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JURAMENTO DE FUEGO: el vínculo de dos Almas

Chapter 8: Horas suaves, fuegos lentos

Notes:

Buenas noches, les traigo un nuevo capítulo para ustedes:)

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

El castillo despertaba con lentitud, como si supiera que, por una vez, no había urgencia en el aire. La piedra, acostumbrada a ecos de guerra y llanto, respiraba tranquila. En la habitación alta, Aemond aún dormía con el ceño ligeramente fruncido, como si su cuerpo no supiera qué hacer con tanta ternura junta. Rhaenyra lo observaba desde el borde del lecho, con ese cariño silencioso que solo tienen las madres que han aprendido a amar con cicatrices.

Rhaenyra lo observaba desde el borde del lecho, una mano apoyada sobre las sábanas arrugadas, la otra acariciando con cuidado un mechón plateado que le caía sobre la mejilla. No dijo nada. No hizo falta. Su mirada hablaba el idioma antiguo de las madres: esa mezcla de orgullo, preocupación y un amor que arde bajo la piel sin pedir permiso.

Fue entonces cuando llamaron a la puerta con la cortesía templada de quien sabe que interrumpe algo sagrado.

—Adelante —dijo la reina, sin elevar la voz.

Entraron tres sombras ligeras: Elira, Tessa y Milena, las criadas que cuidaban de los príncipes con la devoción de quien conoce secretos que no se escriben. Al ver a Rhaenyra junto al lecho, se inclinaron con respeto, sin preguntar ni comentar. Solo bajaron la mirada y se pusieron manos a la obra, como si el silencio mismo fuera parte de su uniforme.

Tessa comenzó a preparar el baño, dejando que el vapor suave llenara la estancia con lavanda y sándalo. Elira desplegó con cuidado las prendas del día —una túnica de lino azul profundo con bordes plateados— mientras Milena alineaba sobre la mesa una pequeña selección de aceites perfumados, una peineta de hueso de dragón y un medallón de obsidiana que siempre le daba suerte al príncipe.

Rhaenyra se inclinó entonces hacia su hijo.

—Aemond —susurró, rozando su frente con los labios—. Es hora, corazón mío. El día ya ha comenzado, y no te espera.

Aemond murmuró algo ininteligible, aún aferrado al último hilo del sueño, antes de abrir un ojo y ver que el mundo seguía ahí… pero ahora, un poco más amable.

Rhaenyra lo observó en silencio durante unos latidos más, hasta que una sonrisa pícara se coló en sus labios.

—Mmm… así que Jace duerme contigo ahora —murmuró con fingido desdén, como quien se entera de un chisme—. Y yo que pensaba que eras todo pudor y solemnidad.

Aemond parpadeó lentamente, aún a medio camino entre el sueño y la realidad.

—¿Qué…? —farfulló, confundido.

—Anoche hablaste dormido —dijo ella, sin inmutarse—. Y dijiste su nombre. Dos veces. Con suspiros.

Aemond se incorporó de golpe, despeinado y con las mejillas encendidas.

—¡Eso no es verdad! —protestó, aunque su tono ya se quebraba entre el pánico y la risa—. ¡Estás inventando!

—¿Lo estoy? —dijo Rhaenyra, alzando una ceja, encantada con su reacción—. Bueno, Milena también lo oyó. Y las piedras de la torre. Y probablemente el cuervo del campanario.

Desde la mesa, Milena se encogió de hombros sin levantar la vista.

—Yo no oí nada, mi príncipe —dijo con tono neutral, aunque claramente se mordía la lengua para no reír.

—Esto es acoso —gimió Aemond, hundiéndose entre las sábanas con las orejas rojas—. Soy un menor indefenso. Un omega en peligro constante.

Rhaenyra se sentó en el borde de la cama y le revolvió el cabello con ternura.

—Un omega muy enamorado, parece.

—No estoy enamorado —masculló él, intentando sonar firme, aunque no podía esconder la sonrisita que le temblaba en los labios—. Solo lo… admiro. Estratégicamente.

—Claro. Como se admira una espada bien forjada, ¿no?

—Exacto —dijo Aemond, con tono teatral—. Fino acero valyrio.

Rhaenyra soltó una carcajada luminosa, inclinándose a besarle la frente.

—Ay, corazón… solo prométeme que, cuando te cases con él, me invitarás a la boda.

Aemond lanzó un quejido desesperado y se tapó la cara con la almohada.

—Voy a pedirle a Vhagar que me trague.

—Dile que me deje quedarme con los anillos —respondió ella, de pie otra vez—. Ahora levántate. El día no esperará a los románticos.

Aemond rodó sobre el colchón, hundiendo la cara en la almohada con un quejido largo, digno de tragedia antigua. El lino olía a lavanda y a sol, y por un momento pensó en fingir una repentina fiebre para esquivar la mañana. Pero la voz de su madre era como el rumor del mar: firme, constante, imposible de ignorar por mucho que uno se hiciera el dormido.

—¿Y si el día esperara solo media hora más? —murmuró, aún de espaldas—. Una tregua. Por caridad.

Rhaenyra cruzó los brazos con una sonrisa indulgente.

—¿Caridad? Hijo, eres un príncipe mimado hasta por los cuervos del torreón. No abuses de la compasión del mundo.

Aemond rió por lo bajo y, con un suspiro resignado, se incorporó. El cabello suelto le caía en desorden sobre los hombros y los ojos aún le brillaban de sueño, pero su expresión era suave. Serena. Como si algo en ese cuarto le devolviera, cada día, una pizca de seguridad.

—¿Desayunarás conmigo? —preguntó sin rodeos, clavando en ella esa mirada clara que no necesitaba máscaras.

Rhaenyra lo observó por un instante, como si leyera entre sus palabras algo más profundo. Y asintió con dulzura.

—Claro que sí. Hoy no tengo audiencias hasta después de la cuarta campanada. Y en la sala baja ya deben estar Daemon, las gemelas, Jace y Luke discutiendo quién se acaba la miel más rápido.

Aemond sonrió con media boca.

—Entonces que se acaben lo que quieran. Aquí estamos mejor.

—Mucho mejor —confirmó Rhaenyra, sentándose en uno de los sillones cercanos a la ventana, mientras Tessa daba indicaciones suaves para que trajeran el desayuno a la habitación.

El joven se puso de pie con calma, aceptando la bata que Milena le ofrecía y caminando hacia el baño con pasos lentos pero decididos. En el aire flotaba el vapor del agua caliente, mezclado con romero, sándalo y una pizca de menta.

—¿Y si invito a Aegon y Helaena? —preguntó de pronto, desde la entrada del baño, como si no quisiera romper la intimidad de ese momento, pero tampoco dejar fuera a quienes amaba.

Rhaenyra lo miró desde su asiento, con esa mezcla de paciencia y sabiduría que sólo nace cuando se ha amado más de lo que el corazón permite.

—Si así lo deseas, claro. Aunque no me molestaría un rato a solas contigo.

Aemond bajó la mirada, casi apenado, y asintió.

—Entonces… hoy seré egoísta.

—Hoy te lo mereces —respondió ella, suave, mientras las criadas entraban con una bandeja de plata cubierta de servilletas bordadas, frutas frescas, pan de centeno, mantequilla de leche de cabra, dulces de nuez y copas de jugo de granada.

El agua del baño empezó a borbotear suavemente y Aemond desapareció tras la cortina de vapor, su silueta desdibujándose como un recuerdo cálido.

En la habitación, Rhaenyra cerró los ojos por un instante, respirando hondo. No era una reina esta mañana. No era la portadora de linajes, ni la madre de la guerra futura.

Era solo una madre. Y un hijo. Compartiendo el día desde lo más tierno.

La puerta del baño se abrió con un crujido leve. El vapor salió flotando como una criatura perezosa, deslizándose entre los pliegues de la cortina y las puntas de los tapices. Aemond emergió con el cabello húmedo y suelto, la bata de lino blanco ajustada con descuido en la cintura, las mejillas enrojecidas por el calor del agua. Su aroma lo precedía: una mezcla suave y constante de sándalo y lavanda, como el rumor de un bosque encantado al anochecer.

Rhaenyra lo observó desde su asiento, sin decir palabra. En su rostro no había juicio ni expectativa. Solo un orgullo callado, tranquilo, el de quien ve florecer a alguien a quien alguna vez cargó entre brazos y cenizas.

—Hueles a bosque —dijo ella al fin, como si le comentara a la brisa.

Aemond alzó una ceja, divertido.

—Espero que no a ciervo muerto.

—No —rió ella—. Más bien a sándalo recién cortado… y lavanda en flor. Como si el invierno no pudiera alcanzarte.

Él no respondió enseguida, pero sus labios se curvaron apenas. Caminó hacia la mesa baja donde las criadas habían dispuesto con esmero el desayuno: una tetera humeante, dos copas de cristal oscuro llenas de jugo espeso, panecillos de trigo tostado, uvas peladas con delicadeza, mantequilla batida a mano, mermelada de higos.

Se sentó en el cojín junto a su madre, y por un momento ninguno habló. Solo se sirvieron mutuamente: él le vertió té a ella, ella le partió el pan con las manos. Como si aquello —lo sencillo— fuera lo verdaderamente sagrado.

—Hoy Jace tenía entrenamiento temprano —comentó Rhaenyra al cabo, revolviendo su té con lentitud—. Aunque probablemente lo haya evitado si supo que tú seguirías aquí.

Aemond bebió un sorbo, sin mirarla.

—No tiene remedio —dijo Aemond, ocultando la sonrisa en el borde de su copa.

—¿Y tú sí? —le lanzó Rhaenyra, con esa ceja suya que decía conozco todos tus pecados y algunos más que aún no cometes.

—Comparado con cualquiera… soy un ángel.

—Un ángel con espada, lengua afilada y oídos atentos —dijo ella, removiendo su té con fingida inocencia—. ¿Ya me vas a contar lo que escuchaste ayer en la galería?

Aemond dejó la copa con un golpe suave. Sus ojos brillaron.

—¿Quieres el chisme suave o el que huele a traición?

—Dame el más podrido —respondió ella con una sonrisa cómplice—. El desayuno es más sabroso con decadencia.

—Muy bien. Lady Marla fue sorprendida saliendo de las habitaciones de Lord Cleyton Ryswell… al amanecer.

—¡¿Ryswell?! —Rhaenyra casi derramó el té—. Pero si lleva dos años en votos de castidad.

—Exacto. Y Lady Marla salió con el moño torcido, la capa de él sobre los hombros y… sin una sola disculpa en la boca.

—Esa mujer nació sin vergüenza —musitó Rhaenyra, aunque el tono era más admiración que escándalo.

—Dicen que cuando la interceptaron, dijo: “He venido a rezar. Al cuerpo de un santo.”

Rhaenyra soltó una carcajada seca y cortante.

—¡Eso es nuevo! ¿Y nadie la detuvo?

—¿Quién se atrevería? Tiene más secretos que el Archimaestre. Y un par de cartas de lord Tyland en su cofre. Selladas.

—Chantajista elegante, entonces.

—Y muy eficiente.

Rhaenyra bebió otro sorbo, pensando.

—¿Y los Frey? ¿Qué se dice de ellos?

—¿Quieres la versión oficial o la que se murmura en las cocinas?

—La de cocina, por supuesto. Ahí está la verdad.

Aemond se inclinó un poco, bajando la voz, aunque estaban solos.

—Dicen que la hija menor de lord Frey está embarazada. Pero no se sabe si el padre es su primo… o el maestre.

Rhaenyra casi escupe el té.

—¿El maestre?

—Parece que el primo la vigilaba por orden del padre, pero el maestre… la acompañaba al río.

—¿Y cómo lo saben?

—Una criada los vio. Al parecer, se “resbalaban” mucho en las rocas.

—Eso no es resbalar. Eso es descender en espiral.

—Pero con fe —agregó Aemond, riéndose.

—¡Dioses! ¿Qué será lo próximo? ¿Que el Lord Royce tiene un amante en la Guardia Real?

—Demasiado tarde. Ese rumor ya existe.

Rhaenyra se llevó una mano al rostro, entre divertida y resignada.

—Y pensar que mi mayor preocupación esta mañana era si el té tenía canela.

—Bienvenida al reino, madre. Donde las bodas son un circo, los votos papel mojado, y la decencia… un mito viejo que nadie cuenta ya.

—Excepto tú. Tú lo cuentas todo.

Aemond se encogió de hombros.

—Alguien tiene que archivar la degeneración con estilo.

Ambos rieron, y rieron bien. No con la risa hueca de los banquetes, sino con esa risa íntima, la que sólo sale en el abrigo de la confianza.

Y mientras el sol se colaba por las ventanas, tiñendo la habitación con oro tenue y olor a pan tostado, los Targaryen compartían lo que mejor sabían hacer en tiempos de calma: reírse del mundo antes de que el mundo volviera a reírse de ellos.

Aemond empujó suavemente el plato hacia un lado, dejando que sus dedos jugaran con una uva solitaria, pensativo.

—Vhagar debe estar preguntándose si me morí.

Rhaenyra no alzó la mirada de su té, solo giró la cucharilla con el ritmo paciente de quien ya adivina el intento.

—Vhagar es vieja, no tonta. Sabe que estás castigado.

—Sabe que estoy encerrado injustamente —corrigió él, fingiendo gravedad—. Solo defendimos el honor de la casa. Baela y yo actuamos como se nos enseñó. Claramente, el crimen fue hacerlo bien.

—Oh, claro. Porque partirle la nariz a la hija de Lord Lanister es una muestra de diplomacia exquisita.

—Ella nos estaba insultando, y sus cacatúas parlantes le seguían el juego sin juicio propio, no es nuestra culpa si los Siete no les dieron buen juicio a sus linajes.

Rhaenyra suspiró hondo, apoyando la cuchara con un leve tintineo en el platillo.

—Lo sé. Créeme que lo sé. Pero también sé que hay formas. Y golpearse entre sí mientras escupías insultos en alto valyrio… no es una de ellas.

Aemond carraspeó.

—Técnicamente fue Baela quien golpeo primero. Yo solo dije "hazlo".

—Ajá.

—Y ella no tenía por qué insultarnos a los dos por querer luchar con espadas o en este caso con la ballesta, además Baela le hizo un favor al golpearle la nariz, y de paso le arregló el tabique. Un gesto generoso, si se mira bien.

—No dudo de eso —respondió Rhaenyra, conteniendo la risa—. Pero el castigo sigue en pie. Baela sin entrenamientos por un mes, y tú… sin volar.

Aemond asiente a regañadientes. Porque sabía que no había forma de ganar esta batalla. Pero qué dulce era perderla, si la pérdida venía con risas y pan caliente.

—Tres lunas sin Vhagar es un castigo digno de un traidor. No de un príncipe leal.

—Leal, sí. Pero imprudente. Y eso también se castiga.

Aemond ladeó la cabeza, buscándole un hueco al corazón blando de su madre.

—¿Y si prometo no volver a arrancar nada? Solo un vuelo. Uno pequeño. Alrededor de la Fortaleza Roja. Juro que ni siquiera sobrevolaré los establos.

—Ni hablar —dijo Rhaenyra, sin vacilar—. Tres lunas, Aemond. Y lecciones con el maestre Lucian todos los días. Retórica, historia, leyes. Así como hay que saber blandir una espada, hay que saber cuándo guardarla.

Él resopló.

—¿Y el maestre Lucian no tiene castigo por ser mortalmente aburrido?

—Él es el castigo.

—Ah.

El silencio cayó un instante. Aemond hundió la mirada en su copa, resignado. Rhaenyra estiró la mano y le acarició suavemente los nudillos.

—Sé que lo hiciste por Baela. Y que Baela lo hizo por ti. Pero los dos tienen que aprender que el fuego que los protege… también puede quemar a otros.

Él asintió, sin quejarse ya. Porque sabía que no era ira lo que había en la voz de su madre. Era algo más antiguo. Más tierno. Más duro.

Era amor con corona.

El reloj de arena sobre la repisa dejó caer su último grano con un suspiro seco, como un recordatorio que nadie pidió. Rhaenyra no necesitó mirarlo. Su espalda ya sabía que el tiempo la llamaba.

—Debo irme —anunció, dejando la taza en su platillo con la ceremonia de quien devuelve una corona prestada—. Si no llego al consejo en los próximos diez minutos, Daemon iniciará una masacre diplomática.

Aemond alzó una ceja, medio divertido, medio horrorizado.

—¿Otra vez?

—Tiene una nueva teoría sobre cómo reorganizar el comercio marítimo… que incluye prender fuego al puerto de Lannisport “por eficiencia”.

—Suena razonable.

—Y eso es lo preocupante —dijo ella, ya poniéndose de pie.

Caminó hasta él, alisándole un mechón rebelde como quien ordena una bandera antes de izarla. Aemond no se apartó. Al contrario, inclinó apenas la cabeza, aceptando el gesto sin palabras. Confiando.

—No vueles —le recordó, en un tono más bajo, más madre que reina—. Lo sé, el cielo llama. Pero esta lección se aprende con los pies en la tierra. Y cuesta.

Aemond suspiró hondo, sin dramatismo. Solo resignación.

—Entendido.

—No quiero que Vhagar se sienta traicionada, eso sí —agregó Rhaenyra, medio en broma—. Pero si te atreves a desobedecerme, al menos ten la decencia de hacerlo con estilo.

—¿Estilo valyrio?

—Exactamente. Nada de huir por la ventana, por favor. Que ya me basta con un Daemon al día.

Ya en el umbral, se volvió apenas, con una sonrisa que no era para el consejo, ni para la corte. Era sólo para él.

—Hoy tendrás al maestre Lucian antes del mediodía. Intenta no hacerlo llorar otra vez, ¿quieres?

—No es mi culpa si se ofende cuando digo que los archivos de Antigua son menos fiables que una canción de taberna.

—Eres un encanto, Aemond. Pero no todos están hechos para tanto fuego bajo una sola piel.

Y entonces se fue, sin teatralidad, como quien sabe que nunca hace falta despedirse del todo. En la habitación quedó su aroma, su calor… y esa sensación extraña de seguridad.

Aemond la observó desaparecer con algo más que los ojos. Porque así era ella: incluso cuando salía por la puerta, seguía ahí.

Cuando la puerta se cerró tras Rhaenyra, la habitación se llenó de ese silencio denso que solo dejan los afectos verdaderos al marcharse. Aemond no se levantó enseguida. Dejó que la tibieza del desayuno se asentara en su cuerpo, como el sol en los vitrales que moteaban la alfombra.

Jugó con la cucharilla del té, ya frío. Su reflejo en la porcelana le devolvió una cara aún joven, pero con los ojos de alguien que ya había visto demasiado. Suspiró. Luego se estiró como un gato bien alimentado, y se permitió el lujo de no pensar… al menos por unos minutos más.

El tiempo pasó con la suavidad de una tela buena. Y cuando la hora del mediodía comenzó a insinuarse —con esa luz dorada que roza los mármoles y hace crujir las piedras viejas del castillo—, Aemond se incorporó al fin. Se despojó de la bata de descanso y dejó que Elira le ayudara a ponerse el abrigo de lino gris, ligero pero digno. Nada ostentoso. Tenía una reputación que mantener, incluso en los pasillos de estudio.

—¿Llevarás el libro que dejaste anoche, mi príncipe? —preguntó Tessa desde la cómoda, con el tomo entre las manos.

—No. Lucian me va a enterrar en pergaminos, no necesito municiones extra —respondió, con una sonrisa seca—. Pero gracias.

Y así, con paso firme, abandonó la habitación. Las losas bajo sus botas susurraban historias viejas mientras él cruzaba los corredores del ala este, donde los tapices hablaban de dragones y guerras ganadas a medias. Se cruzó con un par de nobles menores que se apartaron con una reverencia apurada. Aemond ni siquiera los miró. Estaba pensando en retórica. En leyes. En si Lucian tendría hoy mejor letra que ayer.

Al llegar a la biblioteca, empujó las puertas de roble con un gesto casi reverente. El aire olía a pergamino, cuero viejo, tinta fresca y piedra antigua. Su lugar favorito del castillo después de los cielos.

El maestre Lucian ya lo esperaba, como una estatua paciente rodeada de volúmenes abiertos.

—Príncipe Aemond —saludó con una leve inclinación—. Espero que venga con ganas de debatir.

—Con ganas, sí —replicó él, mientras se acercaba al escritorio central—. Con argumentos, ya veremos.

Lucian sonrió. Y la lección comenzó.

El sol filtraba haces de luz inclinada sobre las mesas cubiertas de pergaminos y códices. Las motas de polvo danzaban en el aire como si fueran parte de un conjuro antiguo. Aemond se sentó con la espalda recta, los brazos cruzados sobre la mesa y el gesto medio altivo, medio resignado.

El maestre Lucian desplegó sus materiales con una precisión casi litúrgica. Sacó tres rollos: uno con tinta roja, otro con anotaciones marginales en valyrio, y un tercero más delgado, destinado —según él— a que Aemond escribiera sus propios argumentos al final.

—Hoy empezaremos con retórica —anunció el maestre, sentándose frente al príncipe—. ¿Sabes qué es, mi señor?

—¿Hablar bonito para convencer a los idiotas? —respondió Aemond, sin perder la compostura.

Lucian no se inmutó. Asintió con una media sonrisa.

—En esencia, sí. Aunque los idiotas no siempre son los más peligrosos. A veces, convencer a un sabio es más difícil… y más necesario.

Aemond entrecerró los ojos, interesado a pesar suyo.

Lucian tomó un pedazo de carbón y escribió tres palabras sobre la tabla de cera frente a ellos: Ethos, Pathos, Logos.

—Estos son los tres pilares de la retórica —dijo, señalando cada uno—. Son palabras antiguas, pero no más antiguas que tú y yo, si se consideran los dragones.

Aemond inclinó la cabeza. Eso captó su atención.

Ethos —continuó Lucian—, es la autoridad. La manera en que uno se presenta. ¿Por qué deberías tú ser escuchado? ¿Qué derecho tienes a alzar la voz? La túnica que llevas, tu sangre Targaryen, tu temple, tu experiencia... eso es ethos.

—Entonces ya lo tengo de nacimiento —dijo Aemond, casi aburrido.

—Tal vez —concedió Lucian—. Pero incluso los nacidos con alas pueden estrellarse si no saben volar con viento en contra.

Aemond ladeó la cabeza, reconoció el golpe… y lo aceptó.

Pathos —siguió el maestre— es la emoción. Aquí entra la compasión, la rabia, el miedo, la esperanza. Es lo que enciende los corazones. Puedes tener razón… pero si no haces que alguien sienta lo que tú sientes, no seguirán tu causa.

—Eso es para bardos, no para príncipes —gruñó Aemond.

—¿Ah, sí? Y qué crees que hizo el rey consorte Daemon cuando inició la guerra de los peldaños de piedra hace muchos años, motivó a los hombres, se ganó su lealtad. La guerra se gana primero en los pechos de los hombres, príncipe Aemond. Pathos es fuego.

Eso sí lo entendía.

—Y Logos —remató Lucian— es la razón. Los hechos. Las pruebas. La lógica. Un argumento sin logos es un castillo sin cimientos.

—Entonces los tres se necesitan —dijo Aemond.

—Exactamente. Uno convence por lo que es, por lo que hace sentir, y por lo que demuestra. Si usas sólo uno, cojeas. Si usas los tres… marchas con paso firme.

Lucian lo miró en silencio un momento, luego pasó a abrir un tomo.

—Ahora. Veamos cómo usaba esto Aegon el Conquistador. Mira esta carta —desenrolló un pergamino copiado de los archivos de Pozo Dragón—. La envió a los Señores de las Tierras de la Tormenta. No exigía aún lealtad. Solo decía:

"Nosotros, los de sangre del fuego, no venimos a destruir lo justo, sino a unir los reinos que han olvidado el canto de los dioses. El trono no lo reclamo por capricho, sino por deber."

—Eso es ethos —explicó Lucian—. Les recuerda su linaje. Y pathos, porque habla del deber y de los dioses. Luego sigue con los nombres de los castillos que ya se le han rendido: eso es logos.

Aemond leyó la carta en silencio. Pensaba.

—¿Y si no quieren escuchar, aunque uses los tres? —preguntó, sin levantar la vista.

Lucian cerró el libro despacio.

—Entonces convences con fuego y acero. Pero incluso eso, príncipe mío… necesita palabras antes y después.

Hubo un momento de pausa. Luego, el maestre cambió el tema.

—Ahora, hablemos de historia. Pero no fechas secas. Vamos a hablar de errores —dijo Lucian—. Porque eso es lo que la historia recuerda de verdad.

Sacó un libro más delgado. El emblema de la Casa Lannett brillaba en la portada, viejo y maltratado.

—¿Conoces la Rebelión Lannett?

—Fueron aplastados por los Lannister. Usaron demasiada arrogancia, poca estrategia.

—Y peores aliados. Firmaron acuerdos con casas menores prometiéndoles tierras de otras casas antes siquiera de ganar. Eso rompió alianzas antes de nacer. ¿Qué enseñan esos errores?

—Que prometer mucho antes de tener poder es cavarse una tumba.

—Exacto —Lucian sonrió, satisfecho.

También le enseñó sobre el "Silencio de Selyse", un tratado entre los Celtigar y Velaryon que fracasó porque ambas partes se negaban a ceder el orgullo. El tratado no se rompió con espadas, sino con silencios prolongados… y una boda fallida.

—A veces, Aemond, las guerras empiezan por no decir lo correcto. Y otras, por no saber cuándo callar.

Aemond anotaba. En serio. Aunque a veces se le escapaba un garabato en el margen: una ballesta pequeña. Un dragón. Una ceja arqueada. Pero escuchaba.

Lucian apoyó con cuidado el tomo frente a él, acariciando el lomo gastado como si fuese un animal dormido.

—El Código de Maegor —dijo— fue creado tras el reinado de Aenys I, cuando el reino aún sangraba de la Guerra de la Fe. No era perfecto… pero estableció orden donde antes había caos.

Aemond miró el libro con cierta sospecha, como si pudiese morder.

—¿Orden o sumisión? —preguntó.

—Ambas. Como el puente que une dos riberas. Sin una estructura rígida, se cae. Sin voluntad de cruzarlo… no sirve de nada.

Lucian lo abrió. La tinta roja aún se conservaba en los títulos, como sangre fresca.

—Una de las primeras leyes del código dice que “el testimonio de un lord, si no es impugnado por otro de igual rango, será tomado por cierto frente al de cualquier vasallo o plebeyo.”

Aemond arrugó la nariz.

—Así que la verdad se mide por el apellido.

—Se mide por el poder —corrigió Lucian—. Y el poder, en el derecho feudal, reside en la tierra y el nombre. Por eso los bastardos no pueden heredar, aunque sean los más sabios o valientes. Porque lo que se transmite no es la virtud, sino el derecho.

—Pero eso no es justicia.

—Ya lo dijiste antes.

Lucian pasó la página.

—Ahora, sobre los juicios por combate: son legales. Un acusado puede pedir pelear para probar su inocencia. Si gana, la ley lo declara limpio. Si muere…

—Entonces era culpable.

—Según la ley. Pero la justicia… es otra cosa. Hubo un caso hace cincuenta años. Un escudero fue acusado de robar anillos del maestre de Puerto Gaviota. Pidió juicio por combate. El maestre era anciano, así que eligió un campeón: Ser Torrhen Turnberry. El escudero eligió a su hermano mayor, un pescador sin adiestramiento.

—Y murió —dijo Aemond, adivinando.

—En segundos. Pero los anillos aparecieron luego. En las manos de una sirvienta del maestre. El chico murió limpio… pero muerto igual.

Aemond se quedó callado.

Lucian se inclinó hacia él.

—El derecho es una red. Si no sabes moverte en ella, te atrapa. Si aprendes, puedes gobernarla. Pero si no sabes verla... te ahorcará.

El príncipe asintió, lentamente. Algo dentro de él —algo orgulloso, fiero, templado en sus juegos de espadas— se irritaba ante la idea de que palabras y libros tuvieran más peso que el filo de una hoja. Pero otra parte —la que hablaba poco y pensaba mucho— tomaba nota.

—¿Y qué hay del perdón? —preguntó entonces, con el ceño aún fruncido—. ¿Puede un rey o una reina torcer la ley por misericordia?

Lucian lo miró con una chispa inquisitiva.

—Puede. Pero cada excepción crea una grieta. Si perdonas a uno, el siguiente querrá lo mismo. Y si no lo haces… te llaman injusto. Es como andar sobre hielo: firme mientras nadie corre… pero traicionero si todos saltan a la vez.

—Entonces… ¿es mejor ser duro?

—Es mejor ser sabio. Y justo antes que magnánimo. Porque la piedad sin ley es favoritismo. Y la ley sin alma es tiranía.

Aemond miró el tomo de nuevo. Apoyó el codo sobre la mesa, la mejilla sobre el puño cerrado.

—No sé si quiero juzgar algún día.

Lucian cerró el libro con suavidad.

—Mejor así. Los que quieren juzgar desde pequeños, suelen acabar siendo los peores jueces. Pero tú no podrás evitarlo. Eres sangre de dragón. El mundo te mirará como quien dicta sentencia… incluso cuando solo quieras callar.

El reloj de arena seguía su curso, imperturbable.

—¿Alguna vez Maegor dudó de su ley? —preguntó Aemond.

Lucian sonrió con una gravedad distinta.

—Sí. Pero solo al final. Cuando todos le temían y nadie lo amaba. Cuando su trono se manchó más con ceniza que con gloria. Cuando ya era tarde.

Aemond no respondió enseguida. Tomó el estilete, y en el margen del pergamino trazó tres símbolos: una balanza, una espada y un ojo. Luego escribió debajo:

Ethos. Pathos. Logos.

Lucian miró el dibujo, y por un segundo no dijo nada. Luego habló muy bajo:

—Recuerda siempre que incluso los que no tienen fuego en las venas pueden quemar reinos enteros… si alguien les entrega una ley injusta para hacerlo.

Aemond asintió. Y por dentro, algo comenzó a afilarse.

Lucian se puso de pie con el crujido de su cadera, recogiendo con cuidado los marcadores de pergamino y enderezando las páginas sueltas que habían acompañado la lección. El sol estaba ya en lo alto, dorando los lomos de los libros alineados en los estantes como si fueran espadas dormidas.

—Para mañana —dijo, mientras se acercaba al escritorio—, quiero que leas Las Crónicas de las Nueve Flechas. Es un relato breve, pero denso, sobre la disputa entre las casas Bracken y Blackwood, hace tres generaciones.

Sacó un tomo más pequeño, encuadernado en lino, y lo deslizó frente a Aemond.

—Fue una guerra menor, sí, pero cargada de argumentos legales y justificaciones morales. Cada casa creía tener la razón. Cada casa tenía un heraldo, una línea de sucesión, una afrenta antigua y un reclamo más o menos válido.

Aemond tomó el libro y pasó los dedos sobre el título con una leve reverencia de ojos.

—¿Y mañana debatiremos?

—Sí —respondió Lucian, con un brillo especial en la mirada—. Quiero que me digas quién tenía la razón… según la ley. Y luego, quién tenía la razón según la justicia.

Aemond lo miró con seriedad. Asintió.

—¿Y si no coinciden?

Lucian le dedicó una media sonrisa.

—Entonces entenderás por qué los jueces envejecen pronto. Y por qué los reyes apenas duermen.

El maestre hizo un gesto con la mano, recogiendo ya su reloj de arena.

—Estudia bien, príncipe. Las guerras no siempre comienzan con espadas. A veces nacen entre páginas… y terminan con ellas.

El sonido de sus pasos alejándose quedó flotando entre columnas de mármol y papel.

Aemond se quedó solo, el libro abierto ante él, con nombres desconocidos y mapas diminutos que olían a tinta antigua. Lo hojeó con dedos atentos, como quien examina el campo de batalla antes de la primera lanza.

Y entonces, comenzó a leer.

El tomo era pesado, encuadernado en cuero de ciervo teñido de marrón oscuro, con letras doradas algo desgastadas por el tiempo: Las Crónicas de las Nueve Flechas. Aemond lo abrió con cuidado, dejando que el olor a pergamino viejo y tinta reseca se mezclara con el sándalo leve que desprendía su piel. La historia que eligió —por recomendación del maestre Lucian— era la de un conflicto corto, pero ruidoso: una guerra entre las casas Bracken y Blackwood, dos linajes tan viejos como los árboles de los que salieron sus estandartes.

“Nueve flechas se dispararon en la primera hora, y ninguna erró su blanco. Así comenzó la guerra que no tenía por qué serlo.”

El texto explicaba que la disputa había comenzado por una isla en el Red Fork —una franja de tierra casi insignificante— donde ambos clanes pescaban desde generaciones. El hallazgo de un pescador muerto, con una flecha negra incrustada en el cuello, desató la tormenta.

Lord Amos Bracken no esperó veredictos ni mandó cuervos a Desembarco. Cruzó el río con sus jinetes y quemó un almacén de grano de los Blackwood. La respuesta fue rápida: Lady Rhaella Blackwood —célebre por sus arqueras silenciosas— disparó contra los jinetes cuando regresaban.

Aemond anotaba al margen con tinta azul:

"No hay justicia sin paciencia. Bracken debía acudir a la Corona. Atacó primero. ¿Impulsivo o buscaba excusa?"

Siguió leyendo. Durante cinco lunas, las escaramuzas continuaron. Se perdieron campos, campesinos y bestias. Intentaron sitiar el castillo Blackwood, pero la lluvia lo impidió. La sangre seguía manchando la tierra por un crimen sin pruebas.

Finalmente, intervino la Corona. El regente de entonces, el Rey Jaehaerys I, envió a Lord Oswin Royce como juez. Sin poder probar culpables ni detener el orgullo, el señor dictó que la isla sería de uso alternado, un año para cada casa, con supervisión del rey.

Aemond frunció el ceño. Cerró el libro. Su mirada era más grande que su edad.

Tomó su pluma y, en una hoja ordenada, escribió su análisis:

Anotaciones de Aemond Targaryen

Lectura: Las Crónicas de las Nueve Flechas
Tarea: Evaluar las causas, los errores y una posible resolución alternativa.

¿Por qué empezó la guerra?
Por un asesinato sin pruebas y siglos de resentimiento. No fue el pescador el origen, sino la excusa. El verdadero veneno era el orgullo viejo.

¿Qué hicieron mal?
Bracken atacó sin juicio ni consulta a la ley. Blackwood respondió con fuerza letal. Ninguno usó los cauces del Trono. No hubo cartas, ni testigos, ni debate.

¿Quién tenía razón?
Ninguno del todo. Ambos actuaron con la razón que da el dolor, no con la razón que se escribe en pergamino. Pero Bracken fue el primero en cruzar la línea de la guerra.

¿Fue justa la solución del juez?
Fue útil, no justa. No reparó al pescador muerto, ni los granos quemados. Pero evitó más muertos. Tal vez, en el mundo de los hombres grandes, eso ya es justicia.

¿Cómo lo habría resuelto yo?
Habría mandado emisarios con escolta a la Corona al primer rumor de disputa. Luego, con autorización del rey, habría hecho una audiencia con ambas casas y testigos. Si no había pruebas, un juicio por combate entre campeones, no una guerra entera.
El río es de todos, pero el orgullo es de cada cual. Y por orgullo, se muere más que por acero.

Aemond dejó la pluma. Miró el reloj de arena ya casi agotado. Sus manos tenían tinta en los dedos y su mente, fuego bajo control. Lucian tendría su tarea.

Pero más que eso, él tenía una idea nueva.

La ley no era aburrida. Era una espada distinta. Más difícil de blandir. Más fácil de romper.
Y si algún día debía usarla… lo haría con las dos manos.

Sopló con cuidado la tinta fresca, justo cuando las puertas de la biblioteca se abrieron de golpe con un estruendo teatral.

—¡Voy a morir! —declaró Baela, lanzándose como una flecha vencida al asiento frente a él—. Si ese maestre dice “resolución pacífica” una vez más, te juro por Monndancer que sangraré por los oídos. ¡Sangraré, Aemond!

Aemond dejó la pluma a un lado y alzó una ceja, divertido.

—Felicidades sobreviviste a tu primera clase de diplomacia.

—¿Sobrevivir? —bufó ella, dejándose caer con los brazos colgando a los lados—. Fue una ejecución lenta. El maestre Dareth habló una hora entera sobre cómo sentar a los lores en una mesa de conciliación sin herir su “orgullo ancestral”. ¡¿Qué importa si están heridos?! ¡Si están ahí es porque ya se odian!

Aemond soltó una carcajada, breve pero genuina.

—Tal vez deberías tomar apuntes como yo —le dijo, señalando su cuaderno lleno de tinta y lógica.

Baela le lanzó una mirada asesina entre el flequillo desordenado por la carrera.

—Tus apuntes parecen tener sentido. Lo mío eran diez páginas sobre cómo usar las palabras “entiendo tu posición” sin sonar falsa. ¡Diez páginas! Aemond, el maestre nos hizo repetirlo. Como si estuviéramos aprendiendo encantamientos de un septón aburrido.

—¿Y aprendiste algo útil? —preguntó él, cruzando los brazos, con un brillo curioso en los ojos.

—Claro. Aprendí que si alguna vez alguien me insulta en un consejo… no debo sacar la espada.

—Ajá, progreso.

—Debo sonreír… —añadió con tono de funeral—, y decir: “Lamento que percibas mis acciones de ese modo.” ¿Puedes creerlo? ¡Eso es lo que debo decir! ¡Como si no llevara sangre de dragón en las venas!

Aemond rió con más fuerza esta vez, doblándose un poco hacia el escritorio.

—“Lamento que percibas mis acciones…” —repitió, entre risas—. Podrías decirlo justo antes de partirle la nariz a alguien. Lo haría más diplomático.

—Exactamente —respondió ella, señalándolo con energía—. Eso mismo dije. Pero el maestre Dareth no estuvo de acuerdo. Me dio una copia del código de conducta de la corte. ¡Una copia! Como si yo fuera a dormir abrazada a ese pergamino.

—Quizá deberías —bromeó Aemond—. Así soñaras con sentencias suaves y palabras templadas.

—Prefiero soñar con fuego y combates.

—Y yo con dragones y discursos impecables —respondió él, aún sonriendo.

Baela le observó un segundo, ya más calmada.

—¿Tú sí te divertiste? —preguntó, más suave—. ¿O solo eres mejor disimulando?

—Fue interesante. El Código de Maegor… es como ver las costillas de los reinos. Viejas, torcidas, pero todavía sostienen algo. Y Lucian me deja pensar, debatir. No repite, desafía.

Baela suspiró y se dejó caer de espaldas en el asiento, mirando al techo alto de la biblioteca como si esperara que colapsara y la salvara.

—Suerte la tuya. A mí me tratan como a una señora en formación. Toda frase empieza con “cuando tengas que mediar entre dos lores”. ¿Y si no quiero mediar? ¿Y si quiero romper la mesa?

—Entonces hazlo diplomáticamente —dijo Aemond, solemne—. Y luego di que lamentas cómo perciben tus acciones.

Ambos estallaron en risas.

Y en medio de la biblioteca silenciosa, entre códices antiguos y relojes de arena que contaban los siglos, los hijos del dragón reían. Uno soñando con leyes que enderecen el mundo. La otra con la espada que lo defiende.

—Me van a sangrar los oídos, te lo juro —exclamó Baela, dejando caer su cabeza en la mesa con resignación—. Si tengo que asistir a otra lección con el maestre Dareth, mi cráneo explotará por pura dignidad. ¿Desde cuándo resolver disputas es más difícil que derribar a un hombre armado?

—Desde que el hombre armado no te pide citar precedentes legales del año ciento y tanto —replicó Aemond, aún sonriendo.

Antes de que ella pudiera responder, la puerta se abrió otra vez.

—¿Qué fue lo que cayó del cielo, una dragona o un saco de quejas? —dijo Aegon al entrar, los brazos cruzados y una sonrisa insolente pintada en la cara—. Miren nada más: la guerrera en desgracia.

Baela le lanzó una mirada afilada como daga.

—Y tú eres el pintor en decadencia. ¿Terminaste ese retrato tuyo que no se parece ni a tu sombra?

—Me lo agradeces cuando lo cuelguen en el salón de los retratos ilustres —replicó él, tomando una manzana del escritorio como si fuera su trono.

—¿En la sección de criaturas mitológicas? —dijo ella.

—¡Por favor! —intervino Jace, riendo mientras cerraba la puerta tras de sí—. Un poco de paz, por los dioses. Esto es una biblioteca, no el foso de dragones

Se acercó a Aemond con naturalidad y le besó la mejilla, como siempre hacía. Un gesto suave, habitual, sin dramatismos ni secretos. Luego se sentó a su lado, echándose un poco hacia atrás como si llevara todo el día buscando ese sitio exacto.

—¿Y bien? ¿Cómo fue la clase? ¿Lucian te hizo jurar lealtad a algún tomo en especial?

Aemond alzó una ceja, aún con una sonrisa perezosa.

—Hoy solo me enseñó que la justicia es un ideal y la ley una herramienta roma.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que, en este reino, si no sabes blandir palabras, acabarás sangrando por ellas.

—Uf —Jace bufó, apoyando los codos en la mesa—. Eso sí fue retórica.

—Anótalo en tu próximo discurso —añadió Aemond, y los dos rieron.

Baela ya había comenzado a arrancar hojas de un cuaderno viejo, haciendo bolitas que arrojaba con precisión letal hacia Aegon, quien esquivaba con fingida elegancia.

—Voy a perder un ojo si sigues con eso —protestó él, escudándose tras un libro grueso que hablaba de tratados marítimos en tiempos de Visenya.

—Uno, al menos, ya está libre —replicó Baela, lanzando otra con puntería de arquera.

—Oye —murmuró Jace a Aemond, inclinándose hacia él con una sonrisa torcida—. ¿Crees que si los dejamos solos resolverán su tensión con un duelo… o con una boda?

Aemond bufó una risa seca.

—Ambos resultarían en sangre. La diferencia es el vestido blanco.

—Tienes razón. Baela lo arruinaría en el primer minuto.

—¿Ella? Aegon lo usaría como lienzo para pintar una alegoría sobre la desesperanza humana.

Aemond dijo esto último mirando al frente con toda la seriedad del mundo, lo cual hizo que Jace estallara en carcajadas, golpeando la mesa con la mano abierta.

—Cuidado con esas armas, guerrera caída —dijo Aegon, dejando que una de las bolitas le diera de lleno en la frente—. O acabarás degradada a tejedora.

—Tejeré con tus tripas si no cierras la boca —replicó Baela con una sonrisa feroz, ya preparando la siguiente munición.

—La gran Baela Velaryon —intervino Jace con teatralidad, sin poder evitar reír—. Azote de los campos de batalla… hasta que la condenaron a aprender procedimientos civiles.

—¡Moriré! —exclamó ella, dramática, dejándose caer en su asiento como una doncella sin aire—. Moriré de aburrimiento. El maestre Dareth habla más lento que un caracol borracho. ¡Voy a sangrar por los oídos!

—Trágico destino para una guerrera —murmuró Aemond con solemnidad fingida—. Yo, en cambio, he abrazado la iluminación. Pronto haré votos de castidad y me mudaré a la Ciudadela. Que los Siete me llamen Septon Aemond.

—¿Con toga y campanita? —preguntó Jace, alzando una ceja.
—Y sermones diarios —añadió Aemond—. Empezaré con: “Hermanos, hoy hablaremos del pecado de la impaciencia y el horror del entrenamiento suspendido”.

—No te atrevas —dijo Baela, entre risas, apuntándole con otra bolita—. No me hagas cruzarte en el pasillo y tener que darte un codazo "santo".

—Si eso no es amor fraternal, no sé qué es —dijo Jace con una sonrisa, mirándolo de reojo.

—Hermano en fe —corrigió Aemond, volviendo a su cuaderno con gesto piadoso—. Pido una plegaria por la pecadora frente a mí.

—¡¡Pecadora tu abuela!! —exclamó Baela, riendo a carcajadas—. Esto es un juicio, no un sermón.

—Eso —agregó Aegon, finalmente asomando la cabeza por encima de su escudo literario—. Aunque, admitámoslo: Aemond está a un encierro más de convertirse en la mascota de la biblioteca.

—Y tú a una copa de ser inspiración para tragedias mal pintadas —disparó Baela sin dudar.

El intercambio estalló en carcajadas que retumbaron, suaves pero vivas, entre los estantes antiguos.

Jace se inclinó levemente hacia Aemond, con esa confianza que sólo nace del afecto cultivado, y le murmuró:

—Al menos ya tienes tus sermones listos para cuando todo esto arda en llamas.

—Cuando arda, hermano, leeré el veredicto en alto valyrio y sin equivocarme —respondió Aemond, y ambos se rieron, como si ya supieran que, mientras rieran así, el mundo no podría tocarlos del todo.

Y en la biblioteca, entre pergaminos y ecos de guerra futura, se respiraba lo más puro del linaje Targaryen: la fuerza templada por cariño, la burla como escudo, y el afecto como hogar.

—Honestamente —resopló Baela, dejando caer la cabeza sobre la mesa como si la vida se le escapara por las sienes—, si ese hombre dice "justicia diplomática" una vez más, voy a morderle la lengua.

—¿Antes o después de dormirse? —preguntó Aegon, dejando caer su cuerpo en una silla con el dramatismo de un actor de tragedia.

—No, no, no. Si se duerme primero, muerde más fuerte —terció Jace, arrancando una hoja y dibujando con el carbón una caricatura del maestre con la boca abierta y Baela trepada en su cabeza como un halcón.

—¡Dámela! —Baela estiró la mano, pero Jace alzó el dibujo como bandera victoriosa—. ¡Jacaerys Velaryon, dámela o juro por el Trono de Hierro que la próxima vez que practiquemos combate te lanzo arena a los ojos!

—Ah, la resolución de disputas está funcionando de maravilla —comentó Aemond con tono seco, sin levantar la mirada del cuaderno—. Claramente estás absorbiendo la enseñanza del maestre Dareth.

—¿Y cómo no? —replicó Baela, cruzándose de brazos—. Hoy pasamos media hora discutiendo si la interpretación de una cláusula podía variar según el nivel de nobleza del acusado. ¡Treinta malditos minutos! ¡Y nadie me dejó golpear nada!

—Debiste traer la ballesta —dijo Aegon—. O al menos una daga para apuntarle con respeto académico.

—Tú ponme una vara de madera y verás lo académico que me pongo —masculló Baela, afilando la mirada.

Jace estiró las piernas bajo la mesa, relajado, mirando al techo como si reflexionara algo muy importante.

—Tal vez deberíamos organizar un rescate. Como esos de los cuentos. “El escape de Baela de la Torre del Aburrimiento”.

—Podemos disfrazarnos de maestres suplentes —propuso Aemond con sorna—. Jace puede hacerse pasar por un erudito extranjero, de esos que no pronuncian bien el común.

—"Salute, noble señor Da-ret, yo vengo de Vilantis con el gloso imperial de las constitusiones” —dijo Jace, con acento ridículo.

Baela estalló en risa, golpeando la mesa con la palma.

—¡Sí, así justo! ¡Y cuando esté distraído, Aegon puede… no sé, rociarlo con tinta!

—¿Por qué yo? —protestó Aegon, aunque ya se estaba riendo—. Yo puedo distraerlo con un poema. Algo desgarrador sobre la muerte del alma por exposición prolongada a la palabra “jurisdicción”.

—Perfecto. Y mientras todos actúan, yo me escapo por la ventana —concluyó Baela, levantando los brazos como si ya celebrara la libertad.

—La cual da al jardín interior del septo —dijo Aemond, sin levantar la vista.

—Maldita sea.

Todos rieron. Jace le pasó a Baela el dibujo al fin, pero solo cuando Aemond le hizo un gesto con la ceja.

—Somos un peligro público, ¿saben? —murmuró Aegon, con voz apenas audible.

—No —dijo Aemond, esta vez con un dejo de orgullo—. Somos Targaryen. El mundo ya lo sabe.

—Podríamos fingir una epidemia —sugirió Jace, con tono serio—. Algo que suene muy dramático. Fiebre del archivo. Delirios jurisprudenciales. Contagio verbal por contacto prolongado con el maestre Dareth.

—¡Sí! —dijo Baela, iluminada por la idea—. Diré que empiezo a hablar en círculos. Que mis oraciones terminan donde comienzan. Que no puedo decir “precedente legal” sin convulsionar.

—Eso no suena a enfermedad —dijo Aegon—. Suena a tu estado natural.

Baela le lanzó el dibujo enrollado como proyectil. Aegon lo atrapó al vuelo con teatralidad.

—¡Gracias! Justo necesitaba un nuevo bastón para golpear la mesa cuando me llegue la inspiración.

Mientras la discusión se desbordaba en nuevas propuestas cada vez más absurdas —como envenenar los pergaminos con tinta somnífera o reemplazar el asiento del maestre por uno que chillara al sentarse—, Aemond se había ido quedando en silencio, con una ligera sonrisa, distraído.

Sus ojos, en cambio, estaban puestos en las manos de Jace, que reposaban despreocupadas sobre la mesa. Sin pensar demasiado, Aemond alzó una de ellas y comenzó a jugar con sus dedos. Primero con el índice, luego con el anular. Dibujaba pequeños círculos con la yema de su pulgar, como si examinara el mapa de su piel.

Jace parpadeó, pero no se apartó. Solo lo miró de reojo, esa media sonrisa que se le formaba cuando no sabía si debía hablar o solo dejarse querer.

Aegon, que había estado observando todo desde el ángulo opuesto de la mesa, entrecerró los ojos y sonrió como un gato que acaba de ver caer una sardina en el suelo.

—Bueno, bueno… ¿y esto?

Baela siguió la dirección de su mirada y se inclinó con curiosidad. Al ver las manos entrelazadas, dio un pequeño jadeo exagerado.

—¡Aemond! ¡Por todos los dragones, estás en público!

Aemond retiró la mano al instante, con esa rapidez de quien ha sido sorprendido robando una manzana del cesto. Pero su expresión fue la de alguien que no se disculpa, solo evalúa cuántos testigos hay.

—No estaba haciendo nada —dijo, demasiado tranquilo.

—Nada, dice —bufó Aegon, llevándose una mano al corazón—. Y yo soy la reencarnación de Maegor el Cruel. ¿Nos vas a invitar a la boda o nos enteramos por las proclamas?

—Solo estábamos hablando —añadió Jace, sin dejar de sonreír, aunque el rojo en sus mejillas comenzaba a parecerse mucho al de los estandartes Velaryon.

—Claro, claro —replicó Baela, alzando las cejas con fingida inocencia—. Y yo entreno con la lengua del maestre Dareth por gusto. ¡Mira que jugar con los dedos! Eso es peor que un pacto de sangre. Es un juramento tácito de matrimonio.

—Un gesto civilizado —respondió Aemond con toda la compostura del mundo—. En Valyria, jugar con las manos de otro era señal de confianza.

—¿Y qué más hacían en Valyria, oh erudito? ¿Se mordían las orejas para sellar tratados? —se burló Aegon.

—Solo si el tratado era con amor —añadió Baela, dramática, mientras se abanicaba con una hoja en blanco.

Jace solo se tapó la cara con una mano, riendo entre los dedos.

—Los odio a todos.

—Nosotros te amamos —dijeron Aegon y Baela al unísono, y volvieron a reírse, sin piedad.

Aemond, en cambio, no dijo nada. Solo volvió a mirar a Jace con una sonrisa apenas curvada. Y esta vez, no tocó su mano, pero dejó el codo apoyado cerca. Lo bastante cerca.

Como si dijera: cuando no estén mirando, lo hago de nuevo.

—Yo solo digo —proclamó Aegon mientras se reclinaba en su silla con manos entrelazadas tras la nuca— que si Baela va a seguir estudiando con el maestre Dareth, deberíamos comenzar a construirle una tumba de mármol. O al menos ponerle una placa conmemorativa: Aquí yace Baela Targaryen, víctima de una exposición letal a tratados de resolución de disputas.

—¡¿Una tumba?! —saltó Baela, girando hacia él como si hubiera lanzado una blasfemia—. No necesito una tumba, necesito un martillo. Uno bien grande, para romper esa mesa y luego tu cara.

—Y ahí está —dijo Aegon con una sonrisa beatífica, señalándola con el pulgar—. El tono. La violencia pasivo-agresiva. Ya estamos discutiendo como los Lannister en invierno.

—¡Más bien como los Baratheon! ¡Con truenos! ¡Porque tú eres un desastre con patas, y ni siquiera gritas bien!

—¡Yo grito excelente! Solo que ahorro mi voz para ocasiones más nobles. Como cuando pierdo un zapato o cuando el vino está caliente.

—¿Cómo alguien puede ser tan inútil y aún así respirar?

—¿Acaso estás preocupada por mí, señora mía?

—¡No soy tu señora!

—¡Oh, pero suenas como una! Falta que me arrojes la pantufla por llegar tarde a la cena.

Para este punto, la biblioteca —antaño lugar de absoluto silencio— era un carnaval de carcajadas contenidas y papel arrugado por doquier. Baela tenía las mejillas encendidas de furia teatral. Aegon parecía encantado de su propio rol de esposo imaginario.

Aemond los observaba con ese aire sereno que solo los muy pacientes o los muy acostumbrados al caos podían mantener. Tenía los codos apoyados en la mesa, el mentón en una mano, y los ojos brillando de esa calma irónica que precede a un comentario demoledor.

Pero no llegó a decir nada.

Porque, mientras el falso matrimonio seguía discutiendo sobre si Aegon debía ser exiliado a las Islas del Hierro por incompetencia doméstica, Jace se había girado un poco hacia él, con naturalidad. Y sin avisar, tomó una de sus manos.

No lo hizo con torpeza ni timidez. Simplemente envolvió los dedos de Aemond entre los suyos, como si lo hubiese hecho cientos de veces. Como si sus manos tuvieran memoria.

Y luego, con suavidad, comenzó a trazar con su pulgar sobre la palma del omega. Un gesto sin palabras. Casi distraído, pero lleno de intención.

Aemond bajó los ojos hacia sus manos unidas. No se sobresaltó. No se apartó. Solo sonrió. No la sonrisa pública de un príncipe, ni la altiva de un estudiante brillante. Una pequeña, íntima, casi secreta.

Una sonrisa que decía: sí, sigue.

Y Jace, sin mirarlo directamente, lo hizo.

—¿Ven? —exclamó Aegon, alzando los brazos como si estuviera ante un tribunal celestial—. Esto es lo que pasa cuando no tienes clases de leyes. El corazón se ablanda. Se ponen sentimentales. ¡Jace está acariciando a Aemond como si fuera un pergamino sagrado!

—¡Y no nos dice ni una palabra! —añadió Baela, apuntando con el dedo como si estuviera señalando una traición diplomática—. ¡Nosotros gritándonos como ancianos en una posada y ustedes allá, en su mundo de dedos entrelazados y miradas de ciervo!

Aemond no respondió. Ni se inmutó.

Solo alzó una ceja y murmuró, sin dejar de mirar sus manos:

—Ustedes discuten como un matrimonio sin tierras. Nosotros... nos entendemos.

Jace rió, suave. Luego apretó apenas su mano, y Aemond respondió igual.

La biblioteca seguía siendo el mismo lugar antiguo de siempre. Con códices apilados, con luz filtrándose por vitrales gastados, con siglos encerrados en palabras.

Pero en esa mesa, rodeados de papeles volando como hojas de otoño, los hijos del dragón construían algo más.

Una pequeña tregua. Un lazo invisible. Un recuerdo imborrable.

La luz en la biblioteca había cambiado varias veces desde que se instalaron allí. Lo que comenzó como un mediodía bullicioso se había ido deslizando, sin alardes, hacia el oro pálido del atardecer… y ahora, sin que lo notaran del todo, era noche cerrada.

Las velas, que antes eran solo apoyo, ahora eran el único faro. Ardían en candelabros altos y en pequeños platos de cobre sobre las mesas, proyectando sombras largas y oscilantes sobre los estantes. El brillo cálido hacía que los lomos de los libros parecieran respirar, como si sus secretos antiguos despertaran con el crepitar del fuego.

El reloj de arena que marcaba las sesiones ya no se movía. Estaba agotado, dormido en su lado, como el símbolo perfecto de una jornada rendida.

Baela bostezó sin culpa, tirada en una de las sillas con los pies sobre la mesa como si fuera una taberna de puerto. Aegon estaba reclinado junto a ella, jugando a hacer equilibrio con una pluma en la nariz, evidentemente perdiendo.

—¿Sabes qué eres? —dijo Baela, con los ojos entrecerrados.

—Un genio incomprendido —respondió Aegon sin titubear, justo cuando la pluma caía.

—Un mueble bonito con la utilidad de una silla coja —replicó ella, mientras recogía sus cosas con lentitud perezosa.

—¡Qué poético! —exclamó él, incorporándose como si recibiera una ovación—. Escribes mi epitafio y ni siquiera estoy muerto.

—Estoy practicando.

El eco de sus voces llenaba la biblioteca vacía, como si incluso las paredes viejas se entretuvieran con el vaivén de sus bromas eternas.

Aemond, en silencio, guardó su cuaderno con cuidado. La caligrafía firme, las hojas apenas manchadas de tinta. Jace, sentado a su lado, todavía tenía la mano de Aemond entrelazada con la suya, como si se le hubiese olvidado cómo soltarla. O, mejor dicho, como si no hubiera ninguna prisa por hacerlo.

—¿Vienes? —murmuró Aemond, al sentir que Jace aún no se movía.

—Siempre —respondió Jace con esa voz baja que solo usaba con él. Entonces se inclinó apenas, como para comprobar algo en el rostro del omega, y añadió, en un susurro que casi rozó su oído—: Sobre todo si es contigo.

Aemond le lanzó una mirada de advertencia. Una muy poco efectiva, porque la sonrisa que le escapó era pequeña, involuntaria y profundamente traicionera.

El sonido de pasos al fin llenó el lugar. Las botas sobre la piedra, el crujido de una puerta al cerrarse. Los cuatro salieron juntos, como si hubiesen ensayado esa marcha desde siempre.

El pasillo del castillo estaba bañado en un resplandor tenue, con antorchas espaciadas a lo largo de las paredes y alguna que otra ventana mostrando la noche estrellada, tan negra como tinta sobre terciopelo. Afuera, los árboles se mecían suavemente bajo la brisa, y el murmullo del mar llegaba como un suspiro lejano entre los corredores.

Baela y Aegon iban al frente, en constante batalla.

—Solo digo que si los peces pudieran hablar, tú aún perderías una discusión con uno —le espetó ella, girando sobre los talones para enfrentarlo mientras caminaban.

—Eso es cruel. Mi única competencia sería un cangrejo, y aún así perdería por puntos. Pero con estilo.

—Tu estilo es tropezarte mientras dices "¡Lo tenía controlado!"

—¡Porque lo tengo! Excepto cuando el piso se mueve. O cuando tú gritas.

—¡No grito!

—¿Quieres que los estandartes del techo te contradigan?

Aemond caminaba un paso detrás, con Jace a su lado. Sus manos seguían unidas, como si ninguna de las interrupciones del día —ni la ley, ni la historia, ni los gritos de Baela— pudieran aflojar ese nudo invisible.

A veces, el pulgar de Jace acariciaba el dorso de su mano. Sin pensarlo. Sin decirlo. Y Aemond no miraba hacia él, pero tampoco se alejaba.

—¿Crees que algún día dejen de discutir? —preguntó Aemond, casi en confidencia, mientras su capa arrastraba el susurro del pasillo.

—Espero que no —respondió Jace, mirándolos con ternura burlona—. Son como un incendio en una despensa. Caótico, pero cálido. Y, bueno, todo huele a pan quemado.

—Qué imagen —murmuró Aemond.

—Lo aprendí de ti. El próximo septon de la corte.

Aemond rió bajo, y Jace lo miró como si ese sonido fuera un regalo.

Doblaron la esquina final. Desde allí, el aroma de la cena comenzaba a llegar, arrastrando especias, pan recién horneado y el olor reconfortante de una casa en paz.

La sala del comedor los esperaba con luz, con platos humeantes y copas de vino aguado. Pero en realidad, lo importante no era la cena.

Era la forma en que iban juntos.

Baela, con el cabello alborotado y el orgullo intacto. Aegon, tan ridículo como brillante. Aemond, sereno y con fuego contenido. Y Jace, caminando a su lado como si lo hubiera esperado toda la vida.

Esa noche, más que familia, parecían un pacto antiguo. Un juramento sellado no en sangre, sino en risas, promesas mudas y una caminata compartida bajo la luz de las velas.

Y cuando cruzaron el umbral del comedor, aún de la mano, Aemond pensó —sin saber por qué— que todo en su lugar estaba comenzando a encajar.

Que, al fin, algo tenía sentido.

Notes:

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