Actions

Work Header

Part-time lover

Chapter 38: No estamos a mano.

Chapter Text

Lando había llamado para preguntarle dónde estaba, pero el hecho de que se escuchara la voz de Franco en el fondo le dio todas las respuestas antes de que Oscar pudiera decir nada.

—Espero que, por lo menos, Franco te deje dormir en el sillón, porque yo no te voy a dejar volver hasta que hablen —dijo Lando antes de cortar la llamada.

Oscar rodó los ojos con una sonrisa. Sabía que su amigo hablaba en broma, pero también estaba seguro de que no estaba tan lejos de la verdad.

El beso entre él y Franco había sido interrumpido por una vecina del argentino, quien le traía un paquete que, por error, había llegado a su departamento. Decir que Oscar maldijo la interrupción era quedarse corto. Pero bueno... ahora tenían tiempo para hablar.

Después de todo, tendrían toda la noche para volver a los besos.

Por más que Lando se hubiera reído con aquello de no dejarlo volver, Oscar estaba bastante seguro de que no estaba exagerando.

Decidió salir de la cocina porque todo en ella le recordaba a Franco: las manos del argentino aferrándose a él, los besos suaves, la forma en que sus dedos recorrían su cuerpo con lentitud.

Suspiró y se dejó caer en el sillón, esperando a que Franco terminara de hablar con su joven vecina. Tuvo que admitir que la chica era bastante bonita, y por la manera en la que le sonreía con cada comentario, además de cómo lo tocaba sutilmente con cada broma, estaba seguro de que Franco le gustaba.

Y quizá habría sentido celos de no ser porque, hace solo unos minutos, Franco parecía incapaz de soltar sus labios.

Ese pensamiento le sacó una sonrisa.

—¿Qué te tiene tan contento que sonríes solo? —preguntó Franco, sentándose cerca de él con una ceja arqueada.

—Tus besos —respondió Oscar con un tono coqueto, logrando que el argentino se pusiera rojo.

Franco se aclaró la garganta y trató de ignorar el calor en su rostro.

—Sé que tenemos que hablar —dijo finalmente. —Ver cómo manejar esto, tratar de que no sea incómodo para nadie, pero tampoco para nosotros...

Oscar lo siguió con la mirada mientras el argentino se levantaba y empezaba a caminar de un lado a otro. Si algo había notado de Franco era que no podía estar quieto mucho tiempo, y menos cuando estaba nervioso.

Así que, en lugar de esperar a que terminara de ordenar sus pensamientos, decidió acercarse. Se paró frente a él, cortando su paso, y le habló con más seguridad de la que realmente sentía.

—Me gustas —dijo, viéndolo a los ojos. —No te puedes hacer una idea de lo mucho que me gustas. Quiero conocerte. Quiero saber tu historia, cada detalle, todo lo que tengas para contarme.

Franco dejó de moverse y tragó saliva.

—Y quiero que me conozcas a mí —continuó Oscar. —Que me conozcas tanto que te olvides de lo idiota que fui al principio.

Soltó una pequeña risa, al igual que Franco, quien frunció el ceño ante su propio reflejo en la broma.

—Sé que me gustas y sé que te gusto. Así que podríamos dejar que las cosas fluyan sin ponerles un título. Podemos ser amigos, amantes, un poco de todo mientras decidimos a dónde queremos llegar.

Oscar podía ver en los ojos de Franco que estaba procesando sus palabras, pero también que quería escucharlo decir más. Sin embargo, en algún punto, el argentino decidió que era momento de responder. No porque le molestara todo lo que Oscar estaba confesando, sino porque lo miraba como si estuviera rogándole una respuesta.

—Me gustas... y te gusto —admitió finalmente Franco. — Y podemos dejar que esto avance solo, pero con una condición.

Oscar arqueó una ceja.

Franco se inclinó lo suficiente para susurrarle al oído:

—Tienes que admitir que no estamos a mano.

Oscar habría esperado cualquier cosa... menos eso.

Su reacción fue inmediata. Sin pensarlo dos veces, empezó a hacerle cosquillas al argentino, provocando que Franco soltara un quejido entre risas mientras intentaba alejarse.

—¡Oscar, basta! —reclamó entre carcajadas, retorciéndose en el sillón para evitar los ataques.

—Di que estamos a mano.

—¡No lo estamos!

Oscar no se rindió, aumentando la intensidad de sus cosquillas hasta que Franco casi terminó en el suelo.

—¡Está bien! ¡Estamos a mano!

Oscar sonrió victorioso, deteniéndose. Franco le sacó la lengua, pero no se alejó.

Por dentro, ambos sentían que algo se había acomodado. Una tranquilidad, una especie de certeza que ni siquiera sabían que estaban buscando.

Quizás no tenían todas las respuestas aún. Quizás seguirían perdidos por un tiempo.

Pero al menos, ahora, se perderían juntos.

Oscar lo había soltado para que pudiera tomar aire y, de paso, ir por algo de beber. Sin embargo, cuando volvió y se sentó en el sillón, no esperaba que Franco se acomodara a horcajadas sobre él.

Aún podía sentir su respiración agitada.

Y si bien tenía mil preguntas en la cabeza, no iba a quejarse de la vista que tenía frente a él.

Franco se acercó peligrosamente a sus labios, pero sin llegar a besarlo.

Oscar intentó descifrar su próximo movimiento, pero era casi imposible. Franco resultaba ser tan impredecible para él que, a estas alturas, solo podía dejarse llevar.

El argentino fingió tristeza antes de hablar.

—No aceptaste mi única condición... —Susurró con dramatismo, como si estuviera a punto de llorar.

Oscar abrió la boca, sin saber qué responder, pero Franco no le dio tiempo. Se inclinó un poco más y, con un movimiento lento y sensual, comenzó a moverse sobre él.

—Me gustas, te gusto... pero no aceptaste mi única condición —repitió en un murmullo mientras se acercaba a su cuello.

Oscar se tensó de inmediato al sentir el cálido aliento de Franco contra su piel.

—Así que ahora... —Franco rozó su cuello con la punta de la nariz, subiendo apenas hasta su mandíbula. —Vas a tener que buscar una forma de recompensarme.

Oscar intentó alinear sus pensamientos, pero era imposible.

Franco seguía con aquellos suaves movimientos sobre su regazo, sin apurarse, sin dar nada por completo. Solo provocándolo, encendiéndolo, quitándole la capacidad de pensar.

Si el argentino le hubiera pedido en ese momento las llaves del auto, del departamento y hasta las claves bancarias, se las habría dado sin dudar.

Lo único que pudo hacer fue aferrarse a su cintura, deslizar sus manos por su espalda y hundir los dedos en su piel, disfrutando de cada reacción.

Pero Franco tenía otros planes.

Se detuvo de golpe y, con la mirada fija en sus labios pero sin moverse, preguntó:

—No quieres aceptar que no estamos a mano... Entonces dime, ¿por qué fuiste un completo idiota conmigo?

La pregunta lo tomó desprevenido, pero su respuesta sin duda hizo lo mismo con Franco.

Ahora no tenía miedo de decir algo indebido. Ya no.

Deslizó sus manos bajo la ropa del argentino, recorriendo cada centímetro de su piel.

—Tenía miedo de que lastimaras a Lando... y después, simplemente no supe cómo dejar de ser un idiota.

Mientras hablaba, se inclinó hacia su cuello y empezó a dejar besos lentos y húmedos en su piel.

—Cuando me di cuenta de que me gustabas, ya la había cagado bastante.

Sus labios continuaron recorriendo su cuello, su clavícula, la línea de su mandíbula. Sus manos lo mantenían bien sujeto, disfrutando la forma en la que el argentino temblaba bajo su toque.

—Para mi suerte... —Oscar deslizó los labios hasta la comisura de su boca. — No fuiste tan idiota como yo.

Entonces lo besó.

Un beso profundo, intenso, cargado de todo lo que no habían dicho antes.

Franco no tardó en responder, y esta vez no dudó. Al diablo con ir lento. Lo quería, lo quería ahora y lo quería tanto como a Oscar.

Comenzó a moverse otra vez, aumentando el ritmo con cada roce de sus cuerpos.

Oscar sintió que la ropa de Franco empezaba a estorbar, así que rompió el beso solo lo suficiente para sacarle la camiseta.

Ahora sus labios no solo lo besaban, también recorrían su cuello y su pecho, explorando cada rincón de su piel.

Franco aceleró sus movimientos, provocando que la mente de Oscar fuera a mil por hora.

Levantarse del sofá con el argentino encima no fue fácil, pero ahora no había nada que lo detuviera.

Apenas lo tuvo en el aire, caminó con decisión hasta la habitación.

Porque esta vez, no iba a dejar que nada los interrumpiera.

Tener al argentino debajo de él, en su cama, era como la última pieza de un rompecabezas que llevaba demasiado tiempo armando. Todas las piezas encajaban ahora a la perfección, y la imagen final era más hermosa de lo que jamás habría imaginado.

Dios, el destino, el universo,a lando,a lo que fuera... debía agradecerle a quien sea que lo hubiera llevado hasta este momento. A tener a Franco debajo suyo, con la piel ardiente al tacto, con los labios entreabiertos dejando escapar su nombre en gemidos ahogados.

A sentir sus dedos aferrarse a su espalda con desesperación, con necesidad, como si temiera que Oscar pudiera apartarse en cualquier momento.

Como si lo quisiera más cerca, más profundo, más suyo.

La agitada respiración del argentino se mezclaba con la suya, el sonido de sus cuerpos chocando en perfecta sincronía llenaba la habitación. Sus suaves jadeos eran una melodía embriagadora, y Oscar se encontró deseando más. Más de ese sonido, más de esa sensación, más de él.

Todo en Franco desbordaba sensualidad, siempre lo había hecho. Pero en ese momento había algo más. Algo nuevo. Algo que aún no lograba descifrar... pero que no le molestaba en lo absoluto.

Porque si para descubrirlo, tenía que perderse en él, lo haría con gusto. Una y mil veces más.

Franco también lo sentía.

Sentía a Oscar en cada parte de su cuerpo. Sus labios recorriéndolo, devorándolo con besos hambrientos. Sus manos sujetándolo con la firmeza de quien no quiere soltar, de quien reclama lo que es suyo.

Podía sentir la piel ardiente de Oscar rozando la suya, las caricias intensas, los roces desesperados. Sus corazones latían frenéticos, sincronizados, como si corrieran una carrera de la que ninguno quería salir victorioso.

Y, joder, amaba esto. Lo amaba tanto que dolía.

Necesitaba más.

Más de su toque, más de sus besos, más de esa sensación de perderse juntos y no querer ser encontrados nunca.

—No te detengas... —susurró contra su oído, con la voz entrecortada por la falta de aire—. No ahora.

Oscar deslizó sus labios por su mandíbula, besándolo con una mezcla de devoción y hambre contenida.

—No pienso hacerlo.

Franco dejó escapar un jadeo cuando Oscar le tomó la cadera y lo atrajo más contra su cuerpo, arrancándole un suspiro tembloroso.

—Oscar...más —dijo su nombre como un rezo, como una súplica.

El australiano sonrió contra su piel.

—Dílo otra vez.

Franco entrecerró los ojos y se mordió el labio, como si intentara contenerse, pero cuando Oscar presionó su boca contra la base de su cuello, cuando sus manos recorrieron su cuerpo con desesperación, no pudo evitarlo.

—Oscar...

—Así me gusta —murmuró él, su voz ronca y cargada de deseo.

Los besos se volvieron más intensos, más profundos. Franco enterró los dedos en su cabello, tirando de él lo suficiente para que Oscar soltara un gruñido.

—Si sigues así... —advirtió Oscar con una sonrisa peligrosa.

—¿Qué vas a hacerme? —provocó Franco, con la voz entrecortada.

Oscar no respondió con palabras.

Lo hizo con acciones.

Lo besó con más fuerza, con más necesidad. Y Franco le respondió con la misma intensidad, como si el mundo pudiera acabarse en ese instante y todo lo que importara fuera lo que estaban sintiendo en ese momento.

Porque ahora que lo tenía, no quería soltarlo.

Y no pensaba hacerlo.

—Espero que no tengas planes para mañana —susurró el australiano contra su oído, su voz ronca enviando escalofríos por todo su cuerpo.

Franco se aferró a sus hombros y sonrió con arrogancia.

—Si los tuviera, acabo de cancelarlos, dijo mientras se reia.