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Dragonfly

Summary:

En un mundo donde las cicatrices de la guerra aún sangran, Draco Malfoy ha aprendido que el verdadero coraje no se encuentra en las varitas ni en los hechizos, sino en los latidos frágiles de un niño de nueve años. Criando solo a su hijo Scorpius, Draco enfrenta una batalla que ningún libro de magia puede prepararlo para ganar: una enfermedad que devora huesos y sueños por igual.

Cuando el destino lo cruza con Harry Potter, ahora capitán de un equipo de Quidditch y héroe de una generación que desea olvidar, Draco descubre que el pasado no está tan muerto como creía. Entre sesiones de quimioterapia mágica, partidos de Quidditch bajo las estrellas y noches de pociones que huelen a esperanza quemada, dos hombres que alguna vez fueron enemigos aprenderán que las heridas más profundas solo pueden sanar si se atreven a mirar más allá de sus cicatrices.

Chapter 1: Dragon de Hielo

Chapter Text

La mansión Malfoy ya no brillaba.

Las telarañas colgaban de los candelabros de plata, los retratos de ancestros con capa de armiño murmuraban maldiciones tras las cortinas polvorientas, y el jardín, otrora impecable, albergaba malezas que trepaban por las estatuas de mármol como serpientes hambrientas. Draco Malfoy había vendido todo lo que pudo —los elfos domésticos, los tapices goblin, incluso el reloj de bolsillo de su padre—, pero ni siquiera eso alcanzaba. Las multas de los juicios post-guerra habían convertido su nombre en sinónimo de deuda, y su título de pocionista apenas le permitía pagar el té de ortigas que calmaba las náuseas de Scorpius.

El niño de nueve años estaba sentado en el suelo de la biblioteca, con las piernas cruzadas sobre una alfombra deshilachada. Su brazo izquierdo —el mismo que Draco había vendado esa mañana con tela de seda rasgada— descansaba sobre un cojín mientras su mano derecha dibujaba criaturas fantásticas en un cuaderno muggle.

—Papá, ¿los dragones de hielo pueden vivir en los huesos? —preguntó sin levantar la vista, su voz tan ligera como el aleteo de una mariposa.

—Los dragones de hielo viven en glaciares, Scorpius —respondió Draco, concentrado en machacar raíz de valeriana en su mortero de obsidiana. El sonido clac-clac-clac llenaba el silencio entre sus palabras—. Y no, no molestes a los huesos.

Scorpius frunció el ceño, su cabello tan blanco como el de Draco, pero rebelde, siempre despeinado.

—Pero si vivieran en los huesos… ¿serían amigos del esqueleto o se lo comerían?

Draco detuvo el mortero. El brazo izquierdo de Scorpius llevaba días hinchado, caliente al tacto, y aunque el niño insistía en que «solo era un moretón de cuando se cayó de la escoba», Draco había visto cómo se mordía el labio para no llorar al moverlo. Es solo una torcedura, se repitió por décima vez, pero las palabras sonaban huecas, como monedas falsas.

—Scorpius —llamó Draco, limpiándose las manos en el delantal antes de arrodillarse junto a él—. Muéstrame el brazo.

El niño escondió el dibujo contra su pecho.

—Está bien, papá. De verdad.

—Scorpius Hyperion Malfoy.

La voz firme de Draco hizo temblar los hombros del niño. Lentamente, Scorpius extendió el brazo. La manga de su pijama —demasiado holgada, heredada de un primo lejano— se deslizó, revelando una hinchazón violácea que se extendía desde el codo hasta el hombro. Draco contuvo la respiración. No era un moretón. Era algo que latía bajo la piel, algo vivo y voraz.

—¿Duele? —preguntó, tocando la zona con dedos que habían preparado venenos y antídotos, pero que ahora temblaban.

Scorpius negó, pero una lágrima traicionera resbaló por su mejilla.

—Solo… un poco. Como cuando el hipogrifo me arañó, ¿recuerdas?

Draco recordaba. Recordaba el pánico de ver a su hijo de cinco años sangrando, el remordimiento de haberlo llevado a ver al hipogrifo por capricho, las monedas de oro que le costó sobornar a un sanador para que no reportaran el incidente. Ahora no tenía oro. Ni siquiera tenía dignidad.

—Vamos —dijo Draco, levantando a Scorpius en brazos. El niño era liviano, demasiado liviano—. Hoy no hay negociaciones. Vamos a San Mungo.

—¡Pero dijiste que las consultas cuestan cinco galeones! —protestó Scorpius, aunque se aferró al cuello de su padre—. Yo puedo esperar, papá. Soy fuerte, ¡como un dragón!

Draco mordió el interior de su mejilla. Cinco galeones era lo que le quedaba para comprar leche y pan este mes. Pero los ojos de Scorpius, grises como la niebla antes de una tormenta, tenían ese brillo opaco que no pertenecía a un niño.

.

San Mungo’s olía a desinfectante y esperanza rancios.

Las paredes descascaradas mostraban carteles de «¡Done para la investigación de curseos crónicos!», y las sillas de la sala de espera crujían bajo el peso de madres exhaustas y ancianos con heridas que supuraban magia oscura. Draco se mantuvo en un rincón, abrazando a Scorpius, cuya mejilla estaba pegada a su pecho.

—Señor Malfoy —llamó una sanadora joven, cuyo rostro se ensombreció al reconocer su apellido—. La sala tres.

El consultorio era frío, iluminado por velas flotantes que proyectaban sombras danzantes. La sanadora, una bruja de cabello negro y bata verde, examinó el brazo de Scorpius con una varita de ébano. El niño contuvo un quejido cuando la punta brilló con un hechizo diagnóstico, revelando un entramado de venas negras bajo su piel.

—¿Qué… qué es? —preguntó Draco, aunque ya lo sabía. Había leído sobre esos síntomas en libros prohibidos, en notas al margen de viejos tratados de medicina mágica.

La sanadora miró a Scorpius, quien jugueteaba con un botón de su túnica.

—Pequeño, ¿te gustan los helados de menta? —preguntó con una dulzura forzada—. Hay un carrito en el pasillo. Ve a elegir uno, ¿sí?

Scorpius miró a Draco, buscando permiso.

—Ve —murmuró Draco, alisando el cabello del niño—. Pero no hables con extraños.

—¡Solo con el heladero! —prometió Scorpius, saltando del sillón. Antes de salir, se detuvo y sacó del bolsillo un botón dorado—. Por si te asustas, papá. Es mi snitch de la suerte.

Draco apretó el botón, gastado por el roce de pequeños dedos. Cuando la puerta se cerró, la sanadora habló:

—Es osteosarcoma. Un cáncer de huesos agresivo.

La palabra cáncer resonó como un maleficio. Draco sintió que el suelo se inclinaba.

—¿Magico o muggle? —preguntó, porque en su mundo, hasta las enfermedades tenían jerarquías.

—Ambos. El tumor se alimenta de magia, por eso crece rápido. Necesita quimioterapia especializada y una poción de rayo lunar… que cuesta doscientos galeones por dosis.

Doscientos. Draco miró su túnica remendada, las paredes agrietadas de San Mungo, el botón de snitch en su mano. Doscientos galeones era más de lo que ganaba en seis meses.

—¿Cuánto tiempo sin tratamiento? —preguntó, la voz quebrada.
La sanadora bajó la mirada.

—Un mes… tal vez dos.

En el pasillo, Scorpius reía con el heladero, un anciano que le ofrecía un cucurucho con tres bolas.

—¡Mira, papá! Tiene el color de tu escoba favorita —dijo, señalando el helado verde plateado.

Draco se arrodilló frente a él, limpiándole la menta del mentón.

—Scorpius… —tragó saliva—. Tendremos que venir aquí muchas veces. ¿Te molesta?

El niño sonrió, con una mancha de helado en los dientes.

—¡Podré ver al equipo de los Wigtown Wanderers! ¡Dicen que a veces visitan a los niños!

Draco palideció. Los Wigtown Wanderers. El equipo que Harry Potter comandaba desde que se retiró de ser auror. El mismo equipo cuyo póster Scorpius escondía bajo su almohada, junto a recortes de periódico donde Harry sonreía, con esa cicatriz que a Scorpius le parecía «de pirata».

—Sí —murmuró Draco, levantando a su hijo—. Tal vez los veamos.

De camino a casa, Scorpius dormitó en sus brazos, el helado derretido manchando la túnica de Draco. El viento otoñal arrastraba hojas secas sobre el camino de la mansión, y por primera vez en años, Draco Malfoy rezó. No a ningún dios, sino a las estrellas, a las sombras, a cualquier cosa que escuchara:

«No me dejes fallarle».

Y en su bolsillo, el botón de snitch brilló débilmente, como si alguien, en algún lugar, ya estuviera respondiendo.

.

La lluvia golpeaba las ventanas de la mansión Malfoy como un ejército de dedos huesudos. Draco estaba arrodillado frente al baúl de su madre, vacío excepto por un puñado de retratos rotos y un abanico de plumas de fénix que ya no brillaban. Había vendido hasta el último objeto de valor, pero la suma seguía siendo ridícula: 30 galeones. Necesitaba 200 solo para la primera dosis.

Scorpius dormía en el piso de arriba, abrazado a su snitch de botón. Cada noche, Draco entraba en su habitación para asegurarse de que aún respiraba, de que el dragón de hielo no se lo había llevado mientras él no miraba. Esa noche, sin embargo, se detuvo frente al espejo del vestíbulo. El hombre que lo miraba tenía los ojos hundidos, el cabello grasoso, y una cicatriz en el cuello que le recordaba a los juicios, a los gritos de «¡Cómplice! ¡Cobarde!». Pero también tenía los labios finos de Narcisa, la misma terquedad que lo había mantenido vivo.

Sacó una vieja libreta de direcciones, sus dedos temblando al pasar las páginas. Los nombres de sus amigos de Slytherin —Pansy Parkinson, Theodore Nott, Blaise Zabini— estaban tachados con furia, marcados por años de silencio. Después de la guerra, todos se habían escondido. Los Parkinson habían perdido su fortuna en multas, los Nott su castillo, los Zabini su influencia. ¿Y yo? pensó Draco. Perdí hasta el derecho a pedir ayuda.

Pero Scorpius tosió en su sueño, un sonido seco y rasposo. Draco apretó la libreta y salió a la tormenta.

La lluvia azotaba los cristales sucios del escaparate de "Kebab", un local muggle con un letrero parpadeante que prometía «¡Sabor de dragón en cada bocado!». Draco se ajustó la capa raída sobre la cabeza y subió las escaleras tambaleantes que llevaban al apartamento de Pansy Parkinson. Cada escalón crujía como un hueso viejo, y el olor a especias quemadas y aceite rancio le hacía arrugar la nariz. Al llegar al rellano, una voz aguda y cansada traspasó la puerta:

—¡No, Lestrange! ¡Los calcetines no se comen!

Draco dudó. Lestrange. El apellido era una puñalada. Pansy había nombrado a su hijo como el linaje más manchado de sangre, quizás por rebeldía, quizás por dolor. Respiró hondo y llamó.

La puerta se abrió de golpe. Pansy estaba allí, con el pelo teñido de verde esmeralda —un intento fallido de tapar las raíces grises—, sosteniendo a un niño de dos años que mordisqueaba un peluche de dragón sin una pata. Llevaba un vestido muggle desteñido, pero sus uñas estaban impecables, pintadas de negro azabache, como en sus días de Hogwarts.

—Malfoy —dijo, sin sorpresa, como si lo hubiera esperado desde que el mundo comenzó a desmoronarse—. Entra antes de que alguien te reconozca.

El apartamento era un caos calculado. Juguetes rotos y libros de hechizos antiguos se apilaban en las esquinas, junto a latas vacías de cerveza muggle. En la pared, un póster de los Holyhead Harpies colgaba torcido, junto a una foto estática de Pansy y Draco en el Baile de Yule, él con su traje plateado, ella con un vestido que ahora habría valido una fortuna. El pequeño Lestrange gateó hacia un rincón, arrastrando el peluche.

—¿Un hijo? —preguntó Draco, sin saber cómo empezar.

—Sobreviviente —respondió Pansy, encendiendo un cigarrillo con un chasquido de su varita. La punta tembló ligeramente, un hechizo oxidado—. Su padre fue un idiota con buen gusto en vino. Murió en un duelo estúpido. ¿Y tú? ¿Sigues coleccionando errores?

Draco se frotó la cicatriz del cuello.
—Necesito dinero.

Pansy inhaló el humo, sus ojos —tan afilados como siempre— escudriñándolo.

—¿Para qué? ¿Oro para restaurar tu mansión? ¿Fondos para un nuevo emblema?

—Para Scorpius —la voz de Draco se quebró—. Tiene… necesita tratamiento.

El cigarrillo de Pansy se detuvo a medio camino. El pequeño Lestrange golpeaba una olla con una cuchara, tarareando una canción sin sentido.

—¿Enfermedad? —preguntó, más suave.

—Cáncer —Draco miró al niño en el suelo, imaginando a Scorpius a esa edad, corriendo por los pasillos de la mansión—. En los huesos.

Pansy apagó el cigarrillo contra la mesa, dejando una marca negra.

—¿Cuánto?

—Doscientos galeones. Por dosis.

Un silencio. Luego, Pansy se rio, un sonido amargo y áspero.

—¿Y crees que tengo esa cantidad aquí, entre pañales y deudas? Mira alrededor, Draco. Soy más muggle que tú ahora.

Draco se inclinó hacia adelante, las manos temblando.

—Lo sé. Pero no tengo a nadie más.

Pansy lo estudió, como si buscara al chico arrogante que alguna vez fue. Al no encontrarlo, suspiró y se arrodilló frente a un viejo baúl bajo la ventana. Lo abrió con una llave que llevaba colgada del cuello.

—Después de los juicios —dijo, sacando un collar de perlas negras—, todos me dieron la espalda. Todos menos tú. ¿Recuerdas?

Draco recordaba. Pansy había sido acusada de intentar entregar a Harry Potter a Voldemort. En la corte, mientras los gritos de «¡Traidora!» resonaban, Draco se levantó y dijo, con una voz que no reconocía como propia: «Ella tenía miedo. Todos teníamos miedo». No fue un perdón, pero fue suficiente para que no la enviaran a Azkaban.

—Me escribiste —susurró Pansy, sosteniendo el collar como un talismán—. Desde Francia, después de que mi familia huyera. «Los Parkinson siempre caen de pie», dijiste. Mentiroso.

—Pansy…

—¡Cállate! —su voz tembló—. Me casé con un borracho, vendí mi varita una vez, aprendí a vivir sin magia… —miró a su hijo, que ahora dormitaba sobre el peluche—. Pero esto… esto es lo único que tengo.

Del baúl sacó una bolsa de terciopelo. Dentro había un reloj de bolsillo dorado, el emblema de los Parkinson desgastado.

—Era de mi abuelo. Los muggles pagarán bien por él.

Draco quiso negarse, pero Pansy le arrojó la bolsa.

—No es por ti —dijo, las lágrimas brillando en sus ojos—. Es por Scorpius. Porque si fuera Lestrange el que estuviera muriendo… —su voz se quebró—. Espero que alguien hiciera lo mismo.

Draco sostuvo el reloj. El peso del metal era insignificante comparado con el de su culpa.

—¿Por qué? Después de todo lo que pasó…

Pansy se levantó bruscamente y abrió un cajón, sacando una foto arrugada: el Royal Team en su séptimo año, Theo haciendo una mueca, Blaise con su sonrisa de superioridad, Draco y Pansy espalda contra espalda, como guerreros.

—Porque fuimos reyes, Draco. Y los reyes no abandonan a su familia.

El pequeño Lestrange se despertó y gateó hacia Pansy, levantando los brazos. Ella lo alzó con una suavidad que Draco no le conocía.

—Toma el reloj. Y vete antes de que me arrepienta.

Draco se levantó, pero al ver a Pansy mecer a su hijo, algo se rompió dentro de él.

—Gracias —murmuró, y entonces Pansy hizo algo inesperado: lo abrazó.

Era un abrazo incómodo, con el niño entre ellos, pero Draco sintió cómo años de orgullo y silencios se resquebrajaban. Pansy susurró contra su hombro:

—Vuelve cuando Scorpius mejore. Él y Lestrange… deberían jugar juntos.

Al salir a la lluvia, Draco apretó el reloj contra su pecho. Por primera vez en años, no se sintió solo.

.

El autobús muggle dejó a Draco frente a una librería enclavada entre un taller de neumáticos y una cafetería llamada «El Rincón del Elfo». El letrero de la tienda decía «Nott & Hijas: Libros Raros y Objetos Curiosos», con una pintura descascarada de un dragón durmiendo sobre una pila de libros. Draco ajustó la bolsa de tela donde llevaba el collar de Pansy y el reloj de su abuelo, y entró.

Una campana de cristal sonó al abrir la puerta. El interior olía a papel viejo, café recién hecho y un leve rastro de polvos de fuego. Las estanterías llegaban hasta el techo, repletas de libros muggle de tapas gastadas, pero entre ellos, Draco reconoció ejemplares prohibidos: Secretos de las Lunas Sangrientas, Hechizos de los Reyes Perdidos, incluso un Bestiario de las Sombras abierto en la página de los dementores.

—¿Buscas algo en especial o solo vienes a mirar con esa cara de fantasma? —la voz de Theodore Nott emergió desde detrás de una pila de cajas.

Theo estaba sentado en el suelo, con un overol muggle manchado de tinta y un pañuelo rojo atado al cuello. Su cabello castaño, antes impecable, estaba despeinado, y una cicatriz le cruzaba la ceja izquierda. Pero lo que más sorprendió a Draco fue la niña sentada a su lado: una pequeña de cuatro años con trenzas desordenadas y un vestido de flores, absorta en un libro ilustrado de hipogrifos.

—Theo —murmuró Draco, incómodo bajo la mirada curiosa de la niña—. Necesito…

—Habla claro, Malfoy —interrumpió Theo, levantándose y limpiándose las manos en el overol—. No tenemos todo el día. Lyra y yo cerramos en una hora.

La niña, Lyra, levantó la vista.

—Papá, ¿es el señor de la foto? —señaló un marco en la pared: una imagen descolorida del Royal Team en la Sala Común de Slytherin, donde Theo y Draco jugaban ajedrez con fichas que gritaban insultos.

Theo palideció levemente.

—Sí, cariño. Es… un viejo amigo.

Draco tragó saliva. Amigo. La palabra resonó como un hechizo olvidado.

—¿Puedo enseñarle mi colección de plumas, papá? —Lyra saltó, agitando un libro lleno de hojas secas y plumas de lechuza.

—Después, pequeña bruja —Theo le acarició la cabeza—. Ve a la trastienda y revisa el pedido de la señora Figg.

Cuando Lyra desapareció tras una cortina de cuentas, Theo cruzó los brazos.

—Dudo que hayas venido a comprar Orgullo y Prejuicio. ¿Qué quieres, Draco?

—Dinero —respondió, directo. El orgullo ya no le servía de escudo—. Para Scorpius.

Theo no se inmutó, pero sus ojos se endurecieron como el acero.

—¿Enfermedad o maldición?

—Cáncer. En los huesos.

Un silencio. Luego, Theo se acercó a una estantería y sacó un libro falso—Las Aventuras de Martin Miggs, el Muggle Loco— revelando un compartimento secreto. De él tomó una botella de whisky y dos vasos.

—Bebe —ordenó, sirviendo un trago generoso—. Y cuéntame todo.

Mientras Draco hablaba —el diagnóstico, los costos, la desesperación—, Theo escuchó sin interrumpir, sus dedos tamborileando sobre el mostrador de madera. Al terminar, apuró su vaso y miró por la ventana, donde Lyra jugaba con un caracol mágico que dejaba un rastro de brillantina.

—¿Sabes por qué abrí esta tienda? —preguntó Theo, sin volverse—. Después de Azkaban, después de que mi padre muriera en su celda… quise quemar todo lo que oliera a magia. Pero Lyra nació, y… —su voz se quebró—. Ella es squib.

Draco contuvo una maldición. Un squib en la familia Nott era una sentencia de muerte social, pero Theo continuó:

—Aquí, entre muggles, nadie la señala. Nadie sabe que su sangre es «impura». Y yo… aprendí a vivir sin varita. —Finalmente, miró a Draco—. Pero tú no puedes vivir sin ayuda, ¿verdad?

—Theo, si no tienes…

—¡Cállate! —Theo golpeó el mostrador, haciendo temblar los vasos—. ¿Crees que soy tan ruin como para negarme? ¿Después de que me cubriste cuando robábamos ingredientes para Snape? ¿Después de que me salvaste de los dementores en el tren?

Draco recordó. Theo, con 14 años, temblando en el Expreso de Hogwarts después de que su padre lo obligara a marcar a un compañero con el Morsmordre. Draco le había dado su capa y le dijo: «Los Nott siempre ganan, Theo. Incluso cuando pierden».

—No soy el mismo —susurró Draco.
—Y yo tampoco —Theo abrió una gaveta bajo la caja registradora y sacó un estuche de terciopelo negro—. Toma.

Dentro había un reloj de péndulo en miniatura, su esfera marcada con runas antiguas.

—Es un Temporalis. Mi padre lo usaba para… negocios. Gira las manecillas hacia atrás y congelará el tiempo durante una hora. Los coleccionistas muggles pagan fortunas por relojes «antiguos».

Draco lo examinó. El artefacto valía más que oro: era una pieza de contrabando oscuro, capaz de alterar el tiempo en pequeñas dosis.

—No puedo aceptar esto. Si te descubren…

—¿Crees que me importa? —Theo se inclinó, sus ojos brillando con una ferocidad que Draco no veía desde Hogwarts—. Lyra es mi vida. Si estuviera muriendo, quemaría el mundo por ella. Y tú… tú eres el único que entendería eso.

Lyra regresó en ese momento, arrastrando una caja llena de plumas de fénix falsas.

—Papá, la señora Figg dijo que quiere más libros de gatos.

Theo se enderezó, su rostro suavizándose al instante.

—Claro, bombón. Dile que mañana los tendré.

Mientras Lyra salía corriendo, Draco guardó el Temporalis en su bolsa.

—¿Por qué lo haces, Theo? —preguntó, sin poder evitarlo—. Podrías vivir en el mundo mágico, esconderla…

—Porque no quiero que viva escondida —respondió Theo, limpiando una mancha de tinta en su overol—. Aquí, es libre. Aquí, somos… felices. O casi.

Draco asintió, recordando a Scorpius dibujando dragones en medio de la pobreza. La libertad de no tener que ser un Malfoy.

—Gracias —dijo, y entonces Theo hizo algo inesperado: lo abrazó.

Era un abrazo incómodo, rudo, como el de dos soldados que sobrevivieron a la misma guerra. Theo susurró:

—Cuando Scorpius mejore… tráelo. Lyra necesita un amigo que entienda los dragones de hielo.

Al salir de la tienda, Draco se detuvo frente al escaparate. Entre los libros muggle, Theo había colocado un péndulo dorado que giraba lentamente, su sombra proyectando runas en el suelo. Tiempo, pensó Draco. Siempre se les acababa el tiempo.

Pero por primera vez, creyó que tal vez, solo tal vez, podrían robarlo.

.

El Portkey a París dejó a Draco en un callejón trasero cerca del Sena, donde el olor a pan recién horneado y gasolina se mezclaba con el murmullo de la ciudad. Siguió las indicaciones de Theo hasta un edificio moderno de cristal y acero, su fachada reflejando las luces de la Torre Eiffel como cicatrices doradas en el cielo. El apartamento de Blaise Zabini estaba en el piso 20, y el ascensor muggle que lo llevó hasta allí olía a perfume caro y ansiedad.

Al tocar el timbre, una mujer muggle de cabello rojo oscuro y manos manchadas de pintura azul abrió la puerta. Llevaba un delantal de lino y una sonrisa que desarmó a Draco por completo.

—Debes ser Draco —dijo en un francés suave—. Blaise me habló de ti. Soy Sofia.

Antes de que Draco pudiera responder, Blaise apareció detrás de ella, con un traje muggle impecable y una copa de vino tinto en la mano. Su mirada, siempre calculadora, recorrió a Draco de arriba abajo, deteniéndose en los zapatos embarrados y la bolsa de tela gastada.

—Malfoy. Pareces un boggart salido de un basurero —comentó Blaise, aunque sin veneno—. Pasa.

El loft era un estudio de arte caótico y lujoso. Cuadros abstractos de criaturas mágicas —un hipogrifo hecho de espirales doradas, un dementor representado con sombras de tinta— cubrían las paredes. En una esquina, una escultura de metal retorcida imitaba el movimiento de una escoba en vuelo. Sofia se excusó para servir té, dejando a Draco y Blaise frente a una ventana que mostraba París en todo su esplendor nocturno.

—¿Te dedicas a vender arte muggle ahora? —preguntó Draco, fingiendo interés en un cuadro de un fénix hecho con cenizas y acuarela.
—Sofia es la artista. Yo solo… facilito conexiones —Blaise bebió un sorbo de vino—. ¿Y tú? ¿Sigues jugando al mártir en tu mansión decrépita?

Draco apretó la bolsa donde llevaba el Temporalis de Theo y el collar de Pansy.

—Necesito dinero. Para Scorpius.

Blaise no se inmutó.

—¿Cuánto?

—Setenta galeones. Solo para empezar.

Un silencio. Luego, Blaise rio, un sonido bajo y frío.

—¿Setenta? ¿Crees que la caridad se mide en migajas? —acercó su copa al rostro de Draco—. Dime la verdad, Malfoy. O vuelve por donde viniste.

La humillación quemó el estómago de Draco, pero recordó a Scorpius, pálido bajo sus sábanas, dibujando dragones con lápices muggle.

—Es osteosarcoma. Necesita quimioterapia mágica y pociones que no puedo costear. Ya vendí todo lo que tenía.

Blaise bajó la copa. En el reflejo de la ventana, Draco vio cómo la máscara de desdén se resquebrajaba, revelando al niño que alguna vez escondió un hueso de dragón en la manga de su túnica para impresionar a Snape.

—¿Por qué debería ayudarte? —preguntó Blaise, aunque era una pregunta retórica. Ambos sabían la respuesta.

—Porque somos el Royal Team —susurró Draco—. Porque una vez juraste que ningún Slytherin caería solo.

Sofia regresó con una bandeja de té y pastelillos, rompiendo la tensión. Su mirada se posó en Blaise, y algo silencioso pasó entre ellos: un debate de cejas fruncidas y labios apretados. Finalmente, Blaise asintió.

—Ven —dijo, guiando a Draco a un sótano tras una puerta oculta tras un retrato de Sofia bailando con sombras.

La habitación estaba llena de cajas de madera tallada con runas de protección. Blaise abrió una, revelando docenas de piedras azules que brillaban con luz propia.

—Diamantes nocturnos. Crecen en cuevas bajo el desierto del Sahara, alimentados por magia lunar. Sofia los encuentra en sus viajes… y yo los vendo a coleccionistas que no hacen preguntas.

Draco tomó una piedra. Era cálida, como si guardara el calor del sol en su núcleo.

—Son peligrosos. Si el Ministerio descubre…

—El Ministerio no pisa París —Blaise tomó tres diamantes y los envolvió en seda—. Cada uno vale cincuenta galeones. Pero necesitas más, ¿verdad?

Draco asintió, avergonzado. Blaise añadió dos más.

—Considera el extra como regalo de bodas. Nunca te invité.

—¿Por qué? —Draco no pudo contenerse—. Podrías vivir como un rey sin ensuciarte las manos.

Blaise miró hacia el piso superior, donde Sofia cantaba una canción muggle mientras limpiaba.

—Después de la guerra, el mundo mágico me asqueó. Sofia… ella no ve cicatrices ni apellidos. Solo personas. —Se volvió hacia Draco—. Y tú, ¿sigues viendo solo sangre?

La pregunta golpeó como un sortilegio. Draco pensó en Harry Potter, en cómo Scorpius guardaba recortes de su rostro como si fuera un héroe de cuento.

—Ya no sé qué veo.

Blaise le entregó los diamantes.

—Entonces empieza a mirar mejor.

Al salir, Sofia detuvo a Draco en la puerta. En su mano había un pequeño cuadro de Scorpius, basado en la descripción de Blaise: el niño sonreía, rodeado de libélulas de acuarela.

—Para él —dijo—. Las libélulas simbolizan cambio… y esperanza.

Draco quiso negarse, pero Sofia cerró sus manos sobre el cuadro.

—Blaise guarda cartas que le escribiste durante los juicios. Las lee cuando cree que no miro. —Sus ojos verdes brillaron—. Los amigos son el hogar que elegimos, ¿no?

En el taxi de regreso al Portkey, Draco abrió el cuadro. Las libélulas de Sofia se movían, trazando círculos alrededor de Scorpius. Por primera vez en semanas, sonrió.

Chapter 2: Quidditch

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El último botón del abrigo de Scorpius tembló entre los dedos de Draco antes de cerrarlo. Era un abrigo viejo, remendado con hilos dorados que brillaban bajo la luz gris del amanecer. Scorpius, sentado en el borde de la cama, observaba a su padre con ojos sombreados por las ojeras, pero aún curiosos.

—Listo, libélula —murmuró Draco, alisando el cuello de la prenda—. Hoy es el día.

Scorpius miró su brazo izquierdo, ahora cubierto por una manga gruesa para ocultar la hinchazón violácea.

—Un mes entero, papá —dijo, como si el tiempo fuera un animal que hubiera domesticado—. Tú... trabajaste mucho.

Draco contuvo un suspiro. Trabajar era un eufemismo para vender relojes robados, collarés falsos y diamantes malditos. Pero asintió, fingiendo una sonrisa.

—Solo preparándonos para derrotar a tu dragón de hielo.

Scorpius se deslizó de la cama, tambaleándose un segundo antes de recuperar el equilibrio. En el mes que Draco había tardado en reunir el dinero, el tumor había consumido parte de su energía, pero no su espíritu.

—¿Crees que después del tratamiento podré sostener una escoba? —preguntó, señalando el póster desgastado de los Wigtown Wanderers pegado en la pared. Harry Potter, en el centro, levantaba una Copa de plata con su cicatriz iluminada por el flash.

Draco siguió su mirada. Ironía, pensó. El niño que admiraba al «Salvador de Hogwarts» era hijo del hombre que alguna vez quiso matarlo.

—Tal vez —respondió, evasivo—. Pero primero, San Mungo.

Mientras descendían las escaleras de la mansión, Draco notó cómo Scorpius se aferraba al pasamanos, los nudillos blancos. El vestíbulo, antes imponente, estaba lleno de cajas vacías y muebles cubiertos con sábanas. Solo quedaban dos retratos: uno de Narcisa, sonriendo con melancolía, y otro de Scorpius dibujado por él mismo a los cinco años, con un hipogrifo de tres cabezas.

—Lleva esto —Draco le entregó un pañuelo de seda bordado con libélulas plateadas, un regalo de Pansy—. Para la buena suerte.

Scorpius lo olfateó, riendo al reconocer el aroma.

—Huele a... ¿tarta de manzana quemada?

—A valentía —corrigió Draco, aunque sabía que el olor era de las pociones que Pansy preparaba en su apartamento muggle.

El viaje a San Mungo's fue en silencio. Draco sostuvo la mano de Scorpius durante todo el recorrido en el autobús muggle, notando cómo los pasajeros apartaban la mirada al ver la palidez del niño. Al cruzar la entrada secreta del hospital —una puerta descascarada entre una tienda de paraguas y una carnicería—, Scorpius apretó el pañuelo de libélulas.

—¿Duele? —preguntó, mirando las paredes cubiertas de posters de «¡Done sangre de fénix para curar el cáncer mágico!».

—No más que enfrentar a un grindylow —mintió Draco, recordando las descripciones de Theo sobre la quimioterapia: «Es como si te succionaran el alma, pero más lento».

La sala de espera estaba llena de niños. Algunos leían cómics de Quidditch, otros jugaban con snitches de papel plegable. Un niño con alas de hada postizas corría entre las sillas, perseguido por una enfermera exasperada. Scorpius se sentó junto a una niña que sostenía un peluche de dragón verde.

—¿Te gustan los dragones? —preguntó Scorpius, señalando el juguete.

—¡Sí! Este es Fuego Furioso —respondió la niña, haciéndolo «rugir»—. Él quema los tumores.

Draco se apartó, ahogando un nudo en la garganta. En la pared, un reloj mágico marcaba el tiempo con manecillas de serpientes entrelazadas. Tic-tac. Tic-tac.

—Señor Malfoy —llamó una sanadora con voz suave—. Es su turno.

Scorpius se levantó, pero antes de seguir a Draco, se volvió hacia la niña.

—Mi papá también tiene un dragón. ¡Uno de hielo! Pero lo vamos a derretir.

La sanadora los llevo hasta la sala de quimioterapias que era un cubículo estrecho con paredes pintadas de escenas de Quidditch animadas, donde las snitchs en los carteles se atascaban en bucles repetitivos, chocando una y otra vez contra las mismas nubes. La sanadora, una bruja de rostro cansado y sonrisa profesional, preparó el caldero de poción lunar mientras explicaba el procedimiento con una voz que Draco apenas escuchó.

—¿Listo, guerrero? —preguntó la sanadora a Scorpius, sosteniendo una cuchara de plata llena de líquido azul eléctrico.

Scorpius miró a Draco, buscando coraje en los ojos de su padre. Luego, con una determinación que partió el alma de Draco, asintió.

La poción quemó. Scorpius gritó, un sonido agudo y animal que Draco no sabía que pudiera existir, y se aferró a su mano con una fuerza sobrenatural. Las venas del niño brillaron bajo la piel, trazando caminos de luz azulada que convergían en el tumor del brazo, mientras el dragón de hielo luchaba por sobrevivir.

—Ya pasa, libélula —Draco susurró, pegado a la frente sudorosa de Scorpius, repitiendo las palabras como un hechizo—. Ya pasa.

Cuando terminó, Scorpius estaba tembloroso y cubierto de un sudor frío, pero sonrió débilmente al ver que la sanadora le entregaba una pegatina de un dragón sonriente.

—Es un héroe —dijo la bruja a Draco, evitando su mirada. Como todos aquí, pensó Draco, saben quién soy... y lo que no pude proteger.

Mientras esperaban en la sala de recuperación, Scorpius acurrucado en su regazo, Draco notó el póster de los Wigtown Wanderers en la pared opuesta. Harry Potter, capturado en pleno vuelo, su cicatriz visible bajo el casco. Scorpius siguió su mirada.

—¿Crees que él también tuvo que tomar pociones feas? —preguntó el niño, señalando a Harry.

—Peores —Draco respondió sin pensar—. Le rompieron huesos, lo envenenaron...

—¿Y siempre se levantó?

—Siempre.

Scorpius asintió, serio.

—Entonces yo también lo haré.

El tratamiento había dejado a Scorpius pálido y tembloroso, pero sus ojos brillaban con una curiosidad imparable. Draco lo sostenía de la mano mientras salían de la sala de quimioterapia, pasando frente a un mural descolorido de sanadores celebrando con varitas levantadas. De repente, Scorpius se detuvo en seco, su dedo señalando hacia el atrio principal de San Mungo.

—¡Papá, mira! ¡Son los Wigtown Wanderers! —susurró con voz ahogada por la emoción.

Draco siguió su mirada. Allí, en medio de un grupo de niños que reían y pedían autógrafos, estaba el equipo completo. Y frente a ellos, con una snitch dorada girando en su mano izquierda y una sonrisa cansada pero genuina, estaba Harry Potter. Llevaba la capa de capitán sobre los hombros, el emblema del equipo bordado en hilos plateados que recordaban cicatrices.

Antes de que Draco pudiera detenerlo, Scorpius soltó su mano y corrió hacia el grupo, su pequeño cuerpo esquivando camillas y sanadores con una determinación que partió el corazón de Draco.

—¡Señor Potter! —gritó Scorpius, deteniéndose frente a Harry, jadeante—. ¡Soy su fan número uno! ¡Tengo todos sus pósters!

Harry bajó la mirada, y por un instante, su expresión se congeló. Los ojos gris plateado de Scorpius, el cabello blanco como la nieve, incluso la forma en que el niño alzaba la barbilla con orgullo... era como mirar a Draco Malfoy a los nueve años, pero sin el veneno.

—Hola, pequeño guerrero —dijo Harry, arrodillándose para estar a su altura—. ¿Cómo te llamas?

—Scorpius —respondió el niño, sin soltar el pañuelo de libélulas de Pansy—. Scorpius Malfoy.

El nombre resonó como un trueno. Harry parpadeó, sus ojos verdes buscando instintivamente a Draco, que avanzaba hacia ellos con pasos largos y tensos. El aire se espesó, cargado de recuerdos: los juicios, las súplicas silenciosas de Draco, las noches en que Harry había argumentado hasta quedarse sin voz para evitar que los Malfoy cayeran en la indigencia total.

—Malfoy —murmuró Harry, levantándose. Llevaba la cicatriz más desdibujada, pero aún era una línea imborrable entre ellos.

Draco se colocó frente a Scorpius, protegiéndolo sin tocarlo.

—Potter —asintió, frío.

El niño, inconsciente de la tensión, tiró del borde de la capa de Harry.

—¡Papá dice que tu técnica de barrida es aceptable! Pero yo creo que eres brillante.

Harry esbozó una media sonrisa, sin apartar los ojos de Draco.

—¿Aceptable? Viniendo de un Malfoy, eso casi suena a cumplido.

Draco cerró los puños. Malditos diarios de Quidditch, pensó, recordando las páginas donde criticaba cada movimiento de Harry en secreto.

Harry miró a Scorpius, luego a Draco. Algo en su expresión se suavizó.

—Claro, Scorpius. Pero primero... —sacó la snitch dorada de su bolsillo y la lanzó al aire—. ¿Ves cómo brilla?

La snitch zumbó alrededor de Scorpius, quien intentó atraparla con una risa que sonó como campanadas en un lugar sagrado. Mientras el niño saltaba, Harry se acercó a Draco. Demasiado cerca.

—¿Está bien? —preguntó Harry en voz baja, su mirada en el brazo vendado de Scorpius.

Draco sintió que la Marca Tenebrosa en su antebrazo izquierdo ardía, un fuego fantasma que solo aparecía cuando el miedo lo estrangulaba.

—Ninguno de nosotros está bien, Potter —respondió, mordiendo cada palabra.

Harry no retrocedió.

—El tratamiento... ¿pueden costearlo?

La pregunta fue un puñetazo. Draco recordó las noches vendiendo su sangre en Knockturn Alley, las lágrimas de Pansy al entregarle el reloj, los diamantes malditos de Blaise.

—No es asunto tuyo.

—Lo es —Harry insistió, su voz un susurro áspero—. Porque yo fui quien aseguró que tuvieras algo de dinero después de los juicios.

Draco contuvo una mueca. Algo de dinero. Una fortuna reducida a cenizas, pero suficiente para comprar tiempo. Tiempo que ahora se le escapaba como arena entre los dedos.

—¿Y quieres que te agradezca? —Draco cruzó los brazos, ocultando la Marca que seguía ardiendo—. No soy tu proyecto de redención, Potter.

Harry abrió la boca para replicar, pero un grito de júbilo los interrumpió. Scorpius había atrapado la snitch contra su pecho, sus mejillas sonrosadas por el esfuerzo.

—¡Lo logré, papá! —exclamó, corriendo hacia Draco—. ¡Soy un buscador como el señor Potter!

Harry miró al niño, luego a Draco. En sus ojos había algo que Draco no podía descifrar: ¿lástima? ¿Culpa? ¿O acaso...?

—Toma —Harry le tendió la snitch a Scorpius—. Guárdala. Los grandes buscadores necesitan una snitch fiel.

Scorpius miró a Draco, buscando permiso. Con un nudo en la garganta, Draco asintió.

—Gracias —murmuró el niño, abrazando la snitch como si fuera de oro puro.

Harry se irguió, ajustándose la capa de capitán.

—Cuídala, Scorpius. Y cuídate.

Al alejarse con su equipo, Draco notó cómo los jugadores murmuraban al reconocerlo. Pero Harry no volvió la vista atrás. No hasta que llegó a la puerta. Entonces, por un segundo, sus miradas se encontraron de nuevo: una cargada de preguntas, la otra de advertencias.

—¿Por qué te dio esto? —preguntó Scorpius, rompiendo el silencio mientras examinaba la snitch.

Draco tomó la mano de su hijo, notando cómo los dedos pequeños se aferraban a los suyos con una fuerza que ya no era la de antes.

—Porque algunos héroes... necesitan creer que aún pueden salvar a alguien.

Mientras salían de San Mungo's, la snitch brilló en la mano de Scorpius, y Draco juró que, por un instante, las libélulas del pañuelo de Pansy batieron sus alas.

.

El segundo tratamiento fue peor que el primero.

Scorpius gritó hasta quedarse sin voz, sus dedos marcando medias lunas en la palma de Draco mientras la poción lunar quemaba las raíces del tumor. Al terminar, el niño dormitaba en sus brazos, pálido como el mármol de una tumba, con el pañuelo de libélulas pegado a su frente sudorosa. Draco lo cargó hasta la sala de espera, evitando las miradas de los otros padres —miradas que decían «Al menos el mío no está tan mal» o «Pobre criatura, mejor morir que ser un Malfoy».

Fue entonces cuando la recepcionista, una bruja joven con el cabello teñido de azul eléctrico, lo llamó por su apellido como si fuera un maleficio:

—¡Señor Malfoy! —el susurro de la sala de espera se detuvo—. Tiene algo en recepción.

Draco ajustó a Scorpius en sus brazos, sintiendo cómo los huesos del niño se hundían contra su pecho.

—Debe ser un error —respondió, intentando escapar hacia la salida.

—No lo es —la recepcionista levantó una caja pequeña, envuelta en papel plateado con motivos de snitches bordadas en hilo dorado—. Lo dejó un… fan anónimo.

La palabra fan sonó falsa, como si la bruja hubiera ensayado la mentira frente a un espejo. Draco tomó la caja con mano temblorosa. Era ligera, pero su superficie latía con una magia familiar, cálida y obstinada, como una taza de té dejada demasiado tiempo bajo el sol.

Scorpius despertó al sentir el brillo del papel.

—¿Es mi regalo de valentía, papá? —preguntó, su voz rasposa.

—No lo sé —Draco se sentó en una silla lejos de miradas curiosas y abrió la caja con un movimiento brusco.

Dentro, sobre un lecho de terciopelo negro, había dos entradas de pergamino que despedían un aroma a bosque después de la lluvia. Las palabras estaban grabadas en tinta verde esmeralda:

«Palco Privado Potter - Wigtown Wanderers vs. Holyhead Harpies
Reservado para invitados de honor»

Scorpius contuvo un grito, apretando el brazo vendado de Draco.

—¡Es el palco del Capitán Potter! ¡Dice que somos invitados de honor!

Draco sintió que la Marca Tenebrosa en su antebrazo ardía, un fuego sordo que le recordaba noches de pesadillas y juramentos rotos. Potter. Claro que sería él. El mismo que lo había visto mendigar ayuda en San Mungo’s, el mismo que le había regalado una snitch a Scorpius como si fuera un trofeo de guerra.

—No podemos aceptar esto —murmuró, cerrando la caja con un chasquido.

Scorpius se incorporó, sus ojos grises brillando con lágrimas.

—¿Por qué? ¡Es el mejor regalo del mundo!

—Porque… —Draco buscó una razón que no hiriera al niño—. Porque los palcos Potter son para su familia. Y nosotros no somos…

—¡Pero dice invitados de honor! —interrumpió Scorpius, señalando el pergamino con un dedo tembloroso—. ¡Y el Capitán Potter es mi héroe!

La recepcionista, que había estado escuchando tras el mostrador, intervino:

—El partido es mañana a las tres. El señor Potter insistió en que las entradas… debían llegar a las manos correctas.

Draco apretó los dientes. Claro que Potter insistiría. Era su forma de jugar al salvador, de frotarle en la cara que incluso ahora, después de todo, seguía teniendo poder sobre él.

Scorpius lo miró con esos ojos que ya habían visto demasiado dolor para sus nueve años.

—Por favor, papá. Nunca te he pedido nada… pero esto…

Draco recordó las noches que Scorpius pasó vomitando por las pociones, los días que pasó dibujando dragones en lugar de correr por los jardines, las veces que dijo «Estoy bien» cuando claramente no lo estaba.

—Solo esta vez —cedió, maldiciendo mentalmente a Harry Potter y su maldita necesidad de ser un héroe las 24 horas.

Scorpius abrazó la caja contra su pecho, como si temiera que Draco la hiciera desaparecer con un hechizo.

—¿Podemos llevar las capas formales? ¡Y tu anillo de sello! ¡Y…!

—Primero debes recuperarte —Draco lo interrumpió, notando cómo el niño se tambaleaba incluso sentado—. Y si mañana tienes fiebre, no iremos.

Scorpius asintió con solemnidad, pero Draco conocía esa sonrisa. Era la misma que tenía cuando planeaba robar galletas de la cocina a medianoche: pura terquedad Malfoy disfrazada de obediencia.

Al salir de San Mungo’s, Draco se detuvo frente al mural de Harry en el atrio. El retrato mostraba al héroe en pleno vuelo, su cicatriz iluminada por un rayo de sol falso pintado. Por primera vez, Draco notó que Harry no sonreía en el póster. Tenía los labios apretados, los ojos fijos en algún horizonte invisible, como si incluso en la victoria, esperara otra batalla.

—¿Crees que el Capitán Potter estará ahí? —preguntó Scorpius, siguiendo su mirada.

—Sin duda —murmuró Draco, ajustando al niño en sus brazos—. A los héroes les encanta ser adorados.

.

La mansión Malfoy crujió como un hueso viejo al cerrar la puerta. Draco cargaba a Scorpius en brazos, el peso del niño cada vez más ligero, como si el tumor le robara no solo salud, sino también sustancia. El pequeño había dormitado durante el viaje, su aliento caliente contra el cuello de Draco, pero al llegar al vestíbulo, sus ojos se abrieron con una claridad inquietante.

—¿Podemos ver el póster del Capitán Potter antes de dormir? —preguntó Scorpius, aferrándose al cuello de su padre mientras Draco subía las escaleras.

—Solo si te tomas la poción digestiva —respondió Draco, sintiendo cómo el calor del cuerpo de Scorpius traspasaba la tela de su túnica. Demasiado caliente, pensó. Como aquella noche en el ático, cuando la fiebre de dragonpox casi mata a mi madre.

Scorpius tragó la poción de menta y carbón sin quejarse, aunque hizo una mueca al final. Draco le ayudó a ponerse el pijama —uno verde con bordados de libélulas que Pansy le había tejido— y lo arropó con tres mantas a pesar del bochorno que emanaba de su piel.

—Mañana volaré como una snitch, ¿verdad, papá? —murmuró Scorpius, hundiéndose en las almohadas. Sus labios estaban secos, agrietados.

—Sí, libélula —Draco encendió la lámpara de noche, tallada en forma de hipogrifo—. Pero solo si duermes ahora.

Scorpius asintió, cerrando los ojos con una sonrisa que no alcanzó a disimular el temblor de sus pestañas. Draco se quedó junto a la cama, contando cada respiración: una, dos, tres… demasiado rápidas. Al minuto veinte, el primer gemido.

—Papá… —Scorpius se retorció, llevando las manos al estómago—. Duele.

Draco ya tenía el frasco de calmante preparado. La poción ámbar brilló bajo la luz de la luna mientras la vertía en una cuchara de plata.

—Toma. Esto ayudará.

Scorpius lloriqueó al tragar, pero no protestó. A los diez minutos, su respiración se había suavizado, aunque el sudor empapaba las sábanas. Draco pasó un paño húmedo por su frente, su nuca, las palmas de sus manos. Cada vez que retiraba el trapo, el calor regresaba, rebelde.

—¿Te duele el brazo? —preguntó Draco, revisando la hinchazón bajo la manga del pijama.

—No —mintió Scorpius, mordiendo el labio inferior hasta hacerlo sangrar—. Estoy bien. De verdad.

A la medianoche, la fiebre atacó con fiereza.

Draco despertó con un grito ahogado. Scorpius temblaba en la cama, sus dientes castañeteando aunque el cuerpo ardía. Las mantas yacían en el suelo, empujadas en un arranque de delirio.

—¡No! ¡No es justo! —gritaba el niño, luchando contra un enemigo invisible—. ¡El dragón de hielo hace trampa!

—Scorpius, despierta —Draco lo sacudió suavemente, pero los ojos del niño permanecieron vidriosos, enfocados en una pesadilla que solo él veía.

Corrió al taller de pociones, derramando ingredientes al preparar un febrífugo de emergencia: hielo de luna, raíz de sauce, lágrimas de fénix. Las manos le temblaban al medir las gotas, recordando las veces que su padre lo reprendió por su «desprecio por la precisión». Ahora, cada error podía ser mortal.

—Bebe —ordenó, sosteniendo la cabeza de Scorpius mientras el niño tragaba a duras penas. El líquido plateado brilló en sus venas al hacer efecto, reduciendo la fiebre a un calor tolerable.

Scorpius jadeó, recostándose contra el pecho de Draco.

—Lo siento… arruiné las mantas.

Draco enterró la nariz en su cabello, oliendo a sudor y menta medicinal.

—No importan las mantas. Solo tú importas.

—Pero mañana… el partido… —Scorpius tosió, un sonido seco que sacudió su cuerpo frágil.

—Mañana te quedarás en cama —Draco lo acostó de nuevo, reemplazando las sábanas con un movimiento de varita.

—¡No! —Scorpius se incorporó, con una fuerza que lo dejó jadeando—. Prometiste… si no tengo fiebre…

—¡Estás ardiendo! —Draco no reconoció su propia voz: rota, desesperada—. ¿Crees que el Quidditch es más importante que tu vida?

El silencio que siguió fue peor que cualquier golpe. Scorpius se encogió, abrazando la snitch de Harry contra el pecho.

—Es… es lo único que he querido hacer desde… desde antes del dragón.

Draco cerró los ojos. Vio a Scorpius a los seis años, corriendo por el jardín con una escoba de juguete. Vio las primeras quejas de dolor en su brazo, los diagnósticos erróneos, la noche en que la palabra cáncer se instaló en su vida como un maldito huésped.

—Duerme —susurró, apagando la lámpara—. Hablaremos mañana.

Scorpius no respondió. Cuando su respiración se volvió regular, Draco se encerró en el baño.

El espejo del armario mostraba a un extraño: ojos hundidos, cabello grasoso, cicatrices que ni la magia podía borrar. Apretó el lavabo hasta que los nudillos palidecieron, pero el primer sollozo lo traicionó. Fue un sonido ahogado, animal, como el de un lobo herido. Las lágrimas cayeron sobre el mármol negro, mezclándose con el agua del grifo que corría para ahogar el ruido.

—Por favor —murmuró hacia algún dios que nunca había escuchado—. ¿Por qué él?. Tómame a mí.

Afuera, Scorpius dormía abrazado a la snitch, su fiebre reducida pero latente. En el póster de Harry Potter, la cicatriz del héroe brillaba bajo la luz de la luna, como si también llorara.

El amanecer encontró a Draco dormitando en una silla junto a la cama de Scorpius, el libro Pócimas Paliativas para Tumores Agresivos abierto sobre su regazo. El niño respiraba con suavidad, su fiebre reducida a un leve calor bajo la piel, pero su rostro seguía pálido como el mármol de las escalinatas de la mansión. Draco se frotó los ojos, sintiendo el peso de una noche entera velando cada suspiro, cada gemido.

Scorpius despertó con un estornudo.

—¿Hoy es el día del partido? —preguntó de inmediato, como si su cerebro no tuviera espacio para nada más.

—Depende —Draco le pasó un vaso de agua con una poción revitalizante disuelta—. ¿Cómo te sientes?

—¡Como un hipogrifo recién nacido! —mintió Scorpius, intentando sentarse y fallando en el primer intento.

El desayuno fue pan tostado con mermelada de higos y té de manzanilla. Scorpius mordisqueó su rebanada con lentitud, las mejillas sin color. Draco observaba cada movimiento, contando los segundos entre cada bocado, hasta que el niño dejó caer la cabeza sobre la mesa con un golpe sordo.

—No puedo —susurró Scorpius, las lágrimas cayendo sobre el mantel—. Quería volar… aunque sea desde un palco.

Draco se levantó tan rápido que la silla chirrió contra el suelo. Abrió la caja de las entradas con manos temblorosas, buscando algo, cualquier cosa, que borrara esa mirada de derrota. Entre los pliegues de terciopelo, encontró un broche en forma de snitch, más pequeño que la uña de Scorpius, y una nota escrita en letra desgarbada:

«Para viajes urgentes.
—H.P.»

El traslador. Claro. Potter había pensado en todo, como siempre.

—Scorpius —Draco sostuvo el broche contra la luz—. ¿Quieres ver el partido?

El niño alzó la vista, sus ojos brillando como si Draco le hubiera ofrecido la luna.

—¿En serio?

Draco abrochó el broche en el cuello de la túnica de Scorpius, notando cómo el metal se calentaba al contacto con su piel.

—Toca la snitch y di “Wronski Feint”.

El traslador los envolvió en una luz dorada, más suave que los portkey comunes, como si Harry hubiera encargado un hechizo hecho a la medida de un niño enfermo. Cuando el mundo se recompuso, estaban en un palco elevado sobre el estadio, con asientos de terciopelo granate y una vista panorámica del campo. Una manta de piel de yeti y un termo de caldo de pollo mágico los esperaban sobre una mesa.

—¡Mira, papá! —Scorpius se apoyó en la barandilla, señalando a los jugadores que calentaban en el aire—. ¡Es el Capitán Potter!

Harry volaba en círculos, su capa ondeando como una bandera de guerra. Al pasar frente al palco, giró la cabeza y levantó dos dedos en un saludo discreto. Draco fingió no verlo.

El partido fue un torbellino de gritos, escobas cruzando el cielo como cometas, y comentarios de Scorpius que Draco grabó en su memoria como si fueran hechizos prohibidos:

—¡Esa fue una barrida de Hawkshead! ¡Ahora intentarán el Golpe de Graf! ¡Papá, mira, la snitch está cerca de los arcos!

Pero a los veinte minutos, Draco notó cómo la voz de Scorpius se debilitaba, cómo sus manos se aferraban a la barandilla para no tambalearse. Le ofreció el caldo, el pan, una poción energética, pero el niño negó con la cabeza, obsesionado con el juego.

—Scorpius —Draco lo tocó suavemente—. Debemos irnos.

—¡Cinco minutos más! —rogó el niño, con un brillo de desesperación en los ojos—. ¡Por favor!

En ese momento, Harry ejecutó un giro de Wronski tan abrupto que la multitud enmudeció. La snitch brilló bajo su mano, y el estadio estalló en rugidos. Scorpius rio, un sonido claro y milagroso, antes de desplomarse contra el pecho de Draco.

—¡Scorpius! —Draco lo levantó en brazos, buscando el traslador—. ¡Ahora nos vamos!

—No… —murmuró el niño, con los párpados semicerrados—. Fue… brillante.

El traslador los devolvió a la mansión. Draco corrió hacia el taller, preparando pociones febrífugas con una mano mientras sostenía a Scorpius con la otra. El niño dormitaba, quemándose otra vez, pero con una sonrisa pegada a los labios.

En el bolsillo de Draco, una nota apareció de la nada, escrita en el mismo pergamino que las entradas:

«El palco estará esperándolos para el próximo partido.
—H.P.»

Scorpius tosió en sueños, abrazando la snitch de Harry. Draco apretó la nota hasta arrugarla, pero no la tiró. La guardó en un cajón, junto al pañuelo de libélulas y los restos de su orgullo.

Afuera, la noche cayó sobre el jardín abandonado, donde las libélulas de acuarela de Sofia seguían volando en el cuadro, trazando círculos de esperanza alrededor de un niño que, por un día, había sido solo un fanático de Quidditch.

Chapter 3: Potter

Chapter Text

El sol filtró su luz pálida por las ventanas sucias de la mansión Malfoy, iluminando un espectáculo inusual: Scorpius reía en el suelo del salón, persiguiendo a un Lestrange de dos años que gateaba con una varita de juguete en la mano. El niño de Pansy, con sus rizos rebeldes y mejillas sonrosadas, arrastraba una trenza de hilos mágicos que dejaban un rastro de chispas doradas.

—¡Es un hipogrifo fugitivo! —gritó Scorpius, fingiendo tropezar para que Lestrange lo alcanzara—. ¡Necesito refuerzos, tía Pansy!

Pansy, recostada en un sofá desvencijado con una taza de té humeante, levantó una ceja teñida de verde.

—Los refuerzos cuestan galeones, pequeño Malfoy. Y tu padre ya me debe tres.

Draco lanzó un cojín a Pansy, que ella esquivó con elegancia.

—El té también cuesta. Así que estamos en paz.

Pansy sonrió, pero su mirada se posó en Scorpius, ahora sentado en el suelo para recuperar el aliento. El niño sudaba, y el pañuelo de libélulas asomaba bajo su manga.

—¿Cuánto tiempo le dan los sanadores? —preguntó, sin preámbulos.

Draco apretó su taza hasta que los nudillos palidecieron.

—No lo suficiente.

Un silencio incómodo se extendió, roto solo por Lestrange golpeando una caja de música muggle que Draco había olvidado vender. Pansy, siempre maestra en cambiar de tema, sacó un paquete de cigarrillos mágicos que despedían humo en forma de serpientes.

—¿Sabes que Hermione Granger es ministra? —dijo, como si comentara el clima—. Derrotó al tipo ese… el que quería prohibir los crups.

—Siempre fue buena prohibiendo cosas —murmuró Draco, recordando cómo Granger los delataba por copiar en Pociones.

—Ron Weasley es auror. Aunque todos pensamos que terminaría con ella, ¿no? —Pansy lanzó una bocanada de humo que formó un corazón roto—. En cambio, dicen que prefiere los pubs a los compromisos

—Y Daphne Greengrass —continuó Pansy, señalando a Draco con el cigarrillo—, posa en carteles muggles con ropa… ligera. Dice que los muggles pagan mejor por ver su «aura de elfa misteriosa».

Draco esbozó una sonrisa irónica. En otra vida, Daphne habría sido esposa de algún purasangre. Ahora posaba semidesnuda en Times Square. El mundo se había vuelto del revés.

—Al menos uno de nosotros triunfó en el mundo muggle.

Pansy estudió su rostro, buscando grietas en la máscara.

—¿Y Potter? ¿Sigue jugando de héroe?

La pregunta cayó como una bomba. Draco miró a Scorpius, que enseñaba a Lestrange cómo sostener la snitch de Harry.

—Nos dio acceso a su palco familiar en los partidos.

El cigarrillo de Pansy se congeló a medio camino.

—¿El palco Potter? El mismo que solo usan los Weasley y esa legión de fanáticos pelirrojos… ¿A ti?

—A Scorpius —corrigió Draco, mordiente—. Potter solo quiere jugar al salvador.

Pansy rio, un sonido áspero que hizo que Lestrange la mirara confundido.

—Claro. Y los thestrals vuelan solos. —Se inclinó hacia Draco, bajando la voz—. Potter no regala ni el tiempo a sus aliados. ¿Qué quiere?

—Compasión —Draco mentí, limpiando la mesa con un trapo agujereado—. O tal vez culpa.

Pansy soltó una carcajada seca.

—Culpa. Claro. Como cuando declaró en tu favor en los juicios, ¿recuerdas? «Draco Malfoy actuó bajo coerción». Todos esperaban que te enviara a Azkaban, pero él… —bajó la voz, imitando a Harry— «No fue su elección».

Draco apretó la taza hasta temblar. Lo recordaba demasiado bien: Harry en el estrado, con su cicatriz al descubierto y su voz firme, desgranando cada acto de cobardía de Draco como si fueran piezas de un rompecabezas que solo él entendía.

—Fue justicia, no favoritismo —murmuró.

—¿Justicia? —Pansy se inclinó hacia él—. A Theo lo defendió Kingsley. A Blaise, un abogado, A mí Grenger. Pero tú… tú tuviste al Elegido.

En el jardín, Scorpius resbaló del árbol y cayó sobre un montón de hojas secas. Draco contuvo el impulso de correr, viendo cómo el niño se reía, cubierto de polvo y ramitas.

—¿Crees que Potter me ve como un proyecto de redención? —preguntó Draco, amargo.

—No —Pansy tomó su mano, sus uñas pintadas de negro rascando su piel—. Creo que siempre te vio como algo más que un enemigo. Incluso cuando tú no, ¿Cuando dejaras de fingir que no lo ves?.

—Eso no es...

—Mentiroso —lo interrumpió Pansy—. Te conozco, Draco. Si odiaras a Potter como dices, habrías vendido esas entradas o quemado la snitch. Pero ahí están. —Señaló a Scorpius, que abrazaba el artefacto dorado incluso mientras tosía—. Y ahí estás tú, guardando sus notas como cartas de amor.

Draco quiso protestar, pero el sonido de Scorpius riendo lo detuvo. El niño, sentado ahora en el regazo de Lestrange, le contaba una historia animada sobre dragones y snitches, usando la voz de Harry para imitar al Capitán Potter.

—Es por él —susurró Draco, más para sí mismo—. Solo por él.

Pansy apagó el cigarrillo en un plato de porcelana agrietada.

—Los Malfoy siempre fueron egoístas. Tal vez sea hora de que aprendas a serlo de verdad. —Se levantó, alisando su vestido muggle—. Acepta la ayuda, Draco. Incluso si viene de Potter.

El silencio se instaló, roto solo por los gritos de Lestrange intentando hacer levitar una piedra. Scorpius lo imitaba, moviendo una varita de juguete que Pansy le había regalado.

—Te quedas a cenar —ordenó Draco, cambiando de tema—. Hay sopa de calabaza.

—Con pan quemado, seguro —bromeó Pansy, pero aceptó.

Mientras pelaba verduras en la cocina, Draco miró a Scorpius a través de la ventana. El niño sostenía la snitch de Harry, enseñándole a Lestrange cómo «hacer un giro de Wronski» con la pelota-albóndiga. Por un momento, Draco juró ver una sombra junto a ellos: una figura con gafas redondas y cicatriz en la frente, observando desde la distancia.

Pero cuando parpadeó, solo estaba el viento moviendo las hojas muertas, y la risa de Scorpius flotando como una promesa en el aire frío.

.

El paquete llegó al amanecer, atado con una cinta dorada que brillaba incluso bajo el cielo plomizo de la mansión. Draco lo observó desde la ventana del estudio, donde pasaba las noches revisando cuentas y cartas de cobranza. El búho que lo trajo no era uno de San Mungo’s: era un mochuelo de ojos ámbar, con el emblema de los Wigtown Wanderers grabado en el arnés.

Scorpius, despierto por el aleteo del ave, corrió escaleras abajo antes de que Draco pudiera detenerlo.

—¡Es para mí! ¡Tiene mi nombre! —gritó, señalando las letras temblorosas en el pergamino adjunto: «Scorpius Malfoy, futuro buscador».

Draco desató la cinta con un movimiento brusco, como si esperara que el paquete contuviera una maldición. En su interior, envuelta en papel de seda negro, había una escoba de juguete tallada en madera de saúco, con detalles dorados que imitaban las alas de una snitch. Debajo, un sobre lacrado con el sello de San Mungo’s.

—¡Es una Nimbus 2000 de mentira! —exclamó Scorpius, abrazando la escoba contra su pecho—. ¡Pero vuela, ¿verdad?!

—Es de juguete, libélula —Draco abrió el sobre con dedos que apenas temblaban, aunque ya sabía lo que encontraría.

«Estimado Sr. Malfoy:
Las próximas 10 sesiones de tratamiento de Scorpius Hyperion Malfoy han sido cubiertas en su totalidad por un donante anónimo.
Atentamente,

San Mungo’s Hospital para Enfermedades y Heridas Mágicas»

El pergamino cayó al suelo. Draco cerró los ojos, respirando el olor a madera pulida de la escoba y a menta medicinal que siempre envolvía a Scorpius. Potter. Claro que sería él. El mismo que le regaló entradas, un traslador, y ahora… esto.

—¿Qué dice, papá? —Scorpius intentó alcanzar el pergamino, pero un acceso de tos lo dobló sobre sí mismo.

—Nada importante —Draco guardó la carta en su bolsillo, fingiendo calma—. Solo que tu dragón de hielo tiene los días contados.

Scorpius sonrió, apoyándose en la escoba como si fuera un bastón.

—Entonces podré volar de verdad algún día.

La rabia llegó sin aviso. Draco arrancó la escoba de las manos del niño, haciendo que una de las alas doradas se astillara.

—¡Esto no es un juego, Scorpius! ¡No puedes ni sostener una cuchara y crees que Potter te convertirá en su mascota de compasión!

El niño retrocedió, sus ojos grises inundándose de lágrimas.

—Solo… solo quería ser fuerte como él.

Draco maldijo en voz baja, arrodillándose para abrazar a Scorpius. El niño olía a sudor frío y a las hierbas de la poción para el dolor.

—Lo siento. Yo… yo te enseñaré a volar cuando estés mejor.

Scorpius enterró la cara en el hombro de Draco.

—¿Prometes?

—Prometo.

Pero esa noche, mientras el niño dormía abrazado a la escoba rota, Draco escribió una carta. No a Harry, sino al hospital:

«Rechazo la donación. Cubriré los gastos como siempre.
—Draco L. Malfoy»

El mochuelo de Potter regresó al día siguiente, con otra carta sin remitente:

«No es compasión. Es deuda.
—H.»

Draco quemó el mensaje en el caldero, pero no envió otra negativa. En su lugar, escondió la escoba en el ático, junto al retrato de Lucius, cuyos ojos fríos parecían reprocharle cada acto de debilidad.

—¿Dónde está mi Nimbus? —preguntó Scorpius a la mañana siguiente, mirando alrededor con los ojos hinchados por el llanto silencioso de la noche.

—Se rompió —mintió Draco, sirviendo más calmante en su té—. Pero te conseguiré una nueva.

Scorpius no lloró. Solo asintió, como si esperara que el mundo le arrebatara todo, incluso los sueños hechos de madera y oro.

Pero esa tarde, mientras Draco vendía el último candelabro de plata de la mansión, encontró a Scorpius en el jardín, sentado bajo el roble muerto con un palo entre las manos, imaginando que volaba.

—¡Mira, papá! —el niño levantó los brazos, dejando que el viento le despeinara el cabello—. ¡Soy el buscador más rápido!

Y Draco, por primera vez en años, lloró sin esconderse.

Más tarde la llamada en la puerta resonó como un disparo en el silencio polvoriento de la mansión. Draco dejó caer la taza de té que sostenía, manchando las baldosas rotas con líquido ambarino. Scorpius, sentado en el suelo armando un rompecabezas de dragones, levantó la cabeza con curiosidad.

—¿Es la tía Pansy? —preguntó, sosteniendo una pieza que imitaba una escama de dragón de hielo.

—Quédate aquí —ordenó Draco, caminando hacia la entrada con pasos que pretendían ser firmes.

Harry Potter estaba en el umbral, con una camisa muggle arrugada y el cabello más desordenado que nunca. Sus ojos verdes atravesaron a Draco como si fueran varitas afiladas.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —gruñó Harry, empujando la puerta sin permiso.

Draco bloqueó su paso, aunque el contacto de sus hombros lo hizo estremecerse.

—No recibo visitas. Menos de ti.

Scorpius apareció detrás de Draco, aferrándose a su pierna como un pequeño fantasma.

—¡Es el Capitán Potter!

Harry suavizó su expresión al instante, arrodillándose para estar a la altura del niño.

—Hola, Scorpius. Me encantó tu carta sobre el giro de Wronski.

Draco palideció. Carta. ¿Cuándo había escrito Scorpius? ¿Cómo había llegado a Potter?

—¿Quieres ver mi colección de snitches? —preguntó Scorpius, ignorando la tensión.

—Scorpius, ve a tu habitación —intervino Draco, con una voz que no admitía discusión.

El niño obedeció, arrastrando los pies y lanzando una última mirada de admiración a Harry. Cuando sus pasos se desvanecieron, Draco se volvió hacia Harry, la ira hirviendo bajo su piel.

—¿Cómo te atreves a venir aquí? ¿A enviar limosnas como si fuéramos mendigos?

Harry cerró la puerta de un golpe, avanzando hasta quedar a centímetros de Draco.

—No es limosna. Es lo mínimo que puedo hacer después de…

—¿Después de qué? ¿De humillarme en los juicios? ¿De fingir piedad mientras mi familia se pudría? —Draco lo empujó, pero Harry no cedió terreno.

—¡Después de ver a tu hijo desmayarse en el palco! —rugió Harry, señalando las escaleras por donde había desaparecido Scorpius—. ¿Crees que puedo dormir sabiendo que estás dejando que muera por tu maldito orgullo?

La palabra orgullo resonó como un latigazo. Draco se rio, un sonido amargo y hueco.

—¿Orgullo? ¿Crees que esto es orgullo? —abrió los brazos, señalando las paredes descascaradas, los muebles vendidos—. ¡No tengo nada, Potter! Ni fortuna, ni respeto, ni padres que reconozcan mi existencia. Lucius y Narcissa me abandonaron como a un perro sarnoso. Todo lo que me queda es él… —su voz se quebró—. Y esta… esta rabia que me impide aceptar que… que…

Harry lo tomó de los hombros, sacudiéndolo con fuerza.

—¡Que no puedes solo! ¡Nadie puede, Draco!

El nombre en sus labios fue un hechizo paralizante. Draco lo miró, viendo por primera vez las sombras bajo sus ojos, las arrugas que el peso de salvar al mundo había tallado en su rostro.

—¿Por qué? —susurró Draco, sin fuerzas para apartarse—. ¿Por qué te importa?

Harry soltó un suspiro que cargaba años de silencio.

—Porque cuando vi a Scorpius por primera vez, corriendo hacia mí con esos ojos grises y esa sonrisa terco… —tragó saliva—. Era como verte a ti en aquel tren, antes de que todo se arruinara.

El aire escapó de los pulmones de Draco. Quiso burlarse, negarlo, pero la verdad en las palabras de Harry era tan palpable como la cicatriz en su frente.

—No me debes nada —murmuró, derrotado.

—No se trata de deudas —Harry bajó las manos, rozando los dedos de Draco sin llegar a tomarlos—. Se trata de que… de que a veces, incluso los enemigos necesitan un aliado.

En el piso superior, Scorpius tosió, un sonido seco que hizo que ambos se estremecieran. Draco retrocedió, abrazándose a sí mismo como si el mundo pudiera desintegrarse.

—No quiero tu lástima —dijo, pero las palabras carecían de fuerza.

—No es lástima —Harry sacó un sobre del bolsillo, idéntico al de San Mungo’s—. Es otra donación. Para la escoba nueva.

Draco lo tomó con dedos temblorosos. Dentro había una foto recortada de periódico: Draco a los once años, en su primera Nimbus, sonriendo con una inocencia que ya no existía. Al dorso, una nota:

«Para el próximo buscador de los Malfoy.
—H.»

Cuando Draco alzó la vista, Harry ya se había ido. En el jardín, el viento movía las hojas muertas, trazando círculos que parecían alas de libélula.

.

El olor a hierbas medicinales y leche agria se había adueñado de la mansión. Draco pasaba las noches en vela, escuchando los quejidos de Scorpius tras cada dosis de quimioterapia, y los días repitiendo como un mantra las palabras de Harry: «No se trata de deudas». Pero cada vez que cerraba los ojos, veía la foto de su yo de once años sobre la Nimbus, y el mundo le recordaba que hasta los recuerdos más brillantes podían convertirse en dagas.

Pansy llegó al mediodía con Lestrange, como cada jueves, cargando una bolsa de caramelos de melaza y una botella de whisky muggle. Scorpius, sentado en el suelo del salón con un libro de criaturas mágicas abierto, levantó la cabeza con una sonrisa pálida.

—¡Tía Pansy! ¿Trajiste más canciones?

—Canciones, caramelos y chismes —respondió Pansy, lanzando un caramelo al aire que Lestrange atrapó con la boca—. Tu padre parece un zombi. ¿Lo alimentas con polvo de hadas?

Draco, apoyado en el marco de la puerta con una taza de té frío en la mano, no tuvo energía para responder. Llevaba la misma túnica desde hacía tres días, y el temblor en sus dedos había empeorado.

—Papá dice que los hipogrifos pueden curar el cáncer —dijo Scorpius, señalando una ilustración en su libro—. ¿Crees que Buckbeak querría ayudarme?

—Buckbeak prefiere comer ratones, no tumores —murmuró Draco, masajeando sus sienes.

Pansy lo miró de reojo, pero decidió ignorar su estado. Sacó un radio muggle que Draco no sabía que poseía y sintonizó una estación en español. Una guitarra distorsionada llenó la habitación, seguida de una voz profunda que cantaba algo sobre caníbales.

—¡Esta es mi favorita! —gritó Scorpius, tamborileando con sus dedos delgados sobre el libro—. Come de mi, come de mi carne…

Draco parpadeó, el té derramándose sobre su mano.

—¿Qué estás cantando?

—Es de la tía Pansy —Scorpius sonrió, imitando el movimiento de cabeza de Pansy al ritmo de la música—. Dice que es un hechizo muggle para ahuyentar fantasmas.

—Es Soda Stereo, ignorante —Pansy rio, bailando con Lestrange en brazos—. Y sí, ahuyenta fantasmas… como tu padre.

Draco quiso protestar, pero una punzada en el pecho lo dejó sin aliento. Se aferró a la pared, viendo cómo el salón giraba alrededor de Scorpius, que ahora cantaba a todo pulmón:

—Come de mi, come de mi carne…

—Paren eso —jadeó Draco, pero su voz se perdió entre la música y las risas.

El dolor se expandió como veneno. Las rodillas cedieron primero, luego los brazos. Lo último que vio fue a Scorpius corriendo hacia él, con los ojos tan abiertos y asustados como la noche en que el tumor le robó su primer grito.

—¡Papá!

—¡Draco!

Pansy atrapó su cabeza antes de que golpeara el suelo. Scorpius se arrodilló a su lado, repitiendo la canción como un conjuro roto:

—Come de mi, come de mi…

—No es momento para tus ritos muggle, niño —Pansy apartó a Scorpius con suavidad, palpando el cuello de Draco en busca de pulso—. Lestrange, tráeme el frasco verde del bolso. ¡Ahora!

El niño corrió, regresando con un vial de poción revitalizante que Pansy vertió entre los labios azulados de Draco.

—Escúchame, idiota —susurró Pansy, sacudiéndolo—. Si mueres, ¿quién cuidará de tu libélula?

Draco tosió, el líquido ámbar mezclándose con lágrimas que no supo cuándo comenzaron.

—Scorpius…

—Está bien —Pansy lo ayudó a sentarse, apoyando su espalda contra la pared—. Pero tú no. Vamos a San Mungo.

—No puedo… el dinero…

—¡Maldita sea, Malfoy! —Pansy lo zarandeó, sus uñas clavándose en sus hombros—. Potter pagó hasta el aire que respiras en ese hospital. Ahora muévete.

.

El mundo regresó a Draco en fragmentos: el zumbido de las lámparas mágicas de San Mungo, el olor a hierbas quemadas y el sonido de una voz ronca discutiendo con alguien en el pasillo.

—Si vuelves a decir que es estrés, te convierto en un sapo —gruñó Pansy, su tono tan afilado como un cuchillo.

Draco intentó mover los dedos, pero su cuerpo pesaba como si lo hubieran enterrado bajo toneladas de mármol. Al abrir los ojos, vio a Blaise Zabini sentado a los pies de su cama, hojeando una revista muggle de moda con portada de Daphne Greengrass.

—No muerdas a los sanadores, Pansy —dijo Blaise sin levantar la vista—. Luego te quejas de que no hay médicos decentes.

—¿Dónde… Scorpius…? —la voz de Draco sonó como papel de lija.

Pansy apareció a su lado, con el vestido muggle manchado de poción y el cabello teñido deshilachado.

—Con Potter. Y antes de que te pongas histérico, el niño no se separaba de la puerta de tu habitación hasta que él llegó.

Draco intentó sentarse, pero Blaise alzó una mano.

—No. Te rompiste tres costillas desmayándote como una doncella victoriana. Quédate ahí.

—¿Potter…? —Draco miró a Pansy, buscando respuestas en sus ojos cansados.

—Tiene un acuerdo con San Mungo —explicó Blaise, cerrando la revista—. Si un Malfoy ingresa, lo notifican al instante. Parece que tu héroe favorito tenía protocolos de emergencia para ti.

El corazón de Draco latió con fuerza, amenazando con romperle el pecho otra vez.

—No es mi…

—Sí, sí, no es tu héroe, bla bla —Pansy se sentó en el borde de la cama, cruzando los brazos—. Pero llegó en cinco minutos, calmó a Scorpius cuando ni siquiera yo podía, y ahora están en la sala de juegos.

Draco cerró los ojos, imaginando a Scorpius rodeado de juguetes mágicos, riendo con el hombre que una vez juró odiar.

—Debo ir allá.

—Debes quedarte —Blaise lanzó un hechizo silencioso que inmovilizó a Draco contra las sábanas—. Potter no se lo comerá. Aunque, considerando cómo te mira…

—Blaise —advirtió Pansy, pero esbozó una sonrisa cómplice.

La puerta se abrió antes de que Draco pudiera replicar. Harry entró con Scorpius en brazos, el niño dormido contra su hombro, aferrado a la snitch rota.

—Se quedó dormido después de la tercera partida de ajedrez volador —susurró Harry, depositando a Scorpius en una cuna mágica que apareció junto a la cama de Draco.

El niño murmuró algo ininteligible, apretando la snitch contra su mejilla. Harry le acarició el cabello con una ternura que Draco no creía posible, antes de volverse hacia él.

—Tienes el talento de colapsar en los peores momentos, Malfoy.

—Y tú el de entrometerte donde no te llaman —replicó Draco, aunque sin fuerza.

Harry se apoyó contra la pared, cruzando los brazos. Llevaba la misma capa de los partidos, pero arrugada, como si hubiera volado hasta allí a toda velocidad.

—Scorpius canta una canción sobre caníbales. Dice que Pansy se la enseñó.

—Es Soda Stereo —corrigió Pansy, orgullosa—. Cultura muggle de calidad.

Blaise se rio, pero Draco no apartaba la vista de Scorpius. El niño respiraba con dificultad, pero dormía en paz. Algo se quebró dentro de él.

—¿Por qué hiciste eso? —preguntó Draco a Harry, sin especificar a qué se refería: ¿el protocolo de emergencia? ¿Las donaciones? ¿Consolar a Scorpius?

Harry siguió su mirada hacia el niño.

—Porque una vez juré proteger a los inocentes. Y Scorpius… —trago saliva—. Scorpius merece algo mejor que ver cómo te matas por orgullo.

Pansy y Blaise intercambiaron una mirada, levantándose en silencio.

—Vamos a buscar café —anunció Pansy, arrastrando a Blaise fuera de la habitación.

El silencio se instaló, roto solo por el tintineo de las máquinas mágicas que monitoreaban a Draco.

—No quiero tu compasión —murmuró Draco, clavando las uñas en las sábanas.

—Ya lo sé —Harry se acercó, deteniéndose al borde de la cama—. Por eso no te pedí permiso.

Draco estudió su rostro: las nuevas arrugas alrededor de sus ojos, la cicatriz que seguía siendo un recordatorio de todo lo que los separaba… y lo que los unía.

—Scorpius te quiere —dijo, casi como una acusación.

Harry sonrió, amargo.
—Y yo a él. Es difícil no hacerlo.

El corazón de Draco dio un vuelco. Esas palabras, dichas en otro contexto, lo habrían hecho estallar en ira. Pero ahora, viendo a Scorpius dormir por primera vez en semanas sin fruncir el ceño, solo sintió… alivio.

—No voy a agradecértelo —advirtió Draco.

—No lo espero —Harry se ajustó la capa, mirando hacia la puerta—. Pero si vuelves a colapsar, vendré a rescatarte igual.

—¿Por qué? —la pregunta salió antes de que Draco pudiera detenerla.

Harry dudó, sus ojos verdes brillando bajo la luz de San Mungo.

—Porque alguna vez fuiste mi enemigo favorito. Y ahora… —miró a Scorpius—. Ahora tienes algo que vale la pena proteger.

Antes de que Draco pudiera responder, Harry salió del cuarto, dejando tras de sí el aroma a viento y bosque que siempre lo rodeaba. Scorpius se removió en sueños, tarareando entre dientes:

—Come de mi, come de mi carne…

Draco extendió una mano temblorosa para acariciar el cabello de su hijo.

—Lo siento, libélula —susurró—. Papá está aprendiendo.

Afuera, en el pasillo, Pansy y Blaise observaban a Harry marcharse, sus siluetas dibujando una tregua antigua bajo las luces parpadeantes del hospital.

—Apuesto diez galeones a que se besan antes del próximo eclipse —dijo Blaise, encendiendo un cigarrillo muggle.

Pansy le arrebató el cigarrillo y lo apagó contra la pared.

—Veinte a que Draco lo echa a gritos primero.

Pero en la habitación, mientras Draco se rendía al sueño, sus dedos seguían entrelazados con los de Scorpius. Y en algún lugar entre el dolor y la esperanza, una libélula de acuarela trazó un círculo más en el cuadro de Sofia, brillando bajo la luz de una luna que, por una noche, no tuvo prisa por ocultarse.

.

El sol entraba a raudales por la ventana de la habitación de San Mungo, iluminando el rostro pálido de Draco contra las almohadas blancas. Pansy dormitaba en un sillón con Lestrange en su regazo, Blaise hojeaba una revista muggle con indiferencia estudiada, y Harry… Harry estaba sentado al borde de la cama de Scorpius, ayudándole a sostener una taza de caldo mientras el niño tarareaba Come de mi carne entre sorbos.

—No es un himno apropiado para la hora de la sopa —comentó Harry, secando con su propia capa el caldo que Scorpius derramó.

—Pero a ti te gusta —respondió Scorpius, con los ojos brillantes de picardía—. Lo cantaste en el pasillo.

Harry rio, un sonido bajo y cálido que hizo que Draco apretara las sábanas.

—Eso fue un error, beautiful boy.

La habitación se detuvo. Draco contuvo el aire. Beautiful boy. Las palabras flotaron en el espacio entre ellos, frágiles y dulces como el polvo de estrellas. Scorpius sonrió, aceptando el apodo como si siempre hubiera sido suyo.

—¿Beautiful boy? —Blaise levantó una ceja, rompiendo el hechizo—. Potter, ¿cuándo te volviste poeta?

—Cállate, Zabini —Harry lanzó una galleta a la cabeza de Blaise, que este esquivó con elegancia—. Es solo… un apodo.

—A mí me gusta —Scorpius se acurrucó contra las almohadas, abrazando la snitch rota—. Suena como… como cuando papá me llama libélula.

Pansy despertó con un ronquido, frotándose los ojos.

—¿Estamos en una reunión de apodos cursis? Porque yo propongo «pequeño demonio» para Lestrange.

El niño en su regazo lanzó un gruñido, arrojando un peluche de hipogrifo a Draco. Este intentó atraparlo, pero un dolor agudo en las costillas lo hizo retroceder. Harry se movió antes de que Draco pudiera pedir ayuda, ajustando sus almohadas con manos que evitaban cuidadosamente tocarlo.

—No te muevas —murmuró Harry, su aliento rozando la oreja de Draco—. Las costillas rotas no son broma.

—No soy un niño —Draco gruñó, aunque permitió el contacto.

Scorpius observó la escena con una sonrisa que Draco no supo descifrar.

—El Capitán Potter también te cuida a ti, papá.

—Es su deber como «héroe» —Draco miró a Harry con desdén, pero sin convicción—. Aunque ya deberías estar aburrido de salvarnos.

Harry sostuvo su mirada, verde contra gris.

—Nunca me aburro de ganar, Malfoy.

El aire se espesó. Pansy silbó una tonada de Soda Stereo mientras Blaise fingía leer, aunque sus ojos no se apartaban de la tensión entre ambos hombres.

—¡Señor Potter! —Scorpius rompió el silencio, señalando su brazo vendado—. ¿Puedes hacer aparecer luces como la otra vez?

Harry desenfundó su varita sin dudar. Con un movimiento suave, lanzó un Lumos que se transformó en un enjambre de luciérnagas doradas. Scorpius rio, intentando atraparlas con sus manos temblorosas.

—Luciérnagas —susurró Blaise, observando cómo las criaturas de luz se posaban en el cabello del niño—. Eso eres tú, pequeño Malfoy. Una luciérnaga en un pantano de adultos amargados.

—¿Luciér… qué? —Scorpius frunció el ceño.

—Algo que brilla incluso en la oscuridad —explicó Blaise, lanzando una luciérnaga hacia Draco—. Como tu padre cuando deja de fingir que odia al mundo.

Draco quiso protestar, pero una luciérnaga se posó en su dedo, iluminando la cicatriz de la Marca Tenebrosa. Harry observó en silencio, su varita aún levantada, como si sostuviera el universo en ese momento.

—Está bien pedir ayuda, Draco —murmuró Harry, tan bajo que solo ellos dos pudieron oírlo—. Incluso de mí.

—No la pedí —susurró Draco, pero sus dedos se cerraron alrededor de la luciérnaga, protegiendo su luz.

La tarde pasó entre canciones de Pansy, historias de Blaise sobre París, y trucos de luz de Harry que hicieron que Scorpius olvidara el dolor por horas. Cuando el niño finalmente se durmió, agotado pero sonriente, Draco se atrevió a mirar a Harry sin máscaras.

—Gracias —dijo, aunque la palabra le quemó la lengua.

Harry asintió, limpiando restos de sopa de la camisa de Scorpius con un gesto que habría sido paternal si no fuera tan torpe.
—No es por ti.

—Lo sé.

Pero cuando Harry salió al anochecer, prometiendo regresar al día siguiente, Draco notó que las luciérnagas seguían brillando en el rincón de la habitación. Y por primera vez en años, no deseó apagarlas.

Chapter 4: No me ire

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El tercer tratamiento fue el más silencioso. Scorpius ya no gritaba; apretaba los dientes hasta que las lágrimas resbalaban en silencio, sus pequeños dedos enterrándose en el brazo de Draco como raíces buscando tierra firme. El tumor en su brazo izquierdo había reducido su tamaño, pero el precio era visible: el niño palidecía más cada día, sus risas duraban menos y sus pestañas brillaban siempre húmedas por el dolor reprimido.

Al salir de la sala de quimioterapia, Draco cargaba a Scorpius contra su pecho, sintiendo cómo los huesos del niño se marcaban aún más bajo la camisa delgada. Sabía lo que venía. Había aprendido a reconocer el patrón: el susurro de las sanadoras al notificar a alguien, el leve retraso en su salida, la sombra familiar apostada cerca de la entrada.

-¡Capitán Potter! -Scorpius alzó la cabeza con un destello de energía, señalando la figura que esperaba junto al mural de los Wigtown Wanderers.

Harry estaba allí, como siempre, con su capa de jugador desgastada y una bolsa de caramelos de melaza en la mano. Pero esta vez, llevaba algo más: dos varitas de juguete entrelazadas en forma de snitch.

-Coincidencia -dijo Harry antes de que Draco pudiera hablar, lanzando un caramelo a Scorpius-. Tenía que recoger un informe de lesiones.

-Mentiroso -murmuró Draco, pero sin veneno. Scorpius ya estiraba los brazos hacia Harry, olvidando por un momento la debilidad.

-¿Me llevas volando? -preguntó el niño, con una sonrisa que Draco no tenía corazón para negar.

Harry lo tomó en brazos con cuidado, como si sostuviera cristal hilado por hadas.

-Hoy no, beautiful boy. Pero traje esto.

De su bolsillo sacó dos entradas bordadas en hilo de oro, idénticas a las anteriores, pero con una nota añadida: «Palco Potter - Asientos VIP junto a la snitch».

Scorpius contuvo un grito, mirando a Draco con ojos que brillaban más que cualquier hechizo.

-¡Papá!

Draco suspiró. Había ensayado un «no», un «esta vez no», incluso un «vete al infierno, Potter». Pero al ver a Scorpius morder el labio para no suplicar, las palabras se desvanecieron.

-Solo si te tomas la poción de energía completa -negoció, usando el último resquicio de su orgullo como escudo.

-¡Lo haré! ¡Y las verduras! ¡Y... y me acostaré temprano! -Scorpius abrazó las entradas contra su pecho, como si fueran un tesoro.

Harry sostuvo la mirada de Draco, desafiándolo a romper el momento. Pero Draco solo asintió, breve, antes de extender la mano para tomar a Scorpius.

-Gracias -murmuró, tan bajo que solo alguien que hubiera cazado snitches a su lado podría oírlo.

Harry se acercó, ajustando la bufanda de Scorpius con una excusa para hablar cerca del oído de Draco.

-No es por ti.

-Lo sé.

Pero cuando Harry se alejó, Draco notó que las entradas tenían un detalle nuevo: un pequeño dibujo de libélula en el borde, idéntico al pañuelo de Pansy. Scorpius lo señaló, emocionado.

-¡Mira, papá! Es mi libélula y la snitch del Capitán Potter. ¡Son amigos!

Draco no respondió. Caminó hacia la salida con Scorpius en brazos, pasando frente al retrato de Harry en el atrio. Por primera vez, notó que la cicatriz del héroe no era lo único que brillaba en esa imagen: en el fondo, casi imperceptible, un sauce llorón se mecía bajo el viento, sus raíces entrelazadas con la tierra como dedos buscando sostén.

-¿Crees que el Capitán Potter vendrá al partido con nosotros? -preguntó Scorpius, ya medio dormido.

-Probablemente -respondió Draco, sintiendo el peso de las entradas en su bolsillo.

-Bien -susurró el niño-. Así no estarás solo cuando yo crezca y me vaya.

Draco se detuvo en medio del vestíbulo, apretando a Scorpius con una fuerza que jamás habría permitido mostrar frente a Harry. Las palabras del niño, inocentes y certeras como una flecha, perforaron lo que quedaba de su resistencia.

-Nunca estaré solo mientras tú estés aquí, libélula -murmuró contra el cabello de Scorpius, oliendo a medicinas y a la dulzura efímera de la infancia.

Mientras cruzaban la entrada secreta de San Mungo, Draco juró ver una figura con capa negra observando desde una esquina. Pero cuando volvió la vista, solo había sombras... y el leve brillo de una luciérnaga dorada, persiguiendo su camino hacia la noche.

La noche caía sobre la mansión Malfoy con un manto de silencio que ni siquiera los grillos se atrevían a romper. Draco preparaba una cena sencilla -sopa de calabaza y pan duro- cuando el sonido de unos nudillos en la puerta principal retumbó como un trueno. Scorpius, sentado en la mesa del comedor dibujando snitches en su cuaderno, levantó la cabeza con una sonrisa que Draco ya reconocía demasiado bien.

-¡Es el Capitán Potter! -afirmó el niño, como si pudiera ver a través de las paredes.

Draco apretó el cucharón de madera hasta que crujió.

-No abras.

Pero Scorpius ya corría hacia la entrada, arrastrando su manta favorita tras de sí. Cuando Draco llegó, Harry estaba en el umbral sosteniendo un paquete envuelto en papel dorado, con una pequeña libélula dibujada en una esquina.

-Para el futuro buscador -dijo Harry, entregando el paquete a Scorpius sin quitar los ojos de Draco-. Un uniforme oficial de los Wanderers. Talla niño.

Scorpius destrozó el envoltorio con manos temblorosas, dejando al descubierto una réplica miniatura del uniforme de Harry, completo con el número 7 bordado en hilo escarlata.

-¡Es igual al tuyo! ¡Papá, míralo!

Draco cruzó los brazos, clavando las uñas en sus propios costados.

-No puedes aparecer aquí cada vez que se te antoje, Potter.

Harry ignoró el comentario, inclinándose para ayudar a Scorpius a ponerse la chaqueta sobre el pijama.

-Los buscadores necesitan estar cómodos. ¿Sabías que mi primera chaqueta era dos tallas más grande? Me hacía ver como un murciélago despistado.

Scorpius rio, pero la risa se convirtió en una tos seca que sacudió su cuerpo pequeño. Draco avanzó instintivamente, pero Harry ya sostenía al niño, acariciándole la espalda con movimientos circulares hasta que la tos cedió.

-¿Te quedas a cenar? -preguntó Scorpius, agarrando el dedo de Harry con una fuerza sorprendente-. Papá hizo sopa. Es... aceptable.

-Scorpius -Draco advirtió, pero Harry levantó una mano.

-Me encantaría -dijo, mirando a Draco con un desafío silencioso-. Si tu padre lo permite.

La cena fue un tira y afloja entre el orgullo y el amor. Harry ocupó el asiento que alguna vez fue de Lucius, sus rodillas golpeando la mesa baja bajo la mirada incómoda de Draco. Scorpius, vestido con el uniforme que le quedaba holgado, no dejaba de hablar:

-¿Y cuándo me enseñarás el giro de Wronski de verdad? ¿Y cómo le haces para que la snitch no te muerda? ¿Y...?

-Scorpius -interrumpió Draco, sirviéndole más sopa-. Come.

El niño obedeció, pero entre cada cucharada, lanzaba preguntas a Harry como si temiera que el momento se esfumara. Draco observaba en silencio, notando cómo Harry ajustaba sus historias para omitir los detalles más peligrosos, convirtiendo cada anécdota en un cuento apto para oídos infantiles.

-...y entonces, la snitch se escondió en mi pelo -Harry exageró una mueca cómica-. Creo que quería hacerse un nido.

Scorpius rio, pero la risa se cortó de golpe. Su tenedor cayó al plato con un clang metálico, seguido de un gemido ahogado.

-Scorpius -Draco se puso de pie tan rápido que la silla se tambaleó-. ¿Dónde te duele?

El niño no respondió. Sus ojos se dilataron, las manos aferrándose al borde de la mesa mientras el cuerpo se arqueaba en una contracción involuntaria. Harry reaccionó primero, levantándolo en brazos antes de que Draco pudiera llegar.

-¡El brazo! -gritó Scorpius, lágrimas corriendo por su rostro-. ¡El dragón... el dragón muerde!

Draco corrió al taller de pociones, derribando frascos y libros en su búsqueda del analgésico de emergencia. Cuando regresó, Harry sujetaba a Scorpius contra su pecho, cantando una canción muggle en un susurro áspero:

-... Close your eyes, have no fear
The monster's gone. He's on the run and your daddy's here. beautiful, beautiful, beautiful
Beautiful boy...

-Bebe -Draco obligó a Scorpius a tragar la poción, sosteniendo su barbilla con una mano temblorosa-. Bebe todo, libélula.

El efecto fue casi inmediato. El cuerpo de Scorpius se relajó, sus gritos reduciéndose a sollozos cansados. Harry no lo soltó, acunándolo contra su hombro mientras caminaba hacia el sofá más cercano.

-Así no puede seguir -murmuró Harry, limpiando el sudor de la frente del niño con su propia manga-. Necesitamos...

-No -Draco le arrebató a Scorpius, aunque permitió que Harry los siguiera hasta el sillón-. Tú no decides qué necesita.

Scorpius se aferró al cuello de Draco, enterrando la cara en su pecho.
-Lo siento... arruiné la cena...

-No importa -Draco besó su cabeza, cerrando los ojos contra las lágrimas-. Nada importa excepto tú.

Harry se quedó de pie, observando cómo Draco mecía a Scorpius con una ternura que contradicía cada palabra dura que había pronunciado esa noche. Cuando el niño finalmente se durmió, Draco alzó la vista, esperando burla, lástima... pero Harry solo extendió una mano hacia el pequeño brazo hinchado de Scorpius.

-Déjame ayudarte a llevarlo a la cama -ofreció, su voz un susurro que apenas perturbó el silencio.

Juntos, subieron las escaleras. Harry sostuvo a Scorpius mientras Draco arropaba la cama, y cuando el niño quedó acostado, Harry colocó la snitch rota bajo su almohada con un gesto que Draco no pudo interpretar.

-No vuelvas -dijo Draco al salir al pasillo, aunque sin convicción-. Esto no es tu responsabilidad.

Harry se detuvo, su silueta recortada contra la luz de la luna que entraba por la ventana rota.
-¿Sabes por qué elegí el número 7? -preguntó, cambiando de tema con una suavidad que desarmó a Draco-. Por los siete segundos que tardé en darme cuenta de que debía protegerte en sexto año, incluso cuando me odiabas.

Draco contuvo el aire. La confesión flotó entre ellos, frágil como las alas de una libélula.

-No me protegiste -susurró.

-No lo suficiente -Harry admitió, mirando hacia la habitación de Scorpius-. Pero ahora... ahora tengo otra oportunidad.

Antes de que Draco pudiera responder, Harry descendió las escaleras y desapareció en la noche, dejando tras de sí el eco de una promesa no dicha. Al regresar a la habitación, Draco encontró a Scorpius abrazando el uniforme de los Wanderers, su rostro tranquilo bajo el resplandor de una luciérnaga dorada que se había colado por la ventana.

Y en el jardín, entre las malezas, una libélula de acuarela trazó un círculo más alrededor de la mansión, como si el universo mismo recordara que algunas batallas no se ganan, ni se pierden... solo se comparten.

.

La mansión Malfoy vibraba con el eco de risas infantiles mientras Lyra, Lestrange y Scorpius jugaban a perseguir mariposas imaginarias en el jardín muerto. En el salón, el aire estaba cargado de humo de cigarrillos muggles y secretos viejos. Draco, sentado en un sillón gastado, observaba a sus amigos con desconfianza. Pansy, Theo y Blaise intercambiaban miradas cómplices, como si compartieran una broma privada.

-¿Recuerdas a Warrington, Draco? -preguntó Blaise de pronto, jugueteando con un anillo de ébano-. El grandullón de Slytherin que siempre se burlaba de tu pelo en quinto año.

Draco frunció el ceño.

-¿Qué tiene que ver él ahora?

Pansy soltó una risa ahogada.

-Nada. Solo que una vez, durante un partido de Quidditch, Potter lo dejó colgado boca abajo de las gradas por llamarte «sanguijuela de sangre podrida».

-¿Qué? -Draco bajó lentamente su copa de elf-made wine-. Eso fue por una apuesta. Apostó a que Gryffindor ganaría.

Theo lanzó una uva al aire y la atrapó con la boca antes de responder.

-Sí, claro. Y por eso pasó tres días en detención limpiando retretes sin magia. Puro espíritu competitivo.

Los ojos de Draco se estrecharon. Recordaba vagamente a Warrington quejándose de Potter, pero siempre había asumido que era otra de sus rivalidades sin sentido. Pansy se inclinó hacia él, con una sonrisa de gata que atrapó un canario.

-¿Nunca te preguntaste por qué Potter te seguía como un sombra en la biblioteca en sexto año? -susurró-. Incluso cuando no eras su «misión de Dumbledore».

Draco sintió un escalofrío. Había olvidado esos días: Harry apareciendo detrás de los estantes de Encantamientos, fingiendo buscar libros mientras lo observaba de reojo.

-Me espiaba -murmuró, pero su voz carecía de convicción-. Quería pruebas para acusarme.

Blaise bufó.

-Sí, claro. Por eso se sonrojaba cada vez que te veía ajustarte la corbata.

-¿Qué?

Theo se rio, señalándolo con su varita.

-Amigo, hasta los de Ravenclaw apostaban en cuarto año sobre cuándo os besaríais. Potter te miraba en el Gran Comedor como si fueras un pastel de calabaza y él muriéndose de hambre.

Draco se levantó bruscamente, derramando el vino sobre la alfombra ya manchada.

-Esto es ridículo.

-¿Ridículo? -Pansy se levantó, imitando la postura arrogante de Draco en sus días de Hogwarts-. En séptimo año, cuando los Carrow te torturaban por negarte a marcar a los primeros años, ¿quién incendió el ala oeste para distraerlos? ¿Quién te arrastró a ese pasaje secreto detrás del retrato de la bruja gorda?

El recuerdo lo golpeó como un Stupefy: Harry emergiendo del humo, cubierto de cenizas, sus manos temblorosas al agarrarlo del brazo. «¡Corre, Malfoy! ¡No mires atrás!».

-Era... era su deber de héroe -murmuró Draco, pero las palabras sonaron huecas incluso para él.

-¿Su deber? -Theo se levantó, imitando la voz aguda de Harry-. «¡No toquéis a Malfoy!». Gritó eso cuando Rowle quiso cortarte la lengua por insolente. ¿Te suena?

Draco recordó la escena: Harry irrumpiendo en el Salón Principal, su varita brillando con una furia que paralizó incluso a los Carrow. Siempre lo había atribuido a la obsesión de Potter con «hacer lo correcto».

-No sabía que... -comenzó, pero Pansy lo interrumpió.

-Todos lo sabíamos -dijo suavemente-. Hasta Granger. Por eso nos vigilaba, por si usábamos sus sentimientos contra él.

El suelo pareció inclinarse bajo los pies de Draco. Afuera, Scorpius rio, persiguiendo a Lyra con una varita de juguete.

-¿Sentimientos? -repitió, como si la palabra le quemara la lengua.

Blaise se acercó, colocando una mano en su hombro.

-No eres estúpido, Draco. Sabías que había algo... diferente. Pero tenías miedo de nombrarlo.

Y entonces, como un mosaico roto recomponiéndose, las memorias llegaron:

Tercer año. Potter, demacrado tras los dementores, lo empuja contra una pared. «¿Por qué siempre estás ahí, Malfoy?». Sus dedos temblaban, pero no de ira.

Quinto año. En el tren de regreso, Harry lo encuentra llorando en un vagón vacío tras una pesadilla con el Dark Lord. No dice nada. Solo cierra la puerta y se queda vigilando fuera.

Sexto año. «¡No!». El grito de Harry cuando lanzó el Sectumsempra. Horror, no triunfo, en esos ojos verdes.

-Él... -la voz de Draco se quebró-. Él me odiaba.

-El odio y el deseo son primos cercanos -musitó Theo, mirando por la ventana a los niños, ahora dibujando dragones en la tierra con ramas-. Y Potter siempre fue bueno para confundirlos.

Draco se dejó caer en el sillón, pasándose las manos por el rostro. Scorpius entró corriendo, con las mejillas sonrosadas y el pelo lleno de hojas secas.

-¡Papá! ¡Lyra dice que los dragones de hielo pueden volar de noche! ¿Podemos construir uno?

Draco lo abrazó, enterrando la nariz en su cabello para ocultar las lágrimas.
-Claro, libélula. Pero primero... primero necesitamos varitas mágicas de palo de escoba.

Mientras los niños salían a buscar materiales, Draco miró a sus amigos.

-¿Por qué me dicen esto ahora?

Pansy se arrodilló frente a él, sus ojos negros brillando con una rara sinceridad.

-Porque Scorpius merece un final feliz. Y tal vez... tú también.

El silencio se instaló, roto solo por el viento susurrando a través de las ventanas rotas. Draco pensó en Harry sosteniendo a Scorpius durante los ataques de dolor, en sus donaciones anónimas, en la forma en que sus manos evitaban tocar las de Draco... como si temieran derrumbarlo.

-No sé cómo sentirme -admitió por primera vez en su vida.

Blaise sonrió, triste.

-Ninguno de nosotros lo sabe, Draco. Pero al menos ya no estás solo.

Esa noche, mientras los Slytherin se marchaban y Scorpius dormía abrazado al uniforme de los Wanderers, Draco se quedó en el jardín. Las estrellas titilaban como risas antiguas, y por primera vez, permitió que las memorias de Harry lo atravesaran sin resistirse:

El roce accidental de manos al entregarle un libro en Pociones.
La forma en que Harry siempre lo buscaba en la multitud.
El susurro de «Malfoy...» en los pasillos, cargado de algo que jamás se atrevió a nombrar.

Y en el cielo, una constelación de luciérnagas formó brevemente una snitch dorada, recordándole que hasta las verdades más dolorosas pueden brillar.

.

El palco Potter brillaba bajo el sol de mediodía, adornado con banderas de los Wigtown Wanderers que ondeaban como alas gigantes. Draco ajustó la corbata de Scorpius por décima vez, maldiciendo mentalmente a Harry por insistir en que vistieran "formalmente" para el partido. Pero al abrir la puerta del palco, se detuvo en seco.

-¿Granger? -el nombre salió de sus labios como un latigazo.

Hermione Granger, Ministra de Magia, estaba sentada en el centro del palco con un traje de seda color ciruela y una carpeta llena de documentos flotando a su lado. Al verlos, levantó la vista con una sonrisa profesional que no alcanzó sus ojos.

-Malfoy -asintió-. Scorpius. Harry me invitó a... discutir asuntos ministeriales durante el partido.

Scorpius, inconsciente de la tensión, corrió hacia la barandilla.

-¡Mira, papá! ¡El campo está lleno de snitches falsas para el calentamiento!

Harry apareció detrás de ellos, cargando una bandeja de pastelitos de calabaza que humeaban mágicamente.

-Hermione necesita aprobar el nuevo presupuesto para tratamientos mágicos contra el cáncer. Pensé que este sería un buen lugar para... negociar.

Draco lo miró con incredulidad.

-¿Trajiste a la Ministra de Magia a un partido de Quidditch para negociar?

-Es un lugar neutral -Hermione intervino, cerrando su carpeta con un chasquido-. Y Harry insiste en que trabajo demasiado.

El partido comenzó con un estruendo de trompetas mágicas. Mientras los jugadores surcaban el cielo, Draco se sentó en el extremo opuesto a Hermione, fingiendo concentrarse en el juego. Pero cada vez que Harry se inclinaba para explicarle algo a Scorpius, su brazo rozaba el de Draco, enviándole oleadas de calor que nada tenían que ver con el sol.

-¿Sabías que el tratamiento de Scorpius es pionero? -Hermione habló sin mirarlo, sus ojos siguiendo a un cazador que lanzaba una pelota-. Si funciona, el Ministerio podría aprobar su uso masivo.

Draco apretó los puños.

-No es un experimento, Granger.

-Lo sé -ella finalmente lo miró-. Por eso estoy aquí. Para asegurarme de que tenga todo lo necesario.

Harry, que escuchaba mientras ayudaba a Scorpius a usar binoculares mágicos, intervino:

-Hermione aprobó personalmente la donación de fondos para San Mungo.

El anuncio cayó como una bomba. Draco giró hacia Harry, traicionado.

-¿Tú pediste...?

-Yo solo mencioné tus... dificultades -Harry sostuvo su mirada, desafiante-. Hermione actuó como Ministra, no como tu antigua compañera de clase.

Scorpius estalló en aplausos cuando los Wigtown Wanderers anotaron, distrayéndolos. Hermione aprovechó para acercarse a Draco, bajando la voz:

-Es un niño extraordinario. Harry tiene razón: merece más que luchar solo.

Antes de que Draco pudiera replicar, una snitch dorada pasó rozando el palco. Harry reaccionó instintivamente, sacando su varita para ralentizarla antes de que chocara contra el cristal protector. La snitch quedó suspendida frente a Scorpius, que la atrapó con una risa de puro asombro.

-¡La atrapé, papá! ¡Como un buscador de verdad!

Harry se inclinó sobre ambos para examinar la snitch, su aliento cálido en el oído de Draco.

-Lección número uno: siempre anticipa el movimiento de tu presa.

Draco contuvo un estremecimiento. Hermione observaba la escena con una ceja levantada y una sonrisa que sabía demasiado.

-El Ministerio también ofrece reintegrar propiedades confiscadas -murmuró, siguiendo el partido-. La Mansión Malfoy en las montañas, por ejemplo. Podría ser útil... si decides aceptar ayuda.

La oferta era un puente tendido envenenado con burocracia, pero Draco sintió cómo una parte de su orgullo se resquebrajaba. Al otro lado del palco, Scorpius reía mientras Harry le enseñaba a lanzar la snitch con un hechizo suave.

-Lo consideraré -cedió Draco, más por su hijo que por Granger.

El partido terminó con una victoria de los Wanderers, pero Draco apenas registró el resultado. Entre las palmadas en la espalda de Harry, las miradas calculadoras de Hermione y la felicidad radiante de Scorpius, solo podía pensar en una cosa:

Las reglas del juego habían cambiado. Y Harry Potter, con sus pastelitos y sus sonrisas peligrosas, era ahora el dueño del tablero.

Mientras abandonaban el palco, Hermione le tendió un pergamino sellado con el emblema del Ministerio.

-Para cuando decidas dejar de luchar contra fantasmas, Malfoy.

Harry, cargando a un Scorpius dormido sobre su hombro, esperó a que Draco se uniera a él.

-¿Aceptable? -preguntó, señalando el partido, la snitch, todo.

Draco miró a su hijo, cuyas mejillas aún sonreían en sueños.

-Sorprendentemente... sí.

-No lo hago por ti

-Lose

Bajo la luz del atardecer, mientras caminaban hacia el traslador, una libélula de acuarela se posó en el pergamino de Hermione. Draco no la espantó.

El viaje de regreso a la mansión fue silencioso. Scorpius dormía contra el hombro de Harry, agotado por la emoción del partido, sus dedos aún aferrados a la snitch falsa que había atrapado. Pero al cruzar el umbral, el niño se despertó de golpe, jadeando como si le hubieran cortado el aire.

-¡Papá! -gritó, retorciéndose en los brazos de Harry-. ¡El dragón... el dragón me está mordiendo!

Draco lo tomó al instante, notando cómo el brazo izquierdo de Scorpius se inflamaba bajo la manga, la piel tirante y violácea como una fruta podrida. El tumor latía visiblemente, un monstruo vivo bajo la carne.

-La poción de emergencia -murmuró Draco, corriendo hacia el taller de pociones con el niño en brazos-. ¡Scorpius, respira!

Pero el frasco estaba vacío. ¡Maldición! Lo había usado la semana anterior. Scorpius gritó, un sonido agudo y animal, mientras Draco revolvía los estantes con manos temblorosas.

-¡Harry! -rugió, sin importarle el nombre que usaba-. ¡Llama a San Mungo, ahora!

El traslador los depositó en la entrada de emergencia del hospital. Scorpius vomitó sobre la capa de Draco, el líquido teñido de rojo oscuro. Las sanadoras los recibieron con camillas flotantes y hechizos de contención, pero el niño se retorcía, aterrorizado.

-¡No me dejen solo! -suplicó Scorpius, estirando la mano sana hacia Draco mientras lo llevaban a la sala de críticos-. ¡Papá, por favor!

Draco intentó seguirlos, pero una sanadora lo detuvo.

-Debemos estabilizarlo. Espere aquí.

Las palabras lo paralizaron. Espere aquí. Como si el tiempo no se hubiera convertido en un enemigo. Harry apareció a su lado, hablando con los médicos, mostrando documentos que Draco no podía leer. El mundo se redujo al sonido de los pasos tras la puerta cerrada, al reloj de arena gigante en la pared cuyos granos caían como balas.

Cuando una enfermera salió horas después (¿o fueron minutos?), Draco se aferró a su túnica.

-¿Mi hijo?

-Estable... por ahora -respondió ella, evitando su mirada-. El tumor presiona la arteria principal. Haremos lo posible.

Lo posible. Draco huyó.

El baño de visitantes estaba frío, iluminado por velas azules que proyectaban sombras de monstruos en las paredes. Draco se desplomó contra la puerta, las rodillas golpeando el suelo de mármol con un crujido sordo. Las lágrimas llegaron como una marea, ahogando los sollozos que le quemaban la garganta.

-No... no... -golpeó el suelo con un puño, luego con ambos, hasta que los nudillos sangraron-. No puedes... no puedes...

La puerta se abrió. Harry, con el pelo revuelto y la cicatriz palideciendo por la tensión, se arrodilló frente a él.

-Draco...

-¡Vete! -gritó Draco, golpeando el pecho de Harry con una furia ciega-. ¡Esto es tu culpa! ¡Si no nos hubieras arrastrado a tu maldito partido...!

Harry no se defendió. Absorbió cada golpe, cada acusación rota, hasta que Draco se derrumbó contra él, los puños aferrados a su camisa muggle.

-Él... él no puede... -Draco temblaba, las palabras convertidas en ruidos guturales-. Es todo lo que tengo... todo...

Harry lo abrazó con fuerza, hundiendo los dedos en su espalda como si pudiera sostenerlo contra el vacío.

-Lo sé -susurró contra su cabello-. Lo sé, Draco.

El olor a hierbas medicinales y desinfectante se mezclaba con el sudor y la sal de las lágrimas. Draco se aferró a Harry como un náufrago a un mástil roto, permitiendo que las palabras que nunca dijo salieran en jirones:

-Le prometí... le prometí a mi madre que lo protegería... que sería mejor que yo...

Harry acunó su cabeza, sellando la confesión en el hueco de su cuello.

-Eres un buen padre. Él lo sabe.

-¿Y si no es suficiente? -la voz de Draco se quebró en un susurro de niño asustado-. ¿Y si se va?

Harry lo separó lo suficiente para mirarlo a los ojos, sus manos firmes en el rostro de Draco.

-Escúchame. Escucha mi voz. No está solo. Tú no estás solo. Lucharemos juntos. Yo... -tragó saliva, la voz ronca-. No me iré.

Algo se rompió en Draco entonces. Un muro de hielo que había sostenido durante años, derritiéndose bajo el calor de unas palabras que jamás creyó merecer. Enterró el rostro en el hombro de Harry, permitiéndose caer, permitiéndose ser sostenido.

Fuera, en el pasillo, el reloj de arena seguía contando. Pero allí, en el suelo frío, el tiempo se detuvo. Dos hombres rotos, unidos por el peso de un amor que no sabían nombrar, y la promesa silenciosa de que incluso los dragones de hielo pueden ser derrotados... si se lucha codo a codo.

Cuando por fin se levantaron, Draco encontró en el bolsillo de Harry un pastelito de calabaza envuelto en un pañuelo con forma de libélula. Y en el aire, como un juramento no dicho, flotó el eco de una verdad que ya no podía ignorar:

Harry Potter no era un héroe.

Era algo mucho más peligroso.

Un hombre dispuesto a quemarse con tal de darles luz.

Chapter 5: Potter Manor

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El aire en San Mungo's olía a resignación. A antisépticos que no lograban ocultar el aroma dulzón de las pócimas fallidas, a sudor frío bajo las sábanas de lino estéril. Draco se detuvo frente a la puerta de la habitación privada, los dedos temblorosos sobre el pomo de bronce. Del otro lado, escuchó la voz melosa de la enfermera nueva —Dana, la que Potter había contratado— y el corazón le latió con fuerza de snitch atrapada.

Click. La puerta cedió un centímetro. A través de la rendija, vio a Scorpius sentado en la cama, las piernas delgadas colgando sobre el vacío como ramitas quebradizas. La enfermera le abrochaba el pijama de seda que Pansy le había regalado, aquel verde esmeralda que hacía resaltar la palidez lunar de su piel.

—vamos, amiguito —canturreaba Dana mientras le subía la cremallera hasta el cuello— ¡Qué niño más hermoso! No sabía que el señor Potter tenía un hijo.

Draco contuvo el aire. En las venas, una mezcla de hielo y lava. Eres un Malfoy, susurró la voz de Lucius en su memoria. Los Malfoy no mendigan cariño ajeno.

Scorpius alzó la barbilla con esa mezcla de timidez y orgullo que Draco reconocía como herencia pura.

—No soy hijo de Harry —dijo, jugueteando con el borde de la manta donde Blaise había bordado runas de protección— ¿De verdad nos parecemos?.

La risa de Dana resonó como campanitas de cristal.

—¡Para nada! Tienes los ojos de tormenta de tu padre —Señaló la puerta donde Draco se escondía sin saberlo— Pero el señor Potter... la forma en que te mira, en que le quema el alma si no estás bien...

Hizo una pausa teatral abriendo las cortinas para que entrara un haz de sol pálido.

—Hasta pidió trasladarlos a esta suite. ¿Sabías que tiene vista al jardín de los thestrales?.

Scorpius se inclinó hacia adelante, haciendo crujir el colchón.

—Harry prometió enseñarme a volar ahí cuando salga— Sus dedos dibujaban círculos en el aire, trazando piruetas imaginarias— Dice que los thestrales le enseñaron a entender el viento.

Draco apretó los dientes hasta doler. Recordó la madrugada anterior: Harry durmiendo en el sofá de cuero, los papeles del tratamiento esparcidos sobre su pecho, una mancha de tinta en la mejilla izquierda. Él mismo había cubierto a Potter con la capa de viaje, los dedos rebeldes deteniéndose un segundo de más en su hombro.

—¿Crees que podríamos ser familia?. La pregunta de Scorpius lo sacó de su ensoñación. El niño tenía la snitch de oro de Harry entre las manos, girándola lentamente— Harry, papá y yo. Como los Weasley de los que me contó, pero... más silenciosos.

Dana dejó caer un frasco de poción en la bandeja metálica. El clink sonó a sentencia.

—Cielo, ustedes tres ya son familia.— Le arregló el cuello de la pijama con dedos expertos— Familias no son solo los que comparten sangre. Son los que eligen quedarse cuando el mundo se desmorona.

El pasillo giró. Draco se apoyó contra la pared fría, la cicatriz de la Marca Tenebrosa ardiendo bajo la manga. A sus pies, una libélula de papel —la que Theo había hecho volar para entretener a Scorpius— yacía aplastada por alguna bota apurada.

Elige, susurró la voz de su madre en algún recoveco de su mente. Elige diferente a nosotros.

Cuando entró, Dana ya había salido. Scorpius jugaba con un dragón de hielo mecánico que Harry había encargado a los gemelos Weasley, el regalo emitía copos de nieve reales cuando se apretaba su corazón de cristal.

—¿Lo oíste todo?

El niño no alzó la vista, concentrado en hacer que el dragón escupiera un arcoíris de escarcha sobre la cama.

Draco asintió. Se dejó caer en la silla que olía a café frío y a la colonia de Harry —madera quemada y algo indómito, como un bosque después de la lluvia—.

—¿Estás enojado?

Scorpius por fin lo miró, y en esos ojos grises Draco vio el reflejo de todas las noches en vela, de las promesas rotas, de los "ya pasará" susurrados en la oscuridad.

Tomó la mano de su hijo —tan pequeña, tan frágil entre las suyas— y notó algo nuevo: en la muñeca, una pulsera tejida con hilos dorados y plateados. Harry debía habérsela hecho durante alguna de las largas tardes de espera.

—Tú... —Tragó saliva, buscando palabras que no fueran dagas. —¿Realmente quieres que Potter... que Harry sea parte de...?.

—De esto —Scorpius señaló el espacio entre ellos, el cuarto bañado en medicinas y juguetes de magos bienintencionados.— Ya lo es, ¿no? Te trae té de menta cuando piensa que no miras. Hace que los sanadores me traten como persona, no como...

Se tocó el brazo enfermo, donde el tumor dormitaba bajo piel violácea.

Draco cerró los ojos. La imagen se impuso: Harry de pie frente al Medimaggo Jefe, los puños apoyados en el escritorio, exigiendo que usaran analgésicos más fuertes. "No es un número en su maldito estudio. Es Scorpius Hyperion Malfoy".

El sonido de pasos apresurados lo hizo volver a la realidad. Harry entró cargando tres tazas humeantes en una bandeja precaria, el cabello más desordenado que nunca, una mancha de lo que parecía sopa de pollo en la solapa.

—Té de ortigas para el valiente —anunció depositando una taza con dragones tallados frente a Scorpius— Y café negro para el capitán del equipo.

La segunda taza —de porcelana fina con el escudo de los Malfoy— aterrizó frente a Draco.

—¿Y la tuya? —Scorpius señaló la tercera taza, simple y blanca.

Harry sonrió mientras se sentaba en el borde de la cama, su peso haciendo crujir los resortes.

—Agua de pantano con sabor a desesperación. Specialité de la maison. —Bebió un trago exagerando una mueca de asco que hizo reír al niño.

Draco observó cómo el té en su taza formaba remolinos perfectos. Recordó la noche anterior: despertar sobresaltado a las 3:17 AM, encontrar a Harry en el pequeño anexo de la habitación, traduciendo al francés antiguo algún grimorio de hierbas medicinales. "La valeriana está adulterada", había gruñido Potter sin levantar la vista. "Necesitamos otra fuente".

Ahora, viéndolo hacer avioncitos de papel con las instrucciones del tratamiento, Draco sentía algo romperse y reconstruirse a cada segundo en su pecho.

—Potter —La palabra salió antes de que pudiera detenerla— El papeleo de hoy...

Harry alzó una mano sin mirarlo, concentrado en doblar el ala derecha del avión.

—Firmado, sellado y enviado con un house-elf sobrecaffeinado. Wilkins ya no molestará con sus 'protocolos experimentales' —Hizo volar el avión hacia Scorpius, que lo atrapó con su mano sana— Aterrizaje perfecto, capitán.

Scorpius rio, pero la risa se quebró en tos. Draco se irguió instintivamente, pero fue Harry quien llegó primero: una mano en la espalda del niño, otra sosteniendo el vaso de agua con pajita, el hechizo de alivio susurrado antes de que Draco pudiera parpadear.

—Gracias, murmuró Draco cuando la crisis pasó. Las palabras sabían a limón y miel —dulces y ácidas

Harry lo miró entonces, realmente lo miró, y en esos ojos verdes Draco vio el reflejo de todas las veces que habían estado aquí: noches de fiebre, madrugadas de resultados inciertos, tardes de risas fingidas para Scorpius.

—Para eso estoy —dijo Harry simplemente. Y en esa simplicidad había un universo.

.

El aire en San Mungo's tenía la textura del vidrio a punto de quebrarse. Draco ajustó el broche de esmeraldas en la capa de Scorpius —el último adorno que no había vendido— mientras el Medimaggo Jefe hablaba. Las palabras caían como cuchillas: "humedad estructural... esporas de hongos en las paredes... recaída del 70% si vuelven...".

Scorpius jugueteaba con el botón de snitch en su suéter muggle, regalo de Theo. Cada vez que tosía, Draco contaba las grietas en el mármol del piso.

—Hay una clínica en las Islas Canarias —murmuró Draco, los dedos buscando en vano el reloj de bolsillo que había empeñado hacía meses.

Harry apareció como una tormenta controlada, el uniforme de los Wanderers todavía manchado de lodo de entrenamiento. Traía olor a lluvia reciente y a la manzanilla que usaba en el té de Scorpius.

—Se quedan en Potter Manor —declaró, dejando caer un maletín lleno de diagramas arquitectónicos sobre la cama. Draco reconoció el sello de Gringotts en los planos de renovación.

—Tu caridad apesta, Potter —escupió Draco, aunque sin convicción. En la cama, Scorpius intentaba disimular cómo se aferraba al edredón de runas de Blaise.

Harry avanzó hasta quedar a un palmo de distancia. Draco notó por primera vez las pecas doradas bajo sus ojos, las arrugas prematuras que dibujaban mapas de noches en vela.

—Esto no es caridad —la voz de Harry vibraba como cuerda de arpa tensa—. Es la deuda que tengo desde aquella vez que me cubriste frente a los dementores en el Expreso de Hogwarts.

Scorpius tosió, un sonido húmedo que hizo que ambos se estremecieran. Cuando Draco volvió a mirar, Harry estaba arrodillado junto al niño, sus manos grandes y callosas ajustando la bufanda de lana que Pansy había tejido.

—En mi mansión hay —Harry contó con los dedos manchados de tinta de escribir cartas a curanderos noruegos—: 1. Un ala este con control climático mágico. 2. Una biblioteca con primera edición de Hierbas que Curan. 3. —hizo una pausa dramática— Un hipogrifo mecánico tamaño real en el jardín.

Scorpius iluminó la habitación con una sonrisa que Draco no había visto desde antes del diagnóstico. Harry le guiñó un ojo antes de volverse, transformándose en capitán de Quidditch negociando jugada final.

—Tú ocuparás la suite de invitados. Scorpius tendrá la torre sur con ventanales anti-escarcha. Yo —señaló un garabato en los planos— dormiré en las caballerizas si hace falta.

Draco quiso reír. Quiso vomitar. En su mente, Lucius escupía: "Los Malfoy no aceptan limosnas". Pero al otro lado de la habitación, Scorpius susurraba al dragón de peluche que Harry le había regalado: "¿Crees que tendremos ventanas hacia el lago helado?".

—Tres condiciones —Draco alzó dedos que no temblaron, milagrosamente—: 1. Pagaré renta mensual. 2. Ningún elfo domestico me vestirá. 3. —miró la foto de Scorpius en el tablero médico, riendo con Harry en el partido— No cambies los tapices de las paredes.

Harry esbozó una sonrisa que hizo recordar a Draco por qué había sido el buscador más joven en un siglo. Sacó del bolsillo un tapiz miniaturizado: los muros de Malfoy Manor en su esplendor, preservados bajo cristal encantado.

—Los colgaremos en tu estudio —prometió, y Draco supo que Potter había preparado esto desde la primera noche en San Mungo's.

El traslador los depositó en un vestíbulo donde el invierno moría en los bordes. Draco contuvo el aliento: Potter Manor respiraba con pulmones de roble antiguo, sus paredes color miel albergando retratos de ancestros de ojos amables. Un aroma a manzanas asadas y pino los envolvió.

—El ala este, señor Malfoy —un elfo doméstico con orejas cubiertas de guantes de lana hizo reverencia—. Hemos preparado baño de sal termal y biblioteca con edición anotada de Pócimas Lunares.

Scorpius corrió tras el hipogrifo mecánico que surcaba los pasillos, su risa haciendo vibrar los candelabros. Draco notó las alfombras gruesas que absorberían caídas, los bordes redondeados de las mesas, las ventanas que se opacaban automáticamente ante cualquier ráfaga de viento frío.

—La suite de invitados tiene entrada independiente —Harry señaló una escalera de caracol con barandilla tallada en dragones—. Y un atajo secreto hacia los baños turcos que ni siquiera yo he explorado.

Draco tocó un retrato de Eupraxia Mole, la famosa arquitecta mágica. Al rozarlo, la pintura susurró: "La habitación del niño tiene control térmico vocal. Dile 'cálido como la guarida de un fénix' y verás".

—Potter... —comenzó Draco, pero Harry ya estaba subiendo las escaleras tras Scorpius, explicando cómo el tragaluz del ático proyectaba constelaciones según el estado de ánimo.

En la biblioteca que sería su estudio, Draco encontró sus libros de pociones ordenados al estilo Malfoy, junto a los diarios de Quidditch de Harry. Sobre el escritorio de ébano, un saquito de galeones (su "renta") llevaba una nota: "Para cuando dejes de ser terco. H.".

Esa noche, mientras Scorpius dormía abrazado a un thestral de peluche que emitía canciones de cuna noruegas, Draco encontró a Harry en la galería oeste. El ex auror estaba desarmando una armadura para hacer soporte de varitas, las mangas remangadas mostrando cicatrices que Draco decidió no preguntar.

—El cuarto de Scorpius —Draco apoyó la espalda en un tapiz de los cuatro fundadores— tiene ventanas hacia el jardín de invierno, no al lago.

Harry sonrió sin levantar la vista del engranaje que limpiaba con aceite de dragón. —Sabía que notarías el cambio. Quería que tuviera sol matinal en las terapias.

El reloj de péndulo marcó diez campanadas. En algún lugar de la mansión, el hipogrifo mecánico cantó una nana. Draco observó cómo la luz de la luna dibujaba puentes entre sus sombras proyectadas en el suelo de mármol.

—No pienso agradecértelo —advirtió Draco, aunque sus dedos rozaban el borde del tapiz portátil de su hogar.

—No lo espero —Harry se puso de pie, dejando sobre la mesa un destornillador que brillaba con runas de seguridad—. Solo espero que mañana a las siete te quejes del café como de costumbre.

Cuando Draco entró a su suite, encontró la tetera favorita de su madre sobre la chimenea, humeando con earl grey exactamente como le gustaba. Afuera, la nieve comenzaba a cubrir el mundo, pero en Potter Manor, por primera vez en años, Draco Malfoy no tenía frío.

.

El amanecer en Potter Manor tenía un siseo particular: el crujir de la nieve derritiéndose contra los vitrales encantados, el murmullo de las escaleras que se allanaban ante los pasos de Scorpius, el aroma a canela y tocino que subía desde las cocinas como una caricia. Draco se detuvo en el rellano de la escalera principal, observando cómo su hijo corría hacia el comedor con pasos que ya no tambaleaban.

—¡Papá, ven! ¡Hay un río de chocolate! —gritó Scorpius desde abajo, su voz eco de una vitalidad que Draco temía olvidada.

El comedor era un campo de batalla de abundancia: montañas de panecillos danzando en bandejas flotantes, jugo de granada burbujeante en copas de cristal tallado, tortitas que cambiaban de sabor según el deseo de quien las miraba. Y en el centro, la fuente de chocolate fundido que había hecho llorar a Scorpius de emoción, con hipogrifos de caramelo volando en círculos sobre su superficie.

Harry apareció por la puerta de servicio, dos platos humeantes flotando tras él como fieles snitches. Llevaba un delantal muggle con el lema "El desayuno es la copa más importante" y un gesto de satisfacción que a Draco le provocó comezón.

—¿Pretendes alimentarnos como a dragones hibernando? —gruñó Draco, aunque su estómago traicionero rugió al ver los huevos Benedictinos con salsa de azafrán, el plato favorito de su infancia.

Harry ladeó la cabeza, apartando con un gesto el humo que escapaba de una jarra de té de ortigas. —Solo seguí el protocolo Potter para visitas ilustres: tres carbohidratos por invitado, dos proteínas nobles, y... —hizo aparecer un ramo de menta glaciar sobre la mesa— "una hierba medicinal para contrarrestar los excesos".

Scorpius ya tenía la boca manchada de chocolate, construyendo un castillo de frutas sobre su plato. —¡Harry dice que el castillo de Hogwarts aparece si mezclo kiwi con mango!

Draco se desplomó en la silla tallada con runas de apetito perpetuo, notando cómo el respaldo se adaptaba a su postura. —Esto es obsceno, Potter. Cuando Scorpius esté curado, te pagaré cada...

—Galeón, sí, lo sé. —Harry dejó caer un sobre sellado con el escudo Malfoy frente a él—. Aquí tienes la factura provisional: incluye cargos por oxígeno consumido y segundos de mi tiempo que has robado con tus quejas.

Draco abrió el sobre. Dentro, un dibujo de Scorpius montando el hipogrifo mecánico, firmado "Primer pago recibido - H.J.P.". Alzó la vista justo a tiempo para ver a Harry deslizar un anillo de oro macizo sobre la mesa. El sello de los Potter brillaba con la misma intensidad que la cicatriz de su dueño.

—Para ajustar la humedad de la biblioteca —mintió Harry, sirviendo té en la taza de Draco sin preguntar—. Y ahuyentar a los elfos si te molestan sus canciones de Navidad.

Scorpius alzó su muñeca izquierda, donde un brazalete de platino emitía suaves pulsos azules. —¡El mío hace que mi dormitorio huela a bosque después de lluvia! ¿Ves, papá? —Apretó un zafiro tallado y el aroma a pino fresco inundó la habitación—. Y si giro esto... —La lámpara sobre la mesa parpadeó en código morse: S-O-S.

—Potter... —Draco apretó los dientes, notando cómo el anillo resplandecía al acercarse a su mano—. No soy un consorte que necesite tus joyas para...

—Es temporal. —Harry le lanzó una galleta con forma de snitch que Draco atrapó por reflejo—. Hasta que aceptes que no estás solo en esto.

El golpe de la puerta del horno en la cocina marcó un compás de silencio. Scorpius mordisqueaba una tira de tocino con expresión de sabueso descubriendo una pista. —¿El anillo puede hacer llover dentro de la casa? Harry dijo que...

—¡Scorpius Hyperion! —Draco se puso de pie tan rápido que el mantel dorado se deslizó, volcando mermelada de higo sobre el delantal de Harry—. Los Malfoy no aceptamos...

—¡Los Malfoy tampoco dejan morir a sus hijos por orgullo! —Harry no se limpió la mancha, dejando que el dulce aroma a higos fermentados se mezclara con la tensión—. Ese anillo controla las 12 chimeneas floo, los escudos antimaldiciones, y tiene acceso directo a la bóveda de heliofrío donde guardo las pócimas de Scorpius. —Señaló el dibujo de la factura falsa—. ¿Prefieres que se echen a perder porque no puedes abrir la cerradura runica?

Scorpius dejó caer su cuchara. El sonido del metal contra la porcelana fue un disparo.

—¿Mi... mis medicinas están aquí? —preguntó con voz de quien descubre que las hadas existen.

Draco sintió cómo cada argumento se desvanecía. Las manos le temblaron al tomar el anillo que ahora ardía como carbón vivo. En el metal, grabado casi invisible, leyó: Familiae supra omnia —La familia por encima de todo.

—Una hora —masculló, deslizando el anillo en su dedo índice con la ceremonia de quien firma una rendición—. Lo usaré una hora al día para verificar la temperatura y las pociones.

Harry esbozó una sonrisa que iluminó más que todas las lámparas del comedor. Con un chasquido de dedos, hizo aparecer sobre la mesa un modelo en miniatura de Potter Manor. —Gira el sello hacia la izquierda para activar los escudos. Hacia la derecha...

—¡Para invocar baños de burbujas en los pasillos! —interrumpió Scorpius, girando el zafiro de su brazalete. De las paredes brotaron pompas de jabón con aroma a vainilla.

Draco miró el anillo que ahora pulsaba al ritmo de su corazón. Cuando Harry sirvió más té —esta vez con un toque de whisky añejo que solo ellos dos notaron—, no protestó. Ni cuando el retrato de James Potter en la pared le guiñó un ojo. Ni cuando su pie rozó el de Harry bajo la mesa, en un accidente que duró tres latidos de más.

El desayuno terminó con Scorpius dormitando sobre un montón de cojines mágicos, el brazalete proyectando auroras boreales en el techo. Draco giró el anillo hacia la izquierda, y al sentir los escudos activarse como un abrazo de lobo marino, entendió la verdadera magia: no era la mansión lo que respondía al metal, sino el corazón de Harry lo que latía en cada rincón, esperando a ser llamado.

El sol de las 4:37 PM se colaba por los vitrales del dormitorio de Scorpius, tiñendo de dorado triste los mechones blancos que caían sobre la almohada de seda. Draco se detuvo en el umbral, el puño aferrado al marco de la puerta como si fuera el borde de un precipicio.

Scorpius estaba sentado frente al espejo victoriano que Harry había traído de Grimmauld Place, peinando su cabello con el cepillo de carey que perteneció a Narcisa. Cada pasada del peine dejaba un rastro plateado en las cerdas, mechones que flotaban en el aire como hilos de telaraña bajo la luz oblicua.

—Parecen luciérnagas muertas"

Musitó el niño, atrapando un mechón entre sus dedos delgados. En el reflejo del espejo, Draco vio cómo las lágrimas resbalaban por las pecas de su hijo sin hacer ruido.

La alfombra crujió bajo sus pasos. Draco se arrodilló hasta quedar a la altura del taburete, notando cómo Scorpius apretaba el cepillo con fuerza de ahogado. Tomó su muñeca con la delicadeza que usaba al mezclar venenos de luna llena.

—Deja que... —comenzó, pero las palabras se ahogaron al ver un mechón completo desprenderse con sólo rozarlo.

Scorpius giró lentamente. En sus ojos grises, Draco vio el mismo pánico de la noche en que Lucius le mostró los primeros instrumentos de tortura.

—¿Soy feo ahora, papá?.

El golpe fue físico. Draco tragó sangre imaginaria, sabiendo que cada sílaba debía tallarse en piedra para no quebrarse.

—Eres mi libélula de luz— susurró, quitándole el cepillo con dedos que no temblaron (milagrosamente)— Y las libélulas....

Harry apareció en la puerta con un crujido de tablas bajo sus botas de cuero. Traía el olor a hierbas frescas de los jardines interiores y las manos manchadas de tierra de trasplantar mandrágoras.

—...vuelan mejor sin peso muerto— terminó Harry, completando la frase que Draco no pudo. Depositó en la mesa de noche un estuche de plata con tijeras de sigilo que brillaban con runas de consuelo.

Scorpius miró las herramientas con el mismo valor tembloroso que Draco había visto en Potter durante los juicios post-guerra.

—¿Puedes... hacerlo como los guerreros antiguos? — pidió, señalando el fresco del techo donde Godric Gryffindor cortaba su melena antes de la batalla.

Draco asintió. Harry deslizó un cojín de terciopelo negro al suelo, y Scorpius se arrodilló como un paje recibiendo honor. El ritual comenzó con el sonido de las tijeras (un clic-clack que Draco sentiría en sueños durante décadas).

Cada mechón caía como un juramento roto. Harry los atrapaba con hebras de luz dorada, tejiéndolos en una corona invisible que sólo ellos podían ver. Cuando la nuca pálida de Scorpius quedó al descubierto, marcada por la sombra violácea del tumor, Draco ahogó un gemido en el pañuelo de Harry (olor a bosque y rabia impotente).

—Valiente como un león— susurró Harry al oído de Scorpius, sellando el elogio con una lágrima que cayó sobre la cicatriz del niño.

Scorpius tocó su cabeza rapada, los dedos temblando al recorrer el mapa de su dolor.

—¿Y si... si no vuelve a crecer?.

Draco lo envolvió en sus brazos, hundiendo la nariz en ese cuello que aún olía a loción de bebé y pócimas amargas.

—Entonces brillarás como la luna sobre el lago Negro— prometió con voz de juramento ancestral— Y todos envidiarán tu valor.

Harry colocó sobre la almohada un gorro de seda tejido con hilos de unicornio. "Para las noches frías", dijo, pero Draco supo que era para esconder las almohadas húmedas que vendrían después.

El aire en el corredor se espesó con el aroma a jazmines marchitos que trepaban por las paredes de Potter Manor. Draco se desplomó contra la puerta cerrada de Scorpius, sus uñas arañando la madera tallada como si pudieran llegar hasta donde su hijo dormía. Harry lo sostuvo por la cintura, pero esta vez Draco se retorció con la fuerza de un hombre que prefería desangrarse en el suelo antes que aceptar consuelo.

—¡Tú no estabas ahí! —rugió, los ojos inyectados en sangre reflejando una escena que Harry no conocía—. Cuando nació... cuando lo sostuve por primera vez en esa habitación fría de St Mungo... —Un sollozo le quebró el pecho, dejando al descubierto la herida más antigua—. Estaba solo. Astoria muriéndose, el bebé llorando con mi veneno en las venas... —Golpeó el emblema tenebroso hasta que la piel se enrojeció—. ¡Y ahora esto! ¿Crees que es coincidencia, Potter? ¡Es la misma maldición que mató a su madre, drenándose en él gota a gota!

Harry lo inmovilizó contra la pared, usando su peso como ancla. —¡Yo hubiera estado ahí! —gritó, sacudiéndolo hasta que los dientes de Draco castañetearon—. Si me hubieras llamado, si hubieras dicho una maldita palabra...

—¿Para qué? —Draco escupió la amargura acumulada en años de silencio—. ¿Para que vieras al fruto de un árbol podrido? —Sus dedos se enroscaron en el collar de Harry, arrastrándolo hasta que sus frentes chocaron—. ¡Míralo! Cada quimio es un aviso, Potter. Cada mechón que cae... —La voz se quebró en un gemido animal—. Es él pagando por los pecados que yo sembré en su sangre.

En un arranque de desesperación, Draco hundió los dientes en su propio antebrazo marcado. Harry reaccionó demasiado tarde —la sangre brotó entre los labios de Draco, mezclándose con lágrimas y baba.

—¡Detente! —Harry le forzó la boca abierta con ambas manos, tragándose los gruñidos de Draco—. ¿Crees que lastimándote lo salvarás? —Le aplastó la herida contra su propio pecho, manchando la cicatriz del relámpago con sangre Malfoy—. Si el dolor sirviera de algo, yo habría muerto ahogado en el mío hace años.

Draco jadeó contra su cuello, los labios pintando de rojo la piel de Harry. —Quiero... quiero que me lo quite —susurró, niño roto tras la máscara del héroe caído—. Córtame esta carne maldita. Quémala. Envía las cenizas al abismo donde pertenecen.

Harry lo arrastró hasta el baño de mármol negro. Bajo la luz fantasma de las velas flotantes, lavó la herida con manos de cirujano de batalla. Cada gota de agua que corría roja por el desagüe era un latigazo.

—El día que Scorpius nació —Harry vendó el antebrazo con tiras de su propia camisa— yo estaba en esta misma mansión, rompiendo retratos de mis padres. —Apretó la venda hasta hacerlo gruñir—. Borracho de licor de fuego y lástima, preguntándome por qué sobreviví si nadie me necesitaba.

Draco intentó apartarse, pero Harry lo sostuvo por la nuca como a un felino herido. —Si hubiera sabido... si me hubieras permitido... —Por primera vez, la voz de Potter se quebró—. Habría cargado contigo esa noche. Habría sido el primero en sostenerlo.

La confesión cayó como una losa. Draco miró su reflejo en el espejo empañado —dos hombres arrodillados entre sangre y agua, fantasmas de guerras distintas unidos por el peso de un niño frágil.

—Cuando lo sostuve —murmuró Draco, dejando que Harry le limpiara la sangre seca bajo las uñas— temblaba tanto que las enfermeras me lo quisieron quitar. Creí que mi miedo lo envenenaría. —Una risa amarga—. Y mira... al final lo hice igual.

Harry le tomó el rostro con manos aún temblorosas. —Escúchame, Draco Lucius Malfoy. —Cada sílaba era un clavo en el ataúd de sus dudas—. Si el amor fuera veneno, Scorpius sería el ser más letal de este mundo. —Guio su mano hacia el pecho, donde el corazón de Harry latía al unísono con el suyo—. Y tú... tú eres el antídoto que mantiene ese veneno a raya.

En la bañera de ónice, el agua teñida de rojo dibujaba espirales hipnóticas. Draco permitió que Harry lo desnudara, que lo sumergiera en agua caliente perfumada con las mismas hierbas que usaban para Scorpius. Cuando los dedos de Potter masajearon su cuero cabelludo, rompió por segunda vez.

—No sé cómo hacerlo —confesó contra las rodillas de Harry, mientras el agua le robaba lágrimas y temblores—. Cada sonrisa suya me recuerda que no merezco esto... que debería estar pudriéndome en Azkaban, no... no...

Harry inclinó su cabeza hasta que sus labios rozaron la cicatriz de la mordida. —Pues aprende —susurró con ferocidad de hombre que había cruzado líneas mortales por menos—. Aprende a merecerlo. Por él. Por ti. —Una lágrima cayó sobre la marca tenebrosa—. Y si no puedes... finge. Finge hasta que tu corazón crea que es verdad.

—¿Por qué? —La pregunta de Draco resonó como cristal roto en una catedral vacía—. Diez años, Potter. ¿Qué demonios encuentras en un fantasma que araña las paredes de su propia tumba?

—¿Crees que esto es sobre ti? —Su voz cargaba el peso de quién guarda Miles de secretos—. Desde que lo vi abrazar ese dragón de peluche que le regalé... —Se detuvo, los dedos rozando el hombro de Draco—. No puedo dejarlos ir. A ninguno de los dos.

—¡No soy tu proyecto de redención! —Las lágrimas tallaban caminos en el polvo de su rostro—. Ni tu mascota de guerra. ¿Qué soy, Potter? ¿Tu penitencia? ¿Tu...?

—No lo sé —confesó Harry, el aliento un vendaval de verdades a medias—. Cuando te vi llorar en el baño en sexto año, quise destruirte. Cuando sostuve a Scorpius temblando de fiebre, quise ser el suelo que detuviera tu caída. —Sus manos temblaron al enmarcar el rostro de Draco—. No tengo palabras, sólo esto...

Draco se desplomó hacia atras, su nuca encontrando el hueco entre clavícula y cicatriz.

—Voy a arruinarte —advirtió, los dedos aferrándose al brazo de Harry como si fuera el borde de un acantilado—. Como arruino todo lo que toco.

Harry lo sostuvo con la fuerza de quien carga el peso de dos vidas en cada brazo.

—Ya lo hiciste —murmuró mientras acariciaba con suavidad el cabello de Draco—. Ahora déjame disfrutar de las ruinas.

Chapter 6: Planes

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Cuando el dolor llega, es como si un dragón se despertara dentro de mi brazo. Respira fuego y muerde, pero yo cierro los ojos fuerte y cuento las estrellas que Harry pintó en mi techo. Una, dos, tres…. Papá dice que los dragones odian el frío, así que imagino que el hielo de la poción los congela. A veces funciona. Otras veces, el dragón gana, y lloro hasta quedarme dormido.

Papá siempre está ahí, con sus manos grandes que tiemblan un poco al sostener la medicina. Antes pensaba que los papás no lloraban, pero una noche vi brillar sus ojos como el lago bajo la luna. Harry le puso una manta en los hombros y le dijo: "Descansa, Draco. Yo lo vigilo". Papá se quedó dormido en el sillón, y Harry me contó cómo los thestrales aprenden a volar aunque nadie los vea.

Me pregunto por qué papá no tiene a alguien que le lleve mantas siempre. En el hospital, los otros niños tienen mamás que les leen cuentos y papás que hacen aviones de papel. Yo solo tengo a papá… y a Harry, que viene con mapas de estrellas y galletas con forma de snitch. Una vez le pregunté: "¿Eres tú el papá de alguien?". Él se rió, pero no contestó. Luego me dio un caracol mágico que canta canciones de cuna.

El osteo… osteosarcoma (odio esa palabra) hace que mi brazo se vea hinchado como el de un muñeco roto. Las enfermeras hablan bajito cuando creen que no escucho. "Agresivo… metastásico…". Papá les lanza miradas que podrían matar dementores. Yo solo quiero que el dragón se duerma.

Ayer fue un día bueno. Caminé hasta el jardín de los thestrales con Harry. Él me cargó cuando las piernas me flaquearon, y juntos les dimos manzanas a las criaturas invisibles. "Las ves cuando entiendes la pérdida", susurró Harry. Yo no sé qué he perdido, pero asentí igual. Papá nos vigilaba desde la ventana, con una taza de té que ya no humeaba.

En las noches malas, cuando el dolor me sacude, papá me lee el poema de las mandrágoras. "Eres la raíz que rompe el hielo", dice, y yo aprieto su mano aunque el dragón gruña. Harry se sienta en el suelo, tallando pájaros de madera que luego vuelan alrededor de mi cama. A veces pienso que somos como esos pájaros: papá con sus alas rotas, Harry enseñándole a volar de nuevo, y yo… yo solo quiero que nadie se caiga.

Hoy le hice una pregunta a papá: "¿Te asustas cuando duermo?". Él se quedó callado tanto tiempo que creí que no respondería. Luego me abrazó, y su voz sonó como nieve derritiéndose: "Tengo miedo de no ser suficiente".

No entiendo. Él es papá. Es suficiente. Es mi héroe de capa negra y ojos grises. Pero cuando Harry entra con más té, papá respira más profundo, como si alguien le hubiera quitado una cadena del cuello.

Harry siempre trae regalos. Ayer fueron túnicas nuevas: una azul noche para papá, con constelaciones bordadas en el dobladillo, y otra verde esmeralda para mí, suave como las alas de los thestrales. Papá frunció el ceño al verlas, sus dedos rozando la tela como si fuera una araña venenosa.

—¿Otro gasto inútil, Potter? —dijo, pero ya se estaba quitando la túnica vieja, desgastada en los codos.

Harry sonrió. No la sonrisa que usa cuando ganamos al ajedez mágico, sino otra más pequeña, como si los regaños de papá fueran su juego favorito. —Es lana de augurey. Te mantendrá caliente en las vigilias —respondió, y sus ojos verdes brillaron cuando papá se puso la túnica nueva sin protestar más.

Yo me quedé mirando los hilos dorados en mi propia túnica. Harry sabe que el verde esmeralda es el color favorito de papá. Lo noté.

Hoy, papá hizo algo raro. Preparó el té de Harry sin que nadie se lo pidiera: negro como la tinta de los contratos antiguos, con dos gotas exactas de miel de abeja fénix. Lo dejó sobre la mesa del jardín, junto al libro que Harry está leyendo (Cómo Domesticar un Hipogrifo Interior, por Newt Scamander). No dijo "gracias", pero cuando Harry probó el té, papá se quedó mirando sus labos como si esperara un veredicto de vida o muerte.

—Perfecto, como siempre —dijo Harry, y papá se fue rápido, como si el elogio quemara.

Tía Pansy me contó un secreto cuando vinimos a Potter Manor: "Harry quiere a tu padre desde que eran más chicos que tú. Pero los Malfoy son como los gatos: les asusta el amor hasta que les das leche caliente". No entiendo lo de los gatos, pero sé que Harry mira a papá como yo miro las estrellas en mis noches sin dolor: como si fueran algo frágil que hay que proteger.

Decidí que haré que se besen.

El Plan (Versión 1.0):

Hacer que papá "olvide" su varita en la biblioteca.

Decirle a Harry que la necesita urgente para un hechizo mío.

Cuando ambos estén ahí, encerrarlos con el candado que solo yo sé abrir.

Esperar.

Funcionó… medio. Papá entró a la biblioteca gritando sobre responsabilidades, Harry corrió tras él con cara de preocupación, y cuando cerré la puerta con mi varita de juguete, escuché esto:

—¿Scorpius está bien? —preguntó Harry, sin aliento.

—Está tramando algo —gruñó papá. Luego un suspiro—. ¿Por qué insistes en comprarnos cosas?

—Porque te queda bien el azul.

Hubo un silencio. Después, el sonido de pasos acercándose a la puerta.

—Scorpius Hyperion Malfoy —dijo papá con su voz de estás en problemas—, abre ahora.

Tuve que obedecer. Pero cuando abrí la puerta, vi algo importante: la túnica de Harry estaba arrugada, y la de papá… bien planchada. Como si se hubieran abrazado fuerte antes de pelearse.

El Plan (Versión 2.0):

Enfermarme un poco (solo un poquito, para que papá me cargue).

Pedirle a Harry que lea Fábulas de Beedle el Bardo en voz alta.

Dormirme en el sofá entre los dos.

Dejar que "por accidente" sus manos se toquen al arroparme.

Funcionó mejor. Papá no soltó mi mano ni cuando empezó a roncar, y Harry le acomodó las cobijas sin despertarlo. Me asomé entre mis pestañas y vi cómo Harry le quitaba un mechón de pelo de la cara a papá. Su dedo se quedó ahí, en la mejilla de papá, más tiempo del debido.

Hoy, mientras dibujo en mi cuaderno secreto (el de portada de dragón), agregué una nueva página: "Razones por las que papá y Harry deben casarse".

Harry hace reír a papá (sin que él note).

Papá duerme más cuando Harry está en casa.

Harry sabe que el té de papá lleva miel, no azúcar.

Los dos me leen cuentos, pero papá pone voces de villano y Harry de héroe. Juntos son perfectos.

A veces, cuando el dolor me quita el aire, pienso en qué pasará si el dragón en mi brazo gana. Pero hoy, mientras veo a papá usar la túnica azul de Harry y servirle té sin mirarlo, sé que aunque yo desaparezca, ellos tendrán esto: un mapa de tazas vacías, túnicas compartidas y manos que casi se tocan.

Y tal vez, si el plan 3.0 funciona (envolverlos en la misma manta con un hechizo de pegamento), aprenderán a besarse sin mi ayuda.

Pero por ahora, me conformo con verlos así: papá regañando a Harry por gastar en lana de augurey, Harry sonriendo como si cada reproche fuera un "te quiero" disfrazado, y yo, escribiendo en mi cuaderno que algún día, cuando el dragón se duerma para siempre, estos dos serán un cuento que empezó con un niño que dobló estrellas de papel hasta unirlas.

Antes de que vinieran los dragones de hielo a mi brazo, la mansión Malfoy era como el cuarto donde papá guarda las copas de plata: frío, brillante y con eco. Papá caminaba por los pasillos como un fantasma con capa negra, y yo contaba los retratos de los abuelos que siempre fruncían el ceño. Pero ahora… ahora es diferente. Ahora tenemos un ejército.

La tía Pansy llegó primero. Trajo una caja llena de rock and roll (que es música muggle para sacudir las tripas) y me enseñó a bailar pisando los pies de los retratos. "Así aprendí a molestar a tu padre en Hogwarts", dijo, y papá puso los ojos en blanco, pero su boca hizo una línea curva pequeña. Esa es su sonrisa.

Luego vino el tío Theo, que huele a pergamino viejo y caramelos de menta. Me regaló un libro llamado Matilda, donde una niña mueve cosas con la mente. "Como magia, pero más secreta", me susurró. Papá dijo que era "literatura subversiva", pero ayer lo vi leyéndolo en la bañera.

El tío Blaise es mi favorito para los regalos. La semana pasada me trajo un espejo que muestra cómo serías de mayor. Cuando me miré, vi a papá con gafas y a Harry detrás de mí, ¡con barba! Se lo mostré a papá y tosió tan fuerte que se le cayó la taza de té.

Son los amigos de mamá, aunque ella se fue al cielo cuando yo nací. A veces, cuando el dolor me deja pensar, imagino que ella los envió como un ejército de estrellas para que papá no esté solo.

La tía Daphne no viene. Papá dice que "viaja mucho", pero yo sé la verdad. Una vez, cuando fui al baño en la mansión durante una de sus visitas, la escuché gritarle a papa: "Ese niño mató a mi hermana". Al principio lloré, pero luego pensé: si Daphne cree que soy un asesino, ¿para qué quiero su abrazo? Además, Lyra me enseñó a hacer aviones de papel que escupen fuego. ¿Qué sabe Daphne de eso?

Lyra y Lestrange son mis soldados favoritos. Lyra tiene 10 años y sabe más que papá sobre los hongos venenosos. Me muestra libros muggle con dibujos de cosas que vuelan sin varitas. "Se llaman aeroplanos", dice, y yo los dibujo en mi cuaderno junto a las escobas. Lestrange solo tiene 3 años, pero ya puede hacer que los peluches bailen. Ayer, su osito me dio un té imaginario y curó mi brazo por cinco minutos.

La ministra Granger… bueno, papá dice que debo decirle "Señora Ministra", pero a mí se me olvida. Es como una reina de los libros: tiene el pelo más esponjoso que un erizo y habla tan rápido como mi dragón cuando está enojado. La primera vez que vino, trajo un paquete de galletas "hechas con magia muggle". Papá las examinó con su varita como si fueran bombas, pero Harry se comió tres y dijo: "Son seguras, Draco. Como Hermione".

Me da un poco de miedo cuando me mira, porque sus ojos son como los de los retratos que juzgan a papá en sueños. Pero ayer me preguntó sobre mis dibujos y dijo: "El dragón de tu brazo no sabe con quién se metió". Ahora pienso que es como una leona disfrazada de ministra.

Papá no sabe que yo sé lo de Daphne. Creo que si lo supiera, haría esa cosa donde frunce las cejas y sus ojos brillan como plata fundida. Pero está bien. Tengo a tía Pansy, que me enseña a ponerle corbatas de colores a los retratos. Al tío Blaise, que me deja usar sus anillos para hacer huellas mágicas en las ventanas. Y al tío Theo, que dice que cuando me cure, iremos a una librería muggle a comprar cómics de superhéroes.

A veces, cuando papá piensa que no miro, se queda viendo a Harry servir el té o leerle a Lyra. Hace una mueca que no es de enojo, sino de… no sé. Como cuando comes algo muy dulce y te duele un poco, pero quieres más.

Y aunque el dragón en mi brazo sigue despierto, aunque a veces lloro hasta quedarme sin voz, sé algo importante: la mansión ya no tiene eco. Ahora suena a risas de tía Pansy, a los "¡Cuidado con ese hongo!" del tío Theo, y al "Scorpius Hyperion, baja de ahí" de papá cuando intento volar como los aeroplanos de Lyra.

En mis libros de Quidditch, Harry Potter vuela como un rayo. Tiene una cicatriz brillante y sonríe para las fotos con la Copa de Plata. Pero el Harry de verdad, el que vive aquí, es diferente. Cuando llega de sus partidos, se quita la capa de capitán como si fuera una piel pesada. Entonces ríe más. Sobre todo cuando papá le grita por cosas tontas, como traer "demasiadas galletas de jengibre" o "llenar la casa de retratos ridículos que cantan ópera".

Harry me lee cuentos todas las noches. No los aburridos de magos antiguos, sino los que inventa: "El hipogrifo que aprendió a tejer" o "La snitch que quería ser estrella". A veces, cuando papá piensa que no miro, se queda en la puerta escuchando. Sus ojos grises se hacen suaves, como el terciopelo de las cortinas nuevas.

Lo mejor es cuando Harry cura a papá sin varitas. Ayer, papá estaba haciendo esa cara (la que pone cuando le duele el corazón pero no quiere llorar). Harry le dio una taza de té sin decir nada. Luego le arregló el cuello de la túnica, y aunque papá gruñó "No soy un niño, Potter", se quedó quieto. Como los gatos cuando les rascas el lugar secreto detrás de las orejas.

Quiero que se casen. No como en los cuentos de príncipes, sino como los superhéroes muggle de Lyra: equipo contra los villanos. Si Harry se queda para siempre, papá tal vez deje de mirar el reloj cada vez que me duele el brazo. Y quizás, solo quizás, olvide que odio el calabacín.

Hoy se lo pedí a tía Pansy: "¿Puedo regalarles una boda de cumpleaños?". Ella se rió y me dio un caramelo que hace burbujas por la nariz. "Tú sigue juntándolos, pequeño Slytherin. Algún día cederán".

Mientras dibujo mi plan final (usar el hechizo pegajoso en sus tazas de té para que tengan que tomar juntos), pienso en por qué Harry elige esto: noches de medicina en vez de ovaciones, papá gruñón en vez de fans. Creo que es porque aquí, cuando papá le regaña por usar calcetines de colores, Harry sonríe como si le hubieran dado una Copa de Oro.

Y papá… papá hace cosas raras ahora. Guarda las cartas que Harry le escribe (las veo bajo su almohada). Aprende a hacer el té exacto de Harry (dos gotas de miel, no una). Y anoche, cuando creyó que dormía, le oí decirle a mi dragón de peluche: "Si algo me pasa, cuida de Potter. Él… él los cuidará a ambos".

No entiendo todo, pero sé esto: Harry es el antídoto para el invierno de papá. Y yo seré el puente, aunque tenga que comerme todo el calabacín del mundo.

Mi cumpleaños número diez está a siete días, tres horas y… ¡uh, el reloj de Harry se traga los segundos! Antes, papá y yo celebrábamos con un pastel de chocolate del tamaño de mi mano y una vela que nunca apagábamos del todo. "Para que el deseo dure todo el año", decía papá. Pero ahora somos un ejército. El tío Blaise dijo que necesitaré un pastel "más grande que un hipogrifo", aunque papá frunció el ceño como si eso fuera un crimen.

Esta mañana, papá está en la cocina haciendo panqueques con forma de snitches. Harry lo mira desde la mesa del comedor, donde tiene desplegado un libro de jugadas de Quidditch. La cocina huele a canela y a la colonia de papá (limón y algo triste).

—Si agregas polvo de cuerno de unicornio, quedan más esponjosos —dice Harry sin levantar la vista del libro.
—¿Quieres enseñarme a cocinar ahora, Potter? —gruñe papá, pero le tiembla la sonrisa.

Me siento junto a Harry, que me muestra páginas llenas de flechas y círculos. "Esto es como dibujar un mapa del tesoro, pero para ganar partidos", explica. Sus dedos señalan una jugada llamada "El giro del fénix", donde el buscador se lanza en espiral. Imagino a papá y a Harry volando juntos, sus capas formando un remolino de plata y verde.

—Cuando cumplas años, te regalaré un libro como este —dice Harry, y sus ojos brillan como cuando hace una jugada arriesgada—. Firmado por los Wigtown Wanderers.

Me late el corazón más rápido. "¿En serio? ¿Aunque papá diga que es demasiado?".

Harry baja la voz. "Le diremos que es educativo. Estrategia matemática… o algo así".

Papá nos mira desde la estufa, la espátula levantada como varita. "¿Qué traman?".

—¡Nada! —digo rápido, pero mi sonrisa delata todo.

Harry cierra el libro y se inclina hacia mí. "Scorpius… ¿quieres una fiesta? Con globos, invitados, pastel gigante…".

Asiento tan fuerte que me duele el cuello. Papá deja caer la espátula con un clang.

—Una fiesta —repite, como si fuera una palabra en otro idioma.

Harry se levanta, acercándose a la estufa. "Tú cocinas lo que quieras, Draco. Yo me encargo del resto".

Papá revuelve la masa con más fuerza. "No necesitamos…".

—¡Quiero que vengan los thestrales del jardín! —interrumpo, agarrando el delantal de papá—. Y un pastel con forma de mapa del tesoro. ¡Y que tía Pansy toque su música muggle!

Papá mira la masa, luego a Harry, luego a mí. Sus ojos hacen eso raro: parpadean rápido, como si estuvieran leyendo un libro triste.

—Solo si el pastel no tiene azúcar glaseada —dice al fin, y sé que es su sí disfrazado.

Harry me guiña un ojo. "Azúcar glaseada invisible, entonces".

Mientras papá fríe los panqueques (quemando uno cada tres segundos), Harry y yo planeamos en secreto. Dibujamos invitaciones en forma de snitch, elegimos colores (verde esmeralda y dorado, por supuesto), y decidimos que Lyra será la capitana de los juegos.

—¿Crees que papá usará la túnica nueva de Harry para la fiesta? —pregunto, haciendo un corazón en la esquina del mapa del pastel.

Harry mira a papá, que ahora está maldiciendo en francés antiguo porque el humo de la sartén activó los aspersores mágicos. "Oh, sí —dice—. Y yo usaré la que él me regaló".

—¿Papá te regaló una túnica? —pregunto, pero Harry solo ríe y señala el dibujo.

—Aquí va el dragón de hielo —dice, dibujando una criatura de azúcar en el mapa—. Y aquí, escribiremos Feliz Cumpleaños en runas antiguas.

Miro a papá, que ahora intenta apagar el fuego de un panqueque con agua… que solo aviva las llamas. Harry corre a ayudarlo, dejando atrás el libro de jugadas. En la página abierta, veo una nota al margen: "DR + HP = estrategia ganadora".

No sé qué significa, pero la dibujo en mi mapa del pastel. Entre el dragón de azúcar y las runas, agrego nuestras iniciales: S.M. + D.M. + H.P. = Equipo Imparable.

Y aunque el dragón en mi brazo ruge hoy, aunque papá insista en que "las fiestas son ruidosas e innecesarias", sé que este será el mejor cumpleaños. Porque por primera vez, el mapa no solo lleva a un tesoro… lleva a casa.

Notes:

Un capitulo tranquilo para que no digan que solo les hago sufrir

Chapter 7: Feliz cumpleaños

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

La mañana en Potter Manor olía a globos de helio y azúcar quemada. Scorpius, de pie sobre una mesa del comedor, soplaba con todas sus fuerzas un globo dorado que Harry sujetaba con cuidado. Entre risitas, el globo cobraba vida, transformándose en una snitch miniatura que zumbó alrededor de sus cabezas antes de posarse en el gorro azul de Scorpius, cuyas orejitas de punto se agitaban como las de un duende travieso. El tejido, oscuro como el cielo antes del amanecer, brillaba con estrellas plateadas que Harry había cosido una noche de insomnio.

—¡Lo logramos, Harry! —Scorpius saltó, haciendo crujir los globos ya inflados bajo sus pies—. ¡Esta será la mejor fiesta de la historia!

Harry lo sostuvo antes de que cayera, ajustándole el gorro que se había torcido. Las orejitas quedaron ladeadas, dando a Scorpius el aire de un elfo juguetón.

—Cuidado, beautiful boy —rio Harry, limpiando una mota de pegamento mágico de la nariz de Scorpius—. Si rompes más globos, los elfos tendrán que sacar los de repuesto.

En las paredes, los elfos domésticos trabajaban en sincronía. Kreacher Jr., con un gorro de fiesta torcido, dirigía el despliegue: guirnaldas de libélulas plateadas que batían alas reales, manteles que cambiaban de color según el estado de ánimo de los comensales, y una pista de baile flotante sobre la que Pansy había insistido (“Para que hasta los trolls bailen twist”). Draco observaba desde la puerta, los brazos cruzados sobre una túnica que había elegido sin querer combinar con los colores de los Wanderers. Cada vez que Scorpius reía, las orejitas del gorro temblaban, recordándole el dia en que le cortó el cabello al niño, mechón a mechón.

—¿Realmente necesitamos cuarenta y dos globos en forma de snitch? —preguntó, esquivando uno que escapó hacia el techo—. Scorpius solo cumple diez años, Potter. No está coronando a un rey.

Harry lanzó otro globo al aire, que se infló solo al pasar por un arco mágico con forma de aro de Quidditch.

—Según el Manual de Fiestas Épicas de Fred y George Weasley, se requieren diez globos por año de vida —respondió solemne, aunque sus ojos traicionaban una chispa de diversión—. Y Scorpius merece épico.

Draco miró a su hijo, ahora intentando ponerle un sombrero de pirata a un elfo reticente. El tumor en el brazo izquierdo de Scorpius estaba cubierto por una manga bordada con runas curativas, pero Draco notó cómo el niño ajustaba discretamente el gorro al reír, como si aún sintiera pudor por la cabeza lampiña que escondía.

—Solo vendrán Blaise, Pansy, Theo y los niños —murmuró Draco, más para sí mismo—. No hay necesidad de… esto.

Harry bajó a Scorpius de la mesa antes de responder.

—En realidad… —se secó las manos en el delantal, evitando la mirada de Draco— Scorpius mencionó que quería invitar al equipo. Y no pude decirle que no.

El globo que Draco sostenía explotó en una lluvia de confeti dorado.

—¿El equipo? —repitió, sintiendo que el piso se inclinaba—. ¿Tus Wanderers? ¿Los mismos que me lanzaron una mirada de soslayo?

Harry se acercó, dejando una mano en el hombro de Draco. El contacto era breve, pero suficiente para que Draco notara el polvo de hadas en sus dedos.

—Son mis Wanderers —dijo en voz baja, firme—. Y bajo mi capitanía, respetarán esta casa. A ti. A él. —Su mirada se suavizó al ver a Scorpius reír con los elfos, las orejitas del gorro balanceándose—. Además, Hermione vendrá. Y Ron. Ginny. Luna…

Draco sintió un sudor frío en la nuca. Luna Lovegood. La última vez que la vio fue en los juicios, testificando a su favor con una serenidad que lo hizo sentirse más desnudo que las acusaciones.

—¿Sin previo aviso, Potter? —Draco apartó la mano de su hombro—. ¿Crees que estoy listo para una reunión de egos de Gryffindor?

Harry lo miró directamente, la cicatriz iluminada por un rayo de sol que se filtraba por el vitral del techo.

—Estarás listo —afirmó, como si pudiera decretar realidades—. Porque no es sobre ti. Es sobre él.

El timbre sonó a las once. Los primeros en llegar fueron Blaise y Theo, cargando una caja gigante que emitía sonidos de dragón. Lyra saltaba alrededor de ellos con un vestido de libélulas verdes, mientras Lestrange, ahora de cuatro años, intentaba morder una cinta del paquete.

—¡Abridlo lejos de los muebles! —advirtió Theo, dejando la caja en el jardín—. Es un huevo de Occamy falso. Escupe plumas cuando lo acaricias.

Pansy llegó detrás, con el pelo teñido de azul y un vestido que brillaba como escamas de sirena.

—Malfoy, pareces un árbol de Yule —se burló, colgándole un collar de luces parpadeantes—. Relájate. Hoy solo habrá… ¿cuántos invitados? ¿Cien? —Sus ojos se posaron en Scorpius, que corría hacia ellos—. Cielos, pequeño, ¡ese gorro es más lindo que un snitch bebé! ¿Las orejitas detectan mentiras?

Scorpius se tocó las protuberancias de punto, riendo.

—¡Harry dice que son para oír mejor los secretos de los dragones!

Draco estaba a punto de replicar cuando el sonido de escobas cortó el aire. Por el cielo descendieron los Wigtown Wanderers, sus capas escarlata ondeando como lenguas de fuego. Harry salió al jardín con Scorpius en brazos, señalando a cada jugador:

—¡Mira, Scorp! ¡Ahí está Gwenog Jones, la mejor golpeadora del siglo!

Scorpius agitó su brazo sano, ignorando las miradas curiosas hacia su manga gruesa. Pero Draco notó cómo algunos jugadores, especialmente Cormac McLaggen, fruncían el cejo al ver el gorro azul, como si despreciaran su ternura.

—No les des la mano —susurró Draco cuando Scorpius corrió a saludarlos—. Y no aceptes dulces sin revisar.

Harry lo tomó del codo, guiándolo hacia la puerta principal donde Hermione y Ron acababan de aparecer.

—Respira, Malfoy —murmuró Harry—. Hermione prometió ahogar a McLaggen en ponche si abre la boca.

Ginny llegó detrás de Ron, cargando un paquete con forma de escoba infantil. Al ver a Draco, hizo una reverencia exagerada.

—Malfoy. Veo que tu talento para organizar caos sigue intacto.

—Fue idea de Potter —replicó Draco, pero Ginny ya se había unido a Pansy para sabotear el pastel.

Luna Lovegood fue la última en llegar. Llevaba un vestido con estampado de Crumple-Horned Snorkacks y un collar de corchos.

—Hola, Draco —saludó, como si su última conversación hubiera sido ayer, no hacé una década—. Tu aura es menos… espinosa. ¿Usas loción de luna nueva? —Sus ojos se desviaron hacia Scorpius, que jugaba con las orejitas de su gorro—. Oh, ese tejido tiene hilo de estrella fugaz. Atrapa sueños, ¿sabes? Por eso no necesita cabello.

Draco abrió la boca, pero en ese momento, Scorpius tiró de su manga.

—¡Papá, mira! ¡Harry me dejó sostener la Copa de Plata!

En el jardín, Harry había colocado la auténtica Copa de los Wanderers sobre una mesa, permitiendo que Scorpius la levantara con ayuda de un hechizo de levitación. La multitud aplaudió, y por un instante, incluso McLaggen guardó silencio. Hasta que no pudo resistirse:

—¿Seguro que no es demasiado pesada para ti, chico? —gruñó, señalando el brazo vendado de Scorpius—. Dicen que los Malfoy se rompen fácil.

El jardín enmudeció. Scorpius se llevó instintivamente la mano al gorro, como si quisiera esconderse. Pero antes de que Draco pudiera actuar, Ginny lanzó un pastelazo a McLaggen con precisión de golpeadora.

—¡Eso es por ser más amargo que un té de Snape! —anunció, mientras Ron ahogaba una risa en su cerveza de mantequilla.

Cuando el sol comenzó a caer, Draco se refugió en la biblioteca. A través de las ventanas, veía a Scorpius corriendo entre los invitados, las orejitas del gorro bamboleándose al ritmo de su risa. En sus manos, la Copa de Plata relucía bajo las luces del atardecer.

—Sabía que te encontraría aquí.

Harry entró con dos copas de zumo de calabaza espumoso. Le ofreció una a Draco, apoyándose junto a él contra el marco de la ventana.

—No los odio tanto como pensaba —admitió Draco, observando a Ron enseñarle a Scorpius un truco con monedas. El gorro azul se había torcido, revelando un parche de piel pálida en la nuca del niño—. A Weasley, quizás.

Harry rio, su hombro rozando el de Draco.

—Scorpius les ganó a todos —dijo, señalando al niño que ahora posaba con el equipo para una foto. En la imagen, las orejitas del gorro parecían saludar—. Incluso a McLaggen. Mira cómo sostiene la Copa.

Draco siguió su mirada. Scorpius estaba sentado sobre los hombros de Gwenog Jones, luciendo una sonrisa que borraba sombras de hospitales y noches en vela.

—Gracias —murmuró Draco, tan bajo que las palabras casi se ahogaron en el sonido de la fiesta.

Harry no respondió. En vez de eso, deslizó un pequeño paquete en la mano de Draco. Dentro había una fotografía móvil: Draco, Harry y Scorpius, durmiendo enlazados en el sofá después de una noche de fiebre. Scorpius llevaba el gorro azul, y en la imagen, una de sus orejitas de punto se movía como si saludara.

—Equipo Imparable —susurró Harry, y esta vez, Draco no corrigió la sonrisa que le nacía.

Afuera, las diez velas de la torta brillaban como pequeñas snitches, iluminando el mapa de un tesoro que, por fin, Draco comenzaba a entender. Y en el centro de todo, un niño con orejitas de punto y estrellas en la cabeza reía, demostrando que hasta los dragones de hielo podían derretirse.

.

La música del radio muggle de Pansy vibró en el aire mientras Draco se apoyaba contra la pared del jardín, observando el mosaico de risas y colores que ya no le parecía ajeno, pero tampoco propio. Su mirada se detuvo en Sofia, la pareja de Blaise, que reía junto a un grupo de elfos domésticos. Algo en ella lo inquietó: su cabello pelirrojo despeinado, las pecas que salpicaban su nariz, la forma en que se mordía el labio al escuchar una broma… Es casi un retrato de Weasley con vestido, pensó Draco, notando cómo Blaise lanzaba miradas rápidas hacia donde Ron conversaba con Harry, sus carcajadas resonando como ecos familiares.

Sofia, sin embargo, no era ciega. Draco vio el momento exacto en que su sonrisa se tensó al seguir la dirección de las miradas de Blaise. Sus dedos se aferraron a la copa de hidromiel como si fuera un salvavidas, pero cuando Blaise volvió a girar la cabeza hacia Ron, ella apartó los ojos con una frialdad que Draco reconoció demasiado bien: era el mismo gesto que Astoria hacía cuando él mencionaba a Potter en los viejos tiempos.

No es mi problema, se repitió Draco, aunque sus dedos tamborilearon contra su propia copa. No era su lugar intervenir en los enredos de Blaise, ni en los secretos de nadie. No cuando su propio hijo, bajo el gorro azul con orejitas, corría hacia Ron con un pastelito en la mano.

—¡Ron, mira! ¡Tiene tu cara dibujada en azúcar! —Scorpius mostró una galleta que Ginny había hechizado para burlarse de su hermano. La cara de Ron en el dulce tenía la nariz ampliada y orejas de duende.

—¡Eso es alta traición, pequeño Halcon! —Ron rugió falso, persiguiendo a Scorpius alrededor de la mesa de postres mientras Ginny reía, lanzando otro hechizo para que las galletas cantaran “Weasley es nuestro Rey” en tono desafinado.

Hermione, sentada en un sofá flotante con Luna, observaba la escena con una sonrisa que Draco nunca le había visto en Hogwarts. La Ministra de Magia había dejado caer sus zapatos de tacón bajo la mesa, los pies descalzos balanceándose al ritmo de la música. Luna, por su parte, le mostraba a Pansy un colgante de corchos que supuestamente “alejaba a los gnomos mentirosos”.

—¿Y si los gnomos son honestos? —preguntó Pansy con falsa seriedad, haciendo girar el collar.

—Entonces el collar se convierte en una invitación a tomar té —respondió Luna, como si fuera la cosa más lógica del mundo.

Theo y Blaise se habían unido a Harry y Ron en un debate acalorado sobre las nuevas reglas de la Copa de Quidditch. Blaise gesticulaba con elegancia, pero Draco notó cómo sus ojos buscaban a Ron cada vez que este intervenía. Sofia, ahora hablando con Ginny cerca de la fuente de chocolate, fingía no notarlo.

Draco tomó un sorbo de vino, sintiendo el amargor en la lengua. No era ajeno a este sentimiento: la fiesta bullía de vida alrededor, pero él seguía siendo un espectador, un fantasma con copa. Hasta Lyra y Lestrange, arrastrando un dragón de peluche por el jardín, parecían más integrados que él.

—Malfoy.

La voz de Harry lo sacó de su encierro. Antes de que pudiera protestar, Harry le tomó la mano con una firmeza que no admitía resistencia.

—Vamos —dijo, sin dar opción a réplica—. Scorpius quiere que encendamos las velas juntos.

La mano de Harry estaba caliente, áspera por años de agarrar escobas y varitas, pero suave en la forma en que envolvió los dedos de Draco. Por un momento, Draco quiso soltarse, recordar que los Malfoy no mostraban debilidad, que no necesitaban ser guiados. Pero entonces vio a Scorpius junto al pastel, las orejitas de su gorro temblando de emoción, y permitió que Harry lo arrastrara de vuelta a la luz.

—¡Papá, tú debes encender la primera vela! —Scorpius le colocó una varita especial, tallada con runas de cumpleaños, en la mano.

Draco miró a Harry, quien asintió con una sonrisa que iluminó más que todas las velas juntas. Alzó la varita, y al pronunciar el encantamiento, diez snitches de fuego frío surgieron de la torta, trazando círculos dorados sobre las cabezas de los invitados.

La multitud aplaudió, pero Draco solo tuvo ojos para Scorpius, cuyas risas hicieron que las estrellas de su gorro brillaran como si llevaran magia propia. Harry, aún sosteniendo su mano en la oscuridad iluminada por el resplandor dorado, susurró:

—Nunca vuelvas a esconderte.

Y en ese momento, entre el caos de Pansy bailando sobre la mesa, Blaise evitando miradas, y Sofia riendo con una tristeza que solo Draco notó, Draco Malfoy entendió que el mapa del tesoro no estaba en el pastel, ni en las runas, ni en las snitches. Estaba aquí, en esta mano que no lo soltaba, en este niño que lo miraba como si fuera un héroe, y en esta extraña familia que había construido sin darse cuenta.

El aire en el jardín de Potter Manor se espesó de repente, como si las risas y la música hubieran chocado contra un muro invisible. Cormac McLaggen, tambaleándose con una botella de whisky de fuego en la mano, señaló a Draco con un dedo que amenazaba con perforar el espacio entre ellos.

—¿Y tú, Malfoy? —escupió, su voz arrastrando las palabras como un tren descarrilado—. ¿Sigues decorando tu mansión con retratos de Él? ¿O los escondiste junto a la dignidad que vendiste por monedas?

Draco se congeló, la copa de hidromiel en su mano tembló levemente. A su alrededor, la fiesta seguía su curso: Lyra y Lestrange perseguían al hipogrifo mecánico por los arbustos, Pansy reía con Luna mientras ajustaba el volumen del radio, y Theo intentaba convencer a Blaise de probar un pastelito enchufado con pimienta de dragón. Pero en el círculo cercano a McLaggen, el silencio cayó como una losa.

—Baja la voz, McLaggen —Ron advirtió, colocándose entre Draco y el jugador. Su tono era calmado, pero la mano que sostenía la cerveza de mantequilla se tensó—. Esto no es el lugar.

—¿El lugar? —Cormac rio, un sonido áspero y cargado de veneno—. ¡El lugar perfecto! Todos aquí fingiendo que el Mortífago Malfoy es un pobre héroe porque su retoño está podrido por dentro. —Señaló el pastel, donde las snitches de chocolate parecían burlarse—. ¿Cuánto tiempo hasta que el tumor se lo lleve, eh? ¿Un mes? ¿Dos? ¿Y luego qué, Potter? ¿Lo adoptarás como consuelo?

Harry apareció como una tormenta, su capa de capitán ondeando tras él. Pero fue Draco quien se movió primero, bloqueando su avance con un brazo extendido.

—No —susurró Draco, sin apartar la mirada de McLaggen—. Es mi batalla.

—¡Tu batalla! —Cormac escupió al suelo, el whisky salpicando sus botas—. No tienes batallas, Malfoy. Tienes lástima. Porque todos saben lo que hiciste. Lo que dejaste que pasara en esa mansión. —Se inclinó hacia delante, su aliento a alcohol quemando el espacio entre ellos—. ¿Cuántos murieron bajo tu techo? ¿Cuántos gritos ahogaste mientras besabas las botas de Él?

Ron agarró a Cormac por la túnica, sus nudillos blancos contra el escarlata de los Wanderers.

—Cállate. Ahora. —La voz de Ron era un rugido bajo, peligroso—. O te callo yo.

Pero Cormac, ebrio de furia y licor, siguió.

—¿Sabes lo que dicen de tu hijo, Malfoy? —susurró, con una sonrisa torcida—. Que el cáncer es castigo. Castigo por la sangre que Draco dejó correr.

El golpe fue rápido, seco, un estallido de nudillos contra hueso. Cormac cayó hacia atrás, tropezando con la mesa de postres. Tartas y snitches de chocolate volaron por los aires, manchando el césped de crema y frutas.

Harry se alzó sobre McLaggen, su respiración entrecortada, el puño aún cerrado.

—Abre la boca otra vez —murmuró, su voz tan fría que hasta el aire pareció helarse—, y lo que viene después no será un golpe.

El equipo de los Wanderers se abalanzó como un enjambre de capas escarlata. Gwenog Jones, con su fuerza de golpeadora, sujetó a Harry por los hombros mientras otros dos jugadores arrastraban a Cormac lejos de la mesa volcada.

—¡Basta, Potter! —gritó Gwenog, pero Harry no cedió, sus ojos verdes clavados en McLaggen como dagas.

—¿Crees que no sé lo que murmuras en los vestuarios? —Harry avanzó, ignorando las manos que intentaban contenerlo—. "Malfoy se lo merece". "El cáncer es karma". —Cada palabra era un latigazo—. Pero esto no es sobre Draco. Es sobre ti. Sobre tu envidia porque nunca serás más que un suplente en mi sombra.

Cormac se liberó de los brazos que lo sostenían, sangre goteando de su labio partido.

—¡Tú y tu obsesión por redimir a un cobarde! —rugió, señalando a Draco, que permanecía inmóvil como una estatua de hielo—. ¿Crees que besando al dragón no te quemarás? ¡Él te arrastrará al abismo cuando el niño muera, y tú lo seguirás como el perro leal que siempre fuiste!

El segundo golpe de Harry fue detenido por Ron, quien se interpuso con los brazos extendidos.

—¡Para! —ordenó Ron, mirando alternativamente a Harry y a McLaggen—. No es digno de ti. Ni de nadie.

En el caos, Draco vio a Scorpius asomándose desde la puerta principal, las orejitas de su gorro azul asomando tras las faldas de Pansy. El niño sostenía la Copa de Plata contra su pecho, sus ojos grises abiertos como platos.

—Llévalo adentro —le ordenó Draco a Pansy con una voz que no reconocía como propia—. Ahora.

Pansy asintió, arrastrando a Scorpius hacia el interior no sin resistencia.

—¡Papá! —gritó Scorpius, su voz quebrada por el miedo—. ¡Harry!

El sonido quebró algo en Draco. Avanzó hacia McLaggen, ignorando las manos que intentaban detenerlo.

—Hablas de mi hijo —dijo Draco, tan bajo que solo Cormac y Harry pudieron oír—. De mi sangre. De mi pasado. —Su varita apareció en la mano, presionada contra la garganta de McLaggen—. Pero tú no sabes nada de lo que es perder. De luchar cada segundo. De vender el alma por un minuto más.

Cormac se rio, una burbuja de sangre estallando en sus labios.

—¿Y esto qué es, Malfoy? ¿Tu gran redención? —escupió—. Matarme delante de todos… ¿te haría sentir limpio?

La varita de Draco tembló. Recordó noches en San Mungo, sosteniendo a Scorpius mientras el niño vomitaba veneno y sueños. Recordó la cicatriz de Harry, brillando en la oscuridad como un faro de rabia y esperanza. Recordó el peso del anillo en su dedo, la promesa tácita de que nunca más estaría solo.

Bajó la varita.

—No —susurró—. Pero vivir con tu miseria… eso sí es un castigo.

Gwenog y los otros jugadores arrastraron a Cormac lejos, su risa histérica mezclándose con el crujido de los globos al estallar bajo los pies de los invitados que huían. Hermione, con los brazos cruzados y el rostro pálido, observaba desde la sombra de un roble, mientras Luna murmuraba algo sobre "nubes de ira que nublan el aura".

Harry se acercó a Draco, su respiración aún agitada, el nudillo sangrante colgando a su lado.

—Lo siento —murmuró Harry, pero Draco negó.

—No. —Tomó la mano herida de Harry, limpiando la sangre con un pañuelo de seda que olía a menta y hierbas medicinales—. Él tenía razón en una cosa. Soy un cobarde. Por no haberlo hecho yo mismo.

Ron, todavía plantado entre ellos y los restos de la fiesta, gruñó.

—Si terminan esto con un abrazo, vomito. —Pero su voz carecía de fuerza, y cuando sus ojos se encontraron con los de Draco, hubo un asentimiento silencioso, un pacto forjado en el campo de batalla de cicatrices compartidas.

La noche cayó sobre Potter Manor como un manto ajado, salpicado por las últimas chispas de las snitches de fuego frío. En la cocina, Scorpius dormía abrazado a la Copa de Plata, sus orejitas de punto manchadas de lágrimas secas. Draco observaba desde la puerta, Harry a su lado, cuando una voz los hizo volverse.

—No mereces su amor. —Cormac, apoyado en el marco de la puerta trasera, la cara hinchada y la voz ronca—. Pero supongo que el karma tampoco existe. Porque ese niño… es mejor que tú.

Antes de que alguien pudiera responder, Cormac se desvaneció con un crack sordo, dejando atrás el eco de su amargura y una botella vacía de whisky de fuego.

Harry extendió la mano hacia Draco, una pregunta silenciosa en sus ojos. Y Draco, por primera vez en una vida de inviernos, la tomó, sintiendo como las barreras de la mansión habían cambiado finalmente.

Esa noche, Harry Potter desterró de su mansión a Cormac, impidiéndole poner un pie dentro para siempre

La noche envolvía Potter Manor como un suspiro helado. Draco estaba sentado en los escalones de piedra del patio, rodeado de los restos deshilachados de la fiesta: globos desinflados atrapados entre las ramas de los arbustos, serpentinas brillantes que se enredaban en sus botas como lianas de plata, y el eco lejano de risas que ya no existían. El frío le mordía la piel, pero no se movió. El dolor era un recordatorio necesario, una punzada tangible que lo anclaba a la realidad después del huracán de emociones.

Los pasos llegaron sin prisa, suaves contra la hierba escarchada. Draco no alzó la vista, pero reconoció el peso de esa presencia, la forma en que el aire se electrizaba incluso antes de que Harry se sentara a su lado. Una sábana de lana gruesa, aún tibia, cayó sobre sus hombros.

—El té de manzanilla está listo —dijo Harry, su voz un rumor bajo en la oscuridad—. Pero supongo que prefieres seguir castigándote aquí.

Draco no respondió. Observó cómo las luces del jardín, atenuadas por el hechizo de apagado gradual, proyectaban sombras danzantes sobre las manos de Harry. Manos que habían sostenido varitas, escobas, y a Scorpius durante incontables noches de fiebre. Manos que ahora temblaban levemente al ajustar la sábana sobre Draco.

—¿Por qué lo haces, Potter? —La pregunta salió antes de que pudiera detenerla, rasgando el silencio como un cuchillo—. ¿Por qué te quedas? ¿Por qué… todo esto?

Harry inhaló profundamente, el vapor de su aliento entrelazándose con el de Draco en el aire.

—Ya te lo dije.

—Dijiste mentiras —Draco se volvió hacia él, las palabras afiladas por una década de dudas—. Compasión. Deuda. Amistad. Pero esto… —Señaló la mansión, el jardín, el mundo que Harry había construido alrededor de su caos—. Esto no es amistad. Esto es…

—Amor.

La palabra cayó como una piedra en un lago congelado. Draco sintió el impacto en cada célula de su cuerpo, en cada cicatriz que había escondido bajo capas de sarcasmo y distancia. Harry lo miraba directamente, los ojos verdes despojados de armaduras, brillando bajo la tenue luz de las estrellas como dos fragmentos de bosque en llamas.

—Te amo, Draco —continuó Harry, cada sílaba tallada en el aire como un juramento—. Desde ese día en el tren, cuando me miraste como si fuera basura y aún así no pudiste evitar sonreír cuando ganaste al ajedrez mágico. Te amé cuando me marcaste en sexto año, cuando lloraste en el baño, cuando juraste proteger a Scorpius incluso de ti mismo. —Su voz se quebró, pero no apartó la mirada—. Y cuando te casaste con Astoria…

—No —Draco se levantó bruscamente, la sábana cayendo al suelo—. No hagas esto. No… no puedes.

Harry se puso de pie, desafiante.

—¿Por qué? ¿Porque duele? ¿Porque te obliga a admitir que no estás solo? —Avanzó, reduciendo la distancia entre ellos—. Me rendí, Draco. Cuando te vi con ella, cuando nació Scorpius… me rendí. Pero luego volviste a mi vida roto, con ese niño que llevaba tu sonrisa y tus ojos, y… —Una lágrima resbaló por su mejilla, iluminada por la luna—. No pude alejarme. No quise.

Draco retrocedió, pero su espalda chocó contra el tronco frío de un roble. Harry estaba ahora a centímetros, su calor envolviéndolo como un hechizo prohibido.

—Scorpius… —tragó Draco, el nombre un mantra, un escudo—. Lo haces por él.

—¡Al principio, quizás! —reconoció Harry, sin avergonzarse—. Pero ahora… ahora lo amo como si fuera mío. Por su valentía, su terquedad, su maldita habilidad para dibujar dragones en cada hoja suelta. —Una sonrisa triste—. Y a ti… Merlin, Draco. A ti te amo con todo lo que me destrozaste, con todo lo que me hiciste desear ser mejor.

Las lágrimas cegaron a Draco antes de que pudiera detenerlas. Cayeron silenciosas, quemando trayectorias sobre su piel mientras el mundo se desmoronaba y reconstruía alrededor de esas palabras.

—¿Y qué quieres? —susurró, su voz un hilo quebrado—. ¿Qué esperas de mí? ¿Aquí? ¿Ahora?

Harry alzó una mano, deteniéndose milímetros antes de tocar su rostro.

—Nada que no quieras dar.

Fue el susurro más cruel, la oferta más peligrosa. Draco lo miró, realmente lo miró: las arrugas que el tiempo y las batallas habían tallado alrededor de sus ojos, la cicatriz que ya no era un estandarte sino un recordatorio, las pecas que como constelaciones imperfectas le hacían humano.

Y entonces, se rompió.

Con un empujón brusco, Draco lo derribó contra la hierba helada. Harry cayó sin resistencia, sus ojos cerrándose instintivamente al esperar un golpe que nunca llegó. En vez de eso, Draco lo inmovilizó, sus manos aferrando las muñecas de Harry contra la tierra como si temiera que escapara, que lo abandonara como todos los demás.

—¿Por qué? —gimió Draco, su aliento entrecortado mezclándose con el de Harry—. ¿Por qué no puedes dejarme pudrirme en paz?

Harry abrió los ojos, verde contra gris, un eclipse de verdades antiguas.

—Porque eres mi paz.

El beso fue un choque de guerras y derrotas, de noches en vela y promesas susurradas en la oscuridad. Draco lo capturó con una urgencia desesperada, sus labios fríos encontrando el fuego de Harry en un torbellino de años reprimidos. Sabía a hierbas medicinales y a té quemado, a lágrimas y a hogar. Harry respondió con igual fervor, sus manos liberándose para hundirse en el cabello de Draco, tirando con una necesidad que derribó cualquier pretensión de control.

No hubo delicadeza, ni romanticismo de trovadores. Fue un huracán de dientes y suspiros, de dedos que arañaban capas de ropa como si quisieran alcanzar el alma bajo la piel. Draco mordió el labio inferior de Harry, saboreando el hierro de su sangre, y Harry gruñó, arqueándose contra él como si quisiera fundirse en su ira, su dolor, su amor envenenado.

—Draco… —jadeó Harry cuando por fin se separaron, sus frentes pegadas, sus alientos entrecortados—. No… no tienes que…

—Cállate —Draco lo interrumpió, sellando sus labios de nuevo en un beso más lento, más profundo. Esta vez, fue una rendición, una caída libre sin red.

Las estrellas giraron sobre ellos, testigos mudos de juramentos no dichos. En algún lugar entre el frío de la tierra y el calor de sus cuerpos, Draco encontró una verdad que lo aterró y lo liberó: Harry Potter no era su salvación.

Era su espejo.

Y en ese reflejo, Draco Malfoy ya no tenía miedo de reconocerse.

Notes:

al final Scorpius si logro que se besaran

Chapter 8: Jamás fue así conmigo

Chapter Text

La luz del amanecer se filtraba por los ventanales de Potter Manor, tiñendo el salón de tonos dorados y rosados. Draco despertó con el sonido de un latido constante cerca de su oído: el corazón de Harry, firme y tranquilo, marcando el ritmo bajo la mejilla que descansaba sobre su pecho. Los brazos de Harry lo rodeaban con una calidez que lo anclaba al presente, lejos de las pesadillas que solían acecharlo. Por un instante, olvidó cómo había llegado allí. Luego, el recuerdo lo golpeó: el beso, las lágrimas, la confesión bajo las estrellas.

Se tensó, tratando de liberarse sin éxito. Harry, aún dormido, lo apretó contra sí con un murmuro ininteligible, enterrando la nariz en el cabello despeinado de Draco.

—Potter… —susurró Draco, avergonzado al notar que su voz sonaba rasposa, vulnerable—. Suéltame.

Harry abrió un ojo, verde y soñoliento, y esbozó una sonrisa que hizo que Draco maldijera su propio corazón por acelerarse.

—Buenos días a ti también —murmuró Harry, su mano trazando círculos perezosos en la espalda de Draco—. ¿Ya estás planeando huir?

—No es huir —replicó Draco, empujando contra el pecho de Harry con más fuerza—. Es… sentido común. Scorpius podría bajar en cualquier momento.

Harry se incorporó apenas, sin soltarlo. La sábana que los cubría se deslizó, revelando la camisa arrugada de Draco y el cuello de Harry marcado por amoratados discretos.

—Y si baja —dijo Harry, acariciando la nuca de Draco con el pulgar—, verá a dos personas que se preocupan por él. Y por sí mismos. —Su sonrisa se suavizó—. No es un crimen, Draco.

Draco intentó sostener su mirada, pero el peso de la sinceridad en los ojos de Harry lo obligó a desviar la vista. El salón estaba en silencio, salvo por el tictac del reloj de péndulo y el leve crujido de las brasas en la chimenea. Notó que alguien —probablemente Harry— los había cubierto con una manta

—No es así de simple —murmuró, aunque ya no forcejeaba—. No para mí.

Harry suspiró, pero no con frustración. Era un sonido paciente, como el de quien ha esperado años y sabe que puede esperar unos minutos más.

—Lo sé —dijo, ajustando a Draco en su regazo con una naturalidad que dejó sin aliento a ambos—. Pero permíteme esto. Solo un momento más.

Draco abrió la boca para protestar, pero las palabras murieron en sus labios cuando Harry posó un beso en su frente. Fue un gesto pequeño, casi doméstico, pero Draco sintió que algo se desmoronaba dentro de él: un muro, una cadena, una mentira que llevaba repitiéndose desde la adolescencia.

Se relajó, dejando que su cabeza volviera a apoyarse en el hombro de Harry. El aroma a jabón de cedro y té de manzanilla lo envolvió, familiar ahora.

—Eres insufrible —murmuró contra el cuello de Harry, sin convicción.

—Y tú un mentiroso pésimo —respondió Harry, riendo bajo—. Te gusta esto tanto como a mí.

Antes de que Draco pudiera replicar, unos pasos rápidos resonaron en la escalera. Ambos se separaron instintivamente, pero no lo suficiente.

Scorpius apareció en el umbral, vestido con pijamas de dragones danzantes y el gorro azul de orejitas torcido. Sus ojos grises, aún hinchados de sueño, se abrieron como platos al verlos.

—¡Papá! ¡Harry! —exclamó, y por un segundo, Draco contuvo el aliento—. ¿Están… abrazándose?

Harry fue el primero en recuperarse. Con una sonrisa que iluminó la habitación, extendió un brazo hacia Scorpius.

—Ven aquí, pequeño buscador —dijo—. Hay espacio para tres.

Scorpius no lo pensó dos veces. Corrió hacia el sofá, trepando sobre ellos con la agilidad de un niño que había aprendido a moverse pese al dolor. Draco intentó protestar, pero ya era tarde: Scorpius se acomodó en su regazo, apoyando la cabeza en el pecho de Harry y tomando la mano de Draco con la suya, más pequeña y cálida.

—Esto es mejor que los sofás del hospital —declaró Scorpius, bostezando—. Más caliente.

Draco miró a Harry por encima de la cabeza de su hijo. Esperaba burla, un comentario sarcástico, pero encontró solo una expresión que le hizo sentir expuesto y seguro al mismo tiempo.

—Scorpius… —comenzó Draco, buscando las palabras adecuadas—. Esto no significa que…

—Significa que somos un equipo —interrumpió Harry, su mano encontrando la de Draco sobre la espalda del niño—. ¿No, Scorp?

Scorpius asintió con solemnidad, las orejitas del gorro balanceándose.

—Equipo Imparable —dijo, como si fuera el nombre de un club secreto—. Con papá como capitán, Harry como entrenador, y yo como… ¡buscador estrella!

Harry rio, el sonido vibrante en su pecho, y Draco no pudo evitar que una sonrisa asomara, tímida pero genuina.

—Eso —susurró Harry, atrayendo a Draco un centímetro más cerca—. Eso es todo.

El desayuno transcurría entre risas y migajas de panqueque cuando Harry se tensó. Un leve disturbio en las barreras mágicas de la mansión pulsó como un susurro de advertencia. Draco alzó la vista, los dedos congelados sobre la taza de té.

—¿Qué pasa? —preguntó, protegiendo instintivamente a Scorpius con un brazo.

Harry cerró los ojos, concentrado.

—Alguien pide permiso para ingresar. No es una amenaza… pero no es un invitado común.

Scorpius miró entre ellos, intrigado.

—¿Es el cartero de los búhos?

—No —respondió Harry, levantándose—. Quédate aquí.

El timbre sonó antes de que Draco pudiera objetar. Harry caminó hacia la entrada con la varita discretamente en mano, Draco a su espalda. Al abrir la puerta, el aire otoñal se coló cargado de un perfume a narcisos y orgullo marchito.

Lucius Malfoy estaba en el umbral, más pálido que el mármol de las escalinatas, su bastión de ébano golpeando el suelo como un metrónomo de ira contenida. Sus ojos plateados se clavaron primero en Draco, luego en el anillo de los Potter que brillaba en su mano.

—Padre —murmuró Draco, la palabra sabiendo a ceniza.

—Draco —replicó Lucius, frío como el acero de una daga—. Imagino que una explicación es demasiado pedir.

Antes de que Draco pudiera responder, Scorpius asomó la cabeza desde el comedor, el gorro azul deslizándose sobre un ojo.

—¿Quién es, papá? —preguntó, curioso.

Lucius se endureció al verlo, pero algo se quebró bajo la máscara. Los labios del anciano temblaron levemente al murmurar: —Scorpius…

—¡Ah! ¡Eres el abuelo! —exclamó el niño, acercándose sin temor—. Llegaste tarde. Ayer fue mi fiesta de cumpleaños. —Señaló el comedor con entusiasmo—. Pero queda pastel. ¿Quieres un pedazo?

Lucius miró a Draco, luego a Harry, como si el mundo hubiera girado al revés. Finalmente, asintió con un movimiento casi imperceptible.

—Sí —dijo, la voz quebrada—. Me gustaría eso.

Mientras Scorpius corría a buscar el pastel, Draco y Lucius se midieron en silencio. Harry se apartó discretamente, pero Draco lo detuvo con una mirada.

—No te vayas —susurró, y Harry se quedó, su hombro rozando el de Draco como un ancla.

El amanecer había terminado, pero en el umbral de Potter Manor, entre las grietas del pasado y la frágil esperanza de un niño con pastel, algo nuevo comenzaba a latir.

El comedor de Potter Manor parecía haberse encogido bajo la mirada gélida de Lucius. Scorpius, obediente pero con el ceño levemente fruncido, había subido a su habitación tras un último vistazo preocupado a Draco. Ahora, los tres hombres ocupaban la mesa de roble tallado como piezas en un tablero de ajedrez emocional. Harry, sentado junto a Draco, no apartaba la mano del hombro de este, sus dedos hundidos en la tela de la túnica como un recordatorio silencioso: No estás solo.

Lucius observó el gesto con una ceja arqueada, pero fue Draco quien rompió el silencio.

—¿Cómo supiste? —preguntó, la voz más firme de lo que esperaba.

Lucius giró lentamente la copa de té frío que Kreacher Jr. había servido por cortesía. El anillo de los Black en su dedo, otrora símbolo de poder, parecía ahora una reliquia olvidada.

—Narcissa —dijo al fin, el nombre de su exesposa flotando como un fantasma entre ellos—. Me escribió desde Francia. Supongo que aún conserva cierta… preocupación por su linaje.

Harry tensó los dedos en el hombro de Draco. Su linaje. La frase sonó a puñalada, pero Lucius continuó antes de que Draco pudiera reaccionar:

—No vine por ella. —Respiró hondo, las palabras siguientes costándole más que cualquier hechizo oscuro—. Vine porque… un Malfoy no abandona a su sangre.

Draco sintió el aire escapársele. Sangre. La misma palabra que Lucius había usado para justificar décadas de crueldad, ahora temblando en sus labios con un significado nuevo.

—Ya no soy el niño que obedecía ciegamente —replicó Draco, pero sin veneno—. Scorpius no es un peón en tus juegos.

Lucius cerró los ojos, y por un instante, Draco vio al hombre detrás del señor: arrugas más profundas, cabello más delgado, una cicatriz en la sien que no recordaba.

—Lo sé —susurró Lucius—. Por eso estoy aquí.

El reloj de péndulo marcó tres campanadas incómodas. Harry intervino, su voz calmando la electricidad del aire:

—Scorpius tiene osteosarcoma mágico. El tratamiento es… complejo.

Lucius asintió, como si ya lo supiera. De su bolsillo sacó un estuche de cuero gastado. Al abrirlo, reveló un colgante antiguo: un dragón de plata con ojos de zafiro, el emblema Malfoy grabado en miniatura sobre sus alas.

—Perteneció a tu abuela Abraxana —dijo, deslizando el estuche hacia Draco—. Supuestamente, atrae la fortuna de las lunas nuevas. —Una pausa, su orgullo luchando contra la vulnerabilidad—. Para el niño.

Draco tocó el colgante. Recordaba a su abuela susurrando historias de dragones sanadores, de noches en que la plata brillaba como un faro contra la oscuridad.

—No podemos aceptar… —comenzó, automático.

—No es un regalo —cortó Lucius—. Es una deuda. —Sus ojos plateados encontraron los de Draco por primera vez sin armaduras—. Contigo. Con él.

Harry apretó su hombro, un gesto que decía Escúchalo.

—¿Por qué ahora? —preguntó Draco, la voz quebrándose—. Diez años, padre. Diez años sin una palabra.

Lucius se irguió, pero esta vez, la dignidad no ocultaba el dolor.

—Creí que… —Trago saliva, las palabras atoradas—. Creí que el exilio era lo mejor. Que mi mera presencia mancharía su futuro. —Miró hacia la escalera, como si pudiera ver a Scorpius tras las paredes—. Pero ahora entiendo que el verdadero legado no está en la sangre pura, sino en… —Vaciló, la palabra quemandole la lengua—. En el coraje.

Draco sintió las lágrimas antes de poder detenerlas. Harry le pasó un pañuelo sin mirarlo, permitiéndole conservar algo de dignidad.

—Scorpius es mi coraje —murmuró Draco, limpiándose la mejilla con brusquedad—. No necesita símbolos.

—Lo sé —Lucius extendió una mano temblorosa sobre la mesa, deteniéndose a centímetros de la de Draco—. Pero yo sí.

El silencio que siguió fue roto por risas arriba. Scorpius, desobedeciendo órdenes, asomó la cabeza desde el rellano.

—¡Abuelo! —llamó, balanceándose sobre el borde de la escalera—. ¿Vas a quedarte a jugar ajedrez mágico? Harry me enseñó, ¡pero hace trampa con los alfiles!

Lucius parpadeó, desequilibrado por el título. Abuelo. La palabra resonó en la habitación como un hechizo nuevo.

—Scorpius Hyperion —Draco se levantó, intentando sonar severo—. Te dije que…

—Déjalo —interrumpió Lucius, levantándose con torpeza inusual—. Si el niño desea ajedrez… —Ajustó su bastón con un golpe seco—. Un Malfoy siempre honra los desafíos.

La tarde se deslizó entre movimientos de ajedrez y tazas de té frío. Lucius, sentado en el suelo junto a la chimenea (algo que habría considerado vulgar en otra vida), observaba a Scorpius explicar con entusiasmo las reglas modificadas del juego:

—¡Y el caballo puede saltar tres veces si canta una canción! —declaró el niño, haciendo galopar su pieza sobre el tablero.

—Absurdo —refunfuñó Lucius, pero movió su torre con cuidado exagerado para no chocar con el caballo danzante—. En mi época, el ajedrez enseñaba estrategia, no… caos.

Scorpius rio, el sonido tan ligero como el aleteo de su gorro azul.

—¡El caos es divertido! ¿Verdad, Harry?

Harry, apoyado en el marco de la puerta junto a Draco, sonrió.

—El mejor tipo de estrategia —asintió, lanzando un guiño a Lucius.

Draco observaba la escena con el corazón en la garganta. Lucius, con el pelo desordenado y una mancha de mermelada en la manga (cortesía de un duelo de frambuesas), era un extraño familiar. Cuando Scorpius bostezó, agotado por los medicamentos, fue Lucius quien murmuró:

—Descansa, niño. Incluso los dragones necesitan dormir.

Scorpius se acurrucó en el sofá, la cabeza sobre un cojín bordado por Pansy. Lucius se quedó mirándolo, hasta que Draco rompió el silencio:

—No puedes compensar años con una tarde.

—No lo intento —Lucius se levantó, erguido otra vez en su papel de señor—. Pero las lunas nuevas… —Señaló el colgante de dragón que ahora brillaba en el cuello de Scorpius—. Ofrecen nuevos comienzos.

Antes de irse, Lucius dejó un sobre cerrado en la mesa. Dentro, Draco encontró documentos de Gringotts: cuentas olvidadas, joyas empeñadas, todo convertido en galeones para el tratamiento. En la última página, una nota escrita con letra temblorosa:

"El verdadero legado no se hereda. Se construye entre las grietas."

Mientras el sol teñía el cielo de violeta, Draco sintió la mano de Harry entrelazarse con la suya. En el sofá, Scorpius susurraba en sueños, abrazando el dragón de plata.

Y en algún lugar entre el pasado y el futuro, una grieta comenzó a cerrarse.

 

.

 

La biblioteca de Potter Manor olía a pergamino antiguo y a las galletas de jengibre que Kreacher Jr. insistía en dejar en cada estante. Draco observaba tras los cristales empañados de la ventana mientras Lucius y Scorpius se sumergían en el jardín, sus risas filtrándose como música a través de los gruesos muros de piedra. El sol de la tarde doraba las alas del hipogrifo mecánico, donde Scorpius, montado en su lomo, señalaba algo en el cielo. Lucius, con la capa de seda deshilachada en los bordes y el bastón olvidado contra un rosal, alzaba las manos para moldear nieve mágica en formas de criaturas mitológicas.

Jamás se arrodilló así para jugar conmigo, pensó Draco. En su lugar, recordaba las largas mesas del comedor de Malfoy Manor, donde Lucius le enseñaba a sostener la varita como un arma, no como un juguete. "Un Malfoy no sonríe ante el caos, Draco. Lo controla".

Harry apareció a su lado silenciosamente, como siempre lo hacía cuando las sombras del pasado se cernían sobre Draco. Le ofreció una taza de té humeante, pero Draco la rechazó con un gesto.

—¿Cuánto crees que durará? —preguntó Draco, sin apartar los ojos de la escena en el jardín. Scorpius reía ahora, intentando copiar el hechizo de nieve de Lucius y creando en su lugar un pingüino torcido que se derretía al instante.

—El hechizo o su visita? —Harry se apoyó contra el alféizar, el hombro rozando el de Draco—. Lucius ha estado aquí siete días seguidos. Es un récord, considerando que solía huir de las reuniones familiares como de una plaga de pixies.

Draco no sonrió. Observó cómo Lucius corregía el movimiento de muñeca de Scorpius con una paciencia que jamás le había concedido a él. "¡Torpe! ¿Cuántas veces debo repetírtelo?", le había gritado Lucius cuando, a los ocho años, Draco había derramado poción de invisibilidad en el suelo de mármol. Ahora, ante el pingüino derretido, Lucius solo se limitaba a decir: "Inténtalo de nuevo, niño. La magia es terquedad con estilo".

—¿Sabes lo más irónico? —murmuró Draco, clavando las uñas en sus palmas—. Ahora que ya no lo necesito como padre… Ahora que yo soy el que tiene el control… Es cuando decide actuar como uno.

Harry giró hacia él, bloqueando la vista del jardín. Sus ojos verdes, siempre insoportablemente sinceros, capturaron los de Draco.

—No es por ti —dijo suavemente—. Es por él. Por Scorpius. Y tal vez… —Hizo una pausa, buscando las palabras—. Tal vez también por el hombre que pudo haber sido.

Un estruendo de risas estalló en el jardín. Ambos miraron hacia abajo: Scorpius había logrado crear un dragón de hielo miniatura que escupía copos de nieve en círculos. Lucius, con el pelo plateado despeinado y las mejillas sonrojadas, aplaudía como si su nieto hubiera ganado la Copa Mundial.

—Nunca me aplaudió —susurró Draco. Ni siquiera cuando ganó el campeonato de duelos en Hogwarts. "Es tu deber destacar", había dicho Lucius, como si la excelencia no mereciera celebración.

Harry le tomó la mano, entrelazando sus dedos con los de Draco.

—No lo perdones si no quieres —dijo—. Pero no dejes que tu herida le robe esto a Scorpius.

Draco lo observó unos segundos, luego la risa de su preciada libélula

Solo por el

Esa noche, mientras la luna plateaba los pasillos, Draco encontró a Lucius solo en la sala de té. El anciano estaba sentado frente al retrato de Narcissa, sus dedos acariciando el borde dorado del marco como si pudiera atravesar el óleo y tocar a la mujer que una vez compartió su nombre.

—Madre no vendrá —dijo Draco desde la puerta, haciendo que Lucius se estremeciera—. Ni siquiera para Scorpius.

Lucius no se volvió.

—Lo sé —respondió, la voz cargada de un peso que Draco reconocía demasiado bien—. Ella siempre fue más valiente que yo. Huyó de las cadenas que yo aún arrastro.

Draco entró, permitiendo que la puerta se cerrara tras él con un suave clic. El aire olía a brandy y a polvo de recuerdos.

—¿Por qué lo haces? —preguntó, sin poder ocultar el temblor en su voz—. ¿Por qué ahora, después de todo este tiempo?

Lucius giró lentamente. En la luz tenue, Draco vio lo que el orgullo solía ocultar: arrugas profundas como cicatrices, ojos apagados por noches de remordimiento, manos que temblaban aunque ya no sostuvieran varitas.

—Porque cuando miró a ese niño… —Lucius cerró los ojos, tragando con dificultad—. Vi todo lo que arruiné. Y supe que si no intentaba reparar aunque fuera una fracción… No merecería ni siquiera mi propio nombre.

Draco sintió el rencor agrietarse como hielo bajo el sol primaveral. Avanzó hasta quedar a un paso de Lucius, cerca suficiente para ver las lágrimas que el anciano se negaba a derramar.

—¿Y qué soy yo? —preguntó, desafiante—. ¿Un ensayo fallido antes de Scorpius?

Lucius alzó una mano, deteniéndose a centímetros de la mejilla de Draco.

—Eres mi espejo —susurró—. Y durante años, no pude soportar mi reflejo.

El silencio que siguió fue roto por el tictac del reloj de péndulo. Alguien tosió en el piso superior —Scorpius, soñando quizás con dragones de nieve— y Lucius retrocedió, recomponiendo su máscara de señor ancestral.

—No soy un buen padre —dijo, ajustándose las mangas con gesto automático—. Pero él… —Señaló hacia arriba, donde resonaba la tos del niño—. Él me ha enseñado a ser un abuelo decente.

Draco rio, un sonido amargo y dulce a la vez.

—Así funciona, ¿no? —dijo, con cierta amargura en su voz—. Solo aprendes a ser padre cuando eres abuelo. Y solo eres un buen hijo cuando tienes los tuyos propios.

Lucius lo miró, y por primera vez en décadas, Draco vio orgullo en sus ojos.

—Exactamente —asintió—. La vergüenza de mis errores con tú… Es lo único que me ha hecho mejor con él.

Al amanecer, Draco encontró a Scorpius dormido en el sofá de la biblioteca, abrazado al dragón de hielo que Lucius le había regalado. Junto a él, Lucius roncaba suavemente, un libro de cuentos muggle abierto en su regazo (Matilda, Theo lo reconocería). En la página izquierda, una nota garabateada:

"Para Scorpius,
Que nunca dejes de creer que la magia puede cambiar el mundo.
—Abuelo Lucius"

Draco se quedó mirándolos, el nudo en su garganta imposible de tragar. Harry apareció detrás, envolviéndolo en un abrazo que hablaba de décadas de silencios compartidos.

—¿Crees que puedas…? —comenzó Harry.

—No —interrumpió Draco, apoyando la cabeza en el hombro de Harry—. Pero quizás… pueda intentarlo.

Y mientras el primer rayo de sol acariciaba el dragón de plata en el cuello de Scorpius, Draco entendió que algunas heridas no se cierran, pero sí se transforman. En puentes. En segundas oportunidades. En la frágil esperanza de que, tal vez, el amor sí puede ser hereditario.

 

.

 

El beso de Harry en su frente aún ardía como una marca invisible cuando Draco cerró la puerta de Potter Manor. Scorpius, pálido bajo la luz del amanecer, jugueteaba con el dragón de plata de Lucius en el sofá. Su risa sonaba a cristal a punto de quebrarse.

—¿Papá? —llamó de pronto, los dedos aferrándose al brazo izquierdo, donde la hinchazón violácea latía como un segundo corazón enfermo—. Me duele… más que antes.

Draco se arrodilló frente a él, las manos convertidas en instrumentos inútiles. Notó el brillo febril en los ojos grises de Scorpius, la manera en que el pecho se elevaba demasiado rápido, como si el aire de la habitación se hubiera vuelto de plomo.

—Vamos, libélula —murmuró, envolviéndolo en la capa que Harry había olvidado sobre la silla—. San Mungo tiene pociones nuevas, ¿recuerdas? Esas que brillan como…

Un gemido ahogado de Scorpius cortó la mentira. El niño se dobló sobre sí mismo, las uñas clavándose en el tejido morado de su brazo como si intentara arrancar el dolor.

—No puedo… respirar… —jadeó, cada palabra un cuchillo en el alma de Draco.

El traslador los depositó en Urgencias con un chasquido sordo. Scorpius ya no caminaba: Draco lo cargaba contra su pecho, notando cómo los huesos del niño se sentían más frágiles que nunca, como páginas de un libro antiguo a punto de deshacerse.

—¡Necesito un sanador! —rugió Draco, su voz rompiéndose contra las paredes de mármol verde—. ¡Ahora!

Las luces parpadeantes de los hechizos de diagnóstico iluminaron el caos. Una sanadora joven con el cabello recogido en una coleta apretada corrió hacia ellos, su varita trazando ya círculos dorados sobre el cuerpo de Scorpius.

—Presión en el pecho… —masculló la bruja, y Draco vio cómo las venas negras bajo la piel de Scorpius se expandían como raíces venenosas—. Tumor está comprimiendo el…

—¡No me diga diagnósticos, haga algo! —interrumpió Draco, siguiendo la camilla que se deslizaba por el pasillo.

Scorpius lo aferró de la manga con una fuerza que no debería tener.

—Papá… —susurró, una lágrima resbalando por la sien sudorosa—. Tengo miedo.

Draco besó los nudillos blancos de su hijo, saboreando el amargo regusto de las mentiras piadosas.

—No hay nada que temer —mintió, mientras las puertas de quirófano mágico se abrían con un crujido siniestro—. Estoy aquí.

Las puertas se cerraron en su cara.

El pasillo de San Mungo olía a desinfectante y desesperación. Draco se deslizó contra la pared, las rodillas golpeando el suelo de piedra con un sonido hueco que resonó en su pecho vacío. A su alrededor, el mundo siguió girando: un niño con alas de hada rota lloraba en brazos de su madre, un anciano tosía flores de hielo en una silla, una pareja de elfos domésticos susurraba oraciones a algún dios olvidado.

Pero Draco solo veía las manchas de luz en el techo, bailando como las libélulas de acuarela que Scorpius pintaba en sus días buenos. Recordó la primera vez que sostuvo a su hijo —tan pequeño, tan perfectamente suyo—, el terror paralizante de ser responsable de un corazón que latía fuera de su cuerpo. Ahora ese corazón luchaba tras una puerta sellada, y él no podía hacer nada.

"No hay nada que temer".

La mentira resonó en sus oídos como un hechizo maldito. Draco enterró el rostro en las manos que habían acunado a Scorpius, que habían mezclado pociones hasta el amanecer, que ahora temblaban inútiles sobre sus rodillas.

—Miedo —susurró contra sus palmas, la palabra sabiendo a derrota—. Tengo tanto miedo que me está matando.

Alguien se sentó a su lado. No necesitó mirar para saber que era la sombra de Lucius, el olor a narcisos y brandy envolviéndolo como un manto incómodo.

—Él es fuerte —dijo Lucius, pero la voz le tembló como a Draco—. Como tú.

Draco rio, un sonido roto y húmedo.

—No soy fuerte. —Señaló la puerta del quirófano con un gesto desesperado—. Estoy aquí, hecho pedazos, mientras él…

Un grito agudo atravesó las paredes. Draco se levantó de golpe, la espalda golpeando la pared. Scorpius. Era su grito.

—¡No! —rugió, golpeando la puerta con los puños hasta que los nudillos sangraron—. ¡Déjenme entrar! ¡Es mi hijo!

Fueron brazos ajenos —quizás de Lucius, quizás de algún sanador compasivo— los que lo arrastraron lejos. Draco luchó como un animal herido, maldiciendo en lenguas antiguas

—Ya fue suficiente

La voz congelo lo congelo en plena lucha, Harry estaba en el pasillo, sudoroso y con el cabello revuelto como un nido de pájaros, se acercó a paso firme y rodeo a Draco con firmeza

—Todo estará bien, Draco

Dejo de luchar de inmediato, respirando el olor a viento y lluvia en la capa de Harry, el estaba ahí, estaba con el, sintió que todo se estabilizaba, aunque sea un poco, entre los brazos de Harry sabía que nadie podría tocarlos

Las horas pasaron como gotas de cera quemando su piel. Cuando la sanadora salió finalmente, el delantal manchado de pócima y fatiga, Draco ya no era un hombre sino un fantasma.

—Estabilizado —dijo la bruja, evitando sus ojos—. Pero el tumor…

Draco no escuchó el resto. Corrió hacia la habitación donde Scorpius yacía, pequeño y quebradizo entre sábanas más blancas que su piel. Los tubos de esencia de luna lo conectaban a frascos que brillaban como lágrimas congeladas.

—Lo siento —susurró Scorpius, las palabras borrosas por la poción calmante—. Intenté ser valiente…

Draco se derrumbó junto a la cama, besando cada dedo, cada pulgada de piel que el dolor no había robado.

—Tú eres el valiente —lloró contra la palma de su hijo—. Yo… yo solo soy un cobarde con buenas mentiras.

Scorpius sonrió débilmente, arrastrando los dedos por el cabello despeinado de Draco.

—Las mentiras de papá… son mis favoritas.

Cuando el niño se durmió, Draco permaneció en el suelo, escuchando cada jadeo, cada suspiro, cada latido que sostenía su universo. Afuera, la luna ascendió, indiferente.

Y en algún lugar entre el miedo y la noche, Draco entendió que el amor más profundo no vence al dolor.

Solo lo hace soportable.

Chapter 9: ¿Dos papas? Nadie tiene dos papás

Notes:

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Chapter Text

La sala de consultas olía a incienso de valeriana y desesperación. Draco apretó los puños sobre la mesa de ébano, las cicatrices de sus nudillos palideciendo bajo la tenue luz de las velas flotantes. La medimaga Eulalia Birch, una bruja anciana con ojos color de brea y una cicatriz en forma de serpiente en la mejilla, sostenía un pergamino diagnóstico que brillaba con runas rojas.

—El tratamiento mágico no está funcionando, señor Malfoy —dijo, con una voz que pretendía ser calmada pero que vibraba como una cuerda tensa—. El osteosarcoma de Scorpius... se alimenta de su magia. Cuanto más intentamos combatirlo con hechizos, más se fortalece.

Draco sintió que el suelo se inclinaba. En el rincón, Harry, apoyado contra la pared con los brazos cruzados, contuvo una maldición.

—¿Qué alternativa hay? —preguntó Draco, clavando las uñas en las palmas hasta sangrar, sintiendo su pulso retumbar.

Eulalia desplegó un mapa sobre la mesa. Una clínica en las afueras de París brilló en oro líquido: Le Coeur de Lierre, un edificio de piedra cubierto de hiedras mágicas.

—Es una clínica dirigida por squibs y magos que estudian medicina muggle —explicó—. Tienen quimioterapia, radioterapia... tratamientos sin magia. Para un tumor que se nutre de ella, es nuestra mejor opción debido a la naturaleza del mismo.

Harry se acercó, sus ojos verdes escaneando el mapa.

—¿Costo? —preguntó, directo.

Eulalia evitó su mirada.

—El traslado requiere un portkey especial para mantener estable a Scorpius. El tratamiento en sí...

—Dígame la cifra —interrumpió Draco, aunque ya sabía la respuesta.

—Tres mil galeones. Por sesión.

El número resonó como un golpe. Draco cerró los ojos, calculando mentalmente: había vendido hasta el último candelabro de plata de la mansión. El dinero de Lucius apenas cubriría dos sesiones, Solo dos.

—Gringotts puede esperar, pregunta lo que necesites —murmuró Harry, posando una mano en el hombro de Draco. Era un gesto pequeño, pero suficiente para que Draco no se desmoronara.

—¿El pronóstico? —preguntó Draco, mirando fijamente a Eulalia.

La medimaga tragó saliva.

—Reservado.

Draco golpeó la mesa, haciendo saltar los frascos de pócimas.

—¿Reservado? ¡No me venga con términos de manual! ¿Vivirá? ¿Morirá?

Eulalia se irguió, desafiante.

—Es un niño de sangre pura, señor Malfoy. Su núcleo mágico es un festín para ese tumor. Pero... —Sus ojos se suavizaron—. También es terco como un dragón húngaro de cola cornuda. Y el amor que lo rodea... —Miró a Harry, luego a Draco—. Eso, ningún cáncer puede devorarlo.

Las rodillas de Draco cedieron como varitas de saúco partidas. El mundo giró en un torbellino de cortinas de terciopelo y velas parpadeantes. Por un instante, sintió el frío del mármol acercándose a su mejilla... hasta que unos brazos firmes lo atraparon contra un pecho cálido que olía a cuero de dragon y té de menta.

—No —murmuró Draco, aunque sus manos aferraron instintivamente la túnica de Harry—. Déjame... puedo...

—Cállate —la voz de Harry vibró contra su espalda, no como orden, sino como mantra de protección—. No es hora de ser orgulloso.

Harry lo sostuvo con la seguridad de quien había cargado cadáveres en campos de batalla y bebés recién nacidos. Una mano en su cintura, otra tras sus hombros. Draco notó que los dedos de Harry temblaban levemente, pero su abrazo era inquebrantable. La medimaga dio un paso hacia ellos, varita en mano, pero Harry giró su cuerpo para proteger a Draco de su vista.

—Permanezca ahí —dijo Harry sobre su hombro, tono de auror en servicio—. Él no necesita sus pócimas ahora.

Eulalia asintió, retrocediendo. Draco intentó protestar, pero el roce de la barbilla de Harry contra su sien lo silenció. Cada paso que Harry daba hacia la salida era un balanceo suave, como si llevara algo más precioso que el cáliz de Hufflepuff. Draco cerró los ojos, avergonzado por el latido acelerado que sabría Harry sentiría contra su pecho.

—No vas a pagar tres mil galeones por sesión —susurró Draco al notar la fuerza con que Harry lo apretaba al cruzar el umbral—. No eres... no somos...

Harry detuvo su marcha en el corredor desierto. Lentamente, como temiendo romper un encantamiento, apoyó a Draco contra la pared de piedra sin soltarlo. Sus manos se deslizaron para enmarcar el rostro pálido del rubio, pulgares limpiando sudor frío de sus sienes.

—Escúchame bien —la voz de Harry era áspera, pero sus ojos brillaban húmedos—. Venderia mi colección de escobas. Remortalicé el número 12 de Grimmauld Place. Hasta la capa de invisibilidad estaría en subasta si es necesario —su respiración se quebró un instante—. ¿Crees que me importa el oro?

—¿Por qué harías eso? —preguntó, atónito—. Él es mi hijo. Mi sangre.

Harry lo atrajo de nuevo hacia sí, hasta que sus frentes se tocaron. Alguien tosió discretamente en el extremo del corredor, pero ninguno se apartó, ya le había dicho tantas veces una explicación, y aun preguntaba, como un niño, como si de verdad no se creyera que alguien podía amarlo de esa manera.

—Porque cuando te dije que te amaba... —susurró Harry, aliento cálido mezclándose con el de Draco—, adopté cada parte de tu vida. Tus errores son mis errores. Tus batallas, mis batallas. Scorpius... —La voz se quebró por primera vez—. Scorpius es mi familia tanto como Teddy

Draco sintió algo romperse en su garganta. Las lágrimas que había enterrado durante meses brotaron silenciosas. Harry no apartó la mirada. Con una delicadeza que Draco jamás le había conocido, posó los labios sobre cada párpado tembloroso, saboreando sal y culpa compartida.

—Te tengo —murmuró Harry contra su piel, palabras que eran escudo y promesa—. A los dos os tengo.

Al reanudar la marcha, Draco permitió que su cabeza descansara en el hueco del hombro de Harry. El sonido de pasos resonando en la escalera de caracol se mezclaba con el roce de tela y suspiros contenidos. Al pasar frente a un vitral que filtraba luz dorada, Draco observó su reflejo: él, frágil como cristal de Murano; Harry, sosteniéndolo como si fuera el centro de su gravedad.

—Nunca... —Draco tragó saliva, confesando al fin el miedo que lo corroía—. Nunca nadie me ha elegido así. Sin condiciones. Sin cálculo.

—Pues aprende rápido —musitó Harry, labios rozando la mejilla húmeda de Draco—. Porque esto no es un acto noble. Es egoísmo puro. No sé vivir en un mundo donde tú y Scorpius no estén.

—Vamos —dijo, entrelazando sus dedos—. Nuestra pequeña libélula necesita oír tu voz. Y después... —Una sonrisa feroz iluminó su rostro—... negociaré con duendes, sobornaré brujas y robaré el oro de la Reina Muggle si es necesario. Pero ese tumor caerá.

Draco entretejió sus dedos con los de Harry sobre el pecho de su hijo. La resistencia se desvaneció como niebla al amanecer. Por primera vez en años, se permitió creer que quizás, contra toda lógica, el amor podía ser más fuerte que la sangre, que la magia, que la muerte misma.

Al cruzar el umbral de la habitación, Draco contuvo un suspiro al ver a Scorpius sentado junto al ventanal. La luz del atardecer teñía de ámbar los bordados de libélulas en la manga de su pijama, que ya no lograban ocultar la mancha violácea reptando desde su muñeca hacia los dedos. El niño ni siquiera volvió la cabeza al oírlos entrar, absorto en observar cómo las lechuzas surcaban el cielo.

—Papá —llamó Scorpius, estirando su brazo no afectado hacia el sonido de sus pasos—. ¿Qué es un baile de gala?

Draco se detuvo junto a la cama de roble tallado. Diez años. Diez años sin que su hijo hubiera visto las arañas de cristal del Salón de los Espejos en Malfoy Manor, ni las fuentes de champagne flotante, ni los vestidos que brillaban como escamas de dragón. Tragó amargura antes de responder, tomando con cuidado la mano que su hijo le ofrecía.

—Es donde la gente luce trajes imposibles de pronunciar y baila vals hasta que las velas se derriten —explicó, acariciando con el pulgar los nudillos fríos de Scorpius—. Aburridísimo, en realidad. Solo adultos hablando de impuestos sobre exportación de escobas.

Scorpius giró por fin, haciendo que su gorro de lana verde resbalara sobre el cabello pajizo. Sus ojos grises —tan parecidos a los de Narcisa— brillaban con curiosidad infantil.

—¡Quiero usar capa de terciopelo y zapatos que hagan clack-clack! —anunció, imitando el sonido contra las sábanas—. ¿Podemos ir a uno? ¡Antes de que... antes del viaje?

La pausa apenas perceptible hizo que Harry se acercara de inmediato. Apoyó una mano en el hombro de Draco, calor sólido a través de la lana del abrigo.

—Podríamos hacer uno en Potter Manor —intervino antes de que Draco encontrara palabras, voz llena de una teatralidad que no usaba desde sus días en el Ministerio—. Con mesas flotantes y un pastel más alto que Hagrid. Para celebrar que... —Hizo una pausa calculada, mirando a Scorpius con complicidad—. ¡Que alguien me ha obligado a aprender francés para nuestro viaje!

Scorpius soltó una risa que sonó a campanillas de cristal, pero Draco tensó los hombros.

—Harry, no es momento para... —comenzó a protestar, pero una presión en su hombro lo silenció.

—Tendrás que perdonar mi torpeza, cariño —Harry se inclinó hacia el niño con falsa solemnidad—. Los héroes somos pésimos guardando secretos. Pero si quieres un baile... —Sus ojos verdes encontraron los de Draco, desafiando cualquier objeción—. Tu padre diseñará algo que haga parecer el Yule Ball una fiesta de té de elfos domésticos.

Draco abrió la boca para replicar, pero Scorpius lo interrumpió abrazándole el brazo con su pequeña fuerza de pájaro herido.

—¡Por favor, papá! —suplicó, hundiendo la nariz en el pliegue del codo de Draco—. Prometo no cansarme. Y tomaré todas las pócimas sin quejarne. Hasta la de sabor a calcetín quemado.

La sonrisa de Harry era un arma letal. Draco la había visto dirigida contra mortífagos, periodistas entrometidos y una vez, memorablemente, contra un ministro de Magia corrupto. Pero nunca contra sus propias defensas.

—Tendrás tu baile —cedió Draco, sintiendo cómo el abrazo de Scorpius le desarmaba como siempre—. Con orquesta de cuerdas y alfombra roja. Pero te pondrás la capa térmica y descansarás cada media hora.

—¡Lo supervisaré personalmente! —Harry se ajustó las gafas con aire de falsa autoridad—. Aunque quizá necesite ayuda con los detalles... —Sacó de su bolsillo un anillo de oro con el sello de los Potter y lo deslizó en el dedo de Draco antes de que pudiera reaccionar—. Acceso ilimitado a las cuentas de Gringotts.

Draco observó el anillo que ahora relucía en su mano, más liviano de lo que su simbolismo implicaba. Recordó de pronto los rumores: la fortuna combinada Potter-Black, las inversiones en reservas de unicornio en Ucrania, el sueldo obsceno como capitán de los wonderers. Todo eso, puesto en sus manos con la misma naturalidad con que Harry le pasaba la sal en el desayuno.

—Eres un lunático —murmuró Draco, aunque no retiró la mano cuando Harry entrelazó sus dedos—. ¿Qué te hace pensar que no vaciaré tus bóvedas en zapatos de diseño y vino de hadas?

Harry se inclinó hasta que sus labios rozaron la oreja de Draco, en un susurro que solo él pudo oír:

—Porque sé que gastarás cada galeón en hacer feliz a nuestra libélula. Y... —Su aliento calentó la piel de Draco— ...Por que no me importa que gastes cada galeón en mis cuentas en chocolates o velas, siempre que te quedes.

Scorpius aplaudió sin entender la complicidad entre adultos, ya sumergido en trazar diseños de invitaciones en el aire con su varita de juguete. Draco sintió que el peso de la enfermedad retrocedía, solo por un instante, ante el simple milagro de sentirse sostenido. De ser equipo.

Scorpius jugueteaba con el borde de la manta, sus dedos siguiendo el patrón de las libélulas bordadas. La luz del atardecer pintaba su perfil de melocotón marchito cuando pronunció las palabras que paralizaron la habitación:

—Cuando papá Harry y tú se casen, ¿tendré dos anillos familiares? La tía Pansy dice que seré el primer heredero con tres líneas de sangre puras tan poderosas.

El silencio cayó como un manto de hielo. Draco sintió que el anillo de los Potter-Black en su dedo ardía como carbón vivo.

—Scorpius Hyperion Malfoy —farfulló Draco, palideciendo—. La tía Pansy también cree que los trolls son buenos para hacer pasteles de boda. Harry no es... quiero decir, nosotros no...

Harry, que estaba ajustando el gotero de poción nutritiva junto a la ventana, dejó caer la jeringa mágica. El cristal se hizo añicos contra el suelo como un presagio.

—Perdón —murmuró el niño, encogiendo los hombros con una sonrisa que no alcanzaba a ocultar su travesura calculada—. Es que si vas a ser mi papá también, Harry, debería practicar.

Draco se llevó una mano al pecho. El corazón le latía tan fuerte que temió que los monitores mágicos delataran su pánico.

—Scorpius, cariño, los adultos a veces... —Draco buscó desesperado una salida elegante, maldiciendo mentalmente a Pansy Parkinson y su lengua de víbora—. El matrimonio es...

—Ya le propuse matrimonio —interrumpió Harry con calma de auror entrando a una guarida de mortífagos. Recogió los fragmentos de cristal con un movimiento de varita antes de acercarse—. Pero tu papá Draco dijo que quería esperar. Hasta que te recuperes.

Scorpius giró hacia Draco con ojos como lunas llenas.

—¿Es cierto? —Su voz tembló de emoción—. ¿Harás llorar a papá Harry como en las películas muggle? ¿Con flores y violines y todo?

Draco negó inconscientemente, buscando las palabras adecuadas

—Lo que tu papá quiere decir —intervino Harry, pulgar dibujando círculos en la tela del pantalón de Draco— es que necesitamos planearlo bien. Una boda no es como comprar caramelos en Honeydukes. —Alzó la vista, y en sus ojos verdes Draco leyó un mensaje no dicho: Juega el juego. Por él.

—Pero si ya viven juntos —refunfuñó, señalando el reloj de bolsillo de Draco que mostraba la foto de los tres—. Hasta comparten baño. La tía Pansy dijo que...

—¡Basta de chismes de la tía Pansy! —Draco se levantó bruscamente, ajustando su saco como armadura—. Yo... no uso violines para hacer llorar a la gente —logró articular, clavando las uñas en las palmas—. Es más... sutil.

Harry soltó una risa que vibró con amargura disfrazada de diversión.

—Me hizo llorar el día que aceptó usar mi anillo —dijo mostrando la alianza simple de oro blanco que Draco llevaba—. Y eso que sólo era para administrar las cuentas.

Scorpius tomó las manos de ambos, uniendo sus palmas sobre su propia mano enferma. La mancha violácea latía al compás de tres corazones acelerados.

—Cuando me curen —dijo con solemnidad de profeta—, tendremos el baile de bodas más grande del mundo mágico. Con fuegos artificiales formando dragones y... ¡una tarta que escupa ranas de chocolate!

Draco miró a Harry por primera vez desde la explosión. En esos ojos verdes, tan hábiles para ocultar dolor, leyó la verdad no dicha: los anillos falsos, las mentiras piadosas, las noches en vela discutiendo testamentos y custodias. Todo el teatro para proteger a un niño que sólo anhelaba una familia completa.

—Será una boda digna de los diarios —murmuró Harry, limpiando una lágrima imaginaria de la mejilla de Scorpius—. Aunque tu padre insista en vestirme de armiño como a un viejo lord de las películas.

Scorpius rió, pero la risa se transformó en tos. Draco alcanzó el vaso de agua con reflejos de ex buscador, mientras Harry sostenía la espalda del niño con manos que no temblaban (nunca temblaban frente a Scorpius).

—Tendrás tu baile —susurró Draco contra el cabello sudoroso de su hijo—. Y tu tarta con ranas. Y todo lo que... —La palabra "quedemos" murió en sus labios—. Todo lo que desees.

Cuando Scorpius se durmió, Draco enfrentó a Harry en el corredor iluminado por velas azules.

—¿Propuesta de matrimonio? —susurró con furia controlada—. ¿En qué momento...

Harry lo arrinconó contra un retrato de los fundadores de San Mungo, que fingieron dormir para espiar mejor.

—En el momento en que necesitaba darle esperanza —respondió, voz ronca de verdades demasiado tiempo guardadas—. Y porque algún día, cuando esto termine, pretendo hacerlo de verdad. Con violines, lágrimas, y todo el ridículo que mereces.

Antes de que Draco pudiera replicar, Harry capturó sus labios en un beso que sabía a promesas no firmadas y futuros inciertos. Y aunque Draco lo empujó contra la pared opuesta ("¡Idiota, Potter! ¡Esto es un hospital!"), no pudo evitar morderle el labio inferior en venganza...

—Después del tratamiento —murmuró contra sus labios—. Si... si sobrevive, te daré una respuesta.

Harry sonrió, esa sonrisa de lobo que Draco amaba y temía en igual medida.

—Trato hecho, Malfoy. —Se apartó, arreglándose la túnica con aire de triunfo—. Pero el baile de gala será nuestro ensayo general. Prepárate para bailar hasta el amanecer.

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El aire en Potter Manor olía a pergaminos recién desenrollados y a gardenias encantadas para mantener su fragancia. Draco recorría los salones con un gesto de general en campaña, el anillo de los Potter-Black reluciendo en su mano cada vez que lanzaba un hechizo de decoración. Las guirnaldas de hiedra plateada se enroscaban en las columnas al pasar, y los retratos ancestrales susurraban entre sí al verlo administrar su herencia con eficiencia de regente.

—El buffet necesitará tres fuentes de cristal humeante —dictó a un elfo doméstico que tomaba notas en un pergamino más grande que su cabeza—. Nada de platos voladores. Scorpius merece elegancia, no circo.

En la biblioteca contigua, el eco de risas infantiles atravesaba las puertas de roble. Draco se asomó discretamente: Harry giraba a Scorpius en el aire, imitando los pasos del vals mientras el niño imitaba con torpeza adorables los movimientos de su padre.

—¡Más bajo, papá Harry! —exigía Scorpius, los pies descalzos rozando el mapa estelar tejido en la alfombra—. Quiero bailar como en los cuadros del abuelo Lucius.

Harry lo depositó suavemente, sus manos de auror convertidas en soporte seguro. Al mirar hacia la puerta, atrapó a Draco en su espionaje. Una sonrisa pícara iluminó su rostro.

—Tu papá Draco era el mejor bailarín de Slytherin —comentó en voz alta, haciendo que el rubor subiera por el cuello de Draco—. Hacía llorar a los violines con sus giros.

Scorpius rió, un sonido que Draco grabó en su memoria como antídoto para futuras noches oscuras. Observó cómo el niño tropezaba al intentar una reverencia, y cómo Harry lo sostenía con paciencia de maestro. Nuestro hijo, pensó, y el plural le quemó el pecho

La mañana de las mediciones en el taller de Alta Costura Malfoy, Draco respiró hondo ante el escaparate que mostraba maniquíes vestidos con brocados del siglo XVII. El local seguía igual: espejos con marcos de serpientes entrelazadas, alfombras que absorbían el ruido de los pasos, y ese olor a seda recién cortada que le transportaba a los días en que Narcisa lo llevaba de compras.

—Aquí fue donde aprendí a odiar el terciopelo —musitó Draco al cruzar el umbral, rozando un rollo de tela color vino—. Madre me hacía probar veinte trajes antes del té.

Harry cargaba a Scorpius en hombros, evitando que tocara los artilugios mágicos que flotaban cerca del techo abovedado.

—A la derecha está Madame Malkin —señaló Harry de pronto, haciendo que Scorpius se inclinara peligrosamente—. Allí nos conocimos. —Su voz adoptó un tono de complicidad—. Tu papá Draco fue el primer niño de nuestro año en hablarme.

Scorpius abrió ojos como platos.

—¿De verdad? ¡Cuenta!

Draco sintió que el cuello de su camisa se ajustaba. Aquel recuerdo le quemaba: su yo de once años pavoneándose frente al niño famoso, ignorante de los giros que daría su historia.

—Fue... un encuentro trivial —murmuró, pero Harry ya empujaba la puerta de la tienda con el hombro, desatando el repique de campanillas ancestrales.

Los espejos de cuerpo entero los reflejaron como un cuadro familiar imperfecto. Draco y Harry subieron a los taburetes de medición, separados por un metro de aire cargado de nostalgia. Scorpius correteaba entre rollos de tela, dirigido por una asistente que convertía su juego en medición disimulada.

—No se mueva, señor Malfoy —advirtió la modista mientras una cinta métrica encantada le rodeaba el torso.

Draco contuvo un resoplido. En el espejo frontal, vio el reflejo de Harry observándolo con intensidad de astrónomo frente a un fenómeno nuevo. La cinta métrica de este último se enredaba inútilmente en su cintura, abandonada.

—Hola —dijo Harry de pronto, voz suave como la seda cruda que los rodeaba—. ¿También Hogwarts?

Draco contuvo una sonrisa. El guión de su infancia resucitaba, pero ahora cargado de capas nuevas. Jugó el juego.

—¿Tú tienes escoba propia? —continuó Harry, imitando el tono altivo de Draco a los once años.

—No —respondió Draco, levantando la barbilla en réplica exacta de su yo niño.

Harry se inclinó hacia adelante, ignorando el tutear de la modista. Su espejo reflejaba a Scorpius deteniéndose para observar.

—¿Juegas al menos al Quidditch?

—No. —Draco cruzó los brazos, sintiendo cómo el juego trascendía la parodia—. Pero conozco al capitán de los Wonderers. —Una mentira entonces, verdad ahora.

El Harry del espejo sonrió, no con la burla de antaño, sino con una calidez que hizo que la cinta métrica de Draco se apretara involuntariamente.

—Vaya —susurró Harry, voz cargada de dobles sentidos que sólo adultos sobrevivientes podrían decodificar—. Seguro le gustas mucho.

Scorpius estalló en risitas, rompiendo el hechizo. Draco bajó del taburete con dignidad herida por sus mejillas sonrojadas, pero Harry lo atrapó de la muñeca. El contacto eléctrico los paralizó.

—El capitán en cuestión —murmuró Harry, pulgar rozando el lugar donde el pulso de Draco bailaba salvaje—. Preferiría que usaras azul noche en el baile. Combina con... —Ojos verdes descendieron a sus labios—... tus nuevas alianzas.

Draco se liberó, pero el rubor delataba su derrota. Al recoger las muestras de tela, sus dedos rozaron las de Harry. Un acuerdo tácito: esto continuaría tras el baile, tras el tratamiento, tras todas las batallas.

Mientras Scorpius elegía hilos dorados para su chaleco, Draco permitió una sonrisa privada. Quizás los trajes no serían lo único midiéndose y rehaciéndose esa tarde.  cuando el trasgo termino los ajustes, Draco notó un detalle: Harry había elegido forrar su esmoquin con hilos de plata idénticos a los de su propia túnica. Un juego de reflejos, como sus vidas desde aquel primer «hola» en Madame Malkin

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Las lámparas de cristal del salón principal de Potter Manor brillaban con una intensidad que rivalizaba con las estrellas. Draco ajustó por décima vez el puño de su túnica azul noche, sintiendo el peso del solitario en su mano izquierda —una joya heredada de los Black, idéntica a las que Harry y Scorpius llevaban—. Afuera, los flashes de los reporteros del Profeta iluminaban los jardines como relámpagos indiscretos.

—Tres minutos —anunció Harry, apareciendo a su lado con un traje granate que Draco había elegido personalmente. Le ajustó la solapa, dedos rozando la cicatriz bajo la tela—. Los elfos dicen que los Weasley ya están en el vestíbulo.

Draco asintió, respirando hondo. El eco de un vals de piano muggle —elegido por Scorpius— flotaba desde el salón.

—¿Y los reporteros? —preguntó, viendo a través de las cortinas encantadas.

—Aplacados con whisky y pasteles de mentira —Harry sonrió, pero su mano se cerró instintivamente sobre el solitario—. Nadie arruinará esta noche.

El portón principal crujió. Primero llegó Theo, con un traje muggle remendado en los codos, arrastrando a Lyra. La niña sostenía una bolsa de caramelos de contrabando, típica de su vida en las afueras de Londres.

—Malfoy —Theo abrazó a Draco con familiaridad de quien comparte exilio—. Lyra juró que no le dirá a Scorpius que use magia, pero si ves volar los cubiertos...

—No hay cubiertos —susurró Draco, señalando los canapés flotantes—. Todo está diseñado para...

—¡Tío Draco! —Lyra lo interrumpió, mostrando un dibujo arrugado de Scorpius con capa de superhéroe—. Se lo prometí.

Antes de que Draco pudiera responder, Pansy entró con Lestrange aferrado a su falda de poliéster barato. Su vestido verde esmeralda era claramente de segunda mano, pero llevaba el orgullo intacto.

—Si tu madre viera esto —Pansy besó la mejilla de Draco, dejando una marca de lápiz labial muggle—. Luces de colores, música sin violines... Es perfecto.

—Madre no tiene voto aquí —Draco esbozó una sonrisa tensa, arreglando el moño torcido de Lestrange con un movimiento de varita.

El ambiente se cargó de murmullos cuando Lucius cruzó el umbral, bastón de ébano golpeando el mármol con cadencia de reloj. Su mirada plateada escaneó las guirnaldas de hiedra luminosa, los retratos de los Potter sonriendo forzadamente.

—Impresionante, Draco —dijo, voz pulida como el hielo—. Tienes el ojo de tu madre para el detalle. —Su solitario Malfoy brilló al posar una mano en el hombro de su hijo—. Aunque jamás aprobaría... esto.

—Justo por eso lo hice —Draco sostuvo su mirada, notando las arrugas nuevas en el rostro de Lucius.

La llegada de los Weasley interrumpió el momento. Ron entró primero, chaleco ajustado y cabello rebelde, seguido de Hermione con un vestido que fusionaba seda mágica y tela muggle. Ginny y Luna traían linternas de papel que cambiaban de forma, mientras George lanzaba chispas doradas desde un anillo-juguete.

—Potter —Ron asintió a Draco, tensión convertida en tregua por Scorpius—. El chico está arriba, ¿no?

—Practicando su discurso —Harry intervino, rozando el brazo de Draco en señal de apoyo—. Quiere «agradecer formalmente», según él.

El piano calló de repente. En el balcón superior, Scorpius apareció con un traje diminuto que combinaba el azul Malfoy y el granate Potter. Su solitario brillaba débilmente, como su magia.

—Bienvenidos —dijo con voz clara, imitando la entonación de Draco en los banquetes—. Hoy no es un baile. Es... —Titubeó, mirando a Harry, quien hizo un gesto de «sigue»—. ¡Es una celebración de que pronto viajaremos a comer panes muggle en París!

Risas cálidas llenaron la sala. Draco contuvo las lágrimas al ver a Scorpius bajar las escaleras, sostenido por Lyra y Lestrange.

—¿Los anillos? —susurró Lucius, notando las joyas idénticas.

—Un símbolo —Draco mostró el suyo, donde una runa de protección sustituía el escudo familiar—. Para recordar que algunas batallas se ganan unidos.

Harry se acercó con dos copas de champán, rozando su solitario contra el de Draco.

—Listo para el vals, señor organizador?

—Si enseñaste a Scorpius, dudo de tus pasos —bromeó Draco, permitiendo que Harry lo guiara al centro de la pista.

Mientras giraban, Draco vio fragmentos de su nueva vida: Theo y Pansy riendo con Dean Thomas, Lucius conversando a regañadientes con Arthur Weasley sobre enchufes muggle, Lyra enseñando a Scorpius a silbar con una hoja. Y en cada mano izquierda, los tres solitarios brillaban como faros en la oscuridad.

—Después de París... —Harry murmuró al oído de Draco, giro cerrado convirtiéndose en abrazo—. Hay una pregunta que necesito hacerte.

Draco no respondió. Sólo apretó su anillo contra el de Harry, dejando que la música los cubriera. Afuera, los reporteros seguían esperando. Pero por esa noche, sólo existía el triángulo de luz entre sus manos entrelazadas.

La orquesta entonó las primeras notas de El Vals de las Lunas Perdidas, una melodía que Hogwarts había enterrado en sus muros hacía décadas. Harry tensó los dedos sobre la cintura de Draco, sintiendo bajo la seda azul noche la cicatriz que ambos sabían existía —marca de un sectumsempra lanzado en otra vida—. Alrededor, los invitados se fundían en un borrón de colores, como si el tiempo hubiera decidido hacerles un guiño.

—Me vestí de plateado aquel día —murmuró Draco, guiando el giro con la elegancia heredada de Narcisa—. Tú llevabas ese horrible traje verde botella que te hacía ver como un sapo gigante.

Harry rió, el sonido vibrando contra el lugar donde el cuello de Draco se encontraba con el hombro. Olía a madera de ébano y a la loción de azafrán que Draco usaba desde la adolescencia, un aroma que ahora asociaba con hogar.

—Y aun así no podía apartar la vista de ti —confesó, sintiendo cómo Draco se estremecía levemente—. Pensé que era rabia. Hasta que Hermione me dijo que los sapos no sienten envidia del brillo de las estrellas.

El recuerdo los envolvió como niebla: Draco a los catorce, cabello peinado con orgullo de sangre pura, deslizándose por el salón como un cisne entre patos. Harry observándolo desde la mesa de Gryffindor, fingiendo interés en las quejas de Ron sobre el pudding de Circe.

—Me viste —Draco no lo formuló como pregunta. Su mano en el hombro de Harry se cerró imperceptiblemente—. Cuando bailé con Pansy. Te miré y tú...

—Escupí el ponche —Harry completó, sonrojado incluso ahora—. Ron pensó que me habían envenenado.

Un giro más amplio los llevó frente a los ventanales, donde la luna replicaba aquella noche de invierno de 1994. Draco alzó la barbilla, perfil recortándose contra el resplandor plateado igual que entonces. Harry contuvo el aliento: seguía siendo el ser más hermoso que hubiera visto.

—Quería que me invitaras —la confesión de Draco fue un fantasma entre ellos, frágil como cristal de helo—. Por eso me burlé de tu traje. Por eso te llamé salvaje frente a toda la Corte de las Hadas.

Harry detuvo el vals, aunque la música continuó. Su mano derecha se elevó para tocar la mejilla de Draco, repitiendo el movimiento que había soñado hacer mil veces mientras yacían en trincheras opuestas.

—Y yo quería estrangularte —susurró—. O tal vez arrastrarte a ese jardín de invierno donde los Slytherin fumaban a escondidas. Nunca lo supe.

El mundo exterior cesó. Ya no estaban en Potter Manor, sino en el puente de los Suspiros Perdidos de Hogwarts, con catorce años y corazones llenos de veneno que no sabían nombrar. Draco inclinó la frente contra la de Harry, sus anillos emitiendo un tenue resplandor al chocar.

—De haberlo hecho... —Draco tragó saliva, voz quebrada por el peso de los años perdidos—. ¿Qué habrías dicho? ¿Qué habría pasado?

Harry respondió con un beso lento, salado por el regusto de lágrimas que ninguno admitió derramar. Era diferente a todos los demás: no tenía la urgencia de la guerra ni la desesperación de las recaídas de Scorpius. Era un beso para el niño que escondía revistas de moda bajo su almohada, para el héroe que aprendió a cocinar sopa muggle, para los fantasmas que finalmente podían descansar.

Cuando se separaron, la melodía había cambiado a algo moderno y alegre. Scorpius reía en un rincón, intentando enseñar a Lyra un paso de baile que más bien parecía pelea de trasgos.

—Diría que eres insufrible —Harry sonrió, limpiando el rímel corrido de Draco con el pulgar—. Y luego te pediría otra danza. Como ahora.

Draco dejó que lo guiara de nuevo a la pista, cabeza apoyada en el hombro de Harry. Entre los pliegues del traje granate, su mano encontró la cicatriz del avada kedavra, ese recordatorio de que los finales felices eran frágiles pero posibles.

—Una más, Potter —susurró, aunque ambos sabían que serían todas las que el tiempo les permitiera—. Pero si pisas mis pies, revivo la tradición de los duelos al amanecer.

La risa de Harry se perdió entre las notas, mientras afuera, en el jardín donde Lucius Malfoy observaba con expresión indescifrable, las primeras nieves del invierno comenzaban a caer.

-

El pasillo que conducía a la biblioteca vibraba con el eco amortiguado de la música del baile. Draco caminaba junto a Harry, buscando un rincón privado para discutir los detalles del viaje a París, cuando voces alteradas los detuvieron frente a la puerta entornada.

—¿Cuánto tiempo llevas planeando esto? —La voz de Sophia, aguda y rajada por los sollozos, atravesó la madera—. ¿Desde que lo viste en el cumpleaños de Scorpius? ¡Dímelo!

Draco intercambió una mirada con Harry antes de asomarse con cautela. Entre las sombras de los estantes, Blaise estaba apoyado contra un escritorio antiguo, su traje impecable despeinado y el labio partido. Frente a él, Sophia, con el vestido de tul negro rasgado en un hombro, sostenía un retrato móvil que mostraba a Ron y Blaise en un beso apasionado entre las estanterías.

—Fue un error —murmuró Blaise, evitando su mirada—. No lo planeé...

—¿Un error? —Sophia arrojó el retrato al suelo; el cristal se hizo añicos, liberando un fragmento de risa de Ron que sonó grotesco en el silencio—. Te vi, Blaise. No fueron solo besos. Lo escuché gemir tu nombre.

En el rincón opuesto, Ron se ajustaba la camisa con dedos temblorosos, su cuello marcado por moretones frescos en forma de media luna. Su rostro estaba pálido, los ojos fijos en Blaise como si buscara una salida que no existía.

—No debiste seguirme —Blaise intentó tocar el brazo de Sophia, pero ella se apartó como si la hubiera quemado—. Esto... es complicado.

—¿Complicado? —Sophia rió, un sonido desgarrador—. Llevamos tres años juntos. Tres años ayudándote a reconstruir tu vida después de los juicios. ¿Y ahora me dices que todo se reduce a esto? —Señaló a Ron, quien bajó la cabeza—. ¿A un capricho de adolescencia que reviviste porque lo viste en una fiesta infantil?

Ron se aferró al lomo de un libro encadenado, como si necesitara sostener algo real.

—No fue planeado —susurró, voz ronca—. Blaise y yo... no nos habíamos visto desde los juicios. En el cumpleaños de Scorpius, empezamos a hablar y...

—¿Y qué? ¿Descubrieron que el odio de antaño era en realidad pasión reprimida? —Sophia interrumpió, lágrimas surcando su rímel a prueba de agua—. ¡Podrían haberme ahorrado la humillación!

Blaise cerró los ojos, como si las palabras fueran golpes físicos.

—No te engañé antes de esto —dijo, con una honestidad que sorprendió incluso a Draco—. Lo juro. Pero cuando lo vi otra vez... —Miró a Ron, y en esa mirada había un siglo de duelos no duelados, de burlas que escondían otra cosa—. Algunas heridas nunca cicatrizan. Solo aprendemos a sangrar en silencio.

Sophia se secó las mejillas con violencia, recogiendo su bolso muggle (regalo de Blaise en su primer aniversario).

—Pues ahora sangrarás a solas —escupió—. Y tú —se volvió hacia Ron, quien retrocedió—... disfruta tu momento de valentía. No durará.

Al salir, casi choca con Draco y Harry, que retrocedieron rápidamente. Por un instante, sus ojos se encontraron con los de Draco: una mezcla de furia y vulnerabilidad que dejó al ex mortífago sin aliento.

Dentro de la biblioteca, Blaise se desplomó en un sillón de cuero, las manos enterradas en su cabello. Ron permaneció de pie, paralizado por el peso de lo ocurrido.

—Deberíamos... —comenzó Ron, pero Blaise levantó una mano.

—No. Esto es mío —susurró, voz quebrada—. Como lo fue elegir el lado equivocado. Como lo fue sobrevivir.

Harry tiró suavemente del brazo de Draco, indicando que se fueran. Al retirarse, Draco captó el último fragmento de diálogo:

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Ron, más joven de lo que Draco lo recordaba.

—Lo que siempre hemos hecho —respondió Blaise, mirando el retrato roto en el suelo—. Mentir.

Al regresar al salón del baile, donde Scorpius reía al intentar bailar con Lyra, Draco apretó el anillo de Harry. La música sonaba demasiado alegre, las luces demasiado brillantes.

—¿Crees que alguno de nosotros sabe amar bien? —preguntó Draco en voz baja, viendo a Lucius conversar con un Arthur Weasley visiblemente incómodo.

Harry entrelazó sus dedos con los de él, el solitario de los Potter calentando la piel de Draco.

—Aprendemos —dijo simplemente—. Como ellos. Como todos.

Mientras la orquesta atacaba un vals, Draco decidió no mirar hacia la biblioteca, donde Blaise y Ron salían con prisa. Algunas sombras, sabía, debían permanecer entre páginas cerradas.

El último acorde del vals se fundió con el suspiro colectivo de las velas al apagarse. Scorpius, con su pijama de libélulas brillantes, abrazó las piernas de Draco antes de correr escaleras arriba seguido por Lyra y el pequeño Lestrange, cuyas risas resonaron como campanillas en la oscuridad.

—Media hora más y les lanzo un silencio —bromeó Harry, cerrando las cortinas del salón con un movimiento de varita. Su mano se deslizó hacia la cintura de Draco, atrayéndolo contra su pecho—. Aunque quizás debamos practicar nuestro propio... silencio.

El beso comenzó como un roce de gratitud compartida, suave como el aterciopelado champán que aún humeaba en las copas abandonadas. Pero Draco sintió el cambio —la manera en que las manos de Harry se enredaron en su cabello, cómo su aliento se aceleró al morderle el labio inferior—. Un gemido escapó de su garganta, mezcla de deseo y vergüenza al notar que su espalda chocaba contra la columna de mármol de la escalera principal.

—Potter, los elfos todavía... —intentó protestar, pero Harry silenció sus palabras con otro beso, esta vez más hondo, más urgente.

El sonido llegó como un latigazo: un crujido en las barreras protectoras de la mansión, seguido de una vibración que hizo temblar los retratos de los ancestros Potter. Draco se separó bruscamente, la mano en el pecho donde el núcleo mágico de la propiedad resonaba como un segundo corazón.

—Alguien cruzó los límites —murmuró, ya en modo señor de la mansión—. Sin violencia, pero...

—Con invitación —Harry completó, desenfundando su varita con la fluidez de auror. El rubor romántico había dado paso a la tensión de quien conoce el precio de la paz—. Tú diste acceso.

Draco negó con la cabeza, confundido. Las únicas autorizaciones eran para los invitados del baile, y todos...

El golpe en la puerta principal los paralizó. Tres impactos precisos, como los de un reloj marcando la hora irrevocable.

—Juntos —susurró Harry, tomando su mano libre. El anillo de los Potter brilló con un destello de advertencia.

Al abrir la puerta, la noche invernal se coló como un ladrón. Y con ella, envuelta en sedas azabache que ondeaban como bandera de duelo, ella.

Narcissa Malfoy emergió de la oscuridad, su vestido parisino cortando el aire con líneas tan afiladas como sus pómulos. El perfume a gardenias blancas y cicuta —su firma desde los días de la guerra— golpeó a Draco como un sortilegio de memoria.

—Madre —logró articular, sintiendo que el suelo cedía bajo sus pies de lord Potter-Malfoy.

Harry lo sostuvo con un brazo firme alrededor de su cintura, pero ni siquiera él pudo ocultar su sorpresa. Narcissa no había cambiado: cabello como plata pulida, ojos que leían runas en el alma, y esa elegancia que helaba la sangre.

—Draco 

Notes:

Medio larguito

Chapter 10: El núcleo mágico

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

La magia de Potter Manor solía ser un río sereno, pero esa tarde palpita como un corazón herido. Narcissa Malfoy cruzó el umbral con pasos medidos, sintiendo el peso ancestral de los muros. Las paredes susurraban en un lenguaje olvidado, inquietas, como si el edificio entero contuviera la respiración. Harry, de pie junto a la chimenea, alzó una mano en saludo. La mansión se calmó al instante, las sombras retrocediendo bajo su mirada.

—Madre —Draco se levantó del sillón, su voz un puente entre el pasado y el presente.

Narcissa no respondió de inmediato. Sus ojos plateados escanearon cada detalle: el traje de Draco, impecable pero sin el emblema Malfoy; las estanterías llenas de libros muggles junto a grimorios antiguos; y, sobre todo, el anillo. El anillo. Un círculo de oro con el león de los Potter entrelazado con serpientes esculpidas en ónix. Lo reconoció al instante: el Sello de Consorte, una reliquia que solo los herederos Potter podían otorgar.

—¿Te han convertido en guardián de su linaje, Draco? —preguntó, más cortante de lo que pretendía.

Harry intervino antes de que Draco pudiera hablar. —Es un protocolo de seguridad. La mansión reconoce su sangre ahora. —Mentira parcial. El rubor en las orejas de Harry delató lo que omitía.

Draco miró el anillo, como si lo viera por primera vez. —Dijiste que era para acceder a la biblioteca restringida y las pociones de Scorpius…

—Y lo es —Harry sostuvo su mirada, desafiando a Narcissa a cuestionarlo—. Entre otras cosas.

El silencio se extendió, roto solo por el crepitar del fuego. Narcissa se sentó en el sofá, alisando su vestido de seda negra. Notó cómo Draco seguía a Harry con la mirada, confundido pero confiado. Como un náufrago aferrado a un faro, pensó, y el dolor de esa verdad le quemó el pecho.

—Abuela.

La voz infantil cortó la tensión como un cuchillo de mantequilla. Scorpius apareció en la puerta, con su gorro azul ladeado y un dragón de peluche bajo el brazo. Sus ojos, grises como los de Draco pero llenos de una luz que jamás habían tenido los Malfoy, se clavaron en Narcissa.

—¿Eres la mamá de mi papá? —preguntó, avanzando sin miedo.

Narcissa contuvo un temblor. El niño era un espejo de Draco a esa edad, pero sin las sombras. Sin el peso del apellido. —Sí —respondió, seca.

Scorpius se subió al sofá a su lado, oliendo a galletas recién horneadas y tinta de cuadernos. —Harry dice que te gustan los jardines. ¿Quieres ver el mío? Tengo rosas que brillan de noche.

Narcissa miró a Draco, esperando una reprimenda. Pero su hijo solo sonrió, una expresión tan suave que le recordó a los días previos a Hogwarts, antes de que la guerra los convirtiera en extraños.

—Las rosas no son apropiadas para un niño —dijo, aunque sin dureza.

—Pero son mágicas —insistió Scorpius, tomando su mano con una confianza que derribó murallas—. ¡Y no pinchan! Harry les enseñó a hacer cosquillas.

Narcissa no pudo evitar una exhalación entrecortada. Casi una risa. Casi.

Harry se acercó, ofreciéndole una taza de té humeante. —Tiene miel de las colmenas del jardín. Como las que tenías en el invernadero de Malfoy Manor.

Narcissa dudó antes de aceptar. El aroma a lavanda y bergamota la transportó a otra época: Draco a sus siete años, riendo entre los rosales mientras ella podaba las espinas.

—¿El anillo…? —murmuró Draco, volviendo al tema como un gato a su presa.

Harry se frotó la cicatriz de la frente, una señal de incomodidad que Narcissa catalogó para futuras reflexiones. —Es un símbolo de alianza. La mansión te protege como a mí. Eso… incluye ciertos ritos ancestrales.

—Ritos de consorte —aclaró Narcissa, viendo cómo Draco palidecía al comprender—. Ese anillo no se regala, Potter. Se ofrece en ceremonias vinculantes, es como el anillo de los Malfoy que yo poseía, un anillo de consorte.

Scorpius, ignorando la tensión adulta, jugueteaba con las perlas del collar de Narcissa. —¿Las perlas son lágrimas de sirenas? Harry dice que las sirenas cantan canciones tristes.

—Eso es una tontería —respondió Narcissa, pero su voz carecía de filo—. Son de ostras del Mar del Norte.

—Me gustan más las sirenas —declaró el niño, soltando el collar para mostrarle su dragón—. Él canta por las noches. ¿Quieres oírlo?

Antes de que Narcissa pudiera negarse, el dragón entonó una melodía ronca que hizo vibrar los cristales de las lámparas. Draco se tapó los oídos, riendo, mientras Harry murmuraba un encantamiento para amortiguar el sonido.

—¡Basta, monstruo! —ordenó Draco, pero su sonrisa decía lo contrario.

Narcissa observó la escena: Harry protegiendo los oídos de Scorpius con un hechizo, Draco recogiendo las galletas que habían caído al suelo, la mansión resonando con una armonía que jamás tuvo Malfoy Manor. Sintió algo romperse dentro de su pecho. O quizás sanar.

—Visitaré tu jardín —dijo abruptamente, dirigiendo las palabras a Scorpius—. Pero solo si esas rosas no intentan morderme.

Scorpius saltó del sofá, arrastrándola hacia el corredor. —¡Prometido! Y después, ¡te mostraré mi colección de caracoles cantores!

Mientras seguía al niño, Narcissa miró sobre su hombro. Draco y Harry estaban de pie, hombro con hombro, el anillo de los Potter brillando como un faro en la penumbra.

—¿Lo sabías? —preguntó Draco en voz baja, acariciando el metal con el pulgar.

Harry entrelazó sus dedos con los de él, sellando la respuesta en un gesto que Narcissa entendió mejor que cualquier palabra.

La magia de la mansión susurró, por fin en paz.

Cuando finalmente el sol de la tarde se  filtraba con luz dorada por los ventanales de Potter Manor, pintando de calidez el salón donde Narcissa y Draco se sentaban frente a sus tazas de té frío. Afuera, se escuchaban las risas de Scorpius y Harry, distantes pero vivas, como un recordatorio de que la vida seguía girando más allá de los muros de este momento incómodo. Narcissa sostenía su taza con elegancia, pero sus ojos no se atrevían a mirar directamente a Draco.

—¿Por qué viniste? —preguntó Draco al fin, rompiendo el silencia que pesaba como plomo entre ellos.

Narcissa posó la taza en el platillo con un *clic* preciso. —Lucius me escribió —dijo, las palabras saliendo como piedras pulidas por años de práctica—. Dijo que irían a Francia. Pensé que… quizás deberían tener compañía en el viaje de regreso.

Draco esbozó una sonrisa amarga. —¿Y ahora te importa nuestro regreso? ¿O es que Lucius te ordenó vigilar que su heredero no se pierda entre muggles?

El reproche flotó en el aire, pero Narcissa no se inmutó. Sus dedos acariciaron el borde de la mesa, donde un grabado de dragones entrelazados contaba la historia de los Potter.

—Siempre quise acercarme —confesó, tan bajo que Draco apenas la oyó—. Pero no tenía derecho. No después de… —Su voz se quebró, un sonido extraño saliendo de una mujer que Draco recordaba impenetrable—. No te protegí cuando debí hacerlo.

Draco apretó los puños bajo la mesa, las palabras de su madre resonando con ecos de noches en Malfoy Manor: gritos de mortífagos, el crujir de huesos bajo maldiciones, y el silencio de Narcissa, siempre al margen, siempre observando.

—¿Y qué habrías hecho? —preguntó, más duro de lo que pretendía—. ¿Desafiar al Señor Oscuro por mí? ¿O a Lucius?

Narcissa cerró los ojos. Por un instante, Draco vio a la mujer que había sido antes de la guerra: la que le leía cuentos de criaturas mágicas, la que escondía sus lágrimas cuando Lucius lo reprendía.

—No lo sé —susurró—. Pero debí intentarlo.

El sonido de Scorpius riendo en el jardín atravesó los cristales. Draco miró hacia afuera, donde Harry enseñaba al niño a hacer volar una cometa con forma de hipogrifo. La visión lo desarmó.

—Durante años —dijo Draco, la voz quebrada—, pensé en lo que dirías si vieras… en lo que me había convertido... Sin dinero, sin nada, intentando llegar a fin de mes. —Su mirada se centro en la marca en su brazo—  Que consejo me darías... Al verme derrotado.

Narcissa se levantó con la gracia de una reina, pero sus pasos fueron vacilantes al acercarse a él. Sin previo aviso, se arrodilló frente a la silla de Draco, sus manos temblorosas buscando las suyas.

—Perdóname —dijo, y esta vez las lágrimas no pudieron contenerse—. Por no alzar la varita cuando debí. Por dejarte cargar solo con el peso de nuestro nombre. Por no ser tu madre cuando más me necesitaste.

Draco contuvo un jadeo. El mundo se redujo al frío de las manos de Narcissa, al brillo de sus lágrimas cayendo sobre el bordado de su vestido, a la verdad cruda de un perdón que jamás creyó merecer.

—Te escribí —susurró Draco, revelando un secreto guardado en el cajón más oscuro de su corazón—. Después de los juicios. Cartas que nunca envié. Preguntándote si… si aún me querías.

Narcissa apretó sus manos con fuerza de náufrago. —Las recibí —confesó, y el dolor en sus ojos fue un espejo del de Draco—. Lucius las quemaba. Pero yo… las leía en cenizas.

Un sollozo escapó de Draco, crudo y animal. Narcissa lo atrajo hacia su pecho, como si aún fuera el niño de ocho años que se refugiaba allí tras una pesadilla.

—Lo siento —repitió ella, acunando su cabeza—. Lo siento, Draco.

En el jardín, Scorpius gritó de alegría al ver la cometa elevarse. Harry sostuvo el hilo, pero su mirada se posó en la ventana del salón. Con un movimiento discreto, desvió a Scorpius hacia los rosales, regalándoles tiempo.

—No sé cómo ser tu madre ahora —murmuró Narcissa contra el cabello de Draco—. Pero si me lo permites… aprenderé.

Draco se separó lo suficiente para mirarla. En sus ojos, vio algo que creía perdido: el reflejo de sí mismo, no como heredero Malfoy, sino como hijo.

—Quedate —dijo, y fue una súplica, una orden, un principio—. Aunque sea difícil.

Narcissa asintió, limpiando sus lágrimas con un pañuelo bordado con las iniciales de Lucius. Pero cuando Draco se incorporó, ella arrojó el pañuelo al fuego, observando cómo las llamas devoraban el hilo dorado de un apellido que ya no los definía.

Al anochecer, mientras Potter Manor se llenaba del aroma a pan recién horneado y Scorpius mostraba orgulloso su colección de caracoles a su "abuela Cissy", Draco encontró a Harry en la biblioteca.

—¿Sabías que quemaría el pañuelo? —preguntó, apoyándose en el marco de la puerta.

Harry sonrió, marcando una página del libro que leía. —Las reliquias son solo eso: cosas. Lo importante —señaló hacia el salón, donde Narcissa reía ante un caracol que cantaba una balada desafinada— es lo que construyes con las cenizas.

Draco tomó su mano, el anillo de los Potter brillando junto al sencillo aro de plata que Harry llevaba. No hacían falta más palabras.

Cuando finalmente Narcissa se acercó a la puerta para irse, acaricio nuevamente el cabello de Draco como todas esas veces cuando era niño

—Eres un gran padre, Draco

.

El avión crujía bajo las nubes turbulentas del Canal de la Mancha. Scorpius, pegado a la ventanilla, observaba con ojos brillantes cómo las alas mecían el cielo como escobas de metal. Sus dedos delgados trazaban círculos en el cristal empañado, dejando huellas efímeras sobre el mar que devoraba el horizonte.

—¿Los muggles siempre vuelan así? —preguntó, volviéndose hacia Draco con una sonrisa que ya no iluminaba del todo su rostro pálido—. ¡Es como montar una alfombra, pero con jugo de naranja!

Draco asintió, ajustando la manta sobre las piernas de Scorpius. El niño había vomitado dos veces desde el despegue, pero insistía en beber sorbos de zumo como si fuera poción de valor. Harry, sentado al otro lado, no soltaba su mano ni para abrocharse el cinturón.

—Cuando lleguemos —murmuró Harry, limpiando una gota de sudor frío de la sien de Scorpius—, habrá croissants calientes. Y un jardín con fuentes que cantan.

—Como las sirenas —susurró Scorpius, reclinándose contra el hombro de Draco. Su respiración era un silbido leve, como el viento colándose por grietas en un muro.

La aterrizar Harry cargo a Scorpius todo el camino, Mientras Draco los guiaba junto a su madre

La clínica Sainte-Marie se alzaba entre campos de lavanda en Provenza, su arquitectura de cristal y acero brillando bajo un sol inclemente. A Draco le recordó a un ataúd moderno: pulcro, estéril, sin rastro de la magia cálida que solía habitar en los huesos de los edificios antiguos. Scorpius, pálido como el mármol de los Malfoy, dormitaba en una camilla flotante mientras los sanadores squibs lo conectaban a máquinas que pitaban en ritmos urgentes. Narcissa observaba desde un rincón, sus uñas pintadas de negro clavándose en los brazos de su silla.

—El tumor de Scorpius es más complejo de lo que se creyó inicialmente. —explicó el médico principal, un hombre delgado con gafas de montura dorada y acento francés— actúa de una forma que parece casi conciente, busca el núcleo mágico de Scorpius.El núcleo mágico no es un órgano. Es más bien… un gas. Un vapor vital que impregna el pecho de todo mago desde su nacimiento. —Señaló una pantalla donde una neblina dorada titilaba dentro del esqueleto fantasmagórico de Scorpius. El tumor, retorcido y negro, la estrangulaba como hiedra venenosa—. Cuando un mago muere, el núcleo se evapora. Pero si lo capturamos justo en el instante de la muerte…

Harry interrumpió, su voz tensa como la cuerda de un arco: —¿Cómo se captura algo que no es tangible?

El médico —el Dr. Laurent, según su gafete— abrió una caja de ébano. Dentro, un colgante de plata en forma de lágrima brillaba con luz propia. —Este artefacto fue creado por alquimistas en el siglo XII. Atrapa núcleos en el momento de la transición… pero solo si el donante elige morir. —Dejó caer las palabras como piedras en un estanque—. La voluntad es clave. Sin consentimiento, el núcleo se desvanece.

Draco sintió el piso inclinarse. —¿Está diciendo que alguien debe… suicidarse? —La palabra le quemó la lengua.

—No es suicidio —corrigió el médico—. Es un sacrificio consciente. El donante debe sostener el colgante, invocar una antigua fórmula, y permitir que el dispositivo extraiga su núcleo. —Hizo una pausa, ajustándose las gafas—. El proceso es indoloro. Como quedarse dormido.

Narcissa se levantó de golpe, su vestido de seda susurrando como una serpiente alerta. —¿Y qué garantiza que el núcleo donado funcione? ¿Qué evita que el tumor lo consuma también?

—El núcleo del donante debe ser compatible —continuó el Dr. Laurent—. Idealmente, de un familiar consanguíneo. Pero cualquier mago adulto puede servir… si su voluntad es pura.

El ganador Laurent tomo una pausa, suspirando profundamente.

—Una vez el Núcleo de Scorpius sea extraído a la fuerza el estará en un proceso de muerte... Debe resistir 3 minutos para que el tumor muera definitivamente y luego se le introducirá el nuevo núcleo mágico —Su voz sonaba tensa, la gravedad de sus palabras era obvia—  no mentire, es un procedimiento altamente riesgoso, Pero sus probabilidades de vivir son más altas que si seguimos tratamientos convencionales.

Scorpius tosió en la camilla, un sonido húmedo y profundo que hizo que Draco se estremeciera. Harry se acercó al niño, limpiándole la sangre de los labios con una servilleta embrujada que Pansy le había regalado. —Tres minutos —murmuró Harry, más para sí mismo que para los demás—. Solo necesita resistir tres minutos sin núcleo.

El silencio fue un abismo. Draco miró a Harry y supo, con terror y rabia, lo que el otro pensaba.

—No —gruñó, antes de que Harry pudiera hablar—. No lo permitiré.

Harry lo enfrentó, verde contra gris.

—Es la única forma.

—¡Es un suicidio! —Draco levantó la voz, haciendo que Scorpius se estremeciera en la camilla—. El núcleo no se regenera. Si lo donas, morirás.

Laurent se levantó, intentando apoyar a Harry

—El núcleo del señor Potter sería altamente ideal para...

—No —rugió Draco, interponiéndose entre ellos—. ¡Él no es familia! ¡No tiene obligación!

—Pero tiene voluntad —susurró Narcissa, y en sus palabras había un reconocimiento amargo—. Y un núcleo poderoso. El más poderoso de Europa, quizás.

Scorpius gimió, retorciéndose en la camilla. En la pantalla, la neblina dorada de su núcleo se desvanecía bajo el avance implacable del tumor. Harry tomó el colgante de la caja, su superficie helada empañándose al contacto con su piel.

—¿Cuánto tiempo tengo para decidir? —preguntó, sin apartar la vista de Draco.

—No es urgente, señor Potter, Pero sería ideal realizar el procedimiento cuando Scorpius este más fuerte, quizás en dos días —respondió el médico—. Quizás menos.

El aire se espesó. Draco buscó desesperadamente una alternativa, una trampa en las reglas, un hechizo prohibido que ni siquiera los libros negros de los Malfoy mencionaran. Pero solo encontró la verdad, cruda e inmutable: sin núcleo, Scorpius moriría. Sin donante, no había núcleo.

—¡Basta! —El grito de Draco resonó en las paredes de cristal—. No voy a permitir que tú...

Scorpius tosió de nuevo, más fuerte. Esta vez, la sangre manchó su camisón de seda. Harry se inclinó sobre él, susurrando palabras que Draco no pudo oír. El colgante colgaba de su cuello ahora, brillando con avaricia.

—El donante —dijo el Dr. Laurent, recogiendo sus pergaminos— debe entender que, una vez que el núcleo abandona su cuerpo… no hay vuelta atrás. —Hizo una pausa en la puerta—. La muerte es instantánea.

La habitación se sumió en un silencio eléctrico. Afuera, las cigarras cantaban en los campos de lavanda, indiferentes al precipicio que se abría en el corazón de Draco. Narcissa miró a Harry, luego a su hijo, calculando.

Draco quiso gritar, pero la voz se le quebró. En la pantalla, el tumor avanzaba otro milímetro hacia el núcleo.

Esa noche, mientras Scorpius dormía drogado por pociones contra el dolor, Draco enfrentó a Harry en el jardín de la clínica. Las luciérnagas muggle parpadeaban entre los cipreses, indiferentes a la tormenta entre ellos.

—Si tocas tu núcleo —advirtió Draco, clavando un dedo en el pecho de Harry—, te amarraré a esta tierra con cada hechizo prohibido que conozco.

Harry atrapó su mano, el anillo de los Potter rozando la cicatriz del sectumsempra. —¿Prefieres verlo morir?

—¡Prefiero pelear! —rugió Draco, las lágrimas cayendo por primera vez—. Buscar otro método, otro donante…

—¿Quién más, Draco? —Harry lo sacudió, no con furia, sino con desesperación—. ¿Narcissa? ¿Un desconocido? Nadie daría su magia por un niño que no es suyo.

La luna testigo los vio colapsar: Draco golpeando el pecho de Harry, Harry envolviéndolo en un abrazo que ahogaba gritos y maldiciones.

—¿Crees que esto es heroico? —Draco agarró la camisa de Harry, los nudillos blancos contra el algodón negro—. ¿Morir como el mártir perfecto? ¡No te dejaré hacerlo!

Harry no se resistió. Sus manos se cerraron sobre las muñecas de Draco, cálidas incluso ahora. —No es heroísmo —susurró, la voz quebrada por una calma mentirosa—. Es amor.

Draco soltó un gemido gutural. —¡Amor es quedarte! —gritó, las lágrimas cortando su rostro como cuchillas—. ¿Crees que Scorpius sobrevivirá si te pierde? ¿Crees que yo…?

La pregunta se ahogó en un sollozo. Harry lo atrajo hacia sí, sus labios rozando la cicatriz que él mismo había tallado años atrás en aquel baño maldito. —Escúchame —murmuró contra su piel—. Cada noche que he dormido junto a ti bajo el mismo techo, he soñado con esta familia. Con despertar y verlo a él correr hacia nosotros, con su risa que parece… —Una pausa, un temblor—. Que parece redimirme de todo. No puedo robarle ese futuro.

—¡Yo tampoco! —Draco lo sacudió, derribando la compostura de Harry—. ¿Crees que eres el único que lo ama? —Su dedo señaló la ventana iluminada—. Si mueres, ¿qué será de mí? ¿Volveré a ser el cobarde que escondía cicatrices bajo mangas largas? ¡Te necesito, Potter!

El nombre cayó como un golpe. Harry retrocedió, herido. —¿Y crees que yo no te necesito? —Su voz se elevó, agrietándose—. Cada día desde la guerra, he buscado algo por lo que valga la pena vivir. No la fama, ni la gloria… —Tomó el rostro de Draco entre sus manos, obligándolo a mirarlo—. Tú. Ustedes dos. Pero si para salvarlo debo convertirme en otra sombra que los persigue… —Una lágrima resbaló, mezclándose con las de Draco—. Lo haré mil veces.

Draco se aferró a su cuello, los dedos enredándose en la cadena del colgante alquímico. El metal ardía como veneno. —Egoísta —murmuró, besándolo con rabia, con desesperación—. Me enseñaste a querer, a vivir, y ahora me pides que te deje ir.

Harry respondió al beso con igual furia, saboreando sal y promesas rotas. Cuando se separaron, jadeantes, apoyó la frente en la de Draco. —No es justo —reconoció, el aliento entrecortado—. Pero ¿ves otro camino?

En la habitación arriba, Scorpius tosió. El sonido los atravesó como un látigo. Draco hundió el rostro en el hueco del hombro de Harry, inhalando su esencia a menta y coraje. —Lucha —suplicó—. Como siempre lo has hecho. Encuentra otra manera.

Harry acarició su nuca, dibujando círculos que Draco había aprendido a amar. —He consultado todos los libros, Draco. Hasta los que tu madre escondía tras retratos malditos. —Una risa amarga—. No hay hechizo que mate un tumor alimentado de magia. Solo… reemplazar lo que devora.

El viento arremolinó pétalos de lavanda alrededor de sus pies. Draco observó el anillo de los Potter en la mano de Harry, el ónix brillando con destellos verdes. —¿Y si soy yo? —murmuró, repentinamente sereno—. Mi núcleo es compatible. Soy su padre.

Harry lo apartó bruscamente. —¡Ni lo pienses! —rugió, el miedo destrozando su máscara de control—. Scorpius preferiría morir que perderte. Y yo… —Trago seco—. Yo no sobreviviría a eso.

La verdad los aplastó. Draco cayó de rodillas sobre la hierba húmeda, las manos aferradas a las piernas de Harry. —¿Por qué siempre tienes que ser el que salva a todos? —gimió, la voz desgarrada—. ¿Cuándo te toca ser salvado?

Harry se arrodilló frente a él, las manos temblando al enmarcar su rostro. —Me salvaste todos los días desde que me dejaste entrar —confesó, los ojos verdes brillando con lágrimas no derramadas—. Cuando me besaste. Cuando me dejaste sostener a Scorpius por primera vez durante una terapia. Cuando me miras como si yo… como si fuera digno de esto. —Su pulgar acarició el labio inferior de Draco—. Eres mi salvación, Draco. Y por eso debo protegerla.

Un grito ahogado escapó de Draco. Se abalanzó sobre Harry, derribándolo contra el suelo. Sus cuerpos se entrelazaron, no con pasión, sino con la urgencia de dos almas tratando de fundirse en una. Las luciérnagas huyeron, el mundo se redujo al sabor salado de sus bocas, al crujir de la hierba, al latido frenético de sus corazones.

—Te maldigo —susurró Draco contra los labios de Harry—. Te maldigo si me dejas. Juro que encontraré cómo arrastrarte de vuelta del Inframundo.

Harry sonrió, triste y dulce. —Eres el único que podría lograrlo —musitó antes de sellar su promesa con otro beso, largo, profundo, una despedida y un juramento.

Notes:

¿No querían que salvará a Scorpius?, pues lo estoy salvando

Chapter 11: Dime que me amas

Chapter Text

Draco había sobrevivido a una guerra. Había resistido cuando las sombras del Señor Tenebroso se adueñaron de las paredes de su hogar, cuando mortífagos ebrios de poder mancharon los pisos de mármol de la Mansión Malfoy con sangre ajena. Sobrevivió al peso de la Marca Tenebrosa quemándole el alma, a las noches en que sus propias manos, temblorosas y malditas, torturaban en nombre de un miedo que lo devoraba. Creía que nada podría ser más desgarrador que eso.

Hasta que la vida lo obligó a elegir entre el amor que lo salvó y el hijo que le dio razones para seguir respirando.

Ahora, sentado junto a la cama de hospital donde Scorpius dormía, Draco observaba el ritmo de su pecho al compás de los sedantes. El niño era un espejismo de paz en medio del caos: mejillas pálidas, labios entreabiertos, una mano diminuta aferrada al borde de la sábana como si incluso en sueños temiera caer al vacío. Draco apretó la taza de té entre sus dedos, sintiendo el calor penetrar hasta los huesos. Recordó otra tarde, lejana y dorada: Scorpius, de cinco años, correteando por el jardín tras una libélula de alas iridiscentes. "¡Mira, papá! ¡Atrapé una estrella!", había gritado, y Draco, por primera vez en años, rió sin amargura.

—Papá... —murmuró Scorpius entre sueños, y Draco cerró los ojos. Ya no sabía a cuál de los dos llamaba el niño, si a él o a Harry. Ambos eran "papá" en su mundo, un título ganado con noches en vela y promesas susurradas entre lágrimas.

La puerta se abrió con un crujido discreto. Blaise entró, envuelto en una chaqueta de lana roja, demasiado holgada y ajada para su elegancia habitual, era casi demasiado obvio que era de Weasley. Llevaba el cabello desordenado y ojeras profundas, como si hubiera luchado contra dementores en lugar de dormir.

—Draco... —llamó, su voz un hilo de seda rasgada por la culpa.

—Scorp está bien —respondió Draco automáticamente, sin apartar la mirada de su hijo—.Solo duerme.

Blaise se acercó, y el crujido de sus botas contra el suelo resonó como un martilleo. Se arrodilló frente a Draco, tomándole las manos con una urgencia que hizo crujir las articulaciones. Sus ojos, negros como el ónix del anillo de consorte, escudriñaron el rostro de su amigo, basto un segundo para saber que pasaba por su mente.

—Diez años, Draco —susurró, y en su voz tembló el peso de una década de ausencias—. Lamento no haber... Tenía miedo de mirarte y...

Un movimiento en la puerta los hizo volverse. Theo y Pansy estaban allí, siluetas recortadas contra la luz del corredor. Theo avanzó, su rostro demacrado iluminado por la ira y algo más: vergüenza.

—Díselo —exigió Theo, clavando una mirada incandescente en Blaise—. Dí por qué ninguno de nosotros lo buscó durante diez años. —Su voz se quebró, pero siguió, cada palabra un latigazo—. Éramos cobardes. Tú tomaste la Marca para que los mortífagos no nos arrastraran a nosotros a esa pesadilla. Y nosotros... —Respiró hondo, los puños temblando ante los recuerdos que había reprimido durante tanto tiempo—. Nos escondimos. Como ratas.

—Theo —intentó Pansy, pero su voz carecía de fuerza. Llevaba un vestido arrugado y el rímel corrido, lejos de la mujer impecable que solía burlarse de los gryffindors en Hogwarts.

—¡No! —rugió Theo, y Scorpius se agitó en la cama. Draco contuvo el instinto de levantarse para calmarlo, clavado en su sitio por la crudeza de la confesión—. ¿Cómo mirarte a los ojos después de dejarte cargar solo con nuestra culpa? —Theo tembló, se acercó, arrodillandose junto a Blaise tomando la mano de Draco—. Tú te sacrificaste. Nosotros... nos limitamos a sobrevivir en la protección de su sombra.

Draco observó a sus amigos, ¿Tanto habían callado?, reconstruyo memorias que el tiempo había desdibujado: Theo, temblando en el sótano de la Mansión Malfoy mientras los mortífagos reclamaban su brazo para la Marca. Pansy, llorando en silencio cuando Yaxley le apretó el cuello por cuestionar una orden. Blaise, bebiendo hasta olvidar el sonido de los gritos que atravesaban las paredes.

—No queríais la Marca —murmuró Draco, y su voz sonó ajena, como si hablara desde el fondo de un lago helado—. Yo... no podía permitir que os la pusieran, .

Theo soltó una risa amarga. —¿Y creíste que eso nos absolvería? Cada día desde que acabó la guerra, he visto tu rostro en cada copa de whisky, en cada maldito espejo. —Se inclinó, apoyando las manos en los brazos de la silla de Draco—. Fuiste nuestro escudo, y nosotros te dejamos pudrirte en tu propia valentía.

Pansy se cubrió el rostro, un sollozo ahogado escapando entre sus dedos. Blaise seguía arrodillado, sus manos ahora hundidas en el pelo, tirando de los rizos negros como si quisiera arrancarse la culpa de raíz.

Draco miró a Scorpius, cuya respiración seguía siendo un frágil hilo de vida. Alargó una mano y posó los dedos sobre el brazo de Theo, sintiendo la tensión que recorría sus músculos.

—No os necesité entonces —dijo, y fue una mentira dulce, un bálsamo para heridas que nunca cerrarían—. Pero os necesito ahora.

El silencio que siguió fue roto por el pitido monótono de las máquinas de Scorpius. Pansy se derrumbó en el suelo junto a Theo y Blaise, uniéndose al montón de extremidades entrelazadas y lágrimas contenidas, y Draco, por primera vez en una década, dejó que sus amigos lo sostuvieran mientras el mundo seguía girando, implacable, alrededor del sueño frágil de un niño que había enseñado a todos a volar de nuevo.

—Tienen prohibido interferir —Menciono Draco mientras miraba a su hijo y jugueteaba con el anillo del emblema Potter en su dedo— Cuiden a Scorpius mientras todo termina

—Draco —intento hablar Pansy pero fue silenciada rápidamente con un movimiento de su mano

Fue suficiente para que ellos supieran que no había manera de que Draco Malfoy cambiara su pensamiento, ellos no podrían lograrlo

—Papá... La voz de Scorpius, débil como el aleteo de una polilla, lo sacó de su agonía. El niño abrió los ojos, grises y nublados como un cielo de invierno. Una sonrisa pequeña, más triste que feliz, se dibujó en sus labios pálidos. Era la sonrisa de quien intenta consolar al que se queda. —¿Estoy muriendo?

La pregunta cayó en el silencio como una piedra en un lago helado. Draco sintió que el suelo cedía bajo sus pies. Su pequeña libélula. ¿Cómo responder a esa pregunta cargada de una lucidez tan desgarradora? ¿Cómo decirle a su hijo de nueve años que su cuerpo, tan frágil y amado, estaba perdiendo la batalla? La verdad era un monstruo que le desgarraba la garganta, pero la mentira sería una traición al valor que brillaba en los ojos apagados de Scorpius.

—Estás luchando, mi pequeño valiente — susurró Draco, su voz quebrada por un nudo de lágrimas que no podía tragar. Se inclinó, acariciando con infinita ternura la mejilla fría de Scorpius. —Estás muy cansado, eso es todo. Era una media verdad, una balsa frágil en un mar de oscuridad. Sus dedos temblaban al apartar un mechón de cabello sudoroso de la frente del niño.

Scorpius no apartó la mirada. Sus ojos, aunque velados por el dolor y la debilidad, sostenían una preocupación profunda, ajena a sí mismo. —¿Quiénes están afuera? — preguntó, su voz un hilo de seda rota. Miró hacia la puerta cerrada, como si pudiera ver a través de ella. —¿Vinieron?

Era una pregunta sobre ellos, sobre los que se quedarían. Sobre el mundo que Draco habitaría cuando él ya no estuviera. El corazón de Draco se contrajo hasta doler. Se levantó, las piernas como de plomo, y caminó hacia la puerta. Cada paso era una marcha fúnebre anticipada. Al abrirla, el pasillo se reveló como un cuadro vivo de su nueva y fracturada realidad.

Allí estaba Theo, arrodillado frente a Lyra, explicándole algo con gestos suaves mientras la niña miraba la puerta de la habitación de Scorpius con ojos grandes y confundidos. Pansy y Hermione conversaban en voz baja en un rincón, las manos de Pansy temblorosas, los ojos de Hermione enrojecidos pero llenos de una determinación férrea. Más allá, Lestrange jugueteaba distraídamente con la capa de la Ministra, un gesto nervioso que contrastaba con su habitual arrogancia. Blaise estaba hundido contra Ron, su cuerpo sacudido por sollozos silenciosos que Ron amortiguaba con un abrazo firme, constante, murmurando palabras de consuelo contra su cabello. Y en el centro, como un pilar de un pasado doloroso y un presente incierto, Narcissa y Lucius. Estaban de pie, separados por una década de distancia emocional, pero sus manos se habían encontrado en un instinto ancestral, entrelazadas con una fuerza desesperada. Draco recordó esa misma unión silenciosa durante los peores días de la guerra, cuando el mundo se desmoronaba. Ahora, se unían por el nieto que ambos amaban.

—Están todos, hijo — murmuró Draco, su voz un susurro áspero. Abrió un poco más la puerta, permitiendo que la luz del pasillo y la visión de sus seres queridos bañaran la habitación. —Todos están aquí. Por ti. Por nosotros.

Los ojos de Scorpius se iluminaron por un instante fugaz, como la última chispa de una estrella agonizante. Una sonrisa genuina, suave y llena de una paz inesperada, floreció en sus labios. —Qué bueno... — susurró, su voz ganando un hilo de fuerza, de alivio. —Tenía miedo... miedo de irme y dejarte a ti y a papá Harry solos. — Su mirada recorrió el rostro de Draco, buscando confirmación. —Hemos conocido tanta gente últimamente... es asombroso. Tan asombroso...

"No me dejes solo", era el grito silencioso que Draco escuchó en esas palabras. El miedo de Scorpius no era a la muerte, sino a la soledad que dejaría en su padre. El dolor fue tan agudo que Draco tuvo que agarrarse al marco de la puerta para no caer de rodillas. —No morirás, cariño — insistió, la mentira necesaria brotando de sus labios mientras se acercaba de nuevo a la cama. Se sentó al borde, tomando la mano pequeña y fría de Scorpius entre las suyas, frotándola suavemente para darle calor. Sus lágrimas, finalmente, rodaron libres, silenciosas, cayendo sobre el edredón. —Estás aquí. Conmigo. Con todos.

Scorpius giró la cabeza para mirar por la ventana. El cielo de Provenza comenzaba a teñirse de los colores del atardecer, dorados y morados. —Solo... soy precavido, papá — dijo, con una sabiduría que no correspondía a sus nueve años. Su mirada volvió a Draco, clara y llena de un amor tan puro que partía el alma. —¿Soy... soy un buen hijo?

La pregunta fue un puñal de ternura envenenada. Draco sintió que se desgarraba por dentro. Bajó la frente hasta tocar la mano de Scorpius, sus hombros temblando bajo el peso de un amor y un dolor insoportables. —El mejor de todos — logró decir, su voz ahogada en un sollozo. Levantó la cabeza, mirando directamente a los ojos grises de su hijo, reflejo de los suyos pero llenos de una luz que él jamás había poseído. —Mi pequeña libélula... mi estrella atrapada... el mejor hijo que un padre podría desear. Te lo juro por todo lo que soy. Las lágrimas surcaban su rostro sin control, limpiando simbólicamente años de oscuridad con su sal.

Hubo un silencio profundo, solo roto por el débil sonido de la respiración de Scorpius y el latido desesperado del corazón de Draco. Luego, con una serenidad que congeló la sangre en las venas de su padre, Scorpius susurró, su voz clara y dulce como un campanillo en la quietud:

—¿Y tú? ¿Eres un buen padre?

El mundo se detuvo. Draco sintió que toda su vida, sus errores, sus miedos, su lucha por ser mejor, por ser digno de este niño milagroso, se condensaban en esa pregunta. Miró a Scorpius, a su sonrisa tranquila, a sus ojos llenos de absoluta fe. Y en ese instante, rodeado por el amor silencioso de quienes esperaban afuera y el amor infinito del niño que se le iba, Draco Malfoy encontró su verdad más pura.

—El mejor de todos — respondió Scorpius, antes de que Draco pudiera articular palabra. Su pequeña mano apretó débilmente la de su padre. —El mejor de todos.

Fue un susurro final, un sello de amor absoluto. Draco se desplomó sobre la cama, enterrando su rostro en la sábana junto al costado de Scorpius, su cuerpo sacudido por sollozos silenciosos, rotos. No necesitaba más palabras. El amor de su hijo, su absoluta certeza, era un bálsamo y un tormento. Era la luz más brillante en el umbral de la oscuridad más profunda, un testimonio de que, a pesar de todo, había valido la pena. Y mientras lloraba, sosteniendo la mano de su pequeña libélula, supo que esa luz, aunque se apagara, jamás dejaría de brillar en el centro destrozado de su alma.

.

 

La noche se había adueñado de la clínica, un manto silencioso y pesado que ahogaba los sonidos de Provenza. En la pequeña habitación de Harry, el aire estaba cargado de una tensión eléctrica, de un dolor tan profundo que casi tenía sabor a metal. El colgante de plata, frío y ominoso contra su pecho, era un recordatorio constante del precipicio que se abría bajo sus pies. Estaba acostado, mirando las sombras que danzaban en el techo, cuando la puerta se abrió con un susurro apenas audible.

No necesitó girarse. Conocía esas pisadas, tan delicadas, tan calculadas para no hacer ruido, como si Draco temiera perturbar el frágil equilibrio del mundo en ese instante. Era el andar de quien llevaba siglos de elegancia forjada a fuego y dolor en los huesos.

—Harry — la voz de Draco resonó en la quietud, un hilo de plata rasgado por la emoción. —¿Estás despierto?

Harry hizo un sonido gutural de asentimiento, incorporándose parcialmente sobre los codos. La luz tenue de la luna que se filtraba por la ventana iluminó la figura en el umbral. Draco estaba vestido con una pijama de seda blanca, impecable, que lo envolvía como una neblina pura. Parecía etéreo, casi angélico, un fantasma de luz en la oscuridad de la habitación y de sus vidas. El contraste con la desolación en sus ojos grises era desgarrador.

—¿No puedes dormir? — preguntó Harry, su propia voz ronca por el cansancio y la emoción contenida. Se sentó completamente en la cama, las sábanas cayéndole a la cintura.

Pero Draco no respondió con palabras. Avanzó. No caminó; flotó a través de la habitación, atraído por una fuerza más poderosa que la gravedad. Su silueta, bañada por esa luz fantasmal, era un imán para el alma de Harry. Antes de que pudiera reaccionar, Draco estaba sobre él. Las manos frías pero firmes se cerraron en la nuca de Harry, tirando de él con una urgencia desesperada. El beso que siguió fue un huracán, una colisión de labios que sabían a sal, a menta fresca y al amargo regusto de las galletas de jengibre que Scorpius amaba. Sabía a promesas rotas y a un amor que se aferraba con uñas y dientes al borde del abismo. Harry respondió con la misma devoción feroz, sus dedos enterrándose en los hilos de oro de Draco, tirando de él como si pudiera fusionar sus cuerpos en uno solo, crear un escudo contra el destino.

Cuando finalmente se separaron, jadeantes, las frentes aún unidas, el aliento de Draco era un temblor cálido contra los labios de Harry.

—¿Me amas? — La pregunta surgió como un susurro rasgado, frágil, la voz del niño que una vez creyó que el amor era un cuento para otros, no para un Malfoy marcado por la oscuridad.

Harry no dudó. Sus palabras brotaron como un hechizo sagrado, sellado en el espacio mínimo entre sus almas, en el aire que compartían:

—Te amo como al primer jadeo de aire después de años ahogándome en la oscuridad. Como a la cicatriz en mi frente que me recuerda que sobreviví… para encontrarte a ti. — Su pulgar, calloso pero infinitamente tierno, se deslizó por la cicatriz de la Marca Tenebrosa en el brazo interno de Draco. Un toque tan suave como el que dedicaba a las rosas sin espinas que Scorpius cultivaba. —Eres la raíz que encontró tierra fértil en mi caos, la sombra que me enseñó a no temerle a la noche. Amo cada grieta, Draco, cada cicatriz que el mundo te grabó… porque son las rendijas que me permitieron entrar. Las que me dejaron amarte.

Una lágrima caliente, salada, resbaló de los ojos de Draco y se mezcló con sus pieles unidas. Jadeó, un sonido entrecortado de dolor y necesidad, aferrándose a Harry como si fuera la única roca en un mar embravecido.

—Y si fallo… — La voz de Draco se quebró, ahogada por el terror de nombrar lo innombrable, el futuro sin Scorpius que se cernía sobre ellos. —Si no puedo… seguir… después…

Harry no lo dejó terminar. Lo interrumpió con otro beso, pero esta vez fue diferente. Lento. Profundo. Un juramento tácito, un pacto escrito en el lenguaje del tacto y el aliento compartido. Cuando se separaron, apenas un centímetro, una sonrisa triste pero llena de una luz inquebrantable curvó los labios de Harry.

—No existe un ‘después’ sin ti, Draco. — Sus dedos rozaron el colgante alquímico oculto bajo la camiseta de Harry. Ambos sintieron su frío metal, su peso de destino. —Donde tú vayas, mi corazón irá. Si caes, caeré a tu lado. Si vuelas… — Su voz bajó a un susurro cargado de una promesa cósmica, —… te seguiré hasta donde ni las estrellas más valientes se atreven a brillar.

Draco enterró el rostro en el hueco del cuello de Harry, inhalando profundamente su esencia: a tierra mojada, a tinta de libros antiguos, a hogar. Un segundo de culpa, un fantasma del pasado, cruzó su mente antes de ser barrido por una necesidad abrumadora. Buscó los labios de Harry de nuevo, con una urgencia renovada.

—Necesito sentirte. — La confesión de Draco fue un susurro tembloroso, cargado de ansia, de un miedo primal a la soledad que acechaba, y quizás, de un vestigio de vergüenza por esta vulnerabilidad desnuda. Pero para Harry, era la melodía más bella, el sonido más verdadero y necesario. —Esta noche. Necesito sentir que eres mío. Que esto… que yo… soy real.

Harry no habló. Respondió con las manos. Con dedos que, aunque temblaban ligeramente, fueron diestros y decididos al desabrochar los delicados botones de perla de la pijama de seda blanca. La tela resbaló como agua sobre los hombros de Draco, revelando la palidez marmórea de su torso, un paisaje familiar y amado, ahora surcado por las cicatrices plateadas que Harry conocía demasiado bien. Las marcas del Sectumsempra. Las heridas que él había infligido.

Una mueca de dolor agudo, antiguo y siempre presente, distorsionó el rostro de Harry. Su respiración se cortó.

Draco lo vio. Captó la sombra de culpa y angustia en esos ojos verdes. Rápido, antes de que Harry pudiera retroceder en su tormento, Draco tomó su rostro entre sus manos.

—Tú — murmuró, sus labios rozando los de Harry, su aliento un susurro cálido, —dijiste que amabas mis grietas. — Su mirada era intensa, desafiando la culpa de Harry, reclamando la verdad de sus palabras.

—Estas grietas… — La voz de Harry se quebró, el peso de la responsabilidad aplastándole el pecho. —… las dejé yo. Era una confesión cargada de un dolor que nunca se había disipado del todo.

Una sonrisa pequeña, triste pero llena de una aceptación profunda, apareció en los labios de Draco. Acarició la línea de la mandíbula de Harry, un gesto de perdón y de posesión absoluta. —Y son parte de mí. De nosotros. Ahora, cállate y ámame, Potter.

Se inclinó para besarlo de nuevo, con una mezcla de ternura y fuego que desarmó a Harry. Bajo la presión de Draco, Harry se dejó empujar hacia atrás, recostándose completamente en la cama. Draco lo siguió, cubriéndolo con su cuerpo, su peso un ancla bienvenida. Con un movimiento casi tímido, Draco deslizó su mano por el torso de Harry, bajando, bajando, hasta introducirla con determinación bajo el elástico de sus pantalones de dormir.

Harry contuvo el aliento, un gemido ahogado escapándosele cuando los dedos de Draco encontraron su calor, su reacción inmediata. La otra mano de Draco se alzó, realizando una floritura precisa y elegante en el aire. Un hechizo de Silencio envolvió la habitación como una burbuja, ahogando cualquier sonido que pudiera escapar, creando un mundo privado, íntimo, donde solo existían ellos y esta necesidad desesperada.

—Toma todo lo que tengo —suplico Draco, con voz rasgada entre el nerviosismo y el deseo.

Harry no necesito otra invitación, Draco espero brusquedad, el deseo y la pasión en cada caricia, pero en su lugar Harry lo acostó con suavidad, como si tuviera miedo de lastimarlo si lo hacia demasiado fuerte, acaricio su cabello con dulzura y beso sus labios con la misma necesidad que un naufrago ve tierra firme.

Se deshizo de la camisa de seda blanca con lentitud, acariciando la piel debajo de ella con calma, disfrutando cada toque, cada roce exquisito de esa piel que había muerto por tocar de esa forma tantas veces, Harry estaba al borde de su cordura, mas allá de toda pasión, quería demostrarle con acciones a Draco todo lo que era capaz de sentir por el, todo lo que El era capaz de causarle.

cada prenda de la pareja cayo con suavidad a los costados de la cama, Harry se aseguraba de no ser brusco, Draco no sabia realmente como reaccionar, la única vez que había estado con Astoria había sido con el propósito de concebir un heredero, había sido frio, monótono y directo, nada de besos como los que Harry repartía por su clavícula, ni las caricias que dejaba en su cintura, tampoco estaban esos "te amo" "te adoro" "eres perfecto" que Harry estaba repitiendo una y otra vez contra su piel, como si necesitara que quedaran grabados mas allá de su mente, quería tatuarle cada palabra en la piel.

Cuando finalmente Draco sintió la ultima prenda ser retirada de su cuerpo un extraño sentimiento de vergüenza lo invadió, su seguridad se esfumo ante la mirada adoradora de Harry, las esmeraldas de su amado león lo escaneaban de arriba a abajo, con sus mejillas rosadas ante la vista.

—Jamás en mi vida había visto alguien tan hermoso como tu —murmuro mientras se acercaba y repartía besos desde su clavícula hasta su abdomen— Siento que le hare el amor a un ángel.

"Hacer el amor a un ángel" ellos harían el amor, Draco haría el amor por primera vez, y algo en lo profundo de su pecho deseaba que también fuese la primera vez para Harry, no quería imaginarse a su amado tomando de la misma forma firme pero dulce a alguien mas, besándolo como a el, adorándolo como a el, la sola idea lo hizo querer marcar a Harry, acerco sus labios al cuello y succiono hasta que sintió que su deseo se calmaba, al alejarse observo la marca circular morada en su cuello, perfectamente visible

—Júrame que no has amado a nadie como me amas a mi —pidió, patético e indefenso, Harry le dio una sonrisa calmada.

—No creo que ser capaz de amar a nadie como te amo a ti, Draco, desde la primera vez que vi esos hermosos ojos grises, supe que estaba perdido para siempre.

Draco lo beso, firme, posesivo hasta la locura, era suyo, su Harry y solo suyo, finalmente se acostó en las suaves sabanas que tanto olían como el hombre sobre el, Draco abrió las piernas con nerviosismo, aun atrapando los labios de Harry con los suyos, lo observo hacer un suave movimiento con su mano, su entrada inmediatamente se sintió mas suave, supuso que había sido un hechizo para lubricar, una pizca de celos apareció en su mente, pero antes de que la frase "¿con quien aprendió esto?" se terminara de formar en su mente, Harry rompió el beso.

—Eres la primera persona con la que hare el amor —susurro contra sus labios, mientras se acomoda mejor entre sus piernas.

Draco no respondió, simplemente se permitió sentir el suave placer que provocaba la fuerza ejercida en su entrada, aun no estaba dentro, Harry se estaba y le estaba dando el tiempo suficiente para adaptarse a la sensación.

—Quizás duela un poco al inicio —confeso Harry con voz ronca, su mirada ya demasiado perdida como para enfocarse en otro punto que no fueran las reacciones de su amado dragón.

—Confió en ti

Harry asintió y coloco mas presión, apenas entrando un poco, Draco reprimió el quejido de dolor, aunque Harry casi inmediatamente tomo su miembro entre sus manos, acariciándolo un poco mandando una oleada de placer que hizo gemir a Draco, el sonido, tan suave y excitante provoco involuntariamente que Harry entrara mas, arrebatándole un gemido mas fuerte

—Potter... —se quejo Draco, mirándolo con una mezcal de reproche y placer.

Pero Harry estaba luchando con cada impulso en su cuerpo, observo a Draco y se lanzo hacia sus labios, hambriento y necesitado, entro totalmente en el arrancando un gemido casi grito del platinado, las uñas de Draco se aferraron a su espalda dejando evidentes marcas rojas.

—Por favor —jadeo Harry mientras se separaba de sus labios— déjame amarte hasta mi muerte.

—Todo lo que fui, todo lo que soy y todo lo que seré, siempre será tuyo, Harry.

Las palabras hicieron que Harry jadeara, de deseo, de pasión, de amor, esta perdida e irremediablemente enamorado de Malfoy, el vaivén en sus caderas arranco mas de un jadeo, los brazos de Draco se aferraban al cuerpo de Harry como un salvavidas, sus labios competían por el dominio del beso, y en medio de las estocadas de Harry y los rasguños de Draco finalmente estaban mas juntos de lo que jamás estuvieron.

La noche se desvaneció en un amanecer pálido, teñido de lágrimas y jadeos ahogados por el hechizo de silencio. Los besos, las caricias, los mordiscos que marcaron la piel canela de Harry como un mapa de posesión desesperada, habían durado hasta que los primeros rayos del sol filtraron su luz dorada a través de las persianas. Iluminaron el lienzo de su torso: arañazos rojos que cruzaban su pecho como ríos de pasión, chupetones violáceos en el cuello que eran sellos de pertenencia, la huella de dientes en su hombro, un recordatorio feroz de la necesidad de Draco. Ahora, agotados, Draco estaba acurrucado contra el pecho de Harry, que subía y bajaba con un ritmo pausado. Los dedos de Harry, callosos pero infinitamente suaves, acariciaban el cabello dorado de Draco, un gesto mecánico, reconfortante, el eco de un amor que trascendía el dolor.

—Te amo — Susurró Harry de nuevo, la voz ronca por la noche y las emociones. Era la docena de veces, quizás más, que la frase había brotado de sus labios, un mantra contra la oscuridad que se cernía.

Draco se separó un poco, lo suficiente para mirarlo. Sus ojos grises, agotados pero lúcidos, escudriñaron los verdes de Harry con una intensidad que heló la sangre del mago. Había una resolución en ellos, una calma terrible. Con movimientos deliberados, demasiado serenos, Draco alargó una mano. Sus dedos no temblaron cuando encontraron la cadena del colgante alquímico, oculta bajo la camiseta sudada de Harry. El metal plateado, frío como la muerte, se enroscó en sus dedos.

—Draco... — El nombre fue un susurro de alarma en los labios de Harry. Sintió el peligro un segundo demasiado tarde. Intentó moverse, agarrar la muñeca de Draco, pero el cuerpo de Draco, tenso como un arco, bloqueó su intento. Era fuerte, decidido, movido por una fuerza que superaba el amor: la fuerza de una madre leona protegiendo a su cachorro.

—Te amo — murmuró Draco, y las palabras resonaron con una verdad absoluta, cristalina, como si acabara de descubrirla en ese instante. Era la confesión que había eludido, el muro derribado. Miró directamente a los ojos de Harry, sellando esa verdad en su alma. —Cuida de nuestra libélula.

El hechizo que Draco susurró fue apenas un soplo, un encantamiento de sueño profundo que conocían bien, usado en noches de pesadillas infantiles. Harry sintió cómo su cuerpo pesaba de repente, cómo sus párpados se cerraban contra su voluntad. La última imagen que registró antes de que la oscuridad lo envolviera fue el rostro de Draco, bañado por la luz del amanecer, hermoso y desgarradoramente resuelto. Las lágrimas, calientes e impotentes, rodaron por las mejillas de Harry antes de que el sueño lo reclamara por completo. Cayó hacia atrás en las almohadas, inconsciente, con el eco del "Te amo" de Draco y el frío ausente del colgante ardiendo en su pecho vacío.

Draco permaneció inmóvil un momento, observando a Harry dormir. La paz en su rostro era un puñal. Respiró hondo, el aire temblando en sus pulmones. El peso de lo que acababa de hacer, de la traición amorosa, del sacrificio robado, cayó sobre él como una losa. Pero no hubo vacilación. Se vistió con movimientos precisos, metódicos, ocultando el colgante de plata bajo las capas de su ropa. Era un peso frío contra su corazón, el precio de la vida de su hijo. Antes de salir, se detuvo en el umbral. Volvió la cabeza, su mirada plateada recorriendo la figura de Harry, tan vulnerable bajo las sábanas desordenadas, marcado por sus besos y su dolor.

—Realmente te amo — susurró al aire quieto de la habitación, una confesión final, un adiós silencioso para los oídos que no podían oírlo. Era la verdad más pura, la que justificaba la mentira, la que hacía el sacrificio insoportablemente necesario.

Sus pasos por el pasillo resonaban con un peso de plomo. Cada pisada era un latido más cerca del fin. Estaba seguro, más seguro de lo que había estado de cualquier cosa en su vida. Era su hijo. Su sangre. Su responsabilidad. No permitiría que Harry, el hombre que había transformado su oscuridad en luz, el que se había quedado contra todo pronóstico, pagara el precio final. Harry ya había dado demasiado. Esta vez, Draco daría todo.

—Dragón.

La voz de su madre, suave pero clara, lo detuvo en seco como un encantamiento de inmovilidad. Draco se giró. Narcissa estaba en el umbral de la habitación que Harry le había asignado, una silueta elegante recortada contra la luz suave del interior. Llevaba un vestido de seda gris perla, impecable como siempre, pero en sus ojos plateados había una comprensión profunda, una tristeza serena.

—Mi Dragón — repitió, con una ternura que atravesó las defensas de Draco—. Ven. Toma el té con tu madre.

Draco no pudo negarse. Era un ritual del pasado, un último momento de gracia antes del precipicio. Entró en la habitación, intentando ocultar el nerviosismo que le hacía temblar las manos dentro de los bolsillos, la culpa que pesaba como el colgante oculto. La habitación olía a lavanda y bergamota, como siempre en los espacios de Narcissa. Ella le tendió una taza de porcelana fina, el vapor aromático del té de menta ascendiendo en espirales. El aroma, tan familiar, lo transportó de golpe a su infancia: noches de fiebre, tardes de estudio bajo su mirada atenta, el consuelo innegociable de esa infusión.

—Recuerdo cuando me pedías que hiciera té de menta para ti — dijo Narcissa, observando su propia taza con una mirada lejana—. Eras tan mimado, cariño. Tan insistente. Nunca dejabas que los elfos lo prepararan. Tenía que ser yo. — Una sonrisa pequeña, nostálgica, tocó sus labios.

Draco sostuvo la taza con ambas manos, buscando su calor, su anclaje. Bebió un sorbo lento, el sabor fresco y reconfortante chocando con la amargura en su garganta. —Porque eras una gran madre — respondió, su voz más ronca de lo habitual. Levantó la vista para encontrarse con la de ella. —Siempre te levantabas si lloraba en mitad de la noche. Si quería té, aunque fuera invierno y estuvieras cansada... ibas tú misma. Sin quejarte.

Narcissa rió, un sonido suave como el roce de la seda. —Los elfos no tenían ese toque especial que te gustaba, mi pequeño Versailles — dijo, usando el apodo cariñoso, olvidado durante años, que aludía a su elegancia infantil y su amor por lo exquisito.

El apodo resonó en el aire como una campanada. Versailles. Draco miró fijamente a su madre. En sus ojos plateados, no había reproche, ni súplica. Solo una aceptación profunda, un amor infinito que lo envolvía como un manto. Ella sabía. Sabía adónde iba, sabía lo que llevaba escondido, sabía el precio. Y en lugar de detenerlo, de gritar, de suplicar, le ofrecía té. Le ofrecía un último momento de normalidad, de maternidad incondicional, en el umbral del sacrificio. Era su bendición silenciosa, su forma de decir "Ve. Haz lo que debes hacer. Soy tu madre, y te amo hasta el final".

Draco sostuvo su mirada, bebiendo otro sorbo de té. El calor se extendió por su pecho, pero no pudo derretir el hielo de la despedida que ya latía en su corazón. El amor de su madre, tan presente, tan sereno en su dolor, era a la vez su consuelo y su condena. El último sorbo de normalidad antes de entregarse al ritual que cambiaría todo.

El té de menta, fresco y reconfortante, había sido el aroma de su infancia. Draco cerró los ojos un instante al sorberlo, transportado a tardes lluviosas en el invernadero de Malfoy Manor, a noches de pesadillas calmadas por esa misma taza en manos de su madre. Pero ahora, en la quietud precaria de la habitación de la clínica, el sabor llevaba un peso añadido, un dejo de nostalgia que hacía más profunda la herida abierta en su pecho.

Narcissa observaba sus manos entrelazadas alrededor de su propia taza, la porcelana fina contrastando con la palidez de sus nudillos. —Durante la guerra te descuidé tanto… — comenzó, su voz un susurro de seda rasgada. Levantó la vista, y sus ojos plateados, nublados por una tristeza antigua, encontraron los de Draco. —Cada decisión, cada silencio, cada vez que aparté la mirada… creí, con la soberbia ciega de los Malfoy, que era lo mejor para ti. Que la supervivencia, el poder, el nombre… eran el mayor amor que podía darte. Un temblor casi imperceptible recorrió sus hombros. —Fui una pésima madre, Draco. No te protegí cuando el mundo se volvió ceniza a nuestro alrededor. Te dejé solo con monstruos.

El dolor en sus palabras era tangible, un puñal clavado en el corazón de Draco. Se inclinó hacia adelante, impulsado por el instinto de décadas de buscar consuelo en ella, de borrar esa culpa de sus ojos. —Madre, no… — empezó a decir, su mano extendiéndose para cubrir la de ella sobre la mesa.

Pero el movimiento fue brusco. Demasiado brusco. El mundo giró de repente, una marejada violenta que lo arrancó del presente y lo sumergió en un vértigo cegador. La taza vacía resbaló de sus dedos entumecidos, cayendo sobre la alfombra con un golpe sordo que resonó como un trueno en sus oídos aturdidos. Draco se aferró al borde de la mesa, los nudillos blancos, tratando desesperadamente de enfocar la imagen borrosa de Narcissa. La luz del amanecer que entraba por la ventana se fracturaba en destellos dolorosos.

—¿M-Madre…? La palabra le salió pastosa, la lengua pesada como plomo en su boca. El terror, frío y repentino, comenzó a filtrarse a través de la confusión. El té. El té de menta que solo ella preparaba así. El té que siempre había sido su refugio.

Narcissa no se movió. Permaneció sentada con una calma espectral, observándolo luchar contra el veneno que ya recorría sus venas. Una lágrima solitaria escapó de su ojo, trazando un camino plateado por su mejilla impecable. —Jamás supe por qué te gustaba tanto el té de menta, mi Versailles — murmuró, su voz extrañamente clara en el torbellino que consumía a Draco. —El olor siempre me pareció demasiado penetrante, el sabor… demasiado fuerte, casi medicinal. — Una pequeña, trágica sonrisa tocó sus labios. —Sin embargo, ahora le doy gracias a todas las estrellas por esa intensidad. Porque fue tan potente… que enmascaró por completo el olor de la poción de sueño profundo. Y el sabor… ah, el sabor amargo de la belladona y la cicuta se perdieron en tu menta favorita. Su mirada se endureció con un orgullo maternal feroz y desesperado. —Engañar a un maestro de pociones es una hazaña… pero para una madre decidida a salvar a su hijo, no hay obstáculo insalvable. Siempre fui impecable en lo que realmente importaba, ¿verdad, Dragón?

La revelación cayó sobre Draco como una losa de hielo. Comprendió con una claridad aterradora y demasiado tardía. El colgante que él había robado… la decisión que creía tan valiente… todo había sido anticipado, superado, por el instinto más antiguo y feroz.

—¡Mama! — El grito fue un sonido ronco, desgarrado, surgido de lo más profundo de su ser. Se levantó tambaleándose, el piso inclinándose bajo sus pies. Dio un paso hacia ella, luego otro, arrastrando sus piernas que parecían de plomo. —¿Qué hiciste? ¡NO! ¡Deshazlo! ¡Hay un antídoto! ¡Por favor! La súplica era frenética, salpicada de jadeos. Llegó hasta ella, sus manos buscando sus hombros, aferrándose con la fuerza de la desesperación.

Narcissa se levantó para recibirlo, abriendo los brazos como tantas veces lo había hecho cuando él era un niño asustado. El peso de Draco, debilitado por la poción, los derribó a ambos suavemente sobre la suave alfombra. Ella lo sostuvo contra su pecho, acunando su cabeza como si aún fuera pequeño, mientras él temblaba convulsivamente, las lágrimas mezclándose con el sudor frío en su rostro.

—Shhh, mi pequeño Versailles… mi valiente Dragón… — susurró ella contra su cabello, su propia voz cargada de un dolor infinito pero sereno. —Los hijos deben enterrar a los padres. Es la única ley natural que no debe romperse. Tú lo sabes bien. Lo sabes en tu sangre, en tu alma de padre.

Draco luchó contra la niebla que nublaba su mente, contra la pesadez que invadía sus miembros. —Pero… pero acabas de volver… — balbuceó, enterrando el rostro en el cuello de su madre, inhalando su perfume familiar a lavanda y lágrimas. —Apenas… apenas te tuve de vuelta… No me quites esto… No te vayas… Por favor, mamá… Fue el grito del niño que una vez fue, el hijo que siempre sería, rogando por su madre en la oscuridad.

Narcissa apretó el abrazo, como si pudiera imprimir su esencia en él para siempre. —Draco — dijo con firmeza suave, pero implacable. —Escúchame. Ningún padre, ninguna madre que merezca ese nombre… permitiría que su hijo muriera cuando puede impedirlo. — Sus dedos acariciaron su nuca, un gesto último de amor absoluto. —Tú lo harías por Scorpius sin dudar. Sin importar el precio. Yo… yo lo hago por ti. Porque eres mi hijo. Mi primer milagro. Mi eterno Versailles.

La oscuridad se cerraba rápidamente alrededor de Draco. La voz de su madre se volvía distante, como llegando desde el fondo de un pozo profundo. Sintió sus labios en su frente, un beso suave, un sello de despedida. El peso del colgante, que él había tomado para sí, parecía ahora insignificante contra el peso infinito del amor que lo estaba dejando ir.

—Cuídalos… — fue el último susurro que alcanzó a oír, apenas un aliento contra su piel. —Cuida de mi pequeña libelula… y de tu león… Cuídalos… y vive… Vive por mamá…

Luego, solo hubo silencio. Un silencio profundo y cálido, como los brazos que lo sostenían mientras Draco Malfoy se hundía en un sueño inducido, no por un hechizo, sino por el sacrificio más antiguo y puro, llevándose consigo el último aliento consciente de su madre y el amor que había redimido, demasiado tarde y para siempre, todos sus errores pasados. En el suelo, entrelazados, madre e hijo parecían una escultura de dolor y entrega, bañada por la luz fría de un amanecer que llegaba demasiado pronto.

Chapter 12: Nos vemos luego, Cariño

Chapter Text

El sol de la tarde doraba los jardines, convirtiendo las fuentes en chorros de luz líquida y haciendo brillar el mármol de las terrazas. Draco, de apenas ocho años, una flecha de lino blanco y cabello dorado deshilachado por el viento, corría como si los demonios del mismísimo Señor Tenebroso lo persiguieran. Su objetivo: una libélula de alas iridiscentes, una joya viviente que danzaba sobre los lirios del estanque. No quería atraparla, no exactamente. Quería verla, admirar de cerca ese milagro de color y fragilidad.

Pero la libélula, distraída en su danza aérea, no vio la amenaza que se cernía desde los juncos. Una rana grande y voraz, de piel viscosa y ojos saltones, se tensó como un resorte, su lengua protráctil disparándose hacia la presa desprevenida.

—¡NO! — El grito de Draco fue agudo, instintivo. Se lanzó hacia adelante, pequeño escudo humano entre el depredador y la criatura alada. Sus manitas golpearon el aire, desviando el golpe mortal de la lengua. La libélula, alarmada, zumbó hacia la seguridad de los rosales. Pero Draco, desequilibrado por el impulso, cayó de bruces contra el borde afilado de un macetero de piedra. Un dolor agudo le atravesó la rodilla. Cuando miró hacia abajo, vio el desgarro en sus pantalones de lino fino y la línea de sangre brillante que empezaba a brotar de la piel raspada.

El llanto llegó de inmediato, no tanto por el dolor físico, que era punzante pero soportable, sino por la frustración, el susto y la repentina fealdad de la herida en medio de tanta belleza jardín. Se sentó en la hierba, sollozando, las lágrimas surcando sus mejillas sucias de tierra.

Las pisadas fueron rápidas y silenciosas sobre el césped. Narcissa apareció como una aparición, su vestido de gasa azul pálido ondeando suavemente. No gritó, no se alarmó exageradamente. Se arrodilló junto a él en la hierba, ignorando el barro que manchaba su ropa costosa.

—Oh, mi pequeño Versailles... — murmuró, su voz un bálsamo de terciopelo en medio de su tormenta infantil. Sus manos, frescas y suaves, se posaron primero en sus hombros, calmando los temblores, y luego se movieron hacia la rodilla herida. Con un delicado movimiento de su varita, limpió la tierra y la sangre, revelando el raspón superficial. Un suave Episkey cerró la herida, dejando solo un enrojecimiento.

Draco siguió lloriqueando, más por el susto y la necesidad de consuelo que por el dolor ya menguante. Hundió el rostro en el hombro de su madre, inhalando su perfume a rosas y algo indefiniblemente suyo.

—¿P-Por qué me llamas así, maman? — preguntó entre hipidos, levantando una cara empapada y confundida hacia ella. —¿Versalles? ¿Como el palacio? Sabía de Versalles por los libros ilustrados de historia que le mostraban; un lugar de espejos, fuentes y reyes lejanos.

Narcissa sonrió, una expresión rara y llena de una ternura que Draco atesoraba. Con la punta de un pañuelo de encaje, secó sus lágrimas con infinita paciencia.

—Sí, mon chou, como el palacio — confirmó, su voz baja y musical. —Versalles es... es belleza hecha piedra. Es elegancia, refinamiento, la cúspide del esplendor. Es perfecto. Sus ojos plateados recorrieron el jardín, pero Draco sabía que ella no veía las rosas ni las fuentes. —Yo... admiro Versalles. Su historia, su grandiosidad. Es un sueño hecho realidad.

Luego, su mirada volvió a él, y la intensidad de su amor fue como un rayo de sol directo al corazón de Draco. Su sonrisa se suavizó, transformándose en algo más profundo, más íntimo. Tomó su carita entre sus manos, obligándolo a sostener su mirada.

—Pero a ti, Draco Lucius Malfoy — susurró, cada palabra cargada de un peso sagrado, —a ti, te amo más. Mucho más que a cualquier palacio, a cualquier sueño de grandeza pasada. Eres... mi vida hecha carne. Mi milagro. Mi perfección más valiosa, más frágil y más real que cualquier piedra o espejo.

Acercó su frente a la de él, un gesto de absoluta complicidad y posesión amorosa.

—Por eso eres mi pequeño Versailles. Porque eres más hermoso, más preciado y más amado para mí que todo el oro y el mármol del mundo. Eres mi tesoro. Mi castillo y mi jardín. Todo.

En ese momento, bajo el sol de la tarde, con el aroma de las rosas flotando en el aire y el zumbido lejano de la libélula salvada, Draco se sintió como el centro de un universo pequeño y perfecto. El dolor de la rodilla desapareció. Solo existía el calor de las manos de su madre, la certeza absoluta en sus ojos plateados, y el significado glorioso de ese apodo: Mi pequeño Versailles. No era solo un nombre bonito. Era una promesa. Un juramento de amor incondicional tallado en el corazón de un niño.

El recuerdo se desvaneció, fundiéndose con la oscuridad fría y viscosa del sueño inducido por la poción. Pero la sensación, el eco de aquellas palabras pronunciadas con una devoción absoluta, permaneció, grabada a fuego en el alma de Draco. "A ti te amo más... Eres mi tesoro... Mi castillo y mi jardín... Todo."

En el suelo de la habitación de la clínica, inconsciente en los brazos de su madre, una última lágrima cálida escapó del ojo cerrado de Draco Malfoy y se mezcló con las lágrimas frías en el rostro inmóvil de Narcissa. Ella había cumplido, hasta el último y más terrible extremo, la promesa implícita en aquel apodo de amor. Había protegido su tesoro. Había salvado su jardín. Había dado todo, por su pequeño Versailles.

La puerta de la habitación se cerró con un suave clic detrás de Narcissa. El pasillo de la clínica estaba bañado por la luz fría y temprana del amanecer, iluminando el polvo que danzaba en el aire como partículas de recuerdos rotos. Respiró hondo, enderezando la espalda con la elegancia impecable que la caracterizaba, como si se vistiera con una armadura invisible. El colgante alquímico, ahora frío y pesado como un pecado en su mano derecha, estaba oculto dentro de su puño cerrado.

Entonces lo vio. Harry Potter estaba al final del pasillo, apoyado contra la pared, su rostro pálido marcado por la falta de sueño y una ansiedad profunda. Sus ojos verdes, inyectados de rojo, se clavaron en ella al instante. Parecía un animal acorralado, sintiendo el peligro en el aire pero sin poder ubicar su origen. Se enderezó bruscamente al verla, avanzando hacia ella con pasos largos y urgentes.

—Narcissa — su voz era áspera, tensa como una cuerda a punto de romperse. —¿Dónde está Draco? Lo busqué en su habitación, no estaba... Scorpius preguntó por él...

Su mirada escudriñó su rostro, buscando respuestas, quizás temiendo la que ya intuía. Había una desesperación en sus ojos que Narcissa reconocía demasiado bien: la misma que había visto en los de su hijo momentos antes.

Narcissa se detuvo frente a él. Una calma extraña, casi sobrenatural, la envolvía. Miró a Harry directamente, a esos ojos verdes que habían visto demasiado dolor y aún así conservaban un destello de esperanza obstinada.

—He hecho algo, Harry — comenzó, su voz era clara, serena, pero cargada de una tristeza infinita que atravesó la armadura de preocupación de Harry. —Algo que romperá el corazón de mi adorado hijo en mil pedazos. — Hizo una pausa, tragando con dificultad un nudo de emoción. —Tú... tú siempre fuiste un buen niño, Harry Potter. Incluso cuando el mundo te dio razones para ser cruel, elegiste la luz. — Sus ojos plateados brillaron con lágrimas no derramadas. —Y ahora... ahora eres un gran hombre. Un hombre que ama a mi hijo con una fuerza que me humilla y me enorgullece a partes iguales.

Harry la miró, desconcertado, alarmado por la gravedad de sus palabras, por el tono de despedida.

—Narcissa, ¿qué...? Su voz se quebró.

Ella alzó la mano que no sostenía el colgante, como si quisiera tocar su mejilla, pero se detuvo a mitad del camino.

—Por eso te lo pido — continuó, cada palabra un peso, un testamento. —Cuídalos. Cuídalos mucho, por favor. A los dos. A mi pequeño Versailles y a mi valiente escorpión. — Una lágrima escapó finalmente, trazando un camino plateado por su mejilla. —Ámalos como solo tú sabes hacerlo. Mantenlos a salvo. Ayúdalos... a sobrevivir a esto. Por favor, Harry.

La súplica, saliendo de Narcissa Black Malfoy, mujer de hierro y orgullo legendario, fue más impactante que cualquier grito. Harry sintió una oleada de frío pavor. Su mirada, casi inconscientemente, bajó hacia la mano que ella mantenía cerrada a su lado. Un destello plateado asomó entre sus dedos pálidos. El contorno del colgante alquímico.

El reconocimiento fue instantáneo, brutal. Los ojos de Harry se abrieron como platos, el color desapareció de su rostro.

—¡NO! — El grito fue un rugido gutural, de terror absoluto. Se abalanzó hacia adelante, su mano extendiéndose para agarrar su brazo, para arrebatarle el colgante. —¡Narcissa, no lo hagas! ¡Dámelo! ¡POR FAVOR!

Pero Narcissa fue más rápida. Con la agilidad de una leona defendiendo su última decisión, dio un paso atrás, esquivando su agarre. Su otra mano se alzó, no para golpear, sino en un gesto de súplica y advertencia final.

—¡No me sigas, Harry Potter! — Su voz, ahora impregnada de una autoridad ancestral, resonó en el pasillo. —¡No robes este momento! Es mío. Mi elección. Mi sacrificio. — Sus ojos plateados ardían con una luz feroz, maternal, innegociable. —Ve con ellos. Ahora. Tu lugar está con ellos, no persiguiendo fantasmas.

Antes de que Harry pudiera reaccionar, antes de que pudiera lanzar un hechizo, pronunciar una súplica más, Narcissa hizo algo inesperado. Se inclinó hacia adelante con una gracia repentina y depositó un beso fugaz, suave como el ala de una mariposa, en la mejilla de Harry. Fue un gesto de bendición, de perdón, de traspaso. El perfume a lavanda y lágrimas lo envolvió por un instante.

—Cuídalos — susurró una última vez, su aliento cálido contra su piel.

Luego, se dio la vuelta. No corrió. Caminó. Con la cabeza erguida, la espalda recta como la columna de un templo, sus pasos resonando con una firmeza inquebrantable sobre el suelo de mármol. Se dirigía, con una serenidad aterradora, hacia la habitación de procedimientos, hacia el lugar donde el Dr. Laurent y su caja de ébano la esperaban.

Harry quedó paralizado, clavado en el suelo como por un Petrificus Totalus. El beso en su mejilla ardía como una marca. El peso de su súplica, de su orden, lo aplastaba. Vio cómo su figura elegante, envuelta en seda gris perla, se alejaba. Vio cómo su mano cerrada, la que escondía el colgante del sacrificio, no temblaba ni un ápice.

—Narcissa... — logró jadear, pero su voz fue un susurro ahogado, perdido en la inmensidad de su dolor y su impotencia. Sabía, con una certeza que le heló la sangre, que si la seguía, si intentaba detenerla, no solo fracasaría, sino que profanaría el último y más terrible acto de amor de una madre. Rompería el corazón de Draco dos veces.

Su cuerpo tembló, desgarrado entre el instinto de salvar y la orden de quedarse. Las lágrimas, calientes y amargas, comenzaron a caer sin control por su rostro mientras observaba, impotente, cómo Narcissa Malfoy, la Dama de Hierro, la madre que eligió el fuego eterno para salvar a su hijo, desaparecía tras una esquina del pasillo, camino a su cita con la muerte elegida. El silencio que dejó atrás fue el más ensordecedor que Harry Potter había escuchado en su vida. Un silencio lleno del eco de un último susurro: "Cuídalos".

La sala de extracción era un cubo de cristal bruñido y acero frío, iluminado por una luz azulada que no proyectaba sombras. Narcissa, descalza y vestida solo con una bata de lino blanco, parecía una estatua de mármol en medio de la esterilidad. El Dr. Laurent sostenía la caja de ébano con el colgante de plata, sus ojos tras las gafas doradas eran pozos de respetuosa solemnidad.

—¿Está lista, señora Malfoy? — preguntó, su voz un eco en el vacío silencioso.

Antes de que ella pudiera asentir, un golpe seco resonó en la puerta blindada. Se abrió sin previo aviso, y Lucius Malfoy irrumpió. No con su habitual compostura, sino desencajado. Su cabello largo, tan plateado como el de Narcissa, estaba desordenado. Su capa negra, símbolo de su estatus, ondeaba como alas rotas. Parecía haber corrido, haber luchado contra fantasmas propios para llegar allí.

—Cissy — jadeó, el apodo íntimo, olvidado durante una década, sonó como un lamento. Avanzó hacia ella, ignorando al médico. Sus ojos, grises como una tormenta, escudriñaron su rostro, buscando una grieta, una duda. —No puedes hacer esto. Hay otras opciones. Yo... yo puedo...

Narcissa alzó una mano, deteniéndolo a un paso de distancia. Su gesto no fue de rechazo, sino de infinita calma. Una sonrisa pequeña, teñida de una tristeza milenaria, tocó sus labios.

—No, Lucius — dijo, su voz era un susurro que llenó la habitación. —Esta elección es mía. Como lo fue traerlo al mundo. Como lo es salvarlo ahora. Sus ojos plateados brillaron con una comprensión profunda. —Es la última lección de amor que puedo darle a nuestro hijo. Que un padre, una madre, da todo por su sangre. Sin dudar.

Lucius tembló. El orgullo, la frialdad, la armadura de siglos de linaje Malfoy, se resquebrajó. Cayó de rodillas ante ella, no en sumisión, sino en rendición total. Sus manos, largas y aristocráticas, se aferraron a las de ella. Estaban frías.

—Diez años... — su voz se quebró, ronca por emociones reprimidas durante demasiado tiempo. —Diez años de silencio, de orgullo estúpido, de extrañarte cada maldito día en que el sol se ponía sobre el jardín que tú plantaste. — Una lágrima, genuina y pesada, rodó por su mejilla, marcando un camino en su piel pálida. —Extrañé tu risa en los salones vacíos. Extrañé tu furia cuando discutíamos por los rosales. Extrañé... extrañé verte respirar, Cissy. El mundo ha sido un lugar descolorido y frío sin ti.

Narcissa bajó la mirada hacia él. No había reproche en sus ojos, solo una ternura antigua, resucitada en este umbral final. Liberó una mano de su agarre y la posó suavemente en su mejilla, secando la lágrima con la yema del pulgar. Un gesto íntimo, perdido en el tiempo.

—Y yo te extrañé, Lucius — confesó, cada palabra una gota de bálsamo sobre una herida abierta. —Extrañé al joven que me robó en aquel baile bajo las estrellas. Al hombre que sostenía a Draco con manos temblorosas la primera vez. — Su sonrisa se amplió, luminosa y trágica. —Incluso extrañé tu terquedad insufrible. Porque era parte de ti. Y tú... siempre fuiste parte de mí.

Se inclinó entonces. Con la gracia de una reina y la dulzura de una amante, depositó un beso en sus labios. No fue un beso de pasión, sino de reconciliación, de perdón, de eternidad. Fue suave, profundo, y sabía a lágrimas y a todos los adioses no dichos.

Al separarse, Lucius levantó la vista. En sus ojos ya no había tormenta, solo un océano de dolor y amor infinito.

—Nos vemos después, cariño — susurró Narcissa, acariciando su cabello plateado una última vez. Había paz en su voz, una certeza absoluta.

Lucius respiró hondo, un sollozo contenido. Una sonrisa trémula, llena de un amor devastado, apareció en sus labios. Levantó una mano para tocar la mejilla que ella acababa de acariciar.

—Nos vemos después... Queenie — murmuró, el apodo secreto de sus días más brillantes, cuando ella era su reina y el mundo su reino. Una palabra guardada en el cofre más íntimo de su alma, liberada ahora como un tesoro final.

Narcissa brilló. Un destello de la joven que fue iluminó sus ojos. Asintió, una lágrima de pura dicha mezclada con pena resbalando por su rostro.

Se dio la vuelta. Sin mirar atrás, caminó hacia el centro de la sala, donde el Dr. Laurent sostenía el colgante. Lo tomó con manos firmes. El metal plateado, en forma de lágrima, pareció vibrar en su contacto. Se lo colocó alrededor del cuello. La cadena fría descansó sobre su piel.

—Estoy lista — anunció, su voz clara como un cristal.

El médico asintió. Levantó su varita, murmurando la antigua fórmula de activación. El colgante comenzó a brillar con una luz plateada intensa, idéntica al color de sus ojos. La luz creció, envolviéndola, bañando la estancia en un resplandor sobrenatural. Narcissa cerró los ojos. No mostró dolor, solo una profunda serenidad.

Entonces, comenzó a tararear. Era una melodía antigua, una canción de cuna que Lucius reconocía al instante: la misma que ella cantaba para Draco en las noches de tormenta en la mansión. La misma que había arrullado a su hijo hacia el sueño, alejando los miedos. La melodía era suave, temblorosa al principio, luego más firme, llenando la sala fría con el calor de un recuerdo preciado.

"Duerme, pequeño tesoro, bajo la luna plateada...

Los dragones velan tu sueño, no temas a la oscuridad..."

La luz del colgante se volvió cegadora. Lucius, aún de rodillas, contuvo el aliento. Vio cómo la esencia plateada, el núcleo mágico de Narcissa, comenzaba a fluir desde su pecho hacia el colgante. Era como un río de estrellas líquidas, hermoso y terrible. El cuerpo de Narcissa se volvió translúcido, bañado por la luz que la consumía suavemente.

"...cierra los ojitos grises, que el mundo puede esperar...

Mamá guarda tus sueños... en un cofre del ayer..."

La melodía se fue apagando, volviéndose más suave, más lejana, como si viniera de muy dentro de un túnel. La luz del colgante pulsó una última vez, intensamente, absorbiendo el último destello plateado. Luego, la oscuridad volvió a la sala, repentina y absoluta.

El colgante dejó de brillar. Era solo un objeto de plata fría.

Narcissa Black Malfoy permaneció de pie un instante más, como una estatua de alabastro. Luego, como una flor cortada, se desplomó suavemente sobre la fría plataforma de acero. No hubo golpe, solo un suspiro final que se mezcló con el eco de la última nota de la canción, flotando en el aire como el perfume de una rosa marchita.

El Dr. Laurent se acercó, comprobando con un hechizo diagnóstico. Bajó la varita, su rostro un máscara de respetuoso pesar. Miró a Lucius, que seguía de rodillas, paralizado, sus ojos clavados en la forma inmóvil de su reina.

—Está hecha — dijo el médico, su voz apenas un susurro. —El núcleo está preservado. El sacrificio... está completo.

Lucius no se movió. Solo un temblor incontrolable recorrió su cuerpo. En el silencio ensordecedor que siguió, solo se escuchó el sonido de otra lágrima cayendo sobre el frío suelo de acero, junto al cuerpo de la mujer que había sido su sol, su tormenta, y su reina. Su "Queenie". Ahora, solo un eco de su nana perduró en el aire, un fantasma de amor que se fundía con la oscuridad.

El aroma a lavanda y bergamota aún impregnaba la almohada. Era el primer pensamiento nebuloso de Draco al emerger de la oscuridad profunda del sueño inducido. Un sueño pesado, viscoso, que se resistía a soltarlo. Parpadeó, confundido. El techo no era el de su habitación, ni el de Harry. Reconoció los delicados cortinajes de seda gris perla, el dosel con bordados de flores plateadas. La habitación de su madre. En Narcissa.

La confusión fue un manto suave que duró apenas un instante. Luego, la memoria regresó como una avalancha de hielo: el té de menta, la marejada repentina, los ojos plateados de su madre llenos de una tristeza infinita y una determinación aún mayor. "Engañar a un maestro de pociones es difícil..." "Los hijos deben enterrar a los padres, mi pequeño Versailles..."

—¡No! — Un grito ronco, más un jadeo que una palabra, le desgarró la garganta al intentar incorporarse. Pero su cuerpo era de plomo, los músculos flojos y rebeldes. El movimiento brusco lo desequilibró. Cayó hacia un lado, fuera de la cama, hacia el frío suelo de mármol.

Fuerzas brazos fuertes lo atraparon antes de que se estrellara. Lo envolvieron, lo acunaron contra un pecho familiar que olía a tierra mojada, a sudor y a Harry. Harry. Estaba allí. Sosteniéndolo. Su rostro, pálido y demarcado, estaba cerca, sus ojos verdes inyectados en sangre y llenos de un dolor que reflejaba el suyo propio, pero también una vigilancia intensa.

La primera ola fue de vergüenza. Aguda, abrasadora. Recordó haberlo besado con desesperación, haberlo poseído, haberlo drogado con un hechizo de sueño. Haber huido como un cobarde con el colgante robado, creyéndose el héroe del sacrificio. Haber fallado. Haber sido burlado, superado, cuidado hasta el final por la madre que ya no…

—Harry… — intentó hablar, pero la voz le falló. La mirada de Harry, seria, comprensiva pero devastada, lo silenció. No había reproche allí. Solo… lástima. Y eso era mil veces peor.

Entonces, como un puño de acero cerrado alrededor de su corazón, llegó la comprensión. El vacío en el aire donde debería estar el perfume único de Narcissa. El silencio ensordecedor donde debería estar su voz, serena o firme. La ausencia física, palpable, abrumadora, del ser que lo había traído al mundo, que lo había llamado "mi pequeño Versailles", que había cambiado el curso de una guerra por él… y que ahora…

—¿Dónde está? — La pregunta salió en un susurro ronco, desesperado. Ya lo sabía. Lo sentía en cada fibra de su ser, en el vacío insondable que se abría en su pecho. Pero necesitaba oírlo. Necesitaba que fuera mentira.

Harry lo sostuvo más fuerte, como si pudiera contener la tormenta que se avecinaba con la fuerza de sus brazos. Su voz, cuando habló, era un susurro áspero, cargado de lágrimas no derramadas.

—Draco… lo siento. Lo siento tanto. — Cada palabra era un clavo en el ataúd de la esperanza. —Ella… el ritual… ya pasó, Draco. Hace horas.

"Ya pasó." Dos palabras. Simples. Definitivas. El mundo se detuvo. El aire se espesó hasta asfixiarlo. El vacío en su pecho se convirtió en un abismo que lo succionaba hacia adentro.

—¡NO! — El grito que estalló de Draco no fue humano. Fue el aullido desgarrado de un animal herido de muerte. Se retorció en los brazos de Harry con una fuerza inesperada, nacida de la histeria y el dolor puro. ¡MENTIRA! ¡NO PUEDE SER! ¡MAMÁ! ¡MAMÁAAAA!

Las lágrimas no vinieron suavemente. Fueron una inundación violenta, torrencial, que le quemó los ojos y ahogó sus gritos en sollozos convulsivos, desgarradores. Se aferró a Harry como a un salvavidas en un mar embravecido, sus dedos clavándose en la espalda de su amante, su rostro enterrado en su cuello, manchándolo de lágrimas y mocos. El cuerpo de Draco se sacudía con espasmos incontrolables, cada jadeo un puñalada, cada grito ahogado una confirmación de la pérdida irreparable.

—¡Lo engañé! — gritó entre sollozos, la culpa mezclándose con la desesperación. —¡Le robé el colgante! ¡Iba a ser yo! ¡Era mi deber! ¡MI HIJO! ¡POR QUÉ, MAMÁ? ¡POR QUÉ ME LO QUITASTE! Golpeó el pecho de Harry débilmente, sin fuerza, solo con rabia impotente. ¡DEVUÉLVEMELA! ¡NO ES JUSTO! ¡ACABO DE… ACABO DE TENERLA DE VUELTA!

Harry no intentó calmarlo con palabras huecas. No había consuelo posible. Solo lo sostuvo. Férreamente. Acunándolo, meciéndolo suavemente como a un niño, sus propias lágrimas cayendo silenciosas sobre el cabello dorado de Draco. Murmuró contra su sien, una letanía de "lo siento", "lo sé", "estoy aquí", repitiéndolas como un hechizo débil contra un dolor demasiado grande. Sentía el cuerpo de Draco desmoronarse en sus brazos, el peso de su agonía, la violencia de su negación.

Draco se desplomó, agotado por el paroxismo de dolor, pero el llanto continuó. Un llanto bajo, desesperanzado, que le sacudía los hombros. Olfateó la almohada, buscando desesperado el último rastro de lavanda y bergamota, el fantasma de su presencia. Solo encontró el olor fantasmal de la menta del té traicionero y su propio sudor salado.

—Era mi mamá… — susurró, su voz rota, irreconocible. —Mi pequeña reina… Mi Versailles… El apodo, tan lleno de amor, sonó como la lápida más dolorosa. —¿Quién me llamará así ahora? ¿Quién… quién sabrá preparar mi té? ¿Quién…?

La pregunta se perdió en otro sollozo desgarrador. Se encogió sobre sí mismo, en el suelo, en los brazos de Harry, reducido a la esencia más cruda del dolor: un niño perdido, aterrado, que acababa de perder el primer y más constante amor de su vida. El mundo que conocía, el que había empezado a reconstruir con Harry y Scorpius, se había desintegrado. Solo quedaba el frío, el vacío, y el eco ensordecedor de las últimas palabras de su madre: "Cuídalos… y vive…" Una orden imposible en medio de las ruinas de su corazón destrozado. El pequeño Versailles había perdido su palacio, su reina, y solo quedaba el frío mármol de la ausencia y los brazos temblorosos de su león, intentando, inútilmente, contener un universo de dolor.

El camino hacia la habitación de procedimientos fue una marcha fúnebre silenciosa. Draco caminaba como un autómata, sostenido por el brazo firme de Harry. Cada paso resonaba con el vacío dejado por su madre, pero la imagen de Scorpius, pálido y asustado en su cama, lo ancló a la realidad presente. El Dr. Laurent los precedía, el colgante de plata que contenía el núcleo de Narcissa brillando con una luz interior plateada y fría en sus manos enguantadas.

Scorpius estaba sentado en la cama, envuelto en una bata demasiado grande para su pequeño cuerpo. Lyra, su dragón de peluche, estaba apretado contra su pecho. Sus ojos, grises como la ceniza, se agrandaron al verlos entrar, llenos de un miedo que Draco reconoció demasiado bien: el miedo a lo desconocido, a la oscuridad que se avecinaba.

—Papá… — susurró Scorpius, su voz un hilo tembloroso. Extendió una mano débil hacia Draco.

Draco se soltó de Harry y cruzó la habitación en tres zancadas. Se arrodilló junto a la cama, tomando la mano fría de su hijo entre las suyas. Olía a antiséptico y a miedo infantil.

—Escúchame, pequeña libélula — murmuró Draco, su propia voz áspera por el llanto, pero cargada de una fuerza que sacó de lo más profundo de su amor. Acarició la mejilla de Scorpius con el dorso de los dedos. —Eres el niño más valiente que conozco. Más valiente que los héroes de todos los cuentos. — Tragó saliva, obligando a sus palabras a salir claras. —Esto… va a doler. Va a dar miedo. Pero solo son tres minutos. Tres minutos, Scorpius. Como aguantar la respiración bajo el agua, ¿recuerdas? Lo hiciste por más tiempo en la piscina de la tía Pansy el verano pasado. Intentó una sonrisa, torcida pero llena de fe. —Tú puedes. Lo sé. Y estaremos aquí. Todo el tiempo. Harry y yo. No te soltaremos.

Scorpius miró a Draco, luego a Harry, quien se había acercado y puesto una mano firme en el hombro de Draco. La determinación, frágil pero creciente, comenzó a reemplazar el pánico en sus ojos grises. Asintió, apretando la mano de Draco.

—Te amo, papá — dijo, claro y dulce.

—Yo te amo más que a todas las estrellas del cielo, mi pequeña libélula — respondió Draco, su voz quebrándose apenas. Se inclinó y depositó un beso suave en su frente. Fue un beso que llevaba el eco del último beso de Narcissa, un traspaso de amor inquebrantable.

Entonces, Scorpius giró su mirada hacia Harry. Una sombra de su antigua curiosidad brilló en sus ojos. —Papa Harry… ¿cuando… cuando me recupere totalmente… haremos la boda? ¿La de verdad? Con vestido negro para ti y blanco para papá, y rosas que brillan de noche? —

Harry sintió un nudo en la garganta. Miró a Draco, cuyos ojos plateados brillaban con lágrimas no derramadas y una esperanza frágil. Luego, sonrió. Una sonrisa amplia, genuina, que iluminó su rostro cansado y lleno de dolor como un rayo de sol atravesando nubes de tormenta. Asintió con fuerza.

—El mismo día que los sanadores digan que estás fuerte como un hipogrifo, pequeño mago — prometió, su voz gruesa por la emoción pero firme. —Vestido negro, vestido blanco, rosas brillantes, pastel de melaza de Honeydukes… y tú, dándonos la mano a ambos. Será la boda más espectacular que Hogwarts haya visto. Te lo prometo.

Un destello de alegría, puro y luminoso, iluminó el rostro pálido de Scorpius. —Prometido — susurró, sonriendo por primera vez en días. Era una sonrisa pequeña, cansada, pero llena de futuro.

El Dr. Laurent se acercó con suavidad. —Es hora, pequeño valiente — dijo. Ayudó a Scorpius a recostarse. Los sanitarios squibs comenzaron a conectar sensores más complejos, monitores que mostrarían el destello dorado de su núcleo y la oscuridad del tumor.

Draco y Harry se situaron a cada lado de la cama, cada uno tomando una de las manos de Scorpius. Sus miradas se encontraron sobre el cuerpo pequeño de su hijo. En los ojos de Harry, Draco vio el mismo terror, la misma determinación férrea que ardía en los suyos. Juntos. Siempre juntos.

—Recuerda, Scorp — murmuró Draco, apretando su mano. —Tres minutos. Como aguantar la respiración. Cuenta con nosotros.

—Uno… dos… tres… — comenzó Harry, su voz un susurro constante, un ancla en el caos que se avecinaba.

El Dr. Laurent alzó un dispositivo metálico, conectado por tubos brillantes a una esfera de cristal vacía. Con un movimiento preciso, lo colocó sobre el pecho de Scorpius, justo donde el tumor estrangulaba su núcleo dorado. Un botón fue presionado.

Un zumbido agudo llenó la habitación. En los monitores, la neblina dorada del núcleo de Scorpius fue absorbida violentamente hacia el dispositivo, dejando un vacío oscuro, pulsante, en su pecho. El cuerpo de Scorpius se arqueó de repente, una mueca de dolor indescriptible distorsionó su rostro. Un grito ahogado, más un jadeo que un sonido, escapó de sus labios. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, llenos de pánico animal.

—¡Manténglo quieto! — ordenó Laurent, mientras los monitores pitaban frenéticamente, mostrando la caída en picado de las constantes vitales. El tumor, privado de su alimento mágico, se retorcía en la pantalla como una serpiente herida.

—¡Scorpius! ¡Aguanta, pequeño! ¡CUENTA! — gritó Draco, aferrándose a su mano con fuerza desesperada. —¡Cuatro… cinco… seis…!

—Siete… ocho… nueve… — continuó Harry, su voz temblando pero constante, su otra mano acariciando el cabello sudoroso del niño. —¡Eres fuerte! ¡Más fuerte que esto!

Scorpius jadeaba, luchando por tragar aire. Su piel se volvió de un gris cadavérico. Sangre, fina y brillante, brotó de su nariz y de la comisura de sus labios. Sus ojos rodaron hacia atrás, mostrando el blanco.

—¡NO! ¡SCORPIUS! ¡MÍRANOS! — rugió Draco, sintiendo cómo el pánico lo inundaba. Su propia magia, cruda y descontrolada por el dolor, hizo temblar las lámparas. —¡DIECISIETE… DIECIOCHO… DIECINUEVE! ¡AGUANTA!

—¡VENTE! — la voz de Harry fue un látigo, llena de una autoridad que cortó la histeria de Draco. —¡VEINTE! ¡VEINTIUNO! ¡MIRA A PAPÁ, SCORPIUS! ¡MÍRANOS!

Scorpius forcejeó, sus ojos enfocándose por un segundo en Draco, luego en Harry. Un hilo de conciencia, de terquedad heredada, brilló en ellos. Apretó sus manos con una fuerza sorprendente.

—… Veintidós… — susurró Draco, una lágrima caliente cayendo sobre la mano de su hijo. —Veintitrés…

Los monitores mostraban el tumor negro reduciéndose, desintegrándose. Pero el vacío en el pecho de Scorpius era aterrador. El niño dejó de respirar. Su mano se aflojó en la de Harry.

—¡NO! ¡VEINTICUATRO! — gritó Harry, sacudiéndolo suavemente. —¡VEINTICINCO! ¡SCORPIUS!

—¡VEINTISÉIS! VEINTISIETE! — Draco estaba al borde del colapso. El mundo se reducía al rostro de su hijo, a los labios azulados, a los ojos que empezaban a vidriarse.

El Dr. Laurent actuó con rapidez mortal. Tomó el colgante de plata que contenía el núcleo plateado de Narcissa. Con un movimiento experto, lo conectó a un segundo dispositivo, una aguja larga y brillante que insertó en el pecho de Scorpius, justo en el centro del vacío oscuro.

—¡AHORA! — gritó Laurent.

Un torrente de luz plateada, pura y poderosa, fluyó del colgante a través de la aguja hacia el pecho de Scorpius. Era como ver un río de estrellas líquidas, la esencia misma de Narcissa, entrando en su nieto. La luz llenó el vacío, chocando contra los últimos vestigios negros del tumor y disolviéndolos como nieve al sol.

Scorpius jadeó. Un jadeo profundo, rasgado, como si emergiera de las profundidades. Su cuerpo se sacudió. Luego, en los monitores, una nueva luz comenzó a brillar donde antes había oscuridad. No era el plateado de Narcissa, ni siquiera el dorado original de Scorpius. Era un color nuevo, vibrante, dorado con destellos plateados, como la luz del sol filtrándose a través de alas de libélula. Su núcleo. Su núcleo, renacido, fortalecido por el sacrificio de su abuela.

—¡Treinta! — exhaló Harry, cayendo de rodillas junto a la cama, su frente apoyada en el brazo de Scorpius, sollozando de alivio.

—¡Respira, pequeña libélula! — suplicó Draco, acariciando su rostro. ¡RESPIRA!

Scorpius abrió los ojos. Estaban claros, grises, llenos de una luz que no habían tenido en semanas. Tomó otra bocanada de aire, más fuerte esta vez. Una sonrisa pequeña, milagrosa, tembló en sus labios.

—Tres… minutos… — susurró, su voz ronca pero viva. Miró a Draco, luego a Harry. —Lo… logré… ¿Verdad? ¿Ahora… viene la boda?

Una risa, húmeda y desesperada, escapó de los labios de Draco. Se inclinó y enterró su rostro en el costado de Scorpius, sus hombros sacudidos por un nuevo torrente de lágrimas, pero estas eran de alivio, de gratitud, de un amor que había atravesado la muerte y regresado más fuerte. Harry rodeó a ambos con sus brazos, formando un círculo protector sobre la cama.

En el monitor, el nuevo núcleo, dorado y plateado, brillaba con fuerza constante, libre del tumor, alimentado por el sacrificio de una abuela y el amor inquebrantable de sus padres. Scorpius Malfoy-Potter había sobrevivido. Y en su pecho, latía el legado de Narcissa Black: un núcleo de amor eterno y una promesa de futuro. La boda, ahora, sería una celebración no solo de amor, sino de vida. De vida reconquistada.

Chapter 13: Después de mi

Chapter Text

El ruido del Prophet matutino al golpear la mesa del desayuno suena como un disparo en el silencio de Potter Manor. "EL NIÑO QUE VIVIÓ... Y EL EX-DEATH EATER QUE AMA: EL ESCÁNDALO POTTER-MALFOY", proclama el titular, con una foto de Draco y yo entrando juntos a Gringotts la semana pasada, mis dedos entrelazados con los suyos sin ningún disimulo. La foto se mueve, Draco gira la cabeza con desdén, yo levanto la varita instintivamente hacia el fotógrafo furtivo. Ron soltó una carcajada ayer cuando lo leyó: "¡Por lo menos no usaron la de cuando tropezaste con el felpudo, Harry!". Blaise, a su lado, no sonrió. Sophia ha presentado una demanda contra Blaise por "daños emocionales irreparables" tras su ruptura y su relación pública con Ron. El mundo es un circo, y nosotros somos los payasos estrella.

Francia parece un sueño lejano, brumoso y teñido de dolor. Regresamos con la vida de Scorpius salvada, sí, pero el precio... Merlin, el precio. La mansión, tan llena de la magia serena de antes, ahora respira tristeza. Es como si las paredes supieran. Como si guardaran luto por ella.

Ron y Blaise están intentando navegar su propia tormenta. Es extraño verlos juntos, pero también... encaja. Ron con su lealtad a prueba de bombas, Blaise con su sarcasmo afilado pero con un centro más blando de lo que jamás admitiría. Aunque Sophia amenaza con convertir sus vidas en un infierno legal. Hermione, quien parece tranquila con el caso de Ron, pasa más fines de semana fuera. Dice que es "investigación para el Ministerio", pero hay un brillo en sus ojos, una ligereza en su paso cuando vuelve, que no cuadra con horas entre polvorientos tomos. Sospecho que hay alguien. Alguien que mantiene en secreto. Apuesto diez galeones a que es alguien que nos dejará boquiabiertos cuando salga a la luz. Quizás Theo. O... Merlin, ¿Un Casado? No, incluso para Hermione eso sería demasiado.

Pero todas estas cosas, los chismes, los líos de los demás... son solo ruido de fondo. Un murmullo lejano que no logra penetrar la verdadera quietud que reina aquí. La quietud que empieza en la puerta de nuestra habitación.

Dejo el Prophet con un suspiro y subo las escaleras. Mis pasos son silenciosos sobre la alfombra gruesa. Lucius está en la habitación contigua, la que solía ser de invitados y ahora es el refugio de Scorpius. Oigo su voz baja, leyendo. Leyéndole algún tratado antiguo sobre dragones, probablemente. Scorpius se recupera. Físicamente, es un milagro. El nuevo núcleo, esa fusión dorada y plateada de su propia magia y la esencia de Narcissa, brilla fuerte y estable. Come, juega con Lyra y Lestrange, incluso ha salido al jardín con Lucius a ver las rosas que brillan de noche. Sonríe. Esa sonrisa es el único sol en estos días nublados.

Abro la puerta de nuestro dormitorio con suavidad. La habitación está en penumbra. Las pesadas cortinas están corridas, dejando pasar solo una fina línea de luz dorada que corta la alfombra como un cuchillo y termina en la cama. Ahí está él.

Draco está recostado de lado, mirando esa rendija de luz en la ventana. No duerme. Rara vez duerme profundamente ahora. Está inmóvil, envuelto en una de mis viejas sudaderas de Quidditch que le queda enorme, su cabello dorado apagado y desordenado contra la almohada. Es como ver una estatua de mármol, fría y perfecta, pero agrietada por dentro. Un fantasma en la piel del hombre que amo.

Desde que salimos de esa maldita clínica en Provenza, desde que despertó y la realidad de lo que Narcissa hizo lo golpeó con toda su fuerza... es como si una parte vital de él se hubiera apagado junto con ella. El Draco que planeaba con meticulosidad, que discutía sobre los colores de las cortinas, que se burlaba de mis calcetines desparejados... ese Draco se fue. Lo que queda es este vacío, esta apatía desgarradora.

—Draco —murmuro, acercándome a la cama.

Me mira, pero sus ojos plateados, tan parecidos a los de su madre, están velados, distantes. Como si yo estuviera detrás de un vidrio empañado.

—Traje té. De menta. Como... como lo hacía ella.

Es un intento torpe. Sé que no es lo mismo. Nada será lo mismo.

No responde. Solo parpadea lentamente, su mirada vuelve a la rendija de luz. Ni siquiera ha tocado el desayuno que le dejé hace horas.

Me siento en el borde de la cama, el colchón cediendo bajo mi peso. El silencio es denso, pesado. Pongo una mano sobre la suya, que descansa inerte sobre las sábanas. Está fría.

—Scorpius preguntó por ti,—digo, buscando cualquier resquicio—Dice que el dragón de Lyra canta mejor hoy. Que quiere enseñarte." Nada. Ni un parpadeo. "Lucius le está leyendo sobre los Ridgebacks Noruegos. Parece fascinado."

Un suspiro, apenas perceptible, sale de sus labios. Es la única señal de vida.

—He intentado todo, Draco —susurro, la impotencia royéndome por dentro como un animal. — Tu sopa favorita. Esos ridículos pastelitos de limón que te encantan. He leído en voz alta. He puesto música... hasta esa horrible canción de los Weird Sisters que te gusta. He guardado silencio. He hablado hasta quedarme ronco.

Le acaricio el pelo, desesperado por provocar una reacción, cualquier cosa.

—Por favor, cariño. Vuelve. Vuelve a mí. A Scorpius. Ella... ella no querría verte así. Lo hizo por esto. Por tu vida. Por tu felicidad.

Sus ojos se cierran. Una lágrima solitaria, silenciosa, escapa por la comisura y se pierde en la almohada. Es la primera muestra de emoción que veo en él en días, pero es de un dolor tan profundo, tan insondable, que me rompe el corazón de nuevo.

Sé lo que es perder figuras paternas. Sé el agujero que dejan. Pero esto... esto es diferente. Es la pérdida de la persona que lo trajo al mundo, que lo llamó "mi pequeño Versailles", que lo salvó con el último aliento de su amor, que lo vio crecer durante décadas. Es un cordón umbilical cortado con brutalidad. Y no sé cómo sanar esa herida. No sé cómo llegar a él en este abismo.

Así que me quedo. Me quito las zapatillas y me acuesto a su lado, rodeándolo con mis brazos, aunque su cuerpo esté rígido, sin ceder. Apoyo mi frente entre sus omóplatos, sintiendo el leve latido de su corazón bajo la sudadera. Es un latido débil, como un pajarito asustado.

—Estoy aquí —murmuro contra su espalda, mis propias lágrimas mojando la tela— No te voy a dejar, Draco. Ni ahora, ni nunca. Aguanto contigo. Aguanto este silencio, este dolor. Hasta que estés listo para salir. Hasta que puedas respirar de nuevo.

Afuera, en el jardín, creo oír la risa de Scorpius, seguida de la voz grave y contenida de Lucius. La vida continúa. Avanza implacable. Pero aquí, en esta habitación oscura, el tiempo parece haberse detenido para Draco, atrapado en un invierno del alma del que no sé cómo rescatarlo. Solo sé que no soltaré su mano. Ni aunque el frío me congele también a mí. Porque prometí cuidarlo. A él y a Scorpius. Y Harry Potter cumple sus promesas. Incluso cuando duelen más que cualquier maldición.

.

La luz grisácea de la tarde filtraba por las cortinas corridas del dormitorio de Potter Manor, iluminando el polvo que danzaba sobre la figura inmóvil de Draco. Había pasado otra hora, o quizás dos, desde que Harry se había ido, murmurando algo sobre entrenamientos obligatorios y su responsabilidad como capitán del equipo. Draco apenas había parpadeado. El vacío, ese océano frío y silencioso que lo había sumergido desde Provenza, seguía siendo su única realidad. El té de menta se enfriaba, intocado, en la mesilla de noche.

Entonces, la puerta se abrió con un crujido demasiado brusco para la quietud sepulcral. Lucius irrumpió, su habitual compostura hecha trizas. El pelo plateado estaba desordenado, su rostro, pálido como el mármol, estaba surcado por líneas de una angustia que Draco no le había visto ni en los peores días de la guerra. Sus ojos, tan grises como los de su hijo pero ahora desorbitados, buscaron a Draco en la penumbra.

—Draco… — La voz de Lucius sonó ronca, estrangulada por algo que no era solo emoción. Era pavor.

Draco giró lentamente la cabeza sobre la almohada. El movimiento fue mecánico, como el de un autómata. Vio la expresión de su padre, la palidez cadavérica, y algo en su propio estómago se retorció, un primer indicio de alerta en medio del entumecimiento.

—¿Qué pasa? —Su propia voz sonó a trapo rasgado, desusada por el desuso. —¿Scorpius?

El miedo por su hijo fue el único cable a tierra que aún sentía.

Lucius negó con brusquedad, tragando con dificultad. Avanzó unos pasos hasta el borde de la cama. Su mano se aferró al dosel como buscando apoyo. Parecía que las palabras se le atascaban en la garganta, venenosas, imposibles de escupir.

—No… no es Scorpius. Es… — Hizo una pausa, cerró los ojos un instante, y cuando los abrió, la devastación en ellos fue absoluta. —Potter… —

El nombre, dicho con ese tono, fue un martillazo en el pecho de Draco. Se incorporó un poco, apoyándose en un codo, una chispa de vida – de miedo – encendiéndose en sus ojos apagados.

—¿Harry? ¿Qué le pasa a Harry? —La pregunta salió más fuerte, aguda.

Lucius lo miró directamente, sin atenuantes.

—Ha habido… un atentado. Durante los entrenamientos. —Las palabras cayeron como piedras—Alguien lo atacó… junto con dos miembros de su equipo.

El mundo se detuvo. Literalmente. Draco sintió que el suelo bajo sus pies, ya inestable desde la muerte de su madre, cedía por completo. Un zumbido agudo llenó sus oídos, ahogando cualquier otro sonido. El aire se espesó hasta volverse irrespirable. Abrió la boca, intentando tragar, pero sus pulmones se negaron a funcionar. Harry. Atentado. Atacado. Las palabras giraban en su mente como cuchillas.

—¿Qué… qué ha pasado? — logró jadear, su voz apenas un silbido. Todo a su alrededor se volvió borroso, las formas de la habitación se fundían en manchas de color indistinto. Sólo el rostro desencajado de su padre permanecía nítido, un faro de pesadilla.

—Lo llamó… — Lucius tragó saliva, su voz temblaba de rabia y horror. —El que lo atacó… gritó algo sobre… sobre ser el ‘amante de Death Eaters’. Luego… hubo explosiones. Maleficios… — No podía continuar. El relato se le atragantaba.

Amante de Death Eaters. El insulto, la acusación, el veneno que habían lanzado contra él durante años, ahora había alcanzado a Harry. Por su culpa. La idea fue un latigazo de culpa y terror que le atravesó el alma como un puñal de hielo.

No. No. NO.

El pensamiento explotó en su mente con la fuerza de un Bombarda . No podía perderlo. No a Harry. No después de todo. No después de su madre. No podía. La sola idea era un abismo infinito, un vacío más negro y profundo que cualquier otro que hubiera conocido. Un grito desgarrador se formó en su garganta, pero solo salió un gemido ahogado, un sonido animal de pánico absoluto.

Las lágrimas brotaron sin control, calientes y abrasadoras, surcando sus mejillas frías. Su cuerpo entero comenzó a temblar de forma incontrolable, como si le hubieran aplicado un Tremofors potenciado. Los dedos se le entumecieron, las piernas eran de gelatina. Intentó levantarse, pero sus músculos no respondían, paralizados por el shock, por el terror que lo inundaba.

—¿Dónde? —consiguió rasgar de su garganta, la voz un ronquido desesperado.—¿DÓNDE ESTÁ?.

Lucius dio un paso atrás, alarmado por la reacción violenta de su hijo.

—San Mungo. Lo llevaron… de urgencia. Draco, cálmate, no sabemos aún...

Cálmate.La palabra sonó como el mayor de los absurdos. Cálmate mientras el mundo se desmoronaba. Cálmate cuando Harry podía estar…

No. No podía pensar en eso. No podía.

Con una fuerza que brotó de lo más profundo de su desesperación, Draco se lanzó fuera de la cama. Tropezó, cayendo de rodillas sobre la alfombra, pero al instante se empujó hacia arriba, tambaleándose como un borracho. El temblor lo sacudía como una hoja, las lágrimas nublaban su visión, pero un solo objetivo ardía en su mente con claridad feroz: Llegar a Harry.

Agarró la primera prenda que encontró – la vieja chaqueta de Quidditch de Harry que llevaba puesta, que aún olía a él – y se la abrochó torpemente sobre la sudadera. No pensó. Solo actuó. Con una determinación nacida del puro instinto de supervivencia, del miedo más primario a perder a su ancla en el mundo, giró sobre sí mismo.

El chasquido de la Aparición sonó como un disparo en la habitación silenciosa. Lucius gritó su nombre, pero Draco ya no estaba allí.

Apareció en el vestíbulo principal de San Mungo, el aire vibrante con el caos habitual de gritos, llantos y campanadas mágicas. El mundo seguía borroso, el zumbido en sus oídos persistía, pero su cuerpo, movido por una adrenalina pura, lo llevó directo hacia la recepción de Urgencias por Heridas Mágicas Graves. Una enfermera con expresión agotada intentó detenerlo.

—Disculpe, señor, no puede pasar. Solo familia inmediata…

Draco se plantó frente a ella, aún temblando, las lágrimas secándose en su rostro pálido pero dejando surcos salados. Su respiración era entrecortada, desesperada. Metió la mano dentro de la chaqueta de Harry, buscando a tientas. Sus dedos entumecidos encontraron el metal frío y familiar. Lo sacó.

El Anillo de Consorte Potter, el círculo de oro y ónix, brilló bajo las luces fluorescentes del hospital. Draco lo levantó, mostrándoselo a la enfermera con una mano que apenas podía sostenerlo estable.

—Soy su prometido — declaró, su voz, ronca por el llanto y la falta de aire, resonó con una fuerza inesperada, una verdad absoluta que cortó el ruido de la sala. —Harry Potter. ¿DÓNDE ESTÁ?

La enfermera miró el anillo, luego el rostro desencajado y lleno de pánico de Draco, reconocible a pesar de la desesperación. Dudó solo un instante. El anillo era inconfundible, un símbolo de vínculo ancestral de los Potter. Y la necesidad en los ojos de Draco era demasiado real, demasiado urgente para negarla.

—Pabellón de Críticos. Sala 4. Al fondo a la derecha — dijo rápidamente, señalando un corredor. —Pero…

Draco no esperó a oír más. Se lanzó hacia el corredor indicado, corriendo, tropezando, apoyándose en las paredes. El temblor no cesaba, pero sus piernas respondían ahora, impulsadas por el terror y la necesidad imperiosa de verlo, de tocarlo, de saber. Pasó salas, ignoró miradas, esquivó camillas. Todo era un borrón excepto la puerta marcada con un "4".

La empujó con tal fuerza que golpeó contra la pared. La habitación era pequeña, blanca, iluminada por luz mágica suave. Había dos camas más, ocupadas por los miembros del equipo con vendajes, pero la mirada de Draco fue directa a la cama junto a la ventana.

Harry yacía allí, pálido, con vendas en el torso y el brazo izquierdo, manchadas de un rojo oscuro que hizo que a Draco le diera un vuelco el corazón. Tenía los ojos cerrados, pero respiraba. Respiraciones profundas, regulares. Un monitor junto a la cama emitía un pitido constante, reconfortante.

El alivio fue tan súbito y abrumador que Draco sintió que las piernas le fallaban de nuevo. Se apoyó contra el marco de la puerta, jadeando, el temblor intensificándose ahora en una reacción post-adrenalínica. Las lágrimas volvieron, silenciosas esta vez, de puro alivio vertido.

Un sanador se acercó, frotándose las manos con una solución desinfectante.

—Está estable — dijo, viendo la expresión de Draco. —Heridas profundas, pérdida de sangre, pero nada vital comprometido. El escudo que levantó a tiempo salvó lo peor. Está sedado, pero…

Draco no escuchó el resto. Cruzó la habitación en tres zancadas tambaleantes y se desplomó de rodillas junto a la cama. Su mano temblorosa buscó la de Harry, la que no estaba vendada. La encontró cálida, real. Se aferró a ella con ambas manos, llevándosela a la frente, apoyando los labios contra sus nudillos. Sintió el latido constante en la muñeca de Harry. Vivo. Estaba vivo.

—Idiota — susurró contra su piel, su voz cargada de lágrimas, de rabia, de un amor tan vasto como el miedo que acababa de experimentar. —Estúpido, noble, idiota de Potter…

En la cama, Harry Potter, el Niño que Vivió, el hombre que había sobrevivido a tantas cosas, arrugó levemente el ceño en su sueño inducido. Su mano, en la de Draco, se cerró débilmente en un instintivo gesto de respuesta. Y en su frente, bajo el cabello desordenado, la cicatriz en forma de rayo palpito con un leve, casi imperceptible, resplandor.

 

.

 

La luz fría de San Mungo se filtraba por la ventana de la habitación, iluminando el rostro pálido de Harry cuando sus párpadas se agitaron y finalmente se abrieron. La primera imagen que registraron sus ojos verdes, turbios por la sedación, fue la de Draco. Arrodillado junto a la cama, sus dedos aún aferrados a la mano de Harry como a un talismán, el rostro de Draco estaba surcado por nuevas lágrimas silenciosas que caían sobre las sábanas blancas.

—Draco… — La voz de Harry fue un susurro áspero, apenas audible, pero lleno de alivio al verlo. Intentó incorporarse, un gesto instintivo para acercarse, para consolar.

—¡NO! — El grito de Draco fue un látigo, agudo y lleno de un pánico reavivado. Su mano libre se estrelló contra el pecho de Harry, no con fuerza, pero con una desesperación que lo inmovilizó. —Si te levantas de esa cama, Harry Potter, juro por todo lo sagrado y lo maldito que me iré. Que jamás volverás a ver a Scorpius ni a mí. ¡LO JURO!

Harry se quedó petrificado, la mitad levantado, apoyado en los codos. El dolor de sus heridas palidecía ante el terror en los ojos plateados de Draco. Vio la histeria apenas contenida, el temblor que recorría el cuerpo de su amante, las lágrimas que ahora caían con más fuerza. Era un Draco al borde del precipicio, sostenido solo por hilos de pánico y rabia.

—Está bien… está bien, Draco — susurró Harry, bajándose lentamente, manteniendo el contacto visual. —Me quedo aquí. No me muevo. Mira. — Se recostó completamente, aunque cada movimiento le provocaba un pinchazo de dolor. Su mano, la que Draco no soltaba, apretó la de él suavemente. —Estoy aquí. Estoy bien.

Pero Draco no se calmó. La visión de Harry despertando, vivo pero vulnerable, había roto un dique. El miedo acumulado, el terror visceral que lo había paralizado al escuchar las noticias, estalló en un torrente de palabras entrecortadas por los sollozos.

—Eres un imbécil — escupió, la voz cargada de lágrimas y de una rabia que era puro terror disfrazado. —Un imbécil egoísta y noble hasta la estupidez. ¿Sabes lo que sentí? ¿SABES? Cuando Lucius dijo… dijo que te habían atacado… que gritaron eso… —Un escalofrío violento lo sacudió. —Sentí que moría, Harry. Aquí. — Golpeó su propio pecho con el puño libre. —Se me paró el corazón. Se me cortó el aire. Fue como si el suelo se abriera… otra vez. Pero esta vez para tragarme entero.

Se inclinó sobre la cama, su frente tocando la mano vendada de Harry. Sus hombros se sacudían.

—No puedo perderte. No a ti también. No después de… — La imagen de Narcissa flotó entre ellos, tácita, dolorosa. —En Provenza… iba a ser yo. Iba a dar mi núcleo. Por Scorpius, sí… pero también por ti. Porque no podía… no soportaba la idea de que tú lo hicieras. De perderte. — Levantó la vista, sus ojos plateados eran pozos de dolor y amor absoluto. —¿Lo entiendes? No puedo dejarte. Eres… eres el suelo bajo mis pies. El aire que respiro. Si te vas… me voy contigo. Esa no es una amenaza. Es… es la verdad.

Harry sintió que su propio corazón se encogía, abrumado por la crudeza de la confesión, por el amor desesperado que emanaba de Draco. Con un esfuerzo, liberó su mano de la de Draco y la posó suavemente sobre su nuca, atrayéndolo hacia sí, lo suficiente para que sus frentes se tocaran.

—Escúchame, Draco Malfoy — murmuró, su voz grave, cargada de una promesa inquebrantable. —Jamás te dejaré. Jamás. Ni por elección ni por estupidez heroica. Lo juro por mi vida, por mi varita, por todo lo que soy. Primero moriría que abandonarte. Que abandonar a Scorpius. A nuestra familia.

Pero Draco negó con brusquedad, su aliento cálido y entrecortado contra la piel de Harry.

—No. No primero. — Su mirada era intensa, exigente. —Júramelo, Harry. Jura que morirás después que yo. Que no… que no me dejarás solo. Que no soportarás este dolor. Yo… yo no te lo permitiré. — Era una demanda irracional, nacida del trauma y del amor más profundo. Una inversión del instinto natural, dictada por el terror a la soledad absoluta.

Harry sostuvo su mirada. No podía jurar algo así, no literalmente. La vida era impredecible, especialmente la suya. Pero entendió la esencia, el grito del corazón roto que había detrás de las palabras.

—Juro — dijo con firmeza, acariciando su nuca con el pulgar — que lucharé con uñas y dientes por quedarme. Por envejecer a tu lado, volvernos dos viejos cascarrabias discutiendo por las rosas y los calcetines. Juro que haré todo lo posible, todo, para irme después que tú, si ese es tu deseo. Para que nunca, nunca te sientas solo como te sientes ahora. Porque te amo. Más que a mi propia vida. Más que a la magia misma.

Un sollozo más profundo escapó de Draco. La tensión extrema en su cuerpo comenzó a ceder, reemplazada por un agotamiento abismal y un alivio tembloroso. Se dejó sostener por la mano de Harry en su nuca, cerrando los ojos.

—Idiota — murmuró de nuevo, pero esta vez el término carecía de filo. Era un suspiro rendido, casi un término de cariño.

Harry sonrió débilmente, aprovechando el leve descenso de la guardia. Con suavidad extrema, preguntó, su voz un hilo de esperanza en la penumbra de la habitación de hospital: —¿Y eso significa… que al fin aceptas casarte con este imbécil? ¿Que serás mi esposo, Draco Malfoy?

Draco abrió los ojos, plateados y agotados, pero con un destello de su antigua chispa. Lo miró con una mezcla de exasperación y un amor tan profundo que hizo que a Harry le faltara el aire.

—No es el momento, Potter — refunfuñó, apartando ligeramente la cabeza, pero sin romper el contacto de sus frentes. Un leve rubor teñía sus pálidas mejillas. —Estás en una cama de hospital, medio destrozado. Y yo… estoy hecho un desastre. — Hizo una pausa, tragando saliva. Luego, en un susurro casi inaudible, añadió: —Pero sí. En cuanto esta locura se calme… en cuanto Scorpius esté fuerte… y tú puedas ponerte ese ridículo traje negro… nos casaremos. Oficialmente. Con anillos, rosas brillantes… y todo el circo que conlleva.

Fue una promesa. Frágil, hecha entre lágrimas y vendas, en el olor a desinfectante de San Mungo. Pero para Harry, sonó como la melodía más hermosa. El futuro, ese futuro que Narcissa había comprado con su sacrificio y que ellos habían defendido con uñas y dientes, con dolor y terror, finalmente se vislumbraba. No sería fácil. Las heridas, físicas y emocionales, tardarían en sanar. Pero estarían juntos. Draco, Harry, Scorpius. Una familia. Prometidos. Pronto, esposos.

Harry apretó suavemente la nuca de Draco, sellando el pacto en el silencio de la habitación, mientras afuera, el mundo con sus escándalos, sus demandas y sus peligros, seguía girando. Por ahora, solo importaba esto: la mano cálida en la suya, la promesa de un mañana compartido, y el débil pero constante pitido del monitor que decía que ambos, contra todo pronóstico, seguían vivos. Y juntos.

Los días siguientes en la habitación de San Mungo fueron una extraña mezcla de dolor, regaños y una ternura renovada. Draco, el mismo que había estado sumergido en un abismo de apatía, se transformó en un cuidador implacable, casi obsesivo. Estaba siempre presente, ajustando las almohadas de Harry con una precisión quirúrgica, vigilando cada sorbo de agua o poción calmante con ojos de halcón, y cambiando las vendas con manos sorprendentemente suaves, aunque su voz no perdía su filo característico.

—Si te mueves otra vez así, Potter, te ato a esta cama con Incarcerous y llamo a los sanadores para que te pongan una sonda alimenticia — amenazaba, mientras Harry intentaba estirar el brazo no vendado para alcanzar un libro. Pero la preocupación, el miedo residual que aún brillaba en sus ojos plateados, desmentía la dureza de sus palabras.

Harry, a pesar del dolor punzante y la frustración de la inmovilidad, disfrutaba cada regaño, cada mirada vigilante. Era la prueba tangible de que Draco estaba de vuelta, que la niebla del duelo se estaba disipando, reemplazada por una feroz determinación de proteger lo que quedaba. Era su Draco, irritado, protector y completamente suyo.

Afuera, el mundo seguía girando. El Profeta no dejaba de escupir titulares: "ATENTADO CONTRA EL SALVADOR: ¿ODIO A LOS MUERTE COMER O VENGANZA PERSONAL?", "POTTER DEFIENDE SU AMOR: 'DRACO ES MI FUTURO, NO LO DEJARÉ POR UN IDIOTA CELOSO'". Harry había concedido una breve entrevista desde su cama, pálido pero firme, su mano vendada entrelazada con la de Draco en un gesto desafiante. Sus palabras fueron claras: amaba a Draco Malfoy, y ningún fanático o resentido cambiaría eso. La foto de ellos, manos unidas, Draco mirando a la cámara con desdén pero apretando la mano de Harry, dio la vuelta al mundo mágico.

Detrás de escenas, Hermione Granger, Ministra de Magia, movió montañas. Su rostro aparecía cansado pero resuelto en las raras visitas que hacía, siempre con pilas de pergaminos. "Estamos cerca, Harry — le aseguraba, su voz baja pero cargada de una furia fría. "Utilizó un encantamiento de enmascaramiento vocal y un hechizo de confusión en el lugar, pero dejó rastros. Rastros que llevan a un ex-compañero de Hogwarts resentido por... bueno, por muchas cosas, pero principalmente por tu elección de pareja y su propia irrelevancia." Sus contactos en el Departamento de Seguridad Mágica y en la red de informantes de los aurores trabajaban sin descanso. La red se cerraba, nadie podía escapar de la mirada vengativa de la ministra de magia.

Un día, cuando la luz de la tarde doraba el suelo de la habitación, la puerta se abrió suavemente. Scorpius asomó la cabeza, sus ojos grises grandes y un poco nerviosos. Llevaba su gorro azul favorito, el mismo que siempre usaba, pero ahora un mechón de cabello rubio platino, fino y suave como seda, asomaba por debajo del borde. Era la primera señal visible de su recuperación física, del regreso de su vitalidad mágica. El tumor y el tratamiento habían hecho que se le cayera casi todo, pero ahora, como la hierba nueva después del incendio, volvía a crecer.

—¿Puedo entrar? — preguntó en un suspiro.

—¡Scorpius! — La sonrisa de Harry fue instantánea, iluminando su rostro cansado. Draco se enderezó en su silla, una expresión más suave de lo habitual cruzando sus rasgos.

—Claro, pequeña libélula — dijo Draco, haciendo espacio junto a la cama.

Scorpius entró, caminando con cierta cautela todavía, pero con más fuerza que antes. Se acercó directamente a Harry. Sin decir nada, se quitó su preciado gorro azul. Lo miró un momento, como despidiéndose simbólicamente, y luego lo colocó con suavidad sobre el regazo de Harry, encima de las sábanas blancas.

—Te lo presto — dijo Scorpius, su voz seria. —Sé que los hospitales pueden dar un poco de miedo. A mí me daba miedo. Pero tú me acompañaste siempre. Ahora yo te acompaño a ti. — Sus ojos se encontraron con los verdes de Harry, llenos de una determinación infantil que conmovió hasta a Draco. —Y el gorro ayuda. Te hace sentir... más valiente. Como cuando vuelas.

Harry sintió un nudo enorme en la garganta. Miró el gorro azul, un símbolo tan querido de la valentía de Scorpius, ahora ofrecido como talismán para él. Extendió su mano sana, temblorosa, y acarició la suave lana.

—Es el mejor regalo del mundo, Scorp — logró decir, su voz gruesa. —Gracias. Me siento más valiente ya.

Draco observó la escena, un dolor agridulce apretándole el pecho. Orgullo por su hijo. Gratitud por su coraje. Y ese amor inmenso que fluía entre los dos pilares de su mundo. Respiró hondo.

—Scorpius — comenzó Draco, su voz más suave de lo habitual. —Hay algo que Harry y yo queremos decirte.

Scorpius levantó la vista, curioso, apartando los ojos del gorro en el regazo de Harry.

Harry tomó el relevo, una sonrisa amplia iluminando su rostro a pesar del dolor.

—Tu papá Draco, después de mucha insistencia por mi parte... — lanzó una mirada de complicidad a Draco, quien puso los ojos en blanco pero con un atisbo de sonrisa, —finalmente ha dicho que sí.

Scorpius arrugó la nariz, confundido. —¿Sí a qué?

—A casarse conmigo, por supuesto — aclaró Harry, su tono juguetón. —Finalmente aceptó hacer el ridículo conmigo frente a medio mundo mágico. Con traje negro, blanco, y tus rosas que brillan de noche decorando todo.

La reacción de Scorpius fue instantánea y gloriosa. Sus ojos se abrieron como platos, su boca formó una "O" perfecta de asombro. Luego, un grito de alegría pura, estridente, estalló en la habitación silenciosa.

—¡¡SÍIIIIII!! — Saltó en el lugar, olvidando por un momento su propia recuperación, sus brazos levantados en victoria. —¡¡LO SABÍA!! ¡¡LO SABÍA QUE OS CASARÍAIS!! ¡¡VA A SER LA MEJOR BODA DEL MUNDO!! ¡¡CON DRAGONES DE CHOCOLATE Y TODO!! — Corrió hacia Draco y lo abrazó con fuerza alrededor de la cintura, luego hacia Harry, siendo cuidadoso con sus vendajes pero incapaz de contener su entusiasmo, dejando el gorro azul olvidado momentáneamente en el regazo de Harry.

Draco rodeó a su hijo con un brazo, mirando a Harry sobre la cabeza rubia que ahora mostraba ese mechón de esperanza creciendo. En los ojos de Harry, vio el mismo reflejo de futuro, de luz reconquistada, de dolor transformado en promesa. El camino seguía siendo largo. Hermione aún cazaba a un culpable, las heridas de Harry tardarían en sanar, y la sombra de Narcissa siempre estaría con ellos, dulce y dolorosa. Pero en esa habitación de hospital, con el gorro azul de valentía en su regazo y su pequeño escorpión bailando de felicidad por la boda prometida, Harry Potter y Draco Malfoy sabían que, juntos, podrían reconstruir su palacio. Su Versailles. Con ladrillos de amor, lágrimas secas y la luz indomable de la familia que habían elegido y por la que luchaban cada día.

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La tarde en la habitación de San Mungo adquirió un nuevo matiz cuando la puerta se abrió para dar paso a Pansy Parkinson. No era la Pansy desgarbada y con el rímel corrido que habían visto últimamente, abrumada por la culpa y la vida en los márgenes. Esta Pansy irradiaba una confianza renovada, casi deslumbrante.

Llevaba un vestido de corte impecable en un tono esmeralda profundo que realzaba sus ojos, confeccionado en una seda que susurraba con cada movimiento. El maquillaje era perfecto, no estridente, sino elegante, destacando sus pómulos altos. Su cabello negro, siempre su sello distintivo, estaba recogido en un complicado moño que hablaba de tiempo y cuidado, no de la desesperada recogida de cola de caballo de antes. En sus brazos, Lestrange, su pequeño hijo, sostenía un dragón mecánico de latón bruñido con ojos de pequeñas esmeraldas que emitía suaves chispas de luz verde inofensivas, un juguete de una calidad y encanto mágico que distaba mucho de los juguetes sencillos que solía tener.

—Pansy — Draco fue el primero en hablar, sus ojos plateados escudriñándola con una mezcla de sorpresa y cautela. Incluso Harry, adormilado pero alerta, notó la transformación. —Te ves… diferente. Radiante, incluso.

Pansy sonrió, una sonrisa genuina que le llegaba a los ojos y que no habían visto en años. Depositó a Lestrange con suavidad en el suelo cerca de Scorpius, quien observaba el dragón mecánico con ojos como platos.

—Gracias, Draco — respondió, su voz más suave, menos afilada que de costumbre. Se acercó a la cama de Harry. —Harry. Me alegra verte mejor. Scorpius, cariño, qué bien te ves con ese nuevo mechón. Le acarició el cabello al niño, que sonrió tímidamente.

—Ese vestido… — continuó Draco, señalando la tela lujosa con un gesto de la cabeza. —Y ese dragón… — añadió, mirando el juguete que ahora zumbaba suavemente mientras Lestrange lo hacía "volar" cerca de Scorpius. —Es nuevo. Muy nuevo. ¿De dónde salió?

Pansy se acomodó en el borde de la silla que Draco le cedió, enderezándose con un orgullo tranquilo. Un leve rubor, inusual en ella, tiñó sus mejillas.

—Mi… pareja — dijo, eligiendo la palabra con cuidado, su voz neutra, sin inflexión que revelara género. —Es… increíblemente considerada. Y generosa. Se dio cuenta de que Lestrange necesitaba juguetes más estimulantes, y que yo… bueno, que necesitaba sentirme como yo misma otra vez. Así que me llevó de compras. A lugares donde… donde las cosas tienen cierta calidad. Hizo un gesto vago con la mano, abarcando su vestido, su aspecto. —Es fascinante. Realmente fascinante. Tiene un gusto exquisito y una manera de… de ver las cosas. De ver a las personas.

Draco intercambió una mirada rápida con Harry. Ambos notaron la elección deliberada de palabras neutras: "pareja", "considerada", "generosa", "fascinante". Ningún "él" o "ella". Ningún detalle personal más allá de la admiración. Era una omisión calculada, un velo deliberado sobre la identidad de esta nueva persona en la vida de Pansy. Pero también había algo innegable en su tono, en la luz de sus ojos: una felicidad auténtica, una seguridad que había estado ausente durante demasiado tiempo.

—Nosotros también tenemos noticias — dijo Harry, rompiendo el breve silencio cargado de curiosidad. Tomó la mano de Draco, mostrando una sonrisa cansada pero feliz. —Draco finalmente dijo que sí. Nos casaremos.

El efecto fue instantáneo. Los ojos de Pansy se iluminaron como dos carbones oscuros, y una sonrisa amplia, despreocupada, le ocupó todo el rostro. Se llevó las manos al pecho.

—¡Por Circe! ¡Por fin! — exclamó, su voz recuperando por un momento su antiguo volumen, pero sin la dureza. —¡Eso es maravilloso! ¡Lo mejor que he oído en semanas! ¡Una boda! — Su mirada se volvió soñadora, casi nostálgica. —Vestidos, flores, música… todo ese ridículo y glorioso espectáculo del amor.

Luego, su expresión se suavizó, y una sombra de anhelo cruzó sus ojos mientras miraba a Draco y Harry. Bajó la voz, casi como para sí misma, pero lo suficientemente audible:

—Espero… espero que cuando llegue el momento, yo también pueda hacer lo mismo. Casarme. Con mi alguien. La elección del término "mi alguien", nuevamente neutro, fue reveladora. Había ternura en sus palabras, y un deseo profundo, casi tímido, que contrastaba con su nueva apariencia segura. —Solo espero que mi alguien también quiera… toda esa pompa y circunstancia. Añadió con un atisbo de su antigua mordacidad, pero sin veneno, solo con esperanza.

Draco la miró, estudiando su rostro radiante, la confianza en sus hombros, el amor y el anhelo en sus palabras. La curiosidad por la identidad del misterioso "alguien" ardía en él, pero también una oleada de genuina alegría por su amiga. Después de tanto dolor, de tanta oscuridad, ver a Pansy no solo sobrevivir, sino florecer, brillar con una luz propia y albergar sueños de futuro… era otro pequeño milagro en medio del caos.

—Si esa persona tiene la mitad del gusto que demuestra en la ropa y los juguetes — dijo Draco, con un asomo de su antigua sonrisa sardónica, pero cálida, —apuesto a que querrá darte la boda más ridículamente espléndida que puedas imaginar, Parkinson.

Pansy rió, un sonido claro y alegre que llenó la habitación de hospital, un sonido que prometía que, quizás, después de todo, la primavera finalmente estaba llegando para todos ellos. Y en el suelo, los dragones de peluche y de latón rugían suavemente, mientras Scorpius y Lestrange los hacían volar juntos, ignorantes de los misterios de los adultos, pero felices en su propio mundo recién recuperado.

Chapter 14: Pansy

Chapter Text

La tranquilidad de Potter Manor, ese día, tenía el sabor dulzón de las galletas de vainilla que Lucius y Scorpius horneaban en la cocina. El aroma flotaba por los pasillos, mezclándose con el susurro sereno de la magia ancestral de las paredes. Draco y Harry estaban en el salón principal, Harry aún con movimientos algo lentos pero sin vendajes, apoyado en Draco mientras hojeaban un catálogo de telas para los trajes de boda. La paz era frágil, recién ganada, pero tangible.

 

El estrépito en la entrada principal la hizo añicos.

 

La puerta se abrió de golpe, revelando a Blaise Zabini, sudoroso y con el rostro tenso, sosteniendo a Pansy Parkinson, que colgaba inconsciente de sus brazos. Su vestido esmeralda, tan elegante días antes, estaba arrugado y manchado. Su perfecto maquillaje corrido formaba manchas oscuras bajo sus ojos cerrados. Y el olor... un vaho denso, agrio, a alcohol barato y desesperación, invadió el vestíbulo.

 

—¡Merlín, Pansy! — exclamó Draco, soltando el catálogo y levantándose de un salto, su expresión pasando de la sorpresa al horror y luego a una ira instantánea. Harry se puso de pie más lentamente, su mano instintivamente buscando la varita, pero su mirada se fijó en Pansy con preocupación profunda.

 

Detrás de Blaise, asomó Lestrange. El niño, pálido y con los ojos enormes, llenos de un miedo que no le correspondía, no corrió hacia su madre. En cambio, esquivó a los adultos y se lanzó hacia el pasillo que llevaba a la cocina, gritando: —¡Scorpius! ¡Scorpius!

 

El ruido atrajo a Lucius, que apareció en el umbral de la cocina, impecable con su delantal de lino blanco manchado de harina. Scorpius asomó tras él, su pequeño gorro azul ladeado, la cara llena de curiosidad que se transformó en confusión al ver la escena.

 

Lucius interceptó a Lestrange antes de que alcanzara a Scorpius, agachándose con una rapidez sorprendente. Con manos firmes pero gentiles, comenzó a atarle un diminuto delantal de cocina que llevaba, quizás intentando crear una burbuja de normalidad para el niño asustado.

 

—¿Qué pasó, pequeño? — preguntó Lucius, su voz baja pero clara, dirigida a Lestrange mientras lo vestía.

 

Lestrange, mirando hacia su madre inconsciente en los brazos de Blaise, rompió a llorar. Sus palabras salieron entrecortadas, ahogadas por los sollozos: —Mami… mami peleó con la mujer bonita… La que viene a casa… La que trae regalos bonitos… — Tragó saliva, sus pequeños hombros temblando. —Gritaron mucho… Mami lloró… Luego… luego empezó a beber de la botella fea… La marrón… Mucho… Y se cayó… Y no se levantaba… — El niño señaló a Blaise. —Yo… yo llamé al tío Blaise con el espejo parlante… Porque sabía que el tío Draco cuida al tío Harry… Y la tía Pansy necesita ayuda…

 

Draco escuchó, cada palabra del niño avivando su furia. Se acercó a Blaise y a la figura inerte de Pansy, sus ojos plateados ardiendo.

 

—¿Hasta desmayarse frente a su propio hijo, Pansy? — Su voz era un silbido frío, cargado de decepción y rabia contenida. —¿Después de todo? ¿Después de empezar a…? — No pudo terminar. El contraste entre la Pansy radiante de días atrás y este despojo inconsciente, apestando a miseria frente a su hijo aterrado, le resultaba insoportable. Era una traición a la esperanza que habían visto en ella.

 

Harry puso una mano firme en el brazo de Draco. —Draco, no — dijo, su voz suave pero implacable. Miró a Pansy, su rostro pálido, las lágrimas resecas, la postura de abandono total. —Está destrozada. Mira su cara. Esto no es solo alcohol. Esto es dolor. Algo la ha herido profundamente.

 

Blaise asintió, ajustando su agarre sobre Pansy. —Lestrange me contó lo mismo. Llegué a su casa y la encontré así. La "mujer bonita"... debe ser su pareja. La que la había hecho brillar. Algo salió muy mal.

 

—Llévala arriba — ordenó Harry, tomando el mando con la calma práctica que a menudo emergía en las crisis. —A la habitación azul. Es tranquila. Draco, ayúdame a preparar la cama.

 

Draco contuvo un gruñido, la ira aún hirviendo bajo la superficie, pero asintió bruscamente. La preocupación de Harry, su lectura inmediata del dolor detrás del colapso, era más fuerte que su propio enfado. Juntos, siguieron a Blaise que subía las escaleras cargando a Pansy, cuyo cuerpo flojo se mecía con cada paso.

 

Mientras Blaise la depositaba con suavidad en la cama de la habitación azul, Draco buscó mantas y Harry una palangana con agua fresca y un paño. Pansy gimió débilmente, girando la cabeza hacia un lado. Su respiración era irregular, entrecortada.

 

Harry se sentó en el borde de la cama, empapando el paño en agua fresca. Con extrema delicadeza, comenzó a limpiarle el rostro, quitando las huellas del maquillaje corrido y las lágrimas secas. Draco se quedó de pie al pie de la cama, los brazos cruzados, observando, la ira cediendo lentamente a una preocupación más profunda y a una tristeza familiar.

 

—Shhh, Pansy — murmuró Harry, su voz un bálsamo en la quietud de la habitación. —Estás a salvo. Descansa.

 

Entonces, Pansy habló. No abrió los ojos. Las palabras salieron en susurros rasgados, borrachos, cargados de una angustia que venía de las profundidades de su alma herida:

 

—...No merecía... no la merecía... tan brillante... tan buena... — Un sollozo ahogado le sacudió el cuerpo. —Sabía... sabía que me dejaría... ¿Quién querría...? — Tragó saliva, una mueca de dolor distorsionó su rostro. —...Una madre soltera... rota... con un hijo... y el apellido... el maldito apellido... — Las lágrimas frescas brotaron bajo sus párpados cerrados. —...Nadie... nadie se casaría... con una mortífaga...

 

Las últimas palabras cayeron como piedras en el silencio de la habitación. "Mortífaga". La carga del apellido Lestrange, el estigma que ella misma llevaba como Parkinson asociada a ellos, la culpa heredada y asumida. Todo salía a la luz en su inconsciencia, mezclado con el alcohol y el dolor de un rechazo, de una pelea que parecía haber confirmado sus peores temores sobre sí misma.

 

Draco sintió que su propia ira se extinguía por completo, reemplazada por un frío reconocimiento. Él conocía esos demonios. Los había enfrentado, los seguía enfrentando. El miedo a no ser digno, la sombra del pasado, el terror de que el amor no fuera suficiente para borrar las cicatrices. Lo había visto en Narcissa, lo sentía en sí mismo, y ahora lo escuchaba en los delirios de dolor de Pansy.

 

Harry siguió limpiando su rostro con ternura infinita. —Eso no es verdad, Pansy — susurró, aunque sabía que ella probablemente no lo oía. —Eres fuerte. Eres increíble. Y mereces todo el amor del mundo. — Levantó la vista hacia Draco, sus ojos verdes llenos de una comprensión dolorosa.

 

Draco se acercó finalmente. No dijo nada. Solo se sentó al otro lado de la cama y tomó la mano fría y floja de Pansy. La apretó suavemente. Un gesto de solidaridad silenciosa, de reconocimiento mutuo en las sombras que a veces los perseguían. Fuera, en el pasillo, se oía la risa apagada de Scorpius y Lestrange, probablemente consolándose mutuamente bajo la vigilancia de Lucius. La vida, con su mezcla de alegría y dolor, seguía su curso. Pero en la habitación azul, tres almas marcadas por la guerra y la pérdida se encontraban en la intersección del dolor de una de ellas, recordándose mutuamente que incluso en la caída más oscura, no estaban solos. La "mujer bonita" había causado estragos, pero el círculo de los que habían sobrevivido al infierno seguía siendo su red de seguridad. Por ahora, era suficiente.

 

La tarde en Potter Manor había adquirido una pesadez opresiva. En la habitación azul, Pansy seguía sumergida en un sueño agitado y alcohólico, sus murmullos de dolor e indignidad reemplazados por una respiración profunda pero inquieta. Draco permanecía a su lado, un centinela silencioso y ceñudo, mientras Harry intentaba distraer a los niños en el salón con historias de Quidditch. La llegada de Ron y Hermione rompió la tensa calma.

 

Ron, con su habitual expresión de preocupación práctica, se dirigió directamente a Blaise, que se mecía inquieto en un sillón: —¿Qué pasó, mate? Recibí tu mensaje en el espejo y desapareciste como un Snitch dorada. ¿Pansy?

 

Blaise asintió, frotándose la cara con cansancio. —Sí. Lestrange me llamó aterrorizado. La encontré inconsciente, tirada en el suelo de su salón, apestando a whisky barato. Parece que tuvo una pelea épica con su misteriosa "mujer bonita". El niño estaba allí, Ron. Lo vio todo.

 

Hermione, que había entrado detrás de Ron con su abrigo aún puesto y una carpeta de trabajo bajo el brazo, palideció visiblemente. Su mirada, normalmente tan enfocada, vagó hacia la escalera que llevaba a la habitación azul. —¿Dijo algo más? — preguntó, su voz extrañamente tensa. —¿Mientras estaba inconsciente?

 

Harry, que había entrado al oír sus voces, negó. —Solo murmullos. Cosas tristes, sobre no merecer a alguien, sobre ser dejada... sobre ser una "mortífaga". — La palabra cayó con peso en la sala.

 

Draco, que había bajado silenciosamente tras oír las nuevas voces, se detuvo en el umbral del salón. No miró a Harry o a Blaise. Sus ojos plateados, agudos como cuchillas, se clavaron en Hermione. La vio palidecer aún más al oír la descripción de los murmullos de Pansy. La vio retorcer nerviosamente las manos alrededor de la carpeta. La vio evitar su mirada.

 

—Granger — dijo Draco, su voz fría y clara cortando el murmullo de preocupación de Ron y Blaise. Todos se volvieron hacia él. —¿A qué has venido exactamente? — Avanzó un paso hacia ella. —Ron está con Blaise, es lógico que viniera. Pero tú... — Hizo una pausa calculada, estudiando cada microexpresión en el rostro de Hermione: la contracción de sus labios, el parpadeo rápido, el rubor que subía por su cuello. —Tú no sueles hacer visitas sociales sin motivo, especialmente no a esta casa, en este momento. Y estás nerviosa. Muy nerviosa.

 

Hermione abrió la boca, probablemente para lanzar una de sus réplicas lógicas, pero Draco no le dio tiempo. Dio otro paso, acortando la distancia. Su voz fue un susurro cargado de certeza:

 

—¿Eres tú, Granger? ¿Eres la "mujer bonita"?

 

—¡No! — La negativa de Hermione fue instantánea, demasiado rápida, demasiado alta. Un destello de pánico cruzó sus ojos antes de que pudiera recomponer su máscara ministerial. —Draco, eso es ridículo. Yo solo vine porque Ron me dijo que Blaise estaba aquí por un problema con Pansy y...

 

El sonido de pequeños pies corriendo interrumpió su defensa. Lestrange, escapando de la vigilancia momentánea de Scorpius en la cocina, irrumpió en el salón. Sus ojos, aún hinchados por el llanto, escanearon la habitación. Al ver a Hermione, su rostro se iluminó con un alivio y una alegría tan puros y repentinos que fueron como un rayo de sol.

 

—¡HERMY! — gritó, el apodo infantil brotando naturalmente. Sin dudar un instante, el pequeño se lanzó hacia ella como un cohete, esquivando a Ron y a Blaise, y se aferró a sus piernas con toda la fuerza de sus cuatro años. —¡Hermy! ¡Tenía tanto miedo! ¡Mami lloraba y gritaba y tú gritabas y yo intenté llamarte con el espejo de juguete pero no funcionó! — Enterró su cara en el abrigo de Hermione, sus pequeños hombros temblando. —No quiero que volváis a gritar. Por favor, no os vayáis, Hermy. Quiero que vuelvas a casa.

 

El silencio que siguió fue absoluto, electrizante. Ron tenía la boca abierta. Blaise miró fijamente a Hermione, luego a Lestrange aferrado a ella, y asintió lentamente, como si las piezas encajaran. Harry contuvo el aliento. Y Draco... Draco simplemente observó, con una mezcla de "te lo dije" y una profunda consternación por el dolor infantil expuesto.

 

Hermione se derrumbó. Toda su compostura, su negativa, su defensa racional, se desvanecieron. Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante. Se agachó con torpeza, envolviendo a Lestrange en un abrazo apretado, acunando su cabeza contra su hombro.

 

—Shhh, pequeño valiente, shhh — murmuró contra su cabello, su voz quebrada por los sollozos que ya no podía contener. —Lo siento. Lo siento tanto que hayas visto eso. Lo siento tanto que tuvieras miedo. — Levantó la vista, enfrentando las miradas de incredulidad, dolor y comprensión paulatina. Las lágrimas corrían libremente por sus mejillas. —Sí. Soy yo. Soy la "mujer bonita". La pareja de Pansy.

 

La admisión flotó en el aire, pesada y liberadora a la vez. Hermione acarició la espalda de Lestrange, buscando fuerzas en el contacto del niño que claramente la amaba y en quien ella había formado un vínculo maternal.

 

—Todo empezó… meses atrás — comenzó a explicar, su voz temblorosa pero clara. —Trabajando en un proyecto de reintegración para hijos de ex-mortífagos. Pansy… estaba tan perdida, tan llena de culpa por el pasado, luchando sola con Lestrange y con… con su dependencia. — Tragó saliva. —El alcoholismo. Es una batalla que arrastra desde justo después de la guerra. Lo mantuvo oculto, controlado a veces, otras no… Pero cuando empezamos a vernos… parecía estar mejor. Era mejor. Brillaba.

 

Miró hacia la escalera, como si pudiera ver a Pansy a través de los pisos. —Hoy… hoy me vio hablando con Dawlish, el auror que investiga el atentado contra Harry. Estábamos en un callejón cerca de su casa, repasando detalles. Pero desde su ventana… Pansy solo vio a un auror, a mi, conversando en la sombra. Saltó a la conclusión… la peor conclusión. — Una nueva oleada de lágrimas. —Cuando subí, estaba furiosa. Me acusó de engañarla, de usar la investigación como excusa… Intenté explicarme, pero estaba herida, ciega de ira y de sus propios demonios. Empezamos a gritar… cosas horribles. Yo… yo también perdí los estribos. Me dolió su falta de confianza. — Su voz se quebró. —Y entonces… cuando ella mencionó… mencionó el matrimonio…

Hermione cerró los ojos, un escalofrío de dolor recorriendo su cuerpo. —Recordé… recordé a una pareja. Dos mujeres muggles, en el pueblo donde crecí. Se amaban. Querían casarse. Pero unos matones… unos fanáticos… las encontraron. Las… las mataron. Salvajemente. — Abrió los ojos, llenos de un terror antiguo y personal. —Cuando Pansy habló de matrimonio, ese miedo… ese terror puro a que nos pasara algo, a que el mundo nos hiciera daño por amar a quien amamos… me inundó. Exploté. Le dije que no, que era una locura, que no podíamos ni pensarlo… — Bajó la cabeza, avergonzada. —Le dije que era demasiado peligroso. Que era pedir que nos señalaran. La herí. La herí profundamente cuando ya estaba vulnerable. Y luego… me fui. Iba a volver cuando se calmara, para hablar, para explicar mi miedo… pero… — Miró a Lestrange, que la observaba con ojos grandes y comprensivos. —Pero cuando volví… ya era demasiado tarde. Había recaído. Y Lestrange… lo vio todo.

Un sollozo desgarrador escapó de ella. —Nunca pensé… JAMÁS pensé que esto la llevaría de vuelta al alcohol. Nunca quise hacerle esto. A ella… o a ti, mi pequeño valiente. — Apretó a Lestrange con más fuerza. —La amo. La amo con locura. Y voy a estar aquí cuando despierte. Voy a luchar por ella. Por nosotros. Por nuestra familia. — Levantó la vista, desafiando a Draco, a Harry, a Ron y a Blaise con una mirada llena de lágrimas pero también de una férrea determinación. —Y si ella aún me quiere… si aún confía en mí después de este desastre… le pediré que se case conmigo en medio del Atrio del Ministerio si hace falta. Porque el miedo no puede ganar. El amor tiene que ser más fuerte. Incluso con nuestros apellidos. Incluso con nuestro pasado.

Las últimas palabras resonaron en el salón silencioso de Potter Manor. El círculo de amigos, unido por guerras pasadas y presentes batallas personales, contemplaba a Hermione Granger, la bruja más brillante de su generación, derrumbada y a la vez más fuerte que nunca, abrazando al hijo de la mujer que amaba, jurando luchar contra sus propios demonios y los del mundo por un futuro juntas. El camino sería duro, especialmente para Pansy al despertar y enfrentar las consecuencias de su recaída y la verdad ahora expuesta. Pero en ese instante, con la promesa de Hermione brillando como un faro en la tormenta, había una frágil semilla de esperanza.

Draco tomo con firmeza a Hermione, con una mirada entre decidida y furiosa la guio hasta donde dormia Pansy, emoujandola dentro y cerrando la puerta con llave

El ambiente en el pasillo fuera de la habitación azul era denso, electrizado. Draco, con los brazos cruzados y una expresión impenetrable pero con los nudillos blancos, hacía guardia junto a la puerta cerrada. Harry, Ron, Blaise y Lucius (quien había dejado a los niños con un elf doméstico en la cocina) formaban un semicírculo ansioso, incapaces de alejarse. Del otro lado de la madera maciza, la tormenta había estallado.

Primero fueron los gritos de Pansy, agudos, desgarrados, cargados de rabia y una herida recién abierta: —¡FUERA! ¡LÁRGATE! ¿VINISTE A VER EL ESPECTÁCULO? ¿A REÍRTE DE LA BORRACHA, DE LA LOCA? ¡YA DEJÉ TODO CLARO ANOCHE! ¡NO TE QUIERO! ¡NUNCA TE QUISE!

Luego, la voz de Hermione, intentando abrirse paso entre la tormenta, apagada pero persistente: —Pansy, por favor, escúchame... Fue mi culpa, mi miedo...

Pero Pansy no escuchaba. El sonido de algo de cristal estrellándose contra la pared hizo que todos en el pasillo se estremecieran. —¿TODO ERA MENTIRA? — aulló Pansy, su voz quebrada por los sollozos. —¿LO DE QUE AMABAS A LESTRANGE? ¿LO DE QUE QUERÍAS SER NUESTRA FAMILIA? ¿ERA TODO UN JUEGO PARA TI, MINISTRA PERFECTA? — Un nuevo objeto se hizo añicos. —¡SUPONGO QUE ERA DEMASIADO ESPERAR QUE LA GRAN HERMIONE GRANGER SE ENAMORARA DE UNA MORTÍFAGA ROTA! ¡SOLO SOY UNA MADRE SOLTERA, UN DESPOJO!

Detrás de la puerta, se oían los intentos fallidos de Hermione de calmar la situación, sus palabras ahogadas por los sollozos incontrolables y los insultos lanzados al aire por Pansy. La ira de esta última dio un giro aún más amargo, más personal, más venenoso:

—¿TE GUSTÓ? — escupió Pansy, su voz un hilo cargado de autodesprecio y acusación. —¿TE GUSTÓ FOLLAR CON UNA MUJER? ¿CON UNA COMO YO? ¿ERA SOLO ESO? ¿SOLO UNA EXPERIENCIA NUEVA PARA LA BRILLANTE MINISTRA? ¿UN JUGUETE ROTO PARA USAR Y TIRAR? Un grito ahogado, lleno de una humillación profunda, siguió a las palabras. —¡YO... YO QUERÍA CASARME CONTIGO, HERMIONE! ¡QUERÍA TODO! ¡Y TÚ... TÚ ME DIJISTE QUE NO! ¡QUE ERA UNA LOCURA!

Las últimas palabras cayeron como un mazo. Un silencio repentino, pesado y cargado de agonía, se apoderó de la habitación. Del pasillo. Solo se oía el sonido de los sollozos de Pansy, ya no de rabia, sino de un dolor profundo, desgarrador, que brotaba desde las entrañas.

—Hermione... — la voz de Pansy era ahora un susurro roto, apenas audible a través de la puerta, lleno de una tristeza infinita. —Sabía que eras demasiado... demasiado buena para mí. Demasiado brillante. Eres la mejor bruja de nuestra generación... heroína de guerra... Ministra de Magia... — Un sollozo largo y tembloroso. —Y yo... yo solo soy una madre soltera marcada... una ex-cómplice... una borracha...

El silencio que siguió fue corto pero eterno. Luego, se oyó la voz de Hermione, no intentando defenderse, no argumentando, sino suplicando, llena de una ternura y un dolor propios.

—Pansy... mi Pansy valiente... mi pequeña leona herida... — Se oyó un movimiento, un roce de tela. Hermione debía estar abrazándola, sosteniéndola a pesar de la resistencia inicial. —Escúchame, por favor. Lo que dije anoche... sobre el matrimonio... no fue un no a ti. Fue un grito de miedo. Mi miedo. Un miedo estúpido, cobarde, heredado de un mundo que a veces odio. — Su voz se quebró, pero siguió, clara en su desesperación. —Tienes razón. Soy Ministra. Soy "la mejor bruja". Pero eso no significa nada... NADA... comparado contigo. Comparado con Lestrange. Comparado con la familia que quiero construir contigo.

Hizo una pausa, y cuando continuó, había una determinación férrea en cada palabra, una promesa tallada en piedra:

—Si mi puesto, mi título, mi estúpido miedo al qué dirán o al peligro... si cualquier cosa se interpone entre nosotros... lo dejo. Hoy mismo. Renuncio. — Las palabras resonaron con una seriedad absoluta. —Prefiero ser solo Hermione. Solo la pareja de Pansy Parkinson. Solo la... la otra madre de Lestrange. Prefiero eso mil veces antes que perderte. Antes que verte destrozarte así otra vez. Te quiero, Pansy. Te quiero a ti, con tus cicatrices, con tus batallas, con tu hijo maravilloso. Te quiero a ti, no a una idea, no a una fantasía. Quiero despertar a tu lado, pelearnos por las toallas mojadas, ver crecer a Lestrange, construir esa familia ridícula y perfecta que soñamos. — Su voz se convirtió en un susurro cargado de emoción. —Dame otra oportunidad. Déjame demostrarte que mi amor es más fuerte que mi miedo. Déjame quedarme. Por favor.

El silencio que siguió fue distinto. Ya no estaba cargado solo de dolor, sino de una esperanza frágil, temblorosa. Del otro lado de la puerta, no se oían sollozos furiosos, sino un llanto más suave, más vulnerable. El llanto de alguien que ha sido herido profundamente pero que escucha, quizás por primera vez, la verdad absoluta del amor que le ofrecen, sin condiciones, sin máscaras.

Draco, al otro lado de la puerta, cerró los ojos y respiró hondo. La furia protectora que lo había llevado a encerrar a Hermione allí se transformaba en algo más complejo: un reconocimiento del dolor mutuo, del coraje de Hermione al enfrentar sus demonios, y de la posibilidad, frágil pero real, de que esta tormenta, finalmente, estuviera amainando. Para Pansy, para Hermione, y para el pequeño Lestrange que esperaba abajo, quizás la luz después de la lluvia sería más brillante que nunca.

Chapter 15: Te extrañe

Notes:

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Chapter Text

La luz del atardecer se filtraba por los altos ventanales de la habitación este de Potter Manor, bañando de oro líquido el traje blanco inmaculado de Draco Malfoy. Se ajustó la fina chaqueta frente al espejo de cuerpo entero, sus dedos temblorosos repasando el tejido perfecto. En su solapa izquierda, el broche de plata con la perla azul zafiro de Narcissa brillaba con luz propia. Draco lo tocó con suavidad.

 

—Hoy es el día, madre — murmuró hacia su reflejo, hacia el eco de su presencia que habitaba el broche y su corazón. —Finalmente ataré al temerario de Potter por toda la eternidad. Ya verás cómo se tropieza con su propia capa al entrar. Un esbozo de sonrisa asomó, pero se desvaneció en melancolía. —Tenemos novedades. Hermione y Pansy son oficiales. No más secretos. — Su tono se suavizó. —Después de... aquella noche, Granger no se movió de su lado. Le juró que renunciaría al Ministerio si volvía a lastimarla. — Un destello de aprobación cruzó sus ojos plateados. —Pero no hizo falta. Pansy está más fuerte. Y Lestrange... llama a Hermione "Mamá Hermy". Es absurdo y perfecto.

 

Ajustó el puño de encaje, recordando batallas legales. —Sophia es un huracán de despecho. Perdió contra Blaise por el estudio de pociones — él conserva su mitad —, pero luego demandó a Ron por "daños emocionales". — Un bufido despectivo. —El Wizengamot la desestimó entre risas. El juez amenazó con hacerla limpiar retretes en Azkaban. Blaise y Ron celebran cada noche con cerveza de mantequilla. Son ridículamente felices.

 

Su expresión se iluminó al pensar en Scorpius. —Tu nieto brilla como el sol. Ese núcleo dorado y plateado... es pura vida. Harry lo adora. — Se acercó al espejo, señalando su propia sien. —Y mira... le nació un mechón blanco. Aquí. Igual que el tuyo. — La emoción le cerró la garganta. —Es tu legado en él. Hermoso y terco, como tú.

 

Las risas del jardín llegaron por la ventana abierta. —Lestrange es su sombra, pero Theo ha traído a Lyra — aclaró, recordando el detalle omitido. —Su hija. Pequeña, pelirroja y con sus mismos ojos inquisitivos. — Una sonrisa genuina asomó. —Lyra y Lestrange libran batallas épicas por la atención de Scorpius. El dragón de peluche canta, Lyra muestra flores que estornudan, y nuestro pequeño emperador los dirige a ambos con una vara invisible. — Bajó la voz. —Theo y Neville Longbottom... siguen siendo un enigma. Él con sus oscuros tratados, Longbottom con sus macetas parlantes. Pero Theo sonríe más. Y Lyra adora sus invernaderos. Eso basta.

 

La luz se volvió dorada y profunda. —Te extraño. Cada día. — La mano se posó sobre el broche azul. —Es un vacío que no se llena... pero aprendo a caminar con él. Lucius ayuda. Se ha convertido en "abuelo Lucius" — cierto asombro persistía en su tono. —Lee sobre colas de dragón a Scorpius y soporta que le cubran de purpurina. Scorpius lo tiene envuelto en su dedo meñique.

 

Una música suave comenzó a flotar desde el jardín: las primeras notas de su vals. Draco se irguió, el traje blanco reluciendo como una armadura de luz.

 

—Espero que te guste esto, madre. — Sus dedos acariciaron la perla azul. —Es un nuevo Versailles. Construido con cicatrices y elecciones. Para Harry... para Scorpius... para todos nosotros. — Respiró hondo. El vacío latía, pero hoy, con el broche de Narcissa sobre su corazón y el futuro riendo entre las rosas, Draco Malfoy supo que podía caminar hacia su león. Porque el amor, incluso teñido de ausencia, era la magia más poderosa para reconstruir mundos. Y hoy, ese amor juraría quedarse. Para siempre.

 

La puerta de la habitación este se abrió con un suave crujido. Draco Malfoy emergió, bañado por la luz dorada del atardecer que ahora teñía el cielo de Potter Manor de tonos melocotón, lavanda y un azul profundo que recordaba al zafiro de su broche. Por un instante, se detuvo en el umbral, absorbiendo el espectáculo que se extendía ante él.

 

El jardín trasero, normalmente sereno, se había transformado. Rosas que brillaban con una luz plateada intrínseca – las mismas que Scorpius cultivaba con devoción – trepaban por arcos cubiertos de enredaderas de glicinas mágicas que destellaban suavemente. Luces de hadas, como estrellas cautivas, flotaban entre los árboles, iluminando los caminos alfombrados con pétalos de rosa blanca y plateada. Las sillas, dispuestas en semicírculo frente a un pabellón cubierto de flores blancas, estaban ocupadas por rostros que representaban su nuevo, fracturado y hermoso mundo.

 

Allí estaba Lucius, impecable en gris perla, con Scorpius a su lado. El niño, vestido con un diminuto traje a juego con el de Draco, lucía su mechón blanco con orgullo. Al ver a su padre, sus ojos grises se iluminaron y agitó la mano con entusiasmo, haciendo que Lucius le pusiera una mano tranquilizadora en el hombro. A su lado, Lestrange, con un trajecito verde esmeralda, intentaba llamar la atención de Scorpius mostrándole un caracol cantor, mientras Lyra, la hija de Theo, de cabello pelirrojo rebelde como el de su padre pero con los ojos curiosos de él, observaba fascinada un hada que se había posado en su dedo. Theo estaba junto a Neville Longbottom, este último sonrojado pero sonriente, con una orquídea parlante asomando de su solapa. Blaise y Ron, hombro con hombro, compartían un susurro y una sonrisa cómplice. Pansy, radiante en un vestido de seda lila, con los ojos brillantes pero secos, sostenía la mano de Hermione, quien lucía un elegante conjunto de chaqueta y pantalón de color vino tinto. La Ministra, no la pareja de Pansy, en este momento. Hermione le sonrió a Draco, un gesto de apoyo y complicidad.

 

Era un mosaico de cicatrices y segundas oportunidades, de pasados oscuros y futuros brillantes, unido bajo el cielo crepuscular de Potter Manor. El aire olía a rosas, a tierra húmeda y a la promesa de un nuevo comienzo.

 

La música cambió. Las suaves notas de un arpa dieron paso a una melodía reconocible al instante para Draco: "Lily's Theme", la misma que Harry había hecho sonar en la Mansión aquella tarde lejana, cuando la magia se calmó bajo su mirada. Ahora, arreglada para violín y piano, sonaba como un suspiro de esperanza, un hilo conductor de su historia.

 

Todos los rostros se volvieron hacia él. Draco respiró hondo, sintiendo el peso del broche de su madre, frío y reconfortante contra su pecho. Por ti, madre. Por nosotros. Dio el primer paso.

 

Caminó por el pasillo de pétalos, la mirada fija en el pabellón de flores. Y allí, al final, bajo un arco entrelazado con rosas brillantes y glicinas destellantes, estaba Harry Potter.

 

Vestido de un negro profundo que contrastaba gloriosamente con el blanco de Draco, Harry parecía tallado en sombra y luz. Pero no fue el traje lo que le detuvo el aliento a Draco. Fueron los ojos de Harry. Esos ojos verdes, que habían visto tanto dolor y tanta maravilla, estaban inundados de lágrimas que corrían libremente por sus mejillas. No eran lágrimas de tristeza, sino de una emoción tan abrumadora, tan pura, que destilaba todo su ser. Su sonrisa, temblorosa pero luminosa, era un faro en la penumbra, dirigido solo a Draco.

 

Draco sintió su propia visión nublarse. Cada paso hacia Harry era un latido, un eco de su viaje: los insultos en Hogwarts, las cicatrices infligidas y recibidas, la guerra que los marcó a ambos, la desconfianza, la atracción peligrosa, la pérdida devastadora, el sacrificio robado, el dolor compartido, el amor descubierto en las ruinas, la lucha por Scorpius, por ellos mismos, por este futuro. Todo estaba allí, reflejado en las lágrimas de Harry y en la emoción que le cerraba la garganta a él.

 

Llegó al pabellón. Se detuvo frente a Harry. Sus manos encontraron las de su prometido, entrelazando los dedos con una familiaridad que era un hogar. Las lágrimas de Harry seguían cayendo, silenciosas, brillantes bajo la luz de las hadas.

 

El celebrante, una bruja anciana con ojos bondadosos, comenzó a hablar, pero Draco apenas la oyó. Su mundo se reducía a las manos que sostenía, a los ojos verdes anegados que lo miraban, al broche azul que pesaba sobre su corazón como una bendición silenciosa.

 

Llegó el momento de los votos. Harry habló primero, su voz quebrada pero clara, resonando en el jardín silencioso:

 

—Draco Lucius Malfoy — comenzó, cada sílaba cargada de emoción. —Te juro lealtad, no por obligación, sino porque elegí entregarte mi corazón en medio de la tormenta. Te juro paciencia, para navegar las sombras que a veces nos visitan, sabiendo que tu luz es mi faro. Te juro ser tu escudo, tu refugio, y tu cómplice en cada locura, grande o pequeña. Te juro amarte en cada versión de ti: en el orgullo herido, en el padre desesperado, en el hombre que reconstruye su palacio sobre las cenizas. Te juro que mi último aliento será un susurro de tu nombre. Eres mi pequeño Versailles, mi hogar eterno. Por todo lo que fuimos, por todo lo que somos, por todo lo que seremos. Mi vida, mi alma, mi eternidad. Te amo.

 

Las lágrimas de Draco ya no pudieron contenerse. Rodaron calientes y silenciosas, mezclándose simbólicamente con las de Harry en el espacio entre ellos. Respiró hondo, buscando su voz entre la emoción:

 

—Harry James Potter — su voz sonó más firme de lo que esperaba, resonando con una verdad profunda. —Te juro mi verdad, sin máscaras ni sombras, porque tú me enseñaste a vivir sin ellas. Te juro mi coraje, para enfrentar mis demonios y sostenerte cuando los tuyos acechen. Te juro mi fe, inquebrantable, en el amor que nació contra todo pronóstico y venció a la muerte misma. Te juro ser tu raíz y tu rama, tu ancla en el caos y tu cómplice en el vuelo. Te juro honrar el sacrificio que nos trajo aquí, viviendo cada día con la intensidad de quien sabe lo frágil que es la luz. Eres mi león valiente, mi tempestad y mi calma. Mi hoy, mi mañana, mi siempre. Por nuestra guerra, por nuestra paz, por nuestro hijo, por nuestro futuro. Te amo.

 

El silencio que siguió fue absoluto, cargado de la potencia de sus promesas. Ni siquiera los niños hicieron ruido. El celebrante sonrió, sus propios ojos brillantes.

 

—Por el poder que me confiere la antigua magia de la unión, y ante estos testigos de vuestro viaje — declaró, su voz cálida llenando el jardín, —os declaro unidos para siempre. Podéis bes…

Pero Harry ya no esperaba. Tiró de las manos de Draco, cerró la distancia infinitesimal que quedaba entre ellos y capturó sus labios en un beso. No fue un beso suave ni ceremonioso. Fue un beso de posesión, de promesa, de alivio y de triunfo. Un beso que sellaba batallas ganadas, pérdidas sobrellevadas y un futuro conquistado juntos. Un beso que sabía a sal y a eternidad, a cicatrices convertidas en fortaleza y a un amor que había aprendido a brillar incluso en la oscuridad más profunda.

Cuando finalmente se separaron, jadeantes, frente a los aplausos y vítores que estallaban a su alrededor (Scorpius saltando de emoción, Lucius enjugándose discretamente un ojo, Pansy abrazando a Hermione que reía llorando, Ron silbando fuerte), Draco apoyó su frente contra la de Harry. Sus miradas se encontraron, plateada y verde, reflejando el mismo milagro: habían sobrevivido. Habían sanado. Habían encontrado su Versailles. Y ahora, juntos, reinarían en él.

El broche azul de Narcissa brilló con una luz tenue pero constante en el pecho de Draco, un testigo silencioso y aprobatorio del nuevo comienzo, del beso que sellaba no solo una boda, sino el triunfo definitivo del amor sobre todas las sombras.

 

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La luz del atardecer, ya familiar como un viejo amigo, se colaba por los ventanales altos de Potter Manor, iluminando el polvo danzante sobre la repisa del gran salón. No era solo un mueble; era un altar al tiempo. Sobre la madera oscura y pulida por generaciones, descansaban los tesoros de una vida larga, tumultuosa y, finalmente, serena. La bufanda de Slytherin de Scorpius, el verde esmeralda desvaído por los años y el uso, ocupaba un lugar de honor junto a un león de juguete de Gryffindor, símbolo de una amistad que desafió casas. Fotografías enmarcadas capturaban instantes detenidos: la graduación de Scorpius en Hogwarts, su rostro joven y orgulloso bajo el sombrero puntiagudo; su boda con Lestrange, ambos radiantes, la elegancia heredada de Pansy y la determinación de Hermione fusionadas en sus sonrisas; el nacimiento de sus hijos, gemelos con el cabello rubio platino de los Malfoy y los ojos inquisitivos de los Granger; la alegría desbordante al sostener a su primer nieto, un pequeño manojo de energía con un mechón blanco rebelde que recordaba demasiado a Narcissa.

Y entre estas cápsulas del tiempo de Scorpius, otras imágenes narraban una historia paralela: Harry y Draco, capturados a lo largo de los años. Enamorados jóvenes frente a las rosas brillantes de su boda; maduros, con las primeras canas plateando las sienes de Draco y las arrugas marcando la sonrisa de Harry, abrazando a los nietos; ancianos, sentados juntos en el mismo sofá del salón, las manos entrelazadas sobre una manta tejida, la mirada de Harry aún llena de esa luz traviesa, la de Draco serena y sofisticada, su postura impecable incluso en la vejez. El tiempo había pasado, dejando su huella en los rostros, pero no en el vínculo que brillaba en cada foto.

 

El crujido de la puerta principal anunció una llegada. Scorpius Malfoy-Potter, ahora un hombre de cabello entrecano, con el mechón blanco de su abuela aún distintivo, pero con el porte seguro de quien ha vivido y construido, entró cargado con varias cajas de cartón. Sus pasos, aún firmes, resonaron en el silencio del salón. Dejó las cajas sobre la mesa central con un suave golpe.

 

Desde su sillón favorito, cerca de la chimenea apagada por el calor del verano, Draco Malfoy, convertido en un anciano cuya elegancia parecía tallada en marfil, bajó lentamente las gafas de lectura que sostenía un libro de tapas desgastadas. Sus ojos plateados, aún agudos, escudriñaron las cajas y luego a su hijo.

 

—Vitaminas, ¿Scorpius? — preguntó, su voz un susurro ronco pero cargado de su característico desdén, aunque ahora templado por la ternura. —¿Tan nervioso estás de que estos viejos huesos decidan finalmente rendirse al inevitable paso del tiempo? Un leve arqueo de ceja, un gesto que había perfeccionado a lo largo de décadas, acompañó la pregunta.

 

Scorpius suspiró, corriéndose una mano por el cabello. —Padre, por favor. Solo me preocupo. Son vitaminas de alta calidad, las que toma Astoria. — Su mirada, heredera de la intensidad gris de Draco pero más suave, recorrió el salón, posándose en las fotos de sus padres envejecidos. —Eres abuelo, sí, pero yo también soy hijo. Y veros… veros tan… — Buscó la palabra, consciente de la fragilidad que a veces asomaba. —Theo se fue el mes pasado. Tío Ron apenas lo sobrevivió un año, y Blaise… — Su voz se quebró ligeramente. —Blaise apenas respira desde entonces. Solo espera. Es… difícil. Ver cómo se van. — Miró directamente a Draco. —Quiero que estéis bien. Lo más bien posible. Por mucho, mucho tiempo.

 

Una risa clara, sorprendentemente fuerte para sus años, resonó desde la cocina. Harry Potter apareció en el umbral, secándose las manos con un paño. El tiempo había encanecido su cabello por completo y marcado su rostro con arrugas profundas, pero sus ojos verdes seguían brillando con la misma chispa vital, la misma calidez que había desarmado a Draco décadas atrás. Su cuerpo, aunque más lento, aún conservaba la solidez del antiguo capitán de los Wigtown Wanderers, equipo del que se había retirado como leyenda hacía ya muchos años.

 

—¡Bah! — exclamó Harry, acercándose y pasando un brazo por los hombros de Scorpius. —Deja de preocuparte, pequeño escorpión. Estos viejos troncos aún tenemos savia. Mira a tu padre, más elegante que nunca. Y yo… — Se golpeó el pecho con suavidad, —yo aún le gano a Neville en ajedrez mágico. Cuando viene, claro, que ahora se pasa el día murmurándole a sus geranios cantarines. Estamos bien, hijo. Perfectamente bien.

 

Tomó la taza de té que había dejado en una mesita cercana y le dio un sorbo. —Ahora, si me disculpáis, ese pastel de manzana en el horno no se va a vigilar solo. — Con un guiño a Draco y una palmada cariñosa en la espalda de Scorpius, Harry regresó a la cocina, su silueta aún recognoscible, aún llena de esa energía tranquila que siempre lo caracterizó.

 

Scorpius lo siguió con la mirada, una mezcla de amor y frustración en sus ojos. Luego, volvió su atención a Draco. El anciano Malfoy lo observaba con una expresión inusual: una sonrisa suave, genuina, que transformaba su rostro aristocrático.

 

—Mírate — murmuró Draco, su voz más suave ahora. —Abuelo. Líder de tu propio clan. Has criado hijos fuertes, visto nacer a tus nietos… incluso sobrevivido a la adolescencia de Lestrange como yerno. — Un destello de humor fugaz brilló en sus ojos. —Tu abuelo Lucius… — Hizo una pausa, el nombre aún resonando con respeto y cariño. —Estaría inmensamente orgulloso. Aunque probablemente se quejaría del desorden de juguetes que traen esos bisnietos suyos.

 

Scorpius se acercó, sentándose en el brazo del sillón de su padre. Miró las fotos, luego a Draco. —Sé que mi infancia… todo lo que pasamos con el tumor, con la abuela… fue duro para ti. Demasiado duro. — Su voz era un susurro cargado de comprensión adulta. —Solo quería decirte… que me alegro. Me alegro de haber podido compensarlo. De haberte dado una vejez llena de… de esto. — Señaló las fotos, la casa, el sonido de Harry tarareando en la cocina.

 

Draco rió, un sonido suave y ronco. —¿Compensar? No, Scorpius. No se trata de compensación. — Extendió una mano temblorosa, pero firme, y posó sus dedos sobre el brazo de su hijo. —Fue duro, sí. Terriblemente duro. Pero fue… vida. Y dentro de esa dureza, hubo felicidad. Más de la que jamás creí posible cuando era un joven estúpido y lleno de odio. Verte crecer, verte convertirte en el hombre que eres… eso ha sido mi mayor felicidad. — Sus ojos plateados brillaron con una emoción profunda. —Ahora, vete. Vete con tu Lestrange, con tus hijos, con ese pequeño demonio de bisnieto que tiene tu mechón blanco. Disfrútalos. Ámalos con todo lo que tienes. Nosotros… — Miró hacia la cocina, donde se oía el tintineo de una cuchara, —nosotros estaremos aquí. Harry y yo. Como siempre.

 

Se inclinó un poco, su mirada intensa y llena de un amor incondicional que trascendía las palabras. —Te amo, Scorpius. Eres, y siempre serás, el mejor hijo que un padre podría desear. El mejor de todos.

 

Scorpius sintió un nudo enorme en la garganta, las lágrimas amenazando. La necesidad de abrazar a su padre, de decirle todo lo que significaba, de agradecerle, de recordarle al niño con el gorro azul que corría entre las rosas brillantes, era abrumadora. —Padre… yo… te quiero. Más de lo que las palabras pueden decir. Siempre seré… siempre seré tu pequeña libélula. —

 

Draco sonrió, una sonrisa amplia, llena de una paz absoluta y de un conocimiento profundo. Levantó la mano que no sostenía la de Scorpius y acarició suavemente la mejilla de su hijo, justo donde el mechón blanco encontraba el cabello entrecano. Sus ojos, sabios y cansados, pero llenos de un amor infinito, se encontraron con los de Scorpius.

 

—Lo sé, hijo mío — susurró, su voz un hilo de seda cargado de certeza. —Lo sé.

 

Y en ese instante, bajo la luz dorada del atardecer que bañaba los recuerdos en la repisa y el amor envejecido pero inquebrantable en el sillón, Scorpius comprendió que era verdad. Su padre siempre lo había sabido. Desde el primer día. A través de la guerra, la enfermedad, la pérdida y la inmensa alegría. Draco Malfoy siempre había sabido que su pequeña libélula, su Versailles, su milagro, lo amaba. Y ese conocimiento, grabado a fuego en el alma de ambos, era el legado más valioso, el tesoro más brillante en el altar del tiempo de Potter Manor. Con un último apretón en el brazo de su padre, Scorpius se levantó, llevándose el amor en el pecho y la certeza de que, mientras Harry tarareara en la cocina y Draco sonriera desde su sillón, el palacio que habían construido juntos seguía en pie, fuerte y lleno de luz.

 

La noche en Potter Manor fue silenciosa, como si las paredes mismas contuvieran el aliento. Harry, más delgado bajo su pijama de lino, se acomodó con cuidado en la gran cama que habían compartido durante décadas. Draco ya estaba allí, recostado de lado, su perfil aristocrático recortado contra la luz tenue de la lámpara de la mesilla. El tiempo había esculpido su rostro con arrugas profundas, pero en la penumbra, Harry aún podía ver al joven de cabello platino que lo había desafiado en Hogwarts.

 

—Ven aquí, león — susurró Draco, su voz un hilillo de seda rasgada por la edad. Abrió los brazos, un gesto raro, íntimo, reservado solo para estas noches de quietud extrema.

 

Harry se acurrucó contra él, enterrando su rostro en el hueco del cuello de Draco, inhalando su esencia a lavanda y algo indefiniblemente suyo. El cuerpo de Draco estaba frío, más frío de lo habitual, pero Harry lo achacó a la noche. Envolvió un brazo alrededor de su torso, sintiendo las costillas frágiles bajo la fina tela. Draco suspiró, un sonido de profunda satisfacción, y entrelazó sus dedos temblorosos con los de Harry sobre su propio pecho, justo donde el broche azul solía descansar durante el día.

 

—Estás frío — murmuró Harry, apretándolo más.

 

—Siempre tienes calor suficiente para los dos, Potter — respondió Draco, un atisbo de su antigua sequedad en la voz cansada. Giró ligeramente la cabeza, sus labios rozaron la frente de Harry. —Hermoso y caliente. Como siempre.

 

No hubo más palabras. Solo el sonido de sus respiraciones entrelazándose, lentas, profundas, el ritmo de un corazón que late en sintonía con otro desde hace una eternidad. Harry cerró los ojos, hundiéndose en el calor familiar de su esposo, en la seguridad de su presencia. El último pensamiento consciente fue el tacto de los dedos de Draco entrelazados con los suyos.

 

Cuando la luz del amanecer filtró suavemente por las cortinas, Harry se despertó solo. El espacio a su lado estaba vacío, las sábanas frías. Draco yacía de espaldas, sus ojos plateados cerrados, su rostro sereno como un máscara de alabastro. Una paz absoluta, inmutable, lo envolvía. No había dolor, no había lucha. Solo un silencio definitivo. El broche azul de Narcissa, que había dejado en la mesilla la noche anterior, parecía brillar con una luz tenue propia junto a su mano inerte.

 

—Draco…? — El nombre fue un susurro de Harry, roto, incrédulo. Tocó su mejilla. Fría como el mármol de los jardines en invierno. El vacío que siempre había llevado Draco en el pecho desde la muerte de su madre pareció expandirse de golpe, tragándose el mundo entero. Un gemido gutural, animal, escapó de los labios de Harry antes de que pudiera contenerlo. Se desplomó sobre el cuerpo frío de su esposo, sus lágrimas calientes empapando el lino blanco de la almohada de Draco. —No… no… mi pequeño Versailles… mi Draco… Pero el palacio se había derrumbado. Su Versailles se había ido.

 

El golpe fue un cataclismo para Scorpius. Encontró a Harry aún abrazado al cuerpo de Draco, temblando, sus lágrimas secas ahora, sus ojos verdes vacíos, perdidos en un abismo que Scorpius nunca había visto. El dolor de ver a su padre inerte, ese pilar de elegancia y fortaleza reducido a quietud eterna, fue un puñal girando en su propio pecho. Pero ver a Harry así… fue aún peor.

 

Harry se levantó mecánicamente cuando llegaron los sanadores. Permitió que lo llevaran al salón. Cuando Scorpius intentó abrazarlo, hablarle, Harry solo levantó una mano temblorosa y le dio una palmada débil en el hombro. Un gesto extraño, distante. Luego, se volvió hacia la ventana y no dijo nada. Nada en absoluto.

 

Los días siguientes fueron un tormento. Harry funcionaba como un autómata: comía cuando le ponían la comida delante, dormía en el sofá del salón (no podía volver a la habitación), miraba al vacío. Pero no miraba a Scorpius. Cada vez que su hijo entraba en la habitación, Harry desviaba la mirada, se tensaba, como si el solo rostro de Scorpius – tan similar al de Draco, especialmente con ese mechón blanco heredado – le causara un dolor físico insoportable. Veinte días. Veinte días de un silencio sepulcral, roto solo por los sollozos ahogados de Scorpius o el susurro de las sábanas cuando Harry cambiaba de posición.

 

El día veintiuno, Scorpius recibió un mensaje simple, escrito con la temblorosa caligrafía de Harry en un pergamino: "Ven a tomar el té. 4 PM."

 

Con el corazón en un puño, Scorpius entró en el salón de Potter Manor. Harry estaba sentado en su sillón, más pálido que nunca, pero con una extraña claridad en sus ojos verdes. Había preparado té – té de menta – en la vieja tetera de plata de Narcissa. Dos tazas.

 

—Siéntate, hijo — dijo Harry, su voz ronca pero sorprendentemente serena. Indicó el sillón frente a él, el que solía ser de Draco.

 

Scorpius obedeció, las manos sudorosas. Harry sirvió el té con movimientos lentos, precisos. No miró directamente a Scorpius, sino a sus manos, a la taza, a la ventana.

 

—He estado pensando… en tu infancia — comenzó Harry, tomando un sorbo de té. —En lo valiente que fuiste. Siempre. Con la enfermedad, con todo. — Hizo una pausa, un temblor recorriéndole la mano que sostenía la taza. —Tu padre… Draco… estaba tan orgulloso de ti. Más de lo que jamás pudo expresar con palabras. Eres su mayor legado, Scorpius. El mejor de todos. — Tragó saliva con dificultad. —Y yo… yo también estoy orgulloso. Tan orgulloso que duele.

 

Finalmente, levantó la vista. Pero no a los ojos de Scorpius. A su mechón blanco. Un río de lágrimas silenciosas comenzó a caer por las mejillas surcadas de arrugas de Harry.

 

—Perdóname… — susurró, la voz quebrándose. —Perdóname por no poder mirarte estos días. Es solo que… eres tan parecido a él. En cada gesto, en cada expresión… incluso en la forma en que sostienes la taza. — Un sollozo le cortó la respiración. —Ver tu rostro… es ver su rostro… y es… es como perderlo una y otra vez. Es un dolor… un dolor que no puedo soportar, hijo mío.

 

Scorpius sintió que se desgarraba por dentro. —Padre… — comenzó, extendiendo una mano.

 

—Hablas como si supieras — interrumpió Harry, con una triste sonrisa. —Como si supieras que esto es una despedida. Se levantó, con un esfuerzo visible, y cruzó la distancia que los separaba. Antes de que Scorpius pudiera reaccionar, Harry lo envolvió en un abrazo. No era el abrazo fuerte del capitán de Quidditch, ni el cálido del padre de su infancia. Era un abrazo frágil, desesperado, el abrazo de un hombre que se aferra a un mástil en medio de un naufragio. Scorpius lo sintió temblar contra él.

 

—Fuiste el hijo que siempre quise, Scorpius — murmuró Harry contra su oído, cada palabra un latido de amor agonizante. —Desde el momento en que Draco te trajo a casa, desde que te vi perseguir libélulas… te amé. En cada paso, en cada triunfo, en cada dolor. Te amé con todo lo que soy. Eres mi pequeño escorpión. Mi libélula valiente.

 

Scorpius lo abrazó con fuerza, enterrando el rostro en el hombro de Harry, oliendo a tierra mojada, a té de menta y a una despedida inminente. —Por favor… — suplicó, su voz ahogada. —Por favor, no te vayas. No todavía. No puedo… no puedo estar solo. No ahora.

 

Harry se separó lo suficiente para mirarlo. Sus ojos verdes, nublados por las lágrimas pero llenos de una certeza absoluta, se encontraron finalmente, directamente, con los de Scorpius. Acarició su mejilla, su dedo rozando el mechón blanco.

 

—Le prometí a tu padre, Scorpius — susurró, su voz tan suave como el aleteo de una polilla. —Le prometí que moriría después que él. Que no lo dejaría solo. Y yo… — Una sonrisa triste y dulce curvó sus labios. —Yo no puedo estar sin mi dragón. No puedo respirar en un mundo donde él no está. — Se inclinó y depositó un beso suave, tierno, eterno, en la mejilla de Scorpius. El beso llevaba todo su amor, su gratitud, su dolor y su adiós.

 

—Beautiful boy — murmuró contra su piel, el apodo de la infancia, el tesoro guardado. —Mi hermoso, valiente niño.

 

Luego, con una última mirada llena de un amor infinito, Harry Potter dio media vuelta y caminó lentamente, con paso firme a pesar de la fragilidad, hacia el dormitorio que ya no compartía. Cerró la puerta suavemente tras de sí.

 

Scorpius se quedó de pie, la mejilla ardiente donde el beso de su padre aún palpitaba, el sabor a sal y a eternidad en sus labios, el eco de "Beautiful boy" resonando en el silencio súbito de la mansión. Sabía. Con una certeza que le heló la sangre, supo que esa había sido la última vez que vería a su padre con vida.

 

Esa noche, en la habitación fría y vacía sin la presencia de Draco, Harry James Potter se recostó en su lado de la cama. Tomó la almohada de Draco, aún impregnada de un leve aroma a lavanda, y la abrazó contra su pecho. Cerró los ojos. No había miedo. Solo una paz profunda, un anhelo inmenso y la imagen de unos ojos plateados sonriéndole en la oscuridad. El Niño que Vivió, el sobreviviente de mil batallas, el amado esposo, el padre orgulloso, finalmente cerró sus ojos. Y no los volvió a abrir.

 

La sensación fue extraña. Ligera. Como despertar de un sueño muy largo y pesado. Harry parpadeó. No estaba en la habitación oscura de Potter Manor. Estaba… en un lugar bañado por una luz dorada y cálida, sin fuente visible. El aire olía a rosas frescas y a tierra después de la lluvia. Miró sus manos. Jóvenes. Fuertes. Sin arrugas, sin las manchas de la edad. Sintió su cuerpo, ágil, lleno de energía.

 

Y entonces, la vio. A lo lejos, bajo un arco cubierto de glicinas que destellaban como en su boda, estaba él. Draco Lucius Malfoy. Con su cabello platino perfecto, su traje negro de la ceremonia, su postura impecable y arrogante. Y sonreía. Una sonrisa amplia, despreocupada, llena de puro amor y alegría, que Harry no había visto desde su juventud.

 

Harry caminó hacia él. Sus pasos no hicieron ruido. Cada paso acortaba una eternidad de ausencia. Se detuvo frente a Draco, bebiendo la visión de esos ojos plateados, vivos, brillantes.

 

—Dejaste al niño solo — dijo Draco, su voz la misma melodía clara y sardónica de siempre, pero sin rastro de reproche, solo de amor burlón. Su sonrisa no se desvaneció.

 

Harry no pudo hablar. La emoción lo ahogaba. Levantó una mano temblorosa y tocó la mejilla de Draco. Caliente. Viva. Real.

 

—Te extrañé tanto — logró decir, su voz quebrada por un torrente de lágrimas que ahora sí brotaron, libres, sanadoras. —Cada segundo. Cada respiro. Draco…

 

No hubo más palabras necesarias. Draco cerró la distancia y capturó los labios de Harry en un beso. No fue el beso apasionado de su juventud, ni el beso de despedida en la mejilla de Scorpius. Fue un beso de reencuentro. De hogar. De eternidad. Un beso que sellaba el fin de toda separación, de todo dolor, de toda espera. Sabía a perdón, a promesa cumplida, a amor puro e indestructible.

 

Se abrazaron con una fuerza que habría quebrado costillas en otro tiempo, pero aquí solo los fundía, los unía en una sola esencia. El muchacho de cabello negro y el joven de cabello platino, libres al fin de las cadenas del tiempo, del sufrimiento, de la pérdida. Juntos. Como siempre debieron estar. Como siempre estarían. En la luz dorada de su paraíso particular, donde los palacios no se derrumbaban y las libélulas volaban libres para siempre, Harry y Draco encontraron su final y su principio. Su paz. Su Versailles eterno.

Notes:

Nota de la autora: Hasta aquí fue Dragonfly, espero hayan llorado tanto como yo escribiendo esto, los amo.