Chapter 1: Ella, que ya no está aquí
Chapter by BelsanEmpress, Odamaki
Notes:
Notas de la autora:
He sido tremendamente descuidada al no mencionar a mi beta-reader, creadora de head-canons, entusiasta general y excelente Huevo, Codenamelazarus, a quien realmente tenemos que agradecer por la existencia de este fic, porque yo no tenía intenciones de escribir Parentlock en la vida, y ahora vean ustedes . Vayan a darle amor.
Se me puede encontrar en Tumblr como Odamakilock.
(No doy mi permiso para repostear, reproducir o archivar este fanfiction, total o parcialmente, en ninguna otra web, salvo con previo consentimiento escrito por mi parte, ni obtener beneficio económico de ninguno de mis textos, bajo ninguna circunstancia)
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
La niña tiene menos de una hora de vida, rosada e indefensa y perfecta. Su peso descansa en el hueco del brazo de John, y John tiene que mirar a otra parte constantemente, porque por primera vez en su vida no puede evitar el llanto. La niña bosteza, y John quiere poner el mundo a sus piececitos arrugados, darle el sol y la luna y no soltarla nunca. Es éxtasis, esta primera hora de paternidad, y terror.
No ha sostenido algo tan valioso y frágil a la vez en toda su vida.
–Dios, tómala tú. Yo no puedo… –dice John, pasándosela a Mary aunque todo su ser se siente vacío al dejarla ir. Se enjuga los ojos con firmeza, secándose las lágrimas, la boca temblorosa.
–Lo estabas haciendo bien, viejo sentimental –dice Mary con cariño, meciendo a su hija. Lo mira a los ojos–. Todo irá bien, John –él le besa la cabeza, luego la del bebé, y se obliga a respirar. Es sólo el agotamiento, y el estrés de un parto de treinta y seis horas, y demasiado café, se dice con firmeza. Todos los padres primerizos se sienten así.
–Voy a llamar a Sherlock –le dice a Mary, y ella se ríe mientras él deja la habitación, confuso pero radiante.
–Míralo. Cualquiera diría que es él el que acaba de dar a luz –le dice a la enfermera, que suelta una risita.
–Si me dieran una libra por cada padre que tenía peor aspecto que la madre después del parte, me reiría como una loca de camino al banco –le dice, y luego le enseña a Mary cómo dar el pecho por primera vez.
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Su hija tiene setenta y cuatro minutos de vida cuando Sherlock finalmente contesta el teléfono.
–¿Qué?
–Soy yo –dice un ansioso John–. Ya está aquí, Sherlock. Dos kilos setecientos.
–¿Qué?
John tropieza por encima del desinterés de Sherlock con su entusiasmo.
–¡La niña, zopenco! –dice, exasperado pero demasiado feliz para sentir algo que no sea cariño por Sherlock–. Hace cosa de una hora. ¿De verdad no viste los mensajes que te he estado mandando?
–Oh, estuve ocupado. Un asesinato por venganza arreglado para que pareciera un accidente. Absolutamente fascinante. Eh, felicidades.
–Felicidades a ti también –dice John, irónico–. Ven a verla pronto, ¿quieres?
–Mmm –dice Sherlock, sin comprometerse. Se recuesta en el abrazo de su sillón, jugueteando con el arco de su violín.
–Lo digo en serio; cuando quieras –replica John–. ¿Has vuelto a pensar en…?
–Oh, no, eso otra vez no.
–Sí, Sherlock –dice John, empezando a irritarse; no esperaba que Sherlock se pusiera a dar volteretas para celebrar el nacimiento de su hija, pero su actitud está dejando mucho que desear–. ¿A quién más se lo íbamos a pedir?
–¿Mycroft?
–Él no es mi mejor amigo. Por favor, Sherlock. Serías un buen padrino, de verdad.
–Hmm –dice Sherlock de nuevo.
–Mira, te llamo más tarde. Al menos ven a verla antes de decir que no –suspira John.
–Más tarde entonces –Sherlock duda–. Estoy segura de que la niña es… –¿qué suele decir la gente en estos casos? Busca en su memoria algo para hacer que John esté menos dolido ante lo dolido que él mismo está–, un encanto.
John está demasiado ocupado con su propia alegría como para detectar la falsedad, aunque en realidad, debería haberlo hecho.
–Es preciosa, Sherlock. Díselo a la señora Hudson, por favor. Se debe de estar muriendo por saberlo.
–Sip –dice Sherlock, y cuelga. Se pone de pie, tira sin cuidado su teléfono en el asiento del sillón, y coge su violín. Por un momento se queda quieto, junto a la ventana, viendo a la gente pasar y preguntándose cómo pueden ignorar de esta manera el fin del mundo. La adicción le pica en las venas. Con brutalidad se encaja el violín bajo la barbilla y procede a informar a la señora Hudson del nacimiento durante las siguientes tres horas, maltratando las cuerdas sin piedad.
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La niña tiene ciento veintisiete días cuando John se despierta en mitad de la noche, su cadera húmeda y tibia.
–¿Mary?
Manotea confuso, buscándola, y la encuentra temblando. No respira. Se sienta, busca el interruptor con súbito terror y la luz lo ciega.
–¡Mary! ¡Mary!
Está blanca como una sábana y lucha por respirar; el colchón está empapado de orina. John convierte el miedo que le sube por la garganta en una bola sólida y vuelve a empujarlo hacia abajo, se obliga a fingir que Mary es sólo otra de sus pacientes y trata de hacerlo todo a la vez. Tarda un segundo en marcar el 999 y pegarse el teléfono a la oreja. Tarda dos segundos en colocarla en posición de seguridad y comprobar sus signos vitales.
–Ambulancia –ladra al teléfono, el pulso de Mary aleteando bajo las yemas de sus dedos. Le flota la cabeza; siente que está teniendo una pesadilla, pero sus rodillas están frías y húmedas y Mary lo mira con dolor y miedo y tiene que hacerlo, tiene que seguir funcionando. Dispara los detalles como si fueran balas.
–…norte de Londres, zona uno, 9LU, treinta y cinco años, mujer, despertó con dificultades respiratorias, pulso irregular… –las palabras, el griego y el latín de los médicos que siempre ha sido capaz de escupir sin problemas bajo presión, se le escabullen esta vez–. Es mi esposa –se le cierra la garganta–. Está teniendo un infarto.
No tiene ni cuarenta años. Esto no debería estar pasando. Su hija duerme en el cuarto de al lado y necesita a su madre.
John las necesita a las dos.
La ambulancia entra aullando en su calle menos de diez minutos después; a John le duelen el cuello, porque aún tiene el teléfono apretado en el hueco del hombro, y los brazos, por las cien compresiones por minuto que ha descargado sobre el esternón de Mary.
Los paramédicos toman el control, y lo único que John puede hacer es quedarse ahí como un inútil. La bebé llora, recordándolo con una sacudida de su presencia. Diez minutos de puro horror han sido suficientes para bloquear su pequeña existencia en la mente de John. Están preparando a Mary para subirla a la ambulancia. Los dedos de John están entumecidos al sacar a la niña de la cuna, con mantas y todo, nada más, y seguir a los paramédicos a la ambulancia.
Arrancada abruptamente del sueño, odiando el ruido y las luces, la niña grita durante todo el camino al hospital.
La mente de John también es un grito.
***
Llama a Sherlock y se las arreglar para balbucear tres frases.
–Es Mary, estamos en el hospital. Por favor, ven. Te necesito.
Sherlock es aún más breve. Sólo pregunta “¿Dónde?”
***
Se sientan en el sofá de la sala de espera, John como si lo hubieran dejado caer desde lo alto, desparramado en el asiento, un saco de huesos fingiendo que es un hombre. La niña se limita ahora a gimotear, dado que sus alaridos no tienen el efecto habitual en la gente de su entorno. Sherlock está inquieto. Se levanta, se sienta, pasea de un lado a otro toqueteando cosas.
Un médico sale, sólo una vez, para decirles que Mary ha perdido la consciencia, pero que están haciendo todo lo que pueden. John asiente, le pide (de profesional a profesional) que sigan haciéndolo, y cuando se va mira a Sherlock con dolor en los ojos.
–La están perdiendo –le dice simplemente. Conoce la expresión en la cara del doctor, incluso siendo éste un desconocido. Todos los médicos que han trabajado en la sala de emergencias de un hospital conocen esa cara. Uno acaba desarrollándola a lo largo de su carrera profesional. Usan un lenguaje diferente y palabras cuidadosas cuando tiene que salir a dar malas noticias.
Sherlock, veterano de las salas de emergencia, la conoce también. No le ofrece a John falsos consuelos. En lugar de eso, hace lo único que parece lógico cuando el mundo se está yendo al carajo y él no puede hacer nada al respecto.
Llama a Mycroft.
***
Son las siete de la mañana. Mycroft les ha ofrecido todos los recursos que tiene disponibles en ese momento, y parece haber sido más precavido que Sherlock, ya que uno de sus acólitos, vestido de traje, ha aparecido con una bolsa de ropa limpia para John y la niña, y la media docena de cosas que John se dejó en la casa.
Son las siete y diez, y el reloj se arrastra. Las paredes se arrastran. Una horrible sensación se arrastra por la piel de John. Sherlock le quita cuidadosamente a la bebé y lo obliga a tragar un té tibio y cargado de azúcar hasta que se le aclara un poco la vista. Un enfermero entra buscando algo o a alguien, se detiene al verlos y luego, bendito sea, se ofrece a traer una cuna y un biberón para la niña. Sherlock se sienta al borde de su asiento y observa a John alimentar a su hija con aire ausente, limpiarla, ponerla en la cuna. Está en piloto automático. La niña finalmente se duerme.
Entonces esperan.
Son las siete y cuarenta y dos. A Sherlock le gustaría que la sala tuviese una ventana; el aire está rancio e inmóvil, denso por el olor a nervios y antiséptico. John está demacrado. El médico vuelve, solemne. Sus palabras les llegan como desde una gran distancia.
Miocardiopatía periparto. Disfunción sistólica. Arritmia ventricular.
Son las siete cuarenta y cuatro.
Se administra digoxina. Embolia pulmonar.
Son las siete cuarenta y cinco.
Fracción de eyección en menos de 20%.
Son las siete cuarenta y seis.
Segundo infarto de miocardio.
Son las siete cuarenta y seis.
Muerte cardíaca súbita, no se podía hacer nada más.
Son las siete cuarenta y seis.
Son las siete cuarenta y seis y el reloj se mueve de manera extraña. Gira en la pared frente a los ojos de John. Son las diez en punto por un momento, luego la una y catorce.
El médico y Sherlock lo sujetan antes de que se caiga al suelo, uno por cada axila.
–John. John, mírame –susurra Sherlock con urgencia. Sostiene la cabeza de John entre las manos. John no llora, pero todo su cuerpo se contrae. A través de sus dientes apretados sale un sonido como el que produce frotar entre sí dos trozos viejos de madera.
El médico les deja discretamente los papeles que hay que firmar.
***
La niña tiene ciento dieciocho días cuando se queda huérfana de madre.
John tiene treinta y siete años, y es viudo.
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La niña tiene cuatro meses y veintitrés días e ignora por completo lo fuera de lugar que se ve Sherlock en el sofá de John y Mary, encaramado en el asiento como un gran pájaro oscuro. Empieza a poder ver hasta el otro lado de la habitación, pero a menos que un objeto sea de color brillante y esté a menos de un metro de ella, no le presta atención.
Sherlock, por el contrario, lo mira todo en el salón, sus ojos saltando por encima de todos los detalles de la vida matrimonial; los retazos de las relaciones domésticas entre dos personas. El toque de Mary está en todas partes. Su fantasma aparece por toda la casa, desde el estampado del papel de pared hasta cómo están dispuestos los sillones. Flota en el olor del detergente, su voz hace eco desde el teléfono.
Ésta es su casa; ¿dónde más iba a estar?
–¿Qué piensas hacer? –pregunta Sherlock.
John dobla la ropa limpia, tenso, los hombros encorvados.
–Aún no lo sé –responde escueto. Ha dejado de trabajar; le han concedido una excedencia por compasión, pero sabe que no durará para siempre, al igual que el dinero. Los ahorros de Mary aún están en fase de prueba; resulta, le dijeron delicadamente sus abogados, que hay algunos problemas con los papeles. John se quedó ahí sentado en la reunión, mirándolos educadamente mientras por dentro se reía de pura desesperación. “Por supuesto que hay problemas” hubiera querido decir, “¡todo es una puta farsa!”
De vuelta al presente, Sherlock frunce los labios.
–¿Te vas a quedar aquí?
–No lo sé –quiere quedarse. Deseaba tanto todo esto: una casa, una familia, un trabajo estable y buenos amigos. Deseaba todos los cursis indicadores del éxito adulto. Renunciar a todo esto apesta a fracaso.
Sherlock silba bajito, paseando la mirada por los altos techos blancos de la bonita casa victoriana, las paredes de color magnolia, que parecen demasiado lejanas y demasiado frías en las noches, cuando John se deja caer frente a la tele gastando las horas, esperando a que la niña llore para que la cambie o le dé de comer o la tome en brazos.
John ve a Sherlock pasar los dedos por los cojines del sofá, sin duda leyendo en ellos como en un texto en braille que John ha dormido ahí demasiadas noches.
La cama es grande y está vacía. John la detesta.
–Basta –salta John–. ¿Dónde más voy a ir? Deberíamos quedarnos aquí –“por el bien de mi hija”, razona. Debería crecer en la casa que su madre eligió para ella, incluso aunque…
Sherlock se encoge de hombros, lacónico, como si no le pudiera importar menos. Pero, si hay algo que John aprendió de Mary, es a leer a través de los engaños de Sherlock, aunque sea un poco.
–¿Baker Street? ¿Con un bebé?
Sherlock empequeñece ante sus ojos. Se levanta, recoge del suelo un calcetín pequeñito que ha escapado de la furiosa distribución de John, y lo coloca frente a él, junto a su pareja, como una ofrenda de paz.
–Tu cuarto está como lo dejaste –ofrece.
John traga saliva y recoge la ropa limpia de cualquier manera. Sherlock lo mira desde arriba y suspira con irritación. Dándole la espalda, John marcha hasta la habitación de la niña y vuelca la ropa en los cajones sin orden ni concierto. Su hija lanza perezosos manotazos al móvil de cuna, gloriosamente ignorante.
Sherlock aún está ahí cuando vuelve.
–¿Por qué haría tal cosa? –exige John.
El otro hombre se pone recto, su expresión un poco arqueada al ponerse al nivel del desafío.
–No puedes permitirte esta casa: sólo la hipoteca se llevará buena parte de tus ahorros, que no son tan grandes como piensas. Hay una posibilidad del sesenta por ciento de que las finanzas de Mary resulten ser fraudulentas, y aunque sin duda mi hermano intervendrá para acallar el escándalo, no podrás, legalmente, reclamar mucho de sus propiedades, incluyendo la mayor parte de las cosas que hay en esta casa. Te aferras a las necesidades de tu hija por un sentimiento de deber y pérdida, rechazando ayuda, pero eso es también porque esta casa está aislada de cualquier otro cuidador potencial. Eso te deja exhausto y con una sensación de fracaso. Conoces a tus vecinos de vista, pero no sus nombres, y desde luego no habláis de manera casual, lo que entorpece tu ya de por sí mínima vida social y te aísla de tu comunidad; eso te hace infeliz. Tienes lazos emocionales con esta casa, que actualmente dañan tu capacidad para centrarte en las medidas prácticas que hay que tomar. Finalmente, la pérdida inesperada de tu esposa te ha vuelto irracionalmente paranoico por la seguridad de esta casa y la salud de tu hija.
A John lo deja sin aliento el mismo dolor furioso que se siente cuando alguien que supuestamente iba a ayudarte te arranca sin avisar la venda que cubría una herida. Sherlock arquea los labios y continúa, su tono frío y mecánico.
–No hay cafeterías, supermercados o guarderías en la zona que sean fácilmente accesibles a pie, odias el autobús y no sabes conducir. Tampoco tienes los medios para aprender a hacerlo. Entretanto, Baker Street tiene una seguridad económica marginalmente superior, a la señora Hudson, vigilancia callejera las veinticuatro horas y una afluencia regular de visitantes. En resumen, vuelve, porque odias estar solo.
La voz de John, cuando consigue sacarla, es de profunda desdicha.
–No estoy solo –alega, siendo consciente de que el hecho de que no lo esté es, justamente, el problema: su hija es su única compañera, y el motivo por el cual necesita con desesperación a otras personas. Sherlock mira a la niña en confirmación y alza las cejas, como diciendo “¿a eso llamas compañía?” Ella lloriquea, babeando sobre un enterizo que esta mañana estaba limpio, pero que ahora hay que cambiar.
Sherlock abre la puerta delantera, alisando las solapas de su gabardina. Ve el rostro de John en el espejo del recibidor, y se detiene en seco. Su expresión es pétrea, como si lo hubiera mirado una gorgona, y Sherlock lamenta haber sido tan duro.
–¿Estás haciendo esto por ella?
John no se lo puede creer.
–¡Por supuesto que sí! Me necesita aquí, Sherlock. Aquí. ¡A su lado! Aquí, donde tengo que estar, maldita sea –aprieta los puños, furioso.
Sherlock exhala.
–Sí –dice, y hay un dejo de algo en su voz; quizá de disculpa–. Pero Mary ya no está.
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La niña tiene cinco meses y dos días cuando se mudan de vuelta a Baker Street. John amontona la última de las cajas escaleras arriba y siente que, más que acabar de escalar la montaña, recién ha llegado al pie de ésta.
Hunde los talones en la alfombra de la sala de estar y mira a su alrededor. La señora Hudson y Sherlock han hecho un trabajo más que decente de inspección y limpieza en anticipación a su llegada. La bebé lo mira todo, agitando sus puñitos regordetes para mostrar su interés.
–Casa nueva para ti, cariño –murmura contra su cabecita–. Casa vieja para mí.
–Oh, John –dice cariñosamente la señora Hudson, detrás de él. Lo rodea con un brazo, haciéndole arrumacos a la niña–. Es maravilloso tenerte de vuelta, aunque claro, en unas circunstancias tan tristes… –alisa un mechón rebelde en la rubia cabeza de la bebé–. Voy a traerte una taza de té.
–Gracias –replica John. Se quita los zapatos con la punta de los pies y siente el suelo bajo sus plantas. Parece sólido.
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Dos semanas después de la mudanza, las cosas empiezan a ir mal otra vez.
–No se duerme. ¿Te parece que tiene fiebre?
Sherlock aparta la mirada de su teléfono, o más bien se ve obligado a ello cuando John mete la cabeza de la niña delante de su nariz como un ariete.
–Oh, ¿hemos cambiado los papeles? ¿Hoy tú eres el detective consultor? –pregunta lacónicamente, pero obedece y pone el dorso de la mano en la frente de la niña.
–Cállate –dice John, distraído– y dime, ¿te parece que tiene fiebre?
La niña no ha dormido bien desde que se mudaron, pero esta noche está especialmente inquieta. Su carita se crispa en una mueca de disgusto, y sus mejilas están coloradas y húmedas. Gimotea cuando Sherlock la toca, pero débilmente.
–La tiene –asiente Sherlock, frunciendo el ceño–. Está enferma.
–Mierda.
John la acuna contra su pecho y se dirige al baño, donde debería haber un termómetro, si Sherlock no lo ha tomado prestado para uno de sus experimentos con bacterias. Sherlock lo mira salir, y luego se levanta de su sillón para observar el drama. Hay pelea respecto al termómetro (a la niña no le hace gracia) pero John es inflexible.
–Treinta y siete coma cuatro –informa John, preocupado–. Tiene calentura. ¿Puedes sostenerla un momento? Ay, olvídalo –no espera la respuesta, se limita a ponerla sobre el cambiador junto a él, dejando a Sherlock parado torpemente junto a la puerta. John revuelve el cuarto buscando la medicina de la niña. Ella levanta los ojos para mirar a Sherlock, su cara la viva imagen de la infelicidad, y gime. Sherlock no sabe qué hacer.
John sí, pero está demasiado nervioso para hacer las cosas como es debido. Dicen que los doctores son los peores pacientes del mundo, y Sherlock sabe, por experiencia, que John pertenece al club del “tómate dos aspirinas, métete en la cama, toma mucho líquido y deja de lloriquear” en lo que a afecciones leves respecta, así que está un poco sorprendido de verlo reaccionar así por un simple resfriado.
Pero claro, los bebés tienen tendencia a volverlo todo un poco estúpido, opina Sherlock. Quizá si la señora Hudson estuviera aquí charloteando, John se comportaría con algo más de compostura, pero a estas alturas de la noche debe de haberse fumado ya la mitad de sus “hierbas calmantes” y estará fuera de juego hasta mañana.
–Cálmate –dice Sherlock, ganándose una mirada furibunda–. Sólo es un resfriado.
–Tiene calentura –repite John, testarudo, lavándose las manos con rabia–. ¿Sabes cuántas enfermedades infantiles son precedidas por fiebre y síntomas similares a los de un resfriado? –extiende las manos, apuntando a la toalla cuyo acceso está bloqueado por Sherlock, y éste, irritado, se la lanza.
–Muchas, me imagino –espeta–. Y ella no tiene ninguna de ellas.
Se aparta mientras John recoge a su hija y regresa a la salita de estar para poder sentarse y administrarle la medicina. Es un coqueto frasquito que Mary se trajo del hospital, “sólo por si acaso”, y ya ha sido utilizada parcialmente, pero no por John.
La levanta a contraluz, entorna los ojos y maldice. Queda una dosis o dos, pero no mucho más. Le da lo que puede, le seca la carita y se acomoda en el sofá con el termómetro en la mano, aguardando ansiosamente a que le baje la temperatura.
Sherlock se sienta en el escritorio, haciendo ver que está ahí, pero John no le pide nada, ni parece tener intención de hacerlo, y el tiempo va pasando. La niña no come ni duerme, sólo hipa y llora suavemente de vez en cuando. En realidad, reflexiona Sherlock, no se está portando muy mal dadas las circunstancias, pero John se pone histérico cuando no consigue ponerla a descansar.
–Shh, cariño, lo sé –le dice bajito, acunándola. Después de un par de horas le da lo que queda de la medicina, y tira el frasco en la papelera, la cara contraída por la preocupación. Sherlock no necesita preguntar para saber que, aunque la medicina alivia un poco los síntomas, no está mejorando de manera significativa su estado. John trata de darle un poco de agua, que ella rechaza para lamentarse y patalear bajo su mantita.
Se está haciendo tarde; ya pasa de medianoche y un sombrío John hace café con una sola mano, preparándose para una larga noche sin dormir. Consigue que acepte un poco de zumo con un gotero, consiguiendo que al menos tenga algo de hidratación en el cuerpo, pero es un trabajo arduo.
Después de otro par de horas, Sherlock cierra su ordenador y se levanta a coger su gabardina. John lo mira furioso, aunque en realidad no tiene ningún derecho a decidir si Sherlock puede irse o no si quiere. Su enfado se derrite cuando Sherlock mete la mano en la papelera y pesca el frasco de medicamento.
–¿Éste? –dice con sencillez, y John, súbitamente avergonzado de su comportamiento, asiente–. ¿Algo más?
La lista de la compra adherida de manera semipermanente al fondo de la mente de John salta al frente, pero agita la cabeza haciendo “no”.
–Sólo la medicina. Gracias –las palabras se sienten mezquinas y demasiado pequeñas en su boca.
–Por supuesto –dice Sherlock, enigmático–. Vuelvo en treinta minutos. Menos si encuentro un taxi.
John lo mira, y Sherlock piensa que parece extrañamente pequeño, sentado en medio del sofá con la niña en el regazo y los desperdicios de las últimas horas esparcidos a su alrededor. Se lo ve asustado, y cansado, y solo.
–Volveré pronto –repite, más suave. John le obsequia con un fragmento de sonrisa, más triste que alegre.
–Aquí estaré.
***
Fiel a sus palabras, John no se ha movido del sofá cuando Sherlock vuelve. El alivio inunda su cara al ver a Sherlock entrar por la puerta.
–Se está calentando de nuevo –reporta, los ojos pegados a la bolsa que cuelga de la mano de Sherlock con intensa desesperación. Sherlock le pasa la medicina sin perder tiempo. No es la misma marca, pero es una que John reconoce, con ingredientes similares. No es lo único que Sherlock ha traído; hay suero rehidratante para niños y un paquete de rollitos de higo. Sherlock deja que le dé la dosis a la niña y se va a enredar con el microondas.
Al cabo regresa, y se apretuja junto a John en el sofá, poniéndole una taza en la mano y un rollito de higo en la boca sin ningún tipo de cuidado.
–Come –ordena Sherlock. Con ambas manos ocupadas, John tiene que elegir entre escupir la galleta encima de su hija u obedecer. Elige la segunda opción. La masa de que está hecha se siente dulce y seca en su lengua; la pasta de higos se le pega a los dientes, pero lo hace ser súbitamente consciente de que se muere de hambre, y de que el dolor de cabeza que tiene podría deberse a una bajada de su azúcar en sangre. Ausente, toma un trago de la taza para ayudar a pasar la galleta.
Es cocoa.
–Está rica –dice, ahogando un ruidito y bebiendo otro ansioso trago de chocolate. Casi nunca bebe estas cosas (demasiado dulces para su gusto) pero en este momento es justo lo que necesita–. ¿Le has puesto whisky a esto? Tiene algo.
–Brandy francés.
John emite un sonido que en algunos círculos sociales se consideraría indecente, y luego vuelve a dejarse caer en el sofá. Busca de nuevo el termómetro, agotado.
–Dale un momento para que haga efecto –le aconseja Sherlock. Se inclina hacia delante para observar a la bebé, que tose. Su respiración se ha congestionado un poco, pero ya no llora tanto, y se ha reducido la rojez de las mejillas. Luce exhausta. John luce peor. Las bolsas bajo sus ojos son demasiado prominentes para el gusto de Sherlock, y si bien no ha perdido peso por el estrés, se lo ve consumido. Su pelo parece más fino, su piel más áspera.
–Estás horrible –le dice.
–Me siento… –balbucea John, demasiado agotado para discutírselo, pero aún demasiado tenso para relajarse como es debido– aplastado –termina.
Sherlock no hace ningún gesto para quitarle a la niña, o para relevarlo de sus obligaciones, pero cuando vuelve a mirarlo, hay una comprensión no verbal de que está, al menos mínimamente, ahí. Siempre ha estado ahí para ayudarlo, comprende John, es sólo que él ha estado siendo demasiado imbécil como para permitírselo.
Para ser honesto, no estaba seguro de que Sherlock quisiera tener nada que ver con la niña, pero ahora que de repente el hombre está metiéndole rollitos de higo en la boca y corriendo a Tesco a las tres de la mañana, se pregunta si no lo habrá entendido todo mal. Puede que los bebés no sean la especialidad de Sherlock Holmes, pero ya se ha ganado sus galones en el campo de la amistad.
–Gracias –dice John de nuevo, humilde.
–Apenas he hecho nada –señala Sherlock. Vuelve a inclinarse hacia adelante y escruta a la niña–. Bébete la cocoa.
Recoge al bebé del regazo de John mientras éste come, y la manipula como a un experimento científico: delicado, pero distante. John traga pesadamente. No es la primera vez que Sherlock ha tenido en brazos a su hija, pero es la primera vez que lo hace por voluntad propia. No sin algo de orgullo, Sherlock levanta el termómetro para que John lo vea. La temperatura de la niña ha bajado medio grado. John sonríe radiante, y parte de su cansancio se borra de su rostro por un breve momento.
–No está fuera de peligro todavía, pero dale una hora más –dice Sherlock, pensando para sí que John no tiene pinta de aguantar otra hora. Probablemente se quede dormido ahí mismo en el sofá. Bien. Eso es lo que necesita; ha pasado la mayoría de las noches de la última quincena durmiéndose y despertándose sin parar como un yoyó, ya sea ocupándose de la niña o acosado por sueños desagradables.
–Fantástico –bosteza John–. Gracias a Dios –se chorrea por la esquina del sofá, como si alguien le hubiera cortado los hilos, y extiende las manos buscando a la niña. Sherlock se la pasa, la observa bostezar también, arrugar la naricita en un gesto malhumorado y volver a dormirse, observa cómo todo eso hace sonreír a John de nuevo. Ya se le caen los párpados. Sherlock espera, lo deja quedarse dormido, y luego se levanta del sofá silenciosamente.
La mejilla de John está caída contra su hombro, su cara laxa y su mano derecha amenaza caerse por el costado del sofá. Sherlock desliza la suya por debajo y comprueba su pulso. Es lento y constante, como la respiración de John. Bien. La mano de John está fresca dentro de la de Sherlock mientras le acaricia el dorso con la yema del pulgar, y luego, sin poder contenerse, Sherlock pasa la palma de su otra mano por el pelo de John.
Después de eso, le toma un par de minutos estirar las piernas de John por la zona del sillón donde Sherlock se sentaba antes, y meterle una de las almohadas de su cama bajo la cabeza. La bebé es más fácil de mover, y la coloca bien arropada en su carrito junto a John, para que sea más fácil de vigilar, antes de cubrir al padre con una manta. Sherlock da un paso atrás para contemplar su obra, comprueba que John esté cómodo. Nota el hueco agotamiento comiéndose los contornos de John, y toma nota mentalmente de convencer a la señora Hudson de que vuelva a cocinar para ellos. Buena y pesada comida inglesa casera: una bendición para el alma, aunque no tanto para las arterias.
Por ahora, una noche de sueño y el subidón de azúcar de los rollitos de higo tendrán que bastar.
Sherlock recoge las tazas y tira los restos en el fregadero de la cocina, enjuagando los finos polvos que deja la cocoa. Frunce el ceño ante el grumo blanco a medio disolver que aún aparece en la taza de John.
–Debería haberla molido mejor –murmura para sí, y tira la evidencia por el desagüe.
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John celebra el sexto mes de su hija apretándose la frente con las manos hasta que lo ve todo blanco. La niña no deja de llorar.
Lo ha intentado todo: no tiene hambre, no necesita que le cambien el pañal, sin duda está cansada pero no piensa dormir hasta que haya terminado de gritar, y no parece tener ninguna prisa por parar. La toma en brazos y no tiene ningún efecto. Comprueba su temperatura y es normal, aunque su cara está colorada por el esfuerzo de informar a todos de cuán disgustada está con el universo. John camina arriba y abajo por el pequeño salón del 221B rogándole que por favor, por favor se calle.
Sus alaridos, perturbadoramente regulares, se convierten en un pulso que le taladra la cabeza.
–¿Qué te pasa? –le pregunta desesperado. Es médico, se supone que debería saberlo. Como último recurso, le da una pequeña dosis de su medicina otra vez, sólo por si tiene algún dolor que él no puede ver, pero lo único que hace es que llore un poquito más despacio.
Están solos en el apartamento: Sherlock se ha escapado al Saint Bart’s, aunque con la excusa legítima de varios casos sin resolver en los que tiene que trabajar. John deja a la niña en su cuna y se mete en la ducha por cinco minutos, el agua en sus oídos dándole un momento de respiro. No puede ni imaginarse cuán horrible sería todo esto si se hubiera quedado en la casa que compartía con Mary. La señora Hudson subió dos veces para ver cómo estaban antes de irse a pasar el fin de semana en casa de su hermana, pero ella tampoco pudo hacer nada para acallar los llantos de la niña. Ahora se ha ido, y John está completamente solo.
Todo empezó abruptamente, hace menos de una semana. Estaba vistiéndola, y de repente empezó a llorar. Le inspeccionó las encías, por si acaso fuera un caso excepcionalmente precoz de erupción de dientes, pero nada. Está sanísima, pero no para de llorar.
La mece, incapaz de hacer nada más. No hay nada más que hacer. Si enciende la televisión o la radio, no puede oírlas. Los aullidos son demasiado penetrantes como para permitirle leer, o resolver crucigramas. John está a su merced.
John empieza a sentirse aburrido y resentido, y se siente culpable por ello.
La saca a la calle y ella chilla todo el camino hasta la esquina, donde John se rinde y vuelve a llevársela a casa. Las paredes del 221B parecen cerrarse sobre sus cabezas.
–¡¿Qué te pasa?! –dice, mirando su carita rosada y contraída–. ¡Dios, ¿qué es lo que quieres?!
Se sienta en la mesa de la cocina, mordiéndose los nudillos de la mano izquierda, la derecha cerrada en un puño apretado contra la cadera que lo hace cojear, y los alaridos continúan.
Quizá si Mary estuviese aquí, habría sabido encontrar lo que a él se le escapa. John se tira del pelo de la coronilla y siente, perdida toda esperanza, que la verdad es que no importa cuánto se esfuerce y cuánto la ame, no puede hacer esto solo. Nunca planeó entrar solo en el mundo de la paternidad, y tal y como sospechaba, aquí está, cagándolo todo. Ni siquiera puede calmar a un bebé que llora; ¿cómo demonios va a hacer esto durante los próximos dieciocho años?
¿Él lloraba así cuando era bebé? John no tiene ni idea, aunque sí puede señalar el momento en que dejó de llorar delante de sus padres casi con fecha y todo. No le estaba permitido hacerlo. Las pataletas y los gritos y los lloros estaban prohibidos, especialmente cuando su padre estaba en casa. Llorar no te servía de nada. Si se te salían las lágrimas, lo hacías lo más calladito posible, donde nadie te viera, o te armabas de valor para lidiar con las consecuencias.
Se pasea de nuevo, una marcha corta y truncada, el nudo de ansiedad y emociones contradictorias desarrollándose en su interior como un cáncer.
El apartamento parece privado de oxígeno, como si la niña lo estuviera absorbiendo todo con sus gritos, dejándolo en una campana de vacío. Apenas ha salido de la casa, a menos que sea para ir al supermercado o al parque; John está atrapado en una burbuja de rutina y cambio de pañales y biberones y limpieza, y se ha metido él solo.
Dios, sigue gritando. A veces se detiene, traga, hipa, y justo cuando John piensa que finalmente se ha calmado, empieza otra vez, subiendo desde un gemido hasta un aullido completo. No ha cumplido ni un año y ya tiene más energía que su padre.
John aprieta el borde de la cuna, mirándola.
–Para –le dice, la voz ronca–. Por favor, para ya.
Se suponía que la paternidad no iba a ser así. Se suponía que iban a ser Mary y él, trabajando en equipo para superar estos desastres. Se suponía que ella iba a estar aquí para ser la roca a la que agarrarse en estas aguas turbulentas, y en lugar de eso se ha ido a dormir bajo una lápida. Se suponía que su hija iba a ser rosadita y dulce y perfecta, no esta banshee descuajeringada. Se suponía que él estaría feliz y preparado y lleno de amor, y lo único que puede sentir ahora mismo es un pánico creciente.
–¡Para! ¡Para ya!
Su intención era mecer la cuna, pero sin querer la sacude; sus brazos están demasiado tensos para obedecerlo. La niña sube los decibelios hasta niveles supersónicos para castigar su insolencia, y algo en John sencillamente se sale del sitio, y antes de poder detenerse se encuentra gritándole.
–¡¡BASTA!!
El rugido es más alto que los llantos, y la asusta tanto que deja de llorar. En el momento de silencio que sigue, John siente algo en su estómago hundirse, como una piedra cayendo hacia el centro de la tierra. Ella lo mira, sin enfocar todavía, sus puños alzados para desafiarlo, o para defenderse de él, las lágrimas derramándose aún por los rabillos de sus ojos. Tragando saliva, la saca de la cuna, repitiendo una y otra vez “lo siento, dios mío, lo siento tanto, no quería hacer eso, te quiero”, y entonces ella se pone a berrear de nuevo.
–¿John?
Sherlock debe de haber subido las escaleras hace sólo un instante; aún lleva puestas la gabardina y la bufanda. Está parado mirando a John, perplejo.
–Tómala –ruega John, asqueado de sí mismo–. Yo no puedo –sin decir más la suelta en brazos de Sherlock. Éste boquea como un pez.
–¡John!
John lo empuja para salir, baja las escaleras, se detiene sólo para tomar su abrigo del perchero junto a la puerta, y se va.
***
Falta poco para medianoche cuando regresa, casi diez horas más tarde. El apartamento está silencioso y las luces están encendidas, mortecinas y naranjas a través de las ventanas mientras John se acerca, Baker Street abajo.
Sube las escaleras lenta, pesadamente, las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos. Ha sido una jugada muy sucia, lo de abandonar a Sherlock con su hija, y se ha pasado el día vagando por Londres, sintiendo náuseas. No ha comido, porque se sentía incapaz de enfrentarse a la multitud de una cafetería o al olor de la comida, pero nunca en su vida ha deseado tanto tomarse una copa.
La puerta está entornada, esperándolo mientras se acerca al 221B, y desde adentro puede oír a Sherlock jugueteando con su violín. John entra sin hacer ruido.
El ambiente dentro es agradable: las ventanas han sido abiertas sólo un poquito para dejar entrar el tibio aire estival, las luces principales están apagadas pero las lámparas de mesa encendidas. Alguien ha ordenado el desastre que dejó durante las tensas horas precedentes, y todo el lugar está limpio, casi impecable. Aún más sorprendente, hay platos limpios en el escurreplatos y uno sobre la mesa. Sobre el banco de la cocina hay un tupper lleno de algo que parece espagueti a la boloñesa.
Una oleada de emociones recorre a John, y sus hombros se hunden. Hay tantas cosas por las que tiene que pedir perdón, y tantas cosas por las que darle las gracias a Sherlock también, que no sabe por dónde empezar. Y pensar que Sherlock es el que ha puesto todo en orden; Sherlock, a quien todo el mundo considera un ser humano horrible en el mejor de los casos, y difícilmente capaz de actuar como un adulto responsable con otros adultos, no hablemos ya de un bebé.
Darse cuenta de lo mal que ha dejado que se pongan las cosas, y de cómo ha dejado que el estrés lo afecte, es como una bofetada para John. Abre la boca, sin saber muy bien qué es lo que va a decir, pero Sherlock se le adelanta, deslizando el arco del violín por detrás de su hombro y dándole unos suaves golpecitos de advertencia en la nuca.
–No digas nada –le aconseja, sin acritud–. Sé, por personas con más experiencia, que muchos padres primerizos tienen estos momentos –en un gesto muy atrevido para Sherlock, deja que su mano siga el camino del arco y frota el hombro de John. John no puede evitar que se le escape una risita cínica. Está seguro de que los buenos padres no le gritan a un bebé pequeño. Sus acciones se han quedado marcadas al rojo vivo en su memoria: un ejemplo de algo que se prometió a sí mismo que nunca haría, hace mucho tiempo. Esto es lo que dice la gente, ¿no? Que los hábitos de los hogares disfuncionales son cíclicos, que se repiten de una generación a la siguiente.
–Es verdad –dice una voz de mujer, y John levanta la vista para encontrarse con la madre de Sherlock. Lleva en brazos a la niña, que ahora duerme, gracias al cielo–. Sherlock una vez lloró catorce horas seguidas. Estaba tan frustrada con él que le di una bofetada a mi marido.
–Padre tuvo el labio hinchado dos días –explica Sherlock, levantando el índice y el corazón sólo por si a John le queda alguna duda sobre el número. Luego encoge un poco los hombros, incómodo, como pidiendo disculpas por haber llamado a su madre–. La señora Hudson no estaba.
Entre líneas, John escucha un “y me entró un poquito de pánico”.
–Gracias por venir –es todo lo que John puede decir. No se acerca a la magnitud de su agradecimiento ni de lejos, pero de todas formas Mamá le resta importancia con su aplomo habitual.
–Cuando quieras –dice sin rodeos–. Al fin y al cabo, tú le haces de niñero a mis chicos todo el tiempo.
–¡Madre!
–Oh, no finjas que no es así. A estas alturas debería haber organizado un jardín de infancia para todo Scotland Yard.
John se pasa la mano por la cara. La mano de Sherlock sigue en su hombro, estabilizándolo mientras Mamá se le acerca con el esponjoso bulto de mantita y bebé en los brazos. Al mirar esa pequeña cara dormida, John siente otro pinchazo de preocupación.
–¿Estás listo? –pregunta Mamá.
No. Su brazos están rígidos y se niegan a cooperar, y su expresión habla por sí misma.
–Respira –le dice bajito, colocando a la niña entre sus brazos. Encaja tan fácilmente…–. Se irá volviendo más fácil.
John traga saliva, exhalando finalmente un largo y trémulo suspiro. Las manitas de la niña descansan sobre la manta, curvadas como pequeñas anémonas rosadas. Sherlock le acerca un dedo y deja que se lo agarre. John se siente conmovido.
–Personalmente, yo la hubiera cambiado por un perro –dice Sherlock, y es inapropiado y ofensivo y hace a John reírse, y sentirse un poco mejor. Golpea a Sherlock con un lado del cuerpo a modo de castigo, y siente evaporarse un poco de su tensión acumulada.
–Jamás –replica.
–¿Por qué no la pones en la cuna, y vienes a cenar algo? –dice Mamá, en ese tono que los padres siempre acaban desarrollando, consejo en la superficie pero orden en el fondo–. Sherlock hizo espaguetis, y me he asegurado de que no metiera nada raro en la olla.
–Yo cocino muy bien, muchas gracias –replica Sherlock, gruñón, por encima de la cabeza de John. Mamá suelta un amable pero incrédulo “¡Ja!”, y sale apresuradamente para meter los espaguetis de John en el microondas.
La niña se siente tibia entre sus brazos; todo el apartamento huele a jabón de baño y cebolla frita, y Sherlock se pelea con su madre acerca de si a lo que hace Sherlock se le puede llamar “cocinar” si lo único que hace es memorizar las recetas de otros. Es desgarradoramente doméstico.
John trata de tragarse el nudo que tiene en la garganta, mientras el que tenía en el estómago se afloja un poco, y va a dejar a la niña en la cuna. Se queda quietecita, con las mejillas sonrosadas, como si todo el día de hoy nunca hubiera existido.
Sherlock se asoma por detrás de él, silencioso mientras John alisa los mechones rebeldes de la pequeña.
–Le grité –le dice John, y se le quiebra la voz.
–No se va a acordar de eso –responde Sherlock, pragmático.
–Sigo habiéndole gritado.
–Y ella no lo recordará. No recordará nada. A menos que esperes a que crezca lo suficiente y se lo cuentes, y para entonces ya tendrá edad para entender por qué.
John se queda ahí parado, como si estuviera hecho de plomo, las manos apoyadas en el borde de la cuna. Su expresión se oscurece.
–Espero que no. Espero que nunca tenga que entender… eso –dice con dolorosa honestidad.
Sherlock lo mira, el ceño fruncido, entre perplejo y preocupado.
–¿John?
John sólo niega con la cabeza, casi imperceptiblemente. Sherlock lo observa con más atención, registra la caída de los hombros, las arrugas en torno a los ojos y el leve, leve temblor de sus manos.
–Te hice una promesa, ¿recuerdas? –dice Sherlock. John lo mira sin entender–. Aquella vez. Cuando nos enteramos de que Mary estaba embarazada.
John lo recuerda. Sus brazos están tan rígidos que tiene que dar un tirón brusco para sacar su mano izquierda de debajo de la derecha. Vacila un momento con la mano extendida, le da una palmadita en la espalda a Sherlock en una parodia ridícula de un gesto de consuelo, y luego se deja ir y lo rodea con un brazo, que es lo que realmente quiere hacer. Cierra los ojos y espera que Sherlock pueda por lo menos sentir su gratitud, porque no tiene palabras para expresarla. Quizá es así, porque un instante más tarde el otro devuelve el gesto.
Afuera, en la cocina, suena la alarma del microondas. Sherlock aprieta brevemente a John para que lo mire a los ojos, y luego le hace una vieja oferta.
–¿Cenamos?
***
–Ayúdame –dice John. Tiene la cabeza apoyada en los nudillos y mira a Sherlock desde abajo, aún avergonzado de sí mismo. Mueve sus espaguetis con el tenedor–. Por favor. No quería acabar involucrándote, pero necesito tu ayuda.
Sherlock pulsa las cuerdas de su violín, después descruza las piernas y se endereza en su asiento.
–Cuéntame todo lo que hiciste hasta que empezó a llorar.
John reflexiona y detalla el día hasta donde se acuerda, incluso las cosas que para él son redundantes e irrelevantes. Sherlock parece haber aceptado los misteriosos ataques de llanto como un caso provisional, algo que resolver entre casos reales. John repasa en voz alta las cosas que compró ese día, las cosas que tiró a la basura, la ropa que llevó y la comida que comió, el clima, la gente que ha entrado y salido. Ninguna solución obvia salta a la vista, pero Sherlock parece pensativo, y empieza a tañer su violín, abstraído, lo que sugiere que su mente está ya volcada en el problema.
John trata de preguntar, pero los dos Holmes se alían contra él en cuanto su plato se vacía, y lo envían a la cama. No le queda más que dejarlo todo en manos de Sherlock.
Escaleras abajo, puede oír a Mamá yendo de un lado a otro, y luego acostándose en la habitación de Sherlock; Sherlock va a o bien dormir en el sofá o no dormir directamente, algo que haría que John se sintiera aún más culpable si no fuera porque ya lo hace con regularidad. El apartamento se queda en silencio.
John juguetea con el monitor de vigilancia de la niña, lo coloca entre las almohadas de su cama y se echa junto a él, escuchando a su hija respirar suavemente for un momento. A través de él también puede oír el crepitar de los pasos de Sherlock moviéndose por la casa, el golpe seco que hace al quitarse los zapatos con las puntas de los pies, y luego el crujido del sillón al sentarse. John puede imaginárselo aovillado, subiendo los pies al sillón como un niño.
Murmura, tan bajito y tan suave que su voz suena incoherente a través del monitor, y al principio John se pregunta si estará repasando algún caso, quizá el de la niña. Gradualmente su voz se eleva, y John se da cuenta de que está recitando algo.
–… y grita al pelotón “¡seguidme!,
Atraparemos a estos contrabandistas
Y aquellos que se resistan colgarán,
Ding dong, del árbol de los ahorcados”,
Dice el Inspector:
“Ding dong, para que la triste luna lo vea”.
John nunca ha oído algo así, y tampoco le parece que venga de ninguno de los libros que tienen en las estanterías del apartamento, aunque no puede decir que haya recorrido completa la biblioteca de Sherlock.
Aún está dándole vueltas al asunto cuando el timbre y el ritmo de la voz de Sherlock cambian, cambiando la poesía por prosa.
–La aldea de Moonfleet está a media milla del mar, sobre el margen derecho, u oeste, del arroyo Fleet. Este curso de agua, tan estrecho a su paso entre las casas que he visto a más de un buen saltador cruzarlo sin necesidad de pértiga, se ensancha y se transforma en unas salinas más abajo del pueblo, y acaba perdiéndose en un lago de aguas salobres. El lago vale para muy poca cosa, excepto para las aves marinas, las garzas y las ostras…
Y continúa desde ahí.
John se recuesta sobre la espalda y cruza los brazos bajo su cabeza, un oído inclinado hacia el monitor. Pasan un par de minutos antes de que se dé cuenta de que es un libro, y no un caso a resolver, y otro par más antes de que, a pesar de sí mismo, se duerma.
En el piso de abajo, Sherlock oye a través del monitor la respiración de John adquirir el ritmo del sueño, cierra los ojos y, por el puro placer de contar una historia, continúa recitando para sí mismo.
__________________
–Deberías dormir en su cuarto –anuncia Mamá durante el desayuno, amenazándolos a ambos con una cuchara–. Es ridículo que te la pases subiendo y bajando todas esas escaleras cuando ella está aquí abajo, y todas sus cosas están en la cocina y en el baño, y la cuna en ese rincón de ahí. Deberías ponerla en tu habitación. ¿Qué vas a hacer cuando empiece a gatear?
John se atraganta con sus huevos revueltos, toma un buen trago de té y hace lo que puede para recuperarse de lo que ha estado a punto de convertirse en un malentendido muy incómodo.
–Estamos bien así –dice. Sherlock ya ha hecho bastante, arrastrando la patética existencia de John y a su hija bebé de vuelta al 221B. No puede pedirle más. Mamá, obviamente, no está de acuerdo.
–Bobadas. Es poco práctico. Manda a Sherlock al piso de arriba con todos sus trastos; estarás más tranquilo y le evitarás problemas a todos.
–El cuarto de arriba es más pequeño –contraataca John, pensando en el ingente volumen de objetos que Sherlock tiene almacenados en su habitación, por no hablar de la enorme cama de dos plazas.
–Puedo dejar las estanterías –dice Sherlock, sorprendiéndolo. Está sentado a la mesa con las piernas pulcramente recogidas bajo su cuerpo, comiendo tostadas y aparentando ser la persona mejor educada del mundo.
–Puedes ir a buscar cajas después de desayunar –dice Mamá con decisión, dejando la sartén en el fregadero. A sus espaldas, John mira a Sherlock con incredulidad. Sin decir nada, Sherlock se encoge de hombros.
Y eso es todo.
__________________
A Sherlock le toma más de dos semanas resolver el misterio del llanto irracional de la niña. John no puede discernir ningún patrón particular en el método que usa para descifrarlo; parece consistir mayormente en quedarse mirándola cuando llora, si está en casa cuando ocurre, y luego salir corriendo para juguetear con una miríada de objetos tan variados que John no termina de creerse que Sherlock sepa realmente qué está haciendo.
–¡Demasiadas variables! –gruñe cuando John le saca el tema después de un intento frustrado, pero incluso entonces parece que Sherlock está acercándose poco a poco a la solución.
Una tarde salta al sofá, le quita la niña de los brazos justo cuando está preparándose para lanzar uno de sus aullidos, y desaparece escaleras arriba. “¡Cinco minutos!” grita sin volverse.
John levanta las manos en gesto de rendición y deja que se vaya, curioso, y no menos aliviado, si es verdad que Sherlock está a punto de hacer un descubrimiento definitivo.
Durante cuatro de los cinco minutos, John sólo puede oír a Sherlock dando golpes esporádicos aquí y allá, y a la niña llorando, y luego, de repente, ambos guardan silencio. John escucha intensamente, conteniendo el aliento, pero no se oyen más llantos. Ha parado. Por primera vez desde que adquirió el hábito, simplemente ha parado. John no es un hombre religioso per se, pero ofrece una oración al símbolo de la razón pura que Sherlock prefiera, agradeciéndole por la excéntrica genialidad de su amigo.
Se pone de pie en cuanto Sherlock baja las escaleras, con aspecto de estar increíblemente satisfecho de sí mismo.
–¿Cómo lo hiciste? –pregunta John, mirando a su hija con incredulidad. Ella chupa calmosamente sus propios dedos, mirando a Sherlock con enormes ojos de ciervo.
–Hice una deducción –replica Sherlock, regodeándose en su triunfo. John espera a que se lo explique, pero Sherlock se limita a reír con disimulo, negándose a clarificar nada. En lo que a John respecta, lo único que ha hecho Sherlock es desordenarse el pelo y cambiarse la camisa, y no consigue ver qué tiene que ver eso con nada.
–Sí, pero ¿cómo? –insiste John.
–Física cuántica –bromea Sherlock, y se aleja con la niña en brazos para teclear en su portátil. John cruza los brazos.
–No puedes aliarte contra mí con mi propia hija –objeta–. Yo la hice.
Sherlock le lanza una mirada que es dos partes tratar de contener la risa y una parte arrugar la nariz ante la alusión sexual; en general, resulta desdeñosa.
John suspira.
***
Es como brujería. La bebé llora, John recorre todo el ciclo de opciones obvias (biberón, pañal, cuna, revisarla en busca de dolor o enfermedad) y finalmente, como última opción, se la pasa a Sherlock. Nunca falla. John aún no ha conseguido averiguar cómo lo hace.
–Hipnosis –aventura.
Sherlock se limita a reír por la nariz.
***
John baja el frasco de talco y señala a Sherlock.
–¿Digitopuntura?
–No seas absurdo.
–Demonios.
***
Orange 3G 2:23 PM
‖Mensajes‖ Sherlock ‖Editar‖
Más te vale que no
sean drogas
John. No. –SH
Trae más azúcar. –SH
Le estás dando
azúcar?
NO. –SH
Demonios.
***
–¿Es el detergente? –pregunta John, mientras su taxi rodea la esquina de Hyde Park–. Has tirado entera la caja nueva.
Sherlock lo mira de lado, deja de teclear en su teléfono y frunce los labios.
–Te estás acercando.
A John lo complace oír esto, pero aún está desconcertado.
–¿No le gusta el Fairy que no es biológico? No puede ser que le tenga alergia, ¿verdad?
–Y te has alejado de nuevo.
–¡Demonios!
***
–Dame una pista –pide John, cuando ya no soporta no saberlo. Durante la última semana y pico, la niña ha dejado completamente de llorar sin motivo, y John está harto de andar adivinando. Quiere la respuesta. Sherlock pone los ojos en blanco con irritación exagerada, y suspira.
–Muy bien. Una pista –se levanta de su silla en la mesa de la cocina, sube sin prisa al antiguo dormitorio de John y reaparece después de un momento, abriendo los brazos en un gesto dramático–. Tachán –dice, irónico. John no ve nada diferente en él.
–Oh, vamos –protesta John–. No has hecho nada.
–Sí lo he hecho.
–Un carajo lo has hecho.
–Es obvio.
–¡No has hecho nada!
–Lo tienes literalmente en las narices.
John le frunce el ceño.
–Té, John –dice Sherlock, agitando un dedo en dirección a la tetera, que acaba de hervir. Irritado y aún mirándolo mal, John se encamina a buscar las bolsitas de té. No hay NADA diferente en él. La primera vez salió corriendo y se cambió de camisa, pero no lo ha vuelto a hacer, y John no encuentra nada en las camisas que lleva que le indique que hay algún tipo de patrón. Son las mismas camisas pretenciosas, ridículamente caras y absurdamente ajustadas que usa siempre, en los mismos colores de siempre.
–Deja de ponerme esa cara –murmura Sherlock, sin despegar los ojos de su microscopio– o te quedarás así para siempre –alza brevemente los ojos–. Bueno, no habrá mucha diferencia –matiza.
–Ja ja, cabrón.
John hace mucho ruido en la cocina, vierte leche en las tazas, añade azúcar a la de Sherlock y agrede al té con la cucharita para descargar un poco de su frustración, y luego se inclina sobre Sherlock para dejarla caer justo a su lado. Entonces, abruptamente, agarra a Sherlock por el cuello de la camisa y le olisquea el cuello.
–¿Te has puesto PERFUME?
Sherlock lo mira con timidez desde debajo de sus rizos.
–Ariel, talco para bebés, crema de manos de magnolia, pomada de camomila para la irritación de pezones, y sí, perfume –le dice, y no protesta cuando John lo huele de nuevo–. Deberías reconocerlo…
La expresión de John se suaviza, yendo de la confusión a la comprensión, y exhala un pequeño “oh” maravillado.
–Dios mío. Es Mary. Así es como olía para la niña… es… –se inclina de nuevo, inhala el olor, y viaja en el tiempo. La taza de té en su mano tiembla, y por enésima vez en su vida, John Watson se queda abrumado por la agudeza de Sherlock. Es ella. Es Mary. Huele un poquito a Sherlock también, pero es imposible negarlo, es Mary.
–Cambiaste el detergente y lo lavaste todo, incluyendo tu bata. La niña ha crecido lo suficiente como para… notar la diferencia.
John se hunde en una silla, dejando su mano resbalar desde el cuello de Sherlock, y lo mira a los ojos.
–Es increíble –sonríe con suavidad, impresionado–. Es increíblemente astuto.
–Una simple deducción –replica Sherlock, pero hay una fugaz emoción en sus ojos que traiciona cuán complacido se siente.
John está fascinado.
–Entonces, ¿qué es? ¿Un spray o algo así? ¿Puedo usarlo?
–Mejor no, y además, ya no será necesario para ti.
–¿Qué quieres decir?
Sherlock se levanta, sube las escaleras y regresa con otra camisa, que le lanza a John. Curioso, la olisquea.
–No huele a nada –dice, sin notar cómo los ojos de Sherlock se abren levemente.
–Huele a algo para ella –dice, divertido. Para él también. Ha estado trabajando en ello cuidadosamente, alterando de forma gradual la mezcla de olores, añadiendo un elemento nuevo, quitando otro, hasta acostumbrar a la niña a la combinación final. No pueden seguir comprando tanta crema de manos y pomada para pezones si ninguno de los dos las usa.
Y menos llantos significa menos estrés para todo el mundo.
–Entonces, ¿a qué huele ésta? –pregunta John, aún perdido.
Más tarde, recordará que Sherlock parecía un poco avergonzado al contestar.
–A ti.
__________________
A la niña le quedan sólo unos días para cumplir siete meses, y Mycroft aún no la conoce. Ha visto fotos de ella, claro; la de su carita arrugada y violentamente rosada que John subió a su blog el día en que nació; y otras cuya existencia John ignora.
–Tiene usted una visita –anuncia Anthea, asomándose por la puerta.
–Recuérdale amablemente a McKee –dice Mycroft sin levantar la mirada de sus papeles, aunque dignándose a cambiar su expresión por una más burlona– que nuestra cita no es hasta dentro de veinte minutos –la puntualidad es una cosa, y la intrusión otra muy distinta.
–Lo haría si pudiera, señor –replica Anthea, sarcástica, y Mycroft levanta la mirada para encontrarse a Sherlock asomándose por el fondo como una mala noticia. Justo lo que le hacía falta antes de comer.
Deja su pluma en el escritorio, no sin antes firmar un documento con más fuerza de la necesaria, y contempla a su hermano menor con una expresión de deleite completamente falsa. Espera que Sherlock lo note.
–Hermano querido –dice zalamero, fingiendo con todas sus ganas–. ¿A qué debo este placer?
–Mycroft –replica Sherlock, enseñándole una de sus miradas “bonitas”: esas que son todo dientes y mal humor. Hoy, sin embargo, abandona la mueca enseguida.
Se trata de algo serio, entonces. Mycroft se recuesta en su asiento y cruza las manos sobre el escritorio.
–Hay algo que te preocupa. ¿O es que jugar a "¿dónde está papá?" se ha vuelto demasiado repetitivo, incluso para ti? –fisgonea.
Mycroft no cree, ni por un segundo, que Sherlock haya caído tan bajo como para jugar a cucú con la descendencia de John, pero la pulla era demasiado fácil como para no hacerla. Sabe que Sherlock ha estado tratando con la niña. Puede ver la mancha en sus pantalones donde se ha limpiado la papilla de avena hace una hora o dos.
Sherlock lo mira con indignación, y masculla “no me mortifiques, hermano mío”. Se sienta sin esperar invitación, toqueteando con aire crítico el forro del sillón de Mycroft.
–Quiero ver los archivos de John.
Desde el día en que secuestró a John Watson y lo sometió a interrogatorio en aquel aparcamiento subterráneo, Mycroft ha sabido que tarde o temprano Sherlock le haría esta petición, y ahora que finalmente ha ocurrido, se siente cauteloso. Está claro que ocurre algo, y es incapaz de adivinar qué implica eso para ninguna de las personas involucradas. Incluyendo a Sherlock.
–¿Para qué? –responde, alzando una ceja–. Seguramente ya has deducido qué contiene… –oh. Mycroft mira a Sherlock con ojos entornados, uniendo de pronto los puntos previamente solitarios. No lo ha hecho.
Sherlock luce disgustado; siempre ha odiado admitir las cosas que se le escapan.
–No lo tengo –miente Mycroft, sin siquiera molestarse en ser sutil. No necesita serlo; no cuando está en posesión de algo que Sherlock quiere.
–Mycroft –exige Sherlock, sin ningún efecto, porque por una vez no tiene nada con lo que contraatacar.
Mycroft está tan complacido que podría ponerse a cantar.
–Supongo que podría hacérmelo traer… –ofrece como por casualidad, agitando la posibilidad como una carnada ante la nariz de Sherlock, jugando con él.
Esta vez es Sherlock quien entorna los ojos con asco, pero no hay manera humana de que Mycroft se detenga ahora. No con todas las veces en que Sherlock lo ha avergonzado en público. Sherlock rechina los dientes y hierve de rabia.
–Muy bien. Si pudieras conseguirlo –dice, y pone los ojos en blanco como si estuviera tragando ácido– te estaría muy… muy ag… –evita la palabra, prácticamente mordiéndose la punta de la lengua. Mycroft, burlón, cierra los ojos, como si escuchara con atención la más dulce de las arias, y hace bocina con la mano junto a una de sus orejas– …me harías un favor –escupe Sherlock al fin.
Mycroft ríe bajito, feliz como una perdiz, y asiente con la cabeza. Un suspiro de repugnancia mal disimulada hace vibrar a Sherlock, que se pone en pie.
–¿Cuándo? –exige, levantándose el cuello de esa ridícula gabardina suya.
–En las bodas de rubí de papá y mamá.
Sherlock se vuelve a mirarlo, sulfurado.
–¡Faltan siglos para eso!
–Así es –conviene un alegre Mycroft–. Y tú estarás allí –le sonríe, un querubín con alma de troll–, BIEN vestido –añade–. Y siendo amable con los invitados.
Por una fracción de segundo parece que ha ido demasiado lejos y que Sherlock va a explotar, pero Sherlock se las arregla para tragarse la humillación y contentarse con escupir con rabia sólo dos palabras.
–¡Muy bien!
En el tono de Sherlock, suena como una palabrota.
–Maravilloso –replica Mycroft, aplaudiendo, su sonrisa alcanzando hórridas proporciones–. Anthea te acompañará a la salida –extiende un dedo hacia la puerta, indicándole el camino al mismo tiempo que lo ahuyenta como a un perro, sólo para asegurarse de que a Sherlock no le queda ninguna duda de quién ha ganado en su pequeña reunión de hoy.
Sherlock se va, derrotado, no sin antes lanzarle un último ataque. Se vuelve justo antes de salir por la puerta y le hace una mueca que lo hace parecer una gárgola.
–Adiosito –dice Mycroft a su espalda, despidiéndose con la mano.
***
Sherlock se lleva la carpeta que acaba de robar Támesis abajo, pasando el London Eye, hasta Whitehall. No tiene ninguna razón especial para ir allí, salvo que en ese lugar puede estar solo en medio de Londres. Busca soledad, y aire libre.
Descarta el Departamento de Energía y Cambio Climático, aunque su techo ofrece una vista mucho mejor, y dobla la esquina buscando el pub que se levanta ahí. Es un techo más fácil de escalar, y tiene menos posibilidades de causar una perturbación cívica si lo hace. No es hasta que se ha instalado allí, escondido entre mugrientas chimeneas, con Westminster extendiéndose ante sus ojos, que Sherlock se saca la carpeta de entre los pliegues de su gabardina Belstaff.
Es fina, pero Sherlock no duda que detrás de esas tapas de cartón la información es exhaustiva. Es un poco triste: la enormidad de John Watson, doctor y veterano de Helmand, condensada en esta magra resma de papeles.
Hubo un tiempo en que esto le habría resultado suficiente. Ese pensamiento lo ayuda a mantener los pies en el suelo.
Trata la carpeta con reverencia, pasando delicadamente un dedo por el borde y abriéndola sin ningún signo exterior de vacilación. Aunque no está seguro de querer leer lo que se esconde dentro, ya ha decidido que no le van a temblar las manos.
La primera hoja es la partida de nacimiento de John, idéntica a la que ya tiene en el apartamento, los nombres impresos igual de escuetos y ordinarios. John y Hamish y Helen Elizabeth, y James.
A continuación hay una copia de la primera página de su pasaporte, y una hoja impresa, sin encabezado, que detalla todas su idas y venidas del país, y todas las visas que se le han concedido. No ha viajado tanto como Sherlock pensaba: las vacaciones sexuales post-boda, Irlanda, Nueva Zelanda y por supuesto, Afganistán. Ha pasado por Irán e Irak, aunque no ha combatido en ninguna de ellas. Hay una gran laguna más atrás en el pasado, y luego, a los diecinueve años, Ibiza. Es un destino tan groseramente ingenuo comparado con los gustos de John hoy en día, que Sherlock sonríe. John debe de haberse pasado toda la semana borracho, gastándose todos sus ahorros del verano en cerveza barata, y tratando de ligar con chicas.
Se salta las notas de su terapeuta, los expedientes del ejército, los historiales médicos y los registros de los impuestos; hay finiquitos y copias de las direcciones de todas las residencias que John ha ocupado previamente.
Las páginas que Sherlock busca están al final: endeble papel de fotocopiadora en gris y rosa, y arrugados formularios cumplimentados a mano. A diferencia del resto de documentos en la carpeta, ambos son copias originales, y proceden de un tiempo anterior a que las computadoras se volvieran de uso común. Mycroft debe de haberlas pescado de algún archivo en Dios sabe dónde, y a nadie debe de haberle importado que se las llevara. Ahora son historia antigua. Otro niño más que se desvaneció del sistema.
La letra de la asistenta social es confusa y apretada, indicadora de una mujer a la que no le quedan tiempo ni energías para prestarle mucha atención a su caligrafía, y que empezaba a presentar los primeros síntomas de la artritis. Los informes son breves. Sherlock encuentra el nombre de Harriet Watson apretujado junto al de John, como si se hubieran acordado de ella a posteriori; los dos nombres están apelotonados en el recuadro correspondiente como pollitos en una caja. Sherlock comprueba las fechas. La hermana de John tenía trece años, John tenía nueve. Trece años es ya la frontera del “demasiado tarde”; trece años significan furia y exigencias y adolescencia, un momento en que ya eres suficientemente mayor como para meterte en problemas, pero no tanto como para salir de ellos solo.
Nueve años…
Y luego otros nueve años de hogares que no eran el de John. Los cálculos son simples: en torno al 24%, poco menos de un cuarto de la vida de John.
John nunca lo ha mencionado.
Hay algunas notas cortas de la comisaría de Chelmsford detallando el caso, palabras vagas acerca de cumplir horas de servicio comunitario por agredir a un oficial de policía, y luego nada más acerca del padre de John. En cuanto a su madre, no hay demanda de divorcio, pero el matrimonio se anula igualmente. El certificado de defunción está grapado en la parte de atrás, y la fecha es de un año después de la separación. Causa de la muerte: asfixia. Autoinfligida.
Sherlock exhala y mira al cielo. Las nubes se han esparcido sobre él formando una ancha sábana, lechosa y oscura. En algún lugar detrás de ellas está el sol, dando vueltas alrededor de la tierra y escupiendo una luz que se confunde al filtrarse entre las nubes, haciendo chispas en sus retinas. Las gaviotas se precipitan desde el cielo con chillidos felinos, y bajo sus pies, Londres hormiguea.
El borde de la azotea está rematado en piedra, blanca como un sudario. Nadie va a subir aquí, y no hay baranda de seguridad entre él y la caída que lo separa del pavimento. Sherlock se encoge para apartarse de esa idea, apretándose la boca con el dorso de la mano.
Vuelve la vista hacia las notas. No puede ser que todo haya sido malo. Sherlock reconoce dos nombres de los comentarios en el blog de John: la pareja mayor que le envió un telegrama el día de su boda. Nunca se le pasó por la cabeza preguntarle quiénes eran. Nunca fue relevante para nada.
Sencillamente, no le importó lo suficiente como para preguntar.
John a veces se burla de él, por saber detalles tan ridículamente pequeños como la diferencia entre las marcas blancas que dejan en la ropa las distintas marcas de desodorante, y sin embargo mantenerse deliberadamente ignorante en asuntos cotidianos, evidentes para todo el mundo. Esta es una de esas veces en que Sherlock se siente inclinado a estar de acuerdo con él. ¿Cómo es que siempre ha sabido cuál es la marca preferida de pasta de dientes de John, pero nunca ha sido consciente de que creció en un hogar de acogida?
Y de por qué.
Cierra la carpeta y vuelve a escondérsela en la gabardina, contra el pecho; esto no es algo que pueda ir paseando por ahí en público como si fuera la lista de la compra. Esto no es algo que los demás deban ver, ni siquiera un poco. Es la vida de John, y él ha jurado que siempre la mantendrá a salvo.
Los detalles dan vueltas en su cabeza, otra pelota más que ha de mantener en el aire en su ya complicado juego de malabares. John. La hija de John. No arruinar la carrera de John. El trabajo. Su necesidad de tener trabajo. La necesidad de John de tener trabajo. Adicción. Asuntos Internos. Gran Bretaña. Problemas legales, evitar ir a la cárcel. Familia.
Y todo vuelve, inevitablemente, a John.
Sherlock acaba de descolgarse del tejado y salta los pocos metros que lo separan de la calle.
Para cuando regresa a Baker Street, John ha hervido y molido unas zanahorias y está intentando convencer a la niña de que las pruebe. La niña está abstraída, y más interesada en escupir y golpear cosas contra la bandeja de plástico de su sillita.
Sherlock se demora en la puerta, observando los esfuerzos de John.
¿Cómo puede John haber pensado que es un mal padre?
–Has estado fuera todo el día. ¿Encontraste algo? –le pregunta, haciendo una mueca al enderezar la espalda y notar dolor por haber estado encorvado tanto tiempo.
–Algo –admite Sherlock. Suspira, sintiendo la carpeta rígida contra su pecho. Con discreción pone una mano protectora sobre ella.
–Vino Lestrade, te dejó algunos casos sin resolver. Los he puesto en tu cuarto –dice John–. Oh, a la mierda –añade cuando la bebé se las arregla para tirar al suelo la porción completa de puré de zanahoria–. Supongo que se acabó.
–Está bien –balbucea Sherlock–. Lo que haces. Es… eh… bueno.
John lo mira como si le acabara de brotar una segunda cabeza.
–¿Darle de comer? –pregunta, confuso, levantando la cucharita de bebé, verde neón.
La vida, piensa Sherlock, sería mil veces más fácil si la gente supiera lo que quiere decir sin necesidad de tener que decirlo en voz alta. Exasperado, mayormente consigo mismo, aclara:
–Patea más con la pierna izquierda cuando ve algo que le gusta.
Esto sólo consigue confundir más a John.
–Pero si siempre está dando patadas.
–¡Exacto!
–Ah. Bueno. Es bueno saberlo –vacila John, sin entender nada en absoluto, y luego se pelea de forma poco elegante con el trapo de cocina para limpiar el desastre del suelo.
La niña patea el aire y le tira la cuchara. John ni pestañea, sólo le hace cosquillas en los pies, de buen humor, mientras limpia, haciéndola reír.
–Tunanta –le dice, y se levanta para enjuagar el trapo en el fregadero. Cuando se da la vuelta, Sherlock sigue ahí, con una peculiar expresión en la cara.
¿Qué? Pregunta John con todo su cuerpo, sin hablar.
Nada.
No dejas de mirarme. Ni siquiera te has quitado la gabardina.
John cuelga el trapo y pregunta directamente, porque hay algo en la cara de Sherlock que lo preocupa.
–¿Todo bien?
Lo único que Sherlock alcanza a hacer es pensar en este inmenso, cósmico desequilibrio, en la asimetría entre los fallos y la injusta vida de John, y todas las cosas buenas que salen de él. Sherlock no suele pensar mucho en su propia infancia, pero no puede negar que tuvo amor, dinero y estabilidad a raudales. Todos los problemas que pueda haber tenido, los creó él solo, y mira hasta qué punto se las arregló para arruinar su vida antes de conocer a John.
A John, en cambio, la vida se lo ha negado todo, y aún así sigue preguntando primero a los demás si están bien, antes de considerar si él mismo lo está.
–Estoy bien. No es nada –dice Sherlock–. Estaba pensando.
–Ah –asiente John, sin terminar de creérselo, pero dejándolo en paz. Si Sherlock no quiere hablar de lo que sea que tenga en la cabeza, él no va a obligarlo. En lugar de eso, bromea–: Parecía un pensamiento doloroso.
–He ido a ver a Mycroft hoy.
–¡Ah! –dice John, llegando a una conclusión rápida, aunque errónea–. ¿Cómo está?
–Tan insufrible como siempre. Ha perdido otro medio kilo. Está asquerosamente contento –Sherlock frunce el ceño, recuperando la conversación de su memoria y repasando algunos pequeños detalles previamente ignorados. Cuello alto a pesar del clima cálido. El teléfono delante de él, muestra de estar esperando mensajes, más que llamadas. Sherlock frunce los labios–. Agh, creo que está saliendo con alguien.
Al oír eso John levanta las cejas. Vaya, he ahí una idea que nadie había contemplado jamás.
–Válgame Dios. Engañando a la reina. ¿Eso no cuenta como alta traición?
–No si es con el príncipe Phillip –replica Sherlock, y de repente ambos se estremecen con una mezcla de risa y repulsión.
–La próxima vez podrías preguntarle a Mycroft si le gusta el yogur griego –sugiere John, salaz, y se ríe de la expresión escandalizada de Sherlock.
__________________
La niña tiene siete meses y sus ojos han ido cambiado de color desde que nació. Espía a Sherlock a través de los barrotes de su cuna, parpadeando. John está profundamente dormido, sin ayudas químicas esta vez, y aunque ella está despierta, no llora. Sherlock, despierto otra vez en mitad de la noche, se escurre junto a la cama, la toma en brazos y se la lleva a la sala antes de que se decida finalmente a llorar y moleste a John.
–Se te están pegando mis malas costumbres –le susurra, y ella le replica con su propia versión balbuciente del inglés, grupos aleatorios de vocales y consonantes. No es la peor conversación que Sherlock ha tenido–. Sí, es una bonita noche –asiente.
Se sienta con ella en el sillón de John, en parte porque parece lo más adecuado, y en parte porque así se queda de espaldas al dormitorio, evitando la tentación de observar a John mientras duerme; sospecha que John no lo aprobaría. Sherlock hace muchas cosas que John no aprueba sin pensarlo demasiado, pero hacerlo delante de la bebé se le hace un poco incómodo.
Por otra parte, puede que la niña resulte ser una buena cómplice en el crimen algún día.
Bueno, no en el crimen.
Sólo en fastidiar a John.
Hay una diferencia: una es un experimento prolongado sobre las limitaciones del ser humano, la otra tiene como resultados sólo mala comida y compañeros de habitación malhumorados. Le explica todo esto a la niña. Ella juega con los botones de su camisa e ignora sus divagaciones.
–Eres igual que tu padre a ese respecto. Bueno, más o menos. En que me ignoras. No en que juegues con mis botones.
John nunca, jamás, ha jugado con sus botones.
Eso no se lo dice.
–Bueno, ¿qué opinas de Goethe? –le pregunta, eligiendo entre sus libros con una sola mano; la niña da un inmenso bostezo–. Sí, es muy aburrido. No es lectura para la noche –la mece perezosamente con la rodilla, y ella parece feliz sólo con eso–. ¿Dylan Thomas, entonces? “Es primavera, noche sin luna sobre la pequeña aldea, sin estrellas y negra como la pez; las calles adoquinadas están en silencio, y el encorvado bosque, territorio de amantes y conejos, se inclina lánguido sobre el lento, negriazul, negro, negrísimo mar donde los botes de pesca se agitan”. A tu madre le gustaba esta obra. Trata de galeses aburridos que tienen vidas predecibles y aburridas, pero hay una mujer que tiene tanto TOC como alucinaciones visuales y auditivas, que asesina a sus dos maridos, y un capitán de barco que está enamorado de una prostituta muerta, y poesía. Y una tal Polly, que tiene muchos bebés. Tú te sentirías como en casa allí –tararea un par de estrofas de la canción de amor de Polly Garter y se siente como un completo, indigno idiota.
No puede parar.
La nena gorgotea y le da un golpe amistoso cuando deja de tararear, así que decide continuar, esta vez usando la letra.
–“Una vez amé a un hombre que se llamaba… Tom” –a la niña le gusta la melodía e ignora sus vacilaciones. Sabe que la letra dice “Tom”, da igual lo que su lengua esté intentando hacerlo decir–. “Era fuerte como un oso y tenía…” no, no voy a cantar el resto, es inapropiado. ¿Qué tal la otra canción? Era algo sobre un caracol… ¿Cómo era? “Ahora es mi turno, dijo Flossie el caracol, de sacar al niño del cubo de la leche, y es mi turno ahora, dijo John…” Mira, he cambiado de opinión, esta obra es una abominación total.
La niña se agita y se deja caer contra su pecho. Las manos de él son lo suficientemente grandes como para rodear la circunferencia entera de su pequeño pecho, y es muy consciente de cuán frágil es. ¿Es en eso en lo que John piensa, las veces en que Sherlock lo ve tomarla en brazos, con una expresión en la cara que hasta ahora ha eludido sus deducciones?
Sherlock aprieta mínimamente su agarre, para sentir sus pequeñas costillas empujándole los dedos en cada respiración, y el tamborileo de su corazón. La niña lo mira con sorpresa.
–Perdón. Ha sido sin querer.
La levanta por las axilas hasta que su rubia coronilla está cómodamente instalada en el hueco del cuello de Sherlock; usa una de sus manos para sostenerla, mientras la otra le cubre la espalda. La niña bosteza de nuevo, cerrando los deditos contra su clavícula, su pelo haciéndole cosquillas en la mandíbula. Sherlock suspira también, una larga y lenta exhalación
A veces se parece a Mary, en el singular azul de sus ojos, o en cómo su pelo crece hacia afuera en rizos desordenados. Cuando frunce el ceño se parece a John. También cuando sonríe. Su nuca es imposiblemente suave, y su pelo huele a champú de bebé y al aftershave de John, y su pequeña existencia es un sólido y tibio peso contra el costado izquierdo de Sherlock. Cierra los ojos y la mece suavemente.
–No te enamores nunca –le dice, bajito, entre el tictac del reloj y la medianoche. Le roza la cabeza con los labios–. Te arruina la vida.
Notes:
Notas de la autora:
Sherlock cita el primer párrafo de Los contrabandistas de Moonfleet, de J. Meade Faulkner, que no trata de piratas, pero sí de traficantes y diamantes y crimen. También cita Under Milk Wood, de Dylan Thomas, una obra de teatro para radio estupenda, y que, en efecto, tiene partes inapropiadas. Pero son inapropiadas de una manera “poética”, así que nadie podrá acusarte si la lees.
Si no has entendido el chiste sobre el yogur griego, te recomiendo que googlees al príncipe Phillip, o en su defecto que le preguntes a la persona británica más cercana, aunque no puedo garantizar que entiendan la broma. Es una grosería, definitivamente; mea culpa.
Los rollitos de higo son, en mi opinión, espantosos, pero son el equivalente en galleta de los jerséis feos de lana, así que me imaginé que a John le gustarían.La miocardiopatía periparto afecta a una de cada cuatro mil mujeres, y puede ocurrir meses después de dar a luz. No es comúnmente mortal, pero puede darse la muerte si hay otras complicaciones de salud o predisposición hereditaria.
El título original del capítulo (“The one who isn’t here anymore”) lo he sacado de “Mr. Ambulance Driver”, de The Flaming Lips.
Codenamelazarus es mi beta-reader, yo soy Odamakilock.
Notas de la traductora:
Hace ya un año que descubrí este fanfiction y me enamoré locamente de él. Yo, que creía que ya había superado mi obsesión con el Johnlock, que estaba convencida de que no había más que encontrar en el enorme cofre del fanfic. Craso error. Al acabar la lectura de los, por entonces, escasos capítulos que había subidos, me quedé convencida de que había que traducirlo; era impensable que la barrera del idioma impidiera al público hispanohablante disfrutar de una obra tan exquisita. Y como no parecía haber nadie dispuesto a emprender la traducción, bueno, decidí que aún no tenía suficientes proyectos abiertos :D
Creo que no hay palabras en élfico, lengua ent o castellano que puedan describir lo DIFÍCIL que es traducir este fic. Especialmente si, como yo, no tienes formación específica como traductora ^^U. Si hay alguna traductora profesional ahí afuera, LO SIENTO MUCHO. Hago esto gratis, lo juro. Si alguien detecta algún error o frase mal construida, es enteramente culpa mía, y le ruego me lo notifique.
Muchas gracias por leer, y nos vemos en el siguiente capítulo (que tardará mil años, ¡pero llegará!)PS: Sí, en efecto, el chiste sobre el yogur es una cochinada. El príncipe Phillip (consorte de la reina Isabel) es griego. Creo que si tienes más de doce años la alusión sexual es cristalina. Ejem.
Chapter 2: Seis de septiembre
Chapter by BelsanEmpress
Summary:
Es septiembre; la niña tiene siete meses. Sherlock finalmente consigue un caso con una calificación mayor de seis; John finalmente le presenta la niña a algunos de sus amigos. Se hacen algunas suposiciones.
Notes:
Notas de la autora:
Gracias como siempre a la indomable Codenamelazarus, mi beta-reader y huevito favorito, a quien no le importa que siempre vaya a matar con mis fics.
Estoy en Tumblr como Odamakilock.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Parte 2: Seis de septiembre
Septiembre llega frío y húmedo, el olor a barbacoa de los fines de semana siendo poco a poco reemplazado por el de las hogueras. John nuevamente cambia sus chaquetas por jerseys, y cansinamente le pone calcetines a la niña una y otra vez mientras ella, igual de cansina, se los arranca y los tira. A John no le importaría, si no fuera por cómo aúlla cuando se le enfrían los pies.
Ya tiene siete meses, y empieza a desconfiar de los extraños. John vacila frente a la guía telefónica y los tablones de anuncios en la clínica y otros lugares, y se preocupa. La baja que le concedieron por compasión está a punto de terminarse, y sus ahorros no hacen más que menguar; por el bien de todos, necesita volver al trabajo, y pronto, pero teme dejar a su hija con un perfecto desconocido para que la cuide.
Está, por supuesto, la señora Hudson, que es una niñera muy voluntariosa, pero John siente que pedirle que se encargue de la niña todo el día y todos los días es demasiado; ya hace bastante, y ya tiene una edad. Además, los niños necesitan interactuar con otros niños.
Y obviamente no le van a llegar más hermanitos en ningún momento próximo.
John hace sin ganas un par de llamadas, y luego, con la sensación de que se acerca una fecha límite y el deber lo llama, acuerda visitar varias guarderías. Ya sólo los costes de matrícula lo dejan con la boca seca. Se las arreglará para cobrar un poquito más de lo que se llevan todas sus necesidades (gracias a Dios, el salario de un médico no es pequeño) pero aún así el dinero que cuesta vivir en Londres hoy en día es alucinante. John nunca se ha sentido tan agradecido por el generoso descuento que les hace la señora Hudson.
Tapa las orejas de la niña con un gorro esponjoso, a pesar de sus protestas, y le abrocha el cinturón de su nuevo carrito. Afortunadamente, a ella no ha parecido importarle el cambio de moisés a sillita con ruedas, y eso hace más fácil desplazarse de un lado a otro.
La señora Hudson, con ese improbable sexto sentido para dejarse caer y hacer alguna limpieza disimulada, se asoma por la puerta mientras él acomoda al bebé.
–¡Hola holita! Oh, ¿vais a visitar a alguien?
–Nos vamos a buscar una guardería, ¿verdad? –dice John, hablando mayormente para la niña. Ésta lo contempla, solemne, mientras él dispone los juguetes colgantes sobre la barra de seguridad del carrito, y después sonríe tímidamente y alarga las manos hacia ellos.
–¡Qué emoción! –dice la señora Hudson, inclinándose sobre la niña y arrancándole una sonrisa mucho más radiante que la producida por los juguetes móviles–. ¿Está Sherlock?
–La última vez que miré, seguía en la cama. Probablemente baje si golpea usted un par de ollas y hace ruidos de limpiar la nevera.
–Estoy despierto –anuncia un gruñón Sherlock a sus espaldas. Ha bajado las escaleras con mucho sigilo y ninguno de los dos se ha dado cuenta–. Deje la nevera en paz.
Entra en la cocina con aire malhumorado, un halcón con las alas de su bata desabrochada aleteando tras él, e investiga el contenido de la tetera. El té lleva demasiado tiempo infusionando, pero Sherlock lo vierte igualmente en una taza y da buena cuenta de él.
–Nuevo –deduce, señalando al carrito de bebé.
–Seminuevo –corrige John.
–Mmm. Es la versión ultraligera. Para subirlo al autobús.
–Bueno, sí, pero… también porque era más barato –es lo mejor que John pudo conseguir por un precio tan bajo. Trata de convencerse a sí mismo de que no estaba siendo tacaño cada vez que tiene que acarrearlo, niña y todo, arriba y abajo de diecisiete escalones todos los días.
Sherlock observa los colores y el logo, y sonríe con malicia.
–Pensaste que era del mismo fabricante que los coches de carreras.
–Puede que sí –dice John–, o puede que sepa más de carritos de bebé de lo que supones.
Por supuesto, Sherlock tiene toda la razón, pero la encargada de Toys R’ Us ya le explicó a John que es un error muy común.
Al menos no es rosa.
Sherlock le enseña una sonrisa llena de dientes y revuelve una caja llena de muestras para microscopio. Murmura para sí, pensativo, mientras John comprueba la dirección de la guardería en su teléfono.
–Señora Hudson, ¿no tendrá usted gelatina de agar por casualidad? –pregunta Sherlock al cabo.
–Oh, no sé, querido. Creo que tengo Bonjela por alguna parte. ¿Le pasa algo a tus dientes?
Sherlock silenciosamente le alza las cejas a John.
–No, señora Hudson, le pasa algo a mi pseudomonas aeruginosa.
–Dios mío.
–Mírelo por el lado bueno, señora Hudson: al menos no es su estreptococo –ríe John.
–¡Espero que no! ¡En la cocina no!
–No. Por favor, mantén tus bacterias lejos de la cocina –le da la razón John, quitándole el freno al carrito–. Nos vemos –desliza a su hija por la puerta y se marcha, sin mirar atrás.
–Chau chau –dice secamente Sherlock por encima de su taza, y hace adiós con la mano.
***
Cada guardería que visita John huele de manera sutil pero notoria a orina y naranja. Lo de la orina tiene explicación (es un subproducto natural de los niños excitados con vejiga pequeña y mal control de esfínteres) pero lo de la naranja no lo entiende. ¿Por qué no huele a plátano, por ejemplo?
El misterio da vagas vueltas por su cabeza mientras su hija secuestra tenazmente cada uno de los cubos de esponja de la caja de juguetes, entretenida en apilarlos y derrumbarlos una y otra vez, cuando a John se le acerca una mujer.
–¡Hola! –le dice ella, alegre. John la mira, y luego la vuelve a mirar: es bajita y tiene un escote increíblemente amplio, a pesar de los intentos de contenerlo bajo una recatada camisola.
–Hola –replica John, obligándose a mirarla a la cara. Ella o no se da cuenta, o lo finge.
–¿Estás pensando en dejar a tu bebé aquí en Honeyfields?
–Ah, sí. Lo estoy pensando –ella le obsequia con una sonrisa amistosa, y él se la devuelve. Es rubia, pero John puede ver, a los lados de la raya que parte su pelo, una fina línea de raíces crecidas de un castaño ceniciento. El tinte para el pelo es algo a lo que Mary nunca tuvo que recurrir; era rubia natural de los pies a la cabeza. Su sonrisa vacila por un instante, luego se aclara la garganta.
–¿Trabajas aquí?
–¿Tú qué crees? –pregunta ella, indicando su ancho mandil de colores y la flor de plástico que adorna su tirante derecho. John se sonroja, sintiéndose estúpido.
–Podrías haber venido directamente de una clase de cocina.
Ella se ríe.
–Podría, sí. De hecho, sólo soy voluntaria. Estoy intentando sacarme el título de Educadora Infantil –añade, como intentando asegurarle que tiene una vida propia.
–Vaya, guau –asiente John, exagerando lo que le impresiona el descubrimiento, aunque sea sólo por no parecer grosero. La mujer del delantal parece ser muy sensible al respecto–. Debe de ser muy gratificante.
–Me mantiene alejada de los problemas.
Eso llama la atención de John un poquito más.
–¿Tú? ¿En problemas? No me lo creo –es raro volver a coquetear. Es extrañamente placentero, pero de alguna manera equívoco. Un poco incómodo. John nota que empieza a sudar.
–Una chica tiene que guardar un par de secretos –bromea ella, y John se pregunta si será verdad. Se ríe con ganas, no tanto de la broma como del concepto en sí. Ve imposible que esta mujer, con su girasol de plástico y sus cutículas mordisqueadas, pueda guardar secretos de ningún tipo; no comparada con Mary. Incluso comparada con él mismo, sus secretos probablemente palidezcan hasta una ordinariez absoluta. Pero suponiendo que no sea en realidad tan mediocre como aparenta (tetas aparte) y que de verdad guarde un secreto que rivalice con la demencial vida de su difunta mujer, entonces quizá John debería solicitar a algún comité que le expida un diploma por tener la peor suerte de todo el puto país. Esa idea también lo hace reír.
La mujer lo mira de lado, quizá preguntándose si se estará riendo de ella, pero al final parece decidir que sólo es un hombre inusualmente risueño, o tal vez que no sale mucho de casa. No sería raro en un padre soltero con una hija pequeña.
–No es común que sean los padres los que vengan –comenta ella, dándole conversación–. ¿Trabajas desde casa?
–A veces –dice John, pensando en las veces en las que Sherlock y él se han encerrado en el 221B, abriéndose paso a través de toneladas de información para un caso. Sonríe débilmente–. En realidad soy médico. He estado, eh, de baja paternal por ella –gesticula hacia su hija, que ahora está dejando, cautelosamente, que otra niña comparta sus cubos de juguete. O al menos no protesta cuando la otra los agarra.
–¿Cuánto tiempo tiene?
–Siete meses –dice John, dándose cuenta de lo poco que parece al decirlo en voz alta. Ella, sin embargo, entiende implícitamente que esos siete meses han sido toda una vida.
–Entonces, vas a volver al trabajo –le dice ella con empatía, indicando la guardería con la mano–. Éste es un buen sitio. La gerente es encantadora, y no lo digo por decir. Deberías volver y dejarla un día de prueba.
John mira a su alrededor, las cajas de juguetes, y las mesas y sillas liliputienses, hechas de plástico de todos los colores. Hace un rato se ha visto obligado a sentarse en una, con las rodillas crujiendo y subiéndosele prácticamente hasta las orejas. Dibujos garabateados y pinturas hechas con los dedos cuelgan de un cordel para tender la ropa sobre una de las paredes, cada papel cuidadosamente marcado con el nombre de una criatura. Lleva aquí veinte minutos y ninguno de los niños ha gritado. Es decente. Podría ser muchísimo peor, en todo caso, y con su presupuesto no cree que pueda permitirse algo mejor sin tener que pedirle a Sherlock que colabore. Y una cosa son cinco libras aquí y allá para comprar papilla, y otra pedirle un compromiso tan grande.
La atmósfera del recinto parece dulcemente trivial. Su hija golpea un cubo de esponja con el otro y luego los sostiene en alto, uno en cada puño, para que él los vea.
–¡Qué bonito! –le dice–. Ahora ponlos en línea.
–¿Qué opinas? –le pregunta la mujer.
–Ah, sí, yo… perdona –la mira y sonríe. Se le está acabando el tiempo para tomar una decisión, y ya no puede retrasarlo más–. Perdona –repite–. ¿Cómo te llamas?
Ella se lo dice, pero John está distraído recibiendo los cubos que le ofrece no sólo su hija, si no también la otra niña. John sonríe y los toma con un deleite que no es completamente fingido. La diminuta desconocida esconde una risita detrás de sus bracitos oscuros, y lo contempla con unos enormes ojos marrones. A su hija parece caerle bien (o por lo menos, se siente vagamente fascinada por esta otra humana de tamaño tan similar al suyo). A los bebés de siete meses no suele dárseles tan bien interactuar entre ellos, especialmente cuando acaban de conocerse (en la experiencia que John ha acumulado de la sala de espera del hospital, la cosa suele acabar en llanto), pero hasta ahora la nena, si bien se muestra tímida y nerviosa, no ha llorado.
–¿Has hecho una amiguita, mi amor?
Ella le dirige una mirada vacía, quizá tratando de traducir sus palabras a algún concepto que pueda entender, y luego le tira otro cubo en el regazo.
–Cómo se divierten –dice la mujer. A John casi se le había olvidado que estaba ahí.
–Sí –asiente, distraído–. ¿Cuándo has dicho que son los días de prueba?
Unos días más tarde, aparece un mensaje sin leer en la pantalla del teléfono de John, así que, naturalmente, Sherlock lo lee primero.
Orange 3G 1:54 PM
‖Mensajes‖ Harry ‖Editar‖
dberias actlizr + tu blog
cmo sta la niña?
Bien.
Empezando a hablar.
gnial! :D
Sherlock frunce los labios y piensa. Desde que John regresó al 221B, ha limitado curiosamente el tamaño de su círculo social. Ha llevado a la niña al parque, al supermercado, a la guardería y a la clínica, pero de momento la única persona de su entorno que ha conocido a su hija es la señora Hudson, lo cual no es mucho decir dado que viven en la misma casa. En su defensa, Lestrade no ha tomado la iniciativa de llamar con un caso nuevo en varios meses, y Sherlock no ha fastidiado lo suficiente a Mycroft para que haga lo mismo. Molly no tiene la costumbre de ir a la casa sin ser invitada, y en realidad, si excluimos a Anderson y su escuadrón de plebeyos antidrogas, ¿quién más iba a venir?
Sherlock está acostumbrado a su diminuta y aislada sociedad, pero le sorprende que John no esté intentando expandir su círculo más allá de los límites de lo estrictamente necesario.
Harry, por otro lado, es impredecible. Durante todos los años en los que Sherlock ha conocido a John, no se han cruzado ni una sola vez; por lo que él sabe no vino a su falso funeral, y recuerda con claridad que estuvo ausente en la boda. John no le dio importancia a ninguna de las dos faltas, indeseables, pero de esperar en ella. Harry es una mala hermana y una adulta pésima, y no va a gastar tiempo en sentirse herido por su comportamiento.
Al menos, no abiertamente.
Sherlock esconde el teléfono tras su espalda en cuanto John aparece bajando por las escaleras, buscando su abrigo, sus zapatos y sus llaves.
–¿Has visto mi teléfono?
Sherlock desliza discretamente el teléfono en el bolsillo trasero de sus pantalones, y responde con un inocente encogimiento de hombros. John está demasiado distraído como para darse cuenta.
–¡Mierda! Eh, oye, tú tienes el número de la clínica, ¿verdad?
–Sí –dice Sherlock, arrastrando las palabras, y se deja caer en la silla fingiéndose aburrido.
–Ah. Bien. Bueno, de todas maneras la señora Hudson iba a recoger a la niña de la guardería hoy. No creo que pase nada… No pasará nada. Llaves, sí, eh… –John mira a su alrededor, buscando su bolso–. A la vuelta voy a pasar por la tienda, ¿quieres algo?
–Nop.
–Bien entonces –dice John, deteniéndose en la puerta. Ya tiene medio cuerpo fuera pero está parado, una mano en el marco, como si aún hubiera olvidado una cosa más. Lo cual es cierto, claro, pero no parece ser la desaparición de su teléfono lo que le preocupa.
–Bueno, pues nos vemos luego –repite.
–Nos vemos.
John lo mira brevemente, se humedece los labios como si quisiera decir algo más, pero en lugar de eso le da una palmadita a la Belstaff, colgada junto a la puerta, y se va. Sherlock se pregunta en silencio a qué a venido todo eso.
Recupera el teléfono de su bolsillo una vez oye cerrarse la puerta principal, y vuelve a examinar el mensaje.
Curioso. Harry parece interesada, o al menos intenta parecer interesada, quiera o no realmente cumplir con las expectativas que genera. ¿Qué habrá detrás de todo esto?
El archivo de John sigue escondido en su dormitorio, ahí donde el interesado no meterá las narices (no es que John meta mucho sus narices en ninguna parte últimamente), pero ya le ha extraído toda la información que podía, y los datos le pican en el cráneo como un caso sin resolver.
Y aquí hay una testigo.
Tecleando con un solo dedo, en homenaje a su compañero de piso, Sherlock escribe otro mensaje y pulsa “enviar”.
***
Desde atrás, Harry parece John con blusa y peluca; incluso la manera en que se encorva sobre su café le recuerda a John inclinado sobre su portátil. Sherlock se detiene un momento, estudiándola. Nota que se ha esforzado en estar presentable: el pelo lavado esta misma mañana, un brillo de pendientes asomando por debajo de su corta cola de caballo. El peinado está un poco desordenado, pero se nota que es a propósito y no por torpeza.
Aún así, se mordisquea sin darse cuenta las cutículas, y la ropa le queda un poco grande, bonita pero antigua. Hecha para quedarle bien antes de que el alcoholismo derritiera todas sus curvas. Su camiseta tiene mangas largas, pero tira de ellas constantemente, con cierta irritación: prefiere la manga corta, pero le da vergüenza enseñar los angiomas estrellados de sus brazos, vasos sanguíneos reventados que delatan su adicción.
Harry es una de las pocas personas del mundo de las que Sherlock no está seguro de poder leer. Hay cierta inestabilidad en ella, algo con lo que él está familiarizado gracias a su trabajo, pero la inherente cercanía de Harry, su conocimiento de John, superior al suyo mismo en algunos aspectos, lo desconciertan.
En consecuencia, se acerca a ella con cautela. Primero considera la opción de enviarle otro mensaje, pero no quiere dejar una evidencia tan explícita en el teléfono de John, y adivina que Harry es una persona directa, así que funcionará mejor que sea directo con ella.
Harry levanta la vista al sentarse Sherlock al otro lado de la mesa, y el desconcierto se refleja en su cara.
–John no va a venir –adivina con brusquedad.
–No –replica Sherlock. No hay motivo para mentir.
Harry entorna los ojos, una versión diluida y enrojecida de los de John.
–Joder. No fue él quien me escribió. Fuiste tú.
–Sí.
–Ya me parecía que contestaba demasiado rápido –Harry lo escruta con cautela, como esperando a que todo se vaya al carajo–. ¿Te ha enviado él?
–No.
–¿Sabe que estás aquí?
–…no –admite Sherlock.
–Vaya vaya, resulta que sí eres el cabrón bocazas del que me hablaron –dice Harry con sarcasmo, ya cansada de sus respuestas monosilábicas, y aún temiendo que la situación resulte ser una elaborada broma pesada con ella como víctima–. Entonces, ¿dónde está John?
Sherlock se encoge de hombros.
–Tenía no sé qué cosa del trabajo. Está trabajando.
–Ah, claro, y tú te despertaste hoy con ganas de socializar, ¿no? ¿De charlar un poquito?
–Sí –se arriesga Sherlock, y como recompensa ve la confusión dibujarse en el rostro de Harry. Desconcertada, le frunce el ceño.
–Muy bien entonces. Yo no tengo nada que hacer en todo el día, así que es tu tiempo el que vas a perder.
Sherlock calla mientras Harry juega con su café, raspando el azúcar del fondo con la cuchara y luego chupándola mientras lo mira, pensativa. Él la contempla de vuelta, y piensa en lo diferente que es por teléfono y en persona. Se pregunta cuál de sus dos versiones es más real: la mujer desconfiada y amarga, o la despreocupada y un poco ridícula de los mensajes. Quizá ninguna de las dos. Quizá ambas son meros modos de sobrellevar su trauma.
Se da cuenta de que ella está pensando en él; en lo poco que ha extraído del blog de John, de los periódicos, etcétera. Harry no es Mary, no lo ha hecho con la dedicación de quien cumple una tarea escolar, si no con el descuido de la vecina que espía por entre las cortinas. Está siendo entrometida, simple y llanamente, y también buscando un mínimo de control sobre la vida de John. Mal que le pese, aún desea que él la incluya en su vida.
Finalmente deja su taza y enciende un cigarrillo, el humo enroscándose como una corona en torno a su cabeza en abierta transgresión de la ley. La chica del mostrador la mira mal, pero no se molesta en acercarse para pedirle que lo apague. El suelo del local es de mugriento linóleo amarillo, y la bombilla que ilumina una vitrina llena de pasteles prefabricados parpadea con regularidad. Es ese tipo de sitio.
–¿Cuál era la tuya? –le pregunta ella, bruscamente. Está combativa, enojada por haber sido engañada. Con John ausente, Sherlock se lleva la peor parte de su ira. Aún así, vacila ante la pregunta, y Harry pone los ojos en blanco.
–Joder, no te hagas el tonto. He estado en rehabilitación, reconozco a un adicto cuando lo veo. ¿Qué era?
–Coca –enuncia Sherlock, cortante. Harry se ríe por la nariz.
–Por supuesto. Droga de niño rico. ¿Dónde te la metías, en Oxford?
–Cambridge.
–Por supuesto –repite ella, resentida–. ¿Fueron las malas compañías? –ni siquiera ella se lo cree. Agita la cabeza, descartando la idea, y da una calada a su cigarrillo, para luego exhalar el humo justo bajo la nariz de Sherlock. Éste no puede resistirse a inhalar un poco, buscando aunque sea una patética cantidad de nicotina de segunda mano.
–Si es ilegal, siempre es una puta tragedia. ¿Pero si no puedes negarte a una pinta y un cigarrito? Ah, entonces es tu culpa por ser una puta estúpida –entorna los ojos, y le ofrece una sonrisa vacía–. Apuesto a que John está preocupándose por ti todo el tiempo.
Sherlock le arranca el cigarrillo de los dedos y lo entierra brutalmente en el cenicero. Trata de recordar que Harry no está siendo inteligente, sólo cruel. El zigzagueo de su conversación no es un indicativo de perspicacia; sólo está manoteando en la oscuridad, buscando los puntos débiles de su armadura.
–Si dejaras de culpar a otras personas de tus propios errores…
Harry se retrae, un poco más vulnerable sin su protectora manta de humo, pero se recupera rápido. “Si no fuera un desastre” piensa Sherlock, “sería casi brillante”. Harry lo obsequia con un aplauso a cámara lenta.
–Bravo, bravo. ¿Ahora qué, nos sacamos la polla y traemos la regla?
Sherlock rechina los dientes. “Por John”.
–La mía está en casa. Y te aseguro que es más grande.
Se hunden en el silencio, Sherlock enfurruñado, Harry ponderando su próxima estrategia de ataque. Realmente tenía ganas de ver a John, piensa Sherlock. Llevaba tiempo esperando este momento, ha puesto mucho esfuerzo en hacer notar lo limpia y sobria que está, a pesar de que para ella la normalidad es un concepto difuso. Quiere conocer a su sobrina.
Había un hombre, en su grupo de rehabilitación, que hablaba sin parar sobre el hijo de su novia. No era suyo, era de otro hombre, y sin embargo él se aferraba desesperadamente a la idea de tener algo nuevo e intacto en su vida.
La única cosa que consiguió hacer, entre los sudores y los interrogatorios y el esquivar preguntas en terapia (en resumen, el único paso hacia la rehabilitación total que consiguió dar, aparte de verse privado de drogas por la fuerza) fue afeitarse.
Se levantaba cada mañana, cotorreaba sin parar sobre “su” hijo y todos los castillos en el aire que había construido para cuando saliera de allí y fuera un hombre nuevo y su vida tomara por fin un giro hacia el soleado mundo de los sueños, y se afeitaba.
Una hora más tarde ya andaba tambaleándose por los corredores, hablando sobre la heroína con exactamente el mismo tono de voz.
Sherlock creía haberlo borrado de su memoria.
–¿Cómo está John? –se rinde Harry al fin. En el silencio, se le ha ocurrido que quizá algo va mal. Que no es ella la que está a prueba hoy, si no algo más.
–Bien –replica Sherlock automáticamente, y luego, a su pesar, se toma un segundo para preguntarse si esa ha sido la respuesta adecuada–. Sí. Bien.
–Define “bien” –dice Harry, alarmada.
–Sano. Peso ideal. Hace cosas –los labios de Sherlock se fruncen, y sus ojos recorren un circuito que va desde el techo a la pared, luego a la mesa, al mostrador y al techo otra vez, fingiendo pensar, antes de añadir–: y ahora tiene un bebé. Ya lo sabrás. Está muy rubia.
–¿Ya habla?
–Hace ruidos, yo no los llamaría palabras. Dijo “a-gua-gua-aah-á” esta mañana.
Harry lo mira con severidad, por si acaso se está burlando de ella, pero a juzgar por lo imperturbable de su expresión, probablemente no.
–Pero no le faltará mucho, ¿no? –dice Harry, buscando más información–. Supongo que dirá “papá” o algo así.
–Sin duda –asiente Sherlock–. John está todo el día con ella, y estoy seguro de que la señora Hudson ha emprendido la misión de hacerla hablar. Habla mucho. La señora Hudson, quiero decir.
Harry esboza una tímida sonrisa.
–Apuesto a que sí. Pero seguro que la niña sale muy calladita.
–¿Qué te hace decir eso?
–Bueno, John lo fue cuando era bebé. Llantos aparte.
–¿Y tú?
–Ruidosa –dice Harry con débil orgullo–. Eso me han dicho –se encoge de hombros, y la multitud de brazaletes de goma de sus brazos, todos de diferentes organizaciones benéficas, chirrían contra la mesa.
“Ruidosa y orgullosa, en efecto” piensa Sherlock, ácido.
–Mamá dice que yo alternaba entre una cosa y la otra.
–Seguro que sí. Eres contradictorio. ¿Cuál fue tu primera palabra? –pregunta Harry, cada vez más cómoda con la conversación.
–Ninguna –le dice Sherlock, y se apresura a clarificar en cuanto la ve abrir la boca para decirle que eso es imposible–; técnicamente fue “quiero”, pero lo que dije en realidad fue mi primera frase.
–Ah, claro. Por supuesto. Un bebé genio, ya me lo imagino. ¿Qué dijiste?
–“Quiero eso”.
Harry se ríe de verdad.
–La mía directamente fue “¡No!”
–¿Y la de John?
–No me acuerdo. Creo que fue “mamá”, o… –se encoge de hombros– algo así.
–¿En serio? Pensaba que habría sido “papá” –prueba Sherlock, pero quizá ha jugado esa carta demasiado pronto, quizá ha usado el tono de voz equivocado, o tal vez simplemente ha subestimado cuán doloroso es el tema, porque Harry se pone rígida de repente.
–Dios mío.
Esta vez su ira es brava, inmediata.
–Joder. Jo-der. Me cago en la… ¡Hostia puta! –atenaza el borde de la mesa, echándose atrás en la silla–. No tienes ningún derecho a traerme aquí con no sé qué pretexto para interrogarme sobre lo jodida que está mi familia –la voz de Harry se quiebra con esas últimas palabras, pasando de un grito a un susurro.
Alarmado, Sherlock empuja la taza de café hacia ella.
–Sí, eso, dame una puta bebida, eso siempre funciona –agarra la taza de todos modos, y la aprieta hasta que se le ponen blancos los nudillos–. No tengo por qué aguantar esto. Estoy bien… ¡y no es asunto tuyo de todas formas! No tengo por qué aguantar esto. ¡Podría coger e irme!
–A John le gusta el té –dice Sherlock, tratando de explicar (con retraso) por qué le ha “dado una bebida”.
–¡Ya lo sé! ¿A qué viene eso ahora? –rebelde, engulle su café, vaciando la taza. Luego, de repente, pregunta–: ¿Sigue poniéndole demasiada leche?
Sherlock la mira, y niega con la cabeza. Ella asiente, mirando los restos que quedan al fondo de su taza como si buscase algo. La vuelve a poner en el platito y la empuja hacia Sherlock. Y lo mira.
–Bueno. Adelante pues, Chico Maravilla.
Es una prueba, y el tipo más tedioso de prueba que existe. “Por John”. Pone mala cara, para que no quede ninguna duda de cuánto le disgusta esta situación, pero lleva la taza vacía al mostrador y hace otro pedido, un café para él, otra cosa para ella.
Algo con una muy distante similitud a una sonrisa tiembla en la comisura de los labios de Harry cuando deja caer la taza nueva frente a ella sin ceremonias. El tercio superior está ocupado por un enorme remolino de crema y chispas de colores, y Sherlock no quiere ni imaginarse lo que estará haciendo el jarabe dulce que yace en el tercio inferior. Harry saca despacio la cuchara de la taza, liberando sin querer vapor del chocolate caliente de abajo y haciendo que un surtidor de crema derretida chorree por el costado de la taza.
–Una vez tuve una novia que hacía eso –bromea Harry. Mira a Sherlock, y está a punto de reírse del horror que se refleja en su cara. Chupa la cuchara, pero no se molesta en llevar la provocación más lejos; es demasiado esfuerzo. En su lugar, juguetea con su bebida, y se ablanda finalmente.
–Está bien –dice al cabo, con un suspiro cansado–. Supongo que no puede ser peor que ir a terapia. Pero es un ten con ten, ¿eh? Si quieres que te cuente todas mis mierdas, más vale que empieces a compartir las tuyas con la clase.
Sherlock cruza las manos sobre la mesa y piensa.
–Una vez le disparé a un hombre en la cabeza.
–¡Coño!
–Era un hombre muy desagradable –matiza Sherlock.
–¿Hablas en serio? –Harry lo mira de hito en hito–. Puta madre –susurra–. De repente me siento mucho mejor conmigo misma. Yo, eh… ¡yo nunca he hecho eso!
Sherlock no se disculpa, ni muestra el más mínimo remordimiento por el asesinato. La mira, esperando, pero ella levanta un dedo.
–No cuenta.
–¿Cómo que “no cuenta”?
–Bueno, tú quieres saber cosas sobre John, ¿no? Y sobre… sobre cuando éramos niños. Sobre papá. Tiene que haber un intercambio equivalente de información: tú le disparaste a un tipo, pues yo me… yo me tiré a una mujer casada. Pero ninguna de esas cosas importa. Cuéntame algo de cuando eras niño.
Sherlock junta las manos e inhala profundamente. “Por John”. Le cuenta sobre Barbarroja.
Harry le cuenta sobre la fiesta por el sexto cumpleaños de John; ésa de la que papá “se olvidó” pero “no fue su culpa”, y de cómo Harry dejó de traer amigos a casa porque mamá “se volvía loca”.
La conversación se convierte en un mórbido juego de póker, cada jugada lo suficientemente prudente como para sacarle algo al otro, y sin embargo con la voluntad de elevar las apuestas cada vez más. Sin embargo, esa dinámica no dura mucho: Harry, con el egocentrismo de los adictos, termina hablando más, buceando en su infancia tan profundamente que parece que el relativo dolor que le produce (como el de rascarse una costra) le interesa más a ella que a Sherlock.
Harry apoya su hinchada mejilla en los nudillos de una mano y con la otra, ausente, juguetea con los sobres de azúcar.
–Había capas y capas de mierda, ¿sabes? En plan, que decía cosas sobre mi aspecto, sobre mis amigos; me decía cosas horribles (lo mismo que hacía con mamá) y era muy inteligente, porque mi primer impulso era echarle la culpa a ella. Y después, joder, después me daba cuenta de que ella no tenía nada que ver y me ponía furiosa, pero luego… yo qué sé, cogía mi bicicleta y me largaba, y, o sea, sólo mirar la bicicleta ya me hacía dudar de cómo me sentía. Siempre era papá el que hacía los regalos, era lo que lo distinguía de mamá. Y siempre hacía mucho escándalo con ellos, hacía que fuera algo súper especial; siempre te sentías de maravilla cuando papá te regalaba algo, y entonces pensabas “¿realmente es tan mala persona?”. Quizá era mi culpa, por ser una zorra fea, torpe y estúpida que tenía amigos de mierda y era una puta ingrata, ¿sabes?
Mira brevemente a Sherlock, y éste alza la barbilla hacia ella para indicarle que continúe. Está rígido, sus omóplatos dibujando una línea casi paralela al respaldo alto del apartado en el que están sentados, y sus codos se hincan en el cuero de imitación. Ella no se da cuenta.
–Claro, después lo pensabas de nuevo y te dabas cuenta de que el fantástico día en el parque acuático con John y conmigo había sido sólo otra manera de mortificar a mamá, porque ella había dicho que no podíamos ir. La bicicleta me la compró porque mamá se había atrevido a sugerir que había que arreglar el fregadero de la cocina, y él había dicho que era demasiado caro. Pero luego bien que podía sacarse trescientas libras del bolsillo para una mountain bike. Creo que por eso mi madre no lo dejó: creo que ella tampoco se podía creer que él fuera tan mierda.
Harry se distrae, pasando una uña arriba y abajo por la mesa, y el silencio crece. Al cabo, Sherlock pregunta:
–¿Y John?
–No se dio cuenta realmente hasta que nos mudamos. Entonces eran con llamadas de teléfono, “¡Eh, Johnny, nos vemos este fin de semana, nos lo pasaremos bomba! Tú y yo, sólo los chicos, ¿eh? Tengo entradas para Alton Towers”. Planes gigantescos y estúpidos que sólo un niño de nueve años se creería. Y, joder, se los creía siempre, eso es lo que me dolía. Una semana tras otra de “ay, Johnny, lo siento, ha pasado algo y no me dejan ir a verte, es por culpa de la zorra de tu asistenta social, Johnny”… y él siempre lo puto perdonaba. O sea, está clarísimo lo que pasaba, ¿no? Es obvio, pero creo que llegados a ese punto papá ni siquiera se estaba esforzando ya por aparentar. Y sin embargo, cada puto domingo él lo esperaba, sentado en las escaleras. Horas. Y hablaba como él. Dios, qué mierdecilla que era. Mini Papá.
–Era un niño –se le escapa a Sherlock entre dientes apretados.
–Y yo también, ¿no te jode? –le recuerda Harry–. No me intentes echar la culpa a mí; eso es lo que pasa con la mierda, que cuando salpica, salpica en todas direcciones. Así que por eso no te preocupes, a todos nos tocó nuestra buena ración –se encoge de hombros, la amargura tuerce su rostro–. Pero bueno, después mamá se tragó medio frasco de sus pastillas para dormir, y ahí acabó todo. John aún se sentaba en las escaleras, pero dejó de hablar con papá después de que ni siquiera se molestara en aparecer para el entierro. No te pongas así, eras tú el que quería saber –concluye de golpe–. No es una historia bonita, ya deberías saber que no es bonita.
Sherlock no sabe exactamente qué cara estaba poniendo, y hace un esfuerzo extra por mantenerse neutro.
–¿Os golpeaba? –pregunta.
–A mí no. No en el sentido al que te refieres, en todo caso; un par de cachetadas si nos portábamos mal, pero nada excesivo. Si le daba palizas a John, yo nunca me enteré.
–¿Y a tu madre?
–Una vez, supongo –dice, y Sherlock lo traduce por “una vez, que se pudiera demostrar”–. Y ¿cómo está John ahora? –pregunta a continuación.
Sherlock arruga el entrecejo.
–Con la niña –aclara Harry–. ¿Qué te tiene tan asustado que has venido hasta aquí a preguntarme cosas?
–Está preocupado.
Harry no parece impresionada.
–Es sensato preocuparse, en mi opinión –dice, insensible–. Ni que hubiéramos tenido un modelo paterno adecuado –al ver ensombrecerse la expresión de Sherlock, Harry arquea las cejas–. Ah, John estará bien. Siempre fue el Chico de Oro. El Chico –corrige–. Muy correcto, muy heterosexual él. Sobrevivió al sistema de acogida de los ochenta, se convirtió en médico y héroe de guerra, gloria gloria aleluya. Si las cosas iban muy mal, siempre podía pestañear con esos ojitos azules suyos y conseguirse alguna mujer con la que jugar a mamá y papá –Harry hace una pausa y contempla lo disgustado que luce Sherlock–. Claro que eso es una mierda para ti.
“Porque cuando la mierda salpica, salpica en todas direcciones” piensa Sherlock.
Harry exhala un suspiro que parece llegarle desde las mismas plantas de los pies, y se derrumba en su asiento. Mira a Sherlock, y Sherlock se da cuenta de que de alguna manera, sin haberlo intentado expresamente, han llegado a una especie de empate.
–¿Sabes? Pensé que serías el mayor gilipollas del mundo –le dice Harry; obviamente ella piensa lo mismo que él de su conversación–. Pero no estás tan mal.
Sherlock no sabe muy bien qué contestar a eso. No es muy halagador que una mujer cuya vida está en ruinas te diga que “no estás tan mal”, pero por otra parte, él tampoco ha tomado las mejores decisiones del mundo en su vida. De una manera extraña, siente que debería estarle agradecido. Si Harry no la hubiera cagado tan estrepitosamente, si hubiera estado más unida a su hermano, quizá John nunca hubiera entrado cojeando en su vida.
Por supuesto, eso nunca ocurrió y él no le debe un carajo a Harry, pero aún así la sensación se agarra a él como alambre de espino, y lo irrita.
–Escúchame –dice Harry de pronto–. Acerca de John. Espero que lo entiendas. Que no es… o sea, que es… es bueno, y siempre se las arregla para hacer lo correcto, como si no lo hubieran jodido igual que me jodieron a mí. Pero sí que lo hicieron. En serio –hincha las mejillas por el esfuerzo de buscar una manera mejor de expresarlo, y luego se rinde y lo dice directamente–. Está jodido. Nadie se da cuenta porque siempre se compara con, bueno, conmigo, contigo, con sus otros amigos que están más jodidos que él, para que no se note. Así que… –bufa hacia arriba, de tal manera que su flequillo salta y luego vuelve a bajar–. Cuídate.
Sherlock le frunce el ceño, confundido.
–Estoy bien –duda que haya nada en este mundo que John pueda hacerle, que él no pueda hacerse a sí mismo de maneras sustancialmente más destructivas. O al menos intentarlo.
–Dame tu teléfono –dice Harry, aleteando la mano sobre la mesa.
–¿Para qué?
–Para tomarle una foto a mi teta izquierda y que puedas demostrarle a tus amiguitos que has visto una. ¡Para darte un teléfono, imbécil! –dice ella, exasperada porque por un momento Sherlock parece creerle–. Trae.
Sherlock le desliza su teléfono de un lado a otro de la mesa, y Harry apunta el número apuñalando el teclado con dos expertos pulgares; evidentemente se le da mejor la tecnología que a John. Curioso.
–Toma –le dice, y empuja el teléfono de vuelta hacia él–. Lo he guardado como “Información”, pero son muy buenos. Es anónimo. Tú sólo llamas y… bueno, hay alguien con quien puedes hablar de tus cosas tranquilamente. No tienes que buscar nada en Google, ellos saben lo que hacen. No dicen tonterías ni te juzgan, sólo te dan consejos, o te escuchan, o hablan.
Sherlock despega su lengua reseca del paladar y la contempla, perdido.
–¿Para qué es eso?
–Para… –Harry alza las palmas en un gesto de “tú sabrás”–, bueno, porque la vida puede ser una mierda cuando estás tratando de descubrir cosas. Quién eres. Quién te gusta. Qué tipo de gente –se encoge de hombros–. Por si las cosas no salen… bien…
Sherlock inhala por la nariz, desarmado, y luego inhala de nuevo, rápido, separándose de la mesa.
–Yo no necesito esto –le sisea, blandiendo el teléfono.
–Entonces bórralo. Pero… está ahí. Sólo te lo digo: está ahí por si lo necesitas. A veces, la gente como nosotros lo necesita.
De repente la cafetería parece pequeña y agobiante. El olor del café le da náuseas.
–Yo no soy como tú –discute. No lo es. No se parece a esta triste, mandona e ignorante vida desperdiciada. Él es mejor. Más inteligente. “Por John”.
Harry no se muestra ofendida. Parece que a estas alturas ya no puede ofenderse, y Sherlock se asusta al darse cuenta de que Harry posee un rico bagaje de perspectiva y experiencia del que él carece desesperadamente. Al fin y al cabo, lo ha conseguido: le ha volteado la partida.
–No al cien por cien, no –asiente ella, mostrándole una sonrisa sarcástica que le recuerda horriblemente a John. Suena como él cuando habla con ese tono; suena como él cuando le da consejos médicos en piloto automático–. Pero ninguno de los dos encaja en el mundo, ¿no? Yo no encajo, y por eso bebo. Tú te drogas.
“Tú no encajas. Lo que yo soy es un mentiroso” piensa Sherlock. Se pone de pie y, para su eterna humillación, vuelve grupas y huye de la conversación, despavorido y sintiendo cómo le pica todo el cuerpo.
La niña tiene siete meses y tres semanas cuando Sherlock finalmente consigue un caso con un puntuación mayor que seis. Hasta donde John sabe, es el primer caso de verdad que Sherlock ha encontrado desde que él se mudó de vuelta a Baker Street, y francamente, es una bocanada de aire fresco.
Sherlock ha estado vagando por el apartamento, jugueteando con su equipo de química, poniéndose irritable e irritante, encargándose sólo de casos antiguos, y John está verdaderamente harto de andar tropezándose con un compañero de casa perpetuamente malhumorado.
Es domingo, y John está refinando el arte de usar la mano para resolver un crucigrama y un pie para hacer saltar suavemente a la niña en su columpio para bebés. Ya es lo suficientemente grande para saltar sola, pero a veces, cuando intenta ponerla a dormir la siesta, es más efectivo si él toma el control.
Sherlock, derrumbado en el sofá, pone a prueba los límites de su paciencia suspirando sin parar, y John empieza a desear que existieran columpios de bebé para detectives; al fin y al cabo, él tiene dos pies, y no los necesita para resolver el crucigrama del Daily Telegraph.
–¿Cómo se escribe “Pirineos”? –pregunta John, aunque en realidad no espera una respuesta. Y no la consigue, en efecto; Sherlock gruñe, y luego suenan pasos en la escalera, y John, por instinto, deja el periódico a un lado.
Lestrade irrumpe como si lo persiguieran, dándole a la puerta sólo un golpecito de cortesía.
–Tengo un caso –dice sin más preámbulo–. ¿Vienes? Y ¿tienes el teléfono apagado o qué? Hola, John.
Sherlock alza imperiosamente la mano.
–El teléfono está arriba. ¿Qué clase de caso?
–Ah, bueno, es… eh… –de repente parece que Lestrade se haya tragado una pelota de golf.
–¿Qué pasa? –pregunta John.
–Eh, nada. Acabo de acordarme de que tenía que hacer una cosa. No es importante. Es un homicidio –agita la carpeta bajo la nariz de Sherlock–. Envenenamiento; Edward Harris. Fue hallado esta mañana muerto por envenenamiento con atropina. Su oficina estaba cerrada con llave, y no hemos encontrado la jeringa.
Sherlock se endereza en el sofá para hojear las fotografías, esponjando las fosas nasales como si pudiera oler a los sospechosos. Lestrade sonríe a John y lo saluda con la cabeza, y luego mira a la niña. Ahora está completamente despierta y lo mira con ojos desorbitados, al parecer sin terminar de decidirse de si siente curiosidad por el intruso o si debería ponerse a llorar. John alarga la mano y le hace cosquillas en la barriga para llamar su atención. Greg no le dice nada, pero John puede sentir la curiosa mirada del otro hombro (es policía, al fin y al cabo, y los policías tienden a ser entrometidos) y se siente un poco tonto al darse cuenta de que no le ha presentado su hija a Lestrade hasta ahora. Resulta un poco incómodo.
–¿Dónde está el cuerpo? –exige Sherlock.
–Sigue en la escena del crimen; no nos atrevemos a examinar la evidencia hasta haberlo retirado todo.
–Bien. No mováis nada, no dejéis que nadie respire en esa habitación. Estas fotos no valen para nada. John –Sherlock ya se ha levantado del sofá, alzándose en una curva geométricamente perfecta, y busca su abrigo.
–Yo no puedo ir, Sherlock –protesta John–. La señora Hudson ha salido; no hay nadie que la cui… –se detiene con un suspiro ante la expresión en la cara de Sherlock–. Esperaré hasta que vuelva y luego te daré alcance.
–¡Pero te necesito en la escena del crimen! –replica Sherlock en un tono que está a dos milímetros de convertirse en un lloriqueo de frustración–. Tráela y ya está.
–Sherlock, es un bebé.
–Puedes traerla –dice Lestrade inesperadamente–. No hay problema, siempre y cuando no entre en la escena propiamente dicha.
–Entonces ¿qué? ¿Me quedo parado afuera?
–Estoy seguro de que uno de mis agentes puede cuidar a un bebé por diez minutos. Sally lo hará.
John obsequia a Lestrade con una dura y larga mirada, capaz de transmitirle sin palabras que si piensa, por un solo momento, que a Donovan le va a parecer bien que aparezcan en mitad de una investigación por homicidio con una bebé de siete meses a la cual, por si fuera poco, le va tocar cuidar durante todo el tiempo en que John esté parado mirando a Sherlock ser Sherlock, entonces ya puede ir preparándose para la tormenta. Donovan probablemente intente estrangularlo por pensar que ella, por ser mujer, es la mejor preparada para los cuidados y la que está más interesada en los bebés de todo el escuadrón.
Lestrade esboza una sonrisa que trata de ser alegre.
–O, eh, puede hacerlo uno de los chicos. Todos son de fiar. Muy caseros.
John piensa en todas las casas en las que ha visto cadáveres, o que han explotado, o que resultaron ser la guarida de sanguinarios asesinos, y se pregunta por qué demonios se supone que la expresión “casero” tiene que tranquilizarlo.
–Wiggins viene –anuncia Sherlock. En el tiempo que John ha invertido en lanzarle a Lestrade su Mirada de Oso Paddington, fija y desaprobadora, Sherlock ha estado moviéndose de un lado a otro, recogiendo cosas y tecleando furiosamente en su teléfono–. Problema resuelto. John, los zapatos, y ahora por favor vámonos –tira los Oxford de John directamente a sus pies, y luego, con actitud igualmente canina, se queda ahí parado, vibrando, mirando a John y tratando de sacarlo por la puerta a punta de voluntad.
¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!
“Hay que sacar al perrito a pasear” piensa John, y como siempre, cede con muchos menos reparos de los que muestra exteriormente.
–Está bien. Ve a traer el carrito y la bolsa roja que está detrás de la puerta del baño… –apenas ha terminado y Sherlock ya está en acción. John se tambalea al meter los pies en los zapatos; recoge a la niña, que gorjea, y sin más, lleva a su hija a su primer asesinato.
***
Un diligente Billy Wiggins los espera justo afuera de las barreras policiales, demorándose junto a las cintas de plástico amarillo con su habitual aspecto desconsolado y vagamente caprino, y atrayendo miradas de sospecha de los policías que acordonan la zona.
–Man registrao los bolsillos –se queja en cuanto Sherlock aparece–. Yo na más que llevaba unos Rolos, y ése tío de ahí me los ha quitao –el policía incriminado no se aparta de su labor de dirigir a los civiles fuera de la escena, pero se le colorean un poco las mejillas cuando Lestrade lo mira–. Un paquete completito era. ¿Me vas a dejar entrar a ver el cadáver?
–Te traeré un recuerdo –dice Sherlock, descuidado.
–No harás tal cosa –dice Lestrade con firmeza.
–Te mandaré un mensaje desde adentro –corrige Sherlock, y esa pequeña oferta tranquiliza al sencillo Wiggins, aunque John sospecha que no termina de compensarle la pérdida de sus chocolates.
¿A este hombre le va dejar que cuide de su hija?
–Si se pone a llorar, dile a uno de los agentes que entre inmediatamente y me lo diga –dice John, firme, pero los lloros empiezan antes incluso de que intente pasársela a Wiggins. Es frustrante, pero también es un alivio.
–¿Y ahora por qué llora? –pregunta Sherlock, desconcertado.
–Ansiedad ante los extraños –dicen John y Lestrade al unísono.
–Igual está cansada –sugiere Wiggins, buscando en sus bolsillos–. Creo que tengo algo para…
El detergente barato hace que el cuello de la camisa de Wiggins se sienta áspero contra la palma de John cuando éste lo agarra y le baja la cabeza a su altura. “NO” le dice, arrastrando la palabra durante tres sílabas completas y diciéndole el resto con una mirada. Wiggins asiente, mudo.
–Me quedo aquí afuera –dice John, sacándose el teléfono del bolsillo–. Hablaremos por Skype.
Sherlock tuerce la boca como protesta, pero entra en la casa sin mayores protestas. Casi de inmediato, el teléfono de John vibra.
La casa es un bonito chalet al sur de Croydon, una agradable zona suburbana que limita con las tierras comunales de Riddlesdown. Tiene garaje doble y un amplio jardín; John no se atrevería a preguntar el precio total de la vivienda. Sin embargo, más allá de la casa, donde la carretera se une a las tierras comunales, hay un terreno vacío lleno de malas hierbas.
Por dentro la casa está decorada con el buen gusto, algo anticuado, de una casa-piloto, hecha para mostrar a compradores potenciales: el color que predomina es el blanco magnolia, telón de fondo de diversos efectos personales. Cuadros de animales, nota John. Sherlock exhala en el teléfono, produciendo un ruido crujiente. John se sienta sobre el muro del jardín, y observa.
Anderson aparece en pantalla, con su traje azul subido hasta las orejas, haciéndolo parecer un alien. Saluda a Sherlock con la mano y luego mira a la pantalla y repite el gesto para John.
“Idiota”, piensa John, sin acritud.
–Idiota –dice Sherlock por hábito, y lo aparta de un codazo para acercarse al cadáver.
El hombre está tirado boca abajo en su despacho, despatarrado en el suelo entre papeles organizados de forma incoherente. El ordenador, aún encendido y con el protector de pantalla activo, zumba, y sobre el escritorio hay un plato, que Sherlock recoge con una mano enguantada, examina y luego descarta.
La cámara retrocede para dar a John una mejor visión de Anderson agachándose y enseñándole a Sherlock la herida de punción dejada por la jeringa, cerca de los riñones. Se veía desde el principio, revelada por una camisa que obviamente se salió de los pantalones mientras la víctima agonizante se retorcía en el suelo.
–Una apoplejía, seguida de fallo respiratorio –dice Anderson–. Probablemente muy temprano en la mañana, entre las cinco y las seis.
Sherlock gruñe, y luego gira el teléfono para estar cara a cara con John, que no tiene nada más que añadir, salvo un breve “¿algún hematoma?”
John y Anderson observan a Sherlock señalar un moretón en la parte posterior de la cabeza de la víctima, que corresponde con una mancha de cera para el pelo en una de las patas del escritorio. Luego examina las manos y zapatos del muerto, curiosea el ordenador (hay porno) y a continuación la alfombra, la puerta y la ventana en rápida sucesión, sin explicar nada.
–El sujeto había recibido amenazas de muerte, algo relacionado con el ex celoso de su novia. Un químico. Lo tenemos en custodia ahora mismo –añade Lestrade, pasándole una nota. Sherlock entorna los ojos al leerla.
–¿Quién encontró el cuerpo? –la voz de John suena algo metálica al salir del aparato. Afuera, en el jardín, reajusta sus nalgas contra el frío y duro muro de piedra, y recuerda a Wiggins que es de mala educación mirar por encima del hombro mediante una mesurada aplicación de fuerza con el codo.
–La novia. Entró en la oficina esta mañana porque tenía miedo de que hubiera llegado a casa demasiado borracho y se hubiera desmayado. Resulta que no se equivocaba del todo.
–O sea, que todo esto era habitual en él –dice Sherlock con desinterés, señalando al plato del escritorio y el porno en el ordenador.
–Todo excepto la parte en que se cayó muerto, claro.
–¿Dónde estuvo anoche? –pregunta John.
Sherlock se apresura a contestar antes que Lestrade o Anderson (literalmente le pone una mano en la cara a Lestrade mientras éste toma aliento para hablar) y explica atropelladamente.
–Llegada a cada relativamente temprana, vino en taxi a juzgar por el recibo en el bolsillo de sus pantalones, así que no estaría muy lejos: mira el precio, sólo siete libras cincuenta, pero ¿por qué pedir recibo en un taxi? Porque otra persona iba a reembolsarle los gastos. Así que no fue a ver a un amigo, si no a una asociación o grupo similar. Hay cuadros zoológicos en las paredes y un mapa de Gran Bretaña con varios marcadores, así que hace senderismo con regularidad, pero hay más: sus dedos presentan callos de trabajar con madera, pero no hay ninguna obra creada con madera por la casa, así que provienen de una fuente más pragmática. Hay una foto de un niño acampando en la estantería, pero no hay niños en la casa; no es una foto antigua, ni el retrato de un sobrino, porque está dedicada “Al señor Harris”. Y él no era profesor, así que ¿cuál es la conexión? Líder de scouts. Y no habría bebido en una reunión con ellos, así que obviamente estaba con otros adultos.
–Todo eso te lo podría haber dicho yo –dice Lestrade, impresionado a su pesar.
–Sí, sí, pero todo eso es tangencial; la pregunta principal es ¿dónde está su banda?
–¿Qué banda?
–¡La banda! La banda que llevaba puesta durante la cena.
–Aquí no había ninguna banda –protesta Lestrade, y la conversación adquiere un eco horriblemente familiar.
–Los scouts no se ponen banda –mete su cuchara Wiggins por sobre el hombro de John–. Las chicas guía son las que la llevan.
El vídeo se agita, mostrando únicamente las manchas borrosas de los pies de Sherlock en movimiento, y luego vuelve a quedarse quieto.
–No importa –espeta, metiéndose el teléfono en el bolsillo para acallar la naciente discusión entre John y Wiggins acerca de las diferencias entre los scouts y las guías, y qué sabrá Wiggins de ninguno de los dos–. Quiero ver sus zapatos.
–Sí, vale, dale un momento a Anderson para que los ponga en una bolsa…
John golpea la pantalla de su teléfono y dice “¡Eh!” varias veces, pero sólo oye las palabras ahogadas de Sherlock (“¡No, esos no!”) y luego la conexión muere.
Disgustado, contempla su teléfono y se pregunta si vale la pena esperar afuera, o si Sherlock va a hacer otro de sus numeritos de largarse de la escena con una frase misteriosa.
Wiggins le palmea el hombro.
–También sa olvidao de mis fotos –dice, empático.
***
Unos quince minutos más tarde, Sherlock sale disparado de la casa, en su rostro una expresión de impía alegría, blandiendo una banda de boy scout de color marrón claro, y seguido de cerca por un furioso Lestrade. Sherlock salta el murete del jardín y agita la banda frente a John.
–Americana. Águila. ¡Scout! –proclama con gran satisfacción, antes de lanzarle la banda a Wiggins.
–¡Uei, qué caña!
–¡Sherlock, eso es EVIDENCIA!
–Haz que analicen el broche y que busquen sangre –le dice Sherlock a John, subiéndose las solapas del abrigo–. Y sigue el cuerpo a Saint Barts. Nos veremos allí.
–Vale, muy bien, pero ¿a dónde vas? –pregunta John, poniéndose de pie. Sherlock lo mira con un brillo travieso en los ojos.
–Yo voy a buscar a la hermosa mujer responsable de este asesinato –replica, discreto, antes de salir a la carrera en dirección a las tierras comunales, dejando a John y a Wiggins parados delante de la casa. Lestrade le arranca la banda a Wiggins.
–Jo…
–¿Qué “hermosa mujer”? –le exige John a Lestrade–. ¿De quién está hablando?
–¡Ni puta idea! Estaba ahí mirando el alféizar de la ventana de la cocina, y de repente se empieza a reír y saca esto de detrás del radiador. La novia no es, está con Donovan.
El ceño de John desciende, y Lestrade se pregunta si se dará cuenta de lo furioso que se pone ante la mera idea de Sherlock corriendo para encontrarse con una mujer. Abre la boca para hacer una broma al respecto, pero luego recuerda a Sherlock diciendo “mi teléfono está arriba” y decide que, sea lo que sea lo que esté ocurriendo tras las puertas del 221B de Baker Street, es mejor que no meta las narices.
–Ya conoces a Sherlock –dice, en cambio–. Siempre está dando el espectáculo.
–Hm –dice John.
–Anderson está moviendo el cuerpo…
–¿Puedo mirar?
Lestrade mira a Wiggins de una manera que implica que no piensa dignificar su petición con una respuesta, y continúa.
–Podemos llevarte, si quieres. Es mejor que estar esperando al autobús con una niña al brazo –le sonríe a la susodicha, y ésta vuelve a mirarlo despavorida.
–¿Y yo? ¿Puedo ir? –insiste Wiggins.
–No –dicen John y Lestrade al unísono. Wiggins, harto, se amotina.
–Qué alfiler de corbata más chulo –le dice a Lestrade, en su tono habitual de oveja mojada–. ¿Se lo compró usté?
–Me lo regalaron –dice Lestrade a la defensiva, tocándolo.
–Ah. Feliz cumpleaños.
John los mira a los dos, sorprendido.
–¿Es tu cumpleaños?
–No. Fue hace meses.
–Ah. Claro –dice Wiggins, con aire complacido–. Lo pensé porque se nota que ha sido otra persona la que se lo ha puesto. Sa buscao una novia mu’ alta, ¿eh?
Lestrade se pone rojo.
–S-¡no! Bueno, más o menos –croa, y luego, agitado, trata de distraer a Wiggins–. Mira, coge las cosas de la niña y vete a esperar en el puñetero coche, ¿quieres?
–Sí, jefe –dice Wiggins, arrastrando las palabras, y le sonríe con picardía a John antes de alejarse con la bolsa roja de la niña.
Los dos hombres restantes intercambian una mirada que no es tanto una mirada como un intento de sopesar cuán incómoda es la situación para el otro.
–Entonces… –dice John–, has conocido a alguien.
“Mira quién habla” piensa Lestrade, y asiente brevemente con la cabeza a modo de réplica.
–Ah. Bien. Eso… eso está bien.
–No es de conocimiento público. Por lo de… por nuestros trabajos, y eso. ¿Puedes…? O sea, probablemente Sherlock ya lo sepa, si ése lo ha adivinado –Lestrade hace una pausa para señalar con el pulgar, con cierta amargura, al coche de policía donde Wiggins está sentado–. Pero, ya sabes.
Lestrade espera, de verdad espera que John lo sepa. Y John no decepciona; asiente con gravedad, y le da su palabra.
–No diré nada –promete, y dentro de ésa promesa hay otra, implícita, de no hacer ninguna pregunta, a pesar de que se muere de curiosidad. No es que quiera que Lestrade le cuente hasta el más mínimo detalle de la intimidad con su nuevo amorcito, pero en el par de años que han pasado desde su divorcio no ha mencionado ni siquiera si ha tenido alguna cita o no. La idea de que haya encontrado a alguien que no sólo se quede con él el tiempo suficiente como para enderezarle el broche de la corbata por la mañana, si no que sea además la persona que le ha comprado dicho broche de corbata, es una novedad inesperada para John.
–Bueno, pero felicidades, ¿no?
Lestrade se encoge de hombros.
–Ah.
–No, está bien. Es que… es complicado –el policía suspira y revuelve vagamente los dedos, el gesto inconsciente de un ex fumador que de repente añora la nicotina.
–Suele pasar –dice John, meciendo a su hija porque el aire frío está empezando a calar los abrigos de todo el mundo, y la niña comienza a protestar.
–Sí –asiente Lestrade. John se cambia a la niña de brazo y luego Lestrade extiende el suyo como un mástil para guiarlo mientras los tres caminan hacia el coche de policía–. Voy a terminar de ordenar las cosas aquí y luego te veo en el hospital. Avisa a Molly de que vas, ¿sí?
–Genial. Nos vemos luego entonces –John agacha la cabeza para entrar en el auto.
–Oye –dice Lestrade.
John se vuelve para mirarlo.
–Es una preciosidad.
Por una milésima de segundo, John cree que Lestrade está hablando de su novia misteriosa, pero luego entiende a quién se refiere, y sonríe.
–Sí. Es muy guapa, ¿verdad?
–¿Nos podemos ir ya? –pide Wiggins.
John y Lestrade intercambian otra mirada.
–Ay Dios mío, sí, Billy, ya podemos irnos a ver los cadáveres –dice John con sarcástica condescendencia.
Y Billy lo mira a los ojos, con tanta fijeza que una pequeña parte de John se remueve incómoda, convencida de que lo están analizando.
–Bieeen –dice Wiggins, sin mover ni un músculo de la cara.
***
Los muertos yacen en relucientes plataformas de metal, dentro de los depósitos que se alinean en las paredes de la morgue, ordenaditos y silenciosos. Por ahora. A Wiggins le gusta pensar que están esperando. Esperan ahí dentro, biológicamente muertos pero narrativamente durmiendo, y abrir las pequeñas puertas que los esconden significa abrir el libro de sus vidas, justo por la última página.
O así sería, si tan sólo Molly le dejara. Aparentemente tiene ojos en la nuca, pues espeta “ese área está prohibida para ti”, con sorprendente firmeza, cada vez que él aprovecha que ella está de espaldas para tratar de acercarse a los cuerpos.
Molly no le pide que le deje sostener a la niña, lo cual sorprende a John, que se esperaba otra cosa debido al amor de Molly por los estampados florales y los gatos. En vez de eso, trata a la niña como trataría a un perro desconocido, y procede a ignorarla hasta que la bebé se siente atraída por esta señora extraña de la voz suave, y entonces le deja examinar sus dedos mientras sigue conversando con John.
–He oído que ya estás terminando el doctorado –dice John, observando fascinado cómo Molly se las arregla para ser aceptada por su hija sin esfuerzo.
–Sí, me va muy bien –replica Molly–. He encontrado información muy buena. Mi tutor está encantado.
–¡Felicidades! –dice John, pensando para sí que ha tardado bastante en sacarse el doctorado, a los treinta y pico, y con tantos años de experiencia en su profesión. Por su parte, Molly barrunta si debería mencionar que éste es su segundo doctorado, pero sospecha que eso sería presuntuoso, así que se calla. Le cae bien John, pero como muchos médicos de mediana edad, hay algo de zafiedad en él. Aunque seguro que se sentiría incrédulo y avergonzado si alguien se lo señalara.
La niña, ahora totalmente cómoda, mueve la mano de Molly de un lado a otro, experimentando, y repitiendo para sí algo que suena como “am-mam-mam” con mucha concentración. John la observa, y Molly se vuelve hacia él y le sonríe; es una de esas sonrisas apretaditas como capullos de cerezo, como si tuviera la boca llena de luz del sol y no quisiera que se le escapara. Es impresionante, piensa John, lo bonita que es Molly a veces.
–Le gustas –comenta.
–Suelo gustarle a los niños –dice Molly–. Es un poco raro, en realidad. Quizá es porque soy silenciosa.
–¿Quieres llevarla en brazos?
Molly duda.
–No lo sé. ¿Ella quiere que la lleve?
La pregunta obliga a John a detenerse un momento, y hace que Wiggins se asome desde donde está, observando los armarios a través de las puertas de vidrio (y con las manos en los bolsillos para que Molly no lo acuse de andar robando).
–La gente no suele preguntar eso –dice Wiggins, con una súbita chispa de curiosidad en los ojos.
–Ah, ¿no? –Molly parece sorprendida–. Oh.
–Pero es mu’ razonable por tu parte.
–Estoy segura de que no le importará, ¿eh, cariño? ¿Quieres decirle hola a Molly?
La niña sonríe ampliamente al oír su voz, y John decide hacer la prueba. Molly está un poco nerviosa, pero agarra a la niña y le apoya la cabeza en su hombro, como le gusta hacer a su gato. Por raro que suene, parece que también funciona con bebés.
–Caray, cómo pesa.
–Come como no te imaginas –dice John, orgulloso–. Pero no mencionaré lo que ocurre por el otro extremo.
–Estoy segura de que he visto cosas peores –dice Molly–. Y olido cosas peores. La semana pasada tuve aquí un hombre con un absceso descomunal. Le tomé algunas fotos, por si Sherlock las quiere.
–Seguro que sí –dice John, mirando a Wiggins, que ahora está echado hacia atrás sobre el banco de trabajo, apoyado sobre los codos. Sigue con su clásica cara de póker, y sus manos están donde John puede verlas. No hay señales de que vaya a caer en la tentación con ninguna de las drogas del laboratorio en ningún momento cercano. John le vuelve la espalda, y no ve la mirada contemplativa con que Wiggins estudia a Molly.
Lestrade y Anderson llegan al laboratorio con cadáver y equipo y haciendo mucho ruido en la puerta, y John se lleva a su hija a la cafetería para no estar en medio cuando se realice la autopsia. Wiggins tiene permitido quedarse siempre y cuando se siente en un taburete contra la pared con las manos quietecitas y no diga ni pío durante todo el procedimiento, y eso es exactamente lo que hace.
Sherlock no aparece por ninguna parte.
Anderson se acerca y trata de hablar con John, pero ya sea porque es Anderson, o porque le da miedo el enterizo azul y la máscara que ha olvidado quitarse, o simplemente porque ya ha llegado al máximo de personas nuevas que puede tolerar en un solo día, el caso es que la niña se pone a berrear como un demonio en cuanto lo ve venir, y el pobre Anderson se retira con el rabo entre las piernas.
–Qué buen par de pulmones –dice Lestrade por encima del escándalo–. Tranquilízate, bonita –mete el dedo en un sobrecito de azúcar, y antes de que John pueda protestar, lo pone en la boca abierta de la niña, que se detiene al instante con una cómica expresión de sorpresa, en parte por la inesperada invasión de algo que no es un biberón ni una cuchara, y en parte por el agradable sabor del azúcar, que no había probado hasta ahora.
–¡Oye! ¡No le des azúcar, no es bueno! –reclama John, con el instinto protector de un padre primerizo.
–Sólo ha sido una pizca –señala Lestrade–. No es que tenga dientes para que le salgan caries, ¿no? Eso es, guapa, bien tranquilita.
John le frunce el ceño a Lestrade, viéndose venir un futuro de bolsillos llenos de caramelos y de ignorarlo cuando diga “no la dejo comer dulces entre horas”. Lestrade sonríe con picardía, quizá viendo lo mismo.
–Relájate. Me he lavado las manos. Además, un poquito de suciedad es buena para los niños.
John no puede discutir con eso; en el pasado ha pillado a su hija lamiendo alegremente el trapo de lavar los platos.
“Bip”. Su teléfono recibe un mensaje.
<Dile a Molly que teste los niveles de atropina en el estómago en comparación con los del torrente sanguíneo. SH>
John le muestra la pantalla a Lestrade, y éste va enseguida a transmitir el mensaje.
Molly tiene las manos metidas hasta las muñecas en los intestinos del muerto, y Wiggins se acerca todo lo que puede sin moverse de su taburete, como si pudiera grabar el dantesco espectáculo con los ojos. Se nota que tiene un millón de preguntas, pero se las calla porque no quiere que lo echen de la morgue.
Molly lo ignora, pero a Lestrade le parece que su cara se contrae mínimamente, como si fuera a sonreír. O quizá es sólo la fría viscosidad de las tripas lo que arruga su semblante.
–Bueno, parece que no voy a cenar espagueti esta noche –dice Lestrade, y a continuación la informa de la petición de Sherlock.
–El inspector Lestrade ha entrado en la sala. Me tomará un poco más de tiempo, pero puedo hacerlo. ¿Querrá el inspector que le envíe los resultados? –dice Molly, inclinando la cabeza hacia su grabadora de voz, para alarma de Lestrade.
–Yo los recibiré, gracias –dice, adoptando un tono oficial que encaje con el resto de la grabación de Molly. Ésta asiente.
Aún pasa otra hora antes de que Sherlock aparezca y Molly se lave las manos por última vez. Ha habido noticias sobre el ex novio químico que envió amenazas de muerte. Ha resultado ser un callejón sin salida. No hay muchos motivos por los cuales Lestrade dejaría ir a un sospechoso tan importante, pero resulta que el sujeto en cuestión ha estado en el hospital con un riñón fastidiado por al menos una semana y media. Se le permite a Wiggins abandonar su taburete, y todos se reúnen en el pequeño laboratorio adyacente a la morgue para discutir.
Empieza Lestrade.
–¿Qué tienes?
“¿Dónde está la mujer de la que hablabas?” quiere preguntar John, pero se guarda de decirlo en voz alta.
–Ah, fue la novia quien lo mató –dice Sherlock despectivamente. No dice “era obvio”, pero John sabe que lo está pensado.
–Pero ¿cómo? Tiene una coartada sólida; seis personas la vieron cenando en casa de su madre.
–Sherlock, estás alardeando de nuevo –le recuerda John, cruzando los brazos. La niña duerme en el portabebés, sobre la mesa. Sherlock suspira y señala la banda de scout.
–La atropina no se la inyectaron, así que la pregunta que había que responder era cómo entró el veneno en su cuerpo. La única respuesta probable es que fue por ingestión.
John recoge la bolsita de plástico que contiene la banda, y la examina. Es una única banda de tela, cubierta de insignias bordadas, y los dos extremos están unidos mediante un imperdible de plata, no muy distinto a un broche de corbata.
–Se sentó en su propio imperdible.
–Al estar borracho, no se dio cuenta de que se le había soltado; podéis ver que el enganche se abre si lo agitas. Se dejó caer en el banco junto a la puerta para quitarse los zapatos, y se lo clavó en la espalda.
–Se arrancó la banda, enfadado –dice John, continuando la escena.
–Y la dejó en el radiador, y se cayó por detrás.
–Muy bien, entonces ¿cómo se envenenó? –pregunta Lestrade, frunciendo el ceño. Sherlock se frota las manos y lleva las yemas de sus dedos hasta el surco que une su nariz y su labio superior.
–¿Cómo describirías a la novia?
La arruga entre las cejas de Lestrade se hace más profunda.
–¿Angie Lewis? Amable. Eh… estaba muy afectada tras haber encontrado el cadáver. Parecía genuino –añade, sin creerse la idea de que esa mujer sea una asesina a sangre fría.
–¿Y su pelo? –lo empuja Sherlock.
Lestrade suspira ruidosamente.
–Rubio, hasta los hombros. Eh… liso.
–¿Las uñas?
–¿Anaranjadas?
–¿Los pechos?
Lestrade se atraganta un poco.
–¡Sherlock! ¿Qué tienen que ver sus… sus… –hace un significativo movimiento con las manos– con todo esto?
–De verdad, Lestrade. ¿Qué tienes, doce años? –se burla Sherlock, y a continuación recupera el ritmo de la exposición–. Pelo alisado químicamente, con extensiones y sin raíces visibles a pesar de que no es su color natural; las cejas y las pestañas combinan, pero fíjate en sus brazos: se los depila, pero las raíces del vello son mucho más oscuras. Las uñas, con una manicura profesional, al menos cincuenta libras, sin duda la pedicura será igual; los pechos –se gira hacia Lestrade y enuncia deliberadamente– hechos con muy buen gusto, es cierto, pero indudablemente falsos.
–Vale, la chica gasta mucho tiempo y dinero en su apariencia. ¿Y?
–Y está saliendo con un líder de scouts –interviene Wiggins, complacido. Ya tiene la respuesta. John sigue perdido.
Hay silencio por parte de la mayoría de asistentes. Sherlock murmura “bien hecho, Wiggins”, pero cuando el silencio crece se frustra y estalla.
–¡Pensad! Trasfondos sociales totalmente diferentes; para él, su hobby es su vida. Ella lo “ama”, ¿qué hace?
–T-trata de impresionarlo. Trata de unirse –tartamudea Molly.
Sherlock chasquea los dedos en su dirección y sonríe.
–Sí. Eso es. Estúpidamente, trata de impresionarlo.
–Pero no sabe nada sobre los scouts –añade Molly.
–Ni sobre supervivencia –asiente Sherlock.
–Y luego ella lo envenena. ¿Cómo?
–Con una mujer hermosa.
John se pone tieso en su taburete.
–Sí, oye, ¿quién es ella?
Sherlock deja de caminar de un lado a otro y lo mira, y hay una broma en sus ojos que John no termina de entender, pero de repente entiende que no hay ninguna mujer y que, sea lo que sea lo que Sherlock se fuera a hacer al campo, no consistía en reunirse con ella.
Sabelotodo de mierda.
Te engañé. Si vieras tu cara.
Pedazo de cabrón, me engañaste.
Estás gracioso cuando te pones celoso.
Sherlock aparta la mirada de nuevo y se aclara la garganta.
–¿Wiggins? ¿Te importa iluminar a los demás? –pregunta, haciéndolo sonar como si la respuesta estuviera tan clara que ni siquiera valiera la pena decirla en voz alta para ellos.
Wiggins está encantado de tomar el relevo. Vuelve a ponerse de espaldas a la mesa, apoyándose en los codos, y lo explica lacónicamente.
–Belladona.
–Eso es una planta venenosa, ¿no? –Molly inclina la cabeza hacia un lado, el ceño fruncido–. Es muy rara.
–Crece en suelos calcíferos como los que hay alrededor de Riddlesdown y en las tierras comunales de Kenley, sobre todo en terrenos baldíos. No había tierra de esa en los zapatos de la víctima, pero seguro que éste sí que la encontró en los zapatos que había en la entrada –apunta a Sherlock con el pulgar–. La tía sale a pasear, ve unas bayas negras y brillantes y piensa “ay qué suerte, qué cerezas tan monas” y se las trae a casa.
–¿Habían bayas en el estómago, Mols? –interviene Lestrade. Molly niega con la cabeza.
–Había… a ver –manotea para abrir la carpeta que contiene la ficha del muerto–. Las féculas presentes indican pan integral y patatas, luego hay proteína, aventuro que será ternera y pollo, queso, tomate, y una materia verde, probablemente ensalada con algo de lechuga roja.
–Hamburguesas en la reunión, con patatas fritas –suple Sherlock.
–Un sándwich de pollo en casa, con un poco de lechuga.
–¡Muy bien, ¿y cómo carajo lo enveneraron?! –se queja Lestrade.
–Buén –dice Wiggins, volteando los ojos al techo–. La gracia de la belladona es que las hojas son igual de venenosas que las bayas. El tío llega a casa, se tropieza y se pincha con su propia banda. La churri no ha llegado todavía, entonces ¿qué hace? Dice “pues me hago un sándwich y una pajilla rápida en la oficina, tan a gustito”. Se hace un sándwich así “italiano”, porque es un tío medio finolis, con su pan integral y sus cosas, y el pobre gili se encuentra unas hojas en el banco ‘e la cocina, al lado de las hierbas. Va demasiado pedo pa’ mirarlas dos veces, asín que las mete en el sándwich, ñam ñam, a la rica albahaca, y se va a comérselo mientras se zurra la sardina. Y ahí se muere.
–La lechuga roja es amarga –dice Molly para sí–. Puede que ni siquiera se diera cuenta…
–¿Se envenenó a sí mismo?
–Mira –dice Sherlock, extendiendo sobre la mesa un mapa marcado con varias aspas–. Hay una pequeña pero próspera colonia de belladona creciendo en los bordes de las tierras comunales. Mira la nevera; estoy seguro de que es ahí donde están las bayas.
–Jesús –dice Lestrade, cogiendo el mapa para examinarlo–. Se suponía que era un experto en supervivencia.
–Era un idiota –dice Sherlock, sucinto–. Nada es más letal que la estupidez.
–La pobre novia –dice Molly, y Sherlock cierra abruptamente la boca, callándose lo que sea que fuera a decir.
–No es su culpa del todo –señala Wiggins, con extraña empatía–. Se supone que el concejo local debería ir a arrancar las hierbas esas. Fue una víctima de… de la cosa esta… la esto.
Molly le ofrece una cálida sonrisa de agradecimiento, y Sherlock le lanza a John una mirada de vago asco. John se encoge de hombros.
Lestrade escruta las bolsas de evidencias.
–Jesús –repite–. Qué manera más estúpida de morir.
–No siempre tiene que ser inteligente –dice Sherlock, bajándose el cuello de la Belstaff–. Basta con que sea la única solución posible.
Lestrade busca el teléfono para llamar a Anderson y pedirle que mire en la nevera y tome muestras del banco de la cocina buscando atropina. A John le pican los dedos de las ganas de empezar una entrada nueva para el blog de inmediato. Ya puede ver el título en su cabeza (“El caso de la mujer hermosa”); es tan sencilla que se escribe sola.
–Y tú te diste cuenta desde el minuto uno, más o menos –dice, siempre impresionado por las habilidades de Sherlock. Como es habitual, Sherlock no responde al cumplido, pero su placer es palpable.
Lestrade regresa y se mete las bolsas de evidencia en los bolsillos.
–Muy bien. Necesito que vosotros dos me rellenéis algunos papeles –dice, indicando a Sherlock y Molly–. Y John, eh, puedo llevarte a casa de camino a Scotland Yard.
John acepta, y la reunión se dispersa. Sherlock se escurre para ir solo a la comisaría; aún se niega a subirse a un coche de la policía. Wiggins se demora, quizá con la esperanza de que si no se mueve mucho y se camufla con los muebles durante el tiempo suficiente, no lo obligarán a irse. John le lanza una mirada, pero se imagina que Molly puede arreglárselas sola con esto.
–Ah, antes de que te vayas –dice Molly, ignorante de dicho intercambio–. Greg, ¿todavía puedes prestarme la mesa plegable?
–Sí, por supuesto –asiente éste rápidamente.
–¿Qué pasa? –pregunta John.
–Estoy planeando una fiesta –dice Molly con recatado placer–. Ninguna locura; sólo una reunión en mi apartamento, eh, a finales de octubre. Es mi cumpleaños.
–¿Ah sí? –dice John, sorprendido–. No tenía ni idea.
–Los dos estáis invitados, por supuesto, y la señora Hudson también. No he empezado a invitar a la gente porque aún no sabía si sería posible hacerla, pero –una gran sonrisa curva su rostro, como si hablase de un precioso tesoro personal– creo que puede salir muy bien.
–Suena… suena de maravilla –se las arregla para decir John, tratando de imaginarse, uno: una fiesta organizada por Molly, y dos: a él mismo arrastrando a Sherlock a dicha fiesta. Porque tendrá que asistir, eso está claro–. Suena muy bien.
–Quizá sea una fiesta de Halloween también, si a la gente le parece bien.
Las visiones de John de Sherlock en una fiesta alcanzan nuevos niveles de irrealidad y luego desaparecen del todo al añadir la variable de los disfraces de Halloween. No es que Sherlock no use “disfraces” de vez en cuando, pero más que disfrazarse lo que hace es ponerse la primera prenda a su alcance que lo haga menos notorio al poco observador ojo del público.
–Te conseguiré la mesa –promete Lestrade–, y estaré ahí el día de la fiesta, seguro. Claro, a menos que –se encoge de hombros– acabemos todos aquí con otro cadáver.
–Pegaría con el tema de la fiesta –admite Molly y, satisfecha, los deja ir.
Se van, olvidándose sin querer de Wiggins por cinco minutos completos, antes de que Lestrade se acuerde, regrese y le enseñe la puerta con amabilidad, pero con firmeza.
Wiggins se despide de Molly con la mano a la salida.
Lestrade lo lleva en coche a Baker Street, complacido con los resultados del día.
–No ha estado nada mal –concluye, y John asiente, distraído. Lestrade pone el freno de mano y apaga el motor, pero deja la llave en el contacto.
–Deberíamos salir a tomar algo un día de estos –dice Lestrade–. Hace siglos que no lo hacemos.
Es verdad, piensa John, sobresaltado. La última vez que fue a un pub con Lestrade probablemente fue antes de que naciera su hija.
–Sí –dice, un poco culpable. No ha apartado a Lestrade de su vida a propósito. Lestrade lo entiende, sin embargo.
–Hoy ha sido un buen día. Un poco como los viejos tiempos –reflexiona Lestrade. Se vuelve para mirar al asiento de atrás–. Y la nena se ha portado como una campeona.
–No puedo creer que haya llevado a mi hija a una escena del crimen.
–Bienvenido al mundo de la paternidad –dice Lestrade, saliendo del auto–. Un noventa por ciento de ella consiste en pensar “no puedo creer que haya hecho esto” –le sonríe–. Espérate a que tengas que enseñarle a ir al baño. Un festival de diversión.
–Es verdad, tú tienes hijos, ¿no? –piensa John en voz alta. ¿Cómo ha podido olvidarse de algo así?
–Sólo una. Una chica, igual que tú; se llama Georgie. Es la reina de la casa –dice Lestrade, con el amor exasperado propio de los padres. John recoge el portabebés del asiento trasero, y la niña lo saluda con un bostezo.
–Bienvenida de vuelta –le dice John.
Lestrade deja la bolsa roja en la acera y cierra la maletera, mirándolos a ambos, y de repente John se siente como un idiota.
–Deberías cogerla en brazos –dice; tenía la intención de enunciarlo como una pregunta, pero ha escupido las palabras demasiado rápido–. O sea, si quieres.
La respuesta de Lestrade es cálida e inmediata.
–¡Claro! ¿Puedo? –espera hasta que John asiente con la cabeza, y luego la saca del portabebés y la sostiene en brazos como un experto–. Hola, princesa –le dice, meciéndola–. Mira qué guapa eres.
John mete las manos en los bolsillos para protegerlas del frío aire del atardecer (se ha olvidado los guantes), y siente algo cálido en el pecho a pesar de él. Quizá porque Lestrade sabe lo que hace, o quizá porque aún está medio dormida después de la siesta de la tarde, la niña no se queja de que la sostenga un extraño.
Lestrade se acerca a su carita para que pueda verlo, pero ella está más interesada en la textura de su chaqueta.
–Niña afortunada, seguro que tu papá está loco por ti –le dice Lestrade. La niña bosteza de nuevo–. Sí, a ti te da igual –bromea, y luego se ríe.
–Y yo que antes pensaba que trabajar a jornada completa era duro –asiente John.
–Y para el trabajo puedes prepararte. Ser padre es en buena medida ir improvisando conforme surgen las cosas.
–Sí –murmura John, y de repente hay un duro nudo en su estómago de nuevo; un puño de añoranza por su esposa y la madre de su hija. Recuerda su voz, clara como una campana.
Lo estabas haciendo bien, viejo sentimental.
Mary siempre parecía tenerlo todo controlado, y siempre había sabido qué hacer en aquellos tiempos, o por lo menos tenía una idea muy clara de cómo quería que fueran las cosas. Ser padre junto a Mary había sido como ser la mitad de una máquina muy bien engrasada.
–Creo que lo estás haciendo muy bien –dice Lestrade, un eco tan cercano de las palabras de Mary que John da un respingo–. Los dos lo estáis haciendo muy bien, en realidad –se encoge un poco de hombros, incómodo, tratando de no sobrepasar una línea que John no puede ver.
–Sí, Sherlock se… se ha portado muy bien con nosotros –admite John, pensando en cómo salió en mitad de la noche a buscarle la medicina, y cómo ha aceptado sin protestar el exilio de sus experimentos científicos al piso de arriba.
–Seguro que también ha sido gracioso –dice Lestrade–. O sea, es difícil imaginárselo con un bebé.
–Pues… no, en realidad no lo ha sido para nada –dice John, recordando a Sherlock cargando a la niña con una mano y sujetando el termómetro con la otra. Recuerda la sorprendida ternura de los brazos de Sherlock cuando le dejó a la niña y salió corriendo. Recuerda cuando volvió y Sherlock le acercó a su hija para que le agarrara el dedo. Pequeñísimos gestos; nadie lo llamaría “involucrarse en la crianza”, pero siempre ha sido lo que necesitaba en ese momento–. Está incómodo, y está trabajando la mayor parte del tiempo, pero no es… inútil.
–Por supuesto que no –dice Lestrade, muy seguro, y una chispa de profundo orgullo cruza su cara–. Sherlock siempre sale adelante, no importa lo que pase.
No ve la expresión en la cara de John. Está demasiado embobado con la niña para darse cuenta, y John aprovecha para agarrar la bolsa roja y el portabebés y caminar hacia la puerta de entrada mientras tiene las manos relativamente libres.
–Voy a dejar esto arriba –le avisa a Lestrade, y éste le hace un vago gesto de asentimiento con la mano, contento de tener un ratito más para hacerle mimos a la niña.
–Hagamos un trato –le dice, apoyándose en el coche–. Nada de llamarme “abuelo” ni nada parecido; no soy tan viejo. Seré el “tío Greg”, si me lo permiten –ve encenderse las luces del primer piso y se prepara para despedirse.
La niña le toca la barbilla, curiosa por la barba incipiente, y Lestrade sonríe, recordando cuando era su propia hija la que hacía eso.
–Cuídalos a los dos, ¿sí? –le dice, al oír los pasos de John en las escaleras–. Especialmente al idiota de tu otro papá.
Ella lo mira coquetamente con sus ojos sorprendentemente azules, y él piensa que, quizá, ella ya lo tiene todo controlado.
Notes:
Notas de la autora:
Realmente existe un fabricante de carritos de bebé con el mismo nombre que el de una escudería de autos de carrera, y es completamente posible sentarte en el alfiler de tu propia banda de scout. Hablo por (triste) experiencia.Y MIRAAAAAD: FANART!!
*vibra de la emoción*El título viene de la canción “September 6th” de Secabed Bestabed.
Notas de la traductora:
ESTE MASTODONTE. ME ESTÁ QUITANDO LA VIDA-ejem. Quiero decir, aquí van las notas.
La Bonjela es un gel analgésico destinado a aliviar el dolor de las aftas y otras lesiones de la boca, muy popular en Gran Bretaña y los países de la antigua Commonwealth.
La expresión “loud and proud” (que aquí he traducido como “ruidosa y orgullosa”) es una consigna del movimiento LGTB británico y estadounidense de los años noventa; incluso llegó a haber un programa de radio con ese nombre, destinado al público gay británico. Muy apropiado para Harry, como puede comprobar Sherlock.
Alton Towers es un parque de atracciones inglés.
El Oso Paddington es el protagonista de una serie de libros infantiles de los años cincuenta y sesenta, una especie de Winnie the Pooh británico. Aparentemente la “mirada de oso Paddington” es una cosa que existe y es de conocimiento común en Gran Bretaña. Válgame.
Los Rolos son unos chocolates rellenos de caramelo muy populares en el mundo anglosajón.
Por último, en este fanfiction la autora ha reproducido tanto el acento de Lestrade, que según su headcanon es del suroeste de Inglaterra (aunque suavizado por muchos años en Londres) como el de Wiggins, de clase obrera londinense (según Odamaki, es un poco forzado, porque Wiggins quiere parecer más gángster de lo que realmente es). He usado vocabulario y modismos españoles castizos para reflejar esto; si alguien no ha entendido algo, por favor que me lo comente.
¡Espero que hayáis disfrutado! Nos vemos en el capítulo tres :D
Chapter 3: Yo, recuerdo
Chapter by BelsanEmpress
Summary:
John sigue luchando con el duelo, siendo padre y haciendo malabares entre las necesidades de su hija y las de su mejor amigo. La insatisfactoria situación empieza a pasarle factura a los dos, gracias al estrés añadido de las fiestas de Halloween y el once de noviembre, y luego finalmente algo sale a la luz.
Notes:
Notas de la autora:
Hola, ésta es la voz de Odamaki. Estoy transmitiendo esto telepáticamente a tu cerebro, pero probablemente no notes nada porque he cambiado mi voz para que suene exactamente como la voz de tu propia cabeza. Un par de notas rápidas para este capítulo:
-Nunca he ido a terapia, así que por favor no aceptéis la conducta profesional de Ella a pies juntillas. Si parece torpe o poco realista, es mi culpa al menos en parte.
-En el Reino Unido, el cinco de noviembre es, por supuesto, la Noche de las Hogueras (¡a buscar erizos!) y el once de noviembre es el Día del Recuerdo, también conocido como el Día de la Amapola. A las once en punto de la mañana hay un minuto de silencio nacional para conmemorar el armisticio de la Primera Guerra Mundial y recordar a todos los que murieron en ella. Algunas comunidades también organizan una oración conjunta cuando se pone el sol, usualmente junto a algún monumento conmemorativo local. Mucha gente lleva en la solapa insignias de papel en forma de amapola, que se venden para recaudar fondos en ayuda de los veteranos de guerra.
-Es verdad, se puede comprar bolsas para cadáveres en internet. Vienen de maravilla para guardar cosas bajo la cama.
Como siempre, todo el crédito y agradecimiento del mundo van para mi beta Codenamelazarus, que sigue siendo egg-celente (nota de la traductora: sí, los chistes de huevos son una constante), y que además es responsable de las mejores partes de este capítulo.
El título del capítulo viene de la canción de Damien Rice del mismo nombre, sacada del álbum “O”, y cuya letra queda abierta a interpretación. Id a echarle un ojo.¡Los kudos son geniales, los comentarios aun mejor, actualizo una vez al mes, así que suscríbete por favor! De cualquier otra manera, suelo subir pequeñas actualizaciones a mi perfil de Tumblr para lxs curiosxs e impacientes. Os adoro! <3 —Odamakilock.
Notas de la traductora:
Sí, LO SÉ. SÉ QUE HA PASADO CASI UN AÑO. LO SIENTO MUCHÍSIMO. Este fic es difícil y el año pasado mi vida laboral se puso BANANAS. No puedo prometer ir más rápido (no sé cómo van a ir las cosas a partir de ahora, es lo que viene con ser una veinteañera precaria ^^U), pero sí prometo por mi honor que nunca abandonaré. ¡Nunca abandonaré, Jack! (fandom equivocado. ejem)
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Octubre llega silencioso, sin más señal que el consabido caos de telarañas de plástico y horror descafeinado en las góndolas del supermercado. John elige un paquete barato de chocolates surtidos a petición de la señora Hudson, que considera que es la alternativa económica y sencilla a tener que limpiar yema de huevo y pegotes de papel higiénico mojado de la puerta.
John no señala que hasta la fecha eso nunca ha ocurrido, pero sospecha que entre ella y Sherlock darán buena cuenta del chocolate, y no discute.
Además. Cadbury’s Caramel.
Se pregunta qué entenderá la niña de todo esto, siendo aún ajena a ella la experiencia del marrón y dulce chocolate, y sonríe.
Las noches se vuelven más largas y oscuras, y los días más frescos y húmedos. Está parado frente a la ventana una tarde, contemplando la ligera y constante llovizna, y de repente el aire del apartamento se siente rancio.
–¿Sherlock?
–¿Hm?
John se vuelve y apoya las manos en el respaldo de la butaca de Sherlock, mirándolo con cautela desde el otro lado del salón. Absorbido por su trabajo, Sherlock no parece darse cuenta.
–¿Podrías… cuidar a la niña durante una hora? –pregunta John.
Sherlock levanta brevemente la mirada de su microscopio. John casi nunca le pide esto, y existe una especie de regla no escrita que dice que Sherlock no hace de niñero a excepción de los cortos períodos de desfase entre que John llegue a casa desde la clínica y la señora Hudson necesite salir.
–¿Por?
–Yo sólo… quería salir un rato. Está lloviendo.
–Ah. Sí. Claro –Sherlock da una corta cabezada de asentimiento.
–Gracias, no tardaré mucho. Ya la he puesto a dormir la siesta, así que probablemente estará calladita…
–…durante los próximos treinta y seis minutos, más o menos.
Claro. Por supuesto. El Señor Deducciones. John exhala entre dientes.
–Ya. Sí, más o menos. Gracias –añade, menos cáustico. Está inquieto de una manera que no puede precisar; quizá sea sólo el clima, o su vida irradiando emociones desde el fondo, pero se siente malhumorado. John se pone la chaqueta y se sube el cuello. La vieja cremallera queda apretada bajo su mentón, donde, si no tiene cuidado, pellizcará la suave piel de su garganta. Su mano busca en el perchero, y luego maldice.
–¿Me prestas tu bufanda?
–¿Y la tuya?
–Desapareció –le recuerda John. Sherlock, vuelto de espaldas a él, reacomoda el trasero sobre su taburete, y a través de un velo de culpa, dice disgustado:
–Oh, entonces adelante. Si te hace falta.
John sospecha qué le pasó a su bufanda; está bastante seguro de que la dejó un día en el respaldo de una de las sillas de la cocina, donde desafortunadamente resultaba demasiado útil como trapo para limpiar el derramamiento provocado por algún experimento ilícito. John regresó a casa para encontrar a Sherlock sacudiéndose el polvo de carbón de las manos después de haber encendido el primer fuego del año.
Un fuego que apestaba a fibras quemadas.
La bufanda de Sherlock es demasiado larga, y doblada en dos resulta demasiado gruesa para el gusto de John, pero mantiene la cremallera a raya. John la alisa dentro del cuello de su chaqueta, y comprueba que lleva sus llaves.
–Hasta luego –dice, y se marcha, olvidándose el teléfono y la cartera en la mesita del salón.
***
La lluvia pulverizada sobre el cuero cabelludo es extrañamente refrescante. A John nunca le han gustado mucho los paraguas: son demasiado inútiles para el dinero que cuestan, y él nunca ha poseído ropa que se vaya a estropear por mojarse, así que generalmente se enfrenta a la lluvia sin uno. La lluvia puntea su visión, y suaviza el ruido de la ciudad. Los autos lo sobrepasan, susurrantes, disparando relucientes chorros de agua de la carretera que se pegan a las perneras de su pantalón, pero afortunadamente tardan en calar la tela.
Sus botas de invierno chirrían un poco mientras avanza penosamente, pero no tiene frío, y dentro del grueso aislamiento de su chaqueta John se siente extrañamente invulnerable. Hace una breve parada en la tienda de la esquina antes de acordarse de que su cartera se ha quedado en casa hoy, y decide que los ramos de flores expuestos parecen baratos y aburridos de todas formas. Y en realidad, es una costumbre rara, si lo piensas.
¿Por qué querrían los muertos que les obsequien los genitales moribundos de una planta? Podrías más bien plantar un árbol; hay gente que lo hace, y tiene mucho más sentido. El árbol recibiría los restos humanos y una pequeña parte de tu existencia serviría para alimentar a otro ser, y el árbol, a su vez, acogería su propio ecosistema, garantizándote cierta intangible inmortalidad. Quizá escriba eso en su testamento. Enterradme bajo un árbol.
Hay suficientes monedas sueltas en sus bolsillos para el corto trayecto en autobús, y cuando llega la iglesia luce un poco lóbrega bajo la lluvia, como si todo el edificio se encorvara hacia la hierba, un viejo tratando de cubrirse la cabeza con una manta verde.
El cementerio está desierto.
Todos los conocidos muertos de John están enterrados en los terrenos de alguna iglesia, y John no sabe muy bien por qué. Ninguno de ellos era especialmente religioso, que él sepa, a menos que mantuvieran esa parte de su vida tan escondida que sólo desearan exponerla en público una vez estuvieran más allá de todo reproche humano. John se define a sí mismo como ateo, pero su crianza anglicana continúa bien arraigada en él, alojada bajo su lengua como un idioma conocido, aunque extranjero.
Es el catolicismo, no obstante, el que emerge en su mente mientras se acerca a la pálida piedra blanca bajo los tejos.
–Hola, Mary.
“Ave María, llena eres de gracia”.
Y lo había sido, en algunos aspectos.
El denso follaje de los árboles bloquea por completo la lluvia, y John se enjuga la humedad del rostro con el puño de la camisa, hasta que sus mejillas y mentón están secos. Se agacha y retira algunas de las hojas caídas de la tumba, pasando los dedos por la piedra cincelada. La inscripción aún lo molesta.
Aquí yace
MARY WATSON
Fallecida 29/6/2014
Amante esposa y madre
Apenas recuerda haberla elegido; los arreglos del funeral lo habían atravesado como una nube de humo asfixiante, y lo que mejor recuerda es que lo obligaron a meterse en un traje negro, y ver el ataúd hundiéndose. Recuerda no haber podido terminar su discurso, y que Sherlock tuvo que hacerlo por él.
Recuerda vagamente la lista que le dieron de citas bíblicas y poemas y frases sentimentales que a la gente le gustaba poner en las lápidas. John se había quedado ahí sentado mirándolas, hundido en la miseria, porque ninguna de ellas era apropiada. Mary no había sido creyente, a menos que lo hubiera mantenido en secreto. Tampoco había sido una persona cursi, así que John había garabateado la frase de la lápida sin darse cuenta, y no había pensado en ello hasta después.
En un viaje que hizo con el colegio a Francia, las había visto. Hileras e hileras de delicadas cruces blancas sobre un enorme terreno curvado sobre el mar. Y en algunas hileras, cada tantas cruces había una que sólo decía “Aquí yace un soldado en Dios”. Se le debe de haber quedado en la memoria.
John saca las flores marchitas del florero y tira el agua estancada bajo los tejos.
No ha puesto en la lápida su fecha de nacimiento ni su edad. Las tumbas vecinas sí los tienen, pero la de Mary no. En cualquier caso, esa omisión tiene también un poco de "dulce et decorum est". El terreno de la tumba ni siquiera es suyo. Con todos los ahorros de Mary enredados en una investigación por fraude y el testamento por legalizar, John no podía permitirse pagarlo, y tampoco es que tuviera un terreno propio esperándolo. Fue Mycroft quien le sugirió la solución, con esa manera suya de decir las cosas que básicamente significaba “he analizado todas las posibilidades y ésta es la mejor, así que hazlo y no me importunes”.
Había sido la parte más sencilla de organizar. La lápida negra ya había sido retirada un año antes. Lo único que tuvieron que hacer fue sacar el ataúd vacío y poner las cenizas de Mary en su lugar, y después coronarlo todo con una lápida nueva. Simple.
John siente que debería disculparse, pero al mismo tiempo sospecha que Mary habría visto el lado gracioso de toda la situación.
Se echa atrás, con las manos en los bolsillos, y exhala, condensando su aliento en el aire helado. No hay nada que decir. Si tiene algo, se lo dice a las fotografías de ella que aún conserva; y ésa es su Mary, la de él. Bueno. La de ellos.
Aquí, yace la otra, Mary Morstan. A.G.R.A., bajo una piedra blanca como el Taj Mahal. Eso es lo que debería haber hecho, se da cuenta. En lugar de una inscripción, tallar en la lápida algo fantástico, exótico e indescifrable.
Como ella.
El reloj del campanario suena y la lluvia se pone un poco más seria en sus esfuerzos de empaparlo. Una gota solitaria se escapa del pabellón de tejos sobre él y le golpea la nuca, resbalando hacia el cuello de su chaqueta. John se estremece y mete la barbilla en la chaqueta; la bufanda se alza para rozar suavemente los lóbulos de sus orejas, exhalando un leve suspiro al aftershave de otro hombre.
La lluvia tamborilea.
John se sube un poco más la bufanda, tensándola sobre su barbilla para que la lluvia no se le cuele por la nuca, y con la cachemira acariciando apenas su labio inferior se vuelve y emprende el camino a casa.
***
Sherlock ya ha guardado el microscopio para cuando la niña se despierta. Ha acertado más o menos la hora, aunque eso es más mérito de John por tenerla bien entrenada. Horario militar y todo eso.
Se ha levantado sola en la cuna y está mordisqueando los barrotes cuando Sherlock va a buscarla y la toma en brazos, levantándola bien alto. La niña balbucea un torrente de incoherencias y le obsequia una sonrisa radiante.
–Buenas tardes. ¿Cómo ha ido esa siesta?
Muy bien, evidentemente. Está impaciente por moverse, sus brazos y piernas chapotean en el aire.
–Vamos a dar un paseo –sugiere Sherlock. Ella le agarra los dedos con intensa concentración y tras un par de vacilantes momentos consigue apoyar los pies en el suelo, y está de pie, con ayuda de Sherlock–. Caminas con las piernas combadas –señala Sherlock, haciéndola saltar suavemente sobre los deditos de los pies, aunque la nena no se digna a dar ningún paso propiamente dicho. Le gusta el juego tal y como está–. Como alguien que yo me sé.
La niña mantiene un intelectual silencio ante esto, aunque murmura para sí, tratando de agarrar los botones del puño de la camisa de Sherlock. Él la observa con gravedad. Después de un rato, la niña se sienta, cansada de estar de pie.
–Algunos días, a mí tampoco me gusta mucho –admite Sherlock. Se pasa una mano por el pelo–. Bueno, es hora de que tú y yo volvamos al trabajo.
La lleva a través del salón y la deposita en su mecedora infantil, atando delante de ella el móvil de inanes animalitos de brillantes colores para que pueda tirar de ellos o mordisquearlos a placer. En cuanto a él, se deja caer en su sillón y se pone algunos de los casos abiertos de Lestrade en el regazo; y así, ya están los dos pulcramente colocados para recibir a John, quince minutos más tarde.
Sus orejas y nariz están rojas por el frío, y su pelo rubio chorrea, oscurecido, sobre su frente. A Sherlock le parece que está más tranquilo, pero no más feliz que cuando se fue.
–¿Compraste yogur? –pregunta Sherlock, sin levantar la vista. John se detiene, a mitad del proceso de quitarse la chaqueta.
–No –dice después de pensarlo un momento–. No, me olvidé la cartera.
Sherlock gruñe.
–Descuidado.
–Ya, lo que tú digas. ¿Ha estado bien? –John se acerca a saludar a la niña, y ella salta hacia delante con fuerza, contenta. Si alguna vez quieres sentir que te echan de menos, piensa Sherlock, busca a tu perro o a tu bebé.
–Normal.
–Claro que sí, claro que has estado bien. Tú siempre te portas bien –John la libera de la mecedora y la estrecha entre sus brazos. Se vuelve y toma rumbo a la cocina. Es casi hora de comer en el Zoológico de Baker Street.
–¿John?
John se gira a mirarlo por encima de los rizos rubios de su hija, sorprendido.
–¿Sí?
–Mi bufanda.
–Ah, sí –maniobra para sostener a la niña en un solo brazo y se la saca del cuello. Con los ojos aún pegados a sus carpetas, sin decir palabra, Sherlock extiende una mano. Un poco perplejo, John deja caer el tramo de azul entre sus dedos–. Gracias –dice–. Me protegió de la lluvia.
–Sí –Sherlock acaricia inconscientemente la tela con el pulgar. Está tibia por el contacto con su cuello. John lo mira con confusión y reasume sus tareas. Cuando le ha vuelto la espalda, Sherlock la apretuja calladamente contra su costado izquierdo, fuera de la vista.
Suya.
Para finales de octubre la niña ya tiene ocho meses y acaba de descubrir cómo arrastrarse por la alfombra, aunque prefiere rodar, si puede. Está adquiriendo una fuerza sorprendente, descubre John. Cuando le da patadas ya no resulta tan adorable.
–Mirad, mirad, mirad –llama la señora Hudson, entrando en el apartamento con emocionado clamor–. Los vendían en la tienda de todo a una libra. ¿A que es una monada? –se pelea con la bolsa de plástico blanco y rojo, y luego, sin aliento, levanta su hallazgo para que John y Sherlock lo admiren.
Sherlock arquea ambas cejas y acto seguido las frunce y entrecierra los ojos, perplejo. John se limpia la mermelada de naranja de las manos y luego lo coge.
Cuelga de la percha de cartón, una gorda orbe amarilla y negra, con pequeñas patitas colgantes.
–¿Y bien?
–Es mono –admite John. Le da la vuelta y, sí, también tiene pequeñas alitas blancas.
–Es que pensé, ya sabéis, para el viernes que es su primer Halloween, y para que estuviera acorde con la fiesta, ¡y es tan cuco…! ¿Verdad que es cuco, Sherlock? –trata de llamar su atención la señora Hudson, y John la bendice en silencio porque Dios mío, esta mujer nunca deja de intentarlo.
–Hmm –dice Sherlock con desinterés desde detrás de las clavijas de su violín, probablemente porque no piensa arriesgar su a todas luces vasta y superior masculinidad por algo tan mundano como un disfraz infantil de abeja. John pone los ojos en blanco.
–Yo creo que es muy bonito –dice, deseando que se le hubiera ocurrido a él. Comprarle ropa a la bebé siempre fue más cosa de Mary–. ¿De qué nos disfrazaremos nosotros? –se pregunta en voz alta.
–¿”Nosotros”? –repite Sherlock, burlón–. Me temo que no.
–La invitación lo decía, Sherlock –le recuerda la señora Hudson.
–Sí, pero vamos a ignorar esa parte. Siempre la ignoramos. Ni siquiera solemos ir. John, ¿por qué tenemos que ir? –le suplica Sherlock, con algo que parece consternación genuina.
–Vamos a ir –le explica John con paciencia, y no por vez primera– porque alguien metió a Molly en problemas por llevarse demasiadas cosas del armario de la morgue, y porque Lestrade también nos pidió que fuéramos, y porque alguien, sigo sin decir nombres, parece que le debe un cara a cara respecto a un caso relacionado con el BMW de otra persona. Además, es bueno para la niña conocer a otra gente. Se está volviendo dependiente.
–Es bueno, ¿qué? ¿Llevarla a fiestas? ¿Con disfraces estúpidos?
–No pensaba ponerme nada espectacular –admite John–. Mi repertorio es limitado.
–Bueno, pues yo ya he elegido el mío –informa la señora Hudson, muy complacida consigo misma–. Será mejor que vosotros dos os pongáis en marcha y penséis en algo.
Sherlock se reclina en su silla y somete su violín a una violenta escala.
–Yo me vestiré de asesino en serie. Son como todo el mundo. Es perfecto.
–Sherlock.
–Está bien. Pensaré en algo –se las arregla para que la promesa suene como una amenaza.
John le acerca el disfraz a la niña para que lo inspeccione.
–¿Qué te parece, mi amor? ¿Quieres ser una abeja?
Ella lo observa minuciosamente, sin entornar ya los ojos ahora que su visión ha mejorado. John se pregunta si eso cambiará con la edad. Mary era un poco corta de vista. Cauta, se mete una de las patas de la abeja en la boca.
–Sip. Tenemos sello de aprobación –confirma John. Casi puede oír el desdén que Sherlock irradia.
–Irrelevante.
John recupera el disfraz de un tirón, para irritación de la niña, y se reclina en su silla. Sin dejarse impresionar, alarga la mano para coger otra tostada.
–¿Ah, sí? Porque sé de buena tinta que alguien, y fíjate que sigo sin decir nombres, quería ser un pirata de pequeño.
–Yo tengo un parche –ofrece la señora Hudson.
Sherlock hace un ruido cáustico.
–No tengo ocho años, John. Y no gracias, señora Hudson –añade, brusco–. Además, mi disfraz no puede ser tan exótico cuando el de John va a ser tan predecible. ¿Qué va a ser? ¿Doctor, o soldado?
John mete bruscamente su cuchillo en la mantequilla, y lo deja ahí. Cierto número de cosas a decir empiezan a subirle por la garganta, empezando por “cómo te atreves”, y “ni se te ocurra” y “mis empleos… no, ¡mi participación en una GUERRA no fueron ningún juego de disfraces!”
–Pero ¿qué te pasa hoy? –escupe en cambio.
Belicoso, Sherlock contraataca:
–A mí nada; ¿qué te pasa a ti? Nosotros no vamos a fiestas. Nunca.
–No, yo… muy bien, ¿sabes qué? No vengas –John recupera su cuchillo, pero lo abandona en su plato–. Quédate en la puta casa.
–Oh, chicos, no peleéis –reprocha la señora Hudson–. Sólo es para divertirnos un poco. Vamos, Sherlock, estaría bien que salieras de casa un poquito. ¿Hmm? A Molly la haría muy feliz, y casi nunca hacemos nada juntos. No creo que vaya a ser una fiesta muy grande.
–¿No tiene usted nada que ir a limpiar? –espeta Sherlock, pero John reconoce la expresión de su cara. Puede que a Sherlock le haga salir ampollas la ignominia de asistir a una fiesta de disfraces, pero lo hará de todas formas, porque la señora Hudson tiene muchas ganas de hacerlo. Aún un poco irritado, John se retira a lavar los platos.
–Viejo cascarrabias –riñe a Sherlock la señora Hudson, limpiando migas de la mesa–. Toca tu violín y piensa en ello –de repente se le ilumina el semblante–. ¡Oh!
–No, señora Hudson. No –dice Sherlock con firmeza, pero su tono ha perdido algo de veneno–. No me voy a poner las astas de reno.
Araña las cuerdas con el arco y se pregunta, con un pequeño salto del corazón, qué demonios se va a poner.
El atardecer de la fiesta, John baja el último al salón, aún ajustándose los puños de la camisa.
–¿Ya estamos listos? –pregunta.
–Ay, John mírate –dice la señora Hudson con admiración–. Qué guapo estás.
John se ajusta la corbata de lazo y tira del dobladillo de su chaqueta para alisarla. El traje es viejo, así que le queda un poco ajustado, pero se ve decente.
–No está mal –admite– aunque tendría usted que ver…
Pero la señora Hudson ya la ha visto. John se inclina levemente a un lado mientras ella lanza un chillido de deleite. La niña deja de tirar de sus antenitas peludas y la mira fijamente.
–¡Ay, estás preciosa! ¡Te comería entera! –se entusiasma la señora Hudson, tomándola en brazos–. Hola, abejita.
La niña le dirige a John una mirada complacida pero perpleja por encima del hombro de la señora Hudson, como si dijera “La gente es terriblemente rara, ¿verdad? Aún así, ésta es simpática”. John le toca la punta de la nariz con un dedo y la hace reír.
–¿Dónde está Sherlock? –pregunta John.
–Creo que aún se está arreglando. Subió al segundo piso con unas tijeras, pero dijo que serían sólo cinco minutos.
–Vale –John se llega hasta el pie de la escalera y llama–: ¡Sherlock! Te estamos esperando.
Se oye movimiento arriba, y lentamente Sherlock desciende; aparecen primero sus pies en los escalones, y luego el resto de él.
John lo mira de hito en hito. Sherlock, por motivos más ambiguos, hace otro tanto. No han comentado sus disfraces con el otro y ambos están un poco desconcertados.
–Estás… estás… ¿qué se supone que eres? –inquiere Sherlock.
–Sherlock, ¿qué demonios es eso? –dice John al mismo tiempo, y la bolsa de plástico negro se arruga cuando Sherlock se endereza a su máxima altura.
–Dijiste que no podía disfrazarme de asesino en serie –dice, y cuando John abre la boca para discutir, continúa bruscamente–. Así que me he disfrazado de víctima de asesino en serie –triunfante, pasa junto a John para entrar en la salita, lo mejor que le permiten los límites de su disfraz, y después toma las escaleras rumbo a la calle.
–Pareces un tampón de regaliz –masculla John por lo bajo, y después exhala y va a recoger a su abejita–. Bueno, señora Hudson, para bien o para mal, parece que nos vamos de fiesta.
***
Es Lestrade quien les abre la puerta del apartamento de Molly. Mira a John de arriba abajo y exclama:
–Válgame. ¡Molly, el Besograma ha llegado!
–¿Qué? ¿El qué? –replica Molly, agitada, desde adentro.
–Lestrade, has estado bebiendo –dice Sherlock con un moderado disgusto.
–Sí, me ayuda a olvidar la abolladura de mi BMW. Venga, entrad –se aparta para dejarlos entrar, saludando a la señora Hudson con un beso en la mejilla–. A ver, dejadme adivinar –continúa–: James Bond, y, eh…
–“Bond Air” –bromea Sherlock desde adentro de la bolsa de cadáveres que lleva puesta. Eso, y el leve toque de gris bajo sus ojos, son las únicas concesiones a la ocasión.
–Y el severo aguijón de la ley –dice John, ignorándolo e indicando a la niña–. Y nadie sabe de qué se supone que va la señora Hudson.
–¡Ya te lo he dicho, soy la tía Sally!
John mira a Greg para ver si él resuelve el misterio, pero éste se limita a encogerse de hombros.
–Está usted encantadora, señora Hudson.
–¿Y dónde está tu disfraz, Lestrade? –pregunta Sherlock, sarcástico.
–En mi casa –admite Lestrade, ayudando a la señora Hudson con su abrigo–. Tuvimos un doméstico de última hora, y no tuve tiempo de ir a casa a cambiarme.
–Ay, y no me llamaste –se burla Sherlock, fingiéndose herido.
–Era doméstico, a ti no te gustan los asesinatos domésticos. Mira, lárgate y ve a saludar a Molly, quiero acaparar a la niña –dice Lestrade, de buen humor–. Hola, abejita. ¿Me das un abrazo?
–Cuidado, le gusta dar tirones a las cosas –le advierte John, pasándosela con precaución. Tal y como predijo, la niña encuentra la corbata de Lestrade en microsegundos y tira de ella como si estuviera estudiando para campanera.
–Menos mal que no llevas pendientes –dice la señora Hudson.
–Con calma, abejita –jadea Lestrade, tratando de soltarse de su agarre. John silba y le pasa a la niña un juguete, que ella empieza a mutilar con alegría, aunque no ponga las mismas caras chistosas que Lestrade. Éste aprovecha la oportunidad para meterse la corbata en el bolsillo, lejos del peligro.
Molly está en la cocina sirviendo canapés, espectacular en su vestido de noche negro. El kohl alrededor de sus ojos la hace parecerse más a un oso panda que a una mujer sexy, especialmente dado que a lo largo de la noche se le ha emborronado bastante, pero aparte de eso, John sospecha que ya sabe por qué Lestrade ha estado bebiendo.
–Aterradora y excéntrica. ¿Te tarareo la canción de la serie? –pregunta. Molly levanta la vista y sonríe, chasqueando los dedos dos veces.
–¿Y yo a ti? –replica, señalando su traje.
–Mejor deja la bandeja primero –sugiere John–. ¿Puedo ayudarte?
Molly mira en torno a sí, un poco sorprendida por la pregunta.
–Eh, ¡sí! Pon las papas fritas en los cuencos, por favor; todo el mundo está llegando más temprano de lo q- ¿ése es Sherlock?
John se da la vuelta y descubre que puede ver su forma negra acechando por el salón, curioseando los libros de la estantería.
–De hecho, sí. Un poco sorprendente.
–Lleva puesta una bolsa para cadáveres.
–Sí, sí, en efecto. Me disculparía, pero ya lo conoces –dice John, y hay una tirantez en torno a su mandíbula que Molly conoce, y que la hace sentirse un poco triste. Estos dos inútiles.
–No me han llegado muchas bolsas nuevas a Saint Barts últimamente –dice Molly, y un segundo, horripilante pensamiento aparece en su mente. Los vol-au-vent se deslizan por la bandeja y caen en la encimera de la cocina, sin impedimentos–. Oh, Dios mío. ¿Es una bolsa USADA?
El cerebro de John se bloquea en protesta. Ni siquiera Sherlock iría tan lejos.
–Molly –dice al cabo– creo que por el bien de todos lo mejor será fingir que esa pregunta no existe.
–Cierto. Buena idea. No antes de los hojaldres de atún.
–No. Eh. ¿Bebidas?
–En la mesita junto al sofá. Yo quiero una copa de vino, por favor.
John asiente, dándose golpecitos en la sien con el dedo para mostrar lo bien que ha recibido el mensaje. Una copa bien grande.
Regresa al salón. Aparte de Lestrade, ellos han sido los primeros en llegar, pero Molly parece esperar a más gente, juzgando por la cantidad de aperitivos que está preparando. Al menos, eso espera John. Tanto Lestrade como él tienen muy buen apetito, pero aún así hay un número limitado de bandejas de canapés que podrían comerse en una sola noche. John se atrinchera junto a las botellas, le sirve a Molly una generosa dosis de Chardonnay y se la pasa a través de la ventana pasaplatos.
Sherlock se materializa tras él.
–Whisky, John. Si se me va a obligar a socializar, al menos permíteme medicarme contra la inevitablemente insípida conversación.
–Un coscorrón es lo que te voy a dar –ofrece John, áspero. Examina las botellas y luego añade–: ¿Y estás seguro de querer whisky? Es de Sainsbury’s. Mira, hemos comprado ese Merlot que te gusta, mejor toma eso.
Sherlock lo mira raro y luego encoge los hombros en asentimiento.
Lo que sea.
John sirve una copa para cada uno y bebe un buen trago de la suya. Prevé que se avecina una noche muy larga, y esa maldita bolsa para cadáveres le está poniendo los nervios de punta. Cruje y chirría cada vez que Sherlock se mueve. ¿En qué demonios estaba pensando?
–Hey, gruñones, venid a ver esto –los llama Lestrade. Da golpecitos con el dedo a algo colocado sobre la repisa de la chimenea, entre el despliegue de tarjetas tontas de cumpleaños que Molly ha dispuesto ahí. Se acercan a ver, para no quedarse discutiendo.
–Ah, sí, un exhaustivo compendio de tarjetas baratas con gatitos. Qué suerte tiene Molly –dice ácidamente Sherlock.
–Ésas no, imbécil. Ésta. Estaba apoyada en la puerta cuando llegué; no tengo ni idea de de quién es. Vino con este libro.
Sherlock estira las manos hacia dichos artículos, pasándole automáticamente su copa a John sin siquiera fijarse si la tiene bien sujeta antes de soltarla. John manotea para cogerla y frunce el ceño.
–¡Cuidado!
El otro no le hace caso. Le da la vuelta a la tarjeta (un ejemplar estándar de, como Sherlock las ha descrito, “tarjeta barata de gatitos”). Una nube de purpurina se desprende de ella mientras la manipula, y se pega al frontal de su bolsa de cadáveres.
–No está firmada –nota Sherlock–. ¿Venía con sobre?
–Lo habían abierto y usado para medio envolver el libro –le dice Lestrade–. Todo sujeto con un elástico.
–¿De qué color era el elástico?
–Eh, verde azulado, creo. ¿Eso es relevante?
–Hmm. No es i-rrelevante. Dice muchas cosas –Sherlock vuelve su atención al libro. Es un fino volumen de poesía: signos de lápiz borrado en la esquina superior de la primera página, el papel áspero y de un blanco ya imperfecto. Examina el lomo y levanta una ceja–. Oh, ya veo.
–Entonces, ¿de quién es? –pregunta Lestrade–. A Molly no se le ocurría nadie.
–Obviamente de un admirador –Sherlock lo deja caer de nuevo sobre la repisa–. Y uno que o bien está decidido a dejarse a sí mismo en ridículo, o es más manipulador de lo que pensé.
–Bueno, Molly se sentía muy halagada –dice Lestrade, que en realidad no lo está escuchando–. Me pregunto quién habrá sido.
John lo mira de reojo, y se pregunta lo mismo. ¿Está Lestrade simplemente siendo entrometido, o tiene su interés algún motivo oculto? Wiggins parecía seguro de que la persona misteriosa que le regaló el alfiler de corbata era alta, sin embargo, y Molly no lo es, ni siquiera en tacones. Tampoco es el tipo de persona que se gasta tanto dinero en joyería.
Qué curioso.
Suena el timbre y Molly sale a tropezones para abrir, secándose las manos en un paño de cocina y con el teléfono encajado entre la cabeza y el hombro. Una pequeña multitud atraviesa la puerta ataviada con coloridos disfraces; un predecible montón de esqueletos y de vampiresas sexys, y detrás de ellos, Stamford y su esposa, un mago y una bruja respectivamente.
–Hola, Stamford. No sabía que venías.
–Una interesante mezcla de personas –asiente Stamford, y la fiesta parece segregarse automáticamente entre aquellos que conocen a Sherlock y aquellos que no. John lanza una rápida mirada a Sherlock, y éste se encoge de hombros.
Eso no es culpa mía.
Molly enciende el reproductor de CDs, y hay un revuelo de botellas y bolsas y los abrigos son lanzados al sofá y la habitación se vuelve más ruidosa y cálida. Llega un grupo de pitufos y aquello ya es, como suele decirse, una fiesta. La señora Hudson es atrapada por la multitud, encantadísima de que la mujer de Stamford reconozca el personaje del que se ha disfrazado, y empiezan una agradable conversación acerca de las series de televisión de antaño.
Una de las vampiresas sexys se acerca a la mesa de las bebidas, y con una valentía obviamente patrocinada por Bacardí les dirige un amigable “hola”. John sonríe educadamente, pero con Sherlock semiescondido detrás de él y vestido como un cadáver, probablemente queda un poco frío. Molly corre a hacer las presentaciones.
–Jools, éstos son mis otros amigos. Ehm, John, Greg y… eh… Sherlock.
–Sí, me suena haberlos visto en el periódico.
–Jools es toxicóloga en Saint Barts, y, eh, esas son Herm, Ellen y Miranda; antes compartíamos apartamento. Tim es el novio de Miranda, y los pitufos son todos de Radiología. Todos aquí son buena gente –añade, cargada de doble sentido, con una intensa mirada, que Sherlock ya se esperaba pero que incomoda un poco a Lestrade y John. Ambos la interpretan como “por favor no dejéis que Sherlock avergüence a nadie”, ignorantes del hecho de que Sherlock la ha traducido, más exactamente, como “tengo tu teléfono, señorito, pero tampoco dejes que Lestrade y John se avergüencen a sí mismos”.
Hay cierto número de minifaldas en la fiesta, al fin y al cabo.
–Estoy seguro de que son gente maravillosa –dice Sherlock, la voz tan fúnebre como su disfraz. John frunce el ceño. Lestrade ya está intentando no girar la cabeza para mirar a la Pitufina, que se balancea sobre sus gruesos tacones para acercarse a la comida. El teléfono de Molly vuelve a sonar y ella les sonríe en disculpa mientras se aleja para contestar, mirando hacia atrás con aire preocupado.
Sherlock mira el reloj. Sólo han estado ahí veinte minutos. ¿Cuánto más tendrán que quedarse? John lo pilla mirando.
–Una hora –sugiere, con más brusquedad de la pretendida–. ¿Puedes hacer eso? ¿Puedes, por una vez, una única vez, tener cuidado con lo que dices y fingir ser amable por una hora? Después puedes irte. Te mandaremos en taxi a casa con la niña.
Sherlock lo mira con frialdad, y John lamenta su rabia, porque hay dolor detrás de la ofensa y la furia de sus ojos.
–Muy bien –Sherlock se endereza, y deja su copa. Una disculpa sube por la garganta de John, pero está cara a cara con el plástico negro, tan cerca que puede ver su textura; y en lugar de eso engulle el resto de su bebida.
–Muy bien –asiente–. De puta madre.
***
Sherlock se esconde en la cocina. El plástico resulta demasiado caluroso para usuarios vivos, y cuando la camisa se le empieza a pegar a la espalda se lo arranca, irritado. Se encarama a una de las banquetas de la barra americana de Molly, dejando sólo las piernas dentro de la bolsa. Ahí lo encuentra Molly, hundido en la miseria y observando sin ganas a la gente a través de la ventana de la cocina.
–Oh, Sherlock… –suspira.
John está muy involucrado en una conversación con un grupo de pitufos y enfermeras, pontificando con la niña en el regazo mientras hablan sin parar de Saint Barts y de recientes cambios políticos. Cada vez que se ríe, Sherlock se vuelve a mirarlo, e inmediatamente después mira por la ventana que da a la calle con expresión sombría.
“¿Existieron alguna vez dos hombres más desesperados?” se pregunta Molly, y se siente fatal porque no hay nada que pueda hacer para ayudar. Aún así, tiene que intentarlo.
–Hola –dice, entrando en la cocina y cerrando la puerta a su espalda. El pasaplatos sigue abierto, pero les da cierta semblanza de intimidad.
–Hola –dice Sherlock, inexpresivo–. ¿Te estás divirtiendo?
–La verdad es que sí. Aunque esta peluca pica como un demonio –pone un vaso bajo el grifo y lo llena de agua–. ¿Quieres uno?
Sherlock sacude la cabeza en silencio. Ella bebe, y luego comenta cautelosamente:
–John parece un poco… cortante hoy –de inmediato, la expresión de él se ensombrece–. Lo siento, realmente es mi culpa. Sé que esto no… no te gusta mucho –se disculpa Molly–. No tendría que haber insistido tanto con la invitación.
Sherlock lanza una risa sardónica que parece un ladrido.
–No es tu culpa que John sea poco razonable.
–Sí, pero yo le conté el incidente del armario de la morgue, y fue un poco egoísta de mi parte. Sólo pensé… –se muerde el interior de la mejilla y rellena el vaso–. Es que, ha estado tan encerrado en Baker Street…
–¿Encerrado?
–Encerrado en sí mismo, quiero decir. No ha venido a Saint Barts, excepto por el último caso. No ha llamado a Stamford. La señora Hudson dice que prácticamente no sale.
Sherlock se queda callado. Un relámpago de movimiento se percibe justo por detrás de su expresión, al agruparse datos previamente irrelevantes componiendo una idea que no se le había ocurrido antes.
–¿Es por la bolsa? –pregunta de pronto.
A Molly le toma un rato entender qué quiere decir.
–Ah. Bueno, puede ser –dice suavemente–. Es un poco… bueno, puede que le recuerde a cuando… ya sabes.
–Hm.
–Se puso furioso cuando volviste.
–Mm.
–Que te disfraces de… cadáver puede que lo haga sentirse un poco… furioso otra vez.
Sherlock digiere todo esto.
–Entonces, no ha sido mi mejor decisión, ¿verdad?
Molly toma aire.
–No –asiente con cuidado–. Quizá deberías quitártela.
Sherlock se pone de pie y se desenreda de la bolsa a patadas, apretándola luego en una bola.
–¿La quieres?
–Le has hecho agujeros –declina Molly, en tono de disculpa–. Gotearía.
–Era nueva –dice Sherlock, y la tira al cubo de la basura. Sin la Bellstaff y sin chaqueta, parece más pequeño de lo usual.
–Ven a tomar algo –dice Molly–. Podemos robarnos a la niña y decirle a los demás que se larguen para no molestarla.
Sherlock la mira de reojo, y ella le muestra una pequeña sonrisa torcida.
–Es mi cumpleaños –le recuerda, complacida ante el pequeño poder que eso le otorga. “Vamos” dicen sus ojos, “seamos malos y antisociales juntos”–. Hoy puedo hacerlo, si quiero.
–Vale, está bien –cede Sherlock.
John vacila a media frase cuando emergen de la cocina, y tiene la decencia de mostrarse un poco incómodo consigo mismo.
–Vamos a sentarnos en la otra habitación –le dice Molly animadamente–. Me preguntaba si a la niña le gustaría estar en un sitio más tranquilo.
John mira hacia abajo. La niña lo está llevando muy bien teniendo en cuenta todo el ruido y movimiento que hay, pero le está dando sueño, y ya no sonríe tanto cuando la gente se acerca.
–Ah, sí, eso sería… gracias.
Molly extiende las manos, y su sonrisa es un poco forzada pero se las arregla para sostener a la niña sin muchas dificultades, quitándosela de encima.
–Puedo ir con vosotros –dice John, iniciando el gesto de levantarse.
–Nop –dice alegremente Molly, pillándolo desprevenido–. Nop. No hace falta –le lanza otra de esas miradas, y desde el pasado vuelven como un eco las voces de Stella y de varios profesores diciéndole “piensa en lo que has hecho, jovencito”.
Eso lo irrita, en parte gracias a la bebida, y a modo de pequeña rebelión dice:
–Te quitaste la bolsa al final.
–Me daba calor –dice Sherlock, abrupto. Alarga la mano por encima de uno de los pitufos, lo empuja para quitarlo del medio y agarra una de las botellas de la mesa. No parece importarle cuál. Las cejas de John se fruncen, y luego sus ojos captan la mirada fría en los de Sherlock.
Te estás portando como un imbécil.
John se lame los labios, y su mano busca el vaso en la mesa.
–¿Alguien más quiere que le rellene la copa?
Ya lo sé.
Los pitufos y las enfermeras continúan charlando, ignorantes del incómodo silencio entre los dos. Sherlock le da un empujoncito a Molly para indicarle que está listo para irse, lanzándole una última mirada a John. Déjame en paz.
…lo sé. Vale. No ha sido mi intención.
Molly mira a la niña y piensa “a veces le daría una bofetada a tu padre, de veras que lo haría”. Después le ofrece a John su sonrisa de “todo va bien” y sigue a Sherlock.
***
La fiesta en el cuarto de invitados (transformado temporalmente en otra salita) consiste exclusivamente en la señora Hudson y la esposa de Stamford y una botella de vino que se va vaciando lentamente. Molly, agradecida, deja a la niña con ellas y se sienta en el sofá. Sherlock no viene dispuesto a hablar mucho, y se sientan en silencio por un rato, escuchando la conversación hasta que, inevitablemente, se solicita la opinión de Molly sobre algo, y es absorbida por la charla. Tan incapaz como reacio a compartir su opinión sobre Glee, Sherlock apura su copa y luego se pone en pie discretamente. Molly busca su mirada por encima de la cabeza de la señora Hudson, preocupada.
“Baño” le dice moviendo los labios, y se marcha.
Molly lo deja ir.
***
En el salón principal, John se descubre a sí mismo alejándose de la multitud y regresando junto a Lestrade. El policía señala a su vaso, y se reúnen de nuevo en la mesa de las bebidas.
–Perdón de nuevo por lo del coche –dice John de inmediato, sirviendo copas para los dos. Lestrade se inclina hacia él.
–En realidad, tengo seguro; no he tenido que pagar nada, pero no se lo digas a Sherlock –le dice por lo bajo, sonriendo con todos los dientes–. No hasta que haya terminado todos mis casos sin resolver. Me gusta que me deba una.
–No tardará mucho en resolverlos todos –asiente John, pensando que Lestrade es un cabrón–. Para ser honesto, no deberías tomarte en serio todas sus quejas. Después de tantos meses con pocos crímenes, creo que se alegra de tener algo en lo que trabajar.
–¿Cómo?
–Bueno, ya sabes cómo se pone cuando no tiene nada que hacer –continúa John, sin notar la arruga de incredulidad que crece en el entrecejo de Lestrade–. Es insufrible; todo el día metido en casa quejándose de que se aburre.
–Entonces… ¿no le ha llegado ningún caso por el blog?
–No que yo haya visto. Ni de Mycroft.
–¿Desde…?
John toma un sorbo de vino y piensa.
–Hace tres o cuatro meses, creo.
–Claro. Sí. Los meses de verano suelen ser lentos –dice Lestrade, tan sutil como el papel de lija. Ahora le toca a John el turno de arrugar el ceño.
–¿Qué quieres decir?
–Nada.
–Nada y una mierda. Escupe.
Lestrade mete una mano en el bolsillo y se aleja de John una fracción de milímetro.
–Bueeeeeeeeno… no estoy seguro de que deba decírtelo –dice, tratando de hacerlo pasar por una broma. John no lo encuentra gracioso.
–Lestrade.
–Vale, vale, no hace falta que me mires así. Lo que pasa es que sí hemos tenido algunas cosas, pero Sherlock no estaba interesado. Me dijo que estaba ocupado, y yo, sabes, asumí que sería con casos de su blog.
–Pues no –replica John, dejando su copa para atender más en serio a la conversación–. Casi no ha tenido nada. La muerte por belladona fue su primer caso en siglos. Oh dios, ¿no creerás que ha vuelto a…?
Lestrade deja su propia copa en la mesa, junto a la de John, y pone su sólida manaza de policía en el hombro del otro.
–No. No lo creo. Para nada –está sonriendo de costado, como si viera algo o a alguien que le resulta muy gracioso.
–No ent…
–John, pedazo de cenutrio –lo interrumpe amablemente Lestrade–. ¿No te parece que todo esto suena a excusa de Sherlock para quedarse en casa porque está un poco… preocupado?
La expresión de John se pone rara; como si hubiera estado comiendo algo blando y de repente hubiera mordido algo puntiagudo.
–Ya sabes que se pone rarísimo cuando hay algo que le preocupa.
John deja ir un suspiro y se frota la frente con una mano.
–Mierda. Es porque yo estoy ahí con la niña. Ha tenido que dejar de usar la cocina como laboratorio, y ahora yo estoy durmiendo en el cuarto grande. Lo odia.
–El cuar… te has quedado con el cuarto de Sherlock y Sherlock… Sherlock se ha mudado al piso de arriba. Habéis cambiado de cuarto –dice Lestrade en el tono de alguien que acaba de tener una revelación–. Ah –añade, más prosaico–. Sí, eso puede que le moleste un poco. Ha estado de mala leche, ¿eh?
–No, es sólo que… –John hace girar el vino de su copa y se siente pesado de nuevo–. Es que todo es diferente, ¿sabes? Ya no es como antes.
–Mejorará, John. Se acostumbrará –le dice Lestrade, palmeándole el hombro de nuevo, queriendo ser amable. John no puede evitar sentir, no obstante, que ése no es el resultado que desea. No quiere que su hija sea una molestia a la que Sherlock acabe por “acostumbrarse”.
–Perdona –Lestrade interrumpe sus pensamientos al sonarle el teléfono. John escucha con disimulo–. ¿Sí? Cómo ¿ahora? Cago en la mar. Vale. Sí. No. Gracias. Estoy en casa de Molly Hooper; es el apartamento cuatro. Sí, en el edificio en forma de medialuna. ¿Dónde? Ah, ahí. Gira a la izquierda, y luego por la segunda a la derecha. Vale, te veo en un momento –cuelga–. Era Anderson.
–¿Sí?
–Sí, ha encontrado mi reloj. Se me debe de haber caído mientras arrestaba al señor Collins. El del asesinato doméstico –aclara–. Bueno, parece que nos va a honrar con su presencia por un par de minutos.
–No creo que a Molly le importe –dice John, aunque piensa que no se puede decir lo mismo de Sherlock, que ya estaba enfurruñado como un niño antes de esto–. Aunque quizá sea mejor que lo esperemos en la puerta.
Lestrade mira fugazmente a la segunda salita y asiente.
Anderson, competente al menos para seguir indicaciones, diga lo que diga Sherlock, aparece cinco minutos después.
–¿Un vaquero? –se interesa John–. ¿O eres Indiana Jones?
–Peor –masculla Lestrade en voz baja.
–¡Indiana Jones! –dice Anderson con desdén–. Soy el doctor Grant. Aquí tiene.
Lestrade coge su reloj y se lo pone en la muñeca.
–¿Vas a casa de Sally?
–Sí, y debería ponerme en marcha ya, prometí que llevaría cerveza. Bonito traje, John. Te queda bien –añade Anderson riendo.
–Ah, gracias –John se sorprende ante el cumplido, y luego reprime el impulso de suspirar profundamente.
–Le veo el lunes, señor.
–Adiós, Phil.
John espera a que Anderson ya no pueda oírlos, y luego pregunta:
–¿Cómo es que Anderson tuvo tiempo de disfrazarse y tú no?
Lestrade pone los ojos en blanco.
–Porque aquí Phillip, criatura del Señor, lo tenía guardado en la taquilla de la comisaría. Además, se pone el mismo disfraz todos los putos años, así que no te impresiones mucho.
–Ah, no, te aseguro que no estoy impresionado –replica John, y ríen con malicia, como si estuvieran en el colegio y fueran los atletas más populares.
***
Molly los encuentra después de un rato, aún hablando del trabajo e intercambiando chismes.
–Creo que Abejita ya ha tenido suficiente –dice, con aspecto de estar divirtiéndose mucho–. Y también me parece que hace rato que pasó la hora de acostarse de la señora Hudson.
John la sigue a la otra salita, y encuentra a la señora Hudson un poco torcida en su silla, riéndose como una niña. Lo saluda con la mano, y luego parece encontrar eso también muy divertido.
–Ay, John, me lo estoy pasando de maravilla.
–Ya lo creo –asiente John, ayudándola a buscar su bolso–. Pero lo bueno, si breve, dos veces bueno, ¿eh? ¿Puede llevar a la niña a casa por mí?
–Por supuesto, querido, por supuesto. ¿Dónde está Sherlock?
–Creo que ya se ha ido a casa, Martha –dice Molly, agachándose para ayudarla a levantarse.
La señora Hudson recupera una verticalidad inestable y John se cuestiona la sensatez de su decisión, hasta que ella le da una suave palmadita en el hombro y le dice que es su cadera, no el Chardonnay. Una vez de pie, parece capaz de manejar la situación.
–La acompañaremos al coche.
Lestrade ha recogido a la niña para darle unos mimos de despedida, balanceándola arriba y abajo para calmarla. John sonríe y busca su teléfono.
–Sonríe, Greg –dice, y toma una foto. Lestrade sonríe radiante–. Molly, tú también. Ponte en la foto.
–¿Yo? ¡Ah, vale! –se acomoda un poco más el vestido y se ahueca la peluca y luego se pega a Lestrade para la foto. John se la enseña luego. La capucha de la niña se ha resbalado, así que lo único que se ve de su disfraz son las rayas amarillas y negras–. Parecéis una familia muy rara –dice John, sintiéndose extraño ante la idea.
Molly tararea la sintonía de “La familia Addams”, y chasquea los dedos de nuevo.
–Tu hija podría ser Pugsley.
–¿Eso significa que yo soy Gomez? –se pregunta Lestrade.
–No, Lurch –corrige Molly, y a continuación estalla en carcajadas, tapándose inmediatamente la boca con la mano–. Perdón –dice, agitando la mano hacia Lestrade–. Estoy un poco perjudicada –recupera momentáneamente la compostura y luego la vuelve a perder cuando la señora Hudson anuncia que ha perdido la bolsa de pañales de John.
***
Molly y John unen fuerzas para meter a una achispada señora Hudson en un taxi y enviarla a casa. La niña, hecha un ovillo en sus brazos, ni siquiera se mueve cuando John le da un beso de buenas noches.
–Creo que se ha divertido –comenta mientras despiden al taxi agitando la mano.
–Ha bebido un montón –concurre Molly.
–¿Qué? Ah, sí –John tiene las manos ocupadas en el cuello de su camisa, que le aprieta, y con un suspiro de alivio se desanuda la corbata y se la mete en el bolsillo mientras suben las escaleras de vuelta al apartamento de Molly.
–Aún así, Sherlock podría haber esperado a…
–¿Esperado a qué? –interrumpe Sherlock, sobresaltándolos. John maldice.
–¡Pensábamos que te habías ido! –dice, agarrándolo del brazo–. ¿Dónde te habías metido? Has perdido el taxi a casa.
–Azotea –dice Sherlock sin más, fastidiado–. ¿Se han ido ya? Maldición.
–Pero si la puerta está cerra… oh no, has forzado la cerradura, ¿verdad? Espero que la hayas vuelto a cerrar después –Molly suspira y se aparta el pelo negro de la peluca de los ojos–. Madre mía, cómo pica esta cosa –se la quita y se pasa los dedos por su propio pelo con un suspiro de alivio–. Bueno, considerándolo todo, creo que he tenido cumpleaños peores.
Sherlock la contempla, pensando de nuevo.
–Sí –accede despacio–. Feliz cumpleaños, Molly.
–Gracias.
–Dios, es verdad, ni siquiera te dijimos… feliz cumpleaños, Molls.
–No pasa nada.
La fiesta empieza a desinflarse después de eso. La medianoche se instala y Stamford y su esposa se marchan, seguidos por el esqueleto y dos de las vampiresas sexys, que planean ir a una discoteca. Queda un grupo reducido de invitados, e incluso éstos van mermando y quedándose en silencio. John vuelve a hablar con una de las enfermeras, que es más que amistosa con él mientras ayudan a Molly a recoger los restos del buffet.
–¿El de la bolsa de cadáveres era tu amigo? –le pregunta.
–Ah, sí.
Ella le pone la tapa a un tarro de salsa y se muerde el labio.
–Es un poco macabro, pero supongo que es Halloween.
–Tiene un sentido del humor muy oscuro –dice John, echando rollitos de salchicha en un tupperware y frunciendo el ceño–. Tú trabajas en el campo de la medicina; a muchos médicos les gusta el humor negro.
–Ah, sí, sí, por supuesto –dice ella. John le pasa los restos de las cajas de palitos de pan–. Pregúntale a Molly dónde están los contenedores de reciclaje –le dice, y ella parpadea, y luego, acostumbrada a ello por su trabajo en el hospital, sigue sus órdenes. John la observa con el rabillo del ojo mientras se aleja.
–¿No es tu tipo? –pregunta Sherlock. Está apoyado en la pared, con un vaso largo lleno de una bebida indeterminada en la mano.
–No mucho –dice John.
–Hm –dice Sherlock, sin hacer más comentarios. Inspecciona la habitación, que parece más grande ahora que está medio vacía. Descubre que una fiesta sin gente no le molesta.
–¿Qué?
–Nada –dice Sherlock, inclinando la cabeza hacia él, y luego se separa de la pared y se aleja.
Lestrade está asomado por una de las ventanas de la cocina, borracho, fumando y contemplando el universo. Sherlock cambia de sitio la marchita planta de cilantro de Molly, abre la ventana, mira la planta de nuevo y después le hace un favor a Molly empujándola al vacío. Lestrade la sigue con la mirada mientras rebota en los contenedores de basura.
–¡Justo en el blanco! –dice, y se ríe.
–Dame un cigarrillo –exige Sherlock, sacando la cabeza por la segunda ventana. Lestrade saca a tientas uno de su cajetilla y lo pasa de un lado a otro del tramo de muro de ladrillo que separa las ventanas. Sherlock lo enciende con el encendedor de cocina que cuelga de la pared. Juntos, inhalan y exhalan penachos de humo nocivo hacia la noche.
–¿Estás bien? –dice Lestrade, buscando conversación.
–Hm –Sherlock estudia el tabaco–. Es light.
–Sí, he cambiado de marca. Trato de ser más sano. Por los propósitos de año nuevo y tal –Lestrade arruina sus buenas intenciones tosiendo. Sherlock puede oír la flema moviéndose en sus pulmones.
–Pensé que habías dejado de fumar.
–Y yo pensé que tú habías dejado de fumar –contraataca Lestrade–. Este año ha sido una mierda.
–¿No lo son todos? –barrunta Sherlock, y frunce los labios para dar otra calada–. Veo que te has ganado los favores de la Pitufina –comenta. Hace una pausa y se inclina para escrutar el rostro de Lestrade con mayor detalle–. O por lo menos un favor.
Lestrade alza uno de sus pulgares para limpiarse los restos de maquillaje azul que tiene en la comisura de la boca, algo avergonzado. Hay una mancha similar en la otra comisura, y más a lo largo de su mandíbula. Luego se encoge de hombros.
–Ya, bueno, esto es una fiesta, ¿no? –dice, un poco a la defensiva. Da golpecitos a su cigarrillo para que la ceniza se una al cilantro muerto.
“Adiós, Señor Alfiler de Corbata” piensa Sherlock, y luego se detiene. Hm. Ésa es una deducción extra que no esperaba.
Es aburrido igualmente; las aventuras románticas de Lestrade siempre lo han sido y siempre lo serán, y Sherlock tiene asuntos propios que atender. Lestrade debe de estar de acuerdo con esta idea, porque cambia de tema.
–¿Y lo de la bolsa para cadáveres, qué?
Sherlock hace rodar el acre humo por su paladar y lo expulsa por la nariz.
–Pensé que era gracioso. Yo quería disfrazarme de asesino, pero John protestó.
–Ya, pero la cosa que tienen los disfraces es que no te disfrazas de algo que ya eres –señala Lestrade. El aire nocturno hiela los dedos de Sherlock. Sostiene su cigarrillo sobre el vacío entre el índice y el dedo medio, y lo sacude para quitar la ceniza, recordando el único disparo que acabó con la vida de Charles Magnussen. Fue igual de fácil.
–Pensé que era apropiado: víctima de asesino en serie. Es la víspera de Todos los Santos; la noche en que los muertos se levantan, pero de mentira.
–Capullo –dice Lestrade con cariño–. A veces eres un gilipollas integral.
–Es evidente.
Lestrade apaga su cigarrillo contra la pared y tira la colilla en el fregadero de Molly.
–Bueno, nadie ha salido herido al final –dice, estirándose para hacer crujir sus vértebras–. Y, escucha, ya sé que no me corresponde a mí decir esto, y Dios sabe que a los dos se os da como el culo, pero… habla con John, ¿quieres?
–¿Hablar de qué? Ya hablamos. John habla todo el tiempo.
–Sabes a qué me refiero. Tener que convivir con Abejita significa hacer concesiones; eso es lo que conlleva tener niños, y a veces puede ser una mierda. Pero la cosa es que si no hablas cuando la mierda es demasiada para ti, ¿cómo se van a enterar los demás?
–Todo va bien –dice Sherlock, aniquilando el lado brillante de su cigarrillo.
–¿Ah sí? Ésa era una frase que mi ex decía mucho, y mira cómo acabó todo. La situación es diferente, claro, pero… –añade Lestrade con premura– pero el concepto general sigue siendo el mismo. Hablad las cosas.
–Lestrade, estás borracho, divorciado y has intercambiado saliva con un pitufo esta noche. No creo que necesite consejos de alguien como tú.
–Lo sé, mira lo de puta madre que podría ser tu vida –sonríe Lestrade, sin ofenderse–. Bueno, al carajo. Como bien señalaste, estoy borracho. Me voy a casa –le da a Sherlock una descoordinada pero amistosa palmada en la mitad de la espalda y sale tambaleándose para despedirse de los demás. Sherlock cierra las ventanas. Oye a Lestrade detrás de él, marchándose.
–¡Me voy, Molls!
Suena un ruidoso beso y la risa sorprendida de Molly.
–¡Greg!
–Hasta luego, Greg.
–Sep, hasta luego John. ¡Achucha a la enana por nosotros! –y la puerta se cierra.
–Es gracioso cuando está borracho –dice John. Pasa junto a Sherlock para dejar una pila de platos en el fregadero, y luego se limpia las manos.
–¿Listo para volver a casa? –pregunta, sin necesidad. Como si hubiera algún otro lugar en el que Sherlock prefiriera estar.
***
Guardan silencio en el taxi de vuelta a Baker Street.
John se sienta, como es su costumbre, detrás del conductor. Se arrellana un poco, las rodillas separadas y su codo derecho apoyado contra la puerta. Su apretado traje está arrugado; el efecto James Bond y la raya militar borrados y suavizados en arrugas traviesas que sugieren suelos de hotel. Por una vez, huele a tabaco y a alcohol y no a toallitas húmedas para bebés. Cuando cambia de postura, Sherlock puede notar su desodorante, que empieza a dejar de hacer efecto, y el olor más seco y áspero del propio John.
La camisa del traje está desabotonada por arriba, dejando ver una inusual porción de cuello, y la poco elegante camiseta de tirantes que John se ha puesto debajo.
En resumen, reflexiona Sherlock, John está diferente.
Sherlock se vuelve hacia la oscura ventanilla del taxi, y en su mente, Harry está ahí, parada en el oscuro pavimento. Mueve los labios para articular un recordatorio. “Cuídate”.
“¿Cómo?” mueve los labios Sherlock a su vez, y el taxi arranca en el semáforo, y Sherlock se queda quieto. John lo está mirando. Le pica la nuca. Piensa en el consejo de Lestrade, pero no está seguro de dónde ni cómo empezar una conversación así. Todo ha cambiado, piensa Sherlock, malhumorado. No está resentido con la niña por existir, pero añora lo sencillo que sería todo si pudieran volver a los viejos tiempos. Antes de Moriarty y de Mary y de esta incómoda incursión en el mundo de las obligaciones y la vida adulta.
Quizás es que simplemente John y él no eran el tipo de personas que maduran, y sin embargo… Sus pensamientos se muerden la cola, reproduciendo los dos lados de la discusión a la vez. Si no hubiera sido por Moriarty, John nunca habría conocido a Mary, y si no hubiera sido por ella, quizá jamás habrían sido conscientes de lo profunda que era su amistad. No habría habido boda, ni discurso de padrino, ni John informándolo de lo valioso que era en la mesa de la cocina.
Además, por mucho que lo desee, no puede cambiar lo que está hecho.
Hacia la batalla. Sherlock vira una fracción la cabeza. John le devuelve la mirada con disimulo, y sus hombros bajan lentamente en son de disculpa.
He sido un mierda, ¿verdad?
Sí.
Y no te lo merecías.
Realmente no.
John frunce los labios y cruza las manos en el regazo, se muerde las mejillas por dentro, y golpetea los pulgares.
Lo siento.
Sherlock mira por la ventanilla, su porte aún orgulloso. Observa a John en el reflejo del vidrio mientras éste inhala por la nariz; luego exhala. Rasca una pequeña mancha en el puño de su camisa, y luego dice en voz alta:
–Uno de los pitufos de radiología trajo una botella de Johnny Walker reserva especial.
La expresión de Sherlock vacila un instante; John ve los músculos de su cuello flexionarse mínimamente. Está escuchando.
–Así que yo, eh… invité al señor Walker a pasar a la bolsa de los pañales.
Sherlock lo mira, y luego mira la bolsa a sus pies. John hace un pequeño gesto de “ups” con las manos.
Lo siento mucho, mucho.
–¿La abrimos luego?
Sigues siendo un perfecto imbécil.
Creo que eso es incurable en este estadio, pero sí, admito que soy un imbécil de la más alta graduación. ¿Seguimos siendo amigos?
–Está bien –dice Sherlock. Estira las piernas–. Pero yo quiero ser el Profesor Mora –añade, y sonríe al fin cuando John gruñe.
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Se supone que no puede traer a la niña a las sesiones; Ella ya se lo ha dicho antes. Ha fruncido el ceño al descubrir el carrito de bebé en la sala de espera. No es lo ideal ni de lejos, dado que se supone que la terapia es un espacio propio para él, pero los hombres como John Watson no obedecen órdenes.
Como cliente, puede ser evasivo, testarudo y exigente; todo perfectamente normal en personas que han sufrido traumas, pero hay algo en John Watson que consigue crisparle los nervios a veces. Quizá porque muy en el fondo tiene la extraña sensación de que él no considera su trabajo medicina de verdad, y eso la hace sentirse culpable, porque tampoco puede encontrar nada que explique por qué lo piensa.
Ha sido él quien ha solicitado verla, sin embargo, y bueno, si necesita que la niña actúe como una especie de barrera protectora contra la terapia, decirle que no sólo hará que rebele. Les abre la puerta a los dos.
–Hola, John. Veo que tenemos una pequeña visitante –le dirige una sonrisa profesional a la niña, que le devuelve la mirada pero no se inquieta por su presencia. Es importante que quede claro desde el principio que esto no va a convertirse en cuarenta minutos de discutir cómo está comiendo la niña últimamente.
–No había nadie que la cuidara –dice John, sin la más mínima traza de disculpa en su voz. Ella cierra la puerta.
–No pasa nada –miente, y a nivel profesional, quizá sea verdad. Quizá no esté de acuerdo, pero ¿qué puede hacer? En cualquier caso, siente curiosidad. Hay algo que ha cambiado en él.
–¿Cómo has estado? –pregunta ella, empezando como siempre con un poco de charla banal, que en el caso de John Watson suele estar reducida a la mínima expresión.
–Bien. Ocupado.
–¿Ah sí?
–Bueno, ya sabes –John señala a la niña con la barbilla y luego da un minúsculo encogimiento de hombros–. Estoy trabajando. Cosas.
–Qué bien. ¿Alguna otra noticia?
John mira al techo, aparentemente buscando en su memoria algo que contar. Parece haberse quedado en blanco, pero no es la primera vez que Ella ve algo así. Algunas veces juraría que la puerta de la consulta borra por completo la memoria de sus pacientes.
–Fuimos a la biblioteca esta mañana.
–Libros, genial. ¿Algo interesante?
–Sólo teníamos algunos para devolver.
Ella lo contempla. La última vez que lo vio fue a mediados de agosto, poco después de que se mudara de vuelta a Baker Street; otra espada de doble filo del arsenal de John. Es bueno para él tener una red de apoyo, es malo que esa red esté en una casa que, hasta donde ella sabe, explotó una vez, y de la que lo han secuestrado dos veces.
Hablando de lo cual…
–¿Cómo te sientes respecto a esta noche?
John se acomoda en la silla, la niña en sus rodillas, y arruga la nariz.
–Bien.
–¿Te has puesto demasiado a la defensiva con los peatones que pasan por delante de la casa?
–¿Cuenta como “demasiado a la defensiva” si uno de esos peatones una vez me clavó una jeringa en el cuello? –contraataca John.
–¿Te has puesto demasiado a la defensiva con las viejecitas y los paseantes inocentes que pasan por delante de la casa?
Y ahí está. En sólo cinco minutos el muy cabrón ya la tiene dándose al sarcasmo. Joder. Incluso hay un pequeño, pequeñito indicio de sonrisa maliciosa.
Sin embargo, Ella sigue contándolo como un punto para su equipo, porque pronto John admite:
–Un poco. Si está oscureciendo –quizá el sarcasmo se puede justificar como herramienta profesional, si funciona–. Estoy bien.
Ella considera varios argumentos que podría oponer a eso, pero decide dejarlo por ahora. En su lugar, pregunta:
–¿Tienes algún plan para esta noche?
–Quedarme en casa –dice John, distraído, tratando de alisar un rizo salvaje en la cabeza de la niña–. Ver la tele, supongo. Es un poco pequeña para los fuegos artificiales.
–Probablemente son mucho después de su hora de dormir. Los ejercicios de respiración pueden ser útiles también, si los necesitas –Ella toma notas–. ¿Cómo estás durmiendo?
John sólo la oye a medias; está ocupado comprobando los botones o el broche de la ropa de la niña.
–Bien –dice tras una pausa que ha servido más para procesar lo que Ella ha dicho que para elegir una respuesta.
Ah, el viejo “bien”, la no-respuesta favorita de John. Está claro que va a ser muy popular en la sesión de hoy.
–¿Te gustaría desarrollar esa respuesta un poco más?
La niña está agarrando los dedos de John, haciéndolo sonreír. Se bambolea y gorjea en su regazo, inventando un juego que sólo tiene sentido para ella.
–¿John?
–Perdón. ¿Qué?
–Me estabas contando qué tal dormías.
–Echado. En una cama.
Ella lo reconviene por su tono de broma con una mirada severa, y luego, demasiado tarde, recuerda que, hasta hace sólo unos meses, John estaba durmiendo en el sofá. Después de que se mudara, Ella asumió que ese hábito había quedado en el pasado, pero si John está haciendo referencia a él, quizá tenía más peso del que pensaba.
–Eso está muy bien –dice Ella, con una tosecilla–. ¿Y la calidad del sueño?
John se toma un tiempo para considerarlo, y después, gracias a Dios, le da una respuesta directa y honesta.
–De hecho, es bastante buena –dice–. Aún hay… noches malas, pero, eh, bueno, quizá ayuda que la niña ya esté durmiendo toda la noche sin despertarse. Me sigue despertando temprano por la mañana, pero yo tengo tendencia a levantarme temprano de todas formas, así que…
–¿Algún sueño recurrente?
–Los de siempre.
–¿Y la frecuencia e intensidad…?
–Frecuencia menor, intensidad… la de siempre –le dice John de mala gana. Aprieta un poco más a su hija mientras ésta patalea.
El progreso de John deja a Ella complacida y preocupada a partes iguales. Esta sesión ha ido mejor que la anterior, y no ha tenido que sacarle la información palabra por palabra con sangre y sudor, pero siguen habiendo pasado menos de seis meses desde otro incidente traumático más en la vida de John, y Ella no cree que lo haya gestionado como es debido. “Está en el ojo del huracán”, piensa, y lo apunta en sus notas rodeado con signos de interrogación.
–¿Te gustaría hablar de tus sueños hoy, o probar más EMDR?
–No, no pasa nada. Realmente no estoy teniendo mucho problema con eso.
El bolígrafo de Ella se desliza pulcramente al anotar la respuesta de John. Podría significar que se está recuperando, pero lo duda. John Watson no es el insensible hombre de piedra que le gustaría ser, y a menudo no hay manera fácil de pasar por el duelo en casos de pérdida súbita.
Por otro lado…
–Tienes mejor aspecto –le comenta. Es verdad. La última vez que se vieron John estaba hundido y gris, y ahora nota en él cierta robusta salud que le es familiar. Viene hermanada con una suerte de energía frenética y nerviosa que es nueva en él, dirigida mayoritariamente hacia la niña.
Ella se rinde:
–¿Y cómo va eso de ser papá?
–Está bien. Es… –hincha los carrillos con una inhalación, y luego la deja salir con un largo bufido, sin duda buscando un superlativo adecuado–. Es muy, muy bonito.
Ante eso, la boca de Ella se contrae en una sonrisa.
–¿Qué lo hace tan bonito?
John le lanza una breve mirada, como diciéndole que es una idiota. Ella nota que ahora la niña no sólo está limpia y vestida, si no que parece haber habido cierta reflexión a la hora de elegir la ropa que lleva puesta.
–Pues… todo –baja los ojos a la niña y ésta alarga los brazos hacia él, tocándole la barbilla con las puntas de los dedos–. Hola, bonita.
–Seguro que te da mucho trabajo.
–Está bien. Me las arreglo. Estoy acostumbrado a no…
La niña se agita y John deja de hablar para sacar de su mochila un puñado de cubos de espuma para ella, y luego la sienta en el suelo. La niña va hacia ellos, arrastrándose sobre la barriga como una foca, y John la observa desde arriba.
–¿Cómo va el trabajo? –pregunta animadamente Ella, tratando de devolver la atención de John a la conversación.
–Bien –dice John, agachándose para dejar un cubo azul al alcance de la niña, y observando cariñosamente cómo se lo mete en la boca.
–¿Te adaptas bien a tener un horario regular de nuevo?
–Sí, todo bien. No te lo comas, cariño.
Se lo quita de la boca y la niña protesta con un chillido. Obediente, John se arrodilla junto a ella, la sienta y la ayuda a apilar los bloques. La niña los golpea unos con otros, apaciguada.
Ella no dice nada, pensando que quizá pueda aprovechar para observar a John, si no está dispuesto a hablar. En lo que a él respecta, la habitación ha desaparecido por completo. Sólo tiene un foco de atención. Ella toma más notas; sólo uno de momento, pero no lleva varios años siendo la terapeuta de John para nada. John tiene tendencia a pasar por cortos exabruptos de atención intensa, para luego acabar fatigado.
–¿Quién más te está ayudando con ella? –pregunta después de un rato. Ha mirado el reloj; ya han pasado veinte minutos de sesión y apenas le ha sacado nada.
–Ah, eh… la señora Hudson se ha portado muy bien. Cuida a Abejita si yo tengo que salir un momento, y a veces la recoge de la guardería. A Abejita le cae muy bien.
–¿”Abejita?”? –inquiere Ella.
–Es sólo un apodo. No estoy seguro de quién tuvo la idea, pero, eh, como que se le ha quedado.
–Así que la estás llevando a conocer a otras personas.
–Algunas. ¿Quieres el cubo rojo, mi amor?
John se apoya en un codo, alcanzando el esquivo juguete y pasándoselo a la niña, que lo añade a algo que con las justas podría llamarse “torre” y zumba complacida para sí. Ella contiene otra pequeña sonrisa. Es lo más relajado que John ha estado nunca en una sesión. Normalmente tiene los hombros casi pegados a las orejas y no puede esperar para largarse. Quizá traer a la niña no ha sido mala idea después de todo.
Él también sonríe mientras la niña le aprieta cubo tras cubo contra el pecho, repetitivos regalos presentados con una enigmática sonrisa infantil, y luego, complacido, le besa los dedos.
–Cuéntame.
–Ah, nada importante. Sherlock tenía un caso, así que vino Lestrade y la conoció, y Wiggins, el ex-adicto que es el… ¿alumno de Sherlock? La verdad es que no sé muy bien qué hacen juntos. Y luego Molly, ¿te acuerdas de ella? La patóloga.
–Me acuerdo –dice Ella, anotando en su tablilla que hasta ahora son todo personas que ha conocido a través de Sherlock y su trabajo. Personalmente, pone en cuestión lo adecuado de llevarse a la niña a los casos, tal y como John ha insinuado, pero no es su lugar plantear eso. Debe de haber sido un caso de la policía, y está segura de que el inspector jefe no puede estar tan loco como para dejar que se paseen por ahí en situaciones peligrosas con una niña a cuestas–. Os conocéis desde hace tiempo, ¿no?
–Sí. Nos vimos la semana pasada, de hecho. Unas copas por su cumpleaños.
–Suena divertido. ¿Quién más fue?
–Ah, no sé. Algunos conocidos suyos del hospital, sus ex-compañeros de piso. Nadie que yo conociera en realidad.
–Aún así, debes de haber hablado con alguien en la fiesta.
–Lestrade estaba. Y Sherlock.
Vaya, eso sí que es una sorpresa. Ella levanta las orejas de inmediato.
–¿Fuisteis a una fiesta juntos? Parece que lo disfrutaste.
–Estuvo bien –dijo John, quizá dándose cuenta de que ha hablado demasiado. Ella no insiste; no podría obligarlo a hablar ni aunque fuera ético hacerlo (o si ella quisiera). En lugar de eso, se levanta para buscar en el cajón de su escritorio y saca una de las pelotas rojas de goma que a veces usa con los pacientes. Cree que será lo suficientemente segura.
–Ten; parece que los cubos están perdiendo la novedad –sugiere, ofreciéndosela. John se muestra sorprendido, y ella supone que es porque nunca antes ha añadido ningún toque personal a las sesiones.
–Gracias. Mira, Abejita, mira. Mira lo que te da Ella.
Hay un agudo sonido de interés y de inmediato la pelota es investigada con dedos y encías. John sonríe.
–Gracias –dice de nuevo. La niña suelta la pelota y ésta rebota, haciendo que manotee cómicamente para recuperarla.
Ella deja que John deje caer un par más de sus defensas habituales antes de preguntar con suavidad:
–¿Quieres hablar de Mary?
Su rostro se ensombrece casi en el acto, pero no se rehúsa de inmediato.
–¿Por qué? –pregunta en cambio, con voz cansada.
–Es sólo una pregunta, John. Ella es el motivo por el que estamos aquí.
–Ya lo sé –dice John a la defensiva–. Y está bien. O sea, no sé qué más queda por decir sobre eso.
–Okey. Está bien. Sólo quería asegurarme.
–Estoy seguro.
–¿Hay alguien o algo más de lo que te gustaría hablar?
La verdad, tiene la esperanza de que mencione a Sherlock de nuevo. Su relación con él es compleja, y se pregunta cómo vivir con él afectará a la capacidad de John para lidiar con el duelo. En lugar de eso, John la sorprende.
–Pues, la niña ha empezado a ir a una guardería muy bonita. Eh. Es decente.
–¿Ah sí?
–Sí. Eh, buen personal, y la mayoría de los niños son encantadores. No vuelve demasiado cansada ni sucia ni alterada ni nada. Creo que le gusta.
–Vaya. Eso está muy bien.
–Sí. Parece que le gusta especialmente una de las voluntarias.
–¿Ah sí? –repite Ella, pensando en privado “¿en serio?”. La niña tira uno de los cubos, y a pesar de que le encantaría mantener el bolígrafo preparado sobre el papel para no perder el hilo de la conversación, Ella se desliza fuera de la silla y se une a ambos en la alfombra, recuperando el juguete–. Aquí tienes.
–Bueno, eso es todo.
–¿Qué opinas de esa voluntaria?
–Está bien.
“Ajajá” piensa Ella. “Conque ‘está bien’, ¿eh?”
Exteriormente emite un murmullo de aprobación.
–No lo digo en ese sentido –se apresura a decir John.
–Incluso en ese caso –dice Ella con tacto– es bueno escuchar que estás conociendo a gente nueva, John, especialmente gente que trabaja con niños, o que también tiene hijos. Igual que consultarías a otro médico acerca de una enfermedad que nunca hubieras visto, puede ser útil que escuches las opiniones e ideas de otros padres, incluso aunque no estés de acuerdo con ellas.
John emite un sonido indeterminado de asentimiento y apila cubos, a todas luces pensando. Ella no lo interrumpe mientras lo hace.
–¿Qué opinas? –pregunta John de pronto. Tiene un brazo curvado en torno a la niña, manteniéndola cerca. Ella hace una pausa.
–¿Qué opino de qué? –pregunta con cautela.
–La niña… ¿te parece… que está bien?
Ella lo mira un instante, y luego a la niña, sintiendo un súbito ramalazo de calidez y un extraño cariño por su trabajo. Es conmovedor. Lo mira de nuevo, apartando parte de su fría profesionalidad, directamente a sus ojos de nervioso padre primerizo. Él aprieta el brazo, protector, en torno a la niña.
–Sí, John. Se la ve perfectamente sana, y feliz –recoge uno de los cubos de espuma y la niña lo toma, haciendo una pulcra pinza con el pulgar y el índice, sólo para soltarlo frente a la cara de John–. Perfectamente normal. Se nota que la quieres muchísimo.
–Así es. Por supuesto –replica John–. Por supuesto que la quiero. La quiero de una manera increíble.
Y por supuesto, algo que te sientes impulsado a repetir cuatro veces en el mismo aliento ha de ser, sencillamente, la verdad.
–¿Te sientes presionado para estar a la altura de algún modelo de paternidad? –pregunta Ella. Le duelen las rodillas de apoyarlas en la alfombra, y recatadamente las desliza hacia un lado, apoyando su tablilla con papeles sobre el ruedo de su falda, por si, aunque sea poco probable, está dándole un espectáculo a alguien.
John se queda callado.
–No tienes que hablar de ello si no te sientes preparado –le informa con gentileza–, pero he leído tu expediente, John. Son temas de los que nunca hemos hablado y puede que valga la pena, en algún momento, explorar si tienes alguna idea preestablecida que queramos cuestionar juntos.
La niña parece sentir su tensión y su temor, pues sus juegos se ralentizan y finalmente se detienen del todo, mientras el silencio crece. John la obsequia con una sonrisa que realmente no siente, y hace rebotar los cubos arriba y abajo para volver a atraer su atención. Ella espera, acostumbrada a tener paciencia con las respuestas.
–Hoy no –se las arregla para decir John al final.
–Está bien, John. No obstante, me gustaría que lo consideraras como tema de discusión para la próxima sesión. ¿Crees que podrás hacer eso?
–Vale –no es una promesa, pero Ella sabe que no puede conseguir mucho más que eso. Mira el reloj. Sólo quedan ocho minutos.
–Creo que has avanzado en la dirección correcta, John –le dice–. Se nota que has recuperado cierto control; recuerdo que la última vez me dijiste que sentías que habías perdido el control. ¿Sigue siendo verdad esa afirmación?
John no responde, ocupado con la niña de nuevo. Ella espera.
–Siento que todo está un poco… más claro –dice John al cabo–. Hay menos… –hace una pausa para encontrar la palabra– pánico.
–Es natural. Estabas pasando por un momento difícil y, con el tiempo, recuperarás del todo la sensación de control. Tienes que tomártelo paso a paso, tal y como se presente.
No es nada que no le haya dicho antes, por desgracia, y casi no tiene efecto en John.
–Vale.
Ella deja su tablilla boca abajo en la alfombra, y hace una última pregunta.
–¿Qué dirías que ha sido lo que más te ha ayudado estos últimos meses?
John alisa el pelo de la niña con la mano, y de hecho se lo piensa.
–¿Quieres decir, aparte de ella?
–Quiero decir cuál ha sido tu mayor apoyo.
John se lame los labios y hace una pausa. Ella puede ver que hay una respuesta en su boca, a la que da vueltas con la lengua como si estuviera chupando un caramelo cuyo sabor no pudiera determinar.
–Supongo que… Sherlock.
Ella inclina la cabeza, invitándolo sin palabras a continuar.
–Quiero decir… yo… él, no es que él haga mucho en realidad. No es que ayude en plan, haciendo cosas. Pero ayuda.
–¿Te ayuda no ayudándote?
–No, sí me ayuda. Pero que haga cosas no es lo que me ayuda –John frunce el ceño–. Da igual.
–No, no, yo creo que la ayuda puede tener muchas formas distintas –dice Ella–. Incluso si no es lo que la persona que ayuda se proponía, o lo que nosotros esperábamos. Una especie de ayuda abstracta.
–No, eso no tiene nada que ver con lo que yo quería decir –dice John secamente, lo que Ella interpreta como que John tampoco tiene ni idea de qué intenta decir. Interesante. Se da un golpecito en los dientes con la punta del bolígrafo, y mira el reloj de nuevo. El minutero termina su vuelta y marca el final de la consulta justo en ese momento.
–Bueno, eso es todo por hoy –dice Ella, levantándose del suelo y metiéndose el bolígrafo en el bolsillo–. Creo que le hemos echado un buen vistazo a cómo están yendo las cosas, y apuntado algunas buenas ideas de áreas a explorar en futuras sesiones. Suzanne te dará cita para la próxima vez.
John no levanta la mirada; está ocupado guardando los cubos, y tratando de no disgustar a su hija en el proceso.
–Vale –dice, ausente.
Recuerda a Mary un domingo por la mañana, con cierto aletargamiento. Hay escarcha en la cara exterior de las ventanas, y la habitación está fría; John prefiere una manta bien abrigada a pasar la noche resecándose con los radiadores encendidos, así que el lado desocupado de la cama no está caliente cuando lo toca. Soñoliento, recorre el colchón con la mano, como si su agarre esperanzado fuera de alguna manera a romper los límites de la realidad para encontrar su mano ahí. Eso es todo lo que quiere ahora mismo; sólo una mano. Ha soñado con Afganistán otra vez, pero no con las horribles, violentas balaceras de sus antiguas pesadillas. Esta vez corrían entre edificios en ruinas, buscando a los heridos.
Sus dedos no encuentran nada salvo viejas depresiones en el colchón, suaves parches desgastados donde Sherlock solía hundir sus codos huesudos. El leve fantasma de su peso aún está marcado en la espuma del colchón. John exhala y se levanta. El día nublado lo hace sentirse lento y estúpido, pero el aire de la cocina tiene un intenso sabor invernal porque uno de ellos se ha dejado la ventana abierta toda la noche, y eso lo despierta. A John le gustan las primeras horas de la mañana.
Se prepara un té y se lo lleva a la cama, un lujo que consigue disfrutar durante minuto y medio antes de que la niña lo informe de que necesita un cambio de pañal. Una vez ha solucionado eso, le pone un babero en torno al cuello y le da unas cuantas uvas para que las mutile a modo de primer desayuno, mientras él prepara gachas de avena.
–Una para la bebé osa –dice, enfriando la primera ración–. Y otra para papá oso –la suya la deja en la olla para que alcance temperaturas cercanas a la fisión nuclear.
Desayunan. John intercala cucharadas de gachas para la niña y tragos de té fuerte para él. En el piso de abajo, se oye el golpe sordo del periódico dominical cayendo sobre la alfombrilla de la entrada.
Ahora es otra persona la que dirige los grandes conglomerados de medios de comunicación. John todavía compra todos los periódicos importantes, aunque sea sólo porque dado el trabajo de Sherlock vale la pena mantenerse al tanto de los acontecimientos, aunque si fuera por él se quedaría con uno o dos por los crucigramas y descartaría el resto por ser basura de la mala. John se acaba el té y arruga la nariz. Magnussen aún le deja un sabor amargo en la boca.
Lo peor, aquello que realmente lo había ofendido (más que el chantaje, más aún que tener que quedarse ahí parado mientras le daban capirotazos en la cara) había sido el meado. Las burlas y los crímenes, a John siempre le pareció que pertenecían a una categoría de villanía propia de las historias de James Bond, lo que extrañamente parecía dotarlos de mejor gusto. Pero el meado…
La señora Hudson y él habían tenido que limpiar la chimenea, rastrillando las apestosas cenizas coaguladas del fondo del hogar y frotándolo todo con lejía. Incluso ahora, cuando tiene que agacharse para encender el fuego, jura que aún puede olerlo. Ni siquiera el golpe estéril de la orina aguada, oh no. Aún oye la voz de la señora Hudson temblando entre lágrimas: “¡Después de comer espárragos!”
Aún se ve la leve marca de humedad en la moqueta junto a la chimenea, donde se derramó el exceso de orina, pero normalmente lo mantienen cubierto con una alfombra.
Le frunce el ceño a la chimenea, sintiendo el peculiar hormigueo de siempre cruzarle la línea del pelo al recordar la mirada fría y muerta del hombre. Bueno, ahora está muerto. ¿Qué importa?
Tener la barriguita llena ha dejado a la niña soñolienta. John la lava y cepilla y hace otro tanto consigo mismo, y después vuelve a sentarse en la cama. Las fotos de Mary llenan cada centímetro del pequeño tocador, que casi nunca usa. Sus ojos azules lo miran fijamente por encima de su sonrisa, y John cierra los ojos e inhala el olor limpio del jabón de bebé. En el pasado, a veces volvía a casa y todo el lugar olía a algo que se horneaba, y la propia Mary, a crema de franchipán. Solía enterrar la cara en su nuca, y al separarse se sentía embriagado del aroma. Una vez incluso habían hecho el amor en el banco de la cocina, las manos de ella aún cubiertas de harina.
John traga, sintiendo la garganta seca y pesada. En algún momento estar triste se ha vuelto agotador.
Se pregunta si debería bajar y recoger el periódico. Se pregunta si Sherlock estará despierto ya. Quizá no; la noche anterior se pasó horas dando vueltas por la salita como un alma en pena, murmurando para sí. Sherlock ha estado raro últimamente, piensa John. Como tenso y cargado de energía. No para de empezar proyectos nuevos para luego abandonarlos desordenados, y eso no es propio de él. Por supuesto que Sherlock siempre hace todo tipo de cosas extrañas y francamente asquerosas en el apartamento, pero su ciencia suele ser metódica. Sin querer, John piensa en un escritorio cubierto de servilletas dobladas como la ópera de Sydney.
Probablemente sólo necesita un caso, concluye, convenciéndose a sí mismo casi del todo. Algo apetitoso a lo que pueda hincarle el diente; uno que parezca imposible de resolver, quizá. No ha tenido uno de esos desde… el caso del Guardia Ensangrentado. O desde lo del pobre Sholto.
Han seguido en contacto. El comandante sigue tan recluido como siempre, igual de tranquilo y reservado, pero de sus breves cartas John deduce que ha dado un pequeño paso adelante. Las palabras no son secas porque sean mero formulismo social, si no porque así es la naturaleza de Sholto, y de vez en cuando John descubre un toque de la calidez y el áspero ingenio que hicieron a Sholto tan buen líder tiempo atrás.
Y no ha dejado que nadie lo mate, John considera que eso es bastante. Es demasiado orgulloso para suicidarse, John lo entiende, pero cuando todo el mundo intenta erradicarte, también entiende cómo se debe de sentir preguntarte “bueno, ¿y por qué no?”. Como resultado, escribe respuestas más largas, el bolígrafo cabriolando sobre papel barato con mucha más fluidez de la que tiene al teclear (Sholto no está muy al día con la tecnología).
Le ha preguntado a John si iba a asistir hoy, y en caso afirmativo, le ha pedido que por favor le transmita sus saludos cordiales a todos los conocidos que le quedan que no lo consideren culpable de tantas terribles muertes. No se lo ha dicho con esas palabras, claro, pero John sabe qué quiere decir. No recuerda qué le respondió. Aún está dividido respecto al evento. Demasiadas caras conocidas que no lo han visto desde que casi se muere.
Bueno, desde una de las veces en que casi se muere.
John se lleva a la niña a la salita y la sienta con sus animales de juguete, gordos artefactos de goma que chirrían cuando ella les da golpes a modo de saludo. Su preferido parece ser el elefante, nota John. Se sienta y la mira jugar un rato, mientras su mente vaga. Se pregunta cuál es la diferencia entre los elefantes indios y los africanos, y tiene una ligera idea de que tendrá algo que ver con los colmillos y las orejas. Trata de recordar un documental al respecto que vio (al fin y al cabo, quién sabe si su hija se transformará en una gran científica de elefantes en el futuro), pero lo único que le viene a la cabeza es la palabra “Sumatra”.
O quizá eso tenía que ver con los tigres, no se acuerda. Las ciencias naturales no son lo suyo.
Mayormente la palabra “Sumatra” lo hace pensar en trenes y en ese frío, embriagador momento en el que se preparó para morir de nuevo. Pero ése no es un pensamiento apropiado para un domingo gris de noviembre, así que sacude la cabeza y deja a la niña sola treinta segundos para ir a buscar el periódico.
El repartidor ha desgarrado el envoltorio de plástico de las revistas al pasarlas por la ranura, y éstas tratan de escurrirse de las manos de John como peces mojados mientras sube las escaleras. Casi lo consigue; atrapa la revista de cultura cuando ésta salta hacia la libertad, y en su lugar se le cae la de moda.
La revista rebota sobre su lomo, mostrándole un atrevido destello de lencería francesa, antes de quedar abierta por la sección de trajes masculinos. John tira la prensa en el sofá y regresa a recogerla.
Oh. Westwood.
John no es que sea fan de Westwood, por decir algo.
Sin embargo, hay algo en Shepherd y Woodward que le hacen pensar en Sherlock, y deja el artículo abierto en la mesita de centro para él, cuando le dé por asomarse. Además, estas revistas suelen tener secciones de chismes al final y muestras de perfume por el medio, y a Sherlock, por alguna misteriosa razón, le gustan también esas dos cosas. La comisura de los labios de John se levanta apenas. Qué hombre tan ridículo.
John se estira y mira el reloj. Son casi las nueve y el día cambia frente a él, largo y carente de propósito. Tal vez debería planchar. No es una tarea doméstica que a John le guste, pero es mejor que otras. Puede apagar el cerebro y ponerse en piloto automático mientras plancha sus camisas; la experiencia en hospitales y el entrenamiento militar le permiten convertir la labor en un rápido arte. John ha mirado a Sherlock tratar de planchar, todo pulgares y dedos, pellizcando la tela y tardando una eternidad para dejarla perfecta, no sea que alguien lo vea con la ropa arrugada en un día en que le ha dado por preocuparse por su aspecto.
Deja la cesta de la ropa limpia dentro de su alcance y abre una de las puertas para tener un sitio donde ir colgando las camisas ya planchadas, y pone manos a la obra. Es una tarea laboriosa; lo mantiene ocupado durante una hora. Con la radio encendida, es casi una distracción agradable, hasta que llega a las camisas de vestir y se pregunta si debería molestarse.
No va a ir hoy, está casi decidido.
Sherlock da unos curiosos golpes en el piso de arriba, como si estuviera tirando libros al suelo. Es posible que sea precisamente eso lo que está haciendo. John se muerde la mejilla por dentro. Se delatará a sí mismo si no plancha las camisas. Además, tendrá que hacerlo después de todas maneras. El algodón blanco luce rígido contra el gris oscuro de la tabla de planchar. Hay una mancha en uno de los extremos, oscura y marrón-rojiza, que fue culpa de Sherlock y que, hasta donde sabe John, al menos no es de origen humano. Sherlock tiende a mantener la sangre y los cartílagos en la mesa de la cocina, el fregadero y la nevera, una profanísima trinidad.
Al menos cuando no está dejando un charco de ellos en el pavimento.
John suelta pesadamente la plancha y alarga la mano para alcanzar el almidón. Alisa el cuello y los puños casi con brutalidad y añade la camisa de vestir a la aseada pila de camisas planchadas, y apaga la plancha. La niña gatea en torno a la esquina del sofá, persiguiendo una pelota que rebota. A estas alturas es casi medio cachorrito, piensa John, haciendo suavemente rodar la pelota de vuelta a la zona segura en el centro de la alfombra. La bebé la persigue.
Radio 4 lo traiciona y cambia la comedia por la seriedad de las noticias de las diez, y John le da al botón de apagado mientras las campanas de Westminster tañen por las ondas de radio. Una hora. ¿Y ahora qué?
Compras.
Saca el carrito de bebé y pierde un poco de tiempo poniendo las cosas en orden; recoge a la niña y coge su chaqueta, con su reluciente amapola de papel, y luego hace que su hija se parezca a la flor, con su abriguito verde sobre el carrito rojo. El tiempo está seco en el exterior, pero el cielo es de un gris desabrido, y ella parece resplandecer en contraste, luminosa.
La ciudad hormiguea con el rumor de la gente que ha salido el domingo por la mañana, respirando el aire sin preocupaciones, siguiendo con sus vidas. John ve a un par de personas mirando el reloj, preocupadas por el tiempo. “Tranquilos” piensa, “aún quedan al menos cincuenta minutos”. Agacha la cabeza y se apresura por delante de los insufribles agentes comerciales que tratan de recaudar dinero para las ONGs, insensible, odiándolos a ellos y a sus chalecos fosforescentes. En su opinión ese tipo de mendicidad es despreciable. “Bah, pamplinas” le murmura a la niña. Ella se chupa el pulgar, felizmente ignorante.
Va a tener que dejar ese hábito un día de estos.
Pensar en batallas futuras hace que John se sienta un poco melancólico.
Llegan a Tesco sin que los aborde casi nadie, y John hace un rápido y eficiente barrido del lugar. No hay mucho que comprar, en realidad; ya vino antes esta misma semana. Hay otra organización de caridad más allá de las cajas, y una más en la puerta, lo cual le parece excesivo. Colabora con una libra para las ambulancias aéreas, pero ignora el resto de causas, que no reconoce. En el pasado, solía conocerlas todas. Hace unos años fueron ONGs relacionadas con el socorro a las hambrunas, y antes de eso… ah sí, desactivado de bombas en África y Camboya.
¿Seguirían trabajando en eso? “Si es así, se han dejado un par sin desactivar en Dartmoor” piensa John, y sonríe sin humor.
¿Cuál preferirías? ¿Recibir un tiro, ser desmembrado por animales salvajes, o volado por los aires de piernas para arriba?
Es un mórbido debate que mantiene consigo mismo hasta doblar la esquina. Como método, descarta el disparo; ya lo ha probado y es una manera jodida de morirse. Más lenta de lo que parece, excepción hecha del tiro en la cabeza. ¿Decapitación? No. No sabe mucho de eso. Le parece un poco a lo Revolución Francesa, con todas esas mujeres nobles vestidas de seda. Damas elegantes sin aliento, esperando a la cuchilla de rodillas, rezando por salvarse en el último momento.
Una bomba al menos es bastante rápida; siempre ha sido más valiente con las bombas, piensa. Clic, pum, y te has ido para siempre, adiosito, adieu, bye bye.
John exhala entre los dientes. Ya es suficiente, Watson. Componte. Piensa en algo más alegre. En salchichas. El sol. En los putos azulejos…
…sooooooooobre los blancos picos de Dooooooooover.
–Dios, cómo odio noviembre –masculla en voz alta. Más alta de lo que pretendía. Un extraño cualquiera responde “yo también, tío” al pasar, y lo asusta.
Se detiene frente al restaurante chino al que Sherlock y él suelen ir. Un fuerte olor a sésamo y ajo flota hacia él en una nube de grasa, y su estómago ruge. Es un poco temprano para pedir comida, pero quizás pueda preparar sus propios fideos en casa. O sopa con wonton. Eso podría hacer. Puede incluso que quede algo de té de jazmín en algún lugar al fondo de la alacena; se le ha olvidado comprar cerveza, y de todas maneras no sabe si quiere beber hoy. Si pudiera encontrar la otra tetera, sería un agradable estimulante: un poquito de té. No se atreve a prepararlo en la tetera que usan normalmente, porque haría que el té supiera a flores durante días.
John se pregunta quién se encargará ahora de cuidar las teteras en el museo de antigüedades. Dios, algunas personas mueren demasiado jóvenes. Lo único que la pobre chica quería era que la dejaran preparar té en paz por el resto de su vida. No era mucho pedir, ¿verdad? Se siente un poco culpable por su muerte, las veces que se permite pensar en ella.
El aire se quiebra con el estampido de una bala, alarmando a las palomas, y John se encoge por instinto, y luego los cañones retumban al otro lado del Támesis. Las campanas dan la hora sonoramente, y la gente de la calle se detiene a mitad de conversación y guarda silencio.
John se pone en pie, mirando a las nubes. Su hija balbucea y él siente el impulso irracional de mandarla callar, aunque ella no puede aún entender por qué. Los autos pasan por la calle, y John se pregunta si los conductores adentro estarán guardando silencio, o si se habrán olvidado. A él se le olvidaba todo el tiempo cuando era joven, inconsciente y desconsiderado.
Pero es algo raro, este silencio. ¿Por qué no hablar sobre los muertos? ¿Por qué siempre había que usar frases cuidadosamente construidas acerca de cosas abstractas, como si se estuviera recitando el currículum de alguien? Sí, está bien, el silencio es respetuoso, pero ¿qué hay de lo demás? El lado humano que cubre ese andamiaje de profesiones y logros. Si esa bala en Afganistán hubiera dado unos centímetros más al costado, ¿qué habrían dicho en su funeral? Cosas bonitas, supone John, pero duda que nadie se hubiera acordado de las cosas que él recordaba con más cariño; Bill Murray y él riéndose hasta que les dolió el estómago al ver al teniente Brown meter un pie en la bota en la que previamente habían metido un huevo pasado por agua, y la expresión de pánico total que apareció en su rostro. Su parte favorita de su libro favorito.
Sherlock habría sabido eso.
John siente que algo se encoge en lo más profundo de su estómago. Bueno… eso es verdad. Sin duda Sherlock habría fastidiado a quienquiera que intentase velar por John con el apropiado decoro militar recordando todas las veces en que John fue especialmente tonto, y el hecho de que cocinaba una “cosa con guisantes” que “no estaba mal”.
Otro disparo. El hechizo se rompe. La niña tironea de sus juguetes, haciéndolos sonar como campanillas.
Hablando de personas a las que les gusta cómo cocina, será mejor que vuelva a casa para comer. John apoya la mano sobre el carrito, y vuelve el rostro hacia el hogar.
***
Sherlock está saliendo por la puerta cuando él entra.
–¿Vas a Saint Barts? –pregunta John, apartándose a un lado mientras Sherlock baja las escaleras abotonándose el abrigo.
–Ajá –una sonrisa fugaz mientras se sube el cuello–. Cáncer de colon.
–Ah, bueno, que lo disfrutes. Te has olvidado la bufanda –le señala John. Sherlock pasa a su lado rozándolo apenas, los faldones de la gabardina aleteando en el aire.
–No la necesito. Estoy bastante calentito, gracias.
–¿Querrás que te prepare algo para cenar? –llama John a su espalda mientras Sherlock salta a la calle, un brazo en alto para llamar a un taxi.
–A lo mejor –replica Sherlock–. Eso de la tostada. Lo que tiene queso.
–¿Te refieres a las tostadas con queso? –pregunta John, empezando a sonreír.
–Sí –Sherlock abre la puerta trasera del taxi antes incluso de que se haya detenido del todo y salta al interior–. ¡Hasta luego!
–Vale –dice John, alzando la mano mientras el taxi se aleja–. Cuídate.
Baja la mano, y la mete en su bolsillo un momento, palpando sus llaves. El potencial mortífero de los taxis londinenses aparece en su mente, pero ninguno de los dos puede permitirse un coche, ni encontrar siquiera un lugar donde guardar uno, y sería injusto tanto para Sherlock como para el público general obligarlo a usar con regularidad el transporte público de Londres. Además, ya le pegó un tiro al peor taxista de todos, ¿no?
–Al menos ahora los comprueba –conversa John con la niña. Ésta ha empezado a hacer ruidos insistentes, y John tiene la grave sospecha de que cuando entre en casa tendrá que ocuparse de algo que no es la compra.
Entra, cambia a la niña y guarda la compra, saca otros ingredientes y prepara el almuerzo. Le da de comer a la niña, la limpia de nuevo y finalmente consigue ponerla a dormir la siesta. Es una actividad inconsciente y rutinaria y lo distrae tanto que acaba encendiendo la televisión sin pensar mientras se sirve su propia comida.
El desfile está terminando.
La esquina del sofá se hunde bajo su peso al dejarse caer en él. Recuerda el crujido de la tierra del desfile bajo los tacones de sus relucientes botas hace unos años, el paso rítmico de los hombres que lo rodeaban por los cuatro costados mientras pasaban frente al monumento conmemorativo. No era noviembre, sin embargo; era verano, el sol haciendo parpadear un par de millares de botones pulidos y el calor cruzándole los hombros bajo la casaca de su uniforme de gala como el brazo de un amigo. Los observa, parecen hormigas cuando la cámara abre el zoom. Todos los soldaditos se van marchando a casa.
Excepto los que ya no pueden.
John cruza los brazos. Las camisas siguen colgadas detrás de la puerta. Aún quedan varias horas.
Apaga la televisión y busca la prensa, equilibrando el cuenco de fideos en su regazo.
Sherlock se ha leído los periódicos mayores y los ha ido abandonando desperdigados por la salita, obviamente buscando algo interesante (y obviamente no encontrándolo). John los alisa, y se salta la primera plana. Movido por el hábito, los investiga pensando en Sherlock, preguntándose qué fue lo que lo dejó tan insatisfecho. Una colisión violenta en la M24; un montón de bobadas sobre el Departamento de Educación; unas prolijas caricaturas políticas. Noticias sobre la muerte de un cantante pop, que lee y luego lamenta cuando sus ojos se detienen sobre las estadísticas que acompañan el artículo en una pulcra cajita. Ránking de suicidios según profesión.
Cerca del primer puesto está “profesionales de la salud”. Después, por supuesto, lo de siempre: trabajadores financieros, abogados, granjeros, etcétera. Más abajo encuentra artistas, soldados y desempleados. Mentalmente, John no puede evitar marcar todos aquellos con los que se ha cruzado alguna vez. ¿Banqueros? Hubieron dos. ¿Artistas? La mujer de rosa probablemente cuenta. ¿Soldados…? Unos cuantos, nada personal. En su mayoría.
Esa pistola nunca fue más pesada que en Londres, sin embargo. En esa época.
¿Médicos? Sorprendentemente ninguno, a menos que el hombre de H.O.U.N.D. cuente.
Y un ama de casa.
John dobla el periódico despacio y lo tira a la papelera de reciclaje. Coge una novela y luego retoma su versión del chow-mein durante casi una hora hasta que los fideos al huevo se han puesto fríos y viscosos, y el único sabor que distingue es la sal de la salsa de soya. Finalmente, irritado, cierra el libro.
Mierda, debería ir, pero no quiere ir.
En vez de eso, baña a la niña, lo cual le lleva una eternidad porque está acostumbrada a bañarse antes de dormir, y el cambio en la rutina la altera. Chapotea y lo moja todo, pero al menos le da otra excusa para perder el tiempo limpiando el suelo del baño. Después, limpia la cocina.
Después maldice y va a mirar en el armario.
No se va a poner el uniforme de gala. Es sólo una reunión en el parque, y está seguro de que, aparte del grupo scout de la zona, el representante local del Parlamento o quien sea que haya organizado esto, todo el mundo irá vestido de civil. Él también puede ir vestido de civil, maldita sea. Quizá se ponga la camisa, sin embargo, ya que se ha tomado la molestia de plancharla. Puede quitarse los vaqueros húmedos y ponerse sus pantalones de ir a trabajar. Lo suficientemente arreglado como para guardar el decoro, pero no tanto como para que parezca que se ha esforzado.
Los botones le resultan pequeños y engorrosos, y sus dedos grandes y torpes como zanahorias al intentar abrocharlos. Se peina y prepara té, tres cuartos del cual tira por el desagüe sin bebérselo.
Afuera, la luz diurna empieza a debilitarse. El sol se pondrá hacia las cuatro y veinte, y la reunión empieza a las cuatro y cuarto. John mira al reloj de pared. Ya son las tres y cuarto, y aún tiene que pedirle a la señora Hudson que cuide a la niña. Vacila por cinco minutos más y luego hace de tripas corazón y baja las escaleras.
–Por supuesto, cariño, sin problema –dice la señora Hudson, complacida–. Voy a ir a ver a la señora Turner; no le importará que me lleve a la pequeña. Su hija casi nunca se acuerda de ir a visitarla o de llevarle a los niños; es muy triste. Nos lo pasaremos bien, ¿verdad, Abejita?
–Gracias –está a punto de irse cuando recuerda que se ha dejado las llaves en sus otros pantalones y tiene que volver atrás, y ese sencillo acto (volver a entrar en el piso y preocuparse por si llega tarde) lo hace cuestionarse su decisión de nuevo. No debería ir sólo para llegar tarde. Es igual de malo que no ir. Pero claro, ya faltó el año pasado, y eso lo hace sentirse extrañamente culpable, y no sabe por qué.
Puede que haya gente ahí que lo reconozca.
Puede que no haya más que desconocidos, desconocidos de luto.
No sabe cuál de las dos opciones sería peor.
John se agacha para ajustar un cordón del zapato que se le ha soltado, y planta una mano en la mesita junto a la puerta para apoyarse. Sus dedos desplazan un cenicero, medio escondido bajo las Páginas Amarillas, y le llega el olor del tabaco rancio. El maldito Sherlock está fumando otra vez.
El tabaco le recuerda a algunas personas.
Varios de los chicos fumaban allá en Afganistán. Su abuelo fumó hasta que murió y la familia detuvo las manecillas del reloj, y a John dejó de gustarle la canción infantil que hablaba de ese tema en particular.
Mierda, si no sale ya sí que va a llegar tarde. Muévete, Watson. ¡La espalda recta! ¡Pégate a tus compañeros! ¡Mucho mejor!
La puerta de la señora Hudson está cerrada; ya se ha ido, y las escaleras son largas. A mitad de camino, John se detiene porque su rodilla cede inesperadamente. Despacio, agarrándose al pasamanos, se sienta, agitado y sorprendido consigo mismo. Se pellizca los labios para tranquilizarse. ¿Qué era lo que estaba haciendo?
John, lo importante de recuperarse de un trauma es que hay que darse tiempo y espacio a uno mismo. “¿Cuánto espacio, maldita sea? ¿Cuánto tiempo? Justo cuando creo que ya estoy bien, algo me lo estropea todo”.
Adaptarse a la vida civil nunca es fácil. “Yo ya estaba adaptado. Estoy adaptado. Ha pasado un puto montón de años. Tengo un apartamento y una hija y un trabajo que es casi completamente normal. Cocino platos con guisantes, y lo estoy intentando. Lo intento sin parar, maldita sea, por qué no funciona. ¿Cómo puedo no estar adaptado? ¿Cómo es que aún no estoy adaptado? Soy más bien aburrido”.
Las cosas que querías decir, pero nunca dijiste. Dilas ahora.
–No puedo –le dice John al recibidor. Se hunde los dedos en la rodilla–. No puedo. Es que no puedo.
***
Le pasa algo raro a la puerta; Sherlock se da cuenta mientras se acerca. El llamador está de lado, tal y como lo dejó, pero no es eso; no es que alguien haya entrado. Es que alguien no ha salido.
John levanta los ojos de su teléfono en cuanto él entra. Está sentado a un lado, contra la baranda, con el abrigo puesto. A punto de salir, pero aparentemente ha decidido tomarse unas vacaciones en la escalera. ¿Esperando? ¿Esperando… en la escalera?
–Ah, bien. Ahí estás.
–Yo, eh… llamada de la clínica. Iba a salir ahora –explica John, indicando el teléfono–. Acabo de colgar.
John miente como el culo, y esto no es realmente una mentira, pero Sherlock supone que John tiene la esperanza de que dé por hecho que se refiere a la clínica en la que trabaja. Sherlock le sigue el juego.
–¿Necesitan que vayas ahora? –pregunta.
–No, no, no es nada de eso. Sólo… papeleo.
John cierra el mensaje que le estaba escribiendo a Ella y se guarda el teléfono en el bolsillo. Ya sea que Sherlock de verdad no sepa qué está pasando, o que esté fingiendo, John lo agradece.
–Bien –asiente brevemente Sherlock–. Entonces date prisa, tenemos que ir a un sitio.
–¿Un caso?
–¿Vienes o no? –lo provoca Sherlock, volviendo a salir por la puerta. Como suele ocurrir, se las arregla para limpiar de golpe algunas de las telarañas del cerebro de John.
–Sí. Voy –se levanta, sintiéndose cansado, pero notando su pierna más o menos firme de nuevo–. ¿Adónde vamos?
Orange 3G 2:23 PM
‖Mensajes‖ Mycroft ‖Editar‖
Necesito entradas.
Esta noche. Algo
interesante. Ahora.
-SH
Estarás en deuda conmigo.
Ahora, Mycroft.
-SH
Las bodas de rubí.
Alguien tendrá que
sentarse junto a la
tía Lydia.
Está bien.
-SH
Entonces veré qué
puedo hacer.
Mándale mis mejores
deseos a John.
Sherlock trabaja en otros casos pequeños a lo largo de ese mes. Uno los mantiene en vela toda la noche, trabajando en un caso sin resolver que requiere que John lea en voz alta interminables hilos en foros de internet mientras Sherlock yace en el sofá con los ojos cerrados. Sherlock está convencido de que hay algo ahí que completará el rompecabezas en su cerebro y revelará al asesino.
John vuelve la cabeza hacia un lado, haciéndose crujir el cuello, y bosteza.
–Ahora BertyFrog se queja del color de la fuente y le pide a los administradores que lo cambien; GalaxyGurl no cree que sea un problema y dice que le gusta la combinación de colores porque… “Los calzoncillos de Steve”, todo en mayúsculas. ¿Es una referencia a algo? Eh… un segundo post de GalaxyGurl diciendo “fiesta fiesta fiesta”, después un montón de gifs de gente bailando en discotecas de Rollup, luego un post de ShadyD_Lite diciendo que no puede ver el post anterior, eh, ¿me sigues escuchando?
–Hm –replica Sherlock, sin abrir los ojos.
–Vale. Bueno. A ver –John baja por el foro–. Ok, diecisiete de mayo a las siete y cuarto, aquí está de nuevo BertyFrog, quejándose del último juego que jugó (no le gustan los personajes de Rollup); al menos creo que eso es lo que está diciendo. Hay un montón de faltas ortográficas… espera –se separa del escritorio y, en efecto, la niña está llorando.
John mira su reloj. Son casi las tres de la mañana.
–Qué raro, suele dormir más. Quizá la luz le molesta –baja un poco más por el foro, reporta un par de cosas más a Sherlock, que ahora tiene los ojos abiertos. Tiene el ceño fruncido, quizá el hilo de sus pensamientos ha sido cortado por los lloros de la bebé. John hace otra pausa para escuchar de nuevo; no se calma.
–Perdona –dice, levantándose y yendo a buscarla. Siente los ojos de Sherlock en la nuca mientras camina.
Es un problema simple: se ha mojado el pañal. John está sorprendido. Hace semanas que no tiene que cambiarla en mitad de la noche. La limpia, pero ahora está completamente despierta y con ganas de meter ruido, dejando bien claro que no quiere regresar a la cuna de inmediato. Desconcertado, John se la lleva de vuelta a la salita.
–Perdón, parece que está… eh, de mal humor –se encoge de hombros. Por otra parte, es la primera vez en bastante tiempo que se queda despierto hasta tan tarde. Quizá la niña puede percibir eso.
–No pasa nada –Sherlock se levanta del sofá y pasa sobre la mesita de centro para alcanzar el portátil que John estaba usando, apartando papeles.
–He llegado hasta el final de la página cuatro –dice John, tratando de ayudar. Se acerca y mira la pantalla del ordenador por encima del hombro de Sherlock.
Sherlock se quita de en medio, alargando los brazos para alcanzar otro de sus muchos portátiles y ojear dios sabe qué, ignorándolos obstinadamente. Al contrario que la niña, que extiende ambos bracitos regordetes, arqueándose en los brazos de John y empujando con sorprendente fuerza. Sus irritados sonidos de frustración son palpables.
–Mira, está buscándote a ti –dice John, atónito. La balancea, tratando de redirigir su atención, pero ella no está ni remotamente interesada. Sherlock evita la mirada de John y se encoge de hombros, como diciendo que o bien es un misterio que no tiene ningún interés en resolver, o que no tiene ningún interés a secas.
–Vamos, cariño –dice John–. Sherlock está ocupado, y tú deberías estar durmiendo. Voy a… –su voz se apaga, confrontado por la pétrea pared que es la nuca de Sherlock, encorvado sobre su portátil, tecleando–. Sí –concluye John con un suspiro–. Tú sigue con eso.
Se lleva a la niña de vuelta al dormitorio y se sienta con ella al pie de la cama, tratando de mecerla para que por lo menos se adormezca. Se calma un poco, pero a todas luces hay algo que no ha cumplido sus expectativas y no está satisfecha con el pobre sustituto que John le ofrece. Tiene la carita contraída en un expresivo mohín; John piensa que la hace parecerse a él.
Acaricia suavemente el puente de su nariz con el dedo índice, algo que a ella le gusta, y poco a poco el ceño se relaja y sus párpados empiezan a caer.
A lo lejos, oye a Sherlock hablar consigo mismo en el salón, luego el sonido de sus pasos atravesando apresuradamente la cocina.
–¡Epilepsia fotosensitiva! –anuncia a voz en cuello, irrumpiendo por la puerta–. El asesino rompió todas las lámparas y espejos porque la tormenta eléctrica los hacía parpadear, ¡un peligro serio para alguien con tendencia a los ataques epilépticos! –da grandes zancadas de aquí para allá, gesticulando con excitación.
–¡Shh! –dice John, agitando una mano hacia Sherlock para hacerlo bajar el tono. Demasiado tarde, la niña ya está despierta y lloriqueando de nuevo–. ¡Oh, por el amor del cielo!
–¡John, lo he resuelto! –protesta Sherlock, herido.
–Sí, y has despertado a la niña.
–Ah, siempre está despierta. Necesito que confirmes el tipo de epilepsia –insiste Sherlock–. Ven a examinar la evidencia.
John se pone de pie, harto.
–¡Está bien! –espeta, irritado–. ¡Entonces tú la duermes, dado que fuiste tú el que la despertó! –se la tiende a Sherlock, y su fastidio desaparece de inmediato cuando Sherlock, con aspecto sorprendido, obedece, y la niña se agarra a él.
La manera en que los brazos de Sherlock se mueven para sostenerla es automática, y está a años luz del gesto dudoso de un hombre al que John sólo ha visto cargar niños en muy escasas ocasiones; la mayor parte de ellas por pura necesidad, o por insistencia de John. La bebé se acurruca entre los brazos de Sherlock, dejando descansar el rostro contra el cuello de su camisa con un ruidito que suena a “por fin”.
–…le gustas mucho –dice John mirando fijamente, un poco confundido.
Sherlock encoge vagamente su hombro libre, y las sospechas de John se afinan.
–Es raro, porque casi nunca la tomas en brazos ni la consuelas –John no puede evitar el tono pasivo-agresivo que se le cuela en la voz. La mirada de Sherlock se escabulle hacia un lado, compungida, y la noción de normalidad de John se va con ella. Sherlock se muestra tan incómodo y culpable que los pensamientos de John viran automáticamente a las drogas, a pesar de lo irracional que es eso.
–¿Qué has hecho?
–¡Nada!
–No, no me mientas –John sacude la cabeza, negándose a escuchar–. Ni se te ocurra –se está tensando, preparándose para una pelea, su mal genio inflándose y a punto de explotar, tan rápido y catastrófico como una tormenta estival.
–La cojo en brazos –escupe Sherlock. Traga saliva y se balancea nervioso, agarrándose a la niña como si fuera un escudo entre él y la ira de John.
–¿Qué? ¡¿Cuándo?!
–Por la noche.
–¡¿Para qué?! –no quiere dudar de Sherlock; no puede, no después de todo lo que han pasado, pero la vieja inquietud sigue en un rincón de su cabeza. John se irá a la tumba insistiendo en que Sherlock es el mejor y más brillante de todos los hombres que ha conocido, pero aún hay un débil signo de interrogación sobre el tema de su brújula moral.
Él no le haría daño, siente, más que piensa, John, pero ¿entiende dónde están los límites?
Sherlock aún no ha respondido a su pregunta, su expresión a la defensiva pero punteada con aprensión. No quería que las cosas ocurrieran así. John exhala, decepcionado.
–Sherlock. Devuélvemela.
–Llora –dice Sherlock sin mudar la expresión, negándose a ceder–. Se despierta, y llora, y luego te despierta a ti y después no te puedes volver a dormir. Así que… la cojo en brazos –sus ojos finalmente enfrentan los de John.
¿No ha estado bien?
A estas alturas ya no lo sé.
John se pasa una mano por la cara.
–Pensé que dormía toda la noche –dice, odiándose por ser tan estúpido.
–Duerme sin interrupciones hasta las tres, y luego de nuevo desde las cinco, con breves fases de sueño ligero o adormecimiento por el medio.
John no consigue estructurar sus pensamientos en preguntas coherentes lo suficientemente rápido, pero Sherlock responde la siguiente cuestión antes de que pueda ponerla en palabras.
–Sí. Orina. Una vez fue lo otro, pero eso fue porque le diste avena –John abre la boca para especular sobre el número de pañales que han desaparecido sin que él lo note, y Sherlock añade–: He comprado otro paquete, está debajo de mi cama –pone cara de estar completamente avergonzado.
Mirándolo, John exhala y hace la única pregunta en la que Sherlock no ha pensado aún.
–¿Por qué no me lo dijiste y ya está?
Sherlock se encoge de hombros, cierra apretadamente la boca e inclina un poco la cabeza, y luego se mira a sí mismo brevemente, pero de alguna manera se las arregla para decir muchísimo con esos simples gestos.
Mira, soy ridículo. Tú eres posesivo. Tenía miedo de que dijeras que no. No quería tener esta conversación. Te habrías quedado encima de mí para asegurarte de que lo hacía “bien” y así sólo habría conseguido hacerlo mal. Los sentimientos me dan vergüenza. No quiero que se me domestique. No pensé que fuera importante. He estado preocupado por ti.
John traga saliva de nuevo, esta vez notando un denso nudo en la garganta.
–Entonces, ¿lo haces todas las noches? Madre mía, lo haces todas las noches, ¿verdad? No tiene ni un año y ya la tienes llevando una doble vida.
Ni siquiera sabe qué lo enfada más; que Sherlock haya estado actuando a sus espaldas, que él no se haya dado puta cuenta de lo que estaba pasando con su hija, o que nunca haya sido consciente de que Sherlock, a su propia y caótica manera, quiere ayudar. Que a Sherlock le importa la niña. Que fue él quien dio por hecho que no era así.
“Pero ¿qué carajo nos pasa?” se pregunta John, desesperado. “¿Por qué no podemos hacer nada que tenga aunque sea una pizca de sentido común?”
Sherlock le devuelve la mirada, tenso. Sus manos, no obstante, se mantienen deliberadamente suaves sobre la espalda de la niña. La piel en torno a sus ojos está tirante, pero sus hombros se mantienen alineados ahí donde se apoya la cabeza de la bebé, sus rizos apenas rozando la rígida línea de su mandíbula. El conjunto resulta extrañamente desequilibrado, como una colcha hecha con cantidades iguales de parches de cuidadosa consideración y de ataque de nervios. John piensa que quizás no es consciente de ello.
–¡Eres –dice finalmente John, apuntándolo con un dedo– un completo y absoluto idiota! Quédate ahí –le ordena, y volviendo grupas regresa al comedor pisando fuerte.
Sherlock lo mira irse y se mueve en dirección contraria para sentarse al pie de la cama, sintiéndose vacío.
–Se acabó la fiesta –dice quedamente contra la coronilla de la niña–. Lo siento. Fue bonito mientras duró –los deditos de la niña aprietan la base de su garganta; en el hueco del codo de Sherlock, su peso es tibio, relevante–. Tampoco habrán más historias –ella se agita un poco, y él le recuerda, entre susurros, que no es culpa suya.
John regresa y esta vez lleva su teléfono. La mente de Sherlock da un salto: ¿A quién ha llamado? No, no ha llamado a nadie. ¿Un mensaje de texto? No, lo está agarrando al revés; ¿qué está haciendo?
John entorna los ojos, concentrado, tecleando en la pantalla. La cámara se enciende.
–¿Qué…? –quizá sea para recoger pruebas.
–Estoy tomando una puta foto –dice John, su cara mudando de expresión con una emoción que Sherlock no consigue clasificar –de ti con mi hija. Tengo fotos de la señora Hudson con ella, y con Lestrade, y con Molly, incluso… ¡incluso con gente cualquiera! Y tú vives aquí y le gustas, así que cállate y di “patata”.
Sherlock sale realmente mal. Parece una oveja asustada, con la boca medio abierta por el asombro, y los rizos cayendo sin vida sobre su frente después de cuarenta y dos horas seguidas de trabajar en el caso. La niña sale movida y la iluminación es mala porque parte del dedo de John estaba encima del flash, pero una sola mirada a la foto hace que John estalle en carcajadas.
–Es perfecta –dice.
–Parezco un idiota.
–Refleja bien la realidad entonces –dice John con malicia, y luego, suavizando el tono, lo arregla–. Vale, eso no ha sido justo. Pero… la niña no está para entretenerse, Sherlock.
–¡No me estaba entreteniendo! –dice Sherlock, y por primera vez suena ofendido. La mirada de John se mueve de la foto a la realidad frente a él y de vuelta a la foto, y en su lenguaje corporal Sherlock puede leer: Sí, ahora lo veo.
Lentamente, John sonríe.
–De verdad te gusta la niña.
–Eh, bueno… –empieza a balbucear Sherlock.
–Sí te gusta. Estás loco por ella –la sonrisa de John florece, y su súbito orgullo es palpable. Hay un matiz de alivio también–. Todo este tiempo pensé que… que te limitabas a tolerarnos –extiende el brazo y roza tiernamente la espalda de su hija con los dedos.
–Te lo prometí –murmura Sherlock, mientras John se sienta a su lado en la cama.
Es la última vez que Sherlock tendrá que recordárselo.
***
No hay nada para desayunar en la nevera, a excepción de seis tarros de comida para bebé, y John no cree estar tan desesperado. La noche pasada habían siete, y la niña sigue profundamente dormida, lo cual es sospechoso, pero mientras Sherlock coma algo John supone que no debería quejarse.
Comprueba su reloj. Son las cinco y media de la mañana, pero la señora Hudson tiende a despertarse temprano, y tiene la impresión de que podrá engatusarla para que sea generosa con su pan y su tocino si la invita a subir. Si se puede oír el sociable murmullo de Radio 4 a través de su puerta, significa que puede llamar.
–Voy a bajar un momento –dice–. No tardaré.
Sherlock mueve perezosamente una pierna en el sillón, y declina hacer comentarios. Tiene la calavera en la mano y tamborilea sobre ella con los dedos, contemplativo. John casi puede oír el sistema de archivado mental en acción.
–Traeré algo para desayunar, ¿vale?
–Caso –señala Sherlock. Deja el cráneo equilibrado sobre el brazo del sillón y se inclina hacia adelante para coger el portátil.
–Ya está prácticamente cerrado –replica John, y Sherlock suspira–. ¿Sándwich de beicon? –insiste John, y aunque Sherlock no replica, se percibe hambre en su silencio, la cual John interpreta como asentimiento–. Ya sabía yo –un tarro de pollo blanduzco y desabrido no es una gran comida, a fin de cuentas.
Sherlock gruñe.
John se estira por encima de él para entreabrir las cortinas y mirar afuera. La calle sigue completamente a oscuras y seguirá sin haber luz durante las próximas horas; las maravillas del invierno británico.
–Mierda, debería sacar la basura también.
Sherlock mira abajo, junto a su codo, y nota la suave manera en que los dedos de John acarician sin darse cuenta el tibio hueso amarillento del cráneo. Él no parece haber reparado en que lo hace, y Sherlock duda de que sea siquiera mínimamente consciente de este nuevo hábito que ha desarrollado: tocar las cosas antes de salir de Baker Street, aunque sea sólo por un momento. Para ser honesto, es la primera vez que él mismo piensa en ello con seriedad, y algo profundamente enterrado en su estómago se retuerce al darse cuenta de que John jamás toca ninguna de sus propias pertenencias.
–Vuelvo enseguida, entonces –John da un golpecito ligero y decisivo a la coronilla de Billy antes de ir a buscar sus zapatos.
Sherlock mira con fijeza la pantalla del portátil y trata inútilmente de recuperar el hilo de sus pensamientos.
Los dientes de la calavera relucen bajo la lámpara del escritorio, ¡ding!, como la sonrisa de un presentador de televisión antiguo.
¡Tengo una oferta para ustedes, caballeros!
–Para –murmura Sherlock, irritado, en el apartamento desierto. En el portabebés, la niña hace un ruidito entre sueños. En el primer piso, la señora Hudson le abre la puerta a John.
¡Compren una y llévense otra gratis!
Cuando John regresa, el cráneo ha sido exiliado a la repisa de la chimenea, con la cara vuelta hacia la pared, cosa que le resulta extraña cuando lo descubre, unos días más tarde.
Impávido, Billy le sonríe lascivamente al reflejo de la habitación, aparentemente riéndose del mejor chiste del mundo.
Notes:
Notas de la traductora:
-Cadbury es una marca de golosinas británica, y sus chocolates son RIDÍCULAMENTE DELICIOSOS. Tienen unos huevos de Pascua rellenos de caramelo blanco y amarillo (como los huevos de verdad) que son tan ricos que me hacen llorar. El problema es que mis dientes también lloran bastante. Qué tragedia.
-La frase de la lápida en la que John piensa, que aquí he traducido como “aquí yace un soldado en Dios”, es originalmente “here lies a soldier, known unto God”, una frase inspirada en el capítulo 15, versículo 18 de los Hechos de los Apóstoles, y que se traduciría más bien como “aquí yace un soldado, conocido en Dios”, o “únicamente por Dios” (es decir, un soldado desconocido). No obstante, no suena en absoluto como algo que alguien escribiría en una lápida, así que tuve que tomar una decisión y hacerlo lo mejor posible ^^U. Como curiosidad, parece que dicha frase fue elegida por Rudyard Kipling (el autor de El Libro de la Selva) para los soldados muertos en la Primera Guerra Mundial que no habían podido ser identificados. Se asume que el propio hijo de Kipling murió luchando en este conflicto, pero su cuerpo nunca fue encontrado, de ahí su implicación.
-La frase latina que se menciona poco después, "dulce et decorum est", proviene de las Odas del poeta romano Horacio, y la versión completa es Dulce Et Decorum Est Pro Patria Mori, ”dulce y honorable es morir por la patria”. Durante la Primera Guerra Mundial, el poeta inglés Wilfred Owen incluyó esa vieja frase en un poema en contra de la guerra, llamándola “la vieja mentira”.
-Lo del “besograma”… no veo Doctor Who, pero estoy casi segura de que es una referencia a esa serie XD
-“Bond Air” es una referencia interna a la propia serie de Sherlock, dado que era el nombre en clave que Mycroft usó para la operación secreta que incluía un avión lleno de cadáveres. Sherlock va disfrazado de cadáver, así que he ahí el chiste. A los angloparlantes les ENCANTAN los juegos de palabras. No tenéis ni idea de la cantidad de ellos que he luchado por traducir en lo que llevo de fic.
-Sainsbury’s es una cadena británica de supermercados.
-En el texto original, el edificio de apartamentos en el que vive Molly es un crescent; aquí lo he traducido como “edificio en forma de medialuna”, que es básicamente su definición. Como curiosidad, los edificios y las calles curvas son muy abundantes en Londres; en algún punto entre el siglo XIX y el XX (no recuerdo si fue después de algún incendio, o al reconstruirla tras los bombardeos nazis) se puso de moda que las calles tuvieran curvas y que no se pudiera ver el final de una sola ojeada. Si miráis fotos de barrios londinenses, veréis que muchas veces parece que las casas se echan una encima de la otra, porque cada una está un poquito más adelante que la anterior. No es casualidad ;)
-El EMDR (por sus siglas en inglés, “eye movement desensitization and reprocessing”) es un tipo de psicoterapia utilizada sobre todo con pacientes con estrés postraumático. No soy ninguna experta, pero por lo que he entendido, mientras el paciente habla de recuerdos difíciles se le proporcionan estímulos sensoriales externos que lo distraigan, como obligarlo a mover los ojos de un lado a otro, para intentar separar el recuerdo del trauma de sus efectos negativos. No todos los profesionales de la salud mental lo consideran útil.
-El franchipán es una crema hecha con dos partes de crema de almendras y una de crema pastelera.
-La canción que John recuerda mientras compra en Tesco es “(There’ll be bluebirds over) The white cliffs of Dover” (“Habrán azulejos volando sobre los blancos picos de Dover”), compuesta durante la Segunda Guerra Mundial. Hace referencia a los picos nevados de Dover porque esa era la primera parte de Gran Bretaña que veían los soldados al volver del frente en Francia. Un recuerdo militar, obviamente.
-Si quedan dudas o alguien quiere matizar/corregir alguna parte del fic o de las notas, ¡comentario! Y nos vemos ^^
Chapter 4: Imperfecto
Chapter by Amaikurai (Palma_Juju), BelsanEmpress
Summary:
La puerta del dormitorio está cerrada, algo que le resulta a Sherlock tremendamente curioso, y toca sin pensar.
–¿Qué estás haciendo ahí?
Demasiado tarde, la posibilidad de que no quiere saberlo porque John está haciendo… cosas… aparece en su mente.
Para su inmensa suerte, el único ruido que oye es el de la cinta adhesiva rompiéndose.
–Planes secretos y trucos astutos –replica John, su voz ahogada tras la puerta–. No entres.
Notes:
Notas de la autora:
¡Hay contenido extra en este capítulo! A modo de diversión navideña, he mencionado todos los regalos que aparecen en el villancico “The twelve days of Christmas” de una manera u otra durante la historia. ¡A ver si puedes encontrarlos todos!
Y DOBLE contenido extra: ¡encuentra también a los tres reyes magos! De hecho, puede que eso sea un poco más fácil.
Muchísimo agradecimiento y besitos amorosos a mi lectora beta Codenamelazarus, como siempre, y TODAVÍA más agradecimiento a todas las personas que han comentado y/o se han suscrito y/o me han dado kudos. UwU Siento mucho haber tardado tanto en actualizar.
Odamakilock.
Notas de la traductora:
Si, lo sé, LO SÉ, ha pasado casi un año. Lo siento muchísimo. 2018 de repente se puso interesante: conseguí por fin mi propio apartamento, y mi carrera de escritora, eh… ¿despegó? ¿Más o menos? Así que este proyecto se quedó en segundo plano. Pero que nadie tema, no pienso abandonar. ¡Nunca dejaría al mundo sin el talento de Odamaki!
Mención especial a Amaikurai, que me ayudó a ir traduciendo el borrador para que tardara menos en redactar la versión final.
Y si alguien, por algún casual, siente curiosidad por ver qué más barbaridades escribo (aparte de traducir a John y Sherlock añorándose mutuamente), soy MJCeruti en Twitter. Vengan, tengo porno de fantasmas.
No es broma.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
En los días previos a navidad, Hamleys se convierte en el tesoro de un genio de la lámpara, puro plástico reluciente y maravillas, y la decoración de los escaparates es casi arte. John y la señora Hudson pasan por ahí mientras hacen las compras, y al ver los ojos abiertos de par en par de la niña deciden llevarla dentro.
Han pasado años desde la última vez que John puso el pie en una verdadera juguetería. La mitad de las veces compra los juguetes online, donde son más baratos o de segunda mano y puede pedir que los entreguen convenientemente en la puerta de casa. De hecho, ni siquiera está seguro de haber entrado jamás en Hamleys, e incluso él siente removerse por dentro unas ambiciones infantiles largamente perdidas.
–Qué maravilla –dice, soplando para apartar las burbujas de jabón alegremente disparadas desde algún rincón oculto. Una escultura gigante de Lego del Puente de la Torre domina el recibidor, completo con parpadeantes luces LED de navidad. La señora Hudson admira los detalles hasta que un grupo de turistas franceses la empuja hacia un lado. John la toma por el codo y buscan juntos un sitio menos atestado.
–Hay cosas de bebé en el segundo piso –dice John, leyendo un cartel–. ¿Vamos a echar un vistazo?
Les toma un buen rato siquiera alcanzar los ascensores; vagan, agradablemente distraídos por la inmensa variedad y brillo de los juguetes.
–No es como en mi época –comenta la señora Hudson, admirando una exhibición.
–Ni siquiera como en la mía –asiente John.
–¡Ay, mira, yo tenía un osito así! –exclama la señora Hudson, moviéndose hacia una vitrina de osos de miembros rígidos. John se acerca a mirar, empujando el carrito. Se quedan parados, hablando sobre esos animales de rostro severo; el precio maravilla a John. La bebé se inquieta, y dado que que el suelo está limpio y hay poca gente, John desabrocha el cinturón del carrito y la deja salir.
–Hoy en día los fabrican mucho mejor, claro. Mi pobre Ted, todo viejito… el pelo se le empezó a caer a puñados. Puñados así de grandes. Mi madre me lo quitó y yo lloré como loca.
–A mí me gustaban más las figuras de acción, y el Mecano. Un montón de Mecano –le dice John, viajando en el tiempo hacia intereses una vez intensos, ya olvidados–. Y el Playmobil también. Nuestro colegio de primaria tenía una isla, y un barco pirata. Era…
–¡Ay, John, ha cogido algo! –lo interrumpe la señora Hudson, agitando las manos y agarrándolo por el codo. John se da la vuelta y en efecto, la niña se las ha arreglado para rodar hasta el otro lado del pasillo y alcanzar una de las góndolas, y está intentando hacerse con algo colocado en el estante que está justo encima de su cabeza.
–Eso no es tuyo, cariño –dice John, tratando de soltar el férreo agarre de la mano infantil de una suave cola gris–. Tenemos que dejarlo ahí –la niña protesta con un berrido que transmite el “no” mejor que cualquier palabra, y John hace un gesto de dolor. Saca la cosa del estante para ver en qué está tan interesada. Es un animal de ojos tristes con orejas colgantes, y su larga nariz se balancea cuando lo levanta.
–Ah, ¿te gusta el elefante? Muy bien. Ahí lo tienes. Hola, elefante. Ahora di adiós. Adiós, elefante –lo deja en un estante superior, donde ella, sentada en el suelo, no puede alcanzarlo. La cara de la niña se contrae–. Lo siento, mi amor, pero si lo babeas tienes que comprarlo. Es un poco pequeña aún para tener peluches –añade para la señora Hudson, buscando una segunda opinión.
–Uno de franela podría ser, aunque a lo mejor se atraganta con el pelo… ¡oh! –Se interrumpe, una mano tapándose la boca con sorpresa, la otra apuntando a la niña–. ¡Mira!
John mira. En un despliegue sin precedentes de testarudez Watson, la niña se ha agarrado con las dos manos al borde superior del estante más bajo y se está izando con concentrado esfuerzo. Coloca un pie debajo de sí y lo planta en la alfombra, después se tambalea, pero antes siquiera de que John finalice su abortado intento de estabilizarla pone su otro pie en el suelo. Ya de pie, hace otro intento por alcanzar el elefante.
–John, John, mira, está parada sola –la señora Hudson lo agarra por el hombro y lo sacude.
–Así es –dice John, desconcertado–. Con las justas ha empezado a gatear. –Sonríe, desesperanzado. La niña tira de la cola para liberar el juguete del estante y luego se deja caer sentada sobre la alfombra. El juguete rebota por el suelo y ella lo persigue torpemente.
–¡Ebae! –dice con intención, y golpea la alfombra, frustrada. Mira a John y mueve los brazos como si nadara, y arruga la cara con irritación porque él no cumple con sus exigencias–. ¡Ebande!
–¡Casi! –dice John emocionado, recogiendo el juguete–. ¡Mi niña lista! ¡Elefante! –Está sonriendo como un idiota, sentado en la alfombra en mitad de una tienda, repitiendo “elefante” y agitando las orejas del juguete hasta que la niña se vuelve loca de anhelo y deleite. Gruñe, casi empujando el carrito a un lado en sus esfuerzos por alcanzarlo. John quita cuidadosamente la etiqueta de la oreja, y cuando ella se acerca gateando le da lo que quiere. Las patas del animal saltan cómicamente al aplastarlo la niña en un sofocante abrazo y enterrar la cabeza en sus orejas, mientras emite el ruido más feliz que John la ha oído hacer jamás. La pequeña etiqueta de cartón le indica que esto le va a costar la friolera de quince libras con noventa y nueve, precio barato para la canción que está cantando su corazón en este instante. No podría estar más orgulloso.
–Ha dado sus primeros pasos muy temprano –dice una encantada señora Hudson, apretándole el codo.
–Y además lo ha hecho casi sin ayudarse del estante –presume John. Chúpate esa, mamá de Jack El Del Parque. Lleva presumiendo de los intentos de su hijo durante semanas, pero el niño aún no consigue ponerse derecho solo. En lo que a John concierne, a su niña le corresponde una estrella dorada por el esfuerzo y todo eso. Doble estrella dorada por hacerlo casi con una sola mano.
La mira, y sus ojitos destellan. Tiene un pulgar en la boca y aprieta el interior suave de una de las orejas del elefante contra su mejilla, como una manta. Evidentemente está estableciendo una amistad de por vida ahí mismo. Incluso el juguete parece menos tristón. John le hace cosquillas en la mejilla con cariño.
–Abejita mala –dice, y ella se ríe. Sin ninguna vergüenza, John se inclina en mitad de la muchedumbre y le besa la coronilla–. Vamos entonces, será mejor que paguemos el elefante.
La señora Hudson lo mira con ojos húmedos. Conmovido por su sincera emoción, John le pone un brazo en torno a los hombros y le ofrece un pañuelo. Tiene la extraña sensación de que debería darle las gracias. Por qué, no está seguro; quizá sólo por estar aquí para compartir este momento con él, pero de cualquier manera se le forma en la garganta un nudo muy poco viril.
–No llore –le advierte suavemente, aclarándose la garganta–. Sensiblera.
–Yo siempre soy sensiblera –asiente la señora Hudson, cogiendo su pañuelo y dándose ligeros toques para secar las lágrimas–. Pero sólo es porque me importáis, así que déjame vivir.
No es ninguna novedad para John. La señora Hudson siempre se queja de que no es su ama de llaves, pero la aspiradora se pasa semanalmente lo haga John o no, y hace de niñera durante horas sin cobrar, cosa que siempre hace a John sentirse un poco culpable hasta que ve cómo se le ilumina la cara a las dos cuando la señora Hudson toma a la niña en brazos.
–Está bien –dice John generosamente, sintiendo como si sus propias entrañas se hubieran transformado en algodón de azúcar. Parpadea para alejar una emoción que es demasiado poderosa como para dejarla salir en mitad de una juguetería, donde cualquiera puede verlo–. Sé que es asquerosamente mona.
Patea más con la pierna izquierda cuando ve algo que le gusta.
La señora Hudson inclina la cabeza hacia el hombro de John, con las manos en la cara, y él la agita con presteza hasta que se ríe, evitando que se ponga a llorar de verdad.
–Oh, John, querido…
Miran a la niña de nuevo, y mientras lo hacen una curiosa expresión de concentración cruza su cara, y luego emite un gruñido y un suspiro.
John arruga la nariz.
–Hay que pasar por boxes, y pronto, me parece –dice.
La señora Hudson asiente.
–Voy a preguntar dónde están los baños.
Trota ágilmente para acercarse a un miembro del personal. John la mira alejarse mientras se agacha para recoger a su hija y a su nuevo amigo del suelo.
–Qué suerte tienes de que te cuiden –murmura contra sus rizos.
¡No soy vuestra ama de llaves!
«No» piensa John. «De alguna manera, se ha convertido en mucho más».
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Seis meses después de la muerte de Mary, John saca un puñado de recibos de su billetera, los clasifica, y se detiene. En la parte trasera de una tarjeta hay un teléfono escrito a mano. ¿Es de aquella guardería que visitó hace mucho? Observa pensativo por un momento y entonces, con un ligero sobresalto, recuerda a la agradable mujer que se la entregó tímidamente en el grupo de juegos. Era guapa. No esperaba que estuviese interesada.
Es gracioso, eso. Lo poco que espera que una mujer esté interesada en él hoy en día. No ha salido con nadie desde que Mary murió, y tampoco ha hecho ningún esfuerzo en esa dirección. Si lo sumas a cuidar a la niña, el blog y los casos es demasiado. Sin embargo, por primera vez no tiene la molesta sensación de que debería estar ahí fuera conociendo gente.
Tira los recibos viejos y vuelve a guardar un par de cosas que desea conservar, pero sigue jugando con la tarjeta por un momento. Quizá podría pedirle que fueran a tomar un café, con los niños. Asume que debe de tener hijos; quizá todos los diablillos puedan hacerse amigos. Golpetea la mesa con la tarjeta, de una esquina a otra.
La idea lo persigue el resto del día; ¿debería intentar salir con gente de nuevo? El mero hecho de considerarlo parece surrealista. Nadie lo juzgaría si decidiera intentarlo, piensa.
En los escenarios que aparecen en su cabeza, las citas son agradables y casuales. Charla superficial y un par de bebidas. Una cafetería o un bar en cualquier parte; con aperitivos, para que no sea una cena de verdad, pero que tampoco sea sólo “tomar algo”. Quizá se pondría un poco de colonia, y ella llevaría maquillaje. Sería un placer discreto. Un poco de diversión.
Un beso al final si las cosas iban bien, o quizá sólo un abrazo amistoso, si no habían llegado a conectar tanto; pero incluso eso sería agradable, porque han pasado siglos desde la última vez.
Y sin embargo no parece que hayan sido siglos.
Limpia el banco y la mesa de la cocina sólo por hacer algo, y se muerde la mejilla por dentro.
Hay muchas noches en las que extraña a Mary. Hay días en los que la pérdida que creía haber descubierto cómo mantener alejada se le mete debajo de la piel y se instala ahí. Aun peores son las noches en las que el otro lado de la cama es un vacío bostezante, y el sueño se queda muy, muy lejos. Esas noches se quiebran con sueños desconcertantes de la guerra y de él buscando algo, desesperado. Nunca sabe qué es lo que busca, ni siquiera en sueños. Esas noches, inevitablemente, acaba levantándose y arrastrándose por el apartamento, buscando un libro o cualquier otra cosa con la que entretenerse, sosteniéndolo con una mano y con el calor amoroso de la niña dormida sobre el torso.
Sherlock nunca comenta nada, aunque se quita del medio esas noches, como para no interferir. John supone que sabe (Sherlock siempre parece saberlo todo) qué le pasa.
A veces, en las primeras horas de la mañana, cuando aún está en esa cruel duermevela en la que el pasado se cuela y la realidad se desdibuja, siente a Mary contra su hombro, poniendo su mano fresca en la mano que John apoya sobre su estómago, tal y como solía hacer, y al despertar se siente perdido y estúpido, adolorido por todo ese afecto perdido.
Todo lo que no era perfecto en su relación desaparece en esos momentos; aún así la quería, a pesar de todo y a pesar de sí mismo. En su experiencia, las relaciones de los otros pueden dividirse en tres amplias categorías: las infieles, las rotas y las medias naranjas. Stella y Ted, tan pegados el uno al otro que sus nombres solían fusionarse en uno solo, “Stellayted”. El señor Holmes y Mamá Holmes; imposible imaginárselos separados o con otras personas. Luego estaban los Lestrades, Andersons y Harrys. La mitad de ellos siéndole infiel a la otra, y no necesariamente con otras personas. Harry engañó a Clara con la botella tanto como con su folleteo casual.
Sus padres. Nunca divorciados, su madre abnegada, y sin embargo su matrimonio siempre estuvo irreparablemente roto.
John juguetea con la tarjeta.
Le gusta la idea de tener una cita; no le gusta la idea de sustituir a Mary. Le gusta la idea de criar a su hija a medias con otra persona, pero no la de darle otra madre. Ya tiene madre.
Hay fotos en la cómoda: varias de la boda, y otras tomadas tanto antes como después. Si no hay nadie cerca, John habla con ellas, porque al menos así puede mirar a su esposa a los ojos, no como con la lisa blancura de la lápida. Deja que la niña las toque, y le cuenta historias. Son historias cuya veracidad no tiene manera de comprobar, pero las cuenta igualmente porque eso es todo lo que tiene. El constructo.
Quizá es por eso por lo que todavía no puede imaginarse con otra persona. Para empezar, nunca estuvo con una mujer real, si no con la creación que ella decidió ser, y con lo que ha decidido que heredará su hija.
Considera que la honestidad es importante, pero llega un punto en el que el cuento es sencillamente más amable. El conejo se escapó, el perro se fue a vivir a una granja y tu madre era dulce y asombrosa sólo en el sentido más ordinario de la palabra. Hacía un pan muy bueno y era una enfermera competente. Estaba preciosa con sus vestidos vintage y sabía hacer reír a la gente.
Cuando vaciaron la casa, la señora Hudson guardó algunas cosas en una maleta que John ha dejado sin abrir encima del armario. Al principio se había sentido desconcertado, el dolor aún demasiado fresco como para entenderlo; le había parecido equiparable a meter sus restos mortales en una caja para tenerlos a mano. Ahora, no obstante, ve el mérito de la idea. No es para él: es una cápsula del tiempo, y cuando su hija sea lo suficientemente mayor la abrirá con ella y podrán explorarla juntos. Podrá tocar, quizá incluso ponerse la ropa que llevó su madre. Volver a memorizar el olor de su perfume, y adorar su magra colección de perlas del mismo modo en que Mary las adoraba. Ni siquiera está seguro de qué más habrá dentro.
En cualquier caso, el atractivo de una cita palidece un poco al saber que vendrá con el fantasma de Mary pegado a sus talones. ¿Se sentiría ofendida? John quiere pensar que no. No son cuernos si uno de los dos está muerto. Así había sido, ¿no? Ella lo había querido casi demasiado; ¿no querría acaso que fuera feliz?
El matrimonio es como el asesinato.
Sobre el papel su matrimonio está finiquitado. Disuelto, anulado y embutido en los archivos de alguna oficina de registro, en alguna parte. John le da vueltas a su alianza de matrimonio, más gastada ahora que cuando Mary vivía, aunque no le gusta pensar en eso.
Tendría que hablar de ella en una cita; no hay manera de escaparse de eso. En su habitación están sus fotos y su hija, es inevitable, incluso aunque intentara mantener las cosas lo más casuales posible. Y ella no es lo único, piensa, hundiéndose en el sofá y zappeando en la televisión. Las noticias parlotean incoherencias sobre cotizaciones bursátiles.
También está Sherlock, y Señor, si eso no es la cosa más gloriosamente complicada del mundo que baje Dios y lo vea.
Las mujeres ya han tenido problemas con Sherlock antes, y entonces aún no estaban luchando por criar a una niña juntos. Tampoco podría apartar a Sherlock de su vida ahora. Imposible. No podría ni aunque quisiera; sería una injusticia horrible, y de todas maneras ¿cómo tomar esa decisión? Su hija se despierta en mitad de la noche y, si Sherlock está en su campo de visión, llora para que sea él quien la coja en brazos. ¿Cómo podría quitarle algo así?
Y la niña ya tiene una familia maravillosísima, para más inri: están John, una tía fugitiva y algunos primos a los que no les gustaba su madre y con los que John apenas habla. Y luego están Stella y Ted, que ni siquiera son familia biológica y a los que no ha visto en persona desde antes de irse a Afganistán.
Dios, va a tener que negociar como un desgraciado, piensa John, si alguna vez vuelve a encontrar a una mujer que le guste de verdad. Mudémonos juntos. ¡Genial! Tú, yo, tus hijos, mi hija, y mi compañero de piso y todas sus bacterias. Ah, y no podemos irnos de Londres, así que espero que tengas dinero suficiente para permitirte una casa de seis habitaciones en la Zona 1. Y el gobierno británico me tiene bajo vigilancia, y el tío putativo de mi hija es ese inspector caído en desgracia sobre el que leíste hace un par de años en The Mirror. ¿Vale?
O quizá, piensa John, recomponiéndose, estoy pensando todas estas estupideces porque esta mujer no me interesa tanto.
Mira la tarjeta. Ni siquiera recuerda su nombre completo. Es Algo-Con-L Halliwell, y sólo se acuerda porque ella bromeó sobre ello, «como la Spice Girl». John ríe por la nariz ante su propia ridiculez. Mírate, preocupándote por algo que probablemente nunca ocurra, e incluso si ocurriera sería dentro de mucho tiempo y no con esta mujer, por muy amable que sea.
–Lo siento, Ginger Spice –se disculpa sin sinceridad, y tira la tarjeta en la papelera con pedal de la cocina–. Siempre me gustó más la Scary Spice, de todos modos.
* * *
–¡Sherlock! Vamos a salir. ¿Quieres al- ah, ahí estás. –John deja de gritar y baja la voz a un volumen normal–. ¿Quieres algo?
Sherlock, en el sofá, es un nudo jorobado de bata y descontento. Se ha hundido tanto en los cojines que John no lo había visto. No hay casos hoy, por lo que se ve.
–Poner fin a mi miseria.
–Galletas hobnobs. Entendido –traduce John. Envuelve al bebé en prendas de lana hasta que parece un gordo adorno de navidad, y luego le abrocha los cinturones del carrito. Ella hace una pedorreta y luego emite sus ya comunes exigencias no verbales para que le den su elefante. John intuye que para su primera palabra va a haber una competencia reñida entre “papá” y “elefante”. Le gusta pensar que lo quiere más a él, aunque tiene que admitir que sus orejas no son tan suaves.
–Toma, cariño, no lo tires. –John mete al elefante en el arnés del carrito para prevenir lo que sería una pérdida catastrófica si Elefante decidiera abandonar el barco. La niña automáticamente agarra la oreja más cercana y se mete el pulgar en la boca con un pequeño bufido de satisfacción–. A ver la lista…
Se encarama al extremo del sofá, a unos de centímetros de las rodillas de Sherlock, para hacerlo, rebuscando entre los papeles esparcidos por la mesita de centro hasta que da con lo que busca. Sherlock estudia meticulosamente los restos de colofonia que el violín le ha dejado bajo las uñas. Debería lavarse las manos
–Entonces, ¿le compramos a la señora Hudson las zapatillas de Marks ’n’ Sparks? –pregunta, examinando la lista de compras de navidad.
Sherlock sale de sus elucubraciones con un gruñido de confirmación, palpa bajo el sofá y tira una bolsita de algo verde en el regazo de John.
–Y una bolsa de marihuana, por supuesto. Eso lo envuelves tú –dice John, poniéndola sobre la mesita. Luego deja la mano reposar sobre la superficie un momento, mientras piensa–. Ir a Correos, papel de regalo, hobnobs…
–Chirivías –le recuerda Sherlock. No necesita mirar la lista para saber todo lo que John se ha acordado de apuntar en ella. Su cerebro zumba al añadir más cosas, a modo de conveniente distracción. Lejía, tomates en lata, aceite de bebé, algo para Molly, algo para Harry, una botella de vino, pilas, cloruro sódico, harina, queso parmesano, sellos postales. Y además papel de foto, lija, pegamento para madera (pero shhh) y… ah, sí.
Sherlock vuelve a hurgar bajo el sofá y le pasa a John su tarjeta de crédito, antes de concluir:
–Una botella de Jameson.
–¿Eso para quién es? –pregunta John, tomando la tarjeta y apuntándolo de todas maneras.
–Lestrade. Le gusta. –Sherlock se encoge de hombros.
–Ajá.
John se da golpecitos en los dientes con el bolígrafo durante un instante, y luego, sin decir nada en voz alta, añade “clementinas” a la lista.
–No me gustan las clementinas –dice Sherlock. Las rodillas casi le pican de lo cerca que está de John, pero no llegan a tocarlo.
–Sí te gustan –replica John, dejando el bolígrafo–. Te digo que son satsumas y te las comes igual.
Con aire ausente, deja que sus dedos rocen la lisa superficie de la mesa de un lado a otro (Sherlock los sigue sin ser visto) y frunce el ceño al encontrar un parche pegajoso.
–Limpia un poquito, ¿vale? –pide, y se levanta, dándole una palmadita al cojín de sofá más cercano al trasero de Sherlock. Se mete la lista en el bolsillo–. Volvemos en un par de horas. Puede que necesite una mano con la compra.
–Mensaje –sugiere Sherlock, pero no promete nada. La electricidad canta en su espina dorsal. Pone la mano sobre la pequeña marca dejada en el cojín. John, como siempre, no se da cuenta.
–Dile adiós a Sherlock.
La niña agita las manos arriba y abajo con entusiasmo, aunque su intento de decir “adiós” sale ahogado por su pulgar.
–Adiós, Abejita –dice Sherlock, usando su pie desnudo para saludarla; la niña lo encuentra gracioso. John sonríe ante su deleite–. Te veo luego.
Sherlock espera hasta que sus risitas dejan de oírse y la puerta principal se cierra con un click. Respira hondo y se levanta del sofá, busca bajo los cojines sus gafas protectoras y su sierra de arco y luego, sintiéndose extrañamente eufórico, sube las escaleras a su dormitorio.
Hay trabajo que hacer.
* * *
A mitad de mes empiezan a llegar las primeras tarjetas de felicitación, y un John reticente se obliga a sí mismo a terminar las tareas navideñas. Tienen un árbol de plástico con adornos de plástico del todo a cien, puesto en lo alto para mantenerlo alejado de manos pequeñas. John se sienta a probar las bombillas de las luces de navidad durante veinte minutos, luego maldice y abandona una de las tiras a la oscuridad. Las demás ya iluminan bastante, piensa. No hace falta que quede perfecto, y, conociéndola, la señora Hudson se colará en la casa y arreglará un poco las cosas cuando no estén.
Sarah le envía una tarjeta levemente oficial desde la clínica, y aunque se toma la molestia de firmarla a mano es probablemente la felicitación más aburrida que John ha recibido jamás, con su pulcro árbol geométrico en tonos de blanco en la portada. En marcado contraste está la tarjeta que recibe de Bill Murray, chillona, caricaturesca y un poco grosera. El mensaje de adentro es igual de procaz, pero a John le gusta esa tarjeta más que ninguna otra. Otras son más elegantes. La breve felicitación de cuatro palabras de Sholto lo conmueve no por lo que es, si no por la trémula y feúcha letra en la que está escrita. John la pone delante del murciélago en la repisa de la chimenea, extrañamente orgulloso de ella. La acompaña una carta corta, escrita a máquina, enviándole a John y los suyos los cumplidos navideños con un poco más de detalle.
Sherlock recibe una de Angelo que contiene, con la habitual sabiduría del remitente, un formulario de reserva y el menú de la cena de Año Nuevo que va a celebrar en su restaurante. Sherlock ríe con desprecio pero la pone debajo del cráneo, así que no puede disgustarle tanto. Más sentimentales son la tarjeta y la carta de Henry Knight; sigue igual de sensible y tímido, pero según les cuenta está mucho mejor y, gracias a la ayuda de ellos dos y de su terapeuta, se ha lanzado por primera vez a la aventura de adoptar un perro. Incluye una fotografía del sabueso: medio kilo de suave pelaje del color del hígado, con amorosos ojos marrones. Sherlock echa un vistazo y dice «Spaniel de campo» con aprobación.
John va dejando el resto por todas las superficies planas del apartamento. Un gato con gorro de Papá Noel de Molly, una escena invernal de Stamford (o más bien, piensa John, de la mujer de Stamford), un petirrojo de Clara y los tres Reyes Magos de los padres de Sherlock.
La última es de Stella y Ted, rezumando sentimentalismo como siempre y hecha de algún material reciclado, con una orgullosa etiqueta que informa a John de que, si la siembra, se transformará en una planta de albahaca. John la mete tras el reloj, algo sólo un peldaño por encima de lo que hace Sherlock con las esporádicas cartas de admiradores que recibe. Cuenta como reciclaje si la usan para encender la chimenea, supone John.
En algún momento el número de tarjetas que reciben ha pasado a tener dos cifras, sin contar emails, cosa que sorprende a John. Gente que invitó a su boda, con la que no ha hablado desde que asistieron al funeral, le envían felicitaciones y buenos deseos. Se le hace extraño que otras personas hayan pensado en él.
Recuerda las navidades justo después de que volviera a Gran Bretaña. Harry le había regalado su teléfono y roto con Clara. Habían compartido comida india para llevar y eso había sido todo. Nada de alcohol, por supuesto. Ninguno de los dos estaba en el estado mental apropiado para cocinar o decorar. Y luego, al año siguiente, apareció Irene Adler. Después de eso había vuelto a estar solo. Y solo de nuevo al año siguiente. Luego Mary. Luego Magnussen. Y aquí están, haciéndolo todo de nuevo. John siente un extraño recelo.
No existen las buenas navidades.
Cuando era niño iba a la casa de Stella y Ted, antes de que Ted se hiciera daño en la pierna y tuvieran que dejar de ser padres de acogida. Una casa ruidosa llena de niños pequeños y problemáticos, donde la cena era un extraño tríptico de algo-con-papas, una pechuga entera de pavo y algo-sin-carne porque Stella era vegana, y el amor era bienintencionado pero de segunda mano y estirado hasta el límite para que alcanzara para todos.
Quizá por eso siente que le falta imaginación para hacer regalos. Da vueltas por Boots y compra una oferta de tres por dos en crema perfumada para las manos; servirá para Molly, Harry y Stella. Tesco proporciona todo lo demás: una botella de vino para Ted y la biografía de cinco libras de un futbolista que no parece ser cien por cien mierda para Lestrade. Hay restricciones presupuestarias esta navidad. Aunque sí se detiene en Argos y hace una última compra un poco más grande para la que lleva tiempo ahorrando. Siente que debería comprarle algo a Mamá Holmes, teniendo en cuenta lo amable que fue el día en que abandonó a su propia hija y dejó a Sherlock en un aprieto. Sabe que Mycroft ha estado fastidiando a Sherlock para que compre a medias con él una fuente para el jardín que sus padres quieren, o para que por lo menos firme la tarjeta. Lo ha convencido de lo primero, pero no de lo segundo.
John sospecha que Sherlock percibe la navidad, con todas sus exigencias de status quo y de relaciones y de hacer lo correcto, como un rito de humillación. Le gusta aún menos que Halloween. En cualquier caso, John está seguro de que Mamá y Papá conseguirán la fuente exacta que querían y una tarjeta enviada por sus dos hijos en espíritu, ya que no en la realidad. John piensa en ello, y luego acepta la idea. Encuentra un termómetro de jardín a un precio razonable y lo envuelve junto a una tarjeta de parte de él y la bebé, con el nombre de Sherlock añadido al final de todo como si fuera un formulario de seguros.
Para un momento en Marks and Spencer’s para las zapatillas de la señora Hudson, y luego, en un arranque, echa en la cesta un par de calcetines más o menos elegantes; de la niña para Sherlock. Después hace una pausa.
Sólo han pasado tres navidades juntos. El primer año no hubieron regalos; no de verdad, en todo caso. Sherlock le había regalado el gato de la suerte japonés en son de broma, y John le dio uno de sus viejos libros de medicina, que le salió completamente gratis pero complació mucho a Sherlock. La segunda vez se escabulló y se quedó con Mary. Le había enviado un mensaje, Sherlock había contestado, y los dos se sintieron heridos, pero no guardaban rencor por ello.
Y el año pasado había sido confuso; se hicieron regalos porque se les hacía demasiado incómodo quedarse sentados junto al árbol de navidad en la casita de los Holmes sin haber traído nada ni tener nada que abrir. Habría sido demasiado revelador. Así que intercambiaron regalos banales y predecibles, que John apenas puede recordar y que probablemente ni siquiera conserve. Está bastante seguro de que Sherlock se dejó todos los suyos allí y que lo más seguro es que allí sigan.
Es un recuerdo de mierda, y odia tenerlo. Y está lo suficientemente en deuda con Sherlock, le parece, como para hacerle un regalo de verdad: algo que sí crea que vaya a gustarle. No tiene ni idea de si Sherlock pretende regalarle algo a él, no han hablado de ello, pero la idea ya está en su cabeza, y si hay algo que puede hacer para, quizás, arreglar la temporada navideña, es intentar hacer algo bonito por Sherlock.
Tampoco es que tenga tantos familiares en los que gastarse dinero.
Tarda una empanada cornuallesa y un café de pie en la esquina del Prêt-a-Manger en pensar en algo que pueda servir. Luego se sacude las manos y parte en busca de un ordenador en la biblioteca más cercana. En algún lugar de Londres deben de venderlos.
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La puerta del dormitorio está cerrada, algo increíblemente peculiar. Sherlock toca antes de pensar.
–¿Qué estás haciendo ahí? –Demasiado tarde, se le ocurre la idea de que quizás no quiere saberlo porque John está haciendo… cosas.
Gracias al cielo, lo único que oye es el chasquido de la cinta adhesiva rompiéndose.
–Planes secretos y trucos astutos –replica John, su voz ahogada por la puerta–. No entres.
Sherlock se apoya en el marco de la puerta y escucha. Oye el papel crujiendo, la cama chirriando y el susurro de unas tijeras cortando un nuevo trozo. Algo más o menos grande, pero ligero, deduce. ¿Qué podrá ser? Aventura que no será más largo ni más ancho que el asiento de su sillón, pero suena más profundo, teniendo en cuenta el tamaño del corte que John está haciendo.
–Vete –dice John, percibiendo al fin que sigue al acecho–. Se supone que es una sorpresa.
Sherlock le sonríe a la puerta.
–Vas a esconderlo en algún sitio obvio –replica, provocador–. Lo encontraré.
Se oye una risa granuja desde el dormitorio.
–No lo harás. Ya he pensado en eso. Voy a dejarlo en un sitio que incluso tú entiendes que está prohibido. –John muerde la cinta adhesiva, y luego tiene problemas para despegársela de los dedos–. Vas a tener que esperar.
Sherlock frunce el ceño, la mente zumbando. ¿Prohibido? No hay ningún sitio en el edificio que esté prohibido para él. Existe una regla no escrita que dice que Sherlock tiene acceso a toda la casa, independientemente de lo que los demás piensen; y sin embargo John parece tan seguro… ¿Dónde lo va a poner?
–No lo haré –dice, y se marcha escaleras arriba para continuar un experimento que empieza a prometer. Puede registrar la casa cuando John se haya marchado a Tesco.
* * *
–El cajón de arriba de la señora Hudson –dice abruptamente Sherlock en cuanto John regresa a casa. Golpea el apoyabrazos del sillón con una revista para dar más énfasis, pero John simplemente sonríe burlón, sin molestarse.
–Ah, ¿ya lo descubriste?
–El cajón de ARRIBA, John. Eso es trampa.
–Te dije que era un sitio que ni siquiera tú te atreverías a mirar.
–¡Ahí es donde guarda sus… cosas interiores!
–Sí, conspiramos juntos –dice John con gran deleite–. Y el regalo se va a quedar ahí hasta navidad, así que fin de la historia.
–¡Tramposo! Pienso abrirlo de todas formas.
–No, no lo harás –se burla John. No le dice que está en el lado de las camisetas interiores, ni que es sólo una parte del regalo haciendo de señuelo para la otra, que ha metido en la maleta de Mary.
–Te estás volviendo inteligente. Retorcido –lo halaga Sherlock de mala gana. Examina atentamente a John, recoge despacio su revista y se recuesta en el sillón–. No sé si me gusta.
–Sí te gusta –dice un seguro John, apoyándose en la mesa de la cocina para desembolsar la compra–. Toma, una “satsuma”, gruñón imbécil.
Sherlock atrapa al vuelo la clementina y esconde su sonrisa tras la revista.
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La nochebuena les trae un cadáver y un cliente. El inspector le pone la placa en las narices a la señora Hudson y sube las escaleras poco después del desayuno, sin esperar a ser anunciado.
–Señor Holmes –dice, brusco.
A Sherlock, como siempre, no lo ha pillado con la guardia baja. A John sí.
John deja su libro y se pone de pie.
–Sentaos –dice Sherlock. Le indica al hombre que ocupe el sofá con un gesto, y a John que haga otro tanto con su sillón. Con su blog en mente, John hace sus propias deducciones del desconocido. Tiene una expresión sombría, sin duda debida en parte al caso que lo ha traído aquí, pero también a una baja predisposición natural hacia la alegría. Con su pelo canoso y un bigote corto y bien cuidado, da la impresión de pertenecer a la vieja escuela.
El hombre se aclara la garganta.
–Gracias. Estoy seguro de que ya ha deducido por qué estoy aquí. Soy el inspector Casper Rey, de la policía del distrito de Sevenoaks. –Les muestra la placa.
–Kent –dice John, un poco sorprendido. No es muy común que les soliciten sus servicios desde fuera de la ciudad.
–¿Quién es la víctima? –pregunta Sherlock–. Alguien importante, supongo.
–Depende de qué consideren “importante” –dice fríamente el inspector. Mete la mano en su abrigo y saca un juego de tres fotografías. John, que está más cerca de Sherlock, las recibe.
Son artísticas, en blanco y negro, con las fechas escritas a mano en letra cursiva en el borde inferior; hasta donde John sabe, eso no es el procedimiento estándar de la policía. La primera muestra una escena invernal en algún parque; un amplio sector de suelo, cubierto por la niebla de las primeras horas de la mañana, tan inhóspito y frío como cualquier lugar de Inglaterra en diciembre que John ha visto.
La segunda muestra la misma escena pero con más zoom, lo suficiente como para recortar los bordes del campo y enfocarse en un bulto oscuro en mitad del césped. Deben de haberla hecho con una cámara buena, piensa John, y desde un punto elevado, dado el ángulo. La tercera y última muestra un cambio de lente. La cámara tiene el zoom al máximo, revelando a una mujer, azul de congelación y bastante muerta, tirada en el parque.
–Emily Starr –dice el inspector–. Era profesora en la Academia Saint Mary’s Church. La encontraron ayer por la mañana. Dígame, señor Holmes, ¿entiende nuestro dilema?
–Naturalmente. La cuestión es ¿por qué no ven ustedes la conclusión obvia? –replica Sherlock.
–Perdón, ¿te importa…? –se queja John. Sherlock se inclina hacia él y da golpecitos con el dedo sobre la reluciente superficie de la foto.
–Mira las huellas en la escarcha, John. ¿Qué te dicen?
John mira.
–Bueno, hay un juego que va desde este lado hacia ella; ésas deben de ser suyas. Y… en dirección contraria hay otro que va hacia ella y luego se aleja de nuevo. Así que… ¿son del asesino? Fue hacia ella, la… ¿apuñaló?, y luego se marchó.
–Excepto que esas huellas deben de ser de quienquiera que encontrase el cuerpo –lo corrige Sherlock–. ¿Por qué recurrir a mí, si no?
–Exacto.
–Su ropa…
–Camisón con un abrigo echado por encima –les dice el inspector–. Botas, pero sin calcetines.
–Y las botas están desatadas –añade Sherlock–. ¿Con qué la apuñalaron? El mango parece demasiado bulboso para ser de un cuchillo.
–Un cincel –le dice el inspector–. Pertenece al conserje de la academia. Lo tenemos bajo custodia.
–Pero no está usted convencido.
El inspector deja escapar una amarga risita.
–Oh, no, estoy convencido. Sólo necesito pruebas de cómo lo hizo y las necesito pronto, o tendré que dejar en libertad a ese cabrón. Ahí es donde entra usted. ¿Viene? Y por supuesto su… eh, bloguero; usted también es bienvenido, doctor Watson. Sigo su blog.
–Gracias –dice John, seco.
–Iremos –confirma Sherlock, levantándose–. La señora Hudson no tiene planes hoy, ella cuidará de Abejita –añade, para John–. Déjeme las fotografías a mí –continúa, buscando su abrigo–. Adelántese y vaya preparándolo todo, inspector. Lo seguiremos con el tren, reúnase con nosotros en la estación. Necesitaré su número.
–Muy bien, aquí tiene. Los veré allí –el inspector le desliza su tarjeta a John y se marcha. Sherlock sonríe mientras la puerta se cierra.
–Interesante –dice–. Inteligente no, pero sí interesante.
–¿El caso? –pregunta John.
–El policía –replica Sherlock.
* * *
–No es un suicidio, entonces –dice John en cuanto suben al tren.
–¿Metiéndose un cincel en el pecho? –se burla Sherlock–. Un poco difícil, John.
–No estaba preguntando, estaba afirmando. Es asesinato.
–Sí. Y el cómo es obvio, pero el quién… –Sherlock se distrae, pensando–. Motivaciones sentimentales, por supuesto.
–¿Tú crees?
–Apuñalada en el corazón: eso es muy revelador. Necesitaría examinar con más cuidado el cadáver, pero por las imágenes preliminares diría que el asesino era zurdo.
–¿Y crees que el inspector está involucrado?
–Oh, sin duda.
–¿El asesino?
–No, no, haz el favor de pensar un poco. Y esta vez sí que estabas preguntando. No, no es el asesino; es diestro, para empezar, y demasiado buen policía. Fuertes principios morales. Pero miente. Conoce personalmente a la víctima.
John no dice nada, y su paciencia gana la partida cuando Sherlock, que estaba mirando a lo lejos, vuelve sus ojos a él y, diligente, empieza a pavonearse.
–No tiene alianza, ni marca en el dedo donde debería haber estado; no hay fotos ni ningún otro recuerdo en su cartera, como se evidenció cuando te dio su tarjeta. Vino a pedir asesoramiento a toda prisa porque quiere resolver este caso, en sus propias palabras, bien rápido y con una condena para su sospechoso principal. El hombre que tienen en custodia es algún enemigo suyo, o al menos lo desprecia; probablemente un rival por el afecto de la muerta. Le irrita tener que pedirme ayuda; está acostumbrado a dirigir su trabajo él solo, y sin embargo aquí está, buscando justicia. Y justicia rápida, además.
–Quizá es sólo que no quiere trabajar el día de navidad –sugiere John, deslumbrado.
–Soltero, sin hijos, sin novia, sin vida social fuera de su trabajo. Ya viste su placa: tan vieja como su título y aún está como nueva. La cuida. La limpia con regularidad. Vive para su trabajo, John. No le importaría hacer horas extra en navidad.
–Por supuesto –dice John, sonriendo y meneando la cabeza con asombro.
–No hagas eso –dice Sherlock, para nada ofendido y tratando de no sonreír también.
–Bueno, ¿y dónde nos deja a nosotros todo esto?
Sherlock tira las fotografías en la mesita que tienen delante.
–Nos deja con tres preguntas. ¿Quién encontró el cuerpo, quién tomó las fotografías, y qué hace a la señorita Emily Starr tan especial?
* * *
Rey se reúne con ellos en la estación de Swanley y los guía a pie hasta la escena del crimen, una caminata de apenas diez minutos. Pasan el centro cívico y descubren que el campo que se observaba en las fotografías era, de hecho, parte de los terrenos recreativos comunales. John le da un codazo a Sherlock y señala el estanque que hay al fondo.
–Mira –dice, señalando a las aves que nadan en él–. Siete cisnes nadando.
–John, céntrate.
–Perdón.
Sherlock sostiene en alto la primera foto al cruzar el cordón policial y la examina.
–Bueno, ¿quién es el sospechoso? –le pregunta John al inspector. Éste mira a Sherlock, que le hace un gesto distraído con la mano.
–Dígaselo a John, es mi par de orejas extra.
–Ray Czar –dice Rey a regañadientes–. Trabaja en la Academia. El colegio en el que ella enseñaba. Bueno, la fundó ella, en realidad. Trabajaba muy duro con la comunidad, la iglesia y la Academia, y se aseguraba de que todas funcionaran. En cualquier caso, él es conserje allí, y se lo vio teniendo una encarnizada discusión con Emily dos días antes de que la mataran.
–¿Por qué discutían? –pregunta John. Se ha puesto a la altura de Rey y camina con las manos a la espalda.
–Él se habrá pasado de la raya, si me pregunta a mí. Sentía debilidad por ella, si me entiende usted, y no en el buen sentido.
–¿Quiere decir que… intentó algo?
–Quiero decir que se propasó. Y ella, sin duda, le dijo que era una buena mujer cristiana y que no sentía ningún interés en él a menos que fuera en serio. Y dudo que él fuera en serio. –El inspector frunce el ceño.
–Así que entiendo que la iglesia era importante para ella también –añade John.
–Aquí hay una comunidad muy fuerte, aunque no lo parezca. La escuela pertenece a la Iglesia Anglicana, la Academia también, y la iglesia y la casa del párroco están justo en la esquina de la calle Lord. Emily Starr se unió al comité al terminar su labor misionera en Asia. De hecho fueron el reverendo Weisz y su mujer quienes la encontraron.
Sherlock gira sobre sus talones.
–Necesito ver al sospechoso, los resultados de la autopsia, la oficina y la casa de la víctima, al fotógrafo y al reverendo. En ese orden.
El inspector lo mira fijamente.
–¿Tiene algún indicio?
Sherlock se limita a sonreír.
–Me temo que no puedo darle los resultados de la autopsia todavía –replica Rey, el ceño aún fruncido.
–¿Por qué no?
–Porque no se ha realizado aún; en el hospital tienen mucho trabajo atrasado y estamos esperando a que terminen.
Esta vez es Sherlock el que frunce el ceño.
–John, ve a ver el cuerpo y haz que lo envíen al Saint Barts. Llámame cuando termines. –Saca una tarjeta de su bolsillo y se la enseña al inspector–. Es mi patóloga personal. Ella se encargará de que lo pongan primero en la lista. –Le lanza a Rey una mirada despectiva, como diciendo “y tú ¿por qué no tienes una patóloga personal?”–. ¿John?
–Sí, ya voy. ¿Hay alguien que me acompañe? –le pregunta a Rey. Éste asiente.
–Enviaré al sargento Piper con usted. Conoce al personal del hospital.
John le dedica un asentimiento con la cabeza a Sherlock, y se separan.
* * *
Robert Czar es un hombre estoico a mitad de la treintena que hierve de rabia contenida. Mantiene las manos plegadas sobre la mesa de interrogatorios y los ojos firmemente clavados en Sherlock. Vestido con una pulcra camisa de cuadros y una sudadera, tiene todo el aspecto del honesto trabajador que Sherlock está seguro que no es. Trabajador quizás, pero su honestidad aún está en duda. Todo el mundo miente; Sherlock siente curiosidad por descubrir los engaños particulares de este hombre. Hay un callo en el índice de su mano derecha que no casa con las exigencias de su profesión.
Sherlock deja hablar al inspector, las preguntas que elige igual de reveladoras que las respuestas que vienen del otro lado de la mesa. La entrevista da vueltas y vueltas como una piedra de amolar, en apretados círculos semánticos.
–Díganos por qué mató a Emily Starr.
–Yo no la maté.
–¿Por qué pelearon?
–Por nada.
–La gente no se pelea por nada. Las personas inocentes no mueren por nada. ¿Por qué la apuñaló?
–¿Cuánto tiempo lleva ganando dinero extra haciendo trabajos en la iglesia? –interrumpe Sherlock, aburrido con la línea de interrogación de Rey. Los dos lo miran sorprendidos.
–Como un mes –replica Czar, desconcertado.
Sherlock entorna los ojos.
–¿Se cayó de una escalera de mano?
–Eh, sí, la semana pasada. El párroco me ayudó a volver a casa.
Sherlock no sonríe lo suficiente como para que los otros dos hombres se den cuenta, pero hay luz en sus ojos.
–Y ¿por qué estaba usted preocupado por Emily Starr?
Czar respira hondo, reclinándose en su asiento para contemplar a Sherlock.
–Parecía inquieta –admite después de una larga pausa–. Algo la angustiaba. Se estaba aislando de la gente. O sea, más de lo normal. Siempre fue una persona muy callada. Le dije que mi hermana venía de visita el fin de semana y que íbamos a almorzar al Pear Tree, y que era bienvenida si quería unirse, y Dios, casi me arranca la cara a mordiscos.
–¡Los cojones! –explota Rey, perdiendo la calma de repente.
–¿Le importa, inspector? –interviene Sherlock–. Siéntese, Czar.
El hombre se ha levantado a medias de su asiento, detenido por las esposas pero lleno de la fuerza que confiere la furia. Vuelve a sentarse de mala gana.
–Así que usted la consideraba su amiga –continúa Sherlock.
–Era inteligente, y muy buena en su trabajo. Levantó la Academia desde cero en menos de un año. Sólo un año. Y no le importaba de dónde vinieras o quién fueras; no juzgaba a la gente –dice Czar, frunciendo el ceño–. Era alguien con quien podía hablar. Así que sí, la consideraba mi amiga.
–Pero ella a ti no, ¿verdad? –interviene Rey, y esta vez Czar no reacciona mal.
–Supongo que no –dice, mostrándose abatido de repente–. Supongo que en realidad yo no sabía nada de ella.
En él, Sherlock descubre algo incómodamente familiar; un dolor oculto. No comparte la creencia del inspector de que este hombre tuviera ningún interés lascivo por la víctima. De hecho cree que está siendo inesperadamente honesto, aunque se pregunta qué es eso que Czar necesitaba confiarle a otra persona. Algo por lo que teme que se le juzgue.
Nota la marca en su nuca dejada por el roce del broche de una cadena. Pequeña, nada que llamara la atención, pero con un colgante que la hiciera pesar un poco.
Sherlock apostaría a que era un crucifijo. Interesante, pero por desgracia más o menos irrelevante para la noche del asesinato. Sherlock retira las manos de la mesa.
–Creo que hemos terminado aquí, inspector.
Se retiran a la oficina de Rey, donde éste enciende un cigarrillo y mira a Sherlock con ira.
–¿A qué carajo a venido todo eso? –exige.
Sherlock se detiene junto a la ventana abierta y deja que el aire frío le muerda la nuca. Entorna los ojos.
–Puede soltar a Czar, Rey. No es el asesino que busca y pierde el tiempo reteniéndolo.
Rey se pone furioso.
–¿Ah sí? Tengo algunas preguntas para usted…
–Y yo para usted –lo corta Sherlock, brusco–. ¿Por qué está tan enojado por todo esto?
El otro escupe humo, y el cigarrillo se resbala de sus dedos temblorosos sin que se dé cuenta.
–¿Por qué no iba a estarlo?
El cigarrillo rueda por los tablones del suelo, un parquet pesado y gastado de hace décadas. Los muebles nunca se han movido de sitio, a juzgar por las marcas aquí y allá en la madera.
–Esto es personal para usted. ¿Por qué?
–¿Por qué no? –salta el inspector–. ¡Era una buena persona y murió mientras YO estaba de servicio! ¡Llevo años, AÑOS trabajando aquí! Patrulla de barrio, grupos juveniles, la banda de percusión de la calle Lord, el centro cívico, el Saint Mary’s, el colegio y la Academia; hemos construido algo bueno aquí. Puede que Londres sea un pozo de mierda, pero este es un buen lugar. Y ella era una de nosotros. Y esto es a lo que yo me dedico, Holmes: hago justicia. Es mi trabajo. Nunca ignoro nada, nunca dejo que ningún crimen se me escurra entre los dedos.
Fulmina a Sherlock con la mirada. Éste, por su parte, examina el estado de la oficina. Rey dice la verdad, pero Sherlock también tenía razón en sus deducciones sobre él. Hay un cepillo de dientes en un vaso sobre el archivador de la esquina. No es para emergencias: las cerdas están aplastadas por el uso frecuente, y el vaso está escrupulosamente limpio. El asiento de la silla están tan gastado que que la esponja se asoma por entre el cuero raído; el cojín es grande y el mecanismo para inclinar el respaldo se ha usado con regularidad.
Conclusión: Rey duerme en su oficina de forma semi-regular.
–Ya veo –dice Sherlock. Pisa delicadamente la colilla ardiente antes de meter la mano en su abrigo y ofrecerle otro cigarrillo–. Mis disculpas, inspector. Necesitaba saberlo.
Le enciende el cigarrillo, y luego saca otro para él.
–Espero que lo comprenda, señor Holmes. Éste es el trabajo de mi vida, esta comunidad, tanto como su oficio es el suyo. Y cuando algo lo amenaza, no puedo dejarlo correr.
Sherlock inhala, exhala y no está seguro de cómo tomarse esa declaración, así que prefiere ignorarla.
–¿Qué ocurrirá con la Academia ahora? –pregunta.
–La cerrarán, imagino –dice el inspector, sombrío–. A menos que alguien se ofrezca para tomar el relevo.
–Lo lamento –ofrece Sherlock, un poco incómodo. El timbre del teléfono lo salva–. John. ¿Resultados?
John, acostumbrado a su falta de preámbulo, ni se molesta.
–Tenías razón. Apuñalada en el corazón desde delante sin chocar con el esternón, causando una muerte instantánea, y por el ángulo yo también diría que el asesino es zurdo. Y hay más. Han conseguido hacerse con sus registros médicos y no te vas a creer esto, pero… eh… su certificado de nacimiento tiene otro nombre.
–¿No era Emily Starr?
–No, no, eso es todo. Era Emily Starr. Es sólo que la bautizaron Emile Jacob Smith. Transgénero post-operación. Fue hace un par de años, diría yo. Quizá fue un crimen tránsfobo, quizá alguien se enteró.
–No –dice Sherlock despacio–. No creo que sea eso… Ven aquí, John. Envíale el cuerpo a Molly y ven aquí en cuanto puedas.
–Vale. Ahora te veo.
Sherlock cuelga y se da golpecitos en los dientes con el teléfono, viendo las cosas bajo nueva luz.
–Me dijo que había sido misionera en Asia. ¿Dónde?
–Tailandia –dice Rey, arrugando el entrecejo–. ¿Qué pasa? ¿Qué le pasa al cuerpo? Dios todopoderoso, no me diga que…
–No, no es nada. Sólo la usual incompetencia de la morgue con el papeleo. Enséñeme su oficina –dice Sherlock, alegrándose de salir de la de Rey.
* * *
John les da encuentro al salir de la oficina de Emily. Sherlock está contrariado.
–¿Qué pasa? –pregunta John.
–Nada –dice Sherlock, irritado–. Ha sido prácticamente inútil.
John mira al inspector, que se encoge de hombros. No pueden ver dentro de la mente de Sherlock, que está ocupada volteando hechos como si fueran piezas de un rompecabezas, tratando de hacerlos encajar.
La oficina estaba pulcra y ordenada de modo casi militar. Peor que cuando a John le da por limpiar. Ángulos limpios, señales de un sistema de organización increíblemente regular, sin lugar para el desperdicio ni el exceso. Muy pocos objetos personales: una cruz sencilla sobre la ventana y un cuadro bordado del padrenuestro junto a algunos dibujos infantiles, muestra de que era una profesora popular. Partituras de canto para un pequeño coro infantil y unas estéticas paredes blancas; había quitado todos los cuadros. Otro alma que no vivía más que para su trabajo, por lo visto. Incluso la bandeja de entrada de su correo electrónico era impersonal: mayormente correspondencia con el párroco y el comité sobre excursiones escolares y eventos de la iglesia. Todo le hablaba un poco de la personalidad de Emily Starr, pero no de su asesino. Conclusión: no era la escena del crimen.
–Su casa… –dice en voz alta, mirando en torno a sí y descubriendo que, en sus elucubraciones, ha guiado a sus compañeros de vuelta al patio de juegos. Se detiene en el lugar en el que la víctima murió y trata de llenar los huecos en su teoría.
–¿Y si…? –aventura John, trayendo a colación una idea a la que ha estado dando vueltas en el auto que lo trajo–. ¿Y si vino al parque cuando recién se estaba formando el rocío y el césped estaba húmedo, dejó huellas en el agua, y luego el asesino vino y la apuñaló, y luego fue removiendo el rocío al marcharse, como habría hecho con la nieve? El frío podría haber hecho destacar las huellas de ella, pero tal vez las de él se habrían perdido.
Es como ver a un niño atarse los zapatos. «Cómo se esfuerza» piensa Sherlock.
–En ese caso las huellas de ella serían mucho más leves, y aún podríamos ver las marcas que hubiese dejado el asesino removiendo el rocío. La víctima llegó después de que la escarcha se solidificase: mira cómo los tallos de césped están rotos. La hierba húmeda es flexible.
–Ah –dice John, decepcionado–. Sí. Aún así…
–Déjame lo de pensar a mí, ¿quieres?
–Muy bien, pedante de mierda. ¿Adónde iba la víctima?
Sherlock se queda congelado en mitad del parque.
–¿Cómo?
–Era tarde en la noche, en invierno, ella era profesora en un colegio y no tenía vida social. ¿Adónde demonios iba?
Por supuesto, por supuesto. Ha estado tan ocupado con el por qué salió de su casa y con quién se encontró y la tonta ilusión de las huellas que desaparecían que se ha olvidado de tener en cuenta algo tan básico que da vergüenza.
Sherlock vuelve la cabeza y examina el campo. Usando su dedo como línea de visión, señala a la hilera de casas que se alzan junto a las vías del tren. La casa de ella está en una esquina. Gira ciento ochenta grados y mira en la dirección contraria.
–La iglesia.
Y luego… gira noventa grados y estudia un bloque de apartamentos.
–O el fotógrafo –murmura para sí. ¿Por qué no fue por la calle, que era más segura y estaba mejor iluminada?
No quería que la vieran. Interesante.
Decisiones, decisiones. ¿Debería ir anudando los cabos sueltos del caso uno por uno, o arriesgarse y tratar de cazar a un asesino por una corazonada? Sherlock flexiona los hombros. Es navidad. Ya que está, va a disfrutar este caso al máximo.
–El fotógrafo –le ladra a Rey–. ¿Nombre? ¿Relación con la víctima?
–Timothy Drummer –le informa Rey.
–Vamos a hacerle una visita –dice Sherlock, frotándose las manos frías.
* * *
El hombre que les abre con brusquedad la puerta le cae a John automáticamente mal. Es uno de esos yuppies artísticos de Shoreditch (salvo que obviamente es demasiado pobre para permitirse vivir en Londres, y por ende el doble de snob), de esos que acumulan guacamole orgánico y muebles restaurados. John no tiene problema con ninguna de esas dos cosas en principio, pero juntas hacen que le piquen los nudillos. Parece que alguien se le ha adelantado, no obstante: el sujeto se aprieta un paquete de guisantes congelados contra la cara.
–¡Joder, qué rápido! –dice, sobresaltado, y luego mira a Sherlock y John con desconfianza–. ¿Quién demonios son ellos?
–Soy médico –ofrece John–. ¿Quiere que le eche un vistazo a eso?
Drummer retrocede y los deja pasar.
–¿Por qué está todo tan desordenado? –pregunta Rey, examinando con confusión el caótico apartamento.
–¿Cómo que “por qué está todo tan desordenado”? ¿A ti por qué carajo te parece que está desordenado? –salta Drummer, dejándose caer en su sofá de segunda mano. Se repantiga ahí, enojado pero obviamente aún bohemio a través de su petulante furia. “Es todo pantalones de pitillo y mal corte de pelo” piensa John. El estado de la habitación es increíble, lleno de papeles tirados aparentemente sin ton ni son. Sherlock se agacha y rebusca en ellos.
–Se refiere al allanamiento que acaba de denunciar –informa al inspector. Se estira para palpar la puerta de incendios. La cerradura está rota y, convenientemente, el ladrón ha dejado caer la punta del cuchillo que usó para forzarla. Sherlock la recoge con su pañuelo y sonríe, antes de pasársela a Rey–. No se han llevado nada.
John se pregunta cómo demonios ha podido saber eso, si la casa es un desastre. Una de las patas de la mesita que tiene al lado está torpemente pegada con cinta aislante.
–No lo sé, no creo… –dice Drummer, turbado–. ¿A quién coño le importa? ¡Por amor de Dios, me han atacado!
–Esto no te lo hicieron con un puño –dice John, agarrando la cabeza de Drummer para inspeccionar el hematoma sin que éste se escape. Por motivos que no puede explicar, se irrita aún más al descubrir que se depila las cejas.
–Me dieron un portazo en la cara cuando entraba. No vi quién era. Si lo hubiera… ¡Au! ¡Ten más cuidado!
–Entonces estate quieto –dice John, brusco. Con más suavidad echa hacia atrás la cabeza de Drummer para poder ver la contusión a la luz. Ya se está poniendo de un morado precioso, y el blanco del ojo tornándose rojo.
–No puedo ver por ese ojo –gimotea Drummer.
–¿Qué tan alto dirías que era? –inquiere Sherlock, examinando la puerta. Le da un golpecito en el hombro al inspector y le señala una marca, a tres cuartos de la altura total de la puerta empezando por abajo. Un borrón negro.
–¡Yo qué coño sé! Te acabo de decir que no lo vi. Supongo que más bien alto. ¡Auuuu!
«Ay, pórtate como un hombre» piensa John, irritado.
–Está muy amoratado, pero no veo hemorragia en el ojo –dice, en cambio–. Creo que sobrevivirás sin necesidad de ir al hospital.
–Tú tomaste las fotografías de Emily Starr –interrumpe Sherlock, girando para encararse con Drummer.
–Sí –replica éste, y de repente parece levemente complacido–. Son buenas, ¿verdad? “Estudio de muerte congelada”. Podrían ser el plato fuerte de una nueva exposición.
–Calma, inspector –se apresura a decir Sherlock a un Rey a punto de explotar de nuevo. John hunde “sin querer” el dedo en el hematoma.
–¡Ay! ¡Suéltame! Menudo doctor de mierda eres –se queja Drummer, soltándose de su agarre.
–Perdón. Se me resbaló el dedo –dice John, pero no lo siente ni un poquito.
Sherlock mira intensamente a John. Drummer, creyendo que es a él a quien mira, se alarma.
–¡¿Yo?! ¡No me estarás acusando A MÍ de asesinato! No seas ridículo. Soy vegano, coño. Además, yo no tenía nada que ver con ella.
Los ojos de Sherlock se vuelven hacia él con frialdad.
–Pégale, John.
–¡¿Qué?! –protesta Drummer.
–¿Qué? –repite Rey, estupefacto.
–Vale, de acuerdo –acepta John, poniéndose de pie.
–¡¿Por qué ibas a pegarme?! –Drummer se echa todo lo atrás que puede en el sofá, blandiendo sus guisantes como si fueran un escudo.
–Pégale dos veces. Una por cada mentira.
John mira a Sherlock.
¿Y una más por ser un mierda?
Sherlock se encoge de hombros.
Si quieres.
–Esperen. No pueden ir por ahí golpeando testigos –objeta Rey, dando un paso adelante–. Drummer, por amor de Dios, empieza a hablar antes de que tenga que arrestarte como sospechoso de implicación en el asesinato.
–¡Vale, vale! ¡Dios! Le vendí un par de fotos para el colegio, ya está.
–¿Y? –aprieta Sherlock, recordando las paredes vacías de la oficina.
–Y le hice un cumplido, pero se portó como una zorra frígida. Bien que le gustó mi otro trabajo, a la muy hipócrita.
–¿”Un cumplido”? –repite John con un poco de asco–. ¿Quieres decir…?
–Le pidió que posara para él. Desnuda, imagino –aclara Sherlock–. No me extraña que quitara las fotos…
–¡Era arte! –salta Drummer, indignado–. ¡Venga ya! Es 2014 y ella era mayor de edad. ¿A qué viene tanto escándalo? Habría sido una modelo interesante.
John le dirige una mirada afilada. Ahora ya sabe por qué no le gusta este tipo. Es un depredador, como uno de esos peces que son bonitos pero venenosos. No duda que si Emily se hubiera dejado engatusar las cosas habrían acabado bien para Drummer y muy mal para ella.
–Por muy irritante que sea todo esto, no es un crimen –les recuerda Rey, aunque en su rostro se ve el mismo asco que John siente–. En cualquier caso, Drummer tiene coartada para la noche de autos. Estuvo en el pub hasta tarde, fastidiando.
–Y el asesino es más inteligente –concuerda Sherlock, despectivo–. Creo que ya hemos visto bastante aquí.
–Dijiste que había dicho dos mentiras –le recuerda John, estirando los dedos. Sherlock alza las cejas de inmediato.
–Ah, sí –dice. Se gira y va hacia la cocina, abre la nevera y le tira a John un sandwich en una bolsa de plástico.
–¡Oye! –protesta Drummer, enrojeciendo.
–Estoy seguro de que siendo vegano no vas a necesitar un sandwich de huevo –dice Sherlock con sorna–. Bon appetit –añade, para John.
–Os voy a denunciar, carajo –murmura Drummer, acobardado, pero fiel a su naturaleza quejosa–. ¡Y quiero que se investigue mi ataque! Dios, cuanto antes pueda dejar atrás esto mejor…
Eso explica el estado del apartamento, piensa John. Puede que Baker Street esté desordenado pero al menos lo limpian.
–Sí, bueno, aquí viene uno de mis muchachos para ayudarte –replica Rey, viendo un coche de policía llegar por la calle–. ¿Adónde vamos ahora, Holmes?
Sherlock junta las manos bajo la nariz.
–A la casa de la víctima –decide–. Hay una cosa que tengo que recoger antes de nuestra última parada.
* * *
Emily Starr tenía fotos de su tiempo de misiones en las escaleras. Ella, delgada y sonriente, con un grupo de niños con las manos embadurnadas de pintura. Un grupo de nueve mujeres en indumentaria de danza tradicional, sonriendo. La foto está firmada, pero Sherlock está seguro de que no es de nadie famoso. Probablemente un recuerdo de algún amigo.
–La casa estaba cerrada con llave –les dice Rey en voz baja. Ninguno habla demasiado mientras se mueven por la casa. Es muy pulcra, como la oficina, y resulta evidente que se la ha cuidado con esmero. La decoración es dulcemente femenina y un poco anticuada, piensa John; quizá a propósito, con indicativos de su fe y su oficio en cada rincón, obvios pero no estridentes. También es una casa terriblemente vacía. Hay un par de estanterías empotradas en el salón, un sofá y un sillón, un espejo y un par de mesitas. John toca la esquina de una con el pulgar. Reconoce los muebles de segunda mano cuando los ve.
–¿Le costaba encajar? –le pregunta a Rey.
–Nunca fue, digamos, extrovertida. La respetaban y la querían, pero sí, le costaba encajar, me parece. Era muy reservada.
–Pero se relacionaba con el párroco, no obstante –comenta Sherlock. Levanta la biblia de Emily de su sitio, junto al teléfono fijo y el sillón. Hay dos marcapáginas dentro: uno es una bella brizna de encaje, el otro un post-it con notas del comité.
–Sólo negocios –dice Rey–. Hasta donde yo vi, siempre eran amables y profesionales el uno con el otro.
–Hm –replica Sherlock, pensativo. Mira a John, que sabe lo que está pensando. A Emily Starr se le daba bien ocultarle secretos a la gente más cercana a ella. Sherlock da la vuelta y se dirige al segundo piso, dejando a John y Rey en el silencio del salón.
Czar, Rey y Weisz, piensa John. ¿Alguno de ellos llegó a conocerla de verdad? Le parece un modo extraño y solitario de vivir. No le sorprende que se dedicara tanto a su trabajo, y que fuera tan meticulosa con el estado de su hábitat. Quizá sólo buscaba ganar algo de control sobre su vida. ¿Quizá no pretendía quedarse? Los muebles no parecen hablar de planes a largo plazo. Quizá temía ser una extraña en el único sitio que había considerado un hogar, si se hubiera descubierto más sobre su pasado y su identidad. John tuerce la boca, inseguro.
–¿Le parecía que estaba deprimida? –pregunta a Rey, tratando de recordar la formación que ha recibido sobre asuntos transgénero.
Rey se encoge de hombros.
–Creo que era feliz aquí. Le gustó Tailandia, pero no era su hogar.
–Se iba a marchar –dice quedamente Sherlock desde escaleras arriba–. Venid a ver.
Tiene un pedazo de papel en la mano. Rey lo toma en silencio y lo lee, y luego, innecesariamente, se lo pasa a John. Está escrito con la misma letra que el post-it de la biblia, una amable carta de renuncia.
–Dios santo, ¿dónde estaba esto? –exige Rey.
–Dentro de la funda de su almohada –dice Sherlock–. No toques nada –añade para John, que sin darse cuenta había extendido la mano para levantar la almohada. Sherlock alza las manos para mostrar que se ha puesto los guantes–. Nuestro amigo ha estado aquí también. El pestillo de la ventana del baño está rota, y han deshecho su maleta.
–El pestillo lleva roto ya un tiempo –objeta Rey–. Emily le iba a pedir a Czar que lo arreglara, y fue entonces que discutieron. Me acuerdo de que salió el tema.
–En cualquier caso, así es como entraron.
–¿Qué maleta? –pregunta John, y no puede evitar sonreír. ¿Era rosa?
Sherlock le dirige una mirada reprobadora y señala a la parte de arriba del armario.
–Ahí. La bajó y la llenó. Otra persona la vació y la volvió a dejar en el sitio.
–¿Cómo lo sabe? –pregunta Rey, confuso.
–La sacó al rellano después de terminar de empacar, rozando la alfombra. Aquí puede ver cómo las fibras apuntan en la dirección en que la arrastró; no era lo bastante fuerte como para levantarla. Y sin embargo la maleta está de vuelta sobre el armario sin que las fibras se hayan movido en dirección contraria, así que quien sea que la volviera a colocar era lo suficientemente alto y fuerte como para levantarla sin ayuda. Además, fíjese en cómo están dispuestos sus objetos personales.
John estudia la habitación. El juego de pinceles y cosméticos neutros sobre la cómoda; el camisón sobre la cama.
–No están tan ordenados –dice Rey, que lo ve ahora que se lo han señalado. Los pinceles están dejados caer sobre la cómoda, sin la atención al ángulo de las habitaciones del piso inferior. John casi se ríe.
–Ya llevaba puesto un camisón, y sin embargo pusieron en la cama el que había metido en la maleta.
–Le entró pánico, porque por desgracia su plan había salido bastante mal. Hm.
Sherlock no explica nada más. En lugar de eso empieza a moverse tentativamente en torno a la mesita de noche, con el ceño fruncido. Se echa en el suelo y busca con la mano bajo la cama. Sus investigaciones desentierran un pendiente de aro de oro que a todas luces se cayó por el borde de la cama, pero eso no le dice nada. Lo regresa al platito del que salió, donde se reúne con otros tres pendientes idénticos y un anillo. Sherlock toma este último y lo examina. Va hasta la cómoda y abre con habilidad una cajita de joyería: hay un punto desgastado en el terciopelo con la forma del anillo. El cuento toma un giro más bien triste en su cabeza.
–¿Emily era huérfana?
Rey levanta la vista; ha estado pegado a los talones de Sherlock mientras investigaba, tomando sus propias notas.
–Sí –replica–. Creo que no tenía ninguna familia. Un poco como yo.
–Debe de haberse sentido sola –dice John sin pensar, en voz alta. No puede evitar sentir pena por ella; yendo de aquí para allá por el mundo, tratando de encontrar una vida y un cuerpo que le acomodaran mejor que los que le tocaron al nacer. Vuelve a observar el cuarto y absorbe la cómoda de patas arqueadas con su tapetito de encaje, la lechera de porcelana Lladró con sus ojitos caídos. De repente la decoración de la casa, con su aire de dama anticuada, se le antoja trágica y romántica. Al menos había podido encontrar un poco de amor y respeto en su trabajo, pero ¡qué hambrienta de afecto debía de haber estado!
–Era tímida –dice Rey, incómodo–. Muy tímida. Yo… lo intenté.
–Si hubiera sido un poquito más tímida –dice Sherlock con un carraspeo– no habría dejado entrar a su visitante. Tengo que mirar el piso de abajo. Aquí no está –añade con aspereza, rozando a Rey en su camino a las escaleras.
–¿Qué no está aquí? –inquiere John, preguntándose qué le pasa.
–La segunda copa –dice Sherlock con desaprobación.
Peinan la casa; Sherlock con su extraño método propio, John y Rey un poco perdidos. John registra la cocina, abriendo los armarios. Emily Starr tenía exactamente un ejemplar de cada artículo de cocina necesario, excepción hecha de un juego de té que luce casi nuevo. John observa el estante y piensa en lo pequeño que se ve todo en el espacio vacío, comparado con la cocina del 221B, donde guardar los platos requiere un cierto nivel de habilidad en el Tetris. Tiene un incómodo flashback de su primer cuartito de estudiante, de él arrastrándose de mala gana por Ikea con Harry. Comprando la vajilla en pares sólo porque Harry insistió, a pesar de que en esa época se inclinaba más por ahuyentar a los visitantes mediante el simple método de no molestarse en hacer sitio para ellos.
Hay una desportillada copa de vino en el escurridor, pero sólo una. John está a punto de mandarlo todo al cuerno y preguntar «¿estás seguro de que hay una segunda copa?» cuando Sherlock emite una suave exclamación.
–Aquí está.
Está en el suelo, bien escondida en un rincón oscuro junto a la estantería, y aún tiene un dedo de vino tinto dentro.
–Ay, chica con suerte –jadea Sherlock. Le pide a John que se acerque con un gesto, y luego, sin previo aviso, le mete la mano en el bolsillo y saca la bolsa del sandwich, vacía después de que John haya dado buena cuenta de su contenido de camino aquí–. Busca la botella en el contenedor de reciclaje; sospecho que drogó toda la botella y ella siguió bebiendo después de que él se marchara–. John, ¿cuándo se ilegalizó el Rohypnol?
John lo mira, desconcertado.
–No lo sé. A mediados de los ochenta más o menos.
–¡He encontrado una botella! –exclama Rey–. La han vaciado. ¿Por qué demonios dejó la copa en el suelo?
–Estaba paranoica, angustiada y agitada; el paradójico efecto de una droga que debía dejarla inconsciente. –Sherlock coloca cuidadosamente la copa, con el vino todavía dentro, en la bolsa, y sella el cierre hermético–. Ésta es la única habitación de la casa que no está dominada por una cruz. El pecado de la embriaguez. –Levanta la bolsa con cautela, entre el pulgar y el índice–. Envía esto a Saint Barts, John, y que Molly analice los posos tan pronto como pueda. Inspector, espero que esté listo para hacer un arresto.
Sombrío, Rey se tienta el bolsillo, buscando su placa.
–No podría estar más listo. Indíqueme dónde, Holmes.
* * *
Sherlock se sorprende un poco cuando una mujer de aproximadamente su edad le abre la puerta. Los observa con algo de timidez, jugueteando con su colgante. Sherlock se fija en sus ojeras; no recientes, si no producto de muchos meses de insomnio.
–¿Inspector Rey? –dice.
–Buenas tardes, señora Weisz. ¿Podemos pasar?
–Sí, por supuesto. ¿Han venido por Mel?
Palabras oportunas, pero inocentes, piensa Sherlock. Se demora un poco y deja que Rey lidere el grupo; luego lo sigue y entra en la casa del párroco. Es una casa antigua y encantadora, lo cual habla de más dinero del que aporta la iglesia.
El reverendo está en el salón, una taza de té en equilibrio sobre su rodilla. Se pone de pie cuando entran.
–Caspar, qué sorpresa. ¿Cómo va la investigación?
–Va –dice Rey con firmeza, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Sherlock. La verdad, Sherlock está muy contento con él; es una lástima que vaya a ser imposible convencerlo de que se transfiera a la unidad de Lestrade–. Me temo que tenemos que hacerle algunas preguntas más. Estamos en un callejón sin salida.
–Por supuesto –dice Weisz, impasible–. Por favor tome asiento, señor…
–Holmes.
–Madre santa. Rey, está agotando todas las posibilidades, ¿verdad? –dice Weisz tras un momento, sólo un momento de duda.
La satisfacción se enrosca en el estómago de Sherlock.
–Té, querida –le dice Weisz a su esposa–. Haz otra tetera.
–Sí, por supuesto. ¿Leche?
–Por favor. Dos de azúcar –replica Sherlock.
Weizs espera a que su esposa se vaya. Sus pasos apenas se oyen sobre las esponjosas alfombras.
–Ha estado muy disgustada con todo este asunto –dice. Los labios de Sherlock se tensan en torno a una sonrisa–. Es terrible.
Los tres se sientan en el acogedor saloncito. Todo es terriblemente hogareño, observa Sherlock. Adornos en la repisa de la chimenea y flores frescas en los jarrones. Fotografías de boda en los estantes y rechonchos cojines perfectamente combinados con el resto de la decoración. El fuego chisporrotea en una elegante estufa de gas empotrada en la anticuada chimenea. Incluso el arte es cuidadosamente insulso: tres pollos pintados a la acuarela y dos palomas de la paz con ramitas de olivo en el pico sobre el sofá. El propio Weisz encaja a la perfección, con sus manos rosadas y limpias, sus uñas redondas y su aspecto suave y pulcro.
–Bonita casa –comenta Sherlock.
Weisz vacila.
–No hay lugar como el hogar.
–Necesito que me cuente otra vez cómo encontró el cuerpo –dice Rey. Se humedece los dedos y abre una página nueva en su cuaderno–. Con sus propias palabras.
–Sí, sí. Fue chocante, se lo aseguro. Bueno, como ustedes saben era domingo, día del Señor, así que fuimos temprano a la iglesia para comprobar que las tuberías estuvieran en buen estado, después de las heladas que hemos tenido. Por supuesto, yo tenía que prepararme para el servicio de la mañana (mi mujer hace los arreglos florales) y ahí estaba la pobrecita, tirada en el parque.
–¿La reconoció? –pregunta Rey.
–En un primer momento no. Para ser honesto, al principio pensé que alguien se había desmayado. No podía ver el cincel, porque el abrigo tapaba el mango. No me di cuenta de que era Emily hasta que me acerqué.
–¿Y su esposa?
–Se quedó en la carretera, tal y como le pedí. Era por precaución, ¿sabe?, porque no teníamos ni idea de quién era. Le grité que buscara ayuda y ella corrió a la intersección y detuvo un coche que pasaba.
–¿Y usted?
–Volví a salir a la calle cuando me di cuenta de que estaba muerta y esperé ahí para consolar a mi mujer.
–¿No volvió a entrar en el parque?
–No, pensé que era mejor no hacerlo.
–¿Vio a alguien más?
–Ni un alma. –Weisz sonríe cordialmente, como en disculpa–. Siento no poder ayudarlo más, inspector.
A través de la ventanilla de la cocina se oye el silbido musical de la tetera y el cascabeleo de las tazas. Sherlock mira hacia allá y estudia la distribución de la cocina; reposteros impecables y una nevera de color pastel, sin duda llena de delicias caseras. Qué dulce y qué suburbano es todo. Le sorprende que no parezcan tener ningún hijo, sólo mascotas (Sherlock cuenta hasta cuatro fotos de periquitos de diferentes colores); aparte de eso, en el cuarto sólo hay fotos de la pareja. En algunas aparece también una mujer mayor, obviamente ya fallecida, que se parece mucho a la esposa, especialmente en los ojos.
En ese momento la señora Weisz reaparece con una bandeja. Sirve el té con una pequeña sonrisa.
–Señora Weisz…
–Por favor, llámeme Jenny –dice, sentándose en el extremo más alejado del sofá y cruzando las manos sobre el regazo. Son manos suaves, con pequeños arañazos de arreglar las flores. Es la esposa de párroco modelo, piensa Sherlock. Incluso aunque no quiera sentarse junto a su marido.
–Jenny –se corrige Rey–. ¿Qué tanto conocía a Emily Starr?
–Apenas nada. La veía en la iglesia y esas cosas, por supuesto, pero casi nunca hablamos. No estaba muy involucrada con el Instituto de la Mujer ni con las flores. La mayor parte de su trabajo era para la Academia y la escuela de catecismo.
–¿Entonces se asociaba más con su marido? –pregunta Sherlock, observando a Weisz por el rabillo del ojo. Está bien sentado en el sofá, con las piernas delicadamente cruzadas y los ojos fijos en su esposa.
–Sí.
–¿Cómo la conoció?
–Después de que robaran en la iglesia; eso fue hace más un año. ¿Se acuerda, inspector?
Rey asiente.
–Estaban recaudando dinero para reparar el techo de la iglesia –informa a Sherlock–. Alguien abrió la puerta de atrás y vació la caja fuerte. –Menea la cabeza con asco y Sherlock entiende que ése fue un caso que se escapó de entre los esforzados dedos de Rey. Aunque tiene una ligera sospecha sobre el culpable.
–Ella acababa de llegar aquí; vino a decirnos cuánto lamentaba lo ocurrido –termina la señora Weisz.
Sherlock vacía su taza de un trago y finge una mueca.
–Otra, por favor. ¿Tiene edulcorante?
Ella parpadea, sorprendida.
–Sí, claro. Ahora se lo traigo. –Coge la taza de Sherlock y vuelve a salir de la habitación.
–He escuchado los rumores en la congregación, y no quisiera influir en su trabajo, inspector, pero la opinión popular es que Robert Czar… –Su voz se apaga y sus labios se fruncen. Sherlock puede ver el leve rocío de sudor que perla su nuca. Sabe que sus propios labios están pálidos de furia.
–Los asesinos me caen bien en general –espeta, y lo complace ver que Weisz da un respingo–. Pero me repugnan los cobardes.
–¿Perdón? –empieza el párroco, pero Sherlock lo corta.
–¿Cuándo se acordó de que aún tenía en el armario el frasco de Rohypnol de su suegra? Caducado hacía años, pero supuso que aún funcionaría bien; debe de haber sido un choque muy desagradable descubrirla allí, a medio camino de casa de usted, su cuerpo inerte indicando el camino como una flecha gigante. Y luego el cincel; eso fue con premeditación, un bonito detalle. Qué suerte para usted que la escalera estuviera lo suficientemente desequilibrada como para que Czar se cayera fuera de la iglesia. ¿O eso también fue premeditado?
–Me temo que no entiendo…
–No obstante, entrar en el apartamento de Drummer fue un error estúpido. Innecesario, dado que las fotografías ya no estaban allí y no había nada en ellas que lo vinculara a la escena del crimen. Aún así gracias, reverendo, por dejar sus huellas. Le aconsejaría que, la próxima vez que pretenda allanar una casa, use algo más contundente que un cuchillo de pelar fruta. No, no se levante. Veo desde aquí que falta uno de los cuchillos del soporte de la cocina. Imagino que está al fondo del estanque de los patos. Fue aún más estúpido entrar en la casa de ella; la próxima vez que deshaga la maleta de alguien, trate de fijarse en cómo le gusta a esa persona ordenar sus cosas. ¿Cuánto tiempo llevaba acostándose con ella?
En la cocina, la señora Weisz deja caer la taza, que se hace añicos contra el suelo. Se hace un silencio mortal. Cuando aparece en el marco de la puerta su rostro está blanco y rosa como un helado.
–Mel –dice, horrorizada.
–Jenny, todo esto son acusaciones sin fundamento, no te pongas histérica –dice Weisz–. Ve a limpiar ese desastre.
–Siéntese –le dice Sherlock, levantándose para que ella pueda dejarse caer en el sillón que ocupaba. La señora Weisz se retuerce las manos, dividida entre su propia angustia y la vergüenza persistente de haber roto una taza. La mitad de Sherlock desearía que John estuviese aquí, porque se le da mejor tratar con las víctimas que a él; la otra mitad se alegra de que John esté bien seguro de camino a Londres, exactamente por el mismo motivo.
La señora Weisz se pone a llorar en silencio, y es eso, más que cualquier otra cosa, lo que revela al bruto sin corazón que se oculta debajo del suave exterior del reverendo. No hace el más mínimo gesto para consolarla.
–Ten un poco de compostura, Jenny.
Sherlock cruza las manos a la espalda. Se siente decepcionado, aunque no puede explicar exactamente por qué. No es que el caso no fuera meritorio o interesante.
–Debería darle las gracias –dice, sardónico– por mencionar el robo en la iglesia. No había conectado esos puntos todavía. Muy inteligente de su parte. Probablemente fue para pagar cosas compradas a crédito, pero quedaba el difícil asunto de qué decirle a su esposa. Qué suerte tuvo de que tenía todo ese dinero ahí, disponible. Lo volvió a ingresar después de un mes o así; sólo lo suficiente para cubrir los gastos de instalar a Emily aquí, y nadie se dio cuenta.
–Esto es… inspector, no puede estar permitiéndole a este hombre hacer tales acusa…
–Creo que lo disfrutó usted. Engañando a su esposa, teniendo una amante justo delante de sus narices, de las narices de toda la parroquia. Pero hete aquí que ella empieza a volverse demasiado independiente, irritantemente popular. Moralista. Verá, ése es el problema de tratar con gente buena: siempre insisten en que intentes ser mejor de lo que eres. Su ultimátum fue el matrimonio, por supuesto: ni más ni menos de lo que se esperaría de un hombre y una mujer creyentes. Y si no… sí, se lo habría dicho a usted –dice Sherlock, volviendo la cabeza para mirar a la llorosa señora Weisz–. Y usted no está ni la mitad de acobardada de lo que a él le gustaría, ¿verdad?
Sherlock aprieta los labios; la mera idea de que la reputación de un hombre valga más que una vida lo consterna profundamente. Se pone de pie.
–Una vergonzosa traición –añade–. Emily iba a usar el anillo de la madre de la señora Weisz. Arréstelo, inspector.
Se quita de en medio, y en su mente el libro de este caso se cierra.
* * *
Ya ha oscurecido del todo cuando Robert Czar y el reverendo Weisz intercambian lugares. Sherlock se sienta en la silla de la oficina de Rey y fuma, deseando acabar su declaración para poder irse. Londres lo llama.
Por fortuna Rey es eficiente, y la señora Weisz sigue llorando pero está resuelta a colaborar. Les entrega los extractos bancarios que reflejan, tal y como Sherlock sospechaba, el viaje a Tailandia, el reintegro destinado a pagar por un segundo billete de avión debido a una cancelación de emergencia, y el ingreso que vino más tarde, supuestamente pagado por la compañía de seguros, meses antes y después de la operación y el robo. En opinión de Sherlock Starr no tenía cómo saberlo. Si llegó a tener alguna sospecha sin duda la descartó, de tan enamorada como estaba.
Y así era como Weisz se la había traído a casa, souvenir y juguete a la vez; y luego, para su irritación, ella había florecido y había echado raíces, incluso siendo tan reservada como era. Había hecho promesas apresuradas: una nueva vida, en algún lugar donde nadie los conociera, donde pudieran vivir como pareja. Pero no podría haberse divorciado de su esposa y comenzado de nuevo con ella; no él, un hombre a quien su reputación como párroco le importaba tanto.
Ella, preocupada, habría cuestionado la moralidad de la relación, discutido con Czar por ello y después dado a Weisz un ultimátum. Acorralado al fin, sin oportunidad de usar el cincel e inculpar a Czar directamente, había tratado de fingir un suicidio. Aún no está claro, piensa Sherlock, si Weisz tenía algo personal contra Czar o era simplemente un choque natural de caracteres: el basto y pragmático Czar sería ofensivo por naturaleza para el refinado y egocéntrico Weisz.
La medicina de la suegra para el insomnio crónico, una enfermedad a todas luces heredada por la esposa, desenterrada del fondo del armarito del baño y deslizada a escondidas en el vino. Debe de haber llevado ambas a la casita; Sherlock duda que Emily bebiera mucho. La convenció para brindar, quizá para celebrar su “nuevo comienzo”, y luego la dejó para que se durmiera, anticipando que caería redonda antes de siquiera alcanzar las escaleras. Pero la medicina, en lugar de matarla, le había producido paranoia, y había salido corriendo a tropezones en mitad de la noche, buscando a la única persona a la que amaba y en la que confiaba, hasta que finalmente se derrumbó en el parque, y entonces él la apuñaló. No era exactamente un Plan A, después de todo.
Y luego le entró pánico al preguntarse qué habría dejado Emily en casa antes de salir. Tenía razones para ello, al fin y al cabo, porque ya había empezado a hacer la maleta, y que se notara que planeaba marcharse no lo haría quedar muy bien. Los suicidas raramente hacen planes para después. Pánico de nuevo cuando las fotografías se filtraron a la prensa. La esposa les había confirmado que era moderadamente bueno en kick-boxing tailandés. Una ágil patada a la puerta era lo que le había dejado a Drummer el ojo morado.
Rey concluye sus notas, le da las gracias a Sherlock, saluda con la cabeza y, cansado, se retira para supervisar la custodia de Weisz. No hay un calabozo donde puedan ponerlo en esta comisaría; habrá que enviarlo al centro de la ciudad.
En el vestíbulo de la comisaría Sherlock se encuentra a Czar, que está recuperando sus efectos personales. Czar se alisa la sudadera y saluda quedamente a Sherlock.
–Me han dicho que limpiaste mi nombre –dice cuando Sherlock pasa a su lado.
–Fue fortuito –replica. Se detiene en las escaleras de la comisaría y le escribe a John un mensaje para informarlo del arresto, y añade instrucciones para Molly de que los resultados del análisis toxicológico sean enviados a Swanley. Él no los va a necesitar, al fin y al cabo. Czar aparece detrás de él, con manchas grises en el cuello y la manga del jersey. Sherlock las examina.
–Gracias –dice. Se encoge para protegerse del frío y mete las manos en los bolsillos–. Ha sido un detalle.
–¿Conejos o cuervos? –pregunta Sherlock, descubriendo de pronto el origen del callo en su dedo índice y de la sensación de que Czar estaba ocultando algo. Czar lo mira, pero parece comprender que a Sherlock le importa una mierda si va por ahí a cazar conejitos de vez en cuando, sea legal o no. ¿Quizá sea un punto de conflicto moral para él? Pero no es el único; Sherlock siente que aún se le está escapando algo.
–A veces. A veces otras cosas –responde Czar, tranquilo.
–Dígale a Rey que me voy –le dice Sherlock al agente de servicio, por encima de su hombro, y luego se guarda el teléfono.
Antes de irse, no obstante, se le ocurre una conclusión final, y se gira abruptamente hacia Czar, estudiándolo de arriba abajo. Por supuesto. Lleva un crucifijo y se siente culpable; ¿qué más iba a angustiar a un hombre como él, en estos tiempos?
–¿Tiene usted novio?
Czar titubea. Mira a Sherlock con cansancio.
–Eso no estaría bien –dice, cuidadoso.
–Ah –dice Sherlock, y sacude la cabeza–. No importa.
–Pero incluso si lo estuviera –llama Czar a su espalda–, usted no es mi tipo.
–¡No hablaba de mí! –espeta Sherlock con impaciencia, volviendo sobre sus pasos a la comisaría, habiendo perdido ya el interés. Luego se detiene–. Si cambia usted su filosofía de vida, pruebe suerte con el profesor de geografía. El coche que usa parece implicar que… bueno…
En realidad, no es asunto suyo si Czar cree o no en un constructo social tan tonto como la religión. Czar no contesta. Sherlock lo observa por encima del hombro yéndose en dirección contraria, hacia su furgoneta, cabizbajo y raspando el pavimento con sus botas de trabajo. Es bastante alto, pero la manera en que se encorva lo hacen parecer más bajo y ancho de hombros. Casi sin pensar mira hacia abajo, para comprobar en qué pierna se apoya más.
Se da la vuelta en cuanto la puerta de la furgoneta se cierra con un estampido. Manda un mensaje a John con su hora aproximada de llegada y lo que quiere que pidan para cenar, y se pregunta, no por vez primera, por qué las personas se preocupan tanto que incluso cuando a nadie le importa un comino lo que hagan se inventan figuras en el cielo para que los condenen.
* * *
Molly se apoya en el banco de trabajo, sujetando con ambas manos una taza de café tan cargado que John cree que, si la pusiera boca abajo, se quedaría pegado en vez de derramarse.
–Bueno, puedes decirle que definitivamente había algún tipo de flunitrazepam en el vino, aunque no sé con seguridad si era de la marca Rohypnol o no. Pero tenía razón. Estaba drogada, y le dieron suficiente como para ponerla muy enferma, incluso aunque consiguiera salir de casa. Podría incluso haberla matado. Qué cabrón.
–Por lo visto hasta le dijo a su esposa que se iba para hablar de cosas de la escuela de catecismo. –John bosteza–. Bueno, pues nada. Entonces ¿te parece bien enviar los informes a Swanley?
–Yo lo haré –dice Lestrade, recogiendo el paquete de papeles–. Así haré tiempo mientras acabas con el cadáver que traje yo.
Molly suspira.
–Debería prohibiros la entrada a los dos. Mira que traerme DOS cadáveres en nochebuena…
–Lo siento, cariño –dice Lestrade, encogiéndose de hombros–. No podemos evitarlo.
John se despereza.
–Bueno, parece que nuestro caso ya está cerrado. Me voy y te dejo seguir con tu trabajo.
–Buenas noches, John.
–Buenas noches, Molly. Que tengas una buena navidad.
–Lo intentaré –dice ella, un poco abatida–. Este año he tenido mala suerte.
–¿Eh? ¿Vas a trabajar mañana también? –se sorprende John.
Molly le indica con la mano a Emily Starr en su bandeja de metal, y junto a ella el contable muerto que ha tenido a Lestrade ocupado toda la tarde.
–Tengo que hacer horas extra –admite–. No pasa nada, ya estaba de guardia igualmente, y voy a ir a ver a mi madre por San Esteban, así que no estará tan mal.
–Bueno, estarás bien acompañada, Molls –dice Lestrade, apretándole el hombro. Ella le sonríe. John mira a la pareja y se detiene; los engranajes de su cerebro de repente se han puesto en marcha.
–¿Por qué no venís los dos mañana, después de trabajar? –ofrece de repente, mientras se sube la cremallera del abrigo. Después se lo piensa, y añade–: Sí, ¿por qué no? Podemos tomar unas copas, y comer… no sé, sandwiches o algo.
Para su irritación, Molly y Lestrade intercambian miradas dubitativas.
–¿Estás seguro? No quisiera… o sea, nosotros… no quisiéramos entrometernos.
–¡Para nada! Estaremos sólo Sherlock, la señora Hudson y yo. Y la niña, pero probablemente esté durmiendo ya. Sí, venid. Será divertido. Podéis comeros nuestras sobras –añade, medio en broma medio en serio. Los observa a los dos, pensando. Molly no es muy alta, pero subiéndose a una escalera o algo así, quizás…
Además, ¿quién dice que no se pueda permitir alfileres de corbata de oro, si quiere?
–Vale, te aviso cuando haya terminado en Scotland Yard –dice Lestrade, un poco perplejo por la manera en que John los mira. Molly parpadea nerviosamente entre los dos, sintiendo que se ha perdido algo en algún momento y deseando volver atrás para asegurarse.
–Podéis venir a cualquier hora –replica John, subiéndose el cuello del abrigo. Su teléfono vibra y sonríe débilmente al sacarlo y descubrir un mensaje de Sherlock. Pulcro y críptico.
–Os veo mañana –dice John, haciendo adiós con la mano.
–Adiós, John.
–Nos vemos.
Sale de la morgue y se dirige a la salida del hospital, dejándolos solos. En cuanto desaparece, Molly se vuelve hacia Lestrade y levanta las cejas.
–Sí, ya lo sé –dice él, y luego se ríe como un loco.
–Eres un ridículo –dice Molly.
* * *
–¿Watson?
John se acerca a recoger las humeantes bolsas de comida para llevar y sale del restaurante. El chillón letrero de neón lo hace entornar los ojos. Comprueba su reloj, y luego consigue que el taxi lo deje al final de la calle, desde donde tiene que caminar hasta la estación de metro de Baker Street para recoger a Sherlock. El aliento se le condensa en el aire. Hunde la barbilla en el abrigo.
–Tengo que comprarme una bufanda –murmura para sí. Es eso o empezar a robar la de Sherlock de nuevo. Se apoya con descuido en la pared, junto a un cajero automático, y se pregunta cuáles serán los detalles que le faltan del caso. Sherlock lo ha informado de los puntos básicos: que el párroco era el asesino, que era una especie de cerdo controlador. Barrunta qué nombre ponerle al caso en su blog. “La mujer congelada”. “La Starr de Swanley”. No; ¿”La estrella de Swanley”? ¿Demasiado cursi?
Juguetea con el hilo narrativo, con cómo contar la historia. Qué omitir y qué incluir. La triste figura de la mujer, el acusado que sólo quería ser su amigo, y el hijo de puta que los hacía bailar a todos como a marionetas y casi consiguió salir impune de un asesinato. John tirita y piensa que, contando al inspector, hay al menos tres personas que van a pasar solos unas navidades de mierda.
O no van a tener navidad y punto.
Se cambia la bolsa del curry, más pesada, a la otra mano, y escudriña la multitud, mientras más y más gente sale de la estación. Viene y va en oleadas cada pocos minutos. Sherlock debe de estar cerca.
Al final lo distingue: su cabeza sobresale sobre la multitud mientras baja las escaleras, saltando los peldaños de dos en dos. Sherlock lo ve a él casi al mismo tiempo, con complacida sorpresa.
–Pensé que habrías ido directamente a casa –dice, ojeando la bolsa con golosa anticipación. John la levanta para que pueda verla mejor.
–Me venía de camino, y pensé que no tardarías mucho más. ¿Caso cerrado, entonces?
–Mm. –Sherlock se levanta el cuello del abrigo para protegerse de la llovizna y rápidamente se pone a su altura mientras caminan–. Todo listo.
Las luces de navidad en el lado comercial de Baker Street parpadean en blanco y azul, encendiéndose y apagándose con frívolo descuido, emborronadas por la lluvia. La calle en sí está tranquila; la mayoría de la gente ya está acostada en su casa, y los ojos usualmente ciegos de las ventanas que bordean la calle ahora hacen hogareños y amistosos guiños gracias al brillo de los árboles de navidad.
John ahoga otro bostezo, contento de volver a casa. Conociendo a la señora Hudson, puede que incluso su propia ventana siga iluminada, como un cartel de bienvenida. Todo en Baker Street parece suave y amable después de la deprimente soledad autorregulada de la casa de Emily Starr, y del gélido acero de la morgue.
–Estás muy callado –dice Sherlock. Se ha dado cuenta de lo despacio que camina; no por cansancio, le parece, si no tratando de alargar el momento, por alguna razón. Tiene algo en la cabeza que no quiere llevarse a casa, adivina.
–Sólo estaba pensando. Starr tenía una vida muy triste.
–En algunos aspectos –concuerda Sherlock–. Viéndolo en perspectiva, consiguió más o menos lo que quería.
Siente, más que ve, los ojos de John clavarse en él, y se ve obligado a aclarar:
–Al final consiguió el cuerpo que quería, y un amante que, a pesar de sus horrendos defectos, no tenía ningún problema con él. Encontró una casa y una comunidad en las que establecerse, y un trabajo al que poder dedicarse y en el que sentirse realizada. No tenía ningún vicio mayor ni ninguna enfermedad mental aparente. Hay quien consideraría eso un éxito.
–Sí, pero todo se fue a la mierda.
–Trató de acercarse y mantenerse alejada a la vez –dice Sherlock, y luego añade, más para sí que para John–: No fue lo suficientemente inteligente como para confiar en la gente adecuada.
John le da vueltas a sus palabras.
–“La triste traición de Emily Starr” –dice, pensando en voz alta.
–“La ciega e idiota confianza de Emily Starr” –replica Sherlock, cínico–. Creyó que Weisz era un buen hombre sólo porque llevaba las manos limpias y un alzacuellos, y no vio que en realidad era un perro.
–Qué duro eres.
–Es cierto. Si no se le hubiera ocurrido involucrarse emocionalmente con el reverendo sin duda estaría viva ahora, ocupándose de su escuelita y su parroquia.
–Tuvo mala suerte –argumenta John–. Y él se aprovechó de ella. No creo que fuera su culpa… no era completamente idiota. Mandó al carajo a Drummer.
–Cierto –concede Sherlock–. Debería haber pasado más tiempo con Czar. Era un cazador furtivo y un mentiroso, pero el pobre desgraciado se preocupaba por ella de verdad.
–¿Y no con Rey?
–Rey es un egregio desastre. Le gustaba la idea de ella, pero no tenía ninguna habilidad para conectar con ella como persona. El tipo no tiene nada en el mundo salvo su profesión.
John alza un poco la barbilla, curioso. Mira a Sherlock, pero no hace ningún comentario en voz alta. No hace falta; su expresión ya lo dice todo.
Vaya, vaya, mira quién habla.
Es una observación. No tiene nada que ver conmigo.
Suena como que no tienes muy buena opinión de Rey.
–No era el oficial de policía más incompetente del mundo –dice Sherlock en voz alta, y John decide dejar correr el asunto. Viniendo de Sherlock, es un cumplido enorme–. Y lo que Emily Starr fuera o deseara o sintiera es ya irrelevante. Está muerta; prefiero no seguir diseccionándola.
–No, está bien. Es justo –dice John, olvidándose del tema. Supone que Sherlock tiene razón: las suposiciones torpes sobre la vida de Starr no está ayudando a nadie, ni respondiendo ninguna pregunta.
Ya están cerca de casa cuando suena el teléfono de Sherlock y éste se lo saca del bolsillo para mirar la pantalla. Para sorpresa de John, se detiene de golpe.
–¿Qué pasa? –pregunta John, presintiendo que algo no va bien.
Sherlock alza la mirada. La sorpresa ha vaciado de expresión su rostro.
–Weisz está muerto.
–¿Qué?
–Czar le ha disparado.
–¿Qué? ¿Cómo?
Sherlock cierra los ojos, irritado consigo mismo.
–Tenía el rifle en el coche… siempre me olvido de algo.
Sacude la cabeza, como diciendo “qué mundo tan extraño es este”, y se guarda el teléfono. Empieza a caminar de nuevo. John tarda un par de segundos en alcanzarlo.
–Vale, pero ¿cómo? –insiste.
–Iban a cambiar a Weisz de comisaría después de procesar la acusación. En cuanto salió por la puerta Czar le metió una bala en la cabeza. Debe de haber sido un buen disparo, para no darle a nadie más –dice Sherlock, con pensativo respeto. Recuerda la expresión de Czar. Estaba tranquilo y resignado; Sherlock pensó que era alguna tontería relacionada con tener que pasar la navidad solo.
–Joder –dice John, admirado–. Allá va la justicia de Rey. ¿Tú… sabías que planeaba…?
Sherlock niega con la cabeza, pero no dice nada más, quizá ponderando para sí que el estilo de justicia de Czar le gusta más que el de Rey, o tal vez insinuando que el asesinato no fue planificado. John abre la boca para decir «bueno, como reverendo era una reverenda mierda» a modo de compromiso, pero la vuelve a cerrar; no está de humor para bromas. Sherlock se ríe igualmente.
–¿Qué?
–Czar. Qué moral era. No se entregaba a los… pecados de la carne, pero sí le voló los sesos a otro hombre. ¿Todos los moralistas son así de hipócritas? –se pregunta en voz alta.
John no sabe qué contestar, ni comprende la extraña mirada que Sherlock le dirige.
–La próxima vez que vea a alguno le preguntaré –ofrece.
–Es un poquito tarde para eso –murmura Sherlock después de unos instantes, y John no sabe decir sobre qué o quién está hablando. Sigue pensando en ello cuando la navidad les cae encima. Desde el otro lado de la ciudad una campana distante da las doce. John tirita de nuevo, su mano sin guante helada en torno al plástico de la bolsa. Sherlock extiende la mano sin mirar y se la quita. John busca sus llaves y abre la puerta. Sherlock voltea distraídamente el llamador hacia un lado; ya están tan acostumbrados que verlo recto les resulta raro.
El recibidor de Baker Street está vacío y en penumbra, aunque la señora Hudson les ha dejado la calefacción encendida y un poco de luz. Emerge, somnolienta, en cuanto entran quitándose los abrigos y sacudiéndose la humedad del pelo.
–Ay, ya estáis de vuelta. –Le pasa el monitor de bebé a John y él se inclina para besarla en la mejilla.
–Sentimos llegar tan tarde –le dice.
–La he acostado en su propia cama. Pensé que era mejor. Se quedó dormidita enseguida y no ha dicho ni pío en toda la noche –susurra la señora Hudson. El olor del curry llena el recibidor. Sherlock le sonríe por encima del pasamanos.
–Sí, sí, es perfecto –dice John, agradecido–. Lo siento, debería haberle mandado un mensaje.
–Para nada. Venga, arriba los dos –dice ella, empujándolo suavemente hacia la escalera–. Buenas noches, chicos. ¡Feliz navidad!
Les ha encendido la chimenea, cuyos rescoldos aún brillan en el emparrillado, y reemplazado la leña que ha usado. John va directo a echar un vistazo a la niña y la encuentra resoplando en sueños; Sherlock hace ruido con la cubertería, buscando tenedores limpios y el abrebotellas.
–Toma –dice cuando John regresa, pasándole una cerveza ya destapada. John la coge y chocan los cuellos de sus respectivas botellas antes de colapsar en sus sillones frente a la mesita de centro y atacar el roti canai y el nasi lemak.
John pasa sin pensar el pie sobre la alfombra, sintiendo las marcas que le han dejado la vida y las ideosincrasias de sus habitantes: los parches pelados, las zonas melladas ahí donde se clavan las patas de los muebles. Libera su cerveza de un montón de cartas, bolígrafos y otros cachivaches. Trabajan donde viven, y viceversa. Sherlock lo descubre observando la habitación y le lanza una mirada de perplejidad.
¿Qué?
–Nada, pensaba. Las habitaciones dicen mucho de la gente.
Sherlock recorre rápidamente el cuarto con los ojos.
–Hm –asiente, con la boca llena de pan sin levadura–. ¿Qué dice ésta de nosotros?
–Lo obvio, supongo –replica John. Sube los pies a la mesa–. O sea, dos tíos… dos hombres y una niña pequeña –se corrige, copiando el tono profesional de Sherlock–. Mucho movimiento, mucho desorden. Orientado a la ciencia.
Observa la miríada de pequeños cambios que han ocurrido en los últimos meses: un árbol de navidad y juguetes blandos, la pizarra blanca puesta encima de la nevera; los post-its que la cubren ya no son esmerados estudios sobre la ceniza de tabaco y las salpicaduras de sangre, si no recordatorios de horas de la siesta y listas de la compra. Se da cuenta de que ahora tiene un montón de cosas.
Se pregunta qué otros criterios resultarían obvios a un observador externo. Reflexiona un rato, balanceando su botella, y luego añade:
–Ocupantes a largo plazo.
Sherlock deja de masticar. John cambia de posición el cojín a su espalda y revuelve su arroz con una sensación de cansancio satisfecho. La lluvia salpica las ventanas, pero se queda afuera, junto a toda la soledad y la tristeza del día. Están en casa.
–Sí. –Sherlock alza levemente su cerveza–. Brindo por eso.
–Salud –dice John.
Notes:
Notas de la autora:
Hamleys es una juguetería real, y su decoración navideña es una preciosidad.
Las hobnobs son galletas con chocolate por encima y una parte de abajo que se desmiga con mucha facilidad. Sólo son aceptables las de marca McVities; no acepte imitaciones. Las mejores son las de caramelo. Podría haber puesto cualquier tipo de galleta en esa escena, pero claro. Partes De Abajo Que Se Desmigan Con Facilidad. Ya tú sabeh. [nota de la traductora: Odamaki está haciendo un juego de palabras con “crumbly bottom”, que puede significar tanto “parte de abajo que se desmiga” como “pasivo sensible”, en una obvia referencia a Sherlock. AHEM]
Marks and Spencers (también conocido como Marks ’n Sparks) es una cadena de centros comerciales a los que la gente va, sobre todo, a comprar comida fina y ropa interior elegante. Tienen una excelente política de devoluciones, lo cual lo convierte en el sitio ideal para comprar regalos de navidad para gente a la que no conoces muy bien.
Jameson es una marca de whisky.
Argos es una de esas tiendas diseñadas para hacer sentirse ridícula a la gente alta dándole unos lapicitos diminutos para escribir en el catálogo, pero también para hacer sentirse ridícula a la gente bajita, dado el tamaño de dicho catálogo. No hay nada más en la tienda; sólo entras, te confundes con los lápices enanos y los catálogos gigantes, te rindes y le dices al encargado qué buscas, y él te lo teletransporta mágicamente desde a saber dónde. Estoy segura de que los dueños son magos.
Prêt-a-Manger es una de esas cafeterías a las que vas cuando te sientes demasiado fino para ir a Costa Café pero no tanto como para ir a cualquier cosa que no sea una franquicia.
Swanley Saint Mary es una localidad real de Kent con la que me he tomado numerosas licencias artísticas. No hay bloques grandes de apartamentos ni un estanque de patos cerca de la iglesia, y estoy segura de que el párroco es una bellísima persona. Si te parece que los nombres de sus habitantes son raros, lo único que puedo decirte es que mi propia parroquia una vez estuvo liderada por un tal reverendo Chicken.
Lladró es una compañía española que fabrica figuras de porcelana de dos tipos: o son bonitas y un poco cursis, o son payasos aterradores. Es el tipo de adorno que perteneció a tu bisabuela y que tu madre, por alguna razón, insiste en conservar. [nota de la traductora: mi mamá tenía una fallera de Lladró cuando yo era niña. La hice volar por los aires jugando a ser la princesa Xena. Mamá sigue enojada conmigo]
El roti canai y el nasi lemak son platos malayos. El roti canai está hecho a base de pan sin levadura y está delicioso. El nasi lemak es un plato de arroz cocido en leche de coco.
El título del capítulo viene de la canción Not Perfect, de Tim Minchen.
“Esta es mi casa
y eso está bien
Es donde paso la mayoría de mi tiempo
No es perfecta
Pero es mía. No es perfecta.”
Notas de la traductora:
“The twelve days of Christmas” es uno de los villancicos más populares en el mundo anglófono. La persona que canta va enumerando varios regalos que le ha hecho su amor, desde una perdiz subida a un peral hasta doce tamborileros tamborileando, pasando por los siete cisnes nadando que John le señala a Sherlock al llegar a Swanley. El susodicho amor debía de tener dinero.
La colofonia es resina de pino; entre sus muchas aplicaciones, se usa para encerar los arcos de violines y otros instrumentos de cuerda.
Las clementinas y satsumas son dos variedades diferentes de mandarina.
He traducido “pound shop” (“tienda de una libra”) por “todo a cien”, nombre tradicional en España de las tiendas de barrio donde se puede encontrar un poco de todo a muy bajo precio y normalmente de calidad regular XD
Boots es una franquicia británica de parafarmacias.
La frase “planes secretos y trucos astutos”, con la que John trata de despistar a Sherlock, está sacada del cuento de Roald Dahl “The enormous crocodile”.
Shoreditch es un distrito de Londres, originalmente de clase obrera, que se puso de moda en los noventa y desde entonces ha sufrido una gentrificación brutal.
Casi todos los pueblos rurales de Gran Bretaña tienen un Instituto de la Mujer. Las señoras bien lo usan para recaudar dinero apra caridad.
El Rohypnol es una medicina muy fuerte para el insomnio, tristemente conocida por su uso como método de suicidio o en secuestros y agresiones sexuales. Está prohibido venderla tanto en Estados Unidos como en varios países europeos, incluyendo Gran Bretaña.
El 26 de diciembre, día de San Esteban, es festivo en los países anglosajones, donde se conoce como Boxing Day; de ahí que Molly lo aproveche para visitar a su madre.
El sambal es una salsa indonesia de chile picante, popular en todo el sudeste asiático.
Chapter 5: Vino en la claridad de la medianoche
Summary:
Sherlock cuelga y pasa por la cocina el tiempo suficiente para anunciar:
–Mycroft va a “pasarse” más tarde, y John, tienes que hacer Skype con mis padres. Y quiero mantequilla de brandy en mi pastel de frutas. –Y después se larga escaleras arriba, probablemente a ponerse los pantalones.
John se queda parado, con un plato en cada mano, preguntándose qué acaba de pasar. Wiggins frota una taza con el secador y se encoge de hombros ante el desconcierto de John.
–Ya lo has oído –le dice, mirándolo de lado–. Usa la mantequilla.
Notes:
Nota de la traductora:
Hello, IT'S ME. He vuelto criaturas, ¡y antes de lo esperado! Voy a intentar actualizar un poco más seguido, para no tardar veinte años en terminar todo el maldito fic XD. Se aceptan kudos, comentarios, oraciones y abracitos virtuales para animarme a seguir. Si alguien además quiere tirarme dineros en el Ko-Fi yo encantada :D
Como siempre, gracias a Odamaki por permitirme enredar con su hijo y perseguirla con preguntas estúpidas, y a Amaikurai por rebajar un poco el volumen de trabajo a la hora de traducir este mastodonte.
Pueden encontrarme en Twitter como MJCeruti, y en mi blog mjcerutiandres.es
¡Que disfruten con este capítulo navideño en mitad de julio!
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
La noche entre Nochebuena y Navidad es fría y está empapada por una lluvia que se convierte en escarcha en las primeras horas de la madrugada. Se van a la cama tarde (Sherlock directamente no se acuesta), y a las cuatro menos cuarto de la mañana Billy se les une. Sherlock lo avista desde la ventana, caminando furtivamente por Baker Street, y le da el encuentro en la puerta principal antes de que toque el timbre y despierte a la señora Hudson. Abre la puerta con la niña al brazo y le echa un vistazo a la desgarbada figura.
–Estás sobrio.
–Es s-s-sorprendente, ¿eh? –castañetea Billy, con la nariz goteante–. D-déjame entrar, a-a-anda.
Sherlock se aparta y lo deja entrar; sus ojos determinan con precisión el contenido de sus bolsillos, bolso y persona en general, y aunque está bastante seguro de que Wiggins lleva consigo algún que otro artículo maloliente, al menos no trae nada ilegal esta noche. Lo hace dejar su abrigo húmedo y su bolsa de basura, y está a punto de obligarlo a hacer lo mismo con sus destrozadas zapatillas, pero su nariz le recuerda a tiempo que no quiere perfumar todo el 221B de Baker Street con Eau de Billy.
John se despierta en cuanto entran. Parpadea como un búho ante la luz.
–¿’É pasa?
–Wiggins. Vuelve a la cama.
–¿Q’ace aquí?
–F-feliz navidá a ti también, p-primo –replica Billy, indignado.
Sherlock pone a la niña en su sillita y echa más leña a la chimenea.
–Baño, Wiggins. Apestas –le ordena, y Billy obedece. John se pasa una mano por la cara.
–Voy a… eh… –Vamos, cerebro–. Buscarle algo de ropa. ¿Está bien? –añade tardíamente, mientras la puerta del baño se cierra.
–Ileso y sin drogar –dice Sherlock–. Sólo está mojado y tiene frío.
–Pensé que este año tenía dónde quedarse –dice John, rebuscando en la cesta de la ropa limpia.
–Quizá creía que lo tenía –replica Sherlock, poniendo énfasis en el “creía”.
Hace frío en la sala de estar, incluso con la chimenea encendida; en la calle los vagabundos estarán en riesgo de hipotermia. John siente una extraña punzada de culpabilidad, aunque no sabe por qué. Quizá es su instinto de médico, o quizá la triste imagen de la mujer muerta sobre la escarcha aún perdura en su mente. Hay una camiseta limpia suya que servirá, y unos pantalones de pijama de Sherlock, calcetines viejos y un par de calzoncillos que a John no le importa no volver a ver. Hace que Sherlock los lance por la puerta del baño.
La niña se queda dormida en su sillita antes de que Billy termine de ducharse. Sherlock (puntilloso, a pesar de sus muchos defectos) rocía la ducha con lejía, a la que John, oliendo la lejía pero sintiendo un aprecio renovado por la persona que sabe que va a acabar limpiando el desagüe, añade una generosa dosis de limpiador de baños. Billy no parece ofendido.
John regresa la niña a su cama y ahoga un bostezo.
–Vale, tú a dormir al sofá –dice, pasándole a Billy una pila de mantas. El propio Billy está somnoliento; la calidez de la casa, en comparación con la calle, lo está venciendo.
–Gracias.
John le da un empujoncito a Sherlock también.
–Y tú. Vete a la cama. Navidad empieza en… –Mira su reloj–. Bueno, ya ha empezado, pero la señora Hudson se va a levantar en tres horas y…
–Sí, sí. –Sherlock agita la mano desdeñosamente. Coge un bolígrafo y se dirige a las notas pegadas a la puerta de la nevera, registro de los patrones de sueño y digestión de la niña–. Ya sé cómo es, John.
–Muy bien. Buenas noches –dice John por encima del primer ronquido de Billy.
–Buenos días –replica Sherlock, con una fugaz sonrisa.
* * *
La señora Hudson se lleva un dedo a los labios cuando John entra arrastrando los pies en la salita la mañana de navidad. Es temprano; tan temprano que la escarcha de las ventanas aún forma crujientes vetas de pura magia y todavía no ha cantado el primer mirlo, pero a pesar de sus esfuerzos durante las últimas horas, por algún motivo John ha sido incapaz de dormirse. La señora Hudson endereza la bandeja de té que acaba de dejar en la mesita, y señala confusa al sofá. John mira dos veces para asegurarse, pero es exactamente como se lo imaginaba.
Billy aún está acurrucado ahí, con la mandíbula colgando y la manta enrollada en torno a él como un burrito. Las rodillas, que se ven huesudas incluso debajo de varias capas de felpa, están plegadas pulcramente bajo su barbilla.
–Vino anoche –le dice John a la señora Hudson sin emitir sonido, moviendo los labios. Y luego, de la misma manera, pregunta–: ¿Sherlock?
La señora Hudson apunta al techo. Arriba. Después señala a Wiggins y mueve los labios también.
–¿Está…?
John se encoge de hombros con desdén. Está bien. Se desliza hasta el frigorífico y comprueba las notas adhesivas para ver cuánto ha dormido la niña. La señora Hudson lo sigue y se reúnen en el rincón junto al horno, hablando entre susurros.
–Sherlock se quedó despierto con Abejita, y después llegó Wiggins; no podíamos volver a echarlo a la calle, por supuesto, así que se quedó.
–Algunos de ellos tienen vidas muy duras –dice la señora Hudson, comprensiva–. Pero la verdad es que me sorprendí, por un momento pensé que era Sherlock de nuevo.
John la mira, y se da cuenta de que no habla del Sherlock más o menos estable que actualmente se encuentra en el piso de arriba, si no al otro Sherlock.
–Ah, no, señora Hudson, sólo es Billy.
–Bueno, es que pensé… ya sabes. «En navidad no, y menos con la niña en casa». ¿Crees que le gustarán las salchichas?
A John le toma un momento dilucidar de quién está hablando.
–Yo creo que se comerá cualquier cosa que le dé –dice, divertido.
* * *
La mayor desventaja del antiguo dormitorio de John, en opinión de Sherlock, no es el espacio más reducido debido al techo inclinado bajo el alero de la casa, ni el acceso levemente más dificultoso a la salita de estar; es la luz. Por supuesto que para gente mañanera como John es perfecto que un cuadrado de luz solar te invada la almohada y el cubrecama al amanecer, pero es duro para alguien con el horario de Sherlock. Cuando decide dormir suele ser más tarde, y las primeras horas de la mañana se pueden ir al carajo en lo que a él respecta. Si ocurre cualquier cosa antes de las ocho de la mañana, más vale que sea interesante.
Y sin embargo aquí está, a las siete y cuarto, despierto y, cosa peculiar, no demasiado resentido por ello. La horrible luz ni siquiera ha empezado a invadir su habitación. Se queda echado y escucha con curiosidad. Tres juegos de pasos en el piso de abajo, el agudo chillido de Abejita al ver algo que le gusta; ah sí, el desayuno.
La mañana de navidad, ni más ni menos; esa temida fiesta de consumismo, socialización y alegría aleatoriamente obligatoria, incluso dejando de lado la idiotez de los motivos religiosos subyacentes.
Sherlock se sienta en la cama y hace inventario.
Cuello rígido; muévelo al lado y, ah, qué crujido tan satisfactorio. ¿La espalda? Se estira y desencadena una serie de chasquidos a lo largo de sus vértebras que lo dejan bastante relajado. Necesita orinar, y (se frota las mejillas) un afeitado también, una taza de té no lo mataría. ¿Ardiente resentimiento contra las fiestas navideñas, sus ceremonias, expectativas y todo tipo de participantes involucrados en ellas?
Curiosamente ausente.
Sherlock bosteza, busca la caja que guarda bajo la cama y, con ella bajo el brazo, baja pesadamente las escaleras.
Están a medio camino entre limpiar la mesa del desayuno y empezar a cocinar cuando llega. No hay ninguna salchicha a la vista –es evidente que decidieron que un desayuno abundante justo antes de una comida gargantuesca era ir demasiado lejos– pero Billy tiene huevo alrededor de la boca, así que ya ha comido mejor que John, que suele preferir tostadas con mermelada. La señora Hudson ya está vestida y trabajando duro cortando verduras; Abejita lleva un festivo enterizo rojo y la “ayuda” haciendo rodar una zanahoria entera en la bandeja de su sillita con mucha satisfacción. Balbucea y la levanta para saludar alegremente a Sherlock.
Le cuesta no sonreír como un idiota ahí mismo.
John se da la vuelta con la cafetera en la mano y da la bienvenida a Sherlock con una sonrisa adormilada.
–Justo a tiempo –le dice. Separa la taza de Sherlock del resto y camina sin prisa hacia él con ella en la mano–. Justo iba a subir a despertarte.
Un pequeño engranaje del zumbante cerebro de Sherlock tartamudea por un instante ante esa declaración.
He aquí una idea interesante, le dice: deberías haberte quedado en la cama.
John pone cariñosamente la taza en la mano de Sherlock y luego le aprieta el codo.
–Feliz navidad –dice bajito.
Sí que es feliz, piensa Sherlock, azorado. John le sonríe con relajada alegría, y por un eterno segundo todos los minúsculos detalles de esa sonrisa golpean a Sherlock: los reflejos de un rubio polvoriento en el pelo que crece junto a la oreja de John al capturar la luz, y cómo algunas hebras se van volviendo blancas por las puntas; los suaves pliegues de algunas arrugas precoces en los rabillos de sus ojos, y la manera en que se alzan y forman con su sonrisa.
–Sí –consigue responder, casi de inmediato a pesar del apresurado funcionamiento de su mente.
Más tarde pensará que tuvo suerte de haber tenido las dos manos ocupadas en ese momento, pues de lo contrario habría tocado a John.
En el momento presente, inclina la cabeza para hablar, alinea su rostro con la mejilla de John como preparándose para empezar algo nuevo, y recuerda cuando besó a Molly Hooper en la mejilla hace cuatro navidades como disculpa por su crueldad. Sólo porque creía que eso era lo que ella quería.
Años de errores; pero aún así ha aprendido casi todas las lecciones.
–Feliz navidad, John.
La señora Hudson para de cortar las coles de bruselas sin que se den cuenta, sintiendo un aleteo en el pecho. Luego se apresura a devolver los ojos a la tabla de cortar antes de que ninguno de los dos la pille mirando, por el mismo motivo por el que uno trataría de no espiar a alguien que reza.
–¿Qué hay en la caja? –pregunta John con curiosidad.
–De momento no te interesa –dice Sherlock, recuperándose, y va a dejar su contenido bajo el árbol de navidad.
* * *
El tiempo pasa despacio esa mañana de navidad, una melosa y agradable neblina. Esperan a que Sherlock decida si quiere comer o no, y meten la cena en el horno. Esperan a que John limpie y vista a la niña, y después se entretienen haciendo café. Debaten sobre si abrir la lata de galletas de chocolate o esperar a la cena, y luego deciden que que las quieren ya. Lavan los platos, y después John saca los regalos que ha estado acumulando y los añade al montón.
Sherlock los observa de cerca pero el suyo, por lo que puede ver, aún no está ahí. También hay un par de aspecto cuestionable. Curioso.
Wiggins mira la pila de objetos que va creciendo bajo el árbol con una mejilla aplastada contra el puño.
–Lo siento –dice de mal humor–, yo no he traído ná pa naide.
–No te preocupes –dice John, distraído–. ¿Adónde ha ido la señora Hudson?
–Abajo.
La niña retoza en el suelo, usando de vez en cuando la mesita y el sofá para ponerse de pie, y estando a punto de tirar varias tazas de café en uno de sus intentos. Sherlock la aleja del peligro subiéndosela a las rodillas. Ella le roe amorosamente los nudillos, poniendo a prueba sus encías.
–Lianta –le dice John, y le da su elefante para mantenerla distraída. Retrocede con la intención de ir a ver por qué tarda tanto la señora Hudson, pero no puede resistirse a tomarse un momento para admirar su obra. La niña ya ha tirado el elefante y Sherlock se ha inclinado para recogerlo, y ella lo observa apoyándole una manita en la nuca. Sus rizos se rozan, rubio contra negro.
Es una foto perfecta y no tiene cámara.
–Vamos a abrir los regalos –decide de repente.
–¡Esperadme, no empecéis sin mí! –dice la señora Hudson, irrumpiendo jadeante en la habitación con una gorda bolsa bajo cada brazo–. Lo siento, estaba trayendo las cosas. –Se deja caer en el sofá junto a Wiggins y sonríe con alegría–. ¿No es maravilloso?
–Madre santa, señora Hudson, ha comprado usted toda la tienda –dice John, alucinado. La ayuda a desenredarse de la carga, pero ella lo espanta.
–Yo primero –les dice–. Ya no puedo esperar más. –Y al decir esto mete las manos en las bolsas y saca con una floritura tres calcetines de navidad.
–Feliz navidad, chicos y Abejita. Sherlock, vas a tener que ayudarla.
Sherlock recibe los dos calcetines, a todas luces sorprendido. La señora Hudson suele limitarse a una lata de galletas o algo así. Ese nivel de intercambio les ha ido bien durante años. Observa los enormes calcetines de fieltro, sintiéndose un poco incómodo con toda la situación.
Los tres calcetines navideños son un poco llamativos. El de John es de un tartán en verde fuerte, el de Sherlock es azul, y el último, de un rojo más tradicional, es para la niña. Sherlock levanta el suyo con un dedo y la balancea, en shock. Tiene su nombre cosido por la parte de atrás en grandes letras de fieltro blanco; no William, si no Sherlock. Tampoco hay ningún perro en la parte delantera, si no la casa: el 221B de Baker Street confeccionado con brillantes retales, con nieve esponjosa en el techo. La niña trata de tocarla.
Al ver la cara de Sherlock, John vuelve a echar de menos su cámara.
–Lo siento, cariño, no me dio tiempo a coser nada, pero no quería que te quedaras al margen –dice la señora Hudson, dándole a Wiggins una bolsa de papel, para su profunda sorpresa.
–¡Bueno, doña, muchas gracias! Qué majo ‘e su parte.
La señora Hudson levanta la mirada cuando John deja su calcetín en el sillón y se dirige al árbol.
–Ay, John, ¿no vas a ver qué hay dentro?
–Sí, ya voy, es que… espere. –Busca bajo el árbol y saca un paquete cuadrado dirigido a él, con mucho amor, de la niña. Lo agita en el aire–. Éste.
Quita el papel en unos cinco segundos, aunque tarda un poco más en sacar la Nikon y ponerle la tarjeta de memoria y la batería.
–Ah, no –se queja Sherlock. No tiene escapatoria, atrapado en el sillón bajo el peso de la niña, el calcetín y sus propios recuerdos–. ¿En serio?
–En serio –dice John con firmeza, y le toma una foto. Mira la pantalla y sonríe. Sherlock hace una mueca.
–¡Olé, chocolate! –dice de repente un encantado Billy–. Una caja entera de Malteasers, y un cepillo ’e dientes.
Ya ha vaciado su bolsa, literalmente, sobre su regazo. Sherlock nota un par de artículos previamente destinados al sorteo del club de bridge de la señora Hudson. Si Billy ha deducido lo mismo, no le importa.
Hay más que sólo chocolate. John se sienta en el suelo, con la espalda apoyada en el sillón, y saca cosas del calcetín. La niña pasa al regazo de la señora Hudson cuando resulta obvio que un bebé de diez meses, dos calcetines de navidad y un café son demasiado incluso para las tremendas habilidades de gestión de Sherlock.
John siente que vuelve a ser niño; no ha recibido un calcetín de navidad desde hace años –desde que tenía doce, más o menos. Le cambia a Sherlock su satsuma por un frasco de mermelada en miniatura y luego, sintiendo que tiene un botín mayor de lo que puede gestionar, le dona su naranja cubierta de chocolate a Wiggins. Ya que está, que use con razón su cepillo de dientes.
–Habrá tardado siglos en hacer esto, señora Hudson –dice, impresionado. Deja su kit para fermentar cerveza sobre la mesita, se levanta y la besa con cariño en la mejilla–. Muchas gracias.
–De nada, tesoro. ¿Están bien, Sherlock? Le pregunté al señor de la tienda.
Sherlock voltea uno de los finos puros entre sus nudillos.
–Decentes –aprueba–. Gracias. Y gracias por la taxidermia también.
–Son amiguitos para tu murciélago… pero no sé qué son, la verdad, los compré en una venta de garaje.
–Xylocopa violacea –ronronea Sherlock.
–Ah, entonces bien –sonríe la señora Hudson, sin tener ni idea de qué habla.
Está contenta con las zapatillas y la caja de bombones, y más que encantada con la bolsita de marihuana, que desaparece bien rápido en el bolsillo de su chaqueta de punto. John tiene sus dudas sobre qué tan buena idea puede ser dársela delante de Wiggins, pero él está quitando con cuidado el envoltorio de sus calcetines nuevos y, por lo que se ve, no está prestando atención.
Van abriéndose paso por la montaña de regalos: Lestrade les ha enviado una botella de whisky escocés para que la compartan, lo cual hace reír a John, y a la niña le tocan varios juguetes que añadir al vestido navideño y los artículos de aseo que la señora Hudson ha metido en su calcetín. Sherlock sonríe con malicia.
–Veo que Papá Noel hizo sus compras en Sainsbury’s este año.
La niña se limita a sentarse en la mantita regalada por Molly y destrozar alegremente el papel de regalo hasta que le dan el regalo de Lestrade: una abeja de peluche (John sospecha que en realidad es algún tipo de esponja de baño) que casi destrona al elefante como rey de sus afectos.
Hay tazas nuevas de parte de Molly, así como algunas muestras de parásitos en una nevera portátil con una lista de estrictas instrucciones, que Sherlock tiene que llevar de inmediato al mini frigorífico de su dormitorio.
John deja la cámara en la mesita y rebusca entre los regalos que quedan.
–¿De quién son éstos? –pregunta en relación a un puñado de cajas sin tarjeta.
–Ah. De mis padres –dice Sherlock, arrugando la nariz–. Ése es para la niña. Ése es para nosotros. –Los empuja desdeñosamente con un pie descalzo. Sorprendido, John los saca del lugar donde han sido arrumbados, al fondo de todo bajo las ramas del árbol, y abre el primero.
Dentro hay un arca de Noé de madera, con encantadores y rechonchos animales olorosos a cera de abeja.
–Mira esto –dice John, impresionado. Pone la jirafa en la mantita frente a la niña, que la ignora, aún ocupada en rasgar con diligencia el papel de regalo–. Parece… debe de haber sido carísimo.
–Falta una de las palomas –señala Sherlock.
–Ya, pero…
–Y hay un arañazo en la boca del león.
–¿Esto era tuyo?
Sherlock hace un ruidito ambiguo e ignora a John. Recoge la otra caja y la abre.
–Ah. Un cesto para la ropa de Marks and Spencer. Qué predecible.
–Joder, es un detalle por su parte –replica John. Sherlock coge el cocodrilo de madera, lo lanza y lo atrapa perezosamente.
–Sentimental –se burla.
–Me da igual, nos la quedamos. Es preciosa. ¡Mira, Abejita, elefante!
Tanto la niña como Sherlock lo miran con exasperación mal contenida. John suspira.
–Vale, vale. ¿Quieres tu regalo? –le pregunta a Sherlock.
–Ya lo tengo –replica Sherlock–. Doscientas pipetas, lo cual, debo decir, fue un poco inútil; puedo conseguirlas en el Barts.
–Sí, pero ahora no tienes que robarlas –señala John–. Y me refería al otro regalo.
–Ah. Sí, de acuerdo.
John agita una mano hacia la señora Hudson, que saca el regalo de su bolsa. Es más ligero de lo que Sherlock había anticipado. Lo toma cuidadosamente de manos de John, como si fuese a romperse o a morderlo en cualquier momento.
–No estoy seguro de que tengo un uso práctico –dice John un poco ansioso, adelantándose al desinterés de Sherlock–, pero…
Su voz se apaga cuando Sherlock retira el papel, el rostro convertido en una máscara impasible.
Es una compleja pieza de vidrio y metal, y el mecanismo interior se pone a girar y girar en cuanto es expuesto a la luz.
–Un radiómetro –dice Sherlock, quedo. Lo alza para atravesar el globo de cristal en el chorro de sol que entra por la ventana y observa cómo las minúsculas paletas aceleran al encontrarse con la luz, midiendo su intensidad. Después, frunce el ceño.
–Ni se te ocurra.
John vuelve la cabeza y descubre a Wiggins apostado con la cámara nueva, con la mirada más inocente que puede fingir.
–¿Quién, yo? Yo no he hecho ná en mi vida nunca –dice Wiggins categóricamente pero, cuando Sherlock se da la vuelta para dejar el aparato con cuidado en su estante de los cachivaches, sonríe con malicia.
–Gracias, John. Me gusta mucho.
–No hay necesidad de ser tan formal, querido –ríe la señora Hudson. Se desliza hasta el borde del sofá y empieza a recoger las tazas vacías.
–Hay uno más –dice Sherlock inesperadamente. Aparta el arca de Noé con el pie y produce una caja de detrás de su sillón, y la empuja hacia John por el suelo–. Un pequeño detalle.
John se agacha para recibirla y gira la tarjeta.
–Es para Abejita. ¿Le has comprado algo?
–Ay, ábrela y ya, maldita sea.
Dentro hay otra caja, hecha de madera y de bordes suavemente biselados, pintada con todos los colores del arcoiris. Huele a madera cortada y a nuevo, y al parecer de John su acabado es profesional e impecable. Alrededor tiene huecos de diferentes tamaños y formas, y dentro varios cubos de madera que caben por ellos. Tienen pintadas las letras que componen el nombre de la niña.
–Dios mío, Sherlock. ¿Esto lo has hecho tú?
–Bueeeeeno, en realidad adapté un patrón básico –dice Sherlock, desdeñoso. John saca el cubo que lleva la primera letra de su nombre y le da la vuelta. Por la otra cara hay una J. Debido probablemente a que John lo está mirando con tanta intensidad, la niña lo quiere de inmediato. Le tira de la manga para cogerlo, y lo palpa por todas partes.
–Es preciosa, gracias –dice John, emocionado, y luego aprieta los ojos cuando el flash destella en su cara–. ¡Billy, por los clavos de Cristo!
–Ups –dice Wiggins–. Error mío.
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Se apretujan en torno a la mesa de la cocina, las rodillas chocando. Sólo es una pechuga de pavo, pero será suficiente para alimentarlos a él y la señora Hudson a base de sandwiches por un par de días. Sherlock sólo come una tajada simbólica, y sólo porque la señora Hudson insiste, pero engulle sin respirar las mini salchichas que John encontró en oferta, tres paquetes por el precio de dos. Junto a él, Billy se atiborra hasta que John se siente obligado a retirarle el plato a viva fuerza para que no se ponga enfermo.
–No te metas nada más en la boca durante dos horas –le receta con firmeza–. Si entonces sigues con hambre puedes comer más.
Billy suspira, y mira con un poco de envidia cómo la niña juguetea con patatas asadas aplastadas, guisantes y salsa de carne, hipando. John limpia las manchas de comida de su carita con su servilleta de papel, y sonríe.
–Oye. Tira del petardo –le pide alegremente a Sherlock, pinchándolo con la punta–. Vamos.
Sherlock pone los ojos en blanco pero lo complace, y el estallido resultante asusta a la niña.
–Es sobre muñecos de nieve –dice Sherlock antes incluso de que John haya conseguido sacar el papelito que contiene el chiste de las entrañas de cartón del petardo. John le tira la carcasa de papel.
–¡Spoilers! –lo regaña, y luego le pasa el regalo que escondía el petardo a la señora Hudson, porque no hay lugar en su vida para un estuche para lápices de labios de terciopelo negro.
–El mío tiene un dato curioso. ¿Por qué? –se queja la señora Hudson. Su lado de la mesa está a rebosar con todos los regalos de los petardos: le han tocado un marco de fotos en miniatura y un marcapáginas de metal, así como todos los relucientes lazos que los adornaban.
–¿Me puedo quedar los destornilladores? –pregunta Billy. Juega con ellos, satisfecho.
–Hoy en día suelen poner datos, probablemente porque los chistes eran una porquería. –Un distraído John trata de alejar los restos de los petardos de la niña, que ambiciona descubrir qué tan comestible es la purpurina. Sherlock lo ayuda simplemente tirándolo todo al suelo.
–Bueno, es que se supone que tienen que ser malos –dice la señora Hudson–. ¿Sabéis que en Estados Unidos no tienen petardos navideños? Tuve una amiga allá en Florida… a ver, fue hace muchos años, pero el primer año que estuvimos allí Frank se hizo con una caja de petardos, ¡y la cara que puso ella! Ay, un poema. ¡Ni siquiera sabía que existían! Claro que nunca le gustó mucho la navidad. Era una persona un poquito triste, la pobre Cathy. Era una mujer muy sola, incluso cuando estaba con gente.
–Bueno… –dice John, encogiéndose de hombros, pero no se le ocurre ninguna respuesta apropiada para eso, y se queda callado–. ¿Queda salsa?
–En el fogón –dice Sherlock, echándose atrás en su silla, tan lleno que siente que va a explotar.
–Es una salsa muy buena, Sherlock –dice la señora Hudson–. Te quedó un marrón precioso. La mía siempre sale pálida.
–Tiene que quemar usted la harina –recomienda Sherlock, satisfecho–. John usa salsa instantánea –añade con reprobación.
–La instantánea se prepara más rápido –señala John, volviendo a la mesa. Sherlock balancea su silla hacia atrás y mira hacia la tele, en la que las noticias gorgotean calladamente para sí. Hoy no hay muchos crímenes.
–Espera al día de san Esteban –sugiere John, viendo la cara de Sherlock–. Seguro que asesinan a alguien en las rebajas de DFS. –Ríe para sí–. Puede que sea un caso de los que puedes resolver desde el sofá.
–La señora Turner va a ir a esas rebajas con sus inquilinos. Los casados. Van a comprarse una cama nueva o algo así. Incluso van a alquilar un coche, lo cual es ir un poco demasiado lejos en mi opinión.
Sherlock pone los ojos en blanco, pero se siente demasiado indolente como para ofenderse. John se sienta al otro lado de la bebé, frente a Sherlock, jugando con las sobras de su plato y tomándoselo con calma. Parpadea con ese adormecimiento tonto que te da después de haber comido mucho, y reflexiona. La señora Hudson lleva la conversación ella sola. Las luces del torcido árbol de navidad parpadean y se emborronan en las relucientes tarjetas de felicitación. Hay muchísimas este año, vuelve a notar John. Casi parece que sean… gente sociable. Las pinturas con los dedos de Abejita ocupan el puesto de honor junto a la calavera tras haber destronado al habitual montón de facturas y solicitudes, y debajo de ésta cuelgan los nuevos calcetines de navidad. Sus ojos se encuentran fugazmente con los de Sherlock.
¿Todo bien?
El resto de obsequios siguen diseminados entre los restos de papel de regalo que cubren todo el salón.
Sherlock se despereza y emite un gemido que empieza siendo de satisfacción y acaba siendo de amargura al sonarle el teléfono.
–Está en tu sillón –le dice John, levantándose despacio para ayudar a la señora Hudson a recoger platos. Le clava un dedo a Wiggins en el hombro–. Tú puedes ayudarnos a secar –le dice, y luego a los dos los distrae el ruido de asco de Sherlock.
Ha cogido el teléfono y fruncido el ceño a la pantalla, para luego contestar con malhumor.
–Pensé que no hacíamos llamadas de navidad –dice, dándose la vuelta para estar de cara a la ventana. Ladea la cabeza hacia el techo y John no necesita verle la cara para saber que está poniendo los ojos en blanco como un campeón. Aún no se ha vestido, y su bata le da un aire de buitre cuando encorva los hombros y gruñe–: Oh, no, por favor no lo hagas, acabamos de comer.
John frunce el ceño. ¿Qué quiere?
No puede ser un caso, ¿no? Si fuera así Sherlock estaría más contento, aunque fuese a regañadientes, y no sólo irritado.
–No quiero… ¿por qué tienen que hacer esto? –se queja, y luego suspira exageradamente–. Sííííííí, los recibimos todos.
Wiggins mira a John y articula «padres» sin emitir sonido. John le tira el secador de la cocina y le señala el escurreplatos.
–Están fingiendo lavar los platos –continúa Sherlock, lanzando una afilada mirada a la cocina–. No, no puedes. Porque nos lo estamos pasando bien, por eso. No, hermano mío, voy a colgar. Disfruta del postre… pero no mucho, claro. ¡Adiós!
Cuelga y pasa por la cocina el tiempo suficiente para anunciar:
–Mycroft va a “pasarse” más tarde, y John, tienes que hacer Skype con mis padres. Y quiero mantequilla de brandy en mi pastel de frutas. –Y después se larga escaleras arriba, probablemente a ponerse los pantalones.
John se queda parado, con un plato en cada mano, preguntándose qué acaba de pasar. Wiggins frota una taza con el secador y se encoge de hombros ante el desconcierto de John.
–Ya lo has oído –le dice, mirándolo de lado–. Usa la mantequilla.
A la señora Hudson casi se le cae un plato.
* * *
La pantalla se desdibuja y vacila, el sonido se congela, y luego la voz de Mamá Holmes se abre paso.
–¿Hola? ¡Hola! ¿Nos oís? Ay, Papá, quítate, estás tapando. ¡Feliz navidad, querido!
–Hm –dice Sherlock, no muy impresionado. John sonríe apenas.
–¿Habéis tenido un buen día? Aquí ha estado todo tranquilísimo –dice Mamá, lanzándoles una mirada de halcón–. Monótona, casi.
–Imagino que habrá sido delicioso –dice Sherlock, sarcástico.
–Sí, hemos tenido un buen día, muchas gracias. Y gracias también por los regalos –intercede un veloz John–. No tenían ustedes por qué. A Abejita le encanta el arca.
Eso en realidad es mentira, la niña aún no ha tocado el arca, pero está seguro de que le acabará encantando. Una vez hayan reciclado todo el papel de regalo.
Mamá Holmes se hace la desentendida.
–Pamplinas. No es nada. –Agita una mano para rechazar el sentimiento–. Hemos estado limpiando el garaje para hacer una especie de…
–…taller…
–…o de oficina para Papá, y estaba lleno de cosas ahí tiradas sin…
–…sin usar…
–…y estorbando, así que pensamos “¿por qué no se la pasamos a alguien que la necesite?”
–Muy bonito el termómetro, por cierto, John. Voy a usarlos para mis viveros de invierno.
–¡Nada de eso! Dijiste que lo pondríamos en el muro del patio. Usa el viejo para tus malditos viveros.
–Ah, sí, es verdad que lo dije –dice amablemente el señor Holmes, encogiéndose de hombros mientras mira a John–. Mea culpa.
John ríe por lo bajo. Tiene que admitirlo: le caen bien los padres de Sherlock. Hay algo cálido y acogedor en ellos, aunque entiende por qué el choque de personalidades pone a Sherlock histérico y por qué sin duda debe de causar angustia también a los padres. Lo mucho que debe de costarles encontrar puntos en común, Sherlock con su áspero filo urbano y crudos intereses comparado con estos viejitos torpes, honestos y joviales que andan preocupándose por su jardín.
–Imagino que Mycroft también os ha comprado un buen regalo –dice Sherlock. No mira a la pantalla, si no que se arrellana en el asiento y pasa la uña del pulgar por debajo del resto de uñas, sacándose los pegotes de harina húmeda que ha dejado la preparación de la salsa.
–Sí. No te molestaré con los detalles, aunque es un kit bastante espléndido. De estos que tienen una bola de mármol que gira cuando corre el agua. Y cada vez falsifica mejor tu firma –dice Mamá con un brillo travieso en la mirada. A John le da la impresión de que, aunque si se le preguntara nunca lo admitiría, adora las bribonadas de sus dos muchachos.
–Tendré que buscarlo a él la próxima vez, entonces, en lugar de andar persiguiendo a Sherlock para que firme las facturas –dice John. Mamá dice «¡Uuuuy!» y Sherlock pone mala cara.
–Sí que firmo –se queja.
–Sólo después de pedírtelo seis veces.
–Bueno, es que nunca es tan importante.
–Es muy importante.
–Siempre hay algo más importante.
–¿Ah, sí? Pues en el gran debate de “agua caliente contra colonia de escarabajos devoradores de carne”, creo que ya sé cuál prefiero tener en mi casa.
–Ya veis lo que tengo que aguantar –reclama Sherlock a sus padres, y después se levanta y abandona la conversación. Mamá se ríe a carcajadas.
–Pobre muchacho, pobrecito –dice–. Nunca cambiará. ¿Te acuerdas, Papá, ese domingo que volvimos con… y que él tenía el ciervo…?
–¡Dios mío, sí! Y el maldito perro tratando de comérselo, teniendo arcadas…
–…todito el patio. ¡Y ese olor! Y Julian dijo que era como un cuento de…
–…de Gerald Durrell.
–¡De Gerald Durrell!
–John, cuelga –dice un exasperado Sherlock desde su retiro en la cocina–. Haznos un favor a todos y desenchufa el ordenador. Abejita, a ti se te da bien tirar de las cosas. Ve a hacer que se callen.
–Ay, no –suplica Mamá–. Quiero ver a la niña antes.
John la complace, aunque la bebé está un poco agitada y nada interesada en estar quieta y mantener una conversación. Por otro lado, John descubre que está empezando a parecerse a uno de esos leones del National Geographic que dejan a sus crías treparse a ellos y mordisquearlos, con niveles cada vez más altos de paciencia.
Se queda ahí unos quince minutos, intercambiando charla intrascendente sobre las navidades y la niña. La señora Hudson, como es natural, empieza a gravitar gradualmente hacia la conversación, y para cuando John ya ha tenido suficiente ha sido de todos modos expulsado de la charla, y las dos mujeres conversan como si se acabara el mundo, para disgusto de Sherlock.
–Has hecho algo terrible, John Watson –lo acusa con amargura, siguiéndolo por el pasillo cuando John al fin consigue escaparse para hacer pis. John se limita a sonreír y cerrarle la puerta en las narices–. ¡Llevo años impidiendo deliberadamente que se conozcan! –le grita a la puerta. Desde la salita llega una risotada de la señora Hudson que es casi un cacareo–. Has creado un monstruo vil y diabólico.
–Lárgate, intento mear –replica John, tratando de que no se le note que está a punto de reírse.
Rechazado y sin remordimientos, Sherlock se arrastra hacia su habitación, sin saber a ciencia cierta si puede gestionar tanta navidad.
* * *
John le deja un par de horas de respiro, y la casa se va quedando en silencio mientras Wiggins se queda dormido frente a la televisión y tanto la niña como la señora Hudson se dejan caer en sus sillones para la siesta de después de comer. Incluso John se sorprende a sí mismo cabeceando. En el piso de arriba Sherlock contempla las motas de polvo perseguirse unas a otras contra el techo, y reflexiona sobre cuánto han cambiado las cosas sin que él se dé cuenta.
«Qué día tan agradable» piensa, y hace una mueca de desagrado. Eso no está bien. O sí, pero no quiere que lo esté. El encanto dickensiano raramente asoma la cabeza por el 221B de Baker Street ni por la vida de Sherlock Holmes. De algún modo, se supone que las navidades tienen que ser horribles.
Navidad es cuando se hace abominablemente obvio lo estúpida que es la gente y cuán poco entienden de nada. O de nadie.
Si no es decepción y peleas, es un suicidio por tubo de escape, o una muerte al son de las campanas. Sherlock arranca pelusas del puño de su camisa (salidas del trajecito de la niña) y desea intensamente que alguien aparezca muerto antes de que acabe el día. No alguien que le caiga bien, claro, pero una muerte lo ayudaría a distraerse.
Salvo porque a John no le haría nada de gracia (al menos de cara al público), o peor, quizá no lo perdonara esta vez. Lo del asesinato en navidad es un chiste que se está haciendo viejo.
En realidad no es justo, rumia Sherlock. La gente espera que él arruine la navidad, y en honor a la verdad se le ocurren por lo menos doce maneras de hacerlo. Una navidad arruinada por lo menos es memorable. Una navidad arruinada significa que el año que viene la gente esperará que las cosas sean un poquito menos perfectas. Porque ése es el problema: tener un día perfecto es imposible, y la mediocridad mortifica a todo el mundo, aunque sea en privado.
Si estuvieran sólo ellos, Sherlock cree que no se molestarían. Pero ahora hay una niña pequeña, con unas funciones cognitivas tan limitadas que no va ni a entender los motivos de este ritual idiota ni a recordarlo siquiera, y sin embargo es por ella que aquí están, defendiendo el fuerte. Y él mismo dejándose embrollar en esto. Por John.
Hay tanta presión para representar bien el papel. Semanas de publicidad anunciando a gritos la magia de la navidad. Pero ¿qué, salvo la magia, lo puede todo?
Él no puede hacer que todo sea perfecto. No se puede hacer que vuelvan Mary, ni la casita en Hackney, ni… ay, idiota, ni siquiera eso haría que todo fuera perfecto.
Aunque desde luego estaría a años luz de ser mediocre, ¿no?
Sherlock se incorpora y va hacia su escritorio, se deja caer en la silla y recurre a aquello con cuyo orden siempre puede contar. El mundo visto a través de un microscopio es tan simple que casi resulta decepcionante, pero al menos es más fácil de manejar así, bien ordenado en pequeñas placas. Abre sus cuadernos y su mano busca la rejilla de las transparencias con una facilidad bien entrenada.
Con el bolígrafo entre los dientes, Sherlock coloca con suavidad la placa bajo el microscopio. Esto es sólo para mantenerse ocupado: ampliar sus ya de por sí prodigiosas anotaciones sobre las cenizas de tabaco.
La luz se filtra por el tragaluz. John le ha regalado un radiómetro.
Este año ha habido regalos de verdad, intercambiados sin siquiera el tradicional guiño sonriente que dice «te regalo esto, pero en realidad a ninguno de los dos nos importa un carajo, ¿verdad?»
Sherlock golpetea el cuaderno con el bolígrafo, un tanto incómodo. La caja ha sido una mala idea. Bueno, no, ha sido una buena idea; ha hecho a John sonreír, pero quizá haya sido ir demasiado lejos. Demasiado sensiblera. Demasiado… exponer su vulnerabilidad.
Pero ha hecho sonreír a John.
No te involucres.
John no sonríe mucho últimamente.
Preocuparse por otros no es una…
Ay, vete a la mierda.
¡Esa lengua!
El bolígrafo de Sherlock tartamudea notas sobre la ceniza de tabaco Woodbine en su cuaderno, crípticos garabatos taquigráficos como patas de araña. Ceniza parecida al polvo de tiza, gris blanquecina, bastante fina, el preciso resultado de una combinación particular de ingredientes y nexos bioquímicos forjados por el fuego.
Sé qué aspecto tienen las cenizas humanas.
Creía haberlo borrado.
Sherlock sabe qué aspecto tienen las cenizas humanas. La cremación es una manera agradablemente pulcra de irse, aunque la descomposición lenta es mucho más interesante.
De mí se sacarían unos dos kilos de ceniza; de John, casi tres, debido a su estructura ósea más robusta. Ambas serían grises, imposibles de distinguir la una de la otra. Que mezclen mi ceniza con la suya o que me lancen al viento del este.
¿Por qué estoy pensando en esto?
Vuelve a dejar la placa en su sitio, con las demás, y busca otra. Bioquímica. Biología. La niña se ha convertido en un objeto de estudio sobre el desarrollo humano relativamente interesante. Es extraño cómo ha conseguido cambiarlos tanto a todos; medio metro de catalizador suave y chillón.
En cuanto al ámbito de lo físico entre ellos y su apego por la biología de John, las esperanzas de Sherlock han sido, le parece, bastante honestas. Sus exigencias son las siguientes: que John se mantenga sano de cuerpo y mente y que conserve su apariencia inofensiva por tanto tiempo como sea razonable, antes de la decadencia inevitable de la séptima y última edad del hombre. A pesar de que nunca han hablado de ello, a Sherlock le sorprendería que John no estuviera completamente de acuerdo con los dos primeros puntos.
En cuanto al último, hay que decir que John se las arregla con muy poca interferencia por parte de Sherlock, pésimas decisiones sobre su vello facial aparte. Sherlock hace contribuciones de buen gusto al guardarropa Watson de vez en cuando, normalmente en los cumpleaños, en caso de que los recuerde (o más bien, en caso de que la campaña de acoso amable de la señora Hudson durante los días previos no caiga en saco roto), pero le da la impresión de que, en el libro de reglas de John, los hombres no suelen regalar ropa a sus amigos, así que procura no ir muy lejos con sus regalos. En lugar de eso, opta por llevarse disimuladamente los pantalones y camisas viejos que ya no le gustan. Si la señora Hudson encuentra un par inesperado de trozos de tela a cuadros en su bolsa de retales de vez en cuando, ha aprendido a no comentar nada para conservar la paz doméstica.
En cuanto a lo de “sano de cuerpo y mente”… bueno, hay un par de salvedades. Le prometió a John intriga y emoción, y no puede dárselas si lo mantiene entre algodones. Por otro lado, Sherlock tiene que admitir que en este ámbito ha hecho un par de lo que él piadosamente llama “leves errores de cálculo”. Las otras personas siempre parecen tener unos estándares más altos que él en lo que se refiere a salud y bienestar, pero se le da muy mal averiguar cuáles son. En el tribunal de su mente se defiende a sí mismo señalando que cuando conoció a John éste estaba tullido tanto física como metafóricamente, al borde del colapso absoluto y en la bancarrota, y mantenía a mano su pistola por ningún motivo evidente, salvo quizá uno patético u otro potencialmente trágico.
No obstante, Sherlock siente que ha hecho su parte: John está vivo, a pesar de todo, nunca ha estado incapacitado más que temporalmente, y nunca en una manera que requiriese algo más que una visita rápida a la sala de urgencias. En conjunto, siempre ha sido Sherlock el que se ha llevado la peor parte de las lesiones. ¿Acaso eso no cuenta?
Y mucho más allá de sus propias necesidades, siempre había agachado la cabeza ante sus deseos y se lo había cedido, cuerpo y alma, a la Virgen de las Dos Caras. Y aunque normalmente Sherlock es un experto en mentirse a sí mismo y mentirle a otros, no hay manera de negar que eso le dolió.
Más de lo que estaba preparado para afrontar.
De una manera muy irritante, resultó que Mary también le caía bien.
Sherlock cambia la transparencia del microscopio de nuevo y pondera qué habría pasado si Mary hubiera sido de verdad una enfermera aficionada a hacer pan y Magnussen nunca se hubiera entrometido en su relación con John. En opinión de Sherlock, ésta se habría acabado eventualmente, y antes de eso habría acarreado su propia autodestrucción, pues John se habría aferrado a ella hasta las últimas consecuencias. Es una conclusión que le provoca una mezcla caótica de irritación y miedo, mas también sirve como confirmación de aquello que siempre a sospechado pero que aborrece decir en voz alta.
Necesita a John.
No de una manera abstracta e intelectual, como sería preferible; no como caja de resonancia de sus deducciones, no como un leal y constante amigo/socio que se cruza en su camino sólo cuando la voluntad, el azar o las relaciones de camaradería lo permiten; cuando esposa y trabajo y normalidad aflojan la presa que tienen sobre él.
Necesita a John junto a él. Físicamente. Una presencia en la casa que desordena suavemente las cosas en su ausencia y cuya pausada respiración transmuta, a través de alguna química arcana, las convenientes paredes y suelos y techo y destartaladas tejas del 221B en… un hogar.
¿Es demasiado pedir? ¿Es patéticamente poco? ¿O es acaso una exigencia egoísta precisamente porque no se atreve a pedir más?
Abajo la tetera silba y las tuberías traquetean y la niña se despierta y grita y la señora Hudson se ríe de algo que John ha dicho. Sherlock cierra los ojos y sigue sus pasos por los pisos inferiores. La nevera se abre y se cierra, alguien cambia de canal y se oye la sintonía navideña de la BBC y Wiggins tose. La niña calla, y Sherlock no necesita estar abajo para verlos: la señora Hudson removiendo las tazas y John dándole de comer a la bebé y Wiggins dando vueltas en torno a los dos.
Desde arriba, Sherlock oye preguntar a la señora Hudson «¿Sherlock se ha ido a dormir?»
–No creo –replica John, su voz ahogada por los tablones del suelo–. Creo que sólo se ha echado un rato. Déjelo; ya bajará cuando esté listo.
Sherlock pliega las manos bajo la barbilla y exhala.
De alguna manera ha conseguido todo lo que quería: un John y medio.
–Debería haber pedido más –le murmura a la pared.
* * *
John está enjuagando las botellas de la comida, Prosecco y Malbec, cuando el timbre emite un débil y agónico “pip” eléctrico. No ha vuelto a funcionar bien desde que Sherlock lo estropeó.
El propio Sherlock desciende por las escaleras, un poco desarreglado y un poco irritado.
–Es Molly –le dice John.
–Wiggins, la puerta –es todo lo que dice Sherlock cuando el timbre vuelve a balar, lastimero–. Creía que lo había roto.
–Lo rompiste.
Sherlock observa la caja de plástico en la pared que contiene el mecanismo del timbre.
Obviamente no lo bastante.
Las mejillas de Molly están rosadas por el frío cuando sube las escaleras detrás de Billy; Lestrade viene unos pasos por detrás.
–¡Hola, feliz navidad! –dice; la señora Hudson y ella se saludan con la mano, complacidas. Le da la mano a John y deja que Greg tome su abrigo. Le sonríe a Sherlock y luego ignora por completo a Wiggins en favor de la niña, que manosea con curiosidad su reloj de pulsera–. Se está poniendo muy habladora –comenta ante sus balbuceos.
–Aún no dice palabras de verdad –dice John–, pero tenemos nuestras conversaciones. Deberías oírla cuando Sherlock anda divagando en voz alta.
Molly se lo imagina. Se muerde el labio para no reírse. Sherlock arruga la nariz.
–Toma asiento. ¿Quieres tomar algo? –ofrece John–. ¿Una copa?
–Sí, por favor –dice Molly, quitándose de en medio para ir a intercambiar chismes con la señora Hudson. Lestrade se apoya en la puerta y da un pequeño silbido para llamar la atención de John.
–Un detallito –dice, mostrándole una botella de vino–. Por cierto, gracias por el whisky.
–No tenías por qué.
–La gané en la rifa de la oficina –dice Lestrade, encogiéndose de hombros. Sherlock coge la botella y le da vueltas entre las manos.
–No está mal para una rifa de la policía –comenta, y luego palpa entre el desorden del banco de la cocina en busca del sacacorchos.
Lestrade se encoge de hombros de nuevo.
–Uno de los muchachos colecciona vinos o algo así.
Se echa atrás cuando John saca la trona con el pie de debajo de la mesa y luego va a recoger a la niña. Sherlock saca el corcho de la botella y lo huele, frunciendo un poco el ceño.
–Nada mal –admite. El vino hace un satisfactorio sonido al verterse en la fila de copas vacías.
–¿Qué pasó con el caso? –pregunta John, volviendo con la niña y deteniéndose un momento para que Lestrade le haga hola con la mano, haciéndola sonreír.
–Ah, ya sabes. Lo normal. Pasará rápido a los tribunales y estará acabado y archivado en nada de tiempo. Abrir y cerrar, y pasa al siguiente.
–Todo bien, entonces. Oye, cógela un momento. –John le pasa la niña a Sherlock, que la toma sin pensárselo y la equilibra en su cadera. Sin decir palabra, alarga la mano al banco de la cocina, coge el trapo que John estaba buscando y se lo pasa. Greg bebe su vino y observa cómo John limpia la trona, le cambia a Sherlock el trapo por la niña, y luego toma la cuchara que Sherlock ha cogido sin mirar del escurridor. Trabajan juntos sin darse cuenta, como una máquina bien engrasada.
A Greg le cuesta no sonreír.
–Está abajo de la cosa esta.
–Sí, junto a la… la esto.
–Ya lo sé, te lo acabo de decir –replica Sherlock.
–Vale, vale, relájate –dice John, mirando al techo.
–Tomaos vuestro tiempo –dice Greg. Molly y él se miran mientras él se dirige sin prisa hacia el otro grupo de gente, y ella sonríe con un pequeño encogimiento de hombros, como diciendo «por favor, mira a estos dos».
–Qué pasada esto, ¿no? –dice Wiggins, poniéndose cómodo y mullendo los cojines–. No me pensaba yo que Shezza fuera de los que se ponen así en plan festivo, pero aquí estamos. –Entorna los ojos ante el relampagueo de las luces del árbol.
–No drogues a nadie –le advierte Greg con severidad–, o te empapelo.
–Recibido –dice Wiggins, ceñudo–. No fue mi idea, ¿saes?
Molly finge estar distraída con su teléfono por un instante. “Festivo” no es el adjetivo que habría elegido para describir a Sherlock. El apartamento y lo poco que ha visto de la fiesta en los cinco minutos que lleva aquí son muy agradables, pero ella ha visto a Sherlock de genuino buen humor, y ahora no lo está. Se pasea por la casa como caminando sobre ascuas.
Levanta la vista y se encuentra con los ojos de Sherlock, que le ofrece una copa. Niega con la cabeza tan leve y rápidamente que se lo habría perdido de haber parpadeado.
Ella inclina apenas su copa hacia él, y él cede y toca el borde con la suya.
–Salud –dice Sherlock.
–Salud –replica Molly, y le da un suave golpecito con los dedos. Anímate.
Sherlock exhala, le da la espalda y coge una copa. Tras un instante se aclara la garganta.
–¿Dónde está mi violín?
* * *
Juegan al Trivial, algo que teóricamente es una mala idea, pero no acaba ni la mitad de mal de lo que podrían haber hecho el Cluedo o el Monopoly. La señora Hudson es una formidable fuente de conocimiento televisivo, y Molly no se queda atrás en geografía. La niña se duerme enroscada en la alfombra, y John tiene que renunciar a un turno para acostarla como es debido.
La arropa bajo su nueva mantita, con la abejita Zub y Elefante en el alféizar de la ventana donde pueda verlos, y se toma un momento para sentirse una pizca borracho y demasiado feliz. En el salón hay un escándalo al conseguir Lestrade una cuña por pura suerte.
John sonríe y de pronto, para su sorpresa, solloza. Se tapa la boca y se dice a sí mismo que es el vino, que se le ha subido a la cabeza. Con una mano acaricia los rizos de la niña, un poco sobrecogido porque se ha dado cuenta de que él tuvo una familia así, alguna vez. Cuando era pequeño y las cosas eran mejores, o al menos él era más inocente, y sus abuelos vivían. Habían celebrado fiestas, y sus familiares venían, y las cosas habían sido tan perfectas como su borrosa memoria de infancia temprana consigue recordar. Unas navidades de clase media a finales de los ochenta casi de manual, con Papá pavoneándose para entretenerlos. Y era muy entretenido, genuinamente gracioso y sociable y generoso. No reparaba en gastos, no se detenía ante nada; John recuerda el olor del abeto nórdico y su propia copita de cóctel de langostinos.
Sabía que Mary era huérfana; en algunos aspectos eso había hecho las cosas más fáciles, porque ni siquiera se le ocurrió reclamar ese elemento de vida familiar. Había pensado que quizás, como aquella primera navidad después de su compromiso, habrían podido continuar siendo sólo una pareja. Amigos y conocidos, la despreocupada vida de la gente sin hijos, hasta que tal vez, en algún momento indefinido del futuro, cuando estuvieran “preparados”, tendrían hijos y una familia así. Pero aún así seguiría siendo pequeña, en su mayor parte restringida a los confines del matrimonio; nada de tíos ni tías salvo Harry, si es que alguna vez era capaz de fungir como tal. Nada de abuelos ni sobrinos. Nada de eso.
John respira con cuidado por la nariz, luchando por recuperar la compostura. Por eso había dejado atrás el 221B: para conseguir normalidad y familia y casa y trabajo, para ser marido. Y sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, había regresado a esto: a una situación que, sobre el papel, era diametralmente opuesta a lo que había salido a buscar. Había regresado viudo y padre, presa del pánico y con una vida que se caía a pedazos.
Excepto porque aquí estaba la señora Hudson, preocupándose por él y dándole dulces a la niña a escondidas o llevándosela a sus pequeñas reuniones del club de bridge, y John se da cuenta, con una súbita oleada de emociones, que eso le parece bien. Hace unos meses no habría sido capaz de perder a su hija de vista ni un instante, y ahora tiene una vida social más exuberante que la de él. Y si no es la señora Hudson entonces es Wiggins siguiendo a Sherlock en cuanto surge la ocasión, dejándose caer por el apartamento y fundiéndose casualmente con el núcleo familiar, consiguiendo que lo regañe la señora Hudson… o, piensa John, él mismo.
Dios mío, piensa, de verdad soy papá. Apoya la boca en los nudillos y deja que el pensamiento se filtre en su mente por un instante. Todo está cambiando. No sólo las cosas grandes, también las pequeñas. Los imanes en la nevera y el número de teléfono de Mamá Holmes flotando entre sus contactos de Skype como un salvavidas.
Y, por supuesto, allá a donde vaya Mamá Holmes irá Papá Holmes, cosa que a John no le importa porque le cae bien. Y si no es el clan Holmes al completo arrimando el hombro, es Scotland Yard. Entre Mamá y Lestrade le dan a John más consejos indeseados sobre la paternidad de los que ha conseguido en todos los años que lleva pagándole a Ella.
Piensa en cómo podrían haber sido las cosas si Mary hubiera vivido, y por primera vez desde que murió hay un pequeño contrapunto al horrible nudo de la pérdida en su estómago.
De alguna forma, aquí tiene mucho más de lo que ella, con su orfandad anónima, y él, con su tendencia a alejar a la gente, podrían haber conseguido jamás. Se siente culpable al pensarlo, pero sigue siendo verdad.
John traga y alarga la mano hacia la cuna para arropar un poco más a la niña. Tienes una familia de Frankenstein rarísima, cielo, pero al menos hay una posibilidad de que nunca estés sola. Traga de nuevo, pesadamente, aprieta los labios y pasa el peso de su cuerpo a la pierna buena.
«Vamos, Watson» jadea, dejando caer la barbilla contra el cuello del jersey pero, quizás porque esta vez hay un poquito de felicidad deslizándose como un cincel entre las grietas de su aflicción, esta vez no funciona. Se aprieta el puente de la nariz con los puños del suéter, y se arrepiente del champán de la comida. Debería haber bebido menos.
Sentido menos.
John se queda de pie junto a la niña dormida, sintiéndose estúpido y preguntándose cómo se las ha arreglado para dar tantas cosas por hechas en su vida. El alivio, sorprendentemente caliente, se le escapa por los rabillos de los ojos, hasta que los puños del jersey se quedan ásperos y picajosos por la humedad.
Minutos más tarde su estómago da un salto de vergüenza cuando un inocente Lestrade entra por la puerta entornada y lo pilla secándose las lágrimas.
–John, te to… ah. –Lestrade se detiene, sorprendido y preocupado–. Pero bueno, ¿qué te pasa?
Se vuelve para mirar el salón y luego, consciente de que esto no es para el consumo público, cierra suavemente la puerta tras él.
Mortificado, John trata de quitarle importancia.
–Estoy bien, estoy bien. Demasiado alcohol. De verdad… estoy bien. No te preocupes. Estoy bien.
–Estás empapado –dice Lestrade, pragmático. Coge el paquete de toallitas de bebé de la mesa y se acerca para pasarle una–. Toma, deja de frotarte con las manos o vas a salir como un tomate. ¿Qué ha pasado?
John se aprieta la toallita contra la cara y suspira con exasperación.
–¡Nada! –Nada que pueda explicar, al menos–. Es que… no sé. –Se le quiebra la voz de nuevo y se siente como un reverendo imbécil–. Dios, no se lo digas a nadie.
–¿Que no les diga qué? ¿Que eres humano? No seas gilipollas. –Lestrade chasquea la lengua y pone las manos en los hombros de John, calentándolos con un gesto que es mucho más bienvenido para John de lo que lo habría sido un abrazo.
Se quedan en silencio un momento, hasta que John sorbe por la nariz lo que parece un barril completo de mocos, y traga por última vez.
–Lo siento –declara débilmente.
–Nada, colega, es navidad. Si no te puedes poner un poco tonto en navidad, ¿cuándo, a ver?
–Puta navidad –dice John, y casi se ríe. Lestrade sonríe.
–Es gracioso, ¿no? Yo creo que lloré todo mi primer día del padre. Me regalaron una tarjeta con dos huellitas de pie. ¿Qué haces ahí, a ver?
–Madre santa, Greg.
Lestrade ríe y le da un golpecito en la sien con los nudillos.
–Mejor fuera que dentro, dicen.
–Ya, pero normalmente se refieren a los pedos.
–Esto es un pedo emocional de los de toda la vida –concede Greg–. ¿Mejor? –añade, soltando a John y evaluándolo con la mirada. John asiente, aún avergonzado, pero menos abrumado–. Bien. Y mira, la misma regla que aplicamos a Sherlock vale para ti, ¿sí? Si estás pasando una mala noche, dínoslo y te apoyaremos. No te hagas el hombre de acero.
John acepta a regañadientes, aunque piensa que es mucho pedir.
–Vale, vale, no me fastidies tanto.
–Fastidiar es lo que mejor se me da, corazón. Vuelve y juega un poco. Sherlock se está volviendo loco con las preguntas de deportes, es un descojone.
–Voy enseguida. Eh, diles que estoy hablando por teléfono, o… –Pausa–. De hecho, debería llamar a mi hermana…
Lestrade lo mira de una manera que lo hace sentir como si fuera el sujeto de un análisis atípicamente acertado por parte del inspector, pero al final se limita a encogerse de hombros.
–No pasa nada. De verdad –añade, al ver que John duda–. Yo te cubro.
–Gracias.
Lestrade lo obsequia con una sonrisita torcida y después se encamina a la cocina. John lo oye silbar, y luego la pregunta de Sherlock, «¿dónde está John?»
–Le están dando la brasa por teléfono –responde con facilidad Lestrade–, así que tiempo muerto. Necesito mear y un cigarrito, de todas formas.
–¿Con quién habla? –exige Sherlock, repantigado en el suelo. Frunce el ceño.
–Ni idea. ¿Su hermana? He acostado yo a la niña.
–Ah –dice Sherlock. Aún sospecha un poco, pero decide aceptar la explicación porque no hay evidencia de ninguna mentira abierta.
Greg mira el tablero con ojos entornados.
–Espera. ¿Cómo es que hemos perdido una cuña, Molls?
Molly y la señora Hudson intercambian miradas.
–Aparentemente las reglas son estúpidas –lo informa Molly–. Así que ahora tenemos reglas nuevas que incluyen la retirada de cuñas.
Sherlock luce muy ufano.
–Añade el elemento sorpresa.
–Como me robes otra cuña yo sí que voy a añadir el elemento patada a tu culo –le dice Lestrade–. ¿Tienes encendedor? El mío se ha secado.
–Ah. Sí. –Sherlock se desenreda perezosamente y coge su copa para seguir a Lestrade escaleras abajo. Los dos tiemblan de frío al abrir la puerta, y se apretujan en el marco para quedarse cerca del calor. Arriba las puertas se cierran abruptamente para protegerse de la corriente.
Sherlock se saca del bolsillo uno de los cigarrillos que vinieron en su calcetín de navidad y lo enciende con mano experta. Después le lanza el encendedor a Lestrade. Se reclina en el marco de la puerta y exhala. El humo se mezcla con el aliento de dragón que crean sus respiraciones condensadas.
–Creo que volveré a intentar dejar de fumar el año que viene –comenta Lestrade. Sherlock dice “hmm”, pero no concuerda con él.
Qué raro, piensa Greg, John debería haberlo obligado ya a dejarlo, por la niña. ¿Estará distraído? Hay muchas cosas que podrían distraerlo.
Se quedan callados. Greg es incapaz de adivinar qué profundidades de su propia mente anda sondeando Sherlock, y a Sherlock no le interesan los pensamientos de Greg.
Por su lado, Greg piensa en John Watson. Duro, piensa. Tanto la situación como su carácter. No ha visto a John tambalearse mucho en todos estos años, a pesar de la desproporcionada cantidad de mierda que ha tenido que aguantar.
Bodas ajenas, funerales y navidad; ésos son los peores eventos del puñetero año, reflexiona Greg. Momentos asquerosos para estar solo. A veces no importa con quién estés, estás en la mierda igualmente. Ya es bastante malo incluso si sólo estás divorciado. Aunque, piensa, por mucho que pase la mayoría de las fiestas solo, su hija aparecerá en algún momento, y eso significa que también hablará con su ex.
Tampoco es que nunca le hayan gustado mucho las navidades, de todas formas.
Se pregunta si a John sí. Hace rodar el humo en la boca y lo escupe despacio. Pobre desgraciado. El primer año siempre es el peor.
Debe de echar de menos… cosas. Mary, cariño, cuida de los dos, dondequiera que estés. Y la otra María también, si es que existes. Se supone que eras patrona de los bebés o algo así, ¿no?
Lestrade contempla su cigarrillo, abstraído. Quizá él también se ha pasado un poquito de copas esta noche, si está invocando a entidades en las que en realidad no cree. Santa patrona de los vírgenes. Creo que todos aquí somos un poco demasiado pendones para eso. Mira a Sherlock de reojo. Al menos la mayoría.
Sabe Dios qué está pasando aquí en realidad. Sherlock fuma con calma, tan indiferente y aburrido como lo ha estado toda la tarde.
John se arrancaría los dientes antes que decírselo, el muy idiota.
Debería…
Nah, no te entrometas.
No soy el mejor ejemplo en cuanto a relaciones, y no hay manera de saber qué es exactamente lo que hay entre ellos.
Sí, no debería meter las narices.
–Para –dice Sherlock, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.
–¿Qué? No estoy haciendo nada –dice Lestrade, sintiéndose un poco culpable.
–Estabas pensando demasiado fuerte.
–Prueba de que puedo pensar –contraataca Lestrade. Sherlock ríe por la nariz, expulsando una vaharada de humo.
–Cuanto apenas. –Tira la colilla en el pavimento y planta un zapato encima, extinguiendo el extremo brillante–. ¿Has terminado?
–Casi –dice Lestrade, dando su última calada. Entorna los ojos. Sabe muy bien que no le corresponde a él interferir, y que su intervención no sería bienvenida ni agradecida.
Pero John estaba llorando. Por Mary.
–Sherlock –dice Lestrade, pisando despacio la colilla con el talón, antes de que Sherlock suba las escaleras–. Una cosa.
Genuinamente intrigado, Sherlock frunce el ceño, mirándolo de arriba abajo pero incapaz de deducir nada fuera de lo ordinario.
–¿Qué?
Lestrade elige sus palabras con todo el cuidado que puede.
–John está… un poquito triste esta noche, eso es todo. Y no estoy criticando nada de lo que has hecho, ¿eh? Lo contrario. Pero si pudieras hacer algo para animarlo un poco… bueno… anímalo, ¿vale? Recuérdale todo lo que todavía tiene.
Sherlock le dirige una mirada vacía. Al principio es por incomprensión; después se troca en la expresión distraída de un hombre cuya mente está funcionando muy, muy rápido.
Greg espera educadamente a que Sherlock termine su imitación de un conejo mecánico, y trata de no reírse de la manera ridícula en que sus ojos van de un lado a otro mientras su cerebro tropieza con sus propias sinapsis, tratando de calcular las relaciones humanas. Al cabo, Greg prueba a darle un empujoncito:
–¿Entiendes?
Sherlock abre la boca dos veces, se lo piensa mejor (o, sospecha Greg, decide que no vale la pena contestar) y después se da la vuelta con un movimiento espasmódico, batiéndose en retirada hacia la casa.
–Demonios –musita Lestrade, cerrando la puerta con cuidado–. Es peor de lo que pensaba.
Espera haber hecho lo correcto, porque si no, acaba de mandarse una soberana cagada.
* * *
John exhala por la nariz y aprieta el botón de llamada. Nota cómo empieza a arrepentirse incluso antes de que el número haya terminado de ser registrado por el sistema.
Escucha el zumbido distante de los timbrazos y cae en la cuenta de que ni siquiera está seguro de con quién está pasando Harry estas navidades. Quiso preguntárselo hace un par de semanas, pero nunca llegó a hacerlo.
El teléfono suena y suena, y John está a punto de colgar cuando Harry contesta, sin aliento.
–¡Diga! ¿Diga?
–Hola. Soy yo.
–¿Quién es “yo”? –pregunta Harry, inexpresiva–. ¿Cuál “yo”?
–¡Yo! Tu hermano. –John recuesta la cabeza contra la pared y mira al techo. Típico.
La oye mover el teléfono para comprobar el nombre que aparece en pantalla y luego volver a ponérselo en la oreja.
–¿Te estás muriendo? –pregunta, desconcertada.
–No, coño, no me estoy muriendo, es navidad. Te llamo porque es navidad.
–Ah. Bueno. Feliz navidad, entonces. Eh… gracias por el… regalo. –La oye rebuscar entre varios objetos–. Crema de manos –dice al cabo–. Gracias.
–Sí –dice John, sintiéndose un poco mal. En su cabeza, del lote de tres por dos en crema para las manos, la que salía gratis era la de Harry. Sin embargo, ella no le ha regalado nada.
–Te compré algo –dice ella apresuradamente–. Lo mandé por correo, porque no sabía cuándo te vería.
–Seguro que se perdió por el camino –dice John con generosidad.
–Sí, por la navidad y tal. No, gracias.
–¿Qué?
–No era a ti, estoy hablando con Indre. Estoy en su casa, con Samia y Louise.
–Ah –dice John, y ambos saben que él no tiene ni idea de con quién está hablando ella, y se siente raro.
Se quedan en silencio, y John oye los ruidos y la charla de un grupo de personas por el lado de Harry; alguien se ríe y, supone, respondiendo a una broma, chilla «¡No, cabrona! ¡Dámelo!»
Harry se aleja del ruido.
–Cómo meten ruido estas pavas –dice, buscando a tientas un tema de conversación–. ¿Estás teniendo un buen día?
–Sí. –John exhala–. Nos hemos quedado en casa, Sherlock y yo y un par de personas más. Los sospechosos habituales. Todo muy normal, la verdad.
–Ah. ¿Y te gusta?
El lacónico «sí» de John se tropieza con un «bueno…» antes incluso de salir de sus labios. Se conforma con un «sí, está bien» que lo hace fruncir levemente el ceño. Sí le gusta. Es muy… agradable.
–¿Estás seguro?
–Harry –dice John, irritado–. Ha sido un buen día. No ha pasado nada.
Harry dice «hmm» y luego cambia de tema.
–¿Cómo está la pequeñaja? –le pregunta, intentando sonar casual; entre ellos acecha el hecho no expresado de que John no la ha dejado conocer a la niña.
–Está bien. Se acaba de ir a la cama, de hecho.
–Mándame una foto –dice Harry, la voz suave de pronto–. Alguna vez, ¿sí?
John se frota el pulgar con las puntas de los dedos.
–Lo haré –promete. Sabe que debería hacerlo–. ¿Cómo andas?
–¡Bien! Estoy muy bien –dice Harry, mostrando un poco de optimismo y orgullo–. Llevo ocho semanas. No está mal, ¿no? Es un buen comienzo.
–Sí –se las arregla para decir John–. ¿Ocho semanas?
–Esta vez lo voy a conseguir, John.
John se lame los labios y cambia el peso de una pierna a otra.
–Vale, no… no hablemos de esto por teléfono –dice.
–Me está yendo bien –dice Harry, irritada–. Por lo menos podrías alegrarte por mí.
–Vale, vale. Bien hecho.
–Imbécil.
John se muerde la lengua.
–Es un buen comienzo, tú lo has dicho. Así que sigue así.
–Vale, gracias –dice Harry, y John jura que puede oír cómo pone los ojos en blanco–. Además, ¿cuántos días llevas tú sin asesinar a nadie?
–Yo no asesino a nadie, Harry.
Harry se ríe por la nariz.
–Ya no –le recuerda.
–Ok, ok, ya no asesino a nadie, Harry. –Aunque en ocasiones ha sentido la tentación–. No, este año la navidad ha sido tranquila. Cerramos un caso ayer, y no pienso aceptar más hasta año nuevo.
–¿Cómo está…? Ya sabes.
–¿Qué?
John arruga el entrecejo, luego comprende, y luego se siente aún más confuso.
–Está bien. Un poco de mal humor porque odia la navidad, pero eso no es nada nuevo. Es el mismo de siempre, aguantándonos a todos. Hoy ha comido. Tuvimos un almuerzo gigantesco. Él hizo la salsa.
–¿Y nadie se puso enfermo?
–¡No! Un milagro –dice John, y se le levanta una de las comisuras de los labios–. Tendrías que haber visto la caja que le ha regalado a Abejita; es increíble. Debe de haberse pasado horas trabajando en ella en secreto, cuando yo no estaba en casa. Tiene bloques de como cinco o seis colores diferentes, y un montón de agujeros de diferentes formas para meterlos.
–Nosotros teníamos una caja así –dice Harry–, en nuestra primera casa. ¿Te acuerdas?
–Apenas –dice John.
–Eras muy pequeño –replica Harry–. Bueno, más pequeño aún.
–Qué maleducada –dice John.
–Eso siempre, hermanito.
–Voy a colgar –amenaza John.
Harry ríe.
–La verdad es que suena mejor que lo que Indre me ha regalado –retoma el hilo.
John se recuesta en la pared y, por primera vez en años, trata de escucharla de verdad.
* * *
Sherlock trepa las escaleras directo a su dormitorio, ignorando el sorprendido ruidito de interrogación de la señora Hudson. John no está ahí; sigue hablando por teléfono. Se queda parado en el umbral de su habitación, respirando con más dificultad de lo que el cigarrillo y el esfuerzo ameritan.
Lo primero que lo golpea es una sensación de tremenda injusticia. ¿Cómo puede ser que todo esto, la efusión de esfuerzo personal que lleva haciendo las últimas semanas y meses, siga sin ser suficiente?
Sherlock se queda quieto, los colores del cuarto planos y opacos en la lúgubre luz que sube por las escaleras.
Encaja en el apartamento con más perfección de lo que jamás lo ha hecho, pero John siempre ha parecido, de alguna manera, más grande que éste; John siempre ha sentido la tentación de crecer y salir de él, mientras que Sherlock se encuentra a sí mismo recortándose las raíces como un bonsai sólo para caber mejor en este espacio.
Un John y medio.
Ese medio es demasiado para un apartamento de dos camas, quizá.
A la gente no le gustan las mitades. A la gente le gustan las totalidades. Y tarde o temprano John encontrará otra mitad para completarse y entonces…
Sherlock tenía un timbre
en su pequeño apartamento.
John se mudó a otro sitio
y Sherlock se fue al infierno.
Su mano se alza en un reflejo automático y una bofetada arde en su mejilla, pero la niebla retumbante de su cerebro se aclara.
Tú. No. Hoy no.
Sherlock respira. Aprieta los puños y el aire silba entre sus dientes. Gira sobre sus talones, analizando la habitación.
¡Piensa! ¡Piensa! ¿Qué has pasado por alto?
Recordar a John todo lo que todavía tiene. Ya tiene la información; sólo necesita ponerla en orden y darle sentido a esta interminable maraña de emociones. ¿Qué es lo que falta? ¿Qué podría afectar a John?
Recordarle todo lo que aún tiene.
John compró una cámara.
Hay libros en la habitación, por supuesto. Más de los que Sherlock podría necesitar en un solo lugar, pero ninguno es lo bastante irrelevante como para prescindir de él. Se echa en la alfombra y culebrea sobre el vientre para fisgar bajo la cama. Están aquí en alguna parte, sabe que guardó algunos en una de las cajas. Aparta los cachivaches: experimentos viejos, notas de casos, papeles. Aquí no. Se pone de pie, camina por la habitación tratando de recordar y luego, en un solo y ágil movimiento, planta la almohadilla de uno de los pies en el marco de madera de la cama y lo usa de escalón para alcanzar la parte superior del armario. Lanza a los lados bolsas de tintorería que guardan disfraces y evidencias forenses (en algunos casos, la misma prenda es las dos cosas a la vez) y luego encuentra el maletín.
Pequeños regueros de polvo caen por los lados al bajarlo. Le da unos golpes para eliminar la suciedad más pesada y luego voltea su presa y la abre sobre la cama, desparramando su contenido.
Éste no, ése no, ése menos; ¿éste? No, el lomo está roto. ¡Éste! Gira el volumen entre las manos para inspeccionarlo, y parece sano. Encuadernación en cuero rojo oscuro con páginas negras. No recuerda de dónde lo sacó. De ningún sitio en especial, probablemente lo compró en el último minuto en alguna tienda del centro.
Lo abre. Su propia letra destaca en desaliñadas pisadas de araña sobre unas etiquetas que, afortunadamente, no están pegadas.
Sherlock se toma un momento para contemplar su antiguo trabajo. En cada uno de los bolsillos del álbum hay remetida una interminable colección de bolsitas de polietileno con nombre, fecha y número. Se ve a sí mismo rastreando el bar de la universidad en busca de colillas de cigarrillo, y concertando falsas reuniones académicas con profesores que aún valoraban el arte de fumar en pipa, con sus alquitranados y exóticos tabacos. Va sacando las bolsitas una por una y apilándolas en desorden sobre la cama.
El álbum huele un poco a papel viejo, pero la ceniza es tan antigua que el olor a cigarillo se ha ido difuminando hasta ser una leve nota de fondo que, con un poco de suerte, nadie notará.
No tiene nada que poner dentro, comprende con una sacudida.
Es John el que acumula recortes y recuerdos; Sherlock suele confiar en su memoria, y si esta falla, en John. Es un sistema perfecto, salvo en situaciones irritantes como ésta.
–¡Maldita sea!
Tiene que haber algo. Coge su teléfono, busca furiosamente y se aprieta la sien con la base de la palma de la mano.
¡Piensa! ¡Piensa! ¡Piensa!
¡Ah!
Se arroja sobre el ordenador de John, rebusca en pos del archivo indicado y luego lo manda a imprimir. La HP que hay detrás de él cobra vida con un débil zumbido y escupe lentamente una impresión en A4. Sherlock arruga la nariz al verla. Es horrible. No tiene papel fotográfico, y la foto no era gran cosa para empezar, pero con desesperanzada aceptación comprende que es lo mejor que tiene para ofrecer ahora mismo.
Encuentra un escalpelo en su escritorio y lo usa para recortar los bordes, y luego la introduce en la primera página del álbum.
Como regalo, es escueto y está un poco maltratado.
El día ya está demasiado avanzado como para ponerse a envolver cosas, sin embargo, y siente que hacerlo daría la impresión de que se ha esforzado más en el regalo de lo que lo ha hecho, que lo haría verse demasiado serio y ostentoso.
–¿Sherlock? ¿Va todo bien?
Sherlock se endereza y, con un ágil movimiento, coge una de sus mantas extra y la extiende sobre el terrorífico desastre que ha dejado sobre la cama.
–Perfectamente –dice, saliéndole al paso a John en la puerta.
John se detiene en las escaleras y examina el cuarto por encima del hombro de Sherlock con expresión preocupada.
–Bueno; es que saliste disparado y empezaste a dar golpes…
–Se me olvidó una cosa.
John ladea la cabeza como un petirrojo, preparándose para bromear un poco.
–¿Tú? ¿Tú olvidaste algo?
–Olvido cosas poco importantes todo el tiempo.
–Los nombres, por ejemplo –señala, apoyándose en el marco de la puerta. No se da cuenta de que Sherlock jamás se ha equivocado con el nombre de John.
–Toma –dice Sherlock, irritado, y le entrega el álbum con brusquedad.
John se queda descolocado. Cierra las manos automáticamente en torno al álbum, pero sin mucha fuerza, y lo mira con desconcierto.
–¿Qué es esto?
–Sólo es, eh… bueno, un rega… eh, ya sabes. Mira, sólo cógelo.
John obedece, perplejo. Sherlock desea haberlo envuelto, a pesar de todo. John sostiene el volumen con un brazo y lo abre.
–Oh –dice bajito.
Sherlock lo escudriña de esa manera en que sólo él sabe hacerlo, y aunque puede ver que John tiene restos de harina debajo de la oreja izquierda y manchas de desodorante en la parte interna de las mangas de su suéter, es incapaz de dilucidar qué está sintiendo exactamente.
–Hay algo que olvidé decirte –dice Sherlock, casi demasiado rápido. John levanta la mirada. Su expresión es extraña, inquisitiva.
¿El qué?
Bueno, es un poco…
Soy todo oídos.
–Es exclusivamente –Sherlock extiende un dedo y le da unos golpecitos a la primera foto del álbum, emborronando su propia cara– para fotos extraordinariamente feas.
La sorpresa de John se transforma en risa.
Dios mío, Sherlock…
Sherlock se balancea levemente sobre los talones.
…te pillé.
–Bueno, no es que andemos escasos de ese tipo de fotos –dice John, acariciando con los pulgares la gruesa cartulina. Limpia las manchas de polvo de la foto con el puño del suéter. Aprieta los labios–. Dios –farfulla de pronto, y suelta el álbum. En un instante sus brazos están extendidos, buscando el cuello de Sherlock.
Lo toma por sorpresa.
El pulgar de John toca la suave región de piel junto a la oreja de Sherlock, los dedos enredados en su pelo al tirar de él. El suelo parece desaparecer bajo sus pies, o quizá es su cuerpo que ha salido disparado hacia arriba más allá de los confines de la física con un solo estremecimiento. Ve los ojos de John cerrarse y observa la sequedad de los labios del otro, el ángulo de su rostro al moverse inexorable hacia el suyo con un movimiento simétrico al del nudo ardiente que baja por la garganta de Sherlock hacia su estómago.
Y luego la áspera mejilla de John choca contra la suya, robándole el aliento. La mano en su nuca es pesada y cálida, el contacto entre sus pechos es torpe pero suave, una extraña colisión repetitiva porque John está respirando muy fuerte y la distensión de sus pulmones lo aprieta con firmeza contra Sherlock a cada inhalación.
Sherlock lo agarra por los hombros, por instinto y porque necesita un asidero para mantenerse de pie. Siente la lana del suéter de John, fresca al principio pero calentándose bajo sus palmas; siente la sequedad de su propia boca y el rugido del pulso en sus oídos cuando John acaba por atraerlo a un torpe abrazo.
No se esperaba esto. Su cabeza canta; John murmura algo por encima de su hombro, el rostro vuelto hacia el otro lado de manera que el pelo corto de su nuca le hace cosquillas en la mejilla.
–Gracias.
Sherlock tarda unos segundos en contestar.
–¿Qué?
–Gracias. De verdad. –La garganta de John se mueve sobre el hombro de Sherlock al tragar–. Por… ya sabes.
No lo sé, piensa Sherlock, desesperado. ¿Qué está pasando?
–Ah –se las arregla para decir en voz alta.
–Gracias, sólo… gracias.
Sherlock cierra los ojos, traga saliva para aclararse la garganta, busca alguna broma con la que contestar, y en lugar de eso sólo encuentra un «de nada».
–No –dice John, la voz ahogada–. Has hecho tanto…
–No es nada –balbucea Sherlock. No vuelve a cerrar los ojos, pero se permite un parpadeo largo y lento, y apretar sólo un poquito más los hombros de John. Éstos tiemblan un poco y el codo de Sherlock golpea el marco de la puerta, haciendo que le hormiguee todo el brazo, pero la incomodidad no basta para desalojar el sentimiento que vuela en el núcleo de su ser. Espera que John no note cómo le late el corazón.
Después de un momento John da un paso atrás, deshace el abrazo y se aclara la garganta.
–Gracias –dice al fin, con un pulcro asentimiento de cabeza, serenándose–. No… no te lo dicho lo suficiente últimamente. Te lo debo.
–Ah, bueno. Has estado ocupado –dice Sherlock. Oculta sus manos temblorosas tras la espalda, recatado como un sacerdote, y las mantiene entrelazadas hasta que se decidan a portarse bien.
John recupera torpemente el álbum, sacando pelusas de las esquinas.
–Es… es muy bonito.
Le dedica una de sus sonrisas largas y lentas, de esas que lo hacen iluminarse de dentro afuera y verse más joven y hermoso.
–¿Cuánto…? –dice Sherlock, y la palabra se escapa e interrumpe la sonrisa de John. Él alza los ojos para mirarlo. El resto de la pregunta no quiere venir, pero su ingenio le proporciona un débil sustituto que les conviene mejor a ambos–. ¿Cuánto has bebido, John?
John sacude la cabeza y se ríe por la nariz, y después le da una palmada en el hombro.
–Aún queda una de tus botellas, ¿sabes? Ven. ¿La abrimos? –Mira a Sherlock, invitándolo.
Sherlock empuja los músculos de su cara hacia arriba.
–Estaba buscado mi colofonia. Adelántate. Dos minutos. –Eso bastará para tirar los restos de su proyecto del tabaco a la papelera, y para recobrar la compostura.
–No tardes mucho –dice John, metiéndose con mucho cuidado el álbum bajo el brazo–. O Lestrade se la beberá.
–Dile a George que se busque su propia botella –dice Sherlock, y John baja las escaleras riéndose.
Exhala una vez se ha ido, y se pasa una mano por la cara. Ha ido, piensa, mejor de lo que esperaba; por una vez en su vida ha dado todos los pasos correctos, y sin embargo su cabeza sigue siendo un rugido de confusión. Tira las bolsas de polietileno a la basura y agita la cabeza para apartar la apagada cancioncita que lo molesta desde el fondo de su cerebro.
No te diré mentiras
si no hay preguntas indiscretas;
Sherlock está en el cuarto
tratando de aclararse la…
* * *
Greg ha secuestrado el sillón de Sherlock; tiene las manos detrás de la cabeza y las piernas estiradas. El tablero del Trivial está abandonado sobre la mesita, y a todas luces en su ausencia ha habido otra ronda de aperitivos. John sabe que no es el mejor anfitrión del mundo, y da gracias por la señora Hudson, que mantiene la reunión unida, así como por el hecho de que Molly y Lestrade ya están acostumbrados a su manera de hacer las cosas.
–¿Todo bien, querido? –pregunta la señora Hudson. John le da una palmadita en el hombro al pasar a su lado, rumbo a la cocina.
–Sí, sólo estábamos ordenando algunas cosas. Vamos a tomar otra copa. ¿Quién quiere?
–Acabamos de tomárnosla –dice la señora Hudson con una sonrisa. Es bonito volver a tener a sus chicos en casa. Se recuesta en su sillón y observa a John verter vino en dos copas limpias, un poco a trochemoche, y salir de la cocina rozando la nevera.
Sherlock emerge de su cubil, se atusa los rizos con el ceño fruncido, y sin solución de continuidad empieza una batalla con Lestrade por la supremacía sobre su sillón.
–Te habías largado arriba –protesta Greg, y gruñe cuando Sherlock hunde la punta del pie en sus pantorrillas–. Además, ¿aquí quién es el invitado?
–Puedes sentarte en el puf si quieres –ofrece Molly, indicando la otomana con la mano–. Yo me iba a ir al sofá, de todos modos.
–Ah, no lo llames “puf”.
–Eso. Podría ofenderse –dice Lestrade, y se ríe de su propio chiste.
–Lestrade ya está listo para irse a casa –le dice Sherlock a John. John se limita a negar con la cabeza y ponerle la copa de vino en la mano. La señora Hudson capta el chispear de sus miradas; no se miran entre ellos, si no el uno al otro, cuando el otro no se da cuenta. Se lleva las yemas de los dedos a los labios.
Ha habido un montón de tensión entre los dos últimamente, pero esto parece diferente. No sabría explicar por qué, sin embargo, y luego Wiggins le pregunta algo sobre bridge y la señora Hudson pierde el hilo de sus pensamientos.
Sherlock se deja caer sobre la otomana y enrosca las piernas en torno a ella como si se la hubieran hecho a medida. Contempla el tablero del Trivial.
–Bueno, nos habíamos quedado en el turno de John, y yo iba a explicar las nuevas reglas…
De inmediato las mujeres dan un suspiro de exasperación. Sherlock levanta la mirada, perplejo.
–¿Qué?
–¿Es necesario, Sherlock? –implora la señora Hudson.
–¿Qué quiere decir?
–Bueno…
–¡Pero si ni siquiera hemos llegado a las rondas relámpago! Molly, ¿tú juegas?
–Y un carajo –dice Molly desde el otro lado de su copa–. Me gustaría que nos fuéramos a casa siendo amigos.
* * *
La tarde desciende hacia la noche, y algo de la extraña emoción del día se va desgastando. Si Sherlock está un poco más manso que de costumbre, nadie comenta nada al respecto. Se sienta en su sillón en cuanto Lestrade lo deja libre para responder a una llamada de la naturaleza y se queda ahí, jugueteando con su violín.
John trae una de las sillas de la cocina y la deja junto al fuego; sus pies se unen a los de Sherlock bajo la mesita de centro. Las bebidas fluyen libres, especialmente desde que ponen a Billy a cargo de servirlas, y acaban jugando a un juego de palabras.
–¿Cuál era la pregunta? Sherlock, deja de intentar deducir las respuestas –dice John, escribiendo.
–No estoy intentando… vale, no puedo evitarlo, me lo dejáis demasiado fácil.
–Era “¿Cuál es la película más graciosa que has visto?” Ok, pasad las respuestas. –Los blocs vuelan al regazo de Molly, que los va hojeando y leyendo las respuestas en voz alta para que Lestrade adivine quién escribió qué.
–Hay dos de vosotros que han escrito “La lista de Schindler” –dice Molly, ofendida, haciendo que algunos miembros de la reunión rían con disimulo–. “Carry on Matron”, “Arma Fatal” y “Las películas caseras de Lestrade”.
–Qué cabrones. Pero es verdad que son un cachondeo –dice Lestrade, de buen humor, y después la puerta de abajo se abre y se cierra. Tenaz, Lestrade continúa con su turno–: Creo que “La lista de Schindler” la escribió John, porque es un capullo, y Sherlock se copió de él…
Todos se quedan quietos cuando Mycroft entra en la habitación. Todos excepto Sherlock, que se convierte en un estudio en movimiento cuidadosamente despreocupado.
Mycroft se aclara la garganta, evaluando la reunión con una sola mirada.
–Mis disculpas por la interrupción.
–No se aceptan –replica Sherlock. Pone los ojos en blanco–. Por lo menos quítate de la puerta, estás como un pulpo en el Parlamento –culmina, agitando el bolígrafo en su dirección.
Mycroft entorna los ojos, pero se digna a aflojarse la bufanda y dar un par de pasos en la habitación. Al hacerlo, Anthea emerge tras él, tecleando en su teléfono como siempre.
–Ah, no –dice Sherlock, burlón–. No empieces a traerte a tus esbirros a las reuniones sociales.
–No es una reunión social, hermano mío –dice Mycroft con suavidad. Los hermanos se estudian mutuamente, y luego un reticente Sherlock señala a la habitación de John–. Ahí. He estado bebiendo –le advierte–. Trata de no darme muchas ganas de golpearte.
–No temas –dice Mycroft, ácido–. Yo no he bebido nada este año.
–Siempre puedes tomarte un cóctel –ofrece Sherlock, levantándose del asiento para seguirlo–. Estoy seguro de que Billy puede prepararte un “Muerte por la tarde”. Gareth, no toques mi sillón.
–Pero si odias el Pernod –dice Mycroft, y es lo último que los demás oyen antes de que se cierre la puerta.
Wiggins alza las cejas.
–Vaya, qué interesante –le comenta a Lestrade–. Muy interesante.
–En realidad no –dice Lestrade, escrutando la puerta–. Mira, tráeme otra copa, ¿quieres?
Wiggins coge su vaso vacío.
–‘enga, va. De repente me siento inspirao.
–¿A qué crees que ha venido todo eso? –John se une a Lestrade, ocupando el espacio dejado por Wiggins.
–No estoy seguro –dice Lestrade, algo sombrío–. Nada bueno, eso seguro. A menos que… ah. Hm.
–¿Qué?
–Nada, pensé que se me había ocurrido algo, pero nah. –Respira hondo y cambia de posición en el sofá–. Probablemente quiere cancelar otra parte de la deuda que Sherlock tiene con Su Majestad.
–No le han dado ningún encargo últimamente –señala John, preocupado. No le gusta cuando lo hacen; normalmente lo dejan aparte, y no saber nada de Sherlock lo pone nervioso.
–Quizá hayan cambiado de opinión.
–Mycroft los habrá hecho cambiar de opinión –dice John, disgustado–. Trama algo. Anda con secretos. No me gusta.
–No tiene que gustarte –le recuerda Lestrade–. Esto no te incumbe. –Mira a John, y añade–: Dudo que Mycroft deje que se haga daño de verdad.
–Mycroft no sabe dónde están los límites. O sí lo sabe, pero los pisotea una y otra vez cuando le conviene igualmente.
Lestrade no tiene ningún argumento contra eso.
–Es por el bien mayor, supongo.
–¿Y qué pasa con nues… con su bien? ¿Con el bien de Sherlock?
Lestrade se encoge de hombros con mucho cuidado.
–Si quieres saber qué pasa, vas a tener que fastidiar a Mycroft hasta que te lo diga.
–Puede que lo haga –dice John, frunciendo el ceño.
Lestrade se levanta después de unos instantes y se retira a la cocina para recoger la copa que le ha preparado Wiggins. A su espalda oye el susurro de Molly a John, «¿va todo bien?»
Wiggins le ofrece un vaso a Lestrade.
–Creo qu’he dao con el equilibrio perfecto. Pruébalo.
Lestrade da un sorbo.
–No está mal –asiente–. ¿Qué tiene?
–Vodka, Kahlua, Baileys, la cosa esa de naranja y whisky. Y una poquina de Goldschläger pal toque especial.
–Pero ¿de dónde carajo has sacado todo eso? –pregunta Lestrade, desconcertado. Mira su vaso. Wiggins se encoge de hombros.
–La señora H. tiene un bar sorprendentemente bien surtío.
–¿A esto no se le llama B-52?
–No, tío. Un B-52 es un chupito, de to’ la vida. Sólo es Baileys, la cosa de naranja y la Kahlúa ahí amontonaos. Esto me lo he inventao yo. –Wiggins pausa un momento antes de dejar caer la bomba–. Se llama “Alfiler de corbata”.
A Lestrade le cuesta tragar.
–¿Ah, sí? –consigue decir.
–Lo he basao en una versión del B-52 mezclá con whisky –continúa Wiggins, impasible–. Eso se llama “Hombre del paraguas”.
Lestrade le dirige una mirada de absoluta indignación, la nuca de un rojo encendido; Wiggins levanta las manos.
–Sólo es una copa, ¿eh? –le dice, y sensatamente se pone fuera de su alcance.
Molly deja que pase un minuto antes de acercarse a Lestrade.
–Eh –se arriesga–. ¿Qué ha sido eso?
–Nada, Molls –dice Lestrade, brusco–. El cabrón este, siendo un maleducado, como siempre. Toma, ¿la quieres? Es demasiado dulce para mi gusto.
–Te la cambio –ofrece Molly, sin saber muy bien qué está pasando, pero bastante segura de que no sólo es la copa lo que ha dibujado esa profunda línea entre las cejas de Lestrade. Levanta su copa de vino, casi llena, y hacen el intercambio.
–Gracias.
–Nada –dice Molly–. Está bien. –Da un golpecito a la copa de Lestrade con la suya, y éste, a su pesar, se anima un poco. No por vez primera, se pregunta qué hace una persona como Molly Hooper siendo amiga de esta pandilla de imbéciles. Bebe un poco de vino y cambia de tema.
–Así que vas a visitar a tu madre mañana. ¿Es muy lejos?
* * *
La luz destaca las notas más cálidas del pelo de Molly, y el vino ha puesto un rubor vital en sus mejillas. Asiente con entusiasmo a lo que dice Lestrade, y para Wiggins es como una patada en el estómago darse cuenta de que no es el único que la está mirando con interés.
–Esa es Molly –informa al teléfono con la mujer pegada. Ésta sonríe y deja de teclear.
–Lo sé. Es muy bonita. –Le dirige a Wiggins una mirada que es toda chocolate negro y promesas de cosas de las que disfrutaría si ella no lo intimidase tanto, y que nunca, jamás va a tener, de todas formas.
–Le compré un poemario –se queja, frunciendo el ceño.
Los labios de Anthea tiemblan, divertidos.
–Bien por ti, William.
–Pues sí, y le gustó, ¿vale?
–Bien hecho.
–Vale –dice Billy, desconcertado, pero parece que se las arreglado para dejar bien claras las cosas, y cuando el teléfono de Anthea trina de nuevo ella vuelve a teclear y a ignorarlo–. Vale –se repite a sí mismo, preguntándose qué acaba de ocurrir.
–Un poquito fuera de tu alcance, ¿no? –dice John cerca de su oreja, sobresaltándolo–. Además, Anthea ni siquiera es su verdadero nombre.
–¿Cómo sabes?
–Ella me lo dijo.
–¿Y tú le creíste? –señala Wiggins, aliviado al ver que, a pesar de sus muchos fallos, al menos no es tan obtuso como John Watson–. No es mi tipo, de todas formas.
–¿Ah? Ah –dice John–. Vale. –Mira sin necesidad su vaso, se aclara la garganta y luego se aleja para conversar con Lestrade, tentado de pegar la oreja a la puerta del dormitorio.
Wiggins se ríe por la nariz.
* * *
Eventualmente la puerta del dormitorio vuelve a abrirse y John da un culpable paso hacia atrás en el baño, desde donde ha estado intentando escuchar. Es obvio que no se trata de alto secreto de estado, porque no ha sido nada disimulado con lo que estaba haciendo y aún así nadie ha salido para decirle que pare. Por lo que ha podido escuchar, es algo relacionado con archivos y códigos que Mycroft necesita que revisen, cosa que espanta a Sherlock porque es un trabajo aburrido.
Sherlock sale primero, con aspecto vagamente irritado, pero no en mitad de una rabieta total. Mycroft se desliza tras él, cansado. Ahora que está cerca, John se da cuenta de que está más delgado y luce menos saludable. Quizá trabaja demasiado.
–Estaba lavándome las manos. ¿Abejita sigue durmiendo?
–Como un bebé –puntualiza Mycroft.
John pone mala cara.
–Mycroft ya se marcha –dice Sherlock, categórico, pasando a John de largo y entrando en el salón.
–Pronto, en cualquier caso –conviene Mycroft–. Quizá serías tan amable de darme un vaso de agua antes de irme.
John le trae uno; Sherlock vuelve a hundirse en su sillón y la conversación, perezosa, se pone en marcha de nuevo. Mycroft bebe un sorbo.
Sherlock lo escruta, y luego observa el resto de la habitación. Frunce el ceño brevemente al mirar a Lestrade, y después lo distrae John, acercándose a él. No le dice nada salvo con los ojos, que verifican su estado. Sherlock niega con la cabeza.
No es nada.
¿Seguro?
El semblante de Sherlock se ablanda discretamente al inclinar la cabeza hacia John para murmurar algo que lo hace reír a costa de Mycroft. La señora Hudson se da cuenta. Mycroft hace un esfuerzo por no darse cuenta. Una sonrisa fugaz, destinada a nadie más que a John, ilumina los labios de Sherlock, y nace la sospecha de algo maravilloso. Sólo la señora Hudson la reconoce. Molly apenas la percibe en la periferia de su visión. Lestrade la recuerda débilmente, pero sin claridad, no tanto como para no unirse al resto de hombres invitados en su lerda confusión justo antes de que la habitación se acelere.
Con suavidad, ahora con suavidad, piensa la señora Hudson.
Es una cosita delicada y amorfa la que está creciendo; fácil de herir. Pero una vez la vida se despereza, se abre camino.
Mycroft vacía la mitad su vaso, incómodo, y luego hace un ruidito para llamar la atención.
–¿Anthea? –Agita una mano imperativa en su dirección, en la que ésta deposita un sobre que ha sacado del bolsillo de su abrigo antes de volver a ignorarlo–. John –dice, un poco rígido, ofreciéndoselo. John lo toma, con la solapa hacia arriba–. Ábrelo luego –se da prisa en decir.
John levanta una ceja y, siempre obstinado en dar la contra, le da la vuelta para ver el frontal.
Está dirigido a la “señorita Watson”. John levanta la vista. Mycroft está incómodo.
–¿Qué es esto? –pregunta John, directo.
–Sólo una tarjeta.
–Sabes que no sabe leer –dice John, metiendo el pulgar bajo la solapa.
–No es más que un detalle –dice Mycroft, empezando a sonar irritado–. Y búscalo en Google antes de tirar la tarjeta en Año Nuevo –añade, mirando al techo con su expresión de «Señor, protégeme de estos idiotas».
Dentro hay un cuadrado blanco, como una tarjeta de visita, que sólo dice “La primera de muchas. Felices fiestas, con mis mejores deseos” y después un garabato que, asume John, debe ser la firma de Mycroft.
El otro artículo es una tarjeta de navidad, envuelta cuidadosamente en papel semitransparente. Parece vieja. Muy vieja. John la mira con ojos entornados.
–¿Es victoriana o algo así?
–¿Las palabras “sir Henry Cole” te dicen algo?
–Sabes que sólo los niños malos reciben carbón en navidad, ¿no?
–Muy gracioso.
–Bueno, estoy seguro de que cuando la niña tenga cincuenta años le encantará –dice John, volviendo a meterla en el sobre. Está haciendo un gran esfuerzo por no reírse. Mycroft Holmes trayendo felicitaciones navideñas, ¿quién lo hubiera dicho?
–Intenta no… oh, se me olvida con quién estoy hablando. –Mycroft suspira–. Sherlock, ¿puedo contar con que recordarás nuestra conversación?
–Sí, sí. –Sherlock agita la mano con desinterés para rechazar la preocupación.
–No confíes en él, es un robacuñas –exclama Lestrade desde el otro lado de la habitación.
–Yo… ¿que es un qué? –dice Mycroft, profundamente desconcertado.
–No te preocupes –gorjea Molly, empujando con suavidad a Lestrade hacia la cocina. Lestrade, tambaleándose, abandona su sitio. Es evidente que el vino ha empezado a alcanzar niveles adversos en su torrente sanguíneo.
John pone la tarjeta en la repisa de la chimenea, encima de los calcetines de navidad, aún reflexionando sobre ella. Antes de que llegue a ninguna conclusión el monitor de bebés se enciende de golpe, y justo después oye, en estéreo, a la niña llorar a través de la puerta del dormitorio.
Para cuando ya le ha cambiado los pañales, Mycroft y Sherlock se las han arreglado para empezar una discusión. Sonrojado y fastidiado, Mycroft se tira de la bufanda. Anthea ya está junto a la puerta, con aire aburrido.
John le pone la niña en brazos a Sherlock en un intento de evitar una pelea real.
–Siéntate –le dice con firmeza. Luego se da la vuelta, le da un golpecito al teléfono de Anthea y le indica por gestos que empiece a hacer su trabajo y dome al otro Holmes, de ser posible ahora mismo, por favor.
–Iré a traer el coche, señor –dice en voz alta, y le guiña el ojo a John.
–Anthea –dice John de pronto–. La tarjeta… decía “la primera de muchas”.
–¿Sí?
–Así que es… ¿es la primera?
Anthea piensa por un segundo.
–Sí.
–¿En plan la primera, primera?
–Eh, sí.
El cerebro de John tartamudea un poco.
–Oh. Y eso… ¿tiene algún valor?
–Oh, sí. –Asiente y le dedica una breve sonrisa–. ¡Hasta pronto!
–Espera –dice John, embrollándose–. ¿Quieres decir literalmente, o…?
Pero ya ha desaparecido.
John procesa su siguiente ronda de pensamientos con penosa lentitud. No sólo porque es inevitable dada la cantidad de alcohol que ha consumido en las últimas horas, si no también porque es una idea extraña, la de que Mycroft, de todas las personas del mundo, haya hecho algo semejante.
Se pregunta dónde está la trampa, y luego piensa que quizá está siendo mezquino. La niña bosteza en los brazos de Sherlock y a John se le ocurre que tener a Mycroft de su lado quizá no esté tan mal.
Demasiado tarde, se vuelve para hablarle, pero Mycroft ya se ha escurrido por la puerta sin decir adiós.
–Jodidos Holmes –maldice John en voz baja, y sale del salón tras él.
Le da alcance en la puerta principal.
–Mycroft.
El otro se da la vuelta y lo mira con la educada interrogación habitual. John inclina levemente la cabeza.
–No hagas caso a lo que sea que Sherlock haya dicho. –Ignora el hecho de que, en privado, piensa que la mayoría de las veces Mycroft se ha buscado los insultos de Sherlock.
–Nunca lo hago –se repliega Mycroft de inmediato, un poco a la defensiva. John exhala y sacude la cabeza.
–Ya sabes lo que quiero decir. Bueno, el caso es que olvidé darte las gracias.
Mycroft frunce el ceño y mira para un lado, tratando de recordar.
–Por la tarjeta –lo ayuda John.
–Ah, eso. –Mycroft rechaza el sentimiento encogiendo los hombros, como si repartiera tarjetas de navidad a docenas de niños cada año. La voz de Sherlock les llega a través de los tablones del suelo, ahogada pero claramente frustrada.
–Ay, por dios, Lestrade, dame a la niña. Estás haciendo el ridículo.
Quizá es el vino especiado que ha bebido, pero John no puede controlar la sonrisa cariñosa que crece en su interior y lo inunda por entero.
–¿Sabes? –dice Mycroft bajito, trayendo a John de vuelta a la conversación. Respira hondo y luego deja salir el aire de sus pulmones en algo que es mucho más que un suspiro–. Creo, independientemente de lo fugaz que sea la situación, que por ahora no tengo que preocuparme por él. –Mira a John pidiéndole que por favor entienda lo que está diciendo, pues ni siquiera él está seguro de entenderlo–. Es extraño –continúa, antes de que John pueda responder–. Nunca creí que esto pudiera pasar.
John entiende lo que quiere decir, al menos a nivel abstracto. Puede ver lo singular del caso: el peso se ha retirado por completo de los hombros de Mycroft por primera vez en su vida, y siente una alegría mezclada con desazón. No sólo por lo desconocida que es esa comodidad para él, si no también porque ya anticipa su final.
John extiende la mano y, quizá para sorpresa de los dos, Mycroft la toma. El apretón de manos es cálido.
–Feliz navidad, Mycroft –dice John, y quizá el vino especiado actúa por él de nuevo, porque palmea con la otra mano el hombro de Mycroft como haría con el de un camarada.
–Sí –asiente Mycroft–. Puede que este año sí lo sea.
Hay un golpe impaciente en el techo sobre ellos.
–¡John!
El violín ronronea.
Mycroft libera su mano y lo mira con cansancio, como diciendo «bueno, algunas cosas nunca cambian». John se limita a encogerse de hombros, divertido; a él no le importa.
El otro recoge su sombrero del mueble de la entrada y se lo pone meticulosamente. Luego le da a su atuendo un último y hábil retoque contra el frío, que entra con furia al abrir la puerta. Afuera la noche está crujiente, afilada por la acidez de la escarcha que ya empieza a brillar en el pavimento.
–Buenas noches –dice, con un breve asentimiento. John alza una mano.
–Buenas noches.
Solo en la puerta, John inhala profundamente el olor del invierno. Es una noche dura para ser un sin techo, piensa. El calor de su cuerpo rezuma a través de la lana de su suéter y libera lentamente el olor a grasa de ganso y naranja de la cena, y un débil suspiro de talco para bebés. Huele a hogar.
Le cierra la puerta al frío y se da la vuelta, sube las escaleras de dos en dos, vuelve a cruzar el chispeante arco de luces de navidad que adorna el rellano y entra al mismo tiempo que las primeras y dulces notas de un villancico muy, muy antiguo.
Notes:
Notas de la autora
El título provisional de este capítulo fue “Una navidad muy Billy y un xxxxx decepcionantemente xxx xxxxxxx”. Tres palabras han sido censuradas porque… ¿spoilers?
Los libros de Gerald Durrell son hilarantes y además están basados en historias reales. La historia de Widdle y Puke aún me hace reír.
Todos los cócteles, excepto el “Alfiler de corbata”, son reales.
Como dijo Mycroft, deberías buscar en Google la tarjeta de navidad de sir Henry Cole.
Notas de la traductora
DFS es una gran superficie británica de venta de muebles.
El pastel de frutas o "mince pie" (literalmente "pastel de carne picada", porque tiene un aspecto parecido) son pastelillos de masa rellenos de un picadillo de manzana y frutos secos. Es tradicional servirlo en navidad acompañado con una salsa dulce a base de mantequilla, azúcar y algún aromatizante o licor, en este caso brandy… aunque obviamente Wiggins está aprovechando la mantequilla para Insinuar Cosas ;)
Lestrade dice que la otomana del salón podría ofenderse si la llaman "puf" porque en Gran Bretaña "poof" es un insulto homófobo.
"Carry on matron" es una película cómica británica de los años setenta que nunca se tradujo al castellano. "Arma Fatal" ("Hot Fuzz: súper policías" en Latinoamérica) es otra comedia británica, esta vez de 2007, y es descacharrante XD
"Estar (tan perdido) como un pulpo en un garaje" es una expresión española muy común. La versión original de Odamaki decía "pareces un cerdo en el Parlamento", y como ambas tenían el mismo espíritu acordamos combinarlas. Sherlock es muy original para insultar XD
Cuando, después de recibir la tarjeta de navidad de sir Henry Cole, John bromea sobre que "sólo los niños malos reciben carbón en navidad" está haciendo un juego de palabras con el apellido Cole y "coal" (carbón), que se pronuncian igual.
Y por favor, si alguien nota alguna incongruencia/error/fallo de formato, que me lo diga en los comentarios, he tenido unos días regulares y estoy muy cansada ^^U
¡Nos leemos!
Chapter 6: Interludio 1: Una estación en tu camino
Summary:
Un breve interludio con Molly Hooper y Billy Wiggins, en la que se habla de ciertas personas, y se plantean ciertas preguntas.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Enero es un mes lúgubre en las islas británicas. Los días cortos y las noches largas y el clima de mierda le producen a Molly una melancolía estacional. Despertarse cuando aún está oscuro, pasarse todo el día en el helado sótano de la morgue y luego irse a casa después de la puesta de sol la hace sentir que se está transformando en una especie de lenta criatura prehistórica; ciega y extrañamente desnuda.
La noche gélida le muerde las puntas de las orejas, o al menos la parte de ellas que no ha escondido bien bajo la bufanda. El aire en las calles está tan limpio y afilado como puede estarlo el aire de una ciudad, a diferencia del húmedo sudor del metro de Londres. El tren arranca con un lamento eléctrico, dejando que se una a la lenta multitud que sube las escaleras. A través de la escarcha ve los contenedores de basura con ruedas, numerados, que se alinean por la calle y van contando los pasos que quedan hasta su casa.
Cruza la calle por la señal de Stop y no se fija en el bulto humano que yace en la esquina. La manta le cubre las piernas de espantapájaros y lo hace parecer una bolsa de basura más, arrojada aquí para que pase a ser el problema de otro.
–Qué hay, Hooper.
Molly salta con alarma, mira a su alrededor y luego hacia abajo, al pálido rostro de Billy Wiggins. Él la saluda alzando brevemente la barbilla y aprieta más las manos bajo la manta.
–¡Dios m…! ¡Billy! ¡Me has asustado! –dice Molly, medio sobresaltada, medio aliviada–. ¿Qué haces aquí?
–El albergue estaba lleno, ¿qué te paré? –dice Billy, hierático–. ‘Toy esperando a que los pavos estos de las BMX se piren del parque. Hay un rinconcito seco mu’ bueno debajo del juego de trepar. ¿Te vas a casa?
–Ah, eh, sí. Me iba –replica Molly con torpeza.
–No tendrás por ahí algún dinero suelto.
–Ah. –Palpa su bolso, sorprendida–. Sí. Em… tengo un billete de cinco.
Se pelea con el broche y rebusca a través de todos los cachivaches que parece que siempre va llevando de un lado a otro; aparta el brillo de labios y los tampones y al cabo consigue pescar un billete en su cartera.
–Toma, diez libras –dice impulsivamente, alargándoselo.
–¡Uei, qué pasada! Gracias, guapa.
Lo acepta delicadamente, sus dedos blancos asomando por las puntas deshilachadas de unos guantes que ahora no tienen dedos, aunque no los diseñaron así.
–Ea. Con esto ya puedo ir tirando.
Molly vuelve a sujetar la correa de su bolso, y duda.
–Billy, no irás a dormir a la intemperie de verdad, ¿no? Está helando.
Él se encoge de hombros, sin expresión.
–Maomeno a la intemperie. Los juegos tienen asín como un techo. Me iría a la casa vieja donde dormía, pero hay un cab… un pavo ahí que no me llevo bien con él y que él no se lleva bien conmigo.
–¿Qué pavo? –pregunta Molly. Sólo lleva ahí un rato y ya siente los dedos de los pies aplastados e incómodos con el frío que se cuela en sus pulcros botines. Por el aspecto que ofrecen las zapatillas de Billy, debe de llevar tres pares de calcetines.
–Un camello.
Molly se muerde el labio y vacila.
–Ah. ¿Por qué no vas a Baker Street? Seguro que Sherlock y John te dejan dormir en el sofá.
–No están –le dice Billy–. San largao a no sé dónde.
–Ah –dice Molly de nuevo, preocupada–. Billy, tienes que encontrarte un alojamiento apropiado… Sherlock te pagó, ¿no?
Billy suelta una risita áspera.
–Sí, pero esto es mucho más divertido. No sé por qué, pero no puedo dejarlo. –Baja la cabeza sin bajar los ojos, una especie de encogimiento de vergüenza–. Lo intentas, pero tarde o temprano vuelves a caer.
Molly se muerde el labio.
–Perdón, he dicho algo ignorante –dice, y se siente aun peor cuando él se limita a volver a encogerse de hombros.
–No pasa ná.
Ella se balancea de lado a lado, cambiando el peso de su cuerpo de un pie a otro con indecisión, hasta que él exhala una tosecilla irritada y engloba su figura con el dedo, de la cabeza a los pies.
–‘Tas temblando. Pírate a casa y caliéntate, Hooper. –Y tiene todo el derecho del mundo a ser cortante, piensa Molly. Sus palabras son decididamente afiladas, pero su tono posee una amabilidad extraña.
Molly tuerce la boca por un lado y luego exhala.
«Mira, a la mierda» piensa, porque John y Sherlock probablemente vayan a estar toda la noche fuera trabajando en a saber qué caso, y si ella puede ser la clase de mujer que participa en travesuras gubernamentales semi-ilegales con cadáveres, también puede hacer esto.
–Creo que tengo una quiche de champiñones en el congelador –dice–, pero la cama de invitados no está preparada, así que tendrás que dormir en el colchón inflable.
Ahora es el turno de Billy de mirarla con cautela y una débil incredulidad.
–¿Me vas a dejar entrar en tu casa?
Molly espera a que él la mire a los ojos antes de replicar.
–Así es.
–Em, no sé. Pué ser peligroso eso –dice Billy, pero hay una chispa en sus ojos que delata que está bromeando–. Soy una rata callejera terrible, yo. To drogao y a saber con qué hábitos chungos. Manos largas.
Molly ríe levemente.
–Bueno –dice, retorciendo las manos en torno a la correa de su bolso–, pero yo soy más peligrosa.
–¿Ah, sí?
–Sé cómo destripar a un hombre –señala. Técnicamente es cierto, siempre y cuando dicho hombre se esté bien quietecito y tenga la cortesía de quitarse la camisa antes–. Y tengo amigos poderosos.
Wiggins considera esto y luego asiente como de mala gana.
–Vale, verdá. ¿Y quiénes son esos amigos, a ver?
Molly frunce los labios.
–Bueno, hay un detective, y otro detective que es mucho mejor, pero mucho menos moral.
–Un peligro mortal –dice Wiggins, estirando una pierna con el primer atisbo de una sonrisa tirándole de una de las comisuras de la boca.
–Y un ex-soldado, si no anda cambiando pañales. Por no mencionar al Gobierno Británico en persona, si es que se acuerda de que existo.
La sonrisa de Wiggins amenaza con extenderse hasta las orejas.
–Aterrador –dice, arrastrando las palabras.
–Y… –Molly piensa, disfrutando este tira y afloja con él de una manera que la sorprende. Cree que ha dado con su as en la manga–: Y una viejita que estaría MUY decepcionada contigo, Billy Wiggins, si haces algo que me disguste.
La sonrisa desaparece en una mueca de genuina preocupación.
–Nooooo, no te atreverías.
–Claro que sí –dice Molly con firmeza–. Una palabra mía sobre cualquier asunto raro y eh… dejaría de lavarte la ropa interior.
Wiggins cruza los brazos, desconcertado de que haya conseguido meterlo en cintura con eso. En la superficie sigue siendo una broma, pero Molly ha metido el dedo en la llaga, y él sabe que ha sido a propósito. Él también se pone serio.
–Pues yastá, ¿no? A partir de aquí soy la hostia de buen chico, con el perdón de la señora.
Se pone de pie con el cuerpo rígido, pateando el suelo para aliviar el frío de sus rodillas, y mientras lo hace le obsequia un pequeño saludo respetuoso. Sin rencores.
Molly se frota la punta de la helada nariz y esconde una sonrisa.
–Además –añade, más amable– está oscuro. Deberías acompañarme a casa.
Wiggins alza la barbilla en su dirección y su sonrisa torcida vuelve a tirarle de los labios.
–‘Sasto.
* * *
Wiggins se aparta de la puerta cuando Molly la abre y tienta con las puntas de los pies las escaleras que llevan a su apartamento. Igual que Baker Street, es uno de esos viejos caserones de la Revolución Industrial que ocupan parte de una terrace, sólo que decididamente menos elegante. En los ochenta alguien tuvo la brillante idea de reformarlo y convertirlo en una serie de apartamentos privados, conectados por una escalera interior.
–El pavo que vive abajo es extranjero –dice Wiggins, balanceándose adelante y atrás en la escalera exterior, señalando con la cabeza a las desvencijadas escaleras metálicas que bajan al apartamento del sótano.
Molly asiente. Wiggins gruñe como desaprobando, y consigue que Molly mire a su alrededor.
–Didier. Es francés –le dice, y sin querer le imprime a sus palabras un tono de disculpa–. Trabaja en el centro de la ciudad, en… vaya, no lo sé. Informática, creo.
–Hm, no confíes en él con los paquetes –es todo lo que Wiggins decide compartir, pero Molly es incapaz de discernir si se trata de alguna deducción que ha extraído de observar los cubos de basura de su vecino, o sólo una vaga pero a todas luces profunda desconfianza hacia los franceses, los hombres que se acercan a Molly Hooper o los informáticos.
–Mis paquetes se los entregan a Louise, en el piso de arriba. Me los guarda hasta que llego a casa –dice Molly, con un tono y una mirada que dejan bien claro que, independientemente de lo que Wiggins pueda pensar de los ingenieros informáticos franceses, más le vale que se guarde sus opiniones sobre la encantadora señora que le da de comer a su gato.
Suben pesadamente las escaleras y Molly abre la puerta de su apartamento con el hombro, enciende las luces y lanza su bolso al sofá. Se oye un maullido desde el fondo de la cocina y un suave golpe cuando Toby se deja caer del escurreplatos para saludarlos.
–Tobyyyyy –arrulla Molly, alzando en brazos tres kilos de mimado gato a rayas y besándole la cabeza–. ¿Cómo está mi Tobicito? ¿Te estás muriendo de hambre? –Toby se derrite entre sus brazos, y cuando ella lo vuelve a dejar en el suelo rueda patéticamente sobre la espalda, un acto deshonroso para cualquier mínima noción de dignidad felina–. Viejo gato de trapo, gato viejo, gordo y peludo –recita (mal) Molly, frotándole la barriga–. Voy a darle la cena, Billy, luego pondré a hervir la tetera y veré si puedo encontrar ese colchón inflable.
Wiggins observa la escena con solemnidad. Si le molesta de alguna manera que, en el ránking de las tres criaturas que ocupan actualmente el apartamento, a él le toque estar por debajo del gato, no lo muestra. Molly vuelve a tomar en brazos a Toby y éste se queda mirando a Wiggins, pestañeando inescrutable, mientras Molly entra al trote a la cocina.
Billy los sigue.
Siente curiosidad por el apartamento de Molly. Es bonito, decide, hogareño; y, por mucho que Molly muestre su afición por todo lo que es cursi y esponjoso, su lado más excéntrico y duro se asoma por algunos lugares, como nódulos de sílex entre creta.
Toby gruñe con el hocico dentro del plato, apoyado en el banco de la cocina, mientras Molly saca unas tazas y se recoge el pelo, dejando el contenedor de comida para gatos vacío en el fregadero. Es una de esas comidas caras que vienen en sobrecitos dorados monodosis, con un esponjoso gato persa impreso en el frontal; esos que Billy sabe, por experiencia y por pura fuerza de voluntad, que de hecho hacen un almuerzo pasable si los echas sobre una patata cocida. Recoge el sobre y lo estudia.
–No tienes mucha familia, ¿no? –comenta, antes de darse cuenta de que esa pregunta, en ese contexto, lo hace sonar como un asesino en serie.
Molly hace una pausa y luego, probablemente debido a los años que lleva tratando con Sherlock, se lo toma con calma.
–No mucha –asiente–. Pero suficiente.
Se detiene, mordisqueándose una uña con aire pensativo. Los ojos de él se cruzan con los de ella en el reflejo de una vieja lata para té en el alféizar de la ventana, y luego se separan de nuevo.
Hay documentos sujetos a la nevera con imanes en forma de flor; préstamos universitarios y mediciones de gas y una factura de calefacción; Wiggins no tiene mucha imaginación, pero no hace falta demasiada para adivinar qué hay en la lata de té. Cruza las manos a la espalda y con grandes ademanes se saca los zapatos con las puntas de los pies, para luego alinearlos junto a la lavadora, donde no puedan tropezar con ellos.
–¿Ande pongo mis otras cosas? –pregunta.
–Ah, el cuarto de invitados, es el que… sí, esa puerta. –Molly le indica con la mano, pero la deja caer al abrirla Billy incluso antes de que haya podido terminar la frase. Billy se detiene y se encoge de hombros, mirando su propia mano sobre la manija de la puerta con aire contrito.
–Me lo imaginé –dice, con una expresión tan rara que Molly tiene que apretar los labios para no reírse.
–Ve a dejar tus cosas –le dice, los dedos jugando ausentes con el extremo de su trenza–. Haré… haré algo de cenar.
* * *
En una noche normal entre semana solo están Molly y la televisión, con Toby corriendo torpemente de un brazo a otro del sofá, pero esta noche acaban sintonizando Radio 4, un quedo burbujeo de noticias en el fondo, aunque nadie lo está escuchando.
Molly se sienta en su lugar de siempre, con las piernas recogidas, el plato en equilibrio sobre un brazo y una taza de té en el muslo. Toby se apodera de lo que queda de sofá, desde los talones de las pantuflas de peluche de Molly hasta el apoyabrazos opuesto, y hunde las garras en el cojín cada vez que intenta moverlo.
–Lo siento. Es territorial, creo –se vuelve a disculpar Molly. Desde la alfombra, con una rodilla para arriba y la otra para abajo y engullendo con concentración la quiche con salsa de tomate, Wiggins se encoge de hombros.
–No pasa ná. Es casa de él –dice, cortés. Toby ronronea y mantiene los ojos rasgados fijo en el tenedor de Billy mientras recorre el camino del plato a la boca y viceversa.
Es menos fastidioso que Sherlock, piensa Molly, sintiéndose culpable, aunque tiene algunos de sus mismos hábitos. Sobre todo el de mirar con fijeza las cosas de su apartamento (las fotos, los libros, la decoración y etcétera) y luego volver a mirarla a ella, como juntando las piezas de un rompecabezas. La hace sentirse un poco incómoda, como si estuviese sacándole secretos de la cabeza sin permiso. «Dios sabe, no obstante» piensa Molly, «que no tengo mucho que ocultar».
A diferencia de Sherlock, Wiggins mantiene la boca cerrada y no habla de lo que sea que crea que ha descubierto. De hecho, no dice mucho y vigila sus modales, intentando, por lo visto, ser lo más discreto posible.
–El colchón está bien, ¿verdad? –pregunta Molly por quinta vez, ansiosa con tanto silencio–. No creo que tenga un pinchazo, la verdad, será la válvula que deja escapar algo de aire, pero tengo mantas para que las pongas debajo, un acolchado extra…
–El colchón inflable está bien. Es mejor que el asfalto.
–Yo… sí. Me imagino.
Molly juguetea con su quiche, se limita a comer durante un rato y después vuelve a mirarlo. Devora su comida con obstinación, cargando su tenedor con capas de alubias, quiche y tomate y engullendo aprisa cada bocado. De vez en cuando hace una mueca que le recuerda mucho a Toby cuando consigue hacerlo tragar la pastilla para las lombrices.
–No tienes que comerte los champiñones si no te gustan –dice ella, apresuradamente–. Me temo que era una quiche un poco barata, pero había una oferta de tres por dos en Iceland, y puedes tirarlas en el congelador sin más, así siempre están listas cuando llego tarde de trabajar y son fáciles de preparar…
–Tá bien –la interrumpe un descolocado Wiggins, mirándola–. Tengo suficiente ketchup.
–Ah.
–A ver, que odio los champiñones, pero es comida. No hay que desperdiciarla.
Molly deja su tenedor.
–¿Y qué te gusta?
–¿En plan de comer?
–Sí.
Billy se limpia la salsa de tomate de la comisura de la boca y piensa.
–La comida de desayuno –dice al cabo–. Da igual qué hora sea o cómo esté el clima, un desayuno te puede arreglar el día. Me gustan los huevos revueltos, o las gachas de avena. Algo caliente, algo que te llene, así como… hogareño.
–Un “Full English” –sugiere Molly, pero Billy arruga la nariz.
–Demasiada carne. No me… no me agrada.
–Bueno… pues dejas el beicon. Es lo que yo suelo hacer, la verdad…
Molly juega con su tenedor y se pregunta si Wiggins se dará cuenta de que de vez en cuando aparta su jerga callejera y una persona levemente distinta se asoma. Le gustaría saber de dónde viene, pero no se atreve a entrometerse.
Se inclina sobre el brazo del sofá para coger su taza, y mientras maniobra con cuidado para no tirar su plato Toby se baja de su trono. Billy le tiende una mano, como buscando un toque de puños, y Toby, inesperadamente, lo complace, ronroneando y tocándole los dedos con la cabeza.
–Ya te has dado cuenta de que soy bueno, ¿eh? –le pregunta al gato. Le da un suave empujoncito y Toby se echa de espaldas para mostrarle una brazada de vientre cremoso–. Gato tonto.
–Toby, desgraciado –dice Molly, complacida–. Me temo que sólo lo está haciendo para que le des comida.
–No pasa ná –replica Billy, y con más valentía de la que siente frota el estómago del gato con los nudillos. De alguna manera consigue salir con la mano intacta. En un movimiento más sensato, le hace cosquillas en la barbilla y las orejas, convirtiendo al gato en un montón de gelatina sobre la alfombra–. Me gustan los animales –ofrece–. Tuve perro una vez. Una perra guapa, marrón, con calcetines blancos. Un cruce de retriever o algo así. La encontré en el parque. Era buena, cariñosa.
–¿Qué le pasó?
–Ah, me fui a un albergue y no me dejaban llevármela, así que la entregué. A la Liga de Protección Canina o algo así. Como dije, era una buena perra. Se quedan contigo, los perros. En la calle, digo. Los gatos vienen y van.
Molly toma un sorbo de su bebida y piensa en ello.
–Supongo que los gatos son más independientes. A mí me gusta eso. Pero claro, yo soy una persona de gato al cien por cien. Quizá tú eres más de perro.
–Soy más de lagarto.
–O… más de lagarto –dice Molly, dudando sobre cómo decir que eso tiene todo el sentido del mundo sin parecer maleducada. Billy levanta los ojos del gato y, aunque no hay nada en sus ojos que lo delate, Molly sospecha que le está tomando el pelo–. Bueno, hay todo tipo de mascotas y todo tipo de personas. Hay gente a la que yo de verdad no podría imaginarme con ningún tipo de animal.
–Watson –dice Billy, alineando el cuchillo y el tenedor en su plato primero a las seis y cuarto y luego a las seis menos veinte, como si estuviera mandando algún tipo de mensaje a distancia con los cubiertos.
–No sé… –replica Molly–. Creo que lo veo con algún tipo de perro. Uno mediano y un poco gruñón. –Ríe–. ¡Un Johnny bull dog! –Al no obtener más respuesta que una mirada inexpresiva, añade débilmente–: Eh… o sea, un bull terrier inglés. ¿Por John Bull?
–Ah. Esos. Nah.
–¿Y entonces?
–Un roboperro –replica Billy, sólo por bromear–. Dan poco trabajo.
Molly vuelve a reírse a través de la mano que se ha puesto ante la boca para contenerse.
–Billy, ¿tú lo has visto teclear?
Wiggins hace una mueca, y Molly se inclina hacia adelante.
–¿No lo has visto? Es como… –Hace la mímica con las manos y trata de no reírse a costa de John–. No debería reírme, hay gente que no está muy… dotada tecnológicamente. En realidad, yo tampoco lo estoy. O sea, no como Sherlock. Le puedo dar casi cualquier cosa del laboratorio y no sólo la usa, si no que se le ocurren usos en los que el fabricante no pensó o que siquiera creyó que fuesen posibles. ¿Tú eres así?
–Ehm… –consigue decir Wiggins, pero antes de que replique Molly ya está hablando de nuevo.
–No es que rompa cosas. A ver. Sí lo hizo un par de veces, pero luego las arregló. Mas o menos. O sea, el hornillo digital de vez en cuando pone las cosas a hervir de golpe, pero la mayoría de las veces sólo lo usamos para hacer… café.
Se detiene y se muerde la uña del pulgar, incómoda.
–Casi no ha venido desde noviembre. Creo que vino una vez, pero yo no estaba ese día.
–¿Lo echas de menos?
Molly no lo mira pero ensancha apenas los ojos, en apariencia mirando a los cojines del sofá.
–¿Molly?
–Puedo trabajar mucho mejor, pero me preocupa. –Le obsequia con una minúscula sonrisa, como pidiendo disculpas–. No puedo evitar pensar en dónde estará y qué estará haciendo si no está molestándome y armando desastres.
–Ha estao en casa –dice Wiggins, con calma.
–Lo sé, pero no es propio de él, ¿no te parece? No quiero… entrometerme ni nada por el estilo, no pienses eso, pero al mismo tiempo me gustaría saber si está bien.
Se inclina y palmea el costado del sofá, rascando el forro. Toby se endereza con un gorjeo y va hacia ella, con la cola enhiesta y agitando los bigotes. Molly gruñe ligeramente por el esfuerzo de levantarlo desde ese ángulo incómodo, se lo pone en el regazo y lo abraza, su cabecita bajo la barbilla de ella. Wiggins lo observa todo, impasible. Los ojos de Molly, preocupados, se encuentran con los de él.
–Está bien con… todo, ¿verdad? ¿Con John y con la niña? Tú lo has visto más que yo. –Hunde los dedos en el pelaje de Toby–. Parecía un poco molesto en navidad, pero claro, era navidad… nadie está del todo en sus cabales en navidad.
Wiggins baja la rodilla al suelo y junta las manos bajo los tobillos, resoplando contemplativamente.
–No sé –dice al cabo, y luego confiesa–: No se me dan bien esas cosas, la verdá. –Se frota la barba de unos días que crece en su mandíbula inferior–. ¿Qué quieres saber, ‘sastamente?
–Sherlock se lleva bien con Abejita, ¿no?
Billy se encoge de hombros.
–Eso parece –dice, tras una pausa larga–. Osá, básicamente sí. Se está adaptando.
–Ojalá se acercara a hablar con alguien.
–Es Sherlock Holmes. Ni con Watson habla.
–Billy –dice Molly, bajando los pies al suelo y desenroscándose en un solo y fluido movimiento. Toby se resbala hasta sus rodillas, ronroneando y con la cola agitándose de un lado a otro con irritación. Molly lo ignora–. ¿Se está drogando?
Wiggins inhala bruscamente entre los dientes.
–No te sé decir.
–Billy –presiona ella, pero él niega con la cabeza.
–No.
No está negando que Sherlock tenga un problema con las drogas. O que no lo tenga. Viendo que Billy, acorralado al otro lado de la mesita, se resiste a participar, Molly entrelaza los dedos y se recuesta en el sofá, silenciosa.
–Lo siento –dice–. Solo… solo quisiera estar segura de que es feliz.
–Es lo suficientemente feliz. Osá, la felicidá es relativa, ¿saes?
–No lo sé. –Molly mira al techo con tristeza–. Pensé que con John volviendo a mudarse a la casa… John sí es feliz…
–Watson es más simple. El otro no.
Molly deja escapar un suspiro que viene directamente desde las plantas de sus pies.
–A veces pienso que, por su propio bien, sería bueno que Sherlock fuera un poco menos… Sherlock.
–O que el otro fuera más Sherlock –sugiere Billy, haciendo que Molly exhale un suspiro divertido pero agridulce.
–No creo que en el mundo quepan dos Sherlocks. Ya hay bastante con Mycroft.
Molly vuelve a callar y Billy se queda sentado mirándola, en silencio, durante un rato bien, bien largo. Molly pestañea lento y con fuerza, la mirada cohibida aún vuelta hacia arriba, de modo que las finas líneas de sus pestañas proyectan su sombra en la suave curva de sus ojeras. Mueve los dedos en el pelaje atigrado con aire ausente, y Billy puede ver lo rojos que tiene los nudillos; sin duda se los ha lavado a conciencia antes de salir del trabajo.
Wiggins cambia de postura y apoya las manos en la mesita, como si estuviera en un tribunal y lo hubieran empujado sin miramientos a la silla de los testigos.
–Escucha, Doc –dice, y se gana su atención de inmediato. La mira incómodo, internándose en territorio desconocido y potencialmente peligroso–. Lo que sea que esté pasando o… o no esté pasando (porque no está pasando), él sabe dónde encontrarte, ¿no? Y tú no eres… irrelevante en todo. Si algo fuera mal de verdad, lo sabrías. O al menos creo que lo sabrías. No tienes que hacer lo que hago yo, o lo que hace él, todos esos trucos chulos cuando sumamos dos mas dos. Tú lo sabrías y punto. En plan, lo notarías en los huesos. Así que mira, a lo mejor no todo es perfecto en Baker Street, pero tampoco es horrible. Al menos, no es peligroso; no puede ser peligroso, porque si lo fuera tú estarías ahí echándole la bronca, porque eso es lo que haces tú. Tú… haces que las cosas sean mejores para la gente rota. –Y entonces, de golpe, se aturrulla y se pone rojo y termina deprisa–: O, yoquesé, alguna movida moñas de esas.
Molly lo mira, un poco aturdida, y luego todo su cuerpo se contrae como si le picara algo que no puede rascarse. A Wiggins y a su intelecto les toma un minuto entero darse cuenta de que se está riendo.
–Oye, va, lo he intentao. ¡No te rías!
–Perdón, no me estoy riendo de ti. Es que… –Exhala, y Billy puede ver cómo la tensión abandona sus hombros–. Tienes razón. Me preocupo demasiado. –Se relaja aún más–. Gracias, Billy. Eres muy amable.
Billy se revuelve en el sitio.
–Coño, si no es ná –dice, avergonzado, y se frota la nuca, pero cuando se vuelven a mirar él sabe que ella sabe que el halago lo ha complacido un poquito.
Molly besa a Toby entre las orejas y una minúscula sonrisa vuelve a dibujarse en sus labios antes de que sus ojos tropiecen con el reloj y se dé cuenta de la hora.
–Vaya, se está haciendo tarde.
–Vete al sobre –dice Billy con un poco de aspereza, pero sólo porque está intentando recuperar algo de su dignidad–. No pasa ná. Sé dónde está el baño, y tengo cepillo de dientes y tal.
–Muy bien –dice Molly, suave–. Pero si necesitas algo, mira en el armario del baño. El que tiene espejo –corrige–. No abras el otro.
Se levanta, algo avergonzada, llevándose al gato, y lanza una mirada general al apartamento.
–Ah, deja los platos. Los lavaré mañana –añade a través de un bostezo. Se detiene junto a la puerta de su habitación–. ¿Seguro que estarás bien?
–Sí, Doc –replica Billy con una débil sonrisa–. A mí no me pasa ná.
Una por una todas las luces se van apagando. Molly se desliza entre sábanas frías mientras Toby se estira a sus pies, y entre los dos hacen chirriar los muelles del colchón. En la habitación de al lado Wiggins se sienta con las piernas cruzadas en el colchón inflable, tirando suavemente de las mangas de su sudadera para que le cubran las manos. El radiador se sacude y chasquea para sí porque hay aire en las tuberías, y ambos se recuestan y lo escuchan moverse por la casa, como tantos otros fantasmas inquietos, a lo largo de la noche.
* * *
El apartamento está vacío cuando Molly se levanta, a pesar de que es temprano. Billy ha arreglado el sofá y lo ha dejado casi tan pulcro como el de una revista de decoración; desde luego más pulcro de lo que lo ha estado en meses. La vieja toalla azul está seca, doblada y depositada en el apoyabrazos del sillón, esperándola.
Los platos de la mesita de centro han desaparecido, la propia mesa ha sido limpiada, y Molly encuentra tanto la vajilla como el trapo en la cocina, cada uno en su sitio. Su taza de gatos, esa que está desconchada pero no se anima a tirar, ha sido depositada junto al hervidor, que ya contiene la cantidad exacta de agua, y hay una bolsita de té esperándola para empezar el desayuno.
Molly cruza los brazos contra el pecho y tira de su bata para ajustarla en torno a sí, y sólo consigue sentir una desesperanzada tristeza. No ha intentado disimular en absoluto lo que ha estado haciendo mientras ella dormía. Si llamase a la policía, encontrarían sus huellas con facilidad. Quizá esta es su manera de disculparse por… ¿cómo lo había descrito?
«No sé por qué, pero no puedo dejarlo».
Callada, enciende el hervidor con un click y sintoniza la radio para que la alegre charla alivie el pinchazo de tener que volver a tapar la lata de té donde guardaba el dinero para pagar el gas, ahora vacía.
Notes:
Notas de la autora
Éste es un bull terrier inglés o “Johnny dog”, aunque admito que ése último apodo, en referencia a John Bull, probablemente no sea muy conocido. No estoy haciendo ninguna declaración política rara con esto, es sólo que el juego de palabras era tan fácil de hacer que no pude resistirme.
El título de este interludio viene de la canción Winter Lady, de Leonard Cohen. Mi huevo no me dejó llamarlo “Invierludio” porque se supone que mi propósito de 2015 es no hacer más juegos de palabras. Espero que hayáis disfrutado de este pequeño adelanto; si ha sido así, considerad hacérnoslo saber, sería maravilloso. La próxima vez averiguaremos qué andaban haciendo Sherlock y John fuera de la casa, y también habrá cumpleaños. ¡Nos vemos pronto! Odamakilock_x
Notas de la traductora:
Los versos que Molly le recita a Toby (y que yo he intentado traducir regular) provienen de una antigua serie animada británica, Bagpuss.
Un desayuno "Full English" (inglés completo) suele incluir huevos, beicon, salchichas y/o morcillas, tostadas, alubias con tomate, hash browns (croquetas de patata) y verduras salteadas, y está específicamente diseñado para matarte XD
Como siempre, gracias a Odamaki por su precioso fic y a Amaikurai por ayudarme con el borrador. ¡Nos vemos en navidad, criaturas!
Chapter 7: El peor de mis viejos hábitos
Chapter by BelsanEmpress, Odamaki
Summary:
Sherlock regresa, el rostro de mármol, y Molly se retuerce los dedos en el regazo. Se vuelve a sentar, pero no hace ningún intento por tocar el microscopio. Sin duda está avergonzado por haber hecho un error tan de principiante, con equipo de laboratorio que probablemente podría construir él mismo si se lo propusiera. Molly se preocupa.
–Dilo –dice él, irrumpiendo en su inquietud–. Escúpelo ya.
–A John le preocupa que estés… consumiendo de nuevo.
Notes:
Nota de la autora:
Gracias como siempre a mi huevi-huevi, Codenamelazarus, que se pasó un montón de tiempo en este capítulo aguantando que editara fatal y que le lanzara bolas con efecto y en general que la hiciera tener ganas de asesinar a este pobre limón. Vayan a darle cariño y atención. También es un huevo-matón muy efectivo y me convence de escribir más, así que vayan a animarla para que siga haciéndolo.
En Tumblr estoy como Odamakilock. Ya tú sabes. Por si tienes ganas de dejarte caer y hablar de Johnlock conmigo. (Agita las cejas). O sobre otras ships. Me parece bien.
Por alguna razón el formato se me va al carajo al pasar de Scrivener a AO3, así que si encuentras algún error tipográfico o un sitio donde puede que los duendecillos de AO3 se hayan comido parte del texto, deja un comentario para hacérmelo saber.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Es seis de enero, la niña está a punto de cumplir once meses y John está decidido a sacarlos a ella y a Sherlock de la casa por el bien de la cordura de todo el mundo; Sherlock, sin embargo, está igualmente convencido de que no vale la pena el esfuerzo.
–Es un martes como cualquier otro –entona, agazapado en mitad del suelo y examinando una pila de documentos.
–Es tu cumpleaños.
–Y que cumpla muchos más. Haz el favor de sentarte, haces que el apartamento parezca desordenado.
–¿YO lo hago parecer desordenado? –protesta John, gesticulando. El apartamento ha sido inundado por una ventisca de papeles de una variedad tal que John apenas puede comenzar a clasificarlos. Lo que demonios sea que Mycroft le haya enchufado a Sherlock durante las navidades ha evolucionado sin control, de un tedioso código a descifrar a una especie de laberíntica serie de deducciones. John se agacha bajo un cordel con fotografías aún húmedas colgadas; el baño ha sido transformado en cuarto oscuro en algún momento alrededor de las tres de la mañana, y John y la niña han sido apartados al fondo del apartamento por su propia seguridad. Sherlock parece complacido de estar ocupado otra vez.
John se rasca la cabeza, un poco frustrado.
–¿Vas a estar haciendo esto todo el día? –pregunta. No es que esté resentido por este respiro laboral de Sherlock, pero también hay que hacer algunas consideración prácticas.
–Sep.
–¿Mañana?
–Tal vez.
–Abejita no tiene guardería. No puedo tenerla encerrada en su cuarto dos días seguidos.
Sherlock levanta la vista y, parpadeando, inspecciona el caos, aparentemente tomando la medida a su magnitud por vez primera.
–Ah –dice, pensativo–. Lo llevaré al piso de arriba esta tarde.
John lo atraviesa con la mirada para comprobar si lo dice en serio o si “esta tarde” significa “en algún momento mucho más tarde, probablemente después de la puesta de sol, y probablemente más tarde de lo que te gustaría” para Sherlock. Sherlock le devuelve la mirada arqueando las cejas.
–¿En qué estás trabajando? –cambia de tema John.
El otro agita la mano en el aire distraídamente.
–Colaciones, referencias cruzadas, códigos. No tengo tiempo para explicarte el sistema. Busco…
Apaciguado, John por fin se decide a satisfacer su curiosidad y abre una de las carpetas. El título reza “Homicidio asociado a las lesiones en el córtex prefrontal ventromedial”, y debajo de éste hay una nota con la letra de Sherlock, “con referencia al inicio temprano de demencia y psicopatía geriátricas”, estampada con severidad en papel desvaído. John la observa intensamente, con curiosidad, y luego vuelve a cerrarla con cuidado.
–Por favor, dime que esto no es un ataque de pánico por cumplir los treinta y cuatro –bromea. A medias. No se le ocurre por qué esa edad en particular podría ser tan terrible. No es para nada un hito vital, pero con Sherlock nunca se sabe, y parece muy embebido en su tarea.
Muy embebido según estándares actuales al menos, piensa John. Ya no va paseando sangre y arpones por la línea de metro de Bakerloo.
–No seas ridículo –murmura Sherlock, distraído–. Sólo tengo treinta y… –Se detiene, frunce el ceño y luego se irrita profundamente–. Oh no. Tengo treinta y cuatro. Aj.
John se ríe, se inclina brevemente hacia atrás para asegurarse de que la niña está segura en su corral, y luego suspira al recordar que la mesa de la cocina actualmente alberga pilas y pilas de tarjetas de visita.
–Sherlock –dice, sólo para ser ignorado–. ¿Sherlock?
–¿Mm? –Voy a… Sherlock. Sherlock. ¡Sherlock!
El otro está sacando de una caja una tira en zigzag de hojas impresas y mascullando una serie de burlones noes en voz baja. Por el caso que se le está haciendo, John bien podría ser un globo tristemente desinflado chocando contra la ventana. Pero ni siquiera Sherlock puede ignorarlo si John le estruja la barbilla entre los dedos.
–¡¿Qué?! –farfulla al fin, mitad interrogación, mitad exclamación.
–Voy a salir –dice John con paciencia–. Con Abejita, así que puedes estar a tus anchas en la casa. Vuélvete loco… bueno, no muy loco –se apresura a añadir–. Nada biológico.
–¿De qué charloteas, se puede saber?
–Nada –admite John, soltando la cara de Sherlock–. Que te diviertas.
–¿Adónde vas?
–Probablemente sólo vayamos al centro de la ciudad a comprar comida. Voy a… voy a llevar a Abejita al pub por primera vez. Beberemos una copa a tu salud, y después strippers y apuestas fuertes al póker, lo normal, y acabaremos con un duelo con pistola al amanecer en mitad de Edgware Road y definitivamente has dejado de escucharme.
–Queremos más papel higiénico –dice Sherlock de inmediato–, si vas a ir a Edgware Road.
–Ya compré papel higiénico.
–Vamos a necesitar más papel higiénico –corrige Sherlock.
–Vale –suspira John, apartando los libros con suavidad para llegar al perchero–. Volveré hacia las seis, así que estate preparado.
A sus espaldas, el crujido del papel enmudece. Se da la vuelta para ver a Sherlock mirándolo por encima del hombro con mal disimulado interés. Escruta a John de arriba abajo en esa manera parpadeante y afilada, tan suya.
¿Preparado para qué?
–Para cenar –replica John en voz alta–. Vamos a salir.
–Hm –dice Sherlock, pero a menos que John se equivoque, parece complacido con la idea.
* * *
Fiel a su palabra, John regresa a las seis y a lo largo de media hora se las arregla para ir separando, por fases, a Sherlock de su trabajo. Lo consigue mediante una combinación de juicio mesurado y medida del tiempo; ha aprendido a distinguir cuándo Sherlock está trabajando y cuándo está sólo jugueteando aquí y allá con un problema al que no le quedan soluciones, sólo para estar entretenido.
John guarda los platos precocinados que ha comprado en la nevera (por si los planes de salir a cenar se arruinan), prepara té y se sienta en la mesa de la cocina a hacer un poco de observación de Sherlocks. Con la mano libre le va dando a su hija la mitad de un frasco de comida para bebés, y espera.
Espera hasta que está convencido de que Sherlock ha llegado a un punto en el que no se pondrá gruñón si deja de pensar en el caso, y luego espera un poco más a que la niña empiece a inquietarse. Se apresura a ponérsela a Sherlock en el regazo y luego sube a cambiarse la camisa.
Oye a la niña empezar a graznar, y al rato a Sherlock gritar su nombre con urgencia.
–¿Qué pasa? –pregunta John con inocencia, como si no tuviese la más mínima idea.
–Se… se ha tirado un pedo con acompañamiento –dice Sherlock, agarrándola por las axilas–. Ayuda.
–Claro, ha comido crema de coliflor. ¿Listo para la cena?
–¿Cena?
–Sí, vamos a salir.
Ve a Sherlock separarse mentalmente de sus papeles, asimilar la camisa de John y la hora que es, considerar el vacío en su estómago, echar otro vistazo a su trabajo y luego reordenar sus pensamientos hacia una dirección más culinaria.
–¿Tailandés?
–He reservado una mesa en el sitio de las tapas –dice John, quitándole a la niña de encima–. Y tienes porquería en el pelo.
–Oh.
–Diez minutos –dice John, llevándose a la niña al baño, muy complacido consigo mismo. A su espalda, oye a Sherlock tirar algo al suelo y luego subir apresuradamente las escaleras–. Bien jugado –le susurra a su pequeña cómplice.
La niña gorgotea con satisfacción y luego, sólo para recordarle a John quién manda, se le orina en la mano.
El restaurante es un sitio pequeño al que han ido una vez antes, cuando era Antes, y al que no han vuelto desde entonces. No ha cambiado. Siguen sirviendo el tipo de comida que les gusta a los dos. A John le gusta la comida especiada y contundente, el ambiente informal. A Sherlock le gustan la autenticidad, la disposición de las mesas junto a la ventana y el permiso que le da para pedir varios platos juntos y, lo más importante de todo, para robar del plato de John.
La niña se queda hipnotizada por las luces de navidad de la ventana: echa la cabeza atrás todo lo que puede y arrulla, señalando con dedos desorganizados. El camarero materializa las aceitunas verdes más gordas de las que John jamás ha disfrutado y pan chapata, les deja una hielera en el alféizar de la ventana y luego le pregunta si ya saben lo que van a pedir.
–Él quiere… –empieza Sherlock. John chasquea la lengua con irritación y lo interrumpe.
–¡Déjame pedir! Quiero el stroganoff, las vieiras y… son platos pequeños, ¿verdad? Entonces… la brocheta.
Sherlock se ríe por la nariz.
–Borra todo salvo las vieiras; queremos las albóndigas, la zarzuela de marisco, patatas bravas, esto del chorizo, y sigue trayéndonos pan y aceitunas. Ah, y algún vino blanco bueno, si lo tienes.
El camarero se queda quieto y un adolorido gesto de indecisión le aparece en el rostro.
John le arranca el menú para mirarlo.
–Pero ¿de dónde has…?
–La pizarra de las especialidades del día está detrás de ti.
John se gira en su silla y la observa. Ni siquiera se había percatado de que estaba ahí.
–Ah. Ah, bueno… sí, de hecho, sí. Suena bien.
Se fuerza a sonreír a pesar de su incomodidad social y el camarero se fuerza a sonreír a pesar de su confusión, y Sherlock les ofrece a ambos su “mejor” sonrisa.
–Es mi cumpleaños –dice.
–Es su cumpleaños –admite John–. Hazle caso a él.
El camarero vacila, después dice «ok» con bastante alegría y se marcha. John mira al otro lado de la mesa.
Compórtate.
Nop.
Te voy a patear por debajo de la mesa.
¿En mi cumpleaños?
John cambia de posición en la silla, balanceándose con una energía surgida de una diversión que no puede mostrar todavía porque eso arruinaría el juego.
Sherlock, por su parte, se reclina en su asiento mientras John se mueve, coge el palillo de las aceitunas y empieza a tatuar la mesa a golpecitos.
No hablan por un rato. La niña balbucea lo suficiente como para llenar el hueco de la conversación, golpeteando el plato que han puesto en su trona en imitación, piensa John, de Sherlock; sus cejas suben y bajan mientras “habla”, a todas luces poniendo orden en sus pensamientos. John le empapa un poco de pan en aceite de oliva, y ella lo roe con las encías y sigue debatiendo.
–¿Terminaste con todo? –pregunta John al cabo.
–¿Con todo lo que quería hacer? No, pero alcancé un punto ideal para dejar las referencias cruzadas. Por una vez en su aburrida e insufrible existencia Mycroft se las ha arreglado para darme un trabajo realmente interesante. Se me escapa por qué no ha intentado resolverlo él mismo.
–Demasiado papeleo.
–Hm. Alergia al polvo.
–Ay, preciosa.
John le limpia la barbilla a la niña y desea que se dé prisa en echar algunos dientes. Ha crecido muchísimo en los últimos meses y empieza a aburrirse de tener que molerle todo.
–¿Pero lo estás disfrutando?
–Hm, es complejo. Muchas teorías, muchas posibilidades. Un montón de sospechosos potenciales entre los que elegir –reflexiona Sherlock, casi para sí, pero dado que prácticamente ronronea el caso debe de estar yendo bien–. Lo que necesito es más información, en cualquier caso.
–¿Más? –John está impresionado; creía que con el desastre olímpico que ha montado en el salón tendría suficiente.
–Puede que tenga que molestar a Mycroft, qué desgracia.
–Seguro que estará encantado. –John sonríe con levedad, sin embargo. Parece que esto es lo que Sherlock necesitaba para animarse un poco.
La comida llega a la mesa en humeantes platos de barro, y comen intercambiando las cucharas y algunos breves comentarios si es necesario, pero no más. Es agradable, piensa John. Es cómodo. Moja pedacitos de pan en la salsa de tomate de la zarzuela y se los da a la niña; ella los coge en sus puñitos y los lame llenándose la cara de salsa, pero afortunadamente no tira demasiado al suelo.
El vino está ácido y fresco en el paladar de John, y las cigalas saben a mar. Hunde los dedos en los caparazones y al resquebrajarse derraman salmuera, que chupa después de sus pulgares. Descubre, brevemente, la mirada de Sherlock fija en él; lo observa por debajo de las pestañas, concentrado a medias en arrancar mejillones de sus conchas y amontonar la tierna carne anaranjada en un pedazo de pan.
Las paredes del restaurante son rojo oscuro, y Sherlock parece camuflarse con el entorno y destacar contra él a la vez. Debe de ser la camisa, sopesa John, combinada con la palidez de su cara y sus manos. Sherlock ataca su comida con habilidad, las manos trabajando con finos gestos para coger, voltear, rociar, servir y sazonar. Las lámparas sobre sus cabezas tienen la intensidad bajada, su rincón está iluminado por las luces de navidad, y entre una cosa y la otra sus rasgos más destacados saltan a la vista.
John no tiene problema en admitir que disfruta con las sensaciones que le trae la vida. No sólo la emoción de entrar en acción, si no también cosas que estimulen sus sentidos. Le gustaba el olor picante del humo de leña y la cordita en el aire; aún le gusta, hasta cierto punto, cuando consigue mantener sus recuerdos bajo control. Le gusta la sensación del metal frío, el olor extrañamente solar de las camisas de algodón que se han secado en el tendedero, y freír ajo. Le gusta la suavidad infantil del cuello de su hija y untarla con aceite de bebé después de bañarla, cómo agita las manos y le roza los antebrazos cuando le hace cosquillas.
No se considera un snob; no exige lo mejor de lo mejor. El toque ácido del vinagre de malta y la grasa de unas papas fritas frente al televisor lo harían igual de feliz, pero le gusta la sensación de los puños de su camisa buena contra las muñecas, y el suave murmullo del restaurante.
El vientre de Sherlock roza el mantel al inclinarse para pescar un pedazo de chorizo del plato de John; el algodón de su camisa es superior de una manera patente. Se come el embutido y luego, con uno de sus largos dedos, unta salsa tapenade en un pedacito blando de pimiento rojo y lo mete en la boca de la niña. Ella lo chupa, y la su sorpresa ante el sabor inesperadamente salado resulta cómica. Los labios de Sherlock se arquean en una sonrisa.
Los dedos de John se deslizan con suavidad de la parte ancha a la estrecha de su copa.
Es tan innegablemente apuesto…
Se aclara la garganta y persigue el arroz de su plato con el tenedor, recoge los guisantes con las púas y se toma su tiempo para metérselos uno a uno en la boca. No es que esté acomplejado de su aspecto, pero no puede evitar sentirse vulgar al lado de Sherlock. ¿Quién no se sentiría así?
Mientras se remoja los dedos en el cuenco de agua con limón que les han traído, Sherlock habla de repente:
–Nunca te conté la historia del cucurucho de helado, ¿no?
–¿Cómo? –dice John, arrancado de sus pensamientos.
–Ah, pues ésa era buena. Fue en la India…
Es buena, en efecto. John escucha y Sherlock divaga, deteniéndose sólo para dejar que John lo anime a continuar, cosa que a todas luces no necesita pero de la que los dos disfrutan.
–Increíble –dice John, echándose atrás en su asiento para mirar a Sherlock. El otro rechaza el cumplido pero, como siempre, saborea los halagos y se engríe apartando de la niña la vela casi completamente derretida.
John apoya la barbilla en el puño y lo mira.
–He echado esto de menos. Cenar juntos y eso.
Sherlock levanta los ojos de la servilleta con la que se seca los dedos. Hay un brevísimo momento de vacilación antes de que las palabras alcancen sus labios.
–Ha pasado tiempo desde la última vez –admite.
John piensa en ello.
–Noviembre.
–Ah –dice Sherlock, recordando con un pequeño suspiro–, sí.
–¿Conseguiste resolver aquel caso?
–¿Cuál caso?
–El del teatro. Llegaste a casa y yo estaba… me estaba yendo a trabajar, y después nos fuimos a ese teatro del West End. Venga, tienes que acordarte, vimos dos espectáculos seguidos y luego fuimos a este restaurante tan viejo.
–Ostras y un par de faisanes –añade Sherlock–. Pero no te pienso volver a llevar allí, no te callabas.
John sonríe.
–El restaurante se llamaba “Reglas”, Sherlock. A ti te gustan las Reglas. –Su sonrisa se ensancha.
–Diría que tus lamentables intentos en el humor son un subproducto de tu paternidad, pero siempre has sido así.
–¿Estás diciendo que cuento chistes de padre?
–No estoy diciendo que no los digas.
–Imbécil. No me has contestado. ¿Lo resolviste?
Sherlock fija sus ojos en él, golpetea la cuchara de mango a cabeza y de vuelta al mango contra el costado del plato, y luego exhala.
–No –dice, con algo de soberbia–. La información resultó ser demasiado antigua, hacía tiempo que el criminal había huido.
No soy John, me doy cuenta de cuándo estás mintiendo.
John se recuesta en su silla, sintiéndose desconcertado aunque es incapaz de decidir por qué.
–Ah.
Frunce apenas el ceño y siente un sabor salado en su labio inferior, y luego de repente la sensación se ha ido y alarga la mano para coger su copa.
–Qué pena. Aún así, nos divertimos mucho esa noche.
Sherlock apoya el mentón en las manos, con los codos apoyados en la mesa, y emite un vago sonido de asentimiento. Parece cansado. Distraído. John no está seguro de por qué, y eso lo preocupa. Le recuerda a aquel invierno en el que todo saltó por los aires.
Estira la pierna bajo la mesa y le da un golpecito con el pie a la punta del Oxford de Sherlock para llamar su atención.
¿Nos vamos a casa pronto?
Sherlock levanta la barbilla para aceptar la proposición, tensando las líneas de su cuello. John sabe, por experiencia, que no sirve de nada intentar adivinar la fuerza de un individuo por su apariencia. Molly Hooper puede mover a un hombre adulto de una camilla a otra con un solo brazo (lo sabe porque lo ha visto), y aún así parece que si sopla un viento muy fuerte se la llevaría. Por otra parte, Mycroft Holmes tiene la altura y los hombros anchos de un ala de rugby, pero carece del músculo necesario para sacarles partido.
Mi hermano tiene el cerebro de un científico o de un filósofo, y sin embargo elige ser detective.
John le sonríe apenas a su plato. Así es Sherlock: ni una cosa ni la otra. Los dedos largos y finos de un artista, pero los nudillos magullados de un boxeador. Intelecto e ignorancia, independencia y dependencia, demasiadas contradicciones componiendo el bizarro mecanismo de un solo hombre.
Sherlock puede ser lúgubre y áspero, pero hay ocasiones en las que eso parece menos su naturaleza innata y más que sólo está esperando a que las cosas mejoren.
–Te compré una cosa –dice John, palpando el bolsillo de su chaqueta. Sherlock se arranca a sí mismo de una maraña de pensamientos y lo mira.
–Ah, John, no. No me gustan los regalos. Si empezamos a hacernos regalos tendré que regalarle cosas a la gente, y nunca me acuerdo.
John levanta una mano para calmarlo.
–Lo sé, lo sé, es que vi esto hoy mismo y pensé “¿Por qué no?”. Es una tontería.
Es una caja delgada, sin envolver, sin marcas; lo menos amenazante que John ha conseguido. Sherlock pasa el pulgar por el costado; probablemente se da cuenta de que la caja y el artículo que contiene se compraron por separado. El esfuerzo más notorio que ha hecho John es arrancar la etiqueta del precio de la parte de abajo y luego ponerle la tapa. Los dientes y la lengua de John encuentran un pequeño pellejo medio suelto en su labio inferior y empiezan a mordisquearlo, esperando que Sherlock no odie su regalo.
–Espero que no hayas dejado de usarlas del todo. Es que siempre andas subiéndote el cuello de la gabardina, y pensé que como perdiste o te comiste la otra, yo qué sé…
John observa a Sherlock levantar la tapa; los suaves pliegues de tejido se derraman casi de inmediato en su regazo. No es cachemir, no podría permitirse una copia exacta de la otra bufanda, pero es vintage y, al menos a sus ojos, le pega a Sherlock. Tamaño y peso similares, y tiene borlas. Sherlock la levanta, dejando la caja.
–¿Está bien?
Sherlock se aclara la garganta con una expresión difícil de descifrar.
–Sí. Eh, está bien. –Levanta la bufanda y se la enrolla en el cuello, alisando los fríos pliegues en torno a su garganta–. Muy abrigada –comenta.
John piensa en cómo la mayor parte del cuello de Sherlock suele ir expuesto cuando no lleva la gabardina, y se le escapa una risita.
–Bueno, para eso sirven.
–Gracias.
–¿El color está bien?
Sherlock gira en su asiento para contemplarse en el espejo creado por las luces contra el vidrio de la ventana y se arregla la bufanda.
–Dramático –dice, lanzándole una mirada por el rabillo del ojo.
Más propio de ti que de mí.
–Parece más roja ahora que la llevas puesta… –dice John, dudoso. En la percha parecía normal, aunque de calidad decente. Puesta sobre Sherlock tiene un aire pirático. Le gusta–. Además –añade, tratando de animar la extraña expresión del rostro de Sherlock–, el rojo es un color de advertencia.
–¿Hm?
–Le da a la gente una oportunidad de apartarse de tu camino.
Sherlock ríe por la nariz, irritado y divertido a la vez, luego arregla la bufanda con un ágil movimiento para que quede exactamente como él quiere.
–Ya está.
–Te queda bien –dice John, honesto. Echa el brazo hacia atrás y apoya la mano en el respaldo de la silla, girando la cabeza para examinar el restaurante.
–Al fondo a la izquierda –proporciona Sherlock, y ríe bajito cuando se queja.
–Dios, deja de deducirme la vejiga.
–Anda, date prisa; yo pido la cuenta.
Observa a John alejarse y piensa en cómo ahora se encorva menos, en comparación a cuando volvió a mudarse con él. Sherlock se frota los músculos de las manos con las yemas de los dedos, y está perdido en un marasmo de reflexiones cuando el camarero regresa.
–¿Puedo retirar los platos?
Sherlock gruñe en afirmación, sin siquiera levantar la vista. En algún momento en el ínterin la niña se las ha arreglado para meter las dos manos en los restos de la zarzuela y lavárselas en la salsa. Agita las piernas y observa a Sherlock mientras éste intenta agarrar sus manos sucias y limpiarlas con una servilleta, aunque la maldita está empezando a deshacerse por la salsa. Para ella es un juego muy divertido retorcerse para liberar sus manos: ahora poniéndolas tan alto como puede, ahora agitándolas como pequeños garrotes en torno a la cara de él.
–Creo que tenemos toallitas húmedas, si quiere –ofrece el camarero.
Sherlock levanta la cabeza apenas en su dirección.
–Por favor.
El camarero vuelve un instante después y debe de tener niños propios, porque agita con astucia la caja ante la niña para distraerla y tira de una de las toallitas para que quede suelta. Ella sabe lo que son, por supuesto, y ante esta incitación no duda en agarrar la toallita y tirar para liberarla con aire triunfal.
–¡Muy bien! Buena chica –festeja el camarero.
–Vamos a limpiarnos las manos, Abejita. –Sherlock le atrapa el codo y consigue limpiar casi toda la salsa de su mano izquierda. Queriendo ayudar, la niña mete su otra patita en el puño de la camisa de él, para que se la limpie también. Sherlock mira la mancha con labios apretados y el camarero, sin decir nada, le alcanza otra toallita.
–¿Cuánto tiempo tiene?
–Diez meses y doce días –explica Sherlock. O sólo cuatro meses y diez días desde que entró en su vida de forma tangible, según su otra cuenta. Ciento treinta y dos días desde que la conoce: un mero puntito en el radar de sus doce mil cuatrocientos diez días de existencias. Apenas un uno por ciento de su propia vida. Calcula, no por vez primera, que puede conseguir un dos coma seis por ciento más antes de que las cosas… sigan su curso natural. Traga saliva.
–Guau, qué preciso –dice el camarero, completamente ajeno a su tren de pensamiento, y se achanta un poco cuando Sherlock lo mira como si fuese un reverendo idiota–. Em, se porta muy bien.
–Se despierta mucho; es inquieta por las noches –dice Sherlock–. Incremento de mejoras a entre un noventa y noventa y cinco por ciento de un período de ocho horas en los últimos tres meses. Sin dientes.
El camarero se lo toma con filosofía.
–Un poco como mi abuela, entonces.
–“Al principio el infante, que llora y vomita en brazos de la nodriza; la última escena de todas es la segunda infancia y el mero olvido; sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada”.
Esto, al parecer, es demasiado incluso para la buena disposición del camarero. Inhala, hace una pausa incómoda y luego sugiere:
–¿Quieren la carta de postres?
–Sólo la cuenta, por favor –dice Sherlock, sombrío.
* * *
John se lava las manos y se da un buen repaso en el espejo del baño. «Estoy redondo» piensa con súbita sorpresa, subiendo las manos para tocarse las mejillas y la mandíbula. No gordo; no hay peligro inminente de papada o de cuello rechoncho, pero ha ganado peso desde Halloween. Toca en torno al cuello de su camisa, sin poder meter más que la punta de los dedos entre el algodón y la piel, y se pregunta adónde habrá ido el vacío que había antes.
Aún así, no le vendría mal asearse un poco, piensa. Su traje empieza a mostrar algo de fatiga, y hace tiempo que necesita un corte de pelo. Mueve el flequillo de un lado a otro con el ceño fruncido, incapaz de hacer que luzca apropiado a sus ojos de soldado, y toma otra nota mental: ir al barbero. Dios sabe cuándo; últimamente cada día está lleno hasta arriba, con Abejita y Sherlock y esos pequeños círculos impredecibles en los que se mueven.
Mary y yo pensamos que tres kilos con algo.
No son tres ni de lejos, piensa John. Sigue estando más delgado de lo que estaba en junio. Respira, disfruta viendo cómo las elegantes líneas de su traje se alzan y caen, y luego se ajusta la corbata. Se pasará por la barbería mañana, después de dejar a Abejita en la guardería. Comprará un par de cervezas y… no, llamará a Lestrade y verá si tiene una hora libre para tomarse una pinta el domingo y hablar de rugby. Qué demonios, puede que incluso se quede a una de esas mañanas de café para padres que siempre organizan en la guardería. Empezar a hacer las cosas un poco mejor. Un poco mejor.
Lo estabas haciendo bien, viejo sentimental.
“Lo intento”, piensa John.
Se seca las manos con su pañuelo y regresa al restaurante para ser recibido con un alegre gorgoteo y una blanda mirada de súplica de Sherlock. El camarero revolotea cerca, y los labios de John se juntan en una sonrisa.
–¿Qué pasa?
–El datáfono –dice un irritado Sherlock, señalándolo con un seco gesto de la mano. Ha olvidado su PIN, y el mero hecho hace que la piel le hormiguee porque normalmente no suele olvidar esos detalles. John lo mira, perplejo.
–No pasa nada. Yo me encargo. –Saca su propia billetera y, entre el camarero y él, sustituyen la tarjeta por billetes–. Probablemente el chip esté un poco desgastado –comenta, contando con mucho cuidado el dinero suficiente para cubrir la cena. Sherlock lo mira para prometerle que le pagará su parte en cuanto lleguen a casa, pero apenas ha hecho contacto visual con John y éste ya está agitando la mano para desestimar la oferta–. Yo invito.
Sherlock se aclara la garganta; para sorpresa de John, parece casi avergonzado.
–Volveré enseguida con el recibo –dice el camarero–. Sólo tengo que cambiarle el papel a esto…
Se marcha. John se acerca al perchero para recuperar su abrigo y el de Abejita.
–¿Qué pasa? –pregunta.
–Nada –replica Sherlock, levantándose y forcejeando con su Belstaff.
–¿Cómo que nada? No estarás enfadado porque he pagado yo, ¿no?
–No, no. Para nada.
–Estás enfadado. –John lo mira, desconcertado–. Te molesta.
–No pasa nada.
–Sólo quería tener un detalle contigo. Eres mi mejor amigo y es tu cumpleaños, ¿sabes?
–Ay, John –dice Sherlock, con tanta irritación que John, herido, desiste.
–Joder, la próxima vez pagas tú –masculla en dirección al cuello de su abrigo, subiéndose la cremallera con más fuerza de la necesaria. John saca a Abejita de la silla y le pone su gorrito con una sola mano, y salen de la zona de los ventanales rumbo a la puerta principal. El camarero regresa.
–Aquí tienes, perdón por la demora. Un recibo, su cambio, dos mentas y, si le dejan… –Con una floritura produce un pequeño paquete abierto de plástico y se lo ofrece a Sherlock–, un chocolate para su hija.
John se oye inhalar con fuerza, ve a Sherlock hacer lo mismo y luego, sin solución de continuidad, lo oye decir «gracias». Hurga en el paquete para sacar un chocolate y voltea hacia John.
–Toma, Abejita, choco. Abre las…
De inmediato ella abre la boquita como un pez hacia hacia sus dedos y él deposita el chocolate en sus manos.
–John, ¿la puerta?
–Ah, sí. Gracias –consigue decir, alargando la mano a la manija de la puerta sin mirar y sintiendo que la ráfaga de aire frío que viene del exterior lo hace volver en sí–. Quédese con el cambio.
–¡Gracias! ¡Vuelvan cuando quieran! –El camarero les hace adiós con la mano mientras desaparecen en la noche.
Guardan silencio mientras caminan. Sherlock escribe en su teléfono y no mira por dónde pisa, y desde luego no mira a John. Él lo deja hacer hasta que llevan la mitad del camino y entonces llama su nombre.
–¿Sherlock?
El otro se limita a mover levemente la cabeza por toda respuesta. John suspira.
–No hagas eso. Mira, lo siento.
Ante esto Sherlock levanta la vista. La tensión en torno a sus ojos le transmite a John perplejidad, más que nada.
–Por… ofender tu ego, ser demasiado sentimental, lo que sea que haya hecho ahí dentro. –No pasa nada. Fue una buena comida –dice Sherlock, y al mirar a John lamenta la verdad a medias, y lamenta que los dos hayan trabajado tan duro en mantener a John ajeno a la manera en que funciona su mente que hayan tenido que llegar a esto. Abre la boca para decir algo, no está muy seguro de qué, pero entonces la niña da un bostezo inmenso, y se limita a decir simplemente–: Tengo que escribirle a Mycroft sobre un caso.
John sonríe, no porque esté contento si no porque no puede hacer nada más.
–Vale –dice y, como siempre, se guarda lo que piensa. Sherlock cae en un silencio agradecido y enfoca todas sus energías en acosar a Mycroft con mensajes de texto.
* * *
Para cuando llegan a casa, Sherlock ya ha disparado media docena de mensajes con creciente mala educación y no ha recibido ninguna respuesta. Fastidiado, envía uno más mientras sube las escaleras hacia el apartamento, siguiendo sin darse cuenta a John hasta la cocina antes de darse cuenta de que John va al dormitorio para empezar la rutina de antes de dormir de la niña.
Mira la pantalla y frunce el ceño. Ha amenazado a Mycroft con llamar, y aún así no hay respuesta. Normalmente a estas alturas ya tendría algo, aunque sea de segunda mano por parte de Anthea, diciéndole que vuelva a llamar más tarde. Lleva los suficientes años siendo demasiado difícil e impredecible como para que Mycroft se ponga ahora a ignorar sus mensajes.
Sherlock prepara café, vigila la cafetera y el teléfono y tamborilea en la encimera con dedos nerviosos. Echa café molido en la cafetera, raspa con la uña del pulgar una mancha indeterminada y luego ahoga el café con agua casi hirviendo.
El teléfono sigue callado.
Sirve dos tazas; la que John usa siempre y la suya, de porcelana de ceniza de hueso, una con azúcar y ninguna con leche.
John mete a la niña en la bañera y luego emerge para tomar su café de camino al dormitorio, con la niña enrollada en una toalla y echada sobre su hombro como un saco de patatas. La criatura aúlla en protesta cuando le pone el pijama y se calma cuando John le lee una versión adaptada y bastante aburrida de Cenicienta, pasando las páginas de dos en dos.
En media hora se ha dormido, y el teléfono sigue callado.
Perturbado, Sherlock se lo lleva al segundo piso y cumple su amenaza de llamar.
Timbra, se oye un clic y contesta una sedosa voz de mujer.
«Ha llamado al contestador de… En este momento su llamada no puede ser atendida. Por favor deje su nombre y número después de la…»
Sherlock cuelga, mira al teléfono con confusión y horror y marca otra vez el número, de memoria. Timbra. Hace clic.
«Ha llamado al contestador de… En este momento su llamada no puede ser aten…»
Clava el pulgar en la pantalla para colgar y traga saliva con dificultad. Marca un número diferente.
«Ha llamado a la oficina de Servicio Económico. Para hacer una consulta sobre su cuenta, pulse uno. Para…». Sherlock desea tener un teléfono fijo para poder colgar con violencia. Marca un tercer número con dedos rígidos y pulsa el botón de llamada, y se aplasta el teléfono contra la oreja. Timbra, hace clic; una voz femenina diferente, más familiar.
«Mycroft Holmes no se encuentra disponible en este momento. Se le devolverá la llamada en cuanto sea posible».
Llama tres veces en total, escucha tres veces la misma grabación de la voz de Anthea, y cada vez el estómago se le encoge más. El tono de ella es suave y regular, pero puede oír que no respira en ningún momento durante el mensaje, salvo una pequeña exhalación al final.
Conmocionado, regresa al salón a trompicones con el teléfono aún bien agarrado. John mueve apenas la cabeza para mirarlo desde el sofá, nota su expresión y silencia la televisión inmediatamente.
–¿Qué pasa?
–Mycroft no contesta el teléfono.
John tarda en conectar los puntos y comprender el frío latido de pánico que se hunde en los intestinos de Sherlock.
–Bueno, quizá esté en…
–¡No, tampoco contesta su otro teléfono!
–Vale, no… Tranquilo. ¿Por qué no…?
–Ya lo intenté. Ha desviado todas las llamadas a la oficina a un servicio de directorio. –Sherlock escupe las últimas palabras con desprecio y una mal disimulada preocupación–. Algo ha pasado. Algo que pasé por alto. ¡Cállate!
John espera mientras Sherlock se queda quieto como una estatua en mitad de la habitación, las manos en las sienes. Cuando el minutero del reloj empieza a avanzar, John vuelve a ponerse los calcetines y deja sus zapatos junto a la puerta. Va a comprobar cómo está la niña y está a punto de bajar para convocar a la señora Hudson cuando Sherlock vuelve a la vida con un grito.
–Estará en casa. Escondiéndose. Westminster.
–Vale, vamos.
–¡No!
Sherlock camina en círculos de la ventana a su sillón, desorientado.
–No, necesito que haya alguien aquí.
–¿Sherlock?
Todo está saliendo mal. Al revés. Necesita ver a Mycroft, aunque sea para recordar lo necesario que es John y lo poco que necesita al resto del mundo, y para hacer eso John no puede estar delante. Pero ahora se está poniendo todo de cabeza y necesita a John más que nunca porque si lo que le ha pasado a Mycroft es tan malo como todos y cada uno de sus instintos le están gritando que es, no sabe qué va a hacer.
–Quédate aquí –repite Sherlock. Vuelve a caminar en círculo, recoge el elefante de peluche de donde ha caído, por el costado del sofá, y lo hinca entre los brazos de John. John se lo mete bajo el brazo y sigue a Sherlock hasta el perchero.
–¿Estás seguro? –John lo toma por el codo, con la boca seca–. Dios mío, ten cuidado. De hecho no, a tomar por culo, voy contigo.
–Abejita necesita alguien que la cuide.
–La señora Hudson…
–Calmante –lo interrumpe Sherlock–. Está seca.
–Wi…
–No sé dónde está. John. Quédate.
John lo mira, la expresión abierta, honesta. No nos dejes.
Sherlock se queda quieto. En sus recuerdos siente la mano de John en su nuca en navidad, la respiración jadeante de ambos. En su mente mueve la mano para tocar el hombro de John, para tranquilizarlo y, más importante, para conectar. En la realidad, sus dedos se quedan anudados en torno al plástico del teléfono. John da medio paso dubitativo hacia él.
Regresa.
Sherlock se ajusta la bufanda bajo el cuello de su Belstaff.
–Llama –dice John en voz alta. Está ahí parado en mitad de la alfombra. Todavía tiene el elefante bajo el brazo, y la luz del alumbrado público desde la calle oscura hace que los dos parezcan a punto de ser abducidos a algún lugar que Sherlock desconoce–. Si puedo ayudar… Tendré el teléfono cerca. Llama.
Sherlock se detiene en el vano de la puerta. Las puntas de los dedos de su mano libre rozan la manga de la chaqueta de John, colgada de su percha.
Asiente.
* * *
El edificio en Westminster es tan tranquilo y ordenado como puede serlo una vivienda de varios millones de libras; está a sólo un agradable y corto paseo de Whitehall y Pall Mall. Sherlock acecha por la calle frente a los rostros inexpresivos de las casas. Hay seguridad, siempre hay alguna alarma o circuito cerrado de televisión y, en días particularmente nerviosos, personal. Acecha junto a la verja y frunce el ceño.
El apartamento de Mycroft en Birdcage Walk está en el último piso; es difícil distinguirlo a través de las hojas de los árboles que ribetean tanto el parque como la calle, pero las luces están encendidas.
Un coche pasa junto a él, un Volvo promedio, y Sherlock se agacha para cruzar la calle desde el parque. Tiene la llave de Mycroft en el bolsillo y los códigos de seguridad en la mente. Escudriña el pavimento y la fachada en busca de algo fuera de lo ordinario.
No hay nada.
Está tranquilo.
Entra; por privacidad, usa las escaleras en lugar del ascensor, y nota que los ojos fijos de las cámaras de seguridad aparecen funcionales y sin alterar.
Avanza por el corredor, furtivo. No hay nadie. Se echa hacia atrás para apoyarse en la pared en un ángulo que le permita captar mejor la luz sobre la superficie, buscando material enganchado. Signos de pelea.
Sólo encuentra la huella emborronada de unos dedos húmedos en el empapelado; una mano izquierda, de hombre, con un anillo y el dedo meñique ligeramente arqueado hacia adentro, aproximadamente a la altura de la cabeza. Sudando, o quizá se mojó las manos de otra manera. No ha llovido hoy.
El corredor está demasiado bien iluminado como para ver si hay luz colándose bajo la puerta. Sherlock se frota los dedos haciendo chirriar el cuero de sus guantes, y marca el número de seguridad para abrir la puerta. No lleva pistola, pero hay un par de sorpresa no muy legales esperando bajo su gabardina en caso de que haya alguien esperándolo.
Los pelos de la gruesa alfombra están aplastados junto a la puerta: dos pares de pies. Y colgada del perchero hay una chaqueta que Mycroft no se pondría ni aunque lo mataran. Sherlock olisquea la manga. Fumador. Bajo en alquitrán. Benson & Hedges Silver, Sherlock se apuesta lo que sea.
Es familiar.
–Si vas a entrar, entra.
Sherlock levanta la cabeza con brusquedad. Avanza en silencio, las manos en los bolsillos, la cabeza gacha como si pudiera salirse a cabezazos de cualquiera que sea la situación que lo espera en el salón, y nota que empieza a enojarse.
Mycroft levanta la cabeza en cuanto entra, y Sherlock desfallece al verlo.
Desarmado, escanea la habitación con una sola mirada; hay libros y una botella nueva de agua sobre la mesa de centro. La radio está encendida, muy bajo; ópera alemana de mediados del siglo XIX o algo similar. Vaso y plato junto al sillón; vacíos, residuos que indican cerveza, blísters de plástico de una caja de paracetamol lanzados a la papelera. Otra medicación, nueva y con un envoltorio de clínica, sobre la repisa de la chimenea, con las instrucciones discretamente plegadas a su lado; han sido desdobladas, leídas y vueltas a doblar… pero no por Mycroft. Mycroft no se molestaría.
–Eres horrendamente inoportuno –le dice Mycroft, fatigado.
–Hay otra persona aquí.
–Empleados –replica Mycroft. Baja los ojos y se sube con torpeza la manta por el torso. Sherlock también baja los ojos, del rostro de su hermano a su cuerpo.
–Mejor no hagas eso –sugiere Mycroft, pero es demasiado tarde.
Se está apretando algo contra el cuerpo con la mano izquierda, debajo de la manta (dedos húmedos; una bolsa de hielo) y hay una delatora combinación de marca de aguja y marca de esparadrapo en el dorso de la mano derecha. Ropa suelta; ninguna de las prendas habituales de Mycroft. Han sido compradas para la ocasión.
–¿Cirugía? –Sherlock lo mira intensamente. Entiende los hechos, pero no los motivos–. Si no estás enfermo.
–Por fortuna no –dice Mycroft, y aunque su tono es en buena medida seco hay un asomo de honesto alivio en él. Sube los ojos para contemplar a Sherlock con disimulada preocupación. Parece exangüe, piensa Sherlock, como algo que ha sido sumergido en formaldehído, y las cuencas de sus ojos aparecen profundas en la luz de la lámpara. Se ve débil.
Se ve humano.
–Esto estaba planeado –dice Sherlock, acusador–. Has sabido esto durante más de una semana o… no, más. ¡Lo has sabido desde antes de navidad! –Casi no puede creerse sus propias palabras–. ¿Mamá lo sabe?
Mycroft se muestra horrorizado.
–Por supuesto que no. Es la última persona que necesita saberlo. –Le lanza a Sherlock una mirada algo más sombría.
Se deslizan a un silencio que habla a gritos. Sherlock camina de un lado a otro, irritadas vueltas delante del sofá, convocando las palabras. Mycroft vuelve a hundirse entre los cojines del sofá como un sapo bajo las piedras, y mira a Sherlock con mal humor.
Sherlock desenmaraña la secuencia de los acontecimientos.
–Antes de navidad –repite–, de ahí tu ridículo intercambio de regalos y el caso que me encargaste. ¿Me mantenías ocupado, Mycroft? ¿De verdad?
–No sospechaste –replica Mycroft alzando la barbilla, e incluso en este estado reducido se las arregla para mostrarse muy satisfecho consigo mismo.
–Tiempo para despejar tu agenda y derivar recursos a tus secuaces, aproximadamente una semana; te habrán pasado a toda prisa a lo más alto de la lista de espera de la clínica. Después esperaste deliberadamente ¿cuánto? Tres, cuatro días más antes de operarte. ¿Por qué? –dispara Sherlock, exactamente al mismo tiempo que se le ocurre la respuesta.
Mycroft se reacomoda en su asiento y sus ojos se entornan al suprimir una mueca de dolor.
–Seis de enero. Uno de los pocos días del año en los que tengo la garantía casi completa de que no vas a intentar llamarme –dice, con agotada exasperación–. Ya veo de lo que me ha servido.
Extiende la mano y un furioso Sherlock le pasa de malos modos la botella de agua.
Observa a su hermano romper el sello de plástico de la tapa y beber despacio. Después, Mycroft apoya la botella contra su muslo, y su expresión se suaviza.
–No era asunto tuyo.
Esto hace estallar a Sherlock.
–Claro que es asunto mío. Todo es asunto mío.
–Claro que sí, hermanito, qué torpeza por mi parte no haberlo creído así.
Mycroft deja su pierna derecha resbalar del sofá y la deja colgar por el borde, con un descuido impropio de él. Sherlock escanea de nuevo la habitación, y ajusta su marco temporal. Sólo puede haber vuelto a la casa hace una hora o así.
–Tensión alta –murmura.
–Bravo, ya me descubriste –devuelve Mycroft, irascible–. ¿Algo más? ¿No tienes…? –Da un pequeño gruñido de malestar y se interrumpe para ajustar la forma en que está sentado–. ¿…que jugar a cucú trastrás y contar cuentos de antes de dormir? ¿Algo relacionado con conejitos bonitos?
Levanta los ojos hacia él y luego los desvía al enfrentarse ante la furia de las emociones en la cara de Sherlock.
–¿No? Bueno, la mayoría de tus cuentos son muy inapropiados.
–Pues los aprendí casi todos de ti –escupe Sherlock.
–Sí –concede Mycroft–. Eso es cierto, sin duda.
Sherlock se queda ahí parado, erizado como un gato, enfadado con Mycroft y enfadado consigo mismo por haber ido corriendo como un imbécil preocupado, enseñando sus cartas. Mycroft no lo va a dejar en paz después de esto. Aunque, por otra parte, no es él el que se está poniendo una bolsa de hielo en la entrepierna.
–Por Dios, siéntate –se queja Mycroft. Se desliza hasta el borde del sofá y pone ambos pies en el suelo–. Se supone que debería estar “relajándome” –pronuncia la palabra con todo el desprecio que Sherlock cree que merece–. Y manda un mensaje.
–Ya lo hice. Has apagado tu teléfono. Tu teléfono.
–A mí no. –Mycroft se pasa la mano libre por la cara y pone cara de haber chupado limón–. A tu ridículo… amigo. Antes de que le dé por entrar disparando con algún arma ilegal y nos provoque a todos un dolor de cabeza.
Sherlock abre la boca para replicar y luego la parte más inteligente de su cerebro le recuerda la expresión de John cuando se largó sin más. Mycroft tiene razón. John estará dando vueltas, preocupado. Basándose en experiencias previas, no le parece descabellado que fuese capaz de llamar a Molly a estas horas para que cuide a la pequeña y luego salir al galope a buscarlo.
Saca el teléfono sin decir nada.
[Falsa alarma. Volveré enseguida. -SH]
La respuesta es inmediata.
[Qué bien. Te veo luego]
–Ya está –dice Mycroft, exhausto e irritable–. ¿Ya estás satisfecho? ¿Ya has visto bastante? ¿Recuerdas dónde estaba la puerta? Oh, no pongas esa cara.
Mira a Sherlock, genuinamente sorprendido de lo herido que parece. Abre la boca, ya sea para arrepentirse o para terminar de hundirlo, pero entonces alguien se aclara tímidamente la garganta desde la puerta.
Los dos se giran para mirar.
–¿Tengo que separaros o… o es el tipo de pelea de “mejor vuelve dentro de un rato”? –pregunta Lestrade, increíblemente incómodo.
El tabaco le era familiar. Ha sido obvio desde que Sherlock entró por la puerta, y aún así ver la confirmación en carne y hueso lo desconcierta.
–Lestrade.
–Sí. Hola.
Por hacer algo, Lestrade recoge el plato y el vaso de cerveza vacíos y apaga la radio. Tose, y luego huye en retirada a la cocina.
–¿Lestrade? –repite Sherlock, incrédulo–. Dijiste “empleados”. Lestrade no es un empleado. –De repente se siente a la defensiva en nombre de Lestrade.
–Tiempos desesperados –replica Mycroft–. Medidas desesperadas.
Le sostiene la mirada con una frialdad autosuficiente, pero el instinto de Sherlock le dice que esa insensibilidad no es más que una máscara.
–Sí, Lestrade debe de estar desesperado –le devuelve con idéntica frialdad–. Con lo ocupado que estarás estos días.
Mycroft hormiguea.
–Sherlock Holmes, vete a casa. No hay nada aquí que puedas hacer. No se te necesita.
Sherlock se yergue cuan alto es, arrogante, orgulloso, y su ego de repente se siente endeble y tonto.
–Necesito el resto de todos los archivos de traspaso de propiedades de 2006.
Mycroft cierra los ojos y aprieta los labios.
–Haré que te los envíen –dice secamente. Manotea en busca del agua, y Sherlock se pregunta si la expresión de su cara no será de náuseas. Le gustaría preguntar, aunque sea porque es él el que está más cerca de la papelera, y si Mycroft va a tener la falta de delicadeza de vomitar esa es la opción más hermética que podrá ofrecerle.
–Muy bien –dice en cambio, y luego añade con falsa ligereza–: Que te mejores.
Los dedos de Mycroft se tensan apenas sobre su rodilla, y se traga una respiración entrecortada que bien podría ser dolor u otra arcada. Sherlock cierra la boca y, nervioso, trata de abotonarse una gabardina que no llegó a desabotonar.
–Buenas noches –dice, y le vuelve la espalda. Mantiene los hombros tiesos hasta que llega al recibidor, y luego, fuera del alcance de la mirada crítica de Mycroft, tiene que apoyarse en la pared con una mano. La cabeza le da vueltas.
–¿Sherlock?
–¿Qué? –salta, y vuelve a erguirse, recomponiéndose.
Lestrade lo mira con cautela, un paño de cocina echado distraídamente sobre un hombro. Se lame los labios y cambia su peso de una pierna a otra.
–Es que, eh… Estoy seguro de que Mycroft ya lo ha explicado, pero sólo estoy aquí porque Anthea tenía una… una cosa. Ya sabes. Política.
–Lestrade, me da igual lo que hagas.
–Vale –dice Lestrade, sin creerse nada–. Ok. Eso es… ¿bueno, no? O sea, no, pero…
–Qué. Quieres –dice Sherlock, girando sobre sus talones para encararlo–. ¿Quieres algo?
Lestrade recula unos milímetros.
–Adelante, desahógate conmigo –rezonga con desgana–. Sólo quería… ver cómo estabas antes de que te fueras. Seguro que él ha estado diciendo sus movidas de pijo imbécil y no te ha contado nada. –Mueve la cabeza hacia el salón–. Quería preguntarte si tenías, yo qué sé, alguna pregunta.
El cerebro de Sherlock está en llamas de tantas preguntas. Siempre lo está. Ése es su maldito problema.
–¿Qué fue?
Lestrade parpadea estúpidamente.
–Ehm… pensaba que ya lo habrías adivinado.
Sherlock estrella la mano abierta contra la pared.
–¡No soy médico! Puedo deducir media docena de cosas y estoy segura de que no tiene ninguna, pero… maldita sea, Lestrade, dímelo.
–Vale. –Lestrade levanta las manos para calmarlo–. Respira, bonico. No me muerdas. Se recuperará.
–¡Detalles!
Lestrade deja escapar un largo suspiro.
–Se encontró un bulto.
Sherlock lo mira intensamente. No tiene tendencia a dejarse llevar por los “¿y si…?” cuando ya sabe el resultado de una situación, pero por un momento su mente resbala a una versión de los acontecimientos que apenas había considerado.
–¿Un bulto?
–Al principio los médicos no sabían qué era; había varias razones posibles, pero sí, se mencionaron las peores. Pero cuando le hicieron la biopsia resultó que sólo era un caso de torsión.
–Torsión.
–Sí, se lo extirparon sin problema, aunque se quedó un poco tontuno después, por la anestesia. Es delicadito, tu hermano. –En la boca de Lestrade parpadea una rara sonrisa–. Tiene un buen puñado de antibióticos que tomarse, pero aparte de la prótesis, eso es todo.
Sherlock apenas sabe cómo reaccionar a eso.
–Prótesis.
–Es para… equilibrar la cosa ahí abajo, o eso me dijeron –replica Lestrade, incómodo–. Y ahora está bien. Bueno, está de baja del trabajo y ya te puedes imaginar cuánto lo cabrea eso. Oye. –Le palmea el hombro–. Tu hermano está bien.
–Ya lo sé. Sé que está bien. –Sherlock se gira para mirar la mano de Lestrade como si fuera un repugnante objeto ajeno.
Lestrade escruta el rostro de Sherlock con ojos entornados.
–¿Tú estás bien?
–Estoy bien.
–Ya, pero estás repitiendo lo que digo.
Sherlock encoge los hombros para sacudirse su mano y se ajusta la el cuello de la gabardina y la bufanda, tirando del tejido escarlata para que quede bien apretado contra su nuca.
–Mira, no te largues así –dice Lestrade, preocupado–. Quédate y tómate un té, o algo.
–No, John está preparando la cena.
–Yo sí quiero té –dice Mycroft desde el vano de la puerta. Renquea hacia adelante, agarrándose al marco como un viejo–. Vete a casa, Sherlock –añade, más suave–. Te llamaré.
–No me llames –le aconseja Sherlock. Se levanta el cuello de la gabardina y se marcha.
La puerta se cierra y Mycroft cierra los ojos.
–Allá van un montón de conversaciones futuras. –Mira a Lestrade con cansancio–. Ninguna de las cuales son necesarias, en realidad.
–Eso no es verdad y lo sabes –replica Lestrade, su mal talante suavizado por la empatía que siente por esos dos. Mycroft se separa de la pared y Lestrade le permite amigablemente que se apoye en su hombro–. Vas a tener que hablar con él tarde o temprano.
–Tarde –suplica Mycroft–. Tengo que volver a trabajar pronto.
–Tarde entonces –asiente Lestrade–. Vuelve a trabajar pronto. Por ahora, recupérate.
–Oh, enfermera mía.
–Qué suerte tienes –Lestrade sonríe, guiándolo hasta el baño. Al soltarle el brazo, Mycroft elige no darse cuenta de que la sonrisa no llega hasta sus ojos.
Lestrade cierra la puerta del baño tras Mycroft y hace introspección por unos instantes. Luego, con su estabilidad habitual, sigue con sus quehaceres. Golpea la puerta.
–Voy a poner los platos a lavar. –Ahoga un suspiro contra la manga de su suéter–. Estaré en la habitación de al lado si me necesitas.
* * *
John se despierta al entrar Sherlock en su habitación. Lo hace mucho últimamente, ahora que Sherlock ya no disimula que lo hace y ya se lo espera. No suele decir nada, ni siquiera se incorpora en la cama, pero está vez Sherlock lleva un buen rato de pie junto a la cuna.
–¿Qué pasa? –pregunta John, irguiéndose sobre un codo para mirarlos a los dos, un bulto despeinado en la cama.
Sherlock, una silueta mortecina contra la ventana, calla un momento y luego niega con la cabeza.
–Nada. Está durmiendo.
–Ah. –John distingue el pálido relámpago del rostro de Sherlock cuando se vuelve para irse calladamente–. ¿Todo bien con Mycroft?
–Hm. Ha roto el teléfono.
John sonríe de alivio.
–Qué idiota. Buenas noches, entonces.
–Buenas noches. Sherlock cierra la puerta tras él con suavidad, y John vuelve a acomodarse entre las almohadas. Oye el ruido amortiguado de los pasos de Sherlock dando una sola vuelta en torno al salón, y el clic de los interruptores. La luz que se colaba bajo la puerta se desvanece, y luego oye los pasos de Sherlock desaparece escaleras arriba. La madera del suelo cruje cuando llega al piso superior, y después oye el suave golpe de la puerta del dormitorio. Y después, silencio.
La niña gruñe en sueños, se mueve una vez y luego vuelve a caer en un sueño profundo y John, tirando de las mantas para protegerse del frío, hace otro tanto.
* * *
Sherlock duerme hasta tarde, y John le deja. Después de tantos meses quedándose despierto toda la noche con la niña, se lo ha ganado. John se para frente a la nevera, dándole las gachas a su hija con una mano y sosteniendo una taza de té con la otra, y contempla la blanca y vacía superficie de la máquina.
Los post-its se han ido reduciendo hasta desaparecer.
Los primeros días, John lo trata como una casualidad, aunque hacia el final de la semana empieza a plantearse tentativamente si no será ya hábito. Al pasar dos semanas ya no puede seguir negándolo: la niña ha empezado a dormir toda la noche sin interrupciones. La acuesta a las ocho, la despierta a las seis, y el inconsistente horario de Sherlock se ha asentado para reflejar eso. Desaparece escaleras arriba un par de horas después de que John se haya ido a la cama, y por la mañana se levanta media hora más tarde que él para no cruzarse en la ducha.
Se siente rara, esta nueva rutina. John se da cuenta de que de repente se encuentra cansado a media tarde y, aunque los días se hacen más largos, están más llenos y por ende parece más cortos. Le parece que si pestañea pierde una mañana, y sin embargo la hora de levantarse de ese mismo día se le antoja lejísimos en el tiempo. La niña exige más atención y entretenimiento que nunca.
Sherlock está mayormente callado. A John no le resulta inusual del todo. Hace tiempo se dio cuenta de que, a pesar de sus rarezas, hay un hombre silencioso bajo su ruidoso personaje exterior. Ha empezado a puntear su violín en lugar de tocarlo, y pasa como un fantasma de caso en caso, jugando con sus artilugios más inofensivos y perfeccionando su habilidad para forzar cajas fuertes. Va rotando por el apartamento. Cuando John entra a una habitación, especialmente si lleva a la niña al brazo, Sherlock se marcha educadamente. Hasta donde John sabe, sigue trabajando en el caso que Mycroft le dio, pero eso también le preocupa. Lo normal sería que a estas alturas Sherlock ya lo hubiera atosigado hablando sin parar sobre lo que sea que esté haciendo, y sin embargo no ha dicho ni pío.
John ha estado tan absorto, y Sherlock ha maniobrado con tanto disimulo, que no es hasta que John se para a pensar en ello que se da cuenta de que hay algo que no marcha del todo bien.
Ahora Sherlock es tan silencioso que John se descubre a sí mismo deteniéndose a escuchar el apartamento para comprobar que aún está ahí. Pero entonces la niña de repente empieza a tener accesos inesperados de llanto y repentinas subidas de temperatura. John la pasea en brazos por el salón, calmándola; es la primera vez que le sale un diente. Es una distracción que vuelve a empujar a John hacia el cansancio por falta de sueño, y sus preocupaciones sobre Sherlock pasan a segundo plano.
La niña tiene once meses cuando finalmente su primer diente hace aparición.
–Tarde –comenta Sherlock.
–Es genético –dice John, a la defensiva–. A veces los bebés no echan los dientes hasta el año o después. No le pasa nada a la niña.
–Yo no he dicho eso –replica Sherlock. Observa a John frotar las encías de su hija con Bonjela, y la expresión desconcertada de ella: una mezcla de alivio al desaparecer su dolor y asco por el sabor.
En cualquier caso, se está desarrollando despacio pero con seguridad. Cada vez se parece más a una niña pequeña, alejándose del género amorfo de los bebés. Sus ruiditos están más concentrados: ha aprendido a “responder” y ahora tienen conversaciones completas a base de gorgoteos, con una acentuación y entonación tan realistas que a veces John se detiene a preguntarse si lo que acaba de oír es una palabra de verdad. Pero con eso, como con todo lo demás, parece que la nena se está tomando su tiempo.
Lass piernas se le han hecho más fuertes, y más de una vez tiene que atraparla para que no se golpee después de un salto especialmente ambicioso desde el sillón a la mesita de centro. Se tambalea de aquí para allá, pero eso aún no es caminar, en lo que a John respecta, porque todavía tiene que agarrarse a las cosas como un mono para lograrlo. Sólo es paso en la dirección adecuada.
John ha estado intentando sobornarla. La deja de pie, apoyándose en su sillón, y luego balancea un dulce delante de ella para tentarla a caminar hasta él, algo que hasta ahora sólo ha resultado en confusión y lágrimas. John bufa y la recoge, le mete la galleta entre las fauces para que deje de llorar, y luego ve a Sherlock levantando la ceja y se escabulle, avergonzado, para ser un padre competente lejos de su mirada juzgona. Lo cierto es que su hija está siendo de los últimos de la guardería en ir pasando las etapas del crecimiento. La señora Hudson opina que a la niña, ahora que ya está más crecida, quizás “la quieren demasiado”.
–Eso no es verdad –le masculla John a Sherlock, las cejas fruncidas–. De ninguna manera. No está mimada.
–Claro que no –responde Sherlock sin pensar. John pone mala cara y bufa.
–¿Tú crees que la estoy mimando?
Sherlock extiende las manos a los lados de su cara y lo mira con expresión de paciencia infinita.
¿Cómo quieres que conteste a eso?
John se queda ahí parado, angustiado. Es una respuesta justa; sólo le ha preguntado a Sherlock, y no es que tenga una amplia experiencia con niños pequeños. Y, exceptuando a los raros casos que aparecían en la clínica antes de que se convirtiera en padre, John tampoco la tiene.
–Pero no le hago todo yo… –dice John, pensando en voz alta, y en cuanto lo dice se da cuenta de que no es cierto. Durante los últimos quince días, cada vez que ha estado en casa, lo ha hecho. Comidas, baños, acostarse y levantarse. Se lo hace todo él. Sherlock interrumpe su tren de pensamiento.
–Algunas investigaciones sugieren que, antes de los seis meses, es imposible mimar demasiado a un bebé; sin embargo, superada esa edad, hay que ser precavido y no confundir todos los llantos con llamadas de peligro, permitir cierto nivel de ansiedad cuando el bebé explore una nueva situación, y ser firme con los horarios de sueño.
Sherlock se gira a mirar por la ventana, rascándose ausente el antebrazo, como si no acabase de citar un párrafo de la Guía del Bebé del doctor Spock.
–Dios mío, has leído más que yo –dice John. Se rodea las costillas con un brazo, se tapa la boca con el dorso de la mano contraria y mira a su hija empujar sus cubos de madera de un lado a otro–. ¿Yo hago eso?
Sherlock hace una serie de movimientos con los hombros que John no consigue interpretar.
–Sherlock –comienza John, y su tono hace que Sherlock levante la cabeza para mirarlo–. Mira, ya sé que he mencionado esto antes y que no te hacía mucha gracia, pero… la oferta sigue en pie. La que te hicimos Mary y yo después de… ya sabes, de esa navidad.
Sherlock parece calmado, pero John lo ve batirse en retirada un sólo paso hacia dentro de sí mismo. No hablan de lo que pasó. No mencionan ese desastre en particular, y la asquerosamente poco merecida suerte que les permitió salir de él con la libertad y la vida intactas. Trabajan dentro de los parámetros que ese evento les trazó, pero no hablar de él hace más fácil fingir que no es así.
–Sé que ya dijiste que no una vez, pero… –continúa John–. La niña todavía no tiene padrino.
Ha conocido a Sherlock durante demasiado tiempo y lo ha querido demasiado como para no darse cuenta de que la oferta lo conmueve. También se da cuenta, en ese mismo momento, de que va a rechazarla de nuevo.
–Lestrade –dice Sherlock al cabo–. Es agnóstico y tiene un trasfondo más limp… paternal.
–A Lestrade no se lo pediría –le dice John sin pensar.
Sherlock le dirige una mirada extraña. Hay un destello de algo frágil en su rostro, y luego desaparece tal y como ha venido cuando Sherlock agita la mano, todo humor hastiado.
–Claro que no. Sólo necesita que le des un día y una fecha y sería capaz de caminar sobre brasas para estar ahí. Discúlpame. –Salta de su sillón como si estuviera conectado a la red eléctrica y acabaran de apretar el interruptor, y rodea a John y a la niña, dejando un buen espacio en el medio
John no puede discutir, ni presionarlo para que acepte. No hace ningún movimiento para detenerlo. Sherlock recoge los periódicos de la mesa de centro y sube las escaleras hacia el antiguo cuarto de John, clavándose las uñas en la piel del antebrazo.
* * *
John tira el carrito en el recibidor del primer piso y sube las escaleras, pasándose la niña de un brazo a otro mientras palpa en busca de las llaves. Bajo él suenan pasos.
–John, querido, ¿eres tú?
–Soy yo, señora Hudson –dice John, deteniendo su ascenso–. ¿Está en casa?
–¿Quién?
–Sherlock, ¿quién más iba a ser? –John desanda su camino escaleras abajo, nervioso–. ¿Ha vuelto a casa?
La señora Hudson niega con la cabeza, empática y solemne.
–No, cariño. No he oído a nadie esta mañana salvo al cartero, y sólo paró en casa de la señora Turner. Sus inquilinos casados compran cosas por Email Bay o algo así.
–Sí, sí, los dos son un encanto –dice John, distraído–. Mierda.
–¡Esa lengua! –La señora Hudson le da un palmetazo y luego lo rodea con el brazo, llevándolo hacia la cocina–. Ven a tomarte una taza de té y cuéntame qué pasa. Molly está aquí. Mira, Molly, es John.
Molly se levanta de la mesa. Tiene las mangas enrolladas hasta el codo y sobre la encimera de la cocina queda el desastre dejado por la mayor parte de un paquete de galletas. John concluye que ella y la señora Hudson han estado teniendo una de sus “charlas de chicas”.
John deja a la niña en el suelo. La pequeña gatea directa al bolso de la señora Hudson y se zambulle de cabeza en él.
–No te preocupes –gorjea la señora Hudson, ante la alarma de John–. No hay nada con lo que pueda hacerse daño ahí dentro. Mira, ¿ves?
John se inclina hacia adelante para comprobarlo, y por supuesto la niña está cómodamente sentada contra la pata de la mesa, sacudiendo las páginas de la agenda de la señora Hudson con gran satisfacción.
–Pensé que Sherlock estaba contigo –dice Molly, cruzando las manos frente a ella. Se vuelve a sentar a un gesto de la señora Hudson–. ¿No está contigo?
–Salió hace un rato. Otra vez. No sé para qué o adónde y le he escrito, pero… ¡mierda!
–¡John!
–Perdón.
–Estará en alguna parte, trabajando en algo. Ya sabes cómo se pone –dice Molly con ansiedad–. A lo mejor ha ido a Scotland Yard. No hay cobertura en los almacenes de evidencias, son peores que el metro.
–Tampoco consigo contactar con Lestrade; hoy está en un juicio –dice John, yendo a beber su té sin pensar y derramándoselo por la manga cuando se quema la lengua–. ¡Me cago en todo!
La señora Hudson lo azota con el paño de la cocina.
–Vuelve a hablar así en mi cocina y antes de que puedas decir “cuchillo” te he lavado la boca con jabón.
–¡Vale, vale! Dios mío. –John, ausente, se frota la mejilla, donde nota la leve aspereza de la primera sombra de barba–. Adónde se habrá ido…
–Martha dijo que estaba haciendo algo con tarjetas con nombres. Eh, tarjetas de visita –racionaliza Molly–. A lo mejor ha salido a seguir alguna pista. Buscar casas o algo así.
–Me habría llevado con él. Le encanta tener compañía en las excursiones de día –replica John con certeza–. Tampoco me fío de este caso. Es uno de los de Mycroft, y esos siempre… siempre acaban en problemas. ¿Por qué no me ha hablado de él? ¿O a ti? ¿Por qué no sabemos nada?
John deja su té sin beber y se levanta un momento. Tamborilea con los dedos en la mesa. No hay respuesta a sus preguntas; tampoco esperaba ninguna. Al final habla, resignado:
–Creo que deberíamos registrar el apartamento.
–¡Ay, John, no! –dice la señora Hudson–. Seguro que no es eso.
–Yo… yo… no lo sé. –John lanza los brazos al aire–. Está muy reservado. Sale sin decir a dónde. Podría ser eso.
–Con Abejita no. –La señora Hudson se agacha a duras penas para acariciar los rizos de la niña–. No se atrevería.
John siente cómo se le tensa la mandíbula.
–Sí que se atrevería. Porque no podría contenerse, da igual lo que diga de tenerlo bajo control. En eso consisten las recaídas. No hace falta mucho, y no hace falta mucho tiempo.
Molly lo mira con la cabeza inclinada hacia un lado.
–Pero ha estado entrando y saliendo de los laboratorios del Barts –argumenta–. O sea, no se queda, y yo no lo he visto, pero hay notas y otras cosas en el equipo. Está trabajando, John. No lo hace cuando está trabajando.
–Ya, bueno –dice John, seco–, la última vez que lo hizo dijo que era para un caso.
–Lo registraremos entonces, querido –dice la señora Hudson, tocándole el hombro. De manera instintiva John trata de relajar algo de la tensión acumulada en esa zona.
–Os ayudo –dice Molly, poniéndose en pie y rodeando a la niña, preocupada por el tamaño de sus pies en comparación con los de la niña–. O… ¿debería ayudaros?
–Sí –replica John, y luego corrige el tono para que suene más amable–: Sí, por favor.
Recoge a su hija del suelo, devuelve la agenda al bolso de la señora Hudson y disgusta a la niña en el proceso. Ha debido de absorber la ansiedad de su padre, de todas maneras. La señora Hudson la coge en brazos, y ver cómo la anciana la consuela lo hace sentirse peor y más culpable y más furioso. Va hacia las escaleras para que las dos mujeres no puedan leerlo en su cara.
Pero ambas pueden leerlo en su nuca, e intercambian una mirada.
«Madre mía» vocaliza la señora Hudson, sin levantar la voz. Molly encoge apenas los hombros.
Lo siguen hasta el apartamento y entre los tres emprenden una búsqueda sistemática y minuciosa por todo el lugar, desde los sitios más obvios a los más improbables.
No encuentran nada.
–Vaya, qué raro –dice la señora Hudson, dejándose caer en el sofá.
–Debe de estar haciéndolo fuera de casa. –John cierra de un golpe el cajón del escritorio, palpa sin ganas debajo y luego suspira.
–No, querido, quiero decir –la señora Hudson hace una pausa para observar el apartamento–, que todo está muy ordenado. Muy ordenado.
–¿Qué?
–No, tiene razón –dice Molly. Está de pie en la puerta de la cocina, agarrándose los codos–. He buscado por toda la cocina y no he metido la mano en algo asqueroso ni una sola vez.
–Ya no trabaja ahí.
–El tarro de la harina estaba limpio. Y lleno de harina.
–Ah. Los tres caen en un silencio preñado con una sola pregunta: ¿Qué significa eso?
–Le he dado la vuelta a su cuarto –dice John. Se apoya en el respaldo del sillón del Sherlock y acaricia el cuero sin darse cuenta.
–No creo que esté consumiendo, John –dice Molly, mirándolo fijamente–. Sabes… hablé con Billy Wiggins la semana pasada. Me dijo… dejó implícito que Sherlock estaba limpio.
Los dedos de John han encontrado la costura en la parte trasera del cojín y se deslizan adelante y atrás por ella. Su pulgar está escondido detrás, amasando.
–Entonces, ¿qué le pasa?
Molly vuelve a mirar a la señora Hudson.
–No tengo ni idea –miente.
* * *
Sherlock vaga por Londres, interrogando a su red de mendigos.
Billy le resulta extrañamente difícil de encontrar, aunque acaba dando con él en Peckham, una localización inesperada a varias millas de su territorio habitual. Billy se encoge de hombros cuando Sherlock le pregunta qué hace allí, y dada la rojez en sus ojos la respuesta le resulta obvia. Asqueado, Sherlock lo manda a rodar con la amenaza de que si no es capaz de controlarse se le retirarán paga y enseñanza de El Trabajo hasta que pueda hacerlo. Billy vuelve a encogerse de hombros, descuidado y empapado.
El encuentro le quita las ganas de tratar con los sin techo y, con una irritante sensación de egoísmo, vuelve a visitar el Saint Bart’s con tanta frecuencia como puede sin atraer atención. La gente hace que le hormiguee la piel. No la soporta. Las multitudes son intolerables e incluso sus escondrijos favoritos se han vuelto horrorosamente claustrofóbicos.
Normalmente la morgue es su único santuario confiable, y sin embargo la molesta sensación del fondo de su estómago se las arregla para acosarlo incluso allí. Sherlock evita la muchedumbre del laboratorio, como suele. Se cuela temprano o tarde o durante una única y breve hora en torno a la hora del almuerzo, cuando es más o menos seguro que la mayoría del personal estará fuera de su camino. Se distrae con cosas de pequeña importancia que no necesitan un segundo par de manos para ayudarlo, ni acceso a determinados cadáveres. Se limita a los tests, las probetas y el microscopio, y trata de perderse en el bello y extraño mundo de la micología. No le sirve de nada.
Transcurre más de una semana de estas incursiones antes de que Molly lo pille, encorvado sobre sus transparencias y con el abrigo todavía puesto, como una especie de ave de presa patilarga. Molly se quita la bufanda y deja el bolso. Ha llegado más de dos horas antes de que empiece su turno.
–Ya me parecía a mí que habías estado por aquí –le dice a modo de saludo–. Pero no te quedaste a saludar.
–Ocupado –dice Sherlock secamente, manteniendo los ojos pegados al microscopio.
–¿Es un caso?
Sherlock se limita a emitir un ruidito mitad disensión, mitad irritación, y Molly no insiste. No sirve de nada buscar conversación cuando Sherlock está en un de sus “momentos”. Es mejor dejarle su espacio. Molly se va a la sala de personal para dejar sus cosas y ponerse la bata de laboratorio. Por ocupado que diga que está, a ella también la espera un día completo.
Pero él, por una vez, se queda, encorvado sobre su banco como una personificación de la Muerte. Molly se cruza en su camino a lo largo de la mañana, mientras procesa su primer encargo: un hombre mayor, con una cadera mala y trombos en la sangre. Algo completamente plebeyo y aburrido según los estándares de Sherlock. Molly frunce los labios y piensa en él mientras analiza las muestras de sangre. Hay algo que no marcha bien, y no es sólo la trombosis del señor Wendell.
Molly mira a su tubo de muestras y suspira.
«Hay un parecido» piensa, sacudiendo el grumo fatal de un lado a otro de la probeta, «entre la trombosis y Sherlock. Dos grandes coágulos que van de un lado a otro causando desastres». Después se siente mal por ser tan cruel.
Es raro que no haya ido a Scotland Yard. Se pregunta si se habrá peleado con Lestrade (lo cual es poco probable) o con Mycroft (lo cual es más probable). Pelea para quitarse los guantes y arruga la nariz. O con John. Sherlock es la única persona en el mundo que podría pelearse con John Watson sin que éste se enterara… de hecho, sin siquiera intercambiar una palabra. Discuten todo el tiempo, claro, pero suele ser John increpando a Sherlock por algo y suele ser todo ruido y testosterona y nada de significado. Mordidas cariñosas, piensa Molly.
Por otro lado, Lestrade ha estado ahí una o dos veces, luciendo tan sobrepasado por el trabajo como siempre y también un poco tímido, y Molly no ha sido capaz de determinar el motivo. Puede que estén conectados.
La sargento, ésa que le cae tan mal a Sherlock, vino con él una vez y estuvo dando vueltas por el laboratorio, interviniendo en la conversación que Molly estaba teniendo con Greg y mostrando curiosidad por el equipo. Molly la encontró brusca pero no exactamente desagradable, aunque veía con claridad por qué ella y Sherlock acabarían dándose cabezazos a los dos segundos de estar en la misma habitación.
En cualquier caso, la sargento Donovan había estado observando de reojo a Lestrade tanto como la propia Molly. Pasa algo, reflexiona, dejando sus escalpelos en el autoclave. Había visto a los dos fugazmente cuando ya se iban. Lestrade arengando a alguien por teléfono (o posiblemente siendo arengado por alguien) y Donovan, el ceño fruncido, tratando de llevárselo a tal o cual vista judicial con la chaqueta puesta y con un pelo que no hiciera parecer que acababa de sentarse en un cable pelado. Lo último que vio Molly fue a Donovan levantándole el codo y arreglándole con determinación la corbata para intentar que pasara de “colegial descuidado” a alguien con una mínima pátina de respetabilidad.
Definitivamente pasa algo.
Sherlock sigue ahí cuando regresa del almuerzo, aunque finalmente se ha quitado el abrigo. No la bufanda, no obstante, aunque debe de estar estorbándole. La lleva, cosa extraña, desatada y colgada del cuello, lo que casi la hace parecer sangre chorreándole por el pecho.
–Voy a necesitar la sala C –le dice Molly desde el otro lado del banco. Él gruñe y, cuando ella se levanta para irse, levanta la cabeza y ladra una lista de artículos que piensa utilizar en la próxima hora y otra lista, de artículos que no piensa usar y con los que ella es libre de trabajar, si los necesita.
Molly se muerde la lengua y se toma su actitud con gracia. «Gracias, alteza» piensa, y en su cabeza sale de la sala renqueando como Igor. «El amo es muy amable». Pero no dice nada. Conociéndolo como ya lo conoce, sería cruel y contraproducente, de todas maneras.
Entra en la sala, deja su bandeja y toma nota mental de qué instrumentos se están utilizando y qué trabajo pertenece a cuál de sus compañeros. El de Sherlock es obvio: hay un post-it pegado a la máquina. Sólo tiene una palabra garabateada, “VITAL”, en mayúsculas y subrayada dos veces. Molly no puede evitar sonreír al verla. Luego su sonrisa flaquea.
Incrédula, se asoma a la tapa de la máquina para mirar dentro, donde zumban los tubos de ensayo, y se le cae el alma a los pies.
–Ay, Sherlock…
Demora lo inevitable subiendo al piso superior para tomar fuerzas y encontrar alguna ramita de olivo que ayude a suavizar el golpe. No tiene casos pendientes y no hay nada nuevo en el laboratorio que él pueda encontrar interesante, así que lo único que le queda es el hervidor de agua y los tarros herméticos de café instantáneo. Solo, con dos de azúcar y removido lo suficiente como para robar un poco más de tiempo.
Desentierra la lata de las galletas, esperanzada, pero no encuentra más que rich teas despreciadas y galletas marca “Nice”, que siempre parecen estar ahí aunque nadie se molesta en comérselas, porque a pesar de la palabra optimista estampada en la superficie de cada una de ellas, a nadie en el laboratorio le parece que sean nada “buenas”.
A Sherlock menos que a nadie.
Contrariada, vuelve a meter la lata en la estantería, recoge las tazas y regresa al piso inferior, tratando de no derramarse café hirviendo en los dedos. Piensa mientras camina. Mucho.
Las dos manos de Sherlock descansan sobre el banco de trabajo cuando ella llega; su dueño mira pasivamente al microcosmos. Parece no darse cuenta de su presencia cuando Molly pone la taza de café junto a su codo y luego se queda ahí parada, una frase flotando en la boca.
–No –dice Sherlock en tono de broma, sin levantar los ojos.
–Avestruces.
Sherlock levanta la mirada y le frunce el ceño con desconcierto.
–¿Qué?
–Que estaba pensando en… las avestruces.
Molly se vuelve a sentar en el taburete alto frente al banco de trabajo y juega nerviosamente con el extremo de su trenza.
–O sea –continúa, interpretando el silencio irritado de Sherlock como permiso para continuar–, la gente piensa cosas raras de ellas. Dicen que meten la cabeza en la arena.
Molly lo mira para ver si la está escuchando o ignorando, y al ver que sí la escucha, lo analiza para asegurarse de que le está siguiendo el hilo.
–O sea… que si una avestruz se asusta, se queda ahí parada y mete la cabeza en la arena y… ignora lo que está pasando. Pero… realmente no hacen eso.
–Molly, ¿te has caído por las escaleras recientemente? ¿Te has golpeado la cabeza? ¿Has empezado alguna dudosa aventura con un zoólogo…? No, se nota que eso no es. –Sherlock observa con dureza un área vaga en torno la cintura de Molly y resopla por la nariz.
–Lo que hacen en realidad –insiste Molly– es aletear –hace una demostración con los dos lados de su bata de laboratorio–, y salir corriendo en cualquier dirección, como método de distracción, esperando que sea lo que sea lo que los esté acechando se decida a perseguirlas.
–¿Para qué sirve eso? –pregunta Sherlock, absorbido por el tema a su pesar–. Parece un método muy poco efectivo para evitar a los depredadores.
–No, pero mira, no lo hacen… no lo hacen para salvarse ellas. Lo hacen para proteger a… sus bebés. O a sus parejas. Eso es lo que hacen las madres avestruz.
Sherlock la mira con atención. Le pone una mano en la cara y, con la yema del pulgar, tira hacia abajo de uno de sus párpados inferiores.
–Sobria –musita, entornando los ojos mientras examina su pupila.
–Déjame, anda –dice Molly, sacudiéndose su mano sin rencor. La transgresión de espacio personal hace que se le encoja el estómago–. Es que… estaba pensando en eso. Esa técnica para resolver problemas. O sea, para cuando hay algo contra lo que no puedes pelear. Las avestruces no pueden, ¿no? No pueden pelearse contra… cosas grandes. No están preparadas para eso.
Sherlock se aclara la garganta, notando de repente que, entre tantos rodeos, Molly se está acercando a algo sobre lo que no tiene ganas de hablar.
–Sí. Fascinante. Si ya hemos acabado con la fauna aviar de las grandes llanuras africanas, me gustaría ir a recoger mis muestras.
De repente, Molly mira hacia abajo, a su taza, y se muerde el labio. El café y Sherlock se enfrían.
–Molly –presiona, inquieto.
–…las metiste con el programa equivocado –dice ella después de una pausa larga, la voz pequeñita–. Están… un poco… fastidiadas.
Lo mira con incomodidad, tratando de calibrar su reacción. El rostro de Sherlock está en blanco. Parece pensar por un momento, y ella se da cuenta de que está tratando de averiguar si está mintiendo o si ha hecho algo para arruinar su experimento, excepto que no está mintiendo y él siempre se da cuenta de cuando lo intenta. Se levanta sin decir nada y va a comprobarlo al otro laboratorio. Molly se siente fatal. Hablando alegremente sobre avestruces. ¿En qué estaba pensando?
Lleva demasiado tiempo viendo reposiciones de Big Cat Diary con Toby. En su cabeza tenía sentido.
Sherlock regresa, el rostro de mármol, y Molly se retuerce los dedos en el regazo. Se vuelve a sentar, pero no hace ningún intento por tocar el microscopio. Sin duda está avergonzado por haber hecho un error tan de principiante, con equipo de laboratorio que probablemente podría construir él mismo si se lo propusiera. Molly se preocupa.
–Dilo –dice él, irrumpiendo en su inquietud–. Escúpelo ya.
–John está preocupado de que estés… consumiendo de nuevo.
Sherlock no parece reaccionar, aunque su mandíbula se tensa de manera perceptible.
–Ya veo. –Su tono es impasible.
–Pero estás completamente limpio –dice Molly, amable–. Sé que lo estás. Del todo. Es sólo que… –Aletea con los lados de su bata una vez–. ¿Verdad?
La boca de Sherlock se ha convertido en una línea larga y dura.
–¿Qué pasa? –le pregunta Molly, con el corazón roto por él–. ¿Qué puedo hacer? Por favor.
Si fuera cualquier otra persona, lo abrazaría. Está a punto de hacerlo igualmente cuando Sherlock crispa los dedos sobre el banco de trabajo y echa la cabeza hacia atrás. Es un movimiento fluido, altanero y despectivo y sarcástico a partes iguales, como poner los ojos en blanco con todo el cráneo, pero Molly lo conoce demasiado bien. Molly sabe que no hay que mirar sus movimientos ni escuchar el tono de su voz, si no fijarse en las arrugas en torno a sus ojos, ésas que él no puede controlar. Reconoce el movimiento de la lengua cuando intenta por instinto tragarse la secreción de las glándulas lagrimales y se la obliga a quedarse quieta.
Molly no dice nada.
Sherlock cierra los ojos fuerte por un instante, y luego parece haber encontrado un recurso nuevo al que recurrir; de repente vuelve a tenerse a sí mismo bajo control. Molly abre la boca para ofrecer algo, ofrecer lo que sea con tal de que deje de estar así de triste, pero él la interrumpe.
Gira en su taburete e invade su espacio personal y por un momento Molly cree que se ha desmayado o ha tenido un ataque o Dios sabe qué, pero entonces siente la calidez de sus manos en los hombros.
–Gracias –le dice, y deposita un seco y fugaz beso en la piel junto a su oreja.
–¿Qué he hecho? –Molly se tambalea un poco cuando él la suelta. Sherlock se separa de ella sin mirarla y va a recoger su abrigo.
–Observar –le dice al perchero. Se pone la Belstaff con una eficiencia casi despiadada y se sube el cuello, tapando el escarlata en torno a su cuello.
–Lo siento –empieza Molly.
–No –dice Sherlock aprisa–. No lo sientas.
Molly siente que se le hunden los hombros.
–¿Qué necesitas, Sherlock?
Él vuelve apenas una fracción de su rostro hacia ella, y Molly se da cuenta, con un pálpito, que puede que ya sepa qué pasa y qué es lo que él no está diciendo. El miedo que sentía por él se evapora. La melancolía lo sustituye.
–Ay, Sherlock –dice. Ni siquiera podría decir con seguridad qué es lo que ha descubierto, sólo que tiene que ver con Sherlock y su maraña de emociones. Sólo que está relacionado con John y la niña y con lo que pasa cuando tu unidad de dos se separa, se vuelve a juntar y se añade una nueva prioridad en medio de las dos mitades. Sólo que está demasiado implicada como para que se le pueda pedir consejo esta vez, y por encima de todo, que Sherlock está profunda, profundamente avergonzado por algo.
–Tiempo –dice él, y por una vez le tiembla la voz–. Para… adaptarme. Eso es todo. –Hace una pausa, carraspea y luego mueve los hombros para acomodarse la Belstaff–. Y tu silencio.
Molly aprieta los labios y asiente. Él la ve como un reflejo desdibujado en los paneles de vidrio de la puerta, y asiente a su vez.
–Por favor, habla con alguien –le suplica Molly.
La puerta se cierra con un suspiro, y no hay respuesta.
* * *
Sherlock camina por los pasillos como túneles del hospital; giros y más giros. Pasa frente a pizarras de anuncios cubiertas de pósters del sistema nacional de salud, todos con eslóganes alegres y útiles como “¿Te falta el páncreas?”. Hay consejos médicos y varios teléfonos 24 horas en caso de que sea así. Sherlock supone que en su caso dicho órgano sigue intacto, pero tiene dudas sobre algunos otros.
Tiene el estómago horriblemente revuelto.
Quizá está enfermo; quizá esa es la fuente de toda esta extrañeza excesiva. Quizá todo esto no es más que un síntoma fisiológico de algún trastorno biológico subyacente; algún infortunio de la naturaleza o la crianza del cual él es la involuntaria víctima.
Quizá se puede arreglar con una pastilla o una inyección o cirugía; la vivisección de las emociones o algún procesos para esterilizar su… titubea antes de llamarla “alma”. Es una cosa tan pequeña. Pequeña y pesada. Desastrosa.
No recuerda llegar a las puertas ni llamar al taxi. La realidad se queda en segundo plano junto a la vida interna de su mente, más rica y vibrante.
Normalmente puede cerrar los ojos para entrar en el mundo controlado de su palacio mental, donde todo está ordenado siguiendo sus reglas, las suyas y las de nadie más. Hoy hay demasiadas cosas emergiendo de las profundidades. Pensamientos y recuerdos que burbujean como magma. Hoy el palacio mental ruge de dentro afuera.
–¿Qué? –dice, aturdido.
El taxista (sesenta y algo, sale a correr los fines de semana, felizmente casado, perro pequeño y un hurón, fumador, sin hijos, calvicie masculina avanzando posiciones bajo la gorra) se da la vuelta en el asiento para inclinarse hacia él.
–He dicho que adónde. ¿Estás bien? No irás a vomitar, ¿verdad?
–Estoy bien. Baker Street. Por favor.
–El rarito va a Baker Street –musita el taxista. Ajusta el espejo retrovisor y en él Sherlock se encuentra con su propia mirada.
El rarito. Muy acertado. Raro. Rarus. Préstamo del latín tardío (siglo XV), “poco numeroso, de poca densidad”. Desarrolla el significado de “poco frecuente” por la relación que se establece entre densidad y frecuencia. Del mismo origen que ralo (V.).
Raro. Eso es lo que ocurre. Lo que está ocurriendo. Sherlock no consigue desenredar lo que está ocurriendo para que sea lógico. No hay lógica en ello.
Este bicho raro.
Tiene las manos apretadas una contra la otra sobre el regazo, y empieza a ser consciente de que están sudando y el sudor hace que las palmas le piquen. Se las frota en los muslos para aliviar el picor, pero ahora que se ha dado cuenta ya no puede bloquear el resto de pequeños cambios fisiológicos. El cuello de la camisa es demasiado apretado y le da calor bajo la maldita bufanda. La sensación de estar encerrado (tira con impaciencia de su camisa para aflojarla y hace saltar un botón) parece derramarse por su torso hasta que incluso la pechera de la camisa y la cintura de los pantalones le muerden la piel.
–Abra la ventana –dice Sherlock, y luego lo repite más alto y más urgente. Alarmado, el taxista hunde el dedo en el interruptor electrónico y la ventanilla se desliza hacia abajo.
–Madre mía, estás blanco como un muerto. ¿Qué te pasa?
Sherlock se echa sobre la portezuela del taxi y saca la cabeza por la ventana contra una brisa que huele a humo de tubo de escape, pero que es lo suficientemente fría como para refrescarlo. Siente que se estabiliza una milésima.
Abre la puerta en cuanto el taxi se detiene junto a un pavimento que le resulte familiar y se saca la billetera a manotazos del bolsillo, esparciendo dinero suelto por el asiento trasero. Es más de lo que debería pagar, pero no quiere parar. Detalles. Detalles insignificantes. Sólo es dinero.
–Espera –farfulla el taxista. Salta al asiento del acompañante y abre la puerta, preocupado–. ¿Estás bien? ¿Llamo a alguien?
–No, gracias. Sólo estoy teniendo un ataque de pánico. Me pasa a veces –se oye decir Sherlock desde una distancia enorme, inconcebible. A sus oídos su voz suena tan normal, tan despreocupada, que por una fracción de segundo casi se convence a sí mismo de que se despreocupe–. No creo que acabe en paro cardíaco.
Huye, ladeándose inestable hacia la izquierda, con las prisas casi se tropieza con el bordillo frente a la puerta. «Eso me pasó una vez» se dice a sí mismo. «Es mucho más doloroso. El ritmo cardíaco es mucho más inestable». Empuja la puerta con el hombro, buscándose el pulso con dos dedos.
–¿John? John no está en casa. Estúpido. ¡Estúpido! Está en la clínica. No volverá a casa hasta las cuatro y media como muy temprano. Sólo son las tres en punto. ¿La señora Hudson? No la quiere a ella. La casa está tranquila, el carrito no está. Abejita. Guardería. Compras.
Se despelleja una pantorrilla en las escaleras. Se oye a sí mismo zumbando porque hay un zumbido en sus oídos y lo imita con la voz para ahogar el silbar de los acúfenos. Las cosas empiezan a aplastarse por los bordes.
«¿Me han drogado?» se pregunta, pasmado. «Molly me drogó». Pero no se bebió el café.
Avestruces.
Sherlock, ¡piensa! Tiene que haber algo en ese cerebro ridículo que pueda calmarte.
Parpadea. El 221B está ahí en un duplicado delirante. En su cabeza y bajo sus pies. «Casa».
¡Concéntrate!
«Esta vez ni siquiera me estoy muriendo» piensa, con un pinchazo inesperado de exasperación ante sí mismo. Se arroja en su sillón y se agarra a los apoyabrazos como si fuesen anclas. Eso ayuda. La habitación se ensancha un poco, el abrigo le aprieta un poco menos. Sacude la cabeza una sola vez, con furia. Hay una sensación curiosa, como si reventara la cáscara de un melón maduro con un objeto contundente, y después, en un chispazo, el palacio mental desaparece y regresa la monótona realidad.
Sigue sin poder respirar, pero al menos ya ve con claridad.
El sillón de John está ocupado, pero no por John. El elefante de peluche mira a Sherlock, tan melancólico como siempre. Hay un paño, rosado con mariposas, tirando en el respaldo del sillón. Levanta un poco la barbilla. Desde aquí puede ver fragmentos de la cocina, que ya no es su dominio. Hay biberones en el esterilizador y en los armarios una serie de artículos tan mundanos que no se ha molestado en memorizarlos. No le ha hecho falta, determina; para eso está John. John sabe.
A nivel de porcentajes, es el mayor espacio que John ha ocupado en el apartamento desde que se mudó. A Sherlock sigue tocándole la parte del león, nominalmente, pero no hay duda de que es por un margen muchísimo menor estos días. Las cosas han cambiado hasta el punto de que Sherlock ya no conoce hasta el último detalle los contenidos de los armarios de la cocina. Puede hacer una estimación aproximada, claro, basándose en el carácter de John, el sentido común y las leyes de probabilidad, pero ya no puede ser exacto. John ha mezclado sus cosas con las de Sherlock. Y sus cosas están mezcladas con las de la niña.
Sherlock parpadea despacio y respira, ronco.
No.
Las cosas de John están mezcladas con las de la niña, pero no con las de Sherlock. Nunca lo han estado. Hay una línea divisoria tácita, una que Sherlock cruzó la primera noche que sacó a la niña de la cuna sin el conocimiento ni el consentimiento de John. Una que desdibujó al acumular descuidadamente artículos higiénicos bajo su cama, escudándose en que John raramente invade su privacidad sin una buena razón. La desdibujó aún más en navidad, y se había sentido… bien.
Pero ahora que las notas han desaparecido de la puerta de la nevera, sin embargo, parece que la línea ha sido reinstaurada.
«Lamento mucho haber hecho eso» piensa Sherlock con vaga sorpresa. «Debería haber dejado un vacío legal que me permitiera volver a cruzar. Siempre se me olvida algo».
Si las cosas van muy mal, siempre podrá pestañear con esos ojitos azules suyos y conseguirse alguna mujer con la que jugar a mamá y papá.
¿Eso podría pasar? Hasta ahora John no ha mostrado ningún interés en hacer nada semejante, pero no puede descartarlo. Tarde o temprano. John no está hecho para estar solo, a pesar de lo mucho que aparta a la gente. No puede estar solo. Se ahoga si está solo. Lo último que quiere Sherlock es una situación en la que John Watson acabe solo.
La niña no es suficiente para John.
John no debe darse cuenta de eso jamás. Se le rompería el corazón.
Claro que eso es una mierda para ti.
Eso es difícil de decir, piensa Sherlock. Su capacidad para soportar el sufrimiento es lo suficientemente mayor que la de la mayoría de la gente como para parecer lunático. Se ha pasado buena parte de su vida haciendo malabares con factores contradictorios de necesidad, tolerancia, negación y furia.
Se hunde los dedos en el pelo, tratando de desalojar la confusión. Nunca ha tenido tanto John en su vida. Nunca ha sentido con tanta fuerza que o le falta algo de John o John se está alejando sin prisa pero sin pausa de él. De algún lugar por debajo del pánico surge una cuchillada de ira, sólo en parte dirigida hacia él mismo.
Hubo una vez en que se contentaba simplemente con ser consciente de la existencia de John Watson, y luego quiso saber más. Se había empezado a sentir cómodo con la presencia de John en su vida, y después, durante todo el caos con Moriarty, había asumido que a John le bastaría sencillamente con estar vivo. Había creído que opinaban lo mismo al respecto, pero había tratado fatal a John; no con las mentiras, si no siendo tan estúpido de pensar que John no conseguiría seguir adelante sin él. ¿Qué clase de arrogancia lo había hecho pensar eso? ¿Cómo pudo pensar que era imposible que se acabaran distanciando? ¿O más bien que John se distanciaría y él permanecería, estancado?
Sherlock se acerca a toda velocidad a la horrible conclusión de que, a un nivel ignorado y básico, simplemente no entiende a John Watson, ¿y cómo puede ser eso posible? Conoce a John mejor que nadie porque nadie entiende a John en absoluto.
Sus pulmones vuelven a estrecharse y se obliga a sí mismo a parar. No puede hacer esto. Si hace esto va a acabar cayendo a quién sabe qué lugar oscuro. Necesita distraerse.
Palpa su bolsillo en busca del teléfono. Hay emails de su página web, muchos, y sin embargo muy poca sustancia. No quiere contactar a Lestrade, y a Mycroft todavía menos; su hermano ha actuado a sus espaldas y saltado de un pedestal en el que Sherlock casi había olvidado que lo había puesto. Otro extraño punto doloroso en su vida.
Molly. Una idea demencial; acaba de dejarla en el laboratorio, pero he ahí el hecho. Ella cuenta. Se puede confiar en ella y, contra todo pronóstico, es… una aliada. Y no es tonta. Puede hablar con ella de la vida, la muerte y la seguridad nacional.
Pero no puede examinar estos delicados detalles con ella. Es demasiado humillante. Quizá si la señora Hudson regresara a casa…
No te darías cuenta. Siempre estás solo.
No. Sherlock se arrastra fuera del sillón y escapa escaleras arriba, a su cuarto.
Esa habitación es completamente suya, vacía de mezclas entre su vida y la de John. Salvo porque no es así. Todavía hay manchas de ceniza en la alfombra, de navidad; manchas que no salen. Sus herramientas de carpintería aún están a medio guardar, arrojadas a una caja y dejadas en un estante sobre su escritorio. El gato de la suerte y el radiómetro; abejas disecadas. Sherlock palmotea todos estos objetos, restituyéndoselos.
Juguetea con la vitrina que contiene un único abejorro carpintero europeo, inusualmente dispuesta en un largo alambre que surge de la base de tal manera que la criatura parece suspendida en pleno vuelo. Parece que podría quebrar la vitrina de cristal en cualquier momento con tan sólo un par de giros más de sus frágiles alas, pero está clavado en el sitio.
«Parece natural. No lo es» piensa Sherlock. Anhela ver uno vivo y observar su comportamiento.
No lo distrae lo suficiente.
–Información –dice Sherlock en voz alta–. Necesito más información.
Sobre sí mismo, sobre John, sobre la gente y las cosas que hacen. Busca su teléfono de nuevo. Tiene que haber alguna fuente de información para eso. Puede fingir, sabe que puede hacer al menos eso, pero también sabe que jamás podría hacer que John se creyera esa mentira en particular.
Un pensamiento. Voz. Memoria.
No tienes que buscar nada en Google, ellos saben lo que hacen.
Sigue ahí, entre sus contactos. A pesar de todas sus protestas y de su ira ante el gesto, nunca se decidió a borrarlo. Contempla la palabra en la pantalla. “Información”. A lo largo de su vida nunca ha ganado nada sin probar todas las opciones.
No parece que le queden muchas opciones.
La línea timbra y las palmas se le humedecen de anticipación y miedo. Tiene que luchar contra el deseo de arrojar lejos el teléfono como si fuese una alimaña. La bilis le sube por la garganta. Necio. Debería haber pensado. Inventarse un personaje. Una treta.
Piensa, piensa, piensa, piensa. ¿Qué vamos a decir?
Mentira. Me mentiste. Mentiste y mentiste.
Eso también.
Se oye un suave clic y de repente habla una apacible voz de mujer.
–Hola, has llamado a la Operadora Pasos Seguros. Me alegro de hablar contigo.
No puede contestar. No tiene ni idea de por dónde empezar y su odio a las llamadas telefónicas se está alzando como un muro ante sus ojos y ¿cómo demonios pensó que esto era buena idea?
En efecto, ¿para qué sirve esto, hermano mío? ¿Qué esperas obtener de alguien que seguramente sea un aburrido despojo de chica, en la diminuta oficina de una ONG perdida en mitad del East End, sin duda con propensión a los hobbies esotéricos y el vegetarianismo militante? Una mujer que pasa su tiempo libre hablando con desconocidos sobre cómo se sienten en un retorcido intento de sentirse mejor por las insuficiencias de su propia vida, complementando su pseudo-terapia con palmaditas en la espalda y charla intrascendente y ay, cuelga de una vez, Sherlock, está hablando de nuevo.
¡Cállate, cállate!
–¿Hola? Mi teléfono me indica que sigues ahí. ¿Me oyes?
Hay altas probabilidades de que lleve alguna prenda de punto de colores chillones, pensando que es “alegre”, y que sueñe con comprar una caravana de viaje para ampliarla. Ahórrate esto. Cuelga.
Su pulgar se desplaza por encima del botón para terminar la llamada y entonces ella lo deja sin aliento leyéndole el pensamiento.
–Por favor, no cuelgues.
Es consciente de que ella debe de poder oír su respiración, jadeando débilmente por los largos y serpentinos cables de teléfono de Londres– ¡no, estúpido! Es un teléfono móvil, no hay cables, es estática, magnética, algo. Errático. «Sueno como un pervertido» piensa. «¿Qué pensará que estoy haciendo?»
Sherlock se retuerce,
¡hola-hi, hola-ho!
Vuelve a tu agujero,
¡hola-hi la-ho!
–Vale, vale –dice la voz, tranquilizadora. Parece tranquila y serena; su voz baja un tono y empieza a parecerse a la que usa Lestrade cuando quiere ser amable con las víctimas de un crimen. O a la que usa John cuando está lidiando con idiotas. Penetra el caos y, privado de más opciones, Sherlock hace un esfuerzo para concentrarse en ella–. ¿Vale? Respira profundamente. Yo lo hago contigo, ¿estás preparado? Inhala…
Toma aire, sintiéndose separado de su cuerpo. Sus pulmones entrecortados protestan, pero en general ayuda. Es tan sencillo, respirar. Asquerosamente simple, y sin embargo ¿por qué de vez en cuando se vuelve tan anormal? Cierra los ojos y se concentra en el ardor de su garganta, el fuego detrás de sus ojos y los saltos de su diafragma. Para respirar profundamente tienes que hinchar el vientre para permitir que la sección inferior de los pulmones se expanda. Los músculos de su estómago se limitan a crisparse, tensos, cuando lo intenta.
Soy un hombre adulto, piensa, y ni siquiera puedo respirar correctamente sin ayuda.
Deshonroso.
Humillante.
–…y exhala de nuevo… dos… tres… cuatro… eso es, muy bien. Inhala…
Su tono nunca cambia. Se disuelve en una especie de grabación de sí misma, y es mejor así. Es más fácil si no es una persona, si no sólo una suave voz saliendo de las entrañas del teléfono; una pista de mp3 que no puede juzgarlo. Igual que una grabación, nunca se calma, sólo persiste una y otra vez hasta que, respiración a respiración, consigue drenarlo de su cruda y frenética energía.
Sherlock se derrumba en la cama, el teléfono se le resbala un tanto de la oreja, y se siente exhausto. Exhala una última vez y cuelga. El sonido moribundo del teléfono es de una inmediatez lóbrega, como una mano escapándose de entre las suyas, pero el mundo ya no es tan alarmante. Deja que la agotada mano que sostiene el teléfono resbale hacia su regazo.
En la pantalla parpadea una llamada perdida, y los números de horas y minutos van pasando en silencio.
Lleva al teléfono veinte minutos. Sherlock respira y siente que lo acaban de rescatar de aguas profundas. El statu quo se reestablece y aún es duro, pero más manejable.
La señora Hudson regresará en cualquier momento y no puede verlo así.
Escapa al baño y se frota la cara con agua fría, y para el momento en que la oye entrar, su aspecto externo vuelve a ser normal.
–¡Hola holita, muchachos! Ah, Sherlock, estás tú solo. Te compré tus cosas. –Deposita las bolsas en la mesa y busca en ellas, sin encontrar nada extraño en el silencio de Sherlock, que ha cogido su violín y abraza la madera, pasando con dulzura los dedos arriba y abajo de las cuerdas–. Y voy a prepararos la cena; sólo esta vez, ¿eh? Por John, que se ha quedado atascado en el tráfico. ¿Qué te apetece?
Un latigazo de hambre súbita le hace temblar las tripas y Sherlock se da cuenta, sorprendido, de que está famélico.
–Sí –dice, poniéndose en pie de golpe–. Patatas fritas.
–Ay, no traje –dice la señora Hudson, decepcionada. Mira la confusión de bolsas de plástico blanco y ultramarinos de la mesa. Comprueba su lista–. Pero hay patatas crudas. ¿Qué tal asado frío con puré de patata? –Prosigue sin esperar una respuesta explícita y se agacha para abrir los armarios inferiores de la cocina.
Sherlock deja su violín y se aleja del sillón, previendo que tendrá problemas con los pesados montones de cacerolas.
–Gracias, querido –le dice, retrocediendo para dejarle espacio de maniobras. Se frota la cadera–. Este frío hace que me duela todo; a veces me pregunto cómo hacía todo lo que hacía antes.
Sherlock se pregunta lo mismo. Se sienta a la mesa sin hablar, con el pelador de patatas en la mano, mientras la señora Hudson se mueve de aquí para allá por la cocina, tarareando y murmurando para sí sobre el fogón.
«Antes, yo lo hacía todo solo» piensa Sherlock. Da vueltas al sólido peso de una patata en la palma de su mano, sacándole los brotes con el pulgar. «Antes, era completamente distante».
Notes:
Notas de la traductora:
-La zarzuela de mariscos es un guiso típico de la zona del levante español. En el original decía "catalan stew", y después de investigar un poco y cotejar los ingredientes decidí que debía de tratarse de algo parecido a ella.
-La porcelana de ceniza de hueso existe de verdad; se le añade ceniza de huesos de animal a la pasta base y da como resultado una porcelana más transparente y delicada (y cara) de lo normal. Algo muy apropiado para alguien de familia bien como Sherlock.
-Birdcage Walk es una de las calles más caras de Londres.
-En Gran Bretaña la palabra clot (coágulo) también significa "zopenco", de ahí el juego de palabras de Molly.
-Las rich teas son unas galletas parecidas a las María, pero más firmes y por tanto predilectas para mojar en el té.
-Big Cat Diary es un programa sobre vida salvaje africana de la BBC.
-En la versión original, cuando Sherlock tiene un ataque de pánico pondera la etimología de la palabra weird (raro), cuya raíz germánica está relacionada con el concepto de destino y de lo inevitable, y piensa que lo que le está pasando también es inevitable. Como "raro" en castellano no tiene el mismo origen no pude traducirlo tal cual, pero me gustó el uso del lenguaje así que lo explico aquí ^^
-También durante el ataque, a Sherlock le pasan por la cabeza fragmentos de una canción que recuerdo de mi época scout en Lima (Hola-hi, hola-ho). Es mi intento de traducir la versión original, que menciona la canción scout en inglés Ging Gang Goolie. Odamaki te explicará más sobre ella a continuación ;)
Notas de la autora:
-El título del capítulo lo saqué de Cocaine Habit (Take a Whiff on Me) de Memphis Jug Band, pero recomiendo escuchar la grabación del Old Crow Medicine Show, tiene mejor audio.
-Rules (“Reglas”) existe. Es el restaurante más antiguo de Londres, pero yo soy pobre y nunca he ido. El par de faisanes con ostras es una comida que Sherlock sirve en el canon de Arthur Conan Doyle, por eso lo incluyo.
-El doctor Spock (en una encantadora coincidencia, es su nombre real) era un señor que escribió un montón de libros sobre crianza en los ochenta. Fue popular sobre todo en Estados Unidos.
-La torsión testicular también existe. Puede ocurrir por muchos motivos y, aunque afecta mayoritariamente a niños y adolescentes, también tiene incidencia, más rara, en hombres mayores. La torsión ovárica también existe *pulgares arriba*.
-¿Os acordáis del regalo de navidad de la señora Hudson? Sep, le dio a Sherlock un abejorro carpintero europeo. Qué suerte tiene el desgraciado.
-“Ging Gang Goolie” es una canción scout, y no significa nada. Dudo mucho que Sherlock estuviera en los scouts, pero no puedo evitar imaginar que Papá Holmes sí y que se la cantaba a Sherlock, y que Sherlock no estaba nada impresionado.
Creo que el asado frío con puré de patata aún es muy común en Gran Bretaña. Mi familia come eso para usar los restos del asado del domingo; eso, o los convierte en relleno de empanada. En cualquier caso, la ternera fría también se menciona en el canon de Doyle, así que ahí va un intento de guiño.
¿Preguntas? ¿Comentarios? ¿Deseos ardientes de expresar tu amor por la vida aviar? ¡Comenta!
PS: Es una aproximación, pero creo que esto podría llegar a tener unos veinte capítulos. Yo lo dejo caer. Oooooooh sí.
Chapter 8: Nada de lo que asustarse
Chapter by BelsanEmpress, Odamaki
Summary:
–Vete a casa, John –dice Lestrade, interrumpiendo sus pensamientos con suavidad–. Recoge a tu hija y hazla sonreír y deja… deja de torturarte por cosas que no son tu responsabilidad.
John lo mira con perplejidad.
–Sherlock –aclara Lestrade–, y hacer que no esté… tan…
La mirada de John se vuelve desafiante.
–No es tu responsabilidad. Tienes la misma responsabilidad de hacer a Sherlock feliz que de hacer que el metro llegue a tiempo. De eso se tiene que encargar él solo.
–No puede –dice simplemente John; su ira al fin se ha caído a pedazos–. No tiene ni idea de cómo.
Notes:
Notas de la autora:
Doy gracias como siempre a mi Huevo Mayor, Codenamelazarus, que en la vida real ha estado muy ocupada, así que si alguien se siente caritativo que se pase a enviarle fotos de animalitos bebés. Especialmente murciélagos de la fruta. En serio. Busca en Google “murciélago de la fruta bebé”. No te arrepentirás.
En Tumblr soy Odamakilock. Posteo una embriagadora combinación de fanarts de John abrazando a Sherlock, Sherlock abrazando a John y John abrazando a Sherlock mientras Sherlock abraza a John, y a veces gatos. Es un lugar feliz.
Por alguna razón el formato del archivo se destroza al pasarlo de Scrivener a AO3, así que si alguien encuentra errores tipográficos o agujeros en los que puede que los gremlins de AO3 se hayan comido el texto, que me lo haga saber en los comentarios!
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Chapter Text
Para la segunda semana de febrero la niña decide que un solo diente no es suficiente y empiezan a salirle cuatro a la vez en la encía superior. John está exhausto. Su hija grita y se agarra las orejas porque le duele, y a él le palpita la cabeza. Nada consigue calmarla durante mucho tiempo.
No consigue dormir, y no vacila en hacérselo saber de la manera más ruidosa posible, y como John no puede dormir con esos llantos, se queda despierto la mitad de la noche. Ni siquiera Sherlock puede calmarla.
«Lo siento, le están saliendo los dientes» se ha convertido en la frase más común de John. La dice cuando deja a la niña en la guardería, y la dice de nuevo cuando tiene que salir temprano del trabajo y llevársela a casa porque no se calla y le ha subido la fiebre.
La dice en el supermercado cuando está a punto de largarse con el carrito y el bebé de otra persona; la dice de nuevo, sintiéndose derrotado, cuando lo llaman por megafonía al mostrador de atención al cliente porque se ha olvidado la tarjeta de crédito en la caja.
Se la dice a la señora Turner, que se muestra comprensiva pero está un poco fastidiada porque su calma y tranquilidad de la hora de comer se han visto invadidas. Se la dice a Sherlock a las tres de la mañana, cuando emerge de su habitación para ver qué está causando tanta conmoción. John ha abierto su portátil y busca ideas en Google.
–Los hombres del pueblo Aka –dice Sherlock–, en África central, dejan que los niños más recalcitrantes simulen la lactancia con ellos cuando las mujeres están ocupadas con otras tareas.
John parpadea y siente que tiene los ojos llenos de arena. Le pasa a la niña llorosa.
–Adelante –le dice–. Voy a comprar gofres congelados.
Regresa un rato más tarde a una casa mucho más silenciosa, y encuentra a Sherlock en el salón con la niña, acompañado de la señora Hudson. La pequeña por fin se ha quedado fuera de juego, por una combinación de puro agotamiento y del whisky con el que la señora Hudson le ha masajeado las encías.
–Sólo una gotita –dice ésta complacida, dándole palmaditas a la botella–. Es como magia. –Y se marcha a dormir.
–Lo del pueblo Aka no funcionó, entonces –dice John, echando los gofres al congelador (no ha sido una salida inútil; la niña se vuelve a levantar a las ocho, y los gofres los ayudarán a sobrellevar la mañana). Sherlock lo mira raro.
–Quería decir que los padres lo hacen –dice Sherlock, tenso, y se va escaleras arriba.
–¿Qué? –dice John con retraso. Se da la vuelta para seguir los pasos huidizos de Sherlock, y en lugar de eso se tropieza con el reloj.
–Puta madre –maldice, y va a desplomarse a la cama.
* * *
–Caminará sola para final de mes, hazme caso –comenta la señora Hudson, mirando cómo la niña se arrastra sobre el trasero de un lado a otro de la cocina y después se pone de pie para asaltar el cajón de las cucharas.
–Ya debería caminar sola –replica John, ligeramente irritando–. Y hablar. Y masticar.
–Está en ello, John –lo reprende la señora Hudson. Coge un cucharón de madera del banco de la cocina y se lo pasa a la niña, que de inmediato se sienta en el suelo y lo examina minuciosamente–. Todo a su tiempo. A lo mejor necesita que le hablen más. Eso lo podemos hacer, ¿no, Abejita? Podemos tener unas charlas geniales, claro que sí. ¿Sabes decir “papá”?
–No –dice John, abrupto. Los recuerdos y las conversaciones con Ella, reprimidos apenas bajo la superficie, amenazan con desbordarse. La señora Hudson endereza la espalda, sorprendida.
–¿John?
–O sea, no, todavía no sabe. Eh, ¿ha comprado más detergente?
–John Watson, te estás portando de una manera muy rara. –La señora Hudson lo mira con severidad y después pasa junto a la niña para mirar en el armario–. Mira, ahí lo tienes.
–Gracias.
La señora Hudson deja escapar un sospechoso “hm”, y ambos pasan un incómodo momento de silencio. John siente sus ojos en la nuca incluso cuando la niña se voltea sobre la barriga para echarse sobre los pies de la señora Hudson.
La anciana se agacha rígidamente y coge a la niña en brazos, y vuelve a mirarlo con dureza.
–¿Lo siento? –dice, fastiado.
–Hm –repite la señora Hudson, usando la mano libre para sacar los biberones del escurridor con una fuerza innecesaria.
–¿Qué? –exige John.
–Estoy esperando a que me digas qué pasa, aunque probablemente esté perdiendo el tiempo. De verdad, John, después de todos estos años. –Lo mira con reproche–. No soy la vieja tonta que crees que soy.
–No, por supuesto que no –dice John, espantado.
–¿Entonces a qué viene todo esto, querido?
John mueve innecesariamente la vajilla de un lado a otro antes de contestar.
–Prefiero no hablar de ello –dice, rígido.
–¿Es un problema de hombres? –pregunta la señora Hudson, bajando la voz hasta convertirla en un susurro. A John se le escapa una risa que es mitad ladrido.
–No. No, no tengo… vamos a dejarlo en “no”.
–Bueno, no sería nada de lo que avergonzarse; las almorranas y esas cosas le pueden pasar a cualquiera.
John se ríe.
–Dios mío, no –suplica, levantando una mano–. Estoy perfectamente sano, señora Hudson.
–Eres médico, supongo que sabes de eso –concede la señora Hudson–. Y también deberías saber que Abejita está bien.
–Ya lo sé. Es que… –John se rinde y se da la vuelta, apoyándose en el banco de la cocina–. No lo sé. Sherlock se está portando raro. Siempre se porta raro en lo que concierne a Abejita y no sé cómo interpretar eso.
Y ahí, piensa, está el quid de la cuestión. Siempre ha sido capaz de adivinar más o menos qué está pensando Sherlock, y que de repente pase a dar dos pasos adelante y un paso atrás lo tiene confundido. No entiende por qué Sherlock se pasó todo el otoño peleando y mintiendo y haciendo todo lo que estaba en su poder para estar ahí, sólo para echar el freno en navidad y luego dar este extraño giro de ciento ochenta grados; parece que hayan vuelto al día en que nació la niña y Sherlock se negaba a ir a verla.
Lestrade dijo que Sherlock acabaría por acostumbrarse y John creía que así había sido, pero ahora los está ignorando a él y a la niña, y eso duele.
–¿Por qué no… por qué no quiere hacer nada con la niña a menos que sea en secreto? –escupe John, furioso de repente–. ¿Cree que dañaría ese ego descomunal que tiene? ¿Qué pasa, que va a perder su reputación si lo ven cuidando a mi hija?
La señora Hudson lo observa con detenimiento. Después lo mira como si fuera el idiota más colosal que ha visto en su larga y variada vida.
–¡Ay, John! –exclama con desaprobación, perdiendo la paciencia–. Os voy a coger de la cabeza para golpearos el uno contra el otro. Papanatas. ¡Hombres! Nacen idiotas y no mejoran con la edad –le dice a la niña, que la contempla con ojos bien abiertos mientras se chupa el puño–. Anda, ve con papi.
La toma en brazos y se la tiende y John, nervioso, la recibe.
–Ridículo –dice la señora Hudson, medio para sí, y se gira para irse muy irritada.
John no está muy seguro de qué acaba de pasar. Se demora por un segundo y luego corre tras ella.
–¡Señora Hudson, espere! –Se inclina sobre el pasamanos para llamarla.
La respuesta de la señora Hudson está hecha de acero.
–¿Qué pasa?
–Lo siento. No sé muy bien por qué, pero lo siento y… ¿me acaba de llamar “papi”?
–Bueno, dejaste bien claro que no te gusta “papá” –replica la señora Hudson. No es acusadora, pero se siente crecer su frustración.
–Yo… no. Es… está perfecto –dice John.
La señora Hudson lo contempla y su porte se ablanda, y John siente que él también se ablanda en respuesta. Le parece ridículo que Ella se pase horas y horas escarbando para que John exprese todo esto y que basten dos minutos de perder la aprobación de la señora Hudson para que corra a decirlo todo.
–Es sólo que no quiero que me llame “papá”. No me gusta, eso es todo.
–Bueno, no tiene que hacerlo –dice la señora Hudson, razonable–. No es una ley, John.
–Ya lo sé. Pero todo el mundo espera que lo haga y… –Exhala aire con un golpe que es casi una tos, y lo traduce a la expresión más sencilla que puede–. Me pone de los nervios.
La señora Hudson frunce los labios, pero en sus ojos vuelve a haber un destello de buen humor; sus palabras han apelado a su rebeldía innata.
–Me atrevería a decir que con eso sí podemos trabajar –dice, tomándole la palabra. Él sabe que ella sabe que esa no es toda la historia. Y se da cuenta también de repente de que ella peleará con uñas y dientes entre bambalinas para que se haga lo que John desea sin siquiera volver a mencionar el tema, porque sabe que John no quiere hablar de ello.
La señora Hudson es un prodigio, piensa John, mirándola con repentina calidez. Se siente extrañamente bien al haberlo dicho, y se siente mejor aún que ella se lo haya tomado tan bien y, lo más importante de todo, sin hacer preguntas.
–Señora Hudson.
–Sigo aquí.
–Eso es un montón… es un nombre largo.
–¿Cuál?
–Señora Hudson.
–¿Sí?
–No, lo que quiero decir –John se ríe ante su confusión–, es que es un nombre demasiado largo para Abejita. Demasiado largo para que ella lo pronuncie.
–Bueno, no tengo ningún otro, y no puede ponerse a llamarme Marta cuando vosotros dos me llamáis señora Hudson; sería demasiado peculiar.
John sonríe de lado.
–¿Qué tal “Nana”? –sugiere.
La señora Hudson se agarra bruscamente la cara y por una fracción de segundo John piensa que quizá no debería haberle dicho eso cuando está de pie en un tramo estrecho de escaleras. Parece que se va a desmayar. Después sonríe con más felicidad de la que él ha visto jamás y sube corriendo de vuelta al rellano.
–¡Ay, John! ¡Ay, John! ¡Sí! ¿Lo soy? ¿De verdad?
John la deja estrujarlo en un salvaje y emocionado abrazo, y cubrir a la niña de besos con pintalabios.
–Por supuesto que lo es –dice, cediendo sin rencor a su entusiasmo–. Es obvio.
* * *
El pub de la calle Broadway es un viejo refugio de policías, y a estas horas está casi vacío. Se sientan en la terraza, a merced del afilado viento, para que Lestrade pueda fumar. John trata de orientarse hacia el sol buscando algo de calor primaveral, y Lestrade se agarra a sus cigarillos como si el fuego y la nicotina pudieran calentarlo desde adentro.
–Pensé que ibas a dejarlo –dice John, ajustándose el abrigo. Entorna los ojos contra el sol y sacude las piernas bajo la mesa y pone todo su esfuerzo en transmitir de forma no verbal que Lestrade debería o apagar el cigarrillo o comérselo de una puta vez.
Lestrade da otra larga y amorosa calada.
–Al carajo –dice–. Algunos días esto es lo único que evita que cometa homicidio.
John recoge el paquete.
–Vuelves a fumarlos altos en alquitrán –nota. Lestrade se encoge de hombros.
–Tienen más sabor.
«Será que ahora ya no los compartes, más bien» piensa John. No es un experto a la hora de deducir la vida privada de Lestrade, pero sabe qué aspecto tiene un hombre soltero al que le importa una mierda impresionar a nadie. Le ha dicho que viene de Scotland Yard y que ha estado haciendo papeleo, pero parece que hubiera dormido con la ropa que lleva.
En definitiva, no es el mismo hombre que hace apenas unos meses lucía ostentosos alfileres de corbata y mantenía los zapatos bien lustrados. No es que Lestrade haya sido descuidado nunca, pero John cree que es justo decir que al menos una parte del brillo de su relación ya se ha desgastado.
Se han reunido en uno de los pubs de franquicia cercanos a Scotland Yard, un lugar bastante estandarizado. Máquina tragaperras en un rincón, televisor sobre la barra y platos de fritura a cinco libras noventa y nueve los viernes, con una bebida. El olvidable camarero, un larguirucho con la sombra de la primera barba en las mejillas, se acerca chocando las rodillas para recoger los vasos vacíos dejados por algún otro bebedor a la hora del almuerzo.
–Siempre me entran ganas de pedirles el carnet –comenta Lestrade en cuanto está lo suficientemente lejos para no oírlo–. Cada vez son más jóvenes.
–Señal de que estás envejeciendo.
–Cállate –dice Lestrade sin rencor–. Además, espérate a que tu hija se traiga a su primer mozuelo a casa, a ver qué haces.
John se ríe.
–Todavía faltan años. Ni siquiera hemos celebrado su primer cumpleaños todavía.
–Es este jueves, ¿verdad?
John asiente.
–No haremos nada el jueves, pensé dejarlo para el fin de semana. El domingo, lo más seguro. ¿Quieres venir?
–Sí, por supuesto –dice Lestrade, agradablemente sorprendido–. Me encantaría. ¿Qué haréis? ¿Traer a sus amiguitos de la guardería?
John niega con la cabeza.
–¿A nuestro apartamento? Dios, no. No creo que sirviera de mucho. Es demasiado pequeña como para que se acuerde de nada y sólo serviría para crear un montón de desorden y de ruido, no le gustaría. No voy a tomarme todas esas molestias sólo para que esté llorando toda la tarde.
–Claro –dice Lestrade, pensando para sus adentros que es una lástima. Después se encoge mentalmente de hombros; su hija, sus reglas, y pensándolo bien, por mucho que John se haya transformado en un padre hecho y derecho, deben de seguir sin gustarle las fiestas infantiles. Rememora los diversos cumpleaños de su propia hija y luego asiente con lentitud, acordándose de lo estresantes, caros y trabajosos que son–. Toda la razón.
–Supongo que será temprano –reflexiona John, como si ni siquiera hubiera terminado de aclararse los detalles a sí mismo–. Sobre las tres en punto.
–Claro, ahí estaré.
Brindan para cerrar el trato.
John se queda callado, pensando en la logística. Puede comprar una tarta y bebidas en Tesco de camino a casa. Tienen una sección para fiestas. Podría comprar platos de cartón y vasos de plástico y ahorrarse el trabajo de lavar la vajilla. No es que planee invitar a mucha gente. Tal vez Sherlock quiera usar los platos que sobren para sus experimentos de química. Eso evitará que siga haciéndole atrocidades a las tablas de cortar.
Junto a él, Lestrade se hunde en un inquieto ensueño propio, en el que salta de recuerdos medio borrados de niños vestidos de colores brillantes corriendo por la casa entre alaridos a eventos no relacionados acaecidos en cumpleaños más recientes.
En el momento presente, John vuelve a hablar:
–¿Piensas ir al Saint Barts un día de estos?
Lestrade emerge de sus pensamientos con un poco de esfuerzo.
–Supongo que sí. ¿Por?
–Por nada. Para que le digas a Molly lo del domingo.
–Ve tú mismo a visitarla –invita Lestrade–. Le gusta tener compañía que pueda contestar en la morgue.
–¿Eh? Pensaba que con Wiggins estaría servida.
Lestrade levanta la ceja.
–Por lo visto no. Creo que no ha estado por allí últimamente. Me da que ella lo echó.
–Hm. Se veía venir –dice John–. Seguramente se pasó con la confianza.
–Sí, y además está tratando de acabar todo su trabajo antes de las vacaciones de pascua. Se va a… no sé adónde. De campamento con los pitufos.
John arruga la nariz dentro de su jarra de cerveza.
–¿A Molly le gusta irse de campamento?
–Pues no sé si estaba muy convencida tampoco –replica Lestrade–. Pero era una de estas ofertas de Groupon, y creo que la presión de grupo pudo con ella.
–Debería haber dicho que no –dice John, encogiéndose de hombros. Vacía su pinta y señala la de Lestrade–. ¿Otra?
–Por favor.
John se dirige a la barra y hace el pedido al camarero adolescente, luego regresa con las bebidas, tratando de no derramarlas. Cuando vuelve Lestrade está recostado hacia atrás en su silla, exhalando humo. Su teléfono está sobre la mesa, y por la forma en que lo toquetea parece que espera algún mensaje.
John le pone uno de los vasos delante.
–¿Sherlock te ha mencionado el caso en el que está trabajando? –inquiere. Sigue teniendo curiosidad por su trabajo, y se pregunta qué opinará Lestrade.
–Espera –dice Lestrade con una mueca–. Quería preguntar una cosa… sobre el cumpleaños de Abejita.
–Ah, no pasa nada si tienes que trabajar. No irá más allá de una reunión con tarta –dice John–. No te preocupes.
–Eh, bueno, gracias, pero no era eso. Eh… –Lestrade hace una pausa, pensando intensamente y a todas luces tratando de decir lo que quiere decir de la manera más educada posible–. Puede que esto sea pasarse de la raya, y a Sherlock no le va a hacer gracia, pero…
–¿”Pero…”? –lo anima John.
–Creo que deberías invitar a Mycroft.
–¿Mycroft? –dice John, sorprendido. No hay circunstancia sobre la tierra en la que él pueda imaginar a Mycroft pasándolo bien en el cumpleaños de un bebé–. ¿Por qué? ¿Para qué?
–Mira, yo no te he dicho nada, ¿vale? Pero creo que lo apreciaría. O sea, si lo invitas probablemente ni aparezca, así que ningún problema, pero el detalle es importante.
–No tengo ni idea de qué estás hablando –dice John, desconcertado y un poco incómodo–. ¿Qué tiene que ver Mycroft con mi hija?
Lestrade mira por todas partes, como si esperase que alguien fuera a saltar desde detrás de la tragaperras para acusarlo de traición en cualquier momento.
–No es tanto por Abejita… o sea, es un encanto de niña, sabes que la adoro, pero es más… por Sherlock.
–Me he perdido.
–Bueno, Sherlock se ha vuelto… hogareño. Le hizo esa caja tan bonita en navidad, ¿y cuándo ha hecho Sherlock regalos a nadie? Puede estar más de diez minutos en la misma habitación que ella y nadie acaba llorando.
–Es bueno con ella –dice John, frunciendo el ceño en nombre de Sherlock–. La mayor parte del tiempo.
–Exacto –dice Lestrade, sin reparar en la advertencia que John ha incluido–. A eso voy. Creo que a Mycroft le gustaría ver eso, en plan, en persona. Un poco.
John digiere todo esto despacio. Es verdad que ha habido una suerte de cambio extraño en los últimos meses. Pero por otro lado, aunque no podría afirmar que Sherlock y él estaban exactamente en sintonía y criando a su hija mano a mano, no se puede negar que hasta año nuevo Sherlock estuvo haciendo su parte y… John quiere pensar que la niña le gusta. Que la aprecia y que, sin duda para la infinita sorpresa de Sherlock, ella lo aprecia a él también, algo de lo que John está seguro y que lo hace muy feliz.
Sherlock siempre ha reaccionado al amor y la admiración sincera como lo haría un gato muerto de hambre ante un tazón de leche, y ahora, para beneficio de todo el mundo, ha encontrado una fuente potencial de todo eso en la niña. A John no le cuesta nada imaginar que Mycroft dudaría de algo así y que tendría inquietudes abstractas dado el pésimo historial de Sherlock a la hora de cuidar de sus cosas.
Sherlock recorre los barrios bajos de Londres vestido con una gabardina que cuesta en torno a mil libras, y destroza sus ordenadores más rápido de lo que algunas personas se acaban una lata de Pringles. Y no hablemos de las cosas inenarrables que le ha hecho a sus relaciones personales y a su salud física a lo largo de los años.
–Eso –dice Lestrade, con tono conspirativo–, y también sospecho que Abejita lo tiene un poco cautivado.
–¿Qué?
–Me parece que Mycroft se pone sentimental con los niños.
–No –dice John, porque eso sí se niega a creerlo. Pero en cuanto lo dice, reconsidera su suposición. Está la tarjeta de navidad; John creyó que era sólo una pobre excusa para dejarse caer en Baker Street y ver cómo iba todo, pero quizá…
La tarjeta sigue detrás del reloj de la repisa de la chimenea; nunca llegó a buscar en Google a… ¿quién era? ¿Lord Peat?
Hasta ahora había excluido a Mycroft de todas las partes de la ecuación. ¿Habrá sido eso un error? Estaba más sentimental de lo que jamás lo había visto esa noche, en la puerta del apartamento.
Lestrade interrumpe sus pensamientos dejando escapar una ronca risa por la nariz.
–No estoy diciendo que le dé vergüenza a ese viejo estirado; sólo que no asumas que es el bastión del Me Importa Una Mierda que finge ser, ¿vale?
John lo escruta y asiente despacio.
–Vale…
–No, en serio. Desde que apareció Abejita nuestras conversaciones sobre trabajo se han ido llenando poco a poco con preguntas indirectas y comentarios al respecto, y ya sabes lo entrometido que es.
–Parece que se ha quedado atrapado: quiere saber de ella, pero de alguna manera se siente demasiado superior moralmente como para espiarnos como hace siempre –dice John, pensando de repente que ambos Holmes son unos idiotas y que se parecen demasiado entre ellos para su propio bien.
–Sí. O quizá no os espía porque teme que si Sherlock se entera (y Sherlock siempre acaba enterándose) dejará de hacer lo que hace.
John suspira. En el mejor de los casos, vuelve a haber un Holmes haciendo el ridículo; en el peor, Mycroft está buscando una manera de usar a su hija a su favor contra Sherlock, algo de lo que, a diferencia de Lestrade, John sí piensa que sería capaz. Quiere saber cuál de las dos opciones es la verdadera, y no tiene muchos métodos para averiguarlo salvo abordarlo directamente.
–Vale, le mandaré un mensaje. Fecha y hora; dejaré que lo interprete como quiera.
–Perfecto –dice Lestrade–. No hace falta nada más.
–Aunque puede que no haya nada interesante para observar –dice John, casi para sí.
Lestrade lo mira de soslayo.
–¿Por qué?
John se encoge de hombros.
–Sherlock ha estado un poco… raro últimamente. O sea, sigue portándose bien con Abejita, pero no sé, es como si hubiera dado un paso atrás. En su cumpleaños estuvo muy animado, ¿sabes? Y luego a Mycroft se le rompió el teléfono y…
–Perdón, ¿cómo?
–Que se le rompió el teléfono. A Sherlock casi le da un infarto, salió corriendo para ver si estaba muerto en una cuneta, pero… ¿por qué me miras así?
–¿Así cómo? –repone Lestrade, todavía mirándolo “así”.
–Así –dice John con sospecha–. Me estás poniendo una cara rara. ¿Qué pasa?
–¡Nada, nada! Sólo me sorprende que Mycroft, de todas las personas del mundo, rompiera su teléfono.
–Greg, mientes como el culo.
Lestrade, culpable, cambia de posición en la silla, y cuando John baja la jarra y se cuadra delante de él, cede.
–No puedo decírtelo –le gruñe a su propio vaso con irritación.
–¿No puedes decirme qué? –exige John. Menudo inspector de Scotland Yard está hecho, piensa para sus adentros.
–No puedo decirte cosas que no puedo decirte –replica Lestrade, con el ceño fruncido–. Te lo contaría, John, porque me parece una estupidez fingir que es un secreto de estado y no entiendo en absoluto por qué Sherlock no te lo ha dicho, pero prometí que mantendría la boca cerrada y eso es lo que voy a hacer, y tú te puedes guardar tus bravuconadas de machito porque no voy a decir nada.
–Ah, ya veo –dice John, profundamente disgustado–. Así que tú y Mycroft y Sherlock estáis todos compinchados, y a mí se me deja en la inopia como un memo. Corrígeme si me equivoco, pero me suena jodidamente familiar.
–¡Venga ya, John! –devuelve Lestrade–. Yo no sabía nada de eso. Nada. En un momento me llaman para decirme que estabas en Saint Barts con Sherlock y al siguiente Phil anda coleccionando conspiraciones como un pirado y Ya Sabes Quién aparece en el aparcamiento y me abronca por fumarme un pitillo.
Eso no aplaca a John; hierve de ira con los ojos clavados en su cerveza.
–Vaya, veo que tú y Mycroft sois uña y carne últimamente –dice con rabia.
–John, te estás portando… –Lestrade se interrumpe, contrariado.
–¿Me estoy portando cómo?
–Como un capullo.
John ríe por la nariz, despectivo.
–No soy yo el que está involucrado en un affaire con el mismísimo… Dios mío. –Le golpea la espalda al atragantarse Lestrade con su cerveza–. ¡Traga!
–Gracias –dice Lestrade, todo lágrimas y sarcasmo–. Eso ha sonado…
John se sonroja y gruñe dentro de su vaso, aún disgustado.
–Me refería a vuestras “conversaciones de trabajo”. ¿Desde cuándo tenéis “conversaciones de trabajo”? Tú no trabajas para el puñetero Mycroft Holmes.
Lestrade mira al cielo y hurga muy dentro de sí mismo en busca de la fuerza para no ponerse en modo prima donna y vaciarle a John la cerveza en el regazo.
–Hablamos. Sobre cosas. Casos sin resolver, sobre todo, o situaciones en las que puede que tengamos algún agente corrupto. Sí, son horas extras, pero no es… –Las orejas de Lestrade se están poniendo rojas–. No es nada raro, ¿vale? ¿Eso te vale? ¿Tengo tu aprobación?
–Nada de esto es asunto mío.
–Aleluya, creo que lo ha entendido, llama a la prensa. ¿Por qué te repele tanto?
–Porque creo que no confío en él para nada.
Lestrade lo mira con intensidad.
–Yo sí.
–¿Ah, sí? ¿Y qué opina tu… alfiler de corbata de que andes Mycrofteando tarde en la noche? Joder, Lestrade. –John niega con la cabeza.
–Es difícil de saber –dice Lestrade, contenido–. Pero Mycroft se opone.
Ante esto John siente una sorpresa genuina.
–¿En serio? ¿Lo has hablado con él? ¿Y qué dice?
Lestrade empuja el cenicero adelante y atrás por la mesa.
–Cree que podría conseguirme algo mejor.
John lo mira con curiosidad.
–¿Y eso no es verdad?
Lestrade se encoge de hombros.
–Es debatible. Estoy envejeciendo, soy un trabajólico y tengo miedo al compromiso.
–¿Cómo es ella?
–Complicada –cavila Lestrade, despacio–. Exigente. O sea, suena increíble pero tiene todavía más miedo al compromiso. –Observa su bebida y luego, filosóficamente, la vacía de un trago–. Tiene problemas gigantescos en general. Problemas como el culo de Pavarotti de grandes.
–Vale –dice John, frunciendo el ceño–. Pero… ¿estás bien?
–Estoy bien –replica Lestrade, volviendo a encogerse de hombros–. O sea, no es que tenga mucha elección, en realidad. Nah, estoy bien. –Hace una pausa y mira por la ventana del bar, contando botellas–. Suelo sentirme más o menos bien cuando me dejan… especialmente si ya me lo esperaba.
John no sabe qué decir. Le da unas cohibidas palmaditas en el hombro.
–Pero sigue habiendo muchos más mares de los que sacar… peces. –Eso no ha sonado muy bien–. Quizá sólo necesitas encontrar a alguien menos complicado. Más a tu nivel.
Lestrade lo mira ofendido.
–Joder, gracias, John. Qué bien animas. No soy un neandertal, ¿sabes?
–Lo siento –retrocede John, disgustado–. Sólo intentaba decir que no te rindieras. Perdón si eres demasiado bueno para mis consejos.
–No pasa nada, John –replica Lestrade, apoyándose en un codo para mirarlo–. No es que tú tengas el mejor historial al respecto.
–Estuve casado.
–Y yo también.
–Mi mujer murió –le sisea John–. La tuya se fugó con Mr. Motivator.
–Tu “mujer” era la pirada que le disparó a Sherlock –sisea Lestrade a su vez–. Sí, me acabé enterando.
John se queda frío. Flexiona los dedos.
–Eso ya lo solucionamos –dice, rígido–. No te metas.
–¿Quién lo solucionó? ¿Ella? ¿O Sherlock?
–He dicho que no te metas.
–Vale. Ni que me importara –gruñe Lestrade. Apunta con el dedo al mozuelo, que anda cerca, aparentemente recogiendo vasos vacíos–. ¡Eh! Deja de pegar la oreja y rellénanos los vasos.
Se inclina hacia delante para golpear el borde de la mesa con los vasos vacíos y el joven camarero se apresura a obedecer.
–Debería irme yendo a casa –musita John. No se va, sin embargo. Tiene un bulto de ira alojado en el pecho y le gustaría dirigirlo hacia Lestrade pero algo le dice que lo lamentaría. Una parte de él opina que no puede permitirse pelear con Lestrade.
–Quédate un poco más –dice Lestrade, quedo–. Acábate esta cerveza por lo menos.
John cede. Al menos tiene un pie literalmente en la puerta y siempre puede largarse si decide que sigue furioso. Se quedan sentados en un silencio que hormiguea, y luego Lestrade juguetea con su encendedor y le habla con suavidad a la mesa, para que nadie más pueda oírlo.
–Era un asunto personal.
–¿El qué?
–Lo de… Mycroft. –Lestrade cambia de posición, a todas luces incómodo–. No debería estar diciéndote esto.
–¿Qué quieres decir con “personal”? –presiona John. Le parece absurdo hablar así, como si no estuvieran hablando en realidad, pero muerde el anzuelo casi de inmediato. Lestrade baja la voz hasta que no es más que un susurro y el secretismo del asunto hace que a John le suba un escalofrío por la columna.
–Alguien estaba enfermo.
John pondera todas las preguntas que podría hacer y se decide por «¿qué tan enfermo?»
–No lo sabía, para empezar.
–Era alguien importante para Mycroft.
–Podrías incluso decirse que vital –dice Lestrade, seco. El cerebro de John zumba. Lestrade continúa–. No voy a decir nada más, o ya me puedo despedir de mi tranquilidad.
–A ti no te gusta la vida tranquila –le dice John.
–A ti tampoco.
Sientes una atracción anormal hacia situaciones y personas peligrosas.
Una idea golpea a John tan fuerte que lo deja sin aliento. Agarra a Lestrade casi a ciegas.
–¿John?
–Sherlock…
–¿Qué pasa con…? ¡Ah! No, no, John. Venga ya, tú eres médico, te habrías dado cuenta.
–No me habría dado cuenta –escupe John con una sonrisa amarga, meses de frustración finalmente hirviendo hasta la superficie–. No me doy cuenta de nada nunca. Las drogas… las mentiras… puta madre ¡ni siquiera sabía que Mary estaba embarazada!
Le da un palmada tan fuerte a la mesa que ésta se balancea y traquetea, precaria. Lestrade lo mira, tieso por el shock.
–¿No lo sabías? –pregunta.
John vuelve a sonreír con amargura y luego agita la cabeza, brusco.
–Sherlock sí lo sabía.
–Pensaba que lo habíais planeado…
Otro “no” con la cabeza.
–Yo pensaba que estábamos teniendo cuidado… –La sonrisa se desvanece y John aprieta los labios. Lestrade silba por lo bajo, sorprendido.
–No es que sea nada malo –dice, torpe–. Estas cosas pasan. Hay mucha gente que tiene sustos…
John no responde. Ha pensado larga y horriblemente en este tema; en la incertidumbre de la concepción de su hija, en el pésimo momento en que ocurrió. En que las cosas habían ido mal muy rápido y de forma muy impredecible, y en que aunque Mary y él habían encontrado una versión propia y extraña del equilibrio, seguía teniendo la persistente e inoportuna sensación de que, en realidad, él no estaba ni preparado ni enamorado del todo de la idea de la paternidad. Los sueños infructuosos y los deseos desesperados de un hombre de luto eran una cosa; en la práctica, nada había sido como esperaba.
John tiene la helada y aterradora sensación de que, incluso si todo hubiera sucedido con completa normalidad, seguiría sin haber sido como esperaba.
–Vete a casa, John –dice Lestrade, interrumpiendo sus pensamientos con suavidad–. Recoge a tu hija y hazla sonreír y deja… deja de torturarte por cosas que no son tu responsabilidad.
John lo mira con perplejidad.
–Sherlock –aclara Lestrade–, y hacer que no esté… tan…
La mirada de John se vuelve desafiante.
–No es tu responsabilidad. Tienes la misma responsabilidad de hacer a Sherlock feliz que de hacer que el metro llegue a tiempo. De eso se tiene que encargar él solo.
–No puede –dice simplemente John; su ira al fin se ha caído a pedazos–. No tiene ni idea de cómo.
Lestrade hace un pequeño ruidito empático, y vuelve a quedarse callado. John vuelve la cara al sol y golpetea en la mesa con los dedos mientras ambos, cada uno a su manera, tratan de pasar por alto lo incómodo de la conversación. Al final Lestrade exhala un profundo suspiro.
–Si sirve de algo –dice mientras busca su encendedor en el bolsillo–, él ha estado muy preocupado.
–¿Preocupado?
Lestrade asiente con rigidez, medio culpable medio aliviado.
–Sí. Estresado, en plan… nerviosito. O sea, ya sé que siempre está excitable, pero…
–…pero no preocupado –musita John–. Pero ¿por qué?
–Pues probablemente –replica Lestrade, seco–, por hacer felices a otras personas. Mira, pírate a tu puta casa y hazlo hacer la sherlockiada que haga falta para que se tranquilice. Que ponga más porquería en sus placas de petri, yo qué sé.
–Sí –dice John, distraído y buscando la cartera. Cree que tendrá suficiente para un taxi; podría estar en casa en diez minutos o algo así, dependiendo del tráfico.
–De nada –le dice a la espalda de John cuando ya se ha marchado. John agita la mano por encima de su hombro, sin escuchar.
Lestrade bufa. Coge su paquete de cigarrillos y vuelca el contenido entero sin fumar en el cenicero. Mete las manos en los bolsillos para protegerlas del frío y se larga antes de que el camarero regrese con sus bebidas.
* * *
John se va a casa. Recoge a su hija, que estaba cenando en Chez Hudson, y trata de no sentirse mal cuando ambas arrugan la nariz ante el olor a cigarrillo y cerveza de su chaqueta. La niña lo empuja con los bracitos, molesta, y él se la arroja sobre el hombro como un saco de patatas para llevársela al piso de arriba.
Los comentarios de Lestrade siguen traqueteándole en la cabeza.
Sherlock levanta la mirada cuando entra y John la baja para quitarse los zapatos a puntapiés, encogido de vergüenza por dentro. Odia la idea de haberlo entendido todo tan mal, con algo que creía entender tan bien. Sherlock, a su vez, no dice nada pero se levanta de su sillón, haciendo que a John le hormiguee la piel por la sensación de estar invadiendo su espacio en el apartamento. Llevan haciendo esto, se da cuenta ahora, ya un tiempo.
–Lestrade dice hola y puede que tenga un caso de fraude con el que puedes jugar –dice John para romper el silencio.
–Yo no juego.
–Quiero decir trabajar.
John se da la vuelta, la niña en brazos, y descubre que Sherlock se ha escurrido del sofá y ahora está detrás de él. Da un fluido paso atrás para salirse del espacio personal de John y le sonríe educadamente. John deja a la niña en el suelo, donde empieza a golpearle las pantorrillas, y se quita la chaqueta.
–¿Buen día? –añade, tratando de mantener un tono ligero.
–Monótono –replica Sherlock. Ahora está en el escritorio, hojeando las páginas de un libro.
John se retira a su habitación y deja que la niña gatee en su corral un rato. Recoge la ropa limpia del tendedero del baño y se mantiene ocupado guardándola. La ropa de la niña, al contrario que la suya, está bastante desordenada. Organiza los cajones sin ganas. Al guardar el disfraz de abeja sus alitas de gasa le rozan los dedos. Dios, esa noche fue rara. E incómoda.
Sigue sin querer que su hija sea un inconveniente al que su mejor amigo se limite a “acostumbrarse”.
Aún está más o menos enfadado con Sherlock de una manera vaga y acumulativa, por una multitud de agravios grandes y pequeños que ya ha perdonado por completo, salvo por que no puede soltar la ira.
La amargura es un paralizante.
John ordena las camisetas y reorganiza deliberadamente sus calcetines. No es que Sherlock haya estado muy interesado en enredar con ellos desde que volvió a casa. Desde que regresó. Desde que se mudó a Baker Street.
–Muy bien –estalla John para sí.
Vamos a decir “casa”. Las ruinas de un hogar inusual y caótico pero, supone a desgana, es lo único que tiene. Una familia hecha de pedacitos sueltos, como un puzzle de un rastro de caridad, con piezas extra salidas de otra parte y que no consigue montar a pesar de que debería ser jodidamente fácil. John rechina los dientes y se sienta al pie de la cama. Frente a él, sobre la cómoda, yace el álbum de fotos.
Lo que quiere decir es «No puedes hacer esto. No puedes estar tan involucrado en su vida y largarte de repente porque te ha entrado pánico. No puedes pasar de cuidar de ella cuatro horas seguidas todas las noches a ignorarla completamente cada vez que te la cruzas. No es justo. Ella no puede entenderlo».
«Y yo tampoco lo entiendo», piensa, arrepentido. «¿Fue algo que hice? Pensaba que…»
Pero está claro que estaba equivocado. O que no era suficiente, ahora que estas misteriosas circunstancias con Mycroft han, por lo visto, hecho a los dos hermanos entrar en barrena. John se pasa la mano por el pelo y trata de mantener el hilo de sus pensamientos.
Alguien estaba enfermo. Alguien que es importante tanto para Mycroft como para Sherlock. Ambos padres están ya en la edad de tener complicaciones serias de salud, piensa. Podría ser cualquier cosa; angina, glaucoma, Alzheimer, demencia temprana. Una apoplejía. Cáncer. John aprieta los labios. De todas las muertes que han cruzado la vida de Sherlock, ninguna, que él sepa, era algo personal.
Salvo por Redbeard.
Dios, ¿y no se lo había tomado Sherlock “de maravilla”?
–Joder. –John se planta las manos en las rodillas y mira al otro lado de la habitación–. Esto es una locura. Piensa.
Sherlock Reina del Drama Holmes. Suele responder mejor a los desafíos, ante algo que lo preocupe. Se supone. La mente de John lo devuelve a sus años en el ejército. «Imagina un capitán; bueno en su trabajo, la situación es nueva para él; no puedes sustituir ni socavar su autoridad, así que ¿cómo lidias con él?»
Rétalo.
¿Cómo?
Sácalo de su zona de confort.
¿Cómo?
Algo más o menos familiar, pero diferente…
¿Y cómo manejo su ego?
Preséntaselo como si le pidieras un favor.
–Watson, pedazo de idiota –masculla John, irritado consigo mismo. Eleva una plegaria agnóstica a quienquiera que sea el patrón de los niños pequeños y los blasfemos, y recoge a la niña del suelo.
Sherlock sigue dando vagas vueltas al salón, el arco del violín en una mano y piezas variadas de un antiguo modelo de anatomía en la otra, como si estuviera en una especie de caza del tesoro forense.
–¿Estás ocupado? –le pregunta John.
Sherlock balancea un par de pulmones de cera entre los dedos.
–En realidad no –admite–. No habrás visto mi bazo por algún casual.
–Últimamente… no –dice John. Ladea la cabeza en un acto reflejo cuando la niña le pasa un brazo por la nuca. Está sentada cómodamente en su cadera, y sus dedos húmedos le hacen cosquillas al tratar de explorarle la oreja. John sonríe y se inclina un poco hacia ella para que pare. La niña le toca la dura línea de la mandíbula y él, por instinto, deja ir algo de la tensión con que la cerraba.
–Buah –anuncia la niña, y John está a punto de derrumbarse de nuevo. Antes de que cambiar de opinión, se separa sus manitas de la cara y se enfrenta a sí mismo de golpe, jugándoselo todo a una carta.
–Toma, deja eso. Necesita un baño –dice, sujetándola con los brazos extendidos.
Sherlock parpadea mientras John le deja a la niña en los brazos. Los pulmones se caen al sofá.
–¿Qué?
–Necesita un baño –repite John, los ojos vagando por el suelo, las paredes y por su propio pánico reprimido–. ¿Eso lo puedes hacer?
–¿Cómo? ¿Yo? –dice Sherlock, confundido–. Es… yo… ¿por qué?
–Porque –dice John, hurgándose los bolsillos para tener algo que hacer con las manos y la mente– apesta y yo tengo otras cosas que hacer, –las palabras le salen a borbotones, impelidas por la frustración que siente ante sí mismo–, y tú no estás haciendo nada, y además sé, sé que la quieres.
Lo dice con mayor dureza de lo que pretendía, pero al decirlo en voz alta de repente se siente sólido y real. Y correcto. John endereza los hombros. La boca de Sherlock se abre.
–No, calla y hazlo –lo insta John, apuntando con un dedo al baño. Se aclara la garganta y consigue hacer que su voz suene más neutra al continuar–: Los juguetes están en el cubo debajo del fregadero.
Sherlock lo mira con la expresión de alguien a quien le acaban de soltar un saco de oro en la cabeza desde muy arriba. Aturdido, pero pensando que quizá no ha sido malo del todo.
John se finge muy interesado en pescar recibos viejos y una mordedera de bebé cubierta de pelusa de sus bolsillos; no porque todavía no pueda mirar a Sherlock a la cara, si no para darle un momento de privacidad para recuperarse. Espera, y luego Sherlock cierra la boca de golpe y se levanta y va a bañar a la niña.
John espera a que sus pasos se apaguen en el corredor, y luego se derrumba contra el suave cojín que hace la Belstaff colgada contra la pared, y luego sonríe.
Después de un rato se oyen chapoteos desde el baño. La niña ríe con alegría. En lo que a ella concierne, todo va como siempre. Cena, baño y después cama. John sigue su ejemplo y mira en torno a sí. Varias tareas domésticas le vienen a la cabeza, y luego las deja ir. Más cosas que compartir. Se aclara la garganta.
–Voy a hacer sándwiches de palitos de pescado –anuncia hacia el baño, apostándose al otro lado de la sartén–. ¿Quieres uno?
Hay un momento de silencio, y luego Sherlock grita:
–¿De los de verdad o los del Tesco?
John encuentra el paquete en el congelador y lo agita como una matraca. Los palitos de pescado golpetean el cartón.
–¿Tú qué crees?
Sherlock escucha. John lo visualiza: una rodilla hincada en la alfombrilla del baño, quitándole la chaquetita a la niña, una oreja levantada. Lo hace volver a sonreír.
–Sí –anuncia Sherlock.
Caen en el silencio, cada uno concentrado en su propia tarea. El apartamento se llena del olor de la parilla calentándose y el champú de bebé; el clic-clac del cuchillo en el mantequillero y el chapoteo de los grifos. La tetera vuelve a la vida con un rugido y el horno calienta la cocina. En el baño, el espejo se empaña. John se limpia las manos con un paño de cocina, y se queda sin cosas que hacer. Trata de quedarse ahí indefinidamente, dándole vuelta a los palitos de pescado, pero acaba por golpear uno contra la resistencia al rojo vivo del horno y se le queda una línea carbonizada en el medio. Lo deja.
Incapaz de resistirse, va a echar un vistazo por la puerta del baño.
La bañera está llena de burbujas, más de las que John suele poner, y la niña está muy emocionada. Recoge la espuma con las manos y la aplasta, y ríe cuando desaparece. Sherlock está resueltamente concentrado en el proceso de mojarle la cabeza, cubriéndole la línea del pelo con una de sus grandes manos mientras vierte agua sobre su coronilla. Sus rizos rubios se aplanan como el pelaje de una foca; está tan ocupada con las burbujas que no le presta atención en absoluto.
John aprieta los labios para contener una oleada de calidez que sube desde el núcleo de su ser. Ve que los hombros de Sherlock tiemblan apenas y comprende que no se había dado cuenta de que estaba en la puerta hasta ese momento. John se obliga a retirarse en silencio.
«Está bien» se dice a sí mismo. «No interfieras».
Es difícil no hacerlo. Quiere mirar. Aún más, quiere entrar y recordarle a Sherlock que hay un paño en el borde del fregadero que suele usar para que no le entre champú en los ojos a la niña, y que actualmente le gustan más las ranas de plástico, nada especial, se pueden morder, y… y media docena de comentarios innecesarios más.
La oye reír de nuevo y vuelve a decirse «ella está bien. Los dos lo están». Cierra los ojos y su imagen le vuelve a chisporrotear en la mente: las manos de Sherlock en el pelo de la niña, manos grandes en contraste con su pequeña cabeza; los dedos arqueados en una curva suave, los nudillos rosados por el agua caliente al pasar la mano hacia abajo en un gesto que recuerda a una caricia. La solemne calidez en los ojos de Sherlock, como si este fuera el único bautismo digno de ella en todo el mundo.
John siente mariposas en el estómago.
* * *
La niña finalmente da sus primeros pasos la tercera semana de febrero. John no está en casa para verlo. No es hasta un par de horas más tarde, encorvado sobre su escritorio con un sándwich mediocre, que comprueba su teléfono y ve que Sherlock le ha enviado un mensaje.
Mira. –SH.
Eso es todo lo que dice.
El mensaje viene con un archivo. Al principio John no reacciona; la imagen congelada es un borrón, y no es la primera vez que Sherlock le manda algún vídeo aleatorio. No es hasta que la moqueta de su propio dormitorio en Baker Street aparece ondulando en la pantalla que empieza a prestarle una atención completa. La cámara está estable, pero a través del crepitar del audio puede sentir un punto de emoción en la respiración de Sherlock.
«Abejita» dice su voz desencarnada. Levanta un poco el teléfono y John distingue la parte superior de la cabeza de su hija en el extremo más alejado de la cama. Está de pie, agarrándose al cubrecama con las dos manos para estabilizarse. Anadea para un lado como un cangrejo, le da un golpe con el hombro a la mesita de noche y luego emprende el camino más largo hacia la izquierda, arrastrando los pies.
John sonríe de lado para sí y se le cae pepino del sándwich sobre el teclado sin que se dé cuenta.
«Vamos, Abejita».
La niña alcanza la esquina de la cama y mira a Sherlock, moviendo la boca pensativamente. Luego camina hacia él. Su andar sigue siendo trabajoso, y sigue agarrándose del cobertor a manos llenas hasta que alcanza la otra esquina de la cama y entonces se detiene, gorgoteando con consternación. Ya no queda más cama entre ella y Sherlock.
–Vamos –jadea John. Extiende el sándwich hacia adelante, como si estuviese ahí y pudiera tomarla en sus brazos–. Vamos, tesoro.
–Vamos, Abejita –dice Sherlock como un eco de John. Su mano aparece como un borrón al alargarla frente a la lente. Agita los dedos frente a la niña, y ésta se pone en cuclillas varias veces con irritación porque aún no tiene claro qué quiere hacer. La mano de Sherlock desaparece un instante–. Por una Jaffa Cake, entonces –sugiere, haciendo voltear la susodicha galleta adelante y atrás entre sus nudillos. La niña extiende los brazos con los ojos como platos. Tiene bien claro qué es el chocolate.
John ríe por la nariz ante ese soborno y de repente, mágicamente, la niña suelta la cama.
No es grácil. Se parece más a los tambaleos de un borracho que a otra cosa, pero Dios es testigo que lo hace completamente sola. La cámara se bambolea un poco y John oye apenas a Sherlock reírse con esa risa contenida que le sale cuando es genuinamente feliz, ésa que hace que se le arrugue la cara como si fuera gamuza, y John está ya tirando cosas del escritorio y perdiendo la dignidad de pura emoción. La niña emborrona la cámara con dedos pegajosos y el vídeo termina.
John vuelve a verlo entero, embelesado. Siente que vuelve a tener veintiséis años y está de rodillas ante la televisión rugiendo de júbilo, viendo a Inglaterra marcar el gol decisivo en el último minuto de la prórroga, con Bill Murray dándole puñetazos en la espalda y bañándolos a los dos con cerveza.
Luego, no obstante, suenan unos prosaicos golpes en la puerta y la enfermera asoma la cabeza, trayéndole una remesa fresca de notas.
–¿Estás bien? –pregunta con curiosidad, soltando los papeles en la parte menos desastrada de su escritorio–. Has aplastado el sándwich…
–Estoy bien. Mejor que bien. De maravilla. –John está radiante–. Estoy en éxtasis.
La enfermera inclina la cabeza hace un lado.
–¿Ah, sí? Bueno, me alegro de que no sea diarrea, estabas gruñendo como una ballena jorobada de esas. ¿Qué pasó? ¿Ganaste la lotería?
–Los primeros pasos de mi hija. –John cede el teléfono el tiempo suficiente para que capte la esencia del vídeo y ella se acerca, repentinamente de buen humor.
–Ay, felicidades. Qué suerte la tuya. ¡Y qué fuertota está! ¿Come bien?
–Como una campeona –replica John, orgulloso, sólo para ver cómo se le desinfla el entusiasmo cuando la enferma, ignorante de sus sentimientos, comenta:
–Su mami debe de estar encantada.
La sonrisa de John pasa de genuina a forzada.
–Falleció –dice con sencillez, y su mente regresa al trabajo. La enfermera está horrorizada.
–Ay, lo siento muchísimo, guapo. Ay, que no lo sabía…
–No pasa nada, gracias. ¿Puedes llevar estos expedientes a la oficina de Sarah, por favor?
–Por supuesto, sí. –Los toma, aturdida–. Lo siento –insiste, y luego, al notar su incomodidad, se marcha. John sospecha que esto se va a convertir en la anécdota del día en la sala de descanso, y se descubre sintiéndose resentido contra sus compañeros de trabajo. Está harto de ser una fuente de chismes. Se lava las manos, ordena su escritorio, y realoja el sándwich en la papelera.
Está hojeando sus notas cuando el teléfono hace “¡ping!”. Lo levanta. Es un mensaje sin texto, con algunas fotos adjuntas.
Abre una imagen de su hija sentada en el suelo y sonriendo, con su recompensa en la mano. En la segunda foto ha cerrado los dientes en torno a ésta y ya se nota que hay algo que no marcha bien. La tercera muestra una cómica infelicidad mirando directa a la cámara.
El teléfono suena de nuevo.
Parece que no le gusta mucho la naranja. –SH
La sonrisa le dura a John hasta el final del turno.
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El sábado por la noche Mary se desliza en el lado vacío de la cama mientras John se cambia de postura, medio despierto medio soñando.
–‘Ete –gruñe John contra la almohada. Ha estado babeando y tiene la mejilla húmeda–. Te fuiste.
Mary no lo toca, por supuesto. Pero la siente ahí, recostada de lado, mirando su espalda tensa. Después parece sonreír.
Pero parece que sigo aquí, ¿verdad, John?
–Má, pírate. Nostoy de humor.
Mary no se lo toma en serio.
Siempre estás de humor para divertirte un poco.
–Ya no. Tú me arruinaste eso.
No fue mi intención.
El costado de John, resuelto, se pone rígido contra el colchón, pero Mary es más fría y tiene más aguante, hueso contra carne mortal.
¿No lo echas de menos? quiere saber.
John se muerde el labio inferior, crispa los dedos contra el cubrecama y cierra más fuerte los ojos, tratando de obligarse a volver a una inconsciencia que no llega. Una parte muy profunda de sí lo echa de menos. Echa de menos tener una esposa. A nivel abstracto. Extraña a Mary por, quizás, motivos muy diferentes.
Ay, John. Esto nunca se te dio demasiado bien.
«No» piensa John, enojado, «pero mira quién habla». Y luego siente una débil culpa por ello, como si estuviera traicionando sus propios ideales, pero ¿qué se supone que debe hacer? Está cansado. Tiene una hija y un trabajo y no le queda capacidad mental para pensar en el cenagal de la vida después de la muerte. Tira del cubrecama por encima de su hombro y roza con el pulgar la cicatriz y el músculo tenso que la rodea. Es suficiente para despertarlo un poco. La niña gruñe y sorbe en sueños.
La luz de las farolas no llega más allá del escritorio; las fotos enmarcadas no son más que agujeros negros contra el espejo. Parpadea despacio y se siente hundirse de nuevo entre las sábanas. Ya no se acuesta con el olor de loción de magnolia para las manos, ni se despierta al aroma del pan casero. Ya no duerme medio desnudo. Hay algo que echa de menos, pero es esquivo y no exclusivo a Mary. Extraña tener la energía para darse la libertad de ser él mismo.
No permite que sus manos vaguen por el lado vacío de la cama por miedo a no encontrar respuesta, del mismo modo que no les permite adentrarse más allá de su ombligo desde hace meses. El placer práctico se ha vuelto vergonzoso y solitario, y quizá así es como es. Quizá es eso lo que más echa de menos en momentos como este, bocas tocándose y la espontaneidad de que sea alguien más quien empiece. O incluso la privacidad de un adulto, tener el cuarto para él solo.
Tu libido nunca ha estado tan baja…
«No» piensa John, «es verdad», y es como darle un golpe a su propia masculinidad.
Lo echas de menos.
Lo echa de menos, pero se echa sobre la espalda y escucha respirar a la niña un buen rato, en lugar de seguir pensando en ello.
Sus dedos encuentran una costura desgarrada en el dobladillo de su camiseta, quizá sólo por el uso o por haberse enganchado con algo en la lavadora. Pasa el dedo por encima, adelante y atrás. Las sábanas de la cama son viejas; vienen de su antigua casa, no de sus tiempos en Baker Street. Los libros de la estantería son viejos; residuos de salas de conferencia universitarias y de tiempos en los que perseguía su profesión con brío y cosas regaladas por hombres a los que apreciaba y que salieron de su vida por la distancia o la falta de cuidados.
O porque murieron.
La lámpara y el despertador son viejos; el papel de pared es viejo, la cama cruje de vejez igual que sus huesos y de repente John está mortalmente harto de todo esto.
«Soy demasiado joven para ser viejo» piensa, y persigue esos pensamientos en círculos hasta que vuelve a deslizarse hasta el borde de un sueño abatido.
Eres demasiado mayor para ser joven, señala Mary desde el otro lado de la cama.
«Quería ser un papá joven y guay» repone John.
Jamás, dice Mary con una sonrisa divertida. La barbilla de John se hunde un milímetro. Cierto. Ha conocido a otros papás jóvenes y divertidos, con esposas agradables y educadas, una hija y un hijo, la mismísima imagen de la tradicional familia “nuclear”; una expresión que John siempre ha encontrado amargamente acertada. El envenenamiento radioactivo dura años, igual que…
Da igual lo que tenga que hacer, pase lo que pase, de ahora en adelante…
Te fuiste.
John se vuelve a poner de costado, y se hunde.
Poco a poco, a través del silencio, Mary se vuelve a acercar, furtiva.
Habríamos sido buenos padres juntos.
John no tiene respuesta para eso. No está seguro del todo de que eso sea verdad. Respira profundo y despacio, quedándose dormido. «No sé», piensa. No está seguro de ser un buen padre ahora; siempre hay demasiado que hacer y demasiado poco tiempo y energía para hacerlo. Siempre ha creído que si Mary viviese lo habría encontrado más fácil.
Por supuesto, con la seguridad que teníamos. El tono de Mary es sarcástico. Nuestro pequeño… juego de papás y mamás.
John medio sueña con eso: Mary en casa jugando a ser madre y ama de casa, caminando de puntillas. Se sueña al él mismo en la clínica con bata blanca, reuniéndose con Sherlock, jugando a ser una figura de acción. En su sueño tiene las manos de plástico, rígidas y difíciles de manejar; el equipo está romo y es demasiado grande. Es una autopsia muy frustrante.
Mary pasa de puntillas mientras trabajan, cargando a la niña bajo un brazo de manera poco profesional; en el otro equilibra una bandeja de hogazas de pan de plastilina. Los observa un momento, la cabeza inclinada hacia un lado y una sonrisa vacía.
¿Me echas de menos? parece preguntarse. A John se le escapa el sueño entre los dedos y se da la vuelta. No tiene respuesta para eso, y tampoco la quiere. Mueve su hombro adolorido hacia el cabecero de la cama y se sumerge de cabeza en un sueño inquieto sin pensar en ninguna.
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No quedan tartas de cumpleaños de chocolate en Tesco. John mira con severidad el hueco en los estantes, pero nada se materializa por arte de magia para llenarlo.
«Puta madre» se dice a sí mismo por lo bajo. Hay bizcocho de limón glaseado, que no le disgusta pero no le parece suficientemente festivo, o café con nueces, que le gusta a Sherlock pero que ni él ni la niña tocarán.
Camina pasillo abajo, deseando haber planeado esto un poco mejor en vez de improvisar creyendo que todo saldría bien. Como demasiadas cosas simples relacionadas con la paternidad, parece, está resultando ser más trabajo del que nunca se había esperado. Le parece injusto, ya que siempre había sabido que no sería coser y cantar.
John mira su carrito. Lo único que tiene de momento son platos de cartón y un paquete de Heineken. Retuerce los labios, pensativo, y luego se dirige a los congeladores. La tarta helada sigue siendo tarta, ¿no? Pero este Tesco es pequeño, y lo único que tienen es una Vienetta. John maldice y la mete igualmente en el carrito (Sherlock tiene debilidad por los postres antiguos), y luego le da la vuelta y lo empuja hacia el medio de la tienda, sombrío. Pues hará un trifle. Puede armar uno en cinco minutos si omite la gelatina, y estará listo para cuando lleguen los demás.
Para decorarlo echa en el carrito un paquete de gotas de chocolate y un juego de velas a pesar de que la niña no podrá soplarlas, y da por planificada la fiesta.
O casi, al menos.
A última hora mete un par de botellas de vino en el carrito. Quizá, si beben lo suficiente, no se den cuenta de que hay algo raro.
* * *
Lestrade llega a tiempo, detrás de la señora Hudson, que lleva subiendo al apartamento una y otra vez todo el día. Molly llega media hora más tarde, completando la lista de invitados. Excepto por Mycroft, por supuesto. Fiel a su palabra, John le envió un mensaje con la fecha y la hora, pero espera que o no aparezca o que venga justo al final de la fiesta para poderse largar lo más pronto posible.
Molly se sacude la llovizna del abrigo, las mejillas rosadas por el frío, y mira a su alrededor.
–Hey –dice a modo de saludo. Le alcanza a John un regalo, para su sorpresa.
–Ay, no era necesario –dice, conmovido.
–Es un pequeño detalle –dice Molly, aún mirando en torno suyo.
John se aleja para dejar que la niña tironee del papel de regalo. Curioso, Sherlock acorrala a Molly.
–¿A quién buscabas? –pregunta, mirándola calculador de arriba abajo.
Molly se demora (ya avergonzada, ya nerviosa, Sherlock no tiene suficiente evidencia para decidir cuál) y luego habla:
–A nadie. Es que… bueno, pensé que Wiggins estaría aquí.
–¿Wiggins? ¿Por qué?
Molly lo evalúa con la mirada.
–Porque… ¿le caes bien? –ofrece. Sherlock no está seguro de cómo analizar eso. Siempre ha operado bajo la premisa de que Wiggins y él, de hecho, no se caen especialmente bien, si no que son útiles el uno para el otro. Tú me rascas la espalda, yo buscaré algo con lo que rascarte la espalda sin tener que tocarte, ese tipo de acuerdo.
–John no lo habrá invitado –señala Sherlock, y Molly acepta eso.
–Supongo que no…
Sherlock está listo para dejar correr el tema, pero hay algo en Molly que lo molesta vagamente, y en lugar de eso hace una pregunta.
–¿Por qué te interesa?
Molly se encoge de hombros y pone una expresión de cuidado desinterés.
–No me interesa. Es que… no lo he visto en semanas y pensé que estaría ocupado. Contigo. Contigo y con John, porque estáis ocupados. Juntos. En casos; ocupados con los casos.
–Mira, Molly, no sé qué intentas contarme, pero la próxima vez que tengas ganas de hablar siéntete libre de callarte –dice Sherlock, seco y distante. Luego se aclara la garganta y trata de nuevo, intentando sobreponerse a sus viejos malos hábitos–: La última vez que vi a Wiggins estaba en Putney y no, no me ha llegado ningún caso para él.
–¿Putney? –dice Molly, quedándose peligrosamente quieta–. ¿Está viviendo ahí?
–Se podría decir –dice Sherlock; nota que está a punto de pisar el límite moral de Molly y no le gusta–. No soy su cuidador. Es, y me hago cargo de que las apariencias pueden ser engañosas, un hombre adulto.
–Ah sí –replica Molly. Ni siquiera es una pregunta. Sherlock frunce el ceño.
–¿Qué? –exige, pero sea lo que sea, Molly se niega a discutir sobre ello con John cerca, tratando de armar una fiesta con treinta y seis latas de cerveza y un trifle sin gelatina.
Sherlock agita la mano.
–Seguro que está bien. Se estará divirtiendo.
–Hm –replica Molly, con algo de tristeza.
–¿Una copa? –pregunta Sherlock, y no espera a la respuesta con tal de escapar–. ¿Sí? Sí. Te la traigo.
Se bate en retirada a la cocina, donde John está bromeando con un Lestrade apoyado contra el escurridor que se rasca el brazo con aire ausente.
Sherlock se asoma por sobre el hombro de John para mirar el cuenco en el que está trabajando.
–¿Qué es eso?
–Un trifle –dice John a la defensiva.
–Sí, eso ya lo veo, ¿por qué tiene una línea?
John da medio paso atrás e indica con un gesto a la fila de gotas de chocolate que ha dispuesto sobre la superficie del trifle.
–¡Es un uno!
Lestrade entra en la conversación para dar su opinión experta sobre los esfuerzos de John.
–Es un poco… parece que un conejo que pasaba le dejó un recuerdo –dice al fin, y Sherlock muestra su acuerdo con una pedorreta especialmente asquerosa.
–Es. Un. Uno –gruñe John, y sale a dejarlo en la mesa.
Pero tiene que admitir, una vez que ha puesto una vela en el medio, que el “uno” de chocolate sí parece menos una figura numérica y más la aportación decorativa de un muy organizado escarabajo pelotero. Fastidiado, John lo suelta en la mesita de centro y enciende la vela con el encendedor de Sherlock. La niña queda de inmediato hipnotizada por el fuego y John, tras un momento de súbita claridad, lo aparta de sus manitas pirómanas.
–¿Vamos a cantar? –pregunta la señora Hudson, sólo para encontrarse con un “no” a coro. Se contentan con enseñarle el trifle a la niña, que John sople la vela y luego unos vagos aplausos. Y son estos los que (ilógicamente, dadas las mierdas raras que ocurren en esa casa a diario) consiguen asustar a la niña y hacerla llorar.
–Considerándolo todo, he estado en fiestas peores –comenta Sherlock mientras John va a tomar en brazos a su hija. Ni siquiera está intentando ser gracioso. John le lanza una mirada lastimera, con apenas un chispazo de sonrisa, mientras la niña se limpia los mocos en su hombro.
–Un año entero –arrulla la señora Hudson, recogiendo el trifle para ir a servirlo–. Ay, qué preciosa es.
–Ya –dice John sin escuchar realmente, limpiando mocos, y luego lo repite al comprenderlo–. Sí, un año entero…
Han conseguido llegar al final de un año entero. «Lo conseguimos» piensa John, aturdido por la sorpresa. «Superamos un año». Parece un período irracionalmente largo y al mismo tiempo nada de nada. Una vida y un parpadeo. Interminable y veloz, pero lo consiguieron. John, con sinceridad, está aliviado. Aliviado de una manera incómoda y sobrecogedora de haber alcanzado un hito que en el fondo nunca dudó que alcanzarían, pero aún así… es algo por lo que estar agradecido. El viaje hasta aquí no ha sido fácil.
«Pero lo conseguimos».
–¿John? –dice Sherlock.
–Estoy bien –replica John automáticamente. En realidad no lo está, supone. Todavía está demasiado inestable para estar bien y cada día parece que hay una crisis a sólo dos pasos de distancia; y sin embargo siempre, de alguna manera, se las arregla para mantenerse esos dos vitales pasos por delante. Vuelve a dejar con cuidado a su hija en la sillita de bebé y la distrae con su elefante.
La señora Hudson dice algo sobre lavar los platos y le pone un cuenco de trifle y una cucharilla de té en la mano antes de largarse a renegociar la proporción de crema pastelera versus todo lo demás que Lestrade tiene permitido servirse.
John baja la mirada a su desastre de bizcocho roto, crema pastelera y nata y luego, muy despacio, le hunde su ridículamente pequeña cucharilla. Es apropiado, piensa, metiéndose la temblorosa cuchara en la boca con gesto veloz. Adecuado. Descubre a Sherlock haciendo el mismo gesto al otro lado de la habitación, igual de pensativo que él, y eso le dibuja una súbita sonrisa de contento.
«Lo conseguimos» piensa John de nuevo, «y no se fue del todo a la mierda».
La niña golpea la bandeja de plástico con la cuchara. Ya tiene la boca manchada de comida. Se da cuenta de que John la mira, vuelve a aporrear con la cuchara y le sonríe radiante, el alma más feliz y satisfecha de toda Inglaterra porque le han dado una cuchara de plástico y un poco de trifle.
Traga. Ella siempre consigue desarmarlo. «Un año, y estás bien» piensa. «Ni siquiera conseguí superar un año de noviazgo. No conseguí estar prometido ni casado un año entero. Ni siquiera creo que haya conseguido trabajar un año seguido en la misma clínica desde…»
John revuelve su trifle, pensativo, y luego descubre a la señora Hudson sonriéndole. Se acerca desde la puerta de la cocina y deja a Sherlock vaciando los bolsillos de Lestrade en busca de parches de nicotina.
–Esto es agradable –dice, dándole un empujoncito–. Todo el mundo está pasándolo bien.
John alza las cejas pero, tras reflexionar, asiente.
–Sí, me sorprende un poco.
Él mismo está pasándolo bien, lo que es probablemente la mayor sorpresa de todas. Usa el pulgar para limpiarle la crema pastelera de la mejilla a su hija, y luego le deja lamerlo. Vuelve a sonreír, más suave. Siente a la señora Hudson acercarse por detrás; le aprieta los hombros, y él, sin darse cuenta, se recuesta contra ella.
–Mira, la nena se lo está pasando de maravilla –dice la señora Hudson con cariño–. Incluso Sherlock está animado.
–Sí –asiente John. Mira a Sherlock y Lestrade, que negocian el último parche con jocosa agresividad–. Antes estaba contando chistes.
La señora Hudson sonríe y le da un golpecito con la cadera.
–¿Ves? Sabía que al final todo se arreglaría. Sólo era un pequeño período de adaptación.
–¿Qué?
–Dijiste que había estado ignorando a la niña –señala la señora Hudson. Luego piensa y añade–: Pero claro, también dijiste que se portaba muy bien con ella.
–Así era. Así es –replica John, frunciendo el ceño–. La ignoraba pero cuando no lo hacía… cuando no lo hace, es maravilloso con ella. Por eso me jode tanto.
–John Watson, cuida tus modales. –La señora Hudson lo fulmina con la mirada–. Pero sé exactamente a qué te refieres.
John ríe bajito.
–Bueno, como sea, parece que ya hemos… no sé. ¿Vuelto al redil? Si es que hay algún redil.
–Estoy segura de que sí, querido –dice la señora Hudson–. Como siempre digo, sólo se puede ir hacia adelante.
* * *
–Coche –anuncia Sherlock, pasando junto a Molly para espiar por entre las cortinas. Hace un ruidito de irritación–. ¿Otra vez?
Los demás se mueven como una sola persona para mirar también.
–Jesús –dice la señora Hudson al ver el BMW de cristales tintados que derrapa hacia el bordillo.
–Casi –bromea Lestrade.
–Pesado –lo corrige Sherlock, despectivo–. ¿Qué hace aquí?
John no dice nada. Todos esperan hasta que Mycroft toca la puerta, espera el breve tiempo de una respiración y luego se autoinvita a pasar, como siempre.
–No sé para qué tenemos la puerta, parece que hoy en día casi todo el mundo entra sin más –dice la señora Hudson, tratando de pescar una taza desde abajo de la pila de platos sin lavar. Puede que no sea una experta en Mycroft, pero reconoce a un hombre que no va a beber cerveza directamente de la lata en cuanto lo ve.
Mycroft entra en el salón con cautela, como si no estuviera seguro de qué va a encontrarse ni de cómo se le va a recibir. Siendo honestos, John tampoco sabe qué decir ni qué hacer. Sherlock, fiel a su estilo, se queda en segundo plano y Lestrade, inusitadamente, hace otro tanto. Molly los mira a los dos y luego, tras un misterioso código femenino de comunicación no verbal, la señora Hudson y ella toman el control.
–La tetera está encendida –dice la señora Hudson, dándole a John un codazo en las costillas al pasar junto a él para empujar a Mycroft dentro de la habitación–. ¿Pongo eso en el perchero? ¿Sí? Sí. –Y hábilmente le sustrae el paraguas. Mycroft luce algo sobresaltado. Todavía se lo ve un poco cansado, pero no tanto como en navidad. Al final John se aclara la garganta.
–Creímos que no vendrías –dice, dándose cuenta demasiado tarde de que suena ingrato. ¿Está agradecido de que Mycroft haya venido? Joder, qué buena pregunta.
–Mis disculpas. Habría avisado antes, pero… arreglos de última hora y todo… eso. –La mirada de Mycroft resbala por la pared hasta el suelo, donde está la niña, echada de espaldas y remando suavemente en círculos sobre el parquet. Por un momento parece preocupado.
–Lo hace siempre –dice John, incómodo–. A veces le da pereza gatear.
Mycroft asiente, muy despacio. Sherlock se ríe por la nariz. El ruido que John oye hacer a Lestrade parece indicar que está reprimiendo una carcajada histérica o estrangulando a un periquito en su bolsillo.
–Di hola, Abejita –dice John. La niña aplaude.
–Di hola, Mycroft –se hace eco Sherlock, con malicia. Mycroft lo mira mal. Sherlock se agacha, recoge a la niña y se la acomoda en la cadera.
«Presumido» piensa John con cariño.
–Toma, llévala tú ahora –dice Sherlock con aire casual, y le pone la niña en brazos con esperanza de enseñarle a Mycroft una lección. Tiene la vaga esperanza de que Abejita se ponga a llorar.
–Pero… –comienza Mycroft, y luego, al sentir su peso contra los antebrazos, se asusta demasiado como para respirar, y muchísimo menos protestar. Para disgusto de Sherlock, Lestrade acude al rescate.
–Mira, así.
Con agilidad, tal y como John hiciera una vez con Sherlock, Lestrade mueve las manos de Mycroft para que la sujete bien. Mycroft se queda petrificado y completamente incómodo, mirándola como si fuese una bomba a punto de explotar. Sherlock ha visto a John cambiarle los pañales después de darle de comer espinacas, y la analogía no es desacertada del todo.
Mycroft y la niña se estudian mutuamente. Él siempre había asumido que, dado su nivel de desarrollo neuronal, los bebés no eran demasiado expresivos. La retoño de John, sin embargo, lo mira con un ceño fruncido que parece decir «y esto ¿qué es? ¿Qué se supone que tengo que hacer con esto?»
Tiene los ojos azules, de un azul profundo, marino, que no se ha desvanecido en el gris de John ni en el celeste de Mary. Son vívidos. Enlaza las manos bajo su suave barbilla, emitiendo cualquier pequeño juicio del que sea capaz, quizá simplemente que Mycroft no es comida ni juguete ni familia. Después bosteza y aparta la cara, aburrida de él. El gesto es bastante común en los bebés, pero le recuerda tanto a Sherlock que no puede evitar sonreír.
Los deditos de la niña tiran de la cadena de su reloj. Sus funciones motoras son algo torpes, pero su gesto es de determinación. Mycroft se apoya en el borde de la mesa y se maravilla ante la fisiología humana. En apenas unos años habrá crecido al triple de su tamaño, y no sólo será capaz de verbalizar qué está tocando si no también de decir la hora, dar una opinión personal sobre el uso de relojes tipo leontina en estos tiempos que corren y, dado que comparte casa con Sherlock, probablemente de sustraérselo del bolsillo sin que se dé cuenta; todo a partir de este vacilante principio. La niña palpa los botones de latón de su chaleco y luego las diminutas yemas de sus dedos le rozan la curva del mentón, mientras frunce el ceño y pía.
Al otro lado del salón John le levanta las cejas a Sherlock en silencio y trata de no reírse abiertamente de la expresión de Mycroft. Sherlock se limita a poner los ojos en blanco.
–Nunca nos contaste que le gustaran tanto los niños –susurra la señora Hudson al oído de Sherlock.
–No lo sabía –admite Sherlock, y arruga la nariz–. ¿A que es horrible?
Por una vez, Mycroft ni siquiera se da cuenta de que están ahí. Sin embargo, después de un momento recupera la consciencia y se aclara la garganta. Le ofrece la niña a John. Éste la toma y ella lo saluda hincándole una rodilla en el plexo solar.
–Parece… saludable –dice Mycroft, arreglándose los puños.
Greg se atraganta con la cerveza.
–Viejo sentimental –le dice, sonriendo apenas–. Deja algo para los demás.
La niña le sonríe a Lestrade con coquetería, toda pestañas y hoyuelos, y él la toma y la mece, sonriendo como un tremendísimo memo. A su espalda, Sherlock finge que vomita. Otro hipócrita.
–Ya, ya –dice Lestrade con desprecio, sin molestarse en darse la vuelta; sabe muy bien lo que está haciendo Sherlock–. Disfruta ahora que es tan mona. Luego crecen y empiezan a morder y a tener pataletas y después todo es ser guay y conocer chicos y provocarte dos infartos a la semana.
Suspira.
Molly mira su teléfono y se mueve, inquieta.
–Odio ser aguafiestas, pero tengo que ir a darle de comer al gato. Estará desesperado –dice en tono de disculpa, la mano ya buscando su abrigo–. No os preocupéis, no hace falta que me acompañéis a la puerta.
Mueve los labios en una no muy sutil disculpa a la señora Hudson y se bate en retirada.
–Adiós, Molly –consigue decir John, demasiado tarde.
Mycroft se aclara la garganta.
–Me temo que yo también debería irme –dice, cerrando los dedos en torno al aire, donde debería estar su paraguas.
–De vuelta a tus deberes satánicos tan pronto, qué pena tan grande, adiós adiós –dice Sherlock, pasando junto a él en una exhalación para abrirle la puerta. Mycroft pone los ojos en blanco y saca su paraguas del perchero.
–Gracias por pasarte –dice John, pensando que una despedida más sincera no puede hacer daño. Mycroft se limita a contestar «hm» y se marcha, con Sherlock en los talones.
Lestrade aplasta su lata de cerveza y la deja en la mesa. Baja a la niña al sofá.
–Yo también tengo que irme. Gracias por la fiesta, John. Adiós, cielo. Pórtate bien.
Al bajar las escaleras pasa junto a Sherlock, que sigue muy satisfecho de su ronda de pullas.
–La siguiente consulta es el jueves –le murmura Lestrade al rodearlo. Sherlock se vuelve hacia él, bajando de su nube de inmediato–. Sólo para que lo sepas –añade–, es Anthea la que lo está organizando.
–¿A qué hora? –quiere saber Sherlock, pero Lestrade niega con la cabeza.
–No me lo dijo. –Se sube el abrigo y se lo abotona. Sherlock sube otro peldaño hacia el rellano y luego se detiene.
–La debe de haber concertado en algún momento de la mañana –dice. Lestrade se detiene, la mano en la puerta, luego asiente y se marcha.
–Qué hombre tan agradable –dice la señora Hudson cuando Sherlock vuelve. Por un instante no sabe a quién se refiere, pero luego ella añade–: Qué lástima lo de su esposa. No se lo merecía.
Sherlock inspecciona las copas en busca de residuos, y disiente con un gruñido.
–¿Nos tomamos una copa? –Pregunta–. ¿John?
La señora Hudson continúa, imperturbable.
–¿Dijiste que tenía una nueva amiguita, John?
John, acurrucado en el sofá con su hija, levanta la vista.
–Sí, ¿por qué no? –le dice a Sherlock, y luego inclina la cabeza hacia la señora Hudson porque no puede encogerse de hombros–. La tenía, pero le dieron puerta la semana pasada. No estaba funcionando.
Sherlock se escabulle de la conversación hacia el banco de la cocina para abrir el vino. Busca a tientas en el cajón un cuchillo para cortar la cápsula de aluminio. El que encuentra es demasiado grande, pero ignora ese contratiempo para acabar con la tarea cuanto antes. A pesar de todo, no puede evitar escuchar la conversación.
La señora Hudson chasquea la lengua, trabajando en la pila de platos sucios.
–Qué lástima. ¿Estaba muy decepcionado? ¿Habían estado juntos mucho tiempo?
–No –oye decir a un despreocupado John–. Estoy bastante seguro de que era una… una cosa de estas. Algo físico.
¡Error!
El pensamiento viene de la nada; una sacudida inesperada que hace la atmósfera en torno a Sherlock parezca congelarse, y el suelo caer bajo sus pies con la repentina e inmutable certeza de que tiene razón y de que John lo ha entendido mal.
No nos acostamos.
Es algo sexual.
No es una relación.
Tenemos una relación.
Tenemos esta relación.
Tenemos esta relación y esto es todo lo que tenemos.
Esto era lo que querías.
No lo es.
El filo del cuchillo resbala en el costado de la botella y le muerde con fiereza la almohadilla de la mano, y Sherlock jadea y lo suelta con estrépito. John mira.
–Joder, Sherlock.
Coge un paño de cocina limpio de un zarpazo y agarra a Sherlock por la muñeca para poner el corte bajo el chorro de agua fría en el fregadero. Es un corte limpio en la carne bajo el pulgar; un poco más y se habría levantado un buen pedazo de piel. John lo estudia con ojos entornados bajo el borbotón de agua, pero en su opinión no necesitará puntos. Sherlock lo soporta todo en silencio. John humedece el paño, lo hace una bola y lo aprieta contra la herida como una compresa improvisada.
–Listo –dice, y no lo suelta–. Presiona ahí, lo vendaremos como es debido en el baño.
El rostro de Sherlock está pálido y crispado, tanto que John se siente impelido a darle un apretón en el hombro. No es propio de él sentir aprensión ante un corte, pero nunca se sabe; normalmente se lesiona cuando anda correteando por algún caso y la adrenalina lo ayuda a sobrellevarlo. Quizá se lo toma peor si es un accidente doméstico.
–Estoy bien, no te preocupes tanto –dice Sherlock, fastidiado. John pone los ojos en blanco y sin solución de continuidad lo mete en el baño a empellones.
–Siéntate en el váter –le dice John– y levanta la mano.
–Ya sé lo que tengo que hacer –dice Sherlock, obedeciéndolo–. No es la primera vez que me corto.
–Pero no es propio de ti que te distraigas así –masculla John medio para sí mientras se lava las manos. Saca un fajo de vendas. La sangre le ha corrido hasta el codo y ha manchado el puño de la camisa. John tira el paño manchado y vuelve a limpiar la herida; sigue sangrando y sin duda debe de doler y palpitar, pero ya no chorrea. El rostro de Sherlock no muestra incomodidad, pero hay tensión en sus hombros y en las finas líneas de su entrecejo.
John aprieta la compresa hasta que el sangrado se vuelve más manejable, y luego le venda la mano. No puede hacer más; Sherlock va a tener la movilidad de esa mano reducida durante unos días, pero al menos no va a necesitar puntos, y tampoco se ha rebanando nada por completo. Remete el extremo de la venda y luego limpia el brazo de Sherlock lo mejor que puede.
–Vas a tener que cambiarte la camisa –comenta–. No sé si se podrá hacer algo con la sangre.
–Tirarla –dice Sherlock con descuido–. Tengo más.
Se pone de pie y se suelta los botones con una mano mientras camina por el corredor y sube las escaleras para cambiarse, con la mano vendada aún extendida de manera extraña frente a él. John lo deja ir y trae un vaso de agua y un juego de analgésicos para cuando vuelva.
Sherlock tarda un buen rato, y cuando vuelve a aparecer en las escaleras tiene la camisa a medio abotonar y el ceño fruncido.
–Maldita sea, no puedo hacerlo –se queja–. ¿Dónde está la señora Hudson?
John pone los ojos en blanco.
–Fue a buscar un quitamanchas para la alfombra que manchaste de sangre. Mira, ven aquí. Yo lo hago –dice–, y tú tómate esto.
Deja las pastillas en la mano de Sherlock y extiende las manos hacia la camisa. El estómago de Sherlock se encoge incluso antes de que sus dedos rocen la tela y John lo mira, divertido.
–¿Tienes cosquillas?
Por un momento cree que Sherlock va a protestar, apartarse de él, algo, pues su expresión es muy extraña, pero luego salta:
–No seas ridículo. –Y engulle las pastillas y el momento se esfuma.
Algo perplejo, John le abotona la camisa. Como ocurre con toda la ropa de Sherlock, se le ajusta al cuerpo y tiene unos botoncitos pequeños y resbalosos que no quieren cooperar con sus dedos. En algunos momentos sus nudillos rozan la línea del vientre de Sherlock y de repente es demasiado cercano, demasiado extraño, demasiado íntimo. John levanta abruptamente la mirada.
Tomado por sorpresa, a Sherlock no le da tiempo a cambiar de expresión: sus labios están apenas separados, pero es la mirada en sus ojos lo que asusta a John. Suelta la camisa.
–Con esto basta –dice–. Tú podrás con el resto.
Toma el vaso de la mano de Sherlock y se va a enjuagarlo, a pesar de que todavía está medio lleno, sintiendo como si una entidad invasora lo hubiera pateado desde adentro.
–Voy a traer hielo –dice Sherlock, distante, y John oye la puerta cerrarse tras él. La herida, no obstante, sigue palpitando.
* * *
La señora Hudson regresa, aplica limpiador de alfombras y luego, notando el extraño ambiente, desaparece por donde ha venido. Sherlock se retira a su habitación y el vino se queda en la cocina sin abrir.
John ordena la casa. Enciende la televisión y se olvida de verla, dejándola burbujear en el fondo. Cuando llega la hora de acostar a la niña Sherlock emerge, toqueteándose las vendas, y luego se retira junto a la ventana a hojear sus partituras. John baña a su hija y luego vuelve con ella y un libro de cuentos a modo de ofrenda de paz.
–¿Quieres dormirla tú?
Sin mediar palabra, Sherlock la toma. Sujetarla es difícil con la mano vendada, así que en lugar de eso se hunde con ella en el sillón. La bebé culebrea sobre su pecho.
–No tiene mucho sueño –comenta.
–Está cansada –replica John–. Mírale los ojos. Es sólo que está sobreestimulada.
Observa a Sherlock colocársela en el brazo, su cabecita en su lugar favorito, en la curva del cuello de él. Ignora el libro en favor de tararearle una canción, una tonada que despierta los recuerdos de John. Es un vals.
Adelante, al lado, juntos. Atrás, al lado, juntos.
Bailar dentro de un cuadrado imaginario y acabar donde empezaste. John se pregunta a quién se le habrá ocurrido esa idea.
–¿Quién inventó el vals –inquiere.
Sherlock deja de dar suaves palmaditas en la espalda de la niña y reflexiona.
–Creo que se desarrolló a partir de las danzas folklóricas de los lander alemanes, y se expandió hacia occidente con las guerras napoleónicas. –Mira a John con curiosidad y luego retoma el tarareo.
Adelante, al lado, juntos. Atrás, al lado, juntos.
De vuelta a donde empezaste. Y así, piensa John pasmado, puedes darle la vuelta a una pista de baile completa.
Incluso aunque te marees. John se reclina en su propio sillón, mira la televisión sin verla, y escucha a Sherlock durmiendo a la niña. Espera hasta que oye a Sherlock levantarse, y entonces mira de nuevo. La niña está lacia y tranquila contra el pecho de Sherlock, sus piernecitas se balancean a los dos lados de sus costillas. Ha pasado cuidadosamente el antebrazo debajo de ella y con la otra mano le sostiene la espalda. Camina con suavidad hacia el dormitorio, meciéndose un poco con cada paso. Sin darle importancia, John los contempla hasta que desaparecen por la puerta del dormitorio, con las cabezas juntas.
El umbral vacío de la puerta atrae a John tanto que casi se levanta para seguirlos. No sabe por qué ni qué hará una vez esté allí, o qué podría decir. No quiere hablar de lo que pasó antes, fuera lo que fuera, no quiere intentar obtener respuesta para cosas tan complicadas que puede que no la tengan.
Le gustaría dejar de moverse en círculos, pero no quiere vivir una vida en la que no haya nadie tarareando bajito un vals a todas horas.
Ya casi está en la puerta, pero Sherlock le da el encuentro primero.
–¿John?
John pone la mano en el banco de la cocina, la sigue con la mirada y luego coge la botella de vino.
–¿La última?
Algo pasa en la silenciosa profundidad de los pensamientos de Sherlock, fuera de la vista de John. Luego inclina la cabeza.
–Por qué no.
* * *
John da un enorme bostezo y apaga la televisión.
–¿Ya estás acabado? –pregunta Sherlock, divertido–. No son ni las diez.
–Estoy destruido –admite John mientras pasa a su lado para devolver un libro a la estantería–. Y mañana entro a trabajar temprano, mejor que me acueste ya.
–Estás envejeciendo.
–No estoy rejuveneciendo –concurre John–. Buenas noches.
Al cruzar la salita extiende la mano y la cierra en torno al hombro de Sherlock. El suave borde de su meñique desbarata el cuello de la camisa de Sherlock y le roza la piel del cuello, haciéndolo inhalar con brusquedad. John retira la mano y lo mira.
–Estás nervioso hoy. ¿Mala conciencia?
–Tienes las manos frías –miente Sherlock.
–Sí, la noche está fría. No te olvides de cerrar la ventana del baño –dice John, sin darse cuenta de nada. Le da una breve palmadita en el mismo hombro, suficiente para hacerlo exhalar esta vez, y luego se va a su habitación.
–Buenas noches –le murmura Sherlock a la puerta cerrada. El reloj avanza, el polvo se asienta y, en privado, Sherlock se pone una mano en el cuello, reteniendo el cosquilleo del toque de John como un pequeño y secreto tesoro.
Notes:
Notas de la traductora:
-Sí, en Gran Bretaña son normales los sándwiches de palitos de pescado. Me iba a indignar, pero luego recordé que llevo veinte años viviendo en España y aquí es normal meter croquetas empanadas en pan baguette. Todo es sandwicheable si no eres cobarde, supongo.
–Las Jaffa Cakes en realidad no son galletas si no pastelillos de tamaño individual. La versión clásica consiste en una base de bizcocho genovés y una capa de mermelada de naranja cubiertas con chocolate, aunque hoy en día hay rellenos de otras frutas.
–Los trifles son postres de cuchara hechos con varias capas de gelatina de sabores, bizcocho borracho, crema pastelera, nata montada y otros dulces, apiladas dentro de un recipiente transparente.
–Cuando Mycroft aparece en el cumpleaños de Abejita la señora Hudson dice «oh my» (santo cielo) y Lestrade termina con «-croft». Como la broma no se puede traducir, lo cambié por «Jesús», «casi». No tiene tanta gracia, pero quiero pensar que Lestrade también haría esa clase de chiste ^^U
–ESTOY VIVA
Notas de la autora:
–El título del capítulo está sacado de la canción “Prince Charming” de Adam and the Ants. Escúchala, es increíble.
–El título provisional era “Se levanta el ánimo (y otras cosas innombrables)”, que bueno, no es tan gracioso como otros esfuerzos previos pero oye, a veces pasan esas cosas.
–¿Alguien se acuerda de Mr. Motivator? Si no, recomiendo encarecidamente que lo googlees y descubras una fascinante época de lycra color neón en la Gran Bretaña de principios de los noventa. Fue un tiempo muy especial.
–La Viennetta es un pastel de helado que estaba POR TODAS PARTES cuando yo era niña; se suponía que era un helado “elegante”, aunque en realidad eran ingredientes muy baratos presentados de manera bonita. Es una de esas cosas que si te las encuentras te hacen decir «Dios mío, ¡Viennetta! ¡No he comido esto en años!» y definitivamente no es tan impresionante una vez la pruebas, pero sigue siendo satisfactorio.
–Las Jaffa Cakes sólo se pueden comer de dos formas: luna llena - media luna - no hay luna, o le sacas la parte de bizcocho, chupas el chocolate y luego te comes lo de naranja, que es la mejor parte. O no te las comes y ya está. Definitivamente no son galletas, está demostrado ante notario.
–Los palitos de pescado del Tesco no están mal, pero la tarta de chocolate del Tesco es directamente alucinante y me ayudó a superar dos tandas de exámenes.
Jajajaja, he puesto un montón de tonterías en este capítulo, espero que lo hayáis disfrutado.
¿Preguntas? ¿Comentarios? ¿Ardiente deseo de hablar de tu comida nostálgica favorita? ¡Déjame un comentario! Hasta la próxima <3
Chapter 9: Esperando esa sensación
Chapter by BelsanEmpress, Odamaki
Summary:
–Hay algo que quería decirte.
El tobillo que Sherlock ha tenido apuntalado sobre la rodilla se resbala, aunque se recupera lo suficientemente rápido como para transformar el movimiento en un estirón de piernas.
–¿Una cosa?
–Sí, quería decirte algo… hace tiempo que quiero, es que… no es el tipo de cosa que tú… ya sabes.
Notes:
Notas de la autora: Gracias al Huevo Infinito Codenamelazarus, que le prendió fuego a todo con este fic. A nivel metafórico, porque fue ella la que me hizo empezar a escribirlo en primer lugar, y también porque cuando la mando al infierno del Johnlock con los borradores del fic, arde.
Se me puede encontrar en Tumblr como Odamakilock. Últimamente también he estado fungiendo de asistente técnica para Intern Kevin. Ve a hacerle una visita, es un chico muy simpático. Se esfuerza mucho.
El formato, por alguna razón, se me sigue yendo al carajo al pasar de Scrivener a A03 (nota de la traductora: es verdad y los odio a los dos), así que si encuentras algún error tipográfico o algún lugar donde puede que los gremlins textuales se hayan comido parte del texto, házmelo saber con un comentario! Y ya que estamos, ¿vale la pena ver “Gremlins”?
¡Chau!
-Odamaki x
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Marzo viene y se va sin mucha alharaca, sólo la sensación constante de que el polvo se va asentando. Pasan por el día de la madre sin darse cuenta, aunque la niña regresa de la guardería con una tarjeta dirigida a John. Es un folio de papel de impresora pintado con los dedos, no más ostentoso que el resto de cosas que suele traer a casa. John sabe que se supone que es un acto de amabilidad, pero aún así le duele. La mete bajo el reloj junto a su primera tarjeta de navidad, un testamento a la temeridad de establecer relaciones humanas.
John toma más guardias en el trabajo cuando se reduce el dolor de los nuevos dientes, y luego la niña pesca su primer resfriado y vuelve a pedir bajas en el trabajo para cuidarla. Han alcanzado una rutina. Algunas tareas se delegan. John sigue acaparando la mayoría del tiempo con la niña, pero durante más o menos una hora cada día la cede a la atención exclusiva de Sherlock.
A pesar del acuerdo, no obstante, los dos empiezan a sentirse agotados. John ha estado repitiendo el ciclo de labores domésticas, trabajo en la clínica y hacer de padre cada día durante más de un año sin pausa, salvo durante su baja por compasión, que para él fue más un infortunio necesario que otra cosa. Sherlock acepta casos pequeños aquí y allá; la mitad porque le interesan y la otra mitad para hacer dinero, y entre medias sigue dándole vueltas al curioso código que le pasó Mycroft. Va haciendo un progreso continuo, pero cada avance desentierra nuevas capas de falsedad que tiene que resolver.
Hacia el final del mes todos están carraspeando por un brote de amigdalitis y se le dice a la señora Hudson que se quede en el piso de abajo para no contagiarse. Sherlock anda acechando, dando vueltas breves entre el dormitorio, la cocina y el sofá, comiendo abundante yogur helado y fingiendo con obstinación que no está enfermo. John se amohína en su sillón, sintiéndose asqueado y más aburrido de lo que puede expresar en su estado.
Se pasa horas en el portátil cuando no está trabajando, escribiendo posts para el blog y viendo la televisión. En el punto álgido de la infección, cuando ni siquiera Sherlock puede disimular que tiene las amígdalas como pelotas de golf, los tres intentan ver inanes programas infantiles. Consiguen soportar quince minutos seguidos antes de que Sherlock se aburra de deducir a las personas que se esconden bajo los disfraces, la niña se duerma y John empiece a sentir que se le pudre el cerebro con tanto ABC y tanto uno dos tres. Dios, cómo odia estas tonterías.
Deja a la niña junto a él, en el cojín del sofá, reclina la cabeza en el respaldo y se consuela pensando que, si la niña se parece en algo a él, acabará prefiriendo los deportes a la tele, de todas maneras. Aunque espera que no elija el ballet. Mira a la niña y piensa «prometo comprarte un coche si quieres, prometo no hacer bailes de padre delante de tus amigos, si tú juras que no me obligarás a ir a ningún recital de ballet». Ríe una risa espesa con la garganta inflamada, y luego añade para sí, «a los recitales llévate a Sherlock».
Ha conseguido no ponerse sensiblero cuando el portátil empieza a pitar.
John cierra el vídeo que estaban viendo y vuelve a ponerse la máquina en el regazo, descubriendo con agradable sorpresa que es una llamada.
–¿Hola?
–¡Hola! ¡Hola! ¿Nos veis? –retumba Mamá Holmes, tan alto que los altavoces crepitan.
–Todavía no. Encended el vídeo.
–¿Ése cuál es? Ah, ya está. ¡Hola hola, John! –La cara de Mamá Holmes aparece en la pantalla, ojos entornados y sonrisa radiante–. Cielo santo, estás horrible.
John se lame los labios y se sacude las migas de la camiseta, avergonzado.
–Nos hemos puesto malos –reporta–. Abejita, yo y el Mismísimo. Estoy de baja del trabajo.
–Ay, pobrecitos –canturrea Mamá Holmes, compasiva–. ¿Cómo lo está llevando mi niño?
–Está desanimado –dice John mirando a Sherlock, que está ovillado en el sillón y con la capucha subida de tal manera que sólo le ve la punta de la nariz y una nube de rizos–. Y muy callado.
–Que te den –croa Sherlock.
–Dale miel y jengibre –aconseja Mamá Holmes–. Nunca falla. Cariño, ven aquí, deja que te vea.
Sherlock se desenrosca con un gruñido y se arrastra hacia ellos, aterrizando en el sofá junto a John. Mamá chasquea la lengua con desaprobación en cuanto lo ve, como si se pudiera ahuyentar a los virus con chasquidos.
–Miraos, estáis hechos un desastre. Es por vivir en Londres, seguro, con toda la polución y los microbios del metro. La última vez que estuvimos allí tu padre pilló pulgas.
–No es 1895, madre, no vivimos en el smog –gruñe Sherlock, no porque esté enfadado si no porque está afónico.
–Sigue sin ser sano. ¿Cuándo fue la última vez que os alejasteis de la ciudad, hm?
Los dos la miran desde el otro lado de la pantalla, sin expresión. A Sherlock esa idea le resulta (y siempre le ha resultado) bastante ajena. ¿Por qué querría alejarse de Londres? Vino a Londres para alejarse de todo lo demás. Por no mencionar que el resto de sitios o son aburridos o ya están ocupados por gente que literalmente quiere cortarle la cabeza, lo cual es emocionante pero poco conveniente. A decir verdad Sherlock prefiere que su cabeza siga donde está.
John se queda parado porque no sabe cómo contestar a la pregunta. No ha salido de la ciudad desde que nació la niña, desde luego. ¿Y los meses de antes…? Entonces debe de haber sido en navidad, hace ya más de un año.
–Casa de ustedes –dice, pensando en voz alta.
Mamá Holmes suelta por la nariz un explosivo bufido que suena como el de un caballo de tiro.
–¡¿Fue entonces?! ¡Eso apenas cuenta como vacaciones! –dice con severidad–. De verdad, me da igual si estáis buscando a moradores del pantano en Bognor; deberíais intentar salir de ese apartamentito minúsculo de vez en cuando.
–No hay pantanos en Bognor –dice John, categórico.
–¿Minúsculo? –Sherlock frunce el ceño–. No es minúsculo.
Mamá Holmes lo apunta con un dedo.
–Minúsculo. Y apestoso. Apartamentito.
–¡No es verdad!
John alarga la mano para agarrar la tapa del portátil y mantenerlo abierto justo cuando Sherlock hace lo mismo para intentar cerrarlo. Forcejean brevemente y luego Sherlock se rinde con un ruidito de disgusto. John observa el acogedor caos que invade el 221B de Baker Street cuando ninguno tiene ganas de limpiar desde hace una semana.
–Es más o menos verdad… –dice. Tiene que admitir que empieza a cansarse un poco de ver siempre las mismas cuatro paredes.
Sherlock lo mira, herido.
–¡Lo es! –dice John–. Quizá no es mala idea. –Se hunde en el sofá, suspira y siente las costillas subir y bajar bajo los antebrazos–. Un pequeño descanso en otra parte.
Siempre le ha gustado viajar. Cierra los ojos y recuerda los árboles kauri y el canto de pájaros desconocidos; la puesta de sol sobre la playa y la bahía. Nueva Zelanda está demasiado lejos como para revivir aquel torpe viaje, pero Francia no le disgusta. Se da cuenta de que Sherlock lo sigue mirando y le devuelve la mirada, sólo para descubrir que su expresión ha cambiado.
–¿Qué?
Sherlock exhala un suspiro inmenso e innecesariamente dramático.
–Está bien –dice, la voz rasposa–. La próxima semana entonces. Pascua. Eso es lo que se suele hacer, ¿no? La gente viaja en Pascua. Dile a Papá que quite sus cosas del garaje viejo, voy a querer usarlo.
–¡Qué maravilla! –dice Mamá Holmes, radiante–. Airearé los dormitorios de visita.
–Espera… –farfulla John–. ¿Cómo?
–Saldrá barato –señala Sherlock. Se chorrea del sofá y camina con resolución hacia la cocina para robarse las Strepsils de John.
–¡Sherlock!
–Y, por supuesto, también será un placer verte, mamita querida.
–Descarado –dice Mamá Holmes, encantada–. Tú sigue así y te encontrarás una casa vacía sin nada en los armarios.
Sherlock sonríe satisfecho, con el caramelo para la garganta en la boca.
–Suena perfecto.
–Dale una patada, John –lo anima Mamá Holmes, y por fin se da cuenta de que John luce bastante sorprendido–. Vendrás, ¿verdad? No nos molesta lo más mínimo. Será maravilloso tenerte aquí para animar un poco la casa.
–No sé, estamos enfermos… –empieza John, sin estar seguro de qué le parece la idea.
Mamá Holmes se encoge de hombros.
–¡Con mayor razón! Tres comidas calientes al día, un poco de sol, aire sin humo de coche. Tendríais una semana para pasar lo peor de la infección… y además, sabes que si no él no vendrá –añade, suplicante–. Vamos, di que sí, nos encantaría tenerte aquí.
John baja la mirada hacia su hija y mueve con suavidad su mejilla, demasiado rosada. Ella ronca y tose en sueños. John tuerce la boca, intranquilo.
–¿John? –dice Mamá Holmes, cautelosa.
John se obliga a volver al presente.
–Vale, de acuerdo –asiente–. Iremos para allá el jueves.
El entusiasmo por el viaje de Sherlock va por ratos, lo cual significa (tal y como le explica John a la señora Hudson) que oscila entre cambiar de opinión por completo y negarse a dejar Londres, y resignarse a ir.
–Ya les dijimos que íbamos –arguye John–. Has alquilado un coche, coño.
–¡Ya lo sé! –estalla Sherlock, y tiene la caradura de subir las escaleras con furia y dar un portazo.
–¿Me puede recordar alguien cuántos putos hijos tengo? –le rabia John al salón vacío, y se va a lanzar ropa a su bolsa de viaje.
Para cuando llega la mañana del viaje, no obstante, parece que Sherlock ya se ha decidido. Empaca una maleta, una caja, otra caja, un portatrajes, guarda la maleta y saca otra maleta, todo esto mientras un nervioso John camina en círculos, tratando de recordarlo todo.
–¡Mierda! –maldice cuando llega el coche–. No estoy listo.
–Demasiado tarde –dice Sherlock, pasando a su lado con la sillita de bebé para el auto–. Ya no te puedes echar atrás.
–Diles que esperen un par de minutos; ve a firmar tú los papeles –dice John, yendo a comprobar que las ventanas están cerradas y luego, cuando Sherlock se le acerca y le lanza su chaqueta, le pregunta–: ¿Tienes las mordederas?
–A buen recaudo en mi bolsillo.
–Vale, y podemos comprar las flores de camino… las mal-
–Las maletas ya están en el recibidor –dice Sherlock–. ¿Por qué te está entrando pánico?
–No lo sé, sube al puto coche –replica John, sacándolo de la casa a empujones. Cierra la puerta, da un paso hacia las escaleras, y luego descubre a Sherlock mirándolo con intención.
–¡Joder!
John gira sobre sus talones, vuelve a entrar en el apartamento y recoge a la niña.
* * *
Sherlock conduce, por supuesto. John se amurra en el asiento del copiloto y se dedica a insultar por lo bajo a los otros conductores hasta que emergen de la porquería de Londres y se encuentran con tráfico lento en la circunvalación. Sherlock golpetea el volante con los dedos; John se distrae escrutando el salpicadero, luego se rinde.
–¿Podemos poner la radio? –pide.
–Eso es inane –replica Sherlock, mirando el pantano de coches saliendo trabajosamente de la ciudad a través del parabrisas.
–¿Y las actualizaciones de tráfico?
–Para eso sirven los teléfonos, John.
John se echa atrás en el asiento para espiar a la niña en el espejo retrovisor. Ella, como siempre que la ponen en un vehículo en movimiento, está profundamente dormida. Es como tener narcolepsia, pero a voluntad.
–¿Clásica FM? –insiste. Sherlock revisa algún tipo de horario radiofónico mental y luego arruga la nariz.
–En el momento presente están “disfrutando” de dos horas de coros juveniles.
–¿Eso es malo?
–¿Niños prepúberes gorjeando? Depende.
–Vale –dice John, cruzando los brazos y encorvándose en el asiento–. En ese caso, despiértame cuando lleguemos.
* * *
–Veo, veo –empieza Sherlock despacio, cuando John muestra signos de volver a despertarse, unos cuarenta minutos más tarde.
John entreabre un ojo y lo mira. El coche vuelve a moverse a toda velocidad por la carretera; ya dejaron atrás el tráfico.
–No.
–Una cosa…
–He dicho que no, Sherlock. Eso nunca acaba bien. –John se endereza y mira con ojos entornados por la ventana, tratando de determinar dónde están. Podrían estar en cualquier parte. Todo es autopista. Sherlock chasquea la lengua.
–No es mi culpa que no sepas adivinar nada.
–La última vez –dice John con inmensa y fingida paciencia–, “viste” un nevus melanocítico. ¿Quién demonios ve eso?
–Yo. Y tú tienes uno. En el brazo. Más o menos por ahí. Y en la línea del pelo, por…
–Quítate de encima y pon las DOS manos en el volante, coño. ¿Cuánto falta?
–No mucho –dice Sherlock, con sentimientos encontrados–. La intersección está a un par de kilómetros; nos cruzaremos con la estación de servicio y luego, oh maravilla, el campo.
–Qué pacífico –dice John con falsa neutralidad. Sherlock frunce el ceño sobre el volante.
–Bonito, tranquilo, con vecinos amigables –continúa John, mientras Sherlock bufa con desprecio. John sonríe y le da un codazo–. Estará bien. Sólo es un fin de semana largo y un par de días más. Te prometo que saldremos de la casa.
Los dedos de Sherlock aprietan el volante y, cuando John se gira a mirarlo, se traga cualesquiera palabras que tuviese en la boca y se limita a gruñir.
–La estación de servicio. Mamá no sabe nada de flores, salvo cuáles son las más baratas. –Le pasa su billetera a John–. Así que compra lo más caro que encuentres. Yo lleno el tanque.
Se escabulle del asiento del conductor antes de que John pueda pensar en algo que decir.
* * *
Mamá Holmes sale a medio galope de la casa, secándose las manos en un paño de cocina, en cuanto oye al coche subir por el camino.
–¡Querido! –exclama, atrapando a Sherlock en sus brazos en cuanto baja del auto y plantándole un beso en la mejilla. Sherlock hace una mueca de disgusto y protesta, y luego se limpia la cara con la manga como si volviese a tener nueve años.
–Mamá –se queja–. De verdad.
–Cuánto me alegro de verte. Y a John también –dice Mamá Holmes, ignorándolo y yendo a estrujar a John en un abrazo. Su aceptación casual y su ánimo dejan a John con una sensación extraña, aunque no puede explicar exactamente por qué.
–Hola –dice, de mal humor–. Gracias por acogernos.
–Chez Holmes –dice Mamá de inmediato–. No es el London Carlton, pero la vista es mejor. –Le sonríe a Sherlock. Él pone los ojos en blanco, abre el maletero y desaparece detrás del asiento trasero para enredar con el equipaje.
–Ay, ¿es ella? ¡Qué grande está? –dice Mamá Holmes, y John aparta la mirada de Sherlock. Mamá se mantiene a una distancia respetuosa del coche y la mira a través de la ventanilla, pero su interés es palpable.
–Sí –dice John, más cálido–. Deje que la despierte.
Pasa a su lado para abrir la puerta del coche y le hace suaves cosquillas en el pecho hasta que ella se mueve, se despereza y abre los ojos.
–Hola, bonita. ¿Tienes sueño?
La niña sonríe y John le desabrocha las correas de la sillita. La saca del auto aún aturdida y se la apoya en la cadera para que Mamá pueda verla.
–Hola, cariño. Ay, qué GUAPA es. –Mamá se derrite de amor y toma las manitas de la niña entre las suyas, y John se siente genuinamente conmovido y al borde de ponerse sentimental hasta que Mamá, poco convencional como siempre, se lamenta–: Yo tuve unos bebés feísimos.
John ríe a su pesar.
–Dios mío, lo siento.
–Una salchichita gruñona y una cebollita roja –le dice Mamá, con un destello en la mirada que hace a John preguntarse si no estará bromeando–. Te dejo adivinar quién era quién.
–Madre –bufa Sherlock, sacando el equipaje del maletero–. John, distráela con las flores.
–¡Ah, sí! Le hemos traído una cosa. –John le pasa a la niña y busca a ciegas en el asiento trasero el ramo comprado en la estación de servicio.
Mamá está encantada.
–Qué amables –dice, mirando a Sherlock con conocimiento y metiéndose las flores bajo el brazo como si fueran la porra de un sargento de instrucción–. Vamos –lo atrae hacia la casa–. Papá ha puesto la tetera; tomaremos el té.
* * *
Se acomodan en la casa. Mamá Holmes los maneja con té y pastel y conversación hasta que la cosa se pone incómoda y entonces todos (introvertidos, al fin) se escabullen cada uno por su lado para recuperarse de la interacción social hasta estar preparados para enfrentarla de nuevo. John se lleva a la niña al salón para armarle una zona de juegos, Mamá se va a su oficina y Papá al taller del garaje viejo, lo que le deja a Sherlock el resto de la casa.
Su primera idea es llevar las cajas del caso al garaje y empezar a trabajar en los códigos y escándalos bancarios de Mycroft pero, extrañamente, no está de humor.
Esta casa siempre parece pincharle las defensas, algo que no es sólo irritante si no también un poco humillante. No es justo que, a pesar del tiempo que pasa codeándose con el resto del vulgo adulto de Londres, baste una hora aquí para volver a sentirse desgarbado y torpe; un paso por detrás y sin embargo nueve por delante, todo a la vez.
Evita su dormitorio de la infancia; las paredes originales, llenas de agujeros de chincheta y de manchas de Blu-Tack, y la alfombra que una vez le sirvió de escritorio, laboratorio y cama desaparecieron hace tiempo para dar paso al recubrimiento color magnolia de un cuarto de invitados.
Los libros que no se llevó a Baker Street siguen cayéndose unos contra los otros en la estantería, pero el adorado y aporreando escritorio de madera de su juventud ha sido reemplazado por uno de vidrio y cromo. Lo complace estéticamente, pero al mismo tiempo sabe que lo eligieron porque sería difícil esconder bolsas de cocaína dentro.
Sherlock vaga; no quiere hablar con John hasta tener esto bajo control, ni invadir los otros cuartos: la cuna en la otra habitación de invitados, el equipaje de John esperando en la antigua habitación de Mycroft, más intacta que la suya, pero también mejor cuidada por su antiguo ocupante.
Al final acaba acurrucándose en una banca en el extremo más alejado del jardín y se palpa los bolsillos en busca del teléfono. Necesita hacer algo, distraerse con algo, no sabe con qué, y de repente se descubre a sí mismo marcando. Es la misma hora del día, el mismo día de la semana; no sería extraño que…
Mientras espera a que alguien conteste, se acuerda de las patatas que la señora Hudson le hizo pelar; la lustrosa carne blanca del tubérculo emergiendo de la sucia cáscara marrón, la peculiar sensación del almidón en los dedos. Algunos de sus primeros experimentos de química fueron con patatas y, a pesar de su vulgaridad, hay tal variedad de transformaciones bizarras a las que uno puede obligarlas que casi envidia su versatilidad.
–Hola, has llamado a la Operadora Pasos Seguros. Me llamo Chanielle. Me alegro de hablar contigo.
El mismo rollo.
Sherlock está más tranquilo esta vez pero sigue sin hablar. Al cabo de un instante ella reconoce o bien su ominoso silencio o bien el número.
–Hola de nuevo. Me alegro de que hayas vuelto a llamar.
Sherlock oye un teléfono sonando al fondo. Quizá sea un día ocupado. Quizá haya docenas como él ahora mismo, acurrucados en pequeños rincones privados de su mente y de su casa, manoteando en busca de una tabla de salvación.
La mujer no se deja intimidar por el silencio.
–Si no te gusta hablar, lo entiendo. ¿Quieres probar otra cosa?
Espera, como si estuviese escuchando una respuesta, o quizá esperando a que cuelgue. Cuando no lo hace (siente una vaga curiosidad por lo que le va a proponer), ella continúa.
–¿Te sabes el juego de las veinte preguntas? Tienes que hacer preguntas de sí o no para descubrir una respuesta. Se me ocurre, y eres libre de negarte, que podríamos probar eso. Puedes apretar el botón de almohadilla una vez para decir sí y dos para decir no. No te preocupes, no se va a cortar la llamada. ¿Qué te parece? ¿Quieres probar?
En contra de su buen juicio, Sherlock deja que su pulgar pulse cautelosamente la almohadilla, una vez.
–¡Genial!
Sherlock se prepara para colgar, porque sabe cómo jugaría ese juego y qué preguntas haría si fuera ella, pero una vez más ella lo sorprende.
–Vale, primera pregunta. ¿Quieres que hable?
Sherlock mira el teléfono, desconcertado. ¿Qué se propone? Aún así, esto no tiene mucho sentido si los dos están callados, ¿no? Aprieta de nuevo la almohadilla. Casi puede oír la sonrisa formándose al otro lado de la línea; luego, hace exactamente lo que le ofreció. Habla.
–Estoy sentada en mi escritorio; está bastante cerca de la ventana y desde aquí puedo ver una línea larga de casas y los coches que pasan por la calle. Estoy a bastante altura así que parecen pequeños. Justo detrás de las casas se ve el parque de saint James. ¿Lo conoces?
Almohadilla.
–Sí, es precioso, ¿verdad? A veces voy a dar una vuelta a la hora del almuerzo y saludo a los pelícanos. Me gusta mirarlos. Son graciosos, todos pomposos; eh, me recuerdan a un profesor que tuve en secundaria. Se llamaba mister Basset y tenía una boca descomunal. Lo gracioso es que era alérgico al pescado. Yo soy alérgica a los guisantes, lo cual es la cosa más ridícula a la que puedes tenerle alergia. ¿Tú tienes alguna alergia?
Almohadilla. Almohadilla.
–¡Qué suerte! A mí me encantan las samosas pero siempre tienen un montón de guisantes. Siempre tengo que…
Verborrea. Cháchara genérica y descerebrada; pelusa verbal. Es como hablar con una señora Hudson extrañamente joven que no sabe nada de él. Sherlock la deja seguir un par de minutos más hasta que acaba irritándose y entonces cuelga de golpe.
Curiosamente, se siente mejor.
* * *
Se reúnen más tarde para cenar, cuando la niña ya está alimentada, bañada y acostada, una rutina de la que, por una vez, se ha encargado John. Lo había echado un poco de menos, sentarse en la cama con la niña al brazo, manoteando las páginas del libro de cuentos mientras él las pasa.
Ya no puede pasarlas de dos en dos, porque la niña recuerda las imágenes y las busca. Definitivamente se niega a que la engañen con la historia del hipopótamo en el techo comiendo tarta. John no puede culparla. Es un buen libro.
Enciende el monitor de bebé y va al piso de abajo, donde Mamá ya está llenando la mesa de comida. Sherlock, como un gato que odia perderse las novedades, acecha en su rincón habitual de la cocina, observando pero no ayudando para nada.
–Qué buena pinta –dice John, señalando un pastel de corteza dorada sobre el banco de la cocina. Abre los grifos para lavarse las manos–. ¿De qué está relleno?
–Esto –anuncia Mamá, pasando junto a él para dejar con aplomo el pastel en la mesa–, es el famoso pastel de carne roto de Papá.
John se sacude el agua de las manos y ríe sorprendido.
–¿Pastel roto?
–Bueno, está hecho con masa quebrada –interviene Sherlock, disfrutando de la risa de John.
–Qué chiste tan malo –se queja éste mientras se sienta.
–Ya lo sé, pero lo queremos igual, que Dios nos ayude. John, ¿cuánto? ¿Un buen pedazo?
Sherlock le sonríe a John con malicia desde el otro lado de la mesa.
–Sí, así está bien.
–Te voy a dar más a ti que a él –bromea Mamá mientras pone el trozo de pastel en su plato, sólo para inmediatamente faltar a su palabra y servirle la misma cantidad a Sherlock.
Comen. Hay vino. Mamá y Papá charlan pero no fuerzan a Sherlock ni a John a intervenir más que para protestar que no, de verdad, estoy lleno, gracias, bueno vale un poco más.
Aniquilan el pastel de carne al entero y después dan buena cuenta de un crumble, y acaban tomando café y chocolates como segundo postre. John empieza a sentir que comer más ya sería crueldad autoinfligida y se escabullen al salón antes de a Papá le dé por sugerir una tabla de quesos.
–Uf. Creo que nunca había comido así.
–Obsceno, ¿verdad? –Sherlock se despatarra en un sillón de orejas con la cabeza echada hacia atrás–. Mamá es matemática, cualquiera pensaría que sabe calcular las raciones.
–Es madre –replica John–. Eso anula todo lo demás. Y al menos tu padre sabe cocinar.
–Sabe hacer pastel –corrige Sherlock–. Eso es todo.
–Hmm –murmura John, divertido.
Se regodean un rato en los sillones, escuchando a Mamá y Papá recoger la cocina y discutir cariñosamente, y luego Sherlock se va afuera a fumar y John asalta las estanterías.
La selección es ecléctica, pero encuentra una de las novelas de bolsillo de Papá y se acurruca junto al fuego para leer, sintiendo los ojos ya pesados por la catatonia post-cena.
–¿Jugamos a algo? –pregunta John cuando Sherlock regresa. Sherlock se lo piensa y luego sacude la cabeza.
–Mañana –replica–. Creo que trabajaré esta noche.
–Querrás decir toda la noche –dice John–. Y luego dormirás toda la mañana.
–Estoy de vacaciones –le recuerda Sherlock.
–Buenas noches, entonces –dice John–. No te metas en problemas.
–No lo haré –promete Sherlock, sarcástico–. No te quedes despierto hasta muy tarde leyendo basura.
–No lo haré –miente John, y disfruta del largo momento de paz del final del día.
* * *
El taller hace a John pensar en Sherlock de inmediato. Hay desorden por todas partes, proyectos en diversas y nebulosas fases de desarrollo, pero hay una alegría en ese caos que sugiere que su dueño sabe perfectamente cómo funciona todo. John echa un vistazo a los estantes de las paredes y silba por lo bajo con admiración. Papá Holmes, sentado frente al torno, se echa atrás, se sube las gafas de protección y sonríe radiante.
–¿A que son bonitos?
–¿Usted hizo todo esto? –pregunta John. Toma una delicada pata de mesa de palo de rosa y le da vueltas para admirar la garra de león tallada en el extremo.
–No, no –ríe Papá–. Yo sólo restauro, arreglo, limpio… reconstruyo por completo en algunos casos. Y bueno, sí, hago alguna copia de vez en cuando. Piezas para museos y para la Fundación Nacional y cosas así, que son demasiado delicadas para exponerlas pero quieren algo que poder enseñar; o cuando el original se ha perdido y sólo quedan los planos.
John le enseña la pata de león.
–Usted hizo el arca de Noé –deduce con una sonrisa.
–Algo hice, sí. –Papá le sonríe de vuelta, limpiándose las manos en el delantal–. Entra, siéntate; no, ahí no, esa tiene el asiento torcido.
John barre las virutas de madera de un taburete que está seguro que no es una antigüedad, porque está hecho de plástico, y toma asiento. Mira a su alrededor, fascinado.
–¿Sin electricidad? –nota.
Papá da unos golpecitos orgullosos a la lámpara apoyada en el alféizar de la ventana sobre el banco de trabajo.
–Con batería; todas las luces van con batería. Trato de no usar herramientas eléctricas; me parece que es mejor ceñirse a los métodos originales, así que aquí todo se hace con fuerza de brazo, pedaleo y testarudez de la de toda la vida. –Pisa un par de veces el pedal del torno para que dé unas vueltas, a modo de ejemplo–. Arte, más que progreso –admite.
–Aún así, hace usted todo esto –insiste John.
Papá descarta el comentario con un gesto.
–Bueno, no todo-todo. Tengo un chaval encantador en Gloucestershire que me corta la madera al modo tradicional, y Mamá me calcula los tamaños a veces, cuando me enfado con los números. También me lleva la contabilidad, lo cual es una bendición porque llega a ser por mí y estaría con el agua al cuello, vendiendo los pantalones para comprar barniz o Dios sabe qué.
John sonríe.
–Mycroft también es un encanto; me envía de vez en cuando algún encargo de sus conocidos de Londres. Evita que me meta en líos, ¿entiendes?
–No, pero me lo imagino –responde John–. No puedo creer que Sherlock nunca lo haya mencionado.
–No –ríe Papá–. No creo que Sherlock le vea sentido a esto; hay suficientes cosas nuevas, así que para qué molestarse en arreglar cacharros viejos. Y –baja la voz– me temo que durante muchos años mi manera favorita de aprovechar los restos de madera que quedaban fue hacer miniaturas, y se me daba muy bien. Así que ahora si buscas mi nombre en internet todavía te salen más muebles para muñecas que mi trabajo respetable de restauración; eso es demasiado para un muchacho, supongo.
A John se le escapa una risita.
–Bueno, entonces ya sé a quién acudir cuando Abejita tenga edad para querer muñecas.
–¡Por supuesto! Me ofendería que no lo hicieras –dice Papá, aunque John no puede imaginárselo ofendido.
–¿Sabía que Sherlock le hizo a Abejita una caja de juguete?
–¡No! ¿De verdad? –Papá se inclina hacia adelante, vibrando de interés. Está tan complacido que se pone serio–. Tiene buenas manos, ¿a que sí? Tiene habilidad para el trabajo práctico; Mycroft siempre fue mejor dibujante. Le das papel y te saca unos diseños estupendos, pero nunca conseguí convencerlo de que los llevara a la práctica, y Sherlock no estaba interesado. Siempre dije que teníamos un solo experto repartido entre dos personas, y que era una lástima que no pudiéramos volver a pegarlos.
–¿Cómo eran? –pregunta John. Papá entrecruza las manos y ladea la cabeza.
–¿De niños?
–Sí.
–Sensibles –replica Papá, reflexionando–. Se lo tomaban todo terriblemente a pecho. No es que nos diéramos cuenta siempre, claro, especialmente con Mycroft. Siempre tuvo un natural más reservado, pero es normal; él era el más sensible de los dos.
–¿Mycroft?
–Ajá. Ya sé que ahora se le da bien fingir que no, pero cuando era un niño muy pequeño era… bueno, supongo que “tierno” es la mejor definición que se me ocurre. No conocía apenas la crueldad.
–¿Y qué le pasó? –dice John medio en broma.
–Tuvo un hermanito –dice Papá, muy serio. John deja de reírse de inmediato–. Bueno, no fue para tanto. Supongo que no debería hablar de esto; ahora ya es historia antigua, agua pasada y todo eso, y no quiero decir… o sea, lo que quiero decir es que si no estás bien preparado para ser protector, pero lo eres igualmente, es difícil.
John asiente. No cree que pueda estar completamente de acuerdo con su punto de vista, pero sigue siendo una buena observación. No le cuesta mucho imaginarse a Sherlock y a Mycroft siendo torpes de niños.
–Y nuestro piratilla era un peligro –ríe Papá–. Yo lo reñía, no muy bien, y luego Mamá lo reñía un poco mejor, y acabábamos diciéndonos el uno al otro «son las travesuras de William». Él se enfadaba muchísimo y recitaba «¡No me llamo William, me llamo William Sherlock Scott Holmes!».
John ríe y mira por el ventanuco, constelado de telarañas. La niña es un brillante punto rosa y amarillo al otro lado del prado, tambaleándose con entusiasmo hacia los macizos de flores. Sherlock le pisa los talones, la cabeza gacha para vigilar sus pasos y las manos filosóficamente enlazadas a la espalda. De inmediato John se lo imagina joven y viejo a la vez: un niño de pelo crespo correteando descalzo por el césped y un anciano encorvado y canoso y aún indómito. John lamenta no haber conocido nunca al primero, y espera poder pasar suficiente tiempo con el segundo.
–Me pregunto cómo será de adulta… –dice John, casi para sí. Papá se encoge de hombros.
–Cambian –dice, filosófico–. Hay una parte de ellos que siempre, siempre será la misma, pero también cambian, y habrá cambios contra los que tú no podrás hacer nada, no importa cuánto lo intentes. Cosas buenas –añade con una sonrisa–, y también cosas que te preocuparán.
John se pasa la lengua por el paladar seco.
–¿Las drogas?
–Hm. –Papá parece cansado–. Yo nunca… nunca lo entendí. No era como si… ¿me entenderías si te dijera que yo no “jugaba” con ellas? En mi generación todo el mundo “jugaba” con las drogas. Sigo sin saber por qué empezó él. Supongo que eso es algo que nunca llegas a saber.
–¿El qué?
–Si es tu culpa, o si fue sólo… su voluntad. Pero como te dije, a veces también hay cosas buenas.
John no sabe muy bien qué decir. Siempre se ha inclinado a ponerse del lado de Sherlock, pero quizá es porque odia pensar que puedes hacerlo lo mejor posible con tu hijo y que aún así todo salga mal. Quizá sus propios defectos no son fruto de su infancia, si no innatos a él.
Papá se balancea sobre las patas de la silla.
–¿Quieres probar? –dice inesperadamente.
–¿Cómo?
–El torno. ¿Quieres tornear un poquito?
–Oh. –Lo ha tomado por sorpresa–. No. Quizá, eh. Quizá más tarde.
–Mm. –Papá recoge las astillas en torno a los agujeros de taladro y luego habla de nuevo–: En realidad, creemos que salió bien. Estamos muy orgullosos de él.
John lo mira. Papá se encoge de hombros, un poco avergonzado.
–No es asunto nuestro; o sea, que independientemente de lo que diga Mamá, Dios la bendiga, no es asunto nuestro pero nos sentimos agradecidos, ¿sabes? Sé que no es la persona más, bueno, simpática del mundo, creo que esa es la mejor manera de decirlo; pero estoy convencido de que conocerte a ti, John, ha sido muy bueno para él. Y, honestamente, tú has sido muy bueno con él también. Sin duda mejor de lo que él se ha ganado, si nos ponemos a hacer balance. No me gusta hacerlo, me parece algo frío, pero bueno… al fin y al cabo, él ha arruinado muchas cosas en su propia vida. Pero, eh… gracias, eso es lo que quiero decir. Sherlock necesitaba un amigo.
–Ya –dice John, atónito ante la sinceridad del anciano–. Yo también.
–¿Cómo es él en Londres?
–Es… –John tiene que pensarlo por un momento–. No sé. Ahora es diferente. Comparado con el año pasado. Más cuidadoso, me parece.
–¿Es bueno contigo?
–Yo… sí. –John siente una emoción extraña reptándole por la nuca–. Sí, es bueno con nosotros. Es un buen… Sherlock.
–Eso pensaba yo –dice Papá, satisfecho–. Lleva dando vueltas en círculos por el césped desde que llegaste, y ahora ni siquiera está con Abejita.
John mira por la ventana de nuevo; es cierto. Sherlock se ha echado en la hierba bajo los árboles, y John no consigue pensar en una sola ocasión en la que Sherlock haya optado por estar en el exterior si no está trabajando en algo que no se pueda transportar a ningún lugar bajo techo. La niña debe de haberse ido con Mamá.
–Anda, ve; probablemente está paranoico, pensando que te estoy contando terribles anécdotas infantiles y sacándote información y metiendo las narices donde no me llaman.
–Eso es lo ha estado haciendo –señala John, pensando “viejo cabrón”, aunque no está sorprendido.
–Sí –replica Papá sonriente, volviendo a darle al pedal del torno y poniéndose las gafas–. Es muy inteligente, mi niño.
John está punto de enfadarse con él, pero se da cuenta de que Papá debe de saber que Sherlock lo sabe, y que Sherlock también debe de haber sabido qué haría Papá si quedaba a solas con John, y aún así no ha intentado impedirlo.
Meneando la cabeza, con la sensación de que lo acaban de engañar por dos frentes distintos, John sale del taller.
* * *
–Muévete. –John empuja a Sherlock con el pie y luego toma asiento en la manta junto a él y se despereza–. Nunca te habría tomado por alguien que disfruta tomando el sol.
–No lo soy –pronuncia despacio Sherlock. Tiene los ojos cerrados para protegerse del brillante sol–. Estoy trabajando.
No es verdad, pero sospecha que John ya lo sabe. Éste lo mira con curiosidad; sin duda está tratando de averiguar algo.
–Conque sí, ¿eh? –John apoya la cabeza en el césped, que es más musgo que hierba, y mira al cielo con agradecimiento–. Hace buen día para eso. ¿En qué estás trabajando?
–Investigación –dice Sherlock, cambiando de posición los hombros. Sea lo que sea de lo que se ha hablado en el taller, y puede adivinarlo, no ha tenido un efecto demasiado adverso. John se estira en la manta junto a él hasta que sus brazos se rozan–. Estoy contemplando las posibilidades de eritema solar postmortem y su potencial como referencia cruzada para determinar la hora de la muerte.
John considera sus palabras por un momento y luego sonríe de oreja a oreja.
–¿Qué tan lejos piensas llevar a la práctica tu investigación?
–No hasta acabar pelándome.
–Estarías raro bronceado –ríe John–. Como si te hubieran untado en salsa de carne.
Sherlock estira la columna y exhala un divertido «hm».
–Ya hice eso una vez.
John ríe. Es una risa breve pero rica que sube desde su vientre; la cabeza hacia atrás y las manos sobre el estómago, temblando un poco. Hace que su brazo se frote apenas con el de Sherlock, y el otro hombre sonríe. Luego John suspira, satisfecho, y caen en un ensueño a dos.
–¿Te gusta estar aquí? –pregunta Sherlock al cabo de un rato.
–Mm. –John inclina la cabeza hacia él; su rostro está arrugado de sonreír. Sus ojos son de un azul más grisáceo que el cielo, pero igual de profundo. Hay una chispa en ellos que hace que todas las emociones que viven en Sherlock se hundan y se enrosquen y encuentren una inesperada cantidad de paz, como un pájaro que vuelve a su nido–. No, es agradable. –Indica el entorno con un pequeño gesto–. El huerto es realmente bonito. –Se endereza para sentarse, apoyando la mano en el pecho de Sherlock. La deja ahí mientras mira las esponjosas nubes sobre ellos–. El clima es increíble.
La mano de John está relajada ante los ojos de Sherlock. Las puntas de los dedos son romas, las uñas cuadradas y aseadas. Sherlock ha mirado esa mano mil veces, y nunca la ha sentido tan cálida. Observa el perfil del otro, la línea en escorzo de su brazo.
Como si notara su mirada, John vuelve la cabeza para mirarlo.
–Y me encanta ver correr a Abejita. –Sus dedos se arquean en el pecho de la camisa de Sherlock–. Aunque es un poquito aburrido, eso sí. Me imagino que no pasan demasiadas cosas interesantes.
–Para nada –dice Sherlock, arrastrando las palabras alegremente–. De vez en cuando hay algún asesinato… de ciervos. De niño eso me decepcionaba mucho. Veías a un hombre ensangrentado salir del bosque con un cuchillo, y luego siempre era por un maldito corzo. –Mientras John asimila la información, Sherlock hurga en sus recuerdos–. Aunque una vez desarticulé un círculo de cazadores furtivos. Mamá se asustó mucho.
–Dios mío –dice John, encantado–. Creciste en una novela de Enid Blyton.
–«Unas jarras de cerveza de jengibre y todos la pasaron terriblemente bien». Creo que Mamá ya sirvió la cena. –Sherlock se sienta con brusquedad, desalojando la mano de John.
–¿Ah sí? –dice John, volviendo la cabeza hacia la casa–. Entonces supongo que debería ir a recoger al bicho. –Se pone de pie y luego se da la vuelta para tenderle la mano a Sherlock y ayudarlo a levantarse. Sherlock acepta el ofrecimiento y salta de pie.
Sherlock olisquea el aire y da un gruñido de aprobación.
–Jamón –dice, sucinto. John menea la cabeza, entre incrédulo y admirado. Luego se ríe.
–Ven aquí, tienes musgo en el pelo.
Mete los dedos en los rizos de la nuca de Sherlock y los sacude para quitarles la suciedad.
–Huevos con jamón –le dice Sherlock–. Y verduras fritas.
–¿Apostamos?
Sherlock sonríe con suficiencia mientras empiezan el largo paseo por el huerto de vuelta a casa.
–¿Qué te juegas?
–Jugos no. Dijiste jamón –replica John, y su risa hace eco entre los árboles.
A Sherlock esto lo toma por sorpresa.
El pulgar de John toca la piel suave junto a su oreja y después la acaricia en círculos. Sherlock inclina la cabeza hacia su mano. Ve cerrarse los ojos de John y nota lo secos que están sus labios, el ángulo de su rostro acercándose inexorable hacia el suyo en un movimiento que se hace eco de la bola de calor intenso que baja por la garganta de Sherlock hasta su vientre.
Y entonces los labios de John, secos y cálidos, tocan su oreja, un roce fantasmal pues aunque sabe que están ahí no puede sentirlos. John cae en sus brazos mientras Sherlock entra temblando entre los suyos, y entonces John se queda flácido, como si se hubiera desmayado. Sherlock lo sostiene a ciegas, tratando de ponerlo de pie, pero John se le derrite entre los dedos y se escurre por entre las tablas como agua.
Camina dando vueltas, tratando de gritar el nombre de John, pero no sale ningún sonido; de hecho, es como si a todo el mundo le hubieran apagado el volumen. Abre una puerta que no existe y baja corriendo las escaleras, de dos en dos, para llegar al primer piso. John tiene que estar ahí, en alguna parte.
Las habitaciones del piso inferior están inclinadas y llenándose de agua. Sherlock chapotea por ellas, desconcertado; no hace frío ni está oscuro, pero el agua es viscosa y nadie parece darse cuenta de que está subiendo.
–¡Salid! –le grita a una pareja. Lo miran desde un alféizar, parpadeando estúpidamente, tomados de la mano; ella está vestida en crepé rosa y él lleva chaqué.
En alguna parte tiene que haber una sala de controles de las esclusas, racionaliza Sherlock, sólo tiene que encontrarla. Vadea el gelatinoso mar, que ya le llega a mitad de los muslos, y teme ahogarse. Cuando golpea el agua, frustrado, las ondas se iluminan. Fascinante. Vuelve a hacerlo, haciendo saltar la bioluminescencia de un lado a otro del salón de baile vacío como si fueran piedras planas.
Extraordinario.
Se agacha, hundiéndose hasta la cintura. Mete los brazos en el agua y descubre que rebosa de unos crustáceos translúcidos no más grandes que la cabeza de un alfiler. Se retuercen.
–Es krill –le dice John–. Una ballena azul adulta puede comerse hasta cuarenta millones de krill, o aproximadamente tres mil seiscientos kilogramos, al día.
–¿Qué? Eso no es así –dice Sherlock, levantando la mirada.
John, pálido, está nadando. Se aleja sinuosamente de Sherlock por el agua, panza arriba, y sólo las luces nebulosas y parpadeantes de los crustáceos esconden su desnudez.
–Eso no es así –insiste; las diminutas criaturas todavía se retuercen en su mano–. Es obvio que son algún tipo de camarón de agua dulce.
John se ríe de él y después se zambulle hacia atrás en un perezoso volantín atlético, enseñándolo todo brevemente antes de esfumarse.
Sherlock gruñe, se da la vuelta y se sienta en la cama, aturdido.
Entre las ramas de la rosa trepadora que crece contra su ventana, a través del espacio entre las cortinas, parpadean resplandecientes parches de luz que le dan en la cara. Ha llegado el alba.
John está de pie frente a la ventana la tarde siguiente, mirando los jardines a través de una llovizna ligera y constante, y se siente extrañamente inquieto. Sólo tarda un par de minutos en decidirse, después va al piso de arriba a cambiarse antes de que le dé por cambiar de opinión. Luego asoma la cabeza por el garaje.
–¿Puedes cuidar a Abejita una hora o así? La acabo de poner a dormir la siesta.
Sherlock levanta la mirada de sus tarjetas con unos cuatro segundos de retraso, examina la camiseta que John se ha puesto y se muestra perplejo. John casi nunca lleva los brazos al aire.
–Está lloviendo –dice Sherlock, mirando por la estrecha ventana.
–Sólo un poquito. Iba a salir a tomar el aire. ¿Cómo va eso? –pregunta John, cambiando sutilmente de tema. Pasa con dificultad junto al montón de chatarra que ni Sherlock ni Papá se han molestado en recoger, y se acerca a la mesa a echar un vistazo.
–Va –dice Sherlock, reticente.
Para John, luce como una partida especialmente compleja de solitario o whist o algo así. Sherlock ha repartido las tarjetas de visita en pilas; algunas están pintadas con manchurrones de subrayador neón. Algunas están tachadas por completo y también hay un par de misteriosas tarjetas rojas, sin nombre, sin marca, anónimas.
–¿Qué es esto? –quiere saber John.
Sherlock se echa hacia atrás para dejarle acercarse más, con una mano suspendida sobre los nombres.
–Es una… combinación. Un único patrón correcto entre miles de posibilidades. Este –escribe su nombre en la única tarjeta marcada en amarillo y en la que está al lado, marcada en naranja–, fue su error. Dos pagos, devueltos a la misma cuenta vía cheque; fíjate en los nombres y números.
–Tom Timpson y Tim Thomson –dice John, divertido.
–El mismo banco, la misma sucursal, números de cuenta similares pero únicos, y aún así derivaron sus pagos a la cuenta equivocada. Conclusión: no se saben los números.
–Si no se los saben, entonces ¿cómo…?
–Eligiéndolos. De una lista de nombres, quizá de códigos de sucursal, no estoy seguro, pero de cualquier manera habrán dejado huellas para que las encontremos. Sólo hay que rastrearlas hasta su origen.
–¿Y las tarjetas rojas?
Sherlock las mira, ceñudo, y las cambia perezosamente de sitio.
–Cuentas fantasma que estoy seguro que deben de existir, porque es la única manera lógica de llenar los espacios vacíos, pero no sé de quién son. Éstas –pasa un dedo por la fila superior de tarjetas, marcada en azul–, sospecho que podrían ser las fuentes de todo. Se está desviando dinero de proyectos del gobierno; Mycroft quiere saber cómo y quién.
–Pero no quiere ensuciarse.
–Naturalmente.
–Así que, espera, dijiste que había ciento cuatro tarjetas…
–…incluyendo a nuestros fantasmas, sí.
–Y será un circuito de cinco o seis cuentas bancarias, ¿no? –dice John, juzgando por el número de pilas.
–Mm, exacto. Así que las posibilidades son… abundantes –dice Sherlock, desanimado. Palmea una de las cajas–. Se trata simplemente de filtrar qué es probable, qué es improbable y que es imposible, dada la información.
–Me parece tu idea de una buena noche en casa –dice John, y sonríe cuando Sherlock hace una mueca–. ¿Te parece aburrido?
–Tiene sus momentos. Si hubiera algún muerto sería más interesante.
John mira la mesa con admiración.
–Sigue así –le aconseja–. Ya lo descubrirás. No te preocupes por Abejita, se lo pediré a tu madre.
–No, no pasa nada. No alientes a Mamá, le entrarán ideas raras y nos ofenderá a todos empezando a tejer de nuevo.
–¿De nuevo?
Sherlock se estremece. John se ríe.
–Vale. De todas formas volveré pronto.
–¿Sin chaqueta? Hay una mía vieja en la percha junto a la puerta trasera –dice Sherlock de repente, antes de que el otro pueda darse la vuelta para irse.
–Estaré bien –le asegura John, y se va haciendo adiós con la mano. Sherlock hace una breve pausa y luego lo sigue hasta la puerta del garaje y lo observa alejarse por el sendero del jardín y saludar a Mamá a través de la ventana de la cocina. Sus brazos desnudos están más pálidos que el resto de su cuerpo, así como su cuello más allá de donde llegaría la camisa; lo hace parecer extrañamente joven, y extrañamente vulnerable.
Hay un destello minúsculo del antiguo John. No su John de antes, el hombre del bastón y la pistola en el bolsillo y la furia aplastada bajo losas de duda, si no un John diferente, más joven. Uno incluso anterior a la guerra, piensa Sherlock, y ese cambio lo alegra tanto como lo asusta. No puede negar que desea que John recupere el brillo en los ojos y el orgullo –tiene mucho de lo que enorgullecerse, si tan sólo se permitiera admitirlo–, pero no quiere que John se vuelva tan diferente que sea, de hecho, diferente.
Después de todo fueron la tristeza, y el intentar encajar en un ancho mundo que no los quería, lo que los unió.
* * *
John camina junto al lateral de la casa entre setos de espino ya resplandecientes de un blanco nupcial. Las primeras campánulas asoman sus sombreritos azules por entre la hierba al borde del camino, y hay más flores para las que John no tiene nombre, ni interés en averiguarlo. Todo está húmedo de rocío y la tierra cálida que remueven sus pies huele limpia y agradable.
Salva la cerca y entra en los pastos, de espaldas a la casa, y empieza a trotar despacio por el campo, pateando y esparciendo los montecillos de hierba con la punta de las zapatillas en el proceso. Las celidonias se amotinan en pequeños macizos, tan amarillas que casi no parecen reales salvo porque John puede olerlas. Pasa bajo un roble que debe de tener al menos un siglo. Al pasar, frota la corteza con la palma de la mano.
Es agradable estirar las piernas. Hace tiempo que su bicicleta, allá en Londres, cayó en el olvido; la metió detrás del tocador, con una sábana echada por encima, para quitarla del medio, y a pesar de que va y viene de la estación a pie casi todos los días, no es lo mismo. No ha corrido en semanas, piensa, y se siente extrañamente flojo.
«Vamos» se presiona a sí mismo, pensando con tristeza en un tiempo en el que habría atravesado el campo a la carrera sin despeinarse. Nunca fue un gran corredor, aunque puede alcanzar una velocidad respetable en una emergencia, pero siempre se le ha dado bien ponerse en piloto automático y aguantar el esfuerzo durante más tiempo que la mayoría de gente.
El aire en su rostro empieza sentirse más frío conforme él se va calentando, y al mismo tiempo el sol parece más caliente. Se limpia la cara con el brazo, sintiendo el roce desconocido de piel contra piel, hasta que se le ocurre inclinar la cabeza para recoger el sudor con el hombro.
«Estoy en mala forma» piensa. Nota una punzada en el costado y tiene que ralentizarse y caminar para que se le pase. Estira unos músculos que se quejan y lamenta no haber traído una botella de agua.
Desde aquí puede ver el tejado de la casa y el campo llano desde el cual el helicóptero de Magnussen los recogió hace un año. En aquel entonces no había más que algo de hierba mal desarrollada, pero ahora es una sábana de brotes nuevos, verde pálido en las puntas y tachonada por los taimados y dorados rostros de los dientes de león a los que no alcanzó el herbicida.
Es precioso, piensa John; qué buen lugar para crecer. Él habría estado afuera a todas horas, piensa, habría sido imposible encontrarlo, habría encontrado lugares de esos de los que sólo un niño se enamora, como la caverna húmeda que se forma en la copa podrida de un sauce.
No hay ruido, sólo el soplo del viento y el piar de pájaros sin nombre. John sube jadeante los escalones que salvan otra cerca para el ganado y mira atrás, hacia el camino. No hay ni un alma; ni coches, ni techos de casas. Es un lugar aislado. Sherlock debe de haberlo odiado.
John se pregunta si lo habrá odiado menos después de descubrir cómo podían ser los otros seres humanos.
Debe de haber sido decepcionante.
Una campana tañe en la lejanía. John respira profundamente un oxígeno exhalado por un paisaje más viejo que la religión y se pregunta por qué alguien se molestaría en erigir capillas y campanas.
Aparta su mirada y sus pensamientos de la casa y decide ponerse un desafío. Los campos se extienden desde la casa y se hacen más empinados, convirtiéndose en una colina medio emplumada de bosque. A la cima, entonces.
Ni siquiera está por la mitad cuando empieza a arrepentirse. Londres no es famosa por sus colinas, al fin y al cabo, y arrastrarse por tierra recién arada no es la manera más suave de volver a familiarizarse con ellas que digamos.
«Vamos» gruñe de nuevo. Una vez corrió setenta millas en las montañas galesas en tres días, cargando una mochila y un arma. Fue horrible, pero lo hizo, y lo hizo bien. Por supuesto, piensa, eso fue hace años, cuando aún podía decir que era rubio sin preguntarse qué proporción de esa afirmación era mentira, y hacer rebotar piedras con los bíceps.
Se palpa disimuladamente el brazo. Sigue sin estar mal, a su parecer. Es sólo que ya no es lo que era.
Tiene treinta y siete años, casi treinta y ocho, era de esperar. No obstante, lo hace pararse a pensar. Va a tener cuarenta antes incluso de que su hija empiece el colegio. Para cuando tenga diez años, él tendrá cuarenta y siete, camino de los cincuenta. ¿Y cuando tenga dieciocho?
Él tendrá cincuenta y cinco. Estará en el sendero descendente hacia la jubilación.
Viejo.
Y dios, ya se siente viejo; no quiere ni pensar en cómo será en un par de décadas. Peor, no tiene ni idea de dónde estará en tres años, imagínate en veinte.
¿En otra casa? Con un solo salario tendrá que ser fuera de Londres, piensa, incómodo. No es algo en lo que le guste pensar.
Para entonces tendrá el pelo gris; John se da a sí mismo unos seis años antes de empezar a competir con Lestrade, aunque su pelo rubio arena sea una bendición para ocultarlo.
«¿Voy a ser uno de esos hombres que un día se rinden a la presión y tratan de teñirse?» se pregunta John. «¿Qué aspecto tendrá Sherlock entonces?»
«Arrugado» piensa de inmediato. «Como un perro de esos». Y se ríe en voz alta al pensar en la cara que pondría Sherlock si alguna vez se lo dijera.
Aún así, el problema de los próximos años sigue pesándole.
Atraviesa despacio la linde del bosque; la tierra bajo sus zapatos pasa de arcilla rojiza a una marga oscura, y aquí y allá las hojas del ajo silvestre le rozan los tobillos. Cuando las pisa, el aroma sube por el aire.
Su hija va a necesitar ir al colegio en alguna parte. Puede que el centro de Londres sea difícil. No se puede permitir una escuela privada, y la idea le da cosa, de todas formas.
Ojalá hubiese discutido esto con Mary, pero nunca hablaron del tema. Nunca, piensa al pasar a la zona seca bajo los árboles, tuvieron una sola conversación acerca de cómo querían criar a su hija. Parecía tabú sacar un tema que a todas luces era una pelea lista para estallar.
Adolorido, John pasa de correr a caminar y estira los miembros. Habían discutido biberones versus pecho y John había acabado cediéndole la decisión a Mary. Mary había planteado que John debía aprender a conducir y John había estado de acuerdo, pero también había esperado a tener seiscientas libras para gastar en un curso intensivo. Habían discutido los elementos básicos del cuarto de la niña y de nuevo John se había retirado cediéndole la decisión a Mary. Se le ocurre que, con las prisas anteriores al parto, por una cosa o por otra, nunca trataron ningún tema del que John no pudiera desentenderse y dejárselo a Mary sin convertirlo en una pelea colosal.
No es que Mary hubiera discutido alguna vez con él. No exactamente. Nada de peleas a gritos; nada de perseguirse en torno a la mesa de la cocina despotricando y golpeando cosas.
Ella siempre se limitó a plantarse en su argumento y esperar a que John estuviese lo suficientemente desesperado para ceder.
Y, de alguna manera, él siempre acababa cediendo.
¿Cómo había estado Mary tan segura de que siempre sería así?
Masticar esa cuestión le da energía para salvar los últimos ochocientos metros hasta la cima de la loma. Allí se detiene, resoplando y sudando y sintiendo incómodas pulsaciones en los músculos de la parte trasera de los muslos.
–Joder –maldice, por demasiados motivos como para especificar, y se derrumba en la hierba, estirando las piernas hacia delante para aliviarlas. Frente a él y a sus pies la colina se va hundiendo hacia el largo y llano valle del Támesis, una colcha de retales de tierras agrícolas en marrón y verde. En la distancia más colinas forman un borrón azul oscuro que atraviesa el horizonte, y las nubes se alejan de él tan rápido que John siente que lo arrastran con ellas a cualesquiera lugares lejanos que tengan planeado visitar.
Observa el río. Hay pueblos allá abajo (la única evidencia son algunos parches de tejados), y deben de estar llenos de gente, pero por lo que él puede ver desde aquí bien podrían estar muertos, desiertos.
Es un paisaje potencial. En cien años podría haberse convertido en un mar de cemento armado y centelleante cristal, o podría no haber cambiado un ápice. Podría estar inundado, podría ser un bosque.
John duda de que alguna vez lleguen a librarse del río.
El viento en la espalda lo refresca, y cuando la lluvia empieza a calar la tela de sus pantalones de deporte casi le parece sentir el gusto vagamente metálico del agua de su cantimplora de soldado. Es la nostalgia más vaga que existe, pero recuerda correr campo a través alrededor de la antigua finca de Sandhurst. Casi le parece que si levanta las manos sentirá las asas de la mochila, y sus zapatillas casi son demasiado apretadas para unos pies acostumbrados a botas, botas y más botas, corriendo arriba y abajo.
Salvo porque está licenciado.
Distraído, John se imagina a alguien, quizá el comandante Sholto, diciéndole a su yo del primer día de entrenamiento dónde estará en diez años. Sin ninguna fulgurante carrera militar; sin esposa, sin casa. Medallas y un agujero de bala en el hombro. Más agua pasada de lo que su dique puede contener, una hija y otras complicaciones imprevistas. Demasiados funerales y algo de risas. Menos cojera. Licenciado con honores de una misión respetable en una guerra dudosa, y después una dudosa misión en otra guerra que, le gusta pensar, es más honesta.
En diez años va a tener cuarenta y siete, y su hija tendrá diez. Nueve fiestas de cumpleaños más, piensa, algo sorprendido a pesar de la obviedad. Planes con amiguitos del colegio. Vacaciones. Excursiones escolares. Reuniones de padres de familia. John se descubre esbozando una inesperada sonrisa.
Campamentos. Endosarle manualidades hechas con macarrones a la señora Hudson.
Y no parece que Sherlock haya bajado la velocidad con sus aventuras.
De hecho, se pregunta despacio, ¿dónde estará Sherlock en cinco años? Eso es mucho más impredecible que el limitado mapa del futuro de John. Sherlock podría irse a cualquier parte. Hacer cualquier cosa. Ser cualquiera, casi literalmente. Al fin y al cabo, cuando estuvo muerto se pasó meses fingiendo ser otros hombres.
Me preocupo por él. Constantemente.
John tiembla apenas. Empieza a apreciar el peso de ese sentimiento. Pero, claro…
Su responsabilidad de criar a su propia hija también tiene peso. Le ha cerrado algunas puertas, al menos de momento, pero también ha abierto otras. Le ha dado unas directrices en torno a las cuales tratar de redefinir y organizar su vida.
Extrañamente, puede que ayude a Sherlock a hacer lo mismo. John no es tan tonto como para negar que juega un papel estabilizador en la turbulenta vida de Sherlock, igual que Sherlock es un terremoto que quiebra su tendencia a atollarse.
«Si Sherlock no se ha largado es por ella» piensa John, parpadeando por un sol que hace que le salten chispas tras los párpados. «Y por esa misma razón, yo no puedo dejar de esforzarme». Un nudo en su interior se suelta.
John se pone de pie, gira los hombros y se sacude. Emprende el camino de vuelta a casa… a la casa. Es el hogar de alguien, piensa, aunque ese alguien no sea él, y empieza a trotar.
Ir colina abajo es más fácil y vertiginoso y peligroso que colina arriba. Las rodillas le chirrían al saltar de surco a surco del campo arado, pateando toperas y desbandando enjambres de indignados insectos. Se aparta las ramas de la cara a golpes y acaba corriendo sólo porque sí; baja de cabeza hacia el valle y sabe que en cualquier momento podría romperse un tobillo y caer rebotando, pero ¿sabes qué? Y qué.
Por un instante vuela, por un instante es casi invencible. Vuelve a ser el John de diez años, la misma edad que su hija en el futuro, y hay un campo frente a él que nació para que corrieran por él.
John, sin aliento, ríe por dentro.
* * *
Para cuando llega a la casa ha reducido la velocidad a una cansada caminata. La ve emerger poco a poco, hogareña entre las curvas del sendero y los setos, y con ella aparecen también algunos centímetros de Sherlock, recostado contra la puerta de la valla, despreocupado y definitivamente no esperándolo.
Está inclinado hacia delante en mangas de camisa, con las manos delante de la cara en parte por su viejo hábito a la hora de pensar y en parte para proteger el fulgor color cereza de su cigarrillo de la niebla y la lluvia. John sonríe y Sherlock, por detrás de sus dedos, también; una sonrisa severa por el humo.
Se hace a un lado y abre la puerta de la valla para dejarlo pasar con el aplomo de un chofer abriendo la puerta de una limusina, y luego da un respingo cuando John le arranca el cigarrillo de la boca.
–Mío –dice sin reducir la velocidad, de camino a la puerta.
–Tú no fumas –dice un sorprendido Sherlock, yendo tras él.
–Y hoy, tú tampoco –le dice John. Abre la puerta con un golpe de hombro y aplasta la colilla contra una maceta colgante con toda intención. Le sonríe con malicia y luego le cierra la puerta en las narices.
«Me voy a comprar cien cigarrillos» se promete Sherlock. «Me los esconderé en los calcetines, en el pelo, en los zócalos, en el arca de Noé y en todos los bolsillo de John y no pienso ser nada sutil al respecto».
Se recuesta en la puerta, alza la cara contra la lluvia y le da las gracias a cada centímetro de la llanura aluvial del Támesis por devolverle a un John que vuelve a sentir.
Sherlock abre la puerta con una seguridad tan atrevida que John ni siquiera tiene tiempo de maldecir; se limita a erguirse, chorreando agua, y tratar de agarrar un paño de ducha. Sherlock vuelve a cerrar la puerta casi con la misma brusquedad, pero no sin consignar a la memoria las líneas gruesas y fuertes de los hombros de John y la arrugada cicatriz del agujero de salida de la bala.
–Lo siento, casa vieja, cepillo de dientes, no hay pestillo… los pestillos no funcionan –tartamudea Sherlock como si estuviera enviando algún tipo de telegrama verbal–. ¡Lo siento! ¡Me estoy disculpando!
–Sí, vale. Te oigo –dice John, incómodo–. ¿Qué…? ¿Necesitas el baño?
Sherlock suelta con cuidado la manija de la puerta; aún la mantiene apretadamente cerrada.
–Quería mi cepillo de dientes.
Hay un instante de silencio en el baño, que Sherlock interpreta como «¿eso es todo?»
–¿Cuál es? –pregunta John con un suspiro, palpando el suelo en busca de su bata–. Te lo paso.
–Es azul.
John se echa atrás y estira el cuello por encima del borde de la bañera para examinar el lavatorio de arriba abajo.
–Todos son azules –reporta–. ¿Es azul claro o azul oscuro?
Sherlock frunce el ceño ante ese inesperado lanzamiento con efecto.
–Es cobalto.
John cierra los ojos, infla las mejillas y luego expulsa el aire con exasperación.
–Hay azul-azul, más azul y azul claro.
–¿Qué es más azul que azul-azul? –exige Sherlock, perplejo.
–Como el azul de los uniformes de colegio.
–El mío era azul marino.
–No es azul marino –admite John–. Ay, de verdad… entra y coge tu maldito cepillo.
Sherlock duda; la manija de la puerta está húmeda y pegajosa bajo su palma.
–No te preocupes, ya puedes entrar –dice John, en el mismo tono que usa para guiar a Abejita al cruzar la calle. Sherlock abre cautelosamente la puerta.
Puede ver un mayor porcentaje de John de lo que jamás ha visto, y menos de lo que esperaba. John ha hecho un buen intento de conservar su modestia poniéndose uno de los paños de ducha sobre las partes nobles y otro por la espalda y los hombros, de modo que sólo queda expuesta la mitad de su pecho, que de todas maneras está medio hundida en el agua lechosa de la bañera. Tiene los ojos cerrados; quizá un recuerdo de la creencia infantil de que si él no ve a Sherlock, entonces Sherlock tampoco puede verlo a él.
–No quería entrar sin ser invitado –dice Sherlock mientras toma su cepillo de dientes. No está muy seguro de a dónde mirar, y como resultado nota la constelación de salpicaduras del espejo y que, aunque los azulejos se colocaron hace no más de seis meses, el calafateado bajo el lavatorio se está poniendo feo y no le vendría mal un arreglo.
–No me importa –musita John, cohibido.
–Lo siento –repite Sherlock innecesariamente. Palpa el lavatorio, coge el cepillo, y luego busca hilo dental en el armarito, haciendo una mueca. Luego se vuelve para irse, mirando a todas partes menos a la coronilla de John, y entonces descubre el plato y no puede evitar detenerse, sorprendido.
–Sí –dice John, algo avergonzado.
Sherlock aprieta el cepillo de dientes con pánico.
–No dije nada.
–No, pero lo pensaste y sí, eso es lo que es.
–Es una empanada de salchicha… –se las arregla para decir Sherlock, mirando el bocado sobre su plato, incongruente sobre la tapa cerrada del inodoro.
–No –lo corrige John, aclarándose la garganta–. Es media empanada de salchicha. Ya me comí la mitad y, si se me permite, pienso comerme la otra también.
–¿En la bañera?
Sherlock percibe por el rabillo del ojo que John asiente.
–Con esta cerveza –añade. Sherlock ladea un poco la cabeza y descubre la botella colocada en el estante de la bañera, junto al champú.
–¿En el baño? –Hace calor en el baño, piensa Sherlock, se le calentará la cerveza y estará asquerosa, seguro. Es una cerveza casera decente, una de las de Papá. Está casi ofendido.
–Sherlock, tú le haces cosas asquerosas a nuestra bañera –dice John, cerrando los ojos de nuevo.
–Sí, pero no como dentro –contraataca Sherlock.
–¡Se suponía que era un secreto! –bufa John, y Sherlock se da cuenta de que está intentando no mirarlo a pesar de que Sherlock está haciendo exactamente lo mismo. Entonces, de repente, John ríe. A pesar de la vergüenza residual, Sherlock se une a él.
–Debías de saber que había alguien aquí dentro –señala John en cuanto puede hablar de nuevo–. Eres tú, y la luz estaba encendida.
–Pensé que era Papá –dice Sherlock, demasiado honesto. John hace un gesto de repulsión.
–Okey, eso lo hace sonar todavía peor.
Sherlock abre la boca, se lo piensa mejor y la vuelve a cerrar, alegrándose de no haber dicho “Mamá” y lamentando que la explicación para todo esto sea tan larga y prolija que le va a costar que suene tan inocente como realmente es. Es mejor que deje correr ese tema. En su lugar, miente.
–Estaba pensando en el código.
–¿Te estás acercando? –pregunta John. Apoya un codo en el borde de la bañera. Hace una pausa y parece alcanzar un punto en el que podría ir en una dirección o en otra, y después extiende la mano con decisión y agarra su empanada a medio comer.
–Eh, yo… sí. Eso creo. Eliminando las pistas falsas –dice Sherlock. Le da la impresión de que debería irse, esa parece la acción más obvia, pero ahora que John le está haciendo preguntas de repente ya no parece que deba hacerlo, y como resultado se queda varado en el perímetro de la alfombrilla del baño–. Hay muchas variables. Sólo cinco cuentas bancarias de entre ciento cuatro, en un orden específico y en un momento específico… es como…
–¿Jugar al solitario con dos barajas? –sugiere John.
–Dos y media, más bien –replica Sherlock–. Debe de haber más cuentas cuyos nombres no he encontrado.
–Jokers.
–Mm.
–Lo conseguirás. –John se sacude las migas de los dedos ya vacíos y las tira al agua; queriendo ser útil, Sherlock recoge el plato vacío de la tapa del inodoro. Después mira sin querer el rostro de John, vuelto hacia él y encendido por la simple fe que tiene en él, y es como un relámpago.
Podría tocarte, piensa, fijando los ojos con fuerza en el toallero. La bañera está al alcance de su mano; el baño no es grande. Podría tocarte. Sin embargo no tiene ni idea de cómo cruzar esa separación. Hay un espacio en blanco en su imaginación. La única certeza que tiene es que existe una oportunidad, y que es una oportunidad que sólo resultaría desastrosa si la aprovechara; e incluso si no fuese así, no tiene idea siquiera de qué querría expresar tocando a John.
–¿Sherlock?
–Me llevo esto abajo –dice Sherlock, abrupto, levantando el plato–. Tú quédate.
Más que ver, Sherlock oye la leve risa de John.
–Eso pensaba hacer –dice, seco. Luego su tono se enternece–. ¿Has tenido una idea?
Sherlock se aplasta en silencio la punta de la lengua con el incisivo justo hasta que duele y entonces, y sólo entonces, se ve capaz de contestar.
–Sí –dice, los ojos en el suelo al atravesar el umbral, cerrando la puerta tras de sí para dejar fuera el aire frío–. Creo que sí.
Deja su cepillo de dientes en el banco de la cocina y se va de inmediato al garaje, con la mente cantando.
Jokers.
Comodines.
Dejando otros pensamientos aparte, algo en escuchar a John decir esas palabras ha hecho que brote una idea en su mente, como los mecanismos de una cerradura al encajar en el sitio. Abre la puerta de un descuidado empujón, activa el interruptor de las luces y busca a ciegas la mesa mientras éstas se van encendiendo entre parpadeos.
Hay cuentas bancarias que no había considerado, debería haber sido obvio excepto porque…
Sherlock reparte los nombres, descarta tarjetas, las reorganiza, y después de dos febriles minutos da un paso atrás y contempla la mesa.
No puede ser.
Es la respuesta más plausible.
Regresa a buscar las cajas y las vacía en el suelo, hojea la pila de papeles en busca de la gente adecuada, las fechas adecuadas, los números adecuados. Las va arrojando a la mesa conforme los desentierra, y pasan treinta minutos sin que se dé cuenta, hasta que empiezan a dolerle las rodillas en el suelo de cemento.
Baja la velocidad y saca seis cartas; primero la cuenta fantasma en la que metieron dinero por error, y luego aquella en la que realmente tenían intención de ingresarlo. El primer eslabón de la cadena.
A continuación, una cuenta de negocios vinculada a ventas por internet; una cuenta privada en Irlanda, otra en China, después la cuenta de uno de los sospechosos. Los números encajan. Los nombres parecen erróneos, pero las horas y las cifras encajan. Pero hay un hueco entre el sospechoso y China. Sherlock busca en su bolsillo y saca una última tarjeta de su propia cartera, la pone entre las otras dos y luego junta las manos ante los labios.
Un comodín. No es una cadena de cinco eslabones, si no de seis, y el sexto es…
Se saca el teléfono del bolsillo y descubre que le tiemblan los dedos.
No puede ser, ¿verdad?
Tiene la horrible sensación de que sí.
Si es así, éste es un caso como jamás ha tenido. Dejando de lado las cajas de cerillas, los grandes juegos y la traición. Podría ser…
Podría ser peligroso.
La excitación de Sherlock se enfría de golpe.
Error.
ES peligroso.
Ya ha marcado la mitad del número sin darse cuenta, arrastrado por el subidón vertiginoso de haber resuelto el caso, pero sólo ahora se da cuenta de qué quiere reportar.
Marca. El teléfono timbra, y alguien descuelga.
–Sherlock. Qué sociable de tu parte. ¿A qué debo este placer, hermano? ¿Estás disfrutando de las emociones fuertes de…?
–Lo dejo.
El silencio que prosigue es tan largo que oye el chirrido que produce Mycroft al enderezarse en la silla, haciendo cálculos a toda velocidad.
–¿Qué?
–Tu caso. Lo dejo. He terminado con él.
–¿Lo dejas? –pregunta Mycroft, todo incredulidad–. Perdón, ¿ésta es tu manera de decir que no puedes resolverlo?
–Lo he resuelto –le dice Sherlock, seco–. Y ya está terminado.
–Ah. –Mycroft está desconcertado, pero se recupera lo suficiente como para terminar–. Bueno, entonces anótalo y te enviaré a alguien que lo…
–No –dice Sherlock y luego, como es tan curiosa y ardientemente satisfactorio, lo repite–: No. Me niego. Hazlo tú.
Esta vez el inesperado giro de los acontecimientos pone a Mycroft tan nervioso que lo único que atina a decir es «¿Por qué?».
Sherlock piensa. Su mirada se pasea por los restos dejados por meses de trabajo y el alarmante resultado final; las telarañas en las esquinas del garaje y la neblinosa luz del dormitorio de John al otro lado del jardín.
–No… no es mi división –dice Sherlock, y cuelga. No lo es. Pertenece completamente a Mycroft.
Tiene emociones encontradas respecto a esto. Le parece que ha hecho lo correcto, pero aún así hay una parte de él que se siente profundamente decepcionada. Podría haber sido una aventura increíble, piensa, pero no sabe a qué precio ni arriesgando qué. La parte de él que sigue queriendo jugar limpio piensa que debería enviarle los resultados a Mycroft de todas maneras, pero ha dejado suficientes notas en los papeles como para que su hermano, con un poco de esfuerzo, pueda seguir su línea de pensamiento y llegar a la solución igualmente. Que el cabrón sude un poco.
Está resentido por esta situación, a pesar de que Mycroft no tuviera ni idea.
Pagaría un buen precio por ver la cara de Mycroft cuando se de cuenta de que la traición viene del núcleo más íntimo de su amado departamento.
No se puede confiar en nadie hoy en día.
Le echa un último vistazo a esa conclusión a la que le ha costado tanto llegar, deseando tener todavía la libertad de ser completa y demencialmente temerario, y luego, antes de que le entre la tentación, vuelve a recoger todas las cartas y las echa en una de las cajas vacías, mezcladas de nuevo.
En la casa, la luz del cuarto de John se ha apagado. Debe de estar durmiendo.
«No vale la pena» musita Sherlock, y apaga las luces del garaje, cediéndole su caso al polvo.
* * *
–Habíamos pensado salir a cenar esta noche si os parece bien, muchachos. Hay un pubcito muy agradable en el pueblo, hacen salchichas caseras y carne de caza y platos de cuchara. –Papá los mira, esperanzado–. Ya que estamos todos aquí por Pascua. Tienen unos postres excelentes –añade, y puede que ésa sea su motivación principal.
John baja el crucigrama con el que ha estado jugueteando y se estira en su sillón.
–Sí, podríamos hacer eso –concurre–. ¿Sherlock?
–Peculiar –dice Sherlock, que no ha escuchado nada.
–¿Qué?
–¿Qué? –repite Sherlock, levantando los ojos de sus partituras–. Ah, el treinta y dos vertical, “propio y singular de alguien o algo” (una definición vulgar), y sí, vale. Si le recordamos su perro largo al propietario del pub puede que nos invite a todos a copas.
–¿Eh? No sabía que Ian tuviera un perro –dice Papá, perplejo–. ¿Es un perro salchicha?
–Un perro de caza –corrige Sherlock, garabateando en sus manuscritos.
–Vale. Bueno, entonces seremos cinco; voy a decirle a Mamá que llame y reserve una mesa.
–¿”Perro largo”? –pregunta John en cuanto Papá sale al trote.
Como respuesta, Sherlock levanta una mano y hace el movimiento de amartillar un arma, y luego finge que dispara una bala contra el sofá.
–¿En serio? ¿A qué le disparó?
–A mí. –Sherlock vuelve a levantar la mirada de la mesa para encontrarse a un John boquiabierto–. Sólo fueron perdigones. Me salieron moretones, pero en cuanto sacudí la chaqueta del uniforme se despegaron los proyectiles, y además él no tenía intención de darme; estaba oscuro. Madre se puso furiosa por lo de la chaqueta, claro. Todavía no lo sabe.
–¡¿Uniforme?! ¿Qué edad tenías?
–¿Doce?
–¿Y estabas…?
–Investigando sus armas sin registrar.
–Por supuesto –dice John, dividido entre la incredulidad y la risa–. Un día normal en tu vida.
Sherlock parece un poco avergonzado pero nada arrepentido.
–Como si tú no hubieras roto un plato, John.
–Yo fui un niño bueno.
John siempre ha sido el chico de oro.
De repente Sherlock se pregunta en qué andará metida Harry últimamente. No ha habido más mensajes. De alguna manera ha desaparecido de su radar.
–¿Nos vas a tocar algo más tarde? –pregunta John, ya sea por genuino interés o porque se ha dado cuenta de que acaba de insinuar que Sherlock fue un niño malo y está intentando compensar. Sherlock se encoge de hombros, algo resentido.
–Estoy componiendo –le dice–. Tendréis que esperar.
–Vale. No hay necesidad tampoco –dice John, neutro–. ¿Qué estás componiendo?
–Un aire.
–Será una brisa.
Sherlock hace una mueca y se hunde en el sillón.
–Que Dios nos ayude. Ya se te está pegando el humor de padre.
–No es peor que este crucigrama –comenta John.
–Tienta –replica Sherlock, cansinamente–. Seis vertical. “Trata de seducir a un buen hombre”.
John se fija.
–Ah, sí. Encaja.
Lo escribe con lápiz.
* * *
El pub es uno de esos lugares perfectos que parecen demasiado estereotipados para ser reales, y sin embargo lo son. Hay adornos de montura para caballos colgados en el cañón de la chimenea; no de esos bonitos que se compran especialmente para crear ambiente, si no unos sujetos a un cuero que por la parte de abajo está reluciente de tan desgastado por la palpitante fuerza del caballo de tiro que los llevó. Tienen nombres grabados, los mismos que aparecen en el monumento a los caídos en la guerra, y hay taburetes frente a la barra en los que John sabe instintivamente que no ha de sentarse. Tienen surcos hechos por las nalgas de otro hombre. Sin duda ese tipo de hombre que la gente sabe que ha muerto porque vuelven a tapizar el taburete.
Se sientan en el restaurante, apretujados entre antiguos bancos de iglesia y sillas que no es que sean antigüedades, es que llevan siglos allí. John echa atrás la cabeza y admira la amplia colección de taxidermia.
–Hay un tablón con los platos del día –le señala Mamá–. Tercera carpa a la izquierda y sigue recto hasta el venado.
–Ya lo veo –dice John, tratando de no reírse. Sherlock suspira profundamente.
–Anímate, cariño –lo regaña Mamá. La niña culebrea en la única adición moderna que John ve: una trona de plástico. Sherlock le da una cuchara. Mamá gorjea–: Uy, mira, Abejita, ¿qué es eso? ¿Es una cucharita? ¡Sí, es una cuchara!
–Mátame –masculla Sherlock entre dientes.
–El menú tiene buena pinta –interviene John, antes de que Sherlock haga una regresión completa a la adolescencia–. Qué buen eh… estofado. –Se ha limitado a decir la primera palabra que ve.
–Ay, y viene con dumpling –dice Mamá, complacida.
–¿Sí, querida?
–Ja ja, no hablaba contigo, Papá. ¿Vas a pedir el estofado entonces, John?
–A lo mejor, me gustan los dumplings –replica John para ser educado, dándole la vuelta al menú. Mamá continúa, sin embargo.
–A Mickey siempre le gustaron los dumplings.
Sherlock se ríe por la nariz.
–Mycroft prácticamente era un dumpling.
Mamá suspira.
–Sí, desafortunadamente vosotros dos parecíais una película de El gordo y el flaco. –Le da un azote con la servilleta–. Pero menos ingeniosa.
John mira a Sherlock y hace un esfuerzo por no sonreír.
Mira lo que tengo que aguantar.
Todo va a salir bien.
–Pide tú por mí –sugiere John, dándole el menú a Sherlock. Sherlock frunce ligeramente el ceño pero pone toda su atención en él, recorriendo el texto y, aparentemente, tomándose en serio la tarea. John se escurre de la mesa rumbo al baño, aún intentando no dejar traslucir lo gracioso que le resulta todo. Sólo dos días más.
Se pregunta si Sherlock conseguirá soportarlo.
Papá, por su parte, ha tenido la sensatez de empezar a pedir, y la camarera está descorchando dos generosas botellas de algo cuando John vuelve a la mesa.
–Y ¿qué voy a comer? –pregunta John con curiosidad.
–Sopa de apio y una ensalada de queso.
–Ah –dice John, decepcionado–. ¿Y el plato principal?
–El plato principal es la ensalada.
John mira a Mamá y Papá, que de inmediato se ponen a discutir con cierta intensidad sobre el vino y no lo ayudan en nada.
–Vale. Gracias –dice John, arrancando la servilleta de alrededor de los cubiertos–. Qué maravilla. Lechuga. Sí, quiero vino tinto. Eso combina bien con… la sopa.
Con toda crueldad, se le abandona a su malhumor hasta que la camarera llega con pan para la mesa, y entonces Sherlock, aprovechando que sus padres andan distraídos con la mantequilla, se inclina hacia él.
–Huevo a la escocesa y un solomillo –murmura al oído de John. Las palabras hacen que le baje un estremecimiento hasta la base de la columna.
–¿Eso es lo que vas a comer tú? –pregunta John, ofendido. Sherlock sonríe con malicia y levanta la barbilla en su dirección.
No, es lo que vas a comer tú.
–Ay, pedazo de imbécil –dice John, aliviado. Le fastidia más haberse creído la broma de Sherlock que haber sido el objeto de ella en primer lugar–. De verdad pensé que me habías pedido una puta ensalada.
Sherlock ríe con disimulo en su copa de vino.
–Capullo. Te voy a robar el tenedor. Buena suerte comiendo sólo con un cuchillo.
–Voy por delante de ti, John. He pedido paté –ríe para sí Sherlock.
* * *
A pesar de que están sentados en la misma mesa, pronto se bifurcan en dos cenas completamente distintas. En su lado de la mesa Mamá y Papá se pelean con cariño y discuten los variados eventos sociopolíticos del pueblo, mientras Sherlock y John comen en amistoso silencio, pasándole las sobras de sus platos a la niña de vez en cuando.
John deja limpio el plato del filete, agradecido por partida doble de que no sea una cochina ensalada de queso y de que haya mostaza en abundancia. Sherlock da buena cuenta de una pechuga de pato y de las dos raciones de aros de cebolla, y después Mamá insiste en que tomen vino dulce y postre. Les llegan en la forma de un Riesling con pastel banoffee; ambos les dejan los dientes pegajosos de azúcar, pero no resultan desagradables.
Para cuando están dando cuenta de unos cafés con generosas dosis de licor, John tiene el ánimo en ebullición. Picotean de una bandeja de quesos compartida y John casi llora de risa al ver la cara de la niña cuando le ofrecen un maloliente pedazo de camembert. No le dejan comérselo, porque a John le da miedo lo que podría salir por el otro lado, pero de todas formas es muy entretenido.
La niña se cansa y empieza a llorar y, con John tambaleándose un poco, emprenden el camino a casa.
Caen dentro del taxi que los espera casi por instinto. Es un monovolumen, lo cual le permite a John y Sherlock apretujarse al fondo de todo y dejar a Mamá, más sobria, sentarse con la niña en la fila central.
Sherlock apoya el codo en el marco de la puerta y observa la campiña deslizarse al otro lado de la ventanilla. Se ha remangado la camisa, dejando ver sus antebrazos, y el dobladillo inferior se le ha salido de los pantalones. John piensa que así luce menos clínico.
El coche se balancea por los estrechos recodos del camino, las ramas golpean la ventana del lado de Sherlock. Sentados así de cerca John puede oler su aftershave, aunque no consigue dilucidar a qué huele exactamente.
John cierra los ojos por un momento, somnoliento. Hasta ahora ha estado pasándoselo muy bien, pero se pregunta cómo será para Sherlock. Tiene unos problemas tan tremendos con su familia, y normalmente se pone tan neurótico en Londres con su trabajo…
A ciegas, toca el muslo de Sherlock para llamar su atención.
–¿No te aburres?
Sherlock no responde, y por un momento John piensa que ha decidido ignorar la pregunta por estúpida, hasta que siente un hormigueo en la piel de la garganta y sabe, sin saber cómo lo sabe, que Sherlock lo está mirando.
Se acuerda de Halloween de repente, de otro viaje en taxi a casa que fue mucho más incómodo, y de la manera en que la luz de las farolas pasaban por la cara de Sherlock, inexpresiva de tan herido como se sentía. Casi espera ver lo mismo cuando abre los ojos, pero la expresión de Sherlock es diferente.
La parte trasera del taxi está a oscuras; llegan las luces amortiguadas del salpicadero y el reflejo de los faros en los setos, pero poco más. Lo único que distingue son los bordes del rostro de Sherlock y, por alguna parte enmedio, el centelleo extraterrestre de sus ojos.
John inhala, sorprendido por la intensidad de su mirada. Al hacerlo contrae el brazo y se da cuenta de que se ha olvidado su mano sobre la pierna de Sherlock. La retira inmediatamente. Sherlock no aparta la mirada.
John abre la boca para decir algo y luego se retrae, medio cegado al entrar el taxi en el camino que lleva a la casa y activar las luces de seguridad. John maldice y Sherlock se aparta con una mueca de lo que sea que John fuera a decir o hacer (no está seguro) y lo deja caer en el olvido.
Desembarcan, entumecidos, Mamá le paga al conductor, y anadean hacia la casa. John se toma un momento para desvestir a la niña y meterla en la cuna, y cuando vuelve a bajar las escaleras Mamá se ha ido a dormir y Papá ha descorchado el brandy.
–¿Nos tomamos la última, John? –ofrece, agitando la licorera–. A lo mejor tenemos una gotita de malta por alguna parte…
–Whisky, por favor. –John se quita la chaqueta y se sienta a la mesa. Sherlock está barajando un mazo de cartas, lo cual se le hace ominoso hasta que se da cuenta de que es el juego de las siete familias. Aún ominoso, pero menos preocupante. También un poco irónico, piensa John. Papá le desliza a John un vaso y a Sherlock un cenicero lleno de fichas de plástico, y el juego da comienzo.
* * *
John se ha reído tanto que le ha dado hipo. Tiene la cabeza apoyada en la mano y su mejilla se balancea contra los dedos flojos y mira a Sherlock por encima de ellos, hipando, hasta que se vuelve contagioso y los dos están bufando y resollando con la alegría de un par de perros viejos.
Se han cambiado de la cocina al salón después de haber hecho abundantes trampas jugando a las familias. A Papá, que ya estaba cabeceando sobre sus cartas, se le instó a retirarse, y si guardan silencio pueden oírlo roncar en el piso de arriba. John compadece a la madre de Sherlock.
–Puede que sea ella la que ronca –comenta Sherlock al mencionarlo, provocándole a John otro moderado ataque de histeria.
Un inestable Sherlock se rellena el vaso de whisky y luego le tiende la botella a John, que se tambalea hacia adelante alargándole el vaso. La tarea de llenarlo sin derramar un whisky de malta de veinte años en la alfombra basta para serenarlos a los dos, y contemplan el ritual con la diligencia debida. El líquido salpica los dedos de John y los hace brillar, húmedos, contra el cristal tallado.
–Ups.
–No pasa nada.
Con un cuidado exagerado John deja el vaso en el suelo y se limpia la mano con un pañuelo, antes de volver a levantar la vista. Ahora su expresión es suave; no está atrapada en la estupidez del alcohol ni ha vuelto a ser neutra. Se aclara la garganta. Sherlock trata de concentrarse.
–¿Mm? ¿Qué?
–Nada, estaba… pensando.
–Ah. Ya decía yo que había oído un ruido.
–No, quiero decir (serás imbécil), o sea, no. Estaba pensando.
Sherlock espera. John alisa el paño de algodón entre sus manos, lo pliega, lo dobla y, al cabo, dice su nombre.
–Hay algo que quería decirte.
El tobillo que Sherlock ha tenido apuntalado sobre la rodilla se resbala, aunque se recupera lo suficientemente rápido como para transformar el movimiento en un estirón de piernas.
–¿Una cosa?
–Sí, quería decirte algo… hace tiempo que quiero, es que… no es el tipo de cosa que tú… ya sabes.
–Ah, una cosa de esas –dice Sherlock con una ligereza que no siente. Su expresión es igual de ligera, a pesar de que el núcleo de su ser está adquiriendo una gravedad profana: lo agarra de las tripas y tira de él con fuerza contra el suelo. John cambia de posición en el sillón, echándose hacia adelante como hace con sus pacientes. Sherlock puede ver cómo va eligiendo las palabras, saboreándolas dentro de la boca hasta dar con las adecuadas.
–Quiero que tú… es… –John exhala–. Adoro –dice, apoyando la mano en el apoyabrazos del sillón de Sherlock. Sherlock no la mira, ni permite que se desvanezca de sus labios la débil sonrisa de educación. Tampoco respira. De repente el vaso que tiene en la mano es una ausencia de textura, y siente los dedos pesados, como si les hubieran inyectado anestesia. La expresión de John tiembla al concluir–: …lo mucho que la quieres.
Señala al cuarto de la niña sobre sus cabezas, su dedo como una vara que tirase de los hilos que mueven la cabeza de Sherlock, o el interruptor que hace que sus pulmones vuelvan a funcionar. Sherlock traga el whisky que le ha estado quemando la lengua los últimos veinte segundos, y sólo le queda alegrarse de no estar mirando a John a los ojos.
–Y adoro –dice John, suave–, de verdad, lo mucho que ella te quiere.
Sherlock no dice nada, pero pestañea fuerte y rápido.
–Haces que… –John levanta una mano con los dedos ligeramente arqueados unos contra otros, buscando una palabra que le ha robado el whisky, y al cabo los separa agitándolos, como si lanzara fuego–: que se alegre. Se ilumina cada vez que vuelves a casa. –Se inclina hacia adelante para hincar un dedo en el pecho de Sherlock.
–Ah –dice Sherlock, su tono un poco alto, un poco húmedo–. Ah, ya veo.
–Imbécil –dice John con cariño–. Me encanta la foto que me diste.
–Hm.
John entorna los ojos.
–¿Qué?
–Nada.
John le sonríe, una sonrisa larga y cálida que Sherlock lleva mucho tiempo sin ver, y la manera en que hace que se le contraiga el estómago lo confunde demasiado como para devolvérsela.
–Dame la mano –gesticula John, palpándose su propio culo. Sherlock lo mira, incrédulo.
¿La mano? ¿Por qué la mano? ¿Para qué?
–La mano –reitera John. Se endereza tambaleándose un momento y se mete la mano en el bolsillo. Una vez consigue sacar su cartera la abre con una sola mano sobre la rodilla; la otra mano la tiene alzada abierta. La mirada de Sherlock vaga del rostro de John a su mano extendida. Siente los brazos como si estuvieran hechos de madera mal articulada.
No tienes hilos,
comme ci comme ça.
Su savoir faire,
oh la là!
¡Cállate! ¡Cállate! ¡No!
–Vamos –está diciendo John; su voz se abre paso a través de sus pensamientos–. Quiero darte algo.
Sherlock estira tentativamente el brazo izquierdo y toca los dedos de John con los suyos propios. Los dedos de John se arquean una, dos veces bajo los suyos para atraer su mano más cerca, hasta que están una encima de la otra, a pesar de que John aún está hurgando en su cartera. Sherlock deja la mano ahí, y el miembro se siente pesado. John desliza el pulgar entre el anular y el meñique de Sherlock para que no retire la mano.
–Aquí está. –John ha sacado un pedazo de cartulina de su cartera; es azul pálido. Levanta la mirada hacia sus manos y sonríe de repente, como si se acabara de dar cuenta–. Qué apretón de manos tan raro –comenta, bamboleando la mano de Sherlock arriba y abajo–. Hallo.
–John.
–Sólo estoy diciendo hola. –John desenreda ambos juegos de dedos y le da vuelta a la mano de Sherlock para ponerle la cartulina en la palma–. Toma. Regalo. Feliz Paca. ¿Paca? Pascua. Mi tía Paca era buena gente pero ya no está entre nosotros.
–¿John?
¿De qué estás hablando?
–Mí tía Paca… es gracioso porque… No, no, no es importante; cállate, tía Paca. Mira. Regalo. Eso era lo importante. –Da golpecitos en el cartón con el dedo–. Ahora es tuya.
Sherlock mira. Es un pequeño pliego de cartulina, no nuevo pero conservado pulcro dentro de la cartera de John, aunque una esquina está un poco sucia de haberle pasado repetidamente el pulgar. Usa esa misma esquina para abrirla como si fuera una tarjeta.
Es una foto de una de esas cabinas que toman fotos para pasaportes; no es reciente. Según los cálculos de Sherlock, es un poco anterior a la muerte de Mary. John balancea a la bebé en el antebrazo, contra su pecho, y señala a la cámara. La niña es pequeña y mira al frente, un poco sobresaltada, con ojos enormes. Sus rizos rozan la comisura de los labios de John. Los labios de él se fruncen en una sonrisa.
Mira…
Tienen los ojos del mismo tono de azul.
Ahora es tuya.
–Oh.
–Póntela en la cartera. Que se quede plana.
Podría hacerlo, pero Sherlock no quiere dejar de mirarla todavía. Quiere las dos fotos que precedieron y sucedieron a ésta; sabe que existieron por la manera en que está cortada. Sabe cómo serían. La anterior sería de John levantando a la niña, con el rostro vuelto hacia ella, la posterior sería ese fruncimiento de labios convirtiéndose en un beso sobre su cabecita.
–De nada.
Levanta la mirada y se encuentra a John recostado en su sillón, con el dorso de la mano levantado una vez más para ocultar su sonrisa maliciosa. Le levanta brevemente una ceja, tremendamente complacido consigo mismo.
Te pillé. Mírate ahí, poniéndote sentimental.
Qué cabrón.
Sherlock lo mira mal mientras pone la foto a buen recaudo en el bolsillo de su camisa.
Me vengaré. Ya lo verás.
John le aprieta la pantorrilla con la punta del pie descalzo en lo que debe de ser la patada más perezosa del mundo. Se desliza hasta el calcetín de Sherlock y sus dedos hasta la alfombra, dejando una misteriosa electricidad estática a su paso.
No puedo esperar. Sorpréndeme.
Sherlock traga y se apresura a investigar su vaso, con un hormigueo en la piel. De repente puede imaginarse a John con diez u once años, tirándole de las trenzas a las niñas, y la siguiente vez que lo mira esa visión lo ayuda, de alguna manera, a ver qué más se ha escapado de las reservas de John gracias a la bebida.
John está mirando a los pies de ambos, casi tocándose sobre la alfombra, y vuelve a haber una calidez en sus ojos, sólo que esta vez Sherlock puede leerla.
Dios, me gustas mucho.
–Creo que ya he tenido suficiente –dice Sherlock, bebiendo lo que le queda de whisky. Puede sentir la mirada de John vagando por su cuerpo, del suelo al cuello de la camisa.
–Sí –dice John, sin moverse–. Podría irme a la cama. –Después se despereza voluptuosamente.
«¿Lo sabe?» se pregunta Sherlock, turbado. «¿Sabe que hace eso? ¿Cómo podría no darse cuenta? ¿Está intentando decirme algo?»
Quizá no lo sabe. Quizá está haciendo un gran esfuerzo por no saberlo. Sherlock se siente inestable sobre sus propios pies, pero cuando John le alarga su vaso para que lo coja lo toma igualmente.
John le palmea la espalda.
–Entonces ¿cuándo podré escuchar tu música, hm? –le pregunta.
–Pronto –dice Sherlock, llevándolo hacia las escaleras–. Es… necesita pulido.
Cuídate.
–Ya –dice John, echando atrás la cabeza para mirar a Sherlock. Su mirada está neblinosa por el alcohol; su aliento es francamente atroz–. Pero ¿me vas a tocar algo bonito?
–Yo… –Sherlock titubea en los escalones, mirándolo y pensando en lo injusto que es el mundo. John aprovecha para intentar sentarse–. No sé qué voy a tocar.
–Pues el violín. No tires, estoy de pie –gruñe John.
–Vete a la cama, John.
John entrecierra los ojos ante el relámpago de luz cuando Sherlock acciona el interruptor más allá de la puerta de su dormitorio.
–Okey, vale –acepta John. Se tambalea contra Sherlock por un instante y luego le da un golpe amistoso en el pecho, con la mano abierta sobre el bolsillo de la fotografía–. ‘Nas noches.
–Buenas noches –dice Sherlock, desarmado. Espera a que se cierre la puerta del dormitorio y luego se pasa una mano por la cara, tirándose de la piel de mejillas y mentón con los dedos. No consigue quitarse la debilidad de la mandíbula, ni el calor de la nuca.
Dios, me gustas mucho.
No es concluyente, se recuerda a sí mismo. De hecho es historia antigua.
No seas necio, Sherlock. Cíñete a los hechos.
Quiero a las dos personas a las que amo; Mary, y tú…
Johnnie siempre fue el chico de oro. El Chico. Heterosexual.
Mary está muerta. A John le gusta él. John…
Está jodido, le recuerda el cansado eco de Harry.
En la habitación de invitados de su propia casa, Sherlock cierra la puerta y vuelve a sacarse la foto del bolsillo. La deposita con mucho cuidado sobre el cristal limpio del escritorio, ahí donde pueda verla, y se queda un rato parado, contemplándola. Ahora es suya.
Las dos personas a las que amo…
Mary no va a volver.
…Abejita, y tú.
En Baker Street sus posesiones se apilan contra las paredes de cuarto a cuarto, mezcladas con las de John. En algunos casos ninguno de los dos consigue recordar quién era el dueño original. A Sherlock se le ocurre que antes no era así. Antes había más separación. Hoy en día John mezcla baberos y calcetines con las camisas de Sherlock y viceversa, y en la estantería de John hay libros ilustrados encajonados entre los tomos de medicina y las enciclopedias de Sherlock.
Está el maldito álbum de fotos, que John continúa llenando después de la foto impresa que puso Sherlock, y no hay ni una sola foto de Mary en él.
Sherlock abre la ventana de su cuarto tanto como puede, dejando entrar el aire fresco y el olor del rocío. Coge el estuche negro apoyado contra la pared, lo abre, descarta las composiciones inacabadas que hay adentro.
La mentonera se desliza bajo su mandíbula, cómoda y firme, y las cuerdas susurran cuando las recorre con las puntas de los dedos. Cierra los ojos.
Por encima del ruido de su propio pulso en los oídos, empieza de nuevo.
* * *
–Te quedaste despierto hasta tarde –comenta Mamá, pasándole una taza de té–. Te oía toqueteando el violín a través de la pared.
–Sólo habrías podido oírlo estando en tu oficina –replica Sherlock–. ¿Nuevas ecuaciones?
–No, no, sólo prestaba un ojo experto al trabajo de un pobre estudiante. De hecho había un par de ideas interesantes, lo cual me dejó pensando. –Se deja caer en un sillón y reacomoda los cojines–. Hoy en día la tecnología hace maravillas. Hacen que todo el esfuerzo que hice de estudiante parezca torpe.
–La juventud se desperdicia en los jóvenes –bromea Sherlock. Mamá se ríe.
–Y tú ¿qué? ¿Qué, o quién, te tuvo despierto toda la noche?
Sherlock se atraganta con el té caliente y tose antes de darse cuenta de que Mamá no quería decir eso.
–Ah. La niña.
–Sí, la niña. Ya no esperamos que sea otra cosa –dice Mamá. No es algo que no haya oído antes, de una forma o de otra, en broma o en serio, sobre alguna persona en concreto o en general, pero esta vez duele. Y Mamá, ha pesar de que nunca ha podido arreglar nada en la vida de Sherlock, siempre ha conseguido darse cuenta de cuándo se siente herido. Se separa la taza de la boca, sorprendida–. Ay, cariño. Lo siento.
Él es demasiado orgulloso como para validar su comentario, pero sólo eso ya delata demasiado.
Mamá no sabe qué decir. Los dedos de Sherlock golpetean el apoyabrazos del sillón, el cuello arqueado, los ojos fijos en la ventana, tan fastidiado y herido y furioso como lo estaba a los ocho años, después de pelearse con otros niños. Así se veía a los doce en la oficina del director, a los trece antes de marcharse al internado, a los catorce en navidad, a los quince cuando Mycroft dejó de venir a casa, y después llegaron los años taimados y silenciosos en los que fue prácticamente un extraño para ellos.
A los veintitrés con las manos vendadas por las heridas de las vías de suero, tan altivo con su piel pálida y su bata de hospital como lo habría estado con un uniforme o un traje.
Nunca ha dejado de desear estrujarlo en un abrazo para consolarlo y mantener alejada la injusticia del mundo, pero después de cumplir cuatro años él ya no la dejó hacerlo.
–Deja de preocuparte –dice él, tenso, cuando pasan los segundos y ella sigue mirándolo.
–Me preocupo por ti y por mi estúpida bocaza. Me gustaría verte feliz.
Él exhala un ruidito de amargura, y luego se arrepiente.
–Estoy bien.
–Más feliz.
Sherlock la mira, desconcertado.
–¿Qué?
–Corrijo lo que digo. Me gustaría verte más feliz, no sólo feliz.
–Nunca es suficiente, ¿eh? –Se levanta del sillón y camina hacia la ventana.
–Soy tu madre, por supuesto que nunca es suficiente. No estaré satisfecha hasta que tu copa rebose, e incluso entonces la miraré y le preguntaré «¿no hay copas más grandes?»
–¿Así son las cosas? –pregunta Sherlock.
–Así es. Pero no creas que no estoy encantada y orgullosa de verte como estás ahora.
Él vuelve a mirarla, esta vez con la expresión suavizada por una pregunta.
–Ya estoy muy feliz por ti –le dice Mamá–. Te está yendo de maravilla.
–Estoy haciendo lo mismo que hacía hace cuatro años –señala Sherlock–. Tengo el mismo “minúsculo y apestoso apartamentito”. El mismo trabajo.
–Con un compañero de piso más guapo –señala Mamá.
–No llames guapo a John.
–Pero… –Mamá no puede evitar reír, sin saber si lo dice en serio o si sólo es una broma cínica–. Ay, Sherlock. Vale, de acuerdo, no menospreciaré la áspera apostura viril de John.
Sherlock finge que mira por la ventana, pero sus hombros ahora están relajados; ya no está a la defensiva. Juguetea, no obstante, con los cachivaches del alféizar de la ventana; un rasgo nervioso que le quedó de la infancia. Pronto se da cuenta de lo que está haciendo y enlaza las manos a la espalda, pero sigue sin darse cuenta de que frota los pulgares el uno contra el otro para reconfortarse. A Mamá le gustaría tomarle la mano, pero no serviría de nada.
Siente compasión por él.
–No sé si “áspera” es la palabra –dice Sherlock al fin.
A Mamá le gustaría sonreír, pero en realidad está conteniendo el aliento. Sherlock la observa por el rabillo del ojo, igual de tenso. Es la primera vez en años que él confía en ella para mostrarse vulnerable, y aún así esta pequeña admisión es una prueba.
–Quizá no –dice ella–. He visto su crema hidratante.
Un débil destello de sonrisa.
Mamá exhala.
–Vaya, mira la hora que es. Debería ir a poner la lavadora. –Se levanta de su sillón y recoge las tazas; la de Sherlock sigue medio llena.
Antes de que haya salido de la habitación, Sherlock alza la voz.
–¿Necesitas ayuda?
Mamá hace una pausa.
–Sí –dice–. Gracias. Sería estupendo. ¿Por qué no… vas a ver si los chicos están despiertos y tienen algo para lavar?
–Hm –dice Sherlock, pensativo–. Eso haré.
* * *
John se despierta antes que la niña, a pesar de todo lo que bebió la noche anterior. El sol se filtra a través de las ligeras cortinas en hebras de amarillo limón, y se toma un momento para volver a acurrucarse sobre el colchón, entre las suaves sábanas. Se siente delicioso.
Recoge a la niña de su cuna en la habitación contigua antes de que se despierte, y la acuna en el hueco del codo hasta que sus párpados empiezan a aletear y le revelan el primer atisbo de azul. Sintiéndose indulgente, se la lleva de vuelta a la cama con él.
–Buenos días, bebé –le dice mientras ella, tan perezosa como él, bosteza y hunde los deditos de sus pies descalzos en el edredón–. ¿Dormiste bien?
Se despierta rápido; va de cero a sesenta en la misma cantidad de segundos y, aún somnolienta, empieza a trepar por su torso y la cama, explorando, haciendo pequeños movimientos de rana para impulsarse y nadar por las sábanas.
John ríe, le desordena los rizos, y juega enseñándole su elefante de peluche. Ella parlotea y chilla, tan ruidosa como un mono e igual de coherente. John hace bailar a Elefante sobre su propia barriga, para deleite de la niña, y se inventa una conversación tonta entre él y el paquidermo tristón que cautiva por completo a Abejita.
–Tu Elefante está empezando a ensuciarse –comenta John, tratando de quitarle con el pulgar lo que sospecha es mermelada reseca de la base de la trompa. Ha dejado una mancha más oscura, como un bigote–. Parece Charlie Chaplin.
Le hace cosquillas en la barbilla con el suave extremo de la trompa.
–¿Puedes decir “papi”? –le pregunta John–. Di “papi”, corazón. “Papi”. –La niña rueda sobre la espalda y se mete los dedos en la boca, estudiándolo con dulce curiosidad y sin el menor interés por la clase de lengua. El elefante funcionaba mejor. John suspira.
Hay un golpe en la puerta que hace que los dos volteen a mirar, y después Sherlock abre la puerta cuidadosamente con la cadera y asoma por la rendija una mano que sostiene una taza humeante, como si fuera una rama de olivo.
–Traje té –dice Sherlock innecesariamente.
–Entra. –John sonríe ante tanta charada–. Gracias. Qué maravilla.
Recibe la taza y la coloca en la mesita de noche, y luego, con un gruñido exagerado, levanta a la niña para dejar libre el otro lado de la cama.
–¿Dormiste bien? –pregunta.
–Sorprendentemente bien –concede Sherlock, bebiendo un sorbo de su propia taza. Se aleja para abrir un poco las cortinas y dejar entrar la gloria de la mañana de Pascua y después, con estudiado desinterés, se deja caer en la lado vacío de la cama–. Mamá se levantó con el alba y ya está preparando el desayuno. Hay huevos o… no sé, dejé de prestar atención.
John deja escapar un “hmm” divertido y se sienta un poco más derecho, hasta quedarse en paralelo al otro hombre.
–Toma –le dice, pasando a la niña de su barriga a la de Sherlock–. Ve con Sherlock, amor. Papi tiene que hacer pis.
–Encantador –dice Sherlock, sólo para la niña.
Ella le hinca los talones en los costados, quizá confundiéndolo con un caballo de carreras en cualesquiera que sea el extraño mundo infantil que habita dentro de su cabeza. Complaciente, Sherlock la sacude arriba y abajo en una parodia del trote equino, y ella lo encuentra divertidísimo. John la oye reír desde el lavatorio; esa risa alegre tan profunda que sólo Sherlock parece capaz de sacarle.
–Es una elección inesperada –comenta cuando John regresa, secándose las manos en la camisa del pijama.
–¿Cómo?
–“Papi”.
Sherlock sujeta las manos de la niña y la deja balancearse adelante y atrás, sentada en su barriga. Levanta la vista, pero los ojos de John están fijos en su té, y en el alféizar de la ventana.
–Ah. Sí.
John succiona desde adentro la comisura izquierda de su boca, luego la derecha.
–Mm. Bueno, tenía que decidirme por algo. Está a punto de empezar a hablar. –Se apoya en el cabecero de la cama y luego, atraído magnéticamente por quienes yacen en la cama, vuelve a echarse junto a ellos–. Además –ofrece, incómodo–, yo… usar el mismo nombre que usamos para llamar a nuestros propios padres sería… confuso.
John trata, demasiado tarde, de tragarse la mala excusa. Ya la ha dicho, y se queda sentado esperando a que Sherlock la cuestione o trate de analizar el significado de sus palabras. La complejidad de su relación con su padre.
En lugar de eso, Sherlock levanta las rodillas e inclina a la niña hacia atrás, hasta que se queda reclinada en su propia tumbona improvisada, tomando el sol. Hace un leve ruidito de asentimiento.
–En grupos de vocales y consonantes, los niños tienden a aprender las consonantes oclusivas sonoras antes de las sordas.
–¿Ah sí?
–Probablemente empiece llamándote “Baba”.
John alarga el brazo por encima del regazo de Sherlock para frotarle la barriguita a su hija con los nudillos.
–Bueno, puedo vivir con eso –dice.
* * *
–Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? ¿Es un juego? –Papá se limpia las manos en sus pantalones de corduroy y se pone en cuclillas para observarlos.
–El bingo de los cubos de bebé –replica Sherlock. Levanta la mirada–. El nombre aún requiere trabajo.
–¡Sí, el cubo azul! ¡Azul! Gracias, Abejita –le dice John a la niña, muy satisfecho–. Ahora papi va ganando. Coge un cubo amarillo, Abejita. ¡Amarillo!
–¡Amarillo, sí! Amarillo, Abejita –dice Sherlock, señalándolo. La niña sigue su dedo y se tambalea para recogerlo.
Están sentados en el suelo, cara a cara, y hay bloques de espuma de colores desperdigados en todas direcciones en ambos lados. Los dos tienen una selección de las fichas de plástico del juego de las familias escondida detrás de un libro, y Papá supone que la meta del juego es conseguir que la niña les traiga un cubo del color correspondiente.
Se sienta a mirar. John tiene una ventaja natural con la niña, que le trae más cubos; pero Sherlock es más estratégico. Abejita parece disfrutar. Escoge los colores de forma un poco indiscriminada, pero el acto de recogerlos y dárselos a los adultos es obviamente muy entretenido.
Papá se queda sentado y espera a que los muchachos, inevitablemente, se pasen de entusiasmo.
–Rojo. Coge el rojo, Abejita.
–No, verde. ¡Cubo verde! ¡Eso, muy bien! El cubo verde para papi.
–Cubo rojo.
La niña se queda quieta, dividida por un instante entre dos órdenes contradictorias. Se agacha y recoge un cubo azul.
–¡Verde, Abejita!
–¡Rojo!
La niña suelta el cubo y se pone a llorar.
–Ay, mierda. –John aparta su libro y sus fichas y se inclina hacia delante para recogerla y sentársela en el regazo–. Malo, la hiciste llorar –bromea con Sherlock. La cara de éste se pone seria.
–Yo…
–Era una br- ¿sabes qué? Creo que necesita un cambio de pañales –dice John, avergonzado. Se pone de pie y se aleja balanceando a la niña para consolarla.
Sherlock junta las palmas de las manos.
–Deja de mirarme –dice, tenso, unos instantes más tarde–. A menos que tengas noticias de alguna muerte.
–No, ya no me quedan muertes –dice Papá, divertido–. Pero me mantendré atento a los obituarios por si algún viejo desaparece en circunstancias misteriosas.
–No nos engañemos. Las circunstancias misteriosas no existen por estos lados.
Para sus adentros, Papá piensa que nada es más misterioso que ver a su hijo menor jugar con un bebé sobre la alfombra de su propio salón.
–¿Qué quieres?
–Se preocupa mucho, ¿verdad? John. ¿Está bien?
Sherlock juguetea con las fichas, apilándolas y desapilándolas, con la boca torcida hacia un lado.
–Bueno, ya sabes… ha tenido sus altibajos.
–Sí, estoy seguro –replica Papá, recordando–. No es fácil.
–No.
Papá se pone de pie, se toquetea las gafas y luego mira por la ventana, tarareando para sí.
–Ah, sí, te escuché tocar. Bueno, Mamá me dijo que te escuchó tocar, pero es lo mismo.
–Mm. Componiendo –dice Sherlock, agarrándose con ganas al cambio de tema.
–Coge tu viejo violín, entonces. Oigámoslo como es debido.
Sherlock se pone de pie, tirando las fichas que guardaba en la mano y sintiéndose extrañamente obligado a complacerlo. Saca el violín de la funda, y Papá se acomoda en un sillón con un libro en el regazo mientras lo afina. No lo lee, se limita a escuchar cómo Sherlock toca un par de escalas experimentales para calentar las manos; les sirve a los dos para fingir que esto no es serio. Papá asiente pensativo mientras Sherlock toca la pieza.
La última nota se apaga, y Sherlock baja el violín.
–No está terminada.
–Es muy buena. ¿Cómo se llama?
Sherlock inhala y luego exhala mientras se encoge de hombros.
–Trabajo número dieciocho.
–Hm. El nombre aún requiere trabajo. –Papá cierra el libro.
–El nombre no es importante.
–¿En qué está inspirada? –quiere saber Papá, devolviendo el libro a la estantería.
–Nada, la escribí y ya está.
Papá asiente de nuevo, tarareando el tema central de la pieza una o dos veces. Sherlock juguetea con las cuerdas, pero levanta la mirada abruptamente cuando Papá vuelve a hablar.
–“Arriba” –sugiere.
* * *
El golpe del agua contra los hombros es agradable; dejando a un lado que es una casa vieja sin cerrojos, ha habido un esfuerzo típicamente Holmes de poner las tuberías en forma, y la ducha es buena.
Se frota el pelo con una mano, mojándose el cuero cabelludo. El agua le gotea por la frente y se la quita de los ojos, buscando el champú a ciegas. Se lo esparce por la cabeza con los nudillos y levanta el difusor de la ducha para enjuagarlo, todo en el transcurso de unos pocos minutos. Es sólo cuando está frotándose los ojos para quitarse el champú que se le ocurre que no tiene por qué apresurarse.
Es más que nada la costumbre lo que lo hace tratar de realizarlo todo con la mayor eficiencia posible. Pero es su último día de vacaciones, y nadie más se ha despertado todavía. En unas horas estará de vuelta en Londres revisando el correo que la señora Hudson les habrá dejado en la mesita de centro y llamando a la clínica para confirmar su horario de la semana y corriendo al supermercado porque no habrá nada comestible en el apartamento salvo té y galletas.
Se obliga a bajar la velocidad por un momento. Todavía tiene que hacer la maleta, despertar a la niña y hacer las infinitas pequeñas tareas que eso conlleva. Quizá todo pueda esperar unos veinte minutos más.
Busca entre el montón de botellas a medio acabar del fondo de la ducha, y se pregunta quién las habrá comprado. Hay marcas de las que nunca ha oído hablar, probablemente extranjeras, y luego algunos sospechosos habituales.
Aún tratando de decidir, se frota el pecho y recoge el agua en el cuenco de la mano para echársela bajo los brazos. Es agradable rascarse el esternón, arriba y abajo, luego los hombros. Se queda quieto por un momento, leyendo la parte trasera de la botella y preguntándose en qué idioma estará la etiqueta, masajeándose con la mano libre los músculos de la parte baja de la espalda. Sea lo que sea lo que contiene, el olor es curiosamente familiar y no sabe por qué. De forma automática, se pasa la mano por el estómago y más allá, entre las piernas.
Se rodea con la mano sin pensar, con la mitad del cerebro aún intentando determinar si la botella misteriosa es champú o gel de ducha. Está bastante seguro de que huele a hierbas. Decidiendo que mejor no, vuelve a dejar la botella en el rincón y luego cierra los dedos. Un apretón leve; sólo está comprobando.
La sensación, como siempre, es tontamente placentera, y la repite un par de veces, empezando a mover el pulgar sin ninguna intención específica. La reacción a ese estímulo, no obstante, es predecible y familiar.
John se apoya con el codo en la pared y mira abajo.
Se observa a sí mismo pasar por los mecanismos biológicos de la erección y luego la frota con la palma de un extremo a otro, animándola un poco para que llegue a su longitud definitiva. La erección yace, indolente, sobre su mano; no es decepcionante, la verdad.
Probablemente debería darle vergüenza, dada su experiencia previa con los cerrojos en esta casa, sin mencionar que ni siquiera es su casa en primer lugar. Sin embargo, la idea del riesgo lo hace todo más estimulante. Su biología siempre ha sido un poco respondona, piensa John, especialmente ante la palabra “no”.
Con una oreja cautelosamente levantada, John se permite un giro de muñeca. Agradable. Muy agradable.
También es agradable saber que todo funciona como es debido. Se hace un rápido examen médico: perineo, testículos, tronco y glande. Examinados. Aptos. No hay nada de lo que preocuparse ahí abajo. Un espécimen perfectamente saludable, y un ejemplar no exactamente estándar de anatomía masculina en cuanto a tamaño.
John lanza una disculpa mental a todos los hombres de tamaño “promedio” ahí afuera, y se permite una relajada caricia como premio.
Olvidándose de la puerta, cierra los ojos.
Pensar en sexo es algo automático. John hojea diversas instancias de interés sexual: los pechos de una de las madres de la guardería, jadeos de porno de pago que vio hace como ocho años, el recuerdo más visceral de aceite de masaje derramándose en una bañera y piel resbaladiza bajo sus manos; memorias de sus días de Casanova antes de la guerra. De un tiempo en el que aún tenía algo que demostrar como un muchacho entre hombres.
Piensa, con algo de incomodidad, en mujeres de nombres olvidados a las que se llevó a la cama o folló de alguna manera, y después el fantasma de Mary se cuela con él en la ducha, apartando el resto de recuerdos a codazos.
La última persona con la que se acostó.
John aprieta con fuerza los ojos cerrados y luego los abre, abruptamente. No quiere pensar en la última vez que tuvieron sexo. Los eventos posteriores oscurecieron esa ocasión, y…
No quiere pensar en eso. Los primeros días habían sido buenos y luego se casaron y ya nunca volvió a ser lo mismo. John se pregunta qué tan verdad será eso para otros hombres. Seguro que si lo es, no es por los mismos motivos.
Extraña eso: la diversión del sexo. El sexo en aquellos primeros tiempos con Mary en aquel Antes color de rosa. Quizá solo estaban jugando a ser normales y construyendo unos cimientos con mentiras, pero aún así el sexo había sido mejor que con otras mujeres. Incluso habían intentado “hacer el amor” y John al menos se había convencido de que lo habían logrado. Quizá Mary también. Al menos, el sexo había sido honesto.
Nadie podría ser así de inteligente.
Tú sí.
¿Y Mary?
Mary había conseguido atravesar la niebla de su primer luto como una súbita ráfaga de aire fresco. Lo había hecho reír; tenía un afilado sentido del humor y un ritmo impecable. Él no le había pedido que salieran. Ella tampoco se lo había pedido a él, sólo se las había arreglado para llevar la conversación hacia ese tema hasta que se acordó que tenían una cita, y John se quedó con la confusión de cómo había ocurrido.
Y lo había ayudado. Mentira o no, había sido la combinación perfecta de distracción y deslumbramiento para sacarlo de la más negra de las profundidades. No era ese brillante espacio vacío en que había estado al volver a Reino Unido sin trabajo, si no el cuchillo de doble filo de la depresión y la ira. La ira lo ayudaba a seguir. El duelo lo había hecho resignarse a una vida en la que nunca estaría completamente satisfecho. Y entre los dos habían escrito una lista en su cabeza que simplemente rezaba “señor Nadie En Especial”.
Mary había insinuado que podría ser esa persona, y que quizá no sería aburrido del todo.
Recuerda que estaba lo suficientemente borracho como para ser imprudente la primera vez que se acostaron. Seguía estando lo bastante sobrio como para cuestionar lo que hacía, pero para entonces ya había empezado a gustarle Mary, y cómo su presencia escondía su soledad. Se había más o menos seducido a sí mismo con la insinuación de que aquello era mala idea, y como siempre, había ido derecho a hacerlo. Mary le había seguido la corriente de buena gana.
Es un poco humillante recordarlo: un polvo desesperado, rápido y torpe contra la pared del dormitorio de ella; John no había sido suave. Se había corrido sin aliento de pura sorpresa, y después había pedido perdón. Mary se había limitado a rodearle el cuello con los brazos y sostenerlo hasta que paró.
–No pasa nada. Me muero por un sándwich de queso –le había dicho–. ¿Quieres uno?
Él se había reído, agradecido y tomado por sorpresa, y ella empezó a gustarle aún más, porque la había subestimado.
Mary había regresado a la cama, aún desnuda, y se habían sentado medio tapados con el edredón, masticando pan casero y queso brie y una ácida y dulce mermelada de grosella, y ahuyentando la vergüenza como un par de amigos poco recomendables.
La erección de John ha decaído.
No tanto como para poder dejar de hacer lo que está haciendo, pero sí lo suficiente para frustrarlo. Aparta a Mary de su mente, maldice y mueve la mano con más determinación para distraerse.
Observa el glande asomarse, desvanecerse, aparecer y desaparecer entre sus dedos y piensa en cuando era joven y podía levantarla sin hacer más que mirar fijamente el moho de los azulejos color aguacate de la casa en la que creció. En aquel entonces ni siquiera tenía que fantasear, era suficiente con realizar el acto físico.
Trata de mantener la mente en blanco, pero hay cosas que se inmiscuyen igualmente. Empieza con una canción de hace mucho tiempo y luego se descubre pensando en el colegio y su primera introducción a la conversación sexualizada en los vestuarios después de rugby. Recuerda tener doce años y sentir curiosidad y vergüenza ajena al oír a un chico mayor decir que no se le ocurría nada que hacer con su novia que fuera más pervertido que todo lo que habían hecho ya. El muchacho en cuestión no debía de tener más de catorce años y sin duda exageraba muchísimo.
John reflexiona sobre las perversiones que él mismo ha llevado a cabo, pero en honor a la verdad no sale ganando en ese frente. Alguna cosa, sólo por hacerlo más picante, pero nada demasiado fuera de lo común.
Oye un despertador sonar en alguna parte de la casa y se detiene, pero no hay más ruidos que indiquen que alguien ha salido de la cama. Tiene que darse prisa si va a hacer esto.
Se siento un poco malo, un poco indecente, hacer esto en la ducha de otro, pero tiene práctica en ser rápido y silencioso. Años de vivir en una casa de paredes finas con mucha gente, residencias universitarias y luego campamentos militares. Acababas aprendiendo cuándo no había nadie en las duchas, si preferías eso, o te quedabas en tu litera y tratabas de no dormirte con la mano metida en los pantalones.
Y si te pillaban o pillabas a alguien, hacías una broma o fingías que no habías visto nada. O algunas veces las cosas se ponían raras y los límites normales se volvían borrosos y no se te ocurría que era raro hasta mucho después. Había un tipo al que John había descubierto con el teléfono en la mano, grabándose, a lo cual la veloz respuesta había sido explicar que no, no era para su novia, sólo era un negocio muy lucrativo en internet. El primer pensamiento que apareció en la exhausta mente de John fue cómo demonios aparecería eso en su declaración de la renta.
Le duele el brazo, se le están acabando el agua caliente y el tiempo. Cierra el agua, y su propia respiración suena obscenamente fuerte dentro de los confines de la ducha.
–Vamos –jadea, volviendo a mirar abajo y deseando tener algo para facilitar la fricción. Se escupe en la mano. Ayuda un poco.
A estas alturas está irritado y tratando de acabar sólo por principios.
–Pero ¿qué te pasa? –se pregunta a sí mismo, el ceño fruncido. No hay ningún problema físico, de eso está seguro. Todo funciona como se supone que debería funcionar, pero el acto se ha vuelto mundano y demasiado esforzado. Siempre ha preferido el sexo en pareja a la masturbación; sin duda es eso, pero exacerbado.
Se fuerza a visualizar una fantasía: la mano de otra persona rodeándole la cadera para tocarlo ahí. Algo anónimo, algo arriesgado. Va entresacando ideas de pornografía genérica y de recuerdos más específicos. Una casa en ruinas en Afganistán; está esperando a una señal para continuar que está tardando siglos en llegar. Su posición en la ventana, el arma en la mano, el uniforme falso y endeble. Fácil que alguien meta una mano dentro. Quizá la otra persona también tiene un arma; quizá tiene malas intenciones. No es fácil crear detalles narrativos sobre la marcha.
La fantasía se detiene y entra en bucle. John se mira la polla (no es que no le guste su aspecto) y luego, con un gruñido, deja un hilo de semen sobre sus dedos.
No es mucho, pero lo satisface haber finalizado la tarea.
* * *
–Conducid con cuidado –dice Mamá, aplastando a Sherlock en un abrazo no deseado–. Y manteneos en contacto.
–Sí, sí. –Sherlock se escurre de sus brazos y huye al asiento del conductor.
–Gracias por todo –dice John, cerrando el maletero–. Ha sido… muy bonito.
–Lo sé, ha sido una agradable sorpresa para nosotros también –replica Papá, divertido–. No, es broma. Nos ha encantado teneros aquí; siempre seréis bienvenidos si queréis pasar por aquí y visitarnos, si estamos en casa.
–Nos vamos unos meses a Sudamérica –aclara Mamá–. Un pequeño tour exprés, y a visitar a unos amigos. Ah, y supongo que Sherlock no te habrá dicho nada, pero el verano que viene son nuestras bodas de rubí.
–No este verano, el del otro año…
–Sí, ya dije que es el que viene.
–Vamos a hacer una buena fiesta para celebrarlo; toda la familia y amigos de todas partes y amigos de los amigos; la verdad es que nuestra lista de invitados será tremendo juego de “adivina quién” a estas alturas, pero…
–…pero lo que Papá quiere decir es que lo tengáis en cuenta, deberíais venir.
–Ah –dice John, sorprendido–. Vaya, eso… eso ha venido con mucho tiempo de antelación. Me reservaré el día, supongo.
–En agosto. –Mamá sonríe, radiante–. Os daremos los detalles. Ah, y habrá otros niños, por supuesto.
Sherlock descarga todo su peso en el cláxon. Mamá se limita a hablar más alto para que se la oiga.
–Y los vecinos van a convertir su granero en un hospedaje, así que habrá espacio de sobra para que todo el mundo se quede aquí.
–Suena bien –dice John, sintiendo la presión de escapar y la mirada de Sherlock clavada en la nuca.
–Vale, marchaos ya –dice Mamá, atrapándolo en un abrazo antes de que consiga escabullirse–. Fue maravilloso, maravilloso veros.
–John. –El apretón de manos de Papá es cálido y firme. Sigue habiendo un toque de orgullo en el rostro del anciano que deja a John sintiéndose un poco raro.
Les hacen adiós con la mano desde el camino de entrada, y Sherlock está a punto de pisar el acelerador hasta el fondo pero John lo sujeta y lo mira con el ceño fruncido. Salen con parsimonia por el portón y desaparecen de su vista, y entonces John dice «vale, ahora puedes hacerlo».
Enfilan por la carretera yendo técnicamente al límite nacional de velocidad, aunque sigue sin ser recomendable tomar curvas de horquilla a noventa y seis kilómetros por hora, sin poder ver si hay tráfico, coches o conejitos errantes, pero lo hacen igualmente hasta que llegan al pueblo y se han desahogado.
–Dios mío, pensé que tu madre me iba a obligar a mudarme allí –dice John, riéndose.
–¡Es capaz! –replica Sherlock, aliviado de ya tener Londres a la vista–. ¿Una semana entera jugando con un bebé? Me sorprende que no haya intercambiado a Abejita por una doble.
–Madre mía. Estuvo bien. Estuvo bien –dice John, para recordárselo a ambos–. Pero creo que una semana es suficiente.
–Te advertí que era aburrido.
–Estuvo bien. Era el tipo adecuado de aburrimiento. Vámonos a casa y ya. –John alarga la mano hacia la radio.
–¿Es necesario?
–Hostia, sí.
–¿Puedo preguntarte una cosa?
El bolígrafo de Ella se detiene sobre el papel y, con un pequeño asentimiento de interés, la terapeuta lo deja descansar en el borde de la tablilla.
–Por supuesto, este tiempo es tuyo. Podemos hablar de lo que quieras.
John se lame los labios.
–¿Incluso algo personal?
Ella se lo piensa.
–Si puedo contestar, lo haré –dice, considerando que es una apuesta firme–. ¿Qué te gustaría saber?
John mueve la boca como si estuviera saboreando unas palabras hechas con alambre de espino.
–¿Te gusta bañarte? –pregunta inesperadamente.
Ella se queda un poco descolocada; esto no es lo que esperaba.
–Eh, sí. Un baño puede ser muy placentero y relajante. Es una buena manera de eliminar tensiones y… reconectar con uno mismo.
Los ojos de John se estrechan un poco, su mirada vaga a media distancia mientras analiza las palabras de Ella a varios niveles.
–Sí, vale. Pero ¿te bañas?
–Me lavo –dice Ella, seca y sucinta.
–Yo… no, no quería… no pretendía insinuar…
–John –dice Ella con firmeza, interrumpiendo sus balbuceos–. Me gustan los baños. Y las duchas también están bien.
John se recompone, recupera la compostura y luego, al parecer tratando de adelantarse a sus propias dudas, se lanza de cabeza con un «pero ¿hablas con alguien?»
–¿En la bañera?
John aprieta los labios, parece a punto de decir que no y descartar todo su plan de investigación, y luego con un súbito chasqueo de la lengua replica «sí».
Ella se echa un poco hacia atrás en la silla, contemplando a toda prisa hasta qué punto debería revelar sus hábitos personales en nombre del equilibrio entre profesionalidad y asesoramiento personal.
–A veces hablo con mi hermana por teléfono cuando ella está en la bañera. Y mi hijo (tiene cuatro años), muchas veces quiere venir a hablar conmigo a través de la puerta cuando estoy en el baño.
John no dice nada, y Ella asume que es porque su respuesta no ha tocado el asunto que lo preocupa.
–O ¿quieres decir en persona?
–Mm –devuelve John, con las manos enlazadas en el regazo y la mirada moviéndose para observar la alfombra, los cuadros neutros, la ventana, cualquier cosa menos su cara.
–Y tengo la impresión de que no hablas de tu hija.
–Entra al baño a todas horas –dice John, distraído–. Es como un deporte para ella.
No es la hija entonces, piensa Ella. Lo cual les deja o la casera o Él, y Ella no apostaría ni un penique por la señora Hudson.
–Ocurre –dice, con cuidadosa neutralidad–. Para algunas personas el baño no es más que una extensión del espacio social de la casa, y de hecho para algunos los matices de ese entorno les hacen más fácil hablar de lo que tienen en la cabeza.
Y si eso no es tremendamente freudiano, que baje Dios y lo vea.
–Mm.
–¿Ha pasado algo, John?
–No. Todo va bien.
Ella se da un par de golpecitos en la rodilla con el bolígrafo, sopesando sus opciones.
–¿Hay algo más relacionado con esto de lo que quieras hablar?
Observa a John ahí sentado, pasándose la lengua por los dientes, y hay palabras y palabras y palabras dentro de él que Ella sabe que quiere liberar, pero no lo va a hacer. No lo ha hecho en años, y sigue sin querer hacerlo. Lleva tanto tiempo así que Ella ya no consigue encontrarlo frustrante, si no triste.
–Los límites de lo que se considera “demasiado íntimo” varían de persona a persona –dice, porque por una vez es ella la que no soporta el silencio–. Lo que es importante es que todas las personas involucradas estén, primero, cómodas con… lo que están haciendo, y segundo, lo suficientemente cómodas como para decir cuándo se ha sobrepasado ese límite. Hay… parejas de amigos que se conocen cuarenta años y no han hablado de temas personales ni una sola vez. Nunca hablan con demasiado detalle de sexo, o de dinero o de su apariencia física, y sin embargo uno cuida del otro durante una enfermedad grave, y no lo perciben como ir demasiado lejos. Otros se conocen de una semana y viven en casas diferentes pero sus guardarropas ya están todos mezclados, incluyendo prendas íntimas. No se sienten obligados a esconder sus cuerpos o a mantener separadas sus finanzas, y sin embargo puede que nunca hablen sobre su pasado o su familia con esa persona. Hay gente a la que ni siquiera le gusta tener compañía mientras cocina, lo encuentran demasiado invasivo.
–Sí, ya lo sé –dice John, un poco brusco.
«Y hay gente que se estrelló contra el pavimento» piensa Ella, tratando de no suspirar.
–Pero ¿hay algo que haya cambiado últimamente, John?
–No, en realidad no.
Ella se lo juega todo a la siguiente pregunta.
–¿Y es ése justamente el problema?
Le parece que toma a John por sorpresa. Se queda rígido, con la mirada fija en algún lugar de la alfombra, y Ella teme haberlo presionado demasiado. Aprieta y relaja la mano sobre el apoyabrazos; puede ver algo creciendo en él, una ruptura. En algún punto se quebrará o, se da cuenta con horror, explotará. Resulta inesperado; últimamente había estado mejor.
«He cometido un error» piensa. «Todavía necesita retroceder un poco antes de seguir avanzando». Siempre es difícil; suele sentir que este trabajo es como hacer malabares con platos. Ayuda a un paciente a hacer girar un plato sobre una varilla estable y luego hay que darse prisa en atrapar otro antes de que se caiga.
–A veces… –dice John, interrumpiendo sus pensamientos. Su voz rebosa ira, pero no parece dirigida hacia ella–. A veces creo que puede haber una… vida para mí. La veo. Y después pienso… «no sé cómo alcanzarla». –Levanta la mirada, profundamente herido–. No sé si puedo alcanzarla. Yo… probablemente no pueda. Está más allá de…
Se interrumpe, tragándose las palabras y enderezando la columna. Ella tiene la boca seca. Es la mayor admisión que ha hecho jamás de sus problemas. Le da un momento para respirar. Es un riesgo: si habla demasiado pronto se negará a contestar, si espera demasiado negará que la conversación alguna vez tocara estos temas.
–¿Qué sientes que te detiene? –pregunta, con cuidado.
–Ya se nos acabó el tiempo –dice John. Señala su reloj de pulsera, y luego se voltea para comprobar el reloj de pared.
–No pasa nada, John. No te preocupes por el tiempo.
–No, tengo que recoger a mi hija. –Suena distante, como si se acabara de despertar de un sueño profundo, o como si estuviera bajo aguas profundas. Lo ha vuelto a perder.
–John.
–Pediré otra cita a la salida.
–Sí, por favor. –Ella se pone de pie–. Pero puedes quedarte más tiempo si lo necesitas, John. Podemos hablar más hoy, es…
–No, en la guardería dije que iría a las cuatro menos diez. –La mira–. Abejita tiene dientes.
–¿Qué? –pregunta Ella, confundida.
–O sea –John sacude la cabeza–, tiene dentista.
–John, no creo…
–No pasa nada –dice John, y se marcha, porque ella no puede obligarlo a quedarse, y él tampoco puede obligarse.
* * *
John empuja el cochecito por el pavimento, sintiéndose entumecido. Suele sentirse un poco mal después de ver a Ella, pero esta vez es algo diferente. Es uno de esos días de nubes en los que el sol se intercala con los chubascos; hay charcos secándose en el pavimento y un destello brillante casi dorado les llega desde arriba. Dedos de Dios, los llama alguna gente; esos grandes rayos que cortan el cielo entre las nubes de lluvia. Escalera de Jacob. John no se sabe el nombre correcto.
Ya están a medio camino de la parada del autobús cuando la niña prorrumpe en un chillido tan repentino y terrible que por un instante John piensa que se ha aplastado los dedos con el mecanismo del cochecito o algo así. Salta de susto y rodea el carrito corriendo para examinarla.
–¿Qué? ¡¿Qué?! –farfulla.
Sus dedos están intactos, no ha sido agredida por una avispa ni se ha mordido. Le aprieta la mandíbula para abrirle la boca y examina el interior, palpando con la yema del dedo índice, y aunque sigue habiendo dientes en camino no consigue ver nada nuevo que pueda causar este escándalo.
–¿Qué ocurre?
¿Ha visto algo? ¿Se ha golpeado con algo? Hay coches pasando por la carretera; quizá alguno ha proyectado gravilla y le ha dado en la cara, o algo así. John trata de mirarle los ojos pero el llanto desgarrador los ha dejado apretados y viscosos y no consigue examinarlos bien. Inspecciona su boca y orejas y no encuentra nada diferente. En la guardería ya le dieron su dosis de medicina para el diente del que él tiene noticia.
La niña se retuerce contra las correas del cochecito, alargando los brazos y agarrando el aire, y John se da cuenta de que quiere algo, pero no tiene ni idea de qué es.
–No puedo darte más medicina –le dice, exasperado. Hurga entre los cachivaches de la bolsa de los pañales y trata de meterle una mordedera en la boca, pero ella no quiere ni oír hablar del asunto. Aturdido, abre las correas de un tirón y la toma en brazos. Ella le aúlla en la oreja, empezando a babear.
–Dime, Abejita, ¿qué…? –empieza John, y entonces ella toma una tremenda bocanada de aire y emite una contundente vocal que ondula con una resuelta exigencia.
–EEEEEBAAANTEEEEE.
Hipa con violencia, lanzando un brazo hacia adelante para señalar, y John gira sobre sus talones para mirar. Hay un pequeño y arrugado bulto gris en el extremo más alejado de la carretera que acaban de recorrer.
–Dios mío –dice John, sin aliento–. Elefante. ¿Es Elefante?
El juguete no está en el carrito. Debería estarlo. John hace girar el cochecito ciento ochenta grados y, sintiéndose extrañamente refrescado, casi arrogante, galopa de vuelta para recoger el juguete.
Lo recoge de la pista agarrándolo por la cola y le da una enérgica sacudida para quitarle la suciedad, y de inmediato el alarido se convierte en un gorgoteo húmedo y Abejita le suelta el cuello para estirar las manos hacia el elefante.
–Elefante, mi amor. Aquí está. No pasa nada. Me lo estabas diciendo, ¿verdad? –balbucea John, aturdido y encantado–. Elefante. E-le-fan-te, dilo de nuevo.
–Ebebante –se hace eco Abejita, y se mete el pulgar en la boca. Dedos de Dios o escaleras de Jacob, sean lo que sean, John está de pie en los parches de sol, sintiendo que su alma se eleva en un vuelo extático.
Le toma una foto a la niña con el elefante mientras esperan el autobús. Le envía un mensaje a Sherlock con las noticias, después a Lestrade; después a Molly; después, en un capricho demencial, a Mycroft; y para acabar, por añadidura, a Stamford también. Mira al teléfono sonriendo con todos los dientes, ebrio de orgullo.
El bus los pasa de largo y John apenas se da cuenta. Todo su mundo está compuesto del rosado de las mejillas de Abejita y el suave peluche gris que se aprieta contra ellas.
Notes:
–Notas de la autora:
El título del capítulo viene de la canción Tender, de Blur. Los títulos provisionales fueron «Capítulo 8: Los latentes sentimientos de la bragueta de John han resucitado de entre los muertos» y «Capítulo 8: Y hete aquí que desde las montañas los camarones llamaron suavemente: “por el amor de Dios, John, fóllame de una vez”».
En Gran Bretaña el día de la madre es en marzo; no tengo ni idea de por qué cada país lo celebra en días diferentes, pero fue muy confuso cuando vivía en el extranjero.
La amigdalitis es una de esas enfermedades que contagian a todo el mundo durante una época y luego te olvidas de ellas. Es un poco como la gripe, pero con un dolor persistente de garganta. HASTA DONDE YO SÉ, muy poca gente en este país la considera algo grave y es raro que se extirpen las amígdalas de forma preventiva, a menos que tengas amigdalitis de forma muy grave o muy frecuente. Normalmente ni siquiera se recetan medicamentos para tratarla, sólo ibuprofeno y caramelos para la garganta como Strepsils.
Clásica FM es la leche.
"Nevus melanocítico” es la versión elegante de “lunar”, según una rápida visita a Google.
Nunca he estado en el London Carlton. Estoy segura de que es precioso. Limitémonos a decir que Mamá Holmes prefiere los paisajes campestres a la vista de Londres con diferencia.
”Hay un hipopótamo en el techo comiendo pastel” (link) es un cuento infantil de verdad, y está un poco anticuado pero sigue siendo increíble. Trata de un hipopótamo rosa gigante que vive en el techo y come pastel, por si no lo habías adivinado. Por desgracia hay una mención a golpear a los niños que se portan mal (eran otros tiempos cuando se publicó) así que una se preguntaría qué hace John leyéndolo…
”Eritema solar” es la manera intelectual de decir “insolación”.
En algunas regiones se permite a los cazadores de ciervos destripar a sus presas en el mismo sitio en el que las abaten, lo que ocasionalmente puede asustar a los visitantes desprevenidos. Es un trabajo sucio.
Estoy bastante segura de que el ejército desaprueba que subas a internet vídeos de ti pajeándote con el uniforme puesto.
Y con ese picante comentario hemos terminado! Si todavía tienes comentarios o preguntas, déjame un comentario, siempre contesto. O, si tienes un buen chiste de padre, estaré encantada de oírlo. Prometo que me reiré, porque tengo un sentido del humor terrible.
Gracias por leer!
-Odamaki x–Notas de la traductora:
El crumble es un pastel hecho con frutas cubiertas por una masa desmigada, de ahí su nombre (“desmoronado”).
La Fundación Nacional es una asociación británica encargada de conservar y revalorizar los lugares de interés colectivo, lo cual incluye renovar antiguos palacios y casas solariegas.
Dumpling es el nombre genérico de las bolas de masa cocida, rellenas o no, que aparecen en casi todas las gastronomías del mundo. Comidas como los ravioles, los tamales y los baozi se consideran dumplings; en este caso es una simple bola de masa hervida que acompaña el guiso. También es una manera cariñosa de llamar a alguien, por lo que parece XD
El huevo a la escocesa es un huevo duro rodeado de carne picada frita.
Pido perdón por el chiste de los jugos y el de la tía Paca. Son juegos de palabras que no se podían traducir; el primero con la similaridad entre stakes (apuestas) y steaks (filetes); el segundo entre “easter” y Esther Ransom, una actriz británica. Hice lo que pude y lo lamento ^^U
Por último, no sé si alguien se habrá fijado, pero en el capítulo anterior John tuvo una conversación con la señora Hudson acerca de que no le gustaría que la niña lo llamara “papi”. En este capítulo, no obstante, la palabra que le molesta es “papá” y prefiere “papi”. Esto es debido a que la palabra que no le gusta en el original es “daddy”; la traducción directa es “papi”, pero al ser el término más común que usan los niños para llamar a sus padres en inglés (otras, como “papa” o “dad”, son mucho menos comunes), en realidad debí traducirla como “papá”. Resulta obvio que John no quiere que lo llamen daddy/papá porque así es como él llamaba a su padre y le trae malos recuerdos. Que no panda el cúnico, he corregido el capítulo anterior para que sea coherente con este cambio. Prometo que esto será relevante más adelante X3
Gracias por la paciencia, sigo trabajando!
Chapter 10: Más alto y más suave
Chapter by BelsanEmpress, Odamaki
Summary:
Sherlock acecha en el vestíbulo de la biblioteca. Su aspecto es el de un homenaje muy mal conseguido a Byron y Asimov a la vez. A John se le para el corazón. Tiene ese aspecto cerrado y frío que significa que está calculando mucho y muy rápido pero no confía en obtener buenos resultados. John lo saluda de manera acorde.
—¿Qué hiciste?
Sherlock ni siquiera lo insulta tratando de negarlo o de restarle importancia, lo cual sólo consigue alarmarlo más.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
La niña lo llama “Baba”.
Mientras se acercan y luego llegan a mayo, va adquiriendo poco a poco palabras nuevas; “Nana”, “abia” (que quiere decir “gracias”) y “¡no!”. Empieza a cogerle el truco al sonido de la p, pero aún lo llama Baba. Con el tiempo las vocales se estiran para formar “Babar”, y John está bastante seguro de que la señora Hudson ha tenido algo que ver en eso.
La anciana piensa que es hilarante.
—Babar es el rey de los elefantes —le dice—. Es un cumplido, ¿verdad, Abejita?
—¿Dah?
—Es un… dictador benévolo —dice John, en Google—. Con un traje color verde guisante. ¿Cuándo he llevado yo un verde semejante?
Y mientras menos comparaciones se hagan con sus propias orejas, nariz y tono grisáceo, mejor. Mira mal a la pantalla. Putos elefantes. Últimamente parece que vaya donde vaya no hay más que elefantes.
—¡Babar! —Abejita le araña el muslo hasta que él la recoge y la deja apretujarse en su regazo junto al portátil. Ella le mecanografía frases sin sentido con mucha determinación, y en lugar de desperdiciarlas John se las envía a Sherlock por mensaje instantáneo.
—Sherlock —le dice, enseñándole la foto de su icono—. ¿Puedes decir eso, Abejita? Sherlock.
En lugar de eso ella le entrega su esponja de baño en forma de abeja.
—Abia.
—Gracias —replica John, obediente.
El portátil hace “¡blip!”
[¿Te está dando una apoplejía? –SH]
John se ríe, y después libera la esquina de la máquina de las garras de su hija. Tiene un brillo en los ojos que normalmente precede a morder cosas. La engatusa con un puñado de palitos de zanahoria para que no destruya tecnología cara, y después la deja sentada para que saque cosas del armario de los tuppers.
—No sé —masculla, observándola—. Elegantes juguetes hechos a mano; infinidad de ellos, de hecho, y ¿con qué juega más? Con fiambreras del todo a cien y la maleta con ruedas de Sherlock.
A veces con las dos cosas a la vez.
Hablando de rey de Roma.
Sherlock entra subiendo las escaleras a saltos, el teléfono en una mano y una especie de planta en la otra.
—¿Qué es esto? —pregunta John cuando Sherlock se la arroja sin mirar contra el pecho.
—Souvenir. Es una tomatera.
—Entiendo que resolviste los robos en el vivero —dice John, divertido. ¿Qué demonios van a hacer con una tomatera? Le hace un hueco en el alféizar de la cocina junto al resto de cachivaches, y la deja a merced del inevitable destino que espera a cualquier planta en el 221B.
—Insípido. Zorros —reporta Sherlock—. ¿Por qué me escribiste esos disparates?
—Me dieron ganas —replica John—. Hablas muchas estupideces; me pareció que era mi turno. ¿Qué pasó con los zorros insípidos?
Sherlock lo mira con desprecio.
—Un empleado había estado escondiendo el dinero en una vieja madriguera de zorros. Idiota.
Abejita le arroja tuppers a los pies.
—Didedú.
—Así fue, en efecto —le dice Sherlock. Ella sonríe y le ofrece uno de los tuppers del suelo.
—Abia.
Sherlock se lo mete en el bolsillo sin pensar.
—Por cierto, no paro de recibir llamadas de este número —dice, levantando el teléfono para que John pueda verlo. John entorna los ojos ante los dígitos.
—No, no me suena. Llámalos y averigua qué quieren.
—Probablemente sólo sea un cliente —dice Sherlock. Alarga la mano a la tetera—. O me llaman como es debido o no lo hacen. No hay pierde.
Juguetea de nuevo con el teléfono, y luego suspira.
—¿Y si es una oscilación en los cables telefónicos?
—Una molestia –sugiere Sherlock. Luego su rostro se ilumina—. O un criminal.
—Qué demonios, ¿por qué no las dos cosas?
Y, como si quisiera probar que ella también puede ser las dos cosas, Abejita alcanza las llaves en el bolsillo de Sherlock y se aleja tambaleándose, golpeándolas en las patas de las mesas y chillando. Sherlock hace una mueca, pero vuelve su atención a la pila de correo que hay al extremo de la mesa. Hojea el montón, tirando la mayoría a un lado con descuido, y se mete en el bolsillo un par de cartas manuscritas, quizá de clientes o de alguna oscura fuente de información.
—Abogados —anuncia, pasándole un sobre a John. Éste lo toma.
—Dudo que sean buenas noticias —musita, rasgándolo.
Las primeras líneas lo informan de que esta no es la primera carta. Debe de haber perdido la primera, hace un par de semanas, entre los papeles o algo así. Lee la mitad de la carta por encima, se sobresalta y luego vuelve a leer desde el principio.
—Me toca parte del dinero…
Sherlock levanta la vista de una pila de periódicos en la que ha estado rebuscando, y lo mira.
—¿Mary?
—Me toca… —John sigue leyendo y de repente se sienta—. Ah.
Sherlock coge la carta, que cuelga flácida de su mano, y la lee él mismo. Es la última de una larga cadena de correspondencia de un lado a otro, con la mayor parte de la cual John ha lidiado con tanta rapidez y distancia como ha sido posible, y sobre la que se ha negado a pensar entre carta y carta. Sabe que hay una carpeta en alguna parte. Ha leído fracciones de los documentos siempre que se la ha encontrado, pero no la ha buscado activamente.
Los párrafos del final están redactados de forma sensible, pero sucinta. No se le pagará el seguro, simplemente se le devolverán los pagos que ya hizo. John tiene derecho a las dos mil y pico libras de la cuenta conjunta de ahorros porque no pueden demostrar que se obtuvieran de forma ilegal, pero no verá nada del resto, que no era una cantidad pequeña.
No son grandes noticias, pero es lo que Sherlock se esperaba. A decir verdad, John ha tenido suerte de sus propias finanzas no se vean más enredadas en la investigación por fraude, y sus abogados han peleado por la mejor solución posible.
Pero ninguna de esas cosas son el motivo por el que John se ha quedado callado. La última línea contiene un cuchillo de doble filo. John se ha librado de los problemas porque los abogados han metido a Mary bajo el microscopio. Es decir, que hay necesidad de una reunión.
—¿Para qué? —pregunta John a nadie en particular—. Ya no está. Soy viudo.
Sherlock pone la carta en la mesa.
—Diles eso —sugiere.
—Babar…
John se agacha e inmediatamente aprieta a Abejita en un abrazo.
—Vale —dice, la voz sin expresión—. Vale.
* * *
Es una enorme ironía, piensa John, que nadie parezca entender sus preocupaciones sobre Mary a excepción de Sherlock, justamente quien tiene la mejor excusa para ni siquiera intentar entenderlo.
Se sienta con las manos enlazadas sobre el escritorio que tiene delante por dos motivos: para que su temblor no delate su nerviosismo, y para no darle un puñetazo al abogado que, al final, sólo está haciendo su trabajo.
—Doctor Watson —vuelve a explicarle—, entiendo que esto no es ni fácil ni agradable, pero para temas de papeleo es necesario que indique que su estado civil es soltero, de modo que todos los papeles coincidan. Ni el juzgado ni el banco aceptarán discrepancias; de hecho, las usarán como motivo para negarle incluso la pequeña parte de la herencia que ha recibido.
John se siente infantil y estúpido. “Pero no quiero” no es una buena excusa y nunca lo ha sido, y sin embargo eso es lo que siente en realidad.
Le gustaría decirle por dónde se puede meter el dinero, pero ya han llegado muy lejos con el procedimiento legal, y además este ya no es sólo su dinero, si no el de su hija.
—¿Por qué no pueden anularlo y ya está? —pregunta John de nuevo. Una pequeña parte de él, la que aún recuerda a medias los himnos y el fieltro peludo y las imágenes de hombres con servilletas en la cabeza, se siente fatal porque, si todo esto sale como es debido, su hija será una bastarda. El juzgado quiere reescribir su historia: legalmente nunca habrá estado casado. A su pesar, John quiere aferrarse a la idea de que lo estuvo, al menos durante un tiempo.
—La probabilidad de que se anule su matrimonio, doctor Watson, es nimia. Se anulará… se ha anulado debido a que Mary rompió varias leyes al casarse con documentación falsa. Quizá podría presionar para obtener una anulación basándome en otros motivos, pero en primer lugar dudo que usaran motivos menos graves para anular los delitos, y en segundo lugar, en realidad no tenemos motivos.
—¿Qué motivos podrían anular el matrimonio? —pregunta John.
El abogado suspira.
—Que el matrimonio no se consumara —empieza—. Que no pudiera usted dar un consentimiento válido a casarse debido a coacción, error o incapacidad mental. Que, a pesar de haber dado un consentimiento válido, sufriese usted una enfermedad mental que lo incapacitara para el matrimonio. —El abogado parece un poco incómodo—. Podríamos explorar esa ruta, dado que has estado en terapia psicológica desde 2009, pero si tuviéramos éxito habría consecuencias.
Por ejemplo, que Ella se metiera en problemas, piensa John, o que le impusieran a él algún tipo de límite.
—He mirado los reportes médicos del seguro y ninguno de los dos tenía una ETS comunicable en el momento del matrimonio, así que en realidad el único frente que nos queda es el asunto de la paternidad.
—¿Perdón? —dice John, sintiendo frío—. ¿Qué asunto?
El abogado tiene cuidado al volver a hablar, usando un tono simplemente objetivo.
—Existe la posibilidad de invalidar un matrimonio si la mujer estaba embarazada de otro hombre en el momento de la boda. Mary estaba embarazada cuando se casó.
—No hay ningún “asunto” —dice John, aunque la duda le pica al fondo de la mente—. Es mi hija.
—Entonces las opciones, que ya eran muy, muy limitadas, se nos han acabado, doctor Watson. Quizá si volvemos a examinar los papeles podamos solucionarlo juntos y hacer que todo cuadre.
Diles eso.
—Estuve casado —dice John en voz en alta, tomando el bolígrafo que se le ofrece, y después escribe muy despacio las siete letras de aquello que nunca fue en el cajetín de “Estado civil”.
—Sólo es papeleo —dice el abogado. Le quita los papeles a John un poco demasiado rápido y los firma también. Listo.
John se marcha preguntándose cómo va a referirse a Mary a partir de ahora, si legalmente ya no puede llamarla su esposa.
A finales de mayo Sherlock recibe una llamada inesperada. No es el mismo número desconocido de la reciente avalancha de llamadas perdidas, pero tampoco es uno que reconozca inmediatamente. Ignora la primera llamada, pero insisten a intervalos de diez minutos durante una hora y al final, irritado, contesta.
—¿Qué?
Una pausa.
—Joder, hola. ¡Por fin!
La voz le es familiar, aunque no consigue dilucidar de qué la conoce de inmediato. Frunce el ceño, y su silencio debe de transmitir la pregunta con mayor eficacia que las palabras porque la voz del otro lado de la línea dice «soy yo, estúpido».
El tono es más agudo, pero la entonación y la exasperación son tan asombrosamente similares que Sherlock sabe de inmediato quién es.
—Harriet.
—Harry. Sí. ¿Estás ocupado? ¿Hoy?
Sherlock se desenrosca en el sofá, picado en su curiosidad. Examina la habitación: las revistas desparramadas y los puños de su pijama.
—No especialmente.
—¿Está John?
—No. —Sherlock frunce el ceño. John está afuera trabajando como un esclavo para ganar dinero, tratando narices mocosas y traseros temperamentales y cualesquiera otras insulsas afecciones que se le presenten a diario—. ¿Por qué?
—¿Podemos quedar? —dice Harry—. Sin él. Preferiría que él no se enterara de esto.
Sherlock inclina la cabeza, considerando su tono y sus palabras. Interesante.
—No te prometo nada —replica.
Harry se queda pensando un momento y luego ríe.
—Quizás —asiente, pero tampoco parece pensar que él vaya a contárselo a John—. Entonces, ¿te reúnes conmigo?
—A mediodía —replica Sherlock, estirando las piernas—. La misma cafetería de la otra vez.
Cuelga.
Harry se queda mirando el teléfono, muerto, y luego mira a sus compañeras de piso y se encoge de hombros. Samia levanta una ceja.
—¿Y?
—Parece que hemos quedado —dice Harry, haciéndole una mueca al teléfono antes de guardárselo en el bolsillo—. La verdad, pensé que iba a mandarme a la mierda.
Indre niega con la cabeza y se mete medio croissant en la boca.
—Nah —dice—. Te dije que sólo tenías que ponerte críptica. Para el ego de ese tipo de hombres es como una erección instantánea.
—Buena suerte, cariño —dice Samia—. Lo peor que puede pasar es que no diga nada, ¿no?
—Joder, me parece rarísimo —gruñe Harry, levantándose de la mesa de la cocina y mirando por la ventana con ojos entrecerrados. Mediodía. Dentro de dos horas: demasiado pronto, demasiado tarde—. Mierda.
Da vueltas sin rumbo por la cocina, metiendo cosas en su bolso antes de sentarse y volver a maldecir. Indre pone los ojos en blanco, se levanta y saquea el armario de los dulces.
—Pero ¿tú quieres saberlo, o no? —le pregunta, dándole en la nariz con una chocolatina. Harry la toma.
—Quiero saberlo —lloriquea.
—Muy bien —dice Indre—, entonces cómete tu Twix, pórtate como una niña grande y ve a preguntarle al pijo este sobre el imbécil de mierda.
Harry emite un sonido desagradable y mastica el chocolate.
—No va a pasar nada —dice Samia, apartando a Indre con el pie—. Puedo ir contigo si quieres.
—Podemos quedarnos afuera y mirarlo mal por la ventana —ofrece Indre. Le hace una demostración de su peor mirada y Harry se ríe a pesar de la preocupación.
—Que ni se os puto ocurra. Quedaos aquí y… hacedme brownies. Unos brownies gigantes de la hostia, con pedacitos de todo. —Da un último suspiro y echa la silla hacia atrás; ahora le vendría de maravilla un poco de coraje líquido. Como si le leyera la mente, Samia le señala el calendario.
—Dieciséis semanas, Harry. Dentro de tres días.
Harry exhala.
—Ya sé, ya sé. Bueno, voy a ducharme.
Samia sonríe y luego pone cara lasciva.
—¿Poniéndote guapa para Sherlock Holmes, Watson? Uf. Eso es peligroso.
—Me voy a poner celosa —ríe Indre—. Apareceré ahí para mostrarle que todas mis pollas son más grandes que la suya, y entonces tu hermano se enterará y pondrá esa cara que pone que parece que le hayan amarrado los huevos.
Harry se ríe con ganas de camino al baño.
* * *
La cafetería está tan muerta como siempre, a pesar de la hora. Sherlock ya está ahí, anotando números abstractos directamente en la mesa con un lápiz, y agarrando con aire ausente una taza de café solo. La cerámica tiene manchas alargadas en las partes en las que ha dejado que el café gotee sobre el borde.
Harry suelta el bolso en la silla frente a él y luego va hacia el mostrador a hacer su pedido.
—¿Puedes pedirle que deje de hacer eso? —quiere saber la camarera, aunque no parece demasiado irritada.
Harry se encoge de hombros.
—No somos amigos. Capuchino, por favor.
La camarera vierte sin cuidado café expreso y espuma de leche en una taza y la suelta en el mostrador frente a ella.
—Dos setenta y cinco.
—Sólo es lápiz —dice Harry, mirando con disgusto el café derramado en el platito.
Tira las monedas en el mostrador y se lleva la bebida a la mesa. Se sienta y luego se inclina hacia adelante y le quita el lápiz de la mano.
—Cuando estés listo para portarte como un adulto, empezamos.
Está diferente a la última vez que Sherlock la vio. Ha perdido algo de la hinchazón de los alcohólicos, y en cambio ha ganado algo de peso. Más de lo que necesitaba, pero es obvio que ha estado sustituyendo el alcohol por comida. Sherlock junta las palmas de las manos delante de la cara y, sin darse cuenta, se toca los labios con las yemas de los dedos y los mueve apenas de lado a lado mientras la contempla.
Se ha cortado el pelo y renovado su vestuario; ahora hay algo en ella que le recuerda con más fuerza a John. No es una belleza, pero tampoco es vulgar. Hay cierta animación en su rostro que llama la atención. Quizá simplemente es su seguridad en sí misma.
—Tú me pediste que me reuniera contigo —señala Sherlock.
—Sí, y tú viniste, así que no finjamos que eres tú el que tiene ventaja aquí —replica Harry, poniéndole demasiado azúcar a su café. Sherlock gruñe. Harry lame la cuchara y la pone a un lado del platillo sucio.
—Bueno… ¿cómo va todo?
Sherlock la mira de reojo.
—No me interesa —le advierte.
—Cómo va todo en general, no sólo a ti. ¿La niña está bien? ¿John está bien? ¿Y la vida? —Lo mira de una manera que traiciona su hambre de información. John la llamó en navidad, pero no ha sabido casi nada desde entonces.
—Bien. —Sherlock se pregunta cuánto tiempo llevará limpia. ¿Unos meses? No lo suficiente como para considerarse “curada”, si es que tal estado existe.
—Me mandó un mensaje, ¿sabes? De que se iba de la ciudad en pascua. Debe de haber sido agradable. —Lo mira con desvergonzada curiosidad. Hace a Sherlock sentir, y no por primera vez, que está inexplicablemente abierto en canal para que ella lo examine—. ¿Lo fue?
Lucha contra su propia boca para que no se tense y lo delate. Justo detrás de sus ojos aún puede ver el parpadeo de las farolas en una oscura carretera rural y el deseado pero indeseado peso de la mano de John sobre su rodilla.
—Fueron unas vacaciones —dice, neutro—. No me gusta descansar y el campo me gusta todavía menos.
—A mí tampoco. Pero a John sí —replica ella, rauda como un dardo. Después parece recordar que no lo ha traído aquí para fastidiarlo hablando de su hermano—. Pero sonaba bien igualmente. Seguro que a él le hacía falta, o algo así.
Se aclara la garganta y empuja la espuma de un lado a otro del café. Piensa por un momento, y luego no puede resistirse a preguntar:
—¿Y qué pasó con lo de Mary? O sea… es como demasiado pronto, ¿no? ¿Un año desde que estiró la pata? —sugiere. Sherlock la mira sin expresión.
—Ah. Sí. Veintiocho de junio.
—¿Algún plan?
—Sospecho que no.
—Ya, sospecho que no. No es muy… festivo.
—¿Qué quieres? —pregunta Sherlock, aburrido del toma y daca.
Harry silba entre dientes y golpetea el costado de la taza con las uñas. Se mueve en la silla, incómoda, tal y como haría John.
—Yo… tienes una página web, ¿verdad? Haces cosas que los demás no saben o no pueden hacer, ¿no? ¿Puedo contratarte? —escupe.
Sherlock se queda un poco desconcertado.
—¿Contratarme? —Está incrédulo. ¿Contratarlo? ¿Ella?—. ¿De verdad?
La mira con dureza, buscando el motivo. Harry sube el tono.
—Bueno, quizás. Depende de tu tarifa actual. ¿Cuánto es? ¿Cobras por día? ¿Por hora? ¿Es diferente según lo que te pida que hagas? ¿Tengo que invitarte a cenar?
Sherlock tiene la rara sensación de que están contratando sus servicios sexuales. Harry lo mira a los ojos y adivina lo que está pensando.
—¿Cuánto por una mamada? —pregunta.
Sherlock se atraganta. Empieza a levantarse de la mesa. Harry lo agarra de la manga, medio riéndose medio aterrada de su propio comportamiento.
—No, no, iba en serio… o sea, esa parte no… Dios mío, no. Eso no. Pero… —Respira y le tira de la manga para volver a sentarlo—. Siéntate, sólo te estaba jodiendo. —Mala elección de palabras. Hace una mueca—. Mira, tú eres detective, ¿no? Vas por ahí destapando las mierdas de gente de mierda. Ése es tu trabajo. Bueno, más o menos —añade al ver que él empieza a abrir la boca—. Hay una persona de mierda a la que quiero encontrar.
Sherlock cierra bien la boca y la mira con el ceño fruncido.
—Y, si eres como creo que eres, me da que ya sabes a quién me refiero. Y probablemente ya lo hayas investigado y descubierto por John, así que lo único que quiero es que me lo cuentes. Te pagaré si quieres.
Levanta los ojos y tabletea en la mesa con los dedos, y luego lo clava en el sitio con una mirada.
—Sí —continúa, como reafirmándose en una decisión tomada hace mucho tiempo—. He llegado a un momento en el que… necesito saber.
Cruza las manos y se inclina hacia delante. Sherlock se inclina hacia atrás.
—¿Qué sabes de mi padre?
James Watson, nacido en Argyle en 1945, tenía aproximadamente treinta y dos años cuando los servicios sociales le confiscaron a sus hijos en un altercado que resultó en cincuenta horas de servicio a la comunidad, un suicidio y la profanación final de una infancia ya arruinada.
Sherlock parpadea.
—Lo que me has contado —dice, y un relámpago de decepción cruza la cara de Harry—, y lo que he leído.
—Qué cabrón. Sabía que habrías metido las narices. —Su ira queda mitigada, no obstante, por la extraña satisfacción que le da oír eso—. ¿Cómo conseguiste…?
—Es secreto —dice Sherlock. No piensa admitir que tuvo que cambiarle esa información a su hermano por un favor.
Harry se encoge de hombros.
—Bueno, me da igual cómo te enteraras. Dudo que esté escrito en alguna pared para que todo el mundo lo lea. A nadie le importa una mierda, salvo a nosotros. ¿Decía algo?
—No mucho. Nombre, fecha de nacimiento, escasos antecedentes penales.
—No se portaba tan mal fuera de casa —confirma Harry—. Se aprovechaba de todo y de todos, pero creo que le daba miedo romper demasiado la ley. Su estilo era más gritarle a las camareras hasta que lloraban.
—Multas por exceso de velocidad —replica Sherlock—. Un altercado con la policía en una ocasión. Breve período de servicio a la comunidad.
—Mal genio —asiente Harry en voz baja—. No le gustó ver cómo se nos llevaban los servicios sociales. Éramos suyos, sabes.
Sherlock ni confirma ni niega esto. Siente frío al pensarlo.
—¿Sigue vivo? —pregunta Harry. Se lame los labios resecos mientras Sherlock le da vueltas a la respuesta, se va tensando despacio, como preparándose para recibir un golpe.
Sherlock se lo cuenta. Inesperadamente, antes de que termine Harry ya está parpadeando con furia, los ojos húmedos.
—No pasa nada, sigue —le dice cuando él vacila—. Es que… es importante, pero durante mucho tiempo no habría podido sentarme aquí a preguntarte eso. Y ahora lo he hecho. —Suena aliviada—. ¿Sabes dónde?
A modo de respuesta, Sherlock desbloquea el teléfono y le enseña un mapa. Está a menos de ochenta kilómetros en línea recta. Un lugar pequeño. Hay un prado y un pub y una iglesia. Las casas son unifamiliares, cada una con dos pisos y un garaje. Hay una asociación de vigilancia vecinal y un equipo local de críquet, la iglesia con su camposanto y una conexión decente con las áreas aledañas vía transporte público. Harry lo mira hasta que se vuelve borroso y luego deja que Sherlock le quite el teléfono para secar el goterón de la pantalla con el pulgar.
—Se hizo una vasectomía en 1991 —le dice Sherlock. La noticia la sorprende.
—¿Ah, sí? —Harry no sabe si está sorprendida, ofendida o profundamente aliviada de oírlo—. Ah. Bueno… —Observa a Sherlock dejar con suavidad el teléfono sobre la mesa—. ¿John lo sabe? No, no lo sabe, ¿verdad? Sí, mejor…
Se echa hacia atrás en la silla y suspira, vacía.
—No creo que sepa aún lo de mamá tampoco —dice bajito—. Cómo murió, quiero decir…
—No lo ha mencionado —dice Sherlock, cauteloso.
—Bueno, sabía lo de las pastillas —explica Harry—. Eso es lo que nos dijeron a los dos: que fue una sobredosis. Una manera suave de decirlo. O sea, que dejaron la duda de si había sido un accidente o no. Le enviábamos tarjetas al “hospital”. Me acuerdo de eso. No nos contaron que siguió intentándolo hasta que consiguió matarse.
—Murió en custodia.
—Qué escándalo, ¿eh? Les pasó la mano por la cara. No sé cómo lo hizo, pero encontró la manera de ahorcarse. Eran inteligentes de la peor manera posible, nuestros padres —medita Harry—. Imagínate si no hubiera sido así. Putos imbéciles.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—¿Con lo de papá? Nada. Sólo quería saberlo con seguridad; desde luego no he tenido ningún interés en tener nada que ver con el viejo cabrón, estuviera como estuviera, desde los trece años. Lo digo en serio. Incluso antes de llamarte, eso era lo que sentía. Muerto, vivo, agonizando, lo que fuera. En lo que a mí concierne, cavó su propia tumba antes de que yo cumpliera doce y es más que bienvenido a meterse en ella. Pero necesitaba saberlo, ¿sabes?
Sherlock cierra brevemente los ojos y luego hace la pregunta que lleva ya un tiempo hirviendo a fuego lento en las profundidades de su mente; desde que leyó el archivo de John.
—¿Quién lo denunció? ¿Quién denunció los malos tratos en primera instancia?
Harry se lo queda mirando, su expresión una mezcla de ofensa y sorpresa.
—Yo, pedazo de idiota —dice, levantando la barbilla. Su tono se suaviza, pero hay una especie de lúgubre orgullo en sus palabras—. Fui yo.
Por supuesto.
Obvio.
Se quedan un momento sentados en silencio, los dos absorbiendo tanto la información buscada como la inesperada. Sherlock, por su lado, contempla el hecho de que John sabe lo entrometido que es (desenterró su partida de nacimiento, por amor de dios) y sin embargo nunca ha preguntado ni hecho ningún comentario sobre su pasado aparte de aquella vez que le gritó a Abejita.
—¿Te debo algo? ¿Aparte de lo obvio? —pregunta Harry. Mete la mano en el bolso y a Sherlock le sube una fuerte oleada de irritación.
—No quiero dinero.
—Vale —acepta Harry con facilidad, cerrando la cremallera del todo—. Por mí, bien.
Hace una pausa. Ninguno de los dos se ha acabado el café, y aun así pareciera que quedan asuntos sin resolver entre los dos.
—¿John sigue igual de preocupado?
Sherlock sopesa las posibles respuestas. Ya no es el pánico intenso y sostenido de antes, pero tampoco podría decir que John no es un padre helicóptero. Les da a Sherlock y a la señora Hudson un voto de confianza que, en honor a la verdad, sólo se merece la señora Hudson, pero siempre tiene preguntas. ¿Ha estado bien la niña? ¿Ha comido? ¿Ha hecho algo? ¿No ha hecho nada? ¿Ha sonreído? ¿Llorado? ¿Con qué juguetes ha jugado? La señora Hudson se hartaría de todo esto si no fuera porque adora hablar de la niña casi tanto como John. A Sherlock se le ocurre que, quizás, la intensa necesidad de John de conocer hasta el más minúsculo detalle no es tan normal como había supuesto.
Tampoco está convencido del todo de que John esté completamente libre de sus temores. Los ha dejado a un lado por el momento pero no costaría mucho, a juicio de Sherlock, que volvieran a estar en primera línea.
—Se preocupa —replica. Las comisuras de la boca de Harry caen un poco. Sherlock puede leer la pregunta escrita en todo su ser.
¿Cuánto?
Sherlock no puede contestar a eso. No puede hablar por John ni está especialmente convencido de que John esté obligado a ayudar o perdonar a su hermana. Ella gestionó sus problemas familiares sola, y él ya tiene suficientes problemas propios. Le da la impresión, no obstante, de que no es completamente indiferente a los esfuerzos de Harry.
Ésta lo observa con cautela, engullendo café, y luego habla:
—¿Qué hay de ti?
—¿De mí?
—Te lo… te lo llevaste a conocer a tus padres. ¿Salió bien?
—Eran unas vacaciones —repite Sherlock, y de repente se siente diáfanamente estúpido. Parpadea, viendo en su cabeza a John sonriendo con los ojos y diciéndole, borracho, «adoro cuánto la quieres»—. Aburridas.
Ella no se lo cree ni por un instante, pero entiende lo que quiere decir. No pasó nada. Nada de ese tipo, en todo caso.
Ninguno de los dos creyó ni por un momento que iba a pasar, y en realidad Harry no estaba preguntando sobre eso. Sherlock no quiere contestar a lo que sí estaba preguntando. No puede jurar que esté cómodo con la manera en la que están las cosas, pero su parte más noble ha alcanzado cierto nivel de satisfacción en algunos aspectos. Es algo (no suficiente), pero después de todo lo que ha pasado le era muy necesario saber que John aprueba sus acciones. Sentir que vuelve a estar en sintonía con John, codo con codo, en lugar de ser una imposición.
—Bueno, me voy. ¿Puedes… enviarme la información por email? —Harry se pone de pie, sacudiéndose el azúcar de los dedos.
A modo de respuesta, Sherlock saca el teléfono y traga lo que le quedaba de café. Harry recoge su bolso y se amarra el pelo en una coleta suelta.
—No se lo cuentes a John —le recomienda—. A menos que pregunte.
—No —dice él.
—Y gracias. —Sherlock la mira de reojo—. No sé a quién más le habría preguntado esto. No puedo hablar con John y los demás… o no saben nada o les importa una mierda. —Parece sombría al admitirlo—. Hazme saber si necesitas ayuda.
—Yo no necesito ayuda.
—Si puedo ayudarte con algo —se corrige ella, seca—. Cuídate.
Se separan, ella a su casa en el norte de Londres a darle vueltas a la conversación, cada vez con más detalle, con sus compañeras de piso, hasta que el tema se vuelva casi aburrido; él al 221B.
La astucia de Harry lo ha dejado inquieto. Ella no tiene ni idea, en realidad, de los desatinos que suelta en sus encuentros con él, pero al mismo tiempo, si alguien como ella consigue darse cuenta de tanto, ¿cuánto se le debe de notar a él?
No es bueno.
Sé lo que te gusta.
Vete.
Empuja la puerta de la casa y sus pies lo llevan directo a la cocina de la señora Hudson. Abejita juega en su trona, la señora Hudson charlotea sinsentidos y se le olvida reñirlo cuando se bebe la leche de su nevera.
Hay un pago pendiente, se da cuenta Sherlock, por los servicios ofertados. Busca el número en su teléfono y salta arriba y abajo de la palabra “Información”. ¿Cómo ha acabado debiéndole tanto a tanta gente?
Se agacha junto a la niña con el teléfono, y ella posa agradablemente bien para la foto. Después, envía un email.
—
Para: [email protected]
Asunto:
Mira el archivo adjunto.
Datos adjuntos: Ficha Datos James Watson
IMG_103451
—
La respuesta llega menos de una hora después, y es breve pero, en opinión de Sherlock, sucintamente acertada.
—
Para: [email protected]
Asunto:
joder es preciosa
—
La niña tiene quince meses y el sol se refleja en su pelo como si fuera oro. Sherlock la carga de aquí para allá bajo el brazo mientras retira cosas de la mesa de la cocina para hacerle sitio al microscopio. De cuando en cuando la aúpa, lo cual la hace reír hasta que le falta el aire. John está acurrucado en su sillón, leyendo sus periódicos dominicales y levantando la mirada hacia ellos a intervalos. Tiene los pies descalzos apoyados en la mesita de centro.
La luz destaca el gris de su pelo, casi indistinguible del rubio, salvo porque es más brillante. Sherlock lo mira a hurtadillas, aún barruntando la pregunta de Harry.
¿Sigue preocupándose?
Hay arrugas en torno a los ojos y la boca de John que no estaban ahí hace unos años, piensa Sherlock, pero también hay una felicidad que tampoco estaba antes. John lo pilla mirando y tienen una de sus conversaciones silenciosas.
¿Qué?
Nada.
Me estabas mirando.
Ya lo sé.
Y luego los ojos de John cambian de expresión; podría ser cualquier cosa, pero para Sherlock se lee como:
¿Te gusta lo que ves?
Sherlock se da la vuelta, balanceando de nuevo a Abejita para hacerla reír y distraerse antes de que su rostro lo traicione con cosas de las que no pueden hablar y que no pueden ocurrir. La verdad, sin embargo, es que piensa que John ahora parece feliz. No sólo la felicidad de un instante, si no una satisfacción duramente ganada y ya asentada. Piensa que el escenario en torno a John finalmente es sólo eso: secundario al propio John, que ya no se limita a habitarlo y supervisar de lejos sus dramas como el regidor de una obra de teatro, si no que vive en él.
Sí. Sí, le gusta lo que ve.
John se esfuerza por captar su mirada de nuevo, divertido.
¿Qué?
Sherlock mira a la niñita que ríe entre sus brazos.
Me estoy poniendo sentimental, y parece que no puedo hacer nada para evitarlo.
Abejita aplaude, y es imposible distinguir a quién se refiere con su gritos de «¡Babar! ¡Babar!». La lógica dice que a John, pero no para de retorcerse para volver la cara hacia Sherlock. De repente, Sherlock la acarrea hasta el salón y la suelta entre el periódico y el pecho de John. «¡Abrazos!» anuncia, mientras la niña se ríe como loca ante tanta diversión. John está sorprendido pero complacido y obedece con gusto, estrechándola entre sus brazos y fingiendo que se va a comer sus orejas, lo que la hace chillar de deleite.
Sherlock mira a John abrazarla, y se siente un poco más cerca de los dos.
* * *
John se da cuenta de que se convierte en un hábito. Cuando Sherlock se cansa de tener a Abejita en brazos o necesita moverla, se la suelta encima proclamando «¡Abrazos!» o, más raramente, «¡Besos!». John no puede evitar encontrarlo muy tierno.
No es que Sherlock no abrace a la niña, aunque John se ha dado cuenta de que suele avergonzarse si lo pillan haciéndolo. Por otro lado, la visión de Sherlock apiñado en la pequeña cama de Abejita, con las piernas colgado por el borde, relatando cuentos para antes de dormir cada vez más eclécticos es una visión que John no deja de encontrar hilarante. Tampoco lo ha detenido antes de acercarse a la puerta del dormitorio a hurtadillas para escucharlos, de vez en cuando. Le gustan las subidas y bajadas de la voz de Sherlock cuando lee, recita, describe (nunca hace lo mismo dos veces seguidas) y Abejita interviniendo aquí y allá para señalar cosas importantes como “guaus” y “nono”.
Sherlock finge que no se da cuenta de que los espía, y John tiene la decencia de deslizarse de vuelta al salón y fingir que no lo hace. En parte se pregunta si Sherlock creerá que sólo lo hace para controlar cómo se comporta con su hija. Quizá es por eso que empezó con todo esto de los abrazos, piensa John: para recordarles a todos que la niña es de John, y que en realidad no le pertenece a él.
Hace que le entre una sensación extraña y cálida de posesión respecto de ambos.
John trata de redirigir el hábito hacia Sherlock solo una vez, en la que Sherlock ha estado fuera hasta tarde siguiendo la pista de unos datos robados. John acaba de sacar a la niña del baño, toda blandita y cálida y revoltosa en su toalla, y en el momento en que Sherlock entra por la puerta se la suelta en los brazos diciendo sólo «buenas noches» y la palabra, la exigencia; luego se escabulle.
La expresión de la cara de Sherlock es tan indescriptible que John siente que ha traspasado algún límite invisible. No vuelve a hacerlo. No hablan del tema, aunque John siente que deberían. En lugar de ello pasa cuatro días preocupado hasta que Sherlock se cansa de ser acosado por los miedos de John y le suelta la niña en el regazo con un hosco murmullo: «abrazo».
John prodiga su alivio a las redondas y rosadas mejillas de su hija.
Sherlock descubre que a la niña le gusta bailar cuando tiene un año y tres meses; a principios de junio.
No tiene ni idea de por qué tardó tanto en darse cuenta; ya sabía que le encantaba la música. Lo mantiene en secreto al principio, por ningún motivo en especial salvo que lo disfruta muchísimo y quiere guardárselo para sí. Tampoco es que quiera dejar que John sepa cuánto lo disfruta, por motivos que ni siquiera puede explicarse a sí mismo. No es exactamente vergüenza y no es exactamente timidez.
Sin embargo, es la primera vez que Sherlock encuentra a alguien que siempre está encantado de bailar con él, y resulta tanto una alegría inenarrable como una tremenda adicción. Consigue mantenerlo en secreto durante una única semana hasta que se deja llevar demasiado y John los sorprende tarareando y bailando el vals por el salón.
—¡Bueno! ¿Bailando el rock and roll? —dice John, soltando las bolsas de la compra en el sofá. Abejita lo saluda pateando a Sherlock en los riñones con alegría y exclamando «¡Barbarbarbarbar!»
Sherlock sorbe por la nariz, incómodo.
—Era un vals americano.
—Ah, caray. Error mío —dice John, acercándose a besar a su hija. Sherlock lo observa mientras lo hace, su pelo rozándole el pecho, su expresión suavizándose un poco—. ¿Te divertías, amor? —pregunta.
—Necesita trabajar en su posición de pies —reporta Sherlock—. Pero creo que ya va captando el ritmo.
John ríe por la nariz ante esa ridiculez y deja que su mano roce el hombro de Sherlock, calentándolo sin querer como lo haría un chupito de brandy.
—Muérete de envidia, Margot Fontaine.
Guarda las compras, dejando que Sherlock meza con suavidad a la niña mientras trastea con la edición de la grabación que se reproduce desde su portátil.
—¿Tú escribiste eso? —pregunta John ahora.
—No, es sólo una reelaboración.
—Es bonita. —John se limpia las manos con un paño de cocina y se acerca—. ¿Luego me toca a mí?
Sherlock gira la cabeza para mirarlo, demasiado rápido. Un poco sorprendido, John levanta las manos.
—Con Abejita —aclara.
—Ah. Sí. Toma.
La niña barbotea cuando John la recoge; su vocabulario va mejorando cada día, especialmente ahora que ha descubierto que hablar consigue que le hagan caso, pero sigue regresando al marciano para conversaciones más “fluidas”, como y cuando siente que es apropiado.
Sherlock vuelve a reproducir la pista con sus nuevas ediciones y John empieza a arrastrar los pies en un dos por dos junto a las ventanas. Abejita lo mira con curiosidad y, le parece a John, juzgándolo.
—Lo siento, cariño, sólo me sé un vals —le dice John, y a ella le complace el sonido de su voz. Él recuerda por un momento, mientras mira sus grandes ojos azules—. Bailé un vals con tu madre en nuestra boda. Sherlock lo escribió. También me enseñó a bailar.
Mira hacia la nuca de Sherlock, que está escribiendo con furia en sus manuscritos pero que disimuladamente escucha con cada fibra de su ser.
—Es un buen bailarín —le confía John a la niña en un alto susurro teatral. Ella trata de agarrarle la barbilla y él le besa los dedos. Mientras John se balancea adelante y atrás, Abejita hace una serie de ruidos y lo mira de tal manera que lo hace chasquear la lengua—. Vale, ya sé que soy terrible con esto. No hace falta que me mires así. —Se detiene y suspira—. Sherlock, creo que éste es un trabajo para ti.
Sherlock se endereza en el asiento y lo mira por encima del respaldo.
—Lo estabas haciendo bien —dice, a pesar de que Abejita está alargando los brazos hacia él y aplaudiendo.
—Nop, la dama ha hablado —dice John, y Sherlock toma a la niña de sus brazos. Sus rizos oscuros se mezclan con los rubios de ella cuando se acomoda en su hombro.
—Deberías aprender a bailar —le dice a John.
—Algo sé bailar —replica John—. Sólo que nada elegante.
—Hacer el pogo no es bailar, John. Sólo es saltar.
—¿Ah, sí? Pues se me da muy bien. Tú espera, que tarde o temprano va a descubrir que puede saltar y entonces veremos quién es su favorito.
Sherlock se limita a reír con un poco de desdén, y se mueve con elegancia por los pasos del vals, echando hacia atrás a la niña, lo cual la hace chillar. John sonríe ante la imagen de los dos, preguntándose si algún día tendrá que pedirle a Sherlock que le enseñe a bailar para otra boda. Dios mío, ¿dentro de cuántos años será eso?
John prepara té para los dos, escuchando cómo Sherlock vuelve a perderse en la música y el baile. Sus pies descalzos apenas hacen ruido en la alfombra, y John identifica su recorrido de un lado a otro del salón por el charloteo de Abejita.
Regresa con las tazas justo a tiempo de ver a Sherlock bajarla, ahora distraída por sus juguetes. La grabación ha entrado en bucle, y ahora John puede notar las sutiles diferencias: mejoras en la fluidez y el tempo de la pieza. Sherlock parece contento con ella. Le roba las dos tazas a John, las suelta sin cuidado en la mesa, y mientras las manos del otro siguen levantadas en el aire alza las suyas, en paralelo, y se las ofrece.
—Sherlock, no sé bailar.
—Ayúdame a probar esto con alguien cuyos pies lleguen al suelo —replica Sherlock, deslizando sus manos, secas y frescas, en las de John—. Además —añade, juguetón—, Abejita quiere que aprendas.
Guía a un John que protesta por los movimientos, y después de un rato se activa su memoria muscular y consigue ver que es similar al vals que Sherlock ya le enseñó. Aceleran para ponerse al paso de la música una vez está claro que John no se va a tropezar con sus propios pies. Es una pieza alegre, y John está lo suficientemente distraído mirándose los pies como para notar la expresión que cruza el rostro de Sherlock mientras bailan.
—¿Yo estoy haciendo de hombre o de mujer? —pregunta John mientras Sherlock lo guía por una vuelta.
—¿Acaso importa?
—Bueno, a lo mejor. —John se está mirando los pies de nuevo—. Las cortinas están abiertas.
—Yo sé hacer las dos partes.
—¿Ah sí? Bien por ti. —John mira con regularidad a Abejita para asegurarse de que no se mete en problemas. Se pregunta qué demonios está haciendo, pero quizá Sherlock tiene razón. Sería bonito saber bailar aunque fuera un poco de bailes de salón básicos—. Pero creo que preferiría hacer de hombre —comenta.
Sherlock ríe.
—Pero si no sabes guiar.
—Perdona, pero fui oficial del ejército.
—Perdonado —replica Sherlock—. Yo tengo un certificado de grado cinco de la Real Academia de Danza.
—Eh… no sé qué es eso —admite John. Está empezando a sentirse un poco mareado.
Evolucionan por la fase final, John tropezando, al música subiendo hermosa, y luego se detiene, y ellos se detienen también, con la parte trasera de las pantorrillas de John golpeando contra el asiento del sofá.
De repente, aunque no tan inesperadamente como lo habría sido al comienzo del baile, Sherlock se mueve como si fuera a inclinarlo hacia atrás. John lo mira y piensa que quizá sea una broma, una manera de reírse de él por tener dos pies izquierdos, pero luego una luz parpadea en los ojos de Sherlock y deshace esa ilusión. El corazón de John late con fuerza y su boca de repente está muy seca. Sin darse cuenta, mueve la lengua para mojarse los labios, y la atención de los ojos de Sherlock se mueve con brusquedad a la boca de John.
No tiene ni idea de qué pensar, ni idea de qué estará pensando Sherlock en este instante ni tampoco de cómo proceder. Quizá la mente de Sherlock se ha quedado tan en blanco por el pánico como la suya ante la sorpresiva intimidad del momento. El mundo parece haberse quedado quieto y callado. John no consigue apartar los ojos de Sherlock, que tampoco parece poder alejar su mirada de la mandíbula de John.
El momento se alarga. Las rodillas de John ceden por la postura incómoda contra el sofá, y el brazo de Sherlock se estrecha en torno a su cintura para evitar que se caiga.
Uno de ellos (después John no sabrá con certeza quién, aunque apostaría por Sherlock) hace un ruidito suave. En ese momento sonó como de dolor; John se da cuenta de que no es tan ligero como una niña de un año, y sin duda sostenerlo así le habrá hecho doler los brazos a Sherlock. Más tarde, no obstante, reflexiona que quizá fuese simplemente anhelo.
Al siguiente momento John se cae de espaldas en el sofá, sin aliento, y el timbre suena.
—¡Cliente! —anuncia Sherlock, enderezándose de golpe y sacudiéndose la bata. Rebasa la mesa y a la niña con un único salto enorme—. ¡Levántate, John! ¡Tenemos un caso!
John mira al techo y trata de aquietarse el pulso.
Resulta no ser un caso, si no una conclusión.
Un hombre de elegante traje negro, el rostro impasible, sostiene la puerta abierta de un coche y les hace un gesto silencioso para que entren. Ellos intercambian una mirada y obedecen, y Sherlock se levanta calladamente las solapas del abrigo. El rojo de la bufanda desaparece salvo por un fragmento en el hueco del cuello.
En realidad el azul le quedaba mejor, piensa John, y luego coloca cuidadosamente los ojos en la nuca del conductor y no dice nada. Se mueven despacio por las calles, el ruido del motor casi ahogado del todo, hasta que llegan a las oficinas de Mycroft, en el centro de la ciudad. John estira el cuello por fuera de la ventanilla, curioso.
¿Qué demonios querrá Mycroft de ellos?
Sherlock tiene una corazonada, aunque no le interesa demasiado. No es su trabajo ir corriendo a ayudar a Mycroft a limpiar sus desastres; ya le devolvió el caso. Sin duda su hermano mayor sólo quiere señalarle que descifró el código igual de rápido que él a pesar de la diferencia de tiempo.
John lo sigue, las manos fuera de los bolsillos y los dedos suavemente arqueados a los lados del cuerpo. Su presencia junto a él lo reconforta mientras caminan por alfombras que ahogan sus pasos, pasando de largo paredes de cristal que no ocultan ningún secreto y gruesos muros que no filtran ni un sonido. Mycroft los está esperando.
No hay ningún preámbulo. Mycroft sólo voltea una tarjeta de visita sobre la superficie de vidrio de su escritorio antes de lanzarla a la mano expectante de Sherlock.
—Todo muy pulcro —comenta, aunque no parece derivar ningún placer del hecho.
—¿Descubriste quién era?
—No, sólo el eje central. Pensé que te gustaría ver el arresto.
—Es demasiado tarde.
—Es el momento adecuado, hermanito. El momento adecuado. —Mycroft les obsequia con un pálido simulacro de sonrisa y se pone de pie—. ¿Nos vamos?
—¿Qué está pasando? —quiere saber John, en voz baja. Sherlock se retrasa medio paso y se inclina para susurrarle al oído.
—Juegos de cartas.
—Ajedrez —corrige Mycroft.
—Ah, sí. Peones sacrificables.
Caminan en un grupo compacto, sin hacer ruido, hacia una sección de oficinas abiertas llena de escritorios y trabajadores silenciosos y eficientes, separados de ellos por otra pared de cristal. John mira alternativamente a los dos hermanos, aún desconcertado, y lo único que consigue es que el hermano equivocado lo mire con intriga.
Le frunce el ceño de vuelta.
Mycroft recupera la compostura y vuelve a mirar hacia la oficina, y John tarda un instante más en darse cuenta de que están mirando a través de un colosal espejo unidireccional.
—¿Al final quién era? —quiere saber Sherlock.
—Por una inmensa suerte, no quien tú creías —replica Mycroft, muy satisfecho de sí mismo—. Se invirtió una cantidad lamentable de talento en crear distracciones por todo el sistema, pero resulta que Andrea no era culpable en absoluto.
—Bien por Andrea.
—¿Quién?
—La favorita de Mycroft. O lo sería, si Mycroft se sintiese inclinado a tener ese tipo de favoritas —replica Sherlock, y hay algo en su tono que hace a John detenerse y darle vueltas a sus palabras durante un rato, buscando algún doble sentido. ¿Qué “tipo”?
Asume que se refieren al tipo de Anthea, el tipo de “estoy muy buena, por favor sube al coche y aplastaré sin piedad tu tonto ego masculino con mi educado desinterés”. ¿Qué pasa con ese tipo?
Anthea estuvo con Mycroft en navidad; Wiggins se había pasado el escaso tiempo que estuvieron allí babeando e hinchando las plumas en torno a ella sin ningún disimulo.
—No, fue él —dice Mycroft, levantando la barbilla para indicar un escritorio en el rincón más alejado. Mira por encima de su hombro, detrás de John, y da un pequeño asentimiento con la cabeza; John salta de susto cuando dos hombres aparecen en su campo de visión.
«Son del club Diógenes» piensa, con el corazón al galope. Han sido muy silenciosos. Al mirar abajo descubre que llevan los zapatos cubiertos. «Para dar patadas sin dejar marca» añade el cínico que lleva dentro.
Se quedan en silencio, observando a los dos hombres acercarse al escritorio. No hay ningún intercambio de palabras. El trabajador parece sorprendido, pero no hace ningún esfuerzo en plantarles cara. John tiene la impresión de que los han traído aquí para que aprendan algo, aunque no se le ocurre qué. Mycroft siempre contrata a la gente más inteligente y más olvidada de todas. Esta vez, sin embargo, este callado y discreto joven ha resultado tener unos dientes que pensaba clavar en la yugular de Gran Bretaña.
—Seguimos sin tener ni idea de cómo lo reclutaron —murmura Mycroft, viendo cómo se lo llevan, esposado y con los pálidos labios apretados—. Extraordinario.
John se humedece el paladar antes de hablar:
—¿Qué va a pasarle?
Los dos hermanos se voltean a mirarlo y levantan las cejas al unísono.
—Vale. —John cambia el peso de una pierna a la otra y se pregunta si alguien meterá al hombre desconocido en un avión, o si sólo le esperan un cuarto oscuro y una puñalada—. ¿Y por qué estamos aquí, exactamente?
—Un recordatorio —dice Sherlock, sombrío, y le lanza a Mycroft una mirada desagradable.
—Nada de eso —dice Mycroft, neutro—. Sólo pensé que te gustaría contemplar los frutos de tu trabajo.
La puerta en el extremo opuesto de la sala se cierra tras los hombres y todo termina apenas unos instantes después de comenzar. Mycroft se da la vuelta y señala a la dirección por la que han venido.
—Vayamos a mi oficina.
—Nos vamos —le dice Sherlock mientras recorren el viejo y laberíntico edificio—. Tenemos cosas que hacer. Cosas importantes.
—Sólo una pequeña charla antes de que os vayáis —insiste Mycroft. Una luz verde se enciende en la cerradura de una puerta y él la empuja, guiándolos por una sección aún más privada de la oficina. Sin más opción, lo siguen. Dentro encuentran a Anthea, o “Andrea”, sentada al escritorio, tecleando. Levanta la mirada y les ofrece a todos una insincera sonrisita.
John no puede evitar mirarla mientras se acercan a la puerta del despacho propiamente dicho de Mycroft, y luego, para su sorpresa, ve que sus labios se mueven para susurrarle algo. Se detiene, el ceño fruncido, y ella mueve los labios de nuevo, luego hace un gesto para llamarlo. Sherlock ya ha entrado en el lúgubre santuario de Mycroft, con su amenazante retrato, pero no hay ninguna vía de escape alternativa, por lo que John puede ver.
Se retrasa y se acerca al escritorio.
—¿Qué?
—Dije que mi verdadero nombre es “Moneypenny”.
—¿Qué?
—Nada, sólo te estoy distrayendo.
Se oye un suave clic, y para cuando John levanta la mirada la puerta se ha cerrado. Corre hacia ella, enojado y súbitamente asustado, pero la mano de Anthea sobre la suya lo detiene.
—No lo hagas —le aconseja—. Sólo están charlando.
—¿Sobre qué? —dice John con los dientes apretados. Ella lo mira, inofensiva.
—No tengo ni idea. Sobre Sherlock, probablemente. U otro tema personal.
Mete la mano en el cajón del escritorio. John se tensa, preparado para defenderse de lo que sea que guarde allí, y se siente estúpido cuando lo único que saca es una ficha de plástico con un cordón.
—Hay una máquina de café a la vuelta de la esquina —dice Anthea—. Trata de no agredir a nadie mientras esperamos.
Hirviendo de rabia, John hace lo que se le ordena.
* * *
La puerta se cierra detrás de Sherlock con un suave clic, y él no hace nada. Se queda de pie, rechaza las sillas ofrecidas y usa las uñas de una mano para limpiarse despreocupadamente las uñas de la otra. Mycroft arruga la nariz y toma asiento tras su escritorio.
—John se pondrá furioso —señala Sherlock.
—John puede esperar.
—No durante mucho tiempo.
Mycroft junta las manos, apoya los codos en la almohadilla secante del escritorio y mira a su hermano menor de arriba abajo.
—Recibí una llamada de Mamá. Bastante interesante.
—¿Ah, sí?
—Me cuenta que John ha sido incluido en la lista de invitados de las bodas de rubí. ¿Hay alguna cosa que quieras compartir?
—Ya conoces a nuestra madre. Ojos azules, rizos rubios; es débil. Sin duda debe de estar muriéndose por saber de ti también.
Mycroft le frunce el ceño.
—Parece creer que ha ganado una nieta putativa. ¿Debería desengañarla o, por algún alarmante giro de los acontecimientos, tiene razón?
—No es asunto tuyo.
—Como la persona que siempre tiene que limpiar después de tus escarceos con las emociones, me temo que sí lo es. Hay gente que saldrá lastimada, Sherlock. No hagas esto.
Sherlock entorna los ojos, arrancándose piel muerta del borde del pulgar y tirándola a la prístina alfombra de Mycroft. La rebelión arde dentro de él, y sin embargo en la sala de justicia de su mente las advertencias de Mycroft hacen eco una y otra vez y no se van. Siempre han estado ahí.
—No es mi hija —señala Sherlock—. Si Mamá es tan necia como para olvidar eso, no es culpa mía.
—Pero te gustaría que lo fuera, ¿verdad? —Los ojos de Mycroft, más pálidos que los suyos, se sienten fríos en el calor de la oficina.
Sherlock no dice nada.
—Supongo que deberíamos alegrarnos de que no haya ninguna relación genética. ¿Un hijo tuyo? Me pregunto cómo saldría. ¿Crees que sería agradable tener cerca a alguien similar a ti?
Mycroft levanta una ceja. Es obvio lo que quiere decir. Los dioses ya le concedieron a Sherlock una persona que se le parece, y mira cómo se atacan el uno al otro a la menor oportunidad.
—Y tu pequeño protegido resultó ser una distracción bastante menor. Es para bien, creo yo —concluye Mycroft, alineando los objetos de su escritorio para que formen ángulos perfectos—. Debería haber menos niños condenados a la miseria de tener un intelecto como el tuyo.
Tú no eres el más inteligente.
—Como el nuestro —replica Sherlock con desprecio.
Soy igual de inteligente que tú.
Tú eres defectuoso.
Sherlock sabe qué quiere decir. Él carece del control y la habilidad de su hermano para moverse de una forma de pensamiento a la siguiente. Carece de la capacidad de no abrumarse, y de apagar el agobio para tener un breve momento de tregua.
Se venga silbando las primeras notas de la Marcha del Coronel Bogey, y a Mycroft se le amarga la expresión.
¿Tú ahora puedes tener hijos siquiera, hermano?
—Qué infantil —dice. Sherlock cambia la tonada por “Do your ears hang low?” y le concede a Mycroft el privilegio de colocarle la letra original él mismo—. ¿Has terminado?
—Para nada —retranquea Sherlock, feliz y cruel—. John tiene libros enteros de canciones infantiles en los que puedo buscar.
—Qué revelador —replica Mycroft, y tararea parte de la Eton Boating Song, aunque Sherlock no está seguro de cuál de todas sus versiones está intentando insinuar. Quizá sólo quiere decir que, dado el curso del río, a todos les toca remar en la misma dirección. Sherlock no está del todo seguro. Siente como si hubiera tragado pelotas de golf.
—¿Te gustaría? —pregunta Mycroft de nuevo, esta vez con trazas de genuino interés.
—¿De verdad esto es todo lo que quieres? —lo critica Sherlock de vuelta, incrédulo y dolido—. Siempre estás fastidiando, hermano. Fastidias, fastidias, fastidias. Me sorprende que aún haya gente que te aguante.
—Y tú tomas, tomas, tomas. Me pregunto lo mismo.
Sherlock lo mira con dureza. Pasa algo, y esta vez la pulla de Mycroft no lo ciega lo suficiente como para no darse cuenta. ¿Por qué está tan amargado? Es una sensación extraña, pero Sherlock tiene la impresión de que no es con él con quien Mycroft está enojado. Es casi como si hubiera puesto el mundo patas arriba para ver a Sherlock… ¿para qué? ¿Para tener una prueba de que aún tiene un hermano? Sherlock no consigue desentrañar nada salvo que Mycroft está más pálido y bilioso que de costumbre.
Quizá sea hormonal.
—Si eso es todo —dice Sherlock, dándose la vuelta y abriendo la puerta.
John se pone de pie y aparta su vaso de café. Observa el rostro de Sherlock, buscando excusas para enfadarse.
—Estoy bien —le dice Sherlock.
Cálmate.
¿Seguro? Podría darle un puñetazo.
Sherlock sonríe levemente.
—Vámonos. La puerta, por favor. —Le ha un gesto a Anthea.
Ella se pone de pie, saca un pase del bolsillo de su chaqueta y lo pasa por el panel táctil junto a la puerta. Se abre con un suave silbido, y Sherlock la atraviesa sin mirar atrás. Cuando John se mueve para hacer otro tanto, Anthea se saca un sobre del otro bolsillo y se lo tiende.
—¿Podéis entregar esto en Scotland Yard de camino a casa?
—¿A Lestrade? —John toma el sobre, sorprendido—. Podemos, pero ¿por qué?
—Sólo es una pequeña misiva. —Anthea sonríe, falsa, política—. Nada de lo que preocuparse. Es sólo para deconstruir la cadena. —Le examina las manos con desinterés—. Simple papeleo.
—¿Lestrade espía para vosotros?
—Para nada —replica Anthea, impasible—. Es perfectamente mutuo.
—Conque sí, ¿eh? —Sherlock ha regresado. Le quita el sobre a John. Siente la tentación de negarse.
No soy tu chico de los recados.
Sin embargo, le gustaría ver la cara de Lestrade cuando vea el sobre, aunque no sea más que por curiosidad morbosa. ¿Qué está pasando? No le gusta que lo dejen fuera.
—Lo llevaremos. Y ahora, largo.
Anthea los deja ir educadamente, dejando que la puerta se cierre sola tras ellos.
—Qué raro —comenta John.
Sherlock ríe por la nariz con sorna.
—Familia —se lamenta.
* * *
Scotland Yard está como siempre: teléfonos que trinan y gente que va de acá para allá compartiendo información y papeleo. Encuentran a Lestrade con los pies sobre el escritorio y arremangado, hojeando resmas de formularios. El bolígrafo que tiene tras la oreja lo hace parecer más que nunca capataz de obra antes que detective.
—Pero bueno, ¿qué hacéis aquí? —pregunta cuando entran. Por un momento parece preocupado.
—Hay correo para ti —dice John, ofreciéndole el sobre. Lestrade se limpia en los pantalones los dedos llenos de azúcar de donut y lo toma, confuso.
—¿De quién?
—De su majestad en persona. No te emociones mucho —replica Sherlock, husmeando en las variadas bandejas de correo de Lestrade.
Éste rasga el sobre con la uña del pulgar y baja los pies del escritorio. Lee la carta. Su ceño se frunce, después se oscurece.
—Vale —dice al fin, metiéndosela con brusquedad en el bolsillo—. Gracias.
A John no le parece que esté muy agradecido.
—¿Todo bien?
—Perfectamente.
—¿Qué era?
Lestrade ríe con sorna por la nariz, recoge su donut sin terminar y se lo mete con furia en la boca.
—Una mierda de… mierda —dice, con la boca llena—. Ya sabes cómo es Mycroft. Si lo ves, dile que se… no sé. Ponte creativo. Que se atragante con su propio rabo.
—Vale, vale —dice John, tomado por sorpresa—. Eso… eso haré. Si lo veo. —Voltea para mirar a Sherlock.
¡¿Qué demonios fue eso?!
Excelente pregunta.
Sherlock abre la boca para empezar a sacarle información a Lestrade, sólo para que éste lo detenga poniéndole en la cara una tablilla llena de fotos.
—Toma: una chica con la garganta cortada apareció en una calle lateral, con toda la ropa puesta al revés. ¿Alguna idea?
John se pregunta cuánto tiempo se habrá estado guardando este caso para cuando necesitara distraer a Sherlock. No es el mejor caso del mundo, pero es suficiente: la expresión de Sherlock cambia de la sospecha al interés y se queda muy quieto para hojear toda la información. John suspira con frustración y cruza los brazos.
Greg se encoge de hombros y empuja la caja de donuts en su dirección. Qué típico, joder. Esperan a que Sherlock termine de absorber información, pero antes de que lo haga su bolsillo se pone a hacer ruido. John espera. Sherlock no deja de leer.
—Sherlock, te suena el teléfono.
—Entonces contéstalo.
—Está en tu bols… mira, vale, da igual. —John suspira y se echa sobre Sherlock para sacárselo de la Belstaff. Desafortunadamente no alcanza a contestar, pero para cuando ha conseguido pescarlo y desbloquearlo hay un mensaje de Molly preguntando dónde está, y también hay algo más.
John observa la pantalla, perplejo. Le responde a Molly con su ubicación.
—Sherlock, tienes otra llamada perdida del mismo número… ah, es de hace seis horas. —Le pasa el teléfono. Sherlock frunce el ceño.
—No es importante… —dice, pero se le percibe una punzada de duda mientras lo devuelve al bolsillo de la Belstaff—. Ya hemos terminado aquí… no, parece que no.
John levanta los ojos para seguir su mirada a través de las puertas de vidrio de la oficina de Lestrade, y ve lo que él ha descubierto. Dos agentes de policía en uniformes de alta visibilidad entran desde la calle, hablando con Sally Donovan. Ella los señala a ellos, sorprendida.
—¿Qué es esto? —murmura Sherlock, intrigado, y se desliza a abrir la puerta. Lestrade se levanta con esfuerzo del escritorio y rebasa a John y a Sherlock a codazos. Abre la puerta justo cuando Donovan la alcanza.
—¿Qué ocurre?
—Están aquí para ver a Holmes, jefe —reporta Sally, indicando a los policías—. Han venido por una llamada desde King’s College.
—¿La universidad? —Sherlock frunce el ceño de inmediato, volviendo a meter la mano en el bolsillo.
Junto a él, Lestrade también está atónito.
—Dios mío —dice, por nada en concreto. John lo mira con desconcierto.
—¿Qué está pasando? —exige saber.
—¿Señor Holmes? Soy el sargento Edwards y éste es el alguacil Setter. ¿Puede decirnos si reconoce a este hombre? —El sargento se saca del bolsillo una foto, impresa a toda prisa en papel normal. John alcanza a entrever un pálido retrato, pero vuelve su atención al rostro de Sherlock.
Junto a él, Lestrade deja escapar el aliento contenido con un “uf” explosivo.
—Ah. Es él —dice, con un alivio indecente.
—¿Qué? —dice Sherlock, distraído—. Sí. —Se da la vuelta hacia el sargento—. Lo conocemos.
—Actualmente se encuentra en el hospital de King’s College; no tenía carnet de identidad, sólo la tarjeta de visita de usted y un teléfono de segunda mano con su número. Sólo había dos números en la agenda, de hecho. La patóloga nos dio su dirección, y su casera nos sugirió que lo buscáramos aquí; ¿no sabrá por algún casual cómo contactar a su familiar más cercano?
—No tiene familiares —dice John. Ya puede ver la foto: se la han tomado directamente en la cama del hospital. La mascarilla de oxígeno y las sábanas blancas roban todo el poco color que pudiera tener la cara de Wiggins—. ¿Qué ha pasado?
—Me temo que no podemos compartir ningún detalle.
Sherlock cambia de posición junto a John, y éste baja la mirada a su mano. Tiene el teléfono agarrado dentro del bolsillo.
—Informen al hospital de que alguien vendrá a encargarse de todo —dice Sherlock. Suelta el teléfono y se levanta el cuello de la gabardina—. John.
—¿Qué…? Sí, voy. ¡Joder, espera! —A John le cuesta mantenerse al paso cuando Sherlock sale disparado de la oficina. Consigue ponerse a su altura; Sherlock está enviando mensajes a toda velocidad.
—La señora Hudson nos cubrirá.
—¿Qué…? Ah, claro. ¿Por qué está Billy…? O sea, ¿qué crees que pasó? Que lo atacaron o…
—Sobredosis —dice Sherlock, sombrío, alargando el brazo para llamar a un taxi. John ya lo sospechaba. Wiggins no ha estado en Baker Street en meses; no desde navidad, se da cuenta ahora. Bueno, se pasó una o dos veces después de navidad, pero no ha vuelto desde finales de enero.
Se sientan en el taxi mientras éste cruza el río hacia el sur, lejos de las partes más familiares de la ciudad. John entorna los ojos al mirar a través de la ventanilla. Siente que debería decir algo, pero Sherlock está encorvado, tenso, y se nota muchísimo que necesita este momento de privacidad en compañía silenciosa.
John conoce las complicaciones derivadas del consumo de drogas. Ha trabajado en hospitales grandes y en salas de emergencia. De adolescente conoció a consumidores ocasionales. Ha vivido con Sherlock y su adicción.
Tiene menos certeza sobre el daño que no tener hogar puede hacerle a un individuo por otra parte sano, a largo plazo, pero puede imaginárselo.
La cocaína afecta al sistema circulatorio, eleva la presión sanguínea, la temperatura corporal y el pulso. Hasta cierto punto los síntomas de consumo no son tan peligrosos, pero para alguien con infrapeso y tan mal alimentado como Wiggins los efectos se pueden exacerbar hasta niveles de riesgo.
Síntomas de sobredosis. John considera tanto los efectos psicológicos como los fisiológicos de la droga. Debe de haber estado con alguien a quien aún le quedaban las suficientes migas de sentido común como para darse cuenta de que no era un colocón normal. Quizá el propio Billy se dio cuenta. Las náuseas son comunes, asociadas a dolor en el pecho. En el peor de los casos, ataques espasmódicos. Alucinaciones. Paranoia.
Resolverlo sería bastante sencillo: hielo, solución salina, bicarbonato de sodio, benzodiazepinas y mucho líquido. Respiración asistida, si hiciera falta. El diagnóstico dependería de las fuerzas del individuo.
El taxi sobrepasa la entrada de ambulancias, cubierta por un toldo rojo, y los expulsa en una calle lateral. John se pega a los talones de Sherlock, quien a pesar de nunca haber estado allí tiene un infalible sentido de la orientación.
Preguntan al recepcionista, pero Wiggins sigue perdido en las profundidades de Cuidados Intensivos; no puede recibir visitas. Se les invita a esperar durante un tiempo indeterminado en la sala de espera. Los dos se detienen a considerar los hechos.
—Podría pasar bastante tiempo hasta que esté estable —comenta innecesariamente John. Podría dejar a Sherlock aquí y volver a casa para ver cómo están Abejita y la señora Hudson. Sherlock podría llamarlo si hubiera alguna noticia.
La hilera de sillas de plástico chirría cuando Sherlock se sienta. Entre el rojo sangre de su bufanda y el rosa mortecino, casi blanco, de las paredes, su rostro parece tallado en cera. John toma asiento, sabiendo que no puede irse.
Sherlock podría ir en lugar de él. John se encargaría de vigilar el fuerte y al menos uno de los dos perdería menos tiempo en la sala de espera.
—Ahora que tienen un nombre, encontrarán sus papeles —dice Sherlock en voz alta. John cruza las manos en el regazo. Y en esos papeles hay contactos de emergencia, piensa, de su primera tanda de rehabilitación. El apellido Holmes, con dirección en el 221B de Baker Street.
No Watson.
John no está seguro de quién figurará como médico de Wiggins, pero seguramente no sea él. Será algún especialista de la clínica de rehabilitación.
—Ya.
El minutero avanza. Es otro hospital, otra sala de espera. El olor es el mismo. La misma aspereza de los pies sudados dentro de los zapatos, el mismo calor excesivo. Después de un rato Sherlock se quita la bufanda. John sigue su ejemplo desabotonándose la chaqueta.
Sherlock teclea en su teléfono, ausente. John piensa en infartos de miocardio. Se tabletea en la rodilla con un dedo.
—Voy a traer ca… —El teléfono de John hace “bip”—. Es Molly. Está viniendo.
—Por supuesto. Dijeron “la patóloga” —dice Sherlock, poniéndose recto de golpe.
—¿Quiénes?
—Los policías. Dijeron que la patóloga les dio nuestra dirección.
—Entonces Molly lo sabe.
—Su número estaba en el teléfono de él. Dos números.
—Y sólo tenía tu tarjeta aparte de eso. ¿Crees… que lo forzaron? ¿Será algún tipo de trampa? —Parece ridículo, pero ya han jugado antes a estos juegos siniestros, Sherlock y Moriarty y Magnusson. John no tiene dudas de que allá afuera aún habrá gente que les guardará rencor. Gente que iría a por el eslabón débil de la cadena.
John le escribe una respuesta a Molly.
Ella llega veinte minutos más tarde, con la blusa sudada y arrastrando el bolso con una mano floja.
—Estáis bien. Qué bueno. Qué bueno —dice, aliviada—. Ya hablé con Martha, está bien… ¿sabéis algo? —Cambia de tema tan rápido que a John le cuesta seguirla, pero Sherlock responde de inmediato.
—Nada. Está en cuidados intensivos.
—¿No habéis entrado a verlo?
—Nadie nos ha dicho si ya se puede —le dice John. Se pone de pie medio segundo después de Sherlock, pero Molly rechaza ambas sillas.
—Lo único que me dijeron es que estaba estable —replica ésta, levantando el bolso del suelo y poniéndose la correa en el hombro—. Quería averiguar si vosotros lo habíais visto antes de intentarlo yo, pero ya que no lo habéis hecho…
—Molly, sólo permitirán entrar a la familia —señala John—. Sólo familiares cercanos.
Molly le clava una mirada dura y afilada.
—Sé cómo funciona un hospital, John. Prácticamente vivo en uno. ¿Venís o no?
Se aleja sin esperar a ver si lo hacen y se acerca al mismo recepcionista con el que hablaron antes.
—¿A qué ha venido eso? —dice John de nuevo en voz alta, desconcertado.
Tiene la extrañísima sensación de que algo en el mundo ha cambiado definitivamente, que ha explotado una burbuja y por el vacío que ha dejado se derrama un tumulto de vida. La expresión de Sherlock es igual de confusa, pero más calculadora.
—Ocurre algo —dice, picado. Se está regañando a sí mismo. Ha estado demasiado absorbido en los acontecimientos de los últimos meses, funerales y mudanzas, John y Abejita y el incómodo baile que han estado bailando, que hay otras cosas que se le han escapado, y John tampoco ha tenido la presencia de ánimo como para alertarlo.
—Por favor —le está diciendo Molly al hombre de recepción cuando se acercan. Le tiembla el labio inferior. Mira abajo y arriba de nuevo, y esta vez hay lágrimas en sus ojos—. Soy su novia. Por favor, déjeme verlo. Trabajo en Saint Bart’s; sé que no es el procedimiento estándar, pero no tiene a nadie más.
John la mira boquiabierto. Sherlock hace otro tanto. Es la mentira más grande y más descarada que ha oído en mucho tiempo. Desde Mary, se da cuenta. Molly está haciendo un esfuerzo por mostrarse pequeña y asustada, y el enfermero no está tan hastiado como para no creérselo. Ha dejado su bata blanca en el laboratorio, pero sigue llevando al cuello su identificación bien visible.
Soy una de los tuyos, dice. Colabora conmigo.
—De acuerdo —dice el enfermero, apretándole el hombro—. Preguntaré. No puedo prometerte nada, pero veré qué puedo hacer, ¿vale?
Molly le roza la mano con los dedos y le ofrece una trémula sonrisa.
—Gracias.
—No eres su novia —dice John, incrédulo, una vez el hombre ya no puede oírlos.
—No lo es —confirma Sherlock—. Pero ¿por qué has mentido?
Molly lo ataca con una mirada súbitamente furiosa.
—Porque era más amable que decir que me debe dinero —estalla, y se aleja hacia la máquina de café.
—¿Estaba enfadada conmigo? —pregunta Sherlock al aire. John no tiene respuestas.
—¿Le debe dinero?
—Me temo que probablemente le debe dinero a mucha gente… —musita Sherlock, un hormigueo de consciencia corriéndole por la columna. Recuerda muy poco esos días.
Molly compra una botella de agua, se bebe la mitad y se demora junto a la recepción haciendo grandes aspavientos de una preocupación que, piensa John, puede que sea genuina. Luego, cuando el enfermero vuelve, intercambia algunas palabras con él. Él asiente y le señala un corredor. Ella le toca el brazo, expresa su gratitud y luego se acerca a donde ellos dos se han mantenido apartados.
—Voy a entrar a ver cómo está. Y más vale que estéis aquí cuando vuelva.
John no se puede creer que le esté hablando en ese tono. Frunce los labios.
—Perdona, ¿qué hemos hecho exactamente? ¿Me he perdido algo?
—Sólo quedaos aquí, por favor —dice ella, exasperada y con los ojos aún húmedos, y John ha tenido suficientes novias como para saber que no se le perdonará que no lo haga. Sherlock se queda parado como si estuviera esperando fuera de la sala de profesores, esperando que lo regañen.
—Podrías decir algo —le señala John.
En lugar de eso, Sherlock juguetea con el teléfono.
—Lestrade viene —reporta. John lanza las manos al aire.
—Ah, qué bueno. Una fiesta en emergencias. Me encanta.
Sin nada más que hacer, regresan a la sala de espera.
* * *
Lestrade llega y se les une. Palmea el hombro de Sherlock sin decir nada. Esperar es un trabajo aburrido. John escarba descaradamente en la pila de revistas viejas y elige un crucigrama. Sherlock se retira adentro de su propia cabeza, dejándole a Lestrade la poco envidiable tarea de mirar por la estrecha ventana y sacudir la pierna al ritmo del tiempo que pasa.
Molly regresa poco después de que llegue Lestrade sólo para decirles que Billy aún no está consciente y que tiene un aspecto horrible, y después, cuando Lestrade la abraza, estalla en un llanto ahogado.
Los otros dos se quedan sentados, incómodos.
Molly se limpia la nariz con la mano y luego acepta agradecida el pañuelo de Lestrade. Ha visto días mejores, pero está limpio y es mejor que la piel desnuda.
—No pasa nada, Mols. Aún está con nosotros.
—Apenas —protesta Molly, retorciendo el pañuelo—. ¿Y qué va a ocurrir ahora?
Lestrade mira con impotencia a Sherlock por encima de su hombro. Éste parpadea.
—No puede ocurrir nada hasta que le den el alta —dice John, racional. Molly sorbe por la nariz y le pone a Lestrade el pañuelo húmedo en la mano.
—Disculpadme —dice, y se escabulle al baño de mujeres.
Esperan de nuevo, tres hombres con seis pies izquierdos paseando por el linóleo. Otra mujer entra al baño, sale, los mira un momento con el ceño fruncido y luego recoge el bolso de Molly de la silla donde lo dejó.
—Ha pedido su bolso —les dice con brusquedad, y se desvanece en el baño con él.
—Quizá deberías ir a ver cómo está —dice John después de un torpe silencio.
—¿Yo? —dice Lestrade—. Es el lavabo de señoras.
—Eres policía. Saca la placa.
—No puedo usarla para eso.
La otra mujer emerge al fin y los mira mal.
—Menuda basura —le dice a Sherlock, a Lestrade, a John o a los tres, no está claro. Se marcha.
John mueve la cabeza para mirar alternativamente a los otros dos con las manos en el aire, a la defensiva.
—Pero ¿qué hicimos? ¿Qué hice?
—Eso da igual —replica Sherlock.
Regresan a sus sillas y se quedan retorciéndose en el plástico duro hasta que viene un hombre en bata blanca y los mira.
—¿Holmes?
—Sí.
—Un placer —dice el doctor automáticamente, y suena como si no le importara en absoluto. La palma de su mano es un roce fantasma contra la de Sherlock en su desinteresado apretón. Tiene ojeras—. Me complace informar de que, eh… —Consigue mirar con discreción su tablilla y luego ofrece una sonrisa profesional—, el señor Wiggins está despierto y pregunta por usted.
Seis ojos voltean hacia la puerta del baño de mujeres, que sigue resueltamente cerrada. El médico inclina un poco la cabeza para mirar también, y luego regresa la mirada al frente.
—Le puedo conceder unos minutos, y después, si quisiera hablar sobre el tratamiento…
—Yo iré a verlo. Explíquele los detalles a John.
John extiende la mano.
—John Watson. Soy su médico de cabecera.
Si al doctor le sorprende, está demasiado cansado o demasiado acostumbrado a que lo sorprendan como para mostrarlo.
—¿Qué le parece si revisa las notas con mi colega de recepción y yo contesto sus preguntas cuando regrese?
John acepta, porque les ahorrará tiempo, y se separan. Antes de que se vaya, Lestrade se pone de pie y se señala primero a él mismo, luego a la puerta del baño. John asiente.
Buena suerte.
Mejor yo que tú, ¿eh?
Lo has dicho tú, no yo. Pero sí.
—No estará… no sé, embarazada o algo así, ¿no? —le musita John a Sherlock mientras se alejan. Sherlock lo mira como si le acabara de brotar otra cabeza.
—En absoluto. ¿Por qué piensas eso?
—Mira, ve a ver a Billy, ¿quieres? —dice John, rindiéndose. Sherlock lo deja en recepción, mangoneando al personal para desahogar su irritación.
La caminata por los pasillos del hospital resulta extraña. Los zapatos de Sherlock taconean del talón a las puntas en los suelos relucientes; el médico apenas hace ruido sobre sus suelas de goma. Mantiene la cabeza gacha, en parte porque está cansado y en parte porque está pensando en algo. No en Billy, supone Sherlock. Debe de tener otros pacientes y casos más urgentes que un drogadicto fracasado y sin familia que ha aterrizado sobre su pila de pacientes al final de un turno doble.
Sherlock mira dentro de las habitaciones mientras pasan. Algunos de sus ocupantes son viejos, otros no tanto. Algunos están despiertos, otros duermen naturalmente, otros están atrapados en el espacio liminal entre la vida y la muerte. Hay una mujer lo suficientemente joven como para parecer que acaba de salir de la adolescencia, y una pareja de mediana edad abrazada en torno al respirador de ella. Accidente automovilístico, piensa Sherlock, dada la distribución de máquinas y lesiones.
Billy está al final de la fila con su propio agente de policía en la puerta, tomando notas.
—¿Lo están interrogando? —exige saber Sherlock.
La respuesta es casi despreocupada.
—Oficialmente no, dado que no llevaba nada, al menos por fuera. Sólo algunos detalles para el papeleo.
Levanta el cuaderno para que Sherlock eche un vistazo. Fecha de nacimiento, nombre completo, arrestos previos (sin detallar).
—¿Entiendo que se me permite entrar sin supervisión?
El agente de policía mira al médico; no tiene ningún problema con eso, sólo con el tiempo.
—No más de diez minutos —dice, encogiéndose de hombros. La bata blanca le queda demasiado corta de mangas—. Y no se preocupe si se le queda dormido.
—Gracias.
En el momento en que Sherlock abre la puerta, es transportado tan vívidamente al pasado que algo en su torso, justo debajo de la cicatriz, da una punzada de dolor empático. Inhala el olor a plástico y antiséptico, siente el apretado pinchazo de la vía intravenosa en el dorso de la mano y ve el borrón entremezclado de rostros que se inclinan sobre él, tocándole los dedos, las voces hablándole como desde bajo un mar distante.
Cohibido, se frota el dorso de la mano contra el costado, sintiendo que la piel le hormiguea. Un destello de reconocimiento chispea en los ojos de Billy.
—Holmes —boquea. No “jefe”. Eso es muy revelador. Sherlock cierra la puerta tras él y avanza hacia la cama, rígido, observándolo. Los monitores parpadean y pitan, el flaco pecho de Billy sube y baja en sincronía.
—Aquí estás.
—Aquistoy.
Sherlock ladea la cabeza. El brazo de Billy está fuera de la sábana, asomando entre los pliegues de su camisón de hospital, lo suficientemente blanco como para que se vean las venas. Despacio, lo gira hasta dejar la palma de la mano hacia arriba y deja que Sherlock vea las cicatrices que le suben hasta el codo.
El hueco de los codos de Sherlock hormiguea en respuesta. Aparta la mirada y examina el resto de contenido de la habitación. No hay mucho. Un casillero, gráficas, sin ventana. Sin decoración, nada a los pies de la cama. Una pequeña y escueta celda en la que Billy se ha metido.
Deliberado.
—A propósito. ¿Por qué? —ladra Sherlock, rodeando la cama. Un encogimiento de hombros hace que Billy, que ya está bastante encorvado, parezca plegarse sobre sí mismo.
—Curiosidá —carraspea, después de una pausa larga—. Hay una línea mu finita, mu curiosa entre acá y allá, ¿saes? Se me ocurrió investigar.
¿Un experimento mórbido? Es totalmente el tipo de cosa que se esperaría de Billy, cuya calaña es demasiado parecida a la de Sherlock como para dejar que su instinto de conservación le impida intentarlo. Sin embargo, hay algo en el tono de Billy que suena vacío.
¿De verdad se habrá administrado una sobredosis por capricho? Aunque fuera por la ciencia o para responder alguna cuestión filosófica, Sherlock no se lo cree. Esto estaba planeado. Así que, de nuevo, ¿por qué?
—Interesante —dice Billy, la voz lenta como melaza. Cierra los ojos con una sonrisa maliciosa. Sherlock tiene ganas de ahorcarlo.
Entorna los ojos y se abandona a la idea con un detalle súbito e intenso: el tamaño de sus manos en comparación a la garganta de Billy, piel pálida sobre otra más pálida aún, haciendo que las venas se hinchen. El forro de la Belstaff parece abrasarlo, y se la quitaría pero ya siente el algodón de la camisa pegándosele a las axilas. Sherlock Holmes, detective consultor, no suda.
O no debería.
—¿Sigues aquí? —pregunta Billy con los ojos aún cerrados. Entreabre uno de los párpados. Se miran el uno al otro con frialdad.
—Es evidente. No estás lo suficientemente drogado como para que yo sea una alucinación.
Billy reflexiona sobre esto.
—¿Tienes dinero suelto?
Lo dice a propósito para provocarlo, y a pesar de sí mismo Sherlock muerde el anzuelo. La estructura de la cama repica cuando la golpea. Otra exasperante contracción en los labios de Billy.
El muy cabrón se está riendo de mí.
Debe de parecer un chiste de mal gusto. Sherlock ha caminado despreocupadamente por la línea que separa la vida del más allá demasiadas veces. Cuando se aburre es cruelmente estúpido, y se porta aún peor cuando lo ignoran. No tiene mucho con lo que defenderse aquí; nada que pueda decir que no sea sucia hipocresía.
¿Se había estado aburriendo Billy? Pero Billy no se aburría como Sherlock. Billy no era tan esclavo de su intelecto… ni tenía un autocontrol tan firme. Billy sólo era moderadamente superior al resto del rebaño. Aún así, necesitaba algún director que le apuntara la dirección co…
Billy contempla cómo se va dando cuenta con algo similar al resentimiento.
Sí. Te jodan, “Jefe”. ¿Andestán mis casos?
Sherlock siente que ha tragado plomo fundido.
En efecto.
—Mira en mis cosas… —Billy extiende un dedo y apunta al casillero en la esquina de la habitación. Sherlock busca dentro; no hay mucho. La ropa de Billy, sin lavar, una gastada mochila y una manta que ha visto mejores días—. En la capucha.
Sherlock palpa la tela de la vieja sudadera y luego encuentra las puntadas allí donde Billy ha cosido por encima de un agujero en la costura de la capucha. Reventar las puntadas sólo le toma un fuerte tirón, y entonces queda un agujero lo suficientemente grande como para meter la mano entre las dos capas de la capucha. Hay un delgado fajo de billetes enrollado dentro.
Sherlock retira la goma elástica, los desenrolla y los cuenta. Ochenta libras.
—No me lo gasté. Devuelveseló, ¿eh?
—Hiciste llorar a Molly.
—¿Y?
Tú también. A más que a Molly. Tenías a la tira de peña llorando por ti.
Tu pequeño protegido resultó ser una distracción bastante menor.
Pensé que tendría algún lugar al que ir este año.
Quizá él pensaba que sí.
—¿Por qué mi tarjeta? —pregunta Sherlock al fin. Ve los pequeños agujeros de entrada y de salida en el pecho del suéter, ahí donde se clavó la tarjeta con un imperdible.
Billy lo contempla, inexpresivo. Forcejea para sentarse y hace una mueca de dolor y, una vez se ha recompuesto, le da una respuesta completa.
—Bueno, no tenía un rotulador de esos chulos que escriben en el cristal, ¿saes? —Agita sus dedos como palillos—. Tampoco llevaba putos diamantes.
Sherlock traga saliva, se da la vuelta y sale de la habitación.
* * *
Encuentra a Lestrade en las escaleras junto al acceso de minusválidos del hospital, inhalando humo, aunque Sherlock no consigue recordar la caminata hasta aquí. Saca un cigarrillo del paquete de Lestrade sin decir nada y con mucho cuidado de no dejarlo caer. Lo enciende. El sabor es amargo y hermoso e insuficiente. Lestrade tiene la sensatez de mantener la boca cerrada.
Sin embargo, Sherlock puede verlo escribiendo borradores mentales de las acusaciones que va a llevar a John, y sin duda a Mycroft. Más tarde se pondrán a rebuscar en el apartamento, fisgoneando las costuras de su abrigo y dándole golpecitos a las tablas del suelo.
Comprende la lógica detrás de sus sospechas, pero aún así la indignación lo irrita profundamente.
—No es tu culpa que haya tenido una sobredosis —dice Lestrade después de un rato largo—. Consolé a Molly y la dejé con John un rato.
—Está enfadada conmigo.
—También está enfadada consigo misma, por no haberle dicho nada a nadie antes, pero no quería sacar el tema del dinero.
—Asumió, incorrectamente, que yo me estaba encargando de todo.
Lestrade exhala un largo chorro de humo.
—Bueno, puede que nos distrajéramos un poco con esto. Han pasado muchas cosas últimamente.
—Me estuvo llamando, cada dos días. Lo ignoré.
Lestrade pasa la punta de su zapato por el cemento, adelante y atrás, sopesando sus palabras.
—Puede que no hubiera hecho ninguna diferencia —dice, despacio—. No es por meterme contigo ni nada, pero a ti te manteníamos ocupado y a veces seguía sin ser suficiente. Es la coca, Sherlock. Sabes cómo es.
—Pero sí me ayudó —admite Sherlock, por primera vez, ante Lestrade—. Y todavía me ayuda.
El cigarrillo tiembla en los dedos de Lestrade y luego cae y éste lo pisa contra el escalón, chasqueando la lengua.
—No —dice Sherlock, pero no le hace caso, y lo único que puede hacer es suspirar y dejar que Lestrade haga lo que tiene que hacer. Hace demasiado calor para estar abrazados. La lana de la Belstaff pica en los antebrazos descubiertos de Lestrade, y su pelo corto raspa el cuello de Sherlock. Su propio cigarrillo, casi acabado, arde hasta el filtro.
Sherlock cierra los ojos y luego pregunta, para distraerse pero también porque tiene la horrible sensación de que estará a punto de perderse otra cosa importante si no lo hace.
—¿Por qué te está enviando mi hermano órdenes en blanco?
Lestrade lo suelta y lleva una de sus manos al bolsillo de la pechera. Introduce los dedos y roza el papel doblado que hay dentro.
—Buena pregunta. Voy a preguntarle.
—Hazlo hoy —dice Sherlock, en lugar de decir “gracias”. Extiende la mano. Lestrade vacila y luego le entrega el papel. No hay mucho que ver, por supuesto. Ésa es la gracia de una orden en blanco. El nombre de Lestrade está impreso en la parte superior, el título del departamento de Mycroft en la inferior. Entre las dos yace un reluciente espacio blanco, como un contacto cancelado. Las órdenes en blanco significan que la comunicación se suspende indefinidamente.
—¿Crees que me dejará preguntar siquiera?
No. Sherlock conoce demasiado bien a Mycroft. Se habrá escondido como un sapo bajo una roca y no saldrá, da igual cuánto lo fastidie Lestrade. Cobarde.
—Bolígrafo.
Lestrade busca en su chaqueta hasta que desentierra un lapicero mordido. Sherlock se apoya en la salida de incendios y garabatea, aunque Lestrade no tiene manera de saberlo, la recompensa más valiosa que puede ofrecer a su lealtad. Se la pasa.
Lestrade la lee dos veces y mueve la boca, confuso.
—Ninguno de los dos se llama así —comenta—. ¿O es un código?
—Él sabrá lo que significa —dice Sherlock, tapando el bolígrafo—. Supongo que sí es un código.
Lestrade lo mira con cautela, y luego le da una palmada en el brazo.
—Ve a buscar a John —le sugiere—. Te estará esperando.
La salida de incendios chasquea y se abre. Lestrade vuelve a ojear el papel, aún desconcertado. Es una pregunta muy extraña.
—“¿Quién de los dos es Victor?”
Lo dice en voz alta, pero sigue sin evocar ningún significado. Lestrade se lo vuelve a guardar en el bolsillo. ¿Quién será Victor?
No parece importante ahora mismo.
* * *
Pareciera que Molly cargase el peso del mundo entero en el bolso y los bolsillos. En los cinco minutos que ha pasado sola ha vaciado la mitad de Boots, ha desparramado todos los productos en la inestable mesita de la sala de espera y va reempaquetándolos distraídamente mientras habla.
—Lo siento —dice, una vez más. Sorbe fuerte por la nariz, y suena como si la tuviera llena de pegamento—. Normalmente no soy… ¡es que es un desastre!
—No pasa nada —le asegura John. Ha estado repitiendo lo mismo en piloto automático porque no sabe qué más decir. No se siente cómodo ofreciendo algo más táctil, y los súbitos arranques de mal genio de Molly han conseguido asustarlo. Es un milagro que todavía no le haya dado una paliza a nadie.
—Pero sí que pasa. Ojalá me hubiera llamado. Ojalá hubiera llamado a alguien antes de hacer eso.
John no consigue entender qué lógica hay detrás de todo esto. En su opinión, la palabra que mejor lo define es “desastre”.
—Bueno… —empieza, y luego no consigue terminar.
—Debería hablar con él… y lo haría, pero estoy demasiado…
—No pasa nada.
—Demasiado furiosa. —Molly mete a presión un paquete de kleenex en el bolsillo trasero de su bolso, cierra la cremallera y luego sorbe de nuevo, frotándose la nariz—. Joder.
—Bueno, no es que esté en condiciones de hablar con nadie ahora mismo. O sea, te sentirás mejor cuando salga del hospital.
—¡Billy no! —Molly levanta las manos, exasperada—. ¡Sherlock! Madre mía, John.
John cambia de posición en la silla, irritado.
—Creo que deberías calmarte.
Molly le lanza una mirada que derretiría hierro.
—Lo sacó de las calles cuando le era útil, y después… no hizo NADA por él. Habría sido más amable que lo dejara en ese fumadero de opio. —Le tiembla el labio—. Y yo no dije nada. Me robó el dinero para pagar el gas y debí habérselo dicho a alguien pero estaba tan decepcionada y tan… avergonzada. Lo dejé entrar en mi casa y él… creí que vosotros dos lo estabais cuidando. —Hipa—. ¡Me siento fatal! ¿Y si hubiese muerto?
—Joder, Molly, venga ya. No se va a morir. —A John le gustaría que Lestrade estuviera aquí. A Molly le cae mejor y lo conoce desde hace más tiempo, y tiene una habilidad natural de perro viejo para calmar a la gente—. Deja de llorar.
—No estoy llorando —replica Molly, y John tiene que admitir que, a pesar de los ojos enrojecidos y los mocos, no está llorando exactamente—. Sólo estoy enfadada con vosotros, y sobre todo conmigo misma.
John la observa. Nunca la había visto tan alterada, a excepción de aquella vez que le metió ese tremendo bofetón a Sherlock, y aún así no es exactamente lo mismo. Esa vez no parecía dolida. Ahora se retuerce las manos y tiene una expresión de angustia y ansiedad que lo hace dudar.
Se pasa la mano por la frente y, con un gran esfuerzo, se pone en acción.
—Voy a traer a Sherlock —le ofrece—. Se nos ocurrirá algo para mantener a Billy por el buen camino.
—No necesita que lo controlen, John —señala Molly, y ahora luce simplemente triste. John se pasa el pulgar por los nudillos—. Sólo, por favor, no dejes que Sherlock vuelva a hacerle promesas si no piensa cumplirlas.
—Suele tener intención de cumplirlas.
—Cuando promete, sí —replica Molly—. El problema viene más tarde. —Tira del extremo de su cola de caballo—. Espera muy poco de los demás.
John se muerde la mejilla por dentro, pero no se anima a preguntar si se refiere a Billy o a Sherlock. Molly se levanta de la silla.
—Me voy —dice, recogiendo su bolso—. Lo siento, no debería haber venido.
—Está bien —dice John, porque no quiere discutir. Molly le ofrece una sonrisa torcida.
—Supongo que tendrá que estarlo.
* * *
Sherlock cuelga y vuelve a entrar por la salida de incendios. Sólo ha dado un par de pasos por el corredor cuando John lo llama.
—Sherlock, ahí estás.
John trota hasta él. Observa su perfil y luego, encontrando algo en él que no le gusta, lo rodea para poder mirarlo a la cara.
—Oye.
Sherlock aparta la mirada.
—Billy estará bien. Va a volver a desintoxicación. Todo está arreglado.
John alarga la mano y lo detiene agarrándolo por el codo.
—Sí —dice, con cuidado—, estará bien.
Arruga el entrecejo. Sus ojos saltan de un lado a otro por la expresión de Sherlock.
¿Estás bien?
Hay un eco más débil al fondo de la mente de Sherlock.
Eres. Una. Máquina.
—Dale seis semanas —sugiere Sherlock, metiendo las manos en los bolsillos de modo que el abrigo le queda aún más apretado. Hace demasiado calor para llevarlo; se está cociendo debajo de la lana, pero no soporta la idea de quitárselo.
John se adapta a su ritmo mientras dejan el hospital, buscando un taxi que los lleve de vuelta al centro de la ciudad.
—Va a estar bien —dice—. Y no es nuestra culpa.
—¿Y de quién es, entonces?
Los hombros de John se hunden.
—No importa. Simplemente… no es nuestra culpa del todo, ¿vale? Y ahora que lo sabemos, podemos ayudar.
—Yo ya lo sabía antes.
Los pasos de John vacilan. Un momento después vuelve en sí y le da el alcance. Le preocupa; hay algo inquietante oculto en él que le recuerda a otros tiempos, a otros errores. Es evidente, y a John no se le ocurre qué decir para arreglarlo.
Pueden irse a casa, piensa. Él cocinará, y con suerte a Sherlock le gustará lo que haga. Quizá toque el violín o algo.
Ese pensamiento hace bostezar ante John una noche entera de cuerdas arañadas. Se niega. Tiene que haber algo mejor que eso. Si no fuera tan tarde, quizá el ritual de dormir a Abejita serviría para distraerse de pensar en Billy Wiggins, al menos hasta la mañana siguiente, pero la señora Hudson ya lo habrá hecho todo. No les espera nada en el apartamento, sólo un silencio incómodo y una comida triste y cargada de carbohidratos sacada del congelador.
—No volvamos a casa —dice bruscamente John.
Sherlock gira sobre sus talones para mirarlo; su rostro es un enorme signo de interrogación.
—¿Por qué no? —insiste John, encogiéndose de hombros—. La señora Hudson está cuidando a Abejita; ya estará en la cama y no me necesitará hasta la mañana. Podríamos… no sé, ¿ir a cenar? Ir al West End. Toma. —Forcejea para sacarse el teléfono del bolsillo y lo pone ante la cara de Sherlock. Google Maps es una mancha verde y amarilla en la pantalla—. Elige un sitio. No me importa cuál. Enséñame sitios de Londres que no haya visto todavía.
Sherlock vacila y luego acepta el teléfono. Pasa un dedo por el mapa. Lo mira por encima del teléfono.
¿Estás seguro?
Estoy seguro.
—¿Por qué no? —dice John de nuevo. Sonríe. La gente pasa por la calle junto a ellos sin mirarlos dos veces: el hombre alto con su estúpido abrigo asándose al sol del atardecer y el poco llamativo hombrecillo de la chaqueta granate. Una extraña pareja. Los ojos de John se arrugan al sonreír—. A menos que prefieras irte a casa y ver la tele.
Cauteloso, Sherlock levanta una mano y un taxi se detiene junto a ellos.
—¿Alguna vez has visto el tren correo?
La sonrisa de John se hace más ancha.
—Muéstramelo.
* * *
Se quedan en la calle toda la noche. Sherlock lo lleva bajo tierra, a las clausuradas vías en miniatura del antiguo servicio postal, y el olvidado ferrocarril de los muertos. Lo lleva bajo el río por un larguísimo túnel, y luego de vuelta al aire libre. Hablan, y luego caminan en un cómodo silencio, y luego hablan de nuevo.
Sherlock lo lleva al centro al caer la noche, y trepan a los techos de las propiedades de otras personas y observan las luces titilar. Sherlock sigue la pista de los diversos servicios de emergencia desde las alturas. Se apoyan contra una balaustrada para contemplar un Londres de juguete y Sherlock dirige las ambulancias y coches de policía, siempre un paso por delante de ellos.
Comen mientras caminan, engullendo bocados de kebab comprado en una furgoneta que humea y brilla en la oscuridad de la calle en la que está aparcada. Sherlock se limpia la mano en el envoltorio y se pone en cuclillas en Charing Cross Road para mostrarle a John cómo se esconden bajo la superficie los dos indicadores que quedan de la calle victoriana de Little Compton Street, ahora un olvidado callejón enterrado a nivel del sótano. En el Soho se apoyan en el muro que está al otro lado de la bomba de agua de John Snow y mastican grasa mientras hablan de pandemias, con botellas de cerveza Tiger escondidas en las mangas. Visitan la nariz del Arco del Almirantazgo y Sherlock se queda parado treinta minutos, dando una conferencia sobre los fallos de la frenología. John escucha.
Hablan de plagas. Hablan de arquitectura. Beben en un antiguo pub para ricachones y Sherlock señala, con muchísimo cuidado, a los poco inocentes parroquianos que lo frecuentan. Éste es británico, ése ruso, los dos del rincón españoles de nacimiento pero trabajan para un ucraniano.
Se escabullen antes de que nadie se dé cuenta de que no deberían estar ahí y zigzaguean por calles que apestan a tráfico y se sienten como su hogar.
Siguen el río llevados sólo por los caprichos de la memoria de Sherlock y por cualquier cosa interesante en la que pueda pensar a esas horas de la madrugada. Las campanas del Old Bailey están calladas, pero aún así se detienen bajo ellas y hablan de ejecuciones del pasado y del presente. Siguen el río hasta que sus pies los llevan, cerrando el círculo, de vuelta al puente de Westminster. Siguen a kilómetros de Baker Street, pero por fin sienten que están en el camino de vuelta a casa.
John, con los pies doloridos, hace una pausa para apoyarse en una farola. Saca su botella vacía de cerveza por el borde del puente y deja que se balancee adelante y atrás. Sherlock se sube al plinto de la farola, a su derecha, y lo imita. John cuenta hasta tres y luego estiran el cuello para ver qué botella cae al agua primero, y se pelean por el resultado.
—Mira —dice John, alzando la barbilla hacia el río—. Está amaneciendo.
Si miraran hacia arriba verían la hora exacta en las manecillas del Big Ben, y tampoco es que ninguno lleve reloj. Pero no miran. El teléfono de John está muerto y el de Sherlock emite un triste “bip” de vez en cuando para advertirle que está en las mismas. Se les ha acabado el dinero en efectivo y John siente que la raya del pelo le arde, quemada por el sol, pero no tienen prisa. Lo máximo que hace es unirse a Sherlock en el mismo lado de la farola.
El sol se eleva de los apartamentos fangosos hacia las agujas de las iglesias, haciéndolos entornar los ojos. El aire está frío y John siente suciedad en la nuca. Cuando Sherlock cambia su peso de un pie a otro John huele el sudor de su abrigo, aunque no es exactamente desagradable.
Sherlock se apoya en la balaustrada y se queda quieto por un momento. El hombro de John está cálido contra su brazo.
* * *
Hoy no hace falta abrigo ni bufanda. John guarda una chaqueta para Abejita y otra para él en la parte trasera del carrito, pero hará bastante calor en el autobús.
—Volvemos en unas horas. ¿Seguro que no quieres venir?
Sherlock levanta la mirada del manuscrito que ha estado escribiendo y menea la cabeza.
—Hoy no —replica. John aprieta los labios y asiente despacio. Supone que, desde cierto punto de vista, tiene más sentido que vayan Abejita y él solos. Titubea por un momento, dividido. Supone que esto le permite mantener la privacidad que ha mantenido hasta ahora en torno a Mary.
—Claro, hoy no —acepta, en tono neutro—. Otro día —insinúa, aunque incluso mientras lo dice los dos saben que Sherlock jamás visitará la tumba de Mary.
Hay algunas cosas en esta locura de vidas mezcladas que llevan que es mejor que se mantengan separadas.
—Te veo luego.
Sherlock no responde. John baja aparatosamente las escaleras, el carrito chirriándole en una mano, la otra ayudando a Abejita a tambalearse de escalón a escalón. Se detiene al pie de la escalera para sentar a la niña en el carrito y ponerle el cinturón, y escucha el silencio sobre sus cabezas. ¿Es malhumor o respeto o incomodidad o tan sólo el típico desprecio de Sherlock hacia los rituales comunes de la humanidad? No está muy seguro.
De cualquier manera, John siente el impulso de volver arriba y volver a congraciarse con Sherlock, y esa misma sensación despierta cierta rebeldía automática. ¿Por qué debería hacerlo? No tiene nada por lo que disculparse. Si hay un día en el que se le debería dar manga ancha es hoy. Hoy, entre todos los días.
No ha ido desde Noviembre. Mientras más se acercan a la iglesia más culpable se siente, pero no ha habido tiempo y él no ha tenido energía para ello, ni física ni emocional. Las ruedas del carrito traquetean en el camino de gravilla, y Abejita levanta más y más la cabeza hacia la torreta de la capilla inconformista anglicana, al pasar junto a ella.
No por vez primera, John reflexiona sobre lo apropiado de que tanto Sherlock como Mary fueran enterrados a su sombra. Los dos eran inconformistas hasta la médula, en términos generales.
El sacristán ha mantenido la hierba junto a la tumba aseada y recortada. El blanco puro de la lápida se ha oscurecido. Hay una mancha en una esquina trasera, que empieza en la estrecha cúspide y chorrea lápida abajo. Mierda de pájaro, piensa John. Ya se ha desvanecido casi del todo gracias a la lluvia.
El florero ha desaparecido. Quizá se rompió. Más probablemente, alguien se dio cuenta de lo descuidada que aparecía la lápida y se lo apropió. Sobrio, John se arrodilla en el desaliñado césped que lucha por crecer a la sombra del tejo, y libera a Abejita del carrito.
—Es mamá —le dice, volteándola para que esté de cara a la lápida. Ella alarga una mano para equilibrarse sobre la tumba y, apenas segundos después, le da la espalda para alejarse hacia los guijarros del sendero, más llamativos e interesantes.
Para ella sólo es una piedra sin ningún significado. John se pregunta cuándo empezará a tenerlo para ella. A la luz del reciente papeleo, también se pregunta si algún día dejará de tenerlo para él.
Se apoya en los codos sobre el césped, mirando a Abejita recoger guijarros y metérselos uno por uno en el bolsillo de su overol. La llama, y ella deja caer una de las piedrecillas al suelo y la señala.
—No —dice.
—Piedra —replica John—. ¿Qué pasó, Abejita? ¿Se cayó?
Ella, en realidad, no lo está escuchando. Un cuervo acaba de graznar sobre ellos, mientras vuela hacia el tejado de la iglesia, y lo está buscando.
Quizá, piensa John, acabaremos haciendo esta estupidez todos los años y, conforme ella se involucre más, yo me involucraré menos. La idea lo incomoda. ¿Eso se puede hacer? ¿Pasarle tu duelo retrospectivamente a tus propios hijos?
¿Es horrible, piensa, sentir que las cosas son un poco mejores ahora? Abejita trepa sobre sus rodillas de izquierda a derecha y luego en dirección contraria.
Hasta cierto punto siempre ha pensado que ahí abajo sólo hay enterrados hueso y ceniza; que no está ninguna de las muchas mujeres que fue Mary Watson. Ni siquiera la inscripción es acertada, realmente.
—¿Qué se supone que tengo que hacer contigo? —le pregunta John, en voz alta, al cementerio vacío. Sólo Abejita voltea a mirarlo. Los cuervos gritan.
John siente un extraño impulso de derribar la lápida. No se movería, está bien cimentada, y lo único que conseguiría sería sentirse fatal después, pero el impulso está ahí. Siente la rigidez habitual en los hombros, que comienza en torno a su columna y baja por sus brazos. Flexiona los dedos tratando de sacudírselo, de relajar los músculos. Entrar en calor.
Pero ya no le queda nada por lo que pelear.
Eso es lo peor. El hecho de que nunca vaya a haber una resolución final. Sin aceptación de responsabilidades, sin respuestas, sin… bueno, John no sabe qué quiere exactamente de Mary, pero lo pone furioso que no vaya a obtenerlo nunca.
Abejita le tira del codo hasta que John se rinde y saca un paquete de galletas saladas de un bolsillo del carrito. Se sientan bajo el tejo para comérselas juntos, o al menos John lo hace. Abejita se tambalea sin rumbo de un lado a otro del tronco, y a veces emite unos chillidos cuyo significado John aún no ha sido capaz de averiguar. Por lo visto es una expresión neutra lanzada sólo por hacer ruido.
—Bueno —dice John, sacudiéndose las migas de los dedos. La mira. Ella le devuelve la mirada.
Bueno, ya estoy aburrido de estar aquí.
Ya somos dos.
John sonríe, y juegan a un breve y repetitivo juego del escondite tras el árbol, hasta que él la atrapa y le vacía la ropa de guijarros.
—Venga —dice—. Vámonos a casa antes de que Sherlock empiece a preguntarse dónde estamos.
—¡Brum brum! —insiste ella, dando pataditas, y John, obediente, empuja el carrito en dirección contraria a la tumba haciendo el correspondiente sonido de coche de carreras.
Mary espera hasta las últimas horas del día de su muerte para venir a rondarlo. Quizá es porque está demasiado cansado y su mente ya no puede torturarlo tanto, o quizá porque no puede estar tan enfadado con ella hoy, pero Mary aparece como un fantasma más pálido y más gentil.
Sueña con ella en su antigua cocina, donde siempre pareció más humana. No sabe en qué momento, si es que hubo alguno, Mary dejaba caer su fachada y dejaba parte de su otro yo salir al exterior, o si debajo de todas las mentiras hubo alguna vez algo más que una asesina. Sin embargo, si alguna vez existió una mujer real escondida tras todo ese horror, cree que puede haberla visto ahí, liberada del peso de un pasado reprimido, con olor a mantequilla en el aire.
En su cabeza él está sentado a la mesa de la cocina, junto a ella. Es consciente de su presencia hasta el más mínimo detalle de su respiración y de la manera en que las pestañas le rozan las mejillas cuando mira hacia abajo, pero ella mantiene el rostro hacia adelante, mirando a la pared.
En su cabeza, él puede salir de su cuerpo y ver esta conversación a distancia, si quiere.
Al principio se limitan a observar el tictac del reloj y el silencio de una habitación en la que nadie ha entrado en un tiempo. John juega con la harina espolvoreada en la superficie de la mesa, frotándola entre los dedos hasta que se vuelven grises. Mary sostiene entre las manos una taza de café, o algo; lleva horas sujetándola, puede que incluso esté vacía.
—¿De verdad vamos a hacer esto? —pregunta John.
Mary hace tintinear las uñas contra la cerámica. Sí.
Esta es la noche, recuerda John. No la noche en que ella murió, si no la noche en que él volvió, aunque no fue la misma en que regresó a la casa.
Mary cambia de postura y se frota el estómago con la base de la palma. La hinchazón se ha reducido un poco, pero si la niña no estuviese a la vista un desconocido podría pensar que aún está embarazada. Se cubre un pecho con la mano; debe de dolerle, y John se siente culpable como un pecador.
Por favor, John.
John se pasa la lengua por los dientes y nota el sabor del arrepentimiento. No puede esconder sus dudas, ni su falta de confianza en ella. Que Dios lo ayude. Está aquí por lo que ocurrió después de que Sherlock se bajara de aquel avión, y porque quiere que ahora todo esté bien.
Tienen una hija. Tiene una hija. Durante los últimos nueve meses ha sido creación exclusiva de Mary, en parte porque él no quería involucrarse. Ahora tiene una oportunidad.
Recuerda levantar la mirada y ver a Mary esperando a que hiciera lo correcto. Las dos mitades de su bata sueltas y abiertas como las alas rígidas de una polilla, como si esperase a que John la clavara a la casa con un alfiler.
Sin hablar, con demasiadas cosas entre ellos como para usar palabras, ella capta su mirada, y él sabe qué va hacer. Ella desea esto porque lo desea a él, y lo desea por las mismas razones por las que él desea esta vida y la desea a ella. Malas razones, posiblemente.
«Cobardes», reflexiona John, y su somnolencia drena la amargura propia de un pensamiento así. «Fuimos unos malditos cobardes».
Recuerda el camino a la cama; fue en silencio. Ella primero, una hora antes que él. Él vino después, apagó la luz y fingió dormir. Diez minutos más tarde, ella dejó de fingir que leía y apagó la lámpara de noche.
Te quiero, John.
Él no había contestado esa noche.
Ella insiste de nuevo ahora, en su oído, melancólica.
Te quise. De verdad.
—Yo también te quise.
A veces. Demasiado a menudo. John cierra más fuerte los ojos, siente el algodón de las almohadas contra la mejilla. Los dos habían exprimido más amor el uno del otro del que ninguno de los dos se merecía.
¿Me quisiste? susurra Mary, y suena más triste y más débil. ¿En pasado? Si sólo ha pasado un año.
Y con esa queja, se desvanece.
John levanta la cabeza de la almohada, sorprendido, y al hacerlo se separa del sueño. Escucha la oscuridad vacía durante un instante; nada salvo la suave respiración de su hija y el tictac del reloj. Vuelve a dejar caer la cabeza.
Pasado. Es pasado, piensa, y no siente nada ante esa revelación. Es pasado ahora, y ha sido pasado durante años.
John se toma un momento entre pacientes para llamar a Sherlock. Sólo le toma un par de intentos que el otro acabe contestando.
—¿Sí?
John no se molesta con los preámbulos.
—Voy a tener que quedarme en la clínica hasta tarde. Necesito que recojas a Abejita de la guardería.
—¿No lo iba a hacer la señora Hudson?
—La señora Hudson lleva en casa de su hermana dos días. Regresa a las cinco, pero es demasiado tarde. ¿Cómo has podido no darte cuenta de que no está?
—La verdad es que me preguntaba por qué aparecían menos galletas.
John ríe. Típico.
—Se lo voy a decir —amenaza, sin ninguna intención de cumplirlo—. Bueno, ¿puedes recoger a Abejita a las tres y media?
—Sí.
Alguien golpea su puerta.
—Me tengo que ir; llegaré a casa sobre las siete. Llamaré a la guardería en cuanto pueda y les diré que vas.
Y luego la enfermera mete la cabeza por la puerta y le sisea que la señora Cook de verdad no puede esperar más. John se mete el teléfono en el bolsillo y sigue trabajando.
* * *
La guardería está en un edificio moderno, a nivel de calle y encajonado entre una lavandería y una biblioteca. Sólo tiene una ventana pequeña de vidrio mate en la fachada, por encima del logo de la guardería, pero a juzgar por su forma debe de ser uno de esos edificios que se extienden por detrás, sobre el espacio dejado por una construcción más antigua. Tiene un patio trasero, piensa Sherlock. Puede oír el débil chirrido de las cadenas de los columpios moviéndose en la brisa.
Entra en un vestíbulo bien iluminado y espacioso, con una pared decorada con un mural de calcomanías enormes de niños y animales jugando en un campo. Sherlock no está seguro de dónde se supone que están. No hay ningún prado en los alrededores.
Quizá esa es la idea.
A su derecha hay una mujer detrás de una pantalla de plexiglás, y después nada más salvo una diminuta sala de espera y una puerta junto a una vasta pared de vidrio. La puerta está cerrada con llave, se da cuenta. No se puede pasar. Más allá del cristal se ve una pequeña sala de actividades, toda mesitas enanas y enormes alfombras de lavado fácil. Localiza a Abejita enmedio de un pequeño rebaño de niños, supervisados por una asistente de la guardería. Abejita sonríe.
Se acerca al escritorio de recepción y hace cola detrás de una mujer que quiere hablar de piojos y de medicamentos para el asma sin entender la naturaleza de ninguno de los dos, lo cual hace que se distraiga pensando en la ciencia real que hay detrás de ambos. Parásitos humanos. Sería un ámbito de investigación interesante, aunque su aplicación al campo de la medicina forense quizá aún está por determinar.
—¿Puedo ayudarlo?
Baja los ojos para mirar a la recepcionista.
—Watson —dice, leyendo toda su vida en los artículos desordenados en su pequeña oficina, así como las de los otros empleados que trabajan allí. No son muy interesantes, pero sí informativas.
—¿Sí? —dice la mujer, cuidadosa—. ¿Disculpe?
—Para recogerla —dice Sherlock, preguntándose cómo puede ser alguien así de lento. ¿Para qué más iba a venir aquí? Ni que se fuera a matricular. Ni siquiera fue a la guardería de pequeño. Entorna los ojos para observar unas huellas de mano sujetas a un tablón de corcho que rodea la barrera de plexiglás. No hay fotos de los niños, naturalmente. Uno de los niños muestra un trastorno óseo congénito, nota. Fíjate tú.
—¿Y cómo se llama usted?
—Sherlock Holmes.
La mujer frunce los labios y se levanta para comprobar un estante lleno de archivos. Qué tedioso. Sus carpetas no siguen un orden estrictamente alfabético. Y las plantas se le están muriendo. Sherlock sorbe por la nariz.
—¿Podemos darnos prisa? —pide.
—Sólo un momento…
Ve que tiene abierta la carpeta de Abejita. Tiene su nombre escrito en el lomo. Sherlock frunce el ceño.
La recepcionista regresa al escritorio, educada pero seria.
—¿Señor Holmes? ¿Le importaría esperar aquí un momento? Tengo que comprobar una cosa con la encargada.
—Sí, sí, vale.
Espera, irritado. ¿Qué problema hay? Él está aquí, Abejita está aquí. A menos que John se haya olvidado de llamar para avisar…
La recepcionista vuelve y le obsequia una sonrisa servicial.
—Saldrá enseguida. Por favor, siéntese.
Sherlock se apretuja en uno de los asientos de la sala de espera y observa a varias mujeres llegar, charlar con la recepcionista y llevarse a sus hijos. Abejita lo ve a través de la vidriera y lo saluda con la mano. Él le devuelve el saludo, complacido. Ella se escapa de la asistente y se aplasta contra el cristal; lo golpea con el puño. Él se levanta y se acerca para saludarla.
—¡Ja! —dice ella, acuclillándose y volviéndose a levantar con alegría—. ¡Sa!
—Hola, Abejita. Hoy ha habido un cambio de planes.
La niña conoce las puertas y cómo funcionan. Aún no es lo suficientemente alta como para alcanzar la manija, pero eso no la disuade de intentarlo. Se estira hacia ella, y cuando no la alcanza la señala y mira intensamente a la asistente. Ésta le sonríe en disculpa a Sherlock y trata de distraer a Abejita con un juguete.
—Tiene usted que firmar antes de que le abramos la puerta —le dice a Sherlock, señalando a recepción.
—Ya lo sé —le dice él, seco. Se aparta de la puerta para ver qué está pasando, y Abejita da un grito de descontento al perderlo de vista. Se mueve hacia él, la cara pegada al cristal. Quiere salir—. ¿Ha terminado?
La sonrisa de la recepcionista no llega hasta sus ojos.
—Me temo que hay un problema. Me temo que su nombre no está en el archivo, así que no podemos dejar que se vaya con usted hasta que hablemos con el doctor Watson y nos dé permiso.
—Ay, por… mire, traigo mi carnet. Sale la dirección. —Saca su permiso de conducir de la cartera y lo sostiene contra el vidrio para que lo vea—. 221B Baker Street. ¿Es por algún casual la dirección de la niña? —No puede evitar ser sarcástico.
—Sí —le dice la recepcionista, neutra—. Sin embargo, me temo que es la política de la guardería. —Vacila, quizá desenterrando algo de su período de formación—. ¿A menos que tenga usted derechos familiares?
Suena dudosa. Puede ver cómo piensa que es imposible que Abejita y él tengan ningún vínculo de sangre.
Oye a la niña irritándose y desesperándose por llegar hasta él. Ha empezado a lloriquear.
—¿Qué? Vivo con ella. Vivo con John. ¡Mire, me conoce!
Está llorando. El estómago se le voltea al verla así, con la nariz apretada contra el vidrio, embarrándolo de desdicha. Agita un bracito para apartar a la asistente cuando ésta intenta consolarla, y lo único en lo que piensa Sherlock es que John nunca la deja llorar.
Si John estuviera aquí, no estaría llorando. Si esta mujer no fuera tan testaruda, la dejarían cruzar el par de metros que la separan de él para que pudiera consolarla.
—Sigue sin tener usted autorización. No es el padre, y según nuestros registros no tiene permiso para llevársela. A menos que el doctor Watson nos diga lo contrario, me temo que no vamos a poder ayudarlo.
—No puedo dejarla aquí. Ya debería estar en casa. John avisó de esto. Tengo permiso. Llamó y les dijo que vendría.
¿Verdad?
¿…o no?
Los aullidos amortiguados de Abejita empiezan a hacer que le duela el pecho. A John no le va a gustar esto.
—Disculpe. —Otra mujer se abre paso hasta el plexiglás—. Perdón. Vengo a recoger a Osh.
—Sale enseguida —dice la recepcionista, y procede a ignorar la indignación de Sherlock mientras llama a la sala de juegos. Esta vez, la asistente trae al niño a través de la oficina. Sherlock se queda mudo, parado en un gélido silencio mientras la mujer toma a su hijo de la mano y éste se tambalea por la puerta tan rápido como dan sus piernitas combadas. Están tan decididas a alejarlo de Abejita que ni siquiera abren la puerta de la sala de juegos.
—¿Puede usted esperar afuera? —sugiere la recepcionista.
Abejita ya está llorando a gritos, encerrada tras la puerta, y de repente todos los mezquinos demonios de su frustración, empequeñecidos durante meses a fuerza de pura voluntad y de la necesidad de Ser Bueno O Atenerse A Las Consecuencias se liberan y lo arrollan. Apenas se detiene a respirar. Furia y hostilidad. Está mal, y lo sabe. En el pasado no siempre se daba cuenta, pero la frecuencia crea hábito, y tantos meses de mantener el control sobre sus palabras y actos y reacciones a otros no han pasado en balde. No puede detenerse, se da cuenta, porque detenerse significaría arrepentirse, y ya está harto de eso.
El rostro de la recepcionista se va crispando más y más tras la pantalla. Sherlock ha escupido las palabras con tanta ira que ha empañado el plexiglás que los separa. Ella tiene la mano en el teléfono, pero está demasiado paralizada como para levantarlo y marcar. Sherlock golpea la barrera con las palmas cuando se le acaban las armas con las que hacerle daño –ella no es mala persona, al final– y la recepcionista salta. El teléfono se resbala de la base y se le cae en el regazo.
Hay silencio.
Para horror de Sherlock, la recepcionista recoge el teléfono.
—Voy a llamar a la policía —dice, pequeña y tensa y con la mandíbula apretada.
Sherlock no se queda a verla llamar.
* * *
Cuando John enciende el teléfono a las cuatro, entre paciente y paciente, tiene varias llamadas perdidas. Siete u ocho llamadas perdidas, de hecho. Está a punto de investigarlas cuando el teléfono le suena de nuevo. Contesta.
—¿Sí?
—Soy yo.
—Sí, ¿Sherlock? ¿Por qué me llamas? Tú nunca llamas. ¿Estás bien?
—No me dejan recoger a Abejita —dice Sherlock con voz extraña. El tono es inexpresivo, pero suena como si se hubiera fumado un paquete entero de cigarrillos—. No estoy en la lista de autorizados.
—No, deberías estar. Te anoté yo. Hace siglos.
—Evidentemente no.
John abre la boca para decir más al respecto, pero Sherlock está tan raro que empieza a preocuparse.
—Mira, ¿sigues ahí? ¿Abejita está ahí? No, espera allí; estoy saliendo ahora de la clínica. Puedo llegar en veinte minutos. —Hace una pausa, y luego siente la necesidad de preguntar de nuevo—: ¿Estás bien?
—Estoy bien. Te espero en la biblioteca. —Y cuelga.
—¿En la biblioteca? —le exige John a su teléfono, desconcertado e irritado pero sólo porque está preocupado—. ¡Puta madre, me cago en todo! —Va deprisa a buscar su abrigo, y entonces el teléfono le suena de nuevo—. ¿Sherlock?
—¿Doctor Watson? —Es una mujer.
—Eh, sí, soy yo. ¿Quién habla?
—Soy Gloria Deacon de la guardería Honeyfields. La gerente.
—Hola. Sí. Justo estaba hablando con… es decir, avisé que otra persona, Sherlock Holmes, iba a ir a recoger a mi hija hoy. Me acaba de llamar para decirme que no le dejan.
—Ah, sí. —Suena adusta—. Lo lamento, doctor Watson, pero me temo que no vamos a poder permitirle al señor Holmes que vuelva a entrar en nuestro local. ¿Podría usted venir a…?
—Ay, Dios —dice John, con demasiadas escenas terribles en la cabeza—. Escuche, sea lo que sea lo que haya hecho, le prometo que no era su intención. Él no… tiene… tiene un problema…
—Por favor, venga a recoger a su hija, doctor Watson —dice Gloria, gélida—. Podemos discutir… —Toma aire y parece ablandarse un poco—. ¿Qué le parece si me abstengo de llamar a la policía hasta que llegue usted?
—¿Sí? ¡Sí! Gracias, estoy saliendo ahora, estoy de camino —balbucea John al teléfono, abriendo la puerta del recibidor con el hombro con el abrigo a medio poner—. Le prometo que estoy de camino.
Luego se dirige al personal de la clínica.
—Emergencia. Mi hija. Tengo que irme. Regreso en una hora. Pedidle a Girish que me cubra. Gracias.
Deja a la enfermera con la boca abierta y se arroja dentro de un taxi.
* * *
Sherlock acecha en el vestíbulo de la biblioteca. Su aspecto es el de un homenaje muy mal conseguido a Byron y Asimov a la vez. A John se le para el corazón. Tiene ese aspecto cerrado y frío que significa que está calculando mucho y muy rápido pero no confía en obtener buenos resultados. John lo saluda de manera acorde.
—¿Qué hiciste?
Sherlock ni siquiera lo insulta tratando de negarlo o de restarle importancia, lo cual sólo consigue alarmarlo más.
—Perdí… los estribos. Un poco.
—Madre mía. ¿Con quién?
—La recepcionista.
—Qué maravilla. ¿Sabías que querían llamar a la policía?
—Mm… algo se dijo.
—Pues qué puta suerte que conozcamos a la policía, ¿no? Vamos.
Es raro que Sherlock lo siga, y no al revés, pero estos son los dominios de John, al fin y al cabo. Hay patitos de plástico y gente de plástico que sostiene flores de plástico, y gente de verdad que prospera en el negocio de ser humana con otros. Aplauden y se llevan bien y tratan de hacer del mundo un lugar más tierno. Aunque los dominios de Sherlock no son menos parte de la vida humana, éste es el reverso de su moneda.
Sherlock no vacila hasta que llegan a la puerta.
—Esperaré fuera —dice.
John lo mira y descubre cómo aprieta los puños dentro de los bolsillos.
—De acuerdo —acepta, frunciendo el ceño—. Pero no te vayas a ninguna parte.
Está seguro de que le debe a alguien una disculpa, y no piensa, bajo ningún concepto, dejar que Sherlock le deje todo el trabajo a él. Sin embargo, quizá no sea mala idea entrar y calmar un poco las cosas antes.
La recepcionista sigue en su escritorio, y aunque se le tensa todo el cuerpo cuando él se acerca, no retrocede. La gerente, Gloria, lo está esperando en el vestíbulo, en el lado externo de la pared de cristal. John se descubre levantando las manos en el aire para aplacarlas a las dos.
—Soy John Watson —dice—. ¿Puedo recoger a mi hija, por favor?
—Está en la sala de juegos. —Gloria se la indica con una mano.
John dobla la esquina, espera impaciente a que le abran la puerta y luego ahí está ella. Abejita suelta su juguete de inmediato y corre hacia él con los brazos extendidos. Su cara está llena de lágrimas secas.
—¡Babaaaaaaaar!
—Abejita… lo siento. ¿Estuviste esperando? Ven aquí. —La toma en brazos y la baña brevemente en disculpas y amor—. Lo siento mucho.
La envuelve con los lados de su propia chaqueta y la balancea con suavidad arriba y abajo, apoyada en su cadera, cuando se pone a llorar aferrada a él.
—Estaba pegada a la puerta, pobrecita mía —dice la asistente de guardería, con empatía. Su turno debe de haber acabado hace horas.
—Gracias por quedarse con ella —dice John, aunque nota la irritación creciéndole en el pecho. Todo esto se podría haber evitado si mantuvieran sus malditos papeles al día.
—No pasa nada. Es un encanto. Entonces ¿ya se ha ido?
John la mira. Le toma una fracción de segundo comprender qué quiere decir. El horror debe de vérsele en la cara.
—¿Está usted bien? —pregunta ella, preocupada.
—Estoy bien. Él no… no, se han hecho una idea equivocada.
—Ah. —La asistente parece dudar, incómoda con sus palabras.
«Cree que lo estoy encubriendo» piensa John con sorda conmoción. «Como si fuera una especie de mujer maltratada».
—Es un idiota con muchos problemas, pero no es realmente peligroso —dice, entumecido—. Y se le dan fatal los adultos, pero no… él… yo confío en él.
—Ah. —Parece estar más dispuesta a creerse eso—. Bueno, siempre y cuando usted esté seguro. Es un alivio. Estábamos un poco asustadas por ella. Por si era… o sea, se ven cosas en las noticias…
John lo sabe. Niñas pequeñas que desaparecen de camino a casa desde la guardería.
—Ya —dice, notando florecer un miedo nuevo y más preciso. Recuerda cómo lo noquearon. Recuerda recobrar la consciencia con polvo de ramas secas en los ojos y olor a barro congelado y el primer crepitar débil de un fuego encendiéndose. Recuerda lo grande que parece una maleta cuando tienes nueve años, y sin embargo la fracción tan minúscula de una vida que cabe dentro.
—Gracias —dice de nuevo.
Lleva a Abejita en brazos al vestíbulo, seguido por la asistente, lo cual de hecho lo alegra, porque la gerente y la recepcionista justo levantan la vista de su conversación en susurros, y John necesita a alguien que lo respalde.
—La niña está bien —dice, soltando las manos de Abejita de su suéter y bajándola al suelo. Ella se mantiene aferrada a su mano y su pierna—. Escuchen, voy a sacarla afuera, porque ya debe de tener hambre, y luego podemos hablar de esto.
La gerente asiente con la cabeza y luego lo sigue hasta la calle, lo cual hace a John sentirse pequeño y juzgado.
—Que no me voy a escapar, coño —masculla. Ella lo oye.
Sherlock sigue esperando afuera, acalorado y lúgubre bajo el sol, embutido en su Belstaff. John se acuclilla y se lo señala a la niña.
—Mira, Abejita. ¿Quién es?
Sherlock se endereza cuando la niña da un par de pasos dubitativos hacia él, y luego ve que John lo está mirando.
Haz algo. Muestra que no eres un peligro para ella. Haz la mierda esa de sonreír y guiñar el ojo. ¡Haz algo! ¡Por favor!
Sherlock se agacha hasta la altura de la niña y extiende los brazos, sonriendo a través del pánico. ¿Qué debería decir? ¿Y si ella, dolida por no haberla consolado cuando lloraba antes, se aferra a John delante de la gerente y le confirma que no hay lugar para él en su vida? ¿Que es el peor peligro del mundo para ella?
Para alguien a quien normalmente no le podría importar menos lo que piensen los demás, ésa es una idea que no soporta.
—Abejita —dice, suave—. Aquí, Abejita. Ven, mi niña.
Trapaleo de garras sobre el suelo de azulejo de un corredor; un ladrido grave y pelo entre los dedos.
En serio, Sherlock, ¿el perro? Por cosas como esta piensan que eres deficiente.
Ella lo mira desde la rodilla de John, estudia el espacio entre sus manos y su sonrisa, una expresión inusual para él; Sherlock, por su parte, mira la preocupación (y peor, la lástima) asomando en el rostro de John ante la posibilidad de que Sherlock falle este estúpido examen improvisado.
Y luego ella camina hacia él. Se tambalea y rompe a trotar, inestable, y él la columpia con unos brazos débiles de alivio y después, bendito sonido, la niña ríe.
—¿Por qué iba a hacerle daño? —le pregunta Sherlock al mundo. Tiene sus manitas en el pelo, tirando, y jamás hubo un dolor tan dulce—. Quería recogerla. Estaba llorando.
Aún podría hacerle, puede que aún le haga, cosas terribles. Ambos lo saben mejor que la gerente. Podría irse o conseguir que lo mataran o herir su orgullo, insultar su inteligencia, asustar a sus amigos, pasar por encima de toda la sensatez y la diplomacia de la paternidad y avergonzarla. Podría amar el estímulo de las drogas y el asesinato más que a ella. Podría hacer presunciones erróneas sobre lo que necesita y desea, y luego imponérselas. Podría revelarle, sin pensar, información sobre el mundo para la que es demasiado joven y demasiado feliz. Podría fracasar, a muchísimos niveles, al intentar brindarle todos los elementos de la infancia que son su derecho inalienable.
Podría ser un padre horrible, pero aún así nunca, jamás haría lo que teme la gerente.
Jamás la alejaría de John.
Jamás pensaría siquiera en… esa otra cosa que la gente teme que los hombres adultos le hagan a las niñas pequeñas.
Pensar en ello hace que las tripas se le encojan de indignación. Ha golpeado a otros hombres por menos.
La expresión de John brilla de orgullo antes de voltearse hacia la gerente.
—¿Ya estamos bien? —quiere saber. Ella exhala, y asiente.
—Aún así me gustaría hablar con usted.
—De acuerdo —dice John, reacio, aunque sabe que es inevitable—. Sherlock, llévatela a casa para que coma; la señora Hudson ya debería haber vuelto, o…
Maldita sea.
—…o si no suplícale a la señora Turner que te haga el favor.
—¿La señora Turner?
—Alguien tiene que cuidarla mientras vuelves.
—Ah.
Ah, sí. Todavía no te has librado.
Ah.
A mí no me hagas “ah”, desastre de mierda. Esta vez no me dejas en la estacada.
Sherlock parece herido.
—Vuelvo en treinta minutos.
John se le acerca para besar a Abejita en las mejillas. Apoya una mano en el codo de Sherlock para hacerlo, y lo aprieta antes de soltarlo.
No estoy exactamente enfadado contigo. No pasa nada. Ya lo aclararé.
Sherlock no responde nada, ni hablando ni sin hablar, pero John sabe que ha entendido el contacto. Da un paso hacia atrás cuando Sherlock extiende ese mismo brazo para parar un taxi y se siente culpable, aunque no sabe por qué. Siente un fuerte impulso de saltar al siguiente taxi que pase y seguirlos a los dos y mandar al cuerno la guardería.
En lugar de ello hace acopio de fuerzas y da media vuelta para encararse con la gerente y con sus responsabilidades.
—Vale —dice—. Hablemos de qué puñetas ha pasado aquí, ¿sí?
* * *
John suelta la carpeta sobre el escritorio de la gerente.
—Falta un formulario —insiste—. Matriculé a Abejita, puse a la señora Hudson aquí —hinca un dedo en los formularios— y luego volví otro día para añadir a Sherlock porque tenía que preguntarle…
Si le parecería bien.
—…si me podía dar algún documento de identidad para que ustedes le hicieran copia.
La gerente frunce el ceño.
—Podría haber sido Jamie, antes de su baja por maternidad —aventura la recepcionista. Tiene aspecto de estar harta ya y de querer arrastrarse a casa para lamerse cualesquiera heridas que Sherlock le haya infligido.
—¡Ahí está, ¿ve?! —dice John, triunfante.
—De acuerdo, si fue error nuestro, me parece justo —dice la gerente, cerrando la carpeta—. No obstante, doctor Watson, mi personal no está aquí para ser agredido verbalmente sólo por hacer su trabajo y asegurar la seguridad de los niños bajo nuestra supervisión.
—No —admite John—. No, de eso me alegro.
—Porque esas cosas ocurren. Exparejas o gente con venganzas personales. ¿Entiende la necesidad de ser absolutamente estrictas con nuestro protocolo?
—Sí, sí, por supuesto —dice John, sintiéndose atacado—. Y no estoy diciendo que se haya comportado bien, pero… —No tiene ni idea de cómo explicar a Sherlock. Se siente mal sólo por intentarlo—. Él se da cuenta de todo. Quiero decir, todo. Cosas en las que otros ni siquiera pensarían. Y no siempre puede filtrar esa información. Va directa del cerebro a la boca. No tiene lo que se dice don de gentes.
—Las cosas que dijo… —empieza la recepcionista.
John exhala un pesado suspiro.
—Lo sé. Créame. Sé qué cosas dice. Es… pero Abejita estaba llorando. —Es la única excusa que se le ocurre, y es la única que John necesita, pero no está seguro de que sea suficiente para justificar las maneras tan desafortunadas en las que Sherlock expresa su cariño—. Ustedes saben que mi mujer… falleció. Fue muy repentino. Él estuvo conmigo.
Qué incómodo. No quiere continuar, expresando las palabras que ni siquiera le ha dicho a su psicóloga.
La gerente suspira y mira a la recepcionista.
—¿Elyse? —pregunta, pasándole la pelota a ella.
La otra mujer hace una pausa. ¿Tendrá motivos para presentar cargos? se pregunta John. ¿Haría algo así?
El intercomunicador zumba, interrumpiéndolos. John se sobresalta.
—Es él —dice sin necesidad.
La gerente se levanta y va a franquearle el paso a la guardería y a su oficina. Sherlock se ha cambiado la Belstaff por una chaqueta de traje, probablemente en un calculado intento de parecer más accesible y respetable. Se sienta en la silla que hay junto a la de John con las manos cruzadas, como si estuviera ocupando el banquillo de los acusados.
Se aclara la garganta. Todos callan durante un instante, esperando que sea otro el que hable.
—Puede que haya… reaccionado de manera exagerada —dice Sherlock al fin. La recepcionista se enfurece. John resiste la tentación de golpear algo.
—Sherlock.
—Pido disculpas —dice Sherlock, mirándose los pies. John lo mira para ver si es sincero o no, pero lo único que ve es incomodidad.
—¿Algo más? —dice la gerente. Dios, es profesora de los pies a la cabeza, piensa John. Tanto Sherlock como él van ya de camino a los cuarenta y sin embargo aquí están los dos, sudando y apretando los dientes como dos adolescentes a los que les están echando una reprimenda.
—No voy a justificarme —dice Sherlock, jugueteando con sus gemelos—. Eso empeoraría las cosas, ¿verdad? —Mira a John a hurtadillas.
La recepcionista mira su reloj.
—Vale. No quiero seguir dándole vueltas a esto —dice, en un tono que sugiere que, si bien está dispuesta a dejar correr el asunto, Sherlock no ha sido perdonado, ni sus transgresiones olvidadas.
—¿Puedo poner ya a Sherlock en la lista?
—Sí —suspira la gerente—. Déjeme ir a por los papeles. Señor Holmes, voy a necesitar un documento de identidad.
La recepcionista se marcha sin volver a mirarlos siquiera. John se escurre en su asiento, exhausto. Ya son las cinco y debería volver a la clínica en cuanto sea posible.
—Admirable —dice Sherlock.
—¿Qué?
—Esa mujer.
—¿Qué tan malo fuiste? —pregunta John, a pesar de sí mismo.
Sherlock frunce los labios.
—Fui… minucioso.
John se frota la cara con las manos.
—Entonces sugiero que pienses bien en alguna forma de disculparte. De nuevo. Cállate, ya sé que lo acabas de hacer, pero un gesto no hará daño. —La mirada que le dirige a Sherlock lo hace saber que sigue irritado pero no furioso.
—Mm…
—Necesito que estés en esa lista —dice John, inclinándose sobre el brazo de la silla hacia él—. Si pasara algo y yo no pudiera venir y la señora Hudson tampoco, no tengo a nadie más.
—Lestrade —dice Sherlock de inmediato.
John ni siquiera se molesta en dignificar eso con una respuesta. Vuelve a mirar el reloj.
—¿Abejita estaba bien?
—Sí. La señora Turner había hecho fideos de lata, y la señora Hudson estaba en casa.
John cierra los ojos y deja escapar un pequeño bufido divertido. Viéndolo con perspectiva, se alegra de que al menos hubiera fideos de lata.
—Gracias.
No gira la cabeza, con toda intención, para no ver la expresión de asombro en el rostro de Sherlock.
La gerente regresa y le pasa a John algunas hojas de papel y un bolígrafo. John rellena el formulario con determinación. Nombre del/la niño/a, edad del/la niño/a. Escribe el nombre completo de Sherlock. La punta del bolígrafo se queda suspendida sobre el espacio en blanco de “relación”.
—¿Esto se refiere a mí o a Abejita?
—Cualquiera de los dos.
John lo contempla. ¿Hay alguna palabra que defina lo que Sherlock es para Abejita? No tiene derechos como tutor legal, y tampoco es un pariente biológico. “Compañero de casa” directamente suena mal. ¿Se supone que tiene que haber una palabra que describa la relación que él tiene con Sherlock? No está seguro de que haya un término adecuado, tampoco. ¿Amigo? ¿Mejor amigo? ¿Colega? Todos son verdad, pero suenan débiles en ese formulario. Quiere que el derecho de Sherlock a recoger a Abejita sea indisputable.
Al final estampa la palabra “compañero”, y entonces ahí está, negro sobre blanco. Sintiéndose solemne, John firma y le pasa los papeles a la gerente, que se pone las gafas y les echa una ojeada.
—¿Está todo bien? —pregunta John. Son las cinco y cuarto. Debería haberse ido hace quince minutos.
La gerente asiente.
—Creo que servirá. ¿”Compañero” se refiere a una relación profesional o a…?
—¡Por el amor de dios! —dice John, exasperado—. Vivimos juntos. Llevamos años viviendo juntos. Vaya a llamar al puto The Mirror, creo que publicaron una editorial al respecto.
—Gracias —dice la gerente, metiendo los papeles en la carpeta de Abejita—. Entonces, hemos terminado.
—Gracias —dice John, levantándose. A estas alturas debe de estar en problemas en la clínica; deben de haberle pedido a alguien que entre antes. Va a tener que ofrecerse a hacer el turno de noche.
Se van, los pulgares de John tecleando un mensaje tan rápido como pueden. Cuando levanta la mirada para decirle a Sherlock qué está pasando, se detiene, pues lo encuentra sonriendo.
—¿Qué?
—Nada.
Por algún motivo, John se descubre sonriendo también.
Notes:
Notas de la autora:
El título sale de la letra de la canción “Andalusia”, de John Cale. Es preciosa y dulce, te recomiendo que la busques.
El título provisional fue "Unhinged huge just hit his huh i i&ui&just give hhuu” y seguía durante varias líneas más de “huhhhghghh” porque mi Huevo se sentó con el teléfono en el bolsillo y salió así, y nos pareció demasiado gracioso como para cambiarlo.
La ley matrimonial británica es terriblemente vieja e igual de rara. Creo que he conseguido entresacar suficiente información como para representarla correctamente, pero no soy abogada, así que *se encoge de hombros*. Si se hubiera podido demostrar que Mary tenía gonorrea cuando se casaron también podrían haber anulado el matrimonio. ¡Qué divertido!
¡Gracias por leer!Notas de la traductora:
-La marcha del Coronel Bogey (también conocida como "esa canción que silban los soldados en El puente sobre el río Kwai") es la base de una canción satírica muy popular en Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial, en la que se afirmaba que Hitler sólo tenía un huevo. Por su parte, "Do your ears hang low?" (¿Te cuelgan las orejas?) es una canción infantil con un origen no tan infantil; por lo visto originalmente fue una canción militar británica de principios del siglo XX en la que lo que colgaba no eran las orejas, si no las pelotas. Así que sí, Sherlock está haciendo alusiones al estado cuestionable de los testículos de Mycroft después de la operación. Es un cabrón XD
-Londres tuvo, en efecto, tanto un sistema de ferrocarril postal como un "tren de los muertos". El primero repartió correo durante buena parte del siglo XX y hoy en día sigue abierto como museo; el segundo, de época victoriana, servía para transportar cadáveres y dolientes desde Londres al cementerio de Brookwood, en Surrey.
-El "larguísimo túnel bajo el río" que cruzan Sherlock y John es el famoso túnel peatonal de Greenwich.
-Es verdad que aún puedes ver un cartel victoriano que indica la calle de Little Compton Street, hoy en día desaparecida, en un túnel de mantenimiento que cruza por debajo de las actuales Old Compton Street y Charing Cross Road.
-El John Snow al que se hace referencia en este capítulo no era el personaje de Canción de Hielo y Fuego que no sabía nada (XD), si no un epidemiólogo del siglo XIX que hizo importantes investigaciones sobre la expansión del cólera; de ahí que se erigiera una bomba de agua en su honor.
-En el Arco del Almirantazgo, así como en otros puntos importantes de Londres hay, en efecto, pegada una nariz de escayola. Son parte de una intervención artística en protesta por la colocación de cámaras de seguridad en la ciudad.
-Yyyyyy con esto hemos terminado… sólo un tercio de la historia. Jajajaja (llora)
¡Nos leemos!
Chapter 11: Interludio 2: El fin del mundo
Chapter by BelsanEmpress, Odamaki
Summary:
Otro breve interludio en el que obtenemos algo de trasfondo y se nos revelan algunos misterios de alfileres de corbata y órdenes en blanco.
Notes:
Autora:
Dudé mucho de si incluir o no este capítulo como flashback y poder contar toda la historia con detalle, pero al final me pareció que quedaba mejor en orden cronológico, y no quería empezar a ir adelante y atrás todo el rato con Mycroft y sus testículos. Así que, aunque esta sección cubre parte de esa trama secundaria, la historia completa seguirá quedando un poco vaga de momento. Irá apareciendo más información conforme avance el fic. No obstante, tengo parte de esta trama escrita en detalle, así que puede que consiga terminarla y postearla como un spin-off de ésta.Traductora:
¡Sorpresa! Este interludio era muy cortito y pensé postearlo como regalo de navidad para todas las personitas maravillosas que siguen esta historia y me animan a continuar. Feliz retorno solar, bebés X3
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Al salir del hospital, Lestrade va directamente al club Diógenes, pero no importa cuán fuerte toque la puerta, lo ignoran por completo. Patea la jamba de la puerta y le dedica a la antipática madera unas pocas y bien elegidas palabras dirigidas a los ocupantes del edificio, y luego conduce hasta su casa de muy mal humor.
En su apartamento, pide por teléfono una gargantuesca cantidad de comida para llevar, se ducha, se cambia y da vueltas por la casa, haciendo la maleta. Echa calcetines limpios y un paquete de chicles en una bolsa de viaje, junto con un par de libros que empezó y nunca consiguió terminar, dos botellas de agua, una almohada de viaje y, como idea de última hora, todos los cigarrillos que le quedan. Se araña el pecho al ponerse el alfiler de corbata con demasiada fuerza.
La comida llega y Lestrade sale por la puerta, le paga a la repartidora y arroja la humeante bolsa en el asiento del copiloto de su coche. Se queda ahí, llenándole el BMW de olor a grasa y jengibre, durante todo el camino hasta Scotland Yard, donde pasa cinco minutos insultando a la impresora y buscando cinta adhesiva.
Completamente armado, por fin, se dirige a Birdcage Walk.
Estaciona en el lado de la calle habilitado para ello, a unos cien metros de la esquina del domicilio de Mycroft, donde es difícil que otros coches choquen con él y donde está seguro que las cámaras de vigilancia captarán su presencia.
Más le vale a Sherlock que tenga razón en esto.
Lestrade se saca los zapatos a patadas y separa el asiento del volante hasta donde permite el mecanismo, y luego le hinca el diente a la comida china. Está preparado para una espera larga.
Es ridículo y lo sabe. Es pasivoagresivo e innecesariamente confrontativo e impropio de un adulto, pero Mycroft ya es la reina de todas esas cosas, y Lestrade nunca ha sido contrario a combatir el fuego con fuego.
Alisa el mensaje de Mycroft en el salpicadero, manchándola sin querer queriendo de salsa XO. Mastica los fideos con furia y ensaya mentalmente la conversación que se viene una, dos, tres y cuatro veces, sin sacar en firme qué quiere decir en realidad. Una parte grande de sí mismo sólo quiere aplastar ese papel en la presumida cara de Mycroft y luego hacer que se lo trague.
Enciende la radio y busca entre su colección de CDs algo con la cantidad suficiente de ira egocéntrica, y luego sube los bajos. Engulle grasa y siente que ha regresado al verano de su dieciséis cumpleaños, cuando daba portazos y se le rompía el corazón por cosas que eran, en retrospectiva, bastante mezquinas. El estallido del rock furioso de finales de los setenta.
Por un instante se pierde en el recuerdo. Los apagones y ese raro verano del… ¿setenta y ocho? ¿Setenta y nueve? Del año en que murió Sid Vicious, cuando sea que fuera eso. Fue el mismo año en que él perdió tanto la virginidad como la fe en la rebelión cuando Annie, una chica de su clase de Historia a la que apenas conocía, cambió su vida para siempre muriéndose.
A Lestrade le resulta extraño pensar en ella allí, revolviendo la salsa. Era buena chica. No provocó la pelea en la que la apuñalaron, sólo se vio atrapada en ella. Le recordó a toda una generación de estudiantes que la juventud no era defensa alguna contra la muerte.
Recuerda entrar al colegio y oírlo; él y un par de compañeros más. Todo el año tanto su madre como sus profesores lo habían regañado por sus decisiones. No los había escuchado hasta que le contaron que quedó sangre en el pavimento. No tenía nada que ver con él, claro, fue cosa de otro joven con botas grandes y chaqueta de cuero, ideas sobre el Poder y la estupidez de llevarse una navaja a un partido de fútbol.
Se había visto obligado a reflexionar sobre las ramificaciones de la persona que quería ser y, como resultado, había cambiado.
Hoy en día lleva placa y se pregunta si es acaso mejor, como símbolo. Te sigue confundiendo con el resto del rebaño, seas quien seas.
Sigue ponderando esas ideas tan equivocadas cuando un hombre de traje y corbata golpea la ventanilla.
—Disculpe, señor. Este aparcamiento es exclusivo para residentes.
Lestrade aplasta la placa contra el vidrio y le dice, lacónico, que está trabajando. El otro ni se inmuta. Así que sabe quién es, entonces. Lestrade baja la ventanilla lo suficiente como para que se le oiga, pero no tanto como para que el otro meta la mano.
—Ve a decirle al puto Mycroft que sólo me pienso largar si baja y me lo dice él mismo.
El hombre de traje no se impresiona.
—¿Y cuánto puede usted esperar?
Lestrade lo mira fijamente.
—Puedo mear en una botella —le informa, y vuelve a subir la ventanilla.
El hombre del traje se marcha con expresión agria, involuntario portador de malas noticias, y Lestrade sentiría pena por él si no fuera porque hoy anda escaso de caridad. Le impresiona francamente haber conseguido algo en los cuarteles Holmes. Le parece ridículo que para hacer reaccionar al gobierno le baste ser un capullo irritable sentado en un coche, pero claro, él debe de tener algún tipo de dispensa por su capacidad de crispar los nervios de dicho gobierno.
Después de todo, él es una de las pocas personas que ha tocado físicamente esos nervios.
Mira a la silenciosa casa al final de la calle; aún no hay señales de movimiento. Piensa. Está claro que se ha hecho notar, pero aún no es lo suficientemente molesto. Mycroft ha movida ficha mandándole a un peón. Lestrade hunde los palillos en los fideos hasta que se quedan verticales y se limpia las manos.
Le toca mover.
Arranca largas secciones de cinta adhesiva del rollo y pega tres hojas tamaño A4 a la parte superior del parabrisas, las seis palabras bien desplegadas en escuetas letras negras.
«Hala» masculla. «Trata de ignorar eso».
Sigue sin tener idea de qué significa, pero debe de tener algún tipo de poder sobre Mycroft, o si no Sherlock no lo habría compartido con él. Lo obligará a reaccionar, o quizá le salga el tiro por la culata. Apuesta por la primera opción.
De pequeño, en torno a los nueve años, con su nariz pecosa y sin suficiente control parental, se pasó un verano muy largo y caluroso prendiéndole fuego a avisperos. Tiene su técnica; prenderle fuego a esa cosa sin quemarte los dedos ni echarte encima a todo el enjambre. El acercamiento debe ser muy suave y silencioso, con sigilo para no alertar a las avispas. Con un palo, metes un pedazo de trapo, con el extremo mojado en gasolina o algo parecido, por la entrada, y luego enciendes la punta y sales disparado antes de que la llama que va subiendo alcance el nido.
Se le daba bien. Lo habían picado, pero no lo suficiente como para que aprendiera a no prenderle fuego a los avisperos. Y lo curioso es que el fuego raramente destruye el nido por completo.
Ve cómo, sin prisa pero sin pausa, la guarida de Mycroft empieza a zumbar. La luz se enciende, una cortina vibra, el hombre del traje se va en coche y no regresa. Otro auto entra ronroneando en la calle, espera, recoge a la elegante asistente personal de Mycroft, que lleva un maletín, y luego se desvanece en el crepúsculo.
Cuando el sol empieza a bajar, Lestrade saca una linterna de la guantera e ilumina el parabrisas para que todo el mundo lo vea y finalmente, con cara de estar masticando avispas, el propio Mycroft hace su aparición.
—Vete a casa.
Ha bajado en persona, sin siquiera molestarse en ponerse abrigo. O pretende que Lestrade se largue de Westminster en menos de dos minutos, o tiene otros planes. Lestrade planta un dedo en el botón y los dos observan con solemnidad cómo baja, chirriando, el vidrio de la ventana.
—Te has tomado tu tiempo. —Lestrade apoya un codo en la puerta del coche y actúa con una frialdad que no siente—. Empezaba a aburrirme.
—No hagas eso —espeta Mycroft—. No te pega.
—¿Ah, no? —Lestrade empuja la portezuela, obligando a Mycroft a retroceder un paso. Estar cara a cara con él sobre el pavimento le recuerda que, al contrario de lo que esperó al principio, el otro hombre es un poco más alto que él. Cuadra los hombros, haciendo que los ojos de Mycroft bajen fugazmente al apagado brillo dorado que lleva sobre el pecho—. ¿De verdad quieres hacer esto aquí en el parque?
—No quiero hacer esto y punto. Vete a casa.
Pero Mycroft está nervioso, a pesar de la sequedad del tono y la rigidez de su postura. La afilada luz de la linterna revela un brillo de sudor en las raíces del pelo. Incluso con su férreo control, no puede terminar de disimular la tirantez en torno a los ojos.
—No hasta que me digas qué está pasando. ¿Por qué haces esto de repente? Me enviaste esa mierda con Sherlock y John, por amor de dios; ¿qué pensabas que ibas a conseguir?
Lestrade se da la vuelta y mete el brazo en el coche para apagar la linterna y la radio. Uno a uno, despega los papeles del parabrisas y se los ofrece. Mycroft los toma a regañadientes y los arruga en una bola como si fueran basura.
—También me gustaría tener respuesta a eso —dice Lestrade.
Mycroft ríe por la nariz.
—Como si entendieras la pregunta.
Se da la vuelta y camina despacio hacia la casa. Lestrade se da prisa en subir la ventanilla, cierra el coche de un portazo, echa llave y se pega a los talones del otro hombre. Incluso con su retraso, no obstante, Mycroft no camina lo suficientemente rápido como para dejarlo atrás. Quizá es a propósito.
Lestrade le da alcance y mira abajo, ahí donde se ve el blanco de los papeles arrugados asomando del puño de Mycroft, rayados aquí y allá por el negro de las letras.
«¿Quién de los dos es Victor? ¿Quién de los dos ha salido victorioso?» se pregunta. Ha conseguido lo que quería, pero no es tan agradable como esperaba. Hay una ansiedad en Mycroft que lo hace recordar con terrible claridad otra conversación en la que Lestrade hizo un chiste y toda la sangre se desvaneció del rostro de Mycroft.
Traga saliva.
—Oye… —dice, y luego—: Joder, Mycroft, no es cáncer.
Lo dice sin saber si es verdad o no; apostaría todo su dinero a que Mycroft está bien, pero sólo porque no puede aceptar ningún otro desenlace.
Mycroft lo mira por encima del hombro con expresión indescifrable.
—Por la gracia de Dios —le dice, críptico y con toda la carga satírica de un ateo.
—Oye, ya está bien —se queja Lestrade, frustrado.
—No, no está bien. —Mycroft es implacable. Cierra la puerta tras Lestrade, y su mano se contrae como si buscase un lugar donde apoyarse antes de seguir camino por el recibidor—. Tienes que dejar de venir aquí. Te lo dejé bien claro: estoy cortando todo contacto contigo.
—¿Por qué? —Lestrade echa las manos al aire—. ¿Qué sentido tiene? ¿Para qué? ¿Por qué?
—Es lo que debí haber hecho en navidad.
Lestrade se queda quieto. Recuerda un chiste que hizo Mycroft en navidad; no ésta última, si no la anterior. Antes, cuando no había sucedido nada aún, cuando estuvieron a punto de separarse sus caminos por motivos completamente diferentes en circunstancias completamente diferentes, cuando ninguno sabía qué pasaría después de la muerte de Magnussen.
—Ah, ¿y lo de rebotarme a tu puto teléfono de asistencia? —llama desde lejos.
—Ésa es su función. Es para protocolo. Esto no es protocolo.
Lestrade se acerca a zancadas y le da un empujón a uno de los taburetes de la cocina de Mycroft.
—¡Tú y yo estamos bien lejos del puto protocolo! Entre nosotros nunca ha habido protocolo. No desde la primera vez que arresté a Sherlock y me dijiste que, por orden de los poderes fácticos, los Holmes y el papeleo tenían un acuerdo flexible.
El porte de Mycroft se va haciendo más y más gélido conforme Lestrade se va calentando.
—¿Y si necesitara contactar contigo? —pregunta éste, la misma pregunta que le hizo entonces—. ¿Qué pasa si Sherlock se mete en problemas?
—Llama a John —dice Mycroft, inexpresivo—. O a la señora Hudson. Tienes plena libertad para importunarlos cuanto quieras.
—Ah, vale, ¿o sea que John tiene tu teléfono y puede fastidiarte cuando le dé la gana, pero yo no? No entiendo por qué él está autorizado para eso pero yo no.
La expresión de Mycroft se vacía aún más.
—John tiene el teléfono de mis padres. Creo que, en términos generales, son responsables de su hijo.
—Ojalá tu madre te diera una puta bofetada —comenta Lestrade, y luego su ceja se levanta de pura sorpresa—. Dios mío.
—No, por favor.
—No, no, ya sé de qué va esto.
—No, no lo sabes.
—¿Estás celoso?
Mycroft ríe, sardónico.
—Te prometo que no lo estoy. Estoy aburrido. Estoy aburrido de todos vosotros.
Lestrade lo mira con ojos entornados, confuso. No consigue seguir el hilo de la argumentación de Mycroft ni conciliarlo con las cosas que han ocurrido, o con las cosas que cree saber sobre el otro. Se niega a creer que esta semana de repente, sin ningún motivo aparente, Mycroft se haya decidido finalmente a eludir sus deberes de hermano mayor.
—Pero tú vives por esto. Por mantenernos vigilados a todos. Venga ya, no dejarías que Sherlock se hundiera sin intentar agarrarlo y subirlo de nuevo. Nunca permitirías que tu madre tuviera que lidiar con el tipo de mierdas que se le ocurren a tu hermano.
—¿Ah, no? ¿Y por qué no? —escupe Mycroft.
—Me cago en todo, Mycroft, no es… espera, ¿es cáncer?
Esa idea aquieta la ira de Lestrade. Dejará a Mycroft rabiar contra él, si es verdad. No tiene ningún problema con recibir los restos de una furia que sólo puede estrellarse contra las paredes de una enfermedad indiferente. El sentimiento amenaza con transformarse en lástima antes de que Lestrade recupere el control. Mete las manos en los bolsillos y se queda callado, lo cual sólo consigue enfurecer más a Mycroft.
Bajo la fría superficie, está ardiendo de rabia. Su expresión, normalmente ilegible, empieza a delatar sus pensamientos, el primero de los cuales parece ser “este jodido Gregory Lestrade”, y el segundo, el temor mortal que le sube a los ojos cuando vuelve a hablar.
—Estoy bien. No necesitas preocuparte por eso. No me estoy muriendo.
Eso es verdad. Lestrade le cree, pero no está convencido del todo de que los cimientos de la vida de Mycroft no se hayan tambaleado ante la idea de que su vida puede ser tan tangiblemente finita como la de los demás.
—Bien. No te mueras —dice Lestrade, la voz áspera de alivio. La rabia de Mycroft se convierte en exasperación por un momento, y luego se desarma cuando Lestrade añade—: Y si te estás muriendo, por tu puta madre, dímelo. Sherlock necesitaría a más gente aparte de John.
Esa última idea parece ser nueva para Mycroft.
—Sabes que eres importante, ¿verdad?
—Por supuesto que lo soy —replica Mycroft, pero no es más que una fanfarronada, y finalmente Lestrade se da cuenta. No tiene sentido preguntarle a Mycroft por qué está haciendo esto. No hay motivo para acosarlo con preguntas sobre sus motivos o cómo se siente o si es que siente algo a secas y si ésa es la razón de todo esto. No sirve de nada tratar de sacarle información, porque Mycroft simplemente no lo sabe.
Por una vez, y es irrelevante si es la primera vez o no, Mycroft no tiene ni idea de qué está haciendo con su vida. Sólo sabe que lo han expulsado de su statu quo y siente la presión de hacer algo al respecto. Está claro que sus intentos por restablecer las normas han fracasado y que encima todo se está poniendo al revés de como estaba. Si no puede recuperar su antigua vida, pondrá el mundo patas arriba.
—Mira, no tienes que expulsarme de tu vida por completo —dice Lestrade, intentando ser razonable.
—Sí tengo que hacerlo. Tengo… esto es ridículo. No puedo seguir haciendo esto. Te presentas aquí… ¿tienes una remota idea del riesgo que implica?
—Sí.
—No es verdad.
—Mycroft, soy inspector jefe. Vale que no soy del MI5, ni del Servicio Aéreo Especial o de los Cuerpos Especiales o de quien puñetas trate contigo, pero no soy idiota.
—Te estás haciendo el gracioso. Peor, estás siendo un ingenuo.
—Y tú estás siendo un capullo —dice Lestrade, a punto de perder los estribos de nuevo. Mycroft se pone rojo.
—¿Por qué insistes en esto? —exige—. Aquí no hay… nada para ti. Lo dejaste perfectamente claro. No hay motivo alguno para que sigas insistiendo en conseguir de mí algo que no te reportaba ningún placer.
—¿Perdona? —Lestrade lo mira fijamente, desconcertado por un momento, y luego cambia de postura, incómodo. Tiene una vaga idea de a qué se refiere Mycroft, pero es un tema difícil de tratar en detalle.
—No tenía problemas contigo específicamente. O sea… ¿querías que continuara?
Mycroft ya está al límite absoluto de cada arrogante partícula de su ser.
—Cerremos este asunto. Fue un disparate desde el principio y creo que a ambos se nos ha quedado pequeño.
—Fue una relación, Mycroft —balbucea Lestrade—. No un par de pantalones.
—No fue ninguna relación.
—Pues a veces era la hostia de parecida a una.
—¿Cómo iba a serlo? No te gustaba.
Lestrade boquea, atónito.
—Pero si tú no querías que me gustara. Era lo último que querías, pero… —Se tambalea, arrastrado por una ola de frustración acumulada. Sus palabras rebotan en las paredes de la cocina, hechas de acero bruñido y mármol (de alguna manera parece que los dos siempre acaban gravitando hasta esta habitación) y continúa antes de que se apaguen—. Pero para que conste en acta, ¡sí me gustaba! Me gustaba mucho lo que teníamos, Mycroft. Ni te atrevas a decirme qué me tiene que gustar. Me gustaba lo que teníamos. —Camina de un lado a otro, furioso, levantando las manos—. No tienes ni idea de lo cerca que estaba de ser bueno.
Debería haberlo dicho antes. Ojalá lo hubiera hecho.
—Pero no lo fue —dice Mycroft, sin saber qué más decir. Se ha movido mientras Lestrade iba arriba y abajo, poniendo la larga trinchera de la isla de la cocina entre ellos. Su expresión es tensa. Lestrade sabe lo que quiere decir, aunque, siendo Mycroft, nunca lo hará. Es el mismo viejo mantra de siempre.
No puede ser sentimental.
No puede ser personal.
No puede ser real.
Ni permanente.
Debe mantenerse en secreto.
Debe ser pasajero.
Y, ante todo, no debe ser tradicional.
El problema es que ambos parecen tener definiciones muy diferentes de aquello de lo que están hablando. Lestrade bufa su frustración como si fuera el surtidor de una ballena.
—Vale, ok, sí, no era bueno del todo. Y es por eso por lo que empecé a tomar distancia, pero no la causa principal. No fue el que no tuviéramos una relación normal. Eso me da igual, pero yo… tú siempre… era… —Lestrade echa la mano hacia adelante, con la palma abierta como si pudiera tirar la obviedad a la cara de Mycroft, y luego por fin sisea las palabras, avergonzado—. ¡Joder, era el sexo, Mycroft!
Mycroft vacila sobre los pies, sólo un poco.
—¿El sexo?
Esto es lo último que se habría imaginado.
—¡Sí! ¡Obviamente era ese sexo de porquería! —Lestrade le da una patada al rodapié de la isla—. Tú estabas bien, Mycroft, pero ¿la manera en que follas? ¡Es una MIERDA! —El tono de Lestrade baja, se vuelve de plomo—. No estás ahí cuando lo haces.
Mycroft se va poniendo colorado durante el silencio que viene a continuación; luego empalidece. Lestrade cruza los brazos y se recuesta contra la isla, incómodo.
—O quizá era yo el que podría no haber estado allí, y no hubiera hecho ninguna diferencia —se queja—. Podría haber estado hecho de plástico y a ti te habría dado igual.
—¡No…! —empieza Mycroft, y al mirarlo Lestrade los dos saben que su objeción principal es ante la idea de utilizar accesorios en el dormitorio. Por un momento Lestrade parece esperar que por lo menos mienta y trate de negar algo, pero la protesta nunca llega, y el dolor se instala en sus facciones.
—Me seguía gustando el resto de la relación.
—¿Qué era el resto? —pregunta Mycroft, estupefacto.
—Yo qué sé. ¿Confianza? —Ahora suena como un concepto extraño para ambos—. ¿Compañía? Cuando ocurría algo y automáticamente los dos estábamos en la misma página.
Parece que Mycroft no sabe qué hacer con los brazos. Los levanta, los cruza, los mueve nerviosamente y vuelve a dejarlos caer.
—¿Sentarnos en silencio y dejarte dormir en mi sofá?
—De hecho, sí. Cuando a mí me hacía falta y tú me dejabas; eso era bueno. La mitad de las veces tú no tienes que hacer preguntas y así yo no tengo que contestarlas. A veces sienta bien simplemente callarse y tomarse un momento a solas, pero… no solo de verdad. En los días duros.
Mycroft no dice nada. Lestrade continúa.
—Pero no puedo… mira, no soy muy inteligente. No tengo clase, no soy rico ni soy… bueno, nada de lo que presumir, pero tengo mis putos límites, Mycroft. Es degradante. Tratar de tener sexo y que la otra persona esté… masturbándose con tu cuerpo. Eso no lo puedo hacer.
Mycroft busca con desesperación algo con lo que defenderse.
—Siempre terminabas.
—Es biología, colega. Eso no significa que sea divertido a largo plazo. ¿Sabes? Podría incluso haber aguantado el que siempre salieras de la habitación tan rápido como podías justo después de terminar, si me hubieras hecho sentir que estaba participando de verdad en… lo que hacíamos. El sexo casual está bien, pero tiene que ser mutuo, ¿no?
Mycroft vacila, dividido entre su respuesta automática de dar la contra y negarlo todo, o al menos discutirlo todo, y su necesidad de ser lógico y no sentimental, lo cual le está resultando difícil. Ya ni siquiera es que esté exactamente sentimental; es que hay una molesta parte de él que insiste en que ha manejado todo este asunto terriblemente mal y que perder a Lestrade como recurso va a ser un error.
Hay muchísimos argumentos buenos que podría usar, y se le enredan en la garganta, peleándose por salir. Y sin embargo, de repente, parecen manidos y trillados.
—No puede ser… —empieza, sin saber del todo cómo va a terminar esa declaración. Lestrade lo hace por él.
—Mira, si esto te ayuda, no tengo sentimientos hacia ti. No estoy enamorado de ti.
Los párpados de Mycroft tiemblan, y las lámparas orientables, diseñadas para proyectar una luz suave y transparente por toda la habitación, de repente parecen tan descaradas como focos de teatro, exponiendo todos sus defectos.
Ésas son las palabras que Mycroft tenía la esperanza de oír, más o menos, pero sigue sin estar satisfecho.
—No estoy diciendo que yo no sea más propenso a esas cosas de lo que lo eres tú —continúa Lestrade, restando valor a sus anteriores palabras—. No estoy diciendo que sea imposible. Pero ahora mismo no lo estoy. Me gustas. Creo que esto —hace un gesto entre los dos— es bastante agradable, y que definitivamente es muy útil, dada la manera en que los dos vivimos. Funciona, cuando lo dejas. Es suficiente. No tiene que ser algo distinto.
—¿Nunca querrías contárselo a alguien? —pregunta Mycroft, recuperando la voz por fin. Le sale temblorosa, y no suena en absoluto como quería que sonara.
—No quiero contárselo a nadie. Dios mío, no. Tengo un trabajo que me gusta y me da igual cuánto cacareen acerca del Acta de Igualdad de Oportunidades, yo ya estoy de camino a los sesenta y estoy mucho más cómodo guardándome ciertas cosas para mí, muchas gracias.
—Tienes una hija.
—A la que adoro, pero sigue sin ser asunto suyo con quién me acuesto. Por amor de dios, es una niña. No tiene por qué saber nada de ti.
Mycroft parece dubitativo. Lestrade se encoge de hombros.
—Yo no soy John —dice simplemente, cortando de parte a parte el nudo del problema a su manera, de un solo golpe.
—No —dice Mycroft, quedo, después de un rato largo—. No lo eres.
No más de lo que Mycroft es como Sherlock. No son compañeros; no encajan de esa manera casi demasiado intensa que tienen los otros dos, antes siquiera de plantear la cuestión de cuál es la naturaleza de su relación.
Lestrade se mete las manos en los bolsillos, notando una vez más que su ira se apaga tan rápido como llegó.
—Me voy a casa —dice, al cabo de un rato. Alarga la mano para enderezar el taburete que derribó de una patada—. No hay prisa para decidir cómo… cómo debería funcionar esto. Si es sólo sexo, entonces es sólo sexo, pero hay que cambiar cómo lo hacemos.
Mycroft traga, cierra brevemente los ojos.
—Ya veo.
—¿Te parece bien?
La cocina es demasiado grande, está demasiado limpia. La cálida lana marrón del traje de Mycroft hace parecer que no combina con su propia casa. Su expresión pensativa es aún más rara: retrae los labios hacia adentro, contra los dientes, como si tratase de mantenerlos quietos. Por un instante lo único de él que se mueve es su pecho al respirar.
Lestrade espera. Quiere preguntar si, dejando el sexo aparte, Mycroft sólo lo considera un inconveniente, pero no quiere darle más munición al otro.
Mycroft hace un leve movimiento de cabeza. Los hombros de Lestrade se relajan.
—¿Qué —pregunta Mycroft delicadamente— es lo que quieres exactamente?
Lestrade apoya una mano en el banco de la cocina, junto a Mycroft. Si lo sopesas, piensa, en realidad es muy poco.
—La oportunidad de averiguar qué es mejor para los dos.
Capta la mirada de Mycroft y la inseguridad que nada en ella y, con súbito atrevimiento, se inclina para darle un corto y brusco beso.
—Quizá un par más de esos —dice, devolviéndole a Mycroft su espacio personal. Mycroft se aclara la garganta con los colores subiéndole por las mejillas, haciendo que su tez pase de cadavérica a humana de nuevo.
—Quizá —consigue decir, tratando de no volver a mirar a Lestrade a los ojos. No es un enorme voto de confianza, tampoco es un “no” a secas. Lestrade teme que, una vez salga él por la puerta, Mycroft vuelva a confundirse a sí mismo, sólo por escapar de la situación. No deja de notar lo irónico que sería.
—No me importa ser tu vía de escape —resume. Se arriesga a esbozar una pequeña y torcida sonrisa—. Es sólo que… yo necesito una también.
Ante esto Mycroft vuelve a asentir, esta vez de manera más evidente.
—Buenas noches, entonces —dice Lestrade, abotonándose el abrigo, que nunca llegó a quitarse. Cruza el apartamento, atraviesa el corto recibidor y abre la puerta principal. Mycroft, después de un momento, lo sigue. Sujeta la puerta con una mano cuando empieza a cerrarse detrás de Lestrade y luego se queda ahí parado, manteniéndola abierta mientras Lestrade vuelve a vacilar en el umbral.
—No cortes la comunicación —pide Lestrade, antes de convencerse a sí mismo de moverse.
—Buenas noches —replica Mycroft. Lestrade lo mira por un momento y luego finalmente se rinde y se marcha, tratando de oír si la puerta se cierra tras él. Al llegar al ascensor mantiene la vista en el suelo, entra y pulsa el botón del recibidor.
Antes de que el ascensor se mueva, se permite levantar la mirada, mientras las puertas eclipsan el corredor.
La puerta del apartamento de Mycroft sigue abierta, y él sigue ahí parado, sosteniéndola con una mano, dejando espacio suficiente para dos personas en el marco de la puerta.
Notes:
Autora:
-El título del capítulo viene de una canción de Matt Alber que se llama “The end of the world”. Escúchala porque es preciosa.
-La salsa XO es una salsa picante de mariscos. No tengo ni idea de qué lleva, pero tiene un sabor muy característico.
-NO quemes avisperos. Ante todo, no quemes avisperos. Pésima idea para ti, y aún peor para las avispas.
-En el próximo capítulo volveremos a Sherlock y John y trataré de que la trama se desarrolle más MUUUUUY PRONTO, aunque me estoy mudando de casa de nuevo así que akdakjfbsjfnsnsla. La vida.Traductora:
-El Acta de Igualdad de Oportunidades de 2010 garantiza protección contra la discriminación, incluyendo la homofobia, en el lugar de trabajo.
Chapter 12: Conectar con honestidad
Chapter by BelsanEmpress, Odamaki
Summary:
John está de pie, en posición de firme y totalmente alerta, escuchando hablar al otro. El hombre alto se balancea un poco, gesticula mientras John se le acerca, y los ojos de uno están bien fijos en los del otro. John baja una mano relajada para señalar a su hija y luego la deja en el aire. El otro se queda quieto para decirle algo con los ojos, no con palabras. Los dos componen un cuadro tan fácil de descifrar como cualquier pintura de algún antiguo maestro.
Notes:
Autora:
(risa maníaca)
SORPRESA A03, ADIVINA QUIÉN HA VUELTO. Ok, no conseguí publicar antes de que se estrenara el especial, pero pasaron Cosas y luego pensé que 30.000 palabras era DEMASIADO para un solo capítulo, así que lo partí y he aquí 15k palabras pa que se remojen el gaznate mientras yo termino la otra mitad. Mitad que ya mide lo mismo que ésta y sigue creciendo (fallece). Espero que la disfrutéis y espero que el especial no os matara. Lamento mucho, MUCHÍSIMO no haber podido incluir el bigote de Molly Hooper.
Mi siempre agobiada beta, Codenamelazarus, me ruega que añada lo siguiente: “feliz año nuevo ligeramente atrasado, lectorcillos”.
O FELIZ AÑO DEL MONO ADELANTADO, supongo.
Las notas, como siempre, están al final del capítulo.
Traductora:
¡Holahola! Sé que, conforme pasa el tiempo, las notas de Odamaki sobre la serie se van quedando más y más desactualizadas, pero no tengo corazón para dejar de traducirlas. Son como un archivo sentimental sherlockiano X3
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
A finales de verano, llega al apartamento un sobre con una misiva que tan sólo dice: «Una propina por hacerme de mensajero y ahorrarme el engorro de comprar sellos. A.».
Sherlock mira dentro del sobre con los ojos entornados, y luego lo voltea y deja caer un par de entradas para el teatro sobre el regazo de John.
—¿”A.”? —barrunta John mientras los recoge—. ¿De Anthea? Oh, ¿para una obra de teatro? Qué amable.
—Hmm —replica Sherlock—. Insípido. Llévate a la señora Hudson. Le gustan… —Arruga la cara al pensar, y luego concluye—: ¿…los telones?
—Creo que le gusta el teatro, sí —dice John, volviendo a meter las entradas en el sobre—. Aún así, es algo inesperadamente agradable por parte de una de los esbirros de Mycroft. ¿Qué hicimos para merecérnoslo?
—Hmm —dice Sherlock de nuevo—. Creo que tengo que ir a Scotland Yard. ¿Tú no tenías algo que hacer?
John levanta la mirada hacia el reloj de pared, maldice y luego se apresura a alistarse.
—¿Por qué no me dijiste qué hora era?
—Lo tienes aquí mismo —señala Sherlock, indicando el reloj—. Ni que lo hubiera cambiado de sitio o algo.
John persigue a la niña en torno al sofá, tratando de escribir un mensaje con una mano y untarla de crema solar con la otra.
—Sólo acuérdate de cerrar con llave cuando salgas.
—Sí, John.
—Y si quieres algo en particular para cenar no te olvides de avisarme, voy a pasar por la tienda. O si nos llega un caso —añade, metiendo a la niña y al elefante en el carrito. Una de los participantes, que no es el elefante, protesta a gritos.
—No, John —dice Sherlock por encima de la batahola.
—Y mañana pasa el camión de la basura —añade John, más para sí mismo—. Brum brum, abejita. El carrito es divertido, deja de gritar. No hay que olvidarse de sacar la basura del baño y del piso de arriba…
Sherlock se detiene a medio camino de ponerse la chaqueta.
—Tres bolsas llenas, John.
—Dios mío, ¿tantas? —dice John, tan aturdido que no capta la burla—. A la mierda, tendrán que esperar. Aperitivos… —Pasa junto a Sherlock a toda velocidad para coger una bolsa de papel del banco de la cocina. Sherlock da un paso atrás para dejarlo pasar, con divertido interés.
—¿Para qué te molestas? —pregunta—. ¿Por qué tiene que estar tan organizada una salida al parque?
John levanta las manos, haciendo traquetear la bolsa.
—No tengo ni idea. Me toca a mí llevar los aperitivos.
Sherlock ríe a carcajadas ante este disparate, pero sujeta el extremo más pesado del carrito mientras maniobran para bajarlo por las escaleras.
—¿Por qué demonios la llamamos “Abejita”? Es pesada y ruidosa.
—Puede oírte, ¿sabes?
—Afortunadamente a su edad no tiene el más mínimo asomo de autoconsciencia. Muy sabio —le dice Sherlock a la bebé, que emite ensordecedores alaridos—. No lo aprendas nunca.
—Afortunadamente —replica con sarcasmo John por encima de la cabeza de la niña, mientras bajan tambaleándose los últimos escalones—, dispone de un gran ejemplo.
Sherlock le muestra brevemente los dientes y endereza las ruedas del carrito. John se sube la cremallera de la chaqueta.
—Vale. ¿Quieres que vayamos a buscarte después? Sólo serán un par de horas.
—No, te mandaré un mensaje.
Salen por la puerta como una muchedumbre compuesta por tres personas y todos los cachivaches que Abejita parece necesitar dondequiera que va.
—Vale —repite John, dubitativo—. Saluda a Lestrade de nuestra parte.
Sherlock agita la mano para mostrar que, aunque no tenga intención de obedecer, por lo menos lo ha oído. Se da la vuelta para irse y John lo detiene con un recordatorio.
—Oye, despídete como es debido.
Sherlock retrocede, se agacha y le hace cosquillas a Abejita en la barriga, haciendo que dé patadas. Se endereza, apoyando la mano en la barra del carrito justo encima de la de John. Quizá John también siente cosquillas, porque separa la mano del plástico en cuanto queda libre de la palma de Sherlock, y le lanza una palmada al codo.
Sherlock se escabulle de un salto y se da la vuelta para llamar a un taxi y John empieza a girar el carrito en dirección al parque, las ruedas girando hacia delante y la cabeza vuelta hacia atrás para observar al taxi deteniéndose. Sherlock se despide con la mano mientras desaparece en su interior.
—Hasta lueguito.
—Te veo luego —dice John. El auto arranca y, de camino al parque, John se aclara la garganta y borra la sonrisa de su cara antes de que empiece a sentirse demasiado ridículo.
* * *
John es uno de los dos únicos padres solteros del grupo de la NCT al que pertenece desde antes de que naciera Abejita. Hay otros hombres, por supuesto, pero suelen aparecer sólo para los eventos grandes de los fines de semana, que John procura evitar.
Su presencia despierta una gran curiosidad, y no le sorprende. Fue Mary la que los inscribió y asistió más durante aquellos primeros días del embarazo, aunque John había acudido a algún evento cogido de su brazo, para conocer y saludar a la gente, intentando no delatar su aburrimiento.
Después, cuando pasaron todas aquellas cosas horribles, había dejado que Mary fuera sola, lo cual le acabó granjeando una empatía confusa y bastante frialdad cuando trató de regresar, unos meses después de su muerte. Las reuniones seguían sin gustarle, pero le daban a Abejita la oportunidad de conocer a otros niños, y además en muchos sitios las entradas para grupo eran más baratas.
Son un variado grupo de habitantes del centro de Londres. Suficientemente acomodadas como para vivir allí, pero no lo bastante como para ser Mamitas Ricas de Chelsea, con sus cócteles y su algodón orgánico y su yoga para bebés. John tampoco las conoce mucho, aunque reconoce de vista a la mayoría de sospechosas habituales.
Hay algunas vivaces y con nombres cortos y maternales: Gem y Cat y Ness, relajadas amigas de la infancia y feroces rivales a partes iguales. Está Sevtap, que asiste a todas y cada una de las reuniones con dos hijos propios y algunos más, prestados por amistades desconocidas, y que compensa sus carencias en el inglés y la deplorable falta de segundos idiomas de los demás (habla francés y ruso, aparte de turco) hablando despacio y con mucha intensidad. Lulu y Stacey representan la cohorte de clase alta sin dinero, y aunque son amables y simpáticas, se codean con ellos manteniendo una especie de otredad que hace difícil conectar con ellas.
El resto, tres o cuatro mujeres cuyos nombres John nunca consigue recordar, son un puñado de madres solteras que suelen llegar tarde y marcharse temprano a toda prisa, a las que les irritan infinitamente los consejos bienintencionados de las demás. A John le caen mejor porque no las conoce mucho. Se siente identificado con esa irritación generalizada contra el mundo.
Entre tanto, el único otro padre que suele acudir a las reuniones de la NCT tiene una seriedad algo conejil que incomoda a John, quizá sólo porque es diametralmente opuesto a él. Es un antiguo profesor (no de los buenos) y todavía cae en su vieja costumbre de echar sermones.
—Sí —dice John, que realmente no lo está escuchando. Empuja el carrito adelante y atrás con aire ausente, sin recordar que su hija no está dentro, y trata de disimular el hecho de que no puede dejar de mirarlo a los ojos; es uno de esos ejemplares con globos oculares desafortunadamente saltones.
«Es como uno de esos peces de colores tan caros» piensa John «que venden en Birkenstocks. Es asqueroso. No puedo dejar de mirarlos».
—…y claro, el problema con el jamón de supermercado es que está lleno hasta arriba de nitratos; conservantes, ¿sabes?
—Ajá.
—Claro, y eso es malísimo. Pésimo. —Se va callando poco a poco, asintiendo para sí como si todos los problemas del mundo se pudieran solucionar aniquilando el fiambre de supermercado, o como si al menos estuviera satisfecho de que ahora John sea apropiadamente consciente de los horrores que acechan en los sándwiches del mundo.
John mira a su hija, al otro lado del parque infantil, y trata de inventar alguna excusa para escabullirse de la conversación. Debió de haber seguido su primer instinto y sentarse solo, o haberse limitado a gravitar en torno a las Mamás de Nombres Cortos, incluso aunque parezcan estar en mitad de una disputa interna, calladas y sonriendo mucho.
—Muy malo.
—Claro —dice John, antes incluso de habérsele ocurrido ninguna excusa—. Eh, ¿Pete?
—Paul.
John despierta y lo mira.
—Paul. Por supuesto. —No ha visto a un Paul más Paul en su vida—. Perdón, estaba… pensando en otra cosa.
—Ah, claro —concede Paul con generosidad—. De todas maneras, tu pequeña no tiene nada que temer. No me hagas empezar a hablar de mi ex, jajaja, pero siempre decía que si no desarrollan alergias durante el primer año, probablemente vayan a estar bien hasta que cumplan dos. O uno y medio, en todo caso. ¿Te gustaría venir de visita algún día?
El susto de John es genuino.
—¿Qué?
—Para jugar —aclara Paul, sonriendo, como si eso no lo hiciera aún más raro—. Es que estaba pensando que vivimos muy cerca del parque, y nuestras hijas se llevan bien…
—¡Ah! Ah, claro. Eh… —John ni siquiera había contemplado esa idea. No en serio, al menos.
—Sé que a nivel de desarrollo es un poco temprano para ellas, pero personalmente creo que es bueno que los niños se expongan a otros niños, no se tú, pero… bueno, jajaja, estáis invitados.
—Claro —repite John. No es exactamente la primera oferta que le hacen, pero las demás parecían venir con implicaciones de mujer soltera. Y, si bien encuentra ese interés agradable, e incluso bastante halagador, realmente no lo desea. Podría dejarse llevar para conseguir sexo sin compromiso, pero al final sería demasiado complicado.
Ambos lados de la ecuación traen demasiado equipaje. Sería mejor simplemente ligar con alguien al azar una noche, pero claro, no es que salga mucho a beber últimamente.
—¿Qué opinas? —pregunta Paul, dudoso y suplicante. John se sobresalta.
«Alguien se acostó con él» lo informa cruelmente su cerebro, contra su voluntad. «Imagínate lo húmedo que sería».
Reprime virilmente cualquier reacción externa.
—Mmm, em, quizá. Tengo que comprobar mi agenda —dice, y se da prisa en ponerse a inspeccionar los contenidos del carrito para evadir la conversación. A Paul no parece importarle. Emite un satisfecho “mm” y empieza a recordar a John de la perversidad del gel antibacterias.
Al otro lado de los juegos, las mamás los observan, ayudando perezosamente a los niños a pegar manualidades en una de las mesas de picnic, mientras éstos corretean a su alrededor peleándose.
—Es un poco raro, ¿no? —comenta Lulu, despegándose restos de cola blanca de los dedos con la nariz arrugada—. ¿Alguien tiene más toallitas húmedas?
—Paul sí que es la versión humana de una toallita húmeda —replica Cat, empujando el paquete en su dirección—. Y tampoco estoy muy segura de John. Es un poco… callado, sabes.
Sevtap asiente filosóficamente.
—¿John? Es un poco nariz grande pero un poco guapo.
Las otras ponderan tanto la nariz como el veredicto.
—He visto cosas peores —dice Gem.
—Te has tirado a cosas peores —la corrige Cat bajito. Se sonríen.
—Es agradable a la vista pero un poco demasiado militar para mi gusto —dice Ness, alargando el brazo para liberar una barra de pegamento de las garras de uno de los niños—. No te comas eso, amor, sabe feo. ¡Puaj! ¡El pegamento es puaj!
—A mí no me molesta eso —reflexiona Gem—. ¿Sandra?
—Está soltero, está vivo y no está en la cárcel, con eso ya me tiene ganada —dice Sandra, una frase trillada y sin entusiasmo—. No puede ser peor que los, eh… —Mira con cansancio a los niños—, bobos que encuentras en las apps de contactos.
—Pero tiene una hija muy buena. Bien controlada —mete su cuchara Ness—. No como los de otros.
Mira con intención a Lulu, que está demasiado distraída mirando su teléfono como para darse cuenta.
—¿Qué?
—Nada. Pero bueno, ¿tú querrías?
—¿Querer qué? ¿A John? —Cat se ríe y se le caen los recortes de papel—. Claro, por qué no. Lo intercambio por Andrew por un día.
—¿En serio?
—No, ¿estás loca?
—¿Gusta John? —inquiere Sevtap. Las otras se encogen de hombros y evaden la pregunta riéndose—. ¿No? Es bueno. John solo tienen hombre sombrero.
Esto causa cierto nivel de desconcierto y algunos comentarios, hasta que Lulu levanta la vista del teléfono el tiempo suficiente como para decir «ah, se refiere al sombrero de tweed».
—¡Ah! Pero ese no era John, él no llevaba el sombrero, si no ese tipo, Holmes.
—Sí, yo leo en el periódico. John con hombre y sombrero. Siempre dos con el hombre.
—Ahora entiendo. Ay, Sevo, Levent está tirando virutas de madera.
Esperan mientras Sevtap suspira y se levanta del banco para ir a regañar en turco, con mucha calma, a uno de los niños a su cargo. La charla se apaga por unos instantes y luego se desvía a una conversación circular sobre las dificultades de encontrar academias de idiomas para niños menores de cinco años.
—Lo sé —suspira Lulu—. Encontramos un sitio que enseñaba español pero, o sea, nunca vamos a España; nuestra casa de verano está en la Toscana, pero, o sea… no es el mismo idioma, ¿no?
—No —dice Cat—. Estoy bastante segura de que el español no es italiano. Quién lo iba a decir. —Bosteza y empuja con pereza los recortes de papel de vuelta a la bolsa de donde salieron. Los niños (o, al menos, los que son capaces) han perdido el interés en las manualidades y se han ido a jugar a los columpios, con Sevtap vigilándolos como un atento sargento de instrucción.
—¿Llamamos a los muchachos y abrimos los aperitivos? —sugiere Ness—. ¿A quién le tocaba traerlos esta semana?
Desmontan el campamento de las mesas de picnic para convocar a las tropas y comer algo. Lulu se va corriendo a comprar café a un furgón astutamente estacionado al otro lado de los juegos, y John desata el nudo de la bolsa que ha traído.
—Compré fruta y galletas saladas y esas cosas —dice, repartiendo los paquetes. Sabe muy bien que lo regañarían si trajera algo demasiado cercano a la comida basura, así que buscó bien en el supermercado. Las galletas son de la sección que él llama “porquerías orgánicas” en privado. Y aún mejor, no son lo suficientemente ricas como para ser poco saludables.
—Ah, mira —dice Paul al tomar el paquete, con una sonrisa forzada. Le enseña las galletas a su hija—. ¡Gluten! Gracias, John, jajaja… nos las guardaremos para luego.
—Yo voy a comérmelas —dice John con toda la intención.
Sandra, una confiable aliada, ya ha metido una en la boca de su hijo y otra en la suya propia.
—Están buenas —dice, con la boca llena de migas.
—Por supuesto, por supuesto. —Paul asiente con la cabeza y mira al parque con expresión divertida, como si John, pobre cerdo ignorante, acabase de servir comida para gatos para almorzar.
Las demás están satisfechas, y a los niños les da igual qué les den mientras puedan agarrarlo con una mano y largarse con los juguetes en la otra. John exhala y mira su reloj. Pronto podrá irse. Las otras fingen que no se han dado cuenta, aunque Cat comenta sobre su “síndrome de las piernas inquietas” con falsa compasión.
La charla vuelve a empezar, esta vez sobre varios programas de cocina que están de moda actualmente. John no ha visto ninguno, y ninguno le interesa lo más mínimo. Vuelve a mirar el reloj con disimulo y se siente incómodo. Sevtap regresa con un niño en cada brazo y se apretuja junto a él en el banco, ignorando la conversación. A diferencia de John, es capaz de dejar pasar las cosas sin que la afecten. Sandra tampoco parece muy inclinada a añadir nada, aunque asiente para dar su aprobación de vez en cuando.
John se pregunta si esas dos tienen un sentido de pertenencia al grupo por el mero hecho de ser mujeres. Paul interviene con toda seriedad, aún perorando sobre los horrores que acechan entre los víveres de supermercado, pero él también se mantiene a una distancia prudencial. No se le dirige ningún comentario ni pregunta, y sin embargo a Sevtap sí, incluso cuando no termina de entenderlas. ¿Es porque Paul es un imbécil, o es porque es hombre? John no está seguro.
Le hace preguntarse si habrían aceptado a Mary con más facilidad que a él, una noción que hace que se le retuerzan las tripas. En realidad no la conocían en absoluto. Él, al menos, ha sido honesto con el grupo, aunque no consiga disfrutar del todo de su compañía. Abejita se mete virutas de madera en los bolsillos y vaga por ahí con los otros niños, haciendo soniditos como de trompeta, y se acerca sólo cuando quiere otro palito de zanahoria. Es muy feliz.
Sandra capta la mirada de John durante un instante y le ofrece la sombra de una sonrisa, de una persona solitaria a otra. John no conoce su historia, y ella no muestra interés en compartirla. Él tampoco está interesado en preguntar. Aparte del hecho de que, por alguna razón misteriosa, sus hijos no gritan como energúmenos al verse, tienen muy poco en común y aún menos temas de conversación.
Su teléfono hace “bip”.
[Pareces infinitamente aburrido- SH]
Las cejas de John se arquean de golpe. Mira a su alrededor, y finalmente descubre al culpable al borde del parque, bajo los árboles. Entre el traje oscuro y la sombra proyectada por los tilos, casi no se le ve.
Empieza a escribirle un mensaje de respuesta y luego, al caer en lo lento que es tecleando, guarda el teléfono y se pone de pie.
—Disculpadme un momentito —dice, retorciéndose para salir del banco y yendo hacia Sherlock. Consigue dar una docena de pasos antes de que Abejita corra para alcanzarlo, fracase, grite «¡Babaaaaaaaaarrrrr!» y él tenga que bajar la velocidad y tomarle la mano para que pueda tambalearse junto a él.
Hay un breve silencio en la mesa y los cuellos se estiran con unanimidad.
—¿Quién es ese?
—¿No es el tipo del sombrero?
—¿El pervertido?
—El de los periódicos que decía Sevo; Sherlock Holmes.
—Es alto —dice Gem.
—John es bajo —dice Paul, inusualmente irritado.
—Uf, tiene un aire a Christian Grey, ¿no?
—¿En serio, Cat?
Observan a los dos hombres hablar, tan cautivadas como si estuvieran viendo un programa en horario estelar.
John está de pie, en posición de firme y totalmente alerta, escuchando hablar al otro. El hombre alto se balancea un poco, gesticula mientras John se le acerca, y los ojos de uno están bien fijos en los del otro. John baja una mano relajada para señalar a su hija y luego la deja en el aire. El otro se queda quieto para decirle algo con los ojos, no con palabras. Los dos componen un cuadro tan fácil de descifrar como cualquier pintura de algún antiguo maestro.
Luego el hombre alto se mueve sólo una fracción y sin querer tapa la visión del rostro de John al público; se inclina hacia delante para hablarle al oído y una de sus manos cae sobre el hombro de John, en busca de un punto en el que apoyarse. La mandíbula de John aparece y desaparece tras su brazo mientras asiente, y luego mira hacia un lado con una leve sonrisa. Algo lo divierte. La niña le tira de una pernera del pantalón y luego de la otra, recibe una caricia en la cabeza de dos manos ausentes diferentes, y luego chilla y John la recoge con un audible gruñido. La conversación continúa.
La niña está apoyada en la cadera de John entre ambos hombres, cada mano agarrada al cuello de cada camisa, hasta que Sherlock vuelve a echarse hacia atrás y el espacio entre ambos se hace mayor que la envergadura de sus brazos. John vuelve a ponerla en el sitio balanceándola, y ella levanta la manita para rozar la barbilla del otro hombre con las yemas de los dedos. Sin parar de hablar ni detenerse a mirar, Sherlock atrapa la palma entre sus dedos y le besa la muñeca, sin perder el hilo de la conversación.
John le da a Sherlock una palmada cariñosa en el brazo al acabar la conversación. Retira la mano y lo envía de vuelta hacia la puerta del parque con calmada autoridad. Sherlock empieza a marcharse, dándose la vuelta para hacer comentarios, hasta que John dice «vamos, vete» un poco más alto. Sherlock se aleja, pero luego regresa y besa a la niña en ambas mejillas, una vez y luego otra, y sólo entonces se va. John se queda, un hombre con un jersey de codos desgastados de pie sobre el suelo cubierto de escamas de corteza de árbol. La única diferencia es que ahora tiene la espalda recta.
Observa al otro hombre hasta que no es más que una mancha oscura en la distancia, más allá del parque, y luego se da la vuelta y baja a la niña con una vaga sonrisa.
Ness levanta las cejas en lugar de decir «¡vaya!» en voz alta.
Las mujeres hacen saltar a los bebés sobre la rodilla y saborean cómo crecen los cotilleos, como florecen las preguntas en sus bocas, dulces y ácidas y tremendamente placenteras. Paul parece fastidiado.
John regresa despacio, con su hija caminando en cuidados círculos en torno a una de sus piernas.
—Lo siento —dice, al llegar a la banca—. Tendremos que irnos un poco temprano. —No suena a disculpa en lo más mínimo—. Sentíos libres de acabaros los aperitivos.
—Claro.
—No pasa nada, John.
—¿Nos vemos la semana que viene?
John mira una cara y luego la siguiente, con sospecha. Siente que se están riendo de él, pero no está seguro de si es así o sólo está paranoico. ¿Lo están juzgando?
—Eh, sí. Avisadme —dice, un poco áspero—. Me gustó el… parque.
Le toma un par de incómodos minutos recoger a Abejita y todas sus cosas, intentando disimular que está desesperado por largarse. El grupo lo despide agitando las manos, tan amistoso como siempre, y John sabe que van a compartir chismes sobre él en cuanto se vaya. Quizá debería sentirse halagado por su interés, pero no le parece que sea algo bueno. Paul lo mira, pero no reitera su invitación.
Sólo Sandra lo obsequia con unos ojos en blanco, algo que John agradece, y su «ya nos vemos» suena más genuino.
—Venga, vámonos con Nana —le dice John a Abejita, encorvado sobre el carrito para abrocharle el cinturón—. Sherlock tiene un cadáver fresquito para que papi le eche un ojo.
Ella le sonríe con sus huecos entre los dientes, sin entender nada pero feliz de que él esté feliz.
* * *
Resulta que no hay cadáver. Acaban en la oficina de Lestrade con tres vasitos de café pegajosos y un ordenador portátil.
—Ok, mirad, esto entró hace un par de días —explica Lestrade—, y creo que os gustará. Un misterio de habitación cerrada.
—¿Por qué no me lo dijiste hasta ahora? —quiere saber Sherlock, de mal humor. Maniático, limpia la sucia pantalla de Lestrade con su propio pañuelo.
—Porque había niños implicados y ya sabemos cómo eres —replica Lestrade, sobrio. Tose con suavidad tapándose la boca con el puño del revés y luego continúa, picando con el dedo la foto que aparece en pantalla, la primera de muchas—. Bueno, pues aquí está El Establo, un sitio muy pijo, como podéis ver.
La fotografía muestra una casa grande y bonita en el acaudalado área entre Chelsea y Fulham. El exterior antiguo está complementado por unos interiores reformados, expuestos para su deleite visual en unas torpes fotos sin duda tomadas por Anderson. La única parte que no está dominada por el blanco y el cromo es la galería del segundo piso, una subida sin salida que no da a ningún cuarto, donde se exhibe la considerable colección de antigüedades del dueño. Banquero de inversión de toda la vida, el hombre ha invertido partes de su fortuna en arte, especialmente italiano del siglo XVII. La joya de la corona de la colección era un boceto original para el Sacrificio de Isaac de Tiepolo, y ésa también parece ser la razón por la que han llamado a la policía.
John no puede evitar quedarse boquiabierto ante las imágenes; no sólo por los tesoros, si no por la seguridad. Anderson ha hecho más que sólo tomar fotos; ha incluido un vídeo para permitirles realizar un tour virtual por el recibidor.
«Hola, aquí estamos, en la puert…»
Sherlock se inclina hacia adelante y presiona con firmeza el botón de mute. Observan. La galería tiene la misma anchura que la casa, con ventanas en un lado y sólidos muros en los otros tres. Sólo hay una puerta, a la que se le puede echar el pestillo por dentro, y que también tiene un cerrojo electromagnético en la parte de abajo, lo que significa que estará bien cerrada en el momento en que empiece a sonar la alarma. Las ventanas son sólidas y nuevas. Se pueden abrir cuando la alarma está desactivada (Anderson hace una demostración) para airear la estancia, pero sólo lo mínimo indispensable. Observan a Anderson deslizar la mano enguantada por la estrecha rendija para darles una idea. Incluso un gato lo tendría difícil para escurrirse por ahí.
Sherlock emite un murmullo de aprobación. Nadie entró ni salió por ahí.
Anderson ladea la cámara para enseñarles la cámara de vigilancia que hay instalada junto a la puerta: desde su posición privilegiada puede capturar toda la galería en una sola toma, sin ángulos ciegos, a excepción del interior de la habitación en el extremo más alejado, donde El Sacrificio de Isaac se conserva a temperatura y luz ideales.
—Toma una foto cada minuto y, hasta donde nosotros hemos podido ver, no falta ninguna captura ni se ha manipulado la cámara de ninguna manera. Además, hay testigos.
—¿Para qué es la silla alta? —pregunta John, señalándola. Está más o menos a mitad de la galería, vuelta de espaldas a las ventanas.
—Cuando el dueño, el señor… —Lestrade hace una pausa para pensar y toser de nuevo—, el señor Lee Addison, abre la casa al público, trae a un vigilante para asegurarse de que nadie toque nada. Se sienta ahí.
Les escribe algo en un bloc de notas.
—En el día de autos, le estaba enseñando la casa a la clase de primaria de su nieta. En torno a un total de seis grupos de niños, cada uno con un profesor o voluntario, bien cuidados. Sólo se permitía que entrase un grupo a la vez en la galería, así que hicieron turnos. Mirad las grabaciones de seguridad…
Le da al play a las susodichas y usa su bolígrafo para señalar cosas.
—Ok, aquí a las 11:45 podemos ver el cuarto grupo de niños con Lidia Stringfellow, una de las voluntarias, entrar al pasillo. Ahí está el vigilante, George Templeton. A las 11:54 miran la cerámica que está por el centro de la sala, al mismo nivel que el vigilante. A las 11:58 se han movido para admirar una armadura. Y luego, a las doce en punto exactas, abren la cámara para ver el cuadro.
—La puerta se cierra —nota Sherlock, al ver que la siguiente imagen muestra la galería vacía, salvo por el guardia de seguridad.
—Sí, hay que mantenerla a cierta temperatura, así que les dijeron que tenían que entrar y cerrar la puerta. Está conectada al sistema de seguridad, así que una vez cerrada no se vuelve a abrir durante un par de minutos, para que el interior vuelva a aclimatarse. Estuvieron ahí dentro durante unos cinco minutos.
—Hm, siguiente.
La siguiente secuencia muestra a un hombre mayor entrando por el lado opuesto de la galería. Lestrade pausa la grabación.
—Mirad a éste tipo. Es Lee Addison, el dueño.
Observan cómo las imágenes evolucionan en un errático stop motion. El anciano se dirige a hablar con el guardia, que de inmediato desaparece de la escena.
—A mediodía, a George le tocan veinte minutos libres para comer. Dice que bajó a la cocina, se hizo un sandwich y se fumó un cigarrillo, y tenemos una declaración de que el otro grupo lo vio fumando en el patio trasero, así que eso ya está comprobado. Addison se encarga de vigilar.
A las 12:06 el grupo emerge de la cámara y el anciano se mueve hacia ellos mientras salen apresuradamente. El hombre se queda un rato más y luego, a las 12:09, desaparece. Lestrade vuelve a pausar el vídeo.
—¿Veis?
—La puerta de la cámara se está cerrando —dice Sherlock. John entorna los ojos, y Sherlock se lo señala—. Mira, la puerta está desalineada en comparación con la imagen anterior. Entró en la cámara.
12:10, 12:11, 12:12 y la galería sigue desierta hasta las 12:14, cuando entra un nuevo grupo. Siguen la misma ruta que el anterior: la cerámica y la armadura, y después, a las 12:26, se los ve apelotonarse en la puerta de la cámara mientras George vuelve a entrar. A las 12:27 vuelven abruptamente afuera, y la profesora mira en derredor con pánico.
Lestrade detiene la grabación.
—Esa es Julia Godwin, la profesora de tercer curso. Dice que la puerta se abrió sin problemas y que los niños entraron, pero el marco estaba vacío. Entró ella misma porque no podía creérselo, y luego una de las niñas vio sangre en el suelo, y ahí fue cuando la profesora volvió a sacarlos de la cámara. Por suerte no dejó que la puerta se cerrara tras ellos.
Sherlock alarga la mano y va pasando las tres imágenes: de antes de que entraran, justo después de salir y cuando están dando vueltas, asustados. Frunce el ceño.
—La puerta se abre hacia adentro. ¿La cámara está insonorizada?
Lestrade piensa.
—No está construida para eso, y tampoco lo hemos comprobado, pero tanto la puerta como los muros son muy gruesos, así que supongo que más o menos.
—Un hombre entra en una cámara cerrada y tanto él como su invaluable pintura desaparecen. —Sherlock sonríe—. Extraordinario. Quiero verla.
Lestrade emite una serie de ruiditos de disentimiento, por obligación, y luego accede bastante rápido.
—Preguntaré primero, y te acompañaré, y tienes que recordar que no es tu escena del crimen, es de Anderson.
Sherlock gimotea.
—¿Eso es necesario?
—Me temo que sí. Nada de andar mangando evidencias como la última vez, o acabas en mi despacho con Anderson Spielberg en la versión del director y sin mutear. ¿Está claro?
Sherlock hierve de rabia.
—Cristalino. —Un momento más tarde, se recompone—. En Kent me dejaron hacer las entrevistas.
—No estamos en Kent —señala Lestrade—. Yo no me hago cargo de qué riesgos quieran asumir allá. Este caso pertenece a la policía de Londres. Y ya tengo al comisario respirándome en la nuca.
—¡Bah!
—Ni “bah” ni “beh”. Ya sabes qué opina de vosotros dos.
—Es por el sombrero —dice Sherlock, disgustado. Lestrade lo corrige.
—Es por andar metiendo puñetazos y portándoos como imbéciles.
John no hace ningún gesto ni muestra ningún arrepentimiento ante el comentario. Sí, aquel puñetazo no fue la mejor ni la más inteligente de sus decisiones, y sin embargo fue profundamente satisfactorio.
—Sólo vamos a echar un vistazo. Tampoco es que vayamos a encontrarnos con nadie aparte de Anderson, ¿no? —sugiere.
—Sí, los nietos están en una casa de acogida hasta que se decida qué hacer con ellos.
—Háblame de ellos.
Lestrade emite un ruidito pensativo y se encoge de hombros.
—No hay mucho que contar. El chico estuvo todo el tiempo en la cocina del piso inferior, estudiando. Algunas personas lo vieron, y se mantuvo apartado; no es muy sociable. Pero la niña estaba en el último grupo; estaba en shock, creo yo, no nos pudo ofrecer más que el resto de niños.
—¿Nombres? ¿Edades? Vamos, Lestrade, sé preciso.
—Willard y Flora Addison, ¿qué te parece? El chico tiene diecisiete años. Estuvo metido en problemas de bullying en el colegio (no lo hacía él, él era la víctima) así que su abuelo lo educaba en casa desde los once años. La niña tiene diez y va todos los días a la escuela preparatoria de Fulham Palace Road. Los dos son bastante callados y tímidos, especialmente él.
—¿No tienen padres? —pregunta John.
—No —replica Lestrade—. El padre murió joven; accidente de motociclismo. Y la madre se largó un par de años más tarde después de una pelea monumental con el abuelo. Era un poco borracha, parece; encontraron su abrigo junto al río.
—¿Por qué pelearon?
—Por la herencia. El padre estaba sin blanca, aparentemente; todo el dinero pertenecía al viejo, y no pensaba darle nada a ella ni a los niños si no se quedaban cerca de él. Ella quería irse con un novio nuevo.
—Interesante —musita Sherlock. Después se levanta de la silla y tira su vaso de café, a medio beber, en la papelera—. Saca a Anderson de la casa. Te daremos el encuentro allí.
—Te place, entonces —dice John con ironía, encontrando gracioso el júbilo disimulado de Sherlock.
—¡Un caso, John! ¡Por fin algo en lo que vale la pena invertir mi cerebro! ¡Un asesinato! —Inhala, como si ya pudiera oler las respuestas—. Ah, esto sí que hace del mundo un lugar más tolerable.
—Vale, vale, no nos emocionemos —dice John—. En la escena del crimen hay que comportarse.
—No empieces —se queja Sherlock, pero está demasiado contento ante la perspectiva de un nuevo caso como para estar molesto demasiado rato.
* * *
Anderson está horriblemente feliz de verlos. Mira en torno a ellos.
—¿Hoy no traes a la miniyo? —pregunta.
—¿En serio? —replica John, frunciendo el ceño—. No. Aunque no te lo creas, no trajimos a la niña a investigar un asesinato.
—Bueno, al menos no esta vez —concede Sherlock.
—Puede que no sea un asesinato; puede que no esté muerto —señala Anderson—. No hemos encontrado el cuerpo —añade apresuradamente, antes de que Sherlock le diga nada—. ¿Queréis ver la mancha de sangre?
La cámara es estrecha y húmeda. Anderson trajo una linterna para mejorar la iluminación, lo cual sólo consigue que haga más calor. Sherlock, sin pensárselo dos veces, se mete con algo de torpeza en ese ambiente y examina el minúsculo espacio. John, sabiendo por experiencia de años que no debe esperar mucho de Sherlock al principio, trata de elaborar sus propias observaciones.
Es un espacio demasiado pequeño para cuatro hombres adultos y una mancha de sangre, pero ve que un solo adulto y un puñado de niños sí que podrían entrar. No muy cómodamente, pero no sería peor que un ascensor lleno. El marco está colgado de la pared a bastante altura y, para sorpresa de John, no tiene vidrio. Se ven los bordes del papel desgarrado aún pegados.
—¿Cortaron el cuadro y se lo llevaron?
—Sí, pero no muy bien —dice Anderson, señalando—. Está todo tembleque. Lo sacaron a tijeretazos.
Sherlock emite un ruidito despectivo. Juguetea con la puerta, moviéndola adelante y atrás y examinando el espacio que queda detrás.
—¿Vale mucho? —pregunta John.
—Ahora no —opina Anderson—. No así, arrancada. Y creo que esa mancha de sangre es rara.
John lo mira.
—¿Rara, cómo?
—Es direccional, pero está orientada hacia la pared.
—¿Os importa? Estoy pensando —dice Sherlock, cansino, mientras merodea en torno a ellos para observar el artículo en cuestión.
—¿Y si hubiese fingido su propia muerte? —sugiere Anderson—. Imagínate que una de estas paredes fuese falsa y él se hubiera hecho un corte y luego…
—¡Anderson! —estalla Sherlock, pero no con rabia. Endereza la espalda con los ojos brillantes y las manos juntas bajo la barbilla.
—¿Qué? —dice Anderson, pasmado—. ¿Tenía yo razón?
Sherlock inhala abruptamente, como pensando.
—No, es sólo que no me puedo creer la persistencia de tu estupidez. Ven, John. Quiero ver la cocina.
Emprenden la dificultosa salida de la cámara, uno por uno para no pisar nada que no deban. La galería parece fría después del ambiente de sauna que reina en la cámara.
John sigue penosamente de Sherlock, y sus enterizos de plástico crepitan a la par mientras caminan.
—Entonces ¿tienes una teoría?
—Casi, y que me aspen si no es extraordinaria. Inteligente, John. Muy, muy inteligente.
—Bueno, pues cuéntamela.
Sherlock voltea la cabeza para mirarlo, la tensión de la boca contrarrestada por la calidez halagada de los ojos.
—En cuanto haya confirmado un par de cosas.
Qué es lo que tiene que confirmar exactamente, John no tiene ni idea. Entran en la cocina y Sherlock se queda parado, mirando, y luego empieza a abrir los cajones uno por uno, despacio, para examinar su interior, antes de volver su atención a todos los libros de cocina de las estanterías. Después de un rato largo de vagar por la habitación en un silencio expectante, cierra el último libro con un golpe seco y vuelve a dejarlo en el estante.
—Brillante —jadea.
—¿Y bien? ¿Fue Delia Smith? —pregunta Lestrade.
—¿Quién? —pregunta Sherlock, a pesar de que acaba de hojear lo que probablemente sea la bibliografía completa de esa mujer. John señala a la estantería y Sherlock le devuelve una mirada de conmiseración—. No seas ridículo. Habitaciones. Más habitaciones. Hay más. Escaleras.
Sherlock trota por la casa como un sabueso que ha encontrado un rastro, y John y Lestrade lo siguen. Suben el tramo principal de escaleras y Sherlock va abriendo puertas sin cuidado para mirar dentro de los cuartos. Está especialmente interesado en los dormitorios; el del anciano, el de la niña y el del muchacho.
El primero está dispuesto con toda comodidad; es el dormitorio de un hombre soltero, pero decorado grandiosamente, con una cama con un baldaquín genuino de cuatro pilares. Sherlock abre con cuidado los armarios y rebusca, examina los trajes y los zapatos. Inspecciona la ropa sucia y olisquea con interés los frascos de colonia sobre el tocador de caballero. Le echa un vistazo al viejo cepillo de pelo, hecho de cuerno, y luego pasan a la siguiente estancia.
El dormitorio de la niña es un exponente bastante típico de ese tipo de cuartos. Blanco con detalles rosas, muebles suaves y una gran cantidad de libros en un caos organizado. Sherlock hojea algunos con interés, pero aparte de eso toca muchas menos cosas. Se mueve con cautela, fuera de lugar en ese espacio, al examinar los juguetes. Hay un iPad junto a la cama, que desbloquea y pasa un momento explorando en silencio, mientras John y Lestrade lo miran con frustrado interés.
—¿Algo? —pregunta Lestrade. Sherlock gira la pantalla brevemente para mostrarles una foto de la propia casa.
—Le gusta tomar fotos y leer —comenta, y deja la tablet.
La habitación del chico es el contrapunto de la de su hermana: está ordenada casi a la perfección. Sherlock se queda parado un momento en mitad de la estancia, las manos a la espalda. John ve cómo se le mueven los ojos, cómo recoge información y lee el cuarto como si fuese un libro. Al final, Lestrade ya no se aguanta más:
—¿Qué pasó, Sherlock? ¿Quién lo mató? ¿Dónde está el cuerpo? ¿Está muerto, siquiera?
Sherlock lo mira, sobresaltado. Se encoge de hombros.
—Ah. Ni idea. Lo siento.
Lestrade se queda boquiabierto.
—¿Pero estás…? ¿Qué? ¿Cómo que “ni idea”?
—Ni idea. Por ahora.
—¡¿Por ahora?!
—Espera —sugiere Sherlock—. Una semana. Dale una semana y entonces, si mi teoría resulta cierta o no, puede que pueda darte una respuesta. Hasta entonces, no puedo decírtelo.
Lestrade resopla, irritado, pero es la única respuesta que va a recibir, y se ve obligado a rendirse. Regresan al recibidor, se quitan los enterizos protectores y los tiran al cubo de residuos colocado a tal efecto. Sherlock se alisa la chaqueta y, justo cuando está a punto de salir, se da la vuelta para añadir:
—Oh, y creo que será mejor si te aseguras de que todo el mundo se entere de que he visitado la casa. Anótalo en todos los documentos, que todos lo sepan.
Lestrade está desconcertado.
—Eh. Sí. Puedo hacerlo. ¿Por qué?
—Estoy probando un nuevo enfoque al que llamo “evitar enredos legales” —dice Sherlock, desenfadado—. Probablemente sea para mejor informar también a los propietarios… al fin y al cabo, el muchacho ya tiene diecisiete años. Me atrevo a decir que tiene edad suficiente como para querer por lo menos opinar sobre lo que ocurre en su casa.
Lestrade sospecha, pero a pesar de la cantidad de veces que lo han engañado en el pasado, sigue confiando en Sherlock.
—De acuerdo —dice—. Me encargaré de que los informen correctamente de la situación.
Se separan. Lestrade se queda en el recibidor con aire perplejo, y John se pega a los talones de Sherlock apenas un instante después de que éste salga de la casa.
—Entonces ¿tienes una idea? —fisgonea John de nuevo, esperanzado—. ¿Está muerto o atravesó la pared?
—Ah, no, está muerto —replica Sherlock, y parece contento—. Es muy improbable que siga vivo. —Vuelve a encogerse de hombros—. Dale un par de días y estoy seguro de que oiremos… bueno. Oiremos algo.
Le sonríe a John, lento, taimado, y a John le cuesta sentirse irritado porque Sherlock parece estar disfrutando muchísimo.
—Vale —cede—. Pero no vayas a salir corriendo detrás de un sospechoso sin mí.
Los pasos de Sherlock vacilan y se vuelve a mirarlo, pensativo. John le devuelve la mirada.
No me dejes atrás.
No lo haré. Eres mi compañero.
No puede estar seguro de que John haya descifrado sus palabras, pero ve que aparta la mirada y no vuelve a preguntar. Deja de parecer incómodo, y los pasos de ambos se ponen a la par. Sherlock inhala. El aire estival está lleno de polvo y humo de coches y el olor de los tilos. Hace calor y los dos sudan, incluso en el breve recorrido de un lado a otro de Fulham Palace Road, hacia la estación de metro. John se enjuga el labio superior con el dorso de la mano y suspira. Sherlock lo mira de nuevo, ahogándose con su manga larga y camisa abotonada hasta el cuello.
Playas, piensa John. Agua. Cerveza. Hace una mueca al pasar un autobús, y mira de un lado a otro de la calle en busca de un taxi.
—Espera —le dice Sherlock—. Tesco.
—¿Qué? —dice John, pero Sherlock ya ha entrado al supermercado. John aún puede verlo, moviéndose con impaciencia entre los pasillos; suspira de nuevo y se oculta en la escasa sombra para esperar, con un ojo aún atento a encontrar un taxi.
Pronto Sherlock reaparece y le pone una húmeda botella de agua en la mano.
—Ah, gracias —dice John, abriéndola y bebiendo con agradecimiento mientras se alejan—. Hace demasiado puto calor —jadea, una vez ha engullido la mitad de la botella. Sherlock anda peleando con algo con la única mano libre.
John observa el plástico verde con interés.
—¿Te has comprado un helado? —dice, intentando (y fracasando) que el “y a mí no me trajiste uno” no se trasluzca en su tono.
—Te compré uno —dice Sherlock, mientras retira el envoltorio del suyo—. Dame un momento.
—Ah —dice John, apaciguado pero no muy dispuesto a señalar que el Cornetto de menta no le gusta mucho.
Como si le leyera la mente, Sherlock levanta la otra mano, en la que sostiene una segunda botella de agua y otro helado.
—El tuyo es un Magnum.
John sonríe con todos los dientes.
—Por supuesto.
Lo toma, y la condensación le enfría los dedos.
Caminan en silencio hacia la estación, concentrados en devorar los helados antes de que el calor los derrita.
—¿Te acuerdas de los Nobbly Bobbly’s? —pregunta John al cabo de un rato.
Sherlock lo mira de hito en hito.
—Era un helado. Era como la parte de arriba de un Fab…
—¿Qué? ¿No? No recuerdo ningún Nobbly Fab. ¿Qué? ¿Qué es eso?
John ríe, con el helado chorreándole sobre los dedos.
—Da igual —dice, y después ríe de nuevo.
* * *
John va con él a Saint Barts, porque la morgue se mantiene fresca incluso cuando las calles de Londres están ardiendo. Molly no tiene nada para ellos (¿cómo iba a tenerlo, en un caso sin cadáver?), pero tampoco objeta a que los dos se apretujen en su espacio de trabajo durante media hora. John birla café y galletas de su oficina y se quedan ahí charlando sobre temas intrascendentes mientras Sherlock revisa otras pequeñas investigaciones que ha estado realizando entre casos.
—¿Cómo te va la vida? —pregunta John—. ¿Tienes planes para el verano?
—Me voy de viaje —dice ella—. Yo sola.
Su expresión se endurece durante un breve instante, en caso de que tenga que defender su decisión, pero John por fin ha aprendido la lección y mantiene la boca cerrada.
—Me voy a un spa en Estonia para alejarme de todo por unos días.
—Suena… ¿bien? —aventura John.
—Creo que sí. Cinco estrellas y un buen bar. —Nota que John asiente despacio—. Es un spa, pero no de estos saludables. No pienso pasar una semana comiendo germen de trigo.
—Sólo relajarte y pasarlo bien —conviene él.
—Supongo que vosotros dos os quedaréis en Londres.
—Sí, bueno, es que nos fuimos de viaje en Pascua.
—¿Y?
John abre la boca y luego vuelve a cerrarla.
—Y no nos queda dinero —añade, lo cual no es verdad, pero evita que Molly siga indagando.
—Yo me fui de campamento en Pascua. Fue horrible —dice—. Se suponía que iba a ser un campamento cómodo, pero nos dieron una especie de tipi lleno de humedades que olía a camello viejo. —Se detiene al darse cuenta de que John no la está escuchando. Se ha retirado hacia sus propios pensamientos.
No es que quiera ser maleducado, si no que de repente se le ha ocurrido que no sabe mucho de los lugares a los que Sherlock ha viajado. Si le gustaron o si, más probablemente, los odió. Si hay algún lugar al que quiera ir, o regresar. Si viajó a algún sitio de niño y si aún guarda sentimientos al respecto, independientemente de si le interesaba ese lugar o no. Sabe que Sherlock ha estado en Bielorrusia, sospecha que también en un par de sitios más en el nordeste de Europa, supone que habrá estado en Estados Unidos, pero es igual de posible que haya viajado menos que el propio John.
No consigue imaginarse a Sherlock viajando por placer.
Para Sherlock, el mundo entero está contenido en alguna de las dos orillas del Támesis, preferentemente dentro de las zonas 1 y 2 del servicio de trenes TFL.
A John le gustaría irse de vacaciones a alguna parte, pero tampoco quiere dejar a Sherlock solo.
—No está muy ocupado últimamente, ¿no? —remarca Molly, interrumpiendo sus pensamientos.
—¿Perdón?
—Sherlock. A nivel laboral, quiero decir.
—Bueno, hemos aceptado un caso hoy, y tuvimos otro hace un tiempo que le tomó siglos resolver…
—Pero tiene tiempo libre —vuelve a hablar Molly, y esta vez John capta hacia dónde intenta llegar.
—Sí, no ha estado tremendamente ocupado, es verdad.
Molly toma un sorbo de café y tuerce la boca, aunque John la ha visto añadirle una buena cantidad de azúcar, así que es imposible que esté amargo.
—Tampoco ha ido a verlo, ¿sabes?
—¿A quién?
Molly expresa su decepción con él como hombre adulto con cada centímetro de su ser. Ni siquiera le hace falta mirarlo.
—Billy, John. No lo ha ido a visitar ni una vez.
—Ah.
—Lo está pasando mal, ¿sabes?
—Pero está en una buena clínica, ¿verdad?
—Bueno, si te interesa, tenéis la dirección —dice Molly, afilada—. Siempre puedes dejarte caer y comprobarlo. —Baja el café y luego voltea sin piedad la taza sobre el fregadero—. ¿Sabes que incluso Mycroft ha venido a meter las narices?
—¿De verdad?
—No para hablar con él, sólo para comprobar que todo funcionara correctamente.
—Joder —dice John, emocionado.
—¿Sabías que Billy tenía una carrera universitaria? —pregunta Molly.
No, John no lo sabía.
—Química, para sorpresa de nadie —añade Molly—. Mycroft ayudó a conseguir copias de sus calificaciones, aunque ha estado en rehabilitación cuatro veces y en la cárcel una, así que no sé quién demonios lo iba a contratar. No tenemos ni idea de dónde va a vivir cuando salga.
—Ah… —John se traga una palabrota—. Jesús, Molly.
—Lestrade va a buscar proyectos que acepten a ex-adictos. Billy tiene derecho a un subsidio, aunque —ríe sin humor—, eso siempre es un juego muy divertido, ¿verdad? El problema es mantenerlo ocupado, con gente cerca que pueda vigilarlo.
—Nosotros lo ayudaremos —dice John, odiándose a sí mismo—. Yo…
¿Qué va a hacer? ¿Obligar a Sherlock a ir? No está seguro de cómo le afectaría ir a una clínica de rehabilitación. Quizá esté evitando a Billy porque todo esto le afecta de una manera más personal; y si fuera así, al fin y al cabo, Sherlock no es el tipo de persona que lo admitiría.
Sin embargo, está un poco enfadado por debajo de toda la culpa. No puede evitar sentir que él no accedió a adoptar a Billy como segundo hijo problemático.
—…me aseguraré de que nos pongamos al tanto de qué se está haciendo —dice, y le suena patético incluso a él, pero Molly comprende su intención y se ablanda un poco.
«Será mejor que lo cumpla» piensa John, «o Molly no nos volverá a hablar nunca, y si eso pasa Lestrade sí que no nos dejará en paz». Por no hablar de todo lo que la señora Hudson tendría que decir al respecto. John no cree que pueda soportar más golpes acusadores de taza de té contra la mesa.
Trata de pensar en algo más que decir, pero Molly simplemente le aprieta el codo y se va a intentar separar a Sherlock de las máquinas.
—Vamos —dice—. Hay un trabajo que tengo que terminar y no puedo con vosotros dos encima de mí.
Sherlock es reacio, pero se marchan, y regresan al sudor de la tarde, en la que incluso Sherlock parece lamentar, por una vez, haberse puesto traje.
—Vámonos a casa —dice John, mirando su reloj—. Llevamos siglos fuera. Abejita se estará preguntando dónde estamos.
Ésa es otra punzada en su conciencia. Ojalá hubiese alguna manera de tenerlo todo: el estilo de vida flexible de Sherlock, la vida estable para Abejita; pero nunca consigue fusionarlas lo suficiente.
Caminan hacia la carretera y Sherlock se aparta el pelo de los ojos para buscar un taxi. Siguen sin encontrarlo cuando Sherlock recibe una llamada.
—¿Sí?
John escucha, y capta sólo la mitad de la conversación.
—Ya veo. No creo que eso fuera posible… No, deberías pedirle al inspector Lestrade que me contactara primero. Sí. ¿Tienes bolígrafo?
John lo escucha, desconcertado, recitarle dos veces el número de teléfono de Lestrade a la persona que está al otro lado; luego la conversación concluye. Sherlock cuelga.
—¿Qué es?
Sherlock mira su teléfono, pensativo y complacido.
—Tenemos una entrevista.
—¿Cuándo? ¿Ahora?
—Más tarde esta misma tarde, imagino. En cuanto Lestrade haya pensado sobre el asunto. —Hace una pausa, y luego su semblante se ilumina—. Tiempo suficiente para ir a revisar los casos sin resolver.
—¿Casos sin resolver? —se hace eco John. Sherlock da un murmullo de asentimiento.
—Abrigos abandonados junto al río —replica, alejándose para parar un taxi antes de que John pueda abrir la boca.
—¡Oye, espérame!
Se apresura para darle alcance. Sherlock se da la vuelta en cuanto un coche se detiene junto a ellos.
—Y voy a necesitar que vayas a hablar con un arquitecto.
* * *
Después, una vez que Sherlock ya se ha pasado una hora estudiando declaraciones policiales y John ha sido enviado a hablar con un arquitecto que se ha negado a siquiera escuchar sus preguntas, se reúnen en el atrio de Nueva Scotland Yard. Sherlock está girando la esquina cuando John entra, y lo sorprende pasándole su teléfono.
—Es la señora Hudson —anuncia.
—¿Qué pasa? —pregunta John, antes de darse cuenta de que hay una llamada en curso, y entonces forcejea por tomar el teléfono de manos de Sherlock y ponérselo en la oreja.
—¿Hola? ¿Hola? Soy yo, ¿qué pasa? —dice bruscamente.
—¿Hola? Ay, John, querido —dice la señora Hudson, y suena perpleja—. ¿Cómo va el caso? ¿Os lo estáis pasando bien?
—¿El caso? —El entrecejo de John sube y baja muy rápido, mostrando su confusión—. Olvídese del caso, ¿qué ha pasado?
—No ha pasado nada —replica la señora Hudson, desconcertada—. ¿Por qué? ¿Ha pasado algo? ¿Está Sherlock contigo?
—Sí, está aquí. —Lo mira. Sherlock está vuelto de espaldas, cuidadosamente ocupado con cualquier cosa que no sea verse involucrado en la conversación—. Pero ¿por qué llama?
—Yo no llamé, John. Llamaste tú.
John inhala para decir que no fue así y entonces comprende.
—Ah, claro. Sí, qué tonto soy —gruñe—. Lo siento, señora Hudson, fue Sherlock. No me lo explicó.
—¿Va todo bien?
—Sí, todo bien —suspira John—. Sólo me estoy poniendo paranoico y asegurándome de que estéis bien. ¿Cómo está Abejita?
Puede oír cómo sonríe.
—Está jugando —dice, casi al borde de una risita—. Hemos comido tostadas con aguacate y un plátano. ¿Sabes si estarás de vuelta a tiempo para que yo llegue a mi partida de bridge?
John siente una puñalada de culpabilidad.
—No, pero… mire, invite a sus amigas a nuestra casa o algo sí, si sirve de algo. Usen nuestra mesa grande.
Ahí sí que la señora Hudson se ríe.
—De acuerdo, John. Llamaré a las chicas y veré si les viene bien. Vosotros cuidaos. No os metáis en líos.
—No —le dice John, y luego mira a Sherlock y corrige—. Bueno, no creo. Todo bien por aquí. —Eso espera—. Recién estamos en comisaría. Volveré en una hora más o menos.
Lo dice como promesa a sí mismo. Sherlock lo está escuchando, y da una leve cabezada de asentimiento.
—Perfecto, os veo más tarde —gorjea la señora Hudson, y cuelga. John le devuelve el teléfono a Sherlock.
—Gracias —dice.
—¿Gracias por qué? —se escabulle Sherlock, y se dirige a la oficina de Lestrade.
Éste, preocupado, los está esperando.
—¿Dónde os habíais metido? —quiere saber.
Sherlock se las arregla para mostrarse tan inocente como una criatura.
—En ninguna parte —dice—. ¿Por qué? ¿Ha pasado algo?
—Sí, me llamó Willard Addison. Quiere que nos reunamos. —Lestrade frunce el ceño, sospechando con cada partícula de su ser pero sin encontrar nada firme que lo justifique—. ¿Qué está pasando, Sherlock?
—Bueno, si él quiere… —dice Sherlock, haciéndose el recatado—. Deberíamos averiguar de qué quiere que hablemos.
—¿Esto es porque te dije que no podías hablar con los testigos? —Lestrade cruza los brazos y golpetea con el pie en un buen despliegue de desaprobación paterna—. No era una excusa para que te buscaras un vacío legal.
—¡Ellos me preguntaron! Yo no obligué a nadie.
—Sherlock. —Lestrade lo apunta con el dedo en advertencia, pero no lo acompaña con nada más fuerte.
—Tú estarías con nosotros para supervisar —señala Sherlock, tratando de engatusarlo—. Y John también.
—No tengo claro que eso sea positivo —replica Lestrade, echando los brazos al aire—. Iremos a la casa —dice—. Y será breve, y… mira, no me metas en problemas, Sherlock. Por favor.
Sherlock se yergue un poco, pero John le pone la mano en el codo y desescala la situación. Lestrade tan sólo luce cansado.
—Será solo una charla breve. Quién sabe. Quizá le cuenten a Sherlock algo que no quieran contarle a la policía —razona John—. Aprovéchate de su reputación. Tú dijiste que la madre se había esfumado. La policía no supo hacer nada, así que quizá piensen que no puede ayudarlos.
Lestrade hace sonar sus llaves en el bolsillo, dudando aún. Pero le pica la curiosidad que el niño esté pidiendo hablar con Sherlock Holmes. Quizá John tenga razón.
—Está bien —dice al fin—.Vamos. Vamos en mi coche.
John aprieta el codo de Sherlock, un gesto de apoyo. Sherlock mira abajo sin poder evitarlo. John lo mira con apenas el indicio de una sonrisa. Con cuidado, Sherlock comprueba que el cuello de su camisa esté perfectamente liso.
* * *
A los niños se los han llevado a una casa que está relativamente cerca de la suya pero que, a diferencia de esa, muestra signos reales de que hay gente viviendo en ella. John siente una punzada de algo en el corazón y el hombro cuando cruzan juntos el umbral, limpiándose innecesariamente los zapatos: hay dos pares de mugrientas zapatillas de fútbol apiladas junto a la puerta, amén del desorden genérico de cualquier hogar animado, esparcido por el recibidor.
Una mujer se hace a un lado para dejarlos pasar, secándose las manos con un trapo de cocina.
—¿Va todo bien? —le pregunta a Lestrade.
—Sí —la tranquiliza—. Sólo quiero intercambiar unas palabras con Willard y Flora. Siento haber venido tan de repente.
—No hay problema. —La mujer mira con curiosidad a John y Sherlock, pero no parece reconocerlos—. Están en la salita. Acabamos de terminar de comer.
Sherlock se retrasa y deja que Lestrade y John vayan delante. Nota las fotos en las paredes, de los mismos niños en diferentes edades, la falta de periódicos y el olor a ajo. John, con una pericia nacida de la familiaridad, nota la mirada en los ojos de la mujer. La pila de gastados juegos de mesa en el rincón y el afiche en la pared en el que cada niño ha de registrar sus actividades. Lo hace regresar de golpe a la enorme y ruidosa casa de Stella y Ted, con su extraña mezcla de adolescentes a punto de hacerse adultos y recién nacidos.
Cuando entran, los dos niños están, oficialmente, viendo un documental de naturaleza en la televisión, pero el volumen está muy bajo y hay un libro balanceándose entre los dedos de la niña. El niño gira la cabeza, que estaba vuelta hacia la ventana, en cuanto ingresan en la habitación, y él y su hermana se miran el uno al otro.
Una bandada de pájaros atraviesa la pantalla, acompañada por una narración entre murmullos, y luego la niña coge el control remoto en silencio y apaga la televisión.
—Hola —dice Lestrade—. ¿Os importa si nos sentamos?
—Esta casa es libre —dice la niña. El chico no dice nada. Se mueve con incomodidad, tirando de la costura del sillón sin parar. Tiene las uñas mordidas hasta la cutícula.
—Traeré bebidas y algo para picar —ofrece la madre de acogida—. Tengo Kit Kats y zumo de naranja.
John cierra los ojos por un momento. Recuerda esa voz. La ausencia de preguntas, porque los niños nuevos se pueden agobiar si se les da a elegir la comida. Se va sólo por un minuto; Lestrade debe de haberla llamado para decirle que venían incluso antes de hablar con ellos dos, porque trae los vasos ya en una bandeja y las barras de chocolate dispuestas en un cuenco.
«Las va a poner en el centro de la mesita» piensa John, y así es. Es una manera de hacerlos romper el hielo.
—Estaré en la cocina si me necesitáis —dice ella, y se marcha, dejando la puerta abierta de par en par con toda intención. John alarga la mano y se sirve una de las barritas.
—¿Cuándo podremos irnos a casa? —pregunta Flora, sin preámbulos.
Lestrade copia a John y toma un vaso de la bandeja.
—Tomará un poco más de tiempo —dice, deliberadamente vago—. Pero os avisaremos en cuanto cambien las cosas.
—O sea, que no lo sabe.
—No te lo tomes a pecho —dice John en un impulso—. No pueden contestar nada porque ahora todo está cambiando muy deprisa.
Willard mantiene los ojos en el suelo y tironea más fuerte el forro del sofá. Flora lo mira inexpresiva. Luego se inclina hacia adelante y toma dos vasos de la bandeja; pone uno, con firmeza pero con suavidad, en la mano de su hermano, para que pare.
—En realidad no me gusta el zumo de naranja —comenta Flora—. ¿No puede pedirle que traiga cocacola o algo así?
John se aclara la garganta, consciente de que los otros dos hombres lo están mirando.
—Puedes decírselo tú —dice—. Aunque el zumo de naranja es mejor para los dientes.
—Tiene pulpa.
—¿Y zumo de manzana? —sugiere John. Flora se encoge de hombros.
—Mejor que el de naranja —concede, mirándolo con cautela—. Usted es el doctor, ¿no?
—Así es.
—Es muy de doctor lo que ha dicho.
—Lo sé, estamos obligados a decirlo. Nos hacen exámenes y todo.
Una minúscula grieta aparece en la fría fachada de Flora, y casi sonríe. Se da la vuelta y se encarama en el reposabrazos del sillón en el que se sienta Willard, y John abre su Kit Kat, se lo piensa un segundo y luego lo lanza al regazo de Lestrade. Es como fumar la pipa de la paz. Incluso Sherlock acepta respetuosamente el chocolate, y luego se quedan sentados, masticando y dejando que los niños se acostumbren a que estén allí.
—¿Quieres que hablemos acerca de por qué me llamaste? —pregunta Lestrade, una vez que la tensión de la habitación se ha vuelto un poco más neutra.
Flora se apoya levemente contra Willard.
—Usted no —dice él, como si hubiese recibido una señal—. Ellos.
—Está bien. No pasa nada, pero no puedo salir de la habitación —dice Lestrade—. Ellos no son policías ni trabajadores sociales. Es una de las reglas.
—Ah.
Hay una pausa, y luego Flora señala a John.
—Él es médico —dice—. ¿No hay una regla que dice que con un médico puedes hablar a solas?
—Posiblemente —dice John, antes de que Lestrade pueda hablar—, pero yo también tengo reglas. Hay algunos secretos que no puedo guardar. —Esto parece inquietar a Flora—. Pero te escucharé —añade John, sintiendo a Sherlock respirar en el sofá, junto a él—. Eso te lo puedo prometer. Te escucharé, y —señala a los dos hombres que lo acompañan con un gesto de la cabeza— lo mismo va para Sherlock y Greg. Yo les confiaría mi vida. Ya lo hice en el pasado, de hecho. Todos haremos lo posible por ayudarte, y nadie —vuelve a señalar a los dos niños. Siente el brazo de Sherlock contra el suyo—, nadie se va a burlar de vosotros.
Lo jura porque tiene la impresión de que, a pesar de las diferencias de edad y experiencia, todos los presentes quieren que los traten como adultos.
Incluso Willard levanta la cabeza para mirarlo fijamente y luego, despacio, desliza un brazo en torno a su hermana.
—¿Lo dice en serio? —pregunta, y hay en él un destello de algo que no es sólo nerviosismo.
—Sí. En serio. A eso nos dedicamos. Sherlock resuelve casos, yo salvo vidas, Lestrade se ocupa de los aspectos técnicos.
—Sherlock Holmes. —Flora se apretuja junto a su hermano en el sillón, tomando una de sus manos entre las suyas, más finas. Él se aparta para dejarle sitio y ella se pega a él: el único ancla en un mundo violentamente inclinado. Sherlock da una pequeña cabezada de deferencia. Flora mira a su hermano, y luego vuelve a hablar en nombre de los dos—: Él dijo que ya están investigando cómo desapareció el abuelo.
—Así es —replica Sherlock.
Willard interviene con una pregunta, la voz trémula. Parece asustado.
—¿Está muerto? ¿Va a volver?
—No lo sabemos —dice Lestrade, tan suavemente como le es posible—. Estamos buscándolo. Aún no hay nada seguro.
—Está muerto —dice Sherlock. Se oye una brusca inhalación colectiva. Los ojos de Willard se ven grandes y pálidos contra la cara—. No hay posibilidades de que regrese jamás. Me temo que tendréis que seguir vuestra vida sin él.
Flora parece aturdida. John cierra los ojos y ruega al cielo que le dé fuerzas. Lestrade está boquiabierto.
—Ah —dice Willard, antes de que Lestrade consiga decirle nada a Sherlock por soltar esa bomba.
—No pasa nada —añade Flora. Se seca las palmas de las manos en la falda—. Todo el mundo andaba… lo sabíamos—. Vuelve la cara hacia su hermano y él le devuelve la mirada, parpadeando fuerte contra las lágrimas que se derraman—. Sabíamos que nadie estaba siendo sincero con nosotros.
Exhala.
Lestrade boquea, entre indignado y frustrado de que Sherlock haya conseguido, de nuevo, saltarse un acuerdo antes de que nadie pueda hacer nada al respecto. Está mal, según todas las reglas escritas, pero hay una parte de Lestrade que siente que quizá sea mejor ser honestos.
—Sigue habiendo una posibilidad de que no —dice, porque tiene que decirlo—. Aún no lo sabemos con seguridad. Pero sí. Es lo más probable… lo lamento.
—No pasa nada —dice Willard, aturdido. Bajo las manos de su hermana, las suyas tiemblan—. No pasa nada.
—¿Harán un funeral?
—Quizá —dice Lestrade. Lanza una rápida mirada a Sherlock, pero éste mantiene la boca cerrada esta vez—. Mira. No hay nada confirmado todavía. Cuando lo esté, para bien o para mal, os visitará un asistente social y probablemente también un abogado, y trabajarán con vosotros para aclararlo todo.
—Willard es inteligente —dice Flora—. No queremos vivir en una casa de acogida. ¿No lo pueden nombrar mi tutor?
—No lo sé —dice Lestrade, dudoso. Eso no entra en su área. Desea haber traído a Sally. Está más al tanto de qué cosas le pueden ocurrir a la gente que se encuentra en la periferia de un caso, una vez éste se ha resuelto.
—No se lo tengas en cuenta —comenta Sherlock—. No sabe gran cosa.
Otra grieta minúscula en la expresión de Flora. Otra casi sonrisa.
Lestrade se muestra fastidiado.
—Vale, me parece que ya nos hemos quedado bastante —dice, indicándole a Sherlock que se levante y se mueva, por favor, o habrá consecuencias.
Por una fracción de segundo, Sherlock parece irritado. Se pone en pie, sin embargo (aunque con un dramatismo innecesario), y se dirige hacia la puerta.
—Adiós —dice John, levantándose también.
Flora culebrea para bajarse del sillón de su hermano y los sigue, esquivando las preguntas de la madre de acogida, la mano de Willard y todo lo demás en el proceso.
—Quiero despedirme —dice con impaciencia, saliendo de la casa antes que ninguno de ellos y esperándolos fuera con expresión testaruda. Cuando Sherlock llega a su altura, se mueve para detenerlo.
—Déjala —dice John, agarrando a Lestrade por la manga—. Mira, tiene algo que decir. Deja que lo diga.
—Se supone que no debería —dice Lestrade, pero no se mueve. John lo hace volverse hacia la puerta y le da un codazo cuando la madre de acogida llega hasta ellos, sorprendida.
—A Flora no le gusta el zumo de naranja —dice John, para prevenir cualquier intento de interrumpir a la niña. Tras el hombro de la madre de acogida ven a Willard escurrirse escaleras arriba como un fantasma.
—Oh. Vaya. ¿Hay alguna cosa más que pueda hacer? —quiere saber la mujer.
John le mete otro codazo a Lestrade.
—Eh, bueno. ¿Se llevan bien entre ellos?
A sus espaldas, Flora se llena los calcetines de polvo en la extensión de pavimento que hace las veces de jardín frontal, y escruta a Sherlock con cautela.
—Se supone que es usted un genio —le dice, reprobatoria, tras un instante.
—Lo soy —replica Sherlock, algo afrontado—. Desde luego, no soy lo suficientemente estúpido como para pensar que estás triste por haber perdido a tu abuelo.
La niña se sobresalta por un momento, pero luego se recupera, y se rasca un lado de la nariz mientras piensa.
—Sé que leíste mi página web. Estaba en el historial de tu iPad. Lo volviste a usar hoy para encontrar mi número de teléfono.
Flora aprieta los labios y lo mira con ojos entrecerrados, tratando de juzgar si Sherlock es un aliado o no.
—Leí que es usted un sociópata. Eso significa que no le importa la gente.
Sherlock se encoge de hombros.
—Soy un sociópata de alto rendimiento. Me importan algunas personas.
Flora lo observa, cautelosa.
—¿Qué personas?
—Familia. John. John tiene familia —dice Sherlock, sin saber si eso significa que John también es familia de él.
—¿Y no le importa nadie más?
—No.
—Le gustan los criminales.
—No, los encuentro interesantes. Pero no me importan. Me da igual qué ocurra con ellos.
—Lucha contra ellos. Como dijo el doctor. —Lo mira con curiosidad—. ¿Alguna vez le ha hecho daño a alguno?
—Sí. A más de uno. Le hicieron daño a mi gente.
Flora exhala, y de repente su semblante se torna trémulo.
—Bien —dice, tragando con brusquedad—. ¡Bien!
Sherlock se pone en cuclillas para que los ojos de ambos estén al mismo nivel, pero, por respeto, no se acerca más.
—Le pegaba a Willard, ¿verdad?
La niña asiente, tragándose unas lágrimas repentinas.
—Nunca paraba. No iba a parar nunca y Willard dijo… dijo… que sólo se quedaba para… para no… para mantenerme… —hipa—. Y entonces lo descubrí.
—¿Qué descubriste, Flora?
Ella le hace un gesto para que se acerque y él hinca una rodilla para echarse hacia adelante, su cabeza más baja que la de ella. Flora le pone una estrecha mano sobre el hombro y le susurra al oído, y él escucha.
—Descubrí que hay una habitación del pánico bajo la cámara.
Sherlock se echa hacia atrás lentamente, mientras la enormidad de su sospecha convirtiéndose en hecho se instala.
—Te diste cuenta por las fotos que tomaste de la casa.
—Todo tiene el tamaño equivocado —replica ella, asintiendo. Mechones sueltos de su pelo se adhieren a la camisa de él. En un acto nuevo y ajeno que ha aprendido de John y Abejita, Sherlock se lo despega y lo peina detrás de las orejas de Flora.
—Busqué al arquitecto. La gente siempre te cuenta cosas si le dices que es un trabajo del colegio.
—La gente es bastante estúpida, sí —asiente Sherlock. Lástima que esa excusa no funcione con John. Quizá le habrían contado más cosas si hubiera puesto ojos de corderito degollado y lo hubiera pedido porfa porfa—. ¿La abriste?
Le gustaría saber cómo averiguó el código, pero no tiene mucho tiempo para preguntar. Quizá fuese algo obvio. Un cumpleaños o algo así.
Ella lo mira, como poseída, y susurra un inaudible “sí”. Sherlock la visualiza mentalmente sin necesidad de que se la describan. Debe de haber un tramo de escaleras hacia abajo; las luces son sin duda automáticas, y todo el recinto debe ser accesible desde la cámara, a modo de doble seguridad. Probablemente la diseñaron para dar tiempo a la persona que la usara de separar la valiosa pintura de la pared y ponerla a salvo, junto a su propia vida, en la habitación oculta.
El cuarto en sí debe de ser pequeño y rectangular, y correr en ángulo recto hacia las escaleras. Puede dibujarlo en su cabeza, encajándolo con lo que ya sabe de la distribución y proporciones generales de la casa. Parpadea despacio, midiendo a Flora y añadiéndola a la imagen, una docena de meses más joven, unos centímetros más pequeña. Los ojos de su imaginación ven su cabeza desde arriba.
Han pasado años desde el momento de la muerte, así que quedará muy poco del olor, más allá de un persistente y desagradable aroma a cerrado. Es posible que el cuerpo simplemente se secara, gracias al aire acondicionado y la cantidad limitada de insectos. Sin abrigo. Unas pocas heridas visibles. Sherlock parpadea de nuevo. No puede asegurarlo, pero está dispuesto a apostar que fue una simple paliza que se fue de las manos, o quizá la mataron estrangulándola. La paliza suena más probable. ¿Habrá sido premeditado?
Parpadea una vez más, mirando a la Flora del presente. Había descubierto ella sola, a su edad, cuán mierda era su abuelo.
Quizá la madre sabía de los miedos de Willard, incluso entonces. Un arranque de pánico. Una pelea que se puso fea, y luego la habitación, conveniente y a mano. Un lugar secreto en el que esconder pecados.
—Ah —exhala. Se pone de pie y se da vuelta mientras fija las imágenes en su mente. El orden de los eventos—. Sí. Entiendo.
El cuchillo sacado del portacuchillos de la cocina, donde raramente se prepara nada, estanterías de recetarios sólo leídos por interés académico, nunca utilizados. La puerta de la cámara con apertura hacia el interior, dejando un espacio donde una niña delgada puede esconderse, un grupo de niñas con ropa idéntica y colas de caballo; en un momento de angustia, ¿quién se daría cuenta de que falta o sobra alguna? El borde serrado de la pintura en la parte de arriba y el corte más limpio en el extremo inferior, pues la asesina era demasiado pequeña como para alcanzar por igual todos los bordes del marco.
—¿Cómo supiste el momento? —pregunta, girando sobre sus talones. Al principio ella no lo entiende, luego sí.
—Imaginé que querría entrar a ver que todo estuviese en orden a la hora de comer.
—Gravedad —dice Sherlock en voz alta, llenando con su mente los espacios en blanco que Flora no tiene tiempo de explicarle en detalle ahora. La puerta se abre, Flora escondida en el espacio detrás de ésta. El anciano ve que la puerta a la habitación del pánico está entornada y que falta la pintura. Cierra deprisa la puerta tras él, camina hacia adelante para buscar el cuadro. Sólo haría falta un empujón fuerte.
Escalones de piedra; una herida. La sorpresa. Habrá caído a peso. Eso a solas ya lo habría matado. Lo único que ella tenía que hacer era arrojar el cuchillo con él y volver a cerrar la puerta de la habitación. Al fin y al cabo, ya había bastado para acallar el asesinato que cometió él.
Un paso de vuelta hacia la pared de la cámara; unos minutos y la puerta se abriría de nuevo, con un nuevo grupo de niñas. Era suficiente con mentir. Quizá incluso se mostró asustada.
¿Y si se hubiera equivocado de momento? Sherlock no pregunta nada tan específico con Lestrade parado tan cerca. Pero se lo pregunta. Flora habría esperado, como un reloj corriendo hacia el fin de plazo marcado por el cumpleaños número dieciocho de su hermano. Habría observado, pensado. Cree que sus pensamientos habrían ido hacia la red de videovigilancia.
Flora le pide que se acerque con un gesto, para poder susurrar de nuevo:
—¿No se lo dirá a la policía?
—No.
Ella lo mira con duda, así que él levanta el mentón para que pueda mirarlo a los ojos.
—Sociópata de alto rendimiento, ¿recuerdas? No me importan las personas. Me importa la inteligencia.
Muy despacio, su carita solemne se quiebra en una sonrisa. Sherlock se la devuelve. Se presiona los labios con un dedo y luego se pone de pie.
—Cuida de Willard.
La niña asiente y luego sale disparada hacia la casa, pasando entre Lestrade y la madre de acogida y subiendo las escaleras con mucho ruido. Aliviado y preocupado a la vez, Lestrade corta la conversación de golpe y aleja a John y Sherlock de la casa a empellones. Cuando llegan a la esquina, una ventana se abre con estrépito en el piso superior y Flora saca la mano para dedicarles una frenética despedida.
—¡Adiós! —exclama. Hay una sombra tras ella. Flora se deja caer del alféizar y su hermano la atrapa.
—Le gusta mi blog —dice Sherlock, adelantándose a la miríada de preguntas de Lestrade—. Quiere ser detective.
—¿Qué?
—Le gusta mi blog —repite Sherlock, porque es verdad y porque pensarlo le da risa.
—Tu blog no tiene nada que ver con esto —señala un incrédulo Lestrade—. El blog interesante es el de John. —Ríe por la nariz, ronco, y luego se enfurruña—. Más vale que no estés ocultando evidencias —añade, ceñudo.
—Más vale —concurre Sherlock—. Pero, como ya dije, parece que tengo una admiradora. —Apoya el mentón en el dorso de la mano y posa brevemente—. Mi foto ha salido en el periódico.
—Ja, ja, ja —se burla Lestrade—. ¿De verdad no te dijo nada?
—Me pidió ayuda —dice Sherlock—. Aunque con menos palabras.
Entrecruza las manos a la espalda y considera cómo proceder. No tiene ninguna intención de traicionar la confianza depositada en él, y menos por algo tan problemático como el sistema judicial. Sopesa qué tan grave error sería ocultárselo todo a John.
—Hablaré con Mycroft —concluye en voz alta. A Lestrade le sube visiblemente la bilis—. A menos que tengas algo que objetar.
—No —dice Lestrade. Tose—. Ya que estás, puedes hacerlo perder el tiempo como has hecho conmigo. Me regreso a Scotland Yard.
Les da la espalda y se dirige a zancadas hacia su coche.
—Entonces no nos llevas a casa —murmura John. Espera a que el BMW de Lestrade se aleje gruñendo por la carretera, y entonces mira a Sherlock con intención. Un taxi se acerca y Sherlock levanta la mano.
—Te lo contaré —dice, antes de que John se ponga fastidioso. Al fin y al cabo, no es policía, y él sólo prometió no hablar con la policía. Así que se lo cuenta, y el rostro de John se va ablandando y poniéndose enfermizo mientras habla, aunque hace pocas preguntas y no lo interrumpe. Cuando Sherlock acaba, John se recuesta pesadamente contra el asiento, horrorizado.
—Dios mío. Tenemos que decírselo a alguien, Sherlock.
—Dije que hablaría con Mycroft. Hará que recojan los cadáveres sin escándalo y adecenten la cámara.
John se pasa una mano por la cara.
—No, Sherlock, tenemos que decírselo a la gente que está cuidando de los niños.
—¿Y arruinar su vida aún más de lo que ya está? ¿Llevar al chico a los juzgados para que cuente con detalle los horrores de su infancia ante una caterva de extraños que lo van a juzgar? ¿Separarlos y que a ella la examinen y analicen para descubrir cuál es su problema?
—Tiene diez años y planeó un asesinato a sangre fría.
—Es inteligente, y tenía todo el derecho a estar furiosa. Puede que yo hubiera hecho lo mismo en su lugar.
—¿Si alguien le hubiera hecho daño a Mycroft?
Sherlock duda, como si no hubiese llevado el hilo de sus pensamientos tan lejos.
—Sí —dice al fin—. Lo habría hecho, sin duda.
John, incómodo, digiere todo esto. Él no puede decir lo mismo. No puede decir lo mismo ni siquiera habiendo vivido una vida que se parece más a la de Flora, y esa idea le produce sentimientos encontrados. Qué horrible. ¿Habría dejado que maltrataran así a Harry sin hacer nada? No hizo nada. Una vieja guerra de culpabilidades se enciende en su interior: las peores partes de sí mismo haciendo de abogadas del diablo unas contra otras y, por encima de todo eso, los lugares comunes de terapias viejas y nuevas.
No fue tu culpa, John. Eras un niño.
No te podías haber dado cuenta.
No, sí me di cuenta. Lo sabía. Pero le seguí el juego.
Querías a tu propio maltratador.
No era un maltratador. No nos pegaba. No fue nada asqueroso.
Jugaba con las emociones. Eso es igual de malo.
¿Cómo? ¿Cómo va a ser igual de malo? Crecí con niños a los que sí les habían pasado cosas malas. Yo no tengo nada por lo que sentirme resentido.
Es injusto. Me robaron la infancia.
Ese hijo de puta.
Quiero a mi papá.
John cierra los ojos. Lucha. La experiencia le ha enseñado dónde agarrarse cuando resbala por su particular muro rocoso de emociones.
—¿Y Willard?
Sherlock parece sorprendido.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que… joder, Sherlock, va a necesitar ayuda. Terapia. Algo. El trauma no va a desaparecer sólo porque el viejo esté muerto.
Eso es verdad. John lo sabe, lo sabe, lo sabe. La situación, aunque haya terminado, continúa. Se desvanece y se renueva, regresa cuando menos te la esperas. Se pega a tu mente como un parásito, alimentándose de cosas buenas. Influye en tus decisiones, tus pensamientos, tu comportamiento durante el resto de tu vida, hasta que encuentras alguna manera de ignorarla.
—¿Qué pasa con Flora? ¿Qué pasará cuando deje de estar furiosa y se dé cuenta de lo que ha hecho?
Ve cómo Sherlock se pone a pensar a toda máquina. Ve cómo su ojo interior examina no sólo lo básico sino también, una vez más, el lado de las cosas que normalmente se quedan en su ángulo ciego.
—No lo sé… —admite. John exhala.
—Habla con Mycroft —cede—. Si la niña de verdad es tan inteligente… quizá el gobierno se pueda permitir gastarse unas libras en sacarlos del lío.
—Yo tiré a un hombre por la ventana. Tú le disparaste a un taxista. Ninguno de los dos dijo nada —dice Sherlock, aún tratando de racionalizar.
A John se le escapa una risita.
—Lo sé. Pero nosotros ya éramos… —Hace un gesto entre los dos, adelante y atrás—. Así.
Tú ya eras el peor tú posible, y yo era una versión de mierda de mí mismo.
Ya éramos nosotros.
—Odio los casos con niños —dice Sherlock, en vez de aceptar abiertamente. El taxi se detiene junto al relativo refugio de su casa en Baker Street—. Escribe sobre éste.
—¿Estás seguro?
—Sólo los hechos que no sean incriminatorios —asiente Sherlock, abriendo la portezuela—. Dile al mundo que no pude resolverlo.
John se baja del coche, pensando. Ya tiene un título en mente.
—¿Eso ayudará? —quiere saber.
—Por supuesto —dice Sherlock, buscando sus llaves. Le gustaría cerrar la puerta de la casa tras ellos lo más pronto posible. Quiere echarse en el sofá, comer la pésima comida de John y dejar que Abejita le meta sus deditos mugrientos y ensalivados en las orejas e intente sabotear su ensayo de violín. Quiere cerrar las cortinas y arroparla en la cuna y contarle historias que sean exclusivamente ficticias—. El mundo se burlará de mí por mi fracaso y olvidará a Flora.
John cierra con suavidad la puerta de la calle.
—Vamos a cenar —dice, en lugar de “sí”.
* * *
Del blog del doctor John Watson:
30 de agosto
El caso del Isaac arrancado
Acababa de terminar un divertido día en el parque cuando llegó Sherlock con un nuevo caso para investigar. Era su tipo favorito de caso: un hombre había desaparecido en una habitación cerrada. Más que una habitación cerrada, una cámara.
Ahí dentro guardaba un boceto de una famosa obra maestra de un pintor italiano, que representaba el sacrificio de Isaac. Vimos las grabaciones de seguridad con Lestrade, y lo mostraban entrando en la cámara y cerrando la puerta. Se supone que se cierra como medida de seguridad, así que estuvo encerrado a todos los efectos durante cinco minutos. Cuando la puerta volvió a abrirse, tanto él como la invaluable pintura habían desaparecido.
Se nos permitió visitar la escena y ver cómo el Sacrificio de Isaac había sido arrancado de su marco a cuchilladas. Había una mancha de sangre en el suelo, pero no pude ver ninguna pista real. Sherlock tenía muchas ideas acerca de qué pudo haber pasado, y estaba muy seguro de que lo habían asesinado, pero no había manera de probar cómo.
El hombre no tenía enemigos, así que tampoco había sospechosos. Personalmente creo que lo más probable es que fingiera su propia muerte y huyera de Londres. Cuidaba de sus nietos, quizá se hartó de hacerlo.
Definitivamente es uno de los casos más raros en los que he trabajado. Sherlock está muy irritado por no haber sabido resolverlo todavía.
Además, al volver a casa se me recordó el caso del elefante en la habitación. Abejita está con muchas ganas de hacer regalos últimamente. Cada vez que me doy la vuelta me da a Elbante. O ya está ahí. Mirándome. O se lo da a Sherlock. Es un nunca acabar. Esta noche voy al teatro con la señora H, nos regalaron unas entradas. Adivinad qué obra vamos a ver.
El Hombre Elefante.
4 comentarios
Mike Stamford 30 agosto
¡Ja ja ja! ¡Mala suerte, colega!
Sra. Hudson 30 agosto
Pero es una buena orba, me gustó.
Sra. Hudson 30 agosto
Obra.
Anónimo 31 agosto
¿Salían elefantes?
El verano acaba en una ola de noches calientes y pegajosas. Los pies descalzos de John se pegan a los tablones del suelo cuando camina; tiene que dejar las ventanas abiertas o el aire de la habitación se vuelve sofocante. La temperatura baja un poco después del atardecer, pero los confines de los edificios, el tráfico y el cemento armado liberan el calor del día muy despacio.
John, letárgico, lava los platos después de la cena; la niña ronca; la señora Hudson está abajo, flotando en un ahumado sueño de sus viejos tiempos de bailarina. Las tuberías de la ducha vibran y luego se detienen. Oye a Sherlock salir y pasearse con pasos ligeros, tarareando a media voz, sin duda con el picor de la nicotina en las venas. John sale de la cocina secándose las manos y lo encuentra en la semipenumbra del salón, embebido en sus manuscritos.
No se ha puesto camisa, y la toalla que cuelga de su cuello recoge las gotas que le caen del pelo pero hace poco o nada por convertirlo en un hombre recatado. Dados sus antecedentes, John supone que debería alegrarse de que al menos se haya puesto los pantalones del pijama.
—Todo tuyo —dice Sherlock, refiriéndose al baño. Ya tiene los dedos pegajosos de colofonia por andar palpando su violín, ausente.
—¿Y tus camisas? ¿Se las comieron las polillas? —comenta John. Los brazos de Sherlock son pálidos. Las cicatrices quirúrgicas son marrón claro y beige y rojizas, un poco diferentes al color de sus pezones. John se descubre apartando la mirada. La última vez que vio a Sherlock tan descubierto, recién estaba regresando a la vida en una cama de hospital.
—Hace calor —se queja Sherlock, aunque lo atraviesa una súbita oleada de pudor. Se seca la nuca con la toalla y la desenrolla un poco para que le cubra mejor los hombros.
John no está sentado en su sillón sino en el sofá, un plato de galletas saladas en equilibrio sobre el apoyabrazos y un periódico desplegado en el regazo. Trata de concentrarse en los artículos, pero las suaves notas que producen los dedos de Sherlock al acariciar las cuerdas lo distraen, a pesar de ser tan silenciosas.
—Toca eso en lo que estabas trabajando —dice, con nombres de políticos nadándole ante los ojos. No se acuerda de la melodía. Sí recuerda la repentina caída al suelo de cuando Sherlock lo soltó, no obstante.
Sherlock toquetea unas cuantas notas, vacilante; son la misma canción, y John asiente despacio al reconocerla y pasa de página. Para ellos, esto es normal. Los dos lo convierten en normal por pura fuerza de voluntad.
Las cortinas y ventanas están abiertas, pero el aire entra muy despacio en el apartamento, y John siente que sus propias respiraciones lo entorpecen: respiran demasiado, y demasiado fuerte. No se atreve a cambiar de posición en el sofá, simplemente apoya una mano sobre el periódico y trata de seguir las palabras de otro sobre los problemas de otros en un mundo más amplio que éste. Sherlock pone el arco sobre las cuerdas. Toca el vals.
Pasa un momento antes de que John levante la mirada. Los ojos de Sherlock están fijos en los trastes del violín y en sus propios dedos, subiendo y bajando lentamente. Se inclina hacia el instrumento, el pelo lacio sobre las sienes y empezando a rizarse de nuevo al secarse las puntas. Su vientre se expande con cada compás, y John puede percibir al bailarín abandonado en su postura, aunque Sherlock aún no le ha contado ese secreto. John sólo lo mira durante un par de latidos; es más que suficiente.
Le viene un pensamiento a medio formar sobre Sherlock, en la misma forma perezosa e intuitiva de siempre, pero es eclipsado de inmediato por el reflejo del espejo. Sólo lo vislumbra un instante, no lo suficiente como para estar seguro, pero la espalda de Sherlock no armoniza con el pecho. La boca de John se abre apenas; no comenta nada, no hace ningún ruido. Sólo traga saliva, y eso es lo que da a entender a Sherlock que lo ha visto. John mira de inmediato al periódico.
Las cicatrices de cirugía son pulcras y pequeñas, de un color algo lívido. Las de los hombros son más antiguas y más pálidas, el marrón sucio, como bronceado, de las laceraciones sobre los omóplatos, como si le hubieran escrito notas en la piel.
John no las había visto nunca.
Sherlock abrevia la pieza y termina antes de salir de la habitación. John no vuelve a levantar la vista, ni avergüenza a Sherlock con muestras evidentes de haberse dado cuenta. Sherlock sabe que lo ha hecho. También sabe que John lo sabe.
Oye a Sherlock moverse en el piso superior y el tableteo de las perchas de ropa, y cuando vuelve a aparecer la toalla ya no está y las cicatrices están ocultas bajo el algodón de una camiseta. Se queda un rato en la cocina, preparando té. John no dice nada hasta que regresa.
—Buena melodía.
—Hm. Ya le estoy dando forma —dice Sherlock, vago y distante. Le da espalda a John, contemplando las ventanas y el largo atardecer.
John pasa la página del periódico, contempla los rostros de extraños que no le importan.
—Deberías terminarla —dice.
Sherlock exhala un pequeño «ah» de comprensión.
—Algún día —replica, levantando despacio la tapa del ordenador portátil. Se sienta, con la pantalla iluminándole la cara, y empieza a teclear. No dicen nada más. John no le pregunta qué está escribiendo. Sherlock no le pregunta qué está leyendo.
Ninguno de los dos lo tendría fácil para contestar al otro, de todas formas.
Sherlock sube al piso superior al morir el sol y John ordena solo, con todas las luces encendidas para espantar a los monstruos y las preguntas. Hay muchas cosas que Sherlock no le ha contado, reflexiona. Pone las tazas en el armario y lo cierra. Aunque, claro, hay cosas que él nunca le ha contado a Sherlock. Desde arriba le lleva el débil chirrido del colchón de Sherlock, y se pregunta si estará durmiendo.
John apaga las luces, comprueba que Abejita duerme profundamente y cuando se va a la cama sueña…
…con wadis llenos de agua tibia como la sangre que le sube hasta el ombligo. El resto de su piel está caliente y seca y polvorienta, pero el agua, iridiscente de aceite, se desliza con facilidad entre sus muslos. En la ribera hay hombres sin nombre y sin cara, pero portan cuchillos corvos con silente aire de amenaza, así que les dispara a todos en la cabeza.
Al final del wadi está echado un comandante al que no conoce. Le dice a John que ha disparado a cincuenta y cuatro personas sin gastar munición, y que como resultado ha ganado el premio mayor. John se enfada. No quiere ningún premio.
—Es un elefante —le dice el comandante. Es demasiado grande para cargarlo. John supone que se lo llevará a casa para Abejita; quizá le gusta. Quizá sirva de compensación por abandonarla para volver al ejército. Encuentra una foto en su bolsillo y recuerda que la niña ya tiene diez años. Ya no le resulta familiar. Debe llevarle el elefante, sólo tiene que encontrar un camión para transportarlo.
Los camiones más cercanos están en el lado más alejado de una fábrica de opio, y John se mueve con cautela por los edificios vacíos. La pegajosa droga está por todas partes y le llena las rodillas y las manos de un alquitrán tibio y fragante al arrastrarse por espacios improbablemente pequeños. Encuentra un barracón de soldados estadounidenses que están echados tomando el sol, drogados de opio. John está irritado y preocupado. Deberían estar disparando en el wadi. Hay hombres en el agua que cuentan con ellos. Los soldados cogen puñados de opio de barriles de plástico, y tienen las manos tan manchadas que parece que llevan guantes negros.
—Levántate —exige a uno de ellos, que le sonríe y se pasa una mano pegajosa por el pecho desnudo. Así es como se consume este opio: te lo frotas directamente en la piel. John contempla la resina de opio mezclarse con el sudor del otro hasta convertirse en un goteo naranja, y se pregunta si será por eso que todos están tan bronceados.
Trata de encontrar al oficial al mando. Hay un hombre uniformado estacionado en la azotea del edificio, apoyado en una metralleta Jimpy. John trepa para buscarlo, arriba y arriba por el ladrillo candente, pero lo único que encuentra en la azotea es un dormitorio. Empuja a un lado unas bufandas colgadas y se dirige a asumir su posición de vigilante en la ventana, junto a la Jimpy. Hace calor, y los hombres allá abajo están despatarrados por todo el patio como leones marinos.
—Descansa —crepita el walkie-talkie de John—. Todo despejado, cambio.
—Recibido —dice John, preguntándose por qué hablan tan raro, pero obedece: se sienta en el alféizar y bebe de su cantimplora. Es vino tinto.
—¿De dónde sacaste eso? —pregunta el walkie-talkie.
—Me lo envió la señora Holmes por correo. Está en California.
—Qué bonito.
En la distancia se congrega una tormenta. Va a llover a cántaros, piensa; se inundarán los wadis. «Eso hará que esos cabrones dejen de causar problemas por un tiempo. Andarán corriendo para poner las cosechas a cubierto».
Se inclina hacia atrás y se apoya en alguien, no está seguro de quién, pero obviamente quienquiera que hayan enviado para relevarlo de su posición. Después de un rato, se da cuenta de que habla con la misma voz que el walkie talkie. Hay una mano, y John no presta atención a lo que está haciendo, pero sí se da cuenta de que es pálida y está limpia.
Hace calor.
John se quita la camiseta y espera al roce de unos labios en la nuca.
Notes:
Autora:
-El título del capítulo está tomado de la canción Damage, de Jimmy Eat World.
-Me gustaría pensar que Anthea les envió entradas para Casa Valentina (n. de la tr.: una obra de teatro sobre drag queens), pero probablemente es demasiado sensata como para no enviarles una indirecta de tan mal gusto.
-El Cornetto de menta, el Magnum, el Fab y el Nobbly Bobbly son helados de mi infancia, aunque nunca le encontré la gracia al Cornetto. Los Nobbly Bobblys son geniales pero, si me preguntan, el rey de los helados de hielo es el increíble Feast. Por cierto, si no captaste lo de Sherlock diciéndole a John que “el suyo es un Magnum”, no sé qué hacer contigo. Todos sabemos que John Watson es un hombre Magnum.
-Un wadi es un canal de irrigación o el lecho de un río que suele estar seco fuera de la temporada de lluvias. Una Jimpy es una ametralladora de propósito general (GMPG, por sus siglas en inglés).
Traductora:
-La expresión “three bags full, sir” (tres bolsas llenas, señor) se usa para expresar obsequiosidad o zalamería; es una versión exagerada de “como el señor ordene”. He conservado la traducción literal para mantener el chiste con las bolsas de basura.
-La NCT, National Childbirth Trust, es una asociación benéfica británica que recauda dinero y recursos para la infancia.
-Traduje como pude el término “yummy mummy”, una expresión de jerga británica para referirse a las mamás jóvenes y sexys, normalmente ricas y famosas. Pido perdón XD
-Traduje “high functioning sociopath” por “sociópata de alto rendimiento”, porque me pareció que ninguno de los dos doblajes oficiales había terminado de captar el significado original.
Chapter 13: Soy lo que soy
Chapter by BelsanEmpress, Odamaki
Summary:
—Eres tú quien me dijo una vez —dice John, poniendo igualmente las manos en los hombros de James— que habías visto a hombres más grandes y más feos llorar sin vergüenza.
—Es verdad —dice Sholto, la voz espesa. Se agarra al brazo de John—. Pero yo estos días soy un hombre muy feo.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Son mediados de septiembre y su hija ya va encaminada a cumplir dos años; sus piernas son mucho más robustas, y las redondeces de bebé empiezan a derretirse. Las noches empiezan a alargarse, las mañanas se vuelven mortecinas y lentas y luego, en una de ellas, John recibe una carta. La lee entera, y luego se la enseña a Sherlock.
—¿Qué opinas de esto?
Sherlock la examina detenidamente. La letra es un poco garabatosa, pero en general resulta legible. La misiva, no obstante, es breve.
—No tenía tiempo suficiente para escribir —comenta Sherlock, con igual curiosidad.
—Sholto está retirado; si tiene algo, es tiempo. —John mira fijamente las palabras, como si fueran a moverse para explicárselo—. Su caligrafía ha mejorado, así que no es eso… —masculla. El entrecejo se le arruga con preocupación—. No me gusta.
—¿Me enseñas sus otras cartas? —Sherlock se desenrosca del sillón y extiende la mano. John busca en la pila de correspondencia que han metido bajo el reloj de la repisa de la chimenea, luego simplemente se la pasa toda mezclada.
Sherlock la hojea, creando pilas en la mesa.
—Carta (mía), carta (tuya), notas (mías), factura (gas), amenaza de muerte (mía), Bill Murray (una ridícula tarjeta de navidad para Abejita, probablemente deberías hacer algo al respecto), carta (tuya), cartas…
Desdobla las cartas de Sholto y las extiende en la mesita de centro, comparándolas. Su largo índice se detiene en algunas palabras, la mente ocupada. Frunce el ceño.
—¿Malo? —pregunta John, preocupado. Sherlock tuerce la boca.
—Un poco —admite.
—Mierda.
John aparta periódicos y libros de cuentos de su sillón y se sienta, pensando a toda velocidad. Ha estado en contacto con Sholto desde que dejó la instrucción. No había nadie más a quien quisiera escribirle, y Sholto se lo pidió. Y Dios era testigo de que marcó la diferencia. La de no ser el único hombre que no recibía nada cuando repartían el correo.
Después de graduarse como capitán en Sandhurst, Sholto le había escrito para desearle suerte en Helmand, y hace tiempo que John perdió esa carta, pero significó muchísimo para él. Harry no podía escribirle, y todos sus otros amigos estaban ocupados con la medicina o trabajo militar en algún otro lugar. Los que estaban en Sandhurst habían intercambiado felicitaciones con él, pero el único recordatorio tangible de su éxito era aquel pliego de papel. John había perdido el contacto durante un breve período después de eso, gracias a los rigores de la guerra, pero el comandante había flotado de vuelta a la superficie como un corcho en el momento en que John se había licenciado del ejército.
La distancia de tiempo y tierra y dolor no había permitido que la correspondencia volviera a ser cercana, y lo máximo que había conseguido John era escribirle un par de frases para que supiera que estaba vivo, si bien no se sentía así. Pero los mensajes habían estado ahí. Sholto había insistido. Había encontrado tiempo y rutina en su frenética vida en Afganistán para centrarse en dar la lata a otro soldado que languidecía en rehabilitación, allá en Londres.
Sholto nunca le había hecho mucho caso a su blog, pero le escribía emails de vez en cuando en aquellos días entre el primer encuentro de John y Sherlock y el desastre que había volteado la suerte de Sholto.
Había venido a la boda de John.
—¿Qué tan malo es? —pregunta John.
Sherlock dobla las cartas en silencio, y frunce los labios. John ya sabe la respuesta.
—Mierda.
Otro platillo giratorio a punto de caerse. Otra pelota a punto de perderse rebotando entre el polvo.
—Tendré que ir a verlo. —John se rasca las cejas mientras piensa—. Si le escribo, entonces… —No está seguro. Ése es el problema. A lo largo de los años, Sholto ha sido el que silba y John el que acude, aunque sea a regañadientes. No está seguro de que funcionara en sentido contrario. No es connatural a su jerarquía—. ¿Qué crees que pasa?
—La rehabilitación —sugiere Sherlock. John asiente. Es lo más obvio que se le ocurre. Sholto siempre se ha negado a tener su propia Ella; se ha encerrado en los confines de su vieja casa familiar, erizada de mecanismos de seguridad, y John no consigue imaginarse qué hará ahí metido todo el día. Luchar contra sus cicatrices, probablemente.
La rehabilitación de quemaduras es agotadora, John lo sabe. No te mandan hacerla durante seis meses y luego unos ejercicios para casa; es un túnel al que entras un día sin ver apenas el final.
—Le preguntaré si puedo ir —dice John, pensando en voz alta.
Sherlock junta las manos ante la cara, con expresión indescifrable.
—No preguntes —dice a continuación—. Dile el día y la hora y luego simplemente ve. Si es que vas a ir.
A John le parece un poco mal eso de autoinvitarse, pero Sherlock tiene un poco de razón. Si pregunta, Sholto probablemente cambie de tema. Si se limita a aparecer en la puerta, queda la posibilidad de que el otro ceda y le permita entrar.
—Sólo será una semana. Cuatro días. —Mira a Sherlock—. Tres días. —Exhala—. Abejita no aguantará más tiempo.
—No —asiente Sherlock. Se levanta del sillón y va a la cocina a llenar la tetera. A John no le gusta lo callado que está. Lo sigue.
—Sherlock.
—Estoy pensando.
—Vale, pero ¿hay algún problema? —John se obliga a no cruzarse de brazos ni bloquear la puerta. Sherlock pone dos tazas sobre el banco de la cocina y echa una bolsita de té en cada una.
—No —dice al fin—. ¿Tres días?
—Intentaré que sean tres —dice John. No lo promete. Puede que sean menos.
—Hay un proyecto en el que no he podido trabajar —replica Sherlock. Tabletea con los dedos en el banco—. El espacio extra sería muy bienvenido.
A John le cuesta no sentirse ofendido por eso. O decepcionado.
—Vale. —Frunce el ceño—. ¿Es un caso?
¿Es peligroso?
¿Hay riesgo de que recaigas?
—Sólo es un proyecto —replica Sherlock, levantando la mano—. Aprovecharé el espacio libre de niños para reorganizar el dormitorio de arriba. —Se da unos golpecitos en la sien—. Experimentos.
—Ok —dice John, con reservas. Mentalmente ya le ha escrito un mensaje a Lestrade y Mycroft y Molly. No te metas en problemas, suplica en silencio, si yo no estoy aquí para sacarte de ellos.
—En serio, John, no hay de qué preocuparse —dice Sherlock, con más de su usual aplomo. Ahoga las bolsitas de té en agua hirviendo y las aplasta sin respeto con una cuchara—. Guarda eso para el comandante.
John toma su taza.
—Sí, salvo porque él también odia que lo haga.
Eso hace reír a Sherlock, sólo un poquito.
* * *
Siendo realistas, ¿cuánto puede conseguir una persona en sólo tres días? Eso se pregunta Sherlock. El metro se aleja del andén con John perdido en el interior, escupiendo relámpagos sobre las vías en bruscos estallidos azules. Sherlock se da la vuelta y se dirige hacia el andén opuesto.
En tres días. El reloj que hay en su cabeza ya está contando hacia atrás. Lo primero que va a hacer es quitarse del medio la tarea más desagradable. Sin duda John ya está disparándole mensajes preocupados a Lestrade y a cierto hermano despótico. Sherlock se mete las manos en los bolsillos y siente la vibración de Londres en el hueco de los codos.
Sigue haciendo calor, para ser septiembre. La Belstaff es sofocante y Sherlock lamenta no haber tomado un taxi, pero no pudo resistirse al aliciente de ver a John hasta el último momento. Eso sólo hará más difícil que John tenga algo de paz mental mientras está lejos, pero Sherlock tiene unos antecedentes muy malos en lo que a resistirse a las tentaciones se refiere.
«Debería hacer mejor estas cosas» se reprende a sí mismo. «Tres días para aprender. Empieza».
Se escurre fuera del tren en la primera estación no subterránea y da un complicado quiebro en autobús hacia los suburbios. Las calles, ribeteadas de árboles, lo deprimen con su falta de imaginación.
Echa pie a tierra con la mente a pleno rendimiento, y desde ahí sólo queda un corto trayecto en taxi hasta el centro. El conductor lo mira de reojo, observa el sudor que le florece en la línea del pelo y la manera en que se encorva en el asiento trasero, los ojos fijos en la ventanilla. No dice nada, pero Sherlock puede leer la pregunta igualmente.
¿De visita, o para internarte?
La carencia de equipaje no significa nada. Hay gente que de repente un día se derrumba.
Solicitó la cita esta mañana a un recepcionista de voz suave que ahora lo recibe en el mostrador y le presta un bolígrafo para firmar. La tinta sale de la esfera giratoria a chorros irregulares, dejando su nombre lleno de diminutos puntitos blancos al garabatearlo en el libro de visitas. La visión se le queda pegada a los ojos incluso después de parpadear. Un Sherlock Holmes azul, comido por los gusanos.
Los hombres muertos no cu-
Ya se le está embrollando la cabeza.
—Ahí hay té, café y agua —le dice el recepcionista, guiándolo hacia la salita de estar—. Iré a ver dónde está Billy, siéntase libre de relajarse aquí.
A Sherlock se le olvida darle las gracias.
Se sienta al borde de un sillón de orejas, alerta, y se concentra en los hechos básicos de la habitación. Está limpia. Es tranquila. Es esto para lo que hace pagar a Mycroft, y probablemente éste lo considere una ganga a cambio de tener a Sherlock contra las cuerdas en caso de que necesite cobrarse un favor. Hay señales de desgaste, pero sólo de tipo ordinario, y aunque la tangible atmósfera del lugar es de cuidado médico de masas, no parece un hospicio.
Mycroft al menos ha tenido la amabilidad de ser lo suficientemente tacaño como para no meter a Billy en la misma clínica de rehabilitación. Este lugar es nuevo para Sherlock, y sin embargo resulta terrible y profundamente familiar. Es la textura del sillón, el esquema de colores. Es algo innato al silencio del lugar. Se encoge dentro de la camisa con un hormigueo en la piel, y desea no haber venido.
—¿Señor Holmes? —Es una miembro del personal, no el recepcionista. Le sonríe—. Billy le espera en el jardín. Sólo tiene que cruzar las puertas del fondo. —Señala—. ¿Desea que se lo muestre?
—No. —Sherlock se pone de pie—. Puedo encontrarlo, gracias.
—Muy bien. Estaremos aquí si necesita cualquier cosa.
“Nosotros”. No “yo”. No puede prometerle que estará ahí si la necesita, pero el resto del personal está presente; como un enjambre de abejas conectadas con localizadores. Cuando uno está ausente, otro se escurre para ocupar su lugar.
El jardín es de esos de alto impacto y bajo mantenimiento, diseñados para quedar bonitos con cierta cantidad de gravilla y poda artísticas, pero sin plantaciones innecesarias. El muro la protege de la expansión de los suburbios, un recuerdo de los días de antaño en los que el centro era una casa noble con sirvientes y huerto. En el rincón, donde tendrían las colmenas, lo espera Billy.
Sherlock preferiría enfrentarse a las abejas, para ser honesto. Billy no muestra ninguna reacción externa al verlo, lo cual es de por sí una reacción.
«Sigue enfadado» piensa Sherlock. Con expresión inescrutable, se sienta frente a él. La mesa es pequeña y desvencijada; esmalte blanco descascarillado sobre hierro colado, que se va poniendo verde en torno a las patas con forma de garra de león. Wiggins está en una de las sillas a juego, con las rodillas dobladas contra el pecho, pero la capucha bajada. En este rincón del jardín también es verano, a pesar de la gélida atmósfera entre ellos. Está mirando hacia abajo, con el ceño fruncido, y Sherlock ve el parche con su nombre cosido en el interior del cuello. Reducido a “Billy” una vez más.
Sherlock no dice nada. Billy no es dado a la charla intrascendente, y él mismo la odia. Se sientan, en silencio y mutuo respeto, como un par de gatos callejeros demasiado prudentes como para bufarse.
Es evidente que Billy lleva todo el tiempo posible buscando excusas para quedarse afuera. Hay una taza vacía en el suelo junta a la silla en la que el azúcar residual ha creado una costra de almíbar en los restos ya fríos, y un libro de bolsillo con las esquinas dobladas sacado de la biblioteca del centro, con el ignominioso título “Cindy, un nombre para la muerte”. Sobre la mesa hay una tabla cuadrada, una pieza de trupán reutilizada como tablero de juego, con un puñado de fichas de póker al lado.
Sherlock la mira con el ceño fruncido.
—¿Qué es esto?
—Alquerque —dice Billy—. ¿Has jugado alguna vez?
—No.
—Lo hice yo. Tenemos un taller. —Billy se raspa una de las uñas—. Hicimos cosas.
Hay notas garabateadas en los márgenes del libro, nota Sherlock. Puntos dentro de cuadrados. Algunos negros, otros blancos. Billy se ha estado entreteniendo calculando patrones.
Algo hace “ding” en el palacio mental de Sherlock, proporcionándole otro nombre.
—El juego del molino.
Billy asiente con un gruñido, apilando las fichas. La mitad son blancas, la mitad negras. Son simples discos de madera con una mano de pintura acrílica.
—Un proto-ajedrez.
—‘Sasto. Sólo que todas las piezas son iguales.
Sherlock toma uno de los círculos negros y lo hace rodar adelante y atrás por el borde de la mesa. Después de un rato, Billy empuja el resto de fichas negras hacia él y coloca la primera ficha blanca en un punto al borde de uno de los cuadrados. Y así empieza el juego.
Alternan una blanca, una negra, una blanca, una negra, hasta que todas las fichas están sobre un punto, ya sea al centro de uno de los lados de un cuadrado, o en una de sus esquinas. Hay más puntos que piezas; el propósito es ir moviéndolas de punto a punto para conseguir que haya tres consecutivas: un “molino”. Cuando consigues un molino, quitas una de las piezas de tu oponente del tablero.
Billy tiene más experiencia con la disposición, pero Sherlock pronto descubre dónde y cómo sacar ventaja, y comienzan más o menos igualados, aunque con Billy esté un poco adelantado. Juegan una partida rápida. Ninguno necesita mirar al tablero por mucho tiempo para decidir su próxima jugada, y el rápido intelecto natural de Sherlock se enfrenta a los interminables márgenes llenos de diagramas de Billy.
Sherlock demuestra que es un mejor jugador primerizo que Molly o Lestrade, pero al final Billy acaba dejándolo con sólo tres piezas.
—Ahora puedes volar, si quieres —le ofrece Billy, magnánimo.
—¿Por qué iba a querer hacer eso?
Sherlock mira el tablero con irritación. Si “vuela”, podría ganar. Pero eso se sentiría como hacer trampa, y su lado testarudo quiere jugar el juego al nivel de dificultad más alto posible, sólo para demostrar… algo.
Billy se ríe por la nariz.
—Porque estás perdiendo.
Sherlock frunce el ceño.
—Juega —insiste.
Billy lo observa por un momento y luego rompe uno de sus molinos, a guisa de desafío. Siente curiosidad, tiene que admitirlo. Molly juega con precaución, a la defensiva. Le impide (o intenta impedirle) crear molinos en primer lugar, y se centra en romper los que ya tiene en lugar de crear los suyos propios. Eso alarga las partidas, pero raramente gana. Lestrade se apresura a llegar a esta última fase, disfrutando de los vuelos y quitándole piezas a Billy hasta que, inevitablemente, pierde.
Billy nunca ha jugado contra alguien que pudiera ganar, y sin embargo se autosabotea deliberadamente.
Los dos ven el momento en que Sherlock pierde. Lo único que tiene que hacer Billy es mover una pieza para crear un grupo de tres, y entonces podrá retirar una de las fichas negras de Sherlock.
—No está mal —dice Billy, dejando las piezas como están.
—¿Dos de tres?
—Nah. Es un poco tarde.
Sherlock levanta la mirada, ceñudo. Billy parece estarse divirtiendo. De hecho, se está divirtiendo.
Billy mira al cielo. Se está nublando, y el breve día está, en efecto, terminando. Deja caer las rodillas a ambos lados de la silla y respira hondo. El viento agita la hiedra que cubre el muro, haciendo temblar las hojas. La luz se empieza a enturbiar en algún lugar entre el invisible sol y las nubes, y le dejan luces parpadeantes en los ojos: las sinapsis y los conos que se encienden y se apagan dentro de su biología, como purpurina flotando en el aire.
El aire caliente atrapado dentro de su suéter se libera por el cuello cuando cambia de postura, y piensa en las personas que lo llevaron hasta donde está, y en los fantasmas.
—No tenemos mucho en común —concluye Billy después de un largo rato.
—No —dice Sherlock en tono despectivo. Siempre lo ha sabido y ahora sigue su instinto, pero esta vez parece que no termina de acertar.
—Eres un puto desastre —le devuelve Billy. Pone los pies en el suelo, gira los tobillos dentro de las zapatillas como si estuviese probando la estabilidad, y luego recoge la taza y se levanta—. No tienes autocontrol.
Mira a Sherlock como si de repente le pareciera demasiado humano.
Sherlock abre automáticamente la boca para discutir, y Billy se limita a encogerse de hombros.
—Piénsalo —le aconseja—. No lo tienes. No pasa ná. Ni que te tuvieras que avergonzar.
Se queda parado por un momento, un poco perdido. Hay un abismo entre ellos y, al mismo tiempo, demasiados parecidos. La diferencia es que Billy había pensado que las cosas que compartían estaban en su propio futuro y no en los miserables pasados que ambos ya dejaron atrás. El presente es un país completamente distinto.
—No te preocupes —le sugiere Billy—. Tengo a gente que me cuide.
—¿Molly Hooper? ¿Lestrade?
—¿Por qué no? Son lo suficientemente buenos para ti.
Sherlock no puede decir que esto le haga gracia; le resulta un poco chocante, y dentro de él siente llegar un lloriqueo de niño pequeño: «¡pero son míos!». Mira intensamente a Billy, a esta situación demencial, y se pregunta si el mundo está del revés. No se había dado cuenta de lo mucho que disfrutaba del respeto de Billy, la divinidad casual que se le había conferido.
Billy barre las fichas de la mesa y se las echa en los bolsillos, y luego se pone el tablero bajo un brazo y el libro bajo el otro.
—Me van a dejar salir en un par de semanas —dice, como si hablara del clima—. Vida nueva y mierdas de esas.
Sherlock se mete las manos en los bolsillos y se pone en pie, interesado por este lado nuevo de Billy a pesar de la incomodidad hacia su propia vida que siente en la boca del estómago.
—¿Ah sí?
—Me van a ayudar con un apartamento, que será una mierda, y un trabajo, que será una mierda. Así que si necesitas que alguien espíe por ti, avísame porque me vendrá bien la pasta.
—Ya veo.
—¿Crees que me dejarán ser farmacéutico?
—Probablemente no.
—Quién lo diría —dice Billy, sin acritud. Abre la puerta al centro con el pie—. Ése es el problema de la coca. Te pagan de puta madre.
—No si acabas consumiendo los beneficios —dice Sherlock, por experiencia.
—De todos modos no quiero ir a la cárcel de nuevo. Soy demasiado lindo. —Billy lo mira, inexpresivo. Sherlock casi se atraganta.
—Por favor.
Se quedan parados en la recepción, aún cautelosos como dos gatos, pero con un mutuo acuerdo de no intentar engañarse. Finalmente, Sherlock extiende una mano. Billy la mira. Despacio, se limpia la palma en el suéter y pone su mano en la de Sherlock. Por su expresión, no se lo esperaba, y parece que nadie se la haya tendido antes.
—Buena suerte —dice simplemente Sherlock.
—Dile a Mycroft que se lo devolveré.
—Si le dices eso te tendrá trabajando para él el resto de tu vida.
Billy mira a su alrededor, a las desgastadas alfombras a prueba de manchas y las paredes neutras.
—Se me ocurren cosas peores, ¿saes? —Vuelve a poner expresión vagamente divertida.
Sherlock hace una pausa antes de marcharse.
—¿Lestrade viene de verdad?
—Sí, es un buen tío, pero no tiene remedio, ¿eh o qué? —Billy se encoge de hombros. Señala—. La puerta está por ahí.
—Lo sé. —Sherlock frunce el ceño, se permite sentirse irritado—. Lo sé todo.
No consigue irse; este sitio lo ha afectado, y siente que está esperando a que le den permiso, o a decir algo, o a oír algo que aún no se ha dicho. A Billy le basta una mirada para darse cuenta.
—Buena suerte —dice, y luego, por si acaso Sherlock piensa que lo ha perdonado del todo, añade—: Pírate y haz tu trabajo.
Mientras Sherlock firma antes de salir, el recepcionista le sonríe. Es el mismo bolígrafo reseco, pero lo usa con más cuidado y deja su nombre escrito con una única línea indeleble.
—Le está yendo muy bien —comenta el recepcionista—. Tiene una red de apoyo muy buena. Eso siempre marca la diferencia.
—Sí —dice Sherlock, devolviéndole el bolígrafo. Mira el libro. Hay nombres familiares en él. La letra redondeada y femenina de Molly; los garabatos de Lestrade. Recuerda cómo se alargaban las semanas, interrumpidas sólo por un regimiento de comidas y personal sanitario, una visita de sus padres y otra de Mycroft cada semana, y su propio silencio interminable. No consigue arrepentirse. Incluso ahora, siente que no había nada que pudiese expresar con palabras.
Billy habla poco, pero habla.
Sherlock recuerda el sonido del 221B cuando no hay nadie dentro.
—Marca la diferencia, desde luego —concuerda Sherlock.
El trayecto entre Baker Street y Norwich es de dos horas. John lamenta, no por vez primera, su incapacidad para conducir. O al menos, conducir legalmente. Abejita se entretiene gateando en círculos por encima y debajo de los asientos en un agotador juego de las escondidas, y mirando por la ventana. Cuando se aburre, John la distrae con comida, pero es un viaje largo y hacia el final John está harto de los trenes. Lástima que no sea el fin del viaje. Sherlock le había buscado en Google el trayecto en transporte público antes de que se fueran y, contando con la típica fiabilidad de los autobuses rurales, salía a un total de dieciocho encantadoras horas, en curva desde Londres a los páramos de Norfolk.
John estuvo a punto de renunciar ahí mismo, pero luego se lo pensó mejor, se tragó su orgullo y llamó por teléfono. Técnicamente pidió el favor en nombre de Sholto, pero si Bill Murray lo espera en la estación de Norwich es mayoritariamente por el bien de John.
Encuentra a Bill en el aparcamiento, apoyado en el capó de su coche y bostezando al brillante sol del invierno temprano. Se sobresalta al ver a John y sonríe, atrapándolo en un abrazo que lo deja sin aire.
—¡Watters!
—Murray.
Bill apenas ha cambiado, piensa John. Verlo lo retrotrae directamente a la instrucción, cuando John ya la había terminado entera y Bill sólo estaba empezando; John explicándole los puntos básicos y Bill recordándole que tenía sentido del humor. Bill le palmea la espalda y lo empuja, desmañadamente pero con alegría, hacia el coche.
—Jesús, Watson. Mírate.
—Te has comprado un coche deportivo —dice John, observándolo. Es de un brillante rojo Fórmula 1. Tiene un tridente en la parrilla frontal.
—De nada. Tiene cuatro asientos, y uno tiene eyector, para la chiquitina —señala Bill, abriendo un poco los ojos ante la cantidad de equipaje que trae John. Mira de qué sirvió el entrenamiento militar. La mayoría son cosas de Abejita—. Echa tus cosas dentro, si caben. Bueno, coño, ¿cómo estás? Mira tu cara.
—¿Qué le pasa a mi cara?
—Joder, demasiado aseada. —Bill ríe y se deja caer en el asiento del conductor.
—Deja de decir palabrotas, está en la fase de repetir todo. —John la acomoda en la sillita y asegura los cierres.
—¿Ah, sí? —Bill se balancea en el asiento, se sube las gafas de sol hasta la coronilla y obsequia a Abejita con la más encantadora de sus sonrisas. Para irritación de John, ella levanta las manitas y le devuelve una sonrisa tímida, toda pestañeo—. Menuda princesa —dice Bill, admirado—. ¿A que eres lo mejor del mundo, cariño? A ver, di “coño”.
—¡Bill!
Bill hace muecas hasta que la niña se ríe y luego se abrocha el cinturón, mientras John le da con la punta del dedo para que mire al frente.
—¿Todo el mundo preparado? ¿Listos para un bello paseo por el campo? —Bill manotea la radio, enreda con su teléfono hasta que el coche detecta el bluetooth y empieza la música. Echa el brazo por detrás del reposacabezas de John mientras sale en marcha atrás del aparcamiento. John se desliza por el asiento de cuero. Está caliente.
—¿Cómo demonios te pudiste permitir esto? —quiere saber. Hasta donde él sabe, el salario de los enfermeros todavía no está a este nivel.
—Es de mi parienta —admite Bill—. Yo tengo un Peugeot.
—¿Tu mujer tiene un coche deportivo?
John palpa el interior. Es muy agradable.
—Mi mujer —le dice Bill, bastante serio—, tiene de todo.
Salen a la carretera. John echa el asiento atrás a todo lo que da y estira las piernas. Bill tararea al ritmo de la música, da golpecitos en el salpicadero y se lo pasa bien. John aún no ha visto una situación que incluya música en la que Bill no se lo pase bien.
—¿Las cosas han estado tranquilas en Londres, entonces? —pregunta Bill en cuanto salen del centro de la ciudad y toman la larga extensión de carretera hacia la costa.
—A ratos —replica John. Mira hacia atrás usando el espejo retrovisor y nota que Abejita se ha retirado a echar la siesta.
—Es muy buena —comenta Bill.
—Tiene sus momentos —responde John, recordando un episodio de hace una o dos semanas, en el que hubo una pataleta antológica que comenzó nada más salir de la casa y continuó durante todo el camino hasta la guardería, desencadenada porque John tuvo la crueldad de impedirle recoger una bolsa de patatas fritas de la reja de la alcantarilla para ver si había patatas dentro. Le cuenta esto a Bill.
Bill se ríe como loco.
John se siente extrañamente cohibido. No se ha mantenido muy en contacto con Bill desde que lo licenciaron; emails aquí y allá, y Bill es fan de las tarjetas de felicitación groseras, pero John no ha correspondido a sus atenciones. Bill no parece darse cuenta de esto para nada, simplemente retoma la relación donde la dejaron, pero John no puede evitar sentirse incómodo.
Bill charlotea, sin importarle que John esté callado. Habla de la nueva clínica en la que está trabajando, su último tour, su interés en probar a pasar un año en el extranjero con Médicos sin Fronteras. Habla de su esposa, cuyo trabajo John no consigue comprender. Algo relacionado con el lado de desarrollo técnico de la cirugía plástica y la oficina de patentes; y, sea lo que sea, le granjea cantidades absurdas de dinero.
Por fin, la conversación vira hacia el final del camino.
—¿Cómo está, entonces? —pregunta Bill, echándose hacia adelante sobre el salpicadero mientras rodean con parsimonia un ángulo ciego en un pueblo. John pone una mano en la puerta, no está seguro de cómo responder exactamente.
—No lo sé —dice al fin—. O sea, las cartas de repente se volvieron muy cortas, pero su letra sigue siendo buena. No estaba temblorosa, quiero decir. Así que probablemente no sea… físico. Tú sabes lo mismo que yo.
—En realidad no —responde Bill, mirando con consternación a la carretera a través de ojos entrecerrados—. Nunca estuvimos tan unidos. Para nosotros sólo era el comandante.
—¿No sabías nada de él? —A John le sorprende oír esto. No esperaba que fueran grandes amigos, pero ¿no saber nada de él? Eso implica que él era el único con el que Sholto se mantenía en contacto. Le suena verídico, pero al mismo tiempo lo preocupa.
—No —dice Bill con cautela—. Nunca supe nada. Me parece que no teníamos mucho de lo que hablar. —Salen por la esquina y empiezan una tortuosa serie de carreteras sin señalizar. Se encoge de hombros—. O sea, me caía bien. Me cae bien. Fue un buen comandante y no creo que se mereciera lo que le pasó después de que aquella operación saliese mal. Lo habría ayudado, pero nunca lo pidió y pensé que se ofendería si me ofrecía. Además —suspira—, para entonces hacía años que no lo veía. Ya sabes cómo es esto.
John sabe cómo es normalmente. Te vas a un grupo diferente después de la instrucción, empiezas tu trabajo de verdad, y los hombres que te ayudaron a llegar hasta ahí suelen convertirse en una serie de recuerdos que emergen sólo en grandes ocasiones. Para él había sido un poco diferente, dado su propio aislamiento.
—Se ha desconectado del mundo —dice John—. Sólo están él y sus empleados en la casa; vino a mi boda, pero se largó de vuelta a casa justo después.
—Ya, bueno, es que lo apuñalaron, ¿no? —dice Bill—. ¿Viniste a verlo?
—No —dice John, con remordimientos—. Me fui de luna de miel, y luego Sherlock no se sentía muy bien, y luego le dispararon y entonces Mary iba a tener a la niña y Sherlock se iba a ir, y luego no se fue y…
—Es una larga historia —concluye Bill—. Aún así, será bueno verlo. Me pregunto si se acordará de mí.
—Se acordará —responde John, frunciendo el ceño—. Por supuesto que se acordará. Dejaste una cantidad récord de vómito a todo lo largo de las Brecon Beacons. No podría olvidarse de eso.
Bill se ríe de ese recuerdo.
—No estaba para nada preparado mentalmente para esa carrera. Dios, se me había olvidado. Pero la terminé.
—A Sholto le caías bien.
—Me veía como un desastre gracioso. Le gustaba gritarme para hacer que me esforzara. —Bill está de buen humor, le sonríe vagamente al pasado—. Tú eras su chico estrella, Watson. Le caías mejor que nadie.
—Él solo…
—De solo nada —contraataca Bill—. Pensaba que eras el mejor, y tú parecías un perro, tratando de complacerlo.
—Gracias —replica John, el tono un poco frío. Bill se limita a reír.
—No pasa nada —le dice para aplacarlo—. Tú no eras como el resto de nosotros; tú ya habías ido a la guerra antes, eras todo distante, mister Ejército. Honestamente, él hizo que fueras un poco menos imbécil.
—¡Gracias! —John se hunde en su asiento, mohíno. Bill le tira un mapa.
—No tengo cobertura para el GPS. Dime adónde voy.
* * *
Sholto vive en una granja restaurada. Está al final de un camino estrecho, cerrada con un portón, y John se da cuenta de que detrás del discreto seto que crece a ambos lados hay una alambrada eléctrica.
La casa en sí está hecha de los tradicionales ladrillo y pedernal, gris claro y rojo, con chimeneas cuadradas apuntando hacia arriba. El paisaje queda un poco estropeado por las ostentosas cámaras de vigilancia y la alarma amarillo chillón en el frontal del edificio, y por el hecho de que la mitad del camino de entrada está obstruido por una caseta de guijarros para el vigilante. Bill levanta las cejas todo lo que puede.
—Anda la hostia, pues —comenta—. Sí que sabían que venías.
—Cállate.
El edificio es largo, ancho y bajo, y su parte más antigua debe de datar del siglo XVIII o antes; tiene una ampliación más “moderna”, victoriana y de ladrillo rojo, a un lado. Bill la examina con ojos de enfermero; localiza las escaleras con la apresurada rampa de cemento, y cómo se ha adaptado pensando en alguien que durante un tiempo tendría problemas para caminar.
—¿Es la casa de su familia? —pregunta. John asiente.
—Hasta donde yo sé, sí.
La vigilante (John se pregunta si sigue contratando exclusivamente mujeres) les echa un vistazo y le indica a Bill dónde aparcar el coche. No hay nada más en el camino, pero les recuerda que no bloqueen el garaje. Bill tira del freno de mano hasta dejarlo bien seguro y se pone de pie, estirándose. Abejita se despierta, habiendo olvidado dónde está, y se disgusta al descubrirse aún en la sillita del coche. John la libera, y se siente mal. Ha pasado la mayor parte del día viajando y no ha tenido muchas oportunidades de jugar. Va a estar de mal humor.
—Sigan adelante —les dice la vigilante—. Ya llamé para avisar, y habrán visto el coche.
La asistenta doméstica abre la puerta en cuanto llegan a ella. Es una mujer mayor de aspecto ratonil, que los guía hacia el recibidor y le dice a John que deje su equipaje, lo cual desencadena una pequeña conmoción, al tratar John de decidir qué van a necesitar a mano en el futuro inmediato y qué pueden mandar a la habitación.
—¿Dónde está Sholto?
—Está en el salón. Dice que pasen.
John toma a su hija de la mano y, con Bill pegado a los talones para impedirle la huida, camina hacia delante para presentársela a James Sholto.
El hombre está en el sofá, leyendo el periódico (o fingiendo que lo hace). Sonríe incómodo cuando entran, y trata de mostrarse viril y seguro de sí. John piensa que en realidad luce aterrorizado. Mira a Abejita, que se aferra a la pierna de John, mortalmente callada de repente.
—Hombre, comandante, viejo cabrón. ¿Qué hace aquí ocioso? —dice Bill, rompiendo el hielo a su manera habitual.
—Murray. Ya no soy comandante. Creo que tengo derecho a ello.
—Los cojones —replica Bill, inclinándose para darle la mano—. ¿Después de hacérmelas pasar putas? ¿Cómo están sus partes?
Bill es parte enfermero, parte coqueto y parte camarada, y esa combinación basta para que Sholto vuelva en sí justo antes de perder las formas, e intente poner a Bill en su sitio.
—No es asunto suyo, Murray. Las cicatrices aún duelen. Disculpen que no me levante. El costado se me queda rígido.
—No pasa nada —dice Bill, sonriendo con todos los dientes—. Yo me pongo rígido por el medio, dependiendo de qué lleve puesto la parienta. John, deja de portarte como un mueble.
—¡No es verdad! —discute John, azorado.
—¿Cómo que no? Estás ahí tieso como Pinocho, e igual de mentiroso. Éste sigue siendo una pesadilla, comandante. Métalo en cintura. Hágalo correr unas vueltas.
—Lo intentaré —dice Sholto, con un toque de seca diversión. Alarga la mano sana—. Me alegro de verte, John. No te habrá costado encontrarme. —Hay una buena dosis de ironía en sus palabras. John le toma la mano.
—Por suerte, hubo alguien que nos hizo practicar mucho lo de leer mapas. No tires, cariño.
Se agacha y toma en brazos a la niña, que estaba haciendo un pequeño baile y tirándole de los pantalones, lloriqueando. Le palpa con discreción el pañal, pero es el meneíto de “papá, no me ignores”, no el de “me hice pis”.
—Ha estado en el coche todo el día —dice, intentando excusarse.
La niña oculta la cara en el pecho de John, y éste se da cuenta al mismo tiempo que Sholto de que le dan miedo las cicatrices de su cara. John se siente un poco avergonzado.
—Di hola, Abejita —la anima—. Es un amigo.
—¿Quieren beber algo? —dice Sholto, empezando a levantarse con dificultad del sofá en busca de una vía de escape y un cambio de tema—. ¿Té? ¿Café?
—Me tomaría un cafelito —dice Bill—. Y también tengo que mear. ¿Dónde está el lavabo?
—Por ahí —le dice Sholto, y Bill, aparentemente sin pensar, levanta los pulgares.
—Guay. Avisaré de que pongan la tetera —dice y, con su infalible buen sentido, escapa. Le guiña el ojo a John al pasar. John vocaliza en silencio «eres un cabrón».
Sholto, sin motivos para marcharse, vuelve a descender al sofá. Sin decir nada, John toma asiento en el sillón enfrentado, con Abejita aún llorosa y prendida a él como una garrapata. Nunca la ha visto tan insegura. Tampoco ha visto nunca a Sholto mostrarse tan inseguro. Es evidente que está haciendo un esfuerzo por no mirar fijamente a Abejita, o más bien por no hacer nada en absoluto, no sea que la niña huya aterrorizada o se ponga a gritar como una condenada.
De una manera extraña, le recuerda a Mycroft.
Sholto se aclara la garganta.
—¿Qué tiempo tiene?
John calcula.
—Unos diecinueve meses, casi veinte. Su cumpleaños es en febrero. ¿Cómo fue el tuyo?
Sholto se muestra sorprendido. Eso son noticias viejas, del mes pasado.
—Ah. Tranquilo. No me molesto mucho con él estos días. No es tan especial. ¿Y tú?
John ha cumplido treinta y nueve el día siete, sin que nadie se diera cuenta. Se encoge de hombros y le pregunta a Sholto si recibió su email, en lugar de contestar.
—Sí, gracias.
Sholto mira a un lado, John sigue su mirada. Hay una reproducción de un cuadro metida tras un jarrón en una estantería. La conversación se apaga. En esa quietud, Abejita se atreve a mirar. El pulso de John es fuerte, su respiración tranquila, y al estar ella apretada contra su pecho, eso contribuye a calmarla. Observa a Sholto, lo juzga con interés, y luego alarga la mano para tocar la cara de John. Es diferente.
—Au —dice.
—Au, en efecto —asiente John. Han jugado a llevar al médico a Elbante y a sus otros juguetes. En general, Abejita es compasiva. No sabe muy bien cómo manejarlo con un hombre adulto, pero el sentimiento básico sigue ahí. Lo hace sentirse curiosamente orgulloso. Lanza otra mirada de soslayo a hurtadillas, se encuentra por accidente con los ojos de Sholto y se esconde de nuevo. A Sholto le da vergüenza.
—Me temo que parezco un ogro.
—La niña está bien —disiente John—. Ya se acostumbrará. Se acaba de levantar.
—Ah. Sí. No soy lo primero que a uno le gustaría ver al levantarse —replica Sholto. No se toca la cara, pero cierra el puño en el regazo.
—Confía en mí, sólo está jugando —dice John, haciéndole cosquillas y haciendo que se dé la vuelta. Abejita se retuerce sobre sus rodillas, solemne y tímida. John le da a Elbante y ella se esconde tras él, espiando por encima como si no pudiera creerse que Sholto es real. Gradualmente se convierte en un juego. Parece disfrutar del horror.
—Qué casa tan bonita —dice John, desesperado, justo al mismo tiempo que Sholto escupe «¿Qué noticias de Londres?»
Los dos vacilan; hay un debate silencioso sobre qué frase debe ser respondida. Pero la pregunta de Sholto le recuerda a John de cuando se reportaba a él, tiempo atrás, y así, sin palabras, se deslizan de vuelta a la jerarquía militar, y John hace exactamente eso.
Le cuenta de la huelga de metros en verano, y del calor inusual que ha hecho. Da demasiados detalles sobre las obras de ingeniería que hay planeadas para el otoño, y Sholto escucha. Habla sobre Billy y eso es más fácil, porque Sholto siempre fue su consejero en asuntos relacionados con sus subalternos.
—¿Sabes cómo empezó?
—No tengo ni idea —responde John, dándose cuenta de lo ridículamente poco que sabe sobre Billy Wiggins. Sholto emite un pequeño gruñido de desaprobación.
—Pues eso es un error. ¿Qué esperas conseguir sin información?
—Nadie me dio su expediente —replica John.
—Tienes que aceptar el trabajo completo o pasárselo a otra persona, John. La guía espiritual no es algo que se pueda hacer a medias. No sin que vuelva para vengarse.
John lo mira con cautela. Hay una inflexión en el tono de Sholto que le dice que no está hablando sólo de Billy.
—Lo sé —concede—. Eso lo sé. Es que… no es algo que haya podido practicar antes. —Mueve la pierna y se aclara la garganta—. Abejita, pesas mucho. ¿Te puedo bajar?
Relaja la pierna de modo que ella se deslice, centímetro a centímetro, hasta poner los pies en el suelo. La niña se mantiene bien agarrada a su rodilla, pero se pone de pie, inquieta, curiosa, pero aún no lo suficientemente valiente como para soltarse. En lugar de eso se sienta, observando la alfombra y las patas talladas de la mesita de centro.
—Miau —dice, señalándole a John las garras de león.
—Es verdad, son patas de león. Roarr.
—Miau miau miau —lo corrige ella, y acaricia con suavidad cada dedo de la garra más cercana.
Sería demasiado incómodo seguir conversando sobre adicciones con una humana pequeña maullándole con insistencia a los muebles, así que en vez de eso hablan de la casa hasta que Bill reaparece, llevando una bandeja.
—Su cocinera es impresionante —anuncia—. ¿Me la puedo quedar cuando termine con ella?
—Bill, no seas…
—Para que me cocine, Watson. ¿En qué estás pensando? Anda, coge un pastelillo, mentesucia.
Bill pasa tazas y platos y seduce a Abejita, que está abajo de la mesa, sacándole por arte de magia una Jammie Dodger de la oreja. La niña la coge, alucinada, se la enseña a John para asegurarse de que él también la ve, y luego se toca con cuidado las orejas para ver si hay algo más ahí. Bill, irreverente, se despatarra en la alfombra y deja que Abejita se le suba encima, sin importarle las migas y la mermelada que deja en su camisa, y se olvida de usar plato para su propio pastel.
—¿Y todos esos árboles pequeños de allá atrás? —pregunta, alejando su taza del alcance de la niña—. ¿Está plantando un bosque?
Sholto se anima un poco.
—De hecho sí, esa es la idea. Un bosquecillo más bien.
—A usted siempre le gustó un buen madero.
John gruñe.
—Bill.
—¡Eroeroero! —interviene Abejita.
—Es un proyecto de restauración —dice Sholto, haciendo un esfuerzo por que la conversación vuelva a ser para todos los públicos—. Plantar árboles caducos mezclados con brezales, para los animales salvajes.
—¿Hay muchos por aquí? —pregunta John. A él le pareció todo deprimente y húmedo y vacío.
—Nada muy grande —admite Sholto—. Aves de presa de vez en cuando; casi todo son insectos. Mariposas, de hecho.
—Maripositas —le explica Bill a la niña, haciéndole cosquillas—. Maripositas-titas.
Abejita emite una súbita y jadeante risa, con el rostro contraído en una expresión vagamente lasciva. Sholto mira a John desde el otro lado de la mesa, divertido.
—Eso me suena familiar.
—Yo nunca me he reído así —protesta John.
—Es tu risa. La recuerdo con claridad.
—Dios mío, es tu risa de borracho —concuerda Bill, encantado, y trata de hacer que Abejita ría de nuevo. En lugar de ello, la niña gorgotea, desparramándose por el regazo de Bill. Éste ríe a voz en cuello. John bufa, fastidiado. Y complacido. Bill es demasiado para el día a día, pero se alegra de que esté aquí. Parece inmune a la incomodidad.
Bill se endereza, dejando a la niña en el sofá y sacudiéndose las migas. La conversación se vuelve más fluida; Sholto recuerda cómo charlar de temas intrascendentes, y John se descubre conversando sin preocuparse de si él o su hija van a ofender al comandante. Vuelven a tocar los temas del trabajo y la casa de nuevo, pasan por encima de las últimas noticias y novedades sobre conocidos del ejército; quién se ha mudado adónde, o se ha casado, o se ha divorciado, o lo han ascendido.
Al final Bill se despereza y se levanta, cediendo a John el honor de ser el Sostenedor de Elbante.
—Debería irme yendo —dice, mirando la ventana— antes de que oscurezca demasiado.
—Tenga cuidado con los faisanes al pasar por los setos —aconseja Sholto, bajando su taza—. Ahora andan todos sueltos.
John sopesa la advertencia, dada a hombres que han sobrevivido a una guerra, y trata de no encontrarla demasiado graciosa. Sholto malinterpreta la expresión de los dos.
—Golpear a un pollo grande puede abollar el parachoques —aclara, demasiado serio. John aprieta los labios y se empeña en no mirar a Bill a los ojos. Bill realiza un heroico esfuerzo por no reírse.
—Estaré atento por si me encuentro un pollo de esos. O una po… —consigue decir antes de que se le escape la risa.
—Ah, márchese —dice Sholto, exasperado—. Es usted un peligro.
—La mitad de Norwich va a escuchar ese chiste —dice John, mientras Bill se autoasfixia con su propio abrigo para dejar de reírse.
—Ay, sois increíbles. Os amo a los dos. Vale, ya me voy. Me voy —promete Bill—. Cuidaos. Tú también, preciosa. —Levanta a Abejita del suelo y le da un beso esquimal—. Cuídalos a los dos. Adiós, comandante.
—Buenas tardes, Murray —dice Sholto, con rígida formalidad, pero sin rencor. Se dan un cálido apretón de manos.
—Di “adiós”, Abejita.
—Aiós.
—Adiós, John. —Bill aplasta a John en otro abrazo de oso—. Me alegro de verte. Salúdame a ese detective tuyo.
—No es “mío” —musita John, empujándolo hacia la puerta. Bill sonríe con todos los dientes, y la habitación se queda demasiado silenciosa cuando se va. Sholto se desliza hasta el borde del sofá y se pone de pie con rigidez.
—La energía que tiene ese hombre.
—Es un buen hombre —replica John, volviendo a apilar las tazas en la bandeja—. Creo que me llevaré a Abejita arriba y arreglaré el sitio en el que vamos a dormir, si le parece bien.
—Sí, por supuesto. Deje eso ahí. —Gesticula hacia la bandeja—. Yo me encargaré.
Ahora de pie, John tiene que mirarlo desde arriba. Piensa que parece cansado, y más viejo que cuando lo vio en la boda.
—¿Seguro?
Sholto se muestra levemente avergonzado.
—Bueno. Puedo llamar a la empleada yo mismo.
John alarga la mano y le da un suave apretón en el hombro.
—Estaremos aquí mismo, en el piso de arriba —le recuerda.
* * *
John no tarda mucho en ordenar las maletas y cambiarle el pañal a Abejita. La niña sigue teniendo demasiada energía, gracias a las galletas que Bill le ha dado, y al mirar por la ventana a John se le ocurre cómo quemar parte de ella antes de la cena (y antes de que pierda los estribos del todo). Le pone el abriguito (lo cual la enfada). Salen al jardín (lo cual la enfada). Prueban a buscar pajaritos, y se acercan a la pequeña charca de Sholto por si acaso hay ranitas (lo cual los enfada a los dos). John encuentra un enorme saco de plástico que la jardinera ha llenado con hojas húmedas, y deja caer a la niña encima (lo cual le encanta).
John la saca, la lanza al aire, la atrapa y la vuelve a dejar caer sobre las hojas. La niña chilla, esparce las hojas a patadas y luego coge dos puñados y corre por el césped tan rápido como le permiten sus piernitas. John la persigue en torno a los troncos de los árboles, la atrapa y la hace volar de nuevo.
Sus gritos hacen eco en los costados de la casa y en los setos, sus mejillas de un rosa encendido en el sol que decae y el aire que se enfría. John la sujeta bajo un brazo y se echa el aliento sobre sus propios nudillos helados, y vuelve grupas hacia la casa con cansancio. Adentro recién están encendiendo las luces, y John vislumbra a alguien en una ventana, en el piso superior.
El interior es cálido como un invernadero después del frescor del jardín, y el pelo de Abejita se queda parado cuando John le quita el gorro. La niña se ríe de sí misma en el espejo agrietado que hay junto a la puerta trasera, y John sonríe y se lo alisa. Sus dientecitos brillan cuando echa la cabeza hacia atrás para verlo cabeza abajo. John arde de amor por ella. Se le había olvidado lo divertido que es estar con ella cuando no anda haciendo malabares entre tareas domésticas y casos y la clínica y todas las diversas obligaciones que siempre parecen tener.
Se despereza con un gruñido mientras atraviesan el recibidor. Ir a cenar con la niña es un tira y afloja; hay que recuperar algunas cosas del dormitorio, y dejar otras. La trona de viaje se ha desvanecido, sólo para reaparecer en un armario del comedor. La empleada lo ayuda, actuando de intermediaria entre la cocinera y él, y de alguna manera la comida aparece, sólo para desaparecer dentro de Abejita.
John se va a acostarla solo; un baño y un cuento y arroparla en su cuna. Se inclina sobre ella para asegurarse de que está tranquila, y acaricia con los pulgares los lustrosos barrotes de madera. La cuna le viene un poco pequeña, está diseñada para un bebé, pero no tanto como para que no aguante un par de noches en ella. Es vieja, piensa John. Debe de haber sido de alguien.
Deja la luz encendida con poca intensidad y el monitor de bebé cerca, y se mete el receptor en el bolsillo antes de volver a bajar.
Los restos de la cena de Abejita se han recogido del comedor y un aroma a comida más sólida sale por debajo de la puerta que lleva al estrecho corredor que comunica con la cocina. John encuentra a Sholto más o menos donde lo dejó, en el salón, con un álbum de fotos en el regazo.
Lo cierra al entrar John, y lo deja a un lado en la mesita que hay junto a su sillón.
—¿Todo listo? —pregunta.
—Sí, ya está durmiendo. —John palpa la pantalla de plástico dentro del bolsillo de su cárdigan—. La cuna está muy bien, gracias.
—Bien. Dije que te esperaran para servir la cena, así que…
—No hacía falta —discute John. Sholto se levanta del sillón, rígido, y no hace ningún comentario al respecto más allá de un gruñido que parece decir “no seas ridículo”. John espera y le deja guiar el camino.
Se sientan; Sholto en la cabecera, John a su derecha, extrañamente formales. La cocinera saca la comida personalmente; primero pan en una cesta y mantequilla, luego sopa, y cuando han acabado con ella en silencio, un plato principal de carne y dos de verduras.
La mesa del comedor es vieja, puede que incluso una antigüedad, y muy sólida. También es alta. John tiene que estirarse un poco para apoyar los antebrazos en el borde mientras come, y aunque no sea una diferencia tan visible, la siente castigarle los cúbitos y los hombros. De igual modo, la silla ha sido hecha para acomodar a un hombre más alto, y mientras Sholto ocupa la suya con los dos pies cómodamente en el suelo, los talones de John apenas rozan el piso.
Se imagina a generaciones de Sholtos tiesos, desgastando los asientos de las sillas, pero ninguno consiguiendo desgastar las patas de la mesa lo suficiente como para que le sea cómoda a él.
John juega con la chuleta en su plato y trata de pensar en algo que alivie este extraño vacío de conversación entre ellos. No consigue dejar de sentirse torpe e incómodo, como si volviera a tener siete años y estuviera esperando a que lo exiliaran de la mesa por un codo fuera del sitio, o algún otro crimen minúsculo. Al final es Sholto el que habla.
—¿Puedes cortarme esto?
John se detiene con la boca llena, y traga despacio. Baja el tenedor. La cocinera le ha pasado el cuchillo a la carne de Sholto para ahorrarle el esfuerzo pero, ya sea por distracción o a propósito, algunos de los pedazos aún son demasiado grandes. Sholto hunde los dientes de su tenedor en uno de ellos, haciendo que segregue su jugo, el rostro impasible.
—Sí, por supuesto.
John forcejea para echar su silla hacia atrás y rodea el codo de Sholto para coger sus cubiertos y cortarle la carne.
Sholto se recuesta en su silla, observando. O ya está tan acostumbrado a tener que pedirlo que ya no le da vergüenza, o ya se ha resignado a esta pequeña pérdida de independencia.
—¿Así está bien?
—Sí.
John le devuelve el tenedor y vuelve a ocupar su silla.
—Es un poco dura —dice, y superficialmente se refiere sólo a la carne. Sholto se limita a asentir.
—¿Te han… dicho alguna cosa sobre…? —John señala la mano incapacitada con el tenedor—. Ya sabes. ¿Cuánto tiempo, o si…?
—Está mejorando —dice Sholto. Se mira el brazo izquierdo y luego, despacio, lo levanta como si estuviera haciendo pesas, los dedos arqueados en un débil puño. Lo vuelve a bajar con el mismo esfuerzo—. Dicen que puede que recupere algunas funciones prácticas, pero que no espere nada de inmediato.
—Ah.
—Hago ejercicios. Me han dado una especie de pelota de tenis. Tengo que apretarla.
—Apretar una pelota. Rehabilitación estándar —charla John—. A mí me hicieron hacer estiramientos.
—Yo también hago —asiente Sholto—. Y me van a poner un saco de solución salina en el muslo el próximo año. Estira la piel para que tengan más material para el injerto. Para aquí abajo. —Se señala la axila con el tenedor—. Ahí es donde más me molestan las cicatrices. Tampoco puedo sudar.
John piensa en el lado científico del asunto.
—He visto esos extensores antes. Vino a la clínica una mujer que tenía uno, para que después de la mastectomía tuvieran suficiente piel para una reconstrucción.
Y fimosis.
No voy a hablar de prepucios rebeldes mientras comemos chuletas de cerdo.
John se aclara la garganta.
—¿Qué fotos estabas mirando?
Sholto se inclina hacia delante y se echa un poco más de salsa en el plato.
—Ah, sí. Pensé que te interesaría. Hay un poco de todo, pero recuerdo que tenía un par del Desfile de la Soberana y se me ocurrió que te gustarían.
—¿Ah, sí? —John traga un grumo de patata—. Yo tengo las de la clase uno.
—Yo tengo algunas más; eran para el próximo folleto informativo, y las pasaron por la oficina, y luego pasaron muchas cosas y yo acabé con unas cuantas.
«O sea, que te las quedaste» piensa John, conmovido.
—Me encantaría verlas —dice John en voz alta.
—Después de la cena, entonces —promete Sholto, con una vaga insinuación de sonrisa. John siente que parte de su reserva se va derritiendo.
—Bueno, ¿y qué más se puede hacer por aquí? Los álbumes de fotos y las hojas secas son muy divertidos, pero ¿hay algún pub?
—Está el King’s Head, que no está mal, y luego el Dun Cow, hacia la costa, que es bastante bueno.
John espera.
—Está a una hora a pie yendo a través de los campos, más o menos.
—A la vuelta de la esquina, entonces —dice John—. No me puedo creer que vivas aquí. ¿Qué demonios hacías de adolescente?
—Le robaba botellas a mi padre y disparaba con mis amigos —replica Sholto prontamente.
—No me lo creo.
—Es verdad. Palomas y animales más grandes, lo admito. Nos daban unos peniques por cada pieza que traíamos hasta que Madre y la cocinera se hartaron de los conejos.
—No, lo que no me creo es que tuvieras amigos —dice John, y la sonrisa de Sholto sube apenas en las comisuras de los labios.
—Mira quién habla.
—Seguro que los mangoneabas hasta que te dejaban tirado en algún prado. “Ese maldito James. ¿Quién se cree que es?”
—¿Hablas por experiencia, Watson?
Se sonríen el uno al otro, pero sólo por dentro. John vuelve a cambiar el tema hacia la salud de Sholto.
—Parece que por fin empiezas a mejorar. Parece que puedes moverse mejor que antes.
—Va despacio, pero supongo que sí —dice un reticente Sholto, destrozando una porción de col con el tenedor—. Es agotador.
—Bueno, el entrenamiento militar no está diseñado para ser fácil, ¿no? —repone John, apoyando los codos en la mesa—. Hay que aguantar todo lo que puedas e ir mejorando día a día. Me lo dijo textualmente un viejo carcamal que conocí una vez.
—No me salgas con esas.
—Claro que te salgo con esas. ¿Cuál es el problema? Ha estado evolucionando muy bien. Si te aburres y te sientes encerrado, eso es culpa tuya. Ve a darte un paseo hasta el Dun Cow.
—En caso de que lo hayas olvidado, John, la gente no para de intentar matarme.
—Sí, me di cuenta de que atravesamos hordas babeantes con el coche de camino aquí. Ah, no. Coño, James, eres soldado; coge un arma. Saca a la señora del meadero portátil ese de la entrada. Ve a dar un paseo en tus putos terrenos. Ve a la playa.
—Es una playa horrible.
—También lo es la vida, y aquí estamos.
—Me arrepiento de haberte invitado —bromea Sholto, pero se ve cómo le recorre un súbito destello de vida. Un poco de su antiguo yo. Ahí John sí sonríe.
—No me invitaste. Me vine solo.
Sholto levanta la mano con asco ante el chiste y llama a la cocinera para que traiga el postre.
* * *
Comen bien. John comenta la calidad de la comida (¡tres platos!). No es que sea poco saludable, sólo agradable de comer. Sholto explica que después de años de recibir agua sucia por un catéter y comer comida de hospital, ahora la alimentación es uno de los ámbitos en los que se niega a hacer concesiones.
—Masticar la comida —expone—. No quiero volver a encontrarme en una situación en la que se me olvide cómo es eso.
John está totalmente de acuerdo. Se acuerda de las latas de piña troceada que podías conseguir en la cantina, después de días de raciones de pasta reblandecida, y lo rara que se sentía en los dientes. La resistencia y luego el repentino estallido de jugo desde la pulpa. Cómo te raspaba los dientes. Veías a los hombres ahí sentados con caras raras, masticando la comida como niños pequeños. John había empatizado mucho con Abejita cuando empezó a comer comida sólida.
Sholto toma el álbum de la mesita supletoria y se lo pasa. Es un batiburrillo de fotos en diferentes lugares y épocas, organizado más o menos por contenido en lugar de cronología o geografía. John pasa las páginas, invitando a comentarlo todo.
Hay fotos de Sholto de hace mucho tiempo, sus días de cadete con su uniforme recién estrenado. Incluso entonces tenía la mandíbula apretada y cierta seriedad en la mirada.
—Tu padre también era militar, ¿verdad?
—Sí. Malasia, Nigeria, Malvinas, el Golfo, Bosnia. Estuvo en todas de una manera u otra. Al final cayó por cáncer. Páncreas. Muy rápido. —Hay una foto en la pared, un hombre viejo y otro más viejo, que debe de ser uno de los abuelos de Sholto.
—Lo siento —dice John—. Ése es el peor. No se puede hacer mucho al respecto.
—Mi madre también murió joven —dice Sholto—. Por eso en cuanto volví de la misión me puse a enseñaros a vosotros, mocosos. —Su tono es cariñoso. Alarga la mano para pasar otra página y ahí está John, el tercero por la izquierda en la segunda fila, la gorra aplastada contra la frente, el gesto adusto.
—Este cabrón —dice John, clavando el dedo en la cara del siguiente hombre de la fila—. Se tiró un pedo justo antes de que tomaran la foto, y el olor… no se lo creería usted.
Entorna los ojos y encuentra a Bill, la barbilla levantada hacia la cámara, sin sonreír y a pesar de ello con risa por toda la cara, un poco más grande que el resto de hombres a su alrededor. Encuentra otras caras que alguna vez conoció. Sholto asiente con vago reconocimiento.
—Éste ahora es comandante —dice de uno de ellos—. Y lo último que oí de Pillman es que tenía tres hijos. Seguía en el servicio y esperaba el cuarto. David se retiró. Cumplió una misión, pero decidió regresar a la medicina ordinaria. Newbury llegó a capitán pero lo hirieron, eso es todo lo que sé. Creo que se quedó. Era ambicioso.
—Era muy bueno —dice John, recordándolo. Llena los otros espacios en blanco—: Singh estaba en un camión que pasó por encima de una bomba casera. Salió volando pero rebotó; completamente ileso. El conductor se mató.
—¿Quieres beber algo? —pregunta Sholto, apartando los ojos de la foto.
John levanta la mirada.
—¿Perdón?
—No puedo beber si no he comido —explica Sholto—, por los medicamentos. Estoy tan acostumbrado que olvidé ofrecerte algo. ¿Te gustaría tomar algo?
—¿Tú qué vas a beber?
—Una copita.
—Una copita, entonces —asiente John—. Cualquier cosa. Lo que tomes tú.
Sigue volteando las páginas mientras Sholto saca un par de vasos del aparador y sirve dos dosis de brandy. Los trae uno por uno, y se vuelve a sentar junto a John en el sofá.
—No me puedo creer que tengas todo esto —dice John. Ha encontrado las fotos de los desfiles de la soberana. Su propia graduación como capitán, y otra de otro año. Palpa las páginas como si fueran braille, mientras las memorias emergen. Se detiene en una foto de sí mismo, el rostro alzado mientras iza una bandera. Es una buena foto, digna de un folleto informativo.
—Llévatela —sugiere Sholto—. Es una buena foto.
John la deja bajo el plástico, aunque sigue mirándola un rato más. A pesar de ser su segundo desfile, no había conseguido ningún honor ni distinción antes de graduarse. De alguna manera, a su desempeño le había faltado ese algo especial, y las insignias habían ido a parar a otras manos. Pero lo habían elegido a él para izar la bandera. Eso le había dado algo para compensar el espacio vacío en el público.
—¿Por qué crees que las cosas salieron así? —pregunta. No necesita hacer aclaraciones; Sholto sabe exactamente a qué se refiere. El otro sopesa sus palabras.
—Porque tú eres como yo, John; un hombre jodidamente difícil de querer. Pero al contrario que yo, siempre ha sido fácil simpatizar contigo.
—¿Cómo?
—Porque te esfuerzas al máximo por ser mejor. Le pones fervor. Es una de tus mejores habilidades. La vida… te derriba, y tú te levantas y sigues esforzándote. Te portas como un imbécil mientras lo haces, pero la gente responde a tus esfuerzos, John. Siempre ha sido así. Y te creces al recibir aprobación.
—Nunca llego a nada —protesta John, bajito.
—Has llegado muy lejos —disiente Sholto—. Desde el joven médico, arrogante e inseguro, que conocí. Nunca progresaste porque jamás conseguiste entender la última lección, salvo a la fuerza: no sabías manejar a la gente. Te arriesgabas demasiado ante el peligro y se te daba mal planificar a largo plazo. Con eso estuve de acuerdo.
—No se me daba tan mal.
—Se te daba pésimo. Creías que lo sabías todo, porque ya habías pasado por todo, y porque podías acertar en el blanco más rápido y mejor que los demás. Los hombres te detestaban; a ti no te importaba. Ellos tenían miedo de que la misión se fuera al garete pero, por suerte, te partiste la rodilla y eso te metió un poco de decencia en el cuerpo.
—Me acuerdo de eso —dice John, entumecido. Se le había olvidado—. Esa misión…
Una cosa insignificante. En una operación de práctica se le había enganchado la punta de la bota en la raíz de un árbol que estaba demasiado cansado para ver, y el dolor subsiguiente se había agravado por las caminatas constantes y el peso de la mochila. El portaestandarte se negó a dejarlo continuar. La idea de que lo degradaran al pelotón de rehabilitación Lucknow mientras los demás seguían trabajando para graduarse había sido un golpe duro e inesperado. John traga saliva; no es exactamente el recuerdo del que más orgulloso está.
Sholto interpreta su expresión correctamente.
—Te hizo bien mostrar un poco de vulnerabilidad.
Esa semana se hizo amigo de Bill Murray, recuerda John, poco después de la callada vergüenza que supuso romper a llorar en la oficina de Sholto. De repente, una sospecha echa raíz en su mente.
—Tú le dijiste a Bill que viniera a hablar conmigo.
—Así es. Es un excelente enfermero militar. Tú estabas herido.
—Ni siquiera me miró la rodilla. ¡Me puso un calendario porno en la pared y me obligó a ver Space Jam!
—No pretendo entender cómo funciona la medicina, John, pero puedo asegurarte que no le pedí que hiciera eso. Fue todo idea del oficial cadete Murray. Y funcionó, en cualquier caso.
Es verdad. Había tenido alguien junto a quien sentarse mientras lustraba botas. Había alguien que lo obligaba a conversar, y que se burlaba de él a la cara, así que al menos podía devolver algunas de las chanzas. Había tenido un compañero, en lugar de sólo la atención de un superior.
John se mordisquea el labios.
—Todo está pasado ya —le recuerda Sholto—. Yo no le daría muchas vueltas.
Apoya una mano, tentativamente, en el hombro de John. El peso y la calidez son desconocidos para John y, aunque son bienvenidos, sirven para recordarle qué pocas veces lo han tocado así. La señora Hudson, un aleteo femenino. Bill Murray le ha palmeado el brazo para animarlo, y conoce el deslizar de los dedos de Sherlock, más para darle la vuelta hasta una posición conveniente que para hacer que vuelva en sí. Luego, en los días después de que Sherlock se fuera…
Yo lo hice.
Tú me mentiste.
—Te vi jugando en el jardín antes —dice Sholto. Retira la mano, aunque la calidez permanece. Algo dentro de John, de cuya presencia no era consciente, se levanta un poco—. Si me preguntas, creo que deberías hacerlo más a menudo.
John lo mira con honestidad por una vez. Sholto se ablanda un poco, pasa de comandante a algo mejor. De repente vuelve a estar en su oficina, un maleante queriendo ser líder y, por debajo de eso, un niño cayéndose a pedazos, Sholto arrancándolo del barro de su propia confusión.
¿Adónde ha ido tu confianza, muchacho?
—No es… fácil —dice John—. Sigue sin ser fácil.
—Sigues siendo uno de los mejores, John.
Sholto se pone de pie, recoge los vasos vacíos con una mano. Con la otra, despacio, le da un golpecito a John en mitad de la frente.
—Arregla esto, Watson —le aconseja de nuevo—. Haz inventario. Si crees que podrías estar mejor, hazlo mejor.
Mi oficina siempre estará abierta para ti.
Watson, ven aquí.
Carta para usted, capitán.
Querido John…
John cierra los ojos, los vuelve a abrir, y asiente.
—Dejas demasiado que los demás te definan —replica Sholto. Cierra el álbum de fotos—. Lo dejaré en la estantería, si quieres echarle un vistazo.
—De hecho, ¿te importa…? —John tiende la mano en un gesto de petición. Moderadamente sorprendido, Sholto lo deja entre sus dedos y no dice nada cuando John se lo mete bajo el brazo—. Me gustaría mirarlo un rato más.
—No hay prisa —dice Sholto—. Llévate lo que quieras. Yo mejor me voy arriba antes de que la enfermera venga a buscarme.
Se dan las buenas noches, y John sale del salón olvidándose de apagar las luces. Ya arriba, enciende la lámpara de noche lo más bajito que puede y se sienta un rato con la manta en las rodillas, hojeando unas fotos viejas que casi no puede ver. Hay fotos de su baile de puesta en servicio; hombres y mujeres de uniforme, felices de la vida y rodeados de amigos y familiares. Hay una de él. John mira su propia cara, la expresión inundada de orgullo, y lo revive: la insignia nueva en el pecho, el arma en torno a su hombro. Una sola persona junto a él, pero parece igual de feliz que el resto, piensa John.
En el fondo consigue distinguir a Bill con su mamá, una señora espigada de aspecto frágil. Parecen dispares, salvo por las sonrisas.
Sólo tengo uno.
John cierra el álbum y apaga la luz. La almohada huele a jabón de adulto, y el viento agita el vidrio de la ventana. La niña gruñe en sueños. A John le llega un murmullo de voces desde el otro lado del corredor. La enfermera y el comandante. Cae en el sueño entre un borrón de recuerdos de Chelmsford y de una cama más pequeña, la respiración de su hermana y las mismas subidas y bajadas de voces adultas en la habitación contigua.
Es una bolsa pequeña de plástico, con cierre zip. El tipo de bolsa en que la gente guarda joyas, o sándwiches. Sherlock limpia el polvo con cuidado y la observa. Una de sus exploraciones tempranas, piensa. Ha salido de la esquina más alejada bajo la cama donde, en la navidad de hace un año, arrojó el contenido de su álbum de cigarrillos. Pero no son cigarrillos lo que contiene.
Separa las dos mitades de plástico y los frascos se deslizan hacia el extremo opuesto de la bolsa. Frasquitos a los que aún les quedan unas gotas de líquido. Podría ser agua.
No es agua.
Se había olvidado de ellos por completo. El popper –nitrito de amilo (nitrito de isoamilo, nitrito de isopentilo), nitrito de isobutilo (2-metilpropilnitrito) y nitrito de isopropilo (2-propilnitrito)– no es su vicio de elección, irónicamente, dado su uso popular. Jugueteó con él durante poco tiempo y luego lo descartó en favor de otras drogas que pudiesen disfrutarse a solas. Además, le daban dolor de cabeza.
El subidón duraba demasiado poco.
Balancea la bolsa adelante y atrás entre las puntas de los dedos, haciendo tintinear los frascos, y debate qué hacer con ellos. Dada la relativa escasez de nitrato de amilo de estos días, debido a los esfuerzos de la Unión Europea, podría valer la pena guardarlos. Por otro lado, ya tienen más de una década. Se endereza y se mete los frascos en el bolsillo, sopesando los efectos del tiempo sobre los narcóticos recreativos.
Sherlock siempre ha pensado que sería interesante acumular muestras de drogas a pie de calle para uso forense; los ratios de corte y adulterado, cosas que se han puesto o pasado de moda. La única desventaja sería la logística de una colección semejante. Algunas sustancias requerirían que se las almacenara en ciertas condiciones. Sería bastante menos legal que sus pilas de colillas.
Sería más tentador.
Cierra los dedos en torno a los frascos, dentro del bolsillo de su bata. No es tan imprudente como para intentar inhalarlos, pero verlos ha despertado recuerdos de colocones pasados y la noche ha sido larga y el silencio es algo que sigue y sigue y sigue cuando John no está.
Había pensado que no quedaba nada en el apartamento. Cocaína no, desde luego. De repente se ve obligado a preguntarse si habrá otros artículos, otros viejos conocidos de los que se ha olvidado. Hay cajas que no ha abierto desde la universidad; cajones del escritorio que se vaciaron enteros y cuyo contenido quedó mezclado el día que se marchó.
Le había dicho a John, con bastante poca seriedad, que iba a ordenar el dormitorio y organizar sus archivos. De repente se le antoja como una distracción digna. Quizá tenga experimentos languideciendo sin terminar en algún cuaderno, o copias de archivos robados a Lestrade que necesitan organización. Puede que a John le interesen algunas de sus hazañas antiguas, aunque sólo sea para hacer un pobre refrito que subir a su blog. Sherlock se chasquea la lengua a sí mismo y corre al piso de abajo a buscar bolsas de basura y té.
Para media tarde ha conseguido exitosamente crear un caos aún mayor del que imaginó al tomar la decisión. Son las cajas, razona, emergiendo de una pila de cuadernos sólo para darse cuenta de que el par de cajas se ha convertido en dos docenas de montones de papeles de un lado a otro del salón, y que la mitad de los contenidos de su dormitorio ahora están distribuidos por el área relativamente estrecha que va entre la puerta de su cuarto y la cocina. Las bolsas de basura siguen vacías. Es endemoniadamente difícil tirar cosas.
En un esfuerzo por reubicar las carpetas en las estanterías ha sacado algunos libros, pero ahora tampoco encuentra dónde ponerlos.
—Demonios —dice en voz alta, y luego el polvo lo hace estornudar fuerte. Necesita más cajas.
No queda más que coger su abrigo y abandonar el apartamento rumbo a la papelería más cercana: ocho minutos a pie, tres en coche; bajar por Baker Street en dirección sur y, tras 0,2 millas, virar al este hacia Blanford Street. Tras 321 metros, girar a la derecha entre Thayer Street y la B524; su destino está aproximadamente a 300 metros a su izquierda.
Regresa a las tres en punto, saliendo con dificultad del taxi bajo el peso de dos docenas de cajas archivadoras nuevas, carpetas expansibles, fundas de plástico, tres tubos portadocumentos, sobres para correo y un cepillo de dientes eléctrico, comprado en un impulso, ya que siempre ha querido construir su propia ganzúa vibradora. Abre la puerta del 221B con el hombro y se irrita al encontrarlo ocupado.
—Vete —dice sin más preámbulo.
—Esto es interesante —dice Lestrade en tono de advertencia, dejando caer el montón de papeles que estaba leyendo sobre la mesita de centro—. Aunque creo que ya no se puede trucar un cajero para que suelte toda la recaudación.
—Deja eso —espeta Sherlock, volcando sus bolsas en el espacio vacío más cercano—. ¿Por qué estás aquí?
—Me apetecía una taza de té —replica Lestrade. Recoge una taza de encima de una pila de libros. Sherlock se enfada al ver el vapor que se eleva de ella. Maldito él. Maldita señora Hudson. No sabe resistirse—. ¿Has estado de compras?
—No, mis brazos pueden transformar el aire en material de oficina por arte de magia. Por supuesto que he estado de compras.
—Vale, vale, cariño. Ya veo que alguien está gruñón.
—Yo no estoy —dice Sherlock entre dientes chirriantes— “gruñón”.
—Tú no te ves como te veo yo —replica Lestrade, estirando las piernas sobre el sistema de clasificación de Sherlock—. Al menos te estás manteniendo ocupado.
—¿Te quieres ir, por favor?
—Me había estado preguntando por qué ya no aparecías en mi puerta. Sé que John está de viaje.
—No está “de viaje”, ha ido a visitar al comandante Sholto.
—¿Ah sí? —Lestrade toma un sorbo de su taza y piensa—. Billy me llamó. Dijo que habías ido a visitarlo.
Sherlock emite un ruidito de irritación a guisa de respuesta.
—Fue bonito de tu parte. Lleva siglos queriendo verte.
—Fue maleducado —dice Sherlock, poniéndose en cuclillas para arrancarle las etiquetas a sus cajas—. No quiere saber nada de mí.
—Es un mocoso malcriado —dice Lestrade—. Hay muchos en rehabilitación.
Sherlock lo mira mal mientras se quita los pedazos de papel adhesivo de los dedos.
—Dice que lo visitas mucho.
—Es verdad —admite Lestrade, haciendo rodar la taza adelanta y atrás entre las palmas—. Y, antes de que preguntes, no, no tengo nada mejor que hacer con mi tiempo libre, así que ¿por qué no?
—No iba a preguntar.
—Se nota que lo estabas pensando —replica Lestrade.
—Es patético, ¿sabes? Cómo te arrastras a ver si tienes una segunda oportunidad de triunfar. —Sherlock no pretendía que esas palabras se le escaparan. No lo habrían hecho si John estuviera aquí. O la señora Hudson. Pero, de alguna manera, es fácil ser desagradable con Lestrade.
El otro ni siquiera se inmuta.
—El que creas que aquí hay alguien que necesita una segunda oportunidad dice más de ti que de mí —dice Lestrade.
Por dentro, Sherlock se retuerce, alcanzado por su propia bala.
—Personalmente —continúa Lestrade, con un tono un poco más amable—, creo que la primera oportunidad no salió tan mal.
—Hazme el favor y vete —gruñe Sherlock—. Si quisiera escuchar bobadas sentimentales iría a terapia con John.
Lestrade sonríe con todos los dientes.
—¿Qué?
—Nada.
—Entonces deja de parlotear como un simio y vete a encontrarme un asesinato que resolver.
—¿Sabes? Creo que he descubierto algo algo de ti. —Lestrade agita perezosamente uno de sus dedos—. Si no te cabreas y empiezas con los insultos personales, te deprimes y te quedas callado. John volverá pronto.
—¡Eso ya lo sé! ¡Deja de hablarme como si fuera una de tus estúpidas mascotas!
—Me envió un email anoche.
Sherlock levanta la cabeza y lo mira de hito en hito.
—Pensó que no estarías revisando el tuyo, y quería que te hiciera saber que no tiene cobertura allá en Norfolk. Ah, y Abejita te manda besos.
Sherlock arquea el cuello hacia atrás, con una expresión en la que se mezclan ofensa, falso orgullo y deleite, y desea poder recordar debajo de qué montón de papeles ha dejado su teléfono. Lestrade trata de no mostrarse complacido.
—También te recuerdo que su tren llega a las dos y media pasado mañana, y que él apreciaría que te desenterraras para ir a recibirlo en la estación.
—¿Por qué no me dijiste todo eso cuando llegué?
—Me dijiste que me largara —dice Lestrade con un encogimiento de hombros.
—Hay palomas mensajeras de la segunda guerra mundial más eficientes que tú —se queja Sherlock. Ha encontrado su teléfono y accedido a su correo electrónico. Para su satisfacción, hay treinta y cuatro mensajes amontonados en su bandeja de entrada, y uno de ellos es de John. El correo de Lestrade sólo está en la línea de Copia. Lo anima un poco ver que él era el destinatario principal. Es cierto que el mensaje está mayoritariamente dirigido a Lestrade (John es así de realista a veces), pero es una prueba de en quién estaba pensando en realidad.
Sherlock no le vuelve a decir a Lestrade que se vaya. Echa el resto del té en la tetera y le permite quedarse para que se entretenga mirándolo mientras baraja papeles con una lógica que sólo él entiende. Lestrade se sienta, ocupando la esquina del sofá que no está cubierta de desperdicios, y se pierde en sus propios pensamientos. De vez en cuando, tose.
—Has estado enfermo —comenta Sherlock.
—Es sólo un resfriado —dice Lestrade, cansado—. Nos lo hemos ido contagiando por Scotland Yard. Sally ha tenido la gripe. Me está tomando un poco de tiempo curarme.
Sherlock frunce el ceño, tratando de decidir entre dos carpetas de caja para un conjunto de tratados de entomología. Le da igual la salud de Sally Donovan, y Lestrade no suena como si se estuviera muriendo. Sólo le gustaría que el otro dejase de resollar cuando intenta concentrarse.
Hubo una época en la que habría podido bloquear a Lestrade por completo, pero parece que la vida con John, o más crucial aún, la vida con Abejita, le ha robado esa habilidad. Parece que siempre tiene un oído abierto a los signos de vida del apartamento. El crujido de un periódico o los chasquidos de un teclado, el tap-tap-tap del extremo de un bolígrafo cuando John se está peleando con un crucigrama difícil. Está atento, constantemente, a los golpes secos y el tamborileo de los pasos de Abejita cuando va de aquí para allá, y al tono de su conversación consigo misma. Sabe si le está hablando a Elbante o a John, o si sólo está haciendo ruiditos pensativos mientras trata de resolver un problema nuevo, como cómo irrumpir en el baño cuando John está tratando de afeitarse.
Ahora, se descubre atento a la dificultad de la respiración de Lestrade y la manera en que se despatarra en el sofá, no tanto relajado como quedándose dormido a su pesar. Sherlock le sigue la pista a sus pensamientos: las miradas hacia las estanterías medio vacías, las cajas, la cocina, el desorden de la mesa y la repisa de la chimenea; lugares que solía investigar con decepcionada frecuencia. Luego el tren de sus pensamientos da una vuelta de ciento ochenta grados y vuelve hacia atrás, se fija en los abrigos junto a la puerta y el paraguas roto que nadie usa nunca, metido entre los ganchos del sombrerero desde hace años. Parece hundirse aún más en el sofá. Sherlock se prepara.
—Sólo quería decir… —empieza Lestrade.
—Ni se te ocurra —dice Sherlock, esquivando el tema. Lestrade bufa un suspiro, y casi lo deja correr.
—Bueno, entonces simplemente gracias. —Lo dice sin entusiasmo, pero Sherlock no se ofende—. O sea… fue un buen intento. —Suspira de nuevo, las manos en las profundidades de los bolsillos, y mira a la distancia por un momento—. De todas formas…
—Nadie es Victor —concede Sherlock en voz baja. ¿Quizás calculó mal? Estaba seguro de que esa era la motivación de Mycroft. Sigue sin estar convencido de que no lo sea.
—No —asiente Lestrade—. Estamos… de vuelta en la primera casilla, creo. —No suena muy seguro. Sherlock se lo imagina. Mycroft habrá hecho todo cuanto esté en su mano por hacer borrón y cuenta nueva; sólo relaciones profesionales, y ni siquiera eso, si puede evitarlo. Un intento de poner a Lestrade en el saco de aquellos que no importan.
Por un momento, Sherlock siente una punzada de ira hacia Mycroft, y un poco de remordimiento. Se hace extraño ver a Lestrade escondiendo su desdicha de forma tan evidente, y aun más que le moleste tanto. Es peor sentir que no hay nada que pueda hacer al respecto y, por vez primera, desea que lo hubiera.
—No te preocupes por eso —dice Lestrade, con una intuición inusual—. Me la estaba jugando mucho.
—Molly Hooper está soltera —dice Sherlock, en un relámpago de inspiración—. Y es interesante.
—Y joven. Y no le gusto —dice Lestrade, divertido—. No pasa nada.
Ni siquiera llega a intento de mentira.
Sherlock hace “hm”, a falta de una respuesta mejor, y vuelve a emprender la ardua tarea de hacer que el apartamento vuelva a parecer un espacio habitable. Lestrade juguetea con la taza, vacía hace rato, y luego Sherlock, sintiendo venir un dolor de cabeza, le lanza su propio teléfono al regazo, quedándose a punto de darle en un sitio importante.
Lestrade sale de sus pensamientos con un ruidito de protesta.
—Marcado rápido número 4, pide el kebab de pollo. Yo comeré lo de siempre.
Lestrade lo mira fijamente durante un momento, y luego hace lo que se le manda. Pedir comida parece arrancarlo de su melancolía, porque al fin se levanta del sofá y hace algo útil, poniéndose a lavar los platos en la cocina. No tiene, no obstante, la necesidad de John de usar plato, lo cual Sherlock considera una bendición, y entre los dos se las arreglan para reducir el desorden a una pila de respectables cajas de archivo y algunas cosas que aún quedan por clasificar.
Llega la comida y comen en silencio, ambos apoyados sobre los codos en la mesa, mirando sus teléfonos. Lestrade gruñe ante sus correos del trabajo y contesta de mala gana todos y cada uno de ellos. Sherlock navega por los perfiles de redes sociales de personas que, espera, van a cometer pronto algo ilegal, demostrando así que su sistema de deducción remota funciona.
Tiran los envoltorios vacíos a la basura, con la barriga a punto de explotar, y vuelven al salón.
—Tienes casos —dice Sherlock, tomando el violín de la mesa con aire ausente.
—Sí, pero nada que te vaya a gustar —dice Lestrade, frotándose la nuca con cansancio—. Incluso a mí me aburren.
—Cuéntame.
—Nada, lo normal —dice Lestrade, sorprendido—. Apuñalamientos frente a clubes nocturnos; un atraco que salió mal; una niñita atropellada por un conductor borracho; un adolescente le prendió fuego a su propia casa, matando a su madre por accidente. No son misterios, Sherlock. Sólo es gente estúpida, y gente que necesita ayuda. —Levanta la mirada, exhausto—. Lo mismo de siempre.
«Por eso te gustan mis casos» se da cuenta Sherlock de repente. Palpa las cuerdas y luego, tras mirar a Lestrade de nuevo, dice con brusquedad:
—Escucha esto; he estado componiendo.
Toca el aire que estuvo desarrollando en Pascua, dos veces porque Lestrade no sabe absolutamente nada de música clásica y no se va a dar cuenta de la repetición. El hombre se hunde en el sofá, parpadeando despacio y escuchando, y Sherlock siente satisfacción al verlo cerrar los ojos de verdad un par de veces. Sin que se lo pidan, y sin preguntar, Sherlock deja que la última nota se convierta en el comienzo de la composición de otro; una larga pieza melódica que siempre le ha gustado.
—Qué bonita. Suena casi profesional o algo así —dice Lestrade cuando acaba. Sherlock hace un sonido burlón. Lestrade se levanta del sofá—. Debería irme yendo.
—Deberías haberte ido yendo hace horas —se queja Sherlock, invadiendo de inmediato el asiento desocupado—. Tengo cosas que hacer.
—Vale, ya lo sé —dice Lestrade, plácido como el agua de un lago—. Salúdame a John cuando regrese.
—No pienso aburrirlo.
—Hazlo y ya está, capullo —dice Lestrade, poniéndose el abrigo—. Si sale algo, me pondré en contacto.
—Hm —replica Sherlock, escudriñándolo—. Por supuesto que lo harás.
—Ah, sí. —Lestrade se detiene de camino a la puerta—. ¿Te acuerdas del caso del cuadro desaparecido?
Sherlock se incorpora sobre un codo y escucha.
—No hay nada que añadir, en realidad —dice Lestrade, encogiéndose de hombros—. Aún no hay ni rastro del cuerpo y nada con lo que construir un juicio, así que la investigación se cerrará la semana que viene. Hay demasiadas cosas que hacer como para perder el tiempo con ella. Los niños parecen estar bien.
—¿Dónde están?
—En una nueva casa de acogida. La niña se resistió mucho, por lo que he oído, pero resultó bien. Alguien de servicios sociales se dio cuenta de que la niña es superdotada, imagínate, así que está yendo a un colegio nuevo, y el niño va a volver al colegio cerca. Parece que les va bien. Hay una mujer que quiere financiarlos, por lo que me cuentan.
—Mira tú —dice Sherlock, mirándolo. Lestrade le devuelve la mirada. Los dos saben la verdad.
—No vuelvas a actuar a mis espaldas —concluye Lestrade. Sherlock no estuvo cuando abrieron la cámara secreta; el olor rancio del aire acondicionado mezclado con putrefacción. El cuerpo momificado de la madre y el del anciano, que supuraba lentamente. En su cabeza, Lestrade recuerda a Mycroft tapándose la nariz con un pañuelo y haciendo una mueca de asco. Aún más impactante, recuerda la manera en que su asistente personal, toda tacones y pelo inmaculado, había caminado entre ellos con la gracia de un venado, tomado fotos para el archivo completamente impasible, para luego inclinarse hacia adelante y escupir sobre el hombre muerto.
Mycroft se había limitado a aclararse la garganta y sacarla con gentileza del lugar. Los cuerpos se habían desvanecido. Lestrade había decidido que no valía la pena perder el tiempo preguntando nada más. A nivel personal tiene que estar de acuerdo: necesitan más el futuro de una niña pequeña que a un monstruo muerto.
—Vete a casa, Lestrade, haces que el apartamento parezca más desordenado.
Lestrade se limita a bufar una leve risa.
—Compórtate —le recomienda—. Dos días más.
* * *
John se despierta a las cinco y media de la mañana, cuando el mundo exterior aún está frío y negro como el alquitrán. La casa está mortalmente silenciosa; la niña, profundamente dormida; y John se siente inquieto.
Se levanta despacio, busca a tientas algo de ropa en su maleta, y se viste en el corredor. Le toma sólo unos momentos bajar por las escaleras, y unos minutos descubrir cómo abrir la puerta frontal. Se detiene para asomar la cabeza por la garita de seguridad, no sea que dispare la alarma si se pone a vagar por la propiedad tan temprano, y luego toma el sendero.
No ha trotado de manera consistente desde hace semanas, aunque ha conseguido darse alguna carrera aquí y allá, y es agradable volver a estirarse.
El frío es puñetero, y el viento hace que le duelan las orejas. La nariz le gotea de forma sostenida sobre el labio inferior, y la turbidez de la penumbra anterior al amanecer se ha tragado los paisajes de Norfolk. Se siente bien, de todas formas. Regresa apestando, pero refrescado mentalmente y, para cuando ha terminado de lavarse, su humor ha mejorado bastante.
Abejita se despierta al llegar él como si John fuese la luz de su mundo, y eso nunca deja de sorprenderlo. Parece florecer hacia arriba, saliendo del sueño y conjurando una sonrisa que es sólo para él.
—Hola, rompecorazones —le dice. Ella vuelve a llamarlo somnolienta, “Bapar”, y se despereza de la cabeza a los pies en un largo meneo.
Se visten juntos y juegan. La niña se esconde en la cueva del edredón cuando él se lo levanta. John finge que no la encuentra y ella delata su posición, sin poder evitar ahogarse de risa. Consigue ponerse los pantalones y una camiseta interior, y cambiarle el pañal a Abejita, antes de que Sholto los descubra perdiendo el tiempo. Él ya está de punta en blanco. Abejita es un tembloroso bulto de dicha bajo el edredón.
—El desayuno está a punto de servirse —le dice Sholto. John se pasa una mano por el pecho, consciente de que su cicatriz se ve a través del algodón.
—Entonces bajamos en cinco minutos —dice, apresurado. Sholto se marcha con aire divertido. John pesca a su hija y la saca de su madriguera por las piernas, y consigue ponerle unos leotardos y un vestido. Él se pone una camisa y su chaqueta de lana, y luego bajan las escaleras juntos, una piernita temblorosa a la vez. La niña se niega a que la tome en brazos y trata los postes de la balaustrada como si fueran los barrotes de un zoológico, metiendo la cabeza entre ellos y haciendo que a John le entre pánico de que se le quede atascada la cabeza.
De alguna manera, se las arreglan para llegar hasta la mesa sin que nadie haya perdido una oreja.
Sholto no está ahí, y Abejita tiene demasiado hambre como para que John espere o vaya a buscarlo. Se come un huevo, ensuciándolo todo en el proceso, y John consigue comerse parte de una tostada entre sus esfuerzos por mantener el desayuno de Abejita en su boca y en la silla de bebé, y no en las paredes.
La toma en brazos y pide que le saquen el café al salón, que también está vacío. La cocinera se da cuenta de qué está buscando.
—Está con la enfermera, dijo que luego se sentaría en el solárium para darles un poco de espacio.
—Eso es ridículo —objeta John—. Dígale que venga aquí.
—Yo no —dice la cocinera, dejando la leche en la mesa—. Tengo platos que lavar.
Se va. John frunce el ceño.
Es un día nublado y oscuro, y el solárium aprovecha al máximo la frugal luz del sol. Es cálido, a pesar de la abundancia de ventanales, y John encuentra a Sholto ocioso en una silla de mimbre, la mano lesionada sujetando una pelota de goma, la otra hojeando una serie de papeles. Impresiones con listas de números. Algo relacionado con sus terrenos, supone John. Levanta la mirada cuando John cruza la puerta haciendo ruido, con Abejita colgando de un brazo. La niña de inmediato abre los ojos con una inhalación de sorpresa.
—Aquí estás —brama John—. Te estábamos buscando.
—Ba —dice Abejita con tono de advertencia, pataleando contra su rodilla.
—Ayer no tuviste la oportunidad de conocer a Abejita como es debido —dice John—. Pensé que ahora sería un buen momento.
Los papeles tiemblan en el regazo de Sholto. Con cuidado, baja la pelota.
—John, creo que sería mejor que no… —Calla durante un par de segundos y luego lo dice directamente—: Le dan miedo mis cicatrices. Comprensiblemente. Ayer se puso a llorar al verme.
—Ayer no tenías nada bueno para sobornar niños —dice John, deseando que no hubiera llorado, imposibilitado de discutir el hecho de que lo hizo—. Permíteme enseñarte el arte de conseguir gustarle a los niños. Tachán. —Lanza un tubo de Smarties al regazo de Sholto.
Abejita oye la sonajera de los dulces y reacciona como un leopardo al oír el balido de un ñu herido.
—¡Choco! —Se pone de pie, con sentimientos encontrados. Sus dos ojitos brillantes están fijos en el premio, pero aún duda de Sholto—. Chocosmardi.
—Puedes comer uno —dice John, un dios beatífico y generoso—. Adelante.
La niña lo mira, incrédula. ¿Yo? dice su expresión. ¿Ir allá? ¿Con ese hombre?
—Agítalo, James.
—John, no estoy seguro…
—No, en serio. Así conseguimos que dejara de chillarle a los clientes. Agita el tubo.
Reticente, Sholto levanta el tubo y lo agita brevemente. Abejita se acuclilla y gruñe de deseo, señalando y tirando de los pantalones de John.
—Babaaaaar.
—Adelante, Abejita. Puedes cogerlo.
Prueba con un par de alaridos ensordecedores, porque eso a veces funciona, y luego prueba hacer un tembloroso baile de furia, para mostrarle su indignación. John se mantiene inconmovible. Al final, con gran determinación, se acerca, tratando de arrastrar a John con ella hacia el premio. Ante esto, John cede y le permite marcar un lento paso-pataleta-paso hacia la silla de Sholto.
—Esmardi —insiste, señalando, aunque ya prácticamente tiene la mano encima del tubo.
—Un Smartie, por favor —la corrige John. La niña bufa con un dramatismo que desde luego no ha aprendido de él—. Pídeselo bonito.
La niña levanta la mirada a Sholto, rebelde y tímida, aprieta los labios y se bambolea, con la mitad de un pie apoyado en el otro, apoyada en el hombro de John. John le señala el tubo con las cejas. Sholto, dubitativo, vuelve a agitar el tubo.
—Por… —empieza a ayudarla John.
—¡Bofabó! —espeta Abejita, levantando un puño para frotarse los ojos.
—Vale, puedes darle uno —se apresura a decir John, preguntándose si esto ha pasado de ser una dificultad necesaria a directamente cruel.
Desesperado por no hacer llorar otra vez a una niña pequeña, Sholto le pone el tubo de chocolates en la mano. Ella manotea y lo agarra con fuerza, se deja caer sentada sobre la alfombra y empieza a pelearse con la tapa de inmediato.
—¡Pero no todos! —dice John, exasperado, pero antes de que pueda detenerla la niña ha conseguido sacar la tapa y derramado los Smarties por todas partes con un largo «¡Uuuuuuh!» de incredulidad y placer. John suspira—. Demasiado tarde.
—Lo siento. —Sholto se agacha con dificultad para recoger uno de la alfombra; uno naranja. Abejita lo ve pasar frente a su cara e inmediatamente lo agarra. Para asombro de Sholto, la niña le tira de los dedos y lo hace ponérselo en la boca.
—Granuja —la reprende John, incapaz de molestarse—. ¿Está rico?—Ella se recuesta y le obsequia una sonrisa asquerosa llena de chocolate—. Qué fácil es contentarla —dice, rodeándola con un brazo mientras está distraída y empujando la mitad de los Smarties detrás de ella. Entretanto, un cauteloso Sholto colabora dándole otro. Abejita gorgotea a través del azúcar y concluye que puede que a este señor esté a punto de caérsele la cara, pero puede vivir con ello siempre y cuando siga dándole cosas buenas.
—Mírala —musita Sholto, incapaz de creerlo—. Feliz como una lombriz.
—Es veleidosa —concuerda John—. Pero mira, en realidad no era para tanto. —Estira una pierna.— ¿Qué vas a hacer hoy?
—Yo… —Por un momento parece que ha pillado a Sholto con la guardia baja—. Iba a terminar unos reportes…
—Eso no te tomará todo el día, ¿no? Enséñame la casa.
—Ya has visto gran parte.
—Me refiero al exterior. Enséñame el bosque que estás cultivando. Podemos llevarla a dar un paseo —insiste John, poniéndose a Abejita sobre el regazo. La niña se babea los dedos, y John levanta la mirada para desafiar a Sholto a decir que no podría llevar el mismo ritmo que ella. Puede que su tren superior sea un desastre, pero sus piernas siguen funcionando tan bien como siempre. O funcionaría, si se molestara en salir lo suficiente.
—No hay tanto que ver —dice Sholto, dubitativo—. No en esta época del año.
—Entonces cuéntame qué aspecto tendrá en el momento apropiado del año. —John se pone de pie, haciendo girar el hombro—. ¿O de verdad quieres pasarte el día leyendo números?
Contempla la irritación de Sholto, cómo los músculos de su mandíbula luchan contra su orgullo. Abejita engulle los últimos dulces y se pone a explorar una maceta.
—Vamos, James.
—Es necesario que los lea —replica Sholto, irritado, barajando sus papeles.
—Una hora —amenaza John.
—Yo diré cuándo estoy listo —espeta Sholto, mirando la página con ira. John lo deja con ella, tomando a Abejita de la mano y caminando juntos al salón. Espera. En la distancia oye a Sholto maldecir y luego llamar a gritos a la empleada. John se agacha y recoge a Abejita de la alfombra.
—Paseo —le dice.
* * *
No van muy rápido ni llegan muy lejos. Sólo lo suficiente como para dejar la casa a sus espaldas durante un rato. Las piernas y el costado de Sholto están rígidos por falta de uso fuera de la fisioterapia, y se apoya en un bastón para caminar. Vagan sin rumbo. Abejita se tambalea en círculos cada vez más amplios en torno a ellos, explorando, con los mitones aleteando contra sus mangas.
Desde la lejanía, más allá de los campos, se perciben el barro y el olor a ozono de la orilla. Sholto señala.
—La marisma solía extenderse tierra adentro, pero la reclamaron como campo de cultivo antes de la guerra. Yo no necesito cultivar nada, así que estoy intentando recrear un hábitat mixto de molinias y bosque caduco.
—¿Quién se encarga de todo esto?
—Tengo a un hombre contratado, y un asesor de la National Woodland Trust —replica Sholto—. Me escriben por email.
—No os reunís —comenta John. Lentamente recorren el costado de un seto y luego se detienen para contemplar los continuados esfuerzos de restaurar la antigua gloria del terreno. Sholto no había mentido cuando dijo que no había mucho que ver. John trata de no ser crítico, pero es aburrido, definitivamente. Por el momento, el bosque no es más que un campo de tuberías de plástico que llegan hasta la cintura. Los arbolitos asoman con reticencia la cabeza por el extremo de los tubos azul brillante.
—Por los ciervos —explica Sholto—. Se lo comerían todo si les dejáramos.
—¿Qué vas a hacer con todo esto?
—“Si hace dinero la madera, se queda”, como dicen. Haré suficiente dinero como para mantenerla si dejo que los usen para hacer leña menuda y cercas; lo suficiente como para mantener a alguien aquí administrando las tierras, en todo caso. La asociación de artesanías locales también está interesada. Hacen cosas. De momento, el bosque ya establecido está alquilado.
—¿A quién?
—Cerdos —dice Sholto—. En el otoño sueltan cerdos saddleback aquí y se comen todas las zarzas y ortigas, y mejoran la calidad del suelo. Carne orgánica. La gente paga un buen precio por ella. —Descubre que John lo mira con una leve sonrisa—. ¿Qué?
—Nada. Continúa, granjero James.
—No seas maleducado —dice Sholto, y luego, como castigo, continúa. Extensamente. Señala las cosas con su bastón, y cuando acaba la cabeza de John está a rebosar de datos y números y mariposas ninfálidas, y se arrepiente de haberse burlado de él.
—Eso es mucho trabajo para conservar un par de mariposas —dice, jadeando. Ha estado llevando a Abejita a caballito para cruzar las hierbas altas. Sholto se detiene para apoyarse en un muro en ruinas, cerca de una estrecha línea de espinos. John sienta a Abejita en el muro. Sholto inhala, y sus hombros se hunden un poco.
—No es sólo por las mariposas. Se trata de deshacer décadas de errores. —Mira a la niña de reojo—. Es patrimonio.
John oye lo que quiere decir en realidad. Quiere decir que aún tiene cosas que expiar que están fuera de su alcance, así que ha elegido la única cosa que puede cambiar de manera significativa en su lugar.
—¿Le has puesto nombre?
—¿A qué?
—A este proyecto, beneficencia, lo que sea que sea.
Sholto menea la cabeza. John imagina que no puede ponerle nombre él mismo; en el mejor de los casos sería arrogante y en el peor, hipócrita. Nadie querría que lo hiciera. Lo máximo que ha permitido son donaciones anónimas. John mira a través del terreno y visualiza campos de amapolas, azules y blancos y rojos. Una resurrección de mariposas.
—El Renacimiento de Norfolk —dice John.
—El Renacimiento de Norfolk —repite Sholto, pensándolo. Asiente con vaguedad (a pesar de que a John de repente le suena a nombre de festival malo de música folk), pero le ahorra el dolor de rechazarlo directamente.
Se hunden cada uno en sus propios pensamientos, y ninguno se da cuenta de que están pensando en el otro. John piensa en lo redundante que sería señalar que Sholto añora el ejército. No de la misma manera en que John lo añora a veces, sino el inmenso potencial que podías canalizar en el servicio militar. Sholto extraña la logística y los planes y los reclutas y los proyectos. Extraña desafiar a su propia mente. Se está desperdiciando aquí, en realidad. John sólo extraña…
…extraña su claridad, supone. Tenía objetivos que cumplir y grados por los que ir progresando. Y ahora ha perdido todo eso. Puede ir donde quiera y hacer lo que le plazca. Casi es demasiada libertad.
Por su parte, Sholto observa los terrenos y se pregunta cómo es que John no se da cuenta de lo mucho que ha cambiado. La vida lo ha redondeado un poco. La paternidad lo ha abierto de una manera que necesitaba desesperadamente. Debería ser más feliz de lo que es.
Observa a John bañar a su hija en afecto, y ve con claridad meridiana la preocupación escrita en él.
—¿Dónde crees que estarás —dice Sholto, rompiendo el silencio— en cinco años?
El comentario toma a John por sorpresa. Hace una pausa, analizando la pregunta. Sholto lo interrumpe al señalar:
—En cinco años, esos árboles serán más altos que yo.
—Bueno, yo no voy a crecer más —dice John, burlón, y luego piensa seriamente en la pregunta—. Cinco años… tú tendrás siete. Una niña grande —murmura al oído de Abejita—, estarás yendo al colegio.
Vistiéndose sola y haciendo los deberes. Haciendo amigos y teniendo peleas; obsesionándose con algo, teniendo rabietas, haciendo preguntas, perdiendo los dientes de leche. La puede visualizar con claridad hasta los primeros años de la adolescencia, pero, extrañamente, no puede visualizarse a sí mismo.
—No lo sé —dice al fin, a pesar de que tiene esperanzas. Espera seguir en Londres. Espera aún tomar el té con Nana… con la señora Hudson, y con Sherlock. Espera que Sherlock aún quiera a su hija y que ella aún lo quiera a él, y espera que, le pase a él lo que le pase, no interfiera con eso.
—Tres años —sugiere Sholto, viendo que se escabulle.
John bufa y baja a Abejita del muro. Ponen rumbo hacia la casa. En tres años ella tendrá cinco; estará empezando el colegio. Tendrá que pedir más horas en la clínica, si los casos con Sherlock lo permiten. Habrá añadido algo de dinero a la cuenta bancaria de la niña, también tendrá unos ahorros propios. Habrá comprado un colchón nuevo para la cama.
—¿Dos?
—No lo sé. Solo quiero… —Patea la hierba—, que las cosas estén a mi favor por una vez en la vida.
—¿Ser feliz?
—Sí. ¿Por qué no? Hipotéticamente, en un par de años, ¿podría ser feliz? ¿Se me permite eso?
Sholto no retrocede ni un poquito ante el sarcasmo. En lugar de eso, pregunta:
—¿Qué es exactamente lo que te hace infeliz actualmente? Tienes un trabajo…
—Sí, pero…
—…en el cual asumo que aún eres bueno.
—Soy un buen médico, gracias.
—Te falta aprender a tratar a los pacientes, pero incluso así. Y tienes intereses fuera de la consulta.
—Si cuentas los casos…
—Exacto. No eres un hombre dado a los hobbies, precisamente. Vives donde quieres vivir.
—En un apartamento apestoso de dos dormitorios, y tenemos que compartir habitación.
—Y es así como quieres vivir, de lo contrario te habrías mudado. No te gusta la gente, John, pero estás demasiado acostumbrado a vivir pegado a alguien como para renunciar a ello.
John lo mira de hito en hito.
—Yo también crecí en los barracones, más o menos. Para algunos, eso es la primera cosa de la que huyen, para ti es lo contrario. —Sin decir nada, John entiende que Sholto está añadiendo un silencioso “y para mí también”.
—¿Por qué no te mudas? —pregunta John—. Si tanto odias este sitio.
—Es la casa y son los terrenos de mi familia. No hay más herederos y… no tengo ningún otro lugar al que ir.
John mira a través de los campos, hacia la casa, y de repente lo ve claro. Los setos altos para mantener los ojos curiosos a raya; hechos de boj y acebo en lugar de alambre de espino. La caseta de vigilancia como un fuerte infantil, con alguien de guardia a todas horas; el solárium transformado en oficina con su calor y luz brillante y palmeras; la pequeña compañía de un servicio doméstico siempre cambiante; no son hombres sino mujeres, pero siguen estando ahí para cumplir sus órdenes.
«Se lo ha traído todo a casa con él» piensa John, espantado. Titubea, y esa vacilación es todo lo que Sholto necesita para dejarlo atrás. John podría ponerse a su altura con facilidad, incluso arrastrando a Abejita, pero deja que el otro hombre conserve su espacio. Recoge a su hija y se la apoya en la cadera. Ella se agarra a él con una fuerza sorprendente, y hace que le cedan los brazos. La niña culebrea y se le resbala un poco. Él la vuelve a levantar.
—Te tengo —le dice.
Sholto cojea por delante de ellos; Sherlock y la señora Hudson están a más de doscientos kilómetros de aquí. Si la niña se le cayera ahora, sólo estaría él para recogerla. La levanta un poquito más, para que esté segura. No pesa tanto. Piensa en quinientos arbolitos en sus tubos de plástico, piensa en todas las veces en que estúpidamente le ha dicho a Abejita “sí” cuando debería haber dicho “no”, porque le daba demasiado miedo hacerlo; piensa en las escaleras de una casa de niños perdidos y siente un súbito arranque de ira.
«Ningún niño puede pesar tanto», piensa. «Yo no». Es un compromiso, pero al final no cuesta tanto darles una oportunidad. «Si yo puedo hacerlo, ¿por qué ellos no pudieron?»
—Ponte a mi altura, John —grita Sholto por encima del hombro—. Deja de hacer el vago.
—Te estaba dando ventaja —grita a su vez John, levantando a Abejita para echársela por el hombro como un saco de patatas. Ella ríe y estira las cuatro extremidades como si fuera una estrella de mar volando cabeza abajo. John trota para alcanzar a Sholto. Los tres vuelven al campamento base.
* * *
El día se transforma en atardecer, con su consabida rotación de cena, baño, cuento y cama. Cenan juntos, como el día anterior, sólo que es otra sopa y una carne diferente con dos verduras, y un sabor diferente de postre. La comida sigue siendo buena, pero John ve la rutina que subyace; es comida decente, pero no emocionante.
No es arroz malayo sacado de un envase de poliestireno con el último tenedor limpio, los pies subidos a la otomana, hablando de asesinatos.
De una manera extraña, piensa John, es como catering, pero para una sola persona.
Vuelven a pasar a los sillones del salón, esta vez tomando oporto y galletas saladas. Sholto remueve los rescoldos del fuego hasta que llamean, y no dicen nada durante un rato muy, muy largo. Sholto está acostumbrado a los silencios largos, y para él esto no es más que rutina en compañía. Para John, es una lucha constante con la memoria.
—¿En qué piensas? —pregunta Sholto, tras verlo fruncirle el ceño al fuego, preocupado, durante varios minutos.
Las cejas de John se levantan.
—No sé —dice.
—Algo tienes en la cabeza. Y lleva ahí desde que entraste por la puerta.
John golpetea su copa con los dedos, adelante y atrás, y Sholto espera. Comparado con John, su paciencia es infinita. Tiene más firmeza de carácter, y más capacidad de desgaste.
Muy despacio, hace una pregunta.
—¿De qué tienes miedo?
Ante eso, John levanta la mirada, y su expresión es tan fácil de leer como un libro. Le gustaría negarlo, pero la verdad es que ha sentido la súbita punzada helada en mitad del pecho que le dice que Sholto tiene razón: tiene miedo. No sabe ni cómo empezar a describirlo. Es miedo a tener miedo; al igual que Sholto, no quiere ser un cobarde, y quizás le costaría más hablar con él si no se hubiera dado cuenta de qué tan lejos de su antiguo pedestal ha caído el comandante. Al final, habla.
—¿Qué te contaron sobre mí? Cuando empecé contigo.
—Lo normal —dice Sholto, neutro—. Todos los detalles circunstanciales, pero muy poco de quién aparecería de verdad a la instrucción. —Comprende la expresión de John, y explica—: Es una de las cosas que te enseñan: a no tomarte los expedientes a pies juntillas. Hay graduados universitarios que resultan no tener nada de inteligencia en situaciones de crisis. Hijos e hijas de militares sin brío ni tenacidad. Granujas con unos antecedentes penales más largos que su brazo que resultan ser ferozmente leales y tener gran sentido común, si los empujas en la dirección correcta. No se trata de quién entra en el programa, si no de quién sale por el otro lado.
—Y… ¿qué pensaste?
—Ya te lo he dicho —lo regaña Sholto—. Y ya no se aplica al hombre que tengo delante.
A John le cuesta tener fe en ese comentario. Todo eso parece una parte demasiado fundamental de su ser. Su pasado permea su presente y dicta su futuro hasta donde puede ver. No consigue distinguir las variables como elementos diferenciados, como Sholto. El otro deja su vaso en la mesa y reflexiona sobre el dilema de John.
—Nunca tuviste ese modelo, ¿verdad, John? Alguien que te enseñara esas cosas.
John sabe que les dan los expedientes. Ha tenido esos papeles pisándole los talones toda su vida, desde la primera vez que Harry y él tuvieron que subirse al asiento trasero del coche de un asistente social. Aún así, esto es algo de lo que apenas ha hablado con nadie. Ni con los psicólogos infantiles, ni con Harry, ni con Ella, ni siquiera con Sherlock. Ni siquiera con Mary. La mitad de ellos debían de saberlo; los profesionales hacían preguntas a las que él contestaba lo mínimo posible. Sabe que Sholto ha estado informado de todo desde el primer día, pero nunca han hablado de ello.
—Era mi padre.
—Así es —asiente Sholto—. Pero se quería más a sí mismo.
John sigue sin poder hablar de ello; del hombre que poseía el amor de su madre tan completamente que cuando éste le faltó, ella se mató; que hizo miserable la vida de Harry y la suya; que compró la absoluta e inmerecida adoración de John con manipulación. Que nunca había levantado una mano para conseguir ninguna de esas cosas, y que aun así podía hacer que cualquiera bajo su poder sintiera que lo habían golpeado.
—Él dejó de moldearte en algún momento, John. Quizá no en el momento en que salió de tu vida, pero en algún momento. Cuando fuera que el equilibrio cambiara. Me gusta pensar que nosotros tuvimos algo que ver.
—Mm… —dice John, dudoso.
—¿Eso es lo que sientes que te falta?
—No lo sé.
Sí lo sabe. Recuerda aprender a ser un hombre de un embrollo de revistas y chicos mayores en el colegio, y de Ted, a su modo bienintencionado pero alienante. Aún le fastidia. Stella y Ted se esforzaron con él, pero nunca consiguieron conectar. Nunca pudo decidir si era por cómo eran ellos, por su risueño modo de ver la vida, o es sólo que había algo en él que estaba roto. Cuando se siente caritativo, lo atribuye a las circunstancias. Cuando le viene la amargura, le echa la culpa a sus padres, y luego a sí mismo.
Recuerda la vergüenza de la pubertad temprana, y luego la antipatía cuidadosamente construida hacia ella. Más tarde se había convertido en furia; un deseo de ser aun más adulto que los otros chicos. Un personaje en el que había trabajar cada momento de cada día. Lo había hecho mayoritariamente con peleas a puñetazos y con sexo, sólo para poder presumir. El truco estaba en hacer creer a los adultos que eras demasiado bueno para todo eso, y luego hacerlo igualmente. Así nunca te metías en problemas. Había estudiado medicina por interés, pero de un modo poco consistente. Nunca se especializó; ser médico de familia le había parecido suficiente y luego, como respuesta a una plegaria no elevada, el ejército entró marchando en su vida.
De joven lo había evitado con ironía. Demasiado áspero, demasiado exigente, demasiada disciplina. Tipos grandotes con egos a juego, haciéndose los machos. No se había dado cuenta de que él, con su modesto metro sesenta y siete, podía ser el mejor de todos ellos. Quizá el conflicto constante en Oriente Próximo los había vuelto menos quisquillosos, porque le dieron una oportunidad, y además la medicina al final lo había aburrido.
—Yo también lo echo de menos —admite Sholto, interrumpiendo sus pensamientos—. No tengo ninguna familia viva.
—¿No sientes rencor? —pregunta John. Él lo ha tenido durante mucho tiempo. Lo dejaron tirado sin nada.
—A veces. —Sholto mira las fotos sobre la repisa de la chimenea—. Baja con honores. ¿Qué significa eso? Significa esconderme aquí. Pero no odio a la gente. Cuando… —Se toca las cicatrices del dorso de la mano—. Cuando murió mi padre me di cuenta de que había perdido algo irremplazable, y aun así me di cuenta de que en torno a esa pérdida había otros hombres. Soldados, no importa su rango, que habían asumido parte de sus responsabilidades. Compañeros de armas, así los llamamos, ¿no? La diferencia es que, si los apartas, te dejan solo. Puedes librarte de ellos.
—Pero la familia se queda.
—Sí —susurra Sholto—. Incluso cuando debería ser exactamente al revés.
John se aprieta una rodilla con la mano temblorosa, se aclara la garganta, no encuentra nada que decir. Sholto observa dios sabe qué en los posos de su oporto y después, sin saberlo, destruye a John al decir:
—Siento mucho las cosas que te pasaron, y que el ejército te abandonara, John. Me alegro de que ahora hayas encontrado algo mejor.
—Debería ir a ver cómo está la niña —dice John, la garganta espesa. El monitor de bebés en su bolsillo está en silencio, pero se pone de pie y lo busca con mano torpe de todas maneras; una excusa para esconder la cara del escrutinio. Sholto, comprendiendo, lo deja ir. John llega hasta el recibidor a ciegas, y ahí desfallece. No puede subir las escaleras ahora mismo, y no puede volver atrás. Se atraganta con su propio aliento, necesita más aire. Avanza por el recibidor a las palpas hasta que encuentra la puerta trasera.
Sale de la casa y camina con intención, pero sin dirección. Necesita poner distancia entre él y la casa, y ahora entiende que eso es lo que Sholto ama de las tierras silvestres que intenta conservar. Es un lugar donde, atrapado entre el gris movedizo del amplio cielo y los montecillos verdegrisáceos de hierba, no te queda más remedio que sentirte humano.
Sigue el sendero hasta salir del jardín, hacia la zona salvaje y desaliñada donde en alguna parte, fuera de su vista, duermen miles de mariposas. Se le tuercen los tobillos en el terreno irregular, pero está trastabillando por motivos diferentes cuando alcanza un grupito de árboles de espino junto a un muro de piedra en ruinas, y ahí se ve obligado a sentarse. La piedra es fría bajo sus muslos, y los líquenes se desmoronan bajo sus dedos.
John se sienta, abofeteado por un viento fresco. Le llena los pulmones y hace que le hormigueen las orejas, y siente como que le limpia el polvo del cuerpo. Es una sensación de limpieza, pero hace que las lágrimas que de repente brotan en erupción sean más calientes que nunca.
Nunca se ha permitido a sí mismo hacer esto: llorar feo, con la boca abierta, babeando. Nunca ha permitido que vaya más allá de un ardor y algo de humedad en el rabillo del ojo; cualquier cosa más fuerte que eso, su dínamo interna la transforma en ira. Esta vez no hace ningún esfuerzo por contenerlo. Sería un desperdicio de energía.
El paisaje húmedo amortigua el ruido hasta que casi no es nada, incluso en sus propios oídos. El viento sigue soplando, creando ruido blanco al agitar las ramas, y John palpa su duelo siguiendo el ritmo. No es coherente. Un momento hierve de pena por sí mismo, el siguiente es sólo la misma tristeza vieja y gastada de todas las cosas maravillosas que le estropeó la vida. Por una vez se incluye a sí mismo en esa lista, y luego llora por las demás, y por la injusticia de todo esto. Llora porque la vida es aterradora, y está desesperado por no ser cobarde ante ella.
La sal y el indigno goteo de la nariz le han dejado la cara pegajosa; trata de limpiarse esta última con dedos fríos, se da cuenta de que se ha olvidado su pañuelo, y eso le produce una inestable risa. Lo hace llorar más fuerte, esa risa, y después de eso ya es sólo autocomplacencia. Es agradable. La sensación es maravillosa de un modo perverso, poder sentarse y casi obligar a las lágrimas a salir en enormes goterones, quedarse casi seco y luego encontrar otro motivo para volver a aullar. Lo deja alucinado. Es consciente de su cuerpo en los saltos de su diafragma y el picor de sus párpados. Las pestañas se le pegan unas a otras, a los dedos, a las mejillas, y acaba casi explorándolo; tocando las hebras húmedas, tirando de ellas para alisarlas donde se han amontonado.
Le duelen las nalgas de estar sentado en la piedra, y su nariz se siente rara cuando la toca en una larga pasada, con la palma y luego la muñeca y luego la lana áspera del suéter. El tejido le raspa las mejillas, es como si lo lamiera un león, y no sirve mucho para limpiarse. Pero lo satisface igualmente.
El tiempo y el viento lo vacían al final. John respira, con una mano apoyada en la nuca, y se siente mejor. No hay prisa; pasa el tiempo frotándose la nuca y sintiendo cómo se le desvanece la tensión de los hombros. Por una vez, sus pies están estables en el suelo, sin la sensación de que se los han clavado y tiene que arrastrarlos a cada paso.
«Estás bien» se murmura a sí mismo, arreglándose las mangas del suéter y la camisa. Se frota los costados para calentarse los huesos y luego, rígido, se pone de pie. Sorbe por la nariz, desea tener un kleenex, y se despereza. La espalda le cruje por haber estado encorvado, y pasa un rato largo y voluptuoso relajando todos los nudos. Debe de tener la cara llena de manchas rojas, pero ya no le da vergüenza.
Regresa a la casa sintiendo, por una vez, la variedad correcta de agotamiento. «Quiero darme una ducha» piensa; quiere que esa calidez acabe de lavarlo por fuera. «Quiero a Abejita». Es un anhelo físico. Lleva tiempo viviendo con un agujero dentro y, aunque no quiere decir que ella lo llena, sí le ha aportado lo suficiente como para equilibrarlo.
La despierta en su cuna porque no puede resistirse, y ella cae entre sus brazos en un soñoliento culebreo de algodón, oliendo a crema para las irritaciones y a piel suave y limpia. Una mano le empuja la cara cuando la besa (se le olvidó afeitarse esta mañana) pero le gusta su suéter. John absorbe sus quejas y su satisfacción. Se le duerme en el hombro y él se queda parado en la oscuridad, con los ojos cerrados, meciéndose adelante y atrás.
«Soy un buen padre», piensa. Y luego, porque lo necesita, lo dice en voz alta. El vidrio de la ventana está lo suficientemente a oscuras como para reflejar, y John ve su propia imagen borrosa, y siente cómo late su corazón. Es más bajo; la altura de su madre, la anchura de su padre. El colorido de él, la nariz y la mandíbula de él, la postura de ella, los pies y las manos de ella.
«No me vais a arruinar esto» les dice John. «Y yo tampoco».
Devuelve a Abejita a su cama a regañadientes, la arropa y se promete a sí mismo que mañana será otro día en el que no fallará en su misión.
Endereza la espalda y se permite uno de los antiguos saludos con la cabeza. Un poco del viejo ritual, pero ahora parece más cómodo que obligatorio.
—Buenas noches —le dice a la habitación, y cierra la puerta casi del todo. Mañana, piensa. Puede hablar con Sholto. Llamar a señora Hudson. Escribirle a Sherlock. Ver cómo están Wiggins, Molly, Lestrade. Jugar con su hija.
Se dirige al baño, y su cerebro canta ante la perspectiva de todos esos mañanas potenciales.
* * *
Le da de comer a la niña temprano, pero espera a Sholto para desayunar. Se sientan en la misma mesa preciosa de comedor, como si hubieran retrocedido en el tiempo a una época en la que existían los mayordomos. A John le recuerda a varias cenas formales a las que asistió durante su tiempo en el ejército, pero el ambiente es más familiar.
Echa huevos revueltos en mantequilla en su plato, y unta mermelada de naranja en tres tostadas.
—¿Tienes hambre? —pregunta Sholto, observándolo.
—Debe de ser el aire de campo —asiente John, con la boca llena—. ¿Hay beicon?
—Es posible. No suelo tener. Puedo preguntar.
—Yo voy. —John se levanta, llevándose una de las tostadas, y trota directo a la cocina. La mujer que se encuentra allí está lavando los platos y se sorprende al verlo. No hay beicon, pero lo envía de vuelta con un plato de melón y la promesa de que tiene jamón, si eso no es demasiado. John se chupa la mantequilla de los dedos, coquetea a pesar de que probablemente ella tenga veinte años más que él y de que no es su tipo, y está de acuerdo en que el jamón no es demasiado.
—Jamón —reporta, volviendo a dejarse caer en la silla y moliendo una generosa dosis de pimienta en sus huevos.
—Como en navidad —dice Sholto, desconcertado con este nuevo y energético John,
—Deberíamos salir —dice John sin hacerle caso, persiguiendo los huevos con el tenedor—. Mira, ha salido el sol.
Señala con el codo a la ventana, donde un sol débil pero optimista consigue atravesar la capa de nubes.
—¿Dónde? —pregunta Sholto, la viva imagen de la duda.
—A cualquier parte. Vamos a la playa. La señora de vigilancia nos puede llevar, ¿no?
—S-supongo. Hará frío.
—Nos abrigamos —dice John, impertérrito—. Abejita nunca ha visto el mar. Se quedará alucinada.
—Supongo —repite Sholto, que sigue sin estar convencido. No se ha alejado de su casa más allá del borde del nuevo bosque, salvo las ocasiones inevitables en las que tiene que ir al hospital.
—Bueno, ¿por qué no? —quiere saber John. Al final, Sholto no tiene ninguna respuesta que no suene patética.
—Muy bien —cede. Tampoco es que la playa vaya a estar llena de turistas en noviembre. Y, dada su lobreguez, tampoco es un destino popular de veraneo, excepto para los ornitólogos aficionados. Él recuerda que tiene un par de binoculares por alguna parte. Deberían llevarlos.
El desayuno les toma un tiempo; el repentino aumento de apetito de John ha sido un poco ambicioso, aunque entre los dos se las arreglan para dar buena cuenta del jamón y el café. Es como un desayuno de safari, piensa Sholto; sólo les falta la tienda. En el momento presente, John deja el tenedor y espera hasta captar la atención de Sholto.
—James, quería pedirte una cosa.
Sholto levanta la barbilla y una de las cejas.
—¿Sí?
John se aclara la garganta y tamborilea en la mesa por encima de la servilleta.
—La cosa es que Abejita no tiene ningún tutor aparte de mí. Está…
—Supongo que Sherlock —dice Sholto, apretando los dedos en torno a su vaso. El agua que hay dentro se agita.
—Eso es. Exacto. Si me pasa algo, quiero… sería estúpido que el designado no fuera Sherlock. Y él lo haría. Sé que lo haría, pero necesita que alguien hable por él. Ya sabes cómo es.
—John, mi reputación es inexistente hoy en día…
—No, escúchame. Tú me conoces. Siempre me has conocido. —John lo mira, los ojos firmes, el tono tan estable como si estuviera reportando a su oficial al mando y Sandhurst estuviera al otro lado de la ventana—. Quiero a alguien que sepa que puede hablar en mi nombre. Que se asegure de que mis deseos sean expresados de manera apropiada.
—Si ocurriese algo.
—Sí. Si ocurriese algo. Que no va a ocurrir, pero… si ocurriese. Quiero nombrarte apoderado. Sherlock sería su tutor, pero tú serías…
—Un contrapeso.
—Un apoyo —dice John, suavizando el tono—. Vamos, comandante. Necesito refuerzos. Sólo es hasta que cumpla dieciocho.
Eso hace reír a Sholto.
—Una tarea breve, entonces. Nunca pides mucho.
—¿Lo harás?
—No me parece que me estés dando elección.
—Así es. —John sonríe despacio. Sholto se ablanda, y parte de su calidez natural se hace visible, como una llama a través de la cera. John lo ve pensar—. Sólo sería papeleo, algo nominal.
—La niña esperará regalos por su cumpleaños —añade John, bromista—. Ahora que lo pienso, nunca me enviaste nada.
Sholto ríe por la nariz.
—Tú nunca me enviaste nada tampoco.
—Estaba en bancarrota.
—Yo estaba en un banco, roto.
—Siempre tan competitivo. No resulta nada atractivo, ¿sabes?
Sholto retiene la risa dentro de la boca, como siempre, pero le hace chispear los ojos, como si alguien lo hubiese conectado al tendido eléctrico y luego accionado el interruptor. Se pone al nivel de John.
—Yo siempre gano.
La expresión de John se suaviza en una sonrisa de gratitud, y Sholto se aclara la garganta, avergonzado. Barre las migas hasta formar un montoncito en el mantel, y luego pregunta:
—¿Qué cosas le gustan?
—¿Para qué?
—No sé. Navidad. Cumpleaños. ¿Qué le compro?
—Cualquier cosa —dice John, complacido pero intrigado—. Tiene dos años, su idea de diversión es ponerse de sombrero la cubretetera de la señora Hudson y sentarse en una caja de plástico. Le gustará cualquier cosa. —Pero le gustaría que Sholto se lo pensara. Le gustaría que hiciera un esfuerzo por que se le ocurriera algo.
—Ya veo —dice Sholto, con las cejas fruncidas de consternación. Parece que preferiría regresar a las profundidades de Helmand.
—Cualquier cosa le gustará —dice John de nuevo, poniéndose de pie. Se detiene y frunce el ceño—. ¿Y tú?
—¿Yo?
—Sí. ¿Qué quieres para navidad?
—Un poco de maldita paz y tranquilidad, si no es mucho pedir —replica Sholto, levantándose despacio—. No te preocupes por eso ahora. Ve a traerme el abrigo.
John sonríe enseñando los dientes.
—Sí, señor.
* * *
La señora Hudson se deja caer durante la mañana para asegurarse de que ha comido y bebido agua, se queda charloteándole a su espalda durante media hora, y luego se marcha alegremente. Sherlock se alegra de que esté aquí, pero hoy necesita el apartamento para él solo. Regresará luego, no le cabe ninguna duda, a primera hora de la tarde y con una actualización del mundo fuera del 221B, para hacer exactamente lo mismo.
No tienes ningún control.
Tiene que volver a encontrarlo, o si no reinventarlo.
Empieza por el salón. La señora Hudson ha hecho el trabajo duro de aspirar y quitar la mayor parte del polvo, por suerte, así que realmente sólo queda una larga labor de recolocar objetos por la habitación y tirar las cosas para las que ya no se le ocurre ningún uso. Es verdad que las cosas para las que sí se le ocurre un uso son mucho más numerosas de lo que lo serían para una persona normal, pero se las arregla para irlas reduciendo gradualmente y llenar despacio una bolsa de basura.
No tiene el hábito de realizar labores domésticas, pero cuando le entra el impulso (y a veces ocurre), se emplea a fondo, como si se tratara de su única profesión. Sin embargo, es probable que no esté a la altura de los estándares de la señora Hudson. Apila los juguetes favoritos de Abejita, recogidos de aquí y allá por todo el apartamento, junto a la mesita de centro, y echa los demás a la caja de juguetes que hay bajo el escritorio. Luego vuelve su atención a la repisa de la chimenea.
La calavera tiene una capa de polvo que se cae cuando Sherlock le pasa la mano por encima. Ha estado de cara a la pared, y Sherlock le da la vuelta para mirarla por primera vez en siglos, pasándole los pulgares por el arco supraciliar.
La mueve de un lado para otro entre las manos, haciendo relucir el hueso viejo. La calavera lo mira con lascivia de una forma familiar, amistosa.
La ausencia aumenta el afecto.
—No empieces —dice Sherlock. Barre la pila de notas de química que ocupan el lugar de la calavera, y la devuelve a su sitio. La mitad de las notas van a la chimenea, la otra mitad a su bolsillo. La calavera se balancea un poco y luego se queda quieta, mirando la habitación con compostura.
Deja la pila de correo bajo el reloj, aunque la hojea y se lleva lo que está dirigido a él. El resto lo deja para John.
Reorganiza el gabinete de curiosidades a su gusto. Cambia cosas de sitio para aprovechar mejor el espacio, y añade un par de artículos desenterrados durante el proceso de limpieza de antes. Al abejorro carpintero y el radiómetro se les da un poco más de protagonismo; el abejorro ahí donde el sol no lo decolore, y el radiómetro ahí donde el sol lo toque de vez en cuando y muestre para qué sirve.
A continuación ataca la cocina, con efectos menos visibles, aunque llena otra bolsa antes de dejarlo estar. Como detalle hacia la señora Hudson, limpia el colector de grasas, que está lleno de varias cosas aparte de grasa. Habiendo realizado esto, decide que es momento de dejar las bolsas de basura en la esquina antes de empezar nada nuevo.
Al salir, le da un golpe al perchero con las bolsas y tiene que agarrarlo a toda prisa para estabilizarlo. El peso de la Belstaff y la chaqueta de algodón encerado de John lo desequilibran y hacen que se tambalee. Sherlock consigue dejarlo recto, pero no sin que antes su bufanda se deslice hasta el suelo. Fastidiado, se agacha para recogerla, alisando el tejido entre los dedos. Las borlas tiemblan cuando lo hace.
Rojo.
¿Qué demonios llevó a John a comprar algo rojo? Nunca ha conseguido intuir la razón que hay detrás. No es que sea un color repugnante, es sólo que le pega mucho más a John que a él. Como las camisas de cuadros y el verde militar. Sacude la bufanda para desplegarla y luego la dobla por la mitad, y la olfatea. Huele un poco a humo de tabaco, lo cual Sherlock no encuentra horrible automáticamente, y sobre todo a la chaqueta encerada de John; un olor seco, animal.
Los hombros encerados están rígidos, el corduroy del cuello es suave como la piel de topo. Si la sacara de la percha mantendría su forma, se quedaría parada en torno a su cabeza como una caja, o un escudo, y el interior olería a…
Contrólate, Sherlock.
Vuelve a colgar su bufanda y se da la vuelta para bajar la basura.
Por la tarde termina de apilar las cajas en su cuarto, donde no molestan tanto y, dado que la señora Hudson se niega a entrar aquí, pasa la aspiradora y cambia las sábanas. Es un trabajo aburrido, y a pesar de que requiere un esfuerzo físico, se siente vibrar con un exceso de energía. Se descubre haciendo planes mientras mete su edredón en una funda limpia; John no está, Abejita no está, la señora Hudson deja de ser buena compañía después de las nueve, y es muy raramente que Sherlock tiene Londres para él solo.
No te metas en problemas.
Problemas exactamente no, pero puede que sea buena idea, ya que está limpiando la casa, ir a comprobar el estado de sus escondites; ver si están seguros y habitables, y de preferencia desocupados. No obstante, no es avaro. Hay un par de sitios que deja a disposición de su red de sintechos. A ellos no les parecen perfectos, pero intercambiar información por que no los echen es a veces tan buen negocio como un billete de cincuenta libras.
Pero no debería irse hasta que la señora Hudson vea que no se ha muerto y esté tranquila. A pesar de lo mucho que le gustaría que John volviera a casa, preferiría que no lo hiciera en un furioso huracán causado por la falta de comunicación.
Pesca las últimas prendas del fondo de la secadora y, con ellas, los calcetines de Abejita y sus pijamas, sus baberos y otros artículos diversos que parecen estar siempre en proceso de lavado. Las agarra todo con una mano y las lleva a la habitación de John, con la intención de dejárselas sobre la cama, pero al llegar se descubre a sí mismo observando.
El cuarto está tan desordenado como cualquier otro de la casa, a pesar de los obvios esfuerzos de John por mantenerlo pulcro. La señora Hudson lo invade sin pensárselo dos veces dado que es tan habitación de Abejita como de John, y puede que la confianza no dé asco, pero sí engendra descuido. De hecho, algunas de las cosas son de Sherlock, olvidadas y sin tocar desde el día en que se lo volvió a ceder a John. No porque tenga un hábito establecido de no entrar al cuarto de John a curiosear, sino porque simplemente no ha tenido motivos para reclamarlas.
Mary le sonríe desde su retrato en el escritorio; su maleta ocupa la parte superior del armario. John se ha dejado la cama sin hacer.
Sherlock guarda él mismo los calcetines y baberos, y arregla la cama pequeña. Olfatea las sábanas y luego las arranca del colchón; el olor a leche agria y sueño es sorprendentemente notorio ahora que Abejita no está. Trabaja en un inusitado silencio; incluso el tráfico de afuera llega amortiguado.
Coge las esquinas de las sábanas arrugadas de la cama grande y las sacude hasta devolverles cierta semblanza de orden. Y luego se detiene, calculando qué posibilidades hay de que John recuerde haber dejado la cama sin hacer, y qué posibilidades hay de que se dé cuenta cuando regrese. Después de un rato, se sienta al cabecero de la cama y trata de observar el cuarto desde la perspectiva de John. Al sentarse erguido es demasiado alto para copiar los ángulos desde los que John debe de ver su habitación, así que se reclina un poco, apoyándose en los codos.
John duerme en el lado izquierdo del colchón, y deja el derecho desocupado. Es extraño echarse en la cama que antes fue suya, aunque sea nominalmente, y encontrar un nuevo rehundimiento ahí donde John ha estado durmiendo durante un año. Sherlock cierra los ojos y piensa en las pesadillas de John. Aún las tiene; visiones vagas, afectadas. No es que se despierte gritando ni nada, pero se despierta. Cuando John está despierto la atmósfera de la casa es diferente, de alguna manera, a cuando está dormido.
Sherlock abre los ojos y…
Una telaraña de grietas cruzando el techo, y el leve polvo de telarañas de verdad, abandonadas. Irritante; tiene que coger una escalera y limpiarlas un día de estos. Mira el reloj: las seis de la mañana en punto. Casi no necesita alarma hoy en día, parece que ya lo tiene arraigado. Hace frío. Se levanta de todas formas, no hay tiempo para remolonear. Comprueba cómo está Abejita; duerme. La ama. Rápido, haz lo que tienes que hacer hasta que necesite despertarse. Pis. Tirar de la cadena. Ducha durante cinco minutos; lo básico. Ducha, cinco minutos más, erección mañanera. Menos frecuente estos días, pero más frecuente comparado con el año pasado. Bien. Afeitado. Para, escucha, ¿es la niña? No, todavía no. Se enjuaga, se pone la ropa limpia que dejó en la silla del baño la noche anterior. Cocina: sillita de bebé, hervidor. Se queda junto a la ventana esperando a que hierva el agua, desperezándose y haciendo girar el hombro. Pone el desayuno de la niña en el microondas, encuentra medio plátano que quedó de la cena de anoche. Té. Lo deja infusionar, va a buscar a la niña. Ya se está moviendo. La despierta con suavidad. La ama, la ama, la ama.
Desayuno: té, una manzana comida con una mano mientras le da de comer a la niña. Comparten la manzana. Escuchan. La señora Hudson está despierta, oyen sonar sus tuberías. Deja los platos del desayuno en el fregadero, limpia a la niña. La regresa al dormitorio, la viste. Ya son casi las siete en punto; hay pasos suaves en la escalera. La señora Hudson en bata. No se oyen ruidos en el piso de arriba. Él está durmiendo.
—Buenos días, John. Hola, preciosa. ¿Ya desayunaste?
—¡Nana! —Una punzada de celos.
—Buenos días, señora Hudson.
Irse de ahí, pasarse un peine por el pelo. Ponerse el suéter, buscar llaves, chaqueta, bolso, teléfono. Escuchar. Aún no se oye nada desde arriba.
—Que tengas un buen día, John.
—Mm. Pórtate bien. —Besa a Abejita. La ama y la echará de menos. No la verá hasta las cuatro, cuando la recoja de la guardería. Espera que tenga un buen día—. Adiós, señora Hudson.
—Di adiós, Abejita.
—¡Ayó!
—Adiós. —Se pone la chaqueta, coge el bolso, la puerta chasquea a su espalda…
Sherlock cierra la puerta a través de la cual no ha pasado, y regresa al 221B. John hace todo eso día sí, día también, si no hay ningún caso. Por la tarde recoge a Abejita y vuelven a casa por el parque y el supermercado, y prepara la cena y juega con ella, y luego Sherlock la baña y la acuesta mientras John lee sus emails y el periódico y se pelea con la tele, y luego prepara su ropa para la mañana siguiente y se va a dormir bajo la telaraña de grietas del techo.
La idea de vivir la vida de John lo deprime. Pasa las sábanas de la niña a la secadora y algo blando, negro y amarillo, se cae al suelo. Lo recoge y lo aprieta. La franela cede bajo sus dedos, siseando con suavidad al escapar el aire de los agujeros de la esponja interior. «Buz». La abeja lo mira con enormes ojos de dibujo animado, sus alitas plateadas flácidas y húmedas. Sherlock cierra la puerta de la secadora y cuelga la abeja del tendedero para que se seque.
Sigue habiendo demasiado silencio, y es aburrido. Sherlock se sienta en su sillón y trata de pensar en sus casos antiguos a modo de distracción, pero lo único que oye es el ponc-ponc-ponc de la secadora. Necesitan algo nuevo, piensa; un caso nuevo, un… algo nuevo. Algo que no sea esta inmovilidad. Algo que no sea las cuatro paredes del 221B. A pesar de que lo adora, ya no le basta sólo con él. Al final, buscando algo que hacer, maltrata la lavadora. Sus propias sábanas, su bata de laboratorio, las sábanas de John. Disecciona la pelusa que sale de la secadora y replica algunos de sus antiguos experimentos con hilo, sólo porque sí.
Para cuando la señora Hudson vuelve a subir, el apartamento huele levemente a plástico quemado. Se queda impresionada, pero también alarmada, ante el estado del piso.
—¿Has fregado el suelo? —pregunta con sospecha.
—No he derramado nada nocivo. Al menos hoy.
—Espero que no. Veo que has estado ocupado. Creo que voy a abrir una ventana, si no te importa.
—Mm. —Cierra su cuaderno y se sienta, mirando el teléfono mientras la señora Hudson se pone a alabar sus esfuerzos en el salón. Ha vuelto a hacer la cama de Abejita, sólo falta la abeja de esponja, que aún está colgando de las pinzas y ahora ya está bastante seca. Mientras la señora Hudson mira a otra parte, la descuelga.
—¿John vuelve hoy?
—Mañana —le dice Sherlock—. Me escribió un email.
—Ah, bueno. ¿Querrá que prepare comida?
—Nos las arreglaremos —replica Sherlock.
Por una vez, la señora Hudson no insiste con el tema, quizá porque aún está alucinada de que Sherlock haya limpiado el apartamento.
—¿Y esta noche? ¿Te apetece algo? Tengo un relleno muy bueno para pastel de pescado.
—No, voy a salir —dice Sherlock, poniéndose de pie y dándole un beso en la mejilla para que no haya rencores—. Ahora, de hecho. No me espere despierta.
Descuelga su abrigo de la percha y se lo pone. La señora Hudson, acostumbrada a que ande correteando de un lado a otro, no hace ningún comentario hasta que se da cuenta de que tiene algo en la mano.
—¿Qué tienes ahí, querido? ¿Algo para un caso?
—No creo que quiera usted ver esto —dice Sherlock, metiéndose la mano llena en el bolsillo. La señora Hudson arruga la nariz, confusa, pero todos estos años de estar expuesta a Sherlock le han dado el buen juicio para no fisgonear más. Sherlock suele ser honesto con estas cosas, y hasta ahora, en efecto, nunca ha querido ver “esto”.
—No voy a preguntar —dice, levantando las manos—. Espero que te acuerdes de advertir al pobre encargado de la tintorería.
Dentro del bolsillo, Sherlock cierra los dedos en torno a la suave aspereza de la esponja amarilla y negra, y la aprieta delicadamente.
Al final van caminando a la playa. Sholto va casi a paso de marcha, John lleva a Abejita a caballito. La niña le tira del pelo, agitándose y riéndose, tapándole los ojos.
—Jesús —maldice John, pestañeando con furia—. ¡Para!
La niña ruge de risa, y toca su cráneo como haría con unos bongos.
—Llévala tú —ofrece John. Sholto se limita a gesticular hacia su bastón y su brazo con fingido desvalimiento.
—Pobre de mí —dice, impasible.
—Es usted un imbécil, señor.
Sholto se ríe con la cabeza hacia atrás; su voz es lo suficientemente rica y profunda como para hacer que Abejita se sobresalte. John aprovecha la distracción para bajársela de los hombros y ponerla en el suelo. Ella se cuelga de su mano, y sus botas de goma chirrían cuando descubre que puede saltar en los charcos.
—Monito —le dice John, y ella le sonríe, toda dientes, y vuelve a sus saltos asimétricos.
Esto ralentiza su paso, lo cual no es algo malo. No tienen que regresar a alguna hora concreta, ni se va a acabar la playa por explorar. Más allá de la maleza hay una extensión de limpia arena amarilla, sólo enfangada ahí donde pequeños arroyuelos se derraman desde la hierba de la costa. Hay rocas profundamente hincadas en la arena y, con la marea baja, pozas de poca profundidad que explorar al pie de cada piedra verdosa. John desea haber traído un cubo o algo así.
Se agacha junto a Abejita en la arena húmeda y atrapa pequeños camarones marrones en las manos. Los animalillos saltan y corren por la superficie del agua, y la niña chilla de horror y deleite. Sholto habla en voz baja, a ratos, de su infancia en estas playas; los fósiles que encontró y los cangrejos a los que atormentó. Él y John hablan de la pesca, a pesar de que ninguno de los dos lo considera un hobby que valga la pena.
—Ahí —dice Sholto, señalando cosas que a John no se le ocurriría buscar. Los ayuda a encontrar una estrella de mar, que fascina tanto a Abejita que se pone a llorar cuando John insiste en que no pueden llevársela a casa. Encuentran un enorme buey de mar, arrojado a la playa por el mar invernal, que burbujea con indignación cuando John le da golpecitos en el caparazón.
—Cuidado, te va a pellizcar. Tienen muy mal genio —le advierte Sholto, divertido.
Se sientan en el borde rocoso de la playa, en la línea de la marea alta, y se comen los sándwiches que llevaban en el bolsillo. Abejita vaga de aquí para allá, encontrando guijarros y conchas para la ya considerable colección que lleva en los bolsillos, hasta que John la hace regresar tentándola con un cartón de zumo.
Se sube a su regazo con dificultad, dándole un cabezazo en la barbilla y metiéndole a un babeado Elbante en la cara. John huele la cabeza del elefante y casi le dan arcadas. El juguete huele, y no hay otra manera de definirlo, a bacterias.
—Dios mío, ¿dónde lo has metido?
—En ninguna parte, ha estado chupando algas y luego dándole besos —le dice Sholto.
John está horrorizado.
—¿Eso es peligroso?
—Es kelp. Antes se lo dábamos a los perros. Corre el riesgo de tener la nariz húmeda y brillante y el pelaje reluciente.
—Deja de comerte cosas que no son comida —dice John, exasperado. Ella suelta una risa nasal y le roba los bordes del sándwich.
—Mira ahí —dice Sholto—. Focas.
John se sube a su hija al regazo y miran hacia el ventoso mar, donde a la distancia, en efecto, se distinguen las inconfundibles cabezas redondas de las focas apareciendo y desapareciendo entre el oleaje. John inhala profundamente el aire perfumado a ozono y estira la piernas.
—Es bonito esto —dice, después de un rato largo. El sol ya se está acercando al horizonte, pintando de plata los bordes de las nubes. Comparten una barra de chocolate, y Sholto saca del bolsillo de su chaqueta un paquete de tofis viejos; están increíblemente pegajosos, pero aún comestibles—. ¿Es aquí donde venías cuando estabas de permiso?
—A veces —replica Sholto tras un instante—. También visitaba a gente.
—¿Ah sí? —dice John, con una curiosidad irreflexiva.
—Mm —asiente Sholto—. Hubo alguien. Civil. Un poco mayor que yo.
John levanta la mirada; la sorpresa lo ha dejado callado. Sholto recoge los bordes de su sándwich y empieza a enrollarlos cuidadosamente en el papel en el que vinieron. Lógicamente, John sabe que Sholto no es tan frío como se muestra por las cicatrices y el trauma (antes era por su rango). Siempre hubo una veta de humanidad en él, y no debería ser sorprendente que haya tenido pareja. Pero no es, sin embargo, lo que John esperaba.
—Oh —dice, porque el silencio parece exigirlo—. Eh, yo…
No tenía ni idea. Jamás lo hubiera adivinado. Sabía que Sholto nunca se dio a la vulgar competencia de fanfarronadas sobre su vida sexual; John siempre lo consideró un poco anticuado y muy, muy discreto con su vida privada, como se esperaría de un oficial superior. No había conectado todos los puntos.
—¿Y aún…? —se descubre preguntando John.
—No —replica Sholto, neutro—. Hace mucho tiempo que no.
John mira el mar durante un largo rato, digiriendo la información.
—Y no estás… ¿enamorado de nadie?
—¿Ahora? No.
—¿Y en el pasado…?
—Estuve enamorado de ti. —Sholto no levanta la mirada del papel del sándwich. Su tono es desapasionado y práctico. El silencio crece porque John no tiene ni idea de cómo reaccionar—. Aún sigo teniéndote mucho cariño, de hecho.
—¿Eres…? Eh…
Sholto baja el papel y reflexiona.
—Hoy en día hay muchos nombres para las cosas. No consigo mantenerme al día. No soy ningún insulto, si ibas por ahí.
—No, no, ¡por supuesto que no!
—Ya sabes cómo es —continúa Sholto, la voz de una uniformidad muy, muy cuidadosa—. Te alistas y haces amigos y luego son más que amigos, y en algún momento te das cuenta de que estás muy involucrado con otros hombres. Confías en que te traerán a casa con algo de dignidad si no sobrevives. Solicitas ser uno de los portadores de su féretro, si hiciera falta. Y no dejarías que nadie más hiciera eso por ellos. La mayoría de la gente no entiende esa clase de amor. Ni siquiera muchos soldados.
John lo siente, más que lo entiende. Sabe qué quiere decir Sholto, pero no sabe si ha elegido las mejores palabras para describirlo, o si son tan ciertas para él como lo son para el otro. Vacila antes de redefinirlo.
—Respeto.
—Respeto —asiente Sholto—. Deber, camaradería, no lo sé. Son muchas cosas, ¿no? No es exactamente lo mismo que amistad, aunque la mayoría de ellos se llaman “amigos”: “éste es mi mejor amigo”, “somos amigos del ejército”.
A John ni se le ocurriría presentar a Sholto como su amigo, ni aunque éste se lo pidiera. Sholto capta su expresión y sonríe levemente.
—Exacto —asiente.
No somos eso.
¿Qué somos, entonces?
—Trata de no darle muchas vueltas, John. A estas alturas es agua pasada.
—¿Ah, sí? —discute John, un poco disgustado—. Somos amigos, ¿no?
Sholto inhala, duda y luego cede.
—Sí, lo somos.
—Muy bien —replica John, turbado. El viento le roza el cuello con dedos helados—. Está bien, entonces.
Mira las blancas crestas de espuma sobre las olas, y luego se ve obligado a preguntar:
—Esta persona… civil. ¿Era ella… él…?
Sholto se pone de pie con cuidado.
—Perdóname, John, pero no creo que sea asunto tuyo terminar esa pregunta.
—Oh —dice John, volviendo a sentirse pequeño—. Por supuesto. Lo siento.
—Vamos a volver. Está haciendo frío. —Sholto espera a que se ponga de pie y le palmea el hombro. Apoya todo su peso en el bastón al abrir la marcha por las arenas hacia la orilla. John lo sigue, cargando a Abejita, que traquetea con los bolsillos llenos de conchas, en la cadera.
—Lo siento —dice de nuevo. Sholto se limita a levantar una mano para mostrar que lo ha oído.
Yo también te tengo cariño, piensa John, y ese pensamiento lo persigue el resto del día.
* * *
John está inquieto. Su incomodidad acentúa el mal genio de Abejita, que tiene varias pataletas a la hora de la cena por ninguna razón aparente, hasta el punto de que John empieza a preguntarse si no será mejor para todos que la acueste temprano. Le toma casi una hora tranquilizarla, después de lo cual Sholto capitula.
—No me ofendiste —dice—. Simplemente preferiría no hablar de ello.
John levanta la mirada del libro con el que ha estado intentando torpemente mantenerse distraído, para no decir algo que acabe lamentando.
—No debería haber metido las narices.
—No, pero yo no quería tensar las cosas tampoco.
—No pasa nada, ¿sabes?
Sholto lo mira con curiosidad.
—¿Con qué?
John trata de pensar en algo que no suponga meter la pata hasta la axila, y al final se rinde y murmura «nada, da igual».
Que él supiera, había otros hombres gays en el ejército. Algunos estaban fuera del armario, y otros aún se aferraban a la vieja mentalidad de «no hagas preguntas y no tendremos que decirlo». En ese entonces, la inclusividad en el ejército ya no era un tema tan candente y mucha gente prefería callarse y limitarse a hacer su trabajo. Eso no significaba que no hubiera incidentes, pero no es que estuvieran al frente del último debate sobre las fuerzas armadas. Era casi un chiste, de hecho; podías conseguir un alojamiento más cómodo y mejor paga como “pareja”, si llevabas el timo hasta el punto de casarte. Hasta donde John sabía, nadie lo había intentado, pero sí que había oído de un par de tipos heterosexuales que habían creado pánico en las altas esferas al sugerir que lo iban a hacer.
Ni siquiera puede imaginarse a ese “alguien civil” de Sholto, ya sea hombre o mujer. No puede imaginarse a Sholto de permiso, ya que estamos. Es como si Sholto hubiera surgido del éter ya completamente formado, vestido de uniforme, y que durante los momentos en los que John estaba ocupado castigando su hígado con demasiados chupitos de licor barato, Sholto estuviera cuidadosamente empaquetado y guardado, junto a algunos Sholtos de repuesto, en algún lugar de la intendencia. Es una perspectiva estúpida e ingenua, se da cuenta John. Piensa en qué opinará Sholto de sus propias indiscreciones y siente vergüenza.
—Yo no he salido con nadie —confiesa.
—¿Ah?
John menea la cabeza.
—No sé por qué —dice, inseguro de sus propias palabras. Parecen automáticas.
—Tu mujer murió.
—Lo sé, y… no sé…
—Imagino que estarás ocupado.
—Sí, hay bastante que hacer —dice John, aliviado y aun así más confuso de lo que lo ha estado nunca—. Está la clínica, y te juro que Abejita es un agujero negro de tiempo.
—Y los casos. Las labores domésticas. Todo se junta —suple Sholto, sin interés—. No te imagino saliendo a quemar la noche siempre que tengas un día libre.
—Dios, no —se lamenta John—. Ver la tele y tratar de no quedarme dormido, eso es lo máximo que consigo hoy en día.
—Es natural.
John se siente fastidiado.
—Podría hacerlo —dice.
—¿Mm?
—Salir con alguien.
—¿Ah, sí?
—Sí, ¿a qué viene eso? ¿Por qué te cuesta tanto creerlo?
Sholto lo mira con mucha neutralidad.
—No me cuesta —dice—. Probablemente lo tendrías muy fácil para encontrar a alguien.
John hojea el libro con irritación, manosea las esquinas de las páginas.
—No es verdad —dice, en cuanto se establece el silencio—. En Londres es jodidamente difícil, especialmente con un niño.
—Eres un interesante médico militar, y además rubio, como el último James Bond —dice Sholto, cansado—. Me parece que eso es suficiente como para estimular incluso la imaginación más obtusa.
Ante eso, John hace un gesto despectivo. Decide que le está hablando al hombre equivocado sobre el tema equivocado, pero ya está demasiado implicado como para dejar el tema.
—Ya probé con eso.
—Pues prueba de nuevo —le dice Sholto, doblando su periódico con decisión—. John, eres atractivo, no tienes ninguna discapacidad, no eres pobre ni de lejos y vives en una ciudad que bulle de personas, entre las cuales tiene que haber algunas que te encuentren interesante. Honestamente, tus quejidos resultan irritantes. Decide qué es lo que quieres y haz el favor de darte prisa en conseguirlo, o búscate otra cosa que hacer.
John se queda boquiabierto.
—Es así —concluye Sholto, de mal humor—. Estás siendo un maldito aguafiestas. Recomponte.
—Per… ¿qué? ¿Perdona?
—Estás perdonado.
Sólo los años y años de aguantar las duras palabras de sus oficiales al mando y el inexpugnable respeto que siente por este hombre lo hacen detenerse antes de explotar. Con cualquier otra persona, habría dejado que la ira se apoderara de él y habrían llegado a las manos, o por lo menos habría acabado largándose de ahí.
En lugar de eso, le viene de improviso un segundo pensamiento, y algo en el tono de Sholto lo hace detenerse.
James está celoso de mí.
Es un vuelco emocional tan impensable que toma a John por sorpresa, y debe de notársele en la cara porque, de repente, Sholto se muestra avergonzado.
—Podrías… —empieza John, pero no hay manera de terminar la frase. Los puntos en contra de Sholto en temas de romance son incontables. Incluso aunque no tuviera que pelearse con su falta de confianza, su personalidad nunca ha estado a su favor a la hora de hacer avances.
—¿Cómo? —pregunta Sholto—. Mírame, John. No tengo nada que ofrecer. —Sonríe, cínico—. Excepto dinero. Y ¿de qué sirve eso?
—La gente siempre encuentra… gente —dice John, vacilante.
—Sí, a lo mejor debería llamar al Canal 4: “Hola, buenos días. ¿Tienen por algún casual sitio en su circo mediático para un asesino desfigurado? Sí, como en el Fantasma de la Ópera”.
—James, no hagas eso.
—No —asiente Sholto—. Ya lo he aceptado, John. Estoy acostumbrado a estar solo, pero por Dios que no soporto escucharte decir cuánto deseas algo, y luego ver cómo te quedas sentado delante de mí, sin siquiera intentar tomar lo que está perfectamente a tu alcance.
—No da la impresión de que esté a mi alcance —dice John, notando crecer una sensación de ineptitud.
—Siempre ha estado a tu alcance —dice Sholto, y suena exhausto—. Pero estás empeñado en apartarlo todo: éxito, familia, amigos. Todo.
—¿Y tú qué? —lo reta John—. Tú mismo dijiste que no te quedaba más opción que… contentarte con ¿qué? ¿Con tu trabajo?
—No era un trabajo —dice Sholto, resbalando por su sillón—. Era lo que yo quería, John. El ejército era mi matrimonio y mi familia y todo lo demás para mí. Creo que pensaba que moriría de servicio, y estaba en paz con ello, ¿sabes? Al menos eso habría tenido sentido.
John no puede evitar sentir empatía por él, pero se contiene, sin saber qué hacer con la fragilidad del otro.
—Lo siento —dice Sholto—. No nos peleemos.
—¿Eso es lo que querías decir con que me…?
Hay una pausa, que John cuenta en fuertes latidos, y luego la emoción tiembla incluso en la mitad congelada de la cara de Sholto.
—Que Dios me perdone. Hay una parte de mí que os amaba a todos. A todos mis chicos. Y tú eres el último de ellos… —Su voz se ha vuelto espesa y suave y empieza a haber lágrimas en sus ojos, y a John le duele físicamente. Sholto deja caer la cabeza y se aprieta la frente con los dedos de una mano—. Hice que los mataran a todos…
—No, no, venga. No fue tu culpa.
—Fue error mío. No. —Levanta la mano cuando John se acerca—. Estoy bien.
—Eres tú quien me dijo una vez —dice John, poniendo igualmente las manos en los hombros de James— que habías visto a hombres más grandes y más feos llorar sin vergüenza.
—Es verdad —dice Sholto, la voz espesa. Se agarra al brazo de John—. Pero yo estos días soy un hombre muy feo.
Se endereza apenas. Respira hondo; el tipo de respiración que se usa para soportar el dolor. A John también le duele. Lo mira, tratando de encontrar algo que decir acerca de la fealdad que no suene a cliché, y al hacerlo se descubre examinando el rostro de Sholto.
Ha cambiado desde el día en que se conocieron; ha envejecido y, por supuesto, está lleno de cicatrices, pero los rasgos que hay debajo siguen siendo los mismos. Los recuerdos infantiles de John se han desdibujado, pero sigue pudiendo notar las vagas similitudes en la línea de la mandíbula y en las cejas; diferentes, pero evocadoras la una de la otra. Los ojos son diferentes, gracias a Dios, y el conjunto de la cara no es en absoluto comparable, y mucho más agradable, en opinión de John. Quizá sólo porque pertenece a la primera verdadera figura paterna que tuvo.
Es más que eso.
No dejas a un compañero en el campo de batalla, si puedes evitarlo. Ni siquiera a los muertos. Los llevas a casa y los cuidas lo mejor que puedas. Sholto le enseñó eso. Le enseñó un nuevo nivel del servicio militar: cómo gestionar el fracaso, cómo mantener la cabeza alta y cómo ser un buen capitán. Fue el modelo sobre el que John basó su propia imagen. Se ha ganado su admiración y su respeto una y otra vez.
Es más que eso.
De cerca, las pestañas de Sholto son cortas y rectas y cobrizas.
Es más que eso.
Es una sensación antigua, y John la recuerda de demasiadas ocasiones anteriores, con todas las viejas excusas: nervios del primer día y respeto por un oficial superior; un deseo infantil de tener un hermano, el amor (no amistad) nacido de la cercanía de la muerte y los roles indefinidos que ocupaban. Es una patada en el plexo solar que corre hacia el sur, y un súbito puñetazo en mitad del pecho.
Es el motivo por el que siempre ha mantenido a Sholto un poco apartado, y por el que siempre cae a sus pies.
«Y tú lo viste desde el principio» se da cuenta John, mirándolo. «Lo sabías». He ahí el motivo por el que Sholto nunca dio el paso.
Sholto retira con cuidado las manos de John de sus hombros, y se calma de manera perceptible.
—Ya estoy bien —dice, en un tono que no admite preguntas. John se pasa las palmas de las manos por el pecho del suéter, nervioso.
—Quizá necesitas una buena noche de sueño —dice. Sholto asiente, y John retrocede para dejarlo levantarse del sillón. «He sido» piensa John, incrédulo «tremendamente estúpido».
Pero no puede dejar que Sholto salga de la habitación sin asegurarse de una última cosa.
—Sigues queriendo ser el padrino de Abejita, ¿verdad?
Sholto se detiene en la puerta y, tras un momento, asiente.
—Por supuesto. Será un honor.
—Y pide ayuda —termina John, antes de que se le escape—. La terapia no está tan mal. A veces ayuda. —Sholto aprieta los labios y parece que se va a negar, hasta que John añade—: Prométemelo. Hazlo por mí.
—Muy bien —dice Sholto, bajando levemente los hombros—. Si crees que es necesario.
—Sólo quiero que se quede en este mundo un tiempo más, señor.
Sholto lanza una fugaz mirada al techo, quizá conmovido, quizá otra cosa.
—Buenas noches, capitán —es todo lo que dice.
La noche cae, se extiende callada y lenta y…
A Sherlock lo toma por sorpresa.
El pulgar de John toca la parte suave de su rostro junto a la oreja, luego parece alargarse para acariciarle el pómulo y debajo del ojo. Los dedos en el pelo de Sherlock tiran fuerte al atraerlo hacia abajo, pero su cuero cabelludo está adormecido y no le duele. Ve cómo los ojos de John se cierran y nota la sequedad de sus labios, el ángulo de su rostro moviéndose inexorable hacia el suyo en un movimiento directamente simétrico al de la bola de intenso y súbito calor que baja por la garganta de Sherlock hacia el fondo de su estómago.
Y luego los labios de John chocan, secos y cálidos, contra los suyos, cortándole la respiración, y el resto de su cuerpo reacciona como lo haría el fuego ante una fuente repentina de oxígeno. Sus pechos chocan el uno contra el otro en una colisión extrañamente repetitiva, John jadea, y luego, cuando Sherlock le agarra los hombros por puro instinto y por necesidad de mantenerse de pie, John le atrapa la cabeza con una llave marcial.
Sherlock farfulla contra la lana de la manga de John pero no le importa, esto es lo que se supone que tiene que ocurrir. Suelta el brazo de John, cambia de posición y alarga los brazos para agarrarse a los muslos de John y ayudarlo, y con algo de torpeza y un primer paso en falso, lo hacen funcionar.
John no es tan grande como pensó. De hecho, es extrañamente ligero, apenas pesa nada sobre su columna. John se le agarra a los hombros y Sherlock consigue pasar del dormitorio a la cocina sin problemas. John lo premia lamiéndole la nuca, una y otra vez, como un perro.
Hay una parte de Sherlock que está segura, mientras abre un armario bajo de la cocina con el pie, de que hay algo inherentemente erróneo y ridículo en su técnica sexual, pero no consigue discernir qué es. Su subconsciente lo ciega al hecho de que están completamente vestidos y de que, a todos los efectos, lo más obsceno que está haciendo es llevar a John a caballito por los confines del 221B.
Carga a John hasta la tetera eléctrica y, dado que John ahora es cómodamente ligero y se sostiene solo sobre su espalda, lo suelta para llenarla de agua y ponerla a hervir.
—Yo quiero azúcar —dice John, aún lamiéndole la nuca. Sherlock se detiene, sosteniendo las tazas, para disfrutar de su contacto. Todo el mundo anda hablando de los genitales, pero es obvio que han estado equivocados todo este tiempo. Es la nuca. Ahí es donde está la acción. ¿Cómo es que nadie se ha dado cuenta hasta ahora?
—El cuello —le dice John— tiene cuatro músculos y es la parte más flexible del cuerpo humano. Contiene al menos la cuerda del tímpano, el nervio lingual, el nervio hipogloso y el nervio vago, así que es increíblemente sensible, con miles de terminaciones nerviosas que transmiten los sabores al cerebro.
Sherlock se detiene.
—¿Esa no era la lengua?
—¿Aquí quién es el doctor sexual? —gruñe John, y Sherlock se retrae. Además, alguien ha mezclado los terrones de azúcar blanco y moreno y, vayan a tener sexo o no, tiene que volver a ordenarlos.
Se queda enfrascado en la tarea; cada terrón tiene una inscripción, y justo se le ha ocurrido la teoría de que tienen algo que ver con el traidor de Mycroft cuando la televisión se enciende a su espalda con un estruendo de soniditos de dibujo animado.
—Abejita, apaga eso —dice Sherlock. El sonido caricaturesco de los personajes corriendo, sin embargo, se vuelve más fuerte; algo explota, otra cosa hace “boing”—. Eres demasiado pequeña para verlos —dice, más irritado, dándose la vuelta para mirar.
La televisión es enorme y está a sólo una pulgada de su cara; una única imagen magnificada del único hombre que lo aterroriza. Moriarty se sale del marco para lanzarse hacia él, vestido de unos chillones rojo y azul primarios, riéndose como el Pájaro Loco.
Sherlock se despierta de golpe. Rueda por las sábanas, aturdido y luego, con la respiración áspera, cierra fuerte los ojos y escapa de la Baker Street del sueño y la Baker Street real.
La sala de justicia se pone a su disposición de inmediato. Usualmente es el lugar más neutro al que puede retirarse dentro de su mente, pero esta vez se encuentra con un bombardeo de compañía que lo hace tambalearse. Desde el elevado asiento del juez, Mycroft chasquea la lengua con desaprobación.
—Madre santa, hermanito. ¿En qué lío te has metido ahora?
—Da igual —dice Sherlock, volteando para mantener un ojo sobre todo el mundo; hay demasiada gente. ¿Qué hacen aquí?
—Imagino que tendrás preguntas —dice Mycroft, imperturbable—. Aunque, por supuesto, dudo que tengas la presencia de ánimo como para llegar a ninguna conclusión.
—No es tan inteligente —concuerda Mary.
Sherlock se vuelve a mirarla: lleva un abrigo rojo sobre el vestido de novia. Se toca la solapa y ladea la cabeza.
—Bonito color, ¿no?
—Muy bonito —asiente Irene desde detrás de él. Le rodea las costillas con un brazo para arreglarle la bufanda, y él se retuerce para alejarse de ella—. Recuérdame otra vez —Irene está de pie, la yema del meñique tocando sus labios pintados—, ¿cómo era eso de llevar el mismo color…? —Mira a la tercera mujer, que se mantiene a distancia.
—Es una asociación, ya inconsciente, ya deliberada —cita Molly.
—Cállate —dice Sherlock.
—Eso sugeriría esperanzas a largo plazo, tristemente sin fundamento.
—Ah, por favor, lo habéis entendido al revés —dice Sherlock con desdén. Las mujeres lo miran, disgustadas—. John me dio la bufanda, nada más.
—¿Y eso no da más pena todavía, Sherlock? ¿Qué buscas en realidad?
—¿Qué haces tú aquí?
Janine se encoge de hombros.
—Parece que estaba invitada.
—Sí, ¿qué crees que haces tú aquí, Sherlock? No sé qué crees que vas a conseguir.
—Vete, estás muerta.
—¿Ah sí? —lo reta Mary—. Yo me lo pensaría mucho, Sherlock. ¿Estoy muerta? ¿De verdad? ¿Por completo?
—Los fantasmas no existen.
—¿Te molesta —interrumpe Irene— no haberla llegado a comprender nunca? Pobre, pobre Sherlock. Debe de haber sido muy duro para ti.
—¿Por qué iba a molestarlo? Tampoco ha llegado a comprender a John. Ni siquiera puede comprenderse a sí mismo.
—¡Qué ridículo! —ríe Janine—. Creo que me gustabas más con el sombrero. Mucho más vendible. —Mira hacia atrás y hacia arriba, a la pintura al óleo—. ¿Estás de acuerdo?
—No —empieza Sherlock. Oye agua a lo lejos. Mycroft mueve archivo tras archivo de un lado a otro de su estrado.
—Tantos malditos casos que se quedaron por cerrar, Sherlock —le dice, con un gesto de desaprobación—. ¿Con cuál empezamos? ¿Mm? Por supuesto, si fueras razonable, podríamos evitar todo esto por completo.
—Creo que deberíamos empezar por…
—…la evidencia biológica imparcial —dice Molly, inexpresiva.
—…las mentiras.
—Creo que estoy más interesada en hablar de lo que quiere él —ronronea Irene.
—Quiero…
—Por supuesto, se equivoca.
—Y es, en todo caso, culpable.
—Asesinato.
—Sherlock.
Es John. Chaqueta roja, bufanda azul. No la bufanda de Sherlock, si no la suya. Está de pie con las manos a la espalda en posición de descanso, junto a Sherlock.
—¿Esto… ayuda?
Sherlock vuelve a mirar al juzgado. La gente se ha colocado en fila para su conveniencia, todos excepto Mycroft, que está ligado al estrado.
—¿Qué es todo esto, Sherlock? —pregunta John a su lado—. ¿Sobre qué es este juicio?
Los demás responden por él.
—Error humano —pronuncia Mycroft.
Molly sigue parada remilgadamente, las manos cruzadas sobre el sexo.
—Biología.
—Lujuria. Posesión. —Una sonrisa se arquea en el rostro de Irene.
—Mentiras —sugiere Janine, despectiva—. Nada más que mentiras.
Una risa desde la pintura de la catarata. La sala de justicia tiembla. Sherlock cierra los ojos con fuerza hasta que vuelve a equilibrarse.
—Debilidad. —El tono desapasionado de Magnussen hace eco en las paredes—. Presión.
—Robo —escupe Mary.
—No lo sé —jadea Sherlock.
—Qué errores has cometido, hermano mío —dice Mycroft. Coge una resma de folios de atrás de la maza de juez y los lee, frunciendo los labios con desagrado—. Estarás de acuerdo en que estos necios proyectos de “normalidad” tuyos están condenados al fracaso. No eres como otros hombres, Sherlock, eres diferente. ¿Acaso no fue más sencillo cuando tuviste el buen sentido de apartar todo esto y funcionar de la única manera que sabes? Las emociones te destruirán.
El agua de la cascada ruge con fuerza por un momento. Sherlock cierra los ojos, se esfuerza, y entonces baja el volumen lentamente.
—Déjeme decirle, señor Holmes, lo que va a pasar —dice la voz de Magnussen. Se ha materializado en la sala. Como John, está de pie con las manos cruzadas en la base de la espalda, pero ahora las pasa hacia delante y se quita las gafas con movimientos deliberados. Se saca un pañuelo del bolsillo y limpia los lentes despacio mientras habla—. En la situación actual, hay cierto número de hombres a los que les gustaría verlo sufrir. Para conseguirlo, usarán cualquier herramienta a su disposición, como bien sabe usted —le dice con desaprobación, meneando la cabeza con un insincero remordimiento—. Historias y más historias, señor Holmes. No puede eliminarlas todas. —Levanta la barbilla y vuelve a ponerse las gafas en equilibrio sobre la nariz—. Pero pueden destriparlo a usted, al buen doctor, y a esa niñita tan dulce.
—Es una lástima —interviene Janine—. Porque, al final, sabemos que no eres capaz de hacerlo, ¿no? Sabe Dios cómo lo has hecho, pero madre mía, te has inventado una mentira tan gorda que has acabado por tragártela. —Se ríe—. No conoces el amor. Nunca lo has hecho. Y tampoco te interesa lo otro.
Molly frunce el ceño.
—Hablando físicamente, eso no es cierto.
—¿El virgen? —Eso parece divertir a Irene—. Madre mía, creo que lo dice en serio.
—Hay una serie de factores que afectan a la libido, incluyendo la confianza en uno mismo y la salud general —dice Molly, obstinada—. Este aumento del interés podría ser el resultado natural de unos recientes cambios muy dramáticos en su entorno, y de la mejora de la salud circulatoria.
Mary no dice nada, sólo ladea la cabeza.
Irene aparta a Molly con el hombro y escruta a Sherlock, la cara contraída por una carcajada a su costa.
—¿Es así, Sherlock? ¿Dejas las drogas y te pones a jugar a papá y mamá, y…? —Chasquea la lengua, le mira la entrepierna con toda intención—. ¿…y arriba compañeros, estamos como nuevos? ¿Lo doméstico es el nuevo sexy? ¿Eso es lo que piensas de John?
—Sólo es un espejismo —lo regaña Janine.
—Es una época de tensión emocional que podría estar interactuando con cambios físicos, confundiéndote —repone Molly.
—Ay, Sherlock. —Mycroft parece cansado—. ¿Cuándo aprenderás?
—No es tuyo —susurra Mary.
Hay un confuso clamor de voces, y la pintura de la pared empieza a gotear ruido de nuevo, y después agua, inundando despacio el suelo con una canción a carcajadas.
Si pones el pie torcido,
John el Amable te hará llorar.
—Sólo soy yo —dice John, dando la vuelta para ponerse entre Sherlock y la multitud. Ahora está cargando a Abejita, y ella le rodea el cuello con los brazos y sonríe—. Somos sólo tú y yo y Abejita, contra todo lo demás.
—¿Ah sí?
—¿No es así?
John endereza la espalda y lo mira, completamente calmado. Las comisuras de sus ojos se arrugan con cariño. El agua se desvanece de la pared. Por un momento, sólo por un momento, Sherlock ve el tweed y el bigote y el cuello alto.
¿Cómo saliste?
Tampoco es que me hubieras encerrado ahí con él. Siempre ando cerca.
Doctor Watson.
Déjame ver qué puedo arreglar por ti.
John baja los brazos vacíos y le devuelve la mirada al silencioso muro de ideas que habitan la sala de justicia de Sherlock. Levanta la barbilla hacia Mycroft primero.
—Tú dijiste que era yo, que siempre era yo —dice—, no él.
—Sí —jadea Sherlock, temblando—. Eso dije.
Mycroft se recuesta en su asiento para descansar, y baja el martillo. Sherlock parpadea, y Mycroft desaparece. El resto de la hilera espera en silencio, amenazante. Sherlock los mira por encima del hombro de John, temeroso.
—¿Y ellos?
John se vuelve a mirarlas sólo por un momento. Luego baja la mirada a su propia pierna, y le da unas palmadas.
—A veces las cosas duelen incluso cuando no les pasa nada. —Levanta la cabeza y Sherlock ve brillo de cristal oscuro detrás de él—. Te dije que eras humano.
Molly sonríe.
—Cuídate —dice.
—¿Y ellos? —pregunta Sherlock de nuevo, antes de que desaparezca.
John mira bien a Mary, a Magnussen y a la pintura, uno por uno.
—No existen los fantasmas, Holmes. Lo sabes. Esa no es Mary. Todos son tú. Tú los trajiste aquí, y puedes enviarlos de vuelta por donde vinieron.
—Entonces, ¿cómo sé…? —Sherlock se vuelve hacia el otro mientras la sala se va vaciando.
—¿Aquí? No puedes. Te estás llevando a juicio cuando no hay un solo juzgado en este país que considere esto un crimen.
—Necesito saberlo.
—Ah, bueno —dice John, enderezándose el sombrero—. Si es información lo que buscas, sabes perfectamente qué hay que hacer.
Sherlock cierra los dedos, notando de inmediato el plástico de su teléfono en ellos. Se queda en la sala de justicia, bajo la atenta mirada de sus problemas, mientras llama.
—Hola, has llamado a la Operadora Pasos Seguros. Me llamo Robert. Me alegro de hablar contigo.
No, no, es la persona equivocada. No quiere hablar con un extraño al que no conoce. Almohadilla. Almohadilla. Almohadilla.
—¿Perdón?
Sherlock aplasta de nuevo el botón de almohadilla.
—Lo siento, a la línea le pasa algo. ¿Me oyes?
—¡Tú no! —estalla Sherlock, desesperado y avergonzado; ¿por qué esta gente no habla con sus compañeros? ¿Cuántos pacientes tienen que llaman y no hablan?—. ¡La otra! Chantelle.
—Ah, ¿perdón? ¿Chanielle?
—Sí.
—Espera, por favor, te transfiero.
La conexión chasquea y runrunea y zumba, lo irrita con una versión enlatada de la Primavera de Vivaldi, y luego chasquea de nuevo.
—Hola de nuevo. Qué bueno que volvieras a llamar. Me alegro de hablar contigo.
No conoce su rostro, aunque por la voz puede adivinar su edad, su trasfondo. Puede averiguar lo suficiente, pero no la quiere aquí con él y los otros. Se niega a tener otro constructo mental amontonado en la cabeza.
—¿Quieres hablar conmigo hoy?
A pesar de todo, no quiere. Vacila, y oye el eco de sus propios pulmones en la línea.
—¿Crees que es inteligente? —le pregunta Irene.
—¿Sabrá darse cuenta si mientes? —añade Mary.
No lo es, y no sabrá, pero es el único arma que tiene.
—Tómate tu tiempo —dice la mujer—. Puedes tomarte todo el tiempo que necesites.
—¿Cuánto? —pregunta. Ha invertido más de dos décadas en este tipo de problemas, y seguramente la mayor parte de este último año. No hay puertas de salida en la sala de justicia; podría pasarse el resto de su vida dando vueltas y más vueltas aquí dentro.
—Todo lo que necesites —repite ella—. No te voy a interrumpir ni a colgarte. Estás en un lugar seguro para hablar y yo estoy aquí para escuchar.
Sherlock le vuelve la espalda a la fila de jueces y busca una manera lógica de empezar entre una horda de pensamientos que son cualquier cosa menos lógicos. Sólo Molly lo sigue. Se sientan frente a frente en uno de los bancos, con el teléfono entre ellos. Ella lleva su bata de laboratorio y tiene el pelo recogido hacia atrás, lo que hace que su rostro se vea pálido.
¿Qué necesitas, Sherlock?
Si yo no fuese todo lo que crees que soy, todo lo que yo creo que soy, ¿seguirías queriendo ayudarme?
—No estoy aquí para juzgarte. Sólo estoy aquí para ayudarte en lo que pueda.
—Tú misma lo dijiste, desperdicio los dones con los que nací y traiciono el amor de mis amigos.
Le duele la cara.
—Me drogo. Miento. Miento muy bien. Deseo cosas a las que no tengo derecho.
Hay una pausa; Molly se mantiene impávida, la mujer del teléfono piensa rápido en cuál de todas estas rutas puede seguir.
—¿Has consumido algo últimamente?
—No.
—¿Cuándo fue la última vez que consumiste drogas?
Se lo dice.
—Eso es muy bueno. Es mucho tiempo —le dice ella, amable. Su alivio hace eco en el rostro de Molly. A Molly le importaría, piensa Sherlock. Molly siempre se ha preocupado por él, pero también siempre ha entendido demasiado. Probablemente ya lo hace.
—Pero ¿estás pensando en consumir drogas?
—Todo el tiempo.
—¿Has intentado llevarlo a cabo?
—No.
—¿Has hablado con alguien que no sea yo? ¿Tu médico?
—No —dice Sherlock, tragándose una risa amarga.
—Vale, pero no has intentado comprar nada, ni consumir nada.
Almohadilla, almohadilla.
—Deberías estar orgulloso. Eso no es fácil, y has llegado muy lejos. Los primeros meses son los más vulnerables, y has conseguido superarlos. La última vez que consumiste, ¿fue también la última que recibiste tratamiento?
Almohadilla.
—¿Por qué sientes que se está volviendo a convertir en un problema ahora, después de tanto tiempo? ¿Qué la ha traído a tu mente?
¿Qué no?
Pareces triste.
—Están pasando muchas cosas a la vez.
—¿Cuánto tiempo llevas sintiendo que esto es demasiado para ti?
A Sherlock le toma un buen rato ponderar esto. El tiempo puede calcularlo en un instante, pero el sentimiento es un área nebulosa de las matemáticas. El trabajo no ha sido suficiente. Por muy estimulante intelectualmente que fuese el caso del Isaac Arrancado, actuó como una espada de doble filo. No más casos con niños. Evitar cualquier cosa que involucre a Mycroft. Nada que ponga en la cara de John la expresión que hizo al entrar en esa sala. Pero si no hay nada de eso… ¿entonces no habrá nada? La idea lo aterroriza.
El olor de limpiasuelos en un entorno clínico; lo huele todo el tiempo en Bart’s y no puede expresar cuánto lo odia. Un olor tan neutro, con unas connotaciones tan horribles. No sabe muy bien cómo juzgarse a sí mismo si se ha granjeado el desprecio incluso de Wiggins.
Wiggins necesitaba trabajo; Lestrade necesita algo que no es trabajo ni tampoco Mycroft, y Mycroft necesita dejar de traerle problemas con esos casos que no hacen más que explotarle en la cara (y en su estúpida biología). Un rollo de billetes sucios en la mano de Molly, y la mirada en su cara. Bailar con John, la forma de sus labios, John diciéndole cuánto adoraba…
—Pascua.
Ahí fue cuando empezó, de todas maneras. Con la mano de John apoyada en su pierna en la oscuridad.
Molly asiente. La mujer hace un sonido de comprensión.
—Hace unos cuatro meses. ¿Y algo cambió en torno a ese momento?
Almohadilla.
—¿Te sientes capaz de explicármelo?
Sherlock pone un dedo sobre la tecla y Molly lo mira.
A John le preocupa que estés consumiendo de nuevo.
Enero, piensa Sherlock, recordando. La manera en que todo da vueltas y se resuelve. Casi se había obligado a olvidarlo.
Por favor, habla con alguien.
Vuelve a alejar el dedo de la tecla. Molly aguarda. Él le dio las gracias y la besó en la mejilla entonces, cuando el problema también eran John y la niña pero de una manera diferente. Cuando la puerta de la nevera se quedó vacía de post-its, y Sherlock sintió la certeza infundada de que su espacio en el apartamento iba a ser estrangulado lentamente, empujado a una definición cada vez más estrecha. Cuando John estaba tan insistente con hacer casi todo solo y sufría accesos de resentimiento hacia su hija, incapaz de afrontarlo. Cuando John estaba de luto por Mary cuando había otros mirando, y sin poder evitar mirar a otras madres cuando creía que no lo miraban. Luchando por mantener a John feliz.
Navidad, recuerda, y antes de eso caminar de puntillas en torno a la destemplanza de John. Antes de eso, la atmósfera de la extraña en el apartamento: cabeza bulbosa y una mirada desenfocada y azul. Los gritos, tanto internos como externos. Sigue sin querer tener esta conversación. Los sentimientos siguen siendo embarazosos. Sigue sin querer que lo domestiquen.
La carpeta y la conversación con Harry; el clic de las piezas del pasado de John encajando con su atormentada vida presente. Las semanas antes de eso, limitándose a esperar y observar y sin permiso para hacer nada. O decir nada. Las semanas después del funeral, con John encerrado en sí mismo en la parte equivocada de Londres. El propio día del funeral, y la sala casi vacía.
Antes de eso, la llamada.
Antes de eso, el vacío del 221B, cuando Sherlock creía que ya se había acostumbrado. John con los pies establecidos en un camino que lo alejaba de él, lo cual era soportable porque la próxima vez que Sherlock se fuera a pique John no estaría solo.
Antes de eso…
—Respira profundamente —le recuerda el teléfono—. Sin presiones.
Todo sigue desenredándose en su mente, de punto a punto y cada error que cometió y, como todo queda más claro en retrospectiva, hay una veta de verdad que al menos puede admitir.
—No quiero que John esté solo.
La mujer hace otra pregunta, y él no tiene respuesta porque ése justamente es el problema: no se puede explicar lo que hay entre John y él.
Al final, ella dice:
—Quiero que entiendas que lo que sientes no es nada malo, y es bueno que tengas esos sentimientos. Pero… si este no es un buen momento (y de verdad creo que ahora deberías centrarte en tu propia salud)… y por lo que me dices, parece que no obtendrás el resultado que esperas. Si ese es el caso, esto sólo hace más profundo lo que sientes, y te pone en esta situación en la que te sientes tan abrumado, especialmente teniendo en cuenta las cosas con las que ya estabas lidiando.
Hace una pausa. Deja que las palabras hagan efecto.
Reticente, Sherlock pulsa la almohadilla y ella continúa, con delicadeza.
—Especialmente si esta persona no está en posición de corresponder a tus sentimientos, en mi experiencia todo esto será muy injusto para él y para ti, porque no puedes cargar a alguien con esto y albergar esperanzas de que te corresponda sin salir herido. Es difícil, lo sé, es tremendamente difícil, pero probablemente poner un poco de distancia sea lo mejor que puedas hacer ahora mismo.
Almohadilla. Almohadilla.
Es obvio. No es lo que quería oír.
—No digo que lo saques de tu vida, para nada. Pero creo que necesitas darle tiempo, y darte tiempo a ti mismo. La rehabilitación es un proceso largo y continuo, y tú ya recorriste casi tres cuartos. No es raro que la gente quiera acelerar en cuanto empiezan a ver la línea de meta, pero el proceso de combatir una adicción dura toda la vida, y siempre vas a tener que darle prioridad a eso. Si dejas de poner cuidado en plantar los cimientos, podría socavar tus esfuerzos más adelante. Además, me da la impresión de que John es quien te suele ayudar cuando tienes problemas con las drogas, ¿correcto?
Almohadilla.
—Te recomendaría que encuentres a alguien más neutral a quien acudir. Aunque seamos nosotros. Estamos para ti en cualquier momento. ¿Te das cuenta de que te ayudaría que hubiera un poco de distancia entre una cosa y la otra? Así no estarás intentando lidiar con todo todo el tiempo y con la misma persona.
Obvio. Como siempre, es un idiota.
—Y entonces puedes centrarte en todos los aspectos de tu relación que no tienen nada que ver con eso. Disfrutar de tu amistad sin el peso de todas las cosas que le estabas poniendo encima.
Sus palabras dejan a Sherlock con una sensación peculiar. Una amistad. ¿Desde cuándo se acostumbró tanto a tener un amigo que cualquier otra cosa pasó a ser problemática? Es como un jarro de agua fría, pero más que violento, es casi refrescante. ¿Cómo pudo ser tan necio de poner en peligro algo que se ha ganado con tanta sangre y esfuerzo y sacrificio, en pos de algo tan indescriptiblemente ridículo?
Eres de carne y hueso; tienes sentimientos.
—Quizá —murmura Sherlock para sí—, pero las emociones elevadas pueden gobernar a las más bajas.
—Tómate un tiempo para pensar en todo esto, y recuerda que siempre puedes llamarnos si nos necesitas. Veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Cualquiera de nosotros estará encantado de escucharte y ayudarte a avanzar cuanto podamos. No estás solo.
—No —dice Sherlock; esa es la única cosa que sabe jodidamente bien. Incluso en la intimidad de su propia cabeza. A menos que elija estarlo—. Es una decisión, ¿no?
—Así es —asiente ella—. Y, a veces, lo mejor que puedes hacer por ti mismo es tomar la decisión difícil de dejar ir algo.
—Gracias, Molly.
La mujer, con la pronunciación vagamente gutural de su ascendencia gujarati, no pierde el tiempo.
—De nada —dice con amabilidad, y el pulgar de Sherlock sobre el botón hace que la línea quede en silencio. Cuando levanta la mirada tras ponerse el teléfono en el bolsillo, Molly también se ha desvanecido.
—Sólo quedamos nosotros —dice Irene, apoyando la barbilla en una mano.
Sherlock le tira su abrigo.
—Ponte algo encima.
—Así es como me hizo la naturaleza, ¿sabes? Además —Irene se aleja de él pavoneándose, arrastrando la Belstaff—, no importa cuánta ropa te pongas, por debajo sigues estando desnudo. —Se da la vuelta y se pone el abrigo con gestos provocativos, un brazo y luego el otro. El cuello hace un abanico en torno a su cara—. Vayamos a cenar.
—Estoy ocupado. Vete.
—Ay, vale —suspira Irene—. Pero no te prometo nada, señor Ocupado.
Se sienta en el borde de un banco, y sus muslos de alguna manera parecen más obscenos al asomarse por entre los pliegues del abrigo que cuando estaba completamente desnuda. Le sonríe.
—Después de todo —un destello de dientes—, ya sé lo que te gusta.
Y luego desaparece.
Mary lo mira con fijeza.
—¿Quién es ella? —le pregunta Mary desde su derecha.
La otra Mary, a su izquierda, ladea la cabeza.
—¿En serio? —dice, exasperada—. Eso no es muy halagador, señor Holmes.
Sherlock se introduce en el personaje: se pasa la mano por la cabeza y el pelo se le aceita hacia atrás, antes de entrelazar las manos a la espalda. Un truco de magia contra sí mismo.
—Mis disculpas. Imaginación hiperactiva.
Mary frunce los labios, pero los ojos le chispean. Le gusta esta versión de ella. Le gustan su sentido del humor y su inteligencia. En otro mundo (en otro 1895), quizá habría podido hacer una amiga.
—Me pregunto, señora de Watson, si podría dejársela a usted.
—Me parece que sí. No es ninguna Ricoletti, al fin y al cabo.
Sherlock les vuelve la espalda y se pasa las manos en dirección contraria, liberando sus rizos mientras las paredes de la sala de justicia caen al fin, para ser reemplazadas por las de su propia habitación. Sherlock apoya las manos en el colchón, cansado. Todo su cuerpo está débil. El reloj de pulsera le guiña el ojo desde la mesita de noche: 5:45 AM. John vuelve a casa hoy. Abejita vuelve a casa hoy.
Da una palmada y se baja de la cama en un único movimiento fluido, descuelga la toalla y la bata de la parte trasera de la puerta y baja ruidosamente la escalera con los pies descalzos. «Ve con sabiduría y despacio» cita para sí en voz baja. El suelo del baño está frío y los ruidos parecen más fuertes en el espacio cerrado; el traqueteo del asiento del váter y el rugido de las tuberías. El tintineo y los golpes secos de los frascos que tira a la papelera.
Abre el agua en la ducha y prueba el filo de su navaja con el pulgar; vuelve a citar en voz alta mientras se palpa el bigote de tres días.
—“En esto se ha alterado profundamente la fisonomía de nuestras antiguas costumbres…”
Se afeita, arrastrando la cuchilla por el jabón y sacudiendo los grumos en la bañera, y piensa.
—“…y, como un viento inseguro hace cambiar la dirección de un navío, se ha hecho errar aquí y allá el curso de los pensamientos, se ha sorprendido y alarmado la gente, se ha indispuesto a la opinión y se ha hecho sospechosa a la verdad…”
Cierra el agua y se seca con la toalla. Recoge la ligera bata del suelo.
—“…al cubrirla con un ultraje de moda tan nueva”.
Vestido, no se ve diferente de lo normal: camisa recién planchada, pantalones limpios. Se pondrá la bufanda roja y el abrigo, porque sería demasiado evidente que no lo hiciera. John estará cansado y de mal humor, eso es seguro. Exhausto después de tres días de ser padre solo. Lo dejará tranquilo toda la tarde y leerá los emails de los clientes. Más trabajo. Algo tonto.
Se alisa el cuello de la camisa con los dedos.
* * *
John se va por la mañana, inmediatamente después del desayuno. A pesar de ello, no es demasiado temprano; comen un poco más tarde de lo habitual y Bill también llega un poco tarde, quizás a propósito. Son casi las once cuando el coche se desliza por el sendero.
Bill no entra. En lugar de eso se quedan parados en la gravilla de la entrada, tomando el sol que está haciendo un loable esfuerzo por calentar la casa. Bill apila las maletas de John en la maleta, tarareando la canción del Tetris, mientras John busca las palabras adecuadas para despedirse.
Sholto le tiende la mano y John se la estrecha. Antes de que pueda moverse para alejarse, Sholto estrecha su agarre y John mira hacia abajo, y espera en silencio mientras Sholto obliga a su brazo malo a que lo obedezca y, con dificultad, agarra la mano de John con ambas manos.
—Cuídate —dice Sholto.
John le devuelve el apretón y, estúpidamente, asiente.
—Tú también —consigue decir—. Escribe. Envíale a Abejita fotos de tus mariposas.
Sholto asiente brevemente y deja ir la mano de John. John la recupera con una extraña reticencia, y llena su palma vacía con la mano de Abejita.
—Di adiós, cariño. Dile chau a James.
Se acuclilla y agita la mano para enseñarle, y ella lo imita en piloto automático, levantando la mano, abriendo y cerrando los dedos como si estuviese enviando mensajes en código morse, sin mirar en absoluto a Sholto. Ha descubierto a otro bebé lloroso cerca de los tapacubos, y está más interesada en conocerlo a él.
Sholto le obsequia una fina sonrisa.
—Adiós.
—Sólo durante un tiempo —corrige John—. Quizá volvamos en verano, cuando la playa esté más bonita.
—No sé yo —replica Sholto—. No puedo garantizar que haga buen tiempo.
—A ella no le importará, siempre que haya kelp —dice John con tristeza. Se agacha para recogerla y vuelve la espalda para subirla al coche.
—Eres bienvenido aquí siempre —dice Sholto de repente, haciendo que John se detenga y voltee—. Si quieres venir de visita. Siempre.
Las comisuras de la boca de John se elevan.
—Gracias.
—Y Sherlock también; dudo que esto le interese en lo más mínimo, pero la invitación lo incluye a él también. O a cualquier otra persona que quieras… —La mirada de Sholto se aparta cuando Bill cierra el maletero con un golpe fuerte.
—Lo tendré en cuenta, James. Tú cuídate.
Sholto asiente de nuevo, esta vez con más sinceridad, y por un momento a John le parece que los hombros se le hunden un poco. Bill se acerca con pasos crujientes sobre la gravilla y John se mueve para poner a Abejita en la silla de bebé. Le abrocha el cinturón mientras Bill habla con Sholto; no oye de qué, sólo la risa de Bill, tan estridente como siempre, y la respuesta menos ruidosa de Sholto.
Cuando John saca la cabeza del coche, la expresión de Bill es medio divertida medio pensativa, y en los ojos de Sholto se ve un antiguo brillo: la chispa de una inteligencia risueña.
John se da golpecitos en el reloj de pulsera.
—Vamos —dice—. Tengo un tren que tomar.
Bill estruja la mano buena de Sholto y dice un último adiós antes de saltar al asiento del conductor y arrancar el motor. Al avanzar dejan surcos en la gravilla. Bill toca el cláxon dos veces antes de cruzar la reja.
—¿Te divertiste?
—Se podría decir que sí.
—¿Ah, sí? —Bill cambia de marcha y el ronroneo del coche se estabiliza al comenzar el largo camino por carretera.
—Estuvo bien —dice John, mirando cómo los setos se deslizan ante ellos. El sol proyecta sombras moteadas al atravesar las escasas hojas.
—Él es majo, ¿verdad? —dice Bill, confiado—. Me cae bien Sholto. O sea, es un lúgubre de mierda, a lo cual tiene derecho dadas las circunstancias, pero tiene sentido del humor.
—Está bien —dice John, barruntando la ambigüedad de esa afirmación y sin deseos de mostrar más certidumbre por el futuro de Sholto, ni de expresar lo que piensa de él—. Nos llevamos bien.
—¿Y tú? —pregunta Bill.
John se recuesta en el asiento y baja la visera para poder mirar a Abejita en el asiento trasero. Está masticando con empeño la esquina de un libro de cartón.
—¿Yo? —Por algún motivo, la pregunta lo toma un poco por sorpresa—. Sí, estoy bien.
La niña da golpecitos con los dedos al dibujo de un pato y murmura “cuac” para sí. John sonríe.
—Todo está bien.
Por una vez, no parece mentira del todo.
* * *
Les toca esperar el tren en la estación de Norwich. John se apoltrona en el banco del andén con un ojo severo en Abejita, que está fascinada con las palomas y aparentemente decidida a lanzar a alguna a las vías con un placaje de rugby. Es un día concurrido, no obstante, y las oleadas de gente que pasan entre ella y los rieles actúan como barrera improvisada, manteniéndola en un radio de tres metros de los pies de John.
John observa la multitud. Hay una mujer con un niño en edad escolar y un adolescente taciturno. Los dos hijos se insultan y se pellizcan en cuanto la madre se distrae lo más mínimo. «No hagáis eso» repite ésta de manera automática, sin ningún efecto. John aprieta los labios. «No te limites a balar, haz algo», piensa.
La corriente de gente arrastra a la familia, y se suben a otro tren.
John se pregunta qué piensa la gente cuando los mira a Abejita y a él, y por primera vez decide que probablemente sea una opinión favorable. No es una niña mala, a pesar de todo. Tiene mal carácter, por supuesto, y seguramente él es demasiado blando con ella, pero no es una niña mala. Nunca lo patea ni golpea con maldad; no muerde. En general también es bastante decente con otros niños, aunque lo pasa mal si muestran aunque sea un poco de interés por Elbante.
«Se me da bien esto» se reafirma John. «Mírame. Soy un buen papá con una buena hija».
La niña está en cuclillas, observando a una paloma caminar en círculos con las plumas esponjadas y arrullando. La niña le contesta los arrullos. John inhala y visualiza una escena a la que, por una vez, no le falta nada.
A partir de cierto punto él dejó de construirte.
¿Ya en pasado, John?
John estira las pierna e ignora las voces de sus fantasmas. De todos modos, sólo tienen poder si les presta atención. ¿Qué le pueden hacer ahora?
—Abejita —la llama. La niña regresa para tomarlo de la mano y él la sienta en el banco junto a él—. Mira, el tren.
La gente los sobrepasa sin mirarlos dos veces. Nadie surge de la multitud para decirle qué está haciendo mal ni para preguntarle dónde está la madre.
No la necesitas.
Sólo tienes una.
Eso es suficiente.
Es suficiente. Con las prisas de meter las maletas y a Abejita en el tren, John se deja sus pensamientos olvidados en el andén.
* * *
El tren, traqueteando, penetra en la estación y en la barahúnda de Londres en hora punta. Paddington es ruidosa y soleada, repleta de mil voces que hablan a la vez, estrépito de ruedas, golpes de puertas y maquinaria. John tropieza por el andén entorpecido por dos maletas y una niña que se niega a que le pongan el cinturón del carrito. Pasa con dificultad por la canceladora y lucha por alcanzar la superficie.
Sherlock los espera junto a la parada de taxis. Toma las maletas de manos de John con un fluido movimiento. John no puede dejar de sonreír.
—Hola.
No poseen el lujo de darse tiempo: Abejita está teniendo una pataleta y el taxista le está dando golpecitos al reloj. Sherlock tira las maletas en el maletero y lo cierra. John se agacha y libera a Abejita de los horrores de la salud y la seguridad. La niña aúlla cuando la toma en brazos, tan concentrada en protestar que no se da cuenta de que ya terminó. John la voltea hacia Sherlock para distraerla.
—¡Mira! —insiste, balanceándola—. ¿Quién es?
La niña hipa y mira, limpiándose las lágrimas de la cara, y entonces, incluso mientras chilla, sonríe y mueve todo el cuerpo hacia él.
John la baja, porque ya está pedaleando en el aire.
—¿Quién es, Abejita? ¿Quién es? —La niña se dirige a Sherlock, a punto de tropezar, con un grito. Sherlock da un paso adelante, la agarra por debajo de los brazos y la levanta como un trofeo. Ella gorgotea.
—Adidi —dice cuando Sherlock la abraza.
—Hola, Abejita. Estás mocosa.
Sherlock se sube al taxi y se saca un pañuelo del bolsillo para limpiar la porquería que tiene debajo de la nariz. John sube también, con una mano extendida para sostener a su hija mientras Sherlock organiza el cinturón de seguridad. La deja plantada en el regazo de Sherlock, con las dos manitas trepando por encima de su cabeza para jugar con la bufanda de él. Sherlock pasa brevemente el extremo de la prenda sobre la cara de la niña para hacerla reír.
—Entiendo que nos has echado de menos —dice John, abrochándose el cinturón mientras el taxi arranca. Pestañea con satisfacción, sin esperar respuesta. Sus ojos dicen otra cosa.
Te extrañé.
—La casa ha estado muy silenciosa —concede Sherlock. Abejita maúlla a todo volumen en su oído, feliz de nuevo. Sherlock se mete el pañuelo sucio en el bolsillo—. Silenciosa. Limpia.
—Dios mío, seguro que lo odiaste —dice John, a una respiración de romper a reír.
—Hice muchas cosas.
—Lo odiaste —dice John, satisfecho—. Viviendo de comida para llevar y haciendo lo que te daba la gana. Eso es puro sufrimiento.
—Sí, vale, no te emociones —dice Sherlock—. ¿Cómo estaba Sholto? ¿Fue bien?
John se encoge de hombros.
—Supongo. Creo que lo dejamos un poco más optimista que cuando llegamos. Tenías razón, no estaba bien. Es esa casa que tiene. Se mantiene aislado. No quiere pedir ayuda.
Si Sherlock ve la ironía en las palabras de John, no hace ningún comentario. Tienen opiniones diferentes en cuanto a qué tanto ayuda Ella a John con sus problemas. De hecho, los tres tienen opiniones diferentes sobre cuáles son los problemas de John, para empezar; pero, con el tiempo, Sherlock ha empezado a entender que la terapia es, al menos, un espacio privado para John. Aunque no haga uso de él.
—¿Camafeos del Vaticano?
—No. No tan grave. Tiene mariposas.
Sherlock levanta apenas las comisuras de los labios con un punto de ironía. John, frotándose los dedos, levanta la mirada. Se aclara la garganta.
—Muy raras —continúa—. Y ha plantado un bosque, lo cual al menos le da un motivo para continuar hasta la primavera. Le he dicho que me tiene que escribir. Que me mande fotos. —A John le importa un comino esa pequeña y nueva sección de bosque húmedo de Norfolk.
Sherlock murmura, pensativo.
—Le pedí… ha aceptado ser… para Abejita, ya sabes. El suplente.
John se siente culpable al decirlo. Era algo que deseaba para otra persona, y no se había terminado de hacer a la idea, pero ya está hecho. Sherlock acepta la noticia sin ninguna reacción evidente.
—Y… ¿cómo fue?
—Él no quería. Pensé que lo ayudaría —dice John, y sólo es mentira a medias.
—Se sintió halagado.
—Sí, eso creo. Sólo será un poco de papeleo. Pero le cayó bien Abejita.
—Naturalmente.
—No se le dan bien los niños —comenta John—. Ojalá lo hubieras visto. No sabía quién estaba más asustado, si él o ella. Es peor que Mycroft.
—Mycroft —suspira Sherlock, el tono cargado de menosprecio.
—Tu hermano es muy gracioso.
—Siempre ha sido rarito.
John se acuerda de Mycroft mirando a Abejita con ojos como platos en navidad, y de la manera tonta y pomposa en que le ordenó a Anthea que les diera aquel sobre.
—Recuérdame que investigue esa tarjeta de navidad cuando lleguemos a casa.
—Es una primera edición, del primer millar de copias del diseño de John Callcott Horsley, encargado por sir Henry Cole, coloreado por Mason y vendido a un chelín la copia en 1843. De las quinientas tarjetas enviadas por sir Henry Cole, se cree que sobrevivieron nueve, aunque obviamente se han olvidado de una, ya que tú tienes la décima. El precio estimado en subasta ronda las nueve mil libras.
John casi se atraganta con su propia saliva.
—¡¿Cuánto?!
—Ocho mil quinientas sería más exacto, pero dado que hace décadas que no aparece una nueva en el mercado, podría despertar un interés extra.
A John la mandíbula se le descuelga casi hasta el regazo.
—¡Y yo la tengo metida bajo el reloj!
—Eso no la dañará.
—¡Dios mío! ¿Le dije “gracias”?
Sherlock se encoge de hombros.
—Probablemente no —dice, y tiene razón—. Puedo contactar a la Ephemera Society y preguntarles qué pasos seguir para venderla.
—Dios mío —repite John, resbalando en el asiento. Mira a Abejita—. Parece que vas a poder hacer por lo menos un año de universidad. Caray. ¿De verdad?
—De verdad —replica Sherlock, y luego ríe. Lleva esperando meses para hacer esta broma. Se siente bien. Tan bien como el valor de nueve millones de libras en jade.
* * *
Llegan a Baker Street y el apartamento está demasiado caliente y huele raro y a John le encanta. El suelo cruje en los lugares adecuados. Los pies de Abejita hacen ruidos secos al emprender su típica carrera-baile, toda movimientos espasmódicos, como si alguien le hubiese dado cuerda antes de soltarla. Se lanza en plancha sobre la alfombra junto a la mesita de centro y reúne sus juguetes, que aún están donde los dejó, en un sofocante y amoroso abrazo.
John da una vuelta por el salón y luego mira a Sherlock con complacida sospecha.
—¿Has limpiado?
—Escondí las evidencias —concede Sherlock. John sonríe y luego va al dormitorio, deja las maletas sobre la cama y vuelve a emerger, contento.
—Lavaste todo. Hasta las sábanas.
—Escondí… bueno. Eso no eran evidencias —dice Sherlock, deteniéndose justo antes de repetir el chiste—. Olían a rancio.
John hace una pausa, obligándose a no ver ningún doble sentido horrible en esa afirmación, y también un poco avergonzado.
—Vale. Gracias. —Se aclara la garganta—. Quería hacerlo yo pero no saqué tiempo antes de irme.
—No. Pero bueno. Ya está hecho —canturrea Sherlock, ocultando su propio bochorno, y se apresura a poner la tetera. O hervirse la cabeza. John no le va a preguntar. Se da prisa en enterrar la conversación desempacando las maletas y seleccionando qué hay que lavar de todo lo que ha traído. Finalmente, cuando ya se ha recuperado lo suficiente como para fingir que no pasó nada, se asoma hacia la cocina.
—¿Qué hacemos para cenar?
Sherlock reaparece en la puerta, con una taza en cada mano y expresión neutra.
—Vale, vuelvo a intentar: ¿qué quiero hacer yo para cenar? —Dice John, tomando su taza y pensando. No le apetece nada cocinar. Probablemente tendría que salir a comprar y eso sería más lío del que está dispuesto a tolerar ahora—. ¿Vamos al pub?
—¿Cena? ¿Ángel?
—¿Sí… diablillo? —se atreve John.
Sherlock lo mira, su cara es un poema.
—El Ángel de los Campos. En Marylebone.
—Ah. Sí. Tienen buenas chuletas de cordero.
La señora Hudson los salva de decir más estupideces. Sherlock se toma la primera nota de su saludo para fingir que está enfrascado en Algo Muy Importante Con Su Estantería Al Otro Lado Del Salón.
—¡Hola-holita! John, has vuelto. ¿Cómo fue el viaje?
—Bien, gracias —replica John, volviéndose hacia ella—. Un poco húmedo. ¿Cómo ha estado usted?
—No he estado mal, gracias, cariño. Hola, preciosa —añade, gorjeando, para Abejita—. ¿Te portaste bien?
Abejita se apoya contra la pierna de la señora Hudson, la llama Nana, y la señora Hudson se inclina rígidamente para darle un beso.
—Se portó bien. Berreó en el tren de regreso, pero estaba cansada.
—Es un viaje largo —asiente la señora Hudson—. Yo tampoco puedo estar sentada tanto rato. Me destroza la espalda.
Señala sin ninguna sutileza a la limpieza de la mesita de centro y vocaliza sin hablar «¿te diste cuenta?»
Sherlock, siempre tan perceptivo, cierra su libro de golpe y desaparece con él.
—No fue lo mismo sin ti —dice la señora Hudson.
—Estuvo bien —se queja Sherlock, fuera de escena, a medio camino del segundo piso.
—Sherlock te echó terriblemente de menos —le informa la señora Hudson, sin ningún tipo de sensibilidad hacia la dignidad masculina—. Todos te echamos de menos.
—Ni siquiera fue una semana —objeta John, aunque no puede negar que es estimulante para su ego. Amontona ropa en la lavadora y charlotea con la señora Hudson, que se pone cómoda en el sofá con un crucigrama, feliz de pasar una hora con la niña mientras John y Sherlock van a comer algo.
John le grita a Sherlock que cenan en una hora, y se va a acostar a Abejita. Sherlock se recupera mientras John baña a su hija y vuelve a dejarse ver, aunque sea sólo para vengarse de la señora Hudson diciéndole las respuestas del crucigrama.
John consigue embutir a Abejita en el pijama y, después de un último beso baboso para la señora Hudson y Sherlock, se la lleva a la cama.
—Buz —dice Abejita, buscando bajo su almohada.
John busca por la cama con ella. La abeja de esponja no está. Mira debajo de la cama pero, honestamente, podría estar en cualquier lugar del apartamento. Buz tiende a viajar y caerse en lugares estrambóticos.
—No sé, chiquita, aquí no está.
—Buz…
—Duerme con Elbante. —Le toca las manos con las orejas del elefante, y ella se acurruca con él casi por reflejo.
—Elbante… —Acepta la alternativa, pero John nota que aún lo está rumiando. Se calma tras un cuento, y John baja la luz y cierra la puerta tras él.
—No habrá visto a su abeja, ¿verdad?
—No, querido. Creí que os la habíais llevado al viaje —dice la señora Hudson, impertérrita—. La buscaré. A lo mejor está en la caja de juguetes.
—Probablemente —dice John—. Bueno. Comida. ¿Estás listo?
Sherlock abandona su sillón sin decir palabra, se pone el abrigo y se palpa los bolsillos. Vacila.
—¿Qué? —dice John, subiéndose la cremallera de la chaqueta.
—Nada. Vámonos.
Van. No es una comida glamurosa, pero es decente. Comen en silencio, esparciendo la salsa por los platos, dejando que el ruido de fondo del pub los inunde. Toman una pinta cada uno durante la comida, y se relajan en los asientos cuando terminan de comer, bebiendo una segunda. A John le proporciona una levísima borrachera, lo suficiente para estar cómodo y somnoliento. Sherlock se recuesta en su asiento, la mirada fija en los viandantes en la calle.
—¿Algo interesante? —pregunta John.
Sherlock voltea la cara hacia él.
—No.
John espera más explicaciones, pero no recibe nada. Esto es extraño, piensa. Por primera vez, siente que hay un obstáculo entre ellos. John mira su vaso, a la espuma en la superficie de la cerveza, y siente subir el remordimiento. Demasiado, piensa. Hizo demasiada bulla al volver a casa. Demasiadas bromas. Siente un hormigueo en la nuca.
—Gracias de nuevo por… ya sabes, limpiar la casa. Me ahorraste trabajo.
Sherlock se encoge de hombros a la ligera.
—¿Qué?
Sherlock vuelve a encogerse de hombros.
—Lestrade dice que vino de visita.
—Mm.
John lo mira, confuso. El postre llega y la charla intrascendente se hunde como un globo de plomo. Come en silencio. La actitud de Sherlock lo fastidia, pero no consigue señalar por qué. Parecía genuinamente contento de verlos, y ahora de repente está siendo inconstante.
Por su parte, Sherlock se está dando patadas mentales. No es así como planeaba empezar, pero hay algo tan perceptiblemente diferente en John, algo que no se esperaba, que se ha encontrado mostrándose inusualmente callado. Es como si alguien le hubiera bajado el nivel de gravedad a John. Parece que vaya a salir flotando hacia el techo en cualquier momento.
Eres un maldito desastre.
John ha hecho a Sholto tutor legal, por si pasa algo.
Por favor, Sherlock. Serás un buen padrino, de verdad.
Sherlock ha dicho que no dos veces o más. Se ha pasado el fin de semana con una bolsita de drogas recreativas caducadas en el bolsillo de la bata y una sala de justicia en la cabeza, y ahora incluso John concurre en que Sherlock no sería adecuado. No lo dejaron recoger a Abejita de la guardería. Sherlock juega con su comida mientras su apetito se desvanece. La cabeza le zumba. Le pica la cara interna de los codos.
—Sherlock, ¿estás bien?
Está mal de muchas maneras diferentes. Ha bastado que John regrese y su autocontrol ya se está rasgando como un pañuelo de papel. John prefiere los actos antes que las palabras y están sentados tan cerca que bastaría una mala idea, concebida en un segundo, para hacer algo. Necesita a John. Necesita a John, porque no hay nadie como él, y nunca va a tener un amigo de este calibre, si es que vuelve a tener un amigo jamás. Hay demasiados problemas y demasiados consejos contradictorios, demasiada información y ningún lugar donde ponerla. La mano de John está en su muñeca.
—Sherlock, háblame.
Se le escapa algo que lleva aguantándose durante meses.
—Quiero un cigarrillo.
John baja el cuchillo y el tenedor y se limpia las manos en la servilleta.
—Ok —dice, cuidadoso—. Ok. Vámonos a casa entonces.
—No lo quiero —dice Sherlock en defensa propia. Sólo quiere todo lo demás. Todo lo que no puede tener—. No quiero nada más.
—Está bien; estoy aquí. Podemos irnos a casa. Puedes fumarte un cigarillo. Lo superaremos.
Contra sus propios deseos, Sherlock lo mira a los ojos.
Estoy exhausto.
John saca dinero de su bolsillo, suelta cuarenta libras sobre la mesa y descuelga el abrigo de Sherlock del perchero. Ha pagado demasiado, pero no se lo piensa dos veces antes de dejar el dinero ahí y llevar a Sherlock a casa. Lo dirige por la calle, con los dedos cerrados en torno al lugar del codo que le pica. Habla mucho de nada; se queda a su lado mientras Sherlock inhala un cigarrillo afuera del Tesco, buscando un débil subidón de nicotina que no le sirve de nada, químicamente hablando. El ritual calma algo de la agitación de su mente. John lo lleva a casa.
—Dame un número, Sherlock —le pide junto a la puerta. Sherlock pondera mentir, pero ya es demasiado tarde para mentiras.
—Ocho.
John sólo dice “vale”.
Es un ejercicio de espera y distracción, y un juego forzado de opuestos. A Sherlock le gustaría aislarse, desconectar y encocarse hasta las cejas; John lo obliga a hacerle compañía. Lo hace hablar en conversaciones intrascendentes. Lo arrastra a pequeñas disputas y enciende la televisión para tener ruido. Se sientan de espaldas a ella mientras emiten La Voz, y tratan de adivinar qué aspecto tiene la gente. Cuando Sherlock empieza a encorvarse lo hace ponerse de pie y ducharse, cambiarse de ropa, preparar té, ir a ver cómo está la niña, contarle una historia. John se inventa una lista interminable de corteses peticiones, y Sherlock cumple cada una de ellas.
Juegan juegos; a todos los juegos, uno detrás de otro. Sherlock crea un tablero de juego del molino con una hoja de papel y un tarro de monedas surtidas, y le enseña apasionadamente a jugar. John pierde espectacularmente todas las veces. No importa.
—Dame un número —dice John, cribando peniques.
—Seis.
Se sientan juntos a ver películas idiotas en pijama. A John se le caen los párpados. Acaba quedándose despierto toda la noche en su lado del sofá mientras Sherlock, con el mentón apoyado en los dedos, revisa patrones del juego del molino en el rincón más vacío que puede encontrar en su mente, y luego, sin que se den cuenta, han pasado horas y el sol se va acercando con sigilo a la ventana.
John sigue en el sofá, hojeando un libro. Tiene ojeras, pero su expresión es tranquila. Sherlock se remueve, irritado consigo mismo por haberse dormido.
—¿Cómo te sientes? —dice John, al darse cuenta de que está despierto.
Sherlock observa con ojos entrecerrados la extensión blanca que hay sobre y entre ellos.
—Este es tu edredón.
—El tuyo estaba arriba —responde John, dejando el pulgar entre las páginas antes de cerrar el libro. Palmea el pie de Sherlock, que cuelga ahí donde acaban los cojines, junto a su pierna—. Tienes mejor color.
—Dos —dice Sherlock, haciendo una mueca cuando le chasquea el cuello. John no hace ademán de moverse de ahí donde se ha arrellanado, e incluso abre el libro de nuevo; está casi al final del capítulo. Sherlock se queda echado por un rato largo, viendo cómo la luz de la lámpara y la luz del sol se pelean para decidir cuál va a iluminar más el rostro de John. Los hombros de éste suben y bajan con respiraciones uniformes. El borde del edredón, esponjoso y blanco como un marshmallow, oculta su regazo y se mezcla con el crema suave de su suéter. Hace que sus manos parezcan más pequeñas, y sus nudillos más rojos; que la línea de su nuca aparezca más vulnerable. Sherlock espera que todo eso le haga daño, que lo haga estremecerse, que haga algo, pero no es así. Es sólo John esta mañana.
Libera un brazo del edredón y agarra la muñeca de John para poder leer la hora en su reloj de pulsera. El pulso de John es estable. Las seis de la mañana.
La habitación está fría fuera del edredón. Arquea la espalda hasta que le crujen las articulaciones, y se yergue despacio. John le quita de encima el edredón, amontonándolo en su propio regazo.
—Ve arriba y duerme un poco más —le sugiere, dándole un pequeño empujón—. Ve. Yo estaré aquí abajo si me necesitas.
Sherlock va, sólo por tener más espacio, ahora que ya puede vivir en él sin caerse en pedazos. Su cuarto está oscuro y frío en comparación con el salón; las cortinas están echadas y el edredón no huele a nada más que a jabón. Se hunde en él con la idea de que, en un par de horas, John estará profundamente dormido y Abejita se estará despertando, y le gustaría estar ahí. Nota en la boca un sabor desagradable a cigarrillo rancio, y mientras se echa se lame las encías para librarse de él.
Se siente mejor ahora que ha dormido.
No tenía la intención de contarle a John lo de las drogas. Hasta ahora sentía que hacerlo demasiado evidente sería una carga y una decepción para John. Extrañamente, no ha sido ninguna de esas cosas.
No ha sido incómodo.
—Siempre se me escapa algo…
¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?
¿Qué viene primero, las drogas o John?
Hay muchas respuesta para eso, piensa Sherlock. Demasiadas.
La respuesta de Molly fue rendirse y poner distancia entre ellos; encontrar otra persona en la que apoyarse, ya fuera ella o cualquier otro. Distancia. A Sherlock se le ocurre ahora que quizá eso le funcione a la gente normal. Gente que no tiene cinco pensamientos diferentes a la vez, que tiene más amigos y vidas más razonables. Quizá le funciona a la gente que no vive cada faceta de sus vidas a través del lente de sus intereses. Gente con trabajos de los que puede desconectar.
Si es así, entonces él tiene que decidir por su cuenta qué es lo que va a hacer.
¿Qué viene primero?
John. Sin ninguna duda.
¿Qué viene primero para John?
Abejita. Ni siquiera puede sentir envidia ante el hecho de no ser ya su prioridad.
Irene tiene razón. No puede librarse de su propio cuerpo sin destruirse a sí mismo. No puede cambiar las bases de su naturaleza, pero si puede apoyarse así en John, entonces, como siempre, no es un mal trato. Difícil, pero no peor que evitar cualquier otra tentación dañina.
Deberías evitar entrar en ninguna relación durante los dos años posteriores a rehabilitación.
Se cumplen dos años en primavera, y no antes. Para John serán dos años en verano, y no antes. El alquitrán le sabe asqueroso en la boca; se acabaron los cigarrillos. Dejarlo de golpe es lo único que le funciona. Sherlock estira las piernas y cierra los ojos. Oye el débil crujido del colchón de John.
Abajo, donde lo necesita.
* * *
John encuentra a Buz al día siguiente, al coger su abrigo del perchero junto a la puerta. Aparta la Belstaff y ahí está, con su nariz amarilla asomando del bolsillo de Sherlock. John, desconcertado, tira con suavidad de la esponja para liberarla, y luego sonríe.
Los echaron de menos.
Notes:
Notas de la autora:
-El título del capítulo viene de la canción “Family Man”, de Fleetwood Mac. Consideramos como alternativa “La aguja y el daño ya hecho” (The needle and the damage done), título de la canción de Neil Young.
-El coche de Bill es un Maserati Ghibli, wiiiiiiii.
-Los pubs que menciono son reales, pero no tengo ni idea de la calidad de la comida, más allá de lo que sugiere Yelp.
-Los bueyes de mar son unos cangrejos muy grandes, muy malos y muy deliciosos.
-“Si pones el pie torcido, John el amable te hará llorar” es un verso de una canción infantil muy vieja, Gentle John.
-“Ve con sabiduría y despacio” es el consejo que le da el Fraile a Romeo en Romeo y Julieta. Sherlock también cita a Salisbury en “La vida y la muerte del rey Juan” (acto 4, escena II).
-En Gran Bretaña es obligatorio tener una sillita para bebés en el coche, salvo si es un taxi, en cuyo caso los niños van en el regazo. Una locura.
-La tarjeta de navidad que Mycroft le da a John existe de verdad, y ese es aproximadamente su precio real. Alucino. El dibujo es de una familia durante un banquete, y se ve a una señora dándole vino a su hijo. Obviamente es de Otra Época.
-No tengo ni idea de cómo será la comida en El Ángel de los Campos (The Angel in the Fields). Tendrás que ir por tu cuenta a investigar la calidad de las chuletas de cordero.¿Preguntas o comentarios sobre cosas que no se hayan nombrado aquí? Siéntete libre de escribirnos un mensaje. En Tumblr mi lectora beta es Codenamelazarus y yo soy Odamakilock.
Notas de la traductora
-Las Brecon Beacons son una cadena montañosa del sur de Gales.
-El desfile de la soberana (Sovereign’s Parade) es un desfile de los cadetes que han terminado su instrucción en la academia militar de Sandhurst, que se hace tres veces al año ante la Reina o un representante.
-La molinia es una especie de hierba alta común en las marismas.
-La National Woodland Trust es una organización británica de caridad centrada en la conservación de los bosques nativos.
-La Ephemera Society es una ONG británica dedicada a coleccionar, conservar y estudiar papelería histórica.Bueno, muchachada, creo oportuno contarles que me leí en diagonal DOS TERCIOS DE LA PUTA OBRA DEL REY JUAN DE LOS COJONES BUSCANDO LA TRADUCCIÓN CONCRETA DE LA CITA DE SHERLOCK Y CREO QUE PERDÍ AÑOS DE VIDA, así que me parece que me he ganado hacer autopromoción XD. Puedes encontrarme en Twitter como @MJCeruti, por si te interesa saber sobre mi ficción original. Nos vemos pronto! Besos X3
Chapter 14: Toda esta frustración
Chapter by BelsanEmpress, Odamaki
Summary:
El sobre reluce. Es papel marrón nuevo, del caro. La superficie brilla un poco. Ni siquiera está sellado.
Al final no lo aguanta más. Saca el clip de la solapa y, con las temblorosas puntas del pulgar y el índice, extrae el documento.
«Última voluntad y testamento» dice en la parte superior. Sherlock lee, medio ciego.
«Yo, John Hamish Watson, con domicilio en el 221B de Baker Street, Londres, W1U GSJ, revoco todas las disposiciones testamentarias anteriores…»
Notes:
Autora:
Doble actualización, doble actualización!! Apuesto a que pensabais que lo había abandonado todo en favor de mini fics de Mycroft siendo un adolescente ridículo y en hacer feliz a Sholto, pero TACHÁÁÁÁN! Gracias abundantes a mi lectora beta Codenamelazarus, y a todos los que han apoyado el fic, dejado kudos y comentarios hasta aquí. Sois la leche <3Feliz primero de mayo! -Odamaki
Traductora:
LO SÉ, LO SÉ, HA PASADO MÁS DE UN AÑO, LO SIENTOOOOOO >.<
En mi defensa, este último año y medio ha sido trepidante. Empecé a estudiar una nueva profesión (auxiliar de biblioteca) mientras trabajaba a tiempo completo y además el pasado noviembre me casé (¡wiii!), así que se pueden imaginar el estrés general ksksdksksk. Estoy más ocupada de lo que lo he estado nunca, pero me niego a abandonar esta historia maravillosa, así que gracias por seguir ahí después de tanto tiempo.Un abrazo enorme! -Belsan
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Tiene diecinueve meses. Un año y siete meses. Y John está intentando enseñarle a decir “Sherlock”. No entiende por qué no consigue juntar las sílabas. Si él se pone un dedo en los labios, ella lo imita y escupe saliva y dice “¡Ssss!”, consigue decir una vocal larga y una k. De alguna manera no puede, o no quiere, producir nada que suene vagamente parecido a “Sherlock”. Ni siquiera “Sewok”, algo que John está seguro que está dentro de sus posibilidades.
Como mucho, consigue algo que se parece incómodamente a “señor”; pero suele preferir balbucearle a Sherlock. “Abá”, lo llama, o “Iwo” o “Adad”.
—No importa —dice Sherlock, tras otro intento frustrado—. Podemos esperar a que sea lo suficiente mayor para decirlo.
Trata de no fijarse en la impaciencia del rostro de John. Trata de no darle muchas vueltas.
—Tiene que llamarte de alguna manera. Tiene un nombre para todo el mundo —se queja John, mirándola desde arriba con las manos en las caderas—. Di “Sherlock”, maldita sea.
La niña encuentra gracioso su fastidio y se le ríe en la cara.
—William —intenta John, un último esfuerzo desesperado. Su hija se mete un dedo en la nariz y explora su maravilloso mundo interior en lugar de hacerle el más mínimo caso a sus palabras, y John se rinde. En silencio, Sherlock se siente aliviado.
No podría explicar por qué.
* * *
La clínica de desintoxicación traslada a Wiggins a paciente externo a finales de septiembre. Según todos los informes, le ha ido bien, aunque con un par de tropezones aquí y allá. Le asignan un grupo al que asistir, y un trabajador social para que lo supervise. Gracias a la intervención conjunta de Lestrade y Molly, consiguen ponerlo en un apartamento en Elephant and Castle, pintado en tonos de gris y beige y oloroso a la lejía con la que le han limpiado el moho. Es frío y propenso a la condensación pero, tal y como un resignado Billy apunta, tiene un techo sólido, y él tiene permiso para vivir debajo de él. A ese respecto, es una mejora.
Molly asalta las sedes locales de Help the Aged y Oxfam y lo ayuda a añadir a sus posesiones, que caben en una bolsa de viaje, un buen montón de muebles de segunda mano. Entierra el rehundimiento chirriante del viejo sofá bajo una chillona pieza de crochet donada por las compañeras de bridge de la señora Hudson, y esconde la deslucida moqueta bajo una alfombra azul cielo. Presiona amablemente a Lestrade para cambiar algunos muebles, hacer reparaciones menores y colgar un panel de corcho al que clava las tarjetas de felicitación de Billy y los horarios de sus reuniones. Billy se queda de pie al medio de su nuevo salón, al parecer sobrecogido por la riqueza súbita, y no sabe cómo protestar cuando Molly le dice que va a quedar bien.
Para el fin de semana, la determinación de Molly los ha arrastrado a todos como una ola y John se encuentra sacándose pintura naranja a medio secar de las uñas y mirando a la pared de la cocina con ambivalencia.
—Sigue siendo un poco chillón —comenta, entrecerrando los ojos.
—Da igual —dice Billy, sentado en un cubo puesto del revés, enjuagando brochas—. E’ como estar en una botella de Sunny Delight.
Le sonríe a Molly.
—Es alegre —dice Molly, complacida. Tiene una mancha amarilla en el pelo, y más en los pantalones. Los colores cítricos son mejores que el frío blanco, supone John. Billy tararea y estornuda por los vapores del aguarrás.
La adquisición de la que está más orgulloso es un reproductor estéreo. Lestrade lo desenterró de su cuarto de los trastos, junto a varios otros cachivaches que se llevó en el divorcio sólo por despecho y que, se ve obligado a admitir ahora, ni le sirven ni le gustaban.
—Macho, ¿pa qué es todo esto? —preguntó Billy, produciendo un procesador de alimentos y una lámpara de una de las cajas. Lestrade se encogió de hombros—. Si no lo quieres dáselo a caridá o algo.
Sherlock no ha puesto un pie en el apartamento, pero, en un gesto de amabilidad, ha enviado a John con un juego de cuadernos y uno de sus antiguos ordenadores portátiles. Billy hojeó los papeles y su expresión pasó de inexistente a tridimensional en apenas un momento. John mandó un mensaje.
[¿Es peligroso?]
[No. Investigación en internet. -SH]
Lestrade lo ignoró deliberadamente, y Billy almacenó los cuadernos en su estantería torcida.
Molly prepara té y todos se derrumban en los escasos muebles para beberlo, temblando un poco con las ventanas abiertas para disipar los vapores.
—Va a quedar bien —comenta Molly de nuevo, mirando a su alrededor—. En realidad no está nada mal. Espero que los vecinos sean decentes.
—Mm —dice Billy, removiendo el té con el dedo—. ¿Creéis que podría meter aquí un terrario?
—¿Para qué quieres meter sacos de tierra aquí? —replica John sin pensar.
—Terrero no, terrario. Pa un lagarto.
—Ah.
—Uno grande no —dice Molly— pero podrías traer… algo, imagino. Uno de esos pequeños que corren muy rápido.
—¡Un esquinco! —se entusiasma Billy.
—Por el culo te la hinco —dice Lestrade, que no está escuchando.
Molly recoge las tazas una vez se las acaban y John la sigue a la cocina. Cierra el ventanuco que comunica con el salón con toda la discreción que puede, para que puedan hablar sin que los otros escuchen demasiado.
El agua que corre ahoga el ruido que hacen Lestrade y Billy tratando de averiguar cómo hacer que la conexión a internet funcione, y John se mueve de lado, tamborileando con los dedos en el banco de la cocina, hasta que se decide a decir lo que quiere decir.
—Molly, ¿puedo pedirte algo?
Ella baja el trapo de cocina y vuelve su atención hacia él, inquisitiva.
—Tengo que hacer testamento, o sea, bueno, actualizarlo —dice John con torpeza, sintiéndose incómodo sin razón—. Le he pedido al comandante… James Sholto (estaba en la boda), le he pedido que sea mi apoderado, pero no puede venir a ser testigo de la firma y no puedo pedírselo a nadie que se beneficie del testamento, así que…
—¿Para qué necesitas un apoderado? —lo interrumpe Molly, sorprendida y preocupada.
—Por Abejita. Sólo por si me pasa algo a mí… en realidad no he planificado esto mucho. Pero él estaba dispuesto a hacerlo y yo necesito a alguien que se encargue del papeleo y ayude a tomar decisiones si me pasa algo.
—Un albacea —dice Molly.
—¿Qué?
—Quieres decir que quieres que él sea tu albacea testamentario. Se dice así. —Lo mira con perspicacia—. ¿Es por Sherlock?
—Es por Sherlock —dice John, contento de que ella lo entienda sin tener que explicarle todos los dolorosos detalles.
—Nosotros lo hicimos todo cuando murió mi padre —dice Molly, recordando—. Me aprendí toda la terminología.
—Yo nunca he hecho ninguno —confiesa John—. Sólo tenía a Harry y heredaría automáticamente, y yo… dejé que el ejército se ocupara de todo.
—Nombra apoderado a Mycroft, si necesitas alguno. —Molly se apoya en el banco—. O a mí. Es la persona que manejará el dinero y tomará decisiones médicas si te quedas gagá, o si estás demasiado enfermo para hacerlo. —Sonríe débilmente—. De todas maneras, yo ayudaría si las cosas… fueran mal.
Yo los cuidaría.
—Eres buena persona, Molly. De verdad —se le escapa a John, con una cantidad de respeto que los sorprende a ambos. Ella se sonroja y, por un instante, John vislumbra otro universo en el que Molly Hooper es exactamente su tipo de mujer. La otra raspa la pintura de sus jeans, avergonzada, y el momento se desvanece.
—¿Tienes cita con tu abogado o algo?
—Aún no —dice John—. Quería preguntarte primero.
—Avísame cuando la tengas; la parte buena de mis pacientes es que no les importa esperar un par de horas a que los atienda, y no suelen quejarse.
—Gracias.
Molly hace una pausa, preguntándose qué tan entrometida sonará su siguiente pregunta, pero luego la hace igualmente.
—¿Qué tienes planeado? Para tu testamento, quiero decir.
John se chupa la comisura del labio desde adentro, apoyado en el banco de modo que tiene una buena visión de la puerta. No lo hace a propósito, pero de todas formas mantiene un ojo en la puerta, no sea que entre alguien.
—A nivel de cosas materiales no hay mucho. No sé qué pasa con mi pensión; hay algunos bonos. Todo pasa a Abejita, más o menos.
—¿En un fondo fiduciario?
—Supongo.
Molly piensa por un momento.
—Si tu abogado es bueno, yo lo nombraría a él albacea —dice tras un largo instante—. Y nombraría fideicomisario al comandante. Así el abogado podrá unificar todos tus activos, y será trabajo del comandante asegurarse de que los gestionan y los entregan en el momento adecuado, a la persona adecuada. O sea… el albacea junta todo el dinero, y el fideicomisario lo mete en el banco. ¿Eso te parecería bien?
—Creo que sí —dice John.
—Haz un borrador —sugiere Molly— y pídele a Mycroft que lo revise. Sabrá hacer todo el papeleo que tú no sabes y que a tu abogado se le podría escapar, o al que podría no tener acceso. Y sobre el… bueno, el pasado de Sherlock —cruza los brazos sobre el vientre, y la brisa que viene de la puerta trasera, abierta, despeina los pelos sueltos que tiene sobre la frente—, las cosas que no… que no dan buena imagen, puedes… no sé, hacer una lista de contraargumentos.
John se rasca la nuca, inquieto.
—¿Eso será suficiente?
Molly aprieta los labios por un minuto o dos, preocupada por lo mismo, y luego dice:
—Al final, dependerá de si ella es feliz con Sherlock o no. Eso es en lo que más se fijarán. Ese es el mejor argumento. Además —frunce el ceño con preocupación—, tú no te estás muriendo, John.
—Todavía no —concuerda él.
—No me gustaría eso, verte… en una camilla en mi morgue.
—Gracias —dice John, irritado. Molly arruga la nariz.
—Bueno, es verdad.
—Yo tampoco tengo prisa por acabar ahí.
La escotilla que da al salón traquetea cuando Billy la abre de repente, haciéndolos saltar a los dos.
—Tenemos banda ancha —anuncia.
* * *
La niña pesca una infección en el ojo y se la contagia a John, que se pasa una semana limpiándose legañas de sus propios ojos y tratando de ponerle crema a la niña en los suyos de manera higiénica.
—Sherlock —llama, suplicando desde el baño—. ¡No veo un carajo!
Sherlock se desliza hasta el baño. Sus pies golpetean en los azulejos. John nota la diversión en su voz: está ahí de pie, con un ojo pegosteado y cerrado, un paño colgando de la mano, la niña echada de espaldas en el cambiador, gimoteando.
—Ayuda.
—Estafilococo áureo —comenta Sherlock, tomando en brazos a Abejita y balanceándola hasta que deja de llorar—. O haemophilus influenzae, o neumococo, o pseudomonas aeruginosa.
—Uno de esos es —asiente John—. Odio las gotas. Toma, esta es suya. —Le tiende el paño a ciegas y Sherlock lo coge. Lo aprieta ligeramente, derramando agua tibia en el suelo. Abejita lloriquea y le da manotazos en la mano cuando le limpia los ojos.
—Tranquila —murmura él. A sus espaldas, John hunde la cara en un segundo paño humeante, y gruñe.
—Gracias —dice, la voz ahogada por el paño—. Su crema está ahí al lado.
A ambos les toma más de diez minutos distraerla lo suficiente como para ponerle la medicina en el lugar correcto. John le coge las manos, le murmura palabras reconfortantes a ciegas, mientras Sherlock tira hacia abajo de cada uno de los párpados y los unta de crema con habilidad.
—Ya está. No fue para tanto, ¿no? —dice John, peinándola con los dedos.
—Au —se queja ella.
—Dramática.
Sherlock recoge el frasco de gotas de adulto y lo inclina de un lado a otro. El líquido se agita en el interior. Piensa en el par de frasquitos de vidrio que vació en este mismo baño. John sigue sin tener ni idea. John ha cambiado su testamento. Sherlock no lo ha leído, aunque podría hacerlo con facilidad. Está archivado con el resto de cosas de la caja de cartón que hay en su habitación. No hay ningún secretismo.
Respira hondo.
—Dos años —se recuerda a sí mismo.
—¿El qué?
—Nada.
—No cumple dos años hasta febrero —replica John. Extiende la mano para que le pase el frasco.
—Enero para mí —dice Sherlock, y luego aparta esos pensamientos con firmeza y le acerca el frasco—. ¿Podrás arreglártelas? —pregunta, burlón—. ¿O necesitas supervisión de un adulto?
—Puedo arreglármelas —dice John, con una mirada inquisitiva—. Y si no, me aseguraré de llamar al adulto más cercano. La señora Hudson está en casa, ¿no?
—Por supuesto. —Le tira el frasco a John, que manotea para atraparlo. Luego se agacha y deja que Abejita le agarre los dedos, y ambos se tambalean hasta el salón—. Estaremos en la puerta de al lado.
John se inclina sobre el grifo, echándose caer las gotas en el ojo y parpadeando como loco. Su reflejo es un borrón melocotón y azul, y desde el salón le llega la voz de Abejita, dándole a Sherlock una conferencia sobre alguna cosa que se le ha pasado por la cabeza. Sonríe. El exceso de medicamento le gotea por un costado de la nariz, y se lo seca con el paño.
Esta era nuestra vida.
Estos días, Mary no es más que un débil susurro.
Yo nunca me enfermaba cuando estaba contigo. Eran otros los que salían heridos.
Yo te habría cuidado.
—No necesito que me mimen —murmura John, lavándose las manos. Se las seca, escucha a Sherlock contraatacar con una conferencia sobre las bacterias y, cuando sale del baño, los encuentra en un extremo de la cocina, Sherlock plantando con cuidado la mano de Abejita contra una placa de Petri llena de agar-agar.
—¿Cómo va el experimento?
—Es una recolectora muy eficiente —dice Sherlock, complacido—. Tengo muestras en tecnicolor.
Se endereza, tapa la placa y busca en su teléfono para enseñarle a John las fotos del proceso hasta ahora.
—Es horrendo —dice John, admirando la serie—. ¿Qué es lo que le contagiaron en la guardería?
—No estoy seguro. Molly sigue procesando los resultados.
—Deberías hacer una prueba tú —replica John, gruñendo cuando Abejita le pisa amorosamente los pies al balancearse agarrada a su rodilla—. Siempre andas metiendo los dedos en todas partes. Debes de tener gérmenes interesantes. Seguro que los tiene —le dice a la niña—. Gérmenes raros y horribles.
Ella se ríe a carcajadas y lo señala.
Al final, Sherlock encuentra placas lo suficientemente grandes y toma muestras de las manos de los dos. Una semana más tarde, John pega las fotos resultantes en su álbum; la mano de Sherlock, la de Abejita y la suya propia, delineadas con florecientes bacterias. Es asqueroso.
No podrían gustarle más.
* * *
Octubre llega de nuevo, húmedo y frío y preñado de promesas. La niña camina con incluso más habilidad, y desarrolla el habla para incluir preguntas simples; su favorita es “¿quéseso?”.
El día veinticuatro, la señora Hudson firma la recepción de un paquete y lo sube al piso de arriba.
—Entrega especial, Sherlock —anuncia—. Lo trajo un chico con uniforme, así que pensé que sería importante.
Sherlock deja el arco de su violín y coge el paquete por una esquina. Envoltorio marrón estándar, estampado. Dirección de un remitente sin nombre en el centro de Londres, o al menos de un apartado de correos allí.
Olisquea el borde sellado, buscando a ciegas el cuchillo Bowie de la repisa de la chimenea, y la señora Hudson lo observa con curiosidad. Lo corta para abrirlo. El contenido huele a madera y aceite y algo parecido al cardamomo. Se lo vuelca en la palma de la mano.
Palo de rosa, bien pulido para revelar el grano rojizo. Incrustado con marfil genuino, manchado por el tiempo, y algo que parece azabache y granates de buena calidad. Lo voltea en la mano. El tallador se ha esforzado en acentuar los pliegues en las orejas y en torno a los ojos de la criatura, dándole una expresión pensativa. La trompa se curva en un suave bucle, primero hacia abajo y luego de vuelta arriba, entre los colmillos. Las mejillas y la silla de montar están adornadas con cuentas.
Alguien ha estado leyendo el blog de John.
Es una antigüedad, y obviamente no es británico. Sherlock tiene la corazonada de que, incluso aunque investigara, no encontraría ningún registro de la pieza. Quien sea que ahora tenga un espacio vacío en su colección privada no lo habrá reportado a las autoridades pertinentes. Victor siempre es muy astuto con sus pequeños hobbies.
Agita el envoltorio y una tarjeta se desliza hasta su mano. El Strand Palace Hotel, en Covent Garden. Victor debe de haber estado en el extranjero. Se habría alojado en Knightsbridge si hubiera venido directamente desde Mumbai.
Al voltear la carta, de esquina a esquina, entre las manos, nota que hay un número de habitación escrito en la parte posterior. Dado que el matasellos es de Londres y reciente, debe de estar recién llegado. Veinticuatro horas para procesar el jet-lag…
Sherlock pone el elefante tallado sobre la repisa de la chimenea, entre la calavera y el reloj, y busca su teléfono.
—Sí, quisiera dejar un mensaje. —Repite el número de habitación, rechaza que pasen la llamada y espera a que el recepcionista encuentre un bolígrafo.
Su mensaje es breve y directo.
“Esta noche, seis en punto”.
* * *
El taxi recoge a Sherlock al atardecer y zigzaguea por la ciudad vía el Museo Británico, y luego lo deja junto al río. Está oscuro, y un viento helado sopla desde el agua, haciéndolo levantarse el cuello de la gabardina. El Strand Palace Hotel se alza sobre la calle, una creación de piedra blanca y pompa, agradablemente iluminado.
Sherlock pasa junto al portero con un gesto de la cabeza y se dirige al restaurante sin necesidad de detenerse a pedir indicaciones. Caminar hacia allí le da una sensación de dejà vu; hace… ¿cuántos años que no se reúne con Victor aquí?
Él lo está esperando, sentado solo en una mesa para dos. Ha ocupado la silla que le vuelve la espalda a la pared, dejándole a Sherlock la que está encarada hacia el rincón. Típico de él, piensa Sherlock, con irritación moderada. No es un rincón horrible, pero tampoco es tan interesante, ni tan buena distracción, como el resto de la sala.
—Sabía que aparecerías a las nueve —dice Victor, guardando el teléfono mientras Sherlock se aproxima—. ¿Cuándo te diste cuenta de que me había convertido? No, sabes qué, no me lo digas, sólo me complace que lo hayas hecho. Ven —toma la jarra de agua y sirve vasos para los dos—. Me tomé la libertad de pedir por los dos —dice, señalando la mesa con un gesto—. Es una de las ventajas de ayunar en Muharram; para cuando llega la noche sabes perfectamente qué es lo que quieres comer y no puedes pensar en otra cosa.
—Estados Unidos —comenta Sherlock. Victor sonríe con conocimiento.
—Como siempre, vas un paso por delante de la conversación. Aunque creo que yo me he vuelto predecible a ese respecto. Si como demasiadas “delicias” estadounidenses siempre acabo volviendo a la carrera en busca de algo con sabor. En Inglaterra cocináis todo hasta quitarle el sabor; en Estados Unidos lo hinchan de azúcar y lo fríen. Pedí té y me lo trajeron en una botella de plástico y sabía a sacarina. Nunca lo entenderé. Come.
Victor no ha cambiado mucho en los años que han pasado desde la última vez que se vieron. Su piel está un poco más seca por la edad y el clima cálido, y ha ganado unos kilos. Se pellizca la cintura y bromea:
—Los chicos flacuchos que éramos se están poniendo rellenitos, ¿eh? No hay nada bajo en grasa en la mesa, en todo caso. —Baja la voz una fracción—. Por supuesto, hay mejores restaurantes indios en Londres, pero ninguno tiene un ascensor que vaya directamente a mi cuarto.
Sherlock lo mira, pero Victor parece no haberse dado cuenta de la insinuación escondida en sus palabras. El problema, en experiencia de Sherlock, es que Victor suele fingir una ignorancia que no tiene.
El otro empieza a coger comida de los platos.
—Come conmigo —insiste, señalando el plato de Sherlock—. Y di algo, maldita sea.
—¿Es correcto que un creyente blasfeme?
—Sí, si es contra tu dios y no el suyo.
—Yo no tengo ningún dios —dice Sherlock, y se da cuenta demasiado tarde de que ha caído en una de las provocaciones de Victor. Éste sonríe.
—El mío sólo es adoptado —admite Victor—. Pero a la familia le complace, y hay algo en el ritual que me atrae. A veces pone las cosas en perspectiva. Creo que estarás de acuerdo. Tú siempre fuiste un hombre de rituales, si mal no recuerdo.
Sí, algunos rituales. El ritual de limpiarse la piel y llenar la jeringa, las acciones que seguían con exactitud las instrucciones guardadas en la cabeza de Sherlock, hasta que la adicción devoró el orden, y todo lo demás, en su vida.
—Últimamente no mucho.
Victor lo observa desde debajo de sus párpados caídos, un hombre endurecido que mira a otro, antes de citar:
—“Cada acto de rebelión expresa nostalgia por la inocencia”.
—No soy dado al sentimentalismo.
Mentiroso.
A Victor parece hacerle gracia la idea. Arranca pedazos de una torta de naan que está tan hinchada como una pelota de fútbol. El vapor escapa y la masa se desinfla, y Sherlock siente una extraña empatía por ella. Maldito Victor. Y maldito él por ser tan necio de volver a verlo después de tanto tiempo.
—¿Te gustó el elefante? —quiere saber Victor, con otra mirada maliciosa—. Es precioso, ¿no? Más de cien años y sigue siendo tan elefante como en el día que lo hicieron.
—¿Muchos dueños? —inquiere Sherlock, con toda intención.
—Me gusta pensar que, después de todo este tiempo, él es su propio dueño —replica Victor, alzando las manos y orientando las dos palmas vacías hacia el techo. Mea culpa. Le obsequia una enigmática sonrisa—. Pero tampoco se lo he preguntado. Es un elefantito muy callado.
Se limpia los dedos con una servilleta y empieza a remangarse la camisa con los movimientos deliberados de un showman.
—Todos necesitamos pequeñas diversiones en la vida —comenta—. Tú tienes tus crímenes.
Se pasa una cucharita limpia, destinada a servir el chutney, por el dorso de la mano, y la hace desaparecer.
Y yo tengo los míos.
En otra vida, podría haber sido mago; a Sherlock no le cabe duda de que el público general estaría encantado de pelearse por contemplar boquiabierto a Victor y su arte. Podría haber adquirido una buena reputación en ese campo, salvo por el hecho de que a Victor se le da misteriosamente mal hacer reaparecer las cosas una vez ha hecho que se esfumen.
—Bolsillo izquierdo —dice Sherlock. Ha visto el truco suficientes veces y ya no se impresiona.
—Puede. ¿Pero cuál de todos? Cómete las verduras, estás paliducho.
A regañadientes, Sherlock coge un tenedor y empieza a ensartar comida, como si fuera una garza, directamente de los platos. Victor no dice nada sobre sus malos modales, y comen en silencio durante un rato. La comida es soberbia; Victor no pide pensando en complacer a un paladar occidental, y aunque Sherlock puede apreciar el picor y la riqueza de sabores de estos manjares, la mayor parte de él prefiere los sabores más monótonos y gamberros de un curry britanizado, comido de un plástico lleno de condensación desde la comodidad de su propio sillón, con John sorbiendo un rogan josh al otro lado de la habitación.
—¿Qué tal va el trabajo? —quiere saber Victor—. He estado leyendo tu blog; bueno, el tuyo no, el del otro. No creo que le espere una brillante carrera en el mundo de la literatura, pero desde luego le añade cierto barniz de hombre corriente a tus… —Agita el tenedor adelante y atrás, en busca de la palabra adecuada—. Aventuras.
—Hubo un millonario asesinado hace dos meses —comenta Sherlock, atravesando despacio un pedazo de carne con su propio tenedor, usando más fuerza de la necesaria—. ¿Quién sabe quién aparecerá muerto este mes?
—Sin duda esperarás conteniendo el aliento —replica Victor con una sonrisa. Le echa una mirada a la mesa—. Mis disculpas, olvidé pedir bebidas. Yo, por supuesto, tomaré una Holsten, pero tienen cerveza de verdad, o vino, si quieres.
—Cerveza está bien —replica Sherlock—. ¿Cuánto te quedas en Londres?
—Sólo unos días; una parada de camino a Europa continental y la semana que viene de vuelta en casita. Tú eres uno de mis escasos antiguos conocidos que no me aburrirá toda la cena con comentarios sobre el mercado de acciones, y que sé que suele estar disponible con poca antelación.
—Todo para huir de la feroz competitividad del trabajo asalariado —dice Sherlock.
—Hm. Debe de ser agradable. Dudo que yo conozca alguna vez ese dulce alivio. Trabajar por cuenta propia es cómodo y me gusta ser mi propio jefe, pero sigue gustándome tener un horario más o menos predecible. Dime —lo mira con curiosidad—, ¿la niña no interfiere con todo el trabajo que haces?
Sherlock lo contempla de hito en hito por un momento, tratando de descubrir hacia qué ángulo está dirigida la pregunta. Victor se limpia la salsa de los dedos y luego agita el anular desnudo ante sus ojos.
—Estoy casado, ¿sabes? Sí. Esposa. Es una chica encantadora. Pero no me gusta llevar el anillo. La gente suele fijarse en los anillos. Contraproducente para mis juegos de manos.
Al principio, Sherlock no contesta nada, indeciso sobre qué sería apropiado decir. Al cabo se decide por “Felicidades”, y Victor ríe.
—No te amargues tanto. La trato bien, y ella tolera que “cumpla con mis obligaciones” con la menor frecuencia posible. En realidad, es un arreglo razonable. Aunque ella estaría más contenta, según me dice, si pudiera darle un hijo. Es una lástima no poder robarse uno. —Los dientes de Victor destellan.
¿Eso es una amenaza? Sherlock se queda quieto por una fracción de segundo para analizar todo lo que sabe de Victor, y luego decide que sólo está bromeando.
—Yo no te lo recomendaría.
—La dejaré embarazada y luego adoptaremos. No tengo problema en llenar la casa de bebés, si es ella la que quiere cuidar de ellos.
—¿Tú no lo harías?
—¿Tú sí?
Sherlock hace una mueca en vez en contestar. Victor ríe.
—Como me imaginé. Olvídate de las molestias de criar una camada, un solo bebé ya debe de traer suficientes inconvenientes.
—Sorprendentemente, pocos —dice Sherlock, con cautela.
—Sorprendente, en efecto —ríe Victor de nuevo—. Imagínate la expresión en mí cara cuando leí que tú, justamente tú, tenías… bueno, en realidad es hija del doctor Watson, por supuesto, así que eres libre de no… pero… bueno, ya sabes. —A Victor se le atropellan las palabras y hace una pausa para serenarse, dándose cuenta de que al final ha dado un paso en falso. La mirada de Sherlock se ha endurecido un poco, y su tono es más bajo cuando responde.
—¿Soy libre de qué? —pregunta.
Victor inhala, alzando las cejas, y luego tiene el buen juicio de aprovechar la oportunidad para llamar al camarero y pedir las bebidas. Hirviendo de rabia, Sherlock deja el tenedor y golpetea la mesa con los dedos. Siente el impulso de largarse, pero hay algo que lo mantiene en la silla.
—El negocio va bien —dice Victor cuando llegan las bebidas, como si la conversación anterior nunca hubiera ocurrido—. Sigo pasándome la vida regateando precios de mercado e impuestos, como mi padre, pero a diferencia de él lo hago en salas de reuniones en Mumbai y sólo voy a nuestra casa de campo unos meses al año. Por supuesto, tú eso ya lo sabes.
Se encoge de hombros, los brazos abiertos como invitando a Sherlock a leerle la vida en la pechera de la camisa, pero no es algo que Sherlock necesite. Siempre ha mantenido un ojo en la compañía, aunque de manera inconsistente.
—De una manera o de otra, los tiempos cambian y ellos cambian, me parece, para mejor. Al menos estoy contento.
Vuelve a mirar a Sherlock con curiosidad, y Sherlock entiende que esto es, más o menos, la única motivación de Victor para reunirse con él. Maldice para sus adentros el blog de John, por darle ideas a la gente y crear un canal público por el que entrar a husmear en su vida. No se lo quitaría a John, entiende lo catártico que es para él, pero preferiría que su pasado no regresara a meter las narices y aparecerse de repente, creyendo que tiene derecho a sus noticias.
Victor parece entender que están en la misma página.
—Ha pasado mucho tiempo entre nosotros —comenta.
—Demasiado —dice Sherlock, sucinto.
¿Acaso Victor vino a esta cena esperando algo? Sherlock no podría ni empezar a imaginarse por qué. Sherlock sabe qué dice en el blog de John, pero siempre hay cierto nivel de inferencia personal que es invisible para él, y que otras personas parecen leer casi con demasiada facilidad. John sólo pinta un facsímil de su vida juntos; excentricidades con un barniz de falsa irritación y, sólo quizás, algunos tintes de domesticidad. ¿Qué ha leído Victor entre esas líneas?
¿Descontento?
¿Habrá asumido que Sherlock está aburrido de vivir con John y su hija y sus quejas? ¿Que anda buscando otra cosa? ¿Qué podría darle Victor?
Es una pregunta vieja y abierta, que ninguno de los dos ha podido contestar satisfactoriamente nunca. Hay demasiadas variables interfiriendo en lo que se podría haber llamado amistad. Desde luego, es lo más cercano a eso que Sherlock consiguió tener durante su juventud; Victor era más eficiente, pero quizá igual de infortunado.
Un intercambio mutuo de beneficios basados en la interacción social. En algunos aspectos, ésa es la definición de “amistad” pero, comparados a otros ejemplos en la universidad a la que iban, les faltaba cierto nivel de consideración entre ellos, y aún así parecía haber demasiados sentimientos. La carencia de su relación no molestó a Sherlock en su momento, y tampoco lo molesta ahora; la gente o aprende a aguantar su ingratitud y su insensibilidad, o desaparece de su vida. Duda que a Victor le molestara tampoco. Siempre fue un poco víbora.
Esa cosita extra que tenían, no obstante…
Sherlock se acuerda de la nuca de una mujer. Había ido a ver no sé qué espectáculo con Mamá, cuando tenía unos diez años, y una morena desconocida se había sentado en la fila de delante. Había algo en esa nuca que lo cautivó más que la actuación a la que habían pagado por asistir. No había vuelto a verla, pero incluso ahora puede recordarla y sentir el mismo estremecimiento cálido en las entrañas.
Después fueron los antebrazos. De hombres, específicamente, pero no de cualquiera. A día de hoy sigue sin poder definir qué factores exactos hacen a un par de antebrazos superior a otro, pero en buena medida tiene que ver con las proporciones.
Entrando en los primeros años de su juventud, había desarrollado cierta inclinación por los hombros, o los torsos de un tipo particular. De nuevo, no tenía tanto que ver con el tamaño o la forma como con lo bien que encajaba con el resto de su cuerpo y, se dio cuenta más tarde, qué tan recta mantenía la espalda esa persona.
Victor, de cuello largo y criado por un ex-soldado, con su voz suave y una vena malvada que le corría por todo el cuerpo, no lo había vuelto loco, pero tampoco había podido olvidarlo. Quizá ayudó que, en su primer encuentro, distrajera a Sherlock con el perro y le robara la cartera, y que Sherlock no hubiera conseguido dilucidar cómo hizo eso último quedándose parado detrás de la correa tensa de un bulldog al que le salía espuma de las fauces.
¿Qué había dicho Irene sobre la inteligencia?
Victor deja que la conversación se convierta en silencio. Sherlock se llena el plato y luego la boca exclusivamente para excusarse de tener que hablar. Quizá Victor ya ha sentido que la puerta hacia la oportunidad que creía tener, cualquiera que fuese, ya se ha cerrado con firmeza. Y, sin embargo, eso no sería propio del viejo Victor que Sherlock conoció. No era la clase de persona que mete las narices en asuntos ajenos.
La rivalidad porque sí; eso era más de su estilo.
Sherlock mastica mientras sus sospechas crecen. ¿Esto es por John? Compara a los dos mentalmente.
Según los estándares de la mayoría de la gente, Victor no es nada extraordinario, salvo por la longitud del número de su cuenta corriente. Tiene un incisivo más largo que el otro, y a él le gusta pensar que lo hace parecer más pícaro, y es verdad que en ocasiones es así, pero también le puede dar un aire sórdido con igual frecuencia. Su rostro es un poco demasiado estrecho. No es guapo, aunque con la luz adecuada podrías pensar, equivocamente, que sí.
En cuanto a John… ¿guapo? No, John no es guapo en el sentido convencional. No es lo suficientemente alto, tiene las orejas saltonas y es demasiado mayor para ser un galán de Hollywood. Le están saliendo canas. Técnicamente ya es pensionista, aunque sea una pensión del ejército. Tiene cicatrices y es agresivo, y ni la mitad de educado ni de amable de lo que cree que es. Es avispado, pero no inteligente según la escala con la que Sherlock mide la inteligencia. Según algunas personas, incluyendo al propio John, necesita terapia, y su propia hermana le ha advertido de que está jodido. Es liberal con los halagos cuando está impresionado, pero tacaño con cualquier comentario más detallado sobre la opinión que tiene de otros. Hizo falta una muerte para sacarle las palabras, e incluso entonces intentó volver a tragárselas después. Y, que dios lo ayude, a Sherlock no le importa.
Y aún más.
Es el mejor amigo de John.
Y aún más.
Y antes hubiera pensado que ese hecho era sólo su opinión, pero estos días las cosas han cambiado.
Sherlock rechina los dientes por un instante e inclina su botella de cerveza adelante y atrás, mirando cómo burbujea el líquido. Los recuerdos suben a la superficie, a pesar de que cada vez se arrepiente más de haber tomado el hilo de pensamiento que lo hace mezclar a los dos hombres y las dos situaciones. No son iguales. No pueden serlo.
No sabe qué haría si se viese forzado a admitir que sí que lo son.
Tienen que ser diferentes. Su propia historia es diferente y, aunque hay muchas cosas que no han cambiado, Sherlock detestaría pensar que sigue siendo la misma criatura que fue a los veinte años. Es diferente, desde luego. Recuerda, con algo de náuseas, que durmieron juntos una vez, en la misma cama. Los dos se habían pasado la noche navegando en un cóctel de drogas que Victor acabó encontrando asqueroso, más que placentero, y que había hecho muy poco por satisfacer los apetitos de Sherlock, ya en esos días.
Siente que la sangre se le agita dentro del cuerpo. Hubo… bueno, una idea entre ellos. El tipo de idea que le dice a los hombres jóvenes que la curva de una nuca puede ser placentera a la vista, y que el simple movimiento de un labio puede ser la invitación más vieja del mundo.
Y, sin embargo, una combinación de furia, sentido del deber, timidez y el tipo equivocado de química, significó que la hipótesis se quedaría sin comprobar, y nada salió de ella.
Victor se aclara la garganta.
—¿Cómo están tus padres?
Sherlock se arrastra de vuelta al presente y se encoge de hombros.
—Lo mismo de siempre. Mamá engorda, Papá envejece. Siguen disfrutando de… sus cosas. Hacen baile en línea.
—Mándales saludos. Diles que aún me acuerdo con cariño de cuando iba a visitarlos —dice Victor, bastante sincero.
—Lo haré —asiente Sherlock, aunque sea sólo porque teme que, si le dice a Victor que lo haga él mismo, le hará caso. Ya es bastante que se hayan confabulado con John. Por otro lado, no borra el mensaje. Es cierto que sus padres fueron extraordinariamente amables con Victor el verano en que perdió a su padre. Victor se lo tomó con un callado pragmatismo, y regresó a India en cuanto las hojas empezaron a cambiar de color.
A menudo, Sherlock se pregunta si eso habrá contribuido a que adelantara a Victor en su consumo de drogas. En ese momento no lamentó verlo marcharse; se dio cuenta de ello más tarde, teniendo arcadas en el inodoro del hospital.
—¿Y cómo está Mycroft? —pregunta Victor, con un interés demasiado casual.
Sherlock respira.
—Sigue sin estar interesado —replica, con intención.
—Qué pena. Está claro que tengo que robar más.
—El robo de información no es tu estilo.
—No. ¿No es una lástima? —ríe Victor—. No, todo eso es demasiado trabajo para mí. Me gustan mucho más mis pequeñas capturas oportunistas. Si ocurre sin planearlo, le añade algo de chispa a la vida.
—¿Sin planearlo? —Sherlock mueve filosóficamente el pan por el plato, intentando no caer en otra conversación que sólo hayan tratado de manera superficial en el pasado—. ¿Así es como fue?
Victor lo estudia, perplejo y divertido, y luego decide aceptar el tema. Han pasado muchos años; no es un punto doloroso para ellos.
—No hubo planes por mi parte —explica Victor—. Mycroft nunca fue una puerta que yo quisiera abrir, así que imagínate mi sorpresa cuando se me abrió él solo. Perdona el vocabulario. Tú sacaste el tema. —Sherlock ha tirado el tenedor con asco.
—¿Cómo demonios pudiste hacer eso? —Ha querido saberlo durante mucho tiempo.
Victor se encoge de hombros.
—Él se ofreció. Y ya me conoces: allá donde voy, me llevo algo. En esa ocasión, fue más de lo que vine buscando.
—¿Te arrepientes?
—Un poco. Pero me pareció justo. Tú estabas demasiado ocupado con tu amante líquida, y ahí estaba yo, pobre de mí, muerto de aburrimiento y a punto de que me enviaran de vuelta a la vieja casa familiar. Y, aun a riesgo de estropearte la cena, debo decir que la ira fue deliciosa.
—Él nunca te quiso a ti.
—Prácticamente nadie me quería en aquel entonces —señala Victor, con una fina sonrisa—. No me importaba que me quisiera sólo para mortificarte a ti. Por suerte, ahora me quiere la gente adecuada, y ni siquiera tengo que fingir que me tragué todas las cucharas de plata de Henley. —Pone el acento como si fuera un titiritero levantando una marioneta, para dejar claro lo último que ha dicho. Ríe por la nariz, y regresa a su tono normal.
—Nunca me molestó. —Sherlock frunce el ceño. Nunca se le había ocurrido que fuese un tema delicado.
—Tampoco te gustaba.
—En esa época no me gustaba nada —dice Sherlock, honesto, y Victor asiente.
—Nada salvo la cocaína, y fue una pésima amante contigo. Tampoco es que tu investigación de casos parezca estar tratándote mejor, pero al menos no es tan consistente. Mi consejo es que lo conviertas en un hobby.
A Sherlock le duele que, después de tanto tiempo, Victor siga sin comprender su motivación.
—¿Alguna vez te ha fascinado alguien? ¿Pura fascinación? —quiere saber Victor.
Sherlock piensa en el brillo de unos ojos muy oscuros, intocados por la sonrisa que tenían debajo.
—Por supuesto.
—A mí también, pero no me casé con ninguno de ellos. Mantén tus fascinaciones a cierta distancia, o acabarás descubriendo que son muy aburridas. De igual modo, mantén cerca a alguien más mundano. Siempre hace falta alguien que se acuerde de comprar papel higiénico. Y trátalo bien.
—¿Este es tu consejo? ¿Desde las alturas, como amo de tus dominios?
—Así es. Trátalo tan bien como puedas. Yo no voy a cambiar nunca lo que soy. Ni lo voy a intentar. Pero eso no es excusa para no apreciar que alguien quiera quedarse a mi lado a pesar de todo.
Victor lo mira a los ojos.
Sabes a qué me refiero.
Y así es, pero Sherlock desearía no saberlo. Victor se limpia la boca y se reclina en la silla.
—¿Ves? El curry te ha devuelto un poco de color a la cara —señala.
Sherlock traga y hace una mueca amenazadora, tira la servilleta a la mesa y se acomoda el abrigo, un preludio para marcharse. Victor se ríe.
—Lo digo en serio. Disfruta del picante de la vida.
—Ya, deja de pontificar y pide la cuenta.
Deja que Victor lo invite, o quizá sería más acertado decir que lo obliga a hacerlo a punta de ser pasivo-agresivo. Victor no protesta. Agita una mano y la factura se esfuma, añadida a una cuenta invisible que tiene en el hotel, y con eso concluye la cena.
Victor se levanta de la mesa, se mete en la boca una de las mentas que les trajeron con la cuenta y la mueve adelante y atrás con la lengua, haciéndola tintinear contra los dientes mientras espera a que Sherlock se ponga de pie.
«Siempre ha hecho eso» recuerda Sherlock, abotonándose la Belstaff. «Después de fumar comía mentas, y las hacía tintinear contra los dientes». El recuerdo lo hace sentirse a un tiempo irritado e inusualmente nostálgico. A John le gustan las mentas extrafuertes: del tipo que te guardas en el bolsillo durante siglos y que se te desmoronan en la boca. Cuando se las come, el mentol le sale por la nariz, y eso siempre lo hace estornudar.
Emergen del restaurante y se dirigen al lobby; Victor camina en dirección contraria a donde tiene intención de ir, pero no tiene prisa, por lo visto.
El lobby está casi vacío, salvo por el conserje y la recepcionista. El primero está clasificando el correo de la mañana, la segunda está enfrascada en su teléfono y su ordenador, ocupada tranquilizando a alguien que se queja. Hay otro huésped esperando junto a los ascensores, pero en un minuto se ha esfumado. A todos los efectos, están solos.
—Bueno, pues buenas noches —dice Sherlock; son palabras vacías, convencionalismo social, pero llenan el silencio.
—Sí.
Estando de pie, Victor es media cabeza más bajo, y se ve obligado a levantar la barbilla para mirarlo a los ojos. Abre la boca, y luego da una pequeña exhalación y se escabulle de lo que tenía pensado decir.
—Cuida del elefante, ¿sí? —comenta, en cambio.
Sherlock duda, sin estar seguro de qué le ha querido decir. Entiende que es una metáfora, entiende que en el fondo es algo sobre él, o sobre ellos; es algo sobre la naturaleza humana, pero…
Victor nota su esfuerzo mental y se le levanta una comisura de labio.
—No lo tires y ya está, Sherlock —dice, seco. Alarga la mano. Sherlock se descubre imitando el gesto.
Por un momento Sherlock ve el beso escondido en esa comisura, detrás de la sonrisa maliciosa. La vieja idea de los besos no le llega hasta los ojos, pero a pesar de eso se limita a apretarle la mano y darle un golpecito en cada mejilla con labios secos, muy cosmopolita. Cuando se retira, está escrito entre los dos que, hoy en día, ambos tienen a otra persona.
En el caso de Victor, Sherlock sospecha que no es su esposa.
—No puedo profanar mi lecho matrimonial con tantos chicos blancos guapos —asiente Victor, bajito—. Y tú no me dejarías, de todos modos.
—No —dice Sherlock, exhalando. A pesar de lo magnético que sigue siendo Victor, encontrarse con él ha hecho más evidente cuánto se ha inclinado el eje de su vida.
Victor alza las manos vacías, su mirada también cautelosamente vacía.
—Sobreviviré —promete—. Quizá, si vuelvo a la ciudad, será mejor que no nos veamos.
Al menos es honesto.
—Sí, mejor no —concuerda Sherlock.
A pesar de ello, Victor no puede resistirse a dispararle una última flecha antes de girar los talones, dejando a Sherlock en mitad de la corriente fría que viene del exterior, con el portero esperando pacientemente a que se vaya.
—Hasta la vista —dice, despidiéndose con la mano—. Dale saludos a Mycroft.
Sherlock niega con la cabeza y deja que el aire nocturno lo abofetee antes de treparse al asiento trasero de un taxi. Cierra la puerta con una sensación de alivio.
«Qué extraño» piensa Sherlock, mientras el coche ronronea, las luces del río relampagueando más allá de la ventanilla. «No pensé que tuviera ningún asunto por resolver con él».
Le gustaría que fuera todo cuestión de abrir y luego cerrar; más lógico, con acciones concretas que pudiera identificar como peldaños hacia una explicación para todo. En el pasado ha tenido casos en los que la inacción y las cosas sin decir eran tan reveladoras como los actos y los secretos escapados de bocas descuidadas, y sin embargo le resultó mucho más fácil seguir mentalmente esos acontecimientos de lo que le es seguir las cosas que afectan a su propia vida.
En cualquier caso, ha terminado. A un nivel, Sherlock siente que ha ganado, pero por otro lado no consigue ver en qué ha perdido Victor.
«¿Cuál de los dos es Victor?» había escrito, por malicia contra Mycroft pero también porque asumió que ayudaría a Lestrade a provocar a su hermano. Ahora se pregunta cosas.
No es hasta que está a mitad de camino de casa que Sherlock se sacude el ofuscamiento lo suficiente como para darse cuenta de que Victor le ha robado el reloj.
* * *
El sobre de manila ha estado sobre la cómoda de John por más de una semana. Uno de sus días tranquilos, cuando John está en la clínica y Abejita en la guardería, Sherlock siente su llamada.
Sabe que hubo una reunión; a Molly se la involucró con muy poca sutileza, y John se escabulló una mañana de miércoles con aire incómodo, y regresó a casa con aspecto de estar sobrio. Sherlock esperaba que al menos lo archivara en alguna parte, pero en lugar de eso lo ha dejado ahí afuera. Es como si quisiera que lo leyeran.
Quizá eso es lo que quiere. A John se le da pésimo enfrentarse a cosas que revistan gravedad personal, Sherlock lo sabe. A él tampoco se le da mucho mejor.
Sherlock entra y sale del dormitorio de John con excusas que incluso él tiene que admitir que son pueriles. Necesita un bolígrafo; tiene las manos secas y la crema hidratante de John está más cerca. Recoge los juguetes de Abejita y los devuelve a su caja de juguetes y a su cama, y trata de diseñar un sistema para categorizarlos y organizarlos. Se decide por orden de favoritismo según Abejita y luego, pensando que el orden deja en evidencia cuánto tiempo ha pasado hoy al pie de la cama de John, vuelve a desordenarlos como si simplemente hubiera entrado para tirarlos en su sitio.
El sobre reluce. Es papel marrón nuevo, del caro. La superficie brilla un poco. Ni siquiera está sellado.
Al final no lo aguanta más. Saca el clip de la solapa y, con las temblorosas puntas del pulgar y el índice, extrae el documento.
«Última voluntad y testamento» dice en la parte superior. Sherlock lee, medio ciego.
«Yo, John Hamish Watson, con domicilio en el 221B de Baker Street, Londres, W1U GSJ, revoco todas las disposiciones testamentarias anteriores…»
Lee la revocación por encima, seguro de que es innecesaria dado que John jamás ha hecho un testamento formal.
«Nombro al Comandante James Sholto, con domicilio en Heath Farm, Holt Lane, Norfolk NR25 7YJ, como albacea de mi testamento, entendiendo que en todo momento ha de haber un (1) albacea testamentario, de modo que en caso de que el albacea anteriormente mencionado haya fallecido antes de mí, o se vea incapacitado o no desee actuar o continuar actuando como tal, nombro a una de las personas mencionadas a continuación en orden de prioridad, siempre y cuando no estén ya actuando como albaceas y siempre y cuando tengan capacidad y voluntad de actuar como tales, a saber: mi abogado, Keiran Harvey de H&S Abogados, Londres (Inglaterra); y mi amigo, Michael Stamford, con domicilio en…»
Sherlock se detiene. Lee. Se detiene y lee otra vez; el blanco y el negro saltan ante sus ojos. Su propio nombre está ahí.
«…haya alcanzado los dieciocho (18) años de edad, entonces nombro al señor Sherlock Holmes como tutor personal de mi hija. El motivo para mi elección del señor Sherlock Holmes como tutor personal de mi hija es el que sigue: ha fungido como cuidador secundario de esa hija desde que ésta tenía cuatro meses. Si Sherlock Holmes hubiere fallecido antes que yo, o se negase o estuviese incapacitado para desempeñar o continuar desempeñando dicha labor, nombraría a mi albacea, el Comandante James Sholto, como tutor personal de mi hija en nombre de Sherlock Holmes, y si aquél, a su vez, se negase o estuviese incapacitado para desempeñar o continuar desempeñando dicha labor, deberá seleccionar un tutor permanente adecuado de entre mis familiares vivos.
3. Mis fideicomisarios gestionarán los remanentes de mis bienes hasta que…»
Son cinco páginas de condiciones basadas en un amplio abanico de posibilidades. Hay un legado de mil libras para la caridad del Ejército Británico. Su nombre aparece de nuevo: John le lega sus medallas y sus chapas de identificación. Hay instrucciones sobre qué hacer con su cuerpo. Hay un legado de dos mil libras a Harriet Watson, pensado a última hora. Sherlock traga con la garganta seca. Hay instrucciones sobre Abejita, y sobre el dinero.
Todo es muy propio de John; muy pensado en los asuntos inmediatos, descartando todo lo demás. Un poco “todo o nada”. La firma de Molly en el cajetín del testigo es un remolino ensortijado al final del documento. Hay otra firma, de un abogado desconocido.
«…nombro al señor Sherlock Holmes como tutor personal de mi hija».
Con cuidado, Sherlock vuelve a meter los papeles en el sobre y lo regresa al escritorio.
«…ha fungido como cuidador secundario de esa hija desde que ésta tenía cuatro meses».
Casi tiene ganas de leerlo de nuevo, asegurarse de que las letras no han cambiado. Es extraño, tan irreal que no podría decir si adora la idea o la detesta. Por lo que a él respecta, el testamento podría estar escrito en otro idioma; la lógica tras las elecciones y el comportamiento de John en torno al testamento son muy propios de él, pero eso es lo que los vuelve tan indescifrables a ojos de Sherlock.
«…en realidad es hija del doctor Watson, por supuesto, así que eres libre de…»
Excepto porque no es así. Sea como sea, ahora se da cuenta, con una chispa de ira, de que ha caído en una trampa. Hasta ahora se ha esforzado tanto por no inmiscuirse, por comportarse. Se pregunta con cuánto detalle habrá hablado John con Sholto de este plan. Probablemente bastante. También probablemente John no le habrá dicho ni una palabra sobre esto a Harry. Es obvio que aún no confía en ella. El legado es un poco mísero, también, pero claro, se podría argumentar que llevan años distanciados.
Pero John tampoco le preguntó a él.
* * *
Para final de mes, Wiggins ha terminado con los cuadernos que le dio Sherlock y empieza a dejar caer vagas insinuaciones de que va a conseguirse un trabajo. Ha estado visitando la morgue de Molly tan seguido como se atreve, y también huroneando por todo Londres. Preocupada, Molly se planta y le exige que se haga un análisis, para quedarse tranquila. Él la observa en silencio, la reacción química no ocurre, y no dice nada cuando Molly le sonríe.
—¿Así está bien? —dice en cuanto Molly se recompone.
—Está muy bien, Billy —concuerda ella—. Pero no dejes de hacerlo.
—No lo haré —dice él—. Así que deja de preocuparte.
Ella lo mira, y sonríe de nuevo.
—Y feliz cumpleaños —añade Billy.
* * *
Vuelve la noche de las hogueras, y John se descubre más tranquilo, sin el pánico del año anterior; a Sherlock le entra pánico en su lugar. Se pone a dar vueltas por el apartamento en inquietos circuitos hasta que John se irrita.
—Vale —dice, tirando su libro—. Elige algo que quieras hacer, vamos a salir.
—No hay nada que hacer —replica Sherlock con brusquedad. Y no lo hay. Hace más de un mes que no tiene un misterio decente que resolver, y casi no les llega nada de la página web últimamente. Por lo visto, si no estás en el candelero, resolviendo casos mediáticos con la policía, la gente tiende a olvidarse de ti.
—Sacamos a la niña a pasear —sugiere John, y luego tiene que controlar su ira cuando Sherlock da un bufido de desprecio tan fuerte que casi se provoca arcadas—. Vale —dice otra vez. Sherlock vuelve la cara, y a John le parece ver un destello de vergüenza cruzándole el rostro justo antes de perderlo de vista. Eso suaviza su rabia.
—Necesito algo que hacer.
John respira hasta que le parece más lógico que esto no se trate de matar el tiempo, sino de matar el episodio maníaco de Sherlock, y entonces tamborilea con los dedos en el apoyabrazos del sillón.
—Vamos a Scotland Yard —dice—. Si Lestrade no tiene nada, quizá haya alguien que sí lo tenga.
—Se supone que no puedo ir sin que me inviten —murmura Sherlock.
—Yo te invito —dice John, cogiendo la Belstaff del perchero y tirándosela. La piel en torno a los ojos de Sherlock sigue tensa, pero los labios se le curvan en una breve sonrisa.
* * *
—Fuera —dice Sally en el momento en que Sherlock pone la mano en la manija de la puerta. Abre de todas formas, con mala cara.
—¿Dónde está Lestrade? Estás en su oficina.
—¿Ah sí? ¿Cómo lo dedujiste? —Sally parece pequeña en la descomunal silla de Lestrade. Sólo levanta la mirada del ordenador sólo para fruncirles el ceño, y luego vuelve a teclear vigorosamente un email. Tiene sombras bajo los ojos y un bolígrafo le atraviesa el pelo, atado en un apretado moño.
—¿Por qué estás aquí? No te han ascendido.
—Joder, pues deberían —gruñe Sally, golpeando el Enter y echando la silla hacia atrás para mirarlos—. Lo estoy sustituyendo, eso es todo, así que no, no voy a daros sus casos, y no, no lo voy a llamar para preguntarle. No voy a molestarlo sólo porque tú tienes cinco años y necesitas que te entretengan. No se encuentra bien —concluye, hundiendo la punta de un bolígrafo en su pila de archivos.
—¿Qué enfermedad? ¿Qué tan grave?
Sally pivota de lado a lado en la silla, levantando los brazos, indicando el estado general de actividad frenética que la rodea, así como la inequívoca falta de Greg Lestrade en la oficina.
—¡¿A ti qué carajo te parece?! —Tras un momento, se calma, y menea la cabeza—. Es bronquitis o algo así. Está hecho un desastre, el muy idiota.
—Una semana —dice Sherlock, los ojos entornados. Han limpiado de la mesa la pátina habitual de círculos de café, han reorganizado las pilas de archivos, a la planta que padecía sobre el archivador le ha salido una hoja nueva, cosa que jamás habría ocurrido si siguiera sometida a la mala memoria de Lestrade. Hay botellas de plástico vacías en el cubo del reciclaje, pero Lestrade no bebe agua mineral ni bebidas energéticas en la oficina.
—Más o menos —concuerda Sally.
Sherlock hojea los archivos. La caligrafía de Sally está en todas partes. La tensión se lee en su postura; hay material de escritorio nuevo, las usuales tazas han desaparecido. «Llevas un tiempo haciendo esto» piensa Sherlock. «Ocupándote de todo lo que Lestrade deja sin hacer. Sin dejar que nadie más lo sepa».
—Como sea, siéntete libre de largarte —dice Sally—. No tengo tiempo para hacer de niñera. —Coge el teléfono y aprieta un botón—. Hola, Liz. ¿Me pasas a Edwards?
Frunce el ceño y apunta a la puerta con el pulgar cuando los dos hombres no se mueven. Sherlock le pone mala cara, y cuando ella tapa el auricular para volver a mandarlos al diablo, dice:
—Aquí o aquí —y pone un dedo sobre un punto de un mapa.
—¿Qué? ¿Ahí por qué?
—Es completamente obvio; mira el radio y la densidad de construcción del resto de lugares.
—Mira, eso no es tuyo, déjalo donde estaba… perdón, Edwards, tenemos aquí al servicio, y no quieren irse. Mándame el reporte de Hants. —Cuelga el teléfono—. Holmes, sólo son unas excavadoras robadas, podemos arreglárnoslas.
—Éste es tu hombre; será el jefe de la banda, con tres o cuatro socios.
—Perdona, ¿tienes alguna prueba?
—El dueño del terreno no tiene ni idea, perderás el tiempo interrogándolo. ¿Por qué no habéis cerrado este caso ya?
—No es… ¿qué? —Sally se detiene, a medio levantarse, pero interesada—. Espera, vuelve atrás. ¿Por qué no lo sabe el dueño del terreno? ¿Por qué este tipo?
—¡Por la grabación de seguridad del aparcamiento del teatro! ¡Dios! ¡No puedo hacerlo! —explota Sherlock, y gira sobre sus talones.
—Pero ¿qué ha sido eso? —exige Sally, desconcertada.
—Eso —dice John, irritado en nombre de Sherlock, pero también un poco culpable—, era Sherlock Holmes tratando de ser amable. —Se da la vuelta y va detrás de él. Le agarra el codo para que no vaya tan rápido.
—¿Por qué no está claro? Tienen la grabación, mira la posición del asiento del conductor, lo han movido hacia atrás; es obvio que es un hombre alto, ¡y tienen un sospechoso que mide metro ochenta! ¿Por qué se molestan con preguntas tan estúpidas?
Sally, saliendo al galope de la oficina tras ellos, capta la última observación de Sherlock.
—¡Tengo que hacer preguntas estúpidas! —explota—. ¡No sólo tengo que entenderlo yo! No puedo entrar a la sala de justicia, tirarles una carpeta y decirles “pff, es obvio”. Tengo que explicarlo palabra por puta palabra para los dos idiotas de los abogados y para los imbéciles del jurado, sean cuantos sean. Tengo que poder presentar una imagen completa de la evidencia. Tiene que ser a prueba de idiotas; no se trata sólo de averiguarlo y ser inteligente, Sherlock. Se trata de demostrarlo. Legalmente. —Se pasa una mano por la frente—. Créeme, me gustaría poder resolver todos los casos sólo con mi instinto, porque casi siempre tiene razón; y el tipo que parece un pedazo de mierda es, en efecto, un pedazo de mierda.
Mira a Sherlock de hito en hito durante unos segundos, y luego se relaja una milésima.
—Pero a veces nos equivocamos. A veces el pedazo de mierda es inocente.
John los mira a los dos, preguntándose si va a tener que intervenir para separarlos, pero en lugar de eso Sherlock emite un ruido grave y calculador, y dice:
—Tomo nota.
Asiente, sólo una vez, y ella le devuelve el asentimiento y retrocede.
—Mira, si quieres ayudar, ve a ver a Lestrade. Yo no tengo tiempo, y de todas formas sólo querría hablar del trabajo —dice, y suena arrepentida—. Dile que se dé prisa en ponerse bien; lo echamos de menos. —Mira a John—. Haz que se tome la medicación y que coma algo de verdura, ¿vale?
Sherlock se limita a volver la espalda y alejarse. John vacila y luego se mueve para seguirlo, pero Sally lo detiene.
—John —dice—. De hecho, si vais a ver a Lestrade, ¿puedes llevarle una cosa? —John espera mientras ella entra rápidamente en la oficina y regresa con un objeto pequeño en la mano—. Lo encontré al vaciar la papelera; debe de haberse caído del escritorio. Me preocupa que se pierda entre la basura.
Suelta algo frío, metálico y reluciente en la mano de John, que lo contempla.
—Se lo daré —concuerda. Su teléfono vibra—. Tengo que irme.
Sally asiente. Mira el corredor vacío.
—¿Qué le pasa?
—Nada —dice John automáticamente, metiéndose el alfiler de corbata en el bolsillo y cerrando la cremallera con el ceño fruncido. Sally lo mira, incrédula, y John no puede evitar preguntar—: ¿Estás segura de que no puedes darle nada de trabajo?
—Le han quitado todos los casos a nuestro equipo ahora que Lestrade no está. Sólo tenemos hurtos y riñas domésticas —mira al techo como pidiendo fuerza, y luego dice—: Preguntaré con discreción, pero no voy a ir por ahí poniendo anuncios. Me daría más problemas de los que vale la pena, y ni de coña voy a meter a Lestrade. ¿No tiene nada que le interese aparte del crimen?
—Las drogas.
—Típico —dice Sally, y luego suena el teléfono de Lestrade, y desaparece.
* * *
John le da alcance a Sherlock fuera de Scotland Yard, irritado al ver que aún da pasos largos y se frota el pulgar entre el índice y el dedo medio.
—Dame un número.
—¡Uno! —estalla Sherlock, y luego ve la cara de John y se ablanda—. Tres.
—Entonces vamos a comprar cigarrillos, y pensaremos en algo que hacer hoy. Lo resolvemos juntos, ¿vale?
Sherlock bufa con amargura.
—“Juntos” —se burla.
—Sí, ya lo sé, soy más tonto que una mierda —dice John, empujándolo hacia el bordillo y la tienda de la esquina—. ¿Vale la pena llamar a Mycroft? —pregunta, y se arrepiente cuando Sherlock gruñe—. Eso es un no.
Compra el paquete de cigarrillos más pequeño disponible, le pasa uno y se sitúa contra el viento mientras Sherlock lo inhala con ansia; cuando termina, lo pisa contra el pavimento.
—¿Dónde quieres ir? —pregunta John—. Tenemos todo el día. Incluso podemos salir de Londres, si quieres —añade en broma; Sherlock se muestra horrorizado ante la idea. Su respuesta, no obstante, sorprende a John.
—Casa.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Necesitas algo antes?
—¡Un caso! —Sherlock levanta los brazos, frustrado, y luego llame agresivamente a un taxi. Se deja caer en el asiento trasero.
—¿Número?
—Dos.
Sherlock cierra los ojos, sintiéndose reducido a una pataleta bastante infantil. Bronquitis. A Lestrade le podría tomar semanas recuperarse. Otro que no sabe qué hacer. Es agotador. ¿Por qué nadie sabe cuidarse un poco mejor? Todos hacen malabares: primero John, luego Mycroft, luego Molly, luego Billy, ahora Lestrade. Un plato alcanza la máxima velocidad de giro mientras otro empieza a tambalearse y caer, y a Sherlock le parece que nunca termina. Siempre habrá un plato a punto de caerse, y algún día él no va a poder atraparlo, y ¿quién atrapa al malabarista? Lo que necesita es más tiempo entre cada uno, o menos espacio, o un descanso, o…
—Más manos —dice en alto. John levanta la vista.
Platos que se mantengan erguidos solos, piensa Sherlock, mirando fijamente la puerta del taxi. Platos que recojan a los otros platos; una magia que convierta un plato en un malabarista si lo haces girar en la dirección adecuada. Si consigue reducir el número, piensa, puede manejar dos él solo.
Se sentiría más feliz con sólo dos.
—¿Estás bien? —pregunta John.
—Préstame tu teléfono. —John ni siquiera malgasta palabras preguntando dónde está el de Sherlock, sólo le pone el teléfono en la mano. Pero se sorprende cuando Sherlock llama en vez de enviar un mensaje.
—Wiggins, ¿quieres trabajo? Scotland Yard. Ahora. Pregunta por Donovan. —Cuelga antes de que al otro le dé tiempo a decir ni una palabra.
—¿Has mandado a Billy? No sé si a Sally le gustará eso.
—A Billy le gustan las preguntas —replica Sherlock—. A mí no.
El taxi se detiene y suben al apartamento; Sherlock trepa los escalones de dos en dos y lanza su abrigo más o menos dentro del área general del perchero. La señora Hudson se sorprende de verlos. El estrés de Sherlock es evidente, y ella mira con ansiedad a John, retorciéndose las manos.
—Madre mía, ¿qué pasó?
—¡Nada! —salta Sherlock, y la niña se pone de pie y chilla. No está asustada, sólo quiere unirse al ruido. Sherlock se obliga a guardar silencio y le chasquea la lengua. Ella da pisotones, convirtiendo la ira en un juego, y John se lleva a la señora Hudson agarrándola por el codo.
Abejita corre hacia Sherlock con los dos puñitos en alto a modo de saludo, cantando «babababababa».
—Ba-ba-ba-Babilonia —responde él, tomándola en brazos. La mira a la cara, y ella le devuelve una mirada astuta y tímida mientras le tira del cuello de la camisa. Sherlock siente la respiración en los pulmones de ella en cómo le asciende y desciende la espalda. Después, por impulso y porque detesta esa áspera sensación que tiene dentro, le hace una pedorreta en la mejilla. Ella le empuja la boca y protesta entre risas, hasta que él se la sienta en la rodilla para balancearla.
John hace ruido en la cocina a propósito, mirando de vez en cuando por la puerta abierta para chequear a Sherlock.
—John, ¿va todo bien? —se inquieta la señora Hudson.
—No mucho —replica él, pasándose la mano por el pelo con frustración—. Necesita un caso.
—Ay señor, ¿y no había ninguno?
—Nada interesante; le ha pasado los restos a Billy. Tenemos que encontrarle un proyecto, y no tengo ni idea de cuál.
—¿Va a estar bien? —se preocupa la señora Hudson, mirando a hurtadillas por la puerta. Ve la tensa línea que forman los hombros de Sherlock por encima del respaldo del sillón de John. Abejita chilla, pasándoselo bien, aunque Sherlock esté prácticamente vibrando por el exceso de energía—. Hace semanas que no se encuentra bien —comenta—. Tiene que haber algo que podamos hacer.
—Volveré a revisar los emails de los clientes —dice John—. Quizá hayamos recibido algo, o ignorado algo que es mejor de lo que suena.
En el salón, Sherlock lanza cubos de juguete como si fueran bolos de un lado a otro de la alfombra, haciendo que Abejita los persiga. Se detiene cuando su teléfono empieza a vibrar. Lo pesca de entre la confusión de arrugas que es la Belstaff, y lo mira. Después de pensar un momento, contesta.
—¿Qué demonios es esto? —exige Sally.
—Un ayudante de campo —replica Sherlock, y cuelga. Unos instantes después, recibe un mensaje.
[Eres la hostia de raro cuando eres amable.]
* * *
Al final, John deja a Sherlock con Abejita y la señora Hudson, quien ha desenterrado en la repisa de la chimenea una distracción en forma de pedazo misterioso de plástico roto. En lo que a casos se refiere, es banal y excepcional a la vez. El artículo es tan indeterminado que podría haber salido de cualquier parte. Sherlock gimotea ante el panorama, pero acaba por ponerse de pie, con Abejita equilibrada en la cadera, para examinar el objeto juntos. Es de algún lugar del apartamento, nada especial, nada significativo.
Le proporcionará una hora de distracción como máximo, y John se agarra con las dos manos a la oportunidad de irse a hacer algo útil.
—¿Adónde vas? —pregunta Sherlock en cuanto el otro coge las llaves.
—A ver a Lestrade; si no va a ir al médico —John abre los brazos indicándose a sí mismo—, podemos enviarle uno.
—Qué conveniente.
John se le acerca y se despide de la niña con un beso. Levanta la mirada.
¿Vas a estar bien?
Lo estoy intentando.
Yo también.
John le aprieta el brazo y luego le resta importancia al gesto con una oleada de ruidosa actividad, poniéndose la chaqueta y cerrando los broches de su maletín.
—Volveré en unas horas. ¡Llevo el teléfono!
—Sí —dice Sherlock, a falta de algo más ingenioso que decir. La imagen del otro hombre parado en mitad del salón se graba en la mente de John antes de salir. Sostiene a la niña con delicadeza, pero estrechamente. A ella le gusta estar alto, poder señalar cosas y balbucear; los ojos de Sherlock están fijos en la ventana, mirando sin ver, y por un momento John ve su rostro en el reflejo borroso del cristal.
No nos dejes.
—Sherlock…
Él se da la vuelta, expresión y postura estudiadamente inquisitivas. La respiración de John se tropieza con palabras desconocidas. Aprieta más fuerte el marco de la puerta. El silencio se alarga.
—No te olvides de comer algo.
No quiero comida.
Lo sé.
Abejita se retuerce y Sherlock se agacha para dejarla escapar a la alfombra, con sus juguetes. Asiente una única vez.
* * *
John nunca ha estado en la parada de metro de Lestrade, muchísimo menos en su apartamento. No es un lugar horrible para vivir, piensa, caminando hacia la dirección que le dio Sherlock. No está al borde del centro de Londres como Baker Street, pero tampoco está tirado por la zona seis, ni nada parecido.
El edificio en sí es reciente, o por lo menos fue construido durante los últimos cuarenta años, según las estimaciones de John. No reluce de nuevo, pero desde luego es más moderno que el 221B. Se apoya en el timbre, que no tiene etiqueta de nombre, y espera al clic y la estática que anuncian una respuesta.
—¿Qué? —dice Lestrade, con la voz distorsionada por el intercomunicador.
—Encantador —dice John—. Soy yo, John Watson.
Hay una pausa, y luego el altavoz vuelve a crepitar.
—¿Estás solo?
John se echa hacia atrás, retuerce la boca para tragarse la risa, y replica:
—El KGB intentó seguirme, pero los despisté.
—¿Qué?
—Dejé a Sherlock en casa —dice John, antes que expresar algo más acertado, en la línea de “Sherlock me envió”—. Está haciendo de niñero.
Hay otro silencio breve, y luego la puerta zumba y chasquea. John la abre con el hombro. La puerta del apartamento de Lestrade está entreabierta cuando llega al segundo rellano, que está limpio y carece por completo de rasgos distintivos. John oye movimiento dentro al acercarse. Se abre a un estrecho recibidor, lleno de percheros, abrigos y otras prendas de exterior, y luego desemboca directamente en la cocina, donde un avergonzado Lestrade está tirando recipientes de comida para llevar a la basura.
—¿Todo bien?
Lestrade está bien abrigado con una sosa sudadera gris que parece haber visto días mejores y tiene estampado el logo de una misteriosa compañía de entrenamiento; los puños están desgastados y deshilachados. Lestrade se encoge dentro de la prenda, consciente de su falta de aseo y del tamaño de sus ojeras. Aun más extraño, tiene las puntas de los dedos de un morado mate.
—¿Qué haces aquí? —pregunta, tosiéndose en la manga.
—Vine a ver cómo estabas, pero ya veo que la Pitufina ya se pasó por aquí —dice John.
—¡Estaba comiendo moras! —balbucea Lestrade.
—A tu edad cerezas no iban a ser.
Lestrade parece enfadado y trata de contestar, pero su irritación se pierde en un ataque de tos perruna. Se agarra las costillas. A John no le gusta el ruido que hace.
—¿Te duelen las costillas?
Lestrade respira con dificultad y asiente.
—Como si me hubieran dado una patada —dice con voz rasposa. John lo guía hasta el salón, dejando su maletín en una mesa de centro ya bastante llena de cosas, y desalojando un cenicero repleto.
—Puede que te hayas desgarrado algún músculo —comenta John, palpando con cuidado el costado de Lestrade—. A ver, respira hondo.
—No, gracias.
Lestrade obedece, no obstante. John le hace el reconocimiento estándar; Lestrade se muestra mitad fastidiado, mitad agradecido. John le saca el medidor de tensión del brazo y enrolla el cable en torno al monitor.
—La buena noticia es que no creo que sea pleuresía —concluye, señalándole las costillas—. La mala noticia es que probablemente sea vírico, y no puedo darte nada interesante para tratarlo.
—Eso es lo que dijo el otro médico —dice Lestrade, reclinándose en el sofá. Mira a John con algo de culpabilidad—. Fui a una clínica el otro día. Necesitaba un justificante para el trabajo.
—Capullo —le dice John, un poco fastidiado, pero alegrándose de que Lestrade no haya dejado empeorar su tos sin hacer nada—. ¿Te dio algo?
—Líquidos y reposo y un paquete de Nicorette. He estado usando medicamentos sin receta.
John hace “hmm” mientras hurga en su maletín.
—Te conseguiré algo más fuerte para los mocos del pecho —ofrece, garabateando en un bloc—. Pero tienen razón sobre lo de fumar. Déjalo ya.
Lestrade gruñe para el cuello de la sudadera, pero deja a John cambiar el paquete de cigarrillos de la mesa por un vapeador. Admite que tiene un segundo paquete escondido en la habitación y se dirige a recuperarlo entre toses, mientras John moja y tira a la basura el primero. Un tremendo estrépito lo hace correr a la puerta del dormitorio.
—Estoy bien —resuella Lestrade, enfadado—. Las putas clavijas de la estantería han vuelto a ceder.
Hay un montón de objetos en el suelo, que un cansado Lestrade está intentando recoger y meter bajo la cama a patadas a la vez. No deseando entrometerse, John se acerca con discreción y recoge algunos de los libros.
—Deberías pegarlas —dice, refiriéndose a las clavijas. Son del tipo barato que viene con los muebles prefabricados, que se balancean con facilidad en sus agujeros y tiran las cosas al suelo.
—Ya lo sé, cojona —refunfuña Lestrade—. Déjalo, ya me encargo yo luego.
John lo ignora, recogiendo una pila de papeles que se derraman de una carpeta, y también el álbum que yace debajo. Curioso, echa una ojeada dentro.
—¿Éste eres tú? —dice con brusquedad, tomado por sorpresa. Lestrade mira, gruñe y trata de quitárselo. John se mueve lejos de su alcance y pasa la página.
—Oye, deja eso —se queja Lestrade, pero sin fuego en la voz.
—Sólo estoy mirando —dice John, hojeándolo. El álbum contiene un batiburrillo de instantáneas pegadas por otra persona; la caligrafía es curvada y llena de bucles, y las fotos siguen cierto orden cronológico.
—Mi hija —dice Lestrade, a regañadientes. No puede evitar que su voz trasluzca su cariño y su orgullo—. Lo hizo por mi cumpleaños hace unos años.
John se ablanda.
—¿Te importa si le doy un vistazo? —pregunta.
Lestrade le da permiso con un encogimiento de hombros y luego encuentra los cigarrillos que andaba buscando. Los tira a la papelera. John se sienta al pie de la cama, pasando páginas. La mayoría de las fotos son anteriores a las cámaras digitales, algunas han perdido el color.
—¿Tu primer día? —pregunta John, alzando con una sonrisa un retrato de un Lestrade mucho más joven y con uniforme nuevo. Lestrade hace una mueca y se dirige al sofá, subiendo el volumen de la tele con toda intención. John lo sigue con el álbum.
Se sientan en el sofá, Lestrade con un ojo en el partido de fútbol, gradualmente arrastrado por el interés de John en las fotos. De igual manera, John tiene un ojo en el álbum y se va dejando distraer por el partido y los comentarios de Lestrade. Es una sensación rara, lo de repasar la vida de otro. A pesar de los momentos difíciles de su divorcio y su carrera, ha tenido una vida normal y bastante exitosa. Hay fotos en la playa, anodinas instantáneas de vacaciones familiares con una niña que lleva un bañador rosa chillón lleno de volantes, enseñándole a la cámara puñados de arena. Fotos de Lestrade con insolación y unos shorts muy feos, sonriendo de una manera que insinúa que hay algo lascivo entre él y la cámara.
Lestrade toca una imagen más antigua, tan desteñida por el sol que sólo le quedan tonos de verde y beige.
—Ésta era mi mamá —dice—. Era un encanto.
—Parece simpática —dice John, aunque se fija más en el Lestrade joven. Probablemente no tiene más de veinte, con pecas por todo el puente de la nariz y una sonrisa radiante que John nunca le ha visto en persona. Si se concentra, ve la similitud entre los dos rostros; la forma parecida de los ojos y la nariz.
Se le ocurre que Lestrade es inesperadamente apuesto.
Cierra el álbum.
—Debería irme yendo —dice, apartando la atención de Lestrade del partido tocándole el brazo con el dedo. Recoge su maletín y comprueba, sin necesidad, que lo ha guardado todo correctamente—. Vente cuando estés menos infeccioso y quítame a la niña de encima por una hora —dice, con los ojos fijos en las profundidades del maletín.
—¿Qué? ¿En serio?
—Las niñeras son caras y tú sales gratis, así que… —Percibe la sonrisa encantada de Lestrade pegándosele a la nuca, y espera hasta que ha desaparecido para mirarlo de nuevo.
—Me gustaría —dice Lestrade. Hace una pausa para toser, pone cara de desolación, y se limpia la nariz con la manga.
—Mejórate —sugiere John en tono seco—. Y nada de pitillos.
—Sí, mamá —gruñe Lestrade, con los ojos entornados. John ríe por la nariz y se mete la mano en la chaqueta para buscar su cartera y llaves. Sus dedos rozan algo.
—Ah —dice, acordándose—. Casi se me olvida.
Saca la pequeña barra de metal del bolsillo y la muestra.
—Sally me pidió que te diera esto —dice, tendiéndole el alfiler—. Dijo que en tu despacho corría peligro de desaparecer. —Al principio, Lestrade no lo toma—. ¿O estaba en la papelera a propósito?
—No —dice Lestrade con esfuerzo. Extiende la mano y toma el alfiler de corbata, para luego embutirlo en una pila de revistas que hay en la mesa de centro—. Gracias.
—Pensé que este asunto había terminado hacía siglos.
—Y así era. Es complicado —replica Lestrade, incómodo—. No sé, puede que todavía podamos arreglar las cosas. Es que… va despacio.
—Problemas —dice John, recordando su conversación a principios de año—. Bueno, buena suerte con eso. Y si no funciona, que encuentres a alguien mejor.
Lestrade bufa, incrédulo.
—No te preocupes. Gracias por venir. ¿Cómo está Sherlock?
—Agitado —dice John, mordiendo el anzuelo del cambio de tema y preocupándose en voz alta—. Necesita un caso, pero es más que eso. Todo el tema de la sobredosis de Billy, el que yo me fuera a Norfolk. No ha sido el mismo desde que volví. Está muy inquieto. ¿Le has visto los hombros?
Lestrade menea la cabeza sin hablar.
—Los tiene llenos de cicatrices… ¿Tú lo sabías?
—No las he visto, no. —Lestrade se desliza hasta el borde del sofá, tose dentro de la manga y luego frunce el ceño—. Ya estuvo así antes. ¿No te acuerdas? En febrero. Se puso raro. Distante.
—Sí —asiente John. Cambia su peso de un pie a otro, recordando—. Pero no estoy seguro de que sea exactamente lo mismo. No está tan distante, más bien… estresado. Mucho. Es más como cuando… Magnussen —termina, con tono rígido. No le gusta decirlo en voz alta.
—Hm —dice Lestrade, igual de preocupado. Los saben ya cómo funciona esto; los errores y las consecuencias—. Tienes que averiguar qué está mal esta vez. ¿Qué hiciste la última vez?
John se encoge de hombros.
—Hacer que me ayudara con Abejita. Él quería hacerlo —añade—. Sigue portándose muy bien con ella. Ella lo adora.
—Ah. Claro. —Lestrade piensa, y luego palpa por entre los desperdicios de la mesa de centro, desenterrando un bolígrafo mordisqueado y un bloc de notas—. Toma. No es mucho, pero puede que lo distraiga un rato. Que lo saque del apartamento o algo así, por lo menos.
Le pasa la hoja arrancada y John la lee, perplejo. Sólo hay una dirección y una hora.
—Los miércoles al caer la tarde —aporta Lestrade—. Pregunta por Kavanaugh, aunque es fácil encontrarlo. Es el jefe.
—¿Qué es?
—Eso sería decir demasiado —dice Lestrade con una sonrisa de oreja a oreja, y luego se tose en el codo hasta que le lloran los ojos—. Dios, pírate y déjame morir en paz.
—Ya me voy. —John se mete el papel en el bolsillo del pecho—. Cuídate.
—Mira quién habla —dice Lestrade con sarcasmo.
* * *
Orange 3G 2:23 PM
‖Mensajes‖ Sherlock ‖Editar‖
Lestrade está fatal. Le receté
unos mucolíticos fuertes y
le confisqué los cigarillos.
El tonto del culo sigue
fumando.
Tendré que ir a ver cómo está
en unos días. Antibióticos,
quizá.
Bronquitis. Vírica.
-SH
Ya lo sé. Es sólo para prevenir
la neumonía.
¿Inhalador? ¿Teofilina?
¿Esteroides? -SH
Deja la web del servicio nacional
de salud, ¿quieres?
* * *
John vuelve a casa con el maletín en la mano y encuentra a su hija en mitad de una pelea con su compañero de piso. La niña se está portando mal, reclamando su atención dándole puñetazos en la rodilla y aullando. Sherlock la mira con un libro en la mano y se niega a ceder.
—¡Galleeeeetaaaaaaa! —Eleva la palabra hasta un chillido de los que hacen castañetear los dientes, y Sherlock la interrumpe, sin subir la voz, pero firme.
—Basta.
Hay un pucherito, un gimoteo.
—Galleta…
—No. Ya comiste una.
—¡Galleta! ¡Galleta!
—No. —Sherlock está decidido. La niña abre la boca para discutir y él la interrumpe de inmediato—. No.
A Abejita le tiembla el labio. Se le agarra a la pernera del pantalón y se balancea desde ahí, aplastándole el pie con el suyo y ponderando sus opciones; trata de ganarse su compasión mostrándose triste y flaca y muerta de hambre y privada de amor.
—Ve a jugar —dice Sherlock, más suave, poniéndose en cuclillas y señalando a su caja de juguetes—. ¿Dónde está Buz?
La niña vacila. Sherlock señala otra vez.
—Coge la pelota, Abejita.
Ella lo mira de nuevo y luego cede, y se arrastra por la alfombra hacia la caja.
John está sin aliento. Él no se habría atrevido.
—Si yo hubiera hecho eso, me habría gritado.
—Grita porque sabe que contigo funciona —dice Sherlock, enderezándose.
—¡Babar!
—Uf, hola, cariño, sí, cuidado con mis partes. —John se agacha para alzarla en brazos, sintiéndose fuera de lugar.
—¡Besitos!
John obedece.
—Pórtate bien —dice, suave. Él le habría dado la galleta, y la idea le molesta—. Lestrade te envía una cosa —dice en lugar de pensar en eso, y le tiende la hoja de papel.
Sherlock entorna los ojos al leerla.
—Centro comunitario —comenta después de un rato, habiendo consultado algún mapa mental que tiene en la cabeza. John se encoge de hombros.
—Ni idea. ¿Quieres ir?
Sherlock devuelve el encogimiento de hombros, aunque le ha llamado la atención. Juguetea con el libro que está leyendo, descontento.
—Voy yo —ofrece John, pero el papel desaparece en el bolsillo de Sherlock—. Vale, pues la próxima semana. ¿Qué quieres hacer hasta entonces? —Con delicadeza, suelta a Abejita en el regazo de Sherlock y ella se le trepa encima, habiendo perdonado la negación de la galleta. Sherlock la abraza contra su pecho, y por un momento parece perdido.
—Investigación —dice al fin.
* * *
La morgue está fría en esta época del año. Molly está bien abrigada bajo su bata de laboratorio, lo cual tiene la desventaja de hacerla sudar y restringirle los movimientos. Acaba quitándose y poniéndose el suéter a intervalos, dependiendo de si está ocupada con un pecho agujereado o sólo haciendo pruebas.
—Trajiste café —dice, sorprendida, cuando Sherlock irrumpe por la puerta. Él mira abajo, al parecer desconcertado al encontrarse vasos de cartón en las manos.
—Sí. —Levanta uno y luego el otro para comprobar el contenido, y luego planta uno en el banco, junto al codo de ella.
—Gracias. —Molly se recuesta en el asiento, se saca los guantes y alarga la mano hacia el vaso—. ¿Trabajas hoy?
—Espacio —dice un críptico Sherlock, arrastrando una banqueta en el lado opuesto de la mesa y revolviendo su caja de pipetas.
—Ah, bueno. Aquí hay mucho de eso —dice Molly.
Lo mira. En cuanto a apariencia, es el mismo de siempre: pálido y carente de emoción, la bufanda roja sangrando desde su barbilla hasta su pecho. Pero hay cierto cansancio en sus movimientos, y le falta algo de su decisión habitual.
—¿Has estado ocupado últimamente? —pregunta. Sherlock gruñe. Molly lo vuelve a intentar—: La semana pasada tuvimos una mujer con todos los órganos vueltos del revés. Te mandé un mensaje, pero supongo que en realidad no es interesante. O sea, es interesante, pero no tanto como un crimen, ¿no? Le tomé fotos.
—No es interesante.
—Claro —asiente Molly, mordisqueando el borde de su vaso de café. «Imbécil», piensa, sin una gota de disgusto—. A Billy le está yendo mucho mejor —escupe momentos después.
—Lo sé.
—¿Cómo está Abejita?
—Está bien. —Su tono carece de emoción.
—Ah. —Molly se muerde el labio, con las manos en torno a su café, observándolo—. ¿Y tú cómo estás?
No hay respuesta durante tanto tiempo que Molly asume que ha optado por ignorarla. Hace mucho que no están en el laboratorio así, juntos. La última vez parecía simplemente estresado, y triste. Ahora, leyendo sólo las líneas de su cuerpo, a Molly le parece que sigue luciendo estresando, pero con el estrés desgastado que se ve en los consultores de más edad; tan frecuente que ya es difícil verlo. Simplemente está ahí, inscrito en él de la cabeza a los pies.
Peor, reconoce en él los mismos movimientos lentos e inquietos. A su madre le daban silenciosos y feroces brotes de limpieza. Bolsas de ropa despiadadamente abandonadas a la caridad y una brusca negativa a decir el nombre del padre de Molly. No era que lo quisiera menos. Sólo era difícil que el luto no te amargara.
Molly juguetea con el papeleo, un oído en las grabaciones de su propia voz acerca de banales autopsias, el resto de su cerebro aún pensando en el giro inevitable de la tristeza hacia la ira.
Ella también se había asustado, a su manera discreta. Era lo suficientemente mayor como para poder hablar sobre la enfermedad de su padre, y lo suficientemente madura como para gestionar que le expusieran la cruda verdad. Él la mantuvo apartada de todo hasta que fue demasiado tarde; por amor, supone. Aun así le dolió. Aun así lo sintió como una pérdida de tiempo valiosísimo.
Molly suelta el bolígrafo y enrolla con decisión sus auriculares.
—¿Quieres ver mi cerdo?
Sherlock levanta la mirada, descolocado por un instante.
—¿Cerdo?
Molly señala hacia arriba.
—En el techo. Me dieron algunos para mi doctorado. Eh. Tengo otro en el Támesis, pero está demasiado lejos como para llegar con facilidad. Pero Dudley está ahí arriba, así que… si quieres. Podríamos subir a verlo.
—Ah. —Sherlock se reclina en el asiento y la contempla con ojos nuevos. Apenas han hablado de la investigación de Molly; él nunca ha sentido interés, y ella nunca ha tenido agallas de intentar despertárselo—. ¿Dudley?
—Era un cerdo muy gordo. Da igual —añade, al ver que él no capta la referencia. Es mejor que se guarde que el nombre del otro cerdo es Jonah.
Sherlock parpadea, sus ojos se mueven de un lado a otro, persiguiendo pensamientos.
—Bueno, vale —dice, poniéndose en pie con una elasticidad que denota su interés.
Suben las escaleras al techo, poco utilizadas, y Molly abre la puerta con su tarjeta de identificación. Hay una nueva cerradura electrónica. A ambos les tintinean los bolsillos, llenos de herramientas.
Es un día fresco, y el viento tironea de la bufanda de Sherlock y la cola de caballo de Molly. Sherlock no ha puesto el pie en la azotea del Saint Barts en mucho tiempo.
—Aquí —dice Molly. Su voz es suave, sus pasos apenas audibles. Se deslizan por el pavimento como un par de fantasmas, hasta la bolsa para cadáveres, etiquetada y embutida entre dos conductos de ventilación, que en comparación parecen enanos.
—Importada —dice Sherlock, leyendo la etiqueta.
—Tuve que hacer un pedido especial a Estados Unidos —dice Molly, sacándose un par de mascarillas con ventilación del bolsillo—. Puede que apeste un poco —advierte.
Así es. Se echan atrás con sendas muecas; la primera vaharada de aire fétido de la bolsa les hace lagrimear los ojos.
—¿Cuánto tiempo?
—¿Unas tres semanas? —dice Molly—. Un poco menos. Si pudieras echarme una mano para sacar una de las patas, te lo agradecería.
—¿Rótulas?
—Y caderas —asiente Molly, complacida. Lo deja realizar las partes más horripilantes de la tarea. No suelen llegarles cadáveres en un estado de putrefacción tan avanzado. Molly parlotea acerca de los orígenes del cerdo (nombre de nacimiento: Hartbury-South Patrick vigésimo tercero, semental jubilado) así como su casta, y de cómo contactó con el amigo de una amiga de su madre, de una sociedad de cerdos raros, para conseguir un verraco de una edad mayor a la estándar.
—Y tiene que ser grande —añade Molly, con las manos en la caderas—, para poder compararlo con los efectos de una vida de obesidad en las rodillas.
Sherlock, sudando, por fin consigue serrar una de las patas delanteras, que arroja en una bolsa.
—Perfecto. —Molly amarra el borde y la deja a un lado—. ¿Hay alguna cosa en concreto que quieras hacer?
Él la mira, limpiándose las manos en la bata de laboratorio prestada, con aire ausente.
—¿Yo?
Ella se encoge de hombros.
—Está ahí para temas de investigación. Si me dejas las patas intactas, la verdad es que no necesito mucho el resto.
—Ya veo.
Molly lo mira, animándolo a soltarse un poco.
—O siempre puedo conseguir otro.
—Mm.
Molly lo mira de lado.
—Tengo unos sopletes muy grandes.
Sherlock inhala, luego exhala.
—Yo tengo pólvora.
* * *
Después se sientan en la oficina, incongruentes contra el blanco puro de las paredes y el murmullo de la radio, bebiendo de sus tazas.
—¿Mejor? —pregunta Molly. Él se lo piensa mientras frota una quemadura en la manga de su bata. Los dos apestan a pelo quemado, y a cerdo quemado.
—Sí. —Asimila ese hecho durante un instante y luego, inseguro, añade—: ¿No estuvo bien?
Molly frunce los labios, cruza las piernas y toma nota de tirar los leggins a la basura antes de irse a casa. Las salpicaduras de sangre se pegan al nylon como hijas de puta.
—Bueno… —capta su mirada, y los dos entienden que, según los estándares normales, no ha estado bien pero, tal y como ella señala—: ¿Quién se va a enterar?
—Ah. Cierto. —Sherlock se aclara la garganta—. Perdón por…
—No pasa nada. Cuento con un suministro de cerdos bastante generoso.
Él aprieta los labios y luego, para alivio de Molly, se ríe. Ella le da un codazo, lo cual sólo consigue que se ría más fuerte.
Quiero que estés bien.
Sin decir palabra, él alarga el brazo y le da un apretón en la mano.
Gracias.
—¿Tienes algo en lo que trabajar ahora? —le pregunta ella antes de marcharse. Él descarga su peso contra la pared y contempla el techo.
—Sí, Lestrade me dejará volver al ruedo mañana —dice, abstraído.
—Mantenme al día —replica ella—. Y… ¿Sherlock? Sigue dándole a la gente el beneficio de la duda. Fuera de los casos, quiero decir. No lo hagas con psicópatas sedientos de sangre.
Él no le da una respuesta, exactamente, pero sí sonríe antes de abotonarse el abrigo.
John contempla el edificio y no puede evitar sentirse poco impresionado. Podría ser un pub de techo plano, racionaliza, inevitablemente lleno de suelos pegajosos y relumbrantes máquinas tragaperras. Una resaca de su juventud, de hecho. John no tiene nada contra los pubs de techo plano. Siempre hay uno a mano y siempre se puede confiar en que sean baratos y estén abiertos, especialmente si estás dispuesto a sentarte en los astillados bancos exteriores con los fumadores y con el perro de un desconocido paséandote por los pies.
Este se llama, muy literalmente, “La cooperativa” y es, en efecto, una cooperativa.
—¿De agricultores? —bromea John.
—No, peor. De Lestrade —replica Sherlock, abriendo de un empujón la puerta estrecha y empañada. El espacio interior es enorme y está vacío, como si fuera la sala multifuncional de un ayuntamiento. Hay una barra de bar más práctica que bonita, donde se vende nada menos que tres tipos diferentes de cerveza y un surtido de licores baratos. Se ofrece zumo de naranja como mezcla para los cócteles, siempre y cuando seas el tipo de persona a quien no le importa beber un zumo que sale de un surtidor y sólo tiene vagos recuerdos de haber sido una naranja. John tiene una extraña sensación de familiaridad. De niño se colaba con Harry en sitios así para robarse pintas a medio terminar que luego acababan vomitando en los arbustos.
El centro del espacio, entre unas pocas y pequeñas sillas y mesas, está ocupado por un incongruente bloque de esterilla, enorme y azul claro, que ha visto días mejores. John mira los postes y las cuerdas y levanta una ceja. En el aire vibran los golpes de los puños contra un saco.
—¿Dónde está George Foreman?
—En la puta cocina —resuella el barman. Les dirige una mirada de sospecha que lo hace parecerse a un basset hound, y luego se aleja con pasos rechinantes a intimidar al surtidor de refrescos para que produzca cocacola.
Hay un puñado de hombres a su alrededor; sus edades oscilan entre apenas veinte años y mediana edad con barriga. Tipos nervudos de los condominios aledaños, la mitad tatuados, algunos musculosos. Sherlock encuentra un rincón en el que acechar y John se le une.
—A ver, ¿por qué estamos aquí? —indaga John.
—Es la idea de Lestrade de una actividad saludable —replica Sherlock—. Ya he estado aquí antes. Es amateur.
—¿Ah, sí? —John se vuelve a mirar con interés al hombre con silueta de barril que imparte instrucciones a los demás—. Nunca pensé que te interesara esto.
Sherlock lo mira con desdén.
Y no me interesa.
¿Se te da bien?
Sherlock no dignifica eso ni con una mueca. A John se le levantan las comisuras de los labios.
—Bueno, ya vinimos hasta aquí. Podríamos quedarnos a ver uno. —Se palpa el bolsillo—. ¿Una pinta?
—Mm.
John se dirige al bar, pero pronto descubre que sólo aceptan efectivo, y regresa.
—¿Tienes diez libras? —pregunta—. No me aceptan la tarjeta.
Sherlock gruñe y se saca la cartera del bolsillo, con los ojos fijos en el combate que está empezando en el ring, y se la pone a John en la mano. Algo irritado, John regresa para un segundo round con el atareado barman. Para pagar saca un billete de diez libras, cuyo único beneficio es la cantidad de monedas sueltas que le devuelven, junto a dos vasos lavados en el lavavajillas y llenos hasta el borde de una cerveza mediocre.
Le da la vuelta a la cartera para meter las monedas en la parte que tiene cremallera, y se detiene para pasar el pulgar por el bolsillo de plástico transparente en el que Sherlock guarda su carnet de identidad. Es ajustado, con espacio suficiente sólo para una tarjeta con información médica y una foto identificativa detrás, pero allí, tapando la mitad del nombre de Sherlock, su tipo de sangre y sus contactos de emergencia, hay una fotografía. Está un poco doblada por los bordes, pero está ahí. John tiene recuerdos vagos de habérsela dado a Sherlock; estaba muy borracho ese día.
—Blandengue —murmura, metiéndose la cartera en el bolsillo trasero para tener las dos manos libres para la cerveza.
Sherlock acepta el vaso y la devolución de su cartera sin comentarios, y ambos se recuestan en el asiento y observan. Pronto, John señala con el dedo a uno de los hombres que hacen una ronda de entrenamiento en el ring.
—Creo que ganará él.
—No —dice Sherlock de inmediato—. Mala postura. Ese otro.
—No lo creo. Más aguante. Mira. —Se palpa el bolsillo y deja caer una moneda de una libra sobre la mesa—. Te apuesto una a que el mío gana.
La libra se queda en un parche seco entre salpicaduras de cerveza. Sherlock la acompaña con otra libra propia. Para su irritación, al final del combate John se lleva las dos.
—Te lo dije.
—Suerte —dice Sherlock con desdén.
—Te lo dije. —John sonríe con ganas. El sudoroso vencedor y el finalista salen de entre las cuerdas y otra pareja los sustituye.
—Adelante, elige tú primero esta vez.
Sherlock entorna los ojos y hace su selección, dejándole a John un peso medio con tatuajes feos. Esta vez, empatan.
El hombre que maneja todo el espectáculo debe de ser Kavanaugh, decide John. Es un hombre con pinta de barril; no gordo, sólo robusto, con mucha masa muscular acumulada en poca altura. Se apoya sobre las cuerdas que rodean el ring, repartiendo ánimos e insultos según necesidad. Una o dos veces John lo descubre mirando en su dirección, con una vaga expresión calculadora en el rostro. Supone que Lestrade le dijo que vendrían.
El boxeo nunca ha sido lo suyo, más allá de las peleas a puño limpio en el ejército. Lo entrenaron en combate sin armas, al que siempre podía recurrir, pero en general encontraba que la lucha real era agresiva y sucia, y la prefería a sus versiones reglamentadas y ritualizadas en el mundo del deporte.
—Tú hiciste esgrima —comenta John después de un rato.
—Esgrima —asiente Sherlock. Levanta la mano y va tachando una lista imaginaria con pereza—. Aikido, artes marciales mixtas, pistola, judo, duelo con garrote… —Se distrae. Hay más, pero fueron combates únicos en ocasiones concretas, y varias otras para que las que ha demostrado no tener aptitud. Si ha de ser honesto, no pelea muy bien. Puede defenderse, especialmente si tiene el elemento sorpresa, y puede pelear con la mente aparte de con los puños, lo cual es una habilidad de la que no cualquiera puede presumir. Por otra parte, no es garantía de nada. Ha tenido un par de incidentes con personas que sabían bien lo que hacían, y no siempre ha salido bien parado.
John murmura, interesado. El combate del ring llega a su fin con la victoria del luchador más rápido, y los hombres salen de entre las cuerdas en busca de botellas de agua y toallas.
—Cinco minutos de descanso, chicos —grita Kavanaugh a través del rumor de los comentarios, y de inmediato se aplica la orden. Camina hacia su mesa—. Vuelvo a ver tu sombra oscurecer mi puerta, Holmes —comenta, mientras se enjuga el sudor del bigote. A John le parece un forzudo que se hubiera escapado de un circo de los antiguos. Kavanaugh lo señala con el dedo—. ¿Y éste quién es?
—John Watson.
—Un amigo —dice Sherlock, al mismo tiempo. John, con toda intención, no le tiende la mano. Kavanaugh lo estudia de arriba abajo.
—¿Y te interesa el boxeo?
—No mucho —dice John.
—Ah, bueno, no pasa nada. Sabes que hoy no es día de espectadores, ¿no? —añade, a Sherlock—. Si estáis aquí, mejor que estéis preparados para equiparos y entrar en el ring.
Sherlock alza las manos vacías.
—Lo siento, señor, olvidé mi equipo.
—Eso no debería detenerte, quédate en calzoncillos. ¿O no llevas?
—Mejor no preguntar —dice John.
—Y ¿qué hay de ti, señor No Me Interesa? ¿No quieres enseñarle cómo se hace?
John esboza una sonrisa que no le llega a los ojos, y niega con la cabeza.
—No, gracias.
—Bueno, la verdad es que tampoco sé a quién pondría contra un hombrecillo como tú. Bonito suéter, por cierto.
—¿Perdón?
—Nada, sólo era un comentario. —Kavanaugh se inclina hacia él y sonríe con todos los dientes. No es un gesto amistoso—. ¿Te lo tejió tu abuela? Es una monada.
—Perdona —dice John, mordiendo el anzuelo y cuadrándose—, ¿estás diciendo que no podría defenderme en el ring?
—Qué va, yo no diría eso —ríe Kavanaugh—. Pero si la dama se siente demasiado delicada…
John se da cuenta demasiado tarde de que los comentarios están diseñados para sacarlo de quicio y de que Kavanaugh ni siquiera se está esforzando mucho, y sin embargo está obteniendo la reacción que buscaba. John sabe esto. Eso no lo detiene antes de levantarse de la silla y sacarse el suéter.
—Muy bien. Hagámoslo pues —dice, vaciándose los bolsillos en la mesa—. Cuídame las cosas —ordena.
Sherlock lo mira con aire solemne.
—Préstame un equipo —pide John, evaluando su atuendo. Sus pantalones son bastante anchos, lo suficientemente cómodos como para moverse por ahí, al menos durante un período corto de tiempo. No le irritarán la piel como lo harían unos jeans, lo cual es una bendición. Se desabotona la camisa y se arremanga, pero no hace amago de quitarse ni eso ni la camiseta interior que lleva debajo.
—Cabeza —asiente Kavanaugh, pasándole un juego de protecciones—. Tendrás que ir descalzo.
John se quita los zapatos a puntapiés, consciente de que lo observan. Se agacha y coge un escudo acolchado, que arroja al regazo de Sherlock.
—Bueno, tendré que calentar primero, ¿no? —responde a la pregunta muda de éste.
* * *
Es catártico. John se estira y golpea el saco de boxeo. En la sala hay un olor que no es exactamente agradable, pero que le despierta un montón de recuerdos viscerales; casi le da nostalgia. A diferencia de la mayoría de niños, a él le gustaban las clases de educación física.
Sherlock, arrastrado al lío, demuestra de una manera muy irritante que no ha olvidado mucho de su experiencia previa en el boxeo. Actúa casi sin pensar, golpeando los escudos que le sujeta Kavanaugh, pero encuentra que los movimientos del otro son predecibles.
El pelo de John, que ha crecido más de lo que llevaría en el ejército, forma un zigzag de plumas contra su cuello sudoroso. Se le oscurece la camisa, ocultándole aún más sus hombros. No se pone rosado por el esfuerzo, como le pasa a Sherlock, y tampoco jadea mucho. Sherlock maldice los cigarrillos para sus adentros.
—¡Torpe! —lo reprende Kavanaugh cuando el guante de Sherlock apenas consigue rozar el borde del escudo—. ¡Presta más atención, coño!
Sherlock lo golpea con un satisfactorio estallido.
* * *
El paso de entrenamiento a combate es inevitable. John atraviesa las cuerdas y entra en el pegajoso suelo del ring para cuadrarse ante uno de los participantes habituales: un hombre alto y flaco que lo mira parpadeando estúpidamente, pero que resulta ser un rival con buena técnica.
Se mueven en círculos, y John es consciente de los ojos de Sherlock siguiéndolo por el ring, produciéndole un tímido deseo de probar su valía. Si esto fuera una pelea de bar ya habría ganado; lo malo del boxeo es que tienes que obedecer las reglas. El hombre, Patel, le mantiene los pies ocupados. Es un bailarín, y John prefiere mantener su peso bien plantado y moverse sólo cuando es necesario, en lugar de moverse de acá para allá para distraer al oponente.
Intercambian golpes. Golpes ligeros, en realidad, nada serio. Se trata más de demostrar quién puede atravesar la defensa del otro y tocarlo que de pegar de verdad, lo cual a John se le hace insípido. Como resultado acaba perdiendo, y se retira negando con la cabeza. En realidad no le molesta, o no le molestaría si Sherlock parara de sonreír con malicia. Al pasar junto a él, le da un golpe con el guante.
—Adelante, ahora es tu turno —lo reta.
Kavanaugh empareja a Sherlock con un hombre más pesado, y les grita mucho más a los dos. John se da cuenta, mortificado, de que a él lo pusieron con uno de los luchadores más débiles del grupo.
Este combate es más abrupto. Momentos de calculada inmovilidad seguidos por estallidos de movimiento. A pesar de los diferentes tipos de cuerpo, tienen un estilo de combate parecido. Se alarga hasta un segundo round, y Sherlock hace una pausa para quitarse los guantes y la camisa pegajosa, dejando sus hombros al descubierto.
John observa. Dan vueltas por el ring; al principio la ancha y bronceada espalda del rival de Sherlock está de cara a él, luego, tras otra explosión de movimiento, el estrecho triángulo del cuerpo de Sherlock.
Sin la toalla alrededor del cuello, las cicatrices son más obvias. El ejercicio le ha dado color a su piel, y las marcas son líneas de piel que ya no se sonroja. Hacen a John sentirse profundamente incómodo.
Aún no han hablado de ello. ¿Cómo preguntar algo así? Es evidente que Sherlock ha llegado a un punto en el que está dispuesto a enseñarlas en público, o al menos en presencia de John, pero parece mostrarlas en desafío. Aparte de las conclusiones aproximadas que puede alcanzar basándose en su formación como médico, John no tiene ni idea de cómo se las hizo Sherlock, y eso lo inquieta mucho.
Sherlock gana este round con una cuidadosa finta. Kavanaugh echa a Robson del ring y le tira una botella de agua a Sherlock
—Cinco minutos —dice, y luego apunta a John con el dedo—. Luego te toca a ti.
* * *
Invaden el espacio del otro con una bravata impostada. Sherlock flexiona las muñecas, hace crujir sus vértebras cervicales y se endereza cuan alto es, cerniéndose sobre John. De igual manera, John apoya todo su peso en los talones y flexiona los hombros. En el ring es sólido, mientras que Sherlock es puro movimiento.
«¿Cuántas veces hemos hecho esto?» se pregunta John. Han combatido antes, pero nunca de forma tan organizada. Una tarde lluviosa y aburrida, una charla sobre el entrenamiento del ejército británico se convirtió en una discusión bastante física sobre distintos tipos de luxación articular debilitante que les resultó muy educativa a ambos.
Pero así, no. No un cara a cara sin provocación, no sin que uno de los dos lo iniciara.
John suele iniciar. Sherlock suele provocar.
Kavanaugh se pone entre ellos y y luego baja el brazo como señal de que comiencen, y se aleja a una esquina para observar y gritarles consejos.
Ninguno de los dos lo escucha.
«Es interesante» piensa Sherlock. Ya ha considerado cómo se desarrollaría un combate real entre John y él. Está seguro de que ganaría, pero le costaría. John tiene fuerza en el centro del cuerpo y cuesta desequilibrarlo, o ponerse detrás de él, especialmente si careces del elemento sorpresa. Por otra parte, lucha por instinto en lugar de acorde a un plan, y al instinto se lo puede burlar, según Sherlock.
John también tiene obvias debilidades. Un alcance más corto que el de otros, y un hombro malo. Añádele una pierna con debilidad psicosomática y, en realidad, podría ganar cualquiera de los dos.
El único factor de preocupación es que a John cuesta interpretarlo a veces. De los dos, Sherlock es a quien más suelen acusar de ser un robot, pero poca gente ha visto a John cuando se bloquea de verdad. Con el estímulo adecuado, sabe compartimentar sus emociones igual de bien que cualquier sociópata de altas capacidades.
Es un pensamiento que Sherlock no tiene tiempo de desarrollar, ya que el puño de John ya se dirige hacia su mandíbula. Lo bloquea.
John ocupa el centro del ring, mantiene una postura baja y apunta a las costillas del otro. Ataca en defensa, manteniendo a Sherlock dando vueltas en el exterior. Las cuerdas retroceden contra la espalda de Sherlock y luego él se impulsa hacia adelante, conectando la parte plana del guante con la frente de John. Intercambian posiciones.
John frunce el ceño bajo las protecciones, y luego su expresión vuelve a ser neutra, a excepción de la tensión en la mandíbula, y Sherlock pronostica problemas. Los dos son competitivos.
John lanza un par de puñetazos, sin buscar alcanzarlo, sólo probar sus defensas y ver qué tiene al alcance del brazo. Se demoran por un momento, y luego John consigue conectarle un golpe. Los brazos de ambos se cruzan al dar los dos un puñetazo a la vez. La camisa de John se mueve.
Sin necesidad de palabras, la velocidad y la seriedad suben un nivel; Sherlock quiere ganar, no porque pueda o porque esté compitiendo, sino porque de repente la situación parece importante. Es una sensación extraña que le sube por el diafragma. Consigue dar otro golpe, el guante resbala por la oreja de John y le golpea el antebrazo cuando lo levanta para defenderse, oye el gruñido de sorpresa del otro, y se sobresalta a sí mismo al descubrir que eso le gusta.
—Usa el hombro. ¡Entra! —grita Kavanaugh desde las cuerdas.
Aprovechando la ventaja, Sherlock golpea a John en la clavícula, y éste le cede espacio de inmediato. Sherlock lo persigue, ardiendo, los ojos fijos no en el propio John sino en los elementos que lo componen. Le zumban los oídos. Es abrumador. Mil agravios mezquinos le regresan en estampida, y rechina los dientes. Es injusto.
Ya está aquí, Sherlock. Dos kilos setecientos.
Es injusto. No saber nada de John en semanas y luego esa llamada, y luego de nuevo nada durante meses.
Te quitaste la bolsa al final.
¡Uno! Un error más, y a John ya se le habrá olvidado, pero a Sherlock le arde por dentro en una mezcla de furia superficial y profundo arrepentimiento.
Habla con John, ¿quieres?
Admito que soy un imbécil de la más alta graduación. ¿Seguimos siendo amigos?
Siguen siendo amigos. Hace una pausa para recuperar un aliento que no tiene y John lo obliga a retroceder. Asegura los talones en el suelo y se lanza hacia adelante. Los ojos de John relampaguean; sabe que algo ha cambiado en este combate. Las palabras son el mayor fracaso de los dos, pero John conoce los puños como si fueran viejos amigos.
Pégale dos veces. Una por cada mentira.
Si intercambiaran un golpe por cada mentira, Sherlock es el que acabaría peor.
¿Y una más por ser un mierda?
Ya no están tanto boxeando como dándose una paliza mutua; John le da un golpe como un latigazo en las costillas que lo hace jadear. Sisea entre dientes mientras contraataca, en una oleada de furia. La expresión de John tiembla.
Por un momento, Sherlock está completamente ciego a él, la cabeza perdida en un vapor de rabia que no para de acumularse. Más de la que pensó tener, más de la que creyó posible. Es John. No es John. Es él. Es todo. Y con ella viene un rugido.
John se encoge, desconcertado.
Su puño cierra el círculo, un movimiento puro y libre de pensamientos; es rápido y sólido al impactar contra la mandíbula de John. Durante una fracción de segundo hay sorpresa en su rostro. Desde su labios hay una erupción de saliva teñida de rosa cuando sus dientes se cierran en torno a la punta de su lengua, y su cuello parece abultarse cuando su cabeza cae hacia atrás por el impacto. John cae pesadamente sobre la esterilla, el hombro primero, con un ruido seco y audible.
—¡Precioso! —grita Kavanaugh, con los puños alzados sobre las cuerdas.
Sherlock recupera su puño, tambaleándose. El espacio que John ha dejado ante él en el aire de repente le resulta un alivio. Se arranca la sonrisa de la cara antes de que se forme, y manotea para sacarse el protector de cabeza. John gruñe y rueda, babeando sangre.
—Vale, arriba. —Kavanaug se sube con dificultad a la esterilla, manteniendo a raya a Sherlock. Sherlock está demasiado aturdido como para hacer algo que no sea balancearse adelante y atrás. Tiene la boca seca—. Tranquilo, muchacho. A ver. —Kavanaugh tira del labio inferior de John hacia abajo y lo hace sacar la lengua, haciendo que le gotee sangre por la barbilla—. Nada, un mordisquito de amor —dice, tras echarle agua—. No has perdido nada.
Sherlock deja caer la cabeza entre las rodillas, respirando.
—Qué pedazo de piña —ríe Kavanaugh a carcajadas, haciendo rodar a John para que se siente bien y pueda sangrar más ordenadamente en un cubo, con una toalla aplastada contra la boca—. ¿Estás bien? —añade, echándole a Sherlock una segunda mirada. Está pálido y tembloroso por la adrenalina—. No irás a vomitar, ¿no?
Sherlock menea la cabeza. Se oye de fondo el zumbido de la multitud curiosa, algunas preguntas mezcladas con aplausos. Kavanaugh la aparta y los empuja los dos fuera del ring, con amabilidad pero con firmeza.
—Siéntate hasta que te deje de dar vueltas la cabeza —le aconseja a John, mientras le quita los guantes—. Y lo dejamos por hoy. No te olvides de hacer el enfriamiento.
—¿En serio? —consigue decir John a través de la toalla, arreglándoselas para imprimir un débil sarcasmo.
Kavanaugh replica con risa.
—Vuelve otro día con un equipo decente. —Frota el hombro de John—. Un protector bucal, por ejemplo. Me da que lo harás bien. Me alegro de verte en forma, Holmes.
Su mano aguijonea el brazo desnudo de Sherlock con una palmada bienintencionada, y se marcha.
Se quedan sentados en silencio, Sherlock demasiado falto de aliento para hablar y John sangrando cuidadosamente a través de la toalla. Después de un rato se da unos ligeros toques, cauteloso, hace una mueca, y por fin tira el trapo arruinado en el cubo. Sherlock se pone de pie, con las articulaciones chirriando (se va a acordar de esto mañana) y busca su camisa en silencio.
Tras él, John recoge sus cosas.
* * *
El viaje de vuelta a casa es físicamente incómodo. La ropa de Sherlock está pegajosa de sudor que se enfría, el pelo ya se le ha quedado tieso, y John está mudo porque le palpita la boca. La mandíbula se le va a quedar de un color bonito, piensa Sherlock; ya tiene un poco de color bajo la superficie, rosado-amarillo. Nada de bebidas calientes por un tiempo.
Una vez en casa, John busca hielo en el congelador. No hay, por supuesto, casi nunca tienen hielo suficiente, pero hay una bolsa de guisantes que sirve para lo mismo. Se sienta a la mesa de la cocina y se limita a asentir, con el rostro semioculto por la bolsa, cuando Sherlock menciona la ducha.
Sigue ahí cuando Sherlock regresa, veinte minutos más tarde, con ropa distinta. Despacio, John baja la bolsa de guisantes y la suelta sobre la mesa con un golpe suave.
—Lo siento.
Aguarda, esperando a medias una respuesta, pero los únicos ruidos son el murmullo de la nevera y el sonido ahogado del tráfico en la carretera en el exterior. John se toca sin darse cuenta el parche en carne viva que tiene en la comisura de la boca, y por fin lo mira.
En un acto reflejo, Sherlock hace un ruidito de desdén. Los hombros de John se hunden un poco más.
—No, has estado… te has sentido muy desgraciado. Y yo no he hecho nada por ayudar.
Es una afirmación que no es completamente cierta ni completamente falsa. Sherlock se llena un vaso de agua y se lo traga junto con su exasperación.
—No pasa nada.
—Pero sí pasa, ¿no? —dice John, observando cómo se le mueven los omóplatos bajo la camisa, ocultándole la piel—. Nunca me lo dijiste.
—No tiene importancia.
—Tienes cicatrices por toda la espalda, Sherlock—dice John. Su voz suena extraña; el labio hinchado, la lengua mordida, y aparte algo más—. Es que… me gustaría haberlo sabido. Me gustaría que hubieras pensado que podías contármelo.
Sherlock deja el vaso en la batea de plástico de los platos sucios, y mira hacia adelante. Hay una planta muerta, salida de Dios sabe dónde, abandonada y marchita en el alféizar de la ventana.
—¿Y qué crees que podrías haber hecho al respecto?
—No lo sé. Nada, pero… no sé —repite John, y suena derrotado—. Haber estado más atento.
Sherlock oye la silla moverse a su espalda.
—Oye —dice John, suave. No se ha puesto en pie—. Sherlock, mírame.
A regañadientes, se da la vuelta. Sería muy fácil dejar pasar todo esto. Los armarios sobre la cabeza de John necesitan una limpieza; hay una película de grasa de cocina sobre ellos que no se ve en el banco de la cocina porque la señora Hudson siempre se acuerda de pasarle un trapo, pero nunca lleva las gafas cuando lo hace, así que no ve el tono anaranjado que ha adquirido la madera. Hay una desportilladura en uno, desgaste ordinario y también culpa de Sherlock, que lo cerró con demasiada prisa para volver con uno de sus experimentos. En su defensa, era bastante volátil. El armario también tiene un seguro para niños, seguramente porque es el lugar designado por Sherlock para guardar sus químicos y equipo. Como si Abejita fuese capaz de trepar así de alto. Probablemente nunca lo ha visto abierto, porque no hace esas cosas cuando ella está en casa…
—Lo siento —dice John de nuevo, la voz neutra—. He sido… un amigo de mierda.
Ante eso, Sherlock baja bruscamente la vista.
La expresión de John es apacible, pero su cuerpo habla de arrepentimiento. Es casi tan malo como la ira, piensa Sherlock, deseando poder ahuyentarlo. No debió acceder a ir a la cooperativa. Maldito Lestrade y sus ideas estúpidas. Su propia necedad, impidiéndole dejar las cosas tranquilas.
Todas sus insuficiencias, de hecho.
Deficiente.
A John aún le sabe la boca a sangre, un picor acre. Le duele hablar.
Ha habido un obstáculo silencioso entre ambos durante meses, piensa. No fue sólo volver de Norfolk y descubrir que Sherlock estaba sufriendo; no fue sólo la falta de casos. Lleva ahí desde que volvió a mudarse, y su forma y tamaño son abrumadores. Hay demasiado sin decir.
—Ojalá pudiéramos volver atrás —dice, honesto y sin pensar.
Sherlock abre los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—No sé. Sólo volver… a antes. Antes… de Abejita y todo lo demás.
Antes de que se complicara.
—En realidad no piensas eso.
—Sherlock, hacerte infeliz es un precio… que no había calculado —dice John—, y no quiero hacerlo más.
—Ah.
—Y no sé… ¿qué te ayudaría? Soy yo, ¿verdad? —John fuerza a sus hombros a volver hacia atrás, la postura erguida. Es tan típica de él que para Sherlock es como una puñalada—. ¿Quizá si el apartamento fuera más grande? ¿Si tuviéramos más espacio para no cruzarnos? —Se levanta de la silla, con una mano en la mesa para darse apoyo—. O…
Sherlock nunca sabe qué es lo que John iba a sugerir. Vuelve demasiado rápido a los días en los que John no estaba allí, el aire quieto y viciado del apartamento cuando no había nadie, día tras día. El olor agrio de los químicos, el sonido inacabable de su propia voz. Fue difícil dejar a John volver con la niña, pero ¿ahora?
La amargura es paralizante. El amor es una motivación mucho más violenta.
Ahora, el miedo lo lleva a la acción impulsiva, demasiado rápido como para detenerla o echarse atrás.
A John lo han abrazado antes. Es una simple interacción humana. El estable brazo de Harry en el asiento trasero del coche, en una de esas tardes en las que estaban unidos contra el mundo. En los ochenta no tenían tantos miramientos a la hora de tocar a los niños. Eso le dejaba vía libre a los pervertidos, pero John recuerda el calor genuino de la mano de una agente de policía entre sus omóplatos, y el peso de las manos de un hombre (el señor Hedley, director de ciencias) en sus hombros, diciéndole que siguiera esforzándose y podría graduarse en medicina.
Los brazos de Sholto, sin tocarlo pero apoyados en los reposabrazos del asiento donde estaba él, a ambos lados de su cuerpo, acuclillado para ponerse al nivel de la rodilla herida de John, tratando de juntar los pedazos.
El toque ebrio de desconocidos en bares llenos. La cuidadosa y ausente sujeción de los terapistas y enfermeros de rehabilitación, llevándolo de una cama a la siguiente, haciéndolo pasar de una vida con sentido a una monótona ambivalencia.
Aun más tenuemente, recuerda los brazos de su madre sosteniéndolo, cuando era muy pequeño.
Otras mujeres también, atrayéndolo y riéndose, aferrándose a él entre sábanas sudadas en toda una multitud de camas y cuartos y países.
John les devolvía el abrazo, y lo ha hecho con más gente. La señora Hudson, más pálida que nunca en su negro de luto, hablándole al oído todo el tiempo. Bill, porque no hay manera de escabullirse de él: un golpe de pechos y una palmada en la espalda, si eso cuenta.
Ha tomado a Sherlock en brazos antes. Borracho y drogado, y dos veces porque no pudo contenerse. Una vestido de negro nupcial, otra ofreciéndole una navidad.
Hay una diferencia entre abrazar y hacer que te abracen. Aún mayor es la diferencia con que te abracen y punto.
Los antebrazos de Sherlock le golpean las costillas como palos, y luego sus dedos se cierran en la espalda de su suéter. Su respiración se detiene. No porque esté relajado, sino porque se está conteniendo, respirando de manera deliberadamente superficial. Siendo más bajo, John quedaría oculto desde la puerta, si alguien entrara, y sería fácil confundir esto con lo que no es.
Pone las manos en la cintura de Sherlock para estabilizarse, y nada más, nada hasta que el otro se mueva primero. El abrazo es algo convulso; John se siente aplastado, aunque no le importa. Una de las manos de Sherlock se crispa en la curva baja de su espalda, la otra es un puño un poco más abajo de su cuello, tirando del cuello del suéter y haciendo que le apriete la garganta. Despacio, John desliza sus manos por las costillas de Sherlock para encontrarse a medio camino.
Las veces anteriores en que se han abrazado, John ha tirado de Sherlock para bajarlo a su altura y subido su barbilla al hombro del otro, pero esta vez Sherlock no se inclina, y John no sabe dónde poner la cabeza. Están tan cerca que puede olerlo: vivo y humano, tan familiar como nuevo. Es difícil no ser consciente de sus pies en el suelo, los dos oscilando contra la tensión de estar quietos.
No puede ver a dónde está mirando Sherlock, y no se atreve a echar la cabeza hacia atrás, y entonces, de repente, parece que Sherlock vuelve a respirar.
Ahora, la situación ha evolucionado de impulso a deliberación, más allá de extracción o retracción. Las rodillas de Sherlock se desbloquean, y se tambalea. La mejilla de John le acaricia la camisa. Es sólo entonces que empieza a soltarse.
Le toma un momento desenredar sus dedos. John lo imita. Si los dos se apartan a la vez, pueden salvar las apariencias. Ya puede ver que Sherlock está avergonzado por cómo se aclara la garganta. John traga saliva; el movimiento hace que le palpiten labios y lengua.
El aire parece medio grado más frío cuando se separan. Sherlock se gira a medias; no mueve los pies, sólo aparta la cara, levantando una mano para frotarse la mandíbula y la cara con inseguridad adolescente, el tropiezo de un hombre sin armadura. Con una oleada de calma, John alarga la mano para tocarle el codo con las puntas de los dedos. Sherlock se sobresalta.
—Tranquilo…
—Lo siento —dice Sherlock con brusquedad—. No fue por…
—Está bien. —John menea levemente la cabeza—. No pasa nada.
Su tono hace que Sherlock lo mire por el rabillo del ojo.
No sé si pasa o no.
Tengo miedo de mí mismo.
—Ok —dice John. Se humedece los labios mientras piensa, abre la boca para unas palabras que no ha planeado aún, se atasca—. Ojalá no hubiera dejado de ir a la psicóloga.
Ve la expresión en el rostro de Sherlock, y se muestra disgustado. Pone las manos en el respaldo de la silla y se apoya ahí.
—Porque entonces sabría qué decir. Todo lo que me viene es “lo siento, por favor no estés triste”. —Levanta la vista.
¿Y eso de qué serviría?
«No es tan terrible» piensa Sherlock. Detrás de la silla, John parece un niño al que han pillado mintiendo y ahora está intentando ser sincero. Es un punto muerto. Sherlock exhala; es más fácil que antes. Después de un instante, John aparta la silla.
—Espera aquí —dice, dándose la vuelta y entrando con decisión en el salón. En lugar de eso, Sherlock lo sigue. John se oculta en su dormitorio, da golpes a los cajones y dice «espera, espera» sin parar, hasta que encuentra lo que buscaba.
Regresa con un sobre, y le tiemblan los dedos al abrirlo, rasgando la solapa. Es de papel blanco, no de manila. Lo sacude sobre el sofá, derramando fotografías que Sherlock no ha visto nunca, y busca.
—Aquí —dice, agarrando una y empujándola hacia Sherlock—. Mírala. Ahí está. Esa es mi foto favorita.
Es más de lo que pretendía decir, y es cierto.
Sherlock sostiene el frágil papel entre las manos. Es él, muy cerca, cabeza, hombros y brazos. Está sosteniendo el radiómetro contra la luz, de perfil, los ojos fijos en las veletas, que crean un borrón tras el vidrio al girar. Recuerda cuándo la tomaron; Wiggins con la cámara, el deleite de John. No parece él, piensa. Ha pasado mucho tiempo mirándose en el espejo, practicando expresiones, y esto no se parece en nada a cualquier cosa que su rostro sea capaz de conseguir, y aún así… ahí está.
¿Por qué?
—Es la única que tengo en la que sales con una puta sonrisa —dice John. Su boca se eleva por un lado, en una tentativa de sonrisa propia. Se agacha para volver a buscar en la pila de fotos y encuentra otra, la primera. La que no está perfectamente enfocada, y en la que Sherlock parece irritado. Se la pasa.
Abejita está acurrucada en su regazo, agarrándose al calcetín de navidad de Sherlock con las dos manos, con aspecto sorprendido, la boquita abierta en una suave y maravillada “o”. Él la sostiene en el aire frente a ella, la otra mano sujetando el calcetín de ella y equilibrándola en la rodilla al mismo tiempo.
—Quiero más como estas —dice John, sin levantar la mirada. Hay otras fotos; Molly y Lestrade, Abejita sola. Hay un selfie espantoso en el que lo único que se ve es la nariz de Wiggins. No hay ninguna de John.
John vuelve a apilarlas y trata de meterlas de nuevo en el sobre. En voz baja, añade:
—Me gustaría una de nosotros. Una que no sea… una mierda de foto de periódico.
Sherlock vuelve a bajar los ojos a la foto que tiene en las manos. En ese momento no se dio cuenta de que sonreía, pero resulta evidente por las arrugas en torno a sus ojos y boca. Wiggins es un buen fotógrafo.
—No me importa que tengas problemas con las drogas. Eso no es culpa tuya —dice John al cabo de un momento—. No me importa que vayas correteando por ahí con trabajos demenciales que nos ponen en peligro; eso es simplemente nuestra profesión. Ni siquiera me importa si no quieres ocuparte de Abejita para siempre.
Mentira.
—…tú no pediste esto, y los niños no son fáciles. Te preocupas por ella, eso es suficiente.
Verdad. Sherlock siente que el nudo en su garganta se hace más grande.
—Pero sí me importará que te vayas. O si sales herido. O si yo salgo herido. Me importará mucho, ¿vale?
Sherlock se traga el nudo. Cuando consigue hablar, croa:
—¿Y tú?
—¿Yo? —John lo mira como si fuese la primera vez que lo ve en años, y la comprensión le ilumina el rostro—. Yo no me voy a ninguna parte, Sherlock. No voy a mudarme. No me voy a llevar a Abejita. A menos que también te lleve a ti conmigo.
—¿Por qué?
—¡Porque eres todo lo que tengo, tonto! Eres imprudente y peligroso, eres un neurótico y un grano en el culo a veces, pero… —Pasa una mano por el aire ante él, como si pudiera literalmente apartar toda esa línea de pensamiento a un lado—. Estuviste en mi boda y me dijiste de cuántas maneras había salvado tu vida y… y eso no es unilateral, Sherlock. Además, ella te quiere y yo…
John hace una pausa con las manos en las caderas, bufando.
—Yo-ejem —da una pequeña sacudida con la cabeza—, yo no termino de funcionar sin ti.
—No —asiente Sherlock, asombrado.
—Y ya hemos visto en qué putos desastres te metes cuando yo no estoy, así que —John se mordisquea la mejilla por dentro durante un instante—, así que te toca quedarte conmigo.
—Oh.
—Lo siento.
—Ah. No. Eso… está bien.
—Ya puede estarlo, coño, no te estoy dando elección.
—Ya.
—Bueno.
Bueno.
John alarga la mano y le quita la foto de las manos.
—Y esta la pienso enmarcar —añade.
* * *
John cumple su amenaza y manda enmarcar la foto. Nada ostentoso, sólo vidrio y un poco de madera genérica en el borde exterior, y luego sorprende a Sherlock poniéndola en la repisa de la chimenea, donde todo el mundo puede verla.
Sherlock planea sepultarla con trastos, correo basura y algunos archivos, o quizá mover el murciélago disecado para taparla. Le da mucha vergüenza que sea pública, esta prueba de su propia humanidad. John la desentierra con firmeza una y otra vez hasta que se rinde y deja que Sherlock se salga con la suya.
Al menos un poco.
Sherlock abre el armario de la cocina y se la encuentra ahí, junto a la caja de bolsitas de té, sobre la lata de galletas.
—Qué idiotez —murmura, cogiéndola y soltándola boca arriba en el cajón de los cubiertos. John se ríe cuando la encuentra y vuelve a recolocarla, esta vez detrás de la tetera, donde la descubre una desconcertada señora Hudson.
—Muchachos —dice con exasperación, y la deja en el alféizar de la ventana, entre la maceta vacía de una tomatera olvidada y un florero verde profundo que nunca usan. Encaja a la perfección, y se hace obvia una vez al día, cuando el sol se cuela entre la sombra del edificio de enfrente y todos los trastos.
* * *
Sólo quedan unas breves semanas antes de navidad y la niña se mete en todas partes. El apartamento completo está en un perpetuo estado de cuarentena, con puertecitas para bebé y cerrojos para bebé y negociación constante.
La caída ocurre, como siempre, sin previo aviso y a pesar de las precauciones. De alguna manera a la niña se le enreda la punta de un pie con la pantorrilla contraria y se derriba a sí misma como un árbol. Por pura mala suerte, cae directamente contra la esquina de la mesita de centro. Sherlock inmediatamente levanta la cabeza del microscopio, su cuerpo empieza a moverse antes de que el cerebro le dé permiso. En el dormitorio, John oye el golpe y la súbita ausencia del alegre charloteo de Abejita, y se queda helado.
Los primeros segundo son de silencio. La niña se lleva la mano a la cabeza y luego, cuando registra el dolor y la conmoción, abre la boca. El grito que sale es al principio silencioso, y después se transforma en un agudo lamento de angustia que corta a John como un cuchillo. Se levanta con torpeza del asiento. Tuvo la estúpida idea de envolverse las piernas en una manta para mantener el frío a raya y no consigue desenredarse lo suficientemente rápido.
Sherlock llega primero.
La niña está sentada en el suelo, con las dos manos tapándose una frente en la que Sherlock puede ver cómo florece una mancha lívida que pronto se convertirá en un moretón. Le moquea la nariz y sus ojos están arrugados de sufrimiento cuando su mirada se encuentra la de Sherlock.
El siguiente puñado de segundos parecen durar una eternidad; se quedan impresos para siempre en la memoria de Sherlock. Años después, cuando Baker Street sea un recuerdo querido, aún guardará una imagen perfecta de su carita en ese momento. Cómo se abren sus labios en la mueca inicial de dolor, cómo se separan para revelar las hileras blanco perlado de sus dientes. Cómo se vuelven a juntar y a fruncir para la primera consonante, y el primer derramamiento de lágrimas entre las dos sílabas. La boca que se abre, se cierra y se vuelve a abrir para el segundo sonido, los dientes mostrándose en la última parte de la palabra, la más larga, y luego sus bracitos alzándose hacia él.
Él cae pesadamente de rodillas, sin aliento. Ella se echa en sus brazos, y las manos de él tiemblan. Le toma dos intentos subírsela al regazo, y para entonces ella lo ha vuelto a decir y John ha entrado tropezando en el salón.
Hacen contacto visual, pero todo esto es demasiado enorme como para nombrarlo ahora mismo. En lugar de eso, John se acerca con sigilo, jadeando, y examina la frente de la niña. No hay sangre. Es sólo el chichón y el susto. Ella gimotea, agarrada a la pechera de la camisa de Sherlock, que se ha puesto pálido.
—¿Sherlock?
—Yo no… —dice de inmediato—. Yo nunca…
—No hagas eso —lo corta John. No soportaría que Sherlock dijera ahora algo que pudiera herirlos a todos, y no quiere que Sherlock, por pánico, diga algo que no siente. Frota con suavidad la marca roja en la frente de la niña—. No pasa nada, cariño.
Sherlock traga saliva mientras la niña se le resbala en el regazo, pero John se siente incapaz de quitársela de los brazos. En lugar de eso, lo guía para que se recueste en la vieja butaca roja y se queda allí, acuclillado con los dos, hasta que el mundo deja de inclinarse tan rápido.
La niña deja de llorar en algún momento. Se queda agarrada a Sherlock durante un rato más, porque sabe que ellos están tristes, y eso alimenta su capacidad de recuperarse de la conmoción.
—Creo que ya está mejor —dice John y, despacio, Sherlock la deja ir. La niña vuelve a ponerse de pie mucho más rápido que ninguno de los dos y, pulgar en la boca, agarra a Elbante. Un silencioso John enciende la televisión, y el colorido caos de animales de animación la distrae.
Sherlock no dice nada.
—Creo que deberíamos hablar de eso —dice John, en voz baja. Sherlock se pone de pie despacio y luego se hunde en el sofá, con el aire de un hombre que espera un veredicto.
En lugar de hacerle preguntas, John prepara una taza de té para cada uno. Abejita está echada de espaldas, con la mejilla enterrada en la oreja de Elbante como si pudiera escuchar el mar ahí dentro, mientras Peppa Pig hace “oink oink” de un lado a otro de la pantalla.
—Le has puesto azúcar —dice Sherlock tras el primer sorbo.
—Sí —dice John, empujando suavemente la taza de Sherlock de vuelta hacia sus labios—. Té caliente y dulce. Recetado por el médico.
—Ah.
John se sienta. Ambos miran la coronilla de la niña en el suelo, y se preguntan cómo empezar.
—¿Estás…?
—Bien —dice Sherlock, aunque es una mentira descarada. Traga con dificultad—. Yo nunca le he enseñado eso.
—Te creo —replica John. Él tampoco se lo ha enseñado, al menos no en ese contexto—. A lo mejor lo aprendió en la guardería.
—Puedes… —empieza Sherlock, y luego se detiene como si acabara de estrellarse contra un muro de ladrillos—. Podrías… —no consigue terminar la oferta. Sería una generosidad y un sacrificio de los que hace tiempo que no es capaz.
John lo observa con cautela. El corazón le late con fuerza, pero ha encontrado un extraño lugar de calma debajo de todas sus emociones, que le permite preguntar:
—¿No quieres que te llame así?
Sherlock se queda quieto. Tiene los labios apretados con fuerza para contener todas las palabras que tiene en la boca. Se crispa de repente, y de inmediato John le pone la mano en el hombro.
—No, no hagas eso. Quédate conmigo, Sherlock. No puedo tomar esta decisión yo solo.
Sherlock cierra los ojos durante un instante y luego, con un jadeo, regresa. En contra de su voluntad, pero está presente, y luce profundamente incómodo.
—Podemos arreglarlo, si no quieres que te llame así —añade John, y no consigue esconder la decepción de su voz—. Pero…
—John, no creo…
—Sí que puedes —dice John. Enrosca las manos sobre el regazo, una dentro de la otra. Con un movimiento espasmódico, Sherlock vuelve un poco la cabeza para mirarlo por el rabillo del ojo—. Pues elegir. Si tú quieres. Sherlock, ella te quiere a ti. —Por fin Sherlock lo mira a los ojos, inseguro.
Puedes tener esto.
Puedes.
—¿Cómo? —pregunta Sherlock al fin. John se mordisquea la mejilla desde adentro, mirando a las profundidades de su taza. Va a ser complicado, con eso no hace ilusiones. Sabe que causará mucha confusión, aunque la realidad parece estar muy lejos, en comparación a cómo se siente ahora que ha oído a la niña decirlo.
Levanta la cabeza para encontrarse a Sherlock mirándolo fijamente, la expresión vacía de puro pánico, y se da cuenta de que ha estado sonriendo para sí.
—Ya lo arreglaremos. No es tan… hay muchos niños hoy en día que, ya sabes. La gente se divorcia y se vuelve a casar.
—Tu testamento.
John se lo queda mirando.
—¿Qué pasa con él?
—Pensé que se lo habías pedido a Sholto, legalmente… pero leí…
John lo sabe.
—¿Estás enfadado? Por supuesto que no. Sholto tiene una discapacidad, y apenas la conoce. Es sólo que… es más organizado. Eres tú, Sherlock. Digan lo que digan los papeles, eres tú. Tú has estado ahí para ella durante toda su vida.
También para mí.
—Y no irás a abandonar a estas alturas, ¿no?
—No —concurre Sherlock.
John exhala un tembloroso suspiro.
—Adelante, entonces. —Mueve la mano que sostiene la taza hacia la niña, en un pequeño gesto de bravuconería. Muestra más confianza de la que siente, y sin embargo jamás ha estado tan seguro de que, a pesar de la lógica y la razón, esto tiene sentido, y se siente bien.
Sherlock la mira. Ella siente su mirada, señala a la pantalla y gruñe como un cerdito; estos días ya es más una niña pequeña que un bebé, pero sigue siendo rosada y vulnerable, ojizarca y perfecta. Despacio, Sherlock se baja del sofá y se une a ella frente a la televisión.
—¿Me puedo sentar aquí? —le pregunta. Se recuesta en la alfombra e imita su postura. Ella rueda hasta estar contra su costado y se echa en el hueco de su codo, y él no puede apartar la vista porque, por primera vez en su vida, esta emoción es demasiado fuerte como para soportarla en privado. Es éxtasis, y es aterrador.
Ella no se da cuenta de nada, el pulgar en la boca y la mitad del cerebro puesto en la tele, hasta que lo mira a la cara. Curiosa, alarga los dedos y toca su mejilla húmeda.
—¿Au?
—¿Quién es, Abejita? —dice John, con una sonrisa temblorosa. Ella lo mira. Él señala—. ¿Quién es?
Los dedos infantiles se crispan de forma inconsciente, rascando con sus uñitas la barba de dos días de Sherlock. Deja caer la cabeza contra el pecho de él, acurrucándose en sus brazos, llenándolos.
—Papá.
Notes:
Autora:
-La Holsten es una cerveza sin alcohol. No lo he comprobado, pero bien podría ser la cerveza que aparece en la escena de navidad de Escándalo en Belgravia. Sabe a cerveza, pero un poco más inútil.
-Los códigos postales son falsos. Están vinculados al área general, pero no a ninguna vivienda particular, que yo sepa. Así que ya sabéis. Disclaimer.
-El Muharram, para algunos musulmanes (al menos hasta donde yo, que no soy musulmana, sé) es como un segundo Ramadán, en el que puedes ayunar durante el día, o no. [nota extra de la traductora: hasta donde me alcanza el conocimiento, el ayuno se realiza únicamente en Āshura, décimo día del mes de Muharram y festivo religioso para el Islam, aunque los motivos del ayuno varían entre suníes y chiíes].
-La investigación de Molly es medio inventada. Es cierto que hay cerdos muertos distribuidos por Gran Bretaña para investigación forense, simplemente porque no hay ni espacio ni suficiente espacios grises en las leyes para poder tener granjas de cadáveres humanos como en EEUU. Además, en Gran Bretaña hay tantísimos climas diferentes que no sería posible generalizar los datos de una sola investigación. Al igual que pasa con John, la carrera de Molly es muy difícil de delimitar, ya que no hay ningún motivo por el que llamarla “señorita Hooper” en lugar de “doctora Hooper”, y encima trabaja en la morgue siendo cirujana. Me gusta la idea de que Molly originalmente era cirujana osteopática y acabó encargándose de la morgue por algún motivo.
-El título del capítulo sale de la canción “Born of frustration” de James (aunque estuvo a punto de llamarse “Deeper than sleep” [Más profundo que el sueño] de la canción “Ring the bells”, también de James, sólo que al final me decanté por el título más literal. Deberías escuchar ambas. De hecho, deberías escuchar el álbum entero).
-El título provisional fue “En el que Abejita se cansa de tanta tontería y se toma el asunto en sus propias manos”.
¿Comentarios? ¿Preguntas? ¿Sólo andas con ganas de apretar el teclado? ¡Nos encanta todo!Gracias por leer. Odamaki.
Traductora:
-Help the Aged es una ONG británica que ayuda a ancianos en situación de exclusión social. Como Oxfam, tienen tiendas de segunda mano.
-Dios mío lo siento lo siento MUCHO por la conversación sobre el esquinco de Billy, la versión original no era tan grosera pero no me pude resistir X3333
-El cuchillo Bowie es un tipo de machete corto, con una concavidad en el tercio anterior de la hoja, típico de EEUU. Los fans de Forjado a Fuego lo conocerán a la perfección XD
-El naan es pan sin levadura típico del subcontinente indio, y el rogan josh es un guiso con mantequilla y especias típico de la región de Cachemira. Ambos son responsables de que en el restaurante pakistaní de mi pueblo me saluden por el nombre.
-En inglés, a perder la virginidad se le dice “cherry popping” (reventar la cereza), de ahí el chiste sexual de John hacia Lestrade.
-Los pubs de techo plano son típicos de las afueras de las grandes ciudades británicas y suelen aparecer como casas bajas asociadas a grandes bloques de viviendas, en contraposición a los pubs victorianos del centro urbano, que ocupan el local comercial en el primer piso de un edificio. Se los asocia con la clase trabajadora, que no se puede permitir vivir en el centro, y por ello existe el estereotipo de que son poco elegantes.
Y sí, yo también lloré como una zorra cuando Abejita llamó “papá" a Sherlock. Maldita Odamaki XDDDDD
Chapter 15: ¿Te das cuenta
Chapter by BelsanEmpress, Odamaki
Summary:
—No quiero hablar contigo.
Lestrade se queda quieto, y se saca el cepillo de dientes de la boca. No es de Sally, ni de Scotland Yard, ni de nadie que hubiera esperado que lo llamara un lunes a estas horas. Se traga los restos de espuma de pasta de dientes que le quedan en la lengua.
—Muy bien —dice, despacio—. Vamos a tener una llamada de teléfono muy rara, entonces. ¿O esperabas que contestara otro?
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Hace calor en el club Diógenes. Siempre lo hace. Mycroft se tira del cuello de la camisa, ausente, y con su bolígrafo traza otra línea bajo el texto que está leyendo. Las anotaciones son innecesarias; podría memorizar la página entera en unos segundos y subrayar mentalmente las partes relevantes, pero últimamente prefiere ahorrarse el espacio de almacenamiento.
No quiere admitir que el trabajo se ha convertido en una tarea doméstica en lugar de ser un placer o un deber. Solía disfrutar incluso de sus partes más aburridas. A diferencia de Sherlock, él ha hecho las paces con el hecho de que el mundo siempre girará un poco demasiado despacio para su gusto. Aprendió a evaluar las situaciones de la vida a largo plazo y a encontrar satisfacción en tomar lo mundano y usarlo para ilustrar una gloria mayor. Evolución a largo plazo en lugar de emociones efímeras.
El golpeteo en la puerta resulta ser una distracción muy bienvenida. El hombre, de pasos suaves y callado, le indica por señas que tiene una visita.
«¿Quién?» pregunta Mycroft con una sola mano.
El hombre duda.
«¿Una mujer?»
Resulta que es más que “una mujer”. Mycroft se encoge en su asiento.
—¿Qué haces aquí?
—Eres un encanto. Vine a comer contigo, tontorrón —dice Mamá, dejándose caer sobre la silla vacía con un suspiro—. Papá te manda un abrazo. Menudos caras de palo tenéis ahí afuera —añade, refiriéndose al surtido de políticos y hombres de negocios que se arrellanan en el salón—. Entiendo el atractivo de tener un poco de paz y tranquilidad, pero algunos parece que están a un paso de la tumba. ¿Cómo estás, querido?
—Bien —dice Mycroft, sospechando—. ¿Por qué has venido?
—Te avisé; llamé hace siglos para quedar para comer y me dijeron cuándo y dónde, como si fuera uno de tus esbirros de Westminster. De verdad, Mycroft, a tu propia madre.
—Lo siento, Mamá. Espera… —teclea un mensaje a toda prisa. La respuesta es instantánea.
[Ups. -A]
Le hace una mueca a su teléfono.
—¿Myc?
—Error burocrático. Lo lamento. —A regañadientes, se levanta y le obsequia un beso en la mejilla—. Me alegro de verte.
—Mentira —dice Mamá—. Te olvidaste de que venía.
—No. No sabía que venías.
—Ah, bueno, eso es otra cosa —concuerda ella, animándose—. ¡Sorpresa! No te molesto, ¿no?
—No —suspira Mycroft—. Puedo arreglármelas. Me temo que no he reservado nada.
—Paparruchas. Nos las arreglaremos —replica Mamá—. Hay un Prêt en cada esquina de Londres.
Procede a ignorar su expresión de disgusto y recoge las bolsas de sus compras, su bolso y su abrigo. Él no le sugiere que coman en el club; Mamá piensa que es demasiado estirado, y que la comida es predecible. Sin mencionar que, habiéndose pasado buena parte de los setenta organizando huelgas, desaprueba algunas de sus premisas.
En lugar de eso, Mycroft la lleva por el parque de Saint James, encogiéndose de repulsión ante las hordas de palomas, y con Mamá haciéndole un reporte pormenorizado de sus encuentros con pelícanos en Florida, que él ya ha oído varias veces. En Saint James street se deslizan en algo que usa el ostentoso nombre de “cafetería”, y que sin embargo se las arregla para profanar infinitamente dicho epíteto con sus precios.
Mamá espera a que hayan pedido para echarle la bronca.
—Hace tiempo que no vienes por casa.
—He estado ocupado —replica él, fingiendo que le interesa más el arte de las paredes que la expresión de su madre.
—Hasta Sherlock vino en pascua. Y John nos llama. Papá y yo empezábamos a pensar que te había tragado la tierra.
—Por desgracia —dice Mycroft, evaluando las lámparas—, estoy aquí.
—No te hagas el gracioso. Haces que me preocupe.
—Estoy perfectamente. No hagas tanta alharaca —le dice con firmeza, y Mamá jamás se ha mostrado menos convencida en toda su vida. Lo mira con dureza por encima de sus gafas de leer, y luego se las quita.
—Mickey, tengo dos hijos, uno de los cuales es capaz de soltarme mentiras descaradas a la cara y conseguir que me las crea, y lamento informarte de que no eres tú.
Mycroft se estremece ante la sintaxis y, dado que la prevaricación no funciona, opta por la distracción.
—¿Has terminado la lista de invitados para tus bodas de rubí?
—Más o menos; Papá está usando Facebook para rastrear las últimas direcciones que nos quedan. No, no te ofrezcas a ayudar. Le toma horas y se queda encerrado en su despacho, y la verdad es que a veces nos hace falta esa paz. ¿Sabes que rompió la cafetera? ¡Era nueva! Cómo lo consiguió es algo que se me escapa. —Se ríe, a pesar de sus palabras, y su exasperación se disuelve en amor—. ¿Cómo van tus planes?
—Bien encaminados, por supuesto. He contratado a un florista…
—Ay, Myc, no podemos, Cissie insiste que…
—…que vendrá ese día, corregirá con discreción los desastres de la prima Cissie, y se irá. No te preocupes, Mamá.
—Por favor, no empieces una guerra familiar. Apenas hemos conseguido superar la última —dice Mamá, tomando su cuchillo y tenedor al llegar los entrantes.
—Nada de eso. Pretendo mantener arcanum boni tenoris anima…
—Que sí, que sí, amo, amas, amat, ave César y etcétera. Sólo trata de acordarte de la parte de familia supra omnia.
—No me atrevería a olvidarlo.
—No, supongo que tú no lo harías —asiente Mamá, tocándose la muñeca—. ¿Cómo está ese hermano tuyo? ¿Buscando problemas?
—Extraordinariamente tranquilo —responde Mycroft—. Realizando buenas acciones y… en modo doméstico.
—¿Feliz?
—Estoy seguro de que está bien.
—Dime la verdad.
—Entonces no. Es infinitamente miserable.
—¡Mycroft! —Mamá parece conmocionada de verdad.
Él clava su tenedor en las arancini con petulancia.
—Tú preguntaste.
—Lo sé, y yo te pedí que dijeras la verdad y lo hiciste.—Se reclina en su asiento, preocupada; la cafetería y la comida podrían estar hechas de cartón, por la atención que les está prestando ahora. Mycroft se revuelve ante el escrutinio, pero sólo por dentro. Por fuera come con los movimientos monótonos y aburridos de un hombre tomando combustible, lo cual ya es bastante revelador de por sí. Mamá suspira, llena de remordimientos.
—Aut Caesar, aut nihil —musita Mycroft.
—Aut John aut nada, querrás decir —dice ella—, ya hay demasiado de aut nihil en general.
—No te disgustes.
—No puedo evitarlo, soy vuestra madre. Detesto veros tan tristes y lúgubres, y no poder hacer nada al respecto.
Mycroft frunce el ceño y abandona su plato, sin hacerle caso a la ensalada.
—Somos adultos. —No le daría ningún placer contarle que Sherlock, finalmente, lo ha apartado de su vida. No serviría de nada mentir y decirle que la madurez los ha dotado mágicamente de la capacidad para gestionarse, o que las cosas se resolverán solas. En la experiencia de Mycroft, todo eso son falsedades de Hollywood. No quiere contarle nada de su cirugía, o de sus otros problemas.
—Ven a casa en navidad —dice ella, y le recuerda a conversaciones pasadas de similar cariz, en los días justo después de su graduación, y después de un funeral del que nunca le dijo nada a nadie—. Sé que para ti es aburrido, pero me gusta verte.
—Tendrás más que suficiente con Sherlock y John.
—La familia, Mycroft. Al final es lo único que tenemos, nos guste o no.
Él no está de acuerdo, y eso lo frustra. Sherlock nunca ha sido capaz de brindarle nada más allá de alguna crisis y una bienvenida ocupación para su agudeza mental; siempre ha venido exclusivamente de su lado, y aunque Sherlock ha hecho el amago (con pataleta incluida) de apartarlo de su vida en el pasado, su hermano nunca había tenido ninguna alternativa a él, salvo irse a la deriva hacia una muerte estúpida. Pero ahora se ha lanzado de cabeza a otro afán, aunque se destruya en el intento. También existe la posibilidad de que no acabe destruido, y eso molesta a Mycroft más que lo que se atreve a admitir.
—Ya veré —dice, y Mamá lo traduce como “no”. Siempre hace estas cosas sólo para complacerla, y ella está agradecida por eso, pero muchas veces le resultaría más fácil si simplemente admitiera que hay una razón por la que se sigue amilanando ante sus parientes a pesar de ya estar entrado en la mediana edad, y por la que sigue durmiendo con una luz encendida.
Mamá cae en el silencio, toqueteando su plato de linguini sin saborearlo, sintiéndose vieja.
—Bueno —dice después de un rato largo—. Supongo que estaremos muy ocupados en navidad. Con una niña pequeña por ahí hay mucho trabajo, y encima hay que lavar los platos. Quizá tienes razón.
—Podría ir un día.
—Ahora que lo pienso, no tendremos mucho espacio, con todo el mundo en casa; habrá que poner a Sherlock en tu cuarto, y darle el suyo a John y la niña.
—¿Qué pasó con la segunda oficina que ibais a convertir en dormitorio?
—Ni siquiera hemos empezado —ríe Mamá—. Está en la lista de tareas pendientes de Papá.
—Oh.
—No, tienes razón. No debería estar intentando siempre arrastrarte a casa mes sí y mes también, cuando ya tienes tu propia vida. Pero llámanos, ¿vale? ¿Después del discurso de la reina?
—Muy bien —dice Mycroft, sintiendo que acaba de pisar con el pie equivocado. Sospecharía que Mamá está intentando usar la psicología inversa con él, salvo porque jamás de los jamases lo ha hecho—. Por supuesto, esto es dentro de muchos meses —empieza, y entonces Mamá oscila de nuevo.
—¡Sólo si estás seguro de que no te importa! Quizá podríamos conseguir uno de esos sofá-camas…
—No, está bien —se apresura a decir Mycroft, odiando el concepto de los sofá-camas en general y la idea de tener que dormir en el salón, relegado a ser el invitado menos importante, en particular—. Prefiero pasar la navidad solo.
Vadean por el silencio resultante y la pasta que les queda hasta que llega el momento de pedir la cuenta y escapar. Mycroft intenta pedirle un taxi o un coche o algún otro método respetable de transporte, pero ella insiste en que la acompañe a pie hasta la estación de metro.
—Tengo cosas que hacer —le dice—, que incluyen mi tarjeta de crédito y el Mark and Spencer’s. Los guardarropas nunca sabrán qué los golpeó.
—Trata de no pasarte —le dice él, depositando un beso en su mejilla seca. Ella le dirige una sonrisa radiante, y luego parece ablandarse. Hay gente caminando en torno a la estación, yendo y viniendo a ciegas, sin gastar ni un segundo en fijarse en la señora del pelo gris y el impermeable, ni en su hijo urbanita, apoyado en su paraguas. Ella intercambia consejos con él.
—Cuídate —le dice—. Se te ve agotado. ¿Es el trabajo?
Él sonríe, la misma sonrisa estrecha y apaciguadora de los tiempos en que eso era lo único delgado que tenía.
—El trabajo va exactamente como espero que vaya.
—Bueno, pero no dejes que se aproveche. No tienes que hacerlo todo, Mycroft.
—Lo sé —miente, y espera a que ella haya trastabillado por las barreras y bajado por la escalera mecánica correcta antes de irse. No regresa al Diógenes. La interrupción de su horario ha cortado el hilo de sus pensamientos, y decide que es mejor dejar sus proyectos personales apartados hasta mañana.
En el camino de vuelta por Saint James, se obliga a observar el suelo bajo sus pies y nada más; ignora los graznidos de los turistas y el batir de alas, ignora el leve rugido de las fuentes y los pasos de zapatos sin rumbo. Hay poco tráfico en Birdcage Walk, y regresa al apartamento tomando el camino más largo, usando las escaleras para evitar compañía en el ascensor.
El apartamento en sí no posee ningún olor. No ha comido aquí en más de una semana; no hay basura, el olor a jabón de la ducha ya se ha disipado, y el resto es neutro. Al abrir las cortinas entra algo de luz por entre los árboles, y se queda parado ahí un instante, notando el polvo. Siempre hay polvo. Puedes comprar todos los tejidos hipoalergénicos que desees, puedes limpiar el lugar de arriba abajo pero siempre habrá fragmentos de polvo. Aparecen en la luz al caer, escasos.
Tampoco hace frío ni calor. Si se quitara la chaqueta y el chaleco podría opinar otra cosa, pero de momento es como si en el edificio no hubiese una temperatura discernible.
No siente ansia de cafeína a esta hora del día, y no piensa gastar tiempo en preparar bebidas que no necesita. La oficina, desde que se detuvo al topo, está tranquila. Ocupada, por supuesto, siempre hay trabajo, pero las catástrofes globales se están tomando un descanso temporal; al menos, aquellas catástrofes en las que él prefiere involucrarse. Hay trabajo que hacer; podría ir a la oficina. Más de lo mismo, como siempre.
El reloj no hace tictac, la ventana aísla de cualquier sonido exterior. Es su hogar, a fin de cuentas. Se supone que tiene que ser privado. El agujero de un tornillo.
Mycroft se sienta y exhala, y siente que el tiempo se expande, indómito, ante él. La chimenea está vacía; ha estado haciendo suficiente frío como para encender un fuego, pero apenas ha estado en casa lo suficiente como para molestarse; para eso está la calefacción central. Sus talones tocan la base del sofá. Cierra los ojos, echa la vista atrás, huele el papel quemado y la turba del whisky y el humo añejo de cigarillos.
Sería un terrible error repetirlo.
Echa la cabeza hacia atrás y observa una estantería llena de textos que ya ha memorizado, música que ya ha escuchado, ideas que ya ha tenido, y una ventana con vistas a una calle cuyo nombre está empezando a resultar irónico.
Cierra los ojos y junta las palmas para pensar, para encontrar respuestas, para entresacar algo que haya quedado del desastre. Apoya la cabeza en las manos.
—Demonios.
* * *
Lestrade sale del baño tropezándose, con el cepillo de dientes aún dentro de la boca, y agarra el teléfono.
Por pura suerte, sigue sonando cuando aplasta el pulgar contra la pantalla para contestar.
—Lestrade. ¿Sí?
—No quiero hablar contigo.
Lestrade se queda quieto, y se saca el cepillo de dientes de la boca. No es de Sally, ni de Scotland Yard, ni de nadie que hubiera esperado que lo llamara un lunes a estas horas. Se traga los restos de espuma de pasta de dientes que le quedan en la lengua.
—Muy bien —dice, despacio—. Vamos a tener una llamada de teléfono rarísima, entonces. ¿O esperabas que contestara otro?
—No quería decir eso. —La voz de Mycroft suena llana a través del teléfono; de fondo, Lestrade oye una débil música, algo suave con cuerdas—. Quería decir… déjame empezar de nuevo.
—Vale. —Lestrade se sienta al borde de la cama—. Adelante.
—Lestrade.
—Ese soy yo —dice Lestrade, mientras le crece una leve sonrisa. Se le contraen los pulmones y lucha contra la tos—. ¿Qué se te ofrece?
Lo oye vacilar, y eso le da curiosidad. Después de todo lo que ha pasado, no se le ocurre qué puede haber impulsado a Mycroft a llamar, pero se siente agradecido. Incluso parece que Mycroft se está esforzando.
—Odio la navidad —anuncia el otro hombre—. Odio las tradiciones y las obligaciones y todas sus basuras y adornos. La odio. Voy a… pasar ese día en casa, solo, y disfrutando del privilegio de no estar obligado a asistir a ningún tipo de nada.
—¿Vale? —dice Lestrade de nuevo—. A ver, a mí tampoco me chifla. Pero no hay ninguna ley que nos obligue, ¿no?
—Cállate, por favor —suplica Mycroft, y Lestrade obedece. Esta vez, el silencio es más largo.
—Si… —consigue decir Mycroft al final— si… te interesa sentarte y… no hablar, entonces, eh… me gustaría ofrecerte la opción.
—¿La opción?
—La opción. Sí. El otro sillón.
—¿Que vaya a sentarme contigo en navidad para no celebrar la navidad ni tampoco hablar?
—Sí, entiendo lo que dices…S-suelo leer. Y preparar un… salmon en croute o, no sé, algo así.
«Después de meses de nada, me ofrece algo, y ese algo es un puto hojaldre de pescado» piensa Lestrade. Es un método de aproximación inédito, eso lo admite.
—¿Yo llevo algo? —pregunta, cansado.
Mycroft tiene que pensarse la respuesta.
—¿El postre? Mientras el nombre no contenga “navidad” ni “navideño”.
—¿Qué tal tiramisú?
—Eso estaría bien.
—Entonces… llevaré un tiramisú —dice Lestrade, incapaz de creer lo que oye.
—Y deja de fumar —añade Mycroft, seco—. No quiero que te pongas a toser durante el discurso de la reina. —Luego, azorado, cuelga.
Lestrade se queda mirando el teléfono. No le habían pedido una cita de esta manera desde los días en que los teléfonos tenían cables largos y ensortijados, y este tipo de llamadas se realizaban llevando al límite máximo la capacidad del cable, sentado sobre la lavadora, de preferencia con la puerta de la cocina cerrada.
—¿Navidad? —repite, incrédulo. Dónde estaba esta actitud el año pasado, eso es lo que le gustaría saber. No es que le parezca mal este súbito cambio de talante, pero no puede evitar sospechar. Escribe un mensaje y lo envía. Un rato después le llega una respuesta.
[Está conmigo. ¿Por?]
Brusco. Típico de John. Lestrade exhala; por un lado es un alivio saber que Sherlock está bien, pero por el otro esto hace que el súbito ofrecimiento de Mycroft lo ponga aún más nervioso. El teléfono le vibra.
[¿Caso? -SH]
[No. Perdón. ¿Qué vas a hacer en navidad?]
La espera por la respuesta es más bien larga; Lestrade se los imagina discutiendo el asunto, que John sin duda ya tenía resuelto. Sus sospechas se confirman cuando llega la réplica.
[Vamos a casa de mis padres. -SH]
El disgusto en sus palabras es casi audible.
[Tú no puedes venir. -SH]
No se molesta en contestar, aunque no está ofendido. Está pensando seriamente en la oferta de Mycroft. Sería agradable, si lo que le está ofreciendo es exactamente lo expuesto por teléfono, si él mismo es capaz de mantener las formas, y si nada se sale de madre en el último minuto.
«Somos adultos» piensa Lestrade. «Deberíamos ser capaces de comportarnos durante un par de horas de cenar y no hablar». Ya lo han hecho antes, y probablemente podrían hacerlo de nuevo; el truco va a ser no caer en la trampa de follar por follar.
Lestrade deja su mirada perderse por el salón, las manos en las caderas, y trata de pensar en algún momento en que no hayan hecho eso. No pasa mucho hasta que llega a una breve conclusión sobre el asunto.
—Mierda.
* * *
HACE DOS AÑOS
En las horas posteriores a que Magnussen se desangrara en su propio patio; en el tiempo que le tomó a las esposas empezar a marcar las muñecas de Sherlock y a John empezar a ponerse inestable de nuevo, a Lestrade lo sobresalta una llamada.
Es una conversación truncada, en la que le dicen buenas tardes y feliz navidad y le informan de que algo ha ido muy, muy mal en las últimas horas. Lestrade se frota la boca con la mano y acepta hacer lo que se le pide. En cincuenta minutos está a bordo de un tren de vuelta al centro de Londres.
Para cuando Lestrade llega al apartamento de Mycroft, el otro lleva en Londres cuatro horas, y en su casa cuarenta minutos. El tiempo suficiente para desordenar sus inmaculadas estanterías.
Le franquea el paso a Lestrade con el intercomunicador, pero no hace ningún esfuerzo para recibirlo en la puerta principal. Lestrade entra a la deriva en una nube de shock e incomodidad, sintiéndose como un intruso, hasta que encuentra a Mycroft en el salón y ahí se detiene, aun más horrorizado.
—¿Qué haces?
—Un poquito de limpieza —dice Mycroft, señalando con su vaso. Tira un fajo de cartas de papel cebolla a la chimenea y las observa bailar hasta convertirse en ceniza—. Sherlock ha asesinado a alguien. La policía lo ha detenido.
—¿Qué? No. —El diafragma de Lestrade se crispa. Vuelve a repetir lo mismo, con más emoción.
—A pesar de lo conmovedora que es tu fe en él, no se la merece. Les disparó a Charles Magnussen en la cabeza a las cuatro en punto de esta tarde ante varios testigos, yo incluido. Al doctor Watson se le está tomando declaración.
Lestrade se resiste.
—¿Quién se la está tomando? Los míos no lo tienen.
—Lo sé —dice Mycroft, y Lestrade está a punto de desplomarse en un sillón. Si no están con la policía metropolitana, los debe haber detenido alguien más, y debe de ser alguien fuera de la burbuja de influencias de Mycroft. El susodicho tira descuidadamente otro fajo de fino papel a las llamas.
—No deberías… ¿estar con Sherlock? —pregunta Lestrade. Se desabrocha el abrigo, dado el calor del salón, y contempla incrédulo a Mycroft; está descalzo, sin chaqueta, sin corbata, y muestra un absoluto y frío desinterés por todo el asunto.
—Tengo que estar en Westminster mañana a primera hora para intentar convencer a los enemigos menos acérrimos de mi hermano de que no se lo entreguen a sus enemigos más acérrimos, y tratar de conseguir como sea algunos aliados creíbles que hablen en su favor. Salvo que Sherlock, en su infinita sabiduría, jamás ha hecho un solo aliado de ese tipo. Lo único que tiene son familiares, cómplices, degenerados y poco más.
—Me tiene a mí —dice Lestrade, sintiendo un peso en el pecho.
—Ya te contaba a ti.
—Espero no ser ni degenerado ni cómplice.
—Tú eres el “poco más” —dice Mycroft, pero su voz pierde fuerza y Lestrade no acaba de convencerse de que lo diga en serio. Mycroft mira con hosquedad a las llamas y luego echa la cabeza hacia atrás, vaciando su copa con una mueca—. Tómate algo.
—No creo que eso sea buena idea…
—Nada es buena idea. Y no te lo estaba ofreciendo. Toma. —Mycroft coge uno de sus vasos de vidrio tallado de una bandeja y se lo pone a Lestrade en la mano. Hay un brillo cínico en sus ojos—. Míralo de esta forma: si tú bebes, quedará menos para mí. Salud.
Golpea el vaso de Lestrade con el borde del suyo, demasiado fuerte, y luego se sienta en la alfombra con un gruñido, la espalda apoyada en el sillón.
Despacio, Lestrade hace malabares para quitarse el abrigo y luego se une a él, con las piernas extendidas hacia la chimenea.
—¿Qué es todo esto? —pregunta Lestrade, rescatando unas delicadas páginas del fondo de una caja casi vacía, y mirándolas con ojos entornados. Son indescifrables.
—Ah, souvenirs que me llevé de aquí y allá. Razones para alegrarse de que, como nación, no torturamos a ciudadanos británicos en suelo británico. No oficialmente, quiero decir. —Mycroft toma las hojas de entre los dedos de Lestrade y las arroja a las llamas—. No deberías preguntar, en realidad. No me gustaría hacerte cómplice. Quema la caja también —añade—. Llega hasta el final.
—Jesús, Mycroft.
—No —ríe Mycroft, sin humor—. No encontrarás a ninguno de los dos en esas páginas.
Lestrade se sienta, las palmas sudorosas mientras rompe la caja en pedazos y los va arrojando al fuego.
—¿Qué le van a hacer? —Mira el rostro de Mycroft, de perfil, iluminado diabólicamente por el fuego, y luego suspira de compasión por él cuando el otro no contesta—. Estás enojado.
La expresión de Mycroft se vuelve terrorífica y, durante el breve segundo en que aprieta los nudillos en torno al cristal, Lestrade piensa que va a tirarlo contra la chimenea de pura rabia.
En lugar de eso, Mycroft vuelve a recomponerse.
—Estoy furioso —replica, la voz hueca—. Furioso.
Hay algo afilado y herido en él, como si de verdad hubiese roto el vaso, y por un largo rato Lestrade no habla, por temor a cortarse. Arranca pedazos de la caja hasta que no queda nada, y luego alimenta el fuego hasta que los dos sudan, pero incluso las cenizas de los secretos de Mycroft han desaparecido.
Lestrade se reclina hacia atrás cuando termina, aflojándose la corbata. El humor de Mycroft se le está contagiando, y sabe por abundante y amarga experiencia lo duro que es esperar a un resultado temido, sabiendo cuánto va a doler cuando se confirme.
—Pásame la botella.
Mycroft se ladea para alcanzar el whisky que está sobre la mesa y lo suelta con suavidad entre ambos. Lestrade sirve para los dos y luego vuelve a meter el tapón de cristal en la licorera.
—¿Para qué me necesitas? —pregunta.
Mycroft lo mira por el rabillo del ojo y se encoge levemente de hombros.
—Poca cosa. Era sólo para informarte de la situación sin tener audiencia no deseada. —Agita el vaso en un pequeño círculo, señalando las estanterías y el techo—. Este es el único sitio cuya privacidad puedo garantizar. Y a pesar de lo mucho que me gustaría conservar nuestros canales habituales de comunicación —baja las manos a su regazo y mira hacia abajo, como si pudiera visualizar algo en el licor—, supongo que van a tener que sufrir algunas alteraciones.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir… que Sherlock tendrá que irse, si es que no acaba en prisión para el resto de su ingeniosamente corta vida. No tendré mucha necesidad de mantener correspondencia con la policía después de eso.
—¿Qué pasa si yo sigo necesitando mantener correspondencia con el gobierno?
—Tenemos un teléfono de atención al público.
—Me gusta más la línea directa —dice Lestrade—. A veces viene con una copa de regalo.
—Sólo cuando la línea se ha portado mal.
—Todo va a salir bien. —Lestrade deja su vaso en la alfombra y cambia de postura para estar de cara a él, un codo sobre el asiento del sofá—. Verás… tú… algo saldrá. —La pregunta de si se lo cree o no se hace evidente en sus ojos.
—Ya no me quedan más cartas que jugar —dice Mycroft en voz baja, con un imperceptible meneo de cabeza—. Y esa es la verdad. Entre los dos hemos conseguido la versión más paradigmática de una victoria pírrica.
—Perdona, ¿una qué?
—Pirro, rey de Epiro. Luchó contra los romanos en Ásculo el 279 antes de Cristo y, a pesar de haber ganado la batalla, sufrió unas pérdidas tan cuantiosas que se suele decir que dijo que una victoria como ésa más y tendría que volver a casa solo.
—Ya. Bueno. Joder —dice Lestrade. Se queda callado, a todas luces angustiado, y Mycroft vuelve a revolcarse en su miseria, pero entonces Lestrade le impide ir más lejos sobresaltándolo con una pregunta—: ¿Y qué pasó después?
—¿Qué quieres decir?
—Con Pirro de Siro. ¿Qué le pasó?
—De Epiro —lo corrige automáticamente Mycroft—. Bueno, un año más tarde se convirtió en rey de Sicilia, luego intentó conquistar Cartago pero se rindió y volvió a casa. Un par de años más tarde se convirtió en rey de Macedonia, y acabó muriendo cuando una vieja le tiró una teja mientras combatía y lo derribó del caballo, dejando viuda a su quinta mujer.
Lestrade hace una pausa, y luego señala:
—O sea que fue tres veces rey y sobrevivió a cinco esposas y luego murió haciendo lo que le gustaba. Si lo piensas, es una vida bastante exitosa, ¿no?
—Personalmente, yo no la escogería —dice Mycroft, pero Lestrade nota que está sopesando el argumento.
—Estoy de acuerdo, no te veo teniendo cinco esposas.
Para alivio de Lestrade, Mycroft deja escapar un pequeño bufido de diversión.
—No —concurre—. Desde luego.
—Yo tampoco. Ya fue un error tener sólo una.
El whisky les quema la lengua mientras beben, y su sudor acaba por enfriarse mientras el fuego pasa de un rugido a un murmullo. Mycroft tiene todo el tiempo la intención de pedirle a Lestrade que se marche, pero el silencio se alarga y se alarga sin irritarlo, y no quiere ser él quien lo rompa.
Lestrade vuelve a llenar los vasos, el suyo con generosidad y el de Mycroft con avaricia. Obviamente se ha tomado al pie de la letra los comentarios sobre beber en casa de Mycroft, o quizá está tratando de ponerse a su altura. Para eso le hará falta beber mucho más, calcula Mycroft. Él es más grande, pero Lestrade es un bebedor más consumado, con diferencia.
Ya está sintiendo la punzada de náusea y la inestable sensación de de sus sentidos perdiendo su capacidad de movimiento coordinado y de obedecer a la gravedad, y todos los otros agradables efectos de emborracharse con licor de calidad. Lestrade, por contra, parece volverse cada vez más sólido, como si el alcohol lo estuviera fijando a la alfombra.
Su actitud tiene un efecto extrañamente calmante. Mycroft sabe, por experiencias muy duras, que él mismo puede alimentarse de restos de ira por días enteros, aguantando a duras penas a base de una acidez cuidadosamente racionada, convirtiéndola en combustible cuando ya tiene el tanque vacío. Lo usa como barrera entre él y esas otras emociones, igual de poderosas pero mucho menos productivas.
Como el asco, y el miedo. La peor es la culpa, y jamás se atreve a hablar de la soledad, ni siquiera en broma.
Lestrade sacude la licorera para verter las últimas gotas en su vaso, y olvida volver a ponerle el tapón. El olor del alcohol es lo suficientemente fuerte como para picarles la nariz, pero no tanto como para que Mycroft se sienta obligado a hacer nada al respecto. En lugar de ello, se descubre contemplando el cuello de la licorera y, aunque no hay nada que ver, imagina un mundo en el que puede ver los vapores escapando irrevocablemente de la botella.
—Joder —dice Lestrade, enfáticamente. Deja su vaso y se tantea los bolsillos, y al final produce una aplastada caja de cigarillos entre las monedas y las bolas de papel. La sacude, y un único cigarillo se desliza hacia afuera.
—Imagino que tú no tendrás, ¿no?
—Lo dejé —dice Mycroft, observándolo con vago interés mientras busca un encendedor. El otro replica:
—Yo también lo dejé. Un poquito. ¡Puta madre!
Se ha olvidado el encendedor en el escritorio o en el coche, poco importa; no lo tiene, y eso es lo importante. Examina sus recibos arrugados, buscando algo con lo que improvisar una cerilla, pero están rotos o pegosteados con chicles viejos. Los tira a la chimenea con desprecio y luego se arrodilla, haciéndole una reverencia al fuego y jugándose las cejas para encender el cigarillo con las llamas.
—Por el amor de dios, tienes astillas de prender en la repisa.
—No, ya lo tengo.
Se reclina hacia atrás, el cigarrillo encendido y las cejas intactas, milagrosamente. Mycroft lo observa y luego le coge el cigarrillo para darle una calada mientras Lestrade vuelve torpemente a su sitio, exhalando un penacho de humo.
El humo le pica al fondo de la garganta y hace que le ardan los ojos. Le resulta difícil tragarse lo que ha inhalado y le devuelve el cigarrillo, tratando de no toser.
—Desagradable —comenta.
—Es barato —se disculpa Lestrade.
—Yo tenía puros por alguna parte —comenta Mycroft, mirando a su alrededor—. De los buenos.
—¿Y se te ha olvidado dónde los pusiste? —a Lestrade le está entrando bastante mejor el cigarillo. Se inclina hacia adelante para tirar la ceniza en la chimenea.
—Olvidé el sitio. Un intento de “no nos dejes caer en la tentación” —cita Mycroft.
—¿Y líbranos de los habanos?
Mycroft lo premia con unos ojos en blanco y una risita contenida.
—Me atrevería a decir que puedo deducir dónde los dejé.
—No lo hagas —le recomienda Lestrade, ofreciéndole la segunda mitad del cigarillo—. En mi estado actual me fumaría la mitad y me llevaría el resto para luego.
—Eres más que bienvenido a hacerlo. —Mycroft se pone la colilla entre los labios y da una calada pequeña y tentativa—. Altos en alquitrán…
—La próxima vez.
Mycroft lo mira con una mezcla hirviente de curiosidad, rabia y muchas otras cosas, y Lestrade cae en que el otro no estaba usando hipérboles. Ésta bien podría ser la última vez que los caminos de ambos se crucen. Con temor creciente, se pregunta si ya habrá visto a Sherlock por última vez.
No consigue recordar nada de lo que le dijo, pero sin duda no habrá sido nada significativo. Le hubiera gustado poder estar ahí, haber dicho alguna estupidez para que se acordara de él siempre.
—Dios mío.
Mycroft apaga el cigarillo.
—Dios mío —repite Lestrade, horrorizado.
—Si te sirve de consuelo, no creo que a él ni siquiera le importe —dice Mycroft, y su tono es un cuchillo. Sus palabras dan la extraña sensación de estar ensayadas—. No le importa la gente como tú o yo. Sólo somos un inconveniente daño colateral.
—¡Ese puto idiota!
—En eso estamos de acuerdo —comenta Mycroft. Le pone el tapón a la botella y la aparta, pero no hace ningún intento de moverse de su sitio junto al fuego. Las arrugas junto a sus ojos se ven más grandes y profundas bajo la luz cambiante. Parece estar más allá de cualquier cansancio físico.
Lestrade abre la boca para preguntarle qué puede hacer, pero Mycroft murmura, casi para sí mismo, «la próxima vez…»
—Sí —asiente Lestrade en un susurro—. Por supuesto.
Y entonces Mycroft lo besa.
El beso es suave, a pesar de la aspereza del alcohol y el tabaco; una sensación dual que se invierte cuando el sabor se dispersa y Lestrade supera su sorpresa inicial. Mycroft retrocede, no lo suficiente para romper el beso pero sí para guiarlo hacia el rechoncho asiento del sillón, obligando a Lestrade a aplastarlo contra él.
Cuando ese beso termina, Mycroft aparta la cara del siguiente. Lestrade vacila, pero una mano en su nuca lo anima a besarlo en la mandíbula, donde la ligera barba de la noche le arde en los labios. Besa a Mycroft bajo la barbilla, por el vulnerable monte de la garganta y luego en el valle donde ésta se une con el pecho. Mycroft suspira desde algún lugar muy lejos de ese salón donde sus secretos se queman el horror del fracaso pende sobre los dos.
Continúan con gestos silenciosos y torpes. Lestrade se sienta para desatarse los zapatos y quitarse los calcetines, la mirada puesta en los pies sorprendentemente gráciles de Mycroft, que se balancean adelante y atrás sobre la alfombra, esperando. Se impacienta cuando Lestrade empieza a manotear con sus propios botones y entonces se pone de pie y lo guía hacia el dormitorio.
El umbral queda oscurecido por las persianas opacas que ya están bajadas en la habitación. Lestrade palpa la pared en busca de un interruptor, pero no lo encuentra. Mycroft no tiene ningún interés en ayudarlo con eso. En lugar de eso, lo agarra del cinturón con una mano y lo arrastra inexorablemente hacia la cama.
Continúan a ciegas. Es sólo entonces que Mycroft se desviste, sus movimientos eficientes e invisibles. Lestrade lee su cuerpo con las manos en un descubrimiento pensativo y torpe. Las yemas de sus dedos encuentran la borla de un lunar en las costillas y el vello áspero que le ofrece una senda en braille del centro del pecho hacia abajo. Mycroft le pasa las manos por la espalda, lo ayuda a salir de su camisa y pantalones; tira con impaciencia para dejarlo desnudo y encima de él, y entonces mete una mano fresca en sus calzoncillos.
Lestrade gime. Trata de volver a besarlo y falla en la oscuridad, besándole el lóbulo de la oreja, produciendo un ruido del otro que hace que se ponga duro a pesar de lo fríos que están los dedos de Mycroft en comparación al calor de su erección. Se pregunta si Mycroft estará sonrojado. Lo siente sudar, nota su sabor, una leve humedad en el pecho. Las manos de Mycroft se van calentado lentamente.
No se mueve con rapidez contra Lestrade. Lo provoca; o tal vez deduce. Sus caricias no son bruscas, aunque parece querer animar a Lestrade a serlo. En lugar de eso, roza apenas los hombros de Lestrade con la mano, las llanuras de su espalda y sus nalgas en caricias calculadas que lo hacen estremecerse.
—Échate un poco hacia atrás —dice Mycroft, justo cuando se ha trabajado a Lestrade hasta el punto óptimo de excitación. Deja aire frío entre los dos al apartarse. Lestrade espera, perdido, oye el suave deslizamiento de un cajón y luego el crepitar del aluminio.
—¿Estás seguro? —pregunta.
Le responde la oscuridad, usando la voz de Mycroft, mientras Lestrade siente las piernas del otro deslizarse, pasar de estar debajo de él a estar alrededor de él.
—¿Tú no quieres?
El látex está tibio; Mycroft ha frotado el paquete entre las palmas antes de abrirlo. Lo desliza por toda la longitud de Lestrade con aplomo. Lestrade no responde a su pregunta con palabras. En lugar de eso, cierra los dedos en torno al frasco que se le pone en la mano, y deja que Mycroft lo guíe.
Lestrade está mareado de alcohol y excitación. En la oscuridad pierde la noción del tiempo y el espacio, y al mismo tiempo siente una aguda sensibilidad. Normalmente es ruidoso durante el sexo; esta noche su voz parece hacer eco en las paredes, desorientándolo, y sigue el proceso casi como en sueños. Mycroft está callado, salvo por su respiración áspera y súbitas exigencias.
—Vamos —lo apremia, volviendo a agarrarlo, apretándose contra su cuerpo. Sus pechos chocan, Mycroft presiona castamente la mejilla de Lestrade con sus labios, y es eso, más que cualquier otra cosa, lo que hace que se apresure.
—¿Ya has hecho esto antes? —se pregunta Lestrade en voz alta, pero no obtiene más respuesta que el arco que forma el cuerpo de Mycroft, y todos sus dedos hundiéndosele en las escápulas.
Hay poca finura en lo que hacen; los dos ya han ido demasiado lejos. El cabecero traquetea, Lestrade gime y Mycroft da un pequeño grito. Desliza las manos por el pecho de Lestrade, empujándolo hacia atrás y al mismo tiempo acercándose a él, hasta que Lestrade capta la indirecta. Se endereza, agarra las caderas del otro y lo hace lo mejor que puede.
—Dios… ¡Dios! —exclama Lestrade con voz ahogada. Hace mucho tiempo que no tiene sexo como este: locura y torpeza, algo más orientado a buscar el orgasmo que a sentirse bien. Palpa el vientre de Mycroft hasta que consigue rodearlo con los dedos, y deja que el movimiento de sus esfuerzos combinados lo hagan deslizarse adelante y atrás dentro de su puño.
El tartamudeo del cabecero cambia; Mycroft lo ha agarrado con las dos manos y, usándolo para estabilizarse, se alza contra las embestidas de Lestrade.
—¡Ahí! —balbucea—. ¡Ahí!
A Lestrade le duelen los muslos; en la mañana va a estar hecho una ruina, pero ni siquiera piensa en eso ahora. Se inclina hacia adelante, la boca abierta, se mueve más rápido y reza por tener el ángulo correcto, aunque para él está bien.
No sabría definir el sonido que hace Mycroft al final; lo que fuera que estuviese a punto de escapársele es contenido con brusquedad, transformado en algo suave e indefinible. Pero su cuerpo entero se mueve, formando una tensa curva y luego un largo, largo estremecimiento. Lestrade desfallece, tomado por sorpresa, pero no se detiene. Mueve la mano hasta que la palma y los dedos están resbaladizos, y luego, cuando Mycroft lo toca, lo suelta. Planta las dos manos, ahora libres, sobre la cama y se balancea, empujando las rodillas de Mycroft hacia arriba entre un duro-rápido y un suave-profundo. Mycroft se contrae, se mueve debajo de él y, erráticamente, le ponen fin a todo.
Se derrumban en la cama. Lestrade se estira, lánguido, con los músculos vibrando. Se sobresalta cuando la mano de Mycroft lo encuentra de nuevo, quitándole el condón a ciegas pero con seguridad. Aturdido por el orgasmo y cansado, le toma a Lestrade unos minutos encontrar las fuerzas para tratar de rodear al otro con el brazo y ponerse cómodo de verdad. Inmediatamente su ingenuidad se encuentra con el rechazo.
—Baño —pronuncia Mycroft. La cama cruje mientras se yergue sobre piernas inestables. Lestrade se desmadeja sobre el espacio cálido que deja. No le importa esperar. Se oye el sonido suave de algo ligero cayendo desde cierta altura y el estampido de una tapa metálica, seguidos del chasqueo y el retumbo de la puerta de un armario, y el balanceo de perchas de ropa. No es hasta que Mycroft llega a la puerta que se detiene.
—¿Mycroft?
Les llega algo de luz desde el salón, ahora que ha abierto la puerta. Mycroft vacila. Lestrade no lo ve muy bien, pero distingue su perfil y una bata gruesa de lana, y puede ver algo en la expresión del otro. Lestrade se yergue sobre un codo.
—Quédate —dice Mycroft—. Quiero ducharme, y luego necesito dormir. —Mira hacia atrás. Lestrade, de pronto consciente de su propia desnudez, se envuelve los muslos con la esquina del cobertor.
—¿Vale? —dice, sin estar seguro.
—Buenas noches —dice Mycroft, y deja un resquicio de la puerta abierta tras él. Lestrade espera, la zona húmeda se enfría y, bajo la beligerante influencia del whisky, se duerme antes de oír dejar de correr el agua de la ducha.
Se despierta tarde a la mañana siguiente, todavía a oscuras. Se tambalea en busca de la ventana, que es un fino cuadrado de luz detrás de la persiana, y hace una mueca de dolor cuando la levanta y entra la luz del sol. La ropa de ambos sigue tirada en el suelo en tristes montones, como polillas perdidas, frías al tacto. Lestrade separa la suya y se la pone, incómodo.
Las puertas de algunas de las otras habitaciones están recatadamente cerradas, aunque la del baño está abierta. Cauteloso, prueba a girar las manivelas. Dos resultan estar cerradas con llave, la otra se abre con facilidad a un segundo dormitorio. La cama está usada y las sábanas, revueltas; el colchón ya está frío.
El apartamento está vacío. Encuentra una nota en la cocina que le informa de que es libre de alimentarse con el contenido de la nevera, y de que las alarmas se activarán automáticamente en cuanto se marche. Lestrade se queda de pie en mitad de la cocina, descalzo, y trata de usar el hecho de que lo más probable es que Mycroft esté en Westminster regateando la vida de su hermano para apaciguar su decepción.
Se prepara café y deja la taza como símbolo de que no está ofendido del todo. Recoge sus zapatos y chaqueta y se marcha en una fría y húmeda mañana de navidad.
Notes:
Notas de la autora:
-Hay pelícanos en el parque de Saint James en Londres, aunque no son los mismos que los pelícanos pardos de Florida. Son blancos y grandes de pelotas que acechan a los turistas esperando que les den comida, y de vez en cuando muerden a las palomas. Aunque yo nunca los encuentro cuando voy (bufa).
-El latín pretencioso de Mycroft se traduciría como “el secreto para estar de buen humor”, a lo que Mamá replica “la familia ante todo”. Después de eso, Mycroft dice “o César o nada”, pero Mamá más o menos lo traduce después.
-El título del capítulo salió de la canción Do You Realise, de The Flaming Lips. El título provisional fue “en el que Mamá fastidia a Mycroft y lo hace darse cuenta de que su erección emocional por Lestrade no va a desaparecer nunca”.Notas de la traductora:
-Las arancini son unas croquetas de arroz fritas y rellenas de mozzarella, típicas de Sicilia.
-La turba es un tipo de carbón que se usa para filtrar whisky.
-Yyyyy ppor fin hemos alcanzado la mitad de este monstruo y esto es una actualización exprés sin revisar ni nada porque tengo un Examen Muy Importante el próximo 1 de octubre, por favor sepan perdonar errores, se aceptan oraciones >.<
Chapter 16: Y los he amado a todos
Chapter by BelsanEmpress, Odamaki
Summary:
Sandra y él se quedan de pie junto a una cama que es a todas luces para una única persona, con el sonido de un hombre leyendo cuentos a niños pequeños de fondo. John se humedece los labios; tiene la garganta seca.
Notes:
Notas de la autora:
Bueno, aquí va. El gran capítulo trepidante.
Las notas están al final, como siempre.
Si os gusta, dejad un poco de amor para Codenamelazarus en los comentarios. Es la mejor de las amigas en los peores momentos, y hace un trabajo excelente por muy poco reconocimiento.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Ha pasado un tiempo desde la última vez que puso los pies en la oficina de Ella. Sólo ha estado una o dos veces en todo el verano, para carraspear y balbucear y esquivar su mirada durante cuarenta minutos, y después de cada vez ha dejado pasar un par de meses.
La habitación no tiene ninguna decoración navideña; ni siquiera un par extra de bolas de vidrio color pastel, ni un pedazo de cinta. Se supone que tiene que ser un espacio neutro. John lo encuentra extrañamente triste.
—¿Cómo has estado? —pregunta ella en cuanto John se sienta.
—Bien. No he estado mal.
—Me alegro de oírlo. ¿Has estado durmiendo bien?
John arruga la cara e indica resultados variables mediante un meneo de cabeza.
—Ha estado bien —concluye—. Alguna noche mala. No demasiado seguidas.
—Bueno, suena manejable —comenta Ella—. ¿La severidad?
John se encoge de hombros.
—No son peores que antes. Es… cuando son muy malas, despierto a la niña.
—¿Eso te preocupa cuando intentas dormir? ¿Que tendrás una pesadilla y tu reacción despertará a la niña sin querer?
—A veces. —Parece inseguro y avergonzado.
—¿Son las pesadillas de siempre, John?
—Sí, mayoritariamente. Creo que es sólo que estoy soñando más que de costumbre —dice, cambiando de postura en el asiento, indicándole a Ella que miente. Ella asiente, como si estuviera de acuerdo, y anota algo en su expediente.
—Como ya sabes, no me gusta darle mucho peso a los sueños, John. Puede darse por una multitud de razones, algunas de las cuales ni siquiera entendemos. No siempre son señales de algo que está ocurriendo en tu vida, a veces son aleatorios; pero a veces es útil buscar elementos comunes y hablar de ellos. A veces esa imprevisibilidad, o la sensación cruda que has tenido en el sueño, puede ayudarte a pensar sobre ti mismo bajo una luz nueva.
Ahora John se muestra claramente incómodo, y ella lo anota como una advertencia y se aleja del tema.
—Sólo tenlo en cuenta para nuestra próxima sesión; quizá anota cualquier cosa que creas que te gustaría explorar.
John da una seca cabezada que expresa “ni de puta coña” mucho mejor que lo haría negar con la cabeza.
Es un caso de colaboración mutua; habiendo extraído suficiente información, Ella se recuesta en el asiento y le da rienda suelta al tema favorito de John.
—¿Cómo está tu hija?
—Pues está bien. Está de maravilla, de hecho. —Se yergue en el asiento, un codo en el apoyabrazos, conversador de repente—. Pero da problemas. El otro día robó una latita de pescado; debe de haber estado al nivel de sus ojos en la estantería. Pero bueno, el caso es que hizo saltar la alarma y el guardia de seguridad la encontró al fondo del carrito.
—Mi hijo intentaba comerse las uvas —dice Ella, comprensiva.
—Sí, a ella no le gusta que tenga que poner los plátanos en la cesta y pasarlos por caja antes de poder comerse uno. Creo que sólo le gustó el dibujo del pescado de la lata.
—Probablemente —asiente Ella—. Es demasiado pequeña para tener un concepto firme de la propiedad personal. No es que se esté llevando cosas y acaparándolas.
—¿Por qué? ¿Qué significaría eso?
—A veces, nada —replica Ella, retractándose—. Simplemente es un comportamiento más marcado en niños mayores. No creo que tengas nada de lo que preocuparte.
—Hm. Y, eh, está hablando mucho más. Ya puede juntar un par de palabras, como “adiós Nana” y “chocolate, por favor”. —Sonríe con tristeza—. Está empezando a pillarle el truco a las preguntas. Le puedes decir “dónde está esto” y ella lo señala o va a cogerlo. Saca muchas cosas de la guardería. La última es “idi idi oc”, que creo que significa “hickory dickory dock”.
Ella ríe, curiosa ante su verbosidad súbita. Casi como si estuviera deseoso de avanzar en el tema por algún motivo. Interesante.
—La última de mi hijo es “veo veo, ¿qué ves? Una cosa que empieza por ‘ventana’”, y cuando lo adivino demasiado rápido se enfada.
John se ríe con sinceridad ante eso.
—Es algo que esperar con ansia —dice Ella—. Eso y las vacaciones de verano. ¿Fuiste a alguna parte?
—Ah. Eh, pues fui a ver a un amigo. En agosto. Del ejército.
—¿En serio? Qué bueno —dice Ella con algo de entusiasmo. No menciona a sus amigos casi nunca—. ¿Qué tal fue?
—Estuvo bien. Hm. Triste. Fue un poco triste. Él… no está muy bien. Se siente solo, ¿sabes?
Se lo imagina. John ha mencionado a una cantidad muy limitada de personas, y el comandante Sholto es una de ellas. Ella conoce el papel que jugó en la vida de John, y puede adivinar parte del efecto que ha tenido. Descruza las piernas y baja la tablilla un momento.
—Cuéntame cómo fue.
John busca por dónde empezar.
—No estuvo mal —dice, usando su lugar común favorito—. Abejita se portó muy bien en el tren. O sea, es un viaje muy largo. A Norfolk —añade, cuando ella se muestra inquisitiva—. No hay mucho transporte público. Le, eh, pedí a un amigo… a otro conocido del ejército… que nos llevara. —Ella no dice nada, y deja que la pausa crezca hasta que John se remueve en la silla y llena el espacio en blanco—. Se llama Bill. Es enfermero, lo conocí en campaña.
—Creo que ya lo mencionaste una vez.
—Es un buen hombre —dice John, el tono monocorde para que ella no piense que está siendo sentimental—. Muy buen enfermero.
—Suena bien. Debe de ser un buen amigo, entonces.
—Sí. —John asiente y mira la alfombra. Ella nota que está menos agresivo, menos a la defensiva hoy. Algo ha cambiado, sin duda. Algo se le ha metido bajo la piel y ha aliviado parte de su habitual indignación.
—¿Cómo fue volver a conectar con alguien por quien tienes sentimientos tan fuertes?
John levanta la mirada, sobresaltado, y por un segundo y medio su expresión es completamente transparente.
—Ya hablamos brevemente del comandante Sholto —le recuerda—. De que te sentías mal por sus lesiones, y lo importante que fue para ti cuando estabas empezando tu carrera.
John sigue tomado por sorpresa por sus palabras, y eso lo vuelve inesperadamente honesto.
—Fue raro. Es decir… las cosas han cambiado. Sigue… sigue siendo muy desgraciado. No puedo hacer nada al respecto. Ya, ya lo sé; sé que no es mi trabajo y todo eso, pero sigue siendo mi amigo.
—Estáis unidos —dice Ella—. No es fácil ver sufrir a alguien a quien estás unido.
La expresión de John vacila. Por un instante, Ella cree que va a mencionar otro nombre, otra situación parecida, pero no lo hace.
—Le pedí a Sholto que ayudara a cuidar a Abejita, si me pasara algo. Estoy… tratando de volver a conectar.
Para sí misma, Ella cuestiona la sensatez de usar a su hija para eso, pero actualmente John parece ir por el mundo con su hijita de dos años en ristre delante de él como un escudo, y sería estúpido tratar de quitárselo ahora. Apenas está superando la culpa inmerecida que le provoca el haber sido padre en primer lugar.
—Deberíais manteneros en contacto —concuerda.
—Hablamos algunas cosas —confiesa él, contemplando con firmeza las hojas a través de la ventana—. Sobre su familia y… mi familia.
—¿De quién hablasteis?
—Mi padre. Sobre que… Sholto era un hombre mucho mejor que él. —John se aclara la garganta y cambia de posición en la silla, se recuesta y se lleva los nudillos al mentón—. También me contó cosas sobre él. Cosas que no sabía.
—¿Qué clase de cosas? —Cómo le gustaría poder adivinarlas.
—Nada, cosas. Es privado. Pero… —John se detiene—. No sé…
Ella no se mueve en el asiento para no asustarlo.
—Me dijo que disfrutara más de las cosas, y me hizo darme cuenta de que nunca lo hago. No es que no pueda, es que… Pensé que no me estaba permitido disfrutarlas, porque si me dejaba llevar demasiado lejos, podría… acabar furioso.
Se rasca con fuerza un lado del cuello.
—Tú y tu padre sois personas distintas, John.
—Lo sé. —Levanta la mirada. Lo que quiere decir es “ahora ya lo sé”—. Lloré —añade tras una pausa—. Es que… no sé. Quería llorar.
—Entonces parece que hiciste lo correcto.
—Sí —dice John, levantándose de alivio y casi al mismo tiempo volviéndose a hundir bajo el peso de recordar esa emoción. Ella lo ve tensar la mandíbula por un instante, luego bajar la mirada. Aprieta los puños. Se le mueve la garganta.
—A veces la clave para dejarse ir es tener un poco de espacio y un poco de privacidad.
—Ya.
—¿Te sentiste mejor?
—Sí. Un poco. Un poco confuso. —Se frota la nariz con el canto de la mano, pensando con intensidad en algo—. Me echó la bronca por…
Ella espera.
—Bueno, él cree que para él ya pasó ese momento. Nadie se va a fijar en él.
—¿Estás de acuerdo con él? Está desfigurado, ¿no?
—No —dice John, el ceño fruncido de repente—. Las cicatrices no son tan terribles. Hay cabrones más feos que follan. Que… que se casan —se corrige.
—¿Y eso es lo que está buscando?
—Creo que es sólo que no quiere estar solo. Quiere que haya alguien con él; todo lo demás es un extra. Un buen amigo bastaría. —Alza la mirada con brusquedad, como dándose cuenta de que se le ha escapado algo que no debe decir.
Ella se ajusta el cárdigan, pensando.
—John, ¿te importa si cambio de tema un momento?
La expresión de John se torna escéptica, y luego se encoge de hombros. Ella continúa.
—¿Sabes cuál es el ser vivo más grande del mundo? Lo leí hace poco, aunque admito que fue en internet.
John se vuelve a encoger de hombros.
—Será una ballena ¿no?
—Yo también lo pensé —concurre Ella—, pero aparentemente es un hongo, eh, una especie de seta. Lo llaman el hongo de la miel.
John no se mueve; su rostro indiferente carece de expresión.
—Eh… —empieza, preparándose para descartar el tema, pero parece pensárselo de nuevo. Tiene que cerrar los ojos para conseguirlo, pero finalmente consigue dominarse y abre una mano en su dirección, dándole permiso para continuar—. ¿El hongo de la miel?
—Se extiende por unos diez kilómetros. Puede cubrir áreas de hasta dos millas cuadradas.
Ante ese hecho, John inclina la cabeza con reticente respeto.
—Un hongo grande.
—La cosa es —persiste Ella—, que es completamente invisible. Todo el hongo; hay una red subterránea inmensa de hilitos blancos que atraviesan la tierra y las raíces de los árboles. Es una parte invisible pero intrínseca del suelo del bosque, en las montañas de Estados Unidos.
—Ajá.
—Y vive de los árboles. A algunos los mata y se alimenta de la madera muerta, así que hay cierta preocupación por su tamaño. Pero, por otro lado, los árboles muertos actúan de refugio y alimento para todo tipo de insectos, que su vez alimentan a animales más grandes.
—Entiendo la noción de “ecosistema”.
—Lo que quiero decir —dice Ella, ignorando la pulla—, que es parte del proceso natural de esa zona. Algunas cosas las cambia, y a otras las ayuda. Es una fuerza completamente neutral. Y puede que sea aun más grande de lo que creemos, porque sólo sabes dónde está cuando un árbol muere; es decir, que sólo ves los efectos negativos. Si sólo te centraras en eso, lo confundirías con una aterradora epidemia que está destruyendo el bosque. O podría ser que ni te dieras cuenta de que está ahí; los árboles que mueren están muy separados entre sí.
Ahora John está prestando atención, con el ceño levemente fruncido, pero Ella no cree que esté disgustado. Está intentando comprender.
—Sorprendentemente, también es comestible. Se supone que está delicioso. Y cuando las condiciones son óptimas, en otoño, creo, brota por todas partes. Imagínate. Cientos de setas que aparecen aparentemente de la nada, creciendo rápido y de la noche a la mañana, y de repente tienes una idea del tamaño que tiene esta cosa, cuando antes ni sabías que existía.
Ve la nuez de John subir y bajar cuando traga. Sea lo que sea en lo que está pensando, tiene su atención.
—La cuestión es: ahora que ya nos hemos dado cuenta de que está ahí, y conocemos su tamaño real, ¿qué crees que se debería hacer con esa información?
—¿Quién, los científicos?
Ella abre las manos y hace un gesto para indicar que la persona que lo haga es irrelevante.
—Sí —concede—. ¿Qué deberían hacer los científicos?
—No lo sé. No sé nada de hongos.
—Pero hay opciones, objetivamente.
—Podrían… estudiarlo. ¿Se puede matar?
—Podrían usar fungicida o algo parecido, imagino, pero las raíces sobrevivirían, y tanto veneno haría daño al bosque, ¿no?
—Entonces, dejarlo en paz —replica John—. Si ese es su lugar, ¿qué tienen que ver los científicos? Habría que dejarlo vivir su vida.
—Cierto, podrían hacer eso —concuerda Ella, en un tono que hace que John se encrespe visiblemente.
—Bueno, vale, podrían… contenerlo o algo así.
—Es una zona de diez kilómetros cuadrados.
—Entonces no sé. Podrían comerse las putas setas.
—¿Las setas quieren que se las coman?
—¿Y yo cómo lo voy a saber? Sí. Si no fueran así, ¿por qué son deliciosas? Coño, así es la evolución, ¿no?
—Supongo que sí —dice Ella, que a todas luces se está divirtiendo. Nota que, a pesar de las palabrotas y las protestas, John no le ha exigido saber qué demonios tiene que ver todo esto con él. Un momento después, se lo confirma:
—¿Podemos dejar ya las analogías con hongos? No estoy aquí por tener pie de atleta —gruñe.
—Eso es verdad —concuerda Ella suavemente—. Así que sigue quedando pendiente que decidas: ¿qué quieres hacer?
John se encorva hacia adelante en el asiento, los codos en las rodillas, las manos delante de la boca. Después de un rato largo, dice:
—Quiero irme a casa. Y pensar en esto.
Ella asiente.
—Eso está bien, John. Creo que es una decisión sensata. —Descruza las piernas y se levanta del sillón, haciendo un par de breves anotaciones en sus notas. Él no mira mientras lo hace, y ella las mantiene ocultas a propósito, sabiendo que John odia que asuman cosas de él.
—Quiero que nos volvamos a reunir a final de mes, pero aparte de eso, tómate tu tiempo. Si no tienes respuesta, pues no la tienes, y eso no significa que estés haciendo algo mal.
John acepta el papel con la cita y, al salir, parece que se está batiendo en retirada. Por una vez, parece calculado. Da la impresión de que por fin tiene un motivo propio para estar en terapia, algo que trabajar que es exclusivamente suyo. Extrañamente, resulta satisfactorio.
John se mete la citación en la chaqueta y se sube el cuello hasta las orejas para protegerse del frío.
Tiene que comprarse otra bufanda.
* * *
Es una de esas noches tranquilas. Han acostado a la niña y se han retirado a quehaceres separados. La señora Hudson, al piso de abajo y a un porrito calmante; John al portátil, eligiendo palabras y consultando internet con disimulo. Sherlock juguetea con sus químicos en la mesa de la cocina, donde se pasará toda la noche, si puede.
El teléfono de John vibra junto a su codo mientras intenta recordar si “equipación” lleva acento, y contesta sin mirar.
—¿Diga?
—John, perdón por llamarte tan tarde y en tal mal momento.
John se recuesta en el asiento, mira el nombre en la pantalla y se vuelve a poner el teléfono en la oreja.
—Sandra. Hola. —Mira su reloj (pasan unos minutos de las nueve de la noche) y no es común que alguien del grupo de padres lo llame tan tarde, a menos que haya habido un cambio de planes inesperado—. Déjame adivinar, ¿me toca llevar los aperitivos de emergencia?
Sandra hace una pausa desde el otro lado de la línea.
—¿Podemos hablar? O sea, ¿estás ocupado? O… ¿con alguien?
John echa un vistazo al salón vacío, haciendo contacto visual con Sherlock a través de sus gafas de protección.
—No, estoy bien. Sólo estaba contestando emails. ¿Qué pasa?
Oye ruido de tráfico amortiguado de fondo. Sandra inhala con fuerza antes de hablar.
—Sé que es privado, pero leí… me dijeron las demás que trabajabas con… ¿la policía? Con Sherlock Holmes.
—Se podría decir que sí —dice John con cautela, haciéndole un gesto a Sherlock, que de inmediato deja su tubo de ensayo y se acerca—. No soy agente de policía ni nada de eso.
—No. —Sandra suena agradecida—. Eso… eso es lo que quiero. No quiero a la policía, es que… ¿no le tienes miedo a la gente mala?
—¿Va todo bien? —pregunta John, con la convicción de que no es así. Sin decir nada pone el teléfono en modo altavoz y lo sostiene en alto para que los dos puedan oírlo. Sherlock se acuclilla con el ceño fruncido, las gafas aún puestas.
—Sabes que no hablo de mi marido, ¿no? No es un hombre bueno. Estoy intentando alejarme de él. No es… —Sandra respira—. Creo que está en mi apartamento.
La línea que trazan los hombros de Sherlock adquiere un matiz depredador, así es como John sabe que no está mintiendo.
—¿Dónde estás?
—En el coche —dice ella, con naturalidad—. Llegué hasta la escalera y… vas a pensar que estoy loca, pero no estoy loca: lo olí. Está dentro, o ha estado dentro, te lo juro por mi vida. La ventana estaba abierta y yo sé que la cerré y no puedo entrar ahí (Luis está conmigo) hasta que sepa que se ha ido, no puedo quedarme ahí…
—Tranquilízate —dice John, y Sandra deja de hablar de inmediato—. Vale. Tómatelo con calma. Tienes tu coche, ¿no? Ven aquí. —Le hace un gesto con la cabeza a Sherlock—. 221 Baker Street, ¿vale? Tráete a Luis, ven directamente y nosotros nos encargaremos. —Sherlock se aparta apresuradamente, se quita las gafas y las tira en el sillón de John, seguidas por su bata. Sube las escaleras al segundo piso de dos en dos.
—Ok. Gracias. Iré. Gracias. —Dice algo en portugués que podría ser una oración o, más probablemente, palabrotas de alivio, y luego John oye cómo arranca el motor.
—Tendré el teléfono a mano —ofrece John—. Conduce con cuidado.
—Sí. Gracias. —Le cuelga con un sonido crujiente.
Sherlock reaparece completamente vestido justo cuando John está guardando los cambios y cerrando el portátil.
—¿Camafeos del Vaticano? —pregunta John.
—Hm —dice Sherlock sin comprometerse, apartando las cortinas para mirar al exterior—. Ya veremos.
Un rato más tarde el coche aparece y aparca frente a su puerta, donde parece vacilar.
—Baja —le dice Sherlock a John—. Dile que no se preocupe por el sitio.
Cuando John abre la puerta, Sandra parpadea ante la súbita luminosidad. La mayor parte de ella está oculta por su hijo, envuelto en una manta y apoyado en su cadera izquierda. Lleva su uniforme y una chaqueta ligera, el bolso colgando de uno de los hombros.
—Hay un paquete de carne picada en el asiento trasero —les dice—. Volvíamos a casa del supermercado.
—Yo lo recojo —dice John, tomando la llave de sus dedos fríos—. Tú sube, la puerta está abierta.
El niño es un bulto de sueño, caído sobre el estrecho hombro de su madre, el rostro contraído con fastidio incluso en sueños. Un dinosaurio que alguna vez fue un par de calcetines cuelga de su puño, que ella ha colocado bajo su codo por seguridad. John cierra el coche y la acompaña arriba, dejando la compra sobre la mesa de la cocina, que ahora está milagrosamente despejada.
—Gracias —dice ella sólo moviendo los labios por encima del pelo rizado de su hijo, y luego su boca se estrecha con furia contra el mundo por obligarla a depender de la amabilidad de unos casi desconocidos.
John se limita a menear la cabeza.
—Podéis usar mi cuarto —susurra, pero ella baja a su hijo al sofá y lo arropa ahí, bajando su atención a ese nivel. Le murmura algo y le besa la frente antes de enderezarse, con los brazos cruzados sobre su estómago.
—Lo siento —dice, y entonces se da cuenta de que está siendo escudriñada.
—Este es Sherlock Holmes —dice John. Sherlock, elegantemente sentado en su sillón, se desenrolla cuan largo es para darle la mano. Ella la toma con una solemnidad cautelosa.
—Háblame de tu marido.
Y ella lo hace, con frases categóricas y breves, como si ya le hubiera contado estas cosas a la policía. No es una historia poco común; no es nada dramática, y es muy corta. Una época vulnerable de pobreza y soledad, viviendo sola por primera vez, hizo que un hombre extrovertido y generoso pareciera una buena idea. Y luego resultó que tenía mal carácter, amigos poco recomendables, ideas aún peores. No pudo contar con él durante el embarazo, les dice, y aquí John agita el puño y empieza a dar vueltas por la habitación.
—Era malo para Luis —concluye ella, encogiéndose de hombros—. Así que nos fuimos. A él no le gustó que nos fuéramos.
Sin darse cuenta se frota las costillas, un lugar donde nadie vería los moretones. Sherlock entorna los ojos. “Nos fuimos” es una manera muy corta de decirlo, en su opinión. Adivina qué es lo que quiere decir de verdad, basándose en la evidencia que tiene.
Quiere decir “tuvimos que dejarlo todo”.
Quiere decir “a él no le gustó que me llevase a SU hijo”.
John hace contacto visual con él desde el otro lado del salón, y hay furia homicida en sus ojos.
Sherlock se endereza, y finge sonreír.
—¿Podríamos tomar prestado tu coche? —Mientras ella le pasa las llaves, añade para John—: Ve a ver si la señora Hudson será de utilidad en su estado.
John se pone en marcha de inmediato, tomando responsabilidad por la logística del caso. Por un golpe de suerte, la señora Hudson sólo lleva fumado un cuarto de porro y está receptiva a apagarlo y ayudarlos. Se mueve con lentitud y tiene los ojos ligeramente rojos, pero sigue mayoritariamente compos mentis, así que John supone que tendrán que apañarse.
Sandra sigue de pie donde la dejaron, la sombra de su cuerpo cayendo sobre su hijo. John tiene que pararse a pensar qué decir cuando ya ha abierto la boca.
—Esta es la señora Hudson, te dirá dónde están las cosas en el apartamento.
Eso espera. Mira a su alrededor con las manos extendidas para indicarle a qué se refiere con “el apartamento”, que consiste en el salón y la cocina. La bolsa de plástico sobre la mesa de la cocina empieza a marchitarse.
—Ah, puedes meter tus cosas en la nevera. —John se detiene y mira al otro hombre—. Puede meter sus cosas en la nevera, ¿no?
—Sí… ¡Sí! Por supuesto. No es problema. —Sherlock se balancea sobre los talones, aún interpretando al perfecto anfitrión. Sandra asiente con vaga incredulidad.
—Puedes coger lo que quieras de comer.
—Menos lo que está en el armarito de arriba a la izquierda.
—Menos lo que está en el armarito de arriba a la izquierda. Eso son químicos.
—Tiene una cerradura a prueba de niños —añade Sherlock con entusiasmo, y luego su expresión se oscurece—. John, estamos perdiendo el tiempo. Disculpa, Sandra. —Y con esta profesional despedida se marchan. La señora Hudson aletea tras ellos hasta la escalera.
—¡Tened cuidado! Ay, ya se fueron.
Regresa, tambaleándose y parpadeando, junto a la desconocida abandonada en su salón.
—Ay, pobrecita mía, y a estas horas de la noche…
Sólo son las nueve y media. La señora Hudson sonríe para tranquilizar a la otra mujer, cruzando las manos sobre el corazón para mostrar compasión.
—Imagino que querrás sentarte y tomarte una taza de té después de tantas emociones. Siéntate tranquila, yo te la preparo.
Sandra se deja caer cautelosamente en el sillón de Sherlock, sintiéndose tan fuera de lugar como muestra su aspecto. Mira a la señora Hudson moviéndose de aquí para allá con algo de azoramiento, pero la anciana parece arreglárselas de alguna manera para guardar el paquete de carne picada sin pensar en ello, y conjurar una tetera de té. Es sólo cuando ya está servido y la temblorosa sonrisa de la señora Hudson finalmente se quiebra bajo el peso de su ansiedad, que los hombros de Sandra caen.
—Lo siento —le dice a la anciana—. ¿Está usted…?
La señora Hudson se inclina hacia adelante y le da unas suaves palmaditas en el hombro.
—No te preocupes. No es tan fuerte como mi regalo de navidad —dice, críptica—. Ponte azúcar en el té. Es bueno para el shock. También tenemos brandy.
—El té está bien, gracias.
La señora Hudson la contempla, preparando su próximo gesto amable.
—Te puedo prestar un camisón si te vas a quedar a pasar la noche. Imagino que te quedarás; estarán fuera muchas horas. Siempre lo hacen. —Chasquea la lengua mientras intenta recordar qué más hace falta. En el momento actual, sólo hay una cosa que parezca especialmente urgente—. Y abriré una lata de galletas.
* * *
Pasa el tiempo. Los suelos de la casa crujen y chirrían, las tuberías gorgotean y, de forma parecida, la señora Hudson empieza a quedarse dormida dentro de su propio cuerpo chirriante, con lo que la desconocida se siente obligada a animarla a que se vaya.
—¿Vas a estar bien, querida?
—Creo que sí.
—Estaré en el piso de abajo si me necesitas.
Sandra asiente y se queda mirando a la anciana bajando las escaleras, inquieta. «En un par de años más» piensa, «eso le va a costar demasiado». Vuelve a refugiarse en el salón.
Luis resopla contra los cojines del sofá, mucho más relajado que su madre. Se despatarra con la libertad absoluta de los bebés, las piernas abiertas. Ella vuelve a arroparlo y se sienta al borde del asiento, tratando de no estorbar, incluso con la casa vacía. Las tazas y galletas quedan desperdigadas por la mesa. Sintiendo la obligación de hacer algo, las recoge. Recoge también otra taza que está junto al sofá rojo, con el fondo barnizado de té seco, y no menos de tres tazas más, a medio beber, de la mesa-escritorio junto a la ventana.
Se da cuenta de que el apartamento huele de una manera que le recuerda a una mezcla de sus hermanos y el vestuario de una piscina. Un poco a moho, mucho a zapatos usados, y de vez en cuanto un indicio de lejía del baño. También percibe colonia, y el olor, similar a las galletas y no del todo desagradable, del sudor. Y a bebé.
Deja las tazas en la mesa de la cocina y, despacio, se recoge el pelo en una cola de caballo. Hay pinturas con los dedos en la nevera, sujetas con imanes, y post-its que deben de significar algo pero que para ella son crípticos. Ristras de números. Lista de la compra con cosas que está segura que no se pueden encontrar en el supermercado.
Al vaciar unos dedos de agua fría que llenaban el fregadero, descubre los restos de una o dos comidas: dos platos, dos cuchillos, dos tenedores, una única cuchara de postre, no menos de cinco cucharillas para el té. Lo lava todo en silencio, de cara a una inesperada fotografía en la que el aterrador Sherlock Holmes parece agradable. Se seca las manos y la coge.
Le había parecido una persona muy intensa. Como un reflector yendo de aquí para allá, ya mirándote fijamente y haciendo que te hormigueara la piel, ya apartándose de ti, dejándote en la oscuridad con indiferencia. Pero recuerda que tiene un buen apretón de manos, como John, y la mancha alargada que cuelga de la nevera lleva su nombre, así que quizás la foto no se aleja tanto de la realidad. Con cuidado, la deja donde la encontró.
La espera es intranquila. No quiere encender la televisión, por si molesta a Luis, y tampoco quiere pasarse la noche dando vueltas por el apartamento. Con las manos a la espalda, Sandra lee los lomos de los libros de la estantería.
* * *
Pasa el tiempo. Hace rato que pasó la medianoche, y Sandra se ha aventurado a quitarse los zapatos y apropiarse de un espacio junto a la puerta para dejarlos. Con algo más de atrevimiento, se ha apoderado de las revistas apiladas al azar bajo el escritorio. Son viejas, los típicas revistas de sala de espera, una mezcla de New Scientist, National Geographic, Woman’s Weekly y Cosmopolitan. Las muestras de perfume están pasadas de fecha y todas tienen el mismo olor rancio.
Cansada, observa un test completado en una de las revistas; empieza con una caligrafía, acaba con otra y ha sido corregido con una tercera, que ha garabateado “¡Mal!” con júbilo sobre algunas de las respuestas. Es ridículo.
En el piso de abajo la puerta hace un suave clic, y se oyen pasos en las escaleras. Una conversación ahogada. Descruza las piernas y apoya sus pies descalzos en el suelo, esperando.
* * *
Sherlock sube las escaleras de dos en dos, pero no más rápido de lo normal, mientras se cruje el cuello. John lo sigue, con los hombros rígidos. Se pasa una bolsa de plástico de una mano a otra y flexiona los dedos adoloridos. Los nudillos le palpitan. Sherlock se detiene ante la puerta un momento, escuchando, y luego entra. Por encima de su hombro John encuentra a Sandra, con la barbilla levantada, ojos de par en par, expectante.
Sherlock levanta una mano.
Paz.
Ella se pone de pie de todos modos, mirándolos de arriba abajo.
—Hey —dice John. La bolsa se resbala de entre los dedos cuando Sherlock la coge para que pueda quitarse la chaqueta—. ¿Estás bien?
Ella asiente. Él da la respuesta por buena y procede a quitarse los zapatos a puntapiés y caminar en calcetines para abrir la puerta de su dormitorio y echar un vistazo. Abejita tiene el trasero en el aire y la cara aplastada contra el colchón. Con el pulgar en la boca, apenas se agita ante su presencia. Él acomoda a Zum un poco más lejos de su carita, y se relaja.
Desde la otra habitación le llega el crepitar de la bolsa de plástico y el suave retumbar de la voz de Sherlock.
—Es kebab. ¿Quieres un poco?
John toca los rizos de Abejita, perdido en sus pensamientos. Tras un instante, la cabeza de Sherlock asoma por la puerta.
—Hielo, John.
—Ya lo sé —dice, irritado—. Soy médico. —Se miran un momento—. La niña está bien —susurra, y regresa al salón, dejando la puerta apenas entreabierta.
* * *
Caminan en círculos uno en torno al otro, como gatos. Sandra a un lado de la mesa, Sherlock y John al otro. Este último dispone eficientemente dos platos, vacía un envase de poliestireno sobre cada uno y coge dos tenedores limpios del escurreplatos, sin hacer ningún comentario sobre el hecho de que los platos se han lavado solos. Es posible, piensa Sandra, que no se haya dado cuenta.
John saca hielo del congelador, lo envuelve en un trapo de cocina y lo presiona contra una de sus manos. La descubre mirando y se limita a gruñir.
—No es nada. ¿Habéis estado bien?
Él sí se ha dado cuenta de que ha lavado los platos, aunque Sherlock no lo haya hecho; le da la impresión de que debería ser al revés. También le da la impresión de que John pregunta más por su hija y por el apartamento que por ella.
Sandra asiente. No confía en sus palabras.
Le gustaría preguntarles directamente, pero parece que ellos prefieren no decir nada. La voz de la prudencia que vive al fondo de su cabeza, una vieja y confiable amiga, le susurra “negación plausible”.
Aún así, el corazón le late fuerte en la garganta.
—Em, no querrás conducir a esta hora de la noche. Puedes dormir con los niños, si te parece bien.
—Está bien —dice ella. Está de pie entre ellos y el sofá, con Luis a su espalda, donde ella quiere que esté—. Vuestra… vecina me prestó un camisón.
—Hm. Entonces estarás calentita —comenta Sherlock con ironía, toqueteando su comida y chupándose los dedos. Sandra ve el brillo de la comedia en sus ojos, y por un instante la situación casi le hace gracia a ella también.
—¿Seguro que no quieres comer nada?
No podría. Tiene el estómago revuelto.
—No, gracias. Ya comí galletas.
—Claro.
—Entonces… —El silencio resulta incómodo. El hielo se derrite sobre los nudillos de John. Sandra siente un escalofrío de empatía—. Yo… ¿estáis seguros de lo del dormitorio?
John levanta la mirada y se encoge de hombros.
—Sí, no te preocupes. Nos las arreglaremos. Peores compañeros de cama he tenido. —Le sonríe como si fuera una broma, y Sandra que John estuvo en el ejército, así que debe de ser verdad. Sin embargo, suena como si se refiriera a otra cosa.
Ella le devuelve una sonrisa similar, y se estabiliza antes de agacharse para recoger el peso muerto de su hijo dormido del sofá. Cuando va a cruzar el salón, Sherlock se pone de pie y le abre la puerta del dormitorio. Se echa hacia atrás cuando ella pasa, para dejarle espacio; sus ojos pasan por encima del hombro de ella y se fijan en la cama más pequeña.
—Y no te preocupes, puedes encender la lámpara. No se va a despertar —le dice en voz baja—. Está acostumbrada.
Sandra se traga una pregunta.
—No te preocupes —repite Sherlock, y luego, en vez de “buenas noches”, le dice—: Hasta mañana.
Sandra abre la boca para decir “buenas noches” o “gracias”, pero la comisura del labio de Sherlock se contrae, y le cierra la puerta con suavidad.
Luis gimotea y ella lo acomoda en la cama, en el lado derecho, por donde él siempre se sube cuando tiene una pesadilla. La puerta del armario está abierta, creando un espacio en la esquina de la habitación; Sandra se esconde detrás para ponerse el camisón de manga larga. Huele bastante a lavanda y un poco a marihuana.
El edredón está frío, excepto en la parte que Luis ya ha calentado. Sandra se mete debajo y lo atrae contra ella, y se queda ahí, despierta. Hay bultos desconocidos en el colchón, ahí donde se ha adaptado al cuerpo de otra persona. Los números rojos del despertador van pasando sin hacer ruido. Brillan lo suficiente como para iluminar la base de la lámpara, un vaso vacío, y un aporreado frasco de ibuprofeno, con tapa a prueba de niños.
La mesita del otro lado está vacía, salvo por una lámpara que no combina con la primera.
Sandra está quieta, con la cabeza en una almohada que huele a un desconocido, oyendo a los niños gorgotear en sueños, y los ruidos distantes de los dos hombres en la cocina. Se enciende la luz del baño, corre el agua del grifo, luego la del inodoro –lo ha hecho al revés, piensa Sandra, y luego se corrige cuando vuelve a correr el agua del grifo. Se apaga la luz. Prosigue la conversación ahogada en el salón, acercándose, le parece, a una discusión habitual.
—Bueno, vale. No te pongas así —dice John cerca de la puerta, y luego sus pasos desaparecen escaleras arriba. Un momento más tarde, el otro hombre lo sigue, y luego, tras dos largos minutos, uno de ellos regresa.
La luz del baño vuelve a encenderse; esta vez es Sherlock, supone, pues los pasos son más silenciosos. John Watson da pisotones. El hombre en el baño carraspea, el agua del grifo corre.
Se está lavando los dientes.
La luz del baño se apaga.
Silencio, a excepción del tráfico y los dos niños. La luz que se cuela por debajo de la puerta queda interrumpida cuando Sherlock pasa. Se oye un levísimo “pling” de cuerdas de violín, primero una y luego otra, y después un patrón sin sentido, lento y estable, escalas que suben y bajan.
Antes de darse cuenta, se ha quedado dormida.
* * *
John se despierta primero; la luz que se cuela por el tragaluz lo arranca abruptamente del sueño. Se despereza, sintiendo cómo le crujen las vértebras. Rueda para enderezarse, vuelve a desperezarse mientras bosteza, y hace una mueca cuando estirar los dedos hace que le duelan los músculos del antebrazo. Lo flexiona, mirando hacia abajo. Tiene un moretón, o eso parece, pero el color aún no ha salido a la superficie. Sólo hay una mancha amarillo sucio por debajo del tono normal de la piel. Al menos no está hinchado.
Le da una lúgubre sensación de satisfacción.
Es temprano, pero su reloj interno es insistente y sabe que Abejita estará despierta y confundida muy pronto, y prefiere evitarle cualquier estrés.
Se pone los pantalones de ayer, a falta de algo mejor. En la incomodidad y desorganización del día anterior se le olvidó coger su pijama del dormitorio. Nota los dientes ásperos. Dejando sus calcetines en la cesta de la ropa sucia de Sherlock, baja las escaleras.
El otro hombre es un apóstrofe flotando en los confines de su sillón, enroscado como un gato. John no sabe cómo lo aguanta, y piensa en lo injusto que es que nunca le duela la espalda como resultado.
—Buenos días —dice John, sin esperar respuesta. Si por casualidad Sherlock estuviera dormido, no le responderá. Si está pensando, puede que le conteste, o puede que no. Pero si no lo dice, Sherlock definitivamente se dará cuenta. Un ojo se abre.
—Las seis y media.
—Exacto. ¿Has estado practicando?
—Hm. —Sherlock se desenrosca en toda su improbable estatura, y le crujen las articulaciones al ponerse de pie. Se toma un momento para guardar su violín en la funda y se pone a merodear. Quizá no ha dormido, piensa John. Tiene bolsas bajo los ojos. Mira hacia la puerta del dormitorio de John.
—Se está despertando.
—¿Abejita?
—Mm. No, espera —dice, agarrando el codo de John antes de que pueda dar un paso en esa dirección—. Ve armado. —El rostro de John se arruga de pura confusión. Sherlock hace un gesto hacia la tetera eléctrica—. De hecho, déjame a mí.
¿Estás seguro?
Sherlock no da ninguna señal de que lo esté o de que no lo esté. Simplemente aprieta el botón de la tetera y ésta ruge, rompiendo a hervir casi de inmediato.
«Ha estado sentado aquí esperando» piensa John, sentándose a la mesa, mirando cómo Sherlock fluye por la cocina y prepara el té, cogiendo las cosas sin mirar, pero sin equivocarse. «Por supuesto que no se equivoca. Vive aquí». John se frota los nudillos. Abejita se va a despertar y empezará a hablar. No sabe qué pasará cuando lo haga. Si lo dirá. Si Sandra se dará cuenta. Si ya se ha dado cuenta. Cómo reaccionará. Cómo reaccionará Sherlock. Si ella dirá algo. Si le dirá algo a otros. Su taza de la Real Academia Militar desciende ante sus ojos hasta la mesa, sobresaltándolo.
—Relájate —le dice Sherlock, que tiene en las manos las tazas buenas—. Parece que estás por matar a alguien.
—Estoy relajado —dice John, cogiendo su taza. No le pregunta a Sherlock cómo sabe de qué manera se toma Sandra el té. No mira (mucho) cuando Sherlock se aproxima a la puerta. Lo oye tocar y esperar un largo instante antes de abrir la puerta. Sus pies se mantienen quietos otro instante.
Se oye el grito de Abejita.
Hay movimientos, y Sherlock habla bajito e insistentemente por encima del charloteo de Abejita y de otra voz aguda; Luis debe de estar despierto. Sherlock reaparece sin el té y con Abejita apoyada en su cadera, la sábana bajera bajo el brazo contrario.
—¡Babar!
—Un pequeño accidente —anuncia Sherlock, dejando a Abejita en el voluntarioso regazo de John y agachándose para meter la sábana en la lavadora.
—¡Pabar!
—Sí, Abejita. Hola. ¿Qué pasó?
—Nada.
—Luis mojó la cama —dice Sandra desde la puerta del dormitorio, nerviosa—. A primera hora de la mañana. Lo siento muchísimo. Creo que el edredón se salvó.
Abejita chilla y señala, fascinada. Sonríe despacio y su risa burbujea ante el hilarante hecho de que Luis esté en su casa. John sonríe con ella.
—¿Te sorprendiste? —le pregunta—. ¿Quién es? ¿Es Luis?
—¡Uuh!
Sandra aprieta los labios, menos avergonzada pero aún incómoda. El camisón le queda demasiado largo.
—No te preocupes por la cama —dice John, pragmático. No va a enfadarse con un niño pequeño por no controlar la vejiga—. He visto cosas peores, te lo aseguro. Eh. O sea. Abejita una vez vomitó ahí.
—Ya —dice Sandra. Luego recoge a su hijo sin decir nada más y desaparecen en el baño, salvándolos a todos de más incomodidad.
—¡Papi, uh! —Abejita sigue riéndose. Es la mejor mañana de su vida.
El corazón de John late fuerte.
—Cógela —dice, levantándola en alto—. A ella también le vendría bien un pañal limpio.
* * *
Se juntan a desayunar, desconocidos en el hotel más raro del mundo. Luis se pega a su madre, negándose incluso a ocupar su propio asiento a su lado; prefiere sentarse en su regazo. Abejita es desvergonzadamente coqueta y juguetona con él. Se esconde detrás de la pata de la mesa y lo espía desde ahí, y luego sale corriendo para traer juguetes.
Sandra toquetea una tostada, dándole la mayor parte a su hijo, que prefiere lamer la mantequilla y mermelada a comerse el pan. Ella se lo permite, sólo esta vez. Ha sido una noche larga y no tiene fuerzas para pelear.
John da grandes bostezos y engulle cereales. Sherlock manipula la radio, buscando el pronóstico del tiempo. Últimamente ha estado probando su habilidad de predecir fenómenos meteorológicos.
Al final es ella quien habla.
—¿Hay alguna cosa que necesite saber?
Sherlock se cuadra.
—Él estaba ahí.
—Pero ya no —gruñe John.
—Ha reconsiderado su posición —explica Sherlock—. Le recordé un par de cosas que había olvidado.
—Ja —dice John al recordarlo.
El rostro de Sandra ha perdido el color. John frunce el ceño.
—¿Qué pasa?
—Se acaba de dar cuenta de que no puede decidir si somos buenos o no. Si somos el tipo de persona que debería tener en su vida, o más específicamente, en la vida de él. —Sherlock indica al niño, que muerde su tostada y la hace crujir como si fueran caparazones de insectos, para luego dejar el borde sobre el plato y limpiarse los dedos en la solapa de su bata—. Está intentando averiguar si ha salido del fuego para dar en las brasas. Pero, si se me permite señalarlo, tú no querías a alguien bueno. —Une las yemas de los dedos delante de su boca—. No querías a la policía. Lo que querías era eficiencia.
Sandra, muy quieta, encuentra su voz viniendo desde la distancia, como la marioneta de un ventrílocuo.
—Quiero que por una vez sea ese hijo de puta el que huya.
La sonrisa de Sherlock queda oculta por sus manos, pero se sigue notando.
—Se ha ido al norte. Parece que Londres era demasiado cálido para él.
A Sandra le toma un momento recuperar el aliento.
—¿Cuánto os debo?
Sherlock la mira como si estuviera intentando decidir si está ofendido o no. Luego baja las manos, vuelve a coger su tostada y dice «nada».
Sandra aprieta los dientes contra su propio orgullo.
—Sólo sé amable con cualquier sin techo que veas. —Se da la vuelta y se agacha justo cuando llega Abejita galopando, clavándole el lado romo de un libro infantil en el muslo.
—¡Ibro!
—Ah, este de nuevo. —Se agacha más para que Abejita pueda equilibrarse con una mano agarrada a la mesa mientras mira los dibujos—. John, ¿por qué tiene esto la niña? Es muy engañoso. Si le escribes al zoo no te envían animales; ya lo he intentado.
John se ríe por la nariz, creyéndolo a medias.
—¿Qué les pediste?
Recuerda haber soñado que intentaba traerle un elefante a Abejita.
—Ranas dardo.
—Pues ahí tienes el por qué. Ignóralo —añade para Sandra, frotándose la nuca—. Le gustan los animales, Sherlock. Léeselo y ya está.
—Lo estoy intentando.
La idea de “leer” de Abejita es examinar la primera página y luego saltar al final. A ese respecto Sherlock está parcialmente de acuerdo, pero por desgracia Abejita también opina que saltarse el medio es trampa.
Luis estira el cuello para ver, tanto como puede mientras sigue pegado a Sandra como una lapa.
—Debería irme —dice Sandra—. Tengo que trabajar.
Se levanta y se lleva a Luis al dormitorio para recoger sus cosas. John la sigue después de un momento.
—Eh, en cuanto a…
—¿En cuanto a qué? —Se agacha y recoge su bolso, los pantalones de su hijo aún desplegados por encima, secándose. Antes de que John pueda encontrar las palabras, Sandra señala con un dedo doblado a la foto de Mary que hay sobre el tocador—. Me acuerdo de ella. O sea, nos conocimos. No éramos amigas ni nada, pero venía con el grupo, obvio.
—Ya.
—Cat y Ness pensaban que era graciosa —dice, y John se tensa. En aquel entonces él nunca estuvo ahí. No la vio con las otras mujeres. Sólo apareció arrastrándose cuando se quedó solo y Abejita empezó a necesitar más compañía de la que él podía darle.
—Ah.
Es un cumplido de doble filo. Puede que Cat y Ness no sean asesinas a sueldo, pero tampoco son amables para nada. John ya ha escuchado lo que ellas entienden por broma y suele ser a costa de alguien. Sandra y él se quedan de pie junto a una cama que es a todas luces para una única persona, con el sonido de un hombre leyendo cuentos a niños pequeños de fondo. John se humedece los labios; tiene la garganta seca.
Sandra se echa el bolso al hombro.
—Gracias. Los dos habéis sido… os lo agradezco de verdad.
—No pasa nada —dice John. Se le ocurre que no la va a ver en una temporada. Han descubierto demasiado el uno del otro como para poder seguir siendo conocidos cómodamente. Ella ha visto su vida y él ha visto la de ella y las dos son un desastre. En un mundo alternativo, piensa John, habría probado suerte con ella. En lugar de eso, le ofrece su mano—. Fue un placer.
Sandra le estrecha la mano y llama a Luis, que viene corriendo de inmediato.
—Nos vamos a casa, hombrecillo —le dice—. Dile gracias a John y al señor Holmes.
Él se chupa los dedos y esconde la cara en el cuello de su madre, con un súbito ataque de timidez. Abejita lo fastidia.
—¡Lu!
—Luis ya se va a casa —dice Sherlock, tomándola en brazos para que los dos niños estén más o menos a la misma altura. Se balancea de un lado a otro con ella.
—Papá —dice Abejita.
Sandra sabe que no se refiere a John. Ha oído a Abejita llamarlo “Babar” (es imposible no acordarse de algo tan inusual), y la niña ni siquiera está mirándolo por encima del hombro. Sus ojos están fijos en un punto mucho más cercano. Los dos hombres vacilan, y Sandra percibe la incomodidad de John Watson. La expresión de Sherlock es cuidadosamente neutral. Tener la pelota en su cancha hace que Sandra se relaje.
—Adiós, Abejita. Te veo a la hora de jugar.
—Hm —consigue decir Sherlock.
—Nos vemos —musita John mientras Sandra mete los pies en los zapatos y se marcha.
Abejita se inclina hacia adelante, las palmas de las manos apretadas contra el vidrio para ver abrirse y cerrarse la puerta de la calle. Sandra la descubre desde la acera, y Luis agita la mano a una señal suya.
—¡Uys!
—Di adiós, Abejita. Adiós.
—¡Ayó!
La pareja ocupa todo el espacio de la ventana: Abejita con su enterizo a rayas color pastel, Sherlock con su bata. John lo siente primero en el estómago: calidez y gratitud. Es tal y como dijo Ella: aparece de un momento para otro, esa cosa singular y omnipresente que ya sabías que estaba ahí, y aun así le sorprende ver a Sherlock florecer de manera tan obvia. Parece triunfante.
El coche de Sandra se aleja, ronroneando, por la carretera. No se ha dicho nada y el mundo no se ha acabado, y ya sólo por eso John se siente agradecido. Se siente agradecido de tener a Sherlock.
El caos que son sus vidas de repente parece mucho más coherente.
Abejita palmotea el cristal y gira la cabeza para regalarle a Sherlock una sonrisa radiante. Vuelve a reírse. Sherlock le aparta el pelo de la cara, y sus ojitos se arrugan en la comisura, igual que los de él. Sherlock sonríe, y luego levanta la mirada y descubre a John.
—¿Qué?
—Nada. Sólo estaba pensando que hicimos algo bueno anoche. —Abejita trepa rodilla de Sherlock abajo y vadea entre las cosas que hay en el suelo. El rostro de Sherlock vuelve a su habitual expresión desapasionada.
—Le diste un puñetazo en los dientes a un tipo de Glasgow y luego lo metimos en el primer tren a Aberdeen.
No somos buena gente.
No lo son, y a John no le importa. No le importa que Sherlock diga mentiras con dos y hasta tres dobleces y que aún así se las arregle para descubrirse entero de todas formas. Lleva actuando como si estuviera en un escenario toda la mañana, fingiendo que es el perfecto anfitrión doméstico; irónicamente, lo es de verdad. Un hombre que sale a amenazar gente porque quiere pero, que no quepa ninguna duda, también es un padre impecable que no puede ser juzgado. Sherlock sigue mirándolo.
Yo no soy buena gente. No podré serlo nunca.
No, supongo que no.
—Sí —sonríe John—, pero fue una buena acción.
Su hija le empuja las rodillas.
—¡Ibro!
John mira hacia abajo, se agacha para estar a su altura y le besa la frente.
—Dáselo a papá. Le encanta el libro del zoo.
* * *
Van a la casa de los padres de Sherlock por navidad; Sherlock, John y la niña, de nochebuena al día de san Esteban, dejando el 221B a cargo de la señora Hudson.
Sherlock ha intentado varias veces que se queden en casa, por si pasa algo. También ha inventado algunas caballerosas mentiras sobre la señora Hudson quedándose sola en navidad, hasta que ésta señaló que esperaba compañía y que estaría bien.
Esto último los dejó desconcertados a los dos, hasta que la señora Hudson admitió que la compañía se trataba de su hermana y de nada menos que una combinación de Molly Hooper, Billy Wiggins y el señor Chatterjee, de la cafetería de abajo. Ante estas noticias, Sherlock sopesó sus opciones y decidió que un fin de semana tranquilo en el campo sería relativamente soportable.
Mycroft, no obstante, se hace notar por su total ausencia, y no saben nada de él en navidad, para gran decepción de Mamá.
—No es propio de él —dice, no por primera vez—. ¿Estáis seguros de que Myc no os dijo nada?
—Seguro que está bien. Andará devorando hojaldres por ahí —replica Sherlock, lo cual es muy hipócrita si se tiene en cuenta cuántos pasteles de fruta ha engullido sólo en esa mañana—. Déjalo tranquilo. Nunca llama, de todas formas.
—Nunca te llama a ti —corrige Mamá, fastidiada—. A mí siempre me hace alguna llamadita…
—A lo mejor está trabajando —señala John, para aliviar la tensión al respecto.
Mamá bufa y lava tazas agresivamente.
—Cualquiera diría que el primer ministro puede gobernar el país un único día sin su ayuda —protesta, y luego frunce el ceño cuando tanto John como Sherlock ladran de risa ante la idea.
Papá entra desde el jardín, con el aliento aún condensándose, y se limpia los zapatos en la alfombrilla de la entrada por hábito. Lejos de ser un nevado paisaje dickensiano, el día está lluvioso, pero el frío se cuela en la pequeña casa de campo. John se alegra de que Papá mantenga bien cebadas las numerosas chimeneas. Lo ayuda a llevar el cubo de piñas de pino al salón, y luego ambos se quedan calentándose al fuego, aliviando sus chirriantes articulaciones, hasta que Mamá termina de lavar.
—Qué maravilla —celebra Papá cuando viene a unirse a ellos, arreando a Sherlock delante de ella y cargada con un servicio de café—. ¿Y los regalos? Sé de una niñita que a lo mejor tiene algo de Papá Noel esperándola bajo el árbol. ¿Vamos a mirar?
Se pone a cuatro patas con ella, juguetón, y la provoca con los paquetes. Sherlock pone los ojos en blanco y John sonríe.
Como si tú no hicieras lo mismo.
¡Jamás! Tú sí.
Por supuesto que sí.
—¡Guau! —dice Abejita con deleite cuando la cabeza de un perro de colores pastel con ojitos soñolientos asoma del papel rasgado. Papá le aprieta la pata y de inmediato empieza a menear la cabeza de arriba abajo mientras reproduce una versión tintineante de “Love makes the world go round”. Es espantoso. Abejita lo ama. John no consigue imaginarse de dónde carajo lo habrán sacado.
—Gracias —dice, ya viendo venir muchas mañanas de despertarse a las seis en punto con el tema central de Carnival. Sus ojos se encuentran con los de Sherlock, al otro lado de la habitación.
Rómpelo.
—John, aquí hay uno para ti —los interrumpe Papá, pasándole un regalo. John lo levanta; es un paquete rectangular y pesado, del tamaño de una botella de vino, aunque no suena a líquido cuando lo inclina. Busca la tarjeta, pero no hay. Eso, ya de por sí, es revelador.
¿Esto es de tu parte?
Puede.
John pasa la uña del pulgar por debajo de la cinta adhesiva, liberándola del papel para echar un vistazo dentro antes de abrirlo del todo. Es una caja de plástico con una bandeja de madera oscura encastrada, en la que hay tres velas gordas en fila, cada una en un portavelas de cristal. Casi abre la boca para decir «¿esto es para mí?» pero, en lo más profundo de su ser, sabe que así es.
—Eh, gracias —dice, sorprendido. Es un regalo muy perspicaz. Dice muchas cosas tanto del donante como del receptor, y todas hacen que se le caliente la nuca. No es vergüenza, pero no llega a ser placer. Las velas son de cera blanca y lisa; muy elegantes, de hecho, y huelen a algo que no consigue identificar sin leer la etiqueta. Un olor agradable, no del todo floral.
—Uno para Mamá —dice Papá, y John acepta la distracción, agradecido.
—Ese es nuestro —apunta mientras Mamá lo desenvuelve.
—Ah, muy Jackson Pollock —dice ésta en cuanto consigue liberar el plato de su envoltorio—. ¿Debo suponer que el artista está en esta habitación?
—Fue ella, no yo —dice John, señalando a la niña, que sigue embelesada con su perro cantante—. Es un poco cursi.
—Le caben dos tostadas —anota Mamá—. Esa es su función principal.
—Uno para ti, Sherlock.
Continúan intercambiando regalos. Nada extraordinario: tarjetas regalo, de Papá y Mamá para los dos; la habitual colección de artículos de la señora Hudson; y para Abejita, más cosas de las que podría desear o incluso usar, la más grande de las cuales es una casa de muñecas.
John la ayuda a romper el papel y trata de que no queda más encantada por él que por el generoso regalo.
—Abejita, mira.
La niña abre la boca, toca las rosas en torno a la puerta. Es una casa de campo, de un piso, pero en general muy parecida a aquella en la que están ahora, simplificada para que sea más fácil manejarla con manos pequeñas. John gira la gruesa clavija que hay en uno de los lados para separar la pared frontal, y ésta gira lentamente sobre sus goznes para revelar las habitaciones del interior.
—Le debe de haber tomado siglos —comenta John, asombrado.
—Ay, para nada —fanfarronea Papá—. Lo monté todo en un par de semanas. No fue nada.
El interior está empapelado, y tiene suelos de madera. John roza con las yemas de los dedos la diminuta pared del dormitorio, reconociendo el mismo patrón del recibidor, leyendo la textura. También hay muebles; no las delicadas réplicas de antigüedades en las que se especializa Papá, sino versiones más prácticas. Muebles redondos y robustos que soportarán que los muerdan, sin piezas pequeñas.
—¿Qué es esto? —dice John, descubriendo que la casa está ocupada. Al levantarla y moverla, los muñecos se han desparramado por el salón. Se ríe—. Han estado de fiesta —dice, enderezando uno de ellos. Hace una pausa. Abejita agarra el más pequeño, encantada.
—¡Ebé! —Es una muñeca redonda de madera, con el pelo rubio y ropa amarilla y rosa. Abejita la acaricia y la empotra de cabeza contra la cama.
—Sí —dice John—, ésa es la bebé, y mira: aquí está Papi.
El muñeco también es rubio, con ojos azules, y lleva algo que, por la pintura, diría que son jeans y una camisa de cuadros. Es él. La representación no es totalmente inequívoca, pero John lo siente en los huesos. Es él.
Agacha la cabeza para mirar dentro. Hay más muñecos. Saca uno de detrás del sofá; ahí tirado, inerte y boca abajo, le resultaba perturbador. A pesar de que es imposible hacer que quede bien del todo sólo con pintura, luce una insinuación de pelo rizado. Sus ojos combinan con los del resto de muñecos: azules. Lo cual es erróneo, piensa John, además de que la ropa oscura lo hace quedar un poco gótico y un poco ridículo en esa encantadora y floreada casita de campo. Extrañamente, es este muñeco el que lo hace sonreír. Lo levanta, y Sherlock se lo queda mirando.
—¿Qué demonios es eso?
—Eres tú, por supuesto. Mira. Está gruñón.
—¡No, eso! ¿Qué demonios es eso?
John se da la vuelta para volver a mirar dentro de la casa. Del rincón más alejado desentierra otro muñeco que lo hace reír de inmediato.
—Es Mycroft —dice Papá, tomándolo para acicalarlo—. Me dijiste que hiciera a la familia.
—¡Te dije que hicieras UNA familia, no que hicieras la nuestra! —protesta Sherlock.
—Espera —interrumpe John, mientras Abejita agarra y lanza sucesivamente todos los muñecos que encuentra. Hay tres más. Dos de ellos tienen el pelo gris y son aún más inequívocos. Abejita gorjea y mete uno de cabeza en la bañera y el otro boca abajo en el sofá, encantada con el nuevo poder divino que tiene sobre estas personitas de madera. Coge el muñeco de John y lo sostiene en un puño, y luego recoge la última muñeca que queda. Es rubia y tiene los ojos azules, y está vestida de verde, aunque John no sabría decir por qué. Es más bonita que las otras.
Abejita toca la cara de la muñeca, curiosa, y luego se la enseña con ademán inquisitivo.
—Esa es la mamá —dice John. Abejita mira atentamente su expresión y luego afloja uno a uno los dedos y le deja caer a Mary en el regazo.
—Quería hacer un par más —dice Papá en tono de disculpa—, pero ya no me quedaba tiempo.
—No pasa nada —dice John—. Gracias. Es más que suficiente.
—Pero dime si crees que debería hacer a alguien más. O sea, antes de su cumpleaños —dice Papá con una sonrisa incómoda, mientras vuelve a meter a Mycroft en la casita. Mira a Sherlock.
Madre mía, ¿no habré…?
Calle, Padre.
Ay, Señor.
—Creo que debería ir a ver cómo va el pavo —dice Mamá en voz muy alta—. John, ¿me echas una mano con las tazas?
Abejita hace soniditos de trompeta, arrastrando al muñeco de Sherlock de un lado a otro de la cocina como una especie de Superman barato. John se descubre sonriendo.
—Claro —dice distraído, recogiendo la lata de las galletas. Deposita cuidadosamente a la muñeca de Mary en un sillón dentro de la casa—. ¿Te diviertes, Abejita? ¿Te gustan?
—¡Aí! —dice ella; parece que eso es un sí. John la a ella deja jugando y a Sherlock peleando con su padre; lo más probable es que éste se lo tome muy a pecho y acabe disculpándose demasiado.
Incluso antes de salir de la habitación, John percibe la mirada ceñuda de Sherlock fija en el otro hombre.
—¡Papá!
Oye la voz a su espalda; no Sherlock, sino Abejita. La oye moverse en la alfombra y reír, y el gruñido de Sherlock que indica que la ha alzado en brazos.
—¡Tururú! —trina la niña.
—Ah, ¿está tocando música? —le pregunta Papá, y John está de espaldas y el agua corriendo en la cocina ahoga el ruido, pero oye a Sherlock aclararse la garganta y a Abejita reírse, y a Papá trinar de vuelta—: ¡Tirorirorá!
Se relaja.
—Todos los hombres de mi familia nacen idiotas —le confía Mamá en tono de disculpa, mientras saca el pavo del horno y el vapor liberado le riza el pelo—. Todos eruditos, pero completamente idiotas.
* * *
John le da a Sherlock su regalo en último lugar, al caer la tarde.
—De parte de Abejita y mía —le dice, pasándole una taza llena hasta el borde de té. Sherlock la mira, reprimiendo una sonrisa. Es blanca con salpicaduras, del mismo estilo que el nuevo plato para tostadas de Mamá, con manchas de brillantes colores dejadas por un juego completo de dedos. Algunas son pequeñas, otras las reconoce de inmediato, a pesar de ser más grandes.
—Encantado —dice, cogiéndola. La forma no es convencional; es una taza redonda y barrigona, tan distinta a las tazas que escogería él como se puede. En lugar de eso, le recuerda automáticamente a Abejita.
—Tómate tu té —dice John, extrañamente nervioso. Se sienta frente a él y finge leer el periódico, pero vibra de una energía que, Sherlock se da cuenta, está enfocada en él. Mira a John con curiosidad, luego vuelve a examinar la taza. La inclina ligeramente, haciendo que el té se mueva, y entrevé las marcas que hay en el interior.
Tiene que beberse el té para descubrirlas. Le baja caliente por la garganta.
Se le ocurre que John ha pensado mucho en esto; él es zurdo, y escribir por el lado equivocado habría sido un error muy fácil de cometer. Pero debe de habérselo imaginado primero, habrá pensado en cómo se verá cuando Sherlock sostenga la taza con la mano derecha.
Ha tenido cuidado con la caligrafía. John puede escribir con buena letra cuando se lo propone, aunque normalmente recurre a los garabatos de médico. Las letras de la taza, aunque se le empañan por un momento, son redondas y claras.
—¿Está bien? —pregunta John cuando Sherlock ni habla ni se mueve durante un largo tiempo.
La taza se inclina, y Sherlock pone la mano libre en el otro lado para sujetarla.
—Mm —dice, pues no cree ser capaz de usar palabras completas. Se aclara la garganta y asiente. Él es coleccionista por naturaleza. Ha poseído y tirado cientos de posesiones. Algunas sin significado, otras llenas de su identidad y aún así descartadas. Muy pocas, regaladas.
Se pregunta si John sabrá cuán raro y precioso es este objeto para él.
—Gracias —consigue decir.
—No pasa nada —dice John, con estudiada neutralidad—. Me alegro de que te guste.
La taza transmite su calor a los dedos de Sherlock. Despacio, la inclina adelante y atrás, para eclipsar y descubrir las palabras. El té no puede disolverlas. Frotar su relieve con el pulgar no borra la palabra. Es reconfortante, piensa, verla tan permanente. Incluso sin decirla en voz alta, cualquiera podría tropezarse con ella y leerla.
—Papá —dice Abejita, tratando de meterle un muñeco por la pernera del pantalón. Se ríe, ignorante de todo lo que no sea jugar al cucú trastrás con sus nuevos muñecos.
—Exacto —dice John.
* * *
El taller de Papá sigue siendo el amable caos de virutas de madera y pedazos de muebles, pero más silencioso, y ordenado para las navidades. Sherlock lo encuentra barriendo serrín de debajo del banco con una escoba.
—Destornillador —dice a guisa de saludo, y Papá simplemente le indica con la cabeza la miríada de cajas de herramientas apiladas sobre un cofre contra la pared.
—¡Coge lo que quieras! ¿Estás arreglando algo?
—Hm —dice Sherlock—. La puerta de la cocina.
—Llevo tiempo queriendo arreglarla —responde Papá. Su hijo lo mira con una ceja arqueada, evocando a su hermano mayor, aunque Papá es demasiado sabio como para mencionarlo.
—Lo sé. Mamá lo ha mencionado una o dos veces durante la última hora.
—En esa lata hay tornillos sueltos que deberían servir.
Sherlock busca en la lata y los va soltando uno a uno en el banco, para compararlos. Papá barre en torno a los pies de Sherlock, uno a la vez, y poco a poco va orientando el montoncito de polvo hacia la puerta.
—¿Algún caso? —pregunta. Sherlock sólo suspira pesadamente—. Qué pena. Me gusta saber que estás ocupado. Oye, ya que estás aquí, necesitaría que alguien me trajera un par de cosas del almacén, ¿tú lo harías? Tengo que sacar una escalera que estoy arreglando. Bueno, sólo algunas de sus partes… ¿o a lo mejor a John no le importaría? ¿Tú que crees que…?
—Yo lo haré.
—Ah, qué bueno. Las llaves están aquí, por alguna parte… las tenía hace un momento, debo de haberlas dejado… ah. Tú las tienes.
Sherlock las agita entre los dedos, impaciente, y se las mete en el bolsillo. Papá sigue yendo de aquí para allá con la escoba.
—No tardarás nada. ¿Qué tal va todo en Londres?
—Bien —dice Sherlock, distrayéndose con la enorme y familiar colección de barnices de Papá. Sigue fabricando su propio barniz, y los ingrediente se amontonan a lo largo de un estante que va de un lado a otro de la pared: disolventes minerales, aceite de linaza, cera de abejas, poliuretano, aceite de tung, nafta, lana de acero, alcohol desnaturalizado, goma laca, trementina. Presiona la cera con el pulgar, dejando la espiral de su huella en la superficie. Al llevarse el dedo a la nariz le llega el olor de la miel que alguna vez albergó ese panal.
—¿Se sigue portando bien contigo?
Sherlock levanta la vista. Papá deja de barrer.
—¿Te está cuidando?
—Yo no necesito que me cuiden.
—Bueno, estos días ya no tanto —dice Papá, suave como la mantequilla—. Y veo que tú también estás cuidando de él, eso es bueno. Es bueno verlo. O sea, siempre supimos que al final encontrarías estabilidad de una manera o de otra. Supongo que a ese respecto siempre has sido tan malo como tu hermano.
—¡Agh, no me compares con Mycroft!
Papá se ríe.
—Es verdad. Los siempre habéis necesitado algo que cuidar. Mycroft afortunadamente encontró a la nación, y tú encontraste a John.
—Yo no lo encontré —dice Sherlock—. Él se metió en mi vida.
—Y tú le dejaste —replica Papá. Sherlock no tiene respuesta para eso, a pesar de que su instinto le repite que siga llevándole la contraria cuanto sea posible—. Te ha sentado bien. Sólo han pasado… ¿cuánto, ocho meses desde que viniste por última vez? Has ganado peso.
Es por la falta de cigarrillos, diría Sherlock, y en parte es verdad. Pero no es la única razón.
—La niña come todo el tiempo —refunfuña. Cuando está trabajando en un caso, puede hacer descender los muros de la fría lógica y hacer que el resto del mundo desaparezca. Salvo cuando Abejita llora. Despierta algo primigenio en él, algo que ni siquiera las quejas de John pueden alcanzar, y mucho menos cualquier otra persona. Cuando llora de verdad, cuando es por miedo o angustia o por culpa de él, se abre paso a través de todos sus muros. Es físicamente doloroso.
Y a Abejita le gusta compartir. Se le sube a la rodilla y le pega a la mejilla un húmedo cubito de queso, o cualquier otra cosa, y John la deja porque le parece gracioso, e inevitablemente Sherlock se lo come para no disgustarla. Es muy extraño, y muy complicado.
Papá se muerde la lengua para mantener la paz. Apoya la escoba contra la pared y toma algo del estante, de entre los frascos de disolventes y aceites; una aporreada y redonda lata de aluminio. Sherlock la recuerda de su infancia; encontrarla en la caja de herramientas o en la guantera del coche, y saquear su contenido.
Papá gira la tapa para abrirla y se la ofrece. Sherlock toma un caramelo (mora o anís, en realidad no importa), se lo mete en la boca y lo hace sonar contra los dientes. Papá hace lo mismo, y vuelve a cerrar la lata. Sonríe.
Hace un año, no habrías aceptado.
«Hace un año» piensa Sherlock, «estaba trabajando en un caso y me moría de ganas de drogarme».
Salen del taller y lo rodean por detrás para acercarse al almacén. Está mejor ordenado, en lo que Sherlock percibe la mano de algún repartidor, más que de su padre. No tiene ningún problema en levantar las piezas de madera que Papá quiere poner en la entrada del almacén.
Papá lo dirige durante un rato, ayudándolo a hacer palanca.
—¿Qué planes tenéis para año nuevo? —pregunta—. ¿Vais a quedaros en casa, o a ir a ver los fuegos artificiales, o…?
—A John no le gustan los fuegos artificiales —dice Sherlock, cargándose al hombro una viga de roble—. Porque lo metieron en una hoguera. Culpa mía.
La mente se le nubla al recordar. No sólo eso; francotiradores, explosivos, explosiones, hombres con jeringas, hombres con cuchillos, hombres con puños desnudos. Dardos venenosos, por amor de dios. Hombres supuestamente buenos que quieren cazarlos y meterlos en una caja por su propia seguridad y por el bien mayor.
Sherlock se tira del labio inferior.
—Si fuera sólo John…
—Ya solucionarás eso cuando llegue —dice Papá, sin estar seguro de a qué dirección se dirigen los pensamientos de Sherlock—. Sé más compasivo contigo mismo.
—¿Cómo? —Irritado, Sherlock levanta la viga por uno de los lados y la deja caer con estrépito sobre el suelo metálico del almacén. Se encorva sobre ella, sacudiéndose el polvo de los brazos—. Yo cortejo al desastre y anhelo el caos. ¿Cómo iba a dejarlos? Son lo que me mantiene con vida.
—Estoy seguro de que ya no es así —dice Papá—. Antes, bueno, lo pasaste mal y las cosas no iban tan bien… aquel asunto con… bueno, mejor no centrarse en lo malo. Pero ahora ya no es así, ¿verdad, Sherlock?
—¡Sí, ahora sí! ¡Siempre es así! —Gira sobre sus talones y lo mira, ceñudo—. ¿Cómo se supone que tengo que equilibrar eso —Sherlock hace un gesto hacia la casa, un John invisible en la leñera, y Abejita—, y esto? —Se da un golpe en la sien, frustrado. Su mano baja a su cuello, donde se da un tirón en la camisa, para luego dejarla caer hasta el pliegue de su muslo.
¿Y esto?
Sherlock cierra bruscamente la boca, sintiendo que ha revelado demasiado. Papá se muestra comprensivo, pero dubitativo. Ya han bailado este baile antes; Sherlock ha oído todas las variaciones de la opinión de Papá una y otra vez, y el problema de las repeticiones es que hacen que incluso lo más sentido pierda su significado.
—¿Qué quieres que te diga? —pregunta Papá, cuando Sherlock lo mira con desconfianza por quedarse callado—. ¿Será fácil? No, pero creo que es posible. De hecho, creo que ya lo estás haciendo. Si te sirve de algo la opinión de tu viejo y tonto padre, y aunque sé que siempre has sufrido por esto (a veces injustamente y, a pesar de lo que crees, no siempre por culpa tuya), tienes muchísimo, William. Muchísimo.
Es el uso de ese nombre lo que evita que Sherlock bufe con desprecio. Papá no lo ha usado desde… bueno, desde hace mucho tiempo. Resulta extraño, casi como si fuera el nombre de otra persona, ajeno por la falta de uso, y sin embargo…
Se acuerda de cuando era William. Ahora es demasiado alto y demasiado distinto para que Papá le acaricie la cabeza, o para poner la oreja contra las costillas de Papá y, exhausto, escuchar el retumbar de su voz.
—Abejita te quiere —dice Papá mientras cierra las puertas del almacén—. La señora Hudson te adora, tienes amigos leales. Y aun más, me parece: tienes a un hombre al que, a todas luces y con toda sinceridad, le importas.
Sherlock tiene la lengua pegada al paladar, y lo único que puede hacer es tragar.
—Céntrate en las cosas buenas —dice Papá—, eso es lo que siempre me ayuda a mí. —Le sonríe y, comprendiendo que Sherlock tiene demasiadas cosas que decir como para decirlas en voz alta, le pone en brazos una pila de barrotes de barandilla—. Si no te apetece arreglar la puerta de la cocina, podrías mezclarme un poco de copal para esto. Aún queda mucho para entregar el pedido, pero viene bien preparar el barniz por adelantado para dejarlo madurar.
Sherlock lo sigue, sordo a su parloteo. Las caderas del anciano golpean contra las dos secciones de balaustre que acarrea; el poste bajo un brazo y el remate esférico bajo el otro como la cabeza de Ana Bolena.
Se pregunta, a través de una niebla de estímulos y pensamientos, si todo será de verdad tan sencillo como Papá lo expone.
Es una idea que lo mantiene callado hasta que regresan al taller. Papá deposita las piezas de escalera y recupera el destornillador que Sherlock venía a buscar al principio.
—¿Te quedas aquí? —le pregunta antes de marcharse. Por toda respuesta, Sherlock coge el recipiente de resina, en silencio. Puede preparar barniz sin necesidad de pensar mucho en ello. Es como un ritual. Papá asiente—. Voy a poner una tetera, ¿vale? Te tendré el té calentito cuando entres.
Después, piadosamente, deja a Sherlock solo.
Primero, el copal. Retirar las partes oscuras.
Tamiza los grumos, parecidos a azúcar cruda, y va descartando los más oscuros en un frasco distinto. Un crisol sobre una lámpara de alcohol, para cocinarlo. Cuando llegue a un punto en que se lo pueda desmenuzar con facilidad, lo molerá finamente, dos veces, y lo mezclará con aceite de linaza y, más tarde, con un aguarrás puro, de aroma dulce. Un ruido atrae su atención al exterior.
A través de la ventana del taller Sherlock descubre a Mamá saliendo de la casa con John. Mamá parece encontrarse a mitad de una larga perorata y, dados los expansivos gestos ascendentes que hace con las manos, Sherlock asume que le estará dando a John la narración pormenorizada de aquella vez que tuvieron que cambiar el techo de la parte vieja de la casa de paja a tejas. Es una historia que cada visitante de la casita tiene que escuchar al menos una vez, y luego aburrirse con ella diez veces más.
Por desgracia, para los que nunca la han oído también es bastante graciosa. Personalmente, Sherlock opina que, una vez superados los treinta años, tu madre debería dejar de contar la historia de aquella vez que te quedaste atascado en el cañón de la chimenea a todo el que quiera oírla. O al menos sólo mencionarla fuera de su presencia, y a gente a la que no conoces.
Para cuando desaparecen de su vista rumbo a la leñera, John se está riendo.
—Bueno —dice Mamá, dejando la cesta en el suelo y sacudiéndose el polvo de las manos. Estudia la pila de leña—. Pensé que Papá habría cortado suficiente, pero es un caso perdido. Le das un pedazo de madera y se distrae pensando en patas de silla. ¿Crees que podrás partir estos grandes de aquí?
—Puedo intentarlo —ofrece John—. Ya han pasado unos años desde que hice el Reto del Duque de Edimburgo, pero debería poder con esto.
—El Reto del Duque de Edimburgo —dice Mamá con aprobación—. Hubo una vez en que pensé que quizá los chicos querrían hacerlo, pero Sherlock era demasiado fogoso como para tomárselo de forma razonable, y Mycroft jamás le habría visto sentido.
—No veo a Mycroft haciendo deporte voluntariamente, no —ríe John mientras Mamá palpa el fondo de la pila en busca de un leño seco.
—Hay un hacha por alguna parte. Por ahí —dice, señalando la esquina opuesta. John se dirige a buscarla—. Ahora que te tengo aquí —continúa Mamá, liberando el madero de la pila y dejándolo caer al suelo con un golpe sordo—. No vayas a pensar que soy injusta; sé muy bien que mi hijo cree somos un par de idiotas ciegos, pero todavía no estamos sordos.
En este mundo hay conversaciones que deberías tener con un hacha en las manos, y conversaciones que no deberías tener con un hacha en las manos. El primer grupo incluye temas como la manera de sujetar la herramienta y cuánta madera se necesita, en caso de que se necesite; el segundo incluye cualquier tipo de conversación emocional.
Pero John odia la sensación de tener las manos vacías, así que coge el hacha.
—Trato con todas mis fuerzas de no asumir que todo esto viene de Sherlock siendo Sherlock y queriendo demostrarnos algo, que no nos debemos inmiscuir en este tema, pero… dímelo, John, porque tengo que preguntarlo. ¿Debemos fingir que no hemos oído nada?
John se apoya en el hacha. Por un lado, puede ver con claridad la perspectiva de Mamá. Abejita ha dicho la palabra, ha llamado a Sherlock “papá” delante de ellos, totalmente inocente de la bomba que deja caer cada vez que lo hace. Ninguno de los dos previno a los padres de Sherlock que esto pasaría. Una parte de John tenía la esperanza de que no pasara, o de que no se dieran cuenta. De que se quedaría dentro de la burbuja del 221B, de alguna manera. Que no les harían preguntas.
Desde fuera, debe de parecerles cruel.
Por otro lado… está todo lo demás.
—No lo sé —dice John, sopesando el hacha. Le hace un gesto para que se eche atrás y deja caer la hoja, que se queda atascada en el leño.
Mamá evalúa la fallida operación y emite un pequeño “mmm”.
—Quizá mejor con algo más pequeño —dice, en lugar de señalar la falta de experiencia de John. Vuelve a buscar en la leñera y regresa con un mazo romo, de cabeza de cuña—. Prueba con esto.
John libera el hacha a tirones y hace rebotar el mazo una vez sobre el leño antes de dejarlo caer con un satisfactorio “tonc” que parte el tronco a lo largo.
—¿Por qué no lo sabes? —pregunta Mamá, volviendo a colocar el leño partido para que pueda cortarlo en cuartos. John respira y lleva todo su peso a los talones antes de volver a golpearlo, fuerte.
—No sé si él querrá hablar de ello. Es bastante… nuevo.
—Mmm —dice Mamá otra vez. La madera cae en la cesta con estrépito, y ella posiciona un segundo leño—. Sé que Sherlock no es la persona más fácil del mundo…
Se aparta, con las manos en las caderas, y se encoge ligeramente cuando John vuelve a dejar caer el mazo. Ahora ya le ha descubierto el truco, y usa su incomodidad como combustible para partir la madera. Mamá capta la indirecta y no lo presiona, pero no abandona el tema tampoco.
En lugar de ello, ataca desde otro ángulo.
—¿Quién es “Nana”?
John hace una pausa. Le duelen los antebrazos y la parte baja de la espalda de hacer un movimiento al que no está acostumbrado.
—Así llama a la señora Hudson.
Mamá asiente; por un momento su rostro parece más estrecho, y John ve en ella la veta salvaje y arrogante que conoce y ama en Sherlock.
—Cuando… o si —dice ella, apoyándose la cesta en la cadera y acomodando vigorosamente la leña— alguno de vosotros decide ser sensato, a mí me gustaría ser “Abuelita”. —Su boca se transforma en una parábola durante un segundo—. Si se me permite, claro.
—Ah —dice John, tomado por sorpresa.
—¿Tú crees que con esto tendremos bastante? ¿O mejor uno más? Yo no creo que hiele mucho esta noche, ¿y tú? —Sacude la cesta una última vez y luego, con clara vergüenza, le hace saber a John que sabe que no necesita tenerla encima, sobre todo habiendo ropa que lavar; y madre mía, Abejita debe de estar a punto de despertarse. Y se marcha.
John llena la cesta despacio y vuelve a dejar el mazo en su sitio, digiriendo la información. Ha cortado más leña de la necesaria, sólo para tener algo que hacer. El trabajo lo ha calentado lo suficiente como para quitarse el suéter, y le ha impedido oír el ruido que hizo la puerta del taller al cerrarse.
Solo, John amontona la madera contra la puerta trasera, y decide refrescar su sudor en el jardín. Camina por el perímetro de la casa en piloto automático, y de repente se encuentra a Sherlock, delante de él.
—Hola —dice John, poniéndose derecho y pasándose el antebrazo por la frente—. ¿Qué haces aquí afuera?
Por un instante siente una vieja sospecha, porque la manera en la que Sherlock se inclina hacia la puerta, de espaldas a él y mirando el camino de acceso con los hombros encorvados, es muy similar a la postura que adopta al fumar. John inhala, pero no huele nada más que el limpio olor del barro del camino. Sherlock voltea hacia él.
—Nada. Tenía ganas de…
Hace un gesto vago hacia el espacio abierto ante él, y luego da medio paso a la derecha para que John pueda unírsele.
—Tu madre está con ganas de ser abuela —le dice John sin querer.
—Ah —dice Sherlock, en voz baja—. Me preguntaba qué estaba pasando.
—Deberíamos habérselo contado.
—Probablemente.
John apoya los antebrazos junto a los de Sherlock y contempla la colina por la que se fue a correr en Pascua, y el prado en el que el helicóptero de Magnussen había aterrizado para recogerlos.
—Dije que era mejor no tomar decisiones todavía. —Aún quedan algunas hojas aferradas a las ramas del seto. John arranca una de junto a la portezuela de la valla y la desmenuza poco a poco entre los dedos—. Mientras aún estamos acostumbrándonos a todo esto.
—No quieres… apresurarte —dice Sherlock, tomándose su tiempo con cada sílaba—. Por Abejita.
—Exacto. —John tiembla y se aparta un momento para volver a ponerse el suéter—. No me importa —añade, cuando ha terminado—. Sería bonito que Abejita tuviese… abuelos.
Ante esto, Sherlock ladea la cabeza hacia un lado. No se niega, y tampoco accede. John lee un “estoy pensando” en su lenguaje corporal.
—¿Cómo asesinarías a tus padres? —dice John, sólo para empezar una conversación. Sherlock mueve su peso de un pie al otro.
—Ah, pues… —dice, animándose, mirando las mismas hojas que John—. Un alambre para tropezar en lo alto de la escalera, y avispas.
—¿Para quién serían las avispas?
—Para Mamá, es terriblemente alérgica.
John se ríe. Se quedan junto a la portezuela hasta que el cielo empieza a oscurecerse.
* * *
La parte inferior de la pila del baño ha vuelto a ser calafateada, nota John mientras se lava los dientes. La capa aislante ahora es de un blanco brillante en comparación a la masilla grisácea que une los azulejos. Los surtidores inundan de agua la bañera, haciendo ondular su superficie. Aunque hay señales de que se le ha estado dando cariño al baño por todas partes, sigue sin haber pestillo en la puerta. A falta de éste, John tira las toallas frente a la puerta, sintiéndose un poco travieso al quitarse los calzoncillos y meterse en el agua.
Al mirar sobre el borde de la bañera se da cuenta de que no ha dejado las toallas exactamente al pie de la puerta, sino a medio paso de ésta. Supone que será suficiente como para evitar que la puerta se abra del todo y darle tiempo a preservar su decencia, pero no para evitar que la abran, punto. Pero bueno, ¿qué posibilidad hay de que le ocurra una segunda vez?
Se relaja en la bañera, estirando la pierna buena y la que de vez en cuando finge estar mal. Se ha estado portando muy, muy bien últimamente. John le da unas palmaditas a su propia rodilla y deja que la calidez del agua penetre en sus músculos.
La casa está muy silenciosa. Abejita ya duerme y Mamá se ha retirado a su despacho y Papá probablemente está leyendo en el salón. Sherlock anda por ahí, está seguro. Hace un rato salió a pasear y regresó justo a tiempo para meter a Abejita en la cama, oliendo a campo y con gotitas de lluvia en los hombros de su abrigo. Tenía el pelo más rizado de lo usual, y el viento había dado un color inusual a su rostro.
John se endereza en la bañera y alarga un brazo hacia el alféizar de la ventana, donde ha dejado su paquete de tres velas. Le da vueltas entre las manos, tratando de leer la etiqueta, pero en primer lugar el texto es minúsculo, y en segundo lugar parece estar en sueco, lo que no resulta muy esclarecedor. Sacude el paquete para liberar una de las velas de su estrecho alvéolo en la madera, y la huele, tentativo.
No es muy potente, lo cual es agradable. Tampoco es exactamente reconocible. Apela a algo en su memoria, y una segunda inhalación lo convence de que ha olido algo parecido antes, pero no consigue especificar el qué. Madera, quizá, piensa. Algún tipo de madera exótica, o hierbas arbustivas.
Deja el paquete en equilibrio sobre la cisterna del inodoro y pone la vela en la tapa del asiento. En el alféizar de la ventana hay una canastita con cosas varias: paquetes de jabón y botellitas de champú cosechadas en habitaciones de hotel, un cortaúñas oxidado, horquillas para el pelo y velitas de té a medio quemar. Tal y como esperaba, también hay un encendedor.
Sólo le toma un instante prenderlo y encender la vela. Chisporrotea mientras se ilumina, esparciendo una suave claridad desde el inodoro hasta la pared y el borde de la bañera. John vuelve a tirar el encendedor en la cesta y vuelve a revolcarse en el agua, mientras observa la llama estabilizarse y luego empezar a marcar senderos en la cera.
Hay silencio. El chapoteo del agua al chocar contra su pecho, que se ha cubierto con un paño, parece vergonzosamente ruidoso. John se frota la cicatriz con suavidad. No está exactamente relajado. El aroma florece y llena la habitación hasta que John deja de olerlo porque su cerebro, ante una exposición tan cercana y continuada, lo cancela; pero deja la vela encendida.
En realidad, se siente vigorizado. Se enrolla el paño alrededor de la nuca, una mano descansando sobre su bajo vientre, y suspira. Le echa un vistazo a la puerta, pero se siente seguro. No va a entrar nadie; irónicamente, la puerta abierta delata con claridad meridiana que la habitación está ocupada y por ende fuera de los límites.
John contempla el parpadeo de la vela, y el goteo intermitente de cera blanca desde la punta hasta la base, antes de moverse.
En su dormitorio, Sherlock yace en la cama, por encima de la manta, la mirada fija en el techo. El débil olor de agua y cera se cuela por la puerta que dejó entreabierta para ese justo propósito, y se destila de perfume distante a una bola íntima dentro de su cuerpo.
* * *
Hay un salón recreativo junto al mar de noche, lleno de máquinas parpadeantes de luces color citrino, y bobinas relucientes que cambian de naranja a cereza a limón a plátano a una velocidad de vértigo.
—John desapareció hace más de veinticuatro horas —ladra Sherlock, trotando por el pasillo entre las máquinas de pinball, haciendo breves pausas para tirar de la manivela de cada una, mecánicamente—. Pasadme la secuencia de ADN.
John mira hacia abajo, se tira al suelo y repta como una serpiente por debajo de cada hilera de maquinaria, recolectando los papeles que expulsan. El polvo le hace cosquillas en la nariz y él lo aparta antes de pasar, empujando el montoncito de tierra con la pistola. Le trae los papeles a Sherlock, que ahora está al final de una dársena junto a un mar oscuro, contemplando las olas.
—Se lo llevaron de aquí —le dice a John, que lo saluda al estilo militar.
—Los resultados, señor —dice éste—, y voy a llamar al comandante.
—No te molestes. Sólo tenemos que esperar a que el asesino regrese. Maneja las máquinas.
John asiente y vuelve corriendo al salón recreativo, a la caza de una moneda para las máquinas de pinball. Tiene muchísima prisa. La máquina de pinball chispea y zumba con una extravagancia propia de Las Vegas; es casi demasiado alta para que John llegue a los botones. La pantalla llena por completo su visión, y a través de ella puede ver el pasado. El niño en la dársena, la mano saliendo del agua para arrastrarlo. Luchan bajo las olas, y hay una cara, una cara aterradora y blanca que ríe como un payaso, imposiblemente grande, sobre el cuello de una camisa blanca.
—Conviértete en pez —dice John, sintiendo que tiene poder sobre toda la escena, y el niño obedece, doblándose hacia adentro y huyendo a toda velocidad. La criatura de las olas se abalanza hacia John, y él se aparta de la máquina de pinball, triunfante.
—¡No está muerto! —grazna Sherlock ante la noticia, antes de que John se lo diga—. Démonos prisa, entonces; debe ser por esto que tiene a John secuestrado.
John toca los botones de la máquina de pinball y de la ranura inferior se derrama su premio. Monedas en una ola líquida que se transforma en una imagen de él mismo, sólo que un poco diferente.
—¿John? —dice John—. Pero John está en el mar.
—Todos no podéis ser John —se queja Sherlock—. Además, míralo, está demasiado feliz.
El John-premio sonríe de oreja a oreja y mete las manos en los bolsillos de su traje, muy despreocupado de estar demasiado feliz.
—Lo llamaremos John Greenwood —sugiere John, basándose en el hecho de que su doble lleva una corbata verde—. Ve a ayudar a Sherlock —le ordena, y se vuelve hacia la máquina de pinball.
Sigue trabajando en la máquina, ahora a solas en la playa. Le muestra unos juegos infantiles, del parque cerca de la guardería donde lleva a Abejita, y en efecto, ahí están Gem y Ness y las Mamás Ricas, y Abejita sola, sosteniendo la correa de un perro que John no conoce, pero en el que confía instintivamente. Entonces el cielo se abre, y ahí está la cara.
—¡SHERLOCK!
Sherlock está en la dársena. Levanta la mirada mientras John corre por la arena movediza; tarda una eternidad en llegar. El final de la dársena se ha convertido en un laboratorio y ahí está Molly, a mitad de la autopsia de un enorme pez negro. Se ha traído un asistente, otro premio de pinball. John mira a John, y éste mira a John Greenwood.
El nuevo John se toca la corbata de lazo.
—John Yellowhammer —dice sobriamente. John Greenwood se ríe.
—Está atacando el parque —suplica John—. Tenemos que ir ahí. ¡Sherlock! ¡Ahora!
—Vamos —dice John, cogiéndolo de la mano y tirando de él hacia el agua. Chapotean. Es la manera más rápida de llegar al parque, así que vadean el mar frío y áspero hasta que se vuelve de un azul tropical. Tienen que soltarse las manos para nadar, y el agua se lleva el uniforme de John y el abrigo de Sherlock. Se va calentando al tiempo que se vuelve más y más caribeña, hasta que está a la temperatura de agua de bañera. Sherlock nada delante, marcando el camino, y John lo sigue mientras se aproximan a pequeños grupos de islas. Algunas son pequeñitas, tanto que apenas se les podría equilibrar encima un vaso.
—Aquí hay hojaldres de salchicha —dice sorprendido, mirando una minúscula palmera. Se parecen a los que compra en el Tesco. Sherlock da la vuelta entre chapoteos, con el pecho desnudo, y se encoge de hombros.
—Los nativos los almacenan para vendérselos a los barcos —razona. A John le parece lógico.
La casa está en una de las islas, recuerda John, y la estación de Baker Street en otra. La señora Hudson debe de estar esperando a que vuelvan pronto a casa. De hecho, puede ver las lámparas que les ha dejado en la playa para iluminar su camino.
Sherlock sale del agua primero, sacudiéndose la sal del pelo. Desnudo, es varios tonos más pálido que la arena de la playa, su espalda una amplia llanura de blanco inmaculado. John se queda en los bajíos, avergonzado de su propia desnudez, incluso aquí, en su propia isla privada.
—¿Dónde están las toallas?
Sherlock se despereza, un brazo, luego el otro.
—Espera aquí —le dice—. Voy a traer la ropa.
Se aleja por encima de la línea de la marea alta en una ondulación de músculo. John se siente inquieto. Aunque sabe que es mejor que sea Sherlock quien vaya por ahí sin ropa, en vez de él, le preocupa que la gente lo juzgue, o que le preste una atención que el otro no desea.
Ve el costado de la casa a través de los arbustos. La señora Hudson ha colgado la ropa lavada en un cordel a lo largo de todas las ventanas superiores: los enterizos de Abejita y Elbante, y también las sábanas, lo que avergüenza a John. No debería entrar en su habitación, aunque lo haga con buena intención. Es personal.
Oye a Abejita dentro de la casa, pidiendo un aperitivo, y se alegra de que haya llegado a casa sana y salva. Debería haber sabido que el perro la traería directa desde el parque.
John rueda hasta quedar de espaldas, aún con medio cuerpo en el agua, y examina la arena, que está llena de estrellas osificadas. Sus pensamientos divagan hacia la construcción in vitro de huesos humanos, y la diferencia entre hueso y cartílago, y luego un chapoteo vuelve a atraer su atención al agua.
El clon los ha seguido, sólo que sin ropa John no consigue discernir si es John Greenwood o John Yellowhammer. Probablemente sea Yellowhammer, porque no sonríe como un idiota, aunque por otra parte, sí que sonríe.
—¿Cuál de los dos eres tú? —pregunta John.
—John —dice simplemente John.
—Pero John se ha ido —señala John—. Se derritió.
—Bueno, yo estoy aquí —replica John, sentándose junto a John en la arena y sacando los pies del agua. Su pelo está tan rubio del sol de Afganistán que parece casi blanco, y su piel tiene un bronceado uniforme. No tiene cicatrices, se fija John, así que no puede ser John. Al menos no el John real. Quizá es el niño que se transformó en pez, ya crecido.
—¿Qué? —le pregunta John, con ojos risueños. Son muy azules, piensa John. No del tono de los suyos, sino de un azul trémulo que muta con los colores del mar. El clon se recuesta hacia atrás, hundiendo la base de la palma de una mano en la arena blanda que hay bajo la zona lumbar de John—. ¿Qué? —le pregunta de nuevo, bromista. John le puede contar las pestañas.
—¿Estás… coqueteando conmigo? —pregunta John, divertido, y supone que en efecto es así, porque lo siguiente que hace John es besarlo.
Es un buen beso. Lo besa como si volviera a tener veintiún años, con Bill Murray como compinche, teniendo sexo barato y fácil y satisfactorio en el cuarto de invitados en una fiesta. Una vez, encima de la lavadora.
—Lo sé, yo estaba ahí —le dice John, empujándolo para tenderlo en la arena y metiéndole la lengua en la boca. Se aprietan y se retuercen el uno contra el otro, la arena convertida en una vasta extensión de nada debajo de John; podría ser azúcar, o ceniza. Agarra el trasero de John, gimiendo, porque parece que hace mil años que hizo esto por última vez, y John le está agarrando las pelotas, y es maravilloso porque es John y sabe exactamente qué le gusta.
—Joder —ríe John, y separa las rodillas…
John se despierta con las sábanas enredadas en las piernas, sudando. «Dios mío» piensa, con la cabeza (entre otras cosas) palpitante.
* * *
Mycroft finalmente los honra con su presencia el 26 de diciembre por la tarde, cuando del sol ya no queda nada salvo un brochazo en el horizonte. Llega sin anunciarse, tomando a todo el mundo por sorpresa.
—Pensé que ya te habrías ido —le dice a Sherlock al descubrirlo aún instalado en la casa.
—Tenemos que quedarnos a cenar —le dice Sherlock, de mal humor.
—Queremos quedarnos a cenar —lo corrige John, motivado mayormente por el hecho de que su propia nevera contiene, si mal no recuerda, algo de jamón cocido, un manojo mustio de cebolletas y un poco de leche que, si no ha sido rescatado por la señora Hudson, ya se habrá pasado. La nevera de Mamá, por otra parte, aún contiene la mayor parte de un lomo de salmón ahumado, por no mencionar una cantidad nada desdeñable de otras sobras. Papá ya se encuentra preparando algún tipo de postre en la cocina, mientras tararea—. Deberíamos comprar un enfriador para carnes para la nevera —añade, para sí mismo.
—Creo que aún queda un jamón para ti —le dice Sherlock a su hermano—, si no lo consideras canibalismo. ¡Oinc oinc!
—Haz el favor de madurar.
Mamá irrumpe desde la cocina, habiendo oído el familiar y extrañamente bienvenido ruido que hacen sus hijos peleándose, y ahoga a Mycroft con un abrazo.
—¡Ya me parecía haberte oído! ¿Qué tal fue el viaje?
—No estuvo mal, aunque hay un accidente en el carril de salida.
—¡Ay! Sherlock, tú vas a tomar esa salida. ¿Crees que estará despejado para entonces? ¿Fue en dirección sur o en dirección norte?
—Estoy seguro de que podemos comprobarlo en el GPS —dice John, pero a pesar de ello se convierte en una larguísima conversación sobre las posibles rutas alternativas.
—¡No sirve de nada que uses como referencia la casa de Denise la de la sociedad canina, si no la conocen! —exclama Mycroft, exasperado, con su maleta para pasar la noche aún en la mano.
—Ya, bueno —dice Mamá, acallándolo con un gesto de la mano—, es una casa grande y vieja con un árbol, no tiene pierde. Antes tenía unos labradores preciosos, eso Sherlock sí que lo sabe, ¿verdad…? Ay, se ha ido.
Y así es. Se ha escabullido de la discusión para esconderse con Abejita en el piso de arriba. John les dice a los demás que lo dejen tranquilo.
Abejita se despierta de su siesta al poco tiempo, y se lanza con alegría en brazos de Sherlock. Una vez ahí, inspecciona sus bolsillos uno por uno, se divierte con sus llaves y la complace encontrar una galleta salada. A Sherlock se le había olvidado que la tenía, pero es fácil quitarle la pelusa, y retrasa un poco más la necesidad inevitable de bajar a cenar. La niña va chocando con sus juguetes, parloteando ruidos sin sentido, y sin embargo es tan relajante como el burbujeo de un manantial.
—Ven aquí —le dice bajito, tendiéndole las manos.
Le mira las manos, sus deditos pegajosos cerrados en torno a sus propios y secos pulgares, y se maravilla.
—¿Por qué te llamamos “Abejita”? —comenta en voz alta—. Si caminas como una cría de rinoceronte y sudas como una rana.
Ella se ríe con hipo.
—Gana.
—Rana. Rrrrrrana.
—¡Gana!
—Pues “gana”, entonces.
Ella se ríe y le grita la palabra directamente en la cara, sólo por el placer de hacerlo. Sherlock hace una mueca de dolor.
—No —le dice. Ella se retuerce para librarse de su abrazo y prueba a hacerlo de nuevo, en un volumen ligeramente más bajo. Está poniéndolo a prueba. Evalúa su reacción, balanceándose de atrás adelante mientras la rebelión se convierte en culpa al ver que él no cede.
—No, Abejita. No se grita. —Se lleva el dedo a los labios.
—Shh —dice ella después de un instante. Copia su gesto con aire dudoso, con los ojos bien grandes para verlo mejor.
—Buena chica.
Se ha vuelto difícil de manejar, piensa Sherlock, quitándole la tapa a un balde de bloques de construcción. La niña se frota la cara con las manos, quitándose el pelo de la frente, y luego se deja caer para ir arrastrándose sobre el trasero de aquí allá, amontonando bloques. Le va explicando a Elbante todo el proceso mientras lo realiza.
—“Había una niñita/ con un ricito en la frente” —recita Sherlock. Tiene el mal genio de John y el afilado ingenio de Mary, y de vez en cuando le deja ver destellos de otra cosa; algo un poco salvaje, un poco animal, algo nuevo. No tiene ninguna referencia para saber si todos los niños tienen ese rasgo ligeramente alienígena, si es el signo de una personalidad que está floreciendo, o si es algún tipo de resultado de la embriagadora mezcla del perfil genético y las influencias ambientales de Abejita.
La niña sonríe, dándose cuenta de que él la mira, y gesticulando más para llamar su atención. Realizando una auténtica exhibición de bloques, de hecho.
—Esto me resulta familiar.
Sherlock no se digna ni a levantar la mirar para indicar que ha oído el comentario. Se limita a fruncir el ceño.
Mycroft entra en la habitación caminando despacio, haciendo un esfuerzo evidente por no distraer a Abejita de su juego, pero ella igualmente se detiene para ver qué está haciendo y quién es. Si se acuerda de conocerlo el año pasado, no da muestras de ello, y las probabilidades de algo así son pocas o ninguna, de todas formas. Se arrastra para estar un poco más cerca de los pies de Sherlock y se pone de pie para agarrarse a su pulgar y su rodilla, mirando a Mycroft de hito en hito.
—Di algo, la estás haciendo sentir amenazada —acaba por romper el silencio Sherlock.
—Hola —ofrece Mycroft. Abejita aprieta su costado contra la pantorrilla de Sherlock, cálida y viva.
—Siéntate —dice Sherlock.
—Tú también podrías dejar de encorvarte como una gárgola. —Mycroft se repliega con gracia sobre el brazo del sofá. No reduce demasiado su capacidad de cernirse sobre Abejita, pero sí altera radicalmente su lenguaje corporal, haciéndolo más suave. Mira a la niña con abierta curiosidad.
Sherlock endereza la espalda y se obliga a destensar los hombros.
—¿Qué quieres? —dice, las palabras duras y el tono falsamente almibarado.
—Nada, Mamá quería saber si ibas a bajar a cenar o no. —Mycroft lo mira de arriba abajo, impasible pero calculador.
—No será una molestia.
—Estoy de acuerdo —dice Mycroft—. No hará ninguna diferencia.
Sherlock sabe que no está hablando de comer. Está hablando de la presencia (o ausencia) de Sherlock en la mesa de la cena. Es un golpe bajo y mezquino, hecho más por la fuerza de la costumbre que por malicia.
—Has tenido unas buenas navidades, por lo que veo —dice Sherlock. Apila un bloque para Abejita—. Haría algún comentario más, pero puede que me haga vomitar.
Mycroft se queda quieto, salvo por el subir y bajar de su estómago al respirar.
—Al menos tan buenas como las tuyas. Muy acogedoras, por lo que veo. ¿Has tomado mucho té?
—Un poco —dice Sherlock, sintiendo el filo de una navaja metafórica bajo los pies de ambos—. ¿Y qué pasa?
—No pasa nada, por supuesto. —Un segundo bloque. Ella lo observa. Se agacha para recogerlo y devolvérselo.
—Doma, papá.
Dentro de Sherlock, algo tenso y amargo se estremece. Algo mucho más dulce se alza.
—¿Y qué pasa? —repite, acariciando la nariz de Abejita, que abre la boca en una expresión que es mitad mueca, mitad sonrisa y todo incrédula alegría.
No quiere levantar los ojos, por si ve a Mycroft poner la misma cara que su hija.
—La comida probablemente ya esté servida —dice Mycroft, neutro y terrible. Se pone de pie y no dice nada más y Sherlock se da cuenta de que por fin, de una manera extraña, ha ganado él. Así se siente: que cada discusión que han tenido, cada disputa, ha sido un preludio para este momento. Ridículo. Irracional.
Pero yo no debería ganar.
Sherlock se da la vuelta en el sillón, estirando el cuello por encima del reposabrazos para lanzar las palabras a la espalda de Mycroft.
—Victor ayuna durante el Muharram.
Mycroft se detiene.
—¿Perdona?
—No es creyente. Le es infiel a su esposa sin ninguna vergüenza y roba siempre que tiene oportunidad. Se va de viaje y deja a su esposa en casa. Podría hacer lo que quisiera, pero sigue ayunando en Muharram. ¿Por qué hace tal cosa?
Mycroft mira a su hermano como si le acabara de brotar una segunda cabeza.
—No tengo la menor idea.
—Entonces fue con Lestrade —dice Sherlock, señalándolo, casi sin aliento. Los párpados inferiores se le arrugan al evaluar a su hermano, que a su vez se limita a hacer contacto visual con el reloj de pared. El estridente tictac suena durante más o menos un minuto.
—Menos que John —replica Mycroft al fin, arrastrando cuidadosamente las palabras. Deja su declaración abierta a la interpretación. ¿Es un comentario sobre el valor comparativo de Greg? ¿O un comentario sobre la intensidad de su… lo que sea? Es un acertijo que Sherlock no tiene ningún deseo de resolver.
—Hm —dice, y luego advierte a título general—: No lo hagas.
—No lo haré —asiente Mycroft, y luego, para el inmenso alivio de ambos implicados, Mamá los interrumpe.
—¡La cena! —anuncia, mirando alternativamente a uno y a otro—. No estaréis peleando, ¿verdad?
—No.
—Empezó Sherlock.
Ella les lanza una mirada severa y luego toma la mano de Abejita y la lleva con pasos tambaleantes pero majestuosos hacia el comedor.
Mycroft se aclara la garganta, y los dos se demoran para ver si el otro quiere continuar la discusión o… bueno, fingir que no ha pasado nada. Por una vez en su vida, ninguno de los dos consigue leer las intenciones del otro. Lo que ocurre es que Mycroft da una pequeña inhalación, como si estuviera cambiando de opinión, y luego tose y sale de la habitación.
Un minuto más tarde, Sherlock se despega del sillón y lo sigue. John frunce los labios y el ceño en cuanto lo ve llegar. Mira a Mycroft de inmediato, y luego regresa al rostro de Sherlock.
¿Qué pasa?
Los ojos de John siguen la mandíbula de Sherlock haciendo una minúscula negación de cabeza que Mycroft finge no haber visto. Mamá acomoda ruidosamente a Abejita en su silla adaptable para que pueda sentarse a la mesa con ellos. Papá golpetea la mesa junto a la cuchara de John, distrayéndolo.
—¿Hm?
—¿Una copita, veterano?
—Ah. —Los ojos de John se deslizan de vuelta a Sherlock, aún preocupado por su expresión cuando llegó a la mesa—. Sólo una —dice, sintiendo la garganta seca—. Luego tendré que conducir de vuelta a casa.
* * *
Se marchan bostezando y ansiosos por regresar a la ciudad y a su apartamento y a sus vidas propias. En algún lugar entre la casa de los padres de Sherlock y la parada técnica en la estación de servicio Sherlock ha cumplido otra promesa hecha a John y, ya no importa con cuánta insistencia agite Abejita a su perro de juguete, éste se limita a menear la cabeza a un misterioso ritmo silencioso.
John se estira en su asiento, sube el volumen de la radio y tararea para tratar de desterrar la dichosa canción de su cerebro.
La casa de muñecas traquetea en el maletero cada vez que Sherlock pasa por encima de un bache, su mano en la palanca de cambios junto a la pierna de John.
John observa el paisaje deslizarse ante sus ojos.
—¿Qué quieres para tu cumpleaños? —pregunta.
Sherlock gruñe.
—Ignorarlo. Un asesinato —dice. John vuelve a mirar por la ventanilla y se ríe.
—Haré lo que pueda.
* * *
Cuando llegan a casa la niña le acaricia las rodillas como si fueran animales y pide un “ibo” antes de dormir. Su definición de “libro” es bastante flexible: los libros con dibujos son libros del mismo modo que los programas de televisión son libros. El televisor es “tede”, así que comprende que hay cierta diferencia de terminología, pero todas las historias son universalmente libros para Abejita.
Sherlock consigue meterla en la cama y toma su acostumbrado asiento en el alféizar de la ventana, antes de buscar algún “libro” sin páginas en la gran biblioteca de su mente. Últimamente es un trabajo complicado. La niña conoce más vocabulario del que es capaz de producir, y sabe cuándo responder emocionalmente a él. Ha intentado alguno de los recitales de cuando era bebé, sólo para ver cómo su expresión pasa de la confusión a un disgusto sin palabras, y tuvo que parar.
Tolera la poesía, pero el repertorio de Sherlock es inesperadamente limitado; tiene un rango de literatura mucho más amplio, pero la poesía en concreto parece estar plagada de madres. Hojea los libros de la estantería de Abejita, regalos de amigos y familiares y hallazgos en tiendas de segunda mano, y no soporta ninguno de ellos.
¿Dónde está Wally? Muerto de aburrimiento.
No funciona si el material a leer le da asco. La niña lo nota en su voz y rápidamente protesta “¡No!” incluso a libros que John consigue leerle sin problema. Sherlock supone que debería tomárselo como un cumplido. Se lo ha mencionado a John.
John se rio y luego dijo, sin pensar, “no, es verdad, son una porquería, es que tú los lees mal”.
La niña acaricia las orejas del perro color pastel y lo mira desde abajo, esperando, cada vez más adormilada e irritable. Sintiéndose culpable, busca en su teléfono hasta dar con la letra. Juntos, hacen que el perro vuelva a bailar y Sherlock canta para ella; la letra es cien veces menos horrible al salir de su propia garganta que de la metálica del perro de juguete.
—Love makes the world go ‘round, love makes the world go ‘round. Somebody soon will love you, if no-one loves you now.
En la cocina, secando los platos, John oye la melodía, aunque no la letra; la tonalidad no exactamente menor, no exactamente alegre. Agridulce. Se pregunta, mientras seca al ritmo de la música, si será un vals y luego, con creciente intensidad, recuerda una vez que bailaron en el salón, con las cortinas abiertas, y Sherlock lo dejó caer en el sofá, y pasó… algo.
—High in some silent sky, love sings a silver song; making the earth whirl softly, love makes the world go ‘round.
«Me miró la boca» rememora John. Aún puede ver la expresión de Sherlock, esa mezcla de pensamientos y sentimientos. Cambia de posición en la silla; su pulso se acelera y algo debajo de sus abdominales se tensa.
Le miró la boca.
Y luego apartó la mirada y lo dejó caer.
En el dormitorio, Sherlock se aclara la garganta y frunce el ceño por la descarada complacencia sentimental de la canción, y luego mira al perro que asiente y a la niña soñolienta en su regazo, y la canta de nuevo. Mece a Abejita siguiendo el ritmo de la canción, y se encorva para poder cantársela bajito.
—Somebody soon will love you, if no-one loves you now.
Billy lleva seis meses limpio cuando vuelve a aparecer en el 221B en presencia de Sherlock. Es año nuevo, o lo será pronto.
Han cambiado. La última vez que John lo vio no era más que un puñado de palitos furiosos en una cama de hospital; ha ganado peso desde entonces. Si no fuera por lo distintiva que es su cara, John no lo habría reconocido.
—Buenas —dice Billy al entrar por la puerta. Sigue moviéndose como si aún viviera en la calle, con movimientos lentos y desgarbados de todo el cuerpo. En otra vida, debe de haber sido alguna criatura sin patas. Eso, o es un esfuerzo habitual para suavizar el próximo golpe que reciba.
—Hola —dice John, receloso. Billy trae un tupper—. ¿Qué es eso?
—Papeo —dice Billy, dándole golpecitos a la tapa—. He traído mis famosas barritas de pecana.
—¿Cómo?
—Pues es una cosa muy rica, como una tarta —explica Billy, como si John fuera imbécil—. Llevan pecanas. Son parecidas a las nueces. También llevan albaricoque y tofu, pero saben bien juntos.
—Vale —dice John, tropezando hacia atrás para dejar a Billy subir las escaleras mientras se reorienta en un mundo en el que Billy Wiggins hace pasteles. Percibe la influencia de la señora Hudson.
Billy sigue llevando su habitual uniforme de jeans, sudadera con capucha y zapatillas deportivas, pero John se da cuenta de que la calidad es muy superior.
—¿Ropa nueva, Billy?
—Ya te digo —dice Billy, complacido. Tira de la pechera de su sudadera y le enseña a John el diseño, que John finge reconocer—. Me fui de compras. Me encanta la ropa. Antes tenía un huevo de ropa.
—Genial —dice John, a falta de otra cosa que decir.
—Voy a pedirle a la señora Marth un plato —dice Billy, arrastrando los pies en dirección al apartamento del piso inferior. A John le toma un momento darse cuenta de que se refiere a la señora Hudson.
—¿Marth? —musita John al recibidor vacío. Es imposible de creer—. ¿Martha?
Sintiendo que le implosionará la cabeza si trata de buscarle sentido, John se retira al apartamento superior y deja la puerta entreabierta.
Han invitado (o más bien, la señora Hudson ha invitado) al mínimo indispensable de personas, lo cual ha acabado siendo una alarmante multitud, en comparación con sus usualmente mezquinos esfuerzos festivos. Molly, por supuesto, y Lestrade. Mike Stamford, sólo porque resultó que estaba en la morgue cuando John fue a invitar a Molly.
—Es una cena compartida —dijo John, nervioso—. Traed un plato de comida y algo para beber.
Wiggins también, evidentemente, pero no el señor Chatterjee, de lo cual Sherlock dedujo que éste había vuelto a ofender a la señora Hudson, y en navidad, por si fuera poco.
—Se acabaron las noches en la kasbah —le susurró Sherlock a John en cuanto se dio cuenta—. Gracias a dios.
John, para sus adentros, estuvo de acuerdo.
Le mencionó la fiesta a Sandra la última vez que se cruzaron; Sandra rechazó la invitación, educada pero firme.
—Estoy saliendo con alguien —le dijo—. Es amable. Tiene dos hijos. Vamos a pasar una velada tranquila en su casa.
—Qué bueno —dijo John, y no insistió. Sandra lo hace sentir incómodo, y aunque se da cuenta de que eso es irracional, el asunto con su ex marido se ha interpuesto entre los dos. Normalmente no vuelven a ver a sus clientes.
Esto concluye la breve lista de invitados al Evento de Bebidas Navideñas de Baker Street que, para la consternación de Sherlock, parece estar convirtiéndose en una costumbre anual. Como si no fuera poco que incluso él parece estar siguiendo la tradición y teniendo contacto con su familia cada diciembre.
Abejita es la responsable de todo esto.
De todos modos, y para facilitar las cosas, John les dice a todos que traigan su propia comida y se gasta una porción decente del presupuesto en una cantidad generosa de comida china, a modo de contribución suya y de Sherlock. La velada resulta ser extrañamente agradable. Abejita vaga por el apartamento haciendo de las suyas, haciendo algunas paradas en boxes para recibir atención de los invitados; ya los conoce a todos. Sherlock hace más o menos lo mismo.
—¿Qué tal fue navidad? —pregunta Molly—. Gracias por la tarjeta regalo y la crema de manos, por cierto. La crema de manos siempre viene bien.
—Ah, claro. De nada. Gracias por… eh…
—Las revistas de bioquímica.
—Y la cerveza —concluye John—. La navidad estuvo bien. Muy tranquila. ¿Y tú?
Molly hace una mueca cuando Abejita le golpea la pierna para quitarla de enmedio.
—Muy bien, gracias. Fui a ver a mi madre y a mi tía. ¡Ay!
—Abejita, no se pega —pide John, levantándola por encima de la pierna de Molly—. Puedes pasar por encima. ¿Adónde quieres ir? —El timbre suena antes de que termine de hablar—. ¿Puede ir a abrir alguien?
La niña le habla, pronunciando con claridad sólo una palabra de cada cinco. John frunce el ceño y se agacha para poder oírla mejor por encima del rumor de las conversaciones—. ¿Qué, Abejita? ¿Quieres un zumo?
Alguien aplasta el botón del timbre de nuevo.
—Será la comida china —le dice John al salón en general. Nadie se mueve, a excepción de Sherlock, que levanta la vista de su teléfono el tiempo suficiente para decir “así es”, antes de volver su atención a lo que sea que esté haciendo.
—Está en el Centro Southbank, creo —está diciendo Stamford—. Hacen una mezcla de compositores alemanes antiguos y algunos nuevos… espera, creo que hay una página web.
—¿Hindemith? —pregunta Sherlock. Abejita da un pisotón. El timbre chilla una tercera vez.
—Billy, ve a abrir la puerta —ordena John distraído, al tiempo que se saca la billetera del bolsillo y la agita en el aire.
Sin protestar, Billy deja su rebanada de tofu y coge el dinero.
—Sí, Jefe.
—¿Qué? —dice Sherlock, levantando los ojos de inmediato—. ¿Por qué lo llamas Jefe? Jefe soy yo.
—Sí, pero eeeeeeeh —dice Billy, mirando alternativamente a Sherlock y a John y dejando claro sin palabras quién considera que es el jefe de Sherlock.
Sherlock frunce el ceño.
—Sí, Capitán —rectifica Billy con un encogimiento de hombros, y va a abrir la puerta.
—Dejad de hacer eso —dice Sherlock una vez ha desaparecido.
—No estamos haciendo nada.
—Os estáis riendo todos —se queja Sherlock, terriblemente enfurruñado.
La sonrisa de John se hace más amplia.
—Yo no.
—Yo no me lo tomaría tan en serio —objeta Molly, con los labios bien apretados para no reírse—. Lo hace con todo el mundo. A mí me llama “Doctora”.
—A mí no me llama nada —interviene Lestrade, desconcertado e irritado ante el descubrimiento.
John está igual de desconcertado.
—¿Cómo es que te llama Doctora a ti? El que trabaja de médico soy yo —pregunta. No se está quejando, sólo siente curiosidad.
Molly lo piensa.
—Supongo que técnicamente soy más doctora por mi título…
—Pero eres cirujana. Los cirujanos no se llaman a sí mismos “doctor”.
—Algunos sí, John —dice Molly, categórica, recordándole dónde están los límites. John se encoge de hombros y está a punto de dejar el tema, pero entonces Wiggins regresa cargado de bolsas de comida china y Mike procede a meter su cuchara.
—Oye, Wiggins. ¿Cómo es que no llamas a John “Doctor”? ¿Por qué “Capitán”?
Billy le dirige una mirada carente de expresión, y luego se rasca la barbilla con indiferencia.
—¿Alguien necesita plato?
—Yo los traigo —dice Molly, dirigiéndose a la cocina—. John, ¿dónde están los limpios?
—Todos están limpios… bueno, vale, los que están abajo de… ¿sabes qué? Da igual, ahora voy. —John suspira y toma impulso para levantarse del sillón, yendo detrás de ella—. Jesús, Abejita, no me tires de los pantalones… Señora Hudson, ¿sabe qué es lo que quiere?
La señora Hudson se apresura tras ellos, alzando la voz por encima de los gritos de Abejita.
—¿Serán sus libros…? ¿O quizá quiere beber algo?
Lestrade se apodera del sillón de John y saca un paquete de papel de aluminio caliente de la bolsa.
—No has contestado, Wiggins.
Billy se encoge de hombros y vuelve a rascarse la barbilla.
—¿Hay algo vegetariano?
—Wiggins —dice Sherlock, con el ceño fruncido. Billy se endereza para mirarlo a los ojos.
—Vale —dice, y esta vez su encogimiento de hombros empieza por alguna parte cercana a sus rodillas y ondula hacia arriba—. Mira, a ver, John es doctor, pero no tiene lo que necesito para curarme. —Pone una expresión que se las arregla para resultar recatada y lasciva a la vez. Su entonación es muy ambigua, y Sherlock no puede evitar analizar la frase de forma diferente al resto de los presentes. A su pesar, siente una ráfaga de calor subirle por la nuca.
La cabeza de Lestrade gira hacia Wiggins a una velocidad de vértigo.
—¡¿Cómo, en serio?!
Sherlock tose para tragarse su indignación.
—Ambicioso como siempre, Wiggins.
—Tú preguntaste. —Gorgotea una risita para sí mismo, y se aleja para buscar cubiertos.
—Madre mía —resume Greg, cuando ya tienen el salón más o menos para ellos solos. Con Abejita teniendo una rabieta es poco probable que el grupo de la cocina los oiga, de todas formas—. No sé cómo podría funcionar esa relación.
—Hm —asiente Sherlock—. Molly no tiene buen gusto, pero sí tiene ojos en la cara.
—Antes le gustabas tú —comenta Stamford, divertido y ligeramente bebido.
—Pues he ahí la prueba —replica Sherlock con malicia, y luego se mete en la boca un ardiente rollito de primavera para que no puedan hacerle más preguntas.
Greg saca las tapas de cartón de los envases y trata de adivinar su contenido. Como la mayoría de pedidos de comida china de última hora, es una mezcla familiar de arroz aceitoso, salsa de color neón y unos pedacitos crujientes, interesantes pero imposibles de identificar, que asumes que son castañas de agua chinas pero que honestamente podrían ser cualquier cosa.
—La nena está gruñona hoy —comenta Greg, para cambiar de tema.
—Mm —dice Sherlock de nuevo, pero no hace ningún esfuerzo en continuar esa conversación. Por suerte, para entonces la señora Hudson ha conseguido apaciguar a Abejita con un vaso de zumo y un libro, y la niña olvida la causa de su enfado antes de que nadie consiga adivinarla. Se ponen a comer.
John se deja caer con placer en un extremo del sofá y empieza a llenarse la boca de fideos humeantes. Greg pone una botella fría de cerveza delante de cada uno y se sienta a su lado, y terminan creando su propia burbuja de conversación mientras Molly, la señora Hudson y Stamford se desvían al tema de los programas de televisión culinarios, Billy se limita a quedarse cerca, y Sherlock come con una mano directamente del envase, los ojos pegados al teléfono.
—No hay casos —dice John, observándolo.
Lestrade se encoge de hombros.
—Nada que le interesase mucho. Si le apetece un robo, tengo uno.
John exhala una risita de una sola nota.
—No creo. Billy tiene buen aspecto —comenta, señalando al hombre con un movimiento de barbilla.
—Ha mejorado mucho —asiente Lestrade—. De hecho, nos es de gran ayuda. Si consigue mantenerse limpio, estoy pensando recomendarlo para [the specials].
John considera esto.
—¿De verdad?
—Bueno, le daría algo que hacer en los ratos muertos. Creo que le gustaría llevar uniforme. Y sabe moverse por la calle y tratar con raritos. Sería un esfuerzo para él, pero se me ocurrió que dejarle caer la idea le daría un objetivo por el que trabajar. Una zanahoria para ir con el palo.
—Yo diría que ya tiene zanahoria —dice John, observando a Billy escuchar con atención cada palabra que sale de la boca de Molly.
Lestrade sonríe con todos los dientes.
—Créeme cuando te digo que ella es tanto zanahoria como palo.
—Hablando de alegría, pareces contento.
—¿Ah sí?
—Te has afeitado.
—A veces me afeito. Venía a una fiesta.
—Bueno, pero no te has cortado al hacerlo. Sherlock no es el único que sabe hacer deducciones.
—Pero tus deducciones son una mierda —señala Lestrade—. Pero bueno, sí, me he afeitado, eso te lo concedo. ¿Y qué?
—¿Te estás viendo con alguien?
—A lo mejor —dice Lestrade, aclarándose la garganta y dejándole bien claro que se está haciendo el tonto—. Es posible.
John está a punto de soltar el tenedor.
—¿Quién?
—Es, eh… bueno, no es alguien nuevo. Hemos vuelto. Shh, no, baja la voz. La situación es muy delicada.
—Eres un peligro.
—Ya te digo —dice Lestrade, profundamente complacido—. No estoy seguro de cómo pasó, si fue un cambio de opinión o… mira, no lo voy a cuestionar cuando las cosas van a mi favor.
—No, por dios —dice John, limpiándose la salsa de tausí de los labios—. Bueno. ¿Va bien?
—Va bien —confirma Lestrade—. Estamos empezando de cero, tomándonos las cosas con calma. Cruzando los dedos por que ninguno la cague de nuevo.
Cambia de postura en el sillón, un poco tímido, pero a todas luces feliz. John mastica un puñado de fideos, pensando sobre el tema.
—¿Es la chica del alfiler de corbata?
Lestrade se atraganta con un guisante, lo suficientemente fuerte como para que los demás los miren, y cuando termina de toser se niega a seguir hablando del tema. John se rinde y se deja absorber por una conversación entre Sherlock y Molly, que versa sobre un artículo de una revista de bioquímica.
Después, cuando Abejita ya está profundamente dormida y todos se han ido, y él se queda solo, echando sin ganas los restos de la fiesta en una bolsa de basura, John piensa en lo extrañamente normal que ha sido el día.
—Me lo he pasado bien —dice en voz alta. Sherlock, un montón de mayoritariamente piernas apilado en el sofá, levanta la cabeza y gruñe en desacuerdo. Son casi las dos de la mañana y, cosa rara, John no está cansado. Barre las botellas fuera de la mesa y vierte una pequeña cantidad del whisky caro en dos vasos.
—Tómate la última conmigo —dice, apartando los pies de Sherlock del cojín para poder sentarse. Sherlock toma el vaso y hace girar el líquido, vuelta y vuelta, en perezosas rotaciones.
—Feliz año nuevo.
—Feliz año nuevo.
Este año, piensa John, será mejor. Ya lo siente lleno de promesas. Sin duda no saldrá exactamente como espera, pero por ahora está bien. Sherlock sigue echado de espaldas, contemplando su vaso, lo más relajado que John lo ha visto nunca, aunque podría ser el alcohol. Sus largos dedos se mueven al ritmo de alguna tonada misteriosa, y su expresiva boca articula diminutos ecos de cualquiera que sea la letra en la que está pensando. John se siente sonreír en respuesta.
De inmediato, Sherlock levanta los ojos.
¿Qué?
—Salud —dice John, haciendo chocar los vasos sobre el pecho de Sherlock. Luego bebe, y deja que la calidez lo queme por dentro.
Enero llega con tormentas. Londres, con su escasez de árboles, sufre menos daños de los que van apareciendo en las portadas de los periódicos, pero aún así John pisa adoquines rotos de camino al trabajo y las conexiones con el tren de superficie se retrasan.
En la calma entre acontecimientos, las nubes hierven en el horizonte, y un día una tempestad propia impulsa a Sherlock a subir a su techo favorito en Whitehall para poder observarlas. El viento en las alturas es afilado y húmedo. Se le mete por la nariz, robándole el aire de los pulmones.
* * *
Abejita siempre ha sido gritona. Más que otros niños. Y ahora cada vez se vuelve más gritona.
—¡Shh! —dice John, después de una llamada de atención particularmente atronadora, y eso la hace reír. Luego, sólo porque le divierte, chilla de nuevo.
—¡Shh, Abejita! Dios, te van a oír todos los vecinos.
Le pone un juguete en la mano para distraerla, y ella inmediatamente lo catapulta de un lado a otro de la habitación, haciendo tabletear la vitrina. Es un juego muy divertido. Nervioso, John va a recoger el juguete. De inmediato, ella le echa una carrera hasta él, y gana porque está más cerca; para alcanzarlo antes, John tendría que pisar a Abejita.
—Muy bien —dice John, frustrado, y se lo arranca de la mano.
Esta vez la niña chilla con una furia ferviente y ensordecedora.
—¡NO! ¡NO! ¡MI CONEJO!
—¡Ya basta! —estalla John, perdiendo los nervios; luego, cuando ella empieza a burbujear entre indignación y lágrimas, se echa atrás, espantado de su propia irritación—. Vale, vale, lo siento. No quería gritar… Toma, cariño, aquí tienes.
Agita el juguete ante ella, y la niña vuelve a encenderse como una banshee.
—¡Malo! ¡Vete! ¡No quiero! —Empuja al suelo una pila de revistas de la mesa de centro, derramando también una taza medio llena, y la ira de John se despierta de nuevo. Luego se redirige a la fuerza: si Sherlock no fuera dejando su mierda por todo el apartamento…
Solucionar las cosas le cuesta treinta minutos de palabras apaciguadoras y una galleta. La niña se sienta en el sillón de él para comérsela, y se queda mirándolo, calculadora, mientras John trata de limpiar, de manera muy poco efectiva, el desastre del suelo y su propia culpa.
Les cuesta aun más tiempo darse cuenta de que el equilibrio del apartamento se les está escapando de las manos a pasos agigantados.
Esa noche la niña quiere el sillón de John y él se lo cede, prefiriéndolo a tener que enfrentarse a la batalla de conservarlo, los aullidos, tener que decir “no”. Se sienta en el sofá grande y, cuando Sherlock regresa más tarde y pregunta «¿Qué estás haciendo?», John se limita a encogerse de hombros.
—No pasa nada. Aún es muy pequeña —insiste.
John frunce el ceño pero no dice nada, y deja pasar el tema de momento.
Celebran su segundo cumpleaños con tranquilidad; le regalaron tantas cosas por navidad que John pide que no le traigan regalos que no sean ropa, pues la que tiene se le está quedando pequeña rápidamente. Ya no les queda espacio en el apartamento para nada más, y se ve obligado a hacer una criba de juguetes para mantenerlos en una proporción manejable. Los dona al grupo de juego que tiene con los niños de la guardería, para que Abejita no se vea privada de ellos por completo; además, le parece lo más justo después de que la propia Abejita se meta en problemas con los otros niños por empujar y negarse a compartir.
—Son los terrible twos —dice la señora Hudson a guisa de disculpa después de que Abejita la muerda. John se siente fatal.
—Pero no debería hacer eso.
—Creo que no se da cuenta de que morder hace daño —replica la señora Hudson, aún frotándose la media luna marcada en su antebrazo. Al ser tan mayor le salen moretones con mucha facilidad, y la marca es de un rosa fuerte y persistente contra su piel—. Yo no me preocuparía. Se le pasará con la edad.
En lugar de eso, empieza a pegar más y más.
John siente que este subibaja diario le va provocar un efecto latigazo. La velocidad de la vida de un niño de esa edad anda cerca del Mach 4, y él no puede seguirle el ritmo a sus caprichos, y mucho menos a la extraña lógica que los impulsa. Nunca sabe si se va a agarrar a él y berrear si intenta ir aunque sea al baño sin ella, o si va a actuar como si él no existiera. Algunos días parece que lo necesita para seguir respirando, y otros no quiere nada con él y se ve destronado por Sherlock como su dios.
A pesar de sus buenas intenciones, el favoritismo de la niña le duele.
Los problemas se intensifican. Para finales de febrero, a Sherlock le cuesta la mínima cantidad de intentos que se vaya a dormir o se vista, pero John ha perdido cualquier semblanza de control sobre ella. No hace ningún caso de sus esfuerzos, salvo para declararles una guerra abierta.
—Abejita —dice, suave y lleno de advertencias vacías, tres docenas de veces al día—. Venga. Haz lo que te digo.
No lo hace.
A veces John sale a la calle con los puños apretados, jadeando.
Las cosas estaban yendo tan bien…
* * *
Finalmente es una cena lo que hace que la situación entre en erupción. John no consigue que coma. Al menos, no que se coma lo que él quiere que coma. La niña gruñe y barre la cuchara, el cuenco y la comida con una fuerza sorprendente, llenando la mesa de guisantes.
—Abejita, cómetelos y ya está. Te gustan los guisantes. Te los comes en la guardería todos los días.
—Dale la cuchara —dice Sherlock a través del escándalo, con el ceño fruncido bien pegado al microscopio.
—No, siempre lo ensucia todo y yo no tengo tiempo para estar limpiándolo. Vamos, Abejita. Abre la boca.
—Es perfectamente capaz de llevarse la comida a la boca.
—¡No! —chilla Abejita entre lágrimas, señalando, como lleva haciendo todas las noches de la semana, al armario donde sabe que John guarda las golosinas—. No quiero cena, quiero… —pero lo que quiere se convierte en un aullido indescifrable.
—No puedes cenar chocolate —le discute John—. Por amor de Dios.
Se levanta para alejarse de ella; siente en el pecho que la frustración se le va agriando hasta convertirse en ira, y el grito que pugna por subirle por la garganta. No le va a gritar. Nunca le va a gritar ni a…
Arroja el cuenco de guisantes en el fregadero.
—John —dice Sherlock, irritado.
—¿Qué? —estalla John—. Hazla comer tú, a ver.
—Si no quiere comer, déjala.
—¡Casi no ha comido nada! ¡Se va a morir de hambre! No pienso acostarla con hambre, estará insoportable.
—Supera en un ochenta por ciento el percentil de peso en su franja de edad. Saltarse una comida no va a hacerle ningún daño.
—Perdona. PERDONA, ¿estás diciendo que está gorda? ¡Tiene dos años, Sherlock!
—Estoy diciendo que no se va a consumir de la noche a la mañana si no se come la cena. ¿Por qué todo el mundo está obsesionado con la cena? ¡Yo me la salto todo el tiempo!
—¡Tú! ¡Eres! ¡Un! ¡Lunático! —John hierve de rabia—. Tus hábitos alimenticios son exactamente lo contrario de lo que quiero para ella.
—¿Chicos? —interviene la señora Hudson, entrando en la habitación sin aliento—. ¿Por qué gritáis?
—Abejita no come.
—John se ha puesto histérico por unos estúpidos guisantes.
—¡Sherlock!
—¡Uh! —chilla la señora Hudson, las manos sobre los oídos—. ¡De verdad! ¡Ya basta, habéis disgustado al pobre angelito!
Abejita está apretada contra el respaldo de su silla, los brazos alzados en leve sorpresa, mirando a John con ojos grandes y húmedos. A John se le cae el alma a los pies. La señora Hudson le da un codazo para acercarse.
—Me la llevo abajo —dice con firmeza—. Tengo paté de pescado y sopa. A lo mejor eso sí se lo come. Ven con la nana.
John asiente, mudo al principio, pero luego, viendo la conmoción en el rostro de Abejita, se las arregla para decir algo:
—Vale. Claro. Sí, llévesela.
Se pasa el pulgar por el arco de una de sus cejas. La señora Hudson abre el mecanismo de seguridad de la sillita y toma a la niña en brazos.
—Oh —dice Abejita, y las dos desaparecen escaleras abajo.
—Joder —maldice John. No puedo hacer esto.
—¿Por qué te molesta tanto? —pregunta Sherlock, balanceándose hacia atrás en su taburete, mirando a John.
—¡Porque ya no hace caso de nada! —explota John de nuevo—. ¡Es como si me odiara! ¡Lo convierte todo en una puta pelea!
—¡Porque la estás mimando demasiado! —estalla Sherlock—. Nunca le dices que no, a diferencia de mí, y ella lo sabe.
John se vuelve hacia él, la negación y el orgullo levantan sus feas cabezas dentro de él, y son la frustración, los celos y el mismo miedo de siempre quienes hacen brotar sus palabras en un chorro caliente e inconsciente.
—¡Es MI hija!
Inflexión equivocada. John se da cuenta en cuanto lo dice, incluso antes de ver la sangre huir del rostro de Sherlock, su cuerpo alejarse.
Hay un eco en su cabeza. Los dedos de John tiemblan contra sus palmas, y en un momento el calor que palpitaba detrás de sus ojos desaparece, sustituido por una sensación gélida y tensa. La expresión de Sherlock.
Pensé…
—Es… sólo es una niña —tartamudea John.
Quería decir NUESTRA hija. Quería decir… Quería decir…
Sé lo que has dicho.
A John se le revuelve el estómago. Con un movimiento extraño y fluido, Sherlock frunce los labios y cruza las manos detrás de la espalda. Asiente con la cabeza.
—He interferido. —Deja caer las manos a los costados, voltea la cara, y los dos metros que hay entre ellos se convierten en un abismo.
—Sherlock —dice John, un latido demasiado tarde.
El otro coge su abrigo del perchero, con la otra mano ya en la manija de la puerta.
—Sherlock. ¡Espera! ¡Déjame…!
No hay portazo, y eso es lo peor de todo. Que ni siquiera está enfadado. Que ni siquiera ha sido una pelea; sólo se ha ido. John tiembla, titubea y luego, con las rodillas agarrotadas, se arroja contra la puerta.
—¡Sherlock!
La Belstaff aletea en torno a los hombros encogidos de Sherlock.
Déjame en paz.
La puerta principal hace “clic”. El recibidor se queda en silencio. John se apoya contra la puerta del piso superior, solo, con bilis en la garganta.
—Puta madre —jadea, y luego repite la palabrota más alto, al empezar a asimilar la enormidad de lo que ha hecho. La repite de nuevo. Y de nuevo. Da el portazo con retraso. Se le contraen los hombros. El fragmento de sí mismo que entrevé en el espejo del salón le resulta demasiado.
—¿Qué te pasa, eh? —le exige a su propio reflejo—. ¿Qué cojones te pasa? Dios…
La decepción que siente contra sí mismo lo quema.
Camina nervioso, alejándose de la cocina, alejándose del salón. Su dormitorio sigue siendo su único refugio, y es allá que se dirige, tratando de desenredarse de todo este lío.
La fotografía de Mary sigue sobre la cómoda, sonriéndole. A mirarla, se le ocurre que los ángulos de su cara han cambiado desde la última vez que le prestó atención. Las leves arrugas de tensión en torno a sus ojos los vuelven afilados y críticos. La sonrisa es deshonesta. ¿Es el rostro de alguien tímido ante la cámara, o simple y llano despecho?
Mi hija.
Baja la foto de una palmada contra la cómoda, para que no lo mire. Y entonces siente la furia, una furia súbita y cegadora contra ella y su muerte y todo lo que alguna vez fue Mary, una furia que no ha sentido nunca antes.
—Vete —sisea, cerrando el puño. Agarra la foto, y las otras fotos, incluso la que muestra su propia, estúpida e ignorante cara sonriente de antes de que todo pasara, y las arroja sobre la cama. Caen nubes de polvo de la parte superior del armario cuando baja la vieja maleta blanca; abre los chirriantes cierres con los pulgares y levanta la tapa. Si se deshace de todo…
Se quiebra el cristal de uno de los retratos, el suyo o el de ella, no se detiene a comprobarlo; sólo quiere arrojarlos a lo más profundo de la maleta y enterrar el espumoso vestido de novia de encaje blanco. Trata de cerrar la maleta. No se cierra. Los marcos de las fotos abultan demasiado y están mal colocados. Abre la tapa de nuevo y los mueve. El marco más grande se atasca en algo que sobresale de entre la tela. El extremo curvado del frasco de Claire de la Lune.
Lo agarra para moverlo y, como Mary, se le escurre entre los dedos, haciendo que su ira explote por fin.
Después se queda parado, jadeante y arrepentido. La pared bajo la ventana gotea en silencio. El frasco se partió, pero no se hizo trizas como el cristal normal. Es demasiado grueso. La nube de perfume resulta asfixiante.
John se acerca a tropezones a abrir la ventana, y luego se deja caer sentado al borde de la cama. Ahora sí podrá cerrar la maleta.
Ya no puede tenerla en el dormitorio, piensa. No lo soporta. Es basura, de todos modos. Podría guardarla en cualquier parte. Coge la maleta y la lleva al salón y se detiene. El asa blanca chirría dentro de su puño. No hay ningún lugar obvio que tenga espacio suficiente para guardarla, y dejar a Mary en el salón le parece una invasión de un espacio del que ella siempre se mantuvo separada.
¿La casa de otro? ¿A quién se lo pediría? Nadie va a querer su equipaje molestando en su casa. Apoya a Mary en el reposabrazos de su sillón, y se pasa una mano por la cara.
Quizá debería tirarla.
Una vez se le ocurre la idea, le parece que sería una muestra de debilidad no hacerlo. Sin embargo, algo dentro de él se retuerce cuando el cuero golpea el fondo del contenedor de basura. Baja la tapa sintiendo que ha cometido un asesinato, y luego, como cualquier asesino, huye de la escena del crimen.
La señora Hudson lo intercepta en el recibidor.
—John, ¿qué pasó? —le pregunta, conmocionada—. Ay, ¿qué te pasa?
—Nada —dice él, casi riéndose—. Nada. Disculpe.
Se separa de ella, y está a punto de subir las escaleras para limpiar la mancha de perfume de la pared, cuando ella le vuelve la espalda y sale por la puerta.
—No, déjela —le suplica John. Abejita está en el umbral del apartamento de la señora Hudson, arrastrando su elefante.
—¿Babar?
—Esto es de Mary —dice la señora Hudson, con la mano sobre el borde del contenedor de basura, mirando al interior—. Ay, John, no puedes tirar esto. Estarán sus perlas y todo.
—No me importa. No las quiero. Sólo son cosas.
—Pero claro que importan —replica la señora Hudson. Con dificultad, saca la maleta de la basura—. Sé razonable, John.
—¡Estoy siendo razonable! ¡Mary está muerta! ¿Para qué guardamos todo eso? Déjelo donde estaba.
—¡Babaaaaar!
—No puedes hacerlo —insiste la señora Hudson, tomándolo suavemente de la muñeca—. No es tuyo, John. Es de ella.
—Ella está muerta. Son trastos.
—¡De ABEJITA, John! ¡Abejita no entiende esto! Imagínate que crece y empieza a preguntar «¿por qué papi no guardó nada de mamá?» ¿Tú qué crees, John? ¿No te parece que debería tener algo que la ayudara a conocer a su madre?
Es injusto, piensa John, derrotado. Cada vez que trata de hacer algo bien, sale mal.
—La odio.
—Tira ese odio, si necesitas tirar algo a la basura —le recomienda la señora Hudson—. Nunca encontrarás la paz si odias a los muertos.
Le toma la mano y lo guía de vuelta al interior, y cierra la puerta tras ellos. John se da cuenta de que la señora Hudson habla por experiencia. Las ganas de pelear se desinflan dentro de él. Una cosa es gritarle a Sherlock; está mal, pero es posible.
Es imposible hacer lo mismo contra la señora Hudson.
—Babar… —insiste Abejita, levantando los brazos. Da saltitos y pisotones, tratando de captar su atención, con el ceño firmemente fruncido. John hinca una rodilla y se aferra a ella, algo que la niña le permite durante un minuto, hasta que se cansa.
—Una taza de té —dice la señora Hudson, cuando ve que John ha recuperado parte de su buen juicio.
—Debería ir a buscar a Sherlock…
Los dos saben que no podrá encontrarlo. Sherlock ya estará en uno de sus escondites, sin cobertura e ignorando el teléfono. Nunca se habían peleado así. Normalmente es John el que grita y se larga de la casa. Nunca ha ahuyentado a Sherlock de esa manera.
—Paso a paso —dice la señora Hudson. Mentalmente ya está tomando nota de hacerle una llamada de advertencia a Mycroft—. Primero té, luego los detectives.
Tienes que calmarte.
Abejita da saltitos sobre los pies de ambos, y luego hace una pausa para examinar la angustia de John. Le pasa los dedos por la nariz.
—¿Au?
—Au —concuerda John, destrozado. La niña huele intensamente a sardinas, y él está a punto de llorar. En efecto, au.
—Arriba —dice la señora Hudson, moviendo un dedo como si pudiera mover a John sólo con su voluntad—. Yo traeré la maleta. Tú ve a sentarte un rato.
Y eso hace, y deja la maleta apoyada contra una pata de la mesa mientras preparan el té. Ya sin energía, John se queda sentado, mirando cómo Abejita remueve la sopa de un lado a otro de su cuenco, disfrutando en grande de su cena. Buena parte de ella acaba dentro de su barriga, de hecho. La señora Hudson le planta delante una humeante taza de té y se deja caer en su propia silla.
—A ver, ¿qué pasó?
John exhala una risa sin humor.
—Dios… es que estoy al límite, señora Hudson. Soy… —Cierra los ojos para protegerse de la marea de amargura, y se obliga a decirlo—. Él es mejor padre que yo.
—¡Ay, John! —lo reprende la señora Hudson—. Pero qué cosas dices.
—Ya lo sé, ¡ya lo sé! Ya lo sé… —John levanta los ojos al techo—. Lo he jodido todo. No dejo de joderlo todo. No puedo controlar a mi propia hija, no puedo ni controlarme a mí mismo.
—Bueno, de nada sirve llorar sobre la leche derramada —dice la señora Hudson, directa—. El que te sientes aquí a contarme lo horrible que es todo no va a solucionar nada.
John lo sabe. Es jodidamente obvio pero, como siempre, sus emociones lo han sobrepasado. Se frota la nuca, sintiéndose sucio y agotado después de experimentar un cóctel de sentimientos tan intensos. Ojalá Sherlock regresara. «Puto hongo de la miel» masculla.
—¿Eh?
—Nada. Ya lo sé —dice John—. Tengo… cosas que arreglar. Voy a… llamar a Ella.
—Quizá no sea mala idea —dice la señora Hudson. Luego le da una palmadita en la mano, y John piensa que ya van dos de tres personas que lo han perdonado. No está muy seguro de que la tercera lo haga.
—¿Qué haríamos sin usted? —pregunta John de repente, apretándole la mano. Ella sonríe.
—Miedo me da pensarlo.
Abejita se recuesta en su silla, balanceando las piernas, chupándose los dedos y tarareando para sí misma. La mirada de John se desliza de su hija a la maleta, que se ha resbalado descuidadamente contra la pata de la mesa.
Es de ella. La señora Hudson tiene razón. Ya prácticamente no tiene nada que ver con Mary. Todo lo que contiene pertenece a su hija, incluyendo el polvo y cualesquiera decepciones o identidades pueda encontrar dentro.
El filo de su ira finalmente se vuelve romo. No se había dado cuenta de cuánto se había aferrado a este resentimiento. Es una espada de doble filo; cada pesar por la muerte de Mary se ve contradicho por la vida que tiene ahora. Cada deseo de nunca haberse casado con ella se vuelve del revés en cuanto mira a Abejita.
Su dormitorio va a apestar a Clare de Lune durante días; el olor de Mary… excepto que no, no del todo. Sherlock ya resolvió esa ecuación hace siglos. ¿Qué era? ¿Crema de manos de magnolia y detergente y ungüento de manzanilla y pan?
El Clare de la Lune pertenecía a… otra persona, quizá.
—Te suena el teléfono —dice la señora Hudson, interrumpiendo sus pensamientos. Es verdad. John escala las escaleras y lo agarra justo cuando salta el contestador. Aprieta la pantalla con rapidez para hasta que se corta la llamada y puede llamar al servicio de contestador para escuchar el mensaje.
[Hola, John, soy Molly. Eh… Sherlock está aquí. Sólo… para que lo supieras. Vale, adiós]
John deja escapar un ruidito que no sabía que estaba reteniendo.
—Gracias a Dios.
Está bien. Va estar bien. Molly lo mantendrá vigilado. Molly es un lugar seguro.
—Está en la morgue.
—Ah. Perfecto —dice la señora Hudson con satisfacción. Lo ha seguido, llevando a Abejita de una mano húmeda de sopa—. Debimos haberlo sabido. Es un alivio.
Suelta a Abejita, que se sienta en el suelo y empieza a sacarse los calcetines con aire ausente. Los dos observan su labor en silencio.
—Podréis hablar las cosas, ¿verdad? —pregunta la señora Hudson.
John exhala una brusca risa de una única nota, hecha completamente de aire.
—Lo intentaré —dice, levantando las manos en un gesto de derrota—. Por Dios que lo intentaré.
* * *
Es muy tarde cuando la puerta finalmente chirría y Sherlock entra. El salón está a oscuras; hace rato que Abejita se fue a dormir y la señora Hudson se retiró a su propio apartamento, pero John está sentado esperándolo. La luz azul de su ordenador portátil le da un aire fantasmal a su rostro. Pausa el vídeo que estaba viendo y aparta el aparato mientras Sherlock se acerca con cautela.
La Belstaff cae de sus hombros en dos pesados movimientos, y el sonido que hace al colgarla de la percha hace un estruendo en el silencio. Sherlock deja los brazos colgando a los lados, aún rígido de disgusto.
—Pensé que estarías fuera toda la noche —dice John, débil. Se inclina y enciende una de las lámparas de pie. No lo ha hecho antes por si Sherlock veía la luz desde la calle y decidía no entrar.
Lo siento.
Sherlock voltea hacia él con las manos a la espalda. John puede apreciar los hilos de la influencia de Molly Hooper en la actitud del otro. Con Sherlock de pie y John aún en el sofá, la diferencia entre ambos parece enorme. John se frota las manos, y deja que Sherlock hable primero.
—¿Por qué dijiste eso?
—No lo sé.
—Sí lo sabes.
John aprieta sus palpitantes nudillos dentro de la otra mano, sintiendo vergüenza de sí mismo. Siente la vergüenza como un peso físico, pellizcándole la nuca.
—Mi… padre no era… buena persona. Gritaba mucho. Decía cosas. No me gusta hablar de eso.
Es entonces cuando John se da cuenta de que Sherlock ya lo sabe. Ni siquiera es sorprendente que lo sepa; es Sherlock. Debe de haberlo averiguado por su cuenta, sin dejarse una piedra sin remover en la vida privada de John.
—Nunca lo mencionaste.
—No —asiente Sherlock.
—Bueno… entonces ya lo sabes —dice John. Entrelaza los dedos y se frota un pulgar con la yema del otro, luego viceversa.
—No —dice Sherlock de nuevo—. No lo sé.
Rodea la mesita de centro por el otro lado y se sienta en su sillón, en ángulo recto a John, sin darle la cara.
—Ah. Supongo… supongo que no es excusa.
Sherlock vira la mandíbula una milésima de centímetro hacia John.
Dejaré que seas tú quien decida eso.
—Quiero caerle bien… —dice John, apretándose los dedos tan fuerte que le duelen—. Quiero que seamos amigos.
Sherlock inclina la cabeza hacia el techo. Sería fácil irse al piso de arriba y cerrar la puerta y acabar esto. Aún tiene escondrijos, aún tiene contactos. Lestrade tiene por lo menos un sofá, y Molly tiene una habitación de invitados en la que está demasiado dispuesta a dormir. Las palabras de John pasan sobre él, rozando la superficie de su dolor y su ira. Golpetea el cuero de su sillón con un dedo.
El sillón de orejas rojo está vacío frente a él porque John se ha autoexiliado al sofá, dejándole la vista despejada de la aseada cocina, todos los papeles resecos por el sol en la puerta de la nevera, el marco de fotos oscuro detrás del fregadero.
«¿Por qué no podemos ser amigos, mmm, Sherlock? Mycky y yo somos amigos.»
—La niña no quiere un amigo —espeta Sherlock. Demasiados recuerdos—. Quiere un padre.
Oye a John agachar la cabeza.
—Lo sé…
—Es como yo. No sabe… tienes que decírselo.
No te estás portando bien, William.
Eso no está bien, Sherlock.
¿Por qué nadie dice nunca lo que quiere decir de verdad?
La bondad es tediosa, piensa Sherlock. Fue un exceso de bondad miope lo que lo arruinó.
—Dile que está siendo mala, para que lo sepa. Dile cuándo se equivoca.
—¿Sherlock?
Levanta un dedo del apoyabrazos del sillón; necesita la ausencia de conversación para calmar el burbujeo de sus pensamientos y poder resumir su argumento en una frase lo más corta posible.
—Tienes que decirle que no.
Cuando finalmente levanta la mirada hacia John, lo ve intimidado. Sus manos abiertas están caídas entre sus rodillas, las palmas alzadas hacia Sherlock.
¿A quién de las dos?
A las dos.
En silencio, John asiente. “Lo siento”, dicen sus ojos, y luego su expresión cambia y lo dice en voz alta.
—No debí decirlo. Ni siquiera debí pensarlo. Lo siento.
—Tienes que decirme —dice Sherlock, como si estuviera leyendo una tarjeta con notas— qué te parece bien que haga yo.
—Dios, lo que sea. ¡Todo! —espeta John de inmediato—. No cambies, se te da de maravilla. A mí… no —añade.
Sherlock se da la vuelta en el sillón, percibiendo la oleada de dolor que atraviesa a John al admitir algo así, y lo observa con atención, cada vez más perplejo.
—Pero ¿de qué estás hablando?
—No, es verdad. Soy un mierda… soy un padre de mierda. Es que… tú ya has visto cómo se porta conmigo. No sé… vale, sí lo sé. Soy demasiado blando con ella, me frustro y pierdo los nervios, y no puedo hacer eso. No me puedo permitir estallar con ella.
—Entonces ¿por qué dejas que llegue hasta ese punto?
—Ocurre y ya está —protesta John—. ¿Cómo lo haces tú? Chasqueas los dedos y la niña salta. ¿Cómo sabes qué hacer?
Sherlock vacila, y luego se retuerce por encima de la mesita de centro para enseñarle a John su teléfono.
—Leo muchos libros.
—De acuerdo —dice John. Cambia de sitio al borde del sofá y le da palmaditas al asiento junto a él; una invitación. Él no ha leído un libro. Ningún libro; se ha limitado a asumir—. Enséñame… algún método, o algo.
—A ella no le va a gustar —le advierte Sherlock, quedándose en su sitio—. Le has dado ventaja, y no te la va a devolver sin pelear.
—Bueno… —John hace una pausa. El apartamento está en silencio, y el desorden habitual, para variar, ha sido limpiado casi en su totalidad gracias a las horas que estuvo esperando a Sherlock y temiendo a esta conversación mientras lo hacía. Por la mañana, piensa John, si no cambia nada, todo volverá a empezar. No puede comenzar a fracasar tan pronto. Le aterroriza la idea de alejar a Sherlock—. Hazlo conmigo —suplica.
Sherlock respira hondo y luego junta las manos con una palmada tan brusca y ruidosa y hace que John dé un salto. Después sale disparado de su sillón y se pone de pie, ardiendo con energía renovada.
—A trabajar, entonces.
* * *
Cuando John la advierte por primera vez, Abejita se limita a reírse. ¿Cómo va a tomárselo en serio, cuando es Babar, y Papá es el que debería preocuparle? La risa se convierte en diversión cuando John intenta de veras cumplir con su palabra y la niña sigue sin creerse que esto sea algo más que una broma.
Salvo porque Papá está ahí, y cada vez que Babar flaquea Papá le susurra algo al oído y Babar regresa, y comienza una nueva ronda. Ante esto, Abejita muestra incredulidad, y después una fuerte indignación.
Después de media hora, la niña está furiosa. La situación degenera en la pataleta más ensordecedora que jamás ha tenido; se prolonga tanto que la sal de sus lágrimas se le seca en las mejillas como una costra.
—No está funcionado. Se está matando —dice John, su voluntad flaqueando—. Escúchala.
—La niña está bien. No le duele nada, está… probablemente tenga hambre, sólo está llorando porque está enfadada por no poder hacer lo que quiere.
—¿Tan malo sería eso?
—Quería patearte —le recuerda Sherlock, con un brazo plantado en el marco de la puerta, de modo que John tendría que empujarlo para salir. John se endereza y parece considerar la idea—. John.
—¡Vale! Vale. Dios… ¿Cuánto tiempo más hace falta?
—Hasta que se calme lo suficiente como para pedir disculpas. —Otra serie de golpes reverbera en el salón cuando Abejita pisotea fuerte con los talones, e incluso Sherlock hace una mueca cuando vuelve a gritar—. Y… eso es lo que dicen los libros.
—Dios, Sherlock. —John se desespera. Está caminando en una línea muy fina entre esto y la ira.
—Ve al baño —ordena Sherlock—. Mete la cabeza bajo el chorro de agua si es necesario, pero no pongas esto en peligro.
—Dios —jura John de nuevo, pero obedece.
* * *
Pasa más de una hora hasta que se alinean las estrellas, las señales aparecen, y tanto Abejita como John están lo suficientemente calmados como para concluir el asunto.
John regresa al salón casi tan cansado como la niña, y se arrodilla junto a ella. Sherlock se cierne sobre ambos, igual de involucrado que él.
—Pateaste a Papi, después de que Papi te dijera que no lo hicieras. Quiero que digas “lo siento, Papi”.
Su hija se desmorona con las manos en la cara, lo que hace que John se sienta miserable, y por un instante cree que va a lanzarle otra bofetada, pero esta vez está haciendo caso, y ha comprendido el significado de lo que está pasando.
—Lo chiento…
John abre los brazos, arrastrado por una ola de alivio, y la deja derrumbarse contra su pecho y acurrucarse ahí. Junto a ellos, Sherlock se levanta una milésima para dejarles espacio, para ponerse de pie o quizá para irse, y es detenido de inmediato por la mano de John agarrándole el cuello de la camisa.
—Ven aquí.
John tira de él hasta que está incómodamente cerca, obligándolo a caer sentado en el suelo junto a ellos, con el codo de John clavado en mitad de su espalda y empujándolo contra el sillón. Los dos se arquean y John baja el brazo hasta que está entre las patas del sillón, con la mano en la cintura de Sherlock. Sherlock extiende el brazo sobre el asiento del sillón, y entonces, cuando empieza a dolerle, se rinde a la curva natural de su brazo y lo apoya sobre los hombros de John.
John besa la carita churretosa de Abejita, y ella se aferra a él buscando consuelo. Después de un momento le devuelve el beso entre hipos.
—Gracias —dice John—. Muy bien. —La mece—. Ay, cielo, muy bien.
El alivio rebosa y empieza a convertirse en algo muy parecido a la felicidad. Es confianza, piensa John, agitado. No tenía ninguna confianza de poder decirle “no” sin que ella lo rechazara, y sin embargo después de todo, después de decirle “no”, después de tantos gritos, ella aún lo quiere.
Sintiéndose ridículo, deja salir una temblorosa sonrisa, que después desea compartir. Levanta la mirada, y vacila.
—Hey —dice John, porque Sherlock parece más cansado y más humillado de lo que ha estado jamás.
¿Estás bien?
Sherlock no le da una respuesta verbal, y la respuesta no verbal le resulta confusa. John lo mira y, por instinto, mueve a Abejita hasta que ella también lo está mirando.
—Dale un beso a Papá.
La niña se pone de pie sobre el muslo de John para hacerlo, balanceándose, con las manos en el cuello de la camisa de Sherlock y la ancha palma de John sosteniéndole la espalda. La expresión de Sherlock se debilita, y luego se vuelve aún menos seria al fingir que le hace cosquillas en la barbilla. Ella culebrea contra su pecho, tratando de esconderse en la axila de Sherlock.
«Formamos un círculo» piensa John. Las yemas de sus dedos rozan las de Sherlock sobre la espalda de la niña; es ella quien los une. Aprieta las costillas de Sherlock con su otra mano, sintiendo su calidez y su vulnerabilidad humana.
—Gracias —dice en voz alta, y luego lo vuelve a decir, más suavemente.
A Abejita le vendría bien que le limpiaran la cara, a John le entraría bien una taza bien cargada de algo, y Sherlock se merece un respiro. John vaciaría su cuenta bancaria si eso sirviera para compensarlo por esto. De momento, se queda sentado en la alfombra y dice:
—Eres increíble. No te lo digo lo suficiente. Eres absolutamente increíble.
—Hm —dice Sherlock.
Complacido, lee John en sus ojos, y eso hace que todo parezca más brillante.
* * *
La llamada llega inesperadamente la primera semana de marzo, mientras John se prepara para ir al trabajo. Duda sobre si contestarla o no, pero tiene tiempo de camino a la estación, y meterse en el subterráneo será una buena excusa para colgar.
—¿Sí?
—Hola, soy yo.
—Lo sé, el teléfono te muestra quién está llamando, Harry.
—¿Y aun así contestaste?
—Y aun así contesté —dice John, sintiendo una punzada de culpa—. ¿Qué tal?
Harry hace “hmmm” y luego, con un tono cauteloso muy impropio de ella, dice:
—¿Qué vas a hacer la tarde del viernes?
Trabajar. Investigar un caso. Limpiar la cocina, lavarse el pelo, llevar a Abejita a una cita urgente con el veterinario.
Las excusas vuelan por su cabeza por la fuerza de la costumbre. No odia a Harry, pero cada vez que se juntan, especialmente si ella ha sido la instigadora, todo acaba siendo un jodido desastre.
Lo que acaba diciendo en voz alta es:
—No lo sé, tendría que mirarlo. ¿Por?
—Bueno, escúchame antes de inventarte que tienes que ir a encontrarte con no sé qué hombre para comprarle un coche —dice Harry, sin dejarse engañar por un segundo—. Mira, he estado limpia por bastante tiempo; quiero decir, limpia de verdad. Tengo las medallas y el culo gordo de comer por nervios para demostrarlo. Eh, he ido a la universidad.
—¿La universidad? —Es la primera palabra de toda la frase a la que John le presta atención de verdad, por inesperada—. Pero si ya tienes un título.
—Lo sé, volví a matricularme. He estado haciendo un curso para ser contable, y me gradúo esta semana.
John se para en mitad de la calle para asimilar la información.
—Ah. Eso… eso es muy bueno, ¿no?
—Gracias. ¿Me haces el favor de no parecer sorprendido de que no sea un puto desastre el cien por ciento del tiempo? Ya sé que te roba un poco el protagonismo…
—Harry. —John se frota el puente de la nariz—. Mira, felicidades. Es algo bueno. Estoy seguro de que has trabajado muy duro.
—¡Sí que he trabajado duro!
—No quería decir eso —responde John, dándose patadas mentales—. Deja de atacarme.
—Entonces deja de ser un imbécil.
—¿De verdad quieres que vaya a la graduación? —Pretende decirlo como una reprimenda, pero en realidad suena vagamente incrédulo.
Harry hace una pausa, atrapada entre el descontento y la inseguridad, y la segunda emoción gana y se hace patente en su voz cuando dice:
—¿Vendrás? Las familias de todos los demás vienen.
Es mezquino, las cosas siempre son mezquinas entre ellos, pero John se retrotrae a graduaciones de hace ya mucho tiempo, con multitudes de desconocidos y una única persona ausente. Ella nunca estuvo ahí.
—Tendré que ver quién recoge a Abejita de la guardería.
—Venga, es en Waterloo. Ni siquiera tienes que cambiar de tren. La ceremonia sólo serán veinte minutos antes de que nos manden al picoteo, y no tienes que quedarte a eso. Contando el viaje, no es ni una puta hora.
—Vale, está bien. Iré. ¿Qué día es?
—Ya te lo dije, el viernes.
—Entonces ¿a qué hora?
—A las dos en punto —le dice ella con voz alegre, y se hace raro oírla contenta de repente, y aun más raro pensar que ella lo quiere allí.
—De acuerdo —cede él—. Ahí estaré.
—Puedes traerte a alguien, si quieres —añade ella, casi con timidez—. Habrá otros niños, y la mayoría somos estudiantes adultos. El evento será muy tranquilo.
—No, le daría un berrinche —dice John—. Supongo que será mejor que saque un traje elegante o algo así.
—Sí —dice Harry, y se la oye sonreír, y eso hace que John se sienta fatal por ser descortés—. Te veo el viernes.
—Vale.
—No te olvides —le dice ella, porque a ella se le ha olvidado en el pasado, y eso le duele a John por exactamente el mismo motivo. Cuelga con un rápido «adiós» antes de que se les rompa la paz de nuevo. Después de todo, no está seguro de cómo sentirse.
* * *
Es un día nublado, y la estación de Waterloo está a rebosar de pasajeros. John se abre paso por la muchedumbre a codazos, tratando de alisarse la corbata con la mano contraria, y mira la dirección en su teléfono con ojos entornados. Resulta ser un edificio moderno, rodeado por casas adosadas victorianas por tres costados, y por el enorme circo de la rotonda por el cuarto.
Está a punto de llegar tarde; entra apretujándose entre los demás invitados, musitando «gracias, disculpe, disculpe» y se sienta en una silla etiquetada con un “Watson” justo cuando empieza el evento.
Es una de esas graduaciones de mentira; se reparten tubos vacíos de plástico en lugar de los títulos reales, que se les enviarán por correo a los graduados más tarde. No hay birretes ni togas, aunque todos los estudiantes llevan un juego de cintas sujeto con un alfiler, y el código de vestimenta es un muy académico azul marino. Descubre a Harry en el escenario y ella, sorprendida, lo descubre a él. Cruza el escenario y le estrecha la mano al decano, distraída. John aplaude y trata de prestar atención a los discursos.
Cuando ha terminado y pasan a la cantina de la universidad, Harry le da caza.
—¡Viniste!
—Felicidades, Harry —le dice él—. Tienes muy buen aspecto. Lo digo en serio. Bien hecho.
—Vale, no te pases tampoco —refunfuña ella (nunca le han gustado los halagos) y luego lo aplasta con un abrazo para mostrarle que está feliz igualmente. Sorprendido, John le devuelve el abrazo.
—Así que —dice él, carraspeando—, ahora eres contable. ¿Eso significa que me puedes hacer la declaración de la renta?
—Vete a la mierda —dice Harry, riendo con energía—. No, a menos que me pagues. —Alguien dice su nombre y ella se da la vuelta con ojos brillantes, y saluda con la mano a alguien entre la multitud.
—¡Hola! Sam, este es mi hermano pequeño, John. John, mi compañera de piso, Samia.
—Un placer —dice Samia, contemplándolo de forma inescrutable durante un instante antes de rodear a Harry en un apacible abrazo y darle un beso en la sien—. Lo has hecho de maravilla, preciosa —le dice—. Estoy orgullosísima de ti.
Harry se ríe.
—Gracias. ¿Te veo en casa?
—Sí, tengo que volver ya al trabajo. Un gusto conocerte.
—Ah, sí. Lo mismo —replica John, desconcertado. Sus ojos la siguen hasta que sale del salón—. ¿Nueva… novia?
—Es asistente personal y modelo —dice Harry—. Buen culo, ¿eh?
—Em. Es… no está… a ver, no estaba mirando.
Harry se ríe con tanto deleite que ronca por la nariz.
—¡Serás estúpido, John! Sólo es mi compañera de piso. Queer, y sin ningún interés por nadie de la cintura para abajo. No tienes la más mínima oportunidad.
—Ah. —Eso lo irrita un poco—. Tampoco querría salir con una amiga tuya. Todas están chifladas.
—Mira quién habla. Vamos a beber algo.
Pasa un instante, y ve a Harry lamentar su elección de palabras.
—No beber-beber —masculla—. Obviamente. ¿Tú que quieres?
John se encoge de hombros.
—Me da igual.
—Unas Coca-colas, entonces —dice Harry, arrepentida. Hay otra gente que sí está bebiendo; se le ve en la cara una débil ansia por el alcohol, pero se la sacude y extiende la mano.
—¿Qué? —pregunta John, mirando la mano.
—Este vestido no tiene bolsillos, ¿sabes? Venga, es mi graduación. Invítame a una mísera Coca-cola, coño.
John bufa, aunque sin mucha irritación, y se saca la cartera del bolsillo para ponérsela en la mano.
—Vale, pero vas tú a comprarlas.
Harry sonríe de oreja a oreja y se marcha haciendo ruido con sus tacones nuevos, sus cintas flotando en el viento. Charla con alguien en el bar. El encargado, incluso la pareja de alguien; simplemente agita la mano y luego parlotea como si se conocieran de años. Siempre se le ha dado bien conocer gente.
John se desvanece contra el fondo, apoyado en una columna, sintiéndose cada vez más desconectado de la ocasión. Observa a la multitud durante un rato, pero no ve nada que le interese. Harry no había exagerado; casi todos los alumnos son adultos, con pareja e hijos. Un par de personas lo miran, una de ellas una mujer vagamente interesada, pero sea lo que sea lo que ven, no invita a nadie a acercarse.
John vuelve la cabeza para mirar a Harry en la barra. Está hurgando en su cartera, y John empieza a preguntarse si habrá dejado suficiente dinero suelto (tiene que haber por lo menos un billete de cinco libras, lo cual debería bastar para dos Coca-colas en una cantina universitaria), y luego se da cuenta de que su hermana sólo está siendo entrometida.
Harry la ve al mismo tiempo que John recuerda que está ahí. La ve detenerse, mientras su propia espalda se pone rígida, alejándose del pilar. Los hombros de ella se encorvan, los de él se tensan. Ella lo mira, toda su expresión una enorme pregunta, la boca suave y abierta como si fuera a preguntárselo ahí mismo, ahora mismo, de un lado a otro de la sala y delante de toda esta gente, y John siente que el suelo se hunde bajo sus pies.
Dios mío, qué imbécil soy.
¡Imbécil!
El barman le dice algo a Harry, y la hace saltar. La columna da un golpe entre los hombros de John, y es eso lo que lo detiene antes de que haga algo estúpido, como huir. Harry intercambia monedas por Coca-cola, aturdida, y John traga grueso mientras la ve volver, con las bebidas derramándosele en las manos. Tiene su cartera sujeta en la axila y el codo correspondiente pegado al cuerpo. Le ofrece la bebida. Se siente helada y pegajosa contra los dedos, y por un momento John siente pánico de que se le caiga, y atraer toda la atención hacia él.
—Salud —dice entre dientes apretados. Harry lo mira fijamente. Él le sonríe y recupera su cartera, y vuelve a esconderla en su bolsillo. Ojos que no ven, corazón que no siente. Todo está bien. No ha pasado nada. No hay nada de lo que hablar.
—John. Sé que soy una hermana de mierda, pero si hay cualquier cosa de la que… —A Harry le da una contracción nerviosa, moviéndose por terreno inexplorado—. No sé… ¿Necesitas algo…? O sea. Joder, no sé lo que quiero decir. ¿Qué está pasando?
John mantiene los dedos bien apretados en torno al vaso, como si fuera su ancla a la realidad.
—Nada —dice, y la palabra se escurre a través de su estrecha sonrisa como un fantasma. Es una mentira evidente. Su expresión parece tensada por hilos de marioneta.
—Estás blanco como un muerto —dice Harry. Pone la mano en el hueco de su codo para alejarlo de la cafetería, hacia un corredor secundario que lleva hacia alguna de las clases. Coloca ambas bebidas sobre la caja protectora de un extintor de incendios, y espera.
John cambia su peso de un pie a otro, manteniendo su sonrisa de vidrio, apretando su propia mano traidora detrás de la espalda.
—Tienes fotos de él en tu cartera. Con tu hija.
—Sólo son fotos —dice John. No puede mirarla a los ojos, así que aparta la mirada hacia los afiches del Sindicato Nacional de Estudiantes y los anuncios desesperados que piden participantes para estudios. A su espalda, agita la mano. El temblor no cesa.
—No son sólo fotos —dice Harry, cuidadosa—, porque no estás enfadado conmigo y no nos estamos peleando. Estás entrando en pánico.
Está usando un tono que John no ha escuchado en años, y menos de esta manera. Es su tono de hermana mayor, pero templada por años de grupos de apoyo y terapia. Es como la de Ella, pero con un aguijón al final de la cola, diciéndole «John Watson, te conozco desde que naciste, y sabes que no me voy a tragar tus mentiras».
La cartera está en su bolsillo, pero es como si estuviera abierta en el suelo entre los dos. Al revelarse a los ojos de Harry, no resulta tan sutil como John pensaba. También podría haber tallado el nombre de Sherlock en un pupitre. Haberlo escrito en su diario.
—Dios, John —dice Harry, su tono suave, sentido. Escruta su rostro en busca de algo que no sea ese rictus—. Le gustas.
Esta no es una conversación que Harry pensaba que iba a tener, e incluso si hubiera tenido la previsión de imaginársela, no la hubiera tenido ahí, en un pasillo indeterminado, con una muchedumbre de desconocidos a sólo unos metros de ellos, detrás de una puerta giratoria de acero gris. Ve a John apretar los dientes, apretar los puños, y se prepara para recibir su furia; nunca ha sido delicado con ella, ni siquiera cuando eran niños peleándose a puñetazos en el suelo del salón, y eso es lo que conoce. Casi le produce un escalofrío volver a anticipar una pelea, el eco de los insultos, el maltrato de los muebles.
Le gustaría no estar radicalmente sobria.
Y luego, es como si algo dentro de John encontrara la larga mecha ardiente y le echara un cubo de agua fría encima. Lo ve tragar, una vez, dos veces, inclinando la cabeza hacia adelante como si fuera a vomitar, y luego su todo cuerpo se ve atravesado por un temblor apenas reprimido que se convierte en una pequeña serie de espasmos rítmicos, como el mecanismo de un reloj.
—Lo sé.
—Joder, ¿por qué no has dicho nada?
—No lo sé. No. —Se aparta de ella y luego trata de volver a ponerse firme, tapar todo el asunto, salvo que no lo consigue. Harry capta su mirada y se asusta al comprobar que está avergonzado y, peor, a punto de ponerse a llorar.
—John —le dice. No hay adónde huir en ese pasillo, a menos que la empuje, y entonces tendría que elegir entre la fiesta de graduación o el callejón sin salida de la clase de sociales.
—No lo sé —dice otra vez.
Harry vuelve a tener trece años y a llevar un vestido gris y áspero, barro del cementerio en sus sandalias del colegio, y John tiene nueve y se acaba de dar cuenta de que esta vez se están despidiendo de mamá para siempre. Y que papá no va a venir a llevarlo a casa, o a Disneylandia, o a ninguno de esos sitios que sólo existen en tu cabeza.
Recuerda los seis meses de mojar la cama y de emociones en carne viva, de sentarse bajo las mantas leyendo tomo tras tomo de Astérix y Obélix de la estantería de Ted, aislándose del mundo y deseando que de verdad existiera una poción que te hiciera indomable. Anhelando ser un campeón. Un solitario John siguiendo sin cesar a Stella por toda la casa, pero haciéndole la vida más difícil portándose mal a la menor oportunidad. Era una mujer amable, con el pelo ensortijado, que decía muchas tonterías, y también la única figura materna que le quedaba a John. El niño siempre estuvo resentido por eso. Odiaba los mimos.
Harry, de modo bastante innoble, se saca un kleenex del sujetador, le toma la mano y lo obliga a aceptarlo.
—No es el fin del mundo, John. Te lo prometo.
John cierra la boca con fuerza, quizá de pura incredulidad, o quizá se deba a la notoria flacidez del pañuelo entre sus dedos. «No necesito esto» dice su expresión, y es verdad que Harry siempre ha sido la llorona de los dos.
—Te moquea la nariz —le señala ella.
John se limpia, relajándose levemente.
—Pero él te quiere de verdad.
John asiente, sintiéndose desgraciado y agradecido a la vez, un único y horrible grumo de sentimientos.
—Joder, vamos a sentarnos a algún sitio —dice Harry. Agarra las Coca-colas y lo arrea pasillo abajo, un hombre nuevo que se arrastra con todas sus vulnerabilidades. Las luces del salón de clases tienen sensores de movimiento, y cuando entran parpadean de vuelta a la vida de mala gana. No es muy diferente de una sala de espera, piensa John, hundiéndose en una silla de plástico rojo, junto a una mesa de plástico gris. Harry le desliza la Coca-cola.
—Bebe —le aconseja.
Está demasiado dulce y demasiado fría, y las burbujas le pican incómodamente al fondo de la nariz cuando trata de tragarla. No le resulta fácil. Pareciera que se le está cerrando la garganta. Harry, con un raro tacto, no lo insulta preguntándole si quiere hablar de ello. Se limita a golpetear el vaso con los dedos mientras bebe su propia cola.
Al final, dice:
—Bueno, parece que tu vida es un puto enredo, ¿eh?
John tose y casi le gustaría reírse, si no tuviera tantas náuseas.
—Puedo… ¿puedo preguntar cuándo?
John niega con la cabeza; no es que no tenga permiso para preguntar, es que simplemente no lo sabe.
—Ah. Uno de esos casos.
—Creí que iba a… una vez. —John mira fijamente su bebida y los guiños que le hacen las pequeñas burbujas. Recuerda el rostro de Sherlock encima del suyo, más de una vez. Su expresión. Una vez de anhelo terrible y otra, botones contra sus dedos, de miedo.
—Ay, John.
—Todo se ha estropeado. No puedo… —Y ahí está la ira amarga que Harry conoce tan bien; ácida y afilada y capaz de voltearte el estómago como las manzanas demasiado verdes—. No puedo —dice entre dientes, golpeándose la frente con el talón de la mano, como si pudiera darse la forma que quiere si se martilleara lo suficiente—. Nada me sale bien. ¿Por qué nunca hago nada bien?
—Hostia, le estás preguntando a la mujer equivocada —dice Harry, preocupada—. Deja de hacer eso.
Le baja la mano y él, de mala gana, deja caer el codo por el borde de la mesa, y se quedan sentados, una extraña pareja, la mano de ella aún sobre la muñeca de él.
—No pasa nada si estás asustado. Todos estamos asustados. La vida es básicamente cagarte encima y ver cómo sigues adelante a pesar de eso.
—No te burles de mí.
—No estoy burlando de ti —replica Harry, dolida—. ¿Por qué iba a burlarme de ti? Si sé cómo es, joder. Si es eso lo que te ha estado comiendo por dentro, John, déjalo correr, John. La cosa es que no es asunto de nadie, si no quieres que lo sea. Ni siquiera es asunto mío, aunque serías un puto idiota si no me pidieras ayuda. Yo ya pasé por todo esto, John, hace años. Cometí todos los errores de primera mano. Deja que te aconseje.
John se queda callado y quieto por un momento, y ella no tiene ni idea de en qué estará pensando, más allá de la crudeza de todo esto, la culpa y el horror ante su propia deshonestidad, sabiendo como sabe que es algo que John valora. Crecieron mintiendo, en una familia que era un fraude. John siempre ha querido ser noble, al menos un poco. Le arde tener que admitir que no lo es.
—Lo siento —dice él al final, la voz rasposa.
—Serás tonto. —Harry arrastra su silla para acercarse más, y le ofrece una sonrisa—. Anímate. Al menos no has tenido que tener esta conversación bañado en tu propio vómito. Eso es algo.
—Dios mío, Harry.
—Anímate —dice ella con firmeza—. La Policía Gay no va a saltar de repente de la pared para obligarte a desfilar por Clapham Common en pantalones apretados y pintura corporal, ¿sabes?
—Cállate —dice él, pero se lame los labios para que no estén secos y engulle otro trago de Coca-cola, para que ella sepa que no va en serio.
Se frota la boca con el dorso de la mano y exhala un largo y trémulo suspiro. Harry ya ha hecho esto antes, piensa; ha estado en los dos lados de la conversación. Toquetea las rodillas de sus pantalones.
—Me gustan las mujeres —dice.
—No es verdad —dice Harry de inmediato y con toda naturalidad—. No te gustan —insiste, cuando él la mira, con la boca abierta para disputárselo—. Te parecen sexys. Quieres acostarte con ellas, pero no te gustan las mujeres. ¿Cuántas amigas tienes?
—Pues… está Molly.
—Molly es amiga de Sherlock. Y, antes de que empieces a agarrarte a clavos ardiendo, tu psicóloga y tu casera no cuentan tampoco. De todas formas, ese no es el tema. El tema es… que en el fondo lo sabes, ¿no? Sabes si sientes algo físico por alguien o no, y si amas a alguien o no. Y eso es algo, por lo menos; siempre lo he pensado. Es una mierda, pero por lo menos lo sabes.
John exhala un súbito “oh”, como si acabara de recibir un golpe en el plexo solar, y su expresión se transforma.
—Sí —dice, desde un millón de kilómetros de distancia. Harry cambia el peso de su cuerpo de una nalga a la otra, despegando los muslos de la silla de plástico, mientras él contempla el universo desde un nuevo y hermoso ángulo.
—Acéptalo —le aconseja Harry—. No quiero decir que salgas del armario ni nada, pero serás mucho menos desgraciado si lo aceptas. Así sólo serás tú contra el mundo, no tú contra ti mismo Y el mundo. Puta madre, quiero beber. —Cierra los ojos y se permite recordar con una mueca—. Voy a necesitar comer algo.
John regresa de la cara más alejada de Júpiter para mirarla.
—Nos estamos perdiendo tu fiesta de graduación.
—Sólo tienen putos vol-au-vents. Nadie sobrevive a una mierda con un pegote de pescado restregado en un pedo de hada. Levántate. Deja eso —añade, gesticulando hacia su vaso. John lo abandona de buena gana y se escabullen a través de la reunión de graduación hacia la cuadrícula de casas viejas. Los tacones de Harry castañetean al marchar ella en cabeza, obligando a John a mantenerse a su nivel. Hay una furgoneta sin logo capitaneada por un solo hombre bajo el puente del tren, junto al sitio donde los sin techo acampan y piden monedas, donde se detienen para que John gaste su último billete de diez libras en un grasiento contenedor de poliestireno lleno de pollo y patatas fritas, y deposite el cambio en un vaso de café vacío junto a un sucio saco de dormir.
Caminan sin planearlo más o menos en dirección al río, en silencio, picoteando las patatas.
Las aguas del Támesis están de un marrón mohíno incluso al borde del verano, y las nubes salpicadas por el cielo no ayudan a mejorar su humor, a pesar de que brilla un sol valiente. Se paran a contemplarlo sin palabras, con una horda de palomas observándolos, y John se siente transportado a varias vacaciones infantiles; siempre eran fines de semana largos a la costa, a los que iban en la aporreada furgoneta de Ted, agarrándose con fuerza al asiento de atrás (no había cinturones de seguridad), y alguien siempre acababa vomitando por tantas curvas cerradas.
—¿Te acuerdos de cuando fuimos a Bournemouth?
Harry pone los ojos en blanco al recordar.
—Esas putas tiendas. —Luego mira a su hermano—. ¿Qué pasa con Bournemouth?
Él menea la cabeza; no tiene palabras para expresarlo, y no es Bournemouth específicamente. Es el olor a vinagre de malta en campo abierto, y la inmensa conversación silenciosa que pende entre los dos. Correr sobre la hierba húmeda entre las tiendas con una manada de otros niños. Ha olvidado sus nombres y rostros; sólo pervive la impresión general de ellos, y la intensidad de la amistad basada en la pregunta «¿quieres jugar con nosotros?» Envidia su capacidad perdida para dejar a un lado todos sus problemas y lanzarse a jugar a voluntad, reinventado brevemente como otra persona.
Harry cambia su peso de un tacón a otro y recuerda el olor de la lona bajo la lluvia y el repugnante pero maravilloso sabor a sidra barata, cigarrillos liados a mano, saliva de chica y cacao para los labios robado del Boots. John recuerda mancharse las manos y las rodillas de hierba al intentar jugar, la goma de aquella pelota arcaica, introducirse a pecho descubierto en una melé que era básicamente un torneo de lucha libre. En aquel entonces era inocente, por supuesto. Pero recuerda la calidez de los brazos de otro niño echados sin cuidado sobre sus hombros, y la alegría de tenerlos ahí.
Harry lanza una patata al río.
—¿Qué vas a hacer?
John se mordisquea el interior de la mejilla, toqueteando la mampostería del puente. El aire lo ha tranquilizado un poco. Se encoge de hombros.
—Nada —traduce Harry. Chasquea la lengua.
—No puedo —dice él, cerrando los puños—. Es complicado. Esto es todo lo que tengo.
—¿”Esto”?
—Abejita y… a él. Ahora todo está yendo bien. Después de todo lo que pasó. ¿Vale? No quiero arruinar eso.
Harry, a pesar de todos sus problemas, es demasiado directa para entenderlo. Para ella, la ecuación siempre es sencilla.
—Pero tú le gustas.
—Eso no lo sé. Y tú no lo sabes. No es “gustar”. Es… es más.
—Bueno, ¿y por qué es más? —quiere saber Harry, pero, por muy frustrante que sea, John no consigue dilucidarlo. Su hermana no tiene nada con lo que compararlo. No puede explicarle la moneda de dos caras que es vivir a diario con Sherlock. Lo bueno y lo malo; la nueva y extraña maravilla del gentil amor que siente Sherlock por su (en plural) hija, y su deliberada cautela en torno a John. No puede describir el sabor que hay en su boca, el sonido que suena en su cabeza cuando olvidan sus precauciones. Es demasiado contradictorio tratar de explicarle cómo arde de orgullo ante el esfuerzo de Sherlock, cómo acude a la más mínima llamada a las armas para protegerlo; y al mismo tiempo le cuesta encontrar la fe para creer que nunca volverá a cometer un error de juicio tan completo, tan espectacular como saltar del techo del Saint Bart’s.
Porque es Sherlock.
Porque podría hacerlo.
Porque tiene miedo de salir herido de nuevo.
Porque lo que tienen ya es un milagro y porque Sherlock parece haber llegado a la misma conclusión: cavar hondo y hacer las paces con tener que aferrarse a esto, pues es todo lo que tienen.
Todo el tiempo que tienen para estar juntos y todo el amor que pueden tener; sobre todo, todo lo que pueden tener de su hija, que añade más y más a sus vidas con cada día que pasa. Toda la identidad que pueden tener.
—¿Sabes qué deberías hacer? —dice Harry, quebrando la línea de sus pensamientos—. Escribirlo. Se te da mejor que hablar, ¿no?
John se frota la nuca, incómodo. No consigue imaginarse cómo va a serle eso más fácil que hablar. Aunque tiene razón sobre que siempre le resultó más fácil escribir; es la premisa principal detrás de su blog, y Ella lleva presionándolo para que continúe con él desde hace siglos. El tema con el blog es que en realidad no es privado. Está abierto a todos, y él no está listo para abrirse sobre esto. Su ordenador portátil es tan seguro como una bolsa de papel húmeda.
—Quizá —dice. Se endereza, permitiéndose un momento para exhalar entre los dientes, haciendo un ruido sibilante, y luego se aclara la garganta y, de alguna manera, vuelve a encontrar su disfraz de John Watson. Harry, aún preocupada, lo mira.
—¿Vale? —le pregunta.
—Estoy bien —dice él; luego, bajo el escrutinio de ella, lo cambia a «más o menos». Aplasta el envoltorio de poliestireno y lo mete en una papelera—. Voy a irme a casa.
—Cuídate —le aconseja Harry—. Llámame si… ya sabes. Sé que soy gilipollas, pero conozco a gente que es menos gilipollas que yo. —Le ofrece una sonrisa torcida—. O puedes arreglártelas con tu hermana mayor.
—Normalmente me las arreglo —dice John. Harry le da una palmada en el brazo antes de que pueda hacer algo estúpido, como abrazarla.
—Cuídate —le dice de nuevo—. Te acompaño a la estación.
—De hecho… creo que voy a ir caminando —dice John. Le tomará al menos una hora, pero la idea lo atrae. Le queda tiempo antes de tener que recoger a Abejita de la guardería. Acompaña a Harry a la estación igualmente, y se queda hasta que su tren parte, antes de volverse hacia los puentes peatonales de Hungerford.
Orange 3G 3:17 PM
||Mensajes|| Número desconocido ||Editar||
[Hey]
[Tas ahi?]
[No me creo que no lleves el tlf encima]
[Madre mia Sherlck]
[Contestame coño!]
[Sherlock -SH]
[Por fin!!!]
[Soy harry x cierto]
[Lo sé]
[Lo adiviné por tu atroz falta
de consideración por las
reglas de ortografía y
gramática -SH]
[>:(]
[¿Qué quieres? -SH]
[Afjalkn aun estaba escribiendo]
[Vi a john hoy. Estaba alterado
pero no en plan mal]
[¿Por qué? -SH]
[Solo hablamos de algunas cosas]
[La cosa es q no te asustes vale?]
[a ido a dar 1 vuelta xo creo q todo
va a ir bien]
[Sigues ahi?]
[Sí -SH]
[Ok. No te enfades. Te prometo
q no t he jodido nada]
[Os quiere mucho a ti y a
abejita]
[Xo tiene q acer algo antes]
[Ok?]
[Está bien -SH]
[Ok. Solo queria avisarte
xq va a llegar tarde a casa
y lo vas a notar cambiado]
[Y? -SH]
[Nada]
[Tu aguanta ahi]
A primera hora de la tarde, un cansado John abre la puerta del salón con el hombro, con Abejita caminando inestable delante de él.
—Hey, hemos vuelto.
Cierra los ojos cuando Abejita le suelta la mano y corre a recoger a Elbante, que Sherlock ha dejado en el apoyabrazos del sillón de John. La habitación huele al cubo de la basura y a tostadas viejas, toallitas para bebé, y un poco a antiséptico. Sherlock debe de haber estado trabajando en uno de sus experimentos hoy. John se pregunta qué sería.
Se quita la chaqueta y se deja caer en el sillón, con Abejita riéndose y dándole palmaditas en el regazo.
—Fuiste al parque —dice Sherlock, desde el sofá.
—Sí. Fui a dar un paseo —dice John. No es mentira. Abejita corretea de uno al otro y se trepa al estómago de Sherlock, que gruñe ante su peso y el peligro de sus rodillas cerca de lugares sensibles. Sin embargo, no consigue distraerlo del todo.
—¿Qué quieres para cenar? —pregunta John. Inclina la cabeza hacia atrás contra el sillón y deja que el respaldo sostenga su cabeza dolorida. La mitad de la espalda le duele de sentarse encorvado ante una mesa de picnic durante demasiado tiempo. Flexiona la mano, ausente. Hay algo obvio entre ellos, pero Sherlock no dice nada.
En lugar de eso, se levanta y balancea a Abejita en círculos, y cuando ella chilla «¡Galleta!» se pone de puntillas para ver qué queda en la despensa.
—No hay galletas —le dice—. Aperitivo saludable. —Arruga la nariz con empatía.
—Hay un montón de galletas de arroz —comenta John. Inhala la polvorienta ausencia de olor del tejido de su sillón, y se hunde aun más en los cojines.
—Quedan algunas —admite Sherlock. John abre un ojo inquisitivo—. Me entró hambre.
—Pero están asquerosas. No saben a nada.
—La señora Hudson había salido —dice Sherlock, como si eso lo explicara todo. John siente que las vértebras le chasquean ligeramente cuando arquea la espalda. Le duele el hombro.
—¿Qué tal un risotto?
Sherlock hace un ruidito evasivo, y Abejita babea una galleta de arroz y se acerca para enseñársela. Él le dice que debe de estar riquísima y decide que el sonido de Sherlock implica que no dice un “no” rotundo al risotto, aunque tampoco dice que sí, y de todas maneras tienen un taco de queso que aún hay que usar. Sherlock anda haciendo algo en la cocina. Abejita le clava un libro en la rodilla para que se lo lea, y él lo hace, permitiéndole pasar las páginas y dictar. La niña se pule entera la galleta de arroz entre excitantes aventuras del tipo “¡El pececito encuentra un amigo!”
—¡Tortita! ¡Sacabó!
—Se acabó —concurre John, inclinándose hacia ella para sonreírle. Ella le devuelve la sonrisa con alegría. John levanta la mirada cuando Sherlock deposita algo en la mesa junto a él. Abejita trata de cogerlo.
—¡Chocolate!
—No, no es chocolate —dice Sherlock, manteniendo la mano sobre las pastillas para protegerlas de sus deditos fisgones—. Esto es para papi. Toma —lo apremia.
Desconcertado, John las acepta y se las mete en la boca de inmediato, secas; las baja con un sorbo de té. Traga la amarga medicina sintiéndose culpable. Ha llenado medio cuaderno y luego ha mojado las páginas en la fuente de agua potable hasta que la tinta se corrió y el papel se disolvió en una ilegibilidad empapada. Después tiró el cuaderno y todos sus agotados pensamientos en una papelera, para que lo enterraran entre bolsas vacías de papas frías y bolsitas de mierda de perro. No ha descubierto todavía nada que desee decir, pero lo ha ayudado a desahogarse.
El pinchazo de dolor en su muñeca al levantar la taza de té hace que aprecie el gesto, sin embargo. Eso y la obvia ausencia de comentarios al respecto.
—Gracias —dice, bajito.
Sherlock no contesta. Se limita a lanzarse sobre Abejita para distraerla y que no tenga una pataleta contra la crueldad de que no le dejen comerse los analgésicos, los cuales sigue firmemente convencida de que son golosinas. Da ladridos hasta que Sherlock la lanza hacia el techo en un juego temerario que le encanta. Hace que a John se le salte el corazón, por muchos motivos diferentes, pero los movimientos de Sherlock son impecables. Él nunca la dejará caer, está seguro. El corazón se le sigue saltando cada vez que la lanza.
Sherlock la atrapa y le da vueltas, y luego la sostiene de cuerpo entero sobre la cabeza de John. La niña nada en el aire, los ojos como platos de puro júbilo.
—Vuelo entrante —entona Sherlock, y la baja hacia la cara de John, volviéndola a subir en el último momento. Abejita pierde las formas ante la hilaridad que le produce la cara de John acercándose y alejándose ante sus ojos, y se deshace en carcajadas sibilantes que le sube desde el estómago y le dejan la boca completamente abierta.
—Para —suplica John—. ¡Se le está cayendo la baba!
Sherlock, malicioso, continúa.
Es una declaración de sus deducciones, piensa John. Sherlock sabe que se ha pasado la tarde escribiendo una cantidad sustancial de palabras, y quizá no va a preguntarle qué o por qué, pero se lo está haciendo pagar. Podría ser peor. John se limpia la baba de bebé de la frente y lucha por arrancarla de brazos de Sherlock, bajándola hasta tenerla contra su estómago.
—Besitos —le dice, y Abejita le babea el mentón sin dudarlo. John siente un ramalazo de amor. Mira a Sherlock por el rabillo del ojo, detrás de los rizos color diente de león de la niña, y espera que su mirada transmita el agradecimiento suficiente. Le la vuelta a Abejita y la levanta hacia él con un gruñido.
—Agárralo, Abejita. ¡Abrazos!
Con las manos de Sherlock ocupadas de nuevo, John aprovecha la oportunidad para ponerse de pie. Se mesa el pelo de camino al dormitorio.
—Voy a cambiar y luego hacer la cena. Última oportunidad para vetar el risotto.
—No podía importarme menos el risotto —dice Sherlock, que ha convertido sus forcejeos con Abejita en una especie de jiga balanceante.
—¿Te parece bien, entonces? —pregunta John, deteniéndose en el umbral de la puerta. Sherlock levanta la mirada, su expresión neutra e inocente.
—Me parece bien.
Marzo se marchita, y abril se convierte en mayo. El clima oscila entre una calidez húmeda y días de frío afilado y, a sus dos años y tres meses, Abejita ha encontrado un nuevo héroe al que adorar. Lestrade, tomándole la palabra a John, se deja caer para cuidarla de forma irregular, y esa falta de frecuencia lo hace más popular con la hija de John.
Lo que sea que esté pasando con su Alfiler de Corbata, Lestrade se niega a hablar de ello, y Sherlock se limita a hacer ruiditos de asco si está lo suficientemente cerca para oírlo cuando John pregunta. Lestrade se limita a sonreír tímidamente y cambiar de tema. En cualquier caso, piensa John, Lestrade parece feliz, y no puede estar resentido con él por eso.
No ahora que la vida de John parece más fácil.
Una mañana, un día en el que John no tiene planes, Sherlock permanece cerca de las zonas comunes de la casa, vestido.
Llevado por sus buenas intenciones, hace demasiado obvio lo que está haciendo, y eventualmente John se aparta el periódico de la cara y lo deja caer en su regazo, y lo escruta desde debajo de las cejas.
—¿Vas a salir?
Sherlock hace un pequeño y vago gesto con sus pipetas.
—No —dice.
John entorna los ojos.
—¿Querías salir?
Esta pregunta parece desarmar a Sherlock, hasta el punto de que sólo atina a emitir un sonido ininteligible que podría ser cualquier cosa. John suspira, tira el periódico en la mesita junto a él y se aleja de mala gana de la comodidad de su sillón
—Vamos, entonces —dice.
Sherlock pone expresión burlona y trata de escabullirse.
—Nunca dije que quisiera ir.
—No, pero llevas vibrando por el apartamento toda la mañana. Déjame ponerme los zapatos… ¿adónde vamos? ¿Necesito abrigo?
—No, el clima es bastante clemente —dice Sherlock automáticamente, siguiéndolo hasta el dormitorio y deteniéndose en el umbral—. No he planeado nada.
—Bueno, ¿necesito botas o me puedo poner los zapatos normales? —pregunta John, sin inmutarse ante sus protestas—. No quiero ir a ningún sitio que esté muy sucio.
Se da la vuelta para encontrar a Sherlock mirándolo, completamente desprevenido. Esto desconcierta a John. Sherlock lleva toda la mañana dando vueltas ante la puerta como un perro con la correa en el hocico, y ahora se muestra genuinamente ignorante de si quiere salir o no.
—¿En serio? ¿A ninguna parte?
Los ojos de Sherlock saltan a un lado, como si tuviera la esperanza de encontrar la respuesta correcta garabateada en el marco de la puerta. Da la casualidad de que sí que hay un garabato ahí, pero está a la altura de las rodillas y es un rayajo ilegible hecho con cera de colorear.
—No… específicamente —aventura Sherlock, y luego se reagrupa—. Quizá te deje a ti elegir, para variar.
—¿A mí? —John entrecierra los ojos, tratando de averiguar dónde está el truco.
—Puedo ser caritativo.
—Capullo —lo regaña John, poniéndose la chaqueta—. Entonces ¿decido yo?
Sherlock coloca el arco del violín contra el cuello del instrumento.
—Todo tuyo.
John lo piensa.
—Vale. Vamos… a Hampstead Heath. —Observa la mente de Sherlock tener un pequeño estremecimiento, sin duda recordando algunos de los detalles más mórbidos del parque—. Tú, yo, Abejita y la señora Hudson. Compraremos el almuerzo, o algo así.
—Hm —dice Sherlock.
—Será agradable —dice John, comprobando que tiene efectivo en la cartera—. Tendremos un civilizado picnic, y tú puedes ir a patear los arbustos por si te cae algún cadáver. —Levanta la mirada, ligeramente juguetón—. Y mirar a los perros.
En el rostro de Sherlock se libra una batalla entre el entusiasmo y un despectivo arqueo de cejas, y las cejas ganan. Lo mira con desprecio.
Yo no miro a los perros.
Sí que lo haces. Te encanta.
No es verdad. No lo haré.
John se ríe y pasa junto a él para salir de la habitación.
—Dijiste que elegía yo.
—No significa que tenga que gustarme —masculla Sherlock, pero coge el abrigo de Abejita de su percha y va a buscar el carrito debajo de las escaleras sin que se lo pidan. John sonríe. Cierra las ventanas, que relucen. El aire está fresco por la promesa del calor, pero la brisa es fuerte y lo atraviesa con fuerza, arrastrando las telarañas. John casi va dando saltitos cuando precede a Sherlock al salir del apartamento, haciendo saltar a Abejita escaleras abajo, para deleite de la niña, y avisando a gritos a la señora Hudson para que se prepare. Se porta como si volviese a tener veintiún años.
Sherlock se detiene a cerrar la ventana de la cocina, y da un vistazo al calendario antes de marcharse. No ha habido ningún error. La fecha está ahí, en sólidos numerales de imprenta, y se siente extrañamente tonto por haberse preocupado. Dieciocho de mayo.
Sale, pegándose a los talones de John con sus largas zancadas, dejando que la señora Hudson se agarre de su brazo y parlotee sobre el calor que debe de tener con ese abrigo suyo tan grueso, y mira maravillado la nuca de John.
—Un penique por tus pensamientos —dice la señora Hudson. Sherlock replica «hmm».
—Valen más que eso, señora Hudson —añade, pensativo. Gustosamente se lo contaría, pero por ahora es secreto. No tiene ninguna intención de arruinarle el día a John recordándole su propio aniversario de bodas.
Por un vez, se alegra de que John sea tan poco observador.
* * *
John está sentado en la silla. No cambia de postura, nervioso, ni está caído hacia atrás como si sólo estuviera ahí para soportar la sesión; está sentado. Está muy tranquilo hoy, piensa Ella, y no consigue decidir, partiendo de la evidencia del lenguaje corporal de John Watson, si esto es un imprevisible logro o si sólo está en el ojo de un imprevisible huracán.
Como siempre, hablan de sus patrones de sueño.
—Demasiada cafeína —comenta John—. Tomo café todo el tiempo en el trabajo, y luego en casa lo mismo. —Echa una mirada lastimera al techo, algo quizá relacionado con su sentido de la masculinidad, al añadir—: He comprado descafeinado. Sabe asqueroso.
—Estoy de acuerdo en que es buena idea reducir el consumo, si sientes que te está afectando —replica Ella.
—Más agua —comenta John.
—Eso también.
Hablan de la niña, que, con paso lento pero seguro, está progresando a frases de dos y tres palabras.
—Sigue teniendo su mejor amigo de la guardería —dice John—. Un niño del grupo de la NCT. Son muy monos. Fui a recogerla ayer; es un poco mayor, Luis, o sea, así se llama él, y la estaba llevando de la mano de un lado a otro de la alfombra, y ella se moría de risa.
La dura línea de sus hombros se derrite al recordarlo, y sonríe; una sonrisa auténtica que le llega hasta los ojos y los hace iluminarse por dentro. «Este hombre es un desastre» se dice Ella, sólo como recordatorio de que debe ser profesional. De hecho, le parece que a John le está yendo muy bien. Si pudiera sonreír así siempre, iría dejando un reguero de devastación entre las mujeres de Londres, piensa. Se aclara la garganta muy, muy bajito, pero aún así a él se le escapa una risita.
«Cabrón» piensa Ella. «No tenías intención de hacer eso». Al menos no al principio. Ahora que la ha descubierto, está experimentando a propósito, como un gato jugando con un ratón.
No eres mi tipo.
«Tú tampoco eres el mío» transmite Ella con tanta firmeza como puede, y el momento se evapora, tan sustancial como la niebla veraniega.
—¿Alguna cosa ha cambiado recientemente, John?
Ha pasado un tiempo desde la última vez que se vieron. Vino, por supuesto, antes de navidad, y luego dos veces más para tener unas breves no-charlas a finales de febrero y a finales de marzo, y ya casi es junio. En el patio las lilas ya se están marchitando, y las rosas silvestres empiezan a asomar la cabeza. Sea lo que sea lo que ha cambiado, reflexiona Ella, no es enteramente nuevo.
—Compramos una mesa nueva para la cocina —dice John—. A la vieja se le cayó una pata.
Está tranquilo, piensa Ella, lo suficiente como para hacer bromas. Está controlado; equilibrado. No está hablando, pero tampoco está bloqueado. Quizá tiene cosas que decir, pero esta vez está claro que no es que no pueda decírselas, sino que no es a ella a quien quiere decírselas. Ella se recuesta en su silla y respira hondo. Sin duda aún le quedan algunos obstáculos que superar, pero igualmente este es el momento que estaban esperando.
El momento de dejarlo ir.
Ella tapa el bolígrafo y lo guarda bajo su tablilla.
—Muy bien —dice—. Creo que podemos terminar por hoy.
John mira al reloj. Aún les quedan cinco minutos, y Ella normalmente trata de que continúen hasta el final. Se lo señala.
—Es verdad —admite Ella—. Pero creo que ya hemos cubierto todo lo que teníamos que hablar por ahora.
John abre la boca para decir que no le ha dicho nada, y luego vuelve a cerrarla. Ella lo sabe. Independientemente de que sea buena en su trabajo o una incompetente, siempre ha sido muy consciente de que John no le dice la inmensa mayoría de las cosas que debería decirle. Se da cuenta de lo diferente que se ha sentido esta sesión. Ella sonríe ligeramente.
—Puedes irte —dice, con un ligero tono de broma. John se pone de pie, sintiéndose un poco avergonzado, aunque no sabe decir exactamente por qué. Ni siquiera es una sensación mala, porque no viene con culpa, ni con frustración. Ella parece perfectamente cómoda.
—¿Necesito otra cita? —pregunta él. Ella no lo está presionando para que pida una; ni siquiera está buscando tarjetas para anotarla, como es usual.
—¿Qué te parece si, esta vez, esperamos a ver cómo van las cosas antes de decidirlo? —La idea es una agradable sorpresa para John.
—¿No pasaría nada? —pregunta, recogiendo su abrigo. Ella coloca sus notas en la carpeta correspondiente. Levanta la mirada, y su expresión es cálida.
—Bueno, me estoy basando en mi opinión, pero al final la decisión es tuya —le dice—. ¿Estarías contento de seguir adelante sin mí?
John se toma un momento para sopesar esa pregunta, y luego la mira, y sus ojos están claros y firmes.
—Sí —dice sencillamente, sin dudar—, así es.
Sherlock está haciendo labores domésticas cuando regresa a casa. La tabla de la antigua mesa está apoyada contra la pared junto a la puerta, y la propia puerta está abierta, dejando entrar el aire fresco al vestíbulo. John está a punto de entrar cuando las oye detrás de él en el pavimento, llegando desde la dirección contraria. Las espera en el escalón de entrada.
Las patas de la mesa han desaparecido, y hay un [skip] que perteneció a algún otro inquilino en la esquina de la calle, así que John supone que Sherlock llevó a la práctica su idea de tirarlo todo ahí. Espera, calentado por el sol, ahora tocándose el cuello de la camisa, ahora cruzando las manos a la espalda.
Abejita aparece primero. El borde de su vestido está marrón de polvo, y en la mejilla tiene una mancha de algo que John sospecha que es mermelada. La señora Hudson debe de haberla llevado a la tienda, pues la manita de Abejita está firmemente cerrada en torno al asa de su cestita de plástico rojo; es su juego favorito. Recoge hojas y flores y guijarros de camino allá, “comprando” lujosamente en los setos y en el parque, con la condición de que ha de dejárselo todo a las hadas antes de entrar en casa.
La niña tira un puñado de objetos en la acera y luego, los brazos abiertos y la boca abierta en un chillido, corre hacia él.
—Hola, mi niña —dice John, besándole la mejilla limpia y luego limpiándole la mermelada de la otra con saliva y la esquina de su pañuelo.
Sherlock la sigue a un paso más relajados, su brazo enlazado con el de la señora Hudson y una de las bolsas de la compra en la mano.
El pelo de John es un destello de rubio plateado, y el sol lo hace entornar los ojos. Les da la bienvenida con una sonrisa.
—Has vuelto a casa —dice la señora Hudson, oportuna e ignorante de todo, y de manera inesperada Sherlock le aprieta el hombro. Ella lo mira parpadeando, sorprendida, y luego, la cabeza puesta en los congelados que se derriten en las bolsas, pasa entre John y la mesa para llevarse a Abejita dentro y guardarlo todo.
—Hola, bienvenidos a casa —dice John, recostándose en el marco de la puerta—. ¿Pudiste quitar las patas sin problema?
—Las enterré bajo una alfombra —admite Sherlock. Se une a John en el umbral, apoyándose ligeramente en la otra jamba. Los dientes de John son blancos como la nieve entre sus labios.
—¿Qué vamos a hacer con esto? —pregunta John, estirando un pie para tocar el gastado tablón de la mesa.
—Dejarlo ahí —sugiere Sherlock—. Tarde o temprano alguien se lo llevará.
John está de acuerdo, aunque sonríe y Sherlock sabe que se está acordando de cuando se rompió el maldito chisme y derramó un tintero completo en el regazo de Sherlock. Fue culpa del propio Sherlock, como bien señaló John; lleva años maltratando esa mesa. No ayudó nada el hecho de que la tinta fuera fabricada por él mismo, y que Sherlock siga ridículamente azul en ciertas áreas, gracias al hecho de que en ese momento sólo llevaba el pijama. No le sirvió como barrera contra el derrame.
—Tuviste suerte de que no fuera una bebida caliente —le comenta John de nuevo, viendo que está pensando en ello.
—Bueno, pero no lo era.
—Nop —dice John, reprimiendo a duras penas otra risa—. ¿Ya ha salido la mancha?
—Ah, déjame en paz —bufa Sherlock, aunque la situación es ridícula y a él también le parece muy graciosa.
—Sabes que no te voy a dejar escapar tan fácilmente, ¿no? —le advierte John, divertido y cariñoso y siempre, sin arrepentimiento, John.
«Sí» piensa Sherlock. La incómoda tensión del centro de su cuerpo se ha relajado. No ha desaparecido pero, al igual que con el tablón de la mesa, los defectos se han fundido con el grano hasta volverse difíciles de encontrar, a menos que los busques activamente. Es familiar y gastado. Sherlock se descubre tropezando con otro pensamiento inesperado. «Creo que me contento con eso».
Permite que la más mínima insinuación de una sonrisa le atraviese la cara. Aún tratando de salvar su imagen, aún Sherlock Holmes, incluso después de todo lo que ha ocurrido. John se ríe, sabiendo lo que está haciendo. Sherlock aparta la mirada y finge quitarle importancia a todo, con un lenguaje corporal poco serio.
Pero abre la boca y lo dice de todas formas, y sus sentimientos se cuelan en el tono.
—Sí, lo sé.
Notes:
Notas de la autora:
1) El hongo de la miel existe de verdad. Es, en efecto, enorme, y por lo visto está muy rico. Si alguna vez tengo la oportunidad de probarlo, os contaré qué me parece. Y por cierto, chequea su nombre en latín: armillaria. ¿Podría existir algo más divertido de decir? AR-MI-LA-RIA. Es mi nombre de princesa en una dimensión alternativa.
2) ¿Tengo que explicar Querido Zoo? Es un librito encantador. El otro que menciono es Each Peach Pear Plum, que es un libro precioso y fue uno de mis favoritos cuando era un pequeño limoncito. Por último, el horroroso perro pastel canta Love makes the world go round, la sintonía de inicio de la serie de los 60 "Carnival".
3) Si te preguntas por qué Mamá hace referencia a un primer ministrO cuando actualmente estamos eh… ¿disfrutando? de Teresa May, recuerda que la escena está ambientada en las navidades de 2015 y por ende aún estamos, eh… ¿disfrutando? de David Cameron.
4) En caso de que se te haya escapado, el interior de la taza de Sherlock dice “Papá”.
5) El Premio del Duque de Edinburgo es un antiguo programa de juventud en el Reino Unido. La idea es que haces algo de voluntariado, algún deporte, aprendes algo nuevo y luego participas en una expedición, y te dan una medalla. Se me ocurrió que era el tipo de cosa que le interesaría a John, ya que es barato pero también ofrece un reto. No lo veo entrando en los scouts ni nada parecido, pero los cursos de primeros auxilios y la estructura del Duque de Edimburgo son muy John.
6) Hindemith no tiene ningún tipo de relevancia para nada salvo por que veo as Stamford y a su mujer como fans del teatro experimental, y el hecho de que a Sherlock le gusta un poco el alemán.
7) La técnica de manejo infantil de Sherlock es una mezcla no específica de varias técnicas, y si tiene o no credibilidad aún se está debatiendo. Lo único que puedo decir es que se están esforzando y haciendo lo que creen que es mejor, basándose en sus propias experiencias durante la infancia.
8) La pasta de pescado es deliciosa, y no pienso discutirlo.
9) El título del capítulo sale de la canción de los Beatles “In my life”, y el título preliminar fue “Capítulo 13: es hora de reconocer la homosexualidad. POR. TU. VIDA. Buena suerte, y NO la cagues”
Yyyy eso es todo! ¿Preguntas? ¿Comentarios? ¿Encontraste un error tipográfico perdido o sientes un deseo ardiente de hablarme de tu taza favorita? ¡Déjanos un mensaje! La respuesta está garantizada :)
-OdamakiNotas de la traductora
Hola, bebés. Al contrario de lo que afirman las fake news, sigo viva (pero qué dice). Estoy muy ocupada ahora porque he conseguido mi primer trabajo en una biblioteca pública y soy ridículamente feliz X3, pero sigo empeñada en no abandonar este nuestro barco Johnlock. No temáis, el final llegará, soy lenta pero testaruda. Recordad que vivir despacio es revolucionario (pero qué dice x2). A continuación un pequeño glosario para su deleite:
-Hickory dickory dock es una canción infantil inglesa muy popular
-"Copal" es el nombre que se le da a varias resinas aromáticas de origen mesoamericano, que se utilizan mucho en la medicina tradicional precolombina y también como barniz para madera.
-El poema que le recita Sherlock a Abejita en casa de sus padres es "Había una niñita con un ricito en la frente", de Henry Wadsworth Longfellow, y trata sobre una niña con un mal genio terrible XD
-El Southbank Centre es un centro artístico de Londres, en funcionamiento desde 1951, que alberga obras de teatro, conciertos, exposiciones de arte y otras actividades culturales.
-El tausí es una salsa hecha con granos de soja salados y fermentados, muy popular en la cocina china.
-Los "terrible twos", como los cita la señora Hudson, son la manera en que los anglosajones se refieren al periodo en el que un niño tiene de uno a tres años, en el que se convierten en pequeñas máquinas de destrucción XD.
-La NCT es la National Childbirth Trust, una ONG británica especializada en apoyo a padres y niños recién nacidos.
Y eso es todo. Disfruten, celebren, y nos vemos en el próximo. Besos X3

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