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Capítulo 1 — El barrio suena a reguetón
La Marina, 2006
El barrio La Marina era un mosaico vivo en la costa de una ciudad latinoamericana que olía a mar y gasolina quemada. Las calles, estrechas y llenas de baches, estaban decoradas con grafitis que gritaban historias: corazones rotos, nombres de pandillas, y frases como *“Pa’lante siempre”* pintadas en colores chillones. Las tiendas de esquina vendían chicles, cigarrillos sueltos y refrescos en botellas de vidrio que devolvías por unas monedas. Los sábados en La Marina eran eternos, llenos de risas, fútbol en la cancha y fiestas improvisadas donde los parlantes gigantes retumbaban con “Pobre Diabla” o “Dile” de Don Omar. Las noches traían una brisa salada, el aroma dulzón de colonia barata, y esa electricidad de amores adolescentes que se encendían bajo los faroles.
En el corazón del barrio estaba la escuela pública, un edificio de paredes descascaradas donde los uniformes nunca eran iguales: camisas blancas arrugadas, corbatas flojas, y faldas o pantalones que variaban según lo que cada quien podía permitirse. Los pasillos estaban llenos de corazones rayados con marcador, nombres de parejas que ya no existían, y frases como *“Te amo, Javi, 2006”*. Los profesores, siempre al borde de un colapso, gritaban para hacerse escuchar por encima del murmullo de los estudiantes, que soñaban más con la próxima fiesta que con las ecuaciones en la pizarra.
La cancha del barrio era el punto de encuentro. Los chicos jugaban fútbol hasta que el sol se ponía, las chicas se sentaban en las gradas comiendo paletas de hielo, y las parejas se escabullían detrás de los árboles o en los callejones para robarse besos rápidos antes de que alguien los viera. Todo vibraba con esa mezcla de inocencia, deseo y descubrimiento que solo los 17 años pueden traer.
En La Marina, todo el mundo conocía al squad de Seonghyeon: Martín, Juhoon, James y, por supuesto, Keonho. Eran los reyes de las esquinas, los que siempre tenían un chiste, un cigarrillo compartido o un plan para meterse en problemas. Martín era el bocón, siempre con una gorra ladeada y una historia exagerada sobre cómo casi se pelea con alguien en la disco del centro. Juhoon, el más relajado, era el que conseguía las cosas: entradas a fiestas, CDs piratas con los últimos éxitos de reguetón, o hasta una botella de ron para las noches largas. James, el más serio, era el que mantenía al grupo en orden, aunque siempre terminaba riéndose de las locuras de los demás.
Y luego estaban Seonghyeon y Keonho, los inseparables. Eran el contraste perfecto: uno callado, el otro puro fuego. Pero cuando estaban juntos, algo en el aire cambiaba, como si el barrio entero supiera que compartían un secreto que nadie más entendía.
Seonghyeon, hijo de inmigrantes coreanos que habían llegado a La Marina cuando él era pequeño, había crecido entre el olor a kimchi en su casa y el ritmo del reguetón en las calles. Hablaba con el acento del barrio, diciendo “chévere” y “parcero” como si hubiera nacido en la esquina de la tienda de Don Luis. Era tímido, de esos que observan más de lo que hablan, con ojos oscuros que parecían guardar mil pensamientos. Llevaba el uniforme con la camisa un poco desabotonada, el cabello negro cayéndole sobre la frente, y siempre cargaba un cuaderno donde escribía letras de canciones. Eran versos de reguetón romántico, llenos de promesas de amor eterno y noches bajo las estrellas, inspirados por un sentimiento que no se atrevía a decir en voz alta: su amor por Keonho.
Keonho, en cambio, era puro carisma. Con su MP3 plateado colgando del cuello y unos audífonos que parecían parte de su cuerpo, vivía para el reguetón. Bailaba como si el ritmo estuviera en su sangre, con movimientos que hacían que todos en la cancha se detuvieran a mirar. Su sonrisa era peligrosa, de esas que podían convencerte de cualquier cosa, y sus ojos tenían una calidez que contrastaba con su aire de chico de barrio. Era coqueto, siempre con un guiño para las chicas que lo miraban en las gradas, pero cuando estaba con Seonghyeon, su atención era solo para él. Nadie lo notaba, o al menos, nadie lo decía en voz alta. Pero entre ellos había algo, una corriente eléctrica que se encendía con cada roce, cada mirada, cada risa compartida.
Era un sábado de octubre, y La Marina estaba en ebullición. La casa de Juhoon, una construcción de dos pisos con un patio lleno de sillas plásticas, era el epicentro de la fiesta del fin de semana. Los parlantes, prestados por el primo de Martín, tronaban con “Rakata” de Wisin y Yandel, y el aire estaba cargado de humo, sudor y el olor a perfume barato. Los chicos del barrio bailaban en grupos, las chicas se reían en las esquinas, y los vasos de plástico con ron y Coca-Cola pasaban de mano en mano.
Seonghyeon estaba apoyado contra una pared, con su cuaderno bajo el brazo y un vaso en la mano que apenas había tocado. Observaba el caos con una sonrisa tímida, dejando que la música se le metiera en los huesos. En su cuarto, decorado con posters de Daddy Yankee, Ivy Queen y Zion & Lennox, había pasado la tarde escribiendo una nueva letra: *“Tú y yo en la noche, sin que nadie nos vea, el reguetón nos guía, mi corazón te idea.”* Pero como siempre, no se atrevía a enseñársela a nadie. Menos a Keonho.
Hablando de Keonho, él estaba en el centro del patio, bailando con un grupo de chicas que no podían quitarle los ojos de encima. Llevaba una camiseta blanca ajustada, unos jeans gastados y una cadena plateada que brillaba bajo las luces de colores que alguien había colgado. Cada movimiento suyo era preciso, como si hubiera ensayado cada paso frente a un espejo. Pero cuando la canción cambió a “Down” de Rakim y Ken-Y, sus ojos buscaron a Seonghyeon en la multitud.
—¡Seong, ven pa’cá! —gritó Keonho, con esa sonrisa que hacía que el corazón de Seonghyeon diera un vuelco. La gente se rió, pensando que era solo Keonho siendo Keonho, pero Seonghyeon sabía que esa invitación era diferente.
Dudó un segundo, sintiendo el calor subirle a las mejillas, pero dejó el vaso en una mesa y se acercó. La música llenaba el aire, lenta y envolvente, y cuando Keonho lo jaló para bailar, el mundo pareció desvanecerse. Bailaron pegaditos, como siempre lo hacían en las fiestas, sus cuerpos moviéndose al mismo ritmo, sus manos rozándose apenas lo suficiente para que nadie notara, pero lo bastante para que ambos lo sintieran. Martín, Juhoon y James estaban ocupados en sus propios mundos, así que por un momento, era solo ellos dos.
—Oye, Seong —susurró Keonho, su voz baja para que solo él lo oyera—. ¿Por qué siempre te escondes con ese cuaderno? ¿Qué escribes ahí?
Seonghyeon se rió, nervioso, mirando al suelo para no perderse en los ojos de Keonho. —Nada, cosas mías. Letras, ya sabes.
—¿Letras de qué? ¿De amor? —Keonho alzó una ceja, con esa mezcla de burla y curiosidad que lo hacía irresistible.
—Puede ser —respondió Seonghyeon, esquivando la pregunta. Pero su corazón latía tan fuerte que juraba que Keonho podía escucharlo por encima de la música.
La canción terminó, y alguien puso “Mayor Que Yo”. La energía de la fiesta cambió, y Keonho aprovechó el momento para jalar a Seonghyeon hacia el callejón detrás de la casa, donde las luces no llegaban y el ruido se apagaba un poco. Era su lugar, el sitio donde se escapaban cuando el barrio se volvía demasiado ruidoso.
—¿Qué pasa, Keon? —preguntó Seonghyeon, apoyándose contra la pared de ladrillo. El aire olía a cigarrillo y a la colonia que Keonho siempre usaba, una mezcla de cítricos y algo dulzón que Seonghyeon asociaba con él.
Keonho se acercó, demasiado cerca, y puso una mano al lado de la cabeza de Seonghyeon, atrapándolo contra la pared. —Nada pasa. Solo… quería estar contigo un rato. Sin tanto ruido.
Seonghyeon sintió que el suelo temblaba, aunque sabía que era solo su corazón. Los ojos de Keonho brillaban en la penumbra, y por un segundo, todo fue perfecto: el reguetón sonando a lo lejos, el calor de la noche, y ellos dos, tan cerca que podían sentir la respiración del otro.
—Keon… —empezó Seonghyeon, pero no terminó. Keonho se inclinó y lo besó, un beso rápido pero intenso, como si tuviera miedo de que alguien los viera pero no pudiera resistirse. Cuando se separaron, ambos estaban sonriendo, aunque sus ojos estaban llenos de algo más: miedo, deseo, y una promesa que ninguno se atrevía a decir en voz alta.
—Callao’, ¿sí? —susurró Keonho, su voz temblando un poco—. Esto es solo nuestro.
Seonghyeon asintió, aunque algo en su pecho dolía. Quería más que besos a escondidas, más que promesas susurradas en callejones. Pero por ahora, con el reguetón vibrando en el aire y la mano de Keonho apretando la suya, era suficiente.
—Siempre te voy a buscar, Keon —dijo Seonghyeon, casi sin darse cuenta.
Keonho sonrió, esa sonrisa peligrosa que hacía que el mundo valiera la pena. —Y yo siempre voy a estar, Seong.
La música cambió a “Noche de Entierro”, y el barrio volvió a llamarlos. Regresaron a la fiesta, riendo y fingiendo que nada había pasado, pero con el secreto de su amor latiendo al ritmo del reguetón.
