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Cuando la música se detiene

Summary:

Katsuki e Izuku fueron inseparables. Eran todo el uno para el otro.
Hasta que dejaron de serlo.

Cuando Bakugo Katsuki se marchó del pueblo, Izuku intentó no pensar más en él. El rubio ya no estaba. Se había ido, dejando atrás un montón de preguntas, de heridas, de recuerdos. Le quedaba aferrarse a su violín y a sus amigos. Aferrarse a la promesa de ignorar la partida de Katsuki, su mejor amigo, que un día solo decidió odiarlo y apartarlo.

Katsuki, en cambio, aprendió a callar. Sabía que la rabia y la inseguridad habían destruido lo poco que quedaba entre ellos. Él lo había destruido. Era egoísta, pero prefirió fingir que nada dolía. Se convenció de que irse del pueblo le venía como anillo al dedo. Las cosas iban a mejorar.

No fue así.

Porque la ansiedad que lo consumía no se conformó con arruinar la relación con la persona más importante que tenía, sino que comenzó a carcomer cada rincón de su vida, incluso la música.

Y ahora, años después, Izuku no logra procesar que Katsuki está sentado otra vez en el frente de los violonchelos.

A Izuku lo están volviendo loco todas las palabras no dichas.
Y a Katsuki, la autoexigencia y la inseguridad lo están arruinando poco a poco.

Notes:

esto es lo primero que escribo en mi vida.
no sé si alguien lo leerá, ups.

Chapter Text

 

Izuku se deslizó por la acera inclinada, dándose impulso con la patineta. El estuche del violín rebotaba suavemente sobre su espalda, ligero como si acompañara el vaivén de la brisa que agitaba sus rizos verdes, despeinados y caóticos, algunos rebeldes cayendo sobre sus ojos por unos segundos. Estar de regreso en su hogar le ofrecía una sensación de tranquilidad característica del pueblo. Poco quedaba de la gélida ventisca que hace unas semanas azotaba Otomura; el aire de inicios de marzo comenzaba a templar con lentitud y la inminente primavera le hacía picar la nariz ligeramente. Todo suavizado por un perfume dulce que se colaba en sus fosas nasales; el aroma de los ciruelos en flor. Los ume, dispersos en los parques, caminos y jardines, se apresuraban a presumir lo que escondían los delicados capullos recién abiertos; pétalos teñidos de blanco y rosa pálido, de bordes redondeados, que flotaban y parecían moverse al ritmo de la música de sus auriculares, arrancándole una sonrisa distraída. 

 

A ojos de Izuku, Otomura no tenía nada que envidiarle a otros lugares. En los rincones más periféricos todavía se alzaban casas añosas, con paredes de madera ennegrecidas y tejas de kawara, en donde los jardines exhibían bonsáis retorcidos que parecían saludar con elegancia. En contraste con las construcciones más modernas, a Izuku le parecía que aquellas casas viejas le tarareaban canciones de antaño. El pueblo, rodeado de montañas en sus bordes, campos de arroz a lo lejos, y otros pequeños secretos aún por descubrir, le transmitía un encanto cálido y nostálgico que otros lugares no podrían imitar. 

 

Había pasado un par de semanas fuera, visitando a una amiga de su madre en la ciudad. El trimestre había comenzado el lunes y, con ello, había perdido las primeras clases. Apenas llevaba un par de horas de regreso en Otomura, pero aun así decidió que no se perdería el ensayo de la orquesta de ese miércoles. 

 

Izuku comenzó a tocar el violín de niño, una decisión algo impulsiva, al enterarse de que Katsuki asistía a clases de música por mandato de su madre. Pensar en ello era extraño; pensar en Katsuki siempre removía algo, una inquietud, un enredo de emociones difícil de desentrañar. No lo veía desde hacía casi dos años, el mismo tiempo en que dejó de aparecer en los ensayos, en que dejó de aparecer en todos lados. Y aunque lo intentara, Izuku no lograba acostumbrarse a esa ausencia. La aflicción se asentaba en su pecho y nada la apartaba. Solo le quedaba suprimir ese pensamiento una y otra vez. 

 

Casi perdió el equilibrio del susto al divisar una vaca cruzando la calle a lo lejos. Seguramente se había escapado del resto de sus compañeras, y la ocurrencia le arrebató una risa que, por un instante, logró distraerlo de los pensamientos que lo rondaban. Fuera de eso, el camino a la escuela transcurrió con calma, hasta que se bajó de la patineta para pasar corriendo junto al portero mientras lo saludaba con alegría. 

 

La orquesta contaba con varios salones designados para prácticas y ensayos generales; dejó fuera la patineta, se sacó los auriculares y entró al más grande de ellos. El alboroto ahí dentro estaba tal y como lo recordaba; las hileras de sillas se posicionaban en el orden predeterminado de cada sección de instrumentos, y un bullicio de risas y susurros llenaba el espacio ocupado por los más de veinte jóvenes reunidos.  

 

—¡Buenas tardes a todos! —gritó el de rizos verdes.

 

Las respuestas llegaron en un coro animado, mientras tanto Izuku ya sacaba su violín del delicado estuche. El instrumento era de un caoba profundo que bañado por la luz reflejaba tenues salpicaduras rojas que resaltaban su belleza. Lo sostuvo con cuidado y, algo distraído, caminó hacia su lugar.

 

—¡Ah, Yaoyorozu! ¿Cómo estás? ¿Ya llegó Aizawa-sensei? 

 

—¡Midoriya! ¡Bienvenido! Sí, dijo que vuelve en un minuto.

 

—Jiro, ¿puedes darme el La?

 

La voz de Izuku se elevó por sobre el bullicio, y poco a poco los susurros se atenuaron hasta casi desaparecer. El La del oboe comenzó a danzar entre ellos, elevándose con claridad en el amplio salón. Izuku colocó el violín bajo su barbilla y posicionó el arco dispuesto a afinar. En ese momento divisó a Uraraka agitando la mano para llamar su atención. La boca de la chica se movía en lentos movimientos inaudibles, en sílabas que él no lograba interpretar. Izuku la miró con curiosidad. 

 

¿Vaso? ¿Vacas? En realidad, sí, se había topado con una vaca en el camino. En Otomura habían dos preparatorias. Una más cerca del centro y otra hacia la periferia. La suya era la última, que se ubicaba hacia las zonas más rurales, así que encontrarse con una vaca era habitual.

 

Vac… Vaco… Bakugo

 

Eso no era habitual.

 

Eso en definitiva no estaba sucediendo.

 

Su mano tembló apenas, y al girar en exceso un tornillo, un chillido áspero de las cuerdas desgarró la calma del lugar, arrancando un estremecimiento colectivo de la orquesta. 

 

—Me tienes que estar jodiendo.

 

La voz profunda hizo eco en su cabeza en repetidas ocasiones antes de que Izuku levantara la mirada. Desde la fila de los violonchelos unos ojos rojos encendidos lo taladraban con una furia contenida que parecía prepararse para estallar. 

 

Izuku y Katsuki hacían todo juntos. O tal vez era Izuku quien lo seguía para hacer todo juntos. Sus madres se conocían y, aunque las personalidades de ambas contrastaban de forma evidente, todavía cruzaban caminos una que otra tarde para ponerse al día. Así fue como un Izuku de 3 años se convirtió en el compañero de travesuras de Kacchan. Al rubio ceniza no parecía molestarle: jugaban en la casa del otro, o de pronto salían y corrían bajo el sol cálido de Otomura, la tierra les embarraba las prendas y estropeaban los zapatos cuando decidían meterse al río sin quitárselos. Izuku aparecía en la puerta de Katsuki apenas los rayos de sol alcanzaban su máxima intensidad, como si esa fuera la campana que anunciaba la hora de jugar. 

 

Lo cotidiano entre ellos era discutir. Discutían por cualquier cosa: por quién saltaba más alto, por quién se comía el helado primero, por quién era más veloz al correr. De todas formas, las peleas no duraban más de unos minutos. Sus voces chillonas e infantiles, estridentes e irritadas, terminaban sofocadas por las risas, aunque, en general, Izuku siempre debía ceder para que eso sucediera. No le molestaba, después de todo, casi siempre Bakugo era el que ganaba en todo aquello. El rubio ceniza era así incluso desde niño; explosivo, mordaz, muy capaz de herir con sus palabras incluso en medio de un juego. Izuku siempre intentó no tomarlo demasiado en serio, eso era parte de la personalidad de Katsuki. 

 

Para él no había duda: Kacchan era su mejor amigo. 

 

Bakugo tenía poco más de cinco años cuando lo obligaron a tomar clases de música. Lo odió. Lo aborreció con un fervor ilógico para un niño de su tamaño; pataleó, gritó más de lo normal, se quejó durante semanas. Y, aún así, tocó todos y cada uno de los instrumentos que llegaban a sus diminutas manos. Un violonchelo, una batería, un bajo. Aprendió a leer partituras con una rapidez inaudita. Tenía talento en todo lo que intentaba, como si hasta sus pataletas llevaran el ritmo. 

 

A Izuku le permitía mirarlo de vez en cuando, casi de reojo. El de cabello rizado se sentaba a observarlo con cuaderno en mano. Tenía cuadernos repletos de sus hiperfijaciones, en su mayoría sobre sus héroes favoritos, pero ese cuaderno era algo distinto. Comenzó dibujando el instrumento. Bocetos torpes e ilegibles, lo típico para un niño. A veces tomaba notas de las lecciones de Kacchan. Escuchaba con atención lo que decía la maestra, anotaba en la parte superior de la hoja el nombre de la partitura y escribía los consejos. Hasta aprendió algo poco sobre leer partituras. Con los años las hojas blancas eran adornadas con el rostro de Katsuki. Con sus facciones concentradas o su figura sosteniendo el arco sobre las cuerdas. El cuaderno estaba repleto de dibujos del chico. 

 

En realidad, le gustaba mirarlo tocar, aunque siempre era lo mismo: solo practicaba escalas frente a él. Escalas repetitivas, monótonas, mecánicas. La autoexigencia centelleaba en los ojos de un pequeño Kacchan, haciendo lo que podía para que sus diminutos dedos alcanzaran las notas. En ocasiones eso lo inquietaba; la frustración de los dígitos que bailaban sobre las cuerdas, la imposición de la perfección. Escalas, escalas, escalas. Pero un día, cuando apenas rozaban los nueve años, rompió con la costumbre.

 

Los ume ya se habían despedido y la floración de los sakura les regalaba una belleza efímera. La primavera les concedía una vista deslumbrante de colores. Corrían entre los árboles buscando un rincón apartado que ya habían visitado un par de veces. Ahí, en una banca desgastada que custodiaba los secretos de sus encuentros, Bakugo se sentó con el violonchelo. Y tocó. 

 

Por primera vez, no fueron escalas. Tocó Sakura Sakura, un arreglo de aquella canción tradicional japonesa. Las notas flotaban entre ellos; la melodía danzaba en el aire, impregnándolo todo de una nostalgia casi dulce. El suave viento removía los pétalos sobre sus cabezas, al mismo tiempo en que el de cabellos claros mecía el arco. La melodía se entrelazaba con la brisa y con los destellos de sol que se colaban entre las ramas. Izuku sintió un nudo en la garganta. No sabía mucho de música, pero reconoció la canción al instante. La habían escuchado hace casi un año, cuando en el pueblo comenzaba el Sakura Matsuri y unas personas con vestimentas tradicionales la estaban tocando. Izuku recordaba arrastrar al rubio hacia ese lugar para lograr escuchar la música. 

 

Y en ese momento podía asegurar que Bakugo había ensayado con una devoción obstinada. Sin embargo, ese fervor no surgía del mismo lugar áspero de las escalas monótonas. Nacía de algo más profundo, de una adoración a lo que creaba con sus manos.

 

Fue entonces cuando lo descubrió. Solo lo veía así de tranquilo cuando tocaba con esa libertad; en ese instante, y solo en ese, la calma se asentaba en sus facciones. Kacchan no estaba persiguiendo la perfección entre las notas, ni peleando contra un fracaso inexistente: estaba tocando para sí mismo… y para Izuku. La irritación de sus expresiones desaparecía, y sus iris, que usualmente ardían con dureza, reflejaban una mezcla de emociones nuevas que Izuku no podía interpretar. Los ojos se le humedecieron y aplaudió hasta que le dolieron las manos. 

 

El chico terminó, y la expresión soberbia volvió a su rostro.

 

—¡¿Ves?! ¿No crees que suena genial? ¿Y por qué lloras como un tonto, Deku? 

 

—¡Kacchan, eres genial! —La admiración le explotaba en el pecho.  

 

Izuku quería estar con él en todo, y sería una mentira decir que no le daba curiosidad la música. Le picaban las manos cuando veía a Katsuki tocar. Cuando cumplió diez años, apareció en la puerta del chico con un violín entre las manos, nervioso y orgulloso, con las manos sudadas y el corazón brincando en el pecho. Llevaba semanas ensayando en secreto. Entró corriendo, sin dejar al otro reaccionar, gritándole animado que tenía algo que mostrarle. Tocó apenas unas notas, simples, algo desafinadas, pero tocadas con toda la seriedad de alguien que buscaba impresionar. 

 

Bakugo permaneció inmóvil, con una expresión indescifrable, y cuando Izuku bajó el violín, recibió un empujón. Los ojos rojos ardían de una irritación que no comprendía. Cayó sentado, con un golpe en seco, con una mirada dolida y lágrimas atoradas en la garganta. Cobijó al violín entre ambos brazos para evitar  que se golpeara con la caída. Repitió disculpas que no entendía, preguntó qué había hecho, y no obtuvo respuesta. Solo el silencio duro del otro chico. 

 

Nunca llegó a mostrarle cómo aprendió la manera correcta de sostener el arco. 

 

La misma furia contenida en esa mirada abrasadora. Como si el tiempo se hubiera estancado en esos pequeños segundos, dejando atrapados la furia y el silencio de Katsuki durante todos esos años. 

 

Bakugo estaba justo frente a él, sentado con el violonchelo en posición. Lo miraba con esos iris rubí encendidos, como si intentara desarmarlo y estudiar cada reacción. Izuku sostuvo la mirada apenas unos segundos, hasta que el rubio desvió la atención hacia su instrumento. El de rizos verdes sintió, entonces, como si su propia presencia no significara nada.

 

Estudió con diligencia aquel rostro afilado. Se veía más maduro. El ceño fruncido le otorgaba el aire imponente de siempre, aunque ahora un destello plateado brillaba en su ceja. Izuku sabía que Bakugo llevaba varios en la oreja, pero jamás pensó que se haría un piercing allí. Era distinto, aunque le quedaba bien. El arco descansaba firme en su mano, mientras los nudillos, teñidos de un pálido tenso, revelaban la presión contenida en su cuerpo. Llevaba el uniforme de la escuela; la corbata ausente y el cabello rebelde. 

 

El chirrido de la puerta lo sacó de aquel análisis minucioso, en el que había pasado un minuto entero perdiendo el tiempo, algo que se reprochó instantáneamente. Aizawa-sensei entró con su aura somnolienta y pasos lentos. El cabello negro, recogido en una coleta desordenada, dejaba al descubierto unos ojos cansados.

—Estoy de vuelta —anunció con voz calmada, casi aburrida.

Todos ya estaban en sus lugares, incluido Izuku, que intentaba recomponerse del momento incómodo. El director de la orquesta los saludó con un gesto breve, deteniendo la mirada en él.

—Midoriya. Estás de vuelta… Eso es bueno.

El de rizos verdes sonrió y se encogió de hombros, un gesto nervioso, como una disculpa silenciosa. Intentó evitar dirigir la vista hacia el frente cuando el ensayo comenzó, aunque no pudo dejar de percibir, en el rabillo del ojo, la silueta de Bakugo.

Las cuerdas vibraron, los vientos desplegaron notas extensas, y la percusión fue tejiendo un lienzo que unía todos los sonidos. Izuku, sin embargo, tenía la mente dividida. Sus dedos obedecían al instinto, pero la sincronía no era la habitual. La partitura frente a él se desdibujaba, y el 4/4 se le escapaba entre los compases. El caos previo al ensayo se difuminaba, pero en la calma de la música percibía algo opresivo, como si la orquesta respirara cada nota y, aun así, él se ahogaba. Cada mirada cautelosa hacia Katsuki lo confundía más.

Desde el podio, Aizawa-sensei lo observó de reojo, con una mezcla de curiosidad y advertencia por su infrecuente actuación. La arruga de extrañeza se marcó en su ceño. 

A su izquierda, Yaoyorozu giró la hoja y el sonido del papel le recordó las partituras en el piso, el pasillo frío, al reproche en su garganta y las voces elevadas. 

 

Kacchan… No tienes que demostrar nada a nadie… ¿por qué te lastimas a ti mismo? 

 

En los silencios entre compases, Izuku lo miraba. Intentó evitarlo, pero era una imagen que no contemplaba hace casi tres años. Un recuerdo vivo que esta vez no se iba a desvanecer, algo que se sentía obligado a aprovechar. Los dedos de Bakugo se deslizaban con agilidad, seguridad y precisión. Por un segundo lo comparó con las manos pequeñas y torpes de cuando apenas tenía cinco años, las mismas que ahora eran firmes y rápidas. La fuerza con la que el arco se hundía contra las cuerdas lo estremecía, un ímpetu que no estaba escrito en la partitura, un vigor que nacía de él, que reflejaba la ira en cada vibración. En ese momento Aizawa-sensei dirigió la misma mirada desconcertada hacia Bakugo.

 

Se obligó a apartar la vista. No tenía sentido intentar descifrar al chico; lo había hecho antes y, en respuesta, solo recibió daño. No odiaba a Katsuki, claro que no. El chico estaba en sus pensamientos con más frecuencia de lo que debería, tanto por la amistad que compartieron como por las inseguridades que le dejó todo lo que vino después. Izuku tuvo que transformarse en una persona distinta para no derrumbarse. Se volvió más seguro, aprendió a amarse y cayó en cuenta de que podía hacer amigos con facilidad. 

 

Pero Katsuki fue su mejor amigo, y nunca comprendió las razones de su distanciamiento. 

 

¿Katsuki todavía lo odiaba? ¿Por qué volvió? ¿En algún momento terminarían la conversación que se inició ese día? 

 

Posicionó el violín bajo su barbilla y respiró hondo antes de levantar el arco, contando en silencio los tiempos que le quedaban para hacer su entrada.

 

Casi dos horas después, el ensayo concluyó. La música se extinguió poco a poco, dejando tras de sí un silencio que duró apenas un instante antes de ser reemplazado por las risas y el bullicio de un grupo de adolescentes que solo buscaban divertirse. Izuku no se sentía cansado; se sentía aturdido. Después de aquel tropiezo al inicio, Katsuki no lo había mirado ni una sola vez, al menos no directamente. Parecía decidido borrar la existencia de Izuku dentro de aquel salón, y la indiferencia pesaba como nunca. 

 

Notó de soslayo a una figura alta y pelirroja que avanzaba desde la percusión. Kirishima también vestía el uniforme, abriéndose paso entre los atriles con una silueta de cabello amarillo que lo seguía desde la sección de vientos. Izuku no quería espiar la conversación. Por supuesto que no. Bajó la cabeza y acomodó las partituras con una lentitud fingida, mientras sus oídos, traicioneros, rastreaban el sonido de aquellas voces.

 

—¡Oh! ¡Bakugo! Con Kaminari planeamos salir más tarde, ¿nos acompañas? —preguntó Kirishima con el entusiasmo habitual. 

 

—No. ¿Por qué querría perder el tiempo con ustedes, cabello de mierda?

 

Izuku contuvo la respiración, esperando otro comentario, esperando algo más de ira. Pero solo escuchó a Kirishima insistiendo y mientras miraba de reojo observó cómo ponía un brazo alrededor del hombro de Katsuki y reía. La voz del rubio sonó áspera, pero había algo más. Tras la brusquedad de sus palabras, apenas perceptible, se escondía la sutileza del afecto, un respeto que Bakugo no dirigía a cualquiera. Incluso dentro de su agresividad habitual, había una complicidad silenciosa. Le hablaba con cariño, aunque disfrazado, y seguramente nadie lo notaba. Excepto él.

 

Conocía cada inclinación de esa voz profunda. Sabía distinguir la ira verdadera. Y ese tono, ese agujero que denotaba cercanía, jamás lo había dirigido hacia él. Tal vez, pensó mientras escondía aún más el rostro y guardaba las partituras, eso dolía más que la indiferencia. Katsuki se acercó a Kirishima poco tiempo antes de irse de Otomura, y todavía parecían ser cercanos. En cambio, el rubio ceniza jamás se dirigía a él con otra cosa que no fuera desprecio.

 

No continuó escuchando. Fue hacia el fondo del salón y guardó el violín, manteniéndose perdido en sus pensamientos. Pronto escuchó la voz del Aizawa-sensei elevándose por sobre el caos del lugar. 

 

—Recuerden: esta es la primera semana. Aún no empezamos con los retos. Pero la próxima semana… —Sus ojos cansados recorrieron el salón, con esa mirada desafiante que hizo a algunos removerse inquietos en sus sillas—. No se salvan.

 

Se escucharon algunas risas y murmullos sobre el miedo que les generaba el director. Izuku simplemente cerró el estuche, provocando un crujido suave. Una sombra más pequeña se inclinó hacia él. 

 

—¿Cómo estás?

 

La sonrisa sincera de Uraraka resultaba ser una curita para sus heridas. Su cercanía ya se había vuelto habitual; hace unos años se sonrojaba cada vez que sus ojos brillantes lo examinaban de cerca, pero desde entonces habían pasado demasiadas, demasiadas cosas. La más baja lo miraba con alegría y preocupación, mientras sostenía el estuche de su violín recién guardado. Izuku levantó la vista y respondió con otra sonrisa. Ella siempre entendía, entendía más de lo que él decía, entendía aunque él no lo dijera. 

 

—Bien, en general —respondió el de cabello rizado, cruzándose la correa del estuche contra el pecho, cargando el instrumento en su espalda—. Extrañé un poco el pueblo. Tal vez ya le tomé el gusto a mirar vacas. 

 

Uraraka soltó una carcajada suave. 

 

—No seas así, hay muchas cosas que hacer aquí. ¡Es tu culpa por salir cada dos meses de tu casa!

 

—Ouch, no me ataques así… —Izuku se llevó las manos al pecho, fingiendo una expresión dolida—. ¡Este año saldré más! Promesa. No puedo terminar la adolescencia sin haber actuado como un adolescente verdadero, ¿no? Haremos cosas locas como… Pisar el césped de los vecinos o dormirnos después de las 12.

 

—Wow. Eres realmente muy rebelde.

 

En realidad, en el pueblo sí había mucho que hacer. Con el tiempo los paisajes de la periferia lo transformaron en un lugar turístico, especialmente en primavera y verano. Su madre alguna vez le comentó que gracias a ello el lugar se había desarrollado. El centro tenía algunas calles comerciales, con cafeterías, librerías e incluso tiendas de recuerdos. Aunque, si era sincero, Izuku prefería la zona rural. 

 

Salieron juntos de la sala. Él se colgó los audífonos alrededor del cuello y sujetó la patineta bajo un brazo. 

 

Cruzaron los pasillos de la escuela, abriéndose paso hacia la calle. El aire del pueblo los envolvió; el cielo se teñía de tonos anaranjados y rosáceos, con el sol descendiendo tras las montañas. El viento les golpeaba el rostro con frescura. Izuku enseguida sintió el picor en la nariz y en los ojos, acompañado del dulce aroma de los ciruelos floreciendo. Los letreros oxidados de las pocas tiendas cercanas se mecían suavemente con la brisa, provocando un ligero tintineo que acompañaba el ambiente. 

 

Observó las calles con las preguntas en el ápice de la lengua, pero Uraraka fue quien rompió el silencio. 

 

—El lunes… —comenzó, bajando ligeramente la voz— llegamos al salón, digo, en la mañana. Bakugo ya estaba ahí. El profesor solo dijo que estaba de vuelta. Y él tampoco contó nada más. 

 

Izuku se rascó la nuca por inercia. Alzó la mirada y observó el sol hundiéndose entre las montañas; los colores salpicaban Otomura y cada recoveco exhibía la primavera. En otras circunstancias estaría animado por estar de regreso y por todo lo que traía consigo el último año escolar, pero se sentía especialmente nostálgico. 

 

Uraraka se ajustó el violín, dejándolo reposar también en su espalda. 

 

—Más tarde apareció en el ensayo. Aizawa-sensei lo presentó y lo recibió de vuelta en su antiguo puesto. Lo dejó como chelo principal. 

 

El chico la observó, expectante, mientras ella continuaba.

 

—Y ese día, bueno… Hablo mucho más que hoy, ¿sabes? Discutió con Todoroki, gritó un poco, amenazó de muerte a un par, ya sabes —Ella rió bajito, e Izuku tampoco pudo evitarlo—. Y corrigió algunos detalles de toda la fila de chelos, incluso a los segundos. Se mostró bastante… ¿Cooperador 

 

Todo lo que la chica comentaba aparecía en la mente de Izuku como una seguidilla de imágenes que conocía de memoria. Ese era Bakugo: los gritos, la voz áspera, las discusiones, la exigencia a sí mismo y al resto. Pero esa cooperación, ese intento de ayudar, era nuevo. De todas formas, no lo había mostrado hoy. Izuku casi podía percibir el eco de esa voz en sus oídos. 

 

—Ah… Ya veo —Hizo una mueca extraña que fue evidente para Uraraka, que lo miró con preocupación cuando su mirada descendió hacia el suelo—. ¿Por qué volvió? Lo último que supe fue que estaba en un conservatorio bastante popular —comentó en un susurro, más para sí mismo que para la joven a su lado. 

 

—¿Es difícil tenerlo de vuelta? —murmuró la joven. 

 

La pregunta quedó suspendida en el aire unos segundos mientras lo pensaba. Luego las palabras salieron atropelladas, intentando alcanzarse entre sí, como siempre que la ansiedad lo controlaba.

 

—Es raro, muy raro… pero, a la vez, es lo cotidiano. No lo veía hace tanto, y nunca sé qué está pasando por su cabeza. No debería preocuparme; parece que a él ni siquiera le importa. Pero, ya sabes, ese día… Él sabe que ya no me quedaré callado. Duele un poco. No me merecía todo lo que pasó, pero me preocupa. Sé que debo sonar estúpido. ¿Por qué, después de todo, todavía me preocupa? No lo sé, Kacchan siempre me preocupa. Incluso cuando me decía algo hiriente, incluso cuando era maleducado con todos y me parecía algo irritante. Siempre me preocupó. Siempre quise estar ahí para él, pero nunca me dejó. 

 

Apenas respiraba entre frase y frase. Las letras se amontonaban en su boca mientras murmuraba.

 

Uraraka le dedicó una sonrisa nostálgica, llena de ternura, mientras agitaba los brazos en el aire formando una equis.

 

—A ver, tenemos que calmarnos. 

 

Izuku elevó la mirada hacia ella. La culpabilidad lo atravesó al darse cuenta de que había vuelto a entrar en pánico, como siempre. 

 

—Tal vez lo mejor es mantener distancia por ahora, ¿no crees?

 

Sus miradas se cruzaron por un momento, y pronto compartieron una sonrisa. Ambos podían parecerse mucho y eso facilitaba las cosas entre ellos. Siempre fue así. La complicidad silenciosa entre ellos era la de dos personas que ya se habían susurrado sus heridas antes. 

 

—Sí, sería lo mejor… 

 

Caminaron unos minutos sin decir palabra alguna, lo que el chico agradeció. Poco más allá Uraraka se despidió con alegría, tomando otro camino entre las calles. Izuku la observó alejarse, hasta que su figura se perdió entre otros estudiantes que iban en su dirección. 

 

Se subió a la patineta y ajustó los audífonos sobre las orejas. Un clic en la pantalla del celular y continuó su camino mientras en sus oídos hacía eco la voz de Chappell Roan con The Subway. Sin embargo, el trayecto no tenía ni la chispa ni la velocidad de hace unas horas. 

 

Las ruedas se arrastraban con pesar por las calles tranquilas. Su mente se mantenía inquieta, con un revoltijo de preguntas que no tenía ánimos de abordar. Las luces de la avenida comenzaron a encenderse cuando el fondo de las nubes se pigmentó de tonos violáceos. 

 

Con esa paleta que cubría el atardecer el chico de rizos rebeldes decidió que no tenía ánimos para recorrer todo el camino hasta su casa. Giró hacia la parada del autobús, permitiendo que la pesadez del día lo arrastrara hasta un asiento. 

 

Dejó la patineta en el suelo y el violín sobre sus piernas. Sus ojos vagaban entre las casas y la inmensidad de árboles. La escuela quedaba hacia el sur, bastante cerca del sector más rodeado de campo. El autobús demoraba poco más de veinte minutos en dejarlo casi en frente de su hogar. Podía tomar una siesta, o mirar por la ventana cantando alguna canción triste y dramática como la que sonaba en sus audífonos. 

 

Exhaló un suspiro profundo. Apenas giró el rostro hacia la dirección de la escuela, como si algo insistiera en no desligarse de ese lugar. 

 

Y el corazón le dio un vuelco. 

 

A pocos metros, Katsuki se acercaba, avanzando con paso firme y pesado. Parecía más bien distraído, como si midiera cada rincón a su alrededor. El estuche del chelo, enorme y oscuro, colgaba de su espalda, pero él lo cargaba con naturalidad. El saco gris del uniforme se balanceaba en su mano, y las correas del estuche arrugaban la camisa justo en el centro de su pecho. Su expresión era la de siempre, incluso estando distraído. El ceño fruncido, mandíbula apretada y unos ojos que gritaban irritación. Aunque su semblante tenía un toque de duda, como si estuviera cuestionándose algo. 

 

Ahora podía notar que estaba más alto que la última vez que lo vio.

 

El aire fresco entraba por la nariz de Izuku y parecía acuchillarle los pulmones. Las manos le comenzaron a sudar y se planteó si debía correr o esconderse entre los arbustos cercanos. El contacto visual llegó al instante: los ojos rojos de Bakugo lo atraparon e Izuku entró en pánico. Parecía que la mirada del rubio ceniza le reprochaba hasta la existencia. 

 

Desvió la mirada. Si iba a correr tenía que ser ahora. 

 

De todas formas, ¿por qué iba a correr? No le tenía miedo. Se prometió a sí mismo que no se dejaría intimidar, pero ahí estaba, planteándose la idea de permitir que su cabello se camuflara con las plantas del lugar. Encontrarse con él era algo que claramente no tenía planeado para ese primer día de vuelta. 

 

Se sentó en el borde del banco y bajó casualmente la vista al suelo. Por un momento, sus zapatillas se transformaron en el objeto más fascinante del mundo. La sombra de Bakugo estaba ahí, a unos centímetros de él. El chico estaba estático y el ambiente se sentía pesado, casi sofocante.

 

El viento sopló de golpe, agitando las hojas de los árboles y haciendo caer los pétalos de algunas flores. Estos descendieron lentamente en espiral hasta el pavimento, desde donde la brisa los arrastró más allá. Se veían algunos estudiantes a lo lejos, pero más allá de eso la calle estaba solitaria, lo que únicamente amplificaba el silencio entre ambos. 

 

Teniéndolo tan cerca podía comprobar que Bakugo no le provocaba ni una pizca de miedo como alguna vez sí sucedió. Pero estaba nervioso. Dentro de sí podía casi tocar el anhelo de esa amistad perdida, la nostalgia de una rivalidad que alguna vez fue cálida, y, por supuesto, la inevitable preocupación. 

 

Nunca se sacó de la cabeza esa última conversación que tuvieron. ¿Algo cambiaría entre ellos después de eso? 

 

Izuku tragó saliva. Como le solía suceder, actuó antes de que pudiera pensar. 

 

—Yo… Kacchan…

 

El rubio no se giró. Su voz, áspera, se elevó por sobre el aleteo de unos pájaros que escapaban de la escena. 

 

—No empieces, nerd. No estoy de humor para tu mierda. 

 

Eso lo detuvo en seco. Los labios de Izuku se unieron formando una fina línea, sin nada más que decir. La respuesta no dejaba lugar a dudas. Nada había cambiado. Kacchan no quería hablarle. 

 

Un sonido fue intensificándose, hasta que el estridente chillido de los frenos lo hizo mirar hacia el frente. Un autobús se detuvo y ambas puertas metálicas se abrieron. No era su ruta. Bakugo lo sabía. Suponiendo que el chico había vuelto a su antiguo hogar, que era lo más probable, a Bakugo tampoco le servía esa ruta. 

 

El rubio ceniza no dudó ni un segundo cuando subió las escaleras del bus. Su alta silueta desapareció en el interior, y ni siquiera le concedió una última mirada. Se retomó el estruendo del motor y el vehículo avanzó, perdiéndose por las calles iluminadas casi únicamente por los faroles. 

 

Izuku miró la escena atónito. 

 

—Ese autobús ni siquiera… —Una mueca se formó en su rostro; una sonrisa incrédula y colmada de tristeza. 

 

Los audífonos lo devolvieron a la realidad. 

 

She's got a way, she's got a way

And she got, she got away…

 

—Oh, genial. Cállate, Chappell. 

 

Dejó caer la espalda contra el frío metal del asiento. Llevó una mano a su cabello y lo revolvió con ímpetu, mientras sus propios pensamientos se repetían una y otra vez en su cabeza. 

 

—¿Y qué se supone que le ibas a decir, Midoriya Izuku? 

 

En la acera, los pétalos volvieron a elevarse con el viento, girando y danzando apenas unos segundos antes de caer otra vez. Como si también se rieran de su miseria. 

 

No volvería a intentar hablarle. 

Definitivamente, no. 

 

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Después de ese miércoles repleto de sucesos extraños e incómodos, Izuku no logró quitarse de encima la tensión. Pensó que, tras su penosa actuación en la parada del autobús, Bakugo estaría completamente dispuesto a fingir que él no existía. Esa idea lo frustraba, aunque no entendía la razón. Tal vez solo se sentía estúpido por su intento de conversación cuando el rubio no lo quería cerca. Pero eso, en definitiva, no volvería a pasar. 

 

Izuku también era competitivo, solo un poco. Si esto se trataba de no dirigirse la palabra, estaba bien. No lo haría. 

 

Y así fue como inició una guerra auto-declarada: no prestarle más atención que la estrictamente necesaria a Katsuki. Era algo infantil y completamente alejado de su actuar habitual, pero nada en esa situación era común, así que se permitió a sí mismo hacerlo. Aunque todo habría resultado más fácil si en algunas clases no le tocara sentarse justo detrás del rubio. Mientras examinaba distraídamente la nuca del chico, se repetía que él realmente podía ignorarlo

 

El jueves, en matemáticas, tenían que resolver unos ejercicios en grupo. Izuku llamaba a la buena suerte, así que el mismísimo innombrable tenía que estar con él. Al menos estaban con Ochako, así que pasó una hora completa dirigiéndose únicamente a la chica de cabello castaño. Pero no había gran diferencia, Katsuki hizo algunos comentarios, nunca directamente a él. E Izuku no lo miró ni una sola vez a los ojos.

 

El viernes, en inglés avanzado, todo el salón tuvo que mover las sillas y posicionarlas en un círculo. Iban a discutir sobre un libro. El rubio quedó frente a él, y por un pequeño momento hicieron contacto visual. Se instaló con sutileza la habitual arruga entre las cejas del chico, pero Izuku desvió la mirada primero. No lo iba a mirar.

 

No lo mires, no lo mires. 

 

No lo hizo. 

 

Eso de ignorarse era más difícil de lo que creía. Más tarde, cuando era hora de salir a almorzar, Izuku chocó apenas con él al colgarse la mochila sobre los hombros.

 

—Oh, lo siento —Por instinto lo miró y le dedicó una ligera sonrisa, hasta que notó a quién se estaba dirigiendo. 

 

—Tch —Fue la respuesta que recibió antes de que Bakugo se alejara con rapidez. 

 

Izuku, eres realmente bueno con la indiferencia, pensó.

 

Así terminó la semana, e igual de rápido llegó el lunes. 

 

Izuku llegó con el optimismo puesto en el plan que había denominado: “No me quedaré mirándole la nuca a Kacchan toda la clase porque ya no somos amigos y no vale la pena seguir pensando en esta situación. Era un buen plan, claro que sí. 

 

Solo debía seguirlo. Eso habría resultado mucho más fácil para ambos. 

 

Y, sin embargo, para desconcierto de Izuku, el rubio no se comportó como si él fuera invisible. En realidad, lo buscó en algunas ocasiones con comentarios bruscos que a veces rozaban lo absurdo. Poco le faltaba para quejarse del ritmo de la respiración de Izuku. Lo interpelaba por estupideces, con la habitual entonación de fastidio y la explosividad natural de su personalidad. Como si no hubieran pasado años desde la última vez que el rubio ocupó el pupitre en frente de él. 

 

Aunque había algo. Una ínfima diferencia que a Izuku, con su obsesión en darle vueltas a las cosas, no le permitía un momento de paz. Una vacilación que le seguía a cada discusión, como si el chico titubeara en continuar. 

 

Era eso o Midoriya Izuku estaba cayendo lentamente en la locura por tener que compartir espacios con él. ¿Acaso Kacchan no sobre pensaba tanto sus interacciones? Probablemente no. 

 

Primero, Izuku era invisible. 

 

Y ahora no podía mover un pie sin que para Katsuki eso provocara un terremoto.

 

En matemáticas, mientras intentaba resolver unas ecuaciones, murmuraba para sí mismo el procedimiento y los resultados. Entonces, el rubio ceniza se giró violentamente desde su asiento. Sus ojos entrecerrados por el disgusto se veían más rasgados que de costumbre. 

 

—¡Si vuelvo a escucharte balbucear sobre despejar la maldita equis, te tiro el cuaderno por la ventana, maldito nerd! —escupió Katsuki con desdén, con la vena de la sien latiendo como si fuera a explotar.  

 

Izuku lo miró con los ojos muy abiertos, atónito, como si le hubieran pillado confesándole un secreto a su cuaderno. Se aferró al lápiz que sostenía entre los dedos y se rascó la nuca en un gesto nervioso. 

 

—S-sólo estaba estudiando, Kacchan.

 

—Pareciera que le estás rezando a los malditos números para que la mierda se resuelva sola, Deku —replicó con burla, y justo cuando parecía dispuesto a decir algo más, rodó los ojos y se dio media vuelta. 

 

Midoriya miró la nuca del chico con disgusto, y luego se encogió en el asiento y desvió la vista al cuaderno. 

 

—No estaría mal que sí se resolviera sola… —Las palabras flotaron apenas audibles, en un tono ligeramente mordaz.

 

El rubio se giró de nuevo, rápido como un resorte, clavando sus ojos carmesíes en él como una daga. El color le subió de golpe por el rostro, tiñéndole hasta las orejas de la vergüenza por su comentario impulsivo. ¿Acaso Kacchan tenía oídos de murciélago?, se preguntó. Izuku levantó ambas manos en señal de inocencia, con esa sonrisa nerviosa que parecía pedir perdón y hacer reír al mismo tiempo. 

 

—Me callo, me callo. Lo siento, Kacchan.

 

La boca de Katsuki se mantuvo en una fina línea de seriedad y disgusto, pero la ceja del piercing se elevó ligeramente en un gesto que a Izuku le causó curiosidad. No tuvo tiempo de examinarlo más: el rubio volvió a mirar al frente en un rápido movimiento.

 

La escena se repitió más tarde en biología, cuando Midoriya se cuestionó en voz baja algo sobre los productos de la fotosíntesis mientras deslizaba el lápiz con rapidez por la hoja. Bakugo se giró apenas para hablarle, elevando el tono lo suficiente para que el resto escuchara. 

 

—Nerd, ¿cómo es que no te da un calambre en la lengua de tanto murmullo inútil?

 

Izuku parpadeó, mirándolo ligeramente ofendido, a punto de replicar. Pero en cambio se quedó pensativo, apoyando un dedo en su mentón.

 

—Kacchan… ¿tú crees que eso sea posible? —susurró.

 

Katsuki se giró más, con una expresión incrédula y los ojos entrecerrados. 

 

—“¿Eres estúpido?

 

Y en ese momento, el maestro alzó la voz e Izuku notó que todos los miraban. 

 

—Joven Bakugo, no se preocupe tanto por la lengua del joven Midoriya y mire hacia adelante. 

 

Observó la tensión en el cuerpo de Katsuki cuando este se giró. Esperó los gritos y el reclamo del chico, aunque estos nunca llegaron. 

 

Y ahí estaba, esa vacilación. No sucedía únicamente con Izuku, sino que la notó en los distintos ataques de furia exagerada que Bakugo tendía a desatar con cualquiera que se cruzara en su camino. Cualquiera que no lo conociera bien podría jurar que el chico seguía exactamente igual que hace años, pero Izuku, que llevaba toda su vida observándolo, sabía que había algo raro escondido entre sus palabras, en sus gestos y, sobre todo, en sus silencios. 

 

No pudo evitar la inquietud y curiosidad que lo asaltaban por la reciente actitud del chico.  

 

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Llegó un nuevo ensayo de la orquesta. La tarde se pintaba de algunas nubes dispersas, aunque en general el cielo se extendía en un azul limpio, coronado por un sol tibio, lo correcto para una primavera aún inmadura. 

 

Las cortinas abiertas de par en par les concedían el paso a los rayos de sol, bañando el salón de un resplandor cálido. Aunque el calor no era excesivo, la mayoría de los alumnos había abandonado las chaquetas en sus sillas y se arremangaban las mangas de camisas y blusas.

 

El metal de los instrumentos resplandecía al reflejar la luz, mientras el alboroto aumentaba en la medida en la que el salón se repletaba con los que iban llegando. Todos murmuraban y reían, bullicio que se mezclaba con el tintinear de los atriles al moverse. 

 

—¡Uraraka! Creo que aquí… —Izuku señaló una nota en la partitura que sostenía frente a la chica— Podríamos cambiar la dirección del arco. ¿Te parece si lo consulto con Aizawa-sensei?” 

 

Uraraka, primera de los segundos violines, tomó su instrumento y probó el compás con la corrección sugerida. Enseguida esbozó una sonrisa amplia, sin dejar de asentir con entusiasmo. 

 

—¡Sí! Creo que suena mucho mej-…

 

Todos dieron un salto cuando un estruendo congeló el ambiente. Ashido daba un brinco desde la espalda de los contrabajos, soplando con todas sus fuerzas la trompeta, muy cerca del joven de cabello amarillo que casi perdió el alma en su intento por caminar tranquilamente por ahí. 

 

—¡Aaaaaaah! —gritó Denki, tambaleándose en su lugar y casi llevándose un atril con él. El chico llevó el estuche de su trombón hacia el pecho como si fuera un escudo, creyendo que realmente eso lo protegería de la peligrosa melena rosada que no podía contener la risa—. ¡Eres tú! ¡¿Por qué haces eso?! 

 

Mina no podía hablar, el aire le faltaba en medio de una carcajada contagiosa que algunos otros repetían.

 

—Amigo, ¿qué fue eso? ¡Aaaah! —imitó Kirishima, con una voz mucho más aguda que la de Kaminari. 

 

Izuku no pudo evitar sonreír. Eran un grupo bastante caótico, pero su desorden tenía algo de ameno, le agregaban una chispa a cada ensayo. Siempre conseguían bajar la tensión. Aunque claro, eso no funcionaba demasiado cuando la fuente principal de su inquietud se paseaba por ahí cerca. La calma se deshacía entre sus dedos en cuanto la silueta de cierto rubio se dibujaba en su campo de visión.

 

De reojo siguió la figura de Bakugo que se trasladaba por entre medio de los vientos con algunas partituras en la mano. La vista fija en su camino al asiento. Justo en ese momento, Tsuyu inclinó ligeramente su flauta traversa. Una gota de agua resbaló del extremo del tubo plateado, aterrizando nada más y nada menos que en el brazo de Katsuki. 

 

—Oh… —soltó Tsuyu, mirando la escena con una serenidad insensata. 

 

El silencio hizo eco en el salón. Parecía que todos se mordían la lengua con tal de no soltar alguna carcajada. Por su parte, Izuku apretó los labios con fuerza, aunque le temblaba el ojo por intentar contenerse. 

 

—¡¿Y quién demonios te dijo que podías escupirme encima?! —gruñó Katsuki. 

 

El de rizos verde tuvo la clara seguridad de que eso era lo más alto que había levantado la voz desde su regreso. Y en ese momento la habitación explotó en risas, mientras el rubio ceniza sacudía el brazo con furia.

 

—Lo siento mucho, Bakugo. Justo iba a limpiarla. —Asui ni siquiera se inmutaba, lo que hacía la escena aún más increíble. Incluso Todoroki terminó levantando una ceja con una expresión extraña: lo más parecido a una risa que se podía obtener de él. 

 

—Oh no… —Kirishima simuló una expresión preocupada, golpeando las baquetas contra la palma de su mano—. Se le va a meter la rabia, chicos. Agárrenlo antes de que sea muy tarde.

 

—Ni que fuera un perro, Kirishima —replicó Mina, que en realidad miraba la escena con una sonrisa burlona en el rostro mientras Katsuki continuaba gritando.

 

—Oh, créeme. Es un perro rabioso… 

 

Bakugo señaló al chico con un dedo acusatorio. 

 

—Cierra la boca, cabello de mierda. Soy la persona más tranquila y sensata que conocerás en tu vida. —Luego se limpió el brazo con el borde de la camisa. Los alaridos ya no se escuchaban, aunque las arrugas en su frente se mantenían estáticas. 

 

Izuku no supo descifrar el porqué se involucró en la conversación. Siempre hacía lo mismo: actuar primero, pensar después. 

 

—Claro que no, Kacchan. Cuando éramos niños te gané en una carrera una vez. Y me mordiste. 

 

Y qué pasaba con el plan, Izuku. EL PLAN

 

—¿Niños? —La pregunta de Kirishima flotó en el aire, quedando sin respuesta. 

 

Es cierto, solo Uraraka sabía que en algún momento fueron amigos.

 

Bakugo se giró en seco y sus miradas se cruzaron. Notó un brillo extraño cruzando la mirada del más alto, y al instante la expresión endureciéndose. 

 

—Deku, eres un mentiroso de mierda. Nunca me ganaste en nada.

 

—¡Entonces no niegas que me mordiste!

 

—Tch —resopló Katsuki con fastidio, encogiéndose de hombros y mirando hacia otro lado como si no lo hubiera escuchado. Entonces sintió que los segundos de silencio se estiraron demasiado, y a Izuku lo atravesó el miedo de haber cruzado una línea imaginaria que no debía cruzar. ¿No había sido adecuado mencionar algo de sus infancias? 

 

—Les dije, es un perro rabioso —intervino Kirishima, actuando como un salvavidas. 

 

—Oh, realmente los voy a matar a todos.

 

Izuku apartó la vista con rapidez. Ya estaba sentado en su lugar, el violín sobre las piernas y las partituras ordenadas en el atril. Su mano aferrada a la madera y los dedos crispados en el arco. El pecho apretado y la sensación de una cuerda invisible entre ambos, tirante, tensa, alejándolos más y más. 

 

Unos minutos después apareció Aizawa-sensei, dando inicio a la práctica. Después de los descansos entre trimestres siempre sucedía lo mismo: la orquesta sonaba más floja, como si el rompecabezas hubiera perdido algunas de las piezas. Era normal. La mayoría no ensayaba demasiado en los recesos, por lo que el regreso era similar a calentar motores. Después de todo, no eran una orquesta profesional. 

 

Sí, todos se esforzaban, aunque algunos lo tomaban más en serio que otros. Específicamente los que se dedicarían a ello después de acabar la escuela. 

 

Jiro se llevaba a los labios la caña del oboe con una concentración absoluta; el sonido emergía limpio y ágil. Ese era su rol en la orquesta, pero todos sabían que tocaba una lista extensa de instrumentos. Luego estaba Todoroki, que tocaba el violonchelo con un control insólito; nunca se le escapaba nada, y aunque no fuera muy expresivo, su música demostraba todo lo contrario. 

 

Y, por supuesto, estaba Bakugo: implacable. Cada cambio de posición era exacto, cada impacto del arco planeado cuidadosamente. No aceptaba ni un solo error, aunque Izuku notaba algo: tocaba con perfección, como siempre, pero parecía menos dispuesto a dejarse arrastrar por la música. Como si su mente no estuviera ahí. Algo extraño, ya que sabía que el chico amaba lo que hacía. No es que él se lo hubiera dicho, claro está. Pero recordaba esos momentos en su infancia en que fue afortunado de ver el brillo en los ojos de Bakugo cuando tocaba. 

 

Y luego estaba Izuku. No estaba seguro de nada, no tenía muy claro qué camino tomaría en el futuro. ¿Seguiría con la música? Sin duda alguna lo disfrutaba. El corazón le vibraba en sincronía con las cuerdas. Le encantaba la sensación de estar flotando cuando tocaba el violín. No se imaginaba lejos de eso. Pero a veces sentía que se perdía en medio de tanto talento. Reconocía que no era tan bueno como otros. No era tan bueno como Bakugo, siempre preciso, casi un metrónomo humano. Le faltaba mucho para llegar a ese nivel de disciplina y perfección. Por eso siempre lo admiró. 

 

En un mundo repleto de personas talentosas, de personas metódicas y perfectas, de quienes lo superaban por mucho… ¿podía Izuku abrirse camino? 

 

No estaba tan seguro. 

 

El resto del grupo hacía lo suyo. Algunos más concentrados, otros tropezando con las notas, otros extraviando el tempo cuando aceleraba demasiado para ellos. Aizawa-sensei sabía que no todos estaban completamente dedicados. Pero bajo esos ojos cansados brillaba su amor por enseñar. Siempre decidido a sacar lo máximo del conjunto de jóvenes. 

 

Pronto la sala se llenó de música; cuerdas, vientos, percusión. Solo el movimiento de las partituras interrumpía las notas suspendidas en el aire. El sonido era algo incómodo, como si toda la orquesta tanteara un terreno desconocido, aproximándose con cuidado con tal de no errar. 

 

A Izuku le gustaba ver a todos esforzarse. Los más pequeños de la sección de violines tenían entre doce y trece años, y sus diminutos dedos se esmeraban en ejecutar correctamente lo escrito en la partitura. Hizo una nota mental de ayudarlos más tarde en algunos pasajes de lo que ensayaban: la Sicilienne, el tercer movimiento de la suite Pelléas et Mélisande de Fauré. Él no tenía idea de cómo se pronunciaba eso, pero resultaba ser una pieza que le encantaba. Justamente su estilo, algo delicado en lo que podía extender las notas y dejarse llevar por la magia. 

 

Tsuyu entraba con un sonido dulce en su flauta traversa, simplemente un fino roce que le encogía el corazón. Luego los primeros violines le seguían, en un susurro sutil que terminaba vibrando en el aire. E Izuku vibraba con ello. 

 

Por inercia miró a Katsuki en unos compases de silencio que le correspondían. El chico tenía la vista fija en la partitura, aunque su expresión endurecida y la tensión en su brazo le hacían suponer que algo iba mal. De todas formas, Izuku no entendía sus razones para seguir tan consciente de su presencia. No importa, qué importa. Aunque por mucho que lo repitió, no terminó por creérselo, en especial cuando comenzó a tocar muy ligeramente después de lo que debía por estar pensando en ello. 

 

En los descansos se acercó a Aizawa-sensei. El director escuchó con una calma casi aburrida todos sus comentarios sobre las direcciones de arco en las distintas partituras. Al igual que siempre, habló más de lo necesario, pero Aizawa-sensei estuvo de acuerdo. 

 

—Eso sí, también deberíamos cambiar lo mismo en el resto de las cuerdas. Me gusta la idea. Háblalo con los demás.

 

—Oh, sí. Gracias, Aizawa-sensei. 

 

Se dio media vuelta con una expresión extraña, como si tuviera malestar estomacal. 

 

Eso solo significaba una cosa. Se acercó a la sección de en frente, sintiendo que en ese momento el soundtrack de su vida tenía música fúnebre. O quizá estaba siendo dramático. 

 

—Kacchan… —habló bajo, con una ligera sonrisa que buscaba tantear terreno.

 

—Ya los escuché desde aquí. No voy a cambiar ni mierda, Deku. 

 

El chico continuaba sentado en su lugar. El instrumento, de un marrón profundo precioso, descansaba entre sus piernas. Katsuki ni siquiera lo miró, manteniéndose enfocado en la partitura que reposaba en el atril. 

 

—¡Vamos, Kacchan! Ni siquiera sabes lo que quiero cambiar… 

 

—¿Y por qué tendría que seguirte a ti, nerd? —Esta vez el rubio lo miró, enarcando una ceja.

 

Y pir qií tindríi qii sigiirti i ti, nird. Repitió en su mente. 

 

Pero no lo dijo en voz alta, por lo que se auto-felicitó. 

 

—Porque… ¡Vamos! Mira, aquí. Esto debería ser más suave, si lo hacemos de talón a punta no se siente así. Es como si se cortara la delicadeza de la frase anterior. Tú me entiendes. Además, en esta otra parte de… Aquí. Eso debería ser al revés. Aunque, umh… ¡Sí, al revés! Y en este otro pasaje, creo que estamos descoordinados, deberíamos terminar todos hacia la misma dirección, así que… Mejor hacia abajo, ¿no crees? Lo hablé con Aizawa-sensei, y dijo que estaba bien porque… 

 

—¿Si te digo que sí vas a dejar de susurrar como si tuvieras un cohete en la lengua, Deku? —Lo cortó abruptamente el rubio—. Carajo, sigues haciendo eso. No cambias.

 

Los ojos de Izuku se abrieron con sorpresa mientras el calor le trepaba hasta las orejas. 

 

—Eh… B-bueno, no me doy cuenta de que lo hago, sabes…

 

—Sí, sí. Ya lo cambio, nerd. Ahora sal de mi camino.

 

Izuku frunció el ceño, mirando al chico con expresión disgustada. Aunque no estaba del todo enojado. Pero sí estaba confundido.

 

Tal vez esperaba más gritos. 

 

—Ni siquiera estás caminando. Y ni siquiera estoy en frente de ti… —susurró, dándose media vuelta para caminar lejos antes de que Bakugo decidiera golpearlo con el arco del chelo. 

 

Mientras se alejaba, notó a Aizawa-sensei acercándose a Katsuki. Dado el descanso había pocas personas en la sala; la mayoría salía a comer o a tomar aire. No es que Izuku fuera chismoso, nunca lo fue. Pero por alguna razón redujo el paso, tomando su arco para frotar cuidadosamente las cerdas con la resina algunos metros más allá. 

 

Solo alcanzó a descifrar un par de palabras.

 

Al parecer Aizawa-sensei lo estaba aconsejando sobre lo que acababan de tocar. Sabía que a Katsuki no le gustaban las críticas ni las sugerencias, por lo que sintió que estaba escuchando algo demasiado íntimo y terminó retirándose de la sala por la culpa. Si trabajaba como espía se moriría de hambre. Carrera descartada.

 

Aunque lo que escuchó le quedó dando vueltas. 

 

Durante el resto del ensayo, Bakugo se mantuvo particularmente conversador. En lo que respectaba a él, conversador significaba escucharlo maldecir, gruñir y soltar amenazas de muerte. 

 

—¡Bastardo mitad y mitad! No te adelantes, carajo.

 

La voz de Katsuki se elevó en un tono irritado mientras se giraba hacia su compañero de atril. 

 

—No lo hice.

 

En contraste, la voz de Todoroki sonaba tranquila y monótona. Solo ladeó la cabeza, mirando la partitura mientras ignoraba el resto de los reclamos.

 

—¡Claro que lo hiciste! ¡¿Por qué me ignoras?! ¡¿Quieres morir?!

 

Aizawa levantó apenas la voz, ya acostumbrado a la situación.

 

—Bakugo, no amenaces de muerte a tus compañeros. Y recuerda mi consejo de antes. Todoroki, sí te estás adelantando un poco. 

 

Katsuki rodó los ojos con un suspiro exasperado. No dijo nada más, pero la mandíbula apretada y la arruga entre sus cejas dejaban claro lo que pasaba por su mente: todos son unos inútiles. 

 

Izuku lo observaba de reojo. De sus diecisiete años, llevaba casi catorce conociendo al rubio. Sus rabietas se sentían casi cotidianas; esa era su personalidad. Aunque, con la edad, parecían empeorar y sobrepasar algunos límites. 

 

Con el tiempo Izuku tuvo que mantenerse alejado de él. Porque entre humillaciones nadie podía evitar desmoronarse. Y, aun así, siempre fue difícil intentar no preocuparse por el rubio. Katsuki parecía que cargaba con un pequeño cajón lleno de furia. En la medida en que ese cajón se llenaba por alguna razón que él desconocía, Bakugo explotaba con más violencia.

 

Ahora mismo Izuku no lograba descifrar si el baúl secreto estaba desbordándose o si, de algún modo, Katsuki había descubierto cómo mantenerlo parcialmente cerrado. Sus actitudes eran, sin duda, confusas. 

 

Hacia el término del ensayo, Aizawa-sensei carraspeó, con tal de apagar los susurros y enfocar la atención de todos en él.  Se arrastró hasta la silla y examinó con la vista a cada uno de ellos. Cada vez que hacía eso, el aire en la sala se tensaba.

 

—Bien, veamos. Estamos terminando hoy —Hizo una pausa, sacando una lista que guardaba bajo las partituras del mesón—. El primer reto de este semestre será en grupos pequeños. Cada dos grupos recibirán una partitura distinta. 

 

Los retos eran simplemente actividades y/o ejercicios que Aizawa-sensei diseñaba para hacerlos practicar. En ocasiones elegía cosas divertidas, para hacerlos pasar un buen rato, y otras veces apuntaba a cosas específicas para hacerlos mejorar en algo que identificaba como un déficit. Les concedía cierto tiempo para ensayarlo, y tras eso debían presentarlo. Se transformaba en una pequeña competencia, con incentivos ocasionales: tocar algo en el próximo concierto, decidir la próxima partitura que agregarían al repertorio, etc. 

 

—Yo formaré los grupos.

 

Izuku casi se puso a rezar. 

 

—Para la primera partitura. El grupo número uno será —Hizo una pausa, entrecerrando los ojos para leer la hoja. Luego tomó las partituras y comenzó a entregarlas en la medida en que leía los nombres —. Todoroki como primer violonchelo, Yaoyorozu como primer violín, de segundo violín tendremos a…

 

El de rizos verdes dejó de escuchar, comenzando a sacar cuentas. El otro grupo seguro intentaría ser equilibrado respecto a instrumentos y habilidades, y eso solo significaba… 

 

—En el segundo grupo tenemos a Bakugo como primer chelo, Midoriya en primer violín, Uraraka como segundo violín e Iida en la viola. 

 

Izuku recibió la partitura mientras tragaba saliva. En su cabeza sonaba otra vez una marcha fúnebre. Evitó mirar a Katsuki, aunque podía apostar que hacía una mueca de disgusto.

 

—Les tocará el primer movimiento de la Capriol Suite: Basse-Danse. Se traduce algo así como… Danza baja.

 

—¿Basse Danse? —preguntó Mina en voz alta, a la que ni siquiera le correspondía esa partitura, pero siempre tenía comentarios respecto a todo. 

 

—¿Y eso qué es? —Esta vez fue el turno de Denki.

 

—Que se toca bajito —Kirishima respondió desde su lugar, encogiéndose de hombros como si fuera obvio. 

 

—¿O que se baila sentado? —agregó Denki. 

 

Mina y Kirishima no podían contener la risa, doblándose hacia adelante en busca del aire. 

 

—¡No seas burro, cara de tonto! —gritó Bakugo. 

 

Aizawa-sensei exhaló un suspiro profundo. 

 

—A ver… El Basse-Danse es una danza cortesana. Se sitúa por el Renacimiento, jóvenes.

 

Izuku intentaba prestar atención. Aunque también miraba a Katsuki, que examinaba la partitura sin molestarse en escuchar lo que decía el director. 

 

—La danza lleva ese nombre porque los pies casi no se despegaban del suelo. Ahora, la obra que tocarán no se compuso en ese período, pero sí está inspirada en él. Deben enfocarse en cómo se responden unos a otros cuando estén tocando.

 

Izuku sintió un cosquilleo nervioso en el cuerpo. 

 

—Renacimiento… —Denki hizo una cara extraña e Izuku casi pudo notar cómo se movían los engranajes en su cabeza intentando recordar qué significaba eso.

 

—¿Eso no era en tiempos de reyes, reinas, princesas y cosas así? —Esta vez la pregunta escapaba de Kirishima. 

 

—De hecho… —Mina levantó el dedo índice con aire de suficiencia, como si supiera la respuesta y quisiera que le concedieran la palabra—. Bakugo usará unas mallas y un vestido cuando les toque presentarla.” 

 

—Oye, ojos de mapache —Bakugo se levantó a medias de su asiento, señalando con el arco a la de cabello rosado—. Una palabra más y te prometo que hago volar tu trompeta hasta la estratósfera de una patada.

 

—Uy, tengo miedo… —La chica fingió un temblor exagerado. 

 

Aizawa-sensei miraba la escena con expresión cansada. 

 

—Bueno, tienen dos semanas. Ensáyenlo. Los otros grupos son…

 

Izuku se hundió en el asiento. Eso significaba dos semanas de ensayos extra con Katsuki. 

 

Al terminar el ensayo, cuando el ruido de los estuches cerrándose y los atriles arrastrándose hacia el rincón rompían el silencio, Izuku reunió valor para llamar a los de su grupo y hablar.

 

—¡Podríamos quedarnos mañana un rato a ensayar! Yo tengo práctica de vóleibol en la tarde, pero puedo salirme antes para que estudiemos, así avanzamos rápido y…

 

—¿Se supone que nos acomodemos a ti, nerd? —Lo interrumpió Katsuki. El rubio estaba de pie frente a él sosteniendo el violonchelo desde la voluta, con la funda de éste en la otra mano. Izuku lo había llamado antes de que guardara el instrumento. Se preguntaba si, de tanto fruncir el ceño, Kacchan ya tendría arrugas. 

 

—¡N-no, no, para nada! Solo es una sugerencia —Izuku soltó una risa nerviosa mientras se rascaba la nuca con torpeza. 

 

—No voy a perder la práctica de baloncesto solo para mirarte la cara de tonto.

 

Izuku parpadeó. 

 

¿Katsuki seguía jugando baloncesto? 

 

Iida y Uraraka se devolvían miradas nerviosas en medio de la discusión. 

 

—No discutan. Podemos encontrar una solución que se ajuste a todos —La voz de Iida era serena mientras movía las manos con energía. 

 

—¡Eso! ¡El jueves las clases terminan más temprano para todos, podemos juntarnos en la tarde a ensayar! —Uraraka salvó la situación, interviniendo antes de que la tensión explotara. 

 

—Sí, lo que sea —dijo Katsuki, encogiendo los hombros con indiferencia mientras terminaba de guardar el instrumento y tomaba el resto de sus cosas. Y se fue. Como si ahí hubiera terminado la conversación. 

 

Cuando la puerta se cerró tras él, Uraraka se inclinó hacia Izuku, hablándole en un susurro. 

 

—¿Tú crees que nos lance el violonchelo a la cabeza en pleno ensayo?

 

Izuku suspiró. 

 

—Lo veo muy probable…

 

Genial. Cómo iba a hacer para no arrancarse el cabello en el proceso.