Chapter Text
El sol de la tarde doraba los jardines, convirtiendo las fuentes en chorros de luz líquida y haciendo brillar el mármol de las terrazas. Draco, de apenas ocho años, una flecha de lino blanco y cabello dorado deshilachado por el viento, corría como si los demonios del mismísimo Señor Tenebroso lo persiguieran. Su objetivo: una libélula de alas iridiscentes, una joya viviente que danzaba sobre los lirios del estanque. No quería atraparla, no exactamente. Quería verla, admirar de cerca ese milagro de color y fragilidad.
Pero la libélula, distraída en su danza aérea, no vio la amenaza que se cernía desde los juncos. Una rana grande y voraz, de piel viscosa y ojos saltones, se tensó como un resorte, su lengua protráctil disparándose hacia la presa desprevenida.
—¡NO! — El grito de Draco fue agudo, instintivo. Se lanzó hacia adelante, pequeño escudo humano entre el depredador y la criatura alada. Sus manitas golpearon el aire, desviando el golpe mortal de la lengua. La libélula, alarmada, zumbó hacia la seguridad de los rosales. Pero Draco, desequilibrado por el impulso, cayó de bruces contra el borde afilado de un macetero de piedra. Un dolor agudo le atravesó la rodilla. Cuando miró hacia abajo, vio el desgarro en sus pantalones de lino fino y la línea de sangre brillante que empezaba a brotar de la piel raspada.
El llanto llegó de inmediato, no tanto por el dolor físico, que era punzante pero soportable, sino por la frustración, el susto y la repentina fealdad de la herida en medio de tanta belleza jardín. Se sentó en la hierba, sollozando, las lágrimas surcando sus mejillas sucias de tierra.
Las pisadas fueron rápidas y silenciosas sobre el césped. Narcissa apareció como una aparición, su vestido de gasa azul pálido ondeando suavemente. No gritó, no se alarmó exageradamente. Se arrodilló junto a él en la hierba, ignorando el barro que manchaba su ropa costosa.
—Oh, mi pequeño Versailles... — murmuró, su voz un bálsamo de terciopelo en medio de su tormenta infantil. Sus manos, frescas y suaves, se posaron primero en sus hombros, calmando los temblores, y luego se movieron hacia la rodilla herida. Con un delicado movimiento de su varita, limpió la tierra y la sangre, revelando el raspón superficial. Un suave Episkey cerró la herida, dejando solo un enrojecimiento.
Draco siguió lloriqueando, más por el susto y la necesidad de consuelo que por el dolor ya menguante. Hundió el rostro en el hombro de su madre, inhalando su perfume a rosas y algo indefiniblemente suyo.
—¿P-Por qué me llamas así, maman? — preguntó entre hipidos, levantando una cara empapada y confundida hacia ella. —¿Versalles? ¿Como el palacio? Sabía de Versalles por los libros ilustrados de historia que le mostraban; un lugar de espejos, fuentes y reyes lejanos.
Narcissa sonrió, una expresión rara y llena de una ternura que Draco atesoraba. Con la punta de un pañuelo de encaje, secó sus lágrimas con infinita paciencia.
—Sí, mon chou, como el palacio — confirmó, su voz baja y musical. —Versalles es... es belleza hecha piedra. Es elegancia, refinamiento, la cúspide del esplendor. Es perfecto. Sus ojos plateados recorrieron el jardín, pero Draco sabía que ella no veía las rosas ni las fuentes. —Yo... admiro Versalles. Su historia, su grandiosidad. Es un sueño hecho realidad.
Luego, su mirada volvió a él, y la intensidad de su amor fue como un rayo de sol directo al corazón de Draco. Su sonrisa se suavizó, transformándose en algo más profundo, más íntimo. Tomó su carita entre sus manos, obligándolo a sostener su mirada.
—Pero a ti, Draco Lucius Malfoy — susurró, cada palabra cargada de un peso sagrado, —a ti, te amo más. Mucho más que a cualquier palacio, a cualquier sueño de grandeza pasada. Eres... mi vida hecha carne. Mi milagro. Mi perfección más valiosa, más frágil y más real que cualquier piedra o espejo.
Acercó su frente a la de él, un gesto de absoluta complicidad y posesión amorosa.
—Por eso eres mi pequeño Versailles. Porque eres más hermoso, más preciado y más amado para mí que todo el oro y el mármol del mundo. Eres mi tesoro. Mi castillo y mi jardín. Todo.
En ese momento, bajo el sol de la tarde, con el aroma de las rosas flotando en el aire y el zumbido lejano de la libélula salvada, Draco se sintió como el centro de un universo pequeño y perfecto. El dolor de la rodilla desapareció. Solo existía el calor de las manos de su madre, la certeza absoluta en sus ojos plateados, y el significado glorioso de ese apodo: Mi pequeño Versailles. No era solo un nombre bonito. Era una promesa. Un juramento de amor incondicional tallado en el corazón de un niño.
El recuerdo se desvaneció, fundiéndose con la oscuridad fría y viscosa del sueño inducido por la poción. Pero la sensación, el eco de aquellas palabras pronunciadas con una devoción absoluta, permaneció, grabada a fuego en el alma de Draco. "A ti te amo más... Eres mi tesoro... Mi castillo y mi jardín... Todo."
En el suelo de la habitación de la clínica, inconsciente en los brazos de su madre, una última lágrima cálida escapó del ojo cerrado de Draco Malfoy y se mezcló con las lágrimas frías en el rostro inmóvil de Narcissa. Ella había cumplido, hasta el último y más terrible extremo, la promesa implícita en aquel apodo de amor. Había protegido su tesoro. Había salvado su jardín. Había dado todo, por su pequeño Versailles.
La puerta de la habitación se cerró con un suave clic detrás de Narcissa. El pasillo de la clínica estaba bañado por la luz fría y temprana del amanecer, iluminando el polvo que danzaba en el aire como partículas de recuerdos rotos. Respiró hondo, enderezando la espalda con la elegancia impecable que la caracterizaba, como si se vistiera con una armadura invisible. El colgante alquímico, ahora frío y pesado como un pecado en su mano derecha, estaba oculto dentro de su puño cerrado.
Entonces lo vio. Harry Potter estaba al final del pasillo, apoyado contra la pared, su rostro pálido marcado por la falta de sueño y una ansiedad profunda. Sus ojos verdes, inyectados de rojo, se clavaron en ella al instante. Parecía un animal acorralado, sintiendo el peligro en el aire pero sin poder ubicar su origen. Se enderezó bruscamente al verla, avanzando hacia ella con pasos largos y urgentes.
—Narcissa — su voz era áspera, tensa como una cuerda a punto de romperse. —¿Dónde está Draco? Lo busqué en su habitación, no estaba... Scorpius preguntó por él...
Su mirada escudriñó su rostro, buscando respuestas, quizás temiendo la que ya intuía. Había una desesperación en sus ojos que Narcissa reconocía demasiado bien: la misma que había visto en los de su hijo momentos antes.
Narcissa se detuvo frente a él. Una calma extraña, casi sobrenatural, la envolvía. Miró a Harry directamente, a esos ojos verdes que habían visto demasiado dolor y aún así conservaban un destello de esperanza obstinada.
—He hecho algo, Harry — comenzó, su voz era clara, serena, pero cargada de una tristeza infinita que atravesó la armadura de preocupación de Harry. —Algo que romperá el corazón de mi adorado hijo en mil pedazos. — Hizo una pausa, tragando con dificultad un nudo de emoción. —Tú... tú siempre fuiste un buen niño, Harry Potter. Incluso cuando el mundo te dio razones para ser cruel, elegiste la luz. — Sus ojos plateados brillaron con lágrimas no derramadas. —Y ahora... ahora eres un gran hombre. Un hombre que ama a mi hijo con una fuerza que me humilla y me enorgullece a partes iguales.
Harry la miró, desconcertado, alarmado por la gravedad de sus palabras, por el tono de despedida.
—Narcissa, ¿qué...? Su voz se quebró.
Ella alzó la mano que no sostenía el colgante, como si quisiera tocar su mejilla, pero se detuvo a mitad del camino.
—Por eso te lo pido — continuó, cada palabra un peso, un testamento. —Cuídalos. Cuídalos mucho, por favor. A los dos. A mi pequeño Versailles y a mi valiente escorpión. — Una lágrima escapó finalmente, trazando un camino plateado por su mejilla. —Ámalos como solo tú sabes hacerlo. Mantenlos a salvo. Ayúdalos... a sobrevivir a esto. Por favor, Harry.
La súplica, saliendo de Narcissa Black Malfoy, mujer de hierro y orgullo legendario, fue más impactante que cualquier grito. Harry sintió una oleada de frío pavor. Su mirada, casi inconscientemente, bajó hacia la mano que ella mantenía cerrada a su lado. Un destello plateado asomó entre sus dedos pálidos. El contorno del colgante alquímico.
El reconocimiento fue instantáneo, brutal. Los ojos de Harry se abrieron como platos, el color desapareció de su rostro.
—¡NO! — El grito fue un rugido gutural, de terror absoluto. Se abalanzó hacia adelante, su mano extendiéndose para agarrar su brazo, para arrebatarle el colgante. —¡Narcissa, no lo hagas! ¡Dámelo! ¡POR FAVOR!
Pero Narcissa fue más rápida. Con la agilidad de una leona defendiendo su última decisión, dio un paso atrás, esquivando su agarre. Su otra mano se alzó, no para golpear, sino en un gesto de súplica y advertencia final.
—¡No me sigas, Harry Potter! — Su voz, ahora impregnada de una autoridad ancestral, resonó en el pasillo. —¡No robes este momento! Es mío. Mi elección. Mi sacrificio. — Sus ojos plateados ardían con una luz feroz, maternal, innegociable. —Ve con ellos. Ahora. Tu lugar está con ellos, no persiguiendo fantasmas.
Antes de que Harry pudiera reaccionar, antes de que pudiera lanzar un hechizo, pronunciar una súplica más, Narcissa hizo algo inesperado. Se inclinó hacia adelante con una gracia repentina y depositó un beso fugaz, suave como el ala de una mariposa, en la mejilla de Harry. Fue un gesto de bendición, de perdón, de traspaso. El perfume a lavanda y lágrimas lo envolvió por un instante.
—Cuídalos — susurró una última vez, su aliento cálido contra su piel.
Luego, se dio la vuelta. No corrió. Caminó. Con la cabeza erguida, la espalda recta como la columna de un templo, sus pasos resonando con una firmeza inquebrantable sobre el suelo de mármol. Se dirigía, con una serenidad aterradora, hacia la habitación de procedimientos, hacia el lugar donde el Dr. Laurent y su caja de ébano la esperaban.
Harry quedó paralizado, clavado en el suelo como por un Petrificus Totalus. El beso en su mejilla ardía como una marca. El peso de su súplica, de su orden, lo aplastaba. Vio cómo su figura elegante, envuelta en seda gris perla, se alejaba. Vio cómo su mano cerrada, la que escondía el colgante del sacrificio, no temblaba ni un ápice.
—Narcissa... — logró jadear, pero su voz fue un susurro ahogado, perdido en la inmensidad de su dolor y su impotencia. Sabía, con una certeza que le heló la sangre, que si la seguía, si intentaba detenerla, no solo fracasaría, sino que profanaría el último y más terrible acto de amor de una madre. Rompería el corazón de Draco dos veces.
Su cuerpo tembló, desgarrado entre el instinto de salvar y la orden de quedarse. Las lágrimas, calientes y amargas, comenzaron a caer sin control por su rostro mientras observaba, impotente, cómo Narcissa Malfoy, la Dama de Hierro, la madre que eligió el fuego eterno para salvar a su hijo, desaparecía tras una esquina del pasillo, camino a su cita con la muerte elegida. El silencio que dejó atrás fue el más ensordecedor que Harry Potter había escuchado en su vida. Un silencio lleno del eco de un último susurro: "Cuídalos".
La sala de extracción era un cubo de cristal bruñido y acero frío, iluminado por una luz azulada que no proyectaba sombras. Narcissa, descalza y vestida solo con una bata de lino blanco, parecía una estatua de mármol en medio de la esterilidad. El Dr. Laurent sostenía la caja de ébano con el colgante de plata, sus ojos tras las gafas doradas eran pozos de respetuosa solemnidad.
—¿Está lista, señora Malfoy? — preguntó, su voz un eco en el vacío silencioso.
Antes de que ella pudiera asentir, un golpe seco resonó en la puerta blindada. Se abrió sin previo aviso, y Lucius Malfoy irrumpió. No con su habitual compostura, sino desencajado. Su cabello largo, tan plateado como el de Narcissa, estaba desordenado. Su capa negra, símbolo de su estatus, ondeaba como alas rotas. Parecía haber corrido, haber luchado contra fantasmas propios para llegar allí.
—Cissy — jadeó, el apodo íntimo, olvidado durante una década, sonó como un lamento. Avanzó hacia ella, ignorando al médico. Sus ojos, grises como una tormenta, escudriñaron su rostro, buscando una grieta, una duda. —No puedes hacer esto. Hay otras opciones. Yo... yo puedo...
Narcissa alzó una mano, deteniéndolo a un paso de distancia. Su gesto no fue de rechazo, sino de infinita calma. Una sonrisa pequeña, teñida de una tristeza milenaria, tocó sus labios.
—No, Lucius — dijo, su voz era un susurro que llenó la habitación. —Esta elección es mía. Como lo fue traerlo al mundo. Como lo es salvarlo ahora. Sus ojos plateados brillaron con una comprensión profunda. —Es la última lección de amor que puedo darle a nuestro hijo. Que un padre, una madre, da todo por su sangre. Sin dudar.
Lucius tembló. El orgullo, la frialdad, la armadura de siglos de linaje Malfoy, se resquebrajó. Cayó de rodillas ante ella, no en sumisión, sino en rendición total. Sus manos, largas y aristocráticas, se aferraron a las de ella. Estaban frías.
—Diez años... — su voz se quebró, ronca por emociones reprimidas durante demasiado tiempo. —Diez años de silencio, de orgullo estúpido, de extrañarte cada maldito día en que el sol se ponía sobre el jardín que tú plantaste. — Una lágrima, genuina y pesada, rodó por su mejilla, marcando un camino en su piel pálida. —Extrañé tu risa en los salones vacíos. Extrañé tu furia cuando discutíamos por los rosales. Extrañé... extrañé verte respirar, Cissy. El mundo ha sido un lugar descolorido y frío sin ti.
Narcissa bajó la mirada hacia él. No había reproche en sus ojos, solo una ternura antigua, resucitada en este umbral final. Liberó una mano de su agarre y la posó suavemente en su mejilla, secando la lágrima con la yema del pulgar. Un gesto íntimo, perdido en el tiempo.
—Y yo te extrañé, Lucius — confesó, cada palabra una gota de bálsamo sobre una herida abierta. —Extrañé al joven que me robó en aquel baile bajo las estrellas. Al hombre que sostenía a Draco con manos temblorosas la primera vez. — Su sonrisa se amplió, luminosa y trágica. —Incluso extrañé tu terquedad insufrible. Porque era parte de ti. Y tú... siempre fuiste parte de mí.
Se inclinó entonces. Con la gracia de una reina y la dulzura de una amante, depositó un beso en sus labios. No fue un beso de pasión, sino de reconciliación, de perdón, de eternidad. Fue suave, profundo, y sabía a lágrimas y a todos los adioses no dichos.
Al separarse, Lucius levantó la vista. En sus ojos ya no había tormenta, solo un océano de dolor y amor infinito.
—Nos vemos después, cariño — susurró Narcissa, acariciando su cabello plateado una última vez. Había paz en su voz, una certeza absoluta.
Lucius respiró hondo, un sollozo contenido. Una sonrisa trémula, llena de un amor devastado, apareció en sus labios. Levantó una mano para tocar la mejilla que ella acababa de acariciar.
—Nos vemos después... Queenie — murmuró, el apodo secreto de sus días más brillantes, cuando ella era su reina y el mundo su reino. Una palabra guardada en el cofre más íntimo de su alma, liberada ahora como un tesoro final.
Narcissa brilló. Un destello de la joven que fue iluminó sus ojos. Asintió, una lágrima de pura dicha mezclada con pena resbalando por su rostro.
Se dio la vuelta. Sin mirar atrás, caminó hacia el centro de la sala, donde el Dr. Laurent sostenía el colgante. Lo tomó con manos firmes. El metal plateado, en forma de lágrima, pareció vibrar en su contacto. Se lo colocó alrededor del cuello. La cadena fría descansó sobre su piel.
—Estoy lista — anunció, su voz clara como un cristal.
El médico asintió. Levantó su varita, murmurando la antigua fórmula de activación. El colgante comenzó a brillar con una luz plateada intensa, idéntica al color de sus ojos. La luz creció, envolviéndola, bañando la estancia en un resplandor sobrenatural. Narcissa cerró los ojos. No mostró dolor, solo una profunda serenidad.
Entonces, comenzó a tararear. Era una melodía antigua, una canción de cuna que Lucius reconocía al instante: la misma que ella cantaba para Draco en las noches de tormenta en la mansión. La misma que había arrullado a su hijo hacia el sueño, alejando los miedos. La melodía era suave, temblorosa al principio, luego más firme, llenando la sala fría con el calor de un recuerdo preciado.
"Duerme, pequeño tesoro, bajo la luna plateada...
Los dragones velan tu sueño, no temas a la oscuridad..."
La luz del colgante se volvió cegadora. Lucius, aún de rodillas, contuvo el aliento. Vio cómo la esencia plateada, el núcleo mágico de Narcissa, comenzaba a fluir desde su pecho hacia el colgante. Era como un río de estrellas líquidas, hermoso y terrible. El cuerpo de Narcissa se volvió translúcido, bañado por la luz que la consumía suavemente.
"...cierra los ojitos grises, que el mundo puede esperar...
Mamá guarda tus sueños... en un cofre del ayer..."
La melodía se fue apagando, volviéndose más suave, más lejana, como si viniera de muy dentro de un túnel. La luz del colgante pulsó una última vez, intensamente, absorbiendo el último destello plateado. Luego, la oscuridad volvió a la sala, repentina y absoluta.
El colgante dejó de brillar. Era solo un objeto de plata fría.
Narcissa Black Malfoy permaneció de pie un instante más, como una estatua de alabastro. Luego, como una flor cortada, se desplomó suavemente sobre la fría plataforma de acero. No hubo golpe, solo un suspiro final que se mezcló con el eco de la última nota de la canción, flotando en el aire como el perfume de una rosa marchita.
El Dr. Laurent se acercó, comprobando con un hechizo diagnóstico. Bajó la varita, su rostro un máscara de respetuoso pesar. Miró a Lucius, que seguía de rodillas, paralizado, sus ojos clavados en la forma inmóvil de su reina.
—Está hecha — dijo el médico, su voz apenas un susurro. —El núcleo está preservado. El sacrificio... está completo.
Lucius no se movió. Solo un temblor incontrolable recorrió su cuerpo. En el silencio ensordecedor que siguió, solo se escuchó el sonido de otra lágrima cayendo sobre el frío suelo de acero, junto al cuerpo de la mujer que había sido su sol, su tormenta, y su reina. Su "Queenie". Ahora, solo un eco de su nana perduró en el aire, un fantasma de amor que se fundía con la oscuridad.
El aroma a lavanda y bergamota aún impregnaba la almohada. Era el primer pensamiento nebuloso de Draco al emerger de la oscuridad profunda del sueño inducido. Un sueño pesado, viscoso, que se resistía a soltarlo. Parpadeó, confundido. El techo no era el de su habitación, ni el de Harry. Reconoció los delicados cortinajes de seda gris perla, el dosel con bordados de flores plateadas. La habitación de su madre. En Narcissa.
La confusión fue un manto suave que duró apenas un instante. Luego, la memoria regresó como una avalancha de hielo: el té de menta, la marejada repentina, los ojos plateados de su madre llenos de una tristeza infinita y una determinación aún mayor. "Engañar a un maestro de pociones es difícil..." "Los hijos deben enterrar a los padres, mi pequeño Versailles..."
—¡No! — Un grito ronco, más un jadeo que una palabra, le desgarró la garganta al intentar incorporarse. Pero su cuerpo era de plomo, los músculos flojos y rebeldes. El movimiento brusco lo desequilibró. Cayó hacia un lado, fuera de la cama, hacia el frío suelo de mármol.
Fuerzas brazos fuertes lo atraparon antes de que se estrellara. Lo envolvieron, lo acunaron contra un pecho familiar que olía a tierra mojada, a sudor y a Harry. Harry. Estaba allí. Sosteniéndolo. Su rostro, pálido y demarcado, estaba cerca, sus ojos verdes inyectados en sangre y llenos de un dolor que reflejaba el suyo propio, pero también una vigilancia intensa.
La primera ola fue de vergüenza. Aguda, abrasadora. Recordó haberlo besado con desesperación, haberlo poseído, haberlo drogado con un hechizo de sueño. Haber huido como un cobarde con el colgante robado, creyéndose el héroe del sacrificio. Haber fallado. Haber sido burlado, superado, cuidado hasta el final por la madre que ya no…
—Harry… — intentó hablar, pero la voz le falló. La mirada de Harry, seria, comprensiva pero devastada, lo silenció. No había reproche allí. Solo… lástima. Y eso era mil veces peor.
Entonces, como un puño de acero cerrado alrededor de su corazón, llegó la comprensión. El vacío en el aire donde debería estar el perfume único de Narcissa. El silencio ensordecedor donde debería estar su voz, serena o firme. La ausencia física, palpable, abrumadora, del ser que lo había traído al mundo, que lo había llamado "mi pequeño Versailles", que había cambiado el curso de una guerra por él… y que ahora…
—¿Dónde está? — La pregunta salió en un susurro ronco, desesperado. Ya lo sabía. Lo sentía en cada fibra de su ser, en el vacío insondable que se abría en su pecho. Pero necesitaba oírlo. Necesitaba que fuera mentira.
Harry lo sostuvo más fuerte, como si pudiera contener la tormenta que se avecinaba con la fuerza de sus brazos. Su voz, cuando habló, era un susurro áspero, cargado de lágrimas no derramadas.
—Draco… lo siento. Lo siento tanto. — Cada palabra era un clavo en el ataúd de la esperanza. —Ella… el ritual… ya pasó, Draco. Hace horas.
"Ya pasó." Dos palabras. Simples. Definitivas. El mundo se detuvo. El aire se espesó hasta asfixiarlo. El vacío en su pecho se convirtió en un abismo que lo succionaba hacia adentro.
—¡NO! — El grito que estalló de Draco no fue humano. Fue el aullido desgarrado de un animal herido de muerte. Se retorció en los brazos de Harry con una fuerza inesperada, nacida de la histeria y el dolor puro. ¡MENTIRA! ¡NO PUEDE SER! ¡MAMÁ! ¡MAMÁAAAA!
Las lágrimas no vinieron suavemente. Fueron una inundación violenta, torrencial, que le quemó los ojos y ahogó sus gritos en sollozos convulsivos, desgarradores. Se aferró a Harry como a un salvavidas en un mar embravecido, sus dedos clavándose en la espalda de su amante, su rostro enterrado en su cuello, manchándolo de lágrimas y mocos. El cuerpo de Draco se sacudía con espasmos incontrolables, cada jadeo un puñalada, cada grito ahogado una confirmación de la pérdida irreparable.
—¡Lo engañé! — gritó entre sollozos, la culpa mezclándose con la desesperación. —¡Le robé el colgante! ¡Iba a ser yo! ¡Era mi deber! ¡MI HIJO! ¡POR QUÉ, MAMÁ? ¡POR QUÉ ME LO QUITASTE! Golpeó el pecho de Harry débilmente, sin fuerza, solo con rabia impotente. ¡DEVUÉLVEMELA! ¡NO ES JUSTO! ¡ACABO DE… ACABO DE TENERLA DE VUELTA!
Harry no intentó calmarlo con palabras huecas. No había consuelo posible. Solo lo sostuvo. Férreamente. Acunándolo, meciéndolo suavemente como a un niño, sus propias lágrimas cayendo silenciosas sobre el cabello dorado de Draco. Murmuró contra su sien, una letanía de "lo siento", "lo sé", "estoy aquí", repitiéndolas como un hechizo débil contra un dolor demasiado grande. Sentía el cuerpo de Draco desmoronarse en sus brazos, el peso de su agonía, la violencia de su negación.
Draco se desplomó, agotado por el paroxismo de dolor, pero el llanto continuó. Un llanto bajo, desesperanzado, que le sacudía los hombros. Olfateó la almohada, buscando desesperado el último rastro de lavanda y bergamota, el fantasma de su presencia. Solo encontró el olor fantasmal de la menta del té traicionero y su propio sudor salado.
—Era mi mamá… — susurró, su voz rota, irreconocible. —Mi pequeña reina… Mi Versailles… El apodo, tan lleno de amor, sonó como la lápida más dolorosa. —¿Quién me llamará así ahora? ¿Quién… quién sabrá preparar mi té? ¿Quién…?
La pregunta se perdió en otro sollozo desgarrador. Se encogió sobre sí mismo, en el suelo, en los brazos de Harry, reducido a la esencia más cruda del dolor: un niño perdido, aterrado, que acababa de perder el primer y más constante amor de su vida. El mundo que conocía, el que había empezado a reconstruir con Harry y Scorpius, se había desintegrado. Solo quedaba el frío, el vacío, y el eco ensordecedor de las últimas palabras de su madre: "Cuídalos… y vive…" Una orden imposible en medio de las ruinas de su corazón destrozado. El pequeño Versailles había perdido su palacio, su reina, y solo quedaba el frío mármol de la ausencia y los brazos temblorosos de su león, intentando, inútilmente, contener un universo de dolor.
El camino hacia la habitación de procedimientos fue una marcha fúnebre silenciosa. Draco caminaba como un autómata, sostenido por el brazo firme de Harry. Cada paso resonaba con el vacío dejado por su madre, pero la imagen de Scorpius, pálido y asustado en su cama, lo ancló a la realidad presente. El Dr. Laurent los precedía, el colgante de plata que contenía el núcleo de Narcissa brillando con una luz interior plateada y fría en sus manos enguantadas.
Scorpius estaba sentado en la cama, envuelto en una bata demasiado grande para su pequeño cuerpo. Lyra, su dragón de peluche, estaba apretado contra su pecho. Sus ojos, grises como la ceniza, se agrandaron al verlos entrar, llenos de un miedo que Draco reconoció demasiado bien: el miedo a lo desconocido, a la oscuridad que se avecinaba.
—Papá… — susurró Scorpius, su voz un hilo tembloroso. Extendió una mano débil hacia Draco.
Draco se soltó de Harry y cruzó la habitación en tres zancadas. Se arrodilló junto a la cama, tomando la mano fría de su hijo entre las suyas. Olía a antiséptico y a miedo infantil.
—Escúchame, pequeña libélula — murmuró Draco, su propia voz áspera por el llanto, pero cargada de una fuerza que sacó de lo más profundo de su amor. Acarició la mejilla de Scorpius con el dorso de los dedos. —Eres el niño más valiente que conozco. Más valiente que los héroes de todos los cuentos. — Tragó saliva, obligando a sus palabras a salir claras. —Esto… va a doler. Va a dar miedo. Pero solo son tres minutos. Tres minutos, Scorpius. Como aguantar la respiración bajo el agua, ¿recuerdas? Lo hiciste por más tiempo en la piscina de la tía Pansy el verano pasado. Intentó una sonrisa, torcida pero llena de fe. —Tú puedes. Lo sé. Y estaremos aquí. Todo el tiempo. Harry y yo. No te soltaremos.
Scorpius miró a Draco, luego a Harry, quien se había acercado y puesto una mano firme en el hombro de Draco. La determinación, frágil pero creciente, comenzó a reemplazar el pánico en sus ojos grises. Asintió, apretando la mano de Draco.
—Te amo, papá — dijo, claro y dulce.
—Yo te amo más que a todas las estrellas del cielo, mi pequeña libélula — respondió Draco, su voz quebrándose apenas. Se inclinó y depositó un beso suave en su frente. Fue un beso que llevaba el eco del último beso de Narcissa, un traspaso de amor inquebrantable.
Entonces, Scorpius giró su mirada hacia Harry. Una sombra de su antigua curiosidad brilló en sus ojos. —Papa Harry… ¿cuando… cuando me recupere totalmente… haremos la boda? ¿La de verdad? Con vestido negro para ti y blanco para papá, y rosas que brillan de noche? —
Harry sintió un nudo en la garganta. Miró a Draco, cuyos ojos plateados brillaban con lágrimas no derramadas y una esperanza frágil. Luego, sonrió. Una sonrisa amplia, genuina, que iluminó su rostro cansado y lleno de dolor como un rayo de sol atravesando nubes de tormenta. Asintió con fuerza.
—El mismo día que los sanadores digan que estás fuerte como un hipogrifo, pequeño mago — prometió, su voz gruesa por la emoción pero firme. —Vestido negro, vestido blanco, rosas brillantes, pastel de melaza de Honeydukes… y tú, dándonos la mano a ambos. Será la boda más espectacular que Hogwarts haya visto. Te lo prometo.
Un destello de alegría, puro y luminoso, iluminó el rostro pálido de Scorpius. —Prometido — susurró, sonriendo por primera vez en días. Era una sonrisa pequeña, cansada, pero llena de futuro.
El Dr. Laurent se acercó con suavidad. —Es hora, pequeño valiente — dijo. Ayudó a Scorpius a recostarse. Los sanitarios squibs comenzaron a conectar sensores más complejos, monitores que mostrarían el destello dorado de su núcleo y la oscuridad del tumor.
Draco y Harry se situaron a cada lado de la cama, cada uno tomando una de las manos de Scorpius. Sus miradas se encontraron sobre el cuerpo pequeño de su hijo. En los ojos de Harry, Draco vio el mismo terror, la misma determinación férrea que ardía en los suyos. Juntos. Siempre juntos.
—Recuerda, Scorp — murmuró Draco, apretando su mano. —Tres minutos. Como aguantar la respiración. Cuenta con nosotros.
—Uno… dos… tres… — comenzó Harry, su voz un susurro constante, un ancla en el caos que se avecinaba.
El Dr. Laurent alzó un dispositivo metálico, conectado por tubos brillantes a una esfera de cristal vacía. Con un movimiento preciso, lo colocó sobre el pecho de Scorpius, justo donde el tumor estrangulaba su núcleo dorado. Un botón fue presionado.
Un zumbido agudo llenó la habitación. En los monitores, la neblina dorada del núcleo de Scorpius fue absorbida violentamente hacia el dispositivo, dejando un vacío oscuro, pulsante, en su pecho. El cuerpo de Scorpius se arqueó de repente, una mueca de dolor indescriptible distorsionó su rostro. Un grito ahogado, más un jadeo que un sonido, escapó de sus labios. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, llenos de pánico animal.
—¡Manténglo quieto! — ordenó Laurent, mientras los monitores pitaban frenéticamente, mostrando la caída en picado de las constantes vitales. El tumor, privado de su alimento mágico, se retorcía en la pantalla como una serpiente herida.
—¡Scorpius! ¡Aguanta, pequeño! ¡CUENTA! — gritó Draco, aferrándose a su mano con fuerza desesperada. —¡Cuatro… cinco… seis…!
—Siete… ocho… nueve… — continuó Harry, su voz temblando pero constante, su otra mano acariciando el cabello sudoroso del niño. —¡Eres fuerte! ¡Más fuerte que esto!
Scorpius jadeaba, luchando por tragar aire. Su piel se volvió de un gris cadavérico. Sangre, fina y brillante, brotó de su nariz y de la comisura de sus labios. Sus ojos rodaron hacia atrás, mostrando el blanco.
—¡NO! ¡SCORPIUS! ¡MÍRANOS! — rugió Draco, sintiendo cómo el pánico lo inundaba. Su propia magia, cruda y descontrolada por el dolor, hizo temblar las lámparas. —¡DIECISIETE… DIECIOCHO… DIECINUEVE! ¡AGUANTA!
—¡VENTE! — la voz de Harry fue un látigo, llena de una autoridad que cortó la histeria de Draco. —¡VEINTE! ¡VEINTIUNO! ¡MIRA A PAPÁ, SCORPIUS! ¡MÍRANOS!
Scorpius forcejeó, sus ojos enfocándose por un segundo en Draco, luego en Harry. Un hilo de conciencia, de terquedad heredada, brilló en ellos. Apretó sus manos con una fuerza sorprendente.
—… Veintidós… — susurró Draco, una lágrima caliente cayendo sobre la mano de su hijo. —Veintitrés…
Los monitores mostraban el tumor negro reduciéndose, desintegrándose. Pero el vacío en el pecho de Scorpius era aterrador. El niño dejó de respirar. Su mano se aflojó en la de Harry.
—¡NO! ¡VEINTICUATRO! — gritó Harry, sacudiéndolo suavemente. —¡VEINTICINCO! ¡SCORPIUS!
—¡VEINTISÉIS! VEINTISIETE! — Draco estaba al borde del colapso. El mundo se reducía al rostro de su hijo, a los labios azulados, a los ojos que empezaban a vidriarse.
El Dr. Laurent actuó con rapidez mortal. Tomó el colgante de plata que contenía el núcleo plateado de Narcissa. Con un movimiento experto, lo conectó a un segundo dispositivo, una aguja larga y brillante que insertó en el pecho de Scorpius, justo en el centro del vacío oscuro.
—¡AHORA! — gritó Laurent.
Un torrente de luz plateada, pura y poderosa, fluyó del colgante a través de la aguja hacia el pecho de Scorpius. Era como ver un río de estrellas líquidas, la esencia misma de Narcissa, entrando en su nieto. La luz llenó el vacío, chocando contra los últimos vestigios negros del tumor y disolviéndolos como nieve al sol.
Scorpius jadeó. Un jadeo profundo, rasgado, como si emergiera de las profundidades. Su cuerpo se sacudió. Luego, en los monitores, una nueva luz comenzó a brillar donde antes había oscuridad. No era el plateado de Narcissa, ni siquiera el dorado original de Scorpius. Era un color nuevo, vibrante, dorado con destellos plateados, como la luz del sol filtrándose a través de alas de libélula. Su núcleo. Su núcleo, renacido, fortalecido por el sacrificio de su abuela.
—¡Treinta! — exhaló Harry, cayendo de rodillas junto a la cama, su frente apoyada en el brazo de Scorpius, sollozando de alivio.
—¡Respira, pequeña libélula! — suplicó Draco, acariciando su rostro. ¡RESPIRA!
Scorpius abrió los ojos. Estaban claros, grises, llenos de una luz que no habían tenido en semanas. Tomó otra bocanada de aire, más fuerte esta vez. Una sonrisa pequeña, milagrosa, tembló en sus labios.
—Tres… minutos… — susurró, su voz ronca pero viva. Miró a Draco, luego a Harry. —Lo… logré… ¿Verdad? ¿Ahora… viene la boda?
Una risa, húmeda y desesperada, escapó de los labios de Draco. Se inclinó y enterró su rostro en el costado de Scorpius, sus hombros sacudidos por un nuevo torrente de lágrimas, pero estas eran de alivio, de gratitud, de un amor que había atravesado la muerte y regresado más fuerte. Harry rodeó a ambos con sus brazos, formando un círculo protector sobre la cama.
En el monitor, el nuevo núcleo, dorado y plateado, brillaba con fuerza constante, libre del tumor, alimentado por el sacrificio de una abuela y el amor inquebrantable de sus padres. Scorpius Malfoy-Potter había sobrevivido. Y en su pecho, latía el legado de Narcissa Black: un núcleo de amor eterno y una promesa de futuro. La boda, ahora, sería una celebración no solo de amor, sino de vida. De vida reconquistada.