Chapter 1: La lucha de dos gigantes.
Notes:
Advertencia leve: escenas de posguerra, heridas y conflicto moral.
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Chapter Text
“[...]Monstruo de papel
No sé contra quién voy
¿O es que acaso hay alguien más aquí?[...]”
— “Lucha de Gigantes”, versión de Love of Lesbian ft. Zahara.
Tras una feroz batalla, el ejército mexicano quedó replegado y desmoralizado, sin líder. La bandera enemiga ondeaba sobre el asta, un recordatorio de la victoria ajena. El silencio en el Castillo de Chapultepec reinó, como si el eco de la guerra se hubiera extinguido entre el olor a pólvora y los escombros.
Dos naciones, que en un principio fueron amigas, finalizaban un capítulo más en sus vivencias, escrito con la sangre de quienes pelearon por ellos. Uno celebraba con júbilo la toma de la ciudad, mientras que su rival, humillada y exhausta, apenas podía asimilar lo vivido.
En ese mundo, cada país tenía un representante humano, un ser inmortal que viviría y sentiría lo mismo que sus ciudadanos; en el caso de México, experimentaba el sabor amargo de una nueva derrota en su corto periodo independiente, a manos de quién menos esperaba desconfiar.
Sabía bien la razón: su imprudencia al hablar, jactándose de que podía vencer a cualquiera. Pero la realidad era más cruel. Su agotado cuerpo y su territorio debilitado le hicieron entender que había pecado de ingenuidad.
Sus ojos cafés se alzaron hacia el cielo gris, implorando que lloviera de una vez, pues no tenía fuerzas para contener más sus lágrimas. Con pasos erráticos, abrazándose a sí misma, avanzó hasta la entrada del fuerte. Adolorida, buscó refugio en el desolado campo de batalla, pero sus rodillas cedieron y cayó, incapaz de avanzar más.
Con esfuerzo, se recargó contra un pedestal de la puerta abierta. Su visión comenzó a nublarse por el dolor físico. Sintió un vacío en el pecho al recordar a los jóvenes tan valientes, que dieron su vida por defender su tierra, siendo la derrota que más le dolió al ver a uno de ellos caer con su bandera envuelta.
—¿Por qué con ellos? —se lamentó, soltando una risa seca— Son unos hijos de perra.
Su corazón se llenó de odio cuando su enemigo se paró frente a ella, luciendo más alto y fresco, a pesar de los rasguños entre otras heridas que le provocó. México le sostuvo la mirada, esperando lo peor.
Estados Unidos la observó con lástima y asombro a través de sus ojos azules. Se preguntó a sí mismo cómo era posible que, estando aún rendida y cansada, su rival pudiera mantener una postura retadora, a la vez que defensiva, igual que hace un animal herido frente a su cazador.
—¿Sabes? Yo creí que eras más astuta —musitó decepcionado. Quiso palmearle la frente, pero ella lo apartó de un manotazo.
La joven le intentó escupir, pero se alarmó un poco al notar que su saliva se mezcló con sangre. Aquella acción la hizo consciente de lo herida que estaba; aún así,se levantó, con los puños listos para dar pelea de nuevo.
—Y yo creí… —titubeó. Su mirada castaña se enturbió de cólera—. Que eras mi amigo.
No lloraría frente a él, no aceptaría la derrota sin dar una última batalla. Más sus cansados pies no lograron mantenerse en tierra, y el mareo empeoró. La visión se le llenó de puntos negros, como una venda que le cubrió parte del rostro.
Al final, la mexicana cayó sobre la tierra, como si esta la recibiera en sus brazos. No era una guerrera derrotada, solo cansada y con el corazón débil, que no se perdió a sí misma ante sus enemigos.
“¿Por qué ganar siempre me sabe un poco mal?” Pensó el estadounidense por un momento. Ya había ocurrido con Inglaterra durante su independencia, y al igual que esa vez, creyó que la guerra contra México era necesaria, sin importar el costo, incluso si la única amiga que tenía en ese momento lo terminara odiando por la eternidad.
No supo si fue un acto impulsivo de misericordia, pero el estadounidense apretó la mandíbula al verla desmayada. Cargó a la joven como un costal, dejando que el cabello ensangrentado y enlodado se desparramaba por su cabeza y espalda, abandonando así el sitio.
Estados Unidos no era alguien que se pusiera a reflexionar todo tras cometer una acción, pues se consideraba alguien decidido, cómo un héroe. Sin embargo, el golpeteo de la trenza de la mexicana, lo puso a recordar en cómo terminó esa guerra, apretando los puños sin querer.
Horas antes, en el mismo campo de batalla, Estados Unidos seguía luchando con sus hombres, tomando una gran ventaja a pesar de la perseverancia con la que se enfrentaban sus rivales. Estaba tan entusiasmado por el avance del ejército que no se percató de que una figura femenina, con el uniforme del ejército mexicano, golpeaba a sus soldados con la culata de la carabina.
Sonrió confiado, sintiendo que tenía una fuerza superior a la de ella, teniendo incluso balas de reserva, pero no sería divertido ganar sin un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Corrió hasta México, quien lo había visto de reojo y empuñó la carabina entre sus manos lista para golpearlo.
Eso no lo detuvo, pudo esquivar el golpe por completo, pero no esperó que le arrojara tierra a los ojos. Aprovechando aquella distracción, sintió un cabezazo sobre el abdomen que lo tiró al suelo. La joven arremetió contra él, usando los puños y las uñas; el rubio no creía que alguien, cuya cabeza apenas le rozaba la nariz, tuviera tanta ira contenida en un cuerpo pequeño.
Cuando por fin sus ojos se libraron de la tierra, pudo ver que ella se detuvo por un momento, tomando una enorme piedra entre sus manos. Adivinó cuál era su intención, por lo que luchó por quitarle el objeto de su agarre, ocasionando que ambos rodaran por el suelo sin dejar de defenderse de los golpes del otro.
—¡¿Por qué con ellos, por qué?! —gritaba una y otra vez, con la voz rasposa, desesperada—. ¡¿Qué demonios hiciste?!
—¡Solo seguía órdenes! —exclamó fastidiado, después la cargó y la azotó contra la tierra.
México le tomó por la cara, encajando las uñas e hizo que sus cabezas chocaran. Se mareó por un instante, que sirvió a su rival para escapar tras darle una fuerte patada en el estómago.
La muchacha trató de alcanzar la carabina que llevaba consigo, pero él no se lo permitió, tomándola por una pierna, jalándola de regreso al lodazal. El estadounidense se incorporó, sujetando el arma entre sus manos y le apuntó en la cabeza.
—¡Te reto a que lo hagas! —chilló la mexicana, golpeando el lodo con sus palmas— ¡No tienes huevos para dispararme!
—¡Deja de pelear! —amenazó, aunque su voz tembló, sonando como una súplica. Seguía con las manos tensas sobre el arma—. ¡Sólo ríndete!
—No, eso no es lo que me enseñó mi padre —mencionó con la voz rota—. Prefiero que recuerdes que no tuve miedo, ¡así que vamos!, ¡tira del gatillo, cabrón! —le alentó, burlona—. Continúa con las órdenes de tus jefes.
La joven acomodó la frente contra la punta de la carabina. Su barbilla alzada y la mirada castaña punzante, le supieron mal. La impotencia le susurraba que disparara de una vez, después de todo, era su destino tomar esas tierras, sin importar el costo; la voz del presidente Jame Polk, con su discurso de la expansión americana, fue recitado por enésima vez en su mente.
Sin embargo, un ápice de remordimiento le llegó a la mente. Aquellos labios entreabiertos, que apenas lograron ocultar el temblor de los dientes, alguna vez le sonrieron con gentileza. Y en el temblor de sus dedos, una imagen vieja se filtró…
—Haz así con el meñique —le indicó la pequeña Nueva España—... siempre seremos amigos.
—Pinkie promise —dijo risueño, entrelazando su dedo con el de la niña.
El norteamericano bajó la carabina, aun con las manos titubeantes. La muchacha suspiró por la sorpresa, pero antes de preguntarse por qué, él se alejó de ahí, corriendo en dirección opuesta. No era la primera vez que huía del dolor.
Estados Unidos se sintió como un cobarde. Una parte de él le recriminó su hombría, su falta de determinación y lealtad con los suyos. Pero también se cuestionó sí ese era su propósito. “¿Yo quería esto? ¿Esto es ser un héroe?” Pensó aturdido.
La mirada furiosa de sus rivales vencidos lo despertó de su ensimismamiento. La mezcla del terror y la indignación, se rumiaba en silencio, como si toda una nación hubiera entrado en luto, apenas vieron las franjas y las estrellas adornando Chapultepec.
—Pinches gringos —masculló un soldado mexicano, tras escupir en dirección del estadounidense—. Ni siquiera por estar cerca del quince de septiembre pueden dejar de chingar.
“Fuck, era el día de su independencia.” Pensó el joven con una mueca de disgusto. Si tan sólo hubiera recordado ese pequeño detalle, quizás no sería otro golpe bajo de la lista de afrentas contra su vieja amiga.
La amargura lo acompañó en su salida por el bosque, llevándolo de regreso a los edificios de cantera de la capital, ahora pintados con sangre y huellas de balas. Todo lo que había admirado de su vieja amiga, le era entregado como un premio maltrecho.
No quería sentir lástima. Le ofreció dinero al poner a su gente viviendo en desde la Alta California a Texas. Era parte de un acuerdo entre amigos, y México no tenía por qué exigir reglas, si tenía el norte abandonado desde mucho antes. Fue el berrinche de ella lo que hizo que terminara así.
“Eso le pasa por creerse invencible” se felicitó a sí mismo, tras recordar el enojo de México por no querer la independencia de Texas. Pero ni siquiera a él le sonó convincente.
“Si tan sólo no hubiera explorado más el sur… Ese día, en que la conocí, ¿podría evitarle el dolor que ahora siente?”
El momento aún era demasiado vívido. En su mente, seguía siendo aquel niño al que le costó lidiar con una vida solitaria. Fue una de las tantas colonias inglesas, descubriendo tarde, que ni siquiera era él más importante para su hermano adoptivo, Arthur.
No supo si fue el destino, pero esa tarde de verano decidió salir de casa, abandonando el aburrimiento y el dolor que aplastaba a su pequeño corazón de niño. Se escabulló de los ojos vigilantes de la niñera, de la severidad de la institutriz, y de los otros adultos que mantenían su hogar funcionando.
Dejó atrás aquella prisión de madera, con las agujetas mal anudadas de sus botines, listo para explorar más allá de las llanuras inexploradas, siguiendo los recuerdos difuminados de dialectos que no entendía… o que se borraron de sus memorias.
Pasó a despedirse de Davie, el único amigo humano que tuvo, antes de entender que las personas mueren. Aún no encontraba la flor azul de la hablaron, sin embargo, se sorprendió de lo rápido que su amigo creció.
Si ese día no se hubiera sentido tan aventurero, sus pies lo hubieran llevado al norte, para visitar a Nueva Francia e intentar jugar con él. Pero Inglaterra le tenía prohibido cualquier relación con las colonias de Francia, aunque el galo le haya regalado postres en los meses de las largas ausencias del británico.
Al pequeño colono le parecían tontas todas las reglas de Arthur. Por lo que, poco a poco, aprendió a disfrutar de esos momentos en los que, ni un adulto, le podía decir que hacer.
Así fue que pasó esa tarde cerca de un río, jugando con los conejos y persiguiendo a las aves. Pero una voz lejana entre los árboles lo interrumpió, obligándolo a levantar la vista hacía la copa de un roble.
—¡Ey tú, niño! —gritó la vocecita.
—¿Yo? —preguntó, confundido.
—Sí, ¿ya se fue El Cejotas? —exclamó, espantado algunos pájaros.
—¿Quién es El Cejotas?
—El gruñón al que le pertenecen estas tierras —explicó la voz, risueña.
—¿Te refieres a mi hermano Inglaterra?
—¿Apoco es igual que nosotros?
Sus ojos azules captaron un movimiento entre las ramas. No podía ser una ardilla, pues escuchaba el crujido de la madera siendo pisada por algo más grande, además que los animales sólo hablaban en los cuentos que Arthur leía para él todas las noches.
—¡Ay no, cuidado! —chilló la fuente de la voz misteriosa.
Y entonces, aferrándose con sus manos al tronco del árbol, apareció una niña, con el vestido rasgado del faldón, los botines llenos de lodo y el cabello castaño enmarañado con una peineta mal colocada. La chiquilla no pudo evitar caer de sentón a la tierra, pero en vez de estar asustada, se comenzó a reír.
—¡Pensé que te iba a caer encima! —comentó cantarina, mirándolo con emoción a través de sus ojos cafés—. ¡No puedo creerlo! —se le acercó, eufórica, tras ponerse de pie—. Sabía que tenía que haber alguien parecido a mí en estas tierras, pero por favor, no le digas al Jefe España que me escapé de casa… otra vez —suplicó en tono divertido.
—¿Jefe España? —preguntó el niño, con los ojos tan abiertos que casi salían de sus cuencas—. Él se peleó con Inglaterra, aunque nunca supe por qué.
—Eso no importa —dijo la chiquilla con ligereza—. Mejor dime a qué estabas jugando, se veía más divertido que jugar a las escondidas sola.
—¿Por qué jugabas a las escondidas sin nadie de quien esconderse? —él la miró con extrañeza— ¿No tienes amigos?
—No, mis tres hermanitos adoptados, Filipinas, Santo Domingo y Guatemala tuvieron que regresar a sus tierras —exclamó triste, haciendo un pucherito mientras agachaba la mirada—. Órdenes del Jefe España.
—Yo tengo prohibido hablar con Nueva Francia —suspiró, pesaroso—. Es porque a Inglaterra ni le cae bien Francia.
—¿Y no puedes ir a visitar a tu amigo? —ella inclinó la cabeza hacia un lado, curiosa, pero el pequeño negó cerrando los ojos.
—¡Él cree que Francia me podría robar! —gritó, asustado—. Aunque a veces él me deja decirle “hermano mayor” y me da dulces.
—¡Oye, ¿y por qué no jugamos juntos?! —dijo la jovencita con seguridad—. ¡Seamos amigos! Y así podremos vernos y escribirnos cuando Inglaterra o España no estén.
—¡¿En serio?! ¡Sería genial! —chilló emocionado, luego se calmó—. Yo me llamó Trece Colonias, pero Inglaterra me dice “Alfred” cuando vamos a comprar cosas al pueblo.
—Yo soy Nueva España —se presentó carismática, tomándolo de la mano con demasiada energía—. Y España me dice “Dolores” cuando me regaña por quedarme dormida en misa, no poner atención a mis clases de español y por escaparme —sonrió tras enumerar todas sus reprimendas.
—Debe ser aburrido vivir con él —mencionó Trece Colonias, divertido.
—¡Para nada! Cuando viene, me la paso todo el día escuchando las historias de sus viajes —abrió los brazos, dando una vuelta completa, como si hiciera énfasis a sus palabras—. Le gusta consentirme haciendo churros y preparando rica comida.
—¡Eso hace Inglaterra por mí! —se maravilló Alfred, con sus ojos azules brillosos— ¿A tí España te deja decirle “hermano mayor”? —preguntó, curioso.
—Nah, prefiere que le digamos “Jefe” —mencionó Dolores sin más—. ¡Pero ya no hablemos de eso, busquemos un árbol para escalar, o corramos por el claro!
La tarde ya no se sintió vacía al escuchar sus risas resonando entre los árboles. Jugaron en la orilla del río, metiendo sus pies en el agua para refrescarse. Luego escalaron los árboles, recolectando la fruta que encontraban para comerla a las sombras del follaje.
Y terminaron de jugar a las atrapadas cuando el sol comenzó a ocultarse en el horizonte, mientras ellos reían como locos, recostandose en el pasto para ver las nubes pasar.
—Ya me tengo que ir, pero ¿me prometes volver a jugar aquí otro día? —preguntó Nueva España, risueña.
—Sí, pero…. —declaró Trece Colonias, meditativo— ¿Qué podemos hacer para no olvidarlo?
—¡La promesa del dedo chiquito! —exclamó emocionada, incorporándose de un salto.
—¿Y esa cuál es? —se levantó Alfred a las prisas.
—Haz así con el meñique —le indicó Dolores, elevando dicho dedo delante de ella, luego Alfred entrelazó el suyo—. Por la promesa del dedo chiquito, siempre seremos amigos.
“Siempre.”
Ahora solo podía recoger los pedazos rotos de todas las promesas que le hizo a Dolores, junto a los recuerdos que le atormentaban en su andar por las calles solitarias, con la mexicana sobre su hombro; y mientras meditaba, sintió el cuerpo de ella respingar.
—¿Qué pasó? —se quejó la joven al ver solo la espalda y unas piernas que la llevaban en contra de su voluntad a quien sabe dónde, así fue que comenzó a gritar—. ¡Socorro, me están robando!, ¡Alguien ayúdeme, por favor, se los suplico! —luego comenzó a patalear y a golpear al extraño—. ¡Suéltame, hijo de la chingada!
—Shut the fuck up! (Cierra la jodida boca) —ordenó Alfred, tratando de sostenerla de las piernas con el brazo, sin éxito—. ¡Dolores, deja de moverte!
—¡Con qué eras tú, chingado gringo! —bramó, reforzando sus esfuerzos en golpearlo, pero ni siquiera tenía la fuerza para bajarse de su agarre—. ¡Sueltame, sueltame o gritaré más fuerte!
—Gritar no servirá de nada, little miss (pequeña señorita) —amenazó, ufano, con una mezcla de burla en sus palabras—. Diste tu promesa de entregarme tus territorios si perdías y ahora todo lo que pise me pertenece —le recordó con una sonrisa ladeada.
—¿Y también apuntarme con un arma era parte del trato, animal? —siseó, dándole puñetazos en la espalda, al percatarse que sus piernas quedaron atrapadas bajo el fuerte brazo del rubio, el mismo que antes le había ofrecido ayuda, ahora la sujetaba como a un botín.
—Sólo seguía órdenes —masculló de mala gana.
—Pues bonita forma de mandar a la fregada nuestra amistad —escupió, irónica, dándole manotazos—. Eres un pendejo y seguirás siéndolo sin importar que hayas ganado.
—I’m okay with that… (Estoy bien con eso…) —musitó, molesto, acomodando el cuerpo de su escurridiza rival sobre su hombro.
—¿Y a dónde se supone que me llevas? —exigió, insistiendo con los golpes, pero ni así logró sacarle la información—. Te estoy hablando, imbécil.
Al no escuchar respuesta, México luchó por bajarse del hombro de Estados Unidos, pero era imposible. No supo en qué momento le había ganado en fuerzas aquel niño que podía tumbar por sorpresa en las llanuras entre sus fronteras; el norteamericano la llevaba en volandas como si fuera una muñeca de trapo enlodada y sanguinolenta.
Dolores reconoció la callejuela al alzar sus ojos por un segundo, lo que la irritó. No lo quería cerca de su gente, de sus amistades. Siguió golpeando, tratando de soltarse del firme agarre de Alfred, que parecían cosquillas para él.
—¡Suéltame, cabrón! ¡Vas a ver cuando me bajes, hijo de perra! —gritó, pero sus quejas fueron ignoradas por las risas burlonas de Estados Unidos.
—¡Ya te lo dije! Ahora que estás bajo el dominio de la Doctrina del Destino Manifiesto, todo lo tuyo me pertenece, incluso tu casa —celebró el norteamericano. No recordaba quién se lo dijo primero, pero sonaba convincente.
—¡No, no te quiero en mi casa, quiero que te largues! —gritó México.
Pero ya era demasiado tarde. De una patada, el estadounidense se abrió paso en la pequeña vivienda de su vecina, y pensó que los días serían de lo más lindo en un país tan cálido y colorido, como lo era el que ahora le pertenecía a él y no a México.
Dolores se quedó pasmada, si la bisagra de la puerta se rindió bajo la fuerza de Estados Unidos, entonces no tenía un lugar seguro dentro de su propia residencia, lo cual la hizo pensar en cosas horribles e indeseables. Sabía lo que se avecinaba, por lo que cambió sus amenazas a súplicas.
—¡No, por favor, Alfred, no me hagas esto! —chilló, destensando su cuerpo, sólo para aferrarse a la casaca de su enemigo— ¡Mi casa está chiquita, no tengo más que dos perros que comen como si trabajaran!, ¡Del Imperio Mexica sólo me queda esa pintura que no se quien hizo del Popo y de su vieja!
Estados Unidos la intentó bajar de su hombro, pero ahora la mexicana luchaba por mantenerse arriba, temiendo que la llevara a otro lugar más a fondo de la casa, y que le arrebatara todo lo que era le pertenecía sin una clase de consideración.
—¡Haré todo lo que me pidas, pero menos lo que sea que tu sucia mente esté pensando! —comenzó a llorar, mostrando su punto vulnerable, juntando las palmas de sus manos— ¡No quiero hacer la rara dieta francesa!
—¿Dieta francesa? —repitió confundido, una vez que logró poner los pies de Dolores sobre el suelo, sorprendido por los ojos llorosos de la mexicana. No sabía si reír o preocuparse—. What the fuck are you talking about, Mexico? (¿De qué carajos estás hablando, México?) —la tomó de los hombros, lo que sólo la hizo temblar más.
—Es que, bueno, siendo honesta contigo… no le entendí mucho que quiso decir Francia esa vez que vino a invadir mi territorio —suspiró, atónita, dejando de llorar por un momento, para luego gritar ofendida:— ¡Aunque le metí un putazo, por grosero!
—Pues yo tampoco sé de qué estás hablando —él se encogió de hombros y enarcó una ceja, soltando a la mexicana para dejarla de aturdir—. Pero hasta dónde Inglaterra me explicó sobre la historia de los países, es que si ganaste una guerra te quedas en la casa del perdedor y dejas que te atienda como si fueras un rey.
Alfred se sentó sobre el sillón de la sala y se cruzó de brazos, mirando a Dolores como si fuera un niño pequeño haciendo un berrinche. La mexicana no entendía nada de lo que estaba pasando.
Dolores tenía escalofríos al mencionar aquella ocasión que perdió contra Francia. En palabras de aquel pomposo europeo, era su culpa la destrucción de una de sus tantas pastelerías, en medio de las contiendas civiles entre liberales y conservadores.
—¿Entonces te vas a quedar aquí, por tus huevos? —México masculló, llevándose las manos a la cintura.
—Si me los preparas con jamón y queso, sí, es que me está dando un poquito de hambre —sonrió, inocente.
—¡No me refiero a eso, idiota! —gruñó, zangoloteando a Alfred por los hombros—. ¿Tú crees que tienes derecho a quedarte en mi casa, sólo porque ganaste la guerra?
—Rules are rules (Reglas son reglas), México —mencionó, altivo, empujando las manos de Dolores fuera de su cuerpo—. Te lo repito: Tú perdiste, yo gané, ahora todo lo que es tuyo es mío, te guste o no.
—¿Con qué esas te traes, no es así? —mencionó, sarcástica, llevándose una mano a la cintura.
—Sí, y será mejor que hagas algo de comer —el rubio chasqueó los dedos.
Dolores no dijo nada. Ni siquiera mostró sorpresa alguna por la prepotencia del norteamericano, sin embargo, no le iba a permitir quedarse tan tranquilo. Fue a la cocina, fingiendo que todo estaba bien, aunque una extraña fiebre empezaba a incomodarla.
Mientras tanto, Alfred estaba recorriendo con su mirada la sala. Todo lo recordaba a la perfección, maravillado porque México pudiera conservar parte de sus raíces y la mezcla que resultó por las costumbres de España, pero algo seguía sin sentirse bien.
La casa tenía un toque lúgubre, sin esa calidez con la que siempre lo recibía. Pero no era la residencia la que le negaba esa sensación acogedora de bienvenida; un escalofrío le recorrió la espalda, y la memoria, siempre traicionera, lo arrastró a otro sitio, a otro día… al doce de diciembre de 1822.
En esa ocasión, el presidente James Monroe recibió al ministro mexicano Manuel Zozaya, quien buscaba el reconocimiento de México como país independiente.
Alfred estaba feliz de poder ver a su amiga, no sólo por la reunión de ellos dos como naciones libres. Dolores se quedó por mucho tiempo bajo el ala protectora y exigente de España, tanto que se le veía radiante, alegre, libre de lidiar con las responsabilidades de un imperio que ni las gracias le daba.
Tras firmar los documentos sobre el inicio de las relaciones diplomáticas, volvieron a hacer la promesa del dedo meñique. El estadounidense no comprendió, porque al entrelazar los dedos, se le quedó el tacto de la morena grabado.
Admiró en secreto el aire de madurez de Dolores. Y se dijo a sí mismo, que estaba ante una versión mayor de su amiga, que a pesar de la poca estatura que ella adquirió tras la independencia, conservaba una dulzura amable con las gafas que adornaban su rostro.
—Gracias por recordar nuestra promesa, aunque fue un poco extraño por todo el protocolo —comentó Dolores, riéndose con una voz cantarina—. ¡Debiste ver la cara de los diplomáticos! Pensarán que todavía somos unos niños.
Aún con la tinta fresca de las firmas, salieron a dar una vuelta por las concurridas calles de Washington. El ambiente invernal, le recordaba a las pocas nevadas que pasaron juntos. La mexicana conocía la sensación de la nieve en sus manos, por eso, caminaba con cierta torpeza al tratar de cubrirse con el largo abrigo, con el brazo de Alfred entrelazado al suyo.
—La vi, pero oye ¡Tus días de colonia se terminaron! —la felicitó Alfred, dándole un pequeño empujoncito que la hizo reír—. Puedes ir y venir, hacer todo lo que quieras sin que ni un tutor europeo nos vigile. Ya lo dijo mi presidente: America for the Americans… —infló el pecho, seguro de sus palabras—. Quizás lo haga una política mía con el tiempo.
—Eso suena genial, Alfred —asintió Dolores, manteniendo una sonrisa ilusionada sobre sus labios—. Por fin puedes visitarme sin que España te grite que te largues.
—O Inglaterra te diga que eres una mala influencia —el rubio soltó una risa nasal.
—Tú fuiste mi mala influencia —la mexicana lo miró con complicidad—. Admitiré, en contra de mi buen juicio, que tanto tú como el lépero de Francia fueron mi inspiración para ser libre —comentó divertida—. Sólo espero que España me explique porque prefirió apoyar tu independencia, y no la mía.
Dolores se acomodó sus gafas, que resbalaron por el puente de su nariz al inclinar la cabeza. Su sonrisa se sostuvo, y sus dedos apretaron las solapas de su abrigo. Las brisas decembrinas le revolvieron los cabellos, contenidos en una larga y pesada trenza castaña. El norteamericano alzó las cejas, preocupado por la pronta tristeza que brotó en los ojos de su amiga.
—Te contaré un secreto —Alfred la llamó, guiñándole un ojo apenas se cruzó con su mirada azulina—. Siempre supe que lo hizo para molestar a Inglaterra. Además, creyó que si me apoyaba, podría mantenerme ocupado y lejos de tí.
—¿Él te lo dijo? —preguntó la muchacha a duras penas.
—El día que te entregó tus gafas, vino a negociar los límites de mi territorio con el tuyo como Nueva España —soltó el estadounidense con ligereza, haciendo respingar a la trigueña. Luego fingió el tono de un padre autoritario:—. Me advirtió que si después de eso estaba satisfecho, no esperaba verme merodeando cerca de tu casa.
Dolores acortó sus pasos, soltándose del brazo de Alfred. Él se detuvo, sin saber si estaba feliz o triste, pero suspiró tranquilo al escucharla soltar una carcajada auténtica. No era su risita refinada de su época colonial. Fue estruendosa, nasal, e hizo un sonido que recordaba a un cerdito. En aquel instante, todo el continente parecía haberse detenido para escuchar su risa.
Alfred se rió igual o más fuerte que ella, viendo como México se llevó las manos a la boca, avergonzada por el ruido que brotó de sus labios, eso no ayudó a que la joven contuviera su propia risotada. Las personas que pasaban alrededor de ellos, los miraban como si se les hubiera zafado un clavo.
—No lo puedo creer —musitó Dolores, limpiándose las lágrimas a causa de la risa—. España era demasiado celoso conmigo.
—Agradece que no terminó de conocer todos los caminos para llegar a la frontera —le concedió con una sonrisa ladeada, ofreciéndole el brazo, de nuevo—. Ven, estás temblando.
—Gracias, no me acostumbro al frío de tus tierras —confesó la mexicana una vez que aceptó su ayuda.
Alfred aceptó que el gesto fue una pequeña excusa. La quería cerca de él, sin entender porque le agradaba tanto la calidez de Dolores, la forma en que lo saludaba o procuraba ciertos detalles; tanto así, que le prestó el área de la cocina para preparar chocolate caliente y pan de elote, cuando llegaron a casa del rubio.
—Es una costumbre que tenía con Antonio, quiero decir, con España en este día —titubeó al corregirse ella, ruborizada por mencionar aquel nombre—. Pero él prefería hacer churros.
—¿Y eso por qué? —Alfred miró con intriga el horno de piedra.
Él asomó su curiosa nariz sobre la olla de barro, donde los ingredientes del chocolate se estaban cocinando. Agarró un cucharón para probar un poco, mientras Dolores estaba distraída con los ingredientes del pan.
—¡Oye, no le tomes a la leche! —le regañó la mexicana, dándole un pequeño golpe en la mano con el molinillo para batir el chocolate—. Se debe mezclar con esto —dijo con paciencia al señalar el utensilio. Luego respondió, eufórica:— ¡Es el inicio del maratón Guadalupe Reyes! Desde hoy hasta enero habrá comida deliciosa, fiestas y un montón de cosas lindas por la navidad.
—Espera… ¡¿Estás diciendo que la navidad en tu casa empieza ya?! —Alfred gritó emocionado, con sus ojos azules destellando alegría— ¡¿Y que dura hasta enero?! Oh my God! ¿me vas a invitar? Dime que sí, dime que sí —rogó, dando saltitos dentro de la cocina.
—¡Claro, ¿cómo podría dejar a mi mejor amigo fuera de mi fiesta de navidad?! —exclamó Dolores con una ligera sonrisa tímida.
—¡Eres la mejor, Dolly! —chilló de felicidad, tomando a su amiga por la cintura para cargarla y dar vueltas con ella por la cocina, primero sacándole un grito que se transformó en una sonora carcajada.
—¡Cálmate, güero, ya entendí que te gusta demasiado la navidad! —la joven gritó entre risas, dándole un abrazo de oso.
—¡Iré a cambiar mi carta a Santa para decirle que pasaré la Noche Buena contigo!
Todavía recordaba la sonrisa burlona de Dolores tras bajarla, abandonando la cocina para ir a la chimenea. Sacó de su bota navideña, aquella carta que había escrito, más por costumbre, esperando que ese año también recibiera un regalo de Santa Claus.
Casi veintiséis años atrás de aquella reunión, y se preguntó en qué momento dejó su optimismo para dejar entrar la avaricia a su vida, cuando antes no tenía necesidad de más. Sólo quería tener un amigo, alguien con quien compartir el tiempo que Inglaterra lo dejó a su suerte.
“¿Acaso mi alegría se convirtió en sed de sangre durante la Batalla del Álamo?” Se preguntó a sí mismo. Ese fue el conflicto que los llevó hasta la guerra presente, uno en el que ambos demostraron ser dos fuerzas de la naturaleza a punto de colisionar.
Pero el sonido de una fruta siendo aplastada contra el suelo, lo despertó de su letargo. Un olor fétido le inundó la nariz, provocándole una arcada; no tuvo tiempo de analizarlo, pues sintió que algo se había estrellado sobre su cabeza.
La consistencia viscosa y el hedor del huevo podrido lo obligó a levantar la cabeza. Se encontró con Dolores, cargando una cesta de comida rancia con cara de asco. Las moscas revoloteaban alrededor de ellos, con su incesante zumbido, como si fuera un relato de terror ante su realidad.
—¡Aquí tienes tu pinche comida! —exclamó Dolores, azotando la cesta a los pies del rubio— ¡Vamos, come! ¿Esperabas el banquete de un rey? —le reclamó, sarcástica llevándose las manos a la cintura—. Pues eso es lo que obtienes cuando invades a tu principal socia comercial.
—Dolores, no tenemos por qué llevar las cosas… —Alfred trató de hablar, nervioso, pero fue interrumpido por la mexicana.
—¿Por qué no debo llevar las cosas a los extremos? ¡No tengo comida ni siquiera para mí! —bramó, exasperada, dándole un empujón sobre el pecho—. ¿En verdad creíste que estaría feliz con mi rendición? ¡Te lo acabaste todo antes de ganar!
La mexicana trató de inhalar por la nariz, como si ella pusiera una presa para no dejar que sus emociones se desbordaran. Pero la fiebre le ocasionó que todo se viera borroso, obligándola a entrecerrar su mirada. Luego le siguió una molesta tos, y le echó la culpa al hedor de la comida podrida. El aire le supo a hierro y bilis.
—Tú sabías que tenía problemas con Francia y de mis guerras internas ¿de verdad me escuchaste? —Dolores le cuestionó. Se cruzó de brazos, en un mal intento por ocultar que se abrazaba a sí misma.
—Trata de calmarte —rogó Alfred al colocarle las manos sobre los hombros, pero eso empeoró más la situación.
—¡No, estoy harta! —retrocedió, ella sintiendo asco por la comida, el aire… por el estadounidense—. Los amigos no se traicionan, ¡se ayudan! —gritó desaforada.
Alfred se puso de pie, pateando la cesta con coraje. Acorraló a Dolores con su altura, forzándola a alzar la mirada e inflar el pecho. Escuchó como los nudillos morenos tronaron cuando ella apretó los puños.
—¿Por qué fuiste tan tonta para iniciar una guerra? —le recriminó Alfred, hablando en un tono bajo, nada normal con su voz animada de siempre—. Estás haciendo una pataleta porque perdiste, Dolores —la tomó del mentón con fuerzas, sonriendo irónico—. No puedo creer tu lastima, cuando parecías una salvaje en El Álamo… ¿lo recuerdas?
La joven le dió un manotazo, apartando el fuerte agarre de su barbilla. Trató de huir, pero su espalda chocó contra la estantería de su sala. Aún con miedo, su rostro se mantuvo inexpresivo, sin saber si temblaba por enfermedad o coraje.
—¿Y tú tienes las manos libres de sangre, Jones? —le acusó la mexicana, con la voz rota por los tosidos, que parecían empeorar su respiración. Su mirada café irradiaba la ira—. Esa vez, atacaste a mi ejército de noche —espetó, castañeando los dientes—. Después, convertiste las ciudades en polvo a tu paso —le escupió a los pies, aprovechando que fue interrumpida por la tosidura—. ¡Derrotaste a niños, Alfred! ¡Niños!
Dolores le dio un empujón con las pocas fuerzas que le quedaba en los brazos. Sus puños se aferraron sobre la casaca de él, más por debilidad que por ganas de desquitarse. No quería llorar, pero recordar a aquellos jóvenes cadetes le rompió el corazón.
—Yo no fuí el cobarde que los metió al campo de batalla —le recordó él con suficiencia, tomándola por los brazos, lejos de él—. Sólo mira el desastre en que terminaste —la señaló, viendo como intentaba tomar aire a duras penas—. Eres una débil y pequeña nación ganadera ¿Qué podrías hacer contra el Destino Manifiesto? —le explicó con superioridad, acortando cualquier distancia, dentro del espacio personal permitido que hubiera entre ellos.
—Cuando llegues a la cima… —siseó Dolores con la mandíbula tensa—, nadie te va a querer, ¡nadie va a ser tu amigo! —ahora ella esbozó una sonrisa al verlo titubear. Sus antebrazos ya sentían las marcas de los dedos del rubio—. Eres un niño patético jugando a ser un militar.
Alfred apretó su agarre, antes de soltarla con brusquedad. No esperaba que su hombría fuera cuestionada por ella, la perdedora. No podía creer que la muchacha enfermiza siguiera de pie, soberbia, sin temor alguno de la amenaza que él representó. Eso… lo frustró.
—Sí, tal vez sea un niño patético para tí —mencionó el estadounidense, ufano—. Pero mi bandera está ondeando en tu zócalo —le señaló, apuntando hacia una de las ventanas—. Dime qué otra cosa no es más patética que eso.
—Eres un infeliz —las palabras en Dolores sonaban como un berrido aguardentoso—. Un idiota avaro… ¡Un monstruo! —la tos empeoró todavía más tras gritar.
Ella intentó reponerse, pero Dolores terminó llevándose una mano al pecho, su corazón latía más fuerte de lo habitual. El mareo y sus ojos vidriosos le nublaban la visión; no quería caer frente a Alfred, mas sus rodillas flaquearon, terminando por aferrarse de vuelta, a la casaca de su rival.
—Dolores, no tienes que fingir —dijo el estadounidense con superioridad.
—No puedo… no puedo respirar —la muchacha suplicó con la tos que le provocaba arcadas.
—¿Dolores? —insistió Alfred, pero al momento de tomarla por los brazos, forzándola a ponerse de pie, la sintió arder bajo el uniforme. Era la fiebre, no había otra explicación.
—Déjame, por favor —suplicó la mexicana en un hilo de voz.
—Fuck, this shouldn't be happening (Joder, esto no debería estar pasando) —murmuró Alfred, tras lograr que Dolores se quedara sentada en el sillón donde él había estado antes.
El norteamericano salió a la calle, con los ojos desorbitados, buscando a alguien que ayudara a la joven. Se encontró con una de las vecinas de México, que gritó apenas lo vio correr despavorido.
—¡No, no la voy a atacar! —Alfred levantó las manos frente a él, pero la mujer alertó con sus gritos a otros—. Escúcheme, debe ayudar a Lola, ¿Conoce a Dolores, su vecina? Está enferma… —trató de explicarle, pero era imposible que la señora entrara en razón.
—¡Monstruo! ¿Por qué estaba dentro de la casa de la señorita? —exclamó la mujer con horror.
—¡Largo! —gritó una anciana, arrojándole una piedra al estadounidense—. No los queremos aquí, pinches gringos.
—¿Qué no tienen suficiente? —sollozó alguien más en medio del tumulto que se creó a su alrededor.
Alfred se cubrió la cabeza con ambas manos, comenzando a correr lejos de ahí, pues las piedras y palos seguían lloviendo sobre él. La palabra “monstruo” no dejaba de repetirse en su cabeza, como un recordatorio de lo superior que se sintió al llegar a la capital, ahora reducido a la descripción que el general Zachary Taylor lo nombró con orgullo: “Una bestia despiadada sedienta de sangre”.
“No, yo soy un héroe.” se trató de decir Alfred a sí mismo, una vez llegó a un lugar seguro, lejos de la callejuela dónde Dolores tenía su residencia. Pero fue la primera vez que ni siquiera pudo convencerse a sí mismo de ello.
—¡Claro que soy un héroe! —gritó el rubio al ver su reflejo en la ventana de una pequeña casa—. ¡Soy la Nación Elegida! Es mi Destino Manifiesto… —hizo una pausa, al percatarse que, dentro del hogar había personas que corrieron despavoridas apenas lo escucharon gritar.
Se cubrió la boca con ambas manos, horrorizado al verse en la ventana con claridad. El uniforme estaba manchado de sangre que no era suya, de lodo de tierras que no le pertenecían. Sólo había llegado ahí, creyendo que hacía lo correcto.
—Este no soy yo, ¡yo no soy un monstruo! —sollozó, pero ya era demasiado tarde para retractarse—. ¿Estos sentimientos son míos?
Más no encontró respuesta. Se llevó una mano al pecho sintiendo que temblaba. Colocó su frente contra la sólida cantera, aferrando sus manos a la pared de aquella casa. Trató de respirar, de hallar su voz interior…
Y aún así, no había claridad en sus pensamientos, menos al pensar, que Dolores seguía enfermiza, y todo a causa de la propia avaricia de Estados Unidos al querer expandirse.
Notes:
¡Hola gente! ¿Cómo les va? Es la primera vez que publico en AO3, así que ¡deséenme suerte!
Estoy aprendiendo algunas cosas del sitio, así que acepto sugerencias para mejorar mis notas o tags. También pido disculpas si se me saltó un error de ortografía o puntuación (les juro que lo leí mil veces D:).
Quizás este mensaje sea como una botella tirada al mar, en medio de un montón de fanfics de Hetalia, pero ya tenía ganas de compartirlo. Aunque sea con el pequeño público que tiene el ship USA x Fem!México.
Notas históricas del capítulo
México perdió la Guerra de Intervención Estadounidense el 15 de septiembre de 1848, justo cuando se conmemora el inicio de la lucha por la Independencia de México.Algunos países como Guatemala, Filipinas y República Dominicana (antes Santo Domingo) pertenecieron al territorio de la Nueva España.
“El Popo y su vieja”: Dolores se refiere a una pintura inspirada en la leyenda de Popocatépetl e Iztaccíhuatl.
El 12 de diciembre de 1822 se iniciaron las relaciones diplomáticas bilaterales entre Estados Unidos y México. USA fue el primer socio comercial y uno de los primeros países en reconocer a México como nación independiente (aaaw el amor… el amor tóxico XD).
“America for Americans” formó parte de la Doctrina Monroe, creada por el presidente James Monroe (sí, el mismo que reconoció a México). La idea principal era impedir que Europa se metiera en los asuntos políticos del continente americano… pero ya saben, USA la usó para sus fines expansionistas.
España apoyó la independencia de Estados Unidos junto a Francia y Holanda. Tras el Tratado de París, delimitó la frontera entre Nueva España y USA. (Toñito sabía cosas o_o)
La Batalla de El Álamo sigue siendo una controversia entre los historiadores de ambos países. Según los estadounidenses, Antonio López de Santa Anna fue un sanguinario que mató a cientos de texanos; la versión mexicana dice que el ejército estadounidense atacó el campamento mientras dormían. Decidí mostrar ambos puntos de vista para fines dramáticos (jeje).
México tenía problemas económicos tras la Guerra de los Pasteles, la pérdida de Texas y los conflictos constantes entre liberales y conservadores. Por eso me da un poquito de gracia que algunas versiones de México vivan en casonas con servidumbre. Me gusta imaginarla más realista: un país orgulloso, pero tratando de sanar su propio caos político y económico.
Gracias por leer hasta aquí. 💛Estaré publicando cada dos semanas un nuevo capítulo. Como ya tengo los primeros cuatro listos, estarán en la plataforma en estos días.
Una disculpa por dejarl@s picad@s.
¡Nos estamos leyendo! 🌵💛
— Tori
Chapter Text
“Don't you ever tame your demons
(Nunca domestiques a tus demonios)
But always keep 'em on a leash
(Pero mantenlos siempre atados).”
Arsonist's Lullabye - Hozier.
Alfred aplastó la frente contra la pared de cantera, los dedos arañando la piedra, con el deseo de arrancarla igual que una cicatriz, mientras las pisadas resonaban en sus oídos, cada vez más cerca. Un escalofrío le recorrió la espalda, volvía a estar tan alerta como en el campo de batalla.
Podía defenderse de la turba que lo había seguido hasta allí, pero el peso en la conciencia sería peor que cualquier herida. Se maldijo por preguntarse si Dolores también lo añadiría a su larga lista de pecados sin perdonar.
Cuando se giró, sus ojos azules no dieron crédito a lo que apreciaron. Eran varios de los suyos, tan cubiertos de barro y sangre como él, aunque en sus pasos había algo que lo heló. Sus sospechas fueron tan amargas, que no borró la mueca de su rostro.
Escuchó risas torpes, palabras que se deslizaban unas sobre otras, inentendibles. Vio piernas tropezar y la euforia convertida en botellas de lícor. Sus soldados estaban tan ebrios de alcohol barato que podía olerlos a la distancia. Eso no era parte del plan.
—¡Vamos a celebrar, Jones! Dicen que uno de nuestros hombres saqueó alguna 'casa abandonada' —gritó un soldado, tras hacer énfasis en sus últimas palabras.
—No, tengo que ir a buscar al general Taylor —se excusó, tratando de no temblar de nervios por las insistencias del grupo, recibiendo palmadas amistosas sobre sus hombros.
—¡Vamos Alfred, no seas aguafiestas! —le reclamó uno que estaba tan alcoholizado, que dos de sus compañeros lo llevaban cargando por debajo de las axilas—. De aquí iremos a otro lado para seguir con el festejo.
—Chicos, me encantaría seguirlos, en serio, pero el general Taylor y yo tenemos algunos temas por tratar —se disculpó, de nuevo, sin darse cuenta que su espalda chocó contra la cantera.
—Cierto, te has vuelto el hombre más importante —celebró el más joven del grupo, alzando una botella hacia su dirección—. Mándale saludos al general Zachary Taylor, nuestro héroe —hipó, tambaleándose.
Alfred comenzó una huída tranquila. A pesar del triunfo, era muy pronto para bajar la guardía. Sin embargo, al vagar por las calles solitarias de la ciudad que respiraba heridas, se dio cuenta que muchos de los civiles sobrevivientes se resguardaban con terror al verlo. La imagen del monstruo en su reflejo lo perseguía, igual a una nube gris que anunciaba la tormenta.
Pero aún rondaba la estampa de México convaleciente, abandonada a su suerte como un pájaro que ha caído del nido, sin posibilidad alguna de emprender el vuelo. Regresar ahí, a la casa de Dolores, a plena luz del día… sería un grave error.
Mientras se debatía a donde ir, un mensajero del ejército lo buscó con urgencia. Por el temor en la mirada del muchacho, supo que también había pasado por el grupo de saqueadores. Traía encima el hedor de la sangre, el sudor y algún alcohol que le arrojaron a su ya maltrecho uniforme.
—Disculpe, señor América, pero el general Taylor lo busca de forma urgente —al joven mensajero le tembló la voz, temiendo que Alfred también lo amedrentara.
El rubio siguió al cabo con apuro. De haber sido un simple humano, aquel mensajero apenas tendría unos años menos que él. El gesto del chico, tan tenso y juvenil, le recordó al cadete que había saltado del fuerte con la bandera mexicana. Se sacudió la cabeza, luego se cubrió los ojos, pero no por el sol.
Fue la voz de Zachary Taylor la que lo trajo de golpe a la realidad. Había llegado a una carpa montada a prisas en el zócalo de la capital. La luz del día se colaba por la tela, y en esa claridad, el polvo parecía flotar como humo de cañón.
A diferencia de la algarabía alcohólica de algunos soldados, el general Taylor imponía con su sola presencia, teniendo a varios de sus hombres corriendo de un lado a otro, tratando de poner algo de orden sin mucho esfuerzo.
—Ah, América, es bueno encontrarte en tus cinco sentidos —lo saludó de forma sardónica, secándose la frente con un pañuelo de tela—. Ya me enteré de los festejos que están haciendo algunos… ¡Es un desastre! —masculló el hombre de mal humor, limpiándose la casaca sucia con el mismo lenzuelo—. Ni siquiera los mismos políticos mexicanos se ponen de acuerdo con lo que Polk exige desde Washington.
El general volvió a revisar la carta que extrajo de un sobre roto, el cual tenía los sellos del gobierno. Negó con la cabeza, antes de arrojarlo a sus pies. De pronto, era como si Alfred hubiera visto a un héroe caer de su pedestal.
—Sí, me dí cuenta de eso cuando hablé con la misma México —le aclaró Alfred, rascándose la cabeza con incomodidad.
Un silencio compartido por ambos dejó que las palabras fueran analizadas bajo un crisol. La mirada de Zachary pasó de la severidad a una cansada indulgencia, la cual el representante estadounidense no pudo ignorar, por lo que agachó la cabeza, en señal de vergüenza.
—¿La viste? —le cuestionó sin mucha animosidad.
—Me temo que sí, general —titubeó Alfred. Soltó el aire por la boca con pesadez—. Las representaciones de un país nos manejamos de formas diferentes, ya sabe, usted tomó el territorio, yo debo regresar a su casa.
—¿A saquearla? —preguntó, y la risa que le siguió sonó más a tos que a burla.
—A quedarme a vivir ahí —el rubio se sintió como un chiquillo atrapado en una travesura, más por el gesto del hombre mayor apretándose el puente de la nariz.
—Deja el tema a un lado, te llamé por algo que necesita nuestro presidente —le ordenó, agitando su mano frente a él, en un vano intento por hacerlo olvidar—. El congreso está negociando si debemos anexar México a nosotros… ¿Qué significan esas palabras para los tuyos, América?
—Pues, es complicado —carraspeó, tratando de recordar todas las explicaciones que recibió por parte del que fue su tutor—. Inglaterra me contó que esa era la única forma en la que una nación podría desaparecer, o tal vez viviría como un protectorado o colonia para siempre —la voz le salió temblorosa.
—Esto es un punto de no retorno —masculló el hombre. Luego, se detuvo, apoyando ambas manos sobre la mesa de mapas—. El presidente no entiende que la guerra nos ha destruído a todos.
Al héroe que lo había llamado ‘la bestia’ en el campo de batalla, ahora lo veía vencido por algo más peligroso que un enemigo: la lucidez. De pronto, había un tercer final para firmar la paz con Dolores y supo, por la tensión en los hombros del general, que no le iba a hacer ni una gracia mencionarlo.
—Francia hablaba de matrimonios arreglados en Europa cuando pasaban cosas así —murmuró poco convencido, pero los ojos del militar se levantaron con detenimiento.
—¿Un matrimonio arreglado? —repitió Taylor, arqueando una ceja—. Créeme, América, a Polk no le daría nada de gusto que te unieras a algo que él detesta con tanta pasión —le explicó con severidad, esperando que solo fuera una tontería, igual que las miles que escuchó en toda esa contienda.
—¿Y si fuera usted, general… y la viuda de Monterrey? —preguntó Alfred, y el aire se tensó en un hilo de silencio antes de que la mirada del mayor se volviera agria—. Usted lo insinuó en aquel entonces. ¿O por qué otro motivo detuvimos nuestro avance por la ciudad?
—No es lo mismo —suspiró con hastío Zachary, masajeándose las sienes—. No confundas la admiración militar con otros sentimientos… A menos que hayas aceptado esta guerra porque creíste que tu destino era ella.
Alfred parpadeó tan rápido que no supo en qué momento, Zachary Taylor se giró para recoger la carta del presidente del suelo, entregándosela a él, con el mismo desgano con que Arthur firmó el Tratado de París.
—Ten y desaparece de mi vista —le ordenó el general sin ocultar su fastidio—. No quiero saber tus motivos, ninguno.
Cuando el general le dio la espalda, Alfred abandonó la carpa cabizbajo, con el olor a tinta pegado al uniforme. Quería aferrarse a que el famoso 'destino' por fin le sonreiría. Ni aun así, sus mayores lo trataban con respeto.
Odiaba la opresión en el pecho, aquella que sintió al ver marchar a Inglaterra, cuando Alfred todavía representaba a las Trece Colonias. “Dolores, me mentiste. Yo ya estaba condenado a estar solo… desde el día que nací.”
Pateó un guijarro del suelo, maldiciendo por pensar en un escenario tan triste. Debía estar feliz, ganó la guerra. Y los idiotas de sus generales no podían sentir culpa por la gloria, no después de derribar ciudades enteras.
Pero no quería aceptar que su propia gente estaba tan perdida como él, con la única diferencia de hallarse a miles de kilómetros de sus tierras, como si el país entero se empeñara en recordarle que no pertenecía ahí.
Llegó entrada la noche a esa callejuela, a la casa anaranjada que seguía perteneciendo a México. Antes, la joven solía asomarse al pequeño balcón, con barandales llenos de enredaderas y flores. Lo recibiría con tacos y agua de frutas para comer, pero a Alfred sólo le bastaría verla sonreír para animarlo.
Ahora, ni siquiera estaban los quinqués prendidos, solo una pequeña luz, como de luciérnaga en el prado, proveniente de una vela que dibujaba la silueta de una figura encorvada.
Se asomó por la ventana, encontrándose con una viejecita sentada sobre el viejo sofá. Ella llevaba su cabeza cubierta con el rebozo raído, y las trenzas canosas asomándose apenas sobre sus hombros. La mujer estaba rezando con fervor, mientras sostenía un extraño collar con cuentas de madera y una cruz.
Alfred entró por la ventana; temía que, si tocaba la puerta, la anciana alertara a las vecinas. Solo que su pierna derecha se quedó atorada en el alféizar y se fue de bruces contra el suelo. El ladrido de los perros de Dolores alertó a la mujer, quien se acercó despacio.
—¿Usted no es el güero que siempre viene a visitar a Lola? —lo miró entrecerrando los ojos, alzando la vela para iluminarle el rostro.
—Eso creo —dijo Alfred extrañado y adolorido, poniéndose de pie con dificultad.
—¡Sí, es ese chamaco! —rió, pero se le quebró un poco la voz—. El menso que pensó que los chiles habaneros eran dulces.
Alfred la siguió por la sala, recibiendo los gruñidos de los dos perros de Dolores. La viejecita los arreó como si fueran ganado, conduciéndolos hacia el patio; después, regresó con la vela y un quinqué, iluminando todavía más la sala al depositarlos sobre una mesita de madera.
La casa ya no olía a comida podrida, ni había rastros de los zumbidos molestos de insectos. Al contrario, se percibía una mezcla rara entre hierbabuena, incienso y maíz, un aroma familiar para el estadounidense por el sabor de las tortillas con sal, de esas veces que Dolores le daba algo para hincar el diente mientras terminaba de cocinar.
—Ya se me hacía raro que no estuviera cuando atacaron los pinches gringos —negó con la cabeza la adorable abuelita, para luego susurrar:— No me diga que los ayudó, mijo.
—Sólo seguía órdenes —dijo a la defensiva el rubio, pero la mujer no se inmutó por sus frías palabras—. ¿Cómo está Dolores?
—Ella está un poco mejor ahora que vino el médico, pero le dije, ¡le dije que pa’ que se iba a pelear sin llevar un machete! —se golpeó la palma con la mano que llevaba el rosario—. Y la bruta ahí va, a meterse en la guerra con las manos peladas… siempre tan testaruda mi chamaca —rió, y la vela tembló sobre la mesa.
—¿Usted no quería que fuera? —Alfred alzó una ceja. No recordaba que así de grande fuera el cariño que le tenía aquella abuelita a su rival.
—¡Claro que sí! ¿Cómo chingados le iba a decir que no, conociendo lo cabezona que es? —se echó a reír, regresando al sillón de la sala—. Ay, yo también hubiera ido, pero mis reumas y mi viejo corazón ya no me permiten esa clase de aventuras —suspiró, invitando al estadounidense a sentarse a su lado—. ¡Hasta a un muchachón de esos fuertes de nuestro ejército me hubiera llevado! —se acomodó con coquetería las trenzas.
Alfred se puso nervioso con aquel gesto una vez se sentó. No podría creer que la abuelita tuviera la misma vivacidad que una jovencita… eso ya era un punto en común entre ellos. Si no fuera porque él mismo se sentía como un caballo viejo, abandonado a su suerte.
—No lo entiendo, ¿cómo es que está tan tranquila bromeando conmigo? —indagó, atónito, pero dejó a relucir su indignación al chasquear la lengua—. Además, le acabo de decir que sí participé en esa guerra, ¿no está enojada conmigo?, ¿no me tiene miedo?
—Podría temerte, pero no eres el chamuco ni la muerte —le aseguró, risueña—. Aparte, ¿por qué me daría miedo un gringo menso que piensa que los chiles son dulces?
—Pues las otras abuelitas y vecinas de Dolores dicen que soy un monstruo… —suspiró Alfred, cruzándose de brazos.
—Pos, ¿quién te manda a meterte todo chamagoso y oliendo a fundillo en casa de una señorita? —la mujer echó los hombros hacia atrás, riéndose del puchero del rubio—. Además, ¿no te enteraste que los tuyos se andaban metiendo en casas ajenas? ¡Hasta los calzones remendados de los tendederos se llevaron! —lo señaló con un dedo acusador, picándole la barriga—. “No robarás” dice en la biblia.
La abuelita se persignó tras recitar uno de los mandamientos. Él la miró, sin saber si reírse o pedir perdón. El estadounidense conocía aquella ley, tanto por las veces que lo escuchó en los discursos de los pastores cristianos, como esa ocasión que Arthur le pegó con una vara en la mano, después de comerse un scone que no estaba tan quemado, sin permiso.
—Sí, pero Señora…
—Delfina —se presentó al fin la anciana, dándole un fuerte apretón de manos a Alfred.
—Missus Delfina —tartamudeó, al ver que la abuelita demostraba demasiada confianza en sí misma—. Yo no vengo sólo a ver a Lola; vengo a quedarme con todo lo que es de ella —le explicó, haciendo que la mujer abriera los ojos tan grandes como se podía permitir.
—Es muy rara la forma en la que los gringos piden la mano de una —frunció los labios, juguetona.
—¡No, abuelita, no me refería a eso! —gritó el norteamericano, haciendo aspavientos con las manos. Ni las sombras que proyectaba el quinqué le cubrieron el rubor.
—¿Pos entonces, mijo? —ella frunció el ceño y se llevó ambas manos a la cintura—. ¿No me diga que ya anda urgido? Porque Dolores es todavía una señorita, y hasta que no estén en sagrado matrimonio harán esas cosas —le amenazó, indignada—. ¡Así que no me la vaya a sonsacar! —La señora se carcajeó al ver que Alfred se llevó ambas manos a la cara, desesperado.
—Está bien, Missus Delfina —le concedió tras suspirar, sin darse mejor a entender. Ni él sabía porqué se sentía raro—. Cuidaré a Dolores.
—¡Ya dijo, hombre! Como Dolores es huérfana, le aconsejo que vaya y hable con el cura Cipriano —señaló, guardándose el rosario en el monedero—. Nomás para que le dé la bendición de casarse con la chamaca…
Alfred iba a protestar de vuelta. Ni siquiera sabía qué estaba planeando el presidente Polk, pero un matrimonio arreglado no iba a pasar. Mucho menos con las reglas de los humanos. Cuando Francia hablaba de esos eventos europeos, el norteamericano se aburría hasta el hartazgo.
“¿Cómo funcionaría eso? Nunca jugamos a ‘la casita’ de niños.” Imaginó a Dolores vestida de blanco, con el rostro hundido bajo un velo. No le pareció hermosa ni una ensoñación, no cuando el aire entre ellos olía a pólvora y sangre. Por una vez en ese día, sintió algo revolverle el estómago al recordar la fragilidad de la mexicana, cayendo famélica a sus pies.
—¿Puedo ver a Dolores? —el estadounidense soltó aquello en un hilo de voz, jugueteando con sus dedos.
—¿A estas horas? —Delfina alzó las cejas y se rascó la nuca—. No sé, mijito, Lola no ha dormido nada por culpa de la tos —pero la cara de tristeza del rubio, la estremeció. Le sonrió con aire de abuela consentidora—. Mire, mejor vaya a lavarse al patio, porque ya huele peor que perro mojado, y luego cena. Ahí quedaron tres tamales sobre el comal —y con un gesto de cariño, añadió—: No se me vaya a quedar con hambre, mijo.
Por alguna razón, eso le sonó reconfortante a Alfred. No se merecía ese trato de invitado especial, pero Delfina lo hizo sentir bienvenido; como no tenía mucha hambre, solo fue a quitarse el lodo y los restos de sangre al patio.
Los perros le gruñían a lo lejos, vigilando cada uno de sus movimientos con esos ojos que le recordaba a las canicas. El xoloitzcuintle se veía más aterrador por culpa de la oscuridad, con la mirada rojiza reflejando las brasas ardiendo en el horno de piedra.
De pronto, el aire se llenó del aroma del maíz y los frijoles, junto con alguna planta aromática. Los ojos azules de Alfred se asomaron a la cocina, apreciando a Delfina hincada frente a una cazuela de barro, revolviendo con las manos un menjurje verdoso que extendía sobre retazos.
El estadounidense regresó al interior de la casa, con el estómago rugiendo y el corazón en el piso. Juraría que vio alguna lágrima bajar por la mejilla de Delfina, comprendiendo que así de tanto le partía el alma ver a la joven mexicana enferma.
“Si tan solo supiera que Dolores es México, ¿también lloraría de la impotencia por todo lo que pasó?”Alfred se dejó caer sobre una silla frente al comedor, sintiendo que el bocado de tamal no le supo bien al no quitarse esa extraña sensación del cuerpo.
Después de intentar comer algo, Delfina lo guió a la habitación de Dolores, ya que Alfred no dejó de insistir con verla; la escena le recordó las veces que salía de cacería con Arthur, cazando codornices silvestres para la cena.
Los demás conocidos humanos de Inglaterra hablaban de sus glorias de caza en su tierra natal, mientras Alfred sólo se quedaba detrás de ellos, como un pequeño asistente que lleva las armas y las trampas para animales.
No fue hasta que Inglaterra le prestó un arco al tener la edad suficiente, bajo consideración de él, para usar un arma. Estados Unidos dejó boquiabiertos a aquellos viejos señores en su primer tiro, cruzándole el pecho de una codorniz.
El ave cayó antes de que pudiera alcanzar el vuelo, quedando con el pecho arriba, y las alas extendidas a los lados. Algunos de los finos caballeros ingleses aplaudieron estupefactos por el tiro, otros, por mera envidia, dijeron que fue suerte de principiante.
—¿Quién te enseñó a usar el arco y la flecha? —preguntó Inglaterra en voz baja, tratando de encontrarle sentido a la pequeña hazaña de su protegido.
—No lo sé —suspiró Trece Colonias, igual de sorprendido que su tutor, bajando la cabeza al hacer memoria—. Quizás fue alguien… —musitó reflexivo, tratando de darle forma a esa sombra gigante que sostenía un arco con símbolos raros, pero no lo logró—. No, creo que no lo recuerdo, Artie —se encogió de hombros. Luego, gritó eufórico con la voz gangosa, consecuencia de haber entrado en la adolescencia—. Yes!, ¡Hice mi primer trofeo de caza!
Elevó el puño por encima de su cabeza, festejando ese primer tiro perfecto. Sin embargo, la memoria de la codorniz tendida en el suelo, se vió opacada por la visión de Dolores, luchando por respirar por la boca, con los brazos extendidos a los lados de ella.
El largo camisón blanco de la muchacha se le pegaba al cuerpo por la fiebre, al igual que los cataplasmas con agua helada que servían para contener dicho malestar. Se veía más pequeña, indefensa. No era la joven contra la que peleó durante dos años continuos.
Dolores y la codorniz no sólo tenían en común que sus cuerpos yacían pecho arriba, débiles, sin esperanzas de volver a alzar el vuelo. Al igual que Arthur le explicó el proceso para desplumar al ave, Estados Unidos debía cortar el largo cabello ondulado de México, que representaba gran parte de los territorios que perdió contra él.
Esa sería la primera, y última vez, que apreciaría a la jovencita con el cabello suelto, cayendo éste por la cama como si fuera una segunda sábana color marrón. Alfred se descubrió pensando que, si la tocaba, podría desmoronarse todo un continente.
Delfina lo despertó de su ensimismamiento cuando se sentó al lado del catre, dispuesta a cambiarle los retazos con hierbas medicinales a Dolores. El estadounidense se sintió otra vez un invasor. Pero ahora irrumpía en algo más sagrado que un territorio. Se giró, dispuesto a salir con el poco respeto que aún podía ofrecerle a su rival.
Sin saber qué más hacer, el norteamericano regresó a la cocina, buscando algo que beberse. Sólo encontró polvo de maíz para hacer tortillas, arroz y frijoles, recordando la escasez de comida por culpa de la crisis económica de México.
—Idiota —se dijo a sí mismo, cerrando el estante donde encontró el maíz en polvo. Una leve sonrisa se asomó a sus labios, al descubrir una botella de tequila en otro cajón—. Qué se joda Taylor, voy a tomar un poco de esta mierda.
Alfred se empinó la bebida sin miramientos, lo que fue mala idea al sentir como el licor le raspaba la garganta. No era tan fuerte como el whisky que acostumbraba a tomar, pero lo hizo toser. Se limpió los labios con el dorso de la mano, mirando con extrañeza el contenido.
—Ya entendí porque Dolores tomaba esto despacito —se quejó, llevándose la botella consigo.
Aunque intentó ignorar la sensación de impotencia que sintió, era imposible. Nada de lo que pasó ese día fue lo que esperaba tras ganar la guerra. Había encendido un fuego y ahora no sabía cómo apagarlo.
Quería descansar en el cómodo catre de México tras haberla echado de la habitación. En cambio estaba ahí, arrinconado a los restos del calor que guardaba el horno de piedra. Sentado en el suelo, bebiendo el lícor que le dibujaba muecas tras un gran trago. Así tampoco encontró la calidez pérdida de aquellas tierras ahora suyas.
Ni siquiera estaba ebrio para justificar su nostalgia, y la lluvia de recuerdos que azotaba sus pesares. Odiaba no estarlo, porque así se tendría que enfrentar a esas emociones incómodas que no eran propias de un hombre.
De niño, cuando se raspó la rodilla tan feo que la sangre no paraba de salir, una pequeña Nueva España lo consolaba con palabras de ánimo, mientras le ponía una venda con torpeza.
—¡Me arde mucho! —gritó Trece Colonias.
—Ya se te pasará, Alfred, sólo deja que te cure —le pidió en un tono casi maternal.
Tal vez no logró que el dolor disminuyera, pero ambos se quedaron sentados bajo el techo del patio de su casa, siendo la primera vez que Nueva España cruzaba sus fronteras, solo para acompañarlo. Trece Colonias le contaba alguno de los cuentos que Inglaterra le leía antes de dormir, distrayendo el escozor de su rodilla.
También le vino a la mente la vez que lo confundió con el pan de muertos.
—¡Quita eso de mi cara, Dolores! —gritó aterrado, sin ocultar las lágrimas—. De seguro tiene sangre y carne podrida de humano —hizo una mueca de asco.
—¡No seas llorón, Alfred! —le regañó la chiquilla morena entre risas—. Es sólo pan, anda, dale una mordida.
—¡No, dijiste que era de muerto!
—Pues… te reto a que lo hagas —le animó con una sonrisa arrogante—. ¿O acaso no eres muy hombrecito?
Al darle su primera probada, temeroso que un dedo o un hueso de alguna persona fuera a salir del pan, se sorprendió por lo dulce que era, tanto que lo devoró a las prisas. Quedó con las mejillas cubiertas de azúcar rosada.
—¡Esto sabe genial! —gritó demasiado emocionado—. ¡¿Tienes más? Dime que tienes más!
—Lo siento, pero tendremos que esperar hasta el siguiente año —comentó preocupada por la reacción de su amigo.
Aun así, ella se rió también por el extraño subidón de energía de Alfred. Aquella fue la primera vez que México le enseñó que algo hecho con los muertos podía darle vida.
O esa ocasión en la que tuvieron que huir del gallinero de Arthur, porque una joven Dolores quería preparar huevos con tomate, escapando del ayuno obligatorio del Viernes Santo. Las gallinas los picoteaban mientras huían, tras confundir los huevos frescos con los que aún tenían pollitos dentro.
—¡Estúpidos pollos gordos! —gritó Dolores cerrando el gallinero, con Alfred riéndose de ella por tener su cabello y la mantilla negra cubiertas de plumas.
—Míralo de esta forma, Dolly, tienes un elegante tocado de plumas naturales —se carcajeó, hasta que Dolores le dio un manotazo sobre el hombro.
—Antonio me va a matar si me ve así —exhaló, preocupada—. Y más si llego sucia a la iglesia.
—Yo me encargo de quitarte todas las plumas mientras tú cocinas para nosotros —le animó, ofreciéndose a cargar con los huevos para el desayuno.
O cómo podría olvidar los días que pasaban en la frontera, ya siendo ambos independientes. Con México enseñándole varios trucos con el lazo, ya sea para hacer que la cuerda bailara con ella o para atrapar ganado mientras cabalgaba.
Ambos competían por ver quien lograba hacer más suertes con la cuerda atrapando a las vaquillas, o competían en carreras, sobre los lomos de un caballo, alrededor del linde de la ranchería. Al final, terminaban tomando agua de frutas bajo la sombra de algún árbol, dejando que los corceles descansaran al igual que ellos.
Aquel rancho pertenecía a una de las mozas que acompañaba a Dolores en su época colonial, que después de la independencia, se casó con un general de Chihuahua. Además, se convirtió en un punto de encuentro para las dos jóvenes naciones.
Un día de esos, en los que el calor del desierto golpeaba la zona norte de la región y el aire olía a polvo, Dolores apareció con un sombrero entre las manos.
—¡Hey!, ¿y eso? —preguntó Alfred cuando el ala del sombrero casi le cubrió la cara.
—Te quemas bien feo con el sol, güero —le explicó bromista la joven, acomodándose las trenzas.
—No es cierto, además, me voy a ver ridículo usando esto —se quejó, pero la mexicana le hizo mala cara—. Fine! Me dejaré esta cosa puesta —se cruzó de brazos.
—No es tonto, ya viste que a Don Aurelio le gusta usarlos y se ve elegante —mencionó la trigueña, mientras se colocaba su rebozo—. Además que Xochiquetzal te lo compró pensando en que siempre vienes a visitarnos.
Pero al pasar por uno de los estantes con espejo de la casa, Alfred descubrió su reflejo. Aprovechando que su amiga estaba distraída con su propia imagen, el estadounidense no dejó de hacer caras y posar igual que algunos hombres de esas tierras del norte, siempre con un porte duro, llegando a fingir que sus dedos eran dos pistolas.
—Emmm… ¿Qué chingados estás haciendo, Alfred? —le preguntó Dolores, conteniendo la risa.
—Nothing! —musitó, pero en vez de sentirse avergonzado, sólo cambió su sonrisa de medio lado, engreído—. Tienes razón, el sombrero me queda bien.
—¡Oh no! No pongas palabras en mi boca —la muchacha torció los ojos y negó con la cabeza—. El sombrero te protege del sol, y más ahora que te voy a enseñar cómo cosechamos el algodón.
—No, me veo elegante —concluyó al salir confiado al exterior, sin saber que ese sombrero iba a ser su favorito.
Podría seguir hojeando en sus recuerdos conforme la noche avanzaba, pero eso no lo hacía sentir mejor consigo mismo. Se odiaba por todas las veces que Dolores pensó en él, dándole regalos, preocupándose por su bienestar, preparando comida diferente a la que Arthur lo tenía acostumbrado.
Pagó cada uno de esos detalles con la avaricia de tener más de ella. No como mujer, sino como nación; el inicio del fin no fue la Batalla de El Álamo... fue su propuesta de vivir en Texas, disfrazada de amistad.
—Sólo piensa en esto, nadie quiere vivir en esas tierras y necesito ver cómo poblarlas —Dolores se paseaba de un lado al otro en el patio de su casa, mientras él devoraba unos tacos de carnitas.
—¿Y por qué no les pagas? —preguntó Alfred con la boca llena.
—¿De dónde voy a sacar el dinero? —bramó, alzando los brazos al cielo—. Iturbide no supo administrarse y estamos en bancarrota ¡Ni siquiera soy capaz de ver a Guatemala a los ojos luego del divorcio! —se tapó la cara con ambas manos, frustrada—. Yo sé que Rosa aceptó mis disculpas, pero eso no quita que no me deje de sentir mal.
Alfred debía ser un héroe y salvar el día, aunque sintió una punzada en el pecho por la mención de la representante de Guatemala; dejó su plato de comida al levantarse de la mesa, parándose frente a la mexicana. La tomó por los hombros de forma amistosa, aunque la sensación a él le diera un calor diferente.
—Take it easy, Dolly! —le animó con una brillante sonrisa—. ¿Por qué no le preguntas a algún otro país si quiere poblar con su gente esas tierras? Claro, siempre que respeten las reglas de tu casa —le sugirió, amable.
—Tendría que ser alguien sin problemas económicos —ella se mordió los labios, meditando en quién podría ser, hasta que una idea le llegó—. Alfred, ¿te quedarías a vivir en Texas? —la esperanza brillaba en sus ojos cafés—. Sólo piénsalo, has querido tener un rancho como el de Xochiquetzal y Don Aurelio…
—Y sí yo consigo mi hacienda ¡te ayudaré a comprar la tuya! —exclamó alegre el norteamericano—. Podrás venir a visitarme más seguido y no tendremos que viajar kilómetros para vernos.
—¡Es verdad, Alfred! Vamos a estar más cerca el uno del otro —le dio un beso en la mejilla y lo abrazó.— Les diré a mis jefes que tengo un plan, ¡Ay, muchas gracias güero, eres el mejor!
Alfred se llevó la mano al rostro, queriendo conservar la sensación de los labios de la trigueña sobre su piel, mientras la veía irse dentro de la casa para escribir la propuesta que presentaría a sus jefes.
Al igual que esa ocasión, se tocó la mejilla izquierda con la punta de sus dedos, rogando por conservar el cariño que tenía de Dolores, uno que lo confundía tanto como los deseos de sus propios jefes. El roce era tan leve que casi no lo sintió, como si también ese recuerdo estuviera desapareciendo.
“¿Es eso lo que yo quiero? Pero ¿Por qué?”.
Dejó caer la cabeza contra la pared, molesto consigo mismo, tanto con su persona como de la nación que representa, con el presidente Polk, con Zachary Taylor, con su gente, con Dolores y todo lo que era ella.
Y en el zócalo, en la capital de México, seguía ondeando la bandera estadounidense sobre un cielo sin estrellas. El representante de aquel símbolo estaba confundido, mirando las brasas del horno aún encendidas; no sabía si ese fuego interior era suyo o de los hombres que lo mandaban.
Notes:
¡Hola gente! Estoy de vuelta con un nuevo capítulo, como les prometí.
Quise darle un momento de introspección a Alfred porque casi no he leído un fanfic que profundice más sus sentimientos. Solo que estaba locamente enamorado de México, que confundió amor con obsesión…“No
No es amor
Lo que tú sientes
Se llama obsesión”
(se pone a bailar bachata aunque le caga Romeo Santos)Que sí, es el ganador, pero tampoco las cosas estaban tan bien en Estados Unidos (históricamente hablando). Ya había algunas tensiones políticas que luego desencadenarían la Guerra de Secesión.
¿Qué les pareció ver a un Alfred rumiando que la vida tiene consecuencias?
Este capítulo puede generar algo de controversia, pues lo que busqué sobre el general Zachary Taylor depende mucho de la perspectiva de quién cuente su historia. Para los estadounidenses, fue un héroe de guerra… que ya estaba cansado del presidente Polk. Sin embargo, para el futuro presidente Lincoln fue un militar muy tibio al permitir las atrocidades que cometió el ejército norteamericano en México. Para los mexicanos (¿es necesario que lo diga?) fue un HDP.
Cuatro datitos históricos rápidos:
1. El sombrero que le regaló Dolores a Alfred
Resulta que el famoso sombrero de 10 galones (o de vaquero tejano) está inspirado en los sombreros de ala ancha y copa alta de los vaqueros mexicanos, pero no fue hasta 1860 que se volvieron populares. El creador del concepto icónico fue John B. Stetson en 1865.2. El matrimonio con Guatemala
La mención de Dolores al divorcio con Rosa está inspirada en la anexión de Guatemala a México en 1822, cuando las provincias del antiguo Reino de Guatemala se unieron al Primer Imperio Mexicano bajo Agustín de Iturbide.La unión fue temporal y terminó en 1823 con la caída de Iturbide y la declaración de independencia de las provincias centroamericanas. Solo Chiapas se quedó como estado de México.
Así que sí, a Dolores le duró su primer matrimonio lo mismo que un helado derritiéndose al sol. ¿Por qué decidí que Guatemala fuera mujer? Lo admito: quería ver algo diferente con ese ship (jeje).
3. El norte de México fue poblado por estadounidenses
Desde la Alta California hasta Texas, muchas zonas fueron habitadas por estadounidenses en un acuerdo para que pudieran vivir dentro de México con algunas condiciones que… no cumplieron. Esto lo verán en los próximos capítulos.4. “La viuda de Monterrey”
Hay un mito dentro de la historia mexicana (más precisamente de Nuevo León) que dice que el general Zachary Taylor detuvo la invasión de Monterrey cautivado por la valentía y belleza de una viuda de buena familia, su nombre: Josefa Zozaya. Más adelante retomaré su mención en la historia.Disculpen si ahora puse los datos históricos revueltos, pero al editar el capítulo me di cuenta de que se me andaban pasando algunos detalles.
No me crean todo a mí, si ustedes tienen otras versiones, yo estaré encantada de leerlos… aunque por el momento sienta que escribo una notita para dejarla dentro del hueco de un arbolito. 🌳
Esperen próximamente el capítulo 3 de Promesa de Enemigos.
— Tori
Chapter Text
“Straight to the heart, I let it happen
(Directo al corazón, dejé que pasara.)
I couldn't hardly have ever imagined
(Difícilmente podría haberme imaginado)
That when he went through me, he'd hate what he's doin'
(Que cuando me atravesara, odiaría lo que está haciendo)
And make me feel stupid for choosin' him, too”
(Y me haría sentir estúpida por elegirlo a él también).”
The Bird Song - Noah Floersch ft. Em Beihold.
Pasó una semana con la agobiante incertidumbre rondando por el suelo mexicano. Nadie se había proclamado para llegar a un acuerdo, ni hablarlo con el diplomático estadounidense Nicholas Trist, quien al igual que Alfred, estaba preocupado por la situación tras la guerra.
Ambos quedaron de verse en la posada donde el hombre se hospedó. En un principio, a la joven nación le causaba gracia lo nervioso que se ponía el diplomático… Ahora se veía al señor Trist cansado.
—¿Qué ha dicho el congreso sobre nuestro protectorado? —Alfred golpeteó la mesa con sus dedos.
Estaba irritado, esperando a que el diplomático apurara el trago del café. Afuera, tenían la vista de una plazoleta cercana al centro de la ciudad. En los encinos, las avecillas brincaban entre las ramas y se asomaban a cantar frente al balcón, donde el hombre se dispuso a desayunar con calma, a pesar de la mirada densa que Estados Unidos le dirigía.
—Parece que hay más votos a favor de quedarse con las tierras que poblamos, América, sin los mexicanos que las habitan —musitó Nicholas Trist, pasándose la servilleta sobre los labios.
—Pero si más de la mitad del país nos pertenece ahora —alegó Alfred, apretando sus puños a los lados de su taza de café.
—Si le quitamos más territorios a México, sería una bajeza —espetó el señor Trist—. ¡¿Cómo se te metió en la cabeza pedir el istmo?! —era la primera vez que le alzó la voz, consiguiendo que el joven diera un salto atrás sobre la silla. Trist se apretó el puente de la nariz y moduló sus palabras, sin éxito—: No me sorprendería si el propio presidente me destituye antes de que firmemos algo.
Alfred gruñó, ajustándose el cuello de la camisa con desgano. Quería cruzarse de brazos, pero aceptó que ese gesto lo haría ver como un niño haciendo berrinche. Necesitaba que Trist lo tratara también como un adulto que sabe lo que hace.
—Me pertenece, tomé la capital. Esa era la misión que nos encargó el presidente Polk —masculló, golpeando la mesa con su índice—. ¿Por qué el congreso de pronto no quiere?
—Pensé que el general Taylor te lo explicó —Nicholas suspiró tras ponerle más azúcar al café, golpeando el interior de la taza con la cuchara. Tomó un momento para contar hasta diez—. No quieren mezclarse con la gente de este país.
—¡¿Quiénes?!
—La mayoría de los congresistas, América —le explicó, frunciendo el ceño—. Hasta el senador John Calhoun de California lo dijo… ¿acaso no has escuchado nada de lo que he dicho, jovencito?
De nuevo, estaba siendo regañado como un niño por sus propios políticos. En vez de levantarse e irse azotando la puerta, Alfred se encogió de hombros, ocultando la cabeza. No le gustaba que lo trataran así, pero él mismo tragó saliva luego de que el diplomático soltara un suspiro, acomodándose las solapas del traje.
—México tenía una gran desventaja militar, y aún así, decidieron hacernos frente —le explicó Trist con una calma lúgubre, luego negó con la cabeza—. La gente sigue en pie, quiere respuestas, América. Y no estoy hablando de los políticos.
Estados Unidos creyó que esa conversación ya la tuvo antes con México, pero no la quería creer. Descubrió que no era el único que tenía que agachar la cabeza, obedecer a sus superiores, o sentirse abandonado por ellos.
—¿Entonces? —Alfred murmuró, todavía con la mirada baja.
—Los civiles ¿qué crees que piensen ellos? —el diplomático lo observó con pesar, pero el representante no dijo nada. Trist inhaló y soltó el aire por la boca—. Hijo, déjame decirte algo, aunque no espero que lo entiendas —tras aclararse la garganta, elevó el tono de su voz, de nuevo—: Me da tanta vergüenza que hayamos invadido a México, que no pienso quitarle más de lo que ya le hemos arrebatado —su mano tembló un poco al levantar la taza sobre el platillo.
—¿Y…? —el rubio apenas pudo hablar.
—Tú y el presidente Polk pueden conformarse con el norte del territorio —concluyó el señor Trist, dándole un último gran sorbo a su café—, yo ya no pienso seguir con esta guerra absurda.
—Lo entiendo —Alfred balbuceó, sin quitarse la amargura de volver a ser llamado en falta—. Con su permiso, señor Trist.
El mismo cantar de las avecillas cerca del balcón de Trist, también se escuchaba por las persianas de la habitación de Dolores; México despertó sintiéndose mejor que otros días. Las visitas recurrentes de Delfina le alegraban un poco, pues parecía que aquella mujer disfrutaba de ser la mediadora entre Alfred y ella.
Delfina abrió la ventana de la recámara dejando que se ventilara el espacio, mientras la joven se aseaba para borrar la pesadumbre de la enfermedad. Una vez que se vistió con su ropa de trabajo, Dolores salió del biombo y se sentó en una silla al lado del ventanal, con el largo cabello húmedo mojando su espalda, luchando por desenredar los nudos hasta que la abuelita le quitó el cepillo.
—No tiene porque hacer eso, Doña Delfina —le regañó Dolores con una sonrisa tímida—. Ya con venir a echarme un ojo y darme de comer a mí y al pinche gringo está bien.
—¿Y qué tiene? A mí los soldados gringos no me hacen nada si me ven en la calle —contestó risueña la mujer mayor, empezando a cepillarle el cabello—. No he perdido la habilidad para hacer trenzas, y eso que tengo pocas nietas a las que consentir.
—¿Sabe? Me recuerda mucho a las historias que mi padre contaba de mi abuela Aketzali —mencionó la joven con un dejo de nostalgia, pues nunca conoció en persona a la representante de la cultura Olmeca, la madre del Imperio Mexica y sus hermanos—. Decían que era una mujer envalentonada y muy sabia.
—Me lo imagino —comentó Delfina, tomando un mechón para pasarle el cepillo con cuidado, pues el cabello se le enredaba a Dolores como si contara guerras antiguas—. Aunque no dudo que seas descendiente de Tzilacatzin, con eso de que te fuiste a pelear sin ni una chingada arma buena, cabezona —canturreó al darle un pequeño golpecito con la peinilla, soltando una risita por el quejido de la muchacha.
—¿Y qué quería que hiciera, Doña Delfina? Aquí de todas formas nos iban a matar —trató de explicarse, fingiendo ofensa.
—Eres igual de testaruda que mi Joaquín, el más chiquito de mis hijos —suspiró con afecto, a la par que logró desenredar otro largo mechón ondulado de cabello—. Te lo hubiera presentado, pero se consiguió una noviecita de buena familia… suspendieron la boda por la guerra.
—Lo sé —se quejó Dolores, dibujando una mueca de decepción.
“¿Cuántas cosas no se habrán detenido por otra invasión?” pensaba México, sintiéndose defraudada consigo misma. Supuso que la valentía de los pueblos predecesores a ella le había sido heredada junto con sus enseñanzas.
Pero la derrota contra Francia, la pérdida de Texas y ahora de su propia capital, bastaba para querer convertirse en sacrificio y alimentar con su corazón a Huitzilopochtli tras las guerras floridas de los mexicas. Pero la fe enseñada por los españoles le recordaba que desear morir por propia mano era pecado.
—No te sientas mal, mijita, algún día va a llegar un buen muchacho para ti —la alentó Delfina, creyendo que por eso Dolores rumiaba sus pesares—. Aunque ese maldito gringo, está medio pendejete, pero se ve que te quiere.
—¡Por favor, Doña Delfina! No me arruine la mañana recordando a ese infeliz —le reclamó la muchacha, frunciendo las cejas—. El pendejo sólo se quiere a sí mismo y cualquier cosa que le haya dicho, no más fue para quedarse aquí.
—¿No era el mismo güero que venía a visitarte? —indagó la señora tras desenredar el último mechón de cabello.
—Sí, pero ya no es mi amigo —rechistó la morena, acomodándose el cabello para empezar separarlo y hacerse dos trenzas—. Es una historia tan larga que no sé por dónde empezar.
—Pos yo tengo tiempo libre, y mientras no esté el güero jijo del maíz, me la puedes contar —le animó, sentándose a la orilla del catre.
—Siempre que usted me cuente qué chingados se traen las vecinas —sonrió jocosa Dolores, girando sobre su asiento para ver a la mujer mayor.
La sonrisa de Delfina se borró. El cepillo rodó sobre las tablas del piso, el golpe acalló la risa de la muchacha; la señora se levantó del catre, tomando por los hombros a la jovencita. En sus ojos negros había una súplica silenciosa, la cuál sólo confundió más a Dolores.
—¿Qué tanto sabes? —suplicó Delfina.
—Van a darles una ‘comidita especial’ a los pinches gringos —mencionó la trigueña con seguridad— ¡Yo quiero ir!
—¡No, Dolores, ¿cómo se te ocurre?! —titubeó la mujer, palmeándole los hombros—. Apenas te acabas de poner de pie, debes quedarte a descansar.
—¡Pero si usted va a ir! —se exaltó, indignada. Le gustaba creer que aún podía ser útil, así que sonrió—. Ándele, nos vamos juntas.
—¿Quién te dijo? Debieron de haber sido Macaria y Consuelo —masculló la anciana acomodándose el rebozo sobre los hombros, recordando quien había venido a visitar a Dolores—. Pinches chismosas.
—No, Finita, ellas no me dijeron nada —le aclaró la joven, tomándola de las manos—. Yo fuí la que las escuchó tras la ventana —luego confesarse, la abuelita le dió un coscorrón—. ¡Oiga, Doña! ¿Y ese moquetazo por qué fue?
—Por metiche —le regañó, cruzándose de brazos—. Tú debes de quedarte a descansar, ya lo dije.
—¡Pos de todas formas voy a ir! —imitó la pose de la mujer mayor, alzando la barbilla.
—’Ta bueno, hombre, no más porque si te amarro y te escondo en el armario vas a buscar la forma de salirte —negó Delfina con un aire divertido—. Hablando de ‘comiditas especiales’ ¿por qué no nos echamos un atole y me cuentas cómo está eso que el güero y tú ya no son amigos?
Ambas se pusieron al día mientras preparaban el brebaje. Por suerte, Dolores había ocultado bien algunos de los ingredientes que le darían sabor a la bebida, en especial el cacao y el piloncillo; para no espantar a Delfina con cuestiones que eran desconocidas para un humano, México le cambió algunos hechos para darle más sentido a como fue la relación de amistad con Estados Unidos.
—Mira qué desgraciado… ¡no es de hombres hacer promesas sin cumplir! —Delfina golpeó el vaso de barro con indignación sobre la mesa—. Ya entiendo por qué andaba el güero con la cola entre las patas cuando vino a verte.
—¡No le crea nada a ese mentiroso! —bramó Dolores, acomodándose las largas trenzas detrás de los hombros—. Nunca se va a arrepentir de lo que hizo.
—Pos con razón lo ví como agüitado —la señora chasqueó la lengua, antes de darle un largo sorbo a su atole—. ¡Ay, Lola! Y yo que pensaba que el gringo venía a pedir tu mano, ya me imaginaba organizando el casorio… ¡hasta le dije que fuera con el cura Cipriano para que les diera su bendición! —Delfina se cubrió el rostro con sus manos morenas.
—Ojalá y no… —masculló Dolores, el piloncillo de la bebida le supo amargo.
Delfina iba a decir algo más, pero el hervor del atole fue el último sonido amable que se escuchó antes del paso marcado de unas botas. Sabían quién había llegado; Estados Unidos entró a la cocina sonriendo. Su gesto cambió al notar a México sentada frente a la mesa, con mejor semblante que hace días atrás. El rubio pasó un dedo por el cuello de su camisa, como si de pronto el aire se hubiera vuelto más denso.
—Conseguí algo de pollo para comer —mencionó Alfred, colocando el ave sobre la mesa, sin notar que los ojos de ambas mujeres se clavaban en ella, adivinando su destino—. Dolores, me alegra verte mucho mejor.
—Pues no fue gracias a ti —musitó de mala gana, cruzándose de brazos.
—Miren, yo les hago un mole con el pollo, mientras Dolores se va tantito a que le dé el sol —se apuró a decir Delfina, levantándose nerviosa de la mesa—. Nomás déjenme ir a mi casa por los ingredientes.
La joven asintió, sabiendo que entre las palabras de Delfina había una muy buena excusa, algo que Alfred pasó por desapercibido, con la mirada azul puesta entre la mesa y las trenzas de Dolores.
—De hecho, Dolores, necesito hablar contigo —el estadounidense hizo un movimiento con la cabeza, indicando que la trigueña fuera con él.
Cuando ambos salieron al patio, México se paró firme mientras lo miraba con aburrimiento. Alfred cambiaba el peso de una pierna a otra, tanteando las palabras como si midiera el terreno antes de otro combate. Se sorprendió que la morena ya no llevara puestas sus gafas, acostumbrándose a ver sin ellas.
Antes de abrir la boca, los dos perros de Dolores se interpusieron entre ellos. El xolo aulló con un tono tan bajo que parecía un aviso, y luego, los cánidos comenzaron a gruñir y ladrar, siendo el más pequeño de ellos el que mostraba una actitud agresiva. Alfred se quería reír por la absurda valentía de un chihuahua, pero la mirada de la mexicana lo hizo reconsiderarlo.
—¡Ya, chicos, ya! —los calló la muchacha al flexionarse para acariciarles la cabeza—. Yo me encargó del gringo —los dos perros parecían más amigables bajo la calma de su dueña.
Al momento que Dolores los encerró dentro de la casa, todavía se podían escuchar las garritas de sus mascotas raspando la puerta y sus llantos, temiendo que la joven se quedara a solas con su rival.
—¿Y bien? —lo apuró México al regresar frente al rubio, cruzándose de brazos.
—Hablé con Nicholas Trist, el diplomático que envió el presidente Polk —explicó Estados Unidos tan rápido, que no se dio el tiempo de respirar—. Está esperando a que tus superiores acepten su propuesta, Dolores.
—¿Cuál?, ¿qué quieren adueñarse de mis tierras? —mencionó con una sonrisa sarcástica—. ¿Qué van a saquear más casas?
—De hecho, está viendo por tus intereses —titubeó ante la mirada furiosa de la latina—Sólo tendrás que… —calló, sintiendo el peso de la palabra—, cederme los territorios desde la Alta California a Texas.
—¿Mis intereses? —Dolores resopló, poniendo los ojos en blanco—. Lo único que quiero es que me dejen en paz, que se larguen a la chingada a sus tierras, ¡no que dividan mi territorio a su antojo!
—Lo sé, pero es la única forma en la que Trist puede ayudarte a seguir existiendo como país —se rascó la nuca, mirando hacía el piso—. México, aunque no estemos en buenos términos, no quiero que algo malo te pase —Alfred suavizó sus facciones.
—¿Desde cuándo te importa lo que me pueda llegar a pasar, gringo? —le cuestionó, acercándose a él, apretando los dientes—. Me apuntaste con un arma siguiendo órdenes ¿qué hace que eso cambie nuestra situación?
—Que no me di cuenta de todo lo que hiciste por mí antes —se lamentó. Tragó saliva y volvió a acomodarse el cuello de la camisa con un dedo—. Sé que no he sido un héroe para ti, pero tampoco quiero que desaparezcas… podrías existir como mi protectorado —luego de una pausa que se sentía hasta en los poros de su cuerpo, tembló al ver a Dolores bajar la mirada—. O como mi esposa.
La mexicana levantó la vista. Si él hubiera tenido una flecha, la habría disparado directo al corazón, no por amor, para matar su última esperanza. Buscó en su rostro una chispa de burla, pero sólo encontró una mueca de tristeza, con un ligero rubor trazando el pálido rostro del rubio. Dolores no sabía si creer o no en aquello, estaba desconcertada.
—¡No, me niego a esa última posibilidad! —se rió, nerviosa, alejándose de él. Se abrazó a sí misma, acariciándose los brazos—. Alfred, cambiaste —murmuró, con la voz temblándole—. No eres la persona que conocí, ¡no eres ni un rastro del amigo que solías ser! —tragó saliva, con miedo de romperse en llanto.
—¿No te has dado cuenta que ni uno de los dos tiene opciones? —se quejó, sintiéndose ofendido, sin saber si era por su propuesta rechazada o por algo más—. Ambos seguimos órdenes y, si no obedezco el plan de mis superiores, será peor para mí que para ti.
Al encontrarse con aquellos ojos cafés que destilaban rabia, no vio venir la bofetada que Dolores le dio. Su mejilla izquierda quedó ardiendo, con la marca roja de la palma de su rival. Agachó la cabeza por vergüenza, y se sobó sobre el punto donde recibió el golpe.
—Aquí la única que perdió algo fuí yo, Estados Unidos —Dolores habló entre dientes, irritada, sin darse cuenta que sus ojos comenzaron a nublarse—. ¿Cómo te atreves a decir que te irá peor cuando…? ¡No, olvídalo! —hizo amago de reír, pero ya era tarde, Alfred la miró con las lágrimas haciendo surcos por sus mejillas—. Nunca lo entenderías.
Dolores corrió dentro de la casa, sintiéndose mal por haber comenzado a llorar delante de su enemigo. Le repugnaba la idea de que él la viera quebrarse. Sus dos perros la siguieron hasta su habitación, se subieron al catre junto a ella para hacerle compañía, tratando de llamar su atención al ponerle las patitas sobre la cabeza.
—No sé qué me pasa —se lamentó—. No creo poder seguir así… ¡y ni siquiera soy tan fuerte como Tzilacatzin! —lloró con más fuerza, haciendo que sus propias mascotas hicieran un sonido de lamento—. ¿Por qué pensó que era una maldita sanguinaria cuando él es más enorme, más fuerte o incluso peor que yo?
Dolores se limpió con el dorso de la mano, y entonces algo vino a su mente como un rayo rompiendo el cielo. En todas las batallas que tuvieron, ella no destacó por fuerza, sino por astucia.
Ella conocía mejor sus ciudades, su gente supo cómo poner en aprietos al ejército invasor en varias ocasiones; entonces, si quería llevar a cabo sus planes de revancha, debía ser más inteligente.
Quizás no regresaría el golpe de forma literal, pero cierto norteamericano podría recibir esa ‘comidita especial’ que las vecinas estaban preparando para esa noche.
—Tal vez ganaste la guerra —sonrió Dolores con malicia—. Pero yo aún no he terminado.
Cuando Delfina regresó con los ingredientes, ocultaron bien aquel frasco con el mal augurio que flotaba hacia el paladar de los invasores. Separaron el cazo con aquella maldición en polvo, y compartieron la mesa en silencio.
La tarde se deslizó tan lenta igual que el paso de un caracol. México no se escondió en su cuarto; caminó entre sus propias ruinas, aún con aquellos ojos azules que se ocultaban al confrontarlos. Al recordar las palabras de Alfred, sentía la bilis subir como lava de volcán.
Dolores terminó su día afuera, en el patio, apreciando los últimos tonos de naranja que pintaba el atardecer antes que el manto de la noche cubriera el cielo. El aire ardía como si el mismo sol estuviera cocinando el suelo, pero la joven podría apreciar el aroma a romero y rosa de castilla, cubriendo ya los humores de la muerte.
La morena se giró y volvió a toparse con la mirada de su enemigo, mientras se acomodaba el chal sobre la cabeza. El quinqué de la cocina proyectaba sus sombras al caer la noche, borrando el recuerdo de que en otro tiempo, habían compartido espacio sin odiarse.
—Me iré a quedar con Delfina —Dolores mencionó sin más—. No te debo explicaciones, pero prefiero darte permiso para que uses mi casa como te plazca, a que sientas que tienes ese poder.
—No necesito tu permiso. Es mi casa ahora —Alfred le recordó con sorna, escondiendo su ego herido—. Será mejor que te acostumbres a mi presencia.
—Y tú a las ganas de vomitar que me provocas —masculló la joven mirándolo con desprecio. Lo empujó con el hombro, siendo así, su despedida.
Dolores salió a la oscuridad de la calle, dejando atrás su hogar a grandes zancadas. Delfina prendió el quinqué que ardía como una vela dentro de un templo, pero ninguna de las dos rezó. Sólo irían, junto con otras mujeres, a repartir comida para algunos soldados estadounidenses que se encontraran en el camino, aprovechando que estarían tan ebrios para percibir el sabor oculto en los ingredientes.
A la medianoche, la luna se asomó entre las nubes. Las estrellas apenas iluminaron el camino de vuelta a casa, obligando a la mexicana a entrar a hurtadillas, quitándose las sandalias. Sus pies descalzos sintieron el frío del suelo, que le subió como un vendaval por la espalda.
En la cesta de mimbre llevaba un platillo de pollo con mole. Era el bocadillo sorpresa de la madrugada que un glotón como Alfred no rechazaría. Dolores no pensó en encontrarlo descansando en su recámara.
Apacible. Eso no era Alfred F. Jones. No después de la guerra, no tras toda la ira que contenía por cada ofensa en su contra. Dolores no lo pensó al momento de depositar el plato sobre una cajonera.
Ella ahora portaba el arma mortal. No era una carabina, ni un cuchillo de caza. Era un regalo, acompañado de un beso de despedida indirecto. Ya no se ofrecía como sacrificio, era la que iba a sostener el corazón de su enemigo para alimentar a los dioses.
Sin embargo, la duda sobre despertar al norteamericano o no bailó por su mente por una fracción de segundo. Lo tenía a su disposición, durmiendo como un bendito, con la cara hacia el ventanal, mientras ella se debía conformar con las sobras.
“Siempre son las sobras.”
Verlo descansar, sin esos rasgos bestiales, le hizo un nudo en el estómago. Lo había observado así, hace miles de días atrás, cuando se quedaron atrapados por una nevada en el territorio de Trece Colonias.
Nueva España se tuvo que ocultar en el armario hasta que la institutriz y la niñera dieron las buenas noches a su amigo. La espera valdría la pena, pues quería ver si Santa Claus recogería las cartas de ambos.
—De todas formas, si no viene, los Reyes Magos me traerán mi muñeca —musitó Dolores haciendo un puchero, rascándose los ojos tras bostezar.
Los dos estaban bajo un cobertor que usaron para crear un fuerte en la sala con almohadas. La única luz que los alumbraba provenía del carboncillo que luchaba por mantenerse ardiendo, a pesar que la institutriz apagó la chimenea después de la cena.
—Va a venir, yo lo sé —susurró Alfred esperanzado con la voz somnolienta. El reloj cucú de la sala anunció las doce de la noche.
—¡No te duermas, Alfred! —lo codeó la chiquilla, risueña.
Por más que le repitió lo mismo, el pequeño se quedó en los brazos de Morfeo a un lado de ella, con la cabeza apoyada en una de las tantas almohadas del piso. Dolores, al notar que Alfred temblaba en sueños, se quitó el abrigo para cubrirlo del frío que se colaba entre los alfeizares de las ventanas.
—Descuida, Alfred, te despertaré cuando vea a Santa —le palmeó el hombro por encima del abrigo.
Ella se sentó abrazándose las piernas, hasta que el calor acumulado bajo su fuerte de cobijas y almohadas la arrullaron. A la mañana siguiente, Nueva España sintió que alguien le pellizcó una mejilla.
Resultó que Trece Colonias se despertó antes que ella y le señaló la bota vacía, resultado de que Santa Claus sí había pasado por ahí. Ambos se pusieron a saltar de la emoción, hasta que la institutriz apareció por la puerta, asustando a los dos colonos.
Dolores apartó la vista. No podía mirar al monstruo sin recordar al niño que cubrió con su abrigo, el mismo que lloraba preocupado por la ausencia de su tutor. Él había cambiado a ser un joven que, si no fuera porque estaba dormido, le mostró la peor cara de la humanidad. Eso la decepcionó.
Él debía probar la comida, llevarse el amargo sabor de la derrota y la incertidumbre en algo tan simple como un bocado. Un pequeño recordatorio de que la confianza podía ser tan ciega.
Justo cuando sus dedos iban a tocar el hombro del rubio, Alfred se giró sobre el catre, ahora con su rostro visible.
“¿Y si Inglaterra todavía se preocupa por él?” El pensamiento la golpeó tan fuerte que el pasado volvió sin pedir permiso. Le pesaba saber que, aunque hubiera sido un tutor ausente, Arthur intentaba por todos los medios asegurarse que Alfred estuviera bien.
—¡Alfred, ¿dónde estás?!
Arthur gritaba desesperado, corriendo para buscarlo en el claro donde sabía que se encontraba con alguien, sin saber que ese “amiguito” suyo, no era más que Nueva España, la protegida del idiota de los tomates.
—¡Alfred, en serio, lo siento! —gritó desaforado—. ¡Intenté llegar a tiempo, pero no sabía…! —se le rompió la voz al inglés, tomándose un descanso de su búsqueda para tomar aire —¡Por favor, regresa!
—Dolores, no le digas dónde estoy —murmuró el niño, escondiéndose detrás de ella, apoyando su cara llorosa contra su espalda, pues la pequeña le llevaba una cabeza de altura.
—Pero Alfred, se ve que está demasiado preocupado por tí —titubeó la aludida, asomándose entre los arbustos—. Él no tiene la culpa de lo que pasó con Davie.
—¡Tú no lo entiendes porque no sabes qué es eso! —le reclamó en voz baja, haciendo que la novohispana se volteara para confrontarlo—. ¿Por qué los humanos tienen que envejecer tan pronto? —se lamentó, apretando los puños, sin poder contener las lágrimas— ¿Por qué nosotros nunca podemos morir?
Dolores no supo responder, bajó la cabeza y suspiró. Le apoyó una mano sobre el hombro de forma afectuosa, consiguiendo que las miradas de ambos se encontraran. Esa fue la primera vez que él la vió llorar.
—Mi papá desapareció un día, sin dejar rastro —sollozó Nueva España—. El gran Imperio Mexica era como nosotros… —Dolores se tomó una pausa para deshacerse del nudo en la garganta—. Yo no le pude decir adiós, tú por lo menos te despediste de Davie y eso es más de lo que yo hubiera deseado.
Ambos se fundieron en un abrazo, tratando de buscar el consuelo en el otro. La definición de muerte, era para un representante de nación tan jóvenes como ellos algo nuevo, difícil de afrontar.
—Ahora regresa con tu hermano mayor, ¿sí? —le suplicó, tomándolo por las mejillas para que la viera a la cara.
—Pero Dolores… —musitó, tratando de limpiarle las lágrimas.
—Estaré bien, siempre me pongo así cuando recuerdo a Tonatiuh —hizo amago de sonreír, luego sorbió por la nariz—. Ese era el nombre del Imperio Mexica.
Vio a Alfred despidiéndose a regañadientes de ella, como si no quisiera dejarla ahí. Dolores lo animó a seguir, agitando una mano al aire, viendo tras el arbusto como Arthur por fin lograba dar con el pequeño Trece Colonias. Alfred se arrojó a los brazos del inglés apenas gritó su nombre.
Dolores suspiró conmovida, y luego se mordió los labios. En ese tiempo creía en el amor fraternal que les tenían sus tutores, hasta que supo la verdad… Así como España vivió de sus riquezas, Estados Unidos tomó de ella más de lo que ella podía ofrecer.
Aunque su amistad fuera a escondidas, veló por la preocupación de Alfred, quizás porque le recordaba mucho a sus hermanos adoptivos. Aunque él nunca se lo hubiera pedido.
“Qué idiota… me desgasté hasta quedarme sin nada.” Meditó, sintiendo que las lágrimas volvían a invadir sus ojos. Pero miró con odio al estadounidense. “De que lloren en mi casa a que lloren en la tuya, mejor que lloren en la tuya.” Se dijo a sí misma con determinación, a punto de despertar a Alfred ahora.
Se recriminó cuando la duda la volvió a invadir. La nostalgia fue su ángel de la guardia para no cometer un crimen. El corazón le ardía de rabia, pero la memoria se metió donde no la habían llamado.
Alfred quería presumir lo mucho que creció durante ese tiempo. Se levantó de un salto, tratando de llamar la atención de ella para que notara ese cambio significativo.
Sin embargo, al llegar Dolores a su punto de encuentro, Trece Colonias se sorprendió por la vestimenta que usó en ese día, que era muy similar a las sirvientas que a veces contrataba Inglaterra para limpiar la casa.
La chiquilla se frotó los ojos, limpiándose una que otra lágrima. Era la segunda vez que la vió llorar, por lo que Alfred se asustó al acercarse, haciendo una mueca de decepción al notar que Nueva España seguía siendo más alta que él.
—¿Oye, estás bien? —preguntó Alfred sin comprender.
—Sí, es que me caí de un árbol —contestó, poniendo su vista en otro lado—. Me robé un cojín para deslizarnos por la ladera —sonrió débilmente, en un esfuerzo por contener las lágrimas.
—¡No te creo! España te volvió a regañar por algo y no me lo quieres decir porque “soy muy pequeño para entenderlo” —bufó, cruzándose de brazos.
Dolores le acarició la cabeza de manera afectuosa, Alfred refunfuñó todavía más. A la jovencita le daba gracia y algo de ternura que su pequeño amigo se sintiera molesto por ser de baja estatura en comparación con ella.
—Bien, me atrapaste —suspiró derrotada, arrojando el cojín que traía consigo misma y sentándose con algo de dificultad sobre éste—. Una de las criadas me pegó con un cinto porque me escapé al mercado.
—¿Sólo por eso? —comentó, confundido.
—Y saben que me voy a escondidas para venir aquí —admitió, triste—. Antonio me ha regañado con ayudar a las mozas por una semana —bufó Dolores, pero le regaló una pequeña sonrisa—. No te preocupes por mí, siempre me salgo con la mía.
—¡No, no mientas! —exclamó el rubio, ofendido—. ¡No tienes que fingir que estás bien!
—Alfred, no es para tanto —susurró, apenada.
—¡No! —gritó, se levantó de un salto, apretó los puños y miró fijamente a su amiga—. ¡Te prometo que voy a volverme más grande y fuerte para poder protegerte!
Aquella segunda promesa infantil fue otra de sus tantas idealizaciones sobre lo que les deparaba el futuro. Porque quizás Alfred se volvió más grande y fuerte, pero al serlo como nación, les costó su amistad; Dolores se frotó el pecho. El lugar donde las promesas se pudren, dolía más que cualquier herida.
“¿Son nuestros jefes los que nos obligan a luchar, o somos nosotros los que queremos hacerlo?”
Esa pregunta no la dejaba en paz. Alfred había cambiado a un ser avaro, y ahora ella necesitaba terminar con el trabajo, antes de que él pudiera quitarle todo.
“Pero yo también cambié...”
Ya no era la chiquilla que sonreía a los invitados de España. La favorita del Imperio había crecido, y con ella, las preguntas que nadie quería responder.
No recordaba del todo el año, pero los días previos de su presentación ante la sociedad, se le fueron como agua entre las manos; le pareció ridículo todo el espectáculo montado sólo para celebrar que 'humanamente' había alcanzado la edad para ser elegible como esposa.
—¿Esposa de quién? —preguntó Dolores, intentando equilibrar el libro sobre la cabeza.
—Los hombros hacia atrás, señorita Hernández —replicó la institutriz—. Sé que los representantes de una nación se gobiernan por reglas diferentes, pero en las circunstancias en las que usted se encuentra, debemos enfocarnos en su refinamiento.
—¿Es por ese tema privado? —susurró, colorada.
—Sí. Es símbolo de madurez. No debe saberlo nadie más.
La institutriz se volvió más estricta con sus lecciones, llevándola incluso con las hijas del Virrey para que aprendiera a convivir con la gente importante de la que su tutor se rodeaba.
Pero Dolores supo, desde muy a fondo, que ese no era su lugar. Ni las lecciones de etiqueta podían blanquearle el alma. Que tuviera la suerte de ser educada a la usanza de las criollas, no borraba parte de su mestizaje. Era la hija de dos mundos que se encontraron por casualidad. De eso no tenía dudas.
El entusiasmo por el baile de presentación lo compartió con las otras tres colonias importantes de España: Nueva Granada, Perú y Río de Plata. Quienes aparecieron en la imagen como el orgullo de Antonio, aunque era evidente que Romano los veía con cierto recelo por tener demasiada atención del hispano.
La fiesta iba viento en popa al llegar las doce de la noche… para los adultos. Isabel, la principal representante de Nueva Granada se excusó para irse con Perú a sentarse, aburrida de tener que volver a bailar otro vals.
El corsé les oprimía el pecho a las muchachas, como si quisiera enseñarles a respirar despacio. Además, los peinados de ambas les estiraba tanto la frente, que sintieron la coronilla arderles.
Dolores se pasaba los guantes por la sien, disimulando que se limpiaba el sudor. La novohispana siguió a sus dos hermanos adoptivos fuera del centro del salón, pues Daniel, el representante de Río de Plata, estaba hablando con los demás invitados sobre las riquezas que encontraron en su Virreinato.
—Lola, busca una excusa para quitarte los zapatos —musitó Isabel—. ¿Dime que a tí no te jalaron el cabello tanto como a mí? —se quejó mientras iban a buscar un lugar dentro del salón para descansar.
—¿A ti también te dicen que es imposible de peinar? —la aludida suspiró con pesar. Su diatriba fue interrumpida por otra persona.
—Mademoiselle Hernández, ¿me permite una pieza?
El violín detuvo su nota más alta cuando escuchó aquella voz que recordaba a un susurro. Se trataba del tímido Matthew Williams, el representante de Nueva Francia, cuyo cabello largo y rubio lo llevaba atado a un moño bajo, que combinaba con el color azul de su traje. Lo que llamó la atención del grupo de latinos, fue aquella mirada violeta, casi mágica.
—Tu dile que sí —le guiñó un ojo Perú, llevando a Nueva Granada fuera de la pista.
Dolores aceptó, más por la cercanía en edad que tenía con Matthew. Estaba un tanto hastiada de tantos halagos falsos por parte de prospectos que parecían mucho más viejos que ella; apenas comenzaron a bailar, el francófono se explicó con timidez al ver la mueca que dibujó en los labios de la novohispana.
—¿No cree que esto es aburrido? —musitó Matthew con sutileza.
—¿Quiere que diga la verdad? —Dolores dejó la pregunta en el aire, alzando sus cejas.
—Francis me ha dicho que este evento es importante, pero… —rió nervioso—, no entiendo por qué. Solo me dice las cosas sin explicarme nada.
—Siento que los adultos nos están mintiendo —Nueva España soltó una risita. Luego musitó, confesando un secreto—: Estoy esperando que Antonio me diga que todo esto es una broma.
Matthew se cubrió la boca con una mano, ocultando lo que parecía una carcajada pequeñísima. A Dolores le pareció curioso. Los pasos de él eran demasiado cuidadosos, como si temiera romper algo más frágil que el ritmo. Por alguna razón, eso le transmitió paz.
Quizás aquel muchacho criado por Francia era todo lo opuesto a lo que los rumores en Europa decían de su tutor.
—¿No quiere que le pida a los meseros algo de agua, Mademoiselle Hernández? —dijo el muchacho de extraña mirada violácea.
—Serías tan amable —asintió, siguiendo el protocolo de hablar con propiedad.
—No hay problema si no eres formal conmigo… podríamos ser buenos amigos, ¿no crees? —mencionó con esperanza.
—Entonces deberás pasarme tu postal, porque pienso escribirte seguido —afirmó Dolores con entusiasmo.
Salieron juntos de la pista, con los dedos temblorosos por sentir que muchos ojos los observaban. Ella, en especial, tenía la mirada de Antonio clavada en la nuca, pesada como una mano que guiaba sus movimientos.
Cuando llegaron a la mesa con los demás colonos, Nueva Francia se sintió un tanto fuera de lugar, por más que lo invitaran a convivir lo que restaba de la fiesta, que para esas horas, ya se sentía aburrida.
—Désolé (Lo siento), Dolores, pero iré a tomar aire —se excusó el rubio, con algo de pena.
—Descuida, Matthew y gracias por sacarme del baile —Dolores le guiñó un ojo y luego habló en voz más baja—: Ya me dolían los pies de tanto bailar.
—C'était un plaisir (Fue un placer) —comentó con una ligera sonrisa, sorprendido por la confianza de la joven.
El peso de la crinolina le incomodaba las caderas a la trigueña, y sus párpados amenazaban con cerrarse, hasta que el murmullo uniforme de la fiesta fue interrumpido por una voz inglesa, que pareció una flecha cruzando el aire.
—Your feet don't hurt anymore? (¿Ya no te duelen los pies?)
Dolores lo escuchó y el corazón le dio un salto. Su mejor amigo de la infancia estaba ahí, pudiendo reconocerlo a pesar de ese cambio tan notorio.
—¡Alfred, viniste! —exclamó, al levantarse de su asiento de un saltó, pero se cubrió la boca con sus manos, descubriendo que había cometido una falta de comportamiento—. Quiero decir… Me alegro de poder volver a veros —musitó con elegancia, dando una reverencia a modo de saludo.
—No tienes porque fingir conmigo, Matthew me contó que ya no estabas cómoda con toda la atención —le guiñó un ojo en complicidad.
—¿Conoces a Nueva Francia? —Dolores asomó los ojos cafés por encima del hombro del rubio, notando que Matthew le saludó con timidez desde la distancia. Ella le correspondió—. Es un gran observador, porque no le dije nada de cómo me sentía.
—En primera, sí, es el hermano que Inglaterra quiso adoptar, pero Francia le ganó —explicó apresurado—. Segundo, le pedí que hablara contigo porque es mi mejor amigo y aunque nos hayan invitado, creo que hay tensión entre esos tres.
Trece Colonias señaló en dirección de los representantes europeos, en especial a los tutores de ellos, quienes mantenían una discusión acalorada mientras un joven Rusia los veía divertido desde lejos. El sonido de la orquesta apenas disimulaba las voces alteradas al fondo.
—No tengo mucho tiempo, parece que Antonio no me ha permitido acercarme a tí —carraspeó luego de que su voz volviera a desafinar—. Milady, si sus pies no se encuentran cansados de danzar, ¿me permitiría un baile? —trató de hablar con la propiedad con la que Arthur le explicó debía dirigirse a una dama, logrando que Dolores soltara una ligera sonrisa al cubrirse con la mano.
—A ti tampoco te quedan esos modos, Al —le contestó, socarrona—. Pero si es la única forma en la que puedo tener una plática contigo, me parece perfecto.
En ese momento de su historia como vecinos, sus alturas coincidieron. Al comenzar a bailar, Dolores se pudo permitir la segunda sonrisa sincera de la noche, tratando de ser lo más sutil posible.
—¿Y por qué no me buscaste cuando Arthur y yo llegamos esta tarde a la capital? —indagó Alfred en voz baja, tratando de coordinar sus movimientos con sus palabras.
—¿Estás loco? Ya soy una señorita. Tengo prohibido verme a escondidas con hombres, porque debo mantener mi virtud —Dolores le explicó petulante, aunque luego confesó risueña—. Sepa la bola qué me quisieron decir con eso.
—A mí sólo me explicó Arthur que mi voz sonaría así de graciosa hasta que creciera —se burló Alfred, frunciendo los hombros—. I don't understand anything, either. (Yo tampoco entiendo nada.)
Ambos se rieron como si fueran las únicas personas en el baile. Eso no pasó desapercibido para Francia, quien tomó una copa de vino antes de volver hacia Inglaterra y España, quienes mantenían la discusión viva.
Dolores, al ser chismosa, descubrió aquello. Con la mirada le dijo a Alfred que se movieran más de cerca hacia sus tutores, pues quería saber qué tanto discutían; Los ojos esmeralda de Antonio chocaron con los de ella, que solo sonrió apenada a modo de disculpa.
El íberico revisó la postura de las pálidas manos de Alfred. No quería que se pasara de listo con la novohispana; Arthur, por su parte, negó con la cabeza. Lo que siempre le dejó en claro a los dos, de las pocas veces que los encontró jugando por la pradera, era que no se volvieran a encontrar. Francis se rió al acercarse, disfrutando de la tensión por una escena que, en un contexto diferente, sería de lo más pura… menos para dos tutores sobreprotectores.
—Ah, pero ¿qué es lo que veo aquí? —mencionó con guasa el galo, pasando sus brazos por encima de los hombros del español y del inglés—. La interminable lucha de dos titanes que han deseado poseer el mundo termina hoy, con un encuentro forjado por el destino entre dos inocentes jóvenes.
—¿De qué cojones hablas, Francis? —España ya no pudo mantener el porte—. Ten cuidado sobre lo que dices de mi subordinada.
—No iba a mencionar nada pecaminoso Antonio, non, mon cher —Francia negó con la cabeza, dejando que sus ondas rubias le acariciaran el rostro— Estoy presenciando una fábula ante mis ojos: el polluelo que emprenderá vuelo del nido… y la flecha con la que se cruzará.
—¡Hablas sin sentido alguno de la razón! —chistó Inglaterra quitándose el brazo de Francis de encima, quien solo se rió.
—Mon ami, sé de lo que hablo cuando un amour interdit (amor prohibido) pasa delante de mis ojos —se burló con más fuerza, sin notar el aura oscura que desprendía Antonio—. Lo triste de todo esto, es que era tan inevitable que sólo bastó con que la Diosa Fortuna o Nuestro Señor los haya condenado con ser vecinos, ¡oh, la desdicha! —fingió remordimiento.
—Deja de decir tonterías sobre Alfred —chistó el anglosajón—. Te recuerdo que tu también tienes un hermano y espero que no le pase nada para que lo pierdas por tus descuidos.
—¿Descuidos, Arthur? Lo dice el que ha dejado a Trece Colonias abandonado a su suerte —le recordó con suficiencia, haciendo enfurecer al aludido—. Además, no veo que el pequeño Alfie se llame Nueva Inglaterra o similares ¿cierto? —sonrió engreído, consiguiendo que su primera víctima saliera pisando con fuerza.
—Sólo te recuerdo esto… Yo vi primero a Matthew —bramó entre dientes el inglés, sin que Francia pudiera escucharlo.
—Yo lo evitaré, Francis, con tal de que se aleje de mis subordinados —masculló España, apretando los puños.
—Antonio, a tus trabajadores no los celas como un padre que ha visto a un muchacho pobre pretender a su hija de clase refinada —mencionó burlón, aumentando el fuego en la mirada del español—. Tranquilo, no tiene por qué terminar como los Montesco y los Capuleto… aunque nada asegura que la flecha no atraviese el pecho del ave —sonrió satisfecho, tras dar justo en el blanco por segunda vez—. ¿Herida de amor, herida de guerra? Tarde o temprano pasará.
Antonio empujó el brazo de Francis con coraje, emprendiendo su camino al centro de la pista, justo antes de que se revelara ante sus oídos, el plan furtivo para que las dos jóvenes colonias se volvieran a encontrar.
—¿Me permites un momento, Dolores? —ordenó España, tomando por el hombro a la muchacha, quien lo miraba confundida.
—Jefe… —suplicó la jovencita con un hilo de voz, pero el gesto furibundo del hispano la hizo callar.
—Y tú, aléjate de mis territorios si sabes lo que te conviene —amenazó Antonio a Alfred, haciendo que tragara saliva, asustado. Pero el rubio fue un poco más listo en aquella ocasión.
—¡Miss Hernández, su abanico! —exclamó con la voz desafinada, viendo que el español regresó para arrebatarle el objeto de las manos.
—¡Largo! —insistió el mayor, obligando a Alfred a salir de la pista—. ¿De dónde sacó esto? —masculló, tomando a Dolores por un brazo mientras le entregaba el ventalle sobre la mano libre.
—No sé —musitó ella, tan asustada por la actitud de su tutor.
México no lo comprendió del todo en ese momento. Ella no tenía un abanico de mano para la fiesta de su presentación, pero reconoció a qué conclusión llegó España al verlo en manos de su viejo amigo.
La institutriz le explicó que si ella se lo entregaba a un pretendiente, cerrado con el clavillo en dirección a él, le preguntaba en silencio un “¿me quieres?”, lo que empeoraba su situación si Antonio interpretó que Alfred le aceptó el ventalle de esa forma.
Al estar a solas en su alcoba tras la fiesta, Dolores vio que el abanico que combinaba con su vestuario estaba sobre la mesa de noche. El ventalle que Alfred le ofreció era un tono de rojo más claro que el suyo.
No entendió si aquello había sido un regalo o algo así, pero al desplegar el paisaje con diseño floral en blanco, se cayó una hoja perfectamente doblada con la forma de las varillas. Su pulso tembló al desplegar el papel, que conservaba intacto el olor a cera y tinta fresca.
Se rió al descubrir que era el mapa de una segunda ruta para llegar a la frontera entre los territorios de Trece Colonias y los suyos. No esperaba ese pequeño rayo de ingenio por parte de su amigo, pero supo que podría escabullirse pronto.
“No se suponía que debían terminar las cosas así… ” México sintió que la boca se le secaba. Había dado su apoyo total en una amistad de años, pero también Alfred le correspondió. No de la misma forma, nunca con el mismo peso.
Por eso le dolía que un matrimonio arreglado fuera su única salvación. No quería que su cuerpo sirviera para eso, ni que toda su educación girara en torno a él, mucho menos, comprar su libertad al aceptar a un anillo.
El destino no tenía porqué ser tan cruel con ella. Decidió que, con el corazón golpeando sus costillas, iba a despertarlo y aceptar la propuesta de esa unión nacida de la guerra, con un banquete previo a la boda… envenenado.
Notes:
¡Uy, el suspenso!
No puedo contarles mucho, salvo que este capítulo me costó escribirlo en su momento, y tuve que revisarlo miles de veces por miedo a que se sintiera muy pesado o fuera de tono. Tanto por su cierre, la forma en la que quería manejar la relación de los protagonistas, y la breve mención del cliché de la boda (¿siquiera habrá boda?). ¡Lo sabrán en el siguiente episodio XD!Datos y curiosidades históricas:
(Ya sé, le volví a cambiar el nombre a este segmento… ¡aún no me decido por cuál!)1. Nicholas Trist: El diplomático desobediente
Nicholas Philip Trist (1800–1874) fue nombrado por el presidente Polk para negociar la paz con México durante la Guerra México-Estados Unidos, con órdenes muy específicas de cuánto territorio estaban disputando (según querían más estados mexicanos). Pero Trist, al ver la crisis en la que se encontraba México, no regresó a Estados Unidos hasta que se firmó el Tratado de Guadalupe Hidalgo, desobedeciendo la orden de retorno de Polk.Muchos años después, Nicholas Trist escribiría que el Tratado era "algo de lo que todo estadounidense sensato debería avergonzarse".
De hecho, el disgusto de Trist por las ideas expansionistas del presidente Polk aparece en una de las cartas que le mandaba a su esposa. Y cito:
“Knowing it to be the very last chance … impressed with the dreadful consequences … I decided … to attempt to make a treaty; the decision is altogether my own.”
(«Sabiendo que era la última oportunidad... impresionado por las terribles consecuencias... decidí... intentar firmar un tratado; la decisión es totalmente mía».)
2. John Calhoun y el racismo
“We have never dreamt of incorporating into our Union any but the Caucasian race — the free white race. To incorporate Mexico … would be the very first instance … we have never thought of associating with us, as equals, the Indians and mixed race of Mexico.”
(«Nunca hemos soñado con incorporar a nuestra Unión a ninguna otra raza que no sea la caucásica, la raza blanca libre. Incorporar a México... sería la primera vez... nunca hemos pensado en asociarnos, en pie de igualdad, con los indios y los mestizos de México».)
Esas fueron las palabras de John Calhoun en contra de la anexión de México, 4 de enero de 1848. Hice un guiño a esto, aunque no estuviera cronológicamente exacto.3. ¿Quién era Tzilacatzin?
Delfina se refiere a un famoso guerrero otomí, que fue considerado un héroe durante la toma de Tenochtitlan. En algunas crónicas españolas, se menciona que Tzilacatzin, quien era muy alto y muy fornido, mató a varios españoles lanzándoles piedras… sí, sólo piedras. Fue tan temido que forzó a los invasores a regresar a sus bergantines.4. El envenenamiento es una leyenda histórica
Créanme, busqué y busqué fuentes sobre este evento. Existe la leyenda de que mujeres locales envenenaron soldados estadounidenses luego de las agresiones físicas que recibieron. Sin embargo, no encontré fuentes verificables que lo confirmen históricamente, aunque sigue siendo parte del imaginario popular mexicano5. ¿Quién es mayor: Estados Unidos, Canadá o México?
Al contrario de lo que se muestra en el manga de Hetalia y en la última temporada animada, Canadá es mayor que Estados Unidos, ya que en 1534 se crearon los primeros asentamientos franceses en el río San Lorenzo, cerca de lo que hoy son Ontario y Quebec.En el caso de México, hablamos de muchos años más de diferencia con Estados Unidos, si tomamos de referencia el 13 de agosto de 1521, cuando Hernán Cortés conquistó la ciudad de Tenochtitlán.
En resumen, Alfred es el más joven de los tres. Aunque puedo creer que sea el que creció más rápido al independizarse primero.
Pero recuerden: No me crean del todo a mí. Si ustedes tienen otros datos históricos, me gustaría que pudieran compartirlos conmigo.
6. Los Montesco y los Capuleto.
Para los fans de los detallitos chiquitos, Francis hace referencia a las familias en conflicto de la obra Romeo y Julieta.Le quiero dar las gracias a las personitas que me dieron mis primeros kudos. ¡Grité como loca! Me emociona mucho que le hayan dado una oportunidad a mi trabajo.
Esto lo escribo por pura diversión, pero admito que trato de mejorar mi escritura y vencer mi propio síndrome del impostor (en serio, estoy tratando de repetirme que me merezco los hits y los kudos >////<).
Nos estaremos leyendo muy pronto.
Gracias por acompañarme en esta guerra de sentimientos e historia. 💛— Tori
Chapter 4: Ya empezó el segundo asalto.
Notes:
Este episodio contiene una escena de envenenamiento no gráfica, confrontación física y una ruptura emocional intensa. Está narrado con lirismo, pero podría ser sensible para algunas personas. Lean con discreción y cuídense mucho 💛.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
“Y sé que tu reinado es falso
Y ves que yo lo he señalado
Y ya soy tu gran incomodidad”
Segundo Asalto - Love of Lesbian.
—¿Dolores, qué haces aquí?, ¿no ibas a estar con Missus Delfina? —murmuró el estadounidense con voz somnolienta, dándose cuenta del plato de mole frío sobre la cajonera—. ¿Me trajiste un refrigerio nocturno? —un atisbo de sonrisa se dibujó en sus labios para tranquilidad de la trigueña.
—Sí, es que… —Dolores respiró despacio—, pensé mejor todo, y quería disculparme por mi comportamiento —el paladar le supo a cobre, sintiendo asco. Se mostró dulce, llevándose las manos tras la espalda.
—No sé qué decir —Alfred se rascó la nuca, sentándose sobre el catre—. No me lo merezco.
“Oh, Alfred… te mereces eso y más.” Una sombra cubrió la mirada de Dolores. Se limitó a sonreír, disfrutando como se llevaba el primer bocado a los labios. El rubio soltó un suspiro de gusto, aceptando aquella pequeña tregua sin saberlo.
Pero la muchacha se deleitó aún más con esa ventaja. Así debió sentirse él cuando sostuvo la carabina contra su frente. “¿Qué fue lo que te detuvo, ‘héroe’? ¿Te di lástima?”
El sonido del plato contra el suelo de madera la trajo a la realidad. Por acto reflejo, se llevó el rebozo a la nariz con los dedos temblorosos, pues el ambiente se envició con un olor a hierro, y luego, le siguieron las arcadas que no venían de ella. El mundo se detuvo por un segundo.
Se suponía que el efecto del arsénico debía tardar horas en hacer el trabajo final. Fue entonces que la mexicana comprendió el motivo por el cual el norteamericano no disparó: fueron los ojos. Ventanas del alma que no mostraron a un villano, sino a un niño asustado.
Alfred se llevó las manos al estómago, como si con eso evitara que sus entrañas abandonaran su boca. Un quejido, apenas un hilo de voz, salió de sus labios, sintiendo de pronto que se ahogaba. Dolores observó su crimen volverse real.
En vez de quedarse de piedra, un impulso la movió por la recámara, sosteniendo el cuerpo de Alfred con las pocas fuerzas que tenía. Evitó que él se fuera de espaldas, ahogándose con los espumarajos.
—Quédate así —le ordenó la joven con las manos temblorosas, sosteniendo al hombre que quiso eliminar, ayudándolo a arrodillarse sobre el suelo—. ¡Voy a buscar ayuda!
—¿Qué…? —Apenas pudo articular él. Su cuerpo temblaba sin control, la habitación le daba vueltas y cada músculo se doblaba sin poder soportar su peso.
La mexicana se escabulló por las sombras de la noche, corriendo sobre la calle empedrada como alma que lleva el diablo. Reconoció la casa con varias macetas de barro y comenzó a golpear la puerta con desesperación. El aire nocturno empezaba a oler a cobre también, por lo que se cubrió con el rebozo, conteniendo sus jadeos acelerados, a pesar que Delfina la jaló dentro de su morada.
—¡Niña! ¿Qué tienes? —le preguntó la adormilada mujer, asustándose por los ojos desorbitados de la muchacha—. ¡¿Qué tienes?! —insistió.
—El antídoto —balbuceó Dolores al borde de las lágrimas—. ¡Alfred lo necesita!
—Mija… —Delfina musitó con amargura.
—¡No sé qué estaba pensando! —Dolores agachó la cabeza—. ¡No sé por qué…!
—Pérame —la anciana le palmeó los hombros y se agarró las enaguas para ir corriendo a la cocina. No tardó en regresar con huevos, un frasco de leche y algunas hojas de té—. Vamos antes de que se nos ahogue.
Alfred estaba recostado, hecho un ovillo sobre el duro suelo de madera. Humillado, sin entender porque la cabeza le martilleaba, al grado de sentir que cada pulso de su agitado corazón dolía por todo su cuerpo. Trató de mantenerse con los ojos abiertos, luchando porque su alma no lo abandonara.
El sonido de unas pisadas, junto con vasos rompiéndose y el ladrido de los perros sonaba tan lejos, que no pudo adivinar cuando el sabor de un té amargo le llenó la boca. Pudo permitirse respirar un poco, antes que las arcadas volvieran a atacar.
El estadounidense lloraba sin entender si era miedo o aquel curioso malestar. La luz de un quinqué iluminó el cuarto, pero no veía nada. Sintió el salpicón del agua fría que alguien arrojó al piso, y luego, un olor fresco de flores mezclado con algo que le recordaba a las naranjas, mitigó el aroma del cobre.
Lo obligaron a beber el fuerte té hasta que creyeron que era suficiente. Alfred no entendió si eso era una tortura menos cruel que la que le provocó el pollo. Sus sentidos embotados volvieron a despertar poco a poco, hasta que fue capaz de sentir que una tela suave le cubrió la cabeza.
Sus pálidas manos temblorosas tomaron el manto, lo acercó a su nariz, descubriendo el aroma de las rosas y otras hierbas aromáticas que le recordaban a alguien. Al elevar la mirada, se topó con el rostro lloroso de Dolores, mientras le ofrecía un vaso de leche. La observó, confundido, sin conocer el motivo de sus sollozos.
—¿Huele… a flores? —musitó él, asomando los ojos. La morena no respondió, solo le acercó el vaso de barro, forzando a Alfred a beber la leche a tragos pequeños.
El estadounidense se sintió capaz de sostener el tarro con sus manos. El sabor dulzón, mezclado con la consistencia de la clara del huevo le calmó un poco la acidez que recorría su garganta. Dolores le acomodó el rebozo sobre los hombros, como si con eso pudiera tapar lo que ella había intentado hacer. No quería tocarlo, pero tampoco le gustaba verlo temblar.
“¿Por qué no me dijo que la comida tenía algo raro? ¿Y por qué me cuida como si le importara aún?” La mente confundida de Alfred no le dio las respuestas.
Después llegó un boticario para darle de tomar un preparado de hierro. Alfred entendió tarde, que fue lo que ocurrió y más por la forma que esos ojos cafés le huían apenas confrontó a Dolores. Se sintió traicionado.
A la mañana siguiente, México fue a asomarse a la recámara para ver cómo se encontraba el norteamericano, sorprendiéndose al apreciar el catre vacío. La joven salió a la calle, corriendo para buscar pistas del rubio. Pero una mano grande y fuerte la tomó de una de sus muñecas, obligándola a regresar a su vivienda.
Dolores empezó a patear al sujeto, hasta que la mirada furibunda de Alfred la hizo detenerse. Él lo sabía. No tenía dudas de lo que intentó hacer. Sólo que no esperaba que, apenas cruzaron el umbral de la puerta, el rubio la jalara del cuello de su blusa, acercando su cara para gritarle, con lágrimas resbalando por sus mejillas.
—You're a fucking savage! (¡Eres una jodida salvaje!) —la agitó con fuerza, pero no supo si era por rabia o por el espanto de haber confiado en ella—. ¡¿Por qué envenenaste a mi gente?! —al no escucharla discutir, el estadounidense la soltó de forma brusca, ocasionando que Dolores cayera de sentón—. Ya sé que me intentaste envenenar, you damn witch (maldita bruja).
—¿De qué demonios hablas? —exclamó Dolores, haciéndose la desentendida. Pero no pudo contener el escalofrío al enfrentarse a la mirada de él—¡El pollo estaba echado a perder! —mintió.
Apenas se puso de pie, Alfred tomó por los hombros, al punto que sus dedos se hundieron en la dermis. El gruñido brotó de los dientes apretados de la trigueña. Quería hacerla llorar, pero el gesto ceñudo de Dolores lo irritó.
—¡Deja de mentir! Sé que el médico me dio un antídoto para el arsénico —masculló Alfred, apretando más el agarre de sus manos—. No soy tan idiota como crees.
La mexicana titubeó. Estaba acorralada y temió que, si seguía jugando con su suerte, podría terminar peor. Necesitaba vivir, aun con el peso de sus actos, con el dolor de las cicatrices que no se cerraban. Jadeó al sentir que sus hombros ya tenían moretones con la forma de los dedos de él. Y la soltó, frustrado por no obtener más que silencio.
—¡Pagarás por esto! —gruñó.
—¿Y tú cuándo pagarás por lo que hiciste? —inquirió indignada, acariciándose los hombros—. Aquí ni uno de los dos estamos limpios.
—You’re a fucking… —Alfred levantó la mano sobre la cabeza de Dolores, pero ella lo empujó.
—¿Qué Alfred, qué soy? —Dolores acortó la distancia—. Solo te recuerdo que tu también intentaste matarme.
Una afonía incómoda reinó en medio de ellos. Él aún mantenía su mano abierta sobre el rostro de la morena, amenazando con darle un revés. Si lo hacía, quizás volvería a intentar envenenarlo.
—Okay, era lo justo ¿cierto? —concluyó desganado, bajando la mano—. Pero recuerda algo, México, al final yo gané —sonrió, petulante—. Esperaré el tiempo que sea necesario para que entres en razón, me entregues mis gafas y te olvides de ese nido de aves que tienes por cabello —tiró de una de las trenzas, hasta que la hizo gritar. Luego murmuró—: si es que quieres que me largue de aquí lo antes posible.
A Dolores le caló más el desprecio en las palabras que el tirón. Como si su cabello fuera una bandera que él podía arrastrar. Después de todo, representaba las tierras que iba a perder, si es que llegaban a reclamarlas.
—No me mires así —le sonrió el rubio con mofa—. No eres de fiar.
Alfred se volvió sobre sus pasos, dándole una última mirada de advertencia, pero Dolores no le respondió. Fingió que él no existía en su mismo espacio. Sin saber por qué, él se llevó las manos a la frente, por vergüenza.
El otoño se convirtió en invierno cuando el congreso mexicano aceptó la propuesta de Nicholas Trist. Estados Unidos no estaba tan contento con la resolución, menos al soportar la salud inestable de México, que tras la noche del envenenamiento, pasaba de estar débil pero funcional a no poder salir de las cobijas, relegada a dormir sobre un petate en su propia sala.
Por suerte, no tuvieron que compartir la carreta para iniciar el corto viaje hacía la villa de Guadalupe Hidalgo, cercana a la capital.
El recorrido para Dolores fue complicado. Obligó al cochero a hacer paradas cuando la fiebre le provocaba mareos. Nunca esperó que el mismo camino para ver a la Virgen del Tepeyac, ahora le pareciera un infierno.
Una vez ahí, la latina buscó un boticario para tratarse, esperando estar íntegra para firmar el tratado y olvidarse del complicado asunto de una vez por todas. Pero nada era sencillo, ni siquiera cuando inició la guerra que los llevó hasta ese punto de inflexión.
La joven pasó la noche previa al evento en una posada, dando vueltas por la cama al cambiarse las compresas de tela que remojaba en agua fría, intentando bajarse la maldita fiebre.
Al ver que no hacía efecto, recordó los consejos raros de Xochitlquetzal, quien le juró que la única forma de quitarse el resfriado era “sudando la enfermedad”; sin embargo, al envolverse entre todas las cobijas y cobertores, lo único que halló fue un calor sofocante.
Desesperada, se puso su vestido de manta y el rebozo, saliendo a pasos pequeños para pedir a una de las mozas que le preparara la bañera con agua fría. Así pasó las primeras horas de la alborada, sumergida en una tina gélida, tiritando y maldiciendo a Estados Unidos por todo.
Al sentirse estable, salió de la bañera, y torpemente comenzó a arreglarse con un vestido negro formal. El corsé le dolió sobre las heridas de guerra y la crinolina le recordó que sus piernas luchaban por mantenerse en pie; intentó maquillarse, poniendo especial atención en sus mejillas enfermizas para darles color, aunque fuera con el polvo de rosas que Delfina le dio como obsequio.
La tarea difícil era desenredar el cabello que le llegaba por debajo de las caderas, tomándose su tiempo. No era la primera vez que hacía su largo ritual de peinado, pero le daba una rara sensación recordar los miles de consejos de las damas del virrey para mantener unas ondas perfectas.
Su cabello no era tan complicado de manejar como el de Colombia, cuyos rizos marcados eran preciosos a su consideración. Pero las niñeras de la que alguna vez fue Nueva Granada, la hicieron llorar por tener aquella melena tan densa, aunque en ocasiones tuviera que suprimir sus lamentos para no asustar a una pequeña Venezuela, quien veía aquello con horror.
México trenzó su cabello largo por última ocasión, dudando al mirar la navaja que debería de entregarle a Estados Unidos para que se lo cortara de tajo. No podía con la humillación de oír la risa de su rival, estirándole el pelo y luego trasquilarlo.
Sin más, tomó el mango de la cuchilla y poco a poco, comenzó a deshacerse de gran parte de la trenza. Tras escuchar un golpe pesado sobre el piso, supo que ya estaba hecho. Chilló de horror al ver su reflejo, descubriendo que las ondas de su cabello apenas le llegaba por debajo del hombro.
Agachó su cabeza y se tragó los sollozos al morderse los labios, recordando el tiempo en que invirtió en maquillarse para verse lozana. Con lo que restaba de dignidad, cerró la trenza cortada con un segundo listón, luego se cubrió la cabeza con un rebozo, sin saber si se ocultaba del mundo o de sí misma. Por último, se colocó las gafas sobre el puente de la nariz.
Se miró al espejo, acomodándose los últimos detalles del vestido cuando llamaron a la puerta de su recámara, siendo la señal que era hora de partir hacía la villa.
Uno de los mensajeros de Estados Unidos la acompañó, aunque no intercambiaron palabras en todo el trayecto más que el saludo obligatorio; México sentía la mirada sorprendida y temerosa del joven.
Se preguntó si su estado de salud se veía reflejado en sus lentos pasos o en las bolsas bajo sus ojos, pero al llegar al lugar, Dolores no pudo evitar hablarle al muchacho.
—¿Ocurre algo? —la pregunta sonó tan dura como el golpe de un látigo.
—Nada, sólo que estoy un poco confundido —admitió avergonzado el mensajero—. Mister Jones dijo que usted sería grosera y berrinchuda.
—¿Eso te dijo él de mí? —levantó una ceja, patidifusa—. Cómo se nota que no me conoce —murmuró en tono aburrido—. Bueno, muchacho, gracias por acompañarme.
—De hecho, me mandaron pedir que la llevara hasta la oficina donde la espera Mister Jones —explicó a modo de disculpa.
México y el joven pasaron al lado de la oficina en la que Nicholas Trist y los comisionados de paz mexicanos firmaron el acuerdo. Ni siquiera tuvo tiempo de adivinar lo que sentía cuando llegaron a una habitación cercana.
Dolores tragó saliva, echó los hombros atrás, manteniendo una postura firme. Colocó sus manos hacia el frente, igual que le indicó alguna vez la institutriz sobre cómo las señoritas debían caminar, y entró a la oficina donde su rival la esperaba con una expresión que no supo descifrar.
—Vaya México, sí que has envejecido desde que vivo contigo —dijo Alfred a modo de saludo, con burla inyectada en cada palabra.
—Siempre voy a ser mayor que tú, no lo olvides —comentó aburrida, haciendo amago de sonreír—. Eso también incluye tener más madurez, por lo visto.
—Esperaba que no fueras a venir, granny (abuelita) —Alfred continuó con mofa, caminando con una seguridad que amenazaba—. No trajiste más comida envenenada, ¿cierto?
—¿Podemos firmar nuestra parte del tratado de una vez? —Dolores le apuró cansina, aferrándose al rebozo como un escudo.
—No, hasta que admitas dos cosas —le retó, señalando la punta de la nariz de la morena con su índice—: La primera, que por fin te rendiste ante mí, Estados Unidos, y la segunda, es que el nuevo tratado no cambiará nada nuestra relación. Lo sabes.
La mexicana parpadeó varias veces. Tenía que ser una broma, pero muy en el fondo, supo que toda esa charla era para desestabilizarla de nuevo.
—No me digas que… ¿nos obligarán a casarnos? —musitó con sorpresa, sintiendo que las paredes de la habitación la encarcelaban. Alfred soltó una de sus ya conocidas carcajadas.
—Por suerte para ambos, no —se explicó tomando asiento frente al escritorio que los separaba.
La mexicana se llevó una mano al pecho. Suspiró de alivio, sabiendo que no estaría forzada a vender su libertad por un compromiso arreglado. Sin embargo, la risa burlona del norteamericano la devolvió a la realidad. Aún había un asunto que atender.
—El tratado dice que aceptarás tu rendición, firmaremos la paz, nuestra frontera natural será la del Río Bravo… —enumeró pacientemente, trazando una línea en un mapa sobre el escritorio.
—¡Eso ya lo sé! Leí el mismo acuerdo de Trist —se quejó Dolores, llevándose las manos a la cintura—. ¿Puedes explicarme a qué chingados están jugando tus superiores?
—México, seguimos siendo vecinos, es cuestión de negocios y estrategia mantener una amistad —le explicó el rubio con una sonrisa ufana—. Acepto tus disculpas por querer envenenarme.
—Pues yo no recuerdo que te hayas disculpado por querer dispararme —la trigueña alzó las cejas y rodó los ojos— No pienso fingir que tengo una relación contigo, ni mucho menos que pienses que soy una extensión tuya… ¡sigo siendo los malditos Estados Unidos Mexicanos!
—Yo creo que más bien eres los Estados Divididos de México —recalcó Alfred con superioridad. Juntó sus palmas, llevándose la punta de los dedos a los labios—. Es simple, nada de esto hubiera ocurrido si hubieras aceptado la independencia de Texas —sus palabras sonaron como un cuchillo dando vueltas dentro de una herida ya hecha—. Remember the Alamo.
—¿Qué tanto es un discurso tuyo y que otro es parte de lo que te susurra James K. Polk en tus oídos llenos de cera? —Dolores se cruzó de brazos, dejándose caer sobre el asiento frente a él.
Alfred aprendió a jugar a las cartas. Sabía que en el póker se debía mantener un semblante serio para no mostrar que tan bien o mal se encontraba la baraja en sus manos. Si ponía atención, Dolores habría bajado sus cartas, mostrando que tenía una mejor jugada que la de él.
—No me siento orgulloso de lo que hice —miró a otro lado, como si decirlo en voz alta lo hiciera menos cierto—. Ambos prometeremos resolver los siguientes conflictos que tengamos sin guerras, lo dice el tratado.
—¡Ja! tendría que ser tan ilusa para creerte —soltó socarrona, hasta que una risa seca, acompañada de tos, salió de sus labios.
—No estoy mintiendo —el joven se tronó los dedos.
—Alfred —alegó, sintiendo que con decir su nombre humano quería vomitar—. Yo te di muchas oportunidades, creí que lo que decían de ti eran mentiras —Dolores negó con la cabeza—. ¿Recuerdas esa vez que España te vendió Florida?
—Sí, pero ¿eso qué tiene que ver? —preguntó, confundido, encogiéndose de hombros
—El Virrey y Antonio me advirtieron de tu necedad —confesó, decepcionada, agachando la cabeza—. Porque tus hombres llevaban años insistiendo en querer comprar tierras de la Corona Española —reclamó al apuntar su dedo sobre el mapa. El papel crujió bajo su dedo como si también recordara lo que él intentaba olvidar—. ¿Y sabes? Ese día que viniste a verme, yo estaba feliz por ti.
En aquella ocasión, Dolores leía en voz alta un poema que rescató de Sor Juana Inés de la Cruz para Xochiquetzal. En esos momentos, la moza era una joven enamoradiza, con el corazón roto y la tristeza de saber que su pretendiente eligió a alguien más.
“Si al imán de tus gracias, atractivo,
sirve mi pecho de obediente acero,
¿para qué me enamoras lisonjero
si has de burlarme luego fugitivo?”
—¡Ay, Dolores! —se quejó Xochiquetzal entre lágrimas— ¡En vez de animarme, me hace pensar más en Martín! —sollozó la joven—. ¡¿Por qué se tenía que casar con esa, esa… muchachita rica?!
—Pero no llores, Xochitl, ni quien quisiera a ese gachupín desabrido e infiel —se burló la aludida, sentándose sobre el borde de la cama para abrazar a su amiga—. Habiendo tantos hombres mejores que él.
Un mensajero del Virrey llamó a Nueva España para ir a atender un asunto urgente. Su doncella se quedó en la habitación limpiándose las lágrimas, en lo que ella se dirigía a la oficina principal del caserón.
—¡Nueva España! —exclamó desesperado su jefe—. Han venido unas personas muy importantes de Estados Unidos. Siguen insistiendo en comprarnos algunas tierras, pero tenemos que esperar a que España tome una decisión.
—Bueno, pero eso no debería de preocuparnos a nosotros —musitó confundida, jugueteando con la punta de los guantes—, más sí el Jefe España está reconsiderando la oferta.
—¡No lo entiendes! Ya es la quinta vez que vienen a negociar —exclamó preocupado, tomándola de los hombros—. ¡Incluso vino su nación representante a decirmelo en persona!
—¡¿Qué, en serio vino él mismo?! —chilló sin contener la alegría. Se disculpó, llevándose una mano a los labios.
—¡Sí, pero por favor! Trátalo con mucho cuidado —le señaló el Virrey, temeroso—. No prometas darle ni una tierra… —suplicó angustiado—. ¡Anda, niña, ve a atender al invitado y no nos hagas quedar mal!
Dolores quería tomar sus enaguas y correr hacía la sala dónde la esperaba su viejo amigo. Habían pasado décadas desde la última vez que se vieron, y lo último que escuchó de Trece Colonias fue que se independizó.
Al llegar a la habitación, se asomó con cuidado, entró sin hacer ruido con sus tacones, observando la espalda de Alfred, quien se encontraba sentado con la vista hacía la plaza frente a la casona. Por un instante sintió miedo, temiendo que él no la recordara.
Dolores se colocó detrás del asiento. Sonrió divertida y le tapó los ojos a su invitado con aire infantil, olvidándose por completo de las indicaciones precisas del Virrey.
—¿Quién eres? —preguntó con una voz más gruesa de lo que recordaba.
—¿Te viene a la mente la vez que te caíste al río jugando a los piratas? —musitó risueña—. Lo confieso, yo te empujé ese día.
—¿Dolores? —Alfred le apartó las manos, observándola con sus azules llenos de nostalgia.
—¿Pues quién más vive aquí? —bromeó abrazándolo por encima de los hombros.
—¡Cielos, has crecido demasiado! —exclamó sorprendido, al descubrir que el paso del tiempo también la afectó. Verla sonreír le quitó años de encima. Por un instante, no era Estados Unidos, solo era ‘Alfred’—. Incluso tu cabello se ve más largo.
—Tu también has cambiado mucho, pero supongo que siempre voy a ser más alta que tú —mencionó orgullosa.
Antes de que pudiera tomar asiento delante de su amigo, Alfred se levantó de la silla, estirándose cuán largo era. Dolores caminó dos pasos hacia atrás, asustada por la diferencia de estatura entre ambos. Si se quitara los zapatos, muy apenas su cabeza le rozaría el hombro. No era solo su estatura lo que había cambiado… era el modo en que el mundo lo miraba.
—¡Santo Niño de Atocha! —chilló sorprendida—, ¿Cómo es que tú…? No, tuviste que haber tomado leche bronca directo de la vaca.
—¿Ahora quién es la pequeñita? —se rió escandalosamente, sobando la cabeza de su amiga hasta despeinarla—. ¡Te ves demasiado chiquita desde aquí arriba!
—¡Basta! ¡Ni que fuera tanta diferencia! —se quejó, quitándole la mano de encima—. Me desacomodas los lentes.
—Eso es nuevo, ¿son los que te trajo España? —la observó, interesado.
—¿Cómo sabes que él me los trajo? —parpadeó atónita.
—Tengo contactos con la Corona Española —Alfred le explicó entusiasmado, pero luego carraspeó—. Sobre ese asuntito, vine a visitarte porque necesito un favor tuyo.
—¿En serio? —fingió ignorancia, caminando hacía el balcón con vista a la plazoleta. Su amigo le siguió los pasos—. ¿Y ese favor me lo pagarás ayudándome con mi independencia? —mencionó juguetona.
—Tiene sus ventajas —Alfred sonrió confiado, apoyando los hombros sobre la barandilla.
—Entonces, dame armas —se rió Dolores, tomando una de las flores de la enredadera entre sus dedos—. Quizás le regale a España un golpe de estado.
—No te creo capaz —la retó con aire divertido.
—Te podría sorprender más de lo que crees —se llevó los brazos a la cintura, segura de que lo decía en serio—. Mira, mejor déjame mostrarte los cambios en la ciudad.
Dolores volvió a su habitación por un abanico de mano y su sombrero para cubrirse la cabeza, pidiéndole a Xochiquetzal que la acompañara pero no tan de cerca.
—Esa mirada no es por cualquier asunto —mencionó bromista Xochiquetzal—. ¿Y ahora por qué vamos a usar la misma estrategia de cuando me veía con Martín?
—Quedé en mostrarle a un amigo la ciudad —le explicó, acomodándose el sombrero a las carreras—. Ya ha estado aquí antes, pero tengo que ponerme al día con él.
—Pues “amigo, amigo” no me suena y menos por la sonrisota con la que entraste al cuarto —le dió una palmadita antes de entregarle el ventalle—. Pero está bien, es momento que te cobres todas las que te debo, Lola.
Dolores se rió, negando con la cabeza. Nunca pensó que sería ella quien necesitara consejo, o en este caso, un empujoncito; al llegar al vestíbulo, la joven colonia atrapó a Xochiquetzal observando atentamente a Alfred, quien la saludó de forma carismática.
—¿Ya te olvidaste de Martín? —se rió en voz baja Dolores.
—¿Quién es Martín? —sonrió pícara la dama.
—¡Ay Xochitl, qué voy a hacer contigo! —negó con la cabeza, divertida—. Le haces honor a la diosa con la que compartes nombre.
—¡Claro que no! —se cubrió con el paisaje del abanico para hablar en secreto—. Su amigo es de muy buen parecer —admitió con aire soñador—. Si tiene un hermano, me lo presentas.
—No dirías lo mismo si lo conociste picándose la nariz de niño —cuchicheó haciendo una mueca de asco.
—¿De qué tanto hablan? —preguntó Alfred, sin entender ni un poco la conversación entre ambas jovencitas.
—Nada, que Xochitl es bien chismosa —mencionó Dolores con guasa, recibiendo un empujón amistoso por parte de su amiga.
Los tres salieron a recorrer la capital del virreinato con aire alegre. Alfred se encontraba más energético de lo normal, preguntando por cualquier cosa que llamara su atención.
La diferencia de estilos en los edificios cantera y del paisaje tan variopinto en aquellas tierras, le pareció una explosión de colores. Era tan distinto a su mundo, pero en ese momento, Alfred no deseaba estar en ningún otro lugar
No era que sus dominios fueran simples. Como le había dicho Inglaterra, no era necesario tanto adorno para hacerlo funcional y acogedor.
Pasaron por un mercado para comprar algo de fruta fresca y Dolores lo guió hasta un parque de grandes árboles, con Xochitl sentándose en una banca contigua para darles espacio. En aquel momento, el mundo era tan sencillo como asientos compartidos y el sol en los ojos.
—Te traje aquí porque necesito hablarte de algo muy importante —musitó la jovencita, luego de indicarle que la acompañara a sentarse a su lado sobre la banca de piedra.
—¿Qué ocurre? —la miró, animoso.
—Me estoy juntando con rebeldes que leen poesía con ideas revolucionarias y están a favor de la independencia —cuchicheó, temerosa—. Los criollos dicen que el Rey de España necesita apoyo de todos en la colonia contra los franceses, pero la gente está cansada de la esclavitud.
—¿Y ocupas armas? —preguntó, llevándose una manzana a la boca, interesado por la conversación de su amiga—. Tienes mi apoyo para todo lo que necesites.
—Sí y gracias. También, si puedes compartirme técnicas de guerra será de gran utilidad —pidió más tranquila.
—¡Por supuesto, deja que el héroe se encargue de eso! —se señaló orgulloso—. ¿Pinkie promise?
—¡Pero no grites, caramba! —chistó Dolores, luego entrelazó su dedo con el de Alfred—. Por el meñique.
—Ya que estamos confesando secretos… —sonrió el norteamericano, acomodándose sobre el asiento—. Mis jefes quieren expandir más mis tierras y, no sé, ¿crees que puedas venderme Florida? —lo dijo con la misma ligereza con la que una vez pidió compartir su merienda.
—Lo veo complicado —se excusó, nerviosa, tratando de disfrazar su sobresaltó al esconder sus ojos bajo el sombrero—. Esas tierras no me pertenecen. Deberías de volver a hablar con España.
—¿Y tú no puedes interceder por mí? —indagó Alfred, manteniendo un aire alegre.
—No, no me corresponde, lo siento —se disculpó, intranquila, agitando su abanico con nervios—. Si fuera por mí, podríamos llegar a una negociación justa.
La chica tamborileaba sus dedos sobre la banca de piedra, esperando impaciente que Alfred dijera algo más sobre el tema, pero él sonrió, quitándole importancia al asunto y hablando sobre invitarla algún día a sus tierras; por un momento, la joven colonia suspiró aliviada, suponiendo que Estados Unidos simplemente seguía siendo él mismo sin importar las demandas de sus superiores.
—¿Ves? ¡Eres una mentirosa! —repuso Alfred, devolviendo a ambos a su debate presente—. Sólo tenías que permitir la anexión de Texas.
—¡Pero nunca hubo una negociación justa! —Dolores le reclamó, indignada—. La única condición de dejar entrar a tu gente, era si respetaban las reglas, lo prometiste… ¡Y todavía querían seguir teniendo esclavos! —golpeó la mesa con la palma de la mano—. ¿O acaso olvidaste que también me ayudarías a comprar mi rancho? Yo no tengo ni siquiera una mendiga casucha en Torreón o en Montemorelos, Alfred —le reclamó
—¡Tú fuiste la que inició un drama de todo este asunto! —insistió golpeando su índice sobre el mapa— ¿Olvidaste que tus soldados se fueron a las armas por querer que tu frontera comenzara desde el Río Nueces?
México se quedó callada, no importaba de quién había sido la culpa, al final, seguían dando círculos sobre el mismo tema… y nada iba a regresar a como eran antes.
Aunque no quisieran admitirlo, ambos estaban heridos por las palabras, las muertes, la traición y las promesas sin cumplir.
—Sí, quizás te subestimé —admitió Dolores a regañadientes, bajando la mirada—. No pensé que fueras superior a mí en fuerza —aclaró molesta, tomando la hoja del tratado y la pluma para firmar—. Aceptaré todo, incluso que me rendí….
—Me alegra que hayas aceptado —el rubio se inclinó apenas hacia ella, como si quisiera quedarse con esas palabras. Pero lo que vino después, fue inesperado.
—Pero nuestra amistad será simplemente diplomática. No te he perdonado por nada de lo que hiciste —sentenció la joven trigueña con frialdad.
—¡No, Dolores, escucha! —suplicó desesperado, percatándose de la dureza en la mirada café.
—No, ya hiciste suficiente —ordenó con frialdad.
—¡Pero Dolores! —insistió.
—¡No, Estados Unidos! —bramó, levantándose de su asiento—. No tiene sentido seguir con esto.
Tras aquello, la mexicana se quitó las gafas, las cuales representaban a Texas, poniéndolas sobre la mesa. Luego le entregó al rubio algo pesado envuelto en una tela bordada, que al momento de descubrir, resultó ser la trenza con el cabello que se cortó; Alfred no se atrevió a tomarla de inmediato. Sabía que si la tocaba, todo lo demás se le iba a escapar de las manos.
—No, Dolores —suspiró, conmocionado.
Para confirmar lo evidente, la aludida deslizó el rebozo de su cabeza, mostrando su cabello cortado. Parecía incómoda por la mirada indescifrable del joven, que se volvió a cubrir.
—Ya terminamos —Dolores caminó hacía la puerta, con la misma seriedad con la que llegó al recinto, sin dedicarle ni una última mirada a su rival de guerra.
—¡No, espera! —pidió Alfred, desesperado—. Recuerda nuestra promesa, Pinkie Pro…
Pero en vez de entrelazar su dedo, la joven le soltó una fuerte bofetada en la mejilla. La latina suspiró, no se suponía que debía hacer eso tras firmar el tratado. Cerró los ojos ahogando sus disculpas, esperando alguna represalia al sentir la proximidad del estadounidense, pero él sólo se limitó a abrirle la puerta.
—Lo entiendo —murmuró con un hilo de voz.
—Sí, con su permiso —se despidió la muchacha, gélida.
Dolores salió de la residencia con apuro, tratando de asimilar lo que pasó. Por la adrenalina y la confusión, ni siquiera se percató que corrió todo el tramo de regresó a su posada, hasta que un ataque de tos interrumpió sus pasos apresurados. Por alguna razón desconocida, el joven mandadero la siguió.
—¿Miss Hernández? —preguntó el chico, jadeando por la carrera—. ¿Se encuentra bien?
—¿Por qué me seguiste? —musitó ella a la defensiva—. No pienso conspirar contra nadie.
—No se trata de eso. —comentó, temeroso—. Es que, desde que la acompañé, se veía mal.
—Sí, todo está en orden —exhaló, cansada.
—No se ve nada bien —repuso.
—Yo solo estoy enferma —explicó con pesar, aunque unas lágrimas comenzaron a inundar sus ojos.
—Miss…
—¡Yo no quería que nada de esto pasara! —sollozó Dolores, liberando el peso de tantos días de incertidumbre—. ¡Perdí muchas cosas durante estos años, que lo que menos esperaba era que un amigo me traicionara de esta forma!
No podía seguir con la cabeza en alto, no después de la vergüenza por perder más que solo territorios. Si tan solo nunca hubiera tenido una relación tan cercana con Alfred, no sentiría esa extraña opresión en el pecho.
De nuevo, volvía a estar sola, en un mundo que la consideraba tan pequeña que no se merecía un lugar para mostrar su valor. Con la responsabilidad de cargar con el peso de ser una nación libre, y seguir, sin ser la mitad de fuerte que alguna vez fue el Imperio Mexica.
Y mientras el mundo giraba, ella volvió a toser, como si el cuerpo tampoco quisiera sostenerla ya.
Notes:
Hola gente, ¿cómo están?
Si llegaron hasta aquí, les quiero dar las gracias por acompañarme en el inicio de esta dramática historia.¿Qué les parecieron estos cuatro capítulos? Para mí fue una montaña rusa escribirlos (aunque el capítulo 3 no sentí que me quedara tan bien como este T_T).
¿Qué opinan de la introducción de Dolores como OC? No sé si a otras escritoras les pasa, pero cuando creas a un personaje, parece que este te guía para que cuentes su historia. A veces se me aloca un poco y toma decisiones impulsivas… pero bueno, yo la diseñé así.
En otro tema, admito que es muy difícil mantener a Alfred/USA de Hetalia in canon, luego de todo lo que investigué sobre las políticas estadounidenses que forman parte de su mito fundacional. Al final, por más que algunos fans repitan que Hetalia “va de una sátira de estereotipos”, no se puede separar la geopolítica (y mucho menos la historia) de los personajes. Considerando que algunos chistes canónicos se burlan de eventos históricos o parodian las actitudes tontas que tuvieron los ejércitos o los gobernantes. Por algo se llama “Hetalia”.
Datos y curiosidades históricas:
(Sí, ese nombre se queda)1. El Tratado de Guadalupe Hidalgo
Es el nombre del acuerdo de paz que se firmó el 2 de febrero de 1848. México cedió más del 55% de su territorio a Estados Unidos, y como lo dice su nombre, se firmó en la villa de Guadalupe Hidalgo, donde hoy se encuentra la Basílica de Guadalupe.2. “Remember the Alamo”
Fue el grito de guerra que inspiró a los tejanos en la Batalla de San Jacinto, donde obtuvieron su libertad de México. La toma del fuerte El Álamo es el episodio donde los estadounidenses (en especial los tejanos) consideran que Santa Anna fue un sádico…3. El poema de Sor Juana Inés de la Cruz
En el capítulo se cita una estrofa del poema “Contiene una fantasía contenta con amar decente”. El poema habla sobre seducción, abandono y desengaño.
¿Ustedes creen que describe cómo se siente cierta mexicanita? Jeje 😉4. Estados Unidos y la compra de Florida
La compra de Florida ocurrió en 1819 mediante el Tratado de Adams-Onís. Los estadounidenses convencieron a España de vender ese territorio, aunque para el gobierno español, que pasaba por una crisis económica y política por su guerra contra Francia, no fue un buen negocio.La escena en la que Alfred le pide apoyo a Dolores es una licencia creativa que me tomé para mostrar que Estados Unidos ya tenía una visión expansionista, y para reflejar la fe ciega que el mundo (en especial México, años después) tenía en USA.
5. ¿Quiénes eran los rebeldes a los que se refiere Dolores?
Es un guiño a la Conspiración de Querétaro, conformada por Miguel Hidalgo y Costilla, Ignacio Allende, Josefa Ortiz de Domínguez, su esposo Miguel Domínguez, Juan Aldama y Emeterio González. El grupo se disfrazaba de tertulia literaria para pasar inadvertido.6. ¿Cuáles eran las reglas que debían cumplir los estadounidenses al vivir en el norte de México?
En el capítulo 2 mencioné que el gobierno mexicano impuso condiciones para que los estadounidenses vivieran en el antiguo norte de México. Las más importantes eran:
1. Convertirse al catolicismo.
2. Aprender español.
3. Abolir la esclavitud.
Como ya saben… no les hicieron mucho caso.Ay, voy a extrañar actualizar el fanfic en días seguidos 🙁… ¡pero no se preocupen! ¿Recuerdan que les dije que publicaría cada dos semanas? Es mi palabra de honor.
Y si algo me ha enseñado Promesa de Enemigos, es que no quiero que una trifulca me persiga con palos y piedras por no actualizar (ok no, pero me encanta hacerle bullying literario a Alfred… es mi fav 💙).
¡Nos estaremos leyendo dentro de dos fines de semana más!
— Tori
Chapter Text
“No tenemos ya
Más nada que decirnos solo adiós
Así es que déjame y vete ya”
Déjame vivir - Rocío Durcal.
El tiempo avanzaba con su propio ritmo, a veces siendo sanación, otras tantas enseñando lo que es la paciencia… pero jamás podría hacer olvidar las heridas con olor a pólvora, aunque estas ya sean cicatrices.
Eso lo entendía muy bien México. Su situación no mejoró después de firmar el tratado. Las guerras internas seguían ahí, sin nadie que se pusiera de acuerdo sobre cómo liderar a un país que, apenas se independizó, no tenía un rumbo definido.
Dolores, harta de todo el asunto, insistió a sus superiores que, si no buscaban una solución pronto, volverían a tener un problema económico. Sin embargo, tanto Santa Anna como ella mantenían la moral tan baja, con la diferencia de que el actual presidente, al que apodaron “El Quince Uñas” por la pérdida de su pierna, decidió abandonarse en sí mismo
—¡Fracasé como militar y como tu gobernante, México! —exclamó el hombre, viendo con pesar a la representante de su nación. Ocultó la cara entre sus manos, con los codos puestos sobre el escritorio.
Dolores estaba de pie, firme, como un soldado esperando que su coronel diera la orden de retirada. A pesar de mostrarle indiferencia en su rostro, había algo en aquel hombre que le conmovía. Y odiaba preocuparse incluso por el presidente que había abandonado al país no una, sino miles de veces.
—Y no olvide que vendió nuestras tierras al mejor postor —dijo cruzándose de brazos. Caminó dos pasos al frente. Frunció el ceño, intentando entenderlo aunque no había respuesta—. Mire, Don Presidente… Si algo sé de mi gente, es que los hombres no se rajan —habló entre dientes, pues ya conocía las mañas de su gobernante—. Y si tuvo valor de dejar corazones rotos en plena guerra en Texas, también lo tendrá para responderme —suspiró y dejó caer las manos a sus costados—: ¿Está seguro de lo que va a hacer?
El silencio se construyó como un muro invisible entre ellos. La distancia entre el gobierno y el pueblo estaba latente en el aire. Santa Anna bufó y miró a México, con esa sonrisa de reconocimiento que solo se le ofrece a alguien a quien no se puede ofrecer disculpas, porque quizás, nunca las acepte.
—Seguro de que en otras manos vas a estar bien —reflexionó desganado—. Por eso te cité hoy, para despedirme de ti… voy a renunciar a mi cargo como presidente.
—Gracias a Dios —suspiró Dolores, pero se recompuso al ver que su superior bajó la vista hacía el escritorio frente a ellos. Ella tragó saliva e hizo aspavientos con las manos—. ¡Quiero decir! Lo lamento mucho…
—No, no, México, el que lo lamenta soy yo —se aclaró la garganta, interrumpiendo a la joven representante de la nación—. No eres la única ‘Dolores’ a la que he fallado.
—No meta a su esposa en esto —recalcó la representante, rodando los ojos—. Suficiente disgusto debe tener con la idea de irse, supongo.
México retrocedió dos pasos atrás y reconoció el retrato de la joven señora del presidente ya descolgado de la pared. La mujer de la pintura parecía la misma imagen de alguna emperatriz europea. Sin embargo, el cuento de hadas que le vendieron se esfumó, igual que la fe en el gobierno de Santa Anna.
—No sabía cómo dirigir y mi propia ambición nos llevó a la ruina… honestamente, todos estarían mejor sin mí.
Dolores no tenía palabras para reconfortar a aquel hombrecillo. Un militar fuerte con años de experiencia, disminuido a la nada. Suspiró con pesar, sabiendo que era inútil ofrecer consuelo a quien no lo merecía.
Para el doce de agosto de 1855, Antonio López de Santa Anna se fue a escondidas de la capital, anunciando su renuncia como presidente de la República. México, como ya tenía acostumbrado, se enteró días más tarde que se exilió desde Veracruz.
Al comprar el periódico, para leerlo en voz alta a Delfina y demás personas en el comedor, la noticia les cayó a los ahí presentes con tan poca gracia que solo soltaron una grosería, un bufido o negaron con la cabeza.
La tinta seguía tan fresca, como el anuncio saliendo de los labios de Dolores. Recordó la conversación días atrás con Santa Anna. Como ya era clásico de él, se fue a hurtadillas, por la puerta de atrás.
—Tampoco es como que lo vayamos a extrañar mucho —Delfina frunció los hombros mientras barría el patio—. ¿Y no hay otra cosa más amena?
—Pues no, solo más noticias tristes que podría usar el periódico de pañuelo —Dolores lo hojeó, aburrida—. No, ni maíz paloma.
—Pos ya qué…
Ese día despidieron al último cliente con un intento de sonrisa. México lanzó una moneda de propina al aire y la atrapó, rezando porque la suerte dejara de hacerle el feo, aunque fuera con unos cuantos ‘pesitos' más, sobre todo porque llevaba un mes de atraso con la deuda de Francia.
—Antes de ponernos a limpiar, ¿por qué no lees la novela que me regaló una de mis nueras? —sugirió Delfina tras agarrar una silla y suspirar—. Me quedé picada con que si Luis Adolfo Solís ya va a ir a hablar con Don Antonio Beristaín para pedir la mano de María Matilde —comentó risueña la mujer—. ¿A ti no te parece un encanto ese Luis Adolfo? Si supiera leer ya me hubiera acabado el libro.
Dolores sabía de qué novela hablaba, por lo que regresó al interior de su casa. En el mueble de su tocador estaba aquel libro de romance. Le pareció curioso cómo ese tipo de lecturas eran consideradas ‘pecaminosas’ por hablar de los sentimientos de las mujeres, o una distracción para las finas criollas de la Nueva España.
Quién diría que aquellas damas, incluso ella en su momento, guardaron fragmentos de romances tórridos en libretas, misales, hasta en la biblia, al lado de algún texto que recordaba la virtud. Era una sensación pequeña de libertad, de tener el conocimiento de la lectura. Soñar con otras vidas, rebelarse en silencio.
Ahora que era independiente, le daba algo de pena ser la única mujer que pudiera leer de corrido. Se sentía gustosa por compartir la novela ‘Lo Que la Guerra me Quitó’ con las demás vecinas, en sus ratos de descanso. A pesar de la emoción y las risitas que soltaban, al escuchar las palabras de amor entre María Matilde y Luis Adolfo, podía ver en sus ojos el deseo por entender más.
Caminó de vuelta al patio, con alguna melodía alegre en la mente, que escuchó esa mañana al ir por el periódico. Hasta que una risa familiar, acompañada del saludo cortés de Delfina, le recorrió cada vértebra con horror.
El ambiente se sintió pesado. El viento traía polvo viejo de algún lugar recóndito, de la parte incómoda de su historia como nación. Sus temores fueron confirmados por los gruñidos de Pulque, su xoloescuincle, y se esperó lo peor.
Avanzó con la curiosidad de un gato, tras dejar el libro sobre la mesa de la cocina, y se quedó de piedra al ver a ese hombre de piel tostada por el sol, el cabello castaño de un tono más claro que el suyo, y los ojos que recordaban a las hojas del olivo, antes fascinantes que ahora le daban pavor.
—¡Dolores, pero qué… gusto volver a veros! —tosió el representante de España, tras mirar con confusión a su antigua subordinada.
—¿Acaso no tienes telégrafo, cabrón? —le saludó, cruzándose de brazos—. ¿Vienes a visitarme por la nostalgia o por qué Lovino te dio una patada en la cola? —alzó una ceja, jugaba con la moneda entre los dedos antes de guardarla en el morralito que le colgaba de la cintura.
—No, vengo a hablar contigo y darte mi más sentido pésame. Ya sabes, por la pérdida de tus territorios —Antonio le extendió un ramo de dalias, lo que hizo a Dolores refunfuñar.
La mexicana apartó las flores de su rostro, y recorrió con desagrado a su antiguo jefe. Dedujo que los ropajes del hombre eran de los últimos mejor conservados entre los ajuares elegantes.
—Oh, Toño, acabas de llegar siete años tarde —sonrió con mofa, dando varios pasos al frente—, y eso que el hermano pelirrojo de tu propio gringo, fue el único en levantar la mano por apoyo… ¿Te suena el batallón de San Patricio?
—Bueno, tuve problemas con Cataluña y los carlistas… —titubeó, rascándose la nuca—, tú sabes mejor que nadie que hubiera dado mi total apoyo a la Nueva España.
Antonio masculló una grosería, viendo que el ceño fruncido de Dolores le marcó dos líneas en la frente. La muchacha le arrebató el ramo de dalias y con este, lo amenazó.
—¡Detén un momento tus caballos! —Dolores bramó, golpeándolo con las flores mientras hablaba—. ¡Vuelve a decir algo sobre la Nueva España, y te pongo sobre el carajo más alto de cualquier buque de regreso a tus tierras!
—¡Lo siento, todavía no me acostumbro a que te hubieras independizado! —chilló, poniéndose de rodillas, lo que sorprendió a la joven—. Tan solo míranos ¡Estamos liándola parda! ¿No queréis volver al amparo de mi imperio? ¿A los días donde vestías con la más fina seda?
Doña Delfina observaba en silencio, igual que Pulque y Titán, el chihuahua de Dolores, que ladeó la cabeza con curiosidad. Incluso los perros parecían mirar con lástima al español, quien aferraba sus puños a las faldas rojizas de la mexicana.
—Antonio… Ponte de pie, cabrón —masculló la mexicana, jalándose las enaguas con vergüenza.
—Pero si todavía recuerdo cuando eras una cría… —sollozó, con lágrimas bajando por su cara—. Jugabais con los mapas, decíais que un día trazaríais vuestro propio rumbo… ¡y no esperaba que lo dijeras en serio!
La muchacha se mordió los labios en un intento por no reír. Uno de los parches en la ropa del español se reventó por el movimiento, lo que hacía parecer más desesperado por su situación. Lo comprendía, sí, sin embargo quería mantener la dignidad.
—Mija, yo creo que mejor me voy y ya luego nos vemos —se despidió Delfina, un tanto azorada. Se fue murmurando—: No creí que Dolores fuera más vieja que yo…
“¿Cómo que vieja?” Pensó la joven, frunciendo el ceño. Una vez que la abuelita se retiró, Dolores tiró de los brazos al ibérico para ponerlo de pie, y sacudirle la ropa, notando que la zona de los codos y las rodillas estaban remendados con un parche de un tono de rojo distinto al traje.
—¡¿Ya viste lo que provocaste, pendejo?! —exclamó furiosa—. Mi mejor amiga humana está teniendo un colapso por tu pinche espectáculo.
—¡Lo siento, de verdad! —lloriqueó—. Pero desde que hiciste tu berrinche por independizarte, me volví la burla de toda Europa… —luego, Antonio se quedó mirando al horizonte—. Yo era el imperio donde no salía el sol. Tenía oro, tomates y tantas riquezas, que ahora soy la sombra de lo que solía ser.
—Por culpa del pinche francés —le recordó Dolores, dándole un último golpe con el ramillete de dalías desecho—. Te dije que tuvieras cuidado con tus alianzas, pero bueno, supongo que al ser demasiado joven para “entender los asuntos de los hombres” no me quisiste escuchar— comentó irónica, llevándose las manos a la cintura—. Ahora, si me disculpas, tengo que lavar los cazos, porque le debo dinero… al pinche franchute.
México se giró para ir a sacar las cazuelas al patio, pero España la siguió, como si fuera el santo patrón de las ollas sucias. Pues ni así, el hombre entendió que no estaba de humor para seguir discutiendo.
—Bueno, ¿no tienes alguna otra ex colonia que molestar? —dijo con fastidio, a la par que tallaba con fuerza la salsa de un cazo de barro.
—Perú no me habla mucho, lo mismo con Colombia, y Argentina… bueno, Daniel me dijo que está mejor sin mí —explicó con pesar, parándose frente a la mexicana.
—¿Y creíste que yo querría verte? —preguntó molesta—. Antonio, aceptaste mi independencia en 1836. ¿Por qué necesitas que vuelva a ser tu subordinada?
—Por nuestra hermandad…
Antonio reconoció esa aura oscura, pues él mismo la desprendía al enfurecerse. Nunca creyó que México heredaría su mal carácter. Dolores tenía los ojos cafés centelleando de la ira. Lo confrontó con todo y estropajo en la mano.
—¿Hermandad? ¿Le llamas hermandad a tener que cuidar a todos tus chamacos que me traías mientras jugabas al conquistador? —espetó, acercándose lentamente hasta quedar cara a cara con Antonio—. ¿Sabes lo difícil que fue mantener el virreinato y tener que ser niñera de tiempo completo de tus demás colonias?
—No tenía opción…debes entender que no podemos elegir… como países —se revolvió el cabello, caminando a un lado de ella—. No del todo.
—Sí, esa excusa ya la he escuchado muchas veces —suspiró pesarosa, aunque más bien estaba resignada—. Quizás tengas razón, pero nada cambia que me sienta mal por el pasado.
—Si hubiera sido diferente… —musitó, negando con la cabeza.
—No hubieras favorecido demasiado a Lovino, ni me hubieras querido encasillar en parecerme a ti —se apresuró a decir con los brazos cruzados—. No tengo dinero, España, y tú tampoco.
—Entiendo… quizás no debí presionar tanto —musitó, pero antes de irse, la miró con seriedad—. Tú heredaste mi furia... pero la lleváis con más dignidad que yo.
El ibérico se colocó de vuelta el sombrero y se alejó del patio, siendo conducido por la trigueña a la salida de su propiedad. Igual que como llegó, se fue sin decir nada más; Dolores relajó los hombros, regresando a su trabajo de dejar limpio el lugar, mientras el sol se iba cayendo a pedazos detrás del horizonte.
Sin embargo, la visita inesperada de España fue un mal presagio, de esos que solo traen un problema tras otro. La situación ya la tenía con el agua hasta el cuello, otro problema más y se ahogaría.
De pronto, el sonido de la campanilla fuera de la casa hizo que la trigueña se pusiera de pie. No tenía más que un poco de asado de cerdo y caldo de pollo para servir, pero dinero era dinero. Como Delfina la dejó tras la llegada de Antonio, le tocaba atender al llamado de un nuevo comensal.
Dolores trató de poner su mejor sonrisa, olvidando lo acontecido con su antiguo jefe, y abrió la puerta de su casa recibiendo con los brazos abiertos al desconocido.
—¡Bienvenido a la Fonda de Lola! —saludó eufórica, pero la sonrisa se le borró apenas con una mirada que le revolvió las tripas de odio
—¡Qué bueno es verte con salud, México! —se carcajeó Alfred.
Dolores sintió cómo la sangre se le fue a los pies. El enojo, en cambio, le subía a las mejillas igual que la lava de un volcán; frente a ella, su viejo amigo, ahora su vecino incómodo del norte, estaba reluciente, como si la guerra no le hubiera afectado en lo más mínimo; además, el desgraciado llevaba ropa nueva que lo hacía lucir más blanco de lo que ya era su piel.
—¡¿Qué chingados haces aquí?! —exclamó Dolores, cerrando la puerta tras de sí con un golpe seco, decidida a confrontarlo en la calle—. ¿No tuviste suficiente con la compra de La Mesilla?
—Realmente no… —sonrió descarado.
Y al verla enojada, le recordó cuando eran niños y ella perdía jugando a las atrapadas. Así que alzó la mano con un dejo de ternura fingida, haciendo amago de limpiar una mancha sobre el pómulo. Sabía que eso la haría rabiar.
—¡No me toques, pendejo! —le dio un manotazo—. ¡No te quiero ver aquí! Es más: este comedor no recibe gringos.
La sonrisa burlona del norteamericano se afianzó, pero no era tan genuina. Su pecho sintió una punzada, no supo si era dolor o no.
—Oh Dolores, ¿no se supone que ‘hospitalidad’ era tu segundo nombre? —se mofó Alfred, orgulloso, irguiéndose para presumir la abundancia de sus tierras. El resultado de la Fiebre del Oro en sus ropajes nuevos.
—No para malditos imperialistas con complejo de héroes —espetó ella, dándole un empujón con su dedo índice directo al pecho—. Regrésate a la fregada, pinche pendejo.
Ella le escupió. No a su rostro, pero cerca de las botas. El mensaje estaba claro, ya había tenido suficiente después del discurso lastimero de Antonio.
Dolores se giró para caminar de vuelta a su casa, todavía con la deuda atrasada con Francia en la mente. Solo que olvidó un pequeño detalle: Alfred era más insistente que las garrapatas que tenía que quitarle a Titán en tiempo de lluvia.
—¿Ni siquiera por una propina, Dolly? —la forma en la que dijo el antiguo apodo de ella, sonó condescendiente en sus labios. Parecía que la redujo a la versión pequeña de sí misma que Alfred recordaba.
Dolores apretó los dientes y los puños. Quería girarse, golpearlo hasta manchar sus prendas. Aquello no era sólo insultante. Era como si creyera que podía comprarla a cambio de unos billetes. Pero el sonido de las monedas golpeando su alcancía de puerquito la hizo detenerse.
Una propina en dólares era más dinero para pagar la deuda con Francia. Dolores se sobó las manos. No era avaricia en sí, sino la tranquilidad de dormir una noche sin pensar en su situación económica.
Con un manierismo elegante, invitó al muchacho a pasar, aunque una parte de ella quería darle un golpe en la nuca para que se le cayeran las gafas. Muy en el fondo, se preguntaba si debajo de aquellos gestos de superioridad, se escondía el niño herido que lloraba por la partida de Inglaterra.
—Le entrego la carta, señor —ofreció, fingiendo amabilidad—. Aunque bueno, solo me quedan dos platillos: Pollo envenenado y mole con laxante —se mofó.
—Antes de ordenar, necesito pedirte una explicación —puntualizó mostrándose serio.
—No, lee el pinche menú y ordena algo, o vete al carajo —le estampó la hoja frente a la cara.
—No, no me iré —respondió, arrebatándole el papel con esa sonrisita suya. Luego se recargó más en la silla—. Ya que insistes en que compre algo, me quedaré aquí. Atiéndeme, y hazlo rápido, porque tengo hambre.
—Se nota, te has puesto tan gordo que estás a dos hamburguesas de un paro cardiaco —dijo con advertencia disfrazada de burla.
—¡Oye…! —frunció el entrecejo, pero luego la miró con suficiencia—. ¿Acaso dan propinas a los cocineros locales por maldecir al cliente? ¿o es parte de la experiencia culinaria regional? —le retó, divertido—. Sólo piénsalo, necesitas mi dinero.
Dolores estuvo a punto de usar la mesa como arma blanca sobre la cabeza de Alfred. Si fuera por ella, lo ahorcaría con el cinturón de cuero, mientras le gritaba porque no era más su protectorado, que no podía venir a hacer su ‘desmadrito’ a casas ajenas.
—Cómo sea… ¿asado de puerco? —preguntó, castañeando los dientes del coraje—. Sugerencia de la casa… para otro puerco, aunque bueno, eso sería canibalismo —dijo la mexicana sarcástica.
—La propina se está haciendo pequeñita —Estados Unidos canturreó. Estaba divertido con la situación de una forma particular—. Porque caníbal no soy.
—¿Ah no? —indagó fingiendo inocencia—. ¿Y no estuviste a punto de comerte otra nación? —le acusó, arrebatándole el menú.
—Sólo tráeme the fucking dinner (jodida comida) —el rubio rodó los ojos, hastiado. Pero apostó por hacerla hervir más—. ¡Y una limonada con mucha azúcar, sweetheart (encanto)!
Dolores se fue a servir el guiso de un enorme cazo de barro, musitando todas las groserías existentes en su dialecto. Tuvo que contar hasta tres para salir con la orden del norteamericano, si no quería arrojarle la comida en la cabeza.
—Aquí tiene su comida —dijo, sin mirarlo.
—Bueno, ahora que regresaste —masticaba con la boca abierta, como niño insolente—. Tengo que aclarar contigo algunas cosas.
—¿Qué parte de que ya no somos amigos no te entra por la cabeza? —exclamó frustrada.
—No vengo en plan de amigos, México —respondió, dándole un sorbo a la limonada, como si fuera una reunión casual.
—¿Necesitas que te recuerde que nunca te pertenecí? —susurró Dolores, con una voz tan baja que parecía conjurar demonios—. Puedes meterte el Destino Manifiesto por el…
—No, Dolores, no te confundas —le interrumpió él, satisfecho. Sabía que la tenía justo donde quería: enganchada, furiosa, viva—. Vengo a cobrarte.
—¡Ah mira, que bonito! —gritó furiosa, llevándose las manos a la cintura—. ¡¿Y yo, qué chingados voy a andar pagando tus cosas?! ¿No tuviste suficiente con haber ganado la guerra? ¿Con quitarme una mínima cantidad de tierras el año pasado?
—No, paga por tu gente —exclamó, lanzando el tenedor sobre la mesa—. Los mexicanos llenaron mi casa de ladrones, bandidos y esclavistas.
México se apartó de un salto. Pestañeó varias veces, confundida a más no poder. Lo vio doblar la cuchara de metal como si fuera algo más que acero. Supo que no estaba jugando.
—¿Pero qué chingados, Jones? —se inclinó hacia él, gritándole en la cara—. ¡Yo te advertí que esos eran tus hombres! ¡Fueron ellos quienes no querían dejar la esclavitud!
—¡Y si eso fuera cierto, me lo hubieras dicho antes! —alegó Alfred, indignado, haciendo un puchero como un niño pillado en plena travesura—. ¡Se supone que eras mi amiga!
Con esa frase, Dolores sintió algo quebrarse en su interior. "Amiga". Esa palabra fue como un fósforo arrojado a un costal de pólvora.
El platillo cayó sobre la cabeza del estadounidense. La limonada, sobre la ropa nueva. Luego, lo jaló de la parte de atrás del cuello de la camisa, arrastrándolo con fuerza por el patio, pareciendo un trapo sucio, fácil de desechar.
Alfred no puso resistencia. Apenas asimiló que una mujer de baja estatura le hubiera dado, literalmente, una patada en el trasero para sacarlo de su propiedad.
—¡Ya no eres bienvenido aquí! —gritó la joven.
El grupo de vecinas que pasaba por ahí para visitar a la mexicana se quedaron patidifusas. Habían visto a ‘Lola’ enojada, furiosa, pero nunca creyeron que tuviera la fuerza para sacar a un ‘pelafustán’, como ellas decían a los pillos, a rastras de su casa… no después de encontrarla medio moribunda tras la invasión de los estadounidenses.
—¡Ay, perdón! Es que no me quiso pagar un platillo —se disculpó llevándose las manos a la boca, con un gesto más que femenino.
—Te dije que Doña Panchita es bien buena pa’ los remedios —murmuró una de las mujeres, aún asombrada por tal hazaña.
—¡Lola, es bueno verte más recuperada! —saludó una de ellas—. Luego nos dices que te dio Panchita, es que a mi bebé no se le quita el empacho.
—Claro —sonrió Dolores incómoda—. Este… tengo que regresar a dentro, a terminar de limpiar.
Con una risa floja, la muchacha se despidió y cerró la puerta tras de sí. Debía tener más cuidado con mostrar su fuerza, si quiera vivir con la normalidad de una humana común.
Al regresar al patio, observó que Pulque traía en el hocico el sombrero que dejó Alfred. Pensó por un momento que su perro lo destrozaría. Al verla con preocupación, le acercó el objeto a la mano para que lo sostuviera.
—Ay, ¿qué chingados voy a hacer si tengo otra visita, Pulque? —dijo la trigueña mientras limpiaba las babas de perro sobre el sombrero—. Ojalá le haya llegado a Francis mi aviso disculpándome por el atraso de la deuda…
Luego miró al chihuahua, quien estaba olfateando los restos del asado de puerco sobre la tierra. El perro le movió la cola, esperando que su ama le diera señal de poder devorarse la carne.
—¡No, eso tiene chile! —le regañó con una sonrisa tierna, escuchando a Titán lamentarse ante sus palabras—. Pero te daré un huesito si viene otra vez el chingado gringo y le muerdes las nachas.
No supo si sus mascotas la entendían, pero le reconfortaba no sentirse tan sola con ellos; así que dejó de vuelta el sombrero sobre la mesa. No lo tiró, no lo quemó, solo lo dejó ahí, sin saber si lo devolvía, lo vendía o… ¿lo olvidaba? Ya se lo diría el tiempo.
Fue a buscar la escoba para retomar el aseo del patio, cuando la campanita volvió a romper sus pensamientos, temiendo que fuera Alfred, dispuesto a pelear con ella. Tomó el sombrero y caminó dando zancadas al interior de la casa. Por los acentos, supo que no podría tratarse del estadounidense… lo cual temió más.
—¡Mon cherie, sabemos que estás escondida como una petite souris (ratoncita)!
—Me lleva la fregada —masculló Dolores.
—Idiota, no seas tan burdo —le regañó otra voz masculina, con tono elegante— ¡Y más te vale que trates bien a Dolores, bloody frog (maldita rana)!
—¿Arthur? —la mexicana abrió los ojos. Si su socio venía con Francis, era porque la situación era peor de lo que esperaba.
Sin más, abrió la puerta lentamente, temiendo que Francia se paseara por el recinto como un pavo real a punto de abrir sus plumas. Sin embargo, el galo estaba de pie, con porte digno, mientras que el anglosajón lo miraba irritado.
—Buenas tardes, disculpen que me encuentren con estos trapos, pero verán… —Dolores trastabilló apurada. La mano del francés sobre sus labios la interrumpió.
—Alto ahí, mon cherie, no necesito escuchar tus excusas —exclamó Francis, abriéndose paso.
—Disculpa que el imbécil haya llegado así —la saludó Arthur con un apretón de manos— No está nada contento por el retraso en el pago.
—¡Lo sé, lo sé! Le envié una carta —se quejó la mexicana, acompañando a sus invitados para que se sentaran en el sillón de su humilde sala—. La situación con el gobierno no está bien, Santa Anna renunció hace apenas unos días…
—Y me imagino que también se robó el dinero como ese intento de emperador tuyo, ¿cierto? —el galo sonrió petulante, al sentarse frente a ella—. ¿Cómo dijiste que se llamaba? ¿Iturbide?
—No, no se robó nada… —titubeó ella, pues no estaba segura—. Y por sí no lo sabías, no me he recuperado de la última guerra que tuve —Dolores se cruzó de brazos, pero Francis echó la cabeza atrás, soltando una carcajada.
—Sabía que tarde o temprano iba a ocurrir, ¿o no es así Angleterre? —el francés insistió, golpeando con su codo a Arthur.
—A mí no me metas en eso, yo eduqué mejor a ese bloody emancipated (maldito emancipado)... o eso me gustaría creer —habló entre dientes el anglosajón—. Lamento mucho que su temperamento destructivo la haya alcanzado.
—Cómo sea, ¿leíste o no mi aviso sobre el atraso del pago? —exigió Dolores, mirando con rencor a Francia.
—Sí, pero verás, mon petit, soy un hombre impaciente y si no recibo mi dinero, entonces me veré obligado a tomar… medidas drásticas —puntualizó Francis, rascándose la barbilla.
—Por eso estoy aquí, como mediador de ambos —le recordó Arthur con cara de pocos amigos—. No quiero decirlo de forma fría, pero la situación afectaría los negocios de Europa con México si estalla otra guerra.
—Permíteme que te corrija, Arthur, pero ese tipo de consideración… no lo sé —Dolores junto ambas palmas, llevándose la punta de los dedos a los labios—. ¿No pudiste tenerla cuando tu maldito hermano menor me atacó? Tú conoces a Alfred mejor que yo.
—Ese asunto no me corresponde —comentó tajante. Su mandíbula se tensó al escuchar el nombre del mocoso que lo había abandonado—. Sólo me pediste ayuda con Francis… ¿Acaso Irlanda, con todo su fervor, no te salvó el pellejo?
La trigueña parpadeó apenas. No tenía mucho tiempo conociendo a Arthur, pero juraría que estaba molesto por haber recurrido al representante irlandés como apoyo contra Estados Unidos. O simplemente, no quería aceptar que su ausencia afectó a Alfred para convertirlo en lo que ahora era. Inglaterra prefería cerrarse como un ostión ante el pasado.
—Bien, entonces… ¿Creen que me dejen pagar la deuda mañana? —la voz de la mexicana sonó como una súplica, pero no se arrodillaría ante ellos— Sólo necesito contar las ganancias de hoy. Sé que los puedo pagar con un día más de trabajo en mi fonda.
—¿En tu restaurante de cuarta? —Francis alzó una ceja, divertido—. Ya veo porqué te tardaste tanto con tu último pago, ¿no se supone que Alfred te estaba dando dólares por lo de tus tierras perdidas?
—Algo así, es sólo que, bueno, las guerras internas requieren de más dinero —se explicó, incómoda.
—Quizá lo medite con una copa de vino… y algo de inspiración —Francis se levantó de su asiento.
Le ofreció la mano, Dolores creyó que era un gesto de despedida. Pero la jaló hacia él, haciendo que las puntas de sus narices casi chocaran. Ella sintió su aliento mezclarse con el del francés, pero no parpadeó, como alguien que desafía a un cañón a punto de estallar.
—Te lo advierto, petite souris (ratoncita), si no veo mi dinero mañana, me veré en la obligación de invadirte de nuevo.
—Ni creas que lo harás —lo retó, zafándose de su agarre—. Estoy trabajando lo mejor que puedo, y aunque creas que mi fonda es un sitio de cuarta, no he tenido quejas y gano bien.
—¿Segura? —Francis volvió a aproximarse, pero Dolores se quedó en su lugar, lista para pelear—. No tenemos que llegar a esos extremos… al menos que aceptes un acuerdo.
Arthur se levantó del sofá, mirando con desaprobación al francés. Se acercó, alerta, conociendo cada uno de sus trucos y no le gustaba el rumbo que estaba adquiriendo esa conversación.
—Te escuchó —masculló Dolores.
—Maldición —se quejó el inglés, lamentándose por no advertir a la mexicana.
—Hay… otra forma en la que podrías pagarme —sentenció Francis acortando todavía más la distancia.
Cuando menos se lo esperó, Dolores estaba entre los brazos del francés, con las mejillas ruborizadas por la odiosa cercanía de ambos. Aquello la paralizó por un momento, y más al escuchar en su oído todo tipo de situaciones pecaminosas que los involucraban, logrando que sus mejillas se sonrojaran con vergüenza.
Arthur apenas iba a soltar un golpe, pero los tres respingaron con el sonido de la puerta del patio abrirse. Dolores creyó que eran sus perros, listos para atacar al francés. Se escuchó un chillido de dolor y luego los pasos apresurados que se dirigían a la sala.
Era Alfred, aún con la mancha de la salsa, y quejándose porque Titán le estaba mordiendo las asentaderas.
—¡Dolores! ¿Podrías decirle a tu estúpida pulga que me suelte? —ordenó, tratando de manotear en dirección al perro.
—¿Cómo chingados le hiciste para brincar la pinche barda, Alfred? —vociferó la mexicana.
El caos no cesó. Titán le arrancó parte del pantalón a Alfred, sólo para saltar en dirección de Francis, quien sería otra víctima del perro.
—¡Ay, auxilio! ¡Una rata me persigue! —apenas alcanzó a brincar el sofá, cuando Titán le mordió el trasero. El grito del francés casi se escuchó por todo el valle.
—¡Mira lo que provocaste por invadir su casa! —le recriminó Arthur al estadounidense—. ¡Siempre tienes que arruinar el ambiente!
—¡¿Yo, arruinar?! —Alfred chilló, ofendido—. ¡Pero yo no hice nada! Además ¿Qué hacen aquí los europeos? Ya saben que no deben meter las narices en América.
—Vengo a hacer tratos con mi socia —se explicó el inglés, ufano—. Si nos disculpas, esta es una situación que solo los adultos podemos resolver, you bloody emancipated (maldito emancipado).
—¡Dilo otra vez sin llorar! —lo retó Alfred, imponiéndose en altura sobre Arthur.
—¡Ya, Titán! Deja de morder al franchute —le pedía Dolores al chihuahua, pero seguía pescado a la ropa fina de Francis. Tanto, que una vez lo separó, pudo ver que su perro se llevó incluso un trozo de la ropa interior—. Chale, me lo van a cobrar como nuevo.
La situación no hizo más que escalar, cuando Antonio, quien había estado espiando, se asomó por la ventana, removiendo el cortinero desde adentro con un brazo.
—¿Lo ves? ¡Estarías mejor viviendo bajo mi protección, Nueva España! —vociferó el ibérico.
—¡¿Antonio?! ¡Sal de mi casa ahora! —le ordenó la mexicana.
Ya era demasiado tarde, el susodicho se metió por la ventana. Terminó de bruces, a los pies de un Francis aún sobándose la nalga con dignidad maltrecha.
—¿Espagne?
—¿Francia? Tío, pero ¿qué cojones? —preguntó tras levantarse—. ¿Qué hacéis en América?
—Cobrando lo que me debe tu hermanita —señaló a regañadientes Francis.
México se sentía mareada. Entre los gritos de Arthur y Alfred, la entrada de Antonio y Francis observando con odio a Titán, mientras el chihuahua forcejeaba con ella por bajarse, la estaba rebasando.
—¡Basta, por Dios! —pidió la trigueña, pero la ignoraron—. ¡Basta, en serio! —suplicó. Como los hombres a su alrededor seguían discutiendo, ni uno la escuchó. Insistió—. ¡Con una chingada, cierren el pinche hocico!
Todos la observaron, como si el trueno hubiera salido de una garganta humana. Ni los grillos se atrevieron a hacer ruido; ella, con la trenza chueca, cargando a su chihuahua enojado, la hacía ver como una niña asustada... no, más bien era la cola del huracán antes de desatar su furia.
—Bien, ahora que tengo su maldita atención… —masculló, comenzando a caminar hacia Antonio—. España, te pido, con la poca paciencia que me queda: ¡que te vayas! —le explicó, ofendida—. Ya soy una mujer fuerte e independiente, y no necesito de tu ala protectora para…
—¡No lo puedo creer! —interrumpió el estadounidense, olvidándose por completo de la ira contenida de la mexicana—. Aún tienes los muñequitos que compramos en la feria hace años —aplaudió feliz, antes de tomar dichos juguetes entre sus manos—. Pensé que te deshiciste de todos nuestros recuerdos juntos.
—¡Dame eso! —chilló Dolores avergonzada, dejando que Titán saltara de sus brazos para arrebatarle las muñecas a Alfred—. ¡No quiero que tus sucias manos toquen a Panfila y Juanito! —exclamó, abrazando protectora a sus muñecos de trapo.
—A veces olvido que sigue siendo una niña con heridas de guerra y trapos con nombre —se mofó el galo.
—¡Oye, no le digas nada a Nueva España! —Antonio lo tomó del cuello del saco—. Qué Nueva Francia aún sigue durmiendo con un oso de peluche… Ah, olvidaba el pequeñísimo detalle que Inglaterra ahora es su tutor —sonrió burlón.
—¡Desgraciado! No tienes porqué recordarme que ahora come la basura del tonto anglocejón —gruñó Francis, golpeando el pecho del ibérico con su pulgar.
—¿Cómo me llamaste, rana imbécil? —escupió Arthur, acercándose a ellos.
Otro conflicto se armó, en medio de jalones, empujones y puñetazos entre los tres europeos. Estados Unidos reía como si viera una obra de teatro, esperando que México también lo hiciera, igual que los viejos tiempos.
Pero ella estaba hirviendo del coraje. Dejó los muñecos en el mueble donde los agarró el rubio, y caminó de vuelta a la cocina.
—¡Hey, ¿a dónde…? —Alfred ni siquiera pudo terminar la frase al verla cargar con dos cuchillos.
—¡Ya tuve suficiente de sus pendejadas! —berreó Dolores, avanzando a zancadas hacia Antonio, cuchillo en alto—. ¡Si no te vas de aquí te persigo con uno de estos por toda la cuadra! ¿Entendido?
—¡Hostia, qué brava estás! —gritó ofendido, tomando su sombrero del suelo— Sólo recuerda que bajo mi poder podríamos…
—”Bajo mi poder” mis huevos. ¡Largo!—escupió la mexicana tras imitarlo—. Y ustedes dos… —señaló a Francis y Arthur—Tú toma este cuchillo y tú el otro —ordenó, clavando el mango en sus manos—. ¡Y matense! ¡Matense con una chingada! —les ordenó, molesta—. A ver si tan hombres son… ¡Pero no aquí, afuera que me ensucian la casa!
—Qué bueno que no me va a regañar —musitó el norteamericano, a punto de huir.
—¡Ah, no! No te vas a ir de aquí sin tu calentadita —la trigueña lo obligó a girarse, tomándolo del brazo—. Tú solo eres un gordo ignorante, que lo único que sabe leer bien… es el menú de la fonda donde va a tragar.
—Ese fue un buen insulto —celebró Francis, alentando una nueva discusión.
—¡Cállate, pinche metiche! —gruñó, echando chispas por los ojos. Luego se giró hacia Alfred—. Eres tan inculto y estúpido que no sabrías la diferencia entre un pito y un hotdog... y eso que te tragaste varios en la Guerra de Intervención.
—Oye… —bramó Estados Unidos, tratando de entender todo lo que dijo—. Yo… ¡Yo no estoy gordo! —exclamó, indignado, empujando a Dolores por los hombros—. Y si lo estuviera, eso se me va a quitar, a ti lo enana furiosa salida del infierno, no.
—Uy, yo creo que no debiste decir eso —dijo Francis, avivando la pelea— Las personas pequeñas no son muy amigables, lo digo por experiencia.
—¿Estás insinuando que soy un enano? —Arthur, lo señaló con el cuchillo.
—Un liliputiense. Es la definición correcta para ella... y para ti —zanjó Francis.
—¡Ahora sí vas a conocer el jodido infierno, gordo cabrón! —exclamó Dolores.
La muchacha se le echó encima dándole una patada en la entrepierna. Todos los hombres bufaron, hasta Francis se cubrió sus partes nobles con las manos, creyendo que sería el siguiente.
Alfred se encogió de dolor, y vio como la rodilla de la mexicana iba a su nariz. Apenas alcanzó a cubrirse, pero sus nudillos lo golpearon con fuerza, haciéndolo sangrar; aquello solo despertó el enojo contenido.
Estados Unidos la apartó tomándola de los hombros con fuerza, pero en vez de intimidar a la trigueña, ella le correspondió pateándolo de regreso. Entonces le jaló la trenza atrás, pensando que así dejaría de pelear. Gran error.
México aprovechó esto para darle otra patada entre las piernas, y justo cuando él se agachó, ella le dio un cabezazo en la nariz. Luego, Dolores le jaló un mechón de cabello, tratando de darle rodillazos en la cara. El rubio seguía tirando de su trenza, buscando cómo quitársela de encima.
Antonio y Francis salieron de su espasmo, corriendo a separar a los dos norteamericanos. No fue fácil, considerando que Alfred tenía más fuerza que todos juntos. El español forcejeó con Dolores, tomándola de las muñecas, mientras el galo y el inglés se interpusieron delante de un enfurecido estadounidense.
—¡Suéltame, suéltame con una chingada! —chilló México, dando patadas al aire—. Voy a enviar a este Masiosare a conocer a San Pedro.
—Ya quisieras, maldita bruja —escupió Alfred, limpiándose el hilo de sangre que caía a su boca—. Si no pudiste con el pollo envenenado, no lo harías hoy.
—¡América, basta! —le ordenó Inglaterra, empujándolo con las manos.
—Cheri, en serio, piensa en el futuro de Florida… ¡Piensa en nuestras regiones vitales! —exclamó asustado Francis—. Dolores puede cortarnos los penes con un machete como si fueran margaritas.
—Hazle caso a tus papis, chingado gringo —contestó con mofa la latina, luchando por quitarse del agarre de Antonio—. Te falta ser más hombrecito para no esconderte detrás de ellos.
—¿Así como tú con Inglaterra e Irlanda? —le recordó, petulante—. Y aún así perdiste contra Francia y contra mí.
—Tal vez tenían un gran ejército… ¡pero no gente trabajadora con huevos para hacerles frente! —señaló con orgullo herido. Luego, sonrió con suficiencia—. Los que te faltaron para dispararme.
Arthur se quedó atónito ante esa confesión. Conocía lo terrible de la guerra entre vecinos, las pérdidas humanas y la rotura de las alianzas con otros representantes. Sin embargo, creía que Alfred era un caso perdido desde que se independizó.
Crió un lobo con piel de oveja. Un joven con sonrisa optimista que seguía sus pasos, para convertirse en el imperio más poderoso de ultramar. Y antes de caer, igual que él, Alfred tampoco tuvo corazón para disparar a un objetivo dentro de su trampa de cazador.
—¡Fue suficiente, you bloody wankers! (¡Jodidos mequetrefes!) —maldijó Arthur, y por alguna razón, todos le prestaron atención—. Escalamos esta situación como una obra maldita… ni Shakespeare se hubiera atrevido a tanto —dijo con el pecho inflado. Luego, extrajo de un bolsillo, un pañuelo para limpiarse el sudor de la frente—. Francia, despídete de Miss Hernández. Mañana vendremos a cobrar la deuda.
—¡A mí no me ordenas que hacer, maldito anglocejón! —masculló Francis—. No es mi culpa que tu ex protegido esté aquí.
—Pues ya pactamos que mañana vendremos, stupid frog (estúpida rana) —le recordó de mala gana—. ¡Y no lo digo por el idiota de Alfred! —Inglaterra, se volvió hacia el norteamericano, mirándolo con desprecio—. Esperaba más de ti, Dunderhead boy (chico lerdo) —para finalizar su despedida de insultos, miró a Dolores—. Y usted, comportese como la dama que dice ser.
España suspiró tras soltar a la mexicana, pensando que él no se llevaría ni una palabra del inglés. Arthur pasó a su lado, dándole un golpe con el hombro. Por lo visto, no superaba que ahí estuvieran los que conspiraron a favor de Estados Unidos, y qué mejor forma de mostrarlo, que despidiéndose de México que con un apretón de manos firme.
Una vez que Francis y Arthur se fueron, se quedó el eco de los gritos en la habitación. Nadie se atrevía a decir algo, o bueno, Titán ladró a su ama pidiendo atención. Solo así, la chica despertó de su ensimismamiento.
—Antonio… —masculló la trigueña, mirándolo de reojo tras cargar al chihuahua entre sus brazos.
—Claro, ahora sí me voy —asintió, aun con un gesto de desolación. Pero ya no insistiría.
Quedaron solos, Estados Unidos y México. Uno con la nariz sangrando; la otra, meciendo a Titán como si fuera un bebé.
—No te tengo que repetir lo que tienes que hacer —dijo Dolores de mala gana—. Será mejor que te vayas, porque no hay nadie que nos detenga.
—Lo sé —bramó, pasando el dorso de su mano por su boca— Pero tenemos una conversación pendiente.
—No —se rió la mexicana con cinismo—. Si no es nada diplomático, no quiero saber nada de ti.
—Bruja.
—Pendejo.
Alfred se despidió de ella, rendido por no poder hacer algo más. Azotó la puerta con tal fuerza que las bisagras se rompieron, dejando a Dolores sin la protección del exterior.
Ni así, México pudo contra tan extrañas visitas, que le recordaban a los fantasmas de otra vida, de cada error de sus gobernantes. Y ella, al igual que su pueblo, se quedó varada en una isla de desesperación, sin más que hacer para que alguien, quien fuera, escuchara su voz.
Notes:
¡Hola, hola! ¿Me extrañaron? Quería publicar el capítulo ayer, pero me ocupé con algunas cuestiones personales y no quería traerles un capítulo mal editado jeje
Datos y curiosidades históricas:
1. Antonio López de Santa Anna era todo un personajeLe decían el “Quince Uñas” después de haber perdido su pierna durante la Guerra de los Pasteles en 1838.
Hay una leyenda fronteriza que comparten tanto tejanos como algunos mexicanos: supuestamente, Santa Anna perdió la Batalla de El Álamo porque estaba ocupado en una boda falsa con una joven hermosa de San Antonio, Texas. Si les da curiosidad, recomiendo el artículo “Santa Anna: The Girl He Left Behind” del blog truewestmagazine.com.
Su segunda esposa, Dolores Tosta, se casó con él muy poco después de la muerte de su primera esposa, María Inés de la Paz García.
Dato perturbador: Dolores Tosta nació en 1827... y Santa Anna en 1794. Sí… eran tiempos más salvajes.
2. El Batallón de San Patricio
Fue una unidad del ejército, principalmente conformado por inmigrantes irlandeses, que lucharon al lado de los mexicanos durante la Guerra de Intervención Estadounidense.3. España: El imperio en decadencia
Después de perder casi todas sus colonias y pelear con Francia, España entró en una crisis política y económica muy fuerte. Encima, tenía sus propias guerras internas.
Antonio/España menciona la Segunda Guerra Carlista, que ocurrió entre 1846 y 1849, motivada por el fracaso del matrimonio entre Isabel II y Carlos Luis de Borbón. O sea… drama real que podría leerse en la revista ¡Hola!.4. La Fiebre del Oro
Entre 1848 y 1855, miles de personas migraron a California en busca de oro, tierras y riquezas. Así que sí, Alfred andaba un poquito (muy) alzadito en este capítulo.5. La Venta de La Mesilla
Estados Unidos compró un pequeño territorio ubicado entre lo que ahora es Arizona y Nuevo México, llamado “La Mesilla”. Santa Anna se los vendió en 1853, pero la compra no la ratificó el senado estadounidense hasta 1854.6. Relaciones diplomáticas entre Inglaterra y México
Las relaciones formales iniciaron en 1825, cuando Inglaterra fue la primera potencia europea en reconocer la independencia de México.
Tras la Guerra de los Pasteles, fue Inglaterra quien medió para que Francia aceptara un acuerdo de pago. Por eso quise poner a Iggy como mediador7. Nueva Francia como territorio inglés
Lo que ahora conocemos como Canadá, estuvo dividido siempre entre una región de colonos franceses y otra de ingleses. Sin embargo, tras el Tratado de París de 1763, Francia cedió parte de los territorios de Nueva Francia a los ingleses después de la Guerra de los Siete Años.
¿Es el mismo tratado donde se declara la Independencia de Estados Unidos? No, hubo diferentes Tratados de París, y para que Alfred se “emancipara de Arthur” faltaban unos años más.
Hidetonto Himaruya volvió a hacer un revoltijo con la historia de Estados Unidos y Canadá en Hetalia.8. El chiste de los liliputienses
Solo como datito chistoso: los liliputienses son los habitantes diminutos del país ficticio Liliput, de los Viajes de Gulliver.9. ¿Qué es un ‘Masiosare’?
Este es un chiste local que nació por una confusión del Himno Nacional Mexicano.
En la estrofa:
“Mas si osare un extraño enemigo, Profanar con su planta tu suelo”
Mucha gente creyó que se refería a una persona llamada ‘Masiosare’, un enemigo invasor.Antes de despedirme, quiero dar las gracias a Whimsy_goth y a naiveness por sus comentarios 💕. También a LuxTenebre y a quienes me han dado kudos. Y por supuesto, a todos los que han leído Promesa de Enemigos: mil gracias.
Me emociona saber que esta historia les está gustando tanto como a mí al escribirla. 🥺💘
Si celebraron Halloween, ¡espero que lo hayan pasado increíble! Ya sea con amigos, maratón de pelis o leyendo fanfics.
Y también... ¡feliz Día de Muertos! Este año no pude armar un altar, pero quienes sí, seguro les quedó bien chido. Disfruten con su familia o sus seres queridos. Y no se empachen con el pan de muerto... sin mí 😤 (ok no).
¡Nos estamos leyendo pronto! 💀🌸
— Tori

Whimsy_goth on Chapter 1 Thu 23 Oct 2025 07:35AM UTC
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TorikoCactus on Chapter 1 Thu 23 Oct 2025 11:08PM UTC
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naiveness on Chapter 4 Sat 01 Nov 2025 05:24AM UTC
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TorikoCactus on Chapter 4 Sat 01 Nov 2025 10:11PM UTC
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