había cambiado—. Vive aislado en una mansión en la parte más alta del valle con sus dos hijas. Es el hombre más influyente de la región, y si alguien puede saber algo sobre lo que está causando estas desapariciones, sería él.
Hice una pausa, esperando algún tipo de respuesta o incluso preguntas, pero Giyuu simplemente continuó observándome con esa mirada atenta que indicaba que había procesado y guardado cada palabra que había dicho.
—La reunión es mañana a mediodía—concluí tras un suspiro—. Si vienes conmigo, tal vez logremos obtener respuestas reales, en lugar de los rumores y medias verdades que he estado arrancando a los aldeanos. Además… —mi voz se volvió más seca—, el terrateniente podría mostrarse más dispuesto a hablar… con otro hombre.
Así eran las cosas. Los hombres con poder rara vez tomaban en serio a una mujer. Pero con Giyuu a mi lado, había más posibilidades de que el terrateniente se mostrara “cooperativo”.
Por un momento largo, Giyuu no respondió. Sus ojos se desviaron brevemente hacia las montañas más altas que se alzaban majestuosas en la distancia, sus picos cubiertos de nieve brillando como diamantes contra el cielo gris. Pude ver que estaba considerando mi propuesta, evaluando las ventajas frente a cualquier reserva que pudiera tener sobre trabajar en conjunto.
Cuando finalmente habló, lo hizo con esa determinación fría que caracterizaba su tono de voz:
—De acuerdo.
Dos sílabas simples, pero cargadas de peso. Sabía que, viniendo de él, aquello no era una cortesía ni una aceptación vacía: Tomioka no era el tipo de hombre que hablara por hablar, ni alguien que hiciera promesas sin intención de cumplirlas.
—Bien —dije, sintiendo que algo se aflojaba en mi pecho que no me había dado cuenta de que había estado tenso—. Podemos establecer un campamento antes de que caiga la noche y partir hacia la mansión mañana temprano.
Giyuu asintió otra vez, y ell silencio volvió a envolvernos. Avanzamos juntos bajo la nevada, dos sombras recortadas contra la vastedad blanca.
***
Mientras buscamos un lugar adecuado para establecer nuestro campamento, me di cuenta de lo raro que era contar con la presencia de otro Hashira en esta región helada y alejada de todo. Aunque ya no estaba sola contra la amenaza que acechaba en estas montañas, y debería sentirme reconfortada por ello, el tener de compañero a Giyuu Tomioka era tan inesperado que no sabía muy bien cómo sentirme al respecto.
Solo había trabajado con Kyojuro antes. Kyojuro Rengoku, con su entusiasmo contagioso y su manera de llenar cada silencio con palabras de ánimo o historias que te hacían sentir parte de algo más grande. La calma imperturbable de Giyuu era algo completamente diferente: apacible, sí, pero tan cerrada, tan impenetrable, que no acababa de encajar del todo con lo que había conocido de trabajo en equipo.
Era serio y respetuoso, de eso no había duda. Pero aunque la idea de colaboración había sido mía, mientras caminábamos en silencio a través de la nieve cada vez más profunda, me pregunté si no habría tomado la decisión equivocada. Si tal vez habría sido mejor continuar sola en lugar de navegar esta incómoda dinámica con alguien que parecía existir en una frecuencia completamente diferente a la del resto del mundo.
Encontramos refugio justo cuando las últimas luces del crepúsculo comenzaban a desvanecerse. Una pequeña cueva excavada naturalmente en el pie de una pared rocosa, lo suficientemente profunda para protegernos del viento cortante pero no tan profunda como para sentirse claustrofóbica. El suelo estaba sorprendentemente seco, cubierto solo por una fina capa de polvo de roca y algunas hojas muertas que habían sido arrastradas por el viento en algún momento del pasado.
Trabajamos en silencio para preparar el campamento. Giyuu recolectó madera mientras yo despejaba un espacio para el fuego, y entre los dos logramos encender una fogata con ramas húmedas que protestaban contra las llamas, silbando y crepitando de maneras que normalmente habrían sido reconfortantes pero que en este silencio amplificado solo servían para resaltar el silencio.
Pasamos la noche como pudimos: sentados lo suficientemente cerca del fuego para beneficiarnos de su calor pero no tan cerca como para quemarnos, envueltos en nuestros respectivos haori y capas, tratando de conservar cada pizca de calor corporal que pudiéramos generar.
El norte tenía una manera cruel de recordarte que estabas viva. El frío no era solo punzante; era personal. Se metía dentro de la ropa como dedos invisibles, se instalaba en los huesos hasta que dolían con cada movimiento, se infiltraba en los pensamientos hasta que era difícil concentrarse en algo que no fuera la necesidad urgente de calor.
Tomioka y yo nos sentamos frente a la hoguera, uno enfrente del otro, y apenas cruzamos palabra. Compartimos lo que llevábamos en nuestros zurrones como cena: mi arroz frío y vegetales secos, su pescado ahumado y onigiri que había empacado en algún momento de su viaje. Funcional.
Y luego vino la larga vigilia de la noche, aguantando el frío que el fuego apenas conseguía mantener a raya.
Me encontré observándolo a través de las llamas danzantes. Las sombras naranjas dibujaban patrones extraños en su rostro, haciendo que sus facciones parecieran más angulosas, más severas de lo que eran en realidad. Sus ojos permanecían fijos en el fuego, sin parpadear durante períodos inquietantemente largos, como si estuviera viendo algo en las llamas que yo no podía percibir.
Y fue en ese momento, mientras las sombras bailaban entre nosotros y el silencio se hacía cada vez más pesado, que el recuerdo me golpeó como una bofetada.
El puente. Ese incómodo momento meses atrás que había tratado de enterrar en lo más profundo de mi mente pero que ahora resurgía con una claridad brutal.
Yo, de pie sobre el puente de piedra y madera, con la mirada clavada en el agua negra que corría debajo. Mis manos aferradas a la balaustrada áspera con tanta fuerza que las astillas se me clavaban en la piel. El cansancio no solo físico sino mental, emocional, espiritual. Esa sensación de estar completamente vacía por dentro, como si todo lo que me había hecho quien era hubiera sido arrancado dejando solo un cascarón.
No era que hubiera querido dejarme ir, no exactamente. No había sido un pensamiento suicida activo, no había estado planeando saltar. Pero por un momento horrible y tentador, había habido algo seductor en la idea de simplemente dejar de existir, al menos por un rato. Dejar de cargar con los muertos que se acumulaban en mi conciencia como piedras en una mochila que se volvía más pesada cada día.
Kenji, cuya muerte había sido mi culpa por no ser lo suficientemente inteligente, lo suficientemente fuerte.
Kyojuro, cuya ausencia era un agujero que nunca se llenaría completamente.
Y yo misma. El peso de llevar mi propia existencia cuando tantos otros mejores que yo habían caído.
Y Giyuu Tomioka me había visto así. Me había visto en mi momento más vulnerable, más roto, más peligrosamente cerca del borde de algo de lo que tal vez no habría regresado.
Mientras el fuego seguía devorando las sombras del rostro de Giyuu, quien no me miraba a mí sino a las llamas con esa atención absoluta que le caracterizaba, sentí vergüenza. Una vergüenza que me quemaba más que el frío me helaba. Vergüenza de que alguien—especialmente alguien como él, tan competente, tan imperturbable—me hubiera visto así. Culpable de haber pensado en rendirme, aunque hubiera sido solo por un segundo.
¿Qué habría pensado de mí en ese momento? ¿Me había juzgado por mi debilidad? ¿Había reportado sus preocupaciones a Kagaya-sama? ¿O simplemente había archivado la información en algún lugar de esa mente analítica suya, guardándola para usarla en algún momento futuro si era necesario?
El hecho de que nunca hubiera mencionado ese encuentro, que nunca hubiera preguntado si estaba bien o hubiera ofrecido palabras de consuelo o consejo, era de alguna manera peor que si lo hubiera hecho. Su silencio sobre el asunto lo hacía sentir como un secreto compartido incómodamente, algo que existía entre nosotros sin ser reconocido.
Aparté la mirada de él, concentrándome en cambio en las llamas que saltaban y bailaban. El calor era insuficiente para el frío que nos rodeaba, pero era todo lo que teníamos.
Traté de dormir después de lo que sintió como horas de ese silencio incómodo. Me acurruqué lo más cerca del fuego que pude sin arriesgarme a quemarme, envolví mi haori firmemente alrededor de mi cuerpo, y cerré los ojos con fuerza, rogando que el sueño viniera rápido.
Pero el sueño fue esquivo. El frío era demasiado intenso, el suelo demasiado duro, y mi mente estaba demasiado activa, dando vueltas alrededor de ese recuerdo del puente y la presencia silenciosa del hombre sentado frente a mí. Cada vez que estaba al borde de dormirme, el viento aullaba a través de la entrada de la cueva de una manera que me despertaba sobresaltada, mi mano buscando instintivamente la empuñadura de mi katana.
Finalmente, después de largas horas que parecieron extenderse eternamente, logré caer en un sueño ligero e inquieto, lleno de imágenes fragmentadas de agua negra y ojos azules observándome desde las sombras.
Desperté antes del alba, cuando el cielo visible a través de la entrada de la cueva todavía era de ese gris oscuro profundo que precedía al verdadero amanecer. El fuego se había reducido a brasas que brillaban tenuemente en la oscuridad, ofreciendo más luz que calor.
No sé si Tomioka durmió en algún momento de la noche.
Cuando abrí los ojos y enfoqué mi visión borrosa de sueño, seguía sentado en exactamente la misma posición en la que había estado cuando cerré los ojos horas antes. Su espalda estaba perfectamente recta contra la pared de la cueva, sus manos descansando sobre sus rodillas, y su mirada perdida en las brasas moribundas como una estatua tallada por el hielo mismo.
No había señales de que hubiera cabeceado siquiera. Ni un pelo fuera de lugar, ni un pliegue adicional en su ropa que indicara que se hubiera movido. Era como si fuera capaz de permanecer completamente inmóvil durante horas enteras sin experimentar la incomodidad o el cansancio que plagaban a las personas normales.
Por un momento, consideré si decir algo. Buenos días, tal vez, o algún comentario sobre el frío. Pero las palabras murieron en mi garganta antes de que pudieran formarse. Había algo en la densidad de su silencio que me hacía sentir como si romperlo fuera una violación de algún tipo.
Así que en lugar de eso, simplemente me senté lentamente, tratando de no hacer ruido mientras mis articulaciones protestaban por haber pasado horas en el suelo frío. Alcancé algunas de las ramas que habíamos reservado para la mañana y las añadí cuidadosamente a las brasas, soplando suavemente hasta que pequeñas llamas comenzaron a lamer la madera seca.
El fuego cobró vida nuevamente, arrojando luz cálida pero tenue en el espacio cerrado de la cueva. Y en esa luz, finalmente, Giyuu se movió. Fue un movimiento mínimo—solo un ligero giro de su cabeza hacia mí—pero fue suficiente para que nuestros ojos se encontraran.
No había acusación en su mirada, pero tampoco había calidez. Solo esa observación constante y evaluativa que parecía ser su estado natural.
Y yo, todavía avergonzada por recuerdos que él probablemente ni siquiera estaba pensando, aparté la vista primero, concentrándome en dividir los onigiri restantes.
Hoy iríamos a la mansión del terrateniente. Hoy, tal vez, encontraríamos respuestas.
Pero por ahora, en esta cueva fría con un compañero silencioso cuya presencia era tanto reconfortante como inquietante, todo lo que podía hacer era esperar que el sol saliera y nos liberara de esta noche interminable.
La mansión de Oichi Mikami se alzaba cerca de la base de la Kuroi Yama, el pico más alto de la cordillera. La montaña era una mole enorme de piedra negra que se elevaba hacia el cielo como una daga gigantesca, pelada en su pico nevado, con laderas cubiertas de pinos tan oscuros que parecían casi negros contra la blancura de la nieve. Era una presencia dominante en el paisaje, visible desde kilómetros de distancia, y había algo profundamente inquietante en la forma en que se alzaba sobre todo lo demás, como si estuviera vigilando la región con ojos invisibles.
La niebla era habitual en esta zona, nos habían advertido los aldeanos durante nuestro viaje hacia aquí. Y así fue como vimos la casa por primera vez: emergiendo gradualmente de un mar de niebla blanca como el esqueleto de alguna criatura antigua saliendo del agua. Una construcción amplia de tres pisos que parecía demasiado grande, demasiado ostentosa para este lugar remoto y abandonado.
Los materiales hablaban de riqueza considerable: madera oscura pulida hasta brillar incluso bajo la luz tenue del día nublado, piedra que había sido traída de algún lugar lejano porque no coincidía con la roca local, detalles arquitectónicos que solo podían haber sido ejecutados por artesanos costosos. Todo en la estructura gritaba dinero, poder, influencia. Contrastaba violentamente con las viviendas humildes de los aldeanos que habíamos pasado en nuestro camino: chozas pequeñas con techos de paja, paredes agrietadas, ventanas cubiertas con papel en lugar de vidrio.
La casa que teníamos ante nosotros no solo hablaba de poder y riqueza. Presumía de ello de una manera que parecía casi obscena dada la pobreza visible de la región circundante.
Aunque era mediodía, el sol estaba completamente oculto detrás de nubes amenazantes que convertían el día en algo apenas más brillante que el crepúsculo. La luz filtrada que lograba atravesar las nubes confería un aspecto siniestro al lugar, haciendo que las sombras se acumularan en los rincones y bajo los aleros de manera antinatural. Las ventanas de la mansión reflejaban esa luz gris de formas que las hacían parecer ojos vacíos observándonos mientras nos acercábamos.
Caminamos hacia las puertas principales en silencio. Giyuu y yo no habíamos hablado mucho durante el viaje desde la cueva hasta aquí, manteniendo esa distancia profesional incómoda que había caracterizado nuestra colaboración hasta ahora. Pero pude sentir su atención agudizarse a medida que nos acercábamos a la mansión, sus sentidos sin duda evaluando cada detalle de la estructura, cada posible punto de entrada o escape, cada anomalía que pudiera indicar peligro.
En las grandes puertas de madera tallada nos esperaba un hombre.
Era alto, con una constitución delgada pero que sugería elegancia más que debilidad. Fumaba en una pipa de marfil tallado, el humo elevándose en volutas perezosas que la niebla absorbía casi inmediatamente. Tenía la tez pálida de alguien que pasaba poco tiempo bajo el sol, y unos ojos oscuros que brillaban con una inteligencia afilada y cargada de astucia. No eran ojos amables. Eran ojos que calculaban, que evaluaban valor y utilidad, que veían a las personas como piezas en un tablero de juego que solo él entendía completamente.
Llevaba un traje oscuro al estilo de los hombres de negocios de la capital—perfectamente cortado, obviamente caro—y un abrigo largo de piel de nutria para protegerse del frío. Incluso en esta región remota, se vestía como si estuviera a punto de asistir a una reunión importante en Tokio.
Sus movimientos eran medidos, lentos, deliberados. La forma en que llevó la pipa a sus labios, la manera en que nos observó acercarnos sin cambiar su postura relajada contra el marco de la puerta... todo me recordó a algún tipo de depredador. No uno que perseguía activamente a su presa, sino uno que esperaba pacientemente, sabiendo que eventualmente su presa vendría directamente a él.
Nos acercamos a él y nos saludamos mutuamente con una leve inclinación de cabeza, el gesto formal y distante apropiado para este tipo de encuentro inicial.
El terrateniente se tomó un momento largo para observarnos de arriba abajo, sus ojos moviéndose lentamente desde nuestros rostros hasta nuestras katanas envainadas, evaluando cada detalle de nuestra apariencia con una atención que se sentía invasiva. Sonrió lentamente, pero no había nada cortés en su gesto. Era la sonrisa de alguien que había encontrado algo interesante, tal vez incluso entretenido, pero no necesariamente bienvenido.
—Bienvenidos al norte —dijo con una voz grave que contenía matices de educación refinada y algo más oscuro debajo—. Es la primera vez que contamos con la presencia de dos de vosotros en estas tierras.
La forma en que dijo "vosotros" hizo que mi piel se erizara. No "cazadores de demonios" o "guerreros" o cualquier otro término que reconociera nuestra profesión. Solo "vosotros", como si fuéramos una especie aparte, algo que observar con curiosidad pero no necesariamente respeto.
—Mi nombre es Oichi Mikami, y soy el hacendado de esta región —continuó, sin perder esa sonrisa inquietante—. ¿Cómo os llamáis?
—Giyuu Tomioka —respondió Giyuu con su economía de palabras característica.
—Yo soy Sakura Saitō —respondí con voz clara y profesional—. Gracias por recibirnos.
Los ojos de Mikami brillaron con algo que podría haber sido curiosidad.
—Tomioka y Saitō —repitió, saboreando las palabras como si fuera vino—. Qué honor recibir a personalidades de tan prestigiosa compañía en mi humilde hogar.
No había nada humilde en su hogar, y todos lo sabíamos.
—Por favor, entrad —dijo, haciéndose a un lado con un gesto amplio—. Hace un frío terrible aquí fuera. Dejad que mi casa os ofrezca algo de calor y hospitalidad mientras discutimos los... problemas... que os han traído a nuestra región.
Cruzamos el umbral hacia un recibidor que era todo lo contrario del paisaje helado exterior. El calor nos golpeó inmediatamente, una diferencia de temperatura tan dramática que por un momento me sentí mareada. Alfombras gruesas de colores rojizos y dorados cubrían el suelo de madera pulida, absorbiendo el sonido de nuestros pasos. Las paredes estaban decoradas con pinturas y caligrafías caras, y varios braseros estratégicamente ubicados mantenían el espacio a una temperatura que bordeaba lo excesivo.
Al sentir la temperatura tan agradable comparada con el frío brutal de fuera, tuve que reprimir un suspiro de puro alivio físico. Mis dedos, que habían estado entumecidos durante días, comenzaron a hormiguear dolorosamente mientras la circulación se restauraba.
Pero aunque la casa era objetivamente preciosa—cálida, fragante con aromas de leña quemada y naranjas frescas, decorada con el tipo de lujo que solo el dinero considerable podía comprar—hubo algo que me puso los pelos de punta sin razón aparente. Era una sensación visceral, instintiva, el tipo de advertencia que había aprendido a no ignorar durante años de cazar demonios.
Algo en esta casa estaba mal. Profundamente, fundamentalmente mal.
Fue entonces cuando las vi.
Dos figuras en lo alto del primer piso, apenas visibles junto a la baranda de madera de cedro tallada que corría a lo largo del pasillo superior. Eran dos niñas, claramente hermanas por su parecido físico: la misma forma de cara en forma de corazón, los mismos ojos grandes y oscuros, el mismo cabello negro como la noche.
La mayor tendría unos dieciséis años, alta y esbelta como un junco, con una belleza delicada que estaba en ese punto justo entre la niñez y la edad adulta. Llevaba un kimono de color azul pálido que parecía demasiado fino para el clima. La menor, que no podía tener más de diez años, era pequeña para su edad, con mejillas aún redondeadas por la juventud infantil. Su kimono era rosa suave, y se aferraba al brazo de su hermana como si fuera un salvavidas.
Nos miraban con los ojos muy abiertos y una expresión de sorpresa mezclada con algo más. ¿Miedo? ¿Curiosidad? Era difícil saberlo desde esta distancia.
La pequeña le dio un tirón urgente al brazo de su hermana, susurrando algo que no pude escuchar pero cuyo tono de alarma fue inconfundible.
Entendí lo que había captado su atención: no solo nuestras armas, sino probablemente toda nuestra apariencia. Debíamos parecer criaturas de otro mundo para estas niñas que probablemente rara vez veían visitantes, y mucho menos guerreros armados que aparecían en su puerta.
El señor Mikami me vio mirando hacia arriba y siguió la dirección de mis ojos. Cuando vio a las niñas ahí paradas, observándonos con esa fascinación temerosa, algo se encendió en sus ojos. Su sonrisa se hizo más ancha, pero no de una manera que sugiriera afecto paternal. Era la sonrisa de alguien que acababa de recordar que tenía algo valioso que proteger... o controlar.
—Ah, ellas son mis queridas hijas —dijo, su voz adoptando un tono que sonaba practicado, como si hubiera ensayado esta presentación muchas veces—. Airi, la mayor, y Noa, la menor. Me hago cargo de ellas desde que mi esposa falleció hace dos años.
Hubo algo en la forma en que dijo "me hago cargo" que me hizo sentir incómoda. No "las cuido" o "las críe" sino "me hago cargo", como si fueran propiedades que administrar en lugar de hijas que amar.
Su voz se endureció ligeramente cuando se dirigió directamente a la niña mayor:
—Airi, querida.
La chica se puso recta como un palo inmediatamente, una reacción tan instantánea y automática que hablaba de entrenamiento o miedo o ambos. Agarró la mano de su hermana pequeña con más fuerza, sus nudillos poniéndose blancos con la presión.
—No seáis entrometidas. Id a vuestro cuarto y poneos a estudiar. Ya.
—Sí, padre —dijo Airi con un hilo de voz que temblaba ligeramente, y ambas niñas desaparecieron entre las sombras del pasillo superior como fantasmas, tan rápida y silenciosamente que fue como si nunca hubieran estado allí.
Me di cuenta de que tenía el ceño fruncido profundamente, mi expresión revelando más de lo que debería sobre mis pensamientos respecto a lo que acababa de presenciar. Me esforcé por suavizar mis facciones, por poner una expresión neutra y fría, algo parecido a lo que Giyuu mantenía constantemente. Él parecía tan imperturbable como siempre mientras seguía a Mikami más adentro de la casa, sus ojos escaneando el entorno sin mostrar juicio o emoción aparente.
Pero yo no podía quitarme de la mente la imagen de esas dos niñas: la forma en que se habían tensado ante la voz de su padre, cómo habían huido tan rápidamente, el miedo que había visto en sus ojos.
Mikami nos condujo a un comedor formal que era aún más ostentoso que el recibidor. La mesa era de madera oscura pulida que debía haber sido importada, rodeada de cojines de seda, con un arreglo floral elaborado como centro de mesa que debía haber costado más de lo que una familia campesina ganaría en un mes.
Nos sentamos según la etiqueta formal, y fue entonces cuando el verdadero carácter de nuestro anfitrión se reveló completamente.
Tal y como había predicho basándome en mis experiencias previas con hombres de su clase, Oichi Mikami era de esos hombres que valoran más a otro hombre solo por el hecho de serlo. Aunque yo hice la mayor parte de las preguntas—sobre las desapariciones, sobre los patrones que había notado, sobre campesinos, viajeros, incluso un par de comerciantes locales que habían desaparecido, pero principalmente sobre las chicas jóvenes que parecían ser el objetivo preferido—Mikami respondía mirando exclusivamente a Giyuu.
Cada respuesta, cada explicación, cada detalle que compartía sobre los eventos misteriosos que plagaban la región, todo era dirigido hacia mi compañero, como si yo no existiera, o como si fuera simplemente una secretaria tomando notas para el hombre importante sentado a mi lado.
A mí solo me dedicaba miradas esporádicas y palabras condescendientes de vez en cuando, pequeños reconocimientos de mi presencia que de alguna manera conseguían ser más insultantes que si me hubiera ignorado completamente.
—Lamento si no estoy siendo de mucha ayusa. Me resulta extraño tener a una dama delante y discutir hechos tan perturbadoros —dijo en un momento dado, interrumpiéndome mientras trataba de profundizar en un aspecto particular del patrón de desapariciones—. Quizás Tomioka-san podría continuar con las preguntas más... delicadas.
Sentí cómo mis dientes se apretaban, pero mantuve mi expresión neutral. A mi lado, Giyuu no mostró ninguna reacción ante el comentario sexista, simplemente continuó observando a Mikami con esa mirada evaluativa constante que era su firma.
Para crédito de Giyuu, cuando atendia a las explicaciones de Mikami, a menudo redirigía sutilmente la conversación hacia mí con comentarios como "Saitō-san preguntó sobre..." o "Como mi colega mencionó anteriormente...", reconociendo mi papel en la investigación de maneras que Mikami claramente prefería ignorar.
Una vez que Mikami nos hubo contado todo lo que sabía—que, como sospechaba, no era mucho más de lo que ya había recopilado de los aldeanos, solo con más detalles sobre las familias afectadas y sus conexiones económicas con él—tuvo la decencia de invitarnos a almorzar.
La comida fue elaborada y claramente diseñada para impresionar: encurtidos de vegetales que debían haber sido preservados el verano pasado, sukiyaki con carne de res que era un lujo en esta región remota, arroz blanco perfectamente cocido, y sake de una calidad que solo los muy ricos podían permitirse. Una criada silenciosa con los ojos permanentemente bajados nos sirvió con movimientos eficientes y practicados, llenando nuestros platos y tazas sin hacer contacto visual con ninguno de nosotros.
Mientras comíamos, Mikami se dedicó a contarnos sobre sus negocios en la zona: tierras que poseía, familias que trabajaban para él, planes de expansión que tenía para cuando "este desagradable asunto de las desapariciones se resuelva". Hablaba con el tipo de arrogancia casual que venía de generaciones de privilegio, de nunca haber tenido que preocuparse por dónde vendría su próxima comida o si tendría un techo sobre su cabeza.
Giyuu comía con elegancia silenciosa, sus modales impecables pero sin comprometerse con las historias de Mikami más allá de asentimientos educados ocasionales. Yo comí más por necesidad que por placer, consciente de que necesitaba mantener mi fuerza pero encontrando difícil disfrutar la comida bajo la mirada evaluativa constante de nuestro anfitrión.
Mientras la criada nos servía el postre—mochi relleno de pasta dulce de judías rojas—Mikami me miró por primera vez directamente, sus ojos enfocándose en mí con una intensidad que me hizo sentir como un insecto bajo un vidrio de aumento.
—Su apellido me resulta familiar, Saitō-san —dijo con tono casual que no coincidía con la agudeza en sus ojos—. ¿Es de buena familia?
Dejé a un lado el pequeño vaso de sake que había estado sosteniendo, consciente de que esta era una prueba de algún tipo. A mi lado, Giyuu continuó comiendo sin levantar los ojos de su plato pero sin duda escuchando cada palabra.
—Mi padre tiene negocios en la capital —respondí simplemente, sin querer dar muchos detalles sobre mi vida personal a este hombre que ya me había demostrado su carácter.
Mikami alzó una ceja, su expresión sugiriendo que había confirmado algo que había sospechado.
—Ah, ya veo. Una mujer de buena cuna. Eso explica... ciertas cosas.
No elaboró qué cosas explicaba exactamente, pero el tono sugería que no eran cumplidos.
—Aun así —continuó, su sonrisa volviéndose más afilada—, no es común ver a una mujer desempeñar tal trabajo. ¿No prefiere la seguridad del hogar? La vida de una esposa y madre es mucho más... apropiada para alguien de su género y posición social.
La pregunta fue formulada con cortesía superficial, pero la condescendencia debajo era tan gruesa que casi podía saborearse. Era el tipo de comentario que había escuchado incontables veces a lo largo de mi vida, en mi propia familia, y también de hombres que creían que las mujeres solo tenían valor en roles domésticos, que nuestra participación en trabajos "masculinos" era una aberración antinatural que necesitaba ser corregida.
Se me ocurrió que este hombre desagradable y mi tía podrían hacer buenas migas.
Respondí con una sonrisa que era tan afilada como la suya, permitiendo que un poco del acero que normalmente mantenía oculto se filtrara en mi expresión.
—Prefiero dar seguridad a aquellos que la necesitan, Mikami-san. Considero que proteger vidas inocentes es un objetivo más noble que simplemente mantener mi propia comodidad.
Fue una respuesta calculada para pincharlo, para sugerir sutilmente que su vida de lujo mientras otros en su región sufrían y desaparecían era moralmente cuestionable. Vi el destello de irritación en sus ojos antes de que pudiera suprimirlo, la forma en que su mandíbula se tensó ligeramente.
Mikami me observó durante unos segundos más, sus ojos oscuros evaluando si valía la pena continuar este intercambio verbal o si debería simplemente descartarme como una anomalía irritante. Finalmente, decidió lo segundo, girándose hacia Giyuu con una expresión que sugería que finalmente volvía a hablar con el adulto responsable en la habitación.
—Tomioka-san —dijo, ignorándome completamente ahora—, si lo desean, puedo disponer que se alojen en una antigua cabaña de vigilancia que tengo en el bosque, a media jornada de camino hacia la aldea más cercana. Es sencilla, pero les dará refugio y tendrán privacidad para investigar sin... interferencias.
La pausa antes de "interferencias" sugería que incluía en esa categoría a personas curiosas, aldeanos chismosos, y probablemente su propia presencia.
—La cabaña está a su disposición mientras dure su misión —continuó—. Haré que uno de mis hombres les muestre el camino esta tarde, si les parece bien.
Reprimí el impulso de buscar la mirada de Giyuu a mi lado. La oferta era generosa —quizá demasiado generosa, considerando las circunstancias. Mikami no parecía preocupado por las víctimas desaparecidas, pero sí por los diezmos y los trabajadores que podía perder. Aun así, su gesto no era exactamente hospitalario; más bien parecía un hombre resignado a tolerar nuestra presencia.
De todos modos, necesitábamos una base de operaciones que no fuera una cueva helada. El verdadero invierno aún no había llegado, y permanecer a la intemperie nos mataría antes que el demonio.
Ambos asentimos al mismo tiempo, un gesto sincronizado que no fue intencional pero que pareció satisfacer a Mikami.
—Excelente —dijo, poniéndose de pie para indicar que la reunión había llegado a su fin—. Entonces está decidido. Mi hombre, Tanaka, les guiará hasta allí después de que hayan terminado su postre. Les deseo suerte en su investigación y espero sinceramente que acaben pronto con la amenaza. Sería... problemático, para los negocios de la región, si se corriera la voz de que tenemos una amenaza demoniaca en el área.
Por supuesto, pensé mientras me ponía en pie. Los negocios. No las vidas perdidas, no las familias destrozadas, sino el impacto económico potencial en sus propiedades y ganancias.
Nos despedimos con las formalidades apropiadas, y Mikami nos acompañó de vuelta al recibidor donde un hombre mayor—presumiblemente Tanaka—ya estaba esperando.
Justo antes de salir, alcé la vista una última vez hacia el pasillo del piso superior, donde antes había visto a las niñas. Ahora no quedaba rastro de ellas.
Cuando bajé la mirada, me sorprendí al notar la de Giyuu desplazándose desde la baranda hasta el frente, como si también hubiera estado observando ese mismo punto un instante antes.
Y mientras seguíamos a Tanaka de vuelta al frío brutal del exterior, dejando atrás el calor artificial y la opulencia incómoda de la mansión Mikami, no pude quitarme la sensación de que acabábamos de caminar directamente hacia algo mucho más complicado y peligroso de lo que una simple caza de demonios debería ser.
Algo en esa casa respiraba maldad. Y tenía la horrible sensación de que las desapariciones que estábamos investigando no eran lo más oscuro que ocurría en esa región helada.
El camino hacia la cabaña era estrecho y empinado, serpenteando a través de pinos tan densos que apenas dejaban pasar la luz del día que ya se desvanecía. La nieve crujía bajo nuestras botas con cada paso, ese sonido particular que hacía cuando estaba compactada y congelada. Seguíamos a Tanaka-san y su burro, que cargaba las provisiones ofrecidas con aparente generosidad por Mikami—aparente, porque nada en ese hombre sugería que hacía algo sin calcular primero qué ganaba con ello.
Giyuu y yo andábamos en silencio, uno al lado del otro pero con un espacio prudente entre ambos. No era hostilidad lo que mantenía esa distancia, sino algo más indefinible: una consciencia mutua de que estábamos entrando en territorio desconocido, no solo geográficamente sino interpersonalmente. Íbamos a compartir un espacio pequeño durante un tiempo indeterminado, dos personas que apenas se conocían más allá de encuentros profesionales esporádicos.
El viento silbaba entre las ramas desnudas de los árboles, llevando consigo pequeños cristales de hielo que picaban la piel expuesta como agujas diminutas. Me subí un poco la bufanda sobre la nariz y la boca, agradecida por el tejido áspero pero cálido. La había comprado días antes en una aldea cercana, a un vendedor ambulante que había insistido en que era "la mejor lana de la región, imposible de encontrar más caliente". Probablemente había exagerado, pero cumplía su función.
—Con la llegada del invierno —dijo de repente Giyuu, rompiendo el silencio que solo había sido interrumpido por el resoplido ocasional del burro y el crujido de la nieve bajo nuestros pasos.
Me sorprendió tanto escuchar su voz que giré la cabeza de golpe hacia él, casi tropezando con una raíz oculta bajo la nieve. Sus ojos azules seguían clavados al frente, observando el camino con calma, sin indicar que había notado mi reacción sobresaltada.
—Esta zona quedará completamente cerrada —continuó con esa voz profunda y tranquila que tenía—. No habrá forma de entrar ni salir hasta que las grandes nieves pasen. Probablemente no antes de finales de marzo, principios de abril.
Apreté los labios ligeramente, procesando sus palabras y, más importante, lo que no estaba diciendo explícitamente.
Sabía lo que estaba haciendo. Me estaba advirtiendo. Ofreciéndome una salida antes de que fuera demasiado tarde. Una pregunta disfrazada de observación meteorológica neutral.
¿Realmente quieres hacer esto? ¿Quedarte en esta cabaña en esta montaña helada? ¿Aislada del resto del mundo, conmigo como única compañía, durante meses potencialmente?
Era una oportunidad para retroceder, para decir que había cambiado de opinión, que prefería trabajar sola o regresar a territorio más familiar. Y la estaba ofreciendo ahora, antes de que estuviéramos completamente comprometidos con esta situación.
—Está bien —respondí sin dudar, mi voz saliendo más firme de lo que me sentía internamente—. No me asusta el frío.
Fue una respuesta simple, pero ambos entendimos que estaba hablando de más que solo la temperatura. Estaba diciendo que podía manejar el aislamiento, la incertidumbre, la extraña intimidad forzada de esta situación. Que era lo suficientemente profesional, lo suficientemente fuerte, para no dejar que las incomodidades personales interfirieran con la misión.
Giyuu no dijo nada más, pero vi el más pequeño de los asentimientos, casi imperceptible.
El camino se abrió entonces, los árboles retrocediendo para revelar un pequeño claro donde la nieve yacía sin perturbar en una capa gruesa y uniforme.
La cabaña era aún más pequeña de lo que había imaginado basándome en la descripción de Mikami. Una construcción antigua de madera oscurecida por años de clima inclemente, su parte trasera encajada entre los árboles como si el bosque mismo se la hubiese tragado a medias, reclamándola lentamente para sí. El techo estaba cubierto de nieve espesa, y varios carámbanos colgaban de los aleros como dientes translúcidos. A un lado había una construcción aún más pequeña que probablemente servía como retrete, lo cual significaba que tendríamos que aventurarnos al frío brutal cada vez que la naturaleza llamara.
Era rústico, aislado, y francamente deprimente en su simplicidad.
Tanaka-san detuvo a su burro frente a la puerta, descargó las provisiones con movimientos eficientes nacidos de años de trabajo físico, y nos saludó con una inclinación de cabeza tan breve que rayaba en lo descortés antes de dar media vuelta y comenzar su viaje de regreso. No ofreció consejos sobre cómo usar la cabaña, no preguntó si necesitábamos ayuda para instalarnos, simplemente cumplió con su tarea y se fue, ansioso por alejarse de los extranjeros lo más rápido posible.
Me dejó con la impresión incómoda de que los lugareños nos consideraban mala suerte, o tal vez que asociaban nuestra presencia con el peligro que acechaba en estas montañas.
Ambos nos detuvimos frente a la edificación durante un momento, evaluándola en silencio. Yo di un paso adelante finalmente y abrí la puerta con mano firme. Ésta se abrió con un crujido largo y lastimero que se arrastró como un lamento, las bisagras protestando contra el movimiento después de lo que probablemente habían sido meses de inactividad.
El interior era exactamente tan desolador como había anticipado. Una estancia principal que servía como todo: sala de estar, dormitorio, área de trabajo. Una cocina rudimentaria contra una pared, consistente en un pequeño fogón de leña, algunos estantes toscos, y un fregadero que probablemente se alimentaba de un pozo exterior. Un hogar de piedra cubierto de hollín antiguo ocupaba el centro de una pared, con una pila de leña seca apilada al lado que al menos sugería que alguien había tenido la previsión de preparar la cabaña para posibles ocupantes.
Había una mesa coja con dos sillas que no inspiraban confianza, su madera desgastada y agrietada por años de uso. En una esquina había un pequeño lavadero—realmente solo un espacio con una palangana de madera y un espejo agrietado—sin puerta, apenas separado del resto de la habitación por un biombo de madera raída que ofrecía la ilusión de privacidad pero poco más.
Olía a humedad y cerrado, a un espacio que había estado vacío mucho tiempo. Pero al menos no olía a moho o podredumbre, lo cual era una pequeña victoria.
Giyuu pasó entonces junto a mí, entrando primero con esa manera silenciosa de moverse que tenía, como si sus pies apenas tocaran el suelo. Dejó su bolsa de viaje en el suelo con cuidado y echó un vistazo rápido pero metódico, sus ojos escaneando cada rincón, cada ventana, cada posible punto de entrada. Evaluando no la comodidad, sino la seguridad, los ángulos de ataque posibles, las rutas de escape.
Era lo que hacíamos automáticamente después de años de cazar demonios: nunca entrar a un espacio sin evaluar primero cómo defenderlo o abandonarlo si era necesario.
Yo me quedé en el umbral un momento más, respirando hondo el aire frío y húmedo, preparándome mentalmente para lo que vendría. Esto sería nuestro hogar durante semanas, posiblemente meses, como Giyuu había dicho. Este espacio claustrofóbico y frío sería donde viviríamos, comeríamos, dormiríamos, existiríamos en proximidad constante.
—Instalaremos los futones allí —dijo Giyuu, y su voz sonó más profunda en el silencio contenido de la cabaña, señalando hacia las esquinas más alejadas de la estancia principal, lo más separadas posible dentro del espacio limitado disponible.
Asentí, agradecida de que al menos hubiera pensado en maximizar la distancia entre nuestros espacios de dormir. Entre los dos colgamos una manta vieja que encontramos en un baúl—gruesa pero deshilachada, oliendo a naftalina—como cortina improvisada entre ambos futones. La aseguramos con clavos que encontramos en un cajón de la cocina, creando una división física que marcaba claramente los territorios separados.
No era privacidad, ni de lejos. La manta era demasiado delgada, demasiado llena de agujeros. Podríamos ver y escuchar cada movimiento del otro, cada respiración, cada sonido de la noche. Pero servía como una barrera psicológica al menos, una señal de que respetábamos el espacio personal del otro tanto como era posible en estas circunstancias.
Después organizamos las provisiones en los pequeños armarios de la cocina, trabajando en silencio coordinado. Mikami nos había dado arroz en bolsas de tela, pescado y carne seca envueltos en papel, algas secas, pasta de miso en un recipiente de cerámica sellado, verduras en conserva que durarían meses, incluso algunos lujos como té y azúcar. Era suficiente para varias semanas de consumo regular, y dado que todo era no perecedero o ya preservado, duraría muchos meses si lo racionábamos apropiadamente.
Lo mejor sería guardarlo para lo más duro del invierno, cuando viajar sería imposible y los mercados estarían cerrados. Mientras tanto, podríamos comprar productos frescos en el mercado más cercano—a medio día de camino, según Tanaka—para variar nuestra dieta y conservar las reservas de emergencia.
Mientras deshacía mi bolsa de viaje, sacando ropa doblada cuidadosamente y algunos objetos personales que había traído conmigo, Giyuu volvió a hablar a mis espaldas.
—Cubriré la zona norte del bosque mañana al amanecer.
Su tono era neutral, profesional, ya planeando nuestra estrategia de investigación.
Asentí sin girarme, continuando con mi tarea de ordenar mis pertenencias.
—Yo bajaré al pueblo más cercano —respondí, pensando en voz alta—. Estoy segura de que los aldeanos saben más de lo que nos han dicho hasta ahora. Tienen miedo, eso está claro. Pero quizá ahora que saben que el terrateniente está de nuestro lado, o al menos no oponiéndose activamente a nuestra presencia, hablen más libremente.
Era una esperanza, más que una certeza. Los aldeanos en regiones rurales podían ser extraordinariamente cerrados cuando se trataba de compartir información con extraños, especialmente información que pudiera poner en peligro el delicado equilibrio de poder entre ellos y los terratenientes locales.
Me giré y vi que Giyuu ya había terminado de ordenar su lado de la cabaña. Todo estaba perfectamente colocado: su bolsa doblada y guardada bajo su futón, su katana apoyada contra la pared en un ángulo que permitiría acceso instantáneo si era necesario, sus pocas prendas de ropa colgadas en ganchos que habían sido martillados en la pared en algún momento del pasado.
Era meticuloso de una manera que hablaba de años viviendo como guerrero nómada, moviéndose constantemente de un lugar a otro, aprendiendo a crear orden en el caos, a hacer que cualquier espacio temporal se sintiera como hogar por pura organización.
—Turnos de guardia —dijo, mirándome directamente por primera vez desde que habíamos entrado a la cabaña—. Una noche tú, una noche yo.
Era lógico. Incluso en una ubicación relativamente segura, nunca era prudente que ambos durmieran profundamente al mismo tiempo cuando sabíamos que había amenazas demoníacas en el área.
—Bien —acepté simplemente.
Con Giyuu todo era mecánico. Práctico. Como si fuésemos piezas de maquinaria que encajaban por obligación funcional, no por afinidad natural. No había conversación casual, no había intentos de conocerse mejor más allá de lo profesionalmente necesario. Solo eficiencia y coordinación basada en entrenamiento similar y objetivos compartidos.
Resistir las condiciones duras no era el problema. Ambos estábamos hechos para eso, forjados por años de entrenamiento brutal y experiencias que habrían roto a personas ordinarias. Podíamos soportar el frío, el hambre, el dolor físico, el peligro constante.
Pero convivir... bueno, eso era un territorio completamente diferente.
Ya lo descubriría con el tiempo. De nada me servía imaginar escenarios terribles o problemas que no habían surgido aún. Pero no podía imaginarme a Giyuu siendo un compañero horrible. Era demasiado controlado, demasiado respetuoso del espacio personal, demasiado profesional. Tan solo... era raro tener compañía después de haber estado sola durante tanto tiempo. Tan cerca físicamente pero tan extraña, tan ajena emocionalmente.
Era como estar sola pero con un testigo. Una soledad compartida, si eso tenía algún sentido.
Pero ambos éramos personas serias. Un Hashira llegaba a tal posición no solo por habilidad en combate sino por la capacidad de adaptarse, de funcionar bajo cualquier circunstancia, de poner la misión por encima de las incomodidades personales.
Sabríamos manejarlo. Tendríamos que hacerlo.
Preparamos el fuego rápidamente, trabajando en coordinación silenciosa. Giyuu se encargó de limpiar el hogar de las cenizas antiguas mientras yo salía a buscar leña adicional de la pila exterior, trayendo brazadas de troncos secos que apilé cerca del fuego para que se calentaran. Una vez que las llamas estuvieron crepitando alegremente, la cabaña al ser pequeña entró rápidamente en calor, transformándose de ese espacio húmedo y helado en algo que se acercaba a lo acogedor.
Con el contraste de temperatura sentí cómo mis mejillas, que habían estado entumecidas por el frío durante horas, comenzaron a hormiguear dolorosamente mientras la circulación se restauraba.
Luego empezamos a preparar la cena. No nos pusimos de acuerdo en nada verbalmente, pero había una coordinación silenciosa nacida de experiencias similares de supervivencia. Él lavó las verduras que íbamos a usar—daikon y algunas cebollas—mientras yo ponía agua a hervir en la olla más grande que pude encontrar. Decidí preparar una sopa de miso simple con algo de arroz, comida reconfortante que nos calentaría desde dentro.
Estábamos uno al lado del otro en esa cocina minúscula, separados por un palmo de aire que se sentía denso con consciencia mutua. Era imposible no notar su presencia: la forma en que se movía con eficiencia, el sonido de su respiración tranquila, el calor que irradiaba su cuerpo en ese espacio confinado.
—¿Te gusta cocinar? —pregunté suavemente, de repente ansiosa por romper el silencio que se había vuelto casi opresivo en su peso.
Me lanzó una mirada de soslayo, sus ojos azules encontrando los míos brevemente antes de volver a las verduras que estaba cortando con precisión impresionante.
—No lo odio —respondió después de un momento, su tono seco pero no hostil.
No era exactamente una respuesta entusiasta, pero viniendo de Giyuu, probablemente era lo más cercano a un cumplido que recibiría la actividad de cocinar.
—Yo aprendí a hacerlo en el templo —dije en voz baja mientras sacaba un par de algas secas de su contenedor y las mojaba con algo de agua para rehidratarlas.
Fue cuando estaba pasando los dedos por el borde áspero de las algas, sintiendo su textura cambiando de quebradiza a flexible bajo mis dedos, que me di cuenta de lo que acababa de revelarle.
Nadie, aparte de Kyojuro, había sabido que yo había servido como sacerdotisa antes de unirme al Cuerpo de Cazadores de Demonios. Era parte de mi pasado que mantenía privada, no por vergüenza sino porque esa vida parecía pertenecer a una persona completamente diferente. La chica débil que había barrido capillas y ofrecido oraciones parecía tan lejana de la guerrera que era ahora que apenas podía reconocerla como yo misma.
Y tal vez también guardaba silencio porque hablar de esa etapa era abrir la puerta a preguntas que no estaba dispuesta a responder.
Y ahora había compartido esa información casualmente con Giyuu Tomioka, un hombre con quien apenas había mantenido una auténtica conversación, un hombre del que, realmente, no sabía nada.
Alcé la mirada hacia él rápidamente, medio esperando verlo mirándome con curiosidad o sorpresa, tal vez con preguntas sobre por qué una sacerdotisa había terminado como Hashira.
Pero Giyuu seguía encargándose de las verduras como si no hubiera escuchado nada digno de mención. Sus manos —firmes, precisas, sorprendentemente elegantes—, continuaban su trabajo con la misma eficiencia tranquila, cortando el daikon en rodajas perfectamente uniformes. Ni un gesto, ni una sombra de reacción cruzó su rostro. Era como si mis palabras se hubieran desvanecido en el aire antes de llegar a él.
No preguntó cuándo, ni por qué, ni qué me había llevado a dejarlo. Simplemente aceptó la información como un hecho más, sin curiosidad ni juicio. O quizás, pensé, ni siquiera me estaba escuchando realmente.
Y sin embargo, había algo extrañamente liberador en ello. No tener que explicar, ni justificar, ni desnudar la historia completa solo por haber dejado escapar un fragmento.
Cuando la sopa de miso y los onigiri de salmón estuvieron listos, nos sentamos frente a frente en la vieja mesa. Las sillas crujían con cada movimiento, amenazando con colapsar pero manteniéndose firmes de alguna manera. Habíamos posicionado la mesa cerca del fuego, donde el calor nos envolvía más completamente, creando una burbuja de calidez en contraste con el frío que podíamos sentir radiando de las paredes apenas aisladas.
Fuera, la noche había caído completamente, y a través de la única ventana de la cabaña podía ver nieve comenzando a caer nuevamente, copos gruesos que se acumulaban en el alféizar.
El calor al menos nos envolvía ahí dentro, aunque fuera la noche era helada y el viento había comenzado a aullar entre los árboles con un sonido que era casi humano en su lamento. Aun así, el ambiente entre nosotros se sentía tenso y frío, o así lo sentía yo. Como si la temperatura emocional de la habitación no pudiera calentarse sin importar cuánta leña echáramos al fuego.
Comimos en silencio, el único sonido el chasquido ocasional del fuego y el tintineo suave de nuestros palillos contra los cuencos. La comida estaba bien—simple pero nutritiva, reconfortante en su familiaridad—pero era difícil disfrutarla completamente bajo el peso que sentía.
Nos esperaba una misión difícil. Un demonio al que cazar, o tal vez varios. Vidas que salvar, un misterio que resolver. Eso debería haber sido suficiente para enfocar toda mi atención, para dejar de lado estas preocupaciones menores sobre la dinámica interpersonal.
Y el invierno. El largo y helado invierno que se cernía sobre nosotros como una promesa y una amenaza a la vez.
Meses encerrados aquí, en este espacio diminuto, con un hombre que era prácticamente un extraño. Meses de silencio incómodo y coordinación mecánica y la constante consciencia de la presencia del otro sin el alivio de la verdadera conexión.
Miré a Giyuu a través del vapor que se elevaba de mi sopa. Su rostro estaba parcialmente en sombras por la luz fluctuante del fuego, sus facciones pareciendo más severas, más inalcanzables. Sus ojos estaban fijos en su comida con esa concentración total que parecía aplicar a todo lo que hacía, como si comer fuera una tarea que merecía su atención completa.
Me pregunté qué estaba pensando. Si también sentía esta incomodidad o si era completamente indiferente a ella. Si para él esto era simplemente otra misión, otra tarea que cumplir con la misma eficiencia impersonal que aplicaba a todo lo demás.
Me pregunté si alguna vez rompería ese silencio impenetrable, o si pasaríamos meses así: coordinados pero distantes, funcionales pero fríos, juntos pero completamente solos.
Supongo que el tiempo lo diría.
Por ahora, solo podíamos tomar las cosas un día a la vez, una noche a la vez, un silencio incómodo a la vez.
Y esperar que cuando llegara el momento de enfrentar lo que acechaba en estas montañas, esta extraña asociación resultara ser suficiente para mantenernos vivos.
Chapter 17: El invierno y la estrella - Parte 2
Chapter Text
Habían pasado cinco días desde que nos instalamos en la cabaña, y no teníamos absolutamente nada.
Cinco días de caminar con nieve hasta las rodillas, interrogar a aldeanos que nos miraban como si fuéramos portadores de alguna enfermedad contagiosa, seguir pistas que se desvanecían en la nada. Cinco días de frío brutal, noches inquietas alternando turnos de guardia, y la frustración creciente de una investigación que parecía estar completamente estancada.
Esa noche, mientras nos sentábamos frente a frente en la mesa coja con nuestros cuencos de arroz y verduras en salmuera—comida simple porque estábamos demasiado cansados para preparar algo más elaborado—finalmente dejé escapar la frustración que había estado acumulándose en mi pecho como vapor en una olla sellada.
—Es como si creyeran que mencionar al demonio lo hará más real —dije, sin poder contener el tono de irritación en mi voz—. Como si ignorar el problema fuera a hacer que desaparezca mágicamente. Cada vez que trato de hacerles preguntas específicas, de repente recuerdan tareas urgentes que necesitan atender o familiares enfermos que visitar.
Pinché una rodaja de daikon en escabeche con más fuerza de la necesaria, el vinagre picante haciendo que mis ojos ardieran ligeramente.
—No entienden que su silencio está costando vidas. Que cada día que pasa sin información es otro día que el demonio tiene para actuar libremente.
Esperaba tal vez un murmullo de acuerdo, o incluso solo un asentimiento de comprensión. Algo que indicara que Giyuu estaba escuchando mi desahogo.
En cambio, continuó comiendo con esa concentración tranquila que aplicaba a todo, sus palillos moviéndose con precisión metódica desde el cuenco hasta su boca. Solté aire por la boca con más fuerza de la necesaria y continué comiendo.
—El otro día vi marcas de garras —dijo de repente más tarde, su voz tan neutral como si estuviera comentando sobre el clima—. En un árbol al noroeste de aquí. No eran de animal.
Me detuve con los palillos a medio camino hacia mi boca, procesando sus palabras.
Marcas de garras que no eran de animal. Eso era algo real, tangible. Una pista física que al menos confirmaba que había actividad demoniaca en la zona, que no estábamos persiguiendo fantasmas o supersticiones locales.
Y él lo mencionaba así, casualmente, como si fuera una observación menor en lugar de la primera evidencia concreta que habíamos encontrado.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —pregunté, tratando de mantener mi tono neutro pero sintiendo cómo la frustración se intensificaba.
—Acabo de hacerlo.
Era una respuesta completamente lógica y completamente exasperante al mismo tiempo.
Volví mi atención a mi comida, masticando mecánicamente mientras mis pensamientos daban vueltas. Al menos Giyuu había encontrado algo. Al menos sus días de exploración en el bosque habían producido evidencia real en lugar de miradas temerosas y puertas cerradas en mi cara.
La frustración que sentía era multicapa: frustración con mi investigación que no producía resultados, frustración con los aldeanos y su silencio obstinado, frustración con el frío incesante que hacía que cada tarea simple se sintiera como una hazaña épica, y—aunque me avergonzaba admitirlo—frustración con el propio Giyuu y su manera de ser tan silencioso, tan cerrado, tan imposible de leer.
Los primeros días de convivencia habían sido exactamente como me había imaginado que sería compartir espacio con alguien como Tomioka. No es que nos hubiéramos visto mucho—ambos salíamos al amanecer en direcciones diferentes y regresábamos al anochecer exhaustos y cubiertos de nieve—pero los momentos que compartíamos en la cabaña seguían un patrón predecible.
Silencio. Coordinación eficiente pero sin palabras. Él preparaba el fuego mientras yo organizaba la cena, o viceversa. Comíamos en silencio. Uno tomaba guardia mientras el otro dormía. Por la mañana, un breve intercambio de información sobre planes del día, y luego cada uno partía hacia sus tareas.
Era funcional. Era profesional. Era absolutamente agotador de una manera que no tenía nada que ver con el esfuerzo físico.
Con Kyojuro siempre había habido conversación. Historias durante las comidas, preguntas sobre mi día, comentarios entusiastas sobre algo interesante que había visto. Una calidez humana que hacía que incluso las situaciones más duras se sintieran manejables.
Con Giyuu, era como vivir junto a una estatua que ocasionalmente se movía y hablaba cuando era estrictamente necesario.
—Esta mañana —comencé, más por llenar el silencio que por cualquier necesidad real de compartir la anécdota—, una niña en el pueblo parecía a punto de decirme algo. Tenía esa mirada, ya sabes, como cuando alguien está cargando con un secreto que necesita desesperadamente compartir.
Tomé un sorbo de té, el líquido caliente quemando mi garganta.
—Pero entonces su madre apareció de la nada, agarró a la niña del brazo con tanta fuerza que la hizo hacer una mueca de dolor, y prácticamente la arrastró lejos de mí. Me miró como si yo fuera el mismísimo demonio que están tratando de ignorar.
Hice una pausa, esperando alguna reacción. Un comentario sobre lo difícil que era obtener información de comunidades cerradas, tal vez. O una observación sobre cómo el miedo hacía que las personas actuaran irracionalmente. Incluso solo un murmullo de reconocimiento de que había escuchado mi historia.
Pero Giyuu siguió comiendo como si nada, sus ojos fijos en su cuenco, su expresión tan neutral como siempre. Era como si estuviera hablando con una pared.
Algo dentro de mí se rompió. Tal vez era la acumulación de días de frustración, o el agotamiento de estar constantemente en guardia, o simplemente la sensación aislante de estar físicamente cerca de alguien pero completamente desconectada emocionalmente.
—¿Siempre va a ser así? —pregunté, sin poder mantener la irritación fuera de mi voz—. Podrías decir algo al menos. ¿Algún tipo de reconocimiento de que me escuchas cuando te hablo?
Mis palabras salieron ásperas, desagradables, cargadas con una emoción que sabía que era injusta pero que no podía contener.
—Si no supiera que eres así con todos — continué, con un tono afilado — pensaría que te molesta mi compañía. Que me consideras una carga o una distracción o algo igualmente indeseable.
El silencio que siguió fue tan denso que casi podía sentirlo presionando contra mi piel. Giyuu había detenido sus palillos a medio camino hacia su boca, sus ojos todavía fijos en su cuenco, su expresión completamente inescrutable.
Los segundos se arrastraron como horas. El fuego crepitaba detrás de nosotros, el viento aullaba afuera, y el espacio entre nosotros se llenó con esa quietud insoportable que había precipitado mi explosión en primer lugar.
Finalmente, cuando empezaba a ser consciente de lo grosero de mi arrebato, Giyuu habló.
—No tengo costumbre de hablar mientras como.
Su voz era tranquila, sin inflexión de ofensa o irritación. Simplemente declaraba un hecho, como podría haber comentado que el cielo era azul o que la nieve era fría.
—Comer requiere atención —añadió —. Saborear la comida. Agradecerla.
Hizo una breve pausa antes de concluir:
— Hablar al mismo tiempo… se siente irrespetuoso. Hacia la comida, y hacia quien la preparó.
Algo en sus palabras me golpeó como agua fría en la cara. Aquí estaba yo, proyectando mis propias inseguridades y frustraciones sobre su comportamiento, asumiendo que su silencio era un juicio o un rechazo, cuando en realidad solo era... quién era él.
Giyuu no estaba siendo deliberadamente distante o frío conmigo. No estaba expresando desdén por mi presencia o mi conversación. Simplemente estaba siendo Giyuu Tomioka: un hombre que veía el mundo de manera diferente, que interactuaba con él según su propio conjunto de valores y costumbres que no tenían nada que ver conmigo.
Me sentí terrible. Pequeña. Como una niña haciendo un berrinche porque el mundo no se comportaba de la manera que ella esperaba.
—Lo siento —dije suavemente, dejando mis palillos sobre la mesa—. Tienes razón. No tengo derecho a... a exigirte que seas diferente de quien eres. Es solo que... estoy frustrada con la investigación, con el frío, con todo esto, y lo he descargado contigo injustamente.
Alcé la vista finalmente, forzándome a mirarlo directamente aunque me sentía avergonzada.
—Disculpa.
Por un instante, algo cruzó su expresión imperturbable, suavizándola. Un destello de sorpresa, leve pero inconfundible. Sus ojos se abrieron apenas, como si mi disculpa lo hubiera tomado por completo desprevenido... o como si no recordara la última vez que alguien le pidió perdón.
Y eso, de alguna manera, me hizo sentir aún peor. ¿Cuántas veces las personas habían proyectado sus expectativas sobre él, habían esperado que se conformara a sus nociones de cómo debería comportarse, y luego se habían sentido ofendidas cuando él simplemente... era él mismo?
Giyuu asintió una vez, un movimiento breve y controlado, y luego volvió su atención a su comida. No dijo "está bien" o "no te preocupes" o cualquiera de las respuestas convencionales que la mayoría de las personas ofrecerían. Simplemente aceptó mi disculpa en silencio y continuó comiendo, cerrando el tema tan definitivamente como si nunca hubiera existido.
Seguimos comiendo en silencio, pero algo había cambiado. El silencio ya no se sentía tenso u hostil. Era simplemente... silencio. Espacio compartido sin la necesidad de llenarlo constantemente con palabras. Y había algo extrañamente reconfortante en eso, una vez que dejé de luchar contra ello.
Terminé mi arroz y estaba a punto de levantarme para lavar los platos cuando Giyuu habló de nuevo.
—¿Vas a volver al pueblo mañana? —preguntó, sus ojos todavía fijos en los últimos granos de arroz en su cuenco que estaba reuniendo meticulosamente con sus palillos.
—Ese era mi plan. ¿Por qué?
—Pensaba regresar al bosque. Seguir las marcas de garras, ver si hay un patrón en su ubicación o dirección.
Consideré esto por un momento, masticando mi labio inferior mientras pensaba. Tenía sentido que continuáramos con nuestras estrategias separadas—él explorando el terreno físico, yo tratando de obtener información humana. Pero algo en los últimos días de fracaso me hacía pensar que tal vez necesitábamos cambiar nuestro enfoque.
—¿Qué te parecería... —comencé con cuidado—, venir conmigo al pueblo en su lugar? Al menos por un día.
Giyuu finalmente levantó la vista, sus cejas alzándose ligeramente en lo que para él probablemente equivalía a desconcierto.
—La gente... —continué, odiando tener que admitir esto pero reconociendo la realidad de la situación—, responde diferente a los hombres, como ya ocurrió con Mikami. Especialmente a hombres que tienen esa... presencia que tú tienes. Autoridad silenciosa. Tal vez si te ven conmigo, si ven que tengo el respaldo obvio de un Hashira masculino, estén más dispuestos a hablar.
Era frustrante tener que usar la dinámica de género de esta manera, tener que reconocer que mi presencia sola no comandaba el mismo respeto o inspiraba la misma voluntad de cooperar. Pero había aprendido hacía mucho tiempo que el orgullo no salvaba vidas. Si necesitaba usar la percepción social de autoridad masculina para obtener información que podría prevenir más muertes, lo haría sin dudarlo.
—Además —añadí, tratando de hacer que la propuesta sonara más equilibrada—, las marcas de garras estarán ahí cuando regreses. Pero las personas... las personas olvidan detalles con el tiempo, o convencen a sí mismas de que lo que vieron no fue real. Mientras más tiempo pase sin que hablemos con alguien que realmente sepa algo, más difícil será obtener información útil.
Giyuu me observó durante un momento largo, sus ojos azules estudiando mi rostro. No era una mirada incómoda exactamente, pero me hacía consciente de que estaba siendo evaluada, que él estaba considerando no solo mis palabras sino también mis motivaciones subyacentes.
—De acuerdo —dijo finalmente, asintiendo una vez—. Iré contigo mañana.
El alivio que sentí fue desproporcionado para la situación. Era solo un cambio de planes táctico, nada más. Pero de alguna manera, la idea de no enfrentar sola a esos aldeanos recelosos mañana, de tener la presencia silenciosa pero sólida de Giyuu a mi lado, me hacía sentir significativamente mejor sobre nuestras posibilidades.
—Gracias —dije, y lo decía en serio.
Giyuu simplemente asintió otra vez y se puso de pie para llevar su cuenco vacío al fregadero. Yo lo seguí con el mío, y nos encontramos de pie lado a lado en ese espacio diminuto, lavando los platos en silencio coordinado que ya se estaba volviendo rutina.
El agua estaba fría—siempre estaba fría porque calentar suficiente para lavar era un lujo que rara vez nos permitíamos—y mis manos se entumecieron rápidamente mientras frotaba los cuencos limpios. A mi lado, Giyuu secaba cada pieza con movimientos eficientes antes de colocarla en su lugar apropiado.
Era extrañamente... agradable. Esta pequeña tarea doméstica compartida, ejecutada sin palabras pero con perfecta coordinación. Había algo casi meditativo en ello, una simplicidad que contrastaba agudamente con la complejidad frustrante de nuestra investigación.
—¿Tu turno de guardia esta noche? —pregunté mientras terminábamos.
—Sí.
—Entonces trataré de dormir temprano. Mañana será un día largo.
Asintió su acuerdo, y yo me retiré detrás de la manta que dividía nuestros espacios de dormir. Podía escuchar sus movimientos al otro lado mientras preparaba su espacio para la noche, el crujido suave de su ropa mientras se quitaba las capas exteriores, el sonido de su katana siendo colocada en su posición habitual.
Me acosté en mi futón, arropándome con todas las mantas porque aunque el fuego seguía encendido, el frío nocturno se filtraba a través de las paredes de la cabaña como dedos invisibles. A través de los agujeros en la manta divisoria, podía ver el brillo tenue de las llamas y la sombra ocasional de Giyuu moviéndose mientras se instalaba para su vigilia.
Cerré los ojos, tratando de calmar mi mente lo suficiente para dormir. Mañana iríamos al pueblo juntos. Mañana, tal vez, finalmente obtendríamos algunas respuestas reales.
Y tal vez, solo tal vez, estaba comenzando a entender cómo trabajar con Giyuu Tomioka. No luchando contra su naturaleza silenciosa sino aprendiendo a leer los matices dentro de ella, a apreciar lo que ofrecía en lugar de lamentar lo que no podía dar.
Era un comienzo pequeño. Pero a veces, los comienzos más pequeños son los que importan.
El pueblo era exactamente tan poco acogedor bajo el cielo gris de la mañana como lo había sido todos los días anteriores. Casas bajas de madera oscurecida por el clima, con techos de paja pesados por la nieve acumulada. Calles estrechas donde la nieve había sido pisoteada hasta convertirse en hielo resbaladizo y sucio. Pocas personas en las calles, y las que había se apresuraban de un lugar a otro con la cabeza gacha, como si temieran que una simple mirada pudiera traerles problemas.
O quizá no temían a los extraños en general, sino a nosotros: dos forasteros con ropas que desentonaban en aquel pueblo y armas demasiado visibles —dos katanas y un arco que decían más de lo que queríamos admitir.
Giyuu y yo habíamos pasado las últimas dos horas yendo de casa en casa, de tienda en tienda, haciendo las mismas preguntas que había estado haciendo durante días. ¿Han visto algo inusual? ¿Han notado patrones en las desapariciones? ¿Hay ciertos lugares en la región que los locales evitan después del anochecer?
Las respuestas eran invariablemente las mismas: negaciones rápidas, miradas nerviosas, excusas sobre tareas urgentes que requerían atención inmediata. Un anciano había cerrado la puerta literalmente en nuestras caras. Una mujer joven había comenzado a llorar cuando la presionamos demasiado sobre la desaparición de su prima, y su esposo nos había pedido—con cortesía apenas contenida—que nos fuéramos y dejáramos a su familia en paz.
Incluso con Giyuu a mi lado, con su presencia imponente y su haori distintivo que claramente lo marcaba como alguien de autoridad, los aldeanos se mantenían cerrados como almejas. Si acaso, algunos parecían aún más reacios a hablar cuando lo veían, como si un Hashira masculino fuera aún más intimidante que uno femenino.
Estaba comenzando a perder la esperanza de que este cambio de táctica produjera resultados diferentes.
Habíamos llegado al extremo más alejado del pueblo, donde el camino principal se desvanecía en senderos sin pavimentar que llevaban hacia las granjas circundantes, cuando el olor llegó a nosotros: castañas asadas, su aroma dulce y ahumado cortando a través del aire frío como una promesa de consuelo.
Giré la cabeza, siguiendo el olor hasta su origen: un pequeño puesto de madera donde una mujer estaba asando castañas sobre un brasero de carbón. Era joven, probablemente de mi edad o quizás un poco mayor, con mejillas sonrosadas por el calor del fuego y cabello negro recogido en una trenza práctica. Llevaba un kimono de algodón grueso bajo un delantal manchado, y sus manos trabajaban con la eficiencia de alguien que había hecho esta tarea miles de veces.
Había algo en ella que era diferente de los otros aldeanos que habíamos encontrado. Una apertura en su expresión, una curiosidad en sus ojos cuando nos vio acercarnos en lugar del miedo o recelo habituales.
—Buenos días —dije con mi tono más amable mientras nos aproximábamos a su puesto, ofreciéndole una sonrisa que esperaba fuera tranquilizadora—. Eso huele delicioso.
La mujer me devolvió la sonrisa, aunque sus ojos se desviaron casi inmediatamente hacia Giyuu, quien se había detenido ligeramente detrás de mí con esa postura perfectamente erecta que mantenía constantemente.
—Buenos días —respondió, su voz adquiriendo un tono más suave, casi musical—. Son frescas de esta mañana. Las mejores castañas de la región, si me permiten decirlo.
—Me encantaría probar algunas —dije, manteniendo mi sonrisa mientras sacaba mi bolsa de monedas—. Pero antes, me preguntaba si podría ayudarnos con algo. Mi nombre es Sakura Saitō, y este es mi compañero. Estamos aquí para investigar las desapariciones recientes.
La expresión de la mujer se volvió más cautelosa ante la mención de las desapariciones, pero no cerró completamente como habían hecho los otros aldeanos. Sus ojos seguían desviándose hacia Giyuu con un interés que iba más allá de la simple curiosidad.
—Estamos buscando cualquier información que pueda ayudarnos —continué—. Sé que es difícil hablar de estas cosas, pero cada detalle podría servir para prevenir más tragedias.
La mujer había dejado de prestar atención a mis palabras por completo. Sus ojos estaban fijos en Giyuu con una expresión que reconocí inmediatamente: interés romántico, apenas disimulado.
—No había visto a nadie como tú por aquí antes —dijo, ignorándome completamente mientras se inclinaba ligeramente hacia adelante sobre su puesto, ofreciendo una vista más generosa de su escote—. ¿Eres de la capital, quizá? Tienes... no sé, algo. Esa elegancia que no se ve mucho por estos lados. Los hombres de por aquí son todos tan... corrientes.
Giyuu no mostró ninguna reacción a su flirteo obvio. Sus ojos permanecieron fijos en la vendedora, su expresión tan neutral como siempre, como si la mujer hubiera comentado sobre el clima en lugar de intentar claramente captar su interés.
—Las desapariciones —dijo con esa voz profunda y tranquila—. ¿Qué sabe sobre ellas?
No fue descortés exactamente, pero el cambio de tema fue tan tajante, tan completamente impermeable al coqueteo, que tuve que contener una sonrisa, a pesar de mi frustracion con la situacion. Era el colmo de la incomodidad social... y, de algún modo, también de la eficacia.
La mujer parpadeó, claramente no acostumbrada a que sus avances fueran ignorados. Probablemente estaba acostumbrada a que los hombres respondieran con entusiasmo a su atención, especialmente en un pueblo pequeño donde las opciones eran limitadas.
—Bueno —dijo, su voz todavía manteniendo ese tono coqueto mientras jugaba con un mechón de cabello que se había escapado de su trenza—, supongo que podría contarte algunas cosas. Si me prometes que volverás a visitarme antes de irte de la región.
Batió sus pestañas de una manera que probablemente había practicado frente a un espejo.
Giyuu no respondió. Ni siquiera parpadeó. Simplemente continuó observándola con esa paciencia infinita que parecía tener, esperando que respondiera su pregunta real sin dejarse distraer por sus tácticas de flirteo.
La mujer intentó de nuevo, esta vez alzando la mano para ajustar el cuello de su kimono de una manera que llamaba la atención hacia su cuello delgado y pálido .
—Hace mucho frío aquí en el norte —dijo con voz suave—. Un hombre como usted debería buscar un lugar cálido donde descansar.
Parpadeé, desconcertada por la osadía de la castañera. Giyuu, sin embargo, no se inmutó.
—Las desapariciones —repitió, su tono exactamente igual que antes, sin la más mínima indicación de que había escuchado o procesado su invitación descarada.
Vi cómo la frustración comenzaba a filtrarse en la expresión de la mujer. Su sonrisa se volvió ensa, sus ojos duros. Había estado jugando un juego que Giyuu ni siquiera reconocía como existente, y claramente no estaba acostumbrada a que sus encantos fueran tan inefectivos.
Sentí un nudo en el estómago. Iba a mandarnos a paseo, igual que todos los demás. Por un momento creí que traer a Tomioka había sido un error. Tal vez si hubiera venido sola, hubiera podido conectar con ella de mujer a mujer, hubiera podido...
Un pensamiento no solicitado cruzó mi mente: Kyojuro y su carisma habrían hecho que esta mujer le contara cualquier cosa. Habría sonreído, habría sido cálido y genuino, habría hecho que se sintiera importante y escuchada, y ella habría derramado todos los secretos del pueblo antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo.
Pero Tomioka no era Kyojuro. No tenía ese encanto natural, esa habilidad de hacer que las personas se sintieran instantáneamente cómodas y valoradas. Y ahora íbamos a perder esta oportunidad por su incapacidad de al menos fingir cortesía social básica ante los avances de la mujer.
Me preparé para intervenir, para tratar de salvar la situación con diplomacia o tal vez simplemente disculparnos y retirarnos antes de que la mujer nos echara de malas maneras.
Pero entonces algo cambió.
Giyuu dio un paso adelante, acercándose al puesto. No fue un movimiento grande, pero algo en él hizo que la mujer se enderezara instintivamente, su expresión coqueta desvaneciéndose para ser reemplazada por algo más cauteloso.
Cuando habló, su voz era diferente. Todavía tranquila, todavía sin inflexiones emocionales obvias, pero había algo debajo de ella ahora. Autoridad. Peso. El tipo de presencia que no pedía respeto sino que simplemente lo comandaba por su existencia misma.
—Hay gente muriendo —dijo, sus ojos azules finalmente enfocándose directamente en la mujer con una intensidad que probablemente la hizo sentir como si fuera la única persona en el mundo en ese momento—. Familias destrozadas. Niños huérfanos.
Hizo una pausa, dejando que sus palabras se asentaran.
—El asesino sigue libre.
Otro silencio, más pesado.
—Así que... si sabe algo, dígalo.
No fue un discurso apasionado. No fue una súplica. Fue simplemente la verdad, declarada con tal convicción serena que era imposible ignorarla.
Y funcionó.
La mujer parpadeó, su postura coqueta colapsando completamente. Por primera vez desde que nos habíamos acercado a su puesto, realmente me miró a mí también, como si finalmente reconociera que éramos profesionales con un propósito serio, no simplemente visitantes interesantes en su pueblo aburrido.
—Yo... —comenzó, mordiéndose el labio—. No sé si es relevante. Solo son historias viejas que la gente cuenta. Probablemente solo supersticiones.
—Cuéntenoslo de todos modos —dijo Giyuu, su voz volviendo a ese tono neutral pero su postura permaneciendo completamente enfocada en ella.
La mujer miró alrededor nerviosamente, como si temiera ser escuchada, luego se inclinó más cerca, bajando su voz a un susurro conspiratorio.
—Hay historias sobre una cueva en la Kuroi Yama —dijo, sus ojos moviéndose entre Giyuu y yo—. Oculta en la montaña, en el lado norte. Los ancianos dicen que es donde está la entrada al infierno, que es un lugar maldito donde los espíritus malignos entran y salen del mundo de los vivos.
Sus dedos se movieron nerviosamente sobre el borde de su delantal.
—Mi abuela solía contarme que hace mucho tiempo, alguien construyó un templo cerca de esa cueva, tratando de sellar lo que fuera que vivía ahí dentro. Pero el templo fue abandonado hace décadas, después de que todos los monjes... bueno, después de que desaparecieran.
—¿Cuándo fue eso? —pregunté, inclinándome hacia adelante con renovado interés.
—Hace tal vez cincuenta, sesenta años. Antes de que yo naciera. Pero la gente todavía evita ese lado de la montaña. Los cazadores no van allí, tampoco los recolectores. Dicen que puedes sentir cuando te acercas demasiado. El aire… se vuelve pesado, como si algo estuviera observándote desde las sombras.
Hizo una pausa, mordiéndose el labio de nuevo.
—Las desapariciones recientes... he oído que todas las personas que desaparecieron fueron vistas en algún momento caminando en esa dirección. Hacia el norte, hacia la montaña.
Un escalofrío recorrió mi columna vertebral que no tenía nada que ver con el frío.
—¿Puede decirnos cómo llegar a esa cueva? —pregunté.
La mujer asintió y procedió a darnos direcciones detalladas: cuánto caminar, qué marcas buscar, advertencias sobre terreno traicionero. Habló durante varios minutos, claramente queriendo ser útil ahora que finalmente había decidido compartir lo que sabía.
Cuando terminó, Giyuu asintió una vez.
—Gracias por la información—dijo simplemente.
Luego, para mi sorpresa, sacó su propia bolsa de monedas.
—¿Cuánto por las castañas?
La mujer parpadeó varias veces, claramente no esperando que realmente comprara algo después de haberla presionado por información.
—Ah... cinco mon por una bolsa.
Giyuu le entregó el dinero—más de lo que había pedido, noté—y aceptó la bolsa de papel llena de castañas todavía calientes del brasero. Las sostuvo con cuidado, como si fueran algo precioso en lugar de solo comida callejera.
—Cuídese —dijo a la mujer—. Si ve algo inusual, repórtelo a las autoridades locales inmediatamente. Y no camine sola después de la puesta de sol.
No fue dicho con calidez exactamente, pero había una genuinidad en la advertencia que transformó completamente la expresión de la mujer. Ya no parecía frustrada. Parecía... exultante. Respetada. Como si su información hubiera sido valorada y su seguridad importara.
—Gracias —dijo suavemente con una sonrisa—. Y ustedes... tengan cuidado también.
Nos alejamos de su puesto, caminando de vuelta hacia el camino principal que nos llevaría fuera del pueblo. Giyuu me ofreció la bolsa de castañas sin decir palabra, y tomé una, el calor del papel bendiciendo mis dedos congelados.
Mientras mordisqueaba la castaña—dulce, ahumada, perfectamente asada—mis pensamientos daban vueltas alrededor de lo que acababa de presenciar.
Había estado equivocada. Completamente, absolutamente equivocada sobre cómo funcionaría esta situación.
Giyuu no necesitaba habilidades sociales convencionales para ser efectivo como Cazador de demonios. No necesitaba carisma o encanto o la habilidad de hacer que las personas se sintieran instantáneamente cómodas. Lo que tenía era algo diferente pero igualmente poderoso: una seriedad absoluta, una autoridad natural que venía no de intimidación sino de completa y total convicción en su propósito.
No había tratado de convencer a la mujer con palabras dulces o manipulación emocional. Simplemente había declarado la verdad—gente muriendo,sufriendo, y ella tenía información que podría ayudar—con tal peso que se había vuelto imposible para ella continuar jugando juegos o retener lo que sabía.
Era efectivo de una manera completamente diferente a como Kyojuro había sido efectivo. Kyojuro habría hecho que la mujer quisiera ayudar porque se sentía conectada con él, porque su calidez la hacía sentir parte de algo importante. Giyuu la había hecho ayudar porque había sido confrontada con la gravedad moral de la situación de una manera que no podía ignorar.
Cada uno tenía su propio método. Cada uno era diferente, pero ambos funcionaban.
Y yo... yo tampoco era como Kyojuro, me di cuenta. Ni como Kenji, con su encanto natural y su habilidad de leer a las personas y darles exactamente lo que necesitaban escuchar. Yo tenía mis propias fortalezas, mi propia manera de operar que no era mejor o peor que la de ellos, solo diferente.
Había más de una forma de ser respetado. Más de una manera de inspirar confianza o comandar autoridad. El carisma bullicioso de Kyojuro, la presencia tranquila de Giyuu, mi propia combinación de empatía y determinación—todos eran válidos, todos eran valiosos.
Había pasado tanto tiempo comparándome con otros, sintiéndome como si necesitara llenar los zapatos de Kyojuro después de su muerte, como si tuviera que ser tan brillante y cálida como él había sido para honrar su memoria. Pero tal vez eso había estado mal desde el principio.
No necesitaba ser como Kyojuro, ni como Kenji, ni como nadie. Necesitaba ser la mejor versión de mí misma, trabajar con mis propias fortalezas en lugar de lamentar no tener las suyas.
Y tal vez—solo tal vez—estaba comenzando a apreciar que Giyuu, con toda su rareza silenciosa y su completa falta de habilidades sociales, era exactamente lo que necesitaba como compañero en este momento. No un reemplazo para Kyojuro, porque nadie podría serlo, sino algo completamente diferente. Una presencia constante y seria que me desafiaba a crecer de maneras que la calidez de Kyojuro nunca había hecho.
—¿En qué piensas? —preguntó Giyuu de repente, su voz interrumpiendo mis reflexiones.
Parpadeé, sorprendida de que hubiera iniciado conversación voluntariamente.
—En que invitarte fue una buena idea después de todo —dije honestamente con un amago de sonrisa—. Por un momento pensé que ibas a conseguir que nos lanzara las castañas a la cabeza. Pero... funcionó. Tu manera de ser funcionó.
Giyuu no respondió inmediatamente, y cuando miré hacia él, su expresión era tan inescrutable como siempre. Pero me pareció ver como sus ojos se suavizaban. Tal vez incluso le hacía gracia mi admisión de haber dudado de él.
—Ser sociable no es necesario para este trabajo —dijo finalmente—. Lo que importa es detener a los demonios y salvar vidas. Cómo llegamos ahí es secundario.
Asentí lentamente, saboreando tanto sus palabras como la castaña que todavía estaba comiendo.
—Tienes razón. Completamente.
Caminamos en silencio durante un rato, el crujido de la nieve bajo nuestras botas y el ocasional murmullo del viento entre los árboles nuestros únicos acompañantes.
—Entonces —dije finalmente—, una cueva en el lado norte de la Kuroi Yama. Un templo abandonado. Desapariciones que siguen un patrón hacia esa ubicación.
—Es más de lo que teníamos esta mañana.
—Mucho más —concordé, sintiendo la primera chispa genuina de esperanza que había sentido en días—. Mañana podríamos ir a explorar. Ver si podemos encontrar esa cueva, tal vez rastros del templo abandonado.
—De acuerdo.
Simple. Directo. Sin necesidad de elaboración o discusión prolongada sobre estrategia. Solo reconocimiento de que teníamos un plan y lo ejecutaríamos juntos.
Mientras el pueblo desaparecía detrás de nosotros y comenzamos el largo camino de regreso hacia la cabaña, me di cuenta de que por primera vez desde que comenzó esta misión, realmente sentía que estábamos avanzando.
Era un paso pequeño, tal vez. Una conversación con una vendedora de castañas que había resultado ser más útil que docenas de otras conversaciones combinadas. Pero era algo real, tangible.
El camino de regreso parecía más corto de lo que había sido en el viaje de ida. Tal vez era porque tenía algo en lo que enfocar mi mente además de la frustración de otra día sin resultados. O tal vez era simplemente porque ya no me sentía como si estuviera caminando sola con un extraño silencioso a mi lado, sino con un compañero que estaba comenzando a comprender.
Cuando la cabaña finalmente apareció ante nosotros, pequeña y desvencijada, me sorprendió lo que sentí. No era alivio exactamente.
Era... familiaridad.
Como si, sin darme cuenta, hubiera empezado a asociar esa quietud —ese silencio— con la idea de estar a salvo.
Era un pensamiento extraño, considerando cuán poco tiempo habíamos estado aquí, cuán poco acogedor era el espacio.
Pero tal vez hogar no era sobre el lugar en sí. Tal vez era sobre tener un propósito compartido, una misión común, y alguien—incluso alguien tan diferente a ti —con quien compartirla.
Lamentablemente, la pista de la castañera no resultó tan prometedora como habíamos esperado.
Habíamos partido al amanecer del día siguiente, armados con sus direcciones detalladas y una renovada sensación de propósito. El camino hacia el lado norte de la Kuroi Yama había sido brutal: senderos empinados que desaparecían bajo la nieve profunda, viento cortante que traía cristales de hielo que picaban la piel expuesta como agujas minúsculas, y un frío que parecía intensificarse con cada metro que ascendíamos.
Encontramos la cueva de la que había hablado—o al menos una que coincidía perfectamente con su descripción, ubicada exactamente donde había dicho que estaría, marcada por la formación rocosa distintiva que había mencionado. Pero cualquier esperanza de que fuera nuestra respuesta murió en el momento en que la vimos.
Su entrada estaba completamente bloqueada por un derrumbe. Rocas del tamaño de hombres adultos, tierra endurecida por años de exposición a los elementos, raíces gruesas que habían crecido entre las grietas. Todo formaba una muralla impenetrable que claramente llevaba décadas sin ser perturbada.
Pasamos más de una hora examinándola desde distintos ángulos, buscando cualquier grieta o debilidad que pudiéramos explotar. Giyuu probó a mover algunas de las rocas más pequeñas cerca de los bordes, su fuerza considerable haciendo que piedras que yo no habría podido levantar sola se desplazaran con esfuerzo visible. Pero el peso y la compactación del terreno dejaban dolorosamente claro que abrir paso por ahí habría llevado días de trabajo continuo—tal vez semanas—y que además esa entrada no había sido utilizada en muchos años.
No había señales de perturbación reciente, ninguna indicación de que algo o alguien hubiera intentado acceder a la cueva desde este lado en tiempos modernos. Las telarañas congeladas se extendían sin romper sobre las grietas, la nieve se había acumulado en patrones que solo eran posibles después de temporadas sin interrupción, y el musgo seco que crecía en las rocas estaba tan establecido que habría requerido años para alcanzar ese nivel de cobertura.
También dimos con el templo abandonado que la vendedora había mencionado, alzándose fantasmal y silencioso entre los pinos, su estructura de madera oscurecida por el tiempo y cubierta completamente de nieve. Los techos se habían hundido parcialmente bajo el peso acumulado de inviernos sin mantenimiento, las paredes se inclinaban en ángulos precarios, y muchas de las ventanas habían perdido sus paneles hacía mucho tiempo, dejando agujeros negros que parecían mirar como cuencas oculares vacías.
Lo exploramos meticulosamente de todos modos, revisando cada habitación accesible, cada rincón donde algo pudiera estar escondido. Pero no había indicios de actividad reciente—ni huellas en la nieve alrededor del perímetro, ni perturbaciones en el polvo grueso que cubría cada superficie interior, ni el más mínimo rastro de ese miasma característico que siempre acompañaba la presencia demoniaca significativa.
Solo el olor penetrante a abandono—madera podrida, moho, y ese particular aroma a vacío que tienen los lugares que han estado demasiado tiempo sin presencia humana—y el eco hueco de nuestras pisadas sobre los pisos de madera agrietada y la nieve que se había filtrado a través de los agujeros en el techo.
Habíamos regresado a la cabaña esa noche exhaustos, congelados, y significativamente desmoralizados. Nuestra pista más prometedora había resultado ser un callejón sin salida, o al menos no tan directa como habíamos esperado.
Ambos pensábamos lo mismo sin necesidad de verbalizarlo: o la castañera se había equivocado de lugar—tal vez confundiendo historias de su abuela con ubicaciones reales—o la cueva tenía otra entrada que todavía no habíamos encontrado, posiblemente en un lado completamente diferente de la montaña.
Lo cual significaba más días de búsqueda en el frío brutal, más tiempo mientras el demonio—o lo que fuera que estuviera causando las desapariciones—continuaba operando libremente.
Esa mañana, tres días después de nuestra exploración fallida, Giyuu se había ido temprano para inspeccionar de nuevo los alrededores del templo y la cueva bloqueada. Quería verificar si había otras entradas de cueva en la zona, examinar el terreno desde diferentes ángulos bajo diferentes condiciones de luz. Era meticuloso hasta el extremo, nunca satisfecho con una sola revisión cuando la minuciosidad podría revelar algo que se había perdido la primera vez.
Yo me había quedado en la cabaña esa mañana por necesidad práctica más que por preferencia. Necesitábamos más leña cortada—nuestras reservas se estaban agotando rápidamente con el frío cada vez más intenso—y también necesitaba bajar al pueblo para conseguir agua potable fresca y algunos ingredientes para comidas que estaban comenzando a escasear en nuestra despensa.
Tareas domésticas mundanas que eran igualmente importantes que la búsqueda del demonio. No podíamos cazar efectivamente si estábamos muertos de hambre o congelados en nuestra propia cabaña.
Había pasado dos horas cortando leña, el ejercicio físico calentándome temporalmente a pesar del frío ambiental, mis músculos protestando contra la tarea repetitiva pero mis manos encontrando un ritmo familiar en el movimiento del hacha. Luego había bajado al pueblo con mi bolsa de lona vacía y mis bidones para agua, determinada a completar todas las tareas necesarias antes de que el sol se ocultara entre los altos picos.
El sol parecía tímido ese día, escondiéndose detrás de nubes gruesas que convertían el mundo en una paleta de grises y blancos. Aunque era casi mediodía, apenas calentaba, y el aire tenía esa cualidad particular que prometía más nieve antes del anochecer. Podía sentirla en la presión atmosférica, en la forma en que el viento había cambiado de dirección, en ese cosquilleo particular en la parte posterior de mi nariz que siempre precedía a una nevada fuerte.
Ya había comprado lo necesario en el pequeño mercado del pueblo—arroz, vegetales en conserva, algo de pescado, y nabos frescos que una anciana me había vendido con reluctancia después de quince minutos de negociación educada. Los aldeanos todavía eran recelosos, pero al menos ahora algunos estaban dispuestos a comerciar con nosotros en lugar de cerrar sus puertas inmediatamente.
Estaba junto al pozo comunal en el centro del pueblo, llenando trabajosamente mis dos bidones con el agua helada que subía del fondo mediante un sistema de poleas que chirriaba dolorosamente con cada uso. Mis manos estaban entumecidas a pesar de los guantes, y podía sentir cómo el agua salpicada había congelado pequeños cristales en mi bufanda.
Fue entonces cuando vi movimiento por el rabillo del ojo.
Una mancha de color—azul pálido y rosa suave—que contrastaba con los tonos apagados del pueblo invernal. Me giré ligeramente, manteniendo mis manos en la manija de la polea pero desviando mi atención hacia las figuras que se acercaban por el camino lateral.
Tardé un momento en reconocerlas, mi cerebro procesando primero que eran niñas, luego quien eran específicamente, antes de que los detalles específicos se ordenaran en mi mente.
Las hijas del terrateniente Mikami.
Airi, la mayor, caminaba con esa postura cuidadosamente controlada que recordaba de nuestro encuentro en la mansión—espalda recta, pasos medidos, expresión cautelosa. Llevaba un kimono azul pálido bajo un abrigo de lana que era claramente de buena calidad pero estaba empezando a quedársele pequeño, las mangas terminando varios centímetros por encima de sus muñecas delgadas. En sus manos sostenía una cesta grande tapada con una tela a cuadros, y aunque no podía ver su contenido, la forma redonda distintiva de huevos era claramente visible bajo la tela.
Noa, la pequeña, caminaba a su lado con ese tipo de energía contenida que tienen los niños que están tratando de comportarse bien pero cuya naturaleza fundamental es el movimiento constante. Arrastraba los pies ocasionalmente, haciendo pequeños surcos en la nieve, y cada pocos pasos se detenía para crear alguna forma con la punta de su bota—un círculo aquí, líneas paralelas allá, patrones sin significado que solo existían porque ella necesitaba hacer algo con la energía que le bullía dentro.
Iban solas. Sin sirvientes, sin carabina, sin la supervisión de adultos que habría esperado para las hijas de un hombre de la posición de Mikami. Especialmente dadas las desapariciones que habían estado plagando la región.
Dejé mis bidones medio llenos en el suelo junto al pozo y alcé la mano en un saludo suave, intentando que el gesto fuera lo menos amenazante posible.
—Hola —dije suavemente, modulando mi voz para que fuera cálida pero no efusiva, sin querer asustarlas o hacer que huyeran sin darme la oportunidad de hablar con ellas.
Las niñas se detuvieron abruptamente, sus ojos ampliándose ligeramente con sorpresa al reconocerme. Airi me miró con una desconfianza que parecía demasiado madura para sus dieciséis años, su cuerpo tensándose visiblemente como un animal preparándose para huir. Su mano se movió instintivamente para posarse protectoramente en el hombro de su hermana menor, un gesto que me recordó dolorosamente a cómo mi propio hermano mayor solía hacer conmigo cuando éramos niños y algo lo ponía nervioso.
Noa, en cambio, me respondió con una sonrisa tímida pero genuina, sus ojos brillando con una curiosidad apenas contenida que luchaba contra el comportamiento educado que claramente le habían enseñado a mantener alrededor de extraños.
—Hola —respondió la pequeña con una voz clara como una campana, su sonrisa ampliándose ligeramente.
—¿Qué tal estáis? —pregunté, manteniendo mi tono ligero y amistoso—. Me recordáis, ¿verdad? Soy Sakura. Nos conocimos hace unos días en casa de vuestro padre.
—Sabemos quién eres —respondió Airi con un tono que era cuidadosamente neutral pero con un borde defensivo debajo. Sus ojos me evaluaban con una cautela que parecía aprendida, practicada, como si hubiera tenido que volverse experta en evaluar amenazas potenciales.
—¡Hemos comprado huevos! —anunció Noa con entusiasmo genuino, aparentemente inmune a la tensión que su hermana estaba proyectando—. Los huevos del señor Okawa son los mejores de todo el pueblo. ¡Tienen las yemas más naranjas que hayas visto nunca! ¿Quieres uno?
La oferta era tan dulce, tan llena de esa generosidad incondicional que solo los niños pequeños pueden ofrecer, que sentí cómo algo se ablandaba en mi pecho.
Sonreí ante la dulzura de la pequeña, permitiendo que la calidez genuina que sentía se reflejara en mi expresión.
—Gracias por el ofrecimiento, Noa-chan. Es muy amable de tu parte. Pero creo que necesitáis todos vuestros huevos para vuestra familia. —Hice una pausa, evaluando la pesadez visible de la cesta—. ¿Necesitáis ayuda cargándolos? Esa cesta parece bastante pesada, y es un camino largo de vuelta a vuestra casa.
—No hace falta —respondió Airi rápidamente, su tono tajante sin ser abiertamente grosero. Ajustó su agarre en la cesta como para enfatizar que era perfectamente capaz de manejarla sola.
Sin dejarme amedrentar por el tono seco de la adolescente—había lidiado con suficientes personas defensivas en mi vida para saber que a menudo la hostilidad superficial ocultaba miedo o dolor—di un paso cauteloso hacia ellas, manteniendo mis movimientos lentos y no amenazantes.
—Hace mucho frío hoy, ¿verdad? —comenté casualmente, buscando terreno común neutral—. Tengo los dedos de los pies medio congelados incluso con dos pares de calcetines.
Noa soltó una risita musical que hizo que su hermana la mirara con una expresión que mezclaba exasperación cariñosa y preocupación.
—Nosotras estamos acostumbradas al frío —dijo la pequeña con el orgullo particular de alguien que ha crecido en condiciones duras y las ve como una insignia de honor—. Hemos vivido aquí toda nuestra vida. ¿De dónde tú eres no hay nieve?
—Bueno, hace frío en invierno... pero no tanto como aquí —admití—. Nací cerca de Kyoto. Allí el invierno es mucho más suave.
Los ojos de Noa se abrieron de par en par, su boca formando una 'O' perfecta de asombro, como si le hubiera dicho que había nacido en algún país europeo exótico que solo existía en las historias que probablemente le contaban antes de dormir.
—¡Qué lejos! —exclamó—. ¿Y qué haces aquí? ¿Por qué querrías venir a un lugar tan frío cuando podrías estar en un sitio más cálido?
Era una pregunta perfectamente inocente, formulada con la lógica simple de una niña que no podía imaginar elegir voluntariamente el frío sobre el calor. Pero también era una apertura, una oportunidad de explicar mi presencia de una manera que tal vez las hiciera ver que estaba aquí para ayudar, no para ser temida.
Suavicé aún más el tono de mi voz, inclinándome ligeramente hacia adelante para estar más a la altura de los ojos de Noa, y enfaticé mi sonrisa para que fuera lo más reconfortante posible.
—Estoy aquí para intentar ayudar con las desapariciones —dije gentilmente—. Para encontrar qué está causándolas y detenerlo, para que la gente del pueblo pueda estar segura otra vez.
Hubo un silencio breve pero pesado. Vi cómo la expresión de Noa cambiaba, la alegría inocente drenándose de su rostro como agua de un cuenco agrietado, reemplazada por algo más oscuro. Tristeza, sí, pero también algo que se parecía peligrosamente a la esperanza—ese tipo de esperanza frágil y desesperada que había visto en los rostros de personas que habían perdido a seres queridos y se aferraban a cualquier posibilidad de respuestas.
Luego frunció el ceño, una expresión que era demasiado pesada, demasiado cargada de emoción real para la cara de una niña tan pequeña.
—¿Vas a encontrar a Kinoko-chan? —preguntó, su voz bajando a algo apenas por encima de un susurro, como si pronunciar el nombre en voz alta fuera peligroso de alguna manera.
Sentí cómo todos mis instintos de cazadora se agudizaban inmediatamente, mi atención enfocándose con la precisión de una flecha apuntando a un objetivo. A mi lado, vi cómo Airi se tensaba completamente, su cuerpo convirtiéndose en una línea rígida de alarma. Su mano apretó el hombro de su hermana con más fuerza, sus nudillos poniéndose blancos con la presión.
—¿Quién es Kinoko-chan? —pregunté con toda la suavidad que pude reunir, consciente de que estaba pisando terreno delicado, de que un movimiento equivocado podría hacer que estas niñas huyeran y perdería cualquier información que pudieran tener.
—Nuestra amiga —dijo Noa antes de que Airi pudiera detenerla, las palabras saliendo en un torrente como si hubieran estado retenidas demasiado tiempo y finalmente encontraban una salida—. Jugábamos juntas todo el tiempo, en el bosque cerca de nuestra casa. Ella conocía los mejores lugares para encontrar flores silvestres, y sabía hacer coronas tan bonitas... Aunque a padre no le gustaba porque decía que era una pobretona, que no era apropiado que nosotras jugáramos con niñas de familias de clase baja. Pero era nuestra amiga, y era amable, y no nos importaba que su familia no tuviera dinero.
Las palabras salían cada vez más rápido, como si una presa se hubiera roto.
—Pero un día se fue. Desapareció. Padre dijo que su familia se había mudado a otro pueblo, que habían ido a vivir con parientes en el sur donde podían encontrar mejor trabajo. Pero Airi dice que no es verdad, que nadie se muda en medio del invierno cuando los caminos están cerrados, que su madre sigue aquí, que algo más pasó—
—Noa, basta —interrumpió Airi con un susurro severo y urgente, dándole un tirón visible en el brazo que hizo que la niña pequeña hiciera una mueca de dolor—. No seas molesta.
Pero Noa, con esa determinación obstinada que solo los niños pueden tener cuando sienten que algo es profundamente injusto, siguió hablando. Las palabras salían ahora como si hubieran estado presionando contra sus dientes durante tanto tiempo que ahora que había encontrado a alguien que escuchaba, no podía detenerlas.
—Yo quiero irme a donde Kinoko se ha ido —dijo, y había algo en su voz ahora que me heló hasta los huesos, algo que no era simplemente tristeza infantil sino algo más oscuro, más resignado—. Quiero que... nos toque pronto. Así podríamos volver a verla y... estar a salvo.
El mundo se detuvo.
Me quedé completamente helada, cada músculo en mi cuerpo tensándose mientras mi cerebro trataba de procesar lo que acababa de escuchar. Las palabras resonaban en mi mente, cada una como una campana de alarma.
Quiero que nos toque pronto.
Estar a salvo.
—¿Qué quieres decir? —susurré, mi voz apenas audible incluso para mí misma—. Noa-chan, ¿a salvo de qué? ¿De quién?
Pero antes de que la niña pudiera responder, Airi actuó. Se giró hacia su hermana con una velocidad que hablaba de desesperación, su cara enrojeciendo—no de vergüenza sino de miedo puro y crudo. Sus labios estaban apretados en una línea tan fina que casi habían desaparecido, y había pánico en sus ojos, verdadero terror visceral.
—No digas tonterías, Noa —su voz salió áspera, forzada—. No le haga caso, Sakura-san. Son solo... solo cosas de niños.
Tomó la mano de su hermana pequeña casi con violencia, tirando de ella con una fuerza que hizo que Noa tropezara ligeramente. La cesta de huevos se balanceó peligrosamente, casi cayendo antes de que Airi la estabilizara con su otra mano.
—Nos vamos —declaró Airi, su voz temblando ligeramente a pesar de su intento de sonar autoritativa—. Ahora.
—¡Pero yo solo quería—!
—¡He dicho que nos vamos!
Y entonces se alejaron, Airi prácticamente arrastrando a su hermana pequeña por el callejón lateral, sus pasos rápidos y torpes en la nieve compactada. Noa miraba hacia atrás por encima de su hombro, su expresión una mezcla confusa de culpa y confusión, claramente sin entender completamente por qué su hermana estaba tan alterada.
Las observé alejarse, dejando tras de sí un leve olor a manzanas—probablemente de algún jabón o loción que usaban—y ese particular aroma limpio de ropa lavada que lingüía en el aire frío.
Me quedé allí, junto al pozo, completamente inmóvil. Mis bolsas de la compra estaban olvidadas en el suelo nevado a mis pies, los bidones de agua medio llenos comenzando a formar una fina capa de hielo en su superficie. El frío que había estado comentando casualmente minutos antes ahora parecía haber penetrado hasta mis huesos, pero no era el frío atmosférico.
Era el frío de la comprensión horrible.
Un nudo se había formado en mi garganta tan fuerte que me costaba tragar saliva, como si alguien hubiera apretado una cuerda alrededor de mi cuello. Mi respiración salía en nubes irregulares, mi corazón latiendo con una urgencia que no tenía nada que ver con esfuerzo físico.
¿Qué había sido eso que Noa había dicho?
Quiero que nos toque pronto. Así podríamos estar a salvo.
Estar a salvo. Las desapariciones como algo deseable. Como un escape. Como si lo que estuviera causándolas fuera preferible a... ¿a qué? ¿A qué podría ser peor que ser llevado por un demonio? ¿Qué podría hacer que una niña de diez años deseara activamente desaparecer?
Y Airi. El pánico absoluto en sus ojos cuando su hermana había comenzado a hablar. No era simplemente la preocupación de una hermana mayor tratando de proteger a la menor de decir algo inapropiado. Era miedo genuino. Terror de que hubieran revelado algo que debía mantenerse oculto a toda costa.
La frase se me clavó como una espina en el pecho, hundiéndose más profundo con cada segundo que pasaba mientras las implicaciones se desplegaban en mi mente como una flor venenosa.
Y mientras miraba el lugar por donde las hermanas Mikami habían desaparecido—solo sus huellas irregulares en la nieve y ese olor persistente a manzanas quedando como evidencia de que el encuentro había sido real—sentí verdadera inquietud arrastrándose por mi columna vertebral.
No era la que venía de enfrentar demonios. Esa era familiar, casi reconfortante en su previsibilidad. Los demonios eran malvados, sí, pero su maldad era simple, directa. Mataban porque necesitaban carne humana para sobrevivir, o porque disfrutaban la crueldad, o porque habían perdido toda su humanidad en su transformación.
Esto era diferente. Esto era la inquietud que venía de la maldad humana, del tipo de horror que las personas perpetraban contra otras personas, especialmente contra aquellos más vulnerables, más indefensos.
Contra los niños.
Recogí mis bolsas mecánicamente, terminé de llenar mis bidones con manos que temblaban ligeramente, y comencé el camino de regreso hacia la cabaña. Pero mi mente estaba a kilómetros de distancia, dando vueltas obsesivamente alrededor de esas palabras.
A salvo.
Estar a salvo.
A salvo de qué. A salvo de quién.
Y de repente, todas las pequeñas cosas extrañas que había notado sobre Oichi Mikami cobraron un nuevo y horrible significado. La forma en que había hablado de sus hijas como propiedades que administrar. El miedo que había visto en los ojos de Airi cuando su padre le había ordenado irse. La manera en que ambas niñas habían huido como animales asustados ante su voz.
La riqueza obscena de su mansión en contraste con la pobreza de los aldeanos. Su insistencia en que las desapariciones eran "problemáticas para los negocios" sin mencionar nunca las vidas perdidas.
Y ahora, sus propias hijas deseando desaparecer. Viendo las desapariciones misteriosas no como una amenaza sino como un escape potencial.
Sentí que ya no estaba solo cazando un demonio.
Estaba desentrañando algo mucho más complicado, mucho más oscuro.
Y tenía la horrible sensación de que cuando finalmente encontrara la verdad completa, desearia no haberlo hecho nunca.
Porque al menos los demonios eran honestos en su monstruosidad.
Las personas... las personas podían ser monstruos mientras sonreían y te invitaban a almorzar en sus mansiones opulentas.
Chapter 18: El invierno y la estrella - Parte 3
Notes:
Trigger Warnings: Nada explícito, pero mención de abusos sexuales a menores.
Chapter Text
El viaje de regreso a la cabaña había sido mecánico, mis pies encontrando el camino por pura memoria muscular mientras mi mente daba vueltas obsesivamente alrededor del encuentro con las hijas de Mikami. Las bolsas de la compra pesaban en mis brazos, los bidones de agua golpeando contra mis piernas con cada paso, pero apenas registraba la incomodidad física.
Quiero que nos toque pronto. Así podríamos estar a salvo.
Las palabras resonaban en mi cabeza como una campana rota, cada repetición revelando nuevas capas de horror implícito.
Cuando finalmente llegué a la cabaña, el fuego se había reducido a brasas mortecinas. Lo reavivé automáticamente, añadiendo leña seca de nuestra reserva hasta que las llamas cobraron vida nuevamente, arrojando luz cálida pero inquieta en el espacio pequeño. El calor era bienvenido contra mi piel helada, pero no podía penetrar el frío que se había instalado en mi pecho.
Miré el reloj de bolsillo que guardaba en mi bolsa. Casi mediodía. Giyuu probablemente regresaría pronto del bosque, y necesitaría comida caliente después de horas en el frío brutal.
Necesitaba hacer algo con mis manos, algo que ocupara mi cuerpo mientras mi mente procesaba lo que había aprendido. Cocinar. Eso era simple, práctico, necesario.
Saqué los ingredientes que había comprado, organizándolos sobre la pequeña mesa de trabajo con movimientos que eran más bruscos de lo normal. Mis manos temblaban ligeramente—no de frío sino de la adrenalina residual de comprender algo terrible sin tener todavía todas las piezas.
Había conseguido daikon fresco en el mercado, las raíces blancas todavía con tierra adherida a su piel. También tenía sake de la última vez que habíamos bajado al pueblo, y todos los demás ingredientes necesarios para un guiso simple pero reconfortante.
Sake daikon. Un plato tradicional, el tipo de comida casera que calentaba desde dentro. Perfecto para un día frío.
Pelé el daikon con movimientos mecánicos pero precisos, la piel blanca cayendo en tiras largas que se acumulaban en un cuenco a mi lado. Corté las raíces en rodajas gruesas, del grosor de mi pulgar, observando cómo mi cuchillo se hundía a través de la carne blanca y firme con cada corte limpio.
Puse agua a hervir en la olla más grande, añadí el daikon junto con sake, salsa de soja, mirin, un poco de azúcar, y dashi que había preparado días atrás con algas secas. Los aromas comenzaron a llenar la cabaña—dulce y salado y ligeramente alcohólico del sake cocinándose—creando una atmósfera que contrastaba agudamente con mis pensamientos oscuros.
Mientras el guiso hervía a fuego lento, comencé a preparar arroz, lavando los granos con agua fría hasta que el agua saliera clara, luego poniéndolo a cocinar en la olla más pequeña. Movimientos automáticos, rituales repetidos mil veces hasta convertirse en segunda naturaleza.
Pero mi mente seguía en otra parte.
Las hermanas Mikami. Su padre. Las desapariciones. Una niña llamada Kinoko que había sido su amiga y ahora estaba... ¿dónde? Muerta, probablemente. ¿Y por qué Noa vería desaparecer como algo deseable en lugar de aterrador?
Estar a salvo.
A salvo de qué. Las dudas me carcomían.
Estaba removiendo el daikon, comprobando su textura con palillos para ver si ya estaba lo suficientemente tierno, cuando escuché pasos afuera.
Giyuu podía ser silencioso como un fantasma, pero hacía tiempo que aprendí que, al acercarse a mí, hacía apenas el mínimo ruido, como si midiera cada movimiento para no sobresaltarme.
Cada pisada sobre la nieve compacta crujía con precisión, un sonido tenue que se mezclaba con el viento helado, como un cuchillo cortando la bruma.
La puerta se abrió, trayendo consigo una ráfaga de aire helado que hizo que las llamas del fuego vacilaran. Giyuu entró, cubierto de escarcha como si hubiera sido convertido en estatua de hielo. Su cabello negro azulado tenía cristales blancos adheridos a él, su haori estaba rígido por el hielo en sus pliegues, e incluso sus pestañas tenían pequeños diamantes congelados colgando de ellas.
Se detuvo justo dentro del umbral, cerrando la puerta detrás de él con cuidado antes de comenzar el proceso de sacudirse la nieve y el hielo. Sus movimientos eran metódicos, eficientes, comenzando desde arriba—quitándose la escarcha del cabello con dedos rígidos—y trabajando hacia abajo.
Mientras se quitaba su haori para colgarlo en el gancho junto a la puerta, sus ojos se desviaron hacia la cocina. Hacia mí, de pie junto a la estufa, y luego hacia la olla que burbujeaba suavemente, liberando aromas que llenaban la estancia.
Vi algo cruzar su expresión. No fue dramático—con Giyuu nunca lo era—pero estaba ahí. Un leve ensanchamiento de los ojos, un parpadeo más lento de lo normal, una inhalación profunda, un sutil arqueo de las cejas. Como si hubiera reconocido algo familiar, algo inesperadamente grato.
Pero no dijo nada. Simplemente continuó con su rutina de quitarse el equipo exterior, almacenándolo apropiadamente, asegurándose de que su katana estuviera en su posición habitual antes de acercarse al fuego para calentarse.
—El almuerzo estará listo en unos minutos —dije en voz baja, volviendo mi atención al arroz cociéndose.
Asintió una vez, extendiendo sus manos hacia las llamas. Incluso desde donde estaba, podía ver cómo sus dedos estaban pálidos, casi azules en las puntas. Había estado afuera demasiado tiempo, en temperaturas que probablemente habrían matado a una persona normal.
Serví dos cuencos generosos de arroz, luego coloqué varias piezas de daikon en cada uno, vertiendo el caldo sabroso sobre todo. El vapor se elevaba en volutas perezosas, llevando consigo promesas de calor y consuelo.
Nos sentamos en nuestros lugares habituales frente a frente en la mesa coja, los cuencos humeantes delante de nosotros. Giyuu juntó sus manos brevemente en un gesto de agradecimiento—itadakimasu—y comenzó a comer con esa atención completa que siempre aplicaba a las comidas.
Yo guardé silencio.
Normalmente podría haber sentido la urgencia de llenar el silencio, de compartir inmediatamente lo que había descubierto, de usar la comida como telón de fondo para la conversación necesaria. Pero recordaba mi error de días atrás, cuando había presionado por conversación durante la comida y había aprendido que para Giyuu, comer era algo que merecía respeto y atención completa.
Así que esperé. Comí mi propio almuerzo en silencio, saboreando los sabores que normalmente habría disfrutado más si mi mente no hubiera estado tan preocupada. El daikon estaba perfectamente cocido—tierno, saturado con el caldo dulce y salado. El arroz estaba en su punto exacto.
Era una buena comida. Reconfortante. El tipo de plato que una madre prepararía para su familia en una noche fría.
Observé a Giyuu comer, notando cómo sus movimientos se habían ralentizado ligeramente, cómo parecía saborear cada bocado de una manera que no siempre mostraba con otros alimentos. Había algo en su lenguaje corporal—una relajación casi imperceptible de sus hombros, un suavizarse de su expresión—que sugería que este plato significaba algo para él más allá de simple sustento.
Finalmente, después de que ambos hubiéramos terminado y los cuencos estuvieran vacíos, me aclaré la garganta suavemente.
—¿Qué tal te fue hoy? —pregunté, mi voz sonando demasiado alta después del silencio prolongado—. ¿Encontraste algo nuevo en el bosque?
Giyuu dejó sus palillos atravesados sobre su cuenco vacío—la señal de que había terminado completamente—y me miró con esos ojos azules que siempre parecían ver más de lo que mostraban.
—No —respondió simplemente—. Revisé la zona alrededor del templo. Busqué otras entradas en la montaña.
Hizo una pausa, su expresión volviéndose más contemplativa.
—No hay nada. Si hay un demonio en esa cueva, está usando una entrada imposible de detectar o estamos buscando en el lugar equivocado.
Asentí lentamente, procesando sus palabras. No era inesperado dado lo que habíamos encontrado—o más bien, no encontrado—pero confirmaba que necesitábamos cambiar nuestro enfoque.
—Yo tuve más suerte —dije, eligiendo mis palabras cuidadosamente—. Vi a las hijas de Oichi Mikami en el pueblo esta mañana. Estaban solas, comprando huevos en el mercado.
Los ojos de Giyuu se agudizaron ligeramente, su atención completa ahora enfocada en mí.
—La pequeña, Noa, comenzó a hablar conmigo. Me contó sobre una niña llamada Kinoko que solía ser su amiga. Una niña del pueblo, de familia pobre, que aparentemente desapareció hace algún tiempo.
Me levanté para comenzar a recoger los cuencos, más por tener algo que hacer con mis manos que por necesidad inmediata de limpiar.
—Según Noa, Oichi les dijo que la familia de Kinoko se había mudado a otro pueblo. Probablemente para que no supieran de la presencia sobrenatural. Pero las niñas no se lo creyeron, y saben que algo se llevó a su amiga. Y las desapariciones... Kinoko fue una de las primeras.
Llevé los cuencos al fregadero, vertiendo agua fría sobre ellos aunque sabía que debería calentarla primero. Necesitaba mantener mis manos ocupadas.
—Después de que las niñas se fueran, hice algunas preguntas en el mercado. Descubrí dónde vivía Kinoko con su madre. La madre trabaja en una de las granjas en las afueras del pueblo, termina su turno a las cinco de la tarde.
Me giré para mirarlo directamente.
—Deberíamos ir a hacerle una visita. Hablar con ella sobre su hija.
Giyuu no respondió inmediatamente. Simplemente me observó con esa intensidad tranquila que tenía, sus ojos escaneando mi rostro como si pudiera leer verdades que yo no estaba verbalizando.
El silencio se extendió. No preguntó si había algo más. No me presionó por detalles adicionales. Pero la forma en que me miraba—alerta, evaluativa, paciente—dejaba claro que sabía que me estaba guardando algo.
Podía sentir el peso de esa mirada, la invitación silenciosa a compartir lo que fuera que estuviera reteniendo. Podía casi escuchar la pregunta no formulada flotando en el aire entre nosotros: ¿Qué más pasó? ¿Qué más te dijeron esas niñas que te tiene tan alterada?
Pero no podía contárselo. No todavía. No cuando todo lo que tenía eran sospechas basadas en las palabras crípticas de una niña de diez años y mis propias interpretaciones potencialmente sesgadas. No tenía pruebas de nada. Solo un presentimiento horrible que me carcomía las entrañas, diciéndome que algo en la mansión Mikami estaba profundamente, fundamentalmente mal.
Y acusar a un terrateniente influyente de... ¿de qué exactamente? ¿De abusar de sus propias hijas? ¿Basándome en qué? ¿En que una niña pequeña había dicho que quería "estar a salvo"? ¿En que había visto miedo en los ojos de la hermana mayor?
Era insuficiente. Era circunstancial. Y si estaba equivocada, si mis sospechas eran producto de mi propia mente buscando monstruos humanos donde no existían, podríamos destruir cualquier cooperación que habíamos logrado construir con las autoridades locales.
Pero si estaba en lo correcto...
Si estaba en lo correcto, entonces había algo podrido en el corazón de esta comunidad que iba más allá de cualquier amenaza demoniaca.
Sostuve la mirada de Giyuu, forzándome a mantener mi expresión neutral a pesar del tumulto de emociones que sentía. Vi cómo sus ojos se entrecerraban ligeramente, no con sospecha sino con evaluación. Podía ver los engranajes girando detrás de esa expresión calmada, procesando lo que había dicho y lo que no había dicho, pesando si presionar o dar espacio.
Finalmente, después de lo que sintió como una eternidad pero probablemente fueron solo segundos, asintió una vez. Fue un movimiento pequeño, apenas una inclinación de cabeza.
Se levantó de la mesa con esa gracia fluida que tenía, moviéndose hacia donde su katana descansaba contra la pared. La tomó con manos fuertes que ya no estaban pálidas por el frío, verificando el sable en su vaina con movimientos automáticos nacidos de años de práctica.
—¿Cuánto tiempo hasta las cinco? —preguntó, su voz con ese tono profesional neutro que usaba para asuntos de misión.
Miré hacia la ventana, evaluando la posición del sol débil detrás de las nubes gruesas.
—Unas tres horas. Suficiente tiempo para llegar al pueblo y localizar su casa antes de que ella regrese del trabajo.
—Deberíamos salir ya entonces —dijo, ajustando su haori—. El camino toma más tiempo cuando hay nieve fresca, y parece que va a nevar otra vez antes del anochecer.
Tenía razón. Podía sentir la presión atmosférica cambiando, ese cosquilleo particular en mi nariz que siempre precedía una nevada.
—Dame unos minutos para cambiarme los calcetines —dije—. Y debería recoger esto antes de irnos.
Giyuu asintió y se movió hacia su lado de la cabaña, probablemente para verificar su equipo o simplemente para darme privacidad mientras me preparaba.
Mientras me cambiaba detrás de la manta divisoria, poniéndome capas más secas y cálidas, mis pensamientos volvieron inevitablemente a las hermanas Mikami. A Kinoko, esa niña desaparecida víctima de un demonio. A todas las personas que habían desaparecido en esta región, y a las historias no contadas detrás de cada pérdida.
Quiero que nos toque pronto.
Las palabras me perseguían. Y mientras me aseguraba mi katana en su posición y verificaba que tenía todos mis suministros necesarios, hice una promesa silenciosa a esas dos niñas asustadas.
Descubriría la verdad. Toda la verdad, sin importar cuán fea resultara ser. Y si mis sospechas resultaban ser correctas, si Oichi Mikami era realmente el monstruo que temía que fuera...
Bueno. Había maneras de lidiar con monstruos que no eran demonios.
—¿Lista? —preguntó Giyuu desde el otro lado de la manta, su voz interrumpiendo mis pensamientos oscuros.
—Sí —respondí, emergiendo de mi lado de la cabaña completamente equipada—. Vamos.
Salimos juntos al frío punzante de la tarde, cerrando la puerta de la cabaña detrás de nosotros. El viento había arreciado, trayendo con él los primeros copos de la nevada prometida. Pequeños cristales que bailaban en el aire como estrellas caídas antes de asentarse en la nieve ya acumulada.
Mientras caminábamos hacia el pueblo, uno al lado del otro con ese espacio respetuoso pero cada vez más cómodo entre nosotros, no hablamos. Pero había un entendimiento compartido en el silencio, una determinación mutua de llegar al fondo de este misterio sin importar cuán profundo tuviéramos que excavar.
Giyuu sabía que yo estaba guardando algo. Y yo sabía que él lo sabía. Pero también sabía que no me presionaría hasta que estuviera lista para compartirlo, hasta que tuviera más que sospechas y presentimientos con los que trabajar.
Era extraño, me di cuenta, cuánto había cambiado nuestra dinámica en las semanas que habíamos pasado juntos. Cómo había aprendido a leer los matices en su silencio, a entender que su falta de palabras no significaba falta de cuidado o atención. Cómo él parecía haber aprendido a darme el espacio que necesitaba sin hacer que me sintiera abandonada en él.
No éramos amigos, no exactamente. La amistad implicaba una calidez, una facilidad que todavía no teníamos. Pero éramos algo. Compañeros, socios, dos personas que estaban aprendiendo a navegar la presencia del otro de maneras que funcionaban para ambos.
Y por ahora, mientras nos acercábamos al pueblo con la tarde desvaneciéndose y secretos oscuros esperando ser descubiertos, eso era suficiente.
Más que suficiente.
Era exactamente lo que necesitaba.
La casa de la familia Ito era exactamente el tipo de estructura que esperaba encontrar en la periferia empobrecida del pueblo. Pequeña hasta el punto de ser claustrofóbica, construida con madera que había visto demasiados inviernos sin mantenimiento adecuado. Las paredes se inclinaban ligeramente, como si el peso de la nieve acumulada en el techo a lo largo de años las hubiera deformado permanentemente. La cerca que supuestamente marcaba los límites de su propiedad estaba rota en varios lugares, postes podridos inclinándose en ángulos precarios. Los arbustos en lo que alguna vez pudo haber sido un jardín estaban secos y muertos, sus ramas desnudas alcanzando hacia el cielo gris como dedos esqueléticos.
Y todo esto había sido mucho antes de que llegara el mal tiempo. Ahora, cubierto de nieve y hielo, el lugar parecía menos una casa y más un monumento al abandono.
Como habíamos predicho, llegamos antes que la propia Suki Ito. Giyuu y yo nos posicionamos en la linde del bosque que bordeaba esta parte del pueblo, parcialmente ocultos por los pinos pero con vista clara de la casa. No tuvimos que esperar mucho.
La mujer apareció por la esquina de la calle nevada, caminando con pasos pesados que hablaban de agotamiento físico acumulado durante años de trabajo. Cargaba un par de bolsas de tela que tintineaban con el sonido inconfundible de vidrio golpeando contra vidrio. Botellas. Alcohol, casi con certeza, dado el tamaño y la forma que podía distinguir a través de la tela.
No era mayor—probablemente unos treinta y cinco—pero tenía el rostro avejentado de alguien que había vivido una vida dura. Arrugas profundas surcaban su frente y las esquinas de su boca, no las líneas de risa sino las que venían de años de fruncir el ceño y muecas de disgusto. Tenía canas abundantes entremezcladas en su cabello castaño, y la forma en que se movía—encorvada, arrastrando ligeramente los pies—sugería un cuerpo que había sido usado duramente y nunca había tenido la oportunidad de recuperarse.
Observamos en silencio mientras sacaba una llave de algún lugar en su ropa, luchaba brevemente con la cerradura, y finalmente desaparecía dentro de la casa. La puerta se cerró detrás de ella con un golpe.
—Esperamos —murmuró Giyuu, tan bajo que apenas pude escucharlo sobre el viento.
Asentí.
Los minutos se arrastraron. El frío se infiltraba a través de mi ropa a pesar de las múltiples capas, encontrando cada espacio microscópico donde el aire podía filtrarse. Mis dedos dentro de mis guantes se entumecieron gradualmente. A mi lado, Giyuu permanecía completamente inmóvil, como si el frío no lo afectara en absoluto, aunque sabía que tenía que sentirlo tanto como yo.
Después de lo que estimé fueron aproximadamente diez minutos, intercambiamos una mirada silenciosa. Él asintió brevemente. Era hora.
Cruzamos la calle juntos, nuestras botas crujiendo en la nieve. Paramos frente a la puerta de la casa Ito, de madera oscureca y pintura descascarada.
Levanté mi mano y llamé con los nudillos, tres golpes firmes pero educados.
Silencio. Solo el sonido del viento silbando entre los edificios y el crujido ocasional de ramas cargadas de nieve.
Esperé, luego llamé de nuevo. Más fuerte esta vez.
Finalmente, después de lo que debieron ser cinco minutos completos—tiempo suficiente para que quedara claro que quien fuera que estuviera adentro no tenía prisa por atender—escuché movimiento. Pasos pesados, un murmullo de irritación apenas audible, el sonido de algo siendo movido bruscamente.
La puerta se abrió de golpe, revelando a Suki Ito parada en el umbral con una expresión que era pura hostilidad.
Nos miró de arriba abajo con una evaluación que era parte desconfianza—esa a la que ya estaba tan acostumbrada después de semanas en este pueblo—y parte enojo mal disimulado, como si nuestra simple existencia en su puerta fuera una ofensa personal.
Detrás de ella, a través de la puerta entreabierta, podía ver el interior de la casa. Era tan deprimente como el exterior sugería: una habitación única que servía como sala de estar, cocina y presumiblemente dormitorio. Una mesa baja cerca de un brasero que apenas parecía estar encendido. Y sobre esa mesa, dos botellas de sake sin abrir, sus cuellos brillando bajo la luz tenue que se filtraba a través de ventanas sucias.
Habíamos interrumpido su rutina nocturna. Su manera de lidiar con lo que fuera que la atormentaba. Y claramente no apreciaba la intrusión.
—¿Qué queréis? —ladró, sin preámbulos. Su voz era áspera, desgastada por años de gritos, llanto, o ambos.
Mantuve mi voz firme pero educada, profesional.
—Buenas tardes, señora Ito. Supongo que ya sabe quiénes somos. Hemos sido enviados para investigar las desapariciones que han estado ocurriendo en la zona.
Hice una pausa, observando su rostro para cualquier reacción.
—Nos han dicho que su hija, Kinoko, desapareció no hace mucho. Nos gustaría hacerle algunas preguntas sobre las circunstancias de su desaparición.
La mujer resopló, un sonido que era mitad risa amarga y mitad expresión de disgusto.
—¿Kinoko? —El desprecio con el que pronunció el nombre de su propia hija me revolvió el estómago, haciéndolo contraerse —. ¿Por qué querrían investigar las tonterías de una adolescente desagradecida?
Cruzó sus brazos sobre su pecho, su postura volviéndose más defensiva pero también más agresiva.
—Esa chiquilla se largó a la capital, eso es todo. Era lo que repetía constantemente, una y otra vez hasta volverme loca. Que iba a ser cantante, decía. ¡Ja! Como si alguien como ella pudiera ser algo más que lo que es.
Su expresión se torció en algo feo, algo que hablaba de años de resentimiento acumulado.
—Seguro que se fue con algún borracho del mercado que le llenó la cabeza de promesas vacías. Siempre andaba revoloteando alrededor de cualquiera que le guiñara un ojo y le prestara un poco de atención. Como una polilla atraída a la llama, sin cerebro suficiente para saber que iba a quemarse.
Se rio, pero no había humor en el sonido. Solo amargura concentrada.
—Vete a saber en lo que andará metida ahora. Probablemente acabará en un burdel de mala muerte, como todas las demás niñas estúpidas que piensan que son demasiado buenas para el lugar donde nacieron. Al menos así finalmente servirá para algo útil.
Una ráfaga de viento helado nos revolvió el cabello a todos, trayendo con ella pequeños cristales de hielo que picaban la piel expuesta. Pero el frío exterior no era nada comparado con el hielo que sentía extendiéndose por mi pecho ante las crueles palabras de esta mujer.
Pasmada ante la evidente falta de interés por el bienestar de su propia hija—más que eso, ante el activo desdén y desprecio que mostraba—me fue imposible formular una respuesta inmediata. Mi garganta se cerró, las palabras muriendo antes de poder formarse.
¿Cómo podía una madre hablar así de su hija? ¿Cómo podía referirse a una niña desaparecida con tal veneno, tal ausencia completa de preocupación o amor materno?
—¿No ha vuelto a tener noticias de ella? —preguntó Giyuu en mi lugar, su voz emergiendo del silencio con una frialdad que igualaba perfectamente al viento cortante que nos rodeaba.
No había juicio en su tono—nunca lo había con él—pero había algo en la precisión de sus palabras, en la manera en que las pronunciaba, que de alguna manera conseguía transmitir desaprobación sin expresarla explícitamente.
—¿Y para qué iba a volver? —bufó Suki Ito, poniendo los ojos en blanco con un gesto tan exagerado que bordeaba lo teatral—. Si no vuelve, mejor para todos. Para mí especialmente.
Se apoyó contra el marco de la puerta, su postura relajándose ligeramente como si hubiera decidido que ya que estábamos aquí, podría también desahogarse completamente.
—Siempre fue una carga desde el día que nació. Solo sabía meterse en líos y andar de aquí para allá perdiendo el tiempo en vez de ayudarme a traer dinero a esta casa. Catorce años alimentándola, vistiéndola, manteniéndola con vida.
Sacudió la cabeza con disgusto.
—Ni siquiera era bonita. Demasiado flaca, nariz torcida, dientes mal alineados. ¿Cantante? Por favor. La única manera en que esa niña va a ganarse la vida con su cuerpo es en la oscuridad, donde los hombres no puedan verla bien.
Algo dentro de mí se quebró al escuchar esas palabras. No sabía qué había esperado al llamar a la puerta de esta mujer. Tal vez tristeza. Tal vez negación. Incluso habría aceptado indiferencia cuidadosamente cultivada como mecanismo de defensa.
Pero no esto. No rabia. No odio activo, venenoso, dirigido a una niña que probablemente había hecho todo lo posible por ganarse el amor de su madre y había fracasado simplemente porque esa mujer era incapaz de darlo.
Giyuu no dijo una palabra más. No había más preguntas que hacer, no más información que obtener de esta fuente contaminada. Se limitó a inclinar la cabeza en una reverencia breve y formal—el mínimo gesto de cortesía requerido por las normas sociales—y yo hice lo mismo, moviéndome como un autómata, mi cuerpo ejecutando protocolos sociales mientras mi mente seguía tratando de procesar la crueldad casual que acababa de presenciar.
Suki Ito cerró la puerta sin despedirse, el golpe resonando en el aire frío.
Permanecimos allí durante un momento, mirando esa puerta cerrada. Luego, sin intercambiar palabra, nos giramos y comenzamos a caminar de vuelta por el camino que llevaba fuera del pueblo y hacia la cabaña.
Aunque el viento frío me helaba la piel, haciéndome temblar incluso a través de todas mis capas de ropa, por dentro sentía un fuego en el estómago. No era el calor reconfortante de la ira justa, sino algo más oscuro, más nauseabundo. Era horror mezclado con impotencia, la sensación visceral de haber presenciado algo profundamente equivocado y no tener poder para arreglarlo.
Caminamos en silencio durante varios minutos, bajando por el sendero que serpenteaba entre los árboles. La nieve crujía bajo nuestras botas, el único sonido además del viento susurrando entre las ramas desnudas.
Finalmente, no pude contenerlo más.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté en un susurro áspero, girándome ligeramente hacia Giyuu mientras caminábamos—. ¿Te ha parecido normal? ¿La manera en que habló de su propia hija?
Él negó con la cabeza lentamente, su expresión tan inescrutable como siempre pero había algo en sus ojos—una oscuridad que no había estado ahí antes.
—Nada en este pueblo lo es —respondió con voz queda.
Era una observación simple pero profunda. Tenía razón. Desde el momento en que habíamos llegado a esta región, todo había estado... desviado. Mal. Como si la misma atmósfera estuviera contaminada con algo más insidioso que el miasma demoniaco.
Asentí, mirando hacia el cielo oscuro sobre nosotros donde las nubes se habían espesado, prometiendo más nieve antes de que cayera la noche. Abrí y cerré las manos repetidamente, tratando de sacarme esa sensación molesta que se había instalado bajo mi piel como pequeños insectos arrastrándose.
—Las desapariciones que investigabas en la otra región, en Akita—comencé sin mirarlo, manteniendo mis ojos fijos en el sendero frente a nosotros—, ¿llegaste a saber algo más sobre las víctimas? ¿Detalles sobre quiénes eran, sus circunstancias?
Tardó unos segundos en responder, como si estuviera considerando cuidadosamente qué información compartir.
—Las dos últimas víctimas confirmadas eran mujeres —dijo finalmente—. Una de ellas trabajaba oficialmente en una casa de té, pero los vecinos decían que también ejercía la prostitución. La otra era una niña de trece años. Se había quedado huérfana un mes antes de su desaparición. Estaba en un orfanato.
Sentí un nudo formarse en mi estómago, apretándose con cada palabra. Bajé un poco la cabeza, viendo cómo mi aliento se convertía en nubes blancas que se disipaban rápidamente en el aire helado frente a mí.
La gran mayoría de las desaparecidas eran mujeres. Eso no era particularmente raro en casos de demonios. Muchos demonios preferían a las mujeres sobre los hombres por diversas razones—carne más tierna, menos resistencia física, o simplemente preferencia personal retorcida. Incluso se habían dado casos documentados de agresiones sexuales antes de que las víctimas fueran devoradas, demonios que retenían suficiente humanidad para combinar depredación sexual con su hambre inhumano.
Pero había algo específico en estas mujeres que desaparecían que iba más allá del simple sesgo de género.
Solas. Vulnerables. Sin redes de apoyo social fuerte.
Prostitutas que probablemente eran despreciadas por sus comunidades. Huérfanas sin nadie que preguntara por ellas. Niñas como Kinoko, con madres que las odiaban abiertamente y probablemente celebraban internamente su desaparición.
Las piezas del puzzle no encajaban a la perfección todavía—había huecos, inconsistencias, conexiones que no podía ver completamente. Pero definitivamente había un hilo común tejido a través de todos los casos: el dolor. La desesperación. La soledad de personas que habían sido rechazadas, abandonadas, consideradas desechables por aquellos que deberían haberlas protegido.
Y entonces, como un rayo en la oscuridad, recordé la frase de la pequeña Noa.
Quiero que nos toque pronto. Así podríamos estar a salvo.
Me detuve de golpe en medio del sendero, tan abruptamente que casi tropecé con mis propios pies. El viento agitó mi haori violentamente, enviando una cascada de nieve suelta que había estado acumulándose en los pliegues. Empecé a temblar, pero no tenía nada que ver con el frío del ambiente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Giyuu, deteniéndose inmediatamente y girándose para mirarme. Había preocupación en su voz, sutil pero presente.
Tras un segundo de duda, donde consideré contarle todo—cada sospecha, cada conexión horrible que mi cerebro estaba trazando—negué con la cabeza.
—Nada... solo pensaba —dije, forzando mis pies a moverse de nuevo, a continuar caminando como si no acabara de tener una revelación que amenazaba con desarmar todo lo que pensábamos saber sobre este caso.
No iba a decírselo. No aún. Antes tenía que estar segura. Antes necesitaba más piezas del puzzle, más evidencia que confirmara lo que temía en lugar de simplemente presentarle una teoría construida sobre intuiciones y patrones que tal vez solo existían en mi mente.
Pero sabía, con una certeza que me helaba hasta los huesos, que algo no iba bien en ese pueblo. Y no era solo el demonio al que buscábamos.
Era algo más profundo, algo más insidioso. Algo que se había colado en las casas, en los corazones, en la estructura misma de esta comunidad. Algo que vivía en la mirada vacía de una madre que odiaba a su propia hija, en el temblor de una niña pequeña que veía la desaparición como salvación en lugar de amenaza, en el silencio obstinado de aldeanos que preferían dejar que el horror continuara antes que confrontarlo.
Seguimos caminando mientras la tarde se desvanecía hacia el anochecer, nuestras sombras alargándose en la nieve mientras el sol débil descendía detrás de las montañas.
Y sentí, con una claridad terrible, que la nieve que nos rodeaba no solo nos aislaba del resto del mundo. Nos estaba enterrando lentamente, un palmo cada día, cubriéndonos con capas de secretos oscuros y verdades no dichas hasta que tal vez nosotros también desapareciéramos, convertidos en otra estadística más en una región donde las personas simplemente se desvanecían y nadie preguntaba demasiado por qué.
El pensamiento debería haberme aterrado.
En cambio, me llenó de una determinación fría y dura como el hielo bajo nuestros pies.
Lo que fuera que estuviera pasando aquí, lo descubriría. Lo detendría.
Incluso si tenía que desenterrarnos a ambos de esa nieve con mis propias manos.
Pasaban los días, y la convivencia con Giyuu Tomioka se había convertido en una rutina tan asentada que casi olvidaba cómo había sido antes.
No hablábamos mucho—seguíamos sin hacerlo, realmente—pero había descubierto que había algo profundamente cómodo en su forma de estar presente sin imponerse. Era como convivir con una sombra firme: no invadía mi espacio cuando necesitaba estar sola, siempre me daba intimidad sin que tuviera que pedírselo cuando me cambiaba detrás de la manta divisoria, no preguntaba nada inapropiado o personal.
Había comenzado a darme cuenta de que realmente no podía imaginarme conviviendo en esa pequeña cabaña claustrofóbica con ningún otro de mis compañeros Hashira que no fuera él. Tal vez solo con Shinobu o Mitsuri, pero eso era únicamente por el hecho de que al ser mujeres, la intimidad forzada de compartir un espacio tan reducido sería más fácil de navegar. No habría esa consciencia constante de género, esa necesidad de mantener ciertos límites que la sociedad dictaba debían existir entre hombres y mujeres no relacionados.
Pero Giyuu no lo hacía difícil. En absoluto.
Parecía tener un sentido innato de cuándo marcharse al bosque a patrullar para darme privacidad, cuándo esperar discretamente fuera cuando yo necesitaba lavar mi ropa interior o lavarme el pelo. Apenas si habíamos mantenido una conversación que durara más de unos minutos, pero notaba esa atención muda que siempre parecía estar presente, ese respeto absoluto por mi espacio y mi autonomía, ese cuidado que parecía más instinto arraigado que cortesía consciente.
Era el tipo de consideración que solo venía de alguien que entendía lo que era sentirse vulnerable, que valoraba la privacidad porque sabía lo precioso que era en un mundo donde tan poco era realmente privado.
Compartir un espacio tan pequeño no era sencillo a veces, por supuesto. Había momentos de incomodidad inevitable: cuando uno necesitaba cambiarse y el otro tenía que salir al frío brutal, cuando las necesidades corporales básicas requerían usar el retrete exterior en medio de la noche, cuando el simple acto de existir en proximidad constante se sentía sofocante. Pero probablemente tampoco sería fácil con alguien cercano emocionalmente. La diferencia era que con Giyuu, la dificultad no venía acompañada de expectativas no cumplidas o de la necesidad de mantener conversación constante.
Simplemente... existíamos juntos. Funcionalmente. Eficientemente. Y de alguna manera, eso era suficiente.
Aquella mañana, poco después de la salida del sol—o lo que pasaba por salida del sol bajo el cielo perpetuamente nublado—estábamos desayunando frugalmente. Arroz simple con algo de pescado seco, té verde para calentarnos desde dentro. La rutina matutina era siempre la misma: levantarse, reavivar el fuego, preparar algo caliente y básico para comer, discutir brevemente los planes del día, y luego partir hacia nuestras tareas respectivas.
Pero esa mañana, justo cuando estaba llevando mi cuenco vacío al fregadero, oímos pasos afuera. Claramente humanos por el patrón de marcha, pero inesperados.
Me sobresalté ligeramente, mi mano moviéndose instintivamente hacia mi katana que estaba apoyada contra la pared cerca de mi futón. Pero Giyuu ya tenía su mano firmemente en el tsuka de su propia katana antes de que el primer golpe sonara en la puerta, su cuerpo posicionándose sutilmente entre la puerta y yo en un gesto del que probablemente ni siquiera fue consciente.
Intercambiamos una mirada breve. Él asintió una vez y se movió hacia la puerta con pasos silenciosos, abriéndola solo lo suficiente para ver quién estaba al otro lado antes de determinar si era seguro abrirla completamente.
Cuando la abrió del todo, nos encontramos cara a cara con Oichi Mikami parado bajo el pequeño porche de la cabaña, su figura imponente recortada contra el paisaje nevado detrás de él.
El señor Tanaka estaba en el claro con su burro, las alforjas del animal llenas. También había un caballo hermoso—un corcel de color pardo con manchas blancas en las patas, el tipo de animal que costaba más de lo que la mayoría de los aldeanos ganaban en un año—que supuse era la montura personal de Mikami.
—Buenos días, pareja —anunció Mikami con una media sonrisa que no alcanzaba sus ojos, su voz grave teniendo esa falsa cualidad cálida que me recordaba al metal calentado: agradable en la superficie pero quemaría si lo tocabas directamente—. He traído provisiones para vosotros. Pensé que después de semanas aquí arriba, probablemente estuvierais escasos de suministros.
A sus pies había una cesta grande—de las que se usaban para transportar cosechas—llena hasta el borde. Pude ver harina en bolsas de tela, arroz en cantidad generosa, vegetales frescos que debían haber costado una fortuna en esta época del año, carne que había sido curada apropiadamente, e incluso varias botellas de sake.
Iba abrigado contra el frío con una capa elegante de piel gruesa—probablemente zorro o nutria, imposible de decir desde esta distancia pero claramente cara—que fluía alrededor de él como si fuera realeza rural visitando a sus súbditos. Sus ojos negros parecían brillar bajo la luz reflejada de la nieve, dándoles una cualidad casi reptiliana.
Ni Giyuu ni yo lo invitamos a pasar. Aunque tal vez eso hubiera sido lo socialmente apropiado, dado que técnicamente la cabaña era de su propiedad y nos la había ofrecido como alojamiento, algo en ambos resistía la idea de permitirle entrar a nuestro espacio privado.
Pero Mikami, como probablemente hacía con todo en su vida, entró sin esperar invitación o permiso. Simplemente cruzó el umbral sin contemplaciones, como si tuviera derecho inherente a todos los espacios que técnicamente poseía.
Examinó la habitación con lo que solo podía describirse como curiosidad felina. Sus ojos—brillantes, calculadores—pasaron lentamente de un futón al otro, notando sin duda la manta colgada entre ellos como división. Se demoraron en el fuego encendido, evaluando probablemente cuánta leña habíamos usado. Se movieron hacia la olla donde todavía hervía agua del té matutino, hacia nuestros cuencos de desayuno que aún estaban sobre la mesa, hacia cada pequeño detalle de cómo habíamos organizado el espacio.
Y sonrió lentamente. No fue una sonrisa agradable. Fue la sonrisa de alguien que acababa de confirmar algo que había estado sospechando, o tal vez simplemente la sonrisa de alguien que disfrutaba sabiendo cosas íntimas sobre las vidas de otras personas.
Y hubo algo en él en ese momento—en la forma en que nos miraba, en la energía que emanaba, en esa sonrisa particularmente repugnante—que me recordó visceralmente a otro alguien. Alguien a quien odiaba y me aterraba a partes iguales. Alguien cuyo nombre incluso pensar hacía que mi piel se erizara con recuerdos de encuentros pasados que habían dejado cicatrices tanto físicas como psicológicas.
Muzan.
No eran iguales, por supuesto. Mikami era humano, físicamente, al menos. Pero había algo en su presencia, en la forma en que trataba a las personas como objetos para su uso, en cómo su poder sobre otros parecía ser la fuente principal de su satisfacción... que resonaba con la misma frecuencia oscura.
Y aunque todavía no tenía pruebas concretas de lo que este hombre hacía a sus hijas—solo las palabras crípticas de una niña de diez años y mis propias sospechas basadas en años de ver lo peor de la humanidad—supe sin lugar a dudas, con una certeza que resonaba en mis huesos, que era una mala persona. Por muchas provisiones que trajera en cestas elaboradas, por muchos trajes caros que usara para tapar su interior podrido, por mucha cortesía superficial que empleara.
Algunos monstruos no necesitaban transformarse en demonios para serlo.
Al lado de Giyuu, me obligué a poner una expresión tan imperturbable como la suya. Neutral. Profesional. Sin revelar ninguno de los pensamientos oscuros que daban vueltas en mi mente como cuervos sobre un cadáver.
—Vaya, qué acogedor tenéis esto —dijo Mikami, extendiendo su brazo en un gesto amplio hacia la habitación —. ¿Cómo lleváis las bajas temperaturas? No hay peor invierno en todo Japón que el de Aomori. Bueno, tal vez en Hokkaido, pero eso es discutible.
Su mirada recorrió la cabaña otra vez.
—Ya veo que tenéis una buena reserva de leña. Muy prudente. Pero al final, lo más importante en noches tan frías es el calor humano, ¿no os parece?
Soltó una carcajada que sonó completamente fuera de lugar en el silencio frío de la mañana, un sonido desagradable que me hizo sentir como si algo viscoso se hubiera deslizado por mi columna vertebral. Su mirada pasó deliberadamente de Giyuu a mí, luego de vuelta a Giyuu, con una implicación tan obvia que podría haber sido gritada.
Noté cómo mi cuerpo se tensaba involuntariamente ante su insinuación grosera, cada músculo poniéndose rígido con una mezcla de indignación y algo más complejo que no quería examinar demasiado de cerca. Y me odié un poco al sentir el calor subiendo a mis mejillas, traicionándome con evidencia visible de mi incomodidad.
Giyuu no dijo nada. Pero vi—porque había aprendido a leer sus microexpresiones en las semanas que habíamos pasado juntos—cómo la línea de su mandíbula se marcaba apenas un instante, los músculos tensándose brevemente antes de relajarse otra vez.
Su mirada—azul y fría como el océano—permaneció fija en Mikami un segundo más de lo estrictamente necesario antes de apartarse con calma deliberada, buscando algún punto invisible en la pared detrás de él.
El gesto no fue abrupto ni agresivo. No hubo hostilidad obvia en él. Solo... final. Una forma silenciosa pero inequívoca de dejar claro que el comentario no valía la pena el esfuerzo de una respuesta, que Mikami no merecía ni siquiera el reconocimiento de su intento de provocación.
Era desprecio puro pero elegante, destilado en un solo movimiento de ojos.
—Sabemos cómo apañarnos —dije yo finalmente, forzando mi voz a salir firme a pesar del malestar que sentía—. Tenemos buen entrenamiento para sobrevivir en condiciones extremas. El frío no es un problema para nosotros.
Mikami me observó un momento más, sus ojos negros evaluándome de una manera que me hizo sentir como si necesitara un baño caliente para lavarme. Luego se encogió de hombros con falsa despreocupación, aún sonriendo esa sonrisa que no llegaba a sus ojos, y dejó la cesta de provisiones sobre nuestra mesa con un golpe seco que hizo tintinear las botellas de sake dentro.
—Se acerca una gran tormenta —anunció, su tono volviéndose más serio pero manteniendo ese borde de condescendencia—. De las islas del norte. He vivido aquí toda mi vida, y os puedo asegurar que no habéis vivido nada igual en el sur. Es probable que os quedéis atrapados aquí durante días, tal vez incluso una semana si es tan mala como creo que será.
Hizo una pausa, contemplándonos con un aire que mezclaba curiosidad con deferencia apenas velada.
—He de decir que siempre me ha sorprendido esa necesidad... sacrificada de vuestro grupo. Demonios, espíritus malignos... nadie reconoce creer en ellos abiertamente, pero todos los temen en secreto. Incluso los peces gordos del gobierno que toman sake caro en Tokio mientras pretenden ser modernos y occidentalizados.
Se rio otra vez, pero esta vez el sonido tenía un borde más oscuro.
—Y teniendo en cuenta que ni siquiera ellos os reconocen oficialmente... Menudos ingratos, ¿no? No dan la cara por vosotros, no os proporcionan recursos adecuados o reconocimiento público, pero os dejan hacer el trabajo sucio que nadie más puede o quiere hacer. Limpiando la basura que el resto de la sociedad prefiere fingir que no existe.
Ni Giyuu ni yo respondimos. ¿Para qué? ¿Cómo explicar tus razones para unirte al Cuerpo de Cazadores a alguien como él, alguien que claramente veía todo en términos de transacciones y utilidad, que no podía comprender el concepto de sacrificio por algo más grande que uno mismo?
Algunos conceptos—deber, honor, la necesidad de proteger a los indefensos—simplemente no podían ser explicados a personas que nunca los habían sentido.
—En fin —dijo finalmente mientras caminaba hacia la puerta con pasos medidos, sacudiéndose la capa de piel como si dejara atrás algo sucio que había tocado por accidente—. Espero que esta pequeña aportación ayude a que vuestra estancia sea más... llevadera.
Hizo una pausa en el umbral, girándose para lanzarnos una última mirada que brillaba con algo desagradable.
—Y que os ayude con vuestra búsqueda, hasta el momento completamente infructuosa, ¿eh? Semanas aquí, y ni un solo demonio capturado. Debe ser... frustrante para guerreros tan estimados como vosotros.
Volvió a dedicarnos una sonrisa ladina—la sonrisa de alguien que disfrutaba recordándoles a otros sus fracasos—y caminó hacia donde el señor Tanaka ya tenía preparado su corcel. Tanaka lo ayudó a montar con la deferencia servil de alguien que había aprendido hacía mucho tiempo a no contradecir a su empleador, y ambos desaparecieron entre los árboles nevados, dejando atrás solo sus huellas en la nieve fresca y esa sensación desagradable que ciertos tipos de personas dejan en el aire después de irse.
Tardamos unos segundos en movernos después de que hubieran desaparecido de la vista. Era como si su presencia hubiera dejado una contaminación invisible que necesitaba disiparse antes de que pudiéramos funcionar normalmente otra vez.
Fui la primera en reaccionar. Cerré la puerta con más fuerza de la estrictamente necesaria, el golpe resonando en el espacio pequeño de la cabaña. Respiré profundamente por la boca, tratando de expulsar esa sensación desagradable que se había instalado en mis pulmones.
Cuando me giré, encontré a Giyuu mirándome. No fue su mirada evaluativa habitual sino algo más suave, más... consciente. Como si reconociera mi malestar y quisiera reconocerlo sin palabras.
Luego, con su estoicismo habitual pero con un matiz que podría haber sido intención reconfortante, anunció:
—Prepararé té.
Asentí, más agradecida de lo que podría expresar verbalmente por la oferta simple pero considerada. Mientras Giyuu se movía hacia la cocina y comenzaba el proceso familiar de preparar té con su atención meticulosa característica, yo me puse a organizar las provisiones que Mikami había traído.
Me sentía casi asqueada de tener que aceptar refugio y comida de alguien como él. Cada vez que tocaba algo que había traído, sentía como si necesitara lavarme las manos después. Pero no nos quedaba otra alternativa, no si queríamos mantener nuestra investigación, no si queríamos acabar con la amenaza del demonio.
A veces, cumplir con el deber requería tragar el orgullo y aceptar ayuda de fuentes moralmente cuestionables.
Mientras el agua hervía con ese sonido burbujeante familiar, me senté en mi silla habitual frente al fuego. Mis dedos comenzaron a tamborilear la superficie áspera de la mesa de madera, un hábito nervioso que había desarrollado cuando estaba procesando pensamientos complicados.
—Ese hombre esconde algo —dije un momento después, mi voz rompiendo el silencio—. Hay algo malo en él.
Giyuu no respondió enseguida. Se quedó de pie junto al hornillo, mirando las llamas que lamían el fondo de la tetera, completamente inmóvil excepto por el leve movimiento de su respiración.
—No es asunto nuestro —dijo finalmente, sin mirarme, su voz tan neutral como siempre—. No estamos aquí por eso.
Sentí frustración elevándose en mi pecho como vapor a presión.
—¿Y si está relacionado con las desapariciones? —presioné—. ¿Y si lo que sea que está pasando aquí no es solo un demonio operando aleatoriamente sino algo más complicado, algo que involucra a personas como Mikami?
Giyuu no me respondió. El silencio se extendió entre nosotros, llenado solo por sonidos ambientales: el hervir del agua en la tetera, el crujido ocasional del fuego consumiendo leña, el quejido leve y constante de la madera, el viento golpeando contra las paredes exteriores.
Suspiré, dejando salir mi frustración en una larga exhalación. Mis manos estaban frías otra vez—siempre parecían estarlo últimamente, sin importar cuánto tiempo pasara junto al fuego. Me las froté con fuerza, como si pudiera arrancarme el entumecimiento a base de pura fricción.
Pero no era solo el frío físico. Era ese maldito hombre y su visita inquietante, la tormenta que se avecinaba y nos atraparía aquí con provisiones que habían sido tocadas por manos que probablemente habían hecho cosas horribles, el eco persistente de las palabras de Noa que no podía sacar de mi mente, el demonio que parecía más bien un fantasma imposible de localizar...
El agua terminó de hervir finalmente, el silbido suave de vapor siendo la señal que Giyuu había estado esperando. Con movimientos practicados y precisos, la vertió en dos vasitos de cerámica negra que había preparado, sobre la mezcla de té matcha que había batido cuidadosamente hasta la consistencia correcta.
El aroma del té se elevó inmediatamente, llenando la cabaña con ese olor terroso y ligeramente amargo que había llegado a asociar con momentos de transición entre actividad y descanso.
Entonces cogió uno de los vasitos—el que había preparado el último, que estaría ligeramente más caliente—y se giró para tendérmelo.
Extendí mi brazo, separando las manos que había estado frotando y alcanzando para rodear la cerámica negra con mis dedos ávidos del calor que prometía. El vasito estaba perfectamente caliente, justo en ese punto donde calentaba sin quemar.
En el proceso de transferir el vasito de sus manos a las mías, mi piel rozó la suya.
Fue solo un roce. Apenas un segundo, dos como máximo. Nuestros dedos tocándose brevemente mientras él se aseguraba de que yo tenía la taza bien agarrada y estable antes de soltar su propio agarre.
No fue nada. Objetivamente, racionalmente, fue el tipo de contacto accidental que ocurre docenas de veces al día entre personas que interactúan normalmente. Un roce inocuo de manos al pasar objetos. Completamente inocente. Completamente irrelevante.
Pero me di cuenta, con una consciencia súbita y aguda que me tomó completamente desprevenida, de que a pesar de haber estado conviviendo con Giyuu durante semanas, compartiendo este espacio diminuto, coordinando nuestras vidas en proximidad constante, esa era la primera vez que realmente nos tocábamos.
La primera vez que mi piel tocaba su piel en lugar de solo existir cerca del otro.
Y sentí una especie de turbación extraña expandirse dentro de mí, un calor que no tenía nada que ver con el té que ahora sostenía. No era atracción exactamente—o al menos, no quería examinarlo lo suficientemente de cerca para determinar si lo era. Era más como... consciencia. Reconocimiento de que este hombre frente a mí no era simplemente un compañero de trabajo o un mueble funcional en mi vida temporal sino una persona real, física, con piel que tenía temperatura y textura.
Evité sus ojos, concentrándome intensamente en el vasito en mis manos como si fuera lo más fascinante que había visto en semanas.
Giyuu apartó su mano—lentamente, sin prisa, como si no hubiera notado nada inusual o simplemente no le importara—y agarró su propio vasito. Se movió con esa gracia fluida característica suya y se sentó en su silla habitual al otro lado de la mesa, frente al fuego, adoptando esa postura perfectamente recta que mantenía incluso en momentos de descanso.
Y en ese momento tranquilo mientras bebíamos nuestro té en silencio compartido, mientras las llamas crepitaban y el viento aullaba afuera y el mundo se reducía solo a este espacio pequeño y cálido, fui plenamente consciente de la presencia masculina al otro lado de la mesa.
No de manera amenazante o incómoda. Sino simplemente... consciente. De la forma en que sus manos sostenían el vasito con cuidado. De cómo su respiración era tan constante y medida que apenas movía su pecho. De la línea de su perfil iluminado por el fuego, medio en luz y medio en sombra.
Y mientras bebía mi té como si nada hubiera cambiado, tratando de mantener mi expresión neutral y mi comportamiento normal, el pensamiento de que Giyuu era hermoso me quemó más que el líquido caliente en mi boca.
Fue un pensamiento que llegó completamente formado, sin preámbulo o construcción gradual. Simplemente... estaba ahí, innegable en su claridad.
No era una belleza obvia o llamativa, el tipo que hacía que las personas se giraran en la calle o que inspirara poesía floral. Tenía una belleza extraña, de esas que no llaman la atención de inmediato cuando entras en una habitación, pero que se quedan contigo cuando apartas la mirada. El tipo de belleza que se revelaba lentamente, en capas, como pelar una fruta para encontrar algo inesperadamente dulce dentro.
Su rostro era sereno, casi inmutable en su calma constante, y sin embargo... todo en él parecía hablar de algo que el tiempo y el dolor no habían logrado quebrar del todo. Había una cualidad de permanencia en sus facciones, como si hubieran sido talladas en piedra por un artista que valoraba la precisión sobre la ostentación.
El cabello oscuro—negro con esos matices azulados que solo se notaban bajo ciertas luces—siempre estaba algo desordenado, cayendo sobre su frente de forma suave que sugería que nunca había dedicado mucho pensamiento a su apariencia pero que de alguna manera resultaba perfecta de todos modos.
Sus ojos... Sus ojos eran azules, profundos, de un tono imposible de nombrar con precisión. Un tono de azul único. Eran como un lago helado bajo luz de luna: hermosos pero fríos, invitándote a mirar más de cerca mientras simultáneamente advertían de profundidades peligrosas. Como si escondieran algo bajo la superficie tranquila, secretos o dolor o ambos, que él había decidido hacía mucho tiempo que nadie necesitaba ver.
Sus rasgos eran más finos de lo que uno esperaría en un guerrero que había pasado años entrenando y luchando. La línea recta y limpia de su nariz, la boca firme que rara vez sonreía pero que cuando lo hacía—si es que alguna vez lo hacía, algo que todavía no había presenciado—probablemente transformaría completamente su rostro. Los pómulos altos que daban a toda su expresión una elegancia involuntaria, aristocrática incluso, como si vinier de alguna línea de nobleza antigua que había caído en desgracia.
Y aun así, no era simplemente la disposición estética de sus rasgos lo que lo hacía hermoso. Era algo más intangible que eso.
Era la forma en que permanecía quieto. No inquieto o agitado como tantas personas sino genuinamente en paz con la quietud, como si el silencio fuera su estado natural y el movimiento fuera la excepción. La manera en que, incluso en reposo completo, parecía resistir algo que nadie más podía ver—tal vez resistiéndose a sí mismo, a sus propios demonios internos, a memorias que probablemente lo perseguían tanto como me perseguían las mías.
Me di cuenta de que Giyuu era como el invierno mismo. Tranquilo, constante, belo de una manera que tenías que tomarte tiempo para notar y apreciar. No demandaba atención o admiración. Simplemente existía, indiferente a si alguien reconocía su valor o no.
No como Kyojuro, quien había sido como el sol—imposible de ignorar, calentándote inmediatamente con su simple presencia, irradiando luz que llenaba cada espacio que ocupaba. Kyojuro había sido obvio en su belleza, en su bondad, en todo lo que era.
Giyuu era lo opuesto. Sutil. Requería esfuerzo y atención para verdaderamente verlo. Pero una vez que lo veías...
Turbada por mi descubrimiento y tratando desesperadamente de decirme que era simplemente la constatación de un hecho objetivo—como observar que el cielo era azul o que la nieve era blanca, solo una verdad neutra sin implicaciones emocionales—me terminé mi té de un trago.
El líquido todavía estaba demasiado caliente y quemó todo el camino hasta mi estómago, pero agradecí la distracción física del dolor menor.
Ambos seguimos sentados así durante varios minutos más, observando las llamas bailar y saltar, escuchando el viento, existiendo en ese silencio compartido que ya no se sentía incómodo sino casi... íntimo.
No en el sentido que Mikami había insinuado con su comentario asqueroso. Sino en el sentido de dos personas que habían aprendido a estar presentes el uno con el otro sin necesidad de llenar cada momento con palabras o actividad.
Era una forma de compañía que nunca había experimentado antes. Y me aterraba un poco cuánto había llegado a valorarla en tan poco tiempo.
No lo miré otra vez. Pero la imagen de su perfil iluminado por el fuego siguió ardiendo en mi mente mucho después de que el vasito se enfriara entre mis manos.
Fuera, los primeros copos de la tormenta comenzaron a caer.
La nieve caía con una violencia casi antinaural, como si el cielo hubiera decidido enterrar la tierra bajo su peso blanco por pura malicia. El viento aullaba entre los árboles con tanta fuerza que movía incluso los troncos más gruesos, haciéndolos crujir y gemir como criaturas vivas en agonía. Silbaba por las rendijas de la cabaña como un espíritu vengativo buscando entrada, trayendo consigo ráfagas de aire helado que hacían que las llamas en el hogar vacilaran y bailaran erráticamente.
Giyuu dormía—o fingía hacerlo, era imposible saberlo con certeza—en su futón al otro lado de la manta divisoria. Podía escuchar su respiración tranquila, constante, con el ritmo metrónomo de alguien que estaba genuinamente en reposo o que era extraordinariamente bueno fingiendo estarlo.
Yo estaba de guardia. O eso se suponía. Era mi turno de permanecer despierta, alerta, lista para responder a cualquier amenaza que pudiera materializarse en la noche. Pero mi cabeza llevaba horas en otro sitio completamente diferente, dando vueltas obsesivamente alrededor de los mismos pensamientos una y otra vez.
No podía dejar de pensar en esas niñas. En Airi y Noa, encerradas en esa mansión enorme y oscura con Oichi Mikami. En la mirada de Airi, clavada en el suelo como si tuviera demasiado miedo de levantar los ojos y encontrarse con algo terrible. En el temblor involuntario de la voz de Noa cuando había dicho esas palabras que me perseguían: quiero que nos toque pronto, así podríamos estar a salvo.
¿A qué clase de infierno estaban condenadas esas niñas? ¿Qué horrores tenían que soportar noche tras noche mientras el resto del pueblo dormía o fingía no saber?
Miré hacia donde estaba Giyuu una vez más, viendo solo el bulto de su forma bajo las mantas, la curva de su hombro visible donde la tela había resbalado ligeramente. Dudé, sintiendo el peso de la decisión presionando contra mi pecho como una piedra.
Una parte de mí quería despertarlo, contarle lo que estaba planeando hacer. Pedirle consejo, ayuda, o al menos informarle para que supiera dónde había ido si algo salía mal. La otra parte—la más insistente—sabía que no debía. Que si lo hacía, intentaría detenerme. Y no podía permitir eso. No cuando finalmente había tomado la decisión de hacer algo, de no quedarme sentada en esta cabaña caliente y segura mientras niñas inocentes sufrían a kilómetros de distancia a manos de su propio padre.
Me levanté con movimientos lentos y silenciosos, cada músculo controlado para evitar hacer el más mínimo ruido. Me puse el abrigo y agarré mi katana. Por un momento consideré llevar también mi arco, pero decidí contra ello—sería demasiado difícil de manejar en la tormenta, y si esto se convertía en confrontación, necesitaría movilidad más que alcance.
Mientras me preparaba, me sentí verdaderamente mal por dejarlo solo. La culpa me roía las entrañas como ácido. Se suponía que debía estar vigilando, protegiendo nuestra posición, manteniéndolo seguro mientras él descansaba confiando en mí. ¿Y si esta era la noche que el demonio finalmente atacaba? ¿Y si algo le pasaba mientras yo estaba fuera persiguiendo mis propias cruzadas morales? ¿Y si mi decisión de ir tras Mikami resultaba en la muerte de Giyuu?
Pero a estas alturas ya había tomado una decisión. Y no podía vivir conmigo misma sin saber. Sin al menos intentar confirmar o desmentir las horribles sospechas que habían estado consumiéndome desde mi encuentro con las niñas.
Tratando de no hacer ningún ruido que pudiera despertarlo, abrí la puerta apenas lo suficiente para deslizarme a través de la abertura y salí al apocalipsis blanco que esperaba afuera.
La ventisca era un monstruo rugiente, vivo y hambriento. Me abofeteaba la cara con manos de hielo que quitaban el aliento, me cegaba con cortinas de nieve tan densas que no podía ver más allá de unos pocos metros. Pero incluso mientras me robaba la vista y hacía que cada respiración fuera una lucha, la tormenta también me protegía. Nadie me vería moverse en esta oscuridad blanca. Nadie me vería llegar. Nadie sería tan idiota de salir con este clima asesino.
Nadie excepto yo, impulsada por desesperación y un sentido de justicia que probablemente me mataría algún día.
Avancé hacia la mansión Mikami casi completamente a ciegas, guiándome por el instinto que había desarrollado durante años como Cazadora, por mi sentido de dirección interno que me decía dónde estaba incluso cuando no podía ver nada. Me convertí en una sombra entre los árboles fantasmales, invisible, imparable.
No había luna ni estrellas. El cielo era un vacío negro absoluto arriba, indistinguible.
No sé cuánto tiempo estuve caminando. Podría haber sido veinte minutos o dos horas—el tiempo perdía significado en la tormenta. La determinación férrea era lo único que me impedía rendirme y volver arrastrándome a la seguridad y calidez relativa de la cabaña. Apenas sentía mi cuerpo ya. Mis extremidades estaban entumecidas, mis pulmones ardían con cada inhalación de aire helado, mis ojos lloraban constantemente por el viento cortante. De no ser por el fuego de la ira que calentaba mi interior—esa rabia contra hombres como Mikami que usaban su poder para hacer daño a los indefensos—ya habría colapsado en la nieve y me habría dejado enterrar.
Finalmente, la mansión se alzó ante mí emergiendo de la oscuridad blanca como otro monstruo, este hecho de madera y piedra en lugar de nieve y viento. La ventisca movía remolinos de nieve alrededor de su estructura, creando patrones hipnóticos. Las ventanas estaban casi todas a oscuras—solo formas negras contra paredes apenas más claras.
Pero entonces, mientras observaba, una luz se encendió en el piso superior. Una ventana que había estado oscura de repente brilló con luz amarilla, dándole a la casa un aspecto aún más aterrador, como si fuera una criatura gigante con un solo ojo abierto que me miraba directamente.
Armándome de valor que no estaba segura de poseer realmente, avancé hacia la mansión. Con dedos tan entumecidos que apenas podía sentirlos, encontré puntos de apoyo en la pared exterior—irregularidades en la piedra, salientes de madera—y comencé a trepar. Fue más difícil de lo que había anticipado con mis manos congeladas y la nieve haciendo que todo fuera resbaladizo, pero años de entrenamiento me habían dado fuerza y técnica suficientes.
Subí hasta el tejado, mis botas encontrando agarre precario en las tejas heladas, y luego me descolgué con cuidado hacia la balaustrada decorativa que rodeaba el segundo piso. Era de madera tallada, lo suficientemente ancha para que pudiera colocar los pies y mantener el equilibrio mientras me aferraba al borde del tejado por encima.
La ventana que se había iluminado estaba a unos metros a mi derecha, pero directamente delante de mí había otra, a oscuras. Con cuidado extremo, consciente de que un movimiento en falso podría hacer que las personas dentro notaran mi presencia, pegué mi cara al cristal helado, ignorando cómo el frío quemaba mi piel.
Capté el interior: muebles bonitos de madera oscura, un tocador con un espejo, estantes con libros y pequeñas figuritas decorativas, y una cama individual con dosel. Y dentro de esa cama, un cuerpo bajo las mantas. Cabello largo, negro y sedoso caía por un lateral como una cortina, extendiéndose sobre la almohada.
Era la habitación de Airi. Parecía dormir, su respiración lo suficientemente profunda para hacer que las mantas se elevaran y bajaran rítmicamente.
Aparté mi cara del cristal helado, dejando una pequeña mancha de condensación que desapareció casi inmediatamente, y me moví cuidadosamente a lo largo de la balaustrada hacia la habitación que tenía luz.
Me asomé con extremo cuidado, apenas permitiendo que un ojo viera más allá del borde de la ventana.
Era la habitación del terrateniente. Era tan opulenta como él: una cama enorme con sábanas costosas, alfombras gruesas que cubrían el suelo de madera, pinturas caras en las paredes, muebles tallados.
Mikami estaba de pie delante de un espejo de cuerpo entero, admirándose. Estaba medio desnudo, su torso pálido visible, cubierto solo con una bata de seda de color negro que colgaba abierta. Se miraba al espejo y se peinaba el cabello con parsimonia, con movimientos lentos y deliberados como si estuviera preparándose para algo importante. Como si estuviera ejecutando un ritual.
Mientras observaba, se anudó el cinturón de la bata, cubriendo su torso pero de una manera que de alguna forma conseguía ser más obscena que si hubiera permanecido abierta. Luego, se giró hacia la puerta de su habitación.
Mi corazón comenzó a golpear violentamente en mi pecho, cada latido tan fuerte que estaba segura de que podría escucharse sobre la tormenta. Sentía que ahora la verdadera tempestad estaba dentro de mi cabeza, un torbellino de horror anticipatorio y súplica silenciosa.
No. No. Por favor, no. Que vaya a cualquier otro lugar. Que baje por un vaso de agua. Que revise las cerraduras. Cualquier cosa menos lo que sé que va a hacer.
Mikami abrió la puerta de su habitación, alcanzó el interruptor de luz junto al marco, apagó la lámpara sumergiéndose en oscuridad, y salió al pasillo.
Me moví con el cuidado extremo de un depredador acechando, cambiando de ángulo en la balaustrada para seguir su progreso. Mis botas encontraban los puntos exactos donde el hielo era más delgado, donde la madera era más sólida. Cada movimiento era controlado, preciso, aunque cada segundo se sentía como una eternidad.
Y entonces la ventana de la habitación de Airi—la que había estado completamente oscura momentos antes—se iluminó con luz suave que se filtraba desde el pasillo cuando alguien abría la puerta.
Y luego desapareció tan pronto como había llegado cuando Oichi Mikami cerró las cortinas de la ventana desde dentro, buscando intimidad para su acto monstruoso. Bloqueando cualquier vista del exterior. Asegurándose de que nadie pudiera ver lo que estaba a punto de hacer a su propia hija.
No sé cuánto tiempo me quedé allí, aferrada a esa balaustrada helada con dedos que ya no podía sentir. Podrían haber sido segundos o minutos u horas. El tiempo se había convertido en algo sin significado, estirándose y contrayéndose como un acordeón roto.
Quería gritar hasta que mi garganta se desgarrara. Quería llorar hasta que no quedaran lágrimas. Quería romper esa maldita ventana con mis puños desnudos y arrastrarlo fuera de esa habitación y hacerle pagar por cada segundo de sufrimiento que había infligido a esas niñas. Quería matarlo con mis propias manos, lentamente, haciéndolo sentir una fracción del dolor que había causado.
Pero mi mente era un torbellino caótico donde pensamientos racionales luchaban contra impulsos emocionales y perdían consistentemente. No estaba pensando con la frialdad calculada de una Cazadora entrenada para evaluar situaciones objetivamente. Estaba pensando como hermana. Como hija. Como mujer que sabía exactamente qué tipo de horror estaba ocurriendo detrás de esas cortinas cerradas.
Una ráfaga de viento fortísima—más fuerte que cualquiera que hubiera sentido hasta ahora—me golpeó lateralmente. Me tambaleé, mi agarre resbalando en la balaustrada helada, mi equilibrio perdido por completo. Por un horrible segundo estuve cayendo, sabiendo que el impacto contra el suelo cubierto de nieve desde esta altura podría fracturarse alguna articulación.
Pero los reflejos que habían sido tallados en mi cuerpo por años de entrenamiento se activaron automáticamente. Mi mano libre se disparó hacia arriba, agarrando el borde del tejado con fuerza suficiente para detener mi caída. Usando el impulso, me impulsé hacia arriba, mis músculos gritando en protesta mientras me jalaba sobre el borde y caía sobre las tejas oscuras del tejado, cubiertas de una capa de hielo traicionera.
El viento implacable movía mi capa violentamente detrás de mí como alas rotas, azotaba mi cabello suelto en mi cara cegándome. Pero no lo sentía realmente. No sentía el frío o el viento o el hielo cortante. Solo sentía la rabia ardiente, la indignación moral, la necesidad visceral de hacer algo.
Llevé la mano al tsuka de mi katana, mis dedos cerrándose alrededor del mango. Con la otra mano agarré el borde del tejado firmemente, distribuyendo mi peso, preparándome para saltar hacia abajo y entrar de un solo movimiento a través de la ventana de Airi, rompiendo el cristal con mis botas, irrumpiendo en esa habitación y deteniendo esto de una vez por todas sin importar las consecuencias.
Pero entonces, justo cuando mis músculos se tensaban para el salto, una mano firme y fuerte me sujetó por la muñeca que aferraba la katana, clavándome en el sitio con fuerza inamovible.
El tirón fue seco, medido. No brusco, pero lo bastante contundente como para hacerme perder el equilibrio y girar hacia él. Alcé el rostro de golpe, el shock momentáneamente superando toda otra emoción.
Era Giyuu.
Estaba ahí en el tejado conmigo, materializándose de la tormenta como un fantasma. No había sorpresa en su rostro, ni siquiera enfado por mi ausencia o preocupación por mi seguridad. Solo firmeza fría y determinada, implacable como el hielo bajo nuestros pies.
No iba a dejarme intervenir. Lo supe en lo más profundo de mi ser con absoluta certeza. Sería capaz de luchar conmigo físicamente con tal de detenerme, de mantenerme aquí hasta que el daño ya estuviera hecho y la intervención fuera inútil.
Todo él estaba cubierto de nieve y escarcha, transformándolo en una figura casi sobrenatural. Cristales de hielo colgaban de su cabello y pestañas, su haori estaba rígido por la congelación, pero sus ojos—esos ojos azules que siempre parecían ver demasiado—no parpadearon mientras me miraba con intensidad imperturbable.
El contraste entre el frío del aire y el calor que emanaba de su piel me atravesó como una corriente.
—Suéltame —le espeté, la furia haciendo que mi voz saliera más áspera de lo que había pretendido, alzándola para hacerme oír por encima del rugido de la tormenta—. Suéltame ahora mismo, Tomioka.
Ni siquiera me importaba ya que Mikami pudiera escucharme. Que viniera. Que intentara detenerme. Al menos entonces tendría una excusa legítima para usar mi katana.
—No —respondió él con voz baja, grave, tan inalterable como las montañas que nos rodeaban.
Apreté los dientes hasta que dolieron, sintiendo cómo la frustración y la impotencia se mezclaban en una mezcla tóxica, y traté de zafarme de su agarre. Tiré con toda mi fuerza, tratando de retorcer mi muñeca e intentando explotar cualquier debilidad en su técnica.
Pero era completamente imposible. Ni siquiera conseguí moverlo un centímetro. Su agarre era como hierro, inquebrantable, y su posición era tan sólida que podría haber estado cementado al tejado.
—¿Cómo me has encontrado? —demandé, necesitando entender al menos eso si no podía tener nada más.
—No estabas —respondió simplemente, sin alterarse, como si no estuviéramos manteniendo esta conversación absurda encima de un tejado helado en mitad de una tormenta que podría matarnos—. Cuando desperté, habías desaparecido. Sabía exactamente dónde vendrías.
Mi garganta ardía con emociones no expresadas. Me sentía atrapada entre su agarre físico, el hielo del aire que nos rodeaba, y el fuego de la impotencia que quemaba mis entrañas.
—Tú... ¿Tú lo sabías? —susurré, forzando mi voz a salir a pesar del nudo en mi garganta, mirándole directamente a los ojos con desesperación cruda—. ¿Sabes lo que ese monstruo está haciendo ahí dentro? ¿A su propia hija? ¿Y aun así...?
No pude terminar la pregunta. Las palabras murieron en mi lengua porque la respuesta era obvia en su silencio, en su determinación de detenerme.
El rostro de Giyuu se endureció apenas, los músculos de su mandíbula tensándose visiblemente.
—No puedes entrar en la casa de un civil así como así. No tienes autoridad legal para hacerlo. No tienes jurisdicción sobre crímenes humanos.
Cada palabra era como un clavo siendo martillado en un ataúd.
Me mordí el labio con tanta fuerza que saboreé sangre mezclándose con nieve en mi boca. Quería golpearlo, quería gritar hasta que entendiera, quería hacer que sintiera aunque fuera una fracción de la impotencia desgarradora que me consumía.
Nuestros cuerpos estaban pegados—más cerca de lo que habíamos estado nunca, forzados a esta proximidad por las circunstancias y la necesidad de mantener el equilibrio en el tejado traicionero. Podía sentir su calor corporal incluso a través de todas las capas de ropa, podía ver cada detalle de su rostro iluminado intermitentemente por los reflejos de la nieve.
—¿No piensas hacer nada entonces? —mi voz se quebró vergonzosamente—. ¿Vas a quedarte ahí y dejar que esto continúe? ¿Noche tras noche?
Giyuu no contestó inmediatamente. Pero en sus ojos, iluminados por ese brillo extraño de la tormenta, vi algo que no era apatía ni la imperturbabilidad que usualmente proyectaba. Vi severidad que rayaba en violencia contenida. Vi furia tan fría y profunda que podría congelar océanos. Pero también vi resignación, fría y pura y terrible en su aceptación de realidades que no podía cambiar sin destruir todo lo que habíamos jurado proteger.
Giyuu debió notar algún cambio en mi propia mirada—tal vez vio cómo la lucha se drenaba de mi cuerpo cuando finalmente procesé la imposibilidad de mi situación—porque comenzó a aflojar su agarre en mi muñeca gradualmente. Pero lo hizo con cautela extrema, listo para volver a apretar en cualquier momento, como si pensara que podría ser una finta y que en el segundo que me liberara completamente me escabulliría para colarme en esa maldita mansión de horrores.
Pero no iba a hacerlo. No porque no quisiera con cada fibra de mi ser, sino porque sabía que tenía razón. Porque estaba derrotada por la realidad de nuestras limitaciones.
No podía intervenir. No sin destruir el Cuerpo de Cazadores en el proceso.
Lo que Mikami había dicho en la cabaña con esa sonrisa condescendiente era absolutamente cierto. El gobierno japonés sabía de la existencia del Cuerpo de Cazadores y lo apoyaba de manera extraoficial—proporcionaba fondos y permisos limitados, ignoraba nuestras actividades siempre que fuéramos discretos. Pero no era nada oficial. Oficialmente, los demonios eran solo parte de cuentos folklóricos y leyendas para asustar niños. Oficialmente, no existíamos.
Si yo atacaba a Mikami—un terrateniente influyente y respetado—lo haría sin autoridad legal ninguna. Sería un crimen. Asalto, invasión de propiedad, posiblemente intento de asesinato dependiendo de cuán lejos llegara. Y entonces las autoridades reales—la policía, la guardia nacional, todas las instituciones del gobierno que teníamos que evitar cuidadosamente—se echarían encima del Cuerpo. Investigarían. Harían preguntas que no podíamos responder sin exponer todo. Pondrían a Kagaya-sama en una posición imposible.
No podía hacer eso. No podía sacrificar la organización entera que salvaba cientos de vidas cada año por mi cruzada personal, por más justificada que fuera.
Aún mirando directamente a los ojos de Giyuu—sosteniendo esa mirada azul e implacable que veía demasiado, que entendía demasiado—exhalé por la boca lentamente, viendo mi aliento formar nubes que desaparecían inmediatamente en el viento. Traté de controlar el ataque de pánico que sentía construyéndose en mi pecho, la necesidad de gritar o llorar o romper algo con mis manos desnudas.
Giyuu no se movió ni un centímetro, permaneciendo exactamente donde estaba, observándome con atención absoluta. El calor de nuestros cuerpos prácticamente pegados era la última resistencia compartida contra la tormenta que trataba de matarnos.
Una vez que recuperé algo parecido a compostura—o al menos la ilusión de ella—Giyuu dio un paso atrás cuidadoso, liberando finalmente mi muñeca por completo. Me hizo un gesto breve con la cabeza hacia el borde del tejado, indicando que deberíamos irnos.
Bajamos por el otro lado de la mansión, el lado opuesto a la habitación de Airi, evitando deliberadamente pasar cerca de esa ventana con cortinas cerradas. Y con cada movimiento descendiente, con cada paso que me alejaba, sentía que algo dentro de mí moría. Una parte de mi alma que creía en la justicia, que creía que siempre había una manera de hacer lo correcto, se marchitaba y se volvía ceniza.
Durante el camino de vuelta a través de esa terrible tempestad de frío y nieve—tan intensa que cada paso era una batalla contra el viento que trataba de empujarnos hacia atrás—Giyuu caminó detrás de mí todo el tiempo. No a mi lado sino deliberadamente detrás, como vigilando cada uno de mis pasos, listo para agarrarme si en cualquier momento cambiaba de opinión y trataba de regresar corriendo.
Pero no lo hice. No cambié de opinión. Simplemente seguí poniendo un pie delante del otro mecánicamente, avanzando a través de la nieve que me llegaba a las rodillas, dejando que el viento me azotara sin resistencia.
Tuve que aguantarme las ganas de llorar todo el camino de vuelta. Apreté la mandíbula hasta que me dolió, clavé mis uñas en mis palmas a través de los guantes, mordí el interior de mis mejillas hasta saborear sangre. Cualquier cosa para mantener las lágrimas contenidas, para no desmoronarme completamente hasta que al menos estuviera de vuelta en la cabaña.
Cuando finalmente llegamos—después de lo que sintió como horas de caminar a través del infierno blanco—casi me derrumbé cruzando el umbral. El contraste de temperatura entre el exterior mortal y el interior relativamente cálido era tan dramático que me mareé momentáneamente.
Giyuu cerró la puerta detrás de nosotros, asegurándola contra la tormenta. Luego simplemente se quedó ahí parado, cubierto de nieve y hielo, observándome con esa mirada que no podía interpretar completamente.
Y fue solo entonces, en la seguridad relativa de nuestro refugio compartido, que finalmente permití que las lágrimas cayeran.
***
Sin importarme qué imagen daba o qué pudiera pensar de mí, lloré delante de Giyuu Tomioka. Completamente rota, impotente ante las realidades crueles del mundo, rabiosa por mi propia incapacidad de cambiarlas, helada hasta los huesos, empapada hasta el alma
Y él... él no hizo nada.
No se acercó para consolarme, no ofreció palabras vacías de consuelo, no intentó tocarme o calmarme con falsas promesas de que todo estaría bien. Solo me observó desde la puerta, su forma poderosa ocupándola completamente, bloqueándola como si cortara toda vía de escape posible. Un recordatorio silencioso pero inequívoco de que no iba a permitirme salir otra vez y hacer algo estúpido que destruyera nuestra misión.
Mis hombros se movían violentamente de arriba a abajo con cada sollozo que se escapaba de mi pecho. Mi respiración estaba acelerada, irregular, bordeando la hiperventilación. Cerré los ojos con fuerza, incapaz de soportar su mirada impasible más tiempo, y dejé que mi cabeza cayera hacia adelante mientras las lágrimas seguían cayendo al suelo de madera, formando pequeñas manchas oscuras que se expandían lentamente.
Cuando finalmente se me acabaron las lágrimas—cuando mi cuerpo simplemente no pudo producir más, cuando había llorado hasta quedar completamente seca por dentro—seguimos en esa posición durante varios minutos más que se sintieron como horas. Yo hecha un desastre patético de ropa mojada, cabello empapado, y emociones crudas completamente expuestas. Giyuu a unos pasos frente a mí, inmóvil como una estatua tallada en hielo.
Luego, finalmente, se apartó lentamente de la puerta con movimientos deliberados y caminó hacia el hogar. Se arrodilló frente al fuego que se había reducido a brasas mortecinas durante nuestra ausencia y comenzó a avivarlo metódicamente, añadiendo leña seca pieza por pieza, soplando suavemente en los puntos correctos hasta que las llamas cobraron vida otra vez.
Yo no me moví. No podía. Sentía como si mis piernas hubieran echado raíces en el suelo, como si moverme requiriera más energía de la que me quedaba en todo mi cuerpo.
Vi que me miraba por el rabillo del ojo, evaluándome con esa atención clínica que aplicaba a todo.
—Deberías cambiarte —dijo con voz neutral, práctica—. Estás completamente empapada. Enfermarás si te quedas así.
Tenía razón. Como con todo lo demás que había dicho esta noche. Y eso... eso solo sirvió para avivar mi rabia, igual que él avivaba el fuego con sus manos competentes. La rabia era más fácil de manejar que el dolor, más fácil de procesar que la impotencia desgarradora.
—¿Es que te da igual? —solté, sabiendo incluso mientras las palabras salían de mi boca que estaba siendo injusta, que estaba proyectando mi frustración sobre él porque era el único objetivo disponible—. ¿Cómo puedes estar tan tranquilo? ¿Cómo puedes actuar como si nada hubiera pasado?
Giyuu no respondió. Simplemente tomó el atizador de hierro y comenzó a reacomodar los troncos ardiendo, ajustándolos para una combustión más eficiente.
—Lo sabes —continué, mi voz elevándose peligrosamente—. Lo viste con tus propios ojos. Sabes exactamente lo que está pasando en esa casa. Y aun así...
—No es nuestra misión —me cortó con voz firme pero sin rastro de emoción aparente—. No tenemos competencia legal en asuntos entre humanos. Nuestro deber es protegerlos de los demonios, no de sí mismos.
Apreté los puños con tanta fuerza que mis uñas se clavaron en mis palmas incluso a través de los guantes mojados. Temblaba violentamente ahora, y no sabía si era por el frío que penetraba hasta mis huesos o por la rabia que hervía en mis venas o por alguna combinación inseparable de ambos.
—¿Y qué pasa cuando los humanos son iguales o peores que los demonios? —demandé, mi voz quebrándose en los bordes—. ¿Cuándo hacen cosas que cruzan hasta los límites de la maldad?
Giyuu dejó el atizador a un lado cuidadosamente y se giró hacia mí. Sus ojos—esos ojos azules imposibles que siempre veían demasiado—se clavaron en los míos con esa calma absoluta que en ese momento me enervaba más de lo que podía expresar con palabras.
—No es tan simple —dijo con esa economía de palabras frustrante que empleaba para todo.
—Claro que lo es —repliqué, sintiendo cómo algo se rompía en mi voz—. Ese hombre... ese monstruo con rostro humano...
Me atore con las palabras, incapaz de terminar la frase porque nombrar específicamente lo que sabíamos que estaba haciendo lo haría demasiado real, demasiado horrible para soportarlo.
Pero tenía que hacer. No podía ocultar la verdad bajo la alfombra.
—Abusa sexualmente de sus propias hijas —forcé las palabras a salir finalmente—. ¿Y tú vas a mirar hacia otro lado solo porque no tiene colmillos ni se transforma por las noches? ¿Porque su monstruosidad no es la que estamos autorizados a detener?
La línea de su mandíbula se tensó. No dijo nada.
Se quitó su haori con movimientos precisos y lo colgó cerca del fuego para que se secara.
Su uniforme oscuro, empapado, se pegaba a su cuerpo—cada músculo marcado por años de entrenamiento. Su rostro volvió a la impasible neutralidad que lo definía, pero sabía que bajo esa calma había algo contenido. Algo que no dejaba salir porque liberarlo significaría perder el control que había construido tan cuidadosamente.
Y yo ya estaba harta de ser la única que dejara salir las emociones abiertamente. Necesitaba alguna reacción de él. La que fuera. Necesitaba saber que no era solo yo la que sentía que el mundo era fundamentalmente injusto e imposible de arreglar.
—No me creo que seas así —mi voz se quebró del todo, las palabras saliendo entrecortadas—. ¿Tan insensible eres? ¿Tan apagado estás por dentro que ya nada te conmueve?
Giyuu se quedó completamente inmóvil, dándome la espalda. Por un momento pensé que me ignoraría completamente, que simplemente continuaría con sus tareas prácticas como si yo no hubiera dicho nada.
Pero luego giró la cabeza apenas lo suficiente para mirarme por encima del hombro. Y cuando habló, su voz era diferente. Más baja. Más áspera. Cargada con algo que no podía identificar completamente pero que hizo que cada pelo en mi cuerpo se erizara.
—No me pidas que salve a alguien a quien no puedo proteger.
El aire se me escapó del pecho como si me hubieran golpeado físicamente. Las palabras se asentaron sobre mí con el peso de continentes, cargadas con significados en capas que apenas podía comenzar a desentrañar.
Tardé varios segundos en comprender lo que acababa de decir, las implicaciones que yacían debajo de esas palabras cuidadosamente elegidas. Que realmente... realmente no íbamos a hacer nada. No porque no quisiera, sino porque genuinamente creía que no podíamos. Que intentarlo solo resultaría en problemas.
Antes de que pudiera gritarle algo de lo que inevitablemente me arrepentiría más tarde, algo cruel diseñado para herirlo como yo estaba herida, tomé el control tambaleante de mis emociones desbordadas. Con la cara todavía llena de lágrimas, la ropa empapada pegándose incómodamente a mi piel, me erguí en toda mi estatura—que no era mucha comparada con la suya, pero era el principio lo que importaba. Respiré hondo, forzando aire a mis pulmones en un patrón controlado.
Y cuando hablé otra vez, mi voz era suave pero firme, cada palabra pronunciada con intención deliberada.
—Pero ya lo hiciste una vez. Salvaste a alguien que se suponía que no podías proteger.
Vi cómo sus hombros se tensaban infinitesimalmente.
—A Nezuko Kamado —continué implacablemente—. Rompiste el Código del Cuerpo por ella. Te enfrentaste a la organización completa. A los otros Hashira que querían matarla inmediatamente.
Noté cómo los músculos de su espalda se tensaban visiblemente bajo la tela mojada de su uniforme. Di un paso hacia él, reduciendo la distancia entre nosotros.
—Lo hiciste porque sabías que era lo correcto. Que lo que iba a ocurrir si no intervenías era profundamente injusto. Porque a pesar de toda tu fachada de indiferencia y neutralidad... no soportas las injusticias. Aunque lo disimules extraordinariamente bien.
Me acerqué más, hasta quedar tan cerca que si estiraba el brazo podría tocar su espalda, sentir el calor que emanaba de su cuerpo a pesar de la ropa mojada.
—Ayúdame con esto —mi voz se suavizó aún más, transformándose de acusación a súplica—. Por favor. Giyuu.
Era la primera vez que pronunciaba su nombre de pila. Antes siempre había sido Tomioka-san, manteniendo esa distancia profesional apropiada entre colegas. Pero ahora, en este momento de vulnerabilidad cruda y desesperación honesta... necesitaba llegar al hombre detrás del título. No al Hashira entrenado para priorizar el deber sobre todo lo demás, sino al ser humano que había tomado una decisión moral imposible una vez antes y podría hacerlo otra vez.
Algo ocurrió en él cuando escuchó su nombre saliendo de mis labios. Fue como si una descarga lo hubiera atravesado. Se giró del todo hacia mí con un movimiento fluido, enfrentándome completamente, y me miró con esos ojos que eran pozos insondables de profundidad desconocida. Había alguna emoción allí que yo no podía discernir completamente, no en ese momento con mi mente todavía nublada por el trauma y la adrenalina. Pero era algo fuerte, algo real.
Nos quedamos mirándonos durante largo rato. Las llamas de la chimenea ardiendo detrás de él le conferían un aspecto más intimidante, su figura recortada contra la luz parpadeante proyectando sombras dramáticas. Pero yo no sentía miedo alguno. Nunca había sentido miedo de él, ni siquiera cuando me había detenido en el tejado.
Y finalmente, después de un silencio que se estiró hasta casi romperse, habló.
—Dame tiempo.
Su voz salió más ronca de lo normal, áspera en los bordes como si le costara forzar las palabras a través de su garganta.
No hubo promesas elaboradas. No dijo que se encargaría de todo, que salvaría a las niñas personalmente, que haría que Mikami pagara por sus crímenes. No podía hacer esas promesas sin mentir, y Giyuu no mentía. Pero en esas dos palabras simples—dame tiempo—había algo más. Una implicación más profunda. Era un dame tiempo y haré lo que esté en mi mano. Dame tiempo para encontrar una manera que no destruya todo en el proceso.
Exhalé suavemente, sintiendo cómo algo en mi pecho que había estado apretado hasta el punto de asfixia finalmente se aflojaba ligeramente. Aliviada no porque el problema estuviera resuelto—no lo estaba—sino porque ya no estaba completamente sola en llevarlo.
En esas dos palabras cuidadosamente elegidas, vi al verdadero Giyuu Tomioka. No el que los otros Hashira veían—el hombre silencioso y aparentemente indiferente y apático que mantenía a todos a distancia. Sino el Hashira del Agua que me había sorprendido en la reunión de los Hashira meses atrás, aquel que había arriesgado literalmente todo—su posición, su reputación, potencialmente su vida—por dos hermanos que ni siquiera conocía personalmente.
No era el hombre inexpresivo y distante que todos parecían ver. Era el hombre que cargaba con cosas invisibles, pesadas. Empático hasta el punto de dolor pero demasiado cargado por cicatrices pasadas para mostrarlo abiertamente. Que se protegía del mundo con su silencio no porque no sintiera, sino porque probablemente sentía tanto o más que los demás, y había aprendido que enfriar las emociones era más sencillo. Que usaba la frialdad no como desprecio hacia otros sino como escudo contra el mundo.
Asentí lentamente, aceptando lo que podía ofrecer porque era más de lo que había tenido momentos antes.
Entonces me alejé de él y me dirigí hacia mi lado de la cabaña, detrás de la manta divisoria que proporcionaba la ilusión de privacidad. Comencé a quitarme la ropa empapada con dedos torpes por el frío, pelándola de mi piel como una segunda piel húmeda y helada.
Con esta tormenta rugiendo afuera como una bestia hambrienta, no había manera de que él pudiera esperar fuera mientras me cambiaba como usualmente hacía. Pero no me importaba que estuviera ahí, en el mismo espacio. Sabía con certeza absoluta que él nunca cruzaría esa línea, nunca violaría mi privacidad de esa manera. Giyuu Tomioka no era esa clase de hombre.
De hecho, vi por el rabillo del ojo—a través de uno de los muchos agujeros en nuestra manta divisoria—cómo deliberadamente me daba la espalda incluso a pesar de la cortina que ya nos separaba. Se posicionó frente al fuego y se quedó ahí, completamente inmóvil, observando las llamas danzantes como si fueran lo más fascinante que había visto en su vida.
Me puse ropa seca—gruesa, cálida, reconfortante contra mi piel helada—y luego me metí en mi futón, envolviéndome en todas las mantas que tenía. Cerré los ojos con fuerza, y mi cerebro, completamente agotado por las emociones extremas y el esfuerzo físico, se apagó inmediatamente.
Caí rendida, el tipo de inconsciencia que viene después de que tu cuerpo simplemente no puede funcionar ni un segundo más.
Y si en algún momento durante la noche sentí el peso adicional de otra manta siendo colocada cuidadosamente sobre mí, o escuché el sonido suave de alguien alimentando el fuego para mantenerlo vivo toda la noche para que no muriera congelada...
Bueno. Eso podría haber sido solo un sueño también.
Chapter 19: El invierno y la estrella - Parte 4
Chapter Text
La luz gris anaranjada del amanecer apenas se filtraba entre las rendijas de la cabaña cuando abrí los ojos. Era esa hora extraña entre la noche y el día donde el mundo parece suspendido en un limbo de incertidumbre, donde todo está quieto excepto por el latido lento de tu propio corazón.
Sentía el cuerpo entumecido, como si hubiera pasado la noche en una posición antinatural y cada músculo protestara por ello. Los párpados me pesaban tanto que mantenerlos abiertos requería esfuerzo consciente, y mi mente estaba envuelta en una niebla espesa que no tenía nada que ver con el sueño y todo que ver con el agotamiento emocional.
Había dormido mal. Profundamente por puro cansancio, sí, pero mal. No recordaba mis sueños con claridad, solo fragmentos borrosos de oscuridad y sensaciones de estar atrapada. Pero era mejor así. Porque si hubiera recordado, no serían sueños sino pesadillas. Pesadillas de ventanas iluminadas y cortinas cerrándose y mi propia impotencia cristalizada en hielo.
Mi corazón se sentía pesado en mi pecho, como si hubiera absorbido agua durante la noche y ahora arrastrara todo ese peso líquido con cada latido.
Me imaginé a Airi despertando en esa mansión en este mismo momento. ¿Podría dormir por las noches después de lo que tenía que soportar? ¿Cómo podía seguir con sus quehaceres diarios—desayunar, sonreír educadamente, hacer las tareas que se esperaban de una hija del terrateniente—tras esas noches de horror?
Airi era solo unos años más joven que yo. Tendría quince o dieciséis años, todavía técnicamente una niña apunto de convertirse en mujer, pero siendo forzada a experimentar cosas que romperían a muchos adultos. Y ya tenía la vida rota, fragmentada en pedazos que nunca podrían ser completamente reparados.
De alguna manera, me sentía profundamente conectada con ella. Lo que me había pasado a mí no tenía nada que ver con el horror específico de que tu propio padre—la persona que se suponía debía protegerte sobre todo lo demás—abusara de ti de esa manera. Pero de alguna forma sentía que ambas éramos víctimas del mismo tipo de monstruosidad: alguien más grande, más fuerte, más poderoso, aprovechándose de nuestra vulnerabilidad e inocencia para satisfacer sus propios deseos retorcidos.
Y Noa... Dioses, ni siquiera quería pensar en la posibilidad de que esa pequeña de diez años con su sonrisa tímida y su curiosidad infantil sufriera lo mismo que su hermana. La idea me revolvía el estómago hasta el punto de náusea física. Me entraban ganas de vomitar solo de considerarlo.
Ahora todo cobraba un sentido horrible y perfecto. Ahora sabía exactamente por qué Noa quería desaparecer como su amiga Kinoko. ¿Quién no querría hacerlo en su situación? Morir a manos de un demonio—rápido, relativamente limpio—parecía casi liberador comparado con enfrentarse a ese horror noche tras noche por el resto de tu vida. Al menos con un demonio, habría un final. Con Oichi Mikami, solo había sufrimiento interminable.
Me incorporé con lentitud, sintiendo cómo cada articulación protestaba. Al otro lado de la manta divisoria, el futón de Giyuu estaba vacío, las mantas dobladas con esa precisión meticulosa que aplicaba a todo. Tampoco estaba en la cocinilla preparando té como a veces hacía en las mañanas cuando se despertaba antes que yo.
Pero vi que me había dejado un poco de té en uno de los vasitos de cerámica, ya preparado aunque frío ahora, y también un onigiri simple sobre un pequeño plato.
Estaba sola en la cabaña.
Aproveché su ausencia para calentar agua en el fuego que todavía ardía suavemente. Me lavé con el agua tibia cuando estuvo lista, frotándome la cara con más fuerza de la necesaria, luego el cuello, las manos, los brazos. Como si pudiera arrancarme de encima la impotencia y angustia que sentía como una segunda piel. Como si estar físicamente aseada pudiera devolverme alguna ilusión de control sobre mi vida.
Luego me desenredé el cabello con dedos pacientes, trabajando cada nudo hasta que pude peinarlo sin resistencia, y lo trencé en una sola trenza práctica que cayó por mi espalda. Me cambié de ropa con movimientos mecánicos, automáticos, poniéndome mi haori estrellado—ese con el patrón de constelaciones que había sido un regalo de Kagaya-sama.
Con un movimiento, noté cómo el frío del metal de mi collar en forma de estrella rozaba la piel sensible de mi cuello. Era una sensación familiar que usualmente me reconfortaba, un recordatorio de quién era y de dónde venía.
Pero en ese momento no pude evitar preguntarme qué habría hecho Kenji en mi lugar. Mi hermano mayor, tan recto en su moral, tan firme en sus convicciones. ¿Habría tratado de hacer algo para ayudar a esas niñas a pesar de las reglas? ¿O habría seguido el código inquebrantable de los Cazadores, priorizando el deber sobre la compasión individual?
No sabía la respuesta. Y tal vez era mejor así.
Suspirando profundamente, recogí mi katana y mi arco de donde los había dejado apoyados contra la pared. El peso familiar de las armas en mis manos era reconfortante de maneras que no podía articular completamente—recordatorios tangibles de que tenía poder, de que podía hacer algo, aunque fuera contra las amenazas que estaba autorizada a enfrentar.
Observé el té y el onigiri que Giyuu me había dejado. No tenía absolutamente nada de hambre—de hecho, tenía el estómago cerrado por la ansiedad, cada pensamiento sobre comida provocando una leve oleada de náusea. Pero me pareció un gesto considerado de su parte, y lo más inteligente era comer algo y ganar fuerzas para el día que venía.
Así que me bebí el té frío de un solo trago largo sin molestarme en calentarlo siquiera, el líquido bajando por mi garganta y asentándose incómodamente en mi estómago vacío. También mastiqué el onigiri en dos bocados grandes, forzándome a tragar a pesar de que sabía a cenizas en mi boca.
Miré hacia la ventana. Fuera, la tormenta de anoche seguía pero considerablemente más calmada. Ya no era esa bestia rugiente que amenazaba con arrancar la cabaña de sus cimientos. Ahora solo nevaba con intensidad constante, copos gruesos cayendo en cortinas densas pero sin el viento violento que los había azotado durante la noche.
Aun así, iba a salir. Iba a buscar rastros del demonio, a hacer mi trabajo, a cumplir con la misión por la que realmente estábamos aquí.
No podía quedarme quieta en esta cabaña con solo mis pensamientos como compañía. No podía permitir que lo que había visto anoche me paralizara, me convirtiera en algo inútil e impotente. Tenía que actuar, tenía que hacer algo, aunque ese algo fuera solo caminar por el bosque buscando señales que probablemente no encontraría.
Cuando abrí la puerta, el aire cortante de la mañana me golpeó en la cara como una bofetada, robándome el aliento por un momento. La tormenta había dejado atrás un manto de nieve que en algunas zonas alcanzaba varios metros de profundidad, transformando el paisaje en algo casi irreconocible.
Pero me di cuenta inmediatamente de que alguien había limpiado la entrada a la cabaña. Había sido despejada de nieve meticulosamente, creando un camino transitable desde la puerta hasta el borde del claro.
Giyuu.
Tal vez él no había podido dormir en toda la noche—manteniéndose despierto para alimentar el fuego, para procesar lo que habíamos presenciado a su manera silenciosa—y había necesitado algo físico que hacer con su inquietud.
Algunos árboles alrededor del claro se habían partido por la fuerza brutal del viento, sus troncos quebrados colgando en ángulos antinatural, ramas arrancadas esparcidas por el suelo nevado como huesos rotos.
Di un paso cuidadoso y salí al pequeño porche de madera. El frío penetraba incluso a través de todas mis capas de ropa, recordándome que esta región no perdonaba debilidad.
Entonces vi movimiento por el rabillo del ojo. Una figura oscura contra la blancura abrumadora.
Giyuu estaba en el borde del claro, de espaldas a la cabaña, justo donde los árboles eran más espesos y formaban una pared natural de sombras. Su silueta—alta, inmóvil, perfectamente erecta—contrastaba dramáticamente con la blancura del paisaje nevado, como una pincelada de tinta negra en un lienzo blanco.
No parecía haberse percatado de mi presencia, o si lo había hecho, no mostró señal alguna de reconocimiento.
Por algún motivo que no podía explicar completamente, no dije nada. No anuncié mi presencia ni lo llamé. Simplemente me quedé ahí en el porche, observándolo con una curiosidad que no sabía que tenía.
Había un cuervo kasugai posado en una rama baja frente a él. Su cuervo, Kanzaburo, recordé vagamente de conversaciones pasadas entre otros Hashira. Era viejo, ese cuervo, y se movía con la lentitud deliberada de la edad avanzada.
Giyuu alzó un brazo con movimiento fluido. Tenía algo en la mano—parecía un trozo de papel enrollado y atado con cordel, el tipo de mensaje que los cuervos kasugai llevaban entre cazadores o de vuelta al cuartel general.
Kanzaburo lo tomó con su pico cuidadosamente, ajustando su agarre hasta que estuvo seguro de que no lo perdería durante el vuelo. Después emitió un graznido suave, casi afectuoso, completamente diferente de los gritos estridentes que los cuervos usualmente empleaban para anuncios oficiales.
Giyuu le dijo algo en voz tan baja que no alcancé a oír ni una sola palabra, inclinándose ligeramente hacia el cuervo como si compartiera un secreto que solo ellos dos necesitaban conocer.
Entonces Kanzaburo soltó otro graznido y echó a volar. Sus alas batieron pesadamente contra el aire frío mientras se elevaba por encima de los árboles, ganando altura gradualmente hasta que se convirtió en apenas un punto oscuro contra el cielo gris antes de perderse completamente entre la nevada y la distancia.
Giyuu alzó la vista hacia el cielo durante un instante largo, siguiendo el movimiento de su cuervo hasta que desapareció de la vista. Había algo en su postura—la forma en que sostenía sus hombros, la inclinación de su cabeza—que sugería peso, como si ese mensaje que acababa de enviar cargara un significado considerable.
Luego, sin volverse hacia la cabaña o dar señal alguna de que sabía que yo estaba observando, desapareció entre los árboles con esos pasos silenciosos que tenía. La nieve y las sombras del bosque lo tragaron completamente, como si nunca hubiera estado ahí.
Yo me quedé quieta durante varios segundos más, sin saber muy bien por qué, mirando fijamente el espacio vacío donde había estado parado. Había algo en esa escena—en su soledad deliberada, en el secreto del mensaje enviado, en la forma en que había desaparecido tan completamente—que resonaba con algo en mi interior.
Dame tiempo, había dicho anoche. Y ahora estaba enviando mensajes a través de su cuervo, actuando en formas que yo no podía ver completamente pero que de alguna manera sabía que estaban relacionadas con su promesa.
Inspiré hondo, dejando que el aire helado llenara mis pulmones hasta que dolieron con la quemadura del frío extremo. El dolor era casi bienvenido—una sensación física clara que podía entender, tan diferente de la confusión emocional que había dominado las últimas veinticuatro horas.
Salí del refugio relativo del porche y mis pies se hundieron inmediatamente en la nieve profunda. Cada paso requería esfuerzo, levantando mis piernas alto para evitar quedar atrapada. Tomé la dirección contraria a la que Giyuu había ido, adentrándome en mi propia sección del bosque.
El demonio seguía allí fuera en algún lugar. Nuestra misión real, oficial. El único motivo por el que estábamos en esta región maldita para empezar. El mal al que sí tenía permitido detener, al que podía enfrentar con mi katana sin preocuparme por jurisdicciones legales o consecuencias políticas.
Y no podía, no permitiría, que se llevara a otra Kinoko. A otra niña desesperada que veía la muerte como escape.
Pero internamente, mientras peinaba el bosque con ojos entrenados buscando señales que habían eludido nuestros esfuerzos durante semanas, seguía pensando lo mismo una y otra vez como un mantra involuntario:
En esta región fría y desolada, donde el invierno eterno parecía haber congelado no solo la tierra sino también la moral humana, un simple humano con cara respetable y trajes caros era un monstruo mucho peor que cualquier cosa con garras y colmillos.
Al menos los demonios eran honestos en su monstruosidad.
Ocurrió una semana más tarde.
El mercado estaba lleno a pesar del frío que se pegaba a la piel como una segunda capa. La tormenta finalmente había pasado y los aldeanos hacían acopio de víveres antes de la siguiente nevada. Aun acostumbrados al invierno de la región, todos llevaban abrigos recios y las mejillas coloradas por el aire cortante.
Yo caminaba entre los puestos con la cesta medio llena y los pensamientos aún más cargados. No dormía bien esos días—me despertaba siempre cansada, con esa fatiga que se asienta en los huesos y no se va con el descanso—y las noches que conseguía dormir del tirón tenía sueños oscuros que no podía recordar completamente al despertar, solo la sensación de peso que dejaban atrás.
Además, el demonio seguía siendo un misterio. Nos esquivaba como si jugara con nosotros, dejando apenas rastros que se desvanecían en la nieve. Pero al menos nadie más había desaparecido por la zona. Nos llegó un rumor de que dos hermanos de cinco y siete años habían desaparecido, y el pánico se había extendido rápidamente por las aldeas cercanas hasta que, gracias a los dioses, aparecieron horas más tarde. Solo hambrientos y desorientados—se habían perdido en el bosque debido al mal tiempo.
Mientras seleccionaba las mejores raíces de daikon—tarea difícil cuando todas parecían igualmente nudosas y feas—la voz de dos mujeres en un puesto cercano me sacó de mi ensimismamiento.
—Dicen que la hija menor de Mikami-sama se va a marchar a estudiar lejos. ¿Lo has oído?
Mi mano se detuvo sobre el daikon que había elegido.
—¿De veras? ¿Noa-chan? Pues sí que es raro que Mikami-sama la envíe lejos. Si parece su ojito derecho, siempre la lleva a todas partes.
—Eso es lo que he oído. Dicen que ha recibido una admisión en un prestigioso colegio de señoritas en Sendai. ¿Sabes lo difícil que es entrar ahí, aun teniendo dinero? Al parecer la oferta era para las dos hermanas, pero el señor Mikami rechazó la de Airi-chan porque la pobre cría no está muy bien de salud o algo así. Una lástima, ¿verdad? Tan jovencita y ya tan delicada.
El daikon que tenía en la mano se me escurrió entre los dedos y cayó de vuelta al cesto con un golpe sordo.
La señora del puesto de verduras me estaba hablando, preguntándome algo sobre cuántas piezas quería, pero yo no escuchaba nada. Su voz llegaba amortiguada, como si estuviera bajo el agua.
Lo entendí en ese instante, con la misma certeza con la que se siente el escozor antes de que brote la sangre.
Había sido él.
Volví a ver la imagen de aquella mañana en la nieve: su forma oscura recortada contra los árboles nevados, la inclinación de su cabeza mientras susurraba algo a Kanzaburo, el pequeño rollo de papel atado con cordel. No sabía exactamente a quién iba dirigida la carta ni qué explicaba o pedía en ella, pero claramente alguien había movido hilos por petición de Giyuu para ayudar a esas niñas.
Y aunque Oichi Mikami había cerrado su zarpa alrededor de Airi—manteniéndola cerca, controlada, atrapada—al menos Noa estaría a salvo. Lejos. Fuera de su alcance. Tal vez aún no era demasiado tarde para ella. Tal vez solo su hermana mayor había sufrido el verdadero horror.
Y Giyuu... no me había dicho ni una palabra sobre nada. Ni siquiera habíamos vuelto a sacar el tema desde aquella noche. Habíamos seguido con nuestra rutina de patrullas, comidas silenciosas y noches donde cada uno se retiraba a su lado de la manta divisoria sin más intercambio que un "buenas noches" murmurado.
Pero lo había hecho.
Dame tiempo, había dicho. Y en menos de una semana, una pequeña de diez años con sonrisa tímida y ojos curiosos estaría fuera del alcance de su terrible progenitor.
Pagué las verduras con manos que temblaban ligeramente—no por el frío—y me marché del mercado antes de lo planeado.
***
Al regresar a la cabaña, llevaba la cesta colgando de mi brazo pero no sentía su peso. Todo parecía estar cubierto por una capa extraña de irrealidad, como si caminara a través de un sueño donde las sensaciones físicas llegaban amortiguadas.
Era mediodía. Un humillo oscuro salía de la chimenea, elevándose en espiral contra el cielo gris. Me pregunté si Giyuu habría regresado ya de su expedición matutina. No solía llegar hasta más tarde, prefiriendo peinar el bosque durante las horas de luz completa.
Abrí la puerta con cuidado, sacudiéndome la nieve de las botas en el umbral.
No esperaba encontrarlo tan cerca.
Casi choqué contra él.
Giyuu parecía estar a punto de salir. Llevaba algo en la mano—no su katana, sino el hacha que usábamos para la leña—y se había detenido justo en el marco de la puerta al verme aparecer. Su expresión era tan vacía y serena como siempre, ese rostro que no dejaba filtrar absolutamente nada de lo que pudiera estar pensando o sintiendo.
Nuestros ojos se encontraron.
Y por un segundo se me olvidó cómo respirar.
Giyuu me miraba desde arriba—me sacaba una cabeza completa—con esos ojos azules profundos que no revelaban nada y al mismo tiempo parecían verlo todo. La luz invernal que entraba por la ventana se reflejaba en ellos y los hacía ver más claros de lo que realmente eran, irreales, como hielo sobre agua.
Había algo en la forma en que me sostenía la mirada. Algo que no podía nombrar pero que sentía en el pecho como una presión cálida.
—Hola —dije finalmente, y mi voz sonó ligeramente ronca. Carraspé—. Hola.
—Hola —respondió él, y su voz tenía esa cualidad baja y suave que siempre tenía, como si cada palabra requiriera la mínima cantidad de aire necesaria para existir.
Un silencio. No incómodo, pero cargado de algo.
—¿Vas a... cortar leña? —pregunté, y mentalmente me maldije por lo estúpido de la pregunta.
¿Qué más iba a hacer con un hacha? ¿Ponerse a luchar contra un oso?
Pero Giyuu asintió sin el menor rastro de burla o diversión ante lo obvio de mi pregunta. Su expresión no cambió en absoluto. Tomó eso como una pregunta perfectamente legítima y la respondió con la misma seriedad con la que respondería cualquier otra cosa.
Me hice a un lado para dejarlo pasar.
El espacio de la entrada era pequeño—demasiado pequeño para dos personas realmente—y Giyuu tuvo que pasar muy cerca de mí. Tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo. Se las arregló para no rozarme, moviéndose con esa gracia eficaz que aplicaba a todo, pero su olor me golpeó agradablemente en la nariz de todas formas.
Olía a algo fresco y limpio. A madera de pino y menta, con un toque de hierro y ozono que venía del entrenamiento tempranero. Era un olor reconfortante de maneras que no quería analizar demasiado.
Lo observé encaminarse hacia el lateral de la cabaña donde guardábamos los troncos sin cortar. Llevaba el hacha colgando relajadamente en una mano, sus músculos moviéndose bajo la tela oscura del uniforme con cada paso. No llevaba haori a pesar del frío. Era más seguro cortar leña sin él—menos posibilidades de que la tela se enganchara en algo.
Me quedé ahí de pie, con la cesta aún en mi brazo, observándolo mientras se alejaba.
Me encontré sonriendo levemente.
Dame tiempo.
Lo había hecho. Por mí. Porque yo lo había llamado por su nombre aquella noche, rogándole con la mirada que hiciera algo, cualquier cosa. Y él me había escuchado a pesar de todo. Me había ayudado de la única forma en que podía sin romper directamente las reglas que nos ataban como Cazadores.
Lo había conseguido. En parte, al menos.
Pero sabía—con esa certeza instintiva que no necesitaba confirmación—que Giyuu seguiría intentándolo. Que seguiría enviando cartas a ese destinatario misterioso (¿Kagaya-sama, tal vez? ¿O alguien más con poder e influencia suficiente para mover este tipo de piezas?) hasta conseguir también sacar a Airi de esa casa.
Porque esa era simplemente la clase de persona que Giyuu Tomioka era, me di cuenta. Alguien que actuaba en silencio, sin esperar reconocimiento ni gratitud. Alguien que protegía como el agua: sin estruendo, pero con una fuerza que nada podía detener.
Lo hacía despacio, casi con timidez, filtrándose por los huecos que dejaban las reglas sin quebrarlas del todo, hasta envolverlo todo con su presencia tranquila y persistente.
Entré en la cabaña y cerré la puerta suavemente tras de mí.
***
Esa noche preparé la cena con más cuidado del habitual.
No fue una decisión consciente al principio. Simplemente me descubrí cortando el daikon y el pepino en rodajas perfectamente uniformes, lavando el arroz con más vueltas de las estrictamente necesarias hasta que el agua salió completamente clara, cociendo el pollo a fuego lento con jengibre fresco rallado y un poco de miso disuelto en el caldo.
Saqué un pequeño frasco de sake que aún conservábamos—como si tontamente lo reservara para ocasiones especiales que nunca llegarían—y lo coloqué entre los cuencos. Incluso preparé la mesa con esmero usando lo poco que teníamos: un mantel limpio que había lavado esa mañana, los cuencos menos desportillados, los palillos que no estaban torcidos.
Busqué en los armarios hasta encontrar un jarroncito pequeño de cerámica—no muy bonito, algo tosco realmente, pero serviría—y lo coloqué en el centro de la mesa. Estaba vacío, claro. No había flores alrededor de la casa y menos con la gran nevada que lo cubría todo. Pero la intención era lo que contaba, ¿no?
Cuando Giyuu regresó, el cielo ya estaba oscureciéndose hacia ese púrpura profundo que precedía a la noche completa.
Entró con las mejillas enrojecidas por el frío, el uniforme cubierto de escarcha que brillaba bajo la luz del fuego. Llevaba el hacha en una mano y varios troncos recién cortados apilados bajo el otro brazo con un equilibrio que parecía imposible pero que mantenía sin esfuerzo aparente.
Se detuvo un momento después de cerrar la puerta tras de sí.
Vi cómo aspiraba el olor de la comida—esa mezcla de jengibre, miso y pollo guisado que llenaba la cabaña con calidez—y cómo sus ojos azules se detenían en la mesa. Recorrió cada detalle lentamente: el mantel limpio, los cuencos bien dispuestos, el sake entre ellos, el jarroncito vacío en el centro que de alguna forma no se veía ridículo sino casi... tierno.
No sé qué se le pasó por la cabeza al ver todo eso. Su expresión no cambió—nunca cambiaba realmente—pero me pareció que algo se suavizaba en sus ojos. Un mínimo descongelamiento en ese hielo perpetuo.
Dejó el hacha y la leña junto al fuego con cuidado de no hacer ruido innecesario, avivando las brasas un poco con el atizador hasta que las llamas crecieron más cálidas y brillantes. Luego se metió detrás de la cortina divisoria para cambiarse de ropa, quitándose el uniforme húmedo por algo seco.
Yo le di la espalda mientras finalizaba los últimos toques de la cena, sirviéndo el arroz en los cuencos y el guiso humeante sobre él. Mis manos se movían con una calma que no sentía completamente—había algo nervioso revoloteando en mi estómago, como mariposas torpes chocando contra las paredes.
Era ridículo. Solo era una cena. Cenábamos juntos todas las noches.
Pero esto se sentía diferente.
Un poco después nos sentamos a la mesa, uno frente al otro, con el guiso de pollo y el sake y el jarrón vacío entre nosotros.
No mencioné nada sobre Noa. Sobre lo que había oído en el mercado, sobre la carta que vi que envió, sobre lo que sabía que había hecho. Las palabras existían en mi garganta pero no las dejé salir. No eran necesarias.
Creo que él sabía que yo lo sabía. Y creo que yo sabía que él sabía que yo lo sabía. Había algo cíclico y absurdo en eso, pero de alguna forma tenía perfecto sentido.
Tampoco dijo nada. Pero cuando nuestras miradas se encontraron brevemente antes de empezar a comer, vi algo en sus ojos. Un reconocimiento. Un entendimiento silencioso.
Cenamos en ese silencio que se había vuelto familiar entre nosotros. Pero esta vez se sentía diferente—no tenso o incómodo, sino agradable. Casi íntimo de una forma que no sabía cómo procesar.
Solo existía el fuego crepitando suavemente en su rincón, el sonido delicado de los palillos contra los cuencos de cerámica, el leve tintineo cuando Giyuu sirvió el sake en las pequeñas tazas y empujó una hacia mí. Nuestras respiraciones. El viento afuera golpeando suavemente contra las paredes de madera.
El sake estaba tibio bajando por mi garganta, dejando un rastro de calor que se extendía por mi pecho.
Observé a Giyuu comer con esa forma metódica y ordenada que tenía para todo. Movimientos económicos, sin prisa. De vez en cuando tomaba un sorbo de sake y sus ojos se cerraban brevemente, como saboreando no solo la bebida sino el momento entero.
Y aunque no le dijera nada en voz alta—aunque no pronunciara ni una palabra de agradecimiento o reconocimiento—esa noche sentí, tan claro como el día a través de la niebla, que Giyuu Tomioka me cuidaba sin pedirme nada a cambio.
Que nos cuidábamos mutuamente.
Dos personas con maletas pesadas a sus espaldas, navegando un mundo de reglas imposibles y horrores que no podíamos siempre detener, encontrando formas pequeñas y silenciosas de protegerse el uno al otro.
Y supe, sin necesidad de confirmarlo con él, que había hecho algo muy valioso. Que a su manera callada y estoica, Giyuu también protegía. No solo de los demonios que destrozaban cuerpos, sino de los monstruos humanos que destrozaban almas.
Y que tal vez, solo tal vez, en esta cabaña perdida en medio del invierno eterno, habíamos encontrado algo parecido a un refugio.
No solo del frío.
Sino de la soledad.
El sol acababa de esconderse tras los picos helados de las montañas cuando llegamos al lago.
La Kuroi Yama—alta, oscura, terrible—tenía un aspecto particularmente amenazador a esa hora del crepúsculo. Su silueta dentada se recortaba contra el cielo como la columna vertebral de algún monstruo muerto hace milenios, y los últimos rayos del sol moribundo parecían hacer que sus laderas nevadas refulgieran con un brillo rojizo y enfermizo, como carne expuesta.
El lago ante nosotros era inmenso, una extensión de hielo que se extendía entre dos valles como un espejo roto. Su superficie congelada reflejaba los últimos tonos naranjas y morados del crepúsculo—demasiado hermoso para un lugar que olía tan fuertemente a muerte. Todo estaba tan quieto, tan absolutamente inmóvil, que el crujido de nuestros pasos sobre el hielo parecía un sacrilegio.
Caminábamos con cuidado, atentos a cada sombra y movimiento, rodeando la orilla donde el hielo era más grueso y seguro. Cada paso requería concentración—una grieta en el momento equivocado podría enviarnos directamente al agua helada de abajo.
Llevábamos semanas sin encontrar nada valioso. Ni un rastro que condujera a algo concreto. Ni una sombra sospechosa. Solo rumores que se desvanecían como niebla cuando intentábamos aferrarlos, pistas que no llevaban a ninguna parte, días y noches de patrulla que terminaban con las manos vacías y la frustración creciendo como escarcha en nuestros huesos.
Pero esa noche... esa noche pareció que lo que cazábamos nos cazó a nosotros primero.
Nos condujo a ese lago helado entre montañas como si tuviera algún propósito desconocido, algún plan que no podíamos ver completamente pero que sentíamos con cada instinto de Cazador que poseíamos.
Yo había estado en la cabaña, limpiando mi arco y revisando mis flechas, aburrida, cuando Giyuu abrió la puerta con una rapidez inusual en él. No la abrió violentamente—nunca hacía nada violentamente—pero había una urgencia en el movimiento que inmediatamente puso todos mis sentidos en alerta máxima.
"Sígueme," fue todo lo que dijo. "Hay algo ahí fuera."
No hizo falta más. Cogí mis armas—katana en la cadera, arco y carcaj a la espalda—y lo seguí sin una palabra de duda. Porque si Giyuu Tomioka decía que había algo ahí fuera, entonces había algo ahí fuera.
Y tenía razón.
El viento que soplaba desde el norte traía un olor que reconocí instantáneamente. Metálico, antiguo, con ese toque de putrefacción dulzona. Inconfundible una vez que lo habías olido. Demoniaco.
Y ahora ahí estábamos, sobre la superficie congelada de ese lago donde el olor era más fuerte, más concentrado. Nos habíamos detenido a unos metros de la orilla, donde los árboles formaban una barrera irregular de sombras alargadas. El hielo bajo nuestros pies era tan claro en algunos lugares que podía ver la oscuridad del agua abajo, moviéndose lentamente como algo vivo y hambriento.
Giyuu estaba mirando hacia el lado norte del lago, escaneando la línea de árboles con esa concentración absoluta que ponía en todo. Su mano descansaba sobre la empuñadura de su katana, no exactamente empuñándola pero lista para desenvainar en una fracción de segundo.
Yo giré la cabeza hacia el lado contrario, cubriendo nuestro flanco, y lo vi.
Allí.
En la copa pelada de un árbol escarchado, a unos treinta metros de nuestra posición.
El demonio.
Era una criatura grotesca incluso para los estándares demoniacos. Sin pelo completamente, con la piel de un tono azulado enfermizo que parecía casi translúcida bajo la luz moribunda del crepúsculo. Sus orejas eran puntiagudas y demasiado grandes para su cabeza, rotando independientemente como las de un murciélago rastreando sonidos. Los miembros—tanto brazos como piernas—eran demasiado largos, desproporcionados.
Y tenía una sonrisa. Dios, esa sonrisa.
Le colgaba de oreja a oreja literalmente, estirando su rostro de formas que ninguna cara humana podría lograr. Dientes afilados como agujas sobresalían en ángulos caóticos de encías negras.
Todos mis reflejos de Cazadora despertaron simultáneamente tras semanas de relativa inactividad. Sentí cómo la adrenalina inundaba mi sistema, agudizando cada sentido, preparando cada músculo.
Giyuu estaba de espaldas a mí.
Con tranquilidad deliberada y sin dejar de mirar al demonio—nunca, jamás, apartabas la vista de un demonio—alargué la mano hacia atrás y toqué el brazo de Giyuu. Un gesto rápido, apenas un roce de mis dedos donde estaba su bíceps bajo las capas de ropa. Un lenguaje silencioso: Aquí. Detrás de ti. Amenaza.
Giyuu no se sobresaltó ni un ápice. Simplemente se giró hacia mí con una fluidez impecable. Sus ojos azules encontraron los míos por una fracción de segundo pero luego se fijaron en el demonio al instante. Vi cómo se le tensaba la mandíbula mínimamente, el único signo externo de reconocimiento.
El demonio nos observaba con esa sonrisa horrible, y ahora que sabía que lo habíamos visto, comenzó a descender del árbol. Reptó por el tronco boca abajo, con agilidad grotesca. Sus garras—largas, curvas, del color del hueso viejo—se clavaban en la corteza con cada movimiento.
Era muy delgado, casi esquelético, cada costilla visible bajo esa piel azulada. Cuando llegó al suelo, caminaba a cuatro patas como una bestia, con movimientos espasmódicos y antinaturales que hacían que mi cerebro gritara que algo estaba mal con la forma en que se movía.
Tenía un aire juguetón en su lenguaje corporal, como un gato con un ratón. Astuto y cruel en esos ojos amarillentos que brillaban con inteligencia maligna.
Cuando estuvo a apenas veinte metros de nuestra posición, se irguió sobre sus patas traseras—aunque seguían flexionadas en ángulos incorrectos—y nos dedicó una sonrisa aún más amplia, si eso era posible. Cada diente era visible, manchados de algo oscuro que podría haber sido sangre vieja o podredumbre.
—Oh... —ronroneó, con una voz aguda que raspaba contra mis tímpanos como uñas sobre metal—. ¿Qué tenemos aquí? Una pareja tan adorable, dando un paseo romántico bajo la luz de la luna.
Inclinó la cabeza en un ángulo imposible, casi noventa grados, como un pájaro estudiando un insecto particularmente interesante.
—¿Teníais ganas de conocerme? —soltó una risita aguda que hizo que se me pusiera la piel de gallina— He notado que me habéis estado buscando sin descanso estas últimas semanas. Muy halagador, realmente. Pero he estado tan ocupado, ¿sabéis? Tantos aldeanos que aterrorizar, tantos rumores que plantar, tantos... aperitivos que disfrutar. No he tenido oportunidad de saludaros apropiadamente... hasta hoy.
El demonio ladeó la cabeza hacia el otro lado con un movimiento fluido y antinatural.
—Pero qué maleducado soy. Aquí estoy, parloteando, cuando deberíamos estar presentándonos como es debido. —Sus ojos amarillos brillaron con malicia—. Es una noche perfecta para probar la sangre de Hashiras, ¿no creeis? Sois tan pocos que devorar a uno de vosotros es como... ¿cómo lo decís los humanos? Ah, sí. Como jugar a la lotería. Un premio especial.
Se rio con esa risa horrible, chillona, que parecia rebotar contra las montañas y regresaba distorsionada como un eco de pesadilla.
—Me quedaré con vuestras cabezas como recuerdo. Las colgaré en mi guarida, junto a las otras. Pero antes... —olfateó el aire con deleite exagerado, su nariz arrugándose—. Antes me beberé vuestra sangre. Cada. Pequeña. Gota.
Su sonrisa se estiró aún más, deformando su rostro hasta límites imposibles. Y entonces clavó sus ojos amarillos directamente en mí con una intensidad que me hizo sentir como si me hubieran sumergido en agua sucia.
—Tú, pequeña cazadora... —me señaló con una garra larga y curvada, el dedo índice extendido de forma obscena. Las aletas de su nariz se ensancharon—. Tú ya estás sangrando para mí. Qué delicia. Qué regalo tan generoso.
Hizo un gesto de lengüetazo exagerado, obsceno, sacando una lengua negra y demasiado larga.
—Lameré la sangre de entre tus piernas antes de abrirte en canal. Beberé directamente de la fuente. Saborearé cada matiz de tu ciclo fértil antes de destrozarte el útero con mis propias manos y alimentarme de tus entrañas mientras aún estés lo suficientemente viva para sentirlo.
Sentí cómo la garganta se me cerraba. Cómo todo mi cuerpo se tensaba con algo que no sabía como nombrar.
No era raro que los demonios fueran burlones y crueles. Los había escuchado decir cosas horribles antes—amenazas de tortura, descripciones gráficas de cómo matarían y devorarían a sus víctimas, burlas sobre seres queridos muertos. Venía con el trabajo de cazar criaturas que alguna vez fueron humanas pero habían perdido toda su humanidad excepto la capacidad de hablar.
Pero esa burla en concreto me alcanzó más de lo que debería.
Era cierto que estaba en esos días del mes. Algo absolutamente natural, biológico, nada de lo que avergonzarse. Todas las mujeres pasaban por ello. Era tan normal como respirar o sudar.
Pero que esa criatura maligna lo usara como insulto, como arma, tratando de minimizarme, de convertir algo natural en algo sucio y vergonzoso, intentando humillarme específicamente delante de mi compañero...
Un calor espeso me subió por el cuello hasta las mejillas. No era del todo vergüenza lo que sentía—aunque había una pizca de eso ahí, por mucho que me odiara a mí misma por sentirla. Era principalmente rabia. Asco profundo hacia esta criatura que se atrevía a convertir mi cuerpo en un chiste, en una vulnerabilidad.
Pero también había algo más: la consciencia súbita, incómoda, de mi propio cuerpo femenino. Como si de repente me hubieran recordado de forma violenta que era mujer en un mundo de hombres cazadores. Como si tuviera que sentirme cohibida por tener un cuerpo que funcionaba como los cuerpos de las mujeres funcionan. Como si eso me hiciera menos de alguna forma.
No respondí. No le di ese placer. Me mordí la lengua con suficiente fuerza como para sentir el sabor metálico de mi propia sangre, y apreté el mango de mi arco hasta que mis nudillos se pusieron blancos.
El demonio seguía riendo, mostrando sus dientes podridos y afilados como agujas. Se mecía de un lado a otro sobre sus patas traseras como si bailara a una música que solo él podía oír.
No me permití girarme hacia Giyuu, aunque lo sentía a mi lado, firme como una piedra, sólido e inmóvil. Pero por el rabillo del ojo vi cómo recolocaba apenas su centro de gravedad, desplazando su peso hacia los talones, la mano ajustándose sobre la empuñadura de su katana. Preparándose para atacar sin dar aviso previo.
Con movimientos deliberadamente calmados—nunca mostrar al enemigo que te ha afectado—alcancé por encima de mi hombro y extraje una flecha de mi carcaj. La encajé en mi arco. Inspiré despacio, dejando que el aire helado enfriara la rabia que amenazaba con nublar mi juicio.
Exhalé. Centré mi mente. Apunté al cuello de la criatura, donde la yugular estaría en un humano. En un demonio no mataría, pero dolería. Y lo ralentizaría.
La voz de Giyuu cuando habló fue tan baja que apenas se oyó por encima del viento que había comenzado a soplar desde el norte, trayendo copos de nieve que bailaban en el aire como cenizas.
—No caigas en provocaciones —dijo, su tono tan frío como el hielo bajo nuestros pies. Cada palabra era precisa, controlada—. Y no lo mates si puedes evitarlo.
Hubo una mínima pausa. Entonces:
—Este no es el demonio que buscamos.
Eso captó mi atención completamente. Giré mi cabeza apenas hacia él, sin dejar que la punta de mi flecha se desviara de su objetivo.
—¿Qué? —susurré.
—Necesitamos respuestas —continuó Giyuu, sus ojos aún fijos en el demonio que ahora había comenzado a moverse en círculos lentos alrededor de nosotros, probando, buscando ángulos de ataque—. Este no es el demonio que se lleva a las niñas.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Entonces... —comprendí—. Recibe órdenes.
Giyuu asintió apenas.
Procesé esto rápidamente. Un demonio actuando bajo las órdenes de otro era inusual pero no sin precedentes. Los demonios más fuertes—especialmente las Lunas—a menudo tenían subordinados que hacían trabajo sucio para ellos.
El júbilo inicial de por fin haber encontrado al demonio se enfrió al instante.
—Necesitamos que hable.—murmuré, manteniendo mi arco tensado.
—No parece muy listo —observó Giyuu con ese tono plano que podría haber sido humor viniendo de cualquier otra persona.
—Las apariencias engañan —respondí—. Pero tienes razón. Está jugando con nosotros.
El demonio, cansado aparentemente de su juego de círculos, se detuvo. Sus ojos amarillos nos miraron con una intensidad renovada, y su sonrisa se volvió algo más seria. Más hambrienta.
—¿Habéis terminado de cuchichear secretitos? —preguntó con falsa dulzura—. ¿Quien morirá primero? Puedo esperar. Tengo tooooda la noche.
Entonces gruñó—un sonido gutural, animal—y se lanzó hacia nosotros.
Era rápido.
Mucho más rápido de lo que su cuerpo esquelético sugería. Lo vi venir en zigzag, moviéndose erráticamente para confundir nuestro sentido de predicción, aprovechando cada sombra, cada irregularidad en el hielo. Sus garras chocaban contra la superficie congelada produciendo un sonido agudo y chirriante que hacía que mis dientes rechinaran.
Sentí cómo todos mis músculos se tensaban simultáneamente, cómo mi cuerpo entero entraba en ese estado de alerta máxima que solo venía en combate real. El mundo se agudizó—cada detalle se volvió cristalino, el tiempo parecía ralentizarse infinitesimalmente.
Giyuu se movió primero.
Y fue como ver a alguien danzar con el viento mismo.
Su espada salió de su vaina con un sonido metálico que cortó el aire como una campana. Y entonces se movió. Cada paso era preciso, colocado exactamente donde necesitaba estar. Cada giro fluía naturalmente del movimiento anterior. Cada finta, cada esquiva, cada ataque, todo era una extensión de su cuerpo como si la katana no fuera un arma sino simplemente otra parte de él.
Era hermoso de una forma terrible. Letal. Perfecto.
Me moví al mismo tiempo, rodeando hacia la izquierda para crear un ángulo de tiro mejor. Lo cubrí con mis flechas desde la distancia, disparando con precisión calculada. No apuntaba a matar sino forzar al demonio a moverse de formas predecibles, obligarlo a esquivar en direcciones específicas que lo acercaran a la zona de ataque de Giyuu.
Trabajábamos sin comunicación verbal. No hacía falta. Años de entrenamiento con otros Cazadores me habían enseñado a leer los movimientos de mi compañero, a anticipar, a complementar en lugar de estorbar.
Pero el demonio no era inútil como había pensado inicialmente. De hecho, era considerablemente más hábil de lo que su apariencia demacrada sugería.
Y el hielo parecía ser su elemento natural. Se movía sobre la superficie congelada con una facilidad asombrosa, como si fuera un bailarín en su escenario favorito. Usaba la falta de fricción a su favor, deslizándose, girando, aprovechando el momentum de formas que a nosotros—limitados por la necesidad de mantener el equilibrio—nos costaba contrarrestar.
Una de mis flechas lo rozó en el hombro, arrancando un trozo de esa piel azulada. Sangre negra salpicó el hielo blanco como tinta.
El demonio chilló—no de dolor sino de deleite—y se lanzó hacia mí con renovado interés.
Giyuu interceptó. Apareció entre nosotros como si se hubiera materializado de la nada, su haori dispar ondeando dramáticamente. Su katana bloqueó las garras del demonio con un choque que resonó sobre el lago congelado.
Por un momento se quedaron así, en un punto muerto de fuerza contra fuerza. Podía ver los músculos de los brazos de Giyuu tensándose bajo la tela de su uniforme, las venas visibles en sus manos mientras sostenía la posición.
El demonio empujó con fuerza. Giyuu no cedió ni un centímetro.
Entonces el demonio hizo algo inesperado. Soltó el punto muerto voluntariamente, dejándose caer hacia atrás y usando el movimiento para girar sobre sus manos y lanzar una patada hacia el rostro de Giyuu.
Giyuu se echó hacia atrás con fluidez, esquivando por centímetros. Pero en el proceso de esquivar, el demonio extendió uno de sus brazos y sus garras rozaron el antebrazo de Giyuu.
No fue un golpe directo. Solo un roce. Pero fue suficiente.
Las garras abrieron un tajo en su haori, atravesando la tela y alcanzando la carne debajo. Vi cómo la tela verde y amarilla de esa mitad de su haori se oscurecía con sangre.
Giyuu retrocedió al instante, creando distancia. No mostró señal alguna de dolor en su rostro. Su expresión no cambió ni un ápice. Su respiración siguió siendo perfectamente controlada, cada inhalación y exhalación al mismo de antes.
Simplemente ajustó su postura, recolocó su centro de gravedad, y atacó nuevamente.
Como si no hubiera pasado nada.
Observé cómo se movía y noté algo. El hielo bajo sus pies apenas crujía cuando se desplazaba. Se movía con un peso que parecía cambiar según lo necesitara—ligero como una pluma cuando necesitaba velocidad, sólido como piedra cuando necesitaba fuerza.
Era la Respiración del Agua en su forma más pura. Adaptándose, fluyendo, encontrando el camino de menor resistencia sin sacrificar efectividad.
Mientras tanto el demonio seguía hablando, porque aparentemente no podía permanecer callado ni siquiera en medio del combate.
—¡Muy bien, Hashira del Agua! ¡He escuchado rumores sobre ti! ¡El Cazador silencioso! ¡El que no sonríe! ¡El que está solo incluso entre sus compañeros!
Giyuu no respondió. Solo atacó.
El demonio esquivó, riendo.
—¿Y tú, pequeña estrella? —me gritó mientras yo preparaba otra flecha—. ¿Qué historia tú? ¿Por qué persigues a los míos? ¿A quién te quitamos? ¿Tu familia? ¿Tu amante? ¿Tu...?
No lo dejé terminar. Disparé la flecha apuntando a su muslo izquierdo, calculando su trayectoria de esquiva. Como había predicho, giró hacia el lado derecho. La flecha atravesó su muslo. La punta salió por el otro lado, la sangre negra goteando sobre el hielo.
El ser chilló—esta vez sí de dolor—y perdió el equilibrio por un segundo precioso.
Un segundo fue todo lo que Giyuu necesitaba.
Se movió en un latido de corazón. En un parpadeo estaba a tres metros de distancia. Al siguiente estaba directamente frente al demonio.
Le soltó una patada en el estómago con su pie, con una fuerza que era casi casual en su ejecución pero devastadora en su efecto.
El demonio salió disparado hacia atrás como si hubiera sido golpeado por un caballo a galope completo. Voló a través del aire, brazos y piernas agitándose inútilmente, hasta que impactó contra el tronco de un árbol en la orilla del lago.
El impacto hizo que toda la nieve acumulada en las ramas cayera al suelo en una cascada blanca que casi enterró al demonio. El árbol entero se sacudió, y escuché el crujido de madera astillándose.
Antes de que el demonio pudiera siquiera procesar lo que había pasado, Giyuu ya estaba frente a él.
Su katana presionaba contra la garganta pálida del demonio, la hoja reflejando la luz moribunda de la luna. Un hilo de sangre negra comenzó a deslizarse donde el filo tocaba la piel.
—¿Quién es aquel al que sigues? —preguntó Giyuu con severidad pero con una calma absoluta. Como si estuviera preguntando sobre el clima.
El demonio se rio. Sus dientes, manchados de su propia sangre negra, castañeteaban en un ritmo espeluznante. Los demonios no sentían frío—su fisiología no funcionaba así—así que entendí que lo hacía porque la imagen era algo aterrador. Teatral. Incluso ahora, en su posición vulnerable, intentaba mantener alguna ilusión de control.
—Solo soy una nota en la sinfonía... —susurró, con un deleite enfermizo—. Nadie importante. Un peón en un juego mucho más grande de lo que tus ojos limitados pueden ver. Pero vosotros sí sois importantes. Tan guapos. Tan fuertes. Tan terriblemente, deliciosamente... tristes.
Giyuu presionó la hoja más firmemente contra la garganta. Más sangre negra fluyó, manchando la nieve alrededor como tinta derramada.
—¿Quién te da las órdenes? —repitió, su voz bajando incluso más, cada palabra cortante como su espada—. ¿Dónde se esconde?
El demonio se echó a reír más fuerte, el sonido convirtiéndose en algo histérico, como si encontrara la situación absolutamente hilarante a pesar de estar a segundos de la muerte.
—Por mucho que brille el sol, la noche siempre llega. ¡Siempre! —declaró con fervor casi religioso—. La noche con su luna y sus estrellas.
Su cabeza giró—con ese movimiento antinatural que ninguna columna vertebral humana permitiría—y me miró directamente con esos ojos amarillos brillantes de malicia y algo más. Algo parecido a la adoración fanática.
—La luna y las estrellas brillan y brillan, brillan como la sangre... —empezó a canturrear, su voz tomando un tono melodioso y completamente demente—. Brillan en el cielo negro, brillan en los ojos de los que morirán, brillan brillan brillan...
Me acerqué, bajando mi arco ahora que estaba claro que Giyuu lo tenía completamente controlado. La nieve crujió bajo mis botas.
—¿Crees que podría tratarse de una Luna Superior? —le pregunté a Giyuu, manteniendo la voz baja.
Las Lunas Superiores, los doce demonios más poderosos bajo el control directo de su rey. Cada uno representaba una amenaza de nivel catastrófico, su poder aumentando conforme el número descendía del doce al uno.
Giyuu no respondió inmediatamente. Se quedó estudiando al demonio en silencio, quien seguía cantando su canción demente sobre lunas y estrellas y sangre. Vi cómo los ojos de Giyuu se movían, analizando, procesando cada detalle.
Finalmente, sus ojos se endurecieron con algo parecido a la resignación.
—No servirá de nada —murmuró, tan bajo que apenas lo escuché—. No dirá nada más. Nos está haciendo perder el tiempo.
El demonio seguía cantando, cada vez más alto, su voz escalando hacia tonos que raspaban los oídos:
—¡Brillan brillan brillan! ¡La luna sonríe y las estrellas lloran! ¡Sangre en la nieve, nieve en la sangre, todo es uno, uno es todo!
Giyuu cerró los ojos por un momento. Un segundo de algo—¿pesar?, ¿frustración?, ¿cansancio?—cruzó su rostro antes de que volviera a esa máscara de neutralidad perfecta.
Entonces, sin pestañear, sin dudar, deslizó la katana en un movimiento fluido y limpio.
La cabeza del demonio se separó de su cuerpo.
No hubo dramatismo en el acto. Solo un corte preciso, ejecutado con la misma eficiencia clínica con la que haría cualquier otra tarea necesaria.
La cabeza cayó en la nieve con un golpe sordo y grotesco. El cuerpo se desplomó un segundo después, las extremidades doblándose en ángulos imposibles.
Por un instante, la cabeza cortada continuó cantando, la boca moviéndose sin sonido mientras los ojos amarillos giraban frenéticamente.
Entonces comenzó la desintegración.
El cuerpo se deshizo primero, desvaneciéndose en cenizas oscuras que se elevaron en el aire como brasas llevadas por el viento. La cabeza fue la última en desaparecer, esos ojos amarillos manteniéndose fijos en mí hasta el último segundo, hasta que incluso ellos se convirtieron en polvo y fueron llevados por la brisa nocturna que había comenzado a soplar desde las montañas.
El silencio que quedó después fue absoluto.
Solo el viento. Solo nuestra respiración. Solo el leve crujido del hielo bajo nuestros pies.
Giyuu limpió su katana, removiendo la sangre negra antes de que pudiera manchar permanentemente el metal. La envainó con un clic final que resonó sobre el lago vacío.
Me quedé mirando el lugar donde el demonio había estado. Solo quedaba una mancha oscura en la nieve donde su sangre había caído antes de evaporarse.
—Tenías razón —dije al fin, rompiendo el silencio—. No parecía ser él quien se lleva a las niñas.
—No.
—Pero mencionó lunas y estrellas. —Fruncí el ceño—. Podría ser un código.
—O locura —replicó Giyuu, con un matiz amargo apenas perceptible.
Alzó la vista hacia el cielo oscuro. Copos de nieve comenzaron a posarse sobre su cabello y su rostro, derritiéndose al instante.
—Vámonos —dijo tras un momento—. Se acerca otra ventisca.
***
Conseguimos llegar a la cabaña justo antes de que la ventisca azotara con toda su furia.
Apareció entre los árboles como un faro de luz tibia en medio de la oscuridad creciente. Giyuu había dejado una lámpara encendida antes de salir—ese hábito suyo de ser meticuloso incluso en los detalles más pequeños—y ahora brillaba a través de la ventana como una promesa de seguridad y calor.
Entramos en silencio, sacudiéndonos la nieve adherida en el umbral. Nuestros movimientos eran algo torpes por el frío que había calado hasta los huesos. El contraste entre el frío cortante de afuera y el calor relativo del interior fue casi doloroso en su intensidad—como sumergir las manos congeladas en agua tibia, esa quemazón agridulce de la sangre volviendo a circular.
El fuego casi se había apagado mientras no estábamos, reducido a apenas unas brasas moribundas que brillaban débilmente entre las cenizas. Me lancé rápidamente hacia él y avivé las brasas con el atizador, añadí leña seca del montón que teníamos apilado, soplé con cuidado hasta que las llamas cobraron vida nuevamente.
El calor comenzó a extenderse por la cabaña en ondas casi visibles. Cerré los ojos por un momento, dejando que me tocara el rostro, que descongelara mis mejillas entumecidas.
No habíamos dado con el autor de las desapariciones. Esa verdad se asentaba pesadamente en mi estómago como una piedra. Pero al menos habíamos acabado con un demonio—uno menos haciendo daño en el mundo—y también habíamos tenido algo de acción en comparación con todas esas semanas de frustrante inactividad.
Sin embargo, era decepcionante, casi insultante, no tener ninguna otra pista real. Solo acertijos dementes sobre lunas y estrellas que podrían significar todo o nada. ¿Habría más demonios ahí fuera siguiendo órdenes de quienquiera que fuera el jefe? ¿Cuántos peones más tendríamos que eliminar antes de llegar al jugador real?
Una vez tuve la seguridad de que el fuego no se apagaría—las llamas lamiendo la leña con ese crepitar reconfortante—me levanté y me giré hacia el interior de la cabaña.
Giyuu estaba de pie junto a la mesa, examinándose el brazo izquierdo con concentración silenciosa. Tenía el ceño ligeramente fruncido—apenas perceptible, pero en él eso era equivalente a una mueca de dolor en cualquier otra persona—y sus dedos rozaban con cuidado la zona donde las garras del demonio lo habían alcanzado.
La tela de su haori estaba rasgada, los bordes manchados de oscuro con sangre que se había empapado en las fibras.
Algo se apretó en mi pecho.
—Estás herido —dije, y mi voz sonó demasiado aguda, demasiado preocupada. Me aclaré la garganta mientras daba un paso hacia él, quitándome los guantes y dejándolos sobre la mesa con más fuerza de la necesaria—. Déjame ver.
—No es nada —respondió automáticamente, con ese tono neutro que usaba para todo. Como si una herida de garras demoníacas fuera tan insignificante como un papel cortado.
—Giyuu. —Usé su nombre con firmeza, manteniéndome cerca pero sin tocarlo todavía—. Las garras de demonio a veces son venenosas. Y están llenas de suciedad y quién sabe qué más. No puedes dejar que se infecte.
Hice una pausa, suavizando mi tono deliberadamente.
—Deja que te ayude. Por favor.
Esa última palabra pareció alcanzarlo de alguna forma. Vi cómo algo cambiaba en su postura, cómo sus hombros se relajaban de esa rigidez defensiva que había adoptado.
Hubo un momento de resistencia silenciosa donde simplemente nos miramos. Entonces, con una resignación casi imperceptible—como si estuviera cediendo en algo mucho más grande que solo dejar que le curara una herida—extendió su brazo hacia mí.
Me acerqué más, lo suficiente como para poder examinar la herida apropiadamente bajo la luz todavía escasa de la lámpara y el fuego recién avivado. Antes de hacer nada, alcé la mirada hacia la suya.
—Voy a subirte la manga, ¿vale?
Necesitaba su permiso. Era importante de alguna forma que no podía articular completamente—algo sobre respetar su espacio, su cuerpo, su autonomía incluso en un momento como este.
Giyuu no respondió verbalmente, pero su respiración se hizo más pausada, más deliberada. Por un momento nuestros ojos quedaron anclados el uno en el otro. Los suyos—ese azul profundo que a veces parecía gris bajo ciertas luces—me estudiaban con una intensidad que hacía que algo revoloteara nerviosamente en mi estómago.
Luego desvió la mirada hacia su propio brazo extendido entre nosotros. Supuse que eso era confirmación suficiente de que le parecía bien.
Con movimientos cuidadosos, tomé el borde de la manga de su haori—ya rasgada por las garras, la tela manchada y húmeda—y la enrollé hacia arriba. Tuve que hacer lo mismo con la manga de su uniforme debajo, y en el proceso mis dedos rozaron inevitablemente la piel tibia de su antebrazo.
Sentí cómo se tensaba bajo mi toque. Solo un segundo. Luego se obligó a relajarse nuevamente.
Su piel era más cálida de lo que había esperado—casi febril en contraste con mis propias manos aún frías del exterior. Y suave. Sorprendentemente suave excepto por las callosidades que sentí bajo mis yemas cuando mis dedos se deslizaron más arriba, marcas del entrenamiento incesante, de años sosteniendo una empuñadura.
Finalmente pude ver la herida claramente.
El corte no era tan profundo como había temido—las garras habían abierto la carne pero no habían alcanzado músculo profundo o tendones, gracias a los dioses—pero era lo suficientemente largo y sangraba con esa persistencia preocupante de heridas que habían alcanzado bastantes capilares. Necesitaría limpieza meticulosa y vendaje apropiado.
—Tú también estás herida —dijo él de pronto, y su voz tenía algo extraño. Algo tenso. Algo que hizo que levantara la vista de su brazo para mirarlo directamente.
Fruncí el ceño, genuinamente confundida.
—¿Qué? No, yo no...
—Tu mejilla —interrumpió suavemente, y sus ojos se movieron hacia el lado izquierdo de mi rostro con una precisión que sugería que lo había estado notando todo este tiempo. Que tal vez lo había estado notando incluso durante el camino de regreso.
Levanté una mano instintivamente hacia donde había señalado y cuando la retiré, las puntas de mis dedos estaban manchadas levemente de rojo. Sangre. Mi sangre.
Ni siquiera lo había sentido—la adrenalina del combate a veces hacía eso, bloqueaba el dolor de heridas menores hasta que todo terminaba y el cuerpo finalmente se permitía procesar el daño. Debía de haberme rozado con algo durante el enfrentamiento. Una astilla de hielo levantada por el movimiento violento del demonio, tal vez. O una rama al pasar corriendo entre los árboles. El demonio no me había tocado directamente, de eso estaba segura.
—Es solo un rasguño —dije, y era verdad. Apenas un corte superficial que ya estaba dejando de sangrar. Nada comparado con su herida—. No es nada.
Giyuu me sostuvo la mirada durante un largo momento que se sintió como una eternidad. Sus ojos azules eran imposibles de leer bajo esta luz—sombras dentro de sombras, profundidades que no podía alcanzar.
Pero había algo ahí. Algo en la forma en que me miraba que hacía que mi corazón latiera un poco más rápido de lo que debería.
Bajé la mano de mi mejilla y di un paso hacia atrás, alejándome de él. El aire entre nosotros se sintió más frío inmediatamente.
—Siéntate —le dije, señalando la mesa, forzando mi voz a sonar práctica, profesional—. Voy a buscar el kit médico.
Esta vez no discutió. No insistió en que su herida no era nada o que podía encargarse de ella él mismo. Simplemente se sentó con esa gracia que tenía incluso en los movimientos más simples y comenzó a quitarse su haori con movimientos cuidadosos.
Vi cómo hacía una mueca casi imperceptible cuando la tela rozó la herida al deslizarse por su brazo. Un apretón minúsculo de su mandíbula, un parpadeo un poco más lento de lo normal. Dolor que reconocía pero no expresaba.
Me giré antes de que pudiera notar que lo estaba observando tan intensamente.
Encontré el kit médico en su lugar habitual junto a las provisiones—una caja de madera simple pero bien surtida con vendas limpias enrolladas, alcohol para desinfectar en una botella de vidrio oscuro, agujas e hilo de sutura para emergencias, y varios ungüentos para diferentes tipos de heridas en pequeños frascos de cerámica.
También puse agua a calentar en una olla sobre el fuego que ahora ardía vigorosamente. Necesitaríamos agua tibia para limpiar las heridas apropiadamente—el agua fría no sería suficiente para remover la suciedad y sangre seca.
Mientras esperaba que el agua alcanzara la temperatura correcta, me permití respirar profundamente. Centrarme. Esto era solo curar una herida. Lo había hecho docenas de veces antes con otros Cazadores, con aldeanos heridos, conmigo misma. No había razón para que mis manos temblaran ligeramente o para que mi estómago se sintiera lleno de mariposas.
Cuando regresé a la mesa con todo—la caja médica, la olla con agua tibia, trapos limpios—Giyuu ya se había subido también la manga de su uniforme, doblándola cuidadosamente hasta el bíceps. Ahora podía ver casi toda la longitud desnuda de su brazo desde la muñeca hasta donde el músculo se curvaba hacia el hombro.
Era un brazo de guerrero. Eso fue lo primero que pensé. Músculos definidos pero no excesivamente abultados, marcados por el uso constante más que por la vanidad. Tendones visibles bajo la piel cuando movía los dedos. Y sí, esas callosidades que había sentido antes—en la palma, en la base de los dedos, en el lateral de la mano donde apoyaría contra la empuñadura de su katana.
Y cicatrices. No muchas—Giyuu era demasiado habilidoso para ser alcanzado con frecuencia—pero algunas. Líneas plateadas aquí y allá, marcas de batallas pasadas que había sobrevivido.
La herida actual destacaba vívida contra todo eso. Tres líneas paralelas donde las garras habían rasgado la carne, cada una de unos diez centímetros de largo, corriendo desde justo debajo de su codo hasta la mitad de su antebrazo. No profundas, afortunadamente, pero sangraban con persistencia constante.
Me senté a su lado y arrastré la silla hasta quedar junto a él. Era más fácil trabajar desde este ángulo, y también significaba que no tendríamos que mirarnos directamente a los ojos durante todo el proceso.
—Probablemente duela —advertí mientras mojaba un trapo limpio en el agua caliente, escurriéndolo hasta que estuviera húmedo pero no goteando.
—Lo sé —respondió simplemente.
Por supuesto que lo sabía. Giyuu Tomioka había sido herido suficientes veces en su vida como Cazador para saber exactamente cómo se sentiría cada paso de este proceso.
Comencé a limpiar la sangre seca alrededor de la herida primero, trabajando con toques suaves pero firmes. Removí la sangre que se había coagulado en la piel circundante, manchando el trapo de rojo oscuro. Enjuagué el trapo en el agua—que inmediatamente se tiñó de rosa—y continué.
Giyuu no hizo un solo sonido durante todo esto. Ni siquiera cuando toqué las áreas más sensibles directamente alrededor de las heridas abiertas. Su respiración se mantuvo perfectamente uniforme, medida, controlada. Su rostro permanecía completamente inexpresivo, esa máscara de neutralidad que usaba como armadura.
Era frustrante de alguna forma. Esa capacidad suya para no mostrar absolutamente nada de lo que sentía, para contener cada reacción hasta que parecía más estatua que humano.
—Sabes que está bien reaccionar al dolor, ¿verdad? —dije suavemente, sin reproche, mientras empapaba otro trapo en alcohol. El olor acre llenó el aire entre nosotros—. No tienes que... contenerte todo el tiempo. Esto va a escocer bastante.
Lo miré de reojo mientras decía esto, buscando alguna reacción.
—Lo sé —repitió nuevamente, y su voz seguía sin cambiar en absoluto. Pero entonces añadió, tan bajo que casi lo perdí—: Estoy acostumbrado.
Había algo en esas dos palabras que me rompió el corazón un poco. Estoy acostumbrado. Acostumbrado al dolor. Acostumbrado a no mostrar reacciones. Acostumbrado a estar solo incluso cuando estaba acompañado, a nunca dejar que nadie viera debajo de esa superficie calmada.
Presioné el trapo empapado en alcohol contra la primera de las tres líneas sin advertencia adicional. Mejor rápido que prolongar la anticipación.
Giyuu se tensó. No dramáticamente—no hubo jadeo ni movimiento brusco—pero lo sentí. Un apretón mínimo de su mandíbula, un ligero endurecimiento de todos los músculos de su brazo bajo mis dedos. Sus dedos se curvaron apenas contra la madera de la mesa, buscando algo que apretar.
El alcohol burbujeó en la herida abierta, limpiando, desinfectando, y sin duda ardiendo como el infierno mismo.
—Respira —le recordé suavemente, notando cómo había contenido la respiración instintivamente contra el dolor.
Él obedeció. Inhaló profundamente por la nariz, exhaló con control medido por la boca. Y luego otra vez. Encontrando ese ritmo que probablemente usaba durante el combate, durante el entrenamiento, durante cualquier momento que requería claridad mental a pesar del dolor físico.
Trabajé en silencio durante varios minutos más, limpiando cada una de las tres líneas meticulosamente con el alcohol. Asegurándome de que no quedara ni un rastro de suciedad o sangre seca que pudiera causar infección. Giyuu me observaba mientras trabajaba—podía sentir el peso de su mirada sobre mí aunque no levantara la vista para encontrar sus ojos directamente.
Había algo casi meditativo en este proceso. En el cuidado deliberado con el que limpiaba cada centímetro de piel dañada. En la confianza silenciosa que él depositaba en mí al quedarse quieto, al dejarme tocarlo de esta manera.
—Las heridas no son muy profundas —dije finalmente, más para romper el silencio que se había vuelto demasiado íntimo que por necesidad de informarle—. No necesitarán suturas. Pero sí vendaje firme para mantenerlas cerradas y limpias mientras sanan.
—Está bien —murmuró, y su voz sonaba ligeramente ronca. Tal vez por el esfuerzo de permanecer tan quieto, tan controlado.
Apliqué el ungüento antibacteriano que teníamos—hecho con hierbas medicinales por algún sanador de la villa antes de que llegáramos—sobre cada línea. Olía fuertemente a menta fresca y algo más amargo. Jengibre, tal vez. O alguna raíz que no reconocía.
La pasta era espesa, de un color verde pálido, y la extendí con cuidado a lo largo de cada herida usando dedos limpios. Giyuu se estremeció ligeramente cuando mis dedos rozaron directamente la carne abierta pero no se quejó ni se apartó.
Luego comencé a vendar. Tomé la tela limpia y blanca—suave pero resistente—y empecé a enrollarla alrededor de su antebrazo con firmeza pero con cuidado de no cortar la circulación. Cada vuelta tenía que ser precisa, lo suficientemente apretada para mantener las heridas cerradas pero no tanto como para causar entumecimiento.
Mis dedos rozaban su piel con cada vuelta del vendaje. Cálida. Viva. Podía sentir su pulso donde mis dedos presionaban contra la cara interna de su muñeca—constante, fuerte, quizás ligeramente más rápido de lo que debería estar en reposo.
Había algo profundamente íntimo en esto que iba más allá de lo meramente físico. En cuidar de él de esta manera. En estar tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo, que podía oler su olor—esa mezcla de pino y menta y algo limpio que era únicamente suyo. En tocarlo con esta delicadeza que contrastaba tan fuertemente con la violencia del combate que acabábamos de vivir.
Mis manos trabajaban con competencia automática, pero mi mente estaba hiperconsciente de cada punto de contacto entre nosotros. De cómo su respiración se había sincronizado con la mía sin que ninguno de los dos lo intentara conscientemente. De cómo el espacio entre nuestros cuerpos—apenas unos centímetros, pequeño, insignificante—se sentía simultáneamente demasiado y no suficiente.
—Listo —dije finalmente cuando até el vendaje con un nudo seguro. Mi voz sonó más ronca de lo que pretendía—. Debería estar bien en una semana, tal vez menos si descansas el brazo. Lo cual sé que no harás.
Intenté que sonara ligero, casi bromista. Un intento de aliviar la tensión que se había acumulado en el aire entre nosotros como humedad antes de una tormenta.
—Probablemente no —admitió, y podría haber jurado—jurado sobre mi vida—que vi el fantasma de una sonrisa cruzar su rostro. Tan breve que podría haberlo imaginado. Tan sutil que si hubiera parpadeado me lo habría perdido.
Pero lo vi. Ese ablandamiento minúsculo en la comisura de su boca, ese brillo casi imperceptible en sus ojos que sugería algo parecido al humor.
Y algo en mi pecho se apretó dolorosamente.
Estaba comenzando a meter las cosas de nuevo en el maletín médico—organizando los frascos, enrollando los trapos usados, cerrando la botella de alcohol—cuando él dijo:
—Ahora tú.
Lo miré con sorpresa genuina mientras tomaba un trapo limpio del montón y lo mojaba en el agua tibia que quedaba en la olla. El agua se había enfriado un poco pero aún estaba lo suficientemente tibia para ser efectiva.
—Es solo un rasguño pequeño —protesté débilmente—. Ni siquiera...
—Tu turno —interrumpió con esa voz baja y firme que, a pesar de no subir nunca de volumen, de alguna forma no admitía argumento. Había una determinación tranquila en su tono que me decía que no iba a ceder en esto.
Se inclinó hacia adelante, sosteniendo el trapo húmedo en su mano—la izquierda, no la derecha recién vendada—pero sin tocarme todavía. Sus ojos azules se fijaron en los míos con esa intensidad característica suya. Esperando. No demandando, pero tampoco pidiendo realmente. Simplemente... esperando mi permiso de la misma forma en que yo había esperado el suyo.
Un ligero asentimiento de mi parte fue suficiente. Apenas un movimiento de cabeza, casi imperceptible.
Pero él lo vio.
No me moví cuando se inclinó aún más cerca para tener mejor acceso. La silla de madera crujió suavemente bajo el cambio de peso. De repente estaba mucho, mucho más cerca de lo que había estado antes.
Su mano libre se levantó—y vi que temblaba ligerísimamente, aunque no sabía si era por el dolor residual de su propia herida o por otra razón completamente diferente—y con una gentileza absolutamente sorprendente tomó mi barbilla entre sus dedos.
Gentileza que no esperarías de manos que empuñaban una espada con tanta fuerza letal. Gentileza que no esperarías de alguien conocido por su frialdad, por su distancia emocional, por esa barrera impenetrable que mantenía entre él y el resto del mundo.
Pero sus dedos contra mi piel eran suaves. Cuidadosos. Como si yo fuera algo precioso y frágil que pudiera romperse si aplicaba demasiada presión.
Giró mi rostro ligeramente hacia la luz de la lámpara, inclinando mi barbilla hacia arriba en el ángulo perfecto para que pudiera ver claramente el rasguño en mi mejilla.
Luego presionó el trapo tibio contra la herida.
El calor se sintió bien contra mi piel fría. Reconfortante. Pero eso no era lo que hacía que mi respiración se atascara en mi garganta.
Era la proximidad.
Había olvidado—o quizás nunca había realmente considerado—lo cerca que tendría que estar para hacer esto. Su rostro estaba a apenas centímetros del mío. Tan cerca que podía contar cada pestaña si quisiera. Tan cerca que podía ver las motas más oscuras de azul en sus iris, como tinta diluida en agua. Tan cerca que su aliento—tibio, con un leve rastro a té que habíamos tomado horas antes—rozaba mi piel.
Sus ojos azules estaban concentrados completamente en la pequeña herida que limpiaba con toques suaves y cuidadosos. Vi cómo se movían ligeramente, evaluando el daño, asegurándose de remover cualquier suciedad que pudiera haber quedado adherida.
Y yo... yo podía ver cada detalle de su rostro bajo esta proximidad imposible.
La forma precisa de sus cejas oscuras, perfectamente rectas, con apenas algún pelo fuera de lugar. Las pestañas que eran sorprendentemente largas—más largas que las mías, definitivamente, algo que parecía terriblemente injusto de alguna forma. La línea recta de su nariz, ni demasiado grande ni demasiado pequeña, simplemente... perfectamente proporcionada.
Había una pequeña cicatriz en su sien derecha que nunca había notado antes—apenas visible, probablemente de años atrás cuando era más joven, tal vez incluso de antes de convertirse en Cazador. Me pregunté distraídamente cómo la había conseguido. Qué historia había detrás de esa pequeña marca plateada.
Su piel era más suave de lo que habría imaginado. Oh, tenía la textura ligeramente curtida de alguien que pasaba mucho tiempo al aire libre, bajo el sol y el viento y la nieve. Pero no era áspera. Solo... vivida. Real.
Y sus ojos.
Dios, sus ojos.
Bajo la luz cálida y dorada de la lámpara—tan diferente de la luz fría e impersonal del día exterior—se veían completamente diferentes. Menos como hielo impenetrable y más como agua profunda en un lago de montaña. Ese tipo de azul que cambiaba de tono dependiendo de la luz, del ángulo, del humor tal vez.
Había algo en ellos que brillaba desde dentro cuando pensaba que no lo estabas mirando directamente. Una profundidad. Una complejidad. Capas sobre capas de cosas no dichas, de emociones contenidas, de pensamientos que nunca verbalizaba.
—No es tan malo —murmuró, y su voz sonaba diferente así de cerca. Más profunda. Más íntima. Vibrando en el pequeño espacio entre nosotros—. Ya está dejando de sangrar.
Removió el trapo, examinando su trabajo. Aparentemente satisfecho, lo dejó a un lado sobre la mesa.
Pero no se alejó.
Su mano seguía sosteniendo mi barbilla—suave pero firme, como si no quisiera o no pudiera soltarme todavía. Y entonces su pulgar—no el trapo, su pulgar desnudo—rozó la piel justo debajo de la herida.
Tan suave que podría haber sido una corriente de aire. Tan deliberado que supe que no fue un accidente.
Sentí cómo se me cortaba la respiración. Literalmente se detuvo en mi garganta, atrapada en algún lugar entre mis pulmones y mis labios.
El momento se estiró como caramelo, denso y pegajoso y cargado con algo que ninguno de los dos nombraba pero que ambos sentíamos con cada terminación nerviosa de nuestros cuerpos.
Giyuu no se movió. Yo no me moví. Solo existíamos en ese espacio minúsculo entre nosotros, suspendidos en un instante que parecía estirarse hacia la eternidad.
Respirando el mismo aire. Compartiendo el mismo calor. Tan cerca que si cualquiera de los dos se inclinara apenas unos centímetros más...
Sus ojos se movieron. Lentamente, como si tuviera que forzarse a hacerlo, se movieron de mi mejilla donde había estado la herida a mis ojos.
Y me sostuvo la mirada.
Por primera vez vi algo cruzar su rostro. Algo que rasgó esa máscara de neutralidad perfecta que siempre mantenía. Algo vulnerable. Algo casi... hambriento. Desesperado. Como un hombre que había estado perdido en el desierto durante días y finalmente había visto agua.
Sus ojos bajaron. Solo por un segundo. Solo el tiempo suficiente para que mi cerebro registrara que había mirado mis labios.
Mi corazón se detuvo completamente en mi pecho.
Entonces parpadeó, y fue como ver a alguien cerrar una puerta justo cuando estabas a punto de entrar. El momento se rompió como cristal—frágil, hermoso, imposible de reparar una vez destrozado.
Soltó mi barbilla como si de repente se hubiera dado cuenta de que estaba tocando algo que no debería. Como si hubiera cruzado una línea invisible pero importante y acabara de darse cuenta de su transgresión.
—Ya está —murmuró, echándose hacia atrás, apartándose con esa rigidez repentina suya, visiblemente incómodo. Como si acabara de hacer algo inapropiado, algo vergonzoso. Poniendo distancia física apropiada entre nosotros tan rápido que el espacio donde había estado se sintió vacío por su ausencia.
Me quedé quieta, completamente inmóvil excepto por mi corazón que latía tan fuerte que estaba segura de que podía oírlo. La piel de mi barbilla aún ardía bajo donde había estado su mano—como si hubiera dejado una marca invisible pero permanente.
—Gracias —logré decir después de lo que se sintió como una eternidad pero probablemente fueron solo segundos. Mi propia voz sonaba extraña incluso para mis propios oídos. Ronca. Demasiado baja. Demasiado afectada.
Nos quedamos ahí sentados en un silencio que ya no era cómodo sino incómodo, cargado, tenso. Ya no era el silencio familiar que habíamos desarrollado durante estas semanas de convivencia. Era algo nuevo y aterrador y cargado de electricidad.
El fuego crepitaba en su rincón, lanzando sombras danzantes sobre las paredes de madera. El viento aullaba afuera, golpeando contra la cabaña con renovada fuerza mientras la ventisca se intensificaba. Y entre nosotros, el aire se sentía espeso con cosas que no sabíamos decir, con cosas que no podíamos permitirnos sentir.
Finalmente, Giyuu se puso de pie con un movimiento brusco que era completamente inusual en él—alguien que normalmente se movía con tanta gracia y ligereza. Estiró la manga de su uniforme hacia abajo hasta cubrir completamente la herida vendada, sin hacer ni un solo gesto cuando la tela rozó las áreas sensibles.
—Deberíamos descansar —dijo sin mirarme, hablándole a un punto vago en la pared sobre mi hombro—. Mañana debemos enviar un informe sobre lo que encontramos.
Su voz había vuelto a esa neutralidad perfecta. Como si los últimos minutos no hubieran sucedido. Como si no hubiera pasado absolutamente nada digno de nota.
—Sí, probablemente sea lo mejor.
Pero ninguno de los dos se movió hacia nuestros respectivos futones inmediatamente.
Nos quedamos ahí, en lados opuestos de la pequeña cabaña que de repente se sentía aún más pequeña que nunca. La manta divisoria colgaba entre nuestros espacios de dormir como siempre había estado—esa barrera física delgada pero significativa que separaba su mundo del mío.
Pero de alguna forma esta noche se sentía más delgada que nunca. Casi transparente. Como si pudiera ver a través de ella si simplemente lo intentaba lo suficiente.
Fingí ocuparme organizando las cosas sobre la mesa—moviendo la lámpara de aceite un centímetro a la izquierda, alisando un pliegue inexistente en el mantel, cualquier cosa para no tener que mirarlo directamente o enfrentar el silencio cargado que se había instalado entre nosotros.
Podía sentir su presencia a mis espaldas. Sólida. Real. Tan consciente de él como si estuviera tocándome todavía.
—Giyuu —dije finalmente, sin saber exactamente qué quería decir pero sintiendo que algo necesitaba ser dicho. Que no podíamos simplemente retirarnos a nuestras esquinas respectivas y pretender que nada había cambiado.
Porque algo había cambiado. Algo fundamental había sido removido de su lugar y ahora todo estaba ligeramente desequilibrado, inclinado en un ángulo que no podía identificar completamente pero que sentía en cada célula de mi cuerpo.
Sentí más que vi que él se giraba apenas en mi dirección. Esperando. Sin presionar. Simplemente... ahí.
Me giré para mirarlo, y fue un error.
Porque estaba de pie junto al fuego, con las llamas proyectando luz dorada sobre un lado de su rostro y dejando el otro en sombras. Y me miraba con esos ojos que ahora sabía podían ser suaves, podían ser gentiles, podían contener cosas que él nunca diría en voz alta.
Y no supe qué decir.
Abrí la boca. La cerré. Las palabras se me escapaban, escondiéndose en algún lugar profundo de mi pecho donde no podía alcanzarlas. Todas las cosas que quería decir—gracias por cuidarme, gracias por ver mi herida como importante, gracias por ser gentil cuando no tenías que serlo, ¿qué fue eso que acaba de pasar entre nosotros?, ¿lo sentiste tú también?—se quedaron atascadas en mi garganta.
—Buenas noches —terminé diciendo, porque era lo único seguro. Lo único que no me expondría completamente. Lo único que no haría que esta situación ya de por sí tensa se volviera imposible de navegar.
El silencio se extendió entre nosotros durante varios segundos que se sintieron como minutos. Tan largo que empecé a pensar que tal vez no respondería en absoluto. Que tal vez simplemente se retiraría sin una palabra como a veces hacía cuando algo lo incomodaba demasiado.
Pero entonces su voz vino, suave como siempre pero con algo debajo—algo que no podía nombrar pero que hacía que mi piel se erizara:
—Buenas noches, Sakura.
Mi nombre.
Dijo mi nombre.
No "buenas noches" a secas como usualmente hacía en el noventa por ciento de nuestras interacciones nocturnas. Sino Sakura. Mi nombre dicho por primera vez con esa voz baja y esa precisión cuidadosa, como si cada sílaba importara.
Y algo en mi pecho se apretó tan fuerte que dolió físicamente.
No confié en mi voz para responder. Simplemente asentí—un movimiento patético y cobarde—y me retiré rápidamente detrás de la manta divisoria antes de que pudiera hacer o decir algo estúpido.
Me quité el uniforme con manos temblorosas, cambiándome por la ropa más cómoda que usaba para dormir. Cada movimiento se sentía torpe, descoordinado, como si hubiera olvidado cómo funcionaba mi propio cuerpo.
Escuché los sonidos amortiguados de Giyuu moviéndose en su lado de la cabaña. El susurro de tela mientras se cambiaba. El suave crujido del futón cuando se instaló sobre él. El sonido de su respiración—más profunda ahora, más lenta, ese ritmo que adoptaba cuando intentaba dormir.
Me acosté en mi futón, tirando de la manta sobre mi cuerpo aunque el fuego había calentado la cabaña lo suficiente como para no necesitarla realmente. Miré al techo de madera en la oscuridad, trazando las vetas y nudos que había memorizado durante estas semanas pero que esta noche parecían formar patrones completamente nuevos.
Escuché el sonido de su respiración del otro lado de la manta. No podía verlo—esa pieza de tela entre nosotros bloqueaba efectivamente la visión—pero podía oírlo. Cada inhalación. Cada exhalación. El ritmo lento y constante que sugería que estaba tratando de dormir.
O al menos pretendiendo intentarlo.
Porque su respiración no tenía ese patrón completamente relajado del sueño real. Había algo demasiado consciente en ella. Demasiado controlado. Como si estuviera tan despierto como yo pero fingiendo lo contrario.
Me pregunté si él también estaba acostado ahí, mirando su propio techo, reproduciendo los últimos minutos en su mente una y otra vez como yo estaba haciendo. Preguntándose qué diablos había sido ese momento. Qué había significado. Si había significado algo en absoluto o si era solo mi imaginación hiperactiva dándole importancia a algo que para él había sido completamente ordinario.
Pero no. No podía haber sido ordinario. No con la forma en que me había mirado. No con la forma en que su pulgar había rozado mi piel con esa suavidad deliberada. No con la forma en que había mirado mis labios antes de forzarse a apartarse.
A menos que...
A menos que yo hubiera malinterpretado todo completamente. A menos que todo lo que vi en sus ojos hubiera sido proyección de mis propios sentimientos confusos que ni siquiera sabía que tenía hasta este momento.
Me llevé una mano a la mejilla donde su pulgar había rozado. La piel se sentía normal bajo mis dedos—tibia, tal vez ligeramente más sensible de lo usual, pero por lo demás sin cambios. Como si nada extraordinario hubiera sucedido ahí.
Pero yo sabía que sí.
Podía sentir todavía el fantasma de su toque como una marca invisible pero permanente.
Y por primera vez en semanas—quizás en meses—no pensé en el demonio que cazábamos. No pensé en las desaparecidas o en los monstruos demoniacos que acechaban en la oscuridad. No pensé en Airi, atrapada en esa casa con su padre monstruoso. No pensé en mi deber como Cazadora o en las reglas que se suponía debía seguir.
Pensé en manos gentiles limpiando una herida que apenas calificaba como tal.
Pensé en ojos azules como agua profunda.
Pensé en la forma en que había dicho mi nombre—Sakura—como si fuera algo precioso.
Pensé en lo cerca que había estado su rostro del mío. En cómo habría sido ridículamente fácil cerrar esa distancia minúscula si cualquiera de los dos hubiera sido lo suficientemente valiente o estúpido para intentarlo.
Pensé en cómo algo en mi pecho se había roto y reconfigurado simultáneamente en esos pocos minutos junto a la mesa. Como si hubiera sido una persona antes de ese momento y ahora fuera alguien ligeramente diferente—alguien que sabía cosas que no podía desconocer, que había sentido cosas que no podía desentir.
Y no dormí.
No por un largo, largo tiempo.
Me quedé acostada en la oscuridad, escuchando su respiración que gradualmente—tan gradualmente que casi no lo noté—se fue volviendo más profunda, más pesada, hasta que finalmente cruzó ese umbral hacia el sueño real.
Incluso entonces me quedé despierta. Mirando al techo. Tocando ocasionalmente mi mejilla como si pudiera capturar de nuevo esa sensación fugaz de sus dedos contra mi piel. Preguntándome qué diablos iba a hacer con estos sentimientos que acababan de florecer en mi pecho como flores de cerezo en primavera—inesperados, abrumadores, imposibles de ignorar.
Porque ahora que los había reconocido, ahora que había permitido que existieran conscientemente en mi mente en lugar de mantenerlos enterrados en algún rincón oscuro donde podía pretender que no estaban ahí...
¿Cómo se suponía que iba a mirarlo mañana y fingir que nada había cambiado?
¿Cómo se suponía que iba a seguir viviendo en esta cabaña pequeña con él, compartiendo comidas y silencios y el calor del mismo fuego, manteniendo esa distancia apropiada y profesional que los Cazadores se suponía debían mantener?
¿Cómo se suponía que iba a dejar de querer que me tocara de nuevo con esa gentileza imposible?
No tenía respuestas.
Solo tenía la oscuridad y el sonido de su respiración profunda y el latido acelerado de mi propio corazón que se negaba a calmarse.
Afuera, la ventisca aullaba con renovada furia, lanzando nieve contra las paredes de la cabaña en ráfagas irregulares. Pero adentro estábamos calientes. Seguros.
Separados por apenas unos metros y una manta delgada.
Y sin embargo, se sentía como si hubiera un abismo entre nosotros que no sabía cómo cruzar.
O tal vez—y este pensamiento era aún más aterrador—un abismo que ya había comenzado a cruzar sin darme cuenta, y ahora estaba demasiado lejos para regresar pero no lo suficientemente cerca para alcanzar el otro lado.
Cerré los ojos con fuerza, como si eso pudiera detener el torbellino de pensamientos en mi cabeza.
No funcionó.
Así que me quedé ahí, en la oscuridad, con su nombre—Giyuu—repitiéndose en mi mente como un mantra involuntario.
Cuando finalmente logré dormirme en algún punto antes del amanecer, soñé con ojos azules y manos suaves y momentos suspendidos en el tiempo que duraban para siempre pero terminaban demasiado pronto.
Y cuando desperté a la mañana siguiente con la luz gris del amanecer filtrándose por la ventana, lo primero que pensé no fue en el demonio o la misión o el informe que teníamos que escribir.
Fue: ¿Cómo voy a mirarlo hoy?
Y no tenía respuesta para eso tampoco.
Chapter 20: El invierno y la estrella - Parte 5
Chapter Text
Cuando desperté con un dolor de cabeza agudo—ese tipo de dolor sordo y constante que viene de haber dormido poco y mal—Giyuu no estaba.
Su futón ya estaba recogido con meticulosidad, las mantas dobladas en cuadrados perfectos y apiladas en la esquina. La manta divisoria seguía en su lugar, pero pude ver a través del espacio vacío que definitivamente no estaba en la cabaña.
Y lo agradecí.
Dios, lo agradecí con cada fibra de mi ser.
Después de la noche anterior—después de esas horas interminables acostada en la oscuridad, reproduciendo cada segundo de ese momento junto a la mesa hasta que cada detalle estaba grabado en mi memoria con claridad dolorosa—necesitaba tiempo. Tiempo para pensar. Para centrarme. Para recuperar algo parecido al control sobre mis propios pensamientos y reacciones.
Me levanté con movimientos lentos y torpes, sintiendo como cada articulación protestaba por la falta de sueño apropiado. Me lavé la cara con agua fría del cubo—tan fría que me robó el aliento y me hizo jadear—esperando que el shock físico pudiera de alguna forma despejar la niebla que sentía en mi cerebro.
No funcionó realmente. Pero al menos me sentí más despierta.
Mientras desayunaba té tibio y un panecillo medio seco—lo último que quedaba de la hornada de hace dos días—forcé mi mente a trabajar de forma lógica, racional. A analizar la situación con la misma objetividad que aplicaría a cualquier otro problema.
Y llegué a una conclusión. Una conclusión lógica, coherente, racional, que tenía perfecto sentido cuando la veías desde fuera de toda la confusión emocional.
No había pasado nada. Absolutamente nada.
Yo era una persona reservada por naturaleza. Siempre lo había sido, incluso antes de convertirme en Cazadora. Nunca había tenido un gran grupo de amigos bulliciosos o una red extensa de conocidos. Ni siquiera había sido cercana con mi familia — aparte de Kenji — o había hecho amistad con compañeros durante mis años de entrenamiento.
Y desde la muerte de Kyojuro...
Tragué saliva, forzando ese pensamiento hacia abajo antes de que pudiera abrirse completamente.
Desde entonces, apenas si me relacionaba con nadie que no fuera en momentos esporádicos y necesarios. Me escribía con Senjuro—de hecho le había escrito hacía poco para hacerle saber que estaba bien, que seguía viva, que no se preocupara—y ocasionalmente intercambiaba cartas formales con Kagaya-sama sobre misiones y reportes. Hablaba con aldeanos cuando era necesario durante mis asignaciones, breves conversaciones funcionales sobre demonios y desapariciones.
Pero aparte de eso... no tenía a nadie con quien realmente compartir mi tiempo, mi espacio personal. Nadie con quien reír sin reservas. Nadie que me tocara de formas casuales y cotidianas—en el sentido platónico de la palabra. No tenía una relación de amistad verdadera con alguien donde hubiera palmadas en la espalda, abrazos, esa cercanía física inocua y normal que otras personas parecían disfrutar tan fácilmente.
Y si yo era así—reservada, distante, no acostumbrada al contacto físico—imaginaba que Giyuu Tomioka era la cúspide absoluta de la antisocialidad. Había las cosas que los otros Hashira decían sobre él. Que era frío. Distante. Que no se relacionaba con nadie. Que incluso entre los Pilares—un grupo ya de por sí pequeño—se mantenía apartado.
Ninguno de los dos estábamos acostumbrados a esos toques normales, a ese roce de pieles que ocurría naturalmente cuando compañeros se curaban mutuamente o trabajaban en proximidad cercana. Por eso era completamente normal, perfectamente explicable, que nuestros cuerpos hubieran reaccionado de esa forma.
No era atracción.
Era simplemente... la novedad. La excitación instintiva de personas solitarias experimentando algo desconocido. Contacto físico suave cuando no estábamos acostumbrados a ello. Nada más.
Tomé otro sorbo de té, dejando que el líquido tibio bajara por mi garganta mientras continuaba construyendo mi argumento mental.
Y realmente le estaba dando demasiadas vueltas a todo esto. Estaba creando algo grande y significativo de lo que había sido un momento completamente ordinario. Todo estaba en mi cabeza—mi imaginación hiperactiva tomando una situación simple y añadiéndole capas de significado que no existían.
Giyuu no había sentido nada. Probablemente me había imaginado ese momento en que sus ojos se oscurecieron, cuando ese azul se volvió algo más profundo, más intenso. Me había imaginado cuando su mirada bajó—apenas un segundo, tan breve que podría haber sido un parpadeo—a mis labios.
Luego se había apartado con brusquedad, tenso, incómodo. Pero eso era simplemente porque él tampoco estaba acostumbrado a esa cercanía física. Había cruzado sus propios límites personales al tocarme de esa forma tan atenta, y luego se había dado cuenta de lo inapropiado que podría parecer y había retrocedido inmediatamente.
Eso era todo.
Nada más.
Así que decidí, mientras lavaba los platos del desayuno con más fuerza de la necesaria—el agua fría haciendo que mis manos se entumecieran pero dándome algo físico en qué concentrarme—que el tema se había acabado. Terminado. No volvería a pensarlo.
Actuaría exactamente como siempre había actuado. Profesional. Cordial. Manteniendo esa distancia apropiada. Porque aún nos quedaba tiempo aquí en esta misión—quién sabía cuánto tiempo más—y no era inteligente crear incomodidad donde no la había.
Todo volvería a la normalidad.
Todo estaba bien.
***
Giyuu no regresó en toda la mañana.
Se mantuvo fuera patrullando o entrenando o haciendo lo que fuera que hacía cuando desaparecía durante horas, hasta bien entrado el mediodía. El sol ya había alcanzado su punto más alto en el cielo—visible a través de la ventana como un disco pálido detrás de las nubes grises—cuando finalmente escuché sus pasos en el porche.
La puerta se abrió con suavidad detrás de mí mientras yo terminaba de pelar unas zanahorias sobre la tabla de cortar, los rizos anaranjados de piel cayendo en un montón ordenado.
—Hola —saludé con voz deliberadamente neutral, mirándolo por encima del hombro.
Él respondió con un murmullo bajo, distraído, casi inaudible. No era la primera vez que hacía eso—Giyuu no era exactamente conocido por sus saludos efusivos.
Ves, me dije a mí misma con una satisfacción casi triunfal. Todo está bien. Como siempre.
Volví mi atención a las zanahorias, cortándolas en rodajas uniformes con movimientos practicados.
Bueno... tal vez me miraba un poco menos de lo normal. Sus ojos parecían deslizarse sobre mí y luego apartarse rápidamente, como si mirarme directamente fuera algo incómodo. Pero tampoco era raro que Giyuu Tomioka evitara el contacto visual con la gente, suponía. Era su estado natural.
Sumergí las zanahorias cortadas en un cuenco con agua fría para mantenerlas crujientes y agarré un trapo para secarme las manos, que estaban ligeramente pegajosas con jugo de verduras.
—¿Has enviado el informe? —pregunté, dándome la vuelta para mirarlo apropiadamente.
Giyuu asintió sin encontrar mi mirada mientras se quitaba la katana del cinturón y la dejaba con cuidado contra la pared en su lugar habitual. No añadió nada más. Ninguna elaboración. Ningún detalle sobre qué había escrito.
Por supuesto que no. Palabras innecesarias nunca habían sido el estilo de Giyuu.
El silencio se extendió entre nosotros—no exactamente incómodo pero tampoco del todo cómodo. Algo intermedio. Algo que no sabía cómo clasificar.
—He estado pensando sobre ese demonio —dije finalmente, rompiendo el silencio, mi voz aún un poco ronca por no haberla usado mucho esa mañana. Me apoyé contra el mueble de la cocina, cruzando los brazos sobre mi pecho—. Nos buscó específicamente. Nos condujo a ese lago de forma deliberada. Y las cosas que dijo... claramente estaba actuando bajo las órdenes de otro demonio más poderoso.
Hice una pausa, organizando mis pensamientos.
—Me pregunto si no fue más que una distracción. Una forma de alejarnos de algo más importante mientras el verdadero jefe aprovechaba para... no sé. ¿Llevarse a otra chica? ¿Hacer lo que sea que está haciendo sin nuestra interferencia?
Giyuu asintió lentamente, como si él también hubiera llegado a la misma conclusión pero no hubiera visto la necesidad de verbalizarla.
—¿Te has enterado si alguien desapareció anoche? —le pregunté, enderezándome—. ¿Mientras estábamos ocupados con ese demonio en el lago?
Él negó con la cabeza, sus ojos aún evitando los míos de formas que estaban empezando a ser notablemente obvias.
—No parecía haber conmoción en el pueblo cuando pasé por allí esta mañana —dijo en voz baja—. Todo estaba... normal.
Eso al menos era un alivio. Me mordí el labio, procesando, y tomé asiento en una de las sillas junto a la mesa. Giyuu se quedó de pie, como si sentarse cerca de mí fuera algo que prefería evitar.
No seas ridícula, me reprendí mentalmente. Probablemente solo prefiere estar de pie. No tiene nada que ver contigo.
—Creo que las desapariciones de los hombres... —comencé, organizando la teoría que había estado formándose en mi mente durante las horas de insomnio—. Las que mencionó Oichi Mikami. Creo que esas fueron obra del demonio que matamos anoche. Encaja con su comportamiento—errático, violento, sin mucho plan real más allá de causar caos.
Hice una pausa, bajando la mirada a mis manos que descansaban sobre la mesa.
—Pero las mujeres... las jóvenes... eso es diferente. Hay un patrón ahí. Una selección específica. —Sentí cómo se me apretaba el pecho al pensar en Kinoko, en todas las otras chicas que habían desaparecido de formas similares—. Creo que es ese otro demonio quien las elige. Las caza por su vulnerabilidad. Sus mentes frágiles. Se aprovecha de eso.
Mi voz se volvió más baja, más pensativa.
—Tal vez sea capaz de meterse en sus mentes. De hacer que vean cosas. Cuando se sienten solas, desesperadas, sin salida... ahí es cuando ataca. No parece el comportamiento de un simple demonio menor con hambre indiscriminada. Esto es... calculado. Psicológico.
Giyuu miraba al suelo, pensativo, con ese ceño ligeramente fruncido que significaba que estaba procesando información. Luego alzó su mirada azul y, por primera vez desde la noche anterior, nos miramos directamente a los ojos.
El impacto fue casi físico. Como si algo se conectara entre nosotros—un circuito que se cerraba, electricidad fluyendo.
Aparté la mirada primero, odiándome a mí misma por la cobardía.
—No es la primera vez que te enfrentas a una Luna —dijo él, y no fue una pregunta sino una afirmación.
Tragué saliva. Asentí lentamente, sintiendo cómo algo frío y pesado se asentaba en mi estómago.
—No. No lo es.
El silencio se extendió. Esperando. Él no presionaría—nunca presionaba—pero había hecho la observación y ahora la pelota estaba en mi cancha.
Respiré profundamente.
—Rengoku-san y yo nos encontramos con una Luna Superior en nuestra misión juntos.
Traté de ignorar la inflexión involuntaria en mi propia voz cuando pronuncié su nombre en voz alta por primera vez en meses. Ese quiebre minúsculo que esperaba que Giyuu no notara pero que probablemente sí notó porque él notaba todo, incluso las cosas que la gente intentaba esconder.
—Esa Luna se aprovechaba también de mujeres vulnerables. Prostitutas en su mayoría. Mujeres que la sociedad ya había descartado. Se metía en tu cabeza y te hacía... ver cosas. Cosas que no estaban ahí. Tus peores miedos. Tus mayores arrepentimientos. Todo amplificado hasta que no podías distinguir la realidad de la ilusión.
Recordé esas horas terribles luchando contra algo que apenas podía ver, donde cada sombra podría haber sido real o imaginada. Donde Kyojuro había tenido que guiarme con su voz porque mis propios ojos me traicionaban.
Giyuu apartó la mirada y asintió, sin más. No hizo preguntas. Simplemente... aceptó la información y la guardó.
—Kagaya-sama dijo que los demonios se están volviendo más atrevidos últimamente —dijo después de un momento, mirando hacia el fuego que ardía perpetuamente en su rincón—. Más organizados. Más dispuestos a arriesgarse. Quizá pueda tratarse de otra Luna.
Asentí, sintiendo el peso frío de esa posibilidad asentarse sobre mis hombros como una manta pesada.
Si era cierto, si realmente estábamos cerca de una de las Doce Lunas Demoníacas—aunque fuera una Luna Inferior—no podíamos permitirnos errores. Ni uno solo.
Me levanté de la silla con un suspiro, sintiendo cómo mis articulaciones protestaban. Necesitaba moverme. Hacer algo productivo con mis manos.
—Podemos salir a patrullar después del almuerzo —dije mientras me dirigía de vuelta a la cocina—. Cubrir más terreno. Tal vez encontremos algo que se nos escapó antes.
Me puse a terminar de preparar la comida—cortando las verduras restantes, emplatándolas con arroz y añadiendo un poco de pollo frío del día anterior. Nada elaborado pero sustancioso. Comida funcional para mantener nuestras fuerzas.
Comimos en silencio, como siempre, cada uno perdido en sus pensamientos. Y fue mientras comíamos que mi mirada se desvió inevitablemente hacia el brazo herido de Giyuu.
Le había preguntado antes cómo estaba la herida. Había murmurado por lo bajo que estaba bien, sin elaborar. Yo no había presionado. Y él no había vuelto a mencionar el arañazo en mi mejilla.
Pero noté algo más.
La tela de su haori—específicamente la mitad que tenía ese tejido distintivo de rombos verdes, naranjas y amarillos—seguía rota donde las garras del demonio la habían desgarrado. Aunque claramente se había cambiado la parte superior del uniforme por un recambio limpio, el haori seguía mostrando el daño.
Tres líneas paralelas de tela destrozada, los bordes deshilachándose ligeramente.
Algo en verlo me molestó. Ese hermoso haori, tan único, tan original, dañado así.
Alcé la mirada hacia él y hablé antes de pensar realmente en lo que estaba diciendo, antes de considerar si era apropiado o si estaba sobrepasando algún límite invisible:
—Puedo cosértelo.
Las palabras salieron simples, directas. Una oferta práctica.
Pero en el momento en que las dije, me pregunté si había sido un error. Si era demasiado... personal. Demasiado íntimo de alguna forma que no podía articular completamente.
Giyuu, que acababa de terminar su plato, alzó la vista. Nuestros ojos se encontraron a través de la mesa.
Durante un segundo pensé que iba a negarse. Que me diría educadamente que no era necesario. Que tenía otro de repuesto. Que no importaba realmente.
Pero entonces bajó la mirada hacia la manga rasgada de su haori, y su ceño se frunció apenas. Un minúsculo pliegue entre sus cejas que sugería... ¿preocupación? ¿Pesar por el daño?
Entonces asintió. Apenas un movimiento de cabeza. Pero fue suficiente.
Se quitó el haori con movimientos lentos, casi reverentes, deslizando primero un brazo y luego el otro, teniendo cuidado con el brazo herido. Lo dobló con esa precisión característica y me lo extendió a través de la mesa.
Lo tomé con ambas manos, sintiendo inmediatamente el peso de la tela. Era más pesada de lo que parecía—tela de buena calidad, resistente. Y aún conservaba el calor de su cuerpo, tibio contra mis palmas.
Me levanté, sosteniendo el haori con cuidado como si fuera algo precioso—porque claramente lo era para él—y caminé hacia mi bolsa junto a mi futón. Rebusqué hasta encontrar la pequeña cajita de madera con agujas e hilo que siempre llevaba conmigo.
Era completamente normal que la ropa se rompiera cuando cazabas demonios. Desgarros por garras, quemaduras por sangre ácida, agujeros de colmillos. Saber reparar tu propio equipo era una habilidad básica de supervivencia.
Luego me acerqué al fuego y me senté directamente sobre las tablas de madera del suelo, con las piernas cruzadas, para tener más luz. El calor del fuego me dio en el rostro—intenso, casi incómodo—pero me proporcionaba la iluminación perfecta para ver cada puntada claramente.
Extendí el haori sobre mi regazo, examinando el daño con ojo crítico. Necesitarían puntadas cuidadosas para cerrarlos sin que la tela se frunciera.
Sentía la mirada de Giyuu en mi espalda. Pesada. Consciente. Pero no me giré para confirmarlo.
Me puse a trabajar en silencio, encontrando ese ritmo meditativo que venía con tareas repetitivas. Elegí un hilo de color verde oscuro del pequeño carrete que tenía—lo más parecido al tono del patrón del haori que pude encontrar. Enhebré la aguja con cuidado, humedeciendo el extremo del hilo con mi lengua para que pasara más fácilmente por el ojo.
Comencé con el primer desgarro, trabajando desde el interior para que las puntadas fueran menos visibles. Cada puntada tenía que ser pequeña, uniforme, lo suficientemente apretada para cerrar la tela pero no tanto como para deformarla.
Había algo casi meditativo en esto. En el movimiento repetitivo de la aguja entrando y saliendo de la tela. En el lento pero constante progreso mientras el desgarro se cerraba bajo mis dedos. En concentrarme en algo tangible y concreto después de horas de pensamientos que giraban en círculos sin resolución.
Mi tía me había enseñado a coser cuando era niña, esperando tontamente que me convirtiera en una dama refinada. Realmente fue lo único útil que me enseñó.
El trabajo me llevó quizás veinte minutos. No era particularmente complejo, solo requería paciencia y precisión. Cuando terminé, examiné mi trabajo con ojo crítico.
No era perfecto—podías ver las líneas de la reparación si sabías dónde buscar—pero era sólido. Resistiría. Y si no mirabas directamente el lugar del daño, apenas se notaba que había estado roto en primer lugar.
Satisfecha, até el último nudo y corté el hilo con mis dientes. Guardé la aguja e hilo de vuelta en la cajita, luego agarré de nuevo el haori y me puse de pie.
Giyuu seguía sentado en la silla donde lo había dejado, observándome. Pero se puso de pie lentamente cuando me acerqué a él, mis pasos suaves sobre las tablas de madera.
Extendí el brazo, ofreciéndole su prenda con casi formalidad.
Giyuu alzó la mano despacio, casi con vacilación, y lo tomó con cuidado. No supe si por respeto al haori o por evitar rozarme.
No dijo nada inmediatamente. En cambio, giró la tela en sus manos, examinando el lugar donde antes había estado roto. Sus dedos trazaron las líneas de mis puntadas con delicadeza.
—Mi tía me enseñó a coser —dije, más por llenar el silencio que por cualquier otra razón. Mi voz sonaba demasiado alta en el espacio quieto de la cabaña—. Decía que era una habilidad práctica para... bueno. Para esto, supongo.
Intenté una sonrisa pequeña, ligera. Casual.
Giyuu alzó sus ojos hacia mí. Y en ellos vi algo que no podía nombrar completamente pero que hizo que mi respiración se atascara ligeramente en mi garganta.
Gratitud, tal vez. O algo más profundo. Algo más complicado.
Luego se puso el haori con movimientos tranquilos, cuidadosos. Casi rituales. Como si temiera que los desgarros recién reparados pudieran abrirse de nuevo si no tenía suficiente cuidado.
El haori se asentó sobre sus hombros con perfección familiar—claramente algo que había usado durante tanto tiempo que se había moldeado a la forma de su cuerpo. La mitad roja y la mitad verde-amarilla creando ese contraste distintivo que lo hacía reconocible incluso a distancia.
—Gracias —dijo finalmente.
Su voz era baja. Pero había un peso en esa palabra única que sugería que significaba más de lo que la superficie indicaba.
Le sonreí suavemente—genuinamente esta vez—y me encogí de hombros con una ligereza que no sentía completamente.
—No es nada. Para eso están los compañeros, ¿no?
Compañeros. La palabra se sintió segura. Profesional. Un recordatorio tanto para él como para mí de lo que éramos. De lo que debíamos ser.
Giyuu me sostuvo la mirada un segundo más. Su nuez de Adán se movió en su garganta como si estuviera tragando palabras que no se permitiría decir.
Luego se dio la vuelta—impenetrable nuevamente, esa máscara de neutralidad firmemente de vuelta en su lugar—dejando tras de sí ese silencio que a veces decía más que cualquier palabra.
Y yo me quedé ahí, con las manos aún tibias del calor de la tela que había sostenido, preguntándome por qué un gesto tan simple como coser un haori se sentía como algo mucho más significativo de lo que debería.
La salida de esa tarde fue completamente inútil.
Semanas en esta región maldita, y lo único que habíamos conseguido con respecto a nuestra misión era matar a un mero esbirro. Un peón en un juego mucho más grande que aún no podíamos ver completamente.
El cielo se mantenía encapotado, pesado con la promesa de más nieve. El aire olía a esa humedad particular que precedía a las tormentas invernales. Y el lago helado y sus alrededores estaban completamente en calma—una calma antinatural, casi insultante. Como si el demonio y nuestra pelea de anoche nunca hubieran existido. Como si la sangre negra nunca hubiera manchado la nieve blanca.
Regresábamos a la cabaña por el sendero estrecho que bordeaba los campos nevados y que pasaba por el pueblo. Teníamos que comprar algunas provisiones antes de regresar—estábamos quedándonos peligrosamente cortos de arroz y verduras.
Caminábamos en silencio, como de costumbre. Yo con la mirada baja, concentrada en el crujido de la escarcha bajo mis botas, en el ritmo hipnótico de un pie delante del otro. Giyuu iba unos pasos por delante, su figura oscura recortada contra la blancura del paisaje.
Pasamos junto a un pequeño templo de piedra que se encontraba a unos metros del camino principal. Apenas un altar modesto rodeado de árboles medio pelados por el invierno, con una cuerda shimenawa colgando sobre la entrada—desgastada por el tiempo y el clima—y unas campanas pequeñas que probablemente estaban congeladas por el frío y no habían sonado en semanas.
Giyuu se detuvo.
No anunció su intención ni se giró para explicar nada. Simplemente... se detuvo.
Ni siquiera hizo el amago de acercarse al altar. Pero movió su cuerpo para enfrentarlo directamente, cuadrando sus hombros, y se inclinó levemente hacia adelante. Un movimiento preciso, medido, lleno de respeto silencioso.
Sus ojos se cerraron durante un instante—dos segundos, tal vez tres. Sus labios se movieron infinitesimalmente, como si estuviera diciendo algo en voz tan baja que ni siquiera el viento podía escucharlo.
Luego continuó su camino como si nada hubiera ocurrido. Sin una palabra. Solo ese gesto breve y ese momento de quietud antes de retomar la marcha.
Yo lo seguí, manteniendo los mismos pasos de distancia que nos separaban.
Y pensé, mientras lo observaba caminar frente a mí con esa postura recta e inmutable, que esa era la tercera vez que lo veía hacer exactamente lo mismo.
Siempre que pasábamos cerca de un santuario—no importaba lo pequeño, lo abandonado, lo olvidado que fuera—Giyuu se detenía. Repetía ese gesto exacto. La misma inclinación. El mismo momento de ojos cerrados. Como una costumbre arraigada tan profundamente que ni siquiera tenía que pensar en hacerlo.
Como una promesa hecha hace mucho tiempo y renovada silenciosamente cada vez que tenía la oportunidad.
Y había otras cosas también. Pequeñas cosas que había estado notando sin darme cuenta conscientemente de que las estaba catalogando.
Siempre soplaba tres veces al cuenco de comida antes de comer, incluso si la comida no estaba particularmente caliente. Tres veces exactas. Como si el número tuviera algún significado específico que solo él conocía.
Estiraba las mangas de su haori antes de salir de la cabaña con un gesto firme pero casi imperceptible, ajustándolas hasta que caían exactamente donde quería aunque no tuvieran ni una sola arruga que corregir. Ese mismo gesto, cada mañana, sin fallo.
No hablaba durante las comidas. Nunca. Comía en silencio completo, concentrado en el acto de alimentarse con esa eficiencia característica. Y tampoco hablaba mucho durante las caminatas por el bosque—lo cual no era sorprendente dado su naturaleza generalmente taciturna.
Pero había notado que aflojaba su paso si percibía que yo me rezagaba. Sin voltearse para comprobarlo, sin quejarse, simplemente... ralentizaba. Ajustaba su ritmo al mío de formas tan sutiles que alguien menos observador no lo habría captado nunca.
Pequeñas cosas. Rutinas silenciosas. Hábitos privados que tenías que prestar atención para notar. Que nadie más notaría probablemente porque nadie más se molestaba en observar tan de cerca.
Y yo lo hacía, me di cuenta con algo parecido a la sorpresa. Notaba todo sobre él. Lo registraba. Lo catalogaba en algún rincón de mi mente sin siquiera darme cuenta conscientemente de cuándo había empezado a hacerlo.
¿Cuándo había comenzado a prestar tanta atención a Giyuu Tomioka? ¿A sus gestos, sus hábitos, las formas en que se movía a través del mundo con esa quietud deliberada?
No tenía una respuesta clara. Solo sabía que ahora no podía dejar de notarlo.
A lo lejos ya se podían ver los tejados nevados y el humo gris de las chimeneas de la aldea, elevándose en columnas rectas contra el cielo encapotado. Dejamos el altar atrás, y un poco después me encontré girando la cabeza y observándolo en la lejanía—esa pequeña estructura de piedra rodeada de árboles desnudos, solitaria.
Me pregunté, sin poder evitarlo, en qué creía Giyuu. Si creía en los dioses, en espíritus protectores, en el poder de las plegarias silenciosas. O si simplemente hacía eso por costumbre heredada, por respeto cultural, sin fe real detrás.
Si lo hacía para saludar a alguien.
O para despedirse de alguien que ya no estaba y a quien echaba de menos con una intensidad que nunca verbalizaría.
Esa última posibilidad se asentó en mi pecho como algo pesado y doloroso.
En la aldea, informé a Giyuu que me alejaría un momento para comprar un par de cosas personales.
Sin ser sorprendente, no preguntó qué cosas ni por qué necesitaba hacerlo sola. Solo asintió con ese aire ligeramente ausente que adoptaba cuando algo no requería su atención directa.
Lo agradecí. Porque necesitaba un par de productos de higiene femenina—compresas principalmente, y un tónico herbal para el dolor intenso que venía con esos días del mes—y no era una conversación que tuviera ganas de tener con él o con cualquier otro hombre.
La tienda era pequeña pero bien surtida, atendida por una mujer mayor que me vendió lo que necesitaba sin hacer preguntas incómodas. Guardé las compras discretamente en mi bolsa y salí de nuevo al aire frío.
El sol aún seguía en el cielo, aunque bajo en el horizonte. Los días se iban alargando gradualmente a medida que el invierno avanzaba hacia su fin eventual, aunque tan lentamente que era casi imperceptible día a día.
Me estaba colocando la bufanda alrededor del cuello—ajustándola para que cubriera mejor contra el viento cortante—cuando la vi.
Airi.
Caminaba sola por una calle lateral angosta, con una cesta llena de huevos entre las manos. Llevaba un abrigo de buena calidad—claramente caro, del tipo que solo las familias acomodadas podían permitirse—pero estaba abierto, desabrochado completamente como si no hubiera tenido las fuerzas o la motivación para ajustarlo apropiadamente. Como si no sintiera el frío que debería estar penetrando hasta sus huesos.
Pensé que viniendo de una familia tan acomodada como la suya, no tendría necesidad real de salir al mercado a hacer compras. Que probablemente tenían sirvientes para esas tareas mundanas.
Pero que tal vez lo hacía de todas formas. Que probablemente le gustaba tener una excusa para salir de esa casa. Que lo usaba como vía de escape de algo que no podía escapar realmente.
La imagen de esa noche terrible me golpeó como el puño cerrado de un demonio, robándome el aire de los pulmones.
La tormenta. El tejado helado bajo mis manos entumecidas. La luz amarilla brillando en la ventana de la mansión del terrateniente. Las cortinas de la habitación de Airi cerrándose de golpe, ese movimiento brusco que había convertido la sospecha en certeza horrible.
Sentí un nudo apretarse en mi garganta y unas ganas casi abrumadoras de correr hacia ella y abrazarla. De ofrecerle algo—consuelo, protección, algo—aunque sabía que no podía protegerla realmente. No de la amenaza que vivía bajo el mismo techo.
Antes me había referido mentalmente a ella como una niña. Pero mirándola ahora—la forma en que cargaba su cuerpo, el peso invisible que arqueaba sus hombros jóvenes—me di cuenta de que ya no lo era. No sabía exactamente desde cuándo había dejado de serlo. Si había sido un momento específico o un proceso gradual. Pero la inocencia que define la niñez ya no existía en ella.
Se la habían robado.
Su sombra era delgada y torpe, proyectada larga sobre la nieve por el sol bajo. Arrastraba los pies como si pesaran el doble de lo que deberían. La trenza perfecta le caía por la espalda—tan pulcra que probablemente alguien más se la había hecho esta mañana—y el contraste entre esa apariencia cuidada y la forma derrotada en que se movía era dolorosamente evidente.
Su hermana pequeña ya no estaba. Noa había sido enviada lejos, a esa escuela en Sendai donde estaría a salvo de su padre monstruoso.
Y aunque en su situación eso era objetivamente bueno—porque Noa al menos estaba protegida ahora, fuera del alcance de esas manos que no deberían tocar nunca a una hija—también significaba que ahora Airi estaba completamente sola.
Sola con él.
Sin ni siquiera la pequeña presencia de su querida hermana menor, su único apoyo.
Antes de darme cuenta conscientemente de tomar la decisión, ya estaba caminando hacia ella. Mis pies se movían por voluntad propia, llevándome a través de la calle nevada.
—Airi.
Mi voz salió más suave de lo que pretendía. Casi un susurro.
Ella se detuvo en seco, su cuerpo tensándose como si hubiera escuchado un disparo. Se giró lentamente hacia mí.
Sus ojos—grandes, oscuros, expresivos de formas que su rostro cuidadosamente neutro intentaba no ser—me miraron con una mezcla compleja de sorpresa y miedo.
Sentí una oleada de odio tan pura y ardiente que me quemó desde dentro. Odio hacia el ser que se hacía llamar su padre. El que la estaba destrozando cada día un poco más. El que le había robado todo—su inocencia, su alegría, su futuro, su propia alma.
Me acerqué más, cerrando la distancia entre nosotras hasta que estuve lo suficientemente cerca como para ver las ojeras bajo sus ojos.
—¿Qué tal estás? —susurré, aunque ya conocía la respuesta. Era una pregunta estúpida. Pero no sabía qué más decir—. Ahora que Noa no está...
Airi apretó los labios en una línea fina, tan fina que casi desaparecieron. Sus nudillos se volvieron blancos alrededor del asa de la cesta.
Di un paso más hacia ella. La miré directamente a los ojos y luché por transmitirle todo lo que no podía decir en voz alta. Confianza. Apoyo. Solidaridad de mujer a mujer.
Bajé la voz aún más, apenas un murmullo que solo ella podría escuchar:
—Escucha, Airi. No estás sola, ¿de acuerdo? Vamos a ayudarte. Encontraremos una forma. Te lo prometo.
Era una promesa que no sabía cómo cumplir. Pero la hice de todas formas porque tenía que decir algo. Porque no podía simplemente caminar junto a esta chica que sufría y no hacer nada.
Airi palideció hasta que su rostro se volvió casi translúcido. Por un momento pensé que saldría corriendo, que el miedo la haría huir antes de que alguien nos viera juntas.
Pero no lo hizo.
En cambio, enfrentó mi mirada directamente. Y supe en ese momento que ella sabía que yo lo sabía. Que era consciente de que yo había visto algo, comprendido algo, que su secreto horrible ya no era completamente secreto.
Y vi miedo en sus ojos—tanto miedo que casi me ahogó solo de mirarlo—pero también... una chispa. Pequeña. Frágil. Pero ahí.
Esperanza, tal vez. O solo el alivio desesperado de que alguien, alguien en este mundo cruel, sabía y se preocupaba.
Iba a alargar la mano, a rozarle el hombro en un gesto de consuelo, a ofrecerle ese toque de comprensión que a veces significaba más que cualquier palabra, cuando una voz grave y seca me atravesó como una lanza.
—¿Qué está pasando aquí?
Ambas nos giramos de golpe, nuestros cuerpos reaccionando instintivamente a la amenaza en esa voz.
Oichi Mikami.
Avanzaba hacia nosotras con paso lento, medido, superficialmente controlado. Vestido elegantemente como siempre—ropa cara que proclamaba su estatus incluso desde la distancia. Pero incluso a varios metros de distancia pude ver la furia en sus ojos. La forma en que su mandíbula estaba apretada. Como si estuviera tratando de contener algo violento que pendía de un hilo delgado.
Al verlo por primera vez en persona después de confirmar todas mis sospechas más oscuras, sentí que todo mi cuerpo se preparaba como si tuviera a un demonio delante de mí. Esa misma reacción visceral de peligro, de amenaza mortal.
Pero este no era un demonio que pudiera matar con mi katana.
Mikami se detuvo junto a su hija, y su mano se disparó para agarrarla del brazo. No suavemente, sino con fuerza, con posesión, con esa brutalidad apenas contenida que hablaba de violencia más profunda, oculta detrás de puertas cerradas.
Tuve que luchar físicamente contra el impulso de lanzarme contra él. De arrancar esa mano de su brazo. De gritar que no la tocara, que no tenía derecho, que era un monstruo.
Pero no podía. Las reglas me ataban tan efectivamente como cadenas de hierro.
Así que en cambio lo miré a los ojos. Y él me devolvió la mirada con ira y desprecio absoluto.
—¿Qué crees que estás haciendo con mi hija? —escupió las palabras con veneno que goteaba de cada sílaba—. ¿No deberías estar ocupada acabando con esa amenaza demoniaca que puebla nuestra región? Esa que al parecer tú y tu compañero sois demasiado inútiles para...
—Airi-chan y yo solo hablábamos —lo corté, sintiendo la vena en mi cuello palpitando tan violentamente que estaba segura de que era visible. Mi voz salió más fría de lo que pretendía, con ese filo metálico que venía cuando estaba conteniendo rabia.
La pobre Airi agachó la cabeza inmediatamente, su barbilla cayendo hasta casi tocar su pecho. Sumisión aprendida. Hacerse pequeña. Invisible. Estrategias de supervivencia que ninguna chica de su edad debería tener que conocer.
Un brillo peligroso cruzó los ojos de Oichi Mikami. Algo depredador. Algo que reconocía desafío y disfrutaba aplastandolo.
—¿Hablando? —repitió con falsa cortesía que no engañaba a nadie—. ¿Qué asuntos tienes tú que hablar con mi hija?
La manera en que pronunciaba 'mi hija'—con ese énfasis posesivo, con esa nota de propiedad absoluta—hizo que mi estómago se retorciera con náusea.
Mikami dio un paso más hacia mí, usando su altura superior—era considerablemente más alto que yo—para mirarme desde arriba. Un intento deliberado de intimidación física. De recordarme que era más grande, más fuerte, más poderoso en todos los sentidos que importaban en esta sociedad.
—¿La estás llenando la cabeza de ideas estúpidas? —gruñó, y había amenaza real en su voz ahora. No velada. Directa.
Y entonces algo cambió en su expresión. Se quedó muy quieto, como si algo lo hubiera golpeado internamente. Como si una pieza hubiera caído en su lugar en algún rompecabezas mental.
Palideció ligeramente, y sus ojos brillaron con comprensión súbita. La mano que se cerraba en torno al brazo delgado de Airi se apretó aún más—lo suficiente como para dejar marcas que durarían días—y ella hizo una mueca minúscula de dolor que intentó ocultar inmediatamente.
—Fuiste tú, ¿verdad? —dijo en voz baja, peligrosa. Cada palabra era una acusación envuelta en amenaza—. Tú, cazadora arrogante. Metiéndote donde no te llaman.
Dio otro paso hacia mí. Podía oler el sake en su aliento. No estaba borracho—demasiado controlado para eso—pero había bebido. Lo suficiente para que su inhibiciones estuvieran bajas. Lo suficiente para ser peligroso.
—Forzándome a aceptar esa maldita invitación del Colegio Shinaneki para no quedar mal delante de la comisión de latifundistas. El mismísimo presidente me envió la carta personalmente, ¿sabías? Reclamando a mis hijas como si tuviera algún derecho. —Su voz subió de volumen, perdiendo ese control cuidadoso—. Hiciste que mi Noa se fuera lejos, ¿no es así? Arrebatándome a mi propia sangre. Separando a un padre de su hija.
Apreté los puños hasta clavarme las uñas en las palmas con suficiente fuerza como para sentir el pinchazo agudo del dolor. Fue lo único que me mantuvo anclada. Que me impidió hacer algo estúpido e irreversible.
Y no pude evitarlo. Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas, cargadas de todo el veneno frío que sentía:
—Ser padre va mucho más allá de una mera palabra, Mikami-san.
El silencio que siguió fue absoluto. Podría haber escuchado caer un copo de nieve.
Luego el rostro de Mikami se contrajo casi grotescamente—esa máscara de respetabilidad que usualmente mantenía rajándose para revelar la fealdad debajo. La transformación fue chocante precisamente por el contraste con la contención fría que normalmente lo dominaba.
Soltó el brazo de Airi bruscamente—ella se tambaleó ligeramente por la liberación súbita—y alzó su mano contra mí.
Iba a golpearme. A abofetearme. Con toda la fuerza que pudiera reunir.
No me moví.
No hice nada, aunque podía pararlo de mil formas diferentes. Aunque sabía exactamente cómo romperle la muñeca, cómo dislocarle el codo, cómo matarlo de cien maneras distintas si realmente lo deseaba.
Pero no podía tocarlo. Las reglas. Las malditas reglas.
Y tal vez, alguna parte oscura de mí pensó, si me golpeaba delante de testigos potenciales, si dejaba evidencia física de violencia, entonces tal vez, tal vez eso sería suficiente para...
El golpe nunca llegó.
Una mano—perteneciente a alguien considerablemente más alto y más fuerte que Mikami—se cerró sobre la muñeca del terrateniente con firmeza absoluta. Firme como el hierro. Inamovible como la roca.
Giyuu.
Había llegado sin hacer el menor ruido, materializándose como un fantasma. Como si hubiera estado hecho de sombras y simplemente hubiera emergido de ellas.
Sujetó el brazo de Mikami sin esfuerzo visible y lo obligó a bajarlo con la misma facilidad con la que apartarías una rama podrida del camino. Como si el terrateniente no pesara nada. Como si su fuerza fuera insignificante comparada con la de un Hashira.
—Es suficiente —dijo Giyuu.
Su voz era baja. Peligrosamente baja. El tipo de voz que no necesitaba gritar para transmitir amenaza absoluta.
Mikami intentó zafarse, tirando de su muñeca capturada con fuerza desesperada. Giyuu lo soltó—un gesto casi desdeñoso, como si retener al hombre no valiera siquiera el esfuerzo mínimo.
A Mikami le temblaba todo el cuerpo. Vi en sus ojos cómo se planteaba atacar a Giyuu. Cómo evaluaba sus opciones. Cómo el impulso violento chocaba contra el sentido común.
El sentido común debió ganar en su cabeza, porque dio un paso atrás en lugar de avanzar. Se recolocó entre nosotros y su hija—como si nosotros fuéramos la amenaza real. Como si estuviera protegiéndola en lugar de ser precisamente aquello de lo que necesitaba protección.
—¿Cómo os atrevéis? —Su voz subió hasta casi gritar—. ¡Os di cobijo cuando llegasteis! ¡Comida! ¡Acceso a mis tierras! ¡Y así me pagáis! ¡Metiéndoos en asuntos que no os conciernen!
Tomó aliento, su pecho subiendo y bajando visiblemente.
—¡Fuera de mi pueblo, los dos! ¡Sois una peste! ¡Voy a denunciaros a las autoridades! ¡Voy a escribir directamente al Cuerpo de Cazadores! ¡Haré que os expulsen!
Giyuu lo observó con la calma más absoluta. No se inmutó ante los gritos. No retrocedió ante las amenazas. Simplemente... esperó a que Mikami terminara su berrinche.
Cuando el silencio cayó—Mikami jadeando ligeramente por el esfuerzo de gritar—Giyuu habló con esa misma voz baja y controlada:
—Si nos vamos, no quedará nadie para proteger sus tierras de la amenaza demoniaca. Las muertes seguirán. Las desapariciones también. Los trabajadores huirán por miedo. Eventualmente no quedará nadie dispuesto a trabajar aquí. Perderá su fuerza laboral. Su fuente de ingresos. Su poder e influencia en esta región.
Hizo una breve pausa.
—¿Es eso lo que quiere, Mikami-san?
El silencio que siguió fue brutal en su totalidad.
Airi detrás de la figura de su padre parecía a punto de echarse a llorar. Sus hombros temblaban con el esfuerzo de contener los sollozos.
Y me di cuenta en ese momento de que el cuerpo de Giyuu estaba posicionado ligeramente frente al mío. No obviamente. No de forma que pareciera que estaba protegiéndome específicamente. Pero sí lo suficiente como para que si Mikami intentaba atacarme nuevamente, tendría que pasar por Giyuu primero.
Se había interpuesto entre la amenaza y yo. Instintivamente. Naturalmente.
Mikami observó a Giyuu con furia que hacía que las venas de su cuello se marcaran. Pero podía ver los engranajes girando a toda velocidad detrás de sus ojos. Evaluando. Calculando costos versus beneficios. Analizando la situación con esa mentalidad de hombre de negocios que probablemente nunca abandonaba realmente.
Y el hombre de negocios ganó sobre el hombre violento.
Porque en tipos como él, la mención de pérdida monetaria era siempre la mejor baza. El dinero importaba más que el orgullo. El poder económico importaba más que la satisfacción de la violencia.
Mikami clavó esos ojos negros y fríos en Giyuu—una mirada con la cual estaría acostumbrado a intimidar a subordinados y competidores por igual. Pero Giyuu ni siquiera parpadeó. Simplemente devolvió la mirada con esa neutralidad absoluta que era de alguna forma más intimidante que cualquier expresión agresiva.
Fue Mikami quien apartó la mirada primero.
Se giró y volvió a tomar a su hija del brazo—esta vez del otro brazo, evitando el que probablemente ya tendría marcas. Luego me miró directamente con odio puro destilado.
—No os metáis donde no os llaman —dijo, y cada palabra goteaba veneno—. No habrá próxima vez. Si vuelvo a veros cerca de mi hija, os arrepentiréis. Haced vuestro maldito trabajo de una vez y largaos de aquí.
Entonces se giró bruscamente, llevándose a Airi consigo como si fuera un saco de patatas. Sin cuidado. Sin gentileza. Solo posesión bruta.
Involuntariamente, viendo el tratamiento, viendo cómo ella sufría ese agarre, ese arrastre, di un paso hacia ellos. Mi cuerpo moviéndose antes de que mi cerebro pudiera procesarlo completamente.
—No.
La voz de Giyuu me detuvo en seco. Una sola palabra. Baja pero absolutamente firme.
Me giré para mirarlo, desesperada. Él no me miraba a mí. Sus ojos seguían fijos en la dirección donde ese monstruo y su hija estaban desapareciendo entre las casas cubiertas de nieve.
Y había algo en su mirada. Algo oscuro. Una sombra que cruzó esos ojos azules antes de que parpadeara y desapareciera como si nunca hubiera estado ahí.
Entonces me miró. Solo un momento. Sus ojos se deslizaron brevemente hacia la bolsa que yo cargaba—donde había guardado mis compras personales—antes de apartarse rápidamente. Un reconocimiento silencioso de por qué me había dejado sola. De por qué no había estado ahí inmediatamente.
Pero había venido. Cuando importaba. Cuando había percibido el peligro.
Sin decir nada más, se giró sobre los talones y se encaminó hacia la salida del pueblo. Hacia el sendero que llevaba a la cabaña. Sus pasos firmes y constantes. Esperando que lo siguiera.
Y lo hice.
Temblando. No por el frío sino por la rabia que ardía en mis venas como fuego líquido. Por la impotencia que me ahogaba como agua en los pulmones.
Pero seguí las huellas de Giyuu en la nieve.
Porque no tenía otra opción.
Habíamos terminado de cenar hacía apenas unos minutos, pero mi plato seguía medio lleno.
Era tarde, pasada la medianoche. Habíamos llegado tarde de la aldea—esa confrontación horrible con Mikami había consumido más tiempo del que pretendíamos—y el hornillo no había querido funcionar al principio. Giyuu tuvo que andar trasteando con él durante casi media hora hasta que finalmente dio con un tornillo suelto que estaba causando el problema.
Finalmente pudimos cocinar: una sopa de pescado y verduras con fideos de arroz. Simple pero sustanciosa. El tipo de comida que normalmente habría disfrutado después de un día largo y frío.
Pero aunque objetivamente era una comida deliciosa—el caldo rico y aromático, las verduras perfectamente cocidas—yo no pude disfrutarla.
No podía dejar de pensar en la mano posesiva de Oichi cerrándose alrededor del brazo de Airi. En lo enfadado que había estado cuando nos dejó. En la furia vibrando en cada músculo de su cuerpo.
En que había cometido un error terrible al acercarme a Airi en plena calle.
¿Y si lo pagaba con ella? ¿Y si esta noche era más cruel de lo normal para castigarla por haber hablado conmigo? ¿Y si la hacía sufrir—aún más de lo que ya sufría—específicamente porque sabía que yo me preocupaba?
¿Y si esta misma noche, cuando fuera a buscarla a su cuarto...?
No pude terminar ese pensamiento.
Sentí tal desesperación rugiendo en mi pecho—como un animal enjaulado arañando las paredes de su prisión—que me puse en pie de un salto sin pensar conscientemente en hacerlo.
La mesa frente a mí se tambaleó violentamente con el movimiento brusco. La sopa se derramó ligeramente del cuenco, manchando el mantel limpio.
Giyuu, sentado al otro lado con una taza de té caliente a medio camino hacia sus labios, se detuvo. Me miró, frunciendo el ceño apenas. Una pregunta silenciosa en esos ojos azules.
Yo no lo miré. No dije nada. No podía. Las palabras se habían evaporado, reemplazadas por esta urgencia física, esta necesidad abrumadora de hacer algo.
Como guiada por una fuerza que no podía dominar—como una marioneta jalada por cuerdas invisibles—agarré mi haori del gancho junto a mi futón y mi katana de donde la había dejado apoyada contra la pared. Me dirigí hacia la puerta con un solo objetivo cristalino en mi mente.
Iba a ir a la mansión Mikami.
Iba a... no sabía exactamente qué iba a hacer. Pero tenía que hacer algo. Cualquier cosa. No podía quedarme aquí sentada, comiendo sopa, sabiendo lo que estaba pasando a apenas unos kilómetros de distancia.
Agarré el pomo helado de la puerta. El metal estaba tan frío que quemaba contra mi palma. Giré.
—No lo hagas.
Su voz—helada, cortante como una hoja de acero—me detuvo en seco.
Me quedé congelada, con el pomo en la mano y la otra agarrando la empuñadura de mi katana con tanta fuerza que mis nudillos se habían vuelto blancos. Sentí más que escuché cómo Giyuu se levantaba lentamente detrás de mí, el sonido suave de la silla deslizándose contra la madera del suelo.
Apreté la mandíbula hasta que mis dientes crujieron. Me giré hacia él pero sin apartarme de la puerta, con el pomo aún firmemente en mi mano. Desafiante. Desesperada.
—Airi está sufriendo. Ahora mismo. —Las palabras salieron ásperas, cargadas con toda la impotencia y rabia que había estado acumulándose durante días—. El peor daño que se le puede hacer a una niña. A una mujer.
Giyuu no dijo nada. Permaneció junto a la mesa, inmóvil, con esa quietud absoluta tan suya.
Durante unos segundos —largos, insoportablemente largos—, me miró.
Y en su mirada vi pasar algo. No fue solo duda, ni simple preocupación. Fue una sombra más honda, un temblor apenas perceptible en sus ojos azules, como si algo en mis palabras le hubiese tocado un lugar que evitaba mirar.
No preguntó. Pero comprendí que había entendido algo.
Y por un instante, temí que lo hubiera hecho.
—Quedarme aquí sentada —continué, y mi voz se quebró ligeramente—. Sabiendo que ahora mismo ese ser está... Aceptando que eso pase...
No pude terminar. Las palabras se atascaron en mi garganta como espinas.
—Mikami tenía razón en una cosa —interrumpió Giyuu, y había algo duro en su voz. Algo que no era exactamente frío pero sí implacable—. Es el único que nos ha dado cobijo en toda esta región. Acceso a sus tierras, comida, un techo.
Hizo una pausa, y cuando continuó, su voz era más baja pero no menos firme:
—Eso nos permite hacer nuestro trabajo. Cumplir la misión.
El silencio pesó un segundo antes de que continuara, más bajo, más contenido:
—Sin ese techo, moriríamos congelados antes de terminar el trabajo. Y entonces las desapariciones continuarían. Las muertes también. Airi no tendría a nadie que la ayudara.
Mis dientes crujieron audiblemente. Él hablaba con lógica, con estrategia fría y calculada. Y yo solo podía pensar con el corazón, con las vísceras, con esta rabia impotente que me consumía desde dentro.
—¡Pero no la estamos ayudando! —exploté, y mi voz subió hasta casi gritar—. ¡No si me quedo aquí sin hacer nada mientras él la...!
No pude terminar esa frase tampoco.
—Si te dejo ir a su casa esta noche —dijo Giyuu con voz calmada pero con un toque inequívoco de cansancio, como si esta conversación le costara más de lo que estaba mostrando—, lo acabarás matando.
Era una afirmación, no una pregunta.
Lo miré directamente, y toda mi furia encontró un objetivo súbito en él. En esa calma maldita. En esa lógica que sabía que era correcta pero que odiaba en ese momento con cada fibra de mi ser.
—Es lo mínimo que ese bastardo se merece —repliqué, alzando la voz hasta que resonó en las paredes de madera de la pequeña cabaña.
Mi grito quedó suspendido en el aire entre nosotros. Giyuu seguía mirándome con esa expresión neutral, pero noté que había algo tenso en su postura. En la forma en que sus hombros estaban ligeramente más rígidos de lo usual. En cómo su mano descansaba cerca—demasiado cerca—de la empuñadura de su propia katana.
Mordiéndome el labio hasta sentir el sabor metálico de sangre, me di la vuelta bruscamente y giré el pomo de la puerta. El aire frío de la noche se coló por la rendija abierta, robándome el aliento.
—Sakura.
Su voz sonó como un latigazo. Como una orden que no admitía desobediencia.
Era la segunda vez que pronunciaba mi nombre, y esta vez no había ni un rastro de la calidez que había tenido esa otra noche. Solo orden. Solo lógica pura y dura. Una línea trazada en la arena que decía claramente: Detente.
Escuché sus pasos—suaves, contenidos, pero igualmente firmes—acercándose detrás de mí. Sentí su presencia a mi espalda, muy cerca. Demasiado cerca.
Una advertencia clara sin palabras: Si cruzas esta línea, voy a detenerte. No quiero hacerlo, pero lo haré.
Respiré con fuerza, el aire entrando y saliendo de mis pulmones en jadeos irregulares. El aire de fuera se colaba por la rendija de la puerta entreabierta, congelando las lágrimas de frustración que no me había dado cuenta que estaban formándose en mis ojos.
Conté hasta diez. Lentamente. Forzándome a cada número.
Uno. Dos. Tres. Cuatro...
Cuando llegué a diez, cerré la puerta con más fuerza de la necesaria. El golpe resonó en la cabaña como un disparo. Solté el pomo como si me hubiera quemado y me giré hacia Giyuu.
Estaba mucho más cerca de lo que había anticipado.
Tan cerca que si estiraba el brazo apenas unos centímetros, podría posar mi palma contra su pecho. Podría sentir su corazón latiendo bajo mis dedos.
Alcé la mirada—tuvo que alzarla considerablemente porque él era mucho más alto—hasta encontrar sus ojos azules.
Y toda la determinación feroz que había sentido se evaporó con cada respiración entrecortada. Como agua escurriendo entre mis dedos. Dejándome vacía. Exhausta.
Me mordí el labio para evitar que temblara.
—Me enferma pensarlo —susurré, y mi voz sonaba rota incluso para mis propios oídos—. El hombre que debería protegerla más que nadie en este mundo es precisamente el que la está destruyendo. Su propio padre. Y yo no puedo hacer nada. Nada.
Giyuu no respondió inmediatamente. Pero una sombra de algo—tristeza, tal vez, o su propia versión de impotencia—nubló sus ojos por un momento fugaz.
—Lo sé —dijo finalmente.
Su voz era baja. Seria. Pero no fría. No indiferente. Había algo en esas dos palabras simples que me decía que él también sentía esto. Que él también luchaba con la misma rabia impotente. Solo que la procesaba de formas diferentes.
Agaché la cabeza, incapaz de sostener su mirada por más tiempo. Miré hacia el suelo. Hacia los pies de Giyuu, cubiertos por sus tabi de color oscuro y sus zori de color azul marino desgastados por el uso.
Mi mirada subió lentamente—casi contra mi voluntad, como si mis ojos tuvieran mente propia—por sus kyahan blancos perfectamente atados, sus pantalones negros tattsuke-hakama, y luego la hebilla blanca de su cinturón donde colgaba su katana.
Fue entonces cuando realmente me di cuenta de lo cerca que estaba. De lo ancha que era su sombra que se proyectaba sobre mí bajo la luz de la lámpara. Del calor tenue que desprendía su cuerpo—como el de una estufa de carbón a medio encender—que contrastaba marcadamente con el frío que aún se filtraba por las rendijas de la puerta a mi espalda.
Su presencia era tan sólida que parecía ocupar todo el aire a mi alrededor. Como si hubiera desplazado el oxígeno y ahora solo existiera él.
Mis ojos se desviaron sin permiso.
A sus manos.
Quietas a los lados de su cuerpo en este momento, pero nunca realmente relajadas. Siempre listas. Para matar demonios. Para desenvainar su katana en una fracción de segundo. Para sujetarme antes de que hiciera algo estúpido e irreversible. Para curar con gentileza imposible un pequeño arañazo en mi mejilla.
Grandes. Masculinas. Con esas callosidades que había sentido bajo mis dedos. Observé la forma de sus dedos largos, la piel apenas agrietada en los nudillos por el frío constante, las uñas perfectamente cortadas y limpias.
Mi mirada se deslizó más arriba, hasta su pecho cubierto por ese haori disparejo que había cosido apenas horas antes—la mitad roja y la mitad con el patrón de rombos verdes y amarillos—y la parte superior del uniforme negro debajo. Podía ver el leve movimiento de su respiración. Controlada. Constante.
Subí hasta su cuello, casi completamente tapado por el cuello alto del uniforme. Su nuez de Adán que se movió cuando tragó. Su mandíbula cincelada, fuerte, con una definición que hablaba de años de entrenamiento y disciplina.
Luego mis ojos saltaron finalmente a los suyos. Azules como el océano bajo la tormenta. Observándome con esa intensidad que hacía que algo se tensara en mi estómago.
Respiré hondo por la boca porque mi nariz parecía incapaz de tomar suficiente aire.
—Lo siento —susurré, y las palabras salieron quebradas—. Sé que no debería actuar así. Que te pongo en un compromiso imposible. Que es injusto para ti tener que... pero es que no puedo evitarlo. Yo...
—Está bien —interrumpió en voz baja, casi gentil—. Lo entiendo.
Esas dos palabras—lo entiendo—me golpearon con más fuerza de la que cualquier grito o reprimenda habría logrado.
Tragué saliva con dificultad.
—Gracias —murmuré—. Y gracias por... sé lo que hiciste por la pequeña Noa. Que lo intentaste por ambas hermanas. Que lo hiciste porque yo te lo pedí.
Un tendón saltó en su mandíbula. Asintió casi imperceptiblemente—ese pequeño movimiento de cabeza que era su forma de reconocimiento.
—Kagaya-sama está haciendo lo posible —dijo después de un momento—. Sigue trabajando en encontrar una solución para Airi también.
Mis ojos se abrieron ligeramente. Por supuesto. Kagaya-sama. ¿A quién más acudiríamos para algo así? Pero Kagaya-sama—con todo su poder e influencia—no habría movido estos hilos de no ser por la petición específica de Giyuu. Por ese mensaje enrollado en el pico de Kanzaburo aquella mañana nevada.
Sintiéndome tremendamente agotada y derrotada de nuevo—como si toda la adrenalina finalmente hubiera abandonado mi sistema dejándome vacía—sentí cómo mis hombros se hundían. Mi katana se sentía pesada en mi mano. Más pesada de lo que debería.
—¿Qué pensabas hacer? —preguntó entonces Giyuu, y había curiosidad genuina en su voz. No juicio. Solo esa pregunta simple.
Volví a mirarlo. Me encogí de hombros con un gesto de derrota.
—No lo sé —admití, y era completamente cierto—. Por un momento pensé... pensé en ir al cuartel de policía más cercano. En llevarlos directamente a su puerta. Forzarlos a investigar.
Cuando lo dije en voz alta me di cuenta de lo ridículo que sonaba. De lo completamente estúpido que sería intentar algo así.
Una mujer con uniforme de Cazadora y katana al cinto, probablemente con mirada algo desquiciada, presentándose en medio de la noche nevada en el cuartel local. Poniendo una denuncia contra el terrateniente más rico y poderoso de la región. Alegando abusos contra sus hijas sin poder ofrecer prueba física de ningún tipo.
Se reirían en mi cara. O peor—me arrestarían por causar problemas.
—Es algo... difícil de probar —dijo Giyuu entonces, y había incomodidad evidente en su voz. Algo que rayaba en vergüenza ajena.— Ese tipo de... situaciones.
Frunció el ceño y apartó la mirada, como si las palabras le costaran
—Especialmente si ocurre dentro de la familia. Especialmente cuando el acusado tiene poder.
Era la conversación más incómoda que probablemente había tenido en su vida. Y estaba haciéndola de todas formas. Por mí. Para ayudarme a entender la imposibilidad de lo que quería hacer.
Dio un paso atrás entonces—como si se hubiera dado cuenta súbitamente de lo cerca que estábamos, y ahora que había quedado claro que yo no iba a hacer nada estúpido esa noche, ya era hora de restaurar esa distancia apropiada.
Después de eso, Giyuu volvió silenciosamente a la mesa a terminar su té, que probablemente ya estaba completamente frío. Yo me acerqué a la chimenea, sentándome en el suelo frente al fuego, tratando de entrar en calor.
Aunque el frío que sentía no venía de afuera. Venía de dentro. De ese lugar en mi pecho donde vivía la impotencia.
Un rato más tarde, Giyuu parecía prepararse para dormir—esa noche era oficialmente mi turno de guardia, así que tenía algunas horas antes de que tuviéramos que intercambiar posiciones.
Pero lo vi mirarme con cierta alarma cuando me puse de pie y volví a dirigirme hacia la puerta, esta vez con mi haori apropiadamente ajustado y mi arco además de mi katana.
Me detuve al ver su expresión e hice un gesto apaciguador con la mano.
—Tranquilo. No voy a ir a la mansión Mikami, te lo prometo —dije, y era verdad. Había cruzado esa línea mental donde la lógica finalmente ganaba sobre la emoción—. Solo necesito... necesito aire. Espacio.
Era absolutamente cierto. Si seguía más tiempo en ese espacio minúsculo con todos los pensamientos horribles circulando en bucle en mi cabeza, sentía que explotaría. Que haría algo destructivo solo para liberar la presión.
—Voy a hacer mi guardia afuera. Alrededor de la cabaña y por el perímetro del bosque.
Giyuu miró hacia la puerta y luego de vuelta hacia mí. Su expresión era difícil de leer.
—Está nevando —observó.
—Lo sé. Pero me vendrá bien el paseo. Un poco de ejercicio físico. Volveré dentro de unas horas.
Ajustándome la bufanda alrededor del cuello hasta que cubría hasta mi nariz, abrí la puerta y salí a la noche.
Giyuu tenía razón. Estaba nevando—no con la furia de una tormenta pero sí con constancia firme. Copos suaves caían del cielo negro, acumulándose sobre los que ya estaban en el suelo. Y soplaba un viento cortante que atravesaba incluso mis capas de ropa.
Eché a andar, dirigiéndome deliberadamente en dirección opuesta a donde sabía que estaba la mansión Mikami. No iba a ir allí. Se lo había prometido a Giyuu. Y por mucho que me doliera, iba a mantener esa promesa.
Estaba adentrándome en la línea de árboles cuando escuché cómo la puerta de la cabaña volvía a abrirse detrás de mí.
Confundida, me detuve y me giré.
Ahí estaba él.
Envuelto en su haori que ondeaba ligeramente con el viento, con su katana en el cinturón. Se detuvo en el umbral cuando me vio parada en la linde del bosque, observándolo.
Durante unos segundos nos quedamos simplemente mirándonos a través de la distancia. La única luz proveniente de la lámpara dentro de la cabaña y de la luna llena que brillaba sobre nosotros con fuerza sorprendente, iluminando cada copo de nieve que caía en el espacio entre nuestros cuerpos.
Y supe.
Supe que iba a seguirme. Que no tenía necesidad ninguna de estar ahí fuera, pasando frío en su noche libre cuando era mi turno de patrullar. Que tampoco me seguía porque no se fiara de mí o porque pensara que yo rompería mi promesa.
Lo hacía... para estar ahí. Para acompañarme. Para asegurarse de que no estuviera sola con mis pensamientos destructivos. Para protegerme—no solo de amenazas externas sino tal vez de mí misma.
Sentí una emoción muy fuerte expandiéndose en mi pecho—algo tan intenso que dolía físicamente. Gratitud mezclada con algo más profundo que no quería nombrar.
Tuve que darme la vuelta rápidamente antes de que pudiera ver mi expresión. Eché a andar hacia el bosque con pasos firmes.
Lo noté detrás de mí casi inmediatamente. A unos diez o veinte pasos de distancia, manteniendo esa separación respetuosa. Pero ahí. Siempre ahí.
***
Caminamos en silencio bajo los árboles durante lo que podrían haber sido minutos u horas. El tiempo perdía significado en la oscuridad nevada.
Me ardían las mejillas—no por el frío sino por la rabia que aún pulsaba bajo mi piel como brasas. Cada paso que daba era como clavar algo en el suelo. Como si fuera el rostro de Oichi Mikami en vez de nieve. Como si pudiera destruirlo con la fuerza de mis pisadas.
El frío me había calado hasta los huesos hace rato, penetrando cada capa de ropa hasta asentarse en mi médula. Pero no quería parar. No quería regresar todavía a ese espacio cerrado.
Ahí fuera al menos el aire fresco abría mis pulmones. Me ayudaba a respirar sin sentir que me estaba ahogando.
—Deberíamos volver —escuché entonces su voz detrás de mí.
La nieve caía ahora con más fuerza que antes, los copos más grandes y más densos. Sentía los dedos completamente entumecidos dentro de mis guantes. Pero no me detuve.
No lo hice hasta que volvió a pronunciar mi nombre entre sus labios.
—Sakura.
Frené en seco como si hubiera chocado contra una pared invisible.
Esa vez no había enfado en su voz. Ni siquiera exasperación. Solo... preocupación simple y directa.
Me giré lentamente para mirarlo, tratando de ver a través de la oscuridad y la nieve que caía como una cortina entre nosotros.
Estaba a apenas unos metros de distancia. La nieve se le acumulaba en los hombros anchos, en su cabello oscuro donde los copos blancos creaban un contraste marcado.
—¿Qué? —susurré, aunque sabía perfectamente qué.
—Estás temblando.
Era verdad. Todo mi cuerpo temblaba—pequeños espasmos involuntarios mientras mis músculos intentaban generar calor que ya no existía.
—Estoy bien —mentí automáticamente.
—No lo estás.
No lo dijo con dureza. Ni siquiera con tono de reproche o preocupación obvia. Lo dijo como quien simplemente ve la verdad y la enuncia sin adornos. Como quien quiere que la escuches, aunque no la aceptes. Como quien está diciendo: Te veo. Realmente te veo.
Y entonces, mientras la luz de la luna llegaba a nosotros filtrada a través de las ramas peladas de los árboles y la nieve seguía cayendo en esa quietud absoluta que solo existe en lo profundo del invierno, Giyuu Tomioka dijo con esa voz baja suya:
—Volvamos a casa.
A casa.
No "a la cabaña". No "de regreso".
A casa.
Como si ese lugar—esa estructura simple de madera que ni siquiera nos pertenecía, que era solo refugio temporal en una misión que parecía no tener fin—se hubiera convertido en algo más sin que ninguno de los dos nos diéramos cuenta.
Como si "casa" fuera donde él estaba. Donde yo estaba. Donde estábamos juntos.
No discutí.
Simplemente me giré y comencé a caminar de regreso, siguiendo nuestras huellas ya medio cubiertas por nieve fresca.
Y esta vez caminamos lado a lado.
Enfermé.
No sé si fue a causa del frío—de esas horas caminando por el bosque nevado, dejando que el viento cortante penetrara hasta mis huesos—o de mi propia turbación interna. Una baja de defensas en todos los sentidos. Física. Emocional. Espiritual, tal vez.
Fue durante el día siguiente que empecé a encontrarme mal.
Al principio fueron solo escalofríos ocasionales. Tiritones que podía atribuir al clima perpetuamente helado de esta región. Luego vino la debilidad—esa sensación de pesadez en los miembros que hacía que cada movimiento requiriera el doble de esfuerzo del usual.
Para cuando llegó la noche, tenía fiebre. Alta. El tipo de calentura que hacía que todo pareciera borroso en los bordes, que convertía pensamientos simples en algo difícil de sostener.
Estaba hecha un ovillo en mi futón, temblando incontrolablemente bajo las mantas, y aún así sintiendo frío hasta la médula. Frío y calor simultáneamente—esa contradicción horrible de la fiebre donde tu cuerpo arde pero tiemblas como si estuvieras congelándote.
Y Giyuu...
Giyuu cuidó de mí sin que yo se lo pidiera.
De hecho, le pedí lo contrario. Que se alejara. Que mantuviera su distancia o acabaría resfriándose como yo. Que no podíamos permitirnos que ambos cayéramos enfermos cuando aún había una amenaza demoniaca sin resolver.
Pero no me hizo caso.
Por primera vez desde que lo conocía, Giyuu Tomioka ignoró directamente algo que le dije.
El fuego crepitaba con más fuerza que nunca—podía escucharlo incluso a través de la niebla de mi fiebre. Giyuu se aseguró durante toda la noche de mantenerlo alimentado, de que calentara la cabaña lo suficiente.
Casa. Así la había llamado la noche anterior. Volvamos a casa.
No durmió en toda la noche. Lo supe de alguna forma, incluso en mi estado delirante. Podía sentir su vigilia como una presencia constante.
Yo estaba en un estado extraño de duermevela. Consciente e inconsciente alternadamente, deslizándome entre ambos estados sin control sobre cuál dominaba en cada momento.
Una vez que abrí los ojos—no sé cuánto tiempo después, podría haber sido minutos u horas—sudando profusamente hasta empapar mi ropa y las mantas, noté algo húmedo y frío en mi frente.
Un paño. Doblado cuidadosamente. La temperatura perfecta—no tan frío como para causar shock pero lo suficiente para aliviar el ardor.
Giré ligeramente la cabeza—incluso ese pequeño movimiento me costó un esfuerzo considerable—y vi que a mi lado, junto al futón, había un cuenco pequeño con caldo tibio. El vapor subía en espirales delgadas. Y una taza llena de agua fresca.
Preparado. Listo. Esperando para cuando despertara.
Y a mis pies tenía otra manta extra. Una que reconocí inmediatamente por el patrón familiar aunque mi visión estuviera borrosa.
La suya.
Giyuu me había dado su propia manta.
Intenté incorporarme—algún impulso tonto de no ser una carga, de no necesitar ayuda—pero me pesaba todo el cuerpo como si estuviera hecho de plomo. Mis brazos temblaban con el mínimo esfuerzo.
—Descansa.
Escuché su voz como viniendo desde muy lejos, atravesando capas de algodón mental. Profunda. Tranquila. Firme pero no dura.
Su figura era una forma oscura contra el resplandor de la chimenea. Pero nada amenazante. No. Era cálida de alguna forma que no tenía nada que ver con la temperatura física. Acogedora. Calmada. Como un ancla en medio de la tormenta febril que rugía dentro de mí.
Cerré los ojos de nuevo, dejándome hundir de vuelta en esa oscuridad que tiraba de mí.
***
Soñé mucho esa noche.
Sueños vívidos con esa calidad surrealista que solo vienen con la fiebre alta, donde todo se siente increíblemente real y completamente imposible al mismo tiempo.
Soñé con Kenji primero.
Estábamos en un campo abierto, interminable. Lleno de flores silvestres que se mecían con una brisa que olía a verano y a mi infancia. Las recogíamos como cuando éramos críos—él tenía tal vez catorce años en el sueño, yo apenas ocho. Antes de que todo cambiara. Antes de los demonios.
Sostenía su katana—la que ahora era mía—contra su hombro con esa postura relajada que siempre había tenido. Y me sonreía con esa sonrisa de hermano mayor que me había hecho sentir segura durante toda mi niñez. Tenía una ramita de cebada entre los dientes, masticándola distraídamente.
"Niña bonita," me llamó con esa voz burlona y cariñosa. Como solía hacer cuando quería molestarme pero también hacerme saber que me quería.
Después vi a Kyojuro.
El cambio en el sueño fue súbito, sin transición. De repente él estaba ahí.
Con su voz tan clara, tan grave, tan viva—más viva de lo que la mía había estado nunca. Me llamaba desde el otro lado del campo que de alguna forma ahora era más grande, más brillante.
"¡Sakura!"
Allí estaba. Exactamente como lo recordaba. Con esos ojos dorados iluminados por un sol que no proyectaba sombras. Con esa sonrisa enorme que hacía que todo pareciera posible. Con ese haori de llamas que ondeaba aunque no hubiera viento.
Me decía que corriera. Que no podía perderme el atardecer. Que teníamos que llegar antes de que el sol se fuera completamente o nos perderíamos la vista más hermosa del mundo.
Kenji echó a correr en su dirección. Esa carrera despreocupada de alguien que no conoce el peso. Y yo lo seguí automáticamente, mis pies moviéndose sin pensamiento consciente.
Corría. Me reía—una risa que no había escuchado salir de mi propia garganta en tanto tiempo que casi no la reconocía. Trataba de alcanzarlos pero ellos corrían más rápido que yo. Siempre unos pasos adelante. Siempre fuera de alcance.
Y yo... aunque seguía corriendo, algo se sentía extraño.
Como si algo tirara de mí en dirección contraria. Como si hubiera un peso invisible atado a mi espalda, una cuerda enrollada alrededor de mi cintura, jalándome suavemente pero persistentemente hacia atrás.
Como si me faltara algo. Algo importante. Vital.
Algo que hacía que... que no quisiera seguir a Kenji y Kyojuro después de todo.
Porque había cosas que aún tenía que hacer. Cosas importantes. Promesas sin cumplir. Personas que aún necesitaban...
Reduje la velocidad. Dejé de correr.
Kenji y Kyojuro continuaron sin darse cuenta, sus figuras haciéndose más pequeñas en la distancia, corriendo hacia ese sol imposible en el horizonte.
Me di la vuelta lentamente.
Detrás de mí, el campo era completamente diferente. Ya no flores de verano sino trigo dorado, alto, mecido por el viento. Y más allá, donde las nubes se acumulaban, el cielo era de un azul profundo. Oscuro. Casi tormentoso. Las nubes eran pesadas, cargadas, de ese tono índigo que precede a la lluvia.
Pero no me daba miedo.
De hecho, había algo reconfortante en esa oscuridad azul. Algo familiar.
Dejé de mirar hacia donde Kenji y Kyojuro habían desaparecido. En cambio, miré hacia la profundidad azul que se recortaba contra el amarillo del trigo y las flores silvestres. Hacia las nubes de tormenta que me traían una brisa fresca que olía a pino. A menta. A algo limpio y vivo.
Di un paso hacia atrás. Alejándome del sol. Hacia la tormenta.
Otro paso.
Uno más...
***
Desperté bruscamente, jadeando como si hubiera estado corriendo de verdad.
El techo de la cabaña parecía borroso, las vigas de madera desdibujándose. Parpadeé repetidamente, intentando que el mundo se solidificara en algo reconocible.
Mi cuerpo ardía y a la vez temblaba.
Intenté moverme, ajustar mi posición que se había vuelto incómoda, pero el mínimo esfuerzo me arrancó un quejido que no pude contener. Todo me dolía. Cada músculo, cada articulación, incluso los huesos parecían doler.
El aire de la cabaña olía a madera quemada y té de hierbas y caldo de miso. Aromas reconfortantes. Hogareños.
Entonces lo vi por el rabillo del ojo.
Giyuu estaba sentado sobre su propio futón, recostado contra la pared lateral a pocos pasos del mío. Tenía su katana sobre el regazo—siempre lista, nunca completamente fuera de alcance—y los ojos cerrados. La cabeza echada ligeramente hacia atrás, apoyada contra la pared de madera.
Como si estuviera descansando. Durmiendo, tal vez.
Pero yo sabía que no estaba dormido.
Había algo en su postura. En la forma en que sus dedos descansaban sobre la vaina de su katana. En el ritmo de su respiración que era demasiado consciente, demasiado medido para ser sueño real.
Estaba vigilando. Como había estado vigilando toda la noche.
Me di cuenta entonces, en medio de mi estado febril, que la manta raída que usábamos como cortina para separar nuestros espacios—esa barrera física simbólica entre su mundo y el mío—estaba echada completamente a un lado.
No parcialmente. No solo un poco.
Completamente retirada.
Para que él pudiera vigilarme directamente mientras yo pasaba la fiebre. Para que pudiera ver si me movía, si necesitaba algo, si empeoraba.
Sintiendo la garganta completamente seca—como si hubiera tragado arena—y el cuerpo frío y caliente simultáneamente en una contradicción imposible, abrí la boca. Tratando de pronunciar su nombre.
No porque necesitara nada específico. No porque algo estuviera mal.
Solo por la necesidad imperiosa de hacerlo. De conectar. De saber que era real y que estaba ahí.
"Giyuu," intenté decir.
Pero no salió ningún sonido. Solo un susurro de aire, apenas perceptible incluso para mis propios oídos.
Él debió notarlo de alguna forma.
Porque abrió los ojos inmediatamente—sin la lentitud del despertar, sin desorientación. Alerta instantánea. Y me miró directamente.
Dios, lo patética que debía lucir, pensé con la parte de mi cerebro que aún funcionaba semi-racionalmente.
Pálida como un fantasma. Sudorosa, el cabello pegado a mi frente y cuello en mechones húmedos. Los ojos probablemente vidriosos, febriles, demasiado brillantes. Los labios secos y agrietados, entreabiertos mientras jadeaba por aire. Mi mano alzada torpemente hacia él en un gesto que no había pretendido hacer conscientemente.
Giyuu me había visto en muchos momentos patéticos desde que nos conocimos, me di cuenta. Triste cuando hablé de Rengoku. Enfadada esa noche en el tejado de la mansión Mikami. Desesperada cuando intenté salir corriendo a hacer algo estúpido.
Pero esto era diferente. Esto era vulnerabilidad pura. Ni siquiera podía mantener la ilusión de competencia o fuerza.
Giyuu se levantó entonces—despacio, fluidamente, con esa gracia económica que nunca abandonaba—dejando su katana con cuidado contra la pared. Se acercó a mí con pasos silenciosos que apenas hicieron crujir las tablas del suelo.
Se arrodilló junto a mi futón, y el movimiento lo puso a mi nivel visual. Ahora podía verlo apropiadamente sin tener que forzar mi cuello.
Y entonces noté cómo su mano se deslizaba—gentil, cuidadosa—por debajo de mi cuello. Sus dedos fríos contra mi piel febril se sintieron como bendición. Sosteniendo mi nuca con una delicadeza que contrastaba con la fuerza que yo sabía que poseían esas manos.
Me impulsó hacia arriba. Solo lo justo. Solo lo suficiente como para que pudiera beber sin ahogarme.
Con su otra mano alcanzó la taza de agua fresca que había preparado. La acercó a mis labios.
Ni siquiera tuve que intentar coger la taza yo misma—algo que probablemente habría resultado en agua derramada por todas partes dado cómo temblaban mis manos.
Fue él quien la pegó suavemente contra mis labios. El borde de cerámica fresco y sólido. Y yo solo tuve que abrir la boca, dejando que él inclinara la taza con precisión perfecta.
El agua bajó por mi garganta—fría, limpia, absolutamente celestial. Aliviando esa sequedad horrible que había sentido.
Me hizo beber tres tragos. Lentos. Medidos. Dándome tiempo entre cada uno para tragar apropiadamente. Teniendo cuidado como si yo fuera algo frágil que pudiera romperse. Como si pudiera atragantarme con facilidad.
Luego retiró la taza y también su mano de mi nuca con el mismo cuidado con el que la había puesto. Mi cabeza volvió a reposar suavemente contra la almohada—mucho más suave que si hubiera caído por su propio peso.
Sin mediar palabra. Clínico. Medido. Eficiente.
Pero tremendamente gentil.
Me tocó la frente entonces con el dorso de su mano. Comprobando mi temperatura, evaluando si la fiebre estaba subiendo o bajando. La dejó ahí varios segundos—su piel fresca era un alivio contra mi frente ardiente.
Luego asintió para sí mismo, como satisfecho con lo que había encontrado. Como si las cosas estuvieran progresando según lo esperado. No peor. Tal vez incluso un poco mejor.
—Descansa —me dijo de nuevo en un susurro que apenas perturbó el silencio de la cabaña.
Y se retiró hacia su puesto de vigilancia. De vuelta contra la pared. De vuelta a su katana. De vuelta a esa vigilia silenciosa que había mantenido toda la noche y que continuaría manteniendo hasta que yo estuviera bien.
Yo obedecí. Cerré los ojos, dejándome hundir de nuevo en ese sueño que tiraba de mí.
Pero antes de caer completamente, tuve un pensamiento que atravesó la niebla de la fiebre con claridad sorprendente:
Giyuu Tomioka me está cuidando.
No solo ahora. No solo esta noche.
Sino desde mucho antes de que cayera enferma.
Desde que envió esa carta por Noa. Desde que me detuvo de hacer algo estúpido. Desde que me siguió en la nieve sin que yo se lo pidiera. Desde que cosió esa distancia entre nosotros con acciones en lugar de palabras.
Giyuu Tomioka nunca había dejado de cuidarme.
De formas silenciosas. De formas que apenas se notaban a menos que prestaras atención. Pero siempre ahí. Siempre constante.
Y yo...
Yo quise pensar—mientras me hundía de nuevo en el sueño, hacia ese campo de trigo dorado y cielo azul tormentoso que olía a pino y menta—que también lo cuidaba a él.
A mi manera.
En los silencios compartidos y las comidas preparadas con más esmero del necesario. En coser su haori con puntadas cuidadosas. En notar sus pequeños rituales y guardarlos como secretos preciosos.
En quedarme cuando podría haberme ido.
En elegir la tormenta azul sobre el sol dorado.
En llamar a este lugar casa.
Chapter 21: El invierno y la estrella - Parte 6
Chapter Text
No fue hasta dos días después que me encontraba completamente recuperada y Giyuu finalmente me permitió retomar mis deberes como Hashira.
Sí. Giyuu Tomioka había resultado ser tan terco y sobreprotector como una madre gallina con su único polluelo.
Después de la noche de fiebre alta desperté tarde a la mañana siguiente—el sol ya estaba alto en el cielo cuando finalmente abrí los ojos. Sin fiebre, gracias a los dioses, pero toda sudada y pegajosa de una forma que me hacía sentir absolutamente asquerosa.
Giyuu no estaba en la cabaña cuando desperté, pero había fuego encendido vigorosamente—claramente recién alimentado—y mientras me lavaba aprovechando su ausencia, escuché ruidos afuera y me di cuenta de que estaba limpiando los laterales de la cabaña de nieve acumulada.
Era increíble esa habilidad casi sobrenatural que tenía para presentir exactamente cuándo iba a necesitar un momento de intimidad. De hecho, ni siquiera tuve que preocuparme de que entrara de repente y me encontrara desnuda, pasándome la esponja húmeda por el cuerpo.
Me dio tiempo más que suficiente. Y cuando regresó—solo después de que yo ya estuviera completamente vestida y presentable—llamó a la puerta tres veces con los nudillos, y esperó pacientemente hasta que yo le dijera que podía pasar.
Como si esta fuera más mi cabaña que la suya. Como si mi privacidad fuera algo sagrado que merecía respeto absoluto.
Ese día él preparó toda la comida—rechazando mis ofertas de ayuda con gestos firmes de su mano—y cuando se preparó para hacer una patrulla de tarde y me vio comenzar a ponerme mi equipo también, vi cómo su ceño se fruncía con desaprobación evidente.
"Quédate," me dijo con esa voz baja pero inflexible. "Aún sigues débil."
Yo traté de protestar. Argumenté que me sentía completamente bien, que ya no tenía fiebre, que necesitábamos cubrir más terreno juntos.
Pero ahí fue cuando descubrí exactamente cuán cabezón podía ser Giyuu Tomioka cuando se lo proponía. Terco como una mula. Inflexible como la piedra. Imposible de mover una vez que había tomado una decisión.
Así que me rendí. Porque realmente, si era honesta conmigo misma, aún seguía débil. Mis piernas temblaban después de estar de pie más de diez minutos. Mi cabeza se mareaba si me movía demasiado rápido.
Pero a la mañana siguiente ya estaba considerablemente mejor. Más fuerte. Y también absolutamente asfixiada de estar encerrada en ese espacio pequeño durante casi dos días completos.
Así que le informé a Giyuu de mi notable mejoría de salud nada más levantarme y de mi firme intención de acompañarlo en la patrulla de hoy—antes de que pudiera objetar—.
Él no dijo nada. Ni que sí ni que no. Solo me miró con esos ojos azules evaluadores durante un largo momento, claramente sopesando si debía insistir en que descansara otro día más.
Creo que por él me habría dejado quedarse una semana entera reposando sin queja. Habría seguido cuidándome, preparando comidas, manteniendo el fuego, sin permitirme hacer nada más extenuante que respirar.
Pero yo tampoco quería seguir afectando su trabajo. Sabía que durante estos dos días él no se había alejado mucho de la cabaña en sus patrullas—manteniéndose cerca por si yo empeoraba súbitamente o necesitaba algo.
Después del desayuno—que comimos en ese silencio cómodo que se había vuelto nuestra norma—ambos salimos finalmente.
Al menos el cielo estaba despejado y había sol brillando por primera vez en días. Pero la temperatura seguía siendo brutalmente fría, el aire cortante y seco.
Mientras caminábamos entre los árboles por el sendero familiar, apreté mi haori estrellado más firmemente alrededor de mi cuerpo y me ajusté la bufanda, sintiendo mi garganta aún débil y sensible.
Giyuu andaba un par de pasos por delante de mí como era su costumbre, sus movimientos fluidos y silenciosos sobre la nieve.
Pero cuando me escuchó toser—una tos seca y rasposa que me hizo hacer una mueca de dolor—se detuvo en seco.
Yo también me detuve abruptamente para no chocar contra su espalda.
Y entonces, sin una palabra de advertencia, sin siquiera mirarme directamente, se quitó su haori.
Su haori.
El haori de mitades distintas—una granate sólida y la otra con ese diseño geométrico hipnótico de rombos verdes y amarillos y naranjas. El que yo había remendado apenas unos días atrás con puntadas cuidadosas. El que siempre parecía recién lavado sin importar las condiciones—sin una sola mancha, sin una arruga, como si llevarlo limpio y cuidado fuese parte de su deber.
Nunca lo dejaba tirado descuidadamente. No lo usaba ni siquiera como almohada improvisada cuando dormía. Lo doblaba con una precisión casi ritual al final de cada día, alisando cada pliegue con manos cuidadosas. Lo colgaba en un gancho específico en la pared junto a su katana, como si ambos objetos fueran sagrados. Extensiones de sí mismo que merecían respeto.
Y ahora, sin mirarme siquiera—su mirada fija en algún punto indefinido entre los árboles—me lo ofrecía.
Extendido en sus manos hacia mí. Una ofrenda silenciosa.
Yo me quedé mirándolo como una completa tonta por más segundos de los socialmente apropiados, mi cerebro negándose a procesar lo que estaba viendo.
—No puedo... —farfullé finalmente, encontrando mi voz—. Giyuu, no puedo aceptarlo. Te pondrás enfermo. Tú solo llevas...
Solo llevaba su uniforme de Cazador bajo el haori. Esa tela negra que no proporcionaba suficiente protección contra este frío penetrante.
Pero él negó apenas con la cabeza—un movimiento minúsculo que fácilmente habría perdido si no lo hubiera estado mirando tan intensamente. Y con un gesto más insistente de su mano, prácticamente empujó el haori hacia mí.
Cógelo, me decía con esa mirada casi esquiva que no encontraba completamente mis ojos. No discutas. Solo cógelo.
Resoplando—mitad exasperación, mitad algo más cálido que no quería examinar demasiado de cerca—pero sintiendo un calor agradable expandiéndose por todo mi cuerpo que no tenía nada que ver con la temperatura, acepté finalmente su haori.
Cuando lo cogí, sus dedos rozaron los míos por un instante —y se retiraron de inmediato, como si el contacto le quemara.
Me lo puse por encima del mío. Me quedaba grande—los hombros me colgaban, las mangas me cubrían las manos completamente—pero era increíblemente cálido, conservando el calor de su cuerpo.
Y su aroma me envolvió de golpe.
Pino. Menta. Ese olor limpio e indefinible que era únicamente suyo. Tan intenso aquí, en esta proximidad íntima, que sentí un cosquilleo recorrerme la columna vertebral.
Era como estar envuelta en él. En su presencia física. En su protección.
—Gracias, mamá gallina —dije suavemente, sin poder contener la leve burla cariñosa en mi tono.
Y podría jurar—jurar sobre mi vida, sobre mi katana, sobre todo lo que consideraba sagrado—que mientras se giraba para continuar caminando, lo vi sonreír.
Una sonrisa pequeña. Fugaz. Apenas un levantamiento de la comisura de su boca.
La primera vez que lo veía hacerlo desde que nos conocimos. Pero fue tan rápido que podría haberlo imaginado en mi estado aún ligeramente febril.
Pero no creía haberlo imaginado. De alguna forma sabía que había sido real.
Mientras echaba a andar tras él, yo también me encontré sonriendo sin poder evitarlo. Una sonrisa tonta y probablemente demasiado amplia que me alegró que no pudiera ver.
Pensando en cómo Giyuu acababa de entregarme la parte más visible de sí mismo—esa prenda distintiva que lo identificaba como el Pilar del Agua—solo para que yo no pasara frío.
Pasándolo él en su lugar. Sin pensarlo dos veces. Como si fuera la cosa más natural del mundo priorizar mi comodidad sobre la suya.
Fue mientras observaba su espalda—la forma de sus hombros cuadrados, el kanji "Destruir" bordado claramente visible en su uniforme negro ahora que el haori no lo cubría—que ambos escuchamos el aleteo que se acercaba.
Múltiple. Dos conjuntos de alas batiendo el aire.
Alcé la vista al mismo tiempo que Giyuu.
Nuestros cuervos. Kuromaru y Kanzaburo.
Kuromaru llegó primero—más joven, más rápido, más ágil—y tuvo la absoluta desfachatez de mirar al otro cuervo con petulancia evidente mientras se posaba en una rama baja. Como diciendo: ¿Ves? Soy más rápido que tú, viejo.
Pero entonces Kanzaburo—considerablemente más grande a pesar de su edad avanzada—aterrizó en la misma rama junto a él con suficiente fuerza como para hacer que toda la rama se sacudiera violentamente, casi tirando a Kuromaru de su posición.
Kuromaru lanzó un chillido indignado que sonó absurdamente ofendido.
No pude evitar sonreír ante su comportamiento infantil. Pero entonces me tensé al comprender la implicación de que ambos cuervos estuvieran aquí simultáneamente.
Eso solo significaba noticias importantes. Muy importantes.
Giyuu también lo sabía. Podía verlo en la forma en que su postura se había vuelto más rígida, más alerta. Miraba a los cuervos con seriedad absoluta.
—¡Mensaje urgente! ¡Mensaje urgente! —chillaron ambos cuervos al unísono, sus voces ásperas resonando en el bosque silencioso.
Contuve el aliento mientras Kuromaru y Kanzaburo nos relataban las noticias con esa forma entrecortada y dramática que los cuervos kasugai tenían.
La misión en el Distrito del Placer de Yoshiwara había concluido. El Hashira del Sonido, Tengen Uzui, junto con el equipo de jóvenes Cazadores—Tanjiro Kamado, Inosuke Hashibira, Zenitsu Agatsuma, y Nezuko Kamado—habían vencido a la Luna Superior Seis.
Estaban vivos. Todos ellos.
Pero Tengen... Tengen había perdido un brazo en la batalla. Su brazo izquierdo, cortado limpiamente. Y con él, inevitablemente, perdería su lugar como Pilar del Sonido.
No podías ser un Hashira con un solo brazo. Era simplemente imposible mantener ese nivel de habilidad con una discapacidad tan severa.
Noté cómo el aire literalmente se me escapaba de los pulmones. La noticia cayó sobre mí como nieve: lenta, silenciosa, pero con un peso abrumador.
Giyuu no dijo nada. Solo parpadeó lentamente—ese gesto deliberado que hacía cuando estaba procesando algo significativo—y bajó la cabeza ligeramente.
Y luego, simplemente, asintió. A nadie en particular. Solo un reconocimiento silencioso de la información recibida.
Los cuervos se alejaron después de entregar su mensaje, sus alas batiendo mientras se elevaban entre los árboles.
Yo me quedé ahí parada, envuelta en el haori de Giyuu que de repente se sentía más pesado de lo que debería.
Pensando en Tengen Uzui. En su personalidad extravagante y ruidosa que contrastaba tan fuertemente con la mayoría de nosotros. En lo que debía significar para alguien como él—alguien que había definido toda su identidad alrededor de ser un guerrero—marcharse. Retirarse. Dejar atrás la espada que había empuñado durante años.
Pero al menos... al menos estaba vivo. Tenía a sus esposas esperándolo. Tenía un futuro más allá de esta guerra interminable.
Eso era más de lo que muchos de nosotros podíamos decir.
Y pensé también en los jóvenes reclutas que habían peleado junto a él. En Tanjiro Kamado especialmente—a quien no conocía bien personalmente pero que era claramente la clase de persona que apreciabas casi sin conocer. Recordé ese momento compartido en la Mansión Mariposa tras la muerte de Kyojuro, cuando sus ojos rojos me habían mirado con tanta compasión genuina.
Era un chico amable. Luchador. Determinado de formas que rayaban en lo terco.
Tenía madera de Hashira. Tenía madera para superarnos a todos eventualmente.
Era claramente especial de maneras que iban más allá del talento simple.
***
Fue un rato después—mientras volvíamos a pasar cerca del lago helado que poco a poco mostraba señales de descongelación con la llegada gradual de temperaturas ligeramente menos brutales—aún con su haori sobre mis hombros, que finalmente me atreví a hablar.
—No me puedo creer que Tengen ya no sea un Hashira —dije en voz baja, rompiendo el silencio que había caído entre nosotros.
Giyuu asintió simplemente, dejándome claro que me había oído, pero no dijo nada. No elaboró.
Me mordí el labio. Quería... necesitaba saber qué pensaba sobre esto. Cómo lo procesaba.
—¿Qué piensas sobre eso? —pregunté suavemente, girando mi cabeza para mirarlo de perfil.
La nieve crujió bajo los pies de Giyuu mientras seguía caminando con ese paso constante suyo. Por un momento pensé que no iba a responder en absoluto.
Pero entonces lo hizo.
—Eligió vivir —dijo finalmente, con esa calma grave característica suya—. No lo culpo por eso.
Había algo en la forma en que lo dijo. Algo que sugería respeto. Tal vez incluso envidia de que Tengen tuviera esa opción. Esa elección.
—¿Y tú? —pregunté antes de poder detenerme; las palabras salieron antes de que pudiera pensar si era apropiado—. Si salieras herido… si alguna batalla te dejara marcado y no pudieras pelear igual, ¿te retirarías?
Durante largos momentos no dijo nada. Solo continuó caminando, sus ojos fijos en el camino adelante.
Luego, sin girarse hacia mí, sin cambiar su expresión neutral:
—No sabría cómo hacerlo. No tendría adónde ir.
Sentí un nudo apretarse dolorosamente en mi garganta.
Sus palabras decían mucho más de lo que estaba admitiendo directamente: que estaba completamente solo en el mundo. Que solo ser un Hashira—tener este propósito, esta misión—era lo que lo impulsaba hacia adelante cada día. Que sin esto, sin la espada y los demonios y el deber, estaría a la deriva.
Que, como yo... no había nada ni nadie esperándolo en algún lugar. Ningún hogar al cual regresar. Ninguna familia que lo recibiera con brazos abiertos.
Me sentí terriblemente triste. No por mí—había hecho las paces con mi propia soledad hace tiempo—sino por él.
Aligeré el paso para ponerme a su lado en lugar de caminar detrás. La manga de su propio haori que yo llevaba rozó su brazo por un instante.
—Tanjiro Kamado tiene algo especial —dije entonces, cambiando deliberadamente de tema hacia algo menos doloroso—. Una energía diferente.
—Es fuerte —respondió Giyuu sin solemnidad, sin emoción particular. Solo como enunciando una verdad objetiva.
—Y tú... —lo miré de reojo, estudiando su perfil—. Supongo que lo supiste desde el principio. Arriesgaste todo por él y por su hermana. ¿Puedo preguntarte por qué?
La pregunta flotó entre nosotros durante varios segundos.
—Pensé... pensé que eran diferentes —respondió finalmente, y ahí sí que había algo en su tono de voz. Algo distinto de su frialdad usual. Algo más suave. Casi vulnerable.
Continuamos caminando lado a lado. Un pájaro pequeño echó a volar de una rama pelada cuando nos vio acercarnos—un pájaro bonito de plumaje blanco con cola azul brillante.
—Nunca había visto nada así —admitió después de otro momento de silencio—. Él suplicaba por su hermana demonio. Y ella... aunque debería haberlo atacado sin sentido, sin reconocimiento, lo protegió en cambio. Trató de atacarme a mí, pero no por hambre ciega sino por defender a su hermano.
Hizo una pausa, como si estuviera eligiendo sus palabras con cuidado.
—Creí que... que valía la pena darles una oportunidad. Que me arrepentiría el resto de mi vida de no hacerlo.
Me quedé mirándolo un momento más largo de lo apropiado. Observando su perfil cincelado recortado contra el blanco del hielo del lago a nuestra derecha.
Y supe que de alguna manera Giyuu acababa de entregarme algo más. Otro regalo. Pensamientos que no solía compartir con nadie. Pedazos de su proceso interno que mantenía celosamente guardados.
Recordé ese momento tenso en la Reunión Hashira. Cuando los otros Pilares lo habían acusado y cuestionado y él no se había molestado en justificarse apropiadamente delante de ellos. No había explicado su razonamiento como acababa de hacer conmigo.
De haberlo hecho, tal vez los demás habrían comprendido mejor las acciones del Hashira del Agua. Habrían visto la compasión detrás de la decisión en lugar de solo la aparente violación de protocolo.
Pero él en cambio se había mostrado tan estoico e indiferente como siempre. Dejando que pensaran lo peor.
Sin embargo yo... yo había pensado entonces, viéndolo estar ahí solo contra todos, que él—por frío que pareciera en superficie—era probablemente el más compasivo de todos nosotros.
El hielo del lago se reflejaba en los ojos de Giyuu, haciéndolos parecer más claros de lo usual. Pensé en sus ojos y en cómo parecían cambiar de color dependiendo del momento, del lugar, de lo que estuviera sintiendo aunque su rostro no mostrara nada.
A veces eran de un azul lapislázuli profundo, con pupilas de un azul más oscuro como azul marino. Pero a veces su iris se volvía más claro—casi hielo translúcido bajo cierta luz. A veces parecían completamente opacos y vacíos, como ventanas cerradas. Otras veces se oscurecían sutilmente cuando hacía algo que disfrutaba—como comer una comida particularmente buena. Y otras se volvían letales en su frialdad absoluta—como cuando observaba a un demonio antes de matarlo.
Me di cuenta súbitamente de que lo estaba estudiando demasiado intensamente. Y que él probablemente había notado mi escrutinio.
Aparté la mirada rápidamente, sintiendo calor subir a mis mejillas que no tenía nada que ver con el haori extra.
—¿Crees que Nezuko es la clave? —pregunté en voz baja, aclarándome la garganta—. ¿Que puede ayudarnos a vencer a... a Muzan?
Mi cuerpo se tensó involuntariamente al pronunciar su nombre. Era absurdo—completamente irracional—pero siempre temía que al decirlo en voz alta, él pudiera de alguna forma oírme. Como si fuera una invocación que lo convocaría.
Pero no apareció, por supuesto. Era pleno día. El sol brillaba sobre nosotros. Solo existíamos Giyuu y yo en esta montaña apartada del mundo, rodeados de nieve y silencio.
Pero noté su mirada volverse hacia mí entonces. Atenta. Como si hubiera percibido algo en mi tensión. En la forma en que había susurrado ese nombre como si me quemara la lengua.
—No sé si es la clave —respondió después de un momento, con los ojos fijos de nuevo en el camino adelante—. Pero es una posibilidad. Una prueba de que las cosas... pueden cambiar.
Sus palabras me recorrieron despacio, asentándose en mi pecho como una plegaria.
Una prueba de que las cosas pueden cambiar.
Pensé que tal vez era cierto.
Que aunque faltaran ahora dos Hashira—Kyojuro muerto, Tengen retirado—no todo estaba perdido.
Que había esperanza todavía. Frágil. Delgada. Pero ahí.
Y mientras caminábamos lado a lado, yo envuelta en su haori que aún conservaba su calor, pensé que tal vez algunas cosas ya habían cambiado sin que me diera cuenta.
Que tal vez ya no estaba tan sola como había creído.
***
Regresábamos a la cabaña por una zona que habíamos transitado considerablemente menos—un sendero secundario que bordeaba el lado este del bosque—cuando algo me hizo detenerme en seco.
Sobre una roca mediana medio cubierta de escarcha brillante, unas pequeñas flores blancas asomaban tímidamente entre las grietas de la piedra. Sus pétalos parecían tan finos, tan delicados, que el más mínimo viento podría romperlos como papel de arroz mojado.
Pero allí estaban de todas formas. Firmes. Vivas. Desafiantes.
Un símbolo pequeño pero poderoso de que la primavera eventualmente se acercaba, incluso a esta región que parecía atrapada en invierno eterno.
Me desvié del camino en dirección a la piedra sin pensar conscientemente en hacerlo, atraída por esa visión inesperada de vida en medio de tanta blancura muerta.
Noté cómo Giyuu se detenía inmediatamente unos metros por delante—siempre consciente de dónde estaba, siempre atento a mis movimientos—y podía sentir su mirada sobre mí aunque no me girara para confirmarlo.
Me detuve junto a la roca y me incliné hacia adelante, estirando la mano con cuidado. Pero no llegué a tocarlas. Algo en mí se resistía a perturbar esa pequeña victoria de la naturaleza sobre el frío brutal.
Era una visión bonita de forma simple y profunda, simultáneamente. Aquellas pequeñas flores persistentes en mitad de lo que parecía completamente muerto. Como un recordatorio de que, como Giyuu había dicho apenas momentos antes, las cosas podían cambiar.
Cambiaban.
Sonreí sin poder evitarlo. Una sonrisa real, de esas que se sienten primero en el pecho antes de llegar al rostro. Me calentó por dentro, me estiró las mejillas y me llenó los mofletes, hasta que sentí que toda mi cara se iluminaba. No recordaba la última vez que había sonreído así.
—Campanillas —dije en dirección a Giyuu pero sin dejar de observar las flores con fascinación. Sabía que me escuchaba—siempre escuchaba incluso cuando parecía distante—. Florecen incluso en el invierno más duro.
Tracé el contorno de los pétalos con el dedo sin tocarlos realmente, manteniéndolo suspendido a milímetros de distancia.
—Es raro verlas tan arriba en las montañas... Solían crecer alrededor del muro de mi casa cuando era niña. —La memoria llegó sin dolor por primera vez en años—. Siempre pensé que tenían algo de obstinadas. Les gusta crecer en sitios estrechos, imposibles, podrías pensar. Grietas en piedras. Bordes de caminos donde nada más sobrevive.
Hice una pausa, sintiendo algo apretarse suavemente en mi pecho.
—Creo que son mis favoritas.
Cuando finalmente me giré, aun sonriendo—esperando encontrarlo mirando las flores también, tal vez con esa expresión evaluadora que usaba para todo—descubrí que Giyuu me estaba mirando a mí.
No a las flores. A mí.
Y había... había algo en su expresión que hizo que mi respiración se atascara ligeramente en mi garganta.
Seria, sí. Siempre era seria. Pero no cerrada como usualmente lo estaba. No esa neutralidad impenetrable que mantenía como armadura constante.
Había algo más suave ahí. Algo... abierto.
Sus ojos azules—más claros bajo esta luz, casi como hielo transparente—me estudiaban con una intensidad que no sabía cómo interpretar. Como si estuviera memorizando cada detalle de este momento. De mi rostro. De la forma en que la luz invernal se reflejaba en mi cabello. De algo.
Sentí el rubor subir a mis mejillas, un calor que no tenía nada que ver con las capas de ropa ni con el haori que aún pesaba sobre mis hombros. Mi sonrisa se fue apagando poco a poco, hasta quedar con los labios entreabiertos, la respiración corta, atrapada en la intensidad de su mirada.
Ambos parpadeamos al mismo tiempo—un momento perfectamente sincronizado de conciencia mutua súbita—y apartamos la mirada a la vez.
Nos quedamos en un silencio que ya no era cómodo sino cargado de algo indefinible. Algo que hacía que el aire entre nosotros se sintiera más denso.
Y estúpidamente—porque aparentemente cuando me ponía nerviosa mi cerebro dejaba de funcionar apropiadamente—no se me ocurrió otra cosa para llenar ese silencio tenso que intentar devolverle su haori.
Me lo quité con movimientos torpes, casi frenéticos. El frío del aire golpeó mis hombros inmediatamente, haciéndome estremecer.
—Giyuu, toma. Ya he estado suficiente tiempo con él. Debes estar congelándote...
Pero él solo me miró como si yo fuera completamente obtusa, giró sobre sus talones, y siguió caminando hacia la cabaña como si no hubiera dicho absolutamente nada.
Me quedé ahí parada por un segundo, boquiabierta ante la audacia.
Luego correteé detrás de él, aguantándome las ganas de agarrarlo literalmente del brazo y sacudirlo hasta que el muy cabezota entrara en razón.
—¡Giyuu! —llamé, mi voz subiendo de volumen con exasperación creciente—. ¡Llevas todo el día sin él! Yo ya me encuentro completamente bien, lo prometo. ¡Vamos, cógelo de una vez!
Extendí el haori hacia su espalda como si pudiera forzarlo a tomarlo por pura fuerza de voluntad.
Pero me ignoró completamente. Siguió caminando con ese paso constante suyo como si yo no estuviera ahí mismo detrás de él haciendo el ridículo.
Estaba a punto de colocarme directamente frente a él—de bloquear físicamente su camino hasta que no tuviera más remedio que lidiar con esto—cuando todo cambió en un instante.
Todo su cuerpo se transformó. Su expresión se volvió hielo absoluto. Alerta máxima. Todo su cuerpo se puso completamente rígido, cada músculo tensándose simultáneamente.
Y entonces yo también lo sentí.
Esencia demoníaca.
Cercana. Inconfundible.
Pero eso no tenía sentido. ¿Cómo podía ser? Aún había sol en el cielo—bajo en el horizonte pero definitivamente ahí, sus rayos filtrándose entre los árboles.
De repente noté cómo Giyuu estiraba su brazo en mi dirección—no para tocarme sino como barrera física—en un gesto que me obligó instintivamente a dar un par de pasos hacia atrás.
Colocándome directamente tras su espalda mientras él daba un paso adelante, su mano ya moviéndose hacia su katana.
Desenvainó con ese sonido metálico distintivo que siempre me ponía la piel de gallina. La hoja reflejó la luz moribunda del sol—plata pura y letal.
Y supe en ese momento que eso era exactamente lo que había pretendido con ese gesto. Sin necesidad de tocarme directamente. Sin necesidad de palabras.
Colocarse como un escudo físico entre el peligro y yo.
Recordándome bruscamente que no podía ponerme a analizar las implicaciones de eso en este justo momento—que había cosas más urgentes que mi corazón haciendo cosas raras en mi pecho—volví a mis sentidos.
Mi instinto de Cazadora, de Hashira, tomó el control completo. Sujeté el haori de Giyuu contra mi pecho, con cuidado de no arrugarlo ni dañarlo, como si protegiera algo más que una prenda, y desenvaine mi propia katana con un movimiento fluido.
Ambos nos quedamos completamente inmóviles, mirando hacia la línea de árboles oscuros de donde provenía claramente el olor a demonio.
No se veía nada. No se escuchaba nada aparte del viento susurrando entre las ramas peladas y nuestra propia respiración controlada.
Giyuu se adelantó unos pasos con cautela, escaneando el terreno. Se agachó en el suelo junto a un área donde la nieve parecía perturbada. Pasó los dedos por la superficie, luego los acercó a su nariz para olerlos.
Su expresión se endureció apenas—ese endurecimiento minúsculo que era el equivalente en él a una maldición violenta.
—¿Qué es? —pregunté en voz baja, manteniéndome alerta, mis ojos recorriendo constantemente nuestro entorno en busca de movimiento.
—Sangre seca.
Giré lentamente sobre mis talones, examinando meticulosamente todo a nuestro alrededor. Los árboles. Las rocas. La nieve. Buscando cualquier cosa fuera de lugar.
Y entonces lo vi.
A unos veinte metros de nuestra posición, tallado en el tronco de un árbol grande y viejo.
—Giyuu —dije, y algo en mi tono—esa calidad tensa y apretada—hizo que se pusiera de pie inmediatamente.
Siguió la línea de mi mirada hacia el árbol.
Y entonces lo vio también.
Tallado en la corteza con algo afilado—garras, probablemente—y luego pintado encima como si le hubieran dado una capa decorativa, había un kanji grande.
Sangre. Definitivamente era sangre lo que habían usado como pintura.
Y el símbolo...
Era el emblema del Cuerpo de Cazadores de Demonios. El kanji para "Destruir" que todos llevábamos con orgullo. El mismo que se movía ahora contra la espalda musculosa de Giyuu, visible ahora que su haori ya no lo cubría, al ritmo tranquilo pero alerta de su respiración.
Una amenaza. Una burla. Un mensaje directo.
Os he visto. Sé quiénes sois. Y no me dais miedo.
Nos acercamos al árbol con cautela, Giyuu ligeramente adelante, yo cubriendo su flanco derecho.
El tallado no era reciente, me di cuenta al examinarlo más de cerca. La sangre se había oscurecido hasta volverse casi negra, oxidada. Tendría al menos dos días.
Y entonces lo comprendí con claridad horrible.
El demonio lo había hecho la noche en que yo había caído enferma. Cuando Giyuu se había quedado en la cabaña cuidándome en lugar de patrullar como normalmente habría hecho.
Yo, estúpidamente débil, haciendo que Giyuu tuviera que permanecer confinado. Tal vez habría podido pillar al demonio esa noche si hubiera estado afuera. Tal vez si yo no hubiera sido tan...
—Está jugando con nosotros —murmuró Giyuu, cortando mis pensamientos autodestructivos.
Su voz era baja, controlada, pero había algo afilado debajo. Rabia fría. El tipo de rabia que no se muestra en gritos sino en acero silencioso.
Asentí con el ceño fruncido, sintiéndome súbitamente enfadada. Con mi propia debilidad que nos había costado una oportunidad. Con este demonio que se burlaba. Con la absoluta falta de progreso real después de semanas en esta región maldita.
Deslicé mis ojos por la marca grotesca que apestaba a esencia demoníaca incluso días después. Estudiándola. Buscando cualquier pista que pudiera decirnos algo útil.
—No es el comportamiento de un demonio común —dije después de un momento—. Los demonios normales no hacen esto. No mandan esbirros. No dejan mensajes. No tienen la paciencia o la inteligencia para amenazas psicológicas.
—No —concordó Giyuu—. Es deliberado. Calculado.
Lo cual confirmaba lo que habíamos sospechado desde el encuentro con ese demonio menor en el lago. Que había algo más grande detrás de todo esto. Algo más inteligente. Más peligroso.
Posiblemente una Luna.
Buscamos más señales por los alrededores durante horas mientras el sol continuaba su descenso inevitable hacia el horizonte. Peinamos la zona en círculos cada vez más amplios, buscando cualquier rastro, cualquier pista.
Pero no encontramos nada más.
Solo ese mensaje tallado en el árbol. Esa burla sangrienta.
Y la sensación creciente e inquietante de que estábamos siendo observados por algo que podía vernos perfectamente pero que nosotros no podíamos ver en absoluto.
***
Cuando finalmente regresamos a la cabaña—el sol ya completamente desaparecido detrás de las montañas dentadas, el crepúsculo tiñendo todo de púrpura y añil—ambos estábamos tensos de formas que iban mucho más allá del simple cansancio físico.
Había algo en el aire. Algo cambiando. Como la presión atmosférica que se espesa y se vuelve pesada justo antes de una tormenta violenta.
Algo estaba a punto de suceder. Podía sentirlo en mis huesos, en mis entrañas, en ese instinto de Cazadora que había aprendido a nunca ignorar.
Solo esperaba que estuviéramos preparados cuando finalmente ocurriera.
Giyuu encendió el fuego mientras yo preparaba una cena simple—sopa de miso con verduras, arroz blanco, nada elaborado. Nos movíamos alrededor del otro con esa economía de movimiento perfectamente sincronizada que habíamos desarrollado durante estas semanas de convivencia—cada uno conociendo exactamente dónde estaría el otro en cada momento, cómo evitar chocar, cuándo dar espacio, cuándo acercarse.
Era como una danza que habíamos coreografiado sin palabras. Sin ensayos conscientes. Solo repetición hasta que se volvió segunda naturaleza.
Cuando estábamos sentados comiendo—en ese silencio que ahora era más pensativo que verdaderamente cómodo—noté cómo su mirada se movía brevemente hacia su haori, el cual yo había dejado perfecta y cuidadosamente doblado sobre su futón después de nuestra patrulla.
Después de llegar lo había vigilado con ojo clínico en busca de cualquier signo de enfermedad incipiente—alguna tos, estornudos, ojos llorosos, cualquier indicio de que pasar todo el día en el frío sin más abrigo que su uniforme le había afectado.
Pero Giyuu parecía estar hecho de otra pasta completamente diferente al resto de los mortales. Porque a pesar de haber pasado el día entero expuesto a temperaturas bajo cero sin más protección que tela negra delgada, parecía estar perfectamente bien.
Ni un estornudo. Ni un escalofrío.
Perfecto e inmutable como siempre.
Su mirada sobre el haori doblado se mantuvo unos segundos—tal vez cuatro, tal vez cinco, lo suficiente para que lo notara—pero luego volvió a su plato y no hizo comentario alguno. Su expresión permaneció neutral como siempre, esa máscara que conocía tan bien ya.
Pero había algo en la forma en que sus hombros se habían relajado infinitesimalmente que me decía que había notado el cuidado con el que lo había tratado. Que lo había apreciado aunque no lo dijera.
Más tarde, mientras fregábamos los platos juntos—yo enjabonaba con movimientos circulares firmes y él aclaraba con agua limpia antes de secar con un trapo—su voz rompió el silencio con la misma suavidad inesperada con la que entra la primavera después de un invierno largo.
—Una vez mencionaste un templo. ¿Viviste mucho tiempo allí?
La pregunta me sorprendió.
Mucho.
Por múltiples razones, pero principalmente por el hecho de que recordara algo que había mencionado tan al pasar. Había sido el primer o segundo día que empezábamos a convivir juntos en la cabaña, cuando Giyuu Tomioka era aún alguien completamente extraño y ajeno para mí. Un desconocido con el que compartía techo por obligación, no por elección.
Cuando ni siquiera me había mirado directamente al hablar. O respondido siquiera con monosílabos. O hecho cualquier gesto para darme a entender que realmente me había escuchado.
En ese momento había asumido que, o bien ni me había prestado atención, o me había ignorado por completo por considerar la información irrelevante.
Pero él... incluso en ese momento inicial, semanas atrás cuando apenas nos conocíamos... lo había guardado. Había catalogado esa pequeña pieza de información sobre mí y la había archivado en algún lugar de su mente.
Y que la sacara ahora, iniciando deliberadamente una conversación...
En su tono podía detectar curiosidad genuina. Ganas reales de saber. No era una simple pregunta para llenar el silencio incómodo—porque a él el silencio nunca le había molestado—ni para husmear donde no debía por morbo.
Si Giyuu preguntaba algo era porque le importaba la respuesta. Porque quería entender.
Tragué saliva con dificultad y asentí despacio, manteniendo mis ojos fijos en el plato que estaba frotando con más fuerza de la necesaria.
—Casi un año completo —dije finalmente, y mi voz salió más baja de lo que pretendía. Casi un susurro—. Mi padre me mandó allí justo antes de mi decimosexto cumpleaños.
Hice una pausa, eligiendo mis palabras con cuidado. Me esforcé por frotar con energía renovada un trozo de verdura que se había pegado obstinadamente al cuenco.
—Antes de enviarme allí me dijo que mi deber no estaba en la espada. Que no nací para empuñar acero… ni para acabar en las manos de otro hombre, como esposa.
Tragué saliva con fuerza, sintiendo cómo mi garganta se apretaba dolorosamente. Giyuu a mi lado secaba metódicamente el cuenco que acababa de pasarle, sus movimientos precisos y controlados. Sus ojos permanecían clavados en sus propias manos, dándome privacidad visual aunque sabía que estaba escuchando cada palabra con atención absoluta.
—Mi tía, en cambio, habría deseado fervientemente casarme con algún hombre rico de linaje poderoso. Estaba obsesionada con eso. Con preservar el estatus de nuestra familia, con alianzas. Decía que la nuestra era una casa antigua de samurais, que nuestro deber era mantener vivo ese legado. Continuar la línea.
Pasé otro plato a Giyuu, nuestros dedos rozándose brevemente en la transferencia.
—Pero mi padre... nunca la escuchó. Supongo que debería agradecérselo. Yo tampoco quería casarme con un completo desconocido y ser usada como simple moneda de cambio, encerrada en un matrimonio sin amor. Pero tampoco quería ser sacerdotisa. —añadí, con una media sonrisa cansada—. Eso era lo último que deseaba.
Mi voz se volvió más tensa, cargada de emoción contenida.
—Quería ser como mi hermano, Kenji. Entrenar. Convertirme en guerrera. Ayudar a los que no podían defenderse. Pero ese no era mi lugar según las reglas inflexibles de mi padre. No era apropiado para una mujer de nuestra familia. Y en el templo...
Terminé de enjabonar el último plato—lo pasé a Giyuu con manos que temblaban apenas perceptiblemente. Me quedé mirando un momento cómo echaba agua limpia sobre la cerámica, cómo la aclaraba hasta que no quedaba ni rastro de jabón, cómo luego la secaba con el trapo hasta dejarla impecable, colocándola con cuidado junto a los otros platos limpios en el estante.
Me di cuenta entonces de lo mucho que había revelado ya. Había empezado a hablar tan directamente, tan segura de mí misma, tan honesta. Cuando nunca había hablado de esto con nadie. Ni siquiera con Kyojuro en todos esos meses que habíamos pasado juntos.
Esa parte de mi vida—los meses en el templo que habían moldeado fundamentalmente quién era yo ahora—era como mi cajón secreto personal. Lleno de oscuridad y dolor y miedo y vergüenza que mantenía cuidadosamente cerrado y escondido donde nadie pudiera verlo.
Y sin embargo aquí estaba, abriéndolo voluntariamente para Giyuu Tomioka.
—El templo no fue una buena experiencia para mí —dije finalmente, forzando las palabras a salir de mi garganta que se sentía cada vez más apretada—. No fue un lugar seguro. Ni sagrado, como se supone deberían ser los templos.
Apreté los dientes con fuerza suficiente como para que doliera.
—Y yo misma me encargué de que no lo fuera. Lo arruiné todo. Irremediablemente. Y ya no hay forma de reparar lo que rompí.
Aunque los platos ya estaban completamente limpios—todos ellos secándose en el estante, nuestra tarea técnicamente completada—ninguno de los dos se movió de ahí. Nos quedamos junto al pequeño fregadero de madera y metal, en la cocina minúscula, a apenas un palmo el uno del otro, sin mirarnos directamente.
Podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo a esta distancia. Podía escuchar su respiración controlada.
—El único que realmente se preocupaba por mí de verdad era Kenji —continué, y mi voz se quebró ligeramente al pronunciar su nombre en voz alta—. Era… un buen hombre. O lo habría sido, si hubiera tenido la oportunidad de crecer del todo. Noble. Fuerte. Honorable de formas que yo nunca podré ser.
Hice una pausa, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con formarse detrás de mis ojos.
—Murió por mi culpa. Porque yo...
Me detuve abruptamente, súbitamente consciente del terreno peligrosamente inestable que estaba bordeando. Los recuerdos se agolparon en mi mente sin permiso—imágenes fragmentadas de ojos rojos y manos frias, sangre y mis propios gritos y mi hermano cayendo, cayendo, siempre cayendo.
Tuve que sujetarme al borde del mueble de madera para anclarme al presente. Para recordarme dónde estaba.
—Era él quien debía sobrevivir —logré decir finalmente, cada palabra sintiendo como si estuviera siendo arrancada de lo más profundo de mi pecho—. Él, no yo. Él quien debería haber cargado con el título de Hashira de la Estrella hasta el fin de su larga vida. Él quien debería estar aquí, en mi lugar.
Noté que me temblaba el labio inferior. Me lo mordí para detener el temblor.
—He hecho las paces con el hecho de que... llegar hasta donde estoy ahora, convertirme en Hashira, sobrevivir cuando tantos otros no lo hicieron... todo eso es mérito mío. Que nadie me lo regaló. Que lo gané con mi sangre, sudor y lágrimas.
Mi voz bajó hasta ser apenas un susurro ronco:
—Pero nunca podré perdonarme por la muerte de mi hermano. Nunca. Deseé haber muerto en su lugar. Lo cambiaría, si pudiera. Que fuera él quien estuviera aquí y yo bajo tierra, convertida en polvo.
El silencio que siguió fue denso. Pesado. Casi tangible en su intensidad.
Por el rabillo del ojo vi cómo Giyuu apretaba los labios hasta formar una línea delgada. Su mano—que había estado descansando sobre el borde del fregadero—se contrajo súbitamente, los dedos curvándose, los tendones tensos. Como si luchara contra el deseo casi abrumador de cerrar los puños.
Como si mis palabras lo hubieran golpeado físicamente.
Y entonces, mi mente conectó los puntos, y me encontré regresando a ese recuerdo específico, año y medio atrás. No entendí del todo por qué sentí la súbita necesidad de hablar de ello con él, solo que necesitaba que supiera. Que entendiera.
—Aquel día, en el puente... —dije en voz baja pero firme.
Giyuu ladeó el rostro lentamente para mirarme, sus ojos azules encontrando los míos en la luz temblorosa de la lámpara de aceite.
No añadí nada más. No mencioné cuándo ni dónde. Porque supe—con una certeza tranquila y dolorosa—que él sabía exactamente a qué me refería.
El día de la reunión de los Hashira, después de la muerte de Kyojuro. El día en que me encontró de pie al borde, mirando el agua negra bajo el puente.
—No es que quisiera saltar —continué, forzándome a sostener su mirada aunque cada instinto me pedía apartar los ojos—. No exactamente. No de forma consciente, ni con un plan. Pero estaba tan cansada, Giyuu. Tan agotada de todo. De pelear. De sobrevivir. De cargar con ese peso.
Mi voz se volvió más baja, más frágil:
—Sentía que si me iba... si simplemente desaparecía, nadie lo notaría de verdad. Que no importaría. Porque todos los que me habrían echado de menos ya no estaban. Mi padre no quería saber nada de mí. Y Kenji... y Kyojuro... se habían ido.
Tragué saliva, sintiendo la amargura arder en la garganta.
—Las personas que valían la pena, las verdaderamente buenas, nobles y fuertes... ya no estaban. Y yo seguía aquí, por alguna broma cósmica cruel.
Por primera vez desde que lo conocía, pude ver claramente cómo la contención férrea de Giyuu—esa armadura que mantenía constantemente—empezaba a mostrar grietas.
Su mandíbula estaba apretada con tanta fuerza que podía ver el músculo tenso bajo la piel. El ceño, profundamente fruncido. Y sus ojos... había algo en sus ojos. Algo que reconocía, porque lo veía reflejado en mi propio espejo cada mañana.
Hubo un silencio largo. Casi insoportable en su densidad. Solo nuestras respiraciones—ambas más pesadas de lo normal, más irregulares—llenando el espacio entre nosotros.
Giyuu desvió la mirada hacia el suelo entre nuestros cuerpos, hacia ese pequeño espacio de tablas de madera que nos separaba pero que de alguna forma se sentía mucho más pequeño de lo que físicamente era.
Y entonces, sin mirarme, con voz tan baja que tuve que inclinarme ligeramente hacia adelante para escucharlo apropiadamente, dijo:
—Entiendo.
Dos palabras simples. Pero había algo en ellas—una gravedad silenciosa, un peso de experiencia personal—que hizo que mis manos temblaran involuntariamente.
—Yo también... pensé así una vez —admitió, y cada palabra parecía costarle físicamente.
Pensé que lo dejaría ahí. Que esa pequeña admisión sería todo lo que recibiría de él. Ya era más de lo que probablemente había compartido con cualquier otra persona.
Pero entonces levantó la mirada lentamente. Y la clavó directamente en mí con una intensidad que me robó el aliento.
—Pero estás equivocada, Sakura —dijo, y mi nombre en sus labios sonó diferente de alguna forma. Intimo. Real—. Tú también vales.
Sentí como si me hubiera golpeado en el pecho. Como si todas las palabras que había acumulado durante años se hubieran desintegrado súbitamente, dejándome sin voz.
Giyuu sostuvo mi mirada durante otro segundo largo—tiempo suficiente para que viera la sinceridad absoluta en sus ojos azules. Para que supiera que no eran palabras vacías dichas por cortesía.
Luego se dio la vuelta con un movimiento fluido y caminó hacia su futón al otro lado de la cabaña.
Se detuvo delante y observó el haori dispar que yo había doblado con tanto cuidado. Se agachó y lo recogió con cuidado exquisito, casi reverencial. Sus dedos trazaron los pliegues que yo había hecho, alisándolos aunque no hiciera falta.
Luego lo colgó en el gancho en la pared junto a su katana. Donde pertenecía.
Algo en mi pecho se apretó tan dolorosamente que tuve que llevar una mano a mi esternón como si pudiera aliviar físicamente la sensación.
Vi cómo agarraba su katana entonces—ese movimiento automático, practicado mil veces—como preparándose para la guardia nocturna que, según nuestro calendario, le tocaba a él esta noche.
—Yo lo haré —dije abruptamente, encontrando mi voz de alguna forma.
Giyuu se detuvo inmediatamente, con la katana aún en su mano. Se giró ligeramente para mirarme por encima del hombro.
—Estás...
—Estoy bien —aseguré con más firmeza de la que sentía—. Completamente recuperada. Has estado haciendo guardia tres días seguidos mientras yo estaba enferma. Por favor, Giyuu. Te mereces descansar apropiadamente. Yo me encargo esta noche.
Giyuu se giró completamente para mirarme de frente. Sus ojos me estudiaron con esa intensidad evaluadora que usaba—buscando señales de debilidad, de mentira, de que no estaba realmente lista.
Sostuve su mirada sin parpadear. Dejándolo ver que hablaba en serio.
Finalmente asintió lentamente. Una concesión. Confianza.
Dejó su katana de vuelta en su lugar y se metió detrás de la manta divisoria que separaba nuestros espacios, preparándose para dormir. Escuché los sonidos suaves de él cambiándose de ropa, acomodándose.
Yo me giré deliberadamente para darle privacidad, enfocándome en preparar mi propio equipo para la noche.
Un rato después se había metido en el futón. Desde mi posición en la mesa podía ver su forma acostada, dándome la espalda, enfrentando la pared como solía hacer cuando dormía.
Yo cogí mi propia katana—el peso familiar y reconfortante en mis manos—y la coloqué sobre la mesa frente a mí. Me preparé una taza de té caliente para mantenerme despierta. Me senté en la silla con postura alerta pero cómoda para las horas largas que venían.
Y apagué la lámpara de aceite para dejar que descansara mejor en oscuridad completa.
Solo el fuego iluminaba la sala ahora, proyectando sombras danzantes sobre las paredes de madera. Lanzando luz dorada y anaranjada que hacía que todo pareciera más suave, más cálido.
Rodeada del olor humeante de la madera quemándose lentamente. Del aroma persistente a pino y menta que provenía de donde él dormía—ese olor que ahora asociaba completamente e irrevocablemente con seguridad, con protección, con algo que no me atrevía a nombrar todavía.
Pasé la noche tranquila. Alerta pero en paz de formas que no había experimentado en años.
Como si finalmente, después de tanto tiempo a la deriva, hubiera encontrado mi hogar.
No un lugar físico—no estas cuatro paredes de madera y este techo que goteaba cuando llovía. No esta región fría y desolada donde habíamos sido enviados.
Sino algo más intangible. Más profundo.
Un hogar que caminaba y respiraba. Que me había dado su haori sin pensarlo. Que había cuidado de mí cuando estuve enferma sin que se lo pidiera. Que me había dicho sin rodeos que yo valía la pena.
Un hogar con ojos azules y manos gentiles y silencios que decían más que mil palabras.
Un hogar llamado Giyuu Tomioka.
Y mientras vigilaba la noche—mientras él descansaba a pocos metros de distancia, confiando en que lo protegería mientras era vulnerable—supe con certeza cristalina que algo había cambiado irrevocablemente entre nosotros.
Que habíamos cruzado una línea invisible pero significativa. Que ya no éramos simplemente compañeros asignados por obligación.
Éramos algo más.
Algo que me asustaba… y al mismo tiempo me llenaba de una esperanza cálida, inesperada.
Algo que me hizo pensar que, quizá, valía la pena arriesgarse al dolor de volver a perder.
Chapter 22: El invierno y la estrella. - Parte 7
Chapter Text
Todo se precipitó esa mañana.
Había pasado la noche entera despierta, vigilando en silencio mientras el fuego crepitaba y Giyuu dormía a pocos metros de distancia. Y aunque se despertó en mitad de la noche—esos ojos azules abriéndose súbitamente con alerta instantánea—y me ofreció un cambio de guardia con voz ronca de sueño, me puse más terca que él y lo obligué a volver a su futón.
"Duerme," le había dicho con firmeza. "Te necesito descansado, Tomioka."
Y sorprendentemente, obedeció.
Cuando volvió a despertarse poco después del amanecer—la luz gris filtrándose por las ventanas, tiñendo todo de tonos plateados—le informé que iba al pueblo a hacer algunos recados.
Le había dejado el desayuno ya preparado sobre la mesa—té caliente en su taza favorita, sopa de miso aún humeante, arroz blanco perfectamente cocido. Todo dispuesto con un cuidado que no quería examinar demasiado de cerca.
Él miró alternativamente entre la mesa cuidadosamente preparada y yo, aún desde su futón, aún medio adormilado. Tenía el cabello revuelto en todas direcciones—más incluso de lo usual—y esa expresión suavizada que solo venía con el despertar reciente.
Asintió lentamente, procesando mis palabras con esa lentitud característica de alguien que aún no estaba completamente despierto, mientras me veía ponerme mi haori estrellado y ajustarme la katana al cinturón.
No preguntó qué recados tenía que hacer. Simplemente confió.
Y algo en mi pecho se apretó ante esa confianza silenciosa.
***
La nieve crujía satisfactoriamente bajo mis botas mientras descendía por el sendero familiar hacia la aldea. El aire era limpio, frío, cortante en mis pulmones de esa forma que te hacía sentir completamente despierta y viva.
Mientras me acercaba más a la “civilización” podía oler los aromas del desayuno flotando desde las casas—arroz cociendo, pescado asándose, té verde preparándose. Podía escuchar los ruidos de la gente empezando su día—voces llamando, puertas abriéndose, herramientas siendo recogidas para el trabajo diario.
Pensé en Giyuu en la cabaña. En esa cara que había tenido recién despertado, con ojos aún ligeramente entrecerrados contra la luz y el cabello oscuro sobre los hombros. Se le debía haber caído la cinta que usaba para atarlo durante la noche, y los mechones apuntaban en direcciones caóticas. Había parecido más joven así. Menos cargado. Casi... adorable de una forma que nunca habría anticipado poder asociar con Giyuu Tomioka.
Sentí un cosquilleo agradable expandirse por mi pecho al pensar que tal vez en este preciso momento estaría disfrutando del desayuno que le había preparado. Tal vez incluso apreciándolo aunque nunca lo dijera en voz alta.
No tenía realmente nada que hacer en la aldea. Ningún recado verdadero. Ninguna provisión urgente que comprar.
Pero había algo que llevaba rondando mi mente durante días, creciendo en intensidad hasta volverse casi obsesivo.
Airi.
Quería volver a verla. De lejos esta vez—lo suficientemente lejos como para no causarle problemas con su padre monstruoso. Solo quería confirmar visualmente que estaba bien. Tan bien como uno podía estarlo en esas circunstancias imposibles.
Solo necesitaba saber que Oichi no le había dado una paliza por haber hablado conmigo. Porque lo sabía muy capaz de hacerlo. De castigarla por el más mínimo indicio de desobediencia o contacto con el mundo exterior.
Me acerqué al puesto de huevos frescos donde sabía que ella solía comprar. Esperé ahí cerca, fingiendo examinar otros puestos. Esperé y esperé.
Los minutos se convirtieron en una hora. Luego dos.
Esperé hasta casi el mediodía—el sol alcanzando su punto más alto en el cielo invernal, proyectando sombras cortas y duras.
Pero Airi no apareció.
Y yo sentí que algo iba mal.
Horriblemente, terriblemente mal.
No era lógica—no tenía pruebas concretas, ninguna evidencia objetiva. Pero tuve una revelación súbita, esa certeza visceral sin base racional que a veces viene de lo más profundo de tus instintos.
Algo había pasado.
Algo malo.
Mi cuerpo ya estaba girando y corriendo antes de que mi cerebro consciente terminara de procesar la decisión.
Subí corriendo la ladera pronunciada del bosque hacia la cabaña, mis pulmones quemando con el esfuerzo, mis piernas protestando. La nieve salpicaba a cada paso desesperado, pegándose a mi ropa, golpeándome en la cara. No me importó.
Cuando aparecí en el claro, respirando en jadeos irregulares, lo encontré sentado en el pequeño porche, afilando su katana con movimientos lentos y precisos. La piedra raspaba el acero con un sonido constante, casi hipnótico.
Giyuu estaba ya perfectamente vestido, y no quedaba rastro del joven somnoliento que me había mirado unas horas antes. Su cabello, aunque aún algo desordenado, volvía a estar recogido en la coleta baja de siempre, y su haori y su uniforme lucían impecables.
Se levantó instantáneamente en cuanto me vio—su cuerpo entero poniéndose en alerta al ver mi expresión. Colorada por la carrera. Con los ojos demasiado abiertos. Con esa tensión en cada línea de mi cuerpo que gritaba peligro.
Aunque su voz mantuvo esa serenidad fría característica, pero el ceño fruncido fue lo más cerca que lo había visto de la preocupación.
—¿Qué ocurre? —preguntó mientras yo corría los últimos metros hacia él.
—Algo no va bien, Giyuu —dije entre jadeos, doblándome ligeramente para recuperar el aliento—. Lo presiento.
Me enderecé, mirándolo directamente a los ojos.
—Tenemos que buscar a Airi. Tenemos que ir a la mansión Mikami. Ahora.
Giyuu no hizo preguntas. No pidió elaboración o pruebas. No cuestionó mi instinto irracional.
Simplemente metió la katana en su funda con un movimiento fluido, se ajustó el haori con rapidez eficiente, y asintió una vez.
Y ambos echamos a correr hacia la mansión Mikami como si nos persiguiera el infierno mismo.
***
Cuando llegamos a la oscura mansión que se imponía grotescamente como un punto sucio y antinatural entre tanta blancura prístina, nos detuvimos en seco.
Estaba en silencio.
Un silencio terrible. Antinatural. Equivocado a esta hora del día cuando debería haber actividad—criados moviéndose, haciendo tareas, preparando comidas, limpiando.
La verja de hierro forjado estaba abierta, de forma invitadora.
Pero no había huellas frescas en la nieve virgen del camino de entrada.
Nadie había entrado o salido por ahí en horas.
Y olía.
Dios, olía.
Olía a demonio—ese olor inconfundible de putrefacción dulzona mezclada con algo metálico y antiguo que hacía que cada instinto de Cazadora en mi cuerpo gritara peligro.
Giyuu y yo compartimos una mirada rápida de reojo. Un entendimiento silencioso pasó entre nosotros.
Aunque era pleno día—el sol brillando sobre nosotros—desenvainamos nuestras katanas con sonidos gemelos de acero contra cuero. Nos acercamos a la propiedad con cautela extrema, cada paso medido, cada sentido en alerta máxima.
Mi corazón latía violentamente contra mis costillas como un animal enjaulado intentando escapar.
No había sabido qué esperar exactamente de ese mal presentimiento que me había impulsado hasta aquí. Honestamente había pensado que tenía todo que ver con Oichi haciéndole daño a Airi.
No esperaba darnos de bruces con la amenaza demoniaca que habíamos estado buscando durante semanas infructuosas.
Porque lo que había ocurrido aquí era claramente, inequívocamente, obra de ese demonio esquivo que nos había estado burlando. El olor era exactamente el mismo que habíamos detectado en ese árbol tallado.
Y si por si acaso nos quedaba alguna duda microscópica, se disipó completamente cuando, al entrar al rellano en penumbra—las cortinas corridas bloqueando la mayor parte de la luz natural—vimos de nuevo el kanji de "Destruir" característico del Cuerpo de Cazadores.
Escrito con sangre fresca en la pared clara. Directamente encima de un cuadro costoso que mostraba una vista del monte Fuji.
La sangre pertenecía a la sirvienta joven que nos había servido el almuerzo ese día de nuestra primera reunión con Oichi Mikami. La que había entrado con manos temblorosas y ojos bajos. La que claramente había tenido miedo de su señor.
Su cuerpo estaba tirado grotescamente contra la alfombra.
Le habían roto el cuello—podía ver cómo su cabeza colgaba en un ángulo imposible. Y luego le habían abierto el estómago de lado a lado, usando la sangre que había brotado para pintar ese símbolo en la pared.
La visión era terrible incluso para alguien como yo que ya estaba acostumbrada a ver cosas horribles. Porque había algo particularmente cruel en esto. En usar su cuerpo como acuarela. En matar a alguien sin sentido solo para dar un mensaje a otros.
Sin saber realmente a quién dirigirla—a qué dios o espíritu que pudiera estar escuchando—recité una oración mental por la pobre chica. Por su alma. Por su familia que pronto descubriría su pérdida.
Y también recé fervientemente para que Airi estuviera bien.
Pero no podía estarlo. No podía. No con todo esto.
Apreté con fuerza casi dolorosa el mango de mi katana hasta que mis nudillos se pusieron blancos.
Nos adentramos más profundamente en la casa silenciosa, uno al lado del otro, las katanas preparadas. Moviéndonos con sincronización que no habíamos practicado conscientemente pero que había surgido naturalmente de semanas trabajando juntos.
Por una de las puertas dobles que daban al salón principal—donde nos habían recibido con té y formalidad falsa—vi el cuerpo de otra criada. Asesinada exactamente de la misma forma. Cuello roto. Estómago abierto. Sangre por todas partes.
Giyuu me miró y e hizo un gesto hacia las escaleras amplias que subían a la segunda planta. Entendí inmediatamente. Asentí mi confirmación.
Ambos sabíamos instintivamente que no había nada—nadie vivo—en la planta baja.
Subimos las escaleras con cuidado extremo, un escalón apenas crujiendo traicioneramente bajo nuestro peso combinado. El pasillo de la primera planta era largo y estaba oscurecido por cortinas pesadas corridas sobre todas las ventanas. Lo recorrimos lentamente hasta el final, hasta donde sabíamos que estaba la habitación de Airi.
La puerta de madera oscura estaba entreabierta. Una rendija de apenas unos centímetros.
Me armé de valor—respirando profundamente, preparándome mentalmente para lo que fuera que encontraría dentro—y empujé la puerta despacio con la punta de mi katana.
Se abrió con un gemido suave de bisagras que necesitaban aceite.
Y allí, en el suelo, estaba Oichi Mikami.
Tendido boca arriba sobre la alfombra cara de su propia hija, cubierto apenas por una bata de satín. Los ojos abiertos, mirando sin ver hacia el techo. Una daga—pequeña, decorativa, como la que algunas mujeres guardaban en en el tocador—clavada directamente en el centro de su pecho.
El metal brillaba bajo la luz tenue que se filtraba por la ventana parcialmente abierta. El mango era de marfil tallado con diseños florales delicados. Completamente incongruente con el acto violento que había realizado.
El rostro de Mikami estaba descompuesto en una mueca congelada de sorpresa y dolor.
La sangre se había filtrado en el suelo de madera como tinta oscura y espesa, formando un charco que se había expandido bajo su cuerpo. Había manchas salpicadas por toda la habitación—en las paredes, en los muebles, en la ropa de cama revuelta.
No sentí lástima. Ni un ápice. Pero sí sorpresa genuina.
Y un alivio profundo e intenso de que el cuerpo no fuera de Airi.
—Esto no es obra del demonio —dijo Giyuu en voz baja, observando la escena con esos ojos analíticos que no perdían ningún detalle.
Sabía exactamente a qué se refería. Un demonio no mataba con puñales decorativos. Mataba con garras. Con colmillos. Con fuerza brutal. Como lo había hecho con las pobres criadas abajo.
Esto—esta daga clavada con precisión, este tipo de muerte—era completamente humano.
Me pregunté si Airi...
La habitación estaba ligeramente desordenada de formas que contaban una historia si sabías leer las señales. La lámpara de noche estaba caída en el suelo, su pantalla rota. Varios objetos del tocador—un frasco de perfume, un cepillo de pelo de plata, un libro pequeño—estaban esparcidos por el suelo como si hubieran sido arrastrados violentamente.
Me imaginé la escena con claridad horrible y perfecta.
Airi, cansada. Agotada. Rota por años de abusos que ninguna persona debería soportar. Esperando en la oscuridad de su habitación el momento inevitable en que su padre vendría a buscarla como tantas otras noches.
Escondiendo la daga bajo su almohada o entre los pliegues de su camisón. Esperando con el corazón latiendo tan fuerte que debía haber pensado que la delataría.
Y cuando él finalmente entró—cuando se abalanzó sobre ella, aprisionándola contra el colchón—ella le clavó la daga con toda la fuerza desesperada que su cuerpo delgado podía reunir.
Probablemente Mikami se había echado hacia atrás instintivamente en shock absoluto. Sangrando. Sin poder creer lo que estaba pasando. En su retirada tambaleante habría golpeado la lámpara de noche, tirándola al suelo. Luego se habría apoyado contra el tocador para mantener el equilibrio mientras la vida se le escapaba, arrastrando objetos al suelo en el proceso.
Y finalmente habría caído. Muerto por la mano de su propia hija.
Y aunque estaba completamente claro que nada de lo ocurrido en esta habitación específica era obra demoniaca directa...
Giyuu se acercó a la ventana con pasos cuidadosos, pasando por encima del cadáver de Mikami sin mirarlo—como si no mereciera ni siquiera el reconocimiento de su atención. Examinó el marco de la ventana, tocando el cristal con dedos evaluadores.
Empujó ligeramente y la ventana se abrió más con facilidad—sin resistencia, sin necesidad de accionar la manija.
Había estado abierta todo el rato, y desde dentro.
Giyuu se volvió hacia mí, y en sus ojos vi la misma conclusión a la que yo estaba llegando.
—Ha estado aquí —dijo, y su voz tenía una calma tensa—. Se la llevó.
Se incorporó completamente, sus ojos clavándose en los míos.
—Después de que ella...
Sus ojos azules se deslizaron brevemente hacia el cadáver de Mikami antes de volver a mí. No necesitó terminar la frase.
Asentí, encajando las piezas de la historia en mi mente con horrible claridad.
—Airi mató a Oichi anoche —dije en voz baja, verbalizando lo que ambos habíamos deducido—. Al final no pudo soportarlo más... y lo mató. Y después, el demonio vino. Ella misma le abrió la ventana. Tal vez lo estaba esperando. Quizá fue él quien la empujó a hacerlo.
La comprensión se asentó en mi estómago como plomo.
—Antes de llevarse a Airi, el demonio mató a las sirvientas. Dejó el cuerpo de Mikami tal y como ella lo había dejado. Y con la sangre de las criadas, dibujó el mensaje. Otro juego. Otra burla.
Giyuu y yo nos miramos durante un momento.
Sin una palabra—sin necesidad de discutir o planear—salimos de la habitación, dejando el cadáver frío de ese monstruo horrible atrás sin ceremonias. Bajamos las escaleras rápidamente, pasando junto al cuerpo de la sirvienta en el rellano sin poder detenernos a mostrar respeto apropiado. Salimos de vuelta al aire libre, de vuelta a la nieve y el sol.
Y encontramos el rastro.
No era obvio—el demonio había sido cuidadoso. Pero estaba ahí para quienes sabían qué buscar. Señales sutiles en la nieve. Ramas rotas de formas no naturales. Ese olor persistente que se pegaba al aire.
Y esta vez, esta vez, no podíamos fallar. No había opción de fracaso.
Porque el demonio se había llevado a Airi Mikami. Una chica que acababa de matar a su propio padre en defensa desesperada. Que probablemente había visto al demonio como salvación, en lugar de amenaza.
Corrimos por el bosque con velocidad que rayaba en lo temerario. Entre los árboles que se volvían borrosos a nuestro alrededor. Por el lago helado donde nuestros pies resonaban contra el hielo sólido.
Llegamos a las faldas empinadas de la Kuroi Yama—esa montaña negra y ominosa que dominaba toda la región como un gigante durmiente.
Pasamos por esa cueva sobre la que la castañera nos había hablado semanas atrás—la que estaba taponada por un derrumbe antiguo.
Pero el rastro continuaba más allá. Se metía por un desfiladero estrecho que serpenteaba más arriba en la montaña. Lo seguimos sin vacilar, nuestras respiraciones saliendo en nubes blancas en el aire cada vez más frío.
El sol empezaba a ocultarse detrás de los picos dentados. Las sombras se alargaban, volviéndose más oscuras, más profundas. Y cuando el astro estuvo casi completamente oculto—solo el último rayo dorado y moribundo visible—iluminó algo.
Una entrada en la piedra negra de la montaña.
—Allí —susurré, señalando.
Giyuu siguió la dirección de mi dedo.
Una herida abierta en la cara de la montaña. Una grieta natural. Una cueva apenas lo suficientemente ancha para que un hombre adulto cupiera por ella de lado.
Y el olor a demonio emanaba de esa oscuridad como vapor venenoso.
Nos acercamos lentamente. Cada paso medido. Cada sentido afilado hasta el punto de dolor.
Giyuu apretó el mango de su katana hasta que escuché el cuero del crujir ligeramente. Yo hice lo mismo, el acero brillando con la última luz.
Me llevé la mano libre a mi collar en forma de estrella en un gesto casi supersticioso de buena suerte. Estiré los músculos de mi espalda, sintiendo el peso familiar de mi arco y el carcaj lleno de flechas.
Nos detuvimos frente a la entrada oscura de la cueva. Tan cerca que podía sentir el aire más frío emanando de las profundidades. Tan cerca que el olor a demonio era casi abrumador.
Ninguno dijo nada.
Pero ambos sabíamos perfectamente lo que nos esperaba dentro de esa oscuridad.
Algo que nos había burlado durante semanas enteras. Algo que había jugado con nosotros como gato con ratones. Algo que finalmente se había atrevido a mostrarnos dónde se escondía.
Algo que se había llevado a Airi Mikami—una chica rota que había matado a su propio padre—para devorarla lentamente en la oscuridad.
El aire olía a maldad.
Y a miedo.
Miré a Giyuu de reojo. Él ya me estaba mirando.
En sus ojos azules vi determinación absoluta. Y algo más—algo que parecía decir: Pase lo que pase ahí dentro, saldremos juntos.
Asentí una vez. Firme. Devolviendo ese mismo mensaje silencioso: Juntos.
Y entonces, con el último rayo de sol desapareciendo completamente detrás de las montañas—con la oscuridad cayendo sobre nosotros como una manta pesada—nos adentramos en la boca negra de la cueva.
Hacia lo desconocido.
Hacia el demonio que nos había estado esperando todo este tiempo.
Hacia el objetivo de nuestra misión.
Mientras recorría ese estrecho pasaje de forma lateral—era la única forma de avanzar sin arriesgarse a quedar irremediablemente atascado entre las paredes de roca—recordé la última vez que me había adentrado en una cueva para dar caza a un demonio.
En mi misión con Kyojuro. En lo que parecían años y años atrás aunque en realidad solo habían sido meses. Cuando nos enfrentamos a Shokan, la Luna Inferior Cuatro.
Shokan, con esa habilidad perturbadora de atraer víctimas desesperadas metiéndose en sus mentes como parásito. Haciéndoles ver personas amadas que habían perdido. Manipulando sus recuerdos más preciados hasta convertirlos en armas.
Shokan, que incluso muriendo—incluso mientras se desintegraba en cenizas—me había mandando recuerdos de su señor con voz burlona. Como último regalo envenenado.
Este demonio al que íbamos a enfrentar no era Shokan. Pero se le parecía, pensé con inquietud creciente. En la forma en que atraía víctimas en lugar de cazarlas activamente. En la forma en que claramente se metía en sus cabezas, en sus corazones rotos. En cómo le gustaba el juego psicológico tanto como—o tal vez más que—la cacería física.
Giyuu iba delante de mí en el pasaje estrecho, y claramente tenía más dificultades para avanzar debido a su mayor envergadura. Tenía que girar sus hombros en ángulos incómodos, prácticamente arrastrarse de lado. Su respiración llegaba ligeramente más laboriosa de lo usual.
Si el demonio decidía atacarnos aquí, estábamos en serios problemas.
No había espacio de maniobra. Giyuu llevaba una antorcha pequeña en la mano izquierda—la llama temblando nerviosamente, proyectando sombras danzantes sobre las paredes de roca—mientras su katana descansaba en la derecha. Pero el espacio era tan estrecho que si el demonio se lanzaba contra él en este momento, ni siquiera podría levantar la espada apropiadamente para defenderse.
Seríamos peces en un barril. Blancos inmóviles.
Afortunadamente, la estrechez opresiva se fue ampliando gradualmente hasta que finalmente se abrió a un pasillo natural de roca donde ambos podíamos caminar uno al lado del otro sin rozarnos constantemente.
Hacía muchísimo frío aquí dentro—más frío incluso que afuera, lo cual parecía imposible. Como si el calor fuera absorbido activamente por las paredes negras de la cueva. Y el aire pútrido parecía tan denso como niebla tóxica, pegándose a nuestras gargantas, haciendo que cada respiración fuera un esfuerzo consciente.
A cada paso que dábamos más profundamente en las entrañas de la montaña, el olor a demonio se hacía exponencialmente más fuerte. Más concentrado. Hasta que fue casi abrumador—ese olor característico a podredumbre dulzona mezclado con algo antiguo, maligno.
El pasillo natural terminaba abruptamente en una abertura amplia. Más allá podía ver luz parpadeante. Luces de antorchas clavadas en la roca.
Giyuu y yo compartimos una mirada rápida y cargada. Sus ojos azules brillaban con determinación absoluta en la luz temblorosa. Asentí imperceptiblemente.
Juntos.
Avanzamos los últimos metros y emergimos en una caverna circular de altura impresionante. El techo se perdía en sombras más arriba, tan alto que las llamas de las antorchas no alcanzaban a iluminarlo completamente.
En las grietas naturales de la roca había cuatro antorchas en total, clavadas en puntos estratégicamente opuestos alrededor del perímetro. Proporcionaban suficiente luz como para ver formas y movimientos, pero dejaban bolsas profundas de oscuridad entre ellas donde cualquier cosa podría estar escondida.
Estábamos dentro de la Kuroi Yama. En el corazón negro de la montaña maldita.
En la guarida del demonio.
Y entonces la vi.
Airi yacía en el suelo al otro lado de la caverna, a unos veinte metros de donde estábamos parados.
Me detuve en seco, y Giyuu me imitó instantáneamente.
Desde esta distancia no podía asegurarlo con certeza absoluta, pero juraria que seguía viva. Su pecho subía y bajaba con respiración superficial pero visible. Solo estaba inconsciente—tal vez drogada con algo, tal vez simplemente agotada por el trauma.
Yacía completamente inmóvil con la piel blanca como la nieve y el cabello negro extendido alrededor de su cabeza como una corona oscura.
Llevaba un yukata ligero de algodón—el tipo que se usa para dormir, delgado e inadecuado para el frío brutal. Estaba manchado de sangre en las mangas y el estómago, grandes manchas oscuras que se habían empapado en la tela.
Pero supe con certeza instintiva que esa sangre no era suya.
Era de Oichi. De su padre. Del hombre que había matado con sus propias manos apenas horas antes.
Y a pocos metros de ella, acuclillado con cierto aire extraño de protección y posesividad simultáneas... estaba el demonio.
A primera vista—en ese primer vistazo superficial—podría haber pasado como humano. Como un hombre hermoso incluso.
Tenía rostro fino y aristocrático, con rasgos delicados que parecían tallados en mármol pálido. Su piel era de un tono blanquecino antinatural. El cabello le caía largo, perfectamente liso y oscuro como tinta diluida en agua, deslizándose por su espalda hasta casi la cintura.
Vestía ropa simple pero de buena calidad—un kimono oscuro sin adornos ostentosos.
No nos miraba. Toda su atención estaba completamente fija en Airi inconsciente a sus pies.
La observaba con el rostro medio ladeado en un ángulo casi curioso, como si verla dormir fuera absolutamente fascinante. Como si fuera una obra de arte que estaba estudiando con apreciación estética.
Estiró el brazo lentamente hacia ella—movimiento fluido, casi reverente—y casi rozó su rostro pálido con la punta de dedos anormalmente largos.
Me tensé instintivamente, cada músculo de mi cuerpo preparándose para lanzarse hacia adelante. Desenvainé mi katana con un sonido metálico que resonó en la caverna como campana de advertencia.
—No la toques —siseé, y mi voz salió más venenosa de lo que pretendía. Cargada de amenaza y promesa simultáneas.
Los dedos largos del demonio se detuvieron inmediatamente. A apenas milímetros de la mejilla de Airi. Suspendidos en el aire como congelados en el tiempo.
Cuando alzó su mirada lentamente hacia nosotros—ese movimiento deliberado, sin prisa—me di cuenta de inmediato de lo que lo hacía inconfundiblemente inhumano.
Eran sus ojos.
Completamente negros. No solo las pupilas sino todo—iris, esclerótica, todo. Como pozos sin fondo que absorbían luz en lugar de reflejarla. Como mirar directamente al vacío.
Y me di cuenta con un alivio tan intenso que casi me marea: no era una Luna.
No había kanji alguno inscrito en esos ojos negros. No tenía ese número que identificaba a los Doce sirvientes más poderosos de Muzan Kibutsuji.
Solo negrura. Solo vacío.
Era fuerte—eso era obvio por cómo nos había eludido durante semanas, por cómo había orquestado todo esto. Pero no era una de las Lunas. Lo cual significaba que teníamos ventaja.
El demonio se puso en pie con una lentitud exagerada, desenroscándose de su posición agachada con gracia fluida que recordaba a un felino. Alto. Más alto de lo que había parecido acuclillado—casi de la altura de Giyuu.
Nos miró durante un largo momento, esos ojos negros moviéndose entre nosotros dos con evaluación clara. Estudiándonos. Catalogándonos.
Entonces negó lentamente con la cabeza, y en el gesto había algo que parecía genuinamente... decepcionado.
—Sois muy ruidosos —murmuró, y su voz era suave, casi agradable de escuchar. Cultivada. El tipo de voz que pertenecería a un maestro o un sacerdote—. Pisadas pesadas. Respiraciones irregulares. Perturbáis mi espacio sagrado como si no mereciera el más mínimo respeto.
Dio un paso lateral, colocándose más directamente entre nosotros y Airi. Protector. Posesivo.
—Ni siquiera sois la mitad de listos de lo que os creéis. Hipócritas, como todos los de vuestra clase.
Su voz ganó un toque de diversión cruel.
—Todo este tiempo os he estado observando. En el mercado. En vuestros paseos por el bosque. Incluso... —sus labios se curvaron en algo que podría haber sido sonrisa en un rostro humano— Incluso en vuestra pequeña cabaña. Tan cerca que podría haber tocado las paredes. Y vosotros... ni siquiera sabíais que yo estaba ahí.
Hizo un ruido con la lengua—un chasquido de desaprobación como un padre decepcionado con hijos que no habían cumplido expectativas.
Apreté la mandíbula con fuerza suficiente como para que doliera. Observé el cuerpo inmóvil de Airi detrás de él. Tenía que ponerla a salvo. Tenía que sacarla de aquí antes de que este demonio decidiera que ya no le servía.
A mi lado sentí cómo Giyuu cambiaba imperceptiblemente su centro de gravedad, redistribuyendo su peso. Preparándose. Listo para moverse en cualquier dirección en una fracción de segundo.
El demonio dio otro paso—esta vez hacia Airi nuevamente—y volvió a observarla con ese ensimismamiento extraño y perturbador. Como si realmente la apreciara de alguna forma retorcida.
—Aléjate de ella —dije, y mi voz resonó por toda la caverna con más firmeza de la que me sentía internamente.
El demonio levantó la cabeza con lentitud deliberada y me miró directamente con esos ojos de vacío absoluto.
—¿Por qué? —preguntó, y la sinceridad en su tono me tomó completamente por sorpresa—. ¿Qué daño podría causarle a este pequeño cuerpo roto que no haya sufrido ya a manos de aquellos que se suponía debían amarla?
Inclinó la cabeza en ese ángulo antinatural otra vez.
—¿Soy yo el verdadero monstruo aquí? Yo, que al menos soy completamente honesto con mi naturaleza. Que no finjo ser otra cosa que lo que soy. Mientras que vosotros, humanos...
Su voz se volvió más suave, casi melancólica:
—Vosotros sois infinitamente peores.
El aire literalmente se me atascó en los pulmones cuando el demonio articuló ese pensamiento—ese mismo pensamiento exacto que yo misma había tenido sobre Oichi Mikami. Palabras que habían resonado en mi mente docenas de veces durante estas semanas.
Un simple humano puede ser peor monstruo que cualquier demonio.
Su voz continuó, suave pero penetrante. Como profesor enseñando una lección importante a estudiantes que necesitaban entender verdades difíciles:
—Vosotros, que usáis y abusáis de cuerpos mientras fingís cuidadosamente no ver el sufrimiento que causáis. Que os decís a vosotros mismos que es normal, que es aceptable, que es vuestro derecho. Vosotros, que destruís sistemáticamente a otros simplemente porque no sabéis enfrentar vuestros propios miedos y debilidades patéticas.
Hizo una pausa, dejando que las palabras se asentaran.
—Vosotros que osáis romper el sacramento más sagrado que existe en cualquier cultura: la protección inquebrantable de padres a hijos. El mayor pecado imaginable. La traición definitiva.
Una náusea me subió por la garganta como bilis. Apreté el mango de mi katana con tanta fuerza que crujió.
A mi espalda, el arco y el carcaj de flechas parecían pesar una tonelada. Más pesados de lo que deberían ser físicamente posibles.
Lo peor—lo absolutamente peor—no era lo que estaba diciendo.
Lo peor era que no estaba mintiendo.
Porque esas cosas pasaban. Constantemente. En todas partes. Yo las había visto con mis propios ojos. Había sido testigo silencioso de algunas. Había sido incapaz de detener otras a pesar de quererlo desesperadamente.
—Yo fui humano una vez —susurró entonces, incorporándose completamente hasta su altura total. Su voz ganó una cualidad distante, como si estuviera mirando hacia atrás a través de décadas o siglos—. Ya no recuerdo mi nombre. Esa información se perdió hace mucho tiempo junto con muchas otras cosas. Ahora me hago llamar Nishihume.
El nombre resonó en la caverna: Sueño del Oeste.
—Pero aunque mi nombre se fue, sí recuerdo el dolor. Vívidamente. Cada detalle. Sobreviví a un padre que me golpeaba hasta dejarme inconsciente por infracciones imaginarias. Que me vendió como si fuera simple ganado a hombres que... que hicieron cosas que ningún niño debería experimentar jamás.
Su voz se volvió más fría, más dura:
—Sobreviví a una comunidad entera que me dio la espalda cuando busqué ayuda. Que cerró puertas y ventanas cuando corrí pidiendo auxilio. Que me dijo que era mi culpa. Que me lo había buscado. Que debía permanecer callado y aceptar mi destino.
Dio un paso hacia nosotros, y sentí cómo Giyuu se tensaba infinitesimalmente a mi lado.
—Y nunca recibí ayuda. O consuelo. O siquiera reconocimiento de que mi sufrimiento era real. Hasta que ya fue demasiado tarde. Hasta que me convertí en esto.
Extendió sus brazos ligeramente, mostrándose.
—Pero ahora... ahora soy yo quien ofrece consuelo a los que sufren como yo sufrí. Yo quien escucha cuando nadie más lo hace. Yo quien proporciona la salida que nadie me proporcionó a mí.
Apreté los dientes con tanta fuerza que escuché cómo crujían. La furia burbujeaba en mi pecho como lava.
—No es consuelo si los devoras después —escupí las palabras—. No es salvación si termina en muerte. Eso es solo predación disfrazada con filosofía bonita.
Nishihume me miró durante un largo momento. Luego sonrió—y esa sonrisa era terrible porque parecía genuinamente triste.
—¿Y no es más piadoso que permitir que sigan viviendo eternamente con esas heridas que nunca sanarán? ¿No es un alivio real dejar de existir comparado con que tu propio padre te viole noche tras noche mientras tus vecinos fingen no escuchar tus gritos?
Las palabras me golpearon como una cuchilla bajo las costillas. Por un instante, el aire se volvió pesado, difícil de tragar. A mi lado, Giyuu ajustó el agarre de su katana. La voz de Nishihume resonó por la caverna, ganando poder:
—¿Comparado con que tu familia te golpee hasta romperte huesos y luego te obligue a sonreír en público como si nada pasara? ¿Comparado con vivir en una jaula de dolor y vergüenza de la que no hay escape legal o socialmente aceptable?
Dio otro par de pasos hacia nosotros, dejando a Airi detrás de él.
—Yo no rompo a las personas que vienen a mí. Ya están rotas cuando llegan. Yo escucho de verdad. Entiendo. Valido su dolor. Y luego doy una salida real. Libertad absoluta. No más sufrimiento interminable. No más máscaras agotadoras. Solo paz.
Sentí las manos sudadas bajo los guantes a pesar del frío que calaba hasta los huesos. Un ruido blanco me tronaba en los oídos.
—Y vosotros mismos estáis sufriendo intensamente —continuó Nishihume, y ahora su voz tenía esa cualidad penetrante de alguien que ve más de lo que debería poder ver—. Lo escondéis admirablemente. Detrás de deber y propósito y todas esas cosas nobles con las que os mentís a vosotros mismos. Pero el olor... ah, el olor es lo único que no puede mentir jamás.
El demonio deslizó su mirada negra entre Giyuu y yo con escrutinio intenso.
—Miedo. Tristeza profunda. Rabia contenida. Culpa que os devora desde dentro. Soledad tan abrumadora que a veces no sabéis cómo seguir respirando. Y...
Su sonrisa se ensanchó, volviéndose más conocedora:
—Deseo.
La palabra se quedó flotando en el aire, densa, cargada, como si hubiera cambiado la temperatura del lugar.
Sentí la presencia de Giyuu junto a mí, el calor de su cuerpo en contraste con el frío de esa voz. Mi mente quiso rechazar lo que oía, desmontarlo, analizarlo, reducirlo a otra manipulación más. Pero no podía. Las palabras del demonio se habían colado bajo la piel, resbalando hasta lugares que no quería mirar. Tal vez mentía, probablemente lo hacía… y aun así, algo dentro de mí reconoció cada cosa que nombró.
—¿Acaso no habéis pensado en desaparecer en algún momento? —preguntó, clavando esos ojos negros directamente en mí con intensidad que me hizo sentir completamente expuesta—. ¿En dejar de luchar? ¿En rendiros finalmente a ese peso que lleváis?
Su voz se volvió casi gentil, casi compasiva:
—¿Acaso no venderías tu alma por un destello de aceptación, Cazadora? ¿No te fuiste entregando pedazo a pedazo a quien te hizo creer que valías algo?
Sentí cómo se me endurecía el gesto, una reacción instintiva, como si el cuerpo intentara protegerse antes que la mente. Algo dentro de mí se encogió, dolido, expuesto, vulnerable.
¿Cómo lo sabía? ¿Cómo podía saber eso?
No puede saberlo. No lo sabe. Solo está hurgando, buscando donde duela. Es manipulación. Solo eso.
Nishihume soltó una risa baja, dulce, condescendiente—el sonido de alguien que ha ganado un punto importante en un debate. Luego sus ojos negros se deslizaron lentamente hasta Giyuu. Estudiándolo con esa misma intensidad penetrante. Como si pudiera leer cada pensamiento, cada secreto guardado celosamente.
—¿Y tú, hombre silencioso? —murmuró, y había algo casi afectuoso en su tono—. Escondiendo todas tus emociones detrás de una presa tan bien construida. Sabiendo que si alguna vez se rompe, todo lo que has contenido durante años te devorará desde dentro. Ahogándote en todo lo que nunca te permites sentir.
Si las palabras del demonio afectaron a Giyuu de alguna forma, no lo demostró externamente ni por un segundo. Permanecía exactamente igual de firme, igual de inmutable, igual de impenetrablemente frío.
Pero yo estaba lo suficientemente cerca—lo conocía lo suficientemente bien ya—como para sentir la tensión minúscula que atravesó su cuerpo. El endurecimiento casi imperceptible de sus músculos.
Lo había alcanzado. De alguna forma, las palabras habían llegado incluso a Giyuu Tomioka.
El demonio avanzó otro par de pasos hacia nosotros, tranquilo, sin prisa. Como si disfrutara enormemente de este momento. Como si esto fuera exactamente lo que había estado esperando durante semanas.
—La muerte da miedo, es cierto —admitió con esa voz suave y razonable—. Es natural temer lo desconocido. Pero también es profundamente liberadora cuando finalmente la abrazas. Y vosotros...
Sus labios se curvaron en algo horrible que pretendía ser sonrisa:
—Vosotros pronto lo entenderéis completamente.
La temperatura en la caverna pareció bajar otros diez grados en un instante.
—Sois importantes, Hashiras. Pilares del Cuerpo de Cazadores. Vuestras muertes tendrán peso. Significado. Y cuando os libere del sufrimiento que lleváis... cuando lleve vuestras cabezas ante Muzan-sama como ofrenda...
Sus ojos brillaron con algo fanático, algo hambriento:
—Finalmente me recibirá en su círculo más cercano. Reconocerá mi valor. Me otorgará el poder que merezco. Tal vez incluso me convierta en una de las Lunas que tanto admiro. Y entonces...
Su voz bajó hasta ser apenas un susurro que de alguna forma llenó toda la caverna:
—Entonces nunca más necesitaré esconderme en montañas oscuras. Nunca más seré ignorado o desestimado. Seré visto. Seré valorado. Finalmente importaré.
El aire tembló.
La temperatura bajó en picada—tan drástica y súbitamente que mi aliento salió en nubes blancas densas.
Nishihume abrió los brazos completamente, como en bienvenida o bendición perversa.
Y su piel comenzó a agrietarse.
No como piel seca descamándose sino como porcelana rompiéndose. Líneas negras aparecieron por todo su rostro, su cuello, sus manos. Extendiéndose como telarañas de fractura.
Un vapor oscuro comenzó a surgir de esas grietas—denso, casi sólido, oliendo a podredumbre y algo peor. Cubriéndolo como un sudario.
Su silueta comenzó a alargarse de formas que desafiaban anatomía. Los huesos crujieron audiblemente—sonidos húmedos y terribles de cosas rompiéndose y reformándose. Su forma humana cuidadosamente mantenida se deshizo como papel mojado.
Apreté el mango de mi katana con ambas manos, templando mi respiración en el patrón que había practicado miles de veces. Concentración. Control. Precisión.
A mi lado, Giyuu también se preparó—su postura cambiando a algo que reconocí como la posición inicial de una de sus formas de Respiración del Agua.
No necesitábamos decirnos nada.
Habíamos luchado juntos lo suficiente—habíamos vivido juntos lo suficiente—como para movernos como unidad sin palabras.
La transformación de Nishihume continuó con sonidos cada vez más grotescos. Su cuerpo se convirtió en amalgama de miembros que se multiplicaban. Ojos que se abrían en lugares imposibles. Bocas llenas de dientes afilados apareciendo en lo que había sido piel lisa.
Y cuando finalmente terminó—cuando la criatura ante nosotros ya no tenía nada reconociblemente humano—se alzó hasta casi tocar el techo invisible de la caverna.
Monstruosa. Espantosa. Hermosa de esa forma horrible que solo los demonios poderosos lograban.
Y sonrió con demasiadas bocas simultáneamente.
—Dadme vuestra desesperación —susurró con voces superpuestas que venían de todas esas bocas a la vez—. La devoraré con gratitud. Absorberé vuestro dolor. Y a cambio...
Las voces se unificaron en una sola que resonó como trueno:
—Os haré libres.
***
El demonio se lanzó hacia nosotros con velocidad imposible—una masa de miembros y bocas y ojos que se movía como pesadilla líquida.
Y sin haber intercambiado una sola palabra, sin ninguna señal verbal o plan discutido, nuestra sincronización fue absolutamente perfecta.
Ambos supimos exactamente qué debíamos hacer. Como si compartiéramos un cerebro. Como si fuéramos dos mitades de un todo funcionando en armonía perfecta.
Giyuu se lanzó directamente hacia la criatura sin un ápice de duda—enfrentando esa masa grotesca de frente con valentía que bordeaba la temeridad. Su katana brilló como relámpago líquido mientras bloqueaba el primer ataque con un choque metálico que resonó por toda la caverna.
Y en ese mismo instante—mientras el demonio estaba enfocado completamente en Giyuu, mientras todos esos ojos múltiples seguían su movimiento—yo actué.
No ataqué. Esa no era mi función en este momento.
Me hice a un lado con rapidez, aprovechando la distracción perfecta que Giyuu había creado, y corrí agachada bajo el cuerpo masivo del demonio. Esquivando miembros que se retorcían. Evitando bocas que chasqueaban peligrosamente cerca.
Hacia Airi.
Llegué a donde yacía inconsciente, la agarré con ambos brazos—sorprendida por lo ligera que era, lo frágil que se sentía su cuerpo—y la deslicé rápidamente hacia la pared de roca más cercana.
Había una abertura pequeña allí, una grieta natural en la piedra negra. No grande pero suficiente. Empujé su cuerpo dentro con cuidado pero urgencia, protegiéndola lo mejor que podía de los golpes que vendrían.
Luego me giré hacia la batalla real.
Y lo que vi me robó el aliento por un segundo.
Giyuu se movía como el agua misma hecha carne: fluido, imposible de atrapar, letal en su precisión.
Su katana trazó un arco perfecto y brillante que cortó limpiamente uno de los apéndices grotescos del demonio. El miembro separado convulsionó violentamente antes de deshacerse en vapor negro y nauseabundo. Una de las múltiples bocas del demonio chilló con sonido que atravesaba los tímpanos.
No perdí tiempo admirando.
Tomé impulso—piernas flexionándose, músculos preparándose—y me lancé hacia el flanco izquierdo del demonio. El lado que Giyuu había dejado temporalmente expuesto con su ataque.
Mi hoja brilló, rápida como destello estelar. Corté profundamente en lo que parecía ser el torso de la criatura—si es que algo tan deformado podía llamarse torso. Sangre negra brotó de la herida como tinta espesa.
Retrocedí inmediatamente, tomando distancia, reposicionándome.
El demonio no se inmutó ante el dolor. Si es que sentía dolor en absoluto. Se giró hacia mí con todos esos ojos abiertos de par en par—docenas de ellos, tal vez cientos, todos enfocándose simultáneamente en mi posición.
—No temáis romperos —gruñó con voz que ya no tenía nada de humano. Era coro de voces superpuestas, cada una en diferente tono pero todas diciendo las mismas palabras—. Cuando finalmente lo hagáis, cuando os destrocéis completamente... yo estaré aquí esperando para daros cobijo eterno.
Una maraña de extremidades y bocas se dirigió hacia mí con velocidad que no había anticipado apropiadamente. Demasiado rápido. Demasiado cerca.
El golpe iba a alcanzarme de lleno. Iba a atravesarme o aplastarme o arrancarme partes que no podía permitirme perder.
Y en ese instante de claridad cristalina que viene cuando la muerte te roza—cuando el tiempo se ralentiza y cada detalle se vuelve hiperrealista—supe exactamente qué hacer.
Qué técnica usar para salvar mi vida.
Hice lo que él me había enseñado.
Kyojuro.
Recordé su voz, su risa encendida, la forma en que decía “Mantén tu corazón ardiendo. No dejes que la llama se apague nunca.”
Y entonces, dejé que ese fuego me habitara.
Giré sobre el eje del cuerpo, sintiendo cómo la energía ascendía desde la tierra, en espiral, hasta mi centro. Mis piernas se afirmaron con la solidez de la Cuarta Forma de la Llama—Ola de llamas ardientes—canalizando el impulso explosivo desde el suelo.
Pero en lugar de liberar el golpe con el ímpetu devastador típico de Kyojuro, modulé el movimiento, añadiendo el flujo más controlado, casi etéreo, de mi Respiración de la Estrella. Llevé el calor hacia arriba, a través del torso, hasta la punta de la hoja, y lo dejé vibrar en un ritmo que era mío.
Una oscilación entre el pulso terrestre y el brillo del firmamento.
Mi cuerpo ardía y brillaba a la vez.
El fuego de Kyojuro se fundió con la luz estelar que siempre había sentido dentro, y de esa unión nació algo nuevo: una danza de combustión y resplandor, de peso y ligereza.
Fuego y cielo. Maestro y discípula.
Al ejecutar la Quinta Forma de la Estrella—Estrella crepuscular—la katana dibujó un arco incandescente, un trazo perfecto entre el calor rojo del amanecer y la luz blanca del cosmos. El aire chispeó al contacto, y el golpe del demonio pasó a centímetros de mí, tan cerca que sentí el viento de su garra rozarme la mejilla.
Mi hoja cortó su brazo en un destello que dejó un rastro luminoso suspendido un instante en el aire, como si el universo quisiera conservar la huella de ese momento imposible: el punto exacto en que el fuego de Kyojuro y mi propia luz se volvieron uno solo.
Respiré.
Gracias, Kyojuro. Por enseñarme. Por creer en mí cuando ni yo misma lo hacía.
Pero la fuerza de mi propio golpe me desestabilizó. No pude controlar completamente el aterrizaje.
Caí de forma poco elegante, rodando sobre la roca fría y dura. Sintiendo cómo impactaba contra mis costillas con fuerza brutal. El aire salió de mis pulmones en jadeo doloroso.
Me puse en pie con dificultad, jadeando, cada respiración doliendo ligeramente donde había impactado.
Pero estaba viva. Completa. Respirando.
Sentí un golpe seco a mi lado—el sonido de zapatos aterrizando sobre piedra. Giré la cabeza.
Giyuu estaba ahí, a mi lado, interponiéndose entre el demonio y yo. Protegiéndome con su propio cuerpo sin pensarlo dos veces.
No me miraba—toda su atención permanecía fija en la amenaza frente a nosotros—pero supe con certeza absoluta que me estaba dando unos segundos preciosos para recuperar el aliento. Para recomponerme. Para prepararme para el siguiente intercambio.
Fue más que suficiente.
Me puse en pie de un salto, ignorando las protestas de mis costillas magulladas, y ambos atacamos simultáneamente.
Él golpeaba con precisión quirúrgica y fuerza devastadora—cada movimiento exacto, cada corte profundo. Yo cubría los ángulos que quedaban abiertos entre sus ataques, atacando con velocidad y técnica refinada en lugar de fuerza bruta que nunca había sido mi especialidad.
Nos movíamos como bailarines en coreografía perfecta. Como si hubiéramos practicado esto mil veces cuando en realidad era pura intuición. Pura sincronización nacida de semanas viviendo juntos, comiendo juntos, existiendo en el mismo espacio hasta conocer cada movimiento del otro.
Giyuu usó la Octava Forma de la Respiración del Agua—Cascada—con ejecución impecable. El agua pareció materializarse alrededor de su katana, fluyendo, aplastando.
Yo usé la Sexta Forma de la Respiración de la Estrella—Constelación del Cazador—con toda la precisión que poseía. Múltiples cortes en rápida sucesión, cada uno marcando un punto diferente como estrellas formando patrón.
La criatura chilló al recibir el impacto combinado de ambos ataques. El sonido era horrible—agonía mezclada con rabia.
Pero no caía. No todavía. No moriría hasta que alcanzáramos su cuello—ese punto vulnerable que todos los demonios compartían, protegido por la maraña densa de miembros que se regeneraban casi tan rápido como los cortábamos.
El demonio cargó nuevamente con rugido que sacudió polvo del techo invisible arriba.
Giyuu y yo esperamos. Un segundo. Dos. Leyendo el movimiento. Anticipando.
Y luego saltamos en direcciones perfectamente opuestas—él a la izquierda, yo a la derecha—con sincronización que habría sido imposible sin confianza absoluta.
El miembro masivo del demonio pasó entre nosotros con fuerza suficiente como para habernos pulverizado si hubiéramos permanecido en su camino. El desplazamiento de aire me golpeó como una ola.
Pero al pasar, al fallar su ataque, abrió un camino directo. Una línea clara hacia su cuello expuesto.
Solo por un segundo.
Actuamos.
Giyuu se lanzó primero—siempre primero, siempre el escudo—directamente al centro de masa de la criatura. Clavó su katana con tanta fuerza que la atravesó completamente de lado a lado. El metal emergió por la espalda del demonio goteando sangre negra.
Y lo mantuvo ahí. Sujetando la espada con ambas manos. Usando todo su peso y fuerza para mantener al demonio fijo, inmovilizado, vulnerable.
Para mí.
No dudé ni una fracción de segundo.
Salté—usando a Giyuu mismo como punto de apoyo, mi pie empujando brevemente contra su hombro—y me elevé por el aire.
Mi katana brilló con luz estelar mientras trazaba el arco final.
Corté la cabeza del demonio con un movimiento limpio y perfecto.
La separación fue instantánea. Total.
La criatura tembló violentamente—espasmos que recorrieron todo su cuerpo grotesco. Chilló con todas sus bocas simultáneamente—un coro de agonía que rebotó contra las paredes de la caverna hasta volverse casi ensordecedor.
Luego comenzó a deshacerse.
No lentamente sino en oleadas rápidas. La carne se convirtió en ceniza negra que se elevó en el aire como humo. Los miembros se desintegraron. Los ojos se cerraron uno por uno. Las bocas se callaron.
En segundos no quedaba nada excepto cenizas flotando perezosamente en el aire viciado de la caverna. Y el olor persistente a demonio que tardaría en disiparse.
Todo quedó en silencio absoluto.
Un silencio tan completo después de tanto ruido que casi dolía en los oídos.
Me quedé quieta donde había aterrizado después del salto final, jadeando con respiración que salía en jadeos irregulares. Las manos contra mis rodillas para mantener el equilibrio. Sentía como si acabara de correr kilómetros sin parar.
Tenía sangre demoniaca por todas partes—en mi ropa, en mi piel, en mi cabello. El líquido negro y espeso se pegaba como alquitrán. Me dolían los brazos por la tensión constante. Las piernas temblaban ligeramente por el esfuerzo. Las costillas palpitaban donde había impactado contra la roca.
Y el alma. El alma también dolía de formas que no tenían nada que ver con daño físico.
Entonces noté la presencia de Giyuu detrás de mí. Esa consciencia particular que solo tenía con él—siempre sabiendo exactamente dónde estaba en relación a mí.
Me giré lentamente hacia él.
Giyuu también estaba cubierto completamente de sangre oscura. Más incluso que yo. Goteaba de su uniforme, de su cabello, de la guardia de su katana que aún sostenía firmemente.
Tenía la boca ligeramente entreabierta mientras recuperaba el aliento—uno de los pocos signos de esfuerzo que se permitía mostrar. Aunque mantenía considerablemente mejor compostura que yo.
Sus ojos me recorrieron de arriba a abajo metódicamente. Evaluando. Catalogando daños. Buscando heridas serias que pudiera haber perdido en la adrenalina del combate.
Me estiré experimentalmente—probando rango de movimiento—e hice una leve mueca de dolor involuntaria cuando mis costillas magulladas protestaron audiblemente.
Y algo en la expresión de Giyuu cambió.
Casi imperceptible. Apenas un ablandamiento minúsculo alrededor de sus ojos. Pero después de semanas observándolo tan intensamente, lo capté.
Dio un paso hacia mí—instintivo, automático—y su mano izquierda se alzó apenas. Como si quisiera extender el brazo completamente y tocarme. Comprobar físicamente que estaba bien. Que estaba completa. Que había sobrevivido.
Pero se detuvo a medio camino. La mano bajó nuevamente a su costado tan rápido como había subido.
Esa contención automática. Ese límite invisible que se imponía constantemente.
—¿Estás bien? —preguntó en cambio, y su voz salió grave, ronca del esfuerzo y algo más que no pude identificar completamente.
Asentí, tragando para humedecer mi garganta seca.
—Sí. Solo magullada. Nada roto.
Hice una pausa breve.
—¿Y tú?
Él también asintió con ese pequeño movimiento de cabeza característico.
—Sí.
Nos quedamos ahí parados, mirándonos en el silencio posterior a la batalla. Ambos cubiertos de restos de demonio. Ambos exhaustos pero vivos. Ambos completos.
Y había algo en ese momento. Algo cargado en el aire entre nosotros que no tenía nombre pero que sentía tan real como el suelo bajo mis pies.
Un quejido suave y débil nos hizo voltear simultáneamente.
Airi.
La chica se removía dentro del hueco en la roca donde la había colocado, despertando poco a poco. Sus párpados aleteaban. Sus manos se movían débilmente.
Olvidándome instantáneamente de todo lo demás—del dolor, del cansancio, de ese momento extraño con Giyuu—corrí hacia ella tan rápido como mis piernas temblorosas me permitieron.
La ayudé a salir de la grieta con cuidado, sosteniendo su peso mientras encontraba su equilibrio. Temblaba violentamente—no solo de frío sino de shock, de trauma, de todo lo que había experimentado.
Miraba a su alrededor con ojos desorientados y aterrorizados, como si acabara de despertar de una pesadilla viviente solo para descubrir que la realidad era igual de aterradora.
Se llevó las manos temblorosas al rostro, cubriéndolo. Me miró directamente a los ojos a través de sus dedos.
Y rompió a llorar.
Sollozos profundos y desgarradores que sacudían todo su cuerpo delgado. El tipo de llanto que viene de un lugar más profundo que simple tristeza. Que viene de liberación de presión insoportable finalmente liberada.
Yo la abracé inmediatamente, envolviéndola en mis brazos y apretándola contra mí. Ignorando la sangre demoniaca que la mancharía. No importaba. Nada de eso importaba.
Estaba fría como mármol contra mi cuerpo. Helada hasta los huesos.
—Ya está, ya está... —susurré contra su cabello, meciendo ligeramente—. Ya terminó. Estás a salvo. Estás bien.
Ella lloró con más fuerza contra mi pecho, sus dedos agarrándose a mi uniforme como si fuera lo único sólido en un mundo que se desmoronaba.
—Hice algo horrible, Sakura-san —dijo entre sollozos entrecortados—. Yo... yo lo maté. Clavé el puñal en su pecho y lo observé morir y yo...
—Shh. —La callé suavemente, apretándola más fuerte, tratando de transferir calor, de transferir seguridad—. Está bien, Airi. Está bien.
—Fue mi culpa —continuó, las palabras saliendo en torrente ahora que había comenzado—. No debí... si hubiera sido más fuerte, si hubiera podido detenerlo antes de que...
—No, Airi. Mírame. —Me separé lo suficiente para poder mirarla directamente a los ojos llorosos—. Escúchame bien. Hiciste lo que tenías que hacer para sobrevivir. Para protegerte a ti misma. Y yo...
Mi propia voz se quebró traicioneramente.
—Yo debería pedirte perdón a ti. Por no haber encontrado una forma de ayudarte antes. Por no haber podido detenerlo cuando sabía lo que estaba pasando. Por hacer que tú tuvieras que cargar con...
La chica negó con la cabeza violentamente, interrumpiéndome.
—No, no diga eso. Usted me ayudó, Sakura-san. —Sus ojos me sostuvieron con intensidad sorprendente a pesar de las lágrimas—. Ese día en el pueblo cuando me habló... me hizo saber que no estaba completamente sola. Que alguien veía. Que alguien se preocupaba. Y eso... eso fue lo que me dio la fuerza para finalmente...
No terminó la frase. No necesitaba hacerlo.
Intercambiamos una mirada larga—cargada de comprensión mutua, de dolor compartido, de algo que no requería palabras.
Y nos abrazamos nuevamente.
Ella volvió a llorar entre mis brazos con renovada intensidad. Y yo la sostuve, meciendo suavemente, susurrando palabras tranquilizadoras que tal vez no significaban mucho objetivamente pero que esperaba proporcionaran algo de consuelo.
Giyuu nos observaba desde una distancia prudente y respetuosa. No interrumpiendo. No acercándose. Simplemente... ahí. Una presencia sólida y protectora en mi visión periférica.
Y mientras sostenía a esta chica rota que había matado a su propio padre en defensa desesperada—mientras sentía sus sollozos sacudir su cuerpo delgado—me sentí simultáneamente inundada de múltiples emociones contradictorias.
Alivio profundo e intenso por haber rescatado a Airi a tiempo. Por haber matado al demonio antes de que pudiera devorarla.
Culpa terrible y persistente por haber dejado que las cosas llegaran a este punto. Por no haber encontrado una forma de detener a Oichi Mikami legalmente. Por hacer que fuera Airi—una víctima, una niña—quien tuviera que cargar con el acto de matarlo.
E incluso—Dios me ayudara—lástima por Nishihume. Por ese demonio que ya no existía excepto como cenizas dispersándose. Porque él también había sido humano una vez. También había sufrido abusos y maldad a manos de otros humanos. También había sido roto antes de volverse un monstruo.
No justificaba lo que había hecho. No excusaba las vidas que había tomado. Pero lo entendía de formas que me incomodaban profundamente.
No sé cuánto tiempo nos quedamos así. Podría haber sido minutos u horas. El tiempo perdió significado en esa caverna oscura con solo la luz parpadeante de las antorchas moribundas.
Le susurré palabras tranquilizadoras a Airi cuando sus sollozos se calmaban. Le conté sobre Noa—sobre cómo su hermana pequeña estaba a salvo en esa escuela lejos de aquí. Le prometí que ella también estaría bien. Que todo iría bien eventualmente.
Mentiras piadosas, tal vez. Porque nadie que había pasado por lo que ella había pasado estaría realmente "bien" nunca. Pero con tiempo, con ayuda, con distancia... tal vez podría encontrar algo parecido a la paz.
Airi solo lloró. Dejando salir años de dolor y miedo y trauma que había mantenido cuidadosamente contenidos bajo máscara de normalidad.
Giyuu permaneció en silencio absoluto. Dándonos espacio pero permaneciendo cerca por si lo necesitábamos.
Y luego, cuando los sollozos de Airi finalmente se calmaron hasta convertirse en hipidos ocasionales—cuando estuvo lo suficientemente compuesta como para caminar por sí misma aunque todavía temblaba—los tres salimos lentamente de la cueva.
El viaje de regreso a través de ese pasaje estrecho fue considerablemente más difícil. Airi no tenía fuerza para moverse de lado apropiadamente, y tuve que cargar con ella la mayor del camino. En un momento, Giyuu intentó acercarse para ayudar, pero se detuvo al ver cómo Airi se encogía, los ojos muy abiertos, el cuerpo rígido como si el contacto fuera una amenaza.
No hizo falta decir nada. Terminé por cargar con ella yo sola.
Finalmente emergimos de la boca negra de la cueva. De vuelta al aire libre. De vuelta al mundo.
El sol del amanecer nos recibió.
Brillante. Dorado. Cálido de formas que parecían imposibles después de tanto tiempo en esa oscuridad fría.
Los primeros rayos del nuevo día se extendían por el cielo en bandas de rosa y naranja y dorado. Pintando las nubes con colores imposibles. Haciendo que la nieve que cubría todo brillara como si estuviera hecha de diamantes pulverizados.
Era hermoso de forma que dolía. De forma que hacía que la garganta se apretara con emoción que no podía nombrar.
Nos detuvimos los tres justo afuera de la entrada de la cueva, en lo alto de la Kuroi Yama. Dejando que la luz nos tocara. Dejando que el sol nos calentara después de horas en el frío.
Airi cerró los ojos y alzó su rostro hacia la luz como flor buscando al sol. Las lágrimas aún mojaban sus mejillas pero había algo más en su expresión ahora. Algo parecido a... alivio. A libertad real.
A la posibilidad de que tal vez, solo tal vez, habría vida después de todo esto.
Miré a Giyuu. Él ya me estaba mirando.
Magullados y adoloridos, cansados, sucios.
Pero vivos. Completos. Victoriosos.
Y en sus ojos azules—brillando bajo la luz dorada del amanecer—vi algo que hizo que mi corazón se saltara un latido.
Alivio. Respeto. Y una chispa que no me atreví a nombrar.
Algo que se parecía peligrosamente a lo que yo misma sentía cuando lo miraba.
Asentí una vez. Él devolvió el gesto.
Y los tres comenzamos el largo descenso de la montaña maldita.
Hacia lo que fuera que viniera después.
Juntos.
Chapter 23: El invierno y la estrella - Parte 8
Notes:
🌸❄️💧
Brotan las flores,
late el amor despacio,
renace el mundo.
Chapter Text
Descender la Kuroi Yama y atravesar el bosque hasta llegar al pueblo no fue fácil. Básicamente porque tuve que cargar con Airi todo el camino.
No literalmente cargarla—no estaba inconsciente—pero sí sostenerla, guiarla, soportar gran parte de su peso mientras caminábamos porque sus piernas temblaban demasiado para sostenerla completamente. Estaba muy débil por todo lo ocurrido: el trauma de ser tomada por el demonio, la confrontación violenta, el shock de ver a su padre morir de esa manera horrible aunque merecida.
Cada pocos minutos tenía que detenerse completamente, aferrándose a mí mientras luchaba contra oleadas de pánico o náusea o simplemente el agotamiento puro que venía de haber sobrevivido a algo que debería haberla matado. Susurraba disculpas constantemente—lo siento, lo siento, soy una carga—y yo le respondía cada vez que no lo era, que tomara todo el tiempo que necesitara, que estaba a salvo ahora.
Sentía que Giyuu quería ayudarme con la carga física de sostenerla. Podía ver en su lenguaje corporal—la forma en que se movía cerca cuando Airi tropezaba, cómo sus manos se elevaban ligeramente como si fuera a alcanzarla—que cada instinto de Hashira que tenía le decía que interviniera.
Pero no se atrevía a acercarse demasiado después de la reacción visceral de Airi cuando había intentado tocarla brevemente en la cueva. Ella se había encogido lejos de él tan violentamente, con tal terror puro en sus ojos, que había sido como si su simple proximidad masculina fuera una amenaza física.
No podía culparla en absoluto. Pasaría mucho tiempo—tal vez años, tal vez toda su vida—hasta que se sintiera completamente cómoda cerca de hombres. Si es que alguna vez lo lograba. Ese tipo de trauma no desaparecía simplemente porque el perpetrador estuviera muerto.
Cuando finalmente llegamos al pueblo después de lo que sintió como horas de caminar a través de la nieve, ya era tarde. Nos dividimos inmediatamente por necesidad práctica, cada uno asumiendo las responsabilidades que mejor se adaptaban a nuestras capacidades.
Giyuu se ocupó de escribir el reporte detallado a Kagaya-sama—algo en lo que era meticuloso hasta el extremo, documentando cada aspecto relevante de la misión con precisión clínica—y enviarlo a través de Kanzaburo. También fue al pequeño cuartel de policía más cercano para reportar oficialmente lo ocurrido en la mansión Mikami.
Obviamente, la muerte de Oichi Mikami también se catalogó como "muerte por circunstancias extrañas" sin especificar detalles. Era el lenguaje estándar. Las autoridades civiles no especificaban cuando había demonios involucrados, por orden directa del gobierno central que prefería mantener la ficción pública de que tales criaturas no existían. Era más fácil para todos mantener la negación colectiva.
Así que metimos la muerte de Mikami en el mismo saco que el demonio. Técnicamente no era mentira—había muerto durante el ataque del demonio, solo que no directamente por él. Y lo más importante: Airi estaba a salvo. Las circunstancias específicas de su muerte podían permanecer ambiguas.
Yo acompañé a Airi a su casa. A su antigua casa, me corregí mentalmente, porque sabía que nunca volvería a ser su hogar.
Ella no quiso entrar, y no la presioné. Se quedó fuera en el camino nevado, abrazándose a sí misma mientras temblaba—aunque no podía decir si era por el frío o por los recuerdos o por ambos—esperando mientras yo entraba sola.
La policía ya se había llevado los cuerpos. Tanto el de Mikami como el de las sirvientas, cubiertos y transportados con la eficiencia impersonal de profesionales que habían visto demasiadas muertes para permitir que los afectara emocionalmente. Pero podía ver las manchas oscuras en el suelo donde habían estado, recordatorios permanentes de violencia que ninguna cantidad de limpieza eliminaría completamente.
Trabajé rápido, metiéndome en la habitación de Airi con propósito singular. Encontré maletas en un armario y las llené con lo más importante: ropa, algunos objetos personales que parecían tener valor sentimental basándome en dónde estaban colocados, algunas fotografías de ella y Noa, algunas joyas pequeñas que probablemente habían pertenecido a su madre.
Evité deliberadamente la habitación de Mikami. No había nada ahí que ella necesitara o quisiera.
Tras la muerte de Mikami, toda su propiedad y riqueza pasaban legalmente a sus hijas como sus únicas herederas. Era una fortuna considerable que les garantizaría seguridad financiera de por vida. Pero no creía que ninguna de ellas volvería a vivir en esta mansión nunca. Era una tumba de recuerdos, cada habitación contaminada con horror. Probablemente la venderían eventualmente, usarían el dinero para comenzar en otro lugar donde nadie conociera su historia.
Una vez tuve las maletas de Airi preparada, las cargué y regresé a donde ella esperaba.
La acompañé a través de las calles del pueblo, consciente de las miradas que nos seguían. Las noticias viajaban rápido en comunidades pequeñas. Todos sabían que algo terrible había ocurrido en la mansión Mikami, aunque los detalles específicos permanecerían vagos, envueltos en ese lenguaje eufemístico de "circunstancias extrañas."
Nuestro destino era un pequeño templo sintoísta en las afueras del pueblo, habitado únicamente por sacerdotisas mujeres. Era un lugar de refugio y sanación, conocido por acoger a mujeres que necesitaban espacio seguro. Hablé con la sacerdotisa principal a solas durante un rato, y cuando le expliqué la situación con cuidadosas medias verdades, aceptó inmediatamente dar refugio a Airi.
Airi se quedaría ahí hasta que las carreteras volvieran a abrirse con la llegada de la primavera. Y entonces viajaría a Sendai, donde Giyuu había arreglado—a través de esos mensajes secretos que había estado enviando durante días—que fuera recibida en el mismo colegio que Noa, donde podrían vivir y comenzar una nueva vida lejos de este lugar maldito.
Me despedí de ella en la puerta del templo mientras el sol se hundía detrás de las montañas, tiñendo la nieve de rosa y dorado. Prometí escribirle, mantener contacto, asegurarme de que estuviera bien. Ella no volvió a llorar—creo que simplemente no le quedaban lágrimas después de todo lo que había perdido.
Pero me miró con una emoción cruda en sus ojos jóvenes que había envejecido décadas. Gratitud mezclada con dolor, alivio mezclado con culpa de sobreviviente. Y me abrazó con una fuerza sorprendente para alguien tan débil, aferrándose a mí como si fuera un salvavidas.
—Gracias —susurró contra mi hombro—. Gracias por todo, Sakura-san.
Yo la sostuve hasta que se separó por cuenta propia, y observé mientras las sacerdotisas la guiaban gentilmente hacia el interior del templo.
Fue un día largo. Se sentía como si hubieran pasado años enteros comprimidos en veinticuatro horas. Cada minuto había estado cargado con el peso de vida y muerte y consecuencias que se extenderían por años en el futuro.
Cuando regresé a la cabaña, era casi de noche. El cielo había oscurecido a ese púrpura profundo que precedía la oscuridad completa, y las primeras estrellas comenzaban a aparecer, brillando débilmente a través de la neblina de nubes.
Giyuu ya estaba de vuelta. Se había limpiado toda la suciedad y sangre que había acumulado durante la batalla, y volvía a tener ese aspecto prístino que siempre mantenía, como si no acabara de pasar horas luchando contra un demonio.
Nos saludamos con un simple gesto de cabeza cuando nuestros ojos se encontraron. No había necesidad de palabras para el reconocimiento básico de que ambos habíamos sobrevivido, de que la misión estaba, finalmente, completa.
Cuando entré en la cabaña, vi que ya había preparado el fuego—ardiendo vigorosamente, calentando el espacio pequeño hasta volverlo acogedor en contraste con el frío exterior. También había preparado la cena—algo simple pero sustancial, arroz y sopa de miso con vegetales. Y había llenado un cubo grande con agua que había calentado sobre el fuego, dejándolo a un lado para que pudiera usarlo para limpiarme.
Gestos considerados, todos ellos. Cuidando sin hacer alboroto.
Antes de que pudiera girarme para agradecerle, para expresar aprecio verbal por su consideración, él ya había salido fuera de la cabaña, cerrando la puerta suavemente detrás de él. Dándome privacidad automáticamente, sin necesidad de que se lo pidiera.
Me lavé metódicamente, fregando cada centímetro de piel hasta que estuvo roja e irritada. Eliminando no solo la suciedad física sino tratando inútilmente de eliminar también la sensación psicológica de contaminación que venía de haber presenciado tanta oscuridad.
Cuando salí y lo llamé de vuelta adentro, comimos en silencio. No era el silencio incómodo de nuestros primeros días juntos, sino algo más profundo. El silencio de dos personas que habían compartido algo intenso y no necesitaban procesarlo verbalmente todavía.
Después de cenar, mientras tomábamos té verde caliente que me quemó la lengua de manera reconfortante, Giyuu finalmente habló.
—Las carreteras seguirán cerradas —dijo con esa voz tranquila característica, mirando el contenido de su taza como si pudiera leer el futuro en las hojas flotantes—. Los informes meteorológicos dicen que se acerca otro vendaval.
Alcé la mirada de mi propia taza y clavé mis ojos en los suyos. Esos ojos azules que ya no eran completamente insondables para mí.
Sabía lo que estaba diciendo sin decirlo explícitamente: Aún no podemos irnos. Estaremos atrapados aquí varios días más. Tal vez una semana.
Un vendaval. El último seguramente, antes de que el invierno finalmente relajara su agarre en esta región. Antes de que la primavera llegara con su promesa de renovación y nuevos comienzos.
No sentí pesar alguno ante sus palabras. Al contrario, de manera sorprendente y un poco desconcertante. La idea de tener unos días extra en esta región fría y perdida—que había sido escenario de tanto dolor y horror—me resultó... reconfortante de alguna manera inexplicable.
Tal vez era porque la misión estaba completa. No había más amenazas inmediatas, no más secretos oscuros que desentrañar, no más niñas que intentar salvar. Solo tiempo para existir sin la presión constante del deber.
O tal vez era porque significaba más tiempo en este espacio que habíamos convertido en algo parecido a un hogar. Más tiempo con la única persona con quien había compartido toda esta experiencia, quien la entendía de maneras que nadie más podría.
O simplemente, más tiempo con él.
Asentí lentamente, tomando otro sorbo de té.
—Está bien —dije simplemente, y lo decía en serio—. No tengo prisa por irme.
Y mientras bebía mi té, observándolo por encima del borde de mi taza, pude ver algo en su expresión que rara vez mostraba. Un alivio sutil. Una relajación casi imperceptible de la tensión que usualmente sostenía en sus hombros.
Entendí que a Giyuu tampoco le desagradaba la idea de quedarse más tiempo. Sentía lo mismo que yo—esa extraña reluctancia a dejar este lugar que debería haber estado ansioso por abandonar.
Ninguno lo dijo en voz alta, claro.
Pero así comenzaron esos últimos días de invierno en Aomori. Días que sabíamos serían los últimos en esta cabaña pequeña, en esta región aislada; los últimos en esa proximidad constante que habíamos aprendido a navegar y que, ahora, no queríamos abandonar.
Días que, creía honestamente, ambos queríamos prolongar lo más posible.
Porque una vez que las carreteras se abrieran, una vez que regresáramos a nuestras vidas normales como Hashira con misiones separadas y responsabilidades individuales, esta burbuja extraña que habíamos creado se rompería.
Y ninguno de nosotros estaba completamente listo para que eso sucediera todavía.
Nuestro "escape" del mundo real duró exactamente una semana.
Días en los que prácticamente continuamos con esa rutina cómoda, agradable, que habíamos establecido sin palabras desde que comenzó nuestra convivencia, cuando Giyuu Tomioka y Sakura Saitō eran solo dos extraños que pertenecían a la misma asociación.
No eran vacaciones per se, pero sí un momento robado al tiempo mismo. Al deber.
Las mañanas comenzaban igual. El crujido de la leña siendo avivada en el silencio del amanecer. El borboteo reconfortante del agua hirviendo. Giyuu preparaba el té—con ese cuidado meticuloso que aplicaba a todo lo que hacía—y yo el arroz y la sopa de miso. Los ríos ya no estaban congelados y podía volver a pescarse, así que esa semana añadimos también pescado a la parrilla.
Luego nos sentábamos a la mesa: él en la silla de la derecha, yo en la izquierda. Como siempre. Como si tuvieran grabado nuestro nombre en la madera gastada.
Yo enjabonaba los platos, él los enjuagaba y secaba. Una coreografía doméstica que habíamos perfeccionado sin darnos cuenta, moviéndonos alrededor del otro con una sincronización natural que ya no requería pensamiento consciente.
Y una vez terminada la primera parte del día, usábamos las horas restantes para simplemente... disfrutar del descanso. No había amenaza demoníaca acechando en las sombras, así que ahora que las patrullas se habían terminado, íbamos de paseo por el bosque o bajábamos al pueblo.
Los aldeanos ya nos conocían, y su actitud desconfiada había cambiado completamente. Ahora nos saludaban con reverencias respetuosas, algunos incluso trataban de regalarnos cosas—dulces caseros, telas tejidas a mano, pequeñas tallas de madera—por haber acabado con el mal que poblaba su tierra. Rechazábamos la mayoría con cortesía, pero aceptábamos algún detalle ocasional para no ofenderlos.
Durante los paseos por el bosque, podíamos observar ese cambio gradual y sutil del invierno a la primavera. La nieve ya se iba derritiendo en placas irregulares que dejaban al descubierto la tierra húmeda y oscura. Se atisbaban los primeros brotes verdes empujando valientemente a través del suelo todavía frío. El lago se iba descongelando progresivamente, su superficie pasando de sólido hielo blanco a un mosaico fragmentado de témpanos flotantes. Los días se hacían más largos, el sol permanecía en el cielo un poco más cada tarde.
El vendaval del que habló Giyuu no llegó tan arriba—gracias a la protección natural de las montañas que rodeaban el valle—pero sí causó un pequeño alud que taponó los caminos durante esos días, aislándonos del mundo exterior de manera casi deliberada, como si el universo mismo quisiera concedernos este paréntesis.
Le pedí a Giyuu bajar al mercado temprano ese día, para evitar que se terminara el buen producto. Ahora que tenía tiempo libre, tenía tiempo de cocinar de verdad, y quería hacer una buena cena para celebrar que habíamos completado nuestra misión con éxito. Algo especial. Algo que marcara el cierre de este capítulo antes de que volviéramos a…a lo de antes.
Mientras cargábamos las bolsas de vuelta a la cabaña—yo llevaba una, mientras que Giyuu insistió en cargar con el resto a pesar de mis protestas—me giré hacia él y le pregunté con curiosidad genuina:
—¿Cuándo es tu cumpleaños?
La pregunta debió desconcertarlo, porque tardó en responder unos segundos. Vi cómo sus cejas se arqueaban ligeramente, ese gesto minúsculo que en él equivalía a sorpresa total.
—El ocho de febrero.
—¿De qué año?
—1890.
—Vaya, ¡así que eres un año mayor que yo! —procesé la información rápidamente, haciendo cálculos mentales—. Y dirías que eres, mmm... —me puse a pensar, dándome golpecitos en la barbilla con el dedo índice—. ¡Rata!
Giyuu frunció el ceño y me miró de reojo, con esa expresión entre confundida y vagamente ofendida que habría resultado cómica en cualquier otra persona pero que en él era simplemente adorable. Solté una risa espontánea que resonó en el camino nevado.
—Me refiero a tu signo del zodiaco —aclaré entre risas—. Los nacidos en ese año son del signo de la Rata.
Giyuu parpadeó lentamente en un gesto tremendamente cómico, como si estuviera procesando y valorando mentalmente qué hacer exactamente con esa información. Su expresión era tan seria mientras consideraba las implicaciones astrológicas de ser una Rata que tuve que morderme el labio para no reír más fuerte.
Un poco después, con ese tono neutral que usaba para todo, me preguntó:
—¿Cuándo es el tuyo?
—¿Mmmm?
—Tu cumpleaños.
—El 23 de marzo. Con la primavera. —sonreí, sintiendo ese calor familiar que siempre asociaba con mi mes favorito—. Por si te lo estás preguntando, soy Buey.
Vi cómo la mirada de Giyuu se deslizaba hacia mi boca por un momento—un destello de atención que duró apenas un segundo—antes de volver a mirar al frente, como si nada hubiera pasado.
—Eso explica muchas cosas —musitó él por lo bajo, con un tono que sonaba casi... ¿divertido?
Me quedé pasmada unos instantes, procesando lo que acababa de oír, antes de apresurar el paso para alcanzarlo.
—¿Y eso qué quiere decir, Tomioka-san? —repliqué con tono indignado, aunque mi sonrisa me delataba completamente.
Giyuu se encogió de hombros con un gesto elegante y continuó su camino cargando con las bolsas de la compra como si no hubiera dicho nada incendiario.
—Eres tan terca como uno.
Mi jadeo indignado asustó a un par de pajarillos en una rama cercana, haciéndolos revolotear hacia el cielo en un aleteo frenético. Pero era solo fachada, drama puro para el efecto. Porque lo que encontraba verdaderamente fascinante de todo esto es que acababa de descubrir algo revelador: Giyuu Tomioka tenía sentido del humor. Sardónico, afilado, sutil como solo él podría tenerlo. Escondido bajo capas de seriedad y silencio, pero ahí. Real.
Ese pensamiento me hizo sonreír todo el camino de vuelta, con una calidez en el pecho que no tenía nada que ver con el ejercicio de la caminata.
***
Horas más tarde, cuando avisé a Giyuu de que la cena estaba lista—sopa de bolas de pescado humeante, anguila glaseada con arroz cocido, y sake—lo vi detenerse en el umbral de la puerta, admirando el festín con esa expresión seria pero cálida que solo él sabía poner. Una expresión que había aprendido a leer en las últimas semanas como si fuera mi propio idioma privado.
Vi cómo las comisuras de sus labios se estiraban por un segundo—apenas perceptible, pero ahí—cuando notó de nuevo el jarroncito de cerámica entre los platos. Ya no estaba vacío como la otra vez. Esta vez había cortado una flor de un arbusto que había empezado a florecer fuera, desafiando valientemente el frío persistente. Pequeña, delicada, pero indiscutiblemente viva. Un recordatorio de que la primavera siempre llegaba, sin importar cuán largo fuera el invierno.
No sabía si Giyuu se estaba preguntando internamente el porqué de toda esa "elegancia"—la flor, los platos cuidadosamente dispuestos, el esfuerzo evidente que había puesto en la presentación—pero cuando nos sentamos a la mesa, le llené un vasito de sake y se lo pasé con cuidado de no derramar ni una gota.
Mientras llenaba el mío, sostuve su mirada azul y le dije, con una sonrisa que salió más suave de lo que pretendía:
—Esta noche celebramos que cumplimos nuestra misión con éxito. —alcé el vasito, el líquido transparente capturando la luz del fuego—. Y también nuestros cumpleaños. El tuyo, que ya ha pasado sin celebración apropiada, y el mío, que está por venir.
La expresión de Giyuu se suavizó de una manera que me robó el aliento. Fue sutil—todo en él siempre era sutil—pero inconfundible. Algo en sus ojos se volvió más cálido, más presente, como si por un momento todas sus defensas cuidadosamente construidas se hubieran disuelto.
Alzó su brazo con ese movimiento fluido que caracterizaba todo lo que hacía, y chocó su vasito contra el mío. El tintineo delicado de la cerámica resonó en el espacio pequeño de la cabaña, sellando algo no nombraría en voz alta pero que sentía con claridad cristalina.
—Kanpai —murmuró, y su voz sonó más suave de lo habitual, casi íntima.
—Kanpai —respondí, y bebimos.
La cena fue deliciosa. Pero más que la comida, más que el sake que calentaba desde dentro, lo que hizo que esa noche fuera perfecta fue la compañía. La manera en que Giyuu comió despacio, saboreando cada bocado con esa atención plena que le ponía a todo. La forma en que nuestras miradas se encontraban sobre la mesa, sosteniéndose un segundo más de lo estrictamente necesario antes de apartarse. El silencio cómodo que nos envolvía, sin palabras innecesarias llenando el espacio, porque el espacio ya estaba lleno de algo más.
Y cuando terminamos, cuando recogimos los platos juntos en esa coreografía doméstica que habíamos perfeccionado, me di cuenta de que realmente, no quería que estos días robados al tiempo llegaran a su fin.
Pero por esta noche, solo por esta noche, no quería pensar en eso.
Esta noche, solo quería estar aquí. Con él. En esta burbuja de paz que habíamos construido juntos y que pronto tendríamos que abandonar.
Pero aún no.
Todavía no.
El claro había cambiado drásticamente en los últimos días.
Donde antes había un manto uniforme de nieve que llegaba hasta las rodillas, ahora quedaban solo placas irregulares de hielo sucio, retirándose hacia las sombras de los árboles como si fueran derrotadas. El suelo expuesto estaba húmedo y oscuro, desprendiendo ese olor a tierra mojada que siempre anunciaba el cambio de estación. Pequeños brotes verdes comenzaban a empujar a través del suelo blando, valientes pioneros de la primavera que vendría.
Era un buen día para entrenar.
El aire todavía estaba frío—lo suficiente para que mi aliento formara pequeñas nubes de vapor—pero ya no era ese frío cortante y brutal del invierno profundo. Era un frío limpio, vigorizante, que despertaba los sentidos en lugar de adormecerlos.
Había salido al claro después del desayuno, inquieta con esa energía contenida que venía de demasiados días de descanso. Mi cuerpo estaba acostumbrado al movimiento constante, a la disciplina del entrenamiento diario, y estos días de pausa—aunque reconfortantes—habían dejado mis músculos ansiosos por usarse.
Desenvainé mi katana con un movimiento fluido. El sonido del acero deslizándose contra la vaina resonó en el claro silencioso, claro y puro. Adopté mi postura inicial, sintiendo cómo mi cuerpo se acomodaba automáticamente en la posición correcta: pies separados, rodillas ligeramente flexionadas, peso distribuido uniformemente, katana sostenida con la firmeza precisa que no era ni demasiado rígida ni demasiado laxa.
Respiré hondo, llenando mis pulmones hasta el fondo, y exhalé lentamente mientras comenzaba mi rutina.
Respiración de la Estrella: Primera Forma - Luz Naciente.
Me moví a través de las formas con la precisión que venía de años de práctica. Cada corte era limpio, cada giro calculado, cada paso colocado exactamente donde debía estar. Mi katana cortaba el aire con silbidos agudos, trazando arcos plateados que capturaban la luz matutina.
Pasé por cada una de las formas de mi Respiración, sintiendo cómo mi cuerpo se calentaba progresivamente, cómo mis músculos se estiraban y flexionaban, recordando patrones que estaban grabados en mi memoria muscular tan profundamente que ni siquiera necesitaba pensarlos conscientemente.
Cuando llegué a las formas avanzadas, aumenté la intensidad. Mis movimientos se volvieron más rápidos, más complejos, las transiciones entre posturas fluyendo sin interrupciones visibles. El sudor comenzó a formarse en mi frente a pesar del frío, deslizándose por mis sienes.
Respiración de la Estrella: Séptima Forma - Constelación Fugaz.
Mi katana trazó una serie de cortes rápidos y precisos en el aire, cada uno en un ángulo ligeramente diferente, creando un patrón que desde cierta distancia parecería una red de luz entrecruzada. Era una forma defensiva principalmente, diseñada para interceptar múltiples ataques simultáneos desde diferentes direcciones.
Mantuve la secuencia durante varios ciclos respiratorios, sintiendo la quemazón familiar en mis brazos y hombros, ese dolor dulce que significaba que los músculos estaban trabajando al límite de su capacidad actual.
Y entonces, probé algo nuevo. O, para ser exactos, algo que solo había hecho una vez antes, en un acto desesperado.
Con una transición tan fluida que habría pasado desapercibida para alguien que no supiera qué buscar, cambié completamente el estilo de mi respiración.
Mi postura se modificó sutilmente. La distribución de mi peso se desplazó ligeramente hacia adelante, volviéndose más agresiva. Mis movimientos adquirieron una cualidad diferente: más explosivos, más directos, cargados con una ferocidad que no estaba presente en las formas etéreas de la Respiración de la Estrella.
Respiración de la Llama: Cuarta Forma - Ola de Llamas Ardientes.
Era una de las formas favoritas de Kyojuro. Podía recordar perfectamente su voz llena de entusiasmo mientras me guiaba a través de los movimientos, su sonrisa radiante cuando finalmente logré ejecutarla correctamente—aunque nunca perfecta, ni de lejos—por primera vez, su risa cálida cuando fallé y maldije durante uno de mis primeros intentos torpes.
"¡Magnífico, Sakura! ¡Puedo ver tu corazón ardiente en cada movimiento!"
El recuerdo llegó sin invitación, agudo, dulce y doloroso a la vez.
Kyojuro Rengoku.
El Pilar de las Llamas. Un hombre que había ardido tan brillantemente que incluso su muerte no había podido apagar completamente esa luz.
Fue en ese momento, en ese claro de la región helada de Aomori, que decidí estudiar y perfeccionar aquello que hasta entonces solo me había atrevido a intentar en las profundidades de la cueva de la Kuroi Yama.
Mezclar técnicas.
Fusionar estilos que, en teoría, no debían coexistir.
Híbridos entre la Respiración de la Estrella y la Respiración de la Llama.
Usé la Cuarta Forma de la Llama—Ola de Llamas Ardientes—y la Quinta Forma de la Estrella—Estrella Crepuscular—y las uní.
Practiqué hasta que los pulmones me ardían y los músculos me suplicaban rendición. Repetí los movimientos una y otra vez, corrigiendo ángulos, afinando transiciones, aprendiendo cómo un flujo podía alimentarse del otro sin romperse.
Descubrí que se complementaban de formas increíbles. La ferocidad incandescente del fuego chocaba al principio con la precisión etérea de la luz estelar, pero cuando respiraban juntas... algo cambiaba.
El calor dejaba de ser solo calor, y la luz dejaba de ser solo luz.
El fuego giraba como una órbita; la estrella ardía con intensidad viva.
Defensa y ataque. Peso y velocidad. Tierra y cosmos.
El resultado fue un movimiento que no pertenecía solo a Kyojuro, ni solo a mí. Fue algo completamente nuevo, algo que yo había creado. Una danza ardiente y luminosa. Un nuevo ritmo de respiración que surgía del cruce imposible entre su llama y mi cielo.
La llamé Duodécima Forma: Llama Estelar.
Estaba tan inmersa en mi descubrimiento, en el flujo del entrenamiento, tan absorta en el ritmo hipnótico de respiración y movimiento, que no noté su presencia al principio.
Fue un sexto sentido lo que finalmente me alertó. Esa sensación instintiva de ser observada que todo Hashira desarrollaba después de años de estar en guardia constante. Un hormigueo en la nuca. Una conciencia repentina de no estar sola.
Me detuve en medio de una forma, mi katana suspendida en el aire, mi boca entreabierta, y giré la cabeza hacia la cabaña.
Giyuu estaba de pie en el porche.
No sabía cuánto tiempo llevaba ahí. Podían haber sido segundos o minutos o incluso más tiempo. Estaba apoyado casualmente contra uno de los postes de madera que sostenían el techo del porche, los brazos cruzados sobre el pecho, la expresión tan neutral como siempre. Pero sus ojos—esos ojos azules que había aprendido a leer con una precisión inquietante—estaban fijos en mí con una intensidad silenciosa que hizo que algo se removiera en mi estómago.
Me observaba con la misma atención absoluta que aplicaba a todo lo que consideraba digno de estudio. Como si estuviera memorizando cada movimiento, analizando cada técnica, catalogando cada detalle en esa mente brillante que se escondía detrás de su exterior estoico.
Bajé mi katana lentamente, adoptando una postura más relajada, y le sostuve la mirada a través de la distancia que nos separaba. Esperé. Si tenía algo que decir, lo diría cuando estuviera listo. Presionar nunca funcionaba con Giyuu Tomioka.
Pasaron varios segundos de silencio. Un pájaro cantó en algún lugar del bosque cercano. El viento susurró entre las ramas desnudas de los árboles.
Finalmente, Giyuu se separó del poste y comenzó a caminar hacia mí. Sus movimientos eran fluidos y silenciosos, casi felinos en su gracia natural. Incluso caminando casualmente, había una elegancia innegable en la forma en que se movía, cada paso dado con precisión inconsciente.
Se detuvo a unos metros de distancia, justo en el borde del claro donde la nieve aún persistía en sombras densas. Sus ojos recorrieron mi rostro brevemente antes de fijarse en mi katana.
—La técnica que acabas de usar —dijo finalmente, con esa voz baja y modulada característica—. Es similar a la que usaste contra el demonio en la cueva.
No era una pregunta, pero tampoco era exactamente una afirmación. Era esa zona intermedia donde Giyuu a menudo residía: declaraciones que invitaban a elaboración sin pedirla explícitamente.
Asentí levemente, esperando que continuara.
Sus ojos se entrecerraron casi imperceptiblemente, ese gesto minúsculo que indicaba que estaba pensando, procesando.
—No es propia de la Respiración de la Estrella —continuó, su tono completamente neutral, sin juicio—. Parecía una combinación con la Llama.
Ahí estaba. Esa capacidad de observación aguda que lo convertía en un guerrero tan letal. Había visto esa técnica una sola vez, en el caos de la batalla, con el demonio atacando y Airi en peligro, y aun así había identificado los elementos que no pertenecían a mi estilo principal.
Bajé mi katana completamente, dejando que la punta tocara el suelo húmedo.
—Lo es —confirmé, con orgullo en la voz y una pequeña sonrisa—. He creado algo nuevo. Una nueva forma. Una combinación con Respiración de la Estrella como base, pero con elementos de Respiración de la Llama integrados.
Vi cómo sus cejas se arqueaban ligeramente, casi como si estuviera... impresionado.
—Ha sido gracias a él. A Kyojuro —dije, y su nombre salió de mis labios con una mezcla de calidez y melancolía.
Respiré hondo y bajé la vista al suelo un momento, sintiendo el peso de la memoria y la pérdida. Esperé la ola de dolor arrasante que siempre llegaba cada vez que pensaba en él. La esperé, la esperé... pero... no llegó. O no de la misma manera arrasadora, dolorosa. Escocía, claro que sí. Pero de otra forma. Y eso... me sorprendió.
Carraspeé, sintiendo toda la atención de Giyuu puesta en mí.
—Él me enseñó varias formas de Respiración de la Llama. Solía decir que... la Respiración de la Estrella era hermosa y efectiva, pero quizás demasiado defensiva para ciertas situaciones. Nunca llegamos a combinarlas, pero en ese momento en la cueva, la idea de usar una forma de la Llama me vino como por instinto. Y pensé que... —hice una pausa, recordando sus palabras exactas—. Sería buena idea probar.
Giyuu asintió lentamente, su expresión revelando nada de lo que estaba pensando.
—Es acertado —dijo simplemente—. Contra el demonio... fue efectiva.
Era, viniendo de Giyuu Tomioka, un elogio considerable. Él no desperdiciaba palabras en halagos vacíos. Si decía que algo era efectivo, era porque genuinamente lo creía.
—Sí, ha resultado serme muy útil —admití, girando mi katana en mi mano, observando cómo la luz se reflejaba en el acero—. Integrar las técnicas no es fácil, pero ahora sé la forma de hacerlas fluir juntas. Solo tengo que perfeccionarla. La he llamado... Llama Estelar.
Un silencio cayó en el claro, denso y expectante, roto solo por el canto de los pajarillos en las ramas altas.
Giyuu me observaba con esa quietud suya que, si no lo conocieras, no sabrías si era concentración o indiferencia total.
—Muéstramela —dijo al fin.
Le sostuve la mirada unos segundos, buscando en su expresión alguna sombra de emoción, pero no había nada. Solo ese azul imperturbable. Asentí.
Inspiré profundamente. El aire fresco del bosque llenó mis pulmones, y comencé a concentrar la energía desde las plantas de mis pies, anclándome a la tierra. Sentí el pulso caliente de la Respiración de la Llama fluir por mis músculos, y la calma precisa de la Respiración de la Estrella acompañarla, afinando cada movimiento.
Cuando avancé, el sonido del aire partiéndose fue nítido como cristal.
El fuego estalló alrededor de mí en un arco dorado que se fundía con un destello blanco-plateado, la frontera entre ambas luces tan fina que resultaba imposible discernir cuál dominaba a cuál. La llama rugía, pero dentro de ella vibraban pequeños pulsos de energía luminosa—como fragmentos de estrellas atrapados en su interior.
La katana se movió en una espiral ascendente, uniendo defensa y ataque en un solo gesto. Un fuego giratorio, elegante y feroz a la vez, que trazó un círculo perfecto antes de extinguirse con un crepitar bajo.
Cuando el aire volvió a asentarse, el suelo aún humeaba.
Me quedé inmóvil, la respiración aún acompasada, y volví la vista hacia él.
Giyuu seguía en el mismo sitio, el haori apenas agitado por el viento que había levantado mi técnica. No dijo nada durante varios segundos. Observaba el rastro quemado sobre la hierba, la forma en que las brasas aún chispeaban, el corte limpio que la katana había dejado en el tronco caído al borde del claro.
—El flujo era estable —dijo finalmente, su tono bajo y analítico, como si hablara más consigo mismo que conmigo—. Pero la expansión del fuego fue... distinta. Controlada.
Una pausa, y luego añadió con un tono casi imperceptiblemente más suave:
—No había visto algo así antes.
En su lenguaje parco, entendí que me estaba diciendo algo mucho más grande.
Le sonreí abiertamente, ligeramente azorada. Un mechón de mi cabello fue movido por el viento y se me puso en los ojos. Lo aparté sin prestar atención, mientras los ojos de Giyuu seguían clavados en mí. Yo contemplé el filo de mi katana, antes de levantar la vista hacia él.
—Deberíamos hacer eso más —dije, con una convicción que sorprendió incluso a mí misma por su intensidad.
Giyuu ladeó ligeramente la cabeza, ese gesto sutil que indicaba confusión o curiosidad o ambas.
—¿Hacer qué?
—Aprender los unos de los otros —elaboré, gesticulando vagamente con mi mano libre—. Los Hashira. Compartir técnicas, enseñar nuestras respiraciones, beneficiarnos del conocimiento y experiencia de los demás. Cada uno de nosotros ha desarrollado especializaciones únicas, formas que funcionan perfectamente para nuestros estilos individuales. Imagina lo que podríamos lograr si compartiéramos ese conocimiento más libremente.
Vi algo cruzar por el rostro de Giyuu. Algo demasiado rápido para identificar con certeza, pero que dejó una sensación inquieta en su estela.
Continué, el entusiasmo construyéndose en mi voz:
—Tú, por ejemplo. Eres un Hashira extraordinario. La forma en que dominas la Respiración de Agua, la fluidez con la que te mueves, tu capacidad para adaptarte en combate... —hice una pausa, eligiendo mis palabras cuidadosamente porque quería que entendiera que esto no era adulación vacía sino reconocimiento genuino—. Los demás podrían beneficiarse enormemente de lo que sabes. De lo que podrías enseñarles.
La reacción fue inmediata y, para alguien que conociera a Giyuu, inconfundible.
Su expresión se cerró. No dramáticamente, pero sí notablemente. Fue como ver una puerta cerrarse suavemente pero con firmeza. Sus ojos, que momentos antes habían estado abiertos con interés, se volvieron distantes. Sus hombros se tensaron casi imperceptiblemente. Su mandíbula se apretó.
Se volvió ligeramente hacia un lado, rompiendo el contacto visual directo. Una señal clara en el lenguaje corporal de Giyuu de incomodidad profunda.
—Yo no... —comenzó, su voz más baja de lo habitual, casi áspera.
Se detuvo abruptamente, como si las palabras se hubieran atascado en su garganta. Vi cómo tragaba con dificultad, cómo sus manos—previamente relajadas a sus costados—se cerraban en puños ligeros.
Y en ese momento, lo entendí.
Había tocado algo. No sabía qué exactamente, pero lo vi en la forma en que su respiración cambió, apenas perceptible. En cómo su mirada se perdió un instante, como si quisiera estar en otro lugar.
Fuera lo que fuera, mi comentario bien intencionado había golpeado un nervio sensible.
Necesitaba cambiar esto. Necesitaba sacarlo de esa espiral interna en la que podía verlo cayendo.
—Entrena conmigo —dije abruptamente, las palabras saliendo antes de que pudiera pensarlas completamente.
Giyuu parpadeó, sacado de sus pensamientos por mi declaración repentina. Me miró con algo que podría haber sido sorpresa.
—¿Qué?
—Entrena conmigo —repetí, esta vez con más convicción—. Aquí. Ahora. —Di un paso hacia él, cerrando parte de la distancia entre nosotros—. Enséñame tu forma favorita de Respiración de Agua. La que prefieras, la que consideres más efectiva, la que simplemente te guste más por la razón que sea.
Vi cómo procesaba esto, cómo consideraba mi propuesta con esa seriedad característica que aplicaba a todo.
—Y yo te enseñaré la mía —continué, sonriendo ahora porque la idea se sentía perfectamente natural—. Mi forma favorita de Respiración de la Estrella. Es un intercambio justo, ¿no crees?
Giyuu no respondió inmediatamente. Me miró durante varios segundos que se sintieron más largos de lo que probablemente fueron, sus ojos azules escrutando mi rostro como si buscara algo. Intenciones ocultas, tal vez. O simplemente tratando de entender por qué estaba haciendo esta oferta.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad pero probablemente fueron menos de diez segundos, asintió. Una sola vez. Breve. Decisivo.
—Está bien —dijo simplemente.
La sonrisa en mi rostro se amplió.
—Perfecto. Tú primero entonces. Enséñame.
Giyuu me observó un momento más antes de moverse. Caminó más adentro del claro, eligiendo un espacio donde el suelo estaba relativamente despejado de nieve y escombros. Se detuvo, se giró hacia mí, y su mano se movió hacia la empuñadura de su katana en un gesto tan natural que parecía inevitable.
El sonido del acero desenvainándose resonó en el claro. Su katana capturó la luz matutina, el filo brillando con ese resplandor característico del acero perfectamente mantenido.
—Respiración de Agua —dijo, su voz retomando esa calidad neutral y educativa que probablemente usaba cuando instruía a cazadores más jóvenes—. Undécima Forma: Calma.
Y entonces se movió.
Era... hermoso. No había otra palabra para describirlo.
No era el tipo de belleza explosiva y llamativa de algunas técnicas—no había fuego dramático o efectos de luz deslumbrantes. Era una belleza más sutil, más profunda. La belleza del agua moviéndose exactamente como debía, sin esfuerzo, sin resistencia.
Los movimientos de Giyuu eran fluidos de una manera que desafiaba la descripción. Su katana se movía en arcos suaves y continuos que parecían no tener comienzo ni fin, cada corte fluyendo sin esfuerzo al siguiente. No había ángulos agudos, no había movimientos bruscos. Solo ese flujo constante, hipnótico, como observar un río deslizándose sobre rocas.
Pero debajo de esa suavidad aparente, podía ver el poder. La precisión letal. Cada movimiento estaba perfectamente calculado, cada ángulo elegido con propósito exacto. Era defensa y ofensa al mismo tiempo, una técnica que podía interceptar ataques mientras simultáneamente creaba aberturas para contraatacar.
Y su rostro... su rostro mostraba una serenidad absoluta. Los ojos cerrados, las facciones completamente relajadas. Como si estuviera meditando mientras se movía, totalmente presente en el momento, sin pensamiento consciente interfiriendo con la ejecución perfecta.
Cuando finalmente se detuvo, su katana regresando a una posición de reposo, abrió los ojos lentamente y me miró.
—Esa es la Undécima Forma —dijo simplemente, como si lo que acababa de demostrar no fuera absolutamente notable—. Calma.
Me tomó un momento encontrar mi voz.
—Es... —busqué la palabra correcta—. Es preciosa, Giyuu. Realmente preciosa.
Algo cruzó por su rostro. Sorpresa, tal vez. O incomodidad ante el elogio. Tal vez ambas.
—Es efectiva —dijo, como si eso fuera lo único que importara.
—Puede ser ambas cosas —señalé con suavidad—. Efectiva y hermosa no son mutuamente excluyentes.
Él no respondió, pero vi el más mínimo rubor colorear sus mejillas. Apenas perceptible, pero ahí. Giyuu Tomioka, avergonzado por un cumplido.
Fue... adorable, honestamente.
—Ahora tú —dijo, claramente queriendo desviar la atención de sí mismo—. Tu turno.
Asentí, moviéndome hacia el centro del claro donde él había estado momentos antes. Adopté mi postura inicial, respiré hondo, y dejé que el mundo exterior se desvaneciera.
—Respiración de la Estrella —anuncié—. Sexta Forma: Lluvia de Estrellas Fugaces.
Y me moví.
Mi técnica era fundamentalmente diferente a la suya, como correspondía a respiraciones que operaban bajo filosofías distintas. Donde la suya era fluida y continua, la mía era precisa y segmentada. Cortes rápidos y exactos, cada uno en un ángulo ligeramente diferente, creando un patrón tridimensional de ataques que desde la perspectiva correcta parecería una lluvia de luz cayendo del cielo.
Era una forma ofensiva principalmente, diseñada para abrumar las defensas del enemigo con múltiples ataques simultáneos desde ángulos imposibles de bloquear todos. Requería velocidad extrema y precisión absoluta—cualquier desviación en el ángulo o el timing y toda la secuencia se desmoronaba.
Cuando terminé, ligeramente sin aliento por la intensidad de la forma, encontré a Giyuu observándome con esa mirada analítica característica.
—Rápida —comentó—. Y compleja. El patrón de ataque... —hizo una pausa, como visualizándolo mentalmente—. Sería difícil defenderse contra eso.
—Ese es el punto —respondí, sonriendo—. Múltiples vectores de ataque simultáneos. Incluso si bloqueas algunos, otros pasarán.
Asintió lentamente, claramente procesando lo que había visto.
—¿Otra vez? —preguntó, y había algo en su voz... ¿entusiasmo? Era difícil de decir con Giyuu, pero había una calidad diferente ahí. Interés genuino.
—¿Quieres que la repita?
—No —dijo, y luego, con algo que podría haber sido el más mínimo atisbo de emoción en sus ojos—. Quiero intentarla yo mismo.
Y así comenzamos.
Pasamos la siguiente hora—tal vez más, perdí la noción del tiempo—intercambiando técnicas. Yo intentaba replicar la fluidez de su Respiración de Agua, luchando contra mis instintos naturales que preferían movimientos más segmentados y precisos. Él intentaba capturar la velocidad y precisión angular de mi Respiración de la Estrella, ajustando su propio estilo para acomodar los requerimientos diferentes.
No era perfecto. No podía serlo. Las técnicas de respiración estaban fundamentalmente ligadas a las filosofías y temperamentos individuales de quienes las practicaban. Yo nunca podría ejecutar la Respiración de Agua con la perfección innata que Giyuu tenía, y él nunca podría replicar exactamente la Respiración de la Estrella como yo la hacía.
Pero ese no era el punto.
El punto era aprender. Expandir. Ver el combate desde perspectivas diferentes. Incorporar elementos que mejorarían nuestros propios estilos únicos.
Y era... divertido. Genuinamente divertido de una manera que el entrenamiento solitario nunca era.
Había algo intensamente satisfactorio en entrenar con alguien que estaba a tu nivel. Alguien que podía seguir tus movimientos, que podía ofrecer crítica constructiva genuina, que entendía las sutilezas de técnicas avanzadas sin necesidad de explicaciones detalladas.
Y más que eso, había algo... íntimo en ello. En compartir el conocimiento que habíamos adquirido a través de años de práctica dedicada. En confiar el uno en el otro con técnicas que podrían significar la diferencia entre vida y muerte en combate.
En algún punto, dejamos de anunciar formalmente las técnicas. Simplemente nos movíamos, intercambiando golpes en cámara lenta—nunca con intención real de contacto, pero lo suficientemente cerca para testear defensas y reacciones. Un baile de espadas que era mitad combate, mitad colaboración.
El sol había subido significativamente en el cielo cuando finalmente nos detuvimos, ambos brillando con sudor a pesar del aire frío.
Respiraba pesadamente, sintiendo la quemazón familiar en mis músculos que venía de haberlos empujado al límite. Pero era una sensación buena. La satisfacción física de un cuerpo usado apropiadamente.
Envainé mi katana y alcancé el lazo que había usado para mantener mi cabello apartado de mi cara durante el entrenamiento inicial. Se había soltado durante el intercambio con Giyuu, dejando que mi pelo cayera sobre mis hombros y mi espalda en ondas despeinadas que se pegaban incómodamente a mi cuello sudoroso.
—Dame un momento —dije, sosteniéndolo en mi boca mientras reunía todo mi cabello con ambas manos.
Era más largo de lo que probablemente debería mantenerlo para propósitos prácticos. Pasaba varios centímetros por debajo de mi cintura cuando estaba suelto. Muchos cazadores mantenían su cabello corto para evitar que fuera agarrado durante el combate, pero yo había desarrollado el hábito de mantenerlo recogido tan firmemente que el riesgo era mínimo.
Torcí el cabello en una cuerda gruesa, enrollándolo sobre sí mismo, formando un moño alto en la coronilla de mi cabeza. Aseguré el lazo firmemente, tirando para asegurarme de que cada mechón estuviera en su lugar.
El alivio fue inmediato. La brisa fría tocó mi cuello expuesto, enfriando la piel sobrecalentada. Rodé mis hombros, sintiendo la libertad de movimiento restaurada sin el peso del cabello cayendo sobre mi espalda.
—Listo —dije, satisfecha, y me giré hacia Giyuu para preguntar si quería descansar, tal vez regresar a la cabaña por agua.
Las palabras murieron en mi garganta.
Porque encontré sus ojos clavados en mí. Específicamente, clavados en mi cuello.
Fue solo un segundo. Tal vez menos. Un parpadeo de tiempo tan breve que podría haberlo imaginado si no hubiera estado mirando directamente cuando sucedió.
Pero lo vi.
Vi cómo sus ojos—esos ojos azules que normalmente eran tan cuidadosamente neutrales—se oscurecieron perceptiblemente. Vi cómo su mirada trazaba la línea expuesta de mi cuello, desde la base donde se encontraba con mis hombros, subiendo por el lateral, hasta donde mi cabello comenzaba en la nuca. Vi cómo sus labios se separaban ligeramente, apenas un milímetro, en lo que podría haber sido sorpresa o podría haber sido algo completamente diferente.
Y vi algo en esa mirada que hizo que mi respiración se atascara en mis pulmones.
Hambre.
No era metafórico. No era mi imaginación proyectando lo que quería ver. Era real, tangible, innegable.
Era la mirada de un hombre que veía algo que quería. Algo que deseaba con una intensidad que normalmente mantenía enterrada bajo capas de control estoico pero que, por un momento desprotegido, había salido a la superficie.
Deseo crudo, sin filtrar.
Y entonces, tan rápido como había aparecido, desapareció.
Giyuu parpadeó, su expresión deslizándose de vuelta a esa máscara neutral característica como si nunca se hubiera movido. Sus ojos subieron para encontrarse con los míos—contacto visual apropiado, profesional, completamente inocuo.
—Deberíamos... —comenzó, su voz perfectamente modulada, sin rastro de lo que acababa de ver en su mirada—. Deberíamos tomar agua. Descansar.
—Sí —logré decir, aunque mi propia voz sonó ligeramente estrangulada incluso a mis propios oídos—. Sí, buena idea.
Pero mi mente estaba corriendo, procesando, recordando.
Porque esto no era la primera vez.
Había visto ese destello de algo en sus ojos antes. En la cabaña, después de que regresáramos del lago helado, cuando habíamos tratado nuestras heridas y habíamos estado tan cerca que podía sentir su calor corporal. Había habido un momento—tan breve que inmediatamente me había convencido de que lo había imaginado—donde sus ojos habían recorrido mi rostro con algo que no era completamente profesional.
Me había dicho a mí misma en ese momento que había sido mi imaginación. Proyección. Interpretación errónea de una expresión perfectamente inocente.
Pero ahora... ahora no podía negarlo.
Giyuu Tomioka era un hombre.
Era una observación obvia, ridícula en su simplicidad. Por supuesto que era un hombre. Pero era fácil—tan fácil—olvidarlo cuando su comportamiento era tan cuidadosamente neutral, tan meticulosamente profesional. Cuando mantenía tal distancia emocional que a veces parecía más una estatua que una persona de carne y hueso.
Pero era un hombre. Con sangre en las venas. Con un corazón que latía. Con deseos y necesidades que tal vez eran diferentes en forma pero no en sustancia de cualquier otro.
Y yo...
Yo era una mujer.
Una mujer que acababa de ver a ese hombre—estoico, distante, imposiblemente contenido Giyuu Tomioka—mirarla con algo que definitivamente, innegablemente, era deseo.
Y lo perturbador, lo absolutamente desconcertante, era darme cuenta de que esa mirada había provocado algo en mí también.
Algo bajo y cálido en mi abdomen. Algo que hizo que mi pulso se acelerara de una manera que no tenía nada que ver con el ejercicio físico. Algo que me hizo hiperconsciente de cada centímetro de mi piel, de la forma en que mi uniforme se pegaba a mi cuerpo por el sudor, del espacio que nos separaba que de repente parecía demasiado pequeño y demasiado grande al mismo tiempo.
Deseo.
Yo también sentía deseo.
Por él.
El reconocimiento me golpeó con la fuerza de un puñetazo físico, dejándome momentáneamente aturdida por su claridad repentina.
Giyuu era... atractivo. Objetivamente, innegablemente atractivo. Siempre lo había sido, por supuesto, y yo ya había admirado su belleza antes, de una manera objetiva, inocente. Era imposible no notarlo—los rasgos simétricos, los ojos extraordinarios, la forma en que se movía con esa gracia innata. Pero había sido fácil mantener esa observación a nivel puramente abstracto. Como apreciar una pintura hermosa en una pared: podías reconocer su belleza sin sentir la necesidad de tocarla.
Excepto que ahora, aparentemente, eso había cambiado.
Ahora lo miraba y pensaba en cómo sus manos—normalmente tan controladas, tan precisas—se habían movido durante el entrenamiento. Pensaba en la línea de su cuello cuando había echado la cabeza ligeramente hacia atrás durante una forma particularmente compleja. Pensaba en la fuerza contenida en sus brazos, visible incluso a través de las capas de su uniforme. Pensaba en cómo había sonado su voz, ligeramente ronca por el esfuerzo, cuando me había dado instrucciones sobre el ángulo correcto de una técnica.
Y pensaba—tonta, inapropiadamente—si él me encontraba bonita.
Era una pregunta ridícula. Juvenil. El tipo de cosa que una chica joven se preguntaría sobre su enamoramiento, no algo que una Hashira de veinte años debería estar contemplando sobre un colega.
Pero ahí estaba el pensamiento, persistente e insistente, negándose a ser ignorado.
¿Me veía él de la manera en que yo estaba comenzando—aterradoramente—a verlo? ¿O esa mirada de hace un momento había sido una aberración? ¿Un momento de debilidad humana que no se repetiría, causado solo porque yo era la única mujer en kilómetros a la redonda?
¿Y qué significaba que quisiera que se repitiera?
—Sakura.
Su voz me sacó bruscamente de mis pensamientos en espiral. Parpadeé, dándome cuenta de que había estado parada ahí como una idiota, mirándolo sin decir nada durante... ¿cuánto tiempo? Demasiado tiempo, sin duda.
—¿Sí? —logré decir, agradecida de que mi voz sonara relativamente normal.
—¿Estás bien? —Había una arruga de preocupación entre sus cejas, apenas visible pero ahí.
—Estoy bien —dije rápidamente, tal vez demasiado rápidamente—. Solo... necesito agua.
Asintió lentamente, pero esos ojos azules me escrutaron un momento más, como si no estuviera completamente convencido. Como si pudiera ver a través de mi excusa transparente y detectar la confusión turbulenta que hervía debajo.
Pero finalmente se giró, comenzando a caminar de regreso hacia la cabaña.
Yo lo seguí, manteniendo una distancia de varios pasos. No porque tuviera que hacerlo—habíamos caminado lado a lado cientos de veces en las últimas semanas—sino porque en este momento, con mi corazón todavía latiendo demasiado rápido y mi mente todavía procesando ese momento cargado, necesitaba el espacio.
Necesitaba tiempo para recomponer la fachada de normalidad profesional que, me daba cuenta ahora, había estado agrietándose lentamente durante días sin que me permitiera reconocerlo conscientemente.
Porque esto... esto era complicado.
Éramos colegas. Compañeros Hashira. Personas que probablemente nunca volverían a estar en proximidad tan constante una vez que esta misión terminara y regresáramos a nuestras vidas normales de patrullas separadas y misiones individuales.
Enturbiar esa dinámica profesional con... con lo que fuera esto, sería imprudente en el mejor de los casos y desastroso en el peor.
Pero incluso mientras me decía eso a mí misma, incluso mientras construía argumentos lógicos racionales sobre por qué estos sentimientos emergentes eran una mala idea que debía ser suprimida, mi mirada seguía derivando hacia su espalda mientras caminaba delante de mí.
Hacia la línea de sus hombros. Hacia la forma en que su cabello se movía ligeramente con cada paso. Hacia sus manos colgando relajadas a sus costados, manos que habían empuñado una katana con precisión letal hacía solo momentos.
Maldición, pensé, con una mezcla de exasperación y algo peligrosamente cercano a la anticipación.
Maldición, maldición, maldición.
Porque si Giyuu Tomioka me veía de la manera en que esa mirada había sugerido—aunque fuera solo por un momento—y si yo estaba comenzando a verlo de una manera que iba mucho más allá de la apreciación profesional...
Bueno.
Estos últimos días de invierno en Aomori estaban a punto de volverse considerablemente más complicados.
***
El resto del día transcurrió en una neblina extraña de hiperconciencia incómoda.
Cada interacción con Giyuu se sentía cargada con una tensión que no había estado ahí antes. O tal vez siempre había estado ahí y yo simplemente no me había permitido notarla. Era difícil decirlo con certeza.
Cuando preparamos el almuerzo juntos, me encontré exageradamente consciente de cada vez que nuestras manos se acercaban mientras alcanzábamos ingredientes. De cómo, cuando me pasó un cuenco, sus dedos rozaron los míos por una fracción de segundo y esa fracción se sintió como una eternidad.
Cuando nos sentamos a comer, me descubrí observando la forma en que sostenía los palillos, la manera en que sus labios se cerraban alrededor de la comida, cómo su garganta se movía cuando tragaba. Cosas perfectamente normales, cotidianas, que de repente se sentían íntimas de una manera que no podía explicar completamente.
Giyuu parecía completamente normal. Si estaba experimentando alguna fracción de la confusión que yo sentía, no lo mostraba en absoluto. Su comportamiento era exactamente el mismo de siempre: tranquilo, neutral, profesional.
Lo cual solo me hacía cuestionar más si ese momento en el claro había sido real o simplemente mi imaginación proyectando lo que quería—o no quería, todavía no estaba segura—ver.
Por la tarde, cuando sugirió que saliéramos a caminar por el pueblo, acepté con quizás demasiado entusiasmo. Necesitaba aire. Necesitaba espacio. Necesitaba estar en un lugar público donde estos pensamientos confusos no pudieran seguir multiplicándose sin control.
Caminamos por las calles del pueblo en silencio, saludando ocasionalmente a aldeanos que nos reconocían y nos trataban con respeto cauteloso. El sol comenzaba su descenso lento hacia el horizonte, tiñendo la nieve restante de tonos rosa y dorado.
Era hermoso. Debería haber sido pacífico.
Pero mi mente seguía regresando, una y otra vez, a ese momento en el claro.
A la forma en que me había mirado.
A la forma en que esa mirada me había hecho sentir.
Y a la pregunta aterradora, tentadora, imposible que no podía dejar de hacerme:
¿Y ahora qué?
El sueño comenzó de manera inocente.
Estaba en la cabaña, bañada por la luz dorada del atardecer que se filtraba a través de las ventanas. Todo era cálido, acogedor, familiar. El fuego crepitaba suavemente en el hogar, llenando el espacio con ese sonido reconfortante que había llegado a asociar con seguridad.
Estaba preparando la cena. Mis manos se movían con la eficiencia de la rutina—cortando vegetales, removiendo la sopa que burbujeaba suavemente sobre el fuego, ajustando el arroz. Los olores eran ricos y reconfortantes: miso, jengibre, el aroma terroso de las setas.
Era una escena tan ordinaria, tan doméstica, que mi mente de vigilia habría encontrado divertida la forma en que mi subconsciente elegía recrear estos momentos. Como si mi cerebro estuviera memorizando cada detalle de esta vida temporal, guardándolos celosamente para cuando inevitablemente terminara.
Escuché la puerta abrirse detrás de mí. No me giré. No necesitaba hacerlo.
Sabía quién era.
El olor llegó primero—fresco y limpio, como pino después de la lluvia mezclado con un toque de menta. Era un aroma que había llegado a reconocer instantáneamente durante estas semanas de proximidad constante. Giyuu.
Escuché sus pasos acercándose, suaves pero deliberados. Mi pulso se aceleró anticipadamente, aunque no sabía exactamente qué estaba anticipando.
Y entonces sus manos estaban en mi cintura.
El contacto fue firme pero gentil. Sus dedos se curvaron alrededor de mis caderas con una familiaridad que robaba el aliento, como si hubiera tocado ese lugar mil veces antes y supiera exactamente cómo encajaban sus manos ahí. Me atrajo hacia atrás, pegándome contra su cuerpo, y pude sentir el calor sólido de él contra mi espalda.
Era... perfecto.
No había otra palabra para describirlo. La sensación de sus brazos envolviéndome, la solidez de su pecho contra mi columna, la forma en que su barbilla rozaba ligeramente la parte superior de mi cabeza. Todo se sentía correcto de una manera que desafiaba la lógica pero que no requería explicación.
Ternura. Protección. Pertenencia.
Cerré los ojos, dejándome hundir en la sensación. Mi cuchillo quedó olvidado en la tabla de cortar. Mis manos subieron para cubrir las suyas donde descansaban en mi cintura, entrelazando nuestros dedos.
Y entonces vino el deseo.
No era sutil o gradual. Llegó como una ola, caliente y apremiante, inundando cada nervio de mi cuerpo. Quería girarme en sus brazos. Quería ver su rostro. Quería tocar, probar, descubrir qué había debajo de toda esa contención cuidadosa que siempre mantenía.
Mi respiración se aceleró. Mi corazón martilleaba contra mis costillas. El calor se acumulaba bajo mi piel, concentrándose en cada punto donde nuestros cuerpos se tocaban.
Comencé a girarme, queriendo—necesitando—mirarlo.
Pero entonces algo cambió.
Fue sutil al principio. Las manos en mi cintura se tensaron, los dedos presionando un poco más fuerte. No dolorosamente, no todavía, pero ya no era ese toque gentil de antes. Había algo posesivo en él ahora, algo que hacía que mi instinto se erizara con alarma.
El olor cambió también. El pino y la menta se desvanecieron, reemplazados por algo más oscuro. Flores nocturnas y tierra húmeda. Dulce pero con un subtono de descomposición. Un olor que conocía, que estaba grabado en mi memoria con la marca del trauma.
No.
No, no, no.
Traté de separarme, pero las manos se apretaron más, manteniéndome en su lugar con una fuerza que ya no tenía nada de tierno. El cuerpo detrás de mí se sentía diferente ahora—más alto, inhumanamente fuerte, emanando un frío que contrastaba violentamente con el calor que había sentido momentos antes.
—¿Esperabas a alguien más, querida? —La voz grave resonó junto a mi oído, suave y seductora como terciopelo pero fría como hielo. Una voz que había rogado olvidar pero que mi subconsciente guardaba con claridad perfecta.
Traté de gritar, pero no salió sonido alguno. Traté de moverme, de alcanzar mi katana que sabía que estaba cerca, pero mi cuerpo no respondía.
Una mano subió desde mi cintura, deslizándose lentamente por mi estómago, entre mis costillas, cubriendo mi pecho y deteniéndose justo sobre mi corazón. Podía sentir el calor antinatural de esa palma incluso a través de las capas de ropa, como si pudiera quemarme directamente hasta el hueso.
—¿Pensaste que podías escapar de mí? —susurró, y pude sentir la sonrisa en su voz—. ¿Que podías fingir ser limpia jugando a la domesticidad con el Pilar del Agua?
Lágrimas ardientes rodaron por mis mejillas. Quería negarlo, quería gritar que no era así, que yo no había elegido nada de lo que había sucedido.
Pero mi voz seguía atrapada en mi garganta.
—Te prometí que volvería por ti, ¿recuerdas? —Su aliento rozó mi cuello, y fue como sentir la muerte misma acariciando mi piel—. Mi flor de cerezo. Mi pequeña Hashira rota. Siempre mía, sin importar a dónde huyas, sin importar con quién intentes reemplazarme.
La mano sobre mi corazón presionó más fuerte, y esta vez sí dolió. Un dolor agudo que irradiaba desde ese punto, extendiéndose por todo mi pecho.
—Y cuando regrese por ti —continuó, su voz bajando a un susurro casi amante que me heló la sangre—, no me contendré. Y no puedo prometer que seré suave. Te tendré entera, de los pies a la cabeza, y no dejaré parte alguna de ese delicioso cuerpo sin probar.
Su otra mano se deslizó posesivamente por mi costado, marcando territorio, reclamando.
—Y no habrá nadie que pueda protegerte. Ni siquiera tu precioso Pilar del Agua. Porque me perteneces. Una parte de ti ya está sucia, contaminada, marcada. Y siempre lo estará.
El dolor en mi pecho se intensificó, insoportable. Podía sentir algo oscuro extendiéndose desde donde su mano tocaba, como tinta negra filtrándose a través de mis venas, contaminando todo lo que tocaba.
Y entonces, con un susurro final que fue mitad amenaza, mitad promesa oscura:
—Volveré por ti. Pronto.
***
Me desperté con un jadeo ahogado que sonó demasiado fuerte en el silencio de la noche.
Mi cuerpo estaba empapado en sudor frío, mi ropa de dormir pegándose incómodamente a mi piel. Mi corazón latía tan violentamente que dolía, como si realmente hubiera estado corriendo por mi vida. Mis manos se aferraban a la manta que me cubría con tanta fuerza que mis nudillos estaban blancos.
Por un momento terrible, no supe dónde estaba. La cabaña estaba oscura excepto por el resplandor tenue del fuego agonizante. Las sombras se movían en las paredes, distorsionadas y amenazantes.
Y entonces vi una figura junto a mi futon.
El pánico me atravesó como un rayo. Mi mano se movió instintivamente hacia donde sabía que estaba mi katana, mi cuerpo preparándose para atacar o huir o—
—Sakura.
La voz era baja, calmada, familiar. No la voz de mis pesadillas sino algo completamente diferente. Algo seguro.
Giyuu.
Mi visión se enfocó lentamente, los últimos vestigios del terror del sueño disipándose lo suficiente para ver claramente.
Era Giyuu. Por supuesto que era Giyuu. Estaba arrodillado junto a mi futon. Había cruzado la invisible línea divisoria que habíamos mantenido meticulosamente durante semanas. Su mano estaba alzada, suspendida en el aire a unos centímetros de mi hombro, como si hubiera querido sacudirme para despertarme de la pesadilla pero se hubiera contenido en el último momento.
Su expresión en la penumbra era difícil de leer completamente, pero podía ver la preocupación en la tensión de sus hombros, en la forma en que sus cejas se fruncían ligeramente.
—Lo siento —logré decir, mi voz saliendo ronca y quebrada—. Lo siento, yo... ¿te desperté?
Era una pregunta estúpida. Obviamente lo había despertado. Probablemente había estado gritando o gimiendo o haciendo algún ruido angustiado que había penetrado su sueño.
Giyuu no respondió inmediatamente. Bajó su mano lentamente, dejándola descansar en su propio regazo. Sus ojos me escanearon con esa intensidad característica, como si pudiera diagnosticar exactamente qué había sucedido solo con mirarme.
—No tienes que disculparte —dijo finalmente, su voz manteniendo ese tono bajo que no perturbaría más el silencio nocturno—. ¿Estás... bien?
Quise reír ante la pregunta, pero temí que saliera histérico. ¿Estaba bien? No. Definitivamente no. Todavía podía sentir el eco de esas manos en mi cintura, todavía podía escuchar esa voz susurrando amenazas. Mi piel se sentía sucia, contaminada, exactamente como él había dicho en el sueño.
Pero no podía decirle eso a Giyuu. No podía explicarle la naturaleza específica de mi pesadilla sin revelar cosas que había guardado celosamente, secretos que pesaban tanto que a veces me sorprendía poder levantarme por las mañanas.
—Estoy bien —mentí, tratando de hacer que mi voz sonara más firme—. Solo... una pesadilla. Nada más.
Vi algo cruzar por su rostro. No me creía. Era demasiado perceptivo para eso. Pero, siendo Giyuu, no presionó. Si quería hablar sobre ello, lo haría cuando estuviera lista. Si no, respetaría ese silencio.
Me senté lentamente, consciente de cómo temblaban mis manos. El aire de la cabaña se sentía frío contra mi piel sudorosa, haciéndome estremecer.
—Voy a... —comencé, aclarando mi garganta—. Voy a hacer té. No creo que pueda volver a dormir todavía.
No era solo que no creyera que pudiera dormir. Era que tenía miedo de cerrar los ojos y volver a ese sueño, a esa voz, a esa sensación de ser marcada como propiedad de algo oscuro.
Me levanté con movimientos torpes, todavía desorientada. Giyuu se puso de pie también, retrocediendo hacia su propio futon sin decir palabra. Dándome espacio. Respetando esa distancia que ambos habíamos mantenido tan cuidadosamente.
Me moví hacia el área de la cocina, agradecida por tener algo en qué ocupar mis manos temblorosas. Avivar el fuego. Llenar el recipiente con agua. Preparar las hojas de té. Acciones simples, mecánicas, que requerían solo una fracción de mi atención y dejaban el resto de mi mente libre para seguir procesando el horror residual de la pesadilla.
Detrás de mí, escuché el sonido suave de Giyuu acomodándose en su futon. Pero algo en la calidad del silencio me decía que no estaba durmiendo. Simplemente estaba ahí, despierto, dándome privacidad pero permaneciendo presente por si lo necesitaba.
Ese pensamiento, por alguna razón, hizo que algo se aflojara en mi pecho.
Cuando el té estuvo listo, me giré con dos tazas en las manos.
—¿Quieres un poco? —ofrecí, mi voz sonando más normal ahora, menos estrangulada por el pánico.
En la penumbra, vi a Giyuu incorporarse hasta quedar sentado. Hubo una pausa breve, y luego:
—Sí. Gracias.
Me acerqué a su lado de la cabaña—un territorio que normalmente evitaba con cuidado meticuloso—y le extendí una de las tazas. Nuestros dedos se rozaron brevemente cuando la tomó, y el contacto fue sorprendentemente reconfortante después del horror del sueño.
Me senté a una distancia respetuosa pero no excesiva, con mis propias piernas cruzadas, sosteniendo mi taza entre ambas manos y dejando que el calor penetrara mi piel fría.
Bebimos en silencio durante varios minutos. No era el silencio incómodo que había caracterizado nuestros primeros días juntos, cuando cada momento sin conversación se sentía cargado de tensión y malentendidos. Era algo diferente ahora. Muy diferente.
—Cuando empezamos a vivir juntos —comencé de repente, sorprendiéndome a mí misma al romper el silencio—, no entendía tu silencio muchas veces.
Giré mi cabeza para mirarlo. Giyuu me observaba por encima del borde de su taza, esos ojos azules reflejando la luz tenue del fuego.
—Me ponía nerviosa —continué, con una honestidad que tal vez no habría tenido sin el shock residual de la pesadilla aflojando mis filtros habituales—. No sabía si estabas molesto, o aburrido, o si simplemente no querías estar aquí. No sabía cómo interpretar tu... quietud.
Hice una pausa, tomando un sorbo de té, dejando que el líquido caliente me quemara suavemente la lengua.
—Pero ahora... —busqué las palabras correctas—. Ahora me gusta. Me siento cómoda en él. No hay necesidad de llenar cada momento con palabras o explicaciones. Simplemente... es. Y es suficiente.
No sabía por qué estaba confesando esto. Tal vez era el cansancio. Tal vez era la vulnerabilidad que venía de haber sido arrancada de una pesadilla. Tal vez era simplemente que, después de semanas de proximidad constante, había llegado a un punto donde guardar cada pensamiento requería más energía de la que tenía.
Giyuu no respondió inmediatamente. Bajó su taza lentamente, y sus ojos siguieron el movimiento antes de volver a encontrarse con los míos.
—Contigo es más fácil también —dijo finalmente, su voz baja pero clara en el silencio.
Fueron solo seis palabras. Seis palabras simples que cualquiera podría decir. Pero viniendo de Giyuu Tomioka—un hombre que guardaba sus palabras con la avaricia de alguien que había aprendido que el silencio era más seguro que la expresión—significaban mucho más de lo que la superficie sugería.
Me estaba diciendo que no era solo yo quien había encontrado algo valioso en esta convivencia forzada. Que él también había descubierto algo inesperado. Que, de alguna manera, habíamos creado algo entre nosotros que iba más allá de la mera tolerancia profesional.
Algo que se parecía a la amistad.
O tal vez a algo más.
Ese último pensamiento llegó sin invitación y me hizo apartar la mirada, de repente consciente del calor en mis mejillas que no tenía nada que ver con el té.
—Gracias —dije suavemente—. Por despertarme.
—No tienes que agradecerme nada —respondió con esa simplicidad característica que había llegado a apreciar.
Terminamos nuestro té en un silencio que ahora se sentía casi íntimo. Cuando las tazas estuvieron vacías, me levanté, moviéndome de vuelta hacia mi futon.
—Buenas noches, Sakura —murmuró Giyuu mientras se acomodaba bajo su manta.
—Buenas noches, Giyuu —respondí, mi voz apenas un susurro.
Me acosté de nuevo, tirando de la manta hasta mi barbilla. El fuego proyectaba un resplandor cálido, alejando algunas de las sombras que me habían parecido tan amenazantes antes.
Cerré los ojos, tratando de relajar mi cuerpo tenso.
Pero el sueño no llegó fácilmente.
***
Yací en la oscuridad, escuchando la respiración lenta y constante de Giyuu al otro lado de la cabaña, y mi mente se negó a calmarse.
Los pensamientos llegaban en oleadas desordenadas, cada uno exigiendo atención, ninguno dispuesto a ser ignorado.
Era innegable ahora. Completamente, irrevocablemente innegable.
Sentía atracción por Giyuu Tomioka.
No era algo vago o ambiguo que pudiera racionalizar como simple apreciación estética o camaradería profesional. Era atracción real, tangible, visceral. El tipo que hacía que mi pulso se acelerara cuando estaba cerca. El tipo que me hacía hiperconsciente de cada toque accidental. El tipo que invadía mis pensamientos en momentos inapropiados y me hacía imaginar cosas que no debería estar imaginando sobre un colega.
Y lo aterrorizante era que esta no era la primera vez que me había pasado esto.
Con Kyojuro había sido diferente pero similar. Esa conciencia creciente de él como algo más que un compañero Hashira. Esa anticipación cada vez que sabía que lo vería. Ese calor en mi pecho cuando me sonreía con esa alegría característica que iluminaba todo a su alrededor.
No había tardado en darme cuenta con Kyojuro. Había sido fácil. Exactamente como el fuego que él controlaba—prendiendo con facilidad, ardiendo y extendiéndose rápidamente, consumiendo todo a su paso con esa intensidad brillante e imposible de ignorar.
Y el sentimiento había sido mutuo. Él lo había sentido mucho antes que yo. Kyojuro Rengoku, que ni siquiera sin antes besarme ya había considerado la idea del matrimonio.
Sí, había habido algo entre nosotros, o el inicio al menos. Una atracción mutua que ambos habíamos reconocido pero nunca explorado completamente. Y justo cuando había comenzado a permitirme explorar esos sentimientos, a considerar la posibilidad de que tal vez—solo tal vez—podríamos ser algo más que amigos, él... se había ido.
Una muerte heroica y noble y completamente devastadora.
Y había pasado meses procesando ese duelo. La pérdida de lo que había sido, pero también la pérdida de lo que podría haber sido. Todos esos futuros posibles que nunca tendrían la oportunidad de existir.
Ahora, yaciendo en la oscuridad de esta cabaña, me daba cuenta con una claridad cristalina de que esos sentimientos por Kyojuro habían... no desaparecido exactamente, sino transformado. La intensidad del dolor se había suavizado con el tiempo. El recuerdo de él ya no me desgarraba con la misma ferocidad cruda.
Y eso en sí mismo traía su propia culpa.
Porque sentirme atraída por Giyuu se sentía como una traición.
No lógicamente—la parte racional de mi cerebro sabía que Kyojuro estaba muerto, que no le debía fidelidad a un fantasma, que él mismo probablemente me habría animado a seguir adelante con esa alegría característica suya, con esa generosidad de espíritu que lo había definido hasta el final. Pero lógica y emoción rara vez se alineaban perfectamente.
¿Cómo podía estar sintiendo estas cosas por otra persona cuando Kyojuro apenas llevaba meses muerto? ¿Qué decía eso sobre la profundidad de mis sentimientos por él? ¿Qué decía sobre mí como persona?
"Eres egoísta," susurró una voz en mi mente que sonaba sospechosamente como la de mi pesadilla. "Usas a los hombres para sentirte limpia, para fingir que eres algo más que lo que realmente eres."
Me encogí bajo la manta, apretando los ojos con fuerza.
No. No era eso. No estaba usando a Giyuu para nada. Ni siquiera había actuado sobre estos sentimientos. Apenas los estaba reconociendo conscientemente.
Pero la semilla de la duda había sido plantada, y era difícil ignorarla.
Porque había una verdad innegable que había estado evitando activamente durante años: una parte de mí sí se sentía sucia.
Contaminada.
Marcada.
Lo que Muzan había hecho—lo que yo había hecho, sin ser forzada siquiera—no era algo que pudiera simplemente superarse con fuerza de voluntad. No importaba cuántos demonios matara, cuántas vidas salvara, cuánto bien hiciera en el mundo. Esa mancha permanecía, invisible para todos los demás pero gritando su existencia en mi propia mente cada vez que bajaba la guardia.
Y, como una enfermedad que nunca se iba, él aparecía en mis pesadillas cada vez que comenzaba a sentirme feliz. Cada vez que comenzaba a sanar. Como un recordatorio cruel de que nunca podría escapar completamente de lo que había sucedido, de las elecciones que había hecho, de la persona en la que me había convertido en ese momento oscuro.
Con Kyojuro, había ocurrido también. Justo cuando había comenzado a permitirme sentir algo por él, las pesadillas habían aumentado en frecuencia e intensidad. Como si alguna parte de mí—o alguna parte de él, de Muzan, de ese encuentro que había dejado cicatrices que iban más allá de lo físico—no quisiera que fuera feliz.
No quisiera que sintiera que merecía ser amada.
Y ahora estaba pasando de nuevo con Giyuu.
La pesadilla de esta noche no había sido coincidencia. Había venido justo después de días de reconocer—aunque fuera solo a mí misma—que sentía algo por él. Como un castigo. Como una advertencia. Como una confirmación de todas mis peores creencias sobre mí misma.
"Una parte de ti ya me pertenece. Una parte de ti está sucia, contaminada, marcada. Y siempre lo estará."
Las palabras del sueño resonaron en mi mente, y tuve que morderme el labio para no soltar un sonido angustiado que pudiera despertar a Giyuu de nuevo.
¿Era verdad? ¿Había algo en mí que siempre pertenecería a esa oscuridad? ¿Algo que nunca podría ser limpiado sin importar cuánto lo intentara?
Y si era así, ¿qué derecho tenía de arrastrar a alguien más a eso? ¿Qué derecho tenía de permitirme sentir estas cosas por Giyuu cuando una parte de mí estaba rota de maneras que tal vez nunca podría reparar?
Pero luego recordé su mano alzada junto a mi futon. La preocupación en sus ojos. La forma en que había respetado mi espacio pero había permanecido presente. Las seis palabras simples que había dicho: "Contigo es más fácil también."
Giyuu era mi amigo.
En algún punto durante estas semanas de convivencia forzada, habíamos cruzado esa línea invisible de colegas a algo más profundo. Habíamos aprendido los ritmos del otro. Habíamos encontrado comodidad en los silencios compartidos. Habíamos construido algo que, independientemente de si alguna vez se convertía en algo romántico, era valioso en sí mismo.
Amistad.
Confianza.
Conexión.
Y eso era real. Eso era mío. Eso no estaba contaminado por Muzan o por el pasado o por cualquier cosa más allá de lo que Giyuu y yo habíamos creado conscientemente entre nosotros.
Tal vez... tal vez merecía permitirme tener eso. Permitirme sentir eso.
Tal vez el hecho de que sintiera atracción por Giyuu no era una traición a Kyojuro sino simplemente prueba de que todavía estaba viva. Todavía capaz de sentir. Todavía capaz de conectar con otra persona a pesar de todo lo que había sucedido, a pesar de todas las razones por las que podría haberme cerrado completamente.
Tal vez la culpa que sentía no venía de ninguna verdad real sino de años de haber internalizado la idea de que no merecía cosas buenas. De que cualquier felicidad que encontrara era robada o inmerecida o destinada a ser arrancada de mis manos.
Tal vez—solo tal vez—estaba bien sentir lo que sentía.
No tenía que actuar sobre ello. No tenía que hacer nada con estos sentimientos emergentes. Podía simplemente... dejarlos ser. Reconocerlos sin juzgarlos. Aceptar que existían sin permitir que me consumieran o me definieran.
Y si esos sentimientos crecían en algo más, si eventualmente llegaba un momento donde quisiera explorarlos... bueno, enfrentaría eso cuando llegara.
Por ahora, era suficiente saber que no estaba sola. Que había alguien al otro lado de esta cabaña que me veía—no todos mis secretos, pero lo suficiente—y había decidido que yo valía la pena. Que mi compañía era algo que apreciaba. Que mi presencia hacía las cosas "más fáciles" para él también.
Eso era suficiente.
Tenía que serlo.
Respiré hondo, llenando mis pulmones completamente, y exhalé lentamente. Mis músculos, que habían estado tensos desde que me desperté, comenzaron finalmente a relajarse.
La respiración de Giyuu seguía siendo constante al otro lado de la cabaña. Ese sonido tranquilo, rítmico, que de alguna manera había llegado a asociar con seguridad.
Cerré los ojos de nuevo, y esta vez, cuando el sueño comenzó a tirar de mí hacia su abrazo, no resistí.
Si las pesadillas regresaban, las enfrentaría. Si Muzan acechaba en mis sueños, lo confrontaría como lo había hecho antes.
Pero por ahora, por esta noche, elegí creer que merecía descansar.
Elegí creer que merecía sentir lo que sentía.
Elegí creer que tal vez—solo tal vez—merecía permitirme la posibilidad de algo bueno.
Incluso si esa posibilidad me aterraba casi tanto como las pesadillas.
***
Cuando finalmente me quedé dormida, fue sin sueños. Solo oscuridad cálida y silencio pacífico.
Y en algún lugar de ese silencio, la voz de Muzan no encontró lugar donde echar raíces.
Al menos no esa noche.
Al menos no todavía.
Chapter 24: El invierno y la estrella - Parte Final
Notes:
🌸 ¡Hola!
Gracias a tod@s los que habéis llegado hasta aquí 💕 Espero que estéis disfrutando de la historia tanto como yo disfruto escribiéndola.Estoy genuinamente triste porque este es el capítulo final que cierra el arco de la cabaña de Aomori 🥺. Voy a echar muchísimo de menos escribir estos momentitos cozy entre Giyuu y Sakura…
Como habréis notado, el yearning y el slow burn están fuertes 🔥 (¡o al menos eso intento!). Personalmente, no soy fan de las historias con parejas endgame que tienen insta-love o insta-lust —me gusta hacerlos sufrir un poquito (o un muchito) antes 😏💔
Si os está gustando la historia, ¡déjadmelo saber en los comentarios! 🥰 Me motiva muchísimo leeros y me anima a seguir escribiendo.
Chapter Text
La primavera había llegado finalmente a Aomori, pero no de la manera gentil y gradual que habría preferido.
Llegó con lluvia.
No la lluvia ligera y refrescante que lavaba los últimos restos de nieve y despertaba las flores dormidas. No. Esta era una lluvia furiosa, implacable, que golpeaba el techo de la cabaña con un tamborileo constante y ensordecedor que había comenzado al amanecer y no había mostrado signos de detenerse en todo el día.
El cielo tenía un color gris plomo, tan oscuro que parecía perpetuo crepúsculo incluso a media tarde. El viento aullaba entre los árboles del bosque circundante, arrastrando cortinas de agua que azotaban las ventanas de la cabaña con violencia regular.
Y toda esa agua había arruinado nuestra reserva de leña.
Habíamos descubierto el problema por la mañana, cuando Giyuu había salido a buscar más troncos para alimentar el fuego que nos mantenía calientes. Había regresado con expresión sombría y la ropa empapada, informando con esa economía de palabras característica que la leña almacenada bajo el alero estaba completamente mojada. Inutilizable.
Teníamos solo lo que quedaba dentro de la cabaña—una pila modesta que, tal vez, siendo positivos, podríamos estirar hasta el anochecer.
Habíamos sido frugales. Alimentando el fuego con la mínima cantidad de madera necesaria, dejando que las llamas se redujeran a brasas bajas que daban poco calor pero al menos mantenían algo de vida. Pasamos el día esperando que la lluvia amainara.
No lo hizo.
A media tarde, el último tronco se consumió con un chasquido final y patético. Las brasas brillaron débilmente durante un rato más, aferrándose a la existencia con terquedad antes de rendirse inevitablemente a la oscuridad.
Y entonces el frío comenzó a filtrarse.
No fue inmediato. Al principio fue solo una pérdida gradual del calor que había estado sosteniendo la cabaña. Pero a medida que pasaban las horas, ese frío se volvió más insistente, más penetrante. Se colaba por las grietas en las paredes de madera, subía desde el suelo, se instalaba en los huesos con esa persistencia miserable que solo el frío húmedo podía lograr.
Para la cena, no teníamos opción más que conformarnos con los restos fríos del almuerzo. Arroz que se había vuelto duro y poco apetecible, verduras en vinagre que al menos mantenían su sabor, pescado que había sido delicioso cuando estaba caliente pero que ahora era simplemente... comestible.
Nos sentamos a la mesa con nuestros cuencos, envueltos en mantas que hacían poco para contrarrestar el frío que ya se había asentado profundamente en la cabaña. El único sonido era el tamborileo incesante de la lluvia y el ocasional aullido del viento.
Miré mi cuenco con algo que podría haber sido humor o simplemente resignación cansada.
—Oh, qué gran manjar —dije, con toda la ironía que pude reunir, levantando mis palillos con falsa ceremonia—. Digno de la mesa del mismísimo Oyakata-sama.
Hubo un momento de silencio.
Y entonces escuché algo que nunca había escuchado antes.
Giyuu hizo un sonido—suave, apenas audible sobre la lluvia, pero inconfundible. Una exhalación más fuerte de lo normal que pasó por su nariz, acompañada por el más mínimo movimiento de sus hombros. Y cuando miré hacia él, vi algo que detuvo mi respiración.
Estaba sonriendo.
No era una sonrisa grande. Apenas contaba como sonrisa según los estándares de la mayoría de las personas. Era más bien una elevación casi imperceptible de las comisuras de sus labios, un suavizamiento de las líneas alrededor de sus ojos, un brillo momentáneo que transformaba completamente su expresión usualmente seria.
Pero era una sonrisa. Real. Genuina. Causada por algo que yo había dicho.
Me quedé paralizada, los palillos suspendidos a medio camino hacia mi boca, simplemente mirándolo. Tratando de memorizar ese momento, esa expresión, porque sabía instintivamente que era algo raro. Algo precioso que él no compartía fácilmente.
—¿Qué? —preguntó después de un momento, su expresión deslizándose de vuelta a la neutralidad pero con algo más suave permaneciendo en sus ojos.
—Nada —logré decir, sintiendo calor subir por mi cuello a pesar del frío de la cabaña—. Es que... nunca te había visto sonreír antes.
Algo cruzó por su rostro. Sorpresa, tal vez. O incomodidad. Bajó la vista a su propio cuenco.
—No sonrío mucho —dijo simplemente, como si eso explicara todo.
—Deberías —respondí antes de poder detenerme—. Te queda bien.
El silencio que siguió fue diferente del silencio cómodo que habíamos cultivado durante semanas. Este tenía una cualidad cargada, consciente, que hizo que mi pulso se acelerara.
Giyuu no respondió, pero vi el más mínimo rubor colorear sus mejillas antes de que se concentrara intensamente en su comida.
Terminamos de cenar sin más conversación, pero algo había cambiado en el aire entre nosotros. Algo sutil pero innegable.
***
A medida que la tarde se convertía en noche, el frío se volvió imposible de ignorar.
Estábamos ambos envueltos en todas las mantas que teníamos, sentados lo más lejos posible de las paredes exteriores, pero no era suficiente. Podía ver mi aliento formando pequeñas nubes de vapor cada vez que exhalaba. Mis dedos estaban entumecidos a pesar de estar metidos bajo las axilas. Temblaba de forma incontrolable, mis músculos apretándose en un intento inútil de generar calor.
Giyuu estaba en mejor estado—los hombres generalmente manejaban el frío mejor que las mujeres, algo sobre masa muscular y metabolismo—pero incluso él mostraba signos de incomodidad. Sus labios tenían un tinte ligeramente azulado. Sus movimientos eran más rígidos de lo usual.
La lluvia seguía cayendo. No había señales de que fuera a parar pronto.
Y la realidad innegable era que teníamos que pasar toda la noche en estas condiciones.
Una idea había estado formándose en mi mente durante la última hora. Una idea perfectamente lógica, práctica, sensata desde una perspectiva de supervivencia.
Una idea que también me aterrorizaba completamente.
Había estado tratando de ignorarla, de convencerme de que podríamos aguantar la noche separados, cada uno en nuestro propio futon, manteniendo esa distancia apropiada que habíamos preservado tan meticulosamente —la mayor parte del tiempo—.
Pero finalmente, cuando otro escalofrío violento me atravesó, tan fuerte que mis dientes castañetearon audiblemente, supe que no podía seguir posponiendo lo inevitable.
—Giyuu —dije, mi voz sonando demasiado alta en el silencio de la cabaña.
Levantó la vista hacia mí desde donde estaba sentado en su lado del espacio, envuelto en su propia manta como un capullo.
—¿Sí?
Respiré hondo, tratando de encontrar las palabras correctas. Tratando de sonar práctica y sensata y no como si estuviera proponiendo algo que hacía que mi corazón latiera tan fuerte que estaba segura de que podía escucharlo.
—Hace mucho frío —comencé, lo cual era posiblemente la observación más obvia e innecesaria que había hecho en mi vida.
Asintió lentamente, esperando que continuara.
—Y... no tenemos forma de encender fuego hasta que la leña se seque. Lo cual probablemente no será hasta mañana, en el mejor de los casos.
Otro asentimiento. Sus ojos no se apartaban de los míos, atentos, expectantes.
—Así que estaba pensando que... —hice una pausa, sintiendo el calor subir por mi cuello a pesar del frío—. Que tal vez sería... práctico... si combináramos recursos.
Vi confusión cruzar brevemente por su rostro.
—Recursos —repitió, como si estuviera probando la palabra.
Oh Dios. Esto era mortificante.
—Calor corporal —dije abruptamente, las palabras saliendo en un apuro vergonzoso—. Compartir calor corporal. Me refiero a que si... si pegamos los futones y dormimos juntos, nuestros cuerpos combinados generarían más calor que separados. Es simple termodinámica. Supervivencia básica.
Estaba hablando demasiado rápido, demasiado defensivamente, como si recitar hechos científicos pudiera de alguna manera hacer que esto fuera menos absolutamente mortificante.
—No tiene que ser... quiero decir, es puramente práctico. Para no morir congelados. O al menos para no pasar una noche completamente miserable. Manteniendo la ropa puesta, obviamente. Solo... juntos. Para…calor.
Finalmente me callé, consciente de que cada palabra adicional solo estaba empeorando las cosas y que realmente parecia idiota.
El silencio que siguió fue excruciante.
Giyuu me miraba con una expresión que no podía leer. Sus ojos azules eran insondables en la penumbra, sin revelar nada de lo que estaba pensando.
Los segundos se estiraron. Cinco. Diez. Quince.
Cada uno se sentía como una eternidad.
Comencé a arrepentirme de haber dicho algo. Tal vez debería haber simplemente aguantado el frío. Tal vez había cruzado una línea que no debería haber cruzado. Tal vez él pensara cosas raras sobre mí. Tal vez—
—Está bien —dijo finalmente, su voz baja pero clara.
Parpadeé, segura de que había escuchado mal.
—¿Qué?
—Está bien —repitió, más firme esta vez—. Tienes razón. Es práctico.
Algo en su tono me hizo pensar que estaba tratando de convencerse a sí mismo tanto como a mí. Pero había dicho que sí.
—Oh —logré decir, mi voz saliendo estrangulada—. Bien. Eso es... genial.
Nos miramos el uno al otro por otro momento largo. Y en ese momento, en la forma en que sus ojos se encontraban con los míos con una intensidad que hacía que algo bajo se apretara en mi abdomen, supe con absoluta certeza que él era tan consciente como yo de que esto no era solo "práctico."
Que ambos sabíamos exactamente lo que estábamos acordando hacer.
Y que, por algún motivo tremendamente poco profesional, infantil incluso, ambos estábamos aterrorizados.
***
Mover los futones fue un proceso extrañamente formal y ceremonioso.
Giyuu se levantó primero, dejando caer la manta que lo había estado envolviendo. Se movió hacia la manta divisoria que había estado colgada entre nuestros espacios durante semanas—esa línea invisible que había respetado religiosamente, que nunca había cruzado excepto esa noche cuando me había despertado de la pesadilla y la noche que caí enferma.
La descolgó con movimientos precisos y cuidadosos, doblándola meticulosamente antes de dejarla a un lado.
Sin esa barrera, el espacio de la cabaña se sintió repentinamente mucho más grande.
Luego agarró su futon—un rectángulo simple de algodón relleno que había sido su cama durante semanas—y comenzó a arrastrarlo hacia mi lado. Yo hice lo mismo, empujando el mío hacia el centro hasta que se encontraron.
Los colocamos juntos, creando una superficie de dormir más grande. No perfectamente alineados—uno era ligeramente más grueso que el otro, había un pequeño espacio donde se encontraban—pero lo suficientemente cerca.
Giyuu trajo su almohada y la colocó en un lado. Yo ajusté la mía en el otro.
Y luego nos quedamos ahí, mirando nuestra obra. Este espacio para dormir compartido que habíamos creado. Esta cosa que cruzaba todas las líneas de propriedad profesional que habíamos mantenido tan cuidadosamente.
—Deberíamos... —comencé, y mi voz sonó demasiado alta—. Deberíamos acostarnos. No hay nada más que hacer sin fuego.
Era verdad. Sin luz más allá del resplandor gris débil que entraba por las ventanas, sin agua caliente para hacer té, no había razón para permanecer despiertos. Dormir era la mejor opción. La más sensata.
Giyuu asintió. No dijo nada, pero vi cómo tragaba con dificultad.
Nos acostamos simultáneamente, cada uno moviéndose con una rigidez que habría sido cómica en cualquier otra circunstancia. Nos quedamos en nuestras espaldas inicialmente, mirando el techo oscuro, con un espacio de varios centímetros entre nuestros cuerpos.
Jalé las mantas sobre nosotros—todas las que teníamos, creando capas que esperaba atraparían nuestro calor corporal combinado.
El silencio era ensordecedor. Solo la lluvia golpeando el techo, el viento aullando afuera, y el sonido de dos respiraciones tratando desesperadamente de mantenerse controladas.
Estaba hiperconsciente de cada aspecto de su presencia.
El calor que emanaba de su cuerpo, separado del mío por solo centímetros y capas de ropa. El sonido de su respiración, ligeramente más rápida de lo que habría esperado de alguien que supuestamente estaba tratando de dormir. El ocasional movimiento diminuto cuando se ajustaba, haciendo que todo el futon se moviera levemente.
Mi propio cuerpo estaba rígido como una tabla, cada músculo tenso, completamente incapaz de relajarme a pesar de lo cansada que estaba.
Pasaron los minutos. Cinco. Diez. Quince.
El frío seguía ahí, penetrante, implacable. El calor de nuestros cuerpos no se había combinado todavía porque había demasiado espacio entre nosotros. Demasiado aire frío circulando en ese espacio.
—No está funcionando —dijo Giyuu finalmente, su voz baja en la oscuridad.
—¿Qué?
—El calor. No está... Todavía hace frío.
Tenía razón. Estaba temblando, y podía sentir que él también lo estaba, pequeños escalofríos que hacían que el futon se estremeciera.
—Tenemos que estar más cerca —continuó, y había algo en su voz. Tensión. Nerviosismo. Cosas que rara vez escuchaba de Giyuu Tomioka—. Para que funcione. Para compartir el calor efectivamente.
Mi corazón se aceleró hasta un ritmo que definitivamente no era normal.
—Más cerca —repetí débilmente.
—Sí.
Otro silencio. Este se sintió cargado con todo lo que no estábamos diciendo.
—¿Cómo... cómo quieres...? —no pude terminar la pregunta.
Sentí más que vi su movimiento en la oscuridad. Se giró hacia mi lado, enfrentándome. Pude sentir su mirada sobre mí aunque apenas podía discernir su rostro en la penumbra.
—Gírate —dijo suavemente—. De espaldas a mí.
Oh.
Oh.
Entendí lo que estaba sugiriendo. La posición que generaría el contacto corporal máximo mientras mantenía alguna apariencia de... no sabía qué. ¿Decoro? ¿Distancia emocional? Como si cualquiera de esas cosas fuera posible cuando estábamos a punto de hacer esto.
Con movimientos torpes y temblorosos—no podía decir si por el frío o los nervios—me giré hasta quedar de lado, dándole la espalda.
Y esperé.
Por un momento, nada sucedió. Podía sentirlo ahí detrás de mí, inmóvil, y me pregunté si había cambiado de opinión, si esto era demasiado incluso bajo el pretexto de supervivencia práctica.
Pero entonces se movió.
Lentamente, con una cautela que hablaba de lo consciente que estaba de cada centímetro de espacio que cerraba, se acercó.
Su pecho presionó contra mi espalda primero. Incluso a través de las capas de ropa, pude sentir el calor sólido de él, el movimiento de su respiración, el latido de su corazón.
Su brazo se movió, pasando sobre mi cintura, deteniéndose ahí con una rigidez que sugería que no estaba seguro de dónde más podría ir. Su mano descansaba plana contra mi estómago, separada de mi piel por mi ropa pero quemando a través de ella de todas formas.
Sus piernas se curvaron ligeramente para acomodarse detrás de las mías, creando contacto a lo largo de toda la longitud de nuestros cuerpos.
Y su cara... Dios, su cara estaba tan cerca de mi nuca que podía sentir su aliento rozando mi cabello, cálido contra mi cuello expuesto.
Era demasiado. Y aun así…no era suficiente. Era absolutamente abrumador.
—¿Está... está bien así? —preguntó, su voz apenas un susurro directamente en mi oído, y el sonido envió un escalofrío por mi columna que no tenía nada que ver con el frío.
—Sí —logré decir, aunque mi voz sonó estrangulada—. Está bien.
Mentira. No estaba "bien." No había nada de "bien" en esto.
Porque esto era... íntimo. Profundamente, innegablemente íntimo de una manera que iba mucho más allá de la simple proximidad física. Lo más intimo que habíamos hecho juntos.
Algo que nunca antes había hecho con nadie más.
Podía sentir cada aspecto de él. El peso de su brazo alrededor de mi cintura. La solidez de su cuerpo detrás del mío, amoldándose a mis curvas como si hubiéramos sido diseñados para encajar exactamente así. El calor que ahora nos envolvía a ambos, atrapado entre nuestros cuerpos y las mantas, acumulándose exactamente como había predicho que lo haría.
Pero más que eso, más que la sensación física, estaba la conciencia emocional de lo que esto significaba.
Esto no era solo dos colegas —o amigos— compartiendo espacio para sobrevivir. Era Giyuu Tomioka—un hombre que mantenía distancia de todos, que guardaba su espacio personal con la ferocidad de alguien que había sido herido por la cercanía—eligiendo sostenerme. Elegiendo estar cerca.
Y yo, eligiendo permitirlo. Eligiendo hundirme en su abrazo a pesar de cada razón lógica por la que esto era complicar algo que ya era demasiado complicado.
Traté de controlar mi respiración. Traté de relajar mis músculos. Traté de pensar en esto como puramente funcional.
Fallé miserablemente en las tres cosas.
Porque cada inhalación llevaba su olor—ese pino y menta que había llegado a asociar tan fuertemente con él que ahora lo buscaba inconscientemente. Cada exhalación hacía que su brazo se apretara imperceptiblemente alrededor de mí. Cada segundo que pasaba hacía más difícil recordar por qué se suponía que esto era una mala idea.
—Sakura —murmuró después de lo que podrían haber sido minutos u horas.
—¿Mm?
—Estás... tu respiración. ¿Estás…bien?
Tenía razón. Mi pecho subía y bajaba de manera errática, mi corazón latiendo contra mis costillas como si estuviera tratando de escapar.
—Lo siento —susurré—. Solo estoy... Es raro. Esto.
Sentí su cuerpo tensarse detrás del mío.
—¿Quieres que me aleje?
—No —respondí demasiado rápido, demasiado vehementemente, antes de que pudiera moverse. Y luego, más suavemente—: No. Esto está... está bien. Solo necesito acostumbrarme.
Otro silencio. Este se sentía pesado con cosas no dichas.
—Yo también —admitió finalmente, tan bajo que casi lo pierdo—. Necesito acostumbrarme también.
Y ese reconocimiento—que él estaba tan afectado por esto como yo, que no era solo mi imaginación que esto se sentía como cruzar una línea que no podríamos descruzar—hizo que algo se apretara dolorosamente en mi pecho.
Nos quedamos así, congelados en esa posición, ambos demasiado conscientes del otro como para relajarnos pero sin voluntad para separarnos.
El calor comenzó a acumularse entre nosotros, lentamente pero inexorablemente. Nuestros cuerpos combinados generando más calidez de la que cualquiera de nosotros podría haber producido solo. Las mantas atrapando ese calor, creando un capullo cálido que contrastaba marcadamente con el aire frío de la cabaña.
Gradualmente, muy gradualmente, sentí mis músculos comenzar a aflojarse. No completamente—seguía demasiado consciente de cada punto de contacto—pero lo suficiente para que la rigidez extrema comenzara a disiparse.
Detrás de mí, sentí a Giyuu hacer lo mismo. Su abrazo alrededor de mi cintura se volvió menos rígido, más natural. Su respiración contra mi cuello comenzó a ralentizarse, profundizarse.
La lluvia seguía cayendo afuera, un sonido constante y casi hipnótico.
—Giyuu —dije suavemente después de un rato.
—¿Sí?
—Gracias. Por... esto. Sé que no es... que probablemente no es cómodo para ti.
Hubo una pausa larga. Luego sentí su brazo moverse ligeramente contra la curva de mi cintura.
—Está bien —murmuró, y había algo en su voz. Algo crudo. Algo honesto que envió calor a través de mí que no tenía nada que ver con la termodinámica.
No supe qué decir a eso. No había palabras que pudieran abarcar adecuadamente lo que sentía—la confusión, la anticipación, el miedo, el deseo, todo enredado en un nudo imposible en mi pecho.
Así que no dije nada. Simplemente cerré mis ojos y dejé que el momento existiera sin intentar definirlo o entenderlo.
El calor continuó acumulándose. El agotamiento del día largo y frío comenzó a pesar en mis párpados.
Y lentamente, inexorablemente, comencé a quedarme dormida.
***
Fue extraño.
Seguía entrando y saliendo de la conciencia, nunca completamente dormida pero nunca completamente despierta. En esos estados intermedios, mi conciencia de Giyuu se volvía más y menos intensa alternativamente.
A veces era todo en lo que podía pensar—el peso de su brazo, el calor de su aliento, la solidez de su cuerpo. A veces se desvanecía en el fondo, simplemente una presencia constante y reconfortante.
En algún punto de la noche, me moví en mi sueño, girándome instintivamente hacia la fuente de calor. Mi cara presionó contra su pecho, mi mano se posó contra su pectoral, agarrando la tela que lo cubría con suavidad, mi pierna se enredó con la suya.
Sentí su cuerpo tensarse con mi movimiento, y por un momento pensé que se alejaría. Pero no lo hizo. En cambio, después de un momento de vacilación, su abrazo se ajustó para acomodar mi nueva posición. Una de sus manos se movió hacia mi espalda, descansando entre mis omóplatos. La otra permaneció en mi cintura.
Estábamos entrelazados ahora de una manera que era imposible de describir como "práctica" o "funcional."
Esto era un abrazo. Puro y simple.
Y en mi estado medio dormido, no tuve la energía o la voluntad para preocuparme por lo que eso significaba.
Solo me sentía... segura. Cálida. Protegida.
Como si, solo por esta noche, pudiera permitirme tener esto. Esta cercanía. Esta conexión.
Mañana podría preocuparme por las implicaciones. Mañana podría procesar lo que habíamos cruzado. Mañana podría construir defensas de nuevo.
Pero por ahora, hundida en el calor de su abrazo con la lluvia tambori leando arriba y la oscuridad envolviéndonos, simplemente me permití sentir.
Sentir su corazón latiendo constante contra mi oído.
Sentir sus dedos moviéndose apenas contra mi espalda.
Sentir la forma en que su barbilla descansaba en la parte superior de mi cabeza.
Sentir el deseo imposible, complicado, aterrador, que había estado tratando de ignorar durante días, semanas tal vez, ahora imposible de negar cuando estaba literalmente en sus brazos.
Y sentir, debajo de todo eso, algo más profundo. Algo que podría haber sido afecto genuino o podría haber sido el inicio de algo que no tenía nombre todavía.
Algo que, si era honesta conmigo misma, había estado creciendo desde el momento en que había descubierto que Giyuu Tomioka no era la persona fría y distante que el mundo veía, sino alguien mucho más complejo. Alguien gentil y considerado y profundamente solo. Alguien que, cuando permitía que alguien se acercara, era leal con una intensidad que robaba el aliento.
Alguien que me sostenía como si fuera algo precioso.
Mi mente, exhausta y confundida y abrumada, finalmente se rindió a la necesidad del sueño de verdad.
Pero incluso mientras la inconsciencia me reclamaba, una parte de mí permaneció consciente de él. De su presencia envolvente. De la forma en que me sostenía incluso en el sueño.
Y de la realidad inevitable de que, cuando llegara la mañana, algo entre nosotros habría cambiado irrevocablemente.
Ya no podría pretender.
No después de esto.
Desperté lentamente, emergiendo de las profundidades del sueño con esa desorientación pesada que venía de haber dormido más profundamente de lo habitual.
Lo primero que registré fue el calor. Estaba cálida—genuinamente cálida—de una manera que no había estado en días. Las mantas me envolvían en un capullo acogedor, atrapando el calor corporal que había acumulado durante la noche.
Lo segundo que registré fue la ausencia.
Había un vacío a mi lado. Un espacio frío donde debería haber habido... donde había habido...
Los recuerdos llegaron de golpe, inundando mi conciencia medio dormida con claridad brutal.
La lluvia. El frío. La propuesta mortificante de compartir futones. Giyuu aceptando. Sus brazos alrededor de mí. El calor sólido de su cuerpo contra el mío. La forma en que me había sostenido como si...
Oh dioses.
Mis ojos se abrieron de golpe, mi corazón acelerándose instantáneamente de adormecido a frenético en el espacio de un latido.
Me incorporé demasiado rápido, las mantas cayendo de mis hombros, el aire frío de la cabaña golpeando mi piel sobrecalentada. Miré alrededor con algo que podría haber sido pánico, buscando...
Y lo encontré.
Giyuu estaba sentado en su silla habitual junto a la ventana—esa misma silla donde lo había visto incontables mañanas durante estas semanas, siempre despierto antes que yo, siempre observando el mundo exterior con esa quietud característica.
Pero algo era diferente esta mañana.
Su postura era más rígida de lo normal. Sus hombros se mantenían con una tensión visible incluso desde donde yo estaba. Su cabeza estaba girada hacia la ventana, el perfil de su rostro claramente visible en la luz que entraba.
Y esa luz... la luz era diferente.
No era el gris plomizo y deprimente de la lluvia. Era dorada. Brillante. El sol había salido finalmente, rompiendo a través de las nubes que habían oscurecido el cielo durante días, bañando todo en ese resplandor limpio que solo venía después de una tormenta.
La luz se reflejaba en sus ojos cuando finalmente se giró ligeramente, mirando hacia afuera con una intensidad que me hizo preguntarme qué estaba pensando. Sus ojos azules se veían más claros en esa luz—casi translúcidos, como hielo bajo el sol—pero había algo en su expresión que me hizo detenerme.
Serio. Taciturno.
Las líneas de su rostro estaban tensas de una manera que rara vez veía. Su mandíbula estaba apretada. Sus cejas ligeramente fruncidas. Como si estuviera procesando algo difícil, luchando con pensamientos que no sabía cómo articular.
Mi estómago se retorció con algo que podría haber sido ansiedad, vergüenza pura o ambas cosas.
¿Estaba arrepentido de anoche? ¿Enfadado conmigo por haber sugerido algo tan inapropiado? ¿Preocupado de que hubiera malinterpretado sus acciones como algo más de lo que eran?
Los recuerdos de la noche volvieron con más detalle ahora que estaba completamente despierta. No solo el abrazo inicial—eso podría haber sido perdonado como puramente funcional—sino lo que vino después. La forma en que me había girado en mi sueño, presionándome contra su pecho. La forma en que su abrazo se había ajustado para acomodarme. Sus dedos trazando círculos inconscientes en mi espalda. Su barbilla descansando en la parte superior de mi cabeza.
Eso no había sido solo compartir calor corporal. Eso había sido... otra cosa. Algo íntimo. Algo que cruzaba líneas que tal vez no deberíamos haber cruzado.
Y ahora él estaba ahí, mirando por la ventana con esa expresión seria, y yo no sabía qué estaba pensando pero la tensión en sus hombros me decía que no era nada bueno.
Tragué con dificultad, tratando de encontrar mi voz.
—Buenos días —logré decir finalmente, y mi voz sonó ronca por el sueño, rasposa de una manera que me hizo consciente de lo despeinada que probablemente estaba.
Giyuu no respondió inmediatamente.
Por un momento terrible, pensé que tal vez me ignoraría. Que pretendería que nada había sucedido. Que la distancia profesional se había restablecido durante la noche mientras yo dormía y ahora estábamos de vuelta donde habíamos empezado.
Pero entonces se giró.
Lentamente, deliberadamente, giró su cabeza para mirarme. Y cuando sus ojos se encontraron con los míos a través del espacio de la cabaña, sentí algo golpear en mi pecho con la fuerza de un impacto físico.
La forma en que me miraba...
No era fría. No era distante. No era la mirada profesional y neutral que había mantenido durante las primeras semanas de nuestra convivencia.
Era intensa. Casi demasiado. Como si estuviera viendo directamente a través de mí, catalogando cada aspecto de mi apariencia, cada matiz de mi expresión, buscando... algo. No sabía qué.
Mi respiración cambió, volviéndose más superficial, más rápida. Porque lo único en lo que podía pensar mientras me miraba era en cómo me había sostenido anoche. La sensación de sus brazos alrededor de mí. El calor de su cuerpo contra el mío. El sonido de su corazón latiendo constante bajo mi oído.
La forma en que me había hecho sentir segura. Protegida. Deseada.
Sentí calor subir por mi cuello, tiñendo mis mejillas de lo que sabía que sería un rubor revelador. Me volví dolorosamente consciente de mi estado—mi cabello debía estar completamente desordenado, enredado por una noche de sueño agitado. Mi ropa de dormir estaba arrugada, probablemente torcida de todas las veces que me había movido durante la noche. Mis ojos probablemente aún estaban hinchados por el sueño.
Debía verme como un desastre.
¿Qué estaría pensando? ¿Qué pensaría de mí por haberme permitido... por haberme dejado abrazar así? ¿Por haberme acurrucado contra él como si tuviera derecho a esa cercanía?
Quise apartar la mirada, romper ese contacto visual que se sentía demasiado intenso, demasiado revelador. Pero no pude. Estaba atrapada en esos ojos azules, en la profundidad de emoción que veía ahí aunque no pudiera nombrarla.
El silencio se extendió entre nosotros, pesado y cargado con todo lo que no estábamos diciendo.
Y en ese silencio, vi algo cruzar por su rostro. Un movimiento casi imperceptible de sus labios, como si estuviera a punto de hablar. Una inhalación leve, preparándose para formar palabras. La más mínima inclinación hacia adelante, como si algo lo impulsara a cerrar la distancia entre nosotros.
Casi parecía que había algo que quería decirme. Algo importante. Algo que estaba luchando por encontrar las palabras correctas para expresar.
Mi propio corazón latía tan fuerte que estaba segura de que podía escucharlo. Esperé, apenas respirando, para ver qué diría.
Y justo cuando abrí mi boca—cuando estaba a punto de romper el silencio con una disculpa, con alguna explicación torpe de que si había hecho algo inapropiado anoche lo sentía, que no había querido hacerlo sentir incómodo, que podíamos pretender que nada había sucedido—él habló.
—Si hice algo indebido...
Su voz era baja, controlada, pero había una tensión debajo que nunca había escuchado antes. Una rigidez que hablaba de incomodidad profunda. De culpa.
Se detuvo, y vi cómo su garganta se movía cuando tragaba con dificultad. Sus manos, que habían estado descansando en sus rodillas, se cerraron en puños ligeros.
—Si te incomodé de alguna manera... —continuó, y cada palabra parecía costarle un esfuerzo visible—. Lo siento.
Parpadeé, segura de que había escuchado mal.
¿Él se estaba... disculpando? ¿Conmigo?
—Anoche —siguió, su mirada apartándose de la mía finalmente, fijándose en algún punto indefinido entre nosotros—. Yo... no debería haber...
Se detuvo de nuevo, claramente luchando con cómo articular lo que quería decir. Vi frustración cruzar brevemente por su rostro—frustración con el lenguaje, con su propia incapacidad para expresar lo que sentía, con toda esta situación imposible.
—Si cruzé algún límite que no debía —dijo finalmente, las palabras saliendo rígidas y formales—. Si mi... proximidad... fue inapropiada o no deseada... perdóname. No fue mi intención hacerte sentir incómoda.
Y con esas palabras, algo se rompió en mi pecho.
Porque entendí de donde venia toda tirantez, esa culpabilidad.
No estaba molesto conmigo. Estaba aterrorizado de haberme hecho sentir algo que yo no quería sentir. De haber impuesto su presencia, su tacto, su cercanía de una manera que yo no había consentido completamente.
Estaba preocupado de haberme lastimado. De haber tomado ventaja. De haber cruzado una línea que yo no quería que cruzara.
Giyuu Tomioka, un hombre que probablemente nunca había impuesto nada sobre nadie, que respetaba el espacio personal con una religiosidad casi obsesiva, que guardaba distancia como si fuera su deber sagrado... estaba disculpándose por la posibilidad de haberme hecho sentir incómoda.
Cuando en realidad...
En realidad había sido todo lo contrario.
—Giyuu —dije, y mi voz salió más suave de lo que pretendía, cargada con una emoción que no había planeado revelar.
Sus ojos volvieron a los míos, cautelosos, expectantes.
—No hiciste nada indebido —continué, eligiendo mis palabras cuidadosamente porque esto importaba. Porque necesitaba que entendiera—. No me incomodaste. En absoluto.
Vi algo cambiar en su expresión. No alivio exactamente, pero tal vez una ligera disminución de la tensión que había estado sosteniendo en sus hombros.
—Todo estuvo bien —agregué, y luego, porque aparentemente había decidido que la honestidad brutal era el camino a seguir esta mañana, añadí más suavemente—. Estuvo más que bien.
Las palabras colgaron en el aire entre nosotros, imposibles de retirar.
Vi cómo se registraban. Vi cómo sus ojos se ensanchaban casi imperceptiblemente. Vi cómo su respiración se detenía por un momento antes de reanudar, ligeramente más rápida.
Más que bien.
Dos palabras simples que contenían una confesión que no había planeado hacer. Una admisión de que no solo había tolerado su cercanía sino que la había... disfrutado. Deseado. Querido más.
El rubor en mis mejillas se intensificó, extendiéndose por mi cuello, haciendo que me sintiera expuesta de una manera que no tenía nada que ver con mi apariencia despeinada.
Pero no aparté la mirada. No retiré las palabras. Porque eran verdad. Y él merecía saber esa verdad, especialmente cuando estaba claramente torturándose con preocupaciones de haber hecho algo malo.
Giyuu me miraba con una expresión que nunca había visto en su rostro antes. Sorpresa mezclada con algo más profundo. Algo que podría haber sido esperanza o miedo o ambas cosas enredadas tan estrechamente que era imposible separarlas.
Sus labios se separaron ligeramente, como si estuviera a punto de responder. Vi sus manos relajarse de esos puños tensos, sus dedos separándose, alcanzando casi inconscientemente...
Y entonces, antes de que pudiera decir lo que fuera que había estado a punto de decir, antes de que yo pudiera procesar la forma en que me estaba mirando, antes de que cualquiera de nosotros pudiera decidir qué hacer con esta confesión...
Un sonido rompió el silencio de la cabaña.
¡Caw! Caw!
Dos graznidos distintos, uno ligeramente más agudo que el otro, viniendo de afuera.
Kuromaru y Kanzaburo.
Mis ojos se dispararon hacia la ventana justo a tiempo para ver dos formas negras descender, aterrizando en el alféizar con aleteos perfectamente sincronizados. Los cuervos mensajeros—mi Kuromaru con su plumaje negro azabache y su ojo brillante e inteligente, y Kanzaburo de Giyuu, igualmente oscuro pero ligeramente más grande—se posaron lado a lado, sus cabezas girando para mirarnos a través del cristal.
El momento se rompió.
La burbuja íntima que había existido entre Giyuu y yo—cargada con confesiones a medias y posibilidades no exploradas—estalló tan abruptamente que casi pude escuchar el sonido.
Giyuu se levantó de su silla en un movimiento fluido, girándose hacia la ventana, su lenguaje corporal cambiando instantáneamente de vulnerable a profesional. Como si hubiera activado un interruptor, regresando a ese modo de Hashira que conocía tan bien.
Yo me levanté también, más torpemente, todavía enredada en las mantas, mi corazón aún latiendo demasiado rápido por lo que casi había sucedido.
¡Caw! ¡Mensaje de Oyakata-sama! Caw!
La voz de Kuromaru resonó a través de la ventana, formal y clara.
¡Para el Pilar del Agua y el Pilar de la Estrella!
Kanzaburo agregó con su tono ligeramente más áspero.
Un mensaje. Por supuesto. Por supuesto que llegaría ahora, en este momento preciso, cuando algo importante estaba a punto de ser dicho. Cuando algo fundamental estaba a punto de cambiar entre nosotros.
El momento no podría haber sido más inoportuno si el universo lo hubiera planeado deliberadamente.
Giyuu se movió hacia la puerta, su postura ahora completamente compuesta. Como si los últimos minutos no hubieran sucedido. Como si no hubiera estado a punto de decir algo que podría haberlo cambiado todo.
Pero antes de abrir la puerta, antes de dejar entrar a los cuervos y cualquier mensaje que traían, se detuvo.
Giró su cabeza hacia mí, solo ligeramente, solo lo suficiente para que nuestros ojos se encontraran una vez más a través del espacio de la cabaña.
Y en ese momento breve, en la forma en que me miraba, vi todo lo que no había tenido oportunidad de decir.
La vulnerabilidad. La esperanza cautelosa. La pregunta sin formular sobre qué significaba todo esto, a dónde iríamos desde aquí.
Y debajo de todo eso, algo que hizo que mi respiración se atascara en mi garganta: el mismo deseo que yo había estado luchando por suprimir, reflejado de vuelta en esos ojos azules con una intensidad que era imposible de malinterpretar.
Él sentía esto también. Lo que fuera que esto era. Lo sentía tan fuertemente como yo.
Pero antes de que cualquiera de nosotros pudiera actuar sobre ese conocimiento, antes de que pudiéramos explorar qué hacer con esta conciencia mutua, los cuervos graznaron de nuevo, más insistentes esta vez.
¡Caw! ¡Mensaje urgente! ¡Caw!
Giyuu sostuvo mi mirada un momento más—un segundo que se sintió como una eternidad—y luego giró, abriendo la puerta para dejar entrar a los mensajeros y cualquier noticia que traían, mientras yo me ponía en pie.
El aire frío de la mañana entró junto con los pájaros, dispersando el calor que había estado atrapado en la cabaña. Dispersando también, tal vez, ese momento cargado que habíamos compartido.
Pero mientras observaba a Giyuu extender su brazo para que Kanzaburo se posara, mientras veía la rigidez volver a sus hombros, mientras sentía el peso de las palabras no dichas colgando en el aire entre nosotros...
Supe que esto no había terminado.
Fuera lo que fuera que había comenzado anoche cuando dormimos en los brazos del otro, fuera lo que fuera que casi se había dicho esta mañana antes de la interrupción...
No había terminado.
Solo había sido pospuesto.
Y de alguna manera, esa certeza—esa promesa de que habría otro momento, otra oportunidad de explorar lo que esto era—hizo que mi corazón latiera más rápido que cualquier confesión directa podría haberlo hecho.
Porque significaba que esto era real. Que no era solo yo. Que Giyuu Tomioka, con toda su contención cuidadosa y distancia profesional, sentía algo por mí que iba más alla del mero compañerismo.
Algo que, cuando finalmente tuviéramos el tiempo y el espacio para abordarlo apropiadamente, podría cambiar todo entre nosotros.
Kuromaru aterrizó en mi hombro con un aleteo familiar, su peso reconfortante después de días sin verlo.
—¡Caw! ¿Lista para recibir órdenes, Sakura-sama?
—Sí —respondí, mi voz saliendo más firme de lo que esperaba—. Estoy lista.
Pero incluso mientras decía las palabras, incluso mientras me preparaba mentalmente para escuchar lo que Oyakata-sama tenía que decirnos, mis ojos buscaron a Giyuu una vez más a través del espacio.
Y supe, aunque no tenía mas remedio que regresar a mi trabajo, mi deber como Hashira, no estaba lista.
No estaba lista para volver.
Ni para lo que vendría después.
Kuromaru acomodó sus patitas en mi hombro con excitación, como si el mensaje que cargaba fuera tremendamente importante. Kanzaburo hizo lo mismo en el brazo de Giyuu, ambos cuervos adoptando esa postura formal que siempre usaban cuando transmitían órdenes de Oyakata-sama.
—¡Caw! ¡Mensaje del Maestro Kagaya Ubuyashiki para el Pilar del Agua y el Pilar de la Estrella!
La voz de Kuromaru resonó en la cabaña con autoridad clara.
—¡El Hashira de la Niebla, Tokitō Muichirō, y la Hashira del Amor, Kanroji Mitsuri, han derrotado exitosamente a dos Lunas Superiores!
El mundo pareció detenerse.
Dos Lunas Superiores. Dos.
Mi respiración se atascó en mi garganta. Las Lunas Superiores, tan dificiles de encontrar, de matar. Habían pasado cientos de años en el poder, inamovibles, intocables, matando a incontables Hashira a lo largo de los años. Y Muichiro y Mitsuri habían...
—¡Caw! ¡Kamado Tanjiro proporcionó asistencia crucial en la batalla! —continuó Kanzaburo, su voz mezclándose con la de Kuromaru en una sinfonía de información abrumadora—. Su hermana, Nezuko Kamado, ha desarrollado la capacidad de resistir la luz solar!
El aire abandonó mis pulmones por completo.
Nezuko. La niña demonio a la cual Giyuu había perdonado la vida. Podía caminar bajo el sol.
Las implicaciones de eso golpearon mi mente como una avalancha. Si un demonio podía conquistar el sol, si Nezuko había logrado lo imposible... Muzan lo sabría. Probablemente lo sabía ya. Y la perseguiría. Haría cualquier cosa por obtener esa capacidad para sí mismo.
Todo estaba a punto de acelerarse. La guerra que habíamos estado librando durante años, que había sido una serie de escaramuzas y batallas aisladas, estaba a punto de convertirse en algo mucho más grande. Algo final.
—¡Los caminos han sido despejados por el deshielo de primavera! —la voz de Kuromaru se volvió más insistente—. ¡El Cuerpo de Cazadores de Demonios requiere la presencia inmediata del Pilar del Agua y el Pilar de la Estrella en los cuarteles generales! ¡Caw! ¡Deben regresar de inmediato!
Silencio.
Un silencio pesado, denso, cargado con el peso de lo que acabábamos de escuchar.
Mis emociones eran un torbellino caótico. Orgullo—intenso y ardiente—por Muichiro y Mitsuri, por lo que habían logrado. Dos Lunas Superiores derrotadas. Era monumental. Era histórico. Era exactamente el tipo de victoria que el Cuerpo necesitaba para creer que podíamos ganar esta guerra.
Sorpresa por Nezuko. Asombro por lo que significaba. Miedo por lo que vendría después.
Y debajo de todo eso, trenzándose a través de cada otra emoción como un hilo oscuro...
Tristeza.
Profunda, penetrante tristeza.
Porque esto significaba que se había acabado. Este paréntesis extraño y precioso que habíamos estado viviendo en esta cabaña aislada. Estos días robados al tiempo y al deber. Esta burbuja donde Giyuu Tomioka y yo habíamos sido simplemente... nosotros. Sin títulos. Sin expectativas. Solo dos personas aprendiendo a existir en el espacio del otro.
Había sabido que era temporal. Por supuesto que lo había sabido. Pero alguna parte de mí—alguna parte ingenua y egoísta—había querido creer que tal vez tendríamos más tiempo. Que la primavera llegaría lentamente, que los caminos permanecerían cerrados un poco más, que podríamos tener aunque sea unos días adicionales antes de tener que volver al mundo real.
Pero el universo, aparentemente, tenía otros planes.
Giré mi cabeza para mirar a Giyuu, buscando... no sabía qué. ¿Confirmación de que él también sentía esta tristeza? ¿Algún signo de que estos meses habían significado tanto para él como para mí?
Nuestros ojos se encontraron a través del espacio de la cabaña.
Y en ese momento—en la forma en que me miraba con esos ojos azules que habían llegado a conocer tan íntimamente—vi todo reflejado de vuelta hacia mí. El pesar. La renuencia. El deseo de que las cosas pudieran ser diferentes.
Pero vi algo más también. Algo que hizo que mi corazón se hundiera.
Vi cómo algo se cerraba en su expresión.
Fue como ver puertas cerrándose una por una. Como ver a alguien construir muros en tiempo real, ladrillo por ladrillo, hasta que la persona que había estado ahí momentos antes—vulnerable y abierta y a punto de decir algo importante—desaparecía detrás de fortificaciones impenetrables.
Su mandíbula se apretó. Sus hombros se cuadraron. Sus ojos, que momentos antes habían estado tan llenos de emoción no expresada, se volvieron cuidadosamente neutrales, opacos.
El Pilar del Agua había regresado. Giyuu Tomioka—el hombre—se había retirado.
—Entendido —dijo a los cuervos, su voz completamente plana, desprovista de cualquier inflexión—. Partiré de inmediato.
Se giró sin otra palabra, moviéndose hacia su lado de la cabaña—aunque ya no había "lados," no después de anoche, no después de haber eliminado esa barrera divisoria—y comenzó a reunir sus pertenencias con una eficiencia que hablaba de años de práctica.
Metódico. Mecánico. Como si esto fuera solo otra misión terminada. Como si los últimos meses no hubieran sucedido. Como si esta mañana no hubiera sucedido.
Me quedé congelada por un momento, simplemente observándolo. Observando cómo doblaba su ropa con precisión militar. Cómo enrollaba su manta. Cómo revisaba su equipo con esa atención cuidadosa que aplicaba a todo.
Como si yo no estuviera ahí. Como si no acabáramos de compartir el momento más vulnerable que habíamos tenido desde que nos conocimos.
Algo se apretó dolorosamente en mi pecho.
Pero... ¿qué había esperado? ¿Que protestara contra las órdenes? ¿Que sugiriera que nos tomáramos nuestro tiempo? Éramos Hashira. El deber venía primero. Siempre.
Forcé mis propias piernas a moverse, obligando a mi cuerpo a funcionar a pesar del peso repentino que se había asentado en mi estómago. Comencé a reunir mis propias cosas sin mirarlo.
Kuromaru observaba desde su percha en el respaldo de una silla, sus ojos brillante siguiendo mis movimientos con atención.
Trabajamos en silencio. El único sonido era el susurro de tela siendo doblada, el tintineo ocasional de equipo siendo ajustado, el crujido del piso de madera bajo nuestros pies.
Era insoportable.
Este silencio no era como los silencios que habíamos compartido durante semanas. No era cómodo ni cálido. Era tenso. Extraño. Lleno de cosas no dichas que se acumulaban como presión en el aire antes de una tormenta.
Terminé de empacar antes de lo que esperaba—no había traído mucho para empezar. Até mi mochila y la coloqué junto a la puerta, luego me giré para ver que Giyuu también había terminado.
Estaba de pie junto a la mesa, su propia mochila ya asegurada en su espalda, su katana en su lugar en su cadera. Completamente preparado. Listo para partir.
Como si no pudiera esperar para irse.
La realización dolió más de lo que debería.
—Entonces... —comencé, mi voz sonando demasiado alta en el silencio—. ¿Cuándo salimos?
Era una pregunta simple. Práctica. Asumiendo lo que parecía obvio: que viajaríamos juntos de regreso a los cuarteles. Que haríamos el viaje como habíamos pasado esos meses—lado a lado, en esa companía silenciosa que habíamos aprendido a apreciar.
Porque éramos amigos, ¿no?
Después de todo lo que habíamos compartido. Después de la vida doméstica, las patrullas, la caza a los demonios, los entrenamientos, las conversaciones, los cuidados, la noche pasada durmiendo en los brazos del otro...
Éramos amigos. Teníamos que serlo.
¿No sería natural que dos amigos hicieran el camino juntos? ¿No sería lo lógico, considerando que íbamos en la misma dirección de todas formas?
Giyuu no me miró cuando respondió.
—Voy a salir ya —dijo, su tono completamente neutral—. Iré solo.
Las palabras me golpearon como un impacto físico.
—¿Qué? —logré decir, aunque mi voz sonó débil incluso a mis propios oídos.
—El viaje será más rápido si voy solo —continuó, todavía sin mirarme, ajustando una correa en su mochila que no necesitaba ajuste—. Puedo moverme a mi propio ritmo. Sin... distracciones.
Distracciones.
¿Eso era lo que yo era ahora? ¿Una distracción?¿Una molestia?
Algo caliente y agudo se retorció en mi pecho. Dolía. Esto dolía de una manera que no había anticipado, que no sabía cómo procesar.
Después de todo lo que había pasado. Después de la forma en que me había sostenido anoche. Después de su disculpa esta mañana, de mi confesión de que había estado "más que bien." Después del momento que casi habíamos compartido antes de que los cuervos llegaran...
¿Y ahora ni siquiera quería viajar en la misma dirección que yo?
Mi mente era un caos. Tratando de entender. Tratando de encontrar sentido en esta transformación repentina del hombre que había visto esta mañana—vulnerable, preocupado, a punto de decir algo importante—al extraño estoico que estaba frente a mí ahora.
Este era el Giyuu que había conocido meses atrás. El que mantenía a todos a distancia. El que no dejaba entrar a nadie.
Como si todo el progreso que habíamos hecho, toda la cercanía que habíamos construido, se hubiera evaporado en el momento en que el mundo real vino a llamar.
Quise preguntarle por qué. Quise exigir una explicación. Quise sacudir sus hombros y preguntarle qué había cambiado en los veinte minutos desde que me había dicho que si había hecho algo indebido lo sentía.
Pero el orgullo—ese maldito orgullo—se levantó en mi garganta, sofocando las palabras.
No le daría la satisfacción de ver cuánto me afectaba esto. No me mostraría vulnerable cuando él claramente había decidido cerrar todas sus vulnerabilidades.
—Por supuesto —dije, forzando mi voz a sonar casual, despreocupada—. Tiene sentido. Cada uno a su propio ritmo.
Mentira. No tenía sentido. No tenía ningún maldito sentido.
Pero si él quería fingir que todo esto había sido simplemente dos colegas cumpliendo con el deber juntos, sin nada más debajo de la superficie, entonces yo podía fingir también.
Giyuu finalmente me miró entonces. Solo un vistazo rápido, sus ojos encontrándose con los míos por una fracción de segundo antes de apartarse de nuevo.
Pero en ese momento breve, vi algo. Algo que contradecía completamente su exterior calmado.
Conflicto. Pesar. Como si esto le estuviera costando tanto como a mí.
Pero tan rápido como apareció, desapareció. Enterrado debajo de capas de control que claramente había pasado años perfeccionando.
—Debería irme —dijo abruptamente—. Oyakata-sama dijo inmediatamente.
Se movió hacia la puerta, su mano alcanzando el picaporte.
Y de repente, desesperadamente, no pude soportar la idea de que se fuera así. No con esta tensión horrible entre nosotros. No sin al menos intentar...
—Giyuu —llamé, y él se detuvo, su mano congelada en el picaporte, su espalda todavía hacia mí.
Esperé. No estaba segura de qué estaba esperando. ¿Que se girara? ¿Que me mirara? ¿Que dijera algo que explicara este cambio repentino?
Pero no hizo ninguna de esas cosas. Simplemente se quedó ahí, inmóvil, esperando lo que fuera que yo tenía que decir.
Tragué con dificultad, forzándome a decir las palabras que necesitaba decir. Aunque doliera. Aunque él aparentemente no sintiera lo mismo.
—Ten cuidado en el camino —dije finalmente, mi voz saliendo más suave de lo que pretendía—. Y... gracias. Por estos meses. Por... todo.
Hubo una pausa larga. Tan larga que pensé que tal vez no respondería en absoluto. Que simplemente abriría la puerta y se iría sin una palabra.
Pero entonces habló, su voz tan baja que casi la pierdo.
—También tú —dijo—. Cuídate.
Y luego, porque aparentemente era una masoquista, añadí:
—Hasta luego.
No adiós. Me negaba a decir adiós. Porque adiós se sentía demasiado final. Demasiado definitivo.
Hasta luego significaba que nos volveríamos a ver. Que esto no era el fin.
Incluso si él claramente quería que lo fuera.
Giyuu asintió—un movimiento pequeño de su cabeza que apenas calificaba como reconocimiento—y luego abrió la puerta.
La luz de la mañana inundó la cabaña, brillante y dorada y casi dolorosa después de la penumbra interior. Pude ver el bosque más allá, los árboles todavía húmedos por la lluvia de anoche, el camino que nos llevaría de vuelta a la civilización.
De vuelta a nuestras vidas reales.
Dio un paso hacia afuera. Luego otro.
Y luego se fue.
Caminando por el camino que conducía al bosque con esa gracia fluida característica, sin mirar atrás ni una sola vez.
Me quedé en la puerta, observándolo irse. Observando cómo su forma se hacía más pequeña a medida que la distancia crecía entre nosotros. Observando hasta que desapareció completamente entre los árboles, hasta que su haori dispar fue tragado por el bosque como si nunca hubiera estado aquí en absoluto.
Solo entonces cerré la puerta.
Solo entonces dejé que la máscara cuidadosa que había estado sosteniendo se resquebrajara.
Solo entonces permití que el peso completo de lo que acababa de pasar me golpeara.
Me deslicé por la puerta hasta quedar sentada en el suelo, mis piernas ya no dispuestas a sostenerme.
La cabaña estaba vacía. Silenciosa. Fría sin el fuego, fría sin su presencia.
Kuromaru voló hacia mí de nuevo, aterrizando en mi rodilla con un graznido suave que podría haber sido preocupación.
—Estoy bien —le dije, aunque mi voz se quebró en las palabras—. Estoy bien.
Otra mentira.
Pero tal vez si la decía suficientes veces, eventualmente se volvería verdad.
***
Salí de la cabaña una hora después.
Había necesitado ese tiempo. Para recomponerme. Para reconstruir las defensas que se habían desmoronado. Para convencerme de que podía hacer esto—podía caminar de regreso a través del mismo bosque donde habíamos caminado juntos tantas veces, podía regresar a los cuarteles y enfrentarlo como compañero Hashira, podía fingir que todo esto había sido exactamente lo que él claramente quería que fuera: nada.
El sol brillaba a través de las copas de los árboles, creando patrones de luz y sombra en el suelo del bosque. Todo estaba mojado todavía por la lluvia de anoche—gotas de agua colgaban de las hojas, el suelo estaba húmedo bajo mis pies, el aire olía a tierra y vida nueva.
Era hermoso. Debería haber sido reconfortante. El tipo de mañana de primavera que normalmente me habría llenado de esperanza y renovación.
Pero todo lo que podía sentir era el vacío.
Kuromaru volaba adelante, ocasionalmente regresando para posarse en mi hombro, su presencia familiar un pequeño consuelo. Al menos no estaba completamente sola.
Pero la ausencia de Giyuu era palpable. Como un espacio negativo en el mundo. Como si mi cuerpo se hubiera acostumbrado tanto a su presencia constante que ahora que se había ido, todo se sentía... equivocado.
Caminé por el sendero que conocía tan bien. Pasé por los lugares donde habíamos parado a descansar durante nuestras caminatas. Por el claro donde habíamos entrenado juntos. Por el arroyo donde a veces recogíamos agua.
Cada lugar cargado con recuerdos que no había pedido pero que no podía evitar.
Mi mente era un torbellino de pensamientos contradictorios, cada uno compitiendo por atención.
Echaba de menos a Giyuu. Incluso ahora, apenas una hora después de que se fuera, lo echaba de menos con una intensidad que era casi física. Echaba de menos su presencia silenciosa. La forma en que me miraba cuando pensaba que no estaba observando. El sonido de su respiración en la quietud de la cabaña. La sensación de seguridad que venía simplemente de saber que estaba cerca.
Sería más fácil alejarse también. Mantener la distancia que él claramente quería. Regresar a nuestra relación profesional de antes—cortés, respetuosa, pero fundamentalmente distante. Proteger mi corazón de más daño fingiendo que estos meses no habían significado nada especial.
Pero... no quería hacer eso.
No quería rendirme en lo que habíamos construido. No quería dejar que el miedo—suyo o mío—destruyera algo que había sido genuino y real y valioso.
Porque lo que habíamos compartido había sido valioso. Independientemente de cómo hubiera terminado. Independientemente de lo confusa que me sentía ahora.
Y había algo más también. Algo que había estado procesando lentamente durante estas semanas pero que solo ahora estaba comenzando a cristalizar en claridad completa.
Giyuu me había curado.
No completamente—el trauma que Muzan había dejado probablemente nunca sanaría completamente. Las cicatrices permanecerían. Los recuerdos acechaban.
Pero algo fundamental había cambiado durante estos meses.
El peso que había estado cargando—la culpa, la vergüenza, la sensación de estar contaminada—se había aligerado. No desaparecido, pero aligerado.
Porque Giyuu me había visto. No toda mi historia, no todos mis secretos, pero me había visto lo suficiente. Había visto mis pesadillas, mis vulnerabilidades, los momentos donde no era fuerte o capaz o cualquier cosa que se suponía que debía ser un Hashira.
Y no había retrocedido. No me había juzgado. No me había tratado como si estuviera rota.
Me había sostenido cuando lo necesitaba. Me había dado espacio cuando lo requería. Me había ofrecido su silencio cuando las palabras eran demasiado y su compañía cuando la soledad era insoportable.
Me había mostrado, a través de acciones más que palabras, que yo valía algo. Que merecía cuidado. Que la oscuridad en mi pasado no definía mi valor presente.
Y eso... eso me había dado algo que no había tenido en mucho tiempo.
Esperanza.
Ganas de seguir. De luchar. De creer que tal vez, solo tal vez, podía tener cosas buenas en mi vida sin que fueran arrancadas inmediatamente.
Pensar en Kyojuro ya no traía ese dolor agudo y paralizante. Pensar en Kenji—mi hermano que había muerto protegiéndome, cuya pérdida había abierto la primera grieta en mi corazón—ya no me hacía querer derrumbarme.
Todavía dolía. Siempre dolería. El duelo no desaparecía simplemente porque el tiempo pasara.
Pero había... suavizado. Transformado en algo que podía cargar sin que me aplastara. En algo que podía honrar sin que me consumiera.
Kyojuro y Kenji seguían conmigo. Siempre lo estarían. Vivían en los recuerdos que atesoraba, en las lecciones que me habían enseñado, en la forma en que sus muertes me habían moldeado en quien era ahora.
Y lo que sentía por Giyuu—fuera lo que fuera, aunque todavía no pudiera nombrarlo, aunque llamarlo "amistad" se sentía inadecuado e insuficiente pero era la única palabra que tenía—no era una traición a esa memoria.
Era simplemente... vida. Continuando. Evolucionando. Como se suponía que debía hacerlo.
Giyuu me había mostrado que todavía podía conectar con alguien. Que todavía podía sentir afecto sin que terminara en catástrofe. Que mi corazón, que había pensado que estaba demasiado cicatrizado para abrirse de nuevo, todavía era capaz de... algo.
¿Amor? Tal vez. Probablemente. Si era honesta conmigo misma en formas que me aterraba ser.
Pero incluso si no podía admitir eso todavía, incluso si la palabra se sentía demasiado grande y aterradora para contener, sabía esto con certeza:
Lo que habíamos construido juntos valía la pena luchar por ello.
Y no sabía qué le había pasado a Giyuu esta mañana. No sabía por qué había cerrado tan completamente, por qué había elegido irse solo, por qué había resucitado esas paredes que habíamos pasado meses desmantelando ladrillo por ladrillo.
Tal vez él también tenía miedo. Tal vez esto era demasiado para él—demasiado rápido, demasiado intenso, demasiado complicado. Tal vez su forma de protegerse era retirarse, crear distancia, fingir que nada había cambiado.
O tal vez había razones que yo no entendía. Cosas en su pasado, en su corazón, que le hacían creer que no podía tener esto. Que no lo merecía.
Si era así... bueno. Entendía eso mejor que la mayoría.
Porque había pasado años creyendo lo mismo sobre mí.
Y Giyuu me había mostrado que estaba equivocada.
Tal vez era mi turno de mostrarle lo mismo.
No inmediatamente. No de una manera que lo presionara o lo hiciera sentir acorralado. Respetaría su espacio, su necesidad de procesar esto a su manera.
Pero cuando volviera a verlo—y lo vería de nuevo, era inevitable—no fingiría que estos meses no habían sucedido. No actuaría como si fuéramos simplemente colegas distantes.
Lucharía por la amistad que habíamos construido. Por la conexión que sabía que era real, sin importar cuánto él intentara negarla ahora.
Porque valía la pena. Él valía la pena.
Y tal vez era ingenuo. Tal vez estaba preparándome para más dolor. Tal vez él nunca permitiría que alguien se acercara de nuevo de la forma en que me había permitido acercarme durante esos meses de invierno.
Pero tenía que intentarlo.
Porque después de años de creer que no merecía cosas buenas, después de meses de aprender lentamente que tal vez sí las merecía, no iba a rendirme sin luchar.
No iba a dejar que el miedo—mío o suyo—me robara algo que podría ser hermoso.
Incluso si me llevaba tiempo. Incluso si requería paciencia. Incluso si significaba arriesgar mi corazón de maneras que me aterraban.
Giyuu Tomioka me había dado esperanza de nuevo. Me había mostrado que todavía podía sentir sin romperme. Me había demostrado que merecía cuidado y compañía y... amor. Platónico o romántico, pero amor al fin y al cabo.
Y ahora era mi turno de hacer lo mismo por él.
Cuando estuviera listo. Cuando las paredes que había reconstruido esta mañana comenzaran a agrietarse de nuevo.
Estaría ahí. Esperando.
No con presión. No con expectativas. Solo con la misma paciencia silenciosa que él me había ofrecido durante estos meses.
Porque eso era lo que hacías por las personas que importaban.
Y Giyuu importaba. Más de lo que probablemente era prudente admitir incluso a mí misma.
Pero por primera vez en mucho tiempo, no tenía miedo de esa verdad.
Asustada, sí. Insegura, absolutamente. Pero no paralizada por el miedo de la forma en que había estado.
Porque si algo había aprendido de estos meses de invierno en Aomori, era esto:
Las cosas buenas valían el riesgo de dolor. La conexión valía la vulnerabilidad. Y amar—en cualquier forma que eso tomara—valía más que una vida vivida en aislamiento seguro pero solitario.
Giyuu lo descubriría eventualmente también.
Y cuando lo hiciera, yo estaría ahí.
***
El sol subió más alto mientras continuaba caminando, quemando la niebla matutina que se había acumulado en los valles entre las montañas.
La luz se filtraba a través de las copas de los árboles en rayos dorados, iluminando el camino adelante. Cada paso me alejaba más de la cabaña, de la Kuroi Yama, de Aomori, de ese capítulo de mi vida que ahora estaba cerrado.
Pero mientras caminaba hacia adelante—hacia los cuarteles, hacia Oyakata-sama, hacia la guerra que se avecinaba—llevaba algo conmigo que no había tenido antes.
Claridad. Propósito. La certeza de que sin importar lo que viniera después, sin importar cuán difícil o aterradora se volviera la batalla contra Muzan, no estaba sola.
Tenía a mis compañeros. Tenía mi fuerza. Tenía los recuerdos de aquellos que había perdido, viviendo en mi corazón.
Y tenía la esperanza—frágil pero creciente—de que tal vez, solo tal vez, también tenía un futuro que valía la pena luchar para proteger.
Un futuro donde no tenía que estar sola. Donde podía permitirme conectar sin que terminara en tragedia. Donde merecía las cosas buenas que venían a mi camino.
Un futuro donde Giyuu Tomioka tal vez—eventualmente—permitiría que alguien viera debajo de ese muro.
La luz del sol me bañó mientras emergía de la sombra de los árboles a un claro abierto, cálida y brillante y llena de promesa.
Y por primera vez en mucho tiempo, sonreí.
Un comienzo nuevo me esperaba. Y esta vez, estaba lista para encontrarlo.
Esta vez, no huiría.
Chapter 25: El peso del silencio
Notes:
✨¡Sorpresa!✨
¡Nueva actualización! 🎉 Este capítulo es más cortito que de costumbre, pero… ¡doble sorpresa! 👀
¡Es un POV de Giyuu! 💧 Por primera vez nos metemos en su cabeza para descubrir qué pasa por ahí, qué siente y cómo ve lo ocurrido con Sakura 🌊🌸Espero que lo disfrutéis tanto como yo he disfrutado escribiéndolo 💕 Cambiar el punto de vista ha sido todo un reto (¡aunque solo sea por un ratito!), y he intentado mantener a Giyuu lo más IC posible 🩵
Chapter Text
Tal vez consumirá la luz de enero,
su rayo cruel, mi corazón entero,
robándome la llave del sosiego.
Pablo Neruda, Soneto LXVI.
.
Mis pasos apenas hacían ruido sobre el barro blando que salpicaba mis zōri. En los bordes del camino, algunos árboles comenzaban a florecer. Brotes nuevos, frágiles, empeñados en abrirse paso entre el frío.
Los ignoré.
No quería pensar en cosas que nacían sin que uno las llamara. En cosas que se abrían dentro de ti sin pedir permiso.
Tenía que llegar al Cuartel.
Tenía que... tenía que reconstruirme de nuevo. Antes de que todo lo que sentía me arrollara con la fuerza de un alud.
"¿Y tú, hombre silencioso? Escondiendo todas tus emociones detrás de una presa tan bien construida. Sabiendo que si alguna vez se rompe, todo lo que has contenido durante años te devorará desde dentro. Ahogándote en todo lo que nunca te permites sentir."
Las palabras de ese demonio al que dimos muerte en aquella cueva fria y oscura bajo la Kuroi Yama resonaban en mi mente con una claridad que no había disminuido con el tiempo. Parecía tan lejano, como si hubiera sido otra vida, otro yo.
No lo había mostrado entonces. Mantuve mi expresión neutral, mi postura controlada, nada que hiciera ver que estaba afectado. Pero internamente, me había sorprendido cuán certeras eran esas palabras. Cuán dolorosamente precisas. Como si aquel monstruo pudiera ver directamente a través de todas las capas de protección que había pasado años construyendo cuidadosamente.
Como si me conociera mejor de lo que yo me conocía a mí mismo.
"El olor es lo único que no puede mentir jamás. Miedo. Tristeza. Rabia. Culpa. Deseo."
Deseo.
Esa palabra prohibida. Pronunciada delante de ella, con esa sonrisa cruel, como si supiera exactamente lo que estaba haciendo. Como si pudiera detectar ese sentimiento que yo mismo apenas me atrevía a reconocer.
Había querido matarlo, desintegrarlo por completo en ese momento. No solo por deber. No solo por proteger. Sino por haber dicho en voz alta algo que debería haber permanecido enterrado.
Continué andando, mis piernas moviéndose con el automatismo que venía de años de entrenamiento.
El invierno se retiraba. El aire se volvía más ligero, cargado con las promesas de la primavera que venía. Pero yo no me sentía más liviano. Al contrario.
Cada paso pesaba más que el anterior.
Y no era por el mensaje de los cuervos.
Dos Lunas Superiores caídas. Tokito y Kanroji habían logrado lo imposible. Debería estar pensando en eso. En las implicaciones estratégicas. En lo que significaba para nuestra guerra contra Muzan.
Ni siquiera era por Nezuko Kamado, quien había conquistado al mismísimo sol, demostrando así cuán valiosa era. Cuán peligrosamente atractiva se había vuelto para el Rey Demonio. La guerra estaba a punto de acelerarse. Todos lo sabíamos.
Debería estar pensando en eso. En cómo prepararnos. En qué vendría después.
Pero no podía.
Era por ella.
Por Sakura.
Por el aire que ya no olía a madera quemada, ni a té verde recién hecho, ni a esas comidas deliciosas que cocinaba y yo que me permitía disfrutar con ella sentada al otro lado de la mesa, en esa rutina que habíamos cultivado sin palabras pero que había llegado a significar más de lo que sabía cómo expresar.
El aire que ya no olía a ella.
Flores de cerezo y melocotón. Un aroma delicado pero persistente que la seguía como una firma. Esa fragancia que era siempre más intensa cuando se lavaba el cabello—los días en que después de bañarse se dejaba la melena húmeda y suelta cayéndole por la espada, y el aroma llenaba la cabaña de una manera que hacía imposible concentrarme en cualquier otra cosa que no fuera ella.
Esos días solo podía mirar el fuego y apretar los puños. Fingir que estaba meditando. Fingir que no era completamente consciente de cada movimiento que hacía, de cada sonido, de cada vez que pasaba cerca de mí y ese olor se intensificaba hasta que era todo en lo que podía pensar.
Ese perfume que aún sentía en las fosas nasales, clavado incluso más adentro después de esa noche.
La noche donde dormimos juntos.
Cuando sentí cada parte de su cuerpo pegada al mío. Su peso contra mi pecho. El calor de su piel a través de las capas de ropa. Su cabello—ese maldito cabello que olía a flores y cosas dulces—haciéndome cosquillas en la nariz, en los labios, en todas partes. Su aliento tibio a pocos centímetros del mío bajo aquel futón, rozando mi cuello con cada exhalación.
Esa noche que había sido terriblemente fría en comparación con mi cuerpo. Con la temperatura de mis pensamientos. Con el fuego que ardía bajo mi piel simplemente por tenerla cerca.
Esa noche había sido más difícil que luchar contra cualquier demonio.
Había tenido que tomar cada pizca de autocontrol que poseía para refrenar la reacción inconsciente de mi propio cuerpo. Tan desacostumbrado al tacto. Tan ajeno a la intimidad.
Tan desesperado por más de lo que jamás debería estar permitido desear.
Cada vez que se movía en sueños. Cada vez que se acurrucaba un poco más cerca. Cada vez que sus dedos, medio dormidos, se aferraban a mi ropa… tenía que recordarme como respirar. Mantener las manos quietas. No dejarlas vagar. No tomar lo que ella no me había ofrecido conscientemente. Decirme que bastaba con tenerla así —una mano en su espalda, la otra en su cintura—, solo para darle calor.
Había sido una tortura. Silenciosa, exquisita. Imposible.
Y cuando ella se había girado en algún punto de la noche, presionando su rostro contra mi pecho, enredando sus piernas con las mías, durmiendo con esa confianza absoluta que solo venía de sentirse completamente segura...
Era absurdo.
Podía decapitar a un demonio sin pestañear, pero no era capaz de apartar la mente del roce de su respiración en mi cuello.
Dolía.
Dolía de una manera que no tenía nada que ver con el suplicio físico y todo que ver con el anhelo. Con el deseo. Con la certeza devastadora de que esto—ella, esto que habíamos construido, esta conexión—era algo que no podía tener.
No debía pensar en eso.
No debía pensar en Sakura.
Pero lo hacía.
A cada paso que daba sin tenerla detrás de mí.
Sin oír sus pasos, siempre un poco desfasados de los míos, como durante todos esos meses de patrullas.
Sin escucharla murmurar canciones en voz baja, creyendo que no la oía, cuando en realidad cada nota quedaba grabada en mi memoria.
Sin verla observar el bosque con esa expresión pensativa que adoptaba cuando creía que nadie la miraba.
A cada movimiento de mi haori—ese haori que ella había remendado sin que se lo pidiera, sin saber lo especial que era para mí, sin entender que ese gesto simple de cuidado había significado más de lo que podría expresarle jamás.
No sé cuándo empecé a mirarla más de la cuenta.
Quizá fue desde el primer día, cuando llegamos a la mansión Mikami y vi ese fuego encenderse en su mirada al querer proteger a las hermanas. Como si deseara prenderle fuego al mundo injusto. Como si la sola idea de que alguien lastimara a esas niñas le resultara intolerable.
Esa ferocidad protectora la reconocí enseguida. Vivía en mí también, enterrada bajo capas de hielo y responsabilidad. Pero en ella parecía más pura. Menos contaminada por la culpa.
O tal vez fue cuando me miró sin compasión, sin desprecio… sin ninguna de las expresiones que solía ver en los rostros de los demás cuando me observaban.
Solo me miró.
Como si realmente me viera. No al Pilar del Agua. No al tipo distante y reservado. No al hombre que no se merecía su posición. Solo... a mí. A Giyuu.
Como si valorara quién soy. Con mis silencios —esos que dijo que le gustaban, que la hacían sentir en paz en lugar de incómoda—. Con mi torpeza. Con todas las formas en que soy insuficiente.
Y hubo algo en esa mirada que me rompió por dentro. O tal vez había abierto algo. No estaba seguro de la diferencia.
En algún momento entendí que era la primera amiga real que tenía desde que Sabito murió.
La primera persona en años que elegía pasar tiempo conmigo, no por deber, sino porque parecía disfrutar mi compañía. Que buscaba mi presencia en lugar de evitarla. Que encontraba valor en mi silencio en lugar de verlo como defecto.
¿Me consideraría su amigo?
Quería pensar que sí. Quería creer que estos meses habían significado algo para ella también. Que no era solo yo quien había encontrado algo precioso en esta convivencia forzada…algo que, por triste que suene, fueron los mejores meses de mi vida desde que Sabito se fue.
Y aunque no lo hiciera —aunque para ella yo fuera solo otro Hashira, otro compañero de patrulla—, aun así daría mi vida por ella.
Como lo haría un verdadero amigo.
Sin dudarlo. Sin arrepentimientos.
Pero sabía que me mentía a mí mismo.
Sakura Saitō era mi amiga, sí. Aunque que el concepto sonara extraño, oxidado por el desuso.
Pero no era solo eso.
Porque un amigo no hace que el cuerpo te arda solo con su presencia. Un amigo no se convierte en la obsesión silenciosa de cada gesto, cada sonrisa, cada instante en que se muestra vulnerable. Un amigo no te roba el sueño solo para observarlo dormir, grabando en la memoria cada detalle de su rostro, temeroso de que se desvanezca.
Y sobre todo, uno no se aterra pensando que esa persona pueda buscar en otro lo que tú no eres capaz de darle.
Sé que fui un idiota al marcharme de la cabaña sin ella.
Que lo lógico habría sido viajar juntos. Que cualquier persona razonable habría hecho el camino en compañía, especialmente después de meses de convivencia que habían sido... lo que habían sido.
Pero sentí que me asfixiaba.
En el momento en que los cuervos llegaron con ese mensaje—en el momento en que el mundo real vino a llamar, demandando que regresáramos a nuestros roles, a nuestras vidas separadas, a la guerra que no esperaría por afectos complicados—algo había entrado en pánico dentro de mí.
Porque volver a la realidad significaba confrontar lo que había estado evitando durante semanas. Significaba poner nombre a sentimientos que no sabía cómo manejar. Significaba decidir qué hacer con esta cosa entre nosotros que había crecido en el espacio protegido de la cabaña pero que tal vez no podría sobrevivir afuera.
Era más de lo que podía soportar.
Así que huí.
Como el cobarde que era.
Y no me despedí bien.
No supe cómo.
O quizá fue más simple que eso. Quizá fue porque sabía que si me quedaba un minuto más, si la miraba un segundo adicional, si permitía que el silencio entre nosotros se extendiera lo suficiente...
Habría dicho algo que no debía decir.
Habría hecho algo irreversible.
Habría dado ese paso que había estado conteniendo durante semanas, habría cerrado esa distancia cuidadosa que habíamos mantenido, habría tocado su rostro y...
Y eso no podía pasar.
Porque Sakura Saitō no era para mí.
No porque no la quisiera—aunque esa palabra ni siquiera sé si me pertenece, si tengo derecho a ella después de todo lo que he perdido, de todos a los que he fallado.
Sino porque lo que había en mí solo arrastraba.
No ofrecía consuelo. No ofrecía esperanza. No ofrecía futuro.
Solo prometía la inevitabilidad de la pérdida. Porque todo lo que tocaba terminaba destruido. Sabito. Tsutako. Incluso mi lugar como Hashira era un robo, un título del que no era digno.
¿Cómo podría ofrecerle algo a esa mujer maravillosa cuando no tenía nada que dar más allá de mis propias grietas?
No sabía quedarme. No sabía cómo ser la clase de persona que merecía tener algo bueno. Algo puro.
Algo como ella.
Y sin embargo...
Durante esos meses, algo había cambiado.
No pensé en Sabito con la habitual carga de culpa aplastante. No pensé en mi hermana con esa congoja tan arrolladora que había tenido que aprender a enfriarla, para que no me desbordara completamente.
No pensé en nadie más. Solo en ella. En mí. En nosotros.
Si es que podía existir un nosotros.
En las comidas que compartimos. En los entrenamientos donde intercambiamos técnicas. En los paseos por el bosque. En las noches sentados cerca del fuego sin necesidad de llenar el espacio con palabras vacías.
En cómo me miraba.
En cómo quise quedarme.
"Estuvo más que bien."
Sus palabras esta mañana resonaban en mi mente con una claridad dolorosa. El tono de su voz—cálido, sincero, con ese matiz de vulnerabilidad que me había hecho querer cerrar la distancia entre nosotros inmediatamente.
Ese reconocimiento de que la noche que habíamos pasado juntos, durmiendo en los brazos del otro, había sido mucho más que una solución práctica al frío.
Era algo significativo.
Algo que ella había disfrutado tanto como yo.
Y en ese instante suspendido en el tiempo, supe—con una certeza que me robaba el aliento—que si hubiera dado el paso...
Si hubiera sido lo suficientemente valiente para levantarme de aquella silla junto a la ventana, caminar hasta donde ella estaba sentada en el futón, aún despeinada por el sueño, con las mejillas teñidas de sonrojo y esos ojos grandes, vulnerables, de cervatillo.
Si hubiera tomado su rostro entre mis manos, acercándome sin dudar, presionando mis labios contra los suyos.
Si la hubiera besado con la intensidad que llevaba custodiando durante semanas, con ese torrente de sentimientos que no sabía cómo nombrar pero que me devoraban por dentro…
Ella no se habría apartado.
Ella me habría correspondido.
Lo supe con la misma certeza con la que conozco mi propio nombre.
Vi esa verdad en sus ojos. En la forma en que su respiración cambió cuando me miró. En cómo sus labios se separaron ligeramente, expectantes. En la manera en que se inclinó hacia adelante casi imperceptiblemente, como si su cuerpo respondiera a algo que su mente todavía estaba procesando.
Habría sido tan fácil.
Un paso. Un momento de coraje. Un reconocimiento de que esto—lo que fuera que esto era—merecía ser explorado.
Pero no lo hice.
Porque no me sentía merecedor de tal cosa.
No merecía su ternura. Su cuidado. Su... lo que fuera que sintiera por mí, si es que sentía algo más allá de amistad.
No merecía contaminarla con todo lo roto que había en mí.
Me atormentó el irme y dejarla ahí, en esa cabaña, sola, haciéndole pensar que no me importaba. Que estos meses no habían significado nada… cuando en realidad habían significado todo.
Porque claro que quise quedarme. Quise pasar las siguientes horas preparando el viaje juntos. Caminar a su lado de regreso a los Cuarteles. Tener más tiempo en esa burbuja donde podíamos ser simplemente Giyuu y Sakura, sin los títulos y expectativas que venían con ser Hashira.
Pero precisamente por eso no podía hacerlo.
Porque mientras más tiempo pasara con ella, más difícil sería mantener la distancia que necesitaba mantener. Más difícil sería recordar por qué no podía tener esto.
Más probable sería que cometiera el error de creer que merecía algo bueno, por fin.
Aceleré el paso, como si pudiera dejar atrás estos pensamientos con pura velocidad.
La sede del Cuerpo no estaba lejos. Pronto estaría rodeado de los otros Hashira, de subordinados, de responsabilidades que requerirían mi atención completa.
Pronto podría enterrar estos sentimientos. Podría reconstruir las paredes que ella había estado desmantelando ladrillo por ladrillo sin siquiera darse cuenta.
Podría volver a ser el Pilar del Agua. Distante. Controlado. Solo.
Aunque recordara el calor de su cuerpo, como si todavía estuviera presionada contra mí.
El peso de su mirada esta mañana, mirándome con esa mezcla de confusión y dolor cuando anuncié que viajaría solo.
Su voz repitiéndose en mi memoria como un eco que no podía silenciar:
"Estuvo más que bien."
No sabía qué éramos.
No sabía cómo nombrar esto que había crecido entre nosotros en el espacio protegido del invierno.
Solo sabía que me temblaba el pecho cada vez que pensaba en ella. Que algo fundamental había cambiado durante esos meses. Que no podía volver a ser completamente quien era antes de conocerla.
Porque ella había hecho algo que nadie más logró: me hizo sentir de nuevo.
Había estado entumecido durante tanto tiempo, como si viera el mundo a través de un cristal empañado, con las emociones lejanas, ajenas, como si no fueran mías. Funcionando como un autómata, cumpliendo con el deber porque era lo único que sabía hacer, lo único que le daba sentido a una vida que, sin eso, se habría desvanecido en la nada.
Pero Sakura...
Ella había quebrado ese cristal, destrozándolo en mil fragmentos. Había forzado a los sentimientos a volver, primero como un goteo tenue, casi imperceptible, y luego como una avalancha imparable que me arrastraba sin remedio.
Y eso me aterraba más que nada.
Porque sentir era abrirse a la vulnerabilidad. Era tener algo que perder. Era exponerse a un dolor que llevaba años esquivando con cada fibra de mi ser.
Kanzaburo volaba a mi espalda, su presencia un recordatorio constante del mensaje que había traído:
Dos Lunas Superiores han caído.
Nezuko ha sobrevivido al sol.
Kanroji. Tokito. Kamado.
La guerra contra Muzan estaba entrando en su fase final. Todo iba a acelerarse ahora.
Muchos de nosotros moriríamos antes de que esto terminara. Era inevitable. Éramos Hashira—vivíamos con la certeza de muerte prematura, con la aceptación de que nuestras vidas serían sacrificadas por el bien mayor.
Y yo no podía permitirme sentir nada ahora. No cuando el final estaba tan cerca. No cuando necesitaba cada pizca de enfoque para lo que vendría.
Por mi propio bien. Por el bien de todos los que dependían de mí.
Por su bien.
Porque si me permitía dejarme llevar por esto completamente—si le ponía nombre, si lo reconocía, si actuaba sobre ello—y uno de los dos moría…
Si la perdía a ella también… no habría forma de seguir respirando después.
Y si era yo quien caía, se lo dejaría a ella. El peso, la herida.
El mismo dolor que ya conocía demasiado bien. Ese que no te mata del todo, pero te deja incompleto.
No podía hacerle eso.
No podía ser tan egoísta.
Y sin embargo...
Sabía que cuando volviera a verla —porque era inevitable— mis ojos la buscarían, sin remedio.
Aunque no pronunciara una sola palabra.
Aunque nunca dijera nada.
Y apartaría la mirada en cuanto ella me devolviera la suya, con su rostro grabado a fuego en mi memoria.
Viviría siempre conmigo el peso de lo que pudo ser y no fue, por no haber sido lo suficientemente valiente. Por no haberme creído capaz de tener algo bueno sin destrozarlo.
Viviría en mí la culpa de haberla dejado sola en aquella cabaña, confundida, herida, cuando todo lo que quería era sostenerla, protegerla, no soltarla jamás.
Era el castigo que merecía.
Por cobarde. Por huir. Por preferir la seguridad del aislamiento al riesgo de abrirme a alguien.
Por no ser lo bastante fuerte para darle lo que ella merecía.
Porque ella merecía algo mejor que un hombre roto, encadenado a la culpa de los muertos, que quizá moriría en la batalla sin haber dicho lo que importaba.
Merecía a alguien que le ofreciera certeza, futuro, esperanza.
No a alguien como yo.
Aunque me doliera reconocerlo.
Aunque me destrozara tener que dejarla ir.
Seguí caminando, cada paso alejándome más de Aomori, de ella, y de todo lo que podríamos haber sido.
Con cada pisada, el peso se clavaba más hondo en mi pecho.
El peso del silencio. De las palabras que nunca pronuncié. De los sentimientos que jamás me atreví a nombrar.
El peso de saber que tuve algo valioso entre mis manos... y decidí soltarlo.
Porque eso era lo que siempre hacía: soltar, alejar, proteger con la distancia.
Era la única forma que conocía.
Aunque me estuviera matando por dentro.
Chapter 26: Lo que florece en la sombra
Notes:
¡Hola! 💫
Os traigo un capítulo muy cortito, pero oscuro e intenso... 🖤 Esta vez volvemos a adentrarnos en la mente de Muzan, y creedme, no es un lugar agradable. Pasar de la nobleza de Giyuu a la crueldad de Muzan... uff, ¡vaya contraste!Intentaré subir otro capítulo más tarde para compensar lo breve que es este. ¡Espero que lo disfrutéis! ✨📖
Chapter Text
La luz de luna que entraba por la ventana se reflejaba en el charco de sangre aún fresca, convirtiéndola en algo hermoso. Plata líquida sobre carmesí oscuro. Los gritos de la mujer se habían desvanecido hacía tiempo, junto con su vida, su conciencia, todo lo que la había hecho humana.
Me pasé la lengua por los colmillos, sintiendo el sabor residual de la sangre.
Mediocre.
Había sido un trámite meramente necesario. Esta mujer no tenía nada especial—ni sangre rara, ni fuerza vital potente, ni siquiera un sabor especialmente agradable. Simplemente había tenido la mala fortuna de estar en el lugar equivocado cuando el hambre me llamó.
Hasta yo tenía que reponer fuerzas y comer de vez en cuando. Los cuerpos—incluso los inmortales, incluso los perfectos—requerían cierto mantenimiento.
Me limpié la comisura de los labios con el pulgar, observando distraídamente el cadáver a mis pies. Había sido hermosa. Joven. El tipo de belleza efímera que los humanos valoraban tanto, sin darse cuenta de cuán rápidamente se marchitaba, cuán fácilmente se rompía.
Patético, realmente.
Alcé la vista hacia la ventana, apartando mi atención del desperdicio que había dejado atrás.
Afuera, en el jardín de la mujer que ahora yacía muerta en su propia casa, había un cerezo solitario. Incluso en la oscuridad de la noche, bajo la luz plateada de la luna, podía ver los pequeños capullos rosáceos comenzando a abrirse. Tímidos. Delicados. Prometiendo la explosión de color que vendría en unos días.
La primavera había llegado.
Sonreí levemente, viendo el árbol como un presagio. Una señal. Un recordatorio.
Siempre me gustó esa estación. Había algo en ella—en la forma en que el mundo se despertaba después del sueño invernal, en cómo la vida insistía en regresar sin importar cuántas veces la muerte la reclamara. La transformación. El renacimiento.
El ciclo eterno que los humanos encontraban tan poético pero que realmente solo demostraba la futilidad de su existencia.
Olía distinto cuando empezaba a florecer. Agradable. Dulce, con un subtono de algo más profundo, vivo y lleno de posibilidad.
Aunque no tan dulce como ella.
Sakura.
El nombre resonó en mi mente como una campana, claro y puro y cargado con un peso que ningún otro nombre llevaba.
Mi flor de cerezo.
A veces creía poder olerla. Como si su aroma—ese perfume distintivo de flores de cerezo y melocotón y algo únicamente suyo—se hubiera quedado atrapado en mis dedos desde aquella noche. Como si aún llevara su olor enredado entre los pliegues de mi ropa, persistiendo a través de los años, negándose a desvanecerse sin importar cuánto tiempo pasara.
Como si ella hubiera dejado una marca en mí tan permanente como la marca que yo había dejado en ella.
Sakura. Flor de cerezo. Estrella.
Qué irónico que le dieran ese nombre al nacer, y más aún que eligiera convertirse en Hashira bajo esa misma identidad.
Tenía la delicadeza efímera de las flores, la inmutable presencia de los astros… y una habilidad inquietante para colarse en mis pensamientos cuando menos lo esperaba.
Había seguido su progreso a lo largo de los años. Cazadora. Protectora. Toda una persona completa y funcional que fingía normalidad, fuerza.
Que fingía que no me pertenecía.
Pero las mentiras que nos contamos a nosotros mismos no cambian la verdad fundamental de nuestra naturaleza.
Ella era mía.
Había sido mía desde el momento en que la vi. Desde el momento en que probé su miedo, su sumisión, su entrega—porque sí se había entregado, sin importar cómo reescribiera esa memoria ahora. Había venido a mí voluntariamente. Había sucumbido, elegido.
Y esa elección la había marcado de maneras que ninguna cantidad de entrenamiento o propósito noble podría borrar.
Sabía que aún pensaba en mi cuando estaba sola. Que sentía mis manos visitándola en la oscuridad, recorriendo su cuerpo en una caricia fantasma. Que escuchaba mi voz susurrando en sueños, recórdandole la promesa que le había hecho.
"Volveré por ti."
Había dicho eso, ¿no? En algún momento de aquella noche.
O tal vez había sido en sus pesadillas posteriores. Era difícil recordar los detalles específicos—había habido tantas víctimas a lo largo de los años, tantas vidas rotas, tantos humanos que habían suplicado, llorado, sometidos, patéticos.
Pero ella... ella era diferente.
Se quedó conmigo de una forma que ninguna otra había logrado.
Quizá porque llevaba ese fuego intacto en sus ojos, incluso cuando parecía doblegarse — ¿realmente se había rendido? —. Esa chispa de puro odio en su mirada, que ardía a pesar del peligro, a pesar de saber de lo que yo era capaz. Una promesa muda y letal: si alguna vez tuviera la oportunidad, me mataría.
Me enloquecía eso de ella.
Ese espíritu indomable. Esa negativa a quebrarse del todo, aunque la había doblado hasta el límite.
Le daba a la idea de poseerla de nuevo un sabor mucho más oscuro... irresistible.
No importaba cuántas veces intentara escapar de mí, cuántas vidas nuevas forjara, cuántos demonios asesinara, como si cada muerte pudiera expiar la sombra que dejé dentro de ella — esa oscuridad compartida, tan mía como suya, tan imposible de borrar.
Y pronto—muy pronto—reclamaría lo que me pertenecía.
Porque ahora sabía que era posible.
La niña demonio, Nezuko Kamado, había sobrevivido bajo el sol abrasador.
Un milagro. Una aberración. Una promesa.
Durante mil años había buscado la forma de conquistar mi única debilidad. El sol que me confinaba a las sombras, que limitaba mi poder, que me recordaba que incluso yo—perfecto como era—todavía tenía una jaula.
Y ahora esa criatura insignificante había logrado lo que yo no había podido. Había roto esa barrera. Había demostrado que era posible existir como demonio bajo la luz del día.
Lo cual significaba que yo también podría hacerlo.
Una vez que la capturara. Una vez que absorbiera lo que la hacía especial. Una vez que tomara esa capacidad para mí mismo como había tomado todo lo demás que había querido a lo largo de mi existencia.
Y cuando lo hiciera...
Cuando finalmente pudiera caminar bajo el sol sin quemarme, sin debilitarme, sin temerlo..
Cazaría a mi flor de cerezo.
La imagen se grabó en mi mente con una nitidez casi tangible: Sakura, de pie bajo la luz directa del sol. Su cabello oscuro capturando reflejos castaños que solo la claridad natural podía revelar. Su piel —esa que había conocido solo en la penumbra— expuesta y luminosa, con cada imperfección, cada centímetro al descubierto.
Me preguntaba qué color tendrían sus ojos bajo ese sol. Los recordaba marrones, sí, pero ¿qué matiz exacto? ¿Miel? ¿Ámbar? ¿Avellana? ¿Se oscurecerían de miedo al verme? ¿O brillaría en ellos esa rabia indómita que tanto me encendía?
Imaginaba el sabor de su piel, cálida y sudada bajo el calor del día. ¿Sería salada, dulce? ¿Cambiaría ese sabor, distinto al frío que la impregnaba en nuestra noche compartida?
¿Qué haría cuando la poseyera allí —no en la sombra de un bosque ni en la oscuridad de una habitación— sino bajo el cielo abierto, con el sol como único testigo— y sus piernas temblaran entre mis manos como habían temblado antes?
Cuando le demostrara que todos estos años de entrenamiento, de fortalecerse, de convertirse en Hashira, no habían cambiado la verdad fundamental de lo que era.
Oscura. Manchada. Mía.
¿Qué haría cuando recordara—cuando finalmente entendiera—que no había más refugio que el que yo eligiera ofrecerle?
La anticipación era... exquisita.
¿Seguiría odiándome? Probablemente. El odio era persistente, especialmente en alguien con su particular mezcla de orgullo y trauma. Lo alimentaría, lo cultivaría, lo usaría como armadura.
Como si el odio pudiera protegerla de mí.
Como si cualquier cosa pudiera.
¿Se rendiría?
Esa era la pregunta más interesante, la que hacía que la anticipación fuera tan dulce.
Porque había dos formas de rendirse.
Estaba la rendición del agotamiento. De la derrota. Del espíritu finalmente roto bajo el peso insoportable. Había visto ese tipo de rendición incontables veces. Era... aburrido, honestamente. Predecible.
Pero luego estaba la otra. La que venía no de la debilidad sino de un cálculo frío. La elección consciente de someterse porque las alternativas eran peores. La decisión de sobrevivir sin importar el costo.
Y esa—esa era mucho más interesante.
Porque significaba que conservaba suficiente voluntad para elegir. Suficiente espíritu para odiarme por ello. Suficiente fuego para que romperla fuera un desafío que valiera la pena.
¿Me daría ese tipo de rendición de nuevo? ¿Vendría a mí con esos ojos llenos de odio pero cuerpo obediente? ¿Elegiría la contaminación sobre la muerte?
O tal vez esta vez sería diferente. Tal vez había crecido lo suficiente, se había fortalecido lo suficiente, se había convencido lo suficiente de su propio poder...
Tal vez intentaría luchar. Luchar de verdad. Con ese juguete afilado que llevaba en la cadera.
La sonrisa en mi rostro se ensanchó ante ese pensamiento.
Oh, cuánto esperaba que luchara.
Porque aplastarla—tomar a esta mujer que se había convertido a sí misma en algo formidable, que había sobrevivido contra probabilidades imposibles, que había matado a tantos de mis demonios—y recordarle exactamente cuán insignificante era su poder comparado con el mío...
Eso sería delicioso.
Mucho más satisfactorio que esta comida mediocre que acababa de consumir.
Cuando conquistara al mismísimo sol—y lo haría, era solo cuestión de tiempo ahora, de capturar a la niña Kamado, de tomar lo que necesitaba—lo comprobaríamos.
Todas esas preguntas encontrarían sus respuestas.
Y Sakura Saitō—mi pequeña Hashira, mi flor de cerezo, mi estrella caída—descubriría que no se podía huir de lo que era.
No se podía lavar la contaminación sin importar cuántos demonios matara.
No se podía borrar una marca que había penetrado más profundo que la piel.
Ella era mía. Siempre lo había sido. Siempre lo sería.
Y pronto se lo recordaría, bajo la luz del mismo sol.
Me moví hacia la puerta, pisando el cadaver frío a mi paso. Tenía cosas que hacer. Planes que ejecutar. Criaturas insolentes que capturar.
Y después...
Después vendría la verdadera primavera.
Cuando mi flor de cerezo floreciera para mí una vez más.
Paciente. Inevitable. Eternamente mía.
La noche me tragó mientras dejaba atrás la casa de la mujer muerta, el cerezo en el jardín apenas comenzando a florecer.
Muy pronto.
Pronto veríamos quién realmente poseía a quién.
Chapter 27: El anhelo del corazón - Parte I
Notes:
✨¡Hola!✨
Lo prometido es deuda 😌 Aquí os traigo la primera parte del nuevo arco — y sí, va a ser largo, estáis avisados.
Finalmente el reencuentro entre Giyuu y Sakura después de su regreso de Aomori...💙🌸 👀💫
Chapter Text
Mi pabellón estaba exactamente como lo había dejado.
Perfectamente limpio, perfectamente ordenado, como si el tiempo no hubiera pasado en absoluto durante los meses de mi ausencia. Los trabajadores del Cuerpo habían cumplido con sus deberes meticulosamente—no había polvo en las superficies, las ventanas brillaban con luz filtrada, el tatami olía fresco como si hubiera sido aireado recientemente.
Era reconfortante y desconcertante a la vez. Reconfortante porque significaba regresar a algo familiar, algo mío. Desconcertante porque hacía que los últimos meses se sintieran casi... irreales. Como si hubieran sido un sueño del que acababa de despertar.
Como si Aomori, Airi y Noa, la cabaña, Giyuu... todo hubiera sido solo mi imaginación.
Excepto que no lo había sido.
Dejé caer mi bolsa junto a la puerta con más fuerza de la necesaria, el sonido resonando en el silencio del pabellón. Como si necesitara ese ruido para anclarme a la realidad presente.
Había pasado una semana desde que salí de Aomori. Una semana entera.
El viaje había sido más largo de lo esperado—caminos todavía difíciles por el deshielo, desvíos por puentes dañados, paradas en pueblos pequeños donde había tenido que ayudar con tareas menores que surgían. Una semana de caminar sola, con Kuromaru como única — y agradecida— compañía, procesando todo lo que había sucedido, tratando de encontrar sentido a sentimientos que se negaban a ser ordenados limpiamente en categorías comprensibles.
Una semana sin ver a Giyuu.
Una semana preguntándome si él había pensado en mí tanto como yo había pensado en él.
Una semana de ensayar mentalmente qué diría cuando lo viera de nuevo, solo para desechar cada versión por ser demasiado vulnerable o demasiado casual o demasiado... algo.
Sacudí la cabeza, apartando esos pensamientos. No servía de nada obsesionarse ahora. Lo vería pronto—en la reunión de Hashira que estaba programada para esta tarde. Y entonces... bueno. Entonces veríamos.
Por ahora, necesitaba un baño.
Desesperadamente.
***
El agua caliente era un lujo que no había apreciado completamente hasta que pasé meses sin él.
El ofuro estaba lleno hasta el borde, el vapor subiendo en bucles perezosos, la temperatura perfecta para sumergirse completamente. No era el cubo minúsculo de la cabaña donde tenía que lavarme por secciones, conservando el agua, nunca pudiendo realmente sumergirme. No sentía el frío penetrante que hacía que cada baño fuera una carrera contra la hipotermia.
Esto era civilización. Esto era comodidad.
Me hundí en el agua con un suspiro que bordeaba lo obsceno, sintiendo cómo el calor penetraba músculos que habían estado tensos durante días. Cerré los ojos, dejando que mi cabeza descansara contra el borde de madera, queriendo simplemente existir sin pensar.
Pero por supuesto, mi mente no cooperaría.
Los pensamientos llegaban sin invitación, insistentes como siempre:
¿Irá Giyuu a la reunión? Por supuesto que sí, tonta. Es un Hashira. Las reuniones no son opcionales.
¿Cómo reaccionará al verme? ¿Con esa misma distancia fría que había adoptado la mañana en que se fue? ¿O habrá tenido tiempo de procesar, de reconsiderar ese cierre repentino?
¿Y yo? ¿Cómo reaccionaré yo?
Había decidido durante el viaje de regreso que lucharía por la amistad que habíamos construido. Que no dejaría que su miedo—o el mío—destruyera algo valioso. Pero eso era fácil de decidir en abstracto, caminando sola por el bosque con solo mis pensamientos —y un cuervo— como compañía.
¿Podría realmente mantener esa resolución cuando lo tuviera frente a mí? ¿Cuando sus ojos azules me miraran—o peor, deliberadamente no lo hicieran—y tuviera que navegar la complejidad de lo que éramos o no éramos?
El agua había comenzado a enfriarse cuando finalmente salí, secándome y vistiéndome con mi uniforme limpio. Metí el arco dentro del arcón, pero si cogí la katana, encontrando su peso contra la cadera reconfortante, como un ancla al mundo real. Un recordatorio de quién era más allá de todos estos sentimientos complicados.
Pilar de la Estrella. Cazadora de Demonios. Alguien con propósito, aparte de caos personal.
Me recogí el cabello en una trenza asegurándome de que cada mechón estuviera en su lugar. Revisé mi apariencia en el espejo—presentable, profesional, completamente compuesta.
Nadie podría adivinar mirándome que por dentro era un desastre de nervios y anticipación.
Perfecta.
***
El camino al pabellón de reuniones era uno que había recorrido muchas veces. Conocía cada curva, cada árbol, cada piedra del sendero. Pero hoy se sentía diferente. Más largo. Como si cada paso me acercara a algo inevitable que no estaba segura de estar lista para enfrentar.
El sol de la tarde bañaba los jardines del Cuartel en luz dorada. Los cerezos estaban comenzando a florecer—solo los primeros pétalos, tímidos y prometedores. En una semana o dos, estarían en plena floración, transformando todo en un mar de rosa pálido.
Primavera. Nuevos comienzos. Renovación.
Las metáforas prácticamente se escribían solas.
—¡Sakura-san!
La voz alegre me sacó de mis pensamientos. Me giré para ver a Shinobu Kocho acercándose por un sendero lateral, con su sonrisa característica, su paso ligero haciendo que pareciera flotar más que caminar.
—Shinobu-san —saludé con una inclinación de cabeza—. Qué sorpresa verte.
—¿Sorpresa? —Su sonrisa se ensanchó, aunque sus ojos— esos ojos inteligentes—me estudiaban con interés agudo—. ¿Acaso no vamos ambas al mismo lugar?
Tenía razón, por supuesto. Ambas nos dirigíamos a la reunión Hashira.
—Llegas justo a tiempo —continuó, colocandose a mi lado—. ¿Cuándo regresaste?
—Hace unas horas. El viaje desde el norte fue más largo de lo anticipado.
—Ah, sí. Tu misión en el norte. —Había algo en su tono. Algo que no podía identificar completamente. ¿Curiosidad genuina? ¿O algo más calculado?—. ¿Cómo fue? Según tengo entendido fue... peliaguda.
—Complicada —respondí cuidadosamente—. Pero exitosa al final.
—Mmm. —Shinobu me miró de reojo—. Escuché rumores interesantes. Algo sobre que Tomioka-san también estuvo en el norte durante ese tiempo.
Ah. Ahí estaba. La verdadera razón de su interés.
—Los rumores son correctos —dije, manteniendo mi voz neutral—. Cumplimos la misión juntos.
—¿Juntos? —Las cejas de Shinobu se elevaron delicadamente—. Qué inesperado. ¿Y por cuánto tiempo exactamente?
—Varios meses. Las nieves cerraron los caminos. Tuvimos que quedarnos en la región hasta que el deshielo de primavera los reabrió.
Vi algo cruzar por el rostro de Shinobu—tan rápido que casi me lo perdí. ¿Sorpresa? ¿Preocupación? Fuera lo que fuera, fue reemplazado instantáneamente por esa sonrisa perpetua.
—Varios meses con Tomioka-san. —Su tono era ligero, casi juguetón, pero había un filo debajo que no podía ignorar—. Vaya. Eso debe haber sido... duro. Aguantar a Tomioka-san durante tanto tiempo…estoy segura de que hizo que el invierno fuera incluso más frío de lo que ya es.
Las palabras me golpearon de manera inesperada, provocando una respuesta visceral que tuve que luchar por contener. Mi mandíbula se apretó. Mis manos, colgando a mis costados, se cerraron en puños ligeros.
—No lo fue —dije, y mi voz salió más cortante de lo que pretendía—. No fue duro en absoluto.
Shinobu me miró con renovado interés, su cabeza ladeándose ligeramente.
—Oh. Interesante. —Hizo una pausa, como si estuviera considerando sus siguientes palabras cuidadosamente—. ¿Te parece si caminamos juntas al pabellón? Me encantaría escuchar más sobre tu misión.
No era realmente una pregunta. Y decir que no habría sido extraño sin excusa coherente.
—Por supuesto —respondí, aunque algo en mi interior se tensó.
Continuamos caminando, el silencio entre nosotras cargado con un peso que no había estado ahí momentos antes.
—He tenido asignadas un par de misiones con Tomioka-san en el pasado —dijo Shinobu después de un momento, su tono conversacional pero sus ojos todavía observándome con ese interés característico—. Siempre he intentado... bueno, hacer que se abra un poco. Hablar. Conectar, de alguna manera.
Hizo una pausa, su sonrisa tomando un matiz que podría haber sido tristeza o podría haber sido frustración.
—Pero es imposible. Completamente imposible. Es como hablarle a una pared. No, peor—las paredes al menos no te ignoran activamente.
Sentí mi irritación crecer. Cada palabra era como una pequeña púa, no dolorosa individualmente pero acumulativamente insoportable.
—Me da pena, honestamente —continuó Shinobu, su voz bajando como si estuviera compartiendo una confidencia—. Que sea así. Porque esa actitud... hace que los demás lo odien. No se da cuenta de cuánto daño se hace a sí mismo con ese comportamiento. O tal vez se da cuenta y simplemente no le importa. —Suspiró delicadamente—. De cualquier manera, es triste.
No pude contenerme más.
—No creo que sea imposible —dije, mi voz más firme de lo que había sido—. Tal vez simplemente requiere paciencia. Entendimiento. No juzgarlo basándose en expectativas de cómo debería comportarse.
Shinobu me miró sorprendida, su sonrisa flaqueando por un momento antes de restablecerse.
—Oh, no estaba juzgando —dijo rápidamente—. Solo observando. Pero supongo que tú tuviste más éxito que yo en... —hizo un gesto vago con la mano—... lo que sea que requiera para comunicarse con él.
—Y no lo odian —agregué, incapaz de dejarlo ir—. Los demás Hashira. Puede que no lo entiendan, puede que se sientan incómodos con su silencio, pero odio es una palabra fuerte. Injusta.
La sonrisa de Shinobu se había vuelto más tensa ahora, aunque seguía en su lugar. Me miraba con una curiosidad que casi parecía clínica. Como si fuera un espécimen bajo observación.
—Tienes razón, por supuesto —dijo suavemente—. Odio es demasiado fuerte. Yo solo... —se detuvo, estudiándome con una intensidad que me hizo querer apartar la mirada pero me obligué a sostenerla—. Sakura-san…¿puedo preguntarte algo?
Mi corazón se aceleró. Fuera lo que fuera que estaba a punto de preguntar, sabía instintivamente que no iba a gustarme.
—Por supuesto —logré decir, aunque cada instinto me gritaba que huyera de esta conversación.
Shinobu abrió su boca, esa mirada calculadora todavía en su rostro—
Y entonces, gracias a los dioses, llegamos al pabellón de reuniones.
Las grandes puertas de madera estaban abiertas, revelando el espacio familiar más allá. Y mi atención—toda mi atención—se desvió instantáneamente de Shinobu a la figura solitaria que ya estaba dentro.
Giyuu.
Estaba de pie cerca de su posición habitual, de espaldas a la entrada, mirando por una de los ventanales hacia los jardines. Su postura era perfecta como siempre—recta, controlada, serena.
Era el único en la sala aparte de nosotras. Los otros Hashira todavía no habían llegado.
Mi estómago se anudó instantáneamente. Un nudo lacerante que hizo difícil respirar por un momento.
Después de una semana. Después de todo ese tiempo pensando, preparándome mentalmente, ensayando lo que diría...
Ahí estaba.
Y no tenía idea de qué hacer.
Shinobu entró primero, su paso ligero haciendo susurrar su haori de mariposa.
—Tomioka-san —saludó con voz alegre—. Qué agradable verte de nuevo.
Giyuu no reaccionó. Ni siquiera un reconocimiento de que había escuchado su voz. Simplemente continuó mirando por la ventana como si ella no hubiera hablado en absoluto.
Vi el más mínimo apretamiento en la mandíbula de Shinobu antes de que su sonrisa se ensanchara.
—Tan comunicativo como siempre —murmuró, lo suficientemente bajo para que pudiera haber sido para sí misma pero lo suficientemente alto para que ambos pudiéramos escucharla claramente.
Respiré hondo, forzando mis pies a moverse. A entrar a la sala. A cerrar la distancia entre la puerta y él.
—Hola —dije, y mi voz sonó extrañamente controlada considerando el caos en mi pecho.
Giyuu se quedó completamente inmóvil por un momento. Tan estático que podría haber sido una estatua. Ni siquiera estaba segura de que estuviera respirando.
Y entonces, lentamente—tan despacio que cada segundo se sintió como una eternidad—se giró.
Sus ojos encontraron los míos a través del espacio del salón.
El movimiento fue mínimo, apenas un leve desplazamiento del haori cuando giró el torso, y la luz que entraba por el ventanal rozó su perfil como si se detuviera un instante en él.
Ese destello bastó para que algo en mi pecho se contrajera.
Azul. Ese azul que había memorizado durante meses de verlo diariamente. Que había visto iluminarse con la luz de fuego, oscurecerse en sombras, brillar con la luz de luna.
Por un segundo—solo uno—su expresión cambió. El hermetismo cuidadoso se rompió apenas lo suficiente para que pudiera ver algo debajo. Algo que podría haber sido reconocimiento, o tal vez algo más complejo. Algo que hizo que mi pulso se acelerara y mi respiración se atascara.
Pero entonces se cerró de nuevo.
Como una puerta sellándose. Como alguien echando las cortinas. Cada defensa que tenía levantándose al momento.
Su expresión volvió a esa neutralidad perfecta. Sus ojos, que por un momento habían revelado algo, se volvieron insondables de nuevo.
—Sakura —dijo. Solo mi nombre. Nada más.
Y aún así quise aferrarme a la idea de que la forma en que lo dijo—el tono, la cadencia—era diferente de cómo decía cualquier otro nombre. Más suave. Más... algo.
O tal vez estaba imaginándolo. Tal vez estaba proyectando lo que quería escuchar.
Abrí mi boca para responder, para decir... no sabía qué. Cualquier cosa que pudiera cerrar esta distancia horrible que se sentía más ancha que el oceáno Pacífico.
Y entonces unas voces resonaron desde afuera.
—¡Oh, oh, OH! ¡Sakura-chan! ¡¿Ya estás aquí?!
Mitsuri Kanroji prácticamente explotó en el salón, su energía llenando instantáneamente todo el espacio. Detrás de ella, calmadamente, venían Muichiro Tokito y Gyomei Himejima.
Antes de que pudiera procesar su llegada, Mitsuri me había agarrado en un abrazo que amenazaba con romperme las costillas.
—¡Sakura-chan! ¡Te extrañé tanto! ¡No puedo creer que hayas estado fuera tantos meses! ¿Cómo estuvo el norte? ¿Fue muy frío? ¿Viste mucha nieve? ¡Nunca he visto nieve de verdad! Bueno, un poco, pero no como la que debe haber en el norte. Y escuché que derrotaste a un demonio realmente fuerte, ¿es verdad? ¡Tienes que contármelo todo! Oh, y...
Continuaba parloteando, las palabras saliendo tan rápido que era difícil seguirlas todas. Normalmente habría encontrado su entusiasmo encantador, reconfortante incluso.
Pero en este momento, todo lo que podía hacer era lanzar miradas por encima de su hombro, hacia Giyuu, quien había vuelto su atención a el ventanal.
Como si el momento entre nosotros nunca hubiera sucedido. Como si yo no estuviera ahí en absoluto. Ajeno. Distante. Como si los últimos meses hubieran sido borrados. Como si fuéramos extraños que casualmente compartían el mismo espacio profesional.
El nudo en mi pecho se tensó.
—Mitsuri-chan —conseguí decir, forzando una sonrisa—. Me alegro de verte. Yo…
—¡Estás tan guapa, Sakura-chan! ¡Y esa trenza! ¿Cómo te la hiciste? ¡Tu cabello brilla más que nunca! ¿Compraste algún producto especial en Aomori? ¡Tienes que decirme cuál es!
Su voz era una ráfaga de luz, imposible de detener.
Quise interrumpirla con suavidad. Disculparme. Caminar hacia donde estaba Giyuu. Decir algo, lo que fuera. Buscar cualquier palabra que llenara este vacío, esta distancia que se sentía como un puñal al corazón.
Pero entonces la voz profunda de Gyomei resonó en la estancia:
—Ocupad vuestros lugares, por favor. La reunión comenzará pronto.
Mitsuri me soltó con un último apretón, todavía sonriendo brillantemente, ajena a la tensión que me estaba ahogando, y fue a colocarse en su sitio con paso alegre.
Muichiro ya estaba sentado, mirando al vacío como si estuviera en otro mundo.
Shinobu se deslizó a su lugar con gracia fluida, pero no antes de lanzarme una mirada—rápida pero significativa. Como si entendiera más de lo que había revelado. Como si pudiera ver exactamente lo que estaba sintiendo y encontrara eso... interesante.
Gyomei se acomodó en silencio, las cuentas de su rosario tintineando apenas cuando juntó las manos.
Y Giyuu...
Giyuu se sentó sin mirarme siquiera.
Me obligué a avanzar. A ocupar el espacio que me correspondía. A recomponerme, a fijar una expresión neutra, profesional, aunque sintiera ganas de llorar.
Después de una semana de anticipación.
Después de tanto imaginar cómo sería volver a verlo.
Después de todas esas promesas silenciosas de luchar por lo que habíamos construido...
Solo obtuve un “Sakura” que no sabía como interpretar.
Solo un instante fugaz en el que su máscara pareció resquebrajarse antes de volverse aún más impenetrable.
Y ahora estábamos aquí. En el mismo lugar. A unos metros de distancia.
Pero con un muro invisible separándonos, más alto que nunca.
La reunión estaba a punto de comenzar. Y tendría que enfocarme y escuchar, mientras cada parte de mí gritaba por saltar ese muro. Por exigir respuestas. Por entender qué había salido tan terriblemente mal entre dejar la cabaña y llegar aquí.
Por encontrar, de alguna manera, el camino de regreso a lo que habíamos tenido.
Si es que eso era siquiera posible.
Las puertas se cerraron detrás de nosotros con un sonido que se sintió ominosamente como una sentencia.
***
El salón estaba silencioso, y la temperatura era cálida, con un agradable olor a incienso que flotaba en el aire como otra presencia. El tatami crujía bajo nuestro peso cuando alguno de nosotros hacía el más mínimo movimiento.
Gyomei permanecía al frente de todos, en posición de rezo, inmóvil como una montaña. Una presencia sólida y segura.
Muichiro estaba al fondo, mirando al vacío como si nada de aquello fuera con él, sus ojos nebulosos, sin enfocarse en nada particular.
Shinobu se encontraba frente a Muichiro, con esa sonrisa perpetua, pero sus ojos recorrían el salón con una atención aguda que contradecía su expresión serena.
Mitsuri, a mi lado, me dedicó una sonrisa brillante cuando nuestros ojos se encontraron brevemente. Radiante como siempre, con ese calor natural que parecía llenar cualquier espacio que ocupara.
Y Giyuu, cerca de la puerta, a poca distancia de Gyomei, su haori cayendo elegantemente sobre sus hombros—ese haori que yo había remendado con mis propias manos—. La espalda recta, el rostro sombrío.
No me había mirado ni una sola vez desde que nos habíamos sentado. Sus ojos permanecían fijos en algún punto indeterminado frente a él, su expresión tan neutral que podría haber sido tallada en piedra.
Shinobu soltó un pequeño suspiro de impaciencia, apenas audible pero cargado de significado.
La puerta se deslizó de nuevo con un golpe.
—¿Somos los últimos en llegar? —La voz de Sanemi Shinazugawa rompió el silencio mientras entraba con su habitual falta de ceremonia—. ¿Os hemos hecho esperar? Lo lamento.
No sonaba particularmente arrepentido.
Obanai Iguro lo seguía con paso silencioso, su rostro parcialmente oculto por las vendas, solo sus ojos heterocromáticos visibles—uno amarillo, uno turquesa—observando el salón con intensidad calculadora. Kaburamaru, su serpiente blanca, se enroscaba alrededor de su cuello.
—No te preocupes —respondió Gyomei con su voz pausada y profunda—. Felicidades por vuestra misión.
—He oído que Kanroji y Tokito se enfrentaron a dos Lunas Superiores —añadió Sanemi, acomodándose con desparpajo frente a Giyuu, sus cicatrices brillando incluso en la luz tenue del salón. Obanai se sentó junto a él—. Vaya suerte la vuestra.
Había algo en su tono. No exactamente envidia, pero sí una frustración mal disimulada. El tipo de chasco de alguien que ansiaba probar su valía en una batalla definitiva.
—¡Sí! Fue muy intenso —saltó Mitsuri, los ojos brillando con ese entusiasmo que nunca parecía disminuir—. Por un momento pensé que no lo contábamos, pero lo conseguimos todos juntos, ¿a que sí, Muichiro-kun?
—Ajá —respondió él.
—Qué envidia me dais —gruñó Sanemi, cruzándose de brazos—. ¿Por qué yo nunca me topo con una Luna Superior?
—Qué pesado eres —murmuró Obanai con tono seco y arrastrado—. Ya te llegará el día. Y si no, es que no era tu destino.
Hizo una pausa, sus ojos dispares desviándose hacia Mitsuri y Muichiro. Cuando miró a Mitsuri, algo en su expresión se suavizó.
—Y vosotros dos... ¿cómo lleváis la recuperación?
La expresión de Mitsuri resplandeció y un leve sonrojo se extendió por su rostro. Ella normalmente reaccionaba así con todo el mundo—era parte de su naturaleza cálida y afectuosa. Pero algo en la forma en que miraba a Obanai, en cómo sus ojos se iluminaban específicamente cuando él hablaba o la miraba, me indicó que había algo más entre ellos.
Algo que tal vez ninguno de los dos había nombrado todavía, pero que era visible para quien supiera mirar.
—Bien. Aunque todavía no al cien por cien —contestó Muichiro con voz plana, como si estar al borde de la muerte fuera algo completamente rutinario.
—Menos mal —dijo Gyomei, girando apenas la cabeza hacia Muichiro, sus ojos ciegos sin ver pero de alguna manera transmitiendo preocupación genuina—. Si perdiéramos a otro Hashira estaríamos en serios problemas. Es admirable que derrotarais a dos Lunas Superiores y salierais con vida.
El peso de esas palabras cayó sobre todos nosotros. Otro Hashira. Tengen, retirado. Kyojuro...
Tragué saliva y miré al suelo, sintiendo como los puntos de sutura de esa herida volvían a abrirse.
—Una suerte que vuestras heridas hayan sanado tan rápido —intervino Shinobu, con su tono dulce pero con un matiz de curiosidad médica—. ¿A qué se deberá?
—Imagino que Oyakata-sama comentará algo al respecto durante la reunión —respondió Giyuu entonces, mirando al frente.
Su voz era grave, opaca. Completamente neutral.
—Tomioka-san —dijo Gyomei, girando ligeramente su cabeza en dirección a Giyuu—, tengo entendido que Saitō-san y tú completasteis una misión en el norte recientemente. Muy cerca de Hokkaido.
Sentí todas las miradas clavarse en nosotros dos. El peso de la atención colectiva como algo físico sobre mi piel.
Giyuu no dijo nada. Ni siquiera una indicación de que había escuchado la pregunta. Simplemente continuó mirando al frente con esa expresión inmutable.
El silencio se extendió, volviéndose incómodo.
Carraspeé antes de hablar, llenando el vacío que él había dejado.
—Sí. Acabamos de volver. Nos costó más de lo que esperábamos—el demonio fue muy esquivo. Además, tuvimos que... —hice una pausa, eligiendo mis palabras cuidadosamente—. Esperar a que los caminos se abrieran para poder volver.
Todas las miradas estaban puestas en mí. Menos una, claro.
Giyuu seguía sin mirarme. Como si mis palabras fueran simplemente ruido de fondo sin importancia.
Sentí como algo se retorcía en mi garganta.
Por suerte, la puerta volvió a abrirse antes de que alguien pudiera hacer más preguntas.
—Perdonad el retraso.
La voz de Amane Ubuyashiki era suave pero llevaba una autoridad natural que hizo que todos nos enderezáramos instintivamente. Entró con la gracia fluida que caracterizaba a la familia Ubuyashiki, seguida de dos de sus hijas—Hinaki y Nichika—, ambas con expresiones serenas que parecían demasiado maduras para sus rostros jóvenes.
Nos inclinamos todos en silencio. Un movimiento sincronizado de reverencia.
—En esta ocasión, seré yo quien presida la reunión de los Pilares —continuó Amane, acomodándose con elegancia en el lugar donde normalmente se sentaría Kagaya.
Ver ese espacio ocupado por ella en lugar de nuestro Maestro era... inquietante. Un recordatorio visual de lo que ya sabíamos pero preferíamos no nombrar.
—Vuestro Maestro ha empeorado —dijo con voz tranquila pero firme—. Su condición se ha deteriorado hasta el punto donde no podrá mostrarse a partir de ahora.
Sentí una punzada aguda de tristeza, y supe que no era la única. Vi cómo Mitsuri se llevaba una mano al pecho, los ojos brillando con lágrimas contenidas. Los puños de Sanemi se apretaron hasta que los nudillos se volvieron blancos. Incluso Muichiro pareció enfocarse un poco más, como si esas palabras hubieran penetrado su neblina habitual.
—Me ha pedido que os transmita sus palabras... —continuó Amane, su propia voz mostrando el más mínimo temblor—. Y que os pida perdón por no poder asistir.
Perdón. Como si Oyakata-sama tuviera algo por lo que disculparse. Como si estar muriendo lentamente por una maldición que había perseguido a su familia durante generaciones fuera su culpa.
Respiré hondo, y mentalmente murmuré una oración. Aunque sabía que no había nada que hacer. Los rumores eran conocimiento común entre los Hashira: ningún miembro de la familia Ubuyashiki había pasado de los treinta años. La maldición que los ligaba a Muzan se cobraba su precio, generación tras generación.
—Como sabéis —la voz de Amane se volvió más seria, más urgente—, Nezuko Kamado ha resistido la luz del sol.
El aire en la sala se volvió más denso.
—Eso significa que Muzan vendrá a por ella. Es cuestión de tiempo. La batalla final se aproxima y hemos de estar preparados.
Nadie dijo nada. No había necesidad. Todos entendíamos la gravedad de lo que estaba diciendo. Mil años de guerra estaban llegando a su conclusión, de una forma u otra.
—Y hay algo muy importante que puede marcar la diferencia entre la victoria y la derrota —prosiguió Amane, su mirada recorriendo cada uno de nuestros rostros—. Las marcas.
—¿Marcas? —preguntó Sanemi, alzando la voz con impaciencia —. ¿Qué es eso?
—Aparecieron por primera vez durante la era Sengoku —explicó Amane—, entre aquellos guerreros extraordinarios que casi lograron vencer a Muzan.
Casi. Esa palabra colgaba en el aire. Casi, pero no completamente. Incluso ellos, los guerreros más fuertes y poderosos—con esas marcas misteriosas—no habían logrado matar al Rey Demonio.
—¿Eh? —Sanemi parecía molesto, su ceño frunciéndose profundamente—. Nunca había oído hablar de eso.
—No son nada comunes —dijo Amane con calma—. De hecho, no es un conocimiento extendido entre el Cuerpo. Preferimos mantenerlas en secreto para no hacer que aquellos Cazadores que no las despiertan se sientan... inadecuados. O menos valiosos.
Tenía sentido, supuse. Pero también era una omisión significativa. Al igual que Sanemi, nunca había oído hablar de ellas antes de hoy. Era conocimiento completamente nuevo, abriendo posibilidades y preguntas en igual medida. ¿Qué otros secretos guardaba la familia Ubuyashiki?
—No sabemos exactamente qué las origina —continuó Amane—. Las condiciones parecen ser extremas en todos los casos documentados. Pero creemos que es imperativo que todos desarrolléis la marca. Kanroji-san. Tokito-san. Vosotros la obtuvisteis en vuestra lucha contra las Lunas Superiores. ¿Qué sentisteis?
Mitsuri se puso en pie de un salto, con ese entusiasmo que nunca podía contener completamente.
—¡Fue como un "BUM" en mi corazón! —exclamó, gesticulando dramáticamente, su uniforme desplazándose hacia arriba peligrosamente—. ¡Una llama en mi pecho, y después algo hizo "CRACK" y ahí estaba!
Todos nos quedamos en silencio, procesando esa... descripción.
Mitsuri pareció darse cuenta de su pequeño espectáculo y se dejó caer al suelo, roja como un tomate, las manos cubriéndole el rostro.
—L-lo siento... no soy buena explicando cosas técnicas...
—Yo estaba al borde de la inconsciencia —intervino Muichiro con voz suave, contrastando completamente con el estallido emocional de Mitsuri—. Creí que moriría. Perdí mucha sangre. Pero vi cómo la Luna Superior iba a matar a un niño que me había estado ayudando. Sentí una rabia como nunca antes. Mi pulso se disparó a más de doscientas pulsaciones por minuto. Tenía fiebre alta. Fue entonces cuando apareció.
—Pero nadie puede sobrevivir a eso —dijo Shinobu, frunciendo el ceño con preocupación—. Si tu pulso sube más de doscientas pulsaciones, el corazón colapsa. Es fisiológicamente imposible.
Muichiro se encogió de hombros con indiferencia.
—Bueno, supongo que eso es lo que diferencia a quien la consigue... de quien no.
El silencio que siguió fue espeso, cargado con el peso de esas palabras.
Condiciones imposibles. Estar al borde de la muerte. Rabia extrema. Temperaturas corporales que deberían ser letales.
¿Esos eran los requisitos? ¿Empujarnos tan al límite que nuestros cuerpos decidieran romper las reglas de la fisiología básica?
—¿En serio es tan simple como eso? —bufó Sanemi, claramente frustrado por la vaguedad de la explicación—. ¿Solo tenemos que cabrearnos lo suficiente?
—Ojalá fuera tan simple de mente como para pensar que esto es simple —replicó Giyuu, con tono sardónico.
Lo miré de reojo, sorprendida de que hubiera roto su estoicismo habitual para ser deliberadamente provocativo, sabiendo exactamente que iba a molestar a Sanemi.
—¿Qué has dicho? —Sanemi giró la cabeza bruscamente, sus ojos entrecerrándose peligrosamente.
Giyuu seguía mirando al frente, sin inmutarse. Como si no acabara de insultar básicamente la inteligencia de Sanemi. O como si simplemente no le importara la reacción que había provocado.
La tensión en el salón se elevó instantáneamente. Sanemi y Obanai observaban a Giyuu con amenaza, como depredadores considerando si valía la pena atacar o no.
—La prioridad es que todos obtengáis la marca —interrumpió Amane con calma pero firmeza, cortando la tensión antes de que pudiera escalar—. Y debo añadir algo importante: aquellos que ya la poseen... no tendrán elección. Lo quieran o no, deberán participar en el entrenamiento de los otros Cazadores. Es una orden directa de Kagaya-sama.
La tirantez se estancó en el aire como algo tangible.
De reojo, observé a Mitsuri. Ahora que sabía qué buscar, pude verla—por debajo del borde de su uniforme, entre el cuello y el escote, había algo oscuro. Un patrón que no era natural, que no había estado ahí antes.
La marca.
Prueba física de lo que había logrado. De lo cerca que había estado de la muerte. De cuánto había arriesgado. De su éxito.
—Si me disculpáis —añadió Amane, poniéndose de pie con una reverencia—. Eso es todo. El Maestro confía en vosotros. Sabe que encontraréis la forma de despertar vuestro verdadero potencial.
Cuando se retiró junto a sus hijas, el silencio fue total por un momento. Todos procesando lo que acabábamos de escuchar. Las implicaciones. Los riesgos. La inevitabilidad de lo que vendría.
Entonces, Giyuu se puso en pie. El movimiento fue suave, fluido, pero atrajo todas las miradas instantáneamente.
—Ahora que Amane-sama se ha marchado, yo también me voy.
Su voz carecía de emoción.
—Eh, eh, quieto ahí —exclamó Sanemi con irritación renovada—. ¿Dónde coño crees que vas? Antes de nada, habrá que decidir entre todos qué vamos a hacer. Cómo vamos a entrenar. Cómo vamos a coordinar esto.
—Podéis decidirlo vosotros siete —replicó Giyuu sin mirarlo, su tono completamente neutral—. Yo no pinto nada aquí.
Las palabras cayeron como piedras en agua quieta.
—¿Qué quieres decir con eso? —saltó Obanai, su voz elevándose con indignación—. ¿No sabes lo que conlleva ser un Pilar? ¿O piensas entrenar por tu cuenta sin siquiera participar en las decisiones colectivas?
Giyuu le dio la espalda, como si con eso bastara para zanjar el tema. Como si sus preguntas no merecieran ni siquiera el reconocimiento de una respuesta.
Comenzó a caminar hacia la puerta, cada paso medido y deliberado.
Yo no aparté la vista de su figura, sobrecogida por su indiferencia aparente. Por la forma en que estaba cortando toda conexión con el grupo tan completamente.
Si hubiéramos estado solos, me habría acercado. Le habría preguntado con suavidad qué ocurría, qué significaban esas palabras. Habría intentado entender.
Pero sabía que Giyuu no respondía bien a sentirse arrinconado. Especialmente no en público. Especialmente no cuando ya había decidido retirarse.
Me mordí el labio y me limité a observar, sintiendo una opresión en la boca del estómago.
—¡Serás cabrón! —exclamó Sanemi, levantándose de un salto, claramente al límite de su —poca— paciencia.
—Tomioka-san —intervino Shinobu, con tono sereno pero ojos—. Cuéntanos tus razones. No puedes irte sin más. Somos un equipo. Actuamos como una unidad.
Giyuu se detuvo, de espaldas a todos nosotros. Se quedó callado unos segundos.
Y entonces, con esa voz baja pero perfectamente audible, lo dijo:
—No soy como vosotros.
El silencio cayó como una losa.
Cuatro palabras. Solo cuatro. Pero cargadas con un peso que transformó completamente la atmósfera del salón.
—Manda cojones, Tomioka —gruñó Sanemi poniéndose en pie, su voz temblando con rabia—. No es la primera vez que sueltas una mierda así. ¿Te crees superior? ¿Es eso? ¿Piensas que estás por encima del resto de nosotros?
—¡No os peleéis, por favor! —suplicó Mitsuri, colocándose entre Sanemi y la figura de Giyuu—. ¡Todos estamos del mismo lado! ¡No deberíamos enfadarnos entre nosotros!
Giyuu dio un paso hacia la salida,impertérrito, y Sanemi avanzó, ignorando completamente la súplica de Mitsuri, claramente dispuesto a detenerlo físicamente si era necesario.
—¡Quieto ahí, joder! ¡No has explicado nada!
Una palmada poderosa cortó la escena. El sonido resonó en el salón como un trueno.
—Sentaos —ordenó Gyomei.
Su voz fue calmada, pero rotunda. Absoluta. Sanemi se quedó congelado en el sitio.
—Dejad que Tomioka-san se vaya. Claramente no está en posición de tener esta conversación ahora. Retomemos nuestra reunión. Tengo una propuesta sobre cómo estructurar el entrenamiento.
Vi cómo Giyuu se marchaba sin mirar atrás, sin ningún reconocimiento de la tensión que había dejado en su estela.
La puerta se deslizó tras de él con un sonido suave pero definitivo.
Y yo me quedé ahí, sentada, sintiendo como si algo importante acabara de romperse sin que pudiera hacer nada para evitarlo.
No entendía su actitud, sus razones para decir algo tan provocativo, tan aislante.
Pero sabía—con una certeza que venía de meses de haberlo observado, de haberlo conocido en formas que estos otros Hashira no—que no era tan sencillo como parecía.
Que Sanemi estaba equivocado al asumir que Giyuu se sentía superior. Esa no era la raíz de sus palabras. No podía serlo.
No tenía las respuestas. No entendía completamente qué diantres había pasado por su cabeza para decir "no soy como vosotros" de esa manera.
Pero sabía que había algo más profundo ahí. Algo doloroso. Algo que lo hacía creer genuinamente que no pertenecía entre nosotros.
Y eso... eso me rompía el corazón de maneras que no sabía cómo procesar.
Giyuu se había ido. Sin mirarme, sin hablarme, sin ningún reconocimiento de que yo seguía en esa habitación.
Y aun así, sentí el pecho vacío. Como si algo importante se estuviera yendo con él.
Como si esa distancia que había estado construyendo desde que dejamos Aomori se hubiera solidificado en algo permanente.
Como si acabara de perder algo que ni siquiera estaba segura de haber tenido para empezar.
Gyomei empezó a hablar.
Forcé mi atención a sus palabras. A la discusión práctica de logística y estrategia. Al trabajo que necesitábamos hacer.
Pero una parte de mí—una parte significativa—había seguido a Giyuu fuera de ese salón.
Y no sabía cómo traerla de vuelta.
***
—Si Muzan atacara ahora mismo... —dijo Gyomei con su voz grave y serena—, nosotros, los Hashira, no seríamos suficientes para detenerlo.
Nadie le contradijo.
Porque todos sabíamos que tenía razón.
Habíamos visto lo que una sola Luna Superior podía hacer. El daño que podía infligir. Las vidas que podía segar. Y Muzan era algo completamente diferente. El origen de todos los demonios. Mil años de evolución y poder concentrados en un solo ser.
Si llegaba ahora, antes de que estuviéramos preparados...nos aplastaría.
—Desde que Nezuko Kamado ha demostrado poder resistir la luz del sol —continuó Gyomei—, los avistamientos de demonios han disminuido drásticamente. Se están replegando. Ocultando. Preparándose.
Hizo una pausa significativa, dejando que esa información se asentara.
—Muzan ha encontrado un objetivo que le obsesiona. Lo que significa que, llegado el momento, centrará todos sus esfuerzos—todos sus recursos, todos sus vasallos—en capturarla. Y cuando ese momento llegue, cuando lance ese ataque final, deberemos estar listos. No solo nosotros. Todos los Cazadores.
Hubo un breve silencio mientras procesábamos la magnitud de lo que estaba diciendo.
—Hasta ahora —continuó con esa calma implacable—, cada Hashira ha entrenado únicamente a su sucesor o discípulos cercanos. Un sistema que ha funcionado durante generaciones. Pero eso ya no es suficiente. No para lo que viene. Es hora de preparar al Cuerpo de Cazadores de Demonios en su conjunto. Todos. Incluso los más jóvenes. Incluso aquellos que apenas han superado la Selección Final.
Su expresión se volvió más seria, si eso era posible.
—Deben estar en condiciones de resistir el primer golpe. De mantenerse en pie cuando el caos estalle. Porque si no pueden hacer eso, si caen inmediatamente... no habrá margen para que nosotros lleguemos a tiempo. No habrá segunda oportunidad.
—Tiene sentido —asintió Mitsuri, apretando los puños sobre sus rodillas, su expresión inusualmente seria—. No podemos proteger a todos si somos solo unos pocos. Si caen antes de que podamos intervenir... —su voz se quebró ligeramente—. No quiero ver más muertes que podríamos haber evitado.
—¿Propones un entrenamiento a gran escala? —preguntó Sanemi, frunciendo el ceño mientras procesaba las implicaciones logísticas—. ¿Dirigido por nosotros? ¿Cada Hashira tomando un grupo?
—Sí —asintió Gyomei con firmeza—. Entrenamiento intensivo. Rotativo. Cada uno se enfocará en un aspecto específico según sus fortalezas: resistencia física, velocidad, técnica de espada, reflejos, estrategia. Los Cazadores pasarán entre nosotros, absorbiendo lo que cada uno puede enseñar.
Hizo otra pausa, su voz volviéndose aún más grave.
—Y no será fácil. No podemos permitirnos ser gentiles. No hay tiempo que perder, ni margen para debilidad. Debemos empujarlos más allá de sus límites, o morirán al instante cuando llegue el momento.
—Estoy de acuerdo —dijo Obanai con su tono seco y cortante, Kaburamaru silbando suavemente alrededor de su cuello—. La mayoría de esos críos no durarían ni un minuto en una verdadera batalla contra una Luna Superior. Muchos ni siquiera han enfrentado a un demonio de nivel medio. Necesitamos pulirlos hasta que estén listos para sangrar con nosotros. Para morir con nosotros, si es necesario.
El aire en el salón se sintió más pesado. Porque todos sabíamos que era verdad. Que estábamos preparando a estos Cazadores no solo para luchar, sino potencialmente para morir.
Pero era necesario. Era la única forma de tener alguna posibilidad.
—Entonces solo nos queda una cosa —intervino Shinobu, su tono suave pero firme—. Necesitamos hablar con Tomioka-san. Convencerlo de participar. Si no lo hace, su ausencia será extremadamente notable. Tanto en términos prácticos como simbólicos.
—Si es que se digna a actuar como un Hashira, claro —masculló Sanemi, con los brazos cruzados, claramente aún molesto por la salida de Giyuu—. Siempre ha ido a su puta bola. Como si no necesitara a nadie. Como si el resto de nosotros fuéramos... irrelevantes.
—Como si estuviera por encima del concepto mismo de trabajar en equipo —añadió Obanai con desdén palpable, los ojos entrecerrados—. Le encanta eso de "yo no soy como vosotros". Tiene complejo de mártir. De héroe solitario. Como si solo él entendiera el peso del deber.
Algo se encendió en mi pecho. Caliente. Agudo. Imposible de ignorar.
—No habléis así de él —solté, sin pensarlo, las palabras saliendo antes de que pudiera detenerlas.
El silencio se hizo inmediato. Todas las miradas se giraron hacia mí.
—¿Cómo dices? —preguntó Sanemi, mirándome con una ceja levantada, claramente sorprendido por mi intervención.
Shinobu ladeó la cabeza ligeramente, observándome con ese interés agudo que me hacía sentir como un bichito bajo un microscopio.
Incluso Muichiro me miró.
No había pensado en lo que iba a decir. No había planeado esta defensa. Solo... sucedió. Como si algo en mí se hubiera cansado de escuchar cómo lo juzgaban sin conocerlo realmente. Sin ver lo que yo había visto.
Respiré hondo, forzándome a mantener la compostura incluso mientras sentía el calor subir por mi cuello.
—No lo conocéis —dije, manteniendo mi voz firme aunque mi corazón latía demasiado rápido—. No de verdad.
Vi cómo Sanemi abría la boca, probablemente para contradecirme, pero continué antes de que pudiera:
—Giyuu siempre ha hecho lo que cree correcto, aunque eso lo condene a la soledad. Aunque lo lleve a ser…incomprendido. Incluso si acaba cargando con el resentimiento de todos.
Las palabras fluían ahora, imparables.
—Y es cierto que probablemente no le importe ser entendido. No busca aprobación o reconocimiento. Pero eso no significa que no le importe esta causa. Que no le importe luchar. Que no le importe... —hice una pausa, eligiendo mis palabras cuidadosamente—. Proteger a quienes no pueden protegerse a sí mismos. Eso es todo lo que hace. Todo lo que es.
Mitsuri me miraba con los ojos muy abiertos, cubriéndose la boca con la mano.
Sanemi resopló con desdén, pero no me contradijo directamente. Solo cruzó los brazos más firmemente, su expresión tornándose cerrada.
Obanai simplemente me observaba con ojos entrecerrados, su expresión ilegible detrás de las vendas.
Pero fue Shinobu quien habló, su voz cargada con algo que no podía identificar completamente:
—Vaya. —Una sonrisa pequeña, casi divertida, curvó sus labios—. No esperaba esa defensa tan... apasionada, Sakura-san.
Hizo una pausa, sus ojos clavándose en los mios.
—Algo debió cambiar entre vosotros dos en Aomori.
Apreté los labios, sintiendo el calor inundar mis mejillas de una manera que sabía era visible. Pero no respondí. No le daría la satisfacción de confirmar o negar lo que estaba insinuando.
Mantuve la cabeza alta, aun sabiendo que las palabras de Shinobu harían que los otros... supusieran cosas. Cosas que ni siquiera habían pasado. Cosas que tal vez nunca pasarían.
Pero no me importaba. Porque defender a Giyuu—decir en voz alta lo que sabía que era verdad sobre él—era más importante que cualquier incomodidad que pudiera sentir por las suposiciones de los demás.
Obanai soltó un resoplido que podría haber sido diversión o desdén. Era difícil decirlo.
Sanemi se encogió de hombros, claramente decidiendo que esto no valía más de su energía.
—Tú sabrás —dijo con tono resignado—. Pero si sigue negándose a participar, si insiste en aislarse, acabará siendo una carga para el resto. Y no tenemos margen para cargas cuando Muzan venga.
No respondí. Solo bajé la mirada, sintiendo la agitación en mi pecho. Ese nudo que se había formado cuando Giyuu se fue y que no se había aflojado ni un poco.
Gyomei retomó la conversación, su voz profunda guiando la discusión de vuelta a la práctica. Quién entrenaría qué aspecto. Cómo rotarían los Cazadores. Cuánto tiempo asignarían a cada fase.
Los otros participaban, contribuyendo ideas, debatiendo detalles.
Pero mi mente se había desviado.
Completamente.
Hacia él.
"No soy como vosotros."
Esas palabras resonaban en mi cabeza, reproduciendose una y otra vez. La forma en que las había dicho—con esa voz monótona, sin emoción, como si fuera un hecho simple e indiscutible.
Pero no. No podía ser tan simple. Él no era tan simple, por muchos que otros creyeran lo contrario.
Nada sobre Giyuu Tomioka era simple, aunque trabajara muy duro para hacer que pareciera así.
Cerré los ojos por un instante, dejando que los sonidos de la conversación alrededor se desvanecieran en ruido de fondo.
Intentando recordar.
Las veces que había visto su expresión cambiar durante esos meses. Cuando su máscara había caído, aunque fuera solo por segundos. No eran muchas. Giyuu era excepcionalmente bueno en mantener esa fachada neutral.
Pero estaban ahí, esos momentos. Y yo había aprendido a reconocerlos. A leerlos.
Pequeños gestos que habrían pasado desapercibidos para alguien que no estuviera prestando atención. Un cambio casi imperceptible en sus ojos—ese azul volviéndose ligeramente más cálido, más presente. La forma en que sus hombros se relajaban fraccionalmente cuando estaba genuinamente cómodo. El tono diferente en su voz cuando decía mi nombre.
Silencios que no eran desinterés o indiferencia, sino contención. Porque decir lo que realmente sentía requería una vulnerabilidad que no sabía cómo permitirse.
Giyuu no era una persona que se permitiera sentir en voz alta. No expresaba con palabras lo que hervía debajo de esa superficie cuidadosamente controlada.
No era como Mitsuri, que amaba sin miedo, que tenía su corazón en las manos y lo ofrecía libremente.
Ni como Sanemi, que escupía su rabia al mundo con violencia, que dejaba que todos supieran exactamente cuán furioso estaba por las atrocidades que había presenciado.
Ni siquiera como Obanai, que mostraba su desdén abiertamente, aunque escondiera casi todo lo demás.
Giyuu callaba.
Giyuu soportaba.
Giyuu contenía todo—cada emoción, cada pensamiento, cada reacción—detrás de paredes tan altas y gruesas que parecían impenetrables.
Y cuando ya no podía más, cuando el peso se volvía demasiado para llevar incluso para él...
Simplemente se alejaba.
Como había hecho hoy. Como había hecho esa mañana en la cabaña.
La pregunta que me atormentaba era: ¿qué estaba intentando proteger con esa fachada fría?
¿A los demás de sus propias emociones, que claramente sentía más profundamente de lo que jamás admitiría?
¿O a sí mismo? ¿De la vulnerabilidad? ¿Del rechazo? ¿Del dolor de conectar con alguien solo para perderlos?
Algo en mi pecho se removió, incómodo. Una mezcla de frustración y comprensión y algo más profundo que no quería nombrar todavía.
Porque sabía—con una certeza que venía de meses viviendo juntos, de momentos compartidos, de silencios que habían dicho más que mil palabras—que le importaba.
Que no era indiferente. Que toda esa distancia cuidadosa era precisamente porque le importaba demasiado.
Lo había visto en la misión. En la forma en que había decidido ayudar a las hermanas Mikami. En cómo había arreglado que Noa fuera al colegio en Sendai sin fanfarria ni reconocimiento. En su interacción gentil con Tanjiro y Nezuko—dos personas que claramente le importaban aunque nunca fuera admitirlo en voz alta.
Conmigo.
Esa forma suya de proteger sin hacerse notar. De permanecer cerca sin invadir. Como un guardián silencioso que no quería ser visto pero que siempre estaba ahí cuando se le necesitaba.
Cuidadoso. Respetuoso. Considerado.
Silencioso, sí…pero no en las formas que importaban. Tal vez en palabras. Tal vez en expresiones abiertas de emoción.
Pero yo había visto lo que gritaban sus ojos a veces, en esos momentos desprotegidos donde olvidaba mantener la guardia completamente alzada.
Había visto deseo arder en ellos aquella mañana en el claro, cuando me había mirado como si quisiera consumirme. Solo un segundo antes de cerrarse de nuevo, pero había estado ahí. Real. Innegable.
Había visto preocupación cuando me despertó de esa pesadilla, su mano suspendida sobre mi hombro, queriendo consolar pero conteniendo el impulso.
Había visto interés genuino cuando intercambiamos técnicas de respiración, cuando me enseñó con paciencia sus propias técnicas.
Había visto ternura en la forma en que me había sostenido esa noche que dormimos juntos, como si yo fuera algo precioso que podría romperse.
¿Qué estaba escondiendo, entonces? ¿Qué verdad tan aterradora guardaba que lo hacía alejarse incluso de aquellos que podrían entenderlo?
Pensé en sus palabras: "No soy como vosotros."
No con superioridad. No con desdén.
Sino con... exclusión. Como si él no perteneciera. Como si no fuera digno de estar entre nosotros.
Quizá...
Recordé entonces aquel momento en el claro, cuando precisamente le dije que los Hashira deberíamos entrenar juntos, fortalecer nuestros lazos.
“Tú, por ejemplo. Eres un Hashira extraordinario. La forma en que dominas la Respiración de Agua…”
Su reacción me vino a la mente con una nitidez dolorosa. No fue simple incomodidad, ni siquiera verdadera vergüenza. Fue algo más profundo… como si mis palabras no pudieran alcanzarlo. Como si no creyera merecerlas. Después de eso, se cerró por completo.
La comprensión me golpeó de pronto, robándome el aire.
No era orgullo o arrogancia lo que lo mantenía distante. Era lo contrario.
Un complejo de inferioridad tan profundo, que había construido una máscara entera alrededor de él solo para ocultar esa herida.
Volví a abrir los ojos, forzándome a enfocarme en el presente.
La conversación seguía, ahora girando en torno a la logística específica del entrenamiento. Mitsuri sugería métodos para hacer el entrenamiento de flexibilidad menos intimidante. Sanemi argumentaba por intensidad máxima sin concesiones. Gyomei mediaba entre ambos extremos con su sabiduría característica.
Pero yo ya estaba en otra parte.
Una parte donde Giyuu Tomioka no era un enigma frío e impenetrable como los demás lo veían.
Sino una herida abierta, sangrante, cubierta con una fina capa de hielo que la hacía parecer dormida, inactiva.
Pero que ardía en su interior. Constante. Dolorosa. No sanaba porque él no creía que mereciera sanar.
Y tuve claro—con una claridad que cortaba a través de toda la confusión de los últimos días—que haría todo lo que estuviera en mi poder para entenderlo.
No para obligarlo a participar en el entrenamiento. Eso... eso casi me daba igual, honestamente. Si participaba o no era su elección. Su derecho.
Pero aun a pesar de la distancia que había puesto entre nosotros—esa distancia que había estado construyendo desde el momento en que los cuervos llegaron a la cabaña—no iba a dejarlo solo.
No iba a permitir que se aislara completamente, que se convenciera de que no pertenecía, que nadie lo entendía o le importaba.
Porque yo sí entendía. O al menos estaba empezando a hacerlo.
Y me importaba. Más de lo que probablemente era prudente admitir.
Había decidido durante el viaje de regreso que lucharía por la amistad que habíamos construido. Que no dejaría que el miedo destruyera algo valioso.
Y esa resolución se solidificó ahora en algo más concreto. Un plan de acción.
Hablaría con él. Cuando esta reunión terminara, cuando los otros se dispersaran, lo encontraría.
No lo presionaría. No exigiría explicaciones. No lo haría sentir acorralado.
Solo... estaría ahí. Le recordaría que no estaba solo. Que alguien lo veía—realmente lo veía, más allá de las paredes—y no lo juzgaba por lo que encontraba.
Le recordaría que la amistad que habíamos cultivado durante esos meses era real. Que no había desaparecido simplemente porque hubiéramos dejado la cabaña.
Y tal vez—solo tal vez—podría comenzar a romper esas paredes que él construía tan meticulosamente.
Ladrillo por ladrillo.
Con la misma paciencia que él me había mostrado durante todos esos meses.
Porque eso era lo que hacías por las personas que importaban.
Y Giyuu Tomioka importaba.
Más de lo que probablemente debería. Más de lo que era seguro permitir.
Pero no podía evitarlo.
Y, honestamente, ya no quería intentarlo.
—¿Sakura-san?
La voz de Mitsuri me sacó de mis pensamientos. Parpadeé, dándome cuenta de que todos me estaban mirando, esperando algún tipo de respuesta.
—¿Disculpa? —logré decir, sintiendo calor subir por mi cuello por haber sido atrapada tan obviamente distraída.
—Te preguntaba —dijo Mitsuri con gentileza, sin juicio en su tono—, si te gustaría encargarte del entrenamiento de velocidad. Tus técnicas de Respiración de la Estrella requieren precisión y rapidez extraordinarias. Podrías enseñar eso.
—Oh. —Forcé mi mente a enfocarse en la pregunta práctica—. Sí. Por supuesto. Tiene sentido.
Gyomei asintió con aprobación.
—Entonces está decidido. Cada uno tomará un aspecto específico del entrenamiento. Comenzaremos en cuanto sea posible. El tiempo no está de nuestro lado.
La reunión continuó un poco más, puliendo detalles, asignando responsabilidades.
Pero una parte de mi mente ya había dejado ese salón.
Ya estaba buscando a Giyuu. Planeando qué decir. Cómo acercarme.
Cómo mostrarle que, sin importar cuántas veces intentara alejarse, yo no me rendiría.
No con él.
Nunca con él.
***
El sol estaba a punto de ponerse en el horizonte cuando la reunión terminó.
Decidí caminar por el sendero trasero que pasaba por los jardines y que me llevaría a mi pabellón. Era más largo, pero un poco de aire me vendría bien después de toda la tarde encerrada entre cuatro paredes.
Se empezaba a levantar una ligera niebla, apenas un velo blanquecino que daba a todo un aspecto espectral.
No había planeado ir a buscarlo. No en ese momento. Ni siquiera tenía las palabras preparadas.
Pero parecía que el destino tenía sus propios planes.
Allí estaba él, una figura oscura entre la niebla, de espaldas, cerca del muro de piedra. Inmóvil. Como si hubiera echado raíces en ese lugar.
El corazón empezó a latirme muy rápido, tan fuerte que creí que él podría escucharlo.
Pero Giyuu parecía perdido en sus propios pensamientos, porque no se percató de mi presencia. Tenía la cabeza ligeramente inclinada, la mirada fija en algo. Cuando me acerqué un poco más —lo justo para distinguir a través de la niebla— seguí la dirección de sus ojos hacia la pared de piedra.
Ahí, en las grietas, había unas pequeñas flores blancas que crecían entre la roca. Él las miraba como si fueran lo único que existiera en el mundo.
Mi pecho se contrajo dolorosamente cuando me di cuenta de qué flores eran.
Campanillas.
Las mismas flores del bosque de Aomori. Las que, en esa patrulla, le dije que eran mis favoritas porque siempre crecían en la adversidad. Porque encontraban la forma de florecer incluso donde nadie más lo haría.
Y él, en ese momento, no había mirado las flores.
Me había mirado a mí.
Pero ahora, ahora…
El aire se me quedó atrapado en los pulmones y me encontré respirando por la boca, cada inhalación demasiado ruidosa, demasiado evidente.
Giyuu se percató de mi presencia entonces. Se giró hacia mí con rapidez —demasiada rapidez para alguien tan calmado como él— y al verme, una expresión de sorpresa cruzó su rostro. Era difícil decirlo con esa luz mortecina, pero me pareció ver un leve sonrojo en sus mejillas. O quizá era solo la puesta de sol tiñéndolo todo de rosa y oro.
Nuestros ojos se encontraron.
Durante unos segundos, ninguno dijo nada. La niebla se espesó a nuestro alrededor, envolviéndonos en su manto. Volvíamos a estar solos de nuevo. Como en Aomori. Como si el mundo se hubiera reducido solo a nosotros dos.
Bajo las mangas de mi haori estrellado, apreté los puños. No por enfado. Era un intento desesperado de contener el temblor que me nacía desde dentro, de anclarme a algo sólido. Como si él —con esa espalda recta, ese haori azotado por la brisa, esa mirada azul tan profunda que me ahogaba en ella— pudiera derribarme sin siquiera tocarme.
Fue él quien desvió la mirada primero.
Pero tarde. Lo bastante tarde como para que viera el leve destello de lo que fuera que se le reventó por dentro.
Di un paso hacia él, casi temerosa. Me pasé la lengua por el labio inferior, buscando palabras que no sonaran tan vacías como me sentía.
—Espero que todo fuera bien en el viaje de vuelta.
Giyuu pareció masticar la respuesta durante un largo momento. Vi cómo su mandíbula se contraía, cómo sus dedos se flexionaban levemente a los costados.
—Lo fue —replicó finalmente.
Una respuesta demasiado simple para todo el rato que se había tirado pensándola. Demasiado seca. Demasiado Giyuu, supuse, aunque algo en su tono me dolió más de lo que debería.
Traté de sonreir, intentando no desanimarme por su tono escueto y frío. Por su falta de interés en mi propio viaje. Por cómo parecía querer estar en cualquier lugar menos aquí, conmigo.
—A mí me llevó más de lo que esperaba. — dije — Muchos caminos seguían cortados por la nieve y tuve que tomar un rodeo considerable.
Giyuu me miró apenas un momento antes de apartar la vista de nuevo. Sus ojos recayeron en las flores pero, como si se hubiera quemado al tocarlas con la mirada, los apartó rápidamente. Incómodo. Perdido. Clavó los ojos en algún punto del suelo, en la niebla que se arremolinaba a nuestros pies.
Tomé aire. El oxígeno me sabía ácido.
—Giyuu. ¿Estás…?
—Estoy bien.
Su voz se abrió paso con la frialdad de una katana desenvainada. Limpia. Precisa. Sin piedad.
Él también pareció notarlo: el filo de sus propias palabras, el leve respingo que no alcancé a ocultar.
Entonces volvió a mirarme. Y por un instante, algo cambió en sus ojos. Algo más blando, más humano. Tal vez arrepentimiento. Tal vez simple agotamiento.
—Estoy bien —repitió, esta vez más bajo, casi un susurro—. Debo irme.
Una punzada me atravesó el estómago.
Reprimí el impulso de alzar la mano y sujetarle el brazo. De obligarlo a quedarse. A mirarme. A enfrentar lo que fuera que escondía tras esa máscara de indiferencia.
Quería preguntarle por qué se había marchado de la reunión sin mirar atrás.
Por qué tenía ojeras bajo los ojos, sombras que no estaban ahí antes.
Por qué ya no me miraba como en Aomori, cuando la nieve caía más allá de las ventanas y en su mirada había algo vivo. Algo que me veía.
Ahora solo quedaban ojos vacíos, muertos —y aún así no podía dejar de mirarlos.
Quería preguntarle por qué observaba esas flores como si fueran importantes. Como si significaran algo.
Si estaba buscándome a mí en ellas.
Pero no lo hice.
Esa no era la forma de llegar a él. Giyuu no era un muro que pudiera derribar a golpes. Era agua. Cuanto más intentaba agarrarlo, más se escurría entre mis dedos.
Así que me limité a decir con voz suave, aunque cada palabra me doliera:
—Que descanses.
Él no respondió.
Pero pude notar la tensión en sus hombros mientras se alejaba. Vi cómo sus manos se cerraban en puños a los costados, cómo su espalda se mantenía demasiado rígida para ser natural.
Y cuando la niebla se lo tragó por completo, me quedé ahí, sola con las campanillas que crecían en las grietas de la piedra.
Flores que crecían en la adversidad.
Qué irónico.
Chapter 28: El anhelo del corazón - Parte 2
Notes:
🌸💧
Chapter Text
El silencio del jardín contrastaba con el torbellino de emociones que poblaban mi interior.
No sabía exactamente en qué punto había empezado a sentirme así. Tal vez fue desde que regresé de Aomori. Tal vez por la separación. Por la guerra venidera. Lo único que sabía es que en estos últimos días me había sentido más viva —con todo lo bueno y lo malo que eso implicaba— que en el último año desde que murió Kyojuro.
Me resultaba hasta cruelmente divertido pensar que, de alguna manera, la región fría y muerta de Aomori había avivado mi propio fuego interno.
Por contradictorio que fuera eso.
Las ramas del ciruelo se mecieron apenas mientras pasaba bajo él, sus flores blancas desprendiéndose como nieve tardía.
La repentina carta que había recibido esa mañana tampoco ayudaba a calmar mis pensamientos.
Amane Ubuyashiki me había pedido que pasara a tomar el té.
No era una invitación. Era una convocatoria disfrazada de cortesía.
Ahora caminaba con una de sus hijas por el engawa, siguiendo el ritmo pausado de sus pasos descalzos contra la madera pulida. El aire olía a incienso y a tierra húmeda.
Era obvio que no iba a ser una simple charla con té y dulces. Se trataba de algo más. Algo que hacía que mi estómago se tensara con cada paso.
La niña se detuvo frente a una sala sencilla, de puertas abiertas al jardín. Dentro había tres cojines y una tetera humeante sobre una bandeja lacada. Amane estaba sentada en uno de los cojines, la espalda recta, las manos sobre el regazo. Cuando me vio, inclinó la cabeza con la gracia irreal que la caracterizaba.
—Hola, Sakura-san. Pasa, por favor —dijo, mirándome con esos ojos de torbellino púrpura.
Hice una pequeña reverencia y entré, sintiendo cómo el tatami cedía suavemente bajo mis pies. Me senté frente a ella, la espalda recta, las manos sobre los muslos.
Amane sirvió el té en silencio. El líquido caía en un hilo perfecto, sin una gota derramada. Me ofreció la taza con ambas manos.
—Gracias por venir.
Tomé la taza, sintiendo el calor contra mis palmas.
—Gracias por invitarme, Amane-sama.
—Al Maestro… —Amane hizo una pausa, eligiendo las palabras con cuidado— le habría gustado hablar contigo en persona. Pero como sabes, no se encuentra bien. Me ha pedido que hable contigo en privado.
Observé a Amane, el ceño levemente fruncido de preocupación.
—¿Sobre qué, Amane-sama?
Un silencio. Breve. Cargado.
—Sobre el Pilar del Agua, Giyuu Tomioka.
El viento primaveral se movió fuera, agitando la cortina que cubría parte de la entrada. El mundo pareció quedarse en silencio por un instante. Bajé la vista hacia el té. El vapor ascendía despacio, calentándome la cara, empañando mi visión. Cuando volví a alzar la mirada hacia Amane, recé por no revelar nada en mi rostro.
Pero algo me dijo que ella —y el Maestro— podían ver hasta lo más recóndito de uno.
—¿Ha… ha pasado algo? —mi voz sonó más pequeña de lo que pretendía.
Amane negó suavemente con la cabeza, pero se tomó un instante antes de responder. Como si estuviera midiendo cada palabra.
—Como bien sabes, Tomioka-san se negó a participar en el Entrenamiento Hashira. Y aunque el Maestro jamás le obligaría a participar en contra de su voluntad, sabe lo valioso que es. Al igual que sabe, tristemente, que se encuentra encerrado en un lugar al que nadie puede acceder —los ojos de Amane se clavaron en los míos, penetrantes—. O no todos, al menos.
La cortina seguía moviéndose por el aire. Trajo consigo el sonido de unas campanillas colgando fuera. Un tintineo agudo y cristalino que rompió el silencio.
—Estas fueron las palabras exactas de mi esposo, Sakura-san: "El agua es la fuerza más poderosa que existe. No podríamos existir sin ella. Tiene el poder de cambiarlo todo. Puede fluir en calma por un riachuelo, o levantar tsunamis que lo derriben todo. Por eso hay que saber encauzarla" —Amane hizo una pausa—. Entiendes lo que quiere decir, ¿verdad?
Me mordí el labio. Bajé la mirada de nuevo hacia el té, que ya empezaba a enfriarse en mis manos.
—¿Por qué… por qué yo?
Amane sonrió entonces. Y era una sonrisa limpia, sincera. Una sonrisa que entendía todo sin necesidad de palabras. Una sonrisa que una mujer le dedica a otra cuando conoce la turbación del corazón. Cuando reconoce en ella el mismo peso que ella misma ha cargado.
—Tú lo ves, Sakura-san. No como Pilar. No como guerrero. Como persona. Como hombre —su voz era suave, pero cada palabra caía con peso—. Entiendes lo que se esconde detrás de su silencio. Y te duele verlo marchar.
Algo se contrajo dentro de mí hasta que dolió.
No dije nada. No podía. Si abría la boca, temía que todo lo que había estado conteniendo se derramara como el té si la taza se quebrara.
—El Maestro conoce tu voluntad. Sabe cuán magnífica eres con la espada, con tu arco, pero también conoce la bondad de tu corazón —Amane dejó su taza sobre la bandeja sin hacer ruido—. Y a Giyuu Tomioka no se le puede alcanzar con gritos ni con autoridad. Hay que saber quedarse. Aunque cierre las puertas. Aunque huya. Aunque finja que no le importa.
Unos pasos apresurados resonaron en el pasillo, rompiendo la densidad del momento.
—¡Perdón! ¡Perdón por llegar tarde!
Tanjiro Kamado apareció en la puerta, resollando, el rostro enrojecido por el esfuerzo. Se apoyaba en unas muletas de bambú, el cuerpo inclinado hacia adelante. Aún pálido, con ojeras bajo los ojos, pero con esa luz inextinguible brillando en su mirada. Amane sonrió al verle; yo también, agradecida por la interrupción.
—No te preocupes, Kamado-san. — dijo Amane— Me alegra que hayas podido venir. Lamento molestarte cuando estás aún sanando.
Él se inclinó como pudo —casi perdiendo el equilibrio en el proceso— y entró en la sala cojeando. Cuando me vio, abrió los ojos con alegria genuina.
—¡Saitō-san! No sabía que usted estaría también aquí.
Se sentó a mi lado con algo de dificultad, acomodando las muletas junto a él. Me miró de reojo, sonriente, aunque su respiración seguía irregular, sibilante. Pero luego su rostro se volvió más serio y su voz bajó, como si lo que ocurría en esa habitación fuera un secreto que debía proteger.
—¿Están… están hablando de Giyuu-san?
Amane asintió, serena, mientras yo parpadeaba sorprendida por la mente afilada del chico. Por cómo había comprendido inmediatamente de qué se iba esto.
—El Maestro quiere que ambos le ayudéis. Tú no estuviste en la reunión Hashira, Tanjiro, pero has recibido la carta como todos los demás Cazadores, con los grupos asignados y toda la información necesaria sobre el Entrenamiento Hashira —Amane sirvió té para Tanjiro también—. Como habrás observado, Tomioka-san no se encuentra entre los instructores.
Tanjiro asintió con pesar, bajando la mirada hacia sus manos.
—Lo sé. Es una pena. Me habría encantado tener a Tomioka-san de maestro. ¡Es tan fuerte! ¡Y su Respiración del Agua es magnífica! Podríamos aprender tanto de él…
Amane asintió, como si estuviera completamente de acuerdo.
—Tanto el Maestro como yo confiamos en que podáis ayudarlo a salir de su armadura. Sé que no es una tarea fácil —sus ojos se posaron en mí brevemente antes de volver a Tanjiro—. Pero en estos tiempos necesitamos toda la ayuda posible para acabar con Muzan Kibutsuji. No podemos permitirnos perder a alguien como Giyuu Tomioka. No cuando la batalla final se acerca.
La reunión se alargó apenas unos minutos más. Detalles. Consideraciones. Palabras envueltas en seda que ocultaban la urgencia real de la situación. Finalmente, Amane se puso en pie lentamente, con esa elegancia inherente, y nos despidió.
—Confío en vosotros.
Tanjiro y yo hicimos una reverencia profunda y nos marchamos juntos. Ajusté mi paso al suyo para que pudiera andar cómodamente con las muletas. El sonido de la madera contra el suelo marcaba el ritmo de nuestros pasos.
—Me alegra verla después de tanto tiempo, Saitō-san —dijo Tanjiro, mirándome de reojo con esa sonrisa sincera que parecía iluminar todo a su alrededor.
—Lo mismo digo, Tanjiro-kun —sonreí—. He escuchado que eres tan bueno como cualquier Hashira. Que tus habilidades son extraordinarias.
Tanjiro se puso colorado hasta las orejas y negó con la cabeza vigorosamente.
—¡No, no! Yo solo… intento ser… ¡aún me queda mucho por aprender! —su voz subió una octava—. ¡Pero estoy muy entusiasmado por poder aprender de todos ustedes! Cada Hashira tiene algo único que enseñar, y yo…
Se detuvo, como si se diera cuenta de que estaba hablando demasiado. Sonreí con más suavidad. Era refrescante, esa honestidad sin filtros.
Llegamos a las afueras del pabellón Ubuyashiki. Nos detuvimos en la encrucijada del camino, donde el sendero se dividía en dos direcciones opuestas. El sol empezaba a descender, tiñendo todo de dorado y naranja.
—¿Cómo va usted a… —Tanjiro se detuvo un momento, buscando las palabras correctas, mordiéndose el labio— tratar de ayudar a Giyuu-san?
Suspiré. Me encogí de hombros, sintiendo el peso de la pregunta.
—No lo sé —admití, y fue liberador decirlo en voz alta—. No quiero que se sienta forzado a nada. Supongo que… simplemente estaré ahí para él. Si me necesita. Si me deja acercarme.
Tanjiro asintió, pensativo. Sus cejas se fruncieron con concentración.
—Tiene razón. Giyuu-san no reaccionaría bien si se siente acorralado. Haría como un gato al que le han pisado la cola: lanzaría un zarpazo y luego intentaría escapar corriendo a toda velocidad —hizo un gesto con la mano, como imitando una garra—. Una vez intenté abrazarlo después de una misión y casi me parte la nariz de un manotazo.
No pude evitar soltar una risita ante su comparación, la imagen mental demasiado vívida. Sí, definitivamente podía ver a Giyuu como un gato negro de ojos azules. Arisco. Independiente. Huyendo del afecto como si quemara.
—Giyuu-san es bueno —dijo entonces Tanjiro, y algo en su voz hizo que mi corazón se ablandara. Había una reverencia ahí, una gratitud profunda—. De no ser por él, Nezuko…
Miró al jardín, como si allí pudiera ver algo doloroso del pasado. Un momento específico. Una montaña nevada. Una decisión que cambió dos vidas. O tal vez muchas más.
—Giyuu-san apareció aquel día en el bosque —empezó, con una voz tan baja que casi tuve que inclinarme para escucharlo—. Yo tenía a Nezuko encima… ella no me atacaba. Lloraba. La pobre no entendía nada.
Hizo una pausa, los ojos fijos en algún punto lejano, perdido en la memoria.
—Y entonces llegó él. La katana ya desenvainada. Todo fue tan rápido que apenas pude parpadear. Recuerdo cómo la nieve se levantó del suelo, el viento rugiendo como si el bosque mismo estuviera furioso. Giyuu-san era… un vendaval. Pensé que iba a matarla allí mismo.
Su voz se quebró en una risa nerviosa.
—Casi lo hace. La tenía atrapada. Y yo… no podía hacer nada. Solo gritar. Rogarle. Me puse de rodillas y le supliqué que no la matara.
Tanjiro respiró hondo. Su siguiente sonrisa fue triste.
—Y él se enfadó conmigo. Me gritó que era débil. Que así nunca podría proteger a nadie. Y en ese momento lo entendí. No quería humillarme. Quería… empujarme. Decirme: “Si tanto la amas, lucha. Demuéstralo.”
Lo miré con atención.
—¿Y lo hiciste?
—Claro. Le lancé piedras. Y mi hacha también —rió, ruborizado—. Era lo único que tenía. Y aun así… él me dejó inconsciente en segundos.
El silencio que siguió fue denso, lleno de imágenes que no necesitaban palabras.
—Cuando desperté, Nezuko estaba ahí, conmigo, viva. Y Giyuu-san nos observaba. Creo que él la vio protegiéndome. Y algo cambió. No sé qué. Pero nos perdonó la vida.
Los ojos de Tanjiro se humedecieron.
—Me dijo que buscáramos a Urokodaki-san. Que fuéramos a su casa y dijéramos que íbamos de su parte. Hasta le envió una carta. No tenía ninguna obligación de hacerlo, pero lo hizo.
Le tembló la voz.
—De no ser por él, Nezuko estaría muerta. Yo también, probablemente.
Por un momento no supe qué decir. La devoción con la que Tanjiro hablaba de Giyuu me desarmó. Había en sus palabras una gratitud que trascendía el deber.
—Le debo mucho. Todo. —añadió finalmente, y algo en su tono me ablandó el corazón—. Pero… creo que esconde algo. Algo que le da vergüenza, o que le duele tanto que no sabe cómo sacarlo.
Asentí despacio.
Tanjiro levantó la vista. Sus ojos eran grandes, limpios, honestos.
—Él tiene una gran habilidad. Y es muy valiente. El Cuerpo lo necesita como al que más. No podemos perderlo. No podemos dejar que se pierda a sí mismo.
—Estoy de acuerdo contigo, Tanjiro-kun —mi voz sonó más baja de lo que esperaba, más vulnerable—. Alguien tiene que hacerle entender lo valioso que es. Que no está solo. Que merece…
Me detuve. No terminé la frase. Pero Tanjiro me miraba. Me miró un largo rato, y sus ojos se fueron abriendo más y más, como si estuviera comprendiendo algo. Como si las piezas de un rompecabezas se estuvieran acomodando frente a él. Sentí un sonrojo extenderse por mi rostro, calentando mis mejillas, bajando por mi cuello.
—Saitō-san —susurró Tanjiro, y había asombro en su voz. Asombro y algo que parecía comprensión—. Usted y Tomioka-san…
Antes de que pudiera terminar la frase, antes de que pudiera poner en palabras lo que había visto en mi expresión, me di la vuelta rápidamente.
—¡Tengo que irme! ¡Nos vemos pronto, Tanjiro-kun!
Me despedí con prisas, sintiendo su mirada asombrada clavada en mi espalda mientras me alejaba a paso rápido por el sendero. Demasiado rápido. Huyendo como una niña descubierta en una travesura.
Pero luego, cuando la distancia fue suficiente, me encontré sonriendo. Sonriendo como una tonta.
Pensando que un niño de dieciséis años había sido capaz de hacerme enrojecer. Pensando en cuán brillante era Tanjiro Kamado. Pensando en cuán acertado había estado Giyuu al perdonar la vida de los hermanos Kamado.
Pensando en que tal vez no estaba tan sola en esto como creía.
El sol se hundía en el horizonte, y las sombras se alargaban a mi alrededor. Pero por primera vez en días, no me sentía perdida en la oscuridad.
Tenía una misión. Un propósito.
Tenía que encauzar el agua antes de que se desbordara.
Antes de que fuera demasiado tarde.
El sol apenas se alzaba entre las montañas boscosas cuando llegué al claro donde Mitsuri entrenaba en solitario.
Sus movimientos eran gráciles, ondulantes, como si bailara con su katana en lugar de blandirla. La hoja flexible trazaba arcos imposibles en el aire, cortando la niebla matutina con una precisión que desafiaba la física. Su respiración envolvía el aire como un perfume invisible: rosas y caramelo, dulce y embriagador.
Esperé a que terminara la secuencia antes de hacerme notar, apoyada contra un árbol cercano. No quería romper ese momento de pura concentración. Cuando finalmente bajó la katana y la envainó con un suspiro satisfecho, la saludé con la mano.
Al verme, sonrió con esa calidez que parecía envolver todo lo que tocaba. Como si el mundo fuera un lugar más ameno solo por su presencia.
—¡Sakura-chan! Qué alegría verte.
—Buenos días, Mitsuri —me acerqué, deteniéndome a su lado con las manos tras la espalda—. Quería hablar contigo sobre el entrenamiento. ¿Has pensado ya cómo lo vas a afrontar con los Cazadores?
Ella se limpió el sudor de la frente con una toalla de color rosa y asintió, los ojos brillándole con entusiasmo.
—¡Sí! Quiero centrarme en el corazón. En la conexión entre el cuerpo y las emociones —hizo un gesto hacia su pecho—. Cuando un Cazador duda o siente miedo, eso debilita su filo. Debilita todo. Quiero ayudarles a sentirse seguros, fuertes… queridos.
La miré con genuina curiosidad.
—¿Esa es la base de tu Respiración del Amor?
—Más o menos —se encogió de hombros—. No es solo moverse con gracia. Es luchar con pasión, con todo lo que sientes, incluso si duele. Especialmente si duele. Y… bueno, ¡también hay técnica, claro! Pero creo que la emoción es la raíz de todo. Sin ella, solo eres una espada vacía.
Algo en mi pecho se apretó ante sus palabras.
—Luchar desde la emoción puede ser complicado para algunos —dije, mi voz más baja—. Hay personas que… tienen que contenerse para no romperse del todo. Que si sienten demasiado, temen no poder levantarse después.
Mitsuri me observó con un brillo comprensivo en los ojos, como si pudiera ver directamente a través de mí. A través de las palabras que no estaba diciendo. Luego, sin decir nada, se desabrochó el botón superior que unía su uniforme al cuello.
Señaló su pecho izquierdo.
Allí, en la piel pálida, entre el seno y la clavícula, resplandecía la marca roja. Parecía latir débilmente bajo el sol naciente, como si tuviera pulso propio. Como si fuera algo vivo.
Me quedé mirándola por un largo rato, incapaz de apartar los ojos. Tenía forma de flor. Pétalos que se desplegaban desde un centro oscuro. Y entonces algo dentro de mí se encogió. Una mezcla violenta de emociones que no pude separar. Admiración. Envidia. Miedo. Asombro.
Esto era real. La marca era real. El sacrificio que implicaba era real.
—Es hermosa —dije con sinceridad, mi voz apenas un susurro—. Es… impresionante que hayas logrado algo así, Mitsuri-chan. Eres extraordinaria.
Ella se cubrió de nuevo, abrochándose el uniforme con dedos rápidos. Una sonrisa algo tímida curvó sus labios, y por primera vez desde que la conocía, la vi apocada.
—No sé si la merezco. Pero apareció cuando pensé que ya no tenía más que dar. Cuando creí que iba a morir, y lo único en lo que podía pensar era en todas las personas que quería proteger —su voz se suavizó—. Supongo que solo... me rendí al sentimiento. Dejé que me atravesara sin resistirme.
Su sonrisa se hizo más amplia, más luminosa.
—Creo que esa es la clave de todo. Sentir. No huir de ello.
Me mordí el labio, masticando sus palabras como si fueran algo sólido que pudiera digerir.
Sentir.
Lo bueno y lo malo. Amor y odio. Alegría y tristeza. Ira y ternura. Pensé en Kenji, en cómo había muerto protegiéndome. En mi padre, en las cicatrices que llevaba por dentro y que no dejaba ver a nadie. En Kyojuro, y en cómo su luz seguía ardiendo dentro de mí incluso cuando ya no estaba. En Muzan, y en el odio negro y visceral que sentía cuando pensaba en él. En Giyuu, y en cómo su nombre hacía que mi corazón latiera de forma diferente.
Todos esos sentimientos se combinaban en mi corazón, enredados como raíces de árboles viejos. Y a veces, la mayoría, era más fácil callarlos. Enterrarlos tan profundo que no pudieran alcanzarme. Probablemente tal y como Giyuu hacía. Construir muros. Distancia. Silencio.
Pero esa no era la manera, entendí con una claridad repentina que me dejó sin aliento.
Todos teníamos un corazón. Todos respirábamos, y sentíamos, y sufríamos. Y para agradecer el estar vivos, para honrar el sacrificio de otros, había que sentir. Todo. Lo hermoso y lo terrible. La luz y la oscuridad.
No podíamos ser espadas vacías, como bien había dicho Mitsuri.
Ella me miraba en silencio, con comprensión y dulzura. Como si entendiera que yo andaba perdida en algún lugar remoto de mi mente. Cuando finalmente regresé al presente, encontré sus ojos. Sonreí. Ella me sonrió de vuelta, sin preguntas, sin juicios.
—¿Y tú? —preguntó suavemente—. ¿Ya sabes cómo plantear tu entrenamiento?
—Más o menos. Quiero hacer algo distinto —dije, alzando la mirada hacia el cielo que empezaba a teñirse de azul—. El entrenamiento no puede ser solo repetir movimientos perfectos hasta memorizarlos. Cada Cazador vivirá una situación distinta en batalla. Los demonios son ladinos. Usan sus propias técnicas de Sangre Demoníaca. Manipulan la mente. Las emociones. La percepción. Juegan con el miedo, con los recuerdos, con todo lo que nos hace vulnerables. No siempre se lucha con los sentidos completos.
Mitsuri parpadeó, ladeando la cabeza.
—¿Qué propones?
—Alucinógenos. Venenos que distorsionen los sentidos —las palabras salieron con más firmeza ahora—. Crear escenarios caóticos en la mente de cada Cazador. Que entrenen en medio del delirio. Que aprendan a mantener la respiración, a leer el ritmo del combate incluso cuando lo que ven o sienten no es real. Cuando sus propios ojos les mientan.
Mitsuri dibujó una 'o' perfecta con sus labios. Sus ojos se abrieron con algo que parecía asombro mezclado con entusiasmo.
—Sakura-chan, ¡eso es una gran idea! Es arriesgado, muy arriesgado, pero puede funcionar. Enseñarles a confiar en su instinto. ¡En su corazón! Porque eso es lo único que no puede ser corrompido, ¿verdad?
Asentí, agradecida por su apoyo inmediato. Por cómo no cuestionaba la oscuridad de mi propuesta.
—Sí. El enemigo no siempre ataca con garras. A veces lo hace con recuerdos dolorosos. Con promesas falsas. Con voces que nadie más oye. Con la cara de alguien que perdiste —mi voz se quebró ligeramente—. Necesitan estar preparados para eso también.
Mitsuri se acercó y tomó mis manos entre las suyas. Eran cálidas, suaves, pero sentí la fuerza en ellas. La fuerza de alguien que había enfrentado la muerte y había elegido seguir amando de todas formas.
—Estoy contigo. Si necesitas ayuda, o si quieres que lo probemos juntas antes de aplicarlo… por favor, cuenta conmigo. No tienes que cargar todo sola.
Tragué saliva, fascinada por la facilidad con la que Mitsuri ofrecía su bondad. Como si fuera lo más natural del mundo. Como si no le costara nada ser honesta y generosa con todo el mundo.
—Gracias, Mitsuri-chan. De verdad.
Nos despedimos con un abrazo, y ella me apretó con fuerza, transmitiéndome algo de su calidez, de su luz.
Mientras regresaba a mi pabellón, el sol ya alto en el cielo, sentí que la conversación con Mitsuri me había dado algo más que una validación de mi plan de entrenamiento.
Me había dado valor.
Valor para enfrentarme a aquello que me carcomía por dentro como un veneno lento. A todos esos sentimientos que había estado empujando hacia abajo, pretendiendo que no existían.
Iba a sentir. Sentir con todo. Lo bueno, lo malo, lo hermoso, lo aterrador.
No iba a ser una espada vacía.
Y eso empezaba por dejar de huir.
Iba a buscar a Giyuu.
Aunque me rompiera en el proceso. Aunque doliera. Aunque él me empujara lejos.
Iba a quedarme.
Como Mitsuri se había quedado consigo misma cuando todo su ser gritaba por rendirse.
Como el agua que encuentra su camino incluso cuando todo le cierra el paso.
El corazón me latía tan fuerte que podía sentirlo en la garganta.
Pero esta vez, no huí del sentimiento.
Lo dejé arder.
Después de mi conversación con Mitsuri, regresé con paso rápido a mi pabellón.
Me dije a mí misma que era para darme un baño ligero y cambiarme de ropa, aunque no lo necesitaba realmente. Pero quería estar… presentable. Tener al menos control sobre cómo me veía, ya que no podía controlar el caos que reinaba dentro de mí. Fue rápido. En menos de treinta minutos ya había vuelto a salir, el cabello aún húmedo contra mi espalda, y me encaminaba hacia el pabellón del Pilar del Agua.
Antes de que el valor se me esfumara como agua entre los dedos.
Sentía los nervios como bichos diminutos mordiéndome el estómago, subiendo por mi garganta.
Por amor de los dioses, Sakura. Contrólate. Te has enfrentado a cosas peores que esto.
Pero ninguna de esas cosas había hecho que mis manos temblaran de esta manera.
Cuando llegué a las puertas cerradas del pabellón de Giyuu, me quedé mirándolas un buen rato, como si pudieran darme las respuestas que no tenía. Como si la madera pudiera hablarme y decirme qué hacer. Qué decir. Cómo no arruinar esto.
Estaba ahí, no como emisaria de Kagaya, ni como Hashira. Sino como yo misma. Sakura Saitō. Una amiga preocupada.
Un par de trabajadores —vestidos con el uniforme del Cuerpo, las características telas oscuras cubriendo todo menos sus ojos— pasaron por el camino y se me quedaron mirando. Me hicieron una reverencia a modo de saludo, y me preguntaron si necesitaba ayuda, algo vacilantes. Les dije que no con una sonrisa forzada. Vi cómo me miraban con extrañeza mientras se alejaban, probablemente preguntándose qué hacía un Pilar parada frente a las puertas de un pabellón que no era el suyo como una estatua.
Inspiré profundamente. Contuve el aire. Lo solté.
Llamé.
Tres golpes firmes contra la madera.
Esperé.
No hubo respuesta.
Volví a llamar. Nada. Golpeé otras tres veces y esta vez encontré mi voz, aunque sonó más pequeña de lo que pretendía.
—¿Giyuu? Soy yo. Sakura.
No se escuchaba nada dentro. Tal vez no estaba. Tal vez sí estaba pero me estaba ignorando por completo. Tal vez realmente no quería verme. Y yo no podía obligarlo. Si él no quería, yo…
La puerta se abrió de golpe.
El aire se me atascó en los pulmones.
Ahí estaba él.
Vestido con su uniforme y su haori inseparable, su mano aún sobre la madera de la puerta. Aunque Giyuu siempre había tenido la tez clara, parecía más pálido que de costumbre. Como porcelana a punto de quebrarse. Y esas ojeras que ahora parecían una constante en él, sombras profundas bajo esos ojos azules…
No tenía buen aspecto. Parecía… casi parecía estar enfermo. Exhausto. Como si no hubiera dormido en días. Como si algo lo estuviera consumiendo desde dentro.
Nuestras miradas se encontraron, y el mundo se redujo solo a eso. A sus ojos. A los míos.
—Buenos días —dije, tratando de sonar casual y fracasando miserablemente.
Giyuu hizo un sonido con la garganta, bajo y ronco, que supuse era la respuesta a mi saludo. Por un momento nos quedamos así: yo fuera, parada en el camino como una intrusa; él delante de mí, un brazo caído contra su costado, el otro sosteniendo el portón de madera como si fuera lo único que lo anclaba.
Cuando creí que no me invitaría a pasar, que se había olvidado por completo de cómo funcionaban las normas sociales básicas, finalmente dio un paso atrás y se echó a un lado. Me hizo un gesto leve con la cabeza, casi imperceptible. Una invitación.
Pasé junto a él, rozando apenas su haori con mi hombro. Su olor familiar a pino y menta me golpeó como un puñetazo en el estómago, haciéndome apretar los dientes. Recuerdos de Aomori. De nieve y silencio compartido. De campanillas blancas creciendo entre las grietas.
Una vez estuve en el patio interior del pabellón del Pilar del Agua, no pude evitar mirar a mi alrededor con curiosidad apenas disimulada. Era muy parecido al mío en estructura: varias edificaciones conectadas por pasillos de madera pulida, galerías abiertas al jardín, techos de tejas oscuras. También tenía un jardín zen impecablemente cuidado, con un precioso estanque lleno de carpas koi que nadaban en círculos perezosos, sus colores brillantes bajo el sol matutino.
Aquí es donde Giyuu vive, pensé, y la idea de estar en su espacio me fascinó. Me hizo sentir especial. No creía que ningún otro de mis compañeros Hashira hubiera estado aquí dentro, que Giyuu los hubiera invitado como había hecho conmigo. Aunque reticente, aunque pareciera que cada fibra de su ser gritaba por cerrar esa puerta…
Me giré hacia él.
Giyuu había cerrado el portón y me miraba fijamente. Sus ojos azules me recorrieron por un instante de arriba abajo, como si buscara algo. Signos de problemas. Razones por las que estaba ahí.
—¿Estás… va todo bien? —preguntó entonces con voz ronca, áspera, como si hiciera tiempo que no la usaba. Como si hubiera olvidado cómo hablar.
Parpadeé varias veces, sorprendida de que él hablara primero. Asentí, quizá con demasiada efusividad.
—¡Sí! Solo pasaba por aquí y me preguntaba si… bueno, pensé que podría hacerte una visita.
Es mentira. No pasaba por aquí. He venido directamente con un propósito.
Pero no podía decirle eso. No todavía.
Un silencio incómodo se instaló entre nosotros como un tercer cuerpo. Pesado. Torpe.
Señalé hacia el estanque, buscando desesperadamente algo que decir.
—Yo también tengo uno. Me gusta salir las noches que no hace frío y observarlo. Es relajante. El sonido del agua, el movimiento de las carpas… me ayuda a pensar.
Giyuu asintió lentamente, y casi parecía confundido. Como si no entendiera —ni se le diera bien— la charla informal. El hablar de nada, solo por el hecho de llenar el espacio. De evitar que el silencio fuera tan ensordecedor.
El sol de la mañana brillaba sobre nosotros, cubriéndolo todo con una luz cálida de primavera que no sentía en mi interior. Carraspeé, buscando otro tema de conversación.
—El otro día vi a Tanjiro. ¿Recuerdas cuando hablamos de él en el lago helado? —vi cómo algo cruzaba sus ojos al mencionar Aomori—. Creo firmemente que ese chico es especial. Que él es la clave de todo. Ni siquiera tiene el título de Pilar, pero ya ha ayudado a derrotar a tres Lunas Superiores. Cuatro, si nos ponemos técnicos. ¿No es increíble?
Giyuu me observó unos instantes con esos ojos azules imposibles de leer. Parpadeó. Volvió a asentir. Nada más.
Y yo sentí cómo toda mi resolución de esos días se hacía añicos contra el suelo.
Parecía tan lejano, tan distante. Tan encerrado dentro de sí mismo que no sabía cómo alcanzarlo. Había esperado que algo cambiara cuando estuviéramos a solas. Ver un atisbo del Giyuu que había sido mi compañero en Aomori. El que me miraba a mí en lugar de a las flores. El que me había cuidado cuando caí enferma. El que había caminado a mi lado en silencio cómodo, compartido.
Este Giyuu era distinto. Frío como el hielo de la Kuroi Yama.
Una carpa saltó en el estanque con un sonido leve, rompiendo la superficie y dejando círculos que se expandían lentamente hasta desvanecerse.
Entre nosotros había apenas unos pasos. Menos de dos metros. Bastaría con moverme hacia delante, alargar la mano, tocarlo.
Y aun así, se sentía inalcanzable.
Como si cualquier intento de rozarlo lo hiciera desvanecerse, como un reflejo sobre el agua.
Y supe que solo tenía dos opciones: Irme. Dejar que esto se marchitara como las flores en invierno. Pretender que nada de esto importaba. O ser sincera con él. Aunque me rechazara. Aunque doliera. Aunque me rompiera en el proceso.
Pero la primera opción —huir— nunca había entrado en mis planes. No después de decidir que iba a sentir todo, lo bueno y lo malo.
Así que tomé aire, me armé de valor, y lo miré a los ojos. Dejé caer cualquier máscara que llevaba. Quería que viera todo. Que viera la verdad en mis palabras. Que viera a Sakura, no al Pilar de las Estrellas.
Giyuu pareció notar el cambio en mí, porque su postura cambió levemente. Pareció envararse. Tensarse. Prepararse. Como si estuviera en una batalla, y no en el patio de su casa, conmigo. Como si esperara un ataque frontal.
—Perdóname —dije entonces, mi voz más suave, más honesta—. Si estoy aquí y no es lo que tú quieres… lo siento. No pretendo molestarte. Pero desde que volvimos de Aomori, yo…
Incapaz de aguantarle la mirada de repente, tuve que bajar los ojos al suelo. A mis manos que se retorcían nerviosas frente a mí.
—Me gustaría seguir viéndote. — susurré— Hablar contigo. O no hablar, simplemente… estar. No sé si tú sientes lo mismo, pero para mí tú eres… tú eres mi amigo, y yo no… no quiero perderte.
Las palabras sonaron patéticas incluso a mis propios oídos. Pequeñas. Insuficientes para todo lo que realmente sentía.
Con la vista clavada en el suelo, no supe qué expresión tenía. No me atrevía a levantar los ojos. Una suave brisa cruzó el patio, moviendo las ramas de un pequeño cerezo que crecía en una esquina del jardín. Los pétalos rosados volaron entre nosotros como testigos silenciosos, cayendo sobre el estanque.
El silencio se hizo insoportable. Cada segundo se estiraba como una eternidad.
Me atreví a alzar la vista, apenas un poco. Solo lo suficiente para ver su rostro.
Y su expresión me destrozó.
Giyuu tenía las cejas fruncidas, pero no por enojo ni confusión. Era otra cosa… algo más hondo. Asombro. Anhelo. Pesar. Todo entrelazado de un modo que no debería existir, como si acabara de recibir algo que había deseado desesperadamente, pero que no creía merecer.
Sus labios estaban entreabiertos, como si hubiera olvidado cómo cerrarlos. Sus ojos —esa mezcla imposible de lapislázuli y azul marino— me miraban fijamente. Tenían el color del océano en tormenta: profundo, turbulento, vivo.
La mirada se sostuvo unos segundos que se sintieron eternos.
Y entonces bajó la vista, como si mirarme le quemara. Su mano se abrió y se cerró a un costado, los nudillos tensos, blancos.
—No… no me molestas, Sakura —su voz sonó estrangulada—. Tú… eres mi amiga, también.
Sentí cómo el peso de esos días se desvanecía de golpe.
Amiga.
Giyuu me consideraba su amiga. Lo cual significaba que… le importaba. Aunque fuera solo eso. Aunque no fuera todo lo que yo sentía.
Era algo.
Me di cuenta de que había estado aguantando la respiración. Solté el aire por la boca, tembloroso. Asentí levemente, y sonreí. Una sonrisa pequeña, genuina.
—Me alegra oír eso. De verdad.
Giyuu volvió a alzar la vista lentamente, como si le costara un esfuerzo físico hacerlo. Sentí que me sonrojaba ligeramente, pero no aparté los ojos.
—Dentro de poco empiezo mi entrenamiento con los Cazadores —dije con suavidad, eligiendo cada palabra con cuidado—. Estoy nerviosa. Quiero que salga bien y que aprendan algo útil. Que sobrevivan a lo que viene.
No contestó, pero vi el músculo de su mandíbula marcarse, moviéndose bajo la piel pálida. Como si temiera que mis próximas palabras fueran "por favor, únete al Entrenamiento Hashira". Como si estuviera preparándose para rechazarme. Para decirme que no.
—Sé que prefieres ir a tu aire —continué rápidamente—. Y lo entiendo. No te estoy pidiendo que te unas al entrenamiento oficial. No te estoy pidiendo nada que no quieras dar.
Sonreí un segundo, aunque la sonrisa me duró poco. Se desvaneció como los pétalos en la superficie del estanque.
—Pero si te apetece, puedes acompañarme. Aunque solo sea un rato. Si tienes tiempo. Si quieres.
Desvié la mirada hacia el jardín, hacia las carpas que nadaban ajenas a todo esto, sin atreverme a mirarlo ahora. Respiré hondo, mientras el sonrojo se acentuaba en mi piel, calentándola.
Y las dije. Dije las palabras que me ardían en la lengua, que llevaban días queriendo salir y que eran más ciertas que cualquier otra cosa que hubiera dicho nunca.
—Me gusta estar contigo, Giyuu. Te he echado de menos.
No pretendía que sonara como una confesión, y aun así lo fue. Solo quería decir la verdad, sencilla, limpia. Las palabras salieron solas, con la misma facilidad con la que uno respira cuando deja de oponerse al aire. Cuando por fin se rinde a la corriente.
Cuando me atreví a mirarlo de nuevo, parecía congelado.
Como si en vez de hablar, le hubiera dado un golpe en el estómago. Tenía los hombros rígidos, la espalda demasiado recta. Su boca, una fina línea. Los ojos levemente expandidos, las pupilas dilatadas.
Era casi cómico de una manera tan tierna que sentí que mi corazón se rompía otra vez.
Porque él no sabía qué hacer con eso. Con alguien que lo quisiera cerca. Con alguien que lo echara de menos. Con alguien sincero.
El silencio nos envolvió de nuevo, pero no era frío, ni tampoco incómodo. No del todo. Era un silencio lleno de torpeza. De cosas no dichas. De vulnerabilidad cruda. Lleno de él, lleno de mí. Lleno de todo lo que no sabíamos cómo expresar.
Pareció volver en sí con un parpadeo lento. Su respiración se agitó, el pecho subiendo y bajando más rápido de lo normal. Desvió la mirada hacia el estanque, como si necesitara algo a lo que aferrarse que no fuera yo.
Y un pequeño rubor se extendió por su piel pálida, tiñendo sus mejillas de rosa.
—Yo también… te he echado de menos —dijo, casi un murmullo.
Mi corazón dio un vuelco violento en mi pecho.
Cuando nuestros ojos se encontraron de nuevo, sentí algo extraño. No era vacío. Al contrario. Era como si el hueco que previamente había estado ahí se hubiera llenado de golpe con algo cálido y líquido, dejándome sin respiración. Como si alguien hubiera encendido una vela en medio de la oscuridad.
—Piénsalo —dije entonces con una sonrisa, alzando la vista al cielo y dejando que el sol me acariciara el rostro—. Mañana… podríamos entrenar juntos. Nada oficial. Que no signifique nada más que dos amigos practicando. Solo… por el tiempo que pasamos juntos en Aomori. Por lo que compartimos allí.
Giyuu no dijo nada. Su garganta se movió al tragar. Los ojos aún fijos en mí, como si estuviera memorizando este momento.
Y yo tampoco hablé más.
Pasé por su lado lentamente, dándole tiempo para detenerme si quería. Para decir algo, aunque no lo hizo. Crucé el portón de madera con piernas que temblaban ligeramente, notando su mirada clavada en mi espalda. Podía sentir el peso de esos ojos azules siguiéndome. Quemándome.
No miré atrás.
Pero me fui sintiéndome ligera como una pluma, con mariposas en el estómago.
Con la certeza de que algo había cambiado.
De que él también lo sentía.
Y de que tal vez, el agua había vuelto a su cauce.
Chapter 29: El anhelo del corazón - Parte 3
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
El amanecer pintaba el cielo de tonos rosados y dorados cuando salí al patio de entrenamiento de mi pabellón.
El aire era fresco, frío, con ese último aliento del invierno que se resistía a marcharse. La hierba bajo mis pies estaba húmeda de rocío, y el mundo entero parecía estar conteniendo la respiración. Esperando algo.
No sabía si aparecería.
Ayer, cuando le pedí que viniera, no me dio una respuesta clara. Bueno, no me había dado una respuesta en absoluto. Solo ese silencio cargado. Esa mirada que decía demasiado y nada a la vez.
Pero después de ese momento —esa confesión mutua donde ambos habíamos dicho que considerábamos al otro un amigo y que nos habíamos echado de menos— algo había cambiado. El aire entre nosotros se había vuelto más ligero. Menos denso. Como si finalmente pudiéramos respirar.
Aunque no viniera, no podía pedirle más. Porque para alguien como Giyuu Tomioka admitir eso en voz alta…
Pero sí. Algo me decía que iba a venir. Que por fin iba a terminar con esa distancia que había puesto entre nosotros al regresar de Aomori. Que iba a elegir esto. Elegirnos.
Desenrollé la tela que mantenía mi cabello recogido en un moño, dejando que cayera suelto sobre mis hombros. Quería sentirlo libre, sin ataduras. Me guardé la cinta en el bolsillo del uniforme. Respiré hondo, sintiendo cómo el aire llenaba mis pulmones completamente, expandiendo mi diafragma.
Respiración de la Estrella.
Desenvainé mi katana. El sonido del metal contra la vaina resonó limpio en el silencio matutino. La hoja reflejó la luz del amanecer, brillando como si estuviera hecha de luz en lugar de acero.
Pero no comencé con las formas básicas.
Hoy quería perfeccionar la forma que había creado en Aomori.
Duodécima Forma: Llama Estelar.
La mezcla aparentemente imposible de dos respiraciones opuestas. El fuego violento de Kyojuro y la luz fría de las estrellas. Pasión y distancia. Calor y vacío. Todo junto, coexistiendo en un equilibrio precario.
Cerré los ojos. Visualicé las llamas danzando. Visualicé las estrellas ardiendo en el vacío. Las dejé mezclarse en mi mente hasta que fueron una sola cosa. Hasta que no pude distinguir dónde terminaba una y empezaba la otra.
Y me moví.
El primer corte fue ascendente, trazando un arco que parecía arrastrar consigo chispas plateadas. El segundo fue horizontal, más rápido, dejando un rastro de luz dorada en el aire que tardó un segundo en desvanecerse. Mis pies se deslizaron sobre la hierba húmeda con fluidez, sin esfuerzo. El tercer corte fue diagonal, y sentí cómo el calor se acumulaba en mi núcleo, irradiando hacia afuera como ondas.
La katana cantaba en mis manos. Un zumbido bajo y constante que vibraba hasta en mis huesos, resonando con algo profundo dentro de mí.
Giré sobre mi eje, el haori estrellado ondeando a mi alrededor como una galaxia en movimiento. Cuarto corte. Quinto. Cada uno más preciso que el anterior. Cada uno una oración silenciosa a los que se habían ido. A Kyojuro. A Kenji. A los que habían dejado huellas de fuego en mi alma.
El sudor empezaba a formarse en mi frente cuando sentí un cambio en el ambiente.
Una presencia.
No tuve que girarme para saber quién era. Lo supe por la forma en que mi corazón se aceleró sin permiso. Por cómo mi respiración se alteró apenas un segundo antes de que pudiera controlarla de nuevo. Por cómo cada terminación nerviosa de mi cuerpo despertó de golpe.
Ha venido.
Completé la secuencia, obligándome a no apresurarme. El último corte dibujó una espiral de luz antes de que mi katana se detuviera en posición de guardia. Solo entonces, cuando estuve lista, me giré.
Giyuu estaba de pie al borde del patio de entrenamiento, bajo la sombra de un irohamomiji de hojas rojizas que apenas empezaba a brotar. Vestía su uniforme completo, el haori bicolor ondeando suavemente en la brisa matutina. Su katana enfundada en su cadera izquierda. El cabello oscuro ligeramente despeinado, como siempre, como si se hubiera levantado con prisa y no se hubiera molestado en peinarse.
Nuestros ojos se encontraron.
Y algo cruzó entre nosotros. Algo sin palabras pero ensordecedor en su silencio. Un entendimiento que no necesitaba ser verbalizado.
Estoy aquí. Quiero estar aquí. Contigo.
No dije nada. No hacía falta. Solo asentí una vez, lentamente, dejando que una sonrisa pequeña curvara mis labios.
Él me devolvió el gesto sin sonreír. Igual de lento. Igual de cargado.
Y entonces, sin necesidad de coordinarlo, sin decir una sola palabra, Giyuu entró en el patio. Sus pasos eran silenciosos sobre la hierba, ligeros a pesar de su estatura y complexión. Se detuvo a varios metros de mí, dándome espacio. Respetando la distancia que yo pudiera necesitar, aunque yo ya no necesitaba distancia de él.
Desenvainó su katana.
El sonido fue como un grito. Un diálogo en un idioma que solo nosotros hablábamos. Una conversación que había comenzado en Aomori y que nunca había terminado realmente.
Tomé posición de guardia.
Él hizo lo mismo.
Y comenzamos.
No era un simple entrenamiento. No realmente. Era algo más. Una conversación sin palabras. Un baile que ninguno de los dos había coreografiado pero que ambos conocíamos instintivamente, como si lo hubiéramos bailado mil veces en otra vida.
Me moví primero. Un corte bajo que él esquivó con facilidad, su cuerpo fluyendo hacia un lado como agua rodeando una piedra. Contraatacó con un movimiento ascendente que bloqueé con mi katana, el sonido del metal contra metal resonando claro y puro en el aire matutino.
Nos separamos. Giramos. Volvimos a encontrarnos.
Nuestras katanas chocaron tres veces en rápida sucesión. Chispas saltaron donde el metal se besaba, brillando como estrellas fugaces. Mis brazos vibraban con cada impacto, pero era una vibración buena. Vigorizante.
Me alejé dando un salto hacia atrás, los pies apenas tocando el suelo antes de impulsarme de nuevo.
Respiración de la Estrella. Séptima Forma: Tormenta de Meteoritos.
Una serie de cortes rápidos y precisos que caían desde arriba como rocas atravesando la atmósfera. Giyuu los bloqueó todos, su katana moviéndose en un patrón defensivo perfecto, como si supiera exactamente dónde iba a caer cada golpe. Noté cómo sus ojos brillaban. No con esfuerzo, sino con concentración. Disfrute. Vida.
Como si esto —entrenar, moverse conmigo— lo despertara de alguna forma.
Nos detuvimos por un momento, respirando ambos con más dificultad ahora. El vapor salía de nuestras bocas en pequeñas nubes blancas que se disolvían rápido. Los primeros rayos del sol atravesaban las ramas de los árboles, proyectando sombras danzantes sobre nosotros que se movían con cada ráfaga de viento.
Y entonces Giyuu se movió.
Y mi corazón se detuvo por completo.
Porque reconocí la forma antes de que la completara.
No puede ser.
Su cuerpo se giró en un movimiento fluido, la katana trazando un arco amplio que cortó el aire con un sonido silbante que me erizó la piel. Su pie derecho se deslizó hacia adelante, el peso distribuido perfectamente entre ambas piernas. La postura era impecable. El ángulo del corte, exacto. La respiración, la correcta.
Respiración de la Estrella. Sexta Forma: Lluvia de Estrellas Fugaces.
La forma que yo le había enseñado en Aomori. En el claro cerca de la cabaña, cuando el frío nos rodeaba y la nieve empezaba a deshacerse. Cuando habíamos entrenado juntos por primera vez, compartiendo técnicas como si fuera lo más natural del mundo.
Pero él no debería poder ejecutarla así. No era una forma del Agua. La respiración era diferente, el ritmo distinto, el patrón completamente opuesto. Requería visualizar la luz de las estrellas, sentir su distancia, su frialdad eterna, su soledad en el vacío.
Y sin embargo, ahí estaba.
Perfecta.
Como si la hubiera practicado cientos de veces después. Como si hubiera dedicado cada momento desde que nos separamos a dominarla. A dominar algo que yo le había dado. A llevar una parte de mí con él.
Algo en mi pecho se expandió dolorosamente. Una emoción tan intensa que casi me hizo trastabillar, soltar la katana.
Él la practicó. Pensó en mí. Recordó.
Cuando sus ojos encontraron los míos de nuevo, había algo en ellos. Algo crudo y vulnerable que me robó el aliento. Una pregunta silenciosa.
¿Lo hice bien? ¿Te hice justicia? ¿Fui digno de lo que me diste?
Sonreí. No pude evitarlo. Una sonrisa genuina que me salió desde algún lugar profundo que no sabía que existía. Desde algún rincón de mi corazón que había estado cerrado y que ahora se abría como una flor bajo el sol.
Y entonces fue mi turno.
Ajusté mi agarre en la katana. Respiré hondo, cambiando mi patrón de respiración. Sintiendo el flujo en lugar de la luz. La adaptabilidad en lugar de la constancia. El movimiento perpetuo en lugar de la quietud eterna. El cambio en lugar de la permanencia.
Respiración del Agua. Octava Forma: Cascada.
Otra forma que Giyuu me había enseñado en ese mismo claro. Una de sus favoritas, había dicho con esa voz baja que usaba cuando hablaba de cosas que le importaban. La que mejor representaba lo que el agua podía ser: poderosa sin ser agresiva, imparable sin ser violenta, eterna sin ser rígida.
Me lancé hacia adelante, la katana cayendo en un corte vertical que ganaba velocidad a medida que descendía. Como agua cayendo desde una gran altura, acumulando fuerza con cada metro. Inevitable. Natural. Hermosa en su simplicidad.
No era perfecta. No como cuando Giyuu la ejecutaba, con esa fluidez que parecía innata en él. Pero era mía. Y era mi forma de decirle algo que las palabras no podían expresar.
Yo también recordé. Yo también practiqué. Tú también estuviste en mis pensamientos. Cada día. Cada noche. Cada momento entre respiración y respiración.
Cuando completé la forma y levanté la vista, vi que Giyuu me miraba con una expresión que nunca le había visto. Sus ojos, más claros bajo la luz del amanecer, brillaban, como si estuviera al borde de algo que no podía nombrar. Algo que lo asustaba y lo atraía al mismo tiempo.
Nos quedamos así por un momento que se sintió como una eternidad. Respirando. Mirándonos. Entendiendo cosas que no podíamos decir en voz alta.
Y entonces, sin ponernos de acuerdo, sin señal ni palabra, nos movimos hacia delante, al mismo tiempo.
Como si compartiéramos una sola mente.
Yo empecé con una forma de las Estrellas, pero la modifiqué sobre la marcha. Añadí la fluidez del Agua. Dejé que el movimiento rígido y preciso se volviera más orgánico, más adaptable, más vivo. Como luz reflejándose en un río en movimiento.
Giyuu hizo lo contrario. Tomó una forma del Agua y le añadió la geometría de las Estrellas. Patrones precisos en movimientos fluidos. Ángulos perfectos en curvas suaves. Como un río siguiendo el curso de las constelaciones trazadas en el cielo.
Nos encontramos en el centro del patio.
Nuestras katanas chocaron, pero esta vez no fue un bloqueo. Fue un cruce. Las hojas se deslizaron una contra la otra en un movimiento que era mitad ataque, mitad danza, mitad algo más que no tenía nombre.
Y comenzó.
Una danza improvisada de Agua y Estrellas.
Yo atacaba con luz fría y él respondía con corrientes fluidas. Él atacaba con fuerza adaptable y yo respondía con precisión estelar. Cada movimiento llevaba al siguiente. Cada forma se transformaba en la siguiente sin costuras, sin pausas, sin esfuerzo consciente.
Era como si estuviéramos teniendo una conversación. Pregunta y respuesta. Afirmación y reconocimiento. Confesión y aceptación.
Te veo. Yo también te veo. Estás aquí. Estoy aquí. No te vayas. No me iré.
El mundo a nuestro alrededor desapareció. No había pabellón, ni jardín, ni árboles, ni cielo. Solo nosotros dos. Solo este momento. Solo esta perfecta sincronía que no debería ser posible pero que de alguna manera era. Que existía a pesar de todas las razones por las que no debería.
Giré bajo su brazo extendido, mi katana trazando un arco de luz plateada. Él se movió conmigo, su forma adaptándose a la mía como si me hubiera estado esperando. Saltamos. Aterrizamos en perfecta sincronía. Giramos de nuevo, nuestros haoris ondeando juntos.
El sudor corría por mi espalda, empapando mi uniforme y haciéndolo pegarse a mi piel. Mi respiración era trabajosa ahora, cada inhalación quemaba en mis pulmones. Pero no quería parar. Nunca quería parar.
Porque esto era perfecto.
Era entendimiento. Conexión. Sin palabras, sin explicaciones, sin pretensiones. Solo movimiento. Confianza. Algo puro y perfecto que no sabía que era posible hasta ahora.
No sé cuánto tiempo duró. Minutos. Horas. El tiempo había perdido todo significado, se había disuelto como la niebla bajo el sol.
Pero eventualmente, inevitablemente, terminó.
Y cuando lo hizo, nos encontramos exactamente en la misma posición en la que todo había empezado.
En Aomori.
En el bosque nevado donde éramos solo dos desconocidos. Dos compañeros de trabajo asignados a una misión en un lugar frío y remoto. Dos extraños que no se conocían, que no se entendían, que aparentemente no tenían razón alguna para conectar.
Yo había sentido algo en ese bosque, una presencia tras de mí. Me había girado. Me había lanzado al ataque sin pensar, sin dudar.
Y Giyuu había detenido mi golpe con su katana.
Ahora estábamos así de nuevo.
Mi katana descendiendo en un corte que él había detenido con la suya. Las hojas cruzadas entre nosotros, formando una X perfecta. Nuestros rostros a centímetros de distancia. Tan cerca que podía contar cada pestaña oscura. Tan cerca que podía ver las motas más oscuras en sus ojos azules, como cráteres en el fondo del océano. Tan cerca que podía sentir su respiración entrecortada contra mi piel, cálida y agradable.
El mundo se detuvo.
Mi corazón latía tan fuerte que estaba segura de que él podía escucharlo. Ver cómo mi pulso palpitaba en mi cuello.
Un mechón de mi cabello suelto fue movido por el viento y cayó hacia delante, rozando la mejilla de Giyuu.
Tragué saliva. La acción visible, involuntaria.
Y los ojos de Giyuu se movieron. Bajaron hacia mi garganta, siguiendo el movimiento bajo mi piel. Captando las gotas de sudor que se deslizaban lentamente por mi yugular, brillantes bajo la luz del sol. Su mirada se sentía física, como dedos trazando el mismo camino.
Entreabrí la boca, solté una exhalación temblorosa. Me humedecí los labios con la punta de la lengua, aunque no estaban secos. Era nerviosismo. Era necesidad de hacer algo con mi cuerpo que no fuera temblar.
Y los ojos de Giyuu subieron. Se deslizaron como una caricia hacia mi boca. Solo un segundo. Tal vez dos.
Pero lo vi.
Lo sentí.
Y él supo que lo vi, porque sus mejillas se tiñeron de rojo. Un rubor intenso que se extendió hasta las puntas de sus orejas, obvio en su piel pálida.
Tragó con dificultad. Su nuez de Adán subiendo y bajando. Una vez. Dos veces.
Nos separamos al mismo tiempo. Pasos lentos hacia atrás, sin romper el contacto visual ni por un segundo. Como si un hilo invisible nos conectara y al alejarnos ese hilo se tensara hasta casi romperse. Hasta casi sangrar.
Envainamos nuestras katanas en sincronía. El sonido doble del metal deslizándose en las vainas resonó como un punto final. Como el cierre de un libro. O tal vez la apertura de otro.
Durante un largo momento, no dijimos nada. Solo nos miramos, respirando con dificultad, empapados en sudor. Vivos de una forma que no había sentido en mucho tiempo. Tal vez nunca.
Di algo. Di cualquier cosa. Rompe este silencio antes de que te ahogues en él.
Pero las palabras se me atascaban en la garganta. Porque ¿qué podía decir después de eso? ¿Qué palabras podrían hacer justicia a lo que acababa de pasar? ¿Qué lenguaje existía para nombrar esto?
Finalmente, tragué saliva y obligué a mi cerebro a funcionar.
—Agua —dije, y mi voz sonó ronca, áspera, como si no la hubiera usado en días—. Necesito… necesitamos agua.
Giyuu asintió. Un movimiento rígido, como si él también estuviera luchando por mantener la compostura. Por no desmoronarse. Por no cruzar esos metros que nos separaban y…
No terminé el pensamiento.
Caminamos juntos hacia el pozo en el borde del patio. Saqué el cubo con manos que temblaban ligeramente, sintiendo cómo mis brazos protestaban por el esfuerzo después del entrenamiento. Sabía que Giyuu podía hacer más. Ir más lejos. Mucho más. Que, incluso siendo ambos Hashira, él era otra cosa. Éramos fuertes los dos, pero lo suyo era un poder distinto: preciso, silencioso, devastador si lo elegía.
El agua estaba casi congelada, cuando llené dos tazas de bambú. El sonido del líquido cayendo parecía demasiado fuerte en el silencio.
Le ofrecí una. Nuestros dedos se rozaron cuando la tomó. Solo un roce, pero lo sentí como una descarga que subió por mi brazo, atravesó mi hombro, y se instaló directamente en mi pecho. En mi corazón, que ya no latía de forma normal.
Bebimos en silencio. El agua estaba deliciosa. Fría y limpia, sabiendo a tierra y a piedra y a vida. Bajó por mi garganta como una bendición, enfriando el fuego que ardía dentro de mí.
O tal vez solo lo desplazó. Lo movió a otro lugar. Más profundo. Más peligroso.
Cuando bajé la taza, encontré a Giyuu mirándome. Sus ojos recorrieron mi rostro lentamente, como si estuviera memorizando cada detalle. El sudor en mi frente. El rubor en mis mejillas. El cabello que ahora se pegaba a mi cuello húmedo. La curva de mi mandíbula. La forma de mis labios.
—Gracias —dije suavemente, rompiendo el momento antes de que me consumiera—. Por venir. Por… esto.
No especifiqué qué era "esto". Pero ambos sabíamos. El entrenamiento. La danza. La conexión. La vulnerabilidad. Todo.
Giyuu no dijo nada por un momento. Solo me miró con esos ojos azules imposibles que me hacían sentir desnuda. Expuesta. Vista hasta lo más profundo. Como si pudiera leer cada pensamiento que cruzaba mi mente.
—No tienes que agradecerme nada —respondió finalmente, su voz baja, ronca—. Yo… quería estar aquí.
Algo en mi pecho se derritió ante esas palabras. Tan simples. Tan honestas. Tan completamente él.
Quería estar aquí. Contigo. Haciendo esto. Siendo esto.
Bebí otro sorbo de agua, tratando de calmar el torbellino de emociones que amenazaba con desbordarme. Necesitaba distancia. Necesitaba hacer algo con mis manos. Necesitaba desviar esta conversación antes de que dijera algo estúpido.
Algo como "no te vayas nunca" o "quédate conmigo siempre" o "me estoy enamorando de ti y no sé qué hacer con eso".
El pensamiento llegó sin permiso. Sin advertencia. Y me golpeó con la fuerza de un tsunami.
Me estoy enamorando de él.
El pánico casi me hizo temblar. Casi hizo que soltara la taza. Porque una cosa era sentirlo vagamente, mantenerlo en ese lugar nebuloso donde los sentimientos vivían sin nombre, y otra muy diferente era ponerlo en palabras. Darle forma. Hacerlo real.
Y ahora que lo había pensado, no podía deshacerlo.
—Hoy tengo que ir a casa de Tengen Uzui —solté demasiado rápido, las palabras atropellándose—. Necesito pedirle un favor. Algo relacionado con mi entrenamiento para los Cazadores.
Giyuu ladeó la cabeza ligeramente, con curiosidad. Esa forma que tenía de preguntar sin palabras.
Tomé aire. Mi corazón latía fuerte de nuevo, pero por una razón diferente ahora.
—¿Quieres… quieres acompañarme?
Las palabras salieron como un murmullo. Vulnerables. Como una pregunta que no era solo sobre ir a casa de Tengen.
¿Quieres quedarte conmigo? ¿Quieres seguir estando aquí? ¿Quieres esto tanto como yo? ¿Sientes esto también?
Giyuu me miró durante un largo momento. El sol había subido completamente ahora, bañando todo en luz dorada que hacía brillar su cabello oscuro. Los pájaros cantaban en los árboles. Una brisa suave movía las hojas. El mundo había despertado a nuestro alrededor sin que nos diéramos cuenta, y ahora nos observaba.
Y en sus ojos vi la respuesta antes de que sus labios se movieran. La vi clara como el agua. Brillante como las estrellas.
—Sí —dijo simplemente, y su voz era suave pero firme.
Sonreí. Y esta vez fue una sonrisa completa, genuina, que me salió tan natural como respirar. Como exhalar después de contener el aliento demasiado tiempo.
—Entonces vamos. Dame solo unos minutos para cambiarme y…
Me detuve. Me pasé una mano por el cabello húmedo de sudor, consciente de repente de mi aspecto.
—Y asearme un poco.
Los labios de Giyuu se curvaron en las comisuras. Una sonrisa pequeña, casi invisible, pero real.
Y me hizo sentir como si el sol hubiera salido por segunda vez esa mañana.
Giyuu asintió. Se quedó ahí, de pie en mi patio como si perteneciera allí. Como si siempre hubiera pertenecido allí. Como si este fuera su lugar tanto como el mío.
Y mientras entraba en mi pabellón para cambiarme de ropa, con el corazón todavía galopando en mi pecho y la piel todavía hormigueando donde nuestros dedos se habían rozado, supe con absoluta certeza que ya no tenía control alguno sobre mi corazón.
Que ya no lo sentía completamente mío.
Que una parte de él —cada vez más grande, cada vez más imposible de ignorar— pertenecía al hombre que me esperaba afuera.
Al hombre de ojos azules y silencios elocuentes.
Al hombre que había practicado mis formas como si fueran un regalo.
Al hombre que me miraba como si yo fuera algo precioso y frágil y fuerte al mismo tiempo.
Me detuve en el umbral, una mano en el marco de la puerta. Respiré hondo, tratando de calmar mi corazón desbocado.
Pero no estaba asustada.
Solo viva.
El camino hasta la casa de Tengen serpenteaba primero entre jardines cuidados y senderos empedrados, bordeados por altos bambúes que se mecían con el viento como bailarines verdes. Luego el paisaje cambiaba, abriéndose a un bosque de pinos cuyo aroma fresco y resinoso llenaba el aire.
Caminábamos uno al lado del otro, sin prisa. El sol de media mañana filtraba una luz suave a través de las copas de los árboles, proyectando sombras móviles sobre el sendero. Nuestros pasos encontraban un ritmo natural, sincronizado sin esfuerzo. Como la danza de esta mañana. Como todo con él, últimamente.
Durante un rato no hablamos. No lo necesitaba. Tan solo sentir su presencia firme junto a mí —cálida, familiar, constante— ya era suficiente. Como un ancla. Como volver a casa.
Me había cambiado rápido: un hakama más cómodo para caminar, el haori estrellado sobre los hombros, el cabello recogido de nuevo en una cola alta. Giyuu seguía con su uniforme completo, como siempre. Como si no supiera existir de otra forma.
—¿Por qué vas a ver a Uzui? —preguntó de pronto, sin mirarme, su voz rompiendo el silencio.
—Quiero preguntarle si aún cultiva ciertas plantas… psicotrópicas. Alucinógenas —dije—. De las que usaban los shinobi para alterar la percepción, inducir estados mentales… envenenar.
Giyuu movio apenas el rostro hacia mí, sin cambio en su expresión. Solo me miró en silencio, con esos ojos azules difíciles de descifrar. Expectante. Esperando que continuara.
—Tengo un plan —expliqué, gesticulando ligeramente con las manos mientras caminaba—. Para mi entrenamiento. Con ayuda de esas plantas podría replicar el estado de alucinación que inducen algunos demonios. Pero de forma segura. Controlada. Quiero provocar una alucinación a propósito en los Cazadores —hice una pausa—. Y luego… hacer que se enfrenten a ella. Que la dominen. Que aprendan a distinguir entre lo real y lo falso, incluso cuando sus sentidos les mientan.
Giyuu parpadeó despacio. Esta vez giró la cabeza del todo, estudiandome. Hubo un silencio.
—¿Vas a drogarlos? —preguntó finalmente, y su tono era tan plano, tan completamente inexpresivo, que me resultó mortalmente divertido.
Tuve que reprimir una carcajada por la forma en que lo dijo. Como si acabara de decirle que iba a cometer un crimen.
—¡Tomioka! —exclamé, deteniéndome en el camino para mirarlo—. ¡No es como si fuera a meter setas mágicas en su sopa sin su consentimiento!
Él se detuvo también, mirándome con esa expresión cómicamente seria que me hizo querer reír y abrazarlo al mismo tiempo.
—Al ritmo que llevas… —murmuró, sin terminar la frase, desviando la mirada hacia los árboles.
Mi carcajada resonó entre los árboles, asustando a un par de pájaros que salieron volando.
—Lo probaré conmigo primero, listo —dije, sacándole la lengua como una niña—. Necesito comprobar qué dosis es segura, qué efectos produce exactamente. No voy a experimentar con ellos a ciegas.
Y ahí fue cuando la expresión de Giyuu cambió por completo. Se ensombreció.
Frunció el ceño profundamente, las líneas entre sus cejas marcándose, y su cuerpo se puso rígido.
Volvió a mirarme con intensidad, y esta vez había algo diferente en sus ojos.
—Puede ser peligroso —dijo, y su voz salió baja, tensa.
Me mordí el labio, sintiendo una calidez inesperada expandirse en mi estómago al entender que él estaba preocupado por mí.
—Tranquilo —dije con una sonrisa suave—. Tengo pensado hablar con Shinobu primero sobre las dosis. Ella sabrá exactamente qué es seguro y qué no. No voy a hacer nada imprudente.
Giyuu frunció los labios brevemente, apretándolos en una línea fina. Como si la idea siguiera sin gustarle lo más mínimo. Como si quisiera decir algo más pero no supiera cómo.
—¿No te parece una buena idea? —pregunté, genuinamente curiosa. Queriendo saber su opinión profesional, no solo sus preocupaciones personales—. Creo que sería algo útil. Darles herramientas para sobrevivir, para manejar el miedo, no solo habilidades con la katana. La fuerza física no es suficiente si tu mente se quiebra.
Giyuu no respondió enseguida. Su expresión se tensó aún más, como si estuviera librando una batalla interna. Cuando finalmente habló, su voz era controlada. Demasiado controlada.
—No digo que sea mala idea —admitió, serio, eligiendo cada palabra con cuidado—. Es… práctica. Inteligente, incluso.
Hizo una pausa. Respiró hondo.
—Pero es demasiado arriesgado. Para ti.
—He tomado riesgos peores.
Otro silencio. Más breve. Más tirante.
—Eso no lo hace menos estúpido.
Lo miré con sorpresa. Su tono había sido severo, áspero incluso. Pero no me lo tomé como un insulto. No cuando podía ver lo que había debajo.
Tenía miedo de que me pasara algo. Y Giyuu rara vez dejaba que la aprensión se colara en su voz. Rara vez dejaba que algo lo hiciera Y aun así estaba allí, sutil pero presente, disfrazado de dureza. De brusquedad.
—Si te pasara algo… —continuó él, más hablando para sí mismo que para mí, mirando fijamente al frente. Su mandíbula se contrajo, el músculo saltando visible bajo su piel. Un segundo. Dos. Antes de dejar que las siguientes palabras se perdieran en el silencio del bosque. Palabras que no pudo decir en voz alta.
El aire entre nosotros se volvió denso.
—Es arriesgado —concedí suavemente, reanudando la marcha. Él caminó a mi lado de nuevo—. Pero lo que se nos viene encima lo es aún más. Muzan. Las Lunas Superiores. La batalla final. Todo es un riesgo, Giyuu. Al menos este es un riesgo calculado. Uno que puede salvar vidas.
Él inhaló despacio, profundo. Cerró los ojos un segundo mientras caminaba, como si estuviera contando mentalmente hasta diez. Cuando los abrió de nuevo, me miró de reojo.
—No te pongas en riesgo innecesariamente.
La frase salió baja. Casi un ruego. Una súplica disfrazada de orden.
Algo en mi pecho se apretó dolorosamente. Porque era lo más cercano a un "me importas" y a un "me asusta perderte" que Giyuu se atrevería a expresar.
—Estaré bien, mamá gallina —dije con una sonrisa traviesa, dándole un codazo juguetón en las costillas.
Él ni siquiera se inmutó. Negó con la cabeza con resignación, clavando la mirada en las piedrecitas y hojas secas del camino, con un gesto sombrío. Como si yo fuera imposible. Como si no terminara de entender la gravedad de todo aquello.
Pero sí lo hacía. Solo que si no bromeaba al respecto, si dejaba que el miedo me paralizara, nunca haría nada. Y tenía que poner mi granito de arena en la guerra contra Muzan.
Una idea traviesa cruzó mi mente, y no pude resistirme.
—¿Tú te prestarías? —le pregunté con tono inocente, mirándolo de reojo—. Si necesito un sujeto de prueba… podrías ser tú.
—Ni hablar —replicó de inmediato sin siquiera mirarme.
Solté otra risa, imaginando a Giyuu drogado. Seguro que se quedaría plantado frente a una pared, mirándola con esa cara seria como si estuviera descifrando el secreto del universo. O, quién sabe, igual por primera vez en la vida soltaba una emoción de más de diez segundos seguidos. Quizás hasta se pondría a reír como un loco y a decir tonterías, como si llevara años guardándolas dentro. La idea era demasiado tentadora.
—Cobarde —lo pinché.
—Sensato —corrigió él, sin inmutarse.
Iba a soltarle algo ingenioso cuando habló de nuevo, sin mirarme, con la voz más baja, seria.
—Hazme saber.
—¿Mmm? —fruncí el ceño, ladeando la cabeza.
Se pasó una mano por la nuca, como si necesitara aflojar algo dentro de él.
—Antes de que pruebes los alucinógenos —aclaró. Y entonces me miró. De verdad me miró. Sus ojos azules se clavaron en los míos con esa calma tensa que siempre escondía algo más—. Avísame.
Y entendí.
Avísame antes de hacer una locura. Porque quiero estar ahí. Para evitar que algo salga mal. Para protegerte. Para cuidarte.
Para que, si algo pasa, no estés sola.
Sentí cómo algo dentro de mí cedía al captar el peso de su petición. No era solo una demanda; era una rendija abierta en su muralla. Una forma torpe de decir quiero estar ahí.
Asentí, incapaz de hablar al principio. Tuve que tragar el nudo que me subía por la garganta antes de conseguir responder.
—Claro, te avisaré —dije al fin—. Lo prometo.
Algo en él se aflojó entonces. Los hombros perdieron rigidez, y su rostro volvió a esa calma impenetrable que tanto lo definía.
—Bien —dijo simplemente.
Continuamos nuestro camino en silencio.
El sendero se estrechó y, sin querer, nuestras manos se rozaron. Su meñique tocó el mío, pero ninguno se apartó. Duró apenas un segundo más de lo necesario, y ese segundo bastó para que el aire pareciera distinto.
Cuando lo miré de reojo, descubrí que Giyuu también me estaba mirando.
Nuestras miradas se encontraron, se sostuvieron.
Fui yo quien apartó la vista primero, sintiendo el calor ascenderme a las mejillas.
El bosque comenzaba a abrirse ante nosotros, y entre los árboles se distinguían ya los tejados de la residencia de Tengen.
—Ya casi llegamos —dije, señalando hacia adelante.
El sol se filtraba entre las ramas, dibujando sobre el sendero un mosaico cambiante de luz y sombra. Y, por un instante, todo pareció en calma.
Aunque los días oscuros se acercaban. Aunque sabía lo que nos esperaba.
Sentí una paz extraña, profunda, casi imposible.
Porque él estaba allí. A mi lado. Vigilante, silencioso, constante.
Porque se quedaba incluso cuando no hacía falta.
Y eso —su mera presencia— hacía que todo lo demás pareciera un poco más llevadero.
El cambio de atmósfera fue tan brusco que casi dolió.
Del silencio del bosque… al puro caos del exceso.
La casa de Tengen Uzui no era una residencia: era un espectáculo ambulante en la vastedad del bosque. Discreta como un desfile con fuegos artificiales, tambores y dragones de colores incluidos.
Rodeada de un muro bajo cubierto de enredaderas florecidas, se accedía a ella por un portón de madera tallada con diseños extravagantes. La propiedad estaba pintada de colores vivos: azul turquesa, naranja brillante, rosa fucsia, verde esmeralda... Los tejados imitaban a los de los templos, y eso me hacía gracia, porque cualquier monje se habría echado las manos a la cabeza ante la exuberancia del lugar.
Un jardín lleno de plantas exóticas y flores de todo tipo rodeaba la casa principal. Por todos lados había guirnaldas de colores, linternas colgando de las ramas, incluso jarrones caros colocados en puntos estratégicos con barritas de incienso humeantes —un aroma embriagador de algo picante, como canela y especias—.
Era toda una declaración de intenciones por parte del ex-Pilar del Sonido: ‘la sutileza es para gente aburrida’.
Bajo el portón de entrada, miré de reojo a Giyuu, curiosa por ver su reacción.
Estaba de pie junto a mí, con la espalda recta y los brazos cruzados dentro del haori como si el gesto pudiera protegerlo del lujo circundante. Sus ojos azules recorrían el terreno con cautela, como quien evalúa un terreno potencialmente hostil, en busca de una trampa explosiva.
Ni un músculo se movía en su rostro, pero su incomodidad era casi tangible, vibrando en el aire entre nosotros como una cuerda de shamisen demasiado tensa.
Era... divertido. Porque poner a Giyuu Tomioka en el territorio de Tengen Uzui era casi un experimento sociológico. Todo lo que él no era, condensado en una casa. Silencio vs. ruido. Austeridad vs. opulencia. Monocromo vs. arcoíris.
Casi me sentí culpable de haberlo traído.
Casi.
Y él ciertamente parecía estar replanteándose nuestra amistad.
—¿Estás bien? —susurré, inclinándome ligeramente hacia él.
—...sí —respondió después de una pausa demasiado larga para ser creíble.
Y eso que aún no había visto el plato fuerte.
Las tres esposas de Tengen salieron de la casa justo en ese momento, bajando las escaleras de madera con la gracia de bailarinas. Tres figuras distintas pero igualmente llamativas, vestidas con kimonos ligeros y coloridos que dejaban poco a la imaginación.
Suma —dramática, expresiva, con enormes ojos azules— y Makio —fiera y directa, con esos dos mechones rubios característicos en su flequillo negro— corrieron hacia nosotros dando saltitos y gritos de emoción al ver invitados.
Hinatsuru, de ojos violetas y cabello oscuro recogido en una coleta alta, las siguió con paso más calmado y una sonrisa amable. Era claramente la voz de la razón entre las tres.
—¡Sakura-chaaaaan! —Makio se lanzó hacia delante, abrazándome con fuerza suficiente para sacarme el aire de los pulmones—. ¡Por fin vienes a visitarnos! Estábamos a punto de pensar que te habías olvidado de nosotras.
—Hola, Makio —respondí con una sonrisa, mientras sentía a Giyuu petrificarse detrás de mí—. Lo siento, he estado ocupada. Ya sabes... demonios, muerte, trauma existencial. Lo habitual.
—¡Qué intensa eres! —exclamó Makio con admiración, como si acabara de decir algo profundo.
Suma apartó a Makio con un empujón suave para poder verme, juntando las manos en el pecho con expresión emocionada.
—¡Sakura-chan! Tan preciosa como siempre —me dio un abrazo que olía a golosinas—. ¡Y hueles tan bien! Tienes que decirme qué jabón usas. ¡Por favor!
Makio soltó una carcajada y empujó a Suma levemente con el hombro.
—Es su olor natural, tonta. El tuyo es olor a granja —bromeó.
Suma se puso colorada hasta las orejas y miró a Makio con expresión ofendida.
—¡Makio! Eres una grosera. ¡Retíralo ahora mismo!
—¡Es verdad! Ayer olías a caballo.
—¡Porque estaba limpiando los establos que TÚ dejaste sucios!
Ambas se pusieron a discutir con la intensidad de dos gatas peleando por territorio, sus voces superponiéndose mientras Hinatsuru se acercaba con expresión de resignación maternal.
—Hola, Sakura-chan. Me alegra verte —dijo con esa voz suave y calmada que contrastaba totalmente con las otras dos—. Disculpa a estas dos. Están muy animadas hoy.
Entonces miró detrás de mí y sus cejas se alzaron con genuina sorpresa.
—Oh, ¿quién es tu acompañante?
Y ahí fue cuando todo cambió.
Makio y Suma dejaron de discutir inmediatamente, como si alguien hubiera cortado sus cuerdas vocales. Ambas giraron la cabeza al unísono y clavaron sus miradas en Giyuu, quien —lo juro por todos lo sagrado— pareció considerar seriamente la posibilidad de desaparecer detrás de una árbol. O mejor aún, convertirse en niebla y dispersarse.
Ambas se acercaron sin el menor pudor, rodeándolo como depredadoras examinando a su presa. Mirándolo de arriba abajo con curiosidad descarada, riendo entre murmullos, perfumadas y brillantes como ninfas del bosque.
Suma le sonrió, inclinando la cabeza con expresión curiosa. Giyuu bajó la mirada con torpeza inmediata, como si acabara de ser sorprendido haciendo algo profundamente inapropiado.
Creo que jamás lo había visto tan fuera de su elemento.
—Él es Giyuu Tomioka —dije—. El Pilar del Agua.
Las tres jadearon al unísono, y su interés en Giyuu se multiplicó por diez.
—¿Cómo? ¿De verdad? —exclamó Makio con los ojos brillantes—. ¡Así que este es el famoso Tomioka!
—He oído que eres muy fuerte —añadió Suma, dando palmaditas emocionadas.
—Y muy callado —observó Hinatsuru con una sonrisa conocedora.
Antes de que Giyuu pudiera reaccionar —antes de que pudiera siquiera procesar qué estaba pasando— Makio ya se había colgado de su brazo como si fueran viejos amigos. Un torbellino de energía, risas y derroche.
—¡Yo soy Makio! Encantada de conocerte.
El impacto fue visible. Devastador.
Giyuu se quedó completamente rígido, como si lo hubieran convertido en piedra. Los ojos muy abiertos, las pupilas ligeramente dilatadas por la sorpresa. Su cuerpo entero pareció tensarse desde la cabeza hasta la punta de los pies, cada músculo bloqueado. Ni siquiera respiró durante varios segundos.
La miró, con expresión de confusión absoluta, como si intentara descifrar qué protocolo social aplicar en esta situación. Como si estuviera calculando mentalmente cuán ofendido estaría Tengen si se la sacudía de encima como a un insecto particularmente molesto.
Makio, por supuesto, no se dio por aludida.
—¡Tienes los brazos duros como troncos de árbol! —dijo, palpándole el bíceps con descaro—. ¿Qué haces, flexiones hasta para desayunar?
Pude ver un tic en su mandíbula. El pobre no sabía si apartarse bruscamente o quedarse quieto. Eligió quedarse inmóvil, como si la renuncia absoluta pudiera hacerlo invisible. Como si, si no se movía, tal vez ella simplemente lo olvidaría.
No funcionó.
—Y tu cabello es tan sedoso —continuó Makio, ahora tocando un mechón negro que caía sobre su frente—. ¿Usas aceite de camelia? ¡Yo también!
Los ojos de Giyuu me buscaron desesperadamente. Una súplica silenciosa. Tuve que morderme el labio para no reír.
—Makio, relájate —terció Hinatsuru con dulzura, mirando a Giyuu casi con lástima—. Lo estás atosigando.
Pero Makio solo puso los ojos en blanco y siguió aferrada al bíceps de Giyuu como si le fuera la vida en ello.
—¡Está bien! Solo estoy siendo simpática. ¿Verdad, Tomioka-san?
Giyuu la miró. Parpadeó. Abrió la boca. No salió ningún sonido. La cerró.
Me aclaré la garganta, decidiendo intervenir antes de que sufriera un colapso nervioso.
—Giyuu, estas son Makio, Suma e Hinatsuru —dije, señalando a cada una con la mano.
Las tres sonrieron con una sincronía encantadora, tres versiones distintas del mismo brillo. Suma hizo una pequeña reverencia. Hinatsuru inclinó la cabeza con elegancia. Makio simplemente apretó más su agarre en el brazo de Giyuu.
Tragué saliva, preparándome para la bomba.
—Las esposas de Tengen —añadí, mi voz cuidadosamente neutral.
El silencio que siguió fue palpable. Denso.
Giyuu parpadeó una vez. Luego otra. Sus ojos recorrieron lentamente a cada una de ellas, procesando la información: todas vestidas con ropa ligera, dejando al descubierto hombros, escotes generosos, piernas... mucha piel. Mucha más de la que probablemente había visto en toda su vida.
Podía leer el cálculo mental en su expresión. Uno más uno más uno... Y no le salían las cuentas. Su cerebro parecía haberse quedado atascado entre “tres” y “esposas”, y sencillamente se había rendido.
—Las... tres —dijo finalmente, su voz apenas un murmullo. Como si necesitara confirmar el número en voz alta, para sí mismo.
—¡Así es! —exclamó Suma con orgullo—. ¡Somos un equipo!
—Un equipo muy completo —añadió Hinatsuru.
Giyuu me miró de nuevo. Esta vez con expresión de genuino desconcierto. Como si yo tuviera las respuestas del universo.
No las tenía, lamentablemente.
En ese momento apareció Tengen, emergiendo de la casa como el sol saliendo tras las nubes. Envuelto en un kimono dorado brillante que relucía casi tanto como su sonrisa de dientes blancos perfectos. Joyas colgando de su cuello. El cabello blanco cayendo suelto sobre sus hombros musculosos.
La diferencia entre Giyuu y él era tan absurda que tuve que morderme el interior de la mejilla.
Donde Tengen irradiaba ostentación pura —luz, color, ruido, presencia imposible de ignorar— Giyuu parecía una sombra. Sobrio, discreto. Imposible de ignorar precisamente por eso. Por el contraste. Por cómo el silencio puede ser más ensordecedor que el ruido.
—¡Sakura, flor resplandeciente de mi jardín! —saludó Tengen, alzando ambas manos como si estuviera bendiciendo a la multitud—. ¡Qué alegría verte en mi humilde morada!
Humilde era la última palabra que usaría para describir este lugar.
Luego su mirada se clavó en Giyuu y una sombra de perplejidad y diversión cruzó su rostro.
—¡Y Tomioka! —su sonrisa se ensanchó—. Qué sorpresa verte fuera de tu cueva de ermitaño. ¿Saliste a ver la luz del sol? ¿O te perdiste y acabaste aquí por accidente?
—Uzui —dijo Giyuu a modo de saludo, su voz plana, sin molestarse en responder a la provocación.
—Hola, Tengen. Supongo que recibiste mi mensaje —dije rápidamente, antes de que esto se convirtiera en algo más incómodo.
Tengen se detuvo junto a Hinatsuru, rodeándola con un brazo por la cintura con naturalidad. Al ver que Makio seguía colgada del brazo de Giyuu —quien parecía haber aceptado su destino estoicamente— soltó una carcajada profunda y sonora.
—Querida, suéltalo —dijo con tono guasón—. Si lo asustas más, va a salir corriendo al bosque y nunca volverá a confiar en la humanidad.
Makio rio, pero obedeció, soltando su brazo con un último toque juguetón en el hombro. Giyuu exhaló despacio, como si acabara de sobrevivir a una emboscada demoníaca particularmente peligrosa. Luego se arregló el haori con movimientos precisos, sin mirar a nadie.
Satisfecho, Tengen volvió a mirarme con toda su atención.
—Así es, Sakura. Recibí tu cuervo. Necesitas mi ayuda con algo... interesante, según entendí.
Asentí, agradecida de volver al tema profesional.
—Así es. Voy a desarrollar mi entrenamiento para simular los efectos de un demonio que induce alucinaciones. Necesito plantas que generen ese efecto. Como las que usan los shinobi en misiones de infiltración. Psicotrópicos controlados.
Tengen parpadeó. Una vez. Dos veces.
Luego sonrió con entusiasmo genuino, como si le acabara de anunciar que íbamos a lanzarnos en paracaídas desde la cima del Monte Fuji.
—¡Sakura, eso es absolutamente brillante! —exclamó, golpeando sus manos—. ¡Psicotrópicos en el entrenamiento Hashira! ¡Eres una visionaria! ¿Ves, cariño? —se giró hacia Hinatsuru con expresión triunfante—. Esto es lo que intento inculcar en los chicos: originalidad, estilo, tomar riesgos calculados.
—Sí, pero tú solo les hiciste correr por una trampa de cuchillas giratorias durante dos horas seguidas —señaló ella con voz calmada—. Sin descanso. Diez de ellos vomitaron.
—¡Entrenamiento sensorial avanzado! —replicó Tengen, sin perder ni un ápice de ánimo—. ¡Y funcionó! Ahora pueden esquivar cualquier cosa.
—O tienen trauma permanente —murmuró Suma.
—¡Detalles! —Tengen agitó la mano con gesto dramático.
—¿Puedes ayudarme, entonces? —pregunté, tratando de no perder el hilo—. Necesito dosis controladas. Algo que altere la percepción pero que sea reversible y relativamente seguro.
—¡Claro que sí! —dijo Tengen con una sonrisa deslumbrante—. Cultivo toda clase de plantas en mi jardín secreto. Medicinales, venenos, psicotrópicas... lo que necesites. Incluso algunas ilegales, pero no se lo digas a Ubuyashiki —guiñó un ojo—. Pero antes, ¡venid! No os quedéis ahí como dos pasmarotes. Os enseñaré mi casa. ¡Tenemos que celebrar esta visita tan rara!
Tengen se giró, y las tres mujeres se colocaron a su lado inmediatamente, como si fuera una coreografía practicada. Extendió los brazos y rodeó a Makio y Suma por los hombros a un lado, e Hinatsuru al otro. Los cuatro formaban una imagen perfecta de armonía doméstica extravagante.
Me giré hacia Giyuu, quien los miraba marcharse con expresión de estupor absoluto. Como si acabara de presenciar algo que desafiaba las leyes de la física y la lógica.
Echamos a andar juntos tras el animado grupo, manteniendo una distancia prudencial.
—Tres —murmuró Giyuu, como si necesitara confirmar el número en voz alta una vez más—. Tres esposas.
Solté una risita que no pude contener y me encogí de hombros.
—Tres —asentí—. Lo sé. Yo también me quedé de piedra la primera vez que me enteré. Pensé que era una broma.
Giyuu se quedó en silencio varios segundos. Luego, con voz completamente seria:
—¿Es legal?
Mi risa se alzó, y vi cómo Tengen giraba la cabeza para mirarnos por encima del hombro, con expresión curiosa.
—Prefiero no saberlo —dije en voz baja, tapándome la boca con la mano—. No hacer muchas preguntas.
Giyuu frunció el ceño, como si estuviera reconsiderando toda su fe en la institución del matrimonio, o en la humanidad en general.
Caminamos unos pasos más. Luego, sin mirarme, con voz cuidadosamente neutra:
—¿Y por qué... por qué están...? —hizo un gesto vago con la mano hacia las mujeres—. ¿Son atuendos normales?
Tardé un segundo en entender a qué se refería. Luego casi me atraganto con mi propia saliva.
—¿Te refieres a...? —señalé discretamente hacia los vestidos, los escotes, las piernas descubiertas.
Giyuu asintió una vez, rígido. Sus mejillas tenían un tinte rosado muy leve.
—Supongo que es normal, en términos shinobi —dije, mordiéndome el labio—. O tal vez es solo... el estilo de esta casa. La comodidad. El calor. O...
No terminé la frase porque honestamente no tenía idea.
Giyuu miró al frente con expresión vacía, distante. La expresión de alguien que está reordenando fundamentalmente su visión del mundo para acomodar una nueva y absurda realidad.
Después de un largo silencio, solo dijo:
—Entiendo.
Pero no entendía. Ni remotamente. Podía ver el ligero tic en su ceja que solo aparecía cuando estaba profundamente desconcertado. La manera en que su mirada se perdió por un instante en algún punto del suelo, como si buscara una lógica oculta en las piedras del camino.
No la encontró.
Sonriendo con ternura, le di unas suaves palmaditas en el brazo. El mismo brazo que Makio había acosado minutos antes.
—Relájate —le murmuré, conteniendo una sonrisa mientras avanzábamos detrás del grupo colorido—. Conseguiré las plantas, tomaremos algo si Tengen insiste, y nos marcharemos pronto. Lo prometo.
Giyuu me miró de reojo. Había algo en sus ojos. Algo entre esperanza y resignación.
—Pronto —repitió, como si fuera una oración. Como si estuviera contando los minutos.
—Muy pronto —le aseguré.
***
El interior de la casa era aún más ostentoso que el exterior.
Uno te preparaba para el impacto, el otro te golpeaba sin piedad.
Fragancias dulzonas flotaban en el aire —jazmín, sándalo, algo más que no podía identificar— mezclándose con el sonido suave de un fūrin. Cortinas de seda colgaban de los techos como cascadas de color. Los pilares estaban tallados con diseños intrincados. Hasta el aire parecía brillar, como si alguien hubiera espolvoreado polvo dorado en él.
La casa de Uzui te envolvía, te devoraba, te bombardeaba los sentidos hasta que te rendías.
Era como entrar en un distrito del placer sin que lo fuera. O tal vez sí lo era y simplemente nadie lo había admitido en voz alta.
A mi lado, Giyuu se había puesto más rígido aún, si eso era posible. Caminaba como si algo fuera a saltarle a la cara en cualquier momento. No miraba directamente a nada, como si el contacto visual pudiera contaminarlo.
Las esposas se reían a carcajadas por algo que Tengen acababa de decir. En el salón principal —alfombras bordadas, cojines mullidos apilados por todas partes, mesas lacadas, todo lo opuesto a la sobriedad japonesa tradicional— Suma servía té verde en tazas de porcelana y mochi, mientras Tengen desplegaba su colección de curiosidades como un niño con juguetes nuevos.
—Estas dagas pertenecieron a un shōgun caído en desgracia —iba diciendo, levantando un par de tanto con empuñaduras de jade, con un brillo teatral en los ojos—. Esta máscara la conseguí en las montañas de Yoshiwara, de una cortesana que me salvó la vida... o tal vez fui yo quien la salvó a ella, los detalles son borrosos. Y este abanico perteneció a un asesino legendario. Aún tiene manchas de sangre, mirad.
Hinatsuru suspiró con expresión de "otra vez con las historias".
Nos sentamos en los cojines. Bueno, yo me senté. Giyuu se quedó de pie con la rigidez de alguien que preferiría estar en cualquier otro lugar. Incluso frente a una Luna Superior. Al menos con los demonios sabía qué esperar.
Suma me ofreció una taza de té con una sonrisa brillante. La acepté agradecida. Le ofreció otra a Giyuu, quien la tomó con ambas manos como si fuera una granada a punto de explotar, murmurando un "gracias" apenas audible.
—¿Azúcar? —preguntó Suma, inclinándose hacia él con expresión esperanzadora.
—No —respondió Giyuu inmediatamente, apartando la mirada.
—¿Mochi? ¿Son de pasta de judías rojas!
—No, gracias.
—¿Galletas de arroz? ¿Dango? ¿Agua? ¿Sake?
—Estoy bien —dijo Giyuu, y su tono era casi desesperado.
Suma pareció un poco decepcionada, pero sonrió de todas formas y fue a sentarse junto a Makio.
Tengen continuó con su tour guiado de objetos caros y probablemente robados. Cada pieza venía con una historia más elaborada que la anterior. Yo asentía educadamente, bebiendo mi té. Giyuu no se movía, mirando fijamente su taza como si fuera lo más interesante del mundo.
Y entonces Tengen se levantó y caminó hacia un estante alto. Sacó algo de una caja lacada.
—Y esto, queridos míos, es la joya de la corona —su sonrisa se ensanchó de forma peligrosa—. Tomioka, apunta, esto podría interesarte especialmente.
Tuve un mal presentimiento.
—Es una maravilla cultural que conseguí de un mercader de la India. Una obra maestra de conocimiento ancestral.
Bajó el libro con ceremonia. Encuadernación negra y naranja, con detalles dorados en los bordes.
Kamasutra, se leía en la portada con letras doradas elaboradas.
Cuando lo abrió —cuando ese maldito hombre lo abrió sin ningún pudor— comprendí de inmediato que haber subido a esa casa había sido un error monumental. Un error de proporciones catastróficas.
Era... detallado. Extremadamente detallado. En exceso. Las ilustraciones eran lo bastante artísticas y explícitas como para hacerme desear la ceguera temporal. O permanente. Cualquiera de las dos opciones era válida en este momento.
Cuerpos entrelazados en posiciones que desafiaban la anatomía humana. En colores vívidos. Con anotaciones.
—Como podéis ver —continuó Tengen, completamente despreocupado, pasando una página—, el conocimiento tántrico indio es fascinante. Esta posición, por ejemplo, se llama "La Flor de Loto Invertida" y requiere una flexibilidad extraordinaria...
Y Giyuu...
Juro por todos los dioses que podía oír cómo el alma de Giyuu Tomioka intentaba abandonar su cuerpo por el método de evaporación espontánea.
Estaba tan pálido que ni siquiera podía enrojecer. Toda la sangre había abandonado su rostro, dejándolo blanco como papel de arroz. Sus ojos se habían abierto de par en par, fijos en el libro con expresión de horror absoluto. Como si estuviera presenciando el fin del mundo. La boca una fina línea. Paralizado.
La taza de té temblaba visiblemente en sus manos.
Y entonces, muy despacio, giró la cabeza hacia mí. Sus ojos suplicaban. Sácame de aquí. Por favor. Te lo ruego. Haré lo que sea.
Yo sentí cómo el calor me subía por el cuello, incendiando mis mejillas, llegando hasta las orejas. Me puse en pie de un salto, el movimiento tan abrupto que casi volqué mi taza.
—¡Bueno, Tengen! —mi voz salió demasiado alta, demasiado aguda—. Esto es... educativo. Muy educativo. Académicamente fascinante. Muchas gracias por compartir tu... conocimiento. Pero creo que deberíamos ir a ver las plantas. Las alucinógenas. ¡Ahora! Sí, ahora sería un buen momento.
Le quité el libro de las manos antes de que pudiera girar otra página —antes de que las cosas pudieran empeorar, si eso era posible— lo cerré con fuerza y lo dejé con cuidado sobre una mesa ornamentada.
—Necesito esas plantas para mi entrenamiento. Es urgente. Muy urgente.
—Pero si apenas estamos en la posición número doce —protestó Tengen con expresión de genuina decepción—. ¡Hay sesenta y cuatro! Y algunas son realmente innovadoras...
—¡Maravilloso! Quizá en otra ocasión —lo interrumpí, agarrándolo del brazo y empujándolo hacia la salida del salón con fuerza—. Cuando tengamos más tiempo. Y preparación mental. Y sake. Mucho sake.
Mientras lo arrastraba hacia el pasillo, oí a Tengen refunfuñar algo sobre lo aburrida que era, lo poco que apreciaba la cultura, y cómo la juventud de hoy no valoraba las artes antiguas.
—¡Hay un capítulo completo sobre técnicas de respiración aplicadas! —dijo por encima del hombro—. ¡Pensé que como Pilares os interesaría la correlación!
—¡Muy considerado de tu parte! —dije de vuelta, sin soltarlo.
Giyuu no tuvo tanta suerte.
Antes de que lograra reaccionar —antes de que sus piernas recordaran cómo funcionar— las tres esposas lo rodearon como tiburones que habían olido sangre en el agua.
—¡Tomioka-san! —Suma se le acercó por la izquierda, con expresión emocionada—. ¡Tus ojos! Son de un azul tan increíble. Como el mar en verano. ¿Alguna vez te lo han dicho? ¡Debes escucharlo todo el tiempo!
—Yo... no... —balbuceó Giyuu, retrocediendo medio paso.
—¡Tomioka-san! —gritó Makio desde el sofá, levantando el libro que yo había dejado con tanto cuidado en la mesa—. ¡Ven a ver el capítulo tres! ¡Tengen dice que da unos consejos buenísimos para mejorar la flexibilidad y la resistencia física! ¡Seguro que te viene bien!
Los ojos de Giyuu se abrieron aún más.
—¡Y mira esta ilustración! —continuó Makio, completamente ajena a su agonía—. ¿Crees que esta posición es posible? Porque Tengen dice que sí, pero yo tengo mis dudas sobre el ángulo de...
—Makio, dejalo tranquilo —intervino Hinatsuru con voz suave, pero había diversión en sus ojos—. ¿No ves que el pobre está a punto de desmayarse?
—¡Qué va! Los Pilares son fuertes. ¿Verdad, Tomioka-san?
Giyuu me buscó con la mirada. Una última súplica desesperada.
Pero yo ya estaba en el pasillo, arrastrando a Tengen hacia el jardín trasero.
—¡Lo siento! —grité por encima del hombro, sintiendo una punzada de culpa genuina—. ¡Resiste! ¡Volveré pronto!
Vi cómo Suma lo obligaba a sentarse y luego se ponía a su lado, invadiendo completamente su espacio personal, mientras Makio le mostraba entusiasmada diferentes páginas del libro. Hinatsuru les llevaba más té, riendo suavemente.
La última imagen que tuve de Giyuu antes de doblar la esquina fue su expresión de completa y absoluta derrota.
Como si finalmente hubiera encontrado algo peor que enfrentar a Muzan.
Y ese algo eran las tres esposas de Tengen Uzui con un Kamasutra en las manos.
Lo compensaré después, pensé, conteniendo una risa mientras seguía a Tengen por el laberinto de pasillos coloridos. De alguna forma. Le compraré algo que le guste. O solo prometere no volver a traerlo aquí nunca más.
Sí. Definitivamente esa segunda opción.
Aunque una parte traviesa de mí —una parte terrible que probablemente debería avergonzarme— encontraba toda esta situación absolutamente hilarante.
Giyuu Tomioka, el Pilar del Agua, maestro de once formas, capaz de enfrentar a demonios sin pestañear, completamente derrotado por tres mujeres y un libro sobre posiciones íntimas.
Si sobrevivía a esto, nunca me lo perdonaría.
Pero valdría totalmente la pena.
***
Tengen me llevó al fondo del jardín, alejándonos del caos de la casa principal.
Atravesamos un camino de piedra rodeado de bambúes y flores exóticas hasta llegar a una estructura de madera y cristal que brillaba bajo el sol. Un invernadero. Era el único lugar de toda la propiedad donde se respiraba tranquilidad. Paz. Silencio bendito.
—Aquí está mi pequeño tesoro —dijo Tengen, abriendo la puerta con un gesto teatral.
El interior era sorprendentemente ordenado. Hileras de macetas perfectamente alineadas, etiquetadas con caligrafía pulcra. El aire olía a tierra húmeda y a algo ligeramente medicinal.
—Estas tres son las que buscas —señaló una hilera protegida por una tela ligera y unas campanillas que tintineaban con la brisa—. Esta —señaló una planta con hojas violetas moteadas de blanco, casi luminiscentes— genera confusión sensorial. Distorsiona el equilibrio y la percepción del entorno. Los usuarios reportan que el suelo parece moverse, las paredes respiran. Muy útil para simular técnicas demoníacas.
Me acerqué a examinarla con cuidado. Las hojas eran carnosas, gruesas.
—Esta otra —continuó, señalando una planta baja con flores rojas que parecían de terciopelo— puede inducir visiones leves si se quema e inhala el humo. No muy fuertes, pero suficientes. Colores más vibrantes, sombras que se mueven, ese tipo de cosas.
—¿Y la tercera?
—Ah, esa es especial —su sonrisa se ensanchó—. Causa una ligera euforia al principio, todo parece maravilloso, y luego... —hizo una pausa dramática— una paranoia tremenda. Súbita. Violenta. La usábamos para entrenar la concentración bajo presión extrema. Como estar rodeado de enemigos invisibles. Una delicia absoluta.
Le dediqué una mirada escéptica.
—¿Tú has probado estas cosas? ¿Personalmente?
—¡Por supuesto! —exclamó con orgullo—. ¿Cómo podría recomendarlas si no las hubiera probado primero? Aunque en mi caso solo me volví más fabuloso.
—Eso no es médicamente posible, Tengen —bromeé, conteniendo una sonrisa.
—Lo sé. Soy un caso único.
Revisé las plantas con cuidado, tocando las hojas, oliendo las flores. Después, Tengen cortó trozos de las tres plantas con movimientos precisos de alguien que sabe exactamente lo que hace. Me entregó tres pequeños frascos de vidrio con las muestras dentro, cada uno etiquetado con nombres en kanji que no reconocí.
Lo cierto es que, debajo de toda su fanfarronería y ostentación, se notaba que Tengen sabía perfectamente lo que hacía. Era un profesional. Un shinobi de verdad.
—Gracias —le dije con genuina gratitud, guardándome los frasquitos en el bolsillo interior del haori—. Esto va a ser muy útil.
—Solo prométeme una cosa —dijo Tengen, sus ojos brillando con diversión maliciosa—. Si algún Cazador alucina que está peleando contra una deidad femenina escandalosamente seductora de cinco metros de alto y completamente desnuda, me lo cuentas. Necesito saberlo. Para mi diario personal. Y posiblemente para mis fantasías.
—Eso no va a pasar.
—¡No limites tu imaginación, Sakura! ¡Las plantas son impredecibles!
Puse los ojos en blanco y negué con la cabeza, pero no pude evitar sonreír.
—Será mejor que volvamos —dije, girándome hacia la salida—. Temo que Giyuu sufra una embolia cerebral si lo dejo más tiempo solo con tus esposas.
—Ah, sí, Tomioka —rio Tengen, siguiéndome por el camino de piedra—. Dime, ¿qué le ofreciste a cambio de que accediera a acompañarte? Debe haber sido algo extremadamente tentador. ¿Dinero? ¿Una espada nueva? ¿Tu primogénito?
Me detuve en seco, girándome para mirarlo.
—No le ofrecí nada. Él simplemente... aceptó.
Tengen se detuvo también. Me miró. Parpadeó. Y luego una sonrisa lenta, entendida, absolutamente insoportable, se extendió por su rostro.
—Oh.
—¿Oh qué?
—Ya veo.
—¿Qué ves?
—¿Desde cuándo estáis juntos? —preguntó con tono casual, como quien pregunta sobre el clima.
Me quedé callada, mirándolo. Abrí y cerré la boca dos veces antes de decir estúpidamente:
—¿Qué?
Tengen alzó una ceja, cruzando los brazos sobre su pecho amplio.
—Tomioka y tú. ¿Cuánto tiempo lleváis? ¿Semanas? ¿Meses?
Sentí cómo un rubor traicionero me calentaba las mejillas, subiendo por mi cuello como fuego. Negué con la cabeza rápidamente, demasiado rápido.
—N-no estamos... No lo estamos. Solo somos amigos. Compañeros. Colegas.
Tengen bufó y soltó una carcajada que resonó entre los bambúes.
—Ah, Sakura, querida mía. No trates de mentirme. Soy un hombre casado con tres mujeres extraordinarias. Reconozco la tensión sexual no resuelta cuando la veo. Y vosotros dos prácticamente vibrais con ella.
—¡No te miento! —exclamé, mi voz saliendo demasiado aguda—. ¡Somos amigos!
Tengen frunció el ceño, no convencido. Y entonces, de repente, lo tenía a apenas un palmo de mi cara, inclinándose hacia mí, observándome como si fuera un experimento interesante.
Traté de apartarme pero estábamos rodeados de plantas por todos lados y escapar era imposible, no sin empujarlo violentamente, cosa que tenía muchas ganas de hacer.
—Un momento... —su mirada púrpura se afiló, buscando algo en mi expresión. En mis ojos. Luego se agrandó con desconcierto y finalmente dio un paso atrás, llevándose una mano a la frente—. Ese idiota ni siquiera te ha besado aún, ¿a que no?
—¡Tengen!
—¡Lo sabía! —exclamó, señalándome acusadoramente—. Voy a tener que hablar con él. De hombre a hombre. Darle unos consejos sobre cómo aproximarse a una mujer, porque claramente el pobre no tiene ni idea...
—No, no, no —corté, desesperada y completamente avergonzada, sintiendo cómo mi cara ardía—. Olvídate de eso. Giyuu y yo no... Por favor, regresemos. Gracias por tu ayuda, por las plantas, pero... volvamos. Por favor. Te lo suplico.
Tengen hizo una mueca y me miró con condescendencia y cierta aflicción, como un padre preocupado por su hija ingenua. Se puso ambas manos en la cintura, adoptando una postura de maestro.
—Sabes, Sakura, el sexo es algo necesario y extremadamente agradable y completamente natural que cumple unas funciones fisiológicas importantes que...
Oh no.
Oh no no no.
Mientras Tengen seguía y seguía sobre la sexualidad humana y sus múltiples beneficios y sobre cómo "la liberación física" era importantísima para la vitalidad y el equilibrio emocional y cómo "reprimir los impulsos naturales" podía llevar a una tensión innecesaria, pensé que ese era probablemente el momento más bochornoso de mi vida.
Tal vez rivalizando con aquella vez en que mi tía Yoshiko había querido explicarme el milagro de la vida usando una metáfora elaborada de flores y abejas que no había tenido ningún sentido.
—...y el placer femenino es particularmente importante, algo que muchos hombres ignoran descaradamente, pero si Tomioka necesita orientación, puedo...
—Gracias por tu interés en mi bienestar —corté antes de que se metiera de lleno en territorios aún más peligrosos—. Pero no es necesario. En absoluto. De ninguna manera.
Tengen se encogió de hombros, claramente decepcionado de no poder continuar con su conferencia.
—Pues es una pena. Una mujer hermosa como tú está hecha para...
—Por favor, Uzui —dije entre dientes, mi mano moviéndose instintivamente hacia mi katana—. No termines esa frase. No me obligues a golpearte. Porque lo haré. Y no será suave.
Tengen soltó una risa atronadora, echando la cabeza hacia atrás. Pero finalmente se rindió, levantando las manos en señal de rendición.
—¡Está bien, está bien! Respeto tu privacidad. Aunque si cambias de opinión...
—No lo haré.
—...mi oferta sigue en pie. Tengo varios libros que...
—Tengen.
—¡Solo intento ayudar!
Cuando finalmente volvimos hacia la casa, yo completamente azorada por la incómoda y completamente innecesaria conversación, el murmullo de voces dentro seguía tan alto como cuando nos habíamos ido. Risas. Exclamaciones. El sonido de alguien —probablemente Suma— chillando algo emocionada.
Al abrir la puerta del salón, lo primero que vimos fue a Giyuu.
Acorralado en el sofá por las tres esposas, como un animal salvaje cazado. La taza de té seguía intacta en su mano, fría. Su expresión combinaba resignación con exasperación silenciosa. Los hombros tensos. La espalda demasiado recta. Los ojos vidriosos.
Había cruzado algún umbral interno de tolerancia social y ahora simplemente existía en ese espacio, esperando que terminara.
—¿Entonces nunca has tenido una cita? —preguntaba Suma, sentada peligrosamente cerca de sus rodillas, inclinada hacia él.
—¡Eso es imposible! —exclamó Makio desde el otro lado—. ¡Con ese rostro tan apuesto! ¡Hay quien pagaría fortunas por ese tipo de melancolía estética!
—Y tu voz grave... —añadió Hinatsuru con una sonrisa dulce—. Podrías ganarte la vida recitando poesía. O seduciendo viudas ricas. O ambas cosas.
Giyuu pareció darse cuenta de que habíamos regresado. Su mirada se clavó en la mía a través de la sala con la precisión de una flecha.
Era una súplica muda. Dolorosa. Desesperada. Ligeramente homicida.
Si no me sacas de aquí ahora mismo, voy a hacer daño a alguien. Probablemente a mi mismo.
—Lo siento, chicas —anuncié en voz alta, dando un par de palmadas para llamar su atención—. Pero tengo que llevármelo. Tenemos muchas cosas que hacer. Urgentes.
—¿Cómo? —Suma se giró para mirarme con expresión de genuina decepción—. ¿No os quedáis a comer? ¡Iba a preparar mi especialidad!
—¡Eso! ¿Por qué no os quedáis? —se quejó también Makio, levantándose del sofá—. De hecho, ¡podríais quedaros a dormir! Tenemos habitaciones de sobra. Podemos jugar a las cartas, beber sake viendo el atardecer, contar historias...
Ese ofrecimiento fue todo lo que necesitó Giyuu para ponerse en pie de un salto, tan rápido que Suma casi cayó hacia adelante y Makio tuvo que dar un paso atrás.
A mi lado, Tengen soltó una risa baja, claramente disfrutando del espectáculo.
Giyuu y yo caminamos —bueno, Giyuu casi corría— hacia la entrada. Tengen y sus esposas nos siguieron, despidiéndose efusivamente.
—Volved pronto —decía Suma con tristeza genuina, agitando ambas manos.
—Esta es vuestra casa —sonrió Hinatsuru—. Siempre sois bienvenidos.
—¡Traelo también la próxima vez, Sakura-chan! —gritó Makio desde la puerta, apoyada en el marco.
Y entonces soltó la siguiente frase como quien lanza una bomba.
—¡Queremos saber cómo besa!
Sentí cómo se me encendían las orejas al instante, como si alguien les hubiera prendido fuego. El aire que acababa de inhalar se me fue por el camino equivocado y tuve que disimular una tos violenta.
Giyuu no dijo nada. Simplemente... se detuvo. Vi cómo parpadeaba una vez, muy despacio, como si su mente estuviera procesando si realmente había escuchado eso o si finalmente había alucinado.
Y entonces Tengen, sonriente, con esa expresión de quien sabe exactamente lo que está haciendo, vino a rematarlo:
—¡Puedo prestarte el libro si quieres, Tomioka! ¡El Kamasutra! Tiene una sección completa sobre técnicas de beso, entre otras muchas cosas, claro. ¡Pero me lo tienes que devolver! Es una edición especial.
Deseé que la tierra me tragara. Que un agujero se abriera bajo mis pies y me llevara directamente al inframundo.
Y Giyuu...
Fue como ver a alguien alcanzar el límite exacto entre la paciencia infinita y el colapso total. No dijo ni una palabra. Ni siquiera suspiró más fuerte. Ni cambió su expresión.
Solo me agarró por la muñeca —con una firmeza que no pedía permiso, pero que tampoco hacía daño— y me arrastró hacia la salida.
Su expresión no era de ira, ni de vergüenza. Era algo peor: la serenidad absoluta de un hombre que ha abandonado toda esperanza de mantener su dignidad.
—¡Adiós! —grité por encima del hombro mientras Giyuu me arrastraba—. ¡Gracias por todo!
Cruzamos el jardín bajo la mirada curiosa de una estatua de oro de tamaño natural que inquietantemente se parecía a Tengen en pose heroica. El portón se cerró tras nosotros con un sonido seco, y todavía podía oír las risas y los "¡vuelve pronto, Sakura-chan!" de fondo, mezclándose con el tintineo de las campanillas.
No fue hasta que el sonido se apagó entre los bambúes del camino, hasta que el silencio del bosque nos envolvió de nuevo, que Giyuu finalmente aflojó su agarre en mi muñeca.
Se detuvo en medio del sendero. Cerró los ojos. Respiró hondo. Una vez. Dos veces. Tres.
Y entonces, casi para sí mismo, con voz completamente muerta:
—Nunca más.
Caminamos en silencio por un largo rato.
No era un silencio incómodo, no exactamente. Se sentía como el silencio de dos personas de naturaleza tranquila —y yo comparada con Giyuu era un polvorín— que habían vivido algo intenso, muy intenso, abrumador —Giyuu lo calificaría como traumático— y ahora necesitaban tiempo para procesarlo en la quietud de sus propias mentes.
El sendero serpenteaba entre los pinos, alejándonos cada vez más de la casa de Tengen. Con cada paso, podía sentir cómo la tensión en mis hombros se disolvía gradualmente. El aire aquí era limpio, sin perfumes densos ni incienso. Solo olía a bosque. A resina de pino. A tierra húmeda.
Miré de reojo a Giyuu.
Caminaba a mi lado con las manos dentro del haori, la mirada fija al frente, la expresión cuidadosamente neutral. Pero había algo en la rigidez de su postura que me decía que aún estaba procesando. Que su mente estaba repasando cada momento horrible de las últimas horas, archivándolo meticulosamente en algún lugar profundo donde guardaba todas las experiencias que preferiría olvidar.
No lo culpaba.
El cielo, que había estado despejado esta mañana, empezaba a oscurecerse gradualmente. Nubes grises se acumulaban en el horizonte como una advertencia silenciosa. El viento había cambiado, volviéndose más fresco, más húmedo. Traía consigo el olor inconfundible de lluvia, ese aroma metálico y terroso que precede a las tormentas.
Seguimos caminando. El único sonido era el crujir de las hojas secas bajo nuestros pies, el susurro del viento entre las ramas, algún pájaro distante preparándose para la tormenta.
No sabía si debía romper el silencio. Si Giyuu prefería seguir así, envuelto en su propia quietud. Pero había algo que necesitaba saber. Algo que me carcomía desde que habíamos cruzado ese portón ornamentado.
Finalmente, no pude soportarlo más.
—¿Estás enfadado conmigo? —pregunté, mi voz sonando más bajita de lo que pretendía.
Giyuu se detuvo. Me detuve también, girándome para mirarlo.
Él me observó durante un largo momento, esos ojos azules estudiándome con esa intensidad característica suya que me hacía sentir transparente.
—No —dijo finalmente, su voz baja pero firme—. No estoy enfadado.
Algo en mi pecho se aflojó, liberando una tensión que no sabía que estaba sosteniendo.
—Pero... —continuó, y había un matiz en su tono. Algo que podría haber sido humor si no sonara tan cansado— no vuelvas a pedirme que vaya a ese lugar.
No pude evitarlo. Una risa brotó desde mi garganta, aliviada.
—Lo siento —dije, llevándome una mano a la boca—. Lo siento mucho, Giyuu. Sé que ha sido... agobiante. Y sé que ellos son completamente inapropiados. Pero al menos conseguí las plantas. Eso es bueno, ¿no?
Giyuu hizo una mueca. Una expresión que claramente decía: ¿A qué precio?
Reí de nuevo, esta vez con más fuerza. Iba a decir algo más —tal vez otra disculpa, tal vez una promesa de no volver a someterlo a algo así— cuando sentí la primera gota.
Cayó directamente en mi frente. Fría. Pesada. Inequívoca.
Luego otra. Y otra.
Y entonces, como si alguien hubiera abierto las compuertas del cielo de golpe, empezó a llover con fuerza.
No fue una lluvia gradual. Fue un diluvio inmediato y violento que nos empapó en cuestión de segundos. Gotas enormes que golpeaban las hojas con fuerza, que convertían el sendero en barro resbaladizo, que caían con tal intensidad que apenas podía ver más allá de unos metros.
—¡Oh no! —exclamé, cubriéndome la cabeza inútilmente con las manos.
Pero Giyuu ya se había movido.
En un movimiento ágil y elegante que solo alguien entrenado toda su vida podía ejecutar, se quitó su haori y lo alzó, sujetándolo con los antebrazos. Y antes de que me diera cuenta lo tenía a mi lado, cubriéndonos a ambos —más a mí que a él— con la tela bicolor, creando una protección improvisada contra la lluvia que, aun así, era tan fuerte que nos mojaba la cara y las manos.
Me sentí repentinamente turbada.
Por su presencia física que me envolvía. Por tenerlo tan cerca, prácticamente a mi espalda. Por sentirme rodeada de su olor a pino y menta que era muchísimo mejor que el olor del bosque que nos rodeaba, y que la lluvia solo intensificaba. Por la forma en que su cuerpo bloqueaba el viento. Por cómo su calor, incluso bajo la lluvia fría, irradiaba hacia mí.
No podía verle el rostro desde este ángulo, pero oí su voz junto a mi oído, grave y baja, enviando un escalofrío por mi columna que no tenía nada que ver con el frío:
—Ahí.
Entendí que señalaba hacia la izquierda, donde un grupo denso de árboles antiguos formaban una especie de dosel natural, sus ramas entrelazadas tan tupidamente que creaban un refugio.
Corrimos hacia allí juntos, con su haori sobre nuestras cabezas como un toldo compartido y nuestros pies chapoteando en el barro que se formaba rápidamente. El agua salpicaba nuestras piernas. Nuestros cuerpos se rozaban con cada paso apresurado.
Bajo los árboles, la lluvia todavía caía, pero en gotas más dispersas que se filtraban entre las hojas. Era suficiente. Nos apoyamos contra los troncos gruesos, completamente empapados.
Giyuu retiró finalmente el haori de nuestras cabezas. La tela se había empapado solo con esos segundos de lluvia intensa, oscurecida por el agua, goteando pesadamente.
Mi cabello se pegaba a mi cara y cuello en mechones húmedos. El cuello del uniforme se adhería a mi piel, frío y pesado.
Miré a Giyuu. El agua corría por su rostro, goteando desde su cabello negro que ahora se veía más largo, más oscuro. El haori en su mano chorreaba agua sobre la hierba. Pero él parecía completamente imperturbable, como si mojarse hasta los huesos no le molestara en absoluto.
Durante un momento, simplemente nos quedamos allí, escuchando el tamborileo constante de la lluvia contra las hojas, viendo cómo el mundo se difuminaba tras la cortina de agua que caía sin descanso.
Era extrañamente pacífico. A pesar del frío. A pesar de estar empapados. A pesar de todo.
—¿Estás bien? —preguntó Giyuu de repente, su voz cortando el sonido monótono de la lluvia.
—Sí —respondí, aunque tiritaba ligeramente—. Solo... empapada. Y tu haori, Giyuu...
Miré la tela mojada con expresión culpable.
—No importa —dijo él, encogiéndose de hombros—. Lo lavaré más tarde.
Hubo una pausa. Giyuu miró la cortina de agua que caía frente a nosotros, como si buscara algo en el patrón caótico de las gotas.
—Cuando Uzui y tú fuisteis a buscar las plantas... —hizo una pausa, como eligiendo las palabras con cuidado—. Regresaste... turbada.
Me quedé quieta. Sorprendida de que lo hubiera notado. De que él, en medio de su propio infierno personal siendo acosado por tres mujeres insistentes, se hubiera dado cuenta de que algo me pasaba a mí.
El recuerdo de la conversación en el invernadero volvió con fuerza, golpeándome como una ola. La cara de Tengen demasiado cerca. Sus preguntas directas. Sus observaciones. Su maldita conferencia sobre sexualidad y liberación física.
"¿Desde cuándo estáis juntos?"
"Ese idiota ni siquiera te ha besado aún."
Sentí cómo el calor subía a mis mejillas a pesar del frío que calaba mis huesos.
—¿Pasó algo? —insistió Giyuu, mirándome, y había algo en su voz. Preocupación. Tirantez apenas contenida.
—No, no —dije rápidamente, agitando las manos frente a mí—. Todo bien. Es solo que Tengen es... intenso. Muy directo. Dice cosas que... —me detuve, buscando las palabras correctas— que uno no espera oír.
Giyuu me miró fijamente, aguardando. No iba a dejarlo pasar. Y su mirada severa, de concentración total, me dijo que se lo tomaba muy en serio. Que si algo malo había pasado, si Tengen se había pasado de la raya, actuaría.
Pero yo no podía contarle toda la verdad. Porque supe instintivamente que no le sentaría nada bien el que Tengen hubiera dicho esas cosas estando a solas conmigo. Giyuu se enfadaría con el ex-Pilar del Sonido. Y ya no sería el chico terriblemente incómodo y cohibido de hace un rato, sino... el hombre adusto e implacable que era el Pilar del Agua.
Defendiendo mi honor.
La idea me hacía sentir cálida y protegida, pero también preocupada. No quería causar problemas.
Suspiré.
—Me hizo preguntas —confesé, bajando un poco la voz—. Sobre... —tragué saliva— sobre nosotros. Sobre por qué habías venido conmigo. Sobre si... —aparté la mirada hacia el bosque difuminado por la lluvia— si estábamos juntos.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Más fuerte que la lluvia torrencial. Más pesado que el aire húmedo.
Giyuu parpadeó una vez. Muy despacio. Su expresión no cambió, pero algo en su postura se tensó. Como si acabara de recibir información que no sabía cómo procesar. Como si su mente se hubiera quedado atascada en esa última palabra.
Juntos.
—¿Qué le dijiste? —su voz era cuidadosamente neutral.
—La verdad —respondí, mirando sus pies cubiertos por las zōri oscuras y los calcetines blancos que ahora estaban manchados de barro—. Que somos amigos. Que no estamos... que no hay nada... —las palabras se me atascaban en la garganta como piedras— Ya sabes.
Mentirosa, susurró una voz en mi cabeza. Mentirosa, mentirosa, mentirosa.
Giyuu asintió lentamente. Su mirada se apartó un instante, hacia la lluvia que golpeaba las ramas con furia renovada. Tal vez buscaba algo que decir. Algo apropiado. Algo seguro.
No lo encontró.
Pero vi cómo su mandíbula se endurecía, el músculo saltando bajo la piel.
El silencio se extendió, pesado. Incómodo de una forma diferente ahora. Cargado de cosas no dichas que flotaban entre nosotros como fantasmas.
Necesitaba romperlo. Necesitaba devolver esto a territorio seguro.
—Gracias —dije, mirándolo a la cara de nuevo, forzando mi voz a sonar más suave, más normal—. Por venir conmigo hoy. Por... aguantar todo eso. Sé que no fue fácil.
Giyuu me miró de reojo, sus ojos encontrando los míos.
—No fue tan terrible —mintió.
Solté una risa suave.
—Embustero. Vi tu cara. Estabas considerando seriamente el seppuku ritual.
Los labios de Giyuu se curvaron apenas.
—Las esposas de Uzui son... persistentes —dijo diplomáticamente, eligiendo la palabra con cuidado.
—Son un escuadrón de ataque —corregí—. Y tú eras el objetivo principal.
—Me sentí como un ciervo rodeado de lobos. — admitió.
La imagen me hizo reír más fuerte. Porque era exactamente así. Les sacaba una cabeza y casi medio cuerpo de ventaja, pero aún así había quedado completamente indefenso ante tres mujeres coquetas con demasiado tiempo libre.
—La próxima vez que visitemos a Uzui —dije con una sonrisa traviesa—, estaremos preparados. Tal vez podemos rociarlas con cloroformo antes de entrar.
La mirada que me lanzó fue de puro horror.
—No habrá próxima vez.
—Oh, vamos. No fue tan malo. Tú mismo lo has dicho.
—Sakura.
—¡Podrías acostumbrarte!
—Sakura —repitió, con un tono de advertencia.
—¡Tal vez la próxima vez te dejen en paz! Aunque Makio claramente te ha cogido cariño... Vi cómo te miraba...
—Nunca más entraré en esa casa —dijo con una firmeza absoluta que no admitía discusión. Como si estuviera grabando esas palabras en piedra—. Tendrías que drogarme.
Me quedé mirándolo.
—Con las plantas que conseguí hoy —dije lentamente, una sonrisa creciendo en mi rostro como una flor maligna—. Técnicamente, podría hacerlo.
Giyuu parpadeó. Me miró. Procesó lo que acababa de decir. Sus ojos se estrecharon ligeramente.
—No te atreverías.
—¿No confías en mí? —pregunté con falsa inocencia, llevándome una mano al pecho.
—Confío en ti —dijo sin dudar ni un segundo—. No confío en tu sentido del humor.
Reí, el sonido atravesando la lluvia que seguía cayendo a nuestro alrededor como un telón. Era ridículo. Todo esto era completamente ridículo. El día entero había sido una montaña rusa de emociones imposibles: el entrenamiento perfecto de esta mañana, la tensión entre nosotros, la pesadilla surrealista de la casa de Tengen, y ahora esto. Haciendo el tonto bajo un árbol mientras la lluvia nos empapaba hasta los huesos.
—No te preocupes —dije finalmente, limpiándome una gota de agua que corría por mi mejilla como una lágrima—. Estás a salvo. No te drogaré para llevarte de vuelta. Promesa de Pilar.
—Gracias —respondió Giyuu con tono seco, pero había diversión en sus ojos.
—Pero si necesito volver... irás conmigo, ¿verdad? —lo miré con expresión esperanzadora, deliberadamente exagerándola como una niña pidiendo dulces—. ¿Como buen amigo que eres?
Giyuu cerró los ojos. Respiró hondo, como si estuviera pidiendo paciencia a los espíritus. Cuando los abrió de nuevo, había rendición en ellos, y algo más. Algo que se parecía peligrosamente a la ternura.
—Si es absolutamente necesario —dijo lentamente, cada palabra pareciendo costarle un esfuerzo físico—. Y solo si no hay otra opción en todo Japón. Y con condiciones.
—¿Condiciones? —pregunté, intrigada.
—Nada de quedarnos a beber o comer. Nada de excursiones turísticas por la casa. Entramos, conseguimos lo que necesitas, salimos —enumeró con los dedos, muy serio—. Y bajo ninguna circunstancia, bajo ningún concepto, me dejas solo con ellas.
—Trato hecho —extendí mi mano hacia él.
Giyuu la observó un instante, y luego la tomó con firmeza. Su mano, más grande que la mía, la envolvió por completo, fría por la lluvia, pero el agarre era fuerte, seguro, como una roca que no se mueve.
Sentí la presión en mis dedos, el contraste entre su piel húmeda y mi calor propio, un pulso casi imperceptible que vibraba en esa conexión. Nos quedamos así, las manos entrelazadas, como si en ese contacto se sellara algo más que un simple acuerdo.
La lluvia bajaba de intensidad, dejando caer gotas más suaves.
Cuando por fin solté su mano, fue casi a regañadientes, sintiendo el frío inmediato donde había estado su calor.
Casi había dejado de llover. Solo gotas dispersas cayendo de las hojas. El cielo seguía gris, pero más claro. Menos amenazante. La tormenta había pasado tan rápido como había llegado.
—Deberíamos seguir —dije, aunque una parte de mí no quería moverse. Quería quedarse aquí, en este pequeño refugio, donde el mundo se reducía solo a nosotros dos—. Antes de que empiece de nuevo
Giyuu asintió, apartándose del árbol con un movimiento fluido.
Reanudamos la marcha, nuestros uniformes goteando. El barro se pegaba a nuestras sandalias, haciendo cada paso un poco más difícil, más pesado.
Pero caminábamos juntos. Al mismo ritmo. Como esta mañana. Como siempre.
El bosque empezaba a abrirse gradualmente. A lo lejos, podía ver los primeros techos de las instalaciones del Cuerpo de Cazadores de Demonios. Pronto llegaríamos. Pronto nos separaríamos, cada uno volviendo a su propio pabellón.
La idea me llenó de una melancolía inesperada que me apretó el pecho.
No quería que este día terminara. A pesar de todo —del caos, de la vergüenza, de las situaciones incómodas— no quería que terminara.
Porque había sido perfecto. A su manera extraña y desastrosa.
Había sido nuestro.
—Giyuu —dije de repente, deteniéndome en medio del sendero.
Él se detuvo también, girándose para mirarme. Una pregunta silenciosa en sus ojos azules.
—Hoy fue... —busqué las palabras correctas— Lo pasé muy bien. Gracias de nuevo. Por todo. El entrenamiento de esta mañana. Por venir conmigo. Por aguantar a Tengen y sus esposas. Por protegerme de la lluvia. Por... estar aquí.
Giyuu me observó durante un largo momento. La luz gris de la tarde tras la lluvia hacía que sus ojos parecieran más claros, casi translúcidos, como cristal.
—Deja de darme las gracias todo el rato —dijo finalmente, casi incómodo, apartando ligeramente la mirada—. Yo... no quiero estar en otro lugar.
Esas palabras.
Tan simples. Tan directas. Tan completamente honestas. Tan Giyuu.
No quiero estar en otro lugar.
No un "no me importa estar aquí". No un "está bien". Sino una afirmación positiva. Una elección consciente.
Contigo. Quiero estar contigo.
Sonreí. Una sonrisa suave que me salió desde algún lugar profundo, desde ese lugar que guardaba todas las cosas preciosas. Asentí lentamente, sin confiar en mi voz para responder.
Continuamos el camino en silencio, pero ahora era diferente. No era el silencio de antes, cuando nos estábamos recuperando tras la fuerte experiencia que traía visitar a Tengen. Pero aún sentía que acababa de vivir algo. Otra experiencia intensa. Mucho más fuerte. Una que sacudía todo mi cuerpo desde dentro, que hacía que mi corazón latiera descompasado, que me hacía sentir como si estuviera caminando sobre nubes.
Cuando finalmente llegamos al área residencial, el sol empezaba a descender en el horizonte, tiñendo las nubes grises de tonos naranjas y rosas suaves. La lluvia había limpiado el aire, dejándolo fresco y claro, oliendo a tierra mojada y promesas.
Nos detuvimos en el cruce de caminos donde nuestras rutas se separaban inevitablemente. Un sendero hacia mi pabellón. Otro hacia el suyo.
—Bueno —dije, sin saber muy bien cómo despedirme después de un día así—. Supongo que... nos vemos mañana.
—Mañana —repitió Giyuu, su voz suave.
Hubo una pausa. Ninguno de los dos se movió. Como si nuestros pies se hubieran pegado al suelo.
—Deberías cambiarte —dijo finalmente—. Antes de que te resfríes.
—Tú también —respondí—. Estás empapado.
—Estoy bien.
—Giyuu.
Él suspiró, pero había el atisbo de una sonrisa en sus labios. Pequeña pero real.
—Me cambiaré —concedió.
—Bien.
Otro silencio. Más largo esta vez. Más pesado. Lleno de cosas que ninguno de los dos se atrevía a decir.
Finalmente, di un paso atrás. Luego otro. Alejándome físicamente aunque cada fibra de mi ser protestaba.
—Buenas noches, Giyuu.
—Buenas noches, Sakura.
Me giré y empecé a caminar hacia mi pabellón, forzando mis pies a moverse. Pero después de unos pasos, no pude resistirme. Miré por encima del hombro.
Giyuu seguía ahí, de pie en el cruce, observándome. No se había movido ni un centímetro. Su haori empapado colgando de una mano, la otra dentro del bolsillo, el cabello aún húmedo cayendo sobre su frente.
Cuando nuestros ojos se encontraron, movió los dedos en un pequeño gesto de despedida.
Pero para mí lo fue todo.
Sonreí y le devolví el gesto, alzando mi mano en el aire. Luego me giré y continué caminando, sintiendo su mirada cálida en mi espalda hasta que doblé la esquina y desaparecí de su vista.
Y mientras caminaba hacia mi pabellón, con el uniforme empapado pegándose incómodamente a mi piel y el cabello goteando sobre mis hombros, con los frascos de plantas alucinógenas guardados en mi bolsillo y el recuerdo del día entero grabado en mi mente como fuego, supe con absoluta certeza que este había sido uno de los mejores días de mi vida.
No por lo que había conseguido.
No por las plantas o el entrenamiento o los objetivos profesionales alcanzados.
Sino por él.
Por cada momento compartido. Por cada mirada cargada de significado. Por cada silencio cómodo y cada risa robada al caos.
Por la forma en que me había agarrado la muñeca para sacarme de la casa de Tengen, protectora y firme.
Por la forma en que había notado que algo me turbaba, incluso en medio de su propio sufrimiento.
Por cómo había usado su haori para protegerme de la lluvia, sin pensarlo dos veces, sin dudar.
Por la forma en que había dicho "no quiero estar en otro lugar" como si fuera la verdad más simple del mundo.
Entré en mi pabellón, cerrando la puerta de madera tras de mí con un sonido suave. Me apoyé contra ella, cerrando los ojos, sintiendo cómo una sonrisa idiota se extendía por mi rostro sin poder controlarla.
Y mientras me dirigía a mi habitación para cambiarme de ropa, dejando un rastro de gotas de agua en el suelo pulido, con el corazón todavía latiendo demasiado rápido y la piel todavía hormigueando donde él me había tocado, supe que no había vuelta atrás.
Ya no.
Nunca más.
El agua había encontrado su camino.
Y yo había dejado de luchar contra la corriente.
Notes:
¡Hola! 🌸
Una nota rápida para decir que lamento si los capítulos son un poquito más cortos últimamente 😅, pero estoy alternando entre revisar los que ya tengo escritos para publicarlos y seguir avanzando con los nuevos ✍️📚
Este capítulo es uno de mis favoritos 💖 Me encanta toda la dinámica con Tengen y sus esposas, ¡y cómo Sakura y Giyuu intentan manejarse en ese ambiente tan ajeno a ellos! Fue super divertido escribir algo con un poco de comedy relief entre tanto drama, yearning y slow burn 🔥🐢
Si te ha gustado, ¡déjame saber qué te pareció! ✨
PD: Espero haber capturado bien a los personajes — siempre intento ser lo más fiel posible al canon 🙏
Chapter 30: El anhelo del corazón - Parte 4
Notes:
🌸🌊
Chapter Text
El sol de la mañana se filtraba entre los árboles cuando atravesé el jardín que conducía al pabellón de Shinobu Kocho. El desayuno aún me pesaba ligeramente en el estómago—había comido más de lo habitual, sabiendo que el día sería largo—, pero mi mente estaba enfocada en la tarea que tenía entre manos. La pequeña bolsita de tela que llevaba oculta en el bolsillo de mi haori parecían arder contra mi costado, como si las plantas que contenía fueran conscientes de su potencial.
El Pabellón de las Mariposas era hermoso incluso desde fuera. Las glicinias colgaban en cascadas púrpuras sobre el techo, y el aroma dulce de las flores medicinales se mezclaba con algo más agudo—alcohol, quizás, o algún compuesto químico. Me detuve frente a la puerta principal, respiré hondo, y llamé con los nudillos.
El silencio se extendió por un momento que pareció demasiado largo. Estaba a punto de volver a llamar cuando escuché pasos ligeros aproximándose desde el interior.
La puerta se deslizó suavemente, revelando a Shinobu.
No es que yo fuera especialmente alta —aunque mi metro sesenta y cinco me parecía más que respetable—, pero ella era tan diminuta que tuvo que alzar la barbilla para mirarme a los ojos. Aquello siempre me hacía sonreír: verla junto a alguien como Gyomei era como observar a un gorrión plantando cara a una montaña.
La Hashira del Insecto siempre emanaba una presencia impecable—sonrisa perpetua, porte elegante, ese aura de control absoluto—, pero esta mañana había grietas en esa fachada. Su piel estaba más pálida de lo normal, casi traslúcida bajo la luz matutina. Pequeñas sombras oscuras se asentaban bajo sus ojos violeta, y aunque su expresión seguía siendo cortés, había una tensión en la comisura de sus labios que delataba cansancio.
—Oh — dijo Shinobu, y su voz mantuvo esa cadencia musical característica a pesar de todo. Sus ojos se abrieron con genuina sorpresa. — Sakura-san. Qué inesperado verte aquí.
— Buenos días, Shinobu-san — respondí, sintiendo una punzada de culpa por presentarme sin previo aviso. — Lamento molestar. ¿Es mal momento?
— En absoluto. — La sonrisa de Shinobu se amplió, aunque no llegó del todo a sus ojos. Se hizo a un lado, gesticulando hacia el interior. — Por favor, pasa. Siempre hay tiempo para los compañeros Hashira.
Entré, descalzándome en el genkan. El interior del pabellón olía intensamente a hierbas—manzanilla, jengibre, algo amargo que no pude identificar. Los pasillos estaban impecablemente limpios, las paredes decoradas con ilustraciones botánicas de plantas medicinales y venenosas. Era hermoso y vagamente inquietante al mismo tiempo.
— Por aquí — indicó Shinobu, guiándome por un corredor lateral. — Supongo que no es una visita de cortesía, ¿verdad?
— No — admití. — Necesito tu consejo profesional sobre algo... delicado.
— Qué intrigante — Shinobu me condujo hasta una puerta al final del pasillo y la abrió.
Sentí que entraba en otro mundo.
La habitación era más grande de lo que había anticipado, con estanterías que cubrían cada centímetro de las paredes desde el suelo hasta el techo. Frascos de todos los tamaños imaginables se alineaban en orden meticuloso: algunos contenían líquidos de colores brillantes—verde, rojo, dorado—, otros albergaban raíces retorcidas, flores prensadas, e incluso lo que parecían ser insectos. Una larga mesa de trabajo ocupaba el centro de la estancia, cubierta de matraces, morteros, balanzas y cuadernos repletos de anotaciones en la caligrafía delicada de Shinobu.
La luz natural entraba por una ventana amplia, iluminando partículas de polvo que danzaban en el aire.
— Siéntate, por favor — dijo Shinobu, señalando un taburete junto a la mesa. Ella misma se recostó contra el borde de la superficie de trabajo, cruzando los brazos con elegancia. — Entonces, ¿qué necesitas de mí?
Saqué la bolsita de tela de mi haori y la coloqué sobre la mesa con cuidado, aunque los frasquitos hicieron un ruidito al chocar unos contra otros.
—Como parte del entrenamiento Hashira, he estado considerando diferentes métodos para mejorar las habilidades de combate de los Cazadores. Quiero ponerlos a prueba de formas... poco convencionales.
Los ojos de Shinobu brillaron con curiosidad genuina, su fatiga momentáneamente olvidada.
— He estado pensando — continué — en la importancia de la percepción y el poder de la mente en batalla. Los demonios no pelean limpio. Usan trucos, ilusiones, venenos. Quiero que nuestros Cazadores aprendan a luchar incluso cuando sus sentidos están alterados o comprometidos. — Hice una pausa, midiendo su reacción antes de continuar. — Conseguí estas muestras de Tengen. Son plantas alucinógenas.
Las cejas de Shinobu se elevaron ligeramente—lo más cercano a sorpresa abierta que le había visto mostrar. Sin decir palabra, tomó la bolsita y aflojó el cordón, sacando uno de los frasquitos. Lo examinó de cerca, llevándoselo a la nariz para olerlo con delicadeza.
— Estramonio — murmuró, su voz perdiendo todo rastro de su tono juguetón habitual.
Dejó la primera muestra a un lado y examinó la segunda.
—Hongo bambú oscuro.
Frunció el ceño con la tercera.
—Y esta... lírio de la sombra serpiente, si no me equivoco.
Asentí, impresionada por la velocidad del diagnóstico.
— Son potentes — dijo Shinobu, y había algo afilado en su voz. Levantó la mirada hacia mí. No había ni rastro de sonrisa en su rostro.— Muy potentes. Estas plantas se usaban antiguamente para interrogatorios, para quebrar la resistencia mental de prisioneros. En dosis incorrectas pueden causar daño permanente al sistema nervioso, paranoia crónica, incluso la muerte en casos extremos.
El silencio se instaló entre nosotras.
— Por eso mismo quería hablar contigo antes de usarlas — dije, sosteniendo su mirada sin pestañear.— Sabía que Tengen podía ser... demasiado despreocupado con estas cosas. Él vive al límite, pero yo no puedo permitirme ese lujo cuando estoy entrenando a nuestros Cazadores.
Algo cambió en la expresión de Shinobu. La tensión en sus hombros se relajó ligeramente, y esa sonrisa característica regresó—pero esta vez era diferente. Más genuina.
— Has hecho bien en venir a mí — dijo.
Se apartó de la mesa y comenzó a moverse por el laboratorio, recogiendo varios instrumentos: una pequeña balanza, frascos vacíos, una cuchara de medición de cobre.
—Uzui-san es brillante en muchos aspectos, pero la precisión química no es exactamente su fuerte.
—Eso pensé — admití con una media sonrisa. — No quiero que los chicos acaben en cama una semana…o peor.
— Una preocupación muy válida — Shinobu regresó a la mesa, organizando sus herramientas con movimientos practicados. — Pero debo admitir, Sakura-san, que tu idea de incorporar alucinógenos controlados al entrenamiento es muy innovadora e inteligente. — Comenzó a pesar cuidadosamente pequeñas cantidades de la datura. — La mayoría de los Hashira se enfocan en la fuerza bruta o la técnica. Pocos consideran el aspecto psicológico de la batalla.
La observé trabajar. Había algo casi hipnótico en la precisión de sus movimientos—cada gesto medido, cada acción con propósito. Sus dedos delicados manipulaban las plantas con el respeto que uno tendría por armas mortales, porque eso era exactamente lo que eran en las manos equivocadas.
— La mente es el arma más importante que tenemos — dije en voz baja. — Si logro que mantengan la claridad mental incluso bajo efectos alucinógenos, estarán mejor preparados para cualquier Técnica de Sangre Demoníaca que encuentren.
— Mm-hmm. — Shinobu no levantó la vista de su trabajo, pero había una nota de acuerdo en su murmullo. Anotó algo en uno de sus cuadernos con caligrafía perfecta y minúscula. — El lirio será la más difícil de dosificar. Provoca visiones intensas, distorsión temporal, sensación de desprendimiento del cuerpo. Demasiado poco y no tendrá efecto. Demasiado y… — Hizo una pausa significativa. — Bueno, prefiero no entrar en detalles.
El silencio se llenó solo con el tintineo suave de instrumentos de vidrio, el rasgueo de la pluma sobre el papel.
Sentí algo aflojarse en mi pecho—esa tensión que siempre había llevado en presencia de Shinobu, esa sensación de caminar sobre un campo minado verbal. Aquí, en este espacio, enfocadas en un propósito compartido, la Hashira del Insecto se sentía... diferente. Más accesible. Menos como un acertijo envuelto en sonrisas y más como una aliada.
Después de varios minutos de trabajo concentrado, Shinobu se enderezó. Había separado las tres plantas en porciones medidas, cada una en su propio frasco etiquetado con instrucciones detalladas.
— Muy bien — dijo, girándose hacia mí. — Esto es lo que debes hacer exactamente con cada una.
Tomó el primer frasco.
— El estramonio: media cucharadita disuelta en agua caliente. No más. Los efectos comenzarán en veinte a treinta minutos y durarán aproximadamente cuatro horas. Asegúrate de supervisarlos todo el rato. Los sujetos pueden experimentar alucinaciones visuales intensas, pero también pérdida de coordinación motora. Necesitarán un espacio seguro.
El segundo frasco.
— Los hongos: tres gramos secos por persona, consumidos directamente o en té. Efectos en quince a cuarenta minutos, duración de cuatro a seis horas. Estos son más suaves pero más impredecibles emocionalmente. Algunos experimentarán euforia, otros ansiedad profunda. Tu papel será mantenerlos anclados, recordarles que es temporal.
El tercer frasco.
— El lirio es la más compleja. Requiere preparación —no puedes simplemente darles las hojas crudas. Necesitarás hervirla con… — Hizo una pausa, estudiando mi rostro. — ¿Realmente planeas usar las tres?
— No necesariamente las tres con todos— aclaré. — Pero quiero tener opciones. Diferentes plantas para diferentes etapas del entrenamiento.
— Prudente. — Shinobu asintió con aprobación. —Te escribiré las instrucciones completas para la preparación del lirio. Es más labor intensiva pero también la más segura en términos de toxicidad física. El verdadero desafío es el viaje mental—puede durar hasta ocho horas y ser... revelador.
Extendió una hoja de papel cubierta de anotaciones detalladas hacia mí.
— Todo está aquí. Dosis, preparación, síntomas de sobredosis a vigilar, antídotos de emergencia.
Tomé el papel con ambas manos, sintiéndolo pesado con responsabilidad.
— Shinobu-san... gracias. Realmente aprecio tu ayuda con esto.
—No hay de qué. — La sonrisa de Shinobu regresó, pero ahora podía ver la calidez real detrás de ella. — Espero los resultados de tu entrenamiento con gran interés. Será fascinante.
—Ojalá. —Eché un vistazo rápido a las instrucciones, deteniéndome en las más extensas, las del lirio.— De todas formas, lo probaré primero conmigo. No puedo lanzarlos a entrenar sin haberlo intentado antes. ¿Qué clase de maestra sería si no?
Sonreí, pero Shinobu frunció el ceño.
—En ese caso debes tener cuidado. Necesitarás supervisión, por si acaso. Si quieres puedes pasarte una mañana y…
—Oh, no te preocupes por eso. Giyuu lo hará.
Shinobu parpadeó una vez. Muy despacio.
—Tomioka-san —dijo, y su tono se volvió completamente neutro—. Qué… interesante.
Carraspeé, sintiéndome algo incómoda.
—Me pidió que le hiciera saber para poder estar presente. Creo que se sentiría ofendido si no lo hago.
Ella volvió a parpadear, y una sonrisa lenta —densa como miel derramada— se extendió por su rostro. Dulce, inquietante.
—Tomioka-san… —repitió —. He intentado ser su amiga, pero resulta… difícil.
—Estoy segura de que él aprecia el esfuerzo —dije, más por instinto que por convicción.
—Mmm. Tal vez. —Shinobu ladeó la cabeza, como si saboreara una idea—. Supongo que todos tenemos formas distintas de demostrar afecto.
Suspiró y pareció perderse un momento en sus pensamientos, antes de que una chispa divertida cruzara su mirada.
—De todas formas —añadió—, si Tomioka-san está involucrado en tu “experimento”, confío en que será inolvidable.
Tuve la impresión de que Shinobu esperaba los resultados de algo más que una investigación médica. Aparté la mirada. Mis ojos se desviaron hacia la mesa, donde varios papeles se habían dispersado durante su trabajo. Uno de ellos sobresalía, con un membrete oficial visible en la parte superior.
No pude evitar que mis ojos captaran el texto impreso en el documento.
ANÁLISIS MÉDICO: KAMADO, NEZUKO
El nombre resaltó como tinta fresca sobre papel blanco. Debajo, columnas de datos: conteos sanguíneos, niveles de proteínas, composiciones celulares que no entendía.
Shinobu notó mi mirada y, lejos de ocultar el papel, lo tomó con delicadeza y lo colocó más a la vista.
— ¿Tú no participas en el entrenamiento de los Hashira? — pregunté, eligiendo mis palabras con cuidado. No como acusación, sino como curiosidad genuina.
—Oyakata-sama me ha encomendado otra misión — respondió Shinobu, su voz suave pero firme. Hubo una pausa, y luego, como tomando una decisión, continuó: —Estoy colaborando con Tamayo-san para estudiar el cuerpo de Nezuko-chan. Su resistencia al sol, su retención de humanidad a pesar de la transformación demoníaca... todo ello podría ser la clave.
— ¿La clave para qué?
—Para crear un arma contra Muzan Kibutsuji. — Los ojos de Shinobu se endurecieron, y en ese momento, vi algo feroz en ellos. Algo que había estado escondido bajo capas de cortesía y sonrisas.— Un veneno específicamente diseñado para él. Algo que finalmente pueda matarlo de verdad.
El peso de esas palabras llenó el espacio entre nosotras.
— Espero que por fin terminemos con esta pesadilla — dijo Shinobu, tan suavemente que casi fue un susurro. — Para honrar a todos los que han caído. Todos los que hemos perdido.
Asentí, sintiendo un nudo formarse en mi garganta. Mis dedos se movieron inconscientemente hacia el collar que siempre llevaba—la pequeña estrella de plata que colgaba contra mi pecho.
Shinobu lo notó. Por supuesto que lo notó.
Su mirada se posó en el collar estrellado, y algo cambió en su expresión. Se suavizó. Las defensas que siempre mantenía—esa armadura de sonrisas y palabras dulces—se agrietaron lo suficiente como para mostrar a la persona debajo.
— Tu hermano — dijo Shinobu, no como pregunta sino como reconocimiento. — Kenji-san. El Hashira de las Estrellas.
— Sí. — Mi voz salió más áspera de lo que pretendía. Tragué saliva. — Él me dio esto antes de... la última vez que estuvimos juntos en la casa familiar. Me dijo que con las estrellas siempre encuentras el camino a casa.
Shinobu no dijo nada por un largo momento. Luego, con un movimiento que me sorprendió por su vulnerabilidad, suspiró.
— Los hermanos mayores — murmuró Shinobu, y había dolor en su voz ahora — siempre creen que pueden protegernos de todo. Incluso del destino.
— Hasta que no pueden.
Nuestras miradas se encontraron, y en ese intercambio silencioso pasó algo más profundo que las palabras podrían expresar. Un reconocimiento. Una comprensión. Ambas habíamos sido las hermanas menores. Ambas habíamos sido dejadas atrás. Ambas llevábamos el peso de promesas incumplidas y palabras finales que resonaban en nuestras mentes en las noches tranquilas.
Ambas habíamos tenido que convertirnos en algo más fuerte, más duro, más mortal de lo que nuestros hermanos hubieran querido para nosotras.
Porque alguien tenía que seguir adelante. Alguien tenía que completar lo que ellos habían comenzado.
— Kanae-neesan siempre me decía que sonriera — dijo Shinobu, y había algo quebrado en la curva de sus labios. — Que incluso en tiempos oscuros, una sonrisa podía ser un acto de resistencia. De esperanza.
El silencio se extendió entre nosotras, pero no era incómodo. Era un espacio compartido. Un santuario momentáneo donde dos mujeres que habíamos perdido demasiado podíamos simplemente existir con ese dolor sin pretender que no existía.
Finalmente, Shinobu inhaló profundamente, y cuando exhaló, su máscara habitual se deslizó de nuevo en su lugar—pero más suavemente ahora. Con menos necesidad de ocultar.
— Bueno, entonces…Creo que ambas tenemos mucho trabajo por hacer, ¿no? Tú con tu entrenamiento innovador, yo con mi investigación.
— Sí. — Me puse de pie, recogiendo los frascos etiquetados y el papel con instrucciones con cuidado.— Gracias de nuevo, Shinobu-san.
— El placer es mío. —Shinobu me acompañó hacia la puerta del laboratorio, sus pasos ligeros. — Y Sakura-san... si alguna vez necesitas una amiga, mi pabellón siempre está abierto para ti.
Me detuve en el umbral, mirando hacia atrás. Vi a Shinobu allí parada, enmarcada por sus miles de frascos y pociones, rodeada de los instrumentos de su oficio, y por primera vez sentí que realmente veía a la persona detrás del título de Hashira.
— Lo mismo digo — dije, y lo decía en serio.
Shinobu asintió, y su sonrisa fue verdadera.
— Lo tendré en cuenta.
Mientras caminaba otra vez por el jardín, el sol elevándose sobre mí, sentí una pequeña paz acomodarse en mi pecho. Al fin y al cabo, solo hacía falta un poco de voluntad y una conversación franca para comenzar a construir puentes.
La sala cubierta donde entrenaba era perfecta para esto.
Espaciosa, con tatami suave bajo mis rodillas, sin muebles peligrosos con los que pudiera golpearme. Las puertas corredizas estaban abiertas al jardín, dejando entrar la brisa vespertina que hacía susurrar las hojas del irohamomiji.
Había seguido las instrucciones de Shinobu al pie de la letra. Media cucharadita de estramonio molido, disuelta en agua caliente. La mezcla había quedado turbia, con un color amarillento desagradable. Olía amarga, a tierra y a algo vagamente dulzón que me revolvía el estómago.
Los efectos comenzarán en veinte a treinta minutos y durarán aproximadamente cuatro horas. Los sujetos pueden experimentar alucinaciones visuales intensas, pero también pérdida de coordinación motora. Necesitarán un espacio seguro.
Las palabras de Shinobu resonaban en mi mente mientras sostenía la taza entre mis manos. El vapor subía en espirales perezosas.
Esto es por el entrenamiento. Por los Cazadores. Para poder enseñarles a luchar cuando sus sentidos les mientan.
Pero también era por mí. Por saber si podía hacerlo. Si podía mantener el control incluso cuando mi propia mente se volvía contra mí.
Respiré hondo. Llevé la taza a mis labios. Y bebí.
El sabor fue peor de lo que esperaba. Amargo como la hiel, dejando un residuo áspero en mi lengua que me hizo toser. Pero lo terminé todo, hasta la última gota turbia del fondo.
Dejé la taza a un lado y me senté en seiza, las manos sobre mis muslos. Cerré los ojos. Regulé mi respiración.
Respiración de la Estrella. Total concentración. Mantén la calma.
Alcé la vista.
Y ahí estaba él.
Giyuu.
De pie en el umbral de la sala, una silueta oscura recortada contra la luz dorada del sol. Su haori bicolor ondeando suavemente con la brisa. Los brazos cruzados sobre el pecho. Esa expresión seria que ya conocía tan bien, pero con algo más en los ojos. Preocupación. Vigilancia.
Por supuesto que había venido.
Le había enviado un cuervo esta mañana, un mensaje rápido: Voy a probar las plantas hoy. Por la tarde.
Nada más. Ni una pregunta o una petición explícita de que viniera.
Pero él había entendido. Y había acudido.
Sonreí internamente, sintiendo una calidez expandirse en mi pecho que no tenía nada que ver con el estramonio.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —pregunté, mi voz saliendo más suave de lo que pretendía.
—El suficiente —respondió Giyuu, entrando en la sala con pasos silenciosos—. ¿Ya lo tomaste?
Señalé la taza vacía con un gesto de cabeza.
Giyuu se acercó y se sentó frente a mí, dejando una distancia prudencial pero manteniéndose lo suficientemente cerca para actuar si era necesario. Cruzó las piernas y colocó las manos sobre las rodillas.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó.
—Shinobu dijo que entre veinte y treinta minutos.
Giyuu asintió. No dijo nada más. Solo se quedó ahí, observándome con atención.
Y yo me encontré agradeciendo su presencia. Su solidez. Esa forma en que llenaba el espacio sin dominarlo, pero estable y preciso como el agua.
Los primeros minutos pasaron sin que notara nada. El mundo seguía siendo el mismo. El tatami bajo mis rodillas. La brisa fresca. El sonido de los pájaros preparándose para la noche.
Pero entonces empezó.
Fue sutil al principio. Un leve cambio en la luz. Como si alguien hubiera ajustado el brillo del mundo, haciéndolo más intenso, más saturado. Los colores del jardín se volvieron más vibrantes. El rojo del irohamomiji era ahora de un carmesí imposible. El verde de las hojas, casi fosforescente.
Parpadeé. El cambio fue más marcado.
Las sombras empezaron a moverse. No mucho. Solo un poco. Como si respiraran. Como si tuvieran vida propia.
Está comenzando.
Cerré los ojos. Me concentré en mi respiración.
Inhalar. Uno, dos, tres, cuatro.
Exhalar. Uno, dos, tres, cuatro.
Respiración de la Estrella. Flujo constante.
Cuando abrí los ojos de nuevo, el mundo había cambiado completamente.
Las paredes de la sala se ondulaban como agua. El tatami bajo mis manos parecía pulsar, como si fuera un organismo vivo. Las vigas del techo se doblaban y retorcían, formando patrones geométricos imposibles que me mareaban.
Y las alucinaciones visuales...
Formas oscuras que no existían flotaban en mi visión periférica. Sombras con ojos. Luces que danzaban como luciérnagas pero con colores que no tenían nombre. El aire mismo parecía espesarse, volverse tangible, como si pudiera tocarlo con los dedos.
Mi corazón empezó a latir más rápido. El pánico comenzaba a trepar por mi garganta.
No es real. Nada de esto es real. Es solo el estramonio. Tu mente está distorsionando la información sensorial. Pero tú sigues aquí. Tú sigues teniendo el control.
Respiré, más profundo, más lento.
Y entonces miré a Giyuu.
Él era lo único que no cambiaba. Lo único resistente en un mundo que se derretía y cambiaba constantemente. Seguía sentado frente a mí, inmóvil como una estatua, sus ojos azules fijos en los míos.
No con curiosidad, o fascinación científica.
Con preocupación pura.
Me aferré a esa imagen como un ancla en medio de la tormenta visual que me rodeaba.
Él está aquí. Estoy a salvo. No estoy sola.
No sé cuánto tiempo pasó. Los minutos se estiraban y contraían como un acordeón. A veces sentía que habían pasado horas. Otras, solo segundos.
Las alucinaciones se intensificaron. Vi dragones de humo saliendo de las sombras. Vi estrellas explotando en el aire frente a mí. Vi rostros en los patrones del tatami, expresiones cambiantes que me observaban con ojos rojos y bocas afiladas.
Pero seguí respirando controladamente. Y cada vez que el pánico amenazaba con desbordarme, buscaba a Giyuu.
Él no se movía. No apartaba la mirada. Solo estaba ahí, siendo mi punto de referencia. Mi norte.
En algún momento —no sabría decir cuándo— las alucinaciones empezaron a suavizarse. Los colores se volvieron menos intensos. Las formas imposibles comenzaron a disolverse como humo en el viento.
El mundo empezó a volver lentamente a la normalidad.
Parpadeé varias veces. El tatami ya no pulsaba. Las paredes habían dejado de ondular. El techo era solo un techo.
Respiré profundamente, sintiendo cómo mis pulmones se expandían. La presión en mi pecho se aflojó.
Lo había logrado. Había mantenido el control. Incluso en medio del caos inducido por la droga, incluso cuando mi propia mente me mentía, había podido anclarme. Había podido respirar.
Esto funcionará. Puedo enseñarles. Podemos sacar algo útil.
—¿Estás bien? —la voz de Giyuu cortó el silencio.
—Sí —respondí, y mi voz sonó ronca—. Sí. Estoy... un poco mareada. Ha sido intenso. Pero lo manejé.
Giyuu asintió lentamente, aunque no se relajó. Seguía observándome con atención total.
Me mordí el labio inferior.
—Tal vez... —dije lentamente— debería probar otra planta. El hongo de bambú oscuro. Para ver si los efectos se acumulan o si...
—No —dijo Giyuu inmediatamente, su voz cortante.
—Solo sería una dosis pequeña...
—Sakura, no.
Me puse en pie. O intenté hacerlo. Porque había estado de rodillas por tanto tiempo —¿cuánto tiempo había sido realmente?— que mis piernas protestaron. Y cuando finalmente logré incorporarme completamente, el mundo se inclinó violentamente hacia un lado.
Un vértigo feroz me golpeó como una ola.
Oh oh.
Pero Giyuu estaba ahí.
Antes de que pudiera caer, antes de que mis rodillas llegaran a ceder, él se movió con esa velocidad líquida que lo caracterizaba. Una mano firme se colocó en la parte baja de mi espalda, sosteniéndome. La otra atrapó mi muñeca, estabilizándome.
—Te tengo —murmuró, tan cerca que pude sentir su aliento contra mi oído.
Y entonces algo extraño sucedió.
El mundo se volvió... suave. Borroso en los bordes. Como si estuviera viendo todo a través de un velo de gasa.
Mi cuerpo se sentía ligero. Demasiado ligero. Como si pudiera flotar si Giyuu me soltara.
Y todo era... divertido. Inexplicablemente divertido.
Solté una risita, una que no pude contener, que brotó desde mi garganta sin permiso.
—¿Sakura? —la voz de Giyuu sonaba más tensa ahora—. ¿Qué está pasando?
—No lo sé —respondí, y mi voz sonaba cantarina, extraña a mis propios oídos—. Me siento... rara. Como si... como si fuera... ¿cual es esa palabra? Cuando bebes demasiado sake...
—Borracha —dijo Giyuu, y había algo en su tono que podría haber sido exasperación—. Estás actuando como si estuvieras borracha.
—¡Pero no he bebido sake! —exclamé, encontrando eso absolutamente hilarante. Otra risita—. Solo esa cosa horrible y amarga. El astra... estrama... ¿cómo se llamaba?
—Estramonio —corrigió Giyuu, su mano aún firme en mi espalda—. Debe ser un efecto secundario. Kocho mencionó pérdida de coordinación, pero esto...
—Giyuu —lo interrumpí, girando la cabeza para mirarlo. Su rostro estaba tan cerca. Podía contar cada pestaña—. Tienes unos ojos muy bonitos. ¿Te lo he dicho alguna vez? Son como... como el océano. Como el cielo cuando va a llover. Como... —hice un gesto vago con la mano— cosas azules.
Vi cómo algo pasaba por su expresión. Estupor. Alarma.
—Ya es suficiente —dijo con firmeza—. Te vas a ir a dormir. Ahora.
—¡Pero no tengo sueño! —protesté, aunque bostecé inmediatamente después, contradiciendo mis propias palabras.
—Sakura.
—Estoy bien, Giyuu. De verdad. Solo... solo necesito sentarme un momentito y...
Intenté dar un paso, pero mi pie no coordinó correctamente con mi cerebro. Me tambaleé.
Los brazos de Giyuu me atraparon de nuevo, esta vez con más brío.
—Se acabó —dijo, y su tono no admitía discusión—. Te llevaré a tu habitación.
—Puedo caminar —insistí—. Soy un Pilar. Los Pilares no necesitan que los...
No terminé la frase, porque Giyuu, sin previo aviso, sin pedir permiso, me levantó del suelo.
Me tomó en sus brazos como a una novia. Como en esas historias románticas que Mitsuri contaba con los ojos brillantes.
Un brazo bajo mis rodillas. El otro rodeando mi espalda. Sosteniéndome contra su pecho con una facilidad que hizo que algo en mi estómago se retorciera.
Por un momento —un momento suspendido en el tiempo— vi la duda en su rostro. La incertidumbre. El "¿debería estar haciendo esto?".
Pero luego su expresión se endureció con determinación. Me sujetó más firmemente contra él, ajustando su agarre. Y empezó a caminar.
—Giyuu —dije, mi voz saliendo en un susurro ahogado—. ¿Qué estás...?
—Caminar claramente no es una opción para ti —interrumpió, su voz cuidadosamente neutral—. Y no voy a dejar que te arrastres por el suelo.
Solté otra risita tonta. Porque esto era absurdo. Completamente absurdo. Giyuu Tomioka, el hombre que evitaba el contacto físico como si quemara, me llevaba en brazos por mi propio pabellón.
Y se sentía... bien. Terriblemente bien.
Sin pensarlo —porque claramente mi cerebro no estaba funcionando correctamente— rodeé su cuello con mis brazos. Me acerqué más a él. Escondí mi cara en el hueco entre su cuello y su hombro.
Y aspiré.
Su olor me envolvió completamente. Pino y menta y algo indefinible que era solo de él, más intenso aquí, donde su pulso latía visible bajo la piel pálida.
Podía sentir su corazón. Latiendo fuerte. Rápido. Demasiado rápido para alguien que solo estaba caminando.
Está nervioso. Esto lo pone nervioso.
El pensamiento me hizo sonreír contra su cuello. Su pelo me hizo cosquillas.
Giyuu no dijo nada mientras me llevaba a través del pabellón. Sus pasos eran firmes, rápidos. Pero podía sentir la tensión en sus músculos. En la forma en que sus dedos se flexionaban ligeramente contra mi espalda. En cómo su respiración no era tan regular como debería ser.
Pasamos por el pasillo. Por el jardín interno. A través de otro corredor.
No quería que esto terminara. Quería quedarme así, en sus brazos, sintiendo su calor, su fuerza, su presencia envolviéndome completamente.
Pero demasiado pronto —siempre demasiado pronto— nos detuvimos.
Abrí los ojos. Estábamos frente a mi habitación, la puerta corredera de papel de arroz cerrada.
Giyuu me bajó con cuidado, sus manos sosteniéndome hasta que mis pies tocaron el suelo. Pero no me dejó ir completamente, manteniéndose cerca, listo para atraparme si me caía.
—Puedes... puedes soltarme —dije, aunque mi voz sonó poco convincente.
Giyuu se apartó llentamente, con reticencia.
Me quedé ahí, con la puerta detrás de mí, mirándolo.
La luz de las linternas del pasillo iluminaba su rostro, destacando el ángulo de su mandíbula. La curva de sus labios. Esos ojos azules que me observaban con tanto interés que me costaba respirar.
—Ahora tienes que entrar ahí —dijo Giyuu con voz pausada, como si le hablara a un niño—. Cierra la puerta. Descansa. ¿Crees que puedes hacerlo?
No podía. No me moví.
Estaba demasiado ocupada pensando. Absorta en él.
¿Desde cuándo no veía lo evidente? ¿Cómo había pasado tanto tiempo sin entenderlo?
Frente a mí estaba aquel hombre: cabello oscuro, ojos color océano en tormenta, esa boca seria que casi nunca sonreía… pero cuando lo hacía, cambiaba todo mi mundo. Era quien había llegado cuando lo llamé, quien se quedó observándome en silencio durante horas, quien me había cargado en brazos cuando caí.
Y era, sin duda, el hombre más hermoso que había visto en mi vida.
Me mordí la lengua y alcé las manos hasta cubrirme la boca. Giyuu me miró con esa mezcla de extrañeza y alarma, pero necesitaba controlarme. Si no lo hacía, terminaría diciendo algo inapropiado. Algo como “entra conmigo”, o “bésame”, o “hazme el amor hasta que nos quedemos sin aliento”.
Y no podía decir eso. Tenía que mantener la compostura... ser… profesional.
La palabra se arrastró por mi mente como acero derretido. Profesional.
Imaginé la cara que pondría Giyuu si le pidiera cualquiera de esas cosas —especialmente la última—y se me escapó una carcajada.
Tal vez debería hacerlo. Ponerme de puntillas, agarrar su rostro y…
La expresión de preocupación en su rostro se endureció, acentuando aún más esa belleza severa. Dios mío. Era como un guerrero sacado de un cuento antiguo. Un hombre tan imponente necesitaba a su lado a alguien digno, una princesa etérea.
Y entonces, con la claridad distorsionada que solo el estramonio podía otorgar, la comparación se coló sin permiso en mi mente.
Las esposas de Tengen surgieron como fantasmas: Suma, con sus ojos azules como el cielo abierto y esa ternura que desarmaba; Makio, con sus mechones rubios y su energía vibrante que parecía iluminarlo todo; Hinatsuru, elegante, serena, una belleza que no necesitaba gritar.
Todas tan hermosas. Todas tan únicas.
Y yo... yo era Sakura. Cabello negro, común y corriente. Ojos marrones, sin nada que me hiciera destacar. Un lunar bajo el ojo izquierdo, ese que mi tía Yoshiko decía que “arruinaba la simetría” de mi rostro.
¿Cómo podía siquiera imaginar que alguien tan guapo, tan especial como Giyuu Tomioka pudiera fijarse en mí? Mucho menos... pensar en besarme.
La euforia y la alegría tonta que había sentido segundos antes se desvanecieron, dejándome un hueco helado en el pecho.
Tragué saliva con esfuerzo, odiando sentirme tan pequeña, tan frágil. Fruncí los labios, tratando de contener algo que sabía sería torpe, banal… tan básico como mi maldito reflejo. Pero las palabras se escaparon antes de que pudiera detenerlas:
—Giyuu…¿crees que soy tan bonita como las esposas de Tengen?
El silencio que siguió fue absoluto.
Él permaneció completamente inmóvil, como si un golpe invisible le hubiera atravesado el cuerpo.
Me miró de frente. Realmente me miró, sus ojos exploraron cada línea, cada rasgo de mi rostro. Luego apartó la mirada rápidamente, girando la cabeza hacia un lado con brusquedad. Vi cómo su nuez de Adán se movía al tragar con dificultad.
—Estás delirando —musitó al fin negando con la cabeza, su voz tensa, controlada—. El estramonio te está haciendo decir cosas que...
No terminó la frase.
En cambio, en un movimiento inesperado que me dejó sin aliento, tomó mi mano. Su palma engulló la mía, cálida y firme.
Y sin decir palabra, me condujo hacia mi habitación.
Abrió la puerta corredera de un tirón y me guió hacia dentro. El futón estaba perfectamente extendido en el centro de la estancia, como esperándome.
—Acuéstate —ordenó, con una voz suave, pero que no admitía réplica.
—Pero...
—Sakura. Por favor.
Esa palabra me detuvo. Giyuu casi nunca la usaba. No pedía. Ordenaba, callaba, soportaba. Pero no pedía.
Me dejé caer en el borde del futón, los movimientos torpes, descoordinados. Él se inclinó junto a mí, sus manos guiándome con una gentileza que contrastaba con la rigidez de su rostro.
Me recosté. La almohada se amoldó a mi cabeza; el edredón olía a lavanda y a jabón. Giyuu me cubrió con cuidado, asegurándose de que el borde quedara bien ajustado alrededor de mis hombros. Sus dedos apenas rozaron mi piel, pero el gesto bastó para encenderme un temblor por dentro.
Y entonces, cuando creí que se apartaría, que saldría sin mirar atrás, hizo algo que detuvo mi corazón.
Se arrodilló junto a mí, el crujido de su rodilla contra el tatami apenas audible.
Su sombra cayó sobre mi rostro.
Se inclinó despacio, tan cerca que pude sentir el leve roce de su haori al rozar mi mano
El aire entre nosotros pareció espesarse.
Va a besarme, pensé, el corazón golpeándome el pecho con tanta fuerza que me dolía. Por todos los dioses, va a besarme.
Cerré los ojos, el aliento atrapado, esperando el contacto. Anhelándolo.
Sentí su respiración rozar mi mejilla, cálida, húmeda, y luego deslizarse hacia un lado. Pasó de largo mis labios.
Su aliento me envolvió el oído, y sus labios —tan cerca que la piel se me erizó— rozaron apenas mi oreja.
Su voz fue un roce más, casi un temblor:
—No hay nadie más bonita que tú.
El mundo se detuvo. Solo quedamos él, su voz, y el eco de mi pulso resonando en la garganta.
Un escalofrío me recorrió entera, desde el cuero cabelludo hasta la punta de los pies. No respiraba. No podía.
¿Acaba de...? ¿Realmente acaba de decir...?
Abrí los ojos de golpe y giré la cabeza para buscarlo.
Pero Giyuu ya se estaba apartando. Se incorporó despacio, y en el breve instante que tardó en erguirse, su expresión cambió. La calidez fugaz se desvaneció, sustituida por esa máscara fría, impenetrable. Como si no acabara de susurrar algo capaz de fracturarme el alma.
—Descansa —dijo, su voz de nuevo hermética, medida—. Mañana te sentirás mejor.
—Giyuu, espera...
—Buenas noches.
Antes de que pudiera encontrar las palabras, antes siquiera de procesar lo que acababa de pasar, se dio la vuelta y caminó hacia la puerta.
Se detuvo en el umbral. No se giró.
—Cerraré desde fuera. No te levantes hasta mañana. Hay agua junto al futón.
—Giyuu...
La puerta se cerró con un golpe suave.
Me quedé sola en la habitación casi a oscuras, el corazón desbocado, las palabras de Giyuu repitiéndose en mi mente como un eco imposible de apagar.
No hay nadie más bonita que tú.
Llevé una mano a mi oreja, al lugar exacto donde sus labios me habían rozado. Aún podía sentirlo: el fantasma de su aliento, el calor suspendido de su cercanía.
¿Lo ha dicho de verdad? ¿O era el estramonio jugando con mi mente?
No. Había sido real.
Giyuu Tomioka acababa de susurrarme que yo era la más bonita.
Una afirmación. Una declaración absoluta. Una verdad que él había estado guardando y que solo se había atrevido a confesar porque creía que no la recordaría al amanecer.
Me giré en el futón y hundí la cara en la almohada. Un sonido escapó de mi garganta: mitad grito, mitad suspiro. Pura euforia.
Cerré los ojos con fuerza, la emoción latiendo en cada rincón del cuerpo, demasiado grande para contenerla.
Mañana pensaría en lo demás. En lo que significaba. En lo que vendría después.
Mañana. Mañana pensaría en qué hacer con esto. Mañana lidiaría con las implicaciones. Con el qué sigue. Con todo.
Pero esa noche…
Esa noche me quedé dormida con una sonrisa en los labios y su voz resonando en mi mente como una canción.
No hay nadie más bonita que tú.
No hay nadie más bonita que tú.
No hay nadie más bonita que tú.
Chapter 31: El anhelo del corazón - Parte 5
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
La mañana llegó demasiado pronto.
Desperté con la luz del amanecer filtrándose por las rendijas, tiñendo la habitación de tonos dorados y naranjas. Por un instante me quedé quieta, mirando el techo, flotando en esa frontera entre sueño y vigilia donde todo parecía aún posible.
Entonces los recuerdos regresaron, uno tras otro: el estramonio; las alucinaciones; el mareo; Giyuu levantándome en brazos; su aliento rozando mi oído. Y esa voz, profunda, serena.
No hay nadie más bonita que tú.
Enterré la cara entre las manos y solté un gemido ahogado, como si así pudiera contener la oleada de calor que me subía por el cuello.
¿De verdad le pregunté si era tan bonita como las esposas de Tengen?
¿De verdad hice eso?
El recuerdo me atravesó como una flecha. Quise desaparecer. Evaporarme. Convertirme en pájaro y huir por la ventana.
Pero no podía. Porque hoy era el día. El primer día del entrenamiento con los Cazadores. El día en que pondría a prueba todo lo que había aprendido, todo lo que había planeado.
No había tiempo para revolcarme en la vergüenza.
Me levanté, me lavé la cara con agua fría hasta que el rubor desapareció de mis mejillas, y me vestí con el uniforme completo. Me até el cabello en una cola alta, firme y práctica. Me puse el haori estrellado. Respiré hondo.
Puedes hacer esto.
Salí al patio de entrenamiento cuando el sol apenas se alzaba sobre las montañas. El aire era fresco, limpio, oliendo a rocío y a tierra.
Había preparado todo meticulosamente la noche anterior —bueno, antes del incidente con el estramonio. Quince vasos pequeños de cerámica alineados en una bandeja lacada. Junto a cada uno, una cucharita de bambú con la dosis exacta de estramonio molido que Shinobu me había indicado. Media cucharadita. No más.
También había dejado agua, mantas por si alguien sentía frío repentino, y removido cualquier objeto con el que alguien pudiera lastimarse.
El espacio era amplio, limpio, y había suficiente sombra bajo los árboles circundantes para aquellos que necesitaran descansar después de la sesión.
Todo estaba listo.
Excepto yo.
Porque no podía dejar de pensar en él. En si vendría. En cómo actuaría. En si recordaba lo que había dicho. En si yo debería actuar como si no lo recordara para ahorrarnos la incomodidad a ambos.
Concéntrate, Sakura. No tiempo para tonterías del corazón. Hoy se trata de los Cazadores.
Los primeros llegaron cuando el sol ya estaba completamente visible en el cielo.
Venían en grupos pequeños, algunos charlando animadamente, otros en silencio, con ese brillo en los ojos que todos los Cazadores compartían. La expresión de quien ha visto demasiado. De quien ha perdido demasiado.
Los saludé uno por uno mientras entraban en mi pabellón, dirigiéndolos hacia el patio de entrenamiento. A algunos los conocía de vista. Otros no. Pero todos me hicieron una reverencia respetuosa cuando entraron.
—Bienvenidos —dije, tratando de proyectar más confianza de la que sentía—. Podéis sentaros donde queráis. Empezaremos pronto.
Los vi llegar.
Tanjiro entró primero, apoyándose ligeramente en un bastón. Seguía algo paliducho, con vendajes asomando bajo el cuello de su uniforme. Pero ahí estaba, con esa sonrisa perpetua que parecía iluminar todo a su alrededor.
—¡Saitō-san! —exclamó, haciendo una reverencia entusiasta que casi lo hizo perder el equilibrio—. ¡Muchas gracias por permitirme participar en su entrenamiento!
—Tanjiro-kun —respondí con una sonrisa genuina—. Me alegra verte. Pero deberías estar descansando...
—¡Estoy bien! —insistió, aunque su respiración era un poco trabajosa—. ¡No me lo perdería por nada!
Detrás de él, Zenitsu entró arrastrando los pies, con expresión de condenado a muerte.
—¿Por qué tengo que hacer esto? —se quejaba—. ¿Por qué? ¡Saitō-san es hermosa pero esto suena aterrador! ¡No quiero alucinar! ¡Ya tengo suficientes pesadillas!
—¡DEJA DE LLORAR, MONITSU! —rugió una voz.
Inosuke irrumpió en el patio como un tornado, su máscara de jabalí firmemente en su lugar, los músculos expuestos brillando bajo el sol.
—¡EL GRAN INOSUKE NO LE TEME A NADA! ¡NI SIQUIERA A LAS DROGAS RARAS! —declaró, golpeándose el pecho—. ¡PELEA CONMIGO, DIOSA DEL CIELO!
No pude evitar reír.
—Tal vez después del entrenamiento, Inosuke-kun.
—¡ES UNA PROMESA!
Los observé mientras se acomodaban, Zenitsu aún quejándose, Tanjiro tratando de calmarlo, Inosuke haciendo sentadillas explosivas para "calentar los músculos".
Eran caóticos. Ruidosos. Completamente desastrosos.
Absolutamente adorables.
Más Cazadores seguían llegando, llenando el patio gradualmente. Todos parecían nerviosos pero decididos. Treinta en total. Un buen número para el primer día.
Estaba a punto de empezar la clase cuando algo cambió en el aire.
Tres presencias cruzaron el umbral del pabellón, y el murmullo de los Cazadores se apagó de golpe. Las posturas se enderezaron. Los músculos se tensaron.
Hashira.
Sanemi Shinazugawa entró primero, sus cicatrices surcandole la piel como relámpagos, esos ojos ferales recorriendo el patio con expresión crítica. Se detuvo al fondo, cruzando los brazos sobre el pecho amplio, la mandíbula apretada.
A su lado, Obanai Iguro avanzó con su paso medido, el vendaje cubriéndole el rostro y Kaburamaru enroscada sobre sus hombros como una extensión viva de su cuerpo. Sus ojos heterocromáticos se posaron en mí. No había hostilidad, pero tampoco calidez. Solo observación.
Y entonces, llegó Giyuu.
Silencioso, pero el aire pareció tensarse a su alrededor. Tenía esa forma suya de imponerse sin esfuerzo, de hacerse notar sin buscarlo.
Se quedó un poco apartado de los otros dos, apoyado en una columna al borde del patio, su rostro sereno, inmutable.
Pero cuando nuestros ojos se encontraron —apenas un segundo, un simple destello— algo se encendió dentro de mí. Una calidez que no tenía nada que ver con el sol.
Él había venido.
No a juzgar. No a evaluar.
A acompañarme.
Aparté la mirada de inmediato, sintiendo el rubor subir por mis mejillas.
Profesional. Mantente profesional.
Enderecé la espalda, respiré hondo y avancé hacia el centro del patio con paso seguro.
—Hola a todos —dije, la voz clara, firme—. Gracias por venir. Bienvenidos al entrenamiento del Pilar de las Estrellas.
El murmullo se extinguió. Treinta Cazadores y tres Hashira me observaban, expectantes.
—Como sabéis —continué, proyectando mi voz—, los demonios más poderosos no solo atacan con fuerza física. Algunos usan Técnicas de Sangre Demoníaca que alteran la percepción, que crean ilusiones, que manipulan nuestros sentidos. Y cuando eso sucede, incluso el mejor espadachín puede perderse.
Varios Cazadores asintieron. Habían visto esto. Habían vivido esto antes.
—El propósito de este entrenamiento es enseñaros a mantener la concentración y vuestra Respiración incluso cuando vuestros sentidos os engañen. Distinguir entre lo real y lo falso. Confiar en vuestro instinto.
Señalé la bandeja con los vasos.
—Para lograr esto, vamos a usar estramonio de forma controlada. Es una planta que induce alucinaciones visuales. Los efectos durarán aproximadamente cuatro horas y simularán lo que algunos demonios pueden hacer.
Murmullos nerviosos recorrieron el grupo.
—No os preocupéis —alcé la voz— no estáis solos. Trabajareis en parejas. Uno de vosotros tomará el estramonio, y el otro actuará como el "enemigo", atacando al afectado. Y esto es importante: el compañero que no ha tomado la droga estará ahí para asegurarse de que el otro esté seguro en todo momento. Para guiarlo si se pierde. Para detenerlo, si es necesario.
Hice una pausa.
—Hoy, quince de vosotros tomaréis el estramonio. Los otros quince seréis sus parejas. Mañana, intercambiaremos. ¿Está claro?
—¡Sí, Saitō-san! —respondieron al unísono.
—Excelente. Ahora, formad las parejas.
El patio se llenó de movimiento mientras los Cazadores se organizaban. Vi cómo Tanjiro se emparejaba con Zenitsu. Inosuke trataba de arrastrarse con ellos pero terminó con otro Cazador, que parecía aterrorizado de él.
—¡YO SERÉ TU ENEMIGO! —declaró Inosuke—. ¡Y SERÁS DERROTADO!
—P-por favor no seas tan bruto… —- farfullaba el chico.
Una vez que todos estuvieron emparejados, expliqué el procedimiento exacto. Cómo disolver el estramonio en el agua. Cuánto tiempo esperar. Qué señales buscar. Qué hacer si algo salía mal.
—Recordad —dije, mi voz seria—. Esto no es una competición. No se trata de demostrar cuán fuertes sois. Se trata de aprender. Si en algún momento os sentís abrumados, levantad la mano. Yo estaré observando. No hay vergüenza en pedir ayuda.
Miradas determinadas me respondieron.
—Muy bien. Los quince primeros, acercaos y tomad vuestro vaso.
Los Cazadores seleccionados se acercaron con nerviosismo visible. Les ayudé a preparar las mezclas, supervisando que hicieran lo correcto. El agua disolvía el polvo amarillento, creando ese líquido turbio que yo misma había probado.
—Bebed lentamente todo el contenido—instruí—. Luego sentaos en una posición cómoda y esperad.
Uno por uno, bebieron. Algunos hicieron muecas por el sabor amargo. Otros lo tragaron de un solo golpe, como si fuera sake.
Y entonces esperamos.
Veinte minutos. Veinticinco.
Los primeros efectos empezaron a manifestarse.
Un Cazador parpadeó varias veces, mirando sus manos como si las viera por primera vez. Otro giró la cabeza bruscamente, siguiendo algo que solo él podía ver.
—Ahora —dije—. Parejas, comenzad con ataques suaves. Movimientos lentos. Queremos que practiquen la defensa, no que los abrumemos.
El patio se llenó de actividad. Katanas de madera chocando. Cazadores moviéndose con más o menos coordinación dependiendo de cuán afectados estaban por el estramonio.
Caminé entre ellos, observando. Corrigiendo posturas. Ofreciendo palabras de aliento.
Zenitsu había tomado el estramonio y estaba llorando.
—¡LAS PAREDES SE MUEVEN! —sollozaba—. ¡TODO ES HORRIBLE! ¡QUIERO IRME A CASA!
—Zenitsu —dijo Tanjiro con paciencia infinita—. No hay paredes aquí. Estamos en el exterior. Respira. Como te enseñé. Respiración del Trueno, ¿recuerdas?
—¡NO PUEDO RESPIRAR! ¡EL AIRE ES MORADO! ¡VENENO!
Pero a pesar de su pánico, cuando Tanjiro realizó un ataque suave con la katana de madera, Zenitsu lo esquivó perfectamente. Por puro instinto. Su cuerpo sabía qué hacer incluso cuando su mente estaba en caos.
Interesante.
Inosuke, por otro lado, había tomado el estramonio y parecía... más Inosuke de lo normal, si eso era posible.
—¡TODO ES BRILLANTE! —gritaba—. ¡LOS COLORES TIENEN SABOR! ¡VOY A COMERME EL CIELO!
—Inosuke, por favor concéntrate... —rogaba su pobre pareja.
—¡ATÁCAME CON TODO! —Inosuke blandía dos katanas de madera con entusiasmo salvaje—. ¡NO SIENTO DOLOR! ¡SOY INVENCIBLE!
—Inosuke-kun —intervine con voz paciente, acercándome—. El objetivo no ese. Es mantener la concentración. Respira. Profundo. Aprende a controlar las visiones.
—¡RESPIRACIÓN DE LA BESTIA! —rugió, pero obedeció. Y noté cómo sus movimientos se volvían más controlados, más precisos.
Todo iba bien. Mejor de lo que esperaba. Los Cazadores estaban aprendiendo. Adaptándose.
Y entonces uno de ellos empezó a chillar. Un grito agudo, aterrorizado, que cortó el aire como un cuchillo.
—¡NO! ¡NO! ¡ALÉJATE DE MÍ!
Un Cazador joven —no podía tener más de dieciséis años— había soltado su katana y retrocedía, tropezando, los ojos muy abiertos y fijos en algo que no existía.
—¡SON DEMASIADOS! —gritaba—. ¡NO PUEDO! ¡ME VAN A MATAR!
Su pareja intentaba calmarlo, pero el chico no escuchaba. Se giró y empezó a correr, sin dirección, sin saber dónde estaba.
—¡Espera! —grité, corriendo hacia él.
Pero alguien fue más rápido.
Una figura borrosa se movió con velocidad inhumana. Y antes de que el Cazador pudiera dar más de tres pasos, fue golpeado con brutalidad.
No con toda la fuerza de la que era capaz. Pero la suficiente para detenerlo en seco y hacer que el chico tosiera y sangrara por la nariz.
Sanemi apretó su mano alrdedor del cuello del uniforme del Cazador, levantándolo del suelo.
—¿QUÉ MIERDA CREES QUE ESTÁS HACIENDO? —rugió, su rostro a centímetros del pobre chico—. ¿Salir corriendo? ¿Eso es lo que harías contra un demonio? ¿HUIR COMO UN COBARDE?
—Yo... yo...
—¡PATÉTICO! Si no puedes con esto, ¿cómo esperas sobrevivir contra Muzan? ¿Eh? ¡RESPONDE!
El chico temblaba, lágrimas corriendo por su rostro. Seguía bajo los efectos del estramonio. Probablemente veía a Sanemi como un monstruo. Como el mismo demonio que temía.
Apreté los dientes y me apresure a llegar hasta ellos.
—Suéltalo, Shinazugawa.
Mi voz cortó el aire cargada de autoridad que no sabía que poseía. Sanemi giró la cabeza hacia mí, sus ojos encendidos encontrando los míos.
—¿Disculpa?
—He dicho —repetí, dando un paso hacia él— que lo sueltes. Ahora.
Por un momento, pensé que se negaría. Que me desafiaría. Ambos éramos Hashira, técnicamente del mismo rango, aunque él tuviera más experiencia que yo. Pero este era mi entrenamiento. Mi espacio. Mis reglas.
Sanemi me sostuvo la mirada durante lo que pareció una eternidad.
Y entonces, lentamente, soltó al chico, que cayó al suelo, sollozando.
Me acerqué a Sanemi hasta quedar cara a cara. Tuve que alzar la barbilla para mirarlo —era mucho más alto— pero no retrocedí ni un centímetro.
—Este no es tu entrenamiento, Shinazugawa —dije, mi voz baja pero clara—. Aquí se hace lo que yo diga. Si tienes un problema con mis métodos, eres libre de irte. Pero mientras estés aquí, respetarás mi autoridad. ¿Está claro?
El patio quedó en un silencio absoluto. Todos dejaron de moverse, todos observaron.
Por el rabillo del ojo vi a Giyuu, de pie al fondo, brazos cruzados, rostro impasible. Pero en su mirada había filo, una quietud cortante que se clavó directamente en Sanemi. No hizo falta que se moviera ni dijera palabra. Su sola presencia tensó el ambiente un grado más, una advertencia muda e inequívoca: no toleraría que nadie cruzara la línea.
Sentí cómo su apoyo me anclaba, como un muro invisible a mi espalda.
Sanemi sostuvo mi mirada, y en sus ojos, junto a la sorpresa, destelló algo que no esperaba: un respeto medido, contenido.
—Como quieras —dijo finalmente, con tono aburrido. Y sin decir nada más, se dio la vuelta y regresó junto a Obanai.
Respiré lentamente, liberando la tensión que había estado sosteniendo. Luego me arrodillé junto al chico que aún temblaba en el suelo.
—Eh, eh —dije suavemente, poniendo una mano en su hombro—. Mírame.
El chico alzó la vista lentamente, sus ojos rojos e hinchados.
—Lo que ves no es real —dije con firmeza pero con gentileza—. Tu mente te está engañando. Estás a salvo. Yo estoy aquí. Tus amigos están aquí. Nadie va a hacerte daño.
—P-pero vi... había tantos demonios... y yo no podía...
—Lo sé. Es aterrador. Pero aprendiste algo importante hoy. Experimentaste el miedo puro. Y ahora sabes cómo se siente. La próxima vez, cuando un demonio real intente asustarte, recordarás esto. Y sabrás que puedes superarlo. ¿Me entiendes?
El chico asintió lentamente, limpiándose las lágrimas.
—Ahora —continué—. Vas a quedarte a descansar aquí. Vas a respirar profundo. Tu pareja se quedará contigo. Y cuando los efectos pasen, hablaremos sobre lo que aprendiste. ¿De acuerdo?
—S-sí, Saitō-san. Gracias.
Le di una palmadita en el hombro y me puse de pie.
—¡Todos! —grité—. Continuad. Y recordad: esto no va sobre ser el más fuerte. Es aprender. Crecer. No pasa nada por tener miedo. Lo importante es no dejarse paralizar por él.
Los Cazadores volvieron al entrenamiento con renovada determinación.
Las siguientes horas pasaron en un borrón de actividad. Supervisé. Corregí. Alenté. Algunos Cazadores lo manejaban mejor que otros. Pero todos estaban intentándolo. Todos estaban luchando.
Cuando finalmente los efectos empezaron a disiparse y los Cazadores volvían gradualmente a la normalidad, reuní a todos de nuevo.
—Buen trabajo —dije, y lo decía en serio—. Todos y cada uno de vosotros. Hoy enfrentasteis algo difícil. Algo que os asustó. Y no os rendisteis. Eso es lo que importa.
—¡Saitō-san! —gritó uno—. ¿Mañana nos toca a los que no lo probamos hoy?
—Exacto. Mañana rotaremos. Aquellos que ya sabéis como funciona podréis ayudar a vuestros compañeros basándoos en vuestra propia experiencia.
Murmullos emocionados recorrieron el grupo. Incluso aquellos que habían estado aterrorizados parecían ansiosos por hacerlo mejor la próxima vez.
—Descansad bien esta noche —concluí—. Nos vemos mañana. Misma hora.
Los Cazadores empezaron a dispersarse, recogiendo sus equipos, charlando entre ellos sobre sus experiencias.
—¡ESO FUE INCREÍBLE! —rugió Inosuke—. ¡QUIERO HACERLO DE NUEVO, AHORA MISMO!
—Por favor, no... —gemía su pareja.
Zenitsu se tambaleaba hacia la salida, aún pálido.
—Nunca más... nunca más...
Sanemi y Obanai se acercaron hacia la salida. Pensé que se irían sin decir nada. Pero entonces Obanai se detuvo y me miró por encima del hombro.
—Interesante entrenamiento, Saitō —dijo, su voz amortiguada por el vendaje. Sus ojos brillaron con cierto desdén.— Aunque tener al fantasma de Tomioka ahí plantado sin hacer nada debió de ser un estorbo.
La sangre me hirvió instantáneamente.
—Todos los Hashira son bienvenidos a observar —repliqué, con voz cortante—. Y tal vez si dejáramos de enemistarnos unos con otros y actuáramos como el equipo que se supone que somos, nos iría mucho mejor.
Obanai parpadeó, claramente no esperando esa respuesta. Sanemi soltó una risotada.
—Tiene agallas —comentó con una sonrisa torcida—. Vamos, Iguro. Dejemos a la princesa de las estrellas con su mascota favorita.
Siguieron andando, pasando junto a Giyuu. Tan cerca que uno de ellos debía apartarse. Pero Giyuu no lo hizo.
El choque fue seco: el hombro de Giyuu rebotó contra el de Obanai, obligándolo a dar un paso atrás. Giyuu ni siquiera se movió; permaneció erguido, impasible, con la mirada fija al frente, como si el golpe no hubiera ocurrido.
Obanai le lanzó una mirada de puro desprecio antes de seguir su camino sin decir palabra.
Yo los observé alejarse, temblando ligeramente de indignación, mientras a mi alrededor los Cazadores se iban marchando y despidiéndose de mí.
—Estuvo bien.
La voz sonó junto a mi oreja. Grave. Familiar. Cálida.
Me giré. No me había dado cuenta de que se había acercado. Ahora estaba a apenas un metro de distancia, sus manos relajadas a los lados, su expresión neutra pero con algo más suave en los ojos. Algo que, por un segundo, me hizo olvidar que aún estaba furiosa.
—¿Mmm? —murmuré tontamente porque por un segundo no supe qué decir.
—El entrenamiento.
Algo en mi pecho se expandió ante su aprobación, y sentí como me relajaba poco a poco.
—Gracias —dije con una sonrisa tímida—. ¿Tú qué opinas? Como Pilar. ¿Funcionará?
Giyuu me miró durante un largo momento.
—Sí —dijo simplemente—. Les diste algo que no pueden obtener en ningún otro entrenamiento. Les enseñaste a confiar en sí mismos incluso cuando su mente les falla. Eso salvará vidas.
Iba a responder. Iba a decir algo sobre el día anterior, sobre cómo él me había ayudado, sobre...
—¡SAITŌ-SAN! ¡TOMIOKA-SAN!
Tanjiro apareció corriendo —con una ligera cojera— hacia nosotros, su rostro emocionado.
—¡El entrenamiento fue increíble! —exclamó—. ¡La forma en que manejó la situación con ese Cazador asustado! ¡Y cómo le habló a Shinazugawa-san! ¡Fue tan valiente!
—Tanjiro-kun...
—¡Y Tomioka-san! —añadió de pronto, girándose hacia él—. ¡Qué suerte encontrarlo aquí también! Esto es perfecto. Perfecto.
—¿Perfecto para qué? —preguntó Giyuu con tono precavido.
La sonrisa de Tanjiro se ensanchó peligrosamente.
—¡Para que acepten mi invitación a cenar! He mejorado mucho mis artes culinarias. ¡Y quiero agradecerles a ambos por todo lo que han hecho! Saitō-san por este entrenamiento increíble, y Tomioka-san por... por todo.
—No es necesario... —empezó Giyuu.
—¡Insisto! ¡Por favor! —Tanjiro juntó las manos en una súplica—. ¡Prepararé mi mejor plato! ¡Les prometo que no se arrepentirán!
Crucé una mirada con Giyuu.
—Está bien —dije al fin, sonriendo—. Acepto tu invitación, Tanjiro-kun.
Tanjiro se giró hacia Giyuu, expectante. Él suspiró casi imperceptiblemente.
—...está bien.
—¡EXCELENTE! —Tanjiro dio un salto de pura alegría que casi lo hace tropezar—. ¡Volveré en una hora! ¡Gracias, gracias!
Y salió disparado, cojeando, con la misma energía con la que había entrado.
El silencio que siguió fue casi cómico al principio. Luego, poco a poco, se volvió incómodo.
—Me sigue a todas partes últimamente —murmuró Giyuu, sin apartar la vista del camino por donde Tanjiro se había ido.
—Es persistente —respondí con una pequeña sonrisa.
—Es una sombra pegajosa con orejas grandes.
Solté una risa leve, pero el sonido se disipó rápido. El silencio volvió, más denso esta vez.
Me humedecí los labios, buscando el valor.
—Sobre anoche… —empecé.
Giyuu bajó un poco la mirada.
—Deberías descansar antes de que vuelva —dijo en voz baja, sin mirarme—. Has trabajado duro hoy.
Y, sin darme oportunidad de responder, giró sobre sus talones y se alejó hacia los árboles del jardín.
Me quedé mirándolo hasta que su silueta desapareció entre la luz del atardecer.
Tragué saliva.
Cobarde, pensé.
Y no supe si lo decía por él… o por mí.
***
Casi dos horas después —porque Tanjiro había calculado el tiempo que necesitaba con un optimismo criminal— los tres estábamos sentados en el engawa de mi pabellón.
La luz del atardecer caía oblicua, tiñéndolo todo de oro y naranja. El aire era cálido, sereno, con ese silencio amable que llega justo antes de que caiga la noche.
Y la comida que había preparado…
—Esto está delicioso, Tanjiro-kun —dije, saboreando otro bocado de onigiri.
—¡Gracias! —respondió con una sonrisa—. Pero mi especialidad es esta.
Señaló un plato en el centro. Sake daikon. Salmón y rábano cocido en sake.
—Es la comida favorita de Tomioka-san —explicó Tanjiro, lleno de entusiasmo—. Quería asegurarme de hacerla bien.
Mi mirada se deslizó hacia el plato. Luego, inevitablemente, hacia Giyuu. Y el recuerdo me golpeó.
Aomori. El fuego crepitando. Ese día bajé al pueblo buscando algo diferente. Preparé sake daikon.
Recordé su expresión al verlo frente a él. Seria, como siempre. Pero había algo en sus ojos. Algo que no supe leer entonces.
Ahora sí.
Había sido su comida favorita.
Y yo la había cocinado sin saberlo.
Y él… no dijo nada. Solo comió en silencio, tal vez sorprendido. Tal vez conmovido.
—¿Saitō-san? —la voz de Tanjiro me sacó de mis pensamientos—. ¿Está bien?
—Sí, sí —respondí enseguida—. Solo... recordé algo.
Sonreí y probé un poco del sake daikon. Estaba delicioso, el sabor suave del salmón mezclado con el dulzor del rábano y el toque cálido del sake.
Giyuu me miró de reojo. Nuestros ojos se encontraron, apenas un instante.
Y en ese instante, lo supe.
Él también lo había recordado.
La cabaña perdida entre la nieve. El silencio roto solo por el fuego. La cena compartida.
Un leve rubor cruzó su rostro antes de que apartara la mirada, fingiendo concentrarse en el plato. Ese gesto suyo —mínimo, torpe, tan humano— me bastó para sentir que algo dentro de mí se aflojaba.
El resto de la comida transcurrió en una atmósfera templada y tranquila. Tanjiro hablaba sin parar, gesticulando con entusiasmo, contándonos anécdotas de entrenamientos, de sus compañeros, de las locuras de Inosuke.
—¡Y entonces trató de comerse una piedra porque pensó que era un tipo especial de arroz! —exclamaba, riendo—. ¡Zenitsu tuvo que golpearlo en la cabeza para que la escupiera!
La risa se me escapó sin contención. La imagen era tan absurda que casi me dolía el estómago de tanto reír.
Incluso Giyuu —aunque no llegó a sonreír del todo— dejó escapar un leve resoplido, la sombra de una sonrisa insinuándose en sus labios. Sus hombros parecían menos tensos, su presencia menos distante.
No hubo silencios incómodos. Tanjiro, con ese don natural que tenía para llenar los espacios, continuó hablando sobre mil cosas: el clima; las flores que empezaban a brotar: los sonidos nocturnos que lo mantenían despierto. Cualquier cosa que mantuviera la conversación fluyendo.
Cuando terminamos de comer, el sol ya se había ocultado completamente. Las estrellas empezaban a aparecer en el cielo oscuro, parpadeando como pequeñas llamas.
—Ha sido maravilloso, Tanjiro-kun —dije, poniéndome de pie—. Gracias por la comida, y por la compañía.
—¡El placer es mío! —Tanjiro se levantó también, haciendo una breve reverencia—. Muchas gracias por permitirme cocinar para ustedes.
—¿Te ayudo a llevar los platos? —ofrecí.
—¡No, no! Ya ha hecho suficiente hoy. Yo me encargo —recogió los platos con eficiencia practicada—. Que descansen. Mañana será otro día intenso, ¿verdad, Saitō-san?
—Así es.
—¡Entonces buenas noches! —Tanjiro hizo otra reverencia—. ¡Tomioka-san, nos vemos pronto! ¡Saitō-san, es usted increíble!
Y con eso, se marchó, cargando una torre inestable de platos y tarareando una melodía alegre.
Nos quedamos solos de nuevo.
Giyuu y yo permanecimos en el engawa, inmóviles, con la brisa nocturna revolviendo suavemente nuestro cabello. El silencio se extendió, pero no era completamente incómodo. Era más bien... expectante.
—Debería irme —dijo al fin, sin moverse.
—Mmm-hmm —respondí, sin moverme tampoco.
El tiempo se estiró, fino como hilo de seda.
—Anoche… —empecé, buscando el valor que se me escapaba.
—Estabas bajo los efectos del estramonio —interrumpió Giyuu, su voz medida, casi impersonal—. No pasó nada.
Mentiroso.
—Recuerdo lo suficiente —dije despacio, mirándolo de frente—. Recuerdo que me preguntaste si estaba bien. Que me cargaste cuando no podía caminar. Que te quedaste hasta asegurarte que estaba a salvo.
Giyuu no dijo nada, pero vi cómo su mandíbula se contraía.
—Y recuerdo —continué, mi voz más baja ahora— que te hice una pregunta estúpida, y tú…
—El estramonio causa alucinaciones —cortó, alzando la vista.
Nos miramos a los ojos. Azul contra marrón. Y en ese momento, supe que ambos sabíamos la verdad.
Sabía que yo recordaba.
Sabía que él lo sabía.
Pero ninguno de los dos estaba listo para admitirlo en voz alta.
—Está bien —dije al fin, cediendo el peso del momento—. Tal vez tienes razón. Tal vez solo fue una alucinación.
Su rostro cambió apenas, lo justo para revelar algo contradictorio. Alivio... y también una sombra de decepción.
—Debo irme —repitió, moviéndose esta vez para hacerlo realidad.
—Espera —lo detuve, más rápido de lo que pensé—. Yo... también voy a salir, de hecho. Quiero ir a la biblioteca. Buscar algo más sobre las plantas. Ver si puedo mejorar el entrenamiento de mañana.
Giyuu asintió despacio.
—Entonces te acompaño.
No lo dijo como una oferta. Lo dijo como una decisión tomada. Algo cálido floreció en mi pecho.
—¿No estás cansado? —pregunté, intentando sonar ligera—. Has estado aquí todo el día.
—Estoy bien —respondió simplemente.
Entré brevemente en mi pabellón para coger mi haori estrellado —la noche sería fría— y cuando salí, Giyuu estaba esperando exactamente donde lo había dejado.
Empezamos a caminar juntos por el sendero que llevaba hacia la biblioteca del Cuartel General. El camino era tranquilo ahora, iluminado por linternas de papel que colgaban a intervalos regulares.
Nuestros pasos encontraron un ritmo sincronizado, como si nuestros cuerpos supieran instintivamente cómo moverse juntos.
—Hoy estuviste bien —dijo Giyuu de repente, rompiendo el silencio—. Con Shinazugawa. No muchos se le enfrentarían así.
—Se estaba pasando —respondí—. Ese chico estaba aterrorizado. Lo último que necesitaba era más miedo.
—Lo sé —asintió, apenas un movimiento de cabeza—. Por eso estuvo bien. Lo que hiciste.
Caminamos unos pasos más. Lo miré de reojo.
—No me gusta cómo te tratan —dije al fin, más seca de lo que pretendía—. Sanemi, Obanai... siempre buscando un motivo para pincharte.
Giyuu no cambió la expresión.
—No puedo controlar lo que piensan —respondió, con esa calma que parecía roca—. Ni tengo interés en hacerlo.
—Aun así —insistí—, tienes más paciencia que nadie que conozca. No sé cómo aguantas sin devolverles el golpe.
Giró apenas el rostro, lo justo para que la luna rozara su perfil.
—Discutir con ellos no cambiaría nada —dijo. Y en su tono había una mezcla sutil de cansancio y convicción. No resignación, sino una especie de paz forzada.
—Aunque hoy fue distinto —repliqué, dejando que una sonrisa se colara en mis labios—. Cuando chocaste con Obanai…
Por un instante, vi algo cruzar su mirada. Un destello apenas. Algo vivo, fugaz, que desapareció antes de que pudiera darle nombre.
—No fue intencionado —dijo al fin, la voz tan neutra que casi sonaba a defensa.
—Claro —murmuré, sabiendo que no lo creía del todo. Entonces dije, como un pensamiento en voz alta:—. Sanemi es un bruto. Pero no es malo, en el fondo. Solo… demasiado intenso. No sabe manejar lo que siente, y por eso actúa así.
Giyuu guardó silencio un momento. El viento movió un mechón de su cabello, y su mirada se desvió hacia delante.
—No todos saben hacerlo —respondió.
Lo miré de reojo. Su tono era tranquilo, pero en sus ojos había algo que no era calma. Frustración. O cansancio.
Sentí el impulso de tocarlo, de decirle que fuera lo que fuera que le pasaba por dentro, podía contarmelo. Pero supe que si lo hacía, él levantaría sus muros otra vez.
Así que simplemente asentí, suave, y seguí caminando a su lado. Lo bastante cerca como para que, con cada paso, el roce leve de nuestros brazos dijera todo lo que ninguno de los dos se atrevía a decir.
La biblioteca apareció frente a nosotros, bañada por una luz cálida que se escapaba por las rendijas del papel. Me detuve frente a las escaleras.
—Bueno —dije, girándome hacia él—. Gracias por acompañarme.
Giyuu asintió, pero no dio un paso atrás.
—¿Cuánto tiempo estarás? —preguntó.
—No lo sé... una hora, quizá dos.
—Te esperaré.
Parpadeé.
—Giyuu, no hace falta, de verdad—
—Te esperaré —repitió, sin elevar la voz, pero con esa firmeza tranquila que volvía inútil cualquier intento de discutirle—. Para acompañarte de vuelta.
El corazón me dio un vuelco.
—Está bien —dije al fin, y la sonrisa se me escapó antes de poder contenerla—. Entonces no tardaré mucho.
—Tómate el tiempo que necesites.
Subí los escalones despacio, sintiendo su mirada detrás de mí, constante. Al llegar a la puerta, me detuve y miré por encima del hombro.
Seguía allí, de pie bajo las linternas, la luz recortando su silueta contra la noche.
Alcé una mano.
Él respondió con un leve gesto.
Y no hizo falta nada más.
Entré con el corazón acelerado, una sonrisa imposible de borrar.
Me está esperando.
Giyuu Tomioka está esperándome.
Porque quiere acompañarme de vuelta.
Porque quiere estar cerca de mí.
Me dirigí hacia la sección de textos medicinales y botánicos. Tomé un volumen grueso, lo abrí al azar, y traté de leer.
Pero las palabras no se quedaban quietas.
Mi mente seguía afuera, donde él estaba, quieto entre sombras y linternas.
Esperándome.
Y eso —ese simple hecho— bastaba para que todo dentro de mí cambiara de sitio.
***
Salí de la biblioteca con un libro bajo el brazo.
El aire nocturno era frío y limpio, impregnado de ese silencio espeso que solo existe cuando el mundo ya duerme. Las linternas de papel proyectaban sombras que se mecían sobre el sendero de piedra, como si todo respirara en calma.
Y allí estaba él.
Apoyado contra uno de los pilares, los brazos cruzados bajo el haori, la mirada fija en la oscuridad del jardín. Tan quieto que, por un instante, pareció parte de la estructura misma: una figura tallada en paciencia.
Pero cuando mis pasos resonaron en los escalones, alzó la vista y sus ojos se clavaron en los míos, directos.
—Terminé —anuncié con una sonrisa, alzando el libro ligeramente—. Encontré información interesante sobre combinaciones de plantas. Tal vez pueda crear efectos más específicos para diferentes escenarios de entrenamiento.
Giyuu asintió, apartándose del pilar con un movimiento fluido, y se fue acercando, sus pasos mudos sobre la piedra.
—¿Fue útil?
—Mucho —respondí animadamente, bajando los últimos escalones—. Mira, aquí dice que si combinas el estramonio con pequeñas cantidades de...
Abrí el libro mientras hablaba. La encuadernación era antigua, el papel áspero, quebradizo por los años. Pasé los dedos por el borde para girar la página.
Sentí una punzada breve, aguda. El filo traicionero del papel cortando la piel.
—Ay —susurré, más por sorpresa que por dolor.
Bajé la mirada. Una línea fina de rojo brillaba en mi dedo. Apenas un rasguño. Pero la sangre se acumuló en una gota densa de color borgoña.
Sin pensar —un gesto automático que repetía cada vez que me cortaba así— me llevé el dedo a la boca.
Lo envolví con los labios, chupando suave, sintiendo el sabor metálico de mi sangre en la lengua. El libro seguía abierto en mi otra mano, mostrando una ilustración botánica que ya no estaba mirando.
Y entonces lo sentí.
No fue algo que vi, sino algo que percibí. Como un cambio en la atmósfera, el aire cargándose antes de la tormenta.
Alcé la vista lentamente.
Giyuu me estaba observando.
No a los ojos, ni a la cara.
Sino a mi boca.
A mi dedo entre mis labios.
Y la expresión en su rostro...
Oh.
Oh.
No era la habitual máscara de control, ni su neutralidad calculada.
Era otra cosa. Algo primitivo, crudo, casi salvaje. Tan ajeno a su calma habitual que casi me hizo estremecer.
Sus ojos se habían oscurecido, las pupilas dilatadas, tragando el azul más claro. La mandíbula tensa, el músculo marcado bajo la piel. Y su cuerpo —su cuerpo entero se había congelado. Como si estuviera haciendo un esfuerzo titánico por no moverse. Como si el más mínimo desplazamiento pudiera romper el control precario que estaba manteniendo sobre sí mismo.
Me estaba mirando como si mi gesto no tuviera nada de inocente.
Como si quisiera tomar mi muñeca, elevar mi mano y posar su boca donde estaba la mía, para saborear mi dedo.
El tiempo se ralentizó. El mundo se redujo a este momento. A este espacio entre nosotros que era demasiado pequeño y demasiado grande al mismo tiempo.
Podía escuchar mi propio corazón retumbando en mis oídos. Cada latido demasiado fuerte. Demasiado rápido.
Lentamente, retiré el dedo de mi boca.
Pop.
El sonido fue suave, casi imperceptible. Pero en el silencio absoluto que nos rodeaba, resultó ensordecedor.
Noté cómo los ojos de Giyuu siguieron ese pequeño movimiento. Su mirada se fijó en mis labios aún húmedos. Su respiración se volvió pesada, el pecho subiendo y bajando con un esfuerzo visible.
—Solo es un rasguño —murmuré, solo por llenar el silencio.
Giyuu parpadeó, como si saliera de un trance.
Apartó la mirada de golpe, casi con violencia, girando la cabeza hacia un lado para mirar cualquier cosa que no fuera yo.
—Deberíamos volver —dijo, con la voz tensa, atrapada en la garganta—. Es tarde.
Y sin esperar mi respuesta, empezó a caminar.
Cerré el libro con manos que temblaban ligeramente y ;o apreté contra mi pecho como si fuera un escudo, echando a andar tras él.
El camino de vuelta a mi pabellón fue... extraño.
No hablamos. Ni una palabra.
Pero el silencio no era cómodo como antes. No era ese silencio pacífico de dos personas que disfrutaban de la compañía mutua.
Era denso. Cargado. Chispeante.
Giyuu caminaba adelantado, no a mi lado como siempre hacía últimamente. Como si necesitara esa distancia. Como si acercarse demasiado fuera peligroso.
Su postura era rígida. Perfectamente controlada. Tenía las manos ocultas dentro del haori pero pude ver cómo sus hombros estaban tensos. Y de repente, la conversación en el invernadero con Tengen volvió a mí con fuerza renovada.
"Reconozco la tensión sexual no resuelta cuando la veo. Y vosotros dos prácticamente vibrais con ella."
Había pensado que estaba exagerando. Que estaba viendo cosas que no existían porque Tengen veía romance y pasión en todas partes.
Pero no.
No estaba exagerando.
Esto —esta cosa entre nosotros que no tenía nombre, que ninguno de los dos sabía cómo manejar— era exactamente eso.
Tensión sexual.
Pura. Cruda. No resuelta.
Y ninguno de los dos tenía idea de qué hacer con ella.
Porque Giyuu se movía con esa torpeza contenida de alguien que nunca había tenido esto tan cerca —ni la piel, ni el aliento, ni el temblor de otra persona a un paso de distancia—.
Y yo… bueno, mi única experiencia con el tema era algo que preferiría poder olvidar.
Éramos dos personas completamente inadecuadas para manejar este tipo de situaciones. Dos guerreros entrenados para matar demonios, pero completamente indefensos ante esto.
El deseo.
La atracción.
La forma en que nuestros cuerpos respondían al del otro sin pedir permiso.
Tragué saliva, sintiendo cómo el calor se acumulaba en mi cuello, en mis mejillas.
¿Había sido consciente de lo que estaba haciendo? ¿¿De cómo se vería desde fuera? Un gesto tan simple, tan inofensivo a mis ojos.
Pero él no lo había visto así.
Él lo había visto y había pensado...
Dioses.
Seguimos caminando en ese silencio tenso. Mi mente era un torbellino. El libro pesaba contra mi pecho. Mi dedo aún palpitaba ligeramente donde me había cortado.
Y todo lo que podía pensar era en la forma en que me había mirado.
En la forma en que sus ojos se habían oscurecido.
En la forma en que su control —ese control perfecto que siempre mantenía— había flaqueado por un segundo.
Yo había conseguido eso. Sin quererlo. Sin intentarlo.
Pero lo había hecho.
¿Qué más podría hacer, si lo intentara?
El pensamiento me hizo trastabillar ligeramente. Giyuu se detuvo de inmediato, girándose a medias, su brazo moviéndose instintivamente como si fuera a estabilizarme.
Pero no me tocó.
Se detuvo a centímetros de distancia, su mano suspendida en el aire entre nosotros.
—¿Estás bien? —preguntó, y su voz sonaba rígida.
—Sí —respondí rápidamente—. Solo... tropecé. Estoy bien.
Bajó la mano lentamente.
Nos miramos en un silencio que se extendió más de lo que parecía posible. Sus ojos buscando los míos, los míos anhelando encontrar algo en los suyos.
Había algo invisible entre nosotros, una presión suspendida, un secreto que ninguno se atrevía a pronunciar.
Pregúntame por qué tropecé. Pregúntame en qué estaba pensando. Pregúntame.
Pero no lo hizo, claro.
Se dio la vuelta y continuó caminando.
Y yo lo seguí, con el corazón latiendo tan fuerte que pensé que podría escucharlo.
Mi pabellón apareció frente a nosotros demasiado pronto. Las linternas brillaban suavemente en la entrada. Todo se veía pacífico. Normal. Como si el mundo no hubiera cambiado completamente en los últimos minutos.
Nos detuvimos frente al portón.
—Gracias —dije con timidez—. Por esperarme. Por acompañarme.
Giyuu asintió. Pero no dijo nada. No me miraba. Mantenía la vista fija en algún punto sobre mi hombro. Apreté el libro contra mi pecho, con fuerza, como si pudiera servirme de escudo.
—Giyuu —susurré, dando un paso hacia él.
Él se tensó visiblemente, como si mi cercanía en ese momento fuese una prueba que no estaba preparado para superar.
—¿Estás...? —empecé, sin saber muy bien qué preguntar.
¿Estás bien? ¿Estás molesto? ¿Estás sintiendo esto también?
—Deberías descansar —interrumpió, su voz más brusca de lo normal—. Mañana será otro día largo.
Junté los los labios en una fina línea, tragándome el chasco.
—Tú también —respondí, en vez de decirle lo que realmente queria.
—Lo haré.
El silencio volvió, denso, chispeante.
—Buenas noches—dijo por fin, dando un paso atrás. Poniendo la distancia que necesitaba.
—Buenas noches.—repetí.
Se dio la vuelta y comenzó a alejarse. Sus pasos eran rápidos, casi apurados. Como si huyera.
Y tal vez lo hacía.
De mí. De esto. De lo que fuera que había crecido entre nosotros y que ninguno sabía cómo manejar.
Lo seguí con la mirada hasta que se perdió entre las sombras.
Solo entonces me permití soltar el aire contenido en una larga bocanada, como si hubiera estado conteniendo la respiración todo el tiempo.
Entré en mi pabellón y cerré el portón tras de mí con manos temblorosas. Me apoyé contra la madera, el libro aún presionado contra mi pecho.
¿Qué está pasando?
Miré mi dedo. El corte ya había dejado de sangrar, ahora era solo una línea fina, casi invisible.
Pero había causado... eso.
Ese momento.
Esa mirada.
Esa tensión que ahora vibraba en mi cuerpo como una cuerda de shamisen demasiado tensa.
Caminé hacia mi habitación en un estado de aturdimiento, dejando el libro sobre el tocador. Me quité el haori. Me solté el cabello. Me cambié de ropa mecánicamente.
Pero mi mente no estaba presente.
Estaba afuera. En ese camino. Reviviendo el momento una y otra vez.
La forma en que me había mirado.
La forma en que su control se había resquebrajado.
La forma en que había huido.
Me acosté en el futón, mirando el techo, completamente alerta.
Y entendí con absoluta claridad que esto no podía continuar así.
No podíamos seguir fingiendo que no existía.
No podíamos seguir bailando alrededor de ello.
Porque cada momento que pasábamos juntos, cada mirada, cada roce accidental, cada palabra no dicha, solo lo hacía más intenso.
Más imposible de ignorar.
Tarde o temprano, alguien tendría que ceder.
Uno de nosotros tendría que dar el paso. Tendría que ser valiente. Tendría que decir en voz alta lo que ambos estábamos sintiendo.
O nos consumiría.
Esta tensión. Este deseo. Esta necesidad.
Nos quemaría vivos si no le dábamos salida.
Cerré los ojos, apretándolos fuerte.
Tengen tenía razón.
Y no tengo idea de qué hacer con ello.
Notes:
PS: Amo a Inosuke con toda mi alma 🐗
Chapter 32: El anhelo del corazón - Parte 6
Chapter Text
Fueron días intensos, entrenando desde el amanecer hasta el anochecer, observando, corrigiendo posturas, empujando a los Cazadores más allá de sus límites. Noches leyendo a la luz de una vela hasta que las palabras se fundían en manchas borrosas, estudiando las técnicas conocidas de los demonios, planeando cómo replicarlas con las plantas que Tengen me había dado, planificando la siguiente fase del entrenamiento.
Mi cuerpo era un mapa de tensión acumulada. Cada músculo protestaba. Mis ojos ardían incluso cuando los cerraba. Y esta mañana finalmente no tenía obligaciones. No había entrenamiento programado. No había reuniones. Solo el lujo decadente y glorioso de dormir.
Así que eso era exactamente lo que estaba haciendo.
El futon bajo mi cuerpo se sentía como una nube. La manta sobre mí, un capullo de calidez, casi demasiada, gracias al agradable clima primaveral y a la buena insulación dentro de mi pabellón. Mi cabello—suelto, despeinado, probablemente un desastre absoluto—se extendía sobre la almohada en mechones oscuros.
Había perdido la noción del tiempo. ¿Era mediodía? ¿Tarde? No me importaba. Por primera vez en días, mi mente había dejado de dar vueltas, mi cuerpo había dejado de estar en constante alerta, y me permitía simplemente existir en ese espacio nebuloso entre el sueño y la vigilia.
Los rayos de sol entraban por las placas de las contraventanas. Con movimientos lentos, perezosos, removí la manta mullida que me cubría, estirándome cual gato al sol. La yukata ligera que llevaba, de un bonito tono amarillo, se deslizó por mis piernas, los rayos del sol brillando sobre mi piel.
La paz era absoluta.
Hasta que no lo fue.
El sonido de la puerta deslizándose con fuerza rompió la quietud como una piedra arrojada a un estanque en calma. Alguien había abierto la puerta de mi habitación.
Mi cerebro, empapado en la niebla del despertar, procesó la información con la velocidad de la miel derramada. Peligro. Debería reaccionar. Debería levantarme de un salto, alcanzar mi katana, adoptar una postura defensiva.
En cambio, lo que hice fue incorporarme a medias en el futon—apenas logrando apoyarme sobre un codo—mientras mis ojos se abrían con dificultad, entrecerrados contra la luz del día que entraba por la puerta abierta.
La silueta de dos personas se recortaba contra el brillo exterior.
Parpadeé. Una vez. Dos veces.
—¿Qué...? —El sonido que salió de mi garganta fue más un murmullo somnoliento que una palabra.
—¡Sakura-san! —escuché una voz familiar cortando el aire, aliviada—. ¡Menos mal que está bien!
¿Es ese…?
Mis ojos finalmente enfocaron.
Tanjiro estaba allí, efectivamente, con esa expresión de cachorro angustiado que probablemente llevaba perfeccionando desde la infancia. Sus manos se agitaban frente a él en un gesto apologético, sus mejillas enrojecidas con vergüenza obvia.
Y junto a él, Giyuu.
Volví a parpadear lentamente.
El tiempo parecía arrastrarse, espeso, pesado.
Giyuu me miraba fijamente. Su expresión—habitualmente tan controlada, tan impenetrablemente neutra— se había congelado en algo que solo podía describirse como shock absoluto.
Sus labios estaban entreabiertos y sus ojos se expandieron más de lo normal. Había algo en su mirada. Algo que hizo que mi piel se erizara con conciencia instantánea.
Fue entonces cuando mi cerebro procesó la situación con una claridad devastadora.
Yo, en mi futón, apenas incorporada. El cabello suelto y despeinado cayendo en cascada sobre mis hombros y espalda. La yukata de algodón—fina, suave— apenas sosteniéndose en su lugar; la tela se había deslizado lo suficiente para revelar la curva de mi hombro y la clavícula. En mis piernas, la tela también cedía, dejando al descubierto piel pálida que parecía casi luminosa bajo los rayos del sol.
Y frente a mi, Giyuu y Tanjiro, viendo más de lo que deberían.
Sin darme cuenta, moví las rodillas hacia dentro, como queriendo cerrarlas de golpe, un gesto instintivo. Vulnerable.
Y mientras Tanjiro balbuceaba cosas que apenas entendía, capté la mirada de Giyuu. Sus ojos habían seguido el movimiento de mis piernas.
Mi respiración se volvió agitada, todavía medio atrapada en el ritmo del sueño. Mi pecho subía y bajaba con fuerza.
El calor explotó en mis mejillas con la fuerza de un incendio forestal.
—¿Q-qué estáis—? —Intenté decir, pero mi voz salió ronca por el sueño, y, maldición, eso solo lo empeoró todo.
Giyuu no se movió ni un centímetro. Permanecía allí, inmóvil, como si alguien lo hubiera petrificado a mitad de paso. Los brazos ligeramente separados del torso, con las manos cerrándose en puños tensos. Pude ver cómo apretaba la mandíbula, y cómo esa mirada azul, habitualmente impasible, recorría mi figura con una intensidad tan feroz que sentí que me devoraba desde dentro.
No era la primera vez que veía esa crudeza en él. Días atrás, cuando chupé mi dedo tras cortarme, capté un destello oscuro y peligroso en sus ojos, algo que aceleró mi pulso y entrecortó mi respiración. Había vislumbrado algo parecido antes, durante nuestro tiempo en Aomori—cuando nos curábamos las heridas, cuando lo sorprendí observándome mientras me recogía el cabello—.
Pero esto…
Esto era esa misma oscuridad, multiplicada por mil.
Era la mirada de un hombre que había irrumpido con la adrenalina del peligro recorriendo sus venas, listo para rescatar, proteger, luchar — solo para toparse con algo totalmente distinto. Algo que no tenía nada que ver con la amenaza, y todo que ver con… otra cosa. Una imagen que desarmaba su instinto y desafiaba todo lo que creía saber sobre control y deseo.
El aire en la habitación se espesó, cargado de una tensión que casi podía saborear.
—Sakura-san, ¡lo siento mucho! —Tanjiro se inclinó en una reverencia tan profunda que casi se golpeó la frente contra el suelo—. ¡Giyuu-san y yo estábamos preocupados porque no la habíamos visto en toda la mañana y pensamos que tal vez había probado las plantas alucinógenas sola y que algo malo había pasado, y estuvimos llamando a la puerta y gritando su nombre pero no respondía y yo sugerí que viniéramos a comprobar que estuviera bien pero no pensamos—no pensé—que pasaría esto que es completamente inapropiado y lo siento muchísimo, Sakura-san, por favor perdóneme!
Las palabras salieron en una cascada atropellada, casi ininteligible en su prisa por disculparse.
Intenté procesar lo que decía. Preocupados. Plantas. Comprobar. Mi mente todavía estaba funcionando a media velocidad, tratando de armar las piezas.
—Yo solo estaba... durmiendo —logré decir —. No hay... no pasa nada...
Tanjiro se giró hacia Giyuu, claramente buscando apoyo o tal vez una salida de esta situación mortificante.
— ¡Giyuu-san, siento mucho haberlo metido en este lío! Yo solo quería asegurarme de que Sakura-san estuviera bien y—
Se detuvo abruptamente.
Su nariz—esa nariz legendaria—se arrugó ligeramente. Sus ojos se ampliaron con una realización que casi podía ver formándose en tiempo real.
—Giyuu-san —dijo Tanjiro lentamente, y había una nota de confusión genuina en su voz—. Puedo oler que está usted muy enfadado.
Silencio.
El tipo de silencio que precede a las tormentas.
Tanjiro inclinó la cabeza, inhalando otra vez, y su expresión se transformó en algo entre la sorpresa y el horror absoluto.
—Y también puedo oler que está... está—
No llegó a terminar la frase.
El movimiento de Giyuu fue tan rápido que apenas lo vi. Un instante antes estaba rígido, con la mandíbula tensa; al siguiente, su puño ya había impactado contra el rostro de Tanjiro con un golpe seco que resonó en toda la habitación.
—¡AY! ¡Giyuu-san—!—El quejido de Tanjiro se cortó cuando Giyuu lo agarró del cuello del haori a cuadros con ambas manos, levantándolo del suelo.
—Tú —dijo Giyuu, y su voz era tan baja, tan peligrosamente calmada, que me dio escalofríos—, no hablas más.
Me quedé congelada en mi futón, observando la escena desplegarse como una extraña obra teatral inducida por las plantas alucinógenas.
Giyuu arrastró a Tanjiro hacia la puerta—literalmente lo arrastró, el pobre chico tropezando y balbuceando disculpas incoherentes—, con movimientos rígidos, conteniendo una fuerza brutal. Su mandíbula tan apretada que podía ver el músculo palpitando. Sus hombros tensos. Los músculos de sus brazos resaltando contra la tela. Y cuidadosamente no me miró. Ni una sola vez.
Como si mirarme fuera abrir un abismo peligroso.
Como si temiera perder el control.
—Giyuu-san, de verdad lo siento, no quise—¡AY!—está bien, está bien, ya voy, no me haga daño—
La puerta se cerró con un golpe brusco, cortando las disculpas de Tanjiro a la mitad. El sonido de pasos arrastrándose y protestas amortiguadas se alejó por el pasillo, desvaneciéndose gradualmente hasta que solo quedó el silencio.
Me quedé ahí sentada, con la yukata cayendo por mi hombro, el cabello despeinado en todas direcciones.
Parpadeé hacia la puerta cerrada.
—¿Qué...? —Mi voz sonó pequeña en el espacio vacío—. ¿Qué acaba de pasar?
Mi cerebro rebobinó los últimos minutos a cámara lenta. Giyuu y Tanjiro irrumpiendo. La expresion de Giyuu—intensa, cruda, desesperada. Las palabras de Tanjiro cortadas de golpe. El puñetazo. El arrastre.
"También puedo oler que está—"
Oh.
Oh no.
OH NO.
El calor que ya me quemaba las mejillas estalló, extendiéndose como fuego líquido por mis orejas, mi cuello, bajando hasta el pecho. Todo mi cuerpo se incendió, cada centímetro de piel súbitamente alerta.
Tanjiro iba a decir—
Giyuu estaba—
—Ay, dioses. —El sonido salió entre mis labios como un gemido ahogado.
Me dejé caer de nuevo sobre el futón, cubriéndome el rostro con ambas manos. Respiré hondo, pero no sirvió. Nada podía borrar el recuerdo de esa mirada—esos ojos azul oscuro que recorrían mi cuerpo con una hambre imposible de disimular—grabada a fuego en mi mente.
Y mi cuerpo, traidor, respondió sin control.
Un escalofrío recorrió mi columna vertebral y me hizo doblar los dedos de los pies. El calor en mi bajo vientre—ese que había estado tratando de ignorar desde el incidente del dedo—creció, abrasador, hasta rozar el límite del dolor.
—No, no, no, no —murmuré contra mis palmas—. No pienses en eso. No pienses en cómo te miraba. No pienses en—
Pero era demasiado tarde.
La imagen volvió con nitidez cruel: sus pupilas dilatadas; el ascenso lento de su pecho al respirar; las manos cerrándose en puños, como si contuviera el impulso de alcanzarme.
Y esa mirada.
Esa maldita mirada que parecía devorarme.
La forma en que claramente había querido—
—¡Basta! —exclamé, más fuerte de lo que pretendía, como si regañarme pudiera sofocar el incendio que me ardía por dentro.
No sirvió.
Si acaso, lo avivó.
Porque mi mente traidora empezó a girar otra escena. Una donde Tanjiro no estaba. Una donde Giyuu entraba solo. Me encontraba así. Con esa mirada.
Y no se iba.
—Para. Ahora mismo. Para.
Mi voz sonaba estrangulada incluso para mis propios oídos.
Me cubrí el rostro con las manos, respirando hondo, intentando acallar esa parte de mí—culpable, despierta, hambrienta—que ansiaba y temía a la vez el roce de sus manos.
El silencio de la habitación era espeso, tangible, como si el aire se hubiera vuelto cómplice de mis fantasías. Y yo ardía. Confundida. Avergonzada. Innegablemente, dolorosamente excitada.
Esto era un desastre.
Un completo y total desastre.
Y en algún lugar ahí fuera, Giyuu Tomioka estaba probablemente teniendo también una crisis nerviosa —todavía peor que la mía—, un colapso interno de proporciones épicas.
Lo cual, de alguna forma, solo lo hacía infinitamente peor.
Dos días completos habían pasado desde el incidente, y Giyuu Tomioka me estaba evitando como si yo fuera un demonio de rango superior.
No, me corregí enseguida. A un demonio lo habría enfrentado sin dudar, con la katana en la mano y esa calma infuriantemente estoica que parece tatuada en su alma.
Conmigo es peor.
Estaba huyendo de mí como si hubiera contraído una enfermedad rarísima y mortal que se transmitía por simple contacto visual.
No es que pudiera culparlo, realmente.
Había sido un momento... bochornoso. Devastador en su torpeza. Tal vez otra persona lo habría dejado pasar con una risa incómoda y una palmadita en el hombro, como si nada. Tengen, por ejemplo, habría hecho un comentario indecente y luego me habría invitado a beber sake. Sanemi, en cambio, habría transformado la vergüenza en furia, gruñendo algo como “aprende a cerrar las jodidas puertas, mujer”, antes de fingir que nunca ocurrió.
Pero Giyuu…
Giyuu no sabía esconderse detrás del humor ni de la rabia.
Debía estar flagelándose por lo ocurrido, sin piedad, reviviendo cada segundo en su mente con agonía.
Y para alguien como él, la única forma de lidiar con eso era aislarse, desaparecer por un tiempo.
Su ausencia se hacía notar.
En el comedor común, parecía aparecer justo cuando yo me levantaba, o yo me iba cuando él llegaba, como si una extraña sincronía cósmica se empeñara en mantenernos separados.
En los terrenos de entrenamiento, siempre surgían “asuntos urgentes” que lo llevaban al extremo opuesto del complejo.
Incluso en las reuniones Hashira —que eran obligatorias, ineludibles— lograba colocarse lo más lejos posible de mí, con la mirada perdida en un punto distante, como si estuviera descifrando los secretos del universo.
Era ridículo.
Era frustrante.
Y, maldita sea, funcionaba a la perfección.
Tanjiro, en cambio, volvió a buscarme al día siguiente de lo ocurrido. Pobre chico. Apareció en la puerta de mi pabellón con una expresión tan culpable que parecía haber cometido un crimen capital, cargando una cesta de regalo que probablemente le había dejado en números rojos su salario de Cazador.
—¡Saitō-san! —había dicho, inclinándose en una reverencia tan profunda que rozo la frente contra el suelo. Cuando se levantó de nuevo tenía arenilla en el pelo—. ¡Por favor, acepte mis más sinceras disculpas! ¡Traje daifuku de la aldea, y también estos dulces de castañas que me dijeron que son muy buenos, y este té especial que...!
—Tanjiro-kun —lo había interrumpido gentilmente, poniendo una mano en su hombro—. Está bien. De verdad.
—¡No, no está bien! —Había levantado la cabeza, con los ojos brillantes de determinación desesperada—. Invadí su privacidad de la peor manera posible. Y encima dije cosas que no debería haber... que... bueno...—Sus mejillas se habían puesto del color de un tomate maduro—. ¡El caso es que fue completamente mi error y no debe culpar a Giyuu-san en absoluto!
Eso me había hecho fruncir el ceño.
—Nadie está culpando a nadie, Tanjiro-kun.
—¡Es que Giyuu-san estaba realmente preocupado por su seguridad! —continuó, con esa lealtad inquebrantable que lo hacía tan entrañable—. ¡Fui yo quien insistió en entrar sin esperar! ¡Si alguien merece su ira, soy yo! —Hizo una pausa, bajando la voz hasta un susurro casi cómplice—. Aunque, siendo sincero, si va a castigarme, que me golpee en el lado izquierdo, porque ya tengo el derecho bastante dolorido... Giyuu-san pega fuerte, y temo que si se entera de que la estoy molestando otra vez, no dudará en hacerlo de nuevo...
A pesar de todo, me había reído. No pude evitarlo. La imagen de Tanjiro —ese chico tan genuinamente bueno e inocente— intentando proteger a Giyuu, pero al mismo tiempo confesando que temía recibir otro puñetazo, era demasiado absurda.
—No pienso golpearte, Tanjiro-kun, ni permitiré que nadie más lo haga —le aseguré, aceptando la cesta de regalos—. Y aprecio mucho la disculpa. Y, los dulces, claro.
Él sonrió entonces, esa sonrisa brillante y aliviada que iluminaba su rostro como un rayo de sol.
—¿De verdad me perdona?
—De verdad te perdono.
Después de eso, Tanjiro había vuelto a la normalidadl, aunque ocasionalmente me lanzaba miradas preocupadas, como si temiera que en cualquier momento pudiera cambiar de opinión y ordenar su destierro.
Los días habían transcurrido en una rutina de entrenamiento constante. Había seguido trabajando con los Cazadores, implementando gradualmente las tres plantas juntas —estramonio, hongo bambú oscuro y lirio cabeza de serpiente—.
Los resultados eran más que prometedores: los Cazadores estaban aprendiendo a mantener la concentración incluso cuando sus sentidos les mentían, a confiar en su instinto por encima de sus percepciones alteradas.
No hubo incidentes graves.
Giyuu no había vuelto a visitar mis entrenamientos, por supuesto.
También había visitado el pabellón de Shinobu un par de veces más, con la excusa del entrenamiento. Bebíamos té, discutíamos formas de implementar alucinógenos, y ocasionalmente —muy ocasionalmente— dejábamos que la conversación derivara hacia territorio más personal. La distancia fría que había existido entre nosotras desde que nos conocimos se había suavizado considerablemente. No éramos exactamente amigas íntimas, pero había un respeto mutuo que no había estado ahí antes.
También había pasado tiempo con Mitsuri, lo cual era como ser atrapada en un torbellino de energía pura y entusiasmo. La Hashira del Amor era imposible de resistir —su risa era contagiosa, sus historias eran entretenidas, y su habilidad para hacer que incluso las conversaciones más mundanas se sintieran emocionantes era un talento genuino.
Pero a pesar de todo —el entrenamiento, las visitas, las conversaciones— había un hilo constante de pensamiento corriendo por debajo de todo lo demás.
Giyuu.
No podía apartarlo de mi mente.
La manera en que me había mirado ese día, con una intensidad cruda y desnuda, como si hubiera descubierto algo prohibido al verme tan vulnerable, tan expuesta. La tensión en su mandíbula, la batalla silenciosa que parecía librar contra un impulso que lo desgarraba por dentro.
Y esas palabras a punto de escapar de la boca de Tanjiro, cortadas de raíz por la violencia preventiva de Giyuu:
"También puedo oler que está..."
No hacía falta que Tanjiro terminara la frase. Yo ya lo sabía. Estaba encendido. Excitado al verme sobre el futón, con la yukata desordenada y el cabello suelto. Y esa certeza ardía en mi cabeza como una brasa viva, alimentándose de cada recuerdo, de cada mirada furtiva que se había quedado grabada en mi piel.
Por las noches, cuando el sueño se negaba a llegar, me sorprendía repitiendo ese instante una y otra vez. El shock que se había transformado en un hambre oscura, silenciosa. Sus ojos, fijos en cada uno de mis movimientos, siguiendo mi cuerpo con un instinto primitivo, como una bestia atrapada al acecho. Así lucía la lujuria en Giyuu Tomioka: cruda, reprimida, implacable. Nunca había visto nada tan magnético, tan hipnótico. Me robaba el sueño y encendía mi imaginación con la promesa de ese momento en que, por fin, rompiera su férreo autocontrol y se entregara a lo que claramente ardía en sus venas. A lo que yo anhelaba.
Cada amanecer llegaba con la misma punzada: la de quererlo y no tenerlo.
Dos días de este ciclo tortuoso. Dos días viéndolo solo de lejos, cazando el brillo de su perfil antes de que se desvaneciera tras una esquina. Dos días preguntándome si eso era todo lo que nos quedaba: miradas robadas, momentos truncados… y la herida abierta de lo que no podía ser.
Hasta esta tarde.
Había pasado la última parte del día en el pabellón de Mitsuri, escuchándola hablar animadamente sobre una nueva técnica que había estado desarrollando, algo que involucraba hacer que su katana se moviera en patrones aún más complejos e imposibles. Su entusiasmo era contagioso, y por un par de horas, había logrado no pensar en cierto Pilar del Agua de ojos azules que me estaba volviendo loca.
El sol comenzaba a descender cuando finalmente me despedí, prometiendo visitarla de nuevo pronto. Mitsuri me había abrazado con fuerza —como siempre hacía, sin importar cuántas veces nos viéramos— y me había gritado adiós mientras yo me alejaba por el camino de piedra.
Los terrenos estaban bañados en esa luz dorada particular del atardecer, suave y cálida, que hacía que todo pareciera irreal. Las glicinias que bordeaban los senderos estaban en plena floración, sus racimos púrpuras colgando como cascadas perfumadas. El aroma era embriagador, dulce y ligeramente almizclado, llenando el aire con promesas de primavera.
Doblé la esquina, pensando ya en un baño caliente y en retomar el libro sobre mezclas de plantas que había dejado a medias, cuando me detuve en seco.
El corazón me dio un vuelco.
Giyuu estaba frente a la entrada de mi pabellón, observando el portón cerrado con ese gesto grave y concentrado que parecía no dejarle resquicio alguno.
La luz del atardecer lo envolvía en tonos de oro y ámbar, suavizando los ángulos severos de su rostro. Su haori bicolor se agitaba apenas con la brisa, el rojo reluciendo como sangre, el verde geométrico hundiéndose en las sombras. Tenía las manos relajadas a los costados, pero vi cómo los dedos se flexionaban varias veces—nerviosismo, impropio de él.
Percibió mi presencia de inmediato. Giró la cabeza, y nuestros ojos se encontraron.
El mundo pareció detenerse un instante. No había nada más, solo esa mirada suya, fija, insondable, que me atravesó como una descarga. En su rostro había algo más que seriedad: una mezcla de ansiedad y temor, como si estuviera debatiéndose entre acercarse o desaparecer.
Mi pecho ardía. Sentí el pulso latiendo en mi garganta, en mis muñecas, en cada rincón del cuerpo.
Avancé despacio, cuidando cada paso, temiendo romper algo invisible entre los dos, como si me acercara a un animal salvaje que podría huir o atacarme con el mínimo movimiento.
—Giyuu —dije cuando estuve lo suficientemente cerca.
Mi voz sonó demasiado suave, demasiado cargada de esperanza… vulnerable. Maldición. No debería ser así. Debería estar enojada con él. Mostrar algo de orgullo, al menos.
Él no respondió al instante. Solo me miró, los labios apretados, las manos curvadas en puños.
Y entonces, finalmente, habló.
—Sakura.
Escuchar mi nombre después de dos días de silencio me afectó más de lo que debería. Su voz, grave y contenida, se deslizó por mi piel como un recordatorio incómodo de todo lo que habíamos evitado.
—¿Tienes... un momento?
Asentí, incapaz de confiar en mi voz sin que se quebrara.
Desvió la mirada un segundo, pasándose una mano por el cabello y desordenando la coleta baja. El gesto, pequeño y torpe, tenía algo de humano, de frágil. Y me descubrí queriendo alzar la mano, alisarle el mechón rebelde, sentir la textura de su cabello entre mis dedos.
—¿Quieres…? —dudó, la voz algo ronca—. ¿Te apetecería dar un paseo?
Bajó la vista un instante, como si buscara las palabras en el suelo. —Si no estás cansada. O si tienes otras cosas que hacer. No tienes que…
—Sí. —Lo interrumpí antes de que pudiera seguir, antes de que encontrara una excusa para marcharse—. Me gustaría.
Algo se encendió en sus ojos. ¿Alivio? ¿Sorpresa? Fuera lo que fuera, desapareció tan rápido como había aparecido, sustituido por esa máscara de control que conocía demasiado bien. Asintió despacio, como si cada movimiento le costara.
Caminamos en silencio, siguiendo uno de los senderos que serpenteaban entre los jardines de glicinias. El sol descendía con lentitud, derramando tonos de rosa y púrpura que parecían fundirse con las flores a nuestro alrededor. Era casi demasiado hermoso, como si el mundo, cómplice, estuviera preparando el escenario a propósito.
Giyuu mantenía una distancia medida entre nosotros: no tanta como para parecer frío, pero lo justo para evitar que nuestros brazos se rozaran. Su mirada estaba fija en el horizonte, tensa, ausente.
Pasó un largo trecho de quietud antes de que hablara.
—Quiero disculparme. —Su voz era baja, casi ahogada por el susurro del viento entre las hojas—. Por lo que pasó.
Lo miré de reojo, esperando. No dije nada.
—Irrumpí en tu habitación porque... pensé que estabas en peligro. —No apartó la vista del camino; parecía hablar más para el aire que para mí—. Tanjiro dijo que no te había visto en todo el día, y sabía que habías estado trabajando con esas plantas. Imaginé que podrías haber decidido probarlas sola, sin avisarme como habías prometido. Que algo había salido mal. Que estabas… —Su ceño se contrajo con un tic involuntario—. Fue una estupidez. Debería haber esperado. O llamado. Algo.
—No fue estúpido —dije con suavidad—. Estabas preocupado.
—La preocupación no justifica irrumpir así. —Su voz tenía un filo áspero, una autocrítica que dolía escucharlo pronunciar—. Y luego… después… —se detuvo en seco, girándose hacia mí por fin—. No quiero que pienses que me aproveché. Que soy algún tipo de… pervertido que—
—Giyuu.
El nombre bastó para cortarlo. Cerró la boca, los músculos de la mandíbula tensos, y sus ojos buscaron los míos con una intensidad que me recorrió entera.
—Sé que no eres eso —dije, firme, sin apartar la mirada—. Sé exactamente quién eres.
Giyuu bajó la cabeza, el aire escapándole en una exhalación breve, casi temblorosa.
—No estoy tan seguro de que lo sepas —murmuró—. Porque yo... no pude evitar... —Las palabras parecían atragantársele, como si tuviera que arrancarlas de un lugar profundo y oscuro—. Pero tú estabas tan vulnerable. Tan...tan…
Se interrumpió. Respiré hondo y reuní todo el valor que tenía en mi cuerpo.
—¿Bonita?
Alzó la vista de inmediato, como si lo hubiera golpeado. Sus ojos azules se abrieron, llenos de reconocimiento.
No hizo falta decir más. Ambos sabíamos exactamente a qué me refería.
Aquel susurro en la penumbra de mi habitación, cuando el estramonio me había dejado sin filtros. Yo, sin filtros, preguntándole —entre inseguridad y deseo— si era tan bonita como las esposas de Tengen. Y él, arrodillado junto a mí, acercándose como si fuera a besarme, pero desviándose en el último segundo para susurrar contra mi oído:
“No hay nadie más bonita que tú.”
Eso fue lo que dijo. Lo que murmuró con aquella voz ronca, creyendo que yo no lo recordaría al día siguiente.
Pero claro que lo recordaba. Cada palabra. Cada respiración. El roce apenas perceptible de sus labios sobre mi piel.
Giyuu tragó con dificultad, el movimiento marcado en su garganta. Sus manos se cerraron en puños a los costados, los nudillos tensos, como si necesitara aferrarse a algo tangible para no desmoronarse. Todo su cuerpo vibraba con una energía contenida, esa mezcla peligrosa de pánico y deseo que parecía mantenerlo al borde del colapso. Cada músculo, cada respiración, gritaba contención.
Dejó escapar el aire lentamente, como si le costara hacerlo.
Y entonces…
—Sí —murmuró por fin. Su voz sonaba áspera, desgarrada por algo por algo más hondo que vergüenza—. Estabas… estás… —Cerró los ojos, buscando en el silencio el valor que las palabras le robaban—. Eres hermosa, Sakura. Siempre lo has sido.
Sentí cómo el corazón me golpeaba con una fuerza brutal, un latido que dolía en el pecho y se extendía hasta la garganta. Cada sonido suyo era una chispa que prendía fuego en mi interior, la reafirmación que tanto necesitaba. Di un paso hacia él, pequeño y casi temeroso, como si acercarme fuera un acto de valentía.
Percibí cómo su respiración se aceleró apenas un instante al notar mi cercanía.
—No deberías avergonzarte de pensar eso —susurré, la voz tenue, un murmullo apenas audible—. Porque yo también pienso que tú eres el más hermoso.
Sus ojos se abrieron lentamente, y vi cómo mis palabras se hundían en su pecho, pesando toneladas y, a la vez, aliviando algo invisible que llevaba cargando. Su respiración se hizo más profunda, irregular, y un temblor sutil recorrió su cuerpo, un estremecimiento que traicionaba todo lo que callaba.
—Y me gusta —seguí, sin poder detenerme ahora que había empezado. Las palabras brotaban como un río desbordado—. Me gusta cuando siento que me miras. Me gusta la forma en que... la forma en que me ves. Como si yo fuera... —Tragué saliva con dificultad—. Como si realmente importara.
Abrió la boca, como queriendo decir algo, pero lo interrumpí antes de que pudiera.
—Y creo…creo que deberíamos ser honestos sobre lo que sentimos. Huir así... evitarme como has hecho estos días... no va a servir de nada. No hará que esto desaparezca.
Giyuu me miraba con esa mezcla de asombro y miedo, como si yo fuera a la vez lo más precioso y lo más aterrador. Como si quisiera acercarse y alejarse al mismo tiempo.
—Sakura... —Mi nombre se rompió en sus labios, destrozado y vivo al mismo tiempo.
Di otro paso. Ahora estábamos lo suficientemente cerca como para distinguir las motas más oscuras en sus ojos azules. Lo bastante cerca para sentir el calor de su cuerpo irradiando hacia mí, envolviéndome con su olor a pino y menta, fresco y profundo.
Sin pensarlo, acerqué mi mano y roce la suya. Al principio, Giyuu se puso rígido, tenso bajo mi contacto. Pero entonces exhaló, un suspiro leve que pareció derribar un muro invisible. Sus dedos se movieron con una lentitud casi vacilante, tímida, entrelazándose con los míos.
Su piel era cálida, áspera en algunas zonas, y me maravilló el contraste entre nuestras manos: la mía, un par de tonos más oscura, más pequeña, y la suya, amplia y firme, que parecía envolverme con esa fuerza suya que era pura contención.
La luz del atardecer se colaba entre las glicinias que nos cubrían, dibujando sombras que danzaban en nuestra piel. Pétalos púrpuras se desprendían en silencioso descenso, flotando a nuestro alrededor como nieve perfumada, melancólica y efímera.
Era perfecto. Demasiado perfecto, como si el universo hubiera tejido ese instante con dedos invisibles.
Entonces, Giyuu se movió.
Su mano libre se levantó, temblorosa, como si peleara contra un peso invisible que le impedía avanzar. Pero al final, sus dedos rozaron mi mejilla con un contacto que me estremeció: tenue, delicado, lleno de cuidado, como si creyera que cualquier presión demasiado fuerte podría quebrarme.
Apartó un mechón rebelde que caía sobre mi rostro, deslizándolo tras mi oreja con una ternura torpe que me incendió por dentro. Sus dedos se demoraron, recorriendo la curva de mi oreja con caricias suaves, descendiendo lento por la línea de mi mandíbula, como si quisiera grabar cada detalle en su memoria.
—Eres tan... —susurró, y en su voz vibraba un anhelo profundo, una fragilidad que nunca antes le había oído—. No sabes cuánto…
Respiraba entrecortada, por la boca, como si el aire no bastara para calmar el fuego que me consumía. Cada fibra de mi piel estaba despierta, alerta ante su cercanía. Sentía el peso de su mirada clavado en mí, su pulgar describiendo círculos lentos y suaves sobre mi pómulo, la otra mano firme sosteniendo la mía. Cada roce era una corriente que recorría mi cuerpo, incendiando mi piel en oleadas de calor.
Se inclinó hacia mí, apenas lo justo para que su aliento tibio acariciara mi piel. Su respiración era un hilo entrecortado, cargado de tensión. Sus ojos, entrecerrados, bajaron hasta posarse en mis labios, fijos, hambrientos, como si quisiera devorarlos con la mirada.
El mundo se detuvo. El viento se hizo silencio, los pájaros enmudecieron, hasta mi propio corazón pareció suspenderse en el aire, expectante.
Mis párpados cedieron sin que yo pudiera evitarlo, bajando lentamente, mientras mi rostro se alzaba hacia él, guiado por un instinto primitivo, anterior a la razón.
Su pulgar seguía acariciando mi mejilla, dejando un rastro ardiente, como si quemara bajo mi piel en un fuego dulce y urgente.
Se acercó más, con una lentitud dolorosa, tan delicada que pude sentir cada temblor en su respiración cuando rozó mis labios. Su frente chocó con la mía en un roce leve, íntimo, que me obligó a cerrar los ojos del todo.
Su pulgar, lento y deliberado, siguió un camino desde mi mejilla hasta la comisura de mis labios, y luego bajó hasta rozar el inferior. Lo noté contener el aliento, un silencio abrupto y pesado, como si ese simple contacto lo atravesara de parte a parte.
Esto era. Finalmente estaba sucediendo. Después de todos los silencios, todas las miradas que pesaban, toda la tensión acumulada desde el invierno en Aomori.
Su mano apretó la mía con fuerza, un agarre tan intenso que casi dolía, como si peleara contra algo oscuro que rugía en su interior. Sentí el pulso frenético bajo su piel, la tensión en sus dedos atrapados en los míos, indecisos, aferrándose al deseo y al miedo al mismo tiempo.
Entonces, con un suspiro ahogado, más parecido a un lamento que a una renuncia, apartó la mano de mi rostro. Su otra mano soltó la mía con un movimiento lento, casi doloroso, como si cada centímetro que nos separaba fuera un desgarro en su propia carne.
Retrocedió un paso, como si necesitara distancia para contener el torbellino que lo consumía. Sus manos cayeron a los costados, pesadas, vacías. El espacio que se abrió entre nosotros era un abismo, frío e insondable, que parecía tragarnos a ambos.
—No puedo —dijo, y sus palabras cayeron sobre mí como un golpe helado, erigiendo un muro implacable que apagó de golpe el fuego que acabábamos de encender.
Parpadeé, tambaleándome levemente. Mi cerebro luchaba por encajar cada pieza de lo que acababa de suceder, por entender el vacío.
—¿Qué…? —mi voz sonaba rota, apenas un hilo de desesperación.
—No puedo. —Repetió, y sus ojos ardían con una agonía tan cruda que dolía mirarlos—. Sakura, yo... no puedo.
—¿Por qué no? —La pregunta se escapó de mis labios con un temblor que delataba toda mi vulnerabilidad, un ruego ahogado.
Negó con la cabeza, retrocediendo otro paso, y luego otro más, como si intentara poner distancia no solo física, sino también emocional. Como si mi sola cercanía fuera una llama capaz de quemarlo vivo.
—No soy... —empezó a decir, pero se detuvo, atormentado—. Tú mereces...
No terminó la frase. Negó de nuevo, y el peso de ese dolor que se infligía a sí mismo le marcaba cada gesto, cada músculo tenso. Era como ver a alguien luchando contra sus propios demonios, un tormento que casi me rompía el alma solo con observarlo.
—Giyuu, por favor... —No sabía si estaba pidiendo que se quedara, que explicara, que terminara lo que había empezado o que simplemente me besara, aunque el mundo se viniera abajo.
—Lo siento —susurró, completamente destrozado—. Lo siento mucho.
Y entonces, por segunda vez en dos días, Giyuu Tomioka se alejó de mí, llevándose con él todo el calor que había nacido entre nosotros, dejando un frío que calaba hasta los huesos.
Giró sobre sus talones y echó a andar. Rápido. Casi corriendo, como si cada paso fuera una urgencia por escapar de mí.
Lo observé alejarse, su silueta oscura desvaneciéndose entre las glicinias, mientras los pétalos púrpuras caían a su alrededor, una lluvia lenta y melancólica que parecía despedirse con él. Poco a poco, se convirtió en nada más que una sombra entre las sombras, engullida por el anochecer que se precipitaba.
Me quedé inmóvil bajo el dosel de flores.
Mi mano se elevó inconscientemente hacia mi mejilla, allí donde sus dedos me habían tocado momentos antes. Todavía podía sentir el fantasma de su caricia, de su presencia flotando en el aire, en el aroma que me envolvía, un rastro invisible de lo que acaba de irse.
"No puedo."
¿Por qué no? ¿Qué lo detenía? ¿Qué demonio invisible lo desgarraba por dentro, reflejado en cada línea tensa de su cuerpo? ¿Qué voz venenosa le susurraba que no merecía esto?
Las lágrimas ardían, presionando contra mis párpados como brasas listas para caer, pero me negué. No aquí. No ahora. No le daría ese poder.
Porque sabía —con una certeza que me atravesaba hasta los huesos— que esto no era rechazo. No era que no me quisiera. Me quería. Con una desesperación que dolía.
Era algo más profundo, más oscuro. Algo que tenía que ver con esos demonios que Giyuu Tomioka cargaba como cadenas en el alma, esas voces que le susurraban mentiras tóxicas de que no era suficiente, que no merecía cosas buenas, que cualquier felicidad que alcanzara se desvanecería entre sus dedos.
—Idiota —susurré al aire vacío, a la noche que caía como una cortina oscura, a las glicinias que no tenían respuestas para darme—. Hermoso y atormentado idiota.
La brisa sopló de nuevo, trayendo más pétalos púrpuras que cayeron como lágrimas silenciosas del cielo. Uno se posó en mi cabello, otro en mi hombro, otro en mi mano extendida, donde sus dedos habían estado momentos antes.
Me quedé clavada en ese lugar, sin fuerzas para moverme, con el corazón a punto de estallar y el fuego de su fantasma ardiendo en los labios que nunca llegó a besar.
Sola.
De nuevo.
Con su olor pegado a mi ropa. Y aunque no me había besado, aunque se había alejado en el último momento, supe con absoluta claridad que ya me había marcado.
Que ya no había vuelta atrás.
Que este dolor punzante, esta hambre insaciable, este amor incompleto se tatuarían en mi piel como cicatrices eternas.
Cerré los ojos, dejando que la brisa acariciara mi rostro donde él lo había hecho.
Y entonces, dejé caer las lágrimas.
Notes:
¡Hola!
Primero que nada, quiero disculparme, porque sé que os estoy haciendo sufrir 😅. Este slow burn (🐢...🐢...🐢) me está torturando incluso a mí, pero prometo que tiene sentido. Giyuu Tomioka no es precisamente alguien que se deje llevar por sus deseos a la primera de cambio… ni mucho menos. El pobre ya no puede más, y al sentirse tan sobrepasado, lo único que le sale es... huir 🚶🏻♂️
Peeeeero creedme: la cosa ya está a puntito de caramelo. Solo un poco más de paciencia.
P.D.: Mi pobre Sakura ya ni duerme del estrés.
P.D.2: ¡Cuéntame qué te ha parecido el capítulo! ✨
Chapter 33: El anhelo del corazón - Parte 7
Chapter Text
El campo de práctica estaba desierto a esa hora temprana: solo estábamos nosotras dos, el canto suave de los pájaros y el susurro del viento que se colaba entre los árboles que rodeaban el lugar. El sol apenas asomaba tras las montañas, bañándolo todo con una luz dorada y tibia, prometiendo un día cálido y sereno.
Había traído mi arco. El arco.
De madera de tejo oscuro, pulida por años de uso hasta brillar como obsidiana bajo los primeros rayos. Su agarre era perfecto, moldeado para encajar en mi mano como si hubiese sido creado solo para mí. Porque, en realidad, así había sido.
Mitsuri lo observaba con admiración, sus ojos verdes brillando mientras sus dedos acariciaban la curva del mango, siguiendo las vetas de la madera con delicadeza.
—Es precioso —murmuró con reverencia—. Se nota el empeño que pusieron en hacerlo perfecto.
—Sí —respondí, sintiendo ese nudo familiar apretando mi garganta—. Mi hermano Kenji me lo regaló cuando cumplí quince años. Lo mandó hacer especialmente. Dijo que... —me detuve, dejando que una sonrisa agridulce se asomara en mis labios—. Dijo que era una cabezota, pero que si iba a desobedecer a nuestro padre, al menos debía hacerlo con estilo.
Mitsuri sonrió suavemente.
—Estoy segura de que estaría muy orgulloso de ti. De todo lo que has logrado.
—Eso espero —murmuré, deslizando el pulgar sobre el arco, reconociendo cada pequeña imperfección en la madera—. Aunque seguro que también me regañaría por algunas de las decisiones que he tomado.
Mitsuri soltó una risa ligera, cristalina, como el tintineo de campanillas al viento.
—Así son los hermanos mayores —dijo—. Yo soy la mayor de seis, pero es mi hermano pequeño quien se encarga de reprenderme. Me quiere con todo el corazón, pero no pierde la oportunidad de llamarme la atención cuando cree que me estoy pasando de imprudente.
Sonreí, sintiendo cómo ese detalle me acercaba más a ella. Era fácil olvidar que Mitsuri tenía una vida fuera del Cuerpo. Que antes de ser Hashira había sido hija, hermana, parte de una familia que la esperaba con los brazos abiertos. Padres que contaban los días para verla, hermanos que la extrañaban.
—¿Cómo está? ¿Tu familia?
—Bien —respondió, su sonrisa suavizándose y teñiéndose de nostalgia—. Mi madre me escribe todas las semanas, sin falta. Siempre preocupada de que no esté comiendo lo suficiente, lo cual me parece gracioso, considerando cuánto como. —Rió de nuevo, sacudiendo la cabeza con ternura—. Y mis hermanos… bueno, me extrañan. A veces pienso en visitarlos, pero…
—¿Pero? —la animé, notando cómo su expresión se tornaba más seria.
—Es complicado —terminó, encogiéndose de hombros—. Después de lo que pasó… después de que rompí mi compromiso y todo eso… las cosas cambiaron. Sé que me quieren, eso no lo dudo. Pero creo que nunca llegaron a entender del todo por qué elegí este camino. Por qué preferí esto en lugar de una vida normal.
Asentí, comprendiendo mucho más de lo que sus palabras dejaban entrever. Había oído la historia —o al menos fragmentos de ella— sobre cómo Mitsuri había estado prometida a un hombre que la rechazó, temeroso de su fuerza desbordante, de su apetito insaciable, de todo aquello que la hacía diferente. Especial. Extraordinaria.
—Él se lo pierde, Mitsuri —le dije con convicción—. Cualquier hombre que no pueda ver lo maravillosa que eres no merece ni un instante de tu tiempo.
Mitsuri parpadeó, y en sus ojos brillaron lágrimas que asomaban con timidez en las comisuras, antes de lanzarse hacia mí en uno de esos abrazos suyos, intensos y cálidos, que casi me quitaban el aire.
—¡Sakura-chan! —exclamó entre risas—. ¡Eres tan dulce! ¡Te quiero muchísimo!
Reí, devolviéndole el abrazo con la misma fuerza, sintiendo cómo nuestro vínculo se fortalecía con cada gesto.
—Yo también te quiero, Mitsuri-chan.
Cuando finalmente me soltó, se limpió los ojos con el dorso de la mano, recuperando esa chispa traviesa en la mirada.
—¡Bueno! ¡Suficiente sentimentalismo! —exclamó con una sonrisa amplia—. ¡Enséñame a usar este arco hermoso!
Pasamos la siguiente hora inmersas en la práctica. Le mostré la postura correcta, cómo distribuir el peso, cómo sostener el arco sin rigidez, y cómo tensar la cuerda sin lastimarse los dedos. Mitsuri era una alumna entusiasta y dedicada, aunque su fuerza natural a veces la traicionaba: tensaba la cuerda con demasiada potencia y las flechas volaban mucho más allá de los objetivos.
—¡Ups! —exclamó cuando una flecha se clavó en un árbol muy lejano—. ¡Creo que usé demasiada fuerza otra vez!
—Solo un poco —dije, tratando de no reír—. Recuerda, no es sobre cuánta fuerza uses, sino sobre el control. La precisión. El equilibrio.
—Como con mi espada —murmuró, frunciendo el ceño con concentración adorable mientras preparaba otra flecha.
—Exactamente como con tu espada.
Esta vez, cuando disparó, la flecha golpeó el borde del objetivo. No el centro, pero mucho mejor que antes.
—¡Lo hice! —gritó, saltando de alegría como una niña—. ¡Sakura-chan, lo hice!
—¡Lo hiciste! —confirmé, sintiendo una calidez genuina expandiéndose en mi pecho ante su entusiasmo puro e infantil.
Practicamos un poco más, con Mitsuri mejorando gradualmente con cada intento, ajustando su postura, controlando su respiración. Había algo meditativo en el proceso —tensar, observar, apuntar, soltar— que me calmaba de una forma que pocas cosas podían. Era como volver a casa después de un largo viaje.
Eventualmente, nos sentamos bajo la sombra fresca de un árbol cercano, compartiendo agua y algunos onigiri que Mitsuri había preparado esa mañana.
—Esto es tan agradable —dijo Mitsuri, mirándome con expresión satisfecha y relajada—. Deberíamos hacerlo más seguido. Solo nosotras, sin preocuparnos por entrenamientos o demonios o reuniones o…
Se detuvo de repente, frunciendo el ceño mientras sus grandes ojos verdes se clavaban en mí, como si pudieran atravesar cualquier barrera.
—Sakura-chan —murmuró con suavidad—. Pareces triste.
El onigiri que iba a llevarme a la boca se detuvo a medio camino. Bajé la mano lentamente, sorprendida por la intuición en sus palabras.
—¿Qué?
—Triste —repitió, ladeando la cabeza como un pájaro curioso—. O tal vez no es tristeza... más bien, como si llevaras un peso constante, algo que no puedes soltar. —Hizo una pausa que lo dijo todo—. ¿Tiene que ver con Tomioka-san?
Casi me atraganto con mi propia saliva.
—¿Por qué… por qué piensas eso? —musité, sin poder ocultar del todo la vulnerabilidad en mi voz.
Mitsuri me sonrió con una ternura que parecía no tener fin. Se encogió de hombros, como si lo que decía fuera evidente, imposible de ignorar.
—Simplemente lo sé. He visto cómo te pones cuando alguien menciona su nombre. Cómo miras hacia la lejanía como si esperaras ver aparecer a alguien en cualquier momento. —Su voz bajó aún más, llena de cuidado—. Si alguna vez quieres hablar de eso, puedes hacerlo conmigo. No tienes que cargar con ese peso sola.
Por un largo instante, guardé silencio. Mis ojos se posaron en el campo de práctica frente a nosotras: las dianas con sus círculos concéntricos perfectos, las flechas clavadas aquí y allá, testimonios silenciosos de nuestro esfuerzo y paciencia.
Y entonces, como un dique que finalmente cede ante la presión, las palabras comenzaron a fluir, liberando lo que había estado retenido demasiado tiempo.
Le conté todo. Sobre Aomori, sobre esos días en la cabaña donde algo había comenzado a crecer entre nosotros sin que nos diéramos cuenta. Sobre el regreso y cómo él se había distanciado inmediatamente, construyendo muros invisibles que me dejaron fuera. Sobre el incidente con el estramonio y lo que me susurró en la oscuridad, creyendo que no lo recordaría. Sobre el momento bajo las glicinias, tan dolorosamente cerca de besarnos, y cómo se había alejado en el último segundo.
Mitsuri escuchó cada palabra sin interrumpir, sus ojos se agrandaban con cada verdad que le confiaba.
—Y ahora... —mi voz se quebró, apenas un susurro—. Ahora volvió a desaparecer. Como si yo fuera algo de lo que tuviera que escapar, una sombra que no puede tocar. Y no sé qué hacer con eso. No sé cómo... cómo enfrentar esto que siento.
El silencio que siguió se hizo denso, casi palpable. Mitsuri me observaba con una expresión que combinaba compasión y comprensión.
—No conozco bien a Tomioka-san —dijo finalmente, eligiendo sus palabras con cuidado—. Él es... reservado. Difícil de leer. Como agua que se escurre entre los dedos. Pero he notado algo.
—¿Qué? —pregunté, levantando la mirada con atención.
—Es diferente cuando está contigo. —Mitsuri sonrió suavemente—. Más... presente. Como si el mundo que normalmente mantiene a distancia se volviera un poco más cercano cuando tú estás ahí. Lo vi en la reunión Hashira después de que regresarais de Aomori. La manera en que sus ojos te buscaban, incluso cuando trataba de ocultarlo. Y cómo se tensaba visiblemente cuando Shinazugawa-san te hablaba con aspereza.
Tragué saliva.
—¿De verdad?
—De verdad. Y sinceramente, después de todo lo que me has contado... Sakura-chan, ese hombre está loco por ti.
Sentí un calor suave que se extendía desde el pecho, inundándome con una mezcla dulce de alivio y nervios.
—Yo... yo no sé si...
—Lo está —insistió Mitsuri, con la calma firme de quien conoce bien los secretos del corazón—. Quizá él mismo no lo ha aceptado aún. Quizá teme admitirlo, incluso ante sí mismo. Pero lo está. Nadie actúa con esa intensidad desesperada, con ese deseo y esa agonía tan a flor de piel, sin estar profundamente enamorado.
Sus palabras cayeron dentro de mí como una piedra lanzada a un lago en calma. Ondas invisibles se expandieron, rompiendo todas las barreras que había construido con esfuerzo.
Sentí el temblor en las puntas de los dedos, el latido frenético pulsando en la base de mi garganta, y una presión constante apretando mi pecho, como si algo encerrado por demasiado tiempo luchara por liberarse.
Guardé silencio, dejando que cada palabra resonara en mi interior con la fuerza de una verdad irrefutable. Y entonces, despacio, como el sol que emerge tímido tras una tormenta, reconocí aquello que había evitado a toda costa enfrentar.
—Yo también lo estoy —susurré al fin, casi sin aliento—. Enamorada de él.
Decirlo fue como soltar el aire contenido tras siglos de apnea. La verdad brotó, cálida y salvaje, inundándolo todo como un río desbordado. Ya no era un pensamiento fugaz que podía negarse o racionalizarse; era una certeza ardiente bajo la piel, imposible de ocultar o silenciar.
—Estoy enamorada de Giyuu —repetí, y mi voz cobró fuerza, vibrante y real—. Por completo. Irrevocablemente. Terriblemente… enamorada.
Sentí que algo se fracturaba y, a la vez, encajaba en su lugar dentro de mí, como si mi corazón finalmente encontrara su forma verdadera.
Mitsuri me miró con una ternura infinita, sin rastro de burla o sorpresa. Su sonrisa era suave, casi reverente, y un rubor cálido teñía sus mejillas, como si nada la llenara más que escuchar a alguien confesar un amor así, tan absoluto.
—Entonces no queda nada que temer —susurró—. Solo dejar que él lo descubra también.
Bajé la mirada hacia la hierba húmeda, que brillaba con destellos plateados bajo el sol tímido.
—Pero sí que tengo miedo, Mitsuri.
—¿Por qué? —preguntó ella con suavidad, apoyando una mano cálida y firme en mi hombro.
—Porque es... demasiado. Abrumador en su magnitud. Cada vez que lo miro, siento que podría venirme abajo por completo y, al mismo tiempo, que podría construir toda una vida a partir de ese único instante. —Hice una pausa, buscando las palabras—. No es... no es como antes.
El nombre salió inevitable, como el amanecer.
—Fue diferente…con Kyojuro.
Mitsuri guardó silencio un momento, mientras el viento movía nuestros cabellos con suavidad.
—¿Diferente cómo? —su voz fue un hilo amable, paciente, sin prisa ni juicio.
Cerré los ojos y lo vi en mi mente con una claridad dolorosa y hermosa: su capa blanca con bordes de fuego, los brazos fuertes cruzados con confianza, el cabello dorado moviéndose al compás del viento, como si el sol lo siguiera a donde fuera.
—Todo era sencillo —susurré—. Él era luz. Sin sombras. Calidez sin fin. —Tragué saliva con dificultad y una sonrisa triste se deslizó en mis labios—. Estar con Kyojuro era como estar bajo el sol. Me hizo sentir segura de nuevo, después de tanto tiempo viviendo con un miedo constante. Me enseñó a confiar. A abrirme sin temor.
Mitsuri asintió, dándome espacio para seguir.
—Lo que sentí por él fue verdadero —continué con voz más firme—. El comienzo de algo. Mariposas en el estómago, esa alegría simple de querer estar cerca, de sonreír solo por verlo entrar en la habitación. Dulce. Suave. Como una flor que se abre bajo el sol de primavera.
Hice una pausa, dejando que el recuerdo se asentara.
—Pero con Giyuu... con él es diferente. Es como ser arrastrada por una corriente que no puedes frenar, por más que luches. Pelear contra ella es ahogarte. Es lenta pero implacable, un abismo sin fondo. Es ese tipo de amor que te toma las manos y te sumerge hasta que ya no sabes dónde acaba uno y empieza el otro. —Tomé aire, buscando una metáfora que no existía—. Es inevitable. Como el agua que siempre encuentra su camino, como las estrellas que, aunque el cielo esté nublado, siempre vuelven a brillar.
Busqué en los ojos verdes de Mitsuri un ancla para no perderme.
—Con Kyojuro, todo fluía con naturalidad —dije finalmente—. Tenía esa luz que hacía que el mundo pareciera más simple, que hasta el mal se tornara soportable.
Bajé la mirada, jugando nerviosa con un hilo suelto de mi haori.
—Pero Giyuu… con él ha sido distinto desde el primer instante. No llegó con promesas ni certezas tranquilizadoras. He tenido que abrirme una y otra vez, incluso cuando dolía, incluso cuando él se cerraba como una concha impenetrable. Ha sido un proceso lento, sí, pero... irrevocable. Como si cada gesto, cada palabra, grabara una marca que no puedo borrar.
—Y te deja vulnerable. Sin defensa —susurró Mitsuri, con esa ternura que no necesita preguntas.
Asentí, sintiendo cómo el pecho se me apretaba con un dolor dulce y punzante.
—Siento que si lo pierdo, si esto no funciona de alguna manera, me va a destrozar en pedazos que nunca podré recomponer —dije, tragando saliva con dificultad—. Como si ya le hubiera entregado una parte de mí que ni siquiera sabía que existía. Algo profundo, esencial, que no puedo recuperar.
Mitsuri extendió la mano y atrapó la mía entre las suyas, apretándola con delicadeza y firmeza a la vez.
—¿Y también te sientes culpable? —preguntó en un susurro—. ¿Por pensar que lo que tienes con Giyuu pesa más que lo que viviste con Kyojuro?
Las lágrimas que había estado conteniendo con todas mis fuerzas finalmente se desbordaron, recorriendo mis mejillas sin permiso.
—Sí —susurré, temblando—. Una parte de mí siente que lo estoy traicionando. Como si amar con esta intensidad le restara algo a él. Sé que no tiene sentido, porque Kyojuro está... —mi voz se quebró por completo— está muerto, y sé que seguramente querría que siguiera adelante. Pero no puedo evitar sentir que, al hacerlo, lo estoy dejando atrás. Abandonándolo.
—No es una traición, Sakura-chan —me aseguró Mitsuri, con una firmeza suave que jamás le quitaba ternura—. Es amor. El mismo amor que él te enseñó a sentir sin miedo. Y hay algo que debes comprender.
Me limpié las lágrimas con el dorso de la mano, mirándola con los ojos empañados.
—El amor no es una cantidad fija —continuó Mitsuri, con esa sabiduría tranquila—. Amar a alguien nuevo, incluso más profundamente, no borra lo que sentiste antes. No hace que Kyojuro haya significado menos para ti. Él fue y siempre será una marca imborrable en tu vida. Pero no estás condenada a quedarte atrapada en ese pasado.
—Lo sé —murmuré, con un temblor que traicionaba mi calma—. Y aun así, cada vez que pienso en seguir adelante… siento que dejo atrás algo que no debería abandonar.
Mitsuri apretó mi mano con más fuerza, su voz, suave pero firme, tenía el peso del acero templado.
—No lo estás dejando atrás, Sakura-chan. Lo llevas contigo en cada paso que das. Pero la vida no se detuvo con él. Y el Kyojuro que yo conocí… mi onii-sama, ese hombre que encontraba una sonrisa incluso en los momentos más oscuros… jamás habría querido verte apagada por su recuerdo.
Las lágrimas volvieron a caer, pero esta vez traían otra esencia. Eran limpias, puras, como una liberación más que un lamento.
—No debes culparte por seguir adelante —susurró Mitsuri, su voz una promesa dulce y firme—. Por sentir. Por vivir. Eso también es honrar a quienes te amaron.
Guardé silencio, dejando que sus palabras calaran despacio, como lluvia fina que humedece tierra seca y agrietada. Quise creer que tenía razón, que podía amar sin el peso paralizante del miedo, que de verdad lo merecía.
Permanecimos en calma durante un largo rato, sumidas en pensamientos compartidos, hasta que Mitsuri soltó un suspiro profundo, y sus ojos se iluminaron con esa mezcla de ternura y entusiasmo sin límites que tanto la caracterizaba.
—¡Aaaah, Sakura-chan! —exclamó de repente, llevándose las manos a las mejillas sonrosadas—. ¡Tomioka-san! ¡Quién lo hubiera dicho!
La observé, desconcertada por su repentino arrebato, pero una sonrisa se me escapó, a pesar del torbellino de emociones que me revolvía por dentro.
—¿Sí, verdad? —respondí con una mezcla de incredulidad y cariño.
—Es que... —bajó la voz, acercándose como si compartiera un secreto cósmico—. Tomioka-san debe ser increíblemente pasional cuando se lo permite, ¿no crees?
Parpadeé, divertida pero también un poco incrédula.
—¿Pasional...? —repetí, soltando una risa nerviosa—. No estoy tan segura.
Mitsuri chasqueó la lengua con una sonrisa pícara.
—Sakura-chan, los hombres que menos hablan son los que más arden por dentro. Créeme, es una ley del universo. —Me dio un codazo suave—. Solo que a veces necesitan a alguien que se atreva a soplar un poco sobre las brasas.
No pude evitar reírme. La imagen era tan tierna y tan completamente Mitsuri que el nudo que sentía en el pecho se aflojó un poco.
—No sé si Giyuu se dejaría soplar tan fácilmente —dije entre risas.
—Oh, claro que sí. Mírate. Eres hermosa, inteligente, fuerte... completamente irresistible —contestó guiñándome un ojo—. Ese pobre hombre no tiene ninguna oportunidad contra ti.
—Pero ¿qué hago? —pregunté finalmente, mi voz pequeña y vulnerable—. Con Giyuu, quiero decir. Él se aleja cada vez que nos acercamos demasiado. No sé si... si debería seguir intentandolo o…
Mitsuri me miró con una seriedad inesperada, su voz, aunque suave, llevaba un filo de convicción que no dejaba lugar a dudas.
—No corras tras él —dijo Mitsuri con una firmeza inesperada en su voz normalmente suave—. No lo persigas. No le ruegues.
La sorpresa me paralizó por un instante.
—Pero...
—Los hombres como Tomioka-san —continuó, y en sus ojos brillaba una sabiduría antigua—, aquellos que han estado solos tanto tiempo y han levantado muros tan altos alrededor de sus corazones, no saben qué hacer con la ternura hasta que la pierden. No valoran lo que tienen hasta que ya no está.
Hizo una pausa y clavó su mirada en la mía, sin perder ni un ápice de intensidad.
—Tú también tienes que ser orgullosa, Sakura-chan. Mereces ser elegida. Ser buscada. Ser deseada. No puedes ser siempre la que da el paso, la que se expone, la que se arriesga. Has dado ya demasiado. Le has mostrado lo que sientes con cada gesto. Ahora él debe decidir qué hará con eso.
—¿Y si no hace nada? —pregunté, con la voz quebrándose—. ¿Y si su miedo es más fuerte que... que lo que siente por mí?
Mitsuri apretó mi mano con fuerza.
—Entonces no era el hombre adecuado para ti. Por más que lo ames con todo tu corazón, el amor no es solo sentir con intensidad. Es ser valiente. Es elegir a la otra persona una y otra vez, incluso cuando da miedo. Especialmente cuando da miedo. Dale tiempo. Espacio para pensar, para entender lo que pierde al alejarse. Y si te ama de verdad, si lo que siente es tan profundo como lo que tú sientes... volverá.
Sus palabras resonaron en mí con un peso de verdad absoluta.
—¿Y si no vuelve? —susurré, como si pronunciarlo fuera darle peso al miedo.
—Sobrevivirás —dijo Mitsuri simplemente—. Te dolerá. Dios, te dolerá tanto que creerás que no puedes respirar. Pero seguirás adelante. Porque eres fuerte, Sakura-chan. Más fuerte de lo que imaginas. Estoy segura.
Sabía que tenía razón. Lo sentía en lo más profundo de mi ser. Había sobrevivido a lo imposible: la muerte de Kenji, el desprecio de mi padre, la pérdida de Kyojuro. Podría sobrevivir a esto también, si hacía falta.
Pero Dios, cómo deseaba no tener que hacerlo.
Porque, a pesar de todo —del miedo paralizante, de la culpa persistente, de la incertidumbre constante— sabía algo con absoluta claridad:
Giyuu también estaba enamorado de mí.
Tal vez ni siquiera lo había admitido para sí mismo completamente. Pero yo lo sabía. Lo sentía en cada mirada cargada, en cada roce vacilante pero consciente, en esos instantes en que casi cedía a lo que sentíamos, para luego retraerse, aterrorizado.
No era solo una amistad teñida de deseo. No podía serlo. Porque Giyuu no era de medias tintas. No era un hombre que se conformara con lo superficial o que pudiera encajar sus emociones en compartimentos ordenados y controlados.
Giyuu o te entregaba todo —cada fragmento oscuro y roto de su alma— o no te daba nada.
Y la forma en que me había mirado bajo las glicinias, con esa agonía desnuda y cruda en sus ojos... no era amistad. Ni atracción pasajera.
Eso era amor.
Un amor que lo aterraba tanto que prefería huir antes que arriesgarse a tenerlo y perderlo.
Y tal vez eso era lo más desgarrador: saber que él sentía lo mismo. Que esto podría ser algo verdadero, hermoso, duradero. Pero que su propio miedo —a dañarme, a ser dañado, a no merecerlo, a perderlo— lo estaba consumiendo desde adentro.
—¿Sakura-chan? —la voz de Mitsuri me sacó de mis pensamientos.
—Estoy bien —dije de inmediato—. Solo... pensando.
—Piensa todo lo que necesites —dijo Mitsuri, sonriendo suavemente—. Pero recuerda lo que te dije. Dale espacio. Sé orgullosa. Y confía en que si es lo correcto, encontrará el camino de vuelta a ti.
Asentí, tratando de creer sus palabras con todo mi corazón. Tratando de tener fe en que el universo no sería tan cruel como para darme este sentimiento abrumador solo para arrebatármelo cruelmente.
Nos quedamos sentadas allí un rato más, bajo la sombra fresca del árbol, compartiendo el silencio cómodo de dos amigas que se entendían sin necesidad de palabras.
Y cuando finalmente nos levantamos para irnos, cuando Mitsuri me abrazó una última vez antes de despedirnos, susurró contra mi oído:
—Va a volver, Sakura-chan. Lo sé en mi corazón. Solo tienes que ser paciente. Y mientras tanto, recuerda que eres valiosa incluso sin él. Especialmente sin él.
La vi alejarse, su figura brillante y colorida desapareciendo por el sendero entre los árboles, y me quedé sola.
Con mis pensamientos.
Con mi arco en la mano —el regalo de Kenji, un recordatorio de que el amor continuaba incluso después de la pérdida.
Con el peso de mi confesión aún fresco en mi lengua.
Y con una nueva resolución cristalizándose en mi pecho como hielo.
No correría tras él.
No rogaría.
No me rebajaría.
Le había dado todo lo que podía dar. Ahora era su turno de decidir.
De ser valiente.
De elegirme.
Y si no lo hacía...
Bueno.
Sobreviviría.
Aunque me destrozara.
Aunque no volviera a ser la misma.
Porque eso era lo que yo hacía.
Lo que siempre había hecho.
Sobrevivir.
Incluso cuando mi corazón se rompiera en pedazos imposibles de recoger.
Había pasado casi una semana desde aquella noche bajo las glicinias.
Una semana desde que Giyuu eligió el miedo en lugar de elegirme a mí.
Desde que yo, agotada de chocar contra sus muros, decidí dejar de correr tras él.
Los días se habían sucedido en una niebla extraña. Continué con los entrenamientos, perfeccioné las técnicas con las plantas, cumplí con mis deberes como Hashira. Pero había un vacío constante, una ausencia que sentía como un peso físico en el pecho.
No lo vi. Ni una vez.
Ni en los patios de entrenamiento, ni en los corredores, ni siquiera en las comidas. Era como si se hubiera disuelto en el aire, dejando solo el eco de su silencio.
Hasta que Kuromaru llegó con la noticia.
Mi cuervo había aterrizado en mi hombro esa tarde, graznando con su voz áspera característica:
—¡Noticia! ¡Noticia importante! ¡El Pilar del Agua ha aceptado! ¡Participará en el Entrenamiento Hashira!
Me quedé inmóvil. Las palabras tardaron en tener sentido.
Giyuu había aceptado.
Después de tanto tiempo negándose. Después de tanto aislarse, de construir muros y excusas… finalmente había dado el paso.
Se había abierto. Había elegido volver a formar parte del mundo.
Debería haberme alegrado. Y una parte de mí lo hizo, porque sabía lo que significaba para él.
Pero otra parte —una parte oscura, egoísta, terriblemente humana— solo pudo pensar:
Y aun así, no vino a mí.
Sigue sin querer verme.
Ahora era de noche. La luna llena brillaba en el cielo como una perla perfecta, bañando todo en luz plateada y azul. El aire se sentía cálido y suave, con esa textura aterciopelada propia de las noches de primavera tardía.
Estaba sentada en el engawa de mi pabellón, las piernas cruzadas, el libro sobre plantas medicinales abierto a mi lado. Pero no estaba leyendo. Solo miraba el jardín, dejando que el silencio me envolviera.
El estanque de carpas reflejaba la luna, su superficie lisa como un espejo. Las hojas de los árboles se mecían suavemente con la brisa, susurrando secretos que no podía entender.
Había algo hipnótico en todo ello. Algo que hacía que el tiempo se sintiera diferente, más lento. Cerré los ojos, respirando el aire nocturno. Olor a tierra, a flores, a...
Escuché el susurro del viento contra la tela.
Abrí los ojos de golpe.
Y ahí estaba él.
Giyuu.
De pie al borde del engawa, medio envuelto en sombras, su haori bicolor agitándose con la brisa. La luz de la luna lo tocaba en diagonal, dividiendo su rostro en dos mitades: una clara, otra sumida en penumbra.
No había hecho ruido al llegar, por supuesto. Pero su presencia se sentía en el aire, lenta, densa… como agua que se derrama y ocupa cada rincón.
Mi corazón se detuvo un segundo antes de golpear con fuerza, tan alto que por un instante creí que él también podía oírlo.
No dije nada. No me moví. Solo lo miré, intentando discernir si estaba realmente allí o si mi mente, desesperada, lo había creado una vez más.
Pero no se desvaneció. Permaneció de pie, inmóvil, con esos ojos azules que la luna tornaba casi plateados, fijos en mí.
El silencio se extendió entre nosotros, espeso, familiar. Inconfundiblemente Giyuu.
Y al final, porque alguien tenía que romperlo, hablé:
—Escuché que aceptaste participar en el Entrenamiento Hashira.
Mi voz sonó más serena de lo que me sentía, y me aferré a ese pequeño triunfo.
Giyuu bajó la mirada, la mandíbula tensa, los hombros rígidos. Luego asintió despacio, un movimiento breve, medido.
—Eso es… —busqué las palabras, como si el aire mismo se resistiera—. Es genial. Los cazadores aprenderán mucho de ti. Espero que… que estés bien.
Giyuu levantó la vista. Había algo diferente en su expresión: una mezcla de cansancio y resolución, como si llevara demasiado tiempo ensayando lo que iba a decir y aun así no encontrara la forma. Su voz, cuando habló, era baja, áspera, cargada de algo que no supe nombrar.
—Fue por una conversación con Tanjiro —dijo—. Me hizo ver lo egoísta que he sido. Con el entrenamiento. Con…
Se detuvo. Tragó saliva, y el silencio volvió a tensarse entre nosotros.
Sus ojos permanecieron fijos en los míos, sin huida posible.
Y entonces, apenas un hilo de voz:
—Contigo.
Sentí el aire escapárseme de los pulmones. No supe qué decir. Ni siquiera estaba segura de si debía hacerlo.
Giyuu apartó la mirada primero, los dedos de su mano derecha flexionándose, como si luchara contra el impulso de hacer algo —o de no hacerlo—. Luego inhaló despacio.
—¿Puedo... sentarme? —preguntó al fin, con esa voz baja que apenas perturbaba el aire.
Asentí, incapaz de pronunciar palabra.
Se acercó con la misma elegancia silenciosa de siempre, subió al engawa y se sentó a mi lado, a una distancia respetuosa, aunque su sola presencia bastaba para alterar el aire entre nosotros.
El libro que había dejado a mi lado quedó entre ambos, una frontera accidental que ninguno parecía dispuesto a cruzar.
Durante un rato, el único sonido fue el murmullo del agua en el estanque y el leve susurro de las hojas mecidas por la brisa. Un grillo cantó a lo lejos, indiferente al peso del silencio que se extendía entre nosotros.
Finalmente, Giyuu habló.
—Hay cosas que debí contarte antes. Cosas que… explican por qué soy como soy.
Giré la cabeza hacia él. La luz de la luna trazaba líneas sobre su rostro, acentuando los ángulos de su perfil, la dureza en su mandíbula. Y aunque deseaba entender, aunque ansiaba una explicación, verlo así —tan contenido, tan roto— me impulsó a detenerlo.
—No tienes que...
—Sí tengo que —me interrumpió, con una firmeza serena, resignada—. Porque te debo una explicación. Te debo la verdad.
Respiró hondo, como quien retira la costra de una herida. Y entonces comenzó.
—Tuve una hermana mayor. Tsutako.
El nombre pareció pesarle en la lengua.
—Ella me crió después de que nuestros padres murieran. Me cuidó. Siempre fue... —la voz se le quebró apenas, una grieta mínima bajo todo su control—. Era todo lo que yo no soy. Amable. Sociable. Llena de luz.
Se quedó en silencio un instante, mirando el vacío frente a él, como si la viera todavía.
—Estaba comprometida. Iba a casarse. Tenía una vida esperándola. Pero la noche antes de su boda... un demonio apareció.
Me quedé inmóvil, conteniendo el aliento.
—Yo era pequeño. Inútil. No pude hacer nada —su tono se endureció, cortante—. Ella se interpuso entre el demonio y yo. Me escondió. Me protegió. Y murió por ello. Mientras yo me encogía en la oscuridad como un cobarde.
Me mordí el labio, queriendo hablar, tocarle la mano, ofrecerle algo. Pero me obligué a quedarme quieta. A escuchar.
—Después, cuando intenté explicar lo que había pasado, nadie me creyó —continuó, la voz baja, sin inflexión, pero cada palabra goteaba furia contenida—. Me llamaron loco. Dijeron que eran delirios. Que mi hermana había muerto por un animal salvaje. Que mi mente de niño había creado un monstruo para soportar el dolor.
Hizo una pausa breve.
—Intentaron encerrarme. Y huí.
Sus manos temblaban ahora, cerradas en puños tan fuertes que los nudillos parecían hueso desnudo.
Nunca lo había visto así.
—Urokodaki-san me encontró —dijo al fin—. Me salvó. Me entrenó. Y conocí a Sabito.
Su voz cambió al pronunciar el nombre, volviéndose más suave, más humana. En esa suavidad había algo que dolía más que toda la rabia anterior.
—Sabito era mi mejor amigo. Mi hermano en todo menos en sangre —hablaba despacio, como si pesara cada palabra, como si cada una le costara una herida—. Era fuerte. Brillante. Creía en mí más de lo que yo he sido capaz de creer en mí mismo. Entrenamos juntos durante años. Prometimos que pasaríamos el Examen Final uno al lado del otro. Que nos convertiríamos en Cazadores de Demonios juntos.
Se detuvo. El silencio entre nosotros se espesó, denso y vivo, como si los fantasmas que nombraba respiraran todavía en el aire.
—Pero en el examen... —su voz se quebró, temblando con el peso del recuerdo—, los demonios me superaban una y otra vez. Y Sabito... Sabito me salvó. Cada vez. No solo a mí. A los demás también.
Sus palabras se tornaron ásperas, como si arrancarlas le costara un trozo del alma.
—Luchó hasta quedarse sin fuerzas, hasta que ya no pudo ni moverse. Y cuando finalmente cayó, un demonio lo mató.
El silencio que siguió se hizo insoportable, pesado y opresivo.
—Fue el único que murió aquel día —continuó, con una calma que parecía brotar de la nada más que del agotamiento—. Y yo... yo ni siquiera estuve consciente para verlo. Me desmayé. Por mi patética debilidad.
Sus manos se apretaron con fuerza sobre los muslos, crujiendo, y sus ojos se perdieron en algún punto distante del jardín, como buscando respuestas que no encontraría.
Las lágrimas me quemaban en los ojos, no por mí, sino por él. Por ese niño roto que había perdido tanto y se seguía castigando.
—Pasé el examen —dijo, su voz áspera, cargada de un desprecio tan profundo que parecía morder cada palabra—. Pero no maté a un solo demonio. Ni uno solo.
Su mirada seguía clavada en el suelo, y su cuerpo entero parecía a punto de fragmentarse.
—Solo... sobreviví. Como siempre. Escondiéndome detrás de los que eran mejores que yo.
—Giyuu, no... —intenté decir, pero él levantó una mano.
Era su manera de pedirme silencio, de suplicar que lo dejara terminar antes de que se desmoronara.
—Por eso no me siento digno de ser Hashira —murmuró al fin, girándose hacia mí, su voz un susurro quebrado—. Porque no lo soy. Nunca lo he sido. Estoy aquí por casualidad. Por la sangre de otros. Por las muertes que debieron ser las mías.
Sus ojos reflejaban la luz fría y dura de la luna, implacables y despiadados contra sí mismo.
—Y por eso me negaba a entrenar a otros —agregó—. ¿Qué derecho tengo yo a enseñar? ¿Qué puedo ofrecer, cuando todo lo que soy se lo debo a aquellos que murieron en mi lugar?
Sentí que algo se rompía dentro de mí. No solo por él, sino porque reconocía ese vacío, esa sombra que lo consumía. Dios, lo entendía demasiado bien.
Y aun así, sabía que estaba equivocado.
Con extremo cuidado, como si cualquier movimiento brusco pudiera alejarlo para siempre, extendí la mano y posé mis dedos sobre los suyos, acariciando suavemente sus nudillos. Sentí cómo un leve temblor recorría su mano bajo mi toque, un músculo tenso que se negaba a ceder, pero no se apartó.
Le ofrecí ese silencio paciente, ese espacio que parecía necesitar para recomponerse, por si aún había palabras que quisiera soltar.
Pero no dijo nada.
Solo sus ojos se perdieron en la penumbra del jardín, con la mirada de quien ha aprendido a convivir con los muertos, sin que ninguno se vaya del todo.
—Giyuu, escúchame —dije al fin, con la voz firme, aunque el temblor en mi interior intentaba asomar—. Eras solo un niño. Sin linaje especial, sin dones extraordinarios, sin ninguna ventaja. Pero entrenaste con una determinación que te convirtió en uno de los mejores Hashira que han existido. Y nunca perdiste tu pureza ni tu lealtad a tus principios, incluso cuando eso significaba caminar solo.
Él negó con lentitud, apenas un gesto.
—No es...
—Es más que suficiente —insistí—. Sabito te protegió porque creyó en ti, porque vio en ti algo que merecía ser salvado. Y tu hermana... ella eligió protegerte porque tú eras su mundo. No puedes cargar eso como una condena. Tómalo como lo que realmente fue: un regalo, una razón para seguir adelante.
Pude ver cómo algo en su expresión se resquebrajaba, cómo los años de culpa y autocastigo empezaban a desmoronarse.
—Tanjiro me dijo algo parecido —susurró—. Que debería transmitir lo que sé a otros. Que esa es la forma de honrar a Sabito y a Tsutako.
—Tenía razón.
Giyuu asintió lentamente, con un gesto pesado de admisión.
—Por eso finalmente acepté formar parte del entrenamiento. Y también por eso... —inhaló profundo, como tragando un nudo que se resistía a soltarse—, quiero pedirte perdón. Por irme. Por no darte explicaciones. Por no... ser honesto contigo.
Su mano giró bajo la mía, y nuestras palmas se encontraron en un roce pequeño, casi tímido, pero con una chispa intensa.
—Lo último que deseo es que pienses que no me importas —continuó, la voz descendiendo a un murmullo ronco, vulnerable—. Porque para mí... tú eres...
Se detuvo, tragando las palabras que parecían arderle en la garganta, luchando contra el nudo que le impedía hablar.
—Nunca te habría pedido nada —susurró al fin—. Habría sido tu amigo, siempre. Estaría a tu lado sin esperar nada a cambio. Pero entonces entendí que para ti yo tampoco era solo un amigo.
Mi corazón dio un vuelco.
—Y todo cambió —continuó, su voz apenas un hilo—. Ya no bastaba con verte sonreír, ni con simplemente estar cerca. Quería... más. Deseos que sentía que no tenía derecho a tener.
Su pulgar deslizó con suavidad infinita el dorso de mi mano, un roce tan lento que dolía en lo profundo. No me atreví ni a moverme ni a respirar.
—Y me asusté —confesó, con un dejo de miedo palpable—. Porque no logro entender cómo alguien como tú podría querer a alguien como yo.
—Giyuu... —quise responder, pero fue él quien habló antes, interrumpiéndome.
—Eres brillante —dijo, y la intensidad de su voz me atravesó como un filo—. Fuerte, inteligente, hermosa. Iluminas todo lo que tocas.
Hizo una pausa y su mirada cayó de nuevo sobre nuestras manos entrelazadas.
—Y yo... —susurró con una tristeza punzante—, solo sé desaparecer. Llevo culpas que me arrastran y no me dejan soltar.
De repente, se levantó de un salto. El movimiento fue tan brusco que sentí el aire partirse en pedazos.
Extendí la mano hacia él, casi sin pensar, pero no llegué ni a rozar su espalda.
Allí estaba, una silueta recortada contra la luz de la luna, hombros tensos, cuello rígido, como si cargara un peso insoportable. Las manos le temblaban, apenas visibles en la penumbra.
Me humedecí los labios con nerviosismo.
—Giyuu, no digas esas cosas —susurré, la voz quebrada por la frustración—. Eres un Hashira admirable, eres—
—Sakura.
Su nombre cortó el aire como una katana. Tres sílabas limpias, afiladas, cargadas de una fuerza reprimida que no venía de la ira, sino del miedo.
La voz, clara y fría, no mostraba grietas, solo una máscara implacable de serenidad que usaba para protegerse cuando lo que tenía que decir dolía más que cualquier herida.
—No se trata de eso —dijo sin mirarme—. Se trata de ti. De mí. De... nosotros.
Justo entonces, la luna se ocultó tras una nube, sumiendo el jardín en una sombra densa, como si el mundo contuviera el aliento.
—Yo no soy él.
La simple declaración resonó en el aire como un eco. Mi pecho se apretó con fuerza, un torbellino de emociones me atravesó, y el nudo en la garganta se hizo insoportable.
—¿Qué...?
—Rengoku —pronunció, y su nombre golpeó como un martillo, brutal y definitivo.
Sentí que mi corazón se rompía en mil pedazos, como si aquel nombre fuese una bofetada invisible que me dejaba sin aliento. No pude apartar la mirada de su espalda, de sus hombros tensos donde se reflejaba la carga que llevaba, ni creer lo que acababa de oír.
—Todos lo admiraban —dijo con voz baja y áspera—. Era el tipo de persona que inspiraba a los demás a ser mejores. Como Sabito.
Escuche como tragaba saliva con dificultad, como si las palabras le rajaran por dentro.
—Y yo... yo solo soy agua. Fría. Solitaria. Me adapto a cualquier recipiente porque no tengo forma propia.
Me incorporé despacio, apoyándome en el pilar más cercano. Las piernas me temblaban, incapaces de sostenerme del todo.
—Giyuu...
—Él era el hombre que tú mereces —dijo con voz apagada, casi sin vida—. Te habría dado luz cuando todo a tu alrededor era oscuridad.
Sus hombros se estremecieron ligeramente, y el silencio que siguió se volvió más pesado que cualquier palabra.
—Y yo... —murmuró— solo puedo ofrecerte sombras. Silencio. Vacío.
No podía ver su rostro, pero la caída de su cabeza y sus hombros hundidos hablaban por él: el peso de sus pensamientos lo había derribado.
—No merezco estar a tu lado —susurró finalmente—. No soy él. Y nunca lo seré.
Cada palabra fue un puñal clavado en mi pecho, y ya no pude soportarlo. Me acerqué despacio, temblando. Apoyé la mano en su hombro, sintiendo cómo se tensaba bajo mi toque, pero no se apartó. Deslicé los dedos lentamente hacia abajo, recorriendo sus omóplatos, la curva de su espalda. Sentí la firmeza del músculo bajo la tela, cálido y vivo. Mis dedos se cerraron alrededor del tejido.
Incliné la cabeza y apoyé la frente contra su espalda, justo en ese hueco entre los hombros. Su cuerpo irradiaba un calor profundo que me envolvió, y su olor—pino, menta, él—se coló en mis pulmones, impregnándome, dejando una marca invisible en mi piel.
—Lo sé —susurré, mi aliento cálido rozándolo—. Y no quiero que lo seas.
Sentí cómo su respiración se detenía, suspendida entre nosotros. Apreté con suavidad mi agarre; mi mano temblaba.
—Solo quiero que seas tú —continué con un hilo de voz—. Con todo. Tu forma de ser. Tus silencios que dicen más que mil palabras. Tu manera de protegerme. Tu manera de mirarme como si fuera algo precioso.
Tragué aire.
—Te necesito a ti, Giyuu. Solo a ti. Eres todo lo que me importa.
Mis brazos, casi sin pensarlo, se deslizaron hasta rodear su cintura. Lo abracé desde atrás, pegando mi cuerpo al suyo, mis palmas extendidas sobre su abdomen. Sentí cómo respiraba —rápido, irregular—, cada inhalación estremeciéndose contra mis manos.
—Kyojuro fue importante para mí —admití en un susurro—. Siempre lo será. Pero lo que siento por ti… es distinto. Más hondo. Inevitable, como el agua buscando su cauce.
Acerqué los labios a su espalda, respirando el calor de su piel.
—Y no me importa que seas oscuridad. Porque yo soy estrellas. Y las estrellas solo brillan de noche.
Cerré los ojos, la voz apenas un temblor.
—Te quiero, Giyuu.
El silencio se volvió una tercera presencia entre nosotros. Sentí cómo su cuerpo se tensaba entre mis brazos: el aire detenido en su pecho, los músculos duros como piedras bajo mis manos. No se movió, pero la contención era tan brutal que parecía gritar sin emitir un solo sonido.
Mi frente seguía apoyada contra su espalda. A través de las capas de tela, músculo y hueso, creí sentir el golpe irregular de su corazón, un tambor sordo que me recorría los dedos.
Tragué saliva, apenas respirando.
—¿Qué... qué quieres tú? —susurré.
No respondió al instante. Sentí la sacudida de su respiración, la rigidez en su abdomen, como si buscara palabras que no existían. Pero entonces se movió, despacio.
Giró entre mis brazos con una lentitud que me desarmó. Su cuerpo rozó el mío en ese giro, una fricción suficiente para arrancarme el aire. Cuando por fin quedó frente a mí —mis manos aún sobre sus costados, aferradas a su haori— su aliento chocó con el mío: cálido, irregular, tan cerca que casi lo probé.
Sus ojos me atraparon. En ellos había algo salvaje, desbordado, una mezcla de hambre y miedo que me hizo temblar.
Sus manos subieron hasta mi rostro, los dedos apenas rozando mi piel al principio, como si dudara de tener derecho a tocarme. Luego sus palmas me envolvieron por completo, firmes y cálidas, acunando mi rostro con una ternura que dolía. Me alzó la barbilla con un movimiento lento, casi reverente, y en ese gesto contenía una rendición silenciosa.
Su voz salió hecha trizas, entrecortada, como si cada palabra le desgarrara desde dentro.
—A ti —susurró—. Te quiero a ti.
Un jadeo escapó de mis labios antes de que pudiera contenerlo.
Él bajó la cabeza con un movimiento lento, acortando el espacio que nos separaba hasta que no quedó más que el calor de su aliento sobre mi piel.
Entonces, sus labios rozaron los míos, un contacto leve, inseguro, casi como una duda hecha caricia. Fue un roce que pedía permiso, temeroso de romper la magia del momento.
Sentí cómo su cuerpo temblaba bajo el mío, vibrando con una tensión contenida, la fuerza de un hombre acostumbrado a la disciplina pero ahora rendido a la vulnerabilidad.
Me aferré a él con torpeza, mis dedos tirando suavemente del haori. Respondí a ese roce inicial con un estremecimiento, tímida pero hambrienta, hasta que algo dentro de ambos cedió y la barrera invisible se rompió.
Profundizamos el beso, que dejó de ser suave para volverse firme, urgente, casi desesperado. Cada movimiento era una confesión sin palabras, un grito en cada toque de labios. Su mano se deslizó hasta la nuca, atrayéndome como si quisiera fundirnos en un solo aliento, un solo latido. Era miedo, anhelo y amor mezclados en un gesto.
Mis manos subieron por su cuello, mis dedos hundiéndose en su cabello oscuro, enredándose con necesidad. Entonces dejó escapar un gemido bajo, áspero, gutural, que me atravesó como una descarga. Sentí cómo vibraba contra mis labios, como si llevara ese sonido atrapado dentro durante una eternidad.
Su otro brazo me rodeó la cintura con una presión que me dejó sin aliento, pegándome a él sin dejar espacio para nada más. Cada músculo, cada línea de sus hombros, sus brazos, su torso, marcada bajo mis palmas; sentía su calor, su urgencia, su deseo palpitar contra mí, intenso y poderoso.
Nos movimos sin pensar, al unísono. Mis pasos retrocedieron mientras los suyos avanzaban, hasta que mi espalda chocó contra la fría pared de madera del pabellón.
El impacto arrancó un jadeo de mis labios, pero él no se detuvo, y a mí no me importó.
Me atrapó por completo, me volvió loca. La forma en que su cuerpo sólido y poderoso me presionaba contra la pared, la entrega que desprendía, cruda y sin reservas.
Giyuu me sostuvo allí, su cuerpo encajado contra el mío, su respiración desbordándose sobre mi boca.
Sus manos me buscaron con una urgencia nueva, torpe pero ansiosa, recorriendo mi cintura, deslizándose por mis caderas, explorando mi espalda con dedos que parecían querer memorizar cada curva, cada detalle. Era como si temiera que yo fuera un sueño y necesitara dejar evidencia palpable en su piel.
Cada toque se hizo más firme, más seguro, con un fuego contenido que se desbordaba en cada caricia. Sus besos se profundizaban, pasando de la timidez inicial a una pasión abrasadora que parecía querer devorar lo que quedaba de control entre nosotros.
Separé los labios, invitándolo a adentrarse más, y su lengua, primero tímida, se volvió osada, atrevida. El sabor de Giyuu —menta fresca, té verde, un hálito tan suyo— me envolvió y me inundó, dejando una marca indeleble en mis sentidos.
Una de sus manos se deslizó con lentitud hasta mi cabello, acariciando la cinta que lo sujetaba. Sentí cómo cedía bajo sus dedos, y las hebras se soltaron en cascada, deslizándose por mi espalda como una ola líquida. Sus dedos se hundieron en mi melena, enredándose con firmeza pero con una dulzura peligrosa.
Tiró de mi cabeza hacia atrás con delicadeza, buscando un ángulo perfecto para fundir sus labios con los míos, y el aire se llenó del sonido húmedo y urgente de nuestros besos.
Gemí contra su boca, rendida ante la avalancha de sensaciones. Era demasiado: el calor, la proximidad, meses de deseo reprimido condensados en un solo instante abrasador. Mi cuerpo ardía, consumido por una necesidad que no hallaba alivio.
Se apartó apenas un suspiro, lo justo para respirar, pero su aliento seguía acariciando mi piel.
Sus labios comenzaron un recorrido lento y ardiente, besando y mordisqueando suavemente mi mandíbula hasta perderse en la curva de mi cuello.
—Sakura —susurraba, su aliento cálido contra mi piel sensible, la voz quebrada por algo más profundo que el deseo, una mezcla de necesidad y vulnerabilidad—. Sakura...
Mi nombre vibraba en sus labios como una oración, una entrega total.
Mis dedos buscaron instintivamente el borde de su haori, deslizándose bajo la tela, explorando el calor de su piel oculta bajo el uniforme. Encontré músculos tensos, duros y fuertes, endurecidos por años de entrenamiento y batalla.
El latido frenético de su corazón palpitaba violentamente bajo mis palmas, y el temblor que me recorrió no tuvo nada que ver con el miedo.
Giyuu volvió a buscar mis labios, esta vez con un ritmo más pausado, pero con una intensidad que borraba todo lo demás a nuestro alrededor.
Era un beso denso, ardiente, cargado de palabras no dichas y de deseos reprimidos que finalmente encontraban su salida.
Me atrapó el rostro entre las manos, como si temiera que al soltarme me desvanecería en el aire, aferrándose a mí con una necesidad casi desesperada.
No supe cuánto tiempo permanecimos así, besándonos, explorándonos, aferrándonos el uno al otro como si fuéramos lo único tangible en un mundo que de pronto se había detenido.
Pero, implacable y cruel, el aire reclamó su espacio, y nos separamos apenas lo suficiente para robar bocanadas de vida.
Nuestras frentes quedaron unidas, nuestras respiraciones mezcladas, calientes, desordenadas. El silencio que siguió no fue vacío: estaba lleno de nosotros.
Abrí los ojos lentamente.
Giyuu ya me miraba.
Y lo que encontré en su rostro me arrebató el aliento.
No era su habitual máscara impasible, ni ese estoicismo que llevaba como armadura.
Era él, desnudo de toda contención, vulnerable y asombrado, con ese brillo tembloroso en los ojos de quien no puede creerse lo que acaba de suceder.
Sus labios, hinchados y marcados por mis besos, su cabello despeinado donde mis dedos lo habían enredado, la respiración aún entrecortada, y el rubor que ardía en sus mejillas, como si llevara fuego bajo la piel.
Y supe que no había visto nada más hermoso que él en ese momento.
—Hola —susurré, porque no podía pensar en nada más que decir.
Sus labios se curvaron en una sonrisa pequeña, casi tímida, como un secreto compartido.
—Hola —respondió, con la voz ronca, aún cargada del eco de nuestro beso.
Y entonces, sin más, nos reímos. Suave, nerviosa, esa risa que nace del alivio, de la alegría y de la dulce timidez que queda después de la primera vez.
—Eso ha sido... —empecé.
—Sí —coincidió, sin necesidad de que terminara la frase.
Sus manos seguían en mi cintura, las mías descansaban en su pecho. Ninguno de los dos parecía querer romper ese contacto, como si aún necesitáramos sentirnos así, juntos y presentes, un instante más.
—¿Estás bien? —preguntó, clavando sus ojos en los míos con una preocupación sincera—. ¿Fui demasiado...?
—No —lo corté, tocando su rostro—. Fuiste perfecto. Eres perfecto.
Un rubor más profundo se extendió por sus mejillas, y cerró los ojos, inclinándose hacia mi mano como un gato que busca caricias.
—No sé qué estoy haciendo —admitió en voz baja—. Nunca he... esto es...
—Lo sé —respondí suavemente—. Lo descubriremos juntos.
Abrió los ojos, y su mirada me atravesó con una mezcla punzante de vulnerabilidad y deseo que me dejó sin aliento.
—¿Juntos?
—Juntos —confirmé, sonriendo—. Si tú quieres.
—Quiero —respondió de inmediato—. Más que nada. Pero Sakura... no soy bueno con...esto. No sé expresar...
—Entonces no uses palabras —susurré, acercándome un poco más, mi frente rozando la suya—. Muéstramelo.
Sus ojos se iluminaron. Algo tentador, prometedor, que ardía bajo su fachada serena.
Se inclinó de nuevo y atrapó mis labios en un beso suave, apenas un roce.
Me rendí a él sin reservas, entregándome por completo. Porque esto era lo que había estado esperando. Esto era lo que hacía que todo el dolor, la espera, la incertidumbre valieran la pena.
Esto.
Él.
Nosotros.
Cuando nos separamos, nuestras sonrisas se encontraron: la mía amplia y luminosa, la de Giyuu pequeña, tímida, pero cargada de algo profundo y verdadero.
—Deberíamos... —empezó, mirando el cielo que comenzaba a clarear—. Pronto amanecerá.
—Lo sé —susurré, deslizando mis dedos sobre su brazo sin soltarlo.
—Debería irme —dijo, aunque ni un centímetro se apartó.
—Probablemente —respondí, igual de reacia a separarme.
Nos quedamos atrapados en la mirada del otro, y una risa nerviosa y ligera se escapó simultánea.
—No quiero irme —confesó por fin.
—No quiero que te vayas —respondí, sincera, entrelazando mis dedos con los suyos.
—¿Puedo... volver? ¿Mañana?
Un calor dulce se expandió en mi pecho, acelerando mi corazón.
—Puedes volver cuando quieras. Siempre que quieras.
Su sonrisa brotó, amplia y genuina, iluminando su rostro.
—Entonces volveré mañana.
Me regaló un beso suave y dulce, una promesa silenciosa que llenó cada rincón de mi ser.
Con visible reticencia, dio un paso atrás. Luego otro. La distancia física se hizo presente, pero nuestros ojos seguían enlazados, sin soltarse.
—Buenas noches, Sakura.
—Buenas noches, Giyuu —susurré, observando cómo su silueta se desvanecía lentamente entre las sombras que se aferraban al amanecer.
Lo vi alejarse, fundiéndose poco a poco con la penumbra del jardín, pero esta vez no sentí tristeza ni vacío ni pérdida.
Porque sabía que volvería.
Porque me había elegido.
Por fin, me había elegido.
Y yo lo había elegido a él.
Me llevé los dedos a los labios, aún prendida al eco de sus besos, a la calidez de su aliento, al peso firme y real de su cuerpo contra el mío.
Sonreí a la luna que comenzaba a ocultarse.
—Gracias —susurré al viento, al universo, a quien fuera que me escuchara—. Gracias por él.
Crucé el umbral de mi pabellón con el corazón más ligero que en años, sintiéndome completa, feliz, deseada, amada.
Y lista para amar, con todo lo que era.
Notes:
¡Hola! 💕
Wow, ¡este capítulo ha sido todo un vaivén emocional! 😭
Primero, esa conversación entre Sakura y Mitsuri donde por fin Sakura confiesa estar enamorada de Giyuu 😳💖, luego la revelación de Giyuu sobre su historia 🥺💔... y finalmente, FINALMENTE, después de 236,040 palabras, y el slow burn más lento de la historia, ¡¡¡SE BESARON!!! 😭✨Espero que hayáis disfrutado del capítulo tanto como yo — ¡contadme qué os ha parecido en los comentarios! 🥰
P.D.: No estoy llorando... tú estás llorando 😭💞
P.D.2: Mi niño Giyuu dando su primer beso a los 21 años, es tan dulce que me quiero morir.
P.D.3: En español existen dos formas principales de expresar amor: “te quiero” y “te amo”. Aunque ambas hablan de cariño, “te quiero” tiene un matiz más cotidiano, íntimo y tierno, mientras que “te amo” se reserva para una declaración más profunda y definitiva. En este momento, el “te quiero” que Sakura dice significa “te necesito, te quiero a mi lado”, no un “te amo” apasionado (eso ya llegará...tal vez...😜)
Chapter 34: Verdades que queman - Parte 1
Chapter Text
La tarde caía sobre el complejo de los Hashira con esa luz dorada y perezosa que hacía que todo pareciera suspendido en ámbar. Estaba sentada en el engawa del pabellón de Giyuu con las piernas cruzadas, inmóvil salvo por mis ojos que no podían apartarse del terreno de entrenamiento frente a mí.
Lo observaba a él, en concreto.
Giyuu se movía con la fluidez letal de un río calmo y oscuro, su katana azul cortando la luz solar en destellos fríos, precisos. Cada bloqueo, cada esquiva, cada contraataque eran una danza silenciosa que encarnaba años de disciplina y control absoluto.
Frente a él, un joven Cazador — no más de diecisiete años — jadeaba con fuerza, el sudor empapando su uniforme, las manos temblorosas al sostener su arma, luchando por mantener la compostura.
—Otra vez —ordenó Giyuu con voz firme, pero sin rastro de crueldad—. Tu guardia está demasiado alta. Dejas tu lado izquierdo expuesto.
El chico asintió, agotado pero con la determinación aún intacta, y volvió a lanzarse al ataque.
Sentí el pecho apretarse con una mezcla de orgullo y ternura tan intensa que dolía. Esta era la última prueba, el examen final que definía quién estaría listo para la tormenta que se avecinaba. Tras Gyomei y los demás Hashira, este era el desafío definitivo: Giyuu.
Muéstrame lo que has aprendido.
Había en su severidad una profundidad que iba más allá del simple rigor. La forma en que corregía las posturas, cómo desgranaba sus enseñanzas con paciencia inquebrantable cuando alguien fallaba, y esa fugaz suavidad en sus ojos — un parpadeo apenas — cuando un movimiento era perfecto, lo delataban.
Comprensión.
Empatía.
Un deseo silencioso y verdadero de que sobrevivieran.
El recuerdo me golpeó con fuerza. Su voz en la oscuridad de la noche anterior, contándome sobre su hermana Tsutako. Sobre Sabito. Sobre esa culpa silenciosa que lo había acompañado desde entonces, como una sombra que nunca termina de desvanecerse.
Pensé en quién habría sido antes de perderlos. Antes de que la muerte le arrebatara toda certeza de merecer afecto o redención.
Tal vez más risueño. Tal vez más impetuoso, más capaz de mirar el mundo sin ese peso constante sobre sus hombros.
Quizá, si Sabito estuviera aquí, Giyuu sería distinto. O quizá no: quizá esa quietud que ahora lo definía era el eco de todo lo que amó y perdió.
Y sin embargo, allí estaba.
El hombre que se creía indigno de ser Hashira, puliendo y evaluando lo que los demás Pilares habían enseñado.
Él era la última prueba. El estándar. El punto final de una cadena que se sostenía, en parte, gracias a hombres como él.
Me pregunté si él también lo veía.
Si comprendía la paradoja que encarnaba: la de ser el más implacable con su propio valor, y al mismo tiempo, el más necesario de todos.
Idiota hermoso, con un calor tierno y un poco de exasperación. No tienes ni idea de lo extraordinario que eres.
El Cazador cayó de rodillas, el aliento desgarrándole el pecho. Giyuu se enderezó, y en un solo movimiento —fluido, preciso, casi musical— envainó la katana.
—Bien —dijo, y aunque su rostro siguió siendo una máscara serena, había un matiz inconfundible de aprobación en su tono—. Has mejorado. Tu resistencia ha aumentado, pero sigues reaccionando un instante tarde. Practica los ejercicios que Uzui te enseñó. Cincuenta repeticiones diarias.
—¡Sí, Tomioka-san! —El joven se inclinó tan profundamente que casi perdió el equilibrio, la voz temblando entre agotamiento y alivio—. ¡Gracias por su guía!
Giyuu asintió apenas, y el muchacho se retiró cojeando, con la sonrisa amplia de quien ha sobrevivido a algo más grande que él. Había pasado la prueba.
En el borde del terreno, otros tres cazadores aguardaban, rígidos, las manos crispadas sobre las rodillas. La mezcla de respeto y temor en sus rostros era casi palpable.
Giyuu se volvió hacia ellos, su sombra alargándose sobre el suelo de tierra batida.
—Vosotros dos —señaló con un gesto breve—. Combate de práctica. Quiero ver cómo aplicáis lo aprendido entre iguales. No os contengáis, pero evitad heridas graves. Empezad.
Los elegidos se levantaron de un salto, visiblemente aliviados de no ser los siguientes en enfrentarse al Hashira del Agua.
Fue entonces cuando Giyuu alzó la vista hacia mí.
Nuestras miradas se encontraron a través del espacio, y todo lo demás se disolvió. Solo quedaba ese hilo invisible que siempre nos unía: tenso, vibrante, cual cuerda de arco.
Incluso desde la distancia lo vi.
El leve ablandarse de su mirada.
Esa mínima relajación en los hombros, como si algo dentro de él —algo que siempre mantenía contenido— se permitiera un respiro.
Y ese rubor apenas visible, que no tenía nada que ver con el esfuerzo físico.
La comisura de sus labios se movió un instante, tan sutil que cualquiera lo habría pasado por alto.
Cualquiera, menos yo.
Conocía cada gesto suyo, cada minúsculo temblor que traicionaba lo que jamás decía en voz alta.
Y en ese momento lo supe, con una certeza que me estremeció.
Estaba pensando en el beso.
Aquel momento suspendido bajo la luz de la luna, donde el mundo se detuvo. Sus labios contra los míos. Su cuerpo empujándome suavemente contra la pared, con esa mezcla de urgencia y control que era tan suya. Sus manos enredándose en mi cabello, descendiendo por mi cintura, mis caderas, mi espalda. El roce de nuestras respiraciones entrecortadas llenando el aire.
El sabor de él aún grabado en mi lengua. Su boca dibujando un rastro húmedo en mi cuello, encendiendo cada punto que tocaba.
El calor me subió al rostro, y tuve que apartar la mirada, mordiéndome el labio para contener la sonrisa tonta que amenazaba con escaparse.
Cuando volví a mirarlo, Giyuu también había desviado los ojos, fingiendo interés en los Cazadores que entrenaban frente a él. Pero el leve rubor en sus mejillas lo traicionaba, más intenso que antes.
Sentí una bandada de estorninos revoloteando en mi estómago. Caótico, hermoso, incontrolable.
Había venido a buscarme esa mañana, tal como había prometido.
Me encontró en el comedor de mi pabellón, tomando té. Se había detenido un instante en el umbral, como si dudara de si debía entrar, y al final se sentó frente a mí sin decir palabra.
El silencio se instaló entre nosotros, familiar, casi cómodo. Aun así, notaba en él algo distinto: esa rigidez mínima en los hombros, la forma en que desviaba la mirada cada vez que nuestros ojos se cruzaban.
No hablamos mucho —las palabras nunca habían sido lo nuestro—, pero bajo la mesa su mano buscó la mía. Al principio rozó mis dedos con timidez, como si no estuviera seguro de si debía hacerlo. Luego, lentamente, entrelazó los suyos con los míos.
Su pulgar empezó a trazar círculos distraídos sobre mi piel.
—Voy a empezar el entrenamiento esta tarde —dijo al fin, con la voz un poco más baja de lo habitual—. Si quieres… puedes venir.
No era una invitación elaborada. No era romántica ni poética. Era Giyuu intentando no parecer nervioso, esforzándose por sonar natural mientras todo en él gritaba lo contrario.
Y justamente por eso, me derritió por completo.
Por supuesto que había venido. Porque me había elegido. Porque, de una forma silenciosa y sencilla, me estaba dando un lugar en su mundo.
Ahora, al verlo caminar hacia mí con esos pasos seguros y casi inaudibles, los estorninos volvieron a agitarse en mi interior. No mariposas —eso sería demasiado delicado para lo que él provocaba—, sino estorninos: veloces, caóticos, hermosos en su desorden.
Los pájaros que Giyuu había creado sin siquiera proponérselo.
Sentía nervios. Excitación. Anticipación.
Un futuro se abría ante nosotros, brillante y aterrador, lleno de posibilidades infinitas.
Y entonces el pensamiento llegó, frío y pesado como una losa de piedra, aplastando los pajaros bajo su peso.
Él se ha sincerizado contigo.
Y tú no lo has hecho con él.
Me quedé inmóvil, la sonrisa desvaneciéndose de mis labios como tinta en agua.
Giyuu me había contado todo: sus heridas más profundas, sus secretos más oscuros, las partes de sí mismo que había mantenido enterradas durante años. Me había ofrecido su verdad —cruda, dolorosa, preciosa en su vulnerabilidad—.
Y yo...
Yo había callado lo más importante.
Muzan.
El nombre resonó en mi mente como una campana fúnebre.
El estómago se me contrajo. La respiración se volvió superficial. Las manos empezaron a temblarme, así que las apreté con fuerza contra las rodillas, intentando ocultar el temblor.
Giyuu no lo sabía. No sabía nada de aquella noche fatídica, años atrás. No sabía de la joven estúpida y desesperada que había sido, buscando pertenencia en los lugares equivocados.
No sabía de las manos de Muzan sobre mi piel, de su voz en mi oído, de sus promesas dulces y envenenadas.
No sabía la verdad sobre la muerte de mi hermano.
No sabía que, cada vez que me tocaba, estaba tocando algo que Muzan había tocado primero.
La culpa se retorció en mis entrañas como una serpiente hambrienta, buscando un lugar donde morder.
¿Cómo podía pedirle que me quisiera sin conocer la verdad? ¿Cómo podía permitir que esto —lo nuestro, lo que apenas empezaba a florecer— siguiera creciendo sobre una mentira tan silenciosa, tan deliberada?
Él merece saberlo.
El pensamiento surgió nítido, claro, incuestionable.
Merece saber con quién está. Quién soy realmente. Lo que me hicieron. Lo que permití que me hicieran.
Y entonces podrá decidir si aún me quiere.
Un rayo de hielo me atravesó el pecho.
Porque esa era la parte que más me aterraba, ¿verdad?
No contarle lo que pasó.
Sino su reacción después.
La posibilidad— real, palpable—de que me mirara con otros ojos. De que viera esa mancha que nunca se borraría del todo. De que decidiera que no valía la pena. Que yo no valía la pena. Que solo era una mujer sucia, usada, rota. Tan estúpida e ingenua como para haberse dejado seducir por el rey de todo mal.
Pero incluso con ese terror paralizándome, sabía lo que tenía que hacer.
Giyuu había sido valiente. Había enfrentado sus fantasmas y me los había mostrado, aun cuando claramente lo desgarraba hacerlo.
Yo tenía que ser igual de osada.
Tenía que liberarme de este peso que había estado cargando durante años. Tenía que dejar de huir. Tenía que confiar—en él, en nosotros, en la posibilidad de que la verdad no destruyera lo que apenas empezábamos a construir.
Aunque existiera una alta probabilidad de que lo hiciera.
La decisión se solidificó en mi mente, pesada, firme, aterradora.
Hoy. Se lo diré hoy.
Solo pensarlo me hizo tambalear, mareada por el vértigo de lo que estaba a punto de soltar.
Giyuu llegó hasta donde yo estaba, subiendo al engawa con un movimiento ágil y silencioso. Se sentó a mi lado —más cerca que nunca, nuestros hombros casi rozándose— y por un instante nos quedamos ahí, inmóviles, observando a los dos Cazadores combatir. Sus respiraciones entrecortadas flotaban en el aire denso de la tarde.
—Lo estás haciendo muy bien —dije finalmente, porque necesitaba decir algo antes de que el silencio se volviera demasiado pesado con todo lo que no estaba diciendo.
Él me lanzó una mirada de reojo.
—Solo hago lo que puedo.
—Estás haciendo más que eso —insistí, sin poder ocultar la intensidad que se coló en mi voz—. Los estás preparando. Les estás dando una oportunidad real de sobrevivir. Eso es... —busqué la palabra justa—. Eso importa, Giyuu. Importa mucho.
Vi cómo tragaba con dificultad, cómo sus dedos se curvaron ligeramente contra su muslo, como si quisieran alcanzar algo pero no se atrevieran.
—Gracias —dijo en voz baja—. Por estar aquí. Por... todo.
Por creer en mí cuando yo no creo en mí mismo, escuché las palabras que no dijo.
Quería tomar su mano. Quería besarlo allí mismo, sin importar quién estuviera mirando, sin importar el mundo entero. Quería gritarle que era extraordinario, que cualquiera que no lo viera estaba ciego.
Pero en cambio, solo sonreí suavemente.
—Siempre.
Él me devolvió la sonrisa —pequeña, tímida—, y el corazón me dolió con la fuerza de todo lo que guardaba para él.
Fue entonces cuando lo noté.
El instante en que sus ojos realmente me vieron. No solo captaron mi sonrisa, sino lo que había escondido bajo ella: la tensión en mis hombros, la rigidez en mis manos, el peso invisible que llevaba en la mirada, incluso yo misma apenas consciente de ello.
Su expresión cambió al instante. La calidez se desvaneció, reemplazada por una sombra de preocupación que se posó sobre su rostro.
—¿Ocurre algo?
Maldición.
Por supuesto que lo había visto. Giyuu veía demasiado, siempre había visto demasiado cuando se trataba de mí.
—Yo... —comencé, y luego me detuve seco.
No aquí. No ahora, con los Cazadores a pocos metros y el entrenamiento todavía en marcha.
—¿Podemos... vernos más tarde? Cuando hayas terminado. Cuando te hayas... bañado y eso.
Sonó torpe, ridículamente torpe. Pero Giyuu asintió sin dudar, aunque la preocupación en sus ojos se extendió, oscura y profunda como una tormenta.
—¿Estás segura de que estás bien?
—Estoy bien —mentí, y odié lo fácil que salió—. Solo... quiero hablar contigo. A solas.
Él me estudió un instante más largo, y en sus ojos vi la batalla silenciosa que libraba: quedarse, insistir, asegurarse de que realmente estaba bien… o respetar mi espacio, confiar en que vendría a él cuando estuviera lista.
Finalmente, asintió.
—Esta noche, entonces. ¿En tu pabellón?
—Sí.
—De acuerdo. —Se puso de pie, pero justo antes de alejarse, su mano rozó la mía con un tacto breve, ligero, pero lo suficientemente real como para hacer que un calor inesperado me recorriera el brazo—. Sea lo que sea, Sakura… podemos manejarlo. Juntos.
Juntos.
Las lágrimas picaron en mis ojos y parpadeé con fuerza para contenerlas.
¿Podremos? ¿Incluso después de que sepa mi verdad?
Solo asentí, sin poder confiar en mi voz.
Él se alejó, volviendo a reunir a los Cazadores con esa autoridad silenciosa que le era tan propia, y yo me quedé un momento más, observándolo, memorizando cada gesto, cada movimiento, cada respiración.
Por si acaso esta fuera la última vez que me mirara con cariño.
***
Quedaban pocas horas de luz cuando regresé a mi pabellón.
La luz dorada de la tarde se fundía lentamente en tonos más profundos—naranjas cálidos, púrpuras intensos y rosas suaves que se desvanecían en un azul índigo creciente. Era esa hora mágica en la que las sombras se estiraban, engullendo el jardín con calma, como un susurro que anunciaba la llegada inevitable de la noche.
En mi cuarto, me arrodillé frente al baúl de madera. Era pequeño, simple, sin adornos. Contenía todo lo importante que poseía en el mundo, que no era mucho: prendas de ropa que habían pertenecido a Kenji, cartas viejas con bordes amarillentos, recuerdos de viajes.
Y en el fondo, envuelta en tela oscura, la daga.
Mis manos temblaban mientras levantaba la tapa del baúl. El chirrido de las bisagras sonó demasiado fuerte en el silencio de la habitación, como un grito. Aparté las capas de tela hasta que mis dedos encontraron el bulto familiar.
La saqué con cuidado, como si fuera una serpiente venenosa que pudiera morderme. Desenvolví la tela lentamente, revelando el arma centímetro a centímetro.
Y allí estaba.
La daga que él me había dado. La daga que había hundido en su oscuro corazón—si es que siquiera tenía uno.
Era hermosa, de una manera terrible y retorcida. La hoja era de un metal oscuro que parecía absorber la luz en lugar de reflejarla. El mango era de marfil tallado con patrones intrincados que mareaban si mirabas demasiado, como si fueran diseñados para confundir la mente, para desorientarla.
Era el tipo de arma que alguien como él poseería. Hermosa y mortífera. Seductora y corrupta.
La sostuve en mi palma, sintiendo el peso.
La última vez que la había tocado había sido... ¿hace cuánto? ¿Años? La había usado para cortarme el cabello la noche que Oyakata-sama me sugirió unirme al Cuerpo de Cazadores.
Esa noche que finalmente tuve un propósito—hacerme fuerte. Sobrevivir.
No comprendía el motivo de mantenerla todos este tiempo. Era como si no pudiera deshacerme de ella por mucho que la odiara—era evidencia, recordatorio, la prueba física de mi mayor vergüenza.
Respiré hondo y me permití pensar en él, libremente, sin frenos.
En Muzan.
No era la primera vez, claro. Había pensado en él muchas veces, casi constantemente cada día desde que salí del templo de Tenrin con el cadáver de mi hermano en una mortaja. Pensado en lo que hizo. En lo que me hizo. En cómo caí en su trampa como una idiota. Siempre recordaba todo con una máscara puesta, como protección. Como si pensara en la escena de una obra que yo misma había protagonizado pero que ya no me pertenecía.
Pero ahora, sosteniendo su regalo bajo la luz menguante del atardecer, algo en mí cambió.
Miré la daga—realmente la miré—y por primera vez en años, la vergüenza no fue el sentimiento principal.
Fue la rabia.
Furia ardiente, limpia, purificadora.
¿Cómo se había atrevido?
¿Cómo se había atrevido Muzan Kibutsuji a tomar a una niña—porque eso era lo que había sido, una niña triste y sola y desesperada por pertenecer—y retorcerla, manipularla, usarla como un juguete?
Había sido vulnerable. Había estado buscando el calor que mi padre no me daba, buscando un propósito mientras vestía esa túnica blanca de sacerdotisa, buscando alguien que me dijera que importaba, que era más que una cosa bonita y sumisa y dócil. Y él había visto eso—había visto esa necesidad cruda y sangrante—y la había explotado con la precisión letal de un depredador.
Me había tocado con manos que habían matado a miles. Me había susurrado promesas con una boca que solo conocía mentiras. Me había ofrecido pertenencia mientras tomaba lo que le ofrecía, haciéndome creer que era algo verdadero, romántico, bonito.
Esa maldita noche.
La noche que mi amado hermano murió atravesado por el brazo de Muzan, sentí que era mi propio pecho el que abrían. Cuando clavé la daga en su corazón, queriendo matarlo, pero solo arranque una sonrisa salvaje de su rostro cruel, quise clavarla en mí.
Y en vez de matarme, como habría sido lo normal, me había dejado vivir. Sollozante. Temblando. Me había susurrado al oído mientras me aprisionaba con su cuerpo, mientras mis ojos miraban el cadáver de mi hermano.
Muzan había asesinado a Kenji. Pero a mí...a mí me había marcado para siempre.
Odiaba ese momento que siempre llegaba cuando pensaba en lo ocurrido. Ese escalofrío de pies a cabeza, ese sentimiento de estar sucia, contaminada. Como si sus dedos aún me recorrieran la piel. Como si su sombra aún me susurrara palabras de permanencia.
La daga tembló en mi mano, y me di cuenta de que era porque todo mi cuerpo temblaba de rabia.
—Maldito seas —susurré al metal oscuro, a la memoria del monstruo que me la había regalado—. Maldito seas por aprovecharte de alguien que solo quería ser amada. Maldito seas por asesinar a mi hermano.
Las lágrimas finalmente cayeron, calientes y furiosas, dejando rastros ardientes en mis mejillas. Eran lágrimas de tristeza.De ira. De vergüenza. De sentir la injusticia brutal de todo ello.
No había sido mi culpa.
El pensamiento me atravesó con la fuerza de un relámpago.
No fue mi culpa.
Estaba sola. Perdida. Y él se aprovechó de esa fragilidad. Él era el monstruo.
Pero... ¿podría verlo Giyuu de la misma manera?
¿Cómo le digo a ese hombre —que me mira con afecto, con cuidado, con deseo— que me dejé tocar por nuestro peor enemigo?
Por el monstruo al que todos juramos destruir.
Envolví la daga de nuevo, pero esta vez no la escondí en el fondo del baúl, sino que la dejé a primera vista. Iba a deshacerme de ella, pronto. Como tendría que haber hecho hacía mucho.
Cerré el baúl y me puse de pie, limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano.
Ahora venía la parte difícil.
No quería hacer daño a Giyuu. No quería destrozar la burbuja de felicidad e incredulidad en la que sabía él estaba desde que nos besamos.
Pero ocultárselo...sería seguir encadenada. Y él merecía toda la verdad.
Tenía que prepararme. Tenía que encontrar las palabras para explicar lo inexplicable. Tenía que ser lo suficientemente fuerte como para aceptar su reacción, fuera cual fuera.
Y tenía que aceptar que existía una posibilidad muy real de que después de esta noche, todo cambiaría.
Me dirigí hacia el pequeño espejo en la esquina de mi habitación. Mi reflejo me devolvió la mirada—ojos rojos e hinchados, cabello despeinado, mejillas manchadas.
Me veía destrozada.
Me veía humana.
Me lavé la cara con agua fría, tratando de borrar las señales del llanto. Me cepillé el cabello hasta que cayó en rizos suaves y ordenados sobre mis hombros. Me cambié de ropa. No usé el uniforme del Cuerpo de Cazadores, sino un kimono simple, de color verde oscuro.
Esa noche, no quería que viera a la Cazadora, a la Hashira. Quería que me viera a mí, a Sakura Saitō, una joven con un pasado traumático y doloroso, con miedos, con sus propios fantasmas, pero que luchaba por seguir adelante cada día.
Respiré hondo.
En un rato, Giyuu llegaría. Y yo tendría que despojarme de toda armadura, toda protección, toda máscara, y mostrarle la verdad desnuda y fea de quién era.
Salí fuera y me senté en el engawa, observando cómo el sol terminaba de hundirse bajo el horizonte. El cielo se transformó de púrpura a añil a negro, y las primeras estrellas comenzaron a titilar en la oscuridad como ojos que se abrían uno a uno.
Estrellas.
"Yo soy estrellas", le había dicho. "Y las estrellas solo brillan de noche."
Ahora tenía que probar que esas palabras eran ciertas. Que incluso en mi oscuridad más profunda, todavía había luz. Todavía había algo digno de ser amado.
El sol se había puesto completamente, y todo tenía ese color de las cosas que terminan.
Era de noche cuando escuché sus pasos.
Inconfundibles: ligeros, sigilosos, el eco de alguien que había aprendido a moverse sin dejar rastro. Pero yo lo habría reconocido igual. Lo habría sentido incluso en la oscuridad más absoluta, sin necesidad de verlo.
Me puse de pie en el engawa, las piernas temblándome ligeramente. El aire nocturno era frío, ese frío particular de finales de primavera que prometía el calor del verano pero que todavía llevaba el recuerdo del invierno en sus garras. Me apreté el haori alrededor del kimono, buscando refugio, pero el frío que sentía no venía del exterior.
Venía de dentro. De ese lugar donde guardaba todos mis secretos.
Giyuu apareció al final del sendero, una silueta oscura recortada contra el cielo sin luna. La noche estaba extrañamente oscura—nubes espesas cubrían el cielo, ocultando la luz plateada que normalmente bañaba el complejo. Era como si el universo mismo se hubiera apagado, dejándonos en una negrura que parecía presagiar algo terrible.
O quizás era solo mi imaginación aterrorizada, buscando señales donde no las había.
Su cabello estaba húmedo todavía, algunos mechones oscuros pegándose a su frente y cuello. Debía haberse bañado después del entrenamiento. Olía limpio, a jabón, y todo ello mezclado con su aroma masculino a pino y menta hizo que mi estómago se contrajera. Más aún cuando se acercó lo suficiente para que pudiera ver su rostro en la tenue luz de los farolillos del pabellón.
Tan hermoso, tan sereno en apariencia.
Pero sus ojos me atravesaban con una preocupación que dolía.
Esos ojos azul profundo, que habitualmente parecían vacíos de emoción, estaban ahora cargados de incertidumbre. De miedo, incluso. Como si se preparara para un desastre inevitable y no supiera cómo evitarlo.
—Hola —susurró, deteniéndose a unos pasos de mí, con una voz suave que parecía querer romper el silencio sin romperme a mí.
—Hola —respondí, y mi voz me sonó extraña, incluso a mis propios oídos: demasiado aguda, demasiado tensa.
Nos quedamos ahí, mirándonos en la oscuridad, y el silencio se abrió entre nosotros como un abismo insondable.
Giyuu fue el primero en romperlo.
—¿Estás bien?
No. No estaba bien. No había estado bien desde que tomé la decisión de contarle la verdad. Quizás no había estado realmente bien nunca.
—Yo... —comencé, y luego me detuve. Las palabras se me atascaban en la garganta como cristales rotos—. ¿Podemos... caminar? ¿Solo... pasear un rato?
Vi la duda cruzar por su rostro, la forma en que sus ojos me escudriñaban, el ceño ligeramente fruncido, buscando pistas, intentando leer lo que aún no podía comprender.
—Claro.
Me bajé del engawa, y casi de inmediato sentí su mano en mi codo, estabilizándome, aunque no había tropezado. Fue un gesto tan protector, tan instintivo, que me dieron ganas de aferrarme a él, de abrazarlo y no soltarlo nunca.
¿Seguiría tocándome así después de esta noche?
¿O sus ojos se llenarían de asco?
¿De decepción?
¿De esa certeza brutal de haber cometido un error al permitirse sentir algo por mí?
Nos quedamos unos segundos mirándonos. Su mano aún me sujetaba, cálida y firme. Luego me soltó despacio, como si le pesara hacerlo, y me indicó con un leve movimiento de cabeza que me moviera.
Anduvimos en silencio por los senderos que rodeaban el complejo.
Normalmente, este silencio habría sido cómodo. Giyuu y yo nunca habíamos necesitado llenar cada momento con palabras—nuestra conexión había sido construida sobre esos espacios tranquilos, sobre el entendimiento mutuo que no requería explicación.
Pero esta noche, el silencio era pesado. Opresivo. Cada paso resonaba demasiado fuerte en mis oídos. Cada respiración se sentía demasiado superficial.
Recorrimos los terrenos de entrenamiento, ahora vacíos y sumidos en un silencio pesado. Pasamos por el jardín donde los cerezos ya habían perdido todos sus pétalos, dejando solo hojas verdes aferradas a las ramas desnudas. Atravesamos edificios oscuros, donde otros Cazadores dormían, meditaban o se entregaban a sus rituales en las noches sin luna.
Y, sin que casi reparara en el rumbo, llegamos a una zona apartada del complejo. Un pequeño jardín con un estanque cuya superficie negra brillaba como tinta derramada bajo el cielo.
Junto al estanque, un banco de piedra aguardaba.
Solitario. Aislado. Perfecto para una confesión que no quería que nadie más escuchara.
Me senté, y Giyuu se acomodó a mi lado. No demasiado cerca, noté con un pinchazo en el pecho, pero también con una extraña comprensión—al fin y al cabo, él desconocía la razón detrás de mi repentino distanciamiento.
Ninguno habló. Yo fijaba la mirada en el estanque, incapaz de sostener la suya. Las nubes se arremolinaban sobre nosotros, espesas y oscuras, bloqueando por completo la luz de la luna.
—Sakura.
Su voz me sobresaltó, a pesar de ser apenas un susurro.
Lo miré. Su rostro estaba serio, pero había algo más allí también. Una vulnerabilidad profunda, un miedo que trataba de contener.
—¿Hice algo mal?
Sus palabras me golpearon como un puñetazo en el estómago, dejando un vacío helado en mi pecho. Gire la cabeza hacia el y negue vehemente.
—¿Qué? —Mi voz salió áspera—. No, claro que no. Giyuu, Tú no... tú no hiciste nada mal.
—Entonces, ¿por qué…? —Se detuvo, y vi cómo sus manos se cerraban en puños sobre las rodillas—. ¿Por qué te muestras distante? Desde esta tarde… Pensé que quizá me equivoqué. Anoche… el beso. Tal vez fui… demasiado.
—No —lo interrumpí, y sin pensar, cubrí su mano con la mía, apretándola con suavidad—. No, no es nada de eso. Anoche fue... fue perfecto, Giyuu.
Vi cómo algo en su expresión se suavizaba, pero la inquietud seguía ahí, agazapada como un animal al acecho.
—Entonces, dime qué pasa.
Sus dedos se entrelazaron con los míos, apretando con delicadeza.
Respiré hondo, y el aire frío llenó mis pulmones como cuchillos de hielo. Era ahora o nunca. Si no lo decía, nunca encontraría el valor.
—Hay algo que necesito contarte —comencé, y mi voz sonó sorprendentemente firme considerando que todo mi cuerpo temblaba—. Algo que pasó hace mucho tiempo. Algo que... nadie más sabe.
Giyuu no dijo nada, pero sentí cómo su cuerpo se tensaba a mi lado. Cómo su mano apretaba la mía con más fuerza.
—Cuando tenía dieciséis años —continué, y las palabras empezaron a fluir como sangre de una herida abierta—, cuando vivía en el templo... conocí a alguien.
Hice una pausa, tragando saliva, con la boca seca y la lengua pesada.
—Se hacía llamar por otro nombre. Nunca dijo que su verdadero nombre era Muzan.
Vi cómo Giyuu se congelaba a mi lado, la tensión en su cuerpo aumentando al instante. Sus ojos, normalmente tan controlados, se oscurecieron al instante, y el aire pareció volverse más denso entre nosotros.
—Era... encantador. Atento. Me visitaba por las noches, hablábamos durante horas. Me regalaba cosas—flores, pequeños obsequios. Me hacía sentir... —mi voz se quebró—. Me hacía sentir especial. Como si importara. Como si no fuera solo una sacerdotisa más en un templo olvidado.
Las lágrimas empezaron a picar en mis ojos, pero las contuve. Tenía que terminar esto. Tenía que decirlo todo.
—Yo no sabía quién era. No sabía… ni siquiera sabía que era un demonio. Nunca había visto uno, y en mi cabeza todos eran monstruos. Pero él… él parecía tan humano. Tan real. Aunque siempre hubo algo en sus ojos. Algo que elegí no ver.
—Sakura… —La voz de Giyuu emergió, baja y estrangulada, como si supiera a dónde iba esto, pero no quisiera aceptarlo.
—Me enamoré de él —solté de golpe, y las palabras me supieron a veneno—. O eso creí. Era joven, estúpida... tan desesperada por ser amada, por encajar, por rebelarme contra lo que mi familia me había impuesto, que… me entregué a él.
Un rubor ardiente me subió al rostro, como si estuviera expuesta ante todo el mundo, aunque solo estuviéramos nosotros dos. Sentí que la piel me quemaba y la garganta se me cerraba, como si cada palabra fuera un navajazo en el pecho. Quería retroceder, callar, borrar todo lo dicho. Pero no podía.
El silencio que siguió fue absoluto, denso, casi palpable.
Podía sentir a Giyuu a mi lado, helado, cada músculo tenso, como un cable a punto de romperse. Su respiración se volvió irregular, como si luchara por mantener el control. Su mano seguía atrapando la mía, pero ya no era un consuelo. Era lo último que me unía a él antes de que todo se rompiera. Y por eso, no quería soltarla.
—Aunque nos vimos durante meses, solo… solo pasó una vez —continué, deseando aclarar eso, sabiendo que si me detenía ahora, nunca encontraría el valor para seguir—. Y entonces, un par de noches después, cuando volví a reunirme con él… mi hermano Kenji… nos encontró.
Mi voz se quebró completamente con el nombre de mi hermano.
—Fue entonces cuando él reveló lo que realmente era. Su verdadera forma. Su verdadero nombre. Muzan Kibutsuji. Y Kenji… Kenji trató de protegerme. Desenvainó su katana —la que ahora es mía— y se lanzó contra él.
Las lágrimas comenzaron a caer sin control, calientes y amargas, surcando senderos ardientes por mis mejillas.
—Muzan… le atravesó el pecho con el brazo en segundos. Como si fuera papel. Vi cómo la vida se escapaba de los ojos de mi hermano. Vi cómo caía. Y todo fue culpa mía. Si no hubiera sido tan estúpida, si no me hubiera dejado engañar… Kenji todavía estaría aquí…
Los sollozos me ahogaban, rompiéndome desde dentro.
—Pensé que me mataría también —susurré cuando finalmente pude hablar de nuevo—. Quería que lo hiciera. Pero en cambio… me dejó vivir. Se inclinó sobre mí mientras yo miraba el cuerpo de mi hermano y me susurró al oído que algún día volvería por mí. Que yo le pertenecía.
Tuve que soltar su mano entonces, incapaz de soportar el contacto. Me envolví en mis propios brazos, haciéndome pequeña, como intentando encogerme hasta desaparecer, tratando de recomponer los pedazos rotos de mí misma.
—Quería que lo supieras —musité, mi voz apenas un susurro, frágil como un hilo a punto de romperse—. Antes de que esto… antes de que lo nuestro fuera más lejos. Mereces conocer la verdad sobre quién soy. Sobre… sobre lo que hice. Lo que permití que me hicieran.
El silencio que siguió fue el más largo y doloroso de mi vida.
Giyuu no se movió. No pronunció palabra. Apenas parecía respirar, como si cada bocanada de aire le costara un esfuerzo enorme.
Finalmente me atreví a mirarlo, y lo que vi entonces me destrozó.
Su rostro se volvió pálido, casi translúcido bajo la penumbra, como un espectro. Sus ojos, abiertos de par en par, me atravesaban sin verme realmente, perdidos en un abismo de pensamientos. La boca, entreabierta, parecía a punto de pronunciar palabras que se quedaron ahogadas en su garganta.
Parecía... roto. Como si aquella confesión hubiera fracturado algo profundo en su interior.
Giró lentamente la cabeza, desviando la mirada de mí, clavándola en la sombra muda del jardín, como buscando refugio en la oscuridad.
—Giyuu —susurré, la voz débil, una súplica temblorosa—. Di algo. Por favor.
Pero él permaneció en silencio. No volvió la vista. Como si estuviera atrapado en un rincón oscuro de su mente, luchando por asimilar lo que acababa de escuchar.
Los segundos se estiraron, pesados y afilados, sangrando en el aire como una herida abierta entre nosotros.
Finalmente, con un esfuerzo visible, lo vi tragar saliva. Sus manos, que hasta entonces habían descansado inmóviles sobre sus rodillas, comenzaron a temblar apenas, como un signo tenue de la tormenta que lo consumía por dentro.
—No sé… —su voz salió descompuesta, apenas un susurro, como si cada palabra le costara un mundo—. No sé qué decir.
Cada sílaba me atravesó como un cuchillo. Me había preparado para esto, lo sabía como una sombra que se cernía sobre nosotros, pero escuchar esa incertidumbre, ese peso en su voz, era infinitamente más duro.
—Lo entiendo —dije rápido, intentando llenar el silencio que se hacía cada vez más denso—. Sé que es mucho. Sé que probablemente me ves diferente ahora. Sé que tal vez—
—No —me cortó de repente, con una voz firme, más fría, afilada incluso—. No es eso.
Se levantó de golpe, dándome la espalda, los hombros tensos, como si llevara un peso insoportable. Sus manos se cerraron en puños a los lados, la piel blanqueando bajo la presión.
—Necesito… —comenzó, su voz vaciló apenas, un destello fugaz de vulnerabilidad que rápidamente ocultó—. Necesito tiempo.
El mundo pareció detenerse.
—¿Qué? —mi voz salió baja, pequeña, asustada, como la de alguien que se siente perdido.
—Tiempo —repitió, con la voz firme, pero bajo esa firmeza se colaba un temblor, una grieta que delataba el conflicto que lo consumía—. Tiempo para… procesar esto. Para entender…
No terminó la frase, no hacía falta.
—Giyuu, por favor… —me levanté, dando un paso hacia él, pero mis pies se clavaron ante la rigidez que irradiaba—. No te vayas. Podemos hablar, podemos-
—No —respondió, con un matiz de desesperación que nunca antes había oído en su voz—. No puedo. Yo…tengo que…
Se giró ligeramente, lo justo para que la penumbra dibujara el perfil tenso de su rostro: la mandíbula apretada, los labios duros, los ojos brillando con una emoción que no supe identificar —¿rabia? ¿tristeza? ¿decepción?—.
—Lo siento —susurró, y no supe si era hacia mí o hacia sí mismo—. Solo… dame tiempo.
Y entonces se fue.
Sus pasos se fueron más rápidos, apresurados, como si intentara alejarse de algo invisible pero insoportable. Caminó de vuelta por el sendero por donde habíamos llegado, desvaneciéndose poco a poco en la oscuridad sin luna, hasta fundirse con las sombras que lo engullían sin piedad.
Y yo me quedé allí, junto al estanque negro, con el frío de la noche calándome hasta los huesos.
Él se había ido. Me había dejado.
Le había entregado mi verdad —la parte más oscura y fea de mí— y no pudo soportarla.
Las piernas me fallaron, y me hundí de nuevo en el banco de piedra. Las lágrimas brotaron sin aviso, oleadas violentas y desgarradoras que sacudían mi cuerpo, sollozos que sonaban como algo que se rompe en mil pedazos, como un alma rota en el silencio de la noche.
Sabía que era una posibilidad. Sabía que podía perderlo.
Pero entenderlo en teoría y vivirlo en carne propia eran dos mundos distintos, y el segundo dolía con una intensidad brutal.
Era como si me hubieran arrancado el corazón del pecho y lo hubieran dejado sangrando en el suelo frío.
Dame tiempo, había dicho.
¿Pero cuánto tiempo? ¿Horas? ¿Días? ¿Meses?
¿Y cuando ese tiempo terminara… volvería? ¿O decidiría que esa mancha oscura que Muzan dejó en mí era demasiado pesada, demasiado tóxica para sostener?
El cielo seguía sobre mi cabeza, sin una estrella que ofreciera un destello de esperanza. Solo una oscuridad infinita que parecía tragarse todo a su paso.
Sentada en ese banco solitario, más sola de lo que me había sentido en años, no pude evitar pensar que quizá esa oscuridad era todo lo que realmente merecía.
Quizá las estrellas que había prometido ser para Giyuu nunca existieron, solo una ilusión fugaz en un cielo de sombras.
Quizá solo había sido oscuridad todo este tiempo.
El viento sopló, frío y cortante, envolviéndome en mi haori como un abrazo helado. Pero no me moví del banco aún. No podía. Mis piernas se negaban a sostenerme, tan débiles como mi voluntad.
Así, permanecí allí un rato más, en la noche sin luna, aguardando algo indefinido, una esperanza frágil y temblorosa.
Esperando a que Giyuu regresara.
O esperando a que mi corazón, finalmente, dejara de doler.
Lo que ocurriera primero.
Notes:
¡Hola! ✨
Lo sé, lo sé… no les doy ni un respiro.
Pero esta conversación entre ellos es tan vital para que, por fin, puedan construir su historia sin barreras ni secretos.…O tal vez simplemente me gusta hacerlos sufrir un poquito 😈💔
PD: Después de esta, mi pobre Giyuu va directo al terapeuta 😂
Chapter 35: Verdades que queman - Parte 2 y Final
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Desde aquella noche junto al estanque, yo había existido en una especie de limbo gris donde el tiempo dejaba de tener sentido. Los días se estiraban como hilos; las horas pesaban demasiado y no ocurría nada.
Me descubrí mirando cada sombra que se deslizaba por mi pabellón con un sobresalto absurdo en el pecho, esperando—mendigando—que fuera él. Apenas probaba bocado. Entrenaba hasta que las piernas me fallaban solo para dejar de pensar. Me acostaba exhausta y, aun así, el sueño no llegaba.
Y cada noche, la misma pregunta mordía dentro de mí:
¿He cometido el mayor error de mi vida al contarle la verdad?
Tres días de silencio absoluto, tan feroz que parecía un castigo.
El mundo siguió girando como si nada, pero una parte de mí se había quedado atrapada en aquella noche. En su expresión de horror absoluto. En la tensión de su espalda cuando se giró para marcharse. En la sombra larga de su figura alejándose de mí sin mirar atrás.
Me abrí ante él. Me quedé desnuda de todo miedo, de toda coraza, y aunque hubo un alivio tenue al liberar ese secreto, no bastó. Porque donde antes había miedo, ahora solo quedaba un vacío terrible.
Un vacío que me recordaba que él tenía todo el derecho a marcharse… pero no por eso dolía menos.
Me hacía pensar si eso era lo único que podíamos tener: momentos robados, respiros breves entre persecuciones y huidas. Como si nuestro amor estuviera condenado a romperse siempre que intentábamos sostenerlo con ambas manos.
Había llovido toda la noche. No una lluvia suave, sino esa furia de finales de primavera que tamborilea contra el techo como si quisiera atravesarlo, que arrastra la tierra en torrentes oscuros y transforma cada sendero en un río. Me quedé despierta escuchándola, acurrucada bajo las mantas, sintiendo cada golpe de agua como un recordatorio cruel de mi soledad. Como si el mundo llorara conmigo.
Pero ahora, por la mañana, la lluvia había cesado.
El sol se filtraba entre las nubes en haces afilados, cortando la humedad como flechas de luz. Las hojas brillaban como si estuvieran recubiertas de cristal; los senderos de piedra devolvían reflejos pálidos; el aire olía a tierra mojada, a flores aplastadas por el agua, a algo limpio y melancólico a la vez.
Estaba sentada en el engawa, observando cómo el vapor se levantaba del suelo en hilos casi invisibles. A mi lado, una taza de té frío. Llevaba un kimono azul; ese día no tenía entrenamientos, ni informes, ni patrullas. Solo tiempo. Un tiempo que pesaba, que se alargaba como una tortura.
Había dejado de esperar.
O tal vez solo intentaba creer que lo había hecho.
Mis dedos, casi sin que me diera cuenta, trenzaban mechones sueltos de mi cabello, solo por hacer algo.
No escuché pasos. Fue un pájaro, alzando el vuelo con un aleteo brusco desde un árbol cercano, lo que me hizo levantar la mirada.
Y lo vi.
Su figura silenciosa avanzando entre la niebla tibia.
El agujero en mi estómago se cerró de golpe, como si una mano invisible lo hubiese apretado. Me incorporé demasiado rápido, un espasmo puro, y la taza volcó a mi lado, derramando té frío por las tablas.
Siguió avanzando.
Y yo me quedé sin aire, como si mi propio cuerpo hubiera olvidado cómo respirar.
Caminaba por el sendero hacia mi pabellón, esquivando los charcos con pasos lentos, con su haori bicolor ondeando ligeramente con el movimiento. El cabello le caía suelto sobre los hombros—desordenado, húmedo en las puntas—sin la cinta negra que nunca se quitaba, como si no hubiera tenido ni tiempo ni ánimo de recogerlo.
Pero su rostro… su rostro fue lo que me detuvo el corazón.
Tenía el gesto afilado por el agotamiento. No el cansancio del cuerpo, ese que se vence comiendo y durmiendo, sino el otro: el cansancio profundo, el que nace del peso de las circunstancias, de las decisiones, de la culpa, de las cosas que no sabes cómo decir. Bajo los ojos se le marcaban sombras duras, oscuras, y sus hombros—siempre rectos, siempre disciplinados—estaban hundidos, como si llevara días sosteniendo algo que no sabía cómo soltar.
Parecía alguien que no había dormido desde aquella noche.
Parecía alguien atravesado por la misma tormenta que me había roto a mí.
Se veía exactamente como yo me sentía.
Tuve que parpadear varias veces para asegurarme de que no era un sueño, una aparición nacida del cansancio y del deseo. Pero no desapareció. Seguía allí. Y cuando lo comprendí, el corazón me golpeó con tanta fuerza que sentí que iba a atravesarme el pecho.
Me puse de pie sin ninguna gracia, casi de un salto. Las manos me temblaban, inútiles, así que las cerré en puños y las escondí tras la espalda, intentando contener lo incontenible.
Giyuu siguió caminando hacia mí con la mirada baja, como si cada paso fuera una prueba que estaba obligado a superar. Solo se detuvo cuando llegó al borde del engawa.
Y entonces alzó la vista.
Sus ojos azules me encontraron, y el mundo se contrajo hasta esa franja mínima de espacio entre nosotros. No existía nada más: ni el pabellón, ni el bosque húmedo, ni los pájaros, ni la luz del amanecer elevándose entre las ramas. Solo esa mirada. Solo él.
Había incertidumbre en sus ojos, sí, y una fatiga que me atravesó como un golpe. Pero debajo de todo eso ardía otra cosa. Una fuerza templada, firme, determinada. Como si hubiera pasado noches enteras peleándose consigo mismo y, al final, hubiera llegado a una decisión—dolorosa o no—y la llevara escrita en los huesos.
Me pregunté qué encontraría él en los míos: si alcanzaría a ver el temblor que no podía contener, la mezcla incandescente de alivio y miedo, o el rastro de la espera que me había convertido casi en un espectro que vagaba por los pasillos del complejo.
Peor todavía, me pregunté a quien veía ahora cuando me miraba. Si seguía siendo su Sakura… o si me percibía como una desconocida. Una extraña dañada, marcada por algo que jamás debió rozarme. El pensamiento me revolvió el estómago, un vértigo áspero que me subió a la garganta.
—Hola —dijo por fin, cortando el hilo oscuro de mis pensamientos. Su voz sonó baja, áspera, como si hubiera tenido que arrastrarla desde muy adentro.
—Hola —logré susurrar, sintiendo cómo el calor me subía a las mejillas, un rubor traicionero imposible de ocultar.
El silencio se extendió entre nosotros, cargado de todas las cosas que necesitábamos decirnos pero no sabíamos cómo. Me daba miedo hablar. Como si una sola palabra mal dicha pudiera romper lo que fuera que él había venido a ofrecerme.
Mientras lo miraba, me golpeó un recuerdo de la víspera. Había escuchado a un par de Cazadores hablar en voz baja mientras cruzaban uno de los patios. Decían que los entrenamientos con el Pilar del Agua se habían vuelto insoportables. Que Giyuu los empujaba hasta el límite, sin piedad. Que los hacía repetir katas hasta que los músculos les temblaban, que los hacía correr hasta vomitar, que los dejaba jadeando en el suelo como si fueran recién iniciados. Y él, impasible. Sin comentarios, sin correcciones suaves, sin el gesto mínimo que solía tener con los más jóvenes. Solo una determinación cortante, casi cruel. Como si estuviera intentando desgastar algo dentro de sí a fuerza de exigir más y más a otros.
Como si cada orden fuera un golpe dirigido a alguien que no estaba allí.
Cuando los jóvenes se alejaron aquel día, sin saber que yo había escuchado, sentí cómo la verdad me atravesaba. Él estaba así por mí.
Había tomado mis palabras, mis recuerdos, mis heridas, y las había convertido en algo que pudiera golpear. En un peso que necesitaba descargar contra el mundo. Mi verdad había caído sobre sus hombros y lo había dejado sin aire, sin sueño, sin refugio.
Y esa idea—que yo pudiera afectarlo hasta ese extremo, que pudiera quebrarlo así sin quererlo—me dolió más que cualquier silencio. Más que cualquier distancia. Más que verlo marcharse aquella noche.
—¿Puedo…? —Giyuu señaló el engawa con un gesto vago, casi torpe.
—Sí. Por favor.
Subió con ese movimiento fluido que parecía nacerle de los huesos, pero al sentarse dejó un espacio prudente entre ambos. No era un muro… pero sí una línea tenue que evitaba cualquier roce accidental.
Tragué saliva, intentando aferrarme a una calma que no tenía. Mis manos seguían temblando, escondidas en mis mangas.
Nos quedamos allí un instante que pareció infinito, mirando el jardín. El sol hacía brillar las gotas de agua sobre las hojas. Los insectos zumbaban, indiferentes a la tensión que me comprimía el pecho.
—No sabía si… si querrías volver a verme —confesé al fin, porque el silencio ya empezaba a cerrarse sobre mí como una mano fría—. Pensé que quizá había sido demasiado. Que yo había sido demasiado.
Él inhaló de manera brusca, como si mis palabras le rozaran por dentro con filo.
—Volví —murmuró al cabo de un instante, tan bajo que apenas lo escuché.
Me giré hacia él, el corazón deteniéndose un segundo.
—¿Qué…?
—Esa noche —dijo en voz más alta, sin mirarme—. Regresé. —Sus manos se cerraron en puños nerviosos sobre las rodillas—. Mi cabeza… estaba hecha un desastre. No sabía qué hacer contigo, ni conmigo. Pero tenía que verte. Tenía que saber que estabas bien. Cuando llegué, tú…ya no estabas.
Un suspiro escapó de mis labios. Lo miré, pero la imagen se volvió borrosa, como si mis ojos no supieran si llorar o contenerse.
Había vuelto. Esa misma noche, había vuelto.
Una parte de mí, la más herida y cerrada, había pasado esos días convencida de que me había dejado sola por elección, porque no pudo soportar la verdad. Pero ahora, al oír esa confesión, sentí cómo se abría otra herida, igual de profunda. Porque él había vuelto, aun destrozado, solo por mí. No se había ido por orgullo ni enfado. Era puro dolor.
Y aun así, él…
—Yo no... —mi voz se quebró—. Me quedé un rato. Pero... acabé regresando a mi pabellón.
Las palabras no dichas colgaban en el aire: Te esperé, pero no venías. No pude soportarlo y tuve que marcharme.
Sus ojos se cerraron un instante con pesar.
—Lo siento —dijo al fin, y en esas dos palabras se abrió una grieta que me hizo estremecer—. No tendría que haberme ido. No así.
Negué despacio, con lentitud.
—No te disculpes —murmuré—. Tenías derecho a necesitar tiempo. Yo te lancé algo... algo terrible que hice, y esperé que simplemente lo aceptaras. No fue justo.
Él levantó la mirada de golpe, y algo en su expresión se contrajo.
—No digas eso —su voz salió tan baja que me heló. Un músculo le saltó en la sien, como si contenerse le doliera—. Tú no hiciste nada.
Clavó los dedos en sus muslos, apretando la tela del pantalón, las articulaciones rígidas, pálidas.
—Lo horrible... —hizo una pausa, como si le costara respirar—. fue lo que él te hizo.
Sentí un nudo en el pecho, un torbellino de alivio y tormento tan intenso que tuve que apartar la vista. Alivio porque, por fin, comprendía que no estaba furioso conmigo. Tormento porque veía claramente cómo esta situación le desgarraba por dentro, cómo cada palabra parecía arrancarle un pedazo de sí mismo.
Sus ojos azules ardían con una intensidad salvaje, contenida, como una tormenta atrapada tras un cristal frágil.
—Giyuu… — susurré.
—No he podido dormir —confesó con voz rota—. Cuando cierro los ojos… lo veo. Sus manos sobre ti. Engañándote. Aprovechándose.
Exhaló con fuerza, la vena del cuello marcada, la tela del uniforme crujiendo bajo sus dedos, como si se obligara a no romperse, a no romper algo con los puños.
—Y quiero... —la palabra le tembló en la lengua, de pura rabia—. Quiero matarlo. Con mis propias manos.
Las lágrimas comenzaron a picarme en los ojos, un nudo apretado se formó en mi garganta.
—No es tu culpa —continuó, las palabras fluyendo ahora con urgencia, como si las hubiera estado guardando y finalmente pudieran escapar—. Nada de eso lo fue, Sakura. Tenías dieciséis años. Eras una niña. Una niña que buscaba pertenecer y él... él te lo arrebató. Te quitó todo. Hasta a tu hermano.
Una lágrima trazó un camino caliente por mi mejilla; otra la siguió rápidamente. Me sentía mareada.
—Tú no le diste nada —gruñó Giyuu, y su voz sonó ronca, extraña, casi ajena a él—. Él te despojó de algo que no tenía derecho a tomar. Te…
Se cortó de golpe, la mandíbula tensa hasta marcarse. El cuello se le contrajo, la vena palpitaba. Tragó saliva con dificultad.
—Te violó. —La palabra salió áspera, como rasgando todo a su paso—. No solo tu cuerpo. Te hirió la mente, el corazón. Te hizo creer que era amor cuando solo era solo era control y mentira.
Su nuez subió y bajó con un movimiento agónico.
—No te dejaste hacer. No así.—añadió, más bajo, como si fuera una verdad que había querido darme desde el principio—. Fuiste cazada. Víctima de un depredador.
La intensidad en su voz no tenía nada de grandilocuente; era simple, brutal y honesta, como un manto que se tendía sobre mí sin llegar a tocarme. Y en esa honestidad cabía más protección que en cualquier promesa.
Tuve que aferrarme al borde del engawa, hundir los dedos en la madera para no desmoronarme hacia atrás.
Esa palabra—violenta, sucia, pero necesaria—me había atravesado como un cuchillo. Y, al mismo tiempo, liberó algo que llevaba años encerrado en mi pecho, algo que habia empezado a fracturarse en cuanto decidí ser honesta con él. Un bloqueo que crujió al romperse del todo.
La había evitado durante años, escondiéndola bajo eufemismos. Pero oírla en su voz—esa que siempre parecía hielo, imperturbable, pero ahora goteaba emoción—la volvió real.
Terriblemente real.
Los ojos me ardieron; las manos me temblaron. Incliné la cabeza. No podía mirarlo. Solo escuchaba el golpeteo frenético de mi corazón tratando de escapar del peso de esa verdad.
Y entonces llegaron los sollozos, abruptos, imparables. Porque jamás imaginé escuchar esa palabra en boca de nadie. Mucho menos en la de él. Nunca pensé que alguien pudiera absolverme así, tan solo diciendo lo que yo misma había temido nombrar.
Mi cuerpo se encogió, asfixiado por los sollozos, y Giyuu reaccionó de inmediato. Se inclinó hacia mí como alguien que acude al fuego cuando lo ve apagarse.
Su mano se alzó, como si fuera a rodearme, a acercarme a su pecho. Pero a medio camino se frenó en seco. Abrió y cerró los dedos con fuerza, como si algo dentro de él tirara en direcciones opuestas: acercarse para consolarme o apartarse por miedo a lastimarme más.
Retrocedió apenas, la respiración atrapada en su propio pecho. Y al final bajó la mano despacio, casi con vergüenza, dejándola caer sobre su muslo, rígida, crispada.
Y yo, envuelta en mis propios sollozos, solo podía pensar en lo mucho que necesitaba ese contacto. Su mano. Su calor. Su cuerpo alrededor del mío. No para borrar nada, sino para recordarme que aún existía algo limpio, humano, que podía alcanzarme sin romperme.
—Durante años he cargado con esa culpa —conseguí decir, la voz hecha pedazos—. Pensé que si hubiera sido más lista, menos ingenua… menos desesperada… Kenji seguiría vivo. Y yo no estaría… así. No estaría… manchada.
Giyuu movió la cabeza con un gesto seco. Vi el temblor en su mandíbula, el leve estremecimiento en la comisura de su boca. Su mano se deslizó lenta, casi sin pensar, hasta el tsuka de su katana, apretándolo con fuerza contenida, como si quisiera desenvainar y partir en dos al monstruo que había destrozado nuestras vidas de tantas maneras. Exhaló.
—No estás manchada —dijo con una intensidad feroz que nunca le había escuchado antes—. Él es la mancha. La corrupción. Tú... —Se detuvo, tragó saliva, sus ojos buscando en el suelo entre las briznas de hierba mojada las palabras adecuadas—. Tú eres luz, Sakura.
Alzó la vista entonces, y en sus ojos ardía una mezcla de rabia contenida y ternura profunda que me desarmó por completo.
—Intentó apagar eso. Pero no pudo. Sigues aquí. Brillando. Sigues siendo tú.
Otro sollozo, feo y desbocado, se me escapó de golpe; la presa que contenía la culpa y la vergüenza se rompió, desbordándose en un torrente imposible de detener. Sin pensarlo, me lancé hacia él.
Mis brazos se deslizaron por debajo de su haori y se aferraron a su cintura con desesperación. Hundí el rostro en su pecho, inhalando el olor a pino, a menta fresca, mezclado con un tenue rastro de sudor limpio que me anclaba a la realidad: sólida, segura, suya.
Giyuu se tensó de inmediato, como un arco a punto de soltar la flecha. Sentí sus músculos endurecerse bajo mis manos, un leve temblor recorriendo sus brazos mientras vacilaba. Percibí el latido frenético de su corazón contra mi mejilla. Por un instante temí que se apartara, que su autocontrol férreo, ese respeto casi doloroso que siempre le ha marcado, lo obligara a retroceder.
Pero no lo hizo.
Sus brazos subieron, lentamente, hasta cerrarse alrededor de mí con una torpeza cargada de cuidado. Me sostuvo como quien agarra algo demasiado frágil, temeroso de romperme con la sola fuerza de su aliento. Y aun así, su calor me envolvió entera.
Nuestros respiraciones se sincronizaron, lentas y profundas. Un estremecimiento subió por mi columna, y supe, con una certeza que traspasaba la piel, que no existía refugio más seguro que ese.
Lloré en el pecho de Giyuu Tomioka, el hombre que sin proponérselo hacía que cada día me enamorara un poco más de él.
Durante un largo instante, solo existió el sonido que nos unía: mis jadeos entrecortados, su respiración profunda, y el latido firme de su corazón compartiendo el peso de mi memoria rota.
Cuando por fin conseguí calmarme un poco, aunque mis ojos seguían irritados y húmedos, me separé con cuidado. Me pasé una mano por las mejillas enrojecidas, borrando los restos de lágrimas. Por un instante, temí que la sensación de pérdida pesara más que la fuerza que me sostenía.
—¿Q-quieres entrar? —pregunté, aún con la voz temblorosa, tratando de ordenar los pensamientos que revoloteaban en mi pecho—. Puedo... puedo preparar té. Y podemos seguir hablando. Si te apetece.
Giyuu asintió, y algo suave se filtró en su expresión, como si el peso que llevaba dentro se hubiera aflojado un poco.
—Me gustaría —murmuró.
***
Mientras el agua hervía, Giyuu se acomodó en un cojín frente a la mesa baja. Cuando la tetera comenzó a silbar, la retiré del fuego y la posé sobre una base de mimbre para proteger la madera. Preparé el té con manos aún temblorosas, intentando no derramar ni una gota, abrumada por su cercanía.
Giyuu tomó la taza que le ofrecí, pero no la llevó a los labios. La sostuvo entre las manos, el vapor envolviendo sus dedos, y la miró con el ceño fruncido. Sus nudillos se habían tornado pálidos alrededor de la porcelana.
—Hay algo que debes entender —dijo en voz baja, apenas un susurro—. Nunca sentí rechazo hacia ti. Solo rabia. Rabia contra él. Tan fuerte que parecía quemarme por dentro.
Se humedeció los labios y respiró hondo.
—También impotencia —continuó, con la voz áspera—. No puedo cambiar nada. No hay vuelta atrás. No puedo arreglarlo.
—No necesito que lo hagas —dije, rápidamente—. Solo quiero que no me veas diferente. Que no me veas como algo roto.
Sus ojos se alzaron de golpe, atravesándome.
—No estás rota —dijo, cada palabra firme, cargada de una verdad que no dejaba espacio a dudas—. Sobreviviste a algo que habría acabado con otros. Convertiste ese dolor en fuerza. En algo con sentido.
Depositó la taza con cuidado sobre la mesa y apoyó las manos en ella.
—Eres Hashira. Hiciste del sufrimiento un arma para proteger.
Conmovida por sus palabras, bajé la mirada y bebí un sorbito de té que me supo amargo, intentando refrenar la emoción que subía por mi garganta.
—Aún me siento… contaminada —admití al cabo, con la voz temblorosa—. Como si…hubiera dejado algo en mí que nunca podrá irse del todo. Y me aterra pensar que, cuando me mires, cuando me toques, veas en mí… a él.
Giyuu se inclinó un poco hacia delante, apretando el borde de la mesa hasta que los nudillos palidecieron. Sus ojos azules ardían con una intensidad que quemaba, duros, decididos.
—Eso no va a pasar —dijo, sin titubeos—. No hay nada de él en ti. —Respiró hondo, como si las palabras quemaran y aun así las dijera— Tú me devolviste algo que pensé que había perdido para siempre. —Hizo una pausa breve, cargada—. Me haces pensar en el mañana, Sakura.
Agaché la mirada al instante, sintiendo cómo el calor me subía a las mejillas, un rubor imposible de contener. La respiración se me trabó en el pecho, no por dolor esta vez, sino por la suavidad punzante de sus palabras.
—Entonces, ¿por qué…? —empecé, pero las palabras se me atragantaron en la garganta.
—¿Por qué qué? —respondió, frunciendo el ceño, la voz tirante.
—¿Por qué has estado evitando tocarme desde que llegaste?
Lo vi envararse.
—Yo no...
—Sí lo has hecho —interrumpí suavemente—. Te sientas lejos. Te frenas. Incluso en el abrazo, estabas tenso. Y lo entiendo, si es que... si no quieres...
—No es eso —me cortó, y había algo desesperado en su voz—. No es que no quiera. Es que... —cerró los ojos, respirando hondo—. No sé si puedo. Si tengo derecho.
Me quedé inmóvil.
—¿Derecho?
—A tocarte —susurró, abriendo los ojos con un dolor punzante—. Después de lo que te pasó… temo que mi toque sea otra herida.
Oh.
Oh, Giyuu.
—No —dije, y mi voz salió más fuerte de lo que esperaba—. No, Giyuu. Escúchame.
Dejé la taza caer sin cuidado sobre la mesa y me levanté con determinación. Rodeé la mesa y me arrodillé a su lado, tomando su mano con delicadeza. Estaban fría. Acaricié las venas marcadas bajo su piel.
—Nunca compares tu toque con el suyo —le dije, mirándolo a los ojos—. Tú nunca has tomado nada que no te haya dado. Siempre me has respetado. Me haces sentir protegida.
Él dejó escapar un leve suspiro.
—Durante años creí que estaba sucia, que nadie querría tocarme si supiera la verdad. —continué—. Pero ahora que tú lo sabes, necesito saber que sigo siendo válida. Que merezco cariño. Que puedo ser deseada sin culpa.
Algo se rompió en su expresión. Bajó los ojos hacia nuestras manos unidas.
—Te he deseado —susurró, con la voz ronca, acariciando mis nudillos con el pulgar—. Desde el primer día. Saber esto no cambia nada. Solo quiero protegerte. Ser… suave. Seguro.
—Entonces hazlo —pedí—. No dejes de tocarme nunca, Giyuu. No dejes que el miedo a hacerme daño se convierta en otra forma de ausencia. Porque eso... eso sí me mataría.
Nos quedamos quietos, respirando el mismo aire como si estuviéramos a un paso de romper algo sagrado. Su respiración era irregular; su mirada demasiado intensa, como si todo su cuerpo estuviera decidiendo si moverse o quedarse congelado.
Alzó la mano libre con lentitud. Dudó un instante en el aire, pero yo tomé su mano y la llevé hasta mi mejilla. El calor de su palma se expandió por mi piel, directo a mi pecho.
Giyuu inhaló bruscamente, un sonido breve, ronco, como si el aire le quemara al entrar. Sus dedos se curvaron contra mi rostro con una delicadeza que contrastaba con la fuerza contenida de su brazo. El pulgar trazó mi pómulo, temeroso y ansioso a la vez, y su mirada se clavó en la mía.
—Sakura —susurró, como si mi nombre le doliera y lo anclara a la vez.
—Estoy aquí —dije—. Y te necesito. Soy tuya, Giyuu. Solo tuya, si me quieres.
Esa frase lo tocó, no de forma ruidosa, no de forma obvia. Fue un hundimiento interno, silencioso, palpable.
Su respiración se detuvo medio segundo, la garganta se le contrajo y sus ojos—que antes estaban vulnerables, abiertos—se oscurecieron con un deseo que no sabía esconder. Su control no se rompió en un estallido: se deslizó, como una cuerda demasiado tensa que por fin cede.
La mano que me acariciaba el rostro bajó despacio hasta mi cuello. Sus dedos largos rodearon mi nuca con una firmeza que no intentó disimular, pero que seguía midiendo mi reacción en cada milímetro.
Ese era Giyuu: deseo contenido, fuerza consciente, una entrega que nunca se anunciaba en palabras.
Su frente tocó la mía. Su respiración, tan cerca, era caliente, irregular, y me hacía cosquillas en la nariz.
—No me digas eso… —murmuró, la voz baja, grave, temblorosa—. No si no lo sientes de verdad.
Su pulgar rozó mi cuello.
—Porque yo… —tragó saliva, la mandíbula rígida—. Yo no sabría…
Se detuvo.
Y entonces, me agarró de la muñeca y tiró de mí. Directo a él. A su pecho, a su calor, a una necesidad que llevaba demasiado tiempo frenando.
Me envolvió con los brazos, apretándome contra su cuerpo, su rostro hundido en mi cuello. Sus dedos se enredaron en mi cabello; la otra mano me sujetó por la cintura con firmeza.
—Sakura… —su voz era un gruñido estrangulado—. No sabes lo que… —calló, incapaz de decirlo, pero aferrándose más fuerte a mí.
Yo me agarré a él con igual desespero, respirando su olor: pino, menta, lluvia. Su corazón golpeaba salvaje, y el mío se ajustaba al mismo ritmo.
Nos abrazamos como náufragos que han vuelto a casa. Como si sostenernos fuera la única manera de seguir siendo.
Sus labios rozaron mi cuello.
—Lo siento… —susurró contra mi yugular, el toque provocándome escalofríos—. Por no haber vuelto antes.
Las lágrimas me nublaron la vista. Apreté con fuerza a la tela de su haori.
—Viniste. Eso es lo que importa.
Él respiró hondo, la tensión escapando de sus hombros. Su brazo se cerró en torno a mi cintura.
—No pienso irme —murmuró, sin levantar la cabeza—. No de ti. Nunca.
Nos quedamos así largo rato, abrazados sobre el tatami, mientras el sol de la mañana trepaba por las paredes de la habitación. Nuestras respiraciones se fueron calmaron, mientras sus manos dibujaban círculos lentos sobre mi espalda.
Por primera vez en años, sentí paz. Paz de verdad.
Porque él lo sabía todo —las partes más oscuras, más feas, más mías— y aun así no huyó. Volvió. Me eligió.
Cada latido suyo, cada caricia, cada suspiro me recordaba que no éramos ruinas, sino dos supervivientes aprendiendo a sostenerse.
Aún quedaban heridas y miedo, pero en ese instante entendí que bastaba.
Que este amor imperfecto lo valía todo.
—Gracias —susurré contra su pecho, mientras pasaba los dedos suavemente por mi cabello.
—¿Por qué? —su voz ronca vibró contra mi frente.
—Por no dejar que el miedo hablara por ti. Por tocarme… como si aún fuera algo precioso.
Un silencio breve, hondo.
Luego, sus labios rozaron mi coronilla en un beso que no buscaba consolarme, sino decirme la verdad sin usar palabras.
—Lo eres —dijo.
La mañana entraba por las rendijas, clara después de la tormenta, y afuera todo seguía húmedo, brillante, vivo.
Dentro, sus brazos me sostenían y su corazón latía junto al mío. Y en ese espacio tan pequeño y tan seguro, creí sus palabras.
Por primera vez, de verdad, las creí.
Notes:
¡Hola!
Como veis, al final el sufrimiento no ha sido tan terrible 🙈
No podía dejar que Giyuu y Sakura estuvieran separados mucho tiempo; bastante han pasado ya, así que ahora por fin les toca disfrutar el uno del otro.Dejé que transcurrieran un par de días entre medias para que tuviera sentido: Giyuu necesitaba espacio para calmarse y poner en orden sus pensamientos.
A partir de aquí comienza un arco centrado en desarrollar su relación y en cómo funcionan juntos: habrá momentos cute, cozy… y otros un poco más moviditos 😜🔥
¡Contadme qué os ha parecido! ¡Os leo!
Chapter 36: La flor del invierno - Parte 1
Chapter Text
El sol del mediodía caía con una fuerza cruel sobre el área de entrenamiento, tiñendo todo de un dorado intenso que hacía brillar el sudor en la piel. Cada movimiento levantaba pequeñas nubes de polvo que quedaban suspendidas en el aire, atrapando la luz y volviendo ese calor abrasador en algo casi hermoso.
El aire olía a tierra seca, a sudor, a acero recién afilado. Un aroma metálico que flotaba entre los cuerpos en movimiento, mezclado con el sonido sordo de las pisadas y el siseo de las espadas cortando el espacio.
El calor era espeso, pegajoso, pegándose a la ropa y a la piel; cada respiración se sentía un poco más pesada que la anterior.
Yo observaba desde la sombra de un naranjo, el único alivio en medio de aquella hoguera de luz.
Me gustaba observar a Giyuu cuando estaba así: concentrado, afilado, impecable en cada movimiento. Me gustaba verlo ser el Pilar del Agua que todos admiraban, el guerrero silencioso que imponía respeto sin pronunciar una palabra.
Pero lo que más me gustaba era saber que debajo de ese exterior impenetrable, de esa calma casi inhumana, había otra parte de él—más suave, más vulnerable, más cálida—que solo aparecía cuando estábamos solos. Esa parte que no pertenecía al mundo, sino a mí.
El patio de entrenamiento bullía de vida. Cazadores de todos los rangos se apiñaban alrededor del espacio central, formando un círculo irregular cargado de expectación. Algunos estaban sentados, otros de pie, pero todos con la atención clavada en lo que estaba a punto de suceder.
Zenitsu yacía desplomado en el suelo, a apenas unos metros de donde yo me encontraba, apoyado en los codos con una expresión que fluctuaba entre el agotamiento extremo y un miedo anticipado que le tensaba cada músculo.
Inosuke, fiel a sí mismo, se negaba a sentarse; permanecía erguido, balanceando el peso de un pie a otro con la energía contenida a punto de estallar, la máscara de jabalí cubriéndole el rostro y el cuerpo inclinado hacia adelante, como si quisiera absorber con los sentidos cada movimiento del combate inminente.
Cerca de Zenitsu, Murata, otro Cazador, se limpiaba el sudor de la frente con un trapo raído, gastado por el tiempo y el uso.
Y todos ellos—todos nosotros—teníamos la mirada fija en el centro.
Allí, Giyuu Tomioka y Tanjiro Kamado se preparaban para enfrentarse.
No era un combate real, claro. Formaba parte del riguroso Entrenamiento Hashira que Giyuu dirigía —una forja implacable para templar cuerpos y mentes ante la guerra que se avecinaba—.Pero, a pesar de eso, el aire vibraba con una electricidad palpable, una mezcla de respeto, miedo y expectativa que hacía que cada respiración se sintiera más densa, más urgente.
Como si no fuéramos simples espectadores, sino testigos de algo que trascendía un ejercicio: la chispa cruda y salvaje de la batalla por venir.
—¿Creéis que Tanjiro tiene alguna oportunidad? —murmuró Murata, mirando de reojo hacia donde Giyuu estaba, como si temiera que le oyera.
—Ninguna —respondió Zenitsu con un suspiro dramático—. Tomioka-san es un auténtico monstruo. Yo apenas sobreviví a mi turno del otro día. Pensé que iba a morir. Literalmente, sentí que mi corazón iba a explotar dentro de mi pecho y que...
—¡MONITSU ES DÉBIL! —tronó Inosuke con una voz que retumbaba por todo el patio—. ¡CLARO QUE MONITSU NO PUEDE AGUANTAR! ¡PERO KENTARO ES FUERTE! ¡CASI TAN FUERTE COMO YO! ¡APUESTO A QUE LE DA UNA PALIZA AL TIPO DEL AGUA!
—Por última vez, es Tanjiro —replicó Zenitsu, cansado—, y no, no le va a dar ninguna paliza. Y mi nombre es Zenitsu, maldito cerdo.
—¡ESO HE DICHO, MONITSU!
Sonreí con suavidad ante la discusión, pero mis ojos no se despegaron del centro del campo de entrenamiento, donde dos figuras se enfrentaban, separadas por unos diez metros, ambas empuñando sus katanas de madera.
Giyuu permanecía inmóvil con esa quietud tan suya, su haori bicolor ondeando con la brisa cálida de verano. Su postura parecía relajada, pero cada músculo estaba alerta, preparado; los pies firmes, ligeramente separados, y la katana sostenida con una mano, descansando en un ángulo casual hacia abajo. Desde esa distancia, la línea firme de su mandíbula y la serenidad concentrada en sus ojos azules destacaban con claridad.
Frente a él, Tanjiro parecía más tenso—no de miedo, sino de determinación absoluta. Su postura era más agresiva, más rígida, ambas manos apretando la empuñadura de su arma. La cicatriz en su frente brillaba bajo el sol, y aunque sus ojos quedaban ocultos desde mi ángulo, podía imaginar el fuego inquebrantable que ardía en ellos, esa fuerza que lo definía.
Habían pasado un par de días desde aquella mañana en mi pabellón, desde que Giyuu volvió a mí, desde que pronunció esas palabras que aún retumbaban en mi pecho: que yo era luz, que nada de lo ocurrido había sido mi culpa. Desde que nos abrazamos y lloré sobre su hombro, desde que me dijo que le hacía pensar en el mañana y yo le confesé que era solo suya.
Sonreí al evocar ese recuerdo tierno, recordando cómo Giyuu no supo qué hacer con esa entrega.
‘Yo no sabría…’
‘No sabes lo que…’
No habia podido terminar pero no hizo falta. Sentí en mi corazón lo que quiso decir. Y me sentí la mujer más afortunada del mundo por tenerlo.
Aún me sonrojaba con fuerza cada vez que esos momentos venían a mi mente, cálidos e intensos.
Eran días de una nueva normalidad entre nosotros, fresca, delicada, aún temblorosa, pero infinita y preciosa en cada instante.
Nos habíamos visto el día anterior, durante el almuerzo. Él apareció en mi pabellón con esa expresión ligeramente incómoda que solía poner cuando no estaba seguro de si era bienvenido—el tonto adorable, pensé con ternura—como si no hubiéramos desgarrado nuestros sentimientos en aquel abrazo tan apretado que parecía imposible saber dónde terminaba uno y empezaba el otro.
Le serví sopa de miso, arroz y pollo—nada elaborado, pero no había tenido tiempo para más—y nos sentamos juntos, compartiendo el silencio, cómodo y cálido, antes de hablar de todo y nada: las misiones recientes, el clima cambiante, cómo Shinobu había estado experimentando con nuevos venenos y casi había volado medio laboratorio, o cómo Sanemi había golpeado tan fuerte a un Cazador que este pasó una semana en la enfermería.
Pequeñas cosas. Cosas normales. Cosas que hacían que el pecho me latiera con una mezcla de calma y esperanza.
Al terminar, cuando se levantó para marcharse, dudó apenas un instante—lo suficiente para que lo notara—y con esa lentitud tan suya, extendió la mano para tomar la mía, entrelazando nuestros dedos con una delicadeza que me hizo querer llorar y sonreír al mismo tiempo.
—Gracias por la comida —había dicho en voz baja.
—Cuando quieras —respondí yo, apretando su mano.
Permanecimos así, unidos, un minuto que se sintió eterno, antes de que él la soltara y se marchara.
Ahora, viéndolo prepararse para enfrentarse a Tanjiro, ese mismo calor volvió a arder en mi pecho. La familiaridad. La confianza. La certeza de que algo entre nosotros había cambiado para siempre, había sanado en rincones que ni siquiera sabía que necesitaban cura.
Giyuu clavó la mirada en Tanjiro, que asintió con un golpe seco y firme. Un “estoy listo” sin palabras. Giyuu devolvió el gesto con un leve asentimiento, casi imperceptible.
Y entonces el mundo estalló en movimiento.
Tanjiro fue el primero en lanzarse, un estallido brutal de velocidad pura. Rápido — increíblemente rápido — su cuerpo se impulsó como una llama viva, la espada de madera silbando al cortar el aire. Reconocí la forma mientras la ejecutaba: Hinokami Kagura. La Danza del Dios del Fuego. Su Respiración del Sol.
Llamas imaginarias estallaron alrededor de su hoja, vívidas y abrasadoras en su presencia, como si pudieras sentir el calor en la piel. Un arco carmesí surcó el espacio entre él y Giyuu, buscando desgarrar la defensa del Pilar.
Pero Giyuu no se inmutó.
No se movió hasta el último instante posible.
Y cuando lo hizo, fue con una fluidez imposible, como agua que corre libre y constante, imposible de atrapar. Se deslizó a un lado con un mínimo desplazamiento. Su katana giró en un arco perfecto, desviando la espada de Tanjiro con un roce apenas perceptible, canalizando toda esa fuerza hacia el suelo.
El impacto retumbó por el campo, un trueno sordo que estremeció el aire.
—¡Increíble! —exclamó Murata—. Ni siquiera ha tenido que gastar energía bloqueando el golpe de frente…
—Tomioka-san no necesita usar fuerza en exceso —intervino Zenitsu, y por primera vez en su voz no había miedo, sino un respeto profundo—. Su técnica es perfecta. No desperdicia ni un solo movimiento. Es como si pudiera ver tres jugadas por adelantado.
Tanjiro recuperó el equilibrio al instante y giró con un arco horizontal de katana. Novena Forma: Dragón Solar, Danza de Cabeza Veloz. Una ráfaga de golpes veloces y enloquecedoramente precisos que parecían llegar desde todas las direcciones a la vez.
Y Giyuu simplemente... se dejó llevar, fluyendo entre ellos con la calma y la exactitud de un río imparable.
Sus pies trazaban patrones que aunque parecían aleatorios estaban medidos al milímetro, cada paso colocándolo justo donde la katana de Tanjiro no alcanzaba, un giro mínimo que reducía el esfuerzo y multiplicaba la precisión. Su katana no golpeaba con fuerza bruta, sino que susurraba toques calculados — redirecciones inteligentes en lugar de bloqueos rígidos. Era una danza letal, hipnótica, en la que uno de los bailarines dominaba a la perfección la coreografía de ambos.
Cuarta Forma del Agua: Golpe de Marea.
La hoja de Giyuu lanzó una oleada de cortes que brotaban simultáneamente de todos lados. Tanjiro bloqueó uno, dos, tres… pero el cuarto golpe se coló al costado, y lo hizo tambalearse con la fuerza de una ola rompiendo contra la roca.
—¡Vamos, Tanjiro! —gritó Zenitsu, las manos en forma de bocina—. ¡Tú puedes!
—¡APLÁSTALO! —rugió Inosuke, saltando como un canguro—. ¡NO ME AVERGÜENCES CON TU DEBILIDAD, MONJIRO!
Si Tanjiro los oyó, no lo demostró. Su concentración era absoluta, sus ojos— de ese color carmesí profundo—clavados en Giyuu con una intensidad que habría sido intimidante para otro.
No cedía ante la elegancia dominante de Giyuu.
Y poco a poco, sutilmente, algo comenzó a cambiar. Su respiración se volvió más profunda, más medida, y en su postura vi un ajuste firme.
Tanjiro estaba adaptándose. Aprendiendo. Sus ataques ganaron variedad, se volvieron impredecibles, combinando las formas de la Respiración del Sol en una coreografía que parecía estar inventando al vuelo.
Era algo extraordinario.
Y al ver el leve entrecerrar de los ojos de Giyuu, ese casi imperceptible asentir con la cabeza, supe que él también lo veía. Que lo reconocía.
—¡ESO ES, TONTARO! —estalló Inosuke—. ¡ASÍ SE HACE!
Por primera vez desde que empezó el combate, Giyuu tuvo que tomárselo en serio: en lugar de desviar, bloqueó de frente.
El choque resonó con un estruendo sólido, y vi cómo sus pies cedían, deslizándose apenas hacia atrás por la fuerza del impacto.
Los ojos de Tanjiro brillaron con una determinación renovada, encendiendo un fuego más intenso.
Aumentó la velocidad, desplegando técnicas que reconocía de las leyendas que corrían sobre sus batallas: combinaciones imposibles, movimientos que desafiaban la lógica, giros y estocadas afiladas como cuchillas que habrían atravesado a un demonio menor como si fuera mantequilla.
El combate se elevó a un nuevo nivel, una danza feroz donde la tensión cortaba el aire.
Las espadas de madera chocaban con chasquidos secos, fugaces como relámpagos. El polvo se levantaba en remolinos bajo sus pies, y el agua y el fuego se enfrentaban en cada embate. El sudor perlaba sus frentes, brillando bajo el sol intenso. A su alrededor, la multitud contenía el aliento en un silencio reverencial, como si cualquier ruido rompiera un hechizo.
Entonces, Giyuu decidió terminarlo.
Contraatacó.
Nada espectacular a simple vista, pero hubo un cambio sutil, imperceptible para cualquiera menos para quien lo conociera: un leve ajuste en su postura, un ángulo nuevo en la empuñadura de la espada.
Lo reconocí al instante, porque esa forma la había visto solo una vez, en una demostración privada que me regaló meses atrás.
Undécima Forma: Calma.
Su creación original. La que llevaba dentro, única e irrepetible.
El mundo pareció suspenderse.
Giyuu quedó completamente inmóvil. No había ni un atisbo de tensión ni preparación, solo una quietud tan profunda que resultaba casi antinatural. Como la superficie de un mar justo antes de la tormenta.
Tanjiro atacó, lanzando todo su ímpetu, su espada dibujando un arco carmesí de llamas ardientes.
Y Giyuu simplemente... se movió.
No con la explosividad de un trueno, ni con la teatralidad de un golpe maestro. Fue como si el espacio mismo se plegara a su voluntad. Un paso lateral, un giro suave de muñeca, y su espada apareció justo donde debía estar: rozando el cuello de Tanjiro, deteniéndolo en seco.
El silencio que siguió fue absoluto, denso, casi palpable.
Luego, lentamente, Giyuu bajó la espada y retrocedió, sus movimientos controlados, precisos, perfectos como siempre.
—Bien —dijo, su voz serena pero con un matiz de algo parecido a la aprobación—. Muy bien.
Tanjiro parpadeó, aún asimilando lo ocurrido, y se llevó una mano al cuello justo donde la katana de Giyuu había rozado. Entonces, una sonrisa cálida iluminó su rostro.
—¡Tomioka-san! Eso fue increíble. Esa última forma... nunca había visto nada igual.
—Te adaptaste rápido —respondió Giyuu, y viniendo de él, eso sonaba casi como un elogio entusiasta—. Tu progreso durante el combate fue notable. Si sigues así, pronto no necesitarás que te enseñen nada más. —Hizo una pausa, sus ojos clavados en Tanjiro con esa mirada analítica—. En otros seis meses, este resultado habría sido distinto.
Vi cómo Tanjiro se sonrojaba, frotándose la nuca con su habitual timidez sincera.
—¡Todavía me queda mucho por aprender! Pero gracias, Tomioka-san. Me esforzaré para ser tan bueno como usted.
La multitud estalló en vítores. Aplausos, gritos de asombro y exclamaciones de admiración llenaron el aire. Los Cazadores se amontonaban alrededor de Tanjiro, bombardeándolo con preguntas sobre las técnicas que había empleado, sobre cómo había logrado seguir el ritmo de un Hashira durante tanto tiempo.
—¡ESO FUE INCREÍBLE! —exclamó Inosuke, saltando de donde estaba y agarrando a Tanjiro del brazo—. ¡AHORA YO! ¡QUIERO PELEAR! ¡VERÉIS QUE EL GRAN INOSUKE ES MÁS FUERTE QUE...!
—Cállate, Inosuke —murmuró Zenitsu, aunque él también se había puesto de pie—. Acabamos de presenciar algo... realmente extraordinario.
—Tomioka-san es... es el verdadero Pilar del Agua —dijo Murata con reverencia—. He visto a los Pilares entrenar antes, pero la manera en que se mueve... es como si el combate fuera parte de él, tan natural como respirar. —Su expresión se volvió más seria—. Empezamos juntos, ¿sabéis? Estuvimos en la Selección Final al mismo tiempo. Y ahora Tomioka-san ha llegado a un nivel que nunca podré alcanzar.
Los Cazadores comenzaron a hablar todos a la vez, desgranando técnicas, patrones y giros que habían visto durante el combate. Algunos imitaban los movimientos con gestos torpes y desgarbados; otros debatían sobre cómo podrían incorporar esa fluidez en su propio estilo. El aire se llenó de risas, voces cargadas de entusiasmo y comparaciones animadas.
Y yo...
Yo no podía apartar la mirada de Giyuu.
Se había desplazado hacia un lado, dejando que Tanjiro recibiera el reconocimiento que merecía. Caminó con esa gracia líquida que siempre conservaba, incluso tras un combate agotador, hasta el borde del área de entrenamiento, donde había dejado su cantimplora. La tomó con una mano y bebió largo, el músculo de su garganta tensándose con cada trago. Entonces, una gota de agua escapó en la comisura de sus labios, deslizándose brillante por su mandíbula hasta perderse en el cuello de su uniforme.
Luego, con un gesto sencillo pero que me dejó sin aliento, dejó la cantimplora a un lado y se quitó el haori.
Lo vi deslizarse por lentamente sus hombros, la tela bicolor cayendo en un susurro. Lo dobló con cuidado—esa meticulosidad impecable que mantenía incluso en los actos más cotidianos—y lo posó sobre una roca cercana.
Su uniforme estándar del Cuerpo de Cazadores se ceñía perfectamente a su torso, marcando cada línea, cada músculo que el haori solía ocultar.
Entonces, con una calma que irradiaba fuerza, se subió las mangas.
Primero una, con un movimiento lento y deliberado, doblando la tela hasta el codo; luego la otra, igual de pausada. El gesto dejó al descubierto sus brazos: músculos definidos, venas que se marcaban bajo la piel, manos firmes y callosas, moldeadas por años de empuñar la katana.
Oh.
Sentí cómo mi respiración se ralentizaba.
Con las mangas enrolladas hasta los codos, por fin pude contemplar esa piel que antes solo había vislumbrado de manera fugaz, sin detenerme realmente a admirarla.
Pero esta vez... esta vez me recreé en cada detalle.
Sus antebrazos eran una verdadera obra de arte.
Músculos firmes, marcados sin exceso, que se movían bajo esa piel pálida cada vez que flexionaba los dedos. Cuando giraba la muñeca, podía ver los tendones tensarse, precisos, como piezas hechas para trabajar bajo presión. No tenía la musculatura exagerada de alguien que solo busca volumen; lo suyo era fuerza real, funcional, la de un espadachín que lleva años afinando cada gesto.
Y aunque tenía algunas cicatrices, no eran muchas. Pequeñas líneas blancas aquí y allá, recuerdos de entrenamientos y misiones. Para lo que hacíamos, era sorprendente. Decía mucho de lo bien que se movía… y de lo difícil que era alcanzarlo.
Mi mirada subió hacia su torso. Su pecho se alzaba y descendía con respiraciones largas, controladas, mientras el cuerpo aún vibraba con el esfuerzo. El uniforme se le pegaba por el sudor, marcando el contorno de los pectorales, las líneas duras del abdomen, la amplitud de sus hombros y la estrechez de su cintura. Todo en él hablaba de disciplina, de horas interminables de entrenamiento, de un cuerpo hecho para resistir y para atacar.
Su cabello estaba ligeramente desordenado, mechones oscuros cayéndole sobre la frente y pegados a las sienes por la humedad. Ese detalle le borraba parte de la frialdad que solía rodearlo. Lo volvía menos perfecto. Menos intocable. Más… tentador.
Y su rostro.
Incluso sudoroso seguía siendo hermoso. Atractivo de una manera que me golpeó en el estómago y encendió ese aleteo nervioso. La línea dura de su mandíbula, los pómulos marcados, ese gesto concentrado que nunca terminaba de irse. Y sus ojos…ese azul tan profundo brillaba ahora con la satisfacción de un trabajo bien hecho.
Pero fueron sus labios los que me desarmaron. Normalmente tensos, serios, ahora estaban entreabiertos mientras recuperaba el aire, húmedos por el agua y por el sudor. Y la memoria me alcanzó sin permiso: cómo se habían cerrado sobre los míos noches atrás, cómo habían recorrido mi boca con hambre creciente. Cómo su lengua había…
Un calor asfixiante me recorrió el cuerpo, empezando en el bajo vientre y extendiéndose como una corriente lenta, abrasadora. La respiración se me aceleró antes de que pudiera controlarla. Sentí el pulso en lugares completamente inapropiados, un latido firme, insistente, que exigía atención.
Era deseo.
Puro, crudo, visceral.
Ya lo había sentido antes por él, ese tirón suave que me empujaba hacia su órbita. Pero esto… esto era otra cosa. Más fuerte. Más urgente. Más físico.
Esto era ver a un hombre en su punto más letal, su elemento natural, dueño absoluto de su cuerpo y de su fuerza y querer…
Querer.
Tocarlo.
Sentirlo encima.
Quererlo a él.
Recorrerle los brazos con las manos, sentir cómo el músculo se tensaba bajo la piel caliente mientras sus dedos se hundían en mi cintura. Abrirle el uniforme y descubrir con las palmas ese pecho firme que solo intuía bajo la tela. Su boca contra la mía, robándome el aliento, empujándome hacia él sin dejar espacio. Enredar los dedos en su pelo oscuro y tirar de él mientras…
Como si notara el calor de mi mirada clavado en su piel, Giyuu levantó la vista.
Nuestros ojos se encontraron a través del campo de entrenamiento, a través de la distancia que nos separaba.
El mundo se redujo a ese punto de conexión. En el mismo instante, todo a mi alrededor se volvió ruido de fondo: las voces de los Cazadores, las risas de Tanjiro, incluso el canto de los pájaros. Todo se apagó, excepto él.
El calor me subió a las mejillas de golpe, tan rápido que casi me mareó. El corazón me golpeaba en el pecho con tanta fuerza que creí que podría escucharlo desde donde estaba, cada latido retumbando como un aviso demasiado evidente.
Aun así, no aparté la mirada.
Le sostuve el gesto, sin parpadear, sin disfrazarme.
Lo dejé verme.
Ver todo lo que estaba pasando por mí: la admiración, el orgullo, el deseo que quemaba sin sutileza alguna. No escondí el rubor, ni la forma en que mis ojos se aferraban a los suyos. Dejé que leyera la necesidad escrita en mi cara, abierta, vulnerable… y completamente suya.
Quería que lo supiera.
Que entendiera exactamente lo que me provocaba.
Vi cómo sus ojos se abrían apenas, un destello de sorpresa rompiendo por un segundo esa máscara estoica que lleva como si fuera parte de su piel. Luego el color apareció, lento pero imparable, subiéndole a las mejillas hasta teñirle también las orejas. Un rubor mínimo, sí… pero en él era casi una confesión.
Sus labios se separaron un poco, como si hubiera olvidado respirar. Sus manos —esas mismas manos que hacía unos minutos habían manejado la espada con una precisión casi violenta— se tensaron a ambos lados de su cuerpo, los dedos flexionándose sin control, como si algo en él quisiera moverse hacia mí antes de que pudiera evitarlo.
Le vi tomar aire de golpe. El pecho se le ensanchó, la mandíbula se marcó con fuerza y la nuez de Adán subió y bajó en un trago que parecía costarle demasiado.
Y Giyuu... Giyuu no apartó la mirada.
Sus ojos se clavaron en los míos con una intensidad que sentí en la piel, como si su atención me rozara el cuello, el pecho, el vientre. En esa mirada vi mi propio deseo devuelto hacia mí: ardiente, hambriento, apenas contenido bajo esa máscara de control.
El conflicto le cruzó la cara en un instante. La parte de él que quería mantener la compostura, la distancia profesional y correcta, la imagen impecable delante de todos estos Cazadores. Y la otra parte… la que solo yo había visto. La que se había derrumbado contra mi hombro, la que me había abrazado como si pudiera romperse sin mí, la que me había besado con una necesidad tan profunda que todavía la sentía en la boca.
Esa parte suya quería cruzar la distancia.
Quería venir hacia mí.
Quería…
Me quedé dándole vueltas a lo que haría si se soltara, si se rindiera a ese impulso que sabía que tenía, pero que rara vez mostraba. Si me tomara de la muñeca con esa fuerza que puede ser dulce y peligrosa a la vez, y me arrastrara lejos de las miradas indiscretas. Si me pegara contra el tronco de uno de los almendros, sin prisa pero sin dudas, y me reclamara la boca—pero solo después de buscar en mis ojos esa chispa que le dijera que yo también lo quería. Porque Giyuu Tomioka no tomaba sin permiso, no así, no nunca.
Y dioses, si le diera ese permiso… ¿qué haría entonces? ¿Desataría esa pasión que guardaba con tanta disciplina, oculta bajo esa seriedad impenetrable?
Puedo jurar que captó lo que estaba pensando, porque a pesar de la distancia, vi cómo su cuerpo se endurecía, cómo sus ojos se oscurecían, volviéndose ese azul tormentoso, profundo y opaco. Como si pudiera leer cada deseo, cada pensamiento, cada latido que yo ya no escondía.
El momento se alargó, cargado, como un hilo a punto de romperse pero que ninguno quería soltar. Nuestras miradas se clavaron, sin poder ni querer apartarlas. Sentí cómo cada pelo de mi cuerpo se erizaba, y la sangre golpeaba en mis venas con una fuerza casi dolorosa, como un tambor resonando bajo la piel. No era solo atracción física; era una conexión que iba más allá, un lenguaje mudo, una promesa invisible pero palpable de lo que podría venir.
Sonreí, casi en secreto, dejando que esa expresión guardara todo lo que no podía decirle con tantas miradas cerca. Dejé que mis ojos recorrieran su cuerpo de nuevo, sin prisa, disfrutando el peso de cada línea, de cada músculo tenso, antes de volver a fijarme en sus ojos.
El rubor en sus mejillas se hizo más intenso, como si el fuego de ese momento le quemara la piel. Sus manos se cerraron en puños a los lados, los nudillos blancos, señal de ese deseo contenido listo para estallar.
—¡MONCHIRO! —La voz de Inosuke cortó el aire como un cuchillo, destrozando nuestra burbuja privada—. ¡ESE MOVIMIENTO QUE HICISTE AL FINAL FUE INCREÍBLE! ¡ENSÉÑAME! ¡ENSÉÑAME AHORA!
Giyuu parpadeó, sacudiendo la cabeza lentamente, como si despertara de un trance.
—Oye, Inosuke, cálmate —intentó mediar Murata, con voz nerviosa—. Tanjiro tiene que descansar...
—¡NO ME IMPORTA! —Inosuke prácticamente rebotaba de emoción, sus movimientos cada vez más erráticos—. ¡YO TAMBIÉN QUIERO PELEAR! ¡SOY EL REY DE LA MONTAÑA! ¡NADIE PUEDE VENCERME!
Y sin aviso, con la delicadeza de un toro en una cristalería, Inosuke se lanzó hacia Tanjiro intentando mostrar algún movimiento, pero acabó chocando contra Murata.
El pobre Murata salió disparado, aterrizando en el suelo con un ruido sordo y un gemido lastimero que resonó por todo el campo.
—¡Ay! —Murata se frotó la cabeza—. Inosuke, ten un poco más de cuidado…
—¡Inosuke! —gritó Zenitsu—. ¡No puedes ir pegando a la gente así!
—¡NO FUE A PROPÓSITO! —protestó Inosuke—. ¡EL MONITSU NÚMERO DOS SE METIÓ EN EL CAMINO!
Inosuke se acercó entonces a Murata, y cualquier otro le habría ayudado a levantarse, pero él empezó a golpear a Murata en la espalda con lo que probablemente pretendían ser palmadas de ánimo pero que se veían más como intentos de asesinato.
—¡TU TAMBIEN VAS A ENTRENAR DURO, MONITSU NUMERO DOS! ¡VAS A SER FUERTE COMO EL GRAN INOSUKE Y…!
—¡Me llamo Murata! —chilló el pobre, tratando de protegerse de los golpes—. ¡Ya basta, me vas a romper algo!
La escena podría haber resultado cómica si no fuera porque Murata realmente parecía estar en peligro, y varios Cazadores ahora trataban de sujetar a Inosuke antes de que causara más daño accidental.
Giyuu se puso en acción.
El ambiente cambió instantáneamente, como si la temperatura hubiera bajado varios grados.
La velocidad con la que cruzó el espacio fue impresionante: un segundo estaba al borde del entrenamiento, y el siguiente, firme y silencioso, se plantaba entre Inosuke y el resto, ocupando el lugar con una autoridad que no necesitaba alzar la voz para imponerse.
—Hashibira —dijo, y su voz dejó de ser la de Giyuu para convertirse en la del Pilar. Baja, firme, una orden pura y sin margen de discusión.
Solo una palabra, su nombre. Pero dicha con ese tono inflexible, hizo que incluso el salvaje de Inosuke frenara en seco, el puño suspendido en el aire.
Giyuu lo miró con esos ojos azules que parecían más cortantes que el hielo. Su rostro seguía sereno, pero la postura —perfectamente erguida, tensa, controlada— irradiaba una amenaza silenciosa, innegable.
—Suficiente.
Inosuke se quedó rígido al instante. Aunque su rostro estaba oculto tras la máscara, podía sentir cómo se tensaba por completo.
—Si vas a entrenar conmigo, lo harás bien —dijo Giyuu, cada palabra exacta, sin espacio para discusiones—. Nada de lastimar a los compañeros. Nada de perder el control. ¿Lo entiendes?
Para su crédito, Inosuke pareció captar la seriedad. Pude imaginar sus ojos abriéndose, quizá con respeto... o tal vez con miedo.
—¡E-ENTENDIDO, SEÑOR DEL AGUA!
—Pilar del Agua —corrigió Giyuu sin emoción.
—¡ESO DIJE!
Giyuu soltó un suspiro apenas audible, como una paciencia que parecía infinita. Luego volvió la mirada hacia Murata, que estaba frotándose las áreas donde Inosuke lo había golpeado.
—¿Estás bien?
—Sí, Tomioka-san —dijo Murata rápidamente, enderezándose a pesar del dolor evidente—. Estoy bien. Solo... dolorido.
—Ve a la enfermería si hace falta —ordenó Giyuu sin cambiar el tono—. No entrenes si estás lesionado.
—Sí, señor. Gracias, señor.
Giyuu asintió una vez, luego volvió su atención a Inosuke, que ahora estaba prácticamente rebotando en su lugar con energía contenida, como un resorte a punto de saltar.
—Hashibira.
Inosuke levantó la cabeza de golpe y volvió a quedarse tieso, más rígido que un palo.
—Prepárate. Eres el siguiente.
Si Inosuke hubiera sido un perro, su cola habría estado moviéndose tan rápido que podría haber levantado vuelo.
—¡SÍ! —Prácticamente gritó, saltando hacia su posición—. ¡FINALMENTE! ¡TE VOY A MOSTRAR LO FUERTE QUE SOY, PILAR DEL AGUA! ¡EL REY DE LA MONTAÑA NO CONOCE LA DERROTA!
Un par de Cazadores soltaron risas nerviosas.Tanjiro le dio una palmada alentadora en el hombro a Inosuke mientras pasaba por su lado, aunque su expresión decía claramente "por favor, no te lastimes demasiado".
Giyuu observó a Inosuke con la calma imperturbable e impasible de siempre, como si el torrente de energía desbordante del chico fuera solo ruido de fondo. Luego, con la suavidad y precisión de siempre, se giró.
Hacia mí.
Nuestros ojos se cruzaron otra vez, y aunque la intensidad abrasadora que había sentido antes se había templado, sustituida por la distancia profesional que exigía la situación, aún podía detectar un rescoldo oculto en su mirada. Una brasa viva, contenida, esperando a ser avivada.
Empezó a avanzar hacia donde estaba.
Y en cuanto lo hizo, mi corazón se desbocó otra vez, galopando sin control en el pecho.
Lo vi acercarse, cada paso firme y medido, sin apartar los ojos de los míos. El sol bañaba su figura en un resplandor dorado que casi lo hacía parecer irreal, como si no fuera del todo humano. El sudor perlaba su frente, y algunos mechones desordenados caían sobre sus ojos, dándole un aire más joven, más cercano. Las mangas remangadas dejaban a la vista esos antebrazos que no podía dejar de contemplar, imaginando el calor y la firmeza bajo mis dedos.
Se detuvo justo frente a mí, en el borde de la sombra del naranjo donde me había refugiado. Estábamos tan cerca que sentí el calor que emanaba de su cuerpo, y el aroma que llevaba consigo—una mezcla de pino, menta, sudor limpio, y tierra—llenó el aire entre nosotros.
—Sakura —dijo, y solo oír mi nombre en su voz me sacudió por dentro, como una chispa que se expandía desde el pecho hasta cada rincón de mi cuerpo.
—Hola —respondí con una sonrisa sincera, amplia, sin filtros ni reservas—. Ese combate fue impresionante.
Él inclinó un poco la cabeza, casi con timidez, ese gesto que hacía cuando recibía elogios y no sabía muy bien qué hacer con ellos.
—Tanjiro ha mejorado mucho. Pronto será...
—Hablo de ti —lo interrumpí, dejando que mi voz bajara, volviéndose más suave, más cercana—. Tú fuiste quien brilló.
Vi cómo un rubor regresaba a sus mejillas, ese tono delicado que ya me encantaba provocar. Sus labios se entreabrieron, a punto de decir algo, pero el silencio fue más elocuente.
—Solo estaba haciendo mi trabajo —murmuró al fin, con la voz un poco más ronca, cargada de algo que no terminaba de ocultar.
—Mmm —dejé que mi mirada se deslizara con intención hacia donde Inosuke ya tomaba posición, casi rebotando de entusiasmo—. ¿Y tu próximo oponente? ¿Crees que te dará más trabajo que Tanjiro?
Giyuu levantó apenas una ceja.
—Hashibira es... entusiasta. Pero carece de técnica refinada. Será un entrenamiento diferente.
—Pobre Inosuke —solté con una sonrisa que mezclaba compasión y diversión—. No sabe la que le espera.
—Sobrevivirá —dijo él mientras sus ojos me estudiaban con una atención tan intensa que parecía que solo yo existiera en ese instante.
Algo cambió en su expresión. Una suavidad que solo asomaba cuando estábamos solos, cuando las barreras caían. Vi sus hombros relajarse, y la dureza de su mandíbula suavizarse.
Nos quedamos así, mirándonos con esa nueva facilidad que todavía me sorprendía cada vez que surgía. Este intercambio ligero, esta comodidad entre nosotros, era el fruto de meses construyéndose, y por fin se sentía auténtico.
Real.
Y distinto.
Más profundo. Más… maduro.
Sus ojos azules se desviaron un instante hacia mis labios, entrecerrándose apenas, y eso hizo que mi propia boca hormigueara, como si me hubiera rozado sin tocarme. Allí estaba de nuevo—esa tensión eléctrica que chisporroteaba entre nosotros cada vez que cruzábamos miradas. Mis dedos vibraron con la urgencia de rozarlo, de recorrer las líneas firmes de sus antebrazos descubiertos, de sentir su cuerpo apretándose contra el mío.
Y por la manera en que sus ojos se oscurecían sutilmente, por cómo sus manos se tensaban a los costados, los dedos arqueándose como si quisieran aferrarse a algo, supe que él sentía lo mismo.
—¿Tienes planes esta noche? —pregunté, intentando sonar despreocupada, aunque sentía el corazón martilleando en el pecho.
Él parpadeó, cogido por sorpresa, probablemente sin esperar algo tan directo de mi parte
—No. Los entrenamientos terminan al atardecer.
—Perfecto —sonreí, dejando que un toque de picardía se colara en mi voz—. Después de que le enseñes un poco de humildad a Inosuke… ¿te gustaría venir a cenar a mi pabellón? Tengo salmón fresco, y pensé prepararlo justo como te gusta… —me detuve, mordiendo el labio inferior en ese gesto que sabía que lo distraía. Pude sentir, con satisfacción, cómo su mirada bajaba de nuevo hacia mis labios—. Bueno, claro, si tienes tiempo. Probablemente estés cansado después de tanto entrenamiento…
—Me encantaría —respondió sin dudar, sin esa pausa que a veces lo frenaba, sin la habitual sombra de duda que le velaba la voz.
—¿Sí?
—Sí —sus ojos se encontraron con los míos y había en ellos algo cálido, suave, vulnerable. Algo que hizo que mi pecho se llenara hasta el borde de explotar—. Siempre… siempre tengo tiempo para ti.
Oh.
Este hombre iba a matarme. No con una katana ni con técnicas de Respiración del Agua, sino con estas pequeñas confesiones que soltaba con esa mezcla de naturalidad y torpeza. Como si no supiera lo directo que me atravesaban el alma, haciendo que el corazón me latiera tan fuerte que dolía.
—Entonces está decidido —dije alegremente, aunque mi voz sonó más ronca de lo habitual—. Cuando termines... nos vemos en mi pabellón. ¿Al anochecer?
—Al anochecer —confirmó.
Hubo un momento de silencio, cargado de todas las cosas que queríamos decir pero que no podíamos—no aquí, no con una docena de Cazadores lanzando miradas curiosas apenas disimuladas—. Pero sentía su mirada sobre mí como un contacto tangible, como si sus dedos dibujaran con delicadeza el contorno de mi rostro.
Había una promesa en ese gesto.
Después, decía esa mirada. Después, cuando estemos solos. Sin interrupciones. Sin máscaras.
—¡SEÑOR TOMIOKA! —la voz de Inosuke atravesó el momento como un trueno—. ¡ESTOY LISTO! ¡VEN A PELEAR CONMIGO! ¡EL GRAN INOSUKE NO ESPERA A NADIE!
Miré al campo donde Inosuke ya estaba en medio de unos estiramientos extraños y probablemente innecesarios—en uno se tocaba el trasero con el pie mientras giraba—. Zenitsu lo observaba con una mezcla de preocupación profunda y vergüenza ajena, y Tanjiro sonreía con ese optimismo alegre que siempre lo acompañaba.
Giyuu suspiró, un suspiro real esta vez, audible y cargado de una paciencia resignada, como quien sabe exactamente lo que viene y se prepara para ello.
—Debo… —empezó, dejando clara su reticencia.
—Lo sé —me reí suavemente, el sonido escapando de mis labios antes de poder detenerlo—. Ve. Muéstrale al Rey de la Montaña quién manda.
La comisura de su boca se curvó—solo un pequeño gesto, casi imperceptible—pero lo vi. Y me hizo sentir como si hubiera ganado un premio invaluable.
Se dio la vuelta para volver al campo, pero a los dos pasos se detuvo. Sin girarse del todo, echó un vistazo por encima del hombro, y la luz del sol bañó su perfil de una forma que me dejó sin aliento.
—Sakura.
—¿Sí?
Una pausa. Pude verlo tragar, mientras sus dedos se tensaban a un costado.
—El kimono azul.
Fruncí el ceño, curiosa.
—¿Qué pasa con él?
Otra pausa, más breve esta vez.
—Si quieres… podrías usarlo. Te… te queda bien.
Antes de que pudiera responder, antes siquiera de asimilar del todo lo que acababa de decir —que se había fijado en ese kimono entre todos los que tenía, que recordaba cómo me veía con él, que estaba imaginando cómo me vería esta noche—, ya se había girado y se alejaba, rumbo a Inosuke, cuya energía rozaba lo maniático.
Me quedé ahí, sentada bajo la sombra del naranjo, con el corazón latiendo a toda velocidad y las mejillas ardiendo por un calor que nada tenía que ver con el sol del mediodía. Mis dedos se aferraron con fuerza a la tela de mi uniforme, como si necesitara algo a lo que aferrarme para no flotar.
Más lejos, Giyuu recogía su katana de madera y adoptaba su postura de combate—esa posición relajada pero alerta que había visto mil veces, pero que ahora me parecía lo más atractivo del mundo.
Inosuke se lanzó de inmediato, con la sutileza brutal de un jabalí enfurecido, y Giyuu lo esquivó con una destreza que parecía desafiar el tiempo, como si pudiera anticipar cada movimiento antes de que ocurriera.
Mientras los observaba—viendo a Giyuu fluir como el agua entre los ataques salvajes e impredecibles de Inosuke, escuchando a Zenitsu gritar advertencias que Inosuke ignoraba (“¡Inosuke, tu izquierda! ¡TU IZQUIERDA!”), y a Tanjiro atento, tomando nota mental de cada técnica con esa concentración que lo definía—solo podía pensar en una cosa:
Esta noche.
Esta noche estaríamos solos. Sin interrupciones. Sin el peso de secretos que pesaban entre nosotros. Solo él y yo, y esa tensión que había ido creciendo, lenta y constante, durante semanas, meses, que finalmente—por fin—se sentía lista para estallar… de la forma que fuera.
No sabía qué sucedería exactamente. No estaba segura de si estaba preparada para todo lo que implicaba. Pero sí sabía una cosa con absoluta claridad: quería estar cerca de él. Quería sentir sus manos recorriendo mi piel, su boca reclamando la mía. Quería adentrarme en esta nueva dimensión de nuestra relación sin miedo, sin culpa, sin que las sombras del pasado oscurecieran cada caricia.
Un escalofrío me recorrió la columna, un aviso dulce y salvaje de lo que estaba por venir.
El kimono azul, había dicho. Ese con el patrón de flores de cerezo bordadas en plata. El que, aparentemente, le gustaba verme llevar.
Sonreí para mí misma, abrazando las rodillas contra el pecho mientras observaba cómo el combate seguía su curso—Inosuke ahora tendido en el suelo, jadeando con exageración mientras insistía en que “el Gran Inosuke solo estaba descansando los ojos”, y Giyuu permanecía de pie sobre él con una expresión que, si no fuera por lo inexpresivo de su rostro, habría parecido diversión.
Por primera vez en mi vida, me permití anticipar algo con puro, desinhibido deseo. Sin la voz que me susurraba que no merecía esto, que no merecía ser deseada, que estaba manchada.
Porque Giyuu me había visto en mis peores momentos. Me había visto rota, llorando, consumida. Había escuchado mi verdad y no había huido. Había vuelto. Me había sostenido. Me había llamado luz.
Me había mirado con deseo desnudo en esos ojos azules, con ese rubor tiñendo sus mejillas, con las manos temblando por tocarme.
Esta noche, él y yo teníamos una cita.
Y estaba emocionada por lo que podría venir después.
Observé cómo Giyuu tendía la mano para ayudar a Inosuke a levantarse del suelo, y cómo el chico la tomaba mientras murmuraba algo sobre que “la próxima vez será diferente”. Zenitsu, a un lado, ya temblaba, nervioso, anticipando su propio turno.
Sonreí de nuevo.
Porque cuando el sol se ocultara y las estrellas empezaran a parpadear, Giyuu Tomioka estaría en mi pabellón. Se sentaría frente a mí. Me miraría con esos ojos que me ven de verdad, sin máscaras, sin filtros.
Y quizá—solo quizá—diera otro paso conmigo en este camino que, piedra a piedra, estábamos construyendo. Un camino hacia algo hermoso.
Algo que solo nos pertenecia a los dos.
El camino de regreso se me hizo más largo de lo habitual, como si cada paso hacia él ralentizara el tiempo mismo. El sol comenzaba a caer, estirando las sombras entre los árboles y transformando el mundo en un lienzo etéreo y suave. Los grillos iniciaban su canto vespertino, y el aire se impregnaba del aroma dulce y delicado de las flores de jazmín que florecían en los jardines cercanos.
Todo se sentía... perfecto. Como si el universo entero conspirara para que esta noche fuera especial.
Cuando llegué a mi pabellón, me detuve en la entrada, evaluando el interior con ojos críticos. No estaba desordenado—nunca lo estaba, había aprendido hace mucho que el orden externo ayuda a crear orden interno—pero esta noche quería algo más, un nivel de preparación que estuviera a la altura de lo que estaba por venir.
Entré y me moví con intención por el espacio. Primero abrí todas las puertas correderas que daban al jardín, dejando que la brisa cálida de la tarde se colara libre y fresca. Luego encendí unas lámparas de papel, ajustando las llamas con cuidado para que proyectaran una luz tenue, suficiente para crear un ambiente íntimo sin revelar demasiado lo que estaba preparando.
¿Qué estaba haciendo? Dios, ni siquiera estaba segura. Solo sabía que quería que todo fuera ideal.
Luego llegó el momento del baño.
Me sumergí en el agua caliente, dejando que el calor acariciara mi piel hasta enrojecerla y que cada músculo se rindiera en una relajación profunda. Lavé mi cabello dos veces con un jabón de camelia que Mitsuri me había regalado y que había estado guardando para una ocasión especial, frotándolo con delicadeza. Después, masajeé aceite de almendras sobre mi piel, hasta que esta brillaba suave bajo la luz temblorosa de las velas.
Me tomé mi tiempo, consciente de que no solo me preparaba físicamente, sino también emocionalmente para lo que esta noche pudiera traer.
Porque sabía —lo sentía en lo más hondo—, que algo estaba a punto de cambiar entre nosotros. Íbamos a dar un paso más. La forma en que él me había mirado... y la forma en que yo lo había mirado a él...
Ya no éramos dos almas rotas buscando refugio. Éramos dos personas que se deseaban sin reservas, sin miedo, sin nada que ocultar.
Después de años sintiendo que mi cuerpo estaba arruinado, por primera vez quería que alguien me tocara no solo con cuidado y compasión, sino con pasión. Con deseo.
Quería que Giyuu me deseara con la misma intensidad con la que yo lo deseaba a él.
Salí del baño envuelta en un yukata ligero. Me senté frente a mi pequeño espejo y comencé a peinar mi cabello, deslizando el peine por los mechones húmedos hasta que caían en ondas suaves sobre mi espalda.
No me maquillé, pero me pellizqué suavemente las mejillas para darles un leve rubor, y apliqué un poco de bálsamo en los labios, dejando su textura natural pero con un toque de brillo sutil.
Luego fui al armario y saqué el kimono.
Era de un azul profundo —el color del cielo justo antes de que la noche se despliegue por completo— con un delicado patrón de flores de cerezo bordadas en hilo plateado, visibles solo cuando la luz las acariciaba en el ángulo justo. Las mangas largas se ensanchaban con elegancia, y el obi, en un plateado más claro, completaba la armonía.
Era hermoso. Era mi favorito. Y también el de Giyuu.
Me lo puse con manos que apenas temblaban, ajustando los pliegues con cuidado y atando el obi en un nudo tradicional. Me miré en el espejo y casi no me reconocí.
Mis ojos brillaban con una luz nueva. Mis mejillas estaban sonrojadas, y una sonrisa suave se había instalado en mis labios, imposible de ocultar aunque lo intentara.
Me veía... feliz.
Me veía como alguien que tenía algo que esperar.
El anochecer llegó pintando el cielo con pinceladas de rosa y naranja, mientras yo ultimaba los preparativos con un nerviosismo que hacía temblar mis manos al colocar los platos sobre la mesa.
El salmón estaba impecable —la piel crujiente y dorada, la carne rosada y jugosa—, marinado con sake dulce y salsa de soja, y un toque de jengibre fresco rallado que sabía que le encantaba. El arroz, esponjoso y brillante, reposaba en cuencos de cerámica cuidadosamente elegidos.
Había preparado también pepinos encurtidos, sopa de miso con tofu, y pequeños rollitos de alga, hechos esa misma tarde con paciencia y cuidado.
Me sentía ridícula. Me sentía hermosa. Me sentía aterrada y emocionada a partes iguales.
El crujir de la gravilla anunció su llegada y mi corazón se aceleró hasta atorarse en la garganta. Corrí hacia la puerta corredera y la abrí antes de que pudiera llamar.
Ahí estaba él.
El Pilar del Agua, parado en mi engawa, bañado por la luz dorada del ocaso que lo rodeaba como un halo. Vestía su haori, pero debajo había cambiado su uniforme por un kimono de un azul grisáceo casi negro, que hacía que sus ojos azules parecieran más intensos, como si absorbieran el crepúsculo. Su cabello, todavía húmedo, caía en mechones desordenados sobre la frente, rebeldes y suaves. En sus manos sostenía un paquete envuelto en tela.
—Hola —dije, y la voz me salió más alta, aguda.
—Hola —respondió él, recorriéndome con la mirada de arriba abajo, y sentí ese gesto como un roce que me erizaba la piel. Carraspeó, rompiendo el silencio—. Traje sake —levantó el paquete con delicadeza—. Y también daifuku. Los de té verde que mencionaste que te gustaban.
Oh.
Oh, este hombre.
—No tenías que hacerlo —dije, incapaz de ocultar la sonrisa—. Eres muy considerado. Gracias.
Tomé el paquete de sus manos, nuestros dedos rozándose brevemente en el intercambio. Incluso ese toque mínimo envió una descarga por mi brazo.
Vi cómo su mirada bajaba por mi rostro, y luego más abajo, siguiendo el contorno de mi cuerpo, antes de regresar a mis ojos de golpe. Su boca se entreabrió apenas. Se pasó la lengua con lentitud por el labio inferior en un gesto inconsciente.
—El kimono... —empezó, su voz profunda y ronca—. Estás... —se detuvo un segundo, como si le faltaran palabras—. Te ves bien.
Lo dijo con esa torpeza genuina que siempre me derretía. Noté que mis mejillas se encendían al instante.
—Gracias —respondí, devolviéndole la mirada—. Tú también... te ves muy bien.
Permanecimos un instante así, detenidos en el tiempo, mirándonos con esa emoción nueva, como si este encuentro—esta cita planeada—fuera algo distinto a todo lo que habíamos vivido antes.
—Entra, por favor —dije finalmente, apartándome suavemente para dejarle paso—. La cena está lista.
Giyuu asintió y entró con calma, dejando sus sandalias perfectamente alineadas en la entrada antes de subir al tatami. Observó el espacio con atención—las lámparas encendidas, la mesa baja cuidadosamente preparada, las puertas abiertas al jardín—y una suavidad nueva apareció en su expresión.
Se arrodilló frente a la mesa donde esperaba la cena, mientras yo me dirigía a la cocina a recoger la comida, con una sonrisa que no podía ocultar. Regresé con la bandeja cargada y la posé con delicadeza sobre la mesa.
—Huele bien —comentó en voz baja.
Me arrodillé frente a él, dejándole espacio pero sin apartar la mirada.
—Espero que te guste —dije—. Sé que el salmón es uno de tus favoritos.
Sus ojos se encontraron con los míos, y un calor intenso me apretó el pecho.
—Lo es —respondió con esa voz baja que me hacía estremecer.
***
Comimos en ese silencio que era, en sí mismo, una forma de intimidad.
Conocía esa faceta suya. Cuando Giyuu comía, lo hacía con una concentración absoluta, como si cada bocado mereciera toda su atención. No era desinterés hacia mí, ni descortesía: era su forma de agradecer sin palabras. Su forma de decir “lo valoro”.
Lo observé mientras llevaba el primer trozo de salmón a la boca. Masticó despacio, y ese leve cierre de ojos, apenas un parpadeo más largo de lo normal, me reveló que le había gustado. Fue un gesto mínimo, pero en él cabía un mundo de sensaciones. Sus palillos se movían con precisión aquí y allá, alternando porciones de arroz y encurtidos.
Era una tontería quizá, pero me sorprendí regocijándome del espectáculo. De la simple fisicidad de verlo comer—y disfrutar—algo hecho por mis manos. De cómo sus hombros parecían relajarse un poco más con cada bocado, de cómo su respiración se volvía más lenta, más pesada. Había algo terrenal en esa escena, algo cálido, casi primario. Una satisfacción tranquila me llenó el pecho, como si lo estuviera alimentando en más de un sentido.
En un momento, nuestros ojos se encontraron por encima de la mesa. Él alzó la mirada justo cuando yo la tenía clavada en él, y sentí cómo el calor me subía a las mejillas. El contacto visual duró un segundo de más, lo suficiente para que algo se tensara en el aire.
Sus ojos se suavizaron por las comisuras.
—¿Está bueno? —pregunté, incapaz de evitar la sonrisa que me salió sola.
Asintió.
—Delicioso —respondió con esa voz baja que siempre parece aplastar cualquier duda—. Gracias.
No hizo falta que añadiera nada más; había una honestidad cálida en su tono, firme y tranquila, que me dejó fundida por dentro como una idiota complacida.
Terminamos de cenar sin prisa. Cuando los cuencos quedaron vacíos, los aparté con un gesto lento. Giyuu extendió la mano hacia la caja de daifuku, la abrió con el mismo cuidado con que uno desenvuelve algo precioso y dejó al descubierto los pastelitos redondos, perfectos bajo el polvo blanco. Me ofreció el primero, ese gesto silencioso de cortesía que le nacía sin esfuerzo.
—Gracias —murmuré mientras tomaba uno y le daba un mordisco. El dulzor se abrió en mi boca como una flor.
Giyuu tomó otro pastel, y luego alcanzó la botella de sake. La abrió con esos movimientos precisos que siempre parecen medidos al milímetro, y sirvió el líquido claro en los dos vasitos de cerámica que yo había dejado preparados.
—Por nosotros —dije, levantando el mío.
Él alzó el suyo. Sus ojos encontraron los míos sin esfuerzo, como si fuera lo más natural del mundo
—Por nosotros —repitió, y en su tono había algo suave, íntimo, que me aceleró el pulso.
Bebimos. El sake era delicado, con ese amargor leve que acaricia más que muerde, y la calidez descendió por mi garganta hasta asentarse agradablemente en el pecho. Tomé otro daifuku, mordiendo la capa blanda del mochi hasta llegar al relleno cremoso de judías dulces con té verde. La combinación con el sake era perfecta, un contraste armonioso que se deshacía despacio en la lengua.
—Entonces —dije, acomodándome mejor contra el cojín—, tengo preguntas.
Giyuu me miró con seriedad, enderezando los hombros, como si se preparara para un informe de misión.
—Preguntas importantes —añadí, intentando mantener una solemnidad que se me escapaba entre sonrisas—. Preguntas que revelarán quién eres realmente, Tomioka-san.
Una arruga minúscula apareció entre sus cejas, esa que solo surgia cuando algo lo desconcertaba de verdad.
—¿Qué tipo de preguntas?
—Pregunta número uno —anuncié con teatralidad—: ¿cuál es tu color favorito?
Parpadeó. El pobre no estaba preparado para semejante ataque absurdo.
—¿Mi color favorito?
—Sí. Tu color favorito. —Tomé un sorbo de sake para apoyar la gravedad del asunto—. Es información crucial. Define a la persona.
Vi cómo lo pensaba. En serio. Con la misma concentración con la que evaluaba una amenaza. Ese hombre era imposible de no querer.
—Azul —dijo al fin.
—¿Azul? —sonreí, divertida—. Qué original, Tomioka.
Imperturbable, llevó el vasito a los labios y bebió un sorbo mínimo de sake.
—No me habían preguntado eso antes. —admitió.
Solté una risa suave.
—Estoy bromeando, tonto. El azul es precioso. ¿Qué tipo de azul?
Giyuu se quedó pensándolo, el dedo golpeando con suavidad el borde del vaso de cerámica, como si afinara la respuesta.
—El azul del mar —respondió.
—Como tus ojos —solté, demasiado rápido, antes siquiera de poder frenarlo.
El rubor subió por sus mejillas de inmediato, cálido, evidente incluso bajo la luz tenue.
—¿Y el tuyo? —preguntó después de un leve carraspeo, la voz baja, casi tímida.
—El amarillo —respondí—. Pero no cualquiera. Ese que aparece cuando el sol se filtra entre las hojas de los árboles. Ese tono que hace que todo parezca… posible. Me hace sentir que todo va a salir bien.
Giyuu asintió despacio, y había algo en su expresión que decía que entendía justo lo que quería decir.
—Está bien. —Di una palmadita suave en el cojín—. Siguiente pregunta. ¿Cuál es tu estación favorita?
Esta vez no dudó. Sus ojos subieron hasta los míos, y la mirada tenía un peso distinto, como si ya supiera la respuesta y también supiera lo que significaba para los dos.
—Invierno —dijo sin titubear. No hubo rubor, solo certeza.
Invierno.
La palabra cayó entre nosotros como un recuerdo vivo. Aomori, la nieve interminable. Las hermanas Mikami. La cabaña —nuestra cabaña, en ese rincón helado donde todo cambió.
—Invierno —repetí, y la voz me salió más ronca de lo que pretendía—. A mí también me gusta el invierno.
El aire entre nosotros se cargó con el peso de los recuerdos compartidos.
Tomé un sorbo de sake para calmar el calor que me subía por el pecho y respiré hondo, buscando romper la tensión suave que se había instalado entre nosotros.
—Si pudieras ser cualquier animal, ¿cuál serías?
Giyuu parpadeó, genuinamente sorprendido por el cambio de rumbo.
—¿Un animal?
—Sí. Cualquiera. Del mundo entero. ¿Cuál elegirías?
Frunció el ceño, analizándolo con una seriedad desproporcionada para el tipo de pregunta que era. Ese hombre no sabía responder a la ligera ni aunque lo intentara.
—Una nutria —dijo al fin.
La risa me estalló en el pecho, ligera, imposible de contener.
—¿Una nutria? —logré decir entre carcajadas suaves—. ¿Por qué una nutria?
—Son buenos nadadores —contestó con absoluta solemnidad—. Les gusta el salmón.
—Y son adorables —añadí, todavía sonriendo—. Flotan de espaldas. ¿Sabías que se aparean de por vida y se toman de las manos para no separarse mientras duermen?
Su piel tomó un matiz rosado que intentó esconder apartando la mirada hacia su vaso, como si fuera la salida más digna.
—No lo sabía.
—Pues ya lo sabes —reí, sirviendo más sake en los vasitos—. ¿Quién crees que ganaría en una carrera, una nutria o un salmón?
—El salmón, claramente. ¿Tú sabes nadar? —preguntó entonces.
—No muy bien, la verdad. —Sonreí—. Me las arreglo para no ahogarme, pero no podría ganarle ni al salmón ni a la nutria.
Giyuu esbozó una sonrisa apenas perceptible.
—Yo aprendí a la fuerza.
Alcé una ceja, intrigada.
—¿A la fuerza? ¿Qué hiciste, caerte a un río?
—Me empujaron.
—¿Qué?
—Urokodaki-san me tiró desde lo alto de una cascada. —dijo, con la misma calma con la que podría haber comentado el tiempo—. Dijo que era "el método más rápido".
—¡Eso es terrible!
—No fue tan malo. Aprendí rápido.
Seguimos así un buen rato, intercambiando preguntas tontas y respuestas sinceras. Descubrí que, mientras que su comida favorita era el salmón a la parrilla con rábano (lo sabía, pero oírselo decir con esa seriedad absoluta me pareció encantador), había algo que evitaba a toda costa: el curry picante. Que prefería el té verde al café. Que, si pudiera elegir dónde vivir, escogería una casa apartada en el bosque o cerca del océano, donde el sonido de las olas fuera su compañía.
Con cada respuesta, con cada pequeño destello de su mundo interior, sentí que desvelaba capas de Giyuu que normalmente guardaba bajo su armadura de Pilar del Agua. El hombre detrás del estoico maestro espadachín: con sus rarezas, su honestidad y su forma única de entender la vida.
Y que él me permitiera asomarme a esos destellos de su verdadero yo hacía que mi corazón creciera, más lleno y ligero de lo que jamás habría imaginado.
***
La botella de sake iba menguando —nuestras mejillas, cada vez más sonrojadas; nuestros movimientos, más lentos, más suaves— y estaba casi vacía cuando Giyuu se llevó una mano al interior de su kimono y sacó algo pequeño.
—Esto… es para ti —dijo, en voz baja, casi un susurro.
Lo miré sorprendida, dejando el vaso sobre la mesa.
—¿Qué es?
Me tendió una cajita de madera lacada, negra con detalles dorados, a través de la mesa.
—Ábrela.
Con las manos temblorosas y el pulso latiéndome en los oídos, tomé la cajita y desaté la cinta que la cerraba con cuidado. La abrí.
Me quedé sin aliento.
Dentro, sobre un lecho de seda azul, descansaba una horquilla para el cabello. Pero no era una horquilla cualquiera: era una obra de arte.
El diseño era delicado, intrincado —estrellas de plata entrelazadas en patrones fluidos como el agua—, con pequeños abalorios de cristal azul colgando de finas cadenas que tintinearían suavemente con cada movimiento. En el centro de la pieza más grande, una estrella aún más brillante, engastada con lo que parecía un diminuto zafiro.
Era, sin duda, lo más hermoso que había visto en mi vida.
—Giyuu... —susurré, dejando que mis dedos recorrieran el metal delicado, suave al tacto.
Escuché cómo se aclaraba la garganta, la voz un poco tensa.
—Pensé que... tal vez te gustaría.
Las lágrimas me picaron los ojos mientras alzaba la mirada hacia él.
—Es preciosa. ¿Cuándo la compraste?
Vi cómo desviaba la mirada, los dedos crispándose apenas sobre sus rodillas.
—En un mercadillo. Después de… irme de Aomori. Mientras regresaba al sur.
El mundo pareció detenerse.
Algo se apretó en mi pecho—no dolor, sino algo más complejo. Una mezcla de ternura y melancolía. Cuando se había distanciado de mí, no por indiferencia, sino por miedo a lo que sentía.
—Aún cuando regresaste solo —dije en voz baja, mis dedos trazando el contorno de las estrellas de plata—, incluso entonces… pensabas en mí.
Giyuu cerró los ojos y soltó un suspiro pesado, la culpa asomando en cada línea de su rostro.
—Nunca dejé de hacerlo —confesó, su voz un susurro apenas audible—. No hubo un solo día sin que te tuviera en la cabeza. Intenté convencerme de que era mejor alejarme, pero no funcionó.
Abrió los ojos, y en ellos se reflejaba un peso profundo, una vulnerabilidad que pocas veces mostraba.
—Cuando vi esa horquilla, solo pude imaginar cómo quedaría en tu cabello. Y la compré antes de poder detenerme.
Hizo una pausa, respirando con lentitud.
—Tal vez siempre lo supe. Que volver a ti era…inevitable.
Oh, Giyuu.
—Es el regalo más bonito que nadie me ha dado jamás —susurré, la voz quebrada por la emoción.
Él ladeó la cabeza, como buscando leer mis ojos.
—¿De verdad te gusta?
—Me encanta. ¿Me la pondrías? —pedí, parpadeando rápido para ocultar las lágrimas que amenazaban con salir.
Algo en su expresión cambió. Sus ojos se oscurecieron un poco, y su respiración se volvió más profunda.
—Sí —respondió, con la voz baja y firme.
Nos levantamos al unísono; los cojines susurraron bajo nuestro peso. Sentí las piernas flojas, como mantequilla —el sake, el momento, todo se mezclaba dentro de mí. Di unos pasos hacia él, pero entonces me giré, dándole la espalda, con el corazón latiendo desbocado.
Sentí su presencia justo detrás de mí —calor, solidez, y ese aroma suyo tan inconfundible— antes de que sus manos rozaran mi melena.
Con una delicadeza que me hizo estremecer, Giyuu reunió varios mechones entre sus dedos. Sus manos, ásperas por el entrenamiento pero cuidadosas como nunca, acariciaron mi nuca al separar mechones con movimientos lentos y medidos. La yema de sus dedos trazó un recorrido desde detrás de mi oreja hasta la curva suave de mi cuello expuesto. Su respiración, apenas irregular, rozaba mi hombro.
Levantó mi cabello con una mano, mientras con la otra deslizó la horquilla en su lugar. El frío del metal tocó mi cuero cabelludo, un contraste eléctrico con el calor de su piel. Sentí cómo ajustaba la pieza con precisión, asegurándose de que quedara firme. Luego, el leve peso de los abalorios pendía, y los cristales azules tintineaban con suavidad, creando una melodía delicada que se perdía en el silencio cargado entre nosotros.
—Ya está —dijo, su voz baja y ronca, llena de una falsa calma que encendía el aire.
Pero no se apartó. Sus dedos permanecieron enredados en mis mechones, deslizando toques suaves por la piel delicada de mi nuca, un roce que oscilaba entre la contención y el deseo.
—Lo siento —susurré, casi en un suspiro—, no tengo ningún regalo para ti.
Giyuu guardó silencio un instante. Luego, despacio, sus dedos trazaron el lateral de mi cuello, avanzando hasta donde el kimono azul cubría la parte superior de mi espalda, dejando un rastro de calor a su paso.
Inhalé con brusquedad cuando su otra mano cubrió mi hombro, su pulgar recorriendo la clavícula con una presión suave pero firme. Podía sentir el calor de su cuerpo a milímetros del mío, el espacio entre nosotros cargado con tanta tensión que el aire mismo parecía vibrar.
—No necesito nada —dijo con voz áspera, profunda—. Ya lo tengo todo.
Esas palabras—una declaración sencilla pero cargada de significado—rompieron algo en mi interior. Con un movimiento lento, me apoyé en él, notando cómo su cuerpo sólido se ajustaba a las suaves curvas que le ofrecía. Su respiración se volvió un jadeo que rozaba la piel de mi cuello.
Su mano descendió a mi cadera con un instinto urgente, sujetándome con fuerza contenida.
—Sakura —pronunció mi nombre casi entre dientes, con un tono que era a la vez pregunta y ruego.
Me giré entre sus brazos, frotando mi cuerpo contra el suyo con intención, hasta quedar cara a cara. Estábamos tan cerca que cada detalle de su rostro se volvió un paisaje íntimo: las finas líneas de expresión que delineaban sus ojos, el azul profundo de sus iris, el leve escape de su aliento entre sus labios, el calor que teñía sus mejillas.
Levanté las manos y las posé sobre su pecho, sintiendo el latido frenético y salvaje bajo mis palmas, un ritmo desbocado que me hacía temblar.
—Giyuu —susurré.
Sus manos se posaron en mi cintura, los dedos extendiéndose con delicadeza sobre la curva de mi espalda baja, ejerciendo una presión suave que me atrajo más cerca, hasta que no quedó ni un milímetro entre nuestros cuerpos. El contraste entre su firmeza y la suavidad de mis contornos se fundió en una sola forma.
Permanecimos así, inmóviles, mirándonos, las respiraciones pesadas y compartidas. Ambos conscientes del momento que precedía a lo inevitable.
Los pulgares de Giyuu empezaron a trazar círculos en mi cintura, el roce sutil cruzando las capas del kimono, pero yo lo sentía—oh, cómo lo sentía—como brasas que se deslizaban por mi piel, encendiendo cada nervio.
Mis manos respondieron, explorando con confianza. Subieron por su pecho, descubriendo la firmeza de sus músculos, el calor que irradiaba de él. Continuaron hasta sus hombros, deslizándose por sus brazos hasta que mis dedos se cerraron en un suavemente alrededor de sus antebrazos—esos que habia admirado toda la tarde—.
Giyuu exhaló con calma, como si contuviera el aliento de un instante que sabía decisivo.
Si nuestro primer beso había nacido del impulso —una necesidad urgente y cruda, el imperativo de probar algo—, este era distinto. Sería consciente. Deliberado. Una elección que ambos hacíamos con plena conciencia del peso que llevaba.
Su mano se deslizó desde mi cintura hasta rozar mi rostro, siguiendo el contorno de mi mandíbula. Su pulgar acarició mi labio inferior, presionando la carne con delicadeza, y vi en sus ojos esa intensidad hambrienta que contenía todo lo que no decía.
Luego, con suavidad, tomó mi barbilla y elevó mi rostro con un gesto tierno.
Entreabrí los labios, esperando, deseando.
Giyuu cerró la distancia con lentitud, sus ojos cerrándose despacio, dejando que el momento nos envolviera antes del contacto.
Al principio fue un roce delicado. Sus labios rozaron los míos con la cautela de quien sostiene algo frágil y valioso, temeroso de romperlo. Un beso breve, otro más, y otro más —cada uno arrancándome un suspiro contenido y despertando en mí un anhelo silencioso.
Mis dedos se aferraron a la tela de su kimono, tirando de él, queriendo estrechar la distancia aunque no quedara ya espacio entre nuestros cuerpos.
Poco a poco, el beso se volvió más profundo. Su boca se abrió lentamente contra la mía, su lengua trazando la línea de mis labios en una petición silenciosa que concedí sin dudar, separando la boca para él. Su lengua entró, rozando la mía con una mezcla de hambre y delicadeza, explorando cada rincón, cada textura. Me saboreaba con una intensidad casi voraz, como si quisiera grabar en su memoria cada detalle, cada matiz, como si fuera el daifuku más dulce que jamás hubiera probado.
Los brazos de Giyuu me envolvieron con firmeza. Una mano se apoyó en mi espalda baja, apretándome con ansia, mientras la otra ascendía para enredarse en mi cabello, moviéndose con cuidado para no deshacer la horquilla que adornaba mi melena.
Yo disfrutaba la amplitud de sus hombros, la firmeza marcada de su espalda bajo mis palmas, aunque el deseo por él seguía creciendo dentro de mí, insaciable. Enrosqué mis brazos alrededor de su cuello, hundiendo mis dedos con determinación en su coleta.
Giyuu gruñó contra mis boca, un sonido grave y gutural que se coló por mi garganta, descendiendo como un fuego líquido que incendió mi pecho y se acomodó en lo más profundo de mi cuerpo.
El mundo se encogió hasta concentrarse en el húmedo susurro de nuestros labios encontrándose, en el roce cálido y palpitante de nuestras lenguas que se fundían en un murmullo sibilante, primitivo.
Intenté seguir su ritmo, pero pronto cedí; su boca tomó el mando, profunda y firme, y el gemido que escapó de mí fue una rendición dulce y sin reservas.
Mi cuerpo se arqueó, anhelando más, y sin separarnos, lo atraje hacia mí. Di un paso atrás, luego otro, hasta que mis pies tocaron los cojines. Me dejé caer con lentitud, tirando de él, y Giyuu me siguió, su peso envolviéndome como una ola imparable.
Y allí estábamos, devorándonos, tumbados en el tatami—él sobre mí, entre mis piernas—su presencia densa y embriagadora, abrumadora en cada pulso.
De repente, se detuvo.
Giyuu se apartó apenas, respirando con dificultad. Sus ojos, oscuros y nublados de deseo, buscaron los míos.
—¿Estás bien con esto? —preguntó, su voz ronca, temblorosa por la lucha interna.
El contraste entre su autocontrol férreo y el calor de su cuerpo aplastándome hizo que un escalofrío me recorriera. Asentí sin palabras, mordiendo el labio. En ese pequeño gesto, el mundo volvió a prenderse.
Nos lanzamos al beso de nuevo, más intenso, más urgente. Él me bebía como si fuera el único aire que necesitara para seguir vivo, y yo respondía con la misma desesperación, enredando las manos en su cabello, en su cuello, aferrándome a su ropa mientras le arrancaba gemidos roncos que me estremecían.
Sus labios abandonaron los míos para recorrer una línea ardiente por mi mandíbula, bajando hasta el cuello donde la horquilla dejaba la piel desnuda. Me besó allí, succionando con suavidad, la lengua alisando el leve pinchazo.
—Giyuu —jadeé, arqueándome hacia él, entregada al fuego que nos consumía.
Una de sus manos se deslizó desde mi espalda hasta mi costado, trazando líneas de fuego incluso a través de la capa de tela. Podía sentir cada punto donde nos tocábamos como si estuviera marcado en llamas.
Mi mano subió por su pecho, tanteando el borde del kimono para deslizarse finalmente bajo ella y rozar la piel desnuda y cálida de su pectoral.
Él inhaló con fuerza contra mi cuello, todo su cuerpo tensándose.
Era cálido, firme y suave a la vez; músculos que vibraban bajo mis dedos mientras mis trazos seguían patrones erráticos, acompañados por el latido salvaje de su corazón bajo mi palma.
—Sakura —gimió, un susurro grave que viajó directamente a mi centro, encendiendo algo líquido y caliente allí.
Giyuu volvió a buscar mi boca con una urgencia casi desesperada. Su cuerpo se aplastaba contra el mío, un peso sólido y avasallador que me envolvía por completo. Sentía cada centímetro de él presionándome sin concesiones, la prueba palpable de su deseo intenso, crudo, que competía ferozmente con el mío.
Nos perdimos en ese intercambio voraz, como si el tiempo se desvaneciera, entregándonos a cada roce, a cada suspiro. Exploramos los contornos del otro con manos temblorosas, descifrando el lenguaje secreto que nacía de los gemidos y de los escalofríos.
En medio de ese torbellino, uno de nosotros golpeó la mesa baja con tanta fuerza que un vasito vacío de sake osciló al borde del desastre, pero ni siquiera eso logró apartarnos de esa marea incandescente que nos consumía.
Las manos de Giyuu se movían con más seguridad, ascendiendo por mi cintura, mis caderas, el contorno de mis muslos. Pero cuando sus dedos subieron lo bastante como para rozar el borde de mis pechos, se apartaron de golpe, como si hubiera tocado una brasa viva.
Su aliento chocó contra mi boca—caliente, turbulento—y sentí cómo todo su cuerpo se tensaba encima del mío, un arco perfecto de fuerza reprimida. Cada fibra de él estaba pidiendo avanzar… y aun así se contenía.
Esa lucha interna me hizo derretirme.
—Puedes —murmuré rozando su labio con el mío, mis manos recorriendo la firmeza de sus brazos—. Puedes tocarme.
Su reacción fue inmediata: un temblor leve, profundo, que le recorrió desde la espalda hasta los hombros. Apoyó la frente en la mía, como si necesitara un punto de apoyo para no perderse, su mandíbula dura bajo mi mano.
—No debería… —su voz salió baja, áspera, casi un gruñido ahogado—. No quiero que creas que solo busco esto.
Sentí mi corazón agrandarse dentro del pecho ante sus confesiones dulces y consideradas.
—Sé que no es asi —susurré, acunando su rostro, sus mejillas ardientes bajo mis palmas—. Pero yo... quiero que me toques, Giyuu, igual que yo te toco a ti. Está bien... desearnos así.
Algo se oscureció en su expresión, y de nuevo me estaba besando con un apetito tan fogoso que me hizo encoger los dedos de los pies y soltar un gemido que él devoró sin pensárselo.
Sus manos regresaron a mis caderas sin rastro de duda, aferrándose con una fuerza que me hizo sentir atrapada bajo él, reclamada. Esta vez no hubo vacilación cuando ascendieron. Subieron lentamente, arrastrándose por la tela, siguiendo la línea de mi cuerpo como si quisiera aprenderla a pulso. Sus dedos tanteaban, exploraban, midiendo cada respiración, cada curva, cada estremecimiento que yo no podía ocultar.
Y entonces, por fin, no se detuvieron.
Las palmas de Giyuu encontraron la curva de mis pechos a través del kimono, y el contacto me atravesó entera, un chispazo que me dejó sin aire. Sus manos se amoldaron a la forma, abarcándome con firmeza, como si necesitara comprobar que era real. Sus dedos se abrieron, hundiéndose ligeramente en el tejido, arrastrándolo apenas hacia atrás al presionar, y la fricción me arrancó un jadeo ahogado.
El calor de sus manos traspasó el kimono, quemándome. Lo sentí mover los pulgares, rozando la cima de cada pecho con una caricia torpe que se convirtió, al instante siguiente, en un apretón más decidido. El borde de su palma rozó mi pezón, atrapándolo un segundo bajo el tejido antes de soltarlo, y el estremecimiento me recorrió de arriba abajo sin compasión.
El cuerpo de Giyuu reaccionó al mío como si hubiese recibido una descarga. Su respiración se cortó, chocando contra mi boca en una exhalación rota; su pecho se pegó al mío, firme, caliente, hambriento. Sus dedos volvieron a cerrar el agarre, esta vez sin disimular la fuerza, amasándome con un ritmo irregular, guiado más por necesidad que por técnica.
Arqueé la espalda buscando más, ofreciéndome sin pensarlo, guiándolo sin palabras, y sus manos me siguieron con una avidez que no había sentido en él hasta ese momento. Uno de sus pulgares encontró de nuevo mi pezón bajo la tela, presionándolo sin querer, y un gemido me escapó directo en su boca. Él respondió con un ruido bajo, casi salvaje, como si el sonido lo sacudiera por dentro.
Sentí cómo perdía el control de forma física, palpable: sus manos se cerraron con más fuerza alrededor de mis pechos, los dedos temblando contra la tela mientras la respiración se le rompía sobre mi boca. Su cadera descendió sin permiso, un movimiento corto, desesperado, que buscaba más contacto con una necesidad que no intentó ocultar. Era como si la contención que lo definía se estuviera deshilachando entre mis dedos: se rendía, se fracturaba, se entregaba a lo que sentía sin poder frenarse. Y esa rendición —tan cruda, tan real— me encendió hasta el borde del temblor.
Mis manos bajaron por su espalda, siguiendo la línea de cada músculo que se contraía bajo el kimono, descendiendo más, guiadas por el puro instinto. Encontré la curva de su trasero —firme, perfecto— y la acaricié primero, lenta, como probándolo. Luego apreté.
La reacción fue instantánea.
Giyuu gruñó, un sonido grave, profundo, arrancado de sus entrañas. Su cuerpo se sacudió contra el mío, su cadera empujó de nuevo con un impulso involuntario, más fuerte esta vez, como si mi toque hubiese encendido algo que llevaba demasiado tiempo conteniendo. Sentí cómo intentaba detenerse… y cómo fallaba, cómo su cuerpo me buscaba aun cuando su mente dudaba.
El empujón de su cadera me arrancó un gemido. Me aferré un poco más fuerte a el, sintiéndolo exhalar contra mi cuello, caliente y desbordado, al límite de si mismo, y por un instante los dos quedamos suspendidos ahí, en ese punto donde el deseo ya no era un impulso sino una caída libre. Se sentía como asomarse a un precipicio: un paso más, solo uno, y nada volvería a ser igual.
Y creo que los dos lo supimos.
Lo noté en la forma en que sus manos siguieron apretándome un segundo más —solo un segundo— antes de detenerse, tensas, inmóviles, como si cada fibra de su cuerpo hubiese comprendido al mismo tiempo lo que estaba a punto de pasar. Noté cómo su respiración golpeaba mi clavícula, irregular, casi dolida. Noté el temblor leve en su abdomen, como si estuviera luchando consigo mismo.
Él también notó algo en mí… aunque mis dedos seguían aferrando la curva de su trasero, tirando de él hacia mí, negándome a soltarlo incluso cuando el pensamiento alcanzó por fin a mi cuerpo. Me quedé ahí un instante, sintiendo su dureza, su calor, la tensión que latía entre nosotros. Lo sentí tragar saliva contra mi mejilla, como si buscara anclarse, como si un hilo invisible lo estuviera sosteniendo al borde.
Nuestros labios seguían rozándose, abiertos por la respiración, todavía húmedos del beso anterior. Pero el toque cambió. Se ablandó. Se volvió un roce lento, indeciso… como si ambos quisiéramos prolongar ese último instante antes de detenernos del todo. Él rozó mi labio inferior con una caricia torpe, un suspiro que no llegó a convertirse en beso. Yo le respondí igual, apenas rozándolo, sintiendo el temblor en sus labios, en los míos, en todo el espacio entre los dos.
Sus manos descendieron de mis pechos con una lentitud reverencial, como si cada centímetro de retirada le costara algo. Mis dedos también aflojaron su agarre en su trasero, aunque me quedé un segundo más aferrada, incapaz de soltarlo del todo.
Hasta que los dos lo hicimos.
Nuestros cuerpos siguieron pegados, respirando uno contra el otro, pero ya no había empujones, ni presión, ni hambre desbordada. Solo ese silencio espeso, eléctrico, donde el deseo no desaparece… solo se queda quieto, esperando.
Y en medio de ese respiro compartido, entendimos lo mismo: una vez cruzada esa línea, no habría vuelta atrás. Y aunque mi cuerpo ardía por él —dioses, como ardía— sabía que aún no era el momento.
No había prisa. Podíamos explorarnos poco a poco, saborearnos, construir el deseo hasta que culminara. Y cuando eso ocurriera—porque ocurriría—solo lo haría infinitamente mejor, más intenso, más pleno, más nuestro. Y hasta entonces, esto—estos besos, estas caricias, esta intimidad nueva y preciosa—bastaba. Más que eso.
Era perfecta.
Sus ojos se encontraron con los míos, densos de deseo, sí, pero también suavizados por una ternura y un cuidado que me rozaba el alma. Allí, en esa mirada, había promesas sin palabras y un silencioso reconocimiento de que esto era solo el comienzo, un preludio que merecía respetarse.
Se movió entonces, apartándose para no aplastarme bajo su peso, pero sin soltarme. Se dejó caer a mi lado en los cojines, su brazo asegurado alrededor de mi cintura, manteniéndome cerca. Su kimono abierto revelaba un triángulo de pecho sudoroso, que subía y bajaba con respiraciones profundas: su cabello estaba revuelto—mechones alborotados que parecían desafiar la física—y sus labios, rojos e hinchados, guardaban el rastro de nuestros besos.
Se veía vivo, arrebatador.
Yo debía ser un cuadro igual de desaliñado: el kimono torcido, el obi flojo, el cabello enmarañado con la horquilla todavía milagrosamente en su sitio, aunque ladeada de manera casi cómica. El rostro me ardía por dentro y por fuera.
Nos miramos.
Y entonces, al unísono, rompimos a reír.
No era una risa torpe ni forzada. Era auténtica, áspera, un alivio crudo mezclado con vergüenza.
La risa de Giyuu resonó baja y contenida al principio, como un gruñido ahogado que se fue haciendo firme y rotundo, cálido y real. Era la primera vez que la escuchaba así, y me golpeó como un regalo inesperado.
—Te ves... —balbuceé, entre risas ahogadas.
—Desastroso —terminó él con una sonrisa franca, sin ningún atisbo de defensa—. Tú también.
Alcé la mano para apartar los mechones rebeldes que le caían sobre la frente.
—Y tu pelo... parece que un gato te ha atacado.
Giyuu arqueó una ceja, la comisura de sus labios curvándose apenas en una sonrisa cargada de ironía.
—¿Ese es tu animal espiritual? —preguntó con voz baja, ligeramente burlona.
Había algo nuevo en ella: una calidez juguetona que no solía mostrar. Mi corazón dio un vuelco tan fuerte que lo sentí en la garganta.
Era una mueca burlona, sí, pero también nueva en él; cálida, juguetona. Y mi corazón dio un salto tan fuerte que lo sentí en la garganta.
Le golpeé el brazo con fingida molestia, aunque no podía dejar de sonreír. La risa se apagó entre nosotros, y al levantar la vista, lo encontré mirándome con una intensidad diferente. La broma había desaparecido, reemplazada por una seriedad profunda que me hizo detener el aliento.
—Espero no haber... —titubeó, la voz bajando hasta un susurro—. Si fui demasiado lejos, dímelo.
El cambio fue tan sutil que dolió, esa ternura torpe suya rompió la burbuja del juego y dejó el aire lleno de verdad. Mi sonrisa se suavizó, cálida y sincera.
—No, tonto —susurré, subiendo una mano para enmarcar su rostro, rozando la piel de su mejilla con cuidado—. Ha sido increíble.
Sus facciones se relajaron al instante.
—Lo ha sido —admitió, y la media sonrisa que siguió fue tímida, pero cargada de un orgullo silencioso que me derritió por dentro.
Nos quedamos así, inmóviles, mirándonos sin prisa, sonriendo como dos niños atrapados en un secreto, con los corazones aún desbocados bajo la piel.
Me senté entonces sobre mis rodillas y lo miré con nerviosismo. Su sonrisa titubeó y se desvaneció un poco, reemplazada por una atención que cortaba el aire.
Reuniendo todo el valor que pude, susurré, casi temblando:
—Quédate.
Lo vi parpadear, desconcertado, como si dudara de haber entendido bien.
—¿Qué?
—Quédate conmigo esta noche —repetí, bajando aún más la voz—. Quiero... quiero despertar y encontrarte aquí. Quiero dormirme en tus brazos.
Sus ojos buscaron los míos, y vi en ellos ese proceso silencioso: la sorpresa, la duda, la resistencia interna. Pero entonces, poco a poco, una calidez se instaló en su mirada.
—¿Quieres que...?
El rubor me subió de golpe, ardiendo en mis mejillas.
—Solo si te apetece, claro —dije, tragando un nudo—. No tiene que… pasar nada más. Solo… solo dormir. Me gustaría que estés aquí. Pero tal vez sea... demasiado. Si no te sientes cómodo, si prefieres-
—Sakura.
Me interrumpió con suavidad, su voz firme y baja, pero cargada de una emoción que me dejó sin aliento.
—Si es lo que deseas…me quedaré contigo. — hizo una pausa — Quiero dormir a tu lado.
Un alivio caliente me atravesó el pecho. Mi corazón latía fuera de ritmo.
—Bien —susurré, incapaz de esconder la sonrisa que me iluminaba—. Bien.
El silencio que siguió fue delicado. Sentía el latido firme de mi pulso en las muñecas, el calor de su presencia rozando mi piel, y ese nudo en el estómago que mezclaba nervios con una alegría desconocida, suave pero profunda.
Entonces Giyuu rompió el silencio con una seriedad casi cómica:
—No tengo ropa para dormir.
Parpadeé, y una sonrisa divertida se asomó antes de que tuviera que contener la risa ante la simpleza de su preocupación.
—Puedo prestarte algo —ofrecí—. Tengo… —vacilé un instante, antes de decidirme a ser sincera—. Una vieja túnica que perteneció a mi hermano Kenji. La guardo en un baúl. Creo que te quedaría bien.
Vi cómo algo en su expresión cambió, un destello inesperado.
—¿Estás segura? —preguntó con suavidad—. Puedo dormir con lo que llevo puesto...
—Estoy segura —aseguré, y no era una simple promesa. Kenji habría querido que alguien bueno usara su ropa. Que Giyuu estuviera aquí, cuidándome—. Totalmente.
Giyuu asintió despacio, tragando con dificultad, como si la confianza que le entregaba le pesara y, a la vez, lo conmoviera profundamente.
Nos incorporamos con cuidado, todavía tambaleantes—no sabía si era el sake o el torbellino de deseo que aún nos desbordaba—. Le pedí que se quedara donde estaba mientras iba a buscar la túnica.
El aire en mi habitación era frío, casi cortante, y por un instante todo el calor que había sentido a su lado pareció un sueño suspendido, delicado y frágil.
Abrí el baúl y allí estaba: la túnica azul oscuro, sencilla pero bien cuidada, doblada con precisión. La tela, gastada por los años, conservaba esa suavidad familiar, ese tacto que parecía contener memorias. La acerqué al rostro, inhalando ese aroma sutil del pasado —cedro, tierra húmeda—, la esencia de mi hermano Kenji. Un golpe de nostalgia me atravesó el pecho, mezclando cariño y pena.
Sonreí con tristeza, apretando la tela contra mí unos segundos antes de volver al salón.
Giyuu seguía allí, donde lo había dejado, la luz tenue de las lámparas acariciando su perfil, dibujando sombras doradas en su piel.
Le tendí la túnica.
—Toma.
La recibió con ambas manos, con esa serena solemnidad que siempre tenía.
—Gracias —murmuró.
En su voz había algo más que cortesía: un calor tímido, respetuoso.
Lo dejé solo para que se cambiara mientras yo me retiraba al baño—una concesión a la modestia que, tras habernos besado con tanta urgencia y hambre en el suelo, sonaba casi ridícula. Pero, de algún modo, necesaria. Un gesto pequeño para preservar la inocencia, esa calma que había reemplazado al incendio.
Me deslicé fuera del kimono con cuidado, doblándolo con esmero antes de dejarlo sobre un mueble. Solté mi cabello, guardando la horquilla en el tocador, y sonreí al acariciarla suavemente con la punta de los dedos. Luego me envolví en una yukata de algodón blanco, simple, con un delicado estampado floral apenas visible, tan suave como el susurro de la noche.
Cuando regresé, Giyuu ya se había cambiado.
La túnica de Kenji le quedaba un poco ajustada en los hombros, porque Giyuu era más ancho de lo que mi hermano había sido, pero le sentaba bien. Más que bien. Por un instante me quedé congelada en la puerta, observándolo en silencio, con el corazón golpeando fuerte y un suspiro que escapó sin que pudiera contenerlo. Me sentí como una adolescente encaprichada, perdida en la belleza de aquel hombre que se había apoderado de mi mundo.
Giyuu alzó la mirada hacia mí.
Nos miramos el uno al otro a través de la habitación, y me sentí de nuevo azorada, como si prepararnos para dormir juntos, compartir ese espacio íntimo y cotidiano, fuera un acto más vulnerable que todos los besos que nos habíamos dado.
—Ven —pedí suavemente.
Sus pasos descalzos sobre el tatami eran un murmullo mientras me seguía. Atravesamos el pasillo hasta mi habitación, donde el futón ya estaba extendido, esperando.
Apagué casi todas las lámparas, dejando solo una al lado del futón. La luz cálida se mezclaba con el resplandor plateado de la luna colándose por las puertas corredizas entreabiertas, envolviendo la estancia en un abrazo tenue y casi irreal.
Aparté el edredón y me acomodé, levantándolo en una invitación silenciosa.
Giyuu vaciló apenas un instante antes de deslizarse bajo las mantas con una delicadeza casi torpe, como si temiera romper la quietud suspendida entre nosotros.
El futón, aunque no pequeño, estaba pensado para una sola persona, y él me doblaba en tamaño. Terminamos acostados de lado, hombro contra hombro, el calor de su cuerpo fundiéndose con el mío en ese espacio estrecho y compartido.
Podía oír su respiración, ligeramente irregular, mezclada con la mía, igual de descompasada.
—Esto es... —empecé a decir.
—Sí —concordó, aunque no había terminado la frase.
Una risa suave se escapó de mis labios, apenas un susurro perdido en la oscuridad. Y entonces lo sentí relajarse a mi lado, como si ese pequeño sonido hubiera sido suficiente para deshacer la última barrera que nos separaba.
Me giré hacia él, tumbándome de lado y apoyando la cabeza en una mano. La luz tenue delineaba su perfil con delicadeza: la rectitud de su nariz, la curva sutil de sus labios, y el cabello oscuro desparramado sobre la almohada, como una mancha de tinta que contrastaba con la palidez de la tela.
Él giró el rostro hacia mí. Por un instante, la luna atrapó sus ojos, iluminándolos con un brillo intenso y profundo, un azul tan puro que parecía contener el cielo estrellado mismo.
—Hola —murmuré, sintiéndome ridícula y torpe.
Sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa.
—Hola —respondió, con una voz que me hizo sentir que, por fin, estábamos exactamente donde debíamos estar.
El silencio se estiró entre nosotros, cálido, expectante. Muy despacio, Giyuu extendió un brazo hacia mí, una invitación muda.
No dudé ni un instante.
Me acerqué, disolviendo el último espacio que nos separaba. Su brazo me rodeó con una suavidad sorprendente, una caricia firme que contrastaba con la fuerza que sabía que poseía. Me atrajo hasta quedar encajada contra su pecho. Sentí su respiración cálida rozando mi frente, el latido constante y profundo de su corazón vibrando bajo mi mejilla.
Deslicé mi brazo alrededor de su cintura, mientras nuestras piernas se encontraron bajo el futón. Primero un roce accidental—mi tobillo tocando el suyo—que se volvió deliberado, exploratorio. Su pantorrilla se deslizó entre las mías, y el contacto directo de nuestra piel envió una corriente de calor que recorrió todo mi cuerpo. Lentamente, nuestras piernas se enredaron, buscando y encontrando la posición donde encajábamos, como piezas en un rompecabezas.
—¿Está bien así? —susurró, su voz baja vibrando contra mi cabello.
—Perfecto —respondí con suavidad, dejando que el pulso de su pecho me arrullara.
Su mano libre buscó la mía, y nuestros dedos se entrelazaron. El calor de su piel me envolvía, mezclado con su aroma: pino fresco y menta, ahora matizado por el leve toque de cedro que impregnaba la túnica de Kenji. Todo él me rodeaba, cálido y sereno, como si el mundo se hubiera reducido a ese pequeño refugio bajo las mantas.
Sentí sus labios rozar mi coronilla, un gesto tan suave que me estremeció. Permanecimos así, en silencio, respirando al mismo ritmo.
Pensé que, técnicamente, no era la primera vez que dormíamos juntos. Recordé aquella última noche en Aomori, cuando la cabaña estaba helada y no quedaba leña seca. Fui yo quien sugirió juntar los futones para conservar el calor. Luego él propuso abrazarnos. Funcionó, sí, pero ambos terminamos despiertos mucho tiempo, temblando por razones que nada tenían que ver con el frío..
Una sonrisa se dibujó en mis labios al recordarlo. Ya entonces, aunque no lo admitiera, estaba perdida por él.
Sentí sus dedos moverse con lentitud, trazando patrones perezosos sobre mi espalda, un vaivén que era a la vez calmante y estimulante.
Solté su mano y deslicé la mía hacia arriba, hasta posarla en su antebrazo.
Dejé que mis dedos exploraran a su antojo, siguiendo el relieve de las venas marcadas bajo la piel, las líneas tensas del músculo, las pequeñas imperfecciones que lo hacían suyo y único.
Sentí cómo su respiración se hacia más lenta, más profunda.
—Tienes unos brazos muy bonitos —murmuré, dejando que mis dedos siguieran explorando con cuidado—. He estado queriendo tocarlos todo el día. Desde que te subiste las mangas en el entrenamiento.
Su sorpresa fue palpable, casi como si no supiera cómo reaccionar.
—¿En serio? —dijo, la voz baja, cargada de una mezcla extraña entre incredulidad y desconcierto.
—En serio —respondí con un sonrojo invisible en la oscuridad, mi voz apenas un hilo—. Me volviste loca viéndote así. Tan fuerte, tan seguro... eres muy atractivo, Giyuu.
Un sonido grave escapó de su garganta, una mezcla entre una risa contenida y un resoplido consternado.
—Tú también —respondió al fin, con esa voz áspera que apenas ocultaba su honestidad—. Cuando te vi con ese kimono esta noche... casi no pude respirar.
Sonreí contra su pecho, dejando que mi risa suave se perdiera entre los latidos profundos de su cuerpo.
Seguimos acariciándonos, dejándonos llevar por un lenguaje silencioso hecho solo de piel. No había prisa ni intención más allá del contacto: toques ligeros, curiosos, que no eran abiertamente sexuales, pero sí peligrosamente íntimos.
Los dedos de Giyuu recorrían despacio el surco de mi columna, dejando tras de sí una estela de calor que me erizaba la piel. Los míos respondían siguiendo la silueta de sus brazos, las muñecas, las manos—esas manos firmes que con la katana eran letales, y ahora me tocaban con reverencia delicada.
Entonces, con una lentitud medida, levantó una de esas manos y, con un solo dedo, me alzó la barbilla.
Nuestras miradas se anclaron, y por un instante sentí que el mundo se congelaba. Observé cómo sus ojos exploraban mi rostro con una nueva profundidad, cómo se posaban en mis labios, y cómo su respiración se acortaba, más audible, como si contenerla le costara un dolor dulce.
—Puedo... —su voz era grave, apenas un susurro, áspera por el deseo contenido—. ¿Puedo besarte?
En lugar de responder con palabras, deslicé los dedos suavemente sobre sus labios, rozándolos con un tacto tenue, y entreabrí los míos en una invitación clara.
Él acortó la distancia con calma, sin prisa ni titubeos. El beso fue suave, lento, un encuentro delicado donde no había espacio para la ansiedad, solo la certeza de estar juntos, de querer estar cerca. Cada movimiento llevaba la ternura de un afecto profundo, una promesa silenciosa.
Cuando nos separamos, nos encontramos sonriendo, vulnerables y torpes, como dos idiotas enamorados.
—Deberíamos dormir —susurré, aunque mi corazón gritaba lo contrario.
—Deberíamos.
Me acurruqué un poco más contra él, si eso era siquiera posible, deslizando mi pie desnudo hasta rozar su pierna, apretando suavemente la piel de su cintura. Él me respondió abrazándome con más fuerza, su barbilla descansando sobre mi cabeza, un gesto pequeño, cálido, que decía más que mil palabras.
—Sakura —dijo después de un momento de silencio.
—¿Mmm?
—Gracias. Por esta noche.
Sonreí contra su pecho, sintiendo el latido firme bajo mi mejilla.
—Gracias a ti. Por la horquilla. Por elegirme.
Él soltó un leve suspiro, su voz baja y áspera, pero cargada de sinceridad.
—No tenía opción.
—¿Mmm?
—En elegirte —aclaró, apenas un murmullo entrecortado—. Llegaste y cambiaste todo.
—Lo siento. Por alterar tu mundo —dije, aunque en el fondo sonreía, con una mezcla dulce de culpa y gratitud.
—No lo sientas —respondió, y su respiración rozó mi nariz, dejándome un cosquilleo—. Eres la única que... me hace sentir en paz.
Guardó silencio un instante, como buscando las palabras correctas.
—Eso… eso es más de lo que esperaba tener alguna vez.
Un temblor recorrió mi cuerpo y, sin pensarlo, alcé la cabeza para dejar un beso suave en su cuello, justo donde podía sentir su pulso.
—Yo estoy feliz de tenerte en mi vida. —susurré con sinceridad, mi voz débil de emoción contenida. — Buenas noches, Giyuu.
Él apretó mi cintura con un gesto que era a la vez firme y cuidadoso.
—Buenas noches, Sakura —respondió, y su tono llevaba una calma profunda, como si en ese momento, entre nosotros, el mundo se hubiera detenido.
Y así, en la oscuridad de mi pabellón, envueltos en el calor del otro, rodeados por el silencio de la noche y las promesas del futuro, nos quedamos dormidos.
Dos personas rotas que habían encontrado la forma de ser completas juntas.
Notes:
Ahhhhhhh, ¡estoy muy emocionada con este capítulo! 😭💖
Me costó bastante escribirlo porque es largo y pasan mil cosas… aunque a la vez no pase “nada”. Es más bien una evolución íntima de su relación, pero ufff, espero de verdad que os guste el resultado ✨💕
Como veis, entramos en un nuevo terreno para ellos: la parte física, donde ambos empiezan a explorarse poquito a poco… y sí, ¡pasan cosas! 😳🔥 Este nuevo arco irá por ahí: el florecer de su relación en todos los sentidos… y yo no puedo estar más emocionada!! 🌸💞
¡Decidme qué os ha parecido! 🥺👉👈💬
Chapter 37: La flor del invierno - Parte 2
Notes:
🌸🌊
¿Y mi vida?
Dime, mi vida,
¿qué es, si no eres tú?Contigo, Luis Cernuda.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Desperté lentamente, como emergiendo de aguas cálidas y profundas.
Lo primero que registré fue el calor. Un calor sólido y reconfortante contra mi espalda, envolviéndome como una manta. Lo segundo fue el peso—un brazo sobre mi cintura, una mano descansando justo debajo de mi esternón, sosteniéndome.
Y lo tercero fue el recuerdo de la noche anterior.
Giyuu.
Giyuu estaba aquí. En mi futón. Durmiendo conmigo.
Abrí los ojos despacio, dejando que se ajustaran a la luz suave de la mañana que se filtraba a través de las contraventanas. El mundo estaba pintado en tonos dorados y rosas—el amanecer apenas comenzaba a desplegarse sobre el complejo.
Me quedé inmóvil durante un momento, saboreando la sensación. La forma en que su cuerpo se amoldaba al mío. La forma en que su respiración era profunda y regular contra mi nuca. La forma en que sus dedos se curvaban ligeramente sobre mi estómago, como si incluso dormido quisiera mantenerme cerca.
Con mucho cuidado, intentando no despertarlo, me giré entre sus brazos. Fue una maniobra delicada—el futón era pequeño, y Giyuu era grande—pero logré voltearme hasta quedar de frente a él.
Y entonces pude mirarlo con libertad.
Dormido, parecía otra persona. Más joven. Más humano. Toda la tensión que solía dibujarle el rostro —esa seriedad constante, esa alerta silenciosa— había desaparecido, dejando solo rasgos suaves, descansados, como si por fin hubiera encontrado un lugar donde bajar la guardia.
Su cabello, siempre un poco caótico, estaba desatado del todo. Mechones negros se esparcían sobre la almohada, algunos cayendo sobre su frente, rozándole las pestañas. Sus labios estaban apenas separados, y su pecho subía y bajaba en un ritmo lento que me hizo querer acurrucarme más cerca.
La túnica prestada de Kenji se había abierto un poco durante la noche, dejando un triángulo de piel expuesto. Atrajo mi mirada de inmediato. Sentí el impulso de deslizar los dedos por ahí, de memorizar ese calor, esa forma…
Era hermoso.
Con ese cabello negro, la piel pálida que atrapaba la luz y esos rasgos tranquilos incluso en reposo, tenía una belleza que no buscaba ser vista, pero que aun así te detenía. Había en él algo de lago en calma: superficie serena, reflejos limpios… y, debajo, corrientes hondas que podían arrastrarte sin aviso. Algo del cielo previo a la tormenta, silencioso y cargado.
El aire se me escapó en un suspiro.
Este hombre. Este guerrero feroz, capaz de una fuerza que muchos temerían. Esta alma quieta y herida, que había perdido tanto y aun así seguía sosteniendo una bondad obstinada, intacta. Dormido en mi futón. En mi pabellón. Entre mis brazos.
Mío.
El pensamiento me atravesó con una intensidad que casi dolía.
Era mío. Y yo era suya. No en el sentido de posesión, sino en el de pertenencia. En el de elección. Él me había elegido a mí, con todas mis fracturas y mis sombras. Y yo lo había elegido a él, con toda su culpa y sus heridas.
Alcé la mano con cuidado y, con la yema del dedo, tracé la línea de su mandíbula. La piel estaba tibia bajo mi roce, lisa salvo por una leve aspereza natural, la textura propia de un hombre que no busca suavizarse para el mundo. Seguí el contorno hasta su mentón y luego subí despacio, rozando apenas la forma de sus labios.
Giyuu se movió ligeramente, un sonido bajo escapando de su garganta. Me quedé inmóvil, conteniendo el aliento, pero no abrió los ojos. En cambio, su brazo —todavía firme alrededor de mi cintura— me atrajo un poco más hacia él, anulando cualquier espacio entre nuestros cuerpos.
Sonreí contra su piel. Dejé que mi mano descendiera desde su rostro hasta su pecho, reposando sobre su corazón. Sentí el latido: lento, estable, tan seguro que parecía envolverme entera.
Me pregunté cuántas veces habría despertado solo, en un silencio demasiado grande para una sola persona. Cuántas mañanas habría abierto los ojos sin una presencia amable cerca, sin una respiración acompañando la suya. Cuántas noches habría pasado sin esta sensación nueva para ambos—no solo la cercanía de un cuerpo, sino esa otra, la que se siente en el pecho. Esta vulnerabilidad quieta de dormir junto a alguien y permitirte bajar las defensas.
Algo se apretó en mi pecho. Una mezcla de ternura y determinación.
Quería darle esto. Mañanas donde no tuviera que levantarse solo. Noches donde pudiera descansar sin esa alerta constante que parecía acompañarlo siempre. Quería ofrecerle un lugar donde su alma cansada pudiera, aunque fuera por un momento, dejar de pelear.
Como si hubiera escuchado mis pensamientos, los ojos de Giyuu comenzaron a moverse bajo los párpados. Vi ese breve instante en el que la consciencia vuelve: el parpadeo leve, la respiración que cambia, el cuerpo que recuerda dónde está. Sus párpados se alzaron despacio, revelando el azul adormilado de su mirada.
Tan azul.
Ese color profundo e imposible me alcanzó como siempre lo hacía. Por un momento pareció desorientado, sus ojos parpadeando mientras procesaba dónde estaba. Luego me vio, y algo se relajó en su expresión—un cambio mínimo, casi imperceptible, pero tan real que sentí mi corazón volcarse dentro del pecho.
—Buenos días —susurré.
Una pequeña sonrisa—apenas una curva en las comisuras de sus labios—apareció en su rostro.
—Buenos días —respondió él, con la voz ronca del sueño, más baja y grave de lo normal.
Nos quedamos así un momento, quietos, mirándonos en la luz dorada que entraba por las rendijas. Su mano se deslizó por mi espalda de forma lenta, casi inconsciente, una caricia suave que subía y bajaba.
—¿Cuánto tiempo llevas despierta? —murmuró.
—No mucho —susurré—. Unos minutos.
—¿Y has estado...?
—Mirándote dormir —terminé yo, sintiendo el calor subir a mis mejillas—. Sí.
Esperé rigidez, incomodidad, que apartara la mirada. Pero sólo alzó una ceja, apenas un milímetro, como si la idea no le resultara tan extraña.
—¿Soy… interesante de ver? —musitó entonces, sorprendiéndome.
Sonreí sin poder evitarlo.
—Mucho —dije con sinceridad—. Te ves… tranquilo. Como si el peso que llevas normalmente no estuviera ahí.
Lo vi tragar saliva, y entonces susurró:
—Es porque estás aquí.
Mi sonrisa se ensanchó, y sin pensarlo me acerqué a él. Giyuu no dudó: se inclinó y me besó, suave, lento, dulce. Un beso de buenos días que sabía a promesas y a comienzos nuevos.
Cuando nos separamos, estábamos sonriendo los dos.
—¿Qué hora es? —preguntó tras unos segundos de silencio.
Miré hacia las puertas corredizas, entreabiertas para dejar pasar la brisa, y calculé la posición del sol.
—Todavía es temprano. Quizá una hora después del amanecer.
Giyuu asintió, sin prisa, sin intención de levantarse. Yo tampoco me moví. Permanecimos en el futón, enredados, aferrándonos a esos momentos robados de calma antes de que el mundo exterior —con sus responsabilidades y peligros— volviera a reclamarnos.
Sus dedos encontraron mi cabello, peinándolo con suavidad, apartando los mechones que caían sobre mi rostro.
—Tu cabello es muy suave —dijo casi en un susurro. Enredó un dedo en un tirabuzón y lo observó con cuidado—. Y huele bien.
Reí bajito.
—Será el jabón de camelia que me dio Mitsuri.
—No —negó despacio, sin apartar la vista de mi pelo—. Siempre huele bien.
Tomó un mechón, se lo acercó a la nariz y aspiró con los ojos cerrados, como si quisiera guardar ese aroma en la memoria.
—Todo en ti huele bien —musitó, con la voz ronca y un dejo apenas perceptible de anhelo.
Cuando abrió los ojos de nuevo, se encontró con los míos, y ambos nos quedamos congelados un instante, atrapados en la mirada del otro. Un calor inesperado subió a nuestras mejillas, tiñéndolas de un rojo suave. Giyuu soltó el mechón con delicadeza, pero antes de que cayera, entrelacé mis dedos con los suyos, deteniendo el gesto con una caricia silenciosa.
Me maravillé de lo grandes que eran sus manos en comparación con las mías. Manos de guerrero, firmes y curtidas: nudillos marcados, palmas endurecidas por el peso de la katana, la piel áspera en los bordes donde el tsuka rozaba sin piedad. Pero ahora, en contacto conmigo, la tensión de sus tendones se relajaba, y sus dedos largos se acomodaban a los míos con una precisión que parecía nacer del instinto mismo.
Pensé en cómo esas manos, hechas para la batalla y la fuerza, también podían sostenerme con cuidado. En ese contraste —la potencia contenida bajo la piel áspera— encontré un estremecimiento más profundo que cualquier caricia intencionada.
Podría haberme quedado así para siempre—en este futón, en sus brazos, tocando sus manos, con la luz de la mañana pintando el mundo de dorado.
Pero entonces, como si el universo hubiera decidido que habíamos tenido suficiente tiempo a solas, escuchamos un sonido familiar.
Aleteos y graznidos.
Nos incorporamos al unísono, girando la cabeza hacia las puertas corredizas. Allí, posados en el engawa, estaban nuestros cuervos: Kuromaru y Kanzaburō.
Parecían un matrimonio mal avenido.
Kuromaru saltaba nervioso alrededor del mayor, graznando con insistencia, mientras Kanzaburō lo apartaba a base de picotazos.
—¡Silencio, mocoso emplumado! —croó Kanzaburō con fastidio—. ¿No ves que el Pilar del Agua está ocupado reponiendo fuerzas?
Se me escapó una risita.
—Kanzaburō —murmuró Giyuu, con un tono firme que llevaba una clara nota de advertencia.
El cuervo se quedó rígido, clavando sus ojos en Giyuu con algo que casi parecía respeto. Pero justo entonces, Kuromaru aprovechó para picarle la cola. Kanzaburō soltó un graznido indignado y se sacudió con gesto ofendido.
Giyuu suspiró lentamente, acostumbrado a la pelea interminable entre ambos.
—¿Qué ocurre?
—Traigo un mensaje, un mensaje importante de… —Kanzaburō se detuvo en seco, confundido—. Un mensaje de...
Sonreí por dentro. Giyuu me había contado que el pobre Kanzaburō ya era muy viejo y que su memoria a veces le jugaba malas pasadas.
Kuromaru, henchido de orgullo, graznó con energía:
—¡Gyomei Himejima ha convocado una reunión de Pilares! ¡A media mañana! ¡En el salón principal!
—¡Eso he dicho, insolente! —chilló Kanzaburō, lanzándose a picarle de nuevo, aunque Kuromaru esquivó con agilidad.
—¡Reunión! ¡Reunión! —repitió mi cuervo con entusiasmo—. ¡Todos los Pilares deben asistir!
Giyuu y yo intercambiamos una mirada.
—Entendido, Kuromaru. Gracias —dije, acariciando suavemente su plumaje.
Los cuervos graznaron en señal de aprobación y levantaron vuelo. Kuromaru se elevó veloz, como una flecha negra, mientras Kanzaburō lo seguía con un ritmo más pausado, perdiéndose en el cielo matutino entre graznidos y reproches.
Suspiré, dejando que mi cabeza se hundiera de nuevo en la almohada.
—El deber nos llama.
—Sí —respondió Giyuu, su voz baja y seria, aunque en ella se adivinaba la misma falta de ganas.
Nos quedamos allí un momento más, robando unos segundos extra, antes de que la responsabilidad ganara. Con un suspiro conjunto, nos desenredamos con lentitud y salimos del futón.
***
La mañana se convirtió en un pequeño ritual doméstico, un baile silencioso que ya conocíamos… pero que ahora tenía otro peso.
Habíamos hecho esto antes, en la cabaña: despertar con el alba, turnarnos el sueño según quién había hecho guardia, preparar el desayuno, avivar el fuego, comer sin necesidad de llenar el silencio. La rutina era prácticamente la misma.
Y aun así, todo había cambiado.
Había una soltura nueva en cómo nos movíamos cerca del otro. Miradas que se detenían un segundo más de lo necesario. El roce casual de un brazo al pasar. Su mano apartando un mechón rebelde de mi frente sin pensarlo dos veces. Pequeños gestos que antes habrían sido prohibidos… y que ahora fluían como si siempre hubieran estado ahí.
No habíamos hablado de “nosotros”. No había nombre para lo que éramos. No había promesas. No había juramentos.
Aun así, lo sabía.
Lo sabía en la forma en que me buscaba sin buscarme. En la manera en que su mirada se volvía más suave cuando creía que no lo veía. En la calma que dejaba a su paso, incluso cuando se alejaba.
Giyuu y yo éramos algo.
Algo que no necesitaba definirse para ser real.
Algo que se sostenía solo, como si la vida hubiera estado empujándonos hacia este punto desde el principio.
Y al pensarlo, un vértigo dulce me recorrió, como si estuviera asomándome al borde de una vida nueva… una para la que no tenía mapa, pero que quería aprender a caminar.
Mientras yo preparaba el desayuno, él volvió a su pabellón para cambiar el kimono por el uniforme. Cuando regresó—perfectamente ordenado, el haori cayendo con esa precisión casi ceremonial que tenía al vestir—yo ya había servido todo.
El desayuno fue sencillo: arroz humeante, un poco del pescado a la parrilla que nos había sobrado de anoche, encurtidos, y té verde aún caliente. Comimos sin prisa, y después recogimos juntos.
Como Hashira, teníamos derecho a todos los sirvientes que quisiéramos, pero jamás me había gustado la idea. Siempre me había parecido extraño—casi humillante—que alguien más limpiara lo que yo misma ensuciaba. Hasta la palabra “sirviente” tenía un filo desagradable. Prefería hacerlo con mis propias manos… aunque debía admitir que permitirles quitar el polvo de vez en cuando era práctico, sobre todo cuando pasaba semanas fuera en misiones.
Pero hoy no había misiones.
Hoy lo hacía yo.
Miré a Giyuu de reojo mientras secaba conmigo las tazas de té. A simple vista seguía siendo él: serio, concentrado, el Pilar del Agua en toda su gloria… fregando platos. Pero yo sabía lo que se escondía bajo esa máscara de quietud. El hombre que me había besado anoche como si algo dentro de él por fin hubiera cedido. El que se había quedado dormido conmigo en brazos. El que había pensado en mí incluso cuando intentaba mantenerse lejos.
Ese era el Giyuu que tenía a mi lado.
Cuando terminamos de lavar los platos, me giré hacia él. La luz de la mañana se filtraba por la ventana, bañándolo de un resplandor suave que hacía imposible no mirarlo.
—Voy a cambiarme. No tardaré. Y… —sentí un pequeño temblor en la voz — me gustaría llevar la horquilla que me diste. ¿Podrías… ayudarme a ponérmela otra vez?
Por un momento, Giyuu simplemente me miró. Algo cruzó su mirada que le suavizó la expresión, como si mi petición hubiera golpeado un lugar profundo al que casi nunca dejaba entrar a nadie. Asintió despacio, tragando saliva, como si necesitara contener todo lo que no pensaba decir en voz alta.
—Sí —murmuró al fin, la voz grave y un poco ronca—. Puedo hacerlo.
Y la manera en que lo dijo bastaba para entender que todo esto tenía un significado que iba mucho más allá de una horquilla en el cabello.
***
Me puse el uniforme de Pilar: el vestido negro estándar, las calzas blancas, las sandalias, y por último, el haori estrellado. Era demasiado cálido para un día de verano, pero pedir un uniforme más ligero como el de Mitsuri jamás sería una opción. Tengen lo calificaría como “atrevido hasta la extravagancia”. A Giyuu, en cambio, probablemente le daría un infarto.
Me permití imaginar por un instante su cara si aparecía con un escote pronunciado y una falda corta… y tuve que morderme la sonrisa que se me escapaba, peligrosamente tentada a pedir uno solo para mostrárselo en privado.
Me senté frente a mi pequeño espejo, cepillando mi cabello hasta que cayó en ondas suaves por mi espalda. La sonrisa traviesa seguía ahí, colándose entre pensamiento y pensamiento.
Entonces escuché pasos en el pasillo. Reconocería ese ritmo incluso dormida. Un par de golpecitos sonaron en la puerta.
—Adelante —dije, incapaz de borrar la sonrisa.
La puerta corredera se deslizó y, al alzar la vista, nuestros ojos se encontraron en el espejo.
—¿Estás preparada? —preguntó, su voz grave, tranquila.
—Lo estoy.
Extendí la mano hacia el tocador y tomé la horquilla. Las estrellas plateadas centelleaban incluso bajo la luz suave de la habitación. Me levanté y caminé hacia él, ofreciéndosela entre los dedos.
Esta vez no me giré para darle la espalda. Me quedé frente a él, el rostro alzado para poder mirarlo mientras se acercaba.
Sentí sus manos en mi cabello un momento después.
Si anoche esto había encendido una chispa de pura tensión sexual, esto era diferente. La intimidad seguía ahí—más profunda, más silenciosa—, pero envuelta en una dulzura inesperada. Había algo doméstico en ello, algo que rozaba la idea peligrosa de rutina. Como si esto fuera lo más normal del mundo: que él me arreglara el cabello, que sus dedos conocieran mi melena y su peso.
Reunió mi pelo con cuidado, ahora seguro en cada movimiento. Lo giró en un moño suelto, dejando escapar unos mechones que enmarcaban mi rostro. Después deslizó la horquilla, anclándola con precisión.
Los abalorios de cristal azul tintinearon suavemente, rozando mi nuca.
—Ya está —murmuró.
Sus dedos siguieron la curva de mi oreja y empujaron un mechón rebelde detrás de ella, dejando una estela cálida que me recorrió la piel. Me estremecí sin poder evitarlo, inclinando la cabeza hacia su toque.
—Eres peligroso —susurré, dejando que los párpados cayeran un instante.
No lo vi, pero supe que estaba sonriedo, apenas un movimiento en su respiración.
—¿Yo?
—Sí, tú. —Abrí los ojos lentamente para mirarlo a través de las pestañas—. Haces que quiera saltarme la reunión y quedarme aquí contigo.
Los ojos de Giyuu se oscurecieron un tono, como si un pensamiento fuera demasiado lejos, demasiado rápido.
—Siento lo mismo —confesó, apenas audible.
Nos quedamos suspendidos en ese instante que parecía querer alargarse para siempre. El aire entre nosotros tensándose, tibio, cargado.
Al final, reuní toda la fuerza de voluntad que tenía y di un paso atrás, rompiendo el hechizo.
—Pero tenemos una reunión, y Gyomei valora la puntualidad más que el oxígeno.
Giyuu asintió, aunque el gesto tenía la claridad de un hombre que preferiría otra cosa.
Fui a buscar mi katana, apoyada sobre el baúl. Me la ajusté a la cintura con un movimiento familiar. A mi lado, Giyuu hacía lo mismo. Su haori se había torcido en el hombro al moverse.
Me acerqué sin pensarlo.
—Espera —murmuré, levantando las manos.
Giyuu se quedó quieto mientras alisaba la tela sobre sus hombros. La alisé sobre sus hombros, ajustándola. Mis manos se demoraron un segundo más del que debía, dibujando la línea de su hombro. Podía sentir la firmeza del músculo, el calor de su cuerpo.
—Ahora sí —susurré, dando un pequeño paso atrás.
No llegué a retirarme del todo. La mano de Giyuu atrapó mi muñeca con una suavidad que me desarmó. Tiró de mí apenas, solo lo suficiente para inclinarse y rozar mi frente con un beso breve, dulce.
—Gracias —murmuró contra mi piel.
Me quedé quieta un segundo, respirandolo. Después, con un esfuerzo invisible, nos separamos.
—Vamos —dije, intentando sonar más disciplinada que enamorada.
Giyuu asintió, y salimos juntos de mi pabellón, uno al lado del otro, como si dejar ese cuarto exigiera más valor que enfrentar demonios.
***
Al salir, la luz del sol veraniego me golpeó de lleno. Todavía llevaba en la piel el eco tibio del beso de Giyuu en la frente, así que la brisa fresca fue una bendición para enderezar la cabeza y no caminar como una tonta prendada.
Cerré el portón del pabellón y apenas dimos unos pasos cuando una figura apareció en el sendero de tierra, cruzándonos de manera abrupta.
Obanai Iguro.
Se detuvo tan de golpe que la serpiente sobre sus hombros —Kaburamu— levantó la cabeza, alerta. Su mirada saltó de mí a Giyuu, después al pabellón que acabábamos de dejar atrás… y luego volvió a nosotros. Lenta. Medida. Sospechosa.
Yo forcé mi sonrisa más inocente.
—Buenos días, Iguro-san.
Obanai alzó dos dedos en un saludo breve, casi automático. Sus ojos se movieron con la precisión fría de su serpiente: de Giyuu a mí, después al portón, y luego al diminuto espacio entre nuestros cuerpos. Parpadeó una vez. Otra. Una tercera.
Ni un sonido. Solo grillos, hojas, y la incomodidad materializándose en el aire.
Giyuu, por supuesto, seguía igual de impasible, mirándolo con esa calma que roza la indiferencia absoluta.
Fue entonces cuando Obanai enrojeció. Así, sin aviso. Como si fuese él quien acabara de ser sorprendido saliendo de un pabellón a primera hora de la mañana. Kaburamaru siseó, inquieto, deslizándose sobre su hombro.
En un instante Obanai reanudó la marcha, casi tropezando con la prisa de alguien que intenta fingir dignidad mientras huye del escenario de un crimen. Se internó entre los árboles sin mirar atrás.
Yo lo seguí con la mirada, mordiéndome el labio para no soltar la risa.
Cuando me giré, Giyuu solo me dedicó una mirada de reojo. Serena. Indescifrable. Como si nada de aquello lo afectara en lo más mínimo, cuando yo aún podía sentir el calor del caos que acabábamos de provocar.
—¿Crees que va a correr a contárselo a los demás?
Giyuu se encogió de hombros, tan tranquilo como siempre.
—Probablemente no.
—¿No?
—No suele hablar de cosas que no entiende —dijo muy serio, tanto que no supe si lo decía en broma o no.
Me reí sin poder evitarlo mientras comenzábamos a andar. Al mirar a mi lado, vi que la comisura de su boca se alzaba apenas un poco.
Solo un poco. Pero lo suficiente para que mi corazón se acelerara.
***
Resultó que Obanai Iguro, contra todo pronóstico, era un auténtico chismoso.
Fuimos los últimos en llegar al salón de reuniones. La luz del sol atravesaba las puertas corredizas, bañando el tatami pulido y haciendo brillar cada fibra. En el centro, la mesa baja rodeada de cojines ya estaba casi llena.
Al cruzar el umbral, las conversaciones se apagaron en un instante. Todas las cabezas se giraron hacia nosotros, como si una cuerda invisible las hubiese tirado al mismo tiempo.
Todas, menos la de Obanai, que parecía más interesado en inspeccionar sus uñas con un cuidado casi obsesivo.
Mitsuri prácticamente rebotaba de emoción, una sonrisa radiante iluminando su rostro sonrojado. Shinobu observó a Giyuu durante un largo instante antes de posar su mirada en mí; su sonrisa educada se tornó en un destello ligeramente burlón.
Sanemi me lanzó una mirada seca, para luego escanear a Giyuu de arriba abajo y soltar un resoplido incrédulo, como si la idea de que alguien pudiera fijarse en él le pareciera una broma de mal gusto.
Intenté mantener el rostro sereno, profesional, aunque sentía el calor subirme por el cuello bajo tantas miradas clavadas en nosotros. A mi lado, Giyuu seguía impasible, tan inexpresivo que cualquiera habría jurado que no había pasado nada fuera de lo común.
En el lugar de honor, Gyomei Himejima permanecía sentado con los ojos cerrados, las manos entrelazadas sobre las cuentas de su rosario. Parecía ajeno a todo, como en profunda meditación, pero las cuentas tintinearon suavemente al romper el silencio con su voz grave y serena:
—Tomioka-san. Sakura-san —saludó—. Bienvenidos.
—Himejima-san —respondimos al unísono.
Nos dirigimos a nuestros puestos. Me acomodé en el cojín asignado junto a Muichiro, mientras Giyuu tomaba el suyo frente a Sanemi. El silencio regresó, más denso, casi palpable. Podía sentir la presencia de Giyuu al otro lado de la mesa: estable, firme, imposible de ignorar.
—Ahora que todos estamos presentes —prosiguió Gyomei—, comencemos.
***
—He convocado esta reunión —comenzó el Pilar de Piedra— para discutir los resultados del programa de entrenamiento que hemos estado implementando.
Todas las miradas se posaron en Gyomei, atentas a cada palabra.
—Como sabéis —prosiguió—, establecimos este sistema escalonado con el propósito de fortalecer a nuestros combatientes de rango inferior y medio. Cada Pilar asumió la responsabilidad de un aspecto específico del entrenamiento, enfocado en desarrollar habilidades y resistencia.
Hizo una pausa, apretando con fuerza las cuentas de su rosario entre sus enormes manos.
—Ha transcurrido el tiempo suficiente para evaluar su efectividad. He seguido de cerca el progreso de quienes han completado cada etapa y debo decir... —una lágrima surcó lentamente su mejilla—. Estoy impresionado.
Sentí un alivio profundo que me recorrió el cuerpo. No era que dudara del rigor del entrenamiento —cada uno de nosotros era experto en su campo—, pero siempre existía esa sombra de incertidumbre: la posibilidad de que, cuando llegara el enfrentamiento con Muzan, no estuviéramos realmente preparados.
—Los combatientes que han completado el entrenamiento muestran mejoras notables —continuó Gyomei con voz firme—. Mayor resistencia, técnica más depurada, confianza fortalecida. Mi propio entrenamiento en fuerza bruta y resistencia al dolor ha templado sus cuerpos. Kanroji-san, tu trabajo en flexibilidad y movimientos acrobáticos ha producido resultados excepcionales. Iguro-san, tus enseñanzas sobre lectura del oponente y manejo de la espada han sido invaluables. Shinazugawa-san, tu enfoque en combate agresivo y toma de decisiones bajo presión ha templado su espíritu. Tokito-san, tu entrenamiento en velocidad y reflejos ha afinado sus instintos.
Cada Pilar asintió en señal de reconocimiento.
—Saitō-san —prosiguió Gyomei—, tu método para resistir ilusiones mentales y mantener la claridad en estados alterados ha sido especialmente efectivo. Al someter a los cazadores a visiones provocadas por plantas alucinógenas, los has forzado a enfrentarse a sus miedos más profundos, fortaleciendo no solo su concentración sino también su temple interior. Una lección crucial, pues la mente firme es el arma más difícil de quebrar.
Luego giró su cabeza hacia Giyuu.
—Tomioka-san —su voz se tornó más firme, cargada de peso y expectativa—, tu etapa es la última y la más exigente. La prueba definitiva antes de que consideremos a un Cazador verdaderamente preparado para las amenazas que se avecinan.
Todas las miradas se posaron en Giyuu, que mantuvo la calma habitual. No se movió ni mostró indicio alguno de incomodidad bajo el escrutinio. Su rostro permaneció sereno, impecable, profesional. Cuando habló, su voz fue clara, precisa y firme.
—De los treinta combatientes que han llegado a mi etapa en las últimas semanas, dieciocho han completado el entrenamiento satisfactoriamente. Los que no, están próximos a lograrlo —su tono medido, cada palabra cuidadosamente seleccionada—. La mejora que han mostrado es evidente.
—¿Confías en que estarán listos? —preguntó Gyomei—. Para lo que está por venir.
Giyuu no vaciló.
—Los que han finalizado el entrenamiento están considerablemente mejor preparados que antes. Sobre si estarán a la altura cuando llegue el momento... —hizo una pausa breve, cargada de realidad—. Algunos sí. Otros... dependerá de las circunstancias. Pero hemos hecho todo lo posible para darles las herramientas que necesitarán para sobrevivir.
En esa voz, tranquila y sin arrogancia, percibí la fuerza y la convicción que siempre lo habían definido. Este era Giyuu en su elemento. El hombre que enfrentaba el mundo con determinación inquebrantable y habilidad pura, tan distante del que, atento y delicado, se contenía para no sobrepasarse conmigo.
El Pilar del Agua, impecable. El Cazador respetado y seguido por todos, que incluso en su momento más vulnerable —el que solo me entregaba a mí— resultaba irresistible.
Tuve que contener el rostro para no revelar lo que realmente sentía. Pero, por el rabillo del ojo, vi a Mitsuri observarme, y la sonrisa cómplice en su rostro delataba que no engañaba a nadie.
Carraspée suavemente, desviando la mirada de esos ojos verdes que lo sabían todo.
—Excelente —dijo Gyomei, asintiendo con solemnidad—. Entonces, el programa de entrenamiento ha sido un éxito. Continuaremos con él hasta que todos los combatientes disponibles hayan completado cada etapa
Un murmullo de aprobación recorrió la sala.
—Sin embargo —añadió, y su voz se tornó más grave—, hay algo que me preocupa profundamente.
El aire en la habitación se volvió denso, como si una sombra invisible se posara sobre todos.
—Los ataques demoníacos han disminuido drásticamente en las últimas semanas —explicó—. Apenas recibimos informes de actividad significativa. Las patrullas nocturnas recorren calles vacías, como si los demonios hubieran... desaparecido.
Sanemi gruñó.
—¿Eso no es bueno? Menos monstruos, menos muertos.
—En condiciones normales, sí —replicó Gyomei—. Pero estas no son condiciones normales. No después de que Nezuko Kamado sea el único demonio capaz de resistir el sol.
—¿Crees que se está preparando? —intervino Shinobu con voz suave, teñida de preocupación—. Que está reuniendo fuerzas para algo grande.
—Exacto —confirmó Gyomei—. Muzan Kibutsuji no es un enemigo que retroceda por miedo. Si ha ordenado a sus demonios que no ataquen, es porque está tramando algo. Algo terrible.
El silencio que siguió pesaba sobre todos, cargado con el peso de esa terrible certeza.
—¿Qué propones? —preguntó Obanai, su voz amortiguada por la venda que cubría su boca.
—Permanecer vigilantes —respondió Gyomei con voz firme—. Continuaremos con el entrenamiento, pero también debemos estar preparados para movilizarnos en cualquier momento. He enviado noticias al Maestro Ubuyashiki sobre la situación. Él está... —vaciló, y una sombra de dolor cruzó su rostro—. Él se debilita cada día más. La enfermedad avanza, implacable. Pero su mente sigue tan clara como siempre, y confía en que estaremos listos para lo que venga.
Un nudo se formó en mi garganta. Todos conocíamos la maldición que pesaba sobre la familia Ubuyashiki desde generaciones atrás, pero escuchar que su salud empeoraba... era distinto.
—Estaremos listos —intervino Mitsuri con una seriedad poco habitual en ella—. Cuando llegue el momento, demostraremos que somos el grupo de Hashira más fuerte que se ha visto en generaciones.
Un murmullo de aprobación recorrió la sala. La determinación se palpaba en el aire, casi como una fuerza tangible.
—Entonces estamos de acuerdo —concluyó Gyomei, apretando las cuentas de su rosario una vez más—. Mantenemos el curso: entrenamos, nos preparamos y esperamos.
Hizo una pausa, su voz bajó a un susurro cargado de solemnidad.
—Que los dioses nos concedan la fuerza para enfrentar lo que está por venir. Eso es todo por ahora. Podéis retiraros.
***
Los Pilares comenzaron a levantarse, murmurando en voz baja mientras se dirigían hacia la salida. Me incorporé, alisando la falda del uniforme, cuando noté que Giyuu también se ponía de pie. Pero no vino hacia mí.
En cambio, se dirigió hacia Sanemi.
El Pilar del Viento estaba parado cerca de las puertas, con su habitual expresión hosca, el ceño fruncido como un muro infranqueable. Al ver a Giyuu acercarse, esa tensión en su rostro se profundizó; por un momento pensé que simplemente daría media vuelta y se iría, pero se quedó firme, brazos cruzados, esperando.
—Shinazugawa —dijo Giyuu con voz tranquila pero firme.
—¿Qué quieres, Tomioka? —gruñó Sanemi, sin esconder el desprecio.
Giyuu no mostró ni un ápice de reacción ante la hostilidad. Era una de las cosas que más irritaban a Sanemi: que nada parecía afectarle.
—Si tienes tiempo —prosiguió Giyuu—, quiero que entrenes conmigo.
Vi a Sanemi parpadear, incrédulo. Su boca se abrió, se cerró, volvió a abrirse, incapaz de articular una respuesta inmediata.
—¿Entrenar conmigo… tú? —escupió, con tono áspero.
—Sí —respondió Giyuu, simple y directo.
—¿Y por qué? —replicó Sanemi, escéptico.
—Porque necesito alguien que no se detenga —dijo sin cambiar la expresión—. Quiero ver hasta dónde puedo llegar.
Por un instante, la hostilidad que irradiaba Sanemi se transformó en sorpresa genuina; sus ojos se entrecerraron, y un ligero temblor apareció en su mandíbula. Luego ladeó la cabeza, chasqueó la lengua y clavó la mirada en mí, señalándome con un movimiento brusco de barbilla.
—Está bien. Pero no creas que voy a aflojar solo porque ahora tienes novia —la advertencia sonó áspera, más que una burla.
Sentí cómo mi rostro se encendía al instante. Giyuu, sin embargo, ni siquiera parpadeó.
—No esperaría menos —replicó con la misma seriedad que mantenía siempre.
Sanemi lo observó largo rato, midiendo silenciosamente. Escupió una risa corta, casi desdeñosa.
—Está bien, Tomioka. Te espero esta tarde en el campo de entrenamiento sur. Voy a dejarte hecho polvo.
—Allí estaré—asintió Giyuu, y un brillo contenido de desafío cruzó sus ojos.
Sanemi gruñó algo ininteligible, dio media vuelta y se alejó sin mirar atrás.
Cuando Giyuu se giró, me encontró mirándolo. No sonrió, pero la dureza de su rostro se suavizó apenas. Salimos de la sala juntos, sin prisas, con la misma calma con la que habíamos llegado.
Sin pensarlo demasiado, quién pudiera vernos o qué pudieran decir, extendí la mano y tomé la suya.
No pensé en que podría apartarse, ni en que quizá no quisiera mostrar un gesto tan claro de afecto frente a los demás. Solo lo hice.
Sentí el leve estremecimiento en su cuerpo, esa mezcla de sopresa y tensión, el sutil choque entre el impulso de retroceder y la elección de quedarse.
Luego, sus dedos grandes y firmes se entrelazaron con los míos, cubriendo mi mano más pequeña con una calidez silenciosa, un ancla invisible que nos anudaba en medio del mundo. El latido de mi corazón se aceleró al notar el pulso firme bajo su piel, como un pequeño acto de valentía velado que solo él podía ofrecer.
No pronunciamos palabra alguna; no hacía falta. Ese simple acto —coger su mano delante de todos, y que él no solo no se apartara, sino que me sujetara contra él— decía más que cualquier frase que pudiéramos intercambiar.
Percibí movimiento en mi visión periférica y supe que había ojos atentos, curiosos, sobre nosotros. Pero no me importó. Nada importaba más que él. Porque aquello —Giyuu y yo, juntos— era real, era bueno, era inquebrantable.
Sentí su pulgar rozar mi palma con suavidad, casi como una caricia apenas contenida. Al mirarlo, él seguía con la vista fija al frente, sereno en apariencia, pero en sus ojos descubrí un brillo sutil, una satisfacción contenida que llevaba el peso de batallas internas ganadas y desafíos superados.
Su paso marcaba el ritmo del mío: medido, tranquilo, seguro. Todo en él comunicaba sin necesidad de palabras.
Y en medio de ese momento compartido, pensé en lo orgullosa que estaba de él. De cómo, gracias a la inspiración de Tanjiro y a su propia determinación férrea, Giyuu finalmente reclamaba su lugar entre los Hashira. Entrenar con Sanemi no era solo un desafío físico; era un signo de que por fin estaba dispuesto a luchar por su sitio, a romper sus propias barreras. Y yo estaba allí, junto a él, viendo cómo ese hombre callado y fuerte se abría paso, paso a paso.
Desde algún lugar detrás de nosotros, escuchamos un chillido, agudo, emocionado, y absolutamente inconfundible.
—¡KYAAAAAAAAAAA! ¡LO SABÍA! ¡VAN DE LA MANO! ¡ES TAN ROMÁNTICO! ¡IGURO-SAN, MIRA, VAN DE LA MANO!
La voz de Mitsuri resonó por todo el complejo, lo suficientemente fuerte como para que probablemente los pueblos de alrededor la escucharan.
Giyuu y yo intercambiamos una mirada. Solté una risita contenida. Su rostro seguía imperturbable, pero sus ojos mostraban que entendía perfectamente la situación, y su agarre firme en mi mano no flaqueaba.
—Bueno, supongo que oficialmente ya no es un secreto. — comenté con una sonrisa.
—Supongo que no —dijo perfectamente tranquilo.
Me apretó la mano una vez más, y yo se la apreté de vuelta.
Y juntos, sin soltarnos, continuamos caminando por el camino.
Detrás de nosotros, aún escuchaba a Mitsuri emocionada, y la voz más baja de Obanai tratando —sin éxito— de calmarla. Podía imaginar los chismes que se dispersarían pronto por todo el complejo.
Pero en ese instante, bajo el cielo azul claro, con nuestras manos entrelazadas y el paso sincronizado, solo existíamos nosotros.
La noche había caído sobre el complejo de los Pilares, envolviendo todo en ese silencio particular que solo habita cuando el mundo parece dormir. Las estrellas titilaban en el cielo despejado, y la luna casi llena bañaba los senderos de piedra con su luz plateada, fría y suave.
Caminaba hacia el pabellón de Giyuu, sintiendo cómo el pulso se aceleraba con cada paso. Habían pasado ya varios días desde la reunión de Himejima, desde aquella mañana en la que, delante de todos, caminamos tomados de la mano.
Él se había despedido temprano en la mañana, y durante el día nuestros caminos apenas se habían cruzado. Yo, ocupada supervisando a nuevos Cazadores en mi etapa. Él, con sus propias responsabilidades, siendo la prueba definitiva para quienes llegaban a su nivel.
Lo echaba de menos.
Quizá parecía extraño extrañar a alguien después de tan poco tiempo, pero así era. Ahora entendía esa sensación de quienes se enamoran y no pueden apartar a esa persona de sus pensamientos.
Sonreí por dentro, preguntándome si Giyuu también me tendría presente, aunque no estuviéramos juntos. Y una certeza cálida me respondió que sí.
Llegué a la edificación principal del pabellón y me detuve frente a la puerta. La luz cálida se filtraba tenue a través de las puertas corredizas de papel.
Levanté la mano y llamé suavemente, ajustando la pequeña bolsa que llevaba colgada del hombro, con mis cosas para pasar la noche.
Desde el interior, escuché movimiento. Pasos que se acercaban con calma. La puerta corrediza se deslizó a un lado, revelando la silueta alta de Giyuu. Su cabello aún mojado goteaba sobre los hombros.
Oh.
Debería aprender a controlar este latido desbocado que me provoca cada vez que lo veo. Si no, acabaré en la enfermería más temprano que tarde.
Para mi defensa, diré que se veía absolutamente cautivador.
Vestía un yukata ligero, anudado deprisa y corriendo en la cintura, dejando al descubierto parte del pecho y el inicio del abdomen. Pequeñas gotas de agua recorrían su piel, siguiendo un camino que mis ojos trazaban sin querer. En una mano sostenía una toalla, que claramente había estado usando para secarse el cabello.
—Sakura —dijo, con una voz más cálida y complacida que de costumbre.
Tuve que hacer un esfuerzo consciente para mantener la mirada fija en su rostro, resistiendo el impulso de dejar que mis ojos vagaran sin vergüenza por el resto de su cuerpo.
—Hola —saludé, sintiendo cómo una tímida oleada me subía de repente—. ¿Es mal momento?
Giyuu alzó apenas una ceja, como si mi pregunta le pareciera absurda. Se hizo a un lado, abriendo la puerta más ampliamente.
—Pasa, por favor.
Entré en su casa, quitándome las sandalias en la entrada y colocándolas con cuidado junto a las suyas.
El hogar de Giyuu era exactamente como podías imaginar que sería.
Su hogar era justo como esperaba: simple, ordenado, casi espartano en su austeridad. Las paredes de madera clara carecían de adornos innecesarios. Un pequeño escritorio con papeles perfectamente organizados ocupaba una esquina, y un baúl cerrado descansaba contra la pared. Una lámpara de papel derramaba una luz cálida y suave, que hacía que el espacio, aunque sobrio, resultara acogedor.
Lo único que aportaba un toque de color era un pequeño jarrón con flores silvestres, blancas y azules, sobre una repisa.
Giyuu siguió mi mirada y una mínima tensión le cruzó los hombros. Fue como si su cuerpo se recogiera un segundo, apenas perceptible, antes de hablar.
—Las vi esta mañana en el camino —dijo con voz baja, apretando la toalla entre los dedos—. Me recordaron a…
La frase se le quedó atascada, como si terminarla lo obligara a cruzar un territorio que no sabía cómo pisar.
—¿A qué? —insistí suavemente, girándome hacia él con una sonrisa que buscaba darle un salvavidas, no presionarlo.
Giyuu apartó la mirada, fijándola de nuevo en las flores como si fueran más fáciles de enfrentar que yo.
—A ti —admitió al fin. Su respiración se volvió un poco más lenta, más medida, como si necesitara controlar algo en su interior—. Me recordaron a ti.
Una calidez dulce se extendió en mi pecho, llenándome por completo.
—Son hermosas —susurré, acercándome para rozar con cuidado uno de los pétalos—. Gracias por pensar en mí.
Giyuu asintió y entonces pareció darse cuenta de que aún sostenía la toalla, mientras gotas de agua seguían deslizando por su cabello. Con movimientos rápidos y sin delicadeza, se la pasó por el pelo, frotando con esa energía masculina y despreocupada que lo hacía inexplicablemente atractivo —tan distinta de la forma meticulosa y cuidadosa con que yo solía secarme el cabello—.
Tuve que apartar la mirada, antes de hacer algo tan indecoroso como querer encaramarme a él como un koala.
Mis ojos buscaron cualquier refugio visual dentro de la sala, algo en lo que concentrarme que no fuera el movimiento de sus brazos, la tensión de sus músculos, o las gotas de agua que resbalaban por su piel húmeda.
No seas idiota, Sakura, me reproché en silencio.
Ajeno a mi nerviosismo creciente, Giyuu terminó de secarse y dejó caer la toalla sobre sus hombros, donde colgó sin esfuerzo.
—Los entrenamientos de hoy fueron intensos —dijo al fin, con esa calma suya que a veces parecía un lago sin viento.
La frase me arrancó del aturdimiento en que me había quedado atrapada.
—¿Cómo te fue? —pregunté mientras dejaba mi bolsa junto al escritorio y me acercaba un poco—. ¿Entrenaste con Sanemi otra vez?
Asintió. Su expresión se tensó apenas, como si repasara mentalmente la pelea.
—Tercera sesión.
—¿Y? —insistí, sentándome en uno de los cojines cerca de la mesa baja—. ¿Qué tal?
—Empate.
—¿Igual que las otras dos?
Asintió de nuevo. Un par de gotas aún caían de su cabello al tatami, oscuras contra la madera clara.
—Rompimos las katanas.
No pude evitar sonreír. Giyuu y Sanemi eran probablemente los dos espadachines más fuertes entre los Hashira —excluyendo a Gyomei, cuya fuerza bruta era simplemente incomparable. Que pudieran pelear hasta ese nivel, rompiendo las armas de entrenamiento—que estaban diseñadas específicamente para resistir el castigo de los combates—y aún así no tener un claro ganador…
Era impresionante. Y un poco intimidante.
—Sanemi debe estar furioso —dije, incapaz de ocultar la diversión.
—Lo está —respondió con absoluta serenidad, como si la furia de Sanemi fuera una parte natural del ecosistema—. Pero creo que también lo disfruta.
—Seguro que sí. Eres de los pocos que pueden mantenerle el ritmo. Además de Gyomei, claro. —Incliné la cabeza—. ¿Tuvisteis espectadores?
—Algunos. —Hizo una breve pausa, como si una imagen cruzara por su mente—. Tanjiro apareció hacia el final.
—¿Tanjiro?
—Pensó que estábamos peleando en serio.
Me eché a reír en acto reflejo. La imagen se formó sola: Tanjiro irrumpiendo entre dos Hashira como si el mundo se fuera a acabar, ojos enormes, respiración veloz… la definición exacta de “intervención suicida pero bienintencionada”.
—Pobre Tanjiro —dije entre risas—. Seguro creyó que Sanemi estaba intentando matarte.
—Probablemente. —En su voz apareció un hilo muy tenue de humor, como una grieta diminuta en su seriedad habitual—. Terminó llevándose un golpe de Shinazugawa.
—Sanemi es un cavernícola —murmuré, chasqueando la lengua con desaprobación.
—Lo es. —Lo dijo sin dramatismos, con ese cansancio tranquilo de quien lleva años lidiando con la misma tormenta—. Pero sabe pelear.
Había respeto en su tono, esa mezcla suya de objetividad y reconocimiento silencioso. Era tan propio de él: jamás decoraba una opinión… pero tampoco la suavizaba.
—Iguro también me pidió entrenar —añadió después.
Alcé las cejas, girándome un poco hacia él, atraída por la curiosidad igual que una brújula por el norte.
—¿Obanai? —me inclin é hacia adelante—. ¿Te pidió un combate?
—Sí. Después del entrenamiento con Shinazugawa. —Dejó la toalla sobre la mesa y se sentó frente a mí. El cojín cedió bajo su peso, y esa cercanía súbita me hizo notar el olor a limpio que traía—. Vino directo hacia mí y me desafió.
—¿Y?
—Gané. —Lo dijo con esa neutralidad tan suya: ni soberbia, ni falsa modestia, solo la verdad desnuda.
—¿Cómo se lo tomó?
—Mal. Muy mal. Se fue hecho una furia. Kanroji fue tras él.
—¿Mitsuri? ¿Os estuvo viendo?
Giyuu asintió.
Ah.
—Entonces no era solo por el combate —murmuré, una sonrisa escapándoseme sin remedio.
Giyuu frunció levemente el ceño, la confusión paseándose por su rostro con una sinceridad casi entrañable.
—¿El qué?
—El porqué Obanai estaba tan enfadado.
Parpadeó. Ese parpadeo lento, denso, que hacía cuando realmente no seguía el hilo.
—Giyuu —dije, acercándome un poco más, como si tuviera que poner las palabras más cerca de él para que hicieran efecto—. Mitsuri estaba ahí. Obanai quería impresionarla. Y tú lo derrotaste delante de ella. —Dejé caer el silencio un segundo—. Por supuesto que se enfadó más de la cuenta.
Sus cejas se arquearon aún más, sus ojos vacilando entre incredulidad y puro desconcierto.
—¿Impresionarla? ¿Por qué?
Me quedé mirándolo, incrédula. Podía leer el movimiento de una hoja en el aire y anticipar la trayectoria exacta de un ataque… pero en lo emocional era un terreno completamente distinto.
Me incliné, bajé la voz como si estuviéramos conspirando.
—Giyuu, Mitsuri y Obanai están enamorados.
Abrió ligeramente la boca, como si acabara de oír una revelación divina.
—¿Están… enamorados? —repitió despacio, probando las palabras.
Negué con la cabeza, divertida y un poco desesperada.
—Se adoran. Perdidamente. Pero ninguno se atreve a dar el paso. Todos lo vemos… menos ellos. —Suspiré—. Y, al parecer, tampoco tú. Cuando Iguro perdió, le dolió el orgullo. Y luego la parte que es solo para ella
Giyuu se quedó pensativo, mirando hacia un punto bajo la mesa, como si evaluara cada recuerdo de Obanai desde cero, reordenando lo que sabía a la luz de esa información.
—No lo sabía —dijo por fin—. Si lo hubiera sabido, habría…
Se detuvo. Su ceño se frunció apenas, como si buscara una respuesta correcta que, sencillamente, no existía.
—No. No habría hecho nada distinto. No voy a perder a propósito.
Me reí. Él, del otro lado de la mesa, apenas pestañeó ante mi risa, pero sus hombros parecieron relajarse un poco.
—Por supuesto que no —dije, sonriendo.
Y entonces, por puro impulso —ese impulso que parecía surgir cada vez más seguido a su lado— extendí el brazo y empujé suavemente su hombro.
—Eres imposible, ¿lo sabías?
Él me miró sin apartar la vista, como si tratara de descifrar si había ofensa o broma en mis palabras.
—¿Imposible?
—Sí. Imposiblemente denso para estas cosas. —Volví a empujarlo suavemente, esta vez más juguetona—. Incluso los cuervos saben que Obanai está coladísimo por Mitsuri.
Giyuu bajó la mirada, meditativo.
—No presto atención a eso —murmuró.
—Deberías. —Mi voz salió más suave de lo que pretendía, sin reproche, sin peso—. El mundo no es solo entrenamiento y demonios, Giyuu.
Él abrió la boca, como para decir algo. Cerró los labios. Respiró hondo. Y entonces sus ojos subieron hasta encontrar los míos.
La intensidad fue repentina, casi física, como un tirón bajo la piel.
—Ya tengo bastante con… —Se cortó a sí mismo y exhaló despacio, pero la frase quedó suspendida entre nosotros, vibrando en el aire.
El rubor se extendió por sus mejillas, apenas perceptible pero imposible de ignorar. Hermoso. Vulnerable en una forma que jamás habría permitido si fuese consciente de ello.
La frase no dicha se asentó entre los dos como un latido compartido. Sin necesidad de pronunciarla, ambos la escuchamos.
No era un “bastante” de cansancio. Era un “bastante” de desbordamiento. Como si todo lo que sentía —esa atención silenciosa, ese deseo tímido, esa ternura que no sabía nombrar— le llenara el pecho hasta no dejar espacio para nada más.
El rubor se extendió por sus mejillas, suave pero intenso.
Ya tengo bastante contigo… porque no sé qué hacer con todo esto que me provocas.
Mi respiración se volvió más ligera, temblorosa. El tatami, la lámpara, la habitación entera… quedaron a un lado. Solo él seguía ahí.
—Mírate… —susurré, la voz apenas un aliento mientras me acercaba un poco más—. El gran Pilar del Agua, y estás más rojo que yo.
No sonó a burla; era una caricia en forma de palabras, un intento torpe de romper la tensión antes de que nos consumiera.
—No estoy… —murmuró, llevándose una mano al costado como si quisiera recomponerse.
—Sí que lo estás —respondí con suavidad, inclinándome hacia él—. Muchísimo.
Sus ojos azules se elevaron hacia los míos. Había un brillo tenue ahí, algo entre la incredulidad y un atisbo inesperado de humor, como si la situación lo desarmara por completo.
—No lo estoy —repitió, pero su voz bajó un tono… y ese tono lo delató más que sus mejillas.
—Claro que sí —susurré, y alargué la mano. Mis dedos rozaron su mejilla y bajaron lentamente hasta su cuello, justo bajo la oreja, donde su pulso palpitaba rápido, indómito.
El efecto fue inmediato. Giyuu se tensó, un estremecimiento recorriendo su cuerpo como una corriente. Sus dedos se cerraron ligeramente sobre el tatami, como si buscara anclarse.
Me detuve un segundo, sorprendida por lo visceral de su reacción. Y luego, sin poder evitarlo, una sonrisa se deslizó por mis labios, cálida, traviesa, cargada de ternura.
— Tomioka… —murmuré, saboreando su nombre como si fuera algo precioso—. ¿Tienes cosquillas?
—No —respondió demasiado rápido, demasiado rígido. La defensa instantánea que solo confirmaba lo que intentaba ocultar.
—Mentiroso —murmuré, saboreando la palabra.
Deslicé mis dedos por el mismo punto, más despacio, más preciso, disfrutando del leve temblor que recorrió su cuerpo. Giyuu se movió en un reflejo brusco, intentando apartarse sin llegar a usar su fuerza real contra mí, y no tuvo tiempo de contenerlo: un sonido corto y ahogado se escapó de sus labios.
—Sakura —advirtió. Su voz grave estaba tensa, como si intentara envolver la vulnerabilidad en una amenaza que ambos sabíamos que jamás ejecutaría.
—¿Sí? —pregunté con la inocencia más falsa del mundo, ya riéndome mientras mis dedos trazaban un camino por su cuello y descendían por sus costados.
Giyuu intentó atraparme las manos, pero esquivé sus dedos con un giro rápido. Me lancé desde otro ángulo, encontrando ese punto traicionero justo en su esternón. Esta vez no pudo contenerse.
Una risa real, baja, cálida, completamente desarmada, quebró el aire entre nosotros.
Y fue bonita. Tan humana y cálida que me dejó sin aliento.
Estiré los dedos de nuevo, codiciosa de ese sonido milagroso, pero él me atrapó la muñeca al vuelo, con reflejos inhumanos. Me acercó sin querer al hacerlo, su respiración irregular.
—Ya basta —dijo, con una seriedad imposible de creer mientras una sonrisa diminuta, involuntaria, peleaba por aparecer en la comisura de su boca.
Su mano libre se movió un instante después, directa a mi cintura. Sus dedos encontraron mis puntos débiles con una precisión vergonzosamente experta. Solté un chillido que se quebró en una risa descontrolada cuando presionó justo bajo mis costillas, ese lugar que me dejaba sin defensa alguna.
Me zafé a trompicones —solo porque él me lo permitió; si hubiese querido mantenerme atrapada, no habría tenido ninguna oportunidad— y salí corriendo por el pasillo, riendo como si el aire me faltara.
Escuché sus pasos detrás de mí.
Tranquilos. Medidos.
El tipo de ritmo que decía sin palabras que la persecución era suya, que yo no tenía escapatoria… y que, de algún modo, lo divertía.
Mi risa se hizo más fuerte. La adrenalina me ardía en los brazos, mezclada con un calor distinto, íntimo, que me subía por el pecho. El tatami amortiguaba mis pasos descalzos, pero mi corazón hacía tanto ruido que apenas podía oír otra cosa.
Sabía que me alcanzaría. Y una parte de mí —la más honesta— lo estaba esperando.
Llegué al final del pasillo y deslicé la puerta corredera. La habitación de Giyuu me recibió con el futón extendido y una lámpara de aceite proyectando una luz dorada que temblaba sobre las paredes.
Entré aún riéndome, jadeando, casi tropezando. Me giré justo cuando él cruzó el umbral. Su presencia llenó la puerta como si el espacio se ajustara a su forma. Cerró la corredera con un sonido suave, pero había algo definitivo en ese gesto, como un sello.
Retrocedí un paso, después otro.
Giyuu avanzó con la misma calma imponente que mostraba antes de un ataque en combate: sin prisa, sin ruido, sin necesidad de anunciar nada. Pero esta vez no había espadas Nichirin. Solo nosotros dos, la respiración caliente entre los cuerpos y el pulso acelerado que casi podía oír.
Mis tobillos rozaron el borde del futón.
Sus manos, cálidas y seguras, tomaron mi cintura. En un movimiento tan fluido que apenas supe cuándo empezó, me tumbó sobre la colcha, arrancándome el aire y la risa a la vez.
Se inclinó sobre mí sin aplastarme, sosteniendo su peso con precisión controlada: justo lo necesario para envolverme sin encerrarme. Mi respiración chocó con la suya.
Con una sola mano, grande y firme, atrapó mis muñecas por encima de mi cabeza. La otra descansó en mi cintura, anclándome al futón.
Había una sonrisa apenas visible en sus labios, la clase de gesto diminuto que en él contaba como una mueca expresiva. Sus ojos oscuros brillaban con un humor que me calentó la piel.
—¿Y ahora qué, Saitō? —murmuró. Su voz salió baja, ronca por el juego y por algo más que no quiso esconder.
Sus dedos, aún aferrados a mi cintura, comenzaron a deslizarse hasta mi costado.
Chillé al instante, víctima de sus cosquillas implacables. Me retorcí bajo su peso, riendo hasta que el aire me faltaba, intentando zafarme, pero era inútil. Era más fuerte, más grande, con años de experiencia que me superaban con creces. Estaba completamente a su merced.
—¡Giyuu! —logré entre jadeos, entre carcajadas que me quemaban el estómago—. ¡Para! ¡Por favor, para!
—¿Por qué? —preguntó con ese tono firme y sereno que me volvía loca—. ¿No te gusta?
—¡Te odio! —chillé, aunque mi risa ahogada me delataba—. ¡No es justo!
—¿No es justo? —susurró, acercándose más, su aliento rozando mi oído—. Tú empezaste.
Y entonces, como si quisiera dejar perfectamente clara su ventaja, sus dedos se movieron a un nuevo lugar—justo debajo de mis costillas, un punto que me hacía ver estrellas—. Grité aún más fuerte.
Giyuu no parecía dispuesto a mostrar misericordia tan fácilmente. Sus dedos continuaron su tortura metódica, moviéndose de mis costillas a mi cintura, explorando cada punto sensible con precisión certera. Yo me retorcía bajo su cuerpo, incapaz de escapar, entre risas ahogadas que solo me delataban como presa indefensa.
—¡Está bien! ¡Está bien! —gimoteé finalmente—. ¡Tú ganas! ¡Tú ganas! ¡Me rindo!
Sus dedos se detuvieron en mi cintura, pero mantuvo mis muñecas firmemente atrapadas sobre mi cabeza. Me observó desde arriba, con mechones húmedos de cabello cayendo desordenados sobre su frente, y esa sonrisa torcida aún dibujada en sus labios.
Yo jadeaba, tratando de recuperar el aliento y el control de mi cuerpo que aún temblaba. Lo miré, y él me devolvió la mirada, y algo en el aire cambió.
La diversión se desvaneció, reemplazada por algo más denso, más crudo.
De repente, fui consciente de nuestra posición: su cuerpo encajaba perfectamente entre mis piernas, firme y dominante; una mano aprisionaba mis muñecas mientras la otra descansaba abierta sobre mi cintura. El yukata, aflojado durante la lucha, dejaba al descubierto más piel, más músculo.
Los ojos de Giyuu se oscurecieron, llenos de una urgencia animal. La respiración se hizo más profunda, más pesada. Su mirada recorrió mi rostro con decisión, demorándose en mis labios, bajando por mi cuello, deteniéndose en mi pecho que se alzaba y caía con agitación. Siguió bajando por mis caderas, la falda, hasta llegar a las calzas blancas tensas sobre mis piernas, el borde que dejaba al descubierto la piel desnuda de mis muslos. Fue ahí donde se detuvo, fija, sin apartar la vista.
La mano en mi cintura se apretó levemente, los dedos clavándose en mi carne.
—Sakura —murmuró, con voz baja, áspera.
Y yo supe exactamente lo que estaba pidiendo. Lo que ambos queríamos. Lo que había estado creciendo entre nosotros, reprimido, desde que abrió esa puerta y lo vi con el cabello mojado y la toalla colgando en la mano.
—Sí —le respondí, sin dudar.
No necesitó nada más. Se inclinó, sus labios chocaron contra los míos, duros, intensos, sin concesiones.
***
No fue como sus otros besos, aquellos suaves, cuidadosos, que tanteaban con delicadeza.
Este era hambre pura.
Su boca me arrolló con una fuerza que me dejó sin aliento, sin espacio para resistir. No había dudas ni control, solo una necesidad cruda que se clavaba en cada gesto.
Me arqueé hacia él, y sentí cómo sus dedos se hundían en mi piel a través de la tela de mi uniforme.
Por fin soltó mis muñecas, y mis manos se lanzaron a su cabello, enredándose en los mechones húmedos, tirándolo hacia mí, aunque ya no quedaba un solo milímetro de espacio entre nosotros.
Su lengua presionó contra la mía, exigente, buscando paso. Abrí los labios sin pensarlo, dejando que invadiera mi boca con ese sabor a menta frío y penetrante, mientras exploraba cada rincón sin tregua. El beso se volvió voraz, sucio en su necesidad, como si intentáramos devorarnos, fundirnos en un solo cuerpo.
Las manos de Giyuu se movieron con determinación. Una bajó por mi costado, siguiendo la curva desde la cintura hasta la cadera, y luego más abajo, agarrando mi muslo para levantarlo y enroscarlo alrededor de su cuerpo, colocándome justo donde quería. La otra mano subió lenta, rozando el lateral de mi pecho; aunque la ropa seguía entre nosotros, el contacto era una descarga que me recorrió entera.
Gemí atrapada en su boca, y ese sonido liberó algo en él, como si la correa corta que lo ataba se partiera de golpe. Rompió el beso para bajar besos ardientes por mi mandíbula, recorriendo el cuello con urgencia. Sus dientes rozaron mi pulso y me estremecí, la cabeza cayendo hacia atrás sin pensarlo, dándole acceso total.
—Giyuu —jadeé, dejando que mis manos se deslizaran por su espalda, sintiendo los músculos tensarse y flexionarse bajo mis palmas, clavando las uñas en su piel a través de la tela.
Él gruñó, bajo y gutural, vibrando dentro de mí. Sus labios encontraron ese punto vulnerable donde el cuello se une al hombro, y succionó con fuerza, dejando una marca que mañana tendría que ocultar.
Pero no me importaba. No importaba nada salvo él y este instante.
Mi pierna alrededor de su cintura lo atrajo más cerca, y de pronto lo sentí todo contra mí: duro, caliente, la prueba innegable de cuánto me deseaba.
Un jadeo escapó de mis labios, las caderas elevándose instintivamente, buscando esa fricción deliciosa que prometía tanto alivio como tormento.
Giyuu gimió, un sonido rasgado, desesperado, y respondió moviendo sus caderas contra las mías, aumentando la presión, tortura y promesa en un solo gesto.
—Dioses —susurró contra mi cuello, la voz áspera, casi irreconocible—. Sakura...
Se apartó lo justo para atraparme con su mirada, y aquello me dejó sin aliento. Ese azul profundo estaba consumido por el deseo, casi negro, con pupilas dilatadas que absorbían todo color. Tragó saliva con dificultad, la nuez de Adán subiendo y bajando de forma hipnótica, y un impulso casi doloroso me recorrió: quería lamerla, marcar ese punto también como mío.
Giyuu bajó la mirada despacio, con deliberación. Se detuvo en la marca que acababa de dejar, brillante y roja contra mi piel pálida, y siguió bajando hasta el borde de mi uniforme, donde la tela cedía a la piel.
Sus dedos se movieron, rozando el filo con lentitud insoportable. Bajó apenas unos centímetros y tocó el primer botón con el índice, alzando luego la mirada para buscar permiso sin decir palabra, dejando todo en mis manos.
Lo miré sin pestañear, sintiendo su respiración rozar mis labios. Asentí, la boca entreabierta, los ojos entrecerrados por el deseo crudo y puro.
—Sí —susurré, por si aún quedaba duda.
Sus manos, que apenas contenían un temblor que le era tan ajeno como fascinante —y ver ese pequeño fallo en alguien tan controlado era increíblemente erótico—, comenzaron a desabrochar uno a uno los botones de mi uniforme. Cada movimiento se estiraba como una eternidad: el roce del tejido cediendo bajo sus dedos, la presión creciente en mi pecho, el calor que me obligaba a contener la respiración.
Era la primera vez que cruzábamos ese límite. Hasta ahora, nuestras noches se habían quedado en besos y caricias encima de la ropa, siempre respetando una línea invisible. Pero esto... esto era distinto. Me entregaba a él en más que cuerpo: era la confianza, la vulnerabilidad la que exponía.
Mordí el labio, atrapada en un torbellino de nervios y deseo, con el corazón golpeando contra las costillas.
Cuando finalmente soltó el último botón, justo a la altura del esternón, apartó la tela con cuidado, dejando al descubierto mi piel desnuda, tibia y temblorosa bajo su mirada.
Sus ojos se abrieron, grandes y hambrientos, recorriendo sin prisa cada curva, cada sombra que la luz delineaba sobre mis pechos tensos, palpitantes. Mis pezones, rosados y duros como pequeñas piedras, se alzaban sin pedir permiso, rogando por su toque.
Giyuu se quedó en silencio, apenas respiraba, como si sostenerme medio desnuda frente a él fuera un esfuerzo brutal, una batalla interna por mantener el control. Sentí el calor subirme hasta la raíz del pelo, cada centímetro de piel expuesto ardiendo bajo su mirada afilada. Mi sangre retumbaba en las sienes, y el corazón me golpeaba en el pecho con fuerza desbocada.
Entonces su boca emitió un sonido áspero, casi un gemido roto que nació de lo más profundo.
—Eres…
La voz se le quebró, ronca, llena de una emoción cruda y sin filtros: asombro, deseo, y algo oscuro y antiguo que no tenía nombre.
Alzó las manos con una reverencia primaria. Cuando sus dedos finalmente rodearon mis pechos, ahuecándolos con esas palmas grandes, calientes y firmes, sentí que me deshacía, que me perdía en un éxtasis tan potente que nunca antes había conocido.
Su tacto era perfecto: duro sin dejar de ser suave, exploratorio y seguro, como si descifrara un mapa que llevaba toda la vida buscando.
Sus pulgares trazaron círculos lentos, torturadores, sobre mis pezones. El placer que me atravesó fue tan intenso que dolía, una descarga eléctrica que me cruzó entera, desde el pecho hasta el centro más profundo de mí. Solté un grito ronco y corto, arqueando la espalda contra el futón con violencia, entregada y rota por esa corriente que me quemaba por dentro.
Giyuu siguió trabajando mis pechos con manos firmes y decididas, amasándolos con cuidado pero sin piedad. Sus dedos pellizcaban mis pezones con una delicadeza que me hacía temblar, una contradicción que me consumía y me hacía querer más, siempre más.
Lo había hecho antes, pero nunca sin ropa de por medio. La diferencia era brutal, como pasar de la sombra a la luz más cegadora. Cada roce se multiplicaba, cada sensación se ampliaba hasta el punto de hacerme sentir que me deshacía en sus manos, solo con ese contacto.
No sabía qué hacer conmigo misma, atrapada entre el deseo y el shock delicioso de cada roce que me arrancaba sonidos que jamás había escuchado salir de mi propia garganta. Mis manos—torpes, hambrientas—buscaron el borde de su yukata y tiré de él con una urgencia casi violenta, deslizando la tela por sus hombros mientras mis dedos tropezaban con su piel caliente.
Él se incorporó despacio, arrodillándose entre mis piernas. Sentí la pérdida inmediata del contacto de sus manos en mis pechos como un latigazo frío… pero se evaporó en cuanto lo vi. No podía apartar la mirada. Me quedé clavada allí, respirando de forma irregular, con la boca ligeramente abierta como si necesitara más aire del que el mundo podía darme.
Sus manos fueron al obi que ceñía su yukata. Movimientos lentos, precisos, casi crueles en su control. Desató la faja y la tela cayó con un susurro suave, abriéndose para revelar su torso desnudo.
Y dioses… verlo así fue un golpe directo al centro de mi cuerpo.
Sus pectorales tensos y duros se movían con cada respiración profunda que tomaba, marcando los contornos de los músculos bajo la piel pálida. Sus abdominales formaban una línea firme, casi afilada. Pero lo que me atrapó de verdad fue la fina franja de vello oscuro que descendía desde su ombligo, perdiéndose bajo la cintura floja de la yukata que aún colgaba de sus caderas. Era un camino directo, descarado, una invitación que me incendiaba por dentro.
No aguanté más. Mis manos bajaron desde la curva de sus hombros, recorriendo cada relieve bajo mis dedos. Sentí cómo los músculos de su torso se tensaban al contacto, duros como una pared de fuerza contenida, la piel caliente estirándose sobre cada fibra. Era solidez pura, una firmeza que vibraba bajo mis caricias.
Él respondió con respiraciones rápidas, cortadas, como si cada toque le arrancara el aire del pecho.
Volvió a cubrirme con su cuerpo, pegándose a mí por completo, y esa fricción—su piel desnuda, dura, firme, rozando mi suavidad—desató un sonido ahogado en mi garganta. Su torso aplastó mis pechos, los moldeó contra él, y los dos gemimos al mismo tiempo, como si nuestros cuerpos hubieran encontrado un ritmo propio.
Su mano subió sin prisa, pero con una decisión feroz, y tomó uno de mis senos. Lo alzó para sí, como si necesitara verlo, sentirlo, poseerlo. Luego bajó la cabeza y su boca se abrió sobre mi piel caliente. Un latigazo de placer me atravesó. Sentí su aliento húmedo, el roce húmedo de su lengua, la presión exacta de sus labios. Creí que mi corazón se detendría.
Cuando su lengua empezó a trazar círculos lentos y precisos alrededor de mi pezón, mi visión se volvió un estallido de luz detrás de los párpados. Arqueé la espalda sin control, ofreciéndome más, empujándolo contra mí. Él lo aceptó sin dudar: succionó con hambre, firme, decidido, su lengua lamiendo en espirales que me quebraban el aliento.
Sus dientes atraparon mi pezón con una suavidad cruel, tirando apenas, y un gemido se me escapó sin que pudiera frenarlo. Su otra mano encontró mi otro pecho y lo amasó como si quisiera memorizar su forma: apretaba, rozaba, pellizcaba la punta sensible hasta volverla fuego.
Terminé retorciéndome bajo él, jadeando su nombre en un hilo de voz que ya no me pertenecía, el cuerpo entero respondiendo a cada toque suyo como si hubiera estado esperándolo toda la vida.
—Giyuu... oh, dioses... Giyuu…
Empecé a frotarme contra él sin pensar, dejando que el calor creciente y la urgencia dictaran el ritmo. Mis caderas buscaron las suyas en un vaivén que nacía de algo salvaje, primitivo. La falda de mi uniforme había caído lo suficiente como para dejar mis muslos expuestos, y la piel desnuda del interior—tan sensible que casi dolía—se apretaba contra los costados de su cuerpo, atrapándolo entre mis piernas con una avidez que no sabía que tenía.
Cada roce de mi centro, cubierto apenas por una tela fina empapada, enviaba un latido seco y afilado directo a mi vientre bajo. Era un arrastre húmedo, ansioso, que me arrancaba pequeños sonidos y me obligaba a arquear las caderas en busca de más. Sentía un hueco dentro de mí que palpitaba con hambre, un espacio caliente que se tensaba, y otro que imploraba fricción, presión, algo con lo que culminar esa necesidad urgente.
Deslicé las caderas hacia abajo, luego hacia arriba, ajustando mi cuerpo milímetro a milímetro hasta conseguir que su dureza rozara exactamente donde la necesitaba. El contacto fue brutal en su dulzura. Un golpe de placer me abrió la respiración y un gemido se me escapó sin control.
Seguí moviéndome, apretando mi pelvis contra él, marcando un ritmo que era puro instinto, puro deseo. Cada vez que su firmeza chocaba contra ese punto exacto, la desesperación se intensificaba, un incendio bajo mi piel que pedía, que exigía alivio.
Sentí el gruñido bajo, casi animal, que Giyuu dejó escapar contra mi pecho. La vibración me recorrió el pezón húmedo que había lamido y succionado segundos antes, arrancándome un espasmo que me arqueó de nuevo hacia él. No dejó de sostenerme el seno, firme en su mano, mientras se deslizaba hacia arriba por mi cuerpo. Enterró la cara en mi cuello, inhalando profundo, como si quisiera arrastrar mi olor dentro de él. Y ese movimiento, esa aproximación, alineó nuestras pelvis de una forma tan precisa, tan brutalmente exacta, que me arrancó un grito.
La punta de su erección, dura y tensa bajo la tela, encontró de lleno el hueco húmedo entre mis piernas. No era solo contacto: era un choque directo entre su rigidez y mi necesidad abierta. Tuvo sentir lo mojada que estaba. No había manera de que no lo sintiera. Era presión contra ansia, carne buscando carne, un empuje torpe pero hambriento que me volvió completamente loca.
Sus manos descendieron por mis costados en una caricia que no tenía nada de suave. Era posesiva, deliberada, reclamándome. Sus dedos se cerraron alrededor de mis muslos, luego de mi trasero, apretando con tanta fuerza que supe que llevaría las marcas después. Lo que sentí no fue miedo ni duda, sino un estallido de puro deseo crudo.
Y entonces, por fin, lo hizo. Se dejó llevar.
Sus caderas comenzaron a moverse al ritmo de las mías, encajándose contra mí, frotando su dureza contra mi centro empapado con un vaivén obsceno que no tenía nada de controlado. Era avidez. Era desesperación. Era ese punto exacto donde el cuerpo manda y el juicio solo intenta no desmoronarse. Mis gemidos se volvieron sonidos abiertos, sin forma, sacudidos cada vez que él embestía con ese roce perfecto. Sentía cómo se tensaba mi vientre bajo, cómo la tensión me subía por la columna, cómo el borde estaba ahí mismo, tan cerca que dolía.
El mundo se reducía a ese punto exacto entre mis piernas y al movimiento de su cuerpo contra el mío.
Pero de pronto, demasiado pronto, sus manos se clavaron en mis caderas y frenaron mi impulso. No me apartó con brusquedad; fue peor. Fue con una suavidad férrea, inamovible, la fuerza contenida de alguien que está a un paso de descontrolarse por completo.
Mi cuerpo tembló de frustración, de una necesidad que seguía ardiendo sin salida.
Su aliento, caliente y desigual, rozó mi oreja. Su voz salió rota, tensa, como si cada sílaba le desgarrara la garganta, mitad advertencia… mitad súplica ahogada..
—Sakura.
Sentí la tensión recorrerlo, dura como una cuerda estirada al límite, vibrando contra mi piel. Su erección seguía encajada entre mis piernas, palpitando, furiosa, presionando justo donde más me dolía la necesidad. Era casi insoportable: sabía que quería moverse, hundirse, perderse… y aun así se contenía. Su control era una prisión temblorosa que se le deshacía en las manos. Esa lucha interna —cruel, feroz— ardía en cada músculo que tenía pegado a mí.
Comprendí entonces que si daba un solo paso más, si se dejaba arrastrar por esa lujuria que lo devoraba, no quedaría rastro de límites ni palabras.
Perdería esa línea que había dibujado para sentirse seguro.
Perdería el equilibrio.
Se perdería en mí.
Y aun así… seguía temblando sobre mi cuerpo como un animal atado que tiraba del collar.
Nos quedamos suspendidos en ese instante interminable, su respiración ardiente resbalando por mi yugular, nuestros corazones golpeándose tan fuerte que sentía los latidos mezclarse, confundir cuál era el suyo y cuál el mío. Mi cuerpo estaba al rojo vivo, la necesidad latiéndome entre las piernas con una urgencia que quemaba. Cada nervio pedía más. Cada músculo gritaba por su peso, por su empuje, por ese alivio que él me negaba sujetándome las caderas con manos de hierro.
La frustración me golpeó con una fuerza brutal, casi rabiosa. Me ardían las entrañas del deseo que él mismo había encendido, y ahora se negaba a apagar.
Una parte de mí —primaria, ciega, fuera de todo juicio— quiso morderlo por detenerse, quiso empujarlo, romper ese control absurdo que se aferraba a mantener. Lo necesitaba dentro. Lo necesitaba ya.
Y la idea me cruzó la mente tan rápido que me dejó sin aire.
Si deslizaba la mano entre nuestros cuerpos…
Si apartaba la tela suelta de su yukata, esa barrera mínima…
Si bajaba mi ropa interior, húmeda y fina…
Si simplemente lo tomaba con la mano —firme, decidida— y guiaba su dureza directamente a mi interior…
Él no podría detenerlo.
Él no querría detenerlo.
Y yo… yo no estaba segura de querer pensar. De querer frenar. De querer nada que no fuera sentirlo llenándome de golpe, sin aviso, sin control, sin amarras.
La imagen fue tan vívida que solté un gemido de pura desesperación, el cuerpo tensándose como si ya lo sintiera dentro. Me aferré a sus hombros, temblando, sin saber si suplicarle o empujarlo contra mí. Clavé las uñas en su piel, sintiendo como se tensaba, sintiendo la fuerza que contenía, sintiendo el peligro y queriendo más, queriendo que se rompiera, que me rompiera.
—Tócame —rogué, sin voz, sin orgullo, sin nada que me detuviera—. Por favor, Giyuu... tócame.
Cada sílaba era una súplica húmeda, desesperada, que escapaba de mi garganta rota.
Alzó la mirada despacio, y en sus ojos vi la lucha brutal: su control férreo contra esa curiosidad voraz, la precaución contra el anhelo que lo devoraba por dentro.
—¿Dónde? —preguntó con voz ronca, aunque maldito fuera, lo sabía perfectamente. Y aunque yo era un desastre deshecho de deseo, era él quien parecía a punto de desmoronarse.
Sin decir nada, agarré su mano grande y fuerte —la misma que tantas veces me había sostenido— y la llevé directa hacia abajo, apartando torpemente la tela de mi falda.
Presioné su palma contra el calor húmedo y palpitante de mi entrepierna, todavía cubierta por la capa de ropa interior empapada, y ambos soltamos un jadeo.
Giyuu inhaló profundamente, un sonido estrangulado, mientras su pecho subía y bajaba rápido, acelerado por el fuego que sentía. Sus dedos temblaron un instante antes de posarse con lentitud y precisión en el centro de mi feminidad, sobre la tela húmeda.
Sentí el peso de su mano, firme y pesado, cubriéndome entera, una presión cálida que me hacía vibrar por dentro, la frontera exacta entre la paciencia y el desgarro.
—Aquí —jadeé, arqueando la espalda con desesperación, buscando cada centímetro de contacto, de roce, de placer que él podía dar—. Dios, justo ahí.
Sus ojos se clavaron en los míos, oscuros y densos, como buscando permiso una última vez. Pero ya tenía la respuesta clara en mi aliento entrecortado, en mi cuerpo entregado y abierto para él, en la forma en que lo miraba como si fuera mi única salvación.
Lentamente, sus dedos comenzaron a deslizarse, explorando con precisión brutal, trazando movimientos arriba y abajo, después círculos lentos, tanteando cada punto, aprendiendo qué me hacía estremecer, qué me arrancaba gemidos ahogados. La tela todavía nos separaba, pero el roce húmedo de la ropa empapada era una tortura exquisita, una promesa ardiente de lo que sería tocar mi piel desnuda.
Necesitaba más. Necesitaba sentirlo sin filtro, sin traba alguna.
—Giyuu... —logré decir, apenas un hilo tembloroso de voz, cargado de urgencia—. Por favor.
No hizo falta más. Su mano vaciló apenas un instante —un segundo de duda que parecía una eternidad— antes de deslizar con decisión la tela de mi ropa interior a un lado, apartándola sin contemplaciones.
Entonces sus dedos rozaron mi piel desnuda.
El contacto fue un golpe eléctrico brutal que nos atravesó a ambos, un temblor silencioso que llenó el aire entre nosotros como un trueno. Un gemido ahogado escapó de mis labios, casi al unísono con el suyo —un sonido áspero y urgente de pura necesidad.
—Estás... —su voz se quebró, ronca y profunda—. Dioses, Sakura... estás tan mojada.
Había asombro en su tono, una reverencia cruda, un deseo tan directo que me hizo temblar.
Sus ojos se clavaron en mí con fascinación, una mezcla de respeto y hambre que me dejó sin aliento, como si estuviera descubriendo un secreto prohibido.
Cuando sus dedos encontraron —tras unos segundos de exploración meticulosa— ese nudo sensible, jadeé con fuerza. Mi mano se disparó a su hombro, aferrándome con fuerza, mis uñas clavándose en su piel sin control ni consideración.
—Ahí —gemí—. Justo ahí, Giyuu, por favor no pares.
Y entonces, con una precisión feroz que no debería sorprenderme viniendo de alguien tan controlado y observador, empezó a acariciarme con una mezcla brutal de delicadeza y firmeza, dibujando círculos lentos y seguros —al principio vacilante, luego cada vez más decidido cuando escuchó mis gemidos y vio cómo respondía mi cuerpo—.
Aceleró el ritmo poco a poco, ajustando la presión con cuidado milimétrico, buscando el equilibrio exacto entre lo duro y lo tierno, como si leyera mi cuerpo en silencio, memorizando cada reacción y necesidad.
Ya no tenía palabras, solo gemidos ahogados, suspiros quebrados que escapaban sin control, mientras me retorcía bajo sus manos, agarrándome a su espalda, sus brazos, sus hombros, buscando anclaje, alivio, y una rendición absoluta.
Su boca volvió a mis pechos con hambre voraz, succionando y mordiendo sin piedad. El calor de sus dientes rozando mi piel, mientras sus dedos seguían masturbándome sin descanso entre mis piernas, me llevaba directo al borde del abismo. El calor líquido que se acumulaba en mi vientre se volvió un fuego insoportable, cada círculo de sus dedos era un golpe que me destrozaba por dentro.
—Giyuu... yo... yo... —traté de hablar, pero mis palabras se rompieron en gemidos ahogados.
—Déjate llevar —murmuró contra mi piel, su voz grave y áspera—. Quiero sentirlo todo, aquí, en mi mano.
Esas palabras fueron mi perdición.
Me quebré en pedazos.
El placer me atravesó en oleadas violentas, sacudiéndome como una tormenta, tan fuerte que grité su nombre, el cuerpo convulsionando sin control, arrastrada por ese torbellino de sensaciones que me hundía en lo más profundo.
Giyuu me sostuvo firme, sus dedos clavados en ese punto que explotaba de placer, alargando el éxtasis con movimientos ahora más lentos, como si quisiera atrapar el tiempo y hacer que ese instante nunca terminara.
Su otra mano apretó mi cuello con firmeza, su pulgar rozando el latido salvaje que se desbocaba en mi garganta.
Cuando finalmente descendí, temblando, jadeante, y sin fuerzas, sentí su cuerpo contra el mío: sólido, pesado, firme.
Su boca se presionó contra mi mandíbula, dejando un beso breve, apenas un roce de labios contra piel sensible.
—Nunca podré recuperarme de esto... —musitó con voz áspera, casi para sí mismo, y había en ese tono una fragilidad inesperada, un instante de exposición que rara vez mostraba.
Sus palabras me sacaron del trance en el que me había sumido el deseo. Mi cuerpo, aún lánguido y tembloroso, se sentía extrañamente satisfecho, en una calma profunda que nunca antes había conocido, aunque la necesidad aún quemaba entre mis piernas.
Me imaginé el desastre que debía ser: el pelo revuelto, la cara colorada, los pechos expuestos, la falda subida y las braguitas arrugadas y desplazadas.
Pero Giyuu me miraba como si fuera la imagen perfecta, como si nada más en el mundo reclamara su atención.
Apartó su mano con delicadeza de entre mis muslos y la alzó, estudiándola como si necesitara grabarse cada detalle. La luz tenue de la lámpara resbalaba sobre la mezcla espesa y brillante que cubría sus dedos, dejando pequeños destellos húmedos.
Si no estuviera tan ida, me habría sonrojado hasta la raíz del pelo, muerta de la vergüenza. Pero él… él parecía fascinado. Como si sostuviera en la mano una verdad que deseaba comprender a fondo.
Frotó los dedos entre sí, lento, comprobando la textura, extendiendo mi humedad con un gesto reverente, casi posesivo. Y luego los llevó hacia su rostro, tan cerca que pude ver cómo sus fosas nasales se abrían ligeramente al inhalar, cómo su mandíbula se tensaba al reconocer el olor de mi orgasmo en su piel.
Su respiración seguía desajustada, caliente. Sus ojos, ennegrecidos por el deseo, recorrían cada rincón de mí, deteniéndose en mis piernas aún abiertas, en mis pezones duros, en mi pulso acelerado.
Era la mirada de un hombre que sabía exactamente lo que había provocado… y que no estaba seguro de cómo iba a vivir con ello.
Mis ojos, aún entrecerrados y nublados por los temblores del orgasmo, bajaron por su torso. Y allí estaba: el bulto grande y firme marcando la tela del yukata, desviado hacia un costado de su cadera, largo, evidente, desplazando el tejido hacia adelante con un peso que no dejaba lugar a dudas.
El cerebro me volvió a funcionar lo justo para comprender lo obvio: él seguía duro, completamente excitado, con el cuerpo tensado como un arco. No había recibido nada. Había puesto todo en mí, me había llevado al borde y me había empujado al vacío… mientras él se quedaba ardiendo, sin alivio alguno.
Y yo, completamente deshecha y temblorosa, había tomado hasta la última gota de lo que él me había dado.
Me incorporé como pude en el futón, aún con las piernas temblando, y mi mano se movió sola, guiada por ese instinto primario que solo nace cuando el deseo aún no se ha apagado.
Rozó su abdomen, sintiendo un temblor inmediato bajo mi palma, un espasmo leve que me dijo más que cualquier palabra. Sus músculos se endurecieron bajo mi tacto mientras mis dedos seguían el camino natural, esa línea fina de vello que bajaba desde su ombligo hasta perderse bajo la tela que ocultaba lo que realmente buscaba.
Lo encontré allí.
Incluso a través del yukata, lo sentí caliente, palpitante como si latiera con vida propia. Rodeé su longitud con los dedos, apretando suavemente, y un sonido escapó de él: un gemido ahogado, grave, que se estrelló contra mi piel.
Giyuu se estremeció entero, como si lo hubiera golpeado una onda de calor directa, y dejó caer la frente contra mi hombro. Su respiración ardía, abierta, desesperada.
—Sakura… —jadeó entre dientes, la voz desgarrada por un control que se le resbalaba.
—Giyuu… —susurré, la voz espesa, densa, caliente como miel. Mi mano siguió deslizándose por él, lenta, firme, exploradora. Los dedos acariciaron la línea de su pelvis, ese hueso marcado que tembló bajo mi tacto, mientras apartaba apenas la tela, buscando piel.
Un sonido salió de su garganta. Bajo. Grave. Un gruñido que no sabía si era placer o tortura. Por un segundo creí que iba a rendirse. Que iba a soltar el nudo del yukata, que iba a dejar caer la tela y dejarme tocarlo sin barreras, desnudo en mi mano como yo había estado para él.
Sus manos se clavaron en el futón, los nudillos blancos, los músculos tensos como cuerdas a punto de partirse. Pero justo cuando mis dedos se colaron bajo el borde del tejido, cuando apenas rocé esa dureza suave como terciopelo, su mano atrapó mi muñeca. No fue brusco, no fue castigo. Fue pura necesidad. Firmeza caliente.
Levantó la mirada.
Sus ojos ya no eran tranquilos; estaban oscuros, dilatados, casi febriles. El sudor le bajaba por la sien, resbalando hasta su mandíbula apretada.
—No tienes que darme nada —dijo con esfuerzo, y la voz le salió como si cada palabra arañara.
—Pero quiero hacerlo —mi voz tembló, la respiración aún irregular—. Quiero que sientas lo mismo que yo.
Su pulgar acarició mi muñeca, lento, dulce… y aun así, una negación.
—No necesito nada —murmuró, aunque el temblor en su vientre decía otra cosa—. Habrá más noches.
La frase me desarmó. Algo en él se aflojó apenas, una suavidad fugaz, peligrosa, íntima en extremo.
—Esta… es solo para ti —añadió, más bajo.
Tragué saliva, sintiendo mi propio pulso golpearme en los labios.
—¿Estás… seguro? —Mi mirada bajó sin permiso, directa hacia la erección que tensaba la tela, gruesa, dura, marcada. Mi voz se quebró—. Eso… eso debe doler.
Giyuu dejó escapar una exhalación que sonó a risa estrangulada, a intento desesperado de recomponer su temple.
—Estoy bien —dijo, aunque su voz era áspera, vibrante, casi impaciente. Bajó la mirada, y un rubor leve le subió por las mejillas, traicionero, delicioso—. Pasará.
Pero no “pasaba” nada. No con su respiración chocando caliente contra mi clavícula, no con su abdomen tensándose bajo la tela como si luchara contra sí mismo, no con su mano aún cerrada alrededor de mi muñeca, firme, casi desesperada, como si yo fuera la única cosa capaz de frenarlo… o de soltarlo.
Me apoyé más en él, dejando que mi peso, mi olor, mi piel hablaran por mí. Sentí su sudor, el temblor breve en su brazo, la rigidez inequívoca de su cuerpo. Giyuu se echó hacia atrás de golpe, como si lo hubiese atravesado una chispa. Inspiró hondo y se pasó la mano por la cara, frotándose los ojos, la boca, intentando recomponer algo que ya estaba deshecho. Aún pendiendo del hilo finísimo de su autocontrol, aún sabiendo que le dolía detenerse, seguía preocupado por mí. Por cómo lo miraba. Por si creía que él era capaz de arrastrarme a algo que no quisiera.
Me salió un suspiro que casi me avergonzó por lo entregado, por lo embelesado. Estaba fascinada por él. Por cómo podía encenderme y, al mismo tiempo, contenerse así por mí.
—Dame… un momento —murmuró. La voz le salió espesa.
Se incorporó como pudo, alejándose de mi piel como si quemara. Se levantó del futón y salió del cuarto con pasos rígidos, controlados a la fuerza. Supuse que había ido al baño. Aunque supe, con esa certeza dulce y dolorosa del deseo compartido, que lo que realmente necesitaba era apartarse antes de perderse del todo.
El silencio que dejó al irse pesó en el aire, denso como una manta bajada de golpe. Me quedé allí, tumbada, con el pecho aún descubierto y las piernas abiertas, sintiendo cómo el frío me lamía la piel donde, hace apenas unos segundos, él había estado caliente y vivo. Todo seguía latiendo en mí: su boca cerrándose alrededor de mis pezones, su respiración ardiendo sobre mi vientre, su mano hundiéndose entre mis muslos con esa torpeza reverente de quien desea con violencia pero teme hacer daño. El placer me recorría todavía, pequeño, punzante, dulce ese que él me había arrancado sin esfuerzo aun siendo su primera vez tocando a alguien así.
Me cubrí el rostro con las manos y solté un gemidito sofocado, mezcla de vergüenza, incredulidad y una felicidad absurda que me calentó las orejas. Habíamos cruzado una línea. No se podía deshacer. Y lejos de darme miedo… era vértigo puro. Una caída libre deliciosa.
Aproveché su ausencia para poner un poco de orden en mi cuerpo y en mi cabeza. Me incorporé, sintiendo las piernas temblar con esa debilidad satisfecha que me habría delatado incluso ante un ciego. Crucé el pasillo hasta el salón principal, rebusqué en mi bolsa y saqué mi yukata de dormir. El uniforme cayó al suelo con un susurro, mis dedos todavía torpes del recuerdo de sus manos, y me envolví en la tela ligera, atándola despacio para no parecer tan… deshecha.
Cuando regresé, coincidimos justo en la entrada del cuarto.
Giyuu venía del otro lado, el rostro fresco, salpicado de gotas que le deslizaban por las sienes hasta morir en la línea de su cuello. Se había mojado de nuevo, quizá para respirar, quizá para apagar el incendio que habíamos encendido juntos. Su cabello chorreaba otra vez, rebelde, y el yukata oscuro se le pegaba a los hombros húmedos. Parecía más calmado. Pero sus ojos…
Sus ojos me recorrieron como si no llevara nada puesto. Tenían esa chispa tensa, ese hambre quieta que él siempre intentaba esconder y que, esta vez, no lograba del todo.
Levantó el brazo. Fue un gesto lento, casi inseguro, la mano extendiéndose hacia mí con una suavidad que contrastaba con todo lo que había pasado antes.
—Ven —dijo.
La palabra quedó suspendida entre nosotros, suave pero cargada de un calor que casi podía tocarse. Algo en su tono me llamó de una forma más profunda que mi propio nombre, como si hubiese abierto una puerta dentro de mí sin hacer esfuerzo alguno.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Caminé hacia él, dejándome guiar por esa gravedad tranquila que parecía emanar de su pecho.
Tomé su mano. Sus dedos se cerraron enseguida alrededor de los míos, cálidos, firmes, como si llevaran toda la vida esperando este gesto. Me condujo hacia el futón, y cuando nos deslizamos bajo las mantas, mi cuerpo buscó el suyo de manera instintiva. Mi mejilla cayó sobre su pecho, justo donde su corazón golpeaba un ritmo profundo y constante, todavía acelerado por lo que había ocurrido minutos antes.
Sus brazos me rodearon despacio. Sentí su boca apoyarse en mi coronilla, un beso sin forma pero lleno de emoción contenida.
—Gracias —susurró.
Levanté la mirada, sin entender.
—¿Por qué…?
—Por confiar en mí —respondió en un murmullo áspero—. Por dejarme tocarte así. Por hacerme sentir… —la pausa fue breve, tensa— como si fuera digno de ti.
Su confesión me cruzó el pecho como una corriente caliente. Me incorporé, quedando de rodillas frente a él, y le tomé el rostro entre las manos. Su piel estaba tibia, recién humedecida, con un leve temblor en la mandíbula que delataba lo que intentaba ocultar.
—Giyuu —murmuré—. No digas eso. Ni lo pienses. Eres digno. De todo. De mí. De lo que sentimos.
Él levantó los ojos lentamente, hasta mirarme. Su mano subió hasta mi muslo y descansó allí con una firmeza que me recorrió entera. Un toque simple, pero podía encender algo peligroso en mi.
—Y quiero que sepas… —seguí, mi voz deslizándose más baja, más íntima— que ha sido increíble. Me hiciste sentir como si… —sonreí, respirando hondo— como si flotara.
Su rostro se encendió de inmediato. Apartó la mirada, pero la sonrisa que tembló en su boca era preciosa. Tan suya. Tan vulnerable que me hizo querer abrazarlo más fuerte.
Me incliné y rodeé sus hombros. Él respondió en un segundo, pasándome un brazo por la cintura, hundiendo el rostro en mi pelo. Su inhalación fue profunda, casi un suspiro.
Después ya no hablaron nuestras voces. Hablaron nuestros cuerpos, en el idioma suave del roce, del calor compartido. Sus dedos dibujaban líneas distraídas en mi espalda, a veces apenas un toque, a veces un pequeño masaje que me aflojaba los músculos. Sentí cómo su respiración iba calmándose, bajando de esa tensión eléctrica a una quietud cálida.
La lámpara creaba un baile de sombras alrededor, pero la luz más intensa estaba entre nosotros, en el espacio íntimo bajo las mantas, donde su pecho subía y bajaba contra mi mejilla.
Acurrucada contra el Pilar del Agua, escuchando su corazón latir fuerte y seguro bajo mi oído, lo supe con una claridad que me atravesó entera:
Estar aquí no era un accidente.
Era destino.
Era hogar.
Era él.
Notes:
¡Hola!💫
Voy a ir a por un vaso de agua porque… uff, qué capítulo acabamos de vivir 🥵
Fuera de bromas, ¡decidme qué os ha parecido! Vuestros comentarios siempre me alegran el día.
Chapter 38: La flor del invierno - Parte 3
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
La mañana llegó suavemente, colándose en la habitación de Giyuu con una luz dorada que se filtraba entre las rendijas de la madera. El aire olía a tatami calentado por el sol y a él: limpio, cálido.
Desperté envuelta en su calor. Su brazo descansaba pesado sobre mi cintura, su pecho presionado contra mi espalda, su respiración lenta rozándome la nuca. Durante un instante, el mundo entero pareció detenido: el murmullo perezoso de las cigarras, la tibieza del futón, el pulso sereno de su cuerpo fundido con el mío. Era la clase de sueño del que una no quiere salir, ese que duele perder incluso por un parpadeo.
Me giré entre sus brazos, con esa naturalidad que había aprendido desde que compartíamos futón. Lo hacía porque me fascinaba verlo dormir. Había una belleza tranquila en él que nadie más veía. La tensión de su mandíbula se desdibujaba. Sus labios quedaban apenas entreabiertos, relajados. Las pestañas tupidas —demasiado largas para ser justas— dejaban sombras suaves sobre sus mejillas. En esos momentos, cuando el peso del deber no le marcaba el rostro, podía imaginar al niño que había sido antes de que la vida empezara a arrancarle trozos.
Sus ojos se abrieron despacio. Ese azul imposible atrapó la luz de la mañana y me atrapó a mí con la misma facilidad.
—Buenos días —murmuré, incapaz de contener la sonrisa que me calentaba la boca.
—Buenos días —respondió él, y su voz, ronca y áspera por el sueño, me recorrió la columna en un escalofrío delicioso.
Me acerqué para besarlo. Él me recibió con esa ternura concentrada que solo tenía al despertar. El beso fue lento, perezoso, un roce húmedo y cálido que no pretendía nada más que prolongarse. Su mano se movió por mi cintura y su pulgar empezó a trazar círculos pequeños, distraídos, que me hicieron arquear un poco el cuerpo hacia él.
Cuando al fin nos separamos, los dos teníamos la misma sonrisa tonta en los labios, esa que solo aparece cuando el amanecer te encuentra en los brazos de quien quieres.
***
Decidimos desayunar fuera. La madera del engawa estaba fresca bajo nuestros pies descalzos, aún guardando el recuerdo de la noche. El aire del verano movía las hojas del jardín con una brisa suave que olía a tierra mojada y a gardenias recién abiertas. Había algo casi hipnótico en la forma en que la luz filtrada se deslizaba entre los árboles, llenando el porche de destellos irregulares.
Nos sentamos juntos, hombro con hombro, con el té humeante entre las manos y una bandeja con arroz y encurtidos. El vapor subía en espirales livianas, mezclándose con la calidez del aire. Giyuu tenía el cuenco en el regazo y comía con esa concentración tranquila que parecía su estado natural. Sus dedos, tan fuertes en la batalla, manejaban los palillos con una delicadeza casi cuidadosa.
Los rayos de luz se colaban entre las vigas, cayendo sobre su rostro y dibujando parches luminosos sobre sus mejillas, su mandíbula, la curva de su cuello. Era la imagen de una vida sencilla, un cuadro de paz doméstica tan perfecto que dolía un poco, porque una parte de mí sabía lo frágil que era.
Había algo que llevaba días haciéndome cosquillas en la conciencia. Una idea que no quería ser ignorada, una sombra creciendo en los bordes de mis pensamientos. Me removí un poco, sintiendo cómo la tensión me subía por la garganta hasta que, finalmente, no pude contenerla.
—¿No te parece irónico? —pregunté al fin, rompiendo el silencio suave que siempre respetábamos cuando él comía.
Giyuu alzó la vista. Los palillos se quedaron suspendidos a mitad de camino, como si el gesto hubiera sido congelado por mis palabras. Una gota de salsa cayó de vuelta al arroz con un tic suave, insignificante… salvo por lo brutalmente consciente que me volví de él.
Tragué saliva, buscando el valor para seguir.
—Que tengamos esto… —murmuré—. Esta calma. Este tiempo juntos. Solo porque los demonios se están preparando para la guerra. Es como vivir en el ojo del huracán. Todo parece en paz, pero sabemos que la tormenta está ahí, girando a nuestro alrededor, acercándose. Y cuando llegue…
Me quedé sin voz. El final de la frase se me quebró dentro, afilado, demasiado real.
Y entonces lo vi cambiar.
Fue mínimo. Pero en él, lo mínimo siempre era un terremoto.
Sus hombros, antes relajados, se tensaron como si algo invisible le estuviera tirando de los tendones. La línea de su espalda se endureció bajo el kimono. Los nudillos se le volvieron blancos alrededor de los palillos, la presión tan fuerte que por un instante temí que se rompieran. Su mandíbula se contrajo—una, dos, tres veces—como si estuviera apretando los dientes con fuerza suficiente para romperlos.
Y sus ojos.
Ese azul tranquilo de siempre quedó atravesado por una sombra densa, oscura. Un dolor o un miedo tan profundo que apenas alcanzaba a rozar la superficie antes de hundirse de nuevo en el pozo insondable de su autocontrol.
El aire se volvió más pesado. Como si el mundo hubiera detenido la respiración con él.
Mi pecho se encogió.
—Lo siento —susurré, con la culpa trepándome por la garganta—. No debería haber dicho eso.
La disculpa salió temblorosa, pero no podía evitarlo. Sentía que lo había herido sin querer. Que había tocado un hilo suelto dentro de él, y que si tiraba, todo podía deshacerse.
Giyuu negó muy despacio con la cabeza, sin apartar la mirada del cuenco. Sus dedos seguían sosteniendo los palillos, pero ya no parecían parte de un gesto natural, sino un ancla. Su respiración—siempre tan medida, tan tranquila—se había vuelto un poco más profunda, más pesada, como si estuviera conteniendo un oleaje entero dentro del pecho.
—Tienes razón —dijo al fin, y su voz era calma pero a la vez demasiado suave, como madera a punto de astillarse—. Es irónico.
No añadió nada más.
Volvió a comer, pero había algo distinto en sus movimientos. Demasiada precisión. Demasiada conciencia. No era la quietud serena que lo caracterizaba, esa forma suya de saborear incluso el arroz blanco como si mereciera plena atención. Era otra cosa. Un refugio. Cada movimiento tenía algo de repetición mecánica, como si necesitara aferrarse al gesto para no enfrentarse a lo que acababa de sentir.
Para no enfrentarse a mí.
Yo bajé la mirada a mi taza. El vapor subía en pequeñas ondas, bailando en el aire, tratando de distraerme con esa belleza efímera… pero no funcionaba. Sentía mis mejillas ardiendo, un nudo tirante justo en el centro del pecho.
Medio metro nos separaba.
Medio metro que, de pronto, se convirtió en un abismo tan hondo que parecía que si hablaba o si alargaba la mano, mi voz se perdería antes de llegar a él.
Y aun así… no podía dejar de querer cruzarlo.
—Escuché… —empecé, y sentí cómo la frase me salía demasiado ligera, como si la hubiese ensayado frente a un espejo—. Escuché que esta noche habrá un festival en Komagane. Tanabata.
Le lancé una mirada fugaz. Giyuu seguía concentrado en su plato con una seriedad absurda, como si comer fuera una misión vital. Pero sus manos… se habían detenido a medio movimiento. Ese pequeño temblor en la quietud me dio un atisbo de esperanza.
—El festival de las estrellas —añadí, intentando que mis palabras llenaran el hueco que él dejaba—. Orihime y Hikoboshi… los amantes que solo pueden verse una vez al año.
Tragué saliva, la ironía de la historia raspándome por dentro. Dos almas separadas por fuerzas más grandes que ellos, condenados a anhelar algo que solo podían tener en fragmentos robados de tiempo, cuando el universo así lo permitía.
—Habrá puestos de comida, linternas, fuegos artificiales... —Mi voz se suavizó, volviéndose casi suplicante—. Podríamos ir juntos.
El silencio que siguió podía oír mis propios latidos, uno, dos, tres, como si estuvieran intentando convencerlo en mi lugar.
Giyuu levantó la vista por fin. Tardó un segundo —o algo que dolió como una vida entera— en encontrar mis ojos. El azul que solía ablandarse conmigo se había vuelto frío, igual que un río profundo donde no entra la luz. Sin embargo, en lo más hondo, algo se agitó. Un destello breve, accidental, que él sofocó en el instante en que nació. Su expresión se cerró de golpe, un muro levantándose con la precisión de un latigazo; una puerta que se me cerró en la cara sin siquiera rozarme.
Asintió. Apenas un gesto.
—Está bien —murmuró.
El tono era plano, tan medido que parecía desinfectado de emoción. No esperaba efusividad de él en casi ningún escenario, pero esto tenía otro sabor. Demasiado neutro. Demasiado lejos. Como si hubiera aceptado una misión, no una invitación a pasar una noche conmigo.
Aun así, era un sí. Un sí seco, casi inadvertido, pero me aferré a él como un náufrago a la única tabla que queda a flote.
—¿Sí? —sonreí, aunque sentí cómo la expresión se quedaba a medio camino, sin llegar a los ojos—. Podemos encontrarnos en la entrada del complejo cuando se ponga el sol. Me pondré el kimono azul… el que te gusta.
Por un instante —tan breve que una parte de mí dudó de haberlo visto— su mirada cedió. El hielo se resquebrajó apenas, dejando pasar un hilo de luz cálida; un reflejo del hombre que me había tocado la noche anterior como si fuera algo que podía quemarlo. Ese brillo duró lo que dura un parpadeo. Después se extinguió, absorbido por la compostura helada que había puesto entre nosotros como una muralla recién reparada.
—De acuerdo —respondió.
No era la reacción que habría querido. No era la confirmación de que seguíamos siendo nosotros, de que mis palabras torpes no habían rozado una herida que él prefería ignorar. No era la reparación de nada.
Pero era lo que tenía.
Y por ahora… tendría que bastarme.
***
El desayuno terminó en un silencio que no era el nuestro. No esa quietud cómoda que siempre nos envolvía, sino algo tenso, como una cuerda afinada de más.
Recogimos juntos, aunque la armonía habitual había desaparecido. Justo cuando fui a tomar un plato, mi mano chocó con la suya. Dos mañanas antes habríamos sonreído sin pensarlo. Esta vez él retiró la mano con una rapidez que pareció un azote, como si el contacto lo descolocara más de lo que quería admitir.
La nota disonante estaba ahí, metida entre los dos.
Cuando nos dirigimos hacia la entrada del pabellón para despedirnos, sus pasos sonaban extraños en el tatami. Demasiado marcados, demasiado concentrados. Ese era siempre su modo de moverse en batalla, no en casa.
Nos vemos esta noche —murmuré, poniéndome de puntillas para besarlo.
Pude sentir su respiración antes de que nuestros labios se tocaran: cálida, algo irregular, como un pulso que intenta recomponerse. El beso fue suave, casi automático, duró apenas un par de segundos. Él respondió… sí, pero lo hizo con la boca tensa, contenida, como si algo dentro estuviera cerrándose de golpe.
No era rechazo. Él no se alejaba. Pero tampoco se entregaba. Había un alejamiento, sutil y demoledor, como si una parte de su mente ya estuviera de vuelta en ese lugar donde solo viven las preocupaciones que nunca dice en voz alta.
Era él… y al mismo tiempo no lo era.
No el hombre que me había tocado con una ternura feroz; no el que al amanecer había rozado mi espalda con la yema de los dedos, dibujando círculos lentos mientras todavía luchaba por despertarse.
Ese Giyuu parecía haberse evaporado con la luz del día, dejando en su sitio a este otro: hermético, impenetrable.
—Esta noche —repitió, su voz tan baja que casi se la llevó el viento.
Se quedó en el marco de la puerta mientras yo me alejaba. Sentí su mirada en mi espalda, pesada, concentrada, como si estuviera memorizando cada paso. Cuando giré para verlo antes de doblar la esquina, seguía allí, inmóvil.
La luz de la mañana lo recortaba en dorado, y por un instante pareció tallado en piedra. Los hombros rígidos. Las manos a los costados, sin saber dónde descansar. El rostro inexpresivo, no por falta de emociones, sino por contenerlas todas a la vez.
Tenía el aspecto de un guerrero a punto de entrar en combate. O de un hombre despidiéndose sin querer que nadie lo note.
El pensamiento me atravesó, seco y violento, y tuve que parpadear para no tropezar.
Seguí caminando, pero algo en el aire había cambiado. Las hojas parecían quietas. Las cigarras guardaban silencio. Incluso mi corazón dudó un momento entre un latido y el siguiente.
Y tuve la sensación absurda —pero tan real que dolió— de que, cuando el mundo volviera a exhalar, algo nuestro ya no estaría allí para ser encontrado.
***
El día se deslizó con una lentitud insoportable, como si cada minuto se resistiera a avanzar.
Todo lo que hacía tenía un aire irreal, como si lo hiciera desde el otro lado de una membrana invisible: caminaba, hablaba, trabajaba… pero mi cuerpo iba por un lado y mi cabeza por otro. Mis palabras me sonaban ajenas, huecas, como si las pronunciara una versión lejana de mí misma.
Mi mente regresaba una y otra vez a la imagen de Giyuu en el umbral. A esa sombra que había caído entre nosotros sin hacer ruido, como una losa que solo yo podía sentir. Una distancia fría, nueva, que se había abierto por primera vez desde que dejamos atrás los secretos que nos asfixiaban.
Intenté analizarlo. Intenté no hacerlo. Ninguna opción sirvió de nada.
¿Había dicho algo mal?
¿Había empujado demasiado?
¿Había atravesado un límite que él nunca me mostraría claramente?
Las preguntas revoloteaban en mi cabeza como cuervos sobre un campo abandonado, negras, insistentes, picoteando cualquier pedazo de calma que intentara conservar.
Cuando el sol comenzó a caer y el cielo se llenó de tonos naranjas y rosados, como si alguien estuviera vertiendo pigmentos líquidos sobre las nubes, la ansiedad empezó a cerrarme el pecho desde dentro. Respirar dejó de ser automático; cada inhalación dolía un poco, como si el aire fuera demasiado denso para pasarlo.
Y aun así, seguía respirando, esperando que la noche llegara y con ella, él.
***
Me quité el uniforme con más cuidado del necesario, doblándolo como si el orden pudiera convencer a mi cuerpo de dejar de temblar. Me bañé, dejé que el agua caliente me deshiciera un poco por dentro, me perfumé… y luego me vestí con el kimono azul. Ese. El que él siempre observaba un segundo más de lo que pretendía.
Me dejé parte del cabello suelto, cayendo en ondas que cepillé hasta que brillaron como agua bajo la luz. El resto lo recogí con la horquilla que Giyuu me había regalado. Las pequeñas estrellas plateadas tintinearon entre mis dedos, un sonido leve, íntimo, como un secreto compartido con el aire.
Hasta me maquillé un poco: un rubor apenas visible en las mejillas, casi como si la emoción me hubiera coloreado de forma natural; un toque de pintalabios que hacía mis labios más llenos; una sombra oscura que ampliaba mis ojos.
Cuando terminé, me quedé mirando el espejo. Y tardé unos segundos en reconocer a la mujer al otro lado.
No parecía una Hashira, no la guerrera con las manos marcadas por el combate y el peso de demasiadas decisiones. No parecía alguien que había enfrentado monstruos y sobrevivido a cosas que no deberían sobrevivirse.
Parecía… una mujer cualquiera preparándose para un festival. Una mujer con el corazón latiendo demasiado rápido. Una mujer que quería compartir una noche especial con el hombre que amaba.
Toqué el cristal, recorriendo el reflejo con la yema de los dedos. Si tan solo pudiéramos ser así. Dos personas normales, sin cargas, sin amenazas, sin ese futuro incierto que nos esperaba como una sombra alargada.
Y por primera vez desde que me convertí en Hashira, lo lamenté. Lamenté mi fuerza, mi deber, mi título. Lamenté lo que me alejaba de una vida simple. Lo que hacía que amar a alguien como Giyuu siempre fuera un acto lleno de bordes afilados.
El deseo era tan sencillo que casi dolía: ser ordinaria. Tener una vida ordinaria con él.
La mujer del espejo me devolvió la mirada con ojos abiertos de par en par, como si buscara una señal, un presagio, algo que le asegurara que esta noche no iba a destrozarla.
Aparté la vista antes de que pudiera responderme. Yo tampoco quería conocer la verdad.
***
Cuando estuve lista, fui hacia la entrada del complejo. Cada paso resonaba demasiado fuerte en el silencio del anochecer. Mi corazón martillaba contra las costillas, irregular, rápido, casi queriendo escapar.
Y ahí estaba él.
Su kimono, azul oscuro casi negro, parecía absorber la poca luz que quedaba. Sus ojos, fríos y profundos, se clavaron en mí con la intensidad contenida de un pozo helado; mirarlos era arriesgarse a desaparecer. La noche le había dejado prescindir del haori, y su figura—hombros anchos, cintura estrecha—se mostraba firme, sin una sola sombra de duda o debilidad.
Estaba ahí, como siempre, con esa presencia que no necesitaba palabras para hacerse sentir. La luz moribunda del sol marcaba las líneas duras de su rostro, el brillo azabache de su cabello, y las sombras bajo sus pómulos le daban un aire imposible, como tallado en mármol.
Cuando me vio, sus ojos se suavizaron por un instante fugaz, una ola que rozó la orilla para retirarse al instante. En ese breve destello, algo pasó; un parpadeo más lento, una tensión atrapada que no supe descifrar.
En otro momento, habría cruzado sin vacilar la distancia que nos separaba. Me habría lanzado a sus brazos, presionado mi rostro contra su pecho, buscado ese olor suyo que siempre había sido mío. Le habría besado—en la mejilla, en la mandíbula, en los labios—hasta que ambos estuviéramos sonriendo.
Pero lo ocurrido esta mañana, esa pregunta que me quemaba por dentro: “¿qué pasó realmente?”, me dejó insegura, pequeña. Como si un solo paso en falso fuera suficiente para romper lo que teníamos.
Me acerqué con pasos medidos, consciente de cada centímetro que acortaba entre nosotros, con el corazón golpeando tan fuerte que juraría que él podía escucharlo.
—Hola —dije, esforzándome por sonreír a pesar del nudo que me estrangulaba la garganta.
—Hola —respondió, y su voz—profunda, contenida—me atravesó como un cuchillo.
Sus ojos me recorrieron con una lentitud deliberada, de mi rostro a mis pies, de vuelta al rostro, como si quisiera grabar cada detalle en la memoria. Cuando alcanzaron la horquilla en mi cabello, algo brilló en esa oscuridad fría.
—Estás preciosa.
Dijo la frase casi en un susurro medido, como si eligiera cada palabra con cuidado. Pero yo noté la fisura, esa pequeño temblor en su voz, una sombra de emoción que no podía o no quería ocultar del todo.
Un calor sutil me subió a las mejillas, a pesar de la tensión que nos envolvía.
—Gracias —musité, casi un suspiro.
Asintió con un movimiento leve y dobló el brazo para extenderlo hacia mí. Giyuu siempre fue cortés, caballeroso, pero esta vez sentí ese gesto extraño, más rígido de lo que cabría esperar para todo lo que habíamos compartido.
Entrelacé mi brazo con el suyo, mis dedos encontrando el músculo firme de su bíceps, y comenzamos a caminar hacia el pueblo. Nuestros pasos marcaban un ritmo sincronizado, pero entre nosotros flotaba esa mezcla extraña: cercanía y distancia, como una niebla que no se disipaba.
***
El festival era todo lo que había esperado y más.
Se celebraba en una amplia explanada a las afueras de Komagane, donde cada detalle parecía cuidado con mimo. Tanabata conmemoraba el reencuentro de dos deidades—dos estrellas separadas por la Vía Láctea—que solo podían unirse el séptimo día del séptimo mes. Una historia de amor imposible, trágica y hermosa, que servía como excusa para celebrar bajo el cielo estival.
Las calles bullían de vida. Familias con niños corrían y reían con la despreocupación propia de la infancia, sus voces agudas elevándose como música. Parejas jóvenes caminaban cogidas de la mano, con las cabezas inclinadas, susurrando secretos que solo ellos podían escuchar. Grupos de amigos charlaban animadamente, empujándose en bromas juguetonas. Ancianos, sentados en bancos, observaban el bullicio con sonrisas tranquilas, guardianes del tiempo que habían vivido muchos festivales.
Todos ellos libres. Ignorantes de los horrores que acechaban en las sombras, de los demonios en la oscuridad, de los guerreros que entregaban sus vidas para mantenerlos a salvo.
Puestos de todo tipo se extendían por doquier, creando un laberinto de colores y sonidos. Los vendedores alzaban la voz para atraer clientes: "¡Takoyaki fresco! ¡El mejor de Komagane!" "¡Máscaras pintadas a mano, únicas!" "¡Prueba tu suerte! ¡Tres intentos por solo tres yenes!"
La fragancia de la comida caliente embriagaba los sentidos: brochetas chisporroteando en aceite, castañas asadas que exhalaban un dulzor ahumado, yakisoba con jengibre y cebollino, dango bañado en salsa mitarashi, brillante como ámbar.
Juguetes de madera —espadas de samurái, muñecas con kimonos elaborados, caballos con ruedas— se alineaban en estantes. Abalorios de colores atrapaban la luz de las lámparas. Máscaras pintadas con trazos delicados colgaban de cuerdas.
Sobre nuestras cabezas, lámparas de papel colgaban en hileras cruzadas, formando un dosel de luz cálida que bañaba todo con un resplandor dorado y suave, como acuarelas en movimiento. Algunas con forma de estrellas, en honor a Tanabata; otras, simples esferas que se mecían con la brisa, proyectando sombras danzantes.
La música flotaba en el aire: una mezcla viva y alegre de flautas que trinan, shakuhachi profundo y tambores que marcaban un ritmo que hacía que los pies quisieran moverse. Un grupo de músicos callejeros tocaba en una esquina, rodeado de espectadores que aplaudían al compás.
Era hermoso. Perfecto. El tipo de noche romántica que había soñado compartir con él. Una cita en un rincón cálido y acogedor del mundo, bajo un cielo que ofrecía un clima ideal, un escenario como hecho para dos personas enamoradas.
Todo era ideal.
Excepto por Giyuu.
Caminaba a mi lado, el brazo ofrecido con su cortesía habitual. Pero había algo que no encajaba. Como si una parte de él—una parte que normalmente apenas dejaba entrever, al menos conmigo—no estuviera aquí. Lo que quedaba era la superficie: su postura impecable, su silencio, esa serenidad que no daba ninguna pista… y nada más.
Se sentía blindado. No de manera deliberada, sino como si su mente se hubiera retirado a un lugar lejano, un rincón oscuro donde yo no podía seguirlo. Estaba a mi lado, caliente bajo mi mano, sólido como siempre… pero al mismo tiempo, era como si no lograra tocarlo de verdad.
Solo reaccionaba cuando yo hablaba, y aun así, sus respuestas eran tan mínimas que apenas rompían el aire.
Caminaba a mi lado, su brazo ofrecido para que me apoyara. Pero había algo ausente en él, como si hubiera dejado una parte esencial de sí mismo en otro lugar.
Y lo que quedaba estaba cerrado, blindado, inaccesible.
—Mira —dije, señalando un puesto que exhibía dangos de todos los colores, apilados con una perfección casi irreal bajo la luz de las lámparas—. ¿Quieres uno?
—Vale —respondió él, sin emoción, con un tono tan plano que podría haberle ofrecido comer piedras.
Nos acercamos al puesto, donde un anciano de rostro amable nos recibió con una sonrisa tan amplia que parecía iluminar el espacio alrededor. Su entusiasmo chocaba con la tensión entre nosotros. Con movimientos ágiles, envolvió dos dangos, escogiendo los más vistosos—rosa, verde, blanco—y los colocó en una bolsita de papel como si preparara un pequeño regalo.
Metí la mano en el monedero, pero Giyuu ya había deslizado dos yenes sobre la mesa. Lo hizo con la calma habitual, un gesto perfecto… aunque había algo en su expresión que lo volvía hueco, como si actuara por costumbre y no por intención.
—Gracias, joven —dijo el anciano, guiñándonos con un brillo travieso—. Que disfruten el festival. Es una noche hermosa para estar enamorado.
La frase me atravesó de golpe, como si el aire se hubiera congelado. Y Giyuu… nada. Ni un parpadeo distinto. Ni una respiración.
Tomé la bolsita, saqué un dango y se lo ofrecí. Él lo tomó con lentitud, cuidando demasiado que nuestros dedos no se rozaran. Le dio un mordisco sin mirarme, sin esa pequeña pausa suya, sin ese instante en que solía cerrar los ojos para saborear de verdad.
Masticó, tragó. Como si fuera cualquier cosa. Como si no supiera a nada.
Probé el mío. La textura era perfecta, el dulzor inconfundible. Y aun así, me supo a cartón.
—Qué rico, ¿verdad? —dije, con la voz un poco más alta de lo que quería. Buscando algo. Cualquier cosa.
Asintió. Un leve movimiento de cabeza. Sus ojos seguían fijos en la multitud, como si hubiera algo allí que solo él veía. Como si yo no estuviera a su lado en absoluto.
***
No dejé de intentarlo. Me aferré a la esperanza con uñas y dientes.
—¿Ves ese juego de allí? —señalé hacia un puesto donde niños y adultos se agolpaban para pescar peces de papel con redes tan frágiles que se rompían si las mirabas demasiado fuerte—. Una vez mi padre nos llevó a Kenji y a mí a una feria como esta. Yo tendría unos siete u ocho años. Nos dio unas monedas y nos dejó jugar. Kenji atrapó muchos más peces que yo, y me enfadé tanto que le tiré agua a la cara hasta empaparlo. Mi padre se enfureció, y tuvimos que volver a casa antes de tiempo. Yo lloré todo el camino… y Kenji se burló todo el rato.
El recuerdo me apretó el pecho, como siempre que pensaba en él.
—Mmm —respondió Giyuu.
Ni una palabra. Solo ese sonido, esa sílaba breve que servía como frontera. Un reconocimiento mínimo de que me había escuchado, o que al menos sabía que había hablado.
Esa parecía ser su respuesta para todo esa noche. Mmm cuando le ofrecía comida. Mmm cuando le sugería probar algún juego. Mmm cuando hacía comentarios sobre la gente, la decoración, el festival.
Mmm. Mmm. Mmm.
Un disco rayado repitiendo la misma nota hueca.
La frustración crecía en mi pecho como una enredadera venenosa, trepando por mis costillas, apretando más y más. Esta noche se suponía que sería especial. Luminosa. Mágica.
En cambio, sentía que caminaba sola en medio del gentío, arrastrando una sombra con la forma de él. Como si tuviera a mi lado algo que parecía Giyuu… pero no lo era.
Pasamos frente a un puesto de máscaras colgadas en hileras que se mecían con la brisa. Zorros astutos, oni de colmillos largos —irónico—, princesas de mejillas rosadas. Sin pensarlo, tomé una máscara de zorro con trazos carmesí y me la coloqué, girándome hacia él con una pose descaradamente juguetona.
—¿Qué tal me veo? —pregunté, fingiendo ligereza, buscando arrancarle algo, lo que fuera.
Giyuu me miró. Sus ojos se detuvieron en mí un segundo más de lo habitual, tan fijos que me hicieron contener la respiración. Por un parpadeo, creí ver algo. Un hilo de ternura. Un recuerdo del afecto que solía mostrarme.
Pero se apagó igual de rápido, tragado por ese azul helado.
—Bien —dijo.
La palabra cayó entre nosotros como una piedra en un lago muerto.
Me quité la máscara despacio, sintiendo cómo la sonrisa se escurría de mi rostro. La colgué de nuevo, mis dedos temblando lo suficiente para que las demás máscaras tintinearan unas contra otras.
—Giyuu… —empecé, pero mi voz se quebró antes de salir del todo.
No sabía qué decirle. No sabía por dónde empezar.
Él volvió la cabeza hacia mí. Por un instante, realmente me miró. Una mirada directa, desnuda. Y ahí estaba: ese algo atrapado bajo la superficie. Conflicto. Culpa. Deseo de hablar y miedo de hacerlo. Su mandíbula se tensó. Sus manos se cerraron en puños, los nudillos blancos contra la piel.
Un latido después, apartó la mirada y siguió caminando. Como si ese único chispazo —la única grieta en toda la noche— jamás hubiera existido.
Y yo lo seguí. Porque no sabía cómo no hacerlo. Porque incluso roto, distante, perdido… seguía siendo él. Y esa era la parte que dolía más.
***
Seguimos avanzando sin rumbo entre la multitud. Pasamos por más puestos: algodón de azúcar girando en remolinos rosados, juegos de lanzamiento de aros, niños corriendo con bengalas. Pero el ruido y la alegría se sentían lejanos, como si nosotros camináramos en otra frecuencia.
Yo seguía intentándolo. Tiraba palabras como si fueran piedras en un pozo, esperando escuchar algo más que un eco.
—Mira esos globos, ¿no son bonitos?
—Mmm.
—¿Has probado las manzanas confitadas? Podríamos compartir una.
—Si quieres.
—Dicen que habrá una danza más tarde. ¿Te gustaría verla?
—Como quieras.
Cada respuesta se me clavaba un poco más. No por crueldad —Giyuu no era hiriente—, sino por la ausencia, el vacío. Era como si sus palabras hubieran perdido peso, como si no tuvieran significado.
Caminamos hasta el borde del festival, donde un arroyo oscuro corría bajo un puente de madera pintado de rojo. Farolillos colgaban a lo largo del pasamanos, dejando una luz cálida que temblaba sobre el agua como luciérnagas.
A ambos lados del puente, tiras de papel tanzaku se mecían con la brisa. La tradición de Tanabata. Deseos escritos con la esperanza de que los dos amantes, Orihime y Hikoboshi, separados por un cielo inmenso, los llevaran consigo cuando por fin lograran encontrarse.
Subí primero. La madera cedió bajo mis pasos con un crujido suave. Giyuu me siguió sin prisa, manteniendo esa separación mínima —exacta, medida— que ya parecía parte de la noche. Me detuve en el centro para leer los deseos escritos con caligrafías torpes, sinceras.
"Ser rico algún día."
"Que mi madre se recupere de su enfermedad."
"Encontrar el amor verdadero."
"Que mi hijo apruebe los examenes."
"Que la paz dure para siempre."
Cada deseo era una ventana a un corazón, un sueño, un anhelo. Toqué uno con cuidado, sintiendo el papel áspero bajo mis dedos. Una nostalgia suave me rozó el pecho, dulce y dolorosa a la vez.
Cuando me giré, Giyuu miraba el agua negra bajo el puente con una concentración desproporcionada, como si analizara un enemigo invisible. Sus manos reposaban sobre el pasamanos, los nudillos blancos de la fuerza con que lo agarraba.
—¿Y tú? —pregunté, intentando que sonara casual, aunque el peso de mis palabras era insoportable—. ¿Qué escribirías? Si pidieras un deseo, quiero decir.
El silencio se extendió. Largo. Pesado. La corriente murmuraba bajo nosotros, ajena; los farolillos oscilaban, proyectando sombras temblorosas en su rostro.
Él no levantó la vista.
—No lo sé —respondió al final, con una neutralidad que me heló la piel.
Fue la guinda del pastel.
Después de todo lo que habíamos compartido, las noches abrazados, los secretos susurrados en la oscuridad... ¿no lo sabía?
—¿Nada? —insistí, sintiendo algo oscuro retorcerse en mi estómago—. ¿Ni siquiera un deseo pequeño? ¿Algo que quieras?
Sus hombros se tensaron. La línea de su espalda se endureció como si lo hubiera golpeado. Sus dedos se cerraron con más fuerza sobre la madera, haciéndola crujir.
Su rostro cambió sutilmente, endurecido, como si dentro de él algo se hubiera agrietado.
Cuando habló, su voz salió cortante, fría. Como nieve recién caída.
—Los deseos no cambian nada.
La frase me golpeó tan fuerte que tuve que inhalar. Todo lo que había estado empujando hacia el fondo —su lejanía, su silencio, ese muro que no dejaba de levantar entre ambos— se arremolinó en en mi interior con la fuerza de una tormenta.
La rabia subió sin permiso. Caliente, punzante, trepando por mis costillas hasta instalarse en mi garganta. Y entonces ya no hubo manera de contenerla. Todas esas horas intentando alcanzarlo, intentando que me mirara, intentando pensar que esto todavía era nosotros y no un eco vacío… todo reventó de golpe, sin dejarme espacio para nada más.
—¿Qué diablos te pasa? —mi voz se alzó antes de que pudiera frenarla, desgarrando la quietud de la noche.
Lo enfrenté en mitad del puentecito rojo, con las manos cerradas a mis costados para impedir que temblaran.
Las palabras salieron ásperas, demasiado duras para un lugar tan sereno, pero ya no tenía espacio para medir nada. Estaba agotada de intentar alcanzarlo, herida por su silencio, frustrada hasta el tuétano.
Él se volvió hacia mí despacio, como si el simple acto de girarse fuera un peso. Cuando sus ojos encontraron los míos, no vi furia ni sorpresa; vi un lago helado, una superficie quieta que escondía todo lo que no quería mostrar. Y dolía. Dolía más que cualquier reproche.
—No me pasa nada —respondió, con una calma tan perfecta que no era calma en absoluto, sino una armadura cerrada a piedra y hielo.
—Mentira —solté, sin darme tiempo a respirar. La palabra me salió rota, desgarrada, a pesar de mis esfuerzos en mantenerme firme—. Algo te ocurre. Estás aquí, pero a la vez no. No sé adónde te has ido, no sé si hice algo mal… o si simplemente… —la frase se atoró en mi garganta, espesa—. Si te cansaste de mí.
Su rostro se contrajo por un instante. Miró hacia un lado con brusquedad, el músculo de la mandíbula latiéndole bajo la piel.
—No es eso —murmuró, tan bajo que apenas lo escuché sobre el sonido del agua.
—¿Entonces qué? —las palabras me salieron con esa urgencia que nace del temor—. Has estado distante desde esta mañana, desde que mencioné… —vacilé apenas un instante, y ahí lo comprendí todo de golpe. Las piezas encajaron de un modo que dolió físicamente. Inspiré hondo—. Es por lo que dije, ¿verdad? Sobre la tormenta que viene. Sobre lo irónico que es tener este tiempo juntos.
—Sakura… —su voz llegó como un suspiro exhausto, un sonido que parecía salir desde un lugar oscuro dentro de él.
Pero yo ya no podía refrenarme. Negué con fuerza, las manos cortando el aire entre nosotros.
—No. No te atrevas a decirme que todo va bien. No cuando puedo ver cómo te cierras, cómo te alejas. —La frustración se me escapaba a borbotones, mezclada con miedo, angustia y esa cólera impotente que arde demasiado cerca del pecho—. Pensé que confiabas en mí. Después de todo lo que hemos compartido, después de… de todo, creí que podríamos hablar de cualquier cosa. Pero llevas todo el día apartándote de mi…y ni siquiera eres honesto conmigo.
Él guardó silencio. Un silencio tan largo, tan sólido, que lo sentí presionar contra mis tímpanos. Sus puños se cerraron a sus costados, apretados, todo su cuerpo rígido en un esfuerzo por contener algo que amenazaba con desbordarlo, como si pudiera simplemente dejar de sentir por pura fuerza de voluntad.
—No es tan sencillo —dijo al fin, un susurro rasgado que parecía arrancado desde lo más profundo de su pecho.
—Inténtalo —supliqué, dando un paso hacia él, intentando salvar con el cuerpo el abismo que nos separaba—. Háblame. Dime qué pasa en tu cabeza. Porque no puedo seguir así, Giyuu. No puedo seguir persiguiéndote cuando no sé dónde estás… cuando ni siquiera sé si quieres que te alcance.
Él sacudió la cabeza, un movimiento casi imperceptible. Apartó la mirada por completo, clavándola en un punto indefinido en la distancia, su perfil iluminado a medias por los farolillos.
—No puedo.
Dos palabras. Pequeñas. Letales.
No puedo.
Absoluto. Inmovible. Una puerta cerrada de golpe en mi cara. Un puñal en el corazón.
Como si compartir conmigo lo que lo devoraba por dentro fuera imposible. Una batalla perdida antes de empezar. Como si yo, después de todo lo que habíamos pasado, no mereciera siquiera su esfuerzo por hacerse entender.
Las lágrimas ardieron en mis ojos, calientes y furiosas, y maldije la vulnerabilidad que me traicionaba. Parpadeé rápidamente, tratando de empujarlas hacia atrás, de ocultarlas, pero algunas escaparon de todas formas, trazando líneas calientes por mis mejillas.
—Pues vale —susurré, con la voz hecha pedazos—. Si no puedes hablar conmigo… entonces no sé qué hago aquí.
Di un paso atrás, alejándome de él, buscando distancia física para igualar la emocional que él había creado. Mis sandalias golpearon la madera del puente con un eco hueco que resonó en el silencio.
E hice lo único que podía hacer. Lo único que cada fibra de mi cuerpo gritaba que hiciera.
Di media vuelta.
Y eché a correr.
Notes:
¡Hola! ✨
Perdonad por dejaros tremendo cliffhanger, pero ya sabéis… un poquito de emoción nunca viene mal 😏🔥
¡Espero que hayáis disfrutado del capítulo! Incluso con la tensión entre ellos —o quizá por ella— pero ya tocaba meterles un poco de drama, ¿no? 💥💔
¡Gracias por leer y nos vemos en el próximo! 💖📚✨
Chapter 39: La flor del invierno - Parte 4
Chapter Text
Dos cuerpos frente a frente
son a veces dos olas
y la noche es océano.
Dos cuerpos frente a frente
son dos astros que caen
en un cielo vacío.
Octavio Paz, Dos Cuerpos.
Bajé del puente a tropezones, a punto de caer, arrastrada por la prisa que me empujaba sin piedad.
Corría como si algo invisible me persiguiera, aunque lo único que me acechaba era el peso aplastante de mi corazón hecho trizas.
No tenía rumbo, solo la necesidad urgente de alejarme.
Alejarme de las luces que ahora brillaban con una crueldad burlona, demasiado alegres, demasiado falsas. Alejarme de la música, que antes parecía dulce, y que ahora era una cacofonía violenta, una cacería que me desgarraba por dentro. Alejarme de esa multitud feliz, cuyas risas me golpeaban como un insulto, una burla sin tregua.
Alejarme de Giyuu y de ese muro helado que había levantado entre nosotros, cada palabra no dicha una piedra más en esa barrera insoportable.
Mis pies me llevaron fuera del festival, hacia la sombra fría de las afueras. Vi la colina—la había visto antes, recortada contra el cielo oscuro—y sin pensarlo, me lancé hacia ella, guiada solo por el instinto de moverme.
Mis sandalias se clavaban la tierra, resbalando en la humedad de la hierba. Mi respiración salía entrecortada, jadeos que mezclaban el esfuerzo y la angustia, como lágrimas que amenazaban con estallar.
Los abalorios de la horquilla que Giyuu me había regalado rozaban mi cabello en cada sacudida, su tintineo dulce y cruel, un recordatorio punzante de lo ocurrido.
Las lágrimas fluían sin control, empañando mi vista, pero no me detuve.
Subí la cuesta empinada con las piernas ardiendo, los pulmones quemando, el corazón golpeando tan fuerte que lo sentía retumbar en mis oídos.
Alcancé la cima y caí hacia adelante, las manos en las rodillas, tratando de recuperar un aliento que se me escapaba como arena entre los dedos.
Poco a poco, me incorporé y miré hacia abajo.
El festival se desplegaba a mis pies como un tapiz vivo, un mar cálido de luces contra la negrura absoluta de la noche: lámparas doradas, farolillos rojos, telas que vibraban bajo el viento.
La música llegaba débil, distorsionada por la distancia, y las risas flotaban como ecos lejanos de otro mundo.
Era hermoso. Y al mismo tiempo, lo sentía tan lejos.
Como si estuviera mirando la vida de alguien más a través de un cristal impenetrable, frío y silencioso.
Como él mismo.
Me limpié los ojos furiosamente con el dorso de la mano, arruinando el maquillaje que había aplicado con cuidado horas antes, queriendo estar bella para él. Qué estúpida había sido. No iba a seguir llorando. No iba a darle más poder del que ya tenía. No iba a...
—Sakura.
Su voz, suave como un susurro pero clara como el agua, me llegó desde atrás.
Me giré de golpe, con los ojos muy abiertos y el corazón atropellado. Ahí estaba.
Por supuesto que me había seguido. Por supuesto que estaba aquí. Porque Giyuu Tomioka —por más cerrado, hermético e inalcanzable que se volviera— nunca me dejaría sola en la oscuridad.
De pie a unos metros, su silueta recortada contra las luces del festival, como una sombra hecha piel y músculo. La mitad de su rostro se perdía en la sombra, oscura, impenetrable. La otra mitad se bañaba en ese resplandor cálido, que hacía brillar su ojo azul, marcaba la línea firme de su mandíbula y el contorno duro de sus labios.
Luz y oscuridad. Siempre con él era luz y oscuridad. Nunca uno sin el otro. Siempre dividido, siempre en guerra consigo mismo.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, con una voz que quise afilar hasta volver fría—. Vete.
Vi cómo algo cruzaba su rostro, apenas un destello: sorpresa… y algo más oscuro, más profundo. Arrepentimiento, quizá. No lo suficiente para alterar su expresión, pero sí para tensarle la mandíbula.
Se quedó inmóvil un instante, como solo él sabía. Mis palabras se alzaban entre nosotros como un muro, y él lo estudiaba en silencio con una precisión casi clínica. Como si estuviera midiendo dónde me dolía más. Como si buscara una forma de acercarse sin abrir otra grieta, sin empeorar la herida.
Entonces dio un paso adelante. Me sostuvo la mirada, sin pestañear, como si esa fuera la única forma que tenía de demostrarme que seguía ahí. Su voz salió firme, decidida, sin un solo titubeo:
—No me iré. No voy a dejarte sola.
Su frase me atravesó el pecho antes de que pudiera protegerme de ella. Noté cómo el corazón se me aceleraba, cómo una parte de mí quería aferrarse a esas palabras, a él. Pero el enfado seguía ahí, caliente, acuciante, negándose a soltarme.
—¿Por qué te importa? —escupí sin pensar, y la dureza en mi propia voz me golpeó de vuelta—. Si tanto te cuesta decir lo que piensas, si ni siquiera puedes hacer el esfuerzo de hablarme… entonces está claro que no valgo tu tiempo.
Las palabras salieron afiladas, con la precisión de kunais lanzados al corazón. Y dieron en el blanco. Lo vi. Su rostro se tensó, apenas un instante, un espasmo de dolor que cruzó sus facciones antes de que él pudiera enterrarlo bajo esa máscara imperturbable que, hasta hace poco, me daba consuelo, pero que ahora solo conseguía irritarme.
Giyuu cerró los ojos, apenas un segundo, como quien recibe un golpe directo en el abdomen.
Y dentro de mí, dos impulsos se encendieron al mismo tiempo, chocando como olas contra roca.
Una parte —esa que lo amaba con una fuerza que asustaba— sintió un remordimiento inmediato. Quiso extender la mano, borrar mis palabras del aire, acercarse a él y susurrar que no las había pensado, que no quería hacerle daño.
Pero la otra… la otra ardía. La otra llevaba toda la noche tragándose rechazo, confusión, silencios. Esa parte quería que él sintiera algo. Aunque fuera una punzada. Algo que demostrara que yo no era la única en ruinas.
Cualquier otro hombre se habría dado la vuelta. Habría respondido con ira, o con orgullo, o con más distancia.
Pero él no.
Giyuu permaneció allí, sosteniéndome la mirada con una mezcla extraña de tormento y férrea calma. Una paciencia que no era sumisión, sino determinación.
Y entonces, con una lentitud que parecía pelear contra su propio instinto de retroceder, empezó a avanzar hacia mí.
Sus pasos eran lentos, cuidadosos, como si se acercara a un animal herido, a punto de romperse en cualquier momento. No se detuvo hasta quedar a mi lado, tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo, pero sin cruzar la frontera del contacto.
No buscó abrazarme ni tomar mi mano. Se quedó allí, hombro con hombro, como una sombra firme contra la noche, contemplando el festival que se desplegaba a nuestros pies. Su expresión, impenetrable y profunda, tenía el poder de desarmarme en mil pedazos sin pronunciar palabra. Pero yo sabía que debajo de ese hielo, frío y sólido como un glaciar, ardía un fuego intenso, un torbellino que quemaba con la misma fuerza —o quizá más— que el mío. Que las cosas le dolían y le movían igual, aunque él eligiera ocultarlo tras esa calma helada.
Que hasta que el hielo no se rompe, nada cambia; pero cuando lo hace, arrasa todo a su paso.
El silencio se estiró entre nosotros, tenso y cortante, un muro invisible que pesaba más que cualquier palabra. El viento frío susurraba, moviendo la hierba a nuestros pies y haciendo ondear las telas de nuestros kimonos, rozando la piel expuesta, creando un pulso vibrante en la quietud.
Pude escuchar su respiración, más profunda de lo habitual, irregular en ese equilibrio precario entre contención y revelación. El calor de su cuerpo se colaba contra la brisa fresca, un latido silencioso que rozaba el mío.
Y entonces, cuando la tensión rozaba el umbral de lo insoportable, su voz emergió, baja y quebrada, casi un susurro que parecía temer liberarse:
—Tengo miedo.
Me giré hacia él de golpe, como un resorte, la respiración atrapada en la garganta, cada latido retumbando en mi pecho. Su perfil se recortaba bajo las luces del festival, los farolillos de colores reflejándose en sus ojos azules, brillando con una intensidad contenida que me dejó sin aliento.
No dije nada. Solo esperé, reteniendo el aire, ofreciéndole el espacio que necesitaba para que las palabras, tan difíciles de soltar, pudieran salir.
—Tengo miedo de lo que viene —prosiguió con un tono aún contenido, aunque ganando solidez, como si una vez abierta la compuerta, las palabras fluyeran más libres—. De la guerra. De todo lo que sabemos que se avecina, de lo que hemos estado preparando para enfrentar.
Hizo una pausa. Observé cómo sus manos se cerraban en puños junto a su cuerpo, los dedos pálidos por la presión. Su mandíbula se apretó con fuerza, un tendón palpitando bajo la piel, señal clara de su lucha interna.
—Pero sobre todo... —su voz se quebró apenas, una fisura en la armadura de control que siempre llevaba consigo—. Tengo miedo de perderte.
Algo en mi pecho se apretó con tal fuerza que pensé que mi corazón iba a estallar.
—Giyuu…
Su nombre se deslizó entre nosotros, un susurro arrastrado por el viento.
—Esta mañana —sus palabras llegaron con un leve estremecimiento en la voz—, cuando hablaste de la tormenta. De lo irónico que es que estemos juntos solo porque algo terrible se avecina. Tenías razón. Pero escucharte decirlo en voz alta, ponerle forma a lo que yo había estado evitando... —Se detuvo, tragando el aire, y al volver a hablar su voz se hizo un hilo casi imperceptible—. Me hizo pensar en el después. En cuando la tormenta finalmente llegue. En cómo podría perderte en ese proceso.
Un estremecimiento recorrió sus brazos mientras sus puños, ya cerrados, se apretaban aún más. Un hombre que jamás dudaba al blandir la espada, ue enfrentaba horrores inimaginables sin parpadear, pero que siempre temblaba por mí.
—He perdido a todos los que me importaban —su voz se rompió, cargada de un dolor crudo y sin filtrar, la máscara de control cayendo en pedazos—. A mis padres. A mi hermana. A Sabito. Todos se fueron. Me dejaron. Y, de alguna forma... de alguna forma aprendí a vivir con eso. Aprendí a esconder el dolor tan profundo que no podía tocarlo. A no dejar que nadie se acercara demasiado, porque así... así no tendría que perderlos también.
Se giró hacia mí entonces, y la emoción que ardía en sus ojos —miedo, desconsuelo y algo aún más profundo, devastador— era casi insoportable de contemplar. Era como mirar directo al sol: te quema, te quema sin remedio, pero no puedes apartar la mirada.
—Pero entonces llegaste tú —articuló con dificultad, cada palabra saliendo hecha trizas—. Y no pude impedirlo. Te abriste camino a través de todas mis defensas sin esfuerzo, sin siquiera intentarlo. Me devolviste el sentir cuando ya había olvidado cómo. Me hiciste desear algo que sabía que nunca debía querer. Y ahora...
Cerró los ojos con fuerza, como si la simple visión de mi rostro le desgarrara por dentro. Se mordió el labio inferior, luchando contra el nuevo temblor que empezaba a apoderarse de él.
—La sola idea de un mundo sin ti... —Su respiración se volvió irregular, su pecho subía y bajaba atropelladamente—. De que te pase algo. De perderte como perdí a todos los demás... —La voz se le rompió del todo, un grito ahogado sin sonido—. No sabría cómo seguir. No podría. No habría nada por lo que seguir luchando.
Oh.
Oh, Giyuu.
Abrió los ojos de nuevo, y en ese instante su mirada me atravesó como un golpe seco, como si se despojara de toda coraza, dejando al descubierto todo lo que guardaba en su interior.
—No puedo vivir sin ti, Sakura.
Esas palabras —esa confesión desgarradora, arrancada desde lo más profundo de su alma— eran lo más cerca que había estado de revelar lo que sentía sin decirlo en voz alta. Era vulnerabilidad pura, cruda, dolorosa. Su corazón, desnudo y sangrante, tendido ante mí en la oscuridad con manos que temblaban.
Sentí las lágrimas brotar sin control, deslizarse por mi rostro, caer por mi garganta y salpicar la hierba bajo nosotros.
—Yo también tengo miedo —susurré, la voz hecha añicos, sacudida por la emoción—. Dios, Giyuu... yo también tengo tanto miedo.
Di un paso hacia él, luego otro, cerrando la distancia entre nosotros. Mis manos temblaban, igual que las suyas, pero las alzé con determinación y tomé su rostro entre mis palmas. Su piel ardía bajo mis dedos.
—Me aterra perderte —continué, cada palabra arrancada del fondo de mi ser—. Que seas tú quien no vuelva. Esa idea me paraliza. Me roba el sueño. Me hace querer escapar de todo esto, llevarte lejos, a un lugar donde nadie pueda encontrarnos.
Respiré hondo, dejando que el aire llenara mis pulmones antes de hablar de nuevo.
—Pero no podemos vivir presos de ese miedo —dije con urgencia, casi rogándole que lo entendiera—. No podemos dejar que la sombra de lo que podría pasar apague la luz que hemos encontrado. Porque eso... eso sería darle a Muzan la victoria sin luchar. Sería permitir que nos destruya sin tocarnos siquiera.
Vi cómo sus ojos se abrieron apenas, procesando mis palabras, dejándolas asentarse. La luz del festival bañaba un lado de su rostro en tonos rojos y dorados, un fuego que parecía latir junto a nosotros mientras hablaba.
—Tenemos este momento —susurré, deslizando mis pulgares suavemente por sus mejillas, en caricias lentas y calmantes—. Tenemos este ahora. Sí, es prestado. Podría desvanecerse en cualquier instante. Pero es real, Giyuu. No es frágil, no como piensas. No puede serlo. Porque tú y yo... lo que compartimos, lo que sentimos... no hay nada más fuerte que eso. Y merece que luchemos por ello. Que vivamos cada segundo, sin dejar que el miedo nos robe ni un instante más.
Finalmente, sus manos se movieron, elevándose desde sus costados para envolver las mías, que aún reposaban sobre su rostro. Sus dedos, largos y marcados por la batalla, se entrelazaron con los míos, apretando con una fuerza que casi dolía. Pero era un dolor bueno, uno que decía sin palabras: "Estoy aquí. Eres real. Esto es real."
—¿Y si no es suficiente? —preguntó, la voz baja, con una urgencia reprimida que rozaba la desesperación—. ¿Y si lucho con todo lo que tengo y aún así no logro protegerte? ¿Y si no soy lo bastante fuerte cuando más importa?
La angustia en su tono era tangible. Podía sentirla vibrando en el aire entre nosotros, enroscándose a mi alrededor y apretando.
—Entonces habremos tenido esto —respondí, apretando los dientes para sostener la firmeza, aunque la voz me temblara—. Habremos tenido estas noches. Estos momentos que nadie podrá arrebatarnos, pase lo que pase después. Este amor.
La palabra salió antes de que pudiera detenerla. Nació rota, enredada en mi garganta, pero cargada de verdad y una belleza dolorosa.
Giyuu permaneció completamente quieto. Sus ojos — de ese azul imposible que tanto amaba— se agrandaron, las pupilas dilatándose en la tenue luz.
Vi cómo su garganta se movía con dificultad, tragando un nudo que parecía querer salir. Sus cejas se juntaron en un gesto raro, puro, esa emoción que tan pocas veces mostraba. Cada músculo de su rostro luchaba en una batalla silenciosa entre el control férreo y la vulnerabilidad a punto de colapsar.
Y entonces, como si el universo mismo hubiese esperado ese instante, el cielo estalló en fuego.
BOOM.
El primer fuego artificial explotó sobre nosotros —una flor gigante de luz roja que se desplegó en mil pétalos ardientes, extendiéndose en todas direcciones—. El estruendo vibró en mi pecho, en mis huesos, sincronizado casi a la perfección con el latido acelerado de mi corazón.
La luz nos envolvió, pintando el mundo de carmesí. Iluminó el rostro de Giyuu con un resplandor casi sobrenatural, sus ojos reflejando el fuego del cielo.
Pero ninguno de los dos miró hacia arriba. No podíamos apartar la mirada del otro. Como si el espectáculo más hermoso no estuviera en el cielo, sino aquí, entre nosotros, en este momento desnudo y verdadero.
BOOM. BOOM.
Más fuegos artificiales explotaron a nuestro alrededor—azul intenso, verde esmeralda, dorado como rayos de sol. Cada estallido teñía la noche con nuevos colores, transformándola en un caleidoscopio de luces danzantes.
Tragué saliva, sintiendo el peso insoportable de las palabras que estaba a punto de soltar. Era una verdad que, en el fondo, ambos conocíamos, pero que al pronunciarse rompería todas las barreras, haría imposible retroceder y me dejaría completamente expuesta, desnuda ante él.
—Te amo, Giyuu —susurré, mi voz quebrándose al pronunciar su nombre—. Te amo con cada fibra de mi ser. Con cada aliento, con cada latido desbocado de mi corazón. Te amo de una forma que me asusta porque nunca antes había amado así. Una forma que me hace vulnerable, sí, pero también más fuerte. Y pase lo que pase, sin importar lo que traiga el mañana...
BOOM.
Un fuego artificial blanco, puro, brillante como una estrella fugaz, estalló sobre nosotros.
—Estoy feliz —continué, dejando que las palabras fluyeran libres como un río desbordado—. Feliz de este tiempo contigo, feliz de tenerte a mi lado. Feliz de conocer al verdadero tú. El hombre que me abraza en las noches, que pone flores en jarrones porque le recuerdan a mí, que compra horquillas imaginando cómo quedarían en mi cabello. Eso... eso es más que suficiente.
Giyuu me miraba con una intensidad que parecía descubrirme por primera vez. Como si fuera algo sagrado y aterrador a la vez, la respuesta a preguntas que jamás se había atrevido a formular.
—Sakura —pronunció mi nombre en un susurro cargado de adoración, como si esas tres sílabas contuvieran el peso de todo su mundo.
Sentí su brazo deslizarse con delicadeza pero firmeza alrededor de mi cintura, acercándome a él con una urgencia que contrastaba con la suavidad de su tacto. Su otra mano ascendió para sostener mi rostro, sus dedos enmarcando mi mandíbula con cuidado reverente, mientras su pulgar recorría el contorno de mi mejilla con una caricia que me hizo estremecer.
Y entonces, sin más, me besó.
No fue un beso hambriento de pasión carnal, ni ese fuego voraz que a veces nos arrasaba. Fue otra clase de desesperación: la de dos almas intentando soldarse, de dos cuerpos buscando un lugar donde dejar de existir por separado. Un beso hecho de miedo y amor, de promesa y vértigo, de algo que quería sobrevivir a todo.
Sus labios se estamparon contra los míos con una intensidad que me arrancó el aliento, que me aflojó las piernas hasta obligarme a aferrarme a sus hombros para no caer. Saboreé la sal de mis propias lágrimas mezclándose con su piel caliente. Sentí el leve temblor que le recorría el cuerpo, ese temblor que aparecía siempre que él se permitía sentir.
Lo besé con la misma ferocidad silenciosa, entregando cada emoción que ya no sabía decir de otra forma. Mis brazos rodearon su cuello, mis dedos hundiéndose en su cabello y tirando con suavidad, acercándolo más, queriendo borrarle cualquier distancia, cualquier duda, cualquier sombra.
Los fuegos artificiales seguían explotando en un estruendo de color y luz, y cada estallido parecía envolvernos en un instante suspendido, irreal, como si el mundo entero hubiera dejado de avanzar para dejarnos respirar dentro de ese beso.
Sentí su mano deslizarse por mi espalda, lenta, segura, hasta perderse en mi cabello. Sus dedos rozaron la horquilla; se detuvieron un segundo, cuidándola, como si incluso en ese desbordamiento necesitara ser delicado conmigo. Ese gesto—tan silencioso, tan profundamente suyo—me atravesó el pecho y me hizo amarle de una forma que casi dolía.
Cuando por fin nos separamos, lo hicimos con dificultad, como si algo invisible intentara mantenernos unidos. Estábamos jadeando, las frentes pegadas, el aire caliente de su respiración chocando con el mío.
Los destellos del cielo nos pintaban la piel: rojo, rosa, naranja. En cada cambio de color veía su rostro transformarse. Y allí, entre esas luces que iban y venían, pude leerlo sin barreras: la vulnerabilidad cruda, el amor que ya no estaba intentando enterrar bajo capas de silencio.
Giyuu abrió la boca, como si una palabra lo estuviera presionando desde dentro. La cerró. Volvió a intentarlo, y otra vez su garganta trabajó sin sonido. Sus cejas se juntaron, esa expresión tan suya que concentraba esfuerzo, torpeza emocional y voluntad pura mientras peleaba con frases que no querían salir.
Esperé. Porque sabía cuánto le costaba.
Para él, hablar de lo que sentía no era poca cosa; era una batalla contra todo lo que había aprendido para sobrevivir —disciplina, silencio. Y aun así estaba allí, luchando… por decirme lo que llevaba guardado.
—Yo… —logró decir al fin. Su voz era áspera, arrancada del pecho—. Nunca he sido bueno con las palabras. Nunca he sabido… poner nombre a lo que siento. Pero tú…
Se detuvo, tragando con dificultad. Vi cómo su mandíbula se cuadraba, cómo sus manos temblaban apenas donde me sujetaban, como si incluso sostenerme requiriera coraje.
—Tú eres… —otra pausa frustrada, otra respiración entrecortada—. Lo que siento por ti es…
La frase murió en su boca. No porque no existiera, sino porque era demasiado grande, demasiado feroz, demasiado himno para caber en un puñado de sílabas.
Y no hacía falta.
No necesitaba oír “te amo” envuelto en palabras exactas. Ya me lo había dicho en cada gesto silencioso. En aquel “no puedo vivir sin ti”. En la forma en que me sostenía como si mi existencia fuera el único hilo que lo mantenía en pie. En la horquilla que había comprado. En cada mirada que intentó ocultar. En cada quiebre mínimo que, en él, equivalía a rendirse.
—Lo sé —susurré, acariciándole la mejilla, la línea recta de su mandíbula—. No tienes que decirlo. Ya lo sé.
Algo en su expresión cedió, como un nudo que por fin se afloja. Era alivio, era gratitud… y era amor, tan desnudo y tan puro que casi dolía sostenerle la mirada.
Se inclinó y me besó otra vez. Más suave. Más relajado. Como si por fin hubiera encontrado la forma de decirlo sin palabras.
BOOM.
Nos separamos apenas lo suficiente para alzar la vista. Seguíamos pegados—sus brazos firmes rodeándome, mi respiración chocando suavemente contra su cuello—.
Parecía que alguien estuviera rompiendo estrellas a martillazos.
Rojo ardiente. Azul profundo. Verde joven. Oro líquido. Rosa de primavera. Violeta de un día que muere lento. Blanco que caía como un asteroide.
Cada bombazo era un latido de luz: nacía, brillaba con una intensidad casi insoportable… y se deshacía en un susurro de humo. Duraban nada, apenas un parpadeo. Y aun así parecían contenerlo todo: belleza, fuerza, promesa… y ese recordatorio cruel de que todo lo vivo es fugaz.
Justo por eso era tan valioso.
Miré a Giyuu. No sé cuándo había bajado la mirada hacia mí, pero ya me estaba observando. Otro estallido iluminó su rostro—un azul tan idéntico al de sus ojos que parecía hecho a medida—y en ese instante pude verlo entero. Sin capas. Sin ese silencio protector que siempre llevaba encima como armadura.
Pude ver el amor que ya no podía contener.
El miedo que le había costado admitir.
La determinación que lo había mantenido vivo.
La esperanza que no sabía cómo sostener.
Todo allí, en sus ojos, vulnerable y real. Él mismo, sin máscaras, solo piel y verdad.
Y durante ese segundo suspendido en luz, tuve la certeza absoluta de que nunca lo había visto tan radiante. Como si se hubiera dejado iluminar solo para mí.
—Son hermosos —susurré, sin saber si hablaba de los fuegos artificiales o de aquello que latía entre nosotros.
—Lo son —dijo él, aunque no apartó los ojos de mí.
El festival brillaba debajo de nosotros como un río de lámparas doradas, el cielo ardía sobre nuestras cabezas, y su corazón latía contra el mío con un ritmo que parecía dictado por algo más antiguo que ambos.
Algo encajó dentro de mí.
Como una llave que al fin encuentra su cerradura.
Como una puerta que se abre… o que se cierra para siempre.
Ya no era solo una conexión. Ni deseo. Ni siquiera amor.
Era algo que no admitía marcha atrás.
Una promesa.
Una de esas que se sienten en los huesos, en la sangre, en todos los futuros posibles.
—Siempre te encontraré, Giyuu —murmuré, y la certeza me atravesó como un destino pronunciado en voz alta—. En todas mis vidas. En cada instante, en cada camino, en cada realidad que exista. Te encontraré y te elegiré una y otra y otra vez.
Giyuu no respondió. Su silencio no era vacío; era un recipiente lleno hasta el borde.
Lo vi exhalar, una respiración corta, involuntaria, escapándose de su pecho como si ya no pudiera contenerla. Sus párpados descendieron apenas, ese gesto mínimo y precioso que hacía cuando algo lo tocaba de verdad y no sabía cómo sostenerlo sin romperse un poco. No apartó la mirada. Solo la suavizó, como si lo que acababa de prometerle—lo que yo había dicho con toda mi alma—fuera demasiado intenso para mirarlo de frente del todo.
Sus manos dejaron mi cintura con una lentitud reverente, como si necesitara asegurarse de no estropear el momento. Me buscó. Encontró mis manos. Las tomó con ambas, envolviéndolas en sus palmas cálidas y grandes, cubriéndolas por completo. No apretó fuerte. Simplemente sostuvo.
Nuestras manos entrelazadas, suspendidas en el aire entre los dos, como si fueran un puente.
Ese gesto —tan silencioso, tan puro, tan Giyuu— tenía más verdad que cualquier palabra que pudiera haber dicho. Más promesa que cualquier voto. Era su manera de decirme que lo mío no era un juramento unilateral.
Que él también me buscaría. Que lo haría siempre. Que ya me había elegido.
Y en aquella pequeña colina perdida en la inmensidad del mundo, supimos que habíamos encendido algo que ya no podría apagarse.
Nuestro amor —feroz, vulnerable, hermoso— tenía la fuerza de un río que jamás deja de avanzar, y el brillo silencioso de una estrella que, aunque parezca pequeña, guía a quienes caminan perdidos. Era más fuerte que el miedo. Más fuerte que la muerte. Más fuerte que cualquier demonio, maldición o destino empeñado en separarnos.
Era lo único que hacía que la vida mereciera vivirse. Lo único que justificaba levantarse a enfrentar otro amanecer, incluso si ese amanecer podía arrebatárnoslo todo.
Especialmente entonces.
Porque sin él… sin estos momentos robados bajo un cielo incendiado de color…¿qué quedaría que valiera la pena defender?
BOOM.
El último fuego artificial estalló. El gran final. Un estallido dorado tan inmenso que por un instante la noche se volvió día. La luz llenó cada rincón del cielo, bañándonos en un resplandor que casi dolía mirar. Tuvimos que entrecerrar los ojos, pero aun así, lo sentí: el brillo se filtró en mi piel, en mis huesos, en mi respiración.
Luego comenzó a desvanecerse.
Fragmentándose en lluvia de chispas, cayendo despacio como si alguien estuviera deshaciendo el firmamento con las manos.
La oscuridad regresó poco a poco, pero ya no era la misma.
Se había vuelto más suave. Menos amenazante. Como si la luz hubiese dejado allí un rastro, una huella, una promesa de regreso.
Como nosotros.
No importaba lo que viniera después. No importaba cuán colérica la tormenta, cuán profundo el abismo o cuán implacables los demonios que se alzaran en nuestro camino.
Habíamos encontrado nuestra luz.
Y nadie —ni siquiera Muzan Kibutsuji con toda su maldad, con todos sus siglos de sombras— podría arrebatárnosla.
Porque esa luz vivía en nosotros.
En nuestros corazones.
En nuestras almas.
En cada parte que el mundo no podía tocar.
Mientras nuestros pechos siguieran respirando, mientras nuestros nombres siguieran pronunciándose el uno en labios del otro…
Esa luz brillaría.
Incluso en la noche más larga.
Cuando por fin descendimos de la colina, el bullicio del festival aún flotaba en el aire, pero empezaba a apagarse, como un suspiro al final de un largo día. Las familias con niños pequeños se habían ido ya, y quedaban solo grupos de jóvenes que reían y gritaban mientras los comerciantes recogían lentamente sus puestos, como si quisieran prolongar un poco más la magia del momento.
Giyuu se detuvo junto a un puesto de bebidas y, sin decir palabra, me compró un té frío con miel. Fue un gesto sencillo, casi tímido, pero cargado de una disculpa tácita por todo lo que había quedado entre nosotros antes. Lo acepté con una sonrisa que calentó mi pecho, llena de alivio y felicidad, porque aquella noche que comenzó llena de sombras, terminaba envuelta en una luz cálida.
Por fin había dicho lo que sentía. Le había entregado todo lo que era...
Todo, excepto una cosa. Y esa cosa, esa última pieza, iba a cambiar esta misma noche. Porque ya no tenía sentido esperar más. Lo amaba. Él me amaba a mí. Y el deseo que nos unía era tan vivo, tan intenso y deslumbrante, como los fuegos artificiales que habían iluminado el cielo minutos atrás.
Caminamos de la mano bajo un cielo salpicado de estrellas, envueltos en un silencio familiar. Sus dedos se entrelazaban con los míos, mientras su pulgar dibujaba círculos lentos sobre mis nudillos, como si intentara retener todo lo que llevaba dentro sin saber exactamente cómo.
A lo lejos, las linternas del complejo de los Pilares titilaban entre los árboles, brasas flotantes que marcaban nuestro camino.
Atravesamos los jardines, siguiendo los senderos hasta mi pabellón. Una vez dentro, ni siquiera encendí las luces. Apreté con más fuerza su mano y lo guié hacia el interior, sintiendo cada paso resonar en el suelo de madera como el latido acelerado de mi corazón.
El calor de su cuerpo rozaba mi espalda, tan cercano que parecía que el aire entre nosotros se incendiaba.
Al llegar a mi habitación, deslicé la puerta y lo conduje adentro. La luz de la luna se derramaba en el suelo, bañándolo todo con un resplandor plateado. Mi futón, extendido en el centro, parecía por un instante el epicentro de un universo reducido a ese espacio, donde solo existíamos nosotros dos.
Me giré hacia él y lo encontré clavando en mí una mirada tan intensa que me recorrió la piel como un escalofrío. Sus ojos azules, entrecerrados, me estudiaban con una atención casi hipnótica, como si intentara desentrañar cada secreto oculto en mi rostro. La luz de la luna perfilaba su mandíbula firme, y un brillo de deseo contenido danzaba en lo más profundo sin que pudiera ocultarlo.
Sin dudar, apoyé las manos sobre sus hombros, me elevé en puntillas y le busqué con los labios. Sentí el peso de su cuerpo acercarse, sus manos que se cerraron sobre mi cintura, apretando con una mezcla de necesidad y control. Abrí apenas los labios y su lengua rozó la mía, suave, un roce furtivo que prendió un fuego en mi interior.
Pero entonces di un paso atrás, liberándome de su agarre. Giyuu frunció el ceño, la confusión asomando en su rostro, un gesto mínimo pero cargado de peso. Su mirada se afiló al ver que mis manos se dirigían al obi que ceñía mi kimono.
Con lentitud, desaté el lazo. La tela se deslizó con un suspiro sordo, cayendo sobre el suelo y dejando al descubierto mi escote y la curva tersa de mi abdomen.
Los ojos de Giyuu se oscurecieron. Esa mirada descendió por mi cuello y se posó en la línea de mis pechos, donde la tela del kimono apenas cubría la piel, dejando al descubierto la forma y la dureza de mis pezones.
Con un movimiento sinuoso, marcando cada paso con la cadencia de mis caderas, me acerqué de nuevo a él. Alcé una mano para rozar su rostro, mientras con la otra busqué la suya, entrelazando nuestros dedos.
—Giyuu —susurré—. Esta noche es solo nuestra.
Me presioné contra él, hundiendo los labios en la línea de su cuello, lamiendo su piel, saboreando el sudor salado. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, y noté cómo apretaba la mandíbula mientras su respiración se hacía más pesada.
Mi cuerpo desnudo bajo el kimono abierto rozó el suyo con necesidad. Sentí la dureza de su cuerpo presionando contra mi vientre, un calor que quemaba al contacto.
Deslicé la mano hacia abajo, acariciando con lentitud su erección por encima de la ropa, sintiendo cómo respondía al roce, endureciéndose bajo mis dedos, rígida y palpitante.
Sus manos bajaron por mi espalda, apretando mis caderas, para luego cerrarse sobre mi trasero con una posesividad que me arrancó un jadeo. Me atrajo hacia él con una fuerza cuidadosa que me hizo sentir diminuta, frágil y protegida a la vez.
Mis dientes rozaron su garganta, justo sobre la nuez de Adán. Entonces alzó una mano a mi cabello, tomándolo entre los dedos: echó mi cabeza hacia atrás y atrapó mis labios en un beso voraz, reclamando mi boca con una urgencia que me dejó sin aliento.
Me separé apenas un suspiro, lo justo para que su aliento siguiera tocándome la piel, embriagándome.
—Quiero que me hagas tuya. Completamente tuya —dije, rozando sus labios.
Giyuu inhaló, el pecho levantándose con fuerza, sus ojos brillando con una luz nueva.
La mano que aún sostenía mi trasero apretó un poco más, amasando con firmeza, como si quisiera memorizar cada centímetro, antes de subir con una lentitud deliberada, deslizándose hasta anclarse en la curva de mi cadera, tirando apenas para acercarme más.
Sentí el temblor, la tensión de un cuerpo que luchaba entre el dominio implacable y la necesidad que lo devoraba por dentro.
—¿Estás segura? —musitó, con la voz baja, forzada—. Si te tengo así… —sus ojos bajaron a mi cuerpo, luego volvieron a mí, casi con tormento— no voy a poder apartarme después.
Me mordí el labio para contener una sonrisa.
Este hombre... pensé, extasiada. Siempre dándome una salida, incluso ahora. Aun después de esa confesión bajo los fuegos artificiales, aun después de decirle que lo amaba, necesitaba esa certeza, saber que para mí esto significaba tanto como para él.
No era control ni posesión; era él siendo él: trágico, honesto, irremediablemente puro.
Me estaba diciendo, sin palabras directas, que entregarse a mí era cruzar un umbral sin retorno. Un compromiso tan real que lo aterraba. Su miedo desnudo. Su súplica silenciosa para que no le rompiera el corazón después de esto, porque no sabía sobrevivir.
Mi tonto, intenso y melancólico Giyuu.
—Lo sé —murmuré, mientras mis dedos recorrían su pecho, sintiendo el pulso frenético de su corazón bajo la tela—. Y lo quiero. Te quiero. Toda mi vida, Giyuu.
Me elevé, acercando mis labios a su oído, dejando que mi aliento tibio rozara la piel sensible.
—No creas que voy a dejarte escapar, Tomioka —ronroneé, con tono travieso.
Luego mordí con suavidad el lóbulo de su oreja, saboreando el estremecimiento que recorrió su cuerpo como un latigazo.
Sus manos respondieron sin demora, ascendiendo por los costados, atrapando mis pechos a través de la seda floja del kimono con una pasión que me hizo contener el aliento. Sin prisa, pero con intención, apartaron la tela y se deslizaron dentro del hueco, grandes y cálidas, apretando y sosteniendo cada seno.
Sus dedos serpertearon hacia mi espalda, subiendo lentamente hasta posarse en mis hombros.
Con un movimiento fluido y preciso —antes de un leve titubeo, como si el respeto le frenara el ansia—, Giyuu arrastró la seda del kimono hacia abajo. La tela cayó por mi cuerpo, rozando mi piel con un susurro fantasma, dejando al descubierto cada curva, cada centímetro de piel bajo la luz de la luna.
Quedé completamente desnuda, salvo por la delicada ropa interior de seda que apenas cubría lo esencial.
Giyuu me contempló en silencio, su figura inmóvil excepto por la tormenta que ardía en sus ojos, que recorrían mi piel expuesta con una hambre que me quemaba por dentro. Su pecho se alzaba y caía con respiraciones profundas y ásperas.
Sus manos se cerraron en puños contra mi espalda, como si intentara contener el impulso que lo consumía, reprimiendo la urgencia de tomarme y hacerme suya con la fuerza que emanaba de cada músculo.
Yo deslicé la mano por su brazo, sintiendo cómo cada tendón se tensaba bajo mi palma. La seguí bajando hasta envolver su muñeca con un tirón suave pero firme, atrayéndolo para que su mano regresara a mi pecho.
Eso fue suficiente para que se soltara.
Su mano atrapó mi seno, presionando con cuidado, mientras su pulgar dibujaba círculos alrededor del pezón erecto, despertando un gemido ahogado que escapó de mi garganta.
Con un movimiento apenas rápido se agachó, colocando sus brazos bajo mi trasero y levantándome sin esfuerzo alguno, como si yo fuera tan ligera como una pluma y, al mismo tiempo, el centro de todo su mundo.
Mi cuerpo se ajustó al suyo por pura necesidad. Mis pechos se presionaron contra su mandíbula y el borde caliente de su cuello. El movimiento de sus pasos me meció mientras caminaba,; su respiración golpeando mi clavícula.
Y entonces, con una cautela casi reverencial, me bajó y tumbó sobre el futón. Controló la caída en todo momento, pero el impacto suave de mi espalda contra las mantas me arrancó el aire. Giyuu me siguió al instante, su sombra cubriéndome, la necesidad en sus ojos contrastando con la ternura de sus movimientos.
Sin darme tiempo a respirar, su cuerpo cayó sobre el mío, encajando entre mis piernas abiertas como si hubiera nacido para ello. Sentí el peso, la fuerza, la firmeza presionando cada centímetro de mi piel desnuda. Su pecho, su abdomen, sus caderas… todo él empujaba contra mí con un calor que me quemaba. La tela de su ropa se convirtió en una molestia insoportable, un obstáculo que me impedía sentirlo por completo.
Tiré de su kimono con brusquedad, casi con desesperación, y Giyuu no dudó. Se incorporó lo justo para bajarlo hasta la cintura, liberando su torso. La luz de la luna se reflejó sobre sus músculos, la respiración rápida marcándole las costillas.
Le puse las manos encima sin pensar, moviendo los dedos por sus hombros, por la curva dura de sus bíceps, por la línea que bajaba entre sus pectorales. Su pielse sentía tórrida bajo mis manos. Él se arqueó, un sonido ronco escapando de su garganta, como si mi toque lo encendiera desde dentro.
Volvió a inclinarse sobre mí, atrapando mi boca en un beso arrollador. Sus manos callosas recorrieron mi cuerpo sin pausa: mi cintura, mi costado, el borde de mis costillas; subieron hasta mis pechos, tomándolos con necesidad, apretándolos entre sus dedos mientras su lengua invadía mi boca con una precisión hambrienta.
Cada caricia era un golpe de calor directo al vientre. Cada movimiento de sus caderas contra las mías, un aviso claro de lo que quería hacerme.
Su boca bajó por mi cuello dejando besos húmedos que me encendían al instante. Cuando sus dientes rozaron mi pulso, el gemido me salió sin control, mi cuerpo buscando el suyo queriendo más, siempre más.
En cuanto sus labios tocaron mis senos, perdí el aire. Su boca, caliente y hambrienta, me lamió despacio, rodeando el pezón con la lengua en círculos que me hicieron temblar. Luego lo succionó con más fuerza, atrapándolo entre los labios, y un golpe de placer me atravesó de forma tan cruda que gemí contra su cabello, la respiración agitada.
Sus manos no se detuvieron. Bajaron hasta agarrar mis muslos, amasando la carne, subiendo de nuevo a mis caderas como si necesitara sentir cada parte de mí entre sus dedos.
Encontró el borde de mi ropa interior. La acarició con la yema, siguiendo la tela, tanteando mi piel justo donde más lo necesitaba. Se incorporó entonces, arrodillado entre mis piernas, mirándome desde arriba con tal intensidad que me consumió desde dentro.
Finalmente, colocó las palmas sobre la seda que me cubría, los dedos enganchándose en el borde.
Tiró de ella despacio, sin apartar la mirada de mi cuerpo. Yo levanté las caderas para él, ofreciéndome, y la tela se deslizó por mi piel caliente, bajando por mis muslos, mis rodillas, mis pantorrillas, hasta resbalar por mis pies y quedar arrugada en el suelo.
Quedé completamente desnuda ante él, ofreciendo cada parte de mí sin nada que me protegiera. La respiración me salía a jirones. Giyuu, aún de rodillas, clavó la mirada entre mis muslos. No parpadeaba. Era una fijación primaria, como si mi cuerpo le hubiera atrapado cual hechizo.
Sentí un nudo en el estómago al darme cuenta de lo expuesta que estaba, y una punzada de inseguridad me atravesó: ¿qué pensaría él? ¿Me encontraría realmente atractiva o suficiente? El miedo a ser juzgada, a no estar a la altura, se mezclaba con la urgencia que me quemaba por dentro.
Pero obtuve mi respuesta cuando sus dedos se cerraron en un puño sobre las mantas, marcando los nudillos. Me miraba como si quisiera devorarme con la boca y las manos, como si estuviera decidiendo por dónde empezar. Se mordió el moflete por dentro, como si peleara con las ganas que lo azotaban.
Extendió la mano hacia mi sexo sin vacilar, y el primer contacto me arrancó un suspiro. Su dedo índice bajó despacio, recorriendo desde mi entrada hasta el clítoris. Arrastró mi propia humedad por toda la zona, presionando justo lo suficiente para hacerme arquear las caderas contra su mano, sin control, un tirón que me atravesó desde dentro.
El sonido que salió de mí fue puro impulso. El de él, un murmullo ahogado, que vibró en su pecho como si el tocarme lo estuviera quemando vivo por dentro. La misma necesidad, distinta forma de romper en la voz.
Sus cejas se fruncieron, parecía que cada fibra de él estuviera concentrada en lo que hacía con mi cuerpo. Se mordió el labio inferior, y ese gesto le tensó la mandíbula de un modo que no dejaba dudas: estaba luchando por no lanzarse sobre mí de golpe. Su mirada seguía clavada entre mis piernas, fija en cómo se abría mi piel con cada toque suyo, como si estuviera estudiando cada espasmo para saber dónde tocarme después.
Cuando su dedo volvió a rozar mi entrada, esta vez más lento, más consciente, el aire me salió en un jadeo sucio. Apreté la colcha entre los dedos como si así pudiera contener lo que estaba experimentando. Lo sentí detenerse, apenas un segundo.
Después empujó el dedo dentro.
Fue un avance firme y desesperadamente lento, un estiramiento que me hizo abrir la boca. Pude sentir cada milímetro invadiéndome, presionando contra la carne húmeda hasta que mi cuerpo lo tragó por completo. El calor subió de golpe, un calambrazo que me apretó el vientre y me dejó el pecho temblando.
Giyuu respiraba fuerte, su pecho descargándose con cada exhalación como si estuviera conteniéndose a duras penas. No apartaba los ojos del punto exacto donde me tenía abierta con su mano. Cuando empezó a mover el dedo dentro de mí, la fricción húmeda llenó el silencio con un sonido indecente, imposible de disimular. Intenté morderme el labio para no gemir, pero cuando hundió el dedo hasta el fondo, hasta que sus nudillos chocaron contra mi piel, el sonido se me escapó entero.
Siguió moviendo el dedo, entrando y saliendo con una cadencia que me hacía contraerme a cada embestida. Mis caderas se levantaron buscando más. Él soltó un ruido por lo bajo —áspero, completamente involuntario— antes de retirar el dedo despacio.
Lo sacó brillante, empapado, la humedad resbalándole por el nudillo. Se quedó mirándolo un segundo, respirando como si no pudiera llenarse del todo, la boca entreabierta, la garganta moviéndose al tragar. El deseo se le marcaba por completo, tensándole cada línea del torso.
Como si saliera de un bloqueo, Giyuu volvió a pegar su cuerpo al mío, alineando su peso, con cuidado de no aplastarme. Su boca cayó sobre mí en un beso duro, desesperado, lleno de hambre. Sentí su aliento mezclarse con el mío, caliente, espeso, mientras su lengua buscaba la mía.
El dedo que aún brillaba con mi humedad bajó otra vez entre mis piernas. Esta vez no necesitó explorar: me encontró al instante. Las caricias fueron lentas, cerradas, dibujando círculos tan exactos que me tensaron las piernas sin que pudiera evitarlo. El toque era obscenamente preciso, como si ya supiera cómo romperme.
Me aferré a sus hombros con fuerza, sintiendo la tensión dura bajo mi agarre. El placer se fue acumulando bajo mi vientre, pesado, insostenible, como algo a punto de desgarrarse. Cuando alternó las caricias con penetraciones lentas, profundas, solté un gemido que ni siquiera reconocí como mío. Lo sentí añadir un segundo dedo, abriéndome más, arrancándome un temblor entero desde la pelvis hasta la garganta.
La palma de su mano presionaba contra el punto que me hacia corcovear. La combinación de ese roce y de sus dedos dentro de mí, fue todo lo que necesité.
El orgasmo me atravesó sin aviso, violento, empujándome hacia atrás con la espalda arqueada y la boca abierta sin sonido. Las contracciones me sacudieron en golpes, uno tras otro, dejando el cuerpo blando y a la vez tenso, sin saber dónde agarrarme. Por un instante, todo se volvió blanco, un estallido que me consumió por completo.
Cuando conseguí enfocar la vista, él ya me estaba mirando. Sus labios estaban húmedos, entreabiertos, como si acabara de romper el aire con los dientes. Los ojos medio cerrados, oscuros, cargados de deseo. Se pasó la lengua por los labios, y ese gesto me encendió de nuevo de forma casi humillante: un tirón bajo el vientre, un pulso que no había terminado de apagarse.
Mis manos bajaron por su abdomen, notando cómo los músculos se tensaban bajo mi tacto, duros, calientes. Seguí el camino hasta el borde de su kimono, sintiendo cómo su respiración se volvía más profunda, más pesada, justo antes de que mis dedos rozaran lo que tanto ansiaba.
—Necesito... —jadeé, sin saber cómo terminar, pero él entendió sin que yo dijera más.
Lo escuché tragar saliva, un sonido seco.
—Lo sé —susurró, con voz espesa—. Dioses… yo también.
Con movimientos decididos pero moderados, se deshizo del resto de su ropa, y pronto estuvo completamente desnudo sobre mí.
Cuando mis ojos bajaron, el aliento se me atascó en la garganta. Era… grande. No había otra forma de describirlo. Largo, grueso, la punta perlada de deseo. Un destello de miedo me atravesó, breve y agudo, como un chispazo.
Él debió ver algo en mi expresión, porque se detuvo al instante.
—Sakura —murmuró—. Podemos parar. No tienes que hacerlo.
—No —respondí con firmeza, rodeando sus caderas con las piernas y atrayéndolo hacia mí—. No quiero parar. Te necesito... te necesito dentro.
Un sonido grave, entre jadeo y siseo, escapó de su garganta cuando nuestros sexos se rozaron. Cerró los ojos con fuerza un instante, los músculos duros, tensos, como si temiera perder el control en ese mismo segundo.
—Solo... hazlo despacio, al principio —pedí suavemente.
Giyuu, respirando profundo y con los ojos cerrados, los abrió de golpe, y me miró con una ternura tan intensa que dolía sostener su mirada.
—Jamás te haría daño —susurró, la voz cargada de una promesa tan trascendente que me hizo estremecer.
Se acomodó entre mis piernas, un antebrazo apoyado a un lado de mi cuerpo, mientras la otra mano descendía lentamente hasta tomar su erección. La sentí, dura y caliente, rozando mi piel con una presión que ardía y prometía. Su cuerpo emanaba calor, cada músculo tirante por la anticipación.
La punta se alineó en mi entrada. Nuestros ojos se encontraron en un instante suspendido, y sentí cómo todo lo que habíamos vivido, todas esas pequeñas piezas que nos habían unido, se condensaban en este momento único.
La culminación de meses de silencios, miradas y gestos que habían ido construyéndose desde aquel invierno en Aomori, sin que ninguno se atreviera a nombrarlos, y que ahora se sellaba en esta noche cálida de verano.
—¿Es esto lo que quieres? —me preguntó en voz baja, dándome una última oportunidad para echarme atrás.
—Sí —respondí sin titubear, dejando que mis dedos se deslizaran por sus pectorales, hundiéndose en la firmeza caliente de su piel.
Asintió despacio.
Entonces comenzó a entrar en mí.
Su mano agarró mi cadera, tirando suavemente mi pierna hacia un lado, abriéndose paso sin prisas. Sentí cómo se introducía en mi interior, y un jadeo se me escapó a la vez que sus párpados se cerraban, embriagado. Un gruñido grave subió desde su garganta. Mis ojos en cambio se abrieron, abrumada por la sensación.
El fuego que sentí no era comparable a nada. Era intenso, abrasador. Su tamaño me estiraba en todas direcciones, explotando mis límites. Me llenaba, amplio y profundo, hasta un punto donde el placer y el dolor se fundían, confundidos, inseparables. Era mucho más que sus dedos; este era un peso, una fuerza brutal que me dominaba por completo.
Me tensé sin querer, y un quejido cortante se deslizó de mis labios cuando un dolor agudo me atravesó, como un tajo que me partía por dentro.
Giyuu frenó sus avances. Pude leer su lucha interna en la línea rígida de su mandíbula, en el temblor de sus brazos que se apoyaban a ambos lados de mi cabeza, en la vena que latía salvajemente en su cuello.
—¿Te duele…? —su voz salió apretada, como si estuviera sujetándose por dentro—. Si hace falta… paro.
—No —jadeé, temblorosa, aferrándome a sus hombros, como si fueran mi único apoyo—. Pero… dame un segundo.
—Está bien —murmuró, casi sin aire—. Lo que necesites.
Su frente se apoyó contra la mía, su respiración agitada. Rozó mi nariz con los labios, un toque breve, casi torpe, como si no supiera qué hacer, pero se quedó inmóvil, paciente, aunque sabía que cada fibra de su ser gritaba por empujar, por moverse con esa urgencia primitiva que lo consumía desde dentro.
Poco a poco, mi cuerpo empezó a ceder, a acostumbrarse a su peso y tamaño. El dolor punzante se fue apagando, reemplazado por una plenitud densa, como si me llenara hasta el último rincón. Me sentí vulnerable y completa a la vez.
Mis manos buscaron su cuello, apretando con firmeza la línea dura de su mandíbula. Quería que supiera que estaba lista, que podía dejarse llevar sin miedo.
Se retiró despacio, casi saliendo del todo, y el vacío que dejó me arrancó un gemido ahogado, una mezcla de anhelo, dolor y necesidad.
Volvió a penetrarme, esta vez más profundo, y un resoplido escapó de sus labios mientras yo respondía con un gemido. Nuestras respiraciones chocaban, agitadas.
Marcó un ritmo lento, constante, midiendo cada movimiento y respetando mis límites, dándome espacio para adaptarme a esa invasión brutal y a la vez íntima que nos unía en algo más que sexo.
Y entonces se hundió del todo, hasta el fondo, con una sola embestida que me hizo apretar los dientes y soltar un sollozo. Sentí cómo todo mi cuerpo se tensaba y se abría al mismo tiempo, mientras el aire se escapaba de mis pulmones.
Él echó la cabeza hacia atrás, la mandíbula apretada, los tendones del cuello tensos como cuerdas a punto de romperse, entregado al placer brutal que lo consumía. No había visto nada en mi vida tan crudo, tan erótico.
Luego se dejó caer sobre mí, atrapando mi boca con su respiración ardiente mientras apoyaba la frente contra la mía. Entre gemidos, su voz salió rota y llena de fuego:
—Sakura… —un sonido desgarrado, rendido, que me atravesó entera.
Lo sentía en todas partes. Su nariz me rozaba en pequeños choques, su aliento se mezclaba con el mío. Sus manos me sujetaban por las caderas con una fuerza reprimida, desesperada, clavando los dedos en mi piel para no perder el control, como si temiera soltarse demasiado.
Dentro de mí, el calor crecía sin pausa, un pulso que crecía con cada embestida lenta y profunda. Golpeaba mi fondo una y otra vez, un punto tan sensible que me hacía perder el sentido, arrancándome sonidos que ni sabía que podía emitir. Era demasiado, un borde doloroso que se volvía placer al instante siguiente, un vaivén que me hacía arquearme, buscar más.
El escozor inicial fue reemplazado por un gozo que me recorría la columna como un chisporroteo. Cada vez que entraba, mi cuerpo cedía más, lo aceptaba más hondo, más completo. El sonido húmedo y obsceno de nuestros cuerpos chocando llenaba el cuarto, mezclado con nuestros jadeos, formando un ritmo casi animal.
La conciencia de estar haciéndolo con él —con Giyuu Tomioka, con ese hombre que siempre había parecido tan inalcanzable, tan reprimido— me incendiaba por dentro. Saber que me deseaba así, con esa urgencia feroz, me volvía hambrienta, insaciable.
—Más —gemí, clavando las uñas en su espalda—. Dame más… por favor.
Su resuello me golpeó como un puñetazo en el vientre. Aceleró el ritmo, como si mi cuerpo fuera la única orden que necesitaba. El impacto de sus caderas sonaba húmedo, contundente, un choque duro que me deshacía. Cada embestida me llenaba completamente, me hacía tensar las piernas alrededor de su cintura, me arrancaba un gemido que no podía contener.
Tiré de su pelo con fuerza. Lo sentí vibrar mientras bajaba a mi cuello y me mordía casi sin cuidado, chupando y lamiendo hasta dejarme la piel ardiente. Lo quería así: marcado en mí, clavado en mi piel y entre mis piernas.
Cuando me besó, lo hizo sin técnica, sin control. Fue lengua, saliva, respiraciones rotas, como si ambos necesitáramos devorarnos para seguir vivos. Su pecho raspaba el mío, sudado, pegándose a mi piel cada vez que se hundía más.
Entonces bajó el peso, apenas unos centímetros, lo justo para que su cadera encajara distinto. El nuevo ángulo hizo que su pelvis frotara exactamente donde me encendía. El impacto allí me arrancó un gemido agudo, casi un grito, y mis dedos se clavaron en sus brazos.
Él lo notó. El cambio en mi voz, el arqueo de mis caderas, el tirón de mis piernas alrededor de sus caderas. Y sus ojos—oscuros, ávidos—se fijaron en los míos mientras repetía el movimiento. Más lento al principio, presionando ese punto con una precisión exacta, luego más fuerte, hasta que el sonido húmedo de su cuerpo entrando en el mío volvió a llenar la habitación.
Su respiración era desigual. Sus pupilas se dilataron de puro deseo al ver cómo me retorcía bajo él, cómo mis muslos temblaban cada vez que golpeaba. Y siguió. Siguió con ese vaivén perfecto, caderas firmes, el hueso de su pelvis rozándome, una y otra vez, sin darme tregua.
El ritmo se volvió peligroso, de esos que aflojan las rodillas aunque estés tumbada. De esos que duelen rico, que incendian, que no perdonan.
Sentí el placer crecer rápido, salvaje, acumulándose a un ritmo que daba miedo, apretando cada nervio de mi cuerpo mientras me acercaba al borde. Ese borde dulce y devastador donde todo se rompe y lo único que queda es el temblor.
—Giyuu… —gimoteé, la voz hecha pedazos—. No pares. Yo… voy a…
—Lo sé —jadeó contra mi boca—. Déjate ir…conmigo.
Su mano subió a mi nuca sujetándome como si quisiera sentir cada espasmo. La otra me abrió la pierna con fuerza, clavando los dedos en mi muslo, obligándome a tomar cada centímetro de él. Su cuerpo empujó más profundo, más duro, sin dejar de presionar ese punto.
El olor de su sudor, el calor de su respiración en mi mejilla, el golpe húmedo de su cuerpo entrando en el mío… fue una mezcla brutal. Exacta. Incontenible.
Y me rompí.
El orgasmo estalló de golpe, un fogonazo blanco que me dobló. Me arqueé, los músculos tensándose hasta doler, atrapándolo en cada contracción. Sentí como mi cuerpo se cerraba a su alrededor, temblando sin control, reclamándolo, marcándolo como él me marcaba a mi.
Intenté decir su nombre, pero solo salieron gemidos sucios, temblorosos, puro sonido y necesidad.
Giyuu me miró mientras me venía, con los ojos entrecerrados, el pecho subiendo y bajando rápido. Su mandíbula temblaba, como si contenerse mientras yo me deshacía bajo él le estuviera costando la vida. Y esa mirada—hambrienta, fija, devorándome—me hizo correrme aún más fuerte.
Cuando la ola por fin me dejó respirar, seguí temblando debajo de él, las piernas abiertas y sensibles, pero Giyuu no aflojó. Ahora me penetraba sin ese control férreo que había mantenido hasta entonces. Sus embestidas eran un golpe tras otro, más rápidas, más intensas, un ritmo que delataba que estaba al borde. Su cadera chocaba contra la mía con un sonido carnal, su respiración se rompía contra mi cuello, desesperada.
Lo sentí perderse.
Echó la cabeza hacia atrás, mostrando la garganta tensa y brillante de sudor, y su gemido salió largo, áspero. La nuez de Adán subió y bajó con dificultad, y entonces, de su boca, salió una maldición entre dientes. Cruda. Inesperada. La primera vez que lo escuchaba traspasar ese control tan suyo.
Y luego vino mi nombre, destrozado, ronco, dicho como si le arrancara algo desde dentro.
Su cuerpo me embistió una última vez, y el golpe me sacó otro jadeo. Sentí cómo se tensaba por completo, los músculos endureciéndose contra mi piel.
Y entonces se derramó dentro de mí.
Una oleada ardiente me llenó mientras su cuerpo temblaba pegado al mío. Una marca líquida, espesa, como un reclamo silencioso, sus labios se aferraban a mi cuello, como si no pudiera permitirse hacer más ruido.
Aún recuperándose del clímax, se dejó caer sobre mí, apoyándose en los brazos para no aplastarme, temblando igual que yo. Jadeábamos, exhaustos, como si hubiéramos corrido una carrera que nos dejaba sin aliento.
Lo rodeé con los brazos, sin ganas de separarme, mis dedos recorriendo despacio su espalda húmeda, siguiendo el dibujo de sus músculos aún tensos bajo mi tacto.
Permanecimos así un tiempo, los cuerpos pegados, su mano recorriendo mi pierna con caricias lentas, el pulso de los dos acelerado y, poco a poco, amainando, hasta encontrar una calma compartida.
Con un movimiento pausado, deslizó su cuerpo fuera del mío, y ambos soltamos un gemido casi ahogado, un pequeño reproche por la distancia de repente impuesta. Se recostó a mi lado, tirándome hacia él, atrayéndome contra su pecho como si quisiera sellar ese momento en silencio.
Sentí la humedad pegajosa entre mis muslos, la evidencia cruda de lo que habíamos hecho. No importaba. Era una marca muda, un testimonio que no necesitaba palabras. Y, de algún modo, saberlo encendió un fuego soterrado, una promesa muda de que aquello no terminaría aquí.
Los dedos de Giyuu descendieron despacio hasta la parte baja de mi espalda.
—Sakura —murmuró, con la voz áspera y profunda—. Yo… eso fue... —la frase quedó colgada, como si luchara por encontrar las palabras.
—Lo sé —susurré, apoyando un beso suave en su mandíbula, sintiendo su piel húmeda bajo mis labios—. Lo sé.
Sus ojos buscaron los míos, cargados de una preocupación apenas disimulada.
—¿Estás bien? —preguntó con seriedad, con la mano rozando mi cabello pegajoso de sudor, con un tacto que parecía a la vez cuidadoso y torpe—. ¿Te… lastimé?
—Estoy más que bien —le aseguré, esbozando una pequeña sonrisa.
Giyuu respiró hondo, como si soltara un peso invisible, pero la tensión volvió con un ligero ceño fruncido, casi imperceptible. Se incorporó con calma.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Tengo que… —murmuró, impulsándose hacia adelante para alcanzar algo a los pies del futón.
Eso me regaló una vista maravillosa: su espalda ancha y la curva firme de sus glúteos, tensos al moverse. Cuando volvió a sentarse, sostenía en la mano su kimono oscuro, arrugado y a medio doblar. Lo miré, interrogante, y él se sonrojó ligeramente.
—¿Me dejas limpiarte? —preguntó, con la voz baja, un poco inseguro pero firme en su intención.
Parpadeé con sorpresa.
—Pero Giyuu, tu kimono…
—No me importa mancharlo —respondió con un murmullo seco, arrodillándose a mi lado—. Quiero ocuparme de ti.
Suspiré, dejando que el momento me envolviera. Me tumbé por completo sobre el futón, abriendo lentamente las piernas, un gesto que de alguna forma se sentía más vulnerable que todo lo demás. Giyuu extendió la mano y, con cuidado, tocó mi zona más sensible. Un jadeo escapó de mis labios antes de que pudiera contenerlo.
Limpiaba con calma, cada movimiento preciso, suave, deslizando la tela también por mis muslos, dejando una estela de calor a su paso.
—Ya está —susurró.
Sonreí, agradecida, y él volvió a tumbarse a mi lado, dejando el kimono arrugado en el suelo, como si nada importara más que estar junto a mí.
Nos acomodamos, mi cuerpo encajando contra su pecho, una pierna descansando sobre las suyas, mientras él me acunaba entre sus brazos.
—Nunca olvidaré esta noche —murmuró, la voz rozando mi cabello.
Solté una risita suave, sintiendo cómo una felicidad cálida y profunda se extendía en mi pecho, envolviéndome por completo.
—Yo tampoco —dije, deslizando los dedos en círculos lentos sobre su piel, sintiendo el latido de su corazón bajo la palma—. Eres mío ahora, Giyuu Tomioka. En todos los sentidos.
Él levantó la mano y me acarició el rostro con ternura torpe, como si este mundo de caricias y palabras fuera algo que apenas empezaba a entender.
—Lo he sido siempre —carraspeó, la voz áspera, sincera—. Y tú...
Se detuvo, apartando la mirada. Apoyé la barbilla en su pecho, observándolo, animándolo a seguir.
Él suspiró, reuniendo fuerzas para aquello que parecía costarle decir.
—Tú eres mía. —susurró, grave, como un juramento.
Sonreí, sintiendo el corazón acelerarse, invadida por la certeza absoluta.
—Lo soy. Todo lo que soy…es tuyo.
Nos quedamos un instante en silencio, el aire cargado solo de nuestra respiración. Comencé a deslizar mis dedos por su vientre, apenas rozando esa zona donde sus músculos se tensaban bajo la piel.
Sentí entonces esa dureza firme contra mi muslo, insistente, como si respondiera a mi toque, a la cercanía que nos envolvía.
Alcé la vista y encontré sus mejillas teñidas de un rosa suave, una mezcla frágil de incomodidad y deseo en sus ojos.
—Perdona —murmuró, entrecortado—. Es solo que tú… verte así...me vuelve loco.
Reí suavemente, un sonido bajo y cálido, mientras el fuego comenzaba a despertarse en mi vientre. Sin vacilar, bajé la mano y la posé con cuidado sobre su miembro, sorprendiéndome por la textura tersa y cálida, aunque pegajosa en algunas zonas por la mezcla de nuestros fluidos.
Sus abdominales se tensaron bajo mi tacto, y de inmediato su mano se disparó hacia la curva de mi trasero, apretándola con firmeza. Lo oí tragar saliva, el sonido seco y cargado de necesidad.
—Nunca te disculpes por desearme —susurré, deslizando la mano lentamente hacia arriba, acariciando la punta con el dedo, sintiendo cada latido palpitante, cada contracción que respondía a mi contacto—. Tenemos toda la noche, ¿recuerdas?
Sus ojos se oscurecieron, tomando ese tono profundo de zafiro que me hacía perder el aliento.
—Toda la noche —repitió, mirándome, ronco y con la voz quebrada, mientras yo me movía lentamente sobre él, montándolo, sintiendo la longitud de su cuerpo presionando contra el mío, percibiendo cómo la humedad que retenía en mi cuerpo se hacía más intensa.
Con un movimiento que rozaba lo instintivo, lo deslicé dentro de mí, ignorando el punzante dolor que aún persistía. Un gemido escapó de ambos, un sonido crudo, mezcla de necesidad y entrega.
Su respiración se volvió errática, y sentí cómo sus manos se cerraban con fuerza sobre mis caderas, sujetándome con un ancla en medio de la tormenta que nos consumía.
Toda la noche.
Y exprimimos cada segundo de ella.
Notes:
¡Hola! ✨
A ver… ¿por dónde empiezo? Porque este capítulo estuvo muuuy movidito y necesito respirar un segundo antes de seguir 😮💨🔥
Primero que nada: la escena de los fuegos artificiales. Obviamente está inspirada en Hakuji y Koyuki 🥺💖. Ay, Akaza (Akaza… Akaza… AKAZA👿)… normal que sea la Luna Superior favorita de medio fandom. Sí, mató a mi pobre Rengoku… pero… what about the people he murdered? what murder??? 😂 Quien pille la referencia, ¡que me lo diga!
En fin, Akaza y su prometida fueron la chispa para crear este momento tan bonito. Mis niños sabían que se amaban, aun así era importante mostrarlo. Aunque Giyu no pueda decir las palabras exactas… él las expresa a su manera 🫶💙
Y luego… la escena de su primera vez. UFF. Larga, intensa… espero de verdad que esté a la altura de lo que imaginabais 😳🔥. Escribir a Giyu en canon, pero también en una situación tan íntima, ha sido un desafío. ¿Cómo manejas “Giyu + sexo”? Pues… con paciencia, cariño y muchas reescrituras, básicamente 😅
En resumen: discusión + primer “te amo” + primera vez = BOOOOM 💥💗
Y nada, espero que os haya gustado muchísimo. ¡Decídmelo en los comentarios! 💬✨
Chapter 40: La flor del invierno - Parte 5
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
El olor a mantequilla caliente y vainilla me envolvió incluso antes de alcanzar la entrada del pabellón del Pilar del Amor. Sonreí sin poder evitarlo; llevaba días deseando pasar un rato tranquilo con Mitsuri.
La última vez que la había visto fue durante la reunión convocada por Himejima. Apenas pudimos cruzar palabra: ella solo me dedicó una sonrisa enorme y se puso a dar palmas como una niña emocionada al ver que Giyuu y yo nos alejábamos cogidos de la mano.
Resultaba casi irreal pensar que la última vez que habíamos hablado a solas había sido en un escenario muy distinto, en aquel momento en el que Giyuu, enredado en sus propios sentimientos y demasiado asustado para mirarme de frente, decidió que huir era más fácil que quedarse.
Qué absurdo parece ahora, pensé, casi con un nudo suave en la garganta. Qué distinto es todo.
Las puertas del pabellón estaban abiertas. Crucé el umbral hacia el jardín interior, impecable, lleno de verde intenso y flores que parecían brotar en cada rincón, todas en variaciones rosadas. Subí los escalones hacia la entrada principal y llamé suavemente. Un segundo después, escuché pasos apresurados, casi saltitos.
—¡Sakura-chan! —chilló Mitsuri incluso antes de terminar de abrir, y luego me envolvió en uno de sus abrazos colosales—. ¡Por fin! ¡He estado esperando este momento desde hace días!
La fuerza de su entusiasmo me arrancó una risa, y la abracé con el mismo cariño.
—Perdóname, Mitsuri-chan. He estado… en mil cosas.
—Ya lo imagino —canturreó, con un brillo travieso que me encendió las mejillas—. Ven, ven —me tomó de la mano y me arrastró hacia dentro con una energía imposible de resistir—. Hice tortitas de miel. Y té. Y mochi, claro, porque sé que te vuelven loca. ¡Estás preciosa! ¡Y tengo miles de preguntas!
El pabellón era exactamente como lo recordaba: cálido, acogedor, empapado de colores suaves y pequeños detalles que parecían sacados de un cuadro dulce. Cojines rosados rodeaban una mesa baja donde me esperaba una montaña casi absurda de tortitas esponjosas, una tetera humeante y una bandeja de mochi en tonos pastel que brillaban como joyas.
—Mitsuri-chan, esto es… demasiado —protesté, justo cuando mi estómago gruñó de forma traicionera.
—¡Tonterías! —exclamó, empujándome con cariño hacia un cojín—. Siéntate. Y no intentes escabullirte. Quiero que me lo cuentes TODO.
Mitsuri se acomodó frente a mí, las piernas recogidas bajo su falda. Llenó nuestras tazas con cuidado, pero no apartó la mirada de mí ni un segundo.
—Entonces… —susurró, con una sonrisa tan grande que parecía imposible que cupiera en su cara—. ¿Giyuu-san y tú…?
—Sí —respondí, casi en un murmullo, aferrándome a la taza para mantener las manos ocupadas—. Estamos… juntos.
El chillido que soltó Mitsuri fue tan agudo que el té de mi taza osciló peligrosamente.
—¡Aaaaaaaah! —dio varias palmaditas en la mesa, lo justo para que un par de tortitas rebotaran como si estuvieran vivas—. ¡Lo sabía! Cuando os vi salir de la reunión de la mano pensé que iba a desmayarme de la emoción. ¡Obanai-san tuvo que taparme la boca porque no paraba de gritar!
Solté una carcajada, imaginando la escena con demasiada claridad.
—Sí, lo escuché. Estoy bastante segura de que lo escuchó TODO el complejo, de hecho.
—Es que… ay, Sakura-chan —susurró Mitsuri, y sus ojos comenzaron a nublarse de emoción—. Estoy tan, taaaan feliz por ti. Después de aquella última vez, cuando me confesaste que estabas enamorada de él… —se limpió las mejillas con el dorso de la mano—. Tenía tanta esperanza de que todo saliera bien.
—Salió mejor que bien —admití, sintiendo que la voz se me suavizaba sola—. Salió… perfecto.
Mitsuri se inclinó hacia mí como si las palabras la atrajeran, con una energía vibrante recorriéndole todo el cuerpo.
—¿Ves? ¡Te lo dije! Solo hacía falta que él lo aceptara y diera el paso. Ahora cuéntamelo TODO. ¿Qué pasó? ¿Cómo ocurrió? ¡No me tortures así!
Tomé un sorbo de té, tratando de ordenar mis recuerdos.
—Bueno… la verdad es que no fue fácil. Como sabes, Giyuu se apartó de mí durante un tiempo. Estaba hecho un lío. Pero una noche apareció en mi pabellón. Sin avisar. Simplemente… vino. Hablamos y… nos dimos nuestro primer beso.
Mitsuri dejó escapar un gemidito emocionado y se llevó ambas manos a la boca, moviéndose inquieta.
—¡Ay, dioses, Sakura! ¡Me muero! ¿Y después? ¿Qué pasó después?
—Después —continué— yo también me sinceré con él. Le conté cosas que debía saber. Cosas importantes sobre mi pasado. —suspiré, recordando la conversación sobre Kenji y Muzan—. Pensé que aquello podría alejarlo para siempre. Que quizá lo perdería antes incluso de tenerlo.
Sacudí la cabeza, una sonrisa lenta abriéndose paso.
—Pero no lo hizo. Se quedó. Volvió. Y desde entonces… todo ha ido creciendo entre nosotros.
Los ojos de Mitsuri resplandecían como si tuviera estrellas atrapadas en las pupilas.
—Y… ¿os habéis confesado ya lo que sentís?
Por pura maldad teatral, dejé que el silencio se alargara unos segundos. Mitsuri, presa de la tensión, se echó tanto hacia adelante que casi acabó con la barbilla sobre la mesa.
—Sí —admití al fin.
Mitsuri saltó de golpe, como si alguien la hubiera pinchado con una aguja de adrenalina. La mesita tembló peligrosamente bajo su impulso.
—¡KYAAAAAAAAA! ¡Voy a infartarme ahora mismo! ¡Sakura-chan, esto es demasiado! ¿Cómo fue? ¡Necesito la historia completa!
—Fue en el festival. El que hicieron en Kamogane hace unos días.
—¡El festival de las estrellas! —sus ojos se agrandaron—. Yo quería ir, pero no tenía con quién. Pensé en preguntarle a… pero al final no... —se mordió el labio, la sombra cruzándole apenas la expresión—. Bueno. No importa. Perdón, perdón. ¡Sigue, sigue!
Le dediqué una mirada rápida, preocupada, pero ella volvió a dejarse caer frente a mí, recuperando esa luz radiante que siempre llevaba encima.
—Fue una noche… peculiar —dije —. Él estuvo raro todo el día. Silencioso. Mucho más de lo normal. Y yo… —me encogí de hombros, sintiendo cómo el calor me subía al rostro—. Me frustré. No sabía qué le pasaba y él no decía una palabra. Así que… salí corriendo.
Mitsuri parpadeó tan rápido que parecía que sus pestañas iban a echar a volar.
—¿Saliste corriendo? Ay, ay, ay… ¡esto se está poniendo intensísimo! ¡Supera cualquier novela que haya leído! ¿Qué pasó después?
—Él vino detrás de mí —reí, porque solo recordarlo me calentaba el pecho—. Me siguió hasta una colina desde donde se veía todo el festival.
Mitsuri soltó un suspiro tan profundo que hizo ondear el vapor de las tazas de té.
—Por supuesto que hizo eso. ¡Giyuu-san es un caballero de verdad! ¡Un héroe trágico! ¡Un hombre de sentimientos profundos! ¿Y luego?
—Me confesó que tenía miedo de perderme. Y…no dijo esas palabras exactas, ya sabes, pero me dijo... me dijo que no sabría cómo seguir si me pasara algo. Que no podia vivir sin mi.
Ella se llevó ambas manos al pecho, el labio inferior temblando como gelatina.
—¡Giyuu-san es tan romántico! ¡Es adorable hasta el desmayo!
Asentí con suavidad.
—Lo es... —dije bajito—. Y yo... fui yo quien le dijo “te amo” por primera vez en voz alta. Después, mientras los fuegos artificiales iluminaban el cielo, nos besamos. Fue... mágico —mi voz se volvió un susurro cargado de emoción—. Exactamente lo que necesitábamos.
Mitsuri suspiró e hizo un mohín adorable.
—Eso es tan hermoso, Sakura-chan. Tan, tan hermoso. ¿Y qué pasó después del festival?
El rubor subió un poco más en mis mejillas.
—Volvimos a mi pabellón —dije con un carraspeo—. Dormimos... juntos. Ha sido así desde que... bueno, desde que empezamos. Pero esa noche…
Los ojos de Mitsuri se abrieron como platos, su expresión se tornó expectante y casi hambrienta. Me agarró del antebrazo con urgencia.
—Sakura-chan. ¿Vosotros dos...? ¿Habéis...?
Mi sonrojo fue respuesta suficiente. Mitsuri soltó otro chillido de esos que atravesaban los tímpanos.
—NO ME LO PUEDO CREER! —exclamó, roja como un tomate—. ¡Giyuu-san y tú... AHHHHHH!
—Mitsuri... —intenté hablar, pero ella ya estaba gritando de nuevo.
—¡Lo habéis hecho! ¡Hicisteis... hicisteis esas cosas! ¡Las cosas que solo leo en mis novelas! —Se llevó las manos a las mejillas, como si estuviera a punto de derretirse—. ¡Ay, Sakura-chan! ¿Cómo fue? ¿Fue tierno? ¿Romántico? ¡Dime que fue romántico! ¿Cuántas veces? ¿Más de una? —Soltó una risita al ver mi cara—. ¡Vamos, Sakura-chan! Seguro que no habéis parado, ¿verdad?
—¡Mitsuri! —exclamé, cubriéndome la cara con las manos, entre avergonzada y divertida—. No puedo...
—¡Tienes que contármelo! —insistió, apartando mis manos con firmeza—. Soy tu mejor amiga, ¿no? Y yo... quiero saber cómo se siente. Cómo es hacerlo con un hombre... con el hombre que amas.
Su voz tenía algo nuevo, una vulnerabilidad que me hizo mirarla con más atención. Sus ojos centelleaban con curiosidad, pero también con algo más profundo: anhelo, esperanza, un deseo latente de entender algo que aún no había vivido.
Suspiré, sabiendo que no podría negarle esa historia.
—Es... —empecé, buscando las palabras—. Es perfecto, Mitsuri-chan. Intenso y delicado a la vez. Él es tan cuidadoso conmigo, tan gentil. Me hace sentir... —mi voz bajó, teñida de emoción—. Me hace sentir amada. Y deseada.
Mitsuri soltó un suspiro soñador.
—Sabía que Giyuu-san sería así. Los hombres que más callan son los más ardientes, ¿recuerdas que te lo dije? ¡Te lo dije!
Reí con ganas, recordando la conversación como si fuera ayer.
—Tenías razón. Toda la razón.
—¿Entonces es cierto? ¿Es tan apasionado como imaginaba?
Me mordí el labio.
—Sí —confesé, en voz baja—. Es... fogoso. Cambia, de una manera que no esperaba.
Me quedé callada un momento bajo la atenta y embelesada mirada de Mitsuri.
Desde aquella primera vez que nos acostamos juntos, habíamos hecho el amor cada noche, cada amanecer. Aprendí sus sonidos, su respiración entrecortada cuando lo tocaba. Descubrí que era especialmente sensible detrás de las orejas, que gemía cuando tiraba de su cabello, que le encantaba cuando arañaba su espalda.
Él también aprendió mi cuerpo, rápido y con una habilidad sorprendente para alguien sin experiencia. Sabía exactamente cómo tocarme para que jadease su nombre, el ángulo preciso que me hacía ver estrellas, cuánta presión aplicar para que me derrumbase.
No podíamos mantener las manos quietas. Después de cenar, apenas nos tumbábamos en el futón, uno de los dos ya estaba sobre el otro, con manos urgentes y hambrientas. Lo hacíamos con frenesí. Muchas noches apenas dormíamos, y al amanecer estábamos exhaustos, sudorosos, saciados... hasta que llegaba la noche siguiente.
A veces era lento y dulce, sus manos y boca adorando mi piel. Otras, más rápido y desesperado, nuestros cuerpos moviéndose con una urgencia primitiva. Pero siempre podía ver el control que se imponía a sí mismo. Cuando embestía con más fuerza, chocando sus caderas contra las mías, hasta que le clavaba las uñas en los brazos, bajaba el ritmo. Todos los músculos tensos, la mandíbula apretada, el ceño fruncido. Entonces se inclinaba y me daba un beso en el cuello, en la frente, como pidiendo perdón por haberse dejado llevar.
Eso... eso me hacía amarlo aún más, pero también me frustraba. Porque yo quería todo de él. Quería que me entregase todo.
—Sakura-chan —Mitsuri me pellizcó el brazo con suavidad, sacándome de mis pensamientos—. Estás en las nubes. ¿Estás pensando en Giyuu-san y en cómo te toca?
Mis mejillas se encendieron como brasas. Asentí, sabiendo que no tenía sentido fingir lo contrario.
—Lo disfruto mucho. Pero también siento que... creo que se contiene por mí.
Ella ladeó la cabeza, curiosa, y alzó las cejas.
—¿Se contiene? —susurró, como si le acabara de revelar un secreto muy importante—. ¿Qué quieres decir?
—Puedo notarlo —dije, jugando con el borde de la taza—. La forma en que tiembla cuando me toca. Cómo sus manos se cierran en puños, como si tratara de sujetarse. Creo que tiene miedo de hacerme daño, o de ser... demasiado.
—Mmm —Mitsuri se mordió el labio, pensativa—. ¿Y tú... quieres que se contenga?
La pregunta me pilló desprevenida. Bebí un sorbo de té para darme tiempo a valorar mi respuesta y dejé la taza con cuidado sobre la mesa.
—No —admití—. No quiero que sienta que debe protegerme de él mismo. Porque no hay lugar en el mundo donde me sienta más segura que a su lado.
Mitsuri exhaló, perdida en mis palabras, como si las absorbiera con cada latido. Luego asintió con firmeza.
—Entonces deberías decírselo —sentenció con decisión—. Sakura-chan, si quieres que Giyuu-san te lo dé todo, tienes que ser clara con él. Los hombres a veces son terriblemente torpes… Se creen que somos damiselas frágiles, que vamos a rompernos con el más mínimo roce. Necesitan que se lo digamos sin rodeos.
La miré, intuyendo que detrás de su consejo había algo más, algo que no tenía nada que ver con Giyuu ni conmigo.
—Tienes razón. Debería... hablar con él, sin reservas.
—¡Exacto! —Mitsuri me apretó las manos con entusiasmo—. La comunicación es la clave en cualquier relación. Al menos, eso dicen todas mis novelas románticas.
Solté una carcajada.
—¿Y qué más te enseñan esas novelas, Mitsuri?
Ella bajó la mirada, sonrojada, con un rubor que la hacía aún más dulce.
—Muchas cosas… cosas que me gustaría vivir algún día.
Su voz cargada de melancolía me detuvo. Esta vez fui yo quien rozó su pierna con suavidad, buscando reconfortarla.
—Mitsuri-chan... ¿estás bien?
Ella tomó un mochi y lo mordió distraídamente, como si sus pensamientos vagaran lejos.
—Sí, es solo que... verte tan feliz con Giyuu-san me hace pensar en... en ciertas cosas.
—¿En Iguro? —pregunté suavemente.
Al pronunciar su nombre, el rostro de Mitsuri se iluminó por un instante, pero en sus ojos había una tristeza profunda.
—Sí.
—¿Qué pasa con él?
Mitsuri respiró pesadamente, como si llevara ese secreto cargado en el pecho.
—Es complicado. Obanai-san es... diferente conmigo. Lo sé, puedo sentirlo. La manera en que me mira, cómo se asegura de estar siempre cerca durante las misiones, cómo me trae la comida que sabe que me gusta... —una sonrisa suave cruzó su rostro, teñida de melancolía—. Es tan atento, tan dulce a su manera.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Nunca da el paso —confesó, y la frustración en su voz era tangible—. Nunca me dice nada claro. Y yo... no sé si es porque no me ve así, o porque...
—¿Porque qué?
Mitsuri me miró fijamente, mordiéndose el labio con nerviosismo.
—¿Sabes que Obanai-san desconfía de las mujeres?
Negué, intrigada.
—No lo sabía.
—Yo tampoco sé los detalles —admitió—. Pero sé que algo terrible le pasó cuando era niño. Algo que lo marcó... hasta el punto de temerlas, incluso de odiarlas.
Alcé las cejas, sorprendida. Aquellas palabras dejaron un sabor amargo en mi boca; imaginé a un niño aprendiendo a temer a la mitad del mundo, a desconfiar de quienes deberían darle calor y refugio. Me pregunté qué tipo de herida puede marcar tan hondo, no solo una simple desconfianza, sino ese temor que se incrusta en la piel, que hace ver peligro donde debería haber ternura.
Pensé en Oichi Mikami, en lo que hacía con sus hijas. En cómo algunas personas convertían el amor en un arma y el hogar en una prisión infernal. Ese recuerdo me recorrió el cuerpo como un escalofrío helado. Había visto demonios con colmillos y garras, pero ninguno tan repulsivo como esos que usaban manos humanas.
La maldad no necesita sangre demoníaca. A veces basta con un corazón podrido.
—Pero no contigo —dije con suavidad, después de un instante—. Contigo es distinto.
—Sí —murmuró, una sonrisa tenue iluminando su rostro—. Conmigo es diferente. Pero aun así... —su voz se quebró ligeramente—. Tengo miedo de que si le digo lo que siento, lo asuste. Que lo aleje.
Mi pecho se apretó por mi amiga.
—¿Has pensado que tal vez él siente lo mismo? ¿Que teme no ser suficiente?
Ella parpadeó.
—¿Qué quieres decir?
—Giyuu pensaba que no era suficiente para mí —expliqué con calma—. Se alejó porque creía que yo merecía algo mejor, que él no era digno de mi amor. Solo cuando le dejé claro que lo elegía a él, pudo finalmente creerlo.
Mitsuri me miró con ojos muy abiertos.
—¿Crees que Obanai-san piensa eso de sí mismo?
—Estoy segura —respondí, con voz firme—. No se siente merecedor de ti. Y si a eso le sumas su desconfianza, apuesto a que teme que en cualquier momento vayas a irte.
Mitsuri se llevó una mano al pecho.
—Pero él es... maravilloso. Fuerte, valiente y...
—Y tú necesitas decírselo —la interrumpí con suavidad—. Tal como yo tuve que decírselo a Giyuu. A veces tenemos que ser nosotras las valientes.
Ella asintió despacio.
—Tienes razón. Tengo que decírselo. Pronto.
—Así es —confirmé, apretando su mano—. Mereces ser feliz. Y él merece saber que alguien tan maravillosa como tú lo quiere.
Mitsuri me sonrió entre lágrimas y se lanzó hacia mí, abrazándome con fuerza.
—Gracias, Sakura-chan. Gracias por ser mi amiga. Estoy tan feliz por Giyuu-san y por ti.
Le devolví el abrazo, sintiendo cómo mi pecho se llenaba de una calidez profunda. Nos separamos entre risas, secándonos las lágrimas aún frescas por la emoción desbordada.
—Mira lo que has hecho —dijo Mitsuri, abanicándose el rostro con gracia—. Me hiciste llorar y ahora las tortitas se van a enfriar.
—Pues mejor que las devoremos rápido —respondí, tomando una y hundiendo los dientes en ella. Su textura esponjosa y el dulzor perfecto confirmaban que eran obra de Mitsuri.
Comimos en un silencio cómodo, cargado de complicidad. De repente, Mitsuri se atragantó casi con la tortita y empezó a toser. Le pasé la taza de té y, cuando pudo recomponerse, me miró con una mezcla de culpabilidad y urgencia.
—¡Sakura-chan! ¡Olvidé preguntarte lo más importante!
—¿El qué?
Sus ojos chispeaban con una mezcla de picardía y entusiasmo.
—¿Giyuu-san ya te pidió matrimonio?
Esta vez fui yo quien casi se atraganta.
—¡Mitsuri! —exclamé, con la cara ardiendo—. ¡No! ¡Si apenas llevamos unos días juntos oficialmente!
—Pero seguro que vais a casaros, ¿no? —insistió con una sonrisa que le iluminaba todo el rostro—. Quiero decir, después de… ya sabes —movió las cejas con un aire travieso—. Eso es prácticamente un compromiso.
Tragué saliva, conteniendo una sonrisa que quería escaparse. En cierto modo, Mitsuri tenía razón. Lo habitual —lo que la sociedad dicta como “correcto”, como diría mi odiosa tía Yoshiko con esa voz áspera que cortaba el alma— habría sido casarnos primero y después… todo lo demás. Pero ni Giyuu ni yo éramos gente normal con vidas normales.
No habíamos hablado de esto, pero intuía que él pensaba igual que yo.
Éramos Cazadores. Pilares. Vivíamos con la muerte como sombra constante. La guerra contra Muzan se acercaba, y hablar de lo "honorable" o de lo "decoroso" parecía casi un chiste cruel. Esperar hasta después del matrimonio podía significar que ese "después" nunca llegara.
Y por mucho que Giyuu fuera un hombre recto, disciplinado, honorable hasta los huesos... también era humano. Tenía corazón. Sangre en las venas. Me amaba, me deseaba, y en ese deseo no había culpa ni vergüenza.
Solo verdad.
Solo nosotros.
—No me lo ha pedido —dije al fin, con una sonrisa tímida que delataba mi ilusión—. Pero… llegará, supongo. Cuando sea el momento correcto.
Cuando esta pesadilla termine de una vez por todas.
—Ay, voy a llorar otra vez —Mitsuri se abanicó los ojos con teatralidad—. Mi mejor amiga va a casarse con el Pilar del Agua. Esto parece un cuento de hadas.
—Un cuento de hadas muy sangriento y lleno de demonios —bromeé.
—¡Pero sigue siendo un cuento de hadas! —Mitsuri rió, y su alegría era tan contagiosa que no pude evitar reír con ella.
Seguimos charlando entre bocados de tortitas y mochi, sorbos de té y confidencias compartidas. Mitsuri me contó sobre sus últimas misiones con Obanai, cómo él siempre encontraba excusas para estar cerca, cómo Kaburamaru se enroscaba alrededor de su cuello como si también la protegiera.
Yo le conté más sobre Giyuu, sobre cómo era en privado, sobre los pequeños gestos de afecto que me mostraba cuando estábamos solos. Le conté sobre las flores silvestres que recogió porque le recordaban a mí, sobre la bella horquilla que me regaló, y Mitsuri prácticamente se deshacía.
—Eso es taaaan dulce—suspiró, alargando las palabras—. Giyuu-san es un sensible en secreto, ¿verdad?
—Lo es —admití con una sonrisa—. Aunque jamás lo admitiría.
De pronto, Mitsuri se dio una palmada en la frente.
—¡Oh, Sakura-chan! Quería comentarte algo.
—¿Qué cosa?
—Mi cumpleaños fue en junio, pero entre misiones y entrenamiento no pude celebrarlo. Así que estaba pensando… ¿qué te parecería organizar una fiesta? Una grande, con todos los Pilares y los Cazadores. ¡Sería tan divertido!
—Me encanta la idea—respondí con entusiasmo—. ¿Cuándo?
—¿Qué tal en una semana? —sugirió, sus ojos brillando de emoción—. Así tenemos tiempo para planear todo: juegos, comida, decoraciones… ¡Y Giyuu-san y tú podéis venir juntos oficialmente como pareja!
Me mordí el labio.
—No sé si Giyuu estará cómodo con eso…ya sabes cómo es con las multitudes.
—¡Por eso debería ir! —exclamó Mitsuri—. Necesita soltarse un poco. Además —añadió con una sonrisa ladeada—, estoy segura de que irá a donde tú vayas.
No pude discutir con esa lógica. En el fondo sabía que Giyuu haría lo que fuera por mí, incluso saltos acrobáticos en el Monte Fuji si se lo pidiera por favor.
—Está bien, hablaré con él. Seguro que puedo convencerlo.
—¡Perfecto! —Mitsuri dio palmaditas emocionada—. Esto va a ser increíble. Y tal vez... —su voz se suavizó, volviéndose más vulnerable— también sea una buena oportunidad para hablar con Obanai-san.
—Sin duda —concordé, apretando su mano con cariño—. Vas a hacerlo genial, Mitsuri-chan.
Ella me devolvió el apretón, con una sonrisa llena de esperanza y luz.
Pasamos el resto de la tarde planificando la fiesta, riendo y compartiendo más secretos. Cuando por fin me despedí, el sol ya caía tras el horizonte, pintando el cielo de naranjas y rosas.
—Lo he pasado genial, Sakura-chan —dijo Mitsuri, abrazándome con fuerza en la entrada—. Necesitaba esto. Necesitaba hablar contigo.
—Yo también —respondí, devolviéndole el abrazo con calidez—. Hagámoslo más seguido, ¿vale? No dejemos que pase tanto tiempo sin vernos.
—¡Prometido! —exclamó, soltándome—. Y Sakura-chan… gracias. Por escucharme, por aconsejarme...por todo.
—Siempre, Mitsuri-chan.
Mientras caminaba de regreso a través del complejo, con el estómago lleno de tortitas y el corazón lleno de calidez, pensé en lo afortunada que era. Tenía a Giyuu, a quien amaba con cada fibra de mi ser, y a Mitsuri, una amiga que era como una hermana para mí.
Sabía que, pasara lo que pasara, en medio de las guerras y las batallas, estos momentos de amistad, amor y normalidad serían mi refugio.
Y eso hacía que todo valiera la pena.
La noche se había desplegado por completo, el cielo tachonado de estrellas que brillaban como diamantes sobre un manto de terciopelo negro. Me quité el uniforme y me enfundé un kimono ligero, ideal para la cálida estación, hecho de algodón suave en tonos amarillos que dejaban que el aire fluyera y apenas rozaban mi piel. Solté la melena, peinándola con calma hasta que las ondas brillaron, sedosas, bajo la luz tenue de la lámpara, deslizándose sobre mis hombros como un susurro.
Giyuu llegaría pronto.
Habíamos quedado después de mi encuentro con Mitsuri. Sabía que él tenía programado un entrenamiento con Sanemi para la tarde, pero me había dicho que llegaría a la hora de la cena. Preparé té y emplaté unos onigiri que había traído del pabellón de Mitsuri especialmente para él. Yo me sentía completamente llena después de las tortitas y los mochi, sin ganas de probar bocado.
Pero los minutos se fueron alargando hasta convertirse en una espera de casi una hora.
No estaba preocupada. Conocía a Sanemi lo suficiente como para saber que probablemente había retenido a Giyuu más tiempo del planeado, retándolo una y otra vez, incapaz de aceptar otro empate. Una sonrisa divertida curvó mis labios al imaginarlo.
Estaba sentada junto a la ventana, contemplando el jardín bañado por la luz de la luna, cuando escuché pasos conocidos acercándose. Mi corazón dio un vuelco, ese golpe involuntario que me recordaba que mi cuerpo lo reconocía antes que mi mente.
La puerta se deslizó suavemente, y allí estaba él.
Se veía cansado. El cabello le caía desordenado sobre la frente, y el uniforme estaba manchado de tierra, señal de que Sanemi no había sido indulgente. Tenía un corte en la mejilla, ya seco, que resaltaba contra su piel clara.
Sus ojos buscaron los míos sin vacilar. Por un instante, su mirada perdió algo de la frialdad y el rigor que siempre llevaba consigo, como si verme le diera un respiro.
—Llegas tarde —dije con una sonrisa leve, sin reproche, solo un dejo de alivio.
—Lo siento —respondió, cerrando la puerta tras él con cuidado—. Shinazugawa no me soltaba.
Mi sonrisa se expandió.
—¿Cuántos empates esta vez?
—Tres —respondió—. Hubiera seguido con un cuarto… si no le hubiera dicho que tenía que verte.
Aquellas palabras, dichas con la calma que lo caracterizaba, hicieron que algo cálido brotara en mi pecho.
Tenía que verte.
La imagen se formó sola en mi cabeza: Giyuu, con esa expresión serena y distante suya, soltando esas palabras delante de Sanemi —nada menos que el implacable y directo Sanemi— sin titubear ni una pizca.
En su mundo, donde las palabras son pocas y pesan, eso no era solo un simple comentario: era un acto de valentía silenciosa. Estaba dándome mi lugar, dejándolo claro sin excusas ni rodeos. Una declaración.
Me mordí el labio, dominada por una ternura que se colaba sin permiso. Porque Giyuu no solo me miraba: me estaba mostrando al mundo, a su modo callado y verdadero.
—Si estabas tan cansado, tendrías que haberte quedado a descansar —dije con suavidad, aunque sin intención de que se lo tomara en serio—. No tenías por qué venir...
Me frenó con una mirada que decía muy claro: ¿qué tonterías estás diciendo, mujer?
—Quería verte —respondió simplemente, como si fuera lo más obvio del mundo—. Dormir contigo.
Sentí cosquillas en el estómago.
—Ni siquiera he tenido tiempo de asearme —añadió, mirando su estado con cierto disgusto—. Estoy hecho un desastre. Debería volver a mi pabellón y regresar luego…
—No —lo interrumpí, poniéndome de pie y clavándole una mirada que decía no digas tonterías, hombre—. Eso se arregla fácil. Te prepararé un baño.
Él parpadeó, sorprendido.
—No tienes que...
—No me cuesta ningún trabajo —dije firmemente, ya caminando por el pasillo—. Déjame cuidarte, Giyuu —lo miré a través de las pestañas—. Por favor.
Su expresión cambió, y su resistencia se deshizo lentamente, como hielo expuesto al sol.
—Está bien —murmuró.
***
Me moví por el baño con cuidado, llenando la bañera de madera con agua caliente que soltaba vapor en volutas lentas. Añadí unas gotas de aceite de cedro, un aroma terroso y masculino que llenó el aire. Después, puse hojas de shiso y rodajas de yuzu, que flotaban en la superficie como pequeñas islas verdes y doradas.
El vapor se fue espesando, envolviendo todo con su perfume, creando una atmósfera casi etérea. Dejé solo una lámpara de aceite encendida en un rincón. Su llama temblorosa teñía el aire de un resplandor ámbar, haciendo el ambiente más íntimo.
Al darme la vuelta, lo encontré allí, en el umbral, con esos ojos intensos que siempre me hacían sentir desnuda aun estando vestida. La sombra de la lámpara realzaba los ángulos de su rostro: los pómulos marcados, la línea elegante de la nariz, las pestañas largas y densas que cualquier mujer envidiaría.
—Está listo —le dije en voz baja.
Él asintió y entró con calma, cerrando la puerta tras de sí con suavidad. Se metió detrás del biombo tallado, donde le había dejado una toalla doblada. Su silueta se adivinaba entre las rendijas de la madera, una sombra que me hizo tragar saliva.
Escuché el roce de su haori deslizándose por sus hombros, el leve chasquido del cinturón metálico al soltarse, el crujido del tejido al caer. Luego, el susurro de la tela al quitarse las kyahan, los calcetines tabi, las sandalias. El sonido sordo de las piezas del uniforme cayendo una a una. Cada ruido parecía multiplicarse en el silencio del baño, mezclado con el goteo del agua caliente. Contuve el aliento, atrapada por esos sonidos.
A través de las aberturas del biombo, distinguí destellos de su piel: el tono claro, la curva de su espalda cuando se inclinó, el movimiento de su hombro al cambiar de postura. Después, el roce de la toalla envolviéndolo en torno a la cintura.
Cuando salió, el vapor lo envolvió como una nube espesa. La toalla le cubría de las caderas hacia abajo, pero el resto… la luz tenue marcaba cada fibra de sus músculos, el relieve duro del abdomen, el brillo del sudor que aún quedaba en su piel mezclándose con la humedad del baño.
Aunque no era la primera vez que lo veía así, me quedé quieta, atrapada por la naturalidad con la que su cuerpo imponía, por esa sensualidad silenciosa que nunca buscaba y que aun así me golpeaba de lleno.
Giyuu me miró con esa mezcla suya de calma y anhelo, los ojos azules oscurecidos, casi índigo bajo la penumbra.
—¿Te quedas? —preguntó con la voz baja, un susurro que rompió el silencio sin dispersarlo, haciéndolo más espeso.
Me enderecé junto a la bañera.
—Si quieres que me quede...
—Quédate —respondió de inmediato.
Asentí, sintiendo cómo el calor me subía por el cuello. Giyuu se acercó a la bañera y, sin pudor aparente, dejó caer la toalla con un gesto simple, quedando desnudo frente a mí.
Mi mirada bajó antes de que pudiera evitarlo. El vello oscuro. Su miembro, ya tomando forma entre sus piernas, tenso y evidente. Me quedé ahí un segundo de más, atrapada en su grosor, en la manera en que empezaba a erguirse, antes de obligarme a apartar la vista. El rubor me subió de golpe, el pulso desbocado, sorprendida —otra vez— por lo fácil que era que él me desarmara incluso después de tantas noches juntos.
Giré la cabeza y metí la mano en el agua, comprobando la temperatura, solo por disimular.
Giyuu se metió en la bañera con un suspiro profundo, casi de alivio, y el agua subió hasta cubrirle el pecho, meciéndose en ondas suaves alrededor de su cuerpo. Cerró los ojos un instante; vi cómo la tensión se aflojaba en sus hombros, cómo cada músculo iba soltándose poco a poco. Se acomodó contra el borde, recostando la espalda y apoyando los antebrazos en los laterales, las manos medio sumergidas, los dedos largos moviéndose bajo la superficie.
Me acerqué y me arrodillé detrás de él en la tarima, rodeándole el cuello con los brazos, abrazándolo desde atrás. Apoyé la barbilla en su hombro, respirando su olor, sintiendo cómo el calor del agua y el de su piel se mezclaban en el vapor que subía entre los dos.
—¿Mejor? —susurré junto a su oído.
—Mucho —murmuró. Movió una mano bajo el agua hasta encontrar la mía y entrelazó nuestros dedos con esa delicadeza que solo me daba a mí—. Contigo aquí… sí.
Sonreí y le di un beso en la mejilla, saboreando el leve rastro salado de su piel caliente. Nos quedamos así un rato, respirando al mismo ritmo, dejando que el vapor y la cercanía nos envolvieran en esa pequeña burbuja de intimidad que parecía detener el mundo.
—¿Qué tal estuvo tu tarde con Kanroji? —preguntó al cabo de un momento, la voz más lenta, casi somnolienta por el calor del baño.
—Maravillosa —respondí, hundiendo un poco más la barbilla en su hombro—. Mitsuri hizo tortitas y… bueno, ya sabes, estuvimos toda la tarde charlando de esto y aquello.
—¿De “esto y aquello”? —repitió, sin abrir los ojos.
—Cosas de chicas —dije con una sonrisa.
—Ajá —Una ceja se alzó apenas—. O sea, sobre mí.
Le di un golpecito suave en el pecho que hizo ondular el agua.
—Quizá un poco —admití, sonriendo contra su piel.
—Lo imaginaba —murmuró. El rincón de su boca se levantó apenas un milímetro, pero suficiente para que una olita de calor me recorriera entera.
—No te lo creas tanto, Tomioka —susurré, rozándole el cuello con la nariz. Luego respiré hondo—. Hay algo más. Mitsuri quiere organizar una fiesta por su cumpleaños.
Giyuu se giró para mirarme y, por un instante, tuvo la misma expresión que pondría si le dijeran que un demonio se había metido en su bañera.
—¿Una fiesta? —repitió con el tono de quien escucha “desastre natural”.
Resoplé con diversión, incapaz de contenerme.
—Sí, una fiesta. Ya sabes, comida, música, juegos... Con los Pilares y los Cazadores.
La cara que hizo era un poema. Su ceño se frunció apenas, como si estuviera calculando la ruta de escape más cercana.
—Las fiestas no son lo mío —admitió al final.
—Lo sé —respondí, deslizando la mano por su pecho, sintiendo cómo su cuerpo se iba aflojando poco a poco—. Pero para Mitsuri sería importante. Y es mi amiga, Giyuu.
Él soltó un suspiro, cerrando los ojos un segundo.
—Si tú vas, iré —dijo por fin, sin adornos ni rodeos, con esa honestidad tranquila que siempre me desarmaba.
—Gracias. Seguro que lo pasamos bien —murmuré, dándole otro beso suave en la mejilla.
—No me las des todavía —respondió—. Es muy posible que me arrepienta en cuanto esté allí, rodeado de gente.
—Eres un gruñón, Tomioka.
—Ya. Y ni se te ocurra pedirme que baile.
Sonreí despacio, con toda la intención.
—¿Eso significa que tendré que bailar con alguien más?
Giyuu abrió los ojos muy despacio, como si despertara de un sueño, y me lanzó una mirada de reojo, afilada y tranquila a la vez. Después, en el mismo tono plano de siempre, soltó:
—Sí. Con Kanroji.
La carcajada me salió sola mientras le salpicaba el pecho con agua. Él apenas reaccionó: solo dejó que una comisura de sus labios se alzara un poco, ese gesto diminuto que en él equivalía a una sonrisa completa. Luego apoyó la cabeza en mi hombro, confiado, cálido, dejando caer su peso contra mí.
Comencé a deslizar mis manos por sus brazos, sintiendo los músculos bajo mi tacto, duros como piedra. Había nudos de tensión por todas partes, consecuencia del entrenamiento brutal con Sanemi.
—El agua está perfecta —murmuró—. Y huele muy bien.
—Me alegro —respondí, masajeando con suavidad sus antebrazos, notando cómo los tendones cedían bajo la presión—. No hay nada mejor que un baño reparador.
Un sonido escapó de sus labios, un suspiro mezclado con un resoplido que apenas parecía una sonrisa.
—Cuando Sabito y yo entrenábamos con Urokodaki-san... —comenzó con un deje nostálgico— nos obligaba a bañarnos después de cada sesión. Decía que un Cazador sucio es un Cazador descuidado. Nos hacía frotar la piel hasta dejarla roja, asegurándose de que no quedara ni una mota de suciedad.
Sonreí suavemente, imaginando a un joven Giyuu, pequeño y adorable, con unos ojos azules demasiado grandes para su cara, siendo regañado por su maestro.
—Suena estricto.
—Lo era —asintió—. Pero tenía razón. En todo.
Moví las manos hacia sus hombros, presionando con los pulgares en círculos firmes pero cuidadosos. Giyuu dejó escapar una respiración profunda por la boca, su garganta vibrando, y sentí cómo su cuerpo se ablandaba, como si se fundiera con el calor de mi tacto.
—Eso se siente bien —murmuró con voz ronca.
—Tienes mucha tensión aquí —comenté, aumentando la presión, notando cómo el nudo se soltaba bajo mis dedos—. Sanemi no se anda con medias tintas, ¿verdad?
—Nunca —respondió, la voz arrastrada, suave, moldeada por el contacto de mis manos sobre sus músculos—. Por eso es un buen rival.
Seguí masajeando sin prisa, bajando al cuello. Luego tracé cada línea firme de sus pectorales, esas curvas que conocía tan bien. Su pecho subía y bajaba con respiraciones más pesadas, como si cada exhalación respondiera al roce.
Mis manos descendieron siguiendo la geometría de sus abdominales, definidos como si alguien los hubiera tallado a mano, hasta el ombligo, bordeando los oblicuos para llegar a la V marcada en su pelvis, tan precisa y cincelada que parecía obra de un artesano.
—Sakura —pronunció mi nombre con un tono que llevaba una clara advertencia.
—¿Sí? —respondí con aire inocente, aunque mis manos no cesaban, subiendo y bajando, dibujando la línea de su V con delicadeza deliberada.
—Sabes perfectamente lo que haces —su voz sonó densa y cargada, como miel.
—¿Ah, sí? —susurré más bajo, mis dedos ahora siguiendo la línea de vello que se insinuaba bajo el agua tibia—. ¿Y qué estoy haciendo?
Giró la cabeza para mirarme, sus ojos oscuros teñidos de un deseo crudo, urgente.
—Me estás provocando —confesó con voz ronca.
—Puede que sí —respondí con una sonrisa ladeada—. ¿Y qué si lo estoy?
Mis dedos bajaron un poco más, encontrando su dureza. Lo rodeé con la mano, notando la suavidad sedosa sobre el acero firme, las venas que latían bajo la piel, el pulso vivo y caliente contra mi tacto. Giyuu inhaló con brusquedad, su respiración volviéndose más intensa, más errática.
—Sakura —jadeó, la cabeza cayendo hacia atrás contra el hueco de mi cuello, ojos cerrados, entregado, vulnerable de una manera que solo yo podía ver.
—Relájate —susurré junto a su oído—. Déjame tocarte.
Mi mano se deslizó con lentitud, arriba y abajo, movimientos medidos y precisos, sintiendo cómo se endurecía aún más bajo mis dedos. Giyuu se tensó, aferrando los bordes de la bañera con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, y las venas de sus antebrazos se marcaban.
—Eso es... —murmuró, con la respiración acelerada—. Se siente...
—¿Bien? —pregunté, aumentando el ritmo, apretando con un poco más de firmeza.
—Demasiado bien.
Mis labios bajaron hacia su cuello, primero rozándolo con delicadeza, luego la lengua asomándose para lamer con suavidad, saboreando la sal de su piel, recorriendo tendones firmes. Subí lentamente hasta su oreja, dejando un beso húmedo justo detrás del lóbulo, ese punto exacto que sabía que lo derretía.
Me incliné hacia delante, buscando sus labios con un roce lateral, un ángulo incómodo pero lleno de necesidad.
Él giró la cabeza para facilitarlo, abriendo su boca al mío, invitándome a profundizar. Su lengua chocó con la mía en una danza urgente, familiar, desesperada, húmeda y caliente, como si cada segundo fuera el primero y el último a la vez.
Continué tocándolo con más fuerza, mis dedos acelerando el ritmo, sintiendo cómo su cuerpo se tensaba, rígido como un arco a punto de disparar... hasta que su mano atrapó mi muñeca con firmeza, deteniéndome en seco.
—Para —pidió con voz baja y urgente.
—¿Por qué? —lo miré, desconcertada.
Él giró el torso hacia mí, dejando que el agua se desbordara, derramándose por los bordes de la bañera. Sus ojos eran voraces, y me hicieron estremecer.
—Cuando termine... —dijo con voz áspera— quiero estar dentro de ti. Tengo que tenerte, ahora.
Un calor intenso se encendió en mi vientre. Asentí, sin palabras, completamente rendida a esa necesidad.
Me incorporé con un leve tambaleo, el calor del baño anidado en mi piel, mientras Giyuu emergía de la bañera con una fluidez natural, como un depredador acuático. El agua resbalaba por su piel pálida y musculos tensos, delineando su miembro rígido y erguido.
Sus ojos se clavaron en mí con una intensidad feroz, recorriendo mi yukata amarillo de arriba a abajo, mientras su mandíbula se apretaba apenas, como si luchara por contener un fuego que amenazaba con devorarlo desde dentro.
Con un movimiento apremiante y casi descuidado, enrolló la toalla alrededor de su cintura. Bajo la tela, su erección tensaba el tejido de manera pronunciada, un detalle que habría resultado cómico si no fuera porque hizo que mi cuerpo se contrajera con urgencia.
Tomó mi mano, entrelazando nuestros dedos, y tiró de mí con suavidad, guiándome hacia la habitación. A nuestro paso, las gotas caían al suelo como suspiros húmedos, dejando un rastro húmedo que parecía anticipar lo que estaba por venir.
Una vez en la penumbra perfumada junto al futón, dejó caer la toalla sin ningún protocolo. Se giró hacia mí con esos ojos, recorriendo mi cuerpo con una apetencia que me hizo sentir vulnerable y expuesta. El kimono se volvió una cárcel de tela, demasiado pesado, demasiado restrictivo.
—Quítatelo —pidió con calma, pero el filo de su voz no admitía discusión.
Mis dedos temblaron mientras deshacía el nudo, la tela cediendo y cayendo en un susurro al suelo. Mi piel quedó desnuda al aire tibio, temblando bajo su mirada.
Se acercó lento, inapelable, sus manos buscando mi cintura, arrastrándome contra su cuerpo. Sentí la dureza de su erección presionando contra mi vientre, robándome el aliento.
Una de sus manos descendió, decidida, cerrándose con fuerza sobre mi trasero. Los dedos se hundieron en la carne con un apretón que me arrancó un gemido entrecortado. Su agarre ardía, apretaba y moldeaba mi cuerpo como si me reclamara con cada dedo.
Por un momento todo fue empuje: su cuerpo pegado al mío, su respiración en mi oreja, sus labios mordisqueando mi cuello. Sentí sus dientes raspando la piel, sus dedos cerrándose más en torno a la curva suave de mi trasero.
Y entonces, como si un freno invisible le clavara las uñas, aflojó. Los dedos se separaron, la palma quedó plana contra mi piel. Los dientes en mi cuello fueron sustituidos por su boca caliente, dejándome un beso contra el tendón.
Fruncí el ceño. Sabía lo que acababa de pasar, porque no era la primera vez. Era su miedo a pasarse, a asustarme, a hacerme daño.
Sentí cómo me movía con cuidado hacia el futón, hasta que ambos caímos de rodillas. Pero antes de que pudiera rendirme al suelo, apoyé las manos firmes contra su pecho, empujándolo suavemente para mirarlo a los ojos.
La luna dibujaba un rayo de luz que delineaba su clavícula; su pecho subía y bajaba con rapidez, como un tambor. Aun en la penumbra, vi cómo su ceño se fruncía, confundido.
—Giyuu —mi voz fue apenas un hilo.
Él se quedó quieto, aguardando.
—Sé lo que haces —murmuré con suavidad—. Sé que te estás frenando.
Un golpe de aire salió de sus pulmones cuando me miró, y en sus ojos vi ese peso, esa batalla interna que se libraba dentro de él cada vez que me tocaba.
—Sakura…
Lo corté con un movimiento lento, mis manos buscando la dureza de su mandíbula, sujetando su rostro con firmeza.
—Escúchame bien —dije, voz baja, pero segura—. No quiero que te reprimas conmigo. No quiero que temas romperme o ser demasiado. Confío en ti. Por completo.
Su mandíbula se apretó bajo mi mano, la tensión dibujando cada línea de su cara. El músculo de su cuello se contraía con cada trago de saliva, como si las palabras lo golpearan con fuerza.
Sus dedos, que hasta entonces se habían aferrado a mi cintura, temblaron. Por un instante hasta se soltaron, casi sin querer.
El silencio se volvió pesado, tangible, un puente a punto de ceder.
Finalmente, con la voz quebrada y apenas un susurro, dejó caer la verdad:
—No quiero hacerte daño.
—Lo sé —pasé el pulgar por su mejilla—. Pero cuando te detienes así, cuando te encadenas... es como si no confiaras en que puedo soportarlo. En que puedo manejarte a ti.
Su respiración se agitó. Sus dedos se cerraron en puños sobre mi cintura.
—Yo... —empezó, mirando hacia abajo.— Nunca querría…
No terminó la frase. Me acerqué aún más, mis labios rozando la piel de su cuello, mi voz bajando a un murmullo ardiente, una promesa al borde de la necesidad.
—Quiero todo de ti. Tu pasión, tu deseo, tu fuerza. No tengas miedo de dármelo.
Por un instante cerró los ojos, dejando caer la última barrera. Cuando los abrió, su mirada era un torrente contenido de deseo, tan profundo que parecía arrancado de lo más salvaje dentro de él.
—Sakura —pronunció, mi nombre como un último freno, una advertencia al filo de la razón.
—Tómame —susurré, tan cerca que nuestras respiraciones se mezclaban—. Toma tu placer. Toma lo que es tuyo, Giyuu. Déjate llevar.
Sus dedos trazaron lentamente la línea de mi rostro, mientras sus ojos fijos en los míos, buscaban cualquier señal o sombra de duda.
No encontró nada.
Una exhalación escapó de sus labios, cargada de decisión.
Con un movimiento firme, movió la mano hasta la nuca, atrapándome. La otra mano se cerró en mi cadera. Sus dedos se hundían en mi piel, una presión exacta entre posesión y afecto.
Me alzó el rostro y estampó su boca contra la mía. Mordió mi labio inferior, arrancándome un gemido, y su lengua se coló, exigente, invadiendo mi boca.
Sin soltarse, me empujó sobre el futón, posicionándose entre mis piernas. Su erección presionaba contra mí, sin entrar todavía.
Sus manos no se quedaron quietas. Se movieron por mi cuerpo, voraces, explorando sin descanso. Bajó besos húmedos y desesperados por mi cuello y el valle de mis pechos, succionando cada pezón hasta que un gemido escapó de mí. Entonces levantó apenas la cabeza para mirarme. Tenía los labios hinchados y la respiración áspera.
Sin apartar la mirada, sus manos bajaron por mis costados, lentas al principio, antes de apretarme las caderas, preparándome para el siguiente paso.
Giyuu se arrodilló frente a mí y retrocedió unos centímetros sobre el futón, arrastrándome con él. Me acomodó con una precisión que quemaba: me colocó justo donde quería, guiándome sin violencia, pero con una firmeza que anulaba cualquier duda.
Le había dado el control… y él lo había tomado sin vacilar. Un pequeño tirón, un ajuste exacto, sus dedos marcando el camino en mi piel mientras buscaba el ángulo que necesitaba.
Se inclinó despacio, con decisión, descendiendo entre mis piernas. Un temblor me recorrió la espalda cuando su aliento calentó el interior de mis muslos. Ni siquiera había terminado de entender lo que estaba a punto de hacerme cuando mi cuerpo ya estaba reaccionando, abriéndose más.
—Giyuu, ¿qué estás…? —jadeé, sin fuerza real detrás de la pregunta.
Él levantó la mirada. Esos ojos azules me atravesaron como un golpe. Sus manos seguían clavadas en mis caderas. Sabía que podía apartarme si lo intentaba, que él no me retendría por la fuerza… pero mi cuerpo ni siquiera lo contempló. Estaba abierta para él, entregada. Él mandaba. Yo se lo permitía.
—Voy a tomar mi placer —dijo, mitad susurro, mitad gruñido. Su respiración caía directa sobre mi sexo, caliente, vibrante—. Necesito probarte.
No hubo aviso. Solo calor. Su boca cayó sobre mí con una precisión que me dejó sin aire. Su lengua probó mi cuerpo, lenta al principio, saboreando cada pliegue como si estuviera memorizándome.
Sonrojada hasta la raíz, lo vi cerrar los ojos, un temblor casi imperceptible cruzándole los párpados, como si llevar su boca ahí fuese algo que había imaginado demasiadas veces. Me lamió de nuevo de arriba a abajo, más hondo, como si por fin pudiera darse aquello que había estado conteniendo.
Cuando alcanzó el punto exacto que me hacía perder el control, presionó de una manera que me arrancó un gemido agudo.
—¡Giyuu!
Sus manos se cerraron en mis muslos, empujándolos hacia atrás, obligándome a mantenerme abierta para él. No era suavidad: era dominio calculado, una firmeza que me devolvía el pulso entero a la entrepierna. Su lengua se movía con ritmo, con intención, alternando trazos lentos con golpes rápidos que me hacían temblar, cada movimiento pensado para consumirme.
Me arqueé, buscando más, y él respondió sujetándome con más fuerza. Cuando tiré de su cabello, su gruñido se estampó contra mi clítoris, y esa vibración me recorrió enteramente, como un latigazo dulce. Mi respiración era un desastre, un jadeo tras otro, incapaz de seguir el ritmo al que él me llevaba.
El placer subía sin control, una ola imparable, empujándome al borde, una y otra vez, hasta que su boca se cerró sobre, su lengua presionó justo ahí—
Y me rompí.
No fue un susurro ni un simple estremecimiento. Fue un orgasmo arrancado de raíz, bruto, un gemido que me desgarró la garganta mientras mi cuerpo se convulsionaba debajo de su boca. Él me sostuvo a través de cada oleada, sin dejar espacio para escapar, su boca siguiendo cada contracción, bebiéndose cada reacción.
Mis caderas se alzaron contra él, buscando más, como si mi cuerpo tuviera voluntad propia. Él lo aceptó, lo siguió, lo amplificó, su lengua continuó moviéndose con una precisión brutal: lametones lentos, directos al punto que aún palpitaba, prolongando la descarga hasta que estuve temblando de manera incontrolable.
—Gi… Giyuu… —sollozaba su nombre, incapaz de formar palabras completas, respirando como si me faltara el aire.
No paró hasta que mis piernas dejaron de responder, hasta que mis gemidos se quebraron en suspiros rotos y mi cuerpo cayó, agotado, hundiéndose en el futón sin fuerza alguna.
Cuando por fin se apartó, lo hizo despacio, como si disfrutara del último temblor que me recorría. Su boca y su barbilla estaban húmedas, brillando con lo que me había arrancado.
Levantó la cabeza.
Sus ojos parecían dos pozos sin fondo. Su respiración era irregular, profunda, como si cada bocanada de aire fuera un esfuerzo para no lanzarse sobre mí de inmediato.
Y así, tal como estaba, arrodillado entre mis piernas, devorándome con la mirada y la respiración descontrolada, parecía un hombre al borde de perder el control del todo. La tensión en su cuerpo era palpable, un resorte tensado al límite, listo para saltar en cuanto yo lo tocara.
Y lo hice.
Sin miedo.
Alcé un brazo tembloroso todavía por el orgasmo, los dedos buscando su rostro. Rozé su boca húmeda, y antes de pensarlo siquiera, deslicé mi índice y mi dedo corazón entre sus labios entreabiertos.
Sus ojos se agrandaron apenas—una chispa, un fogonazo—antes de que se cerrara alrededor de mis dedos, chupando con fuerza, caliente, hambriento, moviendo la lengua en círculos lentos, sensuales. El sonido húmedo nos envolvió.
Mis músculos se contrajeron otra vez al verlo así. Lo retiré segundos después, el hilo de saliva rompiéndose con un chasquido suave, el pulso latiéndome en la punta de los dedos.
Giyuu me sostuvo la mirada.
—Date la vuelta —ordenó.
Su voz era ronca, grave, cargada de una autoridad que me hizo doblar los dedos de los pies. No había espacio para dudas. No había suavidad. Solo mando, el que siempre había mordido antes de que saliera de su boca.
Me giré despacio, sintiendo el futón tocar mi piel hipersensible. El algodón se volvió casi abrasivo contra mi vientre, contra mis pechos, contra mis muslos ya húmedos. El corazón me golpeaba tan fuerte que parecía empujarme hacia delante.
Me tumbé boca abajo, respirando rápido.
No lo vi, pero lo sentí. El aire cambió a mi espalda, pesado y caliente. Su sombra cayó sobre mí. Su respiración bajó hasta mi nuca, tan cerca que la piel me hormigueó.
Su mano descendió entre mis piernas, y me tocó sin rodeos: el dorso rozó mi sexo empapado, arrastrando la humedad a lo largo de toda la abertura. Sus dedos subieron por mi trasero, recorriéndome la curva con seguridad antes de agarrarme de verdad, hundiendo los dedos en la carne. La presión me levantó las caderas sola, ofreciéndome.
Se colocó sobre mí, sus rodillas encajadas a ambos lados de mis muslos pegados.
El calor de su cuerpo me presionó como una plancha ardiente. Su pecho contra mi espalda. Su abdomen se alineó con mis caderas. Su erección, rígida y pesada, se apoyó entre mis nalgas, palpando, buscando.
Cuando la punta acarició mi entrada, el aire se me cortó en un jadeo breve. Era duro, grueso, insistente.
Y me penetró.
Entró despacio al principio, empujando mis tejidos, llenándome desde un ángulo que me hizo ver blanco por un instante. La fricción era tan intensa que un escalofrío me subió por toda la columna.
Gemimos juntos. Un sonido crudo, necesitado.
Jadeaba encima de mí, con ese peso que me mantenía hundida en el futón, atrapada bajo su cuerpo. Sus brazos se apoyaron a ambos lados de mi cabeza, enjaulándome. No podía moverme. No quería moverme.
La siguiente embestida me estampó contra las mantas. Un golpe profundo que me arrancó otro un gemido roto.
Su olor, su proximidad, su piel: todo me envolvía. Lo sentía ocupar cada espacio.
—Sakura… —gruñó contra mi nuca—. El sonido de tu voz… me consume.
Sus dedos se clavaron en mis caderas y tiró de mí hacia atrás a la vez que avanzaba. La fuerza era controlada, sí, pero implacable. Cada embestida era un golpe certero que me hacía temblar, que me quemaba la carne desnuda a cada contacto, mezclando dolor dulce con placer afilado.
Y cuando salió de mí de golpe, un gemido ahogado se me escapó, casi un sollozo. El vacío fue tan inmediato, tan punzante, que me arqueé hacia atrás buscándolo, rogando sin palabras que volviera a empujar, a llenarme, a sujetarme.
A follarme.
La palabra me estalló por dentro como un latido sucio, caliente, obsceno. Nunca la había pensado ni pronunciado en voz alta. Pero ninguna otra encajaba con lo que estaba ocurriendo entre nosotros. No esta vez. No con esa urgencia, ese hambre suya desbordándome, ese temblor que me abría las piernas sin que yo lo decidiera. Las veces anteriores habían sido intensas, sí, pero nunca así. Nunca tan… pura y brutalmente física.
Eso era. Eso estaba haciendo. Eso quería.
Sus manos me encontraron de nuevo un segundo después: duras, seguras, deslizando los pulgares por la línea de mis caderas antes de agarrarme. Me levantó sin esfuerzo, tirando de mi cuerpo hacia arriba, hasta dejarme de rodillas, el trasero alto, las rodillas abiertas, la cara hundida en las mantas. El futón me raspó las mejillas, caliente por mi propio aliento. Mis manos se extendieron contra la tela, temblorosas.
Lo sentí detrás de mí. Su cuerpo acercándose. Su erección rozando el centro de mis nalgas, caliente y húmeda de mí. Se alineó sin prisa, respirando fuerte, casi como si estuviera enfadado con lo mucho que me deseaba.
De pronto, una de sus manos se movió. No para sujetarme. No para apretarme. Sino para rozar mi torso. Sus dedos ascendieron por mi abdomen y la yema cálida se apoyó justo bajo mis costillas, en la parte blanda y vulnerable. Un toque pequeño, inesperadamente tierno, que me atravesó más que cualquier embestida.
Y entonces su cuerpo se inclinó sobre el mío. Su pecho descansó un instante sobre mi espalda arqueada, su aliento golpeó mi oreja.
—Dímelo… —su voz salió espesa, como si arrastrara algo que costaba romper—. Si soy demasiado…
Solté un jadeo que me dejó sin aire. Asentí, apenas un movimiento tembloroso, la garganta cerrada, el corazón martilleando como si quisiera escapar.
Giyuu me dio un apretón suave en la cintura, un gesto cálido y fugaz, una despedida silenciosa de la contención. Después, sus manos bajaron, firmes, anclándose en mis caderas con la fuerza exacta para controlar cada movimiento de mi cuerpo, para mantenerme exactamente donde él me quería.
Sentí su cuerpo tensarse detrás de mí, sus muslos encajándose contra los míos, su respiración agitándose.
Y entró.
De una sola embestida, reclamando cada milímetro.
Me abrió por completo, chocando con el fondo de mi cuerpo con una precisión tan brutal que me arrancó un jadeo que se ahogó en la manta. Mis manos se cerraron en puños alrededor de la tela, como si pudiera anclarme a algo mientras mis caderas se alzaban por puro instinto.
Si había tenido un pensamiento coherente desde que Giyuu me arrastró a la habitación después del baño, se desintegró en ese instante, pulverizado por la sensación de él entrando hasta lo más hondo.
Su mano recorrió mi espalda con una caricia torpe por la urgencia, subiendo hasta rodearme la nuca con una devoción salvaje que me encendió hasta las lágrimas.
Giyuu empezó a moverse. Y no había nada, absolutamente nada, de control.
Sus embestidas eran rápidas, profundas, implacables. Cada golpe de caderas me estampaba contra el futón, haciendo que mis rodillas resbalaran un poco más, obligándome a sostenerme con los antebrazos para no caer. El sonido húmedo y crudo de piel contra piel llenaba la habitación, mezclándose con sus jadeos, con mis gemidos quebrados, con el aire caliente que ambos intentábamos atrapar sin éxito.
—Sí… —conseguí decir, casi sin voz—. Así, Giyuu. Así…
Lo quería más. Lo quería todo.
Sentí su mano recorrer mi brazo izquierdo con apremio. Sus dedos cerraron alrededor de mi muñeca, y guió mi mano bajo mi vientre, exactamente hasta donde mi cuerpo ardía por él.
—Tócate —susurró, tan bajo que fue más un aliento que una palabra.
Obedecí en cuanto me soltó. Mis dedos encontraron mi propio clítoris, hinchado, sensible, palpitante. Dibujé un círculo y casi me derrumbé con la mezcla de sensaciones: su ritmo dentro de mí, su fuerza, mi mano, su respiración en mi cuello. Todo chocaba a la vez.
Sus manos en mis caderas se clavaron más hondo, los pulgares marcando mi piel, y en ese segundo su deseo explotó en un movimiento sin barreras: una embestida brutal, tan profunda que un gemido desgarrado se me escapó antes de poder contenerlo. Mi cuerpo se desplazó hacia delante y tuve que apoyar la frente para no caer.
Un segundo después, noté cómo algo cambiaba en él. La siguiente embestida llegó más contenida, vacilante, como si luchara por frenarse.
Giré la cabeza todo lo que pude para mirarlo.
Estaba devastador.
El ceño fruncido, los ojos incendiados por la pasión, el pecho subiendo y bajando con rapidez frenética, las mejillas encendidas, los labios entreabiertos, cargados de un deseo que amenazaba con incendiarnos.
—No pares —susurré, casi sin aliento, el placer empañándome la mirada—. No te atrevas a parar.
El temblor que recorrió su abdomen fue la única respuesta antes del gruñido que me heló y me quemó a la vez.
Giyuu volvió a embestir.
Fuerte. Rápido. Desesperado.
Entraba y salía de mí sin tregua, como si el pulso del momento lo hubiese devorado entero. Un grito escapó de mi garganta, tan alto que por un segundo me dio vértigo pensar que alguien podría oírlo.
Su boca cayó sobre mi hombro. Sus labios se cerraron contra mi piel. Y me mordió.
No lo suficiente para hacer daño, pero sí para dejar marca. Para hacerme temblar. Para decir sin palabras todo lo que estaba sintiendo. Su lengua pasó después, tibia, intensa, saboreándome mientras seguía empujando, mientras yo me tocaba como él quería, mientras todo mi cuerpo vibraba alrededor suyo, preparándose para romperse en el siguiente segundo.
Sus embestidas se volvieron caóticas, desbordadas, como si el control se le deshiciera entre los dedos… y entonces nos rompimos a la vez. El orgasmo me atravesó como un latigazo húmedo, caliente, arrancándome un gemido que me raspó la garganta. Sentí el suyo contra mi nuca, ahogado, profundo, un sonido que me calentó todavía más por dentro.
Se quedó hundido en mí, del todo, sin moverse, mientras yo seguía frotando entre mis piernas, desesperada por estirar ese pulso final. El placer me dobló, me tensó, me hizo sollozar sin poder evitarlo. Mis caderas temblaban; mis muslos ya no respondían.
Permanecimos así unos segundos que se sintieron suspendidos. Luego, con un último temblor, salió de mí… y mi cuerpo cedió. Caí de bruces en el futón, jadeando, incapaz de mover ni un músculo. No intenté darme la vuelta. Apenas podía pensar. Solo sentía el ardor húmedo entre mis piernas, latiéndome todavía.
Giyuu se tumbó a mi lado, el peso de su brazo rodeándome la cintura de inmediato, como si temiera perderme si no me sujetaba. Me arrastró contra él con ese gesto silencioso tan suyo y escondió la cara en mi pelo, respirándome como si necesitara ese olor para terminar de volver a sí mismo.
Nos quedamos así, pegados, nuestros cuerpos todavía calientes, cubiertos de sudor y del rastro íntimo de lo que acabábamos de hacer. Nuestros corazones tardaron en recordar cómo bajar el ritmo.
Su respiración se volvió lenta antes que la mía, suave contra mi cuello. El agotamiento me arrastró sin lucha, hundiéndome en ese calor, en ese peso suyo alrededor de mí.
Y mientras el sueño me cerraba los ojos, no pensé en nada más. Solo en él. En su brazo firme en mi cintura. En la marca dulce del agotamiento. En la sensación simple y total de pertenencia compartida.
Allí, envuelta en él, sabía que ese era mi lugar.
Y que, al menos por esa noche, no había nada en el mundo más real que eso.
Notes:
¡Hola! ✨
¡Un capítulo nuevo para empezar la semana! 📖💕
En realidad no ocurre demasiado; es más bien un interludio para mostrar cómo ha ido evolucionando su relación. Giyuu, por fin, se permite soltar las riendas sin miedo… 😏💙 ¿Que si fue una escena de smut un poquito gratuito? Puede ser, quizá, pero oye, ¿no estamos aquí para eso? 😂🔥
No queda mucho para el final del arco, y me temo que todos estos momentitos tiernos van a saltar por los aires cuando entremos al Castillo Infinito… 🏯💥 Así que un poco de amor nos viene bien a todos antes del caos. 💞
En el próximo capítulo: la conversación de la mañana siguiente (Giyuu se soltó la melena) 😳💫 y ¡la fiesta de Mitsuri! 🎉🌸
