Actions

Work Header

historia de taxi

Summary:

Eran las diez en punto de un sábado tibio, y Lando llevaba más de una hora dando vueltas sin suerte.

Hasta que giró en una esquina y lo vio.

Notes:

Franco dijo que escucharía historia de taxi de Arjona sin parar y yo no pude resistirme a escribir un one shot inspirado en la historia de la canción.

Disfruten! Y ya saben, si les gusta dejen algún comentario :)

Tw: l4ndo43_

Work Text:

Eran las diez en punto de un sábado tibio, y Lando llevaba más de una hora dando vueltas sin suerte.

El taxi, un viejo Renault de pintura gastada, avanzaba por la ciudad que aún estaba medio dormida. En el estéreo sonaba una canción antigua, lo bastante suave como para no romper el silencio. Las luces de los semáforos se reflejaban en el parabrisas, tiñendo de rojo y verde su cara cansada, una y otra vez.

El reloj del tablero marcaba los minutos con una lentitud insoportable. La noche recién empezaba, y sin embargo, Lando sentía el cuerpo cansado como si ya fueran las seis de la mañana. Afuera, la ciudad parecía avanzar al mismo ritmo: lenta, cansada, como si todavía no terminara de decidir si dormirse o despertar. 

Eran apenas las diez, pero Lando ya sentía el cansancio acumulado de demasiadas noches iguales. Encendió un cigarrillo y bajó apenas la ventanilla. Miró por el espejo retrovisor y no vio a nadie, sólo su propio reflejo cansado. Había algo en esas horas muertas, entre un viaje y otro, que lo hacía pensar en todo lo que no estaba viviendo.

Lando manejaba por necesidad. No porque le gustara, en realidad, odiaba su trabajo, pero era lo que le daba de comer. No había romanticismo posible en pasarse noches enteras respirando olor a combustible y escuchando las mismas canciones viejas en la radio sin parar. Aún así, de vez en cuando, alguna madrugada le regalaba una historia, una conversación extraña, un pasajero inolvidable, una mirada que se quedaba flotando cuando el viaje terminaba.

Pero ese sábado no prometía nada. Los viajes eran cortos y silenciosos, los pasajeros evitaban cruzar miradas. Todo igual y aburrido.

Hasta que giró en una esquina y lo vio.

Era imposible no verlo. Bajo un cartel luminoso que parpadeaba sin ritmo, un chico levantó la mano para detenerlo. Llevaba puesta una camisa blanca demasiado liviana para la noche y abierta un poco más de lo necesario, dejando entrever la piel bronceada y húmeda del pecho. Lando lo miró de arriba abajo, deteniéndose en cada detalle: el cabello castaño oscuro y húmedo que le caía sobre la frente, la curva de los hombros, la espalda marcada, la forma en que el pantalón se ajustaba, insinuando más de lo que mostraba. 

Lando lo miró y sintió algo inmediato, intenso, físico. La respiración se le hizo más corta, el pulso se le aceleró, y por un instante lo deseó antes de poder siquiera preguntarse por qué.

Se distrajo. Lo miró un segundo de más, o quizás dos. Lo suficiente para olvidarse de que seguía manejando. El ruido del motor se perdió, el aire se espesó, y solo existía esa imagen pegada en la retina: la camisa transparente pegada al cuerpo, la piel húmeda que brillaba bajo las luces, el pantalón ajustado, el cabello cayendo descuidadamente sobre la frente. 

Un fuerte bocinazo lo arrancó del trance. Frenó de golpe mientras maldecía entre dientes al darse cuenta que casi se choca al auto de adelante. Los dedos le temblaban sobre el volante y quiso mirar hacia otro lado, alejar la imagen de su mente, pero no pudo. 

El chico seguía ahí, con la mano aún levantada y una sonrisa apenas insinuada, lo bastante leve como para parecer inocente, pero con algo en la mirada que dejaba claro que sabía exactamente lo que acababa de provocar.

Cuando Lando se acercó con el auto, el chico subió sin decir una palabra y dio una dirección que sonó lejana. Lando arrancó, avanzando hacia un barrio elegante, con calles silenciosas y luces que reflejaban un estilo de vida que parecía de otro mundo, alejado de la rutina diaria de un simple taxista.

Durante las primeras cuadras ninguno habló. El silencio entre ellos era pesado, cargado de algo que Lando no terminaba de entender. El chico se acomodó en el asiento trasero, cruzando las piernas y apoyando la espalda contra el respaldo con una naturalidad que contrastaba con la tensión que llenaba el aire.

Lando, que normalmente usaba el espejo retrovisor para controlar el tráfico, se descubrió mirándolo más de lo necesario. Primero fue un vistazo rápido, un reflejo automático, pero pronto se encontró mirándolo de forma consciente, más prolongada. 

La luz de los semáforos jugaba sobre su rostro, dibujando sombras que resaltaban la piel húmeda y el contorno de su cuerpo bajo la camisa. Cada respiración tranquila pero intensa parecía llenar el espacio del auto, y Lando sintió cómo algo dentro de él empezaba a despertar sin que pudiera detenerlo.

Y entonces lo vio.

Una lágrima se deslizó lentamente por la mejilla del chico, brillando bajo la luz del semáforo antes de desaparecer en la curva de su mandíbula. No hizo ningún gesto, no intentó ocultarla; simplemente siguió mirando al frente, como si nada hubiera pasado. Sin embargo Lando percibió todo. Cada pequeño temblor, cada sombra que el llanto dejaba en su rostro.

Rápidamente apartó la vista, incómodo consigo mismo, sorprendido de lo rápido que algo tan simple como una lágrima podía alterarlo, hacerlo sentir una mezcla de curiosidad y ganas de protegerlo que no esperaba.

El joven sacó un cigarrillo del bolsillo, de esos que no se compran en un kiosco, y lo giró entre los dedos antes de llevarlo a la boca.

—¿Te molesta si fumo? —preguntó con la voz tranquila, sin mirarlo.

Lando negó con la cabeza, casi automático, y antes de que él encontrara el encendedor, ya estaba ofreciéndole el suyo. Lo sostuvo hacia atrás, sobre el hombro, sin darse cuenta de que le temblaba un poco la mano.

Franco inclinó la mano para tomar el encendedor, y sus dedos se rozaron apenas. El contacto fue fugaz, pero suficiente para que un escalofrío recorriera a Lando, haciéndole latir el corazón más rápido. La llama del encendedor plateado brilló un instante, y el auto se llenó de un humo dulce, denso, casi agradable. 

—¿Mal día? —se animó a preguntar Lando, con la vista fija en la calle. Su corazón latía más rápido de lo normal y no entendía por qué sentía esa urgencia de acercarse, de romper el silencio.

El chico soltó una risa breve, sin alegría.

—Podría decirse —respondió, con la voz apagada, como si hablar fuera un esfuerzo.

Lando se mordió el labio, sintiendo una mezcla de curiosidad y algo indefinible que lo empujaba a no callarse. No era empatía, tampoco compasión; era un impulso que no podía racionalizar.

—¿Cómo te llamás? —preguntó, aunque no entendía por qué necesitaba saberlo.

—Me llamo Franco —dijo finalmente. 

La palabra salió como un suspiro, cansada, con un dejo de abandono que hizo que Lando girara un poco más el retrovisor, buscando leer su expresión. Pero solo vio a Franco exhalar el humo lentamente, mientras su mirada se perdía en la ventanilla. Sus ojos brillaban húmedos, y Lando no pudo evitar sentir una mezcla de inquietud, deseo y pena que lo descolocaba.

—¿Por qué llorabas? —preguntó en voz baja, casi temiendo la respuesta.

Franco tardó en responder. Giró apenas la cabeza, lo suficiente para que Lando pudiera ver una sonrisa amarga, corta, que no alcanzaba a suavizar su mirada.

—Por un tipo —dijo al fin— Uno que cree que porque tiene plata puede hacer lo que quiera, usar a la gente, engañarla y luego mirar hacia otro lado como si nada hubiera pasado.

El silencio volvió, pesado, mezclado con el olor de la marihuana y la música que seguía sonando. Lando sintió que algo en su pecho se apretaba. No entendía por qué aquel desconocido le despertaba un interés tan inmediato, un deseo de protegerlo o simplemente de estar cerca.

Mientras observaba cómo Franco se secaba las lágrimas, Lando notó algo que hasta entonces había pasado desapercibido: un anillo brillante en uno de sus dedos. La señal era clara.

—¿Tu marido? —preguntó sin pensarlo, casi como si las palabras le salieran antes de que la mente pudiera procesarlas.

Franco exhaló una nube de humo y lo miró a través del retrovisor, la sonrisa cansada y cargada de ironía.

—Sí, mi marido —dijo despacio, sin más explicación.

Lando lo observó en silencio, intentando no pensar demasiado, pero algo dentro de él lo impulsó a hablar.

—No te merecés sufrir por alguien así —dijo al fin, con la voz baja, casi un susurro sobre la música vieja que llenaba el taxi.

Franco ladeó la cabeza, sorprendido, y una risa corta se le escapó.

—¿Ah, no? —preguntó con un hilo de voz que mezclaba curiosidad y desafío— ¿Y por qué decís eso?

Lando lo miró por el retrovisor, con seriedad y un dejo de seguridad que le salía sin pensarlo.

—Porque esa cara tuya no se merece que un idiota la lastime. 

Franco soltó una risa corta, un sonido entre sorpresa y provocación, y sus ojos brillaron con una chispa que Lando reconoció al instante.

—¿En serio? —murmuró, inclinándose apenas hacia adelante, como buscando confirmar algo que ya intuía.

Lando sintió que su corazón se aceleraba, no sólo por las palabras, sino por la manera en que Franco lo miraba, desafiante. Sin pensarlo, continuó, con un hilo de voz firme y seguro, como quien lanza un reto:

—Sí… y si alguna vez querés vengarte, podés contar conmigo.

Franco levantó la vista, y la conexión entre sus ojos fue inmediata, intensa, casi palpable. La sonrisa que le devolvió no era de agradecimiento: era pícara, provocativa, cargada de promesas y de peligro. Una sonrisa que decía que entendía exactamente lo que Lando le ofrecía y que le encantaba la idea.

Cuando Lando giró la esquina, Franco señaló una puerta iluminada por la luz amarilla del farol, acercándose apenas al borde del asiento, su presencia llenando el auto.

—A la derecha está mi casa —dijo, la voz baja, densa, cargada de intención— Si querés, podés bajar… nos tomamos unos tequilas y vemos qué pasa.

Lando tragó saliva, consciente del calor que subía por su espalda. No había miedo, solo la certeza de que ambos sabían exactamente lo que estaban haciendo y lo que quería el otro. El deseo se instaló entre ellos sin palabras, creciendo con cada mirada, con cada centímetro que los separaba dentro del taxi.

El auto avanzó unos metros más antes de que Lando frenara frente a la casa. Las luces de la entrada se encendieron al detectar el movimiento, bañando el camino de piedra con un resplandor ámbar que parecía de otro mundo. Franco se bajó primero, y Lando lo siguió con la vista fija en su silueta: el reflejo del farol deslizándose por su espalda, la camisa todavía húmeda pegándose al cuerpo, la manera en que caminaba, segura y contenida, como si todo alrededor le perteneciera.

La puerta se abrió con un sonido seco, y Lando cruzó el umbral detrás de él. Por un momento, el contraste lo desorientó: el frío del aire acondicionado, el olor a perfume caro, el brillo pulido de los muebles. Todo olía a orden, a limpieza y a dinero.

El living era inmenso. El piso de mármol reflejaba las luces bajas, el ventanal dejaba ver la piscina del fondo, azul y quieta, con una luna temblando en su superficie. En el centro, una barra de mármol negro brillaba como una promesa, y sobre el sillón de cuero blanco las mantas estaban perfectamente dobladas, tan impolutas que parecía que nunca nadie las había tocado. Todo a su alrededor parecía una escenografía más que un hogar.

—Tomá asiento —dijo Franco, soltándose el reloj y dejándolo sobre la barra con un clic metálico— Ponete cómodo.

Lando obedeció. El cuero frío del sillón lo recibió con un suspiro. Se hundió un poco y miró a su alrededor, sintiendo el peso de esa abundancia que no le pertenecía. Pensó en su propio departamento y no pudo evitar compararlo: un ambiente chico, las paredes descascaradas, el olor a cigarrillo y humedad, el ventilador que hacía más ruido que viento y la mesa que servía de escritorio, comedor y taller improvisado.

Por un instante sintió que estaba invadiendo una vida que no le correspondía, una escena de otro universo donde la gente tenía tiempo de sufrir por amor y fumar marihuana importada en sillones blancos. Él, en cambio, solo sabía trabajar, manejar y sobrevivir.

Y sin embargo, ahí estaba, mirándolo como abría un mueble y sacaba una botella, deseando quedarse.

—Tequila —anunció, con un dejo de orgullo mientras destapa la botella— Y de los buenos.

La etiqueta dorada brilló bajo la luz. Llenó dos vasos cortos con un cuidado casi ceremonioso y le tendió uno a Lando. Sus dedos se rozaron apenas, un instante breve, pero cargado de una corriente que ninguno de los dos fingió no sentir.

—Brindemos —dijo Franco, con una sonrisa torcida.

—¿Por qué? —preguntó Lando, sosteniendo el vaso con cierta torpeza.

—Por la venganza —respondió él, con una media sonrisa cargada de ironía.

Los vasos chocaron, y el sonido seco resonó en el aire, amplificado por el silencio que los rodeaba. Lando bebió de un trago, como si fuera una cerveza. El líquido le quemó la garganta y le subió directo a la cabeza; la tos se le escapó apenas, pero alcanzó a notar la sonrisa divertida de Franco. Él, en cambio, lo saboreó despacio, dejando que el tequila se deslizara con calma por su lengua, disfrutando del sabor fuerte y cálido como si fuera un gesto aprendido.

—¿Primera vez tomando tequila? —preguntó, entre burlón y curioso.

Lando asintió, esbozando una sonrisa torpe.

—Se nota —murmuró Franco, con una risa suave, casi afectuosa.

Franco ​​encendió otro cigarrillo con un gesto elegante, y el humo empezó a serpentear entre ellos, denso, gris, como una frontera invisible.

—Lo vi con un tipo humilde —dijo con voz baja, casi distraída— Me di cuenta por la ropa, por cómo caminaba. Parecía uno de esos que no saben cuánto valen las cosas caras, pero igual se mueven como si el mundo fuera suyo. Nada que ver conmigo.

Lando lo observó, sin decir nada, pero pudo notar como había en sus palabras una mezcla de rencor y vulnerabilidad.

—¿Y cómo te sentiste al verlo? —preguntó, intentando no sonar demasiado interesado.

Franco exhaló el humo despacio, sin apartar la vista del piso.

—Vacío —respondió finalmente— Como si todo esto —hizo un gesto amplio, señalando el living, la piscina, el techo alto— no sirviera de nada. Como si el dinero, los viajes, la ropa fueran tan solo un disfraz para tapar lo solo que estoy.

Lando bajó la mirada al vaso, girándolo entre las manos. En ese lujo desbordado había algo que le resultaba ajeno, incómodo, pero al mismo tiempo familiar en su tristeza.

—Te entiendo —murmuró— No estoy casado, pero tengo pareja. O tenía, ya no lo sé. Cada vez que salgo a manejar le prometo que voy a volver temprano, y nunca pasa. Trabajo de noche, duermo de día. Cuando quiero hablar, ya está dormido. Cuando me despierto, ya se fue. Y yo… tengo que seguir trabajando. No porque me guste, sino porque si no trabajo, no comemos.

Franco lo miró, curioso, como si recién en ese momento lo viera de verdad.

—Así que vos también sufrís por amor —dijo, casi con ternura.

Lando se encogió de hombros.

—Supongo que sí. Vos sufrís en tu mansión, yo en el barrio. Pero el silencio, cuando volvés a casa, suena igual.

Franco no respondió enseguida. Su mirada se detuvo en él, en la curva de sus labios, en la sinceridad sin adornos que lo descolocaba. Luego se inclinó despacio hacia adelante, lo bastante cerca como para que Lando sintiera el olor a tequila y a humo que salía de su boca.

—Parece que esta noche —susurró— ninguno de los dos quiere estar solo.

Lando fue el primero en moverse, apenas un gesto, una inclinación mínima.  Pero bastó. Franco lo entendió de inmediato, como si también hubiera estado esperando ese instante. El beso llegó con la fuerza de algo que ya estaba decidido antes de empezar. No hubo delicadeza ni timidez, sino urgencia, una búsqueda muda que sabía exactamente a dónde iba.

El vaso de Lando rodó hasta el borde de la mesa y cayó con un golpe seco. El tequila se esparció por la alfombra, desprendiendo su olor dulce y fuerte, pero ninguno de los dos pareció notarlo. El cuerpo de Franco se pegó al suyo, empujándolo contra el respaldo del sillón. Lando sintió el peso, el calor, el latido rápido que se mezclaba con el suyo, y por un momento, el resto del mundo se borró.

El beso se volvió más profundo, más desesperado. Las manos de Franco recorrieron el cuello de Lando, bajando hasta su pecho, como si necesitara comprobar que era real, que estaba ahí. Lando respondió igual, sin palabras, con torpeza y deseo, tirando de su camisa hasta que los botones saltaron.

Franco soltó una risa ahogada, entre dientes, antes de volver a buscarle la boca. La ropa cayó sin orden —camisas, cinturones, todo lo que estorbaba— y el sillón se volvió un espacio demasiado pequeño para contenerlos. En algún momento, entre caricias torpes y respiraciones cortadas, terminaron en la alfombra.

No hubo palabras, solo el ruido sordo de las respiraciones que se encontraban, la fricción de los cuerpos, el ritmo errático de algo que era deseo y consuelo al mismo tiempo. En ese caos, Lando sintió una claridad extraña: por primera vez en mucho tiempo no estaba corriendo detrás de nada. 

Cuando terminaron, Lando se recostó contra el sillón, todavía sintiendo el peso y la cercanía de Franco. No había palabras que pudieran describir lo que acababa de pasar, ni necesidad de ellas. Cada mirada, cada roce, había dicho todo lo que importaba.

Franco se dejó caer a su lado, apoyando la cabeza cerca de la de Lando. La proximidad era casi dolorosa: podía oler su respiración, sentir cómo su cuerpo se relajaba lentamente, dejándose estar por primera vez en mucho tiempo. Había un instante, suspendido, donde todo el mundo se reducía a ese cuarto, a esos cuerpos, al silencio que hablaba más que cualquier conversación.

Lando cerró los ojos un momento, y por primera vez en semanas, se permitió sentir que estaba a salvo. Que no había horarios, ni compromisos, ni mentiras: solo ellos y el peso de la noche que acababan de compartir. En ese momento, en algún rincón de su mente, una chispa de anticipación se encendió: sabía que lo que había empezado allí no terminaría con la madrugada, que la intensidad de ese momento era solo el principio. Pero por ahora, podía quedarse en el silencio, respirando junto a Franco, y dejar que todo lo demás esperara.

El primero en hablar fue Franco, todavía apoyado contra el sillón, desnudo, con la respiración agitada, el pecho subiendo y bajando rápido. Sus ojos brillaban con una mezcla de desafío y diversión, y había algo en la curva de su sonrisa que hacía que Lando sintiera algo inesperado.

—Vení conmigo —dijo, la voz firme, casi un susurro— Quiero que veas algo.

Lando parpadeó, intentando recomponerse. La adrenalina todavía le latía en las venas, mezclada con la proximidad de Franco.

—¿Qué cosa? —preguntó, la voz más baja de lo que pretendía, el corazón acelerado.

—A mi marido con su amante —dijo Franco, sin rodeos, con una media sonrisa torcida— Están en un bar, yo sé cuál. Quiero que nos vea, que sepa que no estoy solo.

Lando tragó saliva. Su mente giraba, intentando procesar la ironía de todo eso y la intensidad que todavía colgaba entre ellos.

—¿Y qué querés que hagamos?—balbuceó, casi sin atrever a mirarlo a los ojos.

—Que me vea con vos —respondió Franco— Que sufra un rato. Después, ya veremos.

No hubo necesidad de más explicaciones. Se vistieron rápidamente: Lando con manos temblorosas, ajustándose la ropa aún caliente por el calor del cuerpo de Franco; Franco con la misma urgencia, abotonando su camisa con precisión, sujetando los pantalones y la chaqueta como si cada gesto fuera parte de un plan silencioso.

Salieron a la noche tibia, se subieron al taxi y se dirigieron rápido hacia el bar que Franco conocía de memoria. 

Entraron al bar y el mundo pareció detenerse. Allí estaba el marido de Franco, que ahora sabía que se llamaba Pierre, abrazando a otro hombre, bailando lento en medio de la música. Lando se quedó paralizado. Y entonces lo vio con claridad: estaba con nadie más ni nadie menos que Oscar, su pareja. 

—Ese es Oscar —susurró, con un hilo de voz— Mi pareja.

Franco lo miró sorprendido, frunciendo el ceño, y luego volvió la mirada al escenario frente a ellos.

—¿Qué? ¿Él? —dijo, incrédulo— ¿Ese es tu novio?

—Sí —contestó Lando, apretando el brazo de Franco ligeramente, casi como buscando sostén— Ese es Oscar. No tenía idea de que estaban juntos.

—Mira vos —murmuró Franco, con media sonrisa— Esto sí que no me lo esperaba.

Lando tragó saliva, sintiendo la mezcla de rabia e incredulidad que lo recorría entero. Pierre y Oscar seguían bailando, envueltos en esa falsa intimidad, sin darse cuenta de que los miraban. Cada gesto de ellos, cada caricia, cada risa contenida, se sentía como un golpe seco en el pecho.

—Mira si es grande el destino y esta ciudad es chica —susurró Franco, con un brillo de picardía— Mi marido y el tuyo. Todo justo frente a nosotros.

Lando respiró hondo, notando cómo el enojo, la incredulidad y el deseo se mezclaban en una corriente imposible de detener. Franco lo miró con un destello provocador.

—¿Y ahora qué? —preguntó, con una sonrisa ladeada— ¿Nos quedamos mirando cómo nos engañan o querés aprender cómo se cobra una venganza de verdad?

Lando no respondió. Solo lo miró. No hacía falta decir nada. La decisión ya estaba tomada, incluso mucho antes de que se descubriera la verdad.

Desde aquella noche, la ciudad siguió girando como si nada hubiera pasado. Pierre y Oscar siguieron mintiendo, convencidos de que su secreto estaba a salvo. Lando volvió a su taxi, Franco a su vida perfecta. Pero entre ellos, algo había quedado sellado.

Se encontraban en el mismo bar, a veces por casualidad, otras con intención, compartiendo miradas y gestos que solo ellos entendían. Lando detenía su taxi siempre a la misma hora, alrededor de las diez, y Franco aparecía siempre en el mismo lugar, como si el destino hubiera marcado un punto fijo en la ciudad.

Era un secreto compartido, un pacto silencioso de deseo, venganza y complicidad. Entre ellos, todo seguía igual y al mismo tiempo nada era igual: la tensión, el recuerdo de aquella noche, la certeza de que podían jugar con los hilos invisibles de la vida de los demás.

Y en esa repetición, en esa rutina cargada de ironía y peligro, algo comenzaba a construirse. Algo que ni el tiempo, ni las mentiras ni las apariencias podrían apagar; un vínculo hecho de secretos compartidos, de miradas que desafiaban la desigualdad y la farsa del mundo que los rodeaba.