Actions

Work Header

Rating:
Archive Warning:
Category:
Fandom:
Relationships:
Characters:
Additional Tags:
Language:
Español
Stats:
Published:
2025-05-14
Completed:
2025-07-07
Words:
182,975
Chapters:
44/44
Comments:
224
Kudos:
154
Bookmarks:
21
Hits:
6,452

Proyecto Omegaverse: Protocolo Disruptivo de alto perfil

Summary:

Archivo: PROYECTO OMEGAVERSE / Bitácora de Supervisión–Entrada
Ubicación: Instalación 09-B
Fecha de activación: GP Australia 2024
Estado del Proyecto: ACTIVO
La operación de extracción fue ejecutada con precisión. Los 22 sujetos de alto perfil disruptivo fueron sustraídos del paddock sin alertas, bajo protocolos de inhibición neurosensorial y monitoreo externo.
Los 22 sujetos fueron trasladados a la Instalación 09-B. Se activaron los protocolos de análisis, clasificación y modulación genética. La fase inicial del experimento incluyó mapeo neurológico, evaluación conductual en condiciones inducidas, y reconfiguración hormonal según compatibilidad estructural con dinámicas secundarias.
En esta fase, se procedió a una vinculación dirigida con sus contrapartes compatibles, según los resultados de entrevistas previas, simulaciones empáticas y análisis de resonancia.
Con base en los resultados 11 los sujetos asignados al perfil alfa fueron enviados para reintegración temprana mediante despliegue táctico.
Los 11 sujetos restantes, clasificados como omega, permanecen en observación en la instalación.
El experimento está superando nuestras proyecciones.
Seguimos observando.

Notes:

Y así empieza.
Estoy de vuelta y gracias a mi beta precioso @Alonso_corazon_de_Tigre viene una historia larga de nuevo, esta vez prometo no rendirme.

Chapter 1: Capítulo 0: Solo por contexto

Summary:

Disclaimer: no soy dueña de nada que ver con la F1 ni mucho menos sus pilotos, esta historia es solo por diversion.

Capítulo de contexto

Chapter Text

He vuelto, y si se que llevo eones sin terminar el fic de Naruto pero sin sacar esto de mi cabeza será imposible:

Algunas personas pidieron leer este texto, varias no saben de F1 así que dejare algunas imágenes para contexto.

 

  • Charles Leclerc/Max Verstappen 

 

  • Lando Norris/Carlos Sainz Jr 

 

  • Daniel Ricciardo/Mick Schumacher 

 

 

  • Kimi Räikkönen/Sebastian Vettel 

 

 

  • Andrea Kimi Antonelli/Oliver Bearman 

 

 

  • Lewis Hamilton/Nico Rosberg 

 

 

  • Pierre Gasly/Yuki Tsunoda 

 

 

  • Alexander Albon/George Russell 

  • Nico Hülkenberg/Kevin Magnussen 

 

 

  • Esteban Ocon/Lance Stroll 

 

 

  • Franco Colapinto/Oscar Piastri 

Link de Oscar haciendo sonrojar a Franco https://www.youtube.com/shorts/DtqAZ-haf_k

 

Chapter 2: Capítulo 1: Max Verstappen no está feliz.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Como todo malentendido en Formula 1 el problema empieza con una entrevista.

 

Es 21 de Marzo del 2024, la temporada está empezando, estan en Australia para la tercera carrera y a pesar de haber ganado las dos primeras Max no se siente cómodo, hay una sensación de molestia bajo su piel que no le permite estar tan tranquilo como es usual, aparte de eso es el comienzo de las obligaciones con la prensa por parte de los pilotos, y lo detesta, para la mayoría de sus compañeros es de la misma manera pero saben que es parte del deber.

 

Max está consciente que una porción de su mal humor es por el término de su relación con Kelly en el final de temporada del año pasado, aunque el acuerdo fue de la mejor manera no puede evitar sentir un sin sabor. A pesar de que ella entendía su falta de tiempo por ser hija de un campeón, la relación se deterioró poco a poco de un fin de semana de carreras al siguiente. No ayudó mucho que su padre estuviera ahí señalando que era su falla por no mantener a su mujer satisfecha y que esperaba no tener que preocuparse por su exceso de contacto masculino, razón principal por la que empezó la relación así de rápido en primer lugar.

 

Max nunca ha querido ir a ese rincón de su mente que Jos suele señalar en otros con desdén, le asusta que encontrará allí, probablemente acompañado de sus sueños adolescentes con salvajes ojos verdes.

 

Daniel se sienta estrepitosamente a su lado sacándolo de su diatriba mental, Australia, 2024 el clima se siente pesado y Max sigue sin estar feliz.

 

Un medio diferente a los usuales logra colarles una entrevista a un grupo bastante variopinto de pilotos, entre los cuales se incluyen chicos de F2.

 

Así, la entrevistadora, una mujer que debe rondar sus 30, con vestimenta colorida y cabello aún más extravagante que parece sacada de algún streaming de videojuegos, espera a que el grupo solicitado se acomode en el sofá de la sala de prensa. Mientras todos aparecen tiene tiempo de ver que ni ella ni los tres camarógrafos, cuya vestimenta particular son batas impolutas de laboratorio, son conocidos de circuitos anteriores ni sus micrófonos tienen algún logo que identifique de donde vienen, esto solo logra alterarle los nervios mientras arruga aún más el entrecejo.

 

—¿Todo bien Maxy? —pregunta Daniel que había estado conversando con Carlos— si frunces un poco más el ceño creo que vas a espantar a los chicos de F2— murmura señalando a Oliver Bearman y Franco Colapinto que están en la otra esquina del larguísimo sofá. 

—Siento que estoy perdiendo mi tiempo aquí—replica tallandose los ojos para eliminar el sueño que tiene, seria un mejor uso de estas horas perdidas que lo dejaran dormir para ajustarse al horario de Australia—¿Para quien es esta entrevista?—

—Se supone que es un medio independiente—Daniel ahoga un bostezo en la palma de la mano—aunque escuche algunos chismes del equipo de social media— se cubre un poco más la boca para evitar que los de la entrevista entiendan que murmuran — alguien pagó una enorme suma de dinero a la FIA para tenernos a todos aquí hoy—

—Suena bastante raro— afirma el Holandes evaluando los pilotos en la sala, el se encuentra en el extremo más alejado del sofá, seguido de Daniel, Carlos y Pierre, luego están Nico, George, Lewis, Esteban, Logan, Oliver y Franco —¿Por qué no esta Charles aquí?— pregunta a Carlos inclinándose hacia al frente un poco sobre Daniel.

—Genuinamente no lo sé— el Español levanta un poco los hombros— para mi es un poco extraño, al principio pensé que necesitaban un piloto por escudería pero no hay nadie de Mclaren y hay dos Alpine— 

Max frunce el ceño de nuevo, revisa el sofá tratando de encontrar un punto en común entre todos los presentes y lo único que se le ocurre es que todos están solteros lo cual es una teoría poco plausible ya que hay más solteros en el deporte que no se encuentran en el lugar, de todas formas antes de poder comunicar lo que se le ocurrió aparece el último invitado, todos en la sala contienen una expresión de asombro, no es alguien que esperaban ver aquí, en todo su brillante estoicismo Kimi Räikkönen toma asiento completando el cupo del sofá.

—Pensé que estabas paranoico Maxy lo demás podía pasarlo por alto pero esto sí que es inusual— suelta Daniel mientras los encargados de prensa de todos los equipos se hacen a un lado y las cámaras apuntan hacia ellos.

La entrevistadora se pone de pie frente a las camaras que ya han empezado a grabar—Sujetos 0010 alto perfil alfa disruptivo entrevista investigativa— musita con voz seria y apenas perceptible, el Holandes no quiere preguntar a que se refiere, solo quiere acabar con todo el circo para poder irse a descansar —Bienvenidos a la mas divertida entrevista con pilotos de formula uno para nuestro canal de YouTube— Max ve de reojo que el grito chillon de la mujer incomodó a varios de sus compañeros, incluso la sonrisa de Daniel empieza a verse algo postiza—Tenemos un monton de preguntas interesantes de parte de los seguidores de nuestro canal y a pesar de que no podemos realizarlas todas por el tiempo elegimos las cinco mejores— escucha a Carlos resoplar y alcanza a ver Pierre pasarse la mano por la cara claramente en desesperación, aun no quiere ahondar en el hecho de que la chica no ha mencionado el nombre del canal en ningun momento—Las preguntas seran hechas a todos nuestros queridos invitados, no queremos que ninguno se quede sin responder— El equipo de prensa y social media de Redbull ha hecho ahinco en que la FIA ordenó expresamente que esta entrevista no se podria saltar, podria acarrerales sanciones o multas, Max se pregunta cuanto dinero invirtio este equipo en la entrevista y la razón detrás —Nuestra primera pregunta de parte de F1SupaFan es: ¿En qué país criarías a tus hijos para que hereden lo mejor de ti?— 

Como siempre cada piloto tiene su micrófono e inician en orden y el actual campeón del mundo palidece al darse cuenta que el tendrá que iniciar siempre sin poder pensar sus respuestas. Toma un largo respiro, esto no es nada, los pilotos solían tenerle miedo y respeto, un fin de semana de carreras incómodo, la humedad de Australia, una ruptura, falta de sueño, nada de eso lo detendrá de ser su yo usual.

—Mónaco— responde, mientras la mujer le hace una seña para que amplíe su respuesta— Es donde vivo actualmente y me gusta el clima— baja el micrófono con una mirada penetrante haciendo ver que no dirá una palabra más.

—Soy ciudadano del mundo, creo que tendría una familia nómada— Daniel siendo Daniel sonríe ampliamente, algo más relajado— viviríamos entre Los Ángeles, Australia, Mónaco, Suiza y Mallorca. 

—España, aunque no descarto Mónaco o Maranello son lugares hermosos he pasado mucho de mi tiempo en Mónaco últimamente— responde Carlos, Max está consciente del hecho se ha encontrado al español con Lando en sus trotes matutinos en varias ocasiones.

—Milan— Pierre suspira con simpleza— me gusta mucho Italia, Faenza tambien seria una buena opción—

—Mónaco—espeta Nico con su acento marcado —pero no niego que Copenhague podría ser—

—Mónaco— George ríe un poco—parece la respuesta usual porque muchos de nosotros vivimos allí, tendría que viajar a Inglaterra a veces, y Tailandia me parece un lugar hermoso por lo que tendría al menos una residencia de verano familiar allí—

—Mónaco, como dice George muchos vivimos ahí y ya se siente como un hogar para mi— Lewis tiene su carisma usual y sonrie de un solo lado.

—Ginebra— Esteban pone su sonrisa culpable—es mi paraíso personal, me gusta mucho el clima y el ambiente es muy adecuado para una familia—    

—Miami— Logan comenta animado—América es donde nací y pienso que es el mejor lugar para crecer—

—Modena o Bolonia— Bearman se siente algo cohibido con los grandes talentos ahí reunidos—Amo la comida Italiana y su estilo de vida—

—Mallorca— el acento argentino aún se siente en la voz de Franco —Aunque últimamente podría considerar Woking como opción—  

—Suiza en cualquier villa estaría bien— Kimi como es usual da respuestas secas y cortas.

Al notar que el estoico piloto retirado la desafía con la mirada a pedirle que hable más y conociendo su historial con la prensa la mujer vuelve a la cámara y continua.

—Ok es hora de nuestra segunda pregunta esta vez de parte de DriverfastF1es: ¿Con qué piloto crees que podrías tener la mejor compatibilidad genética para crear una nueva generación?— 

Max se siente acorralado, se jala el cuello de la camisa con ansiedad, está seguro que su padre tendrá objeciones con cualquier respuesta que de y solo espera que Jos no vea esta entrevista— Charles Leclerc, siempre ha sido el mayor rival y si se trata de conducir puede ser absolutamente una amenaza, además de ser una persona amable y carismática cosa que la gente considera que yo no soy— no dice otra palabra y mira a su lado incitando a Daniel a seguir.

—Bueno, si esto fuera hace algunos años, probablemente habría dicho Jules. Tenía una energía increíble y una forma de ver la vida que era… única — Daniel suspira pero luego se recompone y sonríe—Pero, dado que ya no está, diré que Mick Schumacher¿vamos no lo han visto? con ese físico y mi carisma la siguiente generación tendría el éxito asegurado. 

—Creo que Lando sería la mejor opción, siento que nuestras cualidades se complementan además somos muy buenos amigos— Max mira al español con atención, este esconde un atisbo de sonrisa tras el micrófono.

—Yuki— Responde Pierre— fuimos muy buenos compañeros y también somos amigos, su carácter y el mio juntos creo que darían un buen resultado, además solo se alimenta con comida de la mejor calidad— añade entre risas.

—Estoy con Max con eso de elegir a mi rival, Kevin es muy feroz y creo que eso es importante en un driver a futuro—Nico mantiene sus respuestas simples, la mayoría de los pilotos siguen algo extrañados por las preguntas pero ninguno se niega a contestar.

—Alex— Los ojos de Rusell brillan un poco— nos conocemos desde siempre, es una muy buena persona, es amable, es leal y un piloto destacado, no creo que pudiera elegir a nadie mejor—

—Tal vez mi respuesta sorprenda, aunque es lo mismo que con los demás, el era mi rival pero también fue mi mejor amigo, ademas tenia el mejor cabello de la parrilla— el siete veces campeón del mundo contiene un suspiro—Nico Rosberg—

—Lance Stroll— Ocon trata de no sonreír sin lograrlo del todo— nos llevamos muy bien es un amigo cercano, tenemos el mismo idioma natal y vivimos en el mismo lugar, además tiene toda la dulzura que a mi me falta—    

—Max— Responde Logan y al Holandes se le revuelve el estómago un poco—si fuera una nueva generación debe tener la sangre de un ganador—

—Kimi Antonelli— Oliver suspira—es mi mejor amigo y es como la persona más dulce que conozco además es increíblemente talentoso—

—Consideré decir Gabriel por la cercania, pero en este momento creo que elegiría a Oscar, su actuación en F1 ha sido increíble y creo que su calma le vendría bien a mis genes exaltados—  Colapinto sonríe simplemente.  

—Sebastian— y de nuevo Kimi no suelta otra palabra.

—Ok— la presentadora continua—Pregunta numero tres y esta viene de ChicanaF1fan: ¿Cómo reaccionarías si tu cuerpo comenzara a emitir señales químicas de atracción hacia alguien que no te interesa emocionalmente?—

—Depende. Si es un tema físico... lo controlas. Si se vuelve repetitivo, te largas antes de perder la cabeza—Max cruza los brazos, la mandíbula tensa ocultando su molestia, el control metido a presión siempre ha sido importante para él.

—¿Y si eso ya pasa cada vez que alguien me abraza demasiado tiempo? —bromea Daniel, pero luego agrega bajando la voz— Supongo que me preguntaría qué está mal en mí… no en ellos—Ríe para aligerar, pero Max puede ver la inseguridad asomándose detrás.

—Lo analizaría. Ver si es estrés, desequilibrio, alguna causa física— Su respuesta es racional al extremo. Carlos intenta salirse del plano emocional.

—No me preocupa tanto. Lo físico no define lo que quiero. Puedo sentir algo y elegir no actuar—
Pierre suena muy maduro, quizás más de lo que aparenta. Ha aprendido a convivir con dualidades.

—¿Eso no se llama adolescencia? Pasa. Se ignora. --Hülkenberg minimiza con sarcasmo.

—Sería… incómodo. Pero puedes condicionar tu cuerpo. Es entrenamiento mental, como en carrera. -- Contesta George como buen británico: elegante, pero con frialdad emocional.

—No somos solo cuerpo. Eso sería solo una alerta equivocada. Yo escucho a mi alma, no solo a mis químicos— Respuesta espiritual, Max puede sentir como Lewis se aferra a su conexión trascendental para mantener el equilibrio con las extrañas preguntas de la entrevista.

—Supongo que actuaría como si no estuviera pasando. Algunos errores químicos no merecen energía— Esteban es pragmático, casi apático, pero su rostro se tensa ligeramente.   

—A veces hacer caso a los impulsos no es tan malo— Sargent levanta los hombros a lo que sus compañeros lo miran extrañados.

—Me daría miedo. No por mí… sino por lo que los demás podrían pensar. -- Bearman es joven, y la idea de perder autonomía social o de juicio parece abrumarlo.

—No lo entiendo del todo, pero si pasa… me aseguraría de no lastimar a nadie por eso— Franco revela empatía pura, preocupación por los demás incluso antes que por sí mismo, eso conmueve un poco a Max.

Räikkönen permanece en silencio unos segundos. Luego,dice sin cambiar el tono de voz ni mover un músculo más de lo necesario—Ignoraría a mi cuerpo. Ha hecho cosas peores—Baja la mirada hacia el micrófono. No agrega más. 

—Está bien, pregunta número cuatro y esta viene de Poleposition3000: ¿Cómo reaccionarías si, en un futuro, tu cuerpo y mente estuvieran ligados a otra persona —al punto de sentir sus emociones, pensamientos… incluso cuando no lo deseas?—

—No lo aceptaría. Si algo me hace perder el control, no lo quiero cerca. Es un peligro. -- Max se tensa, su cuerpo se pone rígido. El concepto de perder el control lo aterra.

—Suena como un viaje de montaña rusa… no sé si quiero vivir eso. Pero si fuera con alguien… alguien que me entienda, podría funcionar —Daniel sonríe como tratando de aliviar la incomodidad, el holandes sabe que la pregunta confundió a su amigo, pero de alguna manera también alimentó su curiosidad.

—Pues todo tiene una explicación científica. Pero la idea de no tener privacidad… sería difícil.— Carlos es un hombre de mente lógica, pero el control sobre su vida personal es algo que valora profundamente.

—No me gustaría. Nadie debería tener tanto acceso a ti, eso es muy invasivo. Pero… no sé, tal vez si supiera que la otra persona lo desea también…— Gasly está abrumado y su lucha interna se nota en su rostro.

—Suena a una pesadilla. Yo ya tengo suficiente con mis propios pensamientos, no necesito compartirlos o tener que preocuparme por los de alguien más. -- La respuesta de Nico es firme pero Max nota en sus ojos algo que no puede descifrar.

—Eso sería muy complicado. Intentaría mantener una distancia emocional. Si fuera inevitable… tendría que encontrar una forma de controlarlo— La respuesta de Rusell es diplomática pero como casi a todos se nota la incomodidad en la pérdida de control.

—Si tuviera que estar conectado con alguien, quiero que sea de forma genuina, no impuesta. Pero la idea de sentir sin quererlo… eso sería un reto difícil de afrontar— Lewis no tiene miedo a la conexión profunda, es un tema que todos en la parrilla conocen pero es franco con el problema que sería este caso hipotético.

—Es una invasión. Aunque eso suene ideal para algunos, no es algo que yo elegiría. Mi mente es mía.— Max sabe que Esteban no deja a muchas personas cerca de su espacio exterior, ni que decir de sus pensamientos.   

—No quiero a nadie en mi cabeza pero tal vez saber lo que otro piensa no sería tan malo, puedes anticiparte a las cosas— la respuesta de Logan vuelve a sorprender a sus compañeros.

—No lo sé. Creo que podría aprender a lidiar con ello, pero al principio sería aterrador. -- el holandes entiende leyendo entre líneas lo que el joven Oliver quiere decir, miedo e incertidumbre.

—¿Sentir los pensamientos de otra persona? Eso suena a una conexión demasiado fuerte. No sé si podría soportarlo— Colapinto se muestra pensativo y claramente afectado por la mera idea.

—Eso no es algo que quiera. Mi mente es mía, y no tengo intención de dejar que nadie se entrometa en ella. Si se trata de compartir algo, debe ser de forma natural, no forzada — Kimi es breve y directo, su tono serio no deja lugar a dudas.

—Hemos llegado al final de nuestra entrevista con la pregunta número cinco y esta viene de BoxRookie10 : Si tu hijo tuviera los ojos de otro piloto, ¿te importaría criarlo como tuyo, aunque no fuera biológicamente tuyo?— 

Max frunce el ceño y el ambiente entre sus compañeros se tensa, piensa detenidamente pero antes de siquiera poder acercar el micrófono a sus labios Kimi se pone de pie con desdén dejando el micrófono sobre el sofá.

—No estoy para ese tipo de preguntas, que me multen si quieren— Gruñe antes de salir.

Max ni corto ni perezoso se levanta de un salto para seguir al finlandes acompañado de Lewis que ya está dejando su micrófono sobre la mesita de centro. El ver salir a los tres campeones del mundo hace que el resto de pilotos se nieguen a contestar y les sigan los pasos segundos después.

—Salió mucho mejor de lo que esperábamos, entrevista investigativa concluida— dice la extravagante presentadora cambiando completamente su tono a uno más serio cuando ya ningún piloto está al alcance del oído para escucharla.

Notes:

Me encantaría escuchar que opinan, iré posteando de a pocos los capítulos que vienen.

Chapter 3: Capítulo 2: Charles Leclerc está cansado.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Si bien le han llamado una diva de los medios, para Charles esta entrevista está muy mal sincronizada en todo sentido.

 

Es 24 de Marzo del 2024, Australia, y la tercera carrera concluyó hace cuatro horas, si bien subió al podio quedó en segundo lugar, lograron el deseado uno dos para Ferrari, pero recuerda las crueles palabras que Max siempre dice: el segundo lugar siempre es el primer perdedor. Así que no, no está feliz, no quiere unirse al festejo y definitivamente no quiere estar aquí sentado en uno de los salones de medios esperando quien sabe cuantos pilotos más para otra entrevista, quiere meterse en el jacuzzi de su habitación, atiborrarse de chocolate que Andrea no le dejaría comer normalmente y tener una larga noche de sueño para recuperarse. La FIA al parecer tenía otros planes.

 

Charles analiza a la presentadora, una mujer con vestimenta estrafalaria y cabello de muchos colores, le recuerda la moda harajuku que vieron la última vez que pasaron por Japón. Sus camarografos, tres jovenes de aproximadamente la misma edad de la ella, estan vestidos con pantalones negros y batas pristinamente blancas, el monegasco arruga la mirada tratando de ver si algun logo aparece a la vista y en su mente repasa si en algun momento le dijeron para que medio era esta entrevista.

 

Hay una sensación difícil de explicar en el ambiente, casi tan compleja como el inverosímil grupo que está reunido en esta sala. Revisa el largo sofá donde se encuentra Mick a su lado, junto a él Lando, Yuki, Kevin, Alex, Nico Rosberg, Lance, Kimi Antonelli, Oscar y Sebastian Vettel. Pilotos de reserva, pilotos de F2, pilotos retirados, Charles trata sin éxito de hacer una conexión entre todos los presentes y no lo logra, su cabeza palpita un poco haciendo que anhele un poco más su baño de tina y su cama.

 

La presentadora por fin parece satisfecha con el grupo y se pone de pie frente a las cámaras que ya muestran su luz roja característica de grabación—Sujetos 0011 alto perfil omega disruptivo entrevista investigativa—dice en un susurro que seguro no escucharon los más alejados, para luego agregar con voz estridente y chillona —Bienvenidos a la más divertida entrevista con pilotos de formula uno para nuestro canal de Youtube— Mick casi brinca de su asiento de la impresión, e incluso el amable Seb ha arrugado la mirada con desaprobación—Tenemos un montón de preguntas interesantes de parte de los seguidores de nuestro canal y a pesar de que no podemos realizarlas todas por el tiempo elegimos las cinco mejores— Solo cinco preguntas y sera todo, su amada cama lo espera y Charles vibra en su lugar queriendo terminar lo más pronto posible—Las preguntas serán hechas a todos nuestros queridos invitados, no queremos que ninguno se quede sin responder— En Ferrari le advirtieron que la FIA ordenó que esta entrevista no se podría saltar, con amenaza de sanciones o multas—Nuestra primera pregunta de parte de F1SupaFan es: ¿En qué país criarías a tus hijos para que hereden lo mejor de ti?— 

Charles agradece ser el primero, primero en contestar primero en irse, además importa poco lo que conteste aquí dado que los encargados de prensa de todos los equipos se han ido y los dejaron a su suerte con los cuatro extraños en la sala. Decide dejar de sobre pensar tanto y acerca con rapidez el micrófono a sus labios.

—Mónaco, no solo porque es mi lugar de origen, la gente es cálida y el clima y la comida son ideales— amplía su sonrisa cálida de medios, hará su mejor esfuerzo para poder pronto huir.

—Bueno diría Mallorca y Suiza, pero me gusta bastante viajar así que hay muchos lugares que me atraen, Mónaco, Australia, Los Ángeles— Mick sonríe modestamente, este chico siempre le ha inspirado mucha ternura.

—Mónaco— responde Lando tranquilamente aunque el monegasco puede ver que está tan harto como el de estar aquí— aunque no descarto otros lugares como Italia o España.

—Faenza— Yuki se encoge de hombros con simpleza— me gusta mucho Italia la comida es deliciosa, y la gente agradable, aunque tendría que tener algún lugar para comer comida Japonesa constantemente—

—Copenhague, porque nací en Dinamarca—Kevin sonríe de manera suave —pero no niego que Mónaco tiene sus ventajas—

—Mónaco— Alex intenta sonreír a pesar de que el cansancio se nota, no le alcanzó el empuje de su monoplaza para llegar a puntos—creo que allí está mucho de lo que amo—

—Mónaco— Nico rie y se pasa la mano por sus dorados cabellos —se convirtió en mi hogar desde hace mucho, incluso después de que me retiré ya no podría cambiarlo por nada— 

—Ginebra— Lance sonríe suavemente—a pesar de que nací en Canadá, Suiza me ha dado cosas increíbles—    

—Bolonia— Suelta Kimi con una voz suave aun propia de su adolescencia—Modena también es una opción desde que sea Italia. 

—Woking— Oscar es casi tan parco como Räikkönen en su tiempo y Charles siente que incluso se parecen físicamente —Es donde vivo ahora, pero Australia por ser mi tierra natal o algún lugar más cálido como España podrían ser una buena opción, me adapto con facilidad— levanta un poco los hombros mirando al cuatro veces campeón a su lado. 

—Suiza— la sonrisa de Seb es amplia y sincera—las villas en ese país son hermosas y tranquilas, no importa en qué ciudad se ubiquen—

La presentadora vuelve a la cámara y continúa—Ok es hora de nuestra segunda pregunta de parte de DriverfastF1es: ¿Con qué piloto crees que podrías tener la mejor compatibilidad genética para crear una nueva generación?— 

Charles se siente desubicado con esta pregunta, suda un poco frío, sus compañeros tampoco parecen cómodos —Probablemente con Max. Tenemos una conexión de rivales de apoyo emocional como nos llaman los fans, y creo que tenemos personalidades que se complementan bien, además nos conocemos desde niños. Puede ser un buen punto de partida para una futura generación— No quiere imaginarse la clase de historias que van a hacer los shippers de su dupla al respecto pero genuinamente ningún otro piloto vino a su mente.

—Creo que con Daniel—Schumacher juguetea con sus manos— Probablemente pensarían que elegiría a Seb pero el es como mi hermano mayor, Daniel tiene mucho carisma y es muy divertido, conversamos mucho el año pasado cuando estuvimos como pilotos de reserva y durante su lesión, creo que seríamos una buena combinación, nos equilibramos—

—En un principio no negaré que pensé en Max—Murmura Lando y una sensación molesta se instala en el pecho de Charles—Pero realmente no se si seriamos buena combinación, así que elijo a Carlos. Aunque nuestras personalidades sean diferentes, hay una armonía en cómo trabajamos juntos, fuimos muy buenos compañeros de equipo, él es centrado y talentoso. Eso creo que podría ser lo que haga que nuestras compatibilidades genéticas sean fuertes— expone, completamente ajeno al espiral oscuro donde ha enviado a su compañero monegasco.

—Con Pierre definitivamente— Yuki sonríe— Tenemos una gran química en la pista y a pesar de algunos incidentes que hemos tenido eso no ha dañado nuestra amistad, creo que eso podría ser la base para algo sólido—

—Nadie pensaría esto hace algunos años con tantos problemas que tuvimos pero elegiría a NicoH sin dudarlo—Magnussen sonrió quedamente— Estar juntos en el mismo equipo hizo que nos conociéramos más allá y nos entendamos, creo que nuestras personalidades intensas pueden complementarse bien. Esa energía podría ser la clave para una buena compatibilidad genética—

—No podría elegir a otro que George— Albon sonríe cálidamente— es mi mejor amigo y la persona en quien más confío, compartimos muchas de las mismas perspectivas en la vida, y creo que nuestras compatibilidades genéticas podrían ser muy buenas. Nos complementamos de una manera natural—

—A pesar de toda la fractura amistosa, de los problemas que tuvimos creo que siempre terminaría eligiendo a Lewis.—Rosberg vuelve a pasarse la mano por su cabello, le da a Charles la sensación de que es un gesto de nerviosismo puro— Es evidente, ¿verdad? Nuestra historia y la forma en que nos entendemos, creo que sería una combinación genética sólida. Hay una sinergia entre nosotros que no se puede negar. Además somos dos campeones del mundo— ríe— espero que él nunca vea esta entrevista— este comentario aligera un poco el ambiente sacando risas de sus compañeros que no pueden evitar estar de acuerdo.

—Con Oliver—Antonelli mueve sus ojos de una cámara a la otra—somos realmente cercanos y es una buena persona, además creo que tiene talento ,creo que nuestra conexión podría ser la base de una compatibilidad genética sólida. Nos entendemos de una forma única—

Oscar está dudando bastante y se muestra un poco pensativo antes de contestar—Al principio diría Logan, porque es el piloto con el que más cercanía tengo. nos conocemos hace tiempo— hace una pausa ligera— Pero, después de pensarlo un poco más, creo que podría ser mejor elegir a alguien cuyo carisma y forma de ser sean muy divertidas, alguien extrovertido con esa chispa que complemente mi forma de ser más seria— Charles abre los ojos asombrado, y nota que no es el único, tal vez es el discurso más largo que le ha escuchado al joven piloto desde que inició en la F1.

—Al principio, diría que sería con alguien como yo, porque soy bastante alegre—Vettel sonríe con suavidad— Pero, si pienso bien, creo que la mejor opción sería Kimi. Él es serio, centrado y tiene una manera de poner límites que realmente envidio. Nunca se deja llevar por las emociones y siempre mantiene la calma. Eso es algo que admiro profundamente en él. Creo que esa combinación de mi energía y su estabilidad sería perfecta para una compatibilidad genética sólida—

—Muy bien— la mujer colorida continua—Pregunta numero tres y esta viene de ChicanaF1fan: ¿Cómo reaccionarías si tu cuerpo comenzara a emitir señales químicas de atracción hacia alguien que no te interesa emocionalmente?—

Las preguntas se ponen más extrañas a cada momento—Intentaría esconderlo, obviamente. Fingir que no pasa nada. Lo peor sería que se notara— Charles dice eso apretando los dedos. Lo que más teme es la exposición involuntaria.

—Creo que lo analizaría. Buscaría si es una confusión... los cuerpos también se equivocan, ¿no?— Mick habla con tono suave, casi científico. Hay una vulnerabilidad honesta.

—Ugh, sería incómodo. Seguro empezaría a evitar a esa persona hasta que se me pase.— Norris sube los hombros riendo un poco nerviosamente, no mira a la cámara, Charles sabe que el control emocional no es su fuerte.

—¿Y si me pasa todo el tiempo y no me doy cuenta?— El Japonés ríe pero la diversión no llega a sus ojos.

—Lo ignoraría. No soy esclavo de mi cuerpo. Punto— Responde Kevin como un disparo. Firme, casi desafiante. 

—Intentaría entender si se trata de deseo o soledad. Son parecidos, ¿no?—Alex suena reflexivo y melancólico.

—Sería una señal de algo más profundo. El cuerpo no miente… aunque no siempre tenga la razón—Nico es metódico, pero abierto un poco a interpretaciones más allá, el monegasco está seguro que deben ser secuelas de su tiempo cerca de Lewis.

—No me sorprendería. A veces siento cosas que no entiendo— Lance suelta esto en voz baja. Suena emocional.

—Lo ocultaría. Y si no puedo, entonces lo rompo. O me rompo yo primero— La respuesta cruda de Kimi los toma por sorpresa. Hay algo latente allí.

—Creo que al principio intentaría ignorarlo. No me gusta que algo tan importante esté fuera de mi control. Pero… si es algo que no puedo evitar, trataría de entender por qué está pasando—Piastri se muestra pensativo. Su voz es calmada, pero se nota cierta incomodidad. 

—Lo enfrentaría. Si mi cuerpo me dice algo que no entiendo… me toca escucharlo y responder con dignidad— Seb expone una madurez absoluta, no hay vergüenza en el instinto.

—Ok— dice un poco demasiado animada la entrevistadora con su voz chillona— pregunta número cuatro y esta viene de Poleposition3000: ¿Cómo reaccionarías si, en un futuro, tu cuerpo y mente estuvieran ligados a otra persona —al punto de sentir sus emociones, pensamientos… incluso cuando no lo deseas?—

—Sería demasiado. No sé si podría manejarlo. No quiero perder mi espacio interior. El tener que sentir todo lo que el otro siente... me asustaría —Charles muestra un toque de ansiedad, la idea de no tener privacidad emocional podría ser una de sus peores pesadillas.

—No estoy seguro de qué pensar. A veces, la idea de conectarme con alguien es atractiva, pero perder todo sentido de individualidad sería... complicado—Mick está dividido. Y el monegasco entiende que en él hay algo dentro que anhela conexión, entiende un poco su situación.

—Me volvería loco. Me gusta tener mis propios pensamientos. No sé cómo viviría si no tuviera esa independencia —Lando es muy expresivo sobre su necesidad de espacio parece aterrado de perderlo.

—Eso sería como estar atrapado en una prisión emocional. No quiero que nadie más sepa lo que siento todo el tiempo—Como Japonés una cultura que arraigada en quedarse internamente con lo que piensan y sienten, Yuki no puede ocultar su angustia.

—Es algo que no podría aceptar. Ya bastante tengo con lo que pasa en mi cabeza. Si otro tuviera acceso… sería un caos— Magnussen es directo y su respuesta es rápida y certera.

—Lo consideraría, pero me asusta la idea de perder mi libertad emocional. Es como perder el control de quién eres— Alex se ve aletargado, en un estado reflexivo, Charles sigue culpando al momento donde agendaron esta bendita entrevista.

—Me gustaría intentar comprenderlo, pero no lo aceptaría fácilmente. No quiero que alguien más controle mi mente— Rosberg habla con una calma superficial, pero en sus palabras hay un temor.

—Nunca lo aceptaría. No quiero compartir todo de mí con alguien más, especialmente sin tener control sobre eso— Lance, el más introvertido, responde con una firmeza que denota su deseo de mantener su privacidad interna.

—Lo ignoraría. No soy nadie para que me metan en su cabeza— Kimi responde con su típica actitud joven y desinteresada, pero también refleja un miedo profundo.

—Al principio, diría que es algo que no podría soportar. Pero, si tuviera que estar en esa situación… solo podría aceptar que fuera con alguien que, como yo, sepa cómo mantener las cosas equilibradas—Oscar suspira pesadamente, Charles sabe que está deseando que esto termine pronto— Alguien que siempre pueda intentar tener el control de sus emociones, sería lo más cercano a lo que podría aceptar— refleja una postura de rechazo, pero también reconoce que podría encontrar una forma de adaptarse.

—Eso sería… una experiencia difícil. Pero, en cierto modo, podría ser útil si ambos están de acuerdo. Si no lo están… sería un desastre—Seb es más filosófico, pero su respuesta refleja el dilema de querer conectar pero sin perder el control de su propia vida.

—Hemos llegado al final de nuestra entrevista con la pregunta número cinco y esta viene de BoxRookie10 : Si tu hijo tuviera los ojos de otro piloto, ¿te importaría criarlo como tuyo, aunque no fuera biológicamente tuyo?— 

Charles entrecierra los ojos, la pregunta es capciosa pero realmente quiere responder e irse, extrañado ve que la presentadora y los tres camarógrafos llevan puestas máscaras antigás. Grandes estelas de humo salen de debajo de la mesa de centro y mira angustiado a sus compañeros que están igual de confundidos que él.

Seb se pone de pie de un salto, tratando de agarrar a Antonelli que se ha desmayado y sacarlo de la sala sin éxito, los párpados de Charles pesan y el cansancio general no ayuda con la situación, revisa si alguien de las escuderías está presente tras bambalinas pero parece que todos se han ido a celebrar o descansar, ve a Lando empujar la mesa torpemente con el pie para alejarla, siente la cabeza de Mick apoyarse pesadamente contra su hombro, y luego sin saber que pesa más si el somnífero o el cansancio, la lucha es en vano y su conciencia cede a la oscuridad.

— entrevista concluida— dice estoicamente la extravagante presentadora a la cámara cuando ya ningún piloto puede escucharla.

Notes:

Yyyyy.... como vamossssss?

Chapter 4: Capítulo 3: Carlos Sainz Jr perdió algo importante.

Chapter Text

Lo primero que siente es una sensación de pérdida y vacío, seguido de un pitido lejano en los oídos. Siente el asfalto caliente bajo su espalda. Sus párpados pesan y tiene un dolor punzante en el hombro izquierdo, su lengua le sabe a metal. No tiene idea de que hora es, ni donde está, siente el cuerpo entumecido, como si llevara horas en la misma posición. El pecho se siente comprimido. No recuerda. No recuerda. Algo no está bien, perdió algo importante. Su mente lanza alertas, pero ninguna se conecta con un recuerdo claro. Un ruido molesto que reconoce como el tono de su teléfono suena cerca, pero no tiene fuerzas para levantar sus manos y contestar. 

 

Trata de recordar sin éxito, lo último que llega a su mente es la fiesta de celebración de Ferrari por el primer lugar, el intento vano le produce náuseas, algo en el aroma a caucho, eucalipto y asfalto se siente esteril, incorrecto, algo le falta, algo le quitaron pero no sabe bien que, y aun sin abrir los ojos el mundo le da vueltas.

Escucha una voz lejana. Fuerte, pero borrosa, siente la cabeza llena de algodón.

Carlos... Carlos, despierta. ¡Vamos, despierta, joder! — es Kako llamandole en español— ¿que demonios te pasó?

Carlos no abre los ojos de inmediato. Su cuerpo no responde del todo, algo está mal, algo le quitaron. Se aferra a la voz de su primo como si fuera la única constante en medio de un mar revuelto.

Finalmente, sus párpados se separan con esfuerzo. El mundo entra difuso. La Luz es molesta. Movimiento. Una sombra sobre él. Y los ojos preocupados de Kako.

¿Dónde estoy…? —Musita apenas audible, su garganta se siente cruda.

Kakó se arrodilla junto a él. Su rostro tenso. Tiene las manos firmes, una en el hombro derecho de Carlos, la otra ya buscando señales físicas — Ayer dijiste que ibas al baño durante la celebración, luego no supe a donde fuiste, no contestaste el celular. No sé cómo terminaste aquí tirado

Carlos intenta incorporarse, pero su cuerpo no lo permite todavía. Solo alcanza a entender una cosa: lo arrancaron de su eje. Y no sabe por qué.

Estás en uno de los callejones detrás de las hospitalidades en el Paddock — su primo hace un esfuerzo para ayudarlo a sentarse y el mundo gira aún más— algo raro está pasando porque la mayoría de los pilotos de la grid están perdidos

Cuando su vista se nivela ve el estado deplorable de su ropa, su camiseta está rasgada, la manga izquierda cuelga, su cinturón desapareció y el zipper de sus pantalones está abierto.

No creo haber bebido tanto para esto — al tratar de incorporarse apoya su brazo izquierdo en el hombro de Kako lo que le envía una corriente de dolor, Kako abre la cámara de su celular y Carlos puede ver con horror como hay un mordisco enorme en donde el hombro se conecta con su cuello— ¿Qué? ¿un animal me mordió?

Un gruñido se escucha cerca a ellos, Kako lo mira angustiado.

¿Puedes mantenerte sentado? revisaré el fondo del callejón — Carlos asiente plantando los brazos en el suelo para no irse de bruces de nuevo, ve como su primo se pone de pie y corre hacia el lugar.

Ay no joder… — el grito de Kako le taladra el cerebro, su primo vuelve corriendo a su lado —Verstappen, Gasly, Ricciardo, Bearman— inhala para tomar aire— son los que pude ver pero hay mas personas allí, no se si estan vivos, hay unos boca abajo…

—¿ Qué… ? —la voz de Carlos es apenas un susurro, su cabeza da vueltas mientras hace el esfuerzo de recordar en vano.

Kako asiente, la mirada sombría. Carlos intenta levantarse una vez más. Esta vez, con la ayuda de Kako. Se tambalea. Siente el mundo girar. Pero logra ponerse de pie.

Llévame con ellos. Tengo que ver — Kako lo levanta desde el costado derecho con dificultad, Carlos trastabilla hasta que logra despacio poner un pie delante del otro.

Avanzan por el callejón, y cuando doblan la esquina, el panorama es devastador.

Pilotos que en televisión lucen invencibles, indestructibles, ahora están tirados como muñecos rotos. 

Russell yace de lado, con la espalda tensa y las manos crispadas. Max está boca arriba, es quien ha estado gruñendo, Carlos siente un vuelco en el estómago, todos los allí presentes tienen la mordedura en el mismo lugar que él, sus camisas están rotas o desgarradas y los que no llevan chándal también han perdido sus cinturones.

¿Qué mierda es esto, Kako?¿Quién haría algo así? — Carlos se toca el pecho angustiado, la sensación de vacío no se va.

No lo sé, primo. Pero… parece que no fue un accidente — Kako acomoda a Sainz contra una pared, ayudando con cuidado a Max a incorporarse, el Holandes aun no parece del todo despierto.

Wat is hier in godsnaam aan de hand? —Los azules ojos de Max se abren con dificultad— Waar ben ik…

  —En Inglés Verstappen— murmura Kako quedamente tratando de no mover mucho al confundido Holandes que a duras penas parece entender sus palabras.

Carlos siente el ardor de la mordida en su hombro izquierdo mientras observa a los demás mover las extremidades con dificultad. Hay algo en el aire, una sensación de incomodidad que se intensifica a medida que mira a su alrededor.

Kako escanea rápidamente el callejón, comprobando que los demás están, efectivamente, en el mismo estado que su primo, pero afortunadamente, todos parecen vivos.

En ese momento, un sonido más les llega desde el fondo. Un quejido. Luego otro. Y una tos profunda. Uno de los cuerpos empieza a moverse e incorporarse lentamente.

Carlos piensa en llamar ayuda, alguien de Ferrari o de alguna otra escudería, pero aún no sabe quién hizo esto, y no sabe si puede confiar en nadie más, se siente como un peso muerto porque aun su fuerza y equilibrio no vuelven para poder moverse con autonomía. Kako empieza a ayudar a los pilotos a incorporarse, logra dejar sentados a la mayoría, Franco y Oliver terminan de vuelta acostados en el piso, parecen más mareados que los veteranos.

Räikkönen se incorpora solo, apretando los dientes mientras se recuesta contra una de las paredes, Carlos admira la fuerza de voluntad acérrima del piloto retirado — Missä minä olen? — gruñe y su voz se siente rasposa.

—La mayoría están tan confundidos que si el Inglés no es su lengua natal no lo recuerdan todavía— explica Kako —¿Qué crees que pasó?

Carlos trata de levantar un poco la cabeza y mirar más de cerca a los demás. Sus rostros están pálidos, sus cuerpos tensos, pero no parecen heridos más allá de las mordidas. El olor a eucalipto y caucho sigue en el aire, pero hay algo extraño en el ambiente, Max también olisquea el aire frunciendo el ceño profundamente.

—No lo sé— responde Carlos, con la voz rasposa —No sé qué pasó anoche, pero esto… no tiene sentido. ¿Cómo llegamos aquí?

Kako vuelve junto a él, con la expresión de preocupación aún marcada en su rostro —Creo que lo mejor es movernos, no quiero que sigan aquí, en caso de que regresen los que hicieron esto. Voy a llamar a… —dice, sacando su teléfono para buscar alguna ayuda pero deja la frase colgada— no sé… no sé si alguien podrá ayudarnos. Esto… esto parece demasiado extraño para ser casualidad.

Carlos asiente con dificultad. Está claro que algo muy grande está sucediendo, algo más allá de lo que cualquier explicación lógica pueda resolver. Todos están en la misma situación, pero la pregunta sigue en su mente: ¿quién hizo esto? ¿Por qué a ellos?

El silencio del callejón es abrumador, y lo único que se escucha es el sonido de su respiración entrecortada y el leve murmullo de la ciudad a lo lejos. El tiempo parece ralentizarse mientras la incertidumbre se instala en el aire. Y con cada segundo que pasa, el miedo de lo que pueda suceder a continuación crece en su pecho.

—Tal vez yo sepa que podemos hacer— Daniel ha perdido su sonrisa característica y escarba lentamente en su bolsillo con la mano derecha para pescar su teléfono —oye Siri llama a Nicole Piastri— el otro lado de la línea está timbrando —¿Kako puedes conseguirnos un auto donde quepamos todos?— el mencionado asiente y sale del callejón.

—¿Hola?— La voz con acento Australiano de la madre de Oscar se escucha del otro lado— Daniel, oh dios mío estaba tan preocupada, ¿Oscar está contigo?

Daniel revisa el callejón con movimientos lentos y luego mira a Carlos quien niega con la cabeza— No, no está conmigo, aunque otros pilotos si, algo paso, aun no sabemos qué y no sabemos en quien confiar, se que es algo apresurado y un poco abusivo pero me preguntaba si podríamos llegar a tu casa— junto al australiano, Oliver ha logrado incorporarse por fin, tomándose la cabeza con ambas manos tratando de mermar el mareo.

—Por supuesto, no se preocupen no diré nada, te envio la ubicación— La voz de la mujer se oye algo apagada, es lógico esperando noticias de su hijo, ahora Carlos se pregunta dónde están los pilotos que faltan.

—Te enviaré un mensaje en cuanto salgamos para allá, el primo de Carlos fue a conseguir un auto— Nicole hace un ruido de aprobación y Daniel corta la llamada.

La mirada de Carlos se cruza con Max.

—Les dije que algo raro estaba pasando— gruñe el holandes habiendo conectado el inglés en su cabeza. Daniel suspira y cierra los ojos—aparte estamos todos los de esa jodida entrevista—

—Tengo como cuarenta mensajes del chat de Mercedes— La voz de Lewis es suave y pausada, George levanta su teléfono para mostrar lo mismo 

ne réponds pas — Contesta Pierre adormilado.

parle en anglais Gasly — Le espeta Esteban apretándose la cabeza.

—no tengo ni medio recuerdo de anoche por más que me esfuerce— la voz de George se escucha reducida, todos asienten teniendo más o menos la misma sensación.

Da stimmt etwas nicht —dice Nico y enseguida nota que nadie entendió— hay algo mal— repite en inglés cierra los ojos con pesadez —creo que perdí algo.

Carlos puede empatizar con eso y al parecer todos los demás igual, varios revisan sus bolsillos buscando pistas. El español resopla cansado, el aroma sigue molestandole, algo falta, algo le quitaron, y ahora sabe que los demás tienen el mismo sentimiento de pérdida. Tantea sus bolsillos, su celular, su billetera, su tarjeta del hotel, todo está en su sitio, pero la horrible sensación no desaparece.

Al cabo de diez minutos más Kako aparece tratando de tomar aire por la carrera—Les conseguí una van, la alquilé en un hotel cercano, les ayudaré a llegar—

—Ayuda a los chicos—Espeta Kimi apoyando a Lewis con la mano derecha, cuando este se incorpora ayudan a George entre los dos.

Carlos da pasos lentos hacia la van, mientras Kako hace lo que puede junto a Daniel para llevar a Oliver y Franco que siguen muy mareados. Tras ellos, Nico, Max, Esteban y Pierre le siguen con el mismo ritmo, pasos lentos, con la ironía que todos son pilotos del deporte más rápido del mundo.

—Supongo que yo conduzco— comenta divertido a los conductores Kako, ganándose miradas ceñudas de todos los presentes.

Sainz se sube en el puesto del copiloto y cuando logran entrar los nueve restantes, Kako pisa el acelerador usando el celular de Daniel como gps.

Viajan a Toorak a 14 minutos del Paddock, afortunadamente a esta hora de la mañana no hay mucha gente que los reconozca por las calles de Melbourne. La van está en un silencio sepulcral todo el trayecto.

—Es allí— señala Daniel a una casa de buen tamaño con un enorme predio cercado alrededor, Nicole ya está en la puerta, a Carlos le duele la expresión de preocupación de la mujer, eso solo quiere decir que su hijo aún sigue desaparecido.

Kako avanza y luego parquea en el espacio cerrado dentro del predio Piastri. Y con un poco más de velocidad que con la que subieron los pilotos bajan de la van.

—¿Pero qué les pasó?— gime Nicole viendo el estado en el que vienen todos.

—Al parecer ninguno recuerda— explica Daniel.

—Pasen, ahora— ordena en tono maternal, empujando un poco al grupo para que se acomode en la sala— Traere el botiquin para esas heridas, y algunas camisas de Oscar para los más pequeños, pero creo que vamos a tener que comprar camisas para los más altos— la mujer mira a Kako que entiende automáticamente, evalúa notando que necesita al menos siete camisas y seguidamente sale por la puerta a comprar lo pedido en la tienda de ropa más cercana que encuentre abierta.

Carlos se siente un poco mejor en la sala de Nicole que en el Paddock, al menos es un ambiente menos hostil, sus compañeros parecen concordar, el ambiente parece ayudar a que salgan del trance.

Franco parece algo ido, olisqueando el aire constantemente con una mirada de deleite.

—Bueno, aqui traigo el botiquín voy a ir uno por uno— La mujer se sienta frente a Max que es el primero que encuentra, y empieza a limpiar las heridas, aún se ve bastante consternada— ahora si expliquenme que paso—

—Para no hacer muy largo el cuento— responde Max entre siseos por el desinfectante en la mordida —El jueves nos hicieron una jodida…— Nicole presiona la herida y el Holandes decide cuidar un poco más su lenguaje—Nos hicieron una entrevista muy extraña, a nosotros diez, no era un medio conocido y las preguntas no eran muy ajustadas a las carreras pero tampoco a los chismes, puede que sea una coincidencia pero no lo creo—  

—¿Saben algo de los otros?— La mujer venda a Max y pasa a Carlos quien igualmente sisea al sentir el desinfectante.

—No hay recuerdos por ahora— responde el español simplemente—Yo fui al baño durante la celebración de Ferrari, luego de eso no sé qué pasó— Los demás pilotos asienten, la mayoría con recuerdos tan vagos como el de Carlos.

Bajo los cuidados de Nicole, los diez pilotos comienzan a sentirse un poco más centrados. La mujer termina de limpiar y vendar las heridas y se levanta, limpiándose las manos en un paño.

 —Voy a preparar el desayuno —dice, casi en automático. Carlos sospecha que está buscando mantenerse ocupada para no pensar en que Oscar sigue desaparecido.

Nicole abre una bolsa y saca algunas prendas.

 —Aquí hay tres camisetas: una del padre de Oscar, otra de Oscar y una enorme que Lando dejó la última vez que vino a jugar pádel con Carlos, son las más grandes que hay en casa, pueden mirar entre ustedes a quien le quedan— dice mientras se dirige a la cocina.

Antes de que Oliver pueda procesar la información, Franco ya tiene la prenda de Oscar entre las manos, los dedos cerrándose en la tela como si fuera un salvavidas. Carlos hace lo mismo, atrapando la camiseta de Lando sin siquiera mirar a los lados. Oliver observa divertido cómo ambos se quedan con las prendas .

—Ah, genial. Me toca el souvenir vintage— dice Oliver conteniendo la risa, se encoge de hombros mientras agarra la camiseta.

Franco, aprieta los labios mientras se quita lo que queda de su camisa. Al deslizarse la prenda de Oscar sobre su cabeza, la esencia de mandarina dulce y acacia lo envuelve de inmediato. El aroma es un recordatorio inquietante, tan conocido que parece cruel y se burla de su memoria perdida, su mente lucha recordando al piloto Australiano aunque sabe que nunca ha estado suficientemente cerca para saber a qué huele, cierra los ojos un instante, aspirando sin querer, sintiendo un nudo formarse en su estómago. No entiende porque su aroma lo tiene tan cautivado, lo descoca y lo confunde de una forma suave, como una caricia.

Carlos, en cambio, se sacude los restos de tela desgarrada y toma la camiseta de Lando con un gesto rápido, casi impaciente. Al pasarla por la cabeza, el aroma a fresa silvestre y jazmín inglés lo arrolla como un camión, un cosquilleo le recorre la nuca y le hace apretar los dientes. 

No debería sentirse tan reconfortante. No debería… pero aún así, lo es. Carlos perdió algo importante, algo le falta, algo le quitaron, en este momento ese aroma lo hace parecer más un alguien que un algo.

—Lando…—

 

Chapter 5: Capítulo 4: Lando Norris no sabe dónde está

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Un fuerte sentimiento de angustia y preocupación arranca a Lando de su sueño, jadea, su boca tiene un sabor metálico, como si emergiera de un grave accidente en la pista, un sueño que se desmorona al contacto con el aire frío. Sus ojos se abren de golpe, parpadea varias veces, tratando de enfocar, lo primero que ve es un techo blanco, pulido, estéril. No es su habitación de hotel. No es el paddock. No sabe dónde está.

El aire es espeso, casi pegajoso, y huele a antiséptico, se siente incorrecto. Intenta moverse, pero un latigazo de dolor en su espalda baja lo aqueja y sus muslos arden como después de una sesión intensa de gimnasio. Unos segundos después, el frío del metal bajo su espalda le confirma lo que ya sospechaba: está sobre una camilla. A su izquierda, hay una hilera de camas idénticas, alineadas. Sobre ellas, figuras inmóviles. No es su habitación de hotel. No es el paddock. No sabe dónde está.

—¿Dónde…?— Su voz sale débil, rasposa y su cerebro lucha por encontrar las palabras. Siente la piel pegajosa de sudor frío y el corazón martillando contra sus costillas. Trata de apoyar su brazo izquierdo para incorporarse y una intensa punzada lo devuelve a su posición inicial, al poner la mano sobre la herida en donde el hombro se conecta al cuello siente un vendaje de curación.

Intenta incorporarse de nuevo, pero las piernas no responden del todo. Tiene el cuerpo entumecido, pesado. Como si aún tuviera restos del sedante en el sistema. Lucha por concentrarse. El dolor en el cuello es un recordatorio punzante de la herida que aún no entiende.

Su último recuerdo, el gas saliendo debajo de la mesa de centro, un intento para patearla y luego oscuridad. Su pulso se acelera, la sensación de angustia que lo atraviesa como un cuchillo aumenta aunque no siente que sea completamente suya, hay pensamientos arremolinándose en su cabeza, lo marean y no puede pensar con claridad.

Estira un poco el cuello revisando la habitación, los demás sujetos son los mismos pilotos que estaban con él en la entrevista. Reconoce a Charles primero a su derecha, el cabello despeinado contra el metal, el pecho subiendo y bajando en respiraciones irregulares. A su izquierda Alex yace con el rostro pálido y los puños cerrados, como si aún estuviera luchando contra algo. Tienen apósitos en el mismo punto que Lando y al igual que él sus camisas están destrozadas y varios tienen los pantalones más abajo de las caderas.

—¿Qué… qué mierda está pasando?— murmura, apretando los dientes mientras la sensación ajena se mezcla con la suya. El pecho le duele, el eco de las emociones ajenas sigue vibrando en sus costillas, cada vez más urgente, más desesperado.

El aire sigue pesando como plomo. Lando se siente a punto de perder el equilibrio, pero no puede detenerse. Si lo hace, se ahogará en su propio desconcierto. Ahora intenta escanear la habitación, es un espacio clínico e impersonal. Las paredes están recubiertas de un material metálico pulido, similar al acero inoxidable, lo que refleja la luz blanca y fría de los tubos fluorescentes en el techo. La atmósfera es estéril, con un olor penetrante a desinfectante que se mezcla con el vago rastro de químicos desconocidos. Alrededor de las camillas, hay equipos médicos: monitores apagados, bandejas con jeringas vacías y frascos con etiquetas en códigos alfanuméricos. A un lado de la sala, una mesa larga sostiene bandejas con instrumentos quirúrgicos, algunos manchados con residuos. Entre los instrumentos hay bisturís, pinzas, agujas y varios dispositivos médicos de aspecto tecnológico avanzado.

En una esquina, hay un gabinete de metal cerrado con llave, marcado con símbolos de advertencia biológica y genética. Al lado del gabinete, una computadora portátil antigua parpadea intermitentemente, mostrando una pantalla de inicio, está conectada a un disco duro de gran tamaño. En la pared del fondo, una puerta de metal cerrada con un sistema de bloqueo electrónico. Hay dos ventanas estrechas y altas en la pared izquierda. Ambas están protegidas con barrotes. En la pared derecha, hay una puerta secundaria. Intenta respirar, hiperventilar en este momento no sería la mejor opción, pero está seguro que no es su habitación de hotel. No es el paddock. No sabe dónde está y la maraña de sentimientos compartidos con quien sabe quien le hace sentirse abrumado.

Con esfuerzo, se gira hacia Charles. Está más cerca. Extiende una mano temblorosa y le sacude el hombro.

—Charles… Charles, despierta— el monegasco emite un gemido bajo, los párpados temblando. Pero no despierta.

—Vamos, amigo— Lando insiste, sintiendo que la ansiedad de los sentimientos ajenos se vuelve más intensa, más urgente. Aprieta la mandíbula y se vuelve hacia Alex —Alex, joder. ¡Despierta!—

El grito le sale ahogado, como si algo invisible le oprimiera la garganta. La conexión sigue ahí, ardiente y sofocante, y ahora Lando ya no sabe distinguir cuáles sentimientos son suyos y cuáles no.

Respira hondo, su mirada salta de una camilla a otra. Oscar, Antonelli, Alex, Yuki, Mick… ninguno despierta, se lleva una mano a la frente, apretando los ojos. Todo da vueltas. Las luces del techo son tan brillantes que le perforan las sienes. Un retumbo lejano lo hace estremecerse. ¿Era un ruido real o parte de su confusión? Tiene que centrarse. Tiene que idear un plan.

Cierra los ojos y trata de bloquear la extraña conexión. No puede perderse ahora. No es su habitación de hotel, no sabe donde está.

—Primero, despierta a los demás. Luego… encontrar una salida— tiembla un poco al incorporarse. El frío del suelo se cuela por sus pies descalzos, no había notado que sus zapatos no estaban hasta ahora. Se arrodilla al lado de Mick y empieza a sacudirlo. No tiene un plan claro, pero sabe una cosa: no puede hacerlo solo.

Un movimiento capta su atención. Al otro lado de la sala, Sebastian Vettel parpadea, su expresión es una mezcla de confusión y alerta. Lando tropieza hasta él, tambaleándose.

—Seb, ¿puedes escucharme?— trata mirando al veterano, Vettel se incorpora lentamente, apretando los ojos mientras se lleva una mano al cuello tocando la herida. Sus labios se fruncen en una línea tensa.

¿Das…? —murmura. Su voz es ronca. Mira a Lando, luego a las camillas alineadas— ¿Wo sind wir?

Seb es rápido para notar que el chico Inglés no entiende media palabra de lo que dijo.

—¿Dónde estamos?—

—No lo sé. No tengo ni idea— Lando se pasa una mano por el cabello —Los demás no despiertan y la entrevista es lo último que recuerdo.

Vettel se tambalea al intentar ponerse de pie, pero Lando lo sostiene.

—¿Que te…?— Sebastian no termina la frase. Se toca el cuello de nuevo, su mandíbula apretada.

Antes de que Lando pueda responder, otro movimiento capta su atención. Nico Rosberg gime desde una camilla cercana. Sus dedos se crispan contra el borde metálico.

¿Das…? — Nico intenta sentarse, los ojos entrecerrados, respirando de forma errática.

—Tranquilo, Nico. —Sebastian se acerca, apoyando una mano en su hombro—Respira.

—¿Lewis? —pregunta Nico de inmediato, los ojos buscando frenéticamente entre las camillas.

—No estaba con nosotros en la entrevista, no creo que lo hayan traído aquí —responde Lando, tragando saliva, Nico se ve confundido como si genuinamente pensara que Hamilton debería estar con ellos.

Pero entonces, un quejido más suave los distrae. Charles empieza a moverse, sus pestañas temblando. Lando corre hacia él, arrodillándose junto a la camilla.

—Charles. Vamos hermano. Despierta—Los ojos de Charles se abren poco a poco. Su mirada es turbia, desorientada. Cuando enfoca a Lando, sus labios se entreabren.

¿Ce qui s'est passé? — Lando cierra los ojos un segundo, el eco de la angustia ajena golpeándolo con fuerza. No puede concentrarse en eso ahora.

—Inglés Charles —le dice, tratando de mantener la voz suave, Charles asiente, aunque parece no comprender del todo. Unos pasos más allá, Alex comienza a removerse con el ceño fruncido.

—Alex —Sebastian se acerca, ayudándole a sentarse. Alex respira hondo, su pecho subiendo y bajando de forma errática. Mira a su alrededor, la expresión aterrada.

—¿Qué pasó?...—pregunta en un susurro.

Lando intercambia una mirada con Sebastian. Nadie tiene respuestas, no sabe donde están. Y el tiempo sigue corriendo.

—Tenemos que movernos. —Sebastian toma aire, obligándose a ponerse de pie—Los que nos trajeron aquí podrían volver, tenemos que salir antes de eso.

—¿Dónde demonios estamos? —pregunta Nico Rosberg encontrando su inglés en algún lugar de su cerebro, suena un poco más britanico de lo que recordaba, de nuevo no hay respuesta.

Lando avanza hacia una de las dos ventanas del lugar. Fuera, un paisaje árido y desolado se extiende hasta donde alcanza la vista. No hay edificios. No hay señales de vida. Solo tierra seca y un sol que empieza a subir. No sabe donde están.

—Esto no se parece a Melbourne… —Lando traga saliva, un nudo de ansiedad instalándose en su estómago.

Sebastian, ahora completamente consciente, se acerca a él. Mira por la ventana y luego a Lando.

—Estamos en medio de la nada. —Sus ojos se oscurecen— ¿Alguien recuerda cómo llegó aquí?

—No —Alex niega con la cabeza, todavía sentado en la camilla frotándose las sienes— Solo recuerdo la entrevista, el gas y luego… vacío.

—Lo mismo —Charles se levanta con esfuerzo. Los bordes superiores de su camiseta están desgarrados igual que los de todos. Los ojos verdes buscan respuestas en los rostros de los demás

—Primero, tenemos que asegurarnos de que todos estén despiertos. —dice Seb, tratando de mantener la calma —Después…— deja la frase colgando porque no tiene idea de que harán después mientras se dirige directamente a Kevin.

—Kevin, arriba hombre es hora de irnos—dice zarandeándolo un poco, Magnussen abre los ojos lentamente, no dice una palabra pero se toma la cabeza con las manos en clara señal de mareo.

Lando parpadea, el frío del suelo le cala los huesos, y el zumbido constante del sistema de ventilación resuena en sus oídos. Va hacia Oscar. Lo sacude con suavidad, pero el australiano no responde. La mandíbula de Lando se tensa.

—Oscar, vamos... —insiste, su voz apenas un susurro. Le toca la mejilla, un gesto rápido, urgente. Y ahí está, un leve parpadeo. Los ojos de Oscar se abren desorientados, y Lando siente un alivio que le hace flojear las rodillas.

—¿Dónde...? —Oscar no termina la pregunta. Solo se lleva una mano al cuello, donde el borde de la herida aún está vendado.

Lando asiente comprendiendo sin palabras —No lo sé, pero necesitamos salir de aquí—

Oscar se incorpora a medias, Lando le ayuda a apoyarse suavemente.

Mientras tanto Charles va hacia Antonelli que está boca arriba, el pecho subiendo y bajando con lentitud.

 — Kimi, svegliati tesoro —suelta dulcemente el monegasco sacudiendo el hombro derecho del joven Italiano cuyos ojos oscuros se abren perezosamente, y su primera reacción volver a dormir — No, no, no, resta sveglio, dobbiamo andare

 —¡ cosa sta succedendo qui …! —Su voz está ronca, y sus manos buscan el cuello, como si esperara encontrar algo allí.

—No hay tiempo —dice Lando, apretando los dientes, Oscar ya se está poniendo de pie. 

Alex se vuelve hacia Yuki. El japonés está acurrucado de lado, los labios entreabiertos y el ceño fruncido como si estuviera teniendo una pesadilla. El Tailandes se arrodilla junto a él, le toma la mano y la aprieta con fuerza. —Yuki. ¡Yuki!—

Yuki da un respingo, los ojos desorbitados. Al ver a Alex, su expresión pasa del pánico a la confusión.

 — ここはどこ?(Koko wa doko?) — cambia al inglés rápidamente al ver las caras de confusión de sus compañeros—¿Dónde estamos?—

—En el la jodida mitad de la nada eso es donde estamos —responde Lando empezando a perder los nervios.

Lance está en una camilla al fondo, su rostro relajado de una forma antinatural. Cuando Nico le sacude, tarda más en reaccionar. Sus ojos parpadean lentamente antes de centrarse en él.

 —¿Nico?…— arruga el entrecejo oteando por el lugar.

—Sí, soy yo. Vamos arriba no podemos quedarnos aquí— el Alemán ayuda lo más suave posible a Stroll a incorporarse

Finalmente, Mick. El rubio está más pálido que los demás, su respiración entrecortada. Seb traga saliva antes de tomarlo por los hombros.

 —Mick, vamos. Abre los ojos— Susurra con cariño Vettel, Mick deja escapar un gemido entre el dolor y el cansancio. Pero cuando ve a Seb, algo en sus ojos parece aferrarse a la realidad.

—Al menos estás tú aquí…—murmura con la voz quebrada.

 —Vamos, Mick, levántate. Tenemos salimos de aquí— Apura Seb.

Lando evalúa, todos están descalzos, desprovistos de sus pertenencias, camisas en jirones y la mayoría tiene los botones del pantalón arrancados o los zipper rotos.

—¿Qué hacemos ahora? —Kevin pregunta, su voz aguda cortando el aire. Aún se ve pálido, los ojos demasiado abiertos.

Nico se pone de pie, la mandíbula apretada —No tenemos idea de quién nos trajo ni por qué—

—¿Y cómo vamos a salir sin que nos vean? —Alex pregunta, mirando hacia la única puerta metálica, que está cerrada.

Sebastian entrecierra los ojos observando a su alrededor. No hay cámaras visibles, pero eso no significa que no las haya.

—Primero, tenemos que descubrir si estamos solos aquí —murmura, avanzando hacia la puerta—No sabemos quién nos hizo esto —el tono de Seb es firme—Y no pienso quedarme esperando a averiguarlo.

Lando respira hondo, sus ojos recorren la habitación una vez más. La luz blanca del laboratorio hace que todo se sienta aséptico, irreal. Los demás están sentados o de pie, moviéndose inquietos.

Nico está de pie junto a la puerta, observando cada centímetro del marco.
—La cerradura es electrónica. No tenemos acceso. —Murmura, y luego se vuelve hacia Sebastian, que está revisando la computadora portátil. Los dedos se mueven con una precisión tensa, abriendo ventanas y cerrando archivos.

—¿Algo útil? —pregunta Lando, acercándose a él.

—Algo… —Sebastian frunce el ceño, los ojos bailando entre líneas de datos. Es un caos de números, códigos y gráficos— Hay registros hormonales, niveles de dopamina, oxitocina, gonadotropina?... esa ultima no me suena pero Joder, están monitoreándonos como si fuéramos… —Hace una pausa y respirando hondo— Animales.

—Entonces, ¿qué podemos hacer? —interviene Charles, apoyado contra la pared.

—Necesitamos a alguien que se mueva sin ser detectado —dice Nico, sus ojos clavados en el conducto de aire del techo.

Yuki ya está ahí, de pie bajo el ducto, evaluando la distancia.

 —Yo puedo hacerlo —Señala el Japonés mordiéndose el labio.

—No hay forma de saber a dónde lleva eso —murmura Kevin cruzado de brazos— Pero parece nuestra mejor opción.

Sebastian asiente  —Yuki, busca cualquier cosa que parezca una sala de control. Cables, pantallas, cámaras. Si puedes cortar la energía o abrir la puerta, házlo—

—¿Y mientras tanto nosotros qué hacemos?— pregunta Mick abrazándose a sí mismo, los ojos nerviosos.

—Nos preparamos para correr— responde Nico, su voz firme —Apenas Yuki logre abrir la puerta, salimos en fila. No se separen. Y, por lo que más quieran, no hagan ruido.

Alex y Lance colocan una de las camillas metálicas y sobre ella posan la única silla, sostienen la tambaleante estructura con ambas manos mientras Kevin y Charles ayudan a Yuki a trepar. El Japonés  respira hondo y se sube. Con la ayuda de Mick empuja la tapa del ducto de ventilación y se desliza dentro.

Desde abajo, Lando siente cómo su corazón late con fuerza, cada segundo estirándose como una eternidad. Se queda quieto, con la mirada fija en el conducto de aire por donde Yuki desapareció. El silencio pesa. El aire en la habitación es denso, cargado de nerviosismo y miedo reprimido.

Antonelli frunce el ceño, cruzándose de brazos.
—¿Y si no vuelve?—

Lando lo fulmina con la mirada.
—Va a volver. Y nosotros vamos a estar listos—

Mientras Alex hace el deber de poner la silla y la camilla de vuelta en su sitio, Charles y Nico rebuscan en toda la habitación cosas que les puedan servir.

—Tengo una idea— murmura Kimi con una mirada pícara agarrando un par de agujas de la mesa de implementos quirúrgicos, se dirige al armario cerrado con llave forzando la cerradura hasta que hace click.

—Prefiero no preguntar de donde aprendiste eso— murmura Charles cuando todos se han quedado boquiabiertos por la particular habilidad del más joven.

Oscar se acerca para ayudar a Kimi a abrir el armario y a pesar de estar marcado con etiquetas de peligro allí solo encuentran sus billeteras y teléfonos.

Lando se lanza hacia ellos, sus dedos recorriendo los dispositivos hasta dar con el suyo. Lo enciende con manos temblorosas. La pantalla permanece oscura. Lo intenta otra vez. Nada.

—No tiene batería —dice, frustrado.

—El mío tampoco —murmura Alex, apretando el botón de encendido repetidamente.

Nico maldice por lo bajo mientras agita el suyo. No hay respuesta.
—Están todos muertos.

Oscar levanta el suyo, la pantalla encendiéndose con un brillo tenue.
—El mío tiene un poco de batería— dice revisando el móvil —Tres de la tarde del 25 de Marzo, perdimos toda la noche y todo el día, tengo muchos mensajes de Mclaren.

—No contestes esos mensajes, recuerda que no sabemos quien nos trajo aquí— Advierte Seb sin quitar los ojos de la pantalla —Ahorra la batería para cuando logremos salir de aquí— 

Lando aprieta los puños clavándose las uñas en las palmas. La sensación de vacío en el estómago no se va.

 —Yuki debería haber vuelto ya— Lando está angustiado de haber enviado a su compañero a un destino peor, pero, antes de que pueda decir algo más, un clic metálico retumba en la puerta. Lando se tensa.

La puerta se abre lentamente, y Yuki se asoma, la cara cubierta de polvo, el cabello aún más desordenado que cuando se quita el casco.

 —¡Rápido! —susurra, agitando la mano.

Sebastian cierra el portátil con un chasquido. Lando lo observa guardarlo bajo el brazo junto con el disco duro, apretándolo contra su costado.

 —¿Te lo vas a llevar? —pregunta sintiendo el tiempo escaparse entre los dedos.

—Si queremos saber qué hicieron, necesitamos las pruebas —responde Sebastian sin vacilar, y Lando no puede evitar pensar en cómo esas palabras no suenan a su habitual tono calmado. Ahora hay filo en su voz.

Nico es el primero en moverse.

 —Vamos, vamos. —Ordena en voz baja, haciendo un gesto para que los demás lo sigan.

Salen en fila, pisando lo más suavemente posible. El pasillo está desierto, pero los fluorescentes parpadean como si estuvieran a punto de morir. A Lando le duele la cabeza, el eco del somnífero aún retumbando entre sus sienes.

—Por aquí —susurra Yuki señalando a la izquierda.

Giran una esquina y llegan a lo que parece un pequeño garaje. La puerta está abierta, y al otro lado se ve el cielo grisáceo. Hay un par de camionetas Van polvorientas estacionadas, son de modelos viejos pero parece que funcionan. Lando se mueve rápido intentando no hacer ruido. El suelo frío del garaje muerde sus pies descalzos mientras avanza hacia el interior de la camioneta. Los demás revisan los asientos, los compartimientos, buscando algo, cualquier cosa que les dé una pista.

—No hay llaves —Kevin, palpa el asiento del conductor.

—No las necesitamos —dice Sebastian arrodillándose junto al volante. Lando lo observa en silencio. Los dedos de Sebastian se mueven con una destreza inesperada quitando una tapa bajo el tablero y exponiendo un manojo de cables.

—¿Qué estás haciendo? —susurra Lando, sin quitarle los ojos de encima.

—Sé suficiente de mecánica de autos para esto —Seb habla sin dejar de trabajar. Las manos se mueven rápido, conectando dos cables. Una chispa salta y, un segundo después, el motor ruge, vivo y dispuesto.

—¡Vamos, suban!— ordena Nico, subiendo al asiento del copiloto mientras los demás se amontonan en la parte trasera y Seb pisa el acelerador.

Lando se sienta junto a Oscar, el corazón latiendole en la garganta mientras la camioneta avanza y el laboratorio se hace cada vez más pequeño en el espejo retrovisor.

Pero incluso cuando ya están en movimiento, la sensación de estar vigilados no lo abandona.

—Estamos a seis horas de Melbourne— dice Oscar revisando el GPS.

—¿Alguien con residencia aquí y de confianza que podamos llamar?—Nico se nota tenso.

Oscar asiente y sin perder un segundo, marca un número. Lando lo observa mientras el australiano aprieta los labios, esperando —¿Mamá?—dice, la voz tensa. Hay un instante de silencio, y luego asiente —Sí, sí, tranquila estamos bien, por favor no llores, estamos a seis horas según Google maps— su tono se suaviza tratando de tranquilizar a la mujer al otro lado de la línea.

Lando siente que su estómago se hunde mientras observa el rostro de Oscar perder color.

—¿En casa? ¿Desde esta mañana?—Oscar intercambia una mirada rápida con Lando—¿Una entrevista el jueves?

Lando se inclina hacia adelante intentando captar algo de la conversación.

—¿Están… bien? —baja un poco la voz, como si temiera la respuesta, todos en la camioneta están muy atentos a la llamada—¿Llegaron caminando? —La sorpresa en su voz es evidente—¿un animal los mordió?— Lando nota cómo la mandíbula de Oscar se tensa —No, creo que no estaban con nosotros, pero no lo sé con certeza, nadie aquí recuerda mucho de las últimas 18 horas, vamos hacia allí— suspira —Nico y Seb están al volante turnandose, voy atras con Charles, Kevin, Mick, Lance, Yuki, KimiA, Lando y Alex, si, yo también te quiero—Oscar termina la llamada y guarda el móvil en el bolsillo sin mirarlos.

—Los demás llegaron esta mañana a casa de mi madre, no es toda la grid pero si nos sumamos nosotros están la mayoría, al parecer los únicos que no se extraviaron fueron Checo, Logan, Fernando, Valteri y Zhou— Oscar dice, intentando sonar calmado —Están bien, al parecer el primo de Carlos los encontró tirados en un callejón trasero del paddock mientras rastreaba su celular, todos tienen una herida en el cuello y no recuerdan mucho.

Lando siente el pulso acelerado. ¿Cómo es posible que llegaran por su cuenta y ellos despertaran encerrados en ese lugar?. Se escuchan varios suspiros colectivos, al menos ya saben que todos los demás están vivos. La camioneta avanza por la carretera.

Al cabo de media hora una destartalada gasolinera se ve a lo lejos. El estómago de Yuki ha estado rugiendo de forma dramática, y los demás tampoco se ven demasiado bien.

Sebastian desvía los ojos hacia el retrovisor.
—Nos detendremos allí, pero no usen las tarjetas. No sabemos quién nos hizo esto ni si pueden rastrearnos.

Lando siente la vibración del motor bajo sus pies mientras la camioneta avanza por la carretera vacía. El sol de la tarde se cuela por el parabrisas arrancando destellos en los rostros cansados de sus compañeros. Vettel mantiene la vista fija en el asfalto, los nudillos blancos alrededor del volante. En el asiento del copiloto, Nico cuenta los billetes arrugados que todos lograron reunir.

—En total, ochenta y tres dólares con cincuenta— anuncia lanzando una mirada a los demás.

—¿Nos alcanzará para gasolina? — Seb está mirando preocupado como baja el indicador.

—¿Y algo de comer?—añade Yuki.

—Y camisetas —Oscar apunta a su propio pecho, el torso aún cubierto por los jirones de la camiseta de Mclaren.

—Y calzado—Mick señala sus pies descalzos moviendo los dedos sobre el suelo mugriento de la camioneta.

Sebastian aprieta los labios —eso espero, necesitamos parecer turistas idiotas y no pilotos de Fórmula 1 en ropa desgarrada—

Diez minutos después, Sebastian aparca bruscamente. La estructura es vieja con carteles de neón parpadeando y una máquina expendedora junto a la entrada.

—Vayan rápido— murmura Sebastian —Yo me encargo de la gasolina.

El dependiente, un tipo calvo con una camiseta manchada de mostaza, los observa con expresión aburrida mientras entran. Lando siente la mirada pegajosa del hombre recorrerlos de arriba abajo deteniéndose un segundo más en las heridas cubiertas y sus camisas rasgadas. Kimi se sube el vestigio del cuello de la camiseta hasta tapar la venda.

Dentro, las opciones son pocas y terribles. Lando recorre las estanterías con camisetas que gritan “Fui a Melbourne y todo lo que conseguí fue esta camiseta horrible,” en letras fosforescentes, junto a imágenes de koalas, canguros y… ¿una tortuga ninja?

Echa una mirada rápida al local. La televisión vieja en la esquina transmite un noticiero. No hay reportes de pilotos desaparecidos. No hay imágenes de ellos saliendo tambaleantes del laboratorio o el Paddock. Por ahora, están a salvo. Pero esa calma solo hace que la incomodidad en su estómago crezca.

Charles levanta una camisa que tiene un delfín fumando un cigarrillo y la deja caer de vuelta al montón.
—¿Qué demonios…?— la sorpresa del monegasco lo trae a la realidad.

—Oye, esta me queda —Yuki festeja, alzando una camiseta tres tallas más grande que él con un canguro musculoso levantando pesas.

—Es eso o volver como estamos —Alex le lanza otra a Mick, esta vez con un koala vestido de vaquero y un texto que dice “Yippee-Koala-Yay.”

—Es lo menos llamativo que hay— añade Lance, mientras Kevin sostiene una camiseta amarilla fosforescente que dice “Australienation” con un mapa del país cubierto de llamas —Mi padre tendría un infarto al verme usar algo de esto.

—Perfecto para pasar desapercibidos— Kimi hace un intento de humor que se pierde entre sus ojos cansados.

En el rincón más polvoriento del local, descubren un cubo enorme lleno de flip-flops, todos del mismo tipo: baratos, de plástico y con diseños absurdos.

—Oh, no… —murmura Mick, sosteniendo un par que tiene estampado un pez globo con gafas de sol y un texto que dice “I’m Blowing Up in Melbourne.”

—Este es más tu estilo —Yuki le lanza a Oscar unas sandalias decoradas con flamencos bailando breakdance.

—Gracias, lo necesitaba— Oscar pone los ojos en blanco, pero se los calza.

Lando agarra los únicos que quedan en su talla: rosas chillones con conejitos saltando sobre arcoíris.
—¿Es una broma? —murmura mirando a Nico.

—Es eso o andar descalzo amigo —responde Nico, calzándose unas verdes que dicen “Surf’s Up, Bro!” con un tiburón con sombrero de paja.

Sebastian vuelve —gasolina lista y… ¿de dónde sacaron esas cosas? —Los mira de arriba abajo, los pies ridículamente calzados.

—Lo último en moda veraniega— Lando agita un pie con el conejo saltarín y le lanza a Seb un combo de camiseta y flipflops de piñas bailando salsa.

—Lo mejor de todo es que no podemos perder el estilo —Charles modela su atuendo con un suspiro dramático.

—O la dignidad —murmura Lance, pero la leve sonrisa en su rostro lo delata.

En el mostrador, Nico coloca los billetes arrugados sobre la superficie grasienta.
—¿Puede darnos lo que sobre en comida para llevar y agua por favor? —pregunta intentando sonar casual.

El dependiente mastica chicle lentamente, mirando las camisetas absurdas y las flip-flops con estampados coloridos.

 —Creo que les alcanza para algunos combos de hamburguesa con papas y… algo que creo que es pollo— Señala el menú descolorido, donde las fotos de la comida lucen tan apetitosas como una zapatilla vieja.

—Perfecto— dice Kevin sarcásticamente, lanzando una mirada rápida a Yuki que está tan pálido que parece a punto de desplomarse.

—¿De verdad vamos a comer eso?— Yuki frunce el ceño, mirando fijamente sus flip-flops con unicornios fosforescentes.

—A ver, ¿quieres mantenerte en pie o no?— responde Charles tomando las botellas de agua del mostrador.

—Esperaré la comida vayan a cambiarse— dice Magnussen con expresión de aburrimiento.

De vuelta en la camioneta, todos se cambian rápidamente lanzando las camisetas rotas a la bolsa que les dieron en la gasolinera. Lando trata de ignorar lo pegajoso del plástico contra su piel. Yuki se estira en el asiento trasero, observando cómo los flamencos de Oscar parecen estar a punto de lanzarse a bailar breakdance.

A los diez minutos Kevin llega con una bolsa grasienta de gran tamaño. Hamburguesas que parecen haber sido congeladas desde la última crisis financiera, papas fritas que crujen como cartón y unos nuggets cuya procedencia es mejor no cuestionar —Bon appétit—

—Esto es lo más grasiento que he visto en años— dice Kimi, repartiendo la comida que Kevin les tiende.

—Andrea me va a matar— murmura Charles mordiendo una hamburguesa que parece estar compuesta en un 80% de mayonesa.

—No digas nada mi entrenador va a oler esto a kilómetros — Lance le da una mordida a un nugget y pone cara de circunstancias.

—A tu entrenador le diré que te estábamos salvando la vida —bromea Alex, mientras le pasa una bolsa de papas a Yuki.

— No estamos para ponernos exquisitos— Kevin empujá al Japonés suavemente para que coma.

Yuki toma las papas y las observa como si estuviera sosteniendo un pedazo de plástico derretido. Pero luego su estómago gruñe tan fuerte que todos se quedan mirándolo.

—Está bien, vale. Me como esta basura —dice Yuki masticando con resignación.

En el asiento del copiloto Nico baja la ventanilla para dejar escapar el olor a fritura.
—Ojalá esto sea lo peor que tengamos que hacer hoy —murmura, sin saber que les espera en Melbourne.

—¡Gracias por visitarnos! ¡Vuelvan pronto! —grita el dependiente desde la tienda cuando Seb pisa el acelerador, como si de verdad esperara que algún día lo volvieran.

Lando tira una papa frita a la boca y mastica en silencio, el sabor salado y aceitoso mezclándose con el nudo en su garganta. No tienen ni idea de qué les hicieron, ni de quién fue, ni de cuánto tiempo tienen hasta que los encuentren. Y mientras Yuki se lleva otro bocado de hamburguesa y pone cara de asco, Lando no puede evitar pensar en lo que los espera al llegar a casa de Nicole.

Ya en el camino los ojos de todos se dirigen al horizonte, a la carretera desierta que los llevará a Melbourne.

—Manténganse alerta —dice Sebastian, y Lando, desde el asiento trasero, siente el peso de esas palabras caer sobre ellos como una sombra.

La camioneta avanza por la carretera desierta. El teléfono de Oscar marca las cinco y los primeros colores del atardecer pintan el paisaje. Dentro, el aire está cargado de cansancio, incertidumbre y un leve aroma a tierra húmeda que Lando no logra quitarse de la mente.

Alex, sentado en el medio de la fila trasera, tamborilea los dedos contra su rodilla. Ha estado callado desde hace un rato, pero algo le ronda la mente. Finalmente, se inclina hacia adelante, mirando a los demás.

—Oigan… —comienza, su voz rompiendo el silencio—. ¿A alguien más le pasa que… que siente cosas que no son suyas? Como… emociones, pensamientos… cosas que no deberían estar ahí— Alex baja la mirada —Es como… sentirte de repente frustrado o… con miedo. Pero no es tuyo.

—Sí —Oscar asiente, sus cejas fruncidas— Es como si algo te golpeara de repente. Sentimientos tan intensos que ni siquiera sabes de dónde vienen.

Kevin cruza los brazos y asiente con una expresión tensa. —Pensé que era el cansancio. Pero es como… como si de repente estuviera desesperado, y luego furioso, y luego… —se interrumpe, frunciendo el ceño— Pero nada de eso es mío.

—Me pasa — Mick, mira por la ventana con expresion indescifrable— De repente siento un… vacío. Pero no es mío. Cuando Oscar llamó a su madre poco después vino a mi una alegría y un alivio intensos.

—O como un calor que no sabes de dónde sale —dice Lance, rascándose la nuca— Un calor furioso tan fuerte que te sientes mareado.

—A mí me pasa lo mismo— interviene Yuki —De repente me siento ansioso, pero no es mi ansiedad. Es como… una oleada, y luego se va.

Lando aprieta los dedos sobre sus rodillas intentando controlar la respiración. El aroma a tierra húmeda y olivar sigue pegado a él como un eco que no logra deshacerse. Un calor que no sabe si le pertenece a él o a alguien más.

—Sí, exactamente eso —responde Alex apoyando la cabeza contra el asiento— Como si estuvieras atrapado en una ola que no es tuya.

—Pero, ¿de quién podría ser? —pregunta Charles, acurrucándose un poco más contra la ventana. Sus ojos están vidriosos, como si intentará aferrarse a algo que no alcanza a recordar.

Oscar aprieta los labios, inquieto —No sé… pero cuando ocurre, es como si estuviera justo ahí —dice, llevándose una mano al pecho— Como si lo sintiera aquí.

Antonelli, que hasta ese momento había estado mirando el paisaje pasar, se abraza a sí mismo y se acurruca un poco más en su asiento. —Yo… —murmura suavemente, su voz apenas un susurro—. A veces siento como si alguien estuviera triste… muy triste. Y me da ganas de abrazarlo, aunque no sé quién es.

—Es agotador —añade Yuki, cerrando los ojos—Y… me asusta.

—No sé si son pensamientos o sentimientos— Charles tiene la mirada perdida en la carretera frente a ellos—. Pero hay momentos en los que siento una desesperación tan fuerte que casi me ahoga. Y no es mía. No sé de quién es.

—Lo peor es no saber de dónde viene— comenta Mick pasándose una mano por el pelo desordenado.

La camioneta sigue avanzando, el sonido del motor y el viento llenando el silencio. Lando mantiene los ojos cerrados tratando de no perderse en el aroma que aún parece envolverlo.

Charles ha estado mordiéndose el labio, con la mirada perdida en algún punto del suelo. De repente, se endereza, frunciendo el ceño —Oigan… — empieza, llamando la atención de todos —¿Recuerdan las preguntas de la entrevista antes de terminar en este lío?— todos los presentes asienten, el monegasco pasa una mano por su cabello despeinado —Preguntaron cómo reaccionaríamos si, en un futuro, nuestro cuerpo y mente estuvieran ligados a otra persona. Al punto de sentir sus emociones, pensamientos… incluso cuando no lo deseamos.

El silencio cae pesado en la camioneta. Oscar traga saliva, sus dedos jugando con el borde de su camiseta.

—¿Crees que tenga que ver con lo que sentimos ahora? —pregunta Yuki, con los ojos muy abiertos.

—No lo sé —Charles baja la voz, sus ojos clavados en sus manos— Pero se siente… demasiado real y para mi esto ya no es coincidencia.

—¿Osea que estamos sintiendo cosas de alguien más? —Mick se acomoda contra el asiento—. Eso explicaría lo intenso.

—Pero ¿de quién? —pregunta Lance, mirando a su alrededor.

—No sé —Charles apoya la cabeza contra el respaldo, cerrando los ojos—. Solo sé que esto no se siente como antes. Como si alguien más estuviera dentro de mí cabeza o corazón, no se, son emociones empujando para salir.

Lando aprieta los puños, el aroma a tierra húmeda quemándole la mente.

Sebastian y Nico intercambian una mirada en el asiento delantero. Y mientras la carretera sigue deslizándose bajo las ruedas, una pregunta flota pesada entre todos: ¿De quién son realmente esos sentimientos que los están consumiendo?

—No se distraigan demasiado con eso, tenemos que mantener la calma hasta llegar a Melbourne— dice Sebastian suavemente en un tono que intenta ser reconfortante, pero Norris puede ver que el tema también está afectando a los dos pilotos retirados.

Lando respira hondo, dejando que el aire fresco entre por la ventanilla. Y por un instante, cierra los ojos, deseando que esa calidez no lo abandone nunca.

En el asiento del conductor, Nico habiendo cambiado con Seb, mantiene los ojos fijos en la carretera, los dedos tensos sobre el volante. Sebastian reclina el asiento del copiloto, el rostro cansado pero alerta.

No sabe cuándo sus párpados ceden, pero el mundo se disuelve en un torbellino de colores y sonidos fundiéndose en algo más cálido, más espeso. Está en algún lugar entre la vigilia y el sueño, la cabeza apoyada contra la ventana de la camioneta, mientras el paisaje nocturno pasa como un borrón.

Lando gime en sueños.

El aire es caliente, sofocante. El cuerpo le arde, la piel pegajosa contra una superficie fría. Abre los ojos, pero todo es un revoltijo de luces fluorescentes que parpadean. A lo lejos, un golpe seco. Un cuerpo lanzado contra el suelo.

Carlos. Es Carlos, y su expresión es un mosaico de calor y confusión. Está tan cerca que Lando puede sentir el calor que emana de él, el olor a tierra mojada en olivar, a algo que le resulta embriagador. El calor aumenta. La piel de Carlos se roza contra la suya, un roce fugaz, pero suficiente para enviar una descarga eléctrica a través de su cuerpo. Sus dedos se aferran al suelo, las uñas raspando la superficie dura.  Lando lo siente arrastrarse sobre él, el deseo es intenso, hay algo en esa cercanía que lo perturba, algo que no logra identificar, pero que lo hace sentir una ansiedad intensa, algo que se arrastra por su pecho, una sensación de querer más, aunque no entiende qué significa eso. El agarre del español es férreo, y siente una boca sobre su cuello, dientes presionando, no con crueldad, pero tampoco con suavidad. Hay una mezcla embriagante de dolor y…

Carlos no responde. Un jadeo entrecortado. Otro mordisco. Placer, ardor, el sonido del aire entrando rápido por su boca.

Carlos gira la cabeza, los ojos vidriosos, los labios escurriendo liquido carmesi. El placer explota, sobrepasa al dolor, es lo que siempre quiso, todo se vuelve un borron.

La vibración de esa cercanía es casi tangible. Está borracho pero no de alcohol. Es una embriaguez de algo mucho más intenso, como si las gotas de lluvia sobre tierra húmeda lo empaparan por dentro. Todo lo que sabe es que la sensación lo atrapa y lo acaricia. En ese sueño que no entiende, solo sabe que desea estar más cerca. Más cerca de ese olor, de ese calor. De Carlos.

De pronto, un grito. No, un gruñido bajo, contenido. ¿Es suyo? ¿Es de Carlos?

El aire es denso, sofocante. Su piel está pegajosa, pegada a una superficie fría. Abre los ojos, pero todo es un revoltijo de luces fluorescentes que parpadean. Hay un zumbido en sus oídos, un calor abrasador en su cuerpo, la respiración pesada.

A su lado, Carlos ahora está tirado en el suelo, la mirada perdida, los labios entreabiertos. Su pecho sube y baja de forma irregular. Lando lo observa, pero es como si sus ojos no pudieran enfocarse bien, hay sangre sobre su hombro izquierdo y la boca le sabe a metal caliente. Todo parece envuelto en una neblina borrosa.

—Carlos… —murmura, o cree murmurar, no está seguro.

La garganta de Lando se siente seca. Se mueve un poco, y una punzada de dolor le atraviesa el cuello. Algo arde allí, un punto específico.

—Carlos… —Lando vuelve a susurrar, la voz rota, pero esta vez el sonido se pierde en un eco distante.

—Lando.

Una voz lo arrastra desde las profundidades del sueño sacándolo a tirones.

—Lando, despierta—Sebastian lo sacude suavemente desde el asiento del copiloto, los ojos bajo la luz intermitente de un semáforo en rojo. Nico sigue conduciendo, la mandíbula apretada.

La visión se desvanece, y cuando su mente vuelve a la realidad, ya está despierto. Los ojos de Lando se abren lentamente, y la sensación de calor persiste dejándole una sensación extraña, como si hubiese tocado algo que no debería haber tocado, algo que no puede recordar completamente, pero que sigue ardiendo en su pecho. Parpadea varias veces, tratando de poner orden a las ideas que giran en su cabeza, pero el calor sigue allí, como una sombra persistente.

—¿Estás bien? —pregunta Sebastian, sus dedos aún en el hombro de Lando.

—Sí… sí, solo… —traga saliva, intentando ignorar el temblor en sus manos— solo un mal sueño.

Sebastian intercambia una mirada con Nico pero no dice nada más.

—Esperemos que no sea un síntoma común —Seb señala a Oscar y Charles con la mirada, ambos pilotos mirando por la ventana con un sonrojo marcando las pálidas mejillas.

Los faros iluminan brevemente los árboles y arbustos al costado del camino, proyectando sombras que parecen moverse con ellos. 

El interior de la camioneta está en penumbra. Solo las luces de los coches que pasan ocasionalmente iluminan los rostros cansados y marcados de los pilotos. El sonido del motor es un zumbido constante que parece arrullar a algunos hacia un sueño inquieto, ya han llegado a las afueras de la ciudad pero falta un tramo considerable para llegar a casa de Nicole.

La camioneta se ralentiza, luego emite un último quejido antes de detenerse por completo. El motor tose y muere dejando a los once pilotos atrapados en un silencio cargado. Nico golpea el volante con las palmas frustrado.

—Genial. Sin gasolina. Y no nos queda dinero para llenar el tanque de nuevo—Sebastian resopla, pasando una mano por su cabello—. ¿Cuánto falta para llegar?

—Tres kilómetros y medio— responde Oscar consultando el GPS —son las 11pm, mamá y los demás ya deben estar preocupados— 

—¿Y ahora qué? —Lance pregunta, abrazándose a sí mismo. El aire nocturno comienza a enfriarse y todos siguen con las sandalias absurdas ya llenas de polvo.

—Nos bajamos y seguimos a pie— dice Sebastian, tomando la laptop y el disco y bajando del vehículo sin esperar consenso.

—¿Y la camioneta?— pregunta Kevin, lanzando una mirada a Nico.

—La dejamos aquí. Si alguien nos está buscando, que sigan pensando que estamos dentro —responde Nico sacando el paquete de las camisas rasgadas y lanzándoselas a Sebastian, quien las tira a un bote cercano.

—¿En serio vamos a caminar? —Yuki mira sus sandalias con estampado de unicornios —Esto no va a terminar bien.

—Es eso o quedarnos aquí esperando a que nos encuentren— responde Charles, ajustando la camiseta enorme que le queda como un vestido.

—¿Y si alguien nos está vigilando— pregunta Mick con los ojos clavados en la calle.

—Entonces más vale que nos movamos rápido —Alex murmura, sus pies hundiéndose en el polvo.

Sebastian lidera el grupo, manteniendo la mirada al frente. Oscar camina a su lado, el rostro tenso, los labios apretados. Charles y Alex van justo detrás, intercambiando miradas de preocupación.

—¿Alguien más siente que esto es como un maldito reality show? —Lance bromea, tratando de aligerar el ambiente.

—Sí, pero aquí no hay premio al final —responde Kimi, mirando de reojo el cielo oscuro.

—El premio es permanecer vivos chico— Kevin da un respingo, él y Nico cuidan la parte trasera de la fila.

Lando se queda justo en la mitad del grupo, cada paso es una punzada de cansancio, pero no se atreve a pedir una pausa. No ahora. No hasta saber qué demonios les hicieron… y por qué.

El grupo arrastra los pies, están agotados, la comida que tuvieron no bastó ni era suficientemente alimenticia para superar la travesía, aún así siguen poniendo un pie delante del otro, tratando de ignorar las miradas de la gente por sus ridículas vestimentas, está claro que nadie piensa que los pilotos de F1 siempre ataviados de marcas costosas se pondría prendas así.

Oscar se adelanta, caminando con pasos rápidos y decididos hacia la puerta trasera de la casa. La estructura se alza cálida y tranquila contra el cielo nocturno, en total calma comparada con el caos que llevan dentro.

—Por aquí— susurra Oscar, metiéndose entre los setos. Sus manos tiemblan un poco mientras encuentra la llave en un pequeño agujero detrás de una maceta enorme.

—¿No sería más fácil entrar por la puerta principal?— pregunta Lance, abrazándose a sí mismo mientras el aire frío le roza la piel.

—No queremos alarmar a nadie si nos buscan— responde Nico en voz baja.

—¿Ni a la prensa? —añade Kevin, lanzando una mirada hacia la calle. Nadie los sigue, pero el peligro aún cuelga en el aire como una amenaza invisible.

La pequeña reja secreta se abre con un suave chirrido. Oscar da un paso al costado y hace un gesto para que los demás pasen. Charles es el primero en entrar, seguido por Lando, que siente cómo la hierba del jardín cosquillea en sus pies.

—Cuidado con el escalón —murmura Oscar casi sin aliento, cuando Alex, Yuki y Lance se cuelan dentro del predio.

Sebastian se agacha un poco para no chocar contra el marco de la puerta diminuta, mientras Kimi y Mick se deslizan en silencio, apoyándose mutuamente. Kevin y Nico cierran el paso al final, asegurándose de no hacer ruido.

Cuando el último ha entrado, Oscar cierra la puerta suavemente y se apoya contra ella, exhalando un suspiro profundo.

Entran en silencio por la puerta de la cocina, y Oscar cierra de nuevo. Lando siente el aire cargado. Un cosquilleo le recorre la nuca como si estuviera siendo observado. Pero no es eso. Es… algo más.

—¿Lo sienten? —La voz de Alex suena extraña, apagada. Lando lo observa frotarse la nuca, como si quisiera arrancarse un pensamiento ajeno.

Lando traga saliva. Todo huele distinto, más intenso. Tierra húmeda tras tormenta de verano en olivar lo envuelve, y el cosquilleo se intensifica. Carlos. Un fuego lento y fértil que le arde en el pecho pero no es solo el olor. Es una presencia, un eco que resuena bajo su piel.

—Sí… alguien…— Charles murmura, apoyándose contra la encimera. Lando lo mira fijamente. Los ojos de Charles están nublados, perdidos en algún lugar distante —¿Qué está pasando?

—Es como si… alguien estuviera… —Yuki dice con voz baja, arrugando la nariz y aprentandose el pecho. Un leve temblor le sacude los hombros, como si el contacto le quemara.

—Esto es una locura —murmura Lando sacudiendo la cabeza. El aroma sigue rodeándolo, aferrándose a él como una caricia invisible. Un deseo urgente se enreda en su estómago. 

Mick traga saliva, sus labios secos. Lando lo ve rascarse el brazo, incómodo. Kevin cruza los brazos, el ceño fruncido respira hondo, como si intentara calmarse. Lance se apoya en la mesa con los ojos cerrados. Antonelli está en silencio, pero Lando lo ve tragar seco, la nostalgia en sus ojos es palpable, y tiene que apartar la mirada. Es demasiado.

Oscar respira hondo, sus manos temblando apenas. El aire está tan cargado que Lando siente que puede cortarlo. Sebastian está a su derecha, completamente quieto mirando al suelo, cierra los ojos, los labios en una línea tensa. Hay un leve temblor en sus manos apenas perceptible.

Nico se apoya en el borde de la mesa, se inclina hacia adelante, los dedos apretando los bordes con fuerza, respira profundo, sus ojos clavados en el suelo. Hay algo en su expresión que Lando no ha visto antes: una mezcla de añoranza y dolor.

—¿Esto… esto no es normal, verdad?— Lando con su voz apenas en un susurro.

Oscar lo mira, los ojos entrecerrados. Lando siente que su propio corazón late en un ritmo que no es suyo, una intensidad que no entiende. Y el eco de Carlos sigue ahí, envolviéndolo, llenándolo hasta el borde de algo que no puede, o no quiere, definir.

—Están aquí— el grito de la madre de Oscar los sacude mientras ella corre a abrazar a su hijo.

Por el marco de la cocina que da a la sala, las figuras de los otros once pilotos que parecen involucrados en este problema empiezan a aparecer. Hay ojos cansados, rostros marcados por la preocupación y mandíbulas tensas. Pero Lando solo ve a uno.

Carlos.

Los ojos oscuros del español se encuentran con los suyos, y Lando siente que el aire se vuelve más denso, cargado. Es un segundo apenas, un instante en el que todo lo demás desaparece. El aroma a tierra húmeda tras tormenta de verano lo golpea con más fuerza, llenando sus pulmones, embotando sus sentidos.

Carlos no sonríe pero sus labios tiemblan ligeramente. Y Lando, atrapado en esa mirada, siente el eco de algo que arde en su piel, que se enrosca en su vientre y que no puede contener.

Su corazón martillea en su pecho, un latido que no le pertenece, pero que le es tan familiar como el suyo propio. Es como si la mirada de Carlos lo quemara por dentro, como si esas pupilas oscuras estuvieran tratando de decirle algo que él no está listo para escuchar.

Y Lando, en ese instante, no sabe si quiere correr hacia él o echarse a llorar. Porque lo que siente, lo que lo llena hasta los huesos, es tan intenso, tan desgarrador, que no sabe si es suyo o de Carlos.

Pero, sea lo que sea, es hermoso. Y desea que nunca termine.

Notes:

Me diveerrrrrrrrrtí mucho escribiendo este capítulo, cuéntenme como vamos.....

Chapter 6: Capítulo 5: Daniel Ricciardo no entiende

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Daniel Ricciardo está sentado en un sillón, sus manos entrelazadas y mirando al frente. Kako trajo camisas de repuesto para todos, e incluyó pantalones de chándal, ropa interior y un par de cambios más por si acaso, además de desodorantes, crema y cepillos de dientes, gracias a eso al menos ya todos están vestidos de manera cómoda.

El Australiano los mira, los demás están repartidos por la sala, algunos con la cabeza entre las manos, otros en silencio absoluto. Lleva una hora con una angustia que no le pertenece, pensamientos arremolinados en su mente, y sabe que los demás están igual. Carlos fue el primero y fue una reacción en cadena, el español está sentado en el borde del sofá, las manos entrelazadas, el ceño fruncido y el rostro pálido. La televisión está encendida pero sin sonido. Las noticias muestran imágenes del paddock, el final de la carrera pero no hay nada sobre lo que les ocurrió y aún no saben dónde están los pilotos faltantes. Kako fue de espía al paddock a averiguar si hay pistas de lo que pasó y a devolver la camioneta rentada.

—¿Qué demonios está ocurriendo?—Daniel murmura, los ojos clavados en el piso, desayunaron y almorzaron y si siguen así van a tener que quedarse a dormir abusando un poco de la hospitalidad de Nicole, aunque a la amable mujer no parece importarle.

—No lo sé—responde Pierre sentado en el suelo, la cabeza apoyada contra la pared. Tiene un vaso de agua en la mano que no ha tocado.

—¿Dónde están?—Carlos finalmente rompe el silencio, su voz rasposa. Nadie responde. Franco camina de un lado a otro de la sala, los dedos tamborileando contra sus muslos incapaz de quedarse quieto. La tensión es palpable, como una cuerda a punto de romperse. NicoH se pasa las manos por el rostro mientras se apoya en la mesa de la cocina, sus ojos alertas como si estuviera esperando una señal.

—¿Alguien escuchó algo? ¿Algún mensaje?—Es Max esta vez dirigiéndose a KimiR que permanece de pie junto a la ventana, mirando al jardín trasero como si esperara ver aparecer a alguien. Esteban está sentado en el suelo con la espalda tensa contra el sofá, masajeandose los costados de la cabeza. Oliver sigue absorto en el celular y George se ha dejado llevar por Lewis a una especie de meditación en su afán de calmarse.

—Nada— KimiR responde finalmente con voz plana. Pero Daniel sigue sin levantar la vista del suelo, las manos crispadas contra sus rodillas. Algo en su pecho sigue apretando, un presentimiento que no puede sacudirse. Porque a pesar de todo, algo sigue moviéndose bajo la piel y no entiende.

Daniel siente el móvil de Nicole vibrar contra la mesa del comedor y ve a la mujer correr a contestar.

—Es Oscar— grita, y Daniel nunca había visto a alguien moverse tan rápido como al joven piloto Argentino en este momento, los demás detienen sus actividades rápidamente para agruparse alrededor de la mujer que ya tiene los ojos aguados. La preocupación de todos es palpable, pero nadie se atreve a interrumpir la llamada—¿Osc, hola cariño estás bien?— las lágrimas ya corren por las mejillas de la mujer—¿seis horas?— Max mira ceñudo a Daniel que concuerda en silencio, toda la situación es absurda —Varios compañeros tuyos llegaron aquí esta mañana, según los rumores del paddock solo Checo, Logan, Fernando, Valteri y Zhou estan en sus hoteles— no pueden oír lo que Oscar dice pero guardan silencio con paciencia contenida —Si, Max dijo que tuvieron una entrevista extraña el jueves…— Nicole suspira y asiente con la cabeza aunque su hijo no pueda verla —Están bien, llegaron caminando, sus camisas destrozadas y algo que parecía una mordedura de un animal sobre el hombro izquierdo— mira a Daniel y le da una sonrisa aguada —¿Recuerdas si ellos estaban con ustedes?, ¿estas hablando por teléfono mientras conduces?— suspira fuertemente —Está bien, cuidense mucho, los esperamos aquí, te quiero.

Finalmente, después de unos largos minutos, Nicole cuelga guardando el teléfono en el bolsillo con una expresión agotada. Mira a los pilotos sin decir nada, pero todos saben que la información que acaba de recibir es crucial. Suspira pesadamente y empieza—Estan bien, todos los que faltan están con él— La incertidumbre sigue siendo lo único claro, todos sueltan el aire que sin darse cuenta estaban conteniendo, una sensación de alivio los invade —llegaran aqui en aproximadamente seis horas según el GPS, no tienen recuerdos de las últimas 18 horas— 

Un aire tenso llena el espacio. Los pilotos se mantienen en silencio, hay muchas miradas inquisitivas y muchas preguntas sin responder, ¿porque el segundo grupo apareció tan lejos?¿les sucedió lo mismo que a ellos?

NicoH rompe el silencio.

—¿No recuerdan nada? bueno ya somos veintidós en eso… —dice, pensativo, como si intentara encajar las piezas de un rompecabezas aún incompleto.

Daniel siente una mezcla de emociones: alegría al saber que están bien, pero también una inquietud extraña que se le pega al pecho. La angustia apenas se desvanece y un impulso irracional lo hace querer salir ya mismo a buscarlos.

KimiR se inclina hacia adelante su mirada fija en Nicole mientras toma la palabra.

—¿Y ahora qué?— pregunta, su tono grave como siempre, pero con una intensidad que no pasa desapercibida.

Nicole, sin perder su compostura, agrega —Vamos a esperar a que lleguen— se pone las manos sobre las caderas —ahora necesito que todos se ocupen, vamos a preparar una cena muy abundante y a bajar suficientes colchones, almohadas y cobijas para esta noche, no pienso dejar que nadie se mueva de aquí hasta saber que todos están a salvo— ordena —quiten esas caras largas todos están vivos y todo saldrá bien, ahora muevanse.

—Oscar dijo que estaban a unas seis horas por carretera— Pierre cruza los brazos, intentando tranquilizarse.

Max resopla, frustrado  —Eso fue hace un rato ya. Deberían estar aquí para las once, ¿no?

Daniel intenta relajarse pero el cosquilleo persistente en la nuca lo mantiene tenso. No sabe exactamente por qué, pero algo en él sigue encendido, como si su cuerpo estuviera buscando algo sin quererlo.

—Seis horas parecen un maldito año— murmura Carlos con los labios apretados. George asiente, pasando una mano por su cabello impecable, un gesto claramente ansioso.

Las horas pasan lentamente, y aunque todos intentan distraerse ayudando a Nicole con las tareas que les puso, con alguna conversación trivial o revisando el móvil por décima vez, el ambiente sigue impregnado de nerviosismo.

El cansancio vence a Carlos una hora después, el español está roncando en el sofá encogido sobre sí mismo, Max ha estado cabeceando apoyado contra la pared. 

Ninguno ha contestado a sus escuderías, managers o demás.

Carlos se levanta de un brinco sobresaltandolos a todos, el español camina con prisa al baño más cercano.

En eso Kako aparece de nuevo en la puerta dejándola abierta.

—Nadie sabe nada, las escuderías ya están recogiendo todo — Kako ya perdió la cuenta de cuántas veces ha tenido que parar para calmar su respiración el dia de hoy —Traje las maletas de los veintidós ayudenme a sacarlas del auto—

Daniel agradece la distracción y varios se ponen manos a la obra ayudando al primo de Carlos a descargar el equipaje.

Carlos vuelve del baño con el cabello un tanto húmedo, Lewis parece decidir que debe volver a meditar para calmarse y así lo hace, con su equipaje, con ropa de cambio y en un lugar seguro donde además saben que los demás pilotos están bien, el grupo se siente un tanto mejor.

Un par de horas más pasan y a medida que el reloj se acerca a las once, Daniel siente una punzada de preocupación que ya no puede ignorar.

—¿Y si les pasó algo en el camino? —dice de repente, su tono es un poco más alto de lo que pretendía. Max lo mira, compartiendo la inquietud, mientras George se tensa visiblemente.

—Tal vez deberíamos ir a buscarlos— sugiere Esteban, levantándose de la hilera de colchones que han agrupado en medio de la sala con una energía renovada.

—¿Y si están tomando otro camino?— murmura Kimi R, pero incluso su tono frio parece tener un matiz de preocupación.

—No me gusta quedarme aquí esperando —agrega Lewis, ni toda la meditación logró calmar el nerviosismo— Si están en problemas y no pueden llamarnos…

Carlos asiente, claramente dispuesto a salir en ese instante. Pero antes de que puedan decidir nada, NicoH levanta una mano —Si salimos ahora y ellos llegan mientras no estamos aquí, será peor. Necesitamos al menos un plan—

—¿Qué tipo de plan?— Franco cruza los brazos con impaciencia.

—Podemos salir en dos autos— sugiere Oliver, su mirada directa y práctica— Uno hacia el camino más directo desde el norte, otro cubriendo el lado sur.

Daniel siente el pecho apretado, su mente llena de pensamientos que no puede ordenar. La sensación de falta de control lo irrita profundamente, pero también hay un nudo de calor en su estómago que no entiende del todo, es suficiente para hacerlo saltar de su asiento.

—No sabemos si están siguiendo el mapa o si tomaron un desvío— interviene Pierre —Pero quedarnos aquí…

—¿Y si solo están demorándose porque el tráfico es una mierda?— intenta razonar KimiR, aunque a su tono lo traiciona la impaciencia. Nicole está dando vueltas en la cocina, no ha servido la cena y Daniel piensa que es lo mejor, ninguno tiene apetito todavía, los nervios están a flor de piel.

—Aún así, podríamos salir— Max está decidido —No vamos a quedarnos sentados mientras ellos…

—Están aquí— el grito de la madre de Oscar los sacude mientras ella corre a abrazar a su hijo.

Por un momento los pilotos se congelan y Kako es el único en seguir a Nicole, la energía se siente criptar, la mayoría contienen la respiración sin saber porque.

Es el estoico KimiR quien es el primero en dar un paso al frente, seguido de cerca de Lewis y NicoH. Poco a poco los demás empiezan a salir de su estupor y a entrar en la cocina lentamente.

El peso en el pecho de Daniel se libera de golpe y una sonrisa involuntaria cruza su rostro al ver a los otros once pilotos allí de pie, manchas de tierra en sus caras, despeinados y con vestimentas extrañas y fosforescentes pero vivos. 

Daniel siente cómo la energía se transforma de tensión a emoción pura, solo Kako y Nicole se están moviendo mientras revisan al otro grupo que permanece anclado en su sitio.

Mientras cruza el marco, el aroma a Pera blanca y flor de tilo le golpea el rostro, y se da cuenta que no puede apartar la mirada de Mick, ni siquiera parpadea, pero con solo verlo, la presión en su pecho se disipa casi por completo.

La cocina está llena de cuerpos y de silencio. Daniel permanece cerca del umbral, los brazos cruzados sobre el pecho intentando contener la sensación ardiente que recorre su columna. El otro grupo está ahí, frente a ellos, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.

Mick está justo en el centro, los ojos azules bajos, clavados en el suelo como si el patrón de las baldosas fuese lo más interesante del mundo. Daniel lo observa, el pulso latiéndole en las sienes. Todo su cuerpo quiere moverse, quiere acercarse, quiere… ¿qué? ¿Qué exactamente?

El aire está denso, cargado de algo que no sabe cómo definir. Max y Charles se miran de reojo, sus miradas encadenadas con algo indescifrable. George tiene los labios apretados, los puños cerrados a los costados sin poder apartar los ojos de Alex quien tiene la vista fija en las luces del techo. Carlos está inmóvil, sus ojos clavados en Lando, con un anhelo palpable como si lo necesitara pero no supiera cómo alcanzarlo.

Daniel traga saliva, sintiendo el peso del ambiente. Es como estar en el conteo previo a las luces rojas que se apagan antes de largada en una carrera. Pero no hay palabras. No hay pasos hacia adelante. Solo ese espacio tenso, ese vacío palpable que amenaza con tragárselos a todos.

Mick da un paso atrás, intentando esconderse detrás de Lance quien al parecer encuentra muy interesantes sus manos esquivando la mirada de Esteban, pero sus ojos se cruzan con los de Daniel por un instante. Solo un instante. Suficiente para que el corazón de Daniel se desboque en el pecho. No puede evitarlo. Su cabeza empieza a atacarlo con imágenes que no entiende de donde salieron, flashes que le producen punzadas de dolor, debe ser un sueño porque siente con claridad el roce de su piel cremosa contra la suya, el calor de sus labios. No entiende, Daniel no entiende nada y parece que ninguno de los presentes tampoco, a juzgar por su comportamiento.

—¿Van a decir algo? —la voz de Kako rompe el silencio.

Daniel siente cómo Mick se estremece, sus hombros encogiéndose. Los ojos del alemán pasan de un piloto a otro buscando respuestas, buscando… algo. Y Daniel quiere hablar, quiere romper esa distancia insostenible, pero las palabras no llegan.

Max se aclara la garganta pero Charles lo corta, los ojos verdes encendidos y salvajes, el ceño fruncido. —Nos hicieron algo, nadie recuerda nada, estamos… sentimos cosas que no deben estar ahí, nos despertamos en un laboratorio en medio de la maldita nada ¿Lo sabían?

—No…— responde Max, Ricciardo ve como las manos del Holandes se contraen, sabe que es anhelo.

Daniel cierra los ojos un instante inhalando profundamente. El aroma a pera blanca y flor de tilo flota hacia él, cálido, dulce, tentador. Es Mick. Es Mick, y está a solo unos pasos. Daniel no entiende. No entiende nada.

Esos pasos parecen un abismo.

Sus dedos se curvan contra sus palmas, resistiéndose a moverse, a romper ese muro invisible que los separa. Porque no es solo incomodidad. Es un deseo crudo y punzante que lo hace sentir al borde de un precipicio, a punto de saltar, a punto de caer.

Y al otro lado, Mick lo mira sin mirarlo realmente. Como si quisiera que Daniel dijera algo, hiciera algo, cualquier cosa.

Pero ninguno de los dos se mueve. Ninguno de los dos respira.

Y el silencio sigue llenando el espacio entre ellos. La cocina está repleta, pero parece más vacía que nunca. Daniel apoya los hombros contra el umbral, los brazos cruzados, el pulso martilleándole en las sienes. El ambiente está cargado, y no es solo la tensión entre él y Mick; es un enjambre de miradas furtivas, respiraciones contenidas y deseos sin voz.

Kevin está de pie, las manos en los bolsillos, mirando a NicoH como si esperara que el alemán dijera algo. Pero Nico mantiene la mandíbula apretada, los ojos fijos en el Danés. Daniel puede ver cómo la nuez de Nico asciende y desciende en un trago seco. 

Sebastian está mirando a Mick para no fijarse en KimiR. El finlandés no dice nada pero su mirada no se aparta de Vettel ni por un segundo. Sebastián respira hondo y Daniel lo ve cerrar los ojos un momento. KimiR apenas mueve un dedo, pero sus nudillos están blancos de tanto apretarlos.

Oscar está clavado en el sitio mientras Nicole no deja de abrazarlo, los ojos fijos en el suelo. Pero Franco no le quita la vista de encima. Daniel no puede ver el rostro de Oscar, pero sí nota cómo el argentino avanza un paso, las manos temblorosas. Oscar retrocede un poco, y ese simple gesto parece desinflar a Franco, como si todo el aire se le escapara de los pulmones. 

George se lleva una mano al rostro frotándose los ojos. Alex está frente a él, mantiene los brazos alrededor de su propio torso como si necesitara protegerse. Daniel ve cómo George lo observa de reojo, los labios apretados. Quiere decir algo, lo siente en la tensión de sus hombros, pero no lo hace. 

Yuki está escondido tras Alex, pero los ojos de Pierre no dejan de buscarlo, intenta mantener el rostro neutral, pero Daniel nota cómo sus manos tiemblan a los costados. Yuki traga saliva, nervioso, y Pierre finalmente cierra los ojos, como si le doliera mantener la distancia.

En la esquina, Lewis se pasa una mano por la nuca. NicoR está justo ahí más pálido de lo habitual, con los labios apretados. Lewis intenta acercarse, un paso, luego otro, pero Nico retrocede, apoyándose contra la pared. Daniel siente la tensión entre ellos, como una cuerda a punto de romperse. 

A su izquierda, Oliver está fijo en KimiA apenas a un par de metros de distancia, pero podrían estar en mundos distintos. Antonelli mantiene la cabeza baja, los rizos oscuros cubriéndose la frente. Bearman lo observa, las manos apretadas en los costados, los ojos oscuros y fijos en él. 

Oliver da un paso al frente, como si quisiera decir algo, pero su garganta trabaja en seco. KimiA lo siente, Daniel lo ve: el más joven cierra los ojos un instante y un leve temblor le recorre la mandíbula. Oliver se lleva una mano al pecho, como si algo en él doliera, pero no hace nada.

Y en medio de todo, Daniel sigue sin entender. Intenta no inhalar esa mezcla de pera blanca y flor de tilo, ese olor suave que lo hace sentir como si el mundo pudiera desmoronarse a sus pies y él seguiría cayendo, cayendo, cayendo. Mick sigue sin mirarlo. Y Daniel siente que cada segundo que pasa, cada respiración contenida, los acerca un poco más al borde de algo irremediable.

Nicole es la primera en moverse, soltando un largo suspiro que corta el aire como un cuchillo. Se frota las manos, los ojos recorriendo a cada uno de los pilotos con sus camisetas de colores chillones y flipflops de plástico baratos que chirrían contra el suelo de la cocina.

—Bueno muchachos, ¿por qué no se sientan? —dice la mujer intentando sonar ligera, pero la voz le tiembla un poco. Mira a Oscar, y aunque su hijo está ahí, en una pieza, el alivio no termina de asentarse en su rostro— Vamos a tomar algo de cena. Ya es tarde.

Kako interviene entonces y sirve varios platos de pasta humeante para empezar a pasarlos al comedor contiguo, se detiene un segundo, mirando de arriba abajo a los chicos de vestimenta ridícula.

—¿Qué demonios…?— Kako suelta una carcajada, y aunque trata de suavizarla, se le escapa un resoplido —¿Esos son… unicornios y conejitos rosas?

—¿Qué pasó? ¿Perdieron una apuesta o algo?— bromea Nicole, llevándose una mano a la boca para ocultar la risa.

Oscar pasa la mano por su camiseta —Gasolinera destartalada en medio de la nada— murmura, casi con vergüenza.

—Era eso o llegar con las camisetas rasgadas con las que nos despertamos— NicoR explica con paciencia, pero entiende la diversión, se ven como un grupo de comedia.

—¿Y los flipflops?— Kako se agacha para mirar las sandalias de KimiA. Oliver no puede evitar soltar una pequeña risa, pero KimiA apenas reacciona, los ojos fijos en el suelo.

—Ah, esos son edición limitada— comenta Seb con un sarcasmo agotado, señalando sus propias sandalias, que tienen piñas bailando salsa y que chirrían con cada paso.

—Lo importante es que llegaron— dice Nicole, obligándose a sonreír, pero su voz tiembla al pronunciarlo. Se da la vuelta rápidamente, empezando a servir limonada en el mostrador de la cocina, y la tensión en sus hombros se nota a kilómetros.

Kako les hace un gesto hacia el comedor donde la mesa ya está llena de platos de pasta y algunos panes de ajo —Vamos, tomen asiento. Hay suficiente comida para todos—

Pero nadie se mueve. Siguen mirándose, atrapados en un tira y afloja invisible, como si el aire se hubiera vuelto denso y pegajoso. Daniel se remueve incómodo y su mirada se cruza con la de Mick. El alemán baja la vista rápidamente, sus mejillas están rojas.

Kako da una palmada sonora —¡Vamos! Comida caliente, ¿sí?— y cuando nadie reacciona, chasquea la lengua y añade —Ya basta de caras largas. ¿O es que los flipflops son tan incómodos que no pueden caminar?—

—Te sorprendería saber que caminamos con estas monstruosidades tres kilómetros y medio— Kevin se mira los pies detenidamente, lo que hace que Daniel note que todos los de ese grupo tienen los pies enrojecidos y algunos tienen heridas leves.

Yuki es el primero en reaccionar al delicioso aroma de la pasta casera de Nicole. Sus ojos oscilan entre evitar a Pierre y la mesa dispuesta. El estómago le ruge con un sonido tan fuerte que todos los presentes lo oyen, Daniel ve a Gasly estremecerse y componer una mueca preocupada.

—¿Es… pesto?— pregunta Yuki, olfateando el aire como un cachorro hambriento.

Pierre sigue sin moverse, los ojos fijos en en él, pero cuando el japonés da un paso al frente, casi tropezando con sus flipflops de unicornios, el francés estira un brazo como si quisiera detenerlo. Yuki no se detiene. Avanza hacia la mesa con pasos torpes, impulsado por la promesa de una comida que no provenga de una gasolinera. 

—Tengo hambre— murmura, medio para sí mismo, medio para los demás.

La voz de Kako lo sigue como un empujón suave, feliz de que la tensión inexplicable se rompió aunquesea un poco—Eso Yuki. Siéntate. Come. Está todo hecho en casa—

Yuki se deja caer en la silla, el cuerpo tenso pero los ojos brillando ante la comida. Toma el tenedor y empieza a girar la pasta lentamente.

Pierre finalmente se mueve, avanzando hacia Yuki con la mandíbula apretada y las manos metidas en los bolsillos.

—¿Todo bien Yukino? —le pregunta en voz baja usando el mote cariñoso que siempre tiene para él mientras se inclina un poco sobre su hombro, Daniel nota que ambos se estremecen por la cercanía. El Francés opta por tomar la silla junto a Yuki.

Yuki asiente —Mejor ahora—

Y ese pequeño movimiento, esa chispa de acción, es suficiente para romper el hielo. Los otros comienzan a arrastrar los pies hacia la mesa, la incomodidad sigue allí pero se ha hecho un poco más leve. Yuki toma el primer bocado con un suspiro tan exagerado que todos los ojos se vuelven hacia él.

—Dioses, esto es… comida real— dice, cerrando los ojos como si estuviera degustando un manjar de cinco estrellas.

Ese simple comentario rompe un poco más la tensión. Alex suelta una carcajada suave y tira de una de las sillas, dejándose caer con las piernas estiradas y los brazos colgando a los lados.

—Lo juro, Yuki casi se muere cuando le dieron una hamburguesa que parecía hecha de cartón —dice agitando una mano en el aire.

—¡¿Casi?! —Yuki lo fulmina con la mirada, pero suelta una sonrisa a medias mientras mastica otro bocado —Si ese lugar tiene un inspector de salubridad, deben haberlo secuestrado los ratones.

—Y esos flipflops… — Oscar se deja caer junto a Alex, mirando sus pies —En serio, ni siquiera sabía que algo tan estrambótico se vendiera aquí.

KimiA levanta un pie, mostrando su par —Al menos no caminamos descalzos—

—Y las camisetas— Lance añade, tirando del borde del cuello —¿En serio? ¿Quién compra estas cosas?

—Mick estaba a punto de pedirle a Yuki que se la comiera antes que usarla— comenta NicoR ya en camino de su primer bocado de pasta.

Mick se sonroja, pero asiente —Podría haber sabido mejor que la hamburguesa—

Daniel, que sigue de pie junto a la entrada, siente una punzada de alivio al verlos reír, aunque sea por lo ridículo de la situación. Pero la incomodidad sigue ahí, pesando entre ellos como una nube cargada, porque ninguno ha hablado de lo que realmente pasó. Porque todos siguen esperando, miradas fugaces lanzadas al otro lado de la mesa, donde algunos de su grupo se mantienen en pie, todavía inmóviles.

—¿Y qué tal la gasolina de aquella gasolinera de mala muerte?— Kevin se sienta frente a Alex—¿A alguien más le olía a pintura industrial?

—¡Eso era la comida! —responde Charles, arrugando la nariz y tomando asiento junto a Kevin bajo la mirada fija de Max —Lo juro, mis papilas gustativas todavía están recuperándose de esos nuggets que Lando insistió en que eran la mejor opción.

—¡Eran la única opción!— Lando protesta, sentándose y automáticamente llevándose un bocado gigante de pasta a la boca —Y se veía menos… radioactiva que las hamburguesas.

Sebastian se sienta junto a KimiA, juega con el borde de su camiseta de koalas surfistas. No ha probado bocado, sus ojos están fijos en la mesa, pero finalmente resopla, dejando escapar un suspiro.

—La próxima vez que nos secuestren, ¿podemos exigir que al menos nos dejen los zapatos?— murmura, su tono sarcástico arrancando una risa ahogada de Alex que está sentado al otro lado de la mesa. Daniel ve como los hombros de todos los de su grupo, Kako y Nicole incluidos se tensan visiblemente en la mención del secuestro.

NicoR señala las suyas, una combinación de verde eléctrico y púrpura —Vamos Seb ¿En serio? Es genial sentirse como un turista perdido.

Los ojos de Lando se deslizan hacia Carlos, que sigue de pie cerca de la entrada, los brazos cruzados, la mandíbula tensa. Norris aparta la mirada rápidamente, y se centra en su comida.

—Y los olores…—Charles se estira hacia atrás pasando una mano por su cabello desordenado— No sé si eran los baños de esa gasolinera o si sigo oliendo cosas que no son mías.

—Sí, sobre eso —Kevin cruza los brazos, frunciendo el ceño— ¿A alguien más le pasó? ¿Sentir… cosas?— Mira de reojo a NicoH, pero el alemán está muy ocupado fingiendo que la lámpara del techo es fascinante.

Aparte de Pierre, Daniel es el primero en moverse. Se levanta del marco de la puerta donde ha estado apoyado y avanza hacia la mesa con pasos lentos pero decididos.

—Bueno a comer— invita a los demás con un tono exageradamente despreocupado intentando aliviar la tensión que todavía se siente densa en el aire.

Esteban parpadea y lo sigue, como si el movimiento de Daniel lo liberara de algún hechizo. A su lado, Lewis se pasa una mano por el cuello, mirando a NicoR de reojo antes de dar un paso adelante.

Oliver y George intercambian una mirada rápida. Oliver se encoge de hombros y avanza hacia la mesa, tirándose a una silla sin demasiada ceremonia. KimiR lo sigue, acomodándose junto a él con la usual mirada fría que en este momento está centrada en Seb.

—Sí, porque todo ese manjar de gasolinera seguro no les llenó— bromea Franco mientras se acerca al otro extremo de la mesa, su mirada fija en Oscar, pero su tono deliberadamente ligero.

Carlos y Max finalmente se mueven, a paso firme hacia la mesa. Se sientan frente a Lando y Charles, los ojos fijos en ellos durante un segundo antes de desviar la vista hacia el plato que tienen enfrente.

KimiR observa a Sebastian de reojo, una mirada larga, antes de suspirar y estirarse para alcanzar uno de los vasos de limonada que Nicole está poniendo en la mesa con ayuda de Kako.

—Así que…—Lewis se sienta al lado de NicoR, pero su cuerpo está inclinado hacia él, la rodilla rozando la del alemán quien se queda inmóvil, mirando el plato como si no supiera qué hacer con él.

George se acomoda al lado de Alex, sus dedos tocando los nudillos del tailandés bajo la mesa, un toque apenas perceptible. Alex no dice nada, pero sus mejillas se colorean de un tono rosado que no puede disimular.

NicoH se sienta frente a Kevin —¿Sabes?— dice, levantando la vista hacia Kevin —No está tan mal. Podría acostumbrarme al fosforescente.

Kevin arruga la nariz, pero hay una sombra de sonrisa en sus labios mientras lo observa.

Daniel toma un pedazo de pan y lo lanza al aire, atrapándolo con los dientes. —Así que… ¿alguien más siente que sobrevivimos a un show de terror de bajo presupuesto?

Unas cuantas risas dispersas. El aire se aligera un poco pero las miradas siguen cargadas, nadie quiere hablar todavía del elefante en la habitación, Daniel no entiende, nadie lo hace y no sabe si en algún momento pueda entender.

Notes:

Heeeyy volví.... que opinan?

Chapter 7: Capítulo 6: Mick Schumacher no quiere ser un sustituto

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Mick come lentamente los restos de pasta que quedan en su plato, empieza a trazar círculos con el tenedor mientras el bullicio en la mesa disminuye, la mayoría de los de su grupo comieron dos y hasta tres raciones, la necesidad de comida real que alimentara era demasiado grande. Las risas y los comentarios dispersos sobre camisetas estridentes y flip-flops absurdos van apagándose, dejando en su lugar un silencio denso, que pesa más que cualquier conversación. Siente la tensión vibrando en el aire, esa energía contenida que recorre la mesa como una corriente invisible.

Levanta la vista y sus ojos se encuentran con los de Daniel. Por un segundo, el ruido de los platos y los murmullos desaparecen. Solo quedan ellos dos, atrapados en ese instante. El calor del estómago de Mick se extiende, un calor que no tiene nada que ver con la comida. Daniel sonríe, apenas, y es suficiente para que Mick desvíe la mirada, sintiendo cómo se le calientan las mejillas.

¿Qué le está pasando? ¿Por qué no puede dejar de buscarlo en la multitud o de aferrarse a cada mirada, a cada roce casual? ¿Por qué ese fuego en su piel parece resonar con el calor que Daniel desprende?

El sonido de una silla arrastrándose contra el suelo lo hace parpadear, rompiendo el hechizo. Esteban se estira bostezando —Bueno… ¿ahora qué?—

Mick se recuesta contra el respaldo de su silla sintiendo el calor de la cena todavía asentándose en su estómago. La sensación de estar rodeado por tantas personas conocidas, compañeros pero al mismo tiempo distantes, todos atrapados en sus propias diatribas mentales, eso solo lo deja sintiéndose extrañamente vulnerable. Sus ojos viajan de nuevo hasta Daniel, que está al otro lado del comedor, riendo suavemente de alguna cosa. A pesar de la distancia, cada vez que la mirada de Daniel roza la suya, Mick siente que el aire se vuelve más denso, más cargado.

No es solo la forma en la que Daniel lo mira, como si pudiera atravesarlo con esos ojos oscuros, sino la calidez que emana, el calor dorado que parece envolverlo por completo. Es lo mismo que sintió en la camioneta, ese eco en su mente que no era suyo, pero que lo llenaba de un confort casi adictivo. Un consuelo que ni siquiera sabía que necesitaba.

Pero ahora, con todos aquí, ese lazo invisible parece haber cobrado vida propia, pulsando suavemente bajo su piel, haciéndolo sonrojar cada vez que Daniel lo atrapa mirándolo. La risa de Daniel flota por la habitación, y Mick se obliga a apartar la vista, mordiendo su labio para contener el temblor que lo recorre. ¿Cuánto tiempo puede fingir que no siente nada? ¿Cuánto tiempo puede ignorar esa conexión que late como un tambor bajo su piel?

Antes de que pueda profundizar en el pensamiento, Nicole aparece en la entrada del comedor con los brazos cruzados y una expresión firme pero cálida. Su mirada pasa rápidamente por cada uno de los coloridos pilotos de su grupo, como si estuviera evaluando los rostros cansados, la ropa ridícula y las miradas perdidas.

—Muy bien— dice, su tono maternal no admite discusión —Todos ustedes, los que acaban de llegar, suban a darse una buena ducha y a cambiarse. Hay toallas limpias y Kako trajo sus equipajes además de comprarles ropa para cambiarse.

El grupo observa al primo de Carlos con diferentes tipos de miradas.

—Por favor les ruego que no pregunten que tuve que hacer para poder hacerles el checkout a todos en veintidós habitaciones diferentes, once de las cuales no tenía la llave— gime Kako con tono cansado, los pilotos deciden dejarle descansar al agotado hombre.

Oscar abre la boca para protestar lo que acaba de decir su madre, pero Nicole levanta una mano antes de que pueda emitir sonido.

—No quiero escuchar ni una palabra. Están cubiertos de polvo, sudor y...— frunce la nariz —una variedad de salsas. Así que, arriba, ahora.

Mick se pasa una mano por el pelo pegajoso, mirando hacia el resto del grupo. Kevin se encoge de hombros, resignado. Mick lanza una mirada a Seb, como si esperara una indicación o alguna señal de que puede quedarse.

—Vamos, niños, no tengo todo el día— apremia Nicole, apuntando hacia la escalera —Si no suben por las buenas, subirán por las malas.

Oscar suspira y se levanta, dando el primer paso —Vamos— dice jalando a Lando y Antonelli con él, y los demás lo siguen, arrastrando los pies como si estuvieran marchando hacia una ejecución, Mick sigue a Seb y NicoR que van en último lugar.

Nicole observa cómo todos desaparecen escaleras arriba antes de girarse hacia el resto —Y ustedes… no se queden ahí parados. Recojan la mesa y llenen el lavavajillas— Y luego, con un suspiro profundo, añade —Si son buenos niños les daré postre y palomitas con refresco y podrán poner una película que les guste a todos.

KimiR va a protestar por el trato infantil que les está dando la mujer pero la expresión seria en los ojos de la mencionada le hace desistir y mejor decide empezar a levantar los platos.

Los platos y vasos vacíos tintinean cuando son apilados, escucha al grupo conversar suavemente mientras limpian el comedor. Mick camina detrás de Seb quien le tiende una toalla esponjosa, ubica su equipaje para encontrar una camisa y pantalón de chándal que pueda usar de pijama y sus implementos de aseo. Se siente agotado, pero la inquietud aún le sacude el cuerpo.

Los primeros seis entran a las duchas de diferentes habitaciones, NicoR y Seb se sientan en la cama mientras esperan su turno, Mick está apoyado contra el marco de la puerta junto a Kevin y Charles.

NicoR suelta un bufido mientras estira la cabeza hacia atrás haciendo crujir sus músculos cansados —Esto es ridículo— murmura, girando el rostro hacia Sebastian —Me siento como un maldito adolescente—

Vettel arquea una ceja, el portátil sobre sus piernas —Ninguno de nosotros fue un adolesce normal.

—Diría que eso lo explica todo pero no es a lo que me refiero— responde NicoR, cruzando los brazos.

—Las risitas, los sonrojos, la incomodidad, el no saber qué hacer cuando la persona con la que claramente conectamos está cerca— Kevin entiende aunque realmente todos pueden empatizar con eso.

—Estuve cinco jodidos minutos mirando mi plato antes de poder conectar mis neuronas para poder dar un maldito bocado y solo porque su rodilla estaba presionando contra la mia— se queja de nuevo Rosberg —es un sentimiento demasiado conocido y no se si decir que el dejavu es porque es la misma persona, pero me hace sentir perdido e idiota…— Seb le pone una mano en el hombro al rubio tratando de reconfortarlo.

—No sabes cuanto entiendo eso— gruñe Charles poniendo una mueca que parece más un puchero —se supone que ya había superado esto y ahora quien sabe que nos hicieron y volví a la misma etapa de hace doce años con la misma jodida persona que está estreñida emocionalmente—

—Tal vez podamos solucionarlo si sabemos que nos hicieron, puede haber una forma de revertirlo— Seb tiene esperanza poniendo algo de su buena vibra —revisaré la computadora que traje, incluso si tengo que mirar archivo por archivo para saber qué pasó aquí o al menos una pista de como controlarlo, o aprender a hacerlo.

Mick asiente, espera que sea así, aunque su conexión no le desagrada, para ser practicantes de deportes de motor el factor control siempre ha sido algo demasiado importante en sus vidas, y ahora sentirse en esta espiral donde no logran separar emociones, pensamientos y quien sabe que más de la otra persona es aterrador y completamente contrario a su estilo de vida hasta ahora. Entiende que para los mayores y los retirados debe ser peor, llevan más tiempo en este mundo viviendo de cierta manera y de repente sin aviso los arrojan a este lío.

Antes de poder seguir conversando Oscar, KimiA y Lando emergen de sus respectivos cuartos de baño y Seb les hace una seña a los tres que están de pie en el marco de la puerta para que vayan a ducharse.

Ya en el baño la ducha caliente es una bendición enorme para sus músculos cansados, el quitarse el aroma a grasa, el polvo y la tierra ayuda un poco a mermar las preocupaciones, el vínculo se mueve a su alrededor de una agradable manera compartiendo sentimientos de placidez y confort.

—Buuuuu extrañare las camisetas divertidas—abuchea Daniel cuando todo el grupo desciende ya en sus ropas limpias y bañados. Se encuentran un escenario interesante en la sala de estar. Los demás han movido los muebles hacia la pared y hay 15 colchones grandes debidamente colocados en orden en el centro, sobre estos un montón de mantas esponjosas y almohadas.

Oliver se desploma en el suelo junto a George, agitando las manos en el aire como si lanzara confeti invisible —¡Pijamadaaa!— grita con voz exageradamente aguda, ganándose un bufido de KimiA, quien lo empuja suavemente con el pie—¿Podrías dejar de hacer tonterías por un segundo?—murmura pero su tono sumado a su sonrisa carece de verdadera molestia.

Franco y Esteban están ayudando a Nicole a traer bows con palomitas, Lewis trae las bandejas con golosinas con cara de circunstancias y tras él viene KimiR con una bandeja con refrescos, las disponen en la mesa de centro que fue movida a la pared para que Max y Daniel instalen el TV que trajeron desde el salón contiguo. Cuando todo está listo, empiezan a acomodarse, Seb conecta el viejo portátil a la corriente y se sienta justo en medio, presto a empezar a indagar.

—Muchachos, estoy agotada, si necesitan algo Óscar puede proporcionarselos— Nicole está bostezando claramente superada por todo lo que ocurrió en las últimas 24 horas —me voy a la cama, descansen—

Kako está en la misma tónica se hace un ovillo en la esquina más alejada de los colchones con la primera manta y almohada que pesca —no se desvelen demasiado— dice antes de cerrar los ojos.

—No hagan ruido— dice Lando poniéndose un dedo sobre los labios.

—No te preocupes, él podría dormir con tres monoplazas pasándole por encima, duerme como roca jajajaja— El español se sienta dándole la espalda a su primo que ya está sumido en la inconsciencia.

Sebastian abre el portátil y conecta el disco duro externo. La pantalla parpadea y luego aparecen un montón de carpetas, entre ellas, la última modificada llamada: Sujetos alto perfil 0010 0011, en ella unos cincuenta archivos más, los archivos de video más antiguos están etiquetados como Entrevista_Alfas y otro como Entrevista_Omegas .

—¿Qué es eso?— pregunta Lance, acercándose, pero sin sentarse. Sus ojos están oscuros, como si aún sintiera los ecos de lo que experimentó en la carretera.

Sebastian traga saliva, el cursor temblando apenas sobre los archivos—Creo que son… —No termina la frase. En lugar de eso, hace doble clic en el video de los omegas.

Los veintidós pilotos ya están apiñados alrededor de Seb antes de que le de play.

La colorida presentadora aparece frente a la cámara con una mirada seria —Sujetos 0011 alto perfil omega disruptivo entrevista investigativa— esta vez todos oyen con claridad el enunciado del video antes de que la mujer cambie a su voz chillona y estridente y su comportamiento de streamer super energética.

—somos nosotros, los del grupo del laboratorio— espeta Alex con los dientes apretados.

El video avanza y varios de ellos están tentados a pedirle a Seb una pausa, el Aleman realmente quiere detenerlo en algún punto de sus vergonzosas respuestas pero necesitan saber si hay algo más en el video, en este punto toda la información que tengan es importante.

Hay miradas fijas y curiosas de parte del primer grupo y caras sonrojadas de parte de los que están escuchando lo que respondieron en el video y la implicación de las personas con las que están enlazadas en este momento.

Mick ve de primera mano las miradas anhelantes entre Lewis y NicoR, el segundo está sonrojado a mas no poder, Lewis en cambio tiene cara de sorpresa y un atisbo de felicidad mientras mira a Rosberg con algo que parece adoración tan pura que tiene que apartar la mirada al sentir que se entromete en la íntima interacción.

Al voltear la mirada se encuentra con un Franco algo cabizbajo, el argentino suspira un poco sus ojos van a Oscar con anhelo contenido pero el Australiano sigue fijo en la pantalla. 

Llegando a la última pregunta la presentadora se pone la máscara antigas rápidamente antes de voltear a verlos. El gas ya sale de abajo de la mesa.

Seb se pone de pie de un salto, tratando de agarrar a Antonelli que se ha desmayado y sacarlo de la sala sin éxito porque el esfuerzo le hace inhalar más gas, termina desparramado al lado del italiano a dos pasos del largo sofá, los párpados de Charles pesan y el cansancio general no ayuda con la situación, uno a uno los once pilotos van cayendo, nadie de las escuderías está presente tras bambalinas parece que todos se han ido a celebrar o descansar, Lando empuja la mesa torpemente con el pie para alejarla, la cabeza de Mick se apoya pesadamente contra el hombro del monegasco. NicoR es el último en dormirse, luchando con uñas y dientes por levantarse del sofá, pero es vencido igual que los demás.

—Joooo, voy a presumirle a todos que el gran Sebastian Vettel trató de salvarme— Antonelli luce una sonrisa de dientes.

La colorida presentadora gira de nuevo a la cámara con una mirada seria— entrevista concluida— la cámara central sigue en grabación, los camarógrafos y la mujer se acercan, uno a uno van inyectando un líquido ambarino justo donde ahora todos portan una herida. Luego de eso otros sujetos con bata entran y van sacando a los pilotos inconscientes con una agilidad que sería la envidia de varios equipos de boxes en F1, en cinco minutos la sala está desierta, se han llevado todas las pruebas y alguien con bata ha limpiado metódicamente la sala para no dejar rastros. El video se corta.

—Las mismas preguntas de mierda— Max está fuera de sí desde que vió a Charles caer desmayado con el somnífero, el monegasco está tratando de acercarse a él para que se calme porque si no su rabia va a estallar en ambos —Se los dije, era una jodida trampa, todo esto no es coincidencia, algo no sonaba bien desde el comienzo— toma un respiro luego otro y Mick puede ver como mira a Leclerc fijamente lo que de a pocos lo calma.

—¿Bueno y el otro?— Yuki está sentado junto a Seb dado que su estatura no le permitiría ver el video si se parara detrás como la mayoría.

—Ha no no no— espeta Pierre con las mejillas arreboladas —ya fue suficiente—

—Por mucho que odie decirlo estoy con Gasly— Esteban se rasca la mejilla —ya fue suficiente—

Sebastian sonríe de manera picara haciendo click en el video de alfas, viendo como varios ponen mala cara —lo siento chicos, no es por hacerlos pasar vergüenza pero si hay una mínima pista necesitamos saberla— KimiR lo mira con una ceja levantada, puede engañar a los jóvenes pero a él nunca, si pasaron verguenza ellos Seb hará que sean entonces todos. El video empieza a reproducirse igual que varios lo recuerdan.

La colorida presentadora aparece frente a la cámara con una mirada seria —Sujetos 0010 alto perfil alfa disruptivo entrevista investigativa— y de nuevo oyen con claridad el enunciado del video antes de empezar con las mismas preguntas y su falsa energía chirriante.

—No sabía que Logan estaba en su grupo— Alex ladea la cabeza en confusión. Los demás levantan los hombros sin poder responder a eso.

Esta vez las miradas cambian de lado, los del grupo entrevistado están tratando de esconder sus sonrojos ante las miradas de escrutinio de los otros.

—¿Quién querría vivir en Miami? de tantas ciudades increíbles en el mundo, solo Logan podría responder eso— ríe Oscar y Alex tiene que estar de acuerdo con una sonrisa.

Mick deja de escuchar luego de la respuesta de Daniel a que piloto elegiría, no puede creer que esto siga pasando toda la maldita vida.

—Yuki ya no solo come comida de calidad Pierre…— dice Lando tratando de meterse con el japonés—Lo vimos comer comida grasienta que sabía a cartón…

—Teníamos que sobrevivir— grita Yuki horrorizado lanzándole un cojín a Norris que esta acostado riendo.

Schumacher sigue escuchando el discurso de Ricciardo repetirse una y otra vez en su cabeza:

  —Bueno, si esto fuera hace algunos años, probablemente habría dicho Jules. Tenía una energía increíble y una forma de ver la vida que era… única — Daniel suspira pero luego se recompone y sonríe—Pero, dado que ya no está, diré que Mick Schumacher….

—Pero, dado que ya no está….

—Pero, dado que ya no está….

Daniel parece haber notado su perturbación porque avanza un paso hacia él, pero Mick ya no se siente cálido ni feliz, cierra los ojos tratando de evitar que las lagrimas se acumulen ahí. 

—Pero, dado que ya no está….

—¿Pueden disculparme un minuto?— no espera respuesta solo atraviesa la puerta de la cocina y sale al jardín. La voz de Daniel sigue resonando en su cabeza, como un eco que se niega a desvanecerse. “Hace mucho hubiera dicho Jules, pero ahora… supongo que diría Mick.”

Mick cierra los ojos, hundiendo el rostro entre las manos. Es como si las palabras se le hubieran clavado bajo la piel, una espina profunda que no puede arrancar. Toda su vida ha sido eso: un reemplazo. Un eco de alguien que ya no está.

Primero fue su padre, la leyenda que dejó un vacío imposible de llenar. Los equipos no lo querían a él. Querían al hijo de Michael Schumacher. Al heredero. Al chico que debía ser grande solo por el apellido que cargaba. Querían una versión joven, pulida y manejable del hombre que conquistó el asfalto. Y él hizo todo lo que pudo, dio cada paso con la sombra de su padre proyectada sobre él. Pero no importaba cuánto intentara, nunca era suficiente. Nunca fue Michael.

Y ahora Daniel. Jules fue el amigo que Daniel perdió, el que nunca podrá reemplazar. Y Mick… Mick es solo el consuelo. Un sustituto. Un “supongo que diría Mick” porque Jules ya no está para ocupar ese lugar.

Se muerde el labio sintiendo el sabor metálico de la sangre. ¿Es eso lo que es para todos? Un premio de consolación . Un “supongo” de alguien que nunca será lo suficientemente bueno, lo suficientemente grande, lo suficientemente… él mismo.

Mick respira hondo, el aire pesado y húmedo del jardín llenándole los pulmones mientras intenta calmarse. La noche es oscura, las estrellas del cielo Australiano apenas visibles tras la bruma. Se pasa una mano por el cabello, los dedos temblando levemente. Siente el ardor en los ojos, ese escozor incómodo que precede a las lágrimas, pero no quiere llorar. No aquí. No ahora.

Y Daniel, aparece un minuto después, como si le estuviera siguiendo el paso. Mick sigue con la mirada fija en algún punto en la oscuridad, las manos cerradas en puños a los costados. Daniel abre la boca para decir algo, pero se detiene. ¿Qué se supone que debe decir? ¿Cómo demonios puede arreglar eso?

—Mick…— Daniel da un paso más cerca, pero el otro no se vuelve. Solo suelta un suspiro, áspero, dolido.

—¿Sabías que el ídolo de Jules era mi padre? —Mick murmura, con la voz quebrada—. Lo admiraba. Decía que quería ser como él, ganar como él. Y ahora…— suelta una risa vacía —¿Sabes lo que es que alguien te elija solo porque no puede tener lo que realmente quiere? toda la vida he peleado con el legado de mi Padre, estaré bien —cierra los ojos de nuevo— un legado y otro fantasma contra el que luchar…

Daniel siente el nudo en la garganta apretarse. Se pasa una mano por la nuca, incómodo. ¿Qué puede decir? ¿Que no es verdad? ¿Que lo eligió a él porque… porque qué? 

—Yo… — Daniel traga saliva, los ojos fijos en el perfil de Mick, en la forma en que sus hombros tiemblan apenas —Cuando te conocí, no podía apartar los ojos de ti. Y no fue porque fueras el hijo de Michael. Fue porque…— suspira, frustrado consigo mismo —Porque eras tú. Tenías esa sonrisa, esa forma de mirar a todos como si estuvieras esperando lo mejor de ellos. Siempre me hacías sentir como si…—suelta el aire, nervioso —Como si yo también pudiera ser mejor.

Mick aprieta los labios, y Daniel da otro paso, acercándose aún más. 

—Y no elegí a Jules, Mick. Te elegí a ti. Lo hice porque cuando pienso en alguien que quiero tener cerca, alguien que me hace sentir… no sé, en casa, pienso en ti— 

Mick baja la mirada, los hombros encogiéndose como si quisiera hacerse más pequeño. Daniel levanta una mano, dudando, pero finalmente la apoya sobre el brazo de Mick, dándole un apretón suave y causandoles a ambos un sacudón de energía.

—Lo siento. No quise hacerte sentir así— La voz de Daniel es un murmullo —Si pudiera decirlo de nuevo, lo haría distinto.

Mick respira hondo, cuando levanta la mirada, sus ojos están húmedos, pero ya no vacíos.

—Gracias, Daniel— Su voz es un susurro, casi inaudible, pero suficiente para que ambos lo sientan.

Daniel respira hondo, parece que reúne palabras en su mente. Mira a Mick, a sus ojos sin romper el contacto.

—Jules…— Daniel baja la voz, como si el nombre todavía doliera decirlo —Jules era mi amigo— Hace una pausa, traga saliva —Pero tú…— Sus ojos se suavizan, fijos en los de Mick —Tú eres algo más.

Mick parpadea, los labios entreabiertos. Intenta apartar la mirada, pero Daniel no lo permite. Da un paso más cerca, hasta que sus dedos rozan el otro antebrazo de Mick, apenas un toque.

—Mick, ambos sabemos que hay un vínculo entre nosotros y no me refiero a esto que nos hicieron— Daniel sonríe con un deje de tristeza y ternura a la vez —me alegra que seas tú, ni siquiera debería haber nombrado a alguien más.

Mick lo mira, los ojos brillando con una mezcla de confusión y vulnerabilidad. Abre la boca para responder, pero no encuentra las palabras. Porque sí, siente ese vínculo, lo ha sentido desde el primer momento, pero reconocerlo en voz alta… es demasiado.

Daniel parece dudar pero con suavidad suelta a Mick para pasarle los brazos por la cintura y acercarlo completamente, firme y reconfortante.

—No te conformes con ser un sustituto de nadie— dice Daniel, su voz baja y sincera —Porque para mí, tú nunca lo fuiste, no me importa que seas un Schumacher, ni siquiera me importa si eres un piloto, solo quiero que seas Mick— Y esta vez, recostando la cabeza en el pecho del australiano y escuchando sus rápidos latidos, lo cree, el vínculo baila entre ellos fundiendo un poco sus aromas como peras dulces y maduras al sol, se permite sonreír sin que Daniel lo vea, escondiéndose en el agujero de su cuello. El aroma fuerte que encuentra en esa zona lo marea, y de repente un montón de imágenes como flashes desordenados vienen a su mente. La presión firme de un cuerpo contra el suyo, la respiración entrecortada de Daniel mezclándose con la suya, piel contra piel, el placer recorriendo como una descarga eléctrica que lo quemaba desde dentro. El sabor de la sangre en su lengua, metálica y dulce, el eco de un gemido sofocado contra su cuello. Y luego, los ojos de Daniel mirándolo, oscuros y brillantes, con su sangre manchando sus labios, un hilo escarlata que se deslizaba hasta su barbilla. El dolor punzante en su hombro izquierdo, el latido desesperado de sus corazones sincronizados.

Mick respira hondo, las manos crispándose contra la espalda de Daniel. Un vínculo sellado con piel, sangre y deseo. Y ahora, aquí, en este jardín, aún puede sentirlo. Como un eco. Como una promesa que no puede recordar, pero que su cuerpo sí. Abre la boca y busca los ojos del Australiano pero Daniel parece tan sorprendido como él. Mick lo sabe, ambos vieron esas imágenes, no está seguro de que sea un sueño.

—Tu y yo… —Daniel deja la pregunta colgada, Mick no sabe si asentir o no— creo que deberíamos volver adentro, Seb quería venir por ti pero me adelante… tal vez deberíamos decirles a los demás…

Mick asiente esperanzado, mirando a Daniel mientras este lo toma de la mano para entrar, y decide que no importa que el mundo piense que es un sustituto si para Daniel sigue siendo único.

Notes:

Un capitulo un poco angustiante, pero enriquecedor para lo que necesitan saber.... ahora como vamos?

Chapter 8: Capítulo 7: Kimi Räikkönen debería extrañar el control

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Kimi Räikkönen está sentado en el borde del colchón, los codos apoyados en las rodillas y los dedos entrelazados bajo el mentón. La habitación sigue llena de murmullos y respiraciones contenidas mientras Sebastian, con el ceño fruncido, ha pausado el video en la laptop. KimiR fija la mirada en la pantalla, pero sus ojos no están realmente viendo.

Todo su ser está atrapado en esa dulzura que no debería estar ahí, esa mezcla de piña en miel y camelia blanca que flota como un eco persistente en su mente. Es un aroma que lo envuelve, lo arrastra y lo distrae, llenándolo de un calor inquietante que le roe la calma. Y lo peor es que no puede apagarlo. No puede apartarlo. Ni siquiera sabe si quiere. Debería extrañar el control, debería.

No puede evitar perderse en los recuerdos de aquellos días en Ferrari, Sebastian era un sol en pleno apogeo, una luz tan brillante que a veces dolía mirarla de frente. Todos lo veían, todos lo sabían. El modo en que los ojos de Seb se detenían en él, buscando, esperando. Los dedos que rozaban los suyos sin atreverse a aferrarse, las risas nerviosas y los silencios cargados. Para KimiR, cada una de esas miradas era un golpe directo al pecho, un recordatorio de lo mucho que deseaba alcanzarlo, tomarlo, pero no podía. No debía. Sebastian tenía toda una vida por delante, y KimiR era un hombre marcado por inviernos perpetuos, por derrotas y cicatrices que nunca sanaban del todo.

La diferencia de edad pesaba como una losa, un recordatorio constante de todo lo que podía arruinar. ¿Qué podía ofrecerle él a alguien tan lleno de vida? ¿Cómo podría acercarse sin ensuciar esa luz, sin apagarla, sin terminar envolviéndolo en la frialdad que siempre lo había protegido a él mismo? Así que se quedaba donde siempre había estado: a un paso de distancia, cuidándolo desde la sombra. Viendo cómo Seb reía, cómo buscaba su mirada, cómo le ofrecía su corazón sin reservas. Y él, incapaz de aceptarlo, o de tomarlo entre sus manos sin convertirlo en hielo.

Y entonces la FIA lo invita, o prácticamente lo obliga a ir a una entrevista en Australia, sabe que pudo negarse pero la posibilidad de ver a Seb, de saber cómo estaba, fue más convincente que cualquier amenaza, se queda al gran premio y terminan en todo este lío, KimiR se frota la cara con la mano y suspira, Sebastian está justo frente a él, el rostro tenso y serio mientras sus ojos están fijos en el lugar por donde salió Mick hace unos minutos y Daniel le siguió el paso. KimiR aprieta los dientes. Es un hombre de pocas palabras, acostumbrado a contener, a dominar cada impulso hasta que se disuelve. Pero ahora es como si cada fibra de su cuerpo vibrara con esa intrusión inesperada. Los pensamientos de Sebastian —flashes de miedo, incertidumbre y una ansiedad contenida— se cuelan entre los suyos como susurros bajo su piel. Odia esto. Odia sentirlo tan profundamente. Y odia lo mucho que quiere seguir sintiéndolo. Debería extrañar el control, debería.

La puerta de la cocina se abre y Daniel y Mick entran tomados de la mano, sus rostros se ven algo pálidos. Los dedos de Mick aún tiemblan un poco, pero sus labios tienen una ligera curva, como si el peso que cargaba hace unos minutos se hubiera desvanecido. KimiR baja la vista a sus manos entrelazadas, sintiendo que el nudo en su garganta se aprieta aún más. El aroma de Sebastian se intensifica, como un dulce envolvente que lo asfixia y lo calma a la vez. 

Sebastian parece aliviado de ver a Mick en mejor estado, pone play de nuevo al video donde se habían quedado. Los demás vuelcan su atención en la pantalla.

—Consideré decir Gabriel por la cercanía, pero en este momento creo que elegiría a Oscar, su actuación en F1 ha sido increíble y creo que su calma le vendría bien a mis genes exaltados—  Colapinto sonríe simplemente. 

Oscar abre mucho los ojos sorprendido ante esa afirmación, KimiR lo ve mirar fijamente a Franco con una expresión indescifrable. Colapinto no devuelve la mirada, se rasca la mejilla sonrojada mirando hacia la costosa cortina de Nicole como si fuera lo más interesante del mundo.

El video avanza en la pantalla.

—No lo entiendo del todo, pero si pasa… me aseguraría de no lastimar a nadie por eso— Franco revela empatía pura, preocupación por los demás incluso antes que por sí mismo, eso conmueve un poco a Max.

De nuevo el chico Piastri compone una mueca hacia el argentino pero esta vez parece más enternecido que otra cosa.

—Salió mucho mejor de lo que esperábamos, entrevista investigativa concluida— dice la extravagante presentadora cambiando completamente su tono a uno más serio cuando ya ningún piloto está al alcance del oído para escucharla.

—Me siento indignado— dice Alex cruzándose de brazos — a ustedes los dejaron ir y no terminaron a seis horas en medio de la nada— La mayoría de su grupo asiente en acuerdo mientras que los demás levantan los hombros.

El video aún no termina, la presentadora vuelve a la cámara con un portapapeles en la mano.

—Sujeto de estudio 002 Logan Sargeant, resultados negativos— Explica con voz carente de emoción —potencial empático niega, potencial electivo niega, potencial de crecimiento niega, potencial deportivo inconcluso, potencial Alfa niega— pasa la página —compatibilidad aromática niega, compatibilidad física niega, compatibilidad biológica niega, compatibilidad fértil niega, compatibilidad geográfica niega, compatibilidad de igualdad niega— suspira pesadamente —si el sujeto de estudio 081 no lo ve como potencial elección será eliminado de esta práctica experimental…

Y ahí concluye, no hay más metraje de vídeo.

—No entendi la mitad pero eso explica muchas cosas— suelta Oliver —O bueno al menos sabemos porque Logan no está aquí—   

Lando está tratando de mantener los ojos abiertos sin tener mucho éxito, es más de media noche y han tenido muchos momentos difíciles en las últimas 30 horas. KimiR revisa el grupo, los pilotos más jovenes estan igual que Norris, Antonelli cabecea y Bearman parece haber encontrado un buen cojín en el regazo de este, Colapinto tiene la cabeza sobre las rodillas y Oscar está apoyado a medias sobre Charles cuyos ojos también están rojos.

—Creo que Daniel y yo averiguamos algo— Dice Mick en medio de un bostezo pero sin soltar la mano de australiano.

—Y yo creo que tendrá que esperar— Da una palmada fuerte y 42 ojos lo miran asombrados— Todos acomodense para dormir, ya…

Algunos se ponen gruñones con la orden pero casi ninguno se atreve a cuestionarlo, se ponen de pie y empiezan a rebuscar cobijas y almohadas, el grupo de Seb tiene un comportamiento extraño, palpan todas las cobijas haciendo caras hasta dar con alguna textura que parece complacerles, luego se acuestan haciendo un círculo con la cobija junto a todo el grupo acomodados los unos contra los otros hasta que parece algo similar al nido de un pájaro gigante. KimiR arruga el entrecejo al comportamiento poco común pero no hace preguntas, permanece apoyado en el marco de la puerta, brazos cruzados, ojos entornados. Observa sin decir una palabra mientras los demás se acomodan buscando posiciones que parecen elegidas al azar, pero que no lo son del todo. El grupo que despertó en el paddock se acomoda un poco más incómodo, alineados como sardinas y solo mirando al techo tapados hasta el cuello con las mantas. Daniel y Mick siguen tomándose las manos incluso si están acomodados en grupos diferentes. Aún hay espacio para él y….Seb. 

Hablando de Seb.

Sebastian… bueno, el buen Seb aprovechó el desorden y no está por ningún lado, escucha tecleo en la cocina y encuentra al alemán en un taburete con la laptop en la encimera, revisando con ojos cansados la información. KimiR respira hondo, cerrando los ojos un instante. Cuando los vuelve a abrir, sus manos están en puños, clavadas contra sus costados. Algo en su pecho se retuerce y quema, y no sabe si es rabia o algo mucho más profundo que aún no se atreve a nombrar.

KimiR entra en la cocina en silencio. Rápidamente prepara una taza de té relajante, mirando constantemente como su excompañero de equipo sigue absorto en la búsqueda. Termina, y sirve el líquido humeante en una taza, se acerca a Sebastian y la coloca a su lado sin decir una palabra. Vettel parpadea, los ojos cansados y enrojecidos, como si apenas notara la presencia de KimiR.

—Gracias —murmura, envolviendo la taza con ambas manos.

KimiR asiente y se apoya contra el mesón, observando a Sebastian con esa expresión impasible que siempre lleva, pero que ahora tiene un matiz distinto. Algo suave. Algo que no se atreve a nombrar.

—Deberías dormir —dice KimiR, rompiendo el silencio con su voz baja y grave.

—No puedo— Sebastian sacude la cabeza mientras bebe un sorbo de té —Todavía hay demasiadas cosas que no sabemos. ¿Y si hay más archivos? ¿Y si hay más… pruebas?

KimiR mantiene los ojos fijos en el vapor que asciende desde la taza. Sabe que Sebastian no va a detenerse. No hasta que su cuerpo se rinda.

—No vas a ayudar a nadie si te derrumbas— insiste KimiR, más firme esta vez.

Sebastian lo mira entonces, los ojos azules reflejando el resplandor de la pantalla. Sus labios están ligeramente partidos por el cansancio. Y ese aroma sigue ahí, ese dulce a piña en miel, más denso y agotado, como si la fragancia misma estuviera a punto de quebrarse.

—Solo… unos minutos más— dice Sebastian, forzando una sonrisa.

Lo observa, en silencio. Luego, sin previo aviso, se inclina hacia él y cierra la laptop con un gesto firme pero no brusco. Los dedos de KimiR tocan los de Sebastian por un instante y un escalofrío recorre ambos cuerpos.

—A la cama— dice KimiR, mirándolo fijamente.

Sebastian suspira, exhausto. Termina lo que queda de su té y sigue al finlandes, esta vez, no protesta.

A la mañana siguiente Räikkönen abre los ojos despacio, lo primero que ve es cabello dorado suave,  el aroma a piña en miel y flor de camelia blanca le hace cosquillas en la nariz, parpadeando contra la luz que entra por las ventanas, no sabe en qué momento terminó en posición de cuchara con Seb, ni siquiera se acostaron en lugares cercanos la noche anterior, debería extrañar el control… debería. 

La sala sigue sumida en un letargo pesado, un mar de cuerpos enredados bajo mantas desordenadas. Pero lo que realmente lo despierta es la atmósfera. El aire está cargado, denso, como antes de una tormenta. Hay una tensión latente que no es solo calor corporal ni el peso de los cuerpos apretados. Es algo más, algo más profundo. Se incorpora sobre un codo tratando de no mover a Vettel que sigue sumido en el sueño, los ojos recorren la sala. No tarda en notar los cuerpos entrelazados, los susurros, las respiraciones que se rozan. Frunce el ceño, recuerda el nido del grupo del laboratorio y a los demás como sardinas, no esto.

En una esquina, Oscar está medio encima de Franco, el argentino parece haber puesto resistencia pero se rindió y terminó con la cabeza del australiano escondida en el hueco de su cuello, las manos de este apretando el tejido de su camiseta como si buscara anclarse ahí. Franco permanece rígido, los ojos fijos en un punto indeterminado del techo, las mejillas teñidas de un rojo intenso. Sus manos están apretadas contra el colchón, los dedos temblorosos como si contuvieran un impulso feroz.

Kevin está literalmente encima de NicoH, las piernas parecen entrelazadas bajo la manta, el rostro enterrado en su pecho. NicoH tiene los ojos cerrados, pero su brazo está firmemente sujeto a la cintura de Kevin, los dedos hundidos en la tela como si no pudiera soltarse.

Esteban y Lance están enredados de forma casi desesperada. Lance ha terminado con una pierna entre las de Esteban, las manos agarrando su camiseta por la espalda. Esteban murmura algo en francés, los labios rozando la oreja de Lance, la respiración pesada y contenida.

Yuki y Pierre comparten una manta, los cuerpos pegados de una forma tan natural que parecen una sola figura. Yuki tiene la cabeza bajo la barbilla de Pierre, y Pierre acaricia su espalda con un vaivén inconsciente, los ojos cerrados, la mandíbula apretada.

Alex está prácticamente encima de George, el rostro enterrado en el cuello del británico. George lo sostiene con ambos brazos, su expresión endurecida mientras sus dedos trazan círculos lentos en la base de la nuca de Alex, como si intentara calmar algo invisible.

Lewis y NicoR están espalda contra pecho. Lewis tiene la cabeza hundida en el cuello de NicoR y mantiene un brazo cruzado sobre su cintura, los dedos rozando la piel expuesta entre la camiseta y la cadera, en un contacto que parece haberse buscado incluso en sueños.

En el otro extremo de la sala, Oliver ha terminado abrazando a Kimi Antonelli por detrás, la frente pegada a la espalda del italiano. KimiA tiene las manos agarradas a las muñecas de Oliver, los labios apretados, el cuerpo rígido pero sin separarse del contacto.

Carlos y Lando están un poco apartados del resto, pero sus cuerpos parecen buscarse instintivamente. Carlos está de espaldas, con el brazo extendido bajo la cabeza de Lando, quien lo rodea con las piernas, como si estuviera decidido a no dejarlo escapar. Sus rostros están tan cerca que sus narices casi se rozan.

Max y Charles... KimiR parpadea. Charles ha acorralado a Max contra su pecho, una pierna sobre las caderas del holandes, los brazos alrededor de su cabeza. Max duerme profundamente, el ceño fruncido, como si incluso en sueños no pudiera evitar pelearse con algo.

Y entonces los oye.

KimiR frunce el ceño, su mirada cayendo sobre el bulto bajo una manta que está sacudiéndose de forma rítmica. La tela se mueve en oleadas sutiles, y desde debajo de ella se escapan sonidos ahogados, suspiros, el inconfundible eco húmedo de labios encontrándose.

Daniel y Mick.

KimiR siente un nudo de incomodidad en el estómago, una mezcla de frustración, incomprensión y algo más que no está listo para identificar. Daniel y Mick están completamente cubiertos por la manta, pero el vaivén es claro, las siluetas moviéndose juntas.

Aparta la mirada, la mandíbula tensa, el pulso acelerado. Resopla, la incomodidad ardiéndole en el pecho mientras sigue observando la manta que oculta a Mick y Daniel. Los sonidos bajo la tela no han cesado, los susurros húmedos, los jadeos ahogados.

Sin pensarlo más y con mucho cuidado de no despertar a Seb, se pone de pie resintiendo automáticamente la pérdida de calor y el delicioso aroma del alemán. Avanza con pasos decididos. Su expresión es impenetrable, pero los ojos destellan con una mezcla de frustración y vergüenza ajena.

Sin una palabra, agarra un borde de la manta y la arranca de un tirón.

Mick y Daniel quedan expuestos, las caras encendidas, los labios húmedos y rojos. Daniel está medio encima de Mick, las manos de este aún enredadas en su cabello. Los ojos de Mick están muy abiertos, como los de un cervatillo atrapado en los faros de un coche. Por obra de alguna deidad misericordiosa ambos siguen con toda la ropa puesta.

—Están en público, y estamos en casa ajena— gruñe KimiR, la voz baja pero firme —¿No pueden esperar?

Daniel parpadea pero pone una sonrisa descarada mientras se endereza un poco, aún manteniendo una mano en la cadera de Mick que tiene las mejillas arreboladas.

—Lo siento —murmura, sin soltarlo del todo, no parece sentirlo realmente piensa KimiR.

Mick aparta la mirada y le da un pequeño zape en el hombro al australiano que sigue con esa sonrisa pícara.

KimiR no dice nada más. Simplemente les lanza una última mirada severa y da media vuelta, el ceño fruncido, los puños apretados.

Y mientras regresa a su lugar, el aroma de piña en miel y flor de camelia blanca le llega en una oleada suave y cálida. Un recordatorio de que, aunque intente mantener el control, hay cosas que se filtran bajo la piel. Cosas que ni siquiera él puede evitar sentir. Debería extrañar el control… debería. 

La luz del sol apenas comienza a filtrarse por las ventanas, tiñendo la sala con un tono dorado pálido. KimiR se despereza y suspira, frotándose los ojos. Parece que todos encontraron refugio entre brazos ajenos, lejos quedó la incomodidad del primer encuentro de ayer. Incluido él pero no sabe si debe volver a los brazos de Seb.

Antes de poder hacer nada Nicole desciende las escaleras envuelta en una bata larga, su voz clara y relajada resuena en la sala.

—¡Buenos días!— dice, arrastrando un tono casi musical —¿Quién va a ayudarme con el desayuno?

KimiR observa cómo los cuerpos comienzan a moverse lentamente, despegándose con cierta pereza y sorpresa unos de otros. Pero es el murmullo amortiguado de una respiración contenida lo que le llama la atención.

En la esquina y aun sobre Franco, Oscar parpadea al oír la voz de su madre, la consciencia regresando a él poco a poco. Siente el calor bajo su mejilla, olisquea el ambiente con una media sonrisa de deleite hasta que sus ojos se encuentran. Oscar se levanta de golpe, torpe, sin mirar directamente a Franco.

—Lo siento… no… yo…— balbucea, la voz débil y entrecortada.

Franco abre la boca, pero no dice nada. Solo lo observa, los labios entreabiertos, la respiración contenida, y cuando Oscar se marcha hacia la cocina, el argentino cierra los ojos cayendo de nuevo de espaldas en el colchón y frotándose la cara con la mano.

KimiR entiende un poco al torturado chico, pero tienen cosas que hacer así que se pone de pie y empieza a apurarlos para que recojan el desorden y ayuden con el desayuno.

Las siguientes dos horas son un borrón, se turnan las duchas, KimiR se asegura de que Mick y Daniel no estén en el mismo grupo que sube las escaleras. Desayunan y limpian hasta que la sala de Nicole está en perfecto estado. Sebastian ha vuelto a tener los ojos pegados a la laptop una vez más.

—Creo que debemos irnos— dice Charles rascándose la nuca con incomodidad —no solo por no abusar mas de la hospitalidad de Nicole, en algún momento debemos decirles a nuestras escuderías que estamos bien o no vamos a correr en Suzuka—  

—Bien— concuerda Max apoyando al monegasco —pero me niego a dejar que nos separemos al menos hasta volver a Europa—  KimiR entiende el sentido de protección del holandes, el último par de días ha sido un remolino con todos con el pelo de punta sin saber si hay algo dispuesto a atacarles desde cualquier esquina —Iremos juntos en mi avión, caben 25 pasajeros así que funciona— 

—Yo digo que digamos que estábamos todos juntos de juerga y la resaca del día siguiente fue demasiada—  propone Esteban 

—Secundo— dice NicoH

—Perfecto ¿Alguno en contra?— Lewis como siempre mediando, nadie levanta la mano —así se queda esa será la historia que vamos a contar—

Una hora después, Kako como siempre MVP, ha conseguido un pequeño autobús privado que los lleve al aeropuerto, el vehículo está aparcado fuera de la casa.

—Cuidate mucho por favor— Nicole abraza a su hijo profundamente y luego sostiene el rostro de Oscar entre sus manos, los ojos brillantes mientras lo observa.

Oscar asiente, mordiéndose el labio para no dejar escapar el nudo en su garganta.

—Lo haré, mamá.

Nicole asiente y lo abraza fuerte, casi desesperadamente atrayéndolo hacia sí con una intensidad que a KimiR le resulta incómodamente familiar. Lo aprieta contra su pecho, como si intentara grabarse la forma de su hijo antes de dejarlo partir. Oscar cierra los ojos.

Finalmente, Nicole lo suelta, pero en lugar de despedirse, extiende los brazos y, uno por uno, va abrazando a todos los pilotos pidiéndo que se cuiden, KimiR incluido, intenta que esto se sienta lo menos incómodo posible para ambos.

Nicole sigue pasando de uno a otro, con palabras dulces y breves, sus manos firmes, reconfortantes. Finalmente, llega a Franco. Los demás han ido tomando su equipaje y subiendo al autobús. KimiR espera con los brazos cruzados apoyado junto a la puerta del vehículo, para ser el último en subir a petición de Seb, se siente un poco como el maestro en una especie de excursión escolar, pero no encuentra palabras para negarle nada al alemán.

Franco baja un poco la cabeza cuando Nicole se acerca. Ella lo mira por un largo momento, luego le toma las manos entre las suyas.

—Franco…— empieza, con la voz suave —Te encargo a mi niño, cuida de él, ¿sí?

Franco traga saliva y asiente, pero no puede decir nada.

—Y ven a visitarme cuando puedas— Nicole le sonríe, y hay algo más allí, algo que KimiR no logra descifrar desde donde está.

Entonces, sin previo aviso, lo envuelve en un abrazo cálido. Franco cierra los ojos, aferrándose al contacto por un segundo más de lo necesario, como si en ese instante pudiera aferrarse también a algo más que el abrazo.

—Te lo prometo— murmura contra su hombro, antes de dejarla ir.

Nicole le da un último apretón en el brazo antes de retroceder. Franco sube al autobús y KimiR sube tras él, contando cabezas cómo Seb lo haría, Vettel solo ha soltado la laptop para bañarse el día de hoy. Cuando todos están en sus asientos KimiR se acomoda junto a Seb y todos hacen gestos de despedida por la ventana mientras el autobús acelera por la calle rumbo al aeropuerto.

En la distancia, Nicole se queda allí, viendo cómo el autobús se aleja, sus brazos cruzados sobre el pecho mientras sus labios murmuran una oración silenciosa al cielo.

El viento frío del amanecer sopla en la explanada del aeropuerto, arrastrando hojas secas por el asfalto. Los 23 hombres en fila pasan por migración rápidamente y abordan el elegante avión de Verstappen.

KimiR los cuenta de nuevo, revisando que estén los 23 para luego tomar asiento y abrocharse el cinturón.

Diez minutos después la torre de control les permite despegar, mientras dejan atrás el paisaje australiano KimiR puede oir a Sebastian junto a él soltar un pequeño suspiro.

El rugido de los motores es un murmullo constante, un arrullo que hace vibrar el aire. Los pilotos están dispersos en los asientos, algunos dormidos, otros hablando en voz baja.

Media hora después la energía de Seb se agota, ha cedido finalmente al agotamiento y descansa con la cabeza apoyada en el hombro del finlandés. KimiR mantiene una mano firme sobre el brazo de Sebastian, el pulgar trazando círculos lentos y calmantes sobre la tela de su camiseta.

El aroma de camelia blanca y piña es un susurro suave, una brisa dulce que Kimi respira profundamente llenándose los pulmones de ello.

—Duerme —murmura KimiR, apenas un susurro.

Y Sebastian, hundido en el calor reconfortante del cuerpo del otro, se deja ir. KimiR debería extrañar el control, debería, pero con sus fosas nasales inundadas del delicioso aroma decide que no lo extraña y que no le importa.

Notes:

Ya salieron del país, como vamos?

Chapter 9: Capítulo 8: Sebastian Vettel sigue queriéndolo todo

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El rugido constante de los motores envuelve el interior del avión privado, creando un eco que amortigua las voces y los pensamientos. Los ojos de Sebastian parpadean pesadamente, la cabeza aún ladeada sobre el hombro de nadie más que Kimi Räikkönen. La chaqueta del finlandés huele a nieve recién caída y menta helada, y ese aroma lo envuelve como una manta demasiado fría, demasiado familiar. Sebastian se hunde un poco más en el asiento de cuero, la vista de las nubes es un borrón blanco y plomizo, igual que la sensación opresiva en su pecho.

Aún siente el calor del contacto en su mejilla mientras KimiR permanecía inmóvil, sosteniéndolo, sin decir nada. Como siempre. Como en aquellos años en Ferrari.

Sebastian aún recuerda la primera vez que se dio cuenta de lo que Kimi le hacía sentir. Tenía veintisiete años, era el chico nuevo en Ferrari, el cuatro veces campeón del mundo que aún sentía que tenía algo que demostrar. KimiR era más grande, más tranquilo, imperturbable. Un campeón del mundo con el mundo entero bajo control, un hombre que nunca parecía necesitar nada ni a nadie. Solía ser la sombra inalcanzable que Sebastian intentaba tocar. Caminaban juntos por el paddock, hombro a hombro, y Seb, con el corazón latiendo tan fuerte que a veces le dolía, encontraba cualquier excusa para acercarse. Un chiste, una broma, un empujón suave. Sus dedos rozaban los de KimiR, queriendo aferrarse, queriendo cerrar la distancia. Pero KimiR siempre se alejaba. De una manera que no parecía rechazo sino indiferencia. Su mirada se iba hacia otro lado, su cuerpo se replegaba hacia adentro, y Sebastian se quedaba ahí, con las manos vacías, sintiendo que había intentado demasiado o que no había intentado lo suficiente. Recuerda sentirse mal por pedir más, pero en ese momento lo deseaba y ahora sigue queriéndolo todo.

KimiR siempre lo cuidaba. Aunque no lo decía, aunque no lo demostraba con palabras ni gestos, él estaba ahí. Un muro de hielo inquebrantable, una presencia firme a su lado, sobre todo en los días en los que la presión lo aplastaba, en las noches donde Sebastian se sentía un fraude, un campeón al que la gente había dejado de tomar en serio. Y Seb pensó que tal vez, solo tal vez, KimiR sí estaba ahí, a pesar de que nunca permitió que nada ocurriera.

Se hunde un poco más en su asiento. Piensa en lo que ocurrió en aquella habitación durante el fatídico secuestro. En lo que no recuerda. Y en lo que sí. Y en KimiR. Siempre en KimiR. Pasó tanto tiempo intentando aplacar el deseo que el hombre le producía, y a pesar de todo, a pesar de los años, del hielo, de la distancia, Seb sigue ahí. Con las manos vacías. Buscando un contacto que nunca termina de llegar. Entiende a NicoR y a Charles más de lo que dice, porque desea, sigue queriéndolo todo.

Sebastian ha estado conteniéndose, sujetando sus propios deseos con manos temblorosas, manteniendo a raya la conexión que late bajo su piel como un tamborileo constante. No puede permitirse ceder como lo han hecho Mick y Daniel, experimentando, cediendo a sus deseos e impulsos. Porque él tiene una responsabilidad, porque debe cuidar de los más jóvenes, porque si se permite caer, ¿quién quedará para sostenerlos? Además, incluso en medio de la incertidumbre, sabe que aquello que lo une a KimiR fue forzado, arrancado de ellos en ese laboratorio. KimiR no lo eligió, KimiR no siente lo mismo. Y Sebastian no soporta la idea de aferrarse a algo que el otro jamás quiso darle. Así que se reprime, endurece el corazón, deja que el eco de esa conexión no correspondida se consuma entre sus costillas como un incendio silencioso.

Porque ahora, cada vez que el aroma de nieve y menta lo envuelve, Sebastian siente dos cosas al mismo tiempo: La calma protectora del campeón que nunca lo dejó caer, y el vacío punzante del hombre que nunca le permitió acercarse.

Y cuando KimiR abre los ojos y lo mira, Sebastian no puede evitar preguntarse si algo ha cambiado. Si algo puede cambiar. Porque sigue queriéndolo todo.

En el avión, el aroma de menta helada lo envuelve, fuerte y punzante. Y aunque el contacto entre ellos se ha roto la sensación persiste. La de un vacío donde antes había un ancla, una presencia sólida que lo mantenía firme y centrado.

Sebastian recorre el pasillo del avión con la mirada, observando a los pilotos, algunos apenas rozándose las manos, otros murmurando palabras que pretenden ser discretas pero que resuenan en la intimidad del espacio cerrado. La ironía le cala hondo, una risa amarga que no llega a sus labios. La Fórmula 1, ese deporte que durante años ha sido un bastión de homofobia y masculinidad tóxica, ahora se reduce a este avión privado donde veintidós hombres se enfrentan a su propia vulnerabilidad. Seb no saben si son gays, al menos la mayoría deben ser bi. ¿Cuántos habrán reprimido esos deseos tras cascos y contratos millonarios? ¿Cuántos habrán fingido en cada podio, en cada entrevista? Y ahora, aquí están, arrojados al fuego por unos desconocidos, obligados a enfrentar esa identidad que les vendieron de niños como incorrecta. La ironía lo golpea con más fuerza que cualquier choque en la pista.

Desde que escaparon del laboratorio, Sebastian no ha podido sacudirse la necesidad de cuidar de los otros. En su corazón, simplemente no podía desampararlos ni dejarlos a su suerte. Son demasiado jóvenes, muchos de ellos asustados y sin rumbo, y aunque nunca pidió ser un líder, no podía quedarse de brazos cruzados mientras ellos luchaban por entender lo que les habían hecho. Por suerte, no estuvo solo. NicoR y Kevin fueron un soporte inquebrantable, ambos ayudándole a mantener al grupo unido mientras huían y ahora que buscan respuestas.

Había visto los documentos. Había leído las descripciones médicas y los informes, archivo por archivo. Y mientras el avión surca el cielo hacia Niza, siente la presión de esas palabras pesándole sobre el pecho.

Sebastian cruza los brazos, su mirada fija en el suelo del avión. No puede evitarlo: siente el aroma a nieve recién caída con toque de menta helada a su lado. KimiR. Siempre ahí, como un guardián silencioso. Siempre cuidándolo, incluso cuando no lo pedía. 

Pero ahora tenía que hablar. Al menos todos los implicados, por no decir todos con quienes experimentaron están despiertos, Kako está en el primer asiento del avión, el más cercano a la cabina envuelto como un burrito en una manta, con audifonos y un antifaz de sueño, Seb espera que Carlos actualice a su primo sobre lo que va a contarles.

—Es hora de hablar de lo que encontré en la laptop…— Seb alza la voz poniéndose de pie, atrayendo la atención de todos los pilotos. Algunos todavía parecen tensos, inquietos en sus asientos, mientras otros se acomodan como pueden, intentando no cruzar demasiadas miradas —había archivos, datos médicos, no solo sobre nosotros, sino sobre lo que hicieron con nosotros— Sebastian pasa la lengua por sus labios secos, notando cómo las miradas comienzan a centrarse en él —Lo primero, la marca…

La palabra queda suspendida en el aire, vibrando. Charles frunce el ceño, Lando abraza sus rodillas. Seb se señala el cuello sobre la herida vendada.

—Sobre eso queríamos hablarles anoche— Mick sube la mano como si estuvieran en un salón de clase— Cuando Dani y yo nos abrazamos muchas imagenes de lo que pasó vinieron a nuestra mente… si bien muchos pensaban que las mordidas eran de algún animal no fue lo que vimos, yo pude ver claramente mi sangre en los labios de Daniel y también el instante en el que lo mordi a él, ese fue el momento donde la conexión se cerró y estabamos… estabamos…— el rubio se sonroja mirando a Ricciardo por ayuda.

—Cogiendo— grita Daniel en medio de una risa, mientras Mick le da un zape y procede a esconderse en su hombro con la cara tan roja que parece que tiene fiebre.

A pesar de que algunos de los más jóvenes se ríen de la broma, otros se remueven muy incómodos. Sebastian siente el sabor a bilis en la garganta. Su estómago se retuerce, los dedos entumecidos. Sabe que debería estar tranquilo. Sabe que deberían estar agradecidos por estar vivos. Pero todo lo que puede pensar es en la mirada de KimiR. En la marca que siente en su piel, y ahora, sintiéndose un poco egoísta le gustaría mucho recordarlo, quiere atesorar ese momento porque no cree que se repita.

—Gracias Daniel por la explicación gráfica— Sebastian respira hondo —La marca se cierra durante el coito. Si se cierra completamente, osea se muerden mutuamente que es nuestro caso, se convierte en un vínculo permanente. No se borra. Nunca. Eso significa que… que quien quiera que nos haya hecho esto, aparte de unirnos a alguien más por el resto de la vida, parece que nos hizo una modificación genética.

El murmullo crece. Oscar y Lando intercambian una mirada nerviosa. Max aprieta la mandíbula, el mentón tenso.

—¡No es posible! ¡Yo nunca haría eso! ¡Nunca forzaría a alguien, aunque no supiera lo que hacía! ¡No soy un maldito animal!— El gruñido inesperado los hace saltar y viene de Franco, el argentino tiene los puños apretados y la cara roja, está temblando.

Lewis corre a sentarse junto a él, KimiR viene caminando tranquilamente y se para tras el inglés.

—Franco shhh— intenta poniendo las manos sobre las del contrario —nadie aca sabía lo que hacia, estuvimos drogados, experimentaron con nosotros no es tu culpa, nos hicieron hacerlo— Lewis abraza al chico dejándolo gruñir en su pecho protegiéndolo de las miradas, los ojos de Seb van a Oscar, la mirada que le está dedicando al argentino desde el lado contrario del avión es absurdamente dulce y encantada, no hay sonrisa en sus labios pero puede sentirlo casi físicamente, NicoR tiene una similar en su rostro dirigida al paternal piloto de mercedes.

—Sin entrar en pánico niños— espeta KimiR— Primero: Sebastian no ha terminado. Segundo: espero que todos acá sean conscientes que ninguno actuó bajo su elección.

Los demás pilotos asienten y mientras Lewis termina de calmar al exaltado argentino Seb continua, la información es importante.

—Vamos a tener que ajustar un poco los alojamientos— explica con calma —Como se dieron cuenta cuando se despertaron, unos en el paddock otros en el laboratorio, la separación por prolongados lapsos de tiempo de las parejas marcadas puede acarrear consecuencias como: Ansiedad, agresividad, falta de concentración, sensibilidad extrema. Pero si las marcas están cerradas también hay… beneficios.

—¿Beneficios?— NicoH pregunta, entre sarcástico e incrédulo.

—Con la conexión intensificada, puedes sentir lo que siente tu pareja. Pensamientos, emociones. Si se entrena, incluso se puede controlar, compartir habilidades— Sebastian baja la voz —Es un lenguaje propio. Un lenguaje sólo entre dos— Vettel hace una pausa para mirarles, muchos se ven confundidos o en distintos grados de vergüenza —un efecto secundario es que ahora, supongo que lo han sentido, cada uno puede oler el aroma natural que tiene su conexión, incluso en ropa y objetos que no estaban con ellos, si les pertenecen podrán identificarlos por el aroma, este también cambiara con los estados de ánimo. Ahora, una ventaja enorme es que según uno de los documentos ambos grupos tendrán más fuerza, pensamiento rápido, reflejos un 20% y sentidos un 35% mejores que los de los humanos promedio y curacion 30% mas rápida.

—Eso tendré que comprobarlo en Suzuka…— opina Charles con una sonrisa de oreja a oreja mirando a Max en tono de desafío, el holandes le responde con un guiño. 

—El instinto protector del grupo que despertó en el paddock es mayor, también son más propensos a ataques de ira— Vettel se ríe internamente pensando que muchos de ellos ya eran propensos a eso, KimiR lo mira con una ceja levantada al parecer leyendo el pensamiento y Seb tiene el descaro de enseñarle la lengua —El instinto de cuidado del grupo que despertó en el laboratorio es mayor y serán más propensos a ser conciliadores y a hacer algo llamado anidación que aun no encontré qué significa exactamente. 

—Entonces no es tan malo…— espeta Esteban algo más tranquilo.

—Si bueno no he llegado a lo peor— Vettel inhala y exhala un par de veces—Lo primero es que según los estudios en sujetos previos a nosotros cuando la marca se cierra es imposible volver a tener deseo sexual por cualquier otra persona que no sea su pareja.

—Me imaginaba algo peor…— Lando se muerde suavemente la uña del pulgar, Seb lo mira y prosigue.

—Esto es un poco complicado y más como una charla incomoda de anatomía en la adolescencia, pero la verdad es que al parecer nuestro cuerpo ha sido físicamente modificado— KimiR mira a Vettel fijamente haciéndole un gesto con la mano al pobre alemán que ha pasado de palidez a sonrojo furioso—Ehh…el grupo del laboratorio…los omegas como los llaman en varios archivos… primero, tendremos auto lubricación y dilatación y no ahondare en eso yo se que ustedes entendieron— Seb está tratando de no tartamudear con esto pero le está costando horrores —Segundo: Vamos a experimentar al parecer cíclicamente periodos de celo que pueden durar de uno a cinco días, según lo que definen es como un período en el que el omega experimenta un fuerte deseo sexual, bastante incontrolable y necesitado al parecer actuaremos un poco más instintivo y menos racional, emitimos feromonas para atraer al otro grupo, los alfas, si un alfa nos ayuda durante el celo durará un dia maximo y no tendremos los demás síntomas que sí estarán presentes si estamos solos, dolor, sensación de vacío, fiebre, sensibilidad extrema.

El grupo está sumido en completo estupor, nadie parpadea, Seb entiende, para él esta parte fue una de las cosas más difíciles de asimilar.

—Si es difícil notar cuando está empezando la etapa de pre celo o precalentamiento, otros omegas o su pareja alfa lo notarán de inmediato por la sensación o el aroma— Vettel se agarra con fuerza del asiento donde estaba sentado, toma aire—Los del paddock…los alfas…primero: tienen algo llamado nudo, no se lo que es pero por el contexto creo que podemos imaginarlo, es lo que al parecer piden los omegas en celo…segundo: hay algo llamado rutina, con la misma duración de un celo, síntomas similares, deseo sexual incontrolable, y a lo demás le sumamos que los vuelve muy territoriales y agresivos. Las rutinas y celos de una pareja se van a sincronizar si el vínculo está cerrado. Aún hay un par de archivos que están protegidos por contraseña que no he podido abrir, espero que esto no se ponga peor.

Sebastian se sienta de nuevo en el asiento del frente, el resto del grupo está sumido en un mutismo sepulcral. La cabina del avión sigue cargada de tensión, una tormenta sin desatarse. 

—Esto no puede estar pasando —murmura Charles, la voz apenas en un susurro.
Max traga saliva, pero no dice nada. Sus ojos azules siguen clavados en Charles, fijos, salvajes, pero el miedo en ellos está contenido, tenso.

Lando se mueve inquieto, pasando las manos por sus muslos, Carlos lo observa con los brazos cruzados, músculos tensos
—¿Así que vamos a… sincronizarnos?— pregunta Lando, las palabras saliendo en un suspiro nervioso.
Carlos no responde de inmediato.
—Me atrevo a decir que ya pasó…— la voz baja, señalandose la marca del cuello con el índice.
Lando se estremece, como si la idea lo atravesara de golpe.

—Bueno… —Lando se atreve a murmurar, mirando a Carlos, luego a los demás —Esto no podría empeorar, ¿verdad?
—¡Nunca digas eso!— le espeta Esteban desde el otro lado del avión, lanzándole una mirada filosa —¿No ves películas? ¡Siempre empeora cuando alguien dice eso!

Lando cierra la boca, bajando la vista, el rostro enrojecido.

Pierre está de pie, los brazos rígidos a los costados. Yuki sigue sentado, el cabello ocultándole el rostro.
—No sé si puedo confiar en lo que siento— dice Yuki, con voz temblorosa.
Pierre aparta la mirada, los labios apretados.

Kevin camina de un lado a otro, frente a él NicoH sigue inmóvil, apoyado contra la pared, los ojos bajos.

 —Esto es una maldita locura —masculla Kevin, lanzando una mirada a NicoH.

George sigue quieto como una estatua, el rostro impasible. Alex está junto a él, abrazándose a sí mismo.
—¿Y si…? —Alex empieza, pero no termina la frase.
George traga saliva, la mirada fija al frente.
—¿Y si no podemos controlarlo?— susurra, y la pregunta queda flotando.

Oliver está apoyado contra la pared, la mirada perdida en el suelo. KimiA sigue sentado, los dedos apretados en el borde del asiento.
—Esto es…— Oliver pasa una mano por el rostro, el tono ronco—No sé cómo manejarlo.
KimiA levanta la vista, los labios temblorosos.
—¿Y si nunca podemos? —murmura, y sus ojos miran los de Oliver, buscando algo, cualquier cosa.

Franco se pone de pie de golpe, los brazos cruzados, Oscar lo observa desde el asiento, el rostro pálido, los dedos temblorosos.
—¿Estamos…? —Oscar intenta decir, pero su voz se quiebra. Franco resopla, no hay nada más que decir camina hacia el baño, evitando mirar a nadie. Sus pasos son tensos, casi apurados.

NicoR está inclinado hacia adelante, los codos sobre las rodillas, Lewis sigue a su lado, la mandíbula tan tensa que podría partirse.
—Desde que desperté…—dice NicoR, los ojos fijos en el suelo.
Lewis suspira, el aire temblando a su alrededor.
—Lo sé… —murmura, y la frase queda flotando entre ellos.

Y entonces, KimiR habla, fuerte y llamativo como cuando ordenaba a su equipo desde el monoplaza.
—Solo sé que no deberíamos dejar que esto nos defina— Mira a Seb, el hielo en sus ojos más frágil que nunca.

El ambiente sigue cargado, tenso como un cable a punto de romperse. Las palabras de Sebastian siguen reverberando en la cabina, dejando un eco incómodo.

Daniel, sin embargo, respira hondo, endereza la espalda y al parecer decide que alguien tiene que romper ese maldito silencio.

 —Oigan…— dice, inclinándose hacia adelante, los codos apoyados en las rodillas—. Tal vez lo consideren estúpido, pero no creo que sea tan malo. Mick y yo… hemos estado hablando.

Las miradas se giran hacia ellos. Mick baja la cabeza, las mejillas encendidas, pero asiente.
—Tenemos una teoría… —continúa Daniel, su voz áspera, como si le costara sacar las palabras —Cuando nos abrazamos allá en el jardín... algo cambió. Fue como si…— mira a Mick, buscando que complete la frase

—Como si hubiéramos abierto una puerta —dice Mick, más fuerte esta vez —Y luego al besarnos, fue como si esos recuerdos que estaban bloqueados comenzaran a filtrarse. No todos, pero... muchos.

Los murmullos aumentan entre los pilotos, Franco sale del baño con la cara algo húmeda, se ve un poco más calmado. Sebastian, desvía la vista hacia Oscar. El australiano está encorvado sobre su teléfono, los ojos fijos en la pantalla. Seb alcanza a ver algunos nombres en la barra de búsqueda: Franco Colapinto highlights 2024, Franco Colapinto onboard, Franco Colapinto entrevista. Oscar, ajeno a todo, sigue deslizando el dedo hacia abajo, los ojos oscuros y concentrados, casi hambrientos.

Charles intercambia una mirada fugaz con Max. Lance se remueve en el asiento, los dedos apretados en sus rodillas, evitando a toda costa la mirada de Esteban.

Daniel suelta un resoplido atrayendo la atención de Seb, se reclina contra el respaldo del sofá y cruza los brazos sobre el pecho.
—Bueno— dice, forzando una sonrisa que no llega del todo a sus ojos —si los abrazos y los besos trajeron tantos recuerdos, ¿quién dice que no necesitamos… ir un paso más allá para recordar el resto?— levanta las cejas, buscando alivianar la tensión con un tono despreocupado.

Mick lo golpea en el hombro, la piel roja de la vergüenza.
—¡Idiota!— suelta, apretando los labios, pero Daniel solo le sonríe.

 —Miren, ya sé que esto es una mierda y que estamos todos a un paso de perder la cabeza, pero...— se inclina hacia adelante, su mirada recorriendo a todos los presentes —Esto no es solo malo. Hay cosas buenas.

Las miradas se cruzan, algunas incrédulas, otras expectantes.
—¿Buenas?— murmura George, alzando una ceja.

—Sí— afirma Daniel, más seguro ahora —Según lo que dijo Seb nuestros cuerpos están modificados para ser más eficientes. Y no solo eso...— hace una pausa, su mirada volviendo a Mick —Esas conexiones que sentimos… esa sensación de entender al otro sin hablar, de anticipar lo que piensa o siente… no es una desventaja. 

Esteban observa a Lance, los ojos oscuros, la mandíbula tensa. NicoR sigue con la cabeza gacha, las manos entrelazadas. Alex pasa los dedos por el borde del asiento, su mirada fija en George.

—Puede ser que estemos asustados y perdidos ahora mismo —continúa Daniel, su voz firme, resonando en el espacio cerrado—, pero sí podemos aprender a manejarlo, si podemos aprender a controlar esto… podemos ser imparables.

El silencio vuelve a asentarse, pesado, cargado de pensamientos no dichos, de miradas que no se atreven a encontrarse. Sebastian cierra los ojos un instante, inhalando profundamente el aroma a menta helada junto a él.

Y por un segundo, el peso en su pecho se siente un poco menos insoportable.

George se humedece los labios y suelta una risa nerviosa.

—Bueno, eso es... una forma interesante de recuperar recuerdos— bromea, tratando de sonar casual, pero la voz le sale más aguda de lo que esperaba.

El ambiente está tenso, pero hay algo que se percibe diferente. Mientras todos procesan la propuesta de Daniel, Lewis se endereza en su asiento mirando con atención a todos los presentes. No es su estilo hablar mucho, pero cuando lo hace, siempre es directo y cargado de significado.

—Quizá lo que necesitamos no es solo hablar— comienza, su tono firme pero calmado —Hay algo en la conexión que tenemos que explorar, algo más allá de las palabras, aun nos quedan como doce horas de vuelo y yo digo que sería buena idea aprender de esto antes de Suzuka.

Daniel asiente, siempre dispuesto a seguir cualquier idea que fluya con la energía del momento.

—Si esto se trata de fortalecer la conexión, tal vez podríamos empezar con algo sencillo— dice con seguridad —Sé que puede sonar raro, pero la meditación creo que puede funcionar. Podemos empezar con abrazos. Solo eso. Abrirnos, permitir que el otro nos sienta. No solo en el cuerpo, sino en lo que nos rodea, sentimientos, aroma.

El ambiente parece volverse un poco más ligero.

—Abrazos— Él sonríe —Pero el objetivo no es solo abrazarse. Es empezar a intentar adivinar lo que el otro está pensando, lo que está sintiendo. El truco está en hacerlo sin palabras. Ver si podemos captar algo del otro.

Sebastian observa, aún asimilando la idea, pero su interés comienza a crecer. Mick está igualmente pensativo solo observando en silencio, mientras los otros continúan.

—Es como una comunicación sin palabras— añade Lewis, con calma —Como si pudiéramos enviar nuestros pensamientos, o incluso nuestros sentimientos. Puedes intentar visualizar algo, tal vez una pared, si quieres bloquear lo que no necesitas, o tal vez una luz suave si quieres enviar algo positivo.

Seb se encoge un poco en su lugar, sintiendo que lo que sugiere Lewis podría funcionar.

—Eso es bastante profundo— comenta, con un toque de escepticismo, pero también con un atisbo de curiosidad en su voz.

Daniel, completamente en su elemento, se voltea hacia Mick, y con una sonrisa traviesa, le dice:

—Quizá te sorprendas. A veces la conexión que ni sabías que existía es mucho más fuerte de lo que piensas.

Esteban observa a Daniel, luego a Lewis, y se encoge de hombros, como aceptando la idea, aunque con una leve sonrisa.

—Podemos probar— dice, con el tono ligero de quien está dispuesto a embarcarse en algo nuevo.

Sebastian, aunque un tanto preocupado por lo que eso pueda implicar, se siente extrañamente calmado por las palabras de Lewis. Esa calma que siempre ha encontrado en él, como una guía.

—Vamos a intentarlo, entonces— murmura, casi para sí mismo.

—En este momento intentaría cualquier cosa que me de algo de sensación de control— suelta Max sentándose junto a Charles y tomando su antebrazo para empezar el ejercicio.

La sala se llena de una expectante quietud, como si todos estuvieran esperando que la conexión realmente funcione. A partir de ese momento, no hay más dudas; cada uno se prepara para lo que está por venir.

Sebastian siente el peso del cuerpo de KimiR al hundirse a su lado en el asiento. Ni siquiera lo mira; ambos mantienen la vista al frente, pero el aire está cargado con la advertencia no dicha.

Unos asientos más atrás, Daniel inclina el rostro hacia Mick, las manos firmes sosteniendo su cara. Sus labios rozan los de Mick, quien suelta un jadeo, apenas un murmullo, y Daniel sonríe contra sus labios, disfrutando de esa chispa que tiembla entre ambos.

KimiR se reclina, los ojos cerrados pero la mandíbula apretada —Más les vale controlarse— gruñe —No queremos otro espectáculo como el de casa de Nicole esta mañana, si van a llegar más lejos actualizando recuerdos busquen una jodida habitación.

Sebastian traga saliva, sin atreverse a voltear. Sabe que Daniel ha escuchado porque la risa ronca y descarada llega hasta sus oídos. 

 —¿Qué?— dice Daniel, como si hubiera sido pillado en plena travesura —Solo fue un beso…

Seb escucha el zape que Mick le suelta en el hombro que hace a Daniel soltar una carcajada. 

Sebastian cierra los ojos y respira hondo, aún no sabe por dónde empezar con esto con KimiR así que se dedica a observar a los demás pilotos interactuar a ver si algo le sirve como ejemplo.

Charles está sentado entre las piernas de Max, este último parece tenso, las manos en los costados del monegasco, evitando cualquier contacto más profundo. Charles ladea el rostro, encontrando los ojos de Max, su expresión entre lo inseguro y lo desafiante.

—¿Quieres hacerlo o no? —Charles susurra, con un leve temblor en la voz.

Max aprieta los labios, su mirada oscura recorriendo el rostro del otro  —No sé cómo…

—Relajate un poco Verstappen…— el monegasco abraza la cintura del holandes mientras hunde la cara en el punto de la marca. Max exhala, el pulso acelerado bajo su piel, la mano finalmente apoyándose en la nuca de Charles, atrayéndolo hacia él.

Esteban se recuesta contra el respaldo del asiento, sus piernas extendidas mientras Lance se acomoda a horcajadas sobre él, una posición bastante intima a opinión de Seb. Stroll baja la cabeza, su nariz rozando la clavícula de Esteban mientras las manos de este le rodean la espalda.

—Nunca habíamos… tan…—Lance murmura, su respiración temblando contra la piel de Esteban.

Ocon le acaricia la nuca, los dedos trazando círculos suaves —¿Tan qué?—

—Esto es demasiado intenso…—Lance cierra los ojos y sonríe tímidamente, mientras que las manos de Esteban lo acercan más.

Carlos está sentado con la espalda contra la pared del avión, Lando se sienta frente a él su espalda contra el pecho del español—¿Te gusta mi aroma?— Lando se nota algo ansioso. Carlos frunce el ceño, pero sus ojos brillan. —¿Gustarme? Gustarme es poco Landito… hueles increíble…— el resto de lo que dice es susurrado en la oreja del Inglés que se sonroja tanto que parece que acaba de correr en Abu Dabi.

Yuki y Pierre están sentados uno junto al otro, el japonés mantiene la mirada baja, los dedos jugueteando con la mano del Francés. Pierre lo está rodeando con su brazo derecho acercándose todo lo posible, y con la mano izquierda entrelaza la derecha del más joven.

—Nunca pensé que… te tendría tan cerca— murmura Pierre, inclinándose hacia él en el momento en que Yuki sube la mirada, sus narices casi rozándose. Gasly suspira, Seb puede ver el anhelo en sus ojos azules.

KimiA está acurrucado contra el pecho de Oliver, la cabeza escondida en el hueco del cuello del más alto. Oliver pasa una mano por su espalda, su toque lento, cálido.

—Solias dormir sobre mí todo el tiempo…— Oliver murmura, bajando la cabeza para rozar la sien del otro chico con los labios —¿Por qué tiemblas?

KimiA no responde solo suspira, apretando la tela de la camiseta de Oliver, y cerrando los ojos.

Alex está de espaldas contra el pecho de George, las manos de George firmes sobre su cintura. Alex se retuerce un poco, nervioso, pero no se aparta —¿A qué huelo? —pregunta Alex, su voz apenas un susurro. 

George baja la cabeza, enterrando el rostro en el cuello de Alex, aspirando profundamente y haciéndolo temblar —A mango maduro y flor de loto, te queda, es exquisito— Albon esconde una sonrisa en su mano. 

Kevin está sentado, las piernas estiradas sobre dos asientos mientras NicoH se apoya en la pared del avión tras su espalda, los ojos clavados en los de Magnussen. La tensión entre ambos es palpable.

NicoH lo observa, los labios apretados en una línea dura —Por fin estás callado. Me preocupa.

Kevin suelta una carcajada seca, una chispa de burla en sus ojos —¿Y si te digo que lo que me preocupa es que tú no lo estés?

NicoH frunce el ceño y se acerca peligrosamente su rostro queda a centímetros del de Kevin, los alientos mezclándose.

—¿Quieres que hable? ¿Quieres que te diga cómo me siento?— La voz de NicoH es baja, casi un gruñido.

Kevin aprieta los dientes, sus dedos enredándose en la camiseta de NicoH, tirando de él sin apartar la mirada —Quiero que dejes de actuar como si no estuvieras a punto de explotar.

NicoH no responde. En lugar de eso, sujeta la parte trasera del cuello de Kevin y lo empuja hacia él, sus frentes chocando con un golpe sordo. Kevin suelta un gruñido, pero no se aparta. Se queda allí, respirando fuerte, el pecho subiendo y bajando contra el de NicoH.

—¿Eso querías? —susurra NicoH, sus ojos intensos.

Kevin aprieta más los dedos en su camiseta, atrayéndolo aún más, hasta que no queda ni un resquicio de espacio entre ellos, el danes nunca se alejó de un reto, sonríe con suficiencia.

Seb aparta la mirada, entiende la tensión, la rivalidad y más en ellos que son pilotos veteranos, no quiere entrometerse.

Lewis está sentado al lado de NicoR, sus cuerpos apenas rozándose. NicoR aprieta los puños, su mirada fija en el suelo.

—Pensé que con el tiempo…— murmura Lewis, bajando la cabeza, su frente rozando el hombro de NicoR.

—Lo sé… —NicoR susurra, respondiendo a la pregunta en el aire.

NicoR cierra los ojos, muerde sus labios con saña mientras Lewis entrelaza sus dedos y lo jala más cerca, un gesto tan pequeño y tan profundo.

Sebastian entonces observa a Franco y Oscar tratar de acomodarse nerviosamente, el argentino tiene la espalda rígida, los dedos tamborileando sobre la rodilla, sus ojos oscilando entre la mirada de Oscar y algún punto invisible en el suelo. Oscar, por su parte, intenta mantener la compostura, pero el rubor en sus mejillas lo delata; tiene las manos apretadas sobre los reposabrazos, los hombros tensos.

—Yo necesito correr en Suzuka…— musita el australiano suavemente, esto parece despertar un poco al otro chico que le mira esperando que continúe —Es, solo un abrazo, no tiene que significar nada si no quieres… 

Franco traga saliva, suspira y abre los brazos, Oscar se refugia despacio allí hasta poner poner su frente en el punto de la marca, un contacto mínimo, pero que parece prenderles fuego a ambos. Franco baja la mirada, el cabello le cae sobre los ojos, la incomodidad merma un poco.

Sebastian aparta la vista, sintiendo el eco de ese mismo nerviosismo vibrar en su propia piel. Pero, aunque no mire directamente, puede escuchar el ritmo entrecortado de sus respiraciones, el incómodo silencio que pesa más que cualquier palabra no dicha.

—Esto es una estupidez —murmura KimiR y su voz es ronca, baja, casi un susurro, se levanta del asiento con un gruñido bajo, los hombros tensos y las manos hundidas en los bolsillos. Camina hacia el baño, cerrando la puerta con un golpe que retumba en el pasillo. Seb intenta no tomárselo personal, él entiende, KimiR fue arrastrado a esto involuntariamente, ahora está casi seguro que solo soltó su nombre en la entrevista para evitar explicar y terminar más rápido.

Algunos minutos después Lewis lo ve salir y luego de dar un pequeño beso en la mano de NicoR, se pone de pie. Camina hacia él, su expresión seria, pero cargada de determinación.

—Siéntate— le ordena, señalando el asiento del fondo, el único libre.

—Estoy bien— gruñe KimiR, intentando pasar de largo, pero Lewis lo agarra del brazo. La presión es firme, sin ser violenta.

—No. Siéntate.

KimiR suelta un bufido, pero obedece. Se deja caer en el asiento, cruzando los brazos sobre el pecho. Mira a través de la ventana, evitando los ojos oscuros de Lewis. 

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? — le dice Lewis, inclinándose hacia él, manteniendo la voz baja para que nadie más escuche —¿Sabes lo que está pasando con Sebastian?

KimiR aprieta la mandíbula. Incluso con el intento de mantener las voces en susurro y el sonido del avión, Seb puede escuchar con claridad lo que dicen.

—Estará bien— dice, aunque su voz suena más áspera de lo que pretendía.

Lewis suelta una risa seca, sin rastro de humor —No, no estará bien. Está al borde del colapso y tú… tú sigues con esta mierda de mantenerte alejado, de no querer involucrarte. ¿Sabes lo que él está sintiendo ahora? Porque tú deberías saberlo, ¿no?— Lewis lo observa, sus ojos clavados en los de KimiR.

Raikonnen respira hondo de nuevo. 

Lewis baja un poco la voz, suavizándola.

—¿Sabes?— comienza Lewis, inclinándose hacia él, los codos apoyados en las rodillas, los ojos oscuros fijos en el rostro inexpresivo de KimiR —Yo estuve ahí. En todos esos malditos podios. Vi cómo lo mirabas. Cómo te mordías la lengua. Cómo fingías que no te importaba. 

—No sé de qué hablas.

—Por favor, KimiR— Lewis suelta un bufido —Todos lo vimos. Cada vez que Seb terminaba una carrera y tú estabas a su lado, estabas tan rígido que parecía que te ibas a romper. Mirabas a otro lado. Fingías estar más interesado en una botella de champagne que en el hecho de que Sebastian te buscaba con la mirada como si fueras la única cosa en ese maldito podio.

Lewis se inclina un poco más cerca, la voz baja pero intensa.

—Y yo sé lo que sentías. Porque yo hice lo mismo. Me aparté. Le di la espalda a NicoR porque pensé que era lo mejor. Porque no quería arruinarlo. Porque tenía miedo de lo que podría perder —Lewis respira hondo, bajando la mirada un instante— Y lo perdí de todos modos, la vida me dio otra oportunidad, y ten por seguro que la aprovecharé…¿Que haras tu?...

—No quería que esto pasara— murmura, el finlandes apenas audible.

—Pero pasó— responde Lewis firme —Y ahora tienes que lidiar con ello. No puedes seguir actuando como si nada.

—¿Y si lo lastimo?— pregunta al fin, su voz ronca.

Lewis lo mira, su expresión suavizándose— KimiR, no hacer nada es lo que más lo está lastimando ahora. Así que deja de actuar como un maldito adolescente emo y compórtate como el campeón del mundo que eres.

Kimi se queda ahí, respirando profundamente, con los nudillos blancos de tanto apretar los puños. Luego, finalmente, se pone de pie. Esta vez, no huye. Esta vez, camina hacia el asiento donde está Sebastian.

—Al demonio con todo…— lo escucha decir Seb cuando los pasos están a medio camino.

La conexión late, insistente bajo su piel como electricidad, el aroma de KimiR es profundo y lo envuelve.

KimiR se detiene frente a él, las manos aún enterradas en los bolsillos. Por un segundo, Seb cree que va a decir algo. Que va a soltar una de esas frases secas y cortantes que utiliza para mantener la distancia. Pero no.

En lugar de eso, KimiR se inclina hacia él, sus manos salen de los bolsillos y se hunden en el cabello de Seb, tirando de él hasta que sus labios se encuentran en un choque desesperado. Es un beso furioso, hambriento, como si KimiR estuviera tratando de decirle todo lo que ha callado durante semanas, meses, años.

Sebastian se congela por un segundo, el cerebro tratando de alcanzar lo que acaba de pasar. Pero luego suelta el aire en un suspiro tembloroso y cierra los ojos, aferrándose a la chaqueta de KimiR, tirando de él más cerca. Responde con la misma intensidad, con la misma urgencia.

KimiR no es un hombre de palabras. Nunca lo ha sido. Pero ahora, con su boca devorando la de Seb, parece estar diciendo absolutamente todo. Sus manos se deslizan hasta la nuca de Seb, acariciando la piel, trazando líneas invisibles. Seb lo siente como un pulso, como un eco de sus propios latidos.

Las imágenes de la noche del secuestro y de la marca empiezan a bailar en su mente, luego la sensación vivida del placer más profundo que ha sentido en la vida… incluso más que ser campeón del mundo.

Y con los labios de KimiR aferrándose a los suyos, Seb decide que está bien seguir queriendo todo.

Notes:

Chan chaaan chaaaan... como vamos?

Chapter 10: Capítulo 9: Oliver Bearman está siendo tentado.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El avión sigue su curso surcando el cielo acercandolos cada vez más a su destino, y en ese rincón envuelto en penumbra, Oliver siente a Kimi Antonelli contra su pecho, el chico acurrucado entre sus brazos, como si el mundo exterior no existiera.

KimiA huele a lavanda silvestre y arándanos, y ese aroma se cuela por cada rincón de Ollie, llenándolo de una calma que pesa tanto como lo agita. La cabeza de Kimi está enterrada en su cuello, el aliento cálido rozándole la piel, y Oliver cierra los ojos, luchando contra esa tentación constante que KimiA ha sido desde el primer día. Pero últimamente, ha sido peor. Está siendo tentado, incitado, atraído como polilla a la flama y no sabe si su autocontrol podrá con ello.

KimiA se mueve apenas, su cuerpo pequeño y esbelto encajando perfectamente contra el de Ollie, y siente cómo su pulso se acelera, los dedos crispándose contra la tela de el sweater de punto en la espalda del niño en sus brazos. Porque KimiA, con su rostro angelical y esa sonrisa inocente que siempre esconde picardía, ha estado jugando con él desde mucho antes de este incidente. Y ahora, con su peso acurrucado en su pecho, Oliver no puede escapar del calor que le sube por el cuello, un ardor que se niega a disiparse.

“Me está enseñando mucho italiano,” había dicho Ollie entre risas en una entrevista, mientras KimiA rodaba los ojos, sus labios torcidos en una sonrisa que destilaba travesura.

Ollie traga saliva, intentando no pensar en lo mucho que KimiA lo está tentando. En lo fácil que sería inclinarse, hundir el rostro en ese cuello perfumado de arándano y lavanda, en lo inevitable que se siente todo ahora que ambos están enlazados de por vida.

Porque desde esa tarde en el paddock, cuando KimiA le rozó la mandíbula con los labios y murmuró: “Si no lo dices tú, lo diré yo. Eres hermoso,” algo en Oliver se rompió. Y KimiA lo sabe.

KimiA se remueve entre sus brazos, sus manos pequeñas aferrándose a su camiseta como si no quisiera que se apartara ni un centímetro. Oliver respira hondo, aferrándose a ese instante, a esa cercanía que cada vez lo tienta más. KimiA puede dormirse en cualquier parte; Ollie ha aprendido a sostenerlo siempre que eso ocurre, a ser el refugio donde el más joven se acurruca sin vergüenza, esa cara angelical es peligrosa para su corazón, está siendo tentado, engatusado por esa sonrisa encantadora.

Pero últimamente, KimiA no solo se queda dormido en sus brazos. Últimamente, KimiA busca su mirada con esos ojos oscuros y brillantes, se ríe bajito con esa voz que arrastra las palabras como un susurro con el delicioso acento italiano marcando su perdición, y le dice cosas como “Honestamente, no hay nadie más lindo que yo” mientras lo observa desde debajo de sus pestañas.

Y Oliver, cada vez más, siente que el suelo se le escapa bajo los pies, que su voluntad férrea ya no es suficiente para contener lo que bulle en su corazón, no cree que nadie tenga la fuerza para negarle algo. Es débil para este chico y las bocanadas de aroma que llegan a él hacen gruñir a su instinto.

Sabe que no hay forma de huir pero las imágenes de su conexión viniendo en oleadas, esa fatídica noche donde se marcaron, KimiA sonrojado, caliente, con los labios pintados por la sangre de Ollie y rogándole que lo tomara no están ayudando.

Ollie se pregunta cómo puede seducir una persona dormida, porque Antonelli lo está tentando demasiado, demasiado fuerte. Y ahora mismo, con el hermoso niño acurrucado en su pecho y la conexión latiendo intensa bajo sus pieles marcadas, Oliver sabe que está tentación podría ser su perdición.

Pero ahora, en el interior del avión, el calor entre ellos comienza a disiparse, reemplazado por el frío constante del aire acondicionado y el murmullo bajo de las conversaciones que poco a poco han ido apagándose. Oliver parpadea, regresando al presente, al ahora, al asiento donde KimiA sigue acurrucado contra él, con la respiración lenta y profunda.

La mayoría de las parejas han terminado del mismo modo: enredados el uno con el otro, agotados por el ejercicio de conexión de Lewis hace apenas una hora. Un ejercicio que, en teoría, solo pretendía reforzar el vínculo, pero que en la práctica terminó siendo mucho más intenso de lo que todos esperaban.

En la fila de asientos junto a la ventana, Mick y Daniel han quedado ocultos bajo una manta, pero la curva de sus cuerpos es evidente, las piernas enredadas, los dedos aún entrelazados. Un par de filas más atrás, NicoH y Kevin están abrazados, sus figuras pegadas de un modo que apenas deja espacio entre ellos. Kevin duerme con la cabeza apoyada en el pecho de NicoH, y las manos del alemán recorren su espalda en un vaivén lento y constante, como si intentara calmar algo en ambos.

A unos asientos de distancia, Max y Charles están tan cerca que sus alientos se mezclan. Charles tiene la cabeza enterrada en el pecho de Max, el cuerpo encogido como si quisiera desaparecer entre los brazos del holandés. Carlos ha tirado de Lando hasta tenerlo sobre él, los brazos envolviendo al británico como si fuera un escudo contra el mundo. Lando ha anidado el rostro en el hueco del cuello de Carlos, el aliento cálido contra su piel.

En otro rincón del avión, George y Alex comparten un asiento, los rostros inclinados el uno hacia el otro, las frentes tocándose mientras susurran palabras que solo ellos pueden oír. A su lado, Yuki y Pierre están arropados bajo una manta, los cuerpos enredados de una manera que parece casi accidental, pero ninguno hace el esfuerzo por separarse.

Esteban y Lance comparten una manta y, aunque Lance parece haber caído en un sueño profundo, Esteban permanece despierto, los ojos oscuros fijos en algún punto invisible del asiento frente a ellos, los dedos acariciando suavemente la cabeza de Lance.

Un poco más adelante, Lewis ha tomado la mano de NicoR, ambos inclinados hacia el otro, las cabezas juntas, las voces bajas. La conexión entre ellos late de una forma palpable, como un eco de algo que fue y que aún busca reconstruirse.

Oscar ha acorralado a Franco hasta tenerlo completamente envuelto entre sus brazos, Ollie se sorprende de ver que el estoico e introvertido australiano incluso ha pasado una de sus piernas sobre la cadera del argentino, este sigue aferrándose al poco control que le queda con Oscar encerrandolo contra el asiento y aspirando su aroma. Las manos de Franco sostienen suavemente la cintura de Oscar sin cerrarse del todo. Piastri ha enterrado la cara en el cuello de Franco, respirando profundamente, y esto parece que es una tortura para Colapinto que tiembla levemente cada que el otro se mueve.

En los asientos de adelante y medio recostado, Seb sigue con los labios entreabiertos, el rostro encendido, la mirada perdida en el techo del avión. KimiR está a su lado, los dedos aún aferrados al cuello de la chaqueta de Seb, ambos respirando el mismo aire, los rostros tan cerca que sus narices casi se rozan. El beso que compartieron aún arde en el aire entre ellos, como un incendio contenido. Y a juzgar por la forma en que Sebastian baja la mirada hacia los labios de Kimi, ese incendio está lejos de apagarse.

Y luego está él y KimiA el susodicho sigue sobre él, y su sueño tranquilo está resultando muy contagioso, ahora, mientras los demás comienzan a dormitar, mientras el avión sigue avanzando a través del cielo, Oliver no puede dejar de preguntarse cuánto más podrá soportar antes de que esa conexión lo consuma por completo.

Parpadea, los ojos pesados, los párpados luchando por mantenerse abiertos. El murmullo suave del avión es ahora un arrullo constante, un eco que flota en el aire junto con las respiraciones lentas y acompasadas de los pilotos dormidos. Suelta un suspiro inconsciente, el cuerpo aflojandose contra el asiento, la fragancia de arándano dulce y lavanda silvestre envolviéndolo como una niebla lenta, densa. El avión sigue avanzando, el murmullo de los motores convirtiéndose en la única constante mientras el último driver despierto finalmente se rinde al sueño.

En la oscuridad, las imágenes lo golpean con la misma intensidad con la que lo hicieron esa noche. Destellos fragmentados. Flashbacks de sensaciones que no ha terminado de procesar.

Labios manchados de rojo.
El rostro de Kimi frente al suyo, los ojos vidriosos, los labios pintados con la sangre de Oliver, su respiración agitada mientras ambos permanecen aferrados el uno al otro.

Un mordisco en el cuello.
El dolor punzante y el calor que le recorrió la columna vertebral. El aroma de lavanda y arándanos impregnándolo todo, embriagante, sofocante. La boca de KimiA sellada contra su piel, marcándolo, reclamándolo.

La voz de KimiA.
Entre jadeos, entre susurros, diciendo su nombre como si fuera lo único que lo mantenía a flote. Ollie, Ollie. Ollie.

Un gemido ahogado.
La presión de los dedos de KimiA clavándose en sus hombros mientras él le devolvía la marca. Los colmillos hundiéndose en la carne blanca, el sabor estallando en su lengua, un sabor que lo quema y lo calma a la vez.

Y luego el éxtasis.
La conexión estallando entre ambos, latiendo como un pulso compartido. Oliver siente el calor de KimiA arder contra él, siente sus corazones latir al unísono, siente el dolor y el placer entrelazándose hasta volverse indistinguibles.

Y luego… nada.
El vacío. La oscuridad.

Un toque firme en el hombro lo arranca del sueño. Oliver parpadea, los ojos nublados mientras la voz de Kako resuena por el avión.

—Arriba, chicos. Estamos a una hora de Niza—anuncia Kako en su tono firme pero contenido mientras camina por el pasillo, sacudiendo a cada uno con manos cuidadosas pero decididas.

Oliver respira hondo, tratando de aferrarse a las últimas imágenes del sueño: la sensación de los labios de Kimi Antonelli contra su cuello, el calor de sus cuerpos enredados, el sabor metálico de la sangre compartida. Un estremecimiento lo recorre, pero antes de que pueda asimilarlo, el peso cálido de KimiA se acomoda más contra él.

KimiA gime, escondiendo el rostro contra el pecho de Oliver, sus brazos aferrándose con más fuerza. Oliver le pasa los dedos por el cabello, despeinándolo suavemente mientras el menor murmura algo incomprensible, los labios rozando la tela de su camiseta.

A su alrededor, los demás comienzan a despertarse. Charles y Max están sentados en el asiento doble del fondo, las piernas entrelazadas. Max se estira, un brazo extendido hacia atrás mientras Charles se apoya en su hombro, los ojos aún pesados de sueño.

—¿Ya? — gruñe Max, frotándose los ojos.

Charles le da un codazo suave en las costillas —Cállate. Aún no he terminado de dormir.

Max se ríe, su voz ronca, y le planta un beso rápido en la sien, justo antes de que Kako pase por su lado y les dé otro empujón —Vamos, levántense.

Al otro lado del pasillo, Franco y Oscar también están despiertos, aunque ninguno parece del todo consciente, el argentino sigue tratando de mantener la distancia lo más que el otro le permite, Ollie se ríe internamente dado que en F2 Colapinto tiene fama de ser coqueto y parece completamente fuera de su elemento aquí.

—Niza…— murmura Oscar, como si no estuviera seguro de haberlo oído bien. Franco solo asiente poniéndose la chamarra.

En los asientos del frente, Mick y Daniel siguen envueltos en la misma manta, sus cuerpos pegados como si el espacio entre ellos no existiera. Mick tiene la cara enterrada en el cuello de Daniel, y Daniel lo envuelve con ambos brazos, su nariz oculta en el cabello rubio mientras Kako tiene que sacudirlos dos veces antes de que alguno reaccione.

—Ya casi estamos —anuncia Kako, pasando al siguiente asiento.

Lewis y Nico Rosberg ya están despiertos, aunque no parecen tener intención de separarse. Lewis tiene la cabeza apoyada en el hombro de Nico, los dedos entrelazados en un agarre firme. NicoR le susurra algo al oído, y Lewis sonríe antes de inclinarse y plantar un beso en el cuello de NicoR.

En el último asiento, Kimi Räikkönen apenas parece haber dormido. Tiene los ojos abiertos, la mandíbula apretada, y sostiene a Sebastian contra su pecho, los dedos enredados en la tela de su camiseta. Seb no parece tener prisa por moverse.

—Niza… —masculla KimiR, la voz arrastrada, los ojos fijos en el techo del avión.

Seb se aparta solo un poco, lo suficiente para mirarlo a los ojos. La conexión sigue allí, caliente y pulsante, pero antes de que alguno de los dos diga algo, Kako pasa a su lado.

—Hora de despertar, señores. Aterrizamos en cuarenta minutos.

Oliver parpadea, tratando de despejar la bruma del sueño. Aún siente los ecos de las imágenes en su mente: los labios de Kimi Antonelli, el calor, el dolor, la entrega. Pero ahora KimiA está despierto, con los ojos medio cerrados mientras lo observa desde debajo de sus pestañas.

—¿Dormiste bien? —pregunta KimiA, la voz somnolienta y ronca, una leve sonrisa que parece delatar que sabe que estaba soñando el otro.

—Sí…— Oliver responde, tragando en seco. Y aunque intenta sonreír, sabe que ambos pueden sentirlo: esa tensión sutil, ese eco que sigue ardiendo bajo la piel.

El avión toca tierra con un suave temblor, y el murmullo de los motores descendiendo es lo único que rompe el silencio. Algunos bostezan, otros se estiran. Oliver siente a KimiA moverse contra él, los párpados aún pesados de sueño mientras se incorpora lentamente, frotándose los ojos.

—¿Ya llegamos?— pregunta Mick, su voz arrastrada mientras Daniel lo ayuda a ponerse de pie.

—Sí, todos afuera— anuncia Sebastian, ajustándose la chamarra mientras se acerca a la puerta. Su mirada pasa de Oliver a KimiR, luego a Lewis, quien se encuentra junto a la salida, con los brazos cruzados y una expresión que no revela nada.

Uno a uno, los pilotos comienzan a descender del avión, arrastrando maletas y mantas arrugadas. Max bosteza ruidosamente mientras se apoya en Charles, quien aún parece medio dormido y camina con los ojos entrecerrados. Franco y Oscar bajan hombro contra hombro, y NicoR le pasa un brazo alrededor de la cintura a Lewis mientras avanzan hacia la pista.

Daniel silva —Lewis si que sabe viajar con estilo—

El aire de Niza está impregnado de sal y viento cálido mientras los pilotos caminan hacia la Hummer que los espera junto a la pista. La limusina brilla bajo las luces del aeropuerto, imponente y casi surrealista en medio del asfalto.

—¿Dónde estamos?— pregunta Lance, frunciendo el ceño mientras observa a su alrededor.

—Aún en Niza— responde Lewis, sonriendo suavemente —Y aún no hemos llegado.

—¿Llegado a dónde?— pregunta Esteban, mirando de reojo a Lance, quien aprieta los labios.

—Solo suban. Hay espacio para todos— les dice Lewis, abriendo la puerta trasera del largo vehículo.

—¿Y si no quiero ir?— farfulla KimiR, los brazos cruzados sobre el pecho.

Lewis se gira hacia él, los ojos oscuros e impenetrables —Entonces te quedas aquí, solo, en el aeropuerto, sin saber dónde está Sebastian.

KimiR aprieta la mandíbula, pero no responde. En lugar de eso, se sube con un bufido, acomodándose junto a Seb. El alemán se apoya contra KimiR, ambos en un silencio que es más cómodo de lo que debería ser. 

Kevin y NicoH se acomodan uno al lado del otro, NicoH apoyando la cabeza en el hombro de Kevin mientras este le rodea la cintura con un brazo firme. Kevin le murmura algo al oído, y NicoH sonríe, cerrando los ojos.

Mick y Daniel se deslizan en el asiento trasero, todavía medio acurrucados, y Daniel apoya la cabeza en el hombro de Mick, cerrando los ojos apenas.

—¿Nos van a decir a dónde vamos?— pregunta Pierre, acomodándose junto a Yuki, quien apoya la cabeza en su hombro sin pensarlo dos veces.

—No aún— responde Lewis desde el asiento del frente. Sus ojos brillando con una mezcla de determinación y algo más profundo —Pero confíen en mí. Estarán seguros.

Franco y Oscar se acomodan uno junto al otro, y Oscar pone suavemente las puntas de los dedos sobre el antebrazo del argentino, parece que quiere comprobar que el otro no huirá. NicoH y Kevin están uno al lado del otro, Nico con la cabeza apoyada en el pecho de Kevin mientras este le acaricia el cabello con movimientos lentos y repetitivos.

Charles está sentado entre las piernas de Max, quien lo envuelve con ambos brazos, murmurándole algo al oído que arranca una sonrisa somnolienta del monegasco. George y Alex están casi entrelazados, Alex con los dedos jugando con los rizos despeinados de George mientras el británico sigue medio dormido, los labios moviéndose apenas contra la clavícula de Alex.

Oliver, por su parte, entra y se deja caer en el asiento de atrás, entre Daniel y Kimi Antonelli quien está pegado a su costado. El más joven se acurruca contra él, los ojos aún entornados de sueño, y Oliver se limita a rodearlo con un brazo, atrayéndolo más hacia sí.

La cabeza de Kako aparece detrás de Carlos cuando este se desliza después de Lando dentro del vehículo, las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta, los ojos oscuros fijos en el suelo —Carlos, espera un segundo.

—¿Qué pasa? —pregunta Carlos, cruzando los brazos. Kako está hablando lo suficientemente fuerte para que todos los presentes lo oigan.

Kako respira hondo, los ojos oscuros clavados en los de Carlos —Voy a Maranello.

Carlos parpadea —¿Qué? ¿Por qué?

Kako se pasa una mano por el cabello, despeinándolo aún más —Voy a averiguar si Ferrari sabe algo de lo que les pasó— Hace una pausa —Necesito que hables con la gente del equipo. Y todos los demás hagan lo mismo. Pregunten, pero sin revelar dónde están ni lo que han descubierto. No sabemos quién está detrás de esto.

Carlos aprieta los labios, la mandíbula tensa. —¿Y tú? ¿Por qué vas solo?

—Porque tengo contactos ahí. Y porque si alguien sabe algo, será la gente en Maranello, no por nada Ferrari es la escudería más antigua en la F1— responde Kako, con un tono firme, casi cortante.

Carlos baja la mirada, los dedos temblando ligeramente contra los costados —¿Cuándo regresas?

Kako aprieta los labios, dudando —Nos vemos en Suzuka— Su voz baja de tono, casi como una súplica —No confíes en nadie más que en los que estamos aquí.

Carlos asiente, su mirada dura, pero en sus ojos hay una sombra de preocupación. Kako le aprieta el hombro y da un paso atrás.

—Cuídate, Carlos, y cuidense todos, no quiero otro susto como el de Australia.

—Tú también— murmura Carlos.

—Nos vemos en Suzuka, gracias por todo Kako— Sonríe Seb.

Lando despide a Kako con la mano mientras este se aleja, luego se mueve hacia un lado para dejarle espacio a Carlos, quien se pega más a él, los hombros tensos y la expresión oscura. Lando le da una mirada rápida, pero no dice nada. En lugar de eso, apoya la cabeza en el hombro de Carlos, un contacto leve pero constante.

Oliver está dividido entre estar preocupado o estar agotado recuesta la cabeza en el borde del asiento dispuesto a relajarse un poco.

—No sé a dónde vamos, pero espero que haya camas— murmura KimiA, la voz arrastrada contra el cuello de Oliver.

Oliver sonríe, bajando la mirada hasta los labios de KimiA —Yo también…

Lewis está en la parte delantera, observando el paisaje que se pierde en la distancia mientras NicoR lo vigila de cerca, sus manos entrelazadas sobre el regazo.

La limo avanza por la carretera serpenteante y el destino sigue siendo un misterio. Pero en el interior, el espacio se siente más cálido, más lleno, más íntimo que cualquier otro lugar en el que hayan estado en días.

La Hummer limo se detiene frente al majestuoso edificio de fachada clásica que se alza sobre las calles de Mónaco, con sus balcones ornamentados y ventanas de arcos altos. La estructura emana una elegancia discreta, lejos del lujo moderno y ostentoso que se espera del vecindario.

Oliver es de los últimos en bajar. El aire salino le golpea el rostro, y el murmullo del puerto llega hasta allí, mezclándose con el susurro de las conversaciones de los demás pilotos. Kimi Antonelli sigue a su lado, los ojos entrecerrados, medio dormido.

Al frente, Fred, el portero, observa el desfile de pilotos con una mezcla de sorpresa y profesionalismo. Sus manos se entrelazan frente a él mientras Lewis se acerca.

—Buenos Días, señor Hamilton —dice Fred, asintiendo respetuosamente.

—Buenas Días, Fred. Prometo que no vamos a poner música fuerte ni a molestar a los otros residentes —asegura Lewis, esbozando una sonrisa tranquilizadora.

Fred asiente, pero sus ojos no dejan de moverse de un piloto a otro, como si no pudiera procesar lo que está viendo. Max, Charles, Lando, George, Sebastian, Kimi Räikkönen… todos íconos del automovilismo, todos amontonados en el mismo grupo, algunos bostezando, otros con la mirada perdida.

—Dios mío…— murmura Fred, apenas audible, sus cejas alzándose un poco cuando sus ojos se posan en Nico Rosberg —Señor Rosberg.

Nico R levanta la mano en un saludo casual y Fred le devuelve un leve asentimiento antes de abrirles las puertas del ascensor.

Lewis se gira para mirarlos, bajando la voz —Vamos, adentro. 

Oliver sigue a KimiA al interior del ascensor, sintiendo la mirada atónita de Fred clavada en sus espaldas hasta que las puertas se cierran. 

—¿En serio tanto misterio? —Charles resopla, ajustándose la gorra mientras se apoya contra la pared del ascensor. —También vivo en Mónaco y soy el único que nació aquí. ¿Cuál es el plan? ¿Nos vamos a quedar aquí todo el tiempo?

—Yo igual— dice NicoH, cruzado de brazos, los ojos clavados en Lewis —¿Por qué tanto secreto?

George, con Alex a su lado, asiente —No entiendo por qué no podemos ir a nuestras casas.

Lewis respira hondo, sus ojos oscuros barriendo el ascensor repleto de pilotos. Oliver lo observa, atento a cómo el británico frunce apenas el ceño antes de responder.

—Porque no sabemos si nos están siguiendo o no. No sabemos quién puede estar vigilándonos o si tienen los ojos puestos en cada uno de ustedes, varios de nosotros fuimos secuestrados de diferentes puntos del paddock a plena luz, no tenemos idea de si hay infiltrados, hable con NicoR, Max, Seb y Kako mientras los demás dormían, es el mejor plan que tenemos hasta ahora, quedarnos juntos al menos hasta Suzuka o que Seb pueda descifrar que hay en los dos archivos protegidos con contraseña— explica Lewis, su voz baja pero firme —Y hasta eso, quiero a todos juntos. Aquí hay espacio suficiente.

El ascensor se abre, y lo primero que Oliver siente es el aroma a incienso, cálido y suave, mezclado con el olor a cuero y perfumes caros.

El penthouse es inmenso. Techos altos, paredes de tonos claros, sofás grandes y mullidos que parecen invitar a hundirse en ellos. Las ventanas se abren a una vista panorámica del puerto, donde las luces de los yates parpadean como estrellas artificiales.

Y ahí, en medio del salón, un bulldog inglés corre hacia ellos, la lengua colgando y las patas resbalando en el mármol.

—Roscoe —Lewis se agacha, recibiendo al perro con un abrazo rápido antes de dejarlo ir directo hacia Nico Rosberg, que se agacha para rascarle detrás de las orejas.

—Oye, ¿y tú qué haces amigo? —le pregunta NicoR, sonriendo mientras Roscoe le lame la cara.

—Lo que siempre hace, ser un hermoso perro mimado— responde Lewis, guiñandole un ojo a NicoR antes de girarse hacia el resto —Vamos, acomódense. Hay suficiente espacio para todos.

Oliver se queda de pie en el centro de la sala, observando cómo los pilotos comienzan a dispersarse, arrastrando los pies, la mayoría con los hombros caídos y los ojos enrojecidos de cansancio.

—Bien, vamos a organizarnos rápido —dice Lewis, señalando hacia los pasillos que se extienden a ambos lados del salón. —Hay suficientes habitaciones para todos. Dos noches, como mínimo, instalense. 

Oliver siente a KimiA apretándole ligeramente el antebrazo, un gesto automático, como si no quisiera perderlo de vista. Lo sigue en silencio mientras Lewis continúa hablando, su voz calmada, casi como si estuviera dándoles instrucciones antes de una carrera.

—Las habitaciones están por allá— indica, señalando hacia el largo pasillo a la derecha.

Mientras tanto, Lewis toma a NicoR del brazo y lo guía hacia una puerta al fondo del salón.

—Vamos a dejar tus cosas en mi habitación— Y antes de entrar, Lewis gira para mirar al resto —Dejen los teléfonos encendidos. Si reciben algo raro, me avisan.

KimiR pasa junto a ellos, arrastrando a Sebastian hacia una puerta entreabierta. Oliver alcanza a ver cómo Seb le sostiene la mano, los dedos entrelazados, antes de que ambos desaparezcan tras la puerta.

En la sala de estar, Carlos y Lando se sientan juntos. Carlos saca el móvil y lo sostiene con ambas manos, como si fuera una cuerda de salvación. Lando le apoya la cabeza en el hombro, los ojos cerrados mientras Carlos sostiene el teléfono en la oreja.

—Sí, sí, estamos bien. Solo una noche de locura… Ya sabes cómo es Lando— dice Carlos, riendo sin humor. Pero Oliver puede ver cómo la mandíbula se le tensa cuando escucha la respuesta del otro lado.

Mientras recorren el pasillo puede ver que en otra habitación, George y Alex se sientan en la cama, ambos con los móviles pegados al oído. George inclina la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos por un momento, mientras Alex murmura algo en un tono demasiado bajo para que Oliver pueda escucharlo.

Kevin y NicoH han encontrado una habitación con una cama Queen. Kevin se deja caer de espaldas sobre el colchón, el brazo cubriéndole los ojos. NicoH sigue escribiendo un mensaje largo y concentrado, la pantalla del móvil iluminando su rostro cansado.

Lewis sale de la habitación y entra en la cocina, se inclina contra la isla, el teléfono pegado al oído. Oliver no puede evitar mirarlo, observando cómo los músculos de la mandíbula se tensan mientras habla en voz baja.

—Sí, Toto… Sí, todos estamos bien. Fue solo una noche larga, ya sabes cómo son estos tipos cuando se pasan de copas— Lewis se ríe, pero su tono no suena del todo convincente —¿Y en el equipo? ¿Todo normal? ¿Nadie ha preguntado por mí o por alguno de los chicos? ¿Nadie raro rondando el paddock?

Oliver aparta la mirada, sintiendo un leve escalofrío en la nuca. Se obliga a moverse, a seguir a KimiA, que ya está medio dormido mientras abre la puerta de una de las habitaciones más pequeñas.

Mientras tanto, Max camina hacia el ventanal, alejándose un poco del grupo mientras marca el número de Christian Horner.

—¿Christian?— La voz de Max es baja, tensa, Charles se para a su lado y sin decir nada solo entrelaza su mano con la del Holandes —Sí, estoy bien. Todos lo estamos. Pero necesito que me digas si alguien ha preguntado por mí o por los demás. No, no puedo decirte dónde estoy ahora. Solo… ¿Puedes hacerlo?

Dentro de la habitación, el ambiente es más cálido. KimiA se deja caer sobre la cama y Oliver se sienta en la orilla, observándolo mientras el menor se acomoda sobre las sábanas, girando el rostro hacia él.

—¿Qué crees que nos va a pasar ahora?— murmura KimiA, la voz arrastrada por el sueño, sus largas pestañas aleteando suavemente, Oliver traga, abre y cierra los puños un par de veces tratando de no mirar los labios del chico. No tiene una respuesta. En su mente, la palabra Suzuka resuena una y otra vez, como un eco lejano que no se apaga.

—Espero que nada más…— Murmura mientras escucha cómo Lewis sigue asignando habitaciones, los pilotos se dispersan por el penthouse.

Yuki y Pierre se mueven justo al lado de ellos. Por la puerta abierta puede ver como Pierre le da un leve empujón a Yuki, riendo suavemente mientras el más bajo le lanza una mirada de fastidio fingido. Las puertas se cierran tras ellos, y alcanza a oír a Yuki murmurar algo sobre no ocupar toda la cama esta vez.

Daniel y Mick han elegido una habitación frente a ellos. Solo alcanza a ver a Mick que se deja caer sobre la cama lanzando el móvil sobre la almohada y cerrando los ojos. Daniel se queda en la puerta, enviando un mensaje rápido antes de dejarse cerrarla tras él.

—Traeré el equipaje…— explica a KimiA quien le hace un puchero fingido —Son tres pasos ya vengo…— Oliver sale y vuelve a la sala, que va quedando desierta de a pocos, el jetlag y la situación no está ayudando a que mantengan su energía.

Esteban y Lance se han instalado junto a Mick y Daniel. Lando y Carlos están recogiendo sus maletas y caminan por el pasillo hasta la habitación contigua a la de Lewis, frente a ellos ve perderse a Max, y supone que Charles está con él. Mientras recoge ambos equipajes y vuelve ve que Oscar entra en la último dormitorio disponible, Franco le sigue con las manos en los bolsillos y arrastrando incómodamente los pies. 

En el salón, Lewis pasa revista con la mirada, asegurándose de que todos estén ubicados. La expresión en su rostro es dura, tensa. Pero cuando los ve a todos finalmente instalados, asiente con un suspiro pesado. Oliver habiendo cerrado la puerta tras él, se ha sentado de nuevo en la cama donde KimiA ya dormita.

—Bien. Ahora que estamos todos… — escucha a Lewis en el pasillo hablando para sí mismo o tal vez con NicoR, pero es todo lo que alcanza a captar el resto de la frase se pierde tal vez tras la puerta de su habitación en un eco distante.. 

Se deja caer sobre las costosas almohadas y, casi por inercia, KimiA vuelve a acurrucarse en sus brazos. Oliver recuerda lo mucho que siempre le han gustado los dulces, y ahora el dulce aroma de ese niño hermoso en sus brazos lo está volviendo un poco loco. Se siente un poco salvaje, un poco perdido. Se pregunta si, en otro escenario, sin todo lo que ha pasado, podría decirle a KimiA cómo se siente y si este lo aceptaría.

Los ojos de Oliver se clavan en el rostro angelical frente a él. Las mejillas de KimiA están sonrosadas, su respiración suave, y entre el intento de procesar lo ocurrido y el calor de ese cuerpo acurrucado contra el suyo, la mente de Oliver da vueltas.

De fondo, Roscoe sigue rondando de un cuarto a otro, sus patas resonando suavemente sobre el mármol, olfateando cada rincón como si buscara algo o a alguien.

Oliver aprieta los brazos alrededor de KimiA, atrayéndolo aún más cerca, sintiendo el latido acompasado bajo su piel. Un suspiro adorable escapa de los labios del menor entre sueños, y Oliver contiene el aliento, tragando saliva mientras el cuello de la camisa de KimiA se desliza hacia un lado, revelando un tramo de piel cremosa que se ve irresistiblemente suave. Sabe bien que una probada sería su perdición.

Oliver Bearman está siendo tentado, seducido, fascinado. Y si su diablillo personal así lo decide, él se dejará arrastrar con él hasta el fin del mundo.

Notes:

De verdad estoy amando la relación de Mick y Daniel jajajaja son muy divertidos de escribir.
Ya están en Mónaco por un rato.
comentarioooossss?...

Chapter 11: Capítulo 10: Kimi Antonelli tiene miedo

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

La luz del sol apenas asoma un último destello dorado antes de hundirse tras el horizonte, tiñendo el mar de un azul profundo salpicado de brillos efímeros. Kimi Antonelli despierta envuelto en calor, la piel impregnada del aroma limpio y cálido de Oliver Bearman. 

La respiración del mayor sigue siendo un murmullo tranquilo, acompasado, justo debajo de su oído. KimiA no se mueve. No quiere moverse. No quiere romper el instante perfecto donde sus cuerpos aún se tocan y donde el mundo afuera no existe.

¿Desde cuándo se siente así? ¿Desde cuándo está tan atrapado en esa sonrisa que parece que no pertenece a este mundo? Ollie es dos años mayor. y KimiA lleva dos años en los que ha hecho lo imposible por mantenerlo impresionado, por atraerlo, por ser alguien que Oliver no pueda soltar. ¿Pero qué haría si Ollie decidiera irse? Si un día dejara de cuidarlo, de sonreírle con esa dulzura tan pura que a veces le duele en el pecho. Y KimiA tiene miedo.

Oliver es bueno. Tan bueno que a veces KimiA siente que no merece quedarse ahí, encajado en ese espacio perfecto entre los brazos del más alto. Oliver es ese calor reconfortante en los días grises, es la risa que despeja todas las nubes, es la voz baja y calmada que lo arrulla en las noches más oscuras. 

La verdad es que no sabe cómo ser solo su amigo. No cuando el simple roce de sus manos le quema la piel. No cuando las palabras se le quedan atascadas en la garganta y lo único que quiere hacer es besar esos labios hasta que ambos se queden sin aliento.

Y KimiA… KimiA no quiere ser ese chico que seduce sin intención, que provoca sin pensar. No quiere ser un diablillo, ni tentador, pero a veces siente que no le queda otra opción. Porque Oliver Bearman es el tipo de persona que parece destinado a ser amado por todos. Es tan increíble, tan luminoso, tan fácil de querer, que KimiA no puede evitar pensar que es cuestión de tiempo antes de que alguien más lo note.

Y ese pensamiento lo consume, KimiA tiene miedo. Es por eso que a veces sonríe más de la cuenta, se acerca demasiado, se atreve a tocarlo más de lo necesario. Porque siente que si no lo mantiene cautivado, Ollie podría mirar a otro lado. Porque KimiA sabe que en cualquier momento podría llegar alguien más, alguien mejor, alguien más valiente que él, alguien que no tema confesar lo que realmente siente.

Y si eso pasa, KimiA no solo perderá a ese chico hermoso que tiene en sus brazos ahora, sino también al mejor amigo que ha tenido. Porque Oliver lo cuida, lo protege, lo calma, lo hace sentir seguro. Y KimiA no está listo para perderlo. ¿Y si Oliver se da cuenta de lo desesperadamente necesitado que está de él y decide alejarse? ¿Y si lo ve como un egoísta, como un caprichoso, como un niño demasiado mimado y tentador?

Por eso, sería un mentiroso si negara lo mucho que le alivió ese vínculo. Aunque a veces se sienta un poco sucio por intentar retenerlo, aunque se odie a sí mismo por esos momentos en los que se vuelve demasiado coqueto, sigue buscando excusas para quedarse cerca, sigue aferrándose a esa marca que aún late bajo la piel, un tatuaje invisible que lo mantiene unido a Oliver, a esa calidez de atardecer en una colina inglesa. Kimi puede sentirla ahora, pulsando suavemente, reconfortante, recordándole que al menos una vez Ollie también lo eligió.

Kimi cierra los ojos y se deja hundir de nuevo contra el pecho del mayor. Quiere todo con él. Todo lo que la vida le permita. Porque no importa cuánto intente negarlo: lo ha querido desde siempre. Y tal vez, solo tal vez, si juega bien sus cartas, aún pueda tenerlo.

Y ahora después de horas de sueño reparador se despierta mejor descansado que en los últimos días, se mueve con cuidado, separándose lentamente de Oliver mientras este sigue profundamente dormido. Sus pestañas rozan suavemente sus mejillas, y KimiA se toma un instante más del necesario para observarlo. La calidez del cuerpo de Ollie aún se siente en su piel mientras se incorpora, intentando no hacer ruido.

Necesita ir al baño. Y un vaso de agua. Quizás eso calme el nudo en su garganta, ese que ha estado ahí desde que despertó y se dio cuenta de lo cerca que estuvo de ceder, de confesarlo todo. 

Al salir del baño avanza por el pasillo en silencio, los pies descalzos contra el mármol frío, hasta llegar a la cocina. La luz cálida de la isla está encendida, y ahí, apoyados en la encimera con tazas de té entre las manos, están Sebastian Vettel y Charles Leclerc.

—Mira quién despertó— dice Charles, esbozando una sonrisa mientras levanta su taza.

Seb ladea la cabeza y lo observa con esos ojos insondables —¿Dormiste lo suficiente?

—Si, solo vine por agua— murmura KimiA, abriendo el frigorífico y sacando una botella. Se toma un largo trago, la mirada fija en el reflejo de sí mismo en la superficie de acero inoxidable, hasta que la puerta de una de las habitaciones se abre.

Mick Schumacher sale arrastrando los pies, el cabello despeinado, la camiseta de cuello ancho cayendo sobre un lado del hombro. Y ahí, visible como una obra de arte macabra, una hilera de chupetones de un tono morado intenso en su piel pálida que se pierden dentro de la prenda.

Seb entrecierra los ojos, con una sonrisa que apenas contiene —¿Daniel estaba intentando emparejarte el otro lado?

Mick se lleva una mano al cuello, pero la sonrisa satisfecha traiciona cualquier intento de parecer incómodo —Cállate, Seb.

Seb se inclina hacia Mick, bajando la voz con aire conspirativo. —Pero si tu cuello es un mapa, tus labios parecen haber sobrevivido a una batalla campal.

Charles deja escapar un bufido y sacude la cabeza —No quiero saberlo.

—¿Saber qué?— pregunta Lando, que acaba de entrar, frotándose los ojos con la mano.

Mick se lleva una mano a la boca, apenas tocando los labios hinchados y rojizos. —Vamos… no fue para tanto.

—Claro— Charles rueda los ojos, tomando otro sorbo de té —Seguro que los vecinos de abajo tampoco pensaron que fuera para tanto.

Seb sonríe, ladeando la cabeza hacia Mick, cuyos labios siguen hinchados y rojizos  —Mick y Daniel recuperaron los recuerdos, al parecer— responde a la pregunta previamente hecha por Lando.

Alex, que ha aparecido detrás del britanico, arquea una ceja —¿Encontraron otra forma?

Charles deja la taza sobre la encimera y reprime una carcajada —No, la que ellos propusieron en el avión.

Mick se sonroja intensamente, bajando la cabeza y escondiéndose tras la taza de té que Seb le tiende. KimiA suelta una risa involuntaria, el vaso de agua frío en sus manos mientras observa a Mick luchar por no reírse del todo, la sonrisa más grande que ha visto en su amigo en mucho tiempo.

—Daniel siempre se asegura de dejar huella, ¿eh? —murmura KimiA, jugueteando con la botella mientras Mick se encoge de hombros, los ojos brillando de satisfacción.

Sebastian observa a Mick con una ceja alzada, una sonrisa suave pero expectante. —¿Y bien? ¿fue efectivo? ¿Recuperaron los recuerdos?

Mick baja la mirada, las manos temblorosas alrededor de la taza de té que Seb le ha pasado. El rubor asciende por su cuello hasta cubrirle las mejillas. Asiente lentamente. —Sí… sí, los recuperamos.

Lando, que está apoyado contra la encimera, se inclina hacia adelante con curiosidad. —¿Y qué recordaron?

Mick respira hondo, la voz temblorosa pero tratando de mantenerse firme. —Daniel me dijo que recuerda entrar en la cabina del conductor de VCarb… y que alguien le puso un pañuelo sobre la boca, así en pleno día lo secuestraron.

Alex entrecierra los ojos compartiendo una mirada preocupada con Charles, que mantiene el rostro tenso, aunque sus dedos tamborilean ligeramente sobre el borde de la encimera.

—A plena luz…— susurra KimiA, su voz un poco ronca por el sueño.

Mick traga saliva, su mirada fija en el té humeante. —Daniel está seguro que… que todas las parejas tuvieron… coito antes de marcarse.

Un silencio espeso cae sobre la cocina. Charles deja de tamborilear los dedos, su mandíbula apretada. Seb respira profundamente, sus labios en una fina línea. Alex desvía la mirada, sus mejillas encendidas.

Lando, que estaba a punto de beber de su taza, baja la taza lentamente, los ojos muy abiertos. —¿Todas?

Mick asiente, el rubor aún más intenso mientras se humedece los labios —Sí. Daniel y yo intentamos resistirlo. Sentíamos el calor… el aroma. Pero…— Mick cierra los ojos, como si la escena aún lo persiguiera— Pero había una voz. Salía de un altavoz en la pared. Decía… "Ríndete. Ríndete a tu alfa. Él es tu alfa."

Seb entrecierra los ojos, su mandíbula se tensa. Charles se cruza de brazos, apretando los puños.

—Y también decía… —Mick traga saliva— "Alfa, ahí está tu omega. Dispuesto. Necesita ayuda. Ríndete."

Alex aparta la mirada, el rostro pálido. Lando suelta un suspiro bajo y Seb niega con la cabeza, la expresión oscura, como si algo comenzara a encajar en su mente.

—¿Y Daniel?— pregunta Seb, su voz apenas un murmullo.

Mick baja la vista a la taza de té, sus dedos apretando el borde —Dijo que…— la voz de Mick tiembla, apenas un hilo —que no pudo resistirlo.

Y el silencio que sigue es tan pesado que parece opacar incluso el murmullo del mar al otro lado de las ventanas.

Mick toma un sorbo de té, tratando de calmarse, pero sus manos aún tiemblan un poco mientras deja la taza sobre la encimera.

—Fue…— respira hondo, buscando las palabras —Fue una experiencia muy intensa. Y muy placentera, antes pensaba que había sido violenta y no, no lo fue, lo disfruté mucho.

Seb asiente lentamente, sus ojos suavizándose un poco, pero no pierde esa mirada analítica.

Mick baja la mirada a sus manos, observando sus propios dedos como si todavía pudiera sentir los de Daniel entrelazados con los suyos. —Daniel estuvo cuidando de mí en todo momento. Me hablaba suavemente, me aseguraba que todo estaría bien, me sostuvo con delicadeza…

Un suspiro largo escapa de Charles, quien cruza los brazos sobre el pecho, la mandíbula apretada. Alex se mueve incómodo, intercambiando una mirada rápida con Lando, que simplemente mantiene la vista fija en Mick, escuchando cada palabra.

—Cuando… cuando ya saben, terminamos de… —Mick cierra los ojos, los labios fruncidos como si las imágenes aún bailaran tras sus párpados— nos quedamos abrazados. Yo no quería soltarlo. Sentía que si lo hacía… si me alejaba, algo horrible iba a pasar.

Seb le pone suavemente la mano en el hombro, un gesto silencioso de apoyo.

—Pero ellos… —Mick traga saliva, el nudo en la garganta haciéndose más grande —Ellos nos arrancaron el uno del otro. Nos forzaron a separarnos. Daniel trató de mantenerme cerca, pero alguien me agarró por los brazos y me arrastró lejos. Yo… yo lo escuché gritar mi nombre.

Los ojos de Mick brillan con un destello de angustia que trata de contener, mordiendo el interior de su mejilla hasta sentir el sabor metálico de la sangre.

—Y luego…— se encoge de hombros, sus dedos crispándose sobre el borde de la encimera —luego desperté en el laboratorio y él en el paddock.

Un silencio pesado se instala en la cocina. Sebastian baja la mirada, los labios apretados. Charles se pasa una mano por el cabello, frustrado, y Lando resopla suavemente, moviéndose de un pie al otro.

Finalmente, Alex rompe el silencio, la voz baja y tensa —Al menos no fue violento.

Mick asiente, pero no dice nada más. 

Seb respira hondo y carraspea, rompiendo el incómodo silencio. —Bueno, al menos tienen más respuestas. ¿Y… cómo te sientes?

Mick sonríe de lado, un poco avergonzado, pero incapaz de ocultar la satisfacción que le asoma en la comisura de los labios, suspira y su expresión mejora —Extrañamente bien. Como… como si hubiese recuperado algo que no sabía que había perdido.

KimiA baja la mirada hacia la taza de té entre sus manos, los dedos aferrándose al calor como si pudiera disipar la oleada de rubor que le sube por el cuello. Las palabras de Mick resuenan en su mente, cada sílaba pesando más que la anterior.

La piel de KimiA se eriza. Porque él aún no lo ha hecho. Aún no ha recuperado nada. Ni recuerdos, ni sensaciones claras. Solo fragmentos dispersos, apenas sombras de lo que ocurrió esa noche.

En el dormitorio, apenas unos minutos atrás, cuando se giró para acurrucarse contra Oliver, lo sintió tan cerca y, al mismo tiempo, tan distante. Porque Oliver no recuerda. Porque él tampoco. Porque lo único que puede aferrarse es a lo que siente ahora, a la calidez del cuerpo de Oliver, al leve roce de sus manos sobre su espalda, al murmullo tranquilo de su respiración contra su cuello.

Pero no puede evitar preguntarse… ¿Qué sintió Mick? ¿Qué sintió Daniel? ¿Fue realmente placentero? ¿O fue simplemente una trampa disfrazada de deseo?

Y lo peor es que, aunque KimiA trata de convencerse de que no le importa, de que solo quiere los recuerdos para descubrir qué hicieron con ellos, la realidad es que está desesperado por recuperarlos por otra razón.

Porque necesita saber cómo fue estar con Oliver de esa manera. Si Oliver también lo buscó, lo deseó, lo tomó. Si Oliver lo sintió suyo. Tiene miedo de averiguarlo. Tiene miedo.

Un suspiro involuntario escapa de sus labios. ¿Qué pasará cuando Oliver recuerde? ¿Se apartará? ¿Se sentirá traicionado? ¿O querrá volver a tocarlo, a besarlo, a reclamarlo?

Y KimiA no sabe si está listo para descubrirlo. Pero sabe que no puede seguir fingiendo que no quiere averiguarlo.

KimiA sigue sentado en el borde del sofá, la taza de té ya vacía entre sus manos mientras observa cómo la casa empieza a cobrar vida. Los pasos resonando en el mármol, voces roncas por el sueño y el aire cargado de aromas a café, té y el mate reglamentario de Franco.

Primero aparecen Esteban y Lance, los dos con los cabellos alborotados y los ojos hinchados. Esteban se estira, soltando un bostezo que parece eterno, mientras Lance se deja caer en el sofá junto a KimiA, soltando un gruñido.

—¿Qué hora es? —murmura Oscar, entrando frotándose la cara con ambas manos.

Antes de que KimiA pueda responder, un estruendo se escucha desde el pasillo. Max aparece de golpe en el umbral de la cocina, los cabellos despeinados y los ojos brillando de malicia.

—¡Oigan! —exclama, alzando una mano hacia el pasillo. —¡Alguien necesita cortarle las uñas a Mick!

En la puerta del pasillo, Daniel se detiene un segundo, parpadeando como si acabara de salir de un sueño profundo. Tiene el torso desnudo, y la piel de su espalda está marcada con líneas rojas, arañazos frescos que bajan desde los omóplatos hasta la cintura. Mick corre hasta él, la cara completamente roja, y lo empuja hacia adelante.

—¡Por el amor de Dios, ponte una camisa! —le grita las orejas ardiendo.

Daniel se gira hacia él con una sonrisa somnolienta, estirándose exageradamente mientras todos los ojos de la cocina se posan en él.

—¿Por qué? — pregunta con un tono inocente que no engaña a nadie. —¿Acaso hay algo que no quieras que vean?

Mick resopla y cruza los brazos, el rostro encendido mientras empuja a Daniel de vuelta hacia el pasillo.

—¡Vamos, ponte una maldita camisa! —gruñe, pero el tono carece de verdadero enojo.

Daniel se deja arrastrar con una risa perezosa, pasando un brazo alrededor de los hombros de Mick y apoyando la barbilla en su hombro.

—¿Qué? ¿Ahora te da vergüenza? —ronronea, mientras Mick rueda los ojos.

Desde la cocina, Lando suelta una carcajada.

—Oye, Mick, ¿pensaste que nadie notaría tus garras de oso? —dice, levantando las manos y agitando los dedos como si fueran garras.

Alex se ríe también, llevándose una mano a la boca. —¿Y tú, Daniel? ¿Te crees un juguete para gatos ahora?

Las carcajadas se extienden por la cocina, ligeras y relajadas. 

—Al menos hacen juego, ¿no? —comenta Esteban, señalando los rasguños en la espalda de Daniel y los chupetones en el cuello de Mick. —Eso sí es coordinación de equipo.

NicoR suelta una risa suave —Pensar que Lewis le prometió a Fred que no haríamos escándalo.

Kevin se cruza de brazos, apoyado contra el marco de la puerta, y lanza una mirada a Mick y Daniel. —¿Y eso que escuchamos eran gritos o ensayos para una ópera? Porque, sinceramente, tuvimos boletos en primera fila para escucharlos.

Las carcajadas estallan de nuevo, y Mick deja escapar un quejido ahogado, enterrando el rostro en sus manos mientras Daniel le pasa un brazo por los hombros, una sonrisa descarada en su rostro.

En medio del bullicio, Oliver aparece, el cabello aún alborotado por el sueño, y sin decir nada, se deja caer en el sofá junto a KimiA.

El silencio que se instala entre ambos es cómodo, pesado de palabras no dichas. Oliver se estira, las piernas extendidas frente a él, y al hacerlo, su rodilla roza suavemente la de KimiA.

KimiA baja la mirada, sintiendo ese toque como un pulso eléctrico que le recorre la piel. Y sin atreverse a moverse, se queda ahí, en silencio, dejando que el calor de Oliver se filtre a través de la tela de sus pantalones y lo abrace por completo.

Los pilotos que faltaban van llegando poco a poco, arrastrando los pies, algunos con el cabello revuelto y los ojos aún entornados por el sueño. El bullicio y las risas parecen haber despertado a todos, y ahora el penthouse se siente más lleno, más vivo.

KimiA observa cómo Yuki y Pierre entran juntos, empujándose mutuamente como niños, mientras Lando bosteza ruidosamente antes de dejarse caer en un sillón junto a un Carlos muy despeinado.

Sebastian, que sigue de pie junto a Mick y Daniel, levanta una mano, reclamando la atención de todos. —Hablando en serio— dice, su voz calmada pero firme, mirándolos a todos —Ellos al parecer recuperaron todos los recuerdos, así que la teoría es plausible, el método funciona.

Un silencio denso cae sobre la sala. KimiA siente el peso de esas palabras como un puñetazo en el estómago. Sus ojos se deslizan hacia Oliver, que sigue a su lado, relajado, como si no se hubiera dado cuenta del subtexto que hay en esas palabras. Pero KimiA sí lo ha sentido. Y el nudo en su garganta se aprieta aún más.

Pero antes de que alguien pueda decir algo más, Max aplaude una vez, rompiendo la tensión. —¡Bueno! —exclama, enderezándose en su asiento con una sonrisa enorme —Entonces, ¿qué tal si pedimos unas pizzas y organizamos un torneo de Mario Kart?

Las risas estallan de inmediato, aliviando la atmósfera. Lando se incorpora al instante. —¡Eso! Y prepárense para perder, porque hoy soy invencible.

Charles rueda los ojos —Si aprendes a largar bien— bromea y Lando le enseña la lengua.

Alex se estira, tomando su celular —Vale, ¿quién se apunta a una pizza con piña?

KimiA olvida por un instante toda su preocupación, enderezándose en el sofá con los ojos encendidos y una expresión casi ofendida —¡¿Pizza con piña?! —exclama, levantando la voz por encima del bullicio —¡No mientras yo esté aquí! ¡Eso es una monstruosidad!

Alex le sostiene la mirada, parpadeando como si no entendiera el dramatismo, y luego suelta una carcajada. —Oh, vamos, Kimi. Es solo una pizza…

KimiA se cruza de brazos, fingiendo estar profundamente ofendido —No en mi guardia. No en mi presencia.

NicoH se carcajea y le da una palmadita en la espalda. —Está bien, está bien. Solo pizzas aprobadas por el comité italiano de Kimi Antonelli.

KimiA levanta el mentón con dignidad, pero el brillo travieso en sus ojos delata que el momento ha funcionado. Por un segundo, la preocupación queda atrás. Y Oliver, a su lado, lo observa con una sonrisa suave, como si verlo así, tan encendido, fuera la mejor parte del día, esa sonrisa hermosa que le recuerda de nuevo porqué tiene miedo.

Lewis no escatimó en pizzas. Había cajas apiladas en la mesa de la sala, el olor a queso derretido y masa recién horneada inundando el penthouse. También había botellas de agua, refrescos y jugos; nada de alcohol. No quería arriesgarse a que el bullicio de 22 pilotos emocionados atrajera más atención de la necesaria.

Para sorpresa de todos, Kimi Räikkönen fue el gran vencedor del torneo de Mario Kart. Ganó cuatro de las seis carreras, siempre con la misma expresión impasible, incluso cuando le lanzaban caparazones azules sin piedad.

—Esto no es justo, ¡¿cómo demonios haces eso?!— exclamó George, agitando el mando como si pudiera cambiar el resultado.

KimiR solo se encogió de hombros, mordisqueando un trozo de pizza margarita. —Solo manejo.

—¡No puede ser solo eso!— insistió Charles, cruzado de brazos, mirando incrédulo la pantalla —Debes estar usando algún tipo de truco.

—¿A quién le sorprende?— añadió Sebastian, sonriendo orgulloso mientras apoyaba los pies sobre la mesa —Kimi es Kimi.

Daniel, que estaba casi dormido sobre Mick, se rió suavemente. —Sí, bueno, hasta en Mario Kart sigue siendo un hielo… frío e imbatible.

Pierre estiró los brazos y se dejó caer contra el respaldo del sofá. —Deberíamos haberlo grabado. 'El Iceman aniquila a los campeones del mundo en Mario Kart.

—Y de paso pierde una oportunidad para sonreír— bromeó Lando, recibiendo una mirada de advertencia de KimiR.

El ambiente estaba relajado, pero a medida que la noche avanzaba, los bostezos empezaron a multiplicarse.

Nico Rosberg se puso de pie, estirándose con un suspiro. —Está bien, señores. Ya se han desfogado bastante. A la cama todos. Tienen que recuperar horas de sueño si no quieren sentirse como zombies mañana.

—Pero yo quería la revancha…— se quejó Max, con un mohín infantil mientras dejaba el mando sobre la mesa y era arrastrado por Charles hacia su habitación compartida.

NicoR negó con la cabeza, moviendo una mano en dirección a las habitaciones. —Mañana, campeón. Ahora, a dormir.

Uno a uno, los pilotos comenzaron a dispersarse, arrastrando los pies hacia las habitaciones asignadas, lanzando bostezos y murmurando despedidas.

En la habitación, KimiA se sienta en el costado de la cama, los pies descalzos rozando el suelo frío. El sueño no llegaba.

La puerta se cerró con un leve clic, y Oliver se quedó allí, apoyado contra la madera, mirándolo con una expresión indescifrable. Sus ojos oscuros brillaban a la tenue luz del cuarto, y había algo decidido en la línea tensa de su mandíbula.

—Ollie… —susurra KimiA, tragando saliva.

Pero Oliver no dijo nada. En lugar de eso, dio un paso adelante. Y luego otro. Y luego otro. La mirada fija en KimiA, como si en ese momento no existiera nada ni nadie más en el mundo.

Oliver se acerca lentamente, sus pasos firmes pero sus ojos revelando un torbellino de emociones. KimiA apenas respira. La habitación parece haber perdido el aire, y todo su cuerpo tiembla ligeramente, sin poder controlarlo.

—Kimi…— la voz de Oliver es un susurro, quebrado y cargado de desesperación. Se arrodilla frente a él, sus manos tomando el rostro de KimiA, pulgares acariciando sus mejillas con una ternura devastadora. Sus ojos oscuros buscan los de él, y hay una vulnerabilidad tan palpable que KimiA siente que el corazón se le va a salir del pecho —Por favor… no me odies.

KimiA traga saliva, los dedos tensos contra el colchón. Las palabras parecen atorarse en su garganta.

—No soportaría perderte…— la voz de Oliver se quiebra, los dedos aferrándose un poco más a las mejillas de KimiA, como si soltarlo significara perderlo para siempre.

KimiA quiere responder, quiere decirle que él tampoco, que ha estado al borde del abismo pensando que Oliver podría alejarse de él. Pero las palabras no salen, solo el temblor de su cuerpo traiciona el miedo que lo consume.

—Me gustas mucho… me encantas…— Oliver respira profundamente, cerrando los ojos por un segundo, como si tomara impulso antes de lanzarse al vacío.

—Es… es el experimento— KimiA tartamudea, está seguro que Ollie solo está sintiendo sus emociones a través de la conexión, no es real, tiene miedo.

 —No, esto no es el experimento. No es la marca. Es desde hace años. Estoy enamorado de ti, Kimi. Esto solo lo confirmó, y no puedo ignorarlo más.

Las palabras caen sobre KimiA como una tormenta. Cada sílaba le golpea con una intensidad que lo deja sin aliento. De repente, la conexión de la marca se activa con fuerza, enviándole olas de amor, anhelo y ternura, tan puras y abrumadoras que KimiA siente que podría desmoronarse ahí mismo.

No sabe qué decir. No sabe cómo responder, no con palabras. Así que toma una página del libro de Raikkonen y lo hace con acciones.

Con un gemido sofocado, KimiA tira de la camisa de Oliver, y ambos caen contra la cama. KimiA queda bajo él, su espalda hundiéndose en el colchón mientras su otra mano se desliza hasta la nuca de Oliver, aferrándose, atrayéndolo más cerca, como si temiera que desapareciera si lo suelta.

Y entonces, lo besa.

Un beso hambriento, desesperado, cargado de todo el miedo, la duda y el anhelo acumulados. Un beso que lo devora y lo consume, porque KimiA decide en ese instante que está bien tener miedo, pero si Oliver está con él, entonces a pesar del pánico, hará frente a lo que la vida les depare.

Notes:

Y Ollie se lanzó valientemente al agua.....
Estoy tan enamorada de la relación de Omegas protectores de Vettel y Rosberg los amo como besties.
¿Que tal como vamos?

Chapter 12: Capítulo 11: Lewis Hamilton daría lo que fuera

Summary:

Advertencia de Smut gráfico.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Lewis Hamilton está de pie en el balcón del penthouse, el viento de Mónaco acariciándole el rostro mientras contempla las luces del puerto que parpadean como estrellas caídas. Desde allí, el mundo parece pequeño, insignificante. Pero el peso en su pecho es tan inmenso que apenas puede respirar.

A sus espaldas, la habitación está vacía. Nico Rosberg no está. Está en la sala, asegurándose de que los demás pilotos regresen a sus habitaciones, manteniendo el orden con esa calma autoritaria que siempre tuvo. Esa misma calma que solía desesperar a Lewis, empujándolo a la competencia, a la guerra, a perderlo. Daría lo que fuera por hacer todo diferente.

El eco del aroma a manzanas verdes y flor de narciso sigue impregnando la habitación, sabe que ese embriagador olor va a estar atrapado en las sabanas y almohadas donde NicoR durmió toda la mañana y tarde y el pensamiento lo hace esbozar una pequeña sonrisa. Mientras Lewis permanece inmóvil, los ojos siguen en el horizonte que se extiende más allá del puerto. Pero su mente no está allí. Está atrapada en el pasado, en esa época oscura, cuando lo tuvo todo y lo perdió al mismo tiempo.

Cuando NicoR y él eran compañeros de equipo, el mundo los veía como los reyes indiscutibles del automovilismo. Dos prodigios que crecieron juntos, que compartieron noches de karting, sueños de ser campeones y promesas de amistad eterna. Dos chicos que sabían leer el alma del otro con una sola mirada.

Habían sido inseparables desde los días de karting, Lewis y NicoR viajaban juntos, reían juntos, compartían habitaciones de hotel y se empujaban mutuamente hacia la cima. Pasaban horas jugando videojuegos hasta la madrugada, compitiendo hasta en quién podía beber más refrescos o quién recordaba más anécdotas de sus carreras infantiles.

Pero había momentos… momentos en los que Lewis sentía que la distancia entre ellos desaparecía, en los que el ruido del mundo se desvanecía y solo quedaban ellos dos, respirando el mismo aire, mirándose como si no existiera nada más. NicoR tenía una forma particular de mirarlo, un brillo en los ojos que parecía contener promesas no dichas, palabras atrapadas detrás de una sonrisa.

A veces, en esas noches de hotel, cuando la luz de la televisión parpadeaba en la oscuridad y el cansancio los hacía más sinceros, Lewis creía que NicoR lo miraba de una manera distinta. Que los ojos de NicoR decían lo que sus labios no se atrevían a pronunciar. Que quizás… solo quizás, NicoR también sentía lo mismo.

Pero entonces llegaba la mañana, y la magia de la noche se evaporaba. NicoR volvía a ser el piloto estrella, el rival, el compañero de equipo que siempre llevaba una máscara perfectamente colocada. Y Lewis… Lewis volvía a ser el chico que lo miraba desde las sombras, anhelando algo que nunca se atrevía a pedir.

Era un juego cruel. Un tira y afloja entre lo que Lewis deseaba y lo que NicoR estaba dispuesto a dar. Pero Lewis no podía evitarlo. No podía evitar quedarse atrapado en esos momentos donde las miradas se prolongaban demasiado, donde el roce accidental de una mano contra la otra hacía que su corazón latiera tan fuerte que estaba seguro de que NicoR podía oírlo.

Y su familia…
Sus padres siempre quisieron a NicoR. Desde el primer día, lo recibieron como a un hijo más. NicoR era brillante, educado, encantador. Anthony Hamilton le daba palmaditas en la espalda y sonreía con ese orgullo paternal, como si NicoR también fuera suyo. Carmen le preparaba té y le preguntaba cómo iban sus estudios, si estaba comiendo bien, si estaba durmiendo lo suficiente.

Y Lewis veía esas miradas, esas sonrisas cómplices entre NicoR y sus padres, y no podía evitar sentirse atrapado. Porque ellos veían más de lo que Lewis quería o estaba listo para contar. Porque había noches en las que su madre le decía:

Deberías hablar con Nico — nunca decía nada explicito, nunca insinuaba nada directo pero Lewis sabía que ella sabía. Y Lewis se encogía en el sofá, tragando el nudo en su garganta, forzando una sonrisa mientras negaba con la cabeza. ¿Cómo iba a decirle que estaba enamorado de su mejor amigo? ¿Cómo iba a arriesgarse en este deporte donde él por su etnia ya era una anomalía?

Pero ahora, al inhalar ese aroma a manzanas verdes y flor de narciso que aún impregna la habitación, todos esos recuerdos caen sobre él como un alud.
Las noches en las que se sentaban en el capó del coche, viendo las estrellas, NicoR tan cerca que sus piernas se rozaban. Las carcajadas bajo la lluvia en el paddock, cuando ambos estaban empapados pero no podían dejar de mirarse. Las veces que NicoR lo abrazaba al ganar una carrera, demasiado fuerte, demasiado tiempo, demasiado intenso. Daría lo que fuera por recuperar eso.

Y luego estaban los foros.
Los foros de internet llenos de teorías, de fotos, de videos de ellos dos mirándose como si el aire estuviera a punto de encenderse. Lewis no podía evitarlo. Se metía a escondidas a leer lo que decían los fans, aunque sabía que estaba mal, aunque sabía que no debía alimentar ese deseo insaciable de buscar pruebas de lo que sentía.

La tensión sexual entre Hamilton y Rosberg es tan obvia que podría cortar el aire con un cuchillo.

¿Han visto cómo se miran? Dios, que se besen de una vez. 

Apuesto a que todo ese odio en la pista es solo para ocultar lo mucho que se desean.

Y cada comentario se clavaba en el pecho de Lewis, llenándolo de una mezcla de vergüenza y esperanza. Porque si los demás podían verlo, si los demás notaban esa electricidad entre ellos… ¿No significaba eso que NicoR también la sentía?

Pero entonces llegó 2016. La temporada en la que la tensión se convirtió en guerra.

Esa conexión se volvió un campo de batalla. Las victorias de Lewis eran derrotas para NicoR. Las derrotas de NicoR eran triunfos amargos para Lewis. Y poco a poco, la rivalidad los fue destrozando.

Lewis había perdido mucho más que el campeonato. Había perdido a NicoR. Y la única oportunidad de haberle dicho lo que realmente sentía.

Se empujaron hasta el borde del abismo. Se gritaron cosas que nunca debieron decirse. Se lastimaron con palabras tan afiladas que, aún ahora, Lewis siente las cicatrices. Y cuando NicoR decidió retirarse tras ganar el campeonato, fue como si alguien le hubiera arrancado el corazón del pecho y lo hubiera dejado desangrarse.

Porque Lewis nunca pudo disculparse. Nunca pudo pedir perdón. Nunca pudo decirle que lo sentía por todo, por cada golpe, por cada cruce de palabras, por cada vez que cerró la puerta de su habitación sin mirar atrás. NicoR se fue y él se quedó allí, rodeado de trofeos y aplausos vacíos. Y de repente, todos los títulos del mundo no valían nada.

NicoR se retiró, no se despidieron. No hablaron. No arreglaron nada. Lewis se quedó con las manos vacías, viendo a NicoR desde el otro lado del paddock, impecable en sus trajes, sonriendo para las cámaras de Sky Sports, comportándose como si nada le afectara, siempre tan cerca y a la vez tan lejos. Lewis lo veía caminar entre los garajes, con el micrófono en la mano, con esos ojos azules que aún lo volvían loco. Pero lo único que podía hacer era observarlo a la distancia, sin poder acercarse, sin poder decirle nada.

Y Lewis… Lewis se consumía por dentro, cada vez que lo veía tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.
Lewis miraba esas sonrisas perfectas, esas entrevistas impecables, y lo único que podía pensar era en todas las veces que había soñado con ser quien lo hiciera sonreír así de nuevo.

Había pasado de tocarlo cada día a no poder rozarlo ni por accidente. Había pasado de mirarlo a los ojos a no poder sostenerle la mirada. Y la culpa lo consumía, devorándolo por dentro, porque sabía que nunca había dejado de quererlo. Porque sabía que jamás había sido capaz de ver a Nico Rosberg solo como un amigo.

No desde los días de karting. No desde que eran niños. No desde que Lewis, con apenas trece años, descubrió que no podía apartar los ojos de él. Que siempre buscaba excusas para estar cerca, para tocarle el hombro, para empujarlo jugando o para abrazarlo cuando ganaban.

Pero en esa época, no podía entender lo que sentía. Solo sabía que ver a NicoR le aceleraba el corazón, le secaba la boca, le hacía sudar las palmas de las manos. Y cuando empezó a ver a otros pilotos besando a sus novias, a sus esposas, a sus conquistas, Lewis comprendió que él era diferente. Que él no quería besar a chicas. Que él quería besar a NicoR.

Y entonces, el miedo se apoderó de él. Miedo a que lo descubrieran, miedo a que NicoR se diera cuenta, miedo a perderlo. Porque en ese mundo, en ese ambiente donde ser hombre significaba ser fuerte, ser hetero, ser un macho impenetrable, no había lugar para amores como el suyo. Lewis creció viendo a otros como él esconderse, casarse con mujeres que no amaban, perderse a sí mismos solo para encajar en un deporte lleno de homofobia y toxicidad.

Así que Lewis aprendió a cerrar los puños y a cerrar el corazón. A sonreír ante las cámaras y a fingir que su vida era perfecta mientras su mundo interior se desmoronaba. NicoR se fue y él se quedó allí, solo, rodeado de gente pero sintiéndose vacío.

Pero ahora, después de años de soledad y arrepentimiento después de que Lewis había suplicado al universo por una segunda oportunidad. NicoR está aquí. Están marcados. Lewis puede sentirlo en cada célula de su cuerpo. Y ese aroma a manzanas verdes y flor de narciso lo está volviendo loco.

Porque paso años pensando, deseando, rogando.  Daría lo que fuera por retroceder el tiempo y haberlo hecho bien desde el principio. Daría lo que fuera por borrar las palabras hirientes que le lanzó en el calor de la batalla. Daría lo que fuera por abrazarlo, besarlo, hacerle entender que no ha dejado de amarlo ni un solo día. Daría lo que fuera por volver a ser ese chico de trece años, corriendo por la pista de karting con los ojos clavados en NicoR, con el corazón desbocado y un amor que aún no sabía cómo llamar.

Esta vez, no va a desperdiciar la segunda oportunidad que le dio la vida.
Esta vez, dará lo que sea por recuperarlo.

Porque NicoR fue su primer amor, tal vez el único real.

Y ahora, después de años de negar sus sentimientos, después de perderlo por orgullo, por miedo, por cobardía… Lewis Hamilton está dispuesto a dar lo que sea necesario por no perderlo de nuevo.

NicoR entra en la habitación con una sonrisa tranquila y cierra la puerta tras él, el cabello ligeramente despeinado y los ojos aún un poco brillantes por la algarabía pasada. Lewis lo observa sentándose a los pies de la cama, el corazón latiéndole con fuerza. Se humedece los labios, respirando profundamente antes de palpar el colchón a su lado.

—Ven —dice, su voz suave pero cargada de intención.

NicoR titubea un instante. La sonrisa se le desvanece apenas, y sus ojos bajan hacia el punto que Lewis ha marcado en la cama. Vacila, pero finalmente cruza la habitación y se sienta junto a él, manteniendo cierta distancia, las manos entrelazadas sobre sus muslos.

El silencio pesa. Lewis lo siente como una carga en los hombros, como un ancla al fondo del estómago. Mira sus propias manos, luego al suelo, y finalmente a Nico, quien mantiene la cabeza baja, la mandíbula tensa.

—Creo que… — Lewis respira hondo, buscando las palabras —Creo que tenemos que hablar de lo que pasó. De lo que pasó entre nosotros.

Los hombros de NicoR se tensan casi imperceptiblemente, como si acabara de recibir un golpe. Sus manos se aprietan con más fuerza, los nudillos blancos, y su mirada se fija en el suelo, evitando a toda costa los ojos de Lewis.

Durante unos segundos, el silencio es tan denso que parece imposible de romper. Pero luego, Nico traga saliva, su garganta trabajando lentamente, y asiente con un leve movimiento de la cabeza.

—Sí— murmura. La voz es apenas un susurro, casi inaudible, pero lo suficientemente clara como para atravesar el espacio entre ambos —Sí, creo que tenemos que hacerlo.

Lewis respira hondo, su pecho se eleva y desciende de forma lenta, como si cada palabra que está a punto de decirle a NicoR le costará más de lo que está dispuesto a admitir. Baja la mirada a sus manos entrelazadas sobre su regazo, las uñas clavadas en la piel de sus palmas.

—Las cosas… no debieron suceder así— dice, la voz ronca, cargada de arrepentimiento. Se atreve a mirar a NicoR, que sigue con la mirada baja, el perfil delineado por la luz tenue del cuarto —Éramos tan jóvenes. Tan jodidamente jóvenes. Y yo… yo me equivoqué tantas veces.

Aprieta los labios, tragando saliva, como si las palabras tuvieran espinas.

—Yo no supe cómo manejarlo, ¿sabes?— continúa, sus ojos oscuros buscando algún indicio en el rostro de NicoR —No supe cómo manejar lo que sentía por ti. Lo que… lo que tú eras para mí. Lo que significabas. Era más fácil convertirlo en rivalidad, en competencia. Más fácil que admitir que cada vez que te veía en el paddock, cada vez que me sonreías o me tocabas, yo… yo me perdía.

Se pasa una mano por el rostro, dejando escapar un suspiro largo y tembloroso.

—No sabes cuánto lo siento, Nico. De verdad. Siento haber arruinado lo que teníamos. Siento haber dejado que todo se pudriera hasta el punto de… de perderte. Porque eso fue lo que pasó, ¿no? Te perdí. Y daría lo que fuera… —sus ojos se nublan un poco, la voz se quiebra apenas—. Daría lo que fuera por volver atrás. Para poder reparar todo lo que rompí. Por decirte lo que realmente quería decirte cuando me gritabas en el garaje o cuando me mirabas en el podio.

Lewis deja caer la cabeza hacia adelante, los rizos oscuros cayéndole sobre la frente.

—Daría lo que fuera, Nico. Lo que fuera por tener otra oportunidad contigo. Por no haber desperdiciado la primera.

NicoR suspira, un suspiro profundo que parece salir desde lo más hondo de su pecho. Sus ojos, azules y cargados de algo tan intenso como el mar en medio de una tormenta, se alzan hasta encontrar los de Lewis.

Y ahí está. Ese brillo. Ese amor que Lewis temía que hubiese desaparecido para siempre.

NicoR se pasa una mano por el cabello, despeinándolo aún más, y deja escapar una risa baja, casi amarga.

—Ambos nos equivocamos, Lewis, no fue solo tu culpa— dice, su voz suave, pero cargada de un dolor antiguo, de una tristeza que aún no se ha disipado del todo —Éramos demasiado tercos para admitirlo. Demasiado jóvenes y demasiado asustados.

Se muerde el labio, desviando la mirada un segundo antes de volver a enfocarse en Lewis.

—Me fui porque pensé que sería más fácil olvidarte si estaba lejos. Si no tenía que verte todos los días, si no tenía que oirte cada vez que pasabas por mi lado en el paddock, si no tenía que fingir que lo que sentía por ti era odio cuando lo único que quería era… —cierra los ojos un instante, la mandíbula tensa —Quería abrazarte. Quería tocarte. Quería…

Deja escapar un suspiro tembloroso, los dedos apretándose contra sus rodillas.

—Pero me equivoqué, ¿sabes?— NicoR vuelve a mirarlo, los ojos llenos de una vulnerabilidad que Lewis no veía desde que eran adolescentes —Porque no importaba cuánto me alejaba. Cada vez que te veía en el paddock, cada vez que oía tu voz en una entrevista, cada vez que alguien mencionaba tu nombre… —traga saliva, sus labios tiemblan apenas —No había un solo maldito minuto en el que no quisiera correr a ti.

NicoR se inclina hacia adelante, sus manos temblando un poco mientras las entrelaza.

—Quería hablar contigo. Quería arreglarlo. Quería… quería pedirte perdón. Pero nunca reuní el coraje. Nunca fui lo suficientemente fuerte. Y lo siento tanto, Lewis.

La voz de NicoR se quiebra al final, y Lewis siente que algo en su interior se derrumba, que esa barrera que los ha separado durante años finalmente empieza a desmoronarse.

NicoR respira hondo, sus dedos tensos entrelazados sobre sus rodillas. La habitación parece achicarse a su alrededor mientras baja la mirada, evitando los ojos de Lewis.

—Hay algo que no he dicho —comienza, la voz temblando ligeramente—. No perdí todos los recuerdos como los demás.

Lewis siente cómo su corazón da un vuelco, el aire pesándole en los pulmones.

NicoR traga saliva, su expresión atrapada entre el alivio y la vergüenza.

—Recuerdo partes del experimento— admite, bajando la cabeza —No todo, pero… recuerdo el… el placer. Fue… —sus mejillas se tiñen de rojo, los ojos fijos en un punto del suelo —Fue muy intenso. Mick tiene razón, yo no sentí que fuera violento, mi única queja es que llevaba años deseándolo, no fue lo mejor que ocurriera bajo coacción por lo que nos inyectaron.

Lewis contiene el aliento, sus propios recuerdos fragmentados e incompletos arremolinándose en su mente.

—Y recuerdo quedarme dormido en tus brazos —NicoR murmura, su voz apenas un susurro—. Después de que… nos marcamos.

La última palabra queda suspendida en el aire, cargada de un peso casi insoportable.

—Pero cuando desperté —continúa, llevándose una mano al hombro, acariciando inconscientemente la marca—, tú no estabas. Y sentí que me habían arrancado algo. Algo importante. Como si todo ese… ese vínculo se hubiese deshecho antes de siquiera entenderlo.

Lewis observa cómo NicoR cierra los ojos un momento, parece estar reviviendo ese instante.

—Y entonces, cuando llegamos a casa de Nicole… —NicoR deja escapar una risa corta, amarga—. Cuando te vi ahí, de pie, mirándome, y de repente, todo lo perdido volvió a su lugar. Y lo sentí, Lewis. Sentí que… que estaba en casa. Contigo.

NicoR se muerde el labio, una expresión vulnerable que Lewis rara vez ha visto en él.

—Y al mismo tiempo… me golpeó la nostalgia. Esa sensación de seguridad que había olvidado cuánto anhelaba. —Sus ojos se alzan finalmente, encontrándose con los de Lewis—. Y me asusté. Porque ahora sé lo que fue. Y no puedo dejar de pensar en ello. En lo que significó. En lo que pudo haber sido si no hubiera pasado de esa forma.

Lewis baja la mirada, sus dedos jugueteando nerviosamente con el borde de la sábana. Respira hondo antes de hablar, el pecho apretado por la intensidad de sus propios sentimientos.

—Cuando desperté en el paddock… —empieza, la voz baja, como si las palabras le pesaran—, no sabía qué había pasado. Solo sentía este… vacío. Como si me hubieran arrancado algo. Me costaba respirar, pensar. Miraba a todos lados y lo único que podía pensar era en ti.

NicoR se tensa, sus ojos bajando al suelo.

—Y luego en casa de Nicole —continúa Lewis, la voz temblando un poco— esa noche estabas ahí cuando entre a la cocina, y de repente todo encajó. Fue como si el mundo volviera a girar sobre su eje. —Se ríe, un sonido breve y cargado de alivio—. Sentí que podía respirar de nuevo.

Lewis extiende la mano, sus dedos rozando la muñeca de Nico, buscando ese contacto, esa conexión que siempre sintió pero nunca pudo tener.

—Pero ahora estamos aquí —dice, la voz quebrada—. Estamos aquí, y estamos hablando. Y no sabes cuánto he esperado esto. —Inspira profundamente, tratando de contener la angustia que lo inunda—. Desde el momento en que te vi en casa de Nicole, sentí que te había recuperado al menos un poco. Dormir junto a ti… tenerte cerca, aunque sea en estas circunstancias… no sabes cuánto lo agradezco.

NicoR lo observa, los ojos brillando, y en ese momento, Lewis ve el amor. Ese amor que siempre estuvo allí, enterrado bajo años de orgullo, rencor y miedo.

—Yo también —responde NicoR, su voz quebrada. —Y juro que esta vez… no voy a irme a ninguna parte.

Lewis inspira profundamente, sus ojos clavados en los de NicoR, como si buscara el coraje para decir lo que su corazón ha estado gritando por años.

—Todavía estoy muy enamorado de ti, Nico. —Su voz es un susurro, pero cada palabra está cargada de una verdad innegable—. Nunca dejé de estarlo. Ni cuando nos peleábamos en la pista, ni cuando te fuiste. Ni siquiera cuando fingía que te había superado. —Sus dedos rozan la mejilla de NicoR, el pulgar dibujando pequeños círculos sobre su piel—. Te amo. Te amo tanto que a veces siento que no puedo respirar.

Los ojos de NicoR brillan reflejando la intensidad de sus propios sentimientos. Él levanta una mano temblorosa, llevándola hasta la nuca de Lewis, acercándolo más.

—Yo también te amo, Lewis. —Su voz se quiebra, pero sostiene la mirada, sus pupilas dilatadas por la emoción—. Te amo desde siempre. Desde esos días en karting cuando me dabas la mano después de cada carrera. Desde que me mirabas como si fuera la única persona en el mundo que importaba. —Se humedece los labios, la respiración entrecortada—. Pero… ¿esto es real? Porque si vamos a hacerlo, si vamos a estar juntos… —toma aire, su voz temblorosa—. Quiero que sea de verdad. Quiero que seas mío. Y quiero ser tuyo. ¿Quieres llevar esto al siguiente nivel conmigo? ¿Es esto lo que realmente quieres? —pregunta NicoR, sus dedos temblando sobre la nuca de Lewis. Sus ojos están llenos de vulnerabilidad, de esperanza contenida, de ese amor que nunca murió.

Lewis cierra los ojos un momento, aspirando profundamente el aroma de NicoR, permitiéndose perderse en él antes de hablar.

—Esto es lo que siempre he querido —susurra, abriendo los ojos y encontrando los de NicoR, tan cerca, tan llenos de vida—. Mi corazón siempre ha sido tuyo, Nico.

Sus manos se deslizan por las mejillas de NicoR, sosteniéndolo como si fuese el tesoro más preciado.

—Te amo —  un susurro vehemente, cargado de deseo, de necesidad, de amor. Se inclina hacia adelante, sus labios rozando los de NicoR, apenas un toque suave, un roce que contiene toda la desesperación acumulada durante años.

Pero es NicoR quien cierra el espacio entre ellos, quien toma el control, hundiendo los dedos en los rizos de Lewis y atrayéndolo con fuerza.

El beso es profundo, hambriento, una unión de lenguas, de bocas abiertas, un choque de alientos y suspiros. Lewis gime suavemente contra la boca de NicoR, sus manos aferrándose a su camiseta, sintiendo el calor de su piel a través de la tela.

NicoR se echa hacia atrás, recostándose sobre la cama, y Lewis lo sigue sin dudarlo, acomodándose sobre él, sus caderas encajando perfectamente entre las piernas de Nico.

El aire entre ellos se torna denso, cargado de una electricidad palpable. Los labios de Lewis se deslizan por la mandíbula de NicoR, mordisqueando suavemente, mientras NicoR ladea el cuello, ofreciéndose sin reservas.

—Siempre fui tuyo —susurra Lewis, su voz ronca contra la piel cálida— Y ahora eres mío.

NicoR toma aire con fuerza, sus dedos enredándose en el cabello de Lewis, tirando suavemente para atraerlo de nuevo a su boca.

—Y siempre lo seré —responde antes de devorar sus labios una vez más.

Sus bocas se funden, y el mundo exterior desaparece. Lewis desliza una mano por la cintura de NicoR, acercándolo más mientras el aroma de la manzana verde y el narciso se mezcla con la neblina matinal, creando un perfume embriagador que se adhiere a sus pieles, marcándolos, atándolos.

Y cuando NicoR tira suavemente del cabello de Lewis, los labios de ambos se abren y el beso se profundiza. Es un beso hambriento, desesperado, el tipo de beso que lleva años esperando ser dado.

Lewis se deja caer sobre NicoR, sus cuerpos encajando perfectamente, como si siempre hubieran sido destinados a esto. 

El beso se intensifica, sus labios moviéndose con una desesperación contenida, un hambre que ha estado reprimida. Lewis atrapa el labio inferior de NicoR entre los dientes, tirando suavemente, y NicoR gime, una mezcla de necesidad y alivio que resuena entre ambos.

Las manos de Lewis descienden por la espalda de NicoR, deslizándose bajo la tela suave de su camiseta, tocando la piel cálida y firme que ha soñado con acariciar tantas noches. Cada centímetro recorrido envía un escalofrío a través del cuerpo de NicoR, que arquea la espalda, acercándose aún más a Lewis.

—Lewis… —susurra, su voz quebrándose mientras los dedos de Lewis trazan círculos lentos sobre su cadera, provocando un estremecimiento que lo deja sin aliento.

Lewis se separa apenas un instante, sus ojos oscuros y llenos de deseo clavados en los de Nico. Inhala profundamente, y el aroma de NicoR, ese dulce y fresco perfume de manzana verde y narciso, se mezcla con la neblina matinal, creando un cóctel embriagador que lo envuelve, que lo pierde.

—Nico… ¿Quieres…..?—murmura Lewis, sus labios apenas rozando los de NicoR, los alientos mezclándose, cálidos, cargados de promesas no dichas.

NicoR lo mira, los ojos nublados por el deseo y algo más profundo. Eleva una mano, enredando los dedos en los rizos oscuros de Lewis, atrayéndolo aún más cerca.

—Si… si… date prisa y ven acá—responde sin dudarlo. Sus labios buscan los de Lewis de nuevo, y esta vez el beso es más lento, más profundo, cada movimiento una confesión, una súplica.

Los cuerpos se alinean, se amoldan, y Lewis desliza una rodilla entre las piernas de Nico, presionando suavemente, sintiendo la dureza creciente contra su muslo. El aroma de ambos se intensifica, llenando el aire de un calor dulce, casi intoxicante.

Lewis baja la cabeza, sus labios encontrando el cuello de Nico, donde el aroma de narciso es más fuerte, más embriagador. Nico jadea, inclinando la cabeza para darle más acceso, sus dedos aferrándose a los hombros de Lewis mientras las bocas se encuentran de nuevo, hambrientas, desesperadas, como si este fuera el último beso que pudieran darse.

—¿Estás seguro?— preguntó Lewis contra su mejilla depositando un beso allí, la voz grave, temblorosa.

—Si…—NicoR asintió despacio, sin romper el contacto visual —No quiero que sea por la marca, ni por lo que nos hicieron. Quiero que seas tú, porque eres tú. Porque te amo —La voz del rubio era baja, suave, vulnerable sin dejar de ser firme —así que date prisa o te golpearé…— murmura sonrojado esquivando los ojos de Lewis que sonríe satisfecho.

Lewis traga saliva. El vínculo que comparten vibra como una cuerda tensada entre ellos, cargada de memorias, arrepentimientos… y deseo mutuo. Levanta su camiseta y la arroja a algún lugar de la habitación, la mirada de NicoR fija en él.

—¿Te gusta lo que ves?...— guiña de manera coqueta.

—Esas malditas fotos entrenando sin camisa… ahora estoy seguro que eran a propósito— medio gruñe mientras se quita la camisa y el pantalón pateandolos lejos.

—Definitivamente lo fueron…—Lewis se muerde el labio mientras ambos terminan de quitarse la ropa sobrante —Joder como me encantas…— dice mientras se inclina para capturar los labios de NicoR de nuevo, cayendo sobre el, ambos suspiran cuando finalmente se encuentran sobre las sábanas, piel contra piel. Lewis baja el ritmo hasta que cada roce es una declaración. Los besos descienden por el cuello de NicoR, rozando la venda contra la marca, y el rubio suspira, temblando.

—Siempre has sido la cosa más hermosa que he visto… —murmura con los labios sobre su clavícula—. No tienes idea de lo mucho que deseaba esto.

NicoR gime, no por urgencia, sino por la emoción contenida que se acumula como lluvia tras los ojos. Su aroma llena el cuarto lentamente, dulce y fresco.

Lewis baja una mano por su pecho, su abdomen, hasta que sus dedos encuentran el calor creciente entre sus muslos. Se detiene.

—Voy a prepararte bien —susurra— No voy a lastimarte. Quiero que lo disfrutes.

NicoR asiente, la respiración entrecortada.
—Confío en ti, Lewis. 

Hamilton baja la cabeza y besa la parte interna de su muslo con devoción. Luego, con una paciencia férrea, palpa suavemente e introduce dos dedos con sorprendente facilidad, NicoR gime, está mojado y huele tan increíble que Lewis se siente borracho. 

—Mick y Daniel no lo dijeron pero ya comprobamos que la parte de lubricación y dilatación es real…

NicoR le lanza un cojín que Lewis esquiva fácilmente mientras ríe —Vuelve al trabajo…—

—Mandón…— pero su tono no es molesto, sí no divertido.

Tomandoselo más en serio comienza a acariciarlo con los dedos, con movimientos lentos, suaves, explorando con cuidado. El cuerpo de NicoR respondiendo de forma natural a sus cuidados. 

Inserta un tercer dedo, despacio. NicoR suelta un suspiro largo y se arquea con los ojos cerrados. Lewis se queda quieto un segundo, sintiendo cómo su cuerpo lo aceptaba, cómo los músculos lo rodeaban con confianza. Sigue con paciencia, masajeando, explorando, yendo un poco más profundo cuando NicoR se relaja del todo. Se mueve con una ternura reverente, atento a cada suspiro, cada estremecimiento.

NicoR se aferra a su brazo, jadeando suavemente —Es suficiente… te necesito… — dice NicoR en voz baja, temblorosa.

Lewis se posiciona entre las piernas del rubio que está completamente abierto y deseoso. No entra de inmediato. Se detiene, apoyando la frente contra la de él, compartiendo el aliento.

—¿Estás listo?

—Sí —susurra NicoR—  deja de jugar y hazlo…

Lewis empuja con suavidad, gruñe bajo y ronco, sintiendo cómo el cuerpo de su pareja lo recibe, centímetro a centímetro cediendo sin resistencia, cálido, húmedo, íntimo. NicoR gime, aferrándose a sus hombros, mientras los dos se funden en un movimiento pausado.

—Ah… mierda—jadea Lewis, cerrando los ojos y tratando de concentrarse —Estás tan caliente... tan apretado... me vas a enloquecer...

NicoR suelta un gemido agudo y arquea la espalda, la cabeza echada hacia atrás, el cabello empapado por el sudor en la frente.

—Lewis…Joder…siento... siento cómo me llenas… tan profundo… más, por favor, más…— NicoR le clava sus uñas en los hombros buscando anclarse.

Hamilton obedece y entonces cada movimiento es más profundo y calculado, buscando algo. NicoR grita, y entonces sabe que ha dado con el punto, y concentra las fuertes estocadas para dar ahí una y otra vez.

—No voy a aguantar….— gime el rubio con las manos arañando las sábanas.

Lewis gruñe — y yo tampoco si me sigues apretando así…— cierra los ojos y trata de pensar en cosas horribles, está demasiado cerca del borde.

—Te extrañé —susurra NicoR entre jadeos— Te anhelaba tanto...

—También yo a ti…— Lewis lo besa de nuevo, callando los gemidos que el rubio no puede controlar.

La presión aumenta. El aroma de ambos se intensifica, envolviendo la habitación. Lewis baja una mano y la desliza entre ellos, acariciando el miembro de NicoR, que ya esta temblando.

—¡Ah! ¡Lewis, es demasiado…voy…voy a...! —grita retorciéndose de placer— Joder… maldita sea… ya entendí a qué se refería el archivo de Seb con el maldito nudo…

Lewis gruñe sintiendo la base de su miembro hincharse dentro de NicoR, un sonido gutural y animal que emerge desde lo más hondo de su pecho. El nudo fuerza su paso con dulzura pero con firmeza. NicoR grita, su cabeza echada hacia atrás en éxtasis puro, sus muslos tiemblan mientras sus manos arañan la espalda de Lewis.

—Sí… sí… así… hazlo —lloriquea NicoR— Joder, quiero… quiero...— parece que él mismo no sabe lo que está pidiendo y está demasiado llevado por el placer para ser coherente.

Lewis se rinde hundiéndose del todo, y el nudo encaja. NicoR grita su nombre en un clímax desgarrador, apretando su cuerpo contra el suyo mientras se derrama entre ambos, manchando sus vientres. Lewis lo sigue con un gruñido de pura liberación, temblando mientras se vacía profundamente dentro de él, sellados, unidos, por un segundo pierde el norte sacudido por el intenso orgasmo.

Quedaron anudados. Uno dentro del otro. La frente de Lewis se apoya contra el hombro del rubio mientras trata de recuperar el aliento. 

—Estás… estás temblando —susurra NicoR, jadeando pero con una sonrisa rota mientras le acaricia el cabello.

Lewis lo besa, extasiado, conmovido, tanto que siente que podría destruirse aquí mismo por la sensación surrealista de lo que acaba de ocurrir..

—Nunca pensé que podría tocarte así… y menos que tu...—

—Shh… —susurra NicoR, acariciándole el rostro— No hablemos, solo quédate, no te muevas, disfrutemos esto.

Lewis sonríe y vuelve a hundirse entre sus brazos, permaneciendo unidos en el silencio tibio de la habitación, anudados, marcados, latiendo al mismo ritmo.

—Te amo —susurra NicoR, su sonrisa empieza a tener un matiz somnoliento.

—Y yo te amo Nico…—dice Lewis besándolo con devoción— Siempre.

Y en ese instante, a pesar del caos, de la incertidumbre, a pesar del secuestro y de cada problema que han conseguido sortear para llegar hasta aquí, Lewis se permite ser agradecido, agradecer porque NicoR volvió a el, porque siente que, por primera vez en años, ha recuperado lo más importante, aquel por el que literalmente lo daría todo.

Notes:

Bueno esto fue puro pecado, pero mi corazón brocedes necesitaba esta reconciliación.
Como vamos?

Chapter 13: Capítulo 12: Nico Rosberg quiere creer que no es un sueño

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El sol apenas comienza a filtrarse a través de las cortinas, tiñendo la habitación con una luz tenue y dorada. NicoR parpadea lentamente, los ojos aún pesados por el sueño, pero incapaz de apartarlos del hombre que duerme profundamente a su lado.

Lewis está tumbado boca abajo, el rostro relajado, los labios entreabiertos dejando escapar una respiración lenta y profunda. La sábana apenas cubre la mitad de su espalda, dejando a la vista la piel bronceada, los tatuajes y las marcas que NicoR dejó la noche anterior. Un leve sonrojo se apodera de sus mejillas al recordarlo.

Habían sido muchas rondas. Cada vez más intensas, más hambrientas, más desesperadas, como si estuvieran compensando todos los años perdidos. Y ahora, al observar a Lewis dormir tan plácidamente, NicoR siente que el corazón le late con fuerza, como si aún no pudiera creer que todo eso realmente sucedió.

Se sienta en el borde de la cama, envuelto en una sábana que apenas oculta los moretones en sus caderas, las marcas de dedos y labios que Lewis dejó en su piel, testigos de la intensidad compartida. Se pasa una mano por el cuello, donde los chupetones siguen ardiendo, y un estremecimiento le recorre la columna.

Con un suspiro, se pone de pie y camina hasta el espejo de cuerpo entero del baño de Lewis. El reflejo le devuelve una imagen que lo hace enrojecer. Hay marcas en su clavícula, en sus hombros, en sus muslos, alrededor de sus pezones… cicatrices temporales de una noche inolvidable. Se lleva una mano al cuello, acariciando la piel marcada mientras las imágenes de Lewis sobre él, dentro de él, lo asaltan sin piedad.

Cierra los ojos, apoya las manos en el lavabo e intenta recuperar el aliento. Un miedo sutil se cuela entre sus pensamientos.

—¿Y si todo esto es un sueño? —murmura en voz baja, temblorosa, como si el mero hecho de decirlo pudiera convertirlo en realidad. Con rapidez da unos pasos al lavamanos, deja correr el agua fría y se salpica el rostro casi con violencia, solo para comprobar que es real.

Pero no es un sueño. Porque la marca en su cuello palpita suavemente, enviando oleadas de calor que le recuerdan que Lewis está ahí, a solo unos pasos, durmiendo en la cama.

Y por primera vez en años, NicoR se siente realmente completo. Y eso lo asusta tanto como lo llena de felicidad.

NicoR toma aire profundamente, tratando de recuperar el equilibrio mientras el reflejo en el espejo lo confronta con una versión de sí mismo que no había visto en años. Tiene los ojos ligeramente enrojecidos, el cabello desordenado y marcas por todo el cuerpo, pero es la marca en su cuello lo que realmente lo deja sin aliento.

Con manos temblorosas, desliza los dedos por el borde de la curación que cubre su cuello. La arranca con cuidado, sintiendo cómo la tela se desprende de la piel, revelando el símbolo que lo ata a Lewis.

Y allí está. La marca es tan nítida como si hubiera sido tatuada. Un conjunto de líneas dentadas que se curvaron con precisión, es la zona donde Lewis lo había mordido, son los dientes de Lewis impresos por siempre. La piel, que antes estaba sensible y enrojecida, ahora está completamente curada, con una textura ligeramente más suave y un tono mucho más oscuro que el resto.

NicoR pasa la yema de los dedos por el borde de la marca, apenas rozándola, y un escalofrío le recorre el cuerpo. Es como si la piel reaccionara al toque, al recuerdo de Lewis, a su esencia, a su amor. Aprieta los labios, cerrando los ojos un instante, recordando cómo Lewis le habló la noche anterior.

"—No sabes cuánto lo siento, Nico. De verdad. Siento haber arruinado lo que teníamos. Siento haber dejado que todo se pudriera hasta el punto de… de perderte."

La voz de Lewis, ronca y cargada de emoción, le había calado hasta los huesos. Y NicoR sintió cómo cada palabra se incrustaba en su corazón, llenando los espacios que él mismo había cerrado con tanto esfuerzo.

"—Todavía estoy muy enamorado de ti, Nico. —Su voz es un susurro, pero cada palabra está cargada de una verdad innegable—. Nunca dejé de estarlo. Ni cuando nos peleábamos en la pista, ni cuando te fuiste. Ni siquiera cuando fingía que te había superado."

Habían sido esas palabras, ese momento, ese beso desesperado y hambriento, lo que había roto las cadenas del pasado. NicoR había sentido cómo todo ese tiempo sin Lewis, toda esa soledad y ese anhelo reprimido, finalmente se desbordaban.

Abre los ojos y vuelve a mirar la marca. Era suya. Y Lewis tiene una a juego. Un testimonio irrefutable de lo que compartieron, de lo que nunca pudo olvidar y de lo que ahora estaba dispuesto a proteger con su vida.

Con un último roce sobre la marca, toma aire y se dirige a la ducha. El agua caliente resbala por su piel, calmando el ardor de los chupetones y las marcas en su clavícula y caderas. Mientras el vapor lo envuelve, deja que su mente flote entre los recuerdos de la noche anterior: Lewis abrazándolo, besándolo, susurrándole palabras de amor mientras sus cuerpos se entrelazaban una y otra vez.

Cuando finalmente sale de la ducha, se seca rápidamente y se pone una camiseta gris de algodón y unos pantalones cómodos. Revisa el reloj: las 6 a.m. Un nuevo día comienza.

Antes de salir de la habitación, se acerca a la cama. Lewis sigue profundamente dormido, el rostro suavizado por la calma del sueño. NicoR se inclina y, sin poder evitarlo, le da un beso suave en los labios.

—Te amo —susurra, y sus palabras son apenas un murmullo contra la boca de Lewis.

Se endereza, le dedica una última mirada antes de salir, sintiendo cómo su pecho se llena de amor y gratitud por esta nueva oportunidad que el destino, de algún modo, les ha dado.

Sebastian toma otro sorbo de su té, observando a NicoR por encima del borde de la taza. La luz tenue de la mañana atraviesa los ventanales, creando destellos suaves que resaltan los chupetones marcados en el cuello de ambos.

—Bueno, al menos ya somos más los que recuperamos los recuerdos— comenta Sebastian, bajando la taza y apoyándola suavemente sobre la encimera —Es un alivio, ¿no?

NicoR asiente, pasando una mano por su cuello y sintiendo el ligero escozor donde estuvo el vendaje. Lo retiró apenas minutos antes de entrar a la cocina, y el aire fresco sigue erizando la piel alrededor de la marca.

—Sí… un alivio— murmura, recordando la calidez de Lewis abrazándolo durante la noche, las manos grandes y firmes recorriendo su espalda mientras susurraban palabras de amor entre besos. Un estremecimiento le recorre la columna, pero se obliga a concentrarse en la conversación —¿Y tú? ¿Ya te quitaste el vendaje?

Sebastian asiente, jalando el cuello de la camisa para mostrar la marca de dientes en su cuello. La mordida al igual que la suya parece grabada en su piel como un tatuaje, los bordes oscuros pero curados, el relieve apenas perceptible al tacto.

—¿Cómo te sientes?—

Sebastian resopla entendiendo la pregunta, pasando una mano por su cuello.
—Sorprendido. ¿Quién iba a decir que… —hace una pausa, sus mejillas enrojeciendo un poco— que a eso se referian los archivos con un nudo alfa?

NicoR deja escapar una risa baja y nerviosa.
—Mick no advirtió nada. Absolutamente nada el pequeño mocoso.

Sebastian rueda los ojos, llevándose las manos a la cadera.
—Sí, y yo pensando que estaba preparado. Pero vaya sorpresa…

NicoR cruza los brazos, apoyándose contra la encimera.
—Para ser justos… fue una sorpresa placentera.

Sebastian asiente, un brillo divertido en los ojos.
—Lo fue. Pero aún así, me siento un poco…— deja la frase colgando pero ambos comprenden.

NicoR suelta una carcajada suave.
—Bienvenido al club.

Kimi Antonelli aparece en la cocina, despeinando sus rizos con una mano mientras se ajusta la enorme camiseta que le llega casi hasta las rodillas. Claramente es de Oliver, porque le queda demasiado grande. Los pantalones cortos apenas asoman debajo del borde de la camiseta y, pese a sus esfuerzos por disimularlo, las marcas en su cuello y clavícula son tan evidentes como las de ellos.

—¿Qué club? —pregunta, frunciendo el ceño mientras se estira con un bostezo.

Sebastian y NicoR intercambian una mirada y luego no pueden evitar reírse. Seb se cruza de brazos, inclinando la cabeza con una sonrisa entre divertida y preocupada.

—El club de los que no se enteraron de lo que era un nudo alfa hasta que fue demasiado tarde —dice NicoR, señalando con la cabeza el cuello de KimiA, donde una marca purpúrea brilla intensamente.

KimiA se sonroja, bajando la mirada y frotándose la nuca.
—Oh… eso.

Sebastian avanza hasta él, observándolo con atención.
—¿Estás bien? ¿No te duele?

KimiA niega rápidamente, aunque sus mejillas siguen delatándolo.
—No, no… Estoy bien. Muuuuy bien.

NicoR le revuelve el cabello con cariño, igual que un hermano mayor.
—Solo asegúrate de que Oliver te deje respirar entre rondas, ¿sí?

KimiA suelta un resoplido nervioso, pero no puede evitar la sonrisa tonta que se forma en sus labios. Y Sebastian y NicoR lo miran, el primero cruzando los brazos y el segundo suspirando con una mezcla de ternura y resignación.

Lando, Alex y Yuki son los siguientes en aparecer en la cocina, deteniéndose en seco al ver la escena: KimiA con el rostro completamente rojo, NicoR y Sebastian apenas conteniendo la risa.

—¿Qué pasó? —pregunta Lando, frunciendo el ceño mientras mira de KimiA a los dos mayores, claramente sintiendo que se ha perdido de algo importante.

Antes de que puedan responder, Lance sale también, estirándose perezosamente y soltando un bostezo.
—Lo que pasó es que los gritos de anoche venían de muchos lados. Está claro que más de una pareja recuperó los recuerdos— Levanta una ceja, mirando a KimiA con una expresión sospechosamente burlona.

Tras él, un Oscar despeinado y con ojeras pasa directo hacia la nevera, sacando una botella de agua fría y bebiéndola con avidez. No dice nada, pero su mirada apenas disimulada hacia KimiA lo delata.

En ese momento, Charles aparece en la cocina, todavía medio dormido y frotándose los ojos.
—¿Qué pasa? —pregunta, pero antes de recibir una respuesta, Mick grita desde el pasillo:

—¡Jaaaa! ¿Y por qué a ellos no los están molestando como a mí? —El tono de Mick es entre ofendido y divertido, y cuando aparece en la entrada de la cocina, todos pueden ver cómo se cruza de brazos, mirando acusadoramente a NicoR y Sebastian.

Kevin llega justo detrás de él, rascándose la cabeza y mirando a su alrededor.
—¿Qué es todo este alboroto tan temprano?

Yuki observa a KimiA de arriba abajo, con una sonrisa pícara.

 —Parece que algunos recuperaron los recuerdos.

KimiA le lanza una mirada de advertencia, pero es inútil. El rubor en sus mejillas sigue delatándolo y el resto apenas puede contener las risitas mientras el ambiente se carga de un aire a medio camino entre la complicidad y la burla amistosa.

La cocina se siente más cálida. Todos parecen medio despiertos, medio burlones, y Mick está parado en medio del caos con las mejillas encendidas y los labios apretados, claramente a la defensiva.

NicoR cruza los brazos y lo observa con una ceja levantada, la sonrisa tranquila pero peligrosa.
—¿Así que te guardaste lo del nudo, eh? —dice, inclinando ligeramente la cabeza.

Mick abre los ojos grandes, parpadeando como si no supiera de qué habla, pero la forma en que esquiva la mirada lo delata.
—Yo… ¿Qué? No, yo no…

Sebastian da un paso adelante, con una expresión demasiado inocente.
—Oh, no te hagas el tonto ahora, Mick. Parecías muy experto anoche para alguien que no sabía nada del nudo alfa.

Mick bufa y cruza los brazos, el rostro completamente rojo.
—Ustedes se lo buscaron por estarme molestando— suelta rápidamente, como un niño que intenta justificarse, enseñándoles la lengua. 

—¿Nudo? —pregunta Alex, frunciendo el ceño.
—¿El nudo que mencionó Seb de los archivos? —añade Charles, mirándolos a todos con confusión evidente.

Mick cruza los brazos, claramente disfrutando del momento.
—Oh, ya vas a ver, amigo. —Le da una palmadita en la espalda a Alex, con una sonrisa maliciosa.

—¿Pero qué tiene que ver un nudo con todo esto? —insiste Lando, entrecerrando los ojos.

Kevin, que sigue apoyado contra la encimera, deja escapar una risa suave.

 —Por los gritos de KimiA anoche supongo que es algo que se siente… muy intensamente. —Sus ojos se deslizan hacia KimiA, que sigue enrojecido, mirando fijamente la encimera.

NicoR intercambia una mirada rápida con Sebastian, ambos compartiendo un entendimiento silencioso.
—Sí, intensamente es quedarse corto —murmura NicoR, pasando los dedos por el cuello, donde todavía puede sentir las marcas de la noche anterior.

Mick aprieta los labios y rueda los ojos.
—Bueno, no es mi culpa que nadie me preguntara —masculla, mirando a todos a la vez.
—Y de todas formas, no es tan grave. ¿Verdad?— Pero la sonrisa que se asoma en sus labios y el modo en que se cruza de brazos lo desmienten por completo.

Sebastian y NicoR intercambian otra mirada, y esta vez es Seb quien decide tomar la palabra. Se inclina un poco hacia adelante, apoyando las manos en la isla de la cocina, y su expresión es más seria que antes.

—Escuchen — empieza, recorriendo el grupo con la mirada —Esto del nudo alfa… es algo que deberían saber antes de que alguno de ustedes se lleve una sorpresa— Hace una pausa, permitiendo que las palabras calen.

NicoR asiente, los brazos cruzados sobre el pecho, pero su mirada se suaviza al ver los rostros cada vez más alarmados de Oscar y Yuki, ambos con las mejillas encendidas.
—Es… intenso, mucho— añade, eligiendo las palabras con cuidado —Y si no sabes lo que está pasando, puede ser… un shock.

Oscar se remueve incómodo, la botella de agua temblando un poco en su mano.
—¿Pero… pero eso pasa solo cuando…? —Su voz se apaga, los ojos clavados en el suelo.

—Cuando tienen relaciones —remata Sebastian, sin rodeos.
—Y si no están preparados, puede ser… más difícil de manejar —agrega NicoR, mirando a KimiA, cuya cara está tan roja como un tomate.

Alex se muerde el labio, bajando la mirada. Oscar parece estar a punto de derretirse. Charles y Lando, en cambio, parecen fascinados.

—¿O sea que es…? —empieza Lando, inclinándose hacia adelante —¿Como un extra… accesorio?

Sebastian cierra los ojos un segundo y luego resopla, sin poder evitar reírse.
—Más o menos —dice, pasando una mano por su cabello desordenado— Pero no lo llamaría accesorio. Es… una reacción fisiológica del grupo que denominaron alfa en los archivos, en pocas palabras los que siguen durmiendo.

Lance asiente como si acabara de descubrir la fórmula de la relatividad.
—Interesante…

Yuki, que ha permanecido en absoluto silencio, baja la mirada y traga saliva. Kevin, a su lado, tiene los labios apretados, claramente incómodo.

—Y ustedes —interviene NicoR, señalando a todos— Deberían estar atentos, porque cuando ocurra… —Sus ojos se deslizan sobre los presentes que parecen más pequeños de lo habitual.
—…al principio se sentirá algo extraño y luego, bueno luego se sentirá muy bien.

Charles se cruza de brazos, el rostro completamente encendido.
—Ah. Genial. Esto es… maravilloso —masculla, claramente mortificado.

Oscar aprieta los labios, mirando la botella en su mano como si fuera lo más interesante del mundo.

Sebastian suspira, dándole una palmadita en el hombro a NicoR.
—Al menos ahora están advertidos. Es más fácil eso a que los tome por sorpresa. Recuerden que eso los ata y si se mueven antes de que baje si podría lastimarlos.

Mick, que ha estado fingiendo no escuchar, se hunde más en su silla y evita todas las miradas.

Charles se inclina hacia adelante, los ojos brillando con curiosidad renovada.
—Entonces… eso va a… Mon Dieu — exclama, suspirando con pesadez.

Yuki, con los ojos muy abiertos, levanta una mano.
—Pero… ¿duele?

Nico, Seb, Mick y KimiA se miran entre sí antes de negar al unísono.
—No duele —responde Sebastian, con una sonrisa tranquilizadora —Es… muy placentero. Pero la primera vez puede ser un poco… abrumador.

Mick asiente, cruzando los brazos sobre el pecho.
—Es como… un shock al sistema. Pero un shock muy bueno— Y no puede evitar sonrojarse cuando KimiA le lanza una mirada cómplice.

Lando se deja caer contra el respaldo del sofá, cruzando los brazos y frunciendo el ceño con un aire teatral. —No puedo creer que el enano de KimiA nos haya sacado ventaja.

KimiA le saca la lengua con total descaro.
—Ahora tú puedes ser el hermano menor, Lando.

Las carcajadas estallan en la sala, y Lando le lanza un cojín a KimiA, quien lo esquiva con una sonrisa traviesa.

Lance levanta una ceja, aún procesando toda la información.
—Vale, pero… ¿podrían ser un poco más explicativos? —dice, un tanto avergonzado pero claramente intrigado.

NicoR, Seb, KimiA y Mick suspiran al unísono y se miran.
—Piedra, papel o tijera —murmura Seb, levantando una mano.

Los cuatro juegan rápidamente, y NicoR pierde, soltando un largo y resignado suspiro.
—Vale… —dice, pasándose una mano por el cabello rubio, claramente incómodo pero decidido a cumplir su parte.

Todos se inclinan hacia adelante, atentos.

—Cuando… durante el acto, cerca del clímax— empieza NicoR, sus mejillas enrojeciendo un poco —la base del miembro del “alfa”… se hincha. Se convierte en un nudo que los mantiene unidos por un tiempo.

Alex ahoga un pequeño grito, sus ojos abiertos como platos.
—Joder eso suena doloroso…

Sebastian niega rápidamente con la cabeza.
—Tranquilo— Le lanza una mirada tranquilizadora —Nuestros cuerpos generan suficiente lubricación y dilatación para que no duela ni un poco.

Kevin, que hasta ahora había estado en silencio, levanta una ceja.
—¿Y hay secuelas? ¿Algo… algo raro?

Mick y KimiA niegan al mismo tiempo.
—No— Mick sonríe de lado —Más allá de unas marcas en la piel y eso no tiene que ver con el nudo, estamos bien.

—Oh, queria mostrarles esto—

NicoR se inclina hacia adelante, tomando aire antes de jalar del cuello de su camiseta, donde la marca luce completamente curada, pero ahora parece un tatuaje con la forma del mordisco de Lewis. Es oscuro, claramente visible y casi se siente como un fuego bajo la piel.

—Esto es lo que queda después de quitar el vendaje— dice, trazando la marca con los dedos —Está completamente curada. Y parece que deberían revisarlas suyas.

Oscar traga saliva, su mano temblando mientras lleva los dedos al vendaje en su cuello.

Charles y Alex intercambian una mirada antes de comenzar a despegar los suyos.

En la sala, el ambiente se vuelve tenso, expectante, mientras todos empiezan a descubrir sus marcas.

Uno por uno, los pilotos comienzan a arrancar las vendas con manos temblorosas.

Oscar es el primero en destapar la suya, sus dedos se mueven con torpeza mientras tira del parche. Cuando finalmente lo retira, respira hondo y observa la marca en su cuello en el reflejo de la nevera. Un mordisco perfectamente definido, un tatuaje en tonos oscuros que sigue la curva de su clavícula. Oscar pasa los dedos sobre la piel y NicoR lo ve temblar.

—¿Se siente… sensible? —pregunta Alex, su voz apenas un susurro.

Oscar asiente, todavía tocando la marca con un asombro casi reverente.
—Sí. Es como si… —Hace una pausa, sus mejillas ardiendo—. Es como si todavía lo sintiera.

Charles traga saliva, arrancando el parche de un tirón. Cuando lo retira, la hilera de dientes queda expuesta, marcando el punto donde Max lo mordió. Los bordes son oscuros, casi brillantes, y Charles pasa la lengua por sus labios, sus ojos centelleando con una mezcla de incomodidad y curiosidad.

Lance permanece inmóvil, tocando su propia curación sin atreverse a quitarla. Kevin le da un codazo suave.
—¿Quieres ayuda? —pregunta, y Lance niega con la cabeza rápidamente.

Yuki toma aire y se arranca el vendaje con movimiento rápido y nervioso, casi desesperado. La marca en su cuello se ve muy notoria.
—¿Esto se queda así? —pregunta, mirando a NicoR.

NicoR asiente, soltando el cuello de su camisa de nuevo para cubrir su marca.
—Sí. Seb dijo que no se borra—Sus dedos rozan la piel curada y siente un nuevo escalofrío, recordando los labios de Lewis sobre la marca.

Alex respira hondo y retira su venda, y al ver su marca, sus ojos se abren como platos.
—¿Y esto cómo se explica a la familia?— pregunta, pasándose una mano por el cabello, visiblemente nervioso.

Sebastian suelta una risa baja, cargada de ironía.
—Que bien que estoy retirado… buena suerte explicando esto a los equipos.

—Podemos decir que es un tatuaje a juego, una iniciación o algo entre todos, o que se yo… —Lando aparece con un vaso de agua en la mano, y frotandose con suavidad la marca con la otra.

Mick le lanza una mirada exasperada.
—Lando tiene un punto.

La mayoría está un poco anonadado con lo notorias que son y NicoR espera que su color se aclare un poco para los que tienen que correr en Suzuka.

—Iguál, los ignífugos y los enterizos de abajo cubren esa zona— dice Kevin un poco menos alterado 

Sebastian se estira, desperezándose como si el ambiente no fuera un hervidero.

 —Bueno, al menos todos parecen estar bien físicamente—

El silencio cae sobre todos como un manto pesado.

NicoR se cruza de brazos, sus ojos fijos en un punto indeterminado mientras su mente vuelve a la noche anterior. Las manos de Lewis, sus labios, el aroma a neblina matinal que parecía envolverlo por completo…

Sin poder evitarlo, lleva una mano a su cuello, presionando la marca y sonríe con suavidad. Y, aunque la mañana sigue avanzando y el bullicio sigue llenando la cocina, una parte de él sigue ahí, en esa habitación, enredado entre las sábanas con el hombre que ama.

NicoR respira hondo, sacudiéndose los últimos vestigios del recuerdo mientras camina hacia la cocina. Sebastian ya está allí, llenando la cafetera con movimientos meticulosos.

—¿Desayuno para un ejército? —bromea NicoR, asomándose al refrigerador y sacando una bandeja de huevos y algunas verduras.

—Parece que sí. —Sebastian le devuelve la sonrisa, pero hay una sombra en sus ojos. Ambos saben que alimentar 22 hombres adultos es toda una proeza.

Yuki se acerca y se sienta en la mesa.
—¿Qué haremos para comer?

—Huevos revueltos, tostadas, fruta y jugo —dice NicoR, ya empezando a cortar algunos tomates. Oscar se le une, tomando un cuchillo y comenzando a picar cebollas.

—Los demás siguen muertos para el mundo…— afirma Charles regresando de revisar las habitaciones.

—Sí, todos los “alfas”— responde Sebastian haciendo el gesto de las comillas en el aire, para empezar a servir tazas con café y té.

 —No sé ustedes, pero yo necesito una tonelada de cafeína para sobrevivir a esto— 

Mick toma asiento al lado de Yuki, apoyando los codos en la mesa y dejando caer la cabeza entre las manos. 

—Ustedes dos organicen queso y jamón— ordena NicoR pasandoles cuchillos y los alimentos mencionados.

Yuki ríe suavemente, apoyando el mentón en la mano.
—ok.

Oscar, que había ido de puntillas a su habitación compartida, viene con una conocida taza de base redonda que tiene un largo popote metálico y un paquete de algo que parece té.

—¿Puedo… puedo tener un poco de agua tibia y caliente?—

NicoR voltea a ver a Sebastian, ambos compartiendo una mirada cómplice mientras revuelven los huevos en la sartén.

—La tetera tiene solo agua tibia, puedes poner más a hervir en la olla que está en la encimera. —explica Seb sin molestar al introvertido chico.

Lando empieza a tostar el pan.
—¿Entonces? ¿El club de los “omegas” se encarga del desayuno hoy?

Charles le lanza un trozo de pan, que Lando esquiva con una sonrisa traviesa.
—Cállate, Lando.

—Oye, yo no dije nada malo, así nos llaman en el archivo —Se sienta junto a Alex que está exprimiendo las naranjas y él y Lance empiezan a organizar el pan.

Kevin está cortando fruta junto a ellos —Haremos esto, pero ellos se encargan del almuerzo y no hay discusión.

Todos hacen un sonido de aprobación colectiva, NicoR sigue cocinando, pero no puede evitar lanzar una mirada hacia la puerta del pasillo, donde sabe que Lewis sigue durmiendo. La sensación de la marca palpita suavemente en su cuello, recordándole cada caricia, cada susurro, cada promesa hecha en la oscuridad.

—¿Estás bien?— murmura Sebastian, acercándose lo suficiente para que solo NicoR lo escuche.

NicoR asiente, aunque sus ojos dicen lo contrario.
—Sí. Solo… solo tratando de procesar todo esto, desde esta mañana siento que estoy soñando.

Sebastian asiente en silencio entendiendo el sentimiento, dándole una palmada en la espalda antes de regresar a la sartén.
Y mientras los demás se organizan en la cocina, preparando el desayuno con manos aún temblorosas y corazones acelerados, el pent house permanece en un extraño estado de calma. Una calma que todos saben que no durará mucho.

NicoR hace ensalada de aguacate y fríe algo de tofu en aceite de girasol, sabe que Lewis no comerá nada de origen animal.

Uno a uno, los demás comienzan a aparecer en la cocina, como sombras somnolientas atraídas por el aroma del café y el suave bullicio.

El primero en entrar es Lewis, el cabello aún húmedo por la ducha. Sin decir una palabra, se acerca por detrás de NicoR y rodea su cintura con ambos brazos, inclinándose para apoyar el mentón en su hombro.

—¿Eso es para mí? —murmura, su voz ronca y cargada de sueño.

NicoR sonríe, sintiendo el cálido peso del cuerpo de Lewis contra el suyo.
—Si…— murmura entregandole el plato.

Lewis besa suavemente la curva del cuello de NicoR, justo sobre la marca curada, provocando un leve estremecimiento en el rubio.
—Eres el mejor…— murmura y NicoR siente su corazón saltar con esa sonrisa.

Antes de que puedan seguir, un bostezo ruidoso anuncia la llegada de Max, con el cabello desordenado y las marcas de sueño todavía visibles en su mejilla. Sin dudarlo, se desploma en la silla junto a Charles, recostando la cabeza en su hombro.
—Mañanas… odio las mañanas —gruñe, frotándose los ojos, Charles sonríe y le revuelve un poco el cabello.

Pierre aparece detrás de él, despejándose el cabello hacia atrás mientras estira los brazos y suelta otro bostezo. Se desliza junto a Yuki, revolviendole el cabello con una sonrisa.
—Madrugaste Yukino— susurra, y Yuki le da un codazo flojo, mordiéndose los labios.

NicoH entra con una expresión de completo desconcierto, mirando a su alrededor como si todavía no hubiera terminado de despertarse. Se sienta junto a Kevin, que le pasa una taza de café sin decir palabra.

Daniel es el siguiente, y apenas cruza la puerta, Mick lo recibe con un rubor evidente en las mejillas.
—Mick…— Daniel le dedica una sonrisa amplia y traviesa, inclinándose para besarle la sien antes de robarle un trozo de pan de la mano y sentarse junto a él.

KimiR camina tras él, con el ceño fruncido, aún medio dormido. Pasa junto a Sebastian, quien lo mira con un gesto que mezcla ternura y preocupación.
—¿Duermes de pie ahora? —bromea Sebastian mientras le entrega una taza humeante de café, y KimiR solo gruñe algo ininteligible antes de dejarse caer en una silla, apoyando la cabeza en la mesa.

Oliver es el siguiente, con el cabello mojado y pegado a la frente. Apenas entra, sus ojos buscan a KimiA, y cuando lo encuentra, una sonrisa suave le ilumina el rostro. Se acerca sin decir nada y se sienta junto a él, rozándole el muslo con el propio.
—¿Todo bien? —murmura, en un tono tan bajo que solo KimiA puede escuchar, el italiano sonríe y asiente mientras reparte los platos para que todos se sirvan lo que quieran de desayuno.

George entra tras él, aún medio dormido y frotándose los ojos. Se desploma en una silla junto a Alex, dejándole caer la cabeza en el hombro sin preguntar. Alex suspira y le pasa una taza de té sin decir nada.

Esteban aparece poco después, con el cabello húmedo y una expresión serena. Sus ojos recorren rápidamente la cocina hasta que se posan en Lance, quien está sirviendo dos platos de desayuno.

Sin decir una palabra, Esteban se acerca por detrás y desliza una mano suavemente por el cabello desordenado de Lance, apartándole un mechón de la frente. Presiona un beso breve pero cálido en la coronilla del canadiense antes de tomar asiento junto a él, quedándose cerca, su pierna rozando la de Lance de forma casi inconsciente.

Finalmente, Franco entra en la cocina con el cabello todavía algo desordenado y una expresión nerviosa en el rostro. Sus ojos se posan inmediatamente en Oscar, quien está de pie junto a la estufa. Pero lo que Franco nota primero es la taza de mate en la mano del australiano.

Franco se sonroja, rascándose la nuca.
—Iba a preguntar si… si habías visto mi taza de mate.

Oscar se pone rojo hasta las orejas y baja la mirada mientras extiende la taza hacia él, los dedos temblorosos.
—Ah… aquí está.

Franco toma la taza, sus dedos rozando los de Oscar por un segundo más de lo necesario. Lleva la taza a sus labios y da un sorbo, cerrando los ojos mientras deja que el sabor lo envuelva. Una suave sonrisa asoma en sus labios.
—Te quedó perfecto. ¿Quieres probar?

 —Oh…ok.. — El australiano bebe un poco, ladeando la cabeza para luego asentir con una sonrisa casi imperceptible, lo que aranca una enorme sonrisa del argentino.

Oscar parpadea parece deslumbrado y sonrojado, mientras se gira rápidamente hacia la nevera, pretendiendo buscar algo más.

—Bueno sírvase y coman...— Ordena Seb mientras todos empiezan a poner comida en sus platos— eso si los once que entraron al final se encargan del almuerzo.

Hay un gemido de derrota de los que estaban dormidos pero aceptan sin chistar. 

NicoR observa orgulloso al grupo devorar su desayuno, posando sus ojos en Lewis que le devuelve la sonrisa, la calma doméstica lo hace suspirar, se imagina un futuro con él y una cocina llena de niños, mientras trata de contener el sonrojo su último pensamiento antes de empezar a comer es que si está soñando espera no despertar.

Notes:

No tienen idea lo que me divertí con KimiA molestando a Lando y la charla divertida y cómplice sobre el nudo XD.
Espero que les guste.
cuéntenme como vamos...

Chapter 14: Capítulo 13: Esteban Ocon no tiene envidia.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Desde que llegó a la Fórmula 1, Esteban ha sentido que está librando una guerra constante. Una batalla contra el cronómetro, contra las expectativas de su familia, contra sí mismo. De niño, el karting era un lugar lleno de amigos. Pierre, Charles, Alex... Eran chicos que, como él, soñaban con llegar a lo más alto, sin más preocupación que los karts y las tardes en el circuito.

Pero cuando finalmente llegó a la F1, todo cambió. Su familia había invertido todo en su carrera. Literalmente todo. Pasaron años viviendo en una casa rodante, sin lujos, sin comodidades. Cada moneda que ganaban iba a parar al coche, a los neumáticos, al combustible. Cada victoria era una esperanza; cada derrota, una amenaza de que tal vez todo el esfuerzo había sido en vano.

La presión lo transformó. El chico sonriente y despreocupado que solía ser quedó sepultado bajo capas de ansiedad y desesperación por demostrar que merecía estar ahí. Y entonces comenzó a perder cosas importantes.

Pierre fue la primera. Su mejor amigo. El chico con el que solía reírse hasta tarde mientras planeaban sus futuras victorias. Pero en la F1, las tensiones crecieron. Ambos luchaban por destacar, ambos se volvían más fieros, más agresivos en la pista. Las cosas se dijeron. Las familias se distanciaron. Se rompieron puentes que habían tardado años en construirse.

Y Esteban siguió adelante, pero cada paso se sintió más pesado. Casi todos sus compañeros de equipo se volvieron rivales. Checo, Fernando, Pierre otra vez. No importaba cuánto intentara arreglar las cosas; el resentimiento parecía seguirlo, aferrarse a él como una sombra.

Excepto con Lance.

Desde el primer momento que lo conoció, Lance Stroll fue diferente. Quizás porque nunca hubo rivalidad entre ellos, nunca hubo resentimiento ni necesidad de competir por lo mismo. Lance lo escuchaba. Lo miraba con esos ojos tranquilos, siempre tan paciente, siempre tan presente. Cuando Esteban sentía que el mundo entero lo empujaba a ser más agresivo, más implacable, Lance le ofrecía un refugio.

Y Esteban no podía dejar de mirarlo.

Era como si cada vez que Lance le sonreía, todo se ralentizara. Como si el tiempo se congelara solo para que pudiera grabar en su memoria cada curva del rostro de Lance, cada mechón de su cabello desordenado, cada centímetro de piel expuesta cuando se quitaba el casco y respiraba hondo, con los labios entreabiertos y el pecho agitado.

Con los demás, Esteban había aprendido a contenerse. A enterrar sus sentimientos bajo capas de arrogancia y competitividad. Pero con Lance, se sentía desnudo, expuesto. Y eso lo aterraba tanto como lo atraía.

Y ahora... ahora todo era más confuso.

Desde el experimento, desde el momento en que despertaron con marcas en la piel y recuerdos fragmentados, Esteban no podía quitarse de la cabeza la sensación de Lance entre sus brazos. La sensación de estar tan cerca que podía sentir cada latido del corazón de Lance, cada respiración agitada, cada susurro ahogado.

Y lo peor, o tal vez lo mejor, era que no podía recordar todo. Pero gracias al ejercicio de Lewis en el avión recupero algunos recuerdos, como el calor. Recordó la piel de Lance contra la suya, la forma en que sus dedos se aferraron a sus hombros, el sonido de su voz pidiéndole algo... ¿qué? No lo sabía. Pero en su pecho, esa necesidad ardía, una pregunta sin respuesta:

¿Había sido voluntario?

¿Había sido deseo?

O peor aún, ¿había sido solo el efecto de lo que les inyectaron?

Esteban aprieta los puños. Los nudillos se le blanquean. Tiene que saberlo. Necesita saber si Lance quería eso tanto como él, si la conexión que sintió fue real o solo una ilusión fabricada por sus propios anhelos reprimidos.

Y ahora, con Lance apenas a unos metros de distancia, con la cabeza apoyada contra el respaldo de la silla, los ojos cerrados, y la marca descubierta, la marca que él puso ahí, esa necesidad de respuestas lo consume.

¿Qué significaba esa marca en su piel? ¿Qué significaba realmente para Lance?

Y lo más importante:
¿Lance lo quería a él? ¿Lo quería como Esteban lo deseaba? Porque si la respuesta es sí, no piensa dejarlo ir.

Esteban cierra los ojos e inhala profundamente. El aroma a melocotón maduro y peonía rosa llena sus sentidos, envolviéndolo en un torbellino de emociones que no sabe cómo contener. Es el aroma de Lance, ese perfume embriagador que se le ha quedado grabado desde aquella noche en la casa de Nicole.

Cuando despertó en el paddock después del experimento, Esteban sintió que le habían arrancado algo vital. Un vacío inexplicable, un eco sordo que resonaba en cada latido de su corazón. No sabía qué había perdido, solo que dolía. Dolía como una herida abierta.

Pero luego, esa misma noche, lo vio en la cocina de Nicole. Lance estaba allí, con la luz tenue iluminando sus cabellos despeinados, la piel ligeramente perlada de sudor. Y entonces, el aroma lo golpeó de lleno. Melocotón y peonía. Tan dulce y tan adictivo. Esteban tragó saliva.

Su primer impulso fue correr hacia él, envolverlo en sus brazos, hundir la nariz en su cuello y respirar hondo hasta emborracharse con su esencia. Pero el miedo lo paralizó. Lance levantó la mirada, sus ojos se encontraron, y en ese instante, Esteban sintió que su corazón latía tan fuerte que dolía, que quemaba.

Era ridículo. Lance estaba a solo unos pasos, pero Esteban se sentía como si estuviera a kilómetros de distancia. Y si lo que Sebastian había dicho era cierto, si realmente estaban enlazados de por vida, si esa marca en su piel los ataba de un modo irreversible, Esteban no podía imaginar nada mejor.

En el avión de vuelta, Lance se le acercó con esa sonrisa dulce y pícara que solo él tenía. Se acomodó a horcajadas sobre sus piernas, riendo suavemente, sus manos apoyadas en los hombros de Esteban, mientras Lewis daba instrucciones para el ejercicio. Y Esteban...

Esteban tuvo que reunir toda la fuerza de voluntad que tenía para no gruñir. Los muslos de Lance rozando los suyos, el aroma a melocotón y peonía llenándole los pulmones, la tentación de aferrar esas caderas con fuerza y arrastrarlo hacia él. No. No podía.

Pero la noche anterior...

Los gritos, los gemidos, el crujir de los muelles de las camas. Los sonidos de varios pilotos recuperando sus recuerdos de la única forma que parecía funcionar. Esteban pasó horas tumbado de espaldas, con los ojos apretados, los puños cerrados y la mandíbula tan tensa que dolía. Esteban no tiene envidia, para nada los envidia.

Lance dormía a su lado, envuelto en su aroma embriagador, con el pecho subiendo y bajando lentamente, ajeno a la tormenta que Esteban intentaba controlar. Si no hubiera otros gritos, si no hubiera otros sonidos que le recordaban todo lo que quería hacer...

Esteban tragó saliva, sintiendo el calor subiéndole por el cuello. En más de un momento estuvo a punto de ceder, de volverse hacia Lance, de presionarlo contra el colchón y hacerle cosas que ni siquiera se atrevía a nombrar en voz alta.

Pero no lo hizo.
Porque si algo ha aprendido a lo largo de estos años es a contenerse. A esperar. A morderse la lengua hasta sangrar. Pero ahora, mirando a Lance en la mesa del comedor, con el sol matutino dándole un halo dorado, Esteban no sabe cuánto más podrá soportar.

Uno a uno, los pilotos empiezan a retirarse de la cocina, arrastrando los pies o intercambiando miradas cómplices con sus parejas. Esteban observa cómo Lance sigue pegado a él, apenas unos centímetros de distancia entre sus cuerpos. Es como si un hilo invisible los mantuviera unidos, atrayéndolos sin remedio.

Cada vez que Lance se mueve, el aroma a melocotón maduro y peonía rosa inunda los sentidos de Esteban, haciéndole perder el tren de sus propios pensamientos. Y cada vez que los ojos miel de Lance se alzan para encontrar los suyos, un nudo se le forma en la garganta.

—¿Todo bien? —pregunta Lance, ladeando la cabeza, con una pequeña arruga de preocupación en el entrecejo.

Esteban asiente demasiado rápido, demasiado brusco.

—Sí, sí... todo bien. —Fuerza una sonrisa y carraspea, desviando la mirada a cualquier otro punto que no sean esos labios rosados.

Al otro lado de la cocina, Lewis se estira, frotándose la nuca con ambas manos antes de dejar escapar un largo suspiro.

—Oigan, creo que nos vendría bien soltar un poco de tensión —dice, y más de uno suelta una risita al oír la palabra “tensión” Hamilton se ríe sacudiendo la cabeza— Me refiero a ir al gimnasio del edificio. Entrenar un poco. Mantenernos en forma para la semana que viene cuando volvamos a las carreras.

—Yo estoy dentro incluso si ya no compito—dice Kimi Räikkönen, estirando los brazos hasta que sus articulaciones crujen.

Oliver asiente con una media sonrisa, pasando un brazo por los hombros de KimiA. Franco, que aún sostiene su taza de mate, intercambia una mirada con Oscar, quien baja la mirada de nuevo evitando sus ojos.

—¿Y después del entrenamiento? —pregunta Max, arrojando una bola de papel al cesto con la precisión de un triple en básquet.

—Después del almuerzo podemos hacer una tarde de cine —responde NicoR, que ya se ha sentado en una de las sillas con una taza de café en las manos.

—Y el almuerzo lo preparamos nosotros, supongo— añade Daniel con una sonrisa resignada.

Esteban siente a Lance moverse a su lado, y sin siquiera pensarlo, su cuerpo responde, inclinándose apenas hacia él. Es tan natural que casi duele. Lance lo mira de reojo, los labios entreabiertos, la respiración un poco más acelerada de lo normal.

—¿Quieres entrenar conmigo? —pregunta Esteban, sintiendo cómo el corazón le late tan fuerte que teme que se le escape del pecho.

Lance parpadea, un leve rubor coloreándole las mejillas, definitivamente podrían hacer algo de cardio, pero Esteban obliga a su mente a no ir allí.

—Sí... me encantaría.

La sonrisa que le dedica hace que todo en el mundo, todo lo que está mal y todo lo que Esteban no sabe cómo arreglar, se desvanezca por un instante.

Pero al mirar la marca bajo el cuello de la camiseta de Lance, el nudo en su garganta regresa. Porque sí, se siente como si estuvieran atados por un hilo invisible. Pero Esteban no sabe cuánto más podrá resistirse a tirar de él.

El gimnasio está menos concurrido de lo que Esteban esperaba así que el grupo se dispersa con alivio buscando seguir sus propios planes de entrenamiento. El aire está impregnado del olor a sudor, goma y perfumes familiares. A su alrededor, las parejas se han ido organizando de forma casi instintiva, cada uno atrapado en su propia burbuja. Esteban no puede evitar observarlos, sus movimientos, los roces que antes parecían casuales ahora se sienten cargados de significado. Pero Esteban decididamente no tiene envidia de lo que tienen.

En una esquina, Max y Charles están con las pesas libres. Max se coloca detrás de Charles, las manos firmes en la barra mientras Charles levanta. Cada vez que baja, Max lo observa con una intensidad que casi podría cortar el aire. Esteban nota cómo Max se inclina un poco más de lo necesario, sus labios cerca del cuello de Charles, quien aprieta los labios, el pecho subiendo y bajando por el esfuerzo.

—Vamos, un poco más —dice Max en voz baja, sus manos apretando suavemente los antebrazos de Charles.

Esteban desvía la mirada. Esa conexión palpable hace que su pecho se sienta pesado.

A su izquierda, Lando y Carlos están en las bicicletas estáticas. Lando pedalea con la intensidad de quien quiere escapar de algo, mientras Carlos lo sigue con un ritmo más constante, su expresión tranquila y confiada.

—¿Crees que puedes ganarme? —bromea Lando, girando la cabeza hacia Carlos.

Carlos se limita a sonreír, un destello en sus ojos oscuros mientras estira el brazo y le revuelve el cabello a Lando dejando su mano reposar sobre la marca un instante. Esteban nota cómo los hombros de Lando se tensan, y cómo se le escapa una pequeña sonrisa que no puede disimular.

Frente a ellos, Pierre y Yuki ocupan las cintas de correr. Pierre aumenta la velocidad, y Yuki no se queda atrás. Esteban los observa intercambiar miradas competitivas, casi como si estuvieran en una carrera silenciosa. Pero lo que realmente capta su atención es cómo Pierre deja escapar una risa baja cada vez que Yuki acelera. Es una dinámica que no había notado antes, pero que ahora parece evidente.

Un poco más allá, Alex y George están en la zona de estiramientos. Alex se sienta en el suelo, las piernas extendidas, inclinándose hacia adelante para tocarse los dedos de los pies. George se coloca detrás de él, las manos en la parte baja de la espalda de Alex, empujándolo suavemente hacia adelante.

—¿Te duele?— pregunta George, su voz baja pero audible en el oído de Albon.

—Un poco— responde Alex, cerrando los ojos y dejando escapar un suspiro.

Esteban nota cómo la mano de George se queda un poco más de lo necesario en la espalda de Alex, y cómo los ojos del británico parecen oscurecerse al observarlo.

Más atrás, Kevin y NicoH están en la zona de press de banca. Esteban no puede evitar fijarse en cómo NicoH se inclina sobre Kevin, asegurándose de que la barra no se le caiga. Kevin cierra los ojos, las manos firmes en la barra, mientras NicoH murmura algo que Esteban no alcanza a escuchar, pero sí ve cómo los labios del alemán rozan la oreja de Kevin.

En la esquina más apartada, Oscar y Franco están estirando. Oscar le pasa una botella de agua a Franco, y el argentino la toma sin apartar la mirada de Oscar. Es un gesto simple, casi insignificante, pero Esteban nota el leve temblor en las manos de Franco y cómo Oscar mantiene la mirada fija en el argentino, como si estuviera esperando algo.

Las parejas que oficialmente son parejas, bueno, Esteban no puede mirar mucho, Lewis le roba besos a NicoR en los momentos en que este se detiene de hacer ejercicio, y si Daniel se pone mas encima de Mick para ayudarlo a estirar posiblemente van a multar a Lewis en el edificio por indecencia, Seb y KimiR aparentemente están tranquilos pero intercambian guiños y besos cada que alguno termina una serie, y los más jóvenes bueno, KimiA sostiene los tobillos de Oliver que hace abdominales, y este le da un pequeño beso cada que sube. Decididamente Esteban se dice a sí mismo que no tiene envidia, claro que no…

Finalmente, Esteban vuelve a enfocar su atención en Lance, quien está frente a él, haciendo curls de bíceps. Cada vez que levanta la pesa, un brillo de sudor cubre sus antebrazos. Esteban se obliga a mirar hacia otro lado, pero el aroma a melocotón y peonía rosa le llena la cabeza, nublándole los sentidos.

—¿Todo bien? —pregunta Lance, bajando la pesa y mirándolo a los ojos.

—Sí... sí, todo bien —responde Esteban de nuevo, tragando saliva.

Pero no está bien. No cuando siente que cada segundo que pasa al lado de Lance lo acerca más al borde de un precipicio que no sabe si podrá evitar.

Cuando finalmente terminan, ambos están empapados en sudor igual que todos los demás. Lance toma una toalla y se seca el cuello, con la respiración entrecortada. Sus ojos se encuentran y Esteban siente que podría ahogarse en ellos.

—¿Te sientes mejor? —pregunta Esteban, tratando de sonar casual.

—Sí... y tú? —Lance le sostiene la mirada un poco más de lo necesario.

Esteban asiente, pero la verdad es que no puede calmar la oleada de deseo que lo consume. Apenas puede apartar la mirada de los labios de Lance.

El vapor de las duchas aún cuelga en el pent house cuando Esteban entra en la cocina junto a los demás de su grupo para preparar el almuerzo. El aire está cargado de aromas frescos, a jabón y loción para después de afeitarse. Lewis se estira los brazos por encima de la cabeza, sus músculos tensándose mientras camina hacia la nevera.

—Bueno hamburguesas de pollo para todos, veganas para mi— declara Lewis después de estirarse sacando un paquete de tofu y hummus, KimiR tras él empieza a sacar varios contenedores con pollo suficientes para alimentar a la tropa.

—Se supone que eres vegano hay demasiados huevos y pollo en esta nevera— Se ríe Raikkonen mientras empieza a colocar el pollo con agua y especias en una olla gigante, Lewis pone los ojos en blanco.

—NicoR pidió todo eso cuando estaba en la ducha— se encoge de hombros el británico —Algo sobre no matar de hambre a los niños—

Daniel lava los vegetales mientras Oliver corta diligentemente rebanadas de queso y Pierre está en la estufa tostando un poco los panes. Max ha sido designado a exprimir limones para una jarra gigante de limonada. Carlos está preparando el aliño para las hamburguesas mezclando huevos y harina en un bowl. Esteban, NicoH y George terminan encargados de pelar y cortar las papas, Franco esta esperando porque sera el encargado de ayudar a freírlas.

—¿No vas a retirar eso? ya esta mas que curado…— le dice Lewis a Franco señalando su propia marca.

Esteban ve al argentino caminar hacia la reluciente nevera de Lewis, con un suspiro, comienza a despegar el esparadrapo de su cuello, mordiendo el labio cuando la piel queda expuesta, es la última persona en descubrir su marca.

La marca es oscura, los bordes definidos especialmente en el centro donde van los dientes frontales superiores. Franco inclina la cabeza, mirándola con una mezcla de incredulidad y curiosidad.

—Dientes de conejito... —murmura, esbozando una sonrisa leve.

De reojo, Esteban capta cómo Oscar, que está en la sala contigua ayudando a Seb a doblar las toallas que sacaron de la secadora, baja la mirada rápidamente, las orejas encendidas.

Rato después de mucho esfuerzo en la cocina y de, afortunadamente ningún accidente, los 22 pilotos se sientan a la mesa. El almuerzo transcurre entre bocados de hamburguesas de pollo, papas fritas crujientes y vasos de limonada fría. Esteban termina su plato un poco antes que los demás, pero permanece sentado.

—Tienes algo en…— dice Lance señalandose la mejilla cerca a su labio, Esteban avergonzado trata de encontrar la macha con su servilleta —no… no ahí…déjame— y como si fuera la cosa más normal del mundo el canadience frota suavemente el pulgar sobre la salsa y seguidamente chupa su dedo volteandose para volver a enfocarse en la conversación que estaban teniendo en la mesa, tan tranquilo completamente ajeno a lo que acaba de hacerle a su pobre corazón.

Cuando su cerebro decide reconectarse la conversación en la mesa ha pasado del entrenamiento a qué hacer por la tarde. Lewis es el primero en proponerlo.

—Bueno tarde de cine, ¿Y qué tal una serie larga?. Así nos distraemos un rato.

Daniel asiente, acomodándose más cerca de Mick, quien tiene la cabeza apoyada en su hombro. —Yo voto por algo de acción.

—Oye, Zhou me recomendó un dorama chino en Netflix —dice Lando, estirando las piernas bajo la mesa—. Se llama The Untamed. Dice que es una fantasía épica llena de acción, drama y peleas de espadas con ropas antiguas.

Max frunce el ceño, ladeando la cabeza. —¿Dorama? ¿En serio?

—Paso— resopla Pierre, inclinándose hacia Yuki para susurrarle algo al oído. Yuki suelta una risita, pero Esteban nota cómo mantiene los ojos clavados en Lando.

—No se ve malo la verdad…—interviene Carlos, cruzando los brazos y mirando alrededor — ¿Qué tal si vemos el primer episodio? Si no nos gusta, cambiamos.

Lando sonríe como un niño al que acaban de prometerle dulces, y Esteban se da cuenta de que Carlos ha estado mirándolo de reojo desde que Lando mencionó a Zhou.

—¿De qué trata?— pregunta Daniel, lanzando una papa frita al aire y atrapándola con la boca.

—Magia, sectas, guerras, instrumentos musicales... —dice Lando encogiéndose de hombros —Zhou no habla mucho así que si lo recomendó no debe ser tan malo.

Oscar levanta la mano tímidamente. —Yo voto por darle una oportunidad.

Franco sonríe apenas, aún jugueteando con la taza de mate entre las manos. Esteban lo observa, viendo cómo el argentino parece esforzarse por no mirar directamente a Oscar.

KimiR no dice nada, pero Esteban lo ve inclinándose hacia Sebastian, que está pasando los dedos por el teclado de la vieja laptop que trajo del laboratorio.

—¿Estás seguro de que quieres hacerlo ahora? —pregunta KimiR, su voz baja, solo para Sebastian.

Sebastian asiente sin mirarlo, su expresión concentrada en los archivos encriptados —Sí, estoy bajando los dos archivos, quiero ver si puedo avanzar en esto en un equipo más moderno— señala su propia laptop mucho más nueva— mientras ustedes ven el episodio.

KimiR se acomoda más cerca de él, envolviendo a Sebastian con un brazo mientras lo acerca hacia su costado. Esteban desvía la mirada, sintiéndose un intruso al observar un momento tan íntimo.

—Entonces, The Untamed— dice Lando, dando un pequeño aplauso —Preparemos la sala de estar

La mesa es un caos de platos, vasos y restos de papas fritas dispersas como un campo de batalla. Esteban se levanta primero, tomando algunos platos y llevándolos al fregadero. Lance está a su lado en un instante, recogiendo los vasos y apilándolos cuidadosamente. Sus dedos rozan los de Esteban al colocar uno de los platos en el agua jabonosa, y ambos se congelan por un segundo antes de seguir trabajando como si nada hubiera pasado.

A lo largo de la cocina, los demás se han organizado en pequeños equipos. Max y Charles lavan los platos, intercambiando empujones juguetones que terminan con una salpicadura de agua sobre la camiseta de Charles. Mick y Daniel secan los cubiertos mientras Alex y George barren el suelo. KimiA y Oliver se encargan de empacar en la nevera los ingredientes sobrantes, mientras Sebastian, a un lado del comedor junto a KimiR, sigue concentrado en los archivos encriptados.

Franco, aún con su taza de mate en la mano, limpia la mesa junto a Oscar, pero parece más interesado en observar al australiano que en recoger las migajas de pan. Esteban no pierde de vista a Lance, quien ahora está secando los platos con una toalla, los labios ligeramente fruncidos en un gesto concentrado que hace que el corazón de Esteban dé un vuelco.

Kevin, NicoH, Yuki, Pierre, Lando, Carlos, Lewis y NicoR están encargados de alistar la tarde de películas.

Una vez la cocina y el comedor quedan limpios y relucientes, el resto del grupo se traslada a la sala de estar. El sofá grande está en el centro rodeado de todas las cobijas y almohadas que pudieron encontrar. Yuki y Pierre aparecen con una montaña de golosinas y bolsas de palomitas, que dejan caer en la mesa de centro, esto trae un pequeño recuerdo de su primera noche en casa de Nicole.

—Es como un fuerte de almohadas gigante— dice Lando, hundiéndose entre los cojines con una sonrisa satisfecha.

KimiR y Sebastian se acomodan en una esquina del sofá, Sebastian con su laptop aún encendida sobre las piernas, y KimiR rodeándolo con un brazo, los ojos cerrados pero la expresión alerta.

Esteban se deja caer en el suelo, apoyando la espalda contra el sofá. Lance se sienta a su lado, estirando las piernas hasta rozar las de Esteban. Ninguno dice nada, pero la cercanía es suficiente para que los latidos del corazón de Esteban se aceleren.

—¿Listos? —pregunta Lando, con el control remoto en la mano y una expresión entusiasta.

La pantalla se ilumina con los primeros acordes de The Untamed, y Esteban se hunde un poco más en los cojines, consciente de la calidez que emana de Lance, tan cerca que podría jurar saborea su aroma.

Casi cuarenta minutos después la sala de estar está en un completo silencio mientras los créditos del primer episodio de The Untamed comienzan a rodar en la pantalla. La mayoría tiene los ojos muy abiertos, otros parecen un poco confundidos, y Esteban siente la cabeza ligeramente embotada intentando procesar todo lo que acaba de ver.

—Pero... ¿qué carajos? —Max es el primero en hablar, con las cejas fruncidas y los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Murió pero sobrevivió? 

—¿Y no era el protagonista?¿ como va a morir los primeros 10 segundos de serie? —Pierre añade, mirando a Yuki, que parece tan perdido como él.

—¿Y el tipo del moño morado? — George pregunta, señalando la pantalla como si pudiera obtener una respuesta de los créditos—. ¿Era el hermano o el primo o...? Siento que me perdí de algo.

Carlos se frota la barbilla, inclinándose hacia adelante con los ojos entrecerrados—Pero... ¿Eso era un flashback? ¿O estábamos en el presente?

Franco sigue sosteniendo su taza de mate, pero no ha tomado un sorbo desde que comenzó el episodio. —No entendí nada, pero... ¿Pero a dónde fue el tipo del ritual si el otro se quedó con su cuerpo?

—A mí me gustó —Lando comenta en voz baja, recibiendo un suave codazo de KimiA, quien asiente entusiasmado. —Zhou me dijo que se pone mucho mejor.

—¿Cómo va a ponerse mejor si ya murió? —Kevin pregunta, frotándose la nuca.

—Pero revivió…— apunta Alex

Lance se inclina un poco hacia Esteban, la rodilla rozando la de él, y le susurra: —¿Tú entendiste algo?

Esteban niega con la cabeza, pero no puede evitar sonreír al ver la expresión ligeramente frustrada de Lance. —Supongo que el segundo episodio aclarará algo... ¿no?

Lewis se estira, estallando los dedos y mirando a los demás. —Bueno, ¿vemos el segundo? A lo mejor ahí explican qué demonios está pasando.

—Sí, porque si no, voy a terminar con más preguntas que respuestas —NicoH murmura, rascándose la sien.

NicoR lanza una mirada rápida a Lewis, que ya ha tomado el control remoto —Ok, un episodio más. Pero si al final de este seguimos igual de perdidos, vamos a necesitar que alguien nos haga un diagrama.

Lando levanta la mano, sonriendo. —Yo voto por seguir.

Esteban asiente, sintiendo cómo Lance se recuesta un poco más cerca de él, el calor de su cuerpo impregnando el aire a su alrededor. Sebastian ha dejado la laptop a un lado y se ha acomodado mejor contra el pecho de KimiR, quien le acaricia el brazo distraídamente.

El segundo episodio comienza y Esteban no puede evitar pensar que, a veces, perderse un poco no es tan malo.

Las horas pasan sin que nadie se dé cuenta. El sol comienza a caer tras las ventanas, pintando la sala de estar con tonos naranjas y dorados. El ambiente está cargado, pero no solo por la luz cálida del atardecer. En la pantalla, Wei Ying y Lan Zhan comparten una mirada intensa, tan cercana que parece que el aire entre ellos podría arder en cualquier momento.

—¿Pero van a besarse o no? —Charles estalla, con el ceño fruncido y los brazos cruzados. Sus mejillas están ligeramente sonrojadas, aunque no lo admitiría ni bajo tortura.

—No es ese tipo de serie, Charles —Lewis responde con una risa baja, pero sus ojos no se apartan de la pantalla.

Esteban siente a Lance removerse a su lado, el muslo de su compañero rozando el suyo cada vez que se mueve. La proximidad no debería alterarlo tanto, pero después de horas viendo esas miradas intensas, la piel se le eriza con cada roce.

—¿Cómo que no es ese tipo de serie? — Lando se inclina hacia adelante, sus ojos brillando con entusiasmo—. ¿Me vas a decir que después de todo esto, no van a... tú sabes...? —Hace un gesto con las manos que deja poco a la imaginación.

—¿Vieron la forma en la que se miran? —Carlos comenta, sacudiendo la cabezan — Es obvio que hay algo ahí, ¿no?

Oscar, que ha estado sorprendentemente callado, murmura en voz baja: —Yo pensé que Wei Ying estaba muerto.

—¡Sí, sí lo estaba! —responde Franco, sus cejas arqueadas—. Pero ahora está...bueno lo trajeron a la vida en el cuerpo de alguien… o algo así.

KimiA asiente, con los ojos clavados en la pantalla. —¿Y los libros de dibujos de Wei Ying? Eso fue... bastante intenso.

Daniel suelta una carcajada, tirándose hacia atrás en el sofá. —¿Y tú qué sabes de eso, KimiA?

Oliver le da un codazo a Daniel, pero está tan absorto en la escena en pantalla que apenas lo nota. Lan Zhan sostiene la mirada de Wei Ying, sus dedos rozando los de él de una forma tan delicada que parece un roce de plumas.

—Joder —NicoH murmura, echándose hacia atrás en el sofá—. ¿Por qué siento que estos dos podrían incendiar la pantalla solo mirándose?

—Porque podrían —Pierre responde con un tono bajo, los ojos fijos en los labios de Lan Zhan, que parecen a punto de decir algo crucial

Yuki asiente, mordisqueandose la uña del pulgar. —Creo que si Lan Zhan lo empuja contra una pared, voy a gritar.

Kevin suelta un bufido y sacude la cabeza. —¿Empujarlo? Después de esas miradas, ¿quién necesita empujones? 

—Lo único que diré es que nadie es tan buen actor…— apunta Seb conteniendo la risa.

El grupo se ríe, pero Esteban apenas puede unirse a la conversación. Lance está tan cerca que su aroma a melocotón maduro y peonía rosa lo envuelve por completo. En la pantalla, los personajes siguen mirándose como si el mundo pudiera acabarse y a ellos no les importara. Y cada vez que Lan Zhan roza a Wei Ying, el corazón de Esteban late más fuerte.

—Oigan... —Lewis se levanta de repente, estirándose—. ¿Qué hora es?

El reloj marca las seis de la tarde. Nadie ha comido nada más que palomitas y dulces desde el almuerzo y el estómago de Yuki ruge tan fuerte que Daniel suelta una carcajada.

—Bueno, creo que ya es hora de hacer algo de cenar— KimiR dice, llevándose una mano a la nuca —A menos que quieran seguir mirando y ver si estos dos finalmente...

—¡voto por seguir viendo! —Lando levanta la mano con una sonrisa pícara.

Carlos suelta una risa baja, mirando a Lando con una expresión divertida. —Creo que alguien está demasiado invertido en esta historia.

Esteban apenas escucha el resto. Lance ha apoyado la cabeza en su hombro, sus pestañas rozándole la piel cada vez que parpadea. En la pantalla, Lan Zhan y Wei Ying siguen mirándose, tan cerca pero tan lejos. Justo como él y Lance.

Lewis se estira en el sofá, su expresión concentrada mientras observa a Wei Ying y Lan Zhan compartiendo otra de esas miradas cargadas de tensión. Luego, deja escapar un largo suspiro y se pone de pie, sacando su teléfono del bolsillo.

—Vale, esto se está poniendo intenso y estoy demasiado hambriento como para pensar en cocinar ahora —anuncia, agitando el teléfono en el aire—. ¿Qué les parece si pedimos comida china? Digo, ya que estamos tan metidos en el ambiente del dorama...

Max levanta el puño, asintiendo con entusiasmo. —¡Sí, por favor! Unos dumplings, arroz frito... lo que sea.

—Y tofu —Lewis le lanza una mirada a Max, que hace una mueca—. Pido mi versión vegetariana, pero ustedes pueden pedir lo que quieran.

Oscar levanta una mano tímidamente. —Yo quiero bao buns. ¿Puedo?

—Y noodles —Franco añade, su mirada aún fija en la pantalla, donde Wei Ying y Lan Zhan comparten un momento a solas en el bosque.

—Sí, sí, lo que quieran. Pidan lo que quieran. —Lewis ya está marcando el número del restaurante y empieza a dar las órdenes mientras los demás siguen comentando lo que acaban de ver.

KimiA se gira hacia Oliver, que tiene una expresión absolutamente fascinada. —Oye, ¿estos dos… tú crees que tienen algo? ¿Wei Ying y Lan... Zhan?

Oliver asiente con la cabeza, los ojos brillando. —Sí creo que Lan Zhan está completamente perdido por él.

—¿Cómo no estarlo?— Pierre murmura, cruzado de brazos, observando la pantalla como si pudiera quemarla con la mirada. Yuki se recuesta contra él, mordisqueando un trozo de chocolate.

—¿Vamos a hacer aún más obvio que Gasly tiene una debilidad por los Asiáticos?— Esteban no se puede abstener de comentar en broma, por un segundo espera que Pierre lo insulte o algo pero este solo le lanza un cojín mientras todos se ríen y las orejas de Yuki se colorean de un rojo intenso.

El olor a comida china llega antes de lo esperado, llenando el apartamento con notas de salsa de soya, jengibre y ajo. Lewis reparte los paquetes con una precisión casi militar, asegurándose de que cada uno reciba su pedido y manteniendo su tofu apartado del pollo y la carne.

—Vale, tengo mi tofu, mis dumplings y mi té verde —Lewis dice mientras se deja caer en el sofá junto a NicoR, tomando sus palillos con destreza—. Ahora... a seguir viendo.

Esteban toma su caja de arroz frito y se acomoda, sintiendo a Lance moverse para tomar su propia cena. Apenas han pasado unos segundos cuando los personajes en pantalla se enfrentan a una horda de enemigos, y los sonidos de espadas y gritos llenan la habitación.

—¡Wow! —George se inclina hacia adelante, los ojos muy abiertos—. ¿Qué demonios? ¡Esos tipos salieron de la nada!

—¿Pero ese otro tipo de donde salió? —NicoH pregunta, la boca llena de dumplings.

—Es un flashback —responde Kevin, riéndose.

Carlos toma un sorbo de su limonada y se gira hacia Lando, que está completamente absorto en la pantalla, los ojos fijos en el rostro de Lan Zhan. —Creo que alguien está a punto de volverse fanático del dorama.

—¿Quién? ¿Yo? —Lando disimula mal, metiéndose un bao bun en la boca.

En la pantalla, Wei Ying y Lan Zhan comparten otro de esos momentos silenciosos cargados de tensión. La música se intensifica, y Esteban siente que hasta el aire en la habitación se espesa. Lance está tan dolorosamente cerca que su brazo roza el suyo cada vez que se mueve, y el aroma a melocotón maduro y peonía rosa se mezcla con el del arroz frito, creando un cóctel embriagador.

—Mierda... —Daniel murmura, inclinándose hacia Mick—. ¿Enserio qué están esperando estos dos para besarse?

Mick se ruboriza, pero no dice nada, enfocándose en sus palillos como si fueran lo más interesante del mundo.

Los capítulos se suceden uno tras otro. Para cuando el noveno capítulo culmina, la mayoría ha terminado de comer y están completamente absortos en la historia. Wei Ying y Lan Zhan están atrapados en otro momento de miradas intensas, y Esteban siente que todo su cuerpo está tan tenso como los hilos del guqin que Lan Zhan toca con tanta calma.

—Bueno... —Max dice finalmente, dejando su caja vacía en la mesa—. Creo que estoy oficialmente obsesionado con este dorama.

—Y solo hemos visto nueve capítulos —Lewis responde, acomodándose mejor en el sofá—. ¿Alguien más siente que esto apenas está empezando?

Esteban asiente sin apartar la vista de la pantalla, con el corazón latiendo tan fuerte como si estuviera allí, en el bosque, junto a Wei Ying y Lan Zhan.

Las horas pasan y los ojos de todos siguen fijos en la pantalla. El apartamento está en penumbra, apenas iluminado por la luz azulada que emana del televisor. Los envoltorios de comida china están amontonados en la mesa.

En la pantalla, Wei Ying y Lan Zhan caminan juntos por un sendero en medio del bosque, la tensión entre ellos salta a la vista. Lance está medio recostado contra su costado, con los ojos entrecerrados pero aún absorto en cada palabra, en cada mirada que se cruzan los protagonistas.

—¿Entonces... son o no son? —pregunta George, frunciendo el ceño.

—¡Obvio que sí! —exclama Charles, gesticulando con la mano—. ¿Cómo no te das cuenta? ¡Se están mirando como si quisieran arrancarse la ropa!

Carlos asiente, con una media sonrisa —Y esa pelea... ¿Alguien más sintió que se estaban desnudando con los ojos o solo yo?

Lando se ríe, pero sus ojos no se apartan de la pantalla. Yuki y Pierre están tan pegados el uno al otro que parecen una sola persona. Pierre tiene el rostro sonrojado, y cada vez que Wei Ying sonríe, él parece derretirse un poco más.

En la pantalla, la música se intensifica cuando Wei Ying agarra el brazo de Lan Zhan.

—Mierda... —Alex susurra, inclinándose hacia George—. ¿Van a... ya sabes...?

George le da un codazo en las costillas, pero no puede evitar sonreír.

Otro capítulo llega a su fin y el siguiente comienza automáticamente, sin darles tiempo ni siquiera a pestañear. Las escenas se suceden, cada vez más intensas, cada vez más cargadas de secretos no dichos, miradas correspondidas y gestos tan sutiles que los tiene al borde del asiento.

Cuando el episodio doce termina, la habitación queda en un silencio absoluto. Wei Ying y Lan Zhan han quedado uno frente al otro en el bosque, mirándose como si el mundo pudiera derrumbarse a su alrededor y no importara mientras estuvieran juntos.

—¿Podemos ver otro? —Max pregunta, ya buscando el control remoto.

Pero antes de que alguien pueda responder, Nico Rosberg se pone de pie, estirándose con un largo suspiro y mirando a todos con su expresión más severa.

—No. —Cruza los brazos, adoptando su pose más autoritaria— Es media noche. Mañana tenemos que seguir trabajando en esos archivos, y varios aca van a tener que hacer como en pandemia y hacer sus obligaciones de patrocinios y trabajo de manera virtual, y no vamos a hacer nada si todos están zombies por no haber dormido.

—¡Pero está tan bueno!— Daniel se queja, dejando caer la cabeza en el regazo de Mick, que le acaricia el pelo distraídamente.

—Ni siquiera hemos llegado a la parte en la que se besan...—George exclama, con el ceño fruncido.

Alex le lanza una mirada divertida—. Y si no han llegado a esa parte en doce episodios, dudo que lo hagan pronto.

NicoR no se inmuta. —A dormir. Todos. Ahora.

Los suspiros y las quejas llenan la habitación, pero poco a poco, empiezan a levantarse del sofá, estirando los brazos, restregándose los ojos. Esteban se pone de pie también, y al hacerlo, siente que Lance se le queda mirando, los ojos aún brillando por las escenas que acaban de ver.

—¿Qué te pareció? —pregunta Esteban, la voz apenas un susurro.

Lance sonríe, una sonrisa tan dulce que Esteban siente que su corazón podría detenerse. —Me encantó. ¿A ti?

—Sí...— Esteban asiente, tragando saliva —Mucho.

Y mientras Lance camina hacia la habitación, Esteban siente que todo lo que ha visto en esos doce episodios, todas esas miradas y caricias no dichas, no son nada comparado con lo que acaba de pasar entre ellos dos.

La habitación está sumida en la penumbra, apenas iluminada por el tenue resplandor de la ciudad filtrándose a través de las cortinas. Esteban se acomoda en la cama, sintiendo el colchón hundirse bajo el peso de Lance, quien se recuesta a su lado.

El silencio es espeso, cargado de una tensión que ambos parecen ignorar a propósito. Pero es imposible ignorar el calor del cuerpo de Lance junto al suyo, tan cerca que Esteban puede sentir su respiración acompasada rozarle el cuello.

Cierra los ojos, intentando relajarse. No debería pensar en Wei Ying y Lan Zhan mirándose como si quisieran devorarse vivos. No debería pensar en los gemidos que escuchó la noche anterior, en las manos aferradas a sábanas y las marcas frescas en los cuellos de los demás.

Y definitivamente no debería pensar en cómo se sentiría Lance sobre él, bajo él, con los labios rojos de tanto morderlos, jadeando su nombre...

—Ahhhhh...

Un gemido, bajo y ronco, atraviesa el silencio. No viene de su habitación, pero sí de muy cerca. Esteban abre los ojos de golpe. Junto a él, Lance también los abre, grandes ojos hermosos.

—¿Eso fue...?— Lance susurra, apenas moviendo los labios.

Otro gemido, más prolongado esta vez, y Esteban reconoce la voz. Nico Rosberg.

Por supuesto. Así que ese era el afán de enviarnos a dormir. Esteban rueda los ojos, pero su corazón late con fuerza contra el colchón.

Y no es el único. De otras habitaciones se escuchan sonidos similares: un jadeo entrecortado que podría ser KimiR, una risa sofocada que suena a Daniel, el rechinar de un colchón y lo que parece un susurro que no logra distinguir.

Esteban aprieta los dientes. No, decididamente no tiene envidia de eso.

Claro que no.

Porque no querría estar ahora mismo cubriendo el cuerpo de Lance con el suyo, no querría estar sintiendo sus piernas rodeándolo, sus uñas clavándose en su espalda, su boca apenas abierta pidiendo más...

—Esteban.

La voz de Lance lo arrastra de vuelta a la realidad. Esteban parpadea, y cuando se gira, los ojos de Lance están fijos en él. Brillan, pupilas dilatadas, y el suave suspiro que escapa de sus labios eriza su piel.

Y Esteban siente cómo su garganta se seca, cómo cada parte de su cuerpo late al mismo ritmo que el silencio que se ha instalado entre ambos.

Porque puede oír los gemidos a su alrededor, pero lo único que quiere oír es el de Lance, justo en su oído. Y si, es la primera vez que lo admitira asi sea en su mente, está muriendo de la jodida envidia, pero si las cosas siguen asi, no sera por mucho tiempo.

Notes:

heeeeeeeeey como vamos?
jajaja un placer culposo meter the untamed aquí jojojo.

Chapter 15: Capítulo 14: Lance Stroll está agradecido.

Summary:

Alerta de Smut

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Lance siempre fue un niño tranquilo. Silencioso, solitario. Nunca le gustaron los escándalos ni levantar la voz, pero eso no importaba cuando su padre se giraba para mirarlo con ese gesto desaprobador, como si cualquier queja fuera una muestra de debilidad.

Chloé jugaba con él cuando eran pequeños, pero luego creció y los chicos comenzaron a ocupar más tiempo que su hermanito menor. Lance se acostumbró a pasar las tardes solo, aprendiendo a tragarse las palabras antes de que salieran, porque sabía que si se atrevía a decir que algo le molestaba, Lawrence lo miraría con esos ojos fríos. "No seas tan sensible, Lance"

Y así fue aprendiendo a ser el chico que nunca se quejaba. Que aceptaba los abrazos cuando llegaban, pero no los pedía. Que sonreía a las cámaras, aunque era distante porque era lo que se esperaba de él, pero que por dentro se sentía como una planta que no había visto el sol en semanas.

Cuando comenzó en el karting, era evidente que su vida no se parecía en nada a la de los otros chicos. La mayoría llegaban con cascos remendados, trajes prestados, padres con las manos llenas de grasa y el ceño fruncido por las deudas. Lance llegaba en autos caros, con trajes nuevos y un equipo de mecánicos listos para ajustarle hasta el último tornillo.

Y él lo sabía. Lo sentía en cada mirada de reojo, en cada susurro a su espalda. "Ahí va el niño rico"

Pero había uno que nunca lo miraba así. Esteban. Desde el primer momento, Esteban fue amable y cálido, incluso cuando Lance sabía que su situación económica era completamente opuesta a la suya. Esteban vivío en una casa rodante, su familia apostó todo a su carrera, vendiéndolo todo. Mientras que Lance se quejaba de que su auto no estaba bien calibrado, Esteban sonreía agradecido por tener siquiera un auto con el que correr. Esto lo hizo agradecer un poco más su suerte.

Cuando llegaron a la F1, Esteban perdió su asiento en Force India en el momento en que Lawrence compró la escudería y la transformó en Racing Point. De un día para otro, el amigo que lo había tratado siempre con dulzura se quedó sin asiento, sin futuro, sin nada.

Y sin embargo, Esteban jamás lo miró con resentimiento. Nunca le echó en cara lo que Lawrence había hecho. Al contrario. Siempre estuvo ahí para él.

Era el único que lo defendía cuando los demás decían que estaba en la F1 solo por su apellido. Esteban decía que Lance tenía talento, que se merecía estar ahí tanto como cualquiera, el único que veía las horas de esfuerzo extra que pasaba Lance en el taller. Que sí, su padre había comprado el equipo, pero que eso no le quitaba sus capacidades al volante.

Y Lance se aferraba a esas palabras como a un salvavidas en medio de una tormenta. Porque eran pocas las personas que creían en él, que lo veían por lo que era y no por lo que tenía.

Con el tiempo, Esteban se convirtió en su mejor amigo, casi el único verdadero. La persona a la que le confiaba sus inseguridades, sus miedos. La única a la que le permitía ver sus grietas. Y Esteban lo abrazaba sin juicio, sin reservas. Suave. Siempre tan suave con él. Nunca vió al Esteban del que otros hablaban, el que estaba listo para saltar al cuello del que se pusiera en frente.

Pero ahora, después del experimento, todo ha cambiado. Lance se reiría de lo irónico que es haber sido secuestrados del paddock. De lo sencillo que fue para aquellos bastardos meterlos en un laboratorio sin que nadie lo notara. Aún no ha hablado mucho con su padre, más allá de los chats, pero sabe que si Lawrence supiera que superaron su seguridad estaría furioso. Porque si hay algo que su padre odia, es perder el control.

Pero Lance no está furioso. No, en realidad está... agradecido.

Cuando estaban atrapados en aquel laboratorio, rodeados de paredes blancas y luces frías, Lance no había sentido miedo, no realmente. Ni cuando empezaron a idear los planes para escapar ni cuando se subieron a la camioneta mugrienta descalzos y escasamente vestidos. Porque no estaba solo. Porque tenía a los otros pilotos a su lado, todos unidos en una causa común. 

Tal vez no lo diga en voz alta, porque no sabe cómo lo verían los demás. Ninguno de ellos ha tenido una vida normal. Max y Charles han pasado años compitiendo hasta la extenuación, Lewis ha cargado con un peso inmenso sobre sus hombros, KimiR ha vivido bajo su propio código inquebrantable. Todos ellos han tenido que crecer demasiado rápido, pero ahora, aquí, todos parecen un poco más suaves, un poco más cálidos.

Lance recuerda la huida cuando tuvieron que comprar esas ridículas camisetas de gasolinera, el olor a aceite quemado impregnándoles la piel. Habían compartido risas nerviosas, miradas cómplices, y esa sensación de que, por primera vez, estaban en el mismo bando. Viajar juntos, dormir juntos, cocinar juntos, tener tardes de cine con toda la grid... Es un sueño surrealista del que no quiere despertar.

Y aunque no lo dice, está agradecido. Agradecido por poder estar tan cerca de Esteban sin que nadie lo mire con juicio, sin que nadie se atreva a cuestionar por qué sus dedos se rozan accidentalmente o por qué lo busca con la mirada cuando cree que nadie está viendo. Porque aquí, lejos de las carreras y las presiones, todos pueden ser vulnerables, todos pueden soltar el peso que han cargado por años.

Y más allá de las bromas y los roces infantiles, Lance lo siente. Sabe que, si alguien intentara hacerles daño, los 22 pilotos que han sido sometidos a este experimento serían capaces de pararse como una muralla, defendiendo a cada uno de los suyos con uñas y dientes.

Incluso estar aquí, en este penthouse abarrotado, debería sentirse más indefenso, más expuesto. Sin embargo, no puede evitar pensar que esto se siente... como una familia.

Porque, al final del día, en este momento y con todo lo vivido lo único que realmente tienen... es a ellos mismos. Y Lance se permite estar agradecido y en este momento no cambiaría a estas personas por nadie.

Está agradecido porque está atado a Esteban. De por vida. Y eso es un milagro que nunca supo que necesitaba.

Si tan solo Esteban dejara de resistirse, dejará de actuar como si lo que pasó entre ellos hubiera sido un error. Lance siente que sus emociones están desbordándose, que su corazón late demasiado rápido cada vez que lo tiene cerca. Pero Esteban parece decidido a seguir fingiendo que no siente nada. Que Lance no significa nada para él.

Y Lance está aterrado. Porque sabe que Esteban no es como los demás. Esteban no quiere su dinero, no quiere impresionarlo. Esteban lo ve, realmente lo ve.

Y si Esteban decide que no quiere estar a su lado, no hay nada que Lance pueda hacer.

Porque Lance puede tener dinero, puede tener autos, puede tener una mansión llena de cosas caras, pero el cariño, la atención y el amor son cosas que no se pueden comprar.

Y no puede dejar pasar más tiempo. Los días avanzan, se acumulan, y ninguno sabe qué pasará cuando lleguen a Suzuka y tengan que separarse. La incertidumbre pesa como una losa sobre sus hombros. Si no toma el riesgo ahora, podría arrepentirse después, y Lance ya ha cargado con demasiados arrepentimientos en su vida.

Demasiados “¿y si…?” que nunca se atrevió a responder.
Demasiadas noches en las que se quedó en silencio cuando lo único que quería era gritar.
Demasiadas miradas hacia otro lado cuando lo único que deseaba era abrazarlo con fuerza.

Ha sido un cobarde. Ha dejado pasar oportunidades por miedo al rechazo, por el miedo a no ser suficiente. 

Pero el mañana es incierto y el destino les ha dado un golpe tan bajo que ha tambaleado todo su mundo. Porque podría perder a Esteban en Suzuka, y sí la opción es perderlo ahora o más adelante Lance decide que necesita quitarse la incertidumbre de encima. Porque no va a perderlo sin haber peleado por él sería un dolor demasiado grande, un arrepentimiento que no podría soportar.

En la penumbra de la habitación, los gemidos y gritos ahogados siguen filtrándose a través de las paredes. Lance no necesita esforzarse mucho para identificar algunas voces. El tono grave y áspero de KimiR, el sonido entrecortado de NicoR, el ronco eco de Oliver que parece rebotar contra las paredes. Y cada uno de esos sonidos solo consigue encender un fuego más intenso en su pecho.

Pero nada es tan potente como la mirada fija de Esteban, que sigue perforándolo desde el otro lado de la cama. Esteban no dice nada. Solo lo observa, con esa mezcla de deseo reprimido y algo que parece puro desconcierto. Y esa mirada, esa condenada mirada, es la gota que derrama el vaso.

Lance cierra los ojos por un instante, respirando hondo. Todo lo que su padre le ha enseñado se amontona en su cabeza: “No te quejes, Lance. No pidas. No necesites. Los hombres no lloran. Los hombres no ruegan.” Pero eso no sirve de nada aquí. No ahora. No cuando el aire está tan cargado de feromonas y deseo que parece un perfume pesado, embriagador.

El latido de su corazón resuena en sus oídos mientras abre los ojos. Mira a Esteban y lo ve. Lo ve de verdad. El pelo revuelto, el pecho subiendo y bajando con respiraciones contenidas, los labios ligeramente entreabiertos. Lo ve. Y todo en él grita que ese es el hombre que ama, el hombre que lleva amando en silencio durante tanto tiempo que parece una eternidad.

Así que manda al diablo todo.

Antes de que pueda pensarlo dos veces, Lance se mueve. Se desliza hacia adelante, apoyando las rodillas a cada lado de Esteban sentándose sobre las caderas del Francés. Lo siente tensarse bajo él, el cuerpo de Esteban poniéndose rígido como una cuerda a punto de romperse. Pero no dice nada. Solo lo observa, los ojos tan oscuros y dilatados que Lance casi podría ahogarse en ellos.

Por un instante, el tiempo parece detenerse. Los sonidos de las otras habitaciones desaparecen. El mundo se reduce al vaivén de sus respiraciones. Lance levanta una mano temblorosa y la apoya suavemente en la mejilla de Esteban, sintiendo la calidez de su piel bajo los dedos.

—Esteban... —susurra, y la voz le sale un poco rota, un poco desesperada.

Esteban traga saliva. Sus labios se entreabren, como si fuera a decir algo, pero no llega a pronunciar palabra alguna porque Lance se inclina y presiona un beso suave contra su boca.

Es un roce leve, un toque tímido, apenas un susurro de piel contra piel. Pero para Lance, es como saltar de un precipicio. Y para Esteban, parece que es el último empujón que necesitaba.

El beso apenas termina cuando Esteban se incorpora de golpe, sus manos grandes y firmes tomando a Lance por la cintura. En un movimiento brusco, pero no carente de cuidado, lo hace rodar sobre la cama, quedando él encima. El colchón cruje bajo el peso de ambos, y Lance jadea al sentir el cuerpo de Esteban sobre él, tan cerca que parece envolverlo por completo.

Esteban lo mira desde arriba, con la respiración agitada y los labios húmedos por el beso. Durante un segundo eterno, parece debatirse consigo mismo. Luego, sin decir nada, inclina la cabeza y lo besa de nuevo.

Pero esta vez no hay suavidad. Esta vez es un beso hambriento, desesperado, cargado de toda la frustración acumulada, de todas las noches en vela, de todos los silencios que Lance ha soportado mientras Esteban intentaba actuar como si nada hubiera cambiado.

Y ahora todo ha cambiado.

El beso se vuelve más profundo, más demandante. Las manos de Esteban bajan por la cintura de Lance, aferrándose a su camiseta, los dedos largos crispándose contra la tela como si intentaran contenerse. Pero ya es tarde para eso. Lance arquea la espalda bajo él, los ojos cerrados y los labios entreabiertos, respirando contra la boca de Esteban mientras sus dedos se aferran a los mechones oscuros del francés.

Esteban baja sus labios hasta la mandíbula de Lance, mordisqueando suavemente, dejando besos desordenados a lo largo del cuello, hasta que Lance deja escapar un gemido ahogado, sus manos temblando al sentir la boca caliente de Esteban contra su piel. Esos labios, esos dientes, se sienten como un arma letal que Lance no tiene intención alguna de evitar.

—Esteban... —susurra de nuevo, esta vez con una voz más rota, más necesitada, mientras sus caderas se elevan inconscientemente, buscando más contacto, más fricción, más de lo que solo Esteban puede darle ahora.

Y Esteban lo entiende. Porque ya no hay palabras. Solo quedan besos que queman, manos que exploran y cuerpos que se buscan desesperadamente en la penumbra, como si fueran dos piezas que encajan a la perfección, sin importar cuántas veces intentaron negarlo.

Los labios de Esteban se deslizan hacia abajo, dejando un rastro de besos y mordiscos por el pecho de Lance, bajando hasta el vientre, hasta ese punto justo donde el borde del pantalón se convierte en un obstáculo. Sus manos tiemblan cuando tironea del elástico, sus dedos torpes al intentar deshacerse de la tela. Lance se incorpora un poco, ayudándolo a bajarlos, pateando los pantalones hasta que caen al suelo, dejándolos a ambos en ropa interior.

Esteban se detiene un instante, los ojos oscuros recorriendo el cuerpo de Lance con una desesperación que parece devorarlo desde dentro. Pero Lance no se siente vulnerable. Se siente adorado, envuelto por esa mirada hambrienta, como si Esteban estuviera viendo a la única persona en el mundo que le importa.

—Dios… —Esteban baja la cabeza, sus labios rozando el vientre de Lance, mordisqueando suavemente la piel, dejando marcas rojizas allí donde pasa. Lance tiembla, sus dedos aferrándose a las sábanas mientras sus caderas se arquean, buscando más contacto, más fricción.

Esteban vuelve a subir, atrapando sus labios en un beso hambriento, su lengua deslizándose contra la de Lance, reclamándolo con cada movimiento desesperado. Sus manos se enredan en el cabello de Lance, tironeando suavemente, mientras sus caderas se mueven contra él, frotándose con una fricción que los deja a ambos jadeando.

—Esteban… —Lance susurra contra su boca, las palabras escapando en un suspiro entrecortado. Sus manos buscan el borde del bóxer de Esteban, y el francés gime cuando los dedos de Lance rozan la piel caliente y tensa debajo.

Pero entonces, Lance lo detiene, sus ojos oscuros encontrando los de Esteban, buscando algo más allá del deseo que los consume.

—¿Esto… esto es solo por la marca? —pregunta, la voz quebrándose un poco, como si temiera la respuesta.

Esteban niega de inmediato, su rostro está tan cerca del de Lance que sus respiraciones se mezclan.

—No… no lo es. —Sus manos tiemblan mientras acaricia la mandíbula de Lance, sus dedos trazando la línea de su barbilla con una ternura que contrasta con la intensidad en su mirada—. No tenía la marca en Fórmula 3 cuando me enamoré de ti.

Lance contiene el aliento, el pecho apretándole tanto que le duele. Esteban lo sostiene por la nuca, acercándolo hasta que sus frentes se tocan, y su voz sale en un murmullo desesperado. Sintiendo el amor llegando en oleadas a través del vínculo, es tanto que Lance siente que podría terminar llorando por sentirse tan querido.

—Te amo, Lance. Y te juro… —sus labios rozan los de Lance, apenas un roce que deja a ambos temblando—. Te juro que no hay nada, nada que desee más que esto entre tu y yo. 

Lance cierra los ojos, sus manos apretando los hombros de Esteban mientras su cuerpo responde con un gemido ahogado, su piel ardiendo, sus labios buscando los de Esteban en un beso que lo consume todo, que no deja lugar a dudas, que dice todas las palabras que ninguno había sido capaz de pronunciar hasta ahora.

Los labios de Esteban siguen descendiendo por el cuerpo de Lance, dejando un rastro de mordiscos y besos húmedos que arden como llamas contra la piel sensible. Cada centímetro es reclamado, marcado, hasta que Lance siente que va a desmoronarse bajo ese asalto desesperado.

—Estie… —gime, su voz quebrada, el cuerpo arqueándose contra el colchón, buscando más, buscando todo.

Esteban lo sostiene por las caderas, sus dedos clavándose en la piel como si necesitara aferrarse a él para no perderse. Sus ojos están oscuros, hambrientos, desesperados, y Lance siente que su respiración se entrecorta al verlo así.

—Por favor… —La voz de Lance es un susurro desesperado, un ruego ahogado. Sus manos buscan el rostro de Esteban, los pulgares rozando sus mejillas, los ojos brillantes de pura necesidad—. Por favor, Estie… necesito… te necesito.

Esteban cierra los ojos un instante, como si las palabras de Lance lo destrozaran por dentro. Cuando los abre, hay algo casi salvaje en su mirada.

—¿Qué necesitas? —pregunta, y su voz sale ronca, cargada de deseo contenido.

Lance tiembla bajo él, las manos resbalando hasta aferrarse a sus muñecas. Su cuerpo está tan sensible, tan expuesto, tan absolutamente a merced de Esteban que siente que podría romperse en mil pedazos y no le importaría mientras Esteban esté ahí para recoger cada fragmento.

—A ti… te necesito a ti —susurra, su voz rota, los ojos clavados en los de Esteban—. Te necesito tanto que duele.

Esteban suelta un gruñido bajo, sus manos recorriendo las costillas de Lance, su boca atrapando un pezón entre los labios, chupando con tanta intensidad que Lance se retuerce bajo él, los gemidos escapándose sin control.

Lance siente que el aire le falta. Sus ojos se llenan de lágrimas, sus manos subiendo para enredarse en el cabello de Esteban, acercándolo, pegándolo contra él hasta que sus labios se rozan, hasta que sus respiraciones se mezclan. Y entonces lo besa de nuevo. Pero no es un beso suave. Es un beso cargado de todos los años perdidos, de todos los deseos contenidos, de todos los “te amo” que nunca se atrevieron a decirse.

Las manos de Esteban bajan por el cuerpo de Lance, arrancándole la última prenda con un tirón apresurado, sin dejar de besarlo, sin darle tregua. Los cuerpos se alinean, Lance jadea al sentirlo tan cerca, tan caliente, tan absolutamente presente.

—Estie… por favor… —Y ya no es solo un ruego. Es un grito ahogado, un llanto desesperado, un latido hecho palabras—. Te necesito… ahora…

La respiración de Lance está entrecortada. 

—Por favor...— suplica de nuevo su voz quebrada por el deseo. Se arquea ligeramente, sus caderas buscando el contacto, su cuerpo temblando de anticipación.

Esteban lo mira con intensidad. Su aliento cálido contra la piel sensible del cuello de Lance. 

—No quiero lastimarte —gruñe, aunque su voz traiciona el autocontrol que lucha por mantener, su mano bajando para meterse entre las piernas de Lance.

—No lo harás —susurra Lance, aferrándose a sus hombros—Ya…ya estoy— murmura mientras Esteban tantea la entrada que ya está dilatada y lubricando—No…no me molestaría si eres un poco rudo…— Lance ladea la cabeza para ocultar la vergüenza de pedir eso, quiere que Esteban lo tome en serio, con toda la pasión, quiere sentirlo al otro día.

Ocon aprieta la mandíbula, un jadeo ronco escapa de su garganta..

—No sabes lo que me haces cuando me hablas así...

Lance lo atrae más cerca, los cuerpos completamente adheridos el uno al otro..

—Entonces muéstramelo.

Hay un instante de silencio, como el momento exacto antes de que estalle una tormenta. Y luego, la intensidad se desborda.

La respiración de Lance es entrecortada, tendido bajo Esteban, que lo tiene atrapado entre sus brazos fuertes, la calidez de su cuerpo, su olor, su voz profunda, lo tienen a punto de enloquecer.

—Estoy listo... —susurra entre dientes— Más que listo. No tienes que contenerte conmigo.

Esteban tiembla con esa confesión. 

—¿Estás seguro?

—Quiero sentirte. Todo de ti. No me trates como si fuera de cristal.

Esteban se alinea con cuidado, rozándolo con la promesa de lo inevitable. Y finalmente se introduce en el de una estocada, ambos exhalan como un rugido ahogado. Lance lo recibe con un estremecimiento de placer puro, sus uñas clavándose en la espalda de Esteban, sus piernas suben para rodearle la cintura.

—Joder…. joder…— gruñe Ocon sin poder contenerse, yendo cada vez más profundo, más crudo. Lance grita su nombre como un mantra entregándose al placer sin restricciones.

—Dios, sí —jadea Lance, su voz temblando mientras clava las uñas en la blanca espalda de Esteban —más fuerte…— súplica. Y el francés obedece, guiado por el instinto y el deseo.

El cuerpo de Esteban tiembla y Lance sabe que está al borde del clímax porque siente el nudo empezar a hincharse dentro de él. Es abrumador, pero absolutamente placentero y solo quiere más.

—Estie…—ruega— quiero…quiero…— su mente confundida intenta hilar las palabras— voy a…

—También yo…— gruñe embistiendo sin piedad al canadiense hasta que el nudo encaja en su lugar haciéndolos gemir con la fuerza del poderoso orgasmo.

La visión de Lance está borrosa por un segundo; la ola de placer que lo arrastró fue devastadora. Esteban parece en el mismo estado, el pecho subiendo y bajando contra el de Lance, ambos cubiertos de una fina capa de sudor.

—No te muevas —jadea Lance, sintiendo el peso reconfortante del cuerpo de Esteban aún sobre él. El francés hace un ademán de apartarse, pero se detiene cuando Lance le sujeta suavemente la nuca—. El nudo debe bajar primero o nos vamos a lastimar. Seb lo explicó hoy...

Esteban asiente, respirando profundamente contra la clavícula de Lance. El cuarto sigue oliendo a ellos, al encuentro desesperado y feroz que acaban de tener.

—¿Te hice daño? —pregunta Esteban, la voz ronca, los dedos trazando círculos perezosos en la cadera de Lance.

Lance niega con la cabeza, entrelazando sus piernas con las de Esteban, atrayéndolo más cerca, como si temiera que pudiera desvanecerse.

—No. —Su voz tiembla un poco—. Fue increíblemente placentero... —Hace una pausa, buscando las palabras adecuadas, pero no las encuentra. Así que simplemente cierra los ojos y deja escapar un suspiro tembloroso—. Estie...

Esteban apoya la frente en la de Lance, ambos respirando al unísono.

—Te amo —dice en voz baja, tan baja que casi parece un pensamiento escapado. Lance se estremece, sus ojos abriéndose lentamente, enfocando el rostro de Esteban, esos ojos oscuros y brillantes, tan sinceros que duele mirarlos.

—También te amo —Lance susurra, sus dedos enredándose en el cabello de Esteban.

Esteban lo observa con una intensidad que hace que el corazón de Lance se acelere. Lance se muerde el labio, el pecho subiendo y bajando con respiraciones cortas. Esteban baja la cabeza, besando suavemente el pómulo de Lance, y luego la comisura de sus labios.

Lance siente que el nudo empieza a reducirse, el peso de Esteban comienza a aligerarse, pero no se atreve a moverse, no todavía.

Esteban lo mira, y sus ojos brillan con algo parecido a un alivio feroz, algo que parece liberar la última tensión que quedaba en su cuerpo.

—Tienes un problema, porque no te vas a librar de mí ahora… —dice, presionando un último beso suave en los labios de Lance, un roce apenas, un juramento sellado entre ellos.

—Entonces nunca me sueltes —contesta el canadience mirándolo con devoción.

Y Lance no tiene intención de hacerlo. Nunca lo soltará porque Esteban Ocon no sabe cuán agradecido está de tenerlo.

Notes:

Bueno todo esto surgió de las entrevistas de Lance, el es bastante incomodo al respecto y usualmente falta mucho a las actividades de grupo, pero no con Esteban, con el es diferente y a veces parece que no se creyera que tiene alguien cercano en la grid.
¿Como vamos?

Chapter 16: Capítulo 15: Pierre Gasly tiene un pequeño dolor de cabeza

Notes:

Advertencia de sentimientos de Ansiedad.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Pierre Gasly está acostumbrado a luchar. Desde que era un niño en Rouen, corriendo en kartings con más determinación que cualquier otro, hasta llegar a la Fórmula 1, cada paso ha sido una pelea constante contra las expectativas, las críticas y, sobre todo, contra sí mismo.

La primera vez que pisó un circuito sintió que pertenecía allí. Pero pertenecer nunca ha sido fácil. No cuando todos lo miran esperando que fracase, no cuando las voces en su cabeza repiten los comentarios de quienes decían que no tenía lo necesario, que era solo otro piloto más en la fila, que jamás llegaría a la élite.

Pero llegó. Y entonces perdió a Anthoine.

A veces, Pierre piensa que su corazón se rompió aquel día y nunca terminó de curarse. Los días en que todo parecía ir mal, el sonido de los gritos, el humo, la desesperación, se repiten en su mente como una película interminable. Y lo peor es que, desde entonces, ha sentido que corre para dos. Para él y para Anthoine.

Y luego vino Red Bull. El sueño hecho realidad. O eso creía. Porque lo que debía ser su consagración terminó siendo su pesadilla. Día tras día, sesión tras sesión, cada vuelta era un recordatorio de que no estaba al nivel, de que estaba fallando, de que todo lo que había luchado no era suficiente. Y los rumores crecían, y las críticas se intensificaban, y el asiento bajo él parecía hacerse cada vez más inestable.

Hasta que lo perdió.

Bajado a Toro Rosso, como si su carrera hubiera retrocedido años en cuestión de semanas. Pierre recuerda cómo la gente lo miraba, cómo se burlaban, cómo lo señalaban como el fracaso más grande del equipo. Pero Charles nunca lo hizo. Charles, que había perdido a su padre, a Jules, a Anthoine, y que aún encontraba fuerzas para sonreírle, para decirle que todo iba a estar bien, para llevarlo a su departamento y emborracharse con él cuando la presión era demasiada.

Charles, que se convirtió en el ancla que evitó que Pierre se ahogara.

Y ahora, está aquí, en Alpine, un equipo que no es Red Bull, pero que le ha devuelto la confianza que creía perdida. Sin embargo, las noches siguen siendo un desafío. En la oscuridad de su habitación, Pierre se encuentra mirando al techo, pensando en los contratos, en los puntos que no sumó, en los errores que cometió. Pierre tiene un pequeño dolor de cabeza.

¿Qué pasará si no renuevan con él? ¿Qué hará si Alpine decide prescindir de sus servicios? ¿Qué hará si vuelve a estar donde empezó, sin asiento, sin esperanza?

Pierre cierra los ojos, apretando las sábanas entre los dedos, tratando de calmar los latidos frenéticos de su corazón. Pero la duda sigue ahí, pegajosa e implacable, como el sudor frío que empapa su piel cada vez que piensa en el futuro.

Y luego vino Yuki.

Yuki, con su energía desbordante, su voz calida y sus gestos exagerados. Una explosión de vida que entró en su mundo como un vendaval, arrasando con todo a su paso. Al principio, Pierre lo vio como una pequeña criatura adorable que apenas hablaba inglés y que siempre estaba perdiéndose en los pasillos del paddock. Un niño. Pero Yuki no era ningún niño.

En poco tiempo, se convirtió en alguien indispensable. Yuki lo seguía a todas partes, lo molestaba con bromas tontas, se reía a carcajadas cuando Pierre intentaba enseñarle frases en francés. Incluso en los días más oscuros, cuando los recuerdos de Anthoine volvían a apretar su pecho y el fracaso en Red Bull se sentía como un peso imposible de levantar, ahí estaba Yuki, insistiendo en que fueran a cenar ramen o en que jugaran videojuegos hasta el amanecer.

Se hicieron cercanos demasiado rápido. Yuki fue como una ráfaga de aire fresco, alguien que no esperaba nada de él, que no lo veía como un piloto fracasado, sino simplemente como Pierre. Con él, no había presión. Solo risas y bromas y pequeñas discusiones ridículas sobre si el ramen de Tokio era mejor que el de Kioto.

Y eso fue lo que lo desarmó.

Pierre se dio cuenta demasiado tarde. Para cuando empezó a notar cómo el corazón se le acelera cada vez que Yuki le sonreía o cómo el estómago se le retorcía cuando el japonés lo abrazaba por la espalda para saludarlo, ya estaba demasiado hundido.

Y fue peor cuando se dio cuenta de que no era solo una atracción pasajera. No era un simple deseo, no era una fantasía. Era algo que iba mucho más allá de lo físico, algo que le hacía doler el pecho cada vez que Yuki lo tocaba o cada vez que lo veía reír con otros, tan despreocupado, tan ajeno a todo lo que Pierre estaba sintiendo. Tiene un pequeño dolor de cabeza y su cien palpita sin remedio.

Porque para Pierre, que hasta entonces había creído tener muy claro quién le atraía, Yuki fue como un terremoto. Un derrumbe masivo que arrasó con todas sus certezas, incluyendo su heterosexualidad, y lo dejó temblando, vulnerable, enamorado y completamente perdido.

La química entre ellos siempre fue evidente. Tan evidente que incluso cuando Pierre firmó con Alpine, el dolor de la separación fue más intenso de lo que esperaba. No solo por dejar atrás a AlphaTauri, sino por dejar atrás a Yuki. Aquel último día fue una pequeña tortura. Yuki estaba visiblemente molesto, los ojitos aguados mientras grababan el último video juntos como compañeros. Pierre no podía hacer nada más que sonreír y fingir que todo estaba bien, que no le dolía, que no se sentía como un traidor por dejarlo atrás.

Pero aunque cambió de escudería, la gente de medios de ambas, no dejó de explotar el contenido de Yukierre. Las fotos, los videos, los recuerdos e incluso nuevo contenido. Cada vez que veía a Yuki reír en uno de esos clips, el pecho de Pierre dolía un poco más. Como si el tiempo no hubiera pasado, como si siguieran siendo compañeros de equipo y todo siguiera siendo simple, fácil, perfecto.

Y no lo era.

Yuki seguía yendo a su casa de vez en cuando, con la excusa de que quería comer la comida que él le preparaba y Pierre era débil. Yuki se metía en su sofá, con las piernas estiradas y la cabeza en el regazo de Pierre, pidiendo que le hiciera masajes en el cuero cabelludo mientras veían alguna serie absurda en la televisión. Y Pierre, como un idiota, lo hacía. Se lo permitía. Se aferraba a esos pequeños momentos como si fueran los únicos trozos rasgados de felicidad que le quedaban.

Y entonces vino el experimento.

Despertar en el paddock sin saber qué había pasado, el cuerpo palpitando, el corazón latiéndole tan fuerte que pensó que iba a reventar. Se palpó el pecho para asegurarse que todo seguía allí aunque solo sintiera un vacío desgarrador. Pierre sintió que le habían arrancado el corazón, dejándolo sangrar a plena vista. Había escuchado a los demás hablar, pero apenas entendía, ellos parecían igual de angustiados como él se sentía. Lo único que podía hacer era buscar. ¿Que era…? ¿Estaba…? Dolía su corazón y también tenía un pequeño dolor de cabeza.

Cuando finalmente lo vio de nuevo en casa de Nicole Piastri, fue como respirar aire puro después de estar ahogándose, con ese sentimiento de querer correr a él y al mismo tiempo de estar anclado en el suelo. Yuki seguía siendo el mismo: desordenado, ruidoso, insaciable cuando se trataba de comida. Pierre lo observó en silencio mientras devoraba viéndolo comer con gusto un plato de pasta al pesto y con los ojos brillantes mientras contaba con emoción cómo habían escapado, cómo se habían encontrado una gasolinera y cómo tuvieron que comer comida grasienta que parecía cartón porque no tenían nada más. Pierre estaba preocupado porque tuvieran que escapar solos y en condiciones horribles de esas instalaciones. El corazón de Pierre se encoge y además tiene un pequeño dolor de cabeza. 

Luego, gracias al ejercicio de Lewis en el avión, tuvo algunos flashes de su marca con Yuki: el calor, el anhelo, el escalofrío de gusto cuando el japonés lo mordió, y destellos de placer. 

Pierre apenas podía escucharlo. Solo podía mirarlo. Y, sobre todo, podía olerlo.

El aroma de Yuki era como una maldita droga. Cereza negra y flor de ciruelo japonés. Dulce, con un toque ácido que le hacía cosquillas en el cerebro y lo dejaba mareado, borracho, estúpidamente perdido. Y en ese momento, entendió que ese vacío que lo había estado consumiendo desde que despertó en el paddock era por él. Por Yuki. Porque lo que le habían arrancado era su compañero de vida. Y ahora que estaba tan cerca, el hambre era insoportable.

Pero no recordaba nada. Solo flashes. Destellos de piel contra piel, el calor del cuerpo de Yuki, el sonido de su voz jadeando su nombre. Los recuerdos eran como fragmentos rotos, pero la sensación, el hambre, el deseo, eran inconfundibles.

Y ahora está aquí, en una habitación oscura, tratando de dormir mientras a su alrededor los sonidos de otros pilotos explotando en orgasmos llenan el aire. Yuki, en cambio, duerme como una roca a su lado. Un brazo estirado sobre el estómago de Pierre, la cabeza enterrada en la almohada, los labios entreabiertos.

Pero hay un problema en este preciso instante, y es que muchos pilotos han recuperado sus recuerdos con lo que ahora todos llaman la técnica Danick (Daniel/Mick), y Pierre no sabe qué hacer con esto. Escucha claramente los gritos de placer y maldice por lo bajo por las alteraciones genéticas que les mejoraron los sentidos. Y el problema más grave es que Yuki parece muerto para el mundo, junto a él igual de ajeno a lo que le hace a Pierre ahora, como lo fue en aquellos días en los que se sentaba en su regazo como si fuera la cosa más natural del mundo, removiéndose, apoyando la espalda contra él, dejando que Pierre sienta cada centímetro de su cuerpo, cada maldito centímetro. O cuando jugaban Twister y Yuki se quejaba con voz suave: — Tu cosa enorme me está tocando la espalda.

Pierre aprieta los ojos con fuerza, respirando por la boca para evitar inhalar más del maldito aroma que lo envuelve y ese pequeño dolor de cabeza lo ataca de nuevo.

Siente que va a perder la maldita cordura. No puede más. Porque cada roce, cada sonrisa, cada broma tonta lo está llevando al borde del precipicio. Y si esto sigue así, si Yuki sigue tocándolo, sigue moviéndose así sobre él, va a cometer una locura.

Y lo peor es que Pierre ha estado luchando contra sí mismo, librando la batalla más dura que ha enfrentado. Porque mientras Yuki sigue tan ajeno a todo, tan aparentemente heterosexual en los términos de Pierre, la duda lo consume. ¿La marca fue voluntaria? ¿Yuki lo deseó? ¿Yuki estaba dispuesto?

El recuerdo del ataque de pánico de Franco en el avión, gritando entre sollozos que él no era un animal, que no forzaría a nadie, resuena en la mente de Pierre como un eco insoportable. Y es que las palabras del argentino afectaron a más pilotos de lo que Franco podría imaginar. Pierre, entre ellos.

Y ahora teme. Teme porque Yuki es pequeño, tan pequeño en comparación con él. ¿Le hizo daño? ¿Lo forzó sin saberlo? La indiferencia de Yuki lo atormenta, la idea de que su amigo esté evitando mirarlo, hablando con él como si nada hubiera pasado, quizá porque está tratando de escapar del monstruo que lo dañó.

Pierre se da la vuelta, apretando los ojos, intentando alejar los pensamientos, porque si esto sigue así, cometerá decididamente una locura. Y el pequeño dolor de cabeza que lo ha estado atormentando desde el avión regresa, pulsando en sus sienes con insistencia.

Y luego va Esteban, durante la tarde de cine, y suelta semejante barbaridad:

—¿Vamos a hacer más obvio que Gasly tiene debilidad por los asiáticos?

Pierre no sabe si ahorcarlo o agradecerle. Por un lado, mejorar su relación con su ex mejor amigo de la infancia bromeando y lanzándose pullas le parece algo bueno. Pero por otro, ver a Yuki sonrojarse tan deliciosamente fue una tentación que no sabe cómo superó. Aún puede sentir el calor acumulándose en su estómago, el deseo tenso palpitando bajo su piel mientras luchaba por mantener la expresión indiferente.

Se felicita a sí mismo por tener el suficiente autocontrol para no haber arrastrado al japonés a la cama en cuanto sucedió. Porque era, claramente, lo que quería hacer.

Y el desgraciado Esteban Ocon, cuya habitación está justo enfrente, parece estarse divirtiendo de lo lindo también. Las risitas ahogadas y los gemidos apagados atraviesan las paredes como un martilleo constante. Pierre quiere golpearlo. Su dolor de cabeza no lo abandona, una presión insistente que parece haberse instalado detrás de sus ojos desde aquella vez en el avión.

La noche anterior, tuvo que tomar una ducha helada para calmarse. Y si sigue así, va a resfriarse.

Aprieta los ojos, tratando de contar hasta mil, tratando de no pensar en la imagen de Yuki sonrojado, los labios entreabiertos, la mirada desviada. La presión sigue allí, latente y punzante, amenazando con volverlo loco.

Finalmente, parece surtir efecto. Hasta que otro gemido atraviesa las paredes. Esta vez es más cercano, más insistente, y Pierre abre los ojos mirando el reloj digital en la mesilla. Las 5:30 de la mañana.

A su lado, Yuki sigue durmiendo profundamente, el rostro hundido en la almohada, una pierna extendida sobre las sábanas revueltas. Parece ajeno al mundo, como si nada pudiera despertarlo.

Pierre suspira, pasa una mano por su rostro y decide que es suficiente. Se levanta con cuidado, buscando no hacer ruido, y se viste con lo primero que encuentra: un conjunto de entrenamiento gastado y unas zapatillas que parecen haber visto días mejores, su teléfono y su billetera.

Baja en el ascensor saludando a un Fred medio despierto, saliendo al aire fresco del amanecer. El puerto está tranquilo a esa hora. Apenas hay gente, solo algunos pescadores descargando sus redes y un par de corredores madrugadores.

Pierre empieza a trotar, el aire frío llenando sus pulmones y despejando un poco la niebla de sus pensamientos. Iba a hacer solo media hora de trote para despejarse, pero a medida que el cielo comienza a teñirse de rosa y naranja, se encuentra acelerando el paso, siguiendo el ritmo de su respiración.

Corre más tiempo del planeado, dando vueltas una y otra vez por el puerto, observando cómo la ciudad empieza a despertar lentamente. La inquietud sigue allí sin embargo, y tiene un tirón sordo en el pecho que no logra sacudir. Algo en su interior le dice que debería regresar.

Pero regresar a qué. A Yuki dormido. A Yuki sin recuerdos. A Yuki tan ajeno y, sin embargo, tan cerca.

Pierre aprieta los dientes y sigue corriendo.

Cuando finalmente se detiene, está sudando y respirando con dificultad. Ha llegado al mercado, el Marché de la Condamine, que apenas está abriendo sus puertas. Los puestos de frutas y verduras frescas empiezan a llenarse, y el aire matutino se impregna del olor a cítricos y hierbas frescas.

La vista de los kakis brillantes y las cerezas negras lo atrapa. Los toma casi sin pensar, sintiendo un nudo en el estómago mientras el aroma a fruta madura le trae recuerdos de Yuki. Del aroma de su vínculo.

Añade un par de cosas más a la compra, recordando que la nevera de Lewis estaba prácticamente vacía, han arrasado con la mayoría de cosas allí. Solo cuando va a pagar, se da cuenta de la cantidad de bolsas que ha acumulado. Suspira, cargando todo sin pensar.

Sale del mercado con los brazos llenos de bolsas, y es entonces cuando decide revisar la hora en su teléfono. Pero el aparato está apagado. Se quedó sin batería.

Pierre maldice en voz baja. Se ha olvidado de cargarlo la noche anterior, demasiado distraído con la serie y con todo lo que estaba pasando.

El tirón en su pecho sigue allí, más fuerte ahora.

Empieza a caminar de vuelta a casa, los brazos cargados de bolsas, el camino es mucho más largo y pesado que cuando salió. Y con cada paso, el corazón parece latirle más fuerte, más rápido, como si algo estuviera a punto de suceder.

Un rato después —o eso calcula, porque su teléfono sigue apagado y no tiene ni idea de qué hora es realmente—, Pierre finalmente llega al edificio de Lewis. Los brazos le duelen por el peso de las bolsas, y su paso es lento, casi arrastrado.

En la recepción, Fred, el portero, parece mucho más despierto ahora. Le dedica una sonrisa amable, aunque algo tensa.

—¿Qué tal la mañana, monsieur Gasly? —pregunta Fred, con un tono amistoso pero un poco nervioso.

—Tranquila —responde Pierre, dejando escapar un suspiro.

—Pues arriba no tanto —comenta Fred, inclinándose un poco hacia él—. Parece que hay un alboroto por su salida.

Pierre frunce el ceño. ¿Un alboroto? ¿Por qué? Salió media hora. Solo media hora.

—Gracias, Fred —dice, apretando los dientes y reajustando el peso de las bolsas en sus manos.

El portero asiente y le ayuda a pulsar el botón del ascensor. Las puertas se cierran lentamente, y Pierre se queda mirando su reflejo en el espejo del ascensor. Luce cansado. Despeinado. Y de repente, una inquietud desconocida le recorre la espalda.

Cuando las puertas se abren, Pierre sale con esfuerzo, caminando despacio por el pasillo que lleva al penthouse de Lewis. Lo primero que nota es el eco de voces al otro lado de la puerta. Voces elevadas. Voces preocupadas.

Pierre empuja la puerta del penthouse con el hombro, el sonido de las bolsas chocando entre sí resuena en el espacio. Lo primero que percibe es la tensión en el aire. Las voces bajas pero urgentes se entrelazan en la sala, y el ceño de Pierre se frunce al instante.

En el centro de la sala, Nico Rosberg está de pie, el teléfono pegado a la oreja y la mandíbula apretada. Cuando ve a Pierre entrar, suspira hondo, soltando el aire en un bufido.

—¡Pierre! —dice, cortando la llamada sin despedirse.

En el sofá, los “omegas” están dispersos, algunos con los ojos entrecerrados, otros claramente tensos. Alex y Lance comparten un cojín, medio adormilados pero con el rostro preocupado. Lando tiene la cabeza apoyada en las rodillas de Mick, mientras Antonelli y Kevin se abrazan a sí mismos, con las respiraciones agitadas. Y hola su pequeño dolor de cabeza ha regresado con fuerza.

Y entonces está Charles. Está de pie, en medio del salón masajeandose la frente. Cuando ve a Pierre, el alivio y la rabia luchan por dominar su expresión.

—¿Dónde demonios estabas? —pregunta, avanzando hacia él con pasos rápidos, casi tropezando consigo mismo.

—Salí a correr —responde Pierre, dejando caer las bolsas al suelo con un golpe sordo—. Solo media hora.

—¿Solo media hora? yuki se despertó a las 6 y ya no estabas, son las 8 de la jodida mañana Gasly —repite NicoR, la voz endurecida— teléfono sin carga y sin decirle a nadie, después de que nos secuestraron. ¿En qué estabas pensando?

Pierre abre la boca para responder, pero Charles lo interrumpe, acercándose más, los puños apretados.

—¿Qué te pasa? —le espeta, la voz quebrada—. ¿Sabes lo que pensamos? ¿Sabes lo que sintió Yuki cuando se despertó y no estabas?

Pierre desvía la mirada hacia el sofá. Yuki está sentado al borde del cojín, los codos apoyados en las rodillas, los ojos fijos en el suelo, Alex ha estado acariciandole la espalda tratando de reconfortarlo. Su piel está perlada de sudor, el pecho subiendo y bajando de forma irregular. No parece haber llorado, pero su respiración es rápida y superficial, como si no pudiera llenar los pulmones del todo.

Pierre siente el estómago caerle hasta los pies.

—No tienes ni idea de la angustia que reinaba acá mientras no aparecías —añade NicoR, cruzando los brazos—. Fred me avisó que habías llegado, pero hasta ese momento…

—Pensamos que te habían vuelto a llevar —dice Charles, su voz un susurro quebrado. Se pasa una mano por el cabello, despeinándolo aún más—. ¿Por qué demonios no avisaste? Tu es un idiot, tu nous as presque fait mourir de peur. — replica 

—Y no solo fue eso —interviene Sebastian, quien está apoyado contra la pared con los brazos cruzados, el rostro severo—. Yuki empezó a sentir tirones del vínculo. Al principio solo decía que se sentía raro, pero luego… —Sebastian hace una pausa, frunciendo el ceño—. Se mareó. Casi se desmaya.

Pierre siente que el estómago le da un vuelco. Mira a Yuki, que sigue sentado al borde del sofá, el rostro pálido, respirando con dificultad. Las manos del japonés descansan sobre sus rodillas, los dedos temblando ligeramente.

—¿Te sientes bien? —pregunta Pierre, avanzando un paso, pero Yuki ni siquiera lo mira.

—Estoy bien —murmura Yuki, apretando los puños sobre el pantalón del pijama. Pero su voz es débil, casi un susurro.

—No, no estás bien —replica Charles, volviendo a fijar la mirada en Pierre—. Esto no puede volver a pasar.

Pierre aprieta los labios, la culpa estrujándole el pecho. Yuki sigue sin mirarlo, y eso duele más que cualquier grito o reproche.

Yuki respira hondo, un aliento que tiembla en el aire. Pierre lo observa, cada segundo sintiéndose más pequeño, más culpable.

—Yuki… —intenta de nuevo, pero esta vez es Yuki quien levanta la mirada. Sus ojos están oscuros, pero no hay lágrimas. Solo una calma tensa que a Pierre le parece incluso peor.

—Estoy bien —repite Yuki, esta vez mirando directamente a Pierre. La voz es firme, pero vacía. Como si todo su esfuerzo se concentrara en mantener la compostura. Luego, Yuki se pone de pie, tambaleándose un poco.

Pierre da un paso adelante, instintivamente extendiendo una mano, pero Yuki la esquiva, pasando de largo hacia la cocina.

—Tengo hambre —murmura, y desaparece tras la puerta.

Pierre se queda inmóvil, con el brazo aún extendido. Charles lo observa un instante antes de suspirar, pasando una mano por su nuca.

—Voy a hablar con él —dice, y sigue a Yuki hacia la cocina.

Sebastian se aparta de la pared y se acerca a Pierre, colocando una mano firme sobre su hombro.

—¿Estás bien? —pregunta en voz baja.

Pierre cierra los ojos, los dientes apretados. No. No está bien.

Pero asiente. Porque en ese momento, no tiene fuerzas para decir lo contrario.

Sebastian lo guía suavemente hacia el balcón, cerrando la puerta corrediza tras ellos. Afuera, el aire fresco de la mañana acaricia el rostro de Pierre, pero no logra disipar el nudo en su pecho.

—Mira —empieza Sebastian, apoyándose contra la barandilla y cruzando los brazos—. Sé que no soy tu padre, y no estoy aquí para darte sermones. Pero… —suspira, bajando la mirada por un momento antes de fijarla en Pierre—. Pasaron cosas muy serias, ¿sabes? Lo que nos hicieron fue… —se interrumpe, sus labios apretados.

Pierre baja la cabeza, jugueteando con el borde de su camiseta empapada de sudor.

—No quería preocupar a nadie. Solo necesitaba despejarme.

—Y lo entiendo. —Sebastian asiente—. Pero todos estamos nerviosos. ¿Te imaginas cómo se sintió Yuki al despertar y no encontrarte? Aún no sabemos quiénes hicieron eso, ni si siguen ahí afuera buscándonos. Y no te voy a mentir, Pierre… a mí también me asustaste.

Pierre traga saliva, la vergüenza ardiéndole en la garganta.

—Nunca quise que…

—Lo sé —Sebastian lo interrumpe suavemente—. Sé que son adultos, todos lo somos. Estamos acostumbrados a ir y venir cuando queramos desde que éramos adolescentes, a ser independientes. Pero después de lo que pasó… estamos todos un poco más asustados de lo que queremos admitir.

Pierre asiente, apretando los labios.

—Y Yuki… es japonés —continúa Sebastian, los ojos suaves pero firmes—. Se guarda las cosas, no muestra lo que siente. Pero eso no significa que no le duela. Sé que no te diste cuenta, pero lo lastimaste, Pierre. Y no hablo solo de esta mañana.

Pierre siente el estómago revolverse.

—Debes hablar con él. Pero primero… —Sebastian se inclina hacia adelante, su voz bajando un poco más—. ¿Tú estás bien?

Pierre cierra los ojos, el aire matutino llenándole los pulmones mientras la culpa lo aplasta.

—No lo sé —admite finalmente, la voz apenas un susurro.

La puerta del balcón se abre de golpe y Charles asoma la cabeza. Sus ojos están serios, oscuros.

—Pierre —dice, su voz tensa—. Yuki está en la cocina. ¿Por qué no vas a verlo?

Pierre asiente, soltando un suspiro tembloroso antes de pasar junto a Charles y dirigirse hacia la cocina. Cada paso sintiéndose más pesado que el anterior. La luz del sol se filtra suavemente a través de las ventanas, bañando la estancia en un tono cálido que contrasta con la frialdad que siente en el pecho.

Yuki está allí, apoyado contra la encimera. Mastica lentamente un trozo de pan, los ojos fijos en algún punto indefinido del suelo. No levanta la mirada cuando Pierre entra, y eso le duele más de lo que esperaba.

—Yuki… —La voz de Pierre sale baja, insegura.

Yuki no responde al principio, sigue masticando, su mandíbula tensándose ligeramente antes de tragar.

—Lo siento —continúa Pierre, dando un paso más cerca—. No pensé… no quise que te preocuparas. Solo…

Yuki finalmente lo mira. Sus ojos están oscuros, opacos, como si estuvieran cubiertos por una capa de niebla.

—Yo también lo siento —dice, su voz firme pero tenue, y vuelve a bajar la mirada—. Debe ser insoportable para ti.

Pierre frunce el ceño, sin comprender.

—¿Qué…?

—Sentirlo —Yuki suelta una risa amarga, sin humor, y se lleva otro pedazo de pan a la boca, masticando lentamente—. Sentir lo que yo siento. Sé que no puedo controlarlo del todo. Que te estoy abrumando. Y que debe ser incómodo… tener que lidiar con esto.

Pierre da un paso adelante, la respiración acelerándose.

—Yuki, yo…

—Voy a intentar controlarlo mejor. —Yuki se endereza, dejando el trozo de pan a un lado. Se cruza de brazos, apretándose a sí mismo como si estuviera tratando de contener algo—. Puedo mantenerme más lejos. Si eso es lo que necesitas. Si eso hace que todo sea más fácil para ti.

Pierre siente un nudo formándose en la garganta.

—¿Más lejos? —La palabra se le clava como una espina en el pecho.

Yuki asiente, pero sigue sin mirarlo.

—No quiero ser una carga para ti, Pierre. No quiero hacerte daño. Y… si eso significa quedarme lejos…

Pierre avanza hasta quedar a un paso de él. El aroma a cereza negra y flor de ciruelo le invade, y por un segundo, pierde el hilo de sus pensamientos.

—Yuki… no quiero que te quedes lejos.

Yuki alza la mirada, sus ojos brillando con algo que Pierre no sabe descifrar.

—¿Entonces qué quieres?

Pierre siente que el aire se espesa en sus pulmones y entonces sus neuronas se conectan.

—Espera…¿Qué quieres decir con… tus sentimientos? —pregunta, tratando de mantener la voz firme, aunque siente las manos ligeramente temblorosas.

Yuki lo observa por un instante, sus ojos oscuros y profundos, como si estuviera evaluando cada reacción de Pierre. Luego suelta un suspiro largo, ladeando la cabeza y mirando a un lado.

—Pensé que era evidente —dice finalmente, con un tono que roza lo cansado—. Para ti y para todo el mundo.

—¿Evidente? —Pierre parpadea, sus cejas frunciéndose—. ¿Qué es evidente?

Yuki aprieta los labios, una sombra cruzando su expresión. La frustración empieza a notarse en la línea tensa de sus hombros, en la forma en que sus dedos se aferran al borde de la encimera.

—Que estoy enamorado de ti, Pierre. —Las palabras salen rápidas, casi como si necesitara expulsarlas antes de que se atraganten en su garganta—. Que llevo años enamorado de ti.

Pierre siente que el mundo da un vuelco. Las palabras de Yuki resuenan en su mente como un eco interminable. Inconscientemente, retrocede un paso y se deja caer en uno de los taburetes, las manos apoyadas en las rodillas para estabilizarse.

—¿Años…? —repite, la voz apenas un murmullo.

Yuki lo observa, y sus ojos parecen brillar con una mezcla de tristeza y algo parecido a la esperanza.

—Sí. Años.

Pierre reconecta su cerebro y exclama.

—No sentí nada, Yuki. Salvo mis propios sentimientos. 

Los ojos de Yuki se agrandan, y el pedazo de pan cae de su mano al suelo con un suave golpe sordo.

—¿Qué? —susurra, como si no estuviera seguro de haber escuchado bien.

Pierre toma aire, sintiendo cómo su pecho se expande y contrae dolorosamente. Las palabras salen sin control, desbordándose como un río que finalmente rompe la presa.

—No sentí nada, salvo mis propios sentimientos. — Repite, la voz de Pierre tiembla, y se pasa una mano por el cabello, despeinándolo aún más—. Tuve que salir porque… porque mis sentimientos por ti estaban desbordándose. No sabía cómo controlarlos. No quería abrumarte con ellos.

Yuki sigue inmóvil, con los labios entreabiertos. Pierre baja la mirada al suelo, observando el trozo de pan que ahora parece completamente fuera de lugar.

—Desde mucho antes de irme de AlphaTauri… tú eras lo único en lo que pensaba —confiesa, y siente que el peso del mundo se le cae de los hombros al decirlo—. Todos esos momentos que pasábamos juntos, todas esas noches en tu departamento, todas las veces que sonreías o me molestabas o me decías cualquier cosa… —Pierre cierra los ojos, los puños apretados a los costados—. Me estaban matando. Porque yo quería más. Siempre quise más.

Yuki parpadea, las mejillas sonrojándose lentamente, y Pierre siente cómo su corazón late desbocado, tan fuerte que le duele.

—Yo… —Yuki traga con dificultad, la voz entrecortada—. ¿Por qué no dijiste nada?

Pierre suelta una risa amarga, rascándose la nuca con nerviosismo.

—¿Cómo iba a decir algo? —pregunta, su voz quebrada—. ¿Cómo iba a decirle a mi amigo que estaba…? —Las palabras se le atoran en la garganta, y sacude la cabeza—. Y tú siempre parecías tan… tan ajeno a todo esto

—No lo era —interrumpe Yuki, dando un paso hacia él.

Pierre levanta la mirada, y los ojos oscuros de Yuki lo atrapan, lo consumen, lo desarman.

—Pierre —murmura Yuki, la voz temblando—. Yo…Pierre —repite Yuki, y esta vez su voz suena tan frágil que Pierre siente que algo dentro de él se rompe—. Yo… siempre supe que me gustabas. Pero pensé que tú no… que nunca…

Pierre lo observa, sin atreverse a moverse. Está congelado, atrapado entre el pasado y el presente, entre los recuerdos y las palabras que nunca se dijeron.

—¿Que nunca qué? —pregunta finalmente, en un susurro.

Yuki se pasa una mano por el cabello, despeinándolo. Su respiración es rápida, inestable, y cuando vuelve a hablar, sus palabras son apenas un murmullo.

—Que nunca sentirías lo mismo. —Yuki cierra los ojos por un segundo, sus puños apretándose sobre la encimera—. Porque eras Pierre Gasly. Mi compañero de equipo. Mi amigo. Y… yo siempre he sido solo Yuki.

Pierre siente que el estómago se le cae al suelo. Cada palabra de Yuki es un golpe directo al corazón.

—Ser Yuki es lo mejor, Yuki es al único que quiero… —La voz le sale rota, quebrada.

—Pero tú nunca dijiste nada —continúa Yuki, abriendo los ojos y clavando su mirada en él. Y ahora sus ojos están húmedos, brillantes, pero mantiene el control—. Así que pensé que estaba loco. Que estaba imaginando cosas. Que esos momentos en los que me tocabas o me mirabas o me sonreías… eran solo cosas mías.

Pierre niega con la cabeza, dando un paso hacia él.

—Nunca fueron solo cosas tuyas —dice, la voz cargada de urgencia—. Nunca.

Yuki baja la mirada, sus manos temblando sobre la encimera.

—¿Entonces por qué…? —pregunta, y la pregunta es como un cuchillo que se clava profundamente en el pecho de Pierre—. ¿Por qué te alejaste?

Pierre traga con dificultad, el nudo en su garganta cada vez más apretado.

—Porque… porque pensé que nunca podría tenerte. Que tú… que tú nunca podrías sentir lo mismo.

El silencio se hace insoportable. Solo el sonido del reloj en la cocina, el eco lejano de voces en el pasillo, el tic-tac que marca el tiempo que se les escapa de las manos.

Y entonces, Yuki lo mira. Lo mira de verdad, como si pudiera ver hasta el fondo de su alma.

—Pierre —susurra, acercándose un paso más—. Dime la verdad. ¿Qué sientes ahora?

Pierre respira hondo, el pecho subiendo y bajando mientras sus ojos recorren el rostro de Yuki, cada línea, cada curva, cada expresión.

—Siento… —La voz se le quiebra, pero sigue adelante, porque ya no puede callarse más—. Siento que me estoy muriendo por besarte.

Yuki parpadea, los labios entreabiertos. Pierre no piensa. Simplemente actúa. Sus manos se posan en la cintura de Yuki, acercándolo hasta que no queda ni un resquicio de espacio entre ellos. Yuki deja escapar un leve jadeo, sus manos instintivamente aferrándose a los brazos de Pierre. Y el siguiente movimiento depende de Yuki.

Un segundo. Dos. Tres.

Yuki avanza.

Sus manos suben hasta los hombros de Pierre y lo atraen hacia él, con una desesperación contenida que Pierre siente en cada fibra de su ser. Cuando sus labios se encuentran, es como si el mundo se desmoronara y se reconstruyera al mismo tiempo.

El beso es torpe al principio, ambos moviéndose con una mezcla de urgencia y miedo, como si no supieran exactamente cómo encajar, pero a la vez sintiendo que no podrían dejar de hacerlo nunca.

Yuki se aferra a él, sus dedos temblorosos enterrándose en el cabello de Pierre, tirando suavemente mientras el beso se profundiza. Pierre responde con la misma intensidad, las manos firmes en la cintura del japonés, acercándolo aún más, sintiendo cada curva de su cuerpo, cada estremecimiento.

Y cuando Yuki deja escapar un suspiro, un gemido ahogado que vibra contra los labios de Pierre, algo en el pecho del francés explota.

—Dios… —murmura Pierre contra su boca, sin soltarlo, sin poder alejarse—. No sabes cuánto tiempo he esperado esto.

Yuki responde con otro beso, más decidido, más hambriento. Las manos bajan por los hombros de Pierre, aferrándose a la tela de su camiseta, empujándolo hacia él con más fuerza, como si necesitara sentirlo hasta lo más profundo de sus huesos.

Pierre apenas puede pensar, apenas puede respirar. Cada roce de sus labios es un alivio y una tortura, un incendio que no quiere apagar.

Yuki rompe el beso, pero no se aleja. Sus respiraciones entrecortadas se mezclan, sus frentes aún pegadas.

—Yo también… —susurra Yuki, su voz apenas un hilo—. También me estaba muriendo por esto.

Pierre sonríe, apoyando la frente contra la de Yuki, sus dedos acariciando la curva de su espalda mientras intenta recuperar el aliento.

Pero no puede. No cuando tiene a Yuki tan cerca. No cuando, por primera vez, se siente exactamente donde debe estar.

Pierre desliza las manos por los muslos de Yuki, sujetándolo con firmeza mientras lo alza y lo coloca sobre la encimera. Yuki jadea, las piernas abriéndose instintivamente para acomodarse alrededor de la cintura de Pierre, sus manos buscando apoyo en los hombros anchos del francés.

Pierre no pierde tiempo. Su boca desciende hasta el cuello de Yuki, dejando besos húmedos y mordiscos suaves, marcando la piel que sabe tan dulce como huele. Sus dedos se cuelan bajo la camiseta, subiendo por la espalda de Yuki, acariciando y apretando la carne cálida mientras el japonés gime y se estremece.

—Pierre… —susurra Yuki, echando la cabeza hacia atrás, los ojos entrecerrados, los labios entreabiertos.

El aroma a cereza negra y flor de ciruelo es embriagador. Se mezcla con el inconfundible olor de la excitación, llenando los sentidos de Pierre hasta nublarle la razón.

Pero entonces, el sonido de alguien aclarándose la garganta los arranca del trance.

—Si, no es mucha molestia necesitamos la cocina para preparar el desayuno… —la voz de NicoR resuena, seca y cargada de ironía.

Sebastian está a su lado, brazos cruzados, una ceja arqueada mientras los observa con una mezcla de diversión y resignación.

—Agradeceríamos que no sigan los pasos de Daniel y Mick —añade Seb, señalando la encimera con un gesto significativo.

Desde el fondo, se escucha la voz de Mick.

—¡Heeey!

Pierre aprieta la mandíbula, sintiendo el calor subirle hasta las orejas. Baja a Yuki de la encimera con cuidado, manteniendo una mano en su cintura para asegurarse de que está estable. Yuki no lo mira. Está rojo hasta las orejas, la mirada fija en el suelo mientras se muerde el labio inferior.

Los murmullos y risitas de los “omegas” más jóvenes resuenan en el pasillo. Alex lanza un silbido burlón, Lando finge toser y Oscar directamente se cubre los ojos con la mano.

Pierre no dice nada. Solo toma la mano de Yuki con firmeza y lo arrastra fuera de la cocina, esquivando los empujones y los comentarios de los demás.

—¡Disfruten, tortolitos! —grita Charles entre risas, y Antonelli aúlla exageradamente.

Pierre acelera el paso, abriendo la puerta de la habitación y arrastrando a Yuki dentro antes de cerrarla de un portazo, bloqueando el ruido y las risitas burlonas del resto.

Ambos se quedan allí, de pie, respirando con dificultad. Yuki lo mira, sus ojos brillando, sus labios entreabiertos.

—Pierre… —susurra, y eso es todo lo que hace falta.

Pierre avanza de nuevo, llevándolo contra la puerta, sus manos firmes en la cintura de Yuki, sus labios buscando los suyos con urgencia renovada. Y ahora piensa que está bien tener pequeños dolores de cabeza si su medicina más efectiva está entre sus brazos.

Notes:

Yukierre para el alma.
Como vamos?

Chapter 17: Capítulo 16: Yuki Tsunoda ha aprendido a ser paciente

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Yuki Tsunoda nunca fue el tipo de niño que pasaba desapercibido. Desde pequeño, su voz resonaba con una energía que parecía desbordar su pequeño cuerpo. Crecer en Sagamihara, Japón, en una familia humilde, significaba que los lujos no estaban a su alcance. Pero su padre, un mecánico apasionado y piloto amateur, le enseñó que la verdadera velocidad no estaba en los coches, sino en el corazón.

Los recuerdos más tempranos de Yuki están impregnados de olor a aceite de motor y asfalto caliente. A los cinco años, su padre lo llevaba a los circuitos locales, empujando un kart desgastado que había armado con sus propias manos. Yuki era apenas un niño, pero cuando se subía al kart y aceleraba, sus gritos y risas se escuchaban por encima del rugido del motor. Fue en esas pistas de tierra donde se forjó su carácter competitivo, ese fuego que lo haría destacar años más tarde.

A diferencia de muchos pilotos, Yuki no creció rodeado de privilegios. Su familia hizo sacrificios que nunca olvidaría: noches sin dormir, cuentas atrasadas y las manos de su padre llenas de grasa y ampollas. Mientras otros niños recibían entrenamientos exclusivos y simuladores de última generación, Yuki y su padre pasaban horas desarmando motores viejos y adaptando piezas recicladas. Pero eso no lo desanimó, ha aprendido a ser resiliente, a ser paciente.

A los 16 años, cuando ganó el campeonato japonés de F4 en 2018, Honda lo miró por primera vez. Su talento era innegable, pero su carácter explosivo también era evidente. Aún así, el programa de jóvenes pilotos de Honda lo acogió y le dio la oportunidad de ir a Europa. Allí, Yuki se encontró solo por primera vez.

En Europa, el frío no solo estaba en el clima, sino también en los rostros desconocidos. Nadie entendía su inglés torpe ni sus bromas impulsivas. Los otros pilotos lo miraban como al extranjero que hablaba demasiado alto y que no medía sus palabras. Pero a Yuki no le importaba. Trabajaba hasta caer rendido, comía ramen instantáneo casi todos los días y pasaba horas en la pista, tratando de demostrar que su lugar en Red Bull no era un regalo de Honda, sino un trofeo ganado con sudor y paciencia.

En 2019, llegó a la F3. No brilló, pero tampoco pasó desapercibido. Luego, en la F2, empezó a cambiar el discurso. Ganó tres carreras, quedó tercero en el campeonato y fue nombrado Novato del Año. Fue ahí cuando el mundo empezó a prestarle atención.

Y entonces, el sueño se volvió realidad. En 2021, Red Bull lo llamó. Yuki Tsunoda, el chico que reparaba karts con su padre, el que había crecido en un hogar modesto en Sagamihara, estaba en la Fórmula 1.

Pero el camino no fue fácil. Su debut en AlphaTauri fue llamativo, sí, pero también caótico. Los periodistas hablaban más de sus exabruptos por radio que de sus tiempos en pista. La presión lo abrumaba, el idioma era un obstáculo constante y las comparaciones con otros pilotos le pesaban más de lo que admitía, pero él ha aprendido a ser paciente.

Fue durante esa etapa que conoció a Pierre Gasly. Un chico francés con quien, a primera vista, no tenía nada en común. Y, sin embargo, algo en Pierre resonaba en él. Tal vez era la soledad disfrazada de arrogancia. Tal vez era el hecho de que ambos habían sido considerados los “niños problema”.

Yuki se aferró a Pierre. Lo buscaba en el paddock, en las cenas de equipo, en los entrenamientos. Al principio, lo hacía solo por compañía, por no sentirse tan solo. Pero con el tiempo, esas charlas y bromas tontas se convirtieron en un refugio. Pierre era alguien que lo veía, no como el “piloto japonés” o el “protegido de Honda,” sino como Yuki. Solo Yuki.

Pero la relación no era tan simple como parecía. Porque Yuki, que siempre había creído ser hetero, empezó a cuestionar sus propios sentimientos. Los días pasaban y Pierre llenaba más y más espacio en su cabeza. Cada vez que Pierre sonreía, su corazón latía más rápido. Cada vez que Pierre lo abrazaba después de una carrera, sentía que el mundo podía caerse a pedazos y no importaría.

Y entonces, Pierre dejó AlphaTauri. Yuki lo despidió con una sonrisa triste, un abrazo más largo de lo necesario y un nudo en la garganta que no logró deshacer durante meses. La ciudad en la que antes ambos vivían se sintió más vacía, más fría. Pierre seguía visitándolo, sus escuderías explotando su ship de redes sociales claro, pero algo había cambiado.

Y entonces vino el secuestro, la huida, la marca, los recuerdos borrosos.

Cuando Yuki despertó aquella primera vez, el mundo le pareció un lugar extraño y vacío. Las luces frías del laboratorio le quemaban los ojos, y el eco del silencio le retumbaba en los oídos como un zumbido constante. Había otros pilotos a su alrededor, todos permanecían en un estado de tensión contenida, ojos abiertos y rostros pálidos, tratando de procesar lo que acababa de ocurrir.

Yuki no sabía qué hacer, no entendía dónde estaba ni por qué sentía ese agujero en el pecho, una sensación de pérdida que no lograba identificar. Pero cuando el grupo empezó a organizarse, él encontró un propósito. Era pequeño, ágil y se ofreció a trepar por el ducto de ventilación para llegar al cuarto de seguridad. El conducto estaba lleno de polvo, y sus manos se lastimaron al arrastrarse por el estrecho espacio, pero logró abrirles la puerta desde afuera.

Sebastian lo felicitó, le revolvió el cabello y le dijo que había sido valiente. Yuki sonrió, un poco avergonzado, sintiendo por un momento que su estatura, que siempre había sido su mayor inseguridad, había sido útil. Pero la sensación de vacío no desapareció, aún así no se quejó porque ha aprendido a ser paciente.

No fue hasta que se reencontraron y Yuki olió el inconfundible aroma de lluvia suave sobre bambú mojado que lo entendió. Su corazón dio un vuelco, y en ese instante supo que esa sensación de pérdida y vacío había sido la ausencia de Pierre. La calidez de su abrazo en el avión fue la única cosa que consiguió llenar ese hueco en su pecho.

Ese mismo miedo, esa misma desesperación lo atacó esta madrugada cuando abrió los ojos y la cama estaba vacía. Lo primero que sintió fue el peso del pánico hundiéndole el estómago. Miró a su alrededor, tratando de ubicar las cosas que le recordaran a Pierre: el suéter tirado en el suelo, el aroma del francés en las sábanas, pero Pierre no estaba. Y su celular tampoco.

Corrió a la sala, a la cocina, buscandolo una y otra vez. Su voz temblaba, casi quebrándose al final de cada sílaba. Cuando los demás despertaron, el caos fue inevitable. Los pilotos aún sensibles tras el secuestro y la experimentación, entraron en estado de alerta asumiendo lo peor. NicoR trataba de calmarlo, mientras Sebastian hablaba por teléfono intentando rastrear a Pierre.

Y entonces, de repente, Pierre apareció en la puerta con las bolsas llenas de comida, el rostro confuso ante el alboroto que había provocado. Yuki no supo si quería golpearlo o abrazarlo hasta dejarlo sin aire.

Ese mismo miedo, esa misma desesperación que sintió en el laboratorio lo llevó a confesar lo que había estado guardando por años. Y antes de que pudiera procesarlo, estaba en la cocina, con Pierre besándolo y diciéndole que lo amaba.

Y bueno, ahora a su lado, Pierre sigue profundamente dormido, el pecho subiendo y bajando con un ritmo lento y pacífico, el cabello revuelto, el pecho cubierto de marcas de uñas y mordidas. Yuki pasa los dedos por una de esas marcas, sintiendo cómo su propio cuerpo late de agotamiento. Es la primera vez en mucho tiempo que Yuki lo ve dormir tan tranquilo, sin los surcos de preocupación marcados en el entrecejo.

Aún tiene las piernas temblorosas, el cuerpo marcado por las huellas de una mañana que parecía interminable. Después de tantas palabras no dichas, de tantos silencios pesados, todo había explotado en una sucesión de besos, caricias y jadeos entrecortados. Pierre había sido implacable. No le dejó espacio para dudas ni palabras. Se aseguró de que Yuki sintiera cada segundo, cada centímetro de piel reclamado con una urgencia contenida durante años.

Yuki se incorpora despacio, el aire fresco le eriza la piel. Se lleva una mano al cuello, tocando los chupetones aún sensibles que Pierre dejó allí. No sabe cómo enfrentará a los demás después de esto. No sabe si puede mirar a los ojos a Seb, a NicoR o a cualquiera de los otros sin que lo delate el rubor en sus mejillas o las marcas en su cuerpo.

Pero más allá del leve dolor muscular, hay una calma extraña en su pecho. Por primera vez, la ansiedad que lo había consumido durante meses parece haberse disipado. Pierre lo ama. Lo ama tanto como él. Y ese simple hecho hace que cada dolor valga la pena.

Yuki se desliza fuera de la cama con cuidado, intentando no despertar a Pierre. Las sábanas caen al suelo mientras camina hacia el baño, sintiendo cómo sus piernas aún flaquean. Abre la ducha, dejando que el agua tibia le relaje los músculos. Deja caer la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos, dejando que los recuerdos de la mañana se mezclen con el vapor.

Pierre lo había amado con desesperación, como si estuviera tratando de recuperar cada segundo perdido, como si quisiera asegurarse de que Yuki nunca volviera a dudar de sus sentimientos.

Entre la neblina del baño, Yuki suspira. Lleva una mano a la marca que está sobre su clavícula, el lugar donde Pierre lo había marcado durante el experimento. Ese vínculo que ahora los une de una forma tan intensa que, si se concentra, aún puede sentir el eco de los sentimientos de Pierre latiendo en su interior.

Pero el eco ahora es tranquilo, profundo.

Yuki sale de la ducha, envuelve su cuerpo con una toalla y se queda de pie frente al espejo. Su reflejo le devuelve una imagen distinta. Se ve más vulnerable, sí, pero también más fuerte. Más seguro.

Se pone una camiseta holgada y unos pantalones cómodos. Todavía no está listo para enfrentarse a los demás, pero el gasto de energía sin desayunar le hace gruñir el estómago, tiene hambre, mucha, su estómago ruge, y a pesar de que su cuerpo le pide más descanso, sabe que necesita comer. Se pasa una mano por el cabello aún húmedo, intentando acomodarlo sin mucho éxito, y sale del baño, preparándose mentalmente para la avalancha de preguntas que seguramente le harán.

Cuando Yuki sale de la habitación, la promesa de comida caliente lo atrae hacia la cocina. Al llegar, se encuentra con NicoR y Sebastian, ambos apoyados en la encimera, con tazas de café humeante en las manos.

—Mira quién decidió volver al mundo de los vivos —dice NicoR, con una ceja levantada y una sonrisa de medio lado—. ¿Sobreviviste a la emboscada de Gasly o estás aquí en espíritu?

Yuki siente que sus mejillas arden al instante. Sebastian suelta una risita y da un sorbo a su café.

—Hablando en serio, ¿cómo te sientes? —Sebastian deja la taza a un lado y lo mira con suavidad—. ¿Pierre te trató bien?

—S-sí, estoy bien. —Yuki baja la mirada, frotándose el cuello donde aún siente el ardor de algunos chupetones.

—Eso parece —NicoR asiente, haciendo un esfuerzo por no soltar otra broma—. Te guardamos el desayuno. Aunque ya casi es hora del almuerzo.

Sebastian abre el microondas y saca un plato cubierto con papel aluminio. Al destaparlo, el olor a huevos revueltos, tostadas y salchichas inunda la cocina. Lo pone a calentar mientras NicoR sigue hablando.

—Los demás fueron al gimnasio —informa NicoR, estirándose un poco—. Pero nosotros volvimos temprano. Oscar quería hablar de algo.

Y como si lo hubieran invocado, Oscar entra en la cocina, el cabello todavía húmedo por la ducha y una toalla colgando de sus hombros. Tiene una sonrisa ladina, pero sus ojos tienen un brillo extraño, una mezcla de envidia y algo más que Yuki no puede identificar del todo.

—Vaya, Tsunoda, ¿recuperaste tus recuerdos? —pregunta Oscar, inclinándose ligeramente hacia Yuki con los brazos cruzados.

Yuki asiente con la cabeza, aún sintiendo el rubor en sus mejillas.

—Sí... bueno —murmura, tomando el vaso de agua que Sebastian le pasa.

Oscar mantiene la mirada fija en él un segundo más antes de enderezarse. Luego, mira a NicoR y Sebastian.

—Pueden hablar ahora si quieren. No pasa nada —dice Yuki, bajando la vista hacia el plato que Sebastian acaba de colocar frente a él—. Puedo irme a comer en otro lado.

Oscar se cruza de brazos y niega con la cabeza.

—No hace falta. Confío en ti.

Yuki parpadea, un poco sorprendido por la respuesta, mientras Oscar toma asiento al otro lado de la mesa. NicoR y Sebastian intercambian una mirada rápida antes de acomodarse a ambos lados del australiano.

Oscar cruza las manos sobre la mesa y baja la vista, como si estuviera organizando sus pensamientos antes de hablar. Yuki, aún masticando un trozo de tostada, lo observa con atención. Sebastian y NicoR también lo miran, adoptando una postura más seria.

—Necesito un punto de vista más... maduro sobre mi situación —comienza Oscar, girando la taza de café entre sus manos—. He estado observando a los demás y... bueno, parece que casi todos, incluso los que no han recuperado todos sus recuerdos, ya estaban enamorados de su compañero de vida antes de que pasara todo esto.

Sebastian asiente levemente, pero no dice nada. Oscar suspira y continúa.

—Pero yo... estoy un poco perdido aquí. —Levanta la mirada y sus ojos se posan un instante en Yuki antes de volver a sus manos—. Sí, Franco es atractivo. Muy atractivo. Y, bueno, totalmente mi tipo. Es decente, buena persona, divertido... —

—Puedes parar cuando quieras, ¿eh? —Sebastian interrumpe con una sonrisa ligera, arqueando una ceja.

Oscar se sonroja al instante y sacude la cabeza, dejando escapar una risa nerviosa.

—Lo siento. Es que... es así. Apenas habiamos cruzado palabras. No nos conocemos bien. Franco es básicamente todo lo que yo describí en la entrevista del secuestro como un buen match para mí. Pero pues no sabia que seria él, aunque encaja en la descripción.

NicoR cruza los brazos, observando a Oscar con atención, pero no interrumpe.

—Y ahora parece tan... esquivo. Cada vez que intento acercarme, Franco da dos pasos atrás. No sé qué hacer —Oscar se rasca la nuca, mordiéndose el labio inferior—. Solo logré convencerlo del ejercicio de vinculación que Lewis nos puso en el avión porque le dije que necesitaba estabilizar el vínculo porque quería correr bien en Suzuka y... funcionó.

—¿Y cómo fue? —pregunta Yuki, inclinándose un poco hacia adelante.

—Me dejó abrazarlo un rato. Sentí su pulso, su aroma, el ritmo de su respiración... pero fue todo, parece que las emociones a través de la marca estuvieran bloqueadas o bueno tal vez él no siente nada por mi. El resto del tiempo, Franco sigue evitándome. Y todas las mañanas me despierto abrazándolo involuntariamente. Me siento un poco... —Oscar hace una pausa, sus mejillas arden y desvía la mirada—. Siento que lo estoy acosando. No quiero asustarlo, pero tampoco sé qué hacer para que deje de alejarse.

Yuki traga con dificultad, sintiendo el peso de la confesión de Oscar. Mira a Sebastian, esperando alguna respuesta o consejo, mientras NicoR sigue observando al australiano con una expresión pensativa.

NicoR se inclina hacia adelante, apoyando los codos en la mesa mientras observa a Oscar con seriedad.

—Primero que nada, tienes que tener en cuenta algo importante —comienza, su voz suave pero firme—. Franco no tiene recuerdos. Ninguno de ustedes los tiene completos, pero él está lidiando con un trauma extra que lo dejó bastante tocado. ¿Recuerdas el ataque de pánico que tuvo en el avión? Cuando gritaba que no era un animal, que no forzaría a nadie...

Oscar asiente lentamente, su rostro adquiriendo una expresión de preocupación.

—Franco piensa que te forzó a... ya sabes —NicoR entrelaza los dedos, su mirada fija en Oscar—. Que te obligó, que te marcó y forzó tu vínculo con él, incluso si fue inducido por el suero. Y se culpa por eso. Es por eso que parece mantenerse a distancia, como si no quisiera arriesgarse a acercarse demasiado y cometer otro error, recuerda que él sí dijo tu nombre en la entrevista.

Oscar se muerde el labio, sus orejas comenzando a tomar un tono rosado. Baja la mirada, recordando las imágenes fugaces que el ejercicio de vinculación de Lewis le mostró.

—Pero... —traga saliva, nervioso—. Yo estoy seguro de que no fue violento. Lo que vi... lo que sentí fue... —se calla, sus mejillas ardiendo mientras desvía la vista hacia la mesa.

—¿Solo placer? —NicoR arquea una ceja con una sonrisa cómplice.

Oscar asiente rápidamente, casi como si tuviera miedo de admitirlo.

—Sí, pero Franco no lo sabe o no lo cree —NicoR concluye, dejándose caer contra el respaldo de la silla—. Y mientras él piense que te hizo daño, se va a seguir alejando. Aunque... —hace una pausa, cruzando los brazos—. Aunque he de decir que varios lo hemos cachado mirándote con ojos soñadores. Y olisqueando el ambiente cuando cree que nadie lo ve, como si estuviera buscando tu aroma, además todos lo escuchamos cuando te llamo conejito.

Oscar parpadea sonrojado, la sorpresa pintada en su rostro. Pero antes de que pueda decir algo, Sebastian toma la palabra.

—Mira, Oscar —Seb se cruza de brazos, apoyándose contra la encimera—. Como alguien que está emparejado con alguien de pocas palabras... —hace un gesto hacia la puerta, indicando a KimiR—. Entiendo que te cueste comunicarte, pero aquí va a ser completamente necesario.

Oscar asiente, intentando asimilarlo todo.

—Empieza por hablar con él. Propón conocerse, porque de una forma u otra, están atados de por vida. Y asegúrate de dejarle claro que no odias esto. Que no te sientes... atrapado. Que te alegra que sea él, porque es una buena persona. Eso puede hacer una gran diferencia.

Oscar asiente nuevamente, pero esta vez con más determinación, como si el consejo de Sebastian le hubiera dado un punto de partida claro.

—Gracias —murmura, su voz algo más firme—. Voy a intentarlo.

Sebastian y NicoR intercambian una mirada cómplice mientras Oscar sigue perdido en sus pensamientos.

Yuki sigue con la cuchara a medio camino hacia su boca, los ojos oscuros pasando de NicoR a Sebastian.

—¿Qué pasa? —pregunta Sebastian, inclinándose un poco hacia él.

Yuki parpadea, bajando la mirada hacia su desayuno.

—Tal vez si hubiera hecho lo de Oscar y hubiera pedido consejo... los malentendidos con Pierre se habrían solucionado mucho antes —dice en voz baja, casi como si estuviera hablando consigo mismo.

Sebastian suelta una risa suave, mientras NicoR niega con la cabeza.

—Eso solo pasa porque nosotros somos viejos y ya cometimos demasiados errores —dice NicoR, dándole una palmadita en el hombro a Yuki—. Créeme, me tomó ocho años lejos de la persona que amaba darme cuenta de que no tener el coraje de comunicarme, fue el peor error de mi vida.

Yuki lo observa, los labios formando una pequeña línea. NicoR suspira, inclinándose hacia adelante.

—Todavía hay parejas que siguen en ese punto, pero no se les puede empujar. Puede ser contraproducente.

Sebastian asiente, dejando su taza en la mesa y cruzando los brazos.

—Lando, por ejemplo. Admira demasiado a Carlos y teme perderlo si se atreve a pedirle más de lo que ya tienen. Y Carlos... bueno, Carlos tiene el mismo problema que KimiR tenía conmigo. Cree que si se acerca demasiado, va a estar aprovechándose de Lando.

—Charles... —continúa NicoR, chasqueando la lengua—. Charles siente que pierde todos los que ama. Tiene miedo porque no puede evitar pensar que va a perder a Max también si se aferra demasiado, a causa de su suerte.

—Y Max... —Sebastian toma una respiración profunda, sus ojos oscureciéndose un poco—. Max ha vivido con un homofóbico toda su vida. Abrirse a Charles es un riesgo enorme para él y todo lo que ese sujeto le inculcó, aunque lo desee desesperadamente.

—Kevin y Nico Hülkenberg... —NicoR se cruza de brazos, apoyándose contra la encimera—. Dos rivales que casi se fueron a los golpes en el pasado. Son dos personalidades explosivas. Chocar es lo más fácil.

Sebastian asiente, girando la cabeza hacia Yuki.

—Y Alex y George... Ellos han sido mejores amigos toda la vida. Años siendo el apoyo del otro, pero ambos tienen pánico de perder esa amistad.

NicoR suelta un suspiro largo, pasando una mano por su cabello.

—No están solos en este barco —dice, su voz más suave ahora, pero cargada de un peso palpable—. Eso es lo bueno que nos dejó el secuestro y el experimento. Ahora, al menos, nos tenemos entre todos.

Sebastian asiente, extendiendo una mano para apretar suavemente el brazo de Yuki.

—Y aunque el trauma siga ahí... al menos tenemos una oportunidad para hacerlo bien esta vez.

Yuki asiente, finalmente llevándose la cuchara a la boca mientras un calor tibio comienza a llenar su pecho. Yuki es resiliente, ha aprendido a ser paciente y decide que para Pierre y para su segunda familia recién encontrada haber sido paciente valió completamente la pena.

 

Notes:

Yuki es mi piloto favorito y sufri mucho cuando investigue cuanto tuvo que pasar para llegar a la F1.
Ya vamos viendo un poco de lo que viene.
Vivo absolutamente para la amistad casi hermandad de Seb y NicoR.
No lo nieguen todos amamos el Franscar, jajaja estamos cada día mas cerca de sus capítulos centrales.
¿Como vamos?

Chapter 18: Capítulo 17: Nico Hülkenberg tiene un problema con el control

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

 

NicoH nació en Emmerich am Rhein, Alemania. Desde pequeño, su mundo fue un engranaje de disciplina, precisión y expectativas. Su padre dirigía una empresa de logística naval, un trabajo que requería organización y control lo cual fue en esencia el primer aviso de lo que vendría en su vida en el futuro. Y NicoH, desde los karts, mostró que podía aplicar esas mismas reglas en la pista: meticuloso, metódico y ferozmente competitivo.

A diferencia de muchos pilotos, su camino hacia la Fórmula 1 no fue una línea recta. Sí, tenía talento. Sí, tenía velocidad y si, su familia tenía recursos. Pero el reconocimiento tardaba en llegar, y mientras otros jóvenes pilotos ascendían con el respaldo de academias o padrinos, NicoH tuvo que escalar con pura habilidad. Y lo hizo, pero el éxito verdadero seguía esquivandolo.

En 2010, finalmente debutó en Fórmula 1 con Williams, logrando una pole position en Brasil que dejó a todos boquiabiertos. Pero la gloria fue fugaz. Los años siguientes se convirtieron en un ir y venir entre equipos de media tabla: Force India, Sauber, Renault. Cada vez que parecía estar a punto de dar el salto a un equipo grande, algo sucedía. Un contrato caído. Una promesa incumplida. Y mientras los otros ganaban podios y contratos millonarios, Nico seguía siendo “el chico que nunca subió al podio.”

Para alguien tan perfeccionista como él, aquello fue un castigo constante. Cada carrera era una oportunidad más de demostrar que merecía estar en la cima, y cada oportunidad fallida se convertía en una losa que pesaba más y más. En ese contexto, se encontró con Kevin Magnussen.

Si NicoH era el calculador, el que analizaba cada movimiento hasta el más mínimo detalle, obsesionado con el control, Kevin era el impulsivo, el huracán sin filtro que decía lo que pensaba y hacía lo que sentía. Al principio, NicoH lo odiaba. ¿Cómo podía alguien tan imprudente seguir en la F1 mientras él, el piloto metódico y disciplinado, seguía sin ese ansiado podio?

El punto de quiebre llegó en esa infame rueda de prensa. “Suck my balls”, le soltó Kevin, y NicoH sintió cómo el resentimiento subía por su garganta como un ácido abrasador. En ese momento, lo único que pudo hacer fue girar sobre sus talones y marcharse, jurando que jamás le perdonaría ese insulto.

Pero el destino tenía otros planes. Años después, ambos se encontraron en Haas, un equipo que apenas sobrevivía en medio de problemas financieros y bajas expectativas. Y fue entonces cuando NicoH descubrió algo que no esperaba: Kevin había cambiado. O quizás, siempre había sido así y él nunca se tomó el tiempo de verlo.

Kevin no era solo el idiota arrogante que le había dicho aquello. Era un hombre que había perdido su lugar en la F1 y que, al recuperarlo, había aprendido a valorar cada segundo en pista. Un hombre que, a pesar de las bromas y el carácter áspero, escuchaba con atención, brindaba apoyo sin pedirlo y lograba, con su sola presencia, hacer que las noches de desvelo fueran un poco menos solitarias.

Y NicoH, que había pasado años guardando sus emociones tras un muro de indiferencia, empezó a darse cuenta de que ese muro se resquebrajaba cada vez que Kevin sonreía. Al principio, trató de ignorarlo. Se repitió a sí mismo que eran compañeros, colegas, nada más. Pero en las noches donde las conversaciones se alargaban y el cansancio pesaba en los párpados, en las madrugadas donde Kevin se quedaba dormido en el sofá de su habitación después de una conversación demasiado larga, Nico empezó a sentirlo.

Era un calor que se instalaba en su pecho, un cosquilleo que subía por su columna cuando Kevin se acercaba demasiado. Era la certeza de que, sin siquiera buscarlo, aquel idiota danés había comenzado a ocupar un espacio en su vida que nadie más había logrado llenar.

Pero admitirlo, aceptarlo, era otra historia. Porque Nico Hülkenberg no sabía cómo entregar el control, cómo ceder, cómo confiar. Y porque Kevin Magnussen, el hombre que había jurado odiar, era ahora la única persona que le hacía sentir que, después de todo, aún había algo por lo que valía la pena seguir luchando.

Y se puso peor, porque le arrebataron el control del todo cuando lo secuestraron a plena luz del día. Los recuerdos de ese momento aún son fragmentos inconexos: el zumbido de un motor, un pañuelo cubriendole la boca, el olor a químicos y el dolor punzante sobre la clavícula izquierda antes de perder la consciencia.

Despertó en el paddock, rodeado de gente que conocía pero que, al mismo tiempo, le resultaban extraños. Todo estaba borroso, como si le hubieran arrancado los días y le hubieran devuelto solo retazos sin contexto. Buscó algo —¿alguien?—, sin saber exactamente qué, hasta que lo encontró esa noche en la cocina de Nicole.

Kevin estaba ahí. Y lo que sintió al verlo fue tan intenso que lo hizo tambalearse. Ya no eran las chispas de antaño, esas que nacían del odio mutuo y la competencia despiadada. Ahora eran otras, como brasas encendidas bajo la piel, como un incendio a punto de estallar.

Y el olor. Ese olor a naranja madura y flor de caléndula que emanaba de Kevin lo embriagaba, lo llenaba hasta el punto de hacerlo perderse a sí mismo. Porque ahora, con la marca latiendo bajo su piel, NicoH no podía evitar sentirlo, sentirlo realmente. Y eso lo asustaba.

Porque esta vez no tenía el control de la situación. Esta vez, cada vez que Kevin se acercaba, cada vez que su voz llegaba a sus oídos, el vínculo zumbaba, vibraba, cantaba en un idioma que él no quería entender.

Y lo peor de todo es que, aunque él intentara contenerlo, no podía evitar que sus emociones fluyeran hacia Kevin a través de la marca. Y eso lo aterraba. Porque, ¿qué pasaría si Kevin descubría lo que él realmente sentía? ¿Y si Kevin no sentía lo mismo? ¿Y si lo odiaba por ello?

NicoH estaba atrapado, prisionero de sus propios sentimientos y del lazo invisible que ahora lo unía al hombre al que había jurado no volver a dejar entrar en su vida.

Y ese ejercicio de vinculación en el avión, las cosas que vio los flashes que le llegaron de el perdido en el idilio y el placer, no sabia que era más aterrador, saber que habia una version asi de sí mismo o pensar que podría haberse forzado en Kevin sin saber, pero el Danés en lugar de alejarse y huir hacía todo lo contrario, tensando el débil control y la poca fuerza de voluntad que le quedaba para resistirse.

NicoH sube las escaleras del gimnasio hacia el Pent House de Lewis con la camiseta pegada a la piel y el ceño fruncido. A su alrededor, los otros pilotos avanzan en silencio, exhaustos tras la sesión de ejercicio. Cuando entran, en la cocina Sebastian, NicoR, Oscar y Yuki conversan en voz baja mientras de Pierre aún no hay rastro, el Japonés parece bastante cansado, y quien no lo estaria luego de cuatro horas donde los demás básicamente huyeron para no tener que oír los sonidos de la habitación que comparte con el francés.

Kevin va justo detrás de NicoH, su respiración aún acelerada. El olor a naranja madura y caléndula es inconfundible, envolviendo a NicoH en una nube cálida y densa. Trata de ignorarlo, de enfocarse en cualquier cosa menos en el danes que lo sigue de cerca y que comparte habitación con él.

Al entrar en dicha habitación, Kevin suelta un gruñido bajo y se deja caer en su cama, el sudor perlándole la frente. Se pasa una mano por el cabello mojado, dejándolo aún más desordenado. NicoH mantiene la vista fija en la pared, los puños apretados, sintiendo la tensión acumulándose en sus hombros.

Los flashes de la marca vuelven a su mente como un golpe: Kevin arqueándose bajo él, los labios entreabiertos, sus cuerpos entrelazados, placer y dolor de la mordida. Y ahora, atrapados en esta habitación, todo lo que NicoH puede pensar es en lo cerca que Kevin está de él, en lo fácil que sería estirar la mano y…

Kevin se sienta, frotándose la nuca.

—Voy a ducharme —dice, su voz más ronca de lo habitual.

NicoH asiente, pero no lo mira. No puede. Porque si lo hace, sabe que verá esa marca en el cuello de Kevin, la prueba de que están vinculados de por vida. Kevin se levanta, caminando hacia el baño, y la puerta se cierra tras él con un golpe seco.

NicoH deja escapar el aire, llevándose ambas manos a la cara. Esto es ridículo. Es Kevin. El mismo Kevin que le gritó, que lo insultó, que lo hizo sentir como un imbécil en más de una ocasión. Y ahora… ahora está ahí, bajo la ducha, el agua recorriéndole la piel, y NicoH no puede evitar imaginarlo con la cabeza echada hacia atrás, el cuello expuesto, los labios entreabiertos…

—Joder —murmura entre dientes.

Cuando Kevin sale del baño, envuelto en una toalla y con el cabello húmedo, el aroma a caléndula es aún más intenso. NicoH cierra los ojos, obligándose a calmarse, a respirar hondo. Kevin camina hasta su lado de la cama, se sienta a secarse el cabello, y por un instante, el silencio entre ellos es tan espeso que parece tangible.

—En el avión…— Kevin rompe el silencio, sus ojos clavados en el suelo —. Lo que vimos… ¿Tú… recuerdas algo?

NicoH aprieta la mandíbula. Recuerda el calor del cuerpo de Kevin bajo el suyo, los gemidos ahogados, la forma en que sus manos temblaban al aferrarse a él.

—Solo tengo flashes de que ambos lo disfrutamos —responde, con voz áspera.

Kevin traga saliva, sus mejillas encendiéndose. Baja la cabeza, sus manos apretadas sobre las rodillas.

—Sí —admite en un susurro. Luego, se pone de pie rápidamente, tirando la toalla a un lado—. bueno debemos ir a almorzar…

Antes de que Kevin alcance la puerta, NicoH se levanta de la cama de un salto, avanzando hacia él en dos zancadas. Le agarra el brazo, firme pero sin apretar, y lo empuja suavemente contra la puerta, acorralándolo con su cuerpo.

Kevin traga saliva, sus ojos oscuros clavados en los de NicoH. Sus mejillas todavía están enrojecidas por la ducha caliente, y el aroma a caléndula es más intenso ahora, mezclándose con el calor que desprenden ambos.

—¿A dónde crees que vas? —NicoH gruñe, su voz baja, áspera, llena de frustración reprimida.

Kevin abre la boca, pero no sale ningún sonido. Su pecho sube y baja rápido, y NicoH puede ver cómo la nuez de su garganta se mueve al tragar.

—Llevo días… —NicoH baja la voz, su aliento chocando contra el rostro de Kevin—. Días sintiéndome como un puto idiota. Mi control es absurdamente mínimo en este momento, es tu culpa, y parece que es a propósito que me provocas…

La mano que aún sostiene el brazo de Kevin se aprieta un poco más. No lo suficiente para hacerle daño, pero sí para mantenerlo ahí, quieto, inmóvil. Kevin no se mueve, no lo aparta, no dice nada.

—No puedo más, Kevin. Necesito saber si solo yo estoy sintiendo esto. Si tú… —NicoH baja la vista hasta los labios entreabiertos del danes, húmedos y temblorosos—. Si tú sientes lo mismo.

Kevin sigue en silencio, respirando entrecortadamente. Sus pupilas están dilatadas, su pecho pegado al de NicoH, y el aroma a caléndula lo envuelve como un abrazo. NicoH quiere besarlo, quiere apoderarse de esos labios que lleva días imaginando. Pero necesita escuchar la respuesta.

—Dímelo —insiste, inclinándose un poco más, su nariz rozando la de Kevin—. ¿Sientes algo?

Kevin cierra los ojos, sus manos temblorosas subiendo para aferrarse a los antebrazos de NicoH. Sus dedos se aprietan, sus labios se abren y el aire parece hacerse más denso.

—Sí —confiesa en un susurro. Luego, alza la mirada, sus ojos brillando con algo que parece furia y deseo a partes iguales—. Es demasiado...

Y esa es toda la información que NicoH necesita.

No le da tiempo a decir nada más. Acorta la distancia que los separa y atrapa los labios de Kevin en un beso desesperado, hambriento, cargado de todos esos días de incertidumbre y noches en vela.

Kevin gime contra su boca, sus dedos se aferran a la camiseta de NicoH, arrugándola mientras se deja devorar. Las manos del alemán bajan de los brazos de Kevin para posarse en sus caderas, afianzándolo contra la puerta, presionando sus cuerpos hasta que no queda espacio entre ellos.

El aroma a caléndula se intensifica, cálido, dulce, envolviendo a NicoH en una nube embriagante que solo lo hace querer más. Desliza una rodilla entre las piernas de Kevin, haciéndolo arquearse y soltar un jadeo ahogado contra su boca.

—¿Esto es lo que querías? —NicoH susurra contra sus labios, sus manos subiendo por debajo de la camiseta de Kevin, acariciando la piel caliente, sintiendo cómo tiembla bajo su tacto.

Kevin no responde con palabras. En lugar de eso, hunde los dedos en el cabello de NicoH, tirando de él, haciéndolo gruñir mientras lo besa con más fuerza, más urgencia. Sus caderas se mueven de forma instintiva, buscando más contacto, más fricción, más de ese calor abrasador que lo consume, es explosivo y adictivo y NicoH está tratando de aferrarse a la última pizca de control que le queda.

Pero entonces, una voz llega apagada.

—¡Oigan! —Es Charles, llamándolos desde el pasillo—. Lewis pidió comida tailandesa. ¡Vengan antes de que se lo coman todo!

NicoH respira con dificultad, sus manos todavía aferradas a las caderas de Kevin, sus ojos clavados en los del danes, que está igual de agitado, con los labios rojos y húmedos, el pecho subiendo y bajando descontroladamente.

—Esto no ha terminado —NicoH dice en un gruñido, antes de apartarse lentamente, obligándose a soltar a Kevin y dar un paso atrás.

Kevin sigue pegado a la puerta, las mejillas encendidas, la mirada nublada mientras intenta recuperar la compostura.

—No… no ha terminado —repite, en voz baja, como si estuviera tratando de convencerse a sí mismo.

Desde el pasillo, Charles vuelve a gritar:

—¡Vamos, que Yuki ya está abriendo los envases!

NicoH pasa una mano por su cabello, echándolo hacia atrás y exhalando un suspiro.

—¡Vamos, que todos están atacando los platos como si no hubieran comido en días! —Charles grita de nuevo desde el pasillo, y ahora se escuchan más voces de fondo.

—¡Mick, deja algo de pollo para los demás!
—¡Oye, Alex, ese era mi rollito primavera!
—Lando, joder, ¡suélta los fideos!

NicoH abre la puerta y se encuentra con Charles, que lo mira con una ceja alzada.

—¿Todo bien? —pregunta, aunque su expresión lo dice todo.

—Todo bien —responde NicoH, pasando una mano por su cabello desordenado mientras avanza por el pasillo.

Desde el pasillo, la voz de Mick se eleva por encima del resto:

—¡Si no vienen ahora, juro que me como el pad thai completo!

NicoH cierra los ojos y deja escapar una risa divertida cuando ve a Kevin pasar veloz junto a él. Sabe que si Mick se come pad thai sin compartir, habrá guerra.

Las risas llenan el comedor improvisado, rebotando entre las paredes como si no hubieran conocido nunca el miedo, la ansiedad, el trauma y la incertidumbre. Pero NicoH sabía que no era verdad. Todos los que estaban sentados a esa mesa habían vivido lo mismo que él. Y sin embargo, ahí estaban. Comiendo, discutiendo por comida, riendo con la boca llena.

Una escena ruidosa, desordenada… y terriblemente reconfortante.

—¡Lando, no puedes simplemente tomar el último rollito sin preguntar! —bramaba Alex, mientras observaba la caja vacía con una indignación teatral.

—Te tardaste media vida decidiendo si lo querías, eso es consentimiento —replicó Lando, encogiéndose de hombros, ya masticando con una sonrisa de pillo.

—¡Eso no es cómo funciona la ley, idiota! —añadió George, uniéndose entre carcajadas.

NicoH tiene los codos sobre la mesa y los dedos entrelazados, dejando que la calidez del momento lo envuelva. A su izquierda, Kevin come en silencio. Desde aquí puede ver todavía el leve rubor en las mejillas, probablemente aún procesando lo ocurrido minutos antes en la habitación. No dice nada, pero tampoco se aleja. No huye como siempre en la pista, no escapa ante los retos, le hace perder el control pero le encanta.

Sus hombros se rozan a veces. Y Nico no hace nada por evitarlo.

Levanta la mirada. Yuki discute acaloradamente con Seb sobre la legitimidad del tofu como fuente proteica. Pierre se ríe mientras Esteban intenta robarle fideos con los palillos. Lewis se recuesta hacia atrás, las manos cruzadas detrás de la cabeza, con una sonrisa apacible que no muestra tan seguido.

Una familia.
Una jodida familia.

Y eso es lo que más lo desarma.

Porque él había crecido entre entrenamientos solitarios, exigencias paternas apenas disimuladas, objetivos y metas que valían más que cualquier afecto. Había aprendido a competir antes que a confiar. A resistir antes que a apoyarse.

Y ahora está aquí, entre hombres que técnicamente siguen siendo rivales en la pista, riendo como si todo fuera normal. Como si no llevaran días compartiendo espacio vital, miedos, marcas hormonales y recuerdos difusos de algo que los cambió a todos.

Y sin embargo… nadie se quiebra.

Kevin se inclinó levemente para tomar una bebida, y su brazo rozó el de NicoH. La electricidad es instantánea. No es deseo crudo —aunque también lo hay— sino esa necesidad terca y desesperada de confirmar que esto es real. Que no está solo en ello.

—Esto es lo más cercano a una familia real que muchos de nosotros hemos tenido —pensó en voz alta, sin querer.

Kevin giró un poco la cabeza, la mirada curiosa.

—¿Dijiste algo?

NicoH negó con una pequeña sonrisa, desviando la vista hacia los demás.

—Nada. Solo... observando.

Kevin asintió, y bajo la mesa, sus rodillas volvieron a rozarse. Esta vez, NicoH no se aparta.

Suzuka se acerca. Las carreras, las presiones, los recuerdos, las marcas y lo que significan. Pero en ese momento, con platos a medio acabar, peleas por dumplings y risas tan sinceras que duelen, NicoH piensa que quizá no todo está perdido.

Tal vez esta familia —torcida, malherida, forzada por el trauma— tiene más raíces de las que cualquiera se atrevía a admitir.

Y él estaba listo para pelear por esto.

Y por Kevin.

Después del almuerzo, la energía en el penthouse cambió. Ya no eran un grupo de hombres hambrientos compartiendo una escena doméstica; volvieron a ser pilotos de Fórmula 1, con responsabilidades que no podían postergarse por mucho más.

Los veintidós comenzaron a dispersarse como si algo invisible los arrastrara. Nico Hülkenberg se quedó un momento más en la mesa vacía, observando cómo los demás desaparecían por las distintas habitaciones con sus dispositivos en mano, auriculares puestos, rostros serios.

Los pilotos activos se reunieron por escuderías. Carlos, Charles y Oliver se encerraron en una de las habitaciones, el primero hablando en tono firme mientras gesticulaba con un lápiz sobre una hoja con horarios, el monegasco sentado frente a la laptop, atento a las instrucciones que llegaban y el tercero poniendo atención. Max, siempre directo, discutía con su ingeniero de pista mientras revisaba la agenda de grabaciones de Red Bull con el ceño fruncido.

Lando y Oscar se atrincheraron en el rincón del salón que les ofrecía mejor señal, compartiendo el portátil con un representante de McLaren. Daniel y Yuki, por su parte, se alejaron en dirección a la biblioteca, donde podían hablar tranquilamente con su contacto de Vcarb sin interrupciones, aunque el japonés ya se estaba quejando de la cantidad de entrevistas que le programaron. Franco había sacado su celular, enviando correos y mensajes.

En la cocina, lejos de las tensiones con los equipos, Sebastian y Nico Rosberg conversaban a media voz. Vettel repasaba los últimos avances de su iniciativa Race4women, mientras Rosberg asentía, tomando café como si lo necesitaran para mantenerse cuerdos en medio del caos.

Pierre y Esteban hablaban en voz baja con el departamento de prensa de Alpine en el balcón con su laptop. Lance, con los pies sobre una silla, tecleaba algo para Aston Martin.

Lewis y George estaban en una llamada grupal con Mercedes, la voz medida. A su lado, Antonelli conversaba con los responsables de desarrollo de Mercedes F2. Albon está enviando reportes para Williams con mirada cansada.

NicoH se levanta y encuentra a Kevin en su habitación compartida, sentado junto a la ventana con la laptop frente a él, la llamada era para ambos, pero NicoH aún no había tenido la fuerza de unirse. Kevin escucha. Asiente. Habla poco. De vez en cuando, gira ligeramente el rostro como si pudiera ver más allá del cristal, como si el cielo le hablara con certeza.

NicoH lo observa desde la puerta. Es absurdo lo mucho que lo conoce ahora. Puede leer la tensión en sus hombros, la duda detrás de su silencio. Y no es por la conversación. Es por él. Por lo que no sabían nombrar. Por lo que aún no se dicen.

Él no había llamado a nadie. Su manager seguro está tratando de encontrarlo con desesperación. El equipo Haas tiene veinte mensajes sin respuesta. Pero NicoH no está listo para hacer esa llamada. No mientras aún siente el aroma de caléndula y naranja impregnado en su piel. No mientras todavía tiene el eco de Kevin temblando en sus brazos.

No mientras no sepa si fue real.

Aprieta los puños sobre sus muslos, mirando a los demás cumplir con sus deberes, una coreografía silenciosa, calculada, irónicamente mecánica para un grupo de humanos marcados por una experiencia que les había desarmado los cuerpos y reconfigurado los vínculos.

Suzuka los espera.

Tienen hasta el 2 de abril para presentarse, para grabar lo que se debe, para hacer las pruebas que no pudieron realizar durante los días que estuvieron literalmente huyendo de quien sea que los secuestró. Sus escuderías creen que todo había sido una serie de fallos logísticos que iniciaron por una noche loca de copas. Nada grave. Nada traumático. Nada que no se pueda cubrir con tiempo extra, jornadas dobles y sonrisas en cámara.

Pero ellos saben la verdad.

Lo que ocurrió no se podía archivar en un comunicado. No se puede limpiar con un video promocional. El mundo podía seguir girando como si nada… pero él ya no podía hacerlo.

Suzuka se acerca con rapidez.
Él tenía otras cosas que resolver primero.

Pasadas las llamadas, cuando el cielo empezaba a teñirse de tonos ocres y la tensión flotaba como una nube fina, Kevin salió de la habitación con un bloc en la mano y se lo tendió a NicoH sin decir mucho.

—Esto es lo tuyo —murmuró, señalando con el dedo unas líneas subrayadas.

Había tomado nota por él: entrevistas, pruebas, reportes. Razones para justificar ausencias que nadie debía cuestionar. NicoH sostuvo el papel entre los dedos como si le hubiera entregado algo mucho más valioso que una agenda. Y quizá así era. Porque Kevin no solo lo había cubierto… lo había cuidado, Kevin lo leyó, se dió cuenta de que aún no podía hablar con el equipo y lo hizo por él.

Esa noche, cuando alguien sugirió ver más capítulos de The Untamed durante la cena, nadie protestó. Se acomodaron en sofás, sillas, incluso en el suelo, como si fuera una especie de ritual tácito para aferrarse a esa calma compartida.

Y NicoH, mientras observaba a Kevin reírse con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, entendió algo que jamás se había permitido considerar: que todo el control que alguna vez creyó indispensable no significaba nada comparado con esto. Con él. Con ellos. Esta familia improbable, absurda, pero suya. Y si llegaba el día en que alguien los amenazara… estaría listo para defenderla. Aunque le costara todo, incluido el control.

Notes:

Bueeeeeno, jajajaja pareja explosiva.
que opinan?

Chapter 19: Capítulo 18: Kevin Magnussen no cree en el destino

Notes:

Alerta de smut

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Kevin Magnussen nació en Roskilde, Dinamarca, en el seno de una familia cuyo destino parecía marcado por el rugir de los motores. Su padre, Jan Magnussen, fue piloto de Fórmula 1, y Kevin creció respirando el olor a gasolina y sintiendo el asfalto bajo los pies. Sin embargo, a diferencia de otros hijos de pilotos, su camino hacia la élite no estuvo pavimentado de privilegios, por lo que no cree en el destino.

Desde pequeño, Kevin demostró una tenacidad feroz. No tenía la pulida diplomacia de los pilotos más mediáticos, pero sí un fuego que lo impulsaba a ser más rápido, más audaz y a tomar riesgos que otros ni siquiera considerarían. Esa intensidad le ganó admiradores y detractores por igual. Si algo definía a Kevin era su carácter: una mezcla de honestidad brutal y orgullo inquebrantable.

En 2014, debutó en Fórmula 1 con McLaren, logrando un impresionante podio en su primera carrera. Pero lo que parecía ser el inicio de una ascendente carrera se transformó pronto en un calvario de incertidumbre. Los años siguientes fueron un ir y venir entre equipos, contratos que no se concretaban y una constante lucha por demostrar que aún pertenecía al gran circo. En Renault, se encontró con Nico Hülkenberg.

Al principio, Kevin y NicoH no eran más que rivales. Las tensiones eran palpables, sobre todo cuando, en una rueda de prensa, Kevin soltó un “suck my balls” que quedó grabado en la memoria colectiva del paddock. En ese momento, se odiaban. NicoH veía a Kevin como un impulsivo sin control, y Kevin veía a NicoH como un arrogante con ínfulas de superioridad.

Pero el destino los volvería a reunir en Haas años más tarde. Y el rencor se fue transformando lentamente en una conexión que ninguno de los dos esperaba. Trabajar juntos bajo la misma bandera los obligó a hablar, a compartir estrategia y, en las noches donde el cansancio les impedía dormir, a sincerarse. Kevin empezó a ver más allá del piloto perfeccionista y frío. Vio a un hombre que, al igual que él, había luchado contra el olvido, contra las expectativas no cumplidas y contra el peso de las propias decisiones y no no cree en el destino.

Y NicoH empezó a ver al hombre detrás del piloto. Un hombre que reía alto, bebía fuerte y hablaba sin filtros. Un hombre que, a pesar de su carácter áspero, tenía una lealtad inquebrantable hacia quienes lograban traspasar sus muros. Fue en una de esas noches, mientras compartían una botella de whisky barato, que Kevin sintió que el resentimiento de años atrás había dado paso a algo más profundo.

Al principio, se negó a admitirlo. ¿Cómo podría siquiera considerarlo? NicoH era su rival, su opuesto, el tipo que le había dicho en público que era un imbécil. Pero a medida que los días pasaban, la atracción se volvió innegable. Kevin empezó a notar cómo la voz de NicoH le aceleraba el pulso. Cómo su presencia, fuerte y contenida, llenaba cada espacio. Cómo esos ojos, que antes le parecían fríos, ahora lo desnudaban de una manera que lo hacía sentir expuesto.

Y así, entre carreras y entrenamientos, bromas pesadas y miradas furtivas, Kevin se dio cuenta de que ya no podía verlo como un enemigo. NicoH se había convertido en alguien que lo desafiaba, lo irritaba y, a la vez, lo hacía sentir más vivo que nunca pero aun, se negaba a creer en que eso era el destino.

En el mundo de la Fórmula 1, donde todo se magnifica y el pasado pesa más que el presente, Kevin no sabía cómo dar el siguiente paso. Porque admitirlo, aceptarlo, era un riesgo aún mayor que cualquier curva tomada a máxima velocidad.

Cuando despertó en el laboratorio, Kevin sintió que algo dentro de él había sido arrancado, y algo más reconfigurado sin su permiso. No recordaba las últimas 18 horas, ni por qué tenía una herida en el cuello, ni por qué el corazón le latía con esa urgencia casi violenta. Pero sí sentía algo. Una atracción sin forma ni rostro, un vacío que tiraba de él hacia algún punto en el horizonte. La conexión era feroz, inexplicable, como una descarga eléctrica constante bajo la piel. Se aferró a eso. Mientras hacían su plan de escape, buscaban —a tientas, torpes, desesperados— algo que calmara ese ardor detrás del esternón.

Y no lo encontraron en el laboratorio. Ni en la ruta por la que escaparon, ni en la gasolinera. El camino fue largo, lleno de silencios cargados, cansancio y sentimientos de anhelo. Todos iban detrás de algo, lo sabía. Para Kevin era personal. Feroz. 

Solo cuando llegaron a la casa de Nicole, y lo vio. Solo entonces. Nico Hülkenberg. Su nombre emergió desde las profundidades de su cuerpo como una explosión. Kevin no entendía por qué quería tocarlo y a la vez empujarlo. Por qué le dolía el pecho cuando lo veía hablar con otros, por qué se sentía como si una parte de sí mismo se hubiera quedado atrapada en los ojos del alemán. El aroma de Nico lo desarmó sin piedad: corteza de hierro tibia y aire justo antes de una tormenta. No era solo atracción. Era hambre. Era rabia. Era memoria confundida y deseo reprimido, todo mezclado en un remolino que lo devoraba.

Con NicoH todo era explosivo. Cada roce accidental era dinamita. Cada cruce de miradas, una chispa peligrosa. Kevin no lo entendía, pero lo deseaba. Lo había buscado sin saberlo durante todo el camino. Y ahora que lo tenía cerca, no sabía cómo seguir fingiendo que no lo necesitaba.

Ahora, en el salón, el último capítulo de The Untamed de la noche termina en la pantalla, con su música suave disolviéndose en el aire cargado de sueño, risas apagadas y cuerpos recostados unos contra otros en el salón. Kevin apenas presta atención. Tiene las manos entrelazadas sobre las rodillas, apretadas, mientras sus ojos vuelven una y otra vez —sin querer— hacia Nico Hülkenberg, a su lado en el sofá.

Sus labios aún ardían con el recuerdo de los besos de antes del almuerzo: feroces, desordenados, apasionados. No había sido suave. No había sido tierno. Había sido algo que había contenido por demasiado tiempo, y ahora lo consumía como fuego lento por dentro.

Nico Rosberg, como siempre, fue el primero en ponerse de pie. Con voz firme, levanta la sesión nocturna.

—Vamos, muchachos. Todos a dormir. Mañana será otro día largo.

La voz del mayor arrastró murmullos de queja, pero uno por uno se fueron levantando. Kevin se levantó último, como quien sabe que está caminando hacia el borde de algo inevitable.

La habitación que comparte con NicoH está en silencio, casi demasiado. Kevin cierra la puerta con cuidado después de que ambos entraron. Lo mira. NicoH lo espera de pie junto a la cama, la espalda recta, el rostro sereno. Pero en sus ojos hay tormenta.

No hacen falta palabras. No esta vez.

Kevin cruza la habitación con decisión, con el pecho golpeando como si contuviera un animal encerrado. Ya no tiene dudas. Ya no puede fingir. Lo había buscado incluso antes de recordarlo, lo había sentido en la sangre, en la piel, en el alma. Y ahora… ahora no iba a detenerse.

Porque después de todo lo que vivieron, lo único que le quedaba claro a Kevin Magnussen era esto: Nico Hülkenberg era su respuesta. Y esta noche no piensa contenerse.

No dijeron nada al principio. No hacía falta. Desde ese beso antes del almuerzo urgente, voraz, decidido, todo había cambiado.

Kevin da dos pasos, y NicoH inclina la cabeza sin romper el contacto con la mirada.

—Dijiste que no habíamos terminado —dijo Kevin, sin rodeos, la voz baja y cargada.

NicoH sonríe, apenas. Un filo de sonrisa, peligrosa y eléctrica.

—Y no mentí.

El espacio entre ellos desapareció en un segundo. NicoH lo tomó por la camiseta, lo atrajo con fuerza y volvió a besarlo con esa misma necesidad con la que lo había hecho horas antes. Como si no hubiese tenido aire desde entonces. Como si besar a Kevin fuera lo único que le permitía mantenerse con vida.

Kevin respondió sin dudar. Esta vez no con sorpresa, sino con hambre. Con esa fiereza que solo NicoH parece despertar en él, esa mezcla de rabia y deseo, como si no supieran si iban a romperse o a salvarse con el roce.

Las manos se buscan entre ropas que ya no hacen falta. Se tocaron como si el cuerpo del otro fuera una respuesta largamente esperada. No hay pausas. No hay suavidad.

—No puedo fingir que esto no está pasando —murmuró NicoH contra su cuello— No después de ese beso.

Kevin lo empuja hacia la cama con una risa ronca, peligrosa.

—Entonces no finjas.

Lo que sigue fue intensidad pura: besos como choques eléctricos, caricias afiladas, piel contra piel. No hay dudas ni promesas, solo presente. Solo esa conexión brutal e incendiaria que existe entre ellos desde el principio, esa tensión que ninguno había sabido nombrar hasta que NicoH rompe todas las barreras con sus labios.

Y mientras el mundo afuera sigue girando, ellos arden.

Porque esta vez no se trata de sobrevivir.

Es el inicio de algo nuevo.

Incontrolable.

Innegable.

Imparable.

Entre jadeos y risas entrecortadas, Kevin susurra al oído de NicoH, con una sonrisa ladeada y provocadora:

—¿Aún quieres que te lo diga? …Suck my balls, Hülkenberg.

Y esta vez, no fue un insulto.

La frase, tan absurda como provocadora, golpeó a NicoH como un latigazo cargado de historia. La risa le estalló en la garganta, rota por el deseo, por la incredulidad de escucharla así, en ese contexto, después de tanto.

—¿De verdad vas a usar eso ahora? —murmura, con las mejillas encendidas.

Kevin no responde. Solo lo besa otra vez, con más hambre, con más furia, con todo lo que no se podía explicar con palabras.

—Ok… tu lo pediste…— gruñe mientras deja un camino de chupetones bajando por el pecho del danes dejándolo tendido sobre la cama, con las piernas abiertas, el cuerpo temblando de deseo y expectación. NicoH lo observa desde abajo, con una mirada que lo desnuda más que cualquier roce, sin quitarle los ojos de encima toma su miembro en su boca, subiendo y bajando haciéndole gemir en voz alta mientras jalonea las sábanas con las manos tratando de buscar un ancla en el mundo real.

—Voy a prepararte bien —murmura luego de sacarlo de su boca, su voz grave, decidida—. No quiero que sientas otra cosa que placer.

Kevin asiente, con las mejillas encendidas y el pecho subiendo y bajando rápidamente. Sus dedos se hunden en las sabanas de nuevo, apenas conteniéndose.

—Por favor...

NicoH baja sin apuro. Mordisquea con suavidad la piel de los muslos, dejando marcas que hacen que Kevin sonria imaginando recordar el encuentro al otro día.

Cuando llega entre sus piernas, Kevin se arquea, jadeante. NicoH lo mira desde allí abajo con hambre salvaje, y entonces lame una línea con fuerza sobre su agujero.

—¡Ah, joder! —exclama Kevin, los muslos tensándose a los costados del rostro del alemán—. Nico... más...

La lengua de NicoH es cálida, insistente, experta. Lo lame con dedicación, abriéndolo poco a poco, con lentitud deliberada. Cada movimiento arranca un gemido, una súplica.

—Eres tan dulce y estás tan mojado... —gruñe NicoH, sin dejar de trabajar— Podría tenerte así toda la noche.

Kevin no puede responder. Solo tiembla, se retuerce, con el rostro enrojecido y los labios temblorosos.

—Me estás volviendo loco...

NicoH sonríe contra su piel, complacido con el efecto que tiene. Lo prepara con esmero, hasta que siente que Kevin está temblando, completamente entregado, y listo.

Cuando por fin se alza, Kevin lo mira con los ojos nublados por el placer.

—Ahora... — gime — Tómame. Ya.

El calor en el aire no viene del clima. Viene de ellos. Del roce de miradas, de lo que callaron tanto tiempo y que ahora arde entre sus cuerpos.

NicoH está sobre Kevin, sus cuerpos apenas separados por la respiración entrecortada. El danés lo mira, pupilas dilatadas, labios entreabiertos, y una necesidad casi dolorosa vibrando en cada centímetro de piel.

—Dime que no lo quieres —gruñe NicoH, los ojos brillando con esa fiereza que solo él tiene—. Dime que pare, Kevin.

—No te atrevas —gime Kevin, empujando las caderas contra él—. Te quiero dentro. Ahora.

El alemán no necesita más.

Lo besa con rabia y deseo, como si aún quedaran restos de la rivalidad que los forjó. Kevin lo muerde, le araña los hombros, y NicoH responde con una embestida lenta que arranca un jadeo largo del danés.

—Ah... sí, así... —suspira Kevin, aferrándose a sus brazos como si el mundo se fuera a romper.

NicoH baja la cabeza hasta su cuello, donde aún arde la marca accidental que se hicieron en el encierro, y la lame, como si quisiera volver a sellarla con la lengua.

—No tienes idea de lo que me haces —gruñe contra su piel—. De cuánto te necesito.

Se mueve dentro de él, profundo, firme, sin piedad. Kevin grita, no de dolor, sino de esa mezcla insoportable de placer que crece con cada embestida.

—Más, más... así, más duro —suelta entre gemidos—. No pares, NicoH... no pares…

—Nunca pensé que fueras tan vocal…— sonríe socarronamente el alemán ganándose un zape en el hombro.

—Me callaré…— 

—No te atrevas, me encanta…— gruñe entre embestidas.

Los cuerpos chocan con fuerza, el calor entre ellos es animal, puro instinto. Las uñas de Kevin arañan la espalda de NicoH, marcándolo, exigiendo más. Y él da más.

El momento se acerca, el ritmo se vuelve errático, y Kevin lo siente. Esa presión creciente que empieza a hincharse dentro, atrapándolo.

—Ya... ah... joder, el nudo... —gime Kevin, la voz temblorosa, entiende ahora a que se referian todos no puede contener el placer que lo embarga y amenaza con explotar— Maldita sea Nico me voy a venir…—

NicoH también lo siente y ya no puede detenerse embiste casi con furia tratando de transmitirle a Kevin todo lo que ha sentido en estos años.

—Kevin…—gruñe Niko, respiración agitada, repitiendo su nombre como un mantra— Kevin….

—Sí... sí, hazlo... no me sueltes...

Y con una última embestida, profunda, estremecedora, NicoH empuja hasta el fondo. El nudo se expande dentro de Kevin, sellándolos con un chasquido que los hace gemir al unísono. Él se arquea, atrapado, lleno, desbordado.

NicoH lo sostiene fuerte mientras ambos tiemblan, jadeando, sus cuerpos sudorosos pegados como si nunca pudieran separarse.

— Joder... —susurra NicoH en su oído.

—Concuerdo... —responde Kevin, cerrando los ojos haciéndolo reír y contagiándose de su risa.

NicoH lo mira, esta vez un poco mas suave, mas tierno, con adoración. Se besan de nuevo mientras el nudo sigue hinchado manteniéndolos conectados.

—Te amo…— dice NicoH con temblor en la voz, Kevin se enternece por la ola de cariño furioso que siente a través del vínculo, un poco de temor enlazado, es entrañable que aun con todo lo que ha pasado no sepa lo que él siente, levanta la mano apartandole los mechones dorados de la frente.

—También te amo…— susurra y la sonrisa del alemán es todo en su mundo mientras se besan de nuevo.

Poco después habiendo pasado por limpieza meticulosa se acomodan juntos en la cama mirándose Kevin siente la felicidad y el alivio, los recuerdos volvieron a ellos, Mick tenía razón, no fue violento salvo el momento donde los separaron, Kevin tiembla un poco recordando la angustia y lo mucho que vio a NicoH pelear tratando de quedarse junto a él.

Desde otras habitaciones, resuenan las mismas melodías nocturnas de noches anteriores: gemidos amortiguados, un grito ahogado tras una puerta cerrada, el golpeteo rítmico de una cama contra la pared. Kevin no necesita mirar el reloj para saber que ya había comenzado otra de esas madrugadas compartidas, donde nadie dormía del todo y todos se buscaban con la piel, las paredes parecen demasiado delgadas para personas cuyos sentidos son más sensibles que el promedio. 

—¿Listo para la segunda ronda?…— Kevin sonríe ante la mirada pícara de NicoH y elige no responder solo atraerlo para otro beso ardiente.

No están solos en el penthouse. Pero nada importa ya.

Porque en medio de ese pequeño mundo robado al caos, se pertenecían. Y mientras la pasión los consume de nuevo, Kevin decide que tal vez, solo tal vez esta vez podría creer un poco en el destino.

Notes:

Yayyyy se resolvió lo de la pareja explosiva.
como vamos?

Chapter 20: Capítulo 19: George Russell teme perder su hogar

Notes:

Alerta de spoilers de The Untamed

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

George no recordaba un momento de su vida en el que Alex Albon no estuviera cerca.

Desde los días de karting, cuando todavía usaban trajes que les quedaban grandes y los cascos parecían tragarse sus cabezas, Alex ya estaba ahí. Más alto, más hábil, más relajado. George había llegado con el corazón acelerado y las expectativas de toda una familia sobre los hombros; Alex, en cambio, parecía moverse como si el asfalto lo conociera desde antes.

Y aún así, se hicieron inseparables.

Categoría tras categoría, país tras país. Cuando los campeonatos cambiaban, los circuitos se hacían más complejos y los egos más grandes, Alex seguía ahí. A veces como rival, a veces como compañero, pero siempre como ancla. En las peores temporadas, cuando George dudaba incluso de su talento, era Alex quien lo hacía reír. Cuando George ganó el título de F2, fue Alex quien le trajo una cerveza tibia y le dijo que se fuera acostumbrando al sabor de la victoria.

Pero George se encontró mirándolo más de lo que debía. Buscando su voz entre las conversaciones, sintiendo alivio sólo cuando sabía que Alex estaba cerca. Que respiraba. Que reía. Que lo tocaba sin miedo ni duda.

Esa cercanía no era suficiente.

Había noches en las que George lo quería todo. No solo las bromas compartidas, los codazos en medio de una película o las miradas que duraban más de lo razonable. Quería más. Quería el derecho de sostenerlo sin explicaciones. Quería quedarse dormido en su pecho. Quería que Alex supiera que era su persona más importante, desde hacía demasiado.

Y ese era el problema.

Porque si lo decía, si pedía más… ¿y si lo perdía?

George no sabía cómo vivir sin él. Su amistad no tenía principio claro, como esas pistas que se repiten tanto que ya no sabes en qué curva empezaste a amar la velocidad. Pedir más podría ser el inicio de una vida distinta.

Pero también podía ser el final de lo único que siempre le había dado certeza, y teme perder su hogar.

Y en el fondo, eso lo aterraba más que cualquier curva ciega a fondo.

Luego despertó en un callejón, rodeado de otros pilotos igual de desorientados, con la camiseta rasgada, el cuerpo entumecido y un vacío insoportable incrustado en el pecho. No tenía recuerdos. Solo el instante en que fue arrastrado fuera del paddock y luego... nada. La memoria era un muro liso y sin marcas, pero el alma le pesaba como si le hubieran arrancado algo vital. Algo que aún no sabía nombrar.

¿Cómo podía haber sido él?
¿Cómo podían haberse unido de esa manera sin recordar absolutamente nada?

Era injusto. Desleal incluso. Porque George había visto a Alex llorar, reír hasta el hipo, quedarse dormido con la boca entreabierta en vuelos eternos, perder carreras con la cabeza en alto y besar chicas y algunos chicos en fiestas con esa sonrisa torcida que siempre conseguía más. Lo conocía. Lo amaba como se ama lo que ha sido tu casa durante años, tu persona más importante.

La revelación lo descolocó. Porque Alex no era alguien nuevo en su vida, no era una conexión fugaz. Era su mejor amigo, su compañero de toda la vida, la persona con la que había compartido campeonatos, derrotas, madrugadas sin dormir y carcajadas que solo ellos entendían. Siempre estuvo ahí. Siempre sería parte de su historia.

Y cuando se enteró que para haberse marcado mutuamente habían debido tener sexo, el suelo desapareció bajo sus pies. Su mente se llenó de un solo pensamiento, oscuro, prohibido y ardiente:
¿Cómo sería verlo así?
Debajo de él.
Rendido al placer.
Diciendo su nombre con la voz rota por el deseo.

No recordarlo lo carcomía.
Desearlo lo confundía.
Y temer perderlo, eso… eso era lo que realmente lo aterraba.

Y ahora, saber que eso ya había ocurrido… sin recuerdos, sin consciencia, sin consentimiento, lo tenía perdido. Porque la única faceta que nunca había explorado con Alex era la única que ahora lo perseguía en sueños, lo sacudía en los silencios, lo quemaba en cada roce accidental.

Y lo peor era el miedo.
El miedo de que Alex no quisiera lo mismo.
De que pedir más destruyera lo único que jamás había querido perder.                                                        

Y de nuevo, teme perder su hogar.

George vuelve al presente y está seguro de que su cuerpo ya no le pertenece. Las manos le tiemblan ligeramente mientras cuelga de la barra de dominadas, el sudor cayendo en gotas rítmicas sobre la alfombra acolchada del gimnasio. Max está en el banco de pesas, con los nudillos blancos de tanto apretar la barra. Franco se mantiene en la elíptica, enfocado en un punto fijo, como si algo lo fuera a alcanzar. Carlos golpea el saco de boxeo con precisión, cada puñetazo tratando de arrancarle las preguntas que lo desgarran desde dentro.

Los cuatro comparten más que rutinas físicas. Comparten la incertidumbre, el desconcierto… y el peso insoportable del deseo reprimido, el resto siguen arriba en sus llamadas laborales. Para ellos últimamente cada tarde empieza igual después del almuerzo comunitario: primero las obligaciones con las escuderías, y luego se entrenan hasta que las piernas le tiemblan, hasta que los brazos ya no responden. Hasta que la mente se le vacía lo suficiente como para no pensar en él.

En Alex, su persona más importante y su hogar en esta tierra..

George exhala con fuerza. Cada día es una tortura. Desde los ejercicios de vinculación de Lewis, lo que había sido un hueco vacío en su memoria ahora está plagado de flashes crudos e incontrolables:
El sonido de Alex gimiendo su nombre en un susurro quebrado.
La sangre caliente en sus labios, el sabor metálico.
El instante en que lo muerde y el placer es tan violento que George se derrumba, temblando.

Pero Alex sigue ahí, cada noche, en la misma cama. Con su aroma dulce, cálido, embriagador a mango maduro y flor de loto. A veces se le escapa una risa dormida. A veces lo abraza inconsciente. A veces gime bajo las sábanas, sin saber lo que provoca.

Y George no puede más.

Siente que cada noche es una prueba de fuego, con los gemidos amortiguados de otras habitaciones filtrándose por las paredes, como un eco cruel de lo que su cuerpo pide a gritos y su mente no se atreve a nombrar. Al principio, los cuatro, George incluyendose, estaban más abiertos a sus ejercicios de vinculación, pero a medida que pasa el tiempo, mientras recuerdan los peligros y las limitantes han empezado a huir de a pocos, siente un asomo a una sonrisa irónica formarse en su rostro, tal vez es la cercanía con el vuelo a Suzuka lo que los tiene descolocados.

Sabe que están ahí, encerrados en el penthouse de Lewis, para su protección. Pero él se siente enjaulado con la fuente exacta de su perdición, y al mismo tiempo, no sabe si quiere que llegue el momento de irse.

—¿Estás bien? —pregunta Franco desde la bicicleta, sin girarse.

George traga saliva. Sus músculos arden, pero no por el ejercicio.

—No sé qué significa “estar bien” ya.

Carlos lanzó un último puñetazo y se apoya contra la pared, sudoroso, la mirada perdida.

—Ninguno de los cuatro aquí lo sabe.

Hay un silencio espeso, incómodo. Max deja caer la barra con un estruendo metálico.

—Estoy harto.

—¿De qué? —pregunta Carlos, girando el cuello con un crujido.

—De esto. De fingir que no siento lo que siento. De no saber qué pasó. De no poder mirarlo sin querer... —Max aprieta los dientes, el pecho subiendo y bajando con fuerza

—A veces creo que Charles lo sabe —dice Max, de pronto—. Lo que me pasa.

Todos lo miran.

—¿Charles?

Max asiente. La mandíbula tensa.

—No tiene cuidado, actúa como si todo estuviera bien como si esto fuera normal. Se quita la camiseta frente a mí. Duerme en ropa interior, me abraza cuando tengo pesadillas. Me habla con esa voz baja para calmarme… como si no supiera que me está destruyendo. Y yo... solo quiero...

—¿Y lo sabe?

—No lo sé. Y aunque lo supiera… —Max traga saliva. 

Carlos lo mira en silencio.

—¿Te dijo tu padre que esto está mal verdad?— Parece que el español conoce la respuesta sin preguntar, cualquiera aquí sabe el tipo de actitud de Jos al respecto incluso si no han tenido la desgracia de conocer al sujeto.

—No necesitaba decirlo —escupe Max, sin levantar la cabeza, la voz se le quiebra por primera vez—. Si miras a un chico más de la cuenta, si no eras lo que un macho debe ser, si eres débil, si pierdes, eres basura. Un error. Un asco. Una vergüenza. 

George bajó la mirada. Siente el corazón pesado.

—Y aun así... ¿Siempre fue Charles?

Max no responde, pero el silencio lo hace por él.

Carlos suspira, pasándose una toalla por el cuello.

—Lando... Me mira como si fuera su mundo. Como si no importara lo que sea que haya pasado.Y yo... ¿cómo le explico que no quiero aprovecharme? Soy mayor. Debería cuidarlo. Pero cada vez que me toca… todo se desmorona.

George cierra los ojos. Las palabras se le clavan.

—¿Te lo dijo?

—No. Es lo que yo siento. —Carlos baja la cabeza—. Y él es tan… él. Me llama a gritos sin decir una palabra es terrorífico— agrega con una media sonrisa triste — he vivido más cosas. ¿Y si se está aferrando a algo que no es real? ¿Y si solo está... condicionado por todo el experimento?

Franco baja la mirada. Juguetea con una toalla enredada entre los dedos.

—Oscar... él no me suelta. Es tan... suave. Me toca como si no quisiera asustarme, me prepara mate con tanto cuidado, es como si pudiera leerme. Y yo... no sé qué hacer. Él me gustaba tanto, pero lo admiraba de lejos y él apenas me conocía, y ahora está atado a mí. No sé si lo obligue en ese experimento, no se si lo forcé y me da pánico el solo pensarlo. Esta madrugada volvió a despertarme, tenía una mano en mi cadera… y la otra… bajo mi camiseta. No dijo nada. Solo se acurrucó. ¿Qué hago con eso? ¿Y si lo lastimé y ahora me necesita solo por eso…?

George asiente entendiendo ese vacío demasiado bien.

—¿Y lo deseas?

—Tanto que me asusta —confiesa Franco, sin levantar la voz.

—¿Y tú qué quieres? —pregunta Max, seco.

Franco levanta la vista. Sus ojos se encuentran con los de Max, y por un segundo, el gimnasio se siente aún más pequeño.

—Quiero entender qué pasó. Pero me da miedo acercarme, además sabemos cual es la única forma de recuperar los recuerdos. No quiero confundirlo… ni confundirme más.

—Nadie aquí está para dar consejos pero tal vez deberías darle la oportunidad de conocerte… tal vez te sorprenda— Suelta Carlos suavemente.

—O cortejarlo— propone George

Franco asiente, como meditando las opciones.

El gimnasio queda en silencio, solo el zumbido bajo del aire acondicionado llena el aire, mezclado con sus respiraciones agitadas.

George se deja caer en un banco, con la toalla sobre los ojos.

—¿Cómo puede ser que lo desees y a la vez no puedas tocarlo?

—Porque si lo tocas y él se rompe… —murmura Max— entonces es tu culpa.

—Y si no lo tocas —añade Carlos, mirando al techo—, te rompes tú.

Franco traga saliva.

—¿Y si ya estamos rotos?

George se queda quieto. La toalla ahora estaba empapada. Siente cómo las palabras salen antes de poder detenerlas.

Franco le pone una mano en el hombro. Lo aprieta sin decir palabra.

Max gira el rostro hacia la pared, tragándose su tormenta.

Carlos simplemente cierra los ojos.

En el exterior, el cielo de Mónaco se torna gris.

Y en ese momento, todos ellos supieron que el verdadero huracán no estaba allá afuera. Estaba dentro.

El silencio se instala como una losa entre los cuatro.
George quiere decir algo. Pero su propia voz está atrapada en la garganta.
Alex lo espera en la habitación.
Con su aroma. Con su risa.
Con el recuerdo de algo que no vivieron… y sin embargo, no pueden evitar.

Y él… él no sabe cuánto más podrá resistir.

El gimnasio comienza a llenarse como cada tarde varias parejas ya constituidas entran y empiezan a trabajar ayudándose mutuamente, George no puede evitar estar un poco celoso, porque el primer día que bajaron a entrenar con Alex fue así y ahora todo es incómodo.

Charles entra primero, con la camiseta pegada al pecho por el sudor de un trote ligero, sonriendo con esa ternura inconsciente que lanza directo a Max. Oscar aparece después, tranquilo, y sus ojos buscan a Franco con atención. Lando irrumpe con su energía habitual, toalla al hombro, y va directo hacia Carlos como un satélite. Y Alex… Alex ni siquiera finge indiferencia. Se dirige a George con una seguridad serena, como si su sola presencia bastara para abrir las grietas que George tanto se esfuerza en sellar.

En cuanto los cuatro sienten el pulso acelerarse, intercambian miradas veloces.

No hay necesidad de hablar.

George deja caer las pesas con más brusquedad de la necesaria. Carlos se quita los guantes como si le quemaran. Franco se escurre hacia la salida antes de que Oscar siquiera lo toque. Max desaparece, sin más.

La huida no es elegante, pero sí efectiva.

Suben al penthouse a los baños de sus habitaciones, donde el agua hirviendo de las duchas apenas logra apagar el temblor interno. 

Al salir a la sala de estar, nadie dice mucho. Nadie quiere admitir que lo hacen para escapar de algo que, en el fondo, desean más de lo que pueden explicar.

Pero no están solos.

Sebastian Vettel los espera, apoyado contra el marco de la puerta con los brazos cruzados, las cejas fruncidas y la mirada clavada en ellos como cuchilla. A su lado, Nico Rosberg, relajado solo en apariencia, los observa con esa precisión de quien conoce demasiado bien el lenguaje corporal ajeno.

—Desde hace dos días están rarísimos —dice NicoR, sin rodeos, su tono firme pero sin juicio—. Y si creen que nadie se da cuenta de cómo huyen cuando los miran... están muy equivocados.

Sebastian entrecierra los ojos.

—Parecen lobos asustados. Pero no lo están por ellos —agrega, con la voz más baja, más peligrosa—. Están asustados de ustedes mismos. ¿Van a hablar? ¿O necesitamos traer a Lewis… y a KimiR?

Vettel suspira con lentitud.

—No me hagan tomar medidas más drásticas. Creanme que puedo ser mucho más peligroso si es por el bien del grupo. Más de lo que creen.

El silencio que les sigue es denso como plomo. Ninguno de los cuatro se atreve a responder de inmediato.

Porque saben que tienen razón.

Y que quizás… ya no puedan seguir huyendo.

George traga saliva. Y se deja caer sobre el sofá sin mirar a nadie.

—Llevamos cuatro noches durmiendo aquí —empieza—. Y cada noche... escuchamos. A todos. Aquí nadie es discreto, ni lo intenta, incluso si lo intentarán creo que todos seguiriamos oyendo, el jodido experimento y su mejoría de sentidos. El vínculo los vuelve salvajes, sí, pero también los hace... sinceros. Nosotros no podemos tener eso. No tenemos nada resuelto. Solo silencio. Silencio y personalmente ese aroma me vuelve loco. ¿Saben lo que es tener a la persona más importante de tu vida al lado, medio dormida, oliendo increíble, y no poder tocarlo? ¿No saber si puedes tocarlo sin arruinar todo?

George calla, hay algunos segundos donde Franco se remueve incómodo, y en un impulso, habla:

—Oscar... se duerme lejos pero amanece sobre mí. Me sonríe como si confiara en mí. Pero no me conoce. No sabe qué clase de persona fui antes de esto. Y yo tampoco, ya no lo sé. ¿Y si lo forcé? ¿Y si le hice daño?

Carlos se apoya contra la pared, brazos cruzados, sin atreverse a mirar a nadie directamente.

—Lando me busca. Lo siento. Me sigue con los ojos como si yo fuera todavía su mejor amigo. Y no puedo… no puedo devolverle la mirada sin sentirme culpable. Él es joven. Yo debería cuidarlo. Pero cuando se acerca demasiado, cuando me sonríe con esa seguridad que solo él tiene, me cuesta no pensar en él como más que eso. Y eso me hace sentir... sucio.

Max, al final, solo murmura:

—Charles me toca como si esto no estuviera mal. Me acaricia. Me dice que estoy bien. Que me relaje. Y no sabe… que cada vez que lo hace, yo escucho la voz de mi padre diciéndome que soy una vergüenza. Que si me atrae otro hombre, soy basura. Que soy un error. Pero entonces Charles me abraza, y todo lo que quiero es quedarme ahí. Y al mismo tiempo, huir.

Silencio.

Sebastian los observa uno a uno, sin juicio, pero con esa mirada que pesa.

—Perfecto. Ahora sí estamos hablando.

NicoR se acerca, con la calma de quien ha visto muchas cosas peores que verdades dolorosas.

—No están solos. No lo estuvieron nunca. Y si siguen conteniéndose, van a estallar y los van a herir. No por culpa de sus vínculos, ni por sus parejas. Por ustedes mismos.

Sebastian se pone de pie.

—Así que —dice mientras estira el cuello, con ese tono entre retador y maternal que tanto lo caracteriza—, vamos a hacer esto bien. Les guste o no.

Sebastian camina lentamente frente a ellos, como si los midiera en silencio.

—Primero: esto no es solo sobre deseo —dice, pausado—. Ustedes están aterrados. Porque hay partes de ustedes que no tienen idea de cómo manejar sin los recuerdos que les darían contexto.

NicoR se apoya junto a Carlos y le palmea el hombro, firme.

—Eso no significa que tengan que evitarlo todo. Evitar no es cuidar. No hablar no es proteger. A veces, lo mejor que pueden hacer por el otro... es decirle la verdad. Incluso si duele. Especialmente si duele.

Carlos baja la mirada. Aprieta los labios.

—Carlos —continúa Seb con suavidad—, Lando no es un niño. Es un piloto y un adulto, es terco, y tiene derecho a decidir si quiere estar contigo. El respeto no es ignorarlo ni hacerte a un lado como si él no pudiera elegir. Es confiar en que puede manejar lo que siente. Yo se de eso, estuve exactamente ahi hace años con KimiR, no esperes mucho para hablar porque te advierto, podrias perderlo.

NicoR asiente y gira hacia Max.

—Tú —dice sin rodeos—. Tu padre no está aquí. Pero Charles sí. Y él... te ve por quien realmente eres, sabes que siempre lo ha hecho. Pero mientras le sigas hablando con la voz de tu padre en la cabeza, vas a herirte a ti mismo. No es justo. Ni para ti ni para él. Al diablo con Jos y sus pensamientos de la edad media, nos enfrentaremos a él contigo si es lo que se necesita. Tal vez llamar a tu madre sirva, es una mujer muy dulce y sensata, yo se que lo entenderá.

Max se tensa. No responde, pero algo en su mandíbula se afloja.

Sebastian respira hondo antes de mirar a Franco.

—Franco... ¿de verdad crees que Oscar se acostaría sobre ti, te buscaría en sueños, te abrazaría por instinto, si su cuerpo no recordara algo profundo y seguro contigo? El miedo que tienes no es de él. Es tuyo. Y hasta que no lo enfrentes, vas a seguir tratándolo como si fuera frágil. No lo es. Es Oscar fuking Piastri. Más terco que tú. Si algo no le gustara, ya te habría soltado un puñetazo.

Franco no puede evitar soltar una risa seca, nerviosa.

Y por último, Sebastian se detiene frente a George.

—Tú estás en el infierno, George, pero uno que tu solo te creaste. Porque tienes lo que más deseas... al lado, todos los días, y no sabes si tocarlo es romperlo. Pero tú no vas a romper a Alex. Él es… bueno es Alex, amable, bromista divertido, nunca te ha dejado solo un momento de la vida, ¿crees que realmente pasaría algo malo si le dices como te sientes?. Alguien tiene que abrir la boca. Preguntar. Decir: "¿quieres esto?" Aunque la respuesta dé miedo.

George baja la cabeza. Respira por la nariz.

—¿Y si dice que no?

Sebastian responde sin dudar:

—Entonces, por fin sabrás a qué atenerte. Y dejarás de inventarte el final solo para no escuchar el principio.

Silencio.

Hasta que NicoR sonríe, como quien suelta un poco la tensión acumulada.

—Eso. Ahora, más les vale empezar a hablar con quienes duermen con ustedes. Antes de que uno de ustedes... explote, o peor alguno de ellos se harte de perseguirlos, solo nos quedan dos noches antes de volar a Suzuka y será mejor que resuelvan sus problemas porque en el avión recuerden que no hay privacidad.

George no sabe si sentirse aliviado o más expuesto después de hablar con Sebastian y NicoR. Sus palabras aún rondan en el aire como una advertencia suave pero firme, una advertencia que cala más profundo de lo que se atreven a admitir.

Cuando empiezan a escuchar pasos, risas y puertas abriéndose, se dan cuenta de que los demás están volviendo del gimnasio. El sonido de zapatillas contra el mármol, toallas lanzadas al hombro, la humedad impregnada en la ropa. Uno a uno, todos cruzan la sala de estar para ir a sus habitaciones a ducharse, lanzando saludos, bromas, o simplemente levantando una mano. 

Desde su rincón del sillón, George los observa a todos. Cada paso, cada roce. Cada mirada que dura medio segundo más de lo necesario. Cuando Alex pasa, le dedica una sonrisa amable, casual, pero no lo mira a los ojos. George siente cómo algo se retuerce en su estómago.

Una hora después, con todos ya duchados y cambiados, se acomodan en la sala multimedia. Lewis ha pedido comida italiana para todos: bandejas de lasaña humeante, focaccia caliente envuelta en papel de estraza, ensaladas que nadie toca al principio. Las luces bajan, las mantas aparecen, y la costumbre de sus noches de cine toma su lugar como si nada hubiera cambiado.

The Untamed sigue corriendo en la pantalla, ya solo quedan los capítulos finales, un recordatorio de su cercanía con la partida a Suzuka, la madrugada del lunes primero de abril. Todos miran atentos, como siempre, algunos medio echados unos sobre otros, otros repartiéndose almohadas, piernas cruzadas, un hombro prestado. George está junto a Alex. De nuevo. Como cada noche. Y como cada noche, siente que el mundo se detiene ahí: en el roce tibio de su rodilla con la suya, en el crujido de la lasaña cuando corta un trozo con el tenedor, en el silencio cómplice que comparten sin romper.

—¿Es en serio? —dice Daniel, alzando ambas manos en el aire cuando el último capítulo termina.

—¡No se besaron! —suelta Pierre con voz cargada de indignación—. ¡Toda esa tensión para nada!

—Eso fue emocionalmente cruel —dice Yuki, con la boca llena de lasaña.

—Es que claramente estaban enamorados, pero ni una mísera caricia —murmura Lewis, recostado en el regazo de NicoR.

—Censura, probablemente el gobierno Chino —dice Kevin, mientras NicoH asiente lentamente.

—O fue intencional. Una forma más sutil de mostrar amor —sugiere Max, cruzado de brazos y medio molesto sin saber por qué.

—No. No, no y no —interviene Oliver con vehemencia—. Tenían que besarse. ¡Nos lo debían!

Kimi Antonelli se incorpora de repente, como si acabara de atar todos los puntos.

—¡Ya sé por qué me sonaba Lan Zhan! Es Wang Yibo —dice, orgulloso del descubrimiento—. El tipo no solo actúa. Corre en auto, también fue piloto de motos antes. Está en el China GT Championship con un Audi, y ganó varias carreras.

—¿Qué? —pregunta Esteban, frunciendo el ceño.

—¡Sí! También corre en el GT Sprint Challenge. Es buenísimo. ¡Canta, baila, actúa, modela y corre!

—Dios, qué humillación —dice Daniel en voz baja—. Yo apenas puedo hacer yoga sin lesionarme.

—Ojalá venga al paddock algún día —dice Oliver—. Y cuando venga, le vamos a preguntar por qué demonios no se besaron. Así, en su cara.

—Quiero que lo diga mirándome a los ojos —suelta Lando dramáticamente, llevándose una mano al pecho.

—Tal vez traiga al otro con él, les digo que ahí hay algo, nadie es tan buen actor— apunta Seb con determinación.

—Si alguien los ve en el paddock tiene que avisarnos a todos, es imperioso que todos nos tomemos una foto con los culpables de ver 50 capítulos por nada— dice Mick a medio bocado de Lasaña.

—Oh, eso tiene una animación y una novela ligera— murmura Alex revisando su celular—Parece que en Tailandia es muy popular, y la novela es muy muy explicita y subida de tono… la buscaré para pasarla a todos…

—Eso sería un cierre pero me indigna que en el dorama no pasara nada— se enfurruña Lando haciendo reír a los demás.

George ríe con todos, pero por dentro... el eco de lo no dicho, de lo no hecho, le pesa. Cuatro noches, cuatro noches completas durmiendo juntos, hablando en susurros, dándose la espalda con miedo de lo que pueda pasar si no lo hacen.

Y aún así, aquí está. Riéndose, comiendo focaccia, sintiendo que los ojos de Alex atrapan los suyos en la oscuridad. Y sabiendo, con un nudo persistente en el pecho, que ese amor contenido es justo lo que más lo está desarmando.

—Bueno, ya fue suficiente por hoy, ya terminamos la serie —declara Nico Rosberg, poniéndose de pie con ese aire de autoridad que no admite réplica. Se cruza de brazos, escanea la habitación como si estuviera dirigiendo una escuela y no a un grupo de pilotos semi acostados en mantas y cojines—. Todos a dormir. Mañana empieza el infierno de empacar de nuevo y no pienso aguantarlos con sueño y mala actitud.

—¡Pero si mañana no hay entrenamientos! —protesta Mick, medio levantando la cabeza.

—Precisamente por eso —responde NicoR con una sonrisa afilada—. Van a necesitar energía para todo lo que venga esta semana. A la cama. Ahora.

Sebastian, aún relajado en el sofá, asiente lentamente, como si eso bastara para reforzar la orden. Nadie se atreve a discutir. Uno a uno, se estiran, bostezan, se sacuden las migas de pan, limpian la sala y se arrastran hacia sus habitaciones. La sala se vacía con murmullos y risas bajas, puertas que se abren y cierran, pasos lentos sobre alfombras acolchadas.

George se queda de último. Finge acomodar los cojines, recoger un vaso, revisar su teléfono. Cualquier excusa.

Sabe lo que viene. O mejor dicho, lo que podría venir.

Camina hacia la habitación que comparte con Alex como si cada paso lo llevara al calabozo. Siente el peso del día, de la noche, de las miradas contenidas. Cuando llega a la puerta, la abre con mano temblorosa y la cierra tras él en silencio.

Ya no hay nadie más. Solo ellos dos. Solo esa habitación.

Solo la tensión que ya no cabe entre las paredes.

Y ni siquiera han dicho una palabra.

Alex ya lo está esperando cuando entra. Está sentado en el borde de la cama, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. No hace falta decir nada para que George entienda que lo han estado observando todo el día. Cada mirada evitada, cada frase truncada, cada excusa para no tocarlo.

—¿Qué diablos te pasa, George? —pregunta finalmente Alex, sin rodeos.

George se queda de pie, congelado. Las palabras se le quedan atoradas en la garganta como si fueran fragmentos de cristal. No puede hablar. No puede ni pensar con claridad.

La ansiedad le cae encima como una losa. Siente las palmas sudorosas, los dedos fríos, un leve temblor en las rodillas. El estómago se le revuelve. Le cuesta respirar. El corazón le golpea el pecho con tanta fuerza que le retumba en los oídos. Sabe que si dice algo, si cruza esa línea invisible, ya no habrá vuelta atrás.

Alex se incorpora al verlo pálido como una sábana, la mandíbula apretada, las manos crispadas a los costados.

—George —dice ahora, más suave—. Ey… siéntate, por favor. ¿Estás bien?

George niega con la cabeza, casi imperceptiblemente. Traga saliva con dificultad, sintiendo el ardor. Tiene miedo. Mucho miedo. Y Alex lo nota. Su expresión cambia de enojo a alarma en un segundo.

—Dios, parece que vas a desmayarte —murmura Alex, dando un paso al frente, como si no supiera si debía sostenerlo o dejarlo decidir.

Y George no sabe cómo decirle que no es por él, sino por todo lo que no ha dicho. Por todo lo que quiere y no sabe si pueden tener.

Por lo que siente y que ya no puede ocultar más.

George apenas logra sostenerse en pie. Le tiemblan las piernas y todo su cuerpo parece a punto de colapsar bajo el peso del pánico. Alex da dos pasos rápidos y lo sujeta por los brazos con suavidad, firme pero sin presionarlo, guiándolo hasta sentarse en el borde de la cama.

—Ven aquí, Georgie —murmura con voz baja, dulce, como si supiera que cualquier palabra más fuerte podría hacerlo romperse del todo.

George se deja caer como si sus huesos fueran de plomo. Se inclina hacia adelante, los codos en las rodillas, las manos entrelazadas temblorosas. La cabeza agachada.

—No puedo… no puedo… —susurra con la voz quebrada, apenas audible.

—¿Qué no puedes? —pregunta Alex, inclinándose hacia él, tratando de mirarlo a los ojos—. Dímelo, Georgie. ¿Qué no puedes?

George levanta la cabeza de golpe. Tiene los ojos brillantes, llenos de miedo, de emoción contenida, de algo que lleva demasiado tiempo tragándose.

—¡No puedo perderte! —casi grita, y su voz retumba en la habitación con una mezcla de desesperación y verdad.

Alex se queda completamente quieto. El aire parece detenerse por un segundo. Nunca lo había visto así. Vulnerable, desbordado, honesto hasta el dolor.

—Oh…Georgie… —susurra, dando un paso más cerca—. A menos que me pidas que me vaya… no me iré. ¿Por qué me perderías?

George traga saliva, el pecho subiendo y bajando con rapidez. No puede encontrar las palabras. Solo lo mira, con los ojos muy abiertos, como si no pudiera creer lo que acaba de decir, y mucho menos lo que acaba de oír.

George lo mira, todavía sin poder creerlo. La sonrisa de Alex es tan suave, tan tranquila, que parece tener el poder de detener el tiempo. George quiere decirle que lo ama. Lo quiere gritar. Pero algo lo mantiene anclado al borde de la cama, inmóvil, atrapado entre el vértigo de lo que siente y el miedo de nombrarlo en voz alta.

Entonces Alex se acerca. Un poco. Luego un poco más.

George contiene el aliento al instante en que el aroma de mango maduro y flor de loto le inunda los pulmones, dulce y cálido como una tarde de verano. Es tan familiar, tan suyo, que por un segundo cree que va a llorar. Es su hogar, ahí, justo enfrente de él.

Alex, que nunca ha dejado de leerlo, de entenderlo sin que haga falta una sola palabra, cierra la brecha con la misma delicadeza con la que se maneja en las curvas más peligrosas. No le pide permiso. No lo apura. Solo posa los labios sobre los suyos, como quien le ofrece un refugio.

El beso es lento. Pausado. Una pregunta apenas susurrada en el silencio.

Y entonces algo en George se rompe.

Como si despertara de un largo letargo, lo agarra por la cintura de repente, con fuerza, con urgencia, y lo atrae hacia sí, fundiéndose en un beso abrazador, profundo, que ya no pregunta nada: afirma, reclama, entrega.

Y es solo ahí, mientras sostiene a Alex contra su pecho, mientras siente cómo todo el miedo se disuelve en el calor de ese contacto, que George lo entiende.

Nunca tuvo motivos para temer perder su hogar.
Porque Alex siempre lo entenderá incluso sin palabras.

Notes:

Después de ver cuanto se quieren estos dos y las infancias juntas y de apoyo que tuvieron necesitaba este capítulo.
Que opinan? seguimos poniendo guiños de las parejas que falta por completar.
Sigo diciéndolo vivo por mis best bro padres de la parrilla Vettel y Rosberg, Kimi y Lewis solo son llamados cuando
hay que asustar a alguien jajaja.

Chapter 21: Capítulo 20: Alexander Albon aprendió a no desear demasiado

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Cuando el penthouse está en silencio y George respira profundamente junto a él, Alexander se permite recordar. No demasiado, nunca demasiado, pero lo suficiente para que la memoria le arda en el pecho.

Tenía quince años cuando la policía entró en su casa. Las voces gritaban, los pasos resonaban en los pisos de mármol, y él ,aún un niño, realmente, se quedó de pie, inmóvil, mientras su mundo se partía en dos. Su madre, la mujer que había creído indestructible, fue arrestada por fraude. Las portadas, los titulares, los cuchicheos en el paddock. Todo cambió. Su apellido, antes una marca silenciosa, se volvió un peso.

Desde entonces aprendió a no desear demasiado. Las cosas buenas siempre se iban: los patrocinadores, los contratos, los amigos falsos. Cuando Red Bull lo empujó al asiento principal y luego lo sacó sin mirar atrás, fue otro recordatorio brutal de que en este mundo nada era seguro. Ni siquiera cuando te decían que lo merecías. Ni siquiera cuando dabas todo.

Por eso, a veces, le cuesta entender cómo George sigue ahí.

Desde los días en el karting —George con el flequillo mal cortado, una sonrisa que prometía mundos, y ese brillo terco en los ojos— hasta ahora, no ha dejado de estar. Incluso cuando Alex se derrumbó, incluso cuando no tenía equipo, ni dirección, ni paz.

George era quien le escribía cuando nadie lo hacía. Quien lo llamaba a mitad de la noche sin esperar respuesta, solo para que supiera que alguien lo veía. Alguien que no lo juzgaba por no ser suficiente.

Y tal vez por eso le cuesta respirar cada vez que George se va, aunque solo por poco tiempo. Porque cuando el resto del mundo se volvió ruinas, George fue la única constante. Su única certeza.

Su refugio.
Su Georgie.

George siempre había estado ahí.

En los hoteles fríos después de carreras donde todo salía mal, cuando Alex pensaba que nadie lo veía, George aparecía. A veces con una Coca-Cola helada. A veces con una estupidez de chiste. A veces sin decir nada, solo sentándose a su lado hasta que el peso del mundo se aligeraba un poco.

Fue él quien le tomó la mano cuando Red Bull lo dejó caer. No como un gesto simbólico ni dramático, sino real: en el estacionamiento del circuito, entre las sombras de los trailers, George le apretó la mano como si pudiera sostenerlo entero. Y lo hizo. Porque Alex estaba roto por dentro, desmoronándose. Y George, con su absurda constancia, con esa manera de mirarlo como si no fuera un fracaso, lo mantuvo en pie.

Con el tiempo, se volvió evidente.
No era solo cariño. No era admiración.
Era amor.
Un amor que le dolía en las costillas cuando George sonreía a otro. Un amor que le quemaba en la garganta cada vez que George decía “te quiero, hermano”, porque no, no era su hermano. Y no podía decirle la verdad.

Así que besó chicas.
Algunas dulces, algunas fugaces. Algunas con el cabello castaño y una risa parecida a la suya. Ojos claros que no brillaban igual, sonrisas que no curaban lo mismo.

A veces, besó chicos.
Altos, como George.
Con ese acento elegante, ese tono pausado.
Algunos con ojos verdes que al principio parecían perfectos, hasta que hablaban y todo se deshacía, porque no era él. Porque ninguno era George.

Y cada noche, cuando se quedaba sólo, lo admitía en silencio, ahogado en la oscuridad de su habitación:
Lo anhelaba hasta los huesos.
Lo deseaba con una desesperación contenida, casi reverente.
Y no sabía cómo dejar de hacerlo.

Era su mejor amigo.
Su refugio.
Su ruina.

Y aún así, no podía imaginar una vida sin él.

Todo comenzó con una entrevista cualquiera durante el Gran Premio de Australia. Una más en la rutina de carreras, risas tensas y cámaras que captaban cada gesto. Pero entonces, el caos. El secuestro. La oscuridad. El despertar brusco en un lugar que no reconocían, rodeados de rostros familiares ahora alterados para siempre. Ellos, los pilotos, ya no eran solo humanos; eran omegas. El ardor punzante en sus cuellos era el primer aviso, una herida cubierta y reciente que necesitaba explicación. Y con ella, una sensación de vacío, de invasión, de pérdida de algo que jamás habían consentido entregar.

Alex recordaba cómo el aire olía a desinfectante y metal frío, cómo el silencio solo se rompía por respiraciones temblorosas. Cómo Yuki, pequeño y valiente, trepó por la rejilla de ventilación sin que nadie se lo pidiera, simplemente porque era lo que había que hacer. Y lo logró. Lograron escapar, juntos, todos. Huyendo sin saber hacia dónde, guiados por el instinto, el miedo, y el porcentaje bajo de batería del teléfono de Oscar.

Más tarde, en la carretera, encontraron una vieja gasolinera. Polvorienta, olvidada por el tiempo. Las únicas prendas disponibles eran camisetas de colores estridentes. Ridículos, irreconocibles y libres. Comieron papas frías y hamburguesas recalentadas mientras sus cuerpos temblaban todavía. Y al final de esa noche surreal en la cocina cálida y sencilla de Nicole Piastri, Alex lo vio, sintió ese inusual pero embriagador aroma a rocío de cristal sobre mármol blanco.. George. Por supuesto que era George. No había otro corazón que su alma anhelara tanto.

Luego, en el avión de Max. Silencios que se llenaban de miradas. El ejercicio de vinculación que Lewis organizó para aprender a controlar el vínculo. George, con su voz baja y pausada, apenas rozando lo coqueto, le dijo que su aroma le gustaba. Algo en su tono hizo que el pecho de Alex se apretara; quiso creer, pero no se atrevió. No quería ilusionarse. No después de todo lo que habían vivido. El deseo podía ser cruel cuando nacía en la incertidumbre y Alex aprendió a no desear demasiado.

Los días siguientes no fueron más fáciles. Por las noches, los sonidos detrás de las paredes, los gemidos, el vínculo en plena acción entre otros compañeros, le recordaban todo lo que no tenía. George comenzó a actuar de forma extraña, como si algo invisible lo desgastara. Evitaba su mirada, huía de su cercanía. Alex sospechaba que no dormía, que se mataba en el gimnasio para escapar de él. Pero incluso con todo eso, incluso con el dolor de no saber si era correspondido, necesitaba hablar con él. George era su refugio. Su constante. Y si eso implicaba no tenerlo de la forma que anhelaba, lo aceptaría, con tal de no perderlo.

Pero cuando lo enfrentó, George estaba pálido. Respiración entrecortada, temblor en las manos, ojos al borde del abismo. Parecía enfermo. Alex dio un paso atrás, asustado. Y entonces George gritó. Le gritó que no podía perderlo, con una desesperación tan cruda que atravesó el vínculo sin permiso. Alex lo sintió, como una ola violenta de amor, necesidad, pánico y ternura. No estaban listos para controlar ese tipo de conexión, y sin embargo, bastó. Fue todo lo que Alex necesitaba para saber que no estaba solo. Lo besó. Con miedo, con cuidado. Como si temiera romper algo sagrado. Y George… se dejó llevar.

Esa noche entre suspiros y caricias, se buscaron una y otra vez como náufragos en una isla, dejando constelaciones de chupetones, mordidas suaves, y marcas rojizas sobre cada rincón de piel accesible. Alex no sabía que se podía sentir así, tan vivo, tan deseado, tan profundamente vinculado a otro ser humano. Cada gemido, cada roce, cada nueva embestida lo acercaba más a un lugar del que ya no quería regresar. Y George era igual de voraz, igual de entregado. Le murmuraba entre jadeos cuánto lo deseaba, cuánto lo había esperado sin siquiera saberlo, cuánto lo amaba.

Las sábanas revueltas, la espalda arañada, el cuello cubierto de señales de amor, de pertenencia. Hicieron el amor hasta el amanecer, en oleadas lentas y rápidas, con risas y llanto, con pasión y ternura. Cada vez que sus cuerpos se unían, era como si el mundo se reordenara. Tan compatibles, tan exactos, que a Alex le asustó pensar que quizá todo era un sueño. Que nunca había deseado nada como deseaba a su Georgie.

Y entonces, los recuerdos volvieron sin piedad. La primera vez. El laboratorio. El momento en que, sin querer, se vincularon. La sangre. La mordida de George sobre su clavícula. La suya en el cuello de George. El placer fue tan intenso que Alex se quebró con sólo evocarlo. Escuchó los gemidos de George, los suspiros ahogados y las palabras dulces, y luego… el horror. Los separaron. Lo arrancaron de sus brazos. George gritaba, intentaba volver a él, pero no lo dejaron. A Alex lo sedaron. La inyección fue la última sensación antes del olvido. Y cuando despertó en el laboratorio, estaba solo, rodeado del resto de un grupo igual de confundido, sin George, vacío.

Esa es la única parte que se niega a recordar. Porque no soportaría que algo así volviera a pasar. No otra vez. No a su refugio. No a su Georgie.

Pero ahora, estaba allí. Dormido a su lado. Respirando tranquilo como hacía años no lo veía. Alex jugueteaba suavemente con los rizos que caían sobre su frente, admirando cada una de las marcas que había dejado durante la noche. Sonrió, sintiendo cómo el pecho se le llenaba de calor mientras los recuerdos de placer lo invadían, dulces y ardientes como brasas.

El reloj marca las seis en punto. No puede dormir más. Su cuerpo vibra con una energía contenida, y una felicidad tan intensa que amenaza con desbordarlo. No quíere despertar a George. Quíere que descanse un poco más, ahora que por fin pueden estar juntos. Así que sale en puntitas de la cama, aún con un leve dolor en la espalda baja, con las piernas temblorosas como si su cuerpo se negara a olvidar la noche vivida. Se ducha con agua tibia, se vistie despacio, y camina hacia la cocina donde probablemente el resto del equipo “omega” ya lo espera.

Pero en su pecho, muy dentro, lo único que importa es esto: había vuelto a él. George era real. Y era suyo. Aunque el mundo temblara otra vez, aunque los arrancaran de nuevo, aunque tuvieran que huir mil veces… esa noche, ese amor, esa unión, ya no se la podía quitar nadie.

La cocina rebosa de vida. El sol apenas comienza a colarse por los ventanales del gran comedor anexo, tiñendo con tonos ámbar las superficies de mármol y la madera clara. El vapor del café recién hecho se mezcla con la fragancia de mantequilla derretida, fruta fresca y masa dulce en la plancha de pancakes. La luz del amanecer cae cálida sobre las encimeras, donde Yuki, Kevin, KimiA, Mick, Lance, NicoR y Sebastian se mueven con la familiaridad de una rutina compartida.

Yuki va de un lado a otro entre la licuadora y la olla, tarareando una melodía alegre, mientras Kevin bate huevos con rapidez. KimiA sostiene una torre de platos con una concentración excesiva, probablemente una excusa para no cocinar, y Mick, al mando de la sanduchera, intercala rebanadas de jamón con comentarios cada vez más innecesarios. Lance exprime naranjas para el jugo y NicoR prepara las bebidas calientes. En el rincón más soleado, Sebastian se inclinaba sobre la Laptop con expresión intensa, como si su vida dependiera de lo que tenía frente a los ojos.

Alex entra sin hacer ruido, con los rizos húmedos y aún brillando de su ducha matutina, pero bastó un paso para que Yuki se girara hacia él como un radar afinado.

—¡Alex! —exclamó con una sonrisa cómplice—. Pancakes. Estación libre. Tu momento ha llegado.

—Sí, sí —dijo él riendo mientras se acercaba—. Ya voy.

Sebastian levanta la mirada de la laptop y, como si hubiera estado esperando ese instante exacto, alza la voz:

—Anoche logré abrir uno de los archivos protegidos del sistema. No sé cómo pasó. Simplemente… apareció desbloqueado.

El aire se tensa. KimiA deja de colocar platos en la mesa. Mick pausa su juego con el jamón. Incluso Lance deja de exprimir naranjas para alzar una ceja.

—¿En serio? —pregunta Kevin, girándose

—Sí. No sé cómo. Fue como si alguien lo hubiera abierto para mí —explica Sebastian, con la voz grave pero llena de emoción contenida—. No quise leerlo solo. Revisé la primera parte. Hay cosas que todos necesitamos saber. Quiero esperar a que estemos los veintidós juntos para contarles.

—¡Eso es increíble! —exclamó Yuki, con los ojos brillantes

—¿Crees que estén nuestros registros individuales? ¿Los de nuestros vínculos? —pregunta Kevin, con un nudo en la garganta que se adivinaba en su tono.

—Es probable —asiente Seb—. Pero primero, desayuno. Necesitamos estar bien para afrontar esto. Nadie con el estómago vacío va a procesar bien nada.

—¡Entonces más café y más pancakes! —declara Mick, alzando la espátula como una espada—. Por cierto, Alex...

Alex apenas tuvo tiempo de levantar la vista cuando recibió una servilleta enrollada directo en la frente.

—¡Auch!

—No te hagas el sorprendido —rió Mick—. Estás brillante exactamente igual que yo la primera tarde que pasamos aquí…

—¿Es por el desayuno o por otra cosa que estás tan feliz, eh? —añadió Kevin sin alzar la mirada del bol.

—Se llama reconciliación —canturrea KimiA—. Y fue bastante… sonora.

—¿Fue eso lo que escuché a las tres de la madrugada? —dice KimiA, fingiendo inocencia.

—No, lo de las tres fue la segunda ronda —ríe Kevin—. Lo de las cinco fue el encore.

—Yo pensé que estaba sonando una playlist de apareamiento de delfines —añade Seb, divertido

—Lo escuchamos todos, amigo —interviene Lance, soltando una risa—. Esteban me pidió otra ronda solo por competencia. Te agradezco, por cierto— Alex se sonroja ante el guiño y la implicación, todos se han vuelto bastante abiertos a hablar de tema, y él como el nuevo aun tiene esa incomodidad que se siente casi adolescente.

—¡Lo mismo dijo NicoH! — secunda Kevin —. "Ya estamos despiertos, ¿cierto?" Gracias, Alex. Tu entusiasmo resultó… motivador.

El sonrojo de Alex va en aumento cuando se da cuenta que todos los presentes asienten, no sabe si sentir vergüenza o halago por motivarlos.

—Ustedes empezaron—gruñe en respuesta apuntando con la espátula con la que está volteando los pancakes.

—Déjenlo, que se lo merece —dice NicoR, con una sonrisa cálida—. Ya era hora de que resolvieran el enredo que traían.

—¿Tú también lo escuchaste anoche? —pregunta Yuki con descaro.

—¡Todo el edificio lo escuchó! —rió Kevin.

Alex, entre risas y nervios, se cubrió la cara.

—Ustedes no tienen respeto —murmuró, aunque una sonrisa traicionera se le escapaba por las comisuras.

—Oye, nadie está juzgando —dice KimiA, dándole una palmadita en el hombro—. Solo queremos agradecerte por ser tan… expresivo. Hasta pensábamos hacerte un collar con estrellas doradas, pero George se nos adelantó con uno de chupetones.

—La verdad es que, estamos felices por ti, eso es todo —dice Seb con ternura sincera tratando de hacer que se calmen con sus—. Se te nota en la cara, Alex. Se te ve… radiante.

En medio de ese ambiente bullicioso y lleno de afecto entran Oscar, Lando y Charles, los tres con las ojeras bien marcadas, el cabello hecho un desastre y expresión de haber sido pisoteados por un tren emocional.

—No puedo más —murmura Lando, dejándose caer en una silla—. Juro que esta vez probé con tapones de oídos, música de ballenas y hasta meditación guiada. Nada funcionó.

—Yo traté de poner música con audífonos —dice Charles, apoyando la frente en la mesa—. Aún así los escuchaba. El maldito experimento nos volvió perros de caza. ¿Quién pidió esto?. Maldigo la mejora sensorial. Maldigo al laboratorio

—Medité. Respiré. —interviene Oscar con voz ronca mientras ponía la yerba mate en la taza que ahora comparten con Franco como un ritual que lo calma un poco—. Nada funciona.

Sebastian y NicoR intercambian una mirada cargada de preocupación. 

—¿Durmieron algo? —preguntó NicoR con suavidad, caminando hacia ellos con tres tazas humeantes de café.

—Muy poco— admite Oscar, aceptando la suya con un suspiro—. Pero estoy bien.

—Oscar… — comienza Seb, pero se detiene.

—Yo… aún no he podido encontrar el momento para hablar con él— susurra el australiano suavemente mientras espera que el agua se caliente.

—Bueno y para ustedes dos— dice NicoR —Intenten hablar con esos dos cabezas duras y si no funciona, bueno seducirlos tampoco me parece mal plan— apunta dando un sorbo a su taza.

—Tiempos desesperados…— Sebastian se cruza de brazos.

—No creo que eso funcione con Max…— Charles da un largo trago a su taza de café para luego soltar un suspiro de alivio.

—Bueno, tomar la iniciativa sin dejarles opción me funcionó con Esteban— apunta Lance que ha vuelto a exprimir naranjas, los demás lo miran con asombro.

—Lance tiene un punto, no creo que hubiera tenido otra opción con George, en mi defensa él y su terquedad me obligaron—  murmura Alex mientras voltea pancakes tratando de controlar su sonrojo.

—Carlos cree que soy menor que KimiA, estaba muy coqueto al principio en el avión y eso, pero no se, creo algo ocurrió en estos días, ni siquiera sé si hacer algo drástico le haga efecto—gime Lando pasándose las manos por la cara.

—Puede que te sorprendas, pero igual abogo primero por la comunicación, lo se estuve en tu lugar…— espeta Seb mientras empiezan a poner los tazones con comida para que todos se sirvan en la mesa.

—Seeeb… le quitas lo divertido a la vida—añade teatralmente Mick.

—Daniel ha sido tan mala influencia en ti…— suspira Vettel y los demás estallan en carcajadas.

Los durmientes empiezan a entrar al comedor uno por uno, todos recién despertados, con pasos lentos, cabello despeinado y ojeras aún visibles. Los demás ya están sentados, la mayoría con tazas humeantes entre las manos y desayunos a medio empezar.

Max es el primero en llegar.
—Buenos días —dice en voz baja, acercándose a su sitio.
—Buenos días —responde Charles sin mirarlo, con la vista fija en su taza de té.
Max se sienta a su lado en silencio. No se tocan, pero permanecen cerca.

Franco entra poco después.
—Buenos días —saluda.
—Hola —dice Oscar con una sonrisa suave, pasándole la taza de mate.
Franco asiente y la recibe en silencio dándole un sorbo.—Gracias es perfecto—

Carlos entra justo detrás.
—Buenos días —murmura mientras se rasca la nuca y bosteza.
—Buenos días, Carlos —responde Lando, neutral, empujando una canasta con panecillos hacia él.
—Gracias —dice Carlos, tomando uno sin levantar la vista.

La mesa se llena poco a poco. George llega medio dormido pero no suelta a Alex ni un segundo: lo saluda con un beso lento en la mejilla, sonriendo cuando lo ve sonrojarse. Lewis toma la mano de NicoR y le da un beso suave sin dejar de verlo a los ojos. KimiR abraza suavemente a Seb depositando un pequeño beso sobre la marca que hace temblar al alemán.

Entonces aparece Daniel, con su sonrisa habitual y esa energía contagiosa aunque algo más moderada. Al ver a Mick perfectamente arreglado y sirviendo jugo, se detiene frente a él.

—¡Alguien explíqueme cómo Mick puede estar así de fresco después de… todo lo que claramente pasó anoche!— dice con una carcajada contenida.

—¿A qué te refieres? —pregunta Mick con falsa inocencia mientras le sirve a él también.

—Tú sabes muy bien a qué me refiero —responde Daniel, alzando las cejas para luego guiñarle el ojo con coqueteria. 

Pierre suelta una carcajada mientras le robaba un beso en la mejilla a Yuki, que ya servía fruta.
—Te entiendo, deben tener un generador solar oculto, porque yo apenas logro mantenerme de pie.

 —Tal vez nos están drenando la energía mientras dormimos —comenta Esteban mientras se acomoda junto a Lance.

 —Yo sí me sentí drenado… en todos los sentidos —agrega Nico Hülkenberg, entregándole un vaso de agua a Kevin que lo mira con una sonrisa pícara.

 —Me considero felizmente drenado —dice Oliver desde el otro extremo mientras besa con ternura la mejilla de Antonelli.
—Mas te vale que sea muy felizmente —murmura KimiA, sin levantar la mirada.

Las risas se esparcen por la mesa. Algunos se sonrojan, otros simplemente asienten entre bocados.

Sebastian, que hasta ahora guarda silencio, deja su cuchara a un lado y golpea suavemente la mesa con el dorso de los dedos.

—Necesito su atención —dice con voz clara—. Anoche se desbloqueó uno de los archivos. No sé cómo ni por qué, pero de repente aparece accesible.

Todos giran hacia él. George apoya el codo sobre la mesa, Alex deja de cortar su pancake.

—¿Y qué dice? —pregunta Max con curiosidad.

—Habla del ciclo —explica Seb—. El celo de los omegas y la rutina alfa están presupuestados al parecer para alrededor del fin de semana del 14 de abril, dice que puede haber algunos desfases de tiempo pero que predicen que para esa fecha entraremos todos en el ciclo.

Un murmullo recorre la mesa.

—Al menos no es un fin de semana de carrera…— suelta Max.

—En F2 tenemos Bahrain hasta el 13 — susurra Ollie con preocupación, a lo que Verstappen le pone una mano en el hombro.

—No están solos, ayudaremos…— suelta Max.

—¿Presupuestados? —pregunta George, frunciendo el ceño.

—Sí. Recomiendan que las parejas marcadas permanezcan juntas. Que usen un forro antifluidos en el colchón… —Seb hace una pausa componiendo una mueca indescifrable— También dice que a los omegas se les proporcionen mantas, almohadas, materiales suaves, que elijan ellos mismos porque las texturas son variables dependiendo del gusto… para lo que llaman "anidación". Sea lo que sea eso.

 —¿Vamos a construir nidos como aves? —añade Lando, a punto de atragantarse con su jugo.

—Eso parece— responde Seb.

—Ya lo hicieron— todos los ojos se posan en Kimi Raikkonen que toma tranquilamente su café —La noche en casa de Nicole, se acostaron en un círculo con mantas y almohadas desde afuera eso parecía un nido.

—Ok…— murmura Daniel mientras los demás componen diferentes muecas.

—Continuando, dice que conviene tener comida fácil de comer, y bebidas al alcance. También recomienda avisar a familiares o amigos que no estarán disponibles ese día.

—O sea, desconectarse del mundo— comenta Esteban.

—Y bueno, también dice que si no pasan el ciclo juntos, podrían presentar dolores y fiebre, y el ciclo podría aumentar entre tres y cinco días— continúa Seb.

Las miradas se cruzan rápidamente alrededor de la mesa.

—Y por último… —agrega con más calma— dice que los alfas podrían sentir el impulso de marcar las glándulas secundarias, las que están en los muslos internos de los omegas. Así que si eso ocurre, no se alarmen. Es natural dentro del vínculo.

Alex y Daniel se miran con ojos muy abiertos.

 Hubo un silencio. Ligeramente incómodo. Luego alguien —probablemente Daniel— murmuró un “ Hot ”, y todos volvieron a reír, aunque algunos con las mejillas encendidas.

—Eso suena… intenso —dice George, con un gesto algo nervioso.

—Y bastante íntimo —añade Pierre, acariciando la mano de Yuki con calma.

En el otro extremo de la mesa, Max, Franco y Carlos dejan de comer. Max aprieta la servilleta entre los dedos. Franco observa el interior de su taza como si buscara respuestas. Carlos mantiene la vista fija en su plato.

NicoR se pone de pie y golpea suavemente su vaso con una cuchara.
—Bueno, vamos a armar un grupo de chat —anuncia con firmeza, mirando a cada uno con la serenidad que lo caracteriza—. Ahí compartimos las ubicaciones donde vamos a estar, hoteles y eso en Suzuka. Después, me gustaría que hablen con sus parejas y decidan dónde quieren pasar el celo y la rutina. Así podemos estar todos pendientes de todos... por si acaso.

Las miradas se cruzan por la mesa, y uno a uno los presentes asienten. No hay bromas ni risas esta vez. Es una afirmación silenciosa de cuidado mutuo, de respeto por lo que se avecina.

—Tiene sentido —dice Daniel, apoyando el mentón en el hombro de Mick—. No me gustaría que a nadie le pase algo estando solo.

—Nos aseguramos de que todos estén a salvo —comenta Lewis.

Sebastian se aclara la garganta y se levanta también.
—Para estar en Suzuka el 2, ya saben que tenemos que salir muy de madrugada —advierte, con ese acento alemán pragmático—. Así que vayan a empacar. Alisten todo. Dejen ordenados sus lugares. Las sábanas a la lavadora. Y, por favor, duerman temprano.

—¿Dormir temprano...? —repite Yuki con una sonrisa incrédula, mirando a Pierre de reojo.

—Hazle caso a Seb —interviene NicoR, ya de pie.

Uno a uno, los pilotos comienzan a levantarse. Las sillas crujen sobre el piso. Algunos recogen platos, otros terminan los últimos sorbos de café o té. Y poco a poco, la mesa queda vacía.

Entre ellos, Alex camina junto a George en silencio por los pasillos. Cada uno carga con su juego de sábanas y una muda limpia de ropa de cama. George va tarareando suavemente una canción mientras llegan. No es particularmente buena ni pegadiza, pero a Alex le hace sonreír.

Ya en la habitación, ambos se arrodillan en la cama para quitar las sábanas arrugadas. George arranca la esquina de su lado con una sola mano mientras con la otra estira la colcha, y sin querer sus dedos rozan los de Alex.

Alex contiene un suspiro. Siente mariposas en el estómago. No por nervios, sino por ese tipo de ternura doméstica que comparten entre ellos, el cuidado y el cariño.

George se endereza, lo mira unos segundos con esa sonrisa pícara que le nace sin esfuerzo, y luego, con un guiño lento, le lanza un beso con los dedos.

—Mi chico favorito haciendo la limpieza conmigo... ¿cómo no me voy a derretir?

Alex ríe bajito, agachando la cabeza como si con eso pudiera esconder el rubor.
—Idiota… —murmura sin fuerza, pero no puede dejar de sonreír.

George se acerca y le acaricia la mejilla.
Alex lo mira, los ojos brillantes, la respiración entrecortada.

Él aprende a no desear demasiado. La vida le enseña a no esperar grandes cosas.

Pero George…
George siempre ha sido su única excepción.

Notes:

Definitivamente amo a la patrulla omega, vivo por sus momentos de humor.
Como vamos?

Chapter 22: Capítulo 21: Franco Colapinto no tiene escapatoria

Notes:

Porfín el primer capitulo esperado por toda Latinoamérica unida XD

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

A veces, a Franco le cuesta creer que está aquí. Que el ruido de los motores, el olor a goma quemada y la presión de la Fórmula 2 son parte de su vida diaria. A veces se despierta pensando que todavía está en aquella habitación diminuta en la fábrica de karting en Italia, solo, a miles de kilómetros de su casa en Pilar, Argentina. Solo un adolescente con un sueño enorme y un corazón lleno de vértigo.

Tenía catorce años cuando se subió al avión que lo llevaría al otro lado del mundo. Su madre lloraba, su padre también, pero no se lo mostraba. Franco sabía que no podía fallar. Allá no lo esperaba el glamour del paddock, sino noches frías, silencios largos y un idioma que no entendía. Vivía entre herramientas, motores y cascos, mientras intentaba aprender italiano con los mecánicos y dormir sin pensar demasiado en todo lo que había dejado atrás.

No quería que sus padres gastaran ni un peso más en él. En sus bolsillos contaba las monedas, y lo que podía ahorrar lo guardaba como si fuera oro. Cuando hablaba con su familia por videollamada, sonreía. Nunca se quejaba. Lo hacía por ellos también. Cada vuelta en pista, cada entrenamiento, cada caída... todo era una prueba más para acercarse a esa meta que parecía inalcanzable: llegar a la Fórmula 1.

Cuando por fin llegó la oportunidad en Fórmula 4 Española, su padre tomó una decisión que aún hoy lo deja sin palabras. Vendió la casa. La casa en la que Franco creció, donde dio sus primeros pasos, donde aprendió a amar este deporte viendo carreras los domingos en la televisión. Todo eso, todo ese pasado, quedó atrás para que él pudiera avanzar.

Y no fue en vano. Ganó. Compitió con rabia, con fe, con el hambre de quien sabe que no tiene red debajo. Se coronó campeón en 2019, y con esa copa en las manos entendió que estaba un poco más cerca. Pero también supo que no sería suficiente. Porque cada categoría superior era más cara, más exigente, más implacable.

La Fórmula 3 le exigió todo. Y cuando al fin logró un asiento en F2, lo celebró en silencio, como se celebran las cosas que han costado sangre y lágrimas. Sus manos temblaban al ponerse los guantes. No por miedo, sino por la emoción contenida de tantos años de esfuerzo, de dormir poco y soñar mucho.

Franco sabe que no está en la cima todavía. Que el camino sigue. Pero también sabe que ha llegado más lejos de lo que muchos creían posible. Cada vez que se sube al auto y se ajusta el cinturón, recuerda los pasillos fríos de aquella fábrica en Italia, la videollamada con su papá diciendo "vendimos la casa", y la sonrisa de su mamá diciéndole "te amamos, hijo, volá alto".

Y eso hace. Vuela.

Y bueno ya estando en F2… hubo alguien que Franco notó. Fue viendo una carrera de Fórmula 1 el año anterior. El debut de un novato: Oscar Piastri. Un chico brillante, metódico, impecable. Increíblemente estoico. Franco no podía quitarle los ojos de encima. Cada vez que F2 compartía paddock con F1, ahí estaba él, como un fan más, mirando de lejos al australiano bonito que acababa de hacer tambalear su supuesta heterosexualidad.

Al principio pensó que era solo admiración. Tal vez un poco de envidia. ¿Quién no se sentiría así viendo a alguien tan joven escalar tan alto y tan rápido? McLaren. Un asiento titular. Prensa, fotos, atención. Pero lo que más le dolía… eran los celos. Celos tontos, silenciosos, de ver a Lando Norris o a Logan Sargeant cerca de él. Hablándole, riéndose, tocándole el hombro.

Así empezó. Absorbiendo en silencio todas las entrevistas, todos los clips que McLaren subía a redes. Analizaba el rostro de Oscar en cámara, su dientes de conejito adorable, esa manera que tenía de observar sin pestañear, de hablar sin decir demasiado. Su estoicismo, en lugar de alejarlo, solo lo atrapaba más. Cada gesto medido, cada sonrisa rara, lo hacían preguntarse qué habría debajo de esa coraza. Qué cosas harían brillar a un chico así.

Un miércoles, antes de un fin de semana de Gran Premio, lo invitaron a una entrevista con pilotos de F1. Los grandes. Campeones del mundo. Franco tuvo que apretar los dientes para no arrimarse como un niño y pedirles fotos, autógrafos, algo. La emoción le saltaba del pecho. Pero cuando vio que Logan estaba entre los invitados y Oscar no… bueno la desilusión fue innegable.

La entrevista fue extraña. Tensa. Había una pregunta especialmente personal y, para su sorpresa, Logan no eligió a Oscar. Franco no entendía por qué, pero eso le hervía la sangre. No lo merecía. ¿No se daba cuenta del chico que tenía tan cerca? A veces los que más cerca están son los que menos valoran.

Y luego del GP de Australia… el secuestro.

Despertó en el paddock, con una herida en el cuello y un vacío que no sabía explicar. Lo llevaron, aturdido, hasta una casa cálida donde el aroma de Oscar a mandarina y flor de acacia lo recibió antes que nadie, tan fuerte que casi tiene que sentarse para no caerse. La casa de Nicole Piastri. La mamá. Su suegra. Ay, Dios no debería ir a esos lugares de su pensamiento.

Nicole fue un encanto. Tierna, hospitalaria… preocupada por su hijo. Y Franco, que aún no entendía bien qué estaba pasando, solo pudo tratar de ayudar en lo que pudiera. Confiaba en que Oscar aparecería, y estaría bien.

Y apareció. Oscar llegó. Vivo, ileso, vestido con una camiseta horrible de gasolinera y rodeado de un grupo de extraviados que parecían salidos de una sitcom. Franco lo reconoció enseguida. Supo, sin espacio a dudas, que eso era lo que estaba buscando. Ese chico. Y también supo que estaba jodido. Porque sería un milagro que Oscar recordara siquiera su nombre.

Después vino la promesa. “Lo voy a cuidar”, le dijo a Nicole antes de partir. Y el viaje. En el avión privado de Max Verstappen, campeón del mundo. Eso todavía no se lo cree.

Y luego, el golpe. Las palabras de Sebastian. La verdad detrás del caos. El vínculo. Las marcas. Franco sintió que el mundo se le venía encima. Una parte de él solo podía pensar que tal vez se había aprovechado de alguien que le gustaba tanto, que lo había forzado. No tenía excusas. Si le había hecho daño, no podría perdonarse.

Seguidamente, la estadía. En el penthouse exclusivo de Mónaco de Lewis Hamilton, siete veces campeón del mundo. Si no se cree lo del avión, cada mañana que despierta aquí se lo cree menos.

Lewis lo consoló en el vuelo cuando tuvo un ataque de pánico. Ya en tierra, Max trató de tranquilizarlo. Carlos también. Incluso Sebastian y Nico Rosberg. Todos repetían que no era culpa de nadie, que había sido un experimento, un accidente, que todos estaban atrapados en algo más grande que ellos. Pero a Franco eso no le bastaba. Porque su corazón estaba metido en el medio.

Y Oscar…

Oscar era todo lo que no esperaba. Le preparaba mate en las mañanas. Le hablaba con una serenidad que le desarmaba las defensas. Se sentaba junto a él como si confiar fuera lo más natural del mundo, con su aroma embriagador que lo tienta. Dulce. Tranquilo. Cálido. Como si no hubiera duda alguna entre ellos. Como si el cuerpo ya supiera que estaban hechos para esto.

Durante el ejercicio de vinculación que Lewis dirigió en el avión, Franco no esperaba ver nada. Tal vez un destello. Tal vez la sensación de que algo existía. Pero lo que vino fue un golpe.

Flashazos. Imágenes rotas y confusas. La cara de Oscar, completamente rendido al placer, los labios manchados de rojo. Su sangre. Esa imagen lo sacudió tanto que casi le temblaron las piernas. El momento exacto en que Oscar lo muerde, con sus dientes de conejito, y ese instante se convierte en un estallido de placer tan puro que Franco pensó que iba a ahogarse.

Pero eran solo fragmentos. Ecos de algo que no recordaba.
No estaban completos. No eran suficientes.

Porque para recuperar realmente lo que ocurrió, para saber con certeza si hubo amor o solo química inducida, tendría que volver a acostarse con él.
Y eso… eso no lo va a permitir.

No mientras haya una mínima posibilidad de que Oscar no lo desee por voluntad propia. No mientras exista la más pequeña duda de que la primera vez fue forzada. Si lo hizo bajo el efecto de una hormona, si lo tocó sin entender lo que hacían, entonces nada vale. Nada es real. Y Franco no quiere vivir en una mentira.

Así ha estado desde entonces. Debatiéndose.

En el borde entre el éxtasis y la desesperación.

Durmiendo mal. Fingiendo normalidad. Sosteniéndose con los dedos contra el abismo cada vez que Oscar hace algo dulce. Cuando aprendió a preparar el mate perfectamente, solo observando como lo hacía. Cuando se sienta a su lado y le da esas miradas suaves. Cuando se duerme encima de él, como si su cuerpo supiera que ahí está seguro.

Y es entonces cuando a Franco le cuesta más. Porque podría quedarse ahí. Podría dejar que su corazón se arrastre hasta el pecho de Oscar y que lo habite para siempre. Podría inclinarse y besarlo y repetir lo que sea que vivieron… pero no puede.

Porque si lo hace ahora, sin saber, sin estar seguro…
Entonces está traicionando lo único que le queda.

La esperanza de que Oscar también lo quiera, de verdad.
No por el vínculo. No por la química. No por el experimento.
Sino por él.
Solo por él.

Lo peor es que cuanto más lo conocía, más se enamoraba. Y no sentía nada viniendo del vínculo. No sentía del lado de Oscar más que una calma completa y él había estado conteniendo tan fuerte sus sentimientos que dolía. Y eso lo aterraba.

Porque sabe que lo que siente no es producto del vínculo… es real.
Y eso, eso lo deja sin escape.

Y bueno.
Después de pasar una semana sintiéndose atrapado en ese dulce infierno entre el éxtasis y la desdicha, Franco apenas y puede procesar lo que significa volver al mundo real. La rutina con Oscar, esa domesticidad compartida, casi matrimonial, lo tiene al borde de la locura: desayunar juntos, doblar ropa, compartir el mate de las mañanas, dormir juntos.

Dormir. Con él.
Con ese cuasi esposo que ahora lleva su marca por accidente.
El que ama más de lo que se atreve a admitir en voz alta.

Pero la semana se acaba. El laboratorio quedó atrás.
El llamado del mundo exterior es ineludible.
Seb insiste en que todos deben regresar a sus vidas y obligaciones. La Fórmula 1, la Fórmula 2 y la WEC los esperan.

Lewis, ya ha llamado el transporte, como siempre con estilo:
Un Hummer limo que más parece un club sobre ruedas que un medio de transporte.

Cuando el vehículo llega, y luego de despedirse del amable portero Fred, los veintidós pilotos salen uno por uno, cargando sus mochilas, algunas maletas más grandes, y hasta un termo de mate que Oscar no suelta por nada del mundo. Franco sube detrás de él, dejando que su mirada se quede un segundo más en la nuca del australiano. su aroma a mandarinas y flor de acacia. La forma en que mueve los hombros al caminar. Todo lo tiene idiotizado.

—Bueno… —murmura para sí—. De vuelta al show.

Técnicamente, ni él ni Mick ni KimiA ni Oliver tienen por qué ir. Sus calendarios todavía tienen margen. Pero los mayores han pedido —casi ordenado— que los acompañen esta vez.
Seb dijo que era mejor mantener al grupo unido.
Carlos lo miró con una sonrisa y añadió que era "por seguridad".
Y Max, con su típica seriedad, solo dijo:
—Es mejor así. Confíen.

Franco no va a discutirlo.
Un viaje gratis a Japón con todo pago, en limusina, y luego en avión privado, con los mejores pilotos del mundo y Oscar dormitando a su lado como si no existiera un mundo fuera de esa burbuja…
Es más de lo que podría haber pedido hace un año.
Y menos de lo que su corazón desea ahora.

Se deja caer en el asiento al fondo, al lado de Oliver, que ya saca el móvil para grabar alguna tontería para TikTok, mientras Mick revisa una carpeta con apuntes, y KimiA se queda mirando por la ventana como si planeara escaparse por ella.

Franco solo observa.
A su nueva familia improvisada.
A la vida que está llevando sin haberla planeado.
Y al chico que duerme con el termo de mate entre las manos, como si nunca hubiera existido otra cama que no fuera la de Franco.

El Hummer arranca con un rugido suave y música de fondo. Van rumbo a Niza.
Y con cada kilómetro, Franco se convence de algo.

Puede que no sepa cómo acabará esto.
Pero no va a irse de su lado.
No mientras Oscar lo mire con esos ojos y le sonría medio dormido como si todo estuviera bien.

El Hummer limo se detiene frente al hangar privado con un suave chirrido. La luz del atardecer en Niza baña el asfalto con un resplandor cálido, y Franco, sentado junto a Oscar en el último asiento, se inclina ligeramente hacia la ventana. Allí está, otra vez, el jet privado de Max Verstappen, brillante como un trofeo, con el logo naranja estampado en la cola.

Ya lo ha visto antes. Ya ha volado en él. Ya ha dormido en sus sillas reclinables, comido sus snacks de lujo, y compartido un vuelo con los pilotos más importantes del mundo.

Y sin embargo…
Le sigue pareciendo un sueño imposible. Una trampa del destino.
Una broma del universo que aún no logra entender.

—Llegamos —dice Carlos, abriendo la puerta del vehículo con energía.

Uno a uno, los pilotos bajan, Franco sale tras ellos, junto a Oscar, que lleva su mochila colgada de un hombro y el termo de mate ya vacío en la otra mano.

El aire huele a queroseno, a sal, a mar. El cielo está claro.

Oscar camina a su lado, en silencio, sin apuro. Tiene ojeras suaves y los labios resecos, pero sigue viéndose hermoso a los ojos de Franco. Demasiado.

—¿Tenés frío, coneji…—? —Franco se muerde la lengua a la mitad, tragándose la última sílaba como si le quemara la boca.

Oscar se detiene un segundo. Lo mira.
Las mejillas se le tiñen de un rosa suave.

—¿Conejito? —pregunta, con una sonrisa ladeada.

Franco carraspea, se rasca la nuca y siente que le arde hasta el cuello.

—No era… o sea… se me escapó. Perdón. No quise ser… raro.

Oscar desvía la mirada por un momento, pero no deja de sonreír. Luego, sin mirarlo directamente, murmura:

—Está bien. Me gusta.

El corazón de Franco se detiene un segundo. Y luego late con más fuerza. Quiere decirle mil cosas, pero Max los llama desde la escalerilla del avión, con un gesto seco de impaciencia.

—Niños, no tenemos todo el día.

Oscar sube primero. Franco lo sigue, todavía con el eco de esas palabras repitiéndosele en la cabeza como una canción.

"Me gusta."

Sube los peldaños como si flotara. El jet ya no lo deslumbra, pero el chico que acaba de entrar sí.
Y el hecho de que ahora sabe que puede llamarlo conejito… sin que eso lo aleje, sin que eso lo rompa…
Lo deja aún más jodido.

Aunque nunca se acostumbraría del todo. No al jet privado. No a esa comodidad surreal. No a compartir aire con campeones del mundo como si fuera normal. Ni siquiera a estar sentado tan cerca de Oscar, que dormía contra su hombro como si ese lugar le perteneciera de toda la vida. Y sin embargo, ahí estaba. Otra vez a bordo del avión de Max Verstappen, saliendo de Niza rumbo a Suzuka. Como si su vida, de golpe, se hubiera transformado en un capítulo de una historia que no terminaba de creer.

Ya conocía el jet. Lo había pisado unos días antes cuando escapaban de Australia, y sin embargo todo le seguía pareciendo irreal. Volar junto a Oscar, con los demás pilotos charlando, riendo o durmiendo a su alrededor. El zumbido suave del motor, la luz dorada filtrándose por las ventanillas, la atmósfera extrañamente tranquila para un grupo de veintidós personalidades tan distintas, emparejadas de forma improbable, como si el universo hubiera metido la mano y mezclado las piezas a propósito.

Franco los observa de reojo. Hay parejas abrazadas dormidas, otras riéndose bajito, algunas hablando de estrategias o quejándose por tener que madrugar. No le interesaban mucho sus dinámicas. No ahora. Su atención está enfocada en el australiano acurrucado contra él, con las manos tibias y la respiración tranquila. Oscar. Su Oscar. ¿Lo era? No tiene derecho a pensarlo así. Pero el corazón no pide permiso.

Le acaricia un poco el brazo por encima de la manta, con tanta suavidad que ni él mismo se dio cuenta. Y entonces, casi sin pensarlo, susurra:

—Descansá, conejito...

Oscar alza la cabeza apenas, con los ojos aún entrecerrados por el sueño. Lo mira, se inclina y le da un besito tímido en la mejilla. Uno corto. Cálido. Que dura apenas un suspiro, pero le prende fuego en las entrañas. Antes de acomodarse otra vez sobre su hombro como si nada hubiera pasado.

Franco siente cómo se le acelera el corazón. Cierra los ojos, intentando calmarse. Está jodido. Irremediablemente jodido.

Y no puede evitarlo.

El tiempo parece haberse detenido allá arriba. El cielo afuera está completamente tranquilo, y el avión flota a miles de metros sobre el mundo, como un suspiro contenido en mitad de la nada. Después de las primeras risas, las charlas, los juegos improvisados de cartas y las bromas entre parejas, el silencio ha llegado como una manta suave. Todos duermen ya, agotados por el ritmo de la madrugada, por las emociones, por el extraño destino que los arrastraba sin tregua.

Franco no sabe cuánto tiempo pasó dormido. Tal vez tres, tal vez cuatro horas. Solo sabe que despertó con una sensación cálida en el pecho y una presión suave en el cuero cabelludo. Al abrir los ojos, lo primero que vio fueron los dedos de Oscar acariciándole el cabello, con una ternura metódica, casi hipnótica. La luz tenue del interior del jet hacía que su perfil se viera más suave, más joven. Más vulnerable.

—Franco… —susurra Oscar, sin dejar de mover los dedos entre su cabello—. Necesitamos hablar.

Franco siente que el pecho se le aprieta. Esa frase. Esa maldita frase. La temida. La inevitable. Quiere mirar por la ventanilla, quiere fingir que duerme, que no escuchó. Quiere huir.

Pero estan en un avión. A miles de kilometros del suelo. No hay escapatoria. Ni excusas.

Asiente en silencio y se incorpora un poco en el asiento, acomodándose para mirarlo de frente. Oscar retira la mano con suavidad, pero no rompe el contacto visual.

—Te escucho —dice Franco con voz baja, casi rasposa, como si las palabras le costaran salir.

Oscar parece reunir valor, traga saliva, y baja un poco la vista antes de volver a alzarla hacia él.

—He estado pensando en… todo. Desde que desperté en el laboratorio y desde que me contaron lo que les pasó a ustedes. Sé que algo fuerte nos une. No puedo negarlo. No sé qué nos hicieron. No entiendo cómo funciona. Pero cuando estoy contigo… no me siento perdido. Es extraño, pero… se siente bien.

Franco lo mira, inmóvil, el corazón bombeando en sus oídos. Cada palabra es una soga tensa.

—No recuerdo lo que pasó entre nosotros durante el vínculo. Lo sé. Pero hay cosas que mi cuerpo recuerda. Sensaciones. Momentos borrosos. Cosas que aparecen cuando sueño. Y cuando me despierto junto a ti… —Oscar baja un poco la mirada, con las mejillas encendidas—. Siento que estoy en casa. Como si mi cuerpo te buscara.

Franco traga saliva. Tenía miedo de hablar. De romper algo.

—Oscar... —empieza, apenas audible—. Yo...

—No, espera. Déjame terminar —lo interrumpe suavemente—. No sé qué nos pasó, si fue consensual o si nos forzaron. Pero lo que sí sé es que ahora sí es real. Tú y yo, aquí. Y quiero que todo lo que venga después sea nuestro. De verdad. Sin confusión. Sin miedo.

Franco asiente, la garganta cerrada por la emoción. Oscar le toca la mejilla con la yema de los dedos.

—Así que…pensaba que deberíamos empezar hablando, conociéndonos, despacio porque para esto no tenemos afán, por ahora al menos ¿Te parece?

Franco no puede responder con palabras. Solo asiente otra vez, con los ojos húmedos y la mandíbula tensa.

Y entonces, Oscar se recuesta de nuevo sobre su pecho, como si no acabara de abrirle el alma. Como si confiar en él fuera lo más natural del mundo. Y Franco, con el corazón latiéndole como un tambor, sabe que ya no tiene escapatoria.

—¿Y si jugamos a hacer preguntas? —dice Oscar, con la voz apenas un murmullo contra el pecho de Franco—. Una y una. 

Franco lo siente moverse con cuidado, alzando un poco la cabeza, mirándolo desde cerca.

—¿Qué tipo de preguntas? —susurra.

—Para conocernos. Como si estuviéramos empezando de cero.

Franco asiente.

—Va. Dispara.

—¿Cuál es tu comida favorita?

—Empanadas. Caseras, de carne cortada a cuchillo. Y si hay dulce de leche con chocolate de postre, mejor —responde Franco, sin pensarlo.

Oscar ríe bajito.

—Yo diría penne a la boloñesa... o pollo a la parmesana. Y de postre fondant de chocolate.

—¿Y para tomar?

—Sprite. Nada muy raro. ¿tú?

—Mate, o agua con gas —dice Franco

Oscar sonríe, con ese nerviosismo dulce que apenas disimula.

—Te toca.

Franco lo mira, más tranquilo, pero curioso.

—¿Qué hacés cuando no estás corriendo?

—Simulador, mucho. iRacing, WRC, esas cosas. Me ayuda a desconectarme. También me gusta salir a caminar... o ver series ¿Y tú?

—Salgo en bici. Me gusta perderme por Mallorca. A veces con música, otras solo escuchando el viento. Me calma.

Oscar lo observa, como si intentara memorizar cada palabra.

—¿Cuál fue la última serie que te encantó?

—Una argentina, "El Jefe". Era divertida. El protagonista era un genio. ¿Vos?

—"Slow Horses". Me encantan los thrillers de espías. Pero también me reí mucho con “The Gentlemen” y “Talladega Nights”.

—Tenés alma de espía —bromea Franco.

—¿Y tú de qué tienes alma?

Franco piensa.

—De ciclista dominguero. O de fan de Boca viendo los partidos con mi viejo.

Oscar ríe de verdad esta vez.

—Messi o Maradona.

—Messi. Por lo que juega, pero más por cómo es. ¿Vos tenés algún héroe?

—Ricky Ponting, cuando jugaba al cricket. Pero si tengo que elegir uno universal: Michael Jordan. LeBron también. Son... increíbles.

Franco cierra los ojos, respirando hondo. El silencio vuelve, pero esta vez es distinto. Es denso, lleno de algo que aún no se dice pero que empieza a formarse.

—¿Tú crees en las almas gemelas? —pregunta Oscar entonces, sin mirarlo.

Franco tarda. Su respuesta es casi un suspiro.

—Antes no. Ahora… no estoy seguro. Pero si existen, creo que tal vez podrían sentirse como esto.

Oscar no contesta. Solo se queda ahí, respirando sobre su pecho, enredado en su calor, y por primera vez en mucho tiempo, ninguno de los dos siente la urgencia de correr.

Franco piensa un momento, mirando la curvatura de sus pestañas.

—¿Qué es lo que más te asusta?

Oscar se queda quieto. Suspira.

—Los Tiburones.

Franco parpadea.

—¿Y tú? —pregunta Oscar, bajando un poco la voz.

—Perder a la gente que amo. O... decepcionarla.

El silencio se instala por un momento, cálido, pero denso. Oscar acaricia con la punta de los dedos el dorso de la mano de Franco mientras se recuesta de nuevo en su pecho, como si no acabara de abrirle el alma. Como si confiarle todo fuera lo más natural del mundo. 

Porque esta vez, no quiere escapar.

Franco lo mira un instante más, como si acabara de verlo por primera vez.

—Ahora la mía —dice bajando un poco la voz—. ¿Cómo te gustaría que te recordarán?

Oscar suspira largo.

—Como alguien que fue genuino. Que no fingió ser otra cosa, aunque a veces eso me costara amigos. ¿Tú?

—Como alguien que protegió lo que amaba. Aunque fuera torpe para demostrarlo.

Oscar se incorpora un poco y lo mira.

Franco desvía la mirada, ruborizado. Oscar sonríe y lanza la siguiente:

—¿Te enamoraste alguna vez? —pregunta, sin mirarlo, con la voz tan baja que casi se confunde con el zumbido del avión—. De verdad.

Franco se queda en silencio unos segundos. Mira por la ventanilla, como si buscara una respuesta en la oscuridad del cielo.

—Sí —dice al fin, apenas audible—. Una vez. Pero no me corresponden.

Oscar gira el rostro lentamente hacia él. Hay una inquietud que se arrastra por su columna. Lo presiente. Lo sabe.

—Yo también —responde—. Fue mi mejor amigo. Nunca se dio cuenta.

Franco siente cómo una presión silenciosa se instala en su pecho. Un nudo se le forma en la garganta. Celos. Dolor. Compasión. Vuelve la mirada hacia Oscar con cuidado.

—¿Logan?

Oscar asiente sin una palabra. Sus labios se tensan. Sus ojos, por un segundo, brillan con algo más que cansancio.

—No supe cuánto me dolía… hasta ahora. Hasta entender lo que se siente cuando alguien realmente te ve.

Franco baja la mirada, tragando seco. Sus dedos se crispan ligeramente sobre su propio muslo. Le toma un segundo volver a encontrar la voz.

—Él no te merece, Oscar —susurra, y su acento argentino se le tiñe de una ternura cruda, desnuda—. Yo te miro y pienso… ¿cómo podría alguien no amarte?

Oscar parpadea. Una vez. Dos. Sus labios se entreabren como si fuera a decir algo, pero no lo hace.

Solo lo mira.

Y esa mirada, en ese instante, dice todo lo que Logan nunca supo ver.

Un leve suspiro escapa de su pecho. No porque esté cansado, sino porque algo se le desacomoda por dentro.

—No digas eso —murmura al fin, sin dureza, sin distancia, sonriendo de lado con las mejillas arreboladas.

—Es la verdad…

Franco lo observa en silencio, con algo tibio en el estómago. Oscar desvía la mirada y lanza la siguiente.

—¿Qué parte de ti te cuesta más mostrar?

—La que no puede con todo —responde él sin dudar—. La parte que se cansa, que se rompe. Siempre pienso que tengo que aguantar.

Oscar asiente, como si lo entendiera demasiado bien.

—Yo… la que se queda. Siempre tengo miedo de abrirme y que alguien vea algo que no le guste. Así que lo escondo todo.

—No pareces el tipo que esconde mucho —murmura Franco, y Oscar suelta una risa baja.

—Hay que saber mirar.

Oscar cambia de posición, acurrucándose de lado con la cabeza más cerca de la de Franco. Baja un poco la voz, como si lo que sigue no quisiera que lo escuchara nadie más en el mundo.

—¿Cuál ha sido tu mayor miedo en una relación?

Franco traga saliva. El zumbido del avión parece más fuerte por un momento.

—Que me elijan… y después decidan que no era suficiente.

Oscar lo mira, los ojos más oscuros en la penumbra del jet.

—Yo… que me quieran solo por lo que hago, no por quien soy. Que me idealicen, y después se decepcionen.

Se miran. El avión sigue su rumbo, los demás duermen ajenos a todo.

—¿Para ti a qué huelo? — pregunta Oscar algo nervioso

—Mandarina dulce y flor de acacia— responde sin pensar Franco

—¿Y te gusta? — el australiano ladea la cabeza

—Mucho— suelta en un suspiro—¿A que huelo yo? 

—Sol dorado sobre campo seco de girasoles.— responde sinceramente

—¿Qué? —contesta incrédulo—¿cómo eso puede ser un aroma? — ríe Franco mientras Oscar le da un pequeño zape en el hombro.

—Oye, me gusta mucho y tampoco puedo explicarlo, es como un aroma que me trae esa imagen

—Es extraño, pero me alegra que te guste…

Franco siente que todo dentro suyo se mueve. No dice nada. Solo extiende una mano hasta rozar la de Oscar con los dedos. Él la toma. No hacen falta más palabras.

Y todavía quedan muchas horas de vuelo.

Franco respira hondo, el pecho pesado y vivo. Y entonces lanza la siguiente:

—¿Qué significa para vos el amor?

Oscar lo mira largo rato, antes de responder.

—Es alguien que te ve de verdad. Incluso cuando estás roto. Es paz. Y también fuego. Es confiar sin tener miedo todo el tiempo. Y reírse en los días tristes. ¿Y para ti?

Franco lo piensa. La voz le tiembla un poco cuando responde.

—Es poder ser uno mismo sin esconder nada. Es saber que, aunque el mundo se caiga, hay alguien que va a estar ahí… no para salvarte, sino para no dejarte solo mientras lo reconstruís.

Oscar no responde. Solo lo mira. Y le toma la otra mano. Respira hondo y lanza la siguiente:

—¿Qué parte de ti te da miedo mostrarle a alguien que te gusta?

Franco gira un poco la cabeza, mirándolo de perfil. Hay un silencio largo, cargado.

—Mi soledad —admite—. Esa parte de mí que se acostumbra a estar solo. Que no pide ayuda. Que prefiere encerrarse antes que molestar. Siento que si alguien la ve… va a querer huir.

Oscar lo mira con algo que se parece mucho al dolor.

—A mí me asusta mostrar lo mucho que necesito amor. A veces pienso que si alguien lo sabe… va a usarlo en mi contra. O que se va a aburrir de tener que recordármelo todo el tiempo.

Franco aprieta los labios. El corazón le da un vuelco.

—No creo que eso sea algo que aburra conejito.

Franco se inclina un poco más hacia él. Sus hombros se tocan.

—¿Qué haría que dejaras de confiar en alguien? —pregunta Oscar, bajando la voz aún más.

—Que me mientan cuando más necesito la verdad —responde Franco, sin pensarlo mucho—. No soporto sentir que fui tonto por creer. Me rompe.

Oscar asiente, como si entendiera exactamente lo que quiere decir.

—Para mí… sería que se burlaran de mi vulnerabilidad. Que lo usaran contra mí. Eso me destruiría.

El silencio que sigue no es incómodo. Es denso, íntimo. Un tipo de silencio que sostiene.

—¿Hay algo que nunca le hayas contado a nadie? —pregunta Franco, apenas un susurro.

Oscar duda, pero sus ojos no se apartan de los de Franco.

—A veces, me dan ataques de ansiedad antes de dormir. Cuando todo está en calma y no hay nada que hacer… me aplasta el miedo a no ser suficiente. Nadie lo sabe.

Franco se queda quieto. Luego, con una delicadeza casi infantil, le roza el dorso de la mano con los labios. No dice nada. No necesita hacerlo.

—¿Y tú? —pregunta Oscar—. ¿Qué guardas solo para ti?

Franco desvía la mirada, avergonzado.

—A veces… —traga saliva— me imagino cómo sería tener una vida normal. Despertar con alguien, hacer mate, leer el diario. No correr. No demostrar nada. Solo existir. Pero siento que si digo eso, pierdo mi lugar. Como si desear calma fuera rendirse.

Oscar lo mira como si le estuviera leyendo el alma.

—No es rendirse. Es querer disfrutar la vida por lo que es.

Ambos guardan silencio unos segundos.

Oscar sonríe con tristeza.

—Estamos rotos en lugares parecidos, ¿no?

Franco asiente. Pero esta vez, no se siente solo en la herida.

—¿Cómo te imaginás el amor que querés para vos? —pregunta Franco, sin prisa.

Oscar se muerde el labio, pensativo.

—Uno donde no tenga que esconder nada —responde—. Donde me vean y me elijan incluso en mis peores días. Uno en el que no tenga miedo de dormir abrazado a alguien, porque sé que esa persona va a seguir ahí en la mañana.

Franco asiente, la mirada hundida en sus ojos.

—Yo quiero uno en el que me permitan demostrar cuánto me importa alguien. Poder cuidarlo, acompañarlo, escuchar cada mínima cosa que lo haga feliz. Sin que me digan que es demasiado. Que estoy invadiendo.

Franco se acurruca más cerca, con los dedos entrelazados a los de Oscar, y su voz se vuelve aún más íntima:

—¿Tienes algún gesto que nunca falte cuando alguien te gusta?

Oscar se queda en silencio unos segundos, pensando, sin apartar la mirada del techo.

—Me aprendo su rutina —dice al fin, bajito—. Cómo toma el café, qué canciones repite, si duerme del lado izquierdo o derecho. Me gusta estar atento a los detalles que ni esa persona nota de sí misma. Y si puedo, los uso para hacerle la vida más fácil, sin que lo note.

Franco lo observa. Sus ojos brillan como si eso le hubiera tocado una fibra que ni él mismo sabía que estaba esperando, aunque recuerda que Oscar sabe exactamente como le gusta su mate y eso lo confunde.

—Eso es… hermoso —murmura—. Yo… creo que tiendo a cuidar. A veces cocino algo especial, o busco un libro o una canción que sé que le va a gustar. Pero más que eso, me vuelvo un refugio. Escucho. Me quedo, incluso si no hay nada que decir. Me gusta que esa persona sepa que no tiene que fingir nada conmigo.

Franco lo mira entonces, lento, y Oscar sostiene esa mirada como si fuera un hilo invisible entre los dos.

—Eso suena a ser un hogar —dice Oscar.

Franco sonríe, pero hay algo vulnerable en su gesto.

—Es lo único que siempre quise ser para alguien.

Y por un segundo, ninguno de los dos dice nada. Solo se escuchan los motores del avión, y el pulso compartido que va creciendo, lento y seguro, entre ellos.

—¿Qué es algo que nadie espera de ti, pero que en realidad sí eres? —pregunta Oscar, con la voz más baja, casi ronca. No aparta la mirada de Franco.

Franco lo mira con una ceja levantada y una sonrisa ladina, pero se toma su tiempo. Elige no hacer una broma. No esta vez.

—Muchos creen que hablo mucho porque no tengo miedo —responde finalmente, con una sinceridad que lo sorprende incluso a él—. Pero lo hago para llenar los silencios que me dan ansiedad.

Oscar baja un poco la mirada, luego asiente.

—Te entiendo más ahora —murmura.

—¿Y tú? —pregunta Franco, apoyando una pierna en el asiento, girando el cuerpo por completo hacia él—. Sorpréndeme, Piastri.

Oscar tarda. El silencio se alarga. Franco está a punto de decir que puede pasar a otra pregunta cuando Oscar habla.

—La mayoría cree que no soy cariñoso y soy frío—empieza—. Pero si me siento seguro con alguien, puedo serlo. Mucho. En silencio, pero constante y me gusta que la persona que quiero haga cosas tiernas por mí.

Franco parpadea. Su expresión se suaviza de inmediato, como si algo se derritiera dentro de él. Lo mira como si acabara de leerle un poema.

—Eso me agrada mucho… —susurra.

Oscar no responde. Solo lo mira, un poco avergonzado, un poco orgulloso.

—¿Puedo decir algo más? —pregunta Franco.

Oscar asiente.

—Nadie cree que pueda quedarme quieto. Pero si me enamoro, me quedo. Aunque todo lo demás se mueva, yo me quedo.

Oscar traga saliva. Baja los ojos, luego vuelve a subirlos con esfuerzo. Su mirada está cargada de algo nuevo. Algo vulnerable.

—¿Porque me elegiste en la entrevista? —pregunta Oscar, y Franco siente que le acaban de arrancar el piso, titubea y su pulso se acelera.

—Eres talentoso, metódico, inteligente y atractivo… — el argentino suspira —¿A quien más hubiera podido elegir? nadie se compara contigo.. 

Oscar se sonroja furiosamente, abre la boca pero Franco no escucha ninguna palabra.

—Yo creo que si te hubiera conocido mejor antes de la entrevista te hubiera elegido — Dice Oscar, y esto lo agarra de nuevo con la guardia baja, siente su rostro calentarse y las palabras emergen solas de su boca sin poder contenerse.

—¿Y si… me dejas conquistarte? —pregunta Franco, sin intentar disimular su emoción. Su voz es un poco temblorosa, pero firme—. Como se debe. Como mereces. Sin prisas.

Oscar suspira, largo, como si eso le desarmara todas las defensas. La voz le tiembla de emoción, pero se mantiene firme:

—¿Si pero, puedo pedirte algo primero?

Franco lo mira con atención, sin parpadear.

—Lo que quieras.

Oscar traga saliva. Hay algo en sus ojos que suplica, pero también sonríe.

—Un beso —dice, casi sin voz—. Solo un besito chiquito. En los labios.

Franco se queda quieto. El corazón le late con una violencia nueva. El roce de sus dedos entrelazados, el calor que sube desde el pecho… todo se enciende.

—¿Estás seguro? —pregunta, la voz apenas un susurro.

Oscar asiente. No dice nada. Solo lo mira. Y eso basta.

Franco se ríe, nervioso. Luego traga. Lo mira. Y asiente.

—Te lo doy… pero solo porque me lo pediste así.

Franco se inclina despacio. Muy despacio. Como si el mundo entero pudiera romperse con un movimiento brusco. Oscar también se acerca, hasta que sus narices se rozan y sus alientos se mezclan.

El primer contacto es breve… pero no inocente.

Los labios se tocan como si ya se conocieran, como si llevaran toda una vida esperándose. Es solo un beso, sí, pero ninguno de los dos se aparta al instante. Se quedan ahí, inmóviles, temblando, bebiendo ese instante con los ojos cerrados y el corazón latiendo desbocado.

Oscar suspira contra su boca.

Franco responde con un susurro ahogado que podría ser un gemido muy contenido.

Sus frentes se apoyan. El beso ya terminó, pero ninguno puede alejarse aún. Como si los labios se buscarán otra vez, por puro reflejo, por hambre de algo más.

Y es Franco quien, finalmente, con esfuerzo, se obliga a separarse. Abre los ojos. Lo mira. Y dice, con voz apenas audible:

—Si me quedo un segundo más… no te doy solo un besito, pero no quiero tener prisa contigo —dice, la voz ronca, temblorosa—. Aunque me muera por quedarme ahí.

Oscar sonríe. No dice nada. Solo se deja caer contra su pecho. Y Franco lo abraza, con la mente a mil y el corazón latiendo en su garganta.

Y piensa, mientras acaricia distraídamente su espalda, que si un pequeño beso con Oscar se siente así… no tiene escapatoria y va a necesitar toda la fuerza del mundo para no perderse porque tampoco quiere escapar.

Notes:

Que taaaaaaaaal? espero haber llenado las expectativas, se que muchos estaban esperando Franscar y el siguiente viene del lado de Oscar, he de decir que no me esperaba el nivel de hype que me produjo esta pareja jajaja.

Chapter 23: Capítulo 22: Oscar Piastri no esperaba que alguien así existiera

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Oscar Piastri nació en Melbourne, Australia. Hijo de Chris y Nicole, creció rodeado del zumbido de motores y el olor a caucho caliente. Desde pequeño, absorbió la lógica de los circuitos como si fuese una lengua secreta solo para él. Su padre, dueño de una compañía de software automotriz, fue el primero en notar cómo a Oscar no le fascinaban los juguetes comunes, sino las curvas perfectas de una pista de carreras dibujada con crayones sobre el suelo.

Nunca fue de hablar mucho. Observaba. Analizaba. Y luego actuaba con precisión. Esa forma suya de entender el mundo, callada pero aguda, lo acompañó cuando dejó Australia a los 14 años para instalarse en Inglaterra. Atrás quedaron los fines de semana soleados en Noosa, el acento familiar de su madre, el hogar. Delante, un camino incierto, de frío, simuladores, disciplina, y mucha soledad.

Comenzó a competir en karting internacional. Luego llegó la Fórmula 4, la Fórmula Renault, y las categorías que muchos no alcanzan siquiera a nombrar, pero que Oscar dominó con una consistencia que lo volvió temido. Campeón en F3. Campeón en F2. Dos títulos en dos años. Pero aún así, su ascenso no fue inmediato. En 2022, mientras otros debutaban en la F1, él esperaba. Silencioso. En segundo plano. Como siempre.

Y sin embargo, nunca dejó de mirar hacia adelante.

Cuando finalmente llegó a McLaren, lo hizo sin estridencias. Pocos sabían qué esperar de él. Pero Oscar no necesitaba levantar la voz para hacerse notar. En la pista, respondía con resultados, con curvas tomadas al límite, con adelantamientos consistentes. Era su idioma.

Fuera de ella, su mundo era diferente. Más reservado, más íntimo. Compartía poco. Su círculo era pequeño. A veces parecía que tenía el corazón envuelto en varias capas de protección. Pero bajo esa fachada, había heridas que no terminaban de cerrar. Una amistad que cambió en silencio. Un amor que no fue.

Logan nunca lo supo. O eso quiere creer Oscar, porque la otra opción, que sí lo supiera y eligiera callar, dolería más de lo que está dispuesto a admitir.

Se conocieron siendo adolescentes, cuando aún compartían sueños demasiado grandes para sus cuerpos delgados y cascos más grandes que sus cabezas. Rápidamente se volvieron inseparables. Compartían estrategias, playlists, cenas tardías, frustraciones. Y para Oscar, que no era de abrirse con nadie, Logan se volvió un refugio inesperado. La única persona que lograba sacarle una sonrisa sin esfuerzo. Que entendía su silencio sin necesidad de llenarlo con palabras.

Oscar no se dio cuenta de cuándo empezó a sentirlo distinto. Tal vez fue en una tarde cualquiera, cuando Logan se le acercó por detrás y le revolvió el cabello. O cuando le compartió su postre favorito diciendo “Siempre dejo esto para alguien que valga la pena” . Pequeños gestos. Íntimos. Que para Oscar significaban todo.

Pero Logan nunca lo vio.

Una noche, después de una victoria especialmente dura, Oscar lo escuchó reír con otro piloto en el motorhome. Había orgullo en su voz, una admiración que usualmente le dedicaba a él. Oscar se acercó con el corazón latiendole raro, fuera de ritmo, y escuchó a Logan decir:
“Oscar es como un hermano para mí. No sé qué haría sin él. Literalmente, es familia.”

Hermano. Familia. Nunca algo más .
Oscar sonrió por inercia. Luego se fue. No dijo nada.
Y esa noche durmió poco, apretando los puños bajo las sábanas, intentando convencerse de que estaba exagerando.
Pero no lo estaba.

Lo quiso en silencio. Lo perdió en silencio también.

Y nunca se lo dijo.

No por miedo a arruinar la amistad, sino porque, en el fondo, sabía que Logan no podía corresponderle. Que el amor que él sentía era un idioma que el estadounidense jamás aprendería a hablar.

Desde entonces, Oscar se volvió más cuidadoso. Más distante. Aprendió a esconder lo que sentía detrás de datos, entrenamientos y carreras. Guardó su corazón en una caja con candado. Y tiró la llave en alguna curva de la pista.

Entonces cuando en la entrevista después del GP de Australia le preguntaron qué piloto sería un buen match genético para él, Oscar lo pensó más tiempo del necesario.

Sabía que muchos respondían rápido, entre bromas o comentarios técnicos, ahora sabe que la mayoría evocaban amores que creían imposibles. Para él, no era una elección fácil. Había algo de crudo en imaginarse a sí mismo coparentando con otro piloto. Algo íntimo. Innegociable.

Pensó en Logan, por un instante.

Era lógico. Lo conocía desde siempre, confiaba en él, compartían años de formación, comidas, habitaciones de hotel y silencios cómodos. Pero la idea se desdibujó rápido. No porque no lo quisiera. Sino porque ya lo había hecho.

Y Logan nunca lo supo. Nunca lo eligió.

Cuando vio al día siguiente la entrevista de Logan, la misma pregunta, la misma risa despreocupada, escuchó sin sorpresa el nombre que eligió: Max.

Oscar no sintió rabia. Ni siquiera decepción. Solo esa clase de vacío que ya conocía demasiado bien.
Lo había esperado. Lo había temido. Lo había asumido mucho antes de escucharlo.

Cuando le llegó su turno, no eligió a Logan. No mencionó ningún nombre conocido. No se dejó llevar por sentimientos o la lógica de alianzas, ni por la comodidad de lo seguro. En vez de eso, describió a alguien completamente distinto.
Dijo que querría a alguien brillante, alguien que riera fuerte y viviera sin miedo. Alguien que fuera espontáneo, emocional, luminoso.
Un opuesto que no lo anulara, sino que lo complementara.

No sabía que ese piloto existiría de verdad.

No esperaba que alguien así existiera.

Al final de la entrevista, justo cuando pensaba que lo más difícil ya había pasado, la realidad cambió.

Todo se volvió oscuridad.

Cuando abrió los ojos, estaba en un laboratorio desconocido, rodeado de otros diez pilotos tan confundidos como él. Una sensación dolorosa y densa le oprimía el pecho. Algo importante se había perdido. No solo su memoria, sino algo visceral, esencial. Tenía una herida vendada en la clavícula izquierda que ardía sin tregua, como si le hubieran arrancado algo que aún no comprendía.

Escaparon juntos, descalzos, con las camisetas rasgadas, bajo el liderazgo de Sebastian Vettel y Nico Rosberg. Yuki fue quien abrió la puerta, valiente en medio del miedo. Huyeron en una vieja van y llegaron a una gasolinera, donde compraron camisetas ridículas y flip-flops baratas. No hubo tiempo para dignidad. Solo para seguir con vida.

Cuando la gasolina se agotó, caminaron por kilómetros bajo la noche, guiados solo por la esperanza de un lugar seguro. Y ese lugar fue la cocina de su madre. Ella estaba ahí, junto a otros pilotos que aparentemente tampoco tenían recuerdos de la noche anterior. Fue entonces, entre la luz cálida de la casa de su infancia, donde lo vio.

Franco Colapinto.

Su aroma lo golpeó primero: sol dorado sobre campo seco de girasoles. Su rostro le resultaba familiar. Lo había visto alguna vez en el paddock, siempre sonriendo, siempre rodeado de otros. Pero ahora, con la luz tenue reflejándose en sus rasgos, Oscar sintió algo distinto. Algo imposible de nombrar. Algo inevitable.

Por un momento pensó que había un error. Que la elección genética que había hecho no se correspondía con el chico que tenía delante. Pero pronto entendió. Franco no solo era lo que había pedido. Era mucho más. No esperaba que alguien así existiera.

Brillante. Compasivo. Atento. Alegre. Y, sobre todo, terriblemente consciente de no querer forzarlo a nada que Oscar no deseara. Su respeto, su delicadeza, su manera de cuidar sin imponer… todo en él desarmaba a Oscar, lo exponía sin permiso, lo hacía sentir visto y querido sin tener que explicarse.

Desde entonces, compartieron días de extraña domesticidad. En el avión de Max. En el penthouse de Lewis. Una semana entera durmiendo en la misma habitación, compartiendo pequeños rituales, compartiendo la taza de mate que Oscar no había probado nunca pero le encantó, risas bajas en la madrugada, y el roce accidental de manos que dejaba a Oscar despierto durante horas.

Franco mantenía la distancia justa. No lo agobiaba. No lo apuraba. Y eso lo volvía aún más irresistible.

Oscar, normalmente reservado, incluso hosco, se encontró a sí mismo deseando más. Buscando pretextos para quedarse cerca. Preguntando cosas que nunca se habría permitido preguntar. Hasta se acercó a Sebastian y NicoR en busca de ayuda, él de todas las personas que no pedía ayuda a nadie y menos aún para temas tan íntimos. Porque necesitaba entender. Saber si lo que sentía era real, si era del experimento o de algo más profundo.

Y ahora, luego de hacer un plan para evitar que Franco escape pidiéndole charlar en el avión de ida a Suzuka, tiene algunas certezas.

Una: Franco lo veía desde antes de todo esto.

Dos: Franco le gusta. Mucho. Su voz, sus gestos, su sonrisa amplia. Su calidez.

Tres: Franco tiene miedo. Y quiere que todo sea consensuado, voluntario. Lo aprecia. Lo admira por ello. Pero, a pesar de todo, Oscar lo desea ya. Con una ansiedad que lo sorprende, que le altera el pulso. El beso que compartieron, el roce sutil de los labios, la manera en que ambos dudaron antes de separarse… fue poco. Fue mucho. Fue demasiado.

Y si ese fue solo un beso de un chico que parece hecho a su medida…

No se atreve a imaginar lo que vendrá si Franco sigue portándose tan, tan bien con él.

Definitivamente no esperaba que alguien así existiera.

Lo llama conejito. La primera vez, Oscar lo miró, incrédulo. Nadie lo había llamado así. Nadie se había atrevido a pensar que algo tierno podría vivir dentro de él. Franco se avergonzó, como si se hubiera sobrepasado. Pero Oscar no quiere que pare.

Se derrite un poco cada vez que lo escucha.

Y eso, más que nada, lo asusta y lo maravilla al mismo tiempo.

Porque Franco no se parece en nada a Logan.
Todo en él resuena distinto.
Una mirada que no lo da por sentado.
Una forma de escucharlo como si sus silencios también fueran valiosos.

Y Oscar, que pensaba que ya no tenía nada que ofrecer fuera de la pista, empieza a preguntarse si tal vez… todavía puede abrir esa caja donde encerró su corazón.

El sonido del motor del avión lo trae a la realidad. Oscar apenas ha dormido. A su lado, el cuerpo de Franco descansa relajado, respiración profunda, cabeza ladeada hacia él como si inconscientemente buscara su calor. El argentino duerme como si confiara en todo, y eso, inexplicablemente, lo conmueve.

Pero la paz se ve interrumpida por las palabras de Vettel.

—Chicos, falta una hora para aterrizar —la voz de Sebastian suena desde el pasillo, un poco más firme que de costumbre—. Hay que alistarse.

Franco no se mueve aún. Oscar tampoco. Solo abre los ojos, lentamente, parpadeando hacia la oscuridad suave del avión privado. Llegan a Japón de madrugada.

—La Hummer limo ya está contratada —añade Nico Rosberg desde algún lugar más atrás del pasillo—. Gracias a Lewis. Nos lleva directo al hotel. Kimi y Ollie tienen habitación compartida ya reservada. No hagan desastres o lo sabré —dice con una media risa que Oscar no sabe si es una broma o una advertencia real.

Hay algunos murmullos en la parte delantera del avión. Pasos, movimiento, el crujido de una puerta que se abre, alguien encendiendo luces.

—Seb y yo hablamos con todas las escuderías —continúa NicoR—. Dijimos que estábamos implementando ejercicios de cooperación y compañerismo entre pilotos. Un proyecto experimental. Todas aceptaron, con la condición de que firmaran acuerdos de confidencialidad. Nada de compartir secretos técnicos de sus equipos.

Oscar siente un alivio inesperado hundírsele en el pecho.

—Eso significa que todas las parejas podrán compartir habitación en Suzuka —añade Sebastian.

Y ahora sí, Oscar gira lentamente la cabeza hacia su izquierda. Franco sigue medio dormido, el cabello revuelto, una mano descansando muy cerca de la suya. El alivio se transforma en una punzada de deseo tranquilo: quiere pasar tiempo con él. Todo el tiempo posible. Y Franco no corre este fin de semana.

Oscar se queda observándolo. La curva de sus pestañas, la línea suave de su mandíbula. Sus labios entreabiertos. La respiración pausada.

—Max ya hizo arreglos para los de F2 en Bahrain—dice NicoR—. Terminan la carrera el 13 de abril, y él enviará ese día el avión para traerlos a Mónaco. Franco y Oscar se quedan en el penthouse de Charles. Kimi y Ollie en el mío. Era más fácil llevarlos directamente a Mónaco, aunque cada uno viva en lugares distintos.

Oscar escucha el resto en silencio: Daniel y Mick estarán en Mónaco. Kevin y Nico Hülkenberg también al igual que Lando y Carlos. Esteban y Lance en Suiza. Yuki y Pierre en Milán. George y Alex en el penthouse en Mónaco del británico. Sebastian y Kimi Räikkönen pasarán el celo en su villa suiza. NicoR irá al lugar de Lewis y Charles al de Max respectivamente.

El mensaje final es claro.

—Hablen con sus familias antes del próximo fin de semana. Les dicen que Lewis organizó un retiro espiritual para pilotos el 14 de Abril. Que no se permitirán los celulares hasta el martes.

Oscar vuelve a mirar a Franco. El argentino se revuelve un poco, emitiendo un quejido bajo que casi suena como un ronroneo. Sus ojos, todavía turbios por el sueño.

—¿Ya casi? —susurra con voz áspera, como si hubiese estado soñando algo bonito.

Oscar asiente.

—Una hora —responde escuetamente.

Franco bosteza, se estira apenas, y la manga de su camiseta se desliza, revelando la marca sobre su clavícula. Oscar mira otro segundo más, sintiendo un tirón visceral en el pecho, son sus dientes claramente marcados sobre la piel. No sabe si es deseo o cuidado. Probablemente ambas.

—¿Nos toca habitación compartida? —pregunta Franco, con media sonrisa, entornando los ojos.

Oscar no responde al principio. Solo lo mira, demasiado consciente de lo que siente cada vez que están tan cerca.

—Sí —dice por fin.

Franco sonríe más ampliamente, satisfecho.

—Perfecto… más tiempo contigo, conejito.

Oscar siente el calor subirle por el cuello. No dice nada. Se recuesta un poco más, girando apenas el rostro hacia la ventana. Pero la sonrisa le queda atrapada en los labios. No puede evitarlo.

—Una cosa más— dice NicoR —  por favor, no dejen que este deporte arruine sus relaciones, traten dentro de lo posible de separar lo que pase en pista de esto, créanme, esto no vale perder a las personas que amas…

Lewis le pone una mano en la cintura al rubio y ambos se sonríen con una calidez profunda que tiene a Oscar desviando la mirada del íntimo contacto.

El avión aterriza con suavidad en Narita. Al salir, el calor húmedo de Tokio los recibe de golpe, pero Oscar apenas lo nota. Franco no ha soltado su mano desde que bajaron del jet de Max, y ahora avanzan juntos, paso a paso, hacia la limusina Hummer que ya los espera.

El vehículo es enorme, brillante, y parece casi fuera de lugar en medio del aeropuerto. Los vidrios oscuros ocultan el interior lleno de pilotos medio dormidos. Nico Rosberg los cuenta como si fueran niños en un viaje escolar, mientras Sebastian abre la puerta con una sonrisa paciente.

Oscar y Franco se acomodan al fondo, cerca de la ventana. Todavía de la mano. Franco bosteza, le aprieta los dedos como si fueran ancla. Oscar no dice nada, solo se deja sostener.

—¿Estás bien? —pregunta Franco, sin necesidad de mirarlo.

Oscar asiente.

—Sí.

Franco sonríe apenas, y no insiste. Sus rodillas se tocan mientras el vehículo arranca rumbo a Suzuka. Son tres horas de trayecto, pero no se siente pesado.

Los ojos de Oscar se deslizan por el interior de la limusina. Encuentra a Kimi Antonelli y Ollie Bearman dormidos, enredados sin vergüenza. Pierre acaricia el cabello de Yuki, que murmura algo en japonés entre sueños. Esteban le ofrece una manta a Lance, que asiente con los ojos entrecerrados. Mick y Daniel se pasan una bolsa de gomitas con silenciosa coordinación. Kevin y Nico Hülkenberg comparten audífonos y se ríen de algo que solo ellos entienden. George y Alex están en un rincón, con las piernas cruzadas, hablando en susurros, muy cerca el uno del otro, sin tocarse pero con la tensión de quien quisiera.

Y entonces, sus ojos se cruzan con los de Sebastian que está tomando la mano de KimiR. El alemán lo mira un segundo, luego le dedica una sonrisa tenue y asiente. Es un gesto pequeño, casi imperceptible, pero Oscar lo recibe como un mensaje claro: “Bien hecho”.

Nico Rosberg, desde el asiento del copiloto sus hombros rodeados por el brazo de Lewis, también lo observa. Asiente del mismo modo, con ese orgullo sereno que no necesita palabras.

Oscar desvía la vista, le arde el rostro. Pero dentro suyo algo se acomoda.

Aún quedan parejas vinculadas que no han recuperado los recuerdos. Max se sienta cerca de Charles, pero no lo mira. Sus manos permanecen en sus rodillas, tensas, conteniéndose. Charles observa por la ventana, con los labios apretados y los ojos ausentes. Lando y Carlos están juntos, pero es como si una barrera invisible los separara. Lando hojea una revista sin mirar realmente, y Carlos mantiene los brazos cruzados, los ojos fijos al frente. La incomodidad se siente como un zumbido constante.

Oscar los observa, y algo le duele. Puede ver en Charles y en Lando el mismo vacío que lo envolvía antes de poder hablar con Franco. Esa mezcla de incertidumbre y soledad, de querer acercarse y sentir que el otro se aleja. Comprende lo que sienten: la ansiedad de estar atados a alguien que pone un muro y no quiere comunicarse.

Esa sensación de estar al borde de algo importante… y no poder alcanzarlo.

Oscar aprieta un poco más la mano de Franco. No dice nada. Solo agradece en silencio que ellos sí hayan tenido la oportunidad de empezar. Aunque sea de a poco. Aunque sea incierto.

Franco lo nota, le sonríe medio dormido, y Oscar siente que esa sonrisa le basta por ahora.

La Hummer limo se detiene frente al hotel reservado para los pilotos de McLaren. Las luces de Suzuka brillan suavemente en el amanecer, y el aire huele a humedad, a tierra mojada, a un nuevo día por estrenar.

Uno a uno, los cuatro pilotos descienden. Se despiden con abrazos rápidos, promesas de verse pronto en el paddock. Sebastian y Nico Rosberg les desean suerte con una última mirada significativa antes de que la puerta se cierre de nuevo y la limo siga su curso.

Oscar baja detrás de Franco. Lando y Carlos van unos pasos adelante. Son solo cuatro, pero la energía es desigual. Oscar lo siente como una corriente subterránea, una vibración muda. El amor bajo , así lo llama mentalmente, de una pareja que aún no encuentra su ritmo, su forma, su verdad.

Franco camina a su lado, cerca. Tan cerca que sus manos se rozan. Un roce torpe al principio, luego uno que se repite. Intencionado. Pero no sucede nada más. Ninguno la toma. Ninguno la suelta. Y Oscar lo sabe: Franco también quiere.

No es el momento. No aquí. No cuando cualquier paparazzi podría aparecer.

Llegan juntos al counter de recepción. Carlos no dice nada. Mira hacia adelante como si se dirigiera a un juicio, no a una habitación de hotel. Lando responde con una sonrisa tensa, llevando su equipaje como quien arrastra una cruz. La distancia entre ellos es corta, pero emocionalmente parecen en galaxias opuestas.

Oscar observa en silencio. Piensa en cómo Carlos solía iluminarse apenas veía a Lando. Cómo se buscaban en los garajes, cómo se lanzaban miradas cómplices en los briefings. Recuerda haberlos envidiado alguna vez.

Ahora, Carlos parece un condenado a muerte.

Y la tristeza de Lando es tan espesa que siente que puede ver la nube negra sobre su cabeza.

El contraste es brutal. Como si una pieza vital se hubiese roto dentro de él y no supiera cómo reemplazarla. Oscar baja la mirada. No quiere ver más. Pero duele. Porque sabe lo que es estar ahí. Sabe lo que es perseguir sin descanso a alguien que no quiere ser alcanzado.

Una habitación. Dos llaves. Oscar toma una, Franco toma la otra. Se miran. Todavía no se tocan, pero los dedos tiemblan cerca. Suben en silencio. El ascensor huele a desinfectante y a ropa limpia. A nuevas posibilidades.

Oscar se permite un respiro. Están juntos. Están a salvo. Y mañana empieza otra carrera.

Pero esta noche… esta noche solo quiere que Franco vuelva a dormir cerca.

El ascensor se detiene con un ding sordo. Los cuatro salen al pasillo silencioso, alfombrado en tonos neutros. Las dos suites quedan una frente a la otra. Lando pasa su tarjeta sin decir una palabra, entra primero. Carlos lo sigue, cabizbajo, como si llevara el peso de algo que no puede nombrar. La puerta se cierra detrás de ellos con un clic seco.

Franco y Oscar se quedan frente a la otra puerta, en silencio.

Oscar siente que está a punto de estallar. No por nervios, sino por contención. Todo el trayecto reprimiendo el impulso de apoyarse en él. Cada mirada de Franco es una caricia imposible, y ahora están solos, pero el mundo sigue pareciendo demasiado público.

Entran a la suite.

Se quitan los zapatos en la entrada. La madera tibia bajo los pies, la penumbra suave de la madrugada filtrándose por las ventanas. El silencio es denso, íntimo. Franco se endereza, a punto de decir algo… pero Oscar ya actúa.

Se gira, lo toma con cuidado por la barbilla y, sin pensarlo dos veces, lo besa.

Breve. Apresurado. Pero cargado de todo lo que ha contenido por horas.

Franco se queda quieto, con los ojos muy abiertos.

Oscar se aparta con esfuerzo. No por vergüenza, sino porque si no lo hace ahora, no podrá detenerse. Avanza directo hacia el dormitorio cruzando el umbral.

—Voy a ducharme —dice, apenas girando el rostro sintiendo las mejillas arreboladas.

Franco sigue parado junto a la entrada, la chamarra cayendo de uno de sus hombros y las mejillas rojas como una puesta de sol en invierno.

—¿Qué fue eso? —pregunta al aire, sin que Oscar responda.

Pero dentro del baño, Oscar sonríe solo, con el corazón retumbando en el pecho como un tambor indomable.

El vapor se arremolina suavemente cuando Oscar abre la puerta del baño. Sale con una toalla atada a las caderas y otra colgando sobre los hombros, el cabello aún húmedo, las gotas deslizándose por su cuello y pecho.

Franco está en el sofá, control remoto en mano, pasando canales sin realmente ver ninguno. El sonido bajo de un programa japonés se cuela por la pantalla, pero sus ojos están fijos en otra cosa.

Oscar.

El argentino se queda con la boca entreabierta, los ojos tan redondos como platos. El control cae sobre su propio regazo sin que lo note. Oscar lo mira de reojo y reprime una sonrisa traviesa. Camina hasta la maleta con total calma, consciente de cada paso, y abre la cremallera con un zipp suave.

Toma su ropa con total parsimonia, luego, antes de girarse para volver al baño, se inclina y, sin previo aviso, le roba otro beso. Rápido, seco, pero lo suficientemente provocador como para dejar a Franco aún más rojo que antes.

—¡Hey! —alcanza a decir Franco tratando de incorporarse, pero Oscar ya está riéndose mientras corre de regreso al baño.

—¡Estás haciendo esto a propósito, conejito! —grita el argentino, la voz entre escandalizada y fascinada.

Oscar se encierra con un clic alegre, dejando escapar una risa suave mientras apoya la frente en la puerta. El calor en su pecho no viene del agua caliente de la ducha. Viene del vínculo. De la energía amorosa que fluye entre ellos como un lazo invisible, cálido, tierno, seguro.

Se siente ligero. Casi feliz. Y por primera vez en mucho tiempo, no le teme a lo que pueda venir después.

Un rato después, Oscar sale finalmente del baño, ya vestido con ropa cómoda y el cabello aún húmedo y un poco desordenado. Franco sigue en el sofá, canaleando sin prestar atención real al televisor, hasta que lo ve salir. Su mirada lo recorre, y con una sonrisa lenta y divertida dice:

—Sos un conejito muy travieso, ¿sabías?

Oscar apenas va a responder con una sonrisa cuando su teléfono vibra sobre la mesa. Lo toma, suspira al ver el nombre en la pantalla y contesta.

—¿Sí?

—Oscar, tienes que ir al paddock a grabar. El coche pasará por ti y por Lando en treinta minutos, estará frente al hotel —informa alguien del equipo McLaren.

—Entendido —dice él antes de colgar.

Franco lo observa, curioso. Oscar deja el teléfono a un lado, se acerca y se agacha un poco frente a él, apoyando una mano sobre su rodilla.

—¿Problemas en el paraíso? —pregunta Franco, fingiendo inocencia.

Oscar niega, sonriendo sin querer.

—Trabajo. En treinta minutos salgo con Lando.

Franco asiente, pero no se acerca, aunque sus ojos sí. 

—¿Quieres venir?— pregunta esperando que la respuesta sea afirmativa.

Franco lo mira sorprendido.

—¿En serio?

—Sí. La próxima semana tendré que ponerme al día con todo el trabajo pendiente en Woking, y tú tienes el F2 de Bahréin. No sabemos cuánto tiempo vamos a tener, mejor lo aprovechamos ahora.

Franco asiente de inmediato. Oscar ve cómo se le ilumina la cara mientras se levanta para ir al baño. Al llegar a la puerta, Franco se gira para mirarlo por encima del hombro con una sonrisa pícara.

—Voy, pero si seguís paseándote en toalla así, no me voy a poder concentrar ni en el paddock ni en nada.

Oscar se ríe en voz baja, sintiendo ese calor suave y reconfortante en el pecho. El vínculo puede ser confuso y abrumador, pero en momentos como este, se siente como un faro encendido justo en el centro de su alma.

Cuando Franco está listo, bajan juntos en el ascensor. Oscar nota que se peinó a toda prisa y que aún tiene el cuello húmedo. Aun así, se ve bien… está junto a él y eso le da cierta calma.

Al llegar al lobby, se encuentran con Lando, solo. No hay rastro de Carlos. Lando está sentado, encorvado, con las manos entrelazadas y la mirada perdida hacia la puerta giratoria del hotel. Apenas los ve, se levanta de golpe como si intentara fingir energía, pero el brillo en sus ojos lo delata.

Oscar se le acerca y le choca el puño en silencio. No dice nada, solo lo mira, suave, dejando que su presencia le diga aquí estoy, te veo .
Lando asiente apenas, como si ese gesto le alcanzara por hoy.

Suben al auto que los espera afuera. El chofer no dice palabra mientras se ponen en marcha hacia el paddock. El cielo está aún pálido, con ese tono indeciso del amanecer. Oscar siente que todo avanza más rápido de lo que puede procesar, pero al menos tiene a Franco al lado.

No hay muchos periodistas ni fans todavía. A esa hora, Suzuka apenas empieza a despertar.

En la entrada del paddock, dos press officers los esperan con carpetas y colgantes. Una de ellas entrega los pases a Oscar y Lando, y luego saca un pase adicional, con el nombre de Franco.

Oscar lo toma con una ceja levantada.

—¿Este es para…?

—Sí, para tu acompañante —dice ella con una sonrisa—. Ya está todo aprobado.

Oscar le entrega el pase a Franco y piensa de inmediato en Sebastian y NicoR. Por supuesto que ya lo tenían todo cubierto. Claro que sí. Hasta el último detalle.

Mira a Franco, que examina el pase sin entender muy bien si puede usarlo ya o si es una broma, y siente un nudo cálido en el pecho. No tiene ni idea de lo que les espera hoy… pero de momento, están juntos.

Y eso es suficiente.

Al cruzar la puerta, el bullicio habitual de un fin de semana de carrera ya empieza a sentirse. Varias escuderías están en plena actividad.

A lo lejos, ve a Lance y Fernando concentrados grabando una dinámica con autos a control remoto. Están rodeados de cámaras y un par de niños invitados, riéndose cada vez que uno de los mini vehículos choca contra una de las barreras de espuma. Más adelante, Yuki y Daniel se baten en un reñido partido de microfútbol con sus entrenadores, los cuatro corriendo sobre un pedazo de césped artificial como si estuvieran en una final mundial.

Cuando Oscar y Franco entran en la hospitalidad de McLaren, Andrea Stella los espera en la entrada del segundo piso, de brazos cruzados y expresión difícil de leer.

—Miren —empieza, sin rodeos—. No sé exactamente qué les pasó, pero no me creo esa historia de la noche de fiesta. Sobre todo viniendo de ti, Oscar.

El corazón de Oscar se congela. Se queda inmóvil por un segundo, pálido. Su instinto quiere buscar la mano de Franco, solo un poco de ancla, pero sabe que no debe. Respira hondo. Mantiene la mirada baja.

Andrea suspira y continúa, bajando un poco el tono.

—No los voy a juzgar. Pero mientras cumplan con sus obligaciones de prensa y den todo en la carrera, para mí el tema está cerrado.

Ambos asienten. Oscar apenas puede tragar saliva, pero la palmada suave de Andrea en la espalda lo ayuda a reubicarse.

Justo entonces, el equipo de redes sociales de McLaren aparece con cajas de dulces japoneses y una hoja con preguntas de fans. Los conducen a una oficina, donde han preparado un set informal con cámaras, luces suaves y mantas naranjas con el logo del equipo.

Oscar se acomoda frente a una cámara. Franco se queda sentado en una silla, en la esquina de la sala. Desde allí, le lanza una pequeña sonrisa, como diciéndole aquí estoy . Solo verlo allí, tranquilo, observando, hace que el corazón de Oscar baje unas cuantas revoluciones. Aún le asusta lo rápido y profundo que esta conexión lo atraviesa, pero Franco ha sido claro: no va a ningún lado. Así que Oscar respira, se acomoda el cuello del buzo de McLaren y mira al frente.

A su lado, Lando también se sienta. Está forzando su sonrisa. Tiene los ojos apagados, las manos entrelazadas y la espalda un poco encorvada. Oscar lo nota. Sabe cómo se siente. Él mismo estuvo así… antes.

Sin pensarlo mucho, Oscar se inclina apenas y le susurra:

—Si te trabas, contesto por los dos.

Lando lo mira, sorprendido, y asiente una sola vez. Hay gratitud en sus ojos. Oscar se acomoda de nuevo y pone su mejor cara de medios. Lo hará bien. Por él. Por Lando. Y porque Franco está ahí.

Mirándolo.

Las cámaras ya están encendidas. La luz baña el set con un calor que no es solo técnico: tiene algo de hogar artificial. Lando se sienta a su lado, su sonrisa abierta, pero Oscar ya aprendió a distinguir esas sonrisas prestadas.

No dice nada. Solo espera.

La primera pregunta parpadea en el monitor:
—¿Cuál ha sido el momento más divertido que han vivido este año en el equipo?

Oscar responde casi sin pensar:
—Cuando Lando intentó hacer onigiri en el motorhome. Terminó con arroz hasta en el cabello.

Lando finge indignación, con una risa cómplice:
—¡Ese arroz tenía vida propia!

Oscar esconde la sonrisa que se le escapa:
—No leíste las instrucciones. Como siempre.

Lando ríe más libre, más genuino. Oscar aprovecha ese instante para mirarlo. Solo un segundo.

La siguiente pregunta aparece sin demora:
—Si pudieran intercambiar lugares con otro piloto por un día, ¿a quién elegirían?

Lando respira hondo, luego responde con respeto y una pizca de nostalgia:
—Fernando. Es un campeón que siempre da todo en la pista, un tipo con quien todos aprenden y admiran. Me gustaría vivir un día a su lado para entender qué lo hace tan especial.

Oscar asiente, sin añadir nada.

Cuando le toca hablar, su voz es serena, casi susurrada:
—Alex. Tiene una manera de hacer todo más ligero. Un día con él debe sentirse como… un respiro largo.

En ese momento, algo cambia en el aire. Un movimiento leve. Un pulso. Franco. Oscar no lo ve, pero su cuerpo lo sabe. No necesita confirmarlo.

No lo mira.

La tercera pregunta aparece:
—¿Qué es lo más bonito que alguien del equipo ha hecho por ustedes este año?

Lando habla primero, sin nombrar a nadie, con una voz que intenta sonar firme:
—Me cubrieron en un mal momento. Sin preguntas, solo apoyo.

Oscar tampoco lo hace:
—Una noche no podía dormir. Alguien se sentó conmigo. No dijo nada. Solo se quedó. Fue suficiente.

Un silencio se instala. No incómodo, sino lleno, casi reverente. Oscar no busca reacciones. Ya no hace falta.

El día continúa, las grabaciones siguen, y el trío permanece unido, Lando en su burbuja, pero cerca. Oscar nota a Franco con el ceño fruncido, observando a Lando. Finalmente, durante una pausa, Franco se acerca a Oscar con cautela.

—Cuando no hablábamos… ¿estuviste tan triste como se ve Lando? —pregunta Franco con la voz baja, casi temblorosa, buscando esa verdad que aún duele en ambos.

Oscar quisiera decir que no, pero la verdad es otra.
—Quisiera decir que no… pero sí, estaba triste.

Franco compone una mueca culpable, como si llevara una carga invisible.

Oscar mira a su alrededor, no ve a nadie mirando. En un impulso, le roba un rápido piquito en los labios.

—Ahora estoy mejor —susurra.

Franco tartamudea, sorprendido y sonrojado, pero sonríe. Después, vuelve a hablar:
—Tal vez debería hablar con Carlos… porque de verdad estoy preocupado por Lando.

El día de social media es una maratón: graban para varias marcas, corren de un lado al otro del paddock sin apenas tiempo para respirar. Franco está pegado a Oscar, una presencia constante, silenciosa y atenta. En un momento, mientras cruzan la zona de Ferrari, el equipo de social pasa cerca; Charles saluda con una sonrisa triste, igual de melancólica que la de Lando, mientras Carlos apenas levanta la mano, sin mirarlos siquiera. Oscar siente cómo le hierve la sangre.

—¿Viste eso? —murmura, sin apartar la mirada de Carlos.

Franco frunce el ceño.

—No me gusta nada —dice en voz baja—. Lando no debería estar pasando por esto.

Oscar asiente, con el corazón apretado.

—Está más cansado que nunca. Y Carlos… Carlos no es así.

Cuando la noche por fin cae y los dejan ir, Lando parece exhausto, arrastrando los pies.

—Mañana sólo los necesitan desde el almuerzo —dice Franco—. Al menos podrán descansar un poco por la mañana.

Oscar se acerca a Lando y le da un pequeño golpe en el hombro.

—Si necesitas algo, llama —le dice con un gesto suave.

Lando levanta la vista y le regala una sonrisa un poco triste.

—Gracias, lo haré.

Oscar y Franco caminan juntos hacia la suite.

Ya adentro, Oscar se quita los zapatos con un suspiro, pero no puede simplemente dejarlo ahí. Con una mirada rápida, busca a Franco, el brillo de la noche colándose por la ventana delante de ellos. Sin avisar, se acerca, la respiración un poco agitada, el corazón apretado en el pecho.

Con la mano temblorosa, desliza sus dedos por la mejilla de Franco, apenas rozando, como si el contacto fuera un secreto demasiado frágil para gritarlo al mundo. Y entonces, sin más, sus labios se posan sobre los del argentino, un beso dulce y cargado de todo lo que no habían dicho durante el día.

Franco se queda congelado un segundo, sorprendido. Cuando reacciona, sonríe con esa mezcla de torpeza y ternura que tanto le gusta a Oscar. Pero antes de que pueda decir algo, Oscar ya se ha escabullido rumbo al baño para prepararse para dormir, dejando detrás el eco de ese beso y una promesa sin palabras.

—Conejito travieso —se oye la voz de Franco, divertida y baja, mientras Oscar se recuesta contra la puerta.

Oscar sonríe y decide que sí, que nunca esperó que alguien así existiera, alguien tan hecho a su medida. Y sin embargo, aquí está, un regalo de la vida que agradece en silencio cada vez que piensa en que Franco Colapinto se cruzó su camino para cambiarlo todo.

Notes:

Oscar siendo un conejito travieso me da vida.
También amo mucho la relación de buenos amigos de Oscar y Lando, también de Franco enojándose por Lando porque a Oscar le importa.
Como vamos?

Chapter 24: Capítulo 23: Charles Leclerc se pregunta…

Notes:

Advertencias de homofobia y palabras altisonantes

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

A veces Charles se pregunta cuándo empezó a mirar a los chicos. A los ojos, a las manos, a las sonrisas que no eran para él. A veces se pregunta si en realidad solo fue uno. Max.

Y se pregunta si todo empezó en Genk, cuando tenían apenas seis años y compartieron pista por primera vez. Ni siquiera recuerda quién ganó esa carrera. Pero sí recuerda el casco azul y blanco, el rugido diminuto del motor al pasarlo por dentro con una audacia impropia de un niño. 

También se pregunta si todo comenzó aquel día en Lonato, cuando apenas tenían diez años y Max le arrancó el liderato en la última curva, como si la pista le perteneciera. No lo odió. No podía. Sintió algo parecido al vértigo. Como si su vida acabara de empezar y él ya supiera que la iba a pasar girando en círculos alrededor de ese mismo nombre: Max Verstappen.

Desde pequeños, lo observaba. No podía evitarlo. Max era un incendio contenido, una tormenta con nombre propio. Ganaba o ardía. A veces ambas. Charles tenía un hogar que, aunque modesto en cuanto a recurso económicos, fue cálido y lleno de amor y apoyo. Un padre que creyó en él hasta el final, hermanos y una madre que lo abrazaban cuando perdía. No le dieron lujos, pero nunca le faltó amor.

Charles es el hijo de Hervé, el protegido de Jules, el amigo de Anthoine, el chico del barrio, el heredero de un sueño. Pero los sueños pesan más cuando ya no puedes compartirlos con quienes te empujaron a soñarlos.

Perder a Jules fue como quedarse sin brújula y dejar de creer en la inmortalidad de los domingos de carrera. Perder a su padre fue quedarse sin casa y tragarse el dolor para no colapsar antes de correr. Perder a Anthoine fue quedarse sin suelo y con promesas que se hicieron humo antes de concretarse. Y aun así, siguió. Porque ¿qué otra cosa podía hacer? El dolor no lo frenó, lo volvió más silencioso. Más determinado. Más melancólico también.

Pero Charles sigue teniendo una familia amorosa que sigue estando ahí para él, Max no tuvo esa suerte.

El chico de los ojos azules como navajas, del ceño perpetuamente fruncido, de los gritos apagados de Jos en los boxes cuando fallaba una curva, del casco que recibía golpes en lugar de caricias y consuelo. Max, que rugía como si la rabia fuera amor, porque era lo único que conocía.

Veía cómo Max intentaba mantenerse invulnerable, impasible. Pero él lo conocía. Sabía leer los silencios, el temblor imperceptible cuando su padre alzaba la voz. Supo cuándo la madre de Max, esa mujer amable que alguna vez les sonrió en un podio de karting, se alejó definitivamente. Supo lo que eso rompió por dentro. Lo que Max no sabía cómo llorar.

Charles no sabía si era amor lo que sentía, pero sí sabía que lo que le dolía no eran las derrotas, sino ver esa soledad feroz en los ojos del neerlandés. Y eso no se lo podía contar a nadie. En este deporte, las emociones eran debilidad. Y ser diferente… era peligroso.

No supo lo de la gasolinera hasta años después. Alguien lo mencionó como una anécdota, como si no fuera trágico que un niño de catorce años fuera abandonado por su padre por no ganar una carrera. Charles se quedó helado. Le dolió. Le dolió sin siquiera saber por qué.

Ahora entiende por qué.

Porque desde entonces algo en él quiso protegerlo. Aunque no pudieran hablar. Aunque Max lo empujara lejos. Aunque la prensa los vendiera como rivales irreconciliables. Charles siempre intentó ver más allá. Detrás del casco golpeado, del ceño fruncido, del verbo seco. Él sabía. Sabía que Max no era cruel, solo estaba cansado de sobrevivir.

En la pista eran dinamita. Batallas que quedaban marcadas en las paredes del paddock, adelantamientos al filo del milagro, frenadas que parecían caricias disfrazadas de agresión. Nadie entendía por qué, después de chocar, Charles se bajaba del auto sin rabia. Por qué nunca hablaba mal de Max. Por qué sonreía cuando lo veía ganar.

Porque lo amaba, aunque no supiera qué nombre ponerle.

Porque Max fue su despertar. No fue una revelación dulce, sino una tormenta. Charles lo miró a los catorce y supo que quería cuidarlo. Lo miró a los diecisiete y supo que quería tocarlo. Lo miró a los veinte y supo que nunca podría decirlo.

Nunca se atrevió a decirlo en voz alta. ¿Cómo hacerlo? Max estaba atrapado en una jaula que no construyó pero a la que no sabía renunciar. Cada vez que parecía que podían rozarse, en un podio, en un pit lane vacío, en una conversación a medias algo lo alejaba. El miedo. Jos. El deber. La historia.

Y mientras todos hablaban del Maxplaning, Charles inventó el Leclerifing: el arte de cuidarlo sin que se notara, de cubrirle la espalda en una rueda de prensa, de quedarse en silencio al lado suyo cuando nadie más podía soportar su presencia. Aprendió a interpretar las miradas que pedían algo sin pedirlo, a sentir la tensión cuando Max quería hablar pero no podía, cuando quería quedarse pero siempre se iba antes de que fuera demasiado tarde.

Charles aprendió a conformarse con esos segundos de cercanía. Con los intercambios de neumáticos estratégicos, con la batalla justa en pista, con las miradas cómplices al final de una carrera. Amaba la competición, sí. Pero más aún amaba competir contra él. Porque así, al menos, podía tenerlo cerca. Podía ser parte de su vida.

Y ahí estaba Max. Siempre Max. En las conferencias, en la pista, en cada curva que compartían. Cada roce de ruedas era una carta sin abrir, cada adelantamiento, una frase que ninguno se atrevía a decir. La rivalidad se volvió un idioma. La tensión, un refugio. Porque ¿qué serían si no eran rivales? ¿Qué quedaría si uno de los dos dejara de luchar?

Charles nunca lo dijo en voz alta. Ni siquiera a sí mismo. Pero se pregunta si lo supo la vez que Max lo ayudó a levantarse tras ese choque en Silverstone, la forma en que le tocó el brazo un segundo más de lo necesario, como si el fuego de ese contacto pudiera explicarlo todo. Y Charles no se apartó. No podía. No quería.

Y si Max lo ha amado alguna vez, él nunca lo dijo.

Pero Charles cree que sí. Que tal vez. En ese roce de hombros en Abu Dhabi. En esa media sonrisa en Monza. En la forma en que Max lo mira cuando nadie los ve.

Lo ama. Lo ha amado desde siempre.

Y a veces se pregunta cuánto más podrá seguir amándolo en silencio.

Porque siempre fue Max.

Max, con ese rostro feroz, ese fuego en los ojos y la rabia en los dientes. Max que ganaba o destruía. Max que no sabía pedir ayuda, pero cuyos silencios eran más elocuentes que cualquier entrevista. Charles lo observaba en cada podio, en cada batalla. Veía las cicatrices invisibles. El modo en que Jos lo destruía con cada palabra, con cada golpe y desprecio cuando no era un ganador. Cómo se tragaba las lágrimas que nadie debía ver.

Charles lo sabía. No preguntaba, pero sabía.

Cuando otros veían arrogancia, él veía agotamiento. Cuando lo llamaban bestia, Charles sólo veía a un chico que había tenido que endurecerse para no quebrarse. Sabía del abandono en la gasolinera años después, y algo se rompió en él. ¿Cómo se sobrevive a eso sin cerrarse por dentro?

Desde que entraron en la F1, la prensa vendió su relación como una rivalidad épica. Y lo era. Pero no por odio. Era por el anhelo no dicho. Por la cercanía que quemaba más que cualquier curva a 300 por hora.

Charles ganó en Monza en 2019 y oyó su nombre gritado como un himno, pero aún entonces, al mirar el podio, buscó a Max. Quería que estuviera ahí. Que entendiera que no lo hacía solo por Ferrari, sino también por él. Por la promesa muda de que algún día podrían dejar de fingir que solo competían.

Max lo entendía. Charles lo sabía. En cada mirada que esquivaban. En cada silencio antes de que las cámaras empezaran a grabar.

Y sin embargo, ninguno habló.

Porque si lo hacían, todo se rompería.

Y Charles no podía permitirse otro tipo de pérdida.

 Hasta el Gran premio de Australia, la entrevista, el secuestro y todo empezó a ir más rápido desde allí.

El vínculo ocurrió sin buscarlo, pero no puede decir que no lo deseaba, todo lo que paso hace una semana se siente tan lejano, pero Charles no puede decir que estaba igual de confundido que los demás, muy en el fondo de su corazón sabía que eso que le habían arrancado era Max, nunca sintió ese tipo de anhelo por otra persona y para él era imposible que fuera alguien diferente.

En el ejercicio de vinculación de Lewis, sintió los destellos, el placer, pero también la imposibilidad de recuperar sus recuerdos porque Max no le permitía acercarse más de lo básico, lo máximo que había logrado era un abrazo prolongado, y algunas caricias suaves que no eran muy diferentes a las que el Holandes le daba en el paddock.

Pero el vínculo con Max también le permitió algunas cosas, Charles sintió el peso de los silencios de Max, su miedo ancestral a decepcionar, su hambre de contacto. Sintió los gritos de Jos como si se los hubieran gritado a él. Sintió la vergüenza, la represión, el deseo contenido. Sintió al niño abandonado que se hizo hombre a fuerza de negarse a sí mismo. Sintió también la negación feroz de Max, su terror de sentir algo que le enseñaron a no desear.

Y supo. Supo que, durante todos estos años, nunca se había equivocado. Que lo que él veía en Max no era una ilusión.

Era un grito que nadie más escuchaba.

Lo observa. Sabe lo que siente Max, aunque Max aún no lo sepa. Sabe lo que le duele, aunque no lo diga. Sabe que esto, este vínculo, este amor callado, puede ser lo más importante que les haya pasado… o lo más devastador.

Y esta vez, Charles no piensa soltarlo.

Lo ama.

Porque a pesar de todas las derrotas, de todas las pérdidas, hay algo en Max que lo sostiene. Que lo llama. Que lo ha llamado desde siempre.

Y no sabe si está dispuesto a esperar más, no cuando un ciclo de celo y rutina es tan inminente.

Charles pasó toda la semana en el penthouse de Lewis tratando de no presionar, tratando de ir solo hasta donde el Holandes lo permitia, con las noches sin dormir adecuadamente por sus compañeros que felizmente habían recuperado sus recuerdos, Charles estaba feliz por ellos pero no podía negar la envidia que sentía. Max parecía no reaccionar a nada de lo que él hiciera, pasease sin camisa no sirvió, abrazarlo y acurrucarse contra él fingiendo que dormía tampoco y la verdad, el vínculo le está pasando factura, el rechazo, el no dormir bien, le está costando concentrarse y se siente profundamente triste.

Lando está igual que él, y Carlos al igual que Max se ve cada vez más irritable y agresivo. Al menos Oscar aunque parece no haber recuperado sus recuerdos todavía llego a alguna especie de acuerdo con Franco y ambos se ven contentos y tranquilos. Charles se pregunta cuánto tiempo podrá aguantar la situación. 

La idea de Seb y NicoR funcionó bastante bien para la mayoría pero el estar en la suite de redbull compartiendo espacio con Max no ha hecho sino empeorar el ambiente entre ellos, y Charles se está quedando sin ideas.

Está pensando en eso cuando sus pasos lo llevan inconscientemente al Hospitality de Redbull, son las seis de la tarde del miércoles y han pasado ya dos días grabando cosas para muchas marcas por el trabajo rezagado de la semana que se perdieron del mundo. Mañana no tiene que estar en media day así que en teoría podría descansar pero conociendo a Ferrari van a llenar su agenda y no puede quejarse.

El aroma de Max está por todas partes, y lo huele antes de siquiera poner un pie dentro del garaje, tormenta eléctrica sobre asfalto caliente, se siente pesado y abrumador, como si el Holandes quisiera arrasar el mundo, no se siente como un ambiente seguro, algo está pasando, y Charles no puede evitar el mandar un mensaje al grupo, una alerta solo esperando recibir una réplica de apoyo.

Seb y NicoR habían decidido hacer dos grupos de chat, uno de los veintidós y otro solo de los once que escaparon del laboratorio, la patrulla omega como le dice Alex, lleva rato viendo como los demás están preocupados por él y Lando, y Yuki se ha ofrecido a darles una lección a Max y Carlos más de una vez.

Un grito estalla desde el segundo piso. Luego otro. Y el aroma... se intensifica como si el aire mismo amenazara con romperse.

Sube las escaleras con pasos pausados, el corazón golpeándole el pecho como si quisiera advertirle de lo que estaba por venir. A través del vínculo, siente la furia de Max quemándole el alma. Aún no lo ha visto, pero lo siente con tal claridad que casi podía tocarlo.

En cuanto alcanza el último peldaño, lo vio todo, en la oficina del Team Principal.

Jos Verstappen le grita a Christian Horner. Checo está al lado de Max, con una mano en su hombro, intentando contenerlo. Horner se ha puesto de pie, el rostro crispado. El ambiente estaba cargado como una tormenta a punto de desatarse.

Charles duda. Jos, ese hombre siempre lo había aterrorizado. Desde niños. Desde karts. Pero no pensó demasiado. Si podía ayudar a Max, lo haría. Aun si tenía que enfrentarse a los fantasmas de su infancia.

Jos lo ve en la puerta y le apunta con un dedo acusador.

—Ahí está el maldito desviado que seguro se inventó este ejercicio estúpido, siempre ha tenido algo para mi hijo —escupe, con la voz cargada de desprecio—. Christian, si no le das a mi hijo una habitación individual ahora mismo, firmamos con otra escudería.

—Tenemos un contrato —replica Horner, con la voz firme pero tensa—. Si lo rompen ahora, en plena temporada, tendrán que pagar millones.

Max sigue en silencio. Los puños apretados, la mandíbula tensa. Checo no se había movido.

Jos no se detiene:

—¡Mi hijo tiene suficiente dinero para romper veinte contratos si quiere! ¡Lo voy a sacar ahora mismo de esa maldita habitación!

Los ojos de Max buscan los de Charles. Por un segundo, Charles pensó que iba a ceder. Que la presión, el miedo, lo harían retroceder. Siente una punzada de tristeza clavarse en el pecho y desvía la mirada al suelo, intentando respirar para disipar el sentimiento.

Pero entonces, Max inhala profundo, cuadra los hombros... y habla más suave de lo que Charles esperaba, teniendo en cuenta el aroma hostil que emanaba.

—No. No voy a gastar dinero en romper el contrato. Me quedaría sin correr el resto de la temporada.
Además me gusta estar en Red Bull.

Un silencio brutal cae sobre la habitación. Jos da un paso al frente, el rostro desencajado de furia.

—¡No voy a permitir que mi hijo se quede en esa habitación por un ejercicio estúpido y gay! —brama, con asco en cada palabra.

Charles siente cómo Max se tensa. El miedo aún vive en él, puede sentirlo. Pero también algo nuevo... una firmeza que no había visto antes.

Y entonces, una voz distinta resuena en la habitación. Serena. Firme. Con autoridad inquebrantable:

—La cooperación entre pilotos fue aprobada por la FIA y el comité de F1.

Charles gira la cabeza. En la puerta, de pie como una muralla inamovible, están Sebastian Vettel, Nico Rosberg, Kimi Räikkönen y Lewis Hamilton.

Ellos llegaron, no como leyendas. No como ex campeones.

Sino como escudo.

Max no responde. No retrocede. Se queda ahí, firme, frente a su padre.

Pero Jos no acepta la derrota con silencio.

Sus ojos se clavan en Charles con un odio visceral, como si todo el veneno del mundo encontrará un solo objetivo.

—¡Tú! —escupe, avanzando como una furia—. ¡Todo esto es tu culpa! ¡Tú lo llevaste por ese camino asqueroso! ¡Siempre lo miraste como un enfermo desde que eran niños! ¡Un pervertido desde el karting, eso es lo que eres!

Charles se queda helado. El golpe de las palabras le da directo al pecho, más fuerte que cualquier puñetazo. Intenta abrir la boca, defenderse, negar… pero Jos ya tiene el brazo levantado acercándose peligrosamente a él.

El puño nunca llega.

Max se interpone. Sin dudar. Lo abraza con fuerza, clavando el cuerpo contra el suyo. No dice nada, pero todo su cuerpo grita: no lo toques . No te atrevas .

Todo pasa en un segundo.
KimiR y Lewis se mueven, implacables como una fuerza de la naturaleza. En un parpadeo, Jos está en el suelo. Inmovilizado. Rendido.

—Dame un motivo, Jos —dice KimiR, con la voz baja y helada mientras le dobla el brazo hacia arriba y su rodilla presiona la pierna manteniéndolo en el suelo—. Dame un solo motivo para romperte la cara. Solo uno.

Lewis no habla. Su mirada basta. Inamovible, implacable. El mensaje es claro: nadie toca a mi familia.

En la puerta, NicoR avanza con el móvil aún en la mano y el ceño fruncido, voz clara, tranquila y demoledora:

—Ya llamé al comité de la FIA y a los delegados de Fórmula 1. Si sigues así, van a vetarte del paddock. No estoy sugiriendo nada, Jos. Es un proceso en curso. Mantente lejos. De Charles. De Max. De todos nosotros.

Jos ruge, retorciéndose en el suelo, intentando zafarse, no cuenta con la mejora genética que les dieron en el laboratorio, KimiR y Lewis lo sostienen sin el mínimo esfuerzo.

—¡Estoy decepcionado de ti, Max! —grita, envenenado—. ¡Si sigues así vas a acabar como un fracasado! ¡Un maricón inútil que no merece llamarse Verstappen!

Max no se inmuta. Solo aprieta más fuerte el abrazo alrededor de Charles.
No es miedo. Es decisión. Es orgullo.

En la puerta de la oficina una figura parece, impone silencio: una mujer de cabello negro, de rostro afilado y mirada que fulmina. Lleva el porte de alguien que conoce el poder… y nunca ha tenido que pedirlo.

Sophie Kumpen.

Los pilotos mayores la reconocen de inmediato. Christian sonríe. 

Sophie camina hasta quedar frente a Jos, cuya furia solo parece inflamarse más al verla. Ella sonríe con elegancia peligrosa.

—¿Ah, sí? —pregunta, con una ceja arqueada y una ironía gélida en la voz, como si disfrutara del espectáculo de verlo rendido en el piso.

Jos intenta responder, pero Christian interviene antes con una media sonrisa que no disimula nada.

—Tal vez Max debería portar el apellido de la verdadera persona que le heredó el talento de prodigio —dice, alzando la voz solo lo justo—. Max Emilian Kumpen suena bastante bien para mí.

Jos ruge. Insulta. Patalea. Pero ya es demasiado tarde. Ya no tiene el control. Ya no da miedo.

Los guardias del paddock y los comisarios de la FIA, que llegaron detrás de Sophie, lo toman por los brazos y lo arrastran entre gritos y maldiciones. 

Sophie observa cómo se llevan a Jos sin un solo gesto más. No le da el gusto de la rabia. Solo lo ve marcharse como quien observa a una sombra perder fuerza con la luz.

Y entonces, el silencio. Un silencio distinto. Más limpio. Más libre.

Charles no se mueve. Max tampoco.

Se quedan ahí, en medio del desastre. En medio de la tormenta.
El mundo entero parece arder a su alrededor, pero Max lo abraza. Y Charles lo deja.

Por primera vez en años, Max no se esconde. No se quiebra.
Y Charles, en silencio, empieza a creer que tal vez esta vez Max sí va a elegir salvarse a sí mismo.

Christian suspira mientras observa a los comisarios llevarse a Jos desde el ventanal de la oficina, luego se vuelve hacia Max con una mirada más suave de lo habitual.

—Tal vez sea mejor que terminen actividades por hoy —dice con voz mesurada—. Tomense el tiempo que necesiten, yo hablaré con Fred, Charles.

Max asiente en silencio, aún parece estar procesando el huracán que acaba de pasar. Sophie se gira hacia él con una mano firme en su espalda.

—Vamos. Los acompaño al hotel —dice, sin aceptar réplica.

Charles se queda en el umbral un segundo más, como si necesitara asegurarse de que Max realmente va a estar bien. Luego se gira y avanza hacia Seb y Nico Rosberg, quienes lo reciben sin palabras, envolviéndolo en un abrazo fuerte, cálido y sin condiciones.

Él se aferra por un segundo largo, como si ahí pudiera respirar mejor. Cuando se separa, les sonríe con gratitud y gira la mirada hacia Lewis y Kimi.

—Gracias —dice simplemente, y hay algo en su voz que suena como si lo dijera desde muy adentro.

Kimi asiente sin palabras, como es habitual. Lewis le sonríe con ese brillo feroz en los ojos, el que reserva para cuando protege a los suyos. 

Sebastian lo mira, con los ojos un poco húmedos, pero la voz firme.

—Somos familia. Y estaremos aquí para ustedes… siempre que nos necesiten, a un mensaje de distancia.

—Ya está listo el auto afuera para que los lleve a salvo — dice NicoR indicando la salida.

Nadie dice nada más. No hace falta. Charles camina tras Max y Sophie mecánicamente hasta que suben al vehículo que NicoR preparó.

El aire del paddock parece distinto. Como si, por primera vez en mucho tiempo, la tormenta hubiera cedido un poco… para que entrara la luz.

Charles revisa el chat de patrulla omega, está estallando de mensajes preguntando si está todo bien, teclea suavemente un mensaje diciendo que la crisis se resolvió, y que espera no tener más así en el futuro.

Llegan al hotel, Charles, Max y Sophie. Suben juntos hasta la suite. Se quitan los zapatos en la entrada y Charles se adelanta un paso, ofreciendo la palabra con suavidad.

—Los dejo hablar a solas —dice, mirando a Sophie.

Pero Sophie lo detiene con una sonrisa que no pierde ni un ápice de firmeza.

—No, no —responde—. Sé que tienes mucho que ver aquí. Quiero saber qué pasa entre ustedes dos.

Charles la observa con atención y por un segundo, siente que el tiempo no ha tocado a Sophie. Sigue siendo esa mujer dulce, sí, pero la dulzura se mezcla con un respeto imponente, una fuerza viva que no se apaga. Una mujer increíble. Todavía no entiende cómo Jos logró conquistarla, aunque lo único que realmente agradece a ese hombre es que Max exista.

Sophie cruza los brazos y se acerca un poco a Max.

—Vamos, Max —dice—. Dime qué está pasando realmente.

Max la mira, un instante de silencio que pesa, antes de abrir la boca para hablar.

Max intercambia una mirada con Charles. Ambos suspiran al unísono, como si compartieran el mismo pensamiento: no hay vuelta atrás. Saben que Sophie es de fiar, que si hay alguien en el mundo que solo desea el bienestar de Max, es ella. No hay máscaras con ella. No hay necesidad de fingir.

Los tres toman asiento en la salita de la suite. El silencio inicial se acomoda como una manta tensa, hasta que Max respira hondo.

—Todo empezó con una jodid… —comienza, pero al ver el ceño fruncido de Sophie, se corrige—. Con una entrevista estúpida.

Sophie no dice nada, pero su mirada se endurece levemente.

—Nos hicieron preguntas personales y sospechosas —continúa Max—. Muy personales. Era para un medio independiente, desconocido. Para mí y mi grupo, la entrevista fue el miércoles antes del Gran Premio de Australia. Para Charles y los suyos… fue después de la carrera.

Sophie asiente despacio, sus labios apretados, y sus ojos van de Max a Charles. Escucha con atención contenida.

—A ellos los secuestraron ese día, durante la entrevista —sigue Max, su voz un poco más baja—. Al resto… nos sacaron del paddock, o de fiestas, o de las habitaciones. Sin que nadie se diera cuenta.

Sophie se inclina ligeramente hacia delante, su preocupación ahora visible en su rostro. Su hijo está hablando de un crimen… y nadie en el paddock notó nada.

—Yo desperté al día siguiente —dice Max—. Estaba con los de mi grupo en un callejón trasero del paddock. Todos teníamos las camisetas rasgadas del lado izquierdo y esto…

Se jala el cuello de su camiseta de Red Bull hacia un lado. En su clavícula izquierda, la mordida todavía se ve oscura y profunda, cicatrizada con furia y desorden. Sophie ahoga un pequeño jadeo. Sus manos se tensan en su regazo, pero no interrumpe. 

—No teníamos recuerdos —dice Max—. Solo un vacío enorme. En el pecho. En el alma.

Sophie deja escapar un leve suspiro, más de angustia que de alivio. Lleva una mano a su boca por un segundo. Charles, a su lado, baja la mirada con los puños cerrados. Revivirlo siempre le pesa.

—Después de eso —continúa Max—, Daniel sugirió que fuéramos a la casa de Nicole Piastri, la madre de Oscar. No sabíamos en quién confiar… necesitábamos alguien que tuviera una casa en Australia y no estuviera vinculada directamente con ninguna escudería.

Sophie asiente. A pesar del dolor que refleja, se nota que agradece esa decisión.

—Ahí nos enteramos de lo peor —dice Max, y su voz se quiebra un poco, aunque no cae—. El grupo de Charles… estaba perdido. Veintidós pilotos fuimos secuestrados y allí faltaban once.

Sophie cierra los ojos un momento. Respira profundo. Cuando los abre, hay lágrimas contenidas en su mirada, pero también una llama de determinación.

—Dios mío… —murmura, y mira a ambos con ternura protectora—. ¿Qué clase de monstruos…?

Max guarda silencio, su mano buscando la de Charles. La encuentra. La sostiene.

Sophie los mira. Y en su rostro no hay juicio, solo un amor feroz que los arropa a los dos como si fueran suyos.

—Sigan —dice con voz suave pero firme—. Quiero saber todo. 

—Aquí voy yo, los otros once nos despertamos en un laboratorio a seis horas de Melbourne en medio de la nada…—Suspira— tuvimos que escapar, descalzos y con las camisetas hechas jirones, encontramos una van y Seb la encendió como en las películas y en ella huimos. Después de comprar ropa horrible y comer comida asquerosa de gasolinera, la van se apagó cuando llegamos a Melbourne y seguimos a pié hasta encontrar la casa de Nicole, allí nos encontramos con el grupo de Max. Seb sacó una laptop vieja del laboratorio y estaba analizandola en busca de pistas, estuvo en eso toda esa noche y al dia siguiente cuando Max nos hizo subir a todos al avión rumbo a Mónaco, lo que encontró allí fue que básicamente experimentaron con nosotros, nos modificaron genéticamente, y nos enlazaron de por vida de a parejas con un mordisco mutuo —Charles se jala el cuello de la camisa enseñando las marca de los dientes de Max—… sin poder volver a amar o sentir atracción sexual por nadie que no fuera la persona vinculada…

Charles suspira nervioso viendo como los ojos de Sophie están abiertos en una mezcla de horror y cautela.

—Los veintidós,nos quedamos una semana en casa de Lewis casi escondiendonos del mundo y sin saber en quien confiar— Charles aprieta la mano del Holandes— Max y yo fuimos emparejados juntos, el vínculo es demasiado fuerte, y separar las parejas causa un poco de ansiedad, como aún no es estrictamente necesario separarnos NicoR y Seb plantearon esto del ejercicio de cooperación entre pilotos para que no fuera sospechoso para las escuderías el que compartieramos habitaciones, y no se como pero hicieron que la F1 y la FIA aceptaran… lo cual bueno, causó todo ese problema de allá en Redbull…

Sophie los observa como si fueran todavía dos adolescentes empapados de lluvia en una noche de karting, escondiéndose bajo una lona mal puesta. Su voz se suaviza, cálida, casi como un susurro maternal.

—Al parecer… lo único bueno de todo esto es que acabaron juntos por fin…

 Charles, que en ese momento se había reclinado levemente en el sofá, parpadea sorprendido. Sophie hace una pausa larga, cargada de emoción. Luego suspira.

—Charles siempre fue un buen niño —dice, y hay una ternura inmensa en sus palabras — Siempre han sido ustedes dos…

Max mira a su madre como si no supiera si reír, llorar o abrazarla. Le tiemblan las manos. Charles le roza la rodilla con los dedos sin que Sophie lo note.

—¿No te molesta? —pregunta Max con una voz ronca, bajita, cargada de una vulnerabilidad que casi nunca deja ver.

Sophie niega despacio.

——Desde que se cuiden mutuamente, no tengo porqué preocuparme de nada. Además, Max… ¿cuándo te he enseñado a tenerle miedo al amor?

Silencio. Ni el ruido del minibar. Ni el tic del reloj. Solo los ojos azules de Sophie que lo atraviesan todo.

—¿Cuándo te he dicho que debías ser lo que el mundo espera y no lo que tu corazón necesita?

Mira a Charles. Le sonríe. Su expresión se suaviza, llena de reconocimiento.

—Tú eras el único que lograba distraerlo de las rabietas de Jos cuando era niño. El único que podía sacarlo de un enojo. O meterlo en uno. Max nunca se callaba en casa hablando de lo buen piloto que eras y lo duro que competías, creo que eso era lo que más le molestaba a Jos…

Charles ríe suavemente, apenado. Max se pasa la mano por la cara, visiblemente sonrojado

—No puedo cambiar lo que les hicieron, ni cambiar lo que Jos es —continúa Sophie—, pero puedo agradecer que, dentro del horror, al menos se tengan el uno al otro, como ha sido por más de media vida.

Charles asiente con la cabeza, mirando a Sophie con una mezcla de respeto y gratitud profunda.

—Yo… lo voy a cuidar, señora Kumpen. Siempre.

Sophie sonríe, enternecida.

—Lo sé, Charles. Por eso estoy tranquila. Y no me digas “señora Kumpen”, me haces sentir como si tuviera ochenta años. Dime Sophie

Max se ríe entre dientes. Charles también.

Sophie se acomoda en el sofá, cruza las piernas con elegancia y se pasa una mano por el cabello, como quien acaba de tomar una decisión irrevocable.

—Ahora pienso dos cosas —dice con determinación—. La primera: le debo un agradecimiento enorme a Sebastian, NicoR, Lewis y KimiR. Al parecer, hicieron un trabajo impecable cuidando a la tropa en medio de una crisis tan grave.

Charles asiente con respeto, mientras Max, silencioso, mira a su madre con orgullo.

—Y la segunda —continúa Sophie—: voy a hablar con Nicole Piastri, y también con los demás padres. Voy a tratar de formar una coalición de apoyo fuerte y estructurada. No podemos dejar que esto se maneje solo desde el miedo o el silencio. Necesitamos estar unidos, hablar entre nosotros. Saber qué estamos enfrentando. Saber cómo protegerlos a ustedes.

Charles baja la mirada por un momento, sintiendo que no está solo en esto. Que tal vez no tiene que cargar con todo él mismo.

Sophie se gira hacia él suavemente, pero con intención:

—Charles cariño… ¿Has hablado con tu madre?

El monegasco niega con la cabeza, casi apenado.

—No… aún no he tenido tiempo. Ha sido… todo tan rápido.

Sophie lo mira con dulzura, pero también con decisión.

—Deberías, y dile que la llamare para mi iniciativa, todos los involucrados deben saber que cuentan con nuestro apoyo…

Charles parpadea, sorprendido.

—Déjenme el resto a mí —dice con una sonrisa que mezcla consuelo y fuerza—. Victoria me va a ayudar. Y también vamos a incluir al primo de Carlos...

Max suelta una risita apenas audible.

—Kako—responde, mientras se estira hacia atrás en el sofá.

—Ese mismo. Kako. Tiene buena cabeza. Y contactos...

Sophie se levanta con elegancia, como si la conversación fuera apenas el inicio de una campaña mucho más grande.

—Ustedes dos… descansen. Que ya bastante llevan encima. Lo que viene ahora… va a necesitar estrategia. 

Sophie se detiene en el umbral de la puerta, voltea una última vez con una sonrisa tierna.

—Recuerden que estoy a una llamada de distancia. Siempre.

Charles le dedica una media sonrisa, mientras Max se acerca para darle un beso en la mejilla. Luego la puerta se cierra suavemente… y la suite queda en un silencio que pesa y alivia al mismo tiempo.

Charles, aún de pie, siente entonces los ojos azules eléctricos de Max clavados en él. Intensos. Tranquilos. Exhaustos.

—¿Te parece si descansamos por hoy? —pregunta Max con voz baja, como si cuidara el momento—. Podemos hablar después de la carrera.

Charles lo mira por un segundo, dudando. No por desconfianza, sino por todo lo que no se ha dicho… por todo lo que quizás nunca se diga.

Pero luego asiente. Suavemente.

Max da un par de pasos, cruzando la habitación sin prisa. Y lo envuelve. Sin palabras. Sin permiso. Sin miedo.

Los brazos de Max lo rodean con una certeza que lo desarma. Charles cierra los ojos, hunde la frente en su hombro, respira hondo. Huele a tormenta eléctrica sobre asfalto caliente, pero esta vez es más suave que cuando entro al Hospitality, es un aroma que se siente como un hogar. Siente tranquilidad y alegría filtrándose a través del vínculo.

Por un instante, se permiten solo eso: existir entre los brazos del otro. Como si ese lugar hubiera estado esperándolos desde hace años.

Charles piensa en Oscar y Franco, en cómo los vio reconstruirse a tientas, como dos piezas que sabían exactamente dónde encajar. Quizá él y Max estaban llegando a ese sitio. Aún sin recuerdos. Pero al menos caminando hacia algo.

Y entonces le viene a la mente lo que Sophie dijo.

"Siempre han sido ustedes dos."

Siempre.

Rivales. Compañeros. Almas colisionando a velocidad absurda y aún así encontrándose, como si el caos no pudiera separarlos.

Charles no sabe si lo que Max siente es amor.

Pero si lo que siente ha sido tan evidente para todos los demás… quizás, solo quizás, ya no necesita preguntarse tanto sobre ello.

Notes:

yaaaaaaaaaaaaaaay y aqui esta la advertencia en su máxima expresión, y diganme que no amaron a mis veteranos entrando como escudo y a Sophieeeeee waaaaaaaaaaaaaaaa...
Es canon que Christian Horner siempre dijo que Sophie fue una driver de temer, que era campeona y dejaba rezagados a la mayoría de los que hoy son campeones.
cuéntenme por favor que opinannn....

Chapter 25: Capítulo 24: Lando Norris intenta no romperse

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Desde niño, Lando aprendió a hacer reír antes de aprender a pedir ayuda. Tenía una familia presente en nombre, pero ausente en alma. Su padre siempre estuvo ocupado, su madre preocupada por otras cosas, y él… él se convirtió en el pegamento invisible de una casa que no se atrevía a romperse.

Todo lo resolvía con una sonrisa. Siempre fue ese chico brillante, rápido con los chistes, rápido en la pista, rápido para cambiar de tema si algo dolía. Porque si iba lo bastante rápido, tal vez nadie notaría que, en el fondo, solo quería que alguien se quedara.

La Fórmula 1 llegó como un sueño que se cumplía demasiado pronto. Y Lando, con apenas veinte años, tuvo que vestirse de piloto, de figura pública, de adulto funcional… sin haber aprendido del todo a ser simplemente un joven que aún necesitaba sentirse visto.

Entonces, lo conoció.
Carlos.

Lo que más le sorprendió no fue su talento ni su experiencia, sino su pausa. Carlos no tenía prisa. No lo interrumpía, no se burlaba de su nerviosismo, no lo usaba para verse mejor. Simplemente estaba ahí. Sentado. Escuchando. Viéndolo.

Carlos tenía una forma de mirar que le quitaba el peso de la armadura. Una forma de explicarle las cosas en el garaje que no sonaba a superioridad, sino a promesa. Una forma de esperar, de quedarse, de enseñarle con paciencia lo que nadie había tenido tiempo de enseñarle nunca: que no todo amor viene con fecha de caducidad.

Lando, sin darse cuenta, empezó a buscarlo en todas partes. En las reuniones de equipo, en las fotos de prensa, en los boxes, en los pasillos del paddock. Su día cambiaba según si Carlos le sonreía o no.

No se atrevía a decirlo.
Ni a pensarlo por completo.
Pero por primera vez, ya no corría para huir.
Corría para alcanzar a alguien.

El problema no fue darse cuenta de que estaba enamorado.
El problema fue darse cuenta de que llevaba demasiado tiempo siéndolo.

Carlos había estado ahí desde el principio.
Con sus bromas en español, sus toques de hermano mayor, su manera de palmearle el hombro en medio del caos del paddock como si supiera exactamente cuándo necesitaba sentir que no estaba solo.

Lando se lo había creído todo.
Que eran un equipo.
Que eran un dúo.
Que eran... algo .

Carlos lo trataba con una ternura que dolía. Le acomodaba el cuello del mono, lo abrazaba sin razón, le revolvía el cabello después de una mala quali, le llevaba comida como si cuidar de él fuera una costumbre heredada de toda la vida.

Y él, se acostumbró.
A que lo mirara así.
A que le escribiera a cualquier hora.
A que lo invitara a cenar con su familia como si fuera parte del inventario emocional de los Sainz.

El infierno empezó el día que entendió que eso no significaba lo mismo para Carlos. 

Carlos hablaba de mujeres como si fuera lo más natural del mundo. Coqueteaba con la prensa. Salía en revistas. Y aunque los fans repetían que Carlos pasaba más tiempo con Lando que con sus novias, aunque el hashtag #Carlando se hiciera viral como una broma interna global, Lando sabía la verdad. 

Sabía que, si los fans supieran cuánto lo amaba en secreto, dejarían de reírse.
Y que si Carlos lo supiera… tal vez dejaría de abrazarlo.

Lando intenta no romperse con todas sus fuerzas.

Había noches en las que se quedaba despierto repasando cada caricia, cada sonrisa, cada vez que Carlos le dijo “tú y yo siempre” .
Había días en los que deseaba que Carlos fuera más frío, más distante.
Porque si lo iba a perder de todas formas, prefería que doliera de golpe.

Pero Carlos no lo soltaba.
Nunca lo soltaba.

Y Lando, cobarde como solo se es cuando se ama de verdad, prefería vivir en la duda que arriesgarse a perderlo todo.
Porque incluso si solo eran amigos, incluso si nunca iba a ser recíproco…
Tenerlo cerca era mejor que no tenerlo en absoluto.

Después de la huida, después del caos, de la marca accidental y todo lo que le siguió, Lando se quedó atrapado en una especie de montaña rusa emocional sin frenos.

Había momentos en los que Carlos parecía corresponderle.
Como aquel día en el jet rumbo a Niza, cuando durante el ejercicio de Lewis, se inclinó hacia él, lo olió de cerca, con esa intensidad de instinto que Lando aún no terminaba de comprender, y le susurró al oído que su aroma le encantaba, que le daban ganas de morderlo de nuevo.

Lando había sentido que el corazón se le derretía. Que quizás, por fin, estaba pasando.

Pero después, venía el frío.

Carlos lo miraba con una mezcla extraña de ternura y culpa, como si fuera un niño al que tenía que proteger de sí mismo. Como si lo fuera a corromper. Como si Lando no fuera un adulto, como si no supiera lo que sentía o lo que quería.

Y sin embargo…
Había momentos en los que lo sorprendía apretando los puños.
En los que, a través del vínculo, Lando sentía esa oleada intensa y cruda de deseo contenido, como una corriente eléctrica mal disimulada.
Y eso era peor.

Porque si Carlos lo deseaba solo por el vínculo, por ese reflejo genético impuesto por un laboratorio…
Entonces Lando no lo quería.

No así.

Prefería quedarse con nada antes que tener algo falso.
Antes que ser solo una necesidad biológica para él.

Y aún así, cada día dolía más. Lando intenta no romperse.

Los rechazos sutiles, el silencio incómodo, los cambios de tema.
Los ojos de Carlos esquivando los suyos cuando la cercanía se volvía insoportable.

Lando veía a los demás avanzar.
A Max y Charles empezar a encontrarse.
A Oscar y Franco tropezar hacia algo que parecía real.
A los demás recobrar la memoria, a su “patrulla omega”, como la había bautizado Alex con su humor británico de siempre, encontrando poco a poco su equilibrio.

Pero él seguía perdido.

Y el ciclo de celo y rutina estaba a la vuelta de la esquina.
Una semana.
Siete días.
Y ni siquiera sabía si Carlos iba a estar con él o si también iba a rechazarle eso.

Era como esperar una tormenta sin saber si iba a llegar empapado o simplemente abandonado.
Y no lo decía en voz alta, pero la soledad comenzaba a doler más que el deseo.

Porque al final, por más que estuvieran todos…
Nadie podía ocupar el lugar que Carlos no estaba dispuesto a llenar.

Un golpe en el garaje lo arrastra de vuelta a la realidad.
La cabina del piloto está hecha un desastre. Restos de una carrera que fue todo menos gloriosa: Suzuka no salió bien para McLaren. Oscar terminó octavo.  Él, cuarto.
Ni podio, ni champán, ni sonrisas forzadas para la prensa.
Solo la furia contenida en el pecho, el cuerpo tenso por lo que no fue, y la mente atrapada en un bucle que nada tiene que ver con la carrera.

Carlos subió al podio.
Carlos celebró.
Carlos —seguro— ya debe estar en camino a alguna fiesta.
Y lo único que Lando puede pensar es que no lo verá en toda la noche.
Que quizá no lo verá en todo el fin de semana.

Y peor aún…

Que tal vez volverá a su habitación compartida con la camisa llena de marcas de labial, con el cuello oliendo a algún perfume barato de aeropuerto.
Y entonces, ¿qué?
¿Dónde queda ese lazo imposible que los une, esa condena genética que le decía que Carlos no podía desear a nadie más?

¿Y sí sí?

¿Y si, aún atado a él, Carlos prefería ignorarlo…?
¿Si encontraba maneras de escapar, de traicionar esa conexión sólo para evitarlo?

Un segundo golpe, esta vez en la puerta.
No suena. Solo entra.
Oscar.

Lando levanta la mirada. Franco no está con él.
Toda la carrera el argentino se quedó del lado de Oscar, así que no tiene idea de dónde podría estar ahora.
Quizá ya en el hotel. Quizá en cualquier parte menos aquí.

—El coche ya está afuera —dice Oscar, seco pero no distante.
Y luego, en voz más baja—: Voy contigo. ¿Te ayudo con algo?

Lando niega, apretando los labios.

—Gracias igual.

Oscar no insiste. Solo asiente y camina a su lado.
El trayecto hasta el hotel es silencioso. Una calma artificial que se siente como el vacío después de una tormenta, suben en el ascensor en el mismo mutismo.

En el pasillo, Oscar se detiene en la puerta de la habitación de Lando.

—Franco y yo estamos justo enfrente —dice, señalando con el pulgar hacia atrás—. Por si necesitas algo.

Lando lo mira por un momento más largo de lo normal.
No porque no entienda la oferta, sino porque sabe que no es sólo cortesía.

Oscar ha visto.
Oscar sabe.

Y por eso, en lugar de responder con su humor de siempre, solo asiente.

—Gracias, mate.

La puerta se cierra detrás de él.
Y con el chasquido del seguro, vuelve la sensación familiar:
La de estar solo.
Completamente solo.

Lando se da un baño largo, tan caliente como puede soportarlo.
Como si el agua pudiera derretir el nudo en su garganta, el dolor detrás de los ojos, la punzada en el pecho.
Sale con la piel enrojecida, se pone una camisa de pijama y se mete en la cama.
Cierra los ojos.
Respira hondo.
Y reza en silencio para que sus peores predicciones no se cumplan. Que Carlos no vuelva oliendo a alguien más. Que no vuelva.

No sabe cuánto tiempo ha pasado cuando un grito lo arranca del sueño.
Algo fuerte. En español.

Se incorpora de golpe, los latidos acelerados.
Al abrir la puerta, ve a Oscar haciendo lo mismo justo enfrente.
Aún lleva la ropa del equipo. McLaren en el pecho.
Eso le basta para deducir que no han pasado ni dos horas.

Ambos se asoman.
Y entonces los ve.

Carlos se tambalea por el pasillo, evidentemente borracho, el rostro pálido, los ojos vidriosos.
Kako, su primo, trata de mantenerlo erguido, hablándole con firmeza, pero sin resultado.

Más atrás, Franco viene con los puños cerrados y el rostro rojo de furia, escoltado por Fernando Alonso y Checo Pérez, que también parecen tensos, indignados.

Lando da un paso al frente, pero Oscar le pone una mano en el pecho, suave pero firme.

—Espera —susurra—. No creo que debamos meternos.

Las voces suben de tono.

¿Estás mal de la cabeza, Carlos? ¿Qué carajos te pasa? —grita Franco, fuera de sí — No estabas con nadie, pero perfectamente podría haber pasado. ¿Eso es lo que querés, romperlo por completo?

Franco, cálmate… —dice Kako, con el rostro tenso— Está borracho, no sabe lo que hace.

¡Justamente! ¿Y sabes por qué se emborrachó, Kako? Porque no quiere asumir lo que siente. Porque sigue tratando a Lando como si fuera un niño mientras se muere por él.

¡Ya basta! —exclama Checo— Esto no puede seguir así. No podemos seguir viendo cómo lo hace mierda.

No se le puede obligar, tampoco —murmura Fernando con gravedad— Pero esto… esto es crueldad. Y él lo sabe.

Carlos emite un gemido ahogado, un “ Lando… ” apenas audible entre su embriaguez y el dolor.
Kako intenta contenerlo, pero se nota que está a punto de quebrarse también.

Oscar y Lando intercambian miradas.
Lando no entiende las palabras, pero sí el tono.
La furia. La decepción.
La tristeza que se le escapa a Carlos incluso en ese estado.
El aroma rancio del alcohol que ha opacado completamente el olor natural de Carlos.

 Y algo dentro de él, que había intentado dormir en esa cama fría, comienza a romperse de nuevo.

Lando está inmóvil, los ojos clavados en la escena del pasillo. Carlos se tambalea, la camisa medio abierta, el pelo revuelto, las mejillas rojas por el alcohol. Se ve deshecho. Hermoso, pero deshecho. Kako intenta sostenerlo, pero es más alto que él y lo arrastra con el peso muerto de su cuerpo. Franco está rojo, no de vergüenza, sino de rabia pura. Los puños cerrados le tiemblan.

¿Estás orgulloso de esto? ¡Dímelo, Carlos! —grita Franco, y su español golpea como una bofetada, seco, urgente.

Checo lo sostiene del brazo, pero no lo detiene. Fernando observa en silencio, los brazos cruzados y la mandíbula apretada.

¡Dímelo ya! ¿Qué carajo querés, eh? ¿Qué querés de él? Porque si no lo querés deja de darle esperanzas y luego soltarlo al vacío joder

Lando... —balbucea Carlos, apenas consciente—. Lando...

¡No! ¡No me digas que lo único que sabés decir es su nombre! —le grita Franco, con la voz quebrada—. ¡No me jodas! ¡No sabés lo que estás haciendo! Lo estás rompiendo, ¿entendés? Cada vez que te vas, cada vez que lo ignorás, cada vez que fingís que no lo sentís... ¡lo estás rompiendo!

Carlos intenta incorporarse, pero sus piernas flaquean.

 —No quiero hablar contigo... Franco... murmura Carlos, con un español arrastrado por el alcohol, los ojos clavados en el vacío.
—¡Pues no es conmigo con quien deberías hablar, idiota! ¡Es con Lando! —grita Franco—. ¡Dime qué quieres! ¿¡Jugar con él!? ¿Seguir haciéndole daño hasta que deje de esperarte?!

—Franco tiene razón — espeta Checo —. Ya basta, Carlos. No eres un crío. Sabes lo que estás haciendo.

  —Estás quebrandolo— dice Fernando, seco como un latigazo —. ¿Eso es lo que quieres? 

Carlos apenas puede sostenerse.
—No quiero lastimarlo... dice, arrastrando las palabras.

¡Eso no es excusa! —responde Franco sin mirarlo siquiera—. y aun asi estabas boludeando en las fiestas como si nada

Checo suelta un bufido.

Carlos, carajo... piensa un poco cabron. Eres mayor como tú mismo te ufanas ¡Toma responsabilidad por una vez!

Fernando asiente, sin decir nada. Su presencia pesa más que cualquier palabra.

Lando... —vuelve a decir Carlos, con voz rasposa. Casi un lamento. Como si esa palabra fuera lo único que su cuerpo supiera articular.

En la puerta, Lando tiembla. Siente las uñas clavadas en las palmas, los ojos húmedos. Oscar se mueve un poco como si fuera a intervenir, pero no lo hace. Tampoco Lando.

Porque por más que duela, por más que el alma le pida correr hacia él, abrazarlo, romper en llanto... algo dentro de él ya no quiere salvar a Carlos. Quiere que Carlos lo elija. Y todavía no lo hace.

Carlos apenas logra sostenerse. Murmura entre jadeos una sola palabra.
—Lando... Lando...

Franco suelta una risa amarga.

—Claro. Dices su nombre como si eso bastara. Como si eso lo curara. — Da un paso más, directo a Carlos —Yo ya estuve en tu lugar, Carlos — dice, con una voz temblorosa de ira —. Yo ya fui tú. Yo ya lastimé a Oscar. Lo rechacé, lo ignoré, huí de él... ¡No dejes que Lando termine igual de lastimado! ¡No lo destroces!

Carlos lo mira, los ojos llenos de un dolor que no sabe explicar.

Kako intenta intervenir, arrastrando a Carlos hacia atrás.

—Ya, ya. Está borracho. No está en condiciones...

—No importa si está borracho o no — interrumpe Checo —. Lo que importa es que mañana se va a acordar. Y más le vale que empiece a reparar lo que está rompiendo.

Oscar no entiende las palabras, pero entiende el tono. Mira de reojo a Lando, que está helado, aferrado al marco de su puerta, los ojos clavados en la escena.

Carlos levanta los ojos, y por primera vez, parece ver a Lando parado en la puerta, mirando todo como si no pudiera moverse.
—Lando...
Solo eso. El nombre, otra vez.

Pero en su voz, hay todo el peso del deseo, la culpa, la añoranza... y una ternura torpe que Lando ya no sabe si debe seguir esperando.

—Lando... repite.

Sólo eso. Su nombre. En voz ronca, cruda, desesperada.

Pero todos saben que sí lo sabe. Que en ese estado no hay filtros. Que lo que dice ahora es lo que ha estado conteniendo durante semanas.

Carlos da un paso. Luego otro. El cuerpo le pesa, el equilibrio tambalea, pero sus ojos… sus ojos no se apartan de Lando. Él sigue ahí, en el umbral de la habitación, con la mirada clavada, como si no supiera si salir corriendo o quedarse para siempre.

—Lando… —murmura Carlos, como si fuera la única palabra que recordara decir.

Avanza un poco más.

Entonces Oscar se adelanta. No lo toca, no lo empuja. Solo se coloca entre ellos, firme, sereno… inamovible.

—Así no, Carlos.

La voz de Oscar es baja, sin agresividad, pero tajante. Como una puerta que se cierra en la cara.

Carlos frunce el ceño, confuso, con la mirada turbia.

—Solo quiero hablarle…

—¿Hablarle o seguir confundiendo todo? —interviene Oscar, sin moverse un centímetro—. No puedes seguir haciendo esto. No es justo para él.

Carlos intenta decir algo, pero Oscar no le da espacio.

—Lando no es un juguete. No puedes aparecer solo cuando el vínculo te abruma. Eso no es querer. Eso es egoísmo.

Carlos traga saliva. Detrás de él, Franco se cruza de brazos, la mandíbula apretada. Fernando y Checo observan en silencio, pero sus expresiones son duras, como si cada uno estuviera sosteniendo las mismas palabras con los dientes.

Lando no se mueve. Ni siquiera pestañea. Tiene el alma entre las costillas y las emociones hechas un nudo.

—No sé cómo hacerlo bien… —susurra Carlos, la voz apenas audible, rota.

Oscar no se ablanda.

—Entonces aprende. Pero no lo rompas mientras lo haces.

Carlos sigue ahí, tambaleante, el nombre de Lando aún en los labios. La tensión no baja. El pasillo sigue siendo un campo minado de emociones.

Kako lo sostiene, aunque ya no con fuerza, solo asegurándose de que no vuelva a caerse. Franco tiene los ojos rojos de la rabia, y Fernando y Checo están cruzados de brazos como si esperaran una disculpa que jamás va a llegar.

Oscar mira a Lando, esperando.

Lando da un paso adelante. El corazón le late en la garganta, la boca seca, el alma revuelta. Mira a los tres que aún están ahí.

—Gracias —dice. Es una palabra pequeña, pero le tiembla la voz al decirla—. No entendí todo… pero sé que estaban… defendiéndome. Gracias.

Fernando asiente con gravedad, y Checo le pone una mano breve en el hombro.

—Cuida de ti, chaval —dice con suavidad.

Franco no dice nada. Solo mira a Carlos como si le estuviera entregando un espejo: uno que refleja todo lo que no debería repetir.

Oscar se gira hacia Lando.

—¿Vas a dejarlo entrar?

Lando lo mira. Duda. Muerde su labio. Luego asiente una sola vez.

—Sí. Pero se queda en el sofá.

Oscar entiende. Franco suelta un resoplido, pero lo respeta. Kako, aún sosteniendo a Carlos, se mueve hacia la suite. Lando abre la puerta por completo y se hace a un lado.

—Vamos, Carlos —dice Kako, en voz baja. Carlos asiente, medio inconsciente. No dice más, no puede.

Con la ayuda de Kako, entra en la suite. Apenas pisa el interior, parece encogerse, como si su cuerpo también supiera que no merece más.

Lando se queda en la puerta. Mira a Oscar y Franco.

—Gracias también a ustedes.

Franco hace un gesto seco con la cabeza, pero Oscar le sonríe un poco.

—Cualquier cosa, puerta de enfrente.

Luego de que Kako sale, Lando cierra con suavidad. Se da la vuelta. Carlos está hundido en el sofá, con la cara entre las manos. El silencio es espeso, tenso, pero distinto. Más humano.

—La cama es mía —dice Lando, sin mirarlo.

Carlos no responde. Solo asiente, con un leve temblor en el mentón.

Lando se mete bajo las sábanas. No se despiden. No se dicen buenas noches

La primera luz del amanecer entra a cuentagotas por entre las cortinas pesadas de la suite. Lando abre los ojos. Se ha despertado antes de que su alarma suene, antes del bullicio del paddock, incluso antes del servicio de habitaciones.

Y entonces lo ve. Carlos, hecho un ovillo en el sofá, con la boca entreabierta, el cabello hecho un desastre y una pierna medio colgando. Hay algo de justicia poética en esa imagen. Algo que le da permiso para sonreír por primera vez en días.

Perfecto.

Lando se levanta sin hacer ruido. Se pone unas pantuflas y camina como ninja vengador hasta las cortinas. Una por una, las abre con un tirón dramático. La luz entra como cuchillos solares atravesando el la suite.

Carlos gruñe algo ininteligible.

Pero eso no basta.

Lando saca su teléfono, lo conecta al altavoz bluetooth y al TV de la sala, y selecciona con malicia lo que debe sonar: “Bad Blood / Should've Said No - Taylor Swift” . Porque si va a hacer esto, va a hacerlo con estilo.

La voz de Taylor explota por toda la habitación.

Carlos se incorpora de golpe, con los ojos entrecerrados, apretando las sienes como si le hubieran clavado un destornillador.

—¿¡Pero qué demonios...!?

Lando, completamente despierto, baila ligeramente mientras se sirve un vaso de agua.

—¡Buenos días, durmiente real! ¿Te duele la cabeza? Qué raro… ¡con lo tranquilo que fue anoche!

Carlos lo mira como si acabara de presenciar la Segunda Venida del Mal. Se tapa los ojos con un cojín.

—Lando… por favor…

—¿Perdón? No escucho bien, Carlos. ¡Habla más fuerte !

Y, le sube el volumen. Los graves tiemblan en las paredes.

Carlos se hunde más en el sofá como si quisiera desaparecer, el cabello revuelto, la piel pálida y los ojos entrecerrados como un gato mojado.

—Eres el demonio. Pequeño. Ruidoso. Inglés.

—Gracias, lo intento.

Lando se sienta en la cama, cruza las piernas con su vaso de agua en la mano y observa a Carlos como quien contempla una obra de arte abstracta en estado de crisis existencial.

Y por primera vez en mucho tiempo, se ríe. No para burlarse. No para herir. Solo porque está vivo, porque lo logró. Porque Carlos está ahí, con resaca y todo, y ahora él tiene el control.

Carlos se arrastra, literalmente, hasta la cocina de la suite. Cada paso que da suena como si el suelo crujiera en su contra. Lando lo observa con una ceja alzada mientras bebe su agua como quien contempla un espectáculo pagado.

—¿Tienes… paracetamol? —murmura Carlos, apoyándose contra la encimera como si la vida misma lo estuviera castigando.

—Oh, ¿yo? No, no sabría. Quizá deberías preguntarle a la persona a la que ignoraste y de la que huiste toda la semana , tal vez tenga un botiquín emocional que también cure resacas.

Carlos cierra los ojos, se lo merece, lo sabe. Sus manos tiemblan un poco cuando abre la nevera.

—¿Esto es venganza?

—¿Qué crees tú, Sherlock? —Lando sonríe, sin maldad pero con todo el derecho del universo—. Dormiste en el sofá, te colaste en nuestra habitación borracho, y por poco causas una telenovela en el pasillo del hotel.

Carlos apoya la frente contra la nevera. —¿Lo de anoche… fue real?

—Sí. Fue muy real. Oscar aún debe estar procesando. Franco está molesto contigo. Checo y Fernando quieren golpearte. Y yo… abrí las cortinas.

Un pájaro canta allá afuera como si no supiera que hay tensión al borde del colapso entre dos pilotos de Fórmula 1 con una vínculo de por vida.

Carlos alza la vista. Sus ojos están enrojecidos, pero hay algo más detrás de ellos. Culpa. Dolor. Un poco de miedo.

—No sé qué hacer contigo, Lando.

El inglés se cruza de brazos, de pie frente a él. —Entonces, haz algo. Cualquier cosa. Pero deja de mirarme como si fuera un niño. Deja de actuar como si esto no te importara. Porque a mí sí me importa. Mucho.

Carlos abre la boca, la cierra. Da un paso hacia él.

—Yo…

Lando levanta una mano. —No, no me digas que lo sientes. No hagas eso. ¿Estás confundido? Ok. ¿Estás asustado? Bienvenido al club. Pero no sigas escondiéndote detrás del vínculo como si fuera una excusa. Porque si vas a seguir haciendo esto, —señala hacia el sofá, la cocina, el desastre emocional que quedó de anoche, — entonces mejor vete ya .

Carlos baja la mirada. Se sienta en una de las sillas, lento. Tiene los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas como si intentara no temblar.

—No me metí con nadie, Lando.

Lando se queda quieto.

—No podía. Ni quise. Aunque lo intentara… no funcionaría, pero no lo hice. Solo pienso en ti. Solo te siento a ti.

Silencio.

Lando se muerde el labio.

—Entonces… ¿por qué?

—Porque me asusta, no entiendo lo que nos pasó. No quiero arrastrarte conmigo. Pero lo estoy haciendo igual. Siento que estoy roto…

Un momento suspendido en el aire.

—Carlos… —dice Lando al fin, más suave—. No estás roto. Solo estás siendo cobarde.

Carlos asiente despacio, con los ojos brillosos.

—Lo sé.

Lando lo mira desde el otro lado de la cocina. El vaso de agua entre sus manos tiembla un poco, por todo lo que lleva acumulado. Ya no quiere suposiciones. Ya no quiere silencios.

—Carlos —dice, sin rodeos, con la voz firme—. ¿Qué sientes por mí?

Carlos levanta la mirada, confundido, cansado… y algo más. Como si no esperara que Lando se atreviera a decirlo tan claro, tan crudo.

—¿Qué siento?

—Sí. Y no me digas lo del vínculo. No me digas “es complicado”. Antes de todo esto… antes de que el laboratorio nos jodiera la vida… ¿qué sentías por mí?

Carlos traga saliva. Sus ojos se desvían un segundo, buscando una ruta de escape que no existe. Suspira, hundido.

—Yo… —balbucea, sin voz, como si algo se atorara en su garganta.

—Contéstame. No te estoy pidiendo promesas. Solo la verdad.

Carlos cierra los ojos. Cuando los abre, hay algo nuevo: decisión. Cansancio de huir. Cansancio de sí mismo.

—Te amo, Lando.

Silencio.

Carlos lo dice más bajo ahora, pero más cierto, como si cada palabra tuviera que salir atravesando cicatrices internas.

—Te amo desde hace mucho. Desde antes del vínculo. Desde antes de saber que esto podía ser real. Me resistí… porque tú eras joven, y yo… yo sólo sabía cómo competir contigo. Cómo bromear. Cómo tenerte cerca sin perderte.

Lando no se mueve. Lo mira, clavado en el lugar, con el corazón en los ojos y los labios apenas entreabiertos. Las palabras pesan. Le pesan. Pero también le liberan.

—¿Y todo este tiempo? —pregunta, con un nudo en la voz.

—Tenía miedo —admite Carlos—. De arruinarlo. De no ser suficiente. De que tú no sintieras lo mismo… o peor, que sí lo sintieras y eso te lastimara.

Un silencio cargado cae entre los dos.

—¿Y ahora? —susurra Lando.

Carlos se pone de pie, lento, sin acercarse aún.

—Ahora no quiero seguir fingiendo. No quiero seguir alejándote. Si tú me dejas… quiero quedarme.

Lando respira hondo. Todavía no sabe si va a llorar, a reír o a gritar. Pero algo dentro de él, esa parte que llevaba semanas rota, se siente menos sola.

—Entonces empieza por decirlo de nuevo —dice al fin.

Carlos lo mira, directo, más firme esta vez.

—Te amo, Lando.

Y Lando… sonríe, cansado, incrédulo. Pero no se aleja. No esta vez.

—Tambien te amo, Carlos, asi seas medio idiota.

Carlos da un paso más. Lando lo mira, todavía procesando lo que acaba de escuchar. No le da tiempo de decir nada más porque Carlos, quizás por impulso o tal vez porque ya no puede más, se acerca y lo besa.

El beso es torpe, medio dormido todavía por la resaca, pero cargado de necesidad contenida. Cuando se separan, Lando parpadea y hace una mueca divertida.

—Lamento informarte que el primer beso que tenemos… tiene sabor a tequila reposado y deshidratación —dice, arrugando la nariz—. Debería demandarte.

Carlos se ríe, genuino, con esa risa que le sale cuando ya no está actuando para nadie.

—¿Quieres que me lave los dientes y volvemos a intentarlo?

—Por favor —responde Lando, señalando el baño como si fuera una orden médica—. Esto no puede quedar en los registros oficiales del universo.

Carlos se va hacia el baño entre risas, y justo antes de cerrar la puerta le lanza una mirada de esas que dicen “no se te ocurra huir.”

Lando se queda solo por un momento. Se pasa una mano por el rostro, como si quisiera comprobar que de verdad está despierto, que todo esto pasó. Se sienta en el borde del sofá-cama, y por primera vez en semanas, sonríe para sí mismo. Una sonrisa cansada, chueca, vulnerable.

Y justo en ese momento, Carlos grita desde el baño:

—¡¿Dónde está tu maldito enjuague bucal?! ¡Esto sabe a menta vencida!

Lando suelta una carcajada.

—¡Debiste pensarlo antes de besarme con aliento a bar de tercera, campeón!

Carlos responde algo ininteligible con la boca llena de espuma de pasta de dientes, pero su risa se escucha clara, como un nuevo comienzo que por fin se permite ser ligero. Tal vez esta vez no tenga que esforzarse tanto en no romperse.

Notes:

Si alguien se pregunta que pasó, Franco se encontró a Checo y Fernando en el bar del que fue a sacar a Carlos, y ambos estuvieron de acuerdo en ayudar.
Que opinan? soy muy fan de la venganza de Lando y de la relación de besties de Oscar y Lando

Chapter 26: Capítulo 25: Oscar Piastri sabe lo que quiere

Notes:

Advertencia, Fluff and Smut.

Segundo capítulo esperado por toda latinoamérica unida.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Oscar se despierta con los primeros rayos del sol japonés deslizándose entre las cortinas. Lo primero que siente es calor, el calor de un brazo aferrado a su cintura, de una respiración suave y constante contra su clavícula.

Franco.

Oscar sonríe.

Acaricia lentamente su cabello, deslizando los dedos entre los rizos suaves. Luego roza con la yema de los dedos la nuca, la mandíbula, como si su piel pudiera memorizar cada línea de él sin necesidad de verlo.

Empieza su pequeña operación matutina: un beso en la frente, uno en la mejilla, otro en la nariz.

—Franco... —murmura contra su piel—. Despierta...

Luego se acerca a sus labios, robándole besos cortos, repetidos, hasta que una sonrisa traicionera se forma en el rostro aún fingidamente dormido de Franco.

—Deja de fingir que estás dormido —susurra Oscar con una sonrisa torcida—. Tenemos un día largo por delante.

—¿Qué día largo...? —responde Franco con la voz aún adormilada—. ¿No se supone que McLaren vuelve a Inglaterra hoy?

—Seb me dijo que reservó tu vuelo a Bahréin desde aquí —dice Oscar mientras le acaricia la mejilla—. Así que yo pedí quedarme un día más. Les avisé a los demás chicos también, NicoR pidió que tuviéramos cuidado y llamáramos si algo pasaba. Oh y Lando dijo que él y Carlos lo resolvieron por fin.

—Bueno, porfiiin…. —

Franco abre los ojos del todo, alerta ahora.

—Espera…¿Nos quedamos?

Oscar asiente, bajito, como si revelara un secreto.

—Pensé que podríamos tener una cita. Solo tú y yo. Antes de que todo se acelere otra vez.

Franco se incorpora como impulsado por un resorte, despeinado y con una sonrisa grande y cálida que enternece a Oscar.

—¿Una cita en Japón...? ¿Estás bromeando? ¿Podemos ir a un templo? ¿Un centro pokémon? ¿comer ramen?

Oscar ríe, contagiado.

—Podemos hacer lo que quieras. El día es nuestro.

Franco lo mira como si le acabaran de regalar el mundo. No dice nada, solo lo mira con esa expresión suave, intensa, que a Oscar le revuelve el estómago de una forma bonita.

—Ve a bañarte…—dice él para romper el momento—. No pienso darte más besos con esa baba de almohada en la boca.

Franco le lanza una almohada mientras corre al baño entre risas, y Oscar se queda unos segundos mirando el techo, sonriendo como un idiota.

Un día solo para ellos.

Cuando están listos salen por la puerta de atrás del hotel hacia la estación, el tren bala los lleva hacia el corazón vibrante de la ciudad. Oscar mira por la ventana, fascinado por los destellos de sobreviven al amanecer. Franco, en cambio, no deja de mirarlo a él.

Tokio los recibe con un cielo despejado y el murmullo eterno de la ciudad que nunca duerme del todo. Oscar camina al lado de Franco, sin tocarlo, sin acercarse más de lo debido, pero con la mirada clavada en la suya cada vez que puede. En sus ojos hay calma. Hay cosas que todavía no se atreven a decir, pero que se entienden con sólo caminar así, uno al lado del otro, sin prisa.

Llegan a Asakusa entre templos antiguos y faroles colgantes. Comen ramen en un pequeño local escondido entre callejones. Oscar pide en japonés, con un tono suave y natural que hace que Franco lo mire con admiración muda. El argentino no entiende ni una palabra, pero lo observa como si acabara de ver una estrella fugaz solo para él.

El aroma a incienso les guía hasta el Templo Sensō-ji, donde Franco se detiene frente a la gran linterna roja.

—Dicen que si sacas un omikuji y es bueno, tienes suerte en el amor —dice Franco, alzando una ceja—. ¿Te atreves?

Oscar niega con una risa suave.

—Yo ya tengo suerte —responde, mirando de reojo.

Franco traga saliva, sonrojado, y mejor cambia de tema.

Después viajan hasta Akihabara. Las luces de neón parpadean sobre sus cabezas y los sonidos de las máquinas recreativas les envuelven los pasos. Franco se detiene frente al edificio de Sega, el primer piso está lleno de máquinas de garra con peluches. 

Oscar está de pié frente a una. Franco lo observa mirar fijamente una máquina con un montón de miffy, un conejito blanco de orejas largas y una x en lugar de boca. No dice nada. Solo sonríe.

No le da importancia, sigue avanzando... hasta que escucha cómo Franco mete una moneda.

—¿Qué haces? —pregunta Oscar, curioso, regresando a su lado.

Franco no responde. Se concentra. La garra baja... se tambalea... agarra el conejito por una oreja... y lo suelta. Oscar se ríe bajito. 

—No todos los días se gana —dice con ternura.

Franco frunce el ceño, decidido, le quedan dos intentos. La máquina pita. La garra baja de nuevo. Esta vez, más firme. Y, para sorpresa de ambos, sube con el peluche atrapado.

—¡Lo hiciste! —exclama Oscar.

Franco saca el conejito de la ranura, por el tamaño es bastante abrazable, lo mira un momento, y luego lo extiende hacia Oscar sin decir nada.

—¿Es para mí?

Franco asiente, como si fuera obvio.

—No tenías que...

—Sí tenía, podes abrazarlo cuando me vaya a Bahrain.

Oscar se sonroja, baja la mirada y toma el conejito, le acaricia la larga oreja con los dedos.

—Gracias.

No pregunta más. Solo lo aprieta contra su pecho, con un murmullo de agradecimiento y busca con la mirada a ver si alguien los está mirando, y le roba un rápido besito a Franco que le hace sonrojar.

Franco sonríe, y por un segundo parece que va a decir algo más, pero se contiene. 

Oscar se guarda el conejito bajo el brazo como un tesoro, y ambos siguen caminando por la ciudad, con los corazones latiendo al mismo ritmo, como si Tokio estuviera escrito en su historia desde antes de conocerse.

La Torre de Tokio los recibe con su silueta roja contra el cielo del mediodía. Desde lo alto, el bullicio de la ciudad parece un susurro, y Oscar se detiene un instante junto al ventanal, con los ojos entrecerrados por el sol. Franco lo fotografía en secreto, pensando que si alguna vez necesitara recordar un momento exacto de felicidad, sería ese.

El almuerzo en el restaurante de la torre es tranquilo. Piden platos pequeños, comparten todo, ríen bajito y brindan con té helado. Oscar hace un comentario sobre cómo la ciudad parece una maqueta perfecta desde esa altura. Franco, distraído, no le responde. Está demasiado ocupado mirándolo de nuevo.

Después, suben al Tokyo Skytree. Se sacan fotos con la ciudad a sus pies, selfies con los ojos achinados por la luz, retratos uno del otro entre reflejos de cristal. Oscar guarda cada imagen como si fueran estampillas de un viaje a un lugar dentro de sí mismo que no sabía que quería visitar hasta ahora.

En un pequeño local del centro comercial del Skytree, Oscar compra dos helados de té verde. El suyo empieza a derretirse mientras Franco se ríe de lo mal que lo sostiene. Lo ayuda, limpiándole la comisura de los labios con una servilleta sin decir nada, como si fuera algo que ya ha hecho mil veces.

Pasan por un centro Pokémon. Oscar se emociona más de lo que pensaba. Elige una figura pequeña de Umbreon mientras Franco se empeña en encontrar un Pikachu con kimono. Caminan entre vitrinas y peluches, rodeados de niños que corren y ríen. Oscar, por primera vez en mucho tiempo, se siente uno de ellos.

Ya de noche, cenan sushi en un kaiten-sushi. Oscar señala cada platillo que quiere, y Franco los va atrapando con precisión. Comen en silencio durante un rato, observando cómo los platos giran ante ellos como si el mundo pudiera reducirse a eso: pequeños fragmentos de felicidad deslizándose sobre una cinta.

El viaje de regreso en el tren bala es silencioso. No es por incomodidad. Es porque están demasiado cómodos para hablar. Franco toma la mano de Oscar mientras el paisaje corre por la ventana como un río de luces. No se miran. No se mueven. Sólo dejan que el momento los envuelva.

Cuando llegan a la estación, Franco suelta su mano sin decir nada. Oscar tampoco dice nada. Ya es tarde. La mayoría de los equipos ha volado hacia Europa. No están seguros si quedan paparazzis o personal merodeando por ahí. Pero ambos saben que este día fue sólo suyo. Nadie puede quitarles eso.

Caminan hacia el hotel sin tocarse, con el corazón aún caliente por el contacto escondido.

Suben en silencio. Cuando llegan frente a la puerta de la suite, Oscar busca la tarjeta en su bolsillo… pero Franco le toma la mano justo antes de que la deslice en la cerradura.

—Oscar —dice, con esa voz baja que siempre le reserva a las cosas importantes—. Antes de que entremos… tengo que decirte algo.

Oscar se gira, confundido. Franco parece nervioso. Esa expresión es nueva.

—No importa si no podes decírmelo de vuelta, ¿ok? no hay presión pero… —Franco respira hondo, y suelta todo de golpe—. Te amo, conejito.

El mundo se detiene.

Oscar siente cómo algo suave y cálido le sube por el pecho, como si todas las luces de Tokio volvieran a encenderse dentro de él. No piensa, no duda. Sólo se lanza. Jala a Franco por la solapa de la chaqueta y lo besa como si acabaran de cruzar la meta. Es un beso que tiembla, que se aprieta, que dice más que cualquier palabra.

Franco lo abraza, lo aprieta contra sí, y de pronto Oscar se encuentra contra la puerta, sin aire, con el corazón a punto de salírsele por la boca.

—Franco —murmura, con la risa entre los labios—. Espacio público… recuerda.

Franco se separa un poco, sonriendo como si acabara de ganar la pole position.

—Perdón —dice, aunque no parece sentirlo—. Me dejé llevar.

Oscar lo mira a los ojos, y no hay duda cuando le responde:

—Yo también te amo.

Franco lo besa otra vez, o quiere, porque Oscar lo detiene con un dedo en los labios.

—Te tengo otra sorpresa.

—¿Otra? —Franco levanta una ceja, divertido, pero ya sabe que no hay forma de adivinar con Oscar.

Entran al cuarto. Se quitan los zapatos casi al mismo tiempo, y Oscar corre hacia el baño, dejando el conejito de peluche en el sofá, diciendo por encima del hombro:

—¡No te muevas! Ya vuelvo.

Franco se queda en la entrada, sonriendo solo, con el corazón tan lleno que ni todo Tokio podría contenerlo.

Oscar escucha cómo el zipper de la maleta se cierra con suavidad. Franco ya debe estar listo. La habitación está silenciosa. Y él… él sigue frente al espejo, con el corazón latiendo como si acabara de correr una clasificación entera.

Tira de la camiseta hacia abajo por puro nervio, pero la tela solo le roza más la piel. La camiseta de Boca Juniors de Franco le queda muy grande de los hombros, sí, pero no lo suficiente como para esconder la intención. Es claramente su única prenda.

Respira hondo.

Abre la puerta del baño y camina despacio hacia la sala. Franco se gira al sonido de sus pasos. Y se queda inmóvil.

Oscar siente cómo lo devora con la mirada. Es como si el aire de la habitación se comprimiera entre ellos. Franco no dice nada. Sus ojos van del cuello, al dobladillo de la camiseta, a sus piernas. Su boca se entreabre.

—¿Te molesta? —pregunta Oscar, bajando la mirada. Sus mejillas están coloradas, pero no se mueve.

Franco da un paso. Luego otro. Se acerca como si Oscar fuera dinamita pura, algo que podría estallar con solo respirar demasiado cerca.

—Molestar no es la palabra —responde, la voz ronca, casi rota—. Esa camiseta es peligrosa.

—¿Para ti?

—Para los dos.

Oscar traga saliva. No da un solo paso atrás.

Franco levanta una mano y le acaricia apenas la cadera, con los dedos templados y reverentes. Su mirada sube despacio hasta encontrarse con la de él, encendida, contenida.

—¿Estás tratando de matarme, conejito?

Oscar sonríe, tímido pero desafiante. Le tiembla un poco la voz, pero no el deseo.

— No quiero… no quiero que nuestra primera vez sea por el celo. Quiero que sea… porque los dos lo deseamos. Porque estamos listos. No por un instinto. Además quiero sentirte mañana cuando ya no podamos estar juntos…

Franco exhala lento. Su mano aún está sobre la cintura de Oscar, y la aprieta con más firmeza.

—Dios, Oscar… yo te juro que estoy tratando de contenerme pero tú me vienes así. ¿Sabes lo que haces, no?

Oscar asiente, muy leve.

—Sí. Pero también sé lo que quiero.

Franco baja la frente hasta la suya, y respira sobre sus labios, temblando.

—Yo también sé lo que quiero. Y créeme… vas a sentirlo mañana.

Oscar cierra los ojos mientras Franco lo atrae a un beso apasionado, se deja llevar, por la pasión profunda, llena de promesas. El argentino lo sostiene como si fuera de cristal, y él se deja hacer como si ese abrazo lo pudiera proteger de todo.

Y aunque el deseo late bajo su piel como un tambor, sabe que tomó la decisión correcta.

 —Espero que estes muy seguro conejito, porque si empiezo, no voy a poder parar.— Suelta el argentino jadeando un poco.

Oscar pone sus manos en el cuello de la camiseta de Franco y lo acerca más.
—No quiero que pares.

Silencio.

El pulso de Oscar va tan rápido que lo siente en las sienes.

Y entonces, le da otro beso.
Lento, firme. Con urgencia.

Lo besa despacio. Primero sus labios, suaves y cálidos. Después su rostro, sus mejillas, su mandíbula. Oscar se estremece bajo sus manos, se entrega sin reservas, como si lo hubiera estado esperando desde siempre.

Franco lo alza en brazos con una facilidad que sorprende a Oscar, que suelta una risa entrecortada contra su pecho. Lo lleva hasta la cama sin romper el contacto visual, como si en cualquier momento pudiera desaparecer.

No se mueve. Solo lo observa como si el mundo hubiera dejado de girar. Como si el oxígeno en la habitación ahora dependiera de cada milímetro que los separa.

Oscar nota cómo los ojos de Franco tiemblan. Sabe que lo desea. Lo ve en la forma en que respira, en cómo sus pupilas están dilatadas, en cómo su garganta traga saliva con dificultad. En el aroma que puede distinguir claramente cómo excitado.

Pero Franco no cruza el límite. No lo empuja. No lo besa de inmediato. Se queda ahí, quieto, su mano posándose sobre su cintura.

—Oscar… —murmura, y su voz no es más que un suspiro cargado de deseo—. Me vas a volver loco.

—Ese es el plan.

Franco sonríe. Un suspiro se le escapa de los labios. Luego baja la cabeza y se apoya en el cuello de Oscar, aspirando su aroma como si fuera su única fuente de calma.

Franco no se lanza sobre él como en las películas. Se toma su tiempo. Le acaricia el rostro, como si quisiera memorizarlo a ciegas. Le recorre la mejilla con los labios, con la nariz. Lo besa detrás de la oreja. En la clavícula. En la curva suave de su hombro. Y cada roce es una declaración muda.

Oscar tiembla.

—Oscar… — dice mientras lame un poco la marca sobre su clavícula y lo hace temblar— hueles tan delicioso conejito… 

Los dedos de Franco le rozan la espalda, lentos, como dibujando constelaciones invisibles. Oscar arquea la espalda. Suspira. Le rodea la cintura con las piernas sin darse cuenta, buscando más contacto. Más calor.

Franco le besa el pecho, el abdomen, el ombligo. Y luego sube de nuevo, como si tuviera miedo de alejarse por mucho tiempo. Le murmura cosas en español, dulces, temblorosas, que Oscar no entiende del todo pero le estremecen.

—Te deseo tanto —le dice—. Pero más que eso… te amo, quiero cuidarte.

Y Oscar se quiebra un poco por dentro. Se acomoda de espaldas, piernas abiertas, respiración ya acelerada.

—Franco… —susurra, con los ojos encendidos.

—Shh… —responde él, arrodillándose al borde—. Déjame adorarte.

Y empieza.

Le sube la camiseta con lentitud, revelando la piel del vientre. Lo besa de nuevo ahí, justo encima del ombligo. Luego desciende un poco más y muerde suavemente la línea de la cadera, haciendo que Oscar se tense, soltando un gemido bajo.

—Tan hermoso… —dice Franco contra la piel.— un conejito tan travieso y tentador…

Sus labios viajan despacio, descendiendo. Pasa la lengua por el interior del muslo izquierdo, lamiendo con dedicación, dejando besos húmedos, marcando con los dientes cuando Oscar se estremece. Luego cambia de pierna, haciendo lo mismo en el derecho, como si no pudiera decidir cuál prefiere.

Lleva la lengua por la cara interna del muslo, lento como si trazara un sendero invisible. Su boca se acerca peligrosamente al centro del deseo, pero no lo toca aún. Lo esquiva. Prefiere saborear alrededor. Lame con lentitud justo en la unión de la pierna y la ingle, donde el calor pulsa.

Oscar se mueve bajo él, mordiéndose el labio.

—Franco… por favor…

El alfa lo mira desde abajo, ojos oscuros, devotos.

—Todavía no. Quiero que te acuerdes de esto cuando esté lejos de tí…

Y entonces, finalmente, su lengua encuentra el centro del deseo de Oscar.

Lame lento, profundo, con movimientos circulares y pausados. Usa la lengua con maestría, cada caricia calculada, cada presión perfectamente dosada. Oscar ahoga un gemido más fuerte, sus manos se clavan en las sábanas.

—Ah…oh.. sí… así… —jadea, temblando—. oh…dios.. Franco….

Franco sonríe sin detenerse. Sujeta las caderas de Oscar con firmeza, manteniéndolo en su sitio mientras explora con la boca, alternando entre lamer y succionar justo donde más lo hace temblar. Luego deja un beso en la entrada, solo uno, y Oscar se quiebra.

—No sabes como me pone oírte gemir mi nombre así— murmura el argentino mientras da una larga lamida del perineo al miembro del australiano, haciéndolo gritar de nuevo.

Franco introduce lentamente dos dedos —Estas tan listo para mi conejito…— Oscar solo atina a asentir con la cabeza, ya no puede pensar en nada más, lo necesita.

El argentino empuja los dedos contra un punto internamente que hace que Oscar grite de nuevo.

—Ah…joder.. —gime—... Franco….estoy… estoy perdiendo la paciencia… —Advierte tratando de sonar amenazante pero no lo logra del todo.

Franco saca sus dedos con suavidad dejándolo con una ligera sensación de vacío, va a protestar pero lo ve quitarse la camiseta y el pantalón con todo y boxers, Oscar se muerde el labio ligeramente al verlo.

—Al parecer te gusta lo que ves conejito travieso.. — murmura subiéndose sobre él.

—Apresúrate... — de nuevo su voz sale más a ruego de lo que hubiera querido.

—No quiero lastimarte... — explica Franco apenas rozando su entrada.—Decime si te duele —susurra

—No lo harás... — Oscar está impaciente— mas te vale cumplir con que lo voy a sentir mañana…

—Sigue diciendo eso y te voy a dejar hecho un desastre, Oscar— gruñe Franco contra su boca mientras lo toma de las caderas y empieza a entrar, empujando centímetro a centímetro con firmeza, con respiraciones entrecortadas. Oscar gime, con los ojos cerrados, el cuerpo arqueado, sintiéndolo llenar cada espacio.

Y cuando están completamente unidos, Franco se detiene unos segundos, temblando.

—Sos perfecto —jadea—. Tan apretado… tan caliente…

Ya no hay máscaras. Ya no hay dudas.

Oscar lo deja entrar en su vida, en su alma, en su corazón y en su cuerpo. Y Franco lo hace suyo no con urgencia, sino con devoción.

La noche los envuelve en su manto suave. Afuera, las luces de Tokio titilan como estrellas al borde del horizonte. Adentro, dos cuerpos se funden como uno solo, en una danza lenta, cuidadosa, profundamente íntima.

Franco mordisquea un poco la marca haciendo a Oscar gritar mientras empieza a arremeter contra él, rozando el punto que encontró cuando lo estaba dilatando.

Al principio despacio, sintiendo cada roce, cada pulsación. Pero Oscar le pide más, con la voz entrecortada:

—Más fuerte… por favor… 

Franco gruñe. Y le obedece.

Las embestidas se vuelven intensas, profundas, firmes. El sonido de los cuerpos chocando llena la habitación. Oscar gime sin pudor, la cabeza girada contra la almohada, el cuerpo vibrando con cada movimiento.

—Sí… así… más… ¡más!

Franco lo toma de las caderas y embiste con más fuerza. El placer se acumula en la base de su columna, en el estómago, en las piernas. Y cuando siente que no va a poder contenerse más, se inclina y le muerde el cuello de nuevo, justo sobre la marca.

El nudo comienza a formarse.

Oscar lo siente hincharse dentro de él, lo siente crecer, empujar, expandirse. Grita, se aferra a él, y le araña los hombros buscando anclarse para no perder la cabeza.

—¡Si! —grita con voz rota—. ¡joder me voy a venir!...

Franco embiste unas cuantas veces más y una última, profunda, brutal. Y el nudo se abre paso y se ancla, sellándolos juntos, pulsando, llenándolo por completo. Ambos jadean. El mundo desaparece por un momento. Solo quedan ellos. Oscar gime siendo arrastrado por la potencia del orgasmo.

Minutos pasan. Están pegados, atrapados, enlazados.

Franco le acaricia el rostro con ternura. Oscar tiene los ojos cerrados, pero sonríe.

—¿Estás bien conejito? —pregunta el argentino en voz baja.

Oscar jadea y asiente como puede. 

Con mucho cuidado Franco les da la vuelta para que así Oscar repose sobre su pecho, con el corazón aún latiendo como un tambor de guerra. Lo escucha respirar, tranquilo, feliz. Y sonríe contra su piel. El nudo se deshincha y los libera unos minutos después.

Oscar lo mira con esos ojos que prometen travesuras.

No hay prisa. No hay apuro.

Pero tampoco hay pausas reales.

Porque tan pronto Franco le acaricia el muslo con la yema de los dedos, y el silencio se rompe en un suspiro. Oscar se mueve como si ese toque fuera una chispa. Se revuelve, se vuelve a montar sobre él, más seguro, más confiado. Lo besa lento al principio, pero luego lo muerde, lo muerde con suavidad y le arranca una maldición en español que le provoca risa. Risa y algo más.

Franco lo voltea, se acomoda entre sus piernas, y vuelve a empezar.

Cada vez es distinta. Cada vez más profunda. Más desesperada.

A veces se detienen solo para respirar, para besarse entre jadeos, para decirse cosas entrecortadas. O para reírse cuando Franco intenta quitarle la camiseta de Bocajuniors y Oscar no lo deja. Esa camiseta se vuelve una maldita provocación. Franco jura que va a terminar quemándola. Pero también jura que nunca ha visto nada más hermoso que Oscar Piastri con los labios hinchados, el cabello alborotado, y esa camiseta acariciándole los muslos desnudos.

A las tres de la mañana ya no saben cuántas veces se han buscado. Solo que siguen haciéndolo.

Oscar lo cabalga con la espalda arqueada, los ojos entrecerrados, los labios entreabiertos dejando escapar sonidos que nunca creyó que haría. Y Franco lo sostiene por las caderas como si fuera de cristal, pero como si también temiera que desaparezca si lo suelta.

Se quedan dormidos apenas unos minutos. Pero el roce de una pierna, el peso de una mano, el aliento contra la nuca, reencienden el fuego.

Y otra vez.

Franco le susurra cosas sucias en español. Oscar intenta imaginar que significan. Le gusta el sonido, suena sexy. 

La habitación se llena de calor, de vapor en las ventanas, de gemidos ahogados contra almohadas, de cuerpos que se conocen, se reconocen, se conquistan.

Al amanecer, Oscar no sabe si ha dormido siquiera una hora entera. Tiene marcas en el cuello, mordidas muy visibles en el pecho, los labios hinchados y el cuerpo entero temblando. Pero nunca se ha sentido más vivo.

Franco lo abraza por la espalda, acurrucado, y le besa el hombro con ternura. Como si toda esa noche no hubiera sido una serie de explosiones, sino una carta de amor escrita con caricias.

Y Oscar piensa que si esto es amar, si esto es entregarse… entonces por fin entiende por qué tanta gente ha arriesgado todo por sentirlo.

Sonríe contra la almohada, los ojos cerrándose por fin.

Y antes de quedarse dormido, piensa que no necesita soñar. Porque lo que acaba de vivir ha sido más real y más hermoso que cualquier sueño.

La luz que entra por la ventana es suave, temblorosa. Suzuka aún duerme, pero Oscar no.
Está acurrucado entre los brazos de Franco, y en ese instante, no existe lugar más seguro en el mundo.

Se estira un poco, se acomoda mejor entre las sábanas arrugadas, y empieza a dejarle besitos.
Primero en el pecho. Luego en la clavícula. Finalmente, justo bajo la mandíbula.
Franco no se mueve. Se hace el dormido.

Oscar sonríe contra su piel.
—Sé que estás despierto.
Nada. Solo la respiración profunda, teatralmente constante.

Oscar sube un poco más y le deja un beso en la punta de la nariz.
—Franco... —susurra con ternura.

El argentino entreabre un ojo, apenas.
—Mmm… conejito bonito…ahora entiendo lo que decía Daniel de que nos succionan la energía…

Oscar ríe suave, enterrando el rostro en su cuello. Pero luego suspira.
Y la risa da paso a algo más profundo.

—Anoche… pensé en muchas cosas.
Franco le acaricia la espalda, lento, sin decir nada.
Oscar levanta la cabeza, lo mira.
—Recuperamos los recuerdos del laboratorio. Del experimento. Vi cómo intentaste alejarte, de cómo te agazapaste contra la pared para no tocarme, incluso cuando te habían puesto dos dosis más que a mi.

Franco cierra los ojos, su expresión se tensa.

—Y aún así… no me hiciste daño —dice Oscar, su voz baja pero firme—. Me acuerdo de todo. De cómo te temblaban las manos, de cómo me suplicaste que me alejara… pero yo no pude. Fui yo quien te buscó. Fui yo quien se montó sobre ti. Y aun así... tú aguantaste. Hasta que ya no pudiste más y me marcaste.

Franco lo mira, en silencio. Su expresión es seria, densa. Vulnerable.

Oscar lo abraza más fuerte, con toda su alma.
—Te amo —dice, directo, sin adornos—. Pero ahora… ahora siento que te amo más. Porque te vi pelear contra ti mismo solo para no hacerme daño. Porque sé lo fuerte que tuviste que ser para detenerte cuando todo en ti gritaba lo contrario.
Hace una pausa, lo mira a los ojos.
—Eres increíble, Franco. Lo eres. Y yo… te amo tanto.

Franco traga saliva, las pestañas temblandole.
—Yo también te amo, conejito.

Se quedan así un rato más, abrazados entre sábanas calientes, el aire cargado de ternura.

Hasta que Oscar rompe el silencio.
—Aún tenemos tiempo. Podemos darnos una ducha juntos.

Franco suelta una carcajada ronca.
—¿Otra vez, conejito insaciable?

Oscar se encoge de hombros, con una sonrisa entre culpable y traviesa.

Franco no dice más. Solo lo levanta como si no pesara nada y lo lleva a la ducha.
Donde terminan teniendo dos rondas más.
Lentas, suaves, llenas de besos y risas.
El agua cae como lluvia cálida, pero no es lo que los mantiene calientes.

Cuando por fin logran vestirse y hacer sus maletas, bajan al lobby del hotel.
El auto que Nico Rosberg les pidió ya los espera.
Suben, y apenas se acomodan, sus manos se buscan de nuevo.

Hay un vidrio de división entre ellos y el chofer. Es confidencial. Seguro.
Así que se besan todo el camino.
Se dicen te amo una y otra vez.
Como si el tiempo pudiera detenerse si lo dicen suficiente. 

Llegan al aeropuerto, pasan migración, y luego se sientan en la sala.
Franco debe abordar primero, su vuelo a Bahréin lo llama con voz metálica.

Oscar se levanta con él, no lo suelta.
—Llámame apenas aterrices.
—Prometido —dice Franco.

Y entonces, por primera vez, el argentino le roba un beso. Uno corto. Tierno.
Oscar sonríe, sorprendido.
—Ese me lo robaste.

Franco le guiña un ojo y sonríe.
—Era hora, me debias muchos.

Oscar lo observa caminar hacia la puerta de embarque.
Cuando desaparece, suspira.
Abraza su conejito con fuerza contra el pecho.

Siempre ha sabido lo que quiere.
Pero nunca ha querido ni amado tanto como ama a Franco Colapinto.

Notes:

No pueden negarme que este fue el fluff mas fluff de todos los fluffs, u bueno fluff and smut bien balanceado.
Estoy amando esta shipp.
¿Como vamoooossss?...

Chapter 27: Capítulo 26: Franco Colapinto, no va a permitir que esto pase de nuevo.

Notes:

Advertencia de episodios de pánico y ansiedad.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Franco está enamorado. No como esas veces en las que alguien te gusta por unas semanas o se deja arrastrar por un deseo pasajero que se disuelve. No. Esto es distinto. Esto es profundo, irremediable, tan hondo que le cuesta ponerlo en palabras. Oscar Piastri es lo que nunca esperó. Una luz inesperada, una felicidad nueva que le atraviesa el alma y le llena el corazón hasta el borde.

Desde que llegaron a Suzuka, todo cambió. Y aunque el paddock era el mismo de siempre, y las gradas vibraban con la misma energía de cada carrera, algo en su mundo se volvió mágico. Oscar fue la causa, el epicentro, el estallido. Le mostró una faceta que nunca imaginó de él: traviesa, tierna; coqueta, deliciosamente tentadora; sensual, hasta el punto de hacerle perder la cabeza. Franco aún se queda sin adjetivos para nombrar lo que le hace sentir. Lo ama más a cada instante, como si el amor se renovará en su pecho cada vez que recuerda su voz, su risa, su forma de mirarlo como si fuera todo lo que existe.

Y esa noche, después de su cita, fue más que mágica: fue perfecta. Una noche que, hasta entonces, sólo existía en sus fantasías más privadas, más secretas. Oscar fue todo lo que Franco alguna vez se atrevió a desear, y más. Fue insaciable, implacable, hambriento de él. Le pedía más, una y otra vez, y Franco, débil ante sus súplicas, le daba todo. Verlo con la camiseta de Boca, solo con esa prenda, caminando hacia él con las mejillas coloradas y esa mirada decidida, lo descolocó por completo. Le desbloqueó fantasías que no sabía que habitaban en su cabeza. Lo prendió en fuego. Le quemó la cordura.

Y luego vino la distancia.

Fueron la primera pareja en separarse por tanto tiempo y tanta distancia. Apenas terminó la cita en Japón, Franco voló a Bahréin. Oscar, en cambio, a Woking a trabajar en el simulador de Mclaren. La separación fue como un cuchillo lento. Ambos están ansiosos, inquietos, con la energía rasgándoles la piel desde dentro. Lo extraña tanto que duele. Lo siente como un dolor físico, una punzada que no se va ni con el cansancio post-carrera.

Hablan todas las noches, claro. Videollamadas hasta que el sueño vence. Mensajes de voz que se reproducen una y otra vez cuando no puede dormir. Emoji tras emoji, stickers de conejitos, selfies que nunca serán públicas pero que viven en el corazón del otro como talismanes. Y aún así, no es suficiente. Porque no es lo mismo sin su aroma. No es lo mismo sin la posibilidad de estirar la mano y tocarlo. Sin poder estrecharlo contra su pecho y refugiarse en ese huequito entre clavícula y cuello donde le gusta tanto dejar besos.

Franco lo necesita. No de forma desesperada, no como quien necesita aire porque se ahoga, sino como quien ya entendió que encontró su hogar y simplemente quiere volver a él.

Por esto, en la noche de Bahréin, empaca sus cosas con prisa. La carrera terminó. Hizo su trabajo. Pero no le importa el resultado, ni el ni Ollie ni KimiA quedaron en podio así que pueden huir entre la multitud habiendo terminado las labores en el corral de los medios. Solo piensa en Oscar, en volver a él. En todo lo que vivieron. En la risa compartida al pie del Tokyo Skytree. En el helado de té verde que le manchó los labios. En los besos robados en el shinkansen. En la confesión, a media voz, justo antes de entrar a la suite, cuando Oscar lo miró como si su alma se estuviera abriendo, y Franco le dijo lo que nunca le había dicho a nadie: “Te amo, conejito.”

Y Oscar… Oscar lo jaló hacia un beso que le desarmó el cuerpo.

Desde entonces, Franco no ha vuelto a dormir igual.

Oscar le hizo entender lo que es amar. No sólo con el cuerpo, sino con el corazón, con la voluntad, con cada parte de uno que queda vulnerable al querer. Nunca había amado así. Nunca había sentido tanta paz y tanto deseo al mismo tiempo.

Lo extraña. Lo desea. Lo ama.

Y ahora vuelve corriendo a él, sabe que Oscar ya está en mónaco en el penthouse de Charles, ha tenido algo de fiebre pero según ha dicho el celo no parece haber empezado todavía.

Corre. El asfalto del paddock arde bajo sus zapatillas mientras arrastra la maleta con una mano y con la otra ajusta la mochila sobre el hombro. Franco no mira atrás, pero escucha los pasos de KimiA y Ollie siguiéndolo de cerca, igual de apurados, igual de tensos. Los tres salieron directo del circuito con el equipaje encima, después de hacer check-out esa misma mañana. Tenían que llegar al aeropuerto para volar a Niza y es una carrera contra el reloj del ciclo de celo y rutina impredecible.

El coche los espera justo fuera del paddock, discreto pero con el sello inconfundible de alguien que tiene poder y sabe usarlo sin ostentar. Lo envió Sebastian, quien junto a Nico Rosberg sigue monitoreando todo en el grupo de chat. Ambos siguen sin mostrar síntomas del ciclo, lo que es casi un consuelo. Si alguno de ellos colapsara, el caos se desataría en cadena.

Franco observa de reojo el chat en su móvil. Hay memes de Mick y Daniel. Kevin reaccionó a un par con un emoji de calavera. El resto… silencio radial. Y eso le dice más que cualquier palabra.

Se suben al auto. Ollie y Kimi se instalan atrás, tomados de la mano, con la naturalidad de quien ya no oculta lo que siente. Franco va adelante, mirando la pantalla del teléfono, pero sin leer realmente. Su mente está en otra parte. O mejor dicho, en otra persona. En su conejito.

En Oscar.

NicoR le pidió que dejara a los chicos primero. Si alguno de los dos entraba en ciclo iba a arrastrar al otro con el y no se pueden arriesgar a un escándalo en público, a una foto filtrada, a un error que pueda costarles sus carreras. "Niñero por hoy", le dijo, medio en broma. Pero Franco no tiene humor para bromas. No hoy. No cuando algo le hormiguea bajo la piel con fuerza. Algo que se parece demasiado a lo que le advirtieron que vendría en la rutina vínculo.

No es solo deseo. No es solo amor.

Es necesidad.

El auto entra a la zona privada del aeropuerto, donde el jet de Max Verstappen los espera con la tripulación lista y motores encendidos. 

Suben corriendo. El aire acondicionado interior es un alivio breve para el calor que late en su pecho. Franco toma asiento junto a la ventanilla. KimiA y Ollie van detrás, susurrándose cosas que no alcanza a escuchar. Y aunque no quiera verlo, lo siente: esa forma en la que Ollie se recuesta en KimiA, el modo en que sus dedos se enredan como si fuera lo más natural del mundo.

Y lo es. Porque están juntos. Porque se tienen.

Y Franco siente el vacío que deja la ausencia de Oscar como un hueco físico, punzante, justo bajo las costillas.

El avión despega. Corta el cielo con rapidez. Una ruta directa a Niza, sin escalas, sin pausa.

Franco apoya la cabeza y cierra los ojos, exhalando con fuerza.

Ruega.

Ruega porque el ciclo no se active aún. Porque ni Ollie, ni KimiA, ni él ,y mucho menos Oscar, empiecen a mostrar los síntomas. Ruega por una tregua, por unas horas más, por llegar a tiempo.

Lo extraña con una intensidad que le duele en la carne.

Ha hablado con él cada noche desde Suzuka. Han compartido recuerdos, suspiros, silencios. Y aún así… no es suficiente.

El deseo le ruge por dentro, salvaje y contenido, como una bestia que despierta.

El jet privado avanza hacia el cielo europeo.

Y Franco… Franco se está quemando vivo por volver a casa.

Porque su casa, ahora lo sabe, tiene nombre y acento australiano.

Y se llama Oscar.

Franco intenta dormir.

No porque tenga sueño, sino porque sabe que debe conservar energía. Tiene que estar alerta, por si Ollie o KimiA muestran algún síntoma. O por si él lo hace. La ansiedad le carcome las entrañas desde que subieron al jet de Max, pero las primeras seis horas de vuelo han sido tranquilas. Lo suficiente como para engañarse un poco.

El asiento no es incómodo, todo lo contrario, pero el calor de su piel parece no ceder, sube y baja en oleadas erráticas. Se gira, se reacomoda. Respira hondo. Suelta. Intenta no mirar el teléfono otra vez.

Fracasa.

Lo desbloquea por quinta vez en los últimos minutos. Gracias a los cielos, y a Max Verstappen, porque bendito wifi satelital del avión, puede revisar sus chats en tiempo real. Pero no hay mensajes nuevos. El último de Oscar tiene seis horas. Seis malditas horas de silencio. Y eso no es normal.

Abre el chat con Seb:

Seb:
NicoR va a revisar. Te aviso cuando sepa más.

Seb:
Mantente tranquilo, por favor.

Tranquilo. Claro . Fácil decirlo cuando el corazón se le quiere salir del pecho. Cuando el cuerpo le empieza a picar por dentro como si tuviera electricidad atrapada bajo la piel. Aprieta los puños. Uno. Dos. Suelta. Repite. No sirve de nada. El calor le escala por la columna, como una fiebre que no llega a romper del todo pero tampoco se va. La ropa le pesa. El cuello de la camiseta le ahoga.

Mira hacia atrás. KimiA y Ollie están dormidos, acurrucados uno contra el otro como dos críos. Tranquilos. Perfectos. Franco casi se convence de que no hay de qué preocuparse.

Pero su cuerpo no le cree.

Le duele algo en el pecho. No físico, no exactamente. Es como un vacío. Como si le faltara el aire. Como si su corazón estuviera buscando algo desesperadamente, algo que ya no está. Oscar . El pensamiento le cruza como un rayo y le duele. Lo necesita. Lo necesita ya . Su aroma. Su voz. Sus manos sobre su piel. Necesita tenerlo cerca. Necesita protegerlo. Necesita saber que está bien.

Un temblor le recorre los dedos.

No. No ahora.

Trata de ponerse de pie, pero le flaquean las piernas. La sangre le retumba en los oídos. Su respiración se acelera y el pulso se dispara sin control. Las manos le tiemblan. El calor ya no baja. Ya no cede. Se instala con fuerza bajo su piel, en su garganta, en el centro mismo de su pecho.

La pre rutina lo golpea sin previo aviso.

Y no está listo.

—Franco —la voz de KimiA lo saca del torbellino. Está despierto, alerta, moviéndose rápido. Ollie también se ha incorporado, el sueño sacudido por la energía densa que ahora emana de Franco como una oleada invisible.

—Estoy bien —miente. Su voz suena ronca, quebrada. El sudor le resbala por la nuca.

—No lo estás. —Ollie ya tiene una botella de agua en la mano y una manta ligera que le coloca sobre los hombros—. Estás entrando.

Franco niega con la cabeza. No puede entrar. No sin Oscar . No así.

KimiA se agacha frente a él, poniéndose a su altura.

—Mírame. Vamos a ayudarte. ¿Me escuchas?

Pero Franco ya no puede sostenerle la mirada. El dolor lo empieza a doblar hacia adelante, como si tuviera el pecho atado con cuerdas invisibles que se tensan hasta romperlo. Gime, apenas audible. Se aferra a los reposabrazos del asiento como si el cuero pudiera anclarlo a la realidad.

La ausencia de Oscar le duele como una herida abierta. Su cuerpo lo llama. Su alma lo exige. Es un tirón primitivo, instintivo, imposible de ignorar.

—No puede pasar ahora —jadea—. No... no sin él.

Ollie le acaricia el brazo con suavidad, pero sus dedos tiemblan. Está preocupado, y no lo disimula.

—No estás solo, Franco —dice KimiA con firmeza—. Vamos a contenerte. Aguanta un poco más.

Pero el fuego ya arde. Y Franco no sabe si podrá.

Porque su corazón late desbocado al ritmo del nombre que se repite una y otra vez dentro de él.

Oscar. Oscar. Oscar.

Y Oscar no contesta.

Y eso lo está volviendo loco.

—¡Necesito una cubeta con hielo y una toalla! ¡Rápido! —grita KimiA al acercarse a la sobrecargo, que apenas asiente y corre sin hacer preguntas.

Franco apenas oye la orden. Su cabeza zumba como si llevara horas bajo el agua. Le arden los ojos, le pesa el cuerpo, pero al mismo tiempo todo vibra, todo tiembla. Su piel es un campo minado de sensaciones, y ninguna le ofrece consuelo. Sólo quiere huir. Correr. Saltar del avión si es necesario. Ir a buscar a Oscar ya .

Ollie está a su lado, abriendo la botella de agua como si fuera un ritual sagrado.

—Toma —le dice, y sin dejar espacio a la negativa, le levanta la barbilla y le acerca el borde a los labios—. Franco, por favor. Unos tragos, nada más.

El líquido le recorre la garganta como una caricia helada. No calma el fuego, pero lo desacelera apenas. Bebe dos sorbos, tres, hasta que Ollie retira la botella con delicadeza.

Cuando KimiA vuelve, carga la cubeta con una mano y una toalla enrollada con la otra. No dice nada, sólo actúa. Sumerge la tela en el hielo con precisión, la escurre con fuerza y, sin esperar, se la coloca a Franco sobre la cabeza. El contraste es brutal. El sudor, el calor, el temblor constante... y ahora el hielo derritiéndose contra su cuero cabelludo, corriendo por su nuca como un río de alivio breve y brutal.

—Tiene fiebre —dice KimiA, directo, para que la sobrecargo no sospeche nada más. Para cualquiera con ojos humanos y no feromonales, eso es todo lo que Franco parece tener: fiebre.

Pero él sabe que no. No es eso.

No es sólo eso.

Es Oscar.

Es su Oscar.

Porque entre más se acercan a Mónaco, más fuerte se siente la conexión, más salvaje late el lazo. Y Oscar... Oscar está perdiendo el control. Franco lo siente como un eco dentro del pecho, como si su corazón se estuviera alineando con el de su pareja a distancia, pero sin el consuelo físico de poder alcanzarlo.

Las emociones le golpean de forma desordenada: ansiedad, deseo, miedo, desesperación, un grito mudo que no viene de él pero se aloja en sus entrañas como si fuera propio. Es Oscar. Son los dos. Como una radio sintonizada en medio de una tormenta: pura interferencia emocional, salvaje y sin filtro.

Está sufriendo.

Está solo.

Y lo necesita.

Franco gime, apretando los puños contra sus rodillas. El hielo gotea por su cuello, la tela se vuelve más pesada, pero nada alivia lo que siente por dentro. Un tirón físico, químico, animal, como si su alma intentara escaparse de su cuerpo para ir a encontrar a la de Oscar.

—Ya casi —susurra Ollie, acariciándole la espalda—. Ya casi, Franco.

Pero casi no es suficiente.

Oscar lo necesita ahora.

Y si algo le pasa en ese lapso... si algo lo rompe antes de que llegue...

Franco no sabe si podrá perdonarse vivir con eso.

El teléfono vibra sobre su muslo. Un temblor breve pero tan fuerte que, por un instante, todo el caos se detiene.

Franco lo agarra con manos temblorosas, como si al abrir esa notificación pudiera desencadenarse el fin del mundo o, peor, confirmarse el que ya empezó.

La pantalla se enciende. Es Seb.

seb:
Oscar entró en celo.
NicoR está con él, va a tratar de bajarle un poco los síntomas metiéndolo en la ducha.
necesitamos que te mantengas tranquilo.
ya están solo a una hora de Niza.

Tranquilo.
Tranquilo.
Como si fuera posible.

Franco siente que algo dentro de él colapsa en silencio. Una grieta invisible que se extiende por todo su pecho. Lo sabía. Lo sentía. Oscar estaba sufriendo. Su Oscar . Solo, con el cuerpo y la mente atrapados en un torbellino hormonal al que él no puede responder. No está ahí, no llegó a tiempo. La sola idea lo aplasta.

Al mismo tiempo, escucha dos vibraciones más, una de cada lado. Los teléfonos de KimiA y Ollie también reciben mensajes, seguramente la misma información, o alguna versión adaptada. Franco ni siquiera voltea. No le importa. No necesita sus reacciones, ni sus consejos, ni sus consuelos.

Todo lo que le importa está a una hora de distancia.
Una eternidad.

KimiA, serio y en silencio, le quita el paño ya empapado y lo cambia por uno nuevo, igual de frío, igual de brutal. Franco apenas reacciona. No puede. Todo su foco está allá, con él , con su conejito atrapado en una tormenta química y emocional sin su presencia. Le duele tanto el pecho que le cuesta respirar.

—Franco, agua —dice Ollie, y se la pone frente a la boca. No hay espacio para negarse. No ahora.

Bebe. Porque si no se hidrata, se va a desmayar. Y si se desmaya, no va a poder correr hasta Oscar en cuanto aterricen.

Ollie mantiene la botella allí unos segundos más, por si puede hacerle tragar un poco más. Franco obedece. Mecánicamente. Como un animal herido que sólo responde al instinto más básico: sobrevive, llega, encuentra a tu pareja .

Los dedos de KimiA se apoyan contra su cuello, controlando su pulso. Están atentos, ambos. Están intentando protegerlo. Saben lo que pasa. Saben que está al borde de su propia ruptura.

Pero lo que no saben, lo que nadie más puede entender, es que el verdadero peligro no es el calor, ni el temblor, ni siquiera el posible inicio de su pre rutina.

El verdadero peligro es el silencio de Oscar.
Ese abismo de seis horas sin mensajes.
Esa señal de auxilio tardía.
Ese celo desatado... sin él.

Y Franco no lo va a permitir.

Una hora. Solo una hora más.

Y jura por todo lo que ama que va a encontrarlo.

Es la hora más larga de su vida.
Franco no sabría decir si el avión está volando o si simplemente se ha detenido en el tiempo, como si el universo se estuviera burlando de su urgencia. Cuando anuncian el descenso, apenas logra ponerse de pie.

KimiA lo envuelve en una toalla seca antes de aterrizar, como quien protege un incendio con una manta. La idea es pasar por migración sin levantar sospechas, disimular la fiebre que brilla en su piel, los temblores que recorren sus manos, las gotas de sudor que nacen en su frente.

El paso por migración resulta, milagrosamente, más sencillo de lo esperado. Tal vez el destino esté del lado correcto esta vez, o tal vez hay alguien detrás de todo esto que se ha asegurado de despejarles el camino. No parece haber auto esperándolos… y por un segundo el pánico regresa. Pero no dura.

Porque quien aparece, en todo su estilo glamuroso y una energía tan imponente como el rugido de un motor encendido, es Lewis Hamilton en persona.

Detrás de él, como una criatura salida de un sueño prohibido, resplandece un Koenigsegg Gemera negro, agresivo, majestuoso, con las puertas abiertas como alas listas para devorar el aire.

Lewis no pierde tiempo. Corre hacia ellos.
—Vamos, vamos, vamos —dice mientras casi levanta a Franco en vilo y, con la otra mano, mete a KimiA y Ollie junto con el equipaje en el asiento trasero.

Los chicos, ahora visiblemente sonrojados, ya no disimulan sus propios síntomas: ojos brillantes, piel acalorada, respiración más corta. Sus cuerpos también han comenzado a responder. El calor es contagioso. O tal vez el destino simplemente decidió hacerlo todo más difícil.

—Prepárense y encomiéndense a la deidad de su preferencia —anuncia Lewis mientras cierra la puerta del piloto con rapidez—. Porque vamos a exceder el límite de velocidad. Rueguen para que no nos paren.

Y pisa el acelerador.

El rugido del motor borra todo pensamiento.
El auto vuela. El paisaje es un borrón violento.
Los cinturones apenas contienen el peso de la urgencia.
Franco no habla. No puede. Solo aprieta los puños. Respira con dificultad. Su temperatura sube, su piel quema. La necesidad de Oscar se ha vuelto una orden biológica que no admite negociación.

No los detienen.
Nadie.
Como si incluso la ley supiera que no es momento de interponerse.

Cuando se detienen, lo hacen frente al edificio de Charles.
Lewis ni siquiera espera. Saca el equipaje de Franco con una mano y, con la otra, lo toma casi arrastrándolo. El cuerpo de Franco ya no le responde. La fiebre lo ha vencido. El deseo lo ha empujado al límite. Empieza a mostrar los primeros signos de agresividad, gruñendo entre dientes, exhalando entre jadeos como si algo dentro de él estuviera a punto de explotar.

Suben en el ascensor.
Y entonces lo huele.

Mandarinas dulces.
Flor de acacia.
Una brisa húmeda, desesperada, que lo atraviesa como un rayo.
El aroma de Oscar. Su cuerpo. Su alma. Su llamado.

Las puertas se abren.

Y lo escucha.

Gritos.
Dolor.
Su nombre.

—¡Franco!

Su corazón se detiene.

El mundo se vuelve un solo impulso: llegar.

Y corre. Se tropieza. Se tambalea. Pero corre.
Como si del otro lado lo esperara no solo su pareja…
sino todo lo que le da sentido a su existencia.

La puerta del penthouse se abre como si fuera el umbral de un templo, o un campo de batalla.

Franco apenas da dos pasos cuando se cruza con Nico Rosberg. El mayor va de salida, con el cabello desordenado, las mangas de su camisa arremangadas, y una seriedad templada por la experiencia. Le lanza una mirada breve, un asentimiento que dice ya hice lo que pude , y continúa hacia la salida sin decir palabra.

Pero Franco no tiene ojos para nadie más.

El aroma de Oscar lo envuelve como un abrazo quemante. Dulce y ácido. Mandarinas. Acacia. Un dolor perfumado que se le mete en el pecho y le destroza las costillas. Su cuerpo responde antes que su razón. Su pulso es tambor. Su respiración se acorta. Sabe que ha llegado, pero que aún no está a salvo.

Camina, corre, trastabilla hasta la habitación de invitados y se detiene en seco en la entrada.

Oscar está allí.

Deshecho.

Tendido sobre un mar de mantas esponjosas, con la piel perlada de sudor, el pecho subiendo y bajando con esfuerzo, las pupilas dilatadas por el dolor y la necesidad. No lleva ropa. No tiene fuerza. Su cabello revuelto, su boca está hinchada y sus mejillas arden. Pero lo peor… lo más doloroso… es la soledad que se le ve en los ojos.

—Franco —gime. Otra vez. Su nombre, convertido en súplica, en latido roto.
Estira una mano temblorosa. Pide ayuda. Pide alivio. 

Franco se rompe.

Se arranca la camiseta con manos torpes. Sus dedos no cooperan. Tira del pantalón, tropieza con los zapatos. No le importa. No hay pudor ni vergüenza, solo una urgencia de piel con piel, de alma con alma. Cuando llega a la cama, se lanza, lo envuelve, lo atrapa, lo esconde entre sus brazos como si pudiera protegerlo del mundo entero.

—Perdóname, por favor… —susurra contra su cabello húmedo, una, dos veces, con la voz quebrada.

Oscar se calma apenas un poco.
Sus ojos aún están vidriosos, pero la presencia de su alfa lo estabiliza.
Mordisquea la marca en el cuello de Franco, un acto reflejo, instintivo, suplicante. No puede evitarlo. Es su ancla. Su hogar. Su todo.

Franco cierra los ojos con fuerza.
Siente cómo el dolor de Oscar se mezcla con el suyo.
Siente el remolino de emociones desbordadas que suben y bajan con cada respiración y la rutina que se apodera de él como una ola.
Y solo piensa en una cosa, con una decisión que se graba en su médula:

No va a permitir que esto pase de nuevo.
Oscar no va a volver a pasar un celo solo.
Jura y promete al cielo.

Lo aprieta contra su pecho, como si pudiera fundirse en él.

Y finalmente, se deja llevar.

Notes:

MVP Ollie y KimiA y no saben lo que disfrute escribir a Lewis paternando y cruzando el transito para llevar a Fran a Osc.
¿como vamos?

Chapter 28: Capítulo 27: Max Verstappen esta vez no se va a callar.

Notes:

Advertencia de Smut.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Max aún puede recordar el ciclo que compartieron con demasiada nitidez.

Ayer en la tarde, después de almorzar, la sala estaba bañada por una luz suave, cálida, que atravesaba los ventanales del penthouse. La ciudad zumbaba a lo lejos, pero adentro solo existía el silencio compartido, el golpeteo de teclas, y Charles.

Ambos estaban en la sala, sentados en el sofá, con los portátiles sobre las piernas, trabajando en silencio. Max contestaba correos, firmaba documentos digitales, hacía lo posible por avanzar en todo lo que la temporada de F1 no le perdonaba. Pero entonces algo cambió en el aire.

Fue sutil al principio: una nota dulce, casi imperceptible, como cuando se pisa sin querer una flor y su perfume se libera. El aroma de Charles, ese que Max ya reconocía, comenzó a hacerse presente en el apartamento con una suavidad envolvente. Frambuesa jugosa y flor de magnolia. Dulce. Tentador. Increíblemente exquisito.

Max tragó saliva. Podía casi saborearlo en la lengua, como si el aire se espesara con azúcar y néctar. Se le hacía agua la boca, literal. Cuando alzó la vista, lo vio: Charles estaba sonrosado, el rubor comenzaba a subirle por las mejillas y el cuello, y sin una palabra, se quitó la camiseta, dejándola caer a un lado. Su torso brillaba bajo la luz como una promesa.

Max también sintió el calor. Como un fuego invisible encendiendo los márgenes de su piel. Se quitó la camiseta también, como quien responde a una marea inevitable.

Y entonces, la rutina laboral comenzó a desmoronarse.

Charles temblaba levemente, su respiración se aceleraba y sus dedos ya no podían seguir el ritmo del teclado. Cerró la laptop en silencio y la dejó sobre la mesa de centro. Jadeaba apenas, con los labios entreabiertos, y con movimientos torpes se abrió el botón de sus jeans, bajando la cremallera como si el tejido ya le quemara.

Max sintió un estallido eléctrico recorrerle los nervios. Era una mezcla de hambre, urgencia y algo más salvaje: la necesidad de morder, de tocar, de marcar. De tenerlo.

Charles estiró la espalda con un gemido contenido y Max cerró su laptop con un chasquido. Ya no había vuelta atrás. Estaban hundidos hasta el cuello en el preludio del ciclo, de algo más grande, más instintivo, más feroz que el deseo común.

Y entonces Charles se lanzó sobre él, como una chispa encendiendo una hoguera.

Las piernas del monegasco se enroscaron a sus caderas, y Max lo sostuvo como si fuera su hogar. Caminó con él en brazos hacia la habitación que habían preparado días antes con decenas de almohadas, mantas suaves, todo lo que su instinto les pedía sin saber para qué. Ahora todo tenía sentido.

Lo que vino después no fue sólo deseo.

Fue un idilio.

Un canto largo, sin pausas, sin relojes.

Todo el día, se buscaron, se encontraron, se reclamaron. Cada vez que el nudo se deshacía y sus cuerpos temblaban de alivio, apenas pasaban minutos antes de que la ansiedad renaciera, rampante, mordiéndole el pecho. Se besaban con hambre, se mordían los hombros, se aferraban como si el otro fuera el único ancla posible en un mundo que giraba demasiado rápido.

El apartamento era un santuario de gemidos bajos, de suspiros y risas rotas, de caricias que sabían a confesión y a necesidad.

Solo paraban para beber agua, para comer algo sencillo, sin ropa, a medio reír y aún temblorosos. Y luego volvían a perderse, a dejar que la marea los arrastrara de nuevo. A veces en la cama, otras entre las mantas en el suelo, otras simplemente allí donde se encontraran el uno al otro.

La noche cayó y la ciudad se fue a dormir. Ellos no.

Y no fue sino hasta el mediodía siguiente, ya con el cuerpo rendido y la piel saturada de contacto, que por fin se dejaron caer entre las sábanas, enredados, exhaustos, pero en paz.

Durmieron hasta pasada media tarde.

Y cuando Max despertó con Charles respirando contra su cuello, con el aroma dulce aún flotando como una bruma suave en el aire, supo que nada volvería a ser como antes. No podía serlo. No debía.

Porque el día anterior,  había sido más que rutina o celo. Había sido destino.

Charles duerme a su lado. Envuelto en una calma que parece ajena al mundo que los destruyó y los volvió a armar a la fuerza. El calor de su cuerpo aún palpita en las sábanas y mantas, suave, constante, como si el colchón recordara sus formas. Respira profundo, y Max no puede dejar de mirarlo. Tiene los labios apenas entreabiertos, los párpados temblando con sueños que espera no sean dolorosos.

Max cierra los ojos, el corazón golpeándole como cuando tenía cuatro años y vio por primera vez a Charles Leclerc en una pista de karting. El niño más fiero que había conocido. El único que no se echaba atrás ni siquiera cuando él empujaba al límite. El de los ojos verdes más hermosos que había visto jamás. Como fragmentos de jade bajo el sol. Brillaban incluso cuando estaban llenos de furia o lágrimas. Especialmente entonces.

Jos los detestaba.

A Charles. A su risa. A sus victorias. A cada vez que Max lo mencionaba. Lo odiaba con la fuerza cruel de quien intuye exactamente lo que su hijo siente, y no lo soporta. A los siete años, un comentario sobre los reflejos de Charles le costó una bofetada. A los once, una felicitación murmurada después de una carrera, un grito. A los trece, cuando se dio cuenta de que miraba demasiado… Jos gritó que no tendría un maricón en casa.

Y Max lo intentó.

Convirtió su enamoramiento en rabia. Su anhelo en rivalidad. Desde los trece, cuando comprendió que lo que sentía no era simple admiración. Que sus celos eran distintos. Que odiaba ver a Charles reír con otros porque quería ser él quien lo hiciera reír así. Pero Jos estaba ahí, siempre. Viendo. Vigilando. Disciplinando.

Lo obligaba a manejar hasta que los nudillos se le congelaran, hasta que ya no sintiera las manos. Y decía que estaba criando a un campeón. Pero lo que estaba criando era una sombra. Un niño lleno de miedo, que no sabía cómo tocar lo que amaba sin romperlo.

Su madre se fue.
Jos se quedó.
Y cometió pecados que solo el dinero de Max pudo barrer debajo de la alfombra.

Durante años, incluso ya en la F1, incluso con la mayoría de edad, Jos seguía ahí. Gritando en los garajes. Tomando decisiones. Obligándolo a salir con mujeres. Controlando sus cuentas. Paseándose por el paddock como si todo lo que Max había logrado le perteneciera.

Y Max lo permitió. Porque el miedo, cuando te lo inculcan desde pequeño, crece contigo como un hueso más.

Hasta que un día, en un gesto que no parecía gran cosa, todo cambió. Fue en el paddock, después de una carrera, cuando vio a Anthony Hamilton abrazar a Lewis y felicitarlo por todo su esfuerzo, incluso si Lewis no ganó ni subió al podio en esa ocasión. Tan simple. Tan cotidiano. Pero en ese abrazo había algo que lo rompió: orgullo sin condiciones. Amor sin castigo. Un padre que no hería.

Max entendió que su infancia había sido una excepción, no una regla. Que había otra forma de ser hijo. Otra forma de ser hombre. Otra forma de ser campeón.

Pero ni siquiera eso fue suficiente.

No hasta que Jos cruzó la línea.

No hasta que trató de poner una mano encima de Charles.

Ese fue el límite. El punto sin retorno. Max podía cederle todo, incluso el crédito por sus campeonatos. Pero nunca iba a permitirle tocar a Charles con violencia. A Charles, jamás.

Desde que llegó a la F1 y cumplió la mayoría de edad, Max logró un mínimo de libertad: se mudó solo, se pagó su espacio.

Y no hizo otra cosa más que perseguir al monegasco.

Cada podio compartido era un ritual secreto.

Adoraba esos instantes donde Charles lo miraba como si no lo juzgara, donde su sonrisa iluminaba todo, incluso las partes de Max que él no quería mostrar.

Cuanto más Jos lo empujaba a alejarse, más se aferraba a Charles.

Como un adicto al único alivio que conocía.

Después vino el secuestro. El laboratorio. La marca. El experimento. Y la noche en que todo se quebró de nuevo… o se encendió, por fin. No peleo. No se resistió. Porque no quería. Porque Max lo deseaba desde que tenía uso de razón. Porque en el fondo, tenerlo, aunque fuera una sola vez, aunque fuera bajo una excusa tan brutal como un experimento de vinculación… se sentía como el cielo y aspiraba el aroma a Frambuesa jugosa y flor de magnolia de Charles como si fuera oxígeno que necesitaba para vivir.

Y ahora está ahí.

A centímetros.

Durmiendo con la paz de quien, por fin, se siente a salvo.

Pero Max no puede dormir.

Porque ahora se recrimina todo.

Cómo se dejó llevar por el miedo. Cómo, teniendo la habitación en penthouse de Lewis el relativa privacidad, desperdició días enteros silenciado por la sombra de su padre homofóbico. Cómo le prometió a Charles que hablarían después de la carrera, pero la vida laboral no se los permitió: compromisos, marcas, entrevistas, hasta que no hubo más tiempo y el ciclo de celo y rutina los arrastró sin freno.

No se arrepiente.

No puede.

El idilio fue increíble. Casi cruel en su belleza. Pero no basta. Porque hay cosas que aún no se han dicho. Secretos de veinte años que no pueden seguir en silencio.

Y Max va a hablar.

Va a decirle todo.

Que lo ama desde los cuatro años.
Que sufrió cada castigo por su causa y lo volvería a hacer.
Que fingió odio porque amarlo lo hacía débil frente a Jos.
Que cada victoria le supo a cenizas si no la compartía con él.
Y que ahora, por fin, está listo para decirle que lo ama.

Aunque tiemble.
Aunque le cueste.
Aunque tenga que volver a aprender cómo se ama sin miedo.

Max abre los ojos.
Y lo mira.
Y decide.
Esta vez, no se va a callar.

Charles se mueve apenas, girando sobre su costado hacia Max. El brazo cae pesado sobre su pecho, como si lo reclamara incluso en sueños. Tiene las mejillas sonrosadas, la piel tibia, y los labios entreabiertos. La luz de la mañana que entra por los ventanales hace que su rostro parezca esculpido en ámbar.

Max lo observa en un silencio reverencial. Como si mirarlo pudiera purificarlo. Como si todo en el mundo pudiera esperar menos esto.

—Mmm… —Charles ronronea, la voz aún dormida, los párpados temblando antes de abrirse.

Max traga saliva.
Es ahora. O nunca.

—Charles… —susurra. Su voz suena más rota de lo que esperaba. Como si algo dentro ya supiera que esta frase cambiará el eje de su historia para siempre.

Los ojos verdes parpadean, borrosos, pero llenos de dulzura cuando lo reconocen.

—Max… —dice con una sonrisa que le cruza todo el rostro—. Bonjour, mon cœur. ..

Y Max se estremece.

Charles lo llama “mi corazón” como si fuera algo natural, como si siempre hubieran sido esto. Como si no doliera y Max no lo hubiera lastimado como el idiota que es.

—Tengo que decirte algo —susurra Max. Ya no puede postergarlo, ni envolverlo en broma, ya no.

Charles se incorpora un poco, la sábana resbalando por su espalda hasta su cintura dejando ver todas las marcas que dejó Max sobre su cuerpo. Lo mira con una ternura frágil, sin escudos.

—¿Estás bien?

Max respira hondo. El corazón late como una alarma, pero sus ojos no se apartan.

—Desde que tengo memoria, he querido estar cerca de ti.

Charles parpadea.

—Cuando era un niño… tú eras lo único que me hacía sonreír en los circuitos. Me daba miedo decirlo. Mi padre… bueno, tú sabes. Lo odiaba. Odiaba cómo te miraba. Odiaba lo que tú despertabas en mí.

Charles lo escucha en silencio, el pecho subiendo y bajando de forma irregular.

—Intenté odiarte, Charles. Lo juro. Lo intenté muchas veces. Porque me enseñaron que amarte era malo. Que era una asquerosidad, una perversión.

Charles aprieta los labios. Sus ojos se nublan, pero no de juicio. De comprensión.

—Y cuanto más trataba de alejarme, más quería correr hacia ti. En cada podio, en cada curva, en cada foto en el paddock... siempre eras tú. Incluso cuando no me hablabas. Incluso cuando estabas con otros.

Max se sienta, gira hacia él, más cerca que nunca, pero sin tocarlo.

—Sé que la marca que compartimos es por el experimento. Pero yo… yo te amo desde antes de todo eso. Desde mucho antes.

Charles exhala, con los ojos brillando.

—Max…

—No quiero perder esto otra vez. No quiero que sea una casualidad de laboratorio. No quiero que sea una excusa. Quiero que sea real. Quiero que seas tú, Charles, sin esconderlo más.

El silencio cae como un manto suave, pero no es incómodo. Es un momento suspendido entre dos mundos: el de la negación, y el del amor confesado.

Charles baja la mirada. La sonrisa que se dibuja es temblorosa, pero sincera. Y cuando vuelve a alzarla, hay algo en su rostro que no había mostrado nunca: una ternura inmensa.

—Yo también quise odiarte, Max. Pero nunca pude.
—¿Entonces…? —murmura Max, sin aliento.

Charles se inclina. Le da un besito suave y rápido. Como si lo hubiera estado esperando desde siempre.
Se queda en silencio, con los labios húmedos por el beso recién compartido y los ojos llenos de emociones acumuladas. Max lo mira expectante, casi con miedo, como si su confesión hubiera sido demasiado. Pero Charles niega apenas con la cabeza, despacio, como si leyera todo lo que Max no dice.

—Max… yo también te amo, desde siempre.

Max contiene el aliento.

—No sabía lo que era al principio. Solo... sabía que tú estabas en todos mis pensamientos. Que incluso cuando me ganabas, incluso cuando eras cruel o me ignorabas, yo solo quería volver a estar a tu lado.

Charles baja la mirada, su voz baja, pero clara.

—Siempre supe que tenías miedo. Siempre sentí que… que luchabas contigo mismo cada vez que me acercaba. Y, aun así, no podía alejarme. Porque… yo también te necesitaba.

Max entrecierra los ojos, como si las palabras dolieran y curaran al mismo tiempo.

—Cuando tenía ocho, nueve años… no entendía por qué tu tristeza me partía el pecho. No entendía por qué tu silencio me pesaba más que cualquier derrota. Pero te buscaba. Siempre. En cada circuito del mundo. Yo siempre te busqué, Max.

Max intenta hablar, pero Charles lo detiene con una caricia suave sobre el rostro.

—Yo vi todo. Tus manos heridas. Tus ojos rojos. Tu cansancio. Vi cómo Jos te destrozaba. Y yo quería quedarme. Quería protegerte. Pero era un niño, y tú no me dejabas estar.

Max acaricia el rostro de Charles, completamente enternecido.

—Me decías que me odiabas con la boca, Max. Pero tus ojos… tus ojos me rogaban que me quedara. Y yo… lo hice. Como pude. Como supe. Con cada podio compartido, con cada sonrisa que te robaba, con cada roce casual que fingía no significar nada.

Max se estremece.

—¿Por qué nunca dijiste nada…?

Charles sonríe con melancolía.

—Porque tenía miedo de que me odiaras de verdad. De que si lo decía en voz alta… rompiera algo que no sabíamos cómo nombrar, además tu padre…

 —Charles…

—Ahora ya no hay vuelta atrás, Max. Estamos aquí. Nos encontramos al final del laberinto. Y yo no pienso irme.

El silencio que sigue es como un abrazo cálido. Uno sin gritos, sin podios, sin presión, sin cámaras. Solo ellos. Por fin. Verdaderos.
Como si toda la historia se cerrara solo para comenzar una nueva.
Una donde el amor no tiene que esconderse detrás de rivalidades ni cicatrices.
Una donde Charles y Max se eligen, sin condiciones.

Max no puede evitar rozar con la yema de los dedos los rizos desordenados que enmarcan ese rostro hermoso.

—Ven conmigo al jacuzzi —susurra, bajito, como un secreto.

Charles asiente con un murmullo y se estira, dejando que la sábana se deslice de su torso. Max se obliga a parpadear. A respirar.

Max sale de la cama y camina hacia el baño, programando el llenado del jacuzzi con espuma aromática y agua caliente. Cuando vuelve, Charles ya está de pie, frotándose los ojos con las manos como si fuera un niño. Max sonríe, y sin decir palabra, le alcanza un cepillo de dientes.

—No quiero besarte con aliento a infierno —dice, y Charles ríe por lo bajo.

—Lo mismo pensé...

Ambos se colocan frente al espejo, hombro con hombro. Las risas suaves llenan el baño mientras se cepillan los dientes como si lo hubieran hecho juntos toda la vida. De vez en cuando, sus caderas se rozan, y Max no puede evitar mirar de reojo cómo Charles inclina la cabeza, escupe la pasta, se enjuaga… y le lanza una sonrisa traviesa a través del reflejo.

Max sostiene su mirada. No necesitan palabras.

El vapor comienza a llenar la estancia cuando el jacuzzi rebosa de espuma. Entran juntos al agua caliente, los músculos relajándose de inmediato al contacto.

Charles se acomoda entre sus piernas, de espaldas, dejando que Max lo abrace por la cintura. Pero luego gira, lo mira directamente, y sin más, se sube a horcajadas sobre él. Sus labios se encuentran ardiendo.

La espuma del jacuzzi burbujea suavemente alrededor de sus cuerpos, iluminados por una tenue luz cálida que se filtra desde los ventanales del penthouse. El vapor dibuja halos etéreos en el aire, como si incluso el ambiente supiera que está presenciando algo sagrado.

El beso es lento al principio, profundo, como si cada rincón de sus bocas tuviera secretos por revelar. Charles desliza los dedos por el cuello de Max, mientras sus caderas se acomodan más firmes, provocando un jadeo ahogado.

—Charles… no hagas esto —Max lo sostiene con fuerza por la cintura— No me tientes así, si crees que tuve suficiente con el ciclo… no sabes lo que me haces. Te deseo cada maldito segundo, todo el tiempo. Me cuesta respirar desde que estuviste en mi cama, desde que recuperamos nuestros recuerdos. No puedo contenerlo. No quiero.

—No te estoy pidiendo que te contengas —responde Charles, con voz grave y ronca, y lo besa de nuevo. Gime suave cuando siente la dureza bajo él, y esa sola vibración hace que Max lo apriete con más fuerza, como si el mundo pudiera deshacerse y él necesitara sostenerlo entero.

Las manos de Charles se aferran a sus hombros mientras sus labios viajan su cuello mordiéndolo apenas, sintiendo el pulso acelerado que late bajo la piel. Max responde recorriendo su espalda con las manos abiertas, memorizando cada músculo, cada curva, cada temblor.

—Te amo —susurra, y el aire se rompe un instante.

Charles se separa apenas, con el pecho agitado.

—Y yo a ti...

Max cierra los ojos. Lo único que quiere ahora es entregarse entero a esa verdad, a ese amor que por fin ya no se esconde.

Y lo hace.

Y lo vuelve a besar.

Max deja escapar un gemido bajo, grave, y hunde los dedos en la piel húmeda de Charles como si necesitara anclarse a la realidad, como si solo pudiera mantenerse cuerdo tocándolo, sintiéndolo, sabiendo que por fin está allí, que lo elige, que lo ama.

Los cuerpos se mueven con una sincronía instintiva, cada roce encendiendo el siguiente, cada suspiro siendo un eco del otro. Charles se arquea sobre él, su pecho pegado al de Max, gimiendo suavemente cuando siente cómo lo desea, cómo no hay barreras entre ellos ya. Solo piel, agua caliente, jadeos compartidos y una pasión que por fin puede florecer sin miedo.

Los besos bajan a lo largo del cuello, al hombro, al borde del agua, mezclándose con caricias que no buscan dominar sino conocer, explorar, adorar. No hay prisa. No hay rabia. Solo deseo limpio, salvaje y dulce.

Max lo envuelve con los brazos, pegándolo más a sí, y susurra en neerlandés algo que no había dicho nunca en voz alta:

Je bent alles voor mij... (Eres todo para mí).

Charles lo mira, jadeante, con los ojos empañados por la emoción.

—Je t’aime, Max… toujours.

No es una excusa. No es un impulso químico.
Es amor.
Uno que esperó desde los cuatro años para concretarse completo.

Max lo besa de nuevo. Con hambre. Como si lo que acaba de vivir entre ellos no hubiera sido suficiente. Las lenguas se buscan, se enredan. El agua salpica alrededor mientras Charles se mueve sutilmente sobre él, provocando un gruñido grave desde el fondo de la garganta de Max.

—No tienes idea —murmura Charles entre beso y beso— de lo que me haces sentir cuando me miras así. Cuando me hablas con esa voz… cuando me tocas como si fuera lo único que importa.

—Lo eres —responde el alfa, con los labios contra su cuello, besando, mordiendo con suavidad—. Lo fuiste siempre.

Charles tiembla cuando siente los dientes del Holandes rozar su piel húmeda. Echa la cabeza hacia atrás, ofreciéndose, con la respiración entrecortada.

Los dedos de Max se deslizan por sus muslos bajo el agua, subiendo lento, acariciando con intenciones claras. Charles gime suave y le clava las uñas en los hombros, sin dejar de moverse sobre él, lento, como provocándolo.

—Quiero recuperar el tiempo perdido…—susurra—. Quiero más de ti, Max…

El alfa se muerde el labio, dominado por la imagen de Charles temblando sobre él, con la voz rota de deseo, sin miedo a pedir lo que quiere.

—¿Tienes idea de lo que me haces cuando hablas así? —dice él, con la frente apoyada en su pecho, dejando que su aliento caliente resbale sobre la piel mojada—. Me vuelves completamente loco.

—Entonces demuéstralo —susurra Charles al oído—. Quiero que me hagas gritar. Quiero... —su voz se quiebra, jadea, se aprieta contra él—. Quiero terminar contigo dentro. Quiero sentir cómo te vienes en mí y no puedas salir.

Max aprieta la mandíbula, sus manos tiemblan al aferrarse a su cintura. Su cuerpo entero vibra por las palabras de Charles. Por la entrega. Por la necesidad compartida. El calor se vuelve insoportable, aún en el agua caliente.

—Charlie... —gime, su voz desgarrada entre control y deseo—. Me estás pidiendo cosas que no voy a poder darte despacio. Si sigo... no voy a parar.

Charles lo besa entonces, lento pero cargado de intención. Lo muerde apenas, con una sonrisa torcida.

—No quiero que pares…

El silencio que sigue está lleno de respiraciones agitadas, miradas oscuras, caricias bajo el agua que lo dicen todo sin necesidad de mostrarlo todo. El deseo está a punto de desbordarse.

Max lo abraza, pegándolo contra su pecho, y antes de fundirse del todo, le susurra al oído:

—Entonces agárrate fuerte... porque esta vez te voy a hacer mío hasta que supliques que no me detenga.

Y Charles, jadeando contra su cuello, responde:

—Eso es exactamente lo que quiero.

El cuerpo de Charles tiembla, no de frío, sino de anticipación. Cada palabra de Max parece recorrerle la piel como una corriente eléctrica, directa al centro de su deseo. Sigue sobre él, con las piernas abiertas, el pecho pegado al del alfa, y las manos sujetándolo por los hombros como si necesitara aferrarse a algo para no perder el control.

—Agárrate fuerte... —repite Max, su aliento contra el oído de Charles.

Las manos del alfa bajan por su espalda mojada, hasta sus caderas. Lo guía. Lo acomoda. El agua se mueve en ondas suaves a su alrededor mientras sus cuerpos se alinean. La tensión se vuelve tangible, casi insoportable.

Charles lo siente. El calor. La presión. La entrada lenta, centímetro a centímetro, que lo hace gemir contra el cuello del alfa.

—Dios... —jadea—. Así... sí...

Max lo sostiene con ambas manos y comienza a moverse dentro de él, profundo, con ritmo lento pero firme. Charlie no puede contener los sonidos que escapan de su garganta, suaves al principio, pero cada vez más desesperados.

—¿Eso querías? —gruñe Max, con voz ronca, clavando la mirada en sus ojos.

—Sí...sí… más… —responde Charles, moviéndose contra él, con la boca entreabierta, el rostro encendido por el placer—. Más fuerte….más…más…más profundo….

Las embestidas se hacen más intensas, más rítmicas. El agua salpica alrededor de ellos, templada, cómplice. Los labios se encuentran una y otra vez en besos desordenados, jadeantes, mientras el cuerpo de Charles se curva hacia atrás, entregado por completo.

—Me estás volviendo loco —gruñe Max—. Tan estrecho... tan perfecto. Te sientes como hecho solo para mí.

—Lo soy —gime Charles—. Soy tuyo... solo tuyo...

El nudo empieza a formarse, y ambos lo sienten. La presión, el tirón interno. Charles ahoga un gemido más alto, se aferra más fuerte a su cuello, con las uñas marcando su piel.

—Ah... está... estás...

—Sí —responde Max, casi con dificultad—. No pares, Charles No te detengas.

—No puedo... no quiero...Max…..Max… —jadea el monegasco -- .voy a venirme... me estoy...

El cuerpo de Charles tiembla y se sacude contra el suyo. El clímax llega con intensidad, casi violento, lo deja sin aire, sin fuerzas, con la frente apoyada en su hombro. Max lo sostiene, y segundos después, lo siente también, se derrama dentro de él, con un gruñido grave y largo, hundido hasta el fondo, anclado por el nudo.

El silencio que sigue está lleno de respiraciones agitadas. Solo se oye el burbujeo constante del agua, los latidos desbocados de dos corazones marcados desde el alma.

Charles no se mueve. Max tampoco.

—No puedo creerlo —dice Charles, en voz baja, temblando aún—. Nunca había sentido algo así, durante el celo, fue todo instinto, ahora se siente…más real.

—Concuerdo…es…absolutamente…lo más intenso que he experimentado—responde Max, besándole el cuello lentamente

Charles sonríe, agotado pero feliz.

—Te amo…— Dice Max de nuevo porque ahora que lo ha dicho siente que necesita decirlo a cada rato, compensar todas esas veces que quiso gritarle a la cara a Charles que lo amaba y no pudo.

—Yo también te amo…—Charles sonríe, mientras pone besitos en su labios como aleteos de mariposa.

Charles se queda sobre él hasta que el nudo baja, ambos se quitan la espuma con agua limpia y salen envueltos en toallas al dormitorio.

Max recoge mecánicamente las sábanas, mantas y el forro, y las lleva a la lavadora, mientras Charles coloca las sábanas nuevas.

La ciudad de Mónaco brilla a lo lejos, pero dentro, todo es calma.

Max se mete entre las sábanas y Charles se acurruca contra él. 

—¿Eso cuenta como una segunda ronda? —pregunta Charles, entre risas suaves.

—Creo que solo fue la primera parte de la noche —responde Max, acariciándole el cabello—. No he terminado contigo.

Charlie lo besa, lento. Esta vez, no hay hambre, sino ternura.

—Gracias por esperarme…— susurra Max besándole la frente.

—Gracias por elegirme —responde Charles—. Desde que éramos niños, soñaba con este momento. Y ahora que es real... nunca voy a dejarte ir.

Charlie suspira feliz, acariciándole el pecho, con los dedos marcando trazos invisibles sobre su piel.

—No lo hagas. Porque tampoco quiero estar en ningún otro lugar que no sea contigo.

Maxi lo abraza más fuerte. Sus cuerpos más tranquilos, tal vez el deseo vuelva a encenderse, con apenas un roce, una mirada. Pero esta parte de la historia entre ellos apenas comienza. Y Max, mirando esos ojos que lo vuelven loco, se alegra de que esta vez decidió no quedarse callado.

Notes:

Y bueno jajajaja capitulo picante, y necesario de exposición de sentimientos de estos dos que nos faltaban.
Como vamos?

Chapter 29: Capítulo 28: Nico Rosberg no sabe que pasa

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

NicoR se despierta antes que el sol. No porque no pueda dormir, sino porque últimamente, la felicidad le gana al sueño. Se queda allí un rato, en la orilla de la cama, observando a Lewis respirar profundo, con una mano extendida sobre el lado vacío del colchón, como si lo buscara aún dormido.
Sonríe. Le parece imposible que todo esto sea real. Después de tanto tiempo. Después de tantos silencios.

Desde que se dicen lo que sienten, desde que dejan caer las máscaras, esas que llevaban incluso cuando ya no corrían, todo en su mundo cambia. Vivir juntos se vuelve un deseo cotidiano, una certeza creciente. Lo están planeando. Mudarse definitivamente. Dejar de vivir a ratos. Porque despertarse cada mañana con Lewis a su lado, con su cuerpo cálido, sus palabras dulces, sus gestos pequeños… es como volver a nacer cada día. Lewis lo cuida con un amor tan generoso, tan lleno de detalles, que NicoR a veces siente que su corazón no puede contener tanto.

Están listos para contárselo a sus familias. O casi listos. En el fondo, Nico piensa que nadie se va a sorprender. No realmente. Su madre probablemente solo alzará una ceja y lo abrazará diciendo “ya era hora”. Quizá porque en el fondo, algunos amores siempre fueron evidentes, incluso cuando ellos mismos no los nombraban.

Pero hay cosas más grandes que ellos dos.
Desde que escapan del laboratorio y todo lo que viene después, NicoR y Seb acompañan a los chicos con el apoyo de sus parejas. Casi todos recuperan sus recuerdos. Y eso los hace sentir más seguros. Más ellos mismos. Hay una calma distinta en el ambiente. Como una red invisible de afectos que los sostiene.

El problema está afuera. En el paddock. En la FIA. En los equipos. En el mundo que aún no sabe. Que aún no acepta. Un deporte de élite lleno de homofobia. No saben cuántas personas piensan como Jos Verstappen. Y eso los mantiene en un limbo, decidiendo si contar o callar.

Aun así, no están solos. Checo, Fernando, Valtteri, Logan, Zhou. Todos los apoyan. Abiertamente. Con firmeza. Y Sophie Kumpen arma una coalición de parientes dispuestos a defenderlos sin condiciones. Pero las escuderías no saben todavía. Nadie sabe si los obligarán a renunciar, y ninguno quiere hacerlo.

Lo que no deja dormir a Nico… es otra cosa.
Ocho pilotos no pasan por el ciclo de celo y rutina. O al menos no lo muestran. Cuatro parejas. Sebastian, Kevin, Mick, él mismo, y sus respectivas parejas. Ninguno muestra síntomas. Ningún aroma volviéndose tormenta, ninguna fiebre, ninguna urgencia. Nada.
Y eso, eso sí que es raro.

NicoR recuerda, con el corazón en la garganta, cómo tiene que meter a Oscar Piastri en la ducha helada, tratando de bajarle la fiebre mientras el chico delira pidiendo a Franco. Y cómo Lewis tiene que literalmente separar a Kimi Antonelli y Oliver Bearman cuando están a punto de descontrolarse en la entrada del edificio. Los carga hasta la habitación, los encierra y espera a que pase la tormenta.

Pero Daniel y Mick… como si nada. Sebastian y KimiR, en calma. Kevin y NicoH, herméticos como una roca. Mick y Daniel no son los más jóvenes, ni los más viejos. Están dentro del promedio. Así que no puede ser por la edad.

Sebastian revisa los datos unas veinte veces. Los informes del laboratorio no dicen qué pasa si el ciclo no llega. No dicen si es peligroso. Si es una falla. O que significa este…silencio.

Y a NicoR, eso lo inquieta. Porque hay algo que cruje bajo su piel, un presentimiento de que algo más grande está ocurriendo, una zozobra de no saber qué pasa con su propia biología y no poder preguntar a ningún médico, porque ellos son una anomalía que nadie ha evaluado antes.

NicoR se frota el rostro con las manos, dejando escapar un suspiro. Se levanta, camina hasta la ventana, corre un poco la cortina. La ciudad empieza a despertar, como si nada hubiera pasado. Como si el mundo no estuviera al borde de una verdad demasiado grande para entenderse.

Detrás de él, Lewis murmura su nombre, medio dormido.
NicoR sonríe, pero su corazón está dividido.

Porque sí, está enamorado. Está pleno. Está más vivo que nunca.
Pero también está en guardia.
Porque no va a permitir que nadie más salga herido. Y tampoco pueden dejar que eso pase desapercibido.

NicoR marca el número del servicio a la habitación sin pensarlo dos veces. Pide el desayuno favorito de Lewis, una versión vegana de comida china con tofu marinado, arroz jazmín y dumplings de setas. Para él, un desayuno continental con café negro, croissants tibios y fruta fresca.

Cuando llega el carrito con el aroma delicioso a jengibre y pan recién horneado, él ya está sonriendo. Se acerca a la cama con pasos suaves, como si caminara sobre la orilla de un recuerdo feliz. Lewis sigue dormido, de lado, abrazando una almohada que claramente no es él. Y eso, por alguna razón, le da ternura.

Se inclina y comienza a besarlo. Primero en la frente, luego en la mejilla, después justo en la comisura de los labios.

—Mmhh... —murmura Lewis, medio enterrado en las sábanas—. ¿Ya es hora de que los ángeles bajen del cielo?

—Solo uno, y ya lo tienes —responde NicoR, divertido.

Lewis estira un brazo y lo atrapa por la cintura, atrayéndolo con facilidad hasta tenerlo encima.

—¿Ese olor es lo que creo que es? —pregunta, olfateando el aire—. ¿Desayuno chino vegano?

—Especialmente para ti. Dumplings y todo.

Se sientan juntos en la mesita frente a la ventana, aún en pijama, compartiendo bocados, risas y el tipo de miradas que no necesitan traducción. Lewis prueba un croissant del plato de NicoR con total descaro, y NicoR finge indignación mientras le sirve más té.

—Es verdad lo que decían los chicos —dice Lewis mientras se limpia los labios con la servilleta—. No entiendo cómo puedes estar tan radiante tan temprano… considerando que anoche estuvimos ejercitándonos hasta que la luna se fue a dormir. Daniel tenía razón… nos están succionando la energía.

—¿Ah? —responde NicoR, alzando una ceja—. Yo diría que tú terminaste más que satisfecho, además tú empezaste. Yo solo seguí el ritmo. Muy profesional de mi parte, ¿no crees?

—Pfff, profesional mi trasero, estás brillando como un sol de primavera. Eso no es justo...

NicoR se ríe, con esa risa que siempre le nace del pecho cuando está con él. Le lanza una uva, que Lewis atrapa con la boca como un experto.

—Tenemos que estar listos antes del mediodía. Almuerzo de los veintidós. No deberíamos llegar con el cabello mojado.

—Entonces vamos a la ducha —dice Lewis con una sonrisa que ya no es del todo inocente—. Pero sin distracciones, ¿ok?

Spoiler: hubo distracciones inevitablemente.

La ducha los envuelve con vapor y juego. Ríen, se besan, se deslizan el uno contra el otro con la familiaridad de quienes ya no esconden lo que sienten. Y entre el agua y las manos, entre los suspiros y los nombres murmurados con devoción, se regalan dos rondas más de ese lenguaje que solo ellos entienden.

Porque sí, tienen que ir al almuerzo.
Pero primero, se deben mutuamente el placer de saberse vivos.

Bajan finalmente, con el cabello aún húmedo por la ducha y ese brillo en la piel que no tiene nada que ver con la crema hidratante. NicoR lleva una camisa blanca arremangada y gafas de sol que no ocultan su sonrisa. Lewis, impecable como siempre, luce una chaqueta de lino y sandalias. Van tomados del brazo, sin prisa, como si el mundo caminara a su ritmo.

El comedor privado del hotel ya vibra con un murmullo cálido. Hay movimiento, platos tintineando, el aroma a pan caliente flotando en el aire. En una mesa larga, perfectamente dispuesta con vajilla blanca y detalles de lino, ya se encuentra parte del grupo instalado. Mick, recién llegado de las 6 Horas del WEC en Imola, tiene las mejillas sonrosadas y los ojos brillando de risa por algo que Daniel le acaba de decir. Daniel, con un jugo de naranja en la mano, gesticula tanto que casi lo derrama.

Un poco más allá, sentados uno junto al otro con esa paz que solo ellos saben conjurar, están Seb y Kimi Räikkönen. KimiR hojea el menú con expresión imperturbable, mientras Sebastian lo mira como si leer la carta fuera un acto profundamente tierno.

—Mira quiénes decidieron unirse al mundo de los vivos —bromea Daniel al ver llegar a Lewis y NicoR.

—Nosotros no dormimos, evolucionamos —responde Nico, quitándose las gafas y dándole una palmadita amistosa en el hombro.

—No sé cómo haces para verte así de radiante tan temprano —dice Daniel, alzando una ceja con picardía—. ¿Te hiciste una mascarilla de noche?

Lewis suelta una risita suave y lanza una servilleta enrollada que aterriza en el plato de frutas de Mick.

Sebastian se levanta para abrazarlos a ambos, y KimiR, sin dejar el menú, asiente con la cabeza a modo de saludo.

—Pensé que llegarías más tarde —le dice NicoR a Mick.

—Yo también, pero tomé un vuelo nocturno. Daniel me prometió dumplings.

—¡Y cumplí! —grita Daniel, haciendo sonar los hielos de su copa de jugo como si hubiera ganado el premio Nobel.

Poco a poco, el resto comienza a llegar. Max y Charles entran juntos, riéndose de algo que claramente no van a contar. Max se acomoda el cuello de su sudadera y sus ojos se ven aún adormilados, mientras Charles le pide café en voz baja, con acento francés.

Yuki aparece colgado del brazo de Pierre, oliendo a colonia fresca y con el cabello revuelto. Lando y Carlos llegan detrás, discutiendo algo en voz baja hasta que Lando se ríe fuerte y empuja a Carlos con el hombro. Alex entra con George y le saca una foto al grupo antes de sentarse. Franco llega con Oscar caminando a su lado, mirándolo con una ternura apenas disfrazada bajo el gesto relajado. 

Esteban y Lance se suman después, seguidos de cerca por Kevin y Nico Hülkenberg, quienes ya vienen discutiendo sobre qué tan tostado debe estar un croissant para ser considerado perfecto.

Por último, Antonelli y Bearman, inseparables como siempre, entran uno al lado del otro, hablando en voz baja mientras escanean el salón buscando sus lugares.

Veintidós pilotos.
Una mesa larga.
Un almuerzo que parece más una tregua temporal entre carreras, secretos, y vínculos que todavía se están escribiendo.

Las conversaciones se entrecruzan. Hay risas, anécdotas, bromas privadas y miradas que atraviesan el bullicio con la intensidad de quien aún no ha dicho todo lo que siente.

Y entre todo eso, NicoR se permite mirar a Lewis por un segundo más de lo necesario.
Lewis lo atrapa en el acto y le sonríe como si ese segundo valiera la eternidad.

Todo iba bien.

La charla fluía, los platos se vaciaban entre risas, y la luz del mediodía entraba tamizada por los paneles de papel arroz. NicoR había empezado con un poco de tofu salteado y arroz, pero apenas la fuente de frutas tropicales se acercó a su lado de la mesa, algo cambió. El olor, antes inocente, ahora era una punzada en su nariz. La mezcla imposible de dulzor y acidez le hizo contraer el estómago.

Parpadea. Trata de sonreír. Pero la náusea crece rápido, implacable, como una ola que no da tiempo de correr.

Lewis lo nota enseguida.

—¿Todo bien? —le susurra al oído, apoyando una mano en su espalda.

NicoR asiente con la cabeza, pero su cuerpo lo traiciona: un espasmo en la boca del estómago le hace llevarse una mano al abdomen. El mundo da un pequeño giro. No lo suficiente para desmayarse, pero sí para sentirse a la deriva.

No es el único.

Kevin, al otro extremo de la mesa, ha estado jugando con su tenedor durante diez minutos. No ha probado bocado. Su cara está pálida, y una bruma incómodo le empaña los ojos. Sebastian tiene los codos apoyados en la mesa, la frente fruncida como si el aire le molestara. Mick cierra los ojos por un instante demasiado largo.

Y entonces, como si una alarma silenciosa los hubiese conectado, los cuatro se levantan.

No se miran. No lo necesitan. 

Caminan, no, corren, hacia los baños, uno tras otro. Como si una fuerza invisible los empujara. Los demás los siguen con la mirada, confundidos, en silencio.

NicoR llega justo a tiempo. Las arcadas lo doblegan. Aferrado al mármol de la pared, escucha las mismas náuseas replicarse en los otros cubículos. Kevin. Mick. Sebastian.

Es como una sinfonía equivocada. Un eco en los estómagos que no deberían estar reaccionando así. Ninguno de ellos comió lo mismo. Ninguno comparte habitación.

Y, sin embargo, ahí están. Unidos por algo que ninguno entiende.

El frío del mármol no ayuda. NicoR se sujeta con los nudillos blancos, las arcadas cediendo apenas, como si su cuerpo dudara entre rendirse o seguir resistiendo. A su lado, puede escuchar el agua corriendo, las respiraciones agitadas de Mick y Sebastian, el silencio tenso de Kevin.

Y entonces, las voces.

—¡Nico! —Lewis es el primero en entrar, cruzando el umbral sin dudar, sin importar la discreción.

Tras él, casi al mismo tiempo, Daniel irrumpe con los ojos grandes de susto, buscando a Mick con desesperación. Sebastian murmura un “estoy bien” antes de desplomarse levemente contra el pecho de Kimi Räikkönen, quien lo sostiene con más ternura que palabras. NicoH entra con pasos largos, abraza a Kevin sin soltarlo ni un segundo, su mandíbula apretada, su mirada afilada escaneando cada rincón del baño como si pudiera encontrar una explicación escondida en los azulejos.

Las cuatro parejas están ahí, como si hubieran respondido a una alarma silenciosa, instintiva.

Lewis lo alcanza en segundos, rodeándole la cintura con firmeza, apoyando la frente en su hombro.

—¿Qué pasó? ¿Estás bien? ¿Comiste algo raro? ¿Te duele algo más?

NicoR niega con la cabeza, incapaz de hablar.

Como un vendaval de preocupación, llegan Carlos y Charles, casi empujando a Lando y Max. George entra con Alex justo detrás, seguidos por Pierre y Yuki, y luego KimiA con Oliver, Esteban, Lance, Oscar, Franco… La procesión entera, desordenada y urgente, llena el baño de murmullos y pasos apurados.

Daniel sostiene a Mick por los hombros, hablándole bajito, casi como si intentara convencerlo de que no es real. KimiR tiene una mano en la espalda de Sebastian, que tiembla sutilmente, los ojos cerrados como si la luz misma le hiciera daño. Kevin está sentado en el suelo, apoyado contra la pared, la frente perlada de sudor, y Nico Hülkenberg a su lado, con el ceño fruncido y una expresión que oscila entre miedo y desconcierto. 

—No puede ser casualidad —murmura Pierre, cruzado de brazos junto a la puerta.

—¿Una intoxicación? —aventura George.

—No todos comieron lo mismo —responde Lewis, que no quita los ojos de NicoR.

—Seb ni siquiera probó bocado… — susurra secamente KimiR

—Tampoco Kevin… —dice NicoH desde el baño.

NicoR siente el murmullo de sus corazones acelerados. El baño se convierte en una especie de templo improvisado, un santuario de dudas, de cuerpos confundidos por síntomas que no sabían interpretar.

Lewis lo abraza más fuerte, sin decir nada.

Y en ese silencio contenido, en esa angustia muda, algo se les escapa.

El sonido de las puertas del baño abriéndose resuena como un eco amargo. Cuatro parejas salen con el corazón acelerado y las frentes perladas de preocupación. NicoR apenas puede sostenerse del brazo de Lewis, Kevin se apoya en la pared NicoH lo sostiene por la cintura, Mick camina con la cabeza gacha tras Daniel y Seb no suelta la mano de KimiR ni por un segundo.

La reacción es inmediata. Dado el historial que cargan desde el laboratorio, el grupo entero se puso ansioso. Las miradas se cruzan con una mezcla de miedo contenido y certeza muda. No es normal. No es casualidad. Y nadie quiere volver a empezar con otro experimento en tierras desconocidas.

Es Charles quien lo dice en voz alta.

—Tenemos que volver a Mónaco. Ya.

Y por primera vez en mucho tiempo, nadie discute.

Deciden que lo mejor es subir de nuevo al avión privado de Max y regresar a territorio conocido. Un médico de confianza, un entorno seguro, y al menos el consuelo de hablar en un idioma sin traductores intermedios. En menos de veinte minutos, el equipo ya ha gestionado la salida exprés del hotel y organizado el transporte hacia el aeropuerto.

Ya allí en la sala VIP, los veintidós pilotos aguardan juntos, acompañando a los cuatro afectados con una tensión silenciosa que no se atreve a convertirse en palabras.

La tensión todavía es espesa como niebla cuando llegaron a la sala VIP del aeropuerto. Kevin sigue pálido, Mick con las manos heladas, NicoR apenas puede sostenerse de Lewis, y Sebastian solo se deja llevar, como si sus piernas funcionaran por pura memoria.

Los veintidós pilotos se reparten por los sofás y sillas mullidas con un aire de urgencia velada. El vuelo a Mónaco está casi listo, pero el papeleo de salida desde China es lento. El ambiente se sentía contenido, como una bomba aguantando la respiración.

Entonces, una puerta al fondo se abre.

Kimi Antonelli, que bebe té, de pronto se pone de pie como un resorte.

—¡¿Wang Yibo?! —grita, con el tono exacto de alguien que acaba de ver un unicornio.

El silencio fue inmediato. El hombre aludido se sobresalta y por reflejo se lleva una mano al pecho, mirando alrededor con nerviosismo... hasta que sus ojos se posaron en el grupo de pilotos, cabellos reconocibles y caras mundialmente famosas. Abre los ojos con sorpresa genuina y luego sonríe, encantado. Parece un niño frente a una juguetería.

—Oh my God… Formula One... —dice en un inglés adorablemente limitado, haciendo un gesto de saludo.

Justo detrás de él, con gorra negra bien calada, alguien levanta la mirada. Ojos intensos, mandíbula marcada, expresión seria.

—¡ES WEI YING! —grita Lando, medio levantándose de su asiento.

Alex le tapa la boca de inmediato, empujándolo de nuevo con una risa.

—Tonto. Se llama Xiao Zhan.

El grito ya había hecho efecto. La mayoría del grupo voltea como si acabara de caer una bandera verde. De pronto estaban todos de pie, acercándose en bloque, nerviosos y emocionados, como adolescentes en un meet and greet.

—¡We saw The Untamed ! ¡You guys were amazing! —grita Daniel, con los ojos brillando como si acabara de ver a un personaje de anime en la vida real.

—Yibo! You race cars, right? —pregunta Max, acercándose emocionado.

—¡Yes! Audi, fast! —responde Yibo entre risas, haciendo un gesto como si estuviera en su carro. Lewis se echa a reír y le da un pequeño golpecito amistoso en el hombro, Max ya le está mostrando una foto del paddock en su móvil.

Mientras Yibo intenta sobrevivir en un inglés mezclado con gestos, y preguntas sobre carreras, Xiao Zhan se queda ligeramente atrás, sonriendo con esa serenidad de quien ha visto a Yibo hacer locuras peores. Entonces su mirada se cruza con la de Sebastian, que observa la escena con la sombra protectora en la espalda de Kimi Räikkönen.

—Excuse me... —dice Xiao Zhan, con un inglés claramente más fluido—. Are... some of you couples?

Sebastian sonríe de lado, con esa dulzura introspectiva que a veces esconde bajo capas de ironía.

—Yes, but is a secret —Y asiente con un dejo de orgullo sereno mientras se pone un dedo en los labios.

Xiao Zhan mira a Yibo, que en ese momento se ríe junto a Lewis y Max mientras Daniel trata de enseñarle la palabra “flip flop” sin éxito. Sus ojos se suavizan aún más.

—That 's beautiful —susurra, más para sí mismo que para Sebastian.

Charles fue quien pidió la foto grupal.

—This moment deserves it —dice, y los veintidós pilotos se agrupan.

Yibo se coloca en medio, flanqueado por Max y Lando. Xiao Zhan se ubica junto a Sebastian, cerca de Lewis. Todos sonríen. Una mezcla gloriosa de culturas, pasiones y amor.

Flash.

Luego, otra foto: solo Yibo con todos ellos, Xiao Zhan saca una cámara profesional de su maleta y toma la foto. Yibo no cabe en sí de la emoción. Mira a cada uno como si estuviera en una línea de salida soñada.

—Can you guys keep the secret that you saw the two of us together?— Pide Xiao Zhan cuando todos vuelven a desordenarse.

Todos asienten sin decir nada más. Mientras la gente de la tripulación de Max los llama para abordar por fin, el mundo parece detenerse un poco. Solo un poco mientras se despiden con cortesía.

NicoR se sienta junto a la ventana, aun se ve la sala Vip, cuando cierran la puerta del avión ve tres personas con bata y una mujer vestida de negro acercarse a Wang Yibo, pero le resta importancia porque sus sintomas regresan con fuerza y debe correr al baño de nuevo.

Cuando regresa a su asiento y al fin el avión despega y surca los cielos, se pregunta qué demonios les estará pasando esta vez y ruega porque todo salga bien para todos.

Notes:

Buenoooo que sera seraaaa lo que esta pasando?
como vamos cuentenme?

Chapter 30: Capítulo 29: Sebastian Vettel no lo puede creer

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

A veces, Sebastian aún se despertaba preguntándose si todo era un sueño. Abría los ojos en medio de la madrugada, y durante unos segundos, la habitación quedaba envuelta en una neblina de irrealidad… hasta que sentía el peso del brazo de KimiR rodeando su cintura o el sonido sereno de su respiración constante.

Si alguien le hubiese dicho, años atrás, que algún día se mudaría para vivir con Kimi Räikkönen, Sebastian Vettel habría sonreído con incredulidad y bajado la cabeza con timidez, como quien escucha una fantasía bonita pero imposible. Porque KimiR, para él, siempre había sido un enigma glorioso: una persona forjada de hielo y gasolina, silencioso y libre, inalcanzable incluso cuando compartían el mismo podio o el mismo equipo. En sus años de juventud, Sebastian lo observaba como se mira una estrella fugaz: con asombro, con deseo, con una certeza muda de que aquello era hermoso pero pasajero. Y sin embargo, allí se había mudado, a una casa que olía a pan tostado y café fuerte por las mañanas, en un rincón tranquilo de Suiza, donde estaban rodeados de tranquilidad y aroma a bosque húmedo.

Vivir con KimiR era como habitar una isla secreta. No porque fuese distante, sino porque su amor se expresaba en formas sutiles, privadas, a veces casi inauditas: una mano en la espalda al pasar, una limonada fría esperándolo en el balcón, un silencio compartido que hablaba más que mil palabras. KimiR no decía "te amo" tan seguido, pero le dejaba la última fresa, le tapaba con la manta a mitad de la película, lo abrazaba con fuerza cuando despertaba de un mal sueño. Lo cuidaba. Lo protegía. Y nunca se iba. Era más de lo que Sebastian había soñado, más de lo que jamás se atrevió a esperar.

A veces se descubría mirándolo mientras él dormía la siesta en el sofá, con el cabello revuelto y el ceño levemente fruncido, como si aún estuviera peleando contra el tiempo en una pista invisible. En esos momentos, un calor se le extendía por el pecho, una ternura que le pellizcaba los ojos. Porque ese era su KimiR. Su pareja. Su hogar. Y aún le costaba creerlo. No por falta de amor, sino porque había deseado esto tanto tiempo, con tanta intensidad secreta, que ahora se sentía como si caminara dentro de un sueño que no quería que terminara jamás.

La sala VIP del consultorio privado en Montecarlo está llena, pero el silencio pesa más que cualquier conversación. Dieciocho pilotos ocupan sillones de cuero blanco, algunos inquietos, otros abstraídos en sus teléfonos. La ansiedad se respira en el aire, como si todos esperaran el mismo veredicto, aunque solo cuatro han pasado por los exámenes.

La puerta del consultorio se abre y NicoR sale primero, seguido por Sebastian, Kevin y Mick. Todos caminan con calma medida, pero sus ojos los delatan. Lewis se pone de pie en cuanto ve a NicoR.

—¿Y? —pregunta sin rodeos, con una mano en la cintura y la otra lista para tomar la suya.

—Todo está bien —responde NicoR con una pequeña sonrisa—. Todos los análisis salieron perfectos. No encontraron nada.

—¿Nada? —replica George desde su lugar, frunciendo el ceño.

—Bueno… —Sebastian interviene, aún con el informe en la mano—. Mencionan una leve alteración hormonal, pero dicen que es común. Que puede ser un error de laboratorio.

—¿Eso explicaría las náuseas? —pregunta Daniel, medio recostado sobre Mick, que aún luce pálido.

—No tienen idea —agrega Kevin con una mueca—. Nos dieron vitaminas, nos quitaron cualquier bebida alcohólica por al menos seis meses y nos mandaron a dormir más.

—¿Eso fue todo? ¿Vitaminas? —Max alza una ceja, cruzando los brazos—. eso no se vio como solo necesidad de… descanso.

—Un poco decepcionante, ¿eh? —suelta Pierre, tratando de aligerar el ambiente—. ¡Esperaba al menos una teoría loca sobre radiación o aliens!

—Ok… no más ciencia ficción para ti —responde Yuki, lanzándole una mirada divertida.

—Bueno, luego de todo el experimento y todo lo que nos ha pasado nada suena tan loco— se defiende el francés cruzándose de brazos

Mientras algunos sueltan risas suaves, otros ya están sacando el móvil para buscar vuelos. Franco se acerca a Oscar, hablando en voz baja sobre cómo ambos deberían regresar a Woking esa misma noche. Charles discute en francés rápido con su representante, mientras Max gesticula hacia él desde el otro extremo del sofá. Alex le da un codazo a George.

—Si salimos en una hora, llegamos a Silverstone antes de la cena.

—Pero no sin comer primero —responde George, mirando hacia la salida como si pudiera oler el restaurante del aeropuerto desde allí.

—¿Ustedes qué harán? —pregunta Lando, sentándose junto a Carlos.

—Nos quedamos unos días más —dice Max y Charles asiente a su lado—. Mónaco me viene bien para entrenar y la familia de charles quiere que cenemos pasado mañana.

KimiR y Sebastian intercambian una mirada. Él se encoge de hombros.

—Nosotros vamos a casa. Ya fue suficiente drama por una semana.

Mick asiente con cansancio, recostando la cabeza sobre el hombro de Daniel.

—No tengo ganas ni de abrir la maleta.

—Eso significa que la voy a abrir yo —responde Daniel, haciéndose el indignado.

Las risas vuelven a brotar. El susto no desaparece, pero al menos, por ahora, hay un poco de alivio. Aunque nadie lo dice en voz alta, la sensación persiste: algo no encaja del todo. Pero los informes son claros, y el tiempo no se detiene.

Uno a uno, empiezan a organizar sus salidas. La pausa termina, y el mundo real, ese de motores, horarios y cronómetros, vuelve a llamar.

Sebastian se despide uno a uno de los chicos con una mezcla de ternura y una sensación de responsabilidad. No puede evitar mirar a Mick un poco más tiempo de lo necesario, asegurándose de que Daniel lo tenga bien agarrado de la mano. Al final, lo resume con una frase general mientras toma su maleta:

—Cuídense. Y por favor actualicen en el grupo si algo pasa, estamos todos pendientes de lo que se necesite.

Los veintidós prometen mantenerse en contacto, aunque todos saben que la vida de los los deportes de motor tiene la mala costumbre de tragar el tiempo. KimiR se despide con su usual gruñido amistoso y un gesto con la cabeza que dice más que cualquier palabra. Luego, sin demora, parten a Suiza.

La tranquilidad de su villa parece apagar los ecos del caos que fue Shanghái. El aire huele a leña y a tierra húmeda. A hogar. Y Sebastian lo siente todo… al principio.

Los síntomas son una montaña rusa, vienen y luego se van. Después regresan. Y así, como una sombra que juega al escondite, el malestar aparece sin previo aviso.

—Debí haber dormido mal —murmura un día, quitándole peso mientras se frota el pecho con una mueca.

Los pectorales le duelen, pero él lo atribuye con sorna a las sesiones de cardio poco ortodoxas con KimiR.

—Es tu culpa —le dice entre risas, mientras KimiR lo mira desde la cocina sin levantar una ceja.

KimiR, por su parte, se convierte en un centinela implacable. Cada mañana le deja las vitaminas junto al café descafeinado (porque sí, ahora también le cae mal la cafeína). Le recuerda que duerma ocho horas exactas. Y le prohíbe el vino bajo cualquier excusa.

—Estás adorablemente insoportable —le dice Sebastian una noche mientras se quita la bata.

—Y tú estás más lento que de costumbre —responde KimiR, encendiendo la chimenea—. No lo finjas.

Sebastian se ríe, y se encoge de hombros.

—Estoy bien.

Pero la verdad es que no lo está del todo. Se cansa en medio del día sin razón. Toma siestas más largas, y cualquier líquido lo manda directo al baño. Sus sentidos están más agudos, sobre todo el olfato. Y una tarde, cuando saca a pasear al perro, casi vomita por el olor del abono fresco del cultivo del vecino.

Aquella noche decide escribir al grupo de patrulla omega.

 

Seb:

¿Alguno sigue con síntomas? Yo a ratos estoy bien y luego no tanto.

Kevin:

Literalmente igual. Hoy dormí tres horas y a las cinco estaba vomitando por el olor de los pimientos.

NicoR:

Yo me quedé dormido en el piso del baño esta mañana. No lo recomiendo. Lewis estaba como loco casi me obliga a volver al médico.

Mick:

Me pasé la tarde llorando con un anuncio de shampoo, así que creo que igual.

 

Sebastian suelta una risa pequeña. Se siente menos solo. Tal vez es algo viral, algo tonto, algo pasajero. No hay fiebre, ni dolor grave. Solo… un cúmulo de rarezas que no parecen encajar en ningún diagnóstico.

KimiR pasa por detrás y le deja un vaso de agua y un par de cápsulas brillantes.

—Hora de las vitaminas.

—Sí, general Raikkonen.

KimiR le da una palmadita en la cabeza y lo besa en la frente. Sebastian, mientras toma la primera cápsula, se permite pensar en lo absurdo que es todo. Lo raro. Lo improbable. Pero también lo feliz que se siente de tener a KimiR vigilándolo como si fuera lo más preciado del mundo.

Y sin decirlo, intuye algo. Como un rumor dentro del cuerpo. Algo que no es normal. Pero todavía no tiene nombre.

Una noche no mucho después la chimenea crepita con suavidad, arrojando destellos cálidos sobre las paredes. Afuera, el aire alpino corta como cristal helado, pero adentro todo es tibieza. Sebastian camina en pantuflas sobre la madera pulida del salón y se detiene un segundo al ver la escena: la mesa del comedor iluminada por la luz dorada de un par de velas, dos platos humeantes perfectamente servidos y Kimi Raikkonen, de pie al otro lado, con una camisa azul oscuro que hace juego con sus ojos y lo hace parecer salido de una postal nórdica.

—¿Qué es todo esto? —pregunta Sebastian, sonriendo sin entender pero agradeciendo con los ojos.

KimiR se encoge de hombros como si no fuera gran cosa.

—Te dije que cocinaba bien si me concentraba.

—Te concentraste demasiado, entonces.

La cena es nutritiva, deliciosa, pensada en cada detalle. Nada le cae mal, y Sebastian lo nota con alivio. Por primera vez en días, no tiene náuseas ni pesadez ni esa sensación de que su cuerpo está orbitando fuera de sí. Solo calma. Solo KimiR frente a él, cortando en silencio, con una expresión de satisfacción tranquila.

—Gracias por esto —dice después de un bocado, sin saber si habla de la comida o de todo lo demás.

KimiR asiente, como si lo supiera.

Al terminar, KimiR recoge los platos en silencio y los lleva a la cocina. Sebastian se queda mirando la sidra sin alcohol burbujeando en la copa. Hay algo en el ambiente. Algo suave. Algo que se mueve bajo la superficie de la rutina.

Cuando KimiR regresa, se le acerca con una sonrisa breve y una mirada más seria que de costumbre.

—Ven.

Sebastian obedece sin hacer preguntas. Lo sigue hasta el balcón de la cabaña, donde el frío se siente con fuerza pero el paisaje parece suspendido en un sueño. KimiR lo envuelve con una manta sin decir palabra y se le queda mirando un momento, como si le costara encontrar el orden de las palabras en su cabeza.

—No soy bueno hablando, ya lo sabes —dice, finalmente—. Pero… esto, tú, lo que tenemos… es lo más claro que he tenido en mi vida.

Sebastian no parpadea. Algo se le sube por el pecho, como un nudo que quiere aflojarse.

KimiR mete la mano en su bolsillo y saca una pequeña caja negra. La abre. Adentro, una sortija de oro blanco, sobria pero perfecta, con un pequeño zafiro azul en forma de copo de nieve tallado con precisión.

—¿Te casarías conmigo?

No hay discurso elaborado. No hay anillo escondido en un postre ni una canción de fondo. Solo KimiR, con su voz firme pero temblorosa, con la montaña de fondo y la sinceridad pura brillándole en los ojos.

Sebastian no responde con palabras al principio. Da un paso, lo abraza con fuerza y empieza a llorar. No llora con mesura, sino con todo lo que su cuerpo hipersensible por lo que él cree que es un virus, le permite. Se aferra al cuello de KimiR y deja que las lágrimas le mojen la camisa.

—¡Sí! —dice entre sollozos—. ¡Claro que sí! ¡Joder, sí! Eres… eres la persona más maravillosa que ha pasado por mi vida, Kimi. ¡Soy la persona más feliz del mundo!

KimiR sonríe, raro en él, pero se le curva la boca con ternura. Lo rodea con ambos brazos, lo balancea un poco en el abrazo, y murmura contra su cabello:

—No llores tanto… o vas a despertar al perro.

Sebastian ríe entre lágrimas, y no puede dejar de pensar en que no lo puede creer.

KimiR toma la mano izquierda de Sebastian con cuidado, como si fuera frágil, como si no la hubiera sostenido miles de veces antes. Saca el anillo de la caja, y aunque sus dedos tiemblan apenas, lo desliza con precisión sobre su dedo anular. El zafiro, en forma de copo de nieve, brilla bajo la tenue luz de la luna.

—Te queda perfecto —murmura.

Sebastian se ríe entre lágrimas.

—Todo de ti me queda perfecto, idiota.

KimiR se inclina y lo besa. No es un beso desesperado ni torpe. Es profundo, lento, lleno de todo lo que no dice. Las manos de Sebastian se aferran a la nuca de KimiR, y durante unos segundos no hay mundo más allá del calor compartido entre ellos.

Cuando se separan, Sebastian sigue con la respiración temblorosa. Se limpia las lágrimas con el dorso de la mano y saca el móvil de KimiR.

—¿Les decimos? —pregunta con una sonrisita cargada de emoción.

—Hazlo, pero entremos antes de que empiece a hacer más frío… —responde KimiR, con la ceja levantada.

En la sala, Sebastian se acomoda contra su pecho, estira el brazo con el teléfono de KimiR, y saca una selfie: los dos frente a la chimenea encendida, la manta sobre sus hombros, la sortija brillando claramente. La foto captura sus ojos enrojecidos, sus sonrisas ridículas, el aire cristalino del momento. Y sin pensarlo dos veces, la envía al grupo de los veintidós junto a un simple mensaje:

 

Grupo: 🔒 La Patrulla y la Pandilla de los 22™

Kimi Raikkonen:

📸💍

 Dijo que sí.

 

La reacción es inmediata. Explota el chat.

 

Daniel Ricciardo:
¡QUÉEEEEEEEEEEEEEEE! ¡YO QUIERO SER CABALLERO DE HONOR, MICK GRABA ESTO EN UN VIDEOCLIP YA!

Mick Schumacher:
AYYYYYY Estoy gritando en el salón, LOS AMO, MIS PAPÁS DE LA GRID SE CASAN

Max Verstappen:
¡Felicidades, Seb! ¡Te ganaste el premio mayor!

Charles Leclerc:
Voy a llorar, esto es demasiado tierno. ¡Pero es KimiR quien se ganó premio mayor!

George Russell:
¡Eso explica la camisa de KimiR! Qué estilo, chicos. Enhorabuena.

Alex Albon:
¡ESE ANILLO ES UNA OBRA DE ARTE!

Lewis Hamilton:
Orgulloso de ustedes, de verdad. Se nota que esto es amor del bueno.

Nico Rosberg:
Dios mío, espero ser el padrino sepanlo.

Carlos Sainz:
Lando está llorando, literalmente. Esto fue demasiado para su corazón blando.

Lando Norris:
¡No me expongas, cabrón! PERO SÍ, ESTOY LLORANDO, ¿Y QUÉ? 

Pierre Gasly:
Oye Yuki, ¿tenemos que acelerar lo nuestro o qué?

Yuki Tsunoda:
¡Esto es nivel LEGENDARIO! Todavia tenemos tiempo…

Oscar Piastri:
Es oficial. Esto es hermoso… ¡Felicidades, leyendas! 

Franco Colapinto:
Así se ve el amor real. Gracias por mostrarnos el camino, Seb y KimiR.

Kevin Magnussen:
Que alguien brinde por mí, que yo me encargo de llorar.

Nico Hülkenberg:
Es perfecto. Así se hace, joder.

Kimi Antonelli:
Oliver, ¿me estás escuchando o estás viendo esa foto por tercera vez?

Oliver Bearman:
No hables, estoy procesando lo hermoso de este momento.

Esteban Ocon:
¿Puedo ser el DJ de la boda?

Lance Stroll:
Solo si no pones reguetón.

Sebastian:
¡Gracias, chicos! Los queremos mucho. De verdad. Y sí, todos están invitados. Aunque Kimi diga que no.

Kimi Raikkonen:
  Solo si no se quedan a dormir.

 

Risas, emojis, stickers. La pantalla del chat sigue parpadeando mientras Sebastian se recuesta contra el pecho de su ahora prometido, con el corazón burbujeando más que la sidra sin alcohol en la copa olvidada. La nieve empieza a caer en silencio otra vez.

Y en ese rincón del mundo, entre montañas, fuego y promesas, Sebastian Vettel siente que no puede creer todo lo que decantó desde el experimento, pero la vida lo sigue sorprendiendo gratamente a cada paso.

Notes:

Compromisoooooooooooooooooooo yayyyyyyyyyyyyyyyyyyy.

Que tal como vamos?

Chapter 31: Capítulo 30: Lando Norris ama esta temporada

Notes:

Alerta de Smut.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Desde hace dos semanas, la vida de Lando se sentía como un sueño mullido, casi irreal, tejido con su delicioso aroma y madrugadas cálidas. Después de tantos enredos emocionales, de insistencias y negaciones y la borrachera donde Franco, Checo y Fernando casi lo golpean, Carlos finalmente había dejado de repetir esa frase que tanto dolía, esa de que Lando es un niño, y se permitió ver lo que siempre estuvo ahí. A partir de ese momento, todo cambió. Y cambió para bien.

Carlos se transformó en alguien más dulce, más atento, más entregado. No era que antes no lo quisiera, pero ahora lo demostraba con una claridad que desarmaba. Le preparaba café por las mañanas con la leche vegetal que a Lando le gustaba, lo envolvía con una manta cuando se quedaba dormido en el sofá, le compraba fresas y las dejaba en el asiento del copiloto con una nota garabateada que decía: Para mi amor… en español, solo porque Lando un día le había dicho que amaba como sonaba el idioma. Le daba masajes en los tobillos después de los entrenamientos, lo abrazaba por detrás mientras jugaban videojuegos, lo miraba como si el resto del mundo hubiese dejado de importar.

Y aunque sus agendas apenas les dejaban respirar, hubo una noche que quedó marcada para siempre. Fue justo antes de que iniciaran su ciclo de celo y rutina. Solo tuvieron ese breve espacio, antes de que el instinto los consumiera. Pero fue más que suficiente. Carlos lo hizo suyo con devoción y deseo esa primera vez, con una pasión que Lando jamás había sentido. 

Y luego durante el ciclo en plena forma, Carlos fue meticuloso, pero voraz. Lo tomó con una pasión que no conocía límites, como si el tiempo no existiera, como si su único propósito fuera saciarlo, una y otra vez, hasta que la necesidad se transformara en éxtasis. No hubo ternura tibia ni caricias distraídas; hubo manos que exigían y al mismo tiempo ofrecían consuelo, hubo besos tan profundos que parecían buscarle el alma. Carlos lo embistió con devoción, con hambre, con la fuerza contenida de años de negación y semanas de espera. Y no fue solo el cuerpo de Lando el que fue reclamado, fue su fragancia, su gemido, su entrega entera lo que Carlos absorbió, lo que lo volvió completamente suyo. Lando se sintió amado y deseado de una forma que traspasaba lo físico: se sintió visto, cuidado, satisfecho, como si cada gota de sudor, cada espasmo, cada gemido ahogado estuviera escrito en una historia que por fin tenía sentido. Carlos lo tomó con una ferocidad ritual, una y otra y otra vez, hasta que el ciclo de ambos se apagó poco a poco . Pero lo que vivieron en esas horas no se borró. Había marcado a Lando. Para siempre.

Y fue entonces que todo se desbordó.

Carlos, el mismo que solía contenerse, que era discreto y medido, se convirtió en un amante insaciable. No podía resistirse a él. Aprovechaba cada oportunidad para hacerle el amor. A veces lo arrastraba al dormitorio en plena tarde libre; otras, en un arranque de deseo, lo tomaba en la encimera de la cocina empujando suavemente los implementos a un lado como si no existieran, o en el sofá de la sala en medio de una partida de videojuegos. En una ocasión, lo llevó hasta un armario de conserje y le susurró con voz ronca al oído que no podía esperar ni un minuto más.

Lo más inesperado fue la espontaneidad. Lando recordaba ese baño en el bar, donde Carlos cerró con seguro y lo besó como si llevara días sin probarlo, sus manos firmes pero reverentes. O aquel vestuario, minutos antes de una partida de pádel, donde lo tomó en el banco y lo hizo rogar por más entre risas y jadeos contenidos.

Incluso en el ascensor, estuvieron a punto de ceder. Carlos lo tenía acorralado contra la pared, sus labios en el cuello de Lando, sus manos ya demasiado atrevidas, cuando el destino, cruel o misericordioso, quiso que alguien más entrara y los separará.

Pero Lando no se quejaba. No podía quejarse. Porque había soñado tantas veces con esos momentos… con ese Carlos desatado, rendido al deseo, a los gestos pequeños, a los impulsos locos. Y ahora era suyo. Todo eso era suyo.

Y él lo adoraba. Lo amaba en cada desayuno compartido, en cada gemido ahogado, en cada risa cómplice. En cada gesto apasionado que decía te amo sin usar palabras.

Y bueno, ahora están en un club nocturno en Miami, en un piso VIP que Carlos ha alquilado para tener privacidad. Toda la parrilla celebra con ellos la primera victoria de Lando en Fórmula 1. De los veintidós del experimento, solo faltan Sebastian y Kimi Räikkönen, que aún permanecen en Suiza y han enviado sus felicitaciones desde la distancia. El resto baila y celebra en parejas, la noche es ruidosa, calurosa y llena de luces que parpadean.

Hace rato que le perdió la pista a Oscar. El australiano no estaba muy animado por haberse quedado fuera de los puntos, pero la presencia de Franco siempre logra animarlo. Oscar se levantó para ir al baño y no ha vuelto. Franco fue por una bebida a la barra y también desapareció de su campo visual.

En la pista de baile, Lando ve a Max intentando bailar mientras Charles se ríe tanto que no consigue seguirle el ritmo. Lewis enseña pasos a Nico Rosberg, que no le quita el ojo de encima a Oliver y Antonelli, especialmente al segundo, al que solo se le permitió estar presente con la condición de no beber. Daniel y Mick se agitan sin coordinación pero con evidente felicidad; se balancean, se sacuden, se contonean entre carcajadas desordenadas. Esteban parece estarle coqueteando descaradamente a un Lance muy sonriente, apostado en la barra. Yuki y Pierre comparten sushi en la mesa junto a la de él, riéndose entre bocado y bocado. Kevin y Nico Hülkenberg se miran fijamente, como si fueran a devorarse con los ojos, sonriendo como adolescentes. Alex y George conversan tomados de la mano, apoyados junto a una ventana, envueltos en una burbuja que parece ajena al resto del mundo.

Fernando, Valtteri y Checo están bebiendo cerveza en una mesa más allá, Logan y Zhou fueron a la planta baja a coquetear con un grupo de fans que aparecieron.

Y Carlos.

Bueno... Carlos está sentado junto a él,  no ha dejado de besarle la mejilla, de robarle besos apasionados, de hundir el rostro en su cuello y dejarle mordidas suaves que hacen que Lando se derrita por dentro. Está perdiendo el control. Tiene la tentación de montarsele encima, de jalarlo al baño, de decirle que se largan ya mismo a la habitación. Pero esta es su noche. Todos están aquí por él, por su victoria. Debería enfocarse en eso. Debería… pero no puede dejar de pensar en las manos de Carlos, en su boca, en lo fácil que sería rendirse otra vez.

Cuando Carlos le da un pequeño mordisco justo sobre la marca, a Lando se le escapa un gemido bajo y urgente. Agradece el volumen de la música que retumba en todo el piso VIP, porque si alguien más lo hubiera escuchado, habría sido difícil disimular. Decide que la única forma de recuperar el control es ir al baño, liberarse de toda esa tensión que lo tiene al borde del colapso, y luego volver a celebrar como si nada. Se pone de pie con esfuerzo, con las piernas un poco temblorosas, y jala a Carlos de la mano, arrastrándolo decidido hacia el baño privado de la sala VIP.

Pero justo cuando llegan a la puerta, se encuentran de frente con Franco y Oscar saliendo, riéndose como si compartieran un secreto del que nadie más tiene derecho a saber. El cabello de Oscar está completamente revuelto, sus labios hinchados, brillantes, como recién besados hasta el exceso. Su cuello está cubierto de chupetones rojizos, desordenados, y tiene la camisa abierta hasta más de la mitad. Franco se está ajustando el cinturón del pantalón, sus mejillas coloradas, con la respiración agitada y una sonrisa felina que no intenta ocultar nada. Su camisa está arrugada, el cuello mal doblado, y su cabello húmedo en las sienes.

Lando suelta una carcajada y le lanza un guiño cómplice a Oscar. El australiano no se muestra culpable en lo más mínimo; al contrario, al darse cuenta de hacia dónde se dirige Lando con Carlos, le devuelve el guiño con una sonrisita traviesa que lo delata por completo. Lando sacude la cabeza entre risas, pero no se detiene. Sigue tirando de Carlos, lo mete al baño, cierra la puerta del cubículo tras ellos con un golpe seco y apoya la espalda contra ella, ya temblando por la anticipación.

—¿No te aguantaste, Landito? —murmura Carlos con esa voz ronca que le acaricia la columna como un rayo—. Qué impaciente estás hoy...

No le da tiempo de responder. Carlos lo acorrala contra la pared, le toma el rostro con ambas manos y lo besa con una intensidad que le roba el aire. No hay espacio para pensar. Solo están sus bocas, sus respiraciones mezcladas, el calor entre ellos, las manos de Carlos bajando por su cintura, apretándolo como si lo necesitara con desesperación. Lando suelta un jadeo cuando los dedos del español se cuelan bajo la tela de su pantalón y le aprietan el trasero, como si ya supieran exactamente qué teclas presionar.

mmmm mi amor eres delicioso… — gruñe en español en su oído, haciendole arquear la espalda.

Carlos le levanta la pierna con fuerza y la enrosca a su cadera, aprisionándolo entre la puerta y su cuerpo. Lo besa en el cuello, justo sobre la marca, y Lando tiembla y gime de nuevo. Carlos le muerde la clavícula, susurra más cosas en español que no logra entender pero que suena sucio y dulce al mismo tiempo, y Lando se rinde. Suelta un suspiro cargado de deseo, aferrándose a los hombros de Carlos mientras siente cómo lo devora, cómo lo incendia con cada caricia urgente, con cada movimiento de cadera que promete un incendio en pleno club.

Y aunque afuera la música sigue vibrando, dentro de ese cubículo el mundo se reduce al sonido de sus bocas encontrándose, al golpe sordo de sus cuerpos al chocar con la pared, al jadeo entrecortado que se escapa cada vez que Carlos lo toca.

—Quiero que me tomes. Ahora. — responde Lando, con los ojos brillando, el pecho subiendo y bajando por la respiración acelerada.

Carlos aprieta la mandíbula, como si esas palabras lo quemaran desde dentro.

—Landito…. las cosas que me haces cuando te pones mandón— murmura, bajando la cabeza para besarle el cuello, húmedo por el calor, el aliento entrecortado de ambos.

—Quiero que me recuerdes que soy tuyo —susurra—. Que estamos marcados. Unidos. Que nadie más puede hacerme sentir así.

El español lo mira a los ojos, oscuro, poseído por el vínculo, por el olor dulce y tentador de su pareja celebrando, brillando. No necesita más.

Sus labios vuelven a encontrarse, esta vez más lentos, profundos, como si intentaran memorizarse de nuevo. Las manos de Carlos exploran con fuerza medida, bajando por la espalda, acariciando la curva de su cintura, sus caderas, bajandole el pantalón y quitándoselo junto a los boxers de la pierna derecha para volverla a enrollar en su cintura. Lando se mueve contra él con desesperación, se siente mojado y listo, como si su cuerpo hablara antes que su boca.

—Carlos... —gime, temblando—. Te necesito. 

—Te tengo —responde él, contra su oído—. Nadie va a tocarte como yo. Nadie puede. Porque estás hecho para mí.

Lando se aprieta contra él, lo busca, lo guía. Hay jadeos, roces, Carlos se abre el cinturón y el cierre de los jeans con manos urgentes. Se alinea y lentamente se introduce en él, todo en sus cuerpos está hecho para encajar, para recordarse el uno al otro a cada respiración.

—Si…más... así... —gime Lando, con voz temblorosa, aferrado a los hombros de Carlos—. No pares... por favor...

Carlos lo sostiene con fuerza, lo mueve con firmeza, con ritmo. Su respiración se vuelve ronca, su voz un susurro bajo y firme:

—Eres tan perfecto... cada parte de ti me enloquece...

Lando tiembla, con los ojos entrecerrados, completamente entregado.

—Me haces... sentir tan lleno... tan... completo...

El español gruñe bajo, movido por cada palabra, por cada gemido suave que escapa del britanico. El calor entre ellos lo consume todo, y el peligro de ser atrapados en un lugar público les sube las revoluciones aun más, están completamente descontrolados por el placer. Y entonces lo sienten: el tirón, la presión interna. El nudo empieza a formarse, profundo, lento, encajando y abriéndose paso.

Lando se estremece y lo abraza más fuerte, con la frente apoyada en el hombro del español.

—Carlos... el nudo…te siento... —jadea—. Me estoy... me estoy...

—Yo también... joder Landito...dentro de ti, cariño, no voy a soltarte...

El mundo se reduce a eso: dos cuerpos temblando, unidos por el vínculo, por el deseo, el amor y la pasión. Las respiraciones se mezclan, los temblores sacuden sus espaldas, y el tiempo parece detenerse con ellos anudados, inmóviles, fundidos arrastrados en un poderoso orgasmo que deja a Lando sin fuerzas.

Un par de minutos después en medio del silencio cargado con jadeos, Lando ríe suavemente, agotado pero feliz.

—Me encanta esta parte de la celebración...

—Te mereces todas las celebraciones mi amor … —responde Carlos, besándolo con ternura.

Y mientras afuera la fiesta continúa y ellos siguen anudados, Lando piensa que ama esta temporada, es su favorita, hasta ahora.

Notes:

Bueno...ejem.... este capítulo fue mas que puro pecado jajajaja.
espero les guste.
como vamos?

Chapter 32: Capítulo 31: Lance Stroll sabe que no está solo.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Hace varias semanas, Lance vive en un estado de dicha que nunca imaginó posible. Desde aquella semana en el penthouse de Lewis, la vida se ha transformado en algo que rozaba lo irreal. Un sueño. Una burbuja cálida y suave que lo envolvía cada día más, donde el mundo exterior —con sus exigencias, sus juicios, sus fantasmas— simplemente no existía. Esa semana, que al principio parecía solo una escapada, un respiro entre tanto caos, se convirtió en el prólogo de la etapa más feliz de su vida.

Estaban juntos desde entonces. Realmente juntos. No solo en cuerpo, sino en alma. Desde hace semanas, Lance y Esteban no se habían separado más que por lo estrictamente necesario, y aun en esos breves momentos sentía el tirón invisible de su presencia, como si su cuerpo y su corazón supieran que su lugar era junto a él. Dormían en la misma cama todas las noches, abrazados, entrelazados, como si incluso el sueño necesitara de esa cercanía. La calidez de Esteban era una constante, tan sólida y real como el latido firme que Lance sentía al apoyar la cabeza sobre su pecho. Comparten el aire, los sueños, el cansancio, las risas. Siguen el consejo de Nico Rosberg: las carreras se quedan en la pista. Y fuera de ella, son simplemente dos chicos descubriéndose, paso a paso, como si el mundo no esperara de ellos más que eso.

Muchos lo conocían como un piloto feroz. Había quienes lo llamaban peligroso, incluso. Pero Lance había descubierto un lado que nadie en la pista podría imaginar: dulce, paciente, cuidadoso. Atento hasta en lo más mínimo. Esteban lo escuchaba con verdadera devoción, como si cada palabra que Lance dijera tuviera importancia, como si quisiera entender incluso lo que él no sabía que sentía. Se encargaba de todo con una ternura que desarmaba: le preparaba el desayuno, le acomodaba la manta cuando caían exhaustos al sofá, le buscaba la mano en la oscuridad, solo para apretarla sin decir nada. Era amor en su forma más pura y tangible. Lance lo miraba a veces, mientras él hablaba de cualquier cosa, y pensaba ¿cómo tuve tanta suerte? 

Y es que Esteban era también fuego. Su Estie —como le gustaba llamarlo en secreto, con cariño infantil y devoción profunda— no solo era ternura. Era pasión desbordante. Lo deseaba con la intensidad de alguien que ha esperado toda la vida para tocar por fin aquello que siempre soñó. No había esquina del apartamento que no hubiera sido testigo de cómo lo acorralaba, lo rodeaba con el cuerpo, lo tentaba con sus labios y su voz grave, hasta que Lance no podía más que suplicar por él. Pero incluso en esa entrega, incluso en esa locura compartida, había amor. Esteban lo tomaba, lo adoraba. Y Lance se dejaba amar como nunca antes, como si cada caricia grabara algo eterno en su piel.

A veces pensaba que no merecía tanto. Que nadie podía recibir tanto cuidado, tanta dulzura, tanta entrega sin haber hecho algo extraordinario. Pero también sabía que lo necesitaba. Que Esteban lo estaba enseñando a aceptarlo, a dejarse querer sin miedo, sin culpa. Su vínculo se sentía como una corriente constante, viva, que lo anticipaba todo: sus antojos, sus silencios, sus inseguridades. Esteban era su refugio. Su hogar.

Y no era solo él. Los veintidós y la patrulla omega, como comenzaban a llamarse entre ellos, se había convertido en un faro de comprensión, de complicidad, de ternura mutua. Se habían transformado en una red indestructible. Después del experimento, después del dolor, se aferraban los unos a los otros con una sinceridad que pocas veces se veía. Y Lance, que siempre había tenido un corazón sensible y a veces inseguro, florecía en ese entorno como nunca antes.

A veces se sorprendía con una felicidad tan grande que no le cabía en el pecho. Su corazón se desbordaba por la paz, por los abrazos compartidos, por las risas que llenaban el apartamento, por los mensajes en grupo que nunca dejaban de llegar, por las comidas improvisadas entre pilotos que sabían lo que era la soledad y decidían combatirla juntos, niños que crecieron demasiado rápido, muchos con historias de vida dolorosas.

Pero, sobre todo, su corazón se desbordaba por Esteban.

Por ese hombre que lo tomaba de la mano en mitad del supermercado, que le besaba la frente al despertar, que lo envolvía por las noches con brazos cálidos y palabras suaves, que lo hacía sentir visto, necesario, amado. Lance no quería salir de esa burbuja todavía. No estaba listo para enfrentar el mundo exterior, para explicar, para justificarse. Quería quedarse un poco más ahí, donde todo tenía sentido. Donde el amor era simple y cotidiano, y lo extraordinario era que se sintiera tan natural.

Era feliz. Verdaderamente feliz.

Y eso, en su mundo, era el mayor de los milagros.

Pero a veces, la vida decide que no todo puede ser tan perfecto.

Es la mañana del Gran Premio de Emilia Romaña.

Todo empieza con una sensación extraña. Algo en su estómago lo despierta de golpe. Una oleada que lo sacude desde adentro. Se sienta en la cama, parpadea, pero no puede pensar. Corre al baño, apenas logra arrodillarse antes de vomitar, fuerte, como si algo se revelara dentro suyo.

Tiembla. El cuerpo entero.

El olor del ambientador —floral, artificial, empalagoso— le provoca arcadas nuevas. Vomita de nuevo. Y otra vez. Hasta que ya no queda nada, pero sigue, con el cuerpo forzado por reflejo.

Detrás suyo, escucha pasos apresurados. Esteban entra corriendo, la bata apenas colgando de un hombro.

—¡Lance! ¿Qué pasa? ¿Estás bien? —se arrodilla a su lado, lo sujeta con cuidado—. Voy a llamar al médico. Esto no es normal, voy a… no, mejor bajo, o no, ¡quizás le escribo a Lewis! ¡O a KimiR! No, al jefe médico…

Esteban está en pánico. Da vueltas por el baño, abre el grifo, cierra la ventana, tropieza con la alfombra.

Lance, con un hilo de voz, le dice:

—Estie… escribe en el grupo… de los Veintidós.

—¿El grupo? ¿Qué grupo? —Esteban parpadea. Entonces recuerda—. ¡Sí! Claro. Sí.

Saca el celular. Sus dedos vuelan. El mensaje llega como una explosión al chat compartido.

Esteban Ocon:
“¿Alguien más tiene a su pareja vomitando desde que amaneció? Lance no para, no tolera ni el olor del ambientador del baño. Me estoy volviendo loco. ¿Qué está pasando?”

Los “visto” aparecen enseguida. Y, casi de inmediato, los mensajes comienzan a llover:

George Russell:
“Alex vomitó apenas se levantó. Me dijo que mi aftershave “huele a demonio”. Está tirado en el sofá, con náuseas y sudando.”

Carlos Sainz:
“Lando se despertó diciendo que le dolía todo el cuerpo y que no soporta la luz del hotel. También vomitó dos veces. Se volvió a dormir abrazado a una almohada y no quiere moverse.”

Pierre Gasly:
“Yuki no quiso ni abrir la puerta del baño. Dice que el vapor le da náuseas. Vomitó seco durante diez minutos. Ahora está abrazado a una bolsa de hielo y no ha tocado el desayuno, y si Yuki no quiere comer, es grave...”

Max Verstappen:
“Charles casi se desmaya en el baño esta mañana. No tiene fiebre ni nada claro. También está con náuseas constantes. Esto no es normal.”

Franco Colapinto:
“Oscar vomitó después de lavarse los dientes. Dice que la pasta le dio asco. No pudo ni oler el desayuno. Me hizo sacar la planta decorativa al pasillo porque olía horrible según él.”

Oliver Bearman:
“KimiA se despertó diciendo que mi shampoo lo marea. Vomitó en el lavamanos. Está con los ojos entrecerrados y dice que los sonidos le duelen…”

Daniel Ricciardo:
“Nosotros ya pasamos por eso. Mick no ha vomitado hoy, pero pidió mantequilla de ajo con duraznos en almíbar otra vez. Sigue muy sensible, pero está de buen ánimo. En la WEC pudo correr sin problemas.”

Nico Hülkenberg:
“Kevin también. Está con antojos rarísimos, hoy comió aceitunas con pan de chocolate, pero ha rendido bien en pista. Eso sí, se concentra mejor cuando está cómodo.”

Lewis Hamilton:
“Confirmo. Nico sigue sin tolerar muchos olores, pero ya no vomita tanto, aún así tuve que sacar la mayoría de perfumes y geles de baño de su entorno cercano. Hoy me pidió malvaviscos con pepinillos y dejó el café por completo. Les paso ahora la lista de vitaminas que nos dieron los médicos, por si ayuda.…”

Kimi Räikkönen:
“Sebastian mejoró bastante desde que duerme más siestas por la tarde. Comer cada pocas horas también le ayuda. Nada de café, ni alcohol, ni mate. Vitamina D, hierro, complejo B, Ácido fólico y Zinc es lo que ha sido más efectivo para mantenerlo estable. Con eso y descanso ha estado mejorado pero ayer me pidió ponerle helado de vainilla a su pasta pesto. Literalmente así. Dice que necesita comer eso o se va a volver loco.”

Lance ve a Esteban leer el último mensaje antes de cerrar los ojos con un quejido. La luz, el frío del suelo, el olor del ambientador, todo le da vueltas. Se siente mareado, aturdido, como si el mundo entero se hubiera inclinado y no tuviera cómo sostenerse. Solo tiene una cosa clara, una sola constante cálida en medio del caos: Esteban.

Lo siente sentarse junto a él, envolverlo con la manta que había traído del cuarto y acunar su cuerpo contra el suyo. Lance se deja hacer, débil, agotado, refugiándose sin resistencia en el calor de su alfa.

—Los demás están igual —murmura Esteban contra su cabello, la voz baja, suave, como si temiera romperlo—. Charles, Lando, Yuki, Alex, Oscar, Kimi… No eres el único, amor. Todos despertaron así esta mañana.

Lance parpadea, respirando con esfuerzo. Sus pestañas tiemblan.

—¿De verdad? —susurra, apenas audible, apoyando la frente contra el cuello de Esteban.

Esteban asiente, acariciándole la nuca con dulzura.

—George dice que Alex vomitó por el olor del aftershave. Charles casi se desmaya. Yuki no quiere comer y eso son palabras mayores… Todos están igual…

Lance no sabe si le consuela o le asusta. No está solo, pero eso sólo añade más preguntas que nadie parece poder responder. Su estómago vuelve a revolverse y cierra los ojos con fuerza, rogando que pase.

—Pedí las vitaminas que KimiR recomendó —añade Esteban, su voz aún más baja ahora, como un secreto compartido—. Las traerán desde la farmacia del hotel. También pedí galletas de arroz y agua con manzanilla. Algo suave, algo que no te lastime.

Lance traga saliva, agradecido, aunque no cree poder comer nada en ese momento.

—Gracias, Estie…

El beso de Esteban en su frente lo hace cerrar los ojos, no por náuseas, sino por emoción. Se siente tan frágil, tan expuesto, pero al mismo tiempo tan contenido, tan amado, tan… cuidado .

—Y, bueno… —agrega Esteban, con una sonrisa culpable que Lance siente en su voz— No te conté lo que NicoR, Seb, Mick y Kevin han estado comiendo últimamente… digamos que si te digo te hago vomitar otra vez.

Lance suelta un gemido, alzando una mano temblorosa para taparse los oídos.

—No, por favor… 

—¿Y si digo “pasta pesto con helado de vainilla”? —bromea Esteban con suavidad, como tanteando si aún puede arrancarle una sonrisa.

Y de alguna manera, sí puede.

Lance se ríe, bajito, entre arcadas contenidas y lágrimas que no sabe si son de debilidad o ternura. Lo empuja con los dedos, apenas, como un gesto simbólico.

—Eres un idiota. Quiero morirme, y tú me cuentas menús del infierno.

—Pero te reíste —susurra Esteban con orgullo, como si ese logro bastara para iluminarle el día.

Y Lance piensa, hundido en sus brazos, con la frente pegada a su cuello, que . Se rió. Porque Esteban es su refugio, su amor, su calma. Y aunque su estómago esté patas arriba y el mundo parezca girar sin control, nada está tan mal si está con él.

Se queda así, respirando lento, guiado por el ritmo constante del pecho de Esteban. El sol entra apenas por la ventana del hotel en Imola, cálido, indiferente, y Lance no piensa en la carrera, ni en el podio, ni en las vueltas que vendrán.

Solo en él.
Solo en Estie .

Cuando por fin logró vestirse para salir hacia el paddock, Lance se apoyó un momento contra el tocador del baño del hotel. Tenía la respiración un poco agitada, la piel aún pálida, pero por lo menos no sentía el mundo girar tan violentamente como al despertar. Esteban no se separaba de él ni un segundo, siguiéndolo por la habitación como una sombra amorosa, trayéndole agua fresca, empacando sus cosas, tocando su espalda baja cada vez que podía, como si recordarle con el tacto que estaba allí fuera una especie de ancla invisible.

Lance se dejó cuidar. No sabía hacer otra cosa en ese momento.

Cuando ya estaba listo, se sentó en la cama un momento antes de salir. Fue entonces que abrió el celular y revisó el grupo que compartía con los demás omegas, ese espacio íntimo donde podían hablar con completa libertad sin que las parejas los interrumpieran con preguntas o preocupaciones.

Chat – Patrulla Omega 🐾💬

Yuki:

¿Mick y Kevin pudieron correr así?

Lando:

Porque si no, yo me declaro incapacitado ya.

Alex:

Yo también. No soporto el olor del desayuno del hotel. Casi lloro.

Mick:

Sí, corrimos. Fue un poco incómodo, sobre todo por el mareo al principio, pero se puede.

Kevin:

Tienes que moverte más lento al principio, pero una vez te enfocas en el coche, mejora. Te acostumbras. No es fácil, pero no es imposible.

Oscar:

¿Y qué ayuda con las náuseas?

Mick:

Jengibre. Infusión de jengibre o gaseosa de jengibre (sin azúcar). Pan tostado solo, arroz hervido, galletas de arroz o de jengibre.

Kevin:

Dulces de jengibre también, o en polvo si tienes o confitado. Y la vitamina B6. 50 mg antes de subir al coche.

NicoR:

Confirmo lo del jengibre. A mí me ayuda mucho antes de volar.

Sebastian:

Sí, yo igual. Lo usó antes de tomar un avión o manejar. Y tapabocas. Es lo único que me salva cuando hay olores muy fuertes cerca.

NicoR:

Los olores de sus parejas ayudan mucho. El olor de Lewis me calma más que cualquier cosa.

Sebastian:

A mí me pasa con Kimi también. 

NicoR:

Lewis empezó a frotar una bufanda en su marca y me la deja. Descubrimos que la tela mantiene su aroma por un buen tiempo. Me la pongo en el cuello y... no sé cómo explicarlo, me baja las revoluciones. Me calma el estómago y el corazón.

KimiA:

Tomando nota. No pensé que algo tan simple como una bufanda pudiera ayudar tanto… gracias por compartirlo. Me hace sentir menos perdido en todo esto.

Charles:

Si lo de la bufanda funciona… le frotaré mi pasamontañas de carrera a Max.

Lance:

Excelente idea amigo.

 

Lance lee todo lentamente, sintiendo una calidez inmensa recorrerle el pecho. Se imagina a Mick masticando galletas de jengibre mientras Daniel le acomoda el casco. A Kevin tomando una gaseosa amarga con Nico acariciándole la nuca. A Nico Rosberg en un jet privado con una bufanda que huele a Lewis, sonriendo con los ojos cerrados. A Sebastian, agotado pero abrazado a Kimi, dejándose envolver en esa forma silenciosa que tiene de querer.
Y por primera vez desde que abre los ojos esa mañana, Lance sonríe. Porque sí, se siente horrible. Pero no está solo. Ninguno lo está.

Gira la cabeza. Esteban se detiene en la puerta, mirándolo con atención, esperándolo con esa mezcla constante de paciencia y urgencia que parece llevar siempre en el alma.

Lance se queda un momento más sentado en el borde de la cama, con el celular aún en la mano y el corazón latiendo más suave. Las palabras de Nico Rosberg resuenan en su mente. La bufanda. El olor de Lewis. Se le ocurre sin pensarlo demasiado, casi por instinto.

Abre su bolso, rebusca entre su ropa y saca una bufanda ligera y muy suave de algodón gris claro. Una que apenas usa, pero que sabe que es cómoda. Esteban, que sigue esperando con una sonrisa paciente y los morrales en la mano, lo mira con extrañeza.

—¿Vas a llevar eso? —pregunta, confundido—. No hace tanto frío hoy…

Lance no responde de inmediato. Se acerca, despacio, todavía un poco tambaleante, y al llegar a él, alza la bufanda con suavidad y la pasa lentamente sobre la piel desnuda del cuello de Esteban, justo sobre su marca.

Esteban se queda inmóvil. La sorpresa se dibuja en sus ojos, y luego llega ese sonrojo leve, casi imperceptible por la sensación, que siempre aparece cuando Lance hace algo inesperado y tierno. Baja un poco la mirada, parpadeando.

—¿Qué estás haciendo…? —pregunta, la voz repentinamente más baja, casi ronca.

Lance no responde. Solo termina de frotar la tela con lentitud, asegurándose de que atrape bien su olor a Luz de luna sobre piedra húmeda, y luego, sin romper el contacto visual, se la coloca alrededor del cuello. Ajusta el nudo con cuidado, como si lo envolviera en algo sagrado.

Solo entonces baja la cabeza y la huele.

La reacción es inmediata.

El mareo retrocede como una ola, lenta pero clara. El estómago, revuelto hace un momento, se relaja un poco. El pecho, apretado desde que se despierta vomitando, ahora se siente tibio, contenido.

Es su Esteban. Su olor. Su hogar.

Lance cierra los ojos, inspirando una vez más.

—NicoR tenía razón —susurra, y la sonrisa le nace en los labios sin que pueda evitarla.

Esteban lo mira, aún un poco sonrojado, pero ahora con esa ternura honda que siempre le ofrece en los momentos más vulnerables.

—¿Te hace sentir mejor?

Lance asiente, acariciando el nudo de la bufanda con los dedos.

—Mucho.

Esteban se inclina y le besa la frente con infinito cuidado.

—Entonces, de ahora en adelante, la bufanda va con nosotros.

Y Lance piensa que sí. Que ese pedazo de tela que ahora huele a Esteban será su escudo invisible. Que lo guardará como un tesoro.

Salen del cuarto tomados de la mano, pero esa mañana, Lance no necesita solo el contacto físico. Lleva a Esteban con él, envolviéndole el cuello, el pecho, el alma.

Y por primera vez en horas, se siente fuerte.

Lance se pone de pie con lentitud y camina hacia él.

—Vamos, Estie —susurra, bajito—. Tenemos un coche que manejar.

Y mientras salen del cuarto tomados de la mano, Lance piensa que sí, está débil, mareado, con náuseas y con más preguntas que respuestas… pero también está amado. Rodeado. Acompañado. Cuidado.

Y eso, por ahora, le basta.

Lance no sabe cómo logra meter el auto en puntos. No entiende cómo cinco de los chicos de la patrulla omega terminan en zona de puntos, y mucho menos cómo dos de ellos suben al podio con los benditos síntomas que los tienen a todos tambaleando. La bufanda —gracias, Nico Rosberg, santo bendito del ingenio— actúa como un escudo desde el momento en que tiene que separarse de Esteban al llegar al paddock. La mantiene cerca del rostro, a veces fingiendo limpiarse el sudor, a veces solo llevándola entre las manos. Aún los medios no sospechan nada, y ninguno está listo para contar la verdad. Por ahora, siguen en la burbuja. En ese mundo secreto solo suyo.

La idea de Charles parece servirles a todos, porque Lance alcanza a ver a más de un “alfa” —Max, Carlos, George, Pierre, Franco, NicoH— frotando los pasamontañas de sus parejas contra sus propias glándulas antes de entregárselos. Un gesto rápido, casi imperceptible… pero cargado de intención. De cuidado. De vínculo. Esteban también lo hace por él. Se acerca en silencio, y con un gesto casi reverente toma la tela y la frota sobre su cuello para dejar su olor impregnado. Y eso, de algún modo, lo salva. El aroma que su Estie deja en la tela — luz de luna sobre piedra húmeda, algo profundamente suyo— lo acompaña durante toda la carrera. Lo reconforta. Lo ayuda a bloquear perfumes sintéticos, olores punzantes de aceites y combustibles, y esa extraña náusea que regresa con cada curva demasiado cerrada. 

Pero aun así… no sabe qué harán si esto continúa. No pueden ir al médico. No sirve de nada. Por más que los examinen, sus cuerpos no responden como los de los demás. El experimento los protege y a la vez los encierra. No presentan nada concluyente en los exámenes. No tienen fiebre, no tienen infecciones, no hay virus, huesos rotos, no hay razón.

Y sin embargo, algo cambia. Algo late. Vibra bajo la piel.

Lance suspira, con la espalda pegada a la pared del hospitality, la bufanda aún cerca, la adrenalina bajando apenas. No sabe qué pasará. Pero sabe que se tienen unos a otros. Que ninguno está solo. Y por ahora, eso es suficiente.

Notes:

bueno mas sintomaaaas.
como vamos?

Chapter 33: Capítulo 32: Charles Leclerc piensa que nada aquí podría sorprenderlo.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Desde que pasaron juntos su primer ciclo de celo y rutina, Charles sintió que Max cambió por completo. No de forma abrupta, sino como quien revela, capa por capa, todo lo que siempre había sido pero no sabía cómo mostrar. El holandés, que antes era puro hielo y control, ahora se deshace en dulzura. Es atento, cálido, y sobre todo, se comunica. No solo hace maxplaining durante las carreras para su leclerific , sino que también le habla de verdad: de sus días, de su infancia, de los miedos que lo moldearon, de las heridas que todavía arden. Charles escucha, se ríe, se emociona. Y habla también, por fin sin miedo. Por primera vez, siente que alguien lo entiende hasta en sus silencios.

Duermen juntos todas las noches. No porque sea una necesidad, sino porque se ha vuelto impensable no hacerlo. La convivencia es un pequeño milagro. Se han adaptado al ritmo del otro sin esfuerzo: Charles se ha rendido a las mañanas tranquilas que Max prefiere, y Max ha aprendido a amar el caos ligero que sigue a Charles a donde sea que vaya. Juegan videojuegos, comparten playlists, se besan al pasar por el pasillo sin razón. Y cuando Max lo toma,en la cocina, en el baño, contra la puerta cerrada de su habitación, lo hace como si el mundo entero se le resumiera en ese instante. Charles lo corresponde con hambre, con ternura, con años de amor callado que ahora puede gritar sin palabras.

Max sabe qué pizza le gusta, su postre favorito. Charles le acaricia el pelo cuando se duerme en el sofá. Los gatos de Max y Leo, su perro, están aprendiendo a convivir con tanta paciencia como sus dueños. Y aunque todavía no lo han dicho en voz alta, ambos saben que mudarse juntos es cuestión de semanas. Charles ya no duerme en su apartamento desde hace más de un mes.

Desde el GP de Emilia Romaña, Max ha estado aún más pendiente de él. El virus o lo que sea que sea esto que afecta a toda la patrulla omega se ha contagiado a todos los de ese grupo. Charles ha tenido náuseas, mareos, aversión a olores, y una sensibilidad en el pecho que lo obliga a tener cuidado con el material de las camisetas que se pone. Pero Max está allí. Siempre. Con su aroma envolvente, “Tormenta eléctrica sobre asfalto caliente”, reconfortándolo como un bálsamo invisible. Lleva el control exacto de sus vitaminas, de las siestas, de lo que come y de lo que no debe oler. Nunca pensó que alguien lo cuidaría así. Nunca pensó que se dejaría cuidar. Pero no se está quejando.

Ganó su carrera de casa ayer. Aún no lo procesa del todo. Hoy, mientras se alistan para almorzar con su madre, siente que la vida ha cambiado para siempre. Le contó a su familia lo que pasó durante el secuestro, el experimento, todo. Y la respuesta, cuando le dijo que está emparejado y enamorado de Max, fue tan simple que casi se echa a llorar. Pascale dijo que ya lo sabían. Que esperaban que pasara en algún momento. Porque hablaba de Max incluso cuando no tenía porqué hacerlo. Porque, desde niño, lo había amado y todos en la familia lo habían notado, al parecer su Padre y Jules incluidos.

Ahora Pascale quiere conocer bien a la pareja de su hijo. Charles está nervioso, sí, pero también feliz. Porque por fin puede mostrarse a su familia como es. Y porque Max, su Max, es todo lo que siempre soñó… y más.

El almuerzo es en casa de Pascale. No puede ser de otra forma. Aunque Pascale, Lorenzo y Arthur conocen a Max desde hace años —de hecho, lo han visto crecer al lado de Charles, entre circuitos, paddocks y temporadas interminables—, esta es la primera vez que lo reciben como algo más. Como lo que es ahora: la pareja de Charles. Su alfa.

Charles está un poco nervioso. No lo dice, claro, pero Max lo nota desde que se están vistiendo. Se arregla el cabello más de la cuenta, se cambia de camisa tres veces, y termina dejando la elegida con el primer botón abierto para que la marca quede justo visible, como por accidente. Max no dice nada, solo se le acerca desde atrás, lo abraza por la cintura y le deja un beso lento en el cuello.

—Vas a estar bien —murmura—. Tu madre me adorará.

Charles sonríe, y esa sonrisa le nace desde los ojos.

—Solo no le digas que casi me desmayé después del podio, por favor.

—Nunca lo haría… aunque sí le contaré que fuiste valiente y seguiste corriendo, incluso con náuseas —responde Max, y Charles se ríe.

Llegan caminando, solo unas calles desde el penthouse hasta el apartamento de Pascale. Charles lleva una caja con panecillos y flores. Max, una botella de vino sin alcohol y postres. 

La puerta se abre antes de que Charles pueda tocar. Pascale lo envuelve en un abrazo antes incluso de decir hola.

—Mon ange… enfin chez toi.

Charles sonríe, se deja envolver por ese calor tan único de su madre. Luego ella se gira hacia Max, con una ternura que no necesita palabras.

—Y tú… siempre tan serio, pero yo sé que amas a mi hijo desde hace mucho más tiempo del que admites —dice mientras le acomoda con familiaridad una arruga del cuello de la camisa.

Max, que normalmente mantendría una expresión reservada, sonríe con suavidad y un ligero sonrojo. Solo un poco. Solo para ella.

—Bonjour, Pascale. Gracias por recibirnos.

Arthur y Lorenzo ya están en el salón, y apenas Charles cruza el umbral, Lorenzo lo mira con cara de “ya era hora”, antes de acercarse a abrazarlo con fuerza.

—No me lo creo todavía. Charles y Max. El mundo está cambiando.

Arthur levanta una ceja.

—Yo gané la apuesta, ¿verdad? Dije que pasaría en algún momento después de que Charles entrara a Ferrari.

Charles se ríe, más rojo que nunca.

—No entiendo por qué apuestan sobre nosotros…

—Porque eras obvio —responde Arthur mientras le pasa una copa de jugo—. Y tú —añade mirando a Max— eras peor.

Max niega con la cabeza, pero sonríe con ese gesto pequeño y sincero que solo Charles conoce de cerca.

Se sientan a almorzar en el comedor de siempre, bajo la lámpara cálida que cuelga como un recuerdo intacto de su infancia. Pascale ha preparado todo con esmero, platos caseros, pan tibio, ensalada fresca, algo de pescado al horno.

Todo huele delicioso. Pero huele demasiado.

Charles traga en seco apenas le llega el aroma del pescado. El estómago le da un vuelco.

—¿Charlie estás bien amor? —le susurra Max junto al oído.

Charles asiente, miente. Intenta tomar un bocado pequeño de pan para disimular, pero el siguiente aroma, un poco de queso fuerte en la ensalada, lo golpea con fuerza.

No tiene tiempo de avisar.

Se levanta bruscamente y corre al baño. La casa guarda silencio durante unos segundos, hasta que se escucha a lo lejos el sonido inequívoco de Charles vomitando.

Arthur frunce el ceño. Lorenzo se pone de pie. Pascale también, pero Max se adelanta antes que todos.

—¿Qué fue eso? —murmura Lorenzo, ya poniéndose de pie.

—¿Está enfermo? —pregunta Arthur.

—Yo voy —dice Max, tranquilo pero firme, mientras toma un vaso de agua.

Unos minutos después, Charles regresa con la frente húmeda, más pálido de lo normal. Se sienta en silencio. Max le pasa el agua. Pascale desaparece por un instante y regresa con una taza humeante.

—Toma esto. Jengibre. A mí siempre me ayudó con las náuseas.

Charles la mira, agradecido. Toma un sorbo, exhala despacio.

—¿Te está pasando seguido? —pregunta Pascale, ya con el entrecejo fruncido.

Charles duda. Mira a Max. Luego baja la voz.

—Desde hace unos días. Tengo mareos, náuseas, olores que no soporto… algunas comidas me dan asco. A veces… me duele el pecho. Está muy sensible.

Arthur lo mira con sorpresa. Lorenzo frunce el ceño.

—¿Qué dicen los médicos?

—Que no tengo nada. Que todos los valores están normales. Pero otros… otros pilotos también lo están sintiendo…

Silencio.

Pascale lo observa durante un instante largo. Luego suelta una risa leve, como quien recuerda algo curioso.

—¿Sabes? Yo tuve esos mismos síntomas tres veces en mi vida. Exactos. Pero… —sonríe, como si la idea fuera ridícula— en este caso, sería imposible…

Charles la mira, pestañea.

—¿Imposible cómo?

—No importa, eso no puede aplicar acá…

Silencio.

Lorenzo y Arthur se miran entre sí. Max aprieta la mano de Charles debajo de la mesa, firme. Charles no dice nada. Nadie lo hace.

—No puede ser eso —añade Pascale con una risita, como descartando lo que ella misma acaba de decir—. Ningún hombre puede…

—No puede… —interrumpe Lorenzo, confundido—. No puede que?...

—Es un virus raro —murmura Arthur, aún pensativo.

Max y Charles se mantienen en silencio. Ellos no saben que está ocurriendo, lo que le contaron a Pascale igual que a Sophie y otros familiares de la grid fue muy básico lo del secuestro y el experimento, no necesitan saber que solo la patrulla omega se enfermó, no tienen necesidad de preocuparlos con eso, no podrían hacer nada de todos modos.

En medio de la confusión, Pascale le acaricia el cabello a Charles y besa su frente con dulzura.

—Sea lo que sea, estás en casa. Y no estás solo —dice, mirando a Max—. Eso es lo importante.

Charles asiente con el corazón lleno de ternura.

Max no le suelta la mano, haciendo sentir su presencia, está aquí siempre presente.

Y por ahora, eso basta.

La conversación sigue entre bocados pausados y miradas cruzadas. Pascale da un sorbo a su copa de vino antes de apoyar los codos sobre la mesa y mirar a Max con una media sonrisa.

—Por cierto, Sophie ha estado en contacto conmigo bastante seguido estas últimas semanas.

Max levanta la vista, sorprendido solo por un instante. Charles deja los cubiertos y lo mira también, atento.

—¿Mi madre? ¿Por qué?

—Por la coalición de familiares —responde Pascale con naturalidad—. La que ella misma ayudó a formar, ¿recuerdan? Entre familiares cercanos de los pilotos que secuestraron y con los que experimentaron. Ya lleva un par de semanas en marcha, y estamos bastante organizados.

Charles traga saliva, su expresión suavizada por el alivio. Sabe lo que significa que Sophie y su madre estén del mismo lado.

—¿Y qué han hablado? —pregunta él con cuidado.

—Cosas prácticas —responde Pascale—. Protocolos de respaldo, contactos de confianza, una lista de abogados si alguno lo necesita. Pero también... emociones. Lo que puede pasar si se filtra algo, si algún medio empieza a atar cabos. Sophie no quiere que nadie se sienta solo o expuesto. Y yo tampoco.

—Gracias, maman —dice Charles, con la voz baja y sincera.

—De nada, mon cœur —responde ella, y sus dedos se apoyan con suavidad sobre la mano de su hijo—. Ustedes no eligieron esto, pero tampoco tienen que cargarlo solos.

Lorenzo asiente, cruzando los brazos sobre el pecho con gesto firme.

—Y si alguien dice algo, ya saben que yo salgo a la prensa primero. Me encantan los micrófonos.

—Ojalá no llegue a eso —murmura Arthur, y sonríe con ternura hacia Charles—. Pero si llega, nos vamos a encargar de que tengas a todo Mónaco en tu esquina. Y a nosotros al frente.

Después de la cena, Arthur y Lorenzo están encargados de lavar los platos y Charles de recoger, cuando termina de guardar el último cojín en su sitio, dejándolo justo como Pascale siempre los acomoda —una costumbre suya de cuando vivía aquí—, y se sienta en el sofá, dejando que el silencio de la casa le acaricie los pensamientos. Max todavía está en el recibidor, y su madre también. No quiere interrumpirlos, pero sus voces llegan claras desde donde está.

No pretende espiar, pero cuando escucha a Max decir su nombre, el corazón se le encoge un poco, alerta, curioso.

—Voy muy en serio con Charles —dice Max, con esa firmeza suave que solo usa con las cosas que de verdad le importan—. Lo amo. Y voy a cuidarlo. Sé que a veces parezco seco, o torpe con las emociones, pero con él... no quiero equivocarme. No puedo. Es todo para mí.

Charles siente que el mundo se detiene un momento. La sala, la luz del mediodía, el eco de las palabras. Max no sabe que él está oyendo. No lo dice para ser escuchado. Lo dice porque lo siente.

Pascale responde tras un silencio cálido, lleno de significado.

—Max... cariño, lo sé. Siempre lo he sabido. Desde que eran niños. Para mí ya eres como otro hijo. Solo asegúrate de que sepa cuánto lo amas. A veces, Charles necesita que se lo digan más de una vez. Como su padre.

Él no puede evitar sonreír, enternecido, pero también con ese calor que le sube por la nuca cuando se sonroja. Lleva una mano a su cara, queriendo esconderse, pero también queriendo salir corriendo a abrazarlos a los dos. Se le forma un nudo dulce en la garganta. Se siente visto. Amado. A salvo.

Cuando Max entra a la sala unos segundos después, sus miradas se cruzan, y Charles solo le sonríe, amplio, sin una sola palabra, porque no hacen falta.

Max se sienta a su lado, y al instante sus dedos se entrelazan con los suyos. Pascale los observa desde la entrada con una sonrisa cómplice.

Y así, con la casa oliendo a flores y café, Charles se siente en paz.

—¿Listos para volver a casa? —pregunta Pascale con una ceja alzada, como si no supiera que el penthouse de Max hace semanas ya es la casa de Charles también.

Charles asiente, mordiéndose el labio para no sonreír demasiado.

Sí. Listos.

Se despiden en la puerta con abrazos largos y palabras suaves. Pascale le acaricia la mejilla a Charles como cuando era niño, y le sonríe a Max con ese cariño tranquilo que ahora él entiende mucho mejor. Arthur y Lorenzo hacen sus bromas de costumbre, pero Charles nota la manera en que le palmean el hombro a Max con un dejo de aprobación que no estaba del todo antes. Es sutil. Pero está.

Cuando cierran la puerta detrás, y bajan por las calles estrechas de Mónaco camino al penthouse, Charles lleva el corazón henchido, casi tambaleante de tanta dicha. A su izquierda, Max camina con las manos en los bolsillos, pero cuando la brisa marina sopla más fuerte y Charles se estremece apenas, él sin decir nada le ofrece su brazo. Charles se aferra con una sonrisa pequeña, apenas contenida. Cada gesto de Max últimamente es así: tierno, considerado, íntimo.

Y él, él sigue sin entender cómo fue que la vida, después de tanto, decidió finalmente volverse buena con él.

Ha ganado en casa. En su casa. Ha levantado el trofeo ante su gente, ante las montañas que lo vieron crecer, con la bandera roja ondeando detrás y las lágrimas en los ojos. Con Max mirándolo desde abajo del podio, con esa mirada que no disimula nada.

Y ahora está aquí, caminando a su lado, entrando juntos al penthouse que ya es más suyo que su propio departamento.

Charles abre la puerta con su llave —la que Max le dio sin ceremonia pero con una sonrisa que decía todo— y al cruzar el umbral siente una paz cálida instalarse en su pecho. Todo huele a ellos. A la colonia suave de Max, a sus cosas entrelazadas por todas partes: sus libros mezclados, las mantas revueltas que usan para ver películas, la camiseta de Ferrari de Charles sobre una silla, la chamarra de Max sobre el sofá. Y Leo corre a recibirlos, con sus patas torpes y sus ojos adorables, mientras los gatos miran desde lo alto del mueble, dueños silenciosos del territorio.

Charles deja las llaves y se detiene un segundo solo para mirar a Max. Él también está mirando el lugar, como si fuera la primera vez que lo ve así, iluminado por el sol del atardecer, con Charles justo a su lado. Sus miradas se cruzan. No hace falta decir nada.

Y es entonces cuando Charles siente que no podría pedir más. No hay vacío. No hay ansiedad. No hay miedo. Solo esta plenitud mansa, que le recorre la piel desde adentro.

Ganar su carrera de casa. Amar y ser amado por el chico que ha tenido en su corazón desde que tiene memoria. Correr con Ferrari. Sentirse seguro. Vivir aquí.

Charles se recuesta contra el marco de la puerta y observa a Max quitarse la chaqueta con ese andar tranquilo que tanto le gusta, y sonríe.

"Esto es perfecto" , piensa, con esa certeza cálida que se asienta en sus huesos.

Y mientras Max se gira para preguntarle si quiere té o pizza, con esa dulzura práctica que lo caracteriza, Charles recuerda algo que dijo Lando hace unos días en tono de broma, con media sonrisa y una galleta en la mano:

—Esto ya no puede ponerse más intenso, ¿no? Literalmente nada podría empeorar esto de ninguna manera.

Charles se ríe por lo bajo. Porque, sinceramente, . Esto es tan perfecto que parece irrompible, ningún problema sería lo suficientemente inesperado para extrañarlo o sorprenderlo.

Y todavía no sabe lo que la vida está gestando para él en el futuro.

Notes:

Charles no sabe que es peligroso decir esas cosas y no es el primero Lando empezó jajajaja.
como vamos?

Chapter 34: Capítulo 33: Lewis Hamilton quiere felicidad completa.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Lewis Hamilton no puede dejar de sonreír.

Está solo en la terraza del restaurante que ha reservado en secreto, observando cómo cae el sol sobre Londres, dorando los edificios con esa luz cálida que hace que todo parezca suspendido en el tiempo. Acaba de ganar su Gran Premio de casa —una victoria más en su tierra, una más en la historia, pero distinta— porque esta vez no es solo él. No es solo el piloto, ni el campeón, ni el ícono. Esta vez, es Lewis, el hombre profundamente enamorado que espera a su pareja para una cena que ha estado imaginando durante semanas.

Porque Nico Rosberg, después de todo lo vivido, es mucho más de lo que recordaba.

Y eso es decir mucho.

Desde que se reencontraron hace cuatro meses en casa de Nicole Piastri, no han pasado una sola noche separados. El vínculo entre ellos es más que amoroso: es un lazo cálido y constante que vibra bajo la piel, que les avisa del humor del otro, que les susurra calma incluso en medio del caos. Lewis no necesita palabras para saber si NicoR está bien. Lo siente.

Y NicoR ha sido... hogar.

Es dulce, profundamente cuidador, un bálsamo. Lewis se derrite cada vez que lo ve preocuparse por los más jóvenes del grupo, cuando le tiende una manta a Mick sin decir nada, o prepara té para Kevin, o da consejos a través de los grupos de chat. El alemán en coalición con Seb son imparables y de verdad que verlo feroz es algo que sí ha de ser sincero lo hace ver super caliente.

Aparte de todo eso, NicoR Se ha aprendido de memoria la comida vegana favorita de Lewis, la cocina sin preguntar, y nunca deja de agradecer con una sonrisa cada vez que Lewis le prepara algo especial.

Y Roscoe, claro, también lo adora. Lo sigue por el apartamento, buscando sus abrazos y que le rasque la panza. No lo culpa, Lewis adora su aroma a manzana verde y flor de narciso, que ahora impregna las prendas, sus almohadas, los rincones de su casa compartida.

Porque ya es su casa. Hace un mes, NicoR vendió su apartamento y se mudaron juntos. No necesitaban hablar demasiado del tema. Era evidente. Están tan fundidos el uno en el otro, tan cómodos, tan felices, que cualquier distancia se volvía absurda.

Y sus familias... Lewis aún se emociona al recordarlo. Carmen, su madre, lloró en silencio al verlos juntos. Anthony, con esa seriedad suya, se limitó a asentir con un brillo en los ojos que Lewis no olvidará nunca, apoyándolo como toda la vida. A Ron y Sina, los padres de NicoR, les tomó un momento procesar todo —el secuestro, los experimentos, el vínculo—, pero ninguno de los cuatro se sorprendió de verlos tomados de la mano. Ya era hora , dijeron. Menos mal lo arreglaron . Y desde entonces, son una sola familia. Unidos, firmes. Un frente común.

Lewis se apoya en la baranda de cristal, pensando en los últimos días. En los síntomas que NicoR ha seguido experimentando: el cansancio persistente, las visitas nocturnas al baño, el repentino rechazo a ciertos olores, los antojos que aparecen sin aviso, el pecho sensible. Pero sobre todo, la libido. El deseo desatado, voraz, que lo toma por sorpresa. NicoR lo ataca en momentos aleatorios, lo monta sin previo aviso, y Lewis… bueno, Lewis no se queja, lo tiene fascinado. De hecho, piensa en eso más seguido de lo que debería en momentos públicos.

NicoR está feliz. Y eso es todo. Lo es todo.

Ayudarlo con sus vitaminas, con su dieta, con lo que sea que necesite —incluso si eso implica salir a las tres de la mañana a buscar el helado de avellanas y choco menta que quiere— es un placer. Porque NicoR sonríe al recibirlo. Y la sonrisa de NicoR es, sin duda, su mayor debilidad.

Y ahora, lo espera.

Tiene un plan especial esta noche. No quiere fiesta con el paddock. No quiere flashes, ni copas levantadas, ni discursos. Solo quiere a Nico. Un restaurante exclusivo, luz baja, jazz suave, y el hombre al que ama desde que tiene uso de razón.

Lo ve llegar.

Nico entra al restaurante con paso seguro, su silueta recortada contra la puerta. Lleva una chaqueta que Lewis conoce bien —la misma que le prestó hace semanas, y que Nico jamás devolvió—. Lo mira, y su sonrisa se enciende en ese instante como si la ciudad entera se apagará a su alrededor. Lewis siente que el corazón le da un vuelco.

No necesita una celebración más grande que está.

Ganar en casa. Dormir con NicoR cada noche. Y el amor que, por fin, han reclamado como suyo.

Solo falta una cosa para tener lo que siempre soñó, y si todo sale bien en esta noche dará un paso más para completar su todo.

Lewis espera en la terraza interior del restaurante reservado, de pie junto a la mesa perfectamente dispuesta. Las luces cálidas en guirnaldas flotan sobre ellos, tamizadas por el follaje delicado que cuelga del techo de vidrio. El ambiente es íntimo, cálido, con la música lo bastante baja como para no competir con las palabras.

Entonces lo ve entrar.

NicoR camina hacia él, elegante como siempre, con los hombros rectos y una sonrisa que se le dibuja lenta apenas lo ve. No necesitan decirse nada para entender que el otro también lo está sintiendo: la electricidad leve, la emoción de algo especial.

—Hola, amor —dice NicoR, apenas llega hasta él.

Lewis se inclina a besarlo, breve, suave, con las manos acariciándole los brazos como si aún no se creyera que está allí, de verdad, con él.

—Hola, tú. Estás increíble.

Nico sonríe, un poco tímido, bajando la mirada con un leve rubor.

—¿Reservaste este lugar solo para nosotros?...

—Quería que estuviéramos tranquilos.

Se sientan. No hace falta ceremonia. Han compartido tanto en estos meses, cada rincón del día, cada noche. No han dormido separados ni una sola vez desde hace cuatro meses. Y aún así, cada encuentro sigue teniendo esa intensidad de lo irrepetible.

La conversación fluye. Se ponen al día, como si no vivieran juntos, como si no supieran cada detalle ya. Hablan de Roscoe, de los veintidós, del trabajo.

Y después de los primeros platos, la conversación cambia de tono.

—¿Cómo están los de la pandilla Alfa? —pregunta NicoR, mientras parte con cuidado el pan.

Lewis suspira suavemente riendo un poco de la patrulla y la pandilla, apodos claro inventados por Lando y Daniel, apartando un poco la copa con agua.

—Estables. Con altibajos, claro. Algunos síntomas van y vienen…

NicoR lo mira con atención, los ojos claros cargados de esa ternura que siempre le dedica solo a él. Lewis toma un sorbo de su bebida, limonada con menta para ambos, y deja el vaso a un lado antes de hablar.

—KimiR y yo hemos estado aconsejando, explicándoles cómo cuidar, qué señales vigilar… y también intentamos que no se sobrepasen y ellos bueno… están reaccionando como pueden —empieza, y una sonrisa pequeña le cruza los labios— Max casi se vuelve loco midiendo la temperatura ambiente del hotel, como si con eso pudiera evitar las náuseas de Charles. Franco lleva una bitácora escrita con cada alimento que le cae bien o mal a Oscar. Pierre… bueno, Pierre tiene un kit de emergencia para Yuki que parece de astronauta. Comida, ropa extra,  jengibre confitado, medicina. Es ridículo y adorable.

NicoR ríe bajo, y Lewis continúa, su voz cargada de cariño.

—George se desvela leyendo papers médicos a ver si da con algo que nos diga que es lo que tienen. Esteban tiene a Lance literalmente envuelto en bufandas aromatizadas que se frota en la marca. Carlos carga con snacks en los bolsillos como si fuera un papá primerizo y si Lando quiere pan con mermelada a las cuatro de la mañana, sale a buscarlo sin protestar. A veces el instinto aprieta demasiado. Daniel estuvo a punto de seguir a Mick hasta la ducha solo porque se demoró en contestar un mensaje.

Lewis se detiene un segundo, viendo cómo NicoR sonríe, su expresión iluminada por el reflejo tenue de las velas.

—NicoH con Kevin... jamás imaginé a Hulk tan blando pero ahí está, sentado cada noche con él, tomando infusiones y dándole masajes en la espalda. Oliver es un niño aún, pero con KimiA juro que... —Lewis niega suavemente, enternecido—. Lo cuida como si el mundo se fuera a romper si no lo hace. Le canta canciones en voz baja, lo arropa, le acaricia el cabello hasta que duerme. Y... bueno, KimiR no dice mucho. Pero lo ves llevarle el abrigo a Seb antes de que lo pida, preparar su té sin que tenga que mirarlo, sentarse a su lado solo a compartir el silencio. Ese tipo de amor que se da con la historia, con la costumbre. 

NicoR guarda silencio, y Lewis puede sentir en el vínculo ese calor suave, redondo, lleno de comprensión y afecto.

—Aún no sabemos qué está pasando. Ellos están igual que tú los síntomas no ceden. Algunos días son peores que otros. Pero afortunadamente la patrulla alfa los aman con una fuerza que... que da miedo. Nadie lo entiende, pero estamos haciendo lo que mejor podemos hacer: quedarse. Sostener.

NicoR le acaricia el dorso de la mano con el pulgar, y Lewis se da cuenta de cuánto le arde el pecho de orgullo. Porque sí, está guiando a los alfas, pero no está solo. Todos han elegido quedarse. Todos han decidido amar.

—Lo están haciendo bien, Lewis. Tú estás haciéndolo increíble. Te vi con Oliver el otro día. Sentado con él por horas, solo esperando a que se calmara.

Lewis se encoge de hombros, disimulando la emoción que le provoca escucharlo.

—Se parece a ti —dice entonces, mirándolo con una sonrisa suave—. Cuando se siente inseguro, necesita presencia. No palabras.

NicoR desvía los ojos, visiblemente conmovido. Juega con la servilleta, la acomoda sin necesidad.

—Gracias por elegirme… —murmura.

—Gracias por quedarte… —responde, y ambos sonríen con el corazón lleno.

Terminan de comer sin apuros. Lewis se encarga de todo, pendiente de cada detalle, sin que NicoR tenga que pedir nada. Comparten postre, ríen por algo que el camarero comenta al pasar, y cuando NicoR intenta levantarse para mirar la vista desde la terraza, Lewis le toma la mano.

—Un momento.

Se pone de pie y le ofrece la mano con una sonrisa distinta. NicoR frunce el ceño con curiosidad, pero se la toma sin dudar.

—¿A dónde vamos?

—Ven.

Lewis lo guía por la terraza hasta la esquina más discreta. La ciudad brilla más allá de las ventanas altas, y Londres parece susurrarles desde abajo.

Entonces, Lewis se detiene. Y frente a la mirada sorprendida de NicoR… se arrodilla.

—Lewis...

Lewis no dice nada al principio. Solo lo mira, tomándole las manos. Luego saca del bolsillo interior de su chaqueta una pequeña caja negra. La abre. Adentro, el anillo de oro blanco con una banda de esmeralda brilla con una sencillez perfecta, pensada con cuidado. Un diseño limpio. Elegante. Íntimo.

—Te amo desde siempre, tengo esto desde el 2015 —dice Lewis, con la voz firme, aunque los ojos le tiemblan un poco—. Desde antes de entender qué significaba realmente amar. Te he amado en silencio, con rabia, con esperanza. Y ahora, por fin, con paz.

Traga saliva, manteniéndose de rodillas, mientras siente cómo el vínculo se enciende leve, latiendo cálido entre ellos.

—Eres todo para mí. Lo has sido siempre. Quiero compartir cada día, cada momento, cada noche, cada mañana contigo. Si quieres. Si me dejas.

—Lewis…

—¿Te casarías conmigo?

Nico se lleva una mano al pecho, los ojos llenos de lágrimas, y la otra sigue firme entre las manos de Lewis. Asiente, bajando a su altura sin dejar de sonreír, y le susurra en voz apenas audible, contra sus labios:

—Sí. Para siempre.

Lewis lo besa sin esperar. Le pone el anillo en su dedo minutos después, tembloroso, perfecto.

Y en ese instante, bajo la luz de la ciudad que los vio crecer, Lewis Hamilton siente que la línea de meta de su vida es justo esta: Nico Rosberg, diciéndole que sí.

 

Grupo: 🔒 La Patrulla y la Pandilla de los 22™

📸 Lewis envía una foto:
(Selfie con NicoR besándolo en la terraza. La mano con el anillo a la vista)
Lewis Hamilton:
Dijo que sí 💍 Después de Seb y KimiR, vamos nosotros 

Max Verstappen:
DUDE ESTO ES DEMASIADO, FELICIDADES 🔥

Charles Leclerc:
Estoy llorando literal, Max me abrazó y no me suelta 😭

Sebastian Vettel:
Bienvenidos al club ❤️

Kimi Räikkönen:
Cool.

Daniel Ricciardo:
A la mierda, me caso si esto se siente así 

Mick Schumacher:
📸 foto abrazando a Daniel  

Voy guardando ideas, sí 

Carlos Sainz Jr.:
Esto es hermoso, Lando ya tiene 3 playlists para su boda

Lando Norris:
📸 foto de su cara roja ¿Puedo ser Caballero de honor? 😭

Pierre Gasly:
Voy a llorar, pero con estilo. Yuki ya quiere armar el menú

Yuki Tsunoda:
¡Comida de bodaaaaa y son doooos!

Nico Hülkenberg:
Esto es tan bonito que hasta yo estoy emocionado

Kevin Magnussen:
Confirmo, lo vi limpiándose los ojos 

George Russell:
Esto es el amor, gente. Gracias por darnos esperanza 

Alex Albon:
Literalmente no paro de mirar a George desde que lo leyó 

Esteban Ocon:
Vamos a enviar flores, Lance ya pidió una tonelada 

Lance Stroll:
No me importa, esto me destruyó. Se ven tan felices 

Franco Colapinto:
Esto es de película. NicoR y Lewis Felicitaciónes 

Oscar Piastri:
Sí. Franco está lagrimeando y yo tratando de no unirme 

Oliver Bearman:
¿Es muy pronto para proponerle algo a Kimi? 

Kimi Antonelli:
📸 foto sosteniéndole la cara a Oliver  

Sí, pero dilo otra vez 

 

Mientras el chat explota se besan bajo la luz de las estrellas, con el murmullo del mar lejano y el viento suave que acaricia la terraza como una bendición. Nico sonríe contra sus labios, con las mejillas apenas sonrojadas, las manos firmes en su pecho como si también quisiera memorizar este instante para siempre.

Lewis lo mira, y no puede contener el suspiro que le llena el pecho. Tiene todo. Tiene a Nico.

Y mientras lo envuelve entre sus brazos, mientras siente su aroma a manzana verde y flor de narciso mezclarse con el suyo, con la calidez de su vínculo vibrando en lo más profundo del alma, Lewis lo sabe sin lugar a duda:

Mientras tenga a NicoR así, tan suyo, tan cerca, su felicidad está completa.

Para siempre.

Notes:

mi corazón brocedes es feliz con estos capítulos jajajaja.
como vamos?

Chapter 35: Capítulo 34: Franco Colapinto definitivamente no está celoso.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

A veces Franco Colapinto no cree lo que le está pasando. Hace solo cinco meses veía a Oscar Piastri desde la grada, desde su pantalla, desde esa barrera invisible que separa la F2 de la F1. Oscar era su crush imposible, el piloto talentoso y frío que a veces sonreía en las entrevistas con sus adorables dientes de conejito, el que parecía siempre inalcanzable. Hoy, es quien le hace los mates al despertar, quien le acaricia la nuca cuando se quedan dormidos en el sofá, quien lo llama amor mientras lo mira como si no existiera nadie más.

Oscar ha estado más descarado que nunca. Desde que los síntomas extraños comenzaron a cambiar, está encendido. La libido le arde bajo la piel y no se molesta en disimularlo. Le ha pedido hacerlo en la cabina de pilotos de Franco, antes de una carrera de F2, y ha sugerido cada superficie posible de sus apartamentos como campo de juego. Y claro, está la vez del baño del bar, después de la victoria de Lando, donde no se quedó en palabras. Franco no sabe cómo logró mantener la compostura durante el resto de la noche después de tener a su conejito temblando entre sus brazos, con las piernas aún rodeándole la cintura mientras los dos trataban de recobrar el aliento después de la travesura.

Pero Franco, aunque está enamorado hasta los huesos, también tiene un límite. Y ese límite tiene nombre: Logan Sargeant.

Sí, sabe que Oscar y Logan son amigos desde hace años. Lo sabe, lo entiende, intenta no hacer un mundo de ello. Pero es difícil cuando Logan aparece en cada circuito, se instala en el garaje de McLaren como si viviera allí, y Oscar todavía no le ha dicho que ellos están juntos. Entonces Franco se ve obligado a comportarse como "el amigo argentino de Oscar" cada vez que el estadounidense está cerca, mientras por dentro le hierve la sangre. Pero definitivamente no está celoso.

Y lo peor fue ese día. Logan entró a la cabina de Oscar sin tocar la puerta, claramente interrumpiendo algo —Franco todavía tenía la camisa desabrochada—, y lo sacó para "hablar en privado" con Oscar. Como si no pasara nada. Como si no acabara de invadir su espacio más íntimo.

Franco no dice nada. No quiere parecer un novio celoso e inseguro, no con Oscar. Pero tampoco lo disimula. Oscar puede sentirlo en el vínculo: el enojo contenido, la incomodidad, la forma en que Franco tensa la mandíbula cada vez que Logan le revuelve el pelo a su conejito, lo abraza despreocupado o le sonríe con esa familiaridad que no debería tener.

Hay dos momentos que siguen latiendo en su cabeza como un zumbido: el día que Logan apretó la marca de Oscar por encima del mono, con una sonrisa que a Franco le pareció demasiado sabida. Y el día de la nalgada. En plena jornada de qualy. Franco respiró profundo, se alejó sin decir palabra, y pasó el resto del día con los nudillos apretados. Oscar lo calmó después, tomándole la mano debajo de la mesa del hospitality. No hablaron del tema, pero no hizo falta.

Porque Oscar lo sabe. Y Franco también. Lo que tienen es real. Es profundo. No solo se acuestan juntos, comparten una intimidad más profunda: comparten el mate, los juegos, los silencios cómodos, la vida en sus formas más simples. Y, sobre todo, comparten un vínculo que late constante. Oscar le pertenece, y él pertenece a Oscar. Lo demás son ruidos.

Pero Franco, además, ha estado paranoico, sus instintos de proteger llevan mes y medio volviéndose locos. Por los cambios de humor, por las náuseas, los antojos raros y los mareos de Oscar, por su dolor en el pecho, por los aromas que le molestan. Y Logan, felizmente inconsciente, a veces aparece con esa colonia que Franco ya sabe que Oscar detesta más de una vez. Su cara se pone verde, frunce el ceño, y con una excusa apenas armada tiene que desaparecer al baño mientras el estadounidense sigue hablando como si nada.

En días como hoy, el ser solo “el amigo argentino” le pesa más. Su Oscar, su conejito increíble, acaba de lograr su primera victoria en la Fórmula 1 en el gp de Hungría y Franco solo quiere correr hacia él y ser el primero en abrazarlo. Pero no puede. No hay ninguna explicación oficial para que esté ahí. Ni siquiera McLaren lo sabe, aunque Franco sospecha que Andrea Stella ya lo intuye. Y duele. Duele porque Logan está ahí. Porque Logan lo felicita primero. Porque lo abraza sin que Oscar pueda evitarlo. Franco solo quiere gruñir un rato, así que se encierra en la cabina privada del piloto dentro del garaje, se sienta en el pequeño sofá con la transmisión interna en su teléfono, y espera pacientemente a que llegue su momento, ese en el que finalmente podrá tener a su conejito entre los brazos. 

Pero su espera no es recompensada. Cuando se pone de pie al ver ingresar a Oscar a la cabina, lo primero que ve es a Logan colgado de su hombro, como si fuera lo más natural del mundo. Franco tiene que fingir la sonrisa, forzarla con los labios apretados, luchando contra el impulso instintivo de gruñir. Oscar se ve feliz. Radiante. Y Franco no tiene derecho a arruinarle ese momento. Así que sonríe. Todo lo que puede. Por él. Por su conejito.

—Vaya, Franco, pensé que eras muy buen amigo de Oscar. ¿Por qué no fuiste a felicitarlo? —suelta Logan con esa sonrisa que a Franco le parece más falsa que una moneda de plástico.

La sonrisa de Franco tiembla. El músculo de su mandíbula se tensa. Hace un esfuerzo extra por no dejar que se desdibuje del todo.

—Quería que tuviera su momento —murmura, apenas audible, la voz firme pero tensa—. Se merece este triunfo más que nadie…

Respira hondo. Contiene el aire. Trata de levantar un pequeño muro en el vínculo para que Oscar no sienta la molestia que le arde en la garganta.

—Tal vez estás celoso —dice Logan, echándose a reír como si no acabara de clavarle un cuchillo—. Quiero decir, todavía en F2… y Oscar ya con una victoria en F1. A cualquiera le costaría.

Ese comentario lo descoloca. Por un instante, su parpadeo se retrasa. Pero Franco se obliga a mirar a Oscar. A su hermosa cara iluminada por la victoria, por la alegría, por todo lo que ha logrado. Respira una, dos veces.

—Para nada. Yo he visto cuánto se ha esforzado para llegar hasta aquí. Él se merece estar aquí. Va a ser campeón del mundo te lo aseguro… —La voz le sale baja, medida, como quien intenta no romperse.

Lo que no dice es que sí está celoso. Pero no tiene nada que ver con la Fórmula 1. Tiene que ver con esa mano de Logan que acaba de rozar la marca de Oscar sobre el cuello. Esa mano que nunca debería estar tan cerca.

—Suenas un poco pasivo-agresivo, ¿sabes? —añade Logan con una media sonrisa burlona—. A veces me da miedo dejar a Oscar contigo.

Franco aprieta los puños a los costados definitivamente no está celoso, pero un poco furioso tal vez. La sonrisa se le queda algo más tiesa, como congelada. Está seguro de que una ceja le tiembla. Se traga la bilis que le sube por la garganta y se obliga a no mirar directamente esa mano. Ya no sabe si es por los celos o por la impotencia de no poder decir nada sin ponerlo todo en peligro. Está tan concentrado en mantener la compostura que apenas registra el momento exacto en que Oscar se gira un poco y aparta con suavidad la mano de Logan de su hombro.

—Logan —dice Oscar, sin perder el tono amable, pero con una firmeza que no deja espacio a dudas—. Basta.

El ambiente se congela.

—¿Eh? Solo bromeaba —responde Logan, levantando las manos—. No tienes que ponerte así, hombre.

—Yo, no estoy bromeando —interrumpe Oscar, y ahora sí lo mira directamente, con los ojos más serios de lo que Franco lo ha visto en semanas—. Franco no tiene que estar delante de las cámaras para que yo sepa cuánto le importo. Y tú tampoco tienes que recordárselo.

Franco contiene el aliento. La inestable pared en el vínculo se resquebraja apenas. La calidez que brota desde Oscar lo toca, lo envuelve, lo calma por dentro como una caricia silenciosa.

—Y por cierto —agrega Oscar, con una sonrisa ligera que no suaviza el filo de su mirada—, tu colonia me marea un montón.

Logan da un paso atrás, incómodo, y se encoge de hombros, mascullando algo como “vale, vale” antes de salir de la cabina. El silencio que deja es denso, pero Franco solo puede respirar profundo por primera vez en minutos.

—Te vi en la pantalla en el garaje cuando aparqué—murmura Oscar, acercándose mientras la puerta se cierra detrás del estadounidense—. Y solo quería que supieras… que yo también quería correr hacia ti.

Franco lo mira, los ojos ardiéndole un poco. Oscar ya está ahí, delante de él. Su conejito. Su todo. Y ahora lo tiene cerca, justo donde pertenece.

—Gané hoy… pero tú fuiste mi primer pensamiento cuando crucé la línea —confiesa Oscar, y lo toma de la mano, entrelazando los dedos—. Quédate conmigo, ¿sí?

Franco no puede más. Lo abraza. Lo aprieta contra su pecho. Ya no importa quién lo vea. Ya no importa si alguien sospecha. Solo él, Oscar, su aroma, sus brazos, ese vínculo que late tan fuerte entre los dos.

Y ahí, entre el zumbido lejano del paddock y el eco del corazón de Oscar contra su pecho, Franco decide que sí: lo vale todo. Cada segundo de espera. Cada sonrisa fingida. Cada gruñido reprimido.

Porque Oscar Piastri es suyo. Y él no va a soltarlo. Nunca.

—La próxima vez… espero verte ahí —dice Oscar con voz suave, aún con la adrenalina de la carrera vibrando en sus venas, mientras sus dedos juegan con el borde de la camisa de Franco.

Franco baja la mirada, la sonrisa se le desdibuja un poco.
—No podemos, conejito. Para todos sigo siendo solo tu amigo argentino. Ni siquiera McLaren ni Logan saben de lo nuestro. Creo que… él es el único piloto en toda la parrilla que no lo sabe. Pero no quiero obligarte a contarlo solo por esto.

Oscar parpadea preocupado.
—Esta no es la primera vez que te sientes molesto por Logan, ¿verdad? —pregunta, despacio.

Franco asiente sin palabras, con los ojos clavados en algún punto lejano de la habitación.
—No lo es —admite al fin—. Pero no tenés que preocuparte. Yo sé que soy la persona a la que volvés todas las noches, la que tiene tu corazón. Lo sé. Y sé que no debería tener estos pensamientos, no quiero molestarte con eso.

Oscar lo abraza con fuerza, apretando el rostro contra su cuello como si quisiera fundirse ahí.
—Oh, Franco... —susurra enternecido—. Tenías que haberme dicho si te molestaba. No me importa que Logan lo sepa. Se lo diré si eso te hace sentir mejor. No quiero que te tragues sentimientos que te hacen daño. No entre nosotros. Nunca entre nosotros.

Franco sonríe, aliviado, y lo abraza con más fuerza, como si Oscar fuera su ancla y su hogar.
—Sos el mejor novio del mundo, conejito.

Oscar le da un beso cálido en los labios, cargado de promesas.
—Apuesta a que sí. Soy el único que vas a tener. —Y luego, con una sonrisa ladeada, murmurando contra su boca—. Y ahora… ¿dónde está mi celebración de victoria?

Franco se ríe, rendido, mientras Oscar le desabrocha el pantalón con una lentitud provocadora. Logan deja de existir. No hay espacio para celos, ni dudas, ni inseguridades.

Hasta horas después, en la fiesta de celebración de McLaren, cuando la mayoría de la parrilla está presente… y las miradas cruzadas vuelven a levantar viejos fantasmas.

La música electrónica vibra en las paredes del hospitality, mezclada con aplausos, risas y ese perfume inconfundible de éxito sudado. Franco observa, brazos cruzados, intentando mantener la neutralidad. Pero sus ojos no se despegan de Oscar a su lado.

Ni de Logan.

No es que desconfíe de él. Franco sabe perfectamente que Logan es el mejor amigo de Oscar desde hace años, casi un hermano según el estadounidense. Pero también sabe algo que Logan no: que hay una línea invisible que, sin querer, está cruzando.

Lo nota cuando Logan se acerca con una copa en cada mano. Su sonrisa es limpia, sin doble fondo, pero algo dentro de Franco se tensa como un resorte.

—¡Toma! Brindis de victoria…—dice Logan, extendiendo una copa hacia Oscar.

—Gracias, pero no puedo beber —responde Oscar con calma.

—Vamos, una nada más. Si es casi jugo. Ni se siente.

Franco ve cómo Oscar se tensa cuando el estadounidense le acerca la copa aún más. Se lleva una mano a la nariz, con una mueca automática.

—No, Logan, en serio. Me hace daño. No soporto ni el olor —dice, tapándose la nariz—. Me siento bastante mal con solo el aroma cerca.

Logan se detiene, sorprendido.

—No sabía que era tan fuerte, antes podías beber. Perdón, no quise incomodarte.

Oscar le sonríe apenas, bajando la mano. Pero Franco ya lo ha notado: el temblor en la nariz, la respiración más lenta, esa que usa para no vomitar cuando el malestar lo revuelve por dentro.

Y quiere intervenir. 

Quiere proteger a su pareja, quitarle la copa a Logan, ponerse entre ambos. Pero se contiene. Porque conoce a Oscar. Sabe que quiere manejarlo solo. Así que Franco se queda quieto, con el cuerpo en tensión y los dedos crispados dentro de los bolsillos. Solo atina a sacar un caramelo de jengibre y ponerlo en la mano de su conejito sin decir palabra. Oscar lo mira agradecido apenas lo pone en su boca y las náuseas disminuyen.

Logan observa el intercambio algo incrédulo, luego se disculpa de nuevo y se aleja con la copa. Franco suspira, pensando que todo ha terminado. Pero entonces ve a Oscar girarse y caminar directo hacia él.

—Franco —dice, con los ojos brillando de decisión—. Ven conmigo.

Franco frunce el ceño confundido, pero lo sigue.

Oscar se detiene frente a Logan, que acaba de dejar su vaso en una mesa. Lo mira sin confrontación, pero con esa firmeza suave que siempre usa cuando algo le importa de verdad.

—Logan, quiero hablar contigo. 

Logan se tensa, parece algo asustado.

—¿Todo bien?

—Sí. Pero necesito que sepas algo —dice Oscar, echando una mirada a Franco antes de volver a Logan—. Franco no es solo mi amigo. Es mi pareja. Estamos juntos.

El silencio cae como un golpe sin eco, pero que lo detiene todo. Logan parpadea. No hay burla ni juicio en su rostro. Solo sorpresa.

—¿Qué? 

—Franco y yo estamos juntos. Somos pareja.— repite Oscar sin subir el volumen de la voz, los demás en la celebración parecen demasiado ocupados para prestar atención

—¿Desde cuándo?

—Desde hace más de tres meses—responde Oscar—. No lo hicimos público porque no es tan fácil. Este ambiente... ya sabes cómo es. Pero no quiero que lo ignores más. No quiero que sigas antagonizando con él sin saberlo.

Franco se mantiene alerta. No sabe qué esperar. Pero lo que ve en Logan no es molestia. Es algo mucho más humano: vergüenza.

—No tenía idea —dice Logan, genuino—. Juro que no lo sabía. Pensé que eran muy cercanos, claro, pero nunca imaginé que estuvieran juntos. Y si alguna vez lo sospeché, no lo quise asumir porque... no lo sé…es inesperado…

Oscar cruza los brazos.

—Sé que no lo hiciste con malicia, pero algunas cosas que dijiste... se sintieron mal. Y Franco no tenía por qué aguantarse eso.

Logan baja la cabeza, luego alza la vista y mira a Franco. Esta vez lo mira de verdad.

—Te debo una disculpa, Franco. Fui torpe. Dije cosas sin pensar. Jamás quise faltarte el respeto, ni a ti ni a lo que tienen. Ahora entiendo un poco cómo se sintió todo desde tu lado. Lo siento. De corazón.

Franco lo observa. La disculpa no suena falsa. No es por compromiso. Es de esas que realmente cuestan.

—Gracias por decirlo —responde, con serenidad—. Este ambiente es una mierda para muchas cosas, sí. Pero lo que tenemos no es cualquier cosa. Y si vos sos tan importante para él como él dice, me alegra que ahora lo sepas.

Logan asiente, con una media sonrisa culpable.

—Lo sé. Y ahora lo respeto aún más. Cuenten conmigo para lo que necesiten.

Oscar alarga la mano y entrelaza los dedos con los de Franco. El contacto es suave, pero claro. Una promesa silenciosa en medio del ruido. Franco le aprieta la mano apenas. Ya no hay nudos en su estómago.

Por primera vez esa noche, respira hondo.

Y lo hace tranquilo. Y ahora por fin puede decir de forma sincera que definitivamente no está celoso.

Notes:

Sinceramente no quería enemistarme con Logan, no me parece mal sujeto.
Que opinan?

Chapter 36: Capítulo 35: Sebastian Vettel no esperaba volverlo a ver después de retirarse.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Sebastian Vettel no puede creer lo que está pasando.

Han pasado cuatro meses desde que su vida cambió por completo. Cuatro meses viviendo bajo el mismo techo que Kimi Räikkönen. Tres desde que su cuerpo empezó a comportarse de formas que no entiende del todo: los cambios de humor, las náuseas, los antojos imposibles, el deseo incontenible que aparece sin aviso y lo consume por dentro. Pero KimiR… KimiR ha estado ahí para todo. Inquebrantable. Paciente. Amoroso.

El mundo siempre ha hablado del finlandés como el “Iceman”, distante, frío, imperturbable. Pero para Sebastian, ese hombre se derrite con solo mirarlo. Desde que comenzaron estos síntomas extraños, Kimi ha transformado su vida sin quejarse una sola vez. Sacó de casa cualquier cosa que pudiera provocarle una arcada o malestar, atiende sus antojos a cualquier hora —a veces en medio de la noche, sin siquiera protestar—, y cuando el deseo lo desborda, lo toma entre sus brazos con una pasión tan profunda y devota que Sebastian termina rendido, temblando, amándolo aún más.

Hace tres meses decidieron mudarse juntos. KimiR vendió su casa en la villa sin pensárselo dos veces, y juntos ampliaron la granja donde Sebastian cultiva sus sueños. Lo que antes era solo un terreno tranquilo ahora florece con invernaderos, pequeños hoteles para abejas, bancales de verduras orgánicas y huertos cuidados con esmero. Y KimiR está en todo. No sólo apoya, sino que se ha involucrado con una dedicación que lo deja sin palabras. Ayuda a construir estructuras, trabaja la tierra con él, maneja maquinaria, repara cercas. Incluso se ha convertido en uno de los rostros visibles de la campaña #Race4Women que tanto significa para Sebastian.

Verlo ahí, serio pero entregado, con las manos cubiertas de tierra o aserrín, haciendo cosas que jamás pensó que un campeón del mundo querría hacer… le derrite el alma. Porque detrás de esa cara impasible hay un corazón que late por él. Un hombre que ha aprendido a expresarse en actos, en gestos silenciosos, en miradas llenas de ternura.

Y Sebastian lo mira, y siente que su corazón se hincha de amor, sinceramente está pensando que el siguiente paso es que adopten niños, pero no le ha preguntado a KimiR que piensa todavía tiene un poco de miedo de su reacción. 

Desde que el celo de los demás terminó, y todo esto del virus, o si fue del experimento, o lo que sea que les hicieron, comenzó a olvidarse, no ha habido más síntomas nuevos. Los mismos que lo inquietaron al principio siguen presentes, pero estables, se han acostumbrado a vivir con ellos. Nada se ha agravado, nada se ha vuelto más extraño, los ciclos de celo y rutina no volvieron asi que no saben cuando pueda volver a pasar algo mas. Excepto por el documento. Ese maldito archivo bloqueado que no ha logrado abrir ni con la ayuda de ingenieros informáticos de confianza. Ni trucos ni software sofisticado ni claves ni fuerza bruta han servido. Sigue ahí. Silente. Casi burlón. 

Y así, después de semanas de frustración y de mirar sin resultados esa pantalla, Sebastian decidió dejar de obsesionarse. Por ahora. Porque hay cosas mucho más importantes. Mucho más urgentes.

Como el día de hoy.

Viernes 9 de agosto de 2024.

El día en que se casa con el crush de su adolescencia. Con ese amor imposible que, al final, no fue tan imposible. Con ese hombre de pocas palabras, pero actos gigantescos. Kimi Räikkönen. Su Kimi. El mismo que un día, sin avisar, con una cena hermosa, lo sorprendió en la terraza de la casa con una caja sencilla en la mano y los ojos más honestos que Sebastian haya visto nunca.

Se casa con él.

Y no cabe en sí mismo de la emoción. No hay rincón en su cuerpo que no rebose felicidad. Se siente flotar. Cada vez que respira, se llena de amor. Cuando piensa en KimiR, en todo lo que han construido, en lo que significa este día, en lo que viene después, el pecho se le oprime de gratitud. Porque lo eligió. Porque se eligen todos los días. Porque, contra todo pronóstico, ese hombre que parecía tan lejano se convirtió en su hogar.

Y hoy lo dirá en voz alta. Frente a quienes los conocen de verdad. Hoy le prometerá todo sin miedo.

Hoy, Sebastian Vettel se casa con el amor de su vida.

La ceremonia se celebra en su hogar. No en una iglesia, ni en un salón elegante, ni en algún destino exótico. En su granja, en Suiza. En el lugar donde ahora viven, donde siembran juntos los huertos, donde construyen con sus propias manos el pequeño hotel para las abejas, donde KimiR descubrió que su habilidad con la carpintería puede convertirse en lenguaje de amor. Allí, bajo el cielo limpio, rodeados de verde, de montañas en la distancia, y de la gente que realmente importa, Sebastian está a punto de decir .

Los veintidós están presentes. Cada uno de los que comparte ese infierno de experimento, ahora forma parte fundamental de este momento. Y también están unos pocos más. Los verdaderamente cercanos. Las familias de KimiR y Sebastian, que se miran con los ojos brillantes de orgullo. No trajeron a nadie más, querían algo muy íntimo, de ninguna manera iban a atraer paparazzi o algún otro parásito de los que viven de hablar pestes de los famosos, haciendo algo gigante.

Max, Checo, Valtteri y Nico Hülkenberg van por el ministro a la ciudad más cercana. Lo traen en el helicóptero de Checo. Los ojos vendados, un acuerdo de confidencialidad firmado, consentimiento explícito. No hay margen de error. Lo devolverán justo después, sin preguntas, sin cámaras, sin rastro.

Nico Rosberg, claro, es su padrino. No puede ser otro. Está a su lado todo el día, firme, sereno, dándole calma cuando las emociones amenazan con desbordarlo. Mick y Charles lo acompañan como caballeros de honor, sonrientes, atentos, orgullosos. Del lado de KimiR, Lewis es el padrino, junto a Daniel y Fernando. Sebastian no se cansa de mirar la forma en que todos trabajan a su alrededor con una sonrisa, como diciendo: solo porque es importante para Seb .

Los demás se encargan de todo. Yuki, Alex y Carlos preparan la comida, que huele delicioso desde temprano. Lando, Esteban y Zhou ajustan los últimos detalles del equipo de sonido y la música. Lance, George y Logan decoran el jardín con flores frescas, telas suaves y lámparas pequeñas escondidas entre las ramas, dándole al lugar un aire de cuento. Oscar, siempre puntual, organiza el horario con precisión. Franco y Pierre reciben a los invitados con una sonrisa suave y una mirada vigilante. Oliver y Kimi Antonelli corren por ahí con los anillos y los ramos, sus caritas radiantes de emoción. Charles tocará la marcha nupcial en piano.

Y Sebastian, apenas puede respirar de lo que siente.

Porque en minutos va a caminar hasta KimiR, va a mirarlo a los ojos y va a prometerle su vida entera. Porque va a casarse con el hombre que lo cuida cuando tiene náuseas, el que le besa la frente cuando despierta sudando, el que hace el amor con él con devoción y ternura, el que lo adora con cada acto, el que busca sus antojos a las tres de la mañana sin quejarse.

Con KimiR. Su KimiR.

Y mientras el sol comienza a bajar sobre las montañas, tiñendo de oro la tarde, Sebastian Vettel se siente la persona más afortunada del mundo.

El aire en la granja suiza huele a lavanda y a pasto recién cortado. Las luces cálidas cuelgan entre los árboles, y las flores silvestres decoran los bancos de madera donde los invitados ya están sentados. Hay un murmullo leve entre los pilotos, las familias, los amigos, mientras los primeros acordes del piano llenan el espacio con una melodía suave, elegante, íntima. Charles toca con manos firmes, sus dedos fluyen sobre las teclas con una delicadeza que hace que algunos ya se limpien las primeras lágrimas.

Desde el extremo del sendero decorado con hileras de velas, aparece Kimi Antonelli. Su expresión es seria, casi demasiado concentrada para lo que está haciendo, pero eso mismo lo vuelve aún más gracioso. Tiene una pequeña canasta en la mano y lanza pétalos con movimientos torpes pero decididos, sin saber bien si lo hace bien o mal, pero claramente orgulloso de estar ahí. Justo detrás de él, Oliver Bearman carga los anillos con sumo cuidado, como si llevara objetos frágiles, y al ver que Kimi lanza un puñado de pétalos hacia atrás sin querer, se ríe, bajito, pero sigue caminando firme.

Mick avanza a continuación. Tiene el rostro encendido de emoción, los ojos vidriosos, y camina despacio, con pasos medidos, como si le costara contener todo lo que siente por estar allí en ese momento. Lleva en las manos un pequeño ramo de lavanda y flores silvestres. Sonríe cuando ve a Charles levantar la mirada un segundo desde el piano para darle una leve señal de aliento. Detrás de él, Nico Rosberg aparece. Su porte es elegante, sereno, pero su mirada está puesta hacia el final del camino, donde todos esperan ver aparecer a Sebastian.

Y entonces lo hace.

Sebastian Vettel avanza con el sol cayendo sobre su rostro. Lleva un smoking de chaqueta larga, ceñida a su figura, con un corbatín azul profundo que resalta el brillo de sus ojos. La tela del traje tiene un tono sutil de blanco que hace juego con la versión oscura que KimiR usa —negro sobre negro, incluida la camisa—, como dos mitades de una misma sombra, de una misma promesa. Sebastian camina con los labios temblorosos, tragando emoción, la espalda recta, las manos cerradas con fuerza. El aire parece sostenerse solo para él. Cada paso es un latido, cada mirada que recibe, un abrazo silencioso.

No hay cámaras. No hay prensa. Solo ellos. Solo amor.

Y al fondo del altar rústico decorado con madera y flores secas, aún sin poder verse pero tan presente como el viento en los árboles, KimiR lo espera.

Cuando Sebastian por fin llega, el corazón le retumba en el pecho. KimiR lo espera ahí, firme y sereno, pero sus ojos —esos ojos que conoce mejor que nadie— le brillan con una ternura que derrite.

Sin importar la tradición, KimiR le toma la mano con decisión, y con ese gesto sencillo rompe el último hilo de nervios que Sebastian aún sostenía.

—Te ves maravilloso —murmura KimiR, en voz baja, mientras se inclina apenas para besar los nudillos de su mano con devoción.

Sebastian sonríe, un poco tembloroso, y susurra:

—Tú también. No puedo creer que esto esté pasando.

Y con los dedos entrelazados, comienza el resto de sus vidas.

Para Sebastian, todo transcurre como en un sueño. Las palabras parecen flotar en el aire: promesas, votos, emociones contenidas... hasta que, finalmente, llega el tan esperado “sí, acepto”. Las manos tiemblan un poco al firmar el acta matrimonial, pero no importa, porque en cuanto la pluma se aleja del papel, KimiR ya lo está tomando por la cintura, con ese gesto seguro y cálido que tanto le pertenece, y lo besa por fin, profundo y suave, como si el mundo se hubiera detenido justo para ese instante.

—¡Que vivan los novios! —grita Daniel, rompiendo el silencio mágico con su entusiasmo característico.

El estallido de vítores y aplausos lo sigue al unísono, y entre silbidos, palmas y risas, la felicidad se desborda sin pudor.

La fiesta posterior ocurre en su casa, rodeados de los suyos, con mesas rústicas adornadas con flores silvestres y luces cálidas colgadas entre los árboles. La comida, contra todo pronóstico, es un éxito rotundo: una fusión de cocina española, japonesa y tailandesa tan inusual como deliciosa. Carlos explica con orgullo cómo combinaron un curry tailandés suave con jamón ibérico crujiente, mientras Yuki defiende con pasión su creación de sushi de tortilla española, y Alex insiste en que el postre de arroz con leche y té matcha merece una estrella Michelin. Nadie entiende del todo cómo funciona… pero todos repiten plato.

Checo, siempre confiable, se encarga de devolver al ministro sano y salvo en el helicóptero, mientras todos brindan con copas de cristal y risas sinceras. Luego llega el momento del vals. La música suave llena el aire cuando Sebastian y Kimi toman el centro del pequeño jardín iluminado, rodeados por un círculo de sus seres queridos.

Sebastian se esfuerza por seguir el ritmo sin pisarle los pies a KimiR, concentrado en no torcerse con su chaqueta larga. KimiR, por su parte, sonríe con ese gesto apenas curvado que guarda solo para él, guiándolo con firmeza y paciencia.

Y mientras gira en los brazos de su esposo, Sebastian flota. Lo ve todo con un velo de incredulidad dulce: los rostros sonrientes, las luces parpadeantes, la suave brisa veraniega. Y entre cada paso, no puede evitar recordar ese momento oscuro en el que KimiR anunció su retiro de la Fórmula 1, aquel instante en que creyó, con un nudo en el alma, que tal vez nunca volverían a cruzarse.

Y ahora están aquí, bailando su primer vals como esposos, con sus anillos brillando y toda una vida por delante.

La sección de baile la inauguran quienes —según consenso general— más saben bailar o al menos son los que menos se equivocan : Checo y Franco, con esa naturalidad que les da la sangre latina. El ritmo se contagia rápido y el jardín se convierte en una pista viva de carcajadas, vueltas mal hechas y pasos improvisados. Queda claro que, aunque todos los presentes son excelentes pilotos, como bailarines… hacen lo que pueden.

Después de varias canciones y algunos pies pisoteados con cariño, llega el momento del ramo. Sebastian protesta con una risa nerviosa cuando Kimi aparece con una venda de seda negra y se la acomoda con una ternura experta.

—Nada de trampas—murmura el finlandés, besándole los labios antes de girarlo suavemente de espaldas al grupo.

Sebastian levanta los brazos y lanza el ramo por encima del hombro. Vuela en un arco perfecto… y termina cayendo directamente en las manos de Kevin Magnussen, que ni siquiera lo está intentando atrapar. Se queda congelado, mirando el ramo como si le acabara de caer un neumático en los brazos.

Nico Hülkenberg rompe en carcajadas, aplaudiendo con entusiasmo mientras dice en voz alta, con toda la intención:

—Tal vez tú y yo deberíamos ir después de Lewis y Nico —dice señalando con la cabeza hacia Hamilton y Rosberg, que solo se miran con una sonrisa cargada de historia.

Kevin se pone rojo hasta las orejas mientras esconde el ramo detrás de la espalda… pero no deja de sonreír.

Daniel, cómo no, insiste con entusiasmo en que no puede faltar la tradición de la liga . Nadie sabe de dónde la sacó, pero de algún misterioso bolsillo o rincón aparece una liga azul con encaje blanco que le tiende a Sebastian con una sonrisa demasiado inocente como para ser honesta.

—Vamos, Seb, es por la tradición —dice guiñando un ojo.

Sebastian lanza una mirada de súplica a KimiR, que simplemente se encoge de hombros como diciendo tú te casaste conmigo, aguántate . Entre carcajadas y silbidos, Sebastian se ve obligado a ponerse la liga por encima del pantalón, y KimiR, vendado, se arrodilla ante él con una sonrisa que se adivina peligrosa aun con los ojos cubiertos.

—Solo con los dientes —le recuerda Daniel, disfrutando demasiado.

Todo es risas. Sebastian trata de mantenerse erguido y no caerse de la risa mientras Kimi tantea, muerde, y finalmente logra sacar la liga con una precisión que arranca vítores de todos los presentes. Apenas la tiene entre los dientes, la lanza al aire sin quitarse la venda.

La liga vuela con tanta fuerza como el ramo, y termina aterrizando directamente sobre la cabeza de Max, que en ese momento está sirviéndose más del postre extraño pero delicioso.

Max parpadea, toma el objeto en su mano, sonríe con descaro y dice:

—Bueno... supongo que podemos casarnos en un podio Charlie…

—Ni se te ocurra, no me casaré contigo usando un mono de carreras…

—Pero no dijiste que no…

Charles, se pone color granate hasta la raíz del cabello, y ni siquiera intenta disimularlo. El resto estalla en carcajadas, mientras Daniel ya grita algo sobre organizar la próxima boda.

Cuando la celebración llega a su fín Sebastian quiere confiar, así que respira hondo, deja todo en manos de sus padrinos, Lewis y Nico Rosberg, que le prometen con una seriedad casi ceremonial que la granja quedará perfectamente arreglada antes de que todos se marchen. Nico incluso levanta una ceja y se pone la mano sobre el corazón, mientras Lewis sonríe con esa calidez que siempre inspira confianza.

Entre vítores, silbidos y aplausos que resuenan por todo el campo, Seb y Kimi suben finalmente a la habitación, de la mano, bajo una lluvia de pétalos improvisada que sus amigos lanzan desde las escaleras.

Cuando cruzan el umbral, Sebastian se detiene en seco.

La habitación ha sido transformada por completo. Sobre la cama han esparcido pétalos de rosa cuidadosamente, pero no hay rastros de perfume: son rosas especiales, seleccionadas con mimo para no molestar los sentidos de Seb. Sobre la mesa de noche, dos copas de cristal relucen junto a una botella de champagne sin alcohol , y un par de platos con fruta fresca, panecillos suaves y dulces de miel están dispuestos como un pequeño altar al amor sencillo.

Sebastian sonríe enternecido. Reconoce el cuidado de sus amigos en cada pequeño detalle, el cariño en la elección de cada cosa, y siente un nudo dulce en la garganta.

—Son unos idiotas adorables —susurra, y KimiR solo asiente, abrazándolo por la cintura y presionando un beso contra sus labios.

Y de nuevo piensa que no esperaba ver de nuevo a KimiR, no esperaba volverlo a ver después de retirarse, se habia resignado a no tenerlo jamás, pero ahora no lo imagina diferente. La noche de bodas apenas comienza, pero para Sebastian ya es perfecta.

Notes:

Un poco de fluff para el corazón, una boda muy a lo Vettel.
Como vamos?

Chapter 37: Capítulo 36: Oscar Piastri se siente tranquilo.

Notes:

Advertencia, hay un poco de bashing en este capítulo, no me hago responsable, y recordemos que es ficción solo por diversión.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Oscar se siente feliz. Tranquilo, incluso. Lo piensa mientras repasa mentalmente la mañana, mientras ve a Franco revolver su maleta por tercera vez buscando un segundo par de guantes. No se han separado casi nada desde aquel día en que todo cambió, y aunque no entiende del todo por qué el ciclo de celo y rutina no ha vuelto, lo agradece en silencio. Franco tardó semanas en dejar de sentirse culpable por no haber estado ahí justo en el momento en que inició, por llegar tarde aunque ambos sabían que fue culpa del maldito calendario, de las fechas impuestas, de todo menos de él.

Sus amigos de los veintidós también han estado tranquilos últimamente, dispersos, sí, pero presentes. Hay reuniones esporádicas, muchos mensajes en los chats compartidos, y algunos incluso se están encontrando con la rutina de su nueva normalidad con sus vínculos ahora hechos parejas con los que ya todos conviven.

Ahora el revuelo lo provoca la Fórmula 1. Logan ha sido destituido de Williams. Oscar lo siente, de verdad lo siente por él. Fueron amigos, compartieron más de una tarde de risas, pero no puede evitar el pequeño destello de alivio —y sí, felicidad— que se prende en su pecho. Porque Franco, su Franco, ha debutado en la F1. Y eso lo hace genuinamente feliz. No solo por lo que significa para él, sino porque lo ve ilusionado, de esa forma intensa que a veces es casi infantil y le derrite el corazón.

Franco le pidió que frotara su aroma en el pasamontañas de carrera para la suerte. Oscar lo hizo sin dudar, con una sonrisa suave, frotando la tela contra su marca con cariño. Sabe que no es una superstición, no solo eso. Es un pedacito de él viajando con Franco, protegiéndolo. Quiere hacer algo por él, porque Franco no ha parado de cuidarlo. Le consiguió sus papas chips con Nutella ayer, después de buscar en tres supermercados distintos. Se fija con atención en lo que puede hacerle daño, en cada olor, en cada detalle, y Oscar no puede evitar pensar que no ha sido el mejor novio. Que tal vez, solo tal vez, podría hacer un poco más por su argentino. Porque lo ama. Y porque Franco lo merece todo.

El debut de Franco fué un revuelo monumental. Oscar lo ve en las redes, lo escucha en los medios, lo siente en el aire. Los argentinos están por todas partes, inundando internet con fotos, hashtags, mensajes de aliento y gritos virtuales de orgullo. Franco Colapinto, el chico que tardó años en llegar, que peleó cada centímetro de su camino, por fin está en la Fórmula 1. Y no pasa desapercibido.

Termina duodécimo en su primera carrera. Duodécimo. Oscar lo repite en la cabeza, orgulloso como si hubiera sido un podio. Porque sabe lo difícil que es. Porque ese resultado es brillante para alguien que apenas está conociendo el auto, el equipo, las rutinas. Porque lo conoce a él, a Franco, a su dedicación silenciosa, a la forma en que estudia los datos como si le fuera la vida, al modo en que da las gracias a cada ingeniero aunque esté extenuado. Y ahora lo ve: la gente aclama a Franco como si hubiera ganado. Y Oscar está feliz. Radiantemente feliz.

Se permite un instante de egoísmo. Solo uno. Porque ese resultado, ese lugar que ahora le pertenece a Franco, significa más de lo que la gente ve. Significa compartir calendario. Significa más tiempo juntos. Significa que van a poder volver a casa los mismos fines de semana, entrenar en Woking, compartir desayunos y atardeceres sin una pantalla de por medio. Significa que tal vez van a dejar de arrastrar la tristeza muda de las despedidas apuradas.

De los veintidós, solo Mick y Daniel han vivido algo parecido, con esas separaciones largas que pesan más que cualquier golpe en pista. Oscar lo ha sentido, ese hueco. Ese frío de cama vacía. Duele más de lo que admite, y más de lo que cree que Franco sabe.

Pero ahora esto ya no duele. Hoy el cielo entero parece corear el apellido de su pareja, y Oscar solo quiere salir corriendo a abrazarlo, a llenarlo de besos, a decirle lo orgulloso que está. Porque Franco Colapinto debutó en la F1. Y el mundo entero, no solo Oscar, ya lo ama.

Pero no todo puede ser alegría, al parecer. Porque cuando alguien brilla, como lo está haciendo Franco, no solo atrae fanáticos. También atrae otro tipo de atenciones, de esas que Oscar preferiría mantener bien lejos. No se trata de las fanáticas enamoradas —esas tienen sus límites claros, y Franco, con esa torpeza encantadora que lo caracteriza, siempre ha sabido poner barreras suaves pero firmes—. El problema real es otro.

Son esas famosillas que creen que, por tener un poco de fama, pueden andar tocando, insistiendo, acosando sin consecuencias. Esas que se meten sin ser invitadas, que lanzan miradas cargadas de intención cuando Franco ni siquiera las ha mirado de vuelta. Gente con ego inflado y sentido nulo de los límites. Gente acostumbrada a salirse con la suya.

Y su problema tiene nombre propio. La China Suárez, o así le dicen, se llama Eugenia. Una mujer en particular, muy conocida en redes, con un historial muy dudoso que Oscar se ha molestado en investigar después de verla aparecer una vez, dos, y luego más de la cuenta. Le lleva once años a Franco, y eso en sí no sería un problema si no fuera por la manera en que lo mira, en que se acerca demasiado, en que intenta hablar con él como si le debiera algo. Como si no importara que esté ocupado, cansado, o claramente incómodo.

Oscar la ha visto. Ha observado cómo aparece en eventos, en zonas donde no debería estar. Cómo se acomoda en los ángulos de cámara. Cómo sonríe de más. Y algo dentro de él se tensa. Porque él conoce a Franco. Y sabe que su novio es demasiado educado para ponerle un alto que suene fuerte, sobre todo con la prensa cerca. Pero él no. Oscar no tiene problemas con dejar en claro dónde termina la paciencia.

Aún no ha dicho nada. Se ha contenido. Pero la próxima vez que esa mujer se acerque como si tuviera derecho sobre algo que no le pertenece, Oscar sabe que no va a quedarse callado.

Franco es suyo. Y no lo va a compartir con nadie que no sepa cuidar su nombre, su espacio, su corazón.

Oscar decide que ya pensará en eso más tarde. Que La China Suárez puede esperar, que cualquier teoría o sospecha se queda atrás por ahora. Porque lo único que le importa en este momento es que hace unas horas ganó el Gran Premio de Azerbaiyán con una actuación limpia, perfecta, y que Franco también brilla como nunca: octavo con el Williams, sumando puntos como si llevara toda la vida en F1. Su sonrisa todavía le arde en el pecho.

La celebración oficial queda atrás. Ahora toca la personal.

Franco lo tiene contra la pared del recibidor de su habitación de hotel, con las manos firmes y la boca hambrienta. Lo besa como si no hubiera mañana, como si toda la felicidad y el alivio de la jornada se condensaran en sus labios. Oscar apenas puede seguirle el ritmo, pero no quiere detenerlo. Lo desea con todo su cuerpo.

Franco muerde suavemente su cuello, justo sobre la marca. Oscar ahoga un gemido, la sensación lo hace temblar. Las manos del argentino se cuelan bajo su camisa, recorriendo su piel con una ternura que contrasta con el deseo ardiente de sus besos. Lo presiona más contra la pared, saqueando su boca con descaro, con hambre, como si el mundo entero se redujera a ese contacto.

Y entonces… golpes en la puerta.

Ambos se tensan un segundo. Luego los ignoran. Sus equipos están celebrando, los veintidós siempre llaman antes de aparecerse, y sus familias no están aquí. Así que siguen. Las manos de Franco abren su pantalón, aprietan su trasero con agasajo, y Oscar gime de nuevo, entre besos entrecortados.

Más golpes. Más insistencia. Oscar se niega a soltar el agarre de Franco en su cintura, no quiere que lo detengan. Pero esta vez una voz suena al otro lado.

Franco... soy Eugenia… La China

Oscar suspira con fastidio a la voz en español. Franco, sin moverse, dice con voz ronca, apenas un susurro:

—Solo… ignoremosla…

Y vuelve a su cuello, besándolo, chupándolo, marcando su territorio como si nada más existiera. Sus manos siguen tocando, explorando, acariciando con una devoción que le hace difícil a Oscar concentrarse en cualquier otra cosa.

Franco… en la recepción me dijeron que esta es tu habitación. Salí, es importante … —vuelve a sonar la voz, acompañada de más golpes.

Franco gruñe con impotencia, frustrado, la mandíbula apretada.

Oscar pone los ojos en blanco.

—¿Importante para quién? —murmura Franco sin ganas, hundiendo las manos en la ropa de su novio—. Si la ignoro un poco más, ¿crees que se evapora?

Oscar se ríe contra su cuello, pero hay tensión en su cuerpo.

Pero la mujer no parece tener intención de rendirse. Los golpes se vuelven más insistentes, ahora casi desesperados, como si se negara a aceptar que no la van a recibir con los brazos abiertos. Oscar, en plena mezcla de molestia y fastidio, siente la tentación real de llamar a recepción y reportar que una fan obsesionada se coló en el hotel.

Franco, en cambio, parece no tener cabeza para nada más que él. Lo siente levantarle la camiseta, la piel expuesta al aire, y una hilera de besos y mordiscos va bajando lentamente por su abdomen, haciendo que su cuerpo reaccione con un temblor involuntario.

Entonces, otra vez, la voz.

Franco, no has contestado ninguno de mis mensajes en Instagram… pero creo que deberíamos hablar. Creo que podría interesarte…

Oscar no puede más. Esa voz fingida, ese tono empalagoso que intenta sonar seductor, le da náuseas. Detiene a Franco con una mano sobre su hombro, lo mira con una mezcla de disculpa y fastidio, y le susurra:

—Escóndete tras la puerta. Ya me harté.

Franco obedece, todavía medio aturdido por el cambio de foco. Oscar se ajusta el pantalón, se pasa la mano por el cabello intentando recuperar un mínimo de compostura, y abre la puerta de golpe.

Su cara es un poema. De muy pocos amigos. Ninguno, para ser exactos.

—¿Se te perdió algo? —casi le ladra, frío y sin ningún ápice de amabilidad.

La mujer al otro lado —rubia, arreglada, y notablemente fuera de lugar— da un paso atrás, algo intimidada por la actitud del piloto. Pero pestañea varias veces, recuperando el aire y su papel de seductora.

—No, yo... estoy buscando a Franco —dice con una sonrisa falsa y batiendo las pestañas—. Me dijeron que esta es su habitación, pero si no es, ¿puedes darme su número?

Oscar contiene un bufido. Su paciencia está en cero.

—No puedo darte el número de habitación de un piloto a una fan, y de todas formas Franco no está en este hotel. No lo he visto desde la carrera. Te dieron mal la información, eso usualmente lo hacen con los fans.

—No soy una fan, soy una actriz y cantante muy reconocida en Argentina, y soy muy amiga de Franco —espeta, irritada, cuando ve que su encanto no funciona.

Oscar ni se inmuta.

—Lo siento. No te conozco, y no me consta que seas su amiga, así que no puedo hacer nada por ti.

Y sin darle tiempo a otra réplica, cierra la puerta en su cara, con calma implacable. Detrás queda una mujer boquiabierta, escandalizada de ser tratada como una persona del común.

Oscar apoya la frente en la puerta por un segundo y luego suelta el aire. Franco asoma por detrás con una sonrisa casi contenida.

—Te juro que no la invité —dice.

Oscar lo mira de reojo y niega, seco.

—Lo sé, el que esté en la recepción me va a oír mañana…

Oscar apenas alcanza a dar dos pasos hacia el centro de la habitación cuando siente a Franco detrás de él, pegándosele como si hubieran estado separados por semanas. Los brazos del argentino lo rodean con decisión, las manos ya traviesas bajando por su abdomen, aferrándose a su cadera como si le perteneciera. Porque le pertenece. Porque siempre le ha pertenecido.

—No sabés lo que me calienta verte así —murmura Franco, la voz ronca y oscura contra su oído, haciéndolo estremecer—. Actuando todo posesivo y gruñón…

Oscar apenas alcanza a reír, o a decir algo, cuando Franco ya lo gira con fuerza suave pero implacable, lo atrapa entre sus brazos, y lo arrastra con determinación hacia la cama.

Joder … conejito sexy y caliente… —le susurra, con ese acento que Oscar jamás podrá resistir, con esa mezcla de ternura y deseo que lo desarma completamente.

Oscar intenta mantener la compostura, pero su cuerpo ya responde antes que su cerebro, los ojos se le entrecierran, y un suspiro se le escapa mientras cae sobre el colchón, con Franco sobre él, besándole el cuello como si fuera su único oxígeno.

—¿Conejito? —alcanza a decir entre dientes, pero no logra sonar molesto—. Sabes que ese apodo es trampa…

Franco ríe contra su piel, dejando un mordisco más arriba de la marca.

—No es trampa si es verdad, mi amor

Y Oscar, rendido, deja que lo bese como si el mundo se acabara ahí mismo. Porque en esa habitación, en ese momento, el mundo sí que se reduce a eso: a dos cuerpos que se conocen de memoria, a dos respiraciones que se entrelazan, a un amor tan visceral como devoto.

Y a Franco, que no piensa dejar de demostrarle cuánto lo desea.

Franco lo empuja con suavidad pero sin permitirle escape, y Oscar cae de espaldas sobre las sábanas revueltas. Lo ve encima suyo, los ojos oscuros devorándolo, el pecho agitado, la sonrisa torcida que aparece siempre que se siente en control. Ese tipo de control que Oscar no quiere quitarle.

—Te ves tan jodidamente bien cuando te enfadas, ¿sabías? —susurra Franco, y sus manos ya están desabotonando su camisa con una precisión peligrosa—. defendiendo lo que es tuyo.

Los dedos bajan hasta abrir la tela por completo, y la boca le sigue, caliente y húmeda, besando cada centímetro de piel expuesta, descendiendo por su torso, lento, sin apuro, como si tuviera todo el tiempo del mundo para saborearlo.

Oscar gime bajo el toque, los músculos de su abdomen se contraen cuando Franco se detiene justo sobre su pelvis, besando justo donde el pantalón aún le impide avanzar. Lo mira desde allí abajo, como si estuviera esperando permiso, pero con la sonrisa de quien sabe que lo va a tomar igual.

—Te necesito, Oscar —murmura, y su voz vibra entre las costuras del deseo más crudo—. Todo. Ahora.

Oscar apenas asiente, ya deshaciéndose del cinturón, y Franco lo ayuda a quitárselo todo. Lo observa con la respiración desbocada, como si verlo así, tan expuesto y dispuesto, fuera demasiado para él.

Y luego, sin más, se inclina y lo toma entre los labios.

Oscar gime fuerte, arqueando la espalda, la mano yendo instintivamente a enterrarse en el pelo oscuro de Franco, que lo devora con hambre y precisión, usando la lengua, la boca, el ritmo perfecto entre caricia y tortura.

—Franco… mierda… —jadea, y lo siente reír suave contra su piel, como si disfrutara cada reacción—. No pares… ni se te ocurra parar…

Pero Franco no tiene intención de hacerlo. Lo sostiene por las caderas, lo mantiene temblando, lo lleva al borde una y otra vez, jugando con él como si fuera suyo desde siempre.

Y lo es.

Cuando finalmente sube de nuevo, lo besa con la boca húmeda y urgente, y Oscar puede saberse entero, amado y reclamado. Lo abraza con fuerza, le envuelve las piernas alrededor de la cintura, y lo mira con los ojos vidriosos.

—Tomame yá, Franco.

Y Franco lo hace, con cuidado al principio, como si temiera romperlo, pero pronto con ese ímpetu que Oscar adora, lento y profundo, reclamando cada parte de él con cada embestida, cada beso ahogado, cada palabra entrecortada.

Los cuerpos se mueven al compás de sus suspiros, en una danza caótica, con las sábanas retorciéndose bajo ellos y el mundo desapareciendo más allá de esa habitación.
Solo quedan ellos.
Solo queda ese amor que arde, duele y redime, todo al mismo tiempo.

Y cuando finalmente el nudo se hincha y se derrumban juntos, piel contra piel, jadeando enredados, Oscar solo puede pensar en lo mucho que ama a Franco. Sonrie antes de que Franco lo bese de nuevo… y alli van otra vez…

La mañana siguiente los encuentra juntos acurrucados y exhaustos.

Pero el pensar que esa mujer iba a rendirse fue un error. Un error ingenuo, de esos que Oscar rara vez comete… pero que ahora lamenta con cada fibra de su ser.

Bajan a desayunar, tarde, como corresponde después de una noche larga y deliciosa. Oscar se siente bien, relajado. Franco está de buen humor, despeinado, con una sonrisa tranquila mientras bromean sobre lo que pondrá en la tostada y cuánto café puede aguantar antes de volverse insoportable.

El comedor del hotel está casi vacío, así que se sienten cómodos, incluso se permiten algo de cercanía que normalmente no se arriesgarían a mostrar en público: la rodilla de Franco rozando la suya bajo la mesa, los dedos de Oscar acariciando su muñeca mientras sirve jugo.

Ya están sentados, las bandejas listas, los platos llenos con frutas, panecillos, un poco de huevo revuelto y, en el caso de Franco, una porción absurda de dulce de leche.

Y entonces, como si fuera una mala película mal actuada, ella aparece.

La China Suárez, de nuevo.

Camina con paso seguro entre las mesas, como si buscara algo, aunque claramente ya sabe dónde está. Lleva gafas de sol demasiado grandes para estar en interiores, un vestido rojo caro que no disimula su intención de destacar, y una sonrisa ensayada que no logra borrar el veneno que se esconde tras sus labios.

Oscar la ve primero. Se tensa.

Franco lo nota inmediatamente.

—No —dice Oscar, seco.

—Sí —responde Franco, aún sin mirar atrás.

Y entonces ella se planta justo frente a su mesa. Como si no hubiera irrumpido en su habitación horas antes. Como si no hubiera cruzado una línea clarísima. Como si fuera bienvenida.

—¡Franco! —exclama con una dulzura forzada—. ¡Qué suerte encontrarte!

Oscar ni siquiera levanta la vista, pero Franco sí. Solo un poco. Lo suficiente para que su rostro pierda toda amabilidad.

—Esto ya no es casualidad —dice con voz baja, firme—. ¿Qué hacés acá?

Ella ladea la cabeza, ofendida, como si no entendiera.

Vine a saludarte. Somos amigos, ¿no? ¿por qué me hablás en inglés?

—No me gusta que la gente deje a los que me importan fuera de la conversación usando mi idioma natal como excusa…— explica de nuevo en inglés

—Vine a saludarte. Somos amigos, ¿no?— repite algo exasperada ya en inglés.

Oscar deja el tenedor con un golpe seco sobre el plato. Ahora sí levanta la mirada, directo a ella.

—Si fueran amigos, Franco te habría contestado el primer mensaje. O el segundo. O no te habría mentido anoche diciéndote que no estaba.

La China frunce los labios, incómoda. Un mohin de esos de: nadie me habla así, nadie me ignora de esa forma. Mucho menos alguien como Oscar, que no tiene ni la mitad de seguidores en redes sociales, Oscar sabe que esta mujer es de esas que miden a los demás por lo que les puedan dár.

—¿Y Vos quién sos para hablar por él? —espeta—. Solo quiero hablar con Franco. No vine a pelear, vine a ayudarle con su imagen…

Oscar se ríe. Abiertamente.

—¿Ayudarlo? ¿Metiéndote en su hotel, apareciendo sin invitación, acosándolo después de ignorar sus límites? Sí, claro. Un genio del marketing.

Franco ya está de pie. No le dice nada a Oscar porque no hace falta. Su postura lo dice todo. Mira a Eugenia con una expresión que no admite réplica.

—Te voy a pedir que te vayas. No te voy a pedir que no me busques otra vez, porque sé que lo vas a hacer, pero al menos pretendé tener algo de dignidad.

Ella abre la boca, indignada, pero entonces una voz conocida interrumpe la escena como un milagro oportuno.

—¡Chicos! ¡Gracias por guardarnos el lugar!

Oscar gira justo a tiempo para ver a Logan aparecer con una sonrisa cómplice, trayendo a Zhou del codo como si fueran una dupla inseparable.

—Nos costó un montón encontrar mesa —suelta Logan, mientras arrastra sutilmente a Zhou a los dos asientos vacíos sin dejar margen a objeciones, aunque para todos es obvio que medio restaurante esta vacío—. Justo ustedes se sientan en la mejor mesa ¿eh?

Franco ahoga una carcajada.

La China frunce el ceño, confundida. Abre la boca como si fuera a reclamar, pero Zhou la ignora con la clase de elegancia que duele más que cualquier rechazo directo. Solo asiente a Oscar con un suave “buenos días” y empieza a servirse té como si nada estuviera pasando.

—Perdón —dice la mujer, intentando mantener la compostura—. Yo estaba por sentarme, estaba hablando con Franco...

—¿Sí? Uy, no sabíamos —responde Logan con voz casi inocente, demasiado convincente—. Bueno, igual, ya nos acomodamos. Es que... entre colegas uno se entiende, ¿ves?

Franco asiente despacio, sin quitarle los ojos de encima a Oscar, que ya está mucho más relajado, apenas conteniendo la risa.

—Sí, entre colegas —repite.

La China intenta decir algo más, pero ya no tiene espacio, ni atención, ni dignidad suficiente para insistir sin hacer el ridículo. Solo se ajusta las gafas y se va caminando con paso rápido, fingiendo que no le importa.

En cuanto se aleja, Logan se echa hacia atrás en la silla y le guiña el ojo a Oscar.

—¿Así que esa era la famosilla?

Oscar deja escapar una risa genuina.

—Gracias. Te debo una.

Zhou alza su taza como brindis silencioso.

—Eso fue brillante —murmura Franco, y aprieta la pierna de Oscar por debajo de la mesa.

—Mejor desayuno imposible —responde Oscar, esta vez sin sarcasmo.

Y ahora sí, el día puede empezar bien.

Suben a empacar con calma, entre risas suaves, roces de manos y besos perezosos. No tienen prisa. La carrera terminó bien para ambos, y la idea de compartir el vuelo con los “veintidós” les resulta reconfortante.

Mas tarde, están todos reunidos en la sala VIP del Aeropuerto Internacional Heydar Alíyev, esperando embarcar al vuelo privado hacia Niza. Max ha insistido en que viajen juntos, incluso Seb y KimiR están aquí, como en los viejos tiempos, y nadie se ha opuesto. Es el momento perfecto para ponerse al día sin cámaras ni reporteros, solo entre los veintidós. Después de tanto caos, volver a compartir un vuelo privado, lejos del resto del paddock, es un respiro. 

Oscar se siente ligero, con la cabeza apoyada sobre el hombro de Franco, todavía saboreando la euforia de la victoria y la alegría por los puntos que su novio ha logrado en Williams. Franco le acaricia los dedos con los suyos, distraído, pero en paz.

Y entonces, otra vez, las puertas automáticas se abren.

—Franco —dice una voz femenina desde la entrada—. Al fin te encuentro.

Él ni se mueve. Oscar se endereza apenas, con una sensación que ya no es de sorpresa sino de absoluto fastidio. Varios del grupo giran el rostro con curiosidad. La mujer entra sin pedir permiso, como si ese espacio le perteneciera, y se saca las gafas de sol con un gesto calculado.

—¿Sabes?... Hace una semana, estuve en tu apartamento en Mallorca —dice—, pero no estabas. Pensé que podríamos hablar… es una cuestión de negocios, nada más.

Franco la observa sin expresión.

—No es el momento ni el lugar. Y no tenés por qué saber dónde vivo.

—Tranquilo, no fui sola —añade ella, con esa sonrisa fingida—. Un amigo me dijo que quizás estarías aquí…

Oscar contiene un bufido. Max entrecierra los ojos. Lando deja su celular a un lado. Pero es Nico Rosberg quien se pone de pie con calma, sus ojos clavados en ella con toda la frialdad que puede reunir.

—¿Y quién te dio acceso a esta sala? Porque esto es para personal del equipo y pilotos. No para fans, ni para… oportunistas.

La mujer parpadea, nerviosa, pero intenta sostener su sonrisa.

—No soy una fan. Soy una figura pública reconocida en Argentina. Solo quiero hablar con Franco.

—Hablamos con Franco todos los días —interviene Pierre con un encogimiento de hombros—. Si fueras alguien importante, ya lo sabríamos.

—Además —añade NicoR, con tono seco—, si necesitas “negocios”, manda un correo al agente de Williams. No se irrumpe en lugares privados, ni se aparece sin aviso en la casa de nadie. Eso tiene otro nombre.

La mujer da un paso atrás, desconcertada por la hostilidad del grupo. Oscar se cruza de brazos, sin apartarse de Franco. Este, por su parte, solo se limita a añadir:

—No tengo interés. No insistas.

Un silencio incómodo cae, hasta que Charles, desde su asiento, lanza un murmullo sin mirar a nadie:

—Vaya forma de hacer networking.

Algunos ríen bajo. Ella parece comprender que no va a conseguir nada. 

Tras un último vistazo, da media vuelta sin despedirse.

La puerta automática está por cerrarse cuando la mujer, como si se resistiera a aceptar la derrota, se gira una vez más.

—De todos modos, ya averigüé los detalles del vuelo. Voy a conseguir un ticket en el mismo avión que Franco —anuncia, como si lanzara una bomba.

El silencio se vuelve espeso.

Franco ni se inmuta. Oscar alza las cejas. Pero es Max Verstappen quien se echa a reír, una carcajada seca y tan incrédula que casi suena cruel.

—¿Mi avión? —pregunta, sonriendo de lado—. Porque ese vuelo es mío. Y no estás invitada.

La mujer parpadea, como si no entendiera.

—Es un vuelo privado —continúa Max, sin molestarse en suavizar su tono—. Cero acceso público. Sin ticket. Sin reservas. Sin puertas abiertas. Solo pilotos autorizados. Así que… suerte con eso.

Lando suelta una risa ahogada. Yuki se tapa la boca para no reír demasiado fuerte. Daniel le pasa un brazo por los hombros a Mick, murmurándole algo entre dientes que provoca una risa bajita del alemán.

—De verdad, es hora de irse —remata Sebastian, ya sin paciencia—. La diplomacia también tiene límites.

La mujer, por primera vez, parece sincera en su incomodidad. Mira a Franco, luego a Oscar, y luego a la sala completa: un bloque cerrado, compacto, inexpugnable. Nadie le devuelve la mirada.

Finalmente, da media vuelta y se marcha, esta vez sin teatro.

Cuando la puerta se cierra detrás de ella, Oscar suelta un suspiro largo. Franco baja la cabeza hacia él y murmura, apenas para sus oídos:

—No tiene ni media oportunidad, mi amor solo lo tiene mi conejito…

Oscar sonríe, aunque su corazón sigue latiendo con fuerza.

Carlos, con tono casual, pregunta:

—¿Seguimos con el vuelo o alguien más quiere traer a su acosadora personal antes del despegue?

Las carcajadas llenan la sala VIP.

Por primera vez en días, Oscar siente que todo vuelve a su sitio. Y no por el vuelo privado, ni por los lujos del paddock. Sino por esto: veintidós personas, una manada improvisada, defendiéndose con uñas y dientes. Y Franco a su lado, como siempre. Como debe ser.

—Pero, no sabés lo que me calienta cuando te ponés así, todo firme —le susurra Franco con una sonrisa.

—¿Yo? Si el que casi la hace llorar fue NicoR —responde Oscar, sin dejar de sonreír.

—Sí, pero vos te quedaste pegado a mí todo el tiempo nadie le intenta quitar lo suyo a mi conejito, Joder que caliente —le murmura Franco al oído.

Oscar se sonroja, y Lance desde el fondo murmura con diversión:

—Por favor, no empiecen a marcarse aquí también.

Las carcajadas llenan la sala de nuevo. Están juntos. Están a salvo. Y en ese instante, nada más importa. Oscar está tranquilo, sigue tranquilo porque Franco nunca lo ha hecho dudar de que es el dueño de su corazón ni un segundo.

Notes:

Desde que vi lo que paso con esa persona no me pude quitar de la cabeza hacer al menos un capítulo incluyéndola
Además terminamos de redimir a Logan hahaha.
como vamos?

Chapter 38: Capítulo 37: Daniel Ricciardo solo necesita…

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

No todos los finales son tristes. Algunos duelen, sí, pero también se sienten correctos.

Daniel ha aprendido a escuchar esa sensación en el pecho que le dice cuándo seguir… y cuándo parar. No por rendirse. No por perder. Sino porque hay etapas que ya cumplieron su promesa.

Su historia empieza en Perth, bajo el sol del oeste australiano, con un niño que soñaba con la velocidad mientras armaba pistas de Hot Wheels en el suelo de la sala. Su padre, Joe, tenía un taller mecánico, y desde pequeño, Daniel aprendió a amar el olor a gasolina, el zumbido metálico de los motores y esa extraña mezcla entre adrenalina y control que solo se siente al conducir.

Empezó en karting como muchos otros, pero con menos recursos. Tenían lo justo: un motor, un chasis usado, y la determinación tozuda de un chico que no aceptaba los límites. Su madre solía decir que tenía una sonrisa para cada ocasión y una necedad para cada obstáculo. No se equivocaba.

Saltó a Europa siendo apenas un adolescente, dejando atrás familia, amigos, idioma, todo. Vivió en pensiones, compartió departamentos fríos con otros soñadores, comió mal, durmió poco y se levantó cada día con la obsesión de mejorar. Fue parte del programa de jóvenes pilotos de Red Bull, brillando en la Fórmula Renault y luego en la F3 británica, donde empezó a sonar su nombre más allá del paddock de monoplazas pequeños.

Su debut en la Fórmula 1 llegó en 2011, con HRT, en condiciones precarias y con un auto que parecía diseñado más para aguantar que para competir. Pero Daniel lo tomó como lo que era: una oportunidad. No una cómoda, no una fácil, pero sí real. Y él no desperdicia lo real. Su gran momento llegó cuando Red Bull lo colocó en Toro Rosso, y luego en el equipo principal en 2014. Desde entonces, todos supieron quién era Daniel Ricciardo.

El chico de la sonrisa eterna, sí, pero también el tipo que puede frenar más tarde que nadie, que se tira por el interior cuando nadie se atreve. Ganó carreras. Sorprendió. Se convirtió en favorito del público. Luego vinieron decisiones difíciles, cambios de equipo, altos, bajos, hasta que... volvió.

Volvió cuando pocos lo esperaban. Volvió después de haber dudado de sí mismo. Después de haber visto a todos avanzar y sentir que quizá su tiempo había pasado. Pero el fuego seguía ahí, y entonces llegó la llamada. No era para un asiento estrella, no prometía campeonatos, pero le permitía estar donde más feliz es: en la pista. Con un casco, un volante, y la sensación de que todo lo demás desaparece cuando el semáforo se apaga.

Así empezó. Y así terminó por ahora, aunque no del modo que alguna vez soñó.

Daniel está sentado en el borde de la cama del hotel en Singapur. El ruido de la ciudad se filtra apenas por la ventana cerrada. Ya no hay mecánicos corriendo, ni reporteros esperando declaraciones. No hay autos rugiendo en su oído. Solo el eco de sus pensamientos.

Ha vuelto a poner en pausa su carrera en la Fórmula 1. Otra vez. Lo sabía desde hace semanas, desde antes de que se lo confirmaran. Vcarb necesita otra dirección. Los rumores de Liam, las decisiones comerciales, los números… siempre los malditos números. Esta noche ha sido su última carrera por un tiempo indefinido.

Y, aun así, Daniel no se siente derrotado.

No esta vez.

Se quita el anillo que lleva con el escudo del equipo, lo deja en la mesita de noche. Sus dedos tiemblan un poco, pero su corazón está sereno. Porque no es el mismo chico que llegó lleno de hambre y sonrisa brillante. Ahora hay algo más profundo. Ha amado, ha sufrido, ha sentido el cielo y el infierno, ha corrido entre ambos. Y ha encontrado a Mick.

Eso lo cambia todo.

No sabe qué vendrá después. Pero por primera vez en mucho tiempo, Daniel no tiene miedo del vacío.

Porque no está solo.

Daniel se sienta de nuevo en el borde de la cama. La habitación está en penumbras, iluminada apenas por las luces de la ciudad que entran a través de las cortinas. La soledad se le cuela por los poros, más punzante que nunca. Esta noche duele distinto.

Mick no pudo quedarse con él.

Ninguno de los veintidós que están aquí pudo quedarse acompañado esta noche. Las leyes de este país no son un juego. Aquí ser lo que son—amar a quien aman—es un crimen. No importa cuántas vueltas den al mundo, cuántos contratos firmen, cuántos fans los aclamen: aquí, basta un error para que los encierren. O los expulsen. O algo peor.

Y Daniel lo sabe. Todos lo saben. Lo habían planeado con cuidado, manteniendo las apariencias, reservando habitaciones separadas, separándose en la salida del paddock. Sonrisas medidas, abrazos contenidos, besos postergados.

Pero saberlo no hace más fácil la cama vacía.

Echa de menos el aroma a peras y flor de tilo de Mick en las sábanas. Su voz en el baño mientras se lava los dientes. El roce tibio de su cuerpo cuando se acurruca detrás suyo, como si nada pudiera dañarlos. Como si el mundo no tuviera garras.

Se recuesta de espaldas en la cama, con los brazos cruzados bajo la cabeza. Mira el techo sin verlo. La carrera terminó hace horas, pero su corazón aún corre.

Pensó que despedirse del volante sería lo más difícil. Pero no. Lo más difícil es despedirse del hombre que ama… por una noche… por obligación… por miedo.

Y esa rabia suave, silenciosa, empieza a arderle por dentro. Porque él no quiere vivir así. Ninguno de ellos debería tener que vivir así. La mayoría están más enojados, más ansiosos, sonríen menos.

Pero lo hace. Esta noche lo hace.

Y espera que mañana, cuando vuelva a verlo, cuando puedan respirar sin disfrazarse, cuando el avión los saque de este maldito lugar, pueda abrazarlo tan fuerte que toda esta rabia se disuelva entre sus brazos.

Mañana. Solo tiene que aguantar hasta mañana.

Spoiler: Daniel no duerme nada.

La ciudad empieza a clarear cuando sus ojos siguen abiertos, fijos en la luz tenue que se filtra entre las cortinas. Se siente agotado, pero su cuerpo no coopera. Hay un silencio extraño en la habitación, denso, como si los muros supieran que esta fue su última noche como piloto activo en Fórmula 1… otra vez.

Cuando por fin el cielo comienza a aclararse del todo, se levanta. Empaca sin música, sin café, sin demora. Cada movimiento es preciso, rápido, casi automático. Solo quiere salir de ahí. Quiere dejar atrás el edificio, la ciudad, la sensación de no pertenecer.

Baja a hacer el check-out apenas abre la recepción, agradeciendo en voz baja al recepcionista medio dormido que no le pide más que su pasaporte. El taxi lo espera fuera. El aeropuerto está lejos, pero Daniel no se queja. El vuelo a Niza es temprano, y lo más importante volverá a ver a Mick. Solo necesita llegar al embarque, cruzar ese umbral y respirar otra vez.

Mientras el taxi avanza por las calles silenciosas de Singapur, Daniel desbloquea su teléfono. En el grupo de los veintidós, los mensajes no han parado de llegar desde la noche anterior. Algunos los leyó con los ojos empañados, otros los dejó para más tarde. Ahora, con el corazón un poco más en su sitio, los repasa de nuevo.

Grupo: 🔒 La Patrulla y la Pandilla de los 22™

Lando Norris: 

No puedo creer que esto esté pasando otra vez, mate.

Charles Leclerc: 

Esto no se siente justo. Sabemos que merecías seguir.

Max Verstappen: 

Nadie puede llenar tu lugar. Y no lo digo por decir. Me rompe que te vayas, hermano.

Oscar Piastri: 

Fue un privilegio compartir garaje contigo, Dan. Ojalá fuera diferente.

Pierre Gasly:

Te vamos a extrañar en pista, pero sé que esto no es un adiós, de nosotros no te libras.

Yuki Tsunoda: 

Daniel, gracias por todo lo que me enseñaste. Eres como un hermano para mí, no es justo que esto pase así.

George Russell: 

A veces la F1 tiene muy poca memoria… pero nosotros sí recordamos lo que vales, a donde vas vamos contigo.

Kevin Magnussen: 

Te admiro mucho. Siempre con la cabeza en alto.

Lewis Hamilton:

Cada carrera contigo fue un aprendizaje. No es fácil decir adiós, pero te apoyo 100%.

Carlos Sainz Jr.: 

Gracias por los consejos, los chistes malos y las risas en los briefings. Esto no se siente bien.

Alex Albon: 

Te voy a echar de menos, Dan. Siempre fuiste el alma del paddock.

Franco Colapinto: 

No hay palabras, che. Vos me abriste la puerta al mundo cuando nadie más lo hacía. Te debo tanto, y ni siquiera sé cómo agradecerte.

Lance Stroll

Gracias por ser un referente para todos nosotros.

  Esteban Ocon

Va a ser raro sin vos en la pista, Daniel. Te deseo lo mejor.

Nico Hülkenberg

Te deseo todo lo mejor, amigo.

Kimi Antonelli

¡No es justo! Yo quería correr contra ti.

Oliver Bearman

¡Igual aquí! Era uno de mis sueños compartir pista contigo.

Daniel Ricciardo: 

😢 Gracias, chicos. En serio. No sé qué decir. Los quiero.

 

Los ojos le escuecen, pero no llora. Aprieta el teléfono más fuerte entre los dedos.

Luego están los mensajes privados. Empieza por el que llegó primero.

 

Sebastian Vettel:
Hey, viejo. Sé cómo se siente. Pero te juro que no es el fin.
El retiro no fue lo peor que me pasó, fue una de las mejores cosas.
Pude respirar. Encontrarme. Sanar.
Pude amar sin calendario.
Y tú también vas a poder.
Disfruta lo que viene. No te aferres a lo que fue.
Estoy orgulloso de ti. Siempre lo estuve.

 

Daniel exhala despacio, definitivamente no va a llorar. No borra el mensaje. Lo guarda.

El siguiente es de Nico Rosberg.

 

Nico Rosberg:
Te va a doler.
No porque no seas suficiente, sino porque el silencio después del ruido es brutal.
Pero no vas a desaparecer.
Hay más vida afuera.
Cosas infinitamente más importantes que te traerán felicidad.
Y cuando las encuentres, no vas a querer soltarlas.
No te rindas antes de llegar. Nos vemos en Niza.

 

No va a llorar, no lo hará. No borra este mensaje tampoco. 

El siguiente increíblemente es de Kimi Räikkönen.

Kimi Räikkönen:
No soy bueno con las palabras, lo sabes
Pero entiendo lo que se siente dejar esto atrás.
Es extraño. Te despiertas al día siguiente y parece que el mundo ya no gira igual.
Pero lo hace. Y con el tiempo, te das cuenta de que no se acaba nada. Solo cambia.
Diste todo. Corriste con el corazón. Y no todos pueden decir lo mismo.
No necesitas demostrarle nada a nadie. Ahora te toca decidir cómo quieres vivir esta etapa.
No te apresures. No te sientas menos por parar.
Si necesitas hablar, sabes dónde encontrarme. Y si no, igual estoy.

El taxi avanza silencioso por las calles aún adormiladas de Singapur, con la luz del amanecer tiñendo de dorado los ventanales. Daniel va en el asiento trasero, con el morral de mano sobre las rodillas y la mirada fija en la pantalla de su móvil. Sus dedos se detienen sobre el mensaje de KimiR.

Lo lee una vez. Luego otra.

No hay emojis, ni signos innecesarios. Solo palabras que pesan más por su simpleza que por cualquier adorno. Daniel se pasa una mano por la cara, soltando un suspiro que le nace del pecho. Nadie sabe lo que duele irse mejor que quienes ya lo hicieron.

Y KimiR... KimiR lo entendió todo con menos de diez líneas.

Apoya la cabeza contra el cristal, dejando que el paisaje urbano se deslice ante sus ojos sin realmente verlo. Guarda el teléfono sin responder. No porque no tenga qué decir, sino porque algunas cosas no necesitan devolverse con palabras. Basta con hechos y sentimientos.

Y Daniel lo siente.

Ese apoyo. Esa forma de decir estoy acá . Le llega. Le sostiene.

Como siempre, en silencio. Como siempre, en las curvas más duras.

Daniel sonríe por primera vez en horas. No del todo, pero casi aún hay un pequeño nudo en la garganta pero su corazón se siente cálido y lleno, su familia encontrada lo es todo ahora.

Apoya la cabeza contra la ventana del taxi y deja que los mensajes se queden ahí, como anclas, como faros.

No sabe qué viene ahora.

Pero sabe que no está solo.

Daniel llega al aeropuerto de Singapur en un taxi que avanza por el tráfico de la madrugada. Se ajusta la gorra hasta las cejas, las gafas de sol a medio poner, como si pudieran ocultar la tristeza de su mirada. Se baja antes de que el chofer termine de decir "buena suerte" y corre con su mochila cruzada al hombro jalando su maleta hacia el mostrador de check-in. Llega al mostrador de la aerolínea sin aliento, presenta el pasaporte con una sonrisa forzada y asiente automáticamente cuando la mujer le pregunta si lleva líquidos. Ni la mira. Sus ojos están puestos en el reloj. El corazón le late en la garganta.

No mira a nadie. No sonríe. 

Pasa el control de seguridad con el piloto automático encendido. Acelera el paso por la terminal hasta llegar a la sala de espera. Es ahí, justo en el umbral de las puertas automáticas, donde lo ve. Mick. 

Rubio. Ojos de océano nublado.

Sentado solo, con las manos entrelazadas sobre las rodillas, y los ojos... los ojos fijos en él. Como si el tiempo no hubiera pasado desde que lo vio alejarse anoche después del desastre en Vcarb.

El corazón de Daniel da un salto, un golpe seco contra las costillas.

Se acercan. Se saludan con un apretón de manos rápido, seco, frío para los ojos ajenos. Pero Daniel lo siente todo. El calor de los dedos de Mick le llega como un rezo silencioso. Y el aroma. Ese aroma. Peras dulces, maduras, recién cortadas. Flor de tilo al amanecer. Le entra por la nariz, directo al pecho, y por un segundo le cuesta seguir respirando. Es la forma en que el cuerpo de Mick le dice: te he estado buscando toda la noche .

No pueden abrazarse. No pueden ni siquiera fingir cercanía. No en Singapur. Pero el solo sentir su aroma lo reconforta.

Pero Daniel lee entre líneas. En la forma en que Mick lo mira, lo examina, olfatea un poco el aire como para comprobar que está bien. Se sientan juntos, pero no demasiado cerca. Hay cámaras. Hay reglas. Y hay un dolor punzante en el estómago de Daniel que no es físico.

Quiso tenerlo entre sus brazos anoche. Mick también. Pero tuvieron que dormir separados, como si lo que sienten fuera algo que debiera esconderse, como si el consuelo entre ellos fuera un crimen.

Y ahora suben al avión. El mismo destino. La misma ausencia de palabras. Pero los ojos de Mick lo dicen todo: No importa dónde vayas, yo voy contigo .

Entran al avión sin hablar, solo cruzando miradas. La azafata los guía hasta primera clase, donde los ventanales son amplios, las luces tenues, y la privacidad casi un lujo sagrado. Se sientan juntos, uno al lado del otro. Daniel se deja caer en el asiento con un suspiro, sin dejar de mirar de reojo a Mick, que acomoda su mochila en el compartimiento y luego se abrocha el cinturón.

Las luces de cabina se atenúan. El piloto da la bienvenida con una voz monótona que Daniel ni siquiera registra. Solo siente el rugido suave de los motores al encenderse. Las ruedas comienzan a moverse y el avión avanza hacia la pista. Afuera, el cielo está apenas aclarando. Adentro, el aire se llena de tensión contenida.

El avión acelera. Daniel se remueve en su asiento. No solo por la potencia del despegue, sino por todo lo que ha callado en las últimas horas. El fuselaje tiembla levemente, y entonces... despega. La ciudad queda atrás. Las leyes, las cámaras, las normas invisibles que los separan, se diluyen con la humedad del asfalto mientras el aparato gana altura.

Cuando la señal del cinturón se apaga, Mick se mueve un poco. Apenas un gesto. Pero es suficiente. Daniel extiende la mano bajo la manta que tienen sobre las piernas. Y la encuentra. Los dedos de Mick se entrelazan con los suyos con la fuerza exacta, ni más ni menos. Como si hubieran estado esperando ese momento desde la última curva del circuito.

No hablan.

No necesitan hacerlo.

Están en el aire. Y aquí, en la soledad acolchada de primera clase, nadie puede verlos. Nadie puede juzgarlos.

Daniel se apoya en el respaldo, pero su cuerpo está tenso. Cuenta mentalmente los minutos. No los que faltan para aterrizar, sino los que les toma cruzar la frontera aérea. Y cuando el sistema de navegación marca que han salido oficialmente del espacio aéreo de Singapur, se gira.

Sin decir nada, sin pedir permiso, simplemente se inclina hacia Mick y lo abraza.

El cuerpo del rubio se tensa por un segundo, sorprendido. Y luego se rinde. Rodea a Daniel con los brazos como si lo recogiera del fondo del océano. Ninguno dice una palabra. Solo respiran. Solo se sienten.

El aroma a peras y flor de tilo lo envuelve como una promesa.

Están juntos. Por fin.

El abrazo dura más de lo que permite el decoro. Pero en este rincón del cielo, el decoro no significa nada. Daniel no lo suelta. No puede. La adrenalina de la última noche todavía le corre por la espalda: la salida abrupta, las cámaras que nunca enfocaron su rostro, la sonrisa tensa que usó para ocultar las ganas de gritar. El casco fue su única máscara.

Y Mick… Mick solo lo pudo mirar desde la distancia.

—Lo siento —murmura Daniel contra su cuello, apenas un susurro.

Mick niega suavemente, con una mano en su espalda.

—No tienes que disculparte.

Se separan solo lo justo para verse. Los ojos suaves de Mick brillan, húmedos, y su aroma —ese dulce y fresco a peras y flor de tilo— sigue pegado a su ropa, como si lo hubiera llevado puesto todo el día solo por él.

Daniel sonríe sin alegría.

—¿Sabés qué fue lo peor de todo? —pregunta, con voz quebrada por dentro pero firme por fuera—. No fue bajarme del auto. Ni el comunicado. Fue verte en la sala de prensa, parado entre todos, y no poder abrazarte.

Mick traga saliva. Sujeta su mano otra vez debajo de la manta.

—Yo vine solo por ti. No me importaban las cámaras, ni el paddock, ni el equipo. Quería que supieras que estaba ahí.

—Lo supe —responde Daniel—. Lo sentí, sin la calma que me enviaste por el vínculo me hubiera roto en pedazos al bajarme del auto.

Por un instante se quedan así. El avión vibra suavemente con alguna corriente de aire. Las luces del pasillo se apagan por completo y la mayoría de los pasajeros duerme o finge hacerlo. Nadie los mira.

Entonces Daniel se ríe por lo bajo, un sonido seco y triste.

—¿Sabés quién me dijo que era injusto? Max. Max Verstappen. Pensé que era una alucinación.

Mick sonríe también, apenas.

—Te lo merecías. Todos lo saben. Incluso Lando se peleó con Helmut.

—¿En serio?

—Lo mandó a la mierda. Literalmente, Carlos tuvo que atajarlo fisicamente para que no jubilara a Helmut antes de tiempo por lesiones.

Daniel aprieta los ojos, como si quisiera contener algo. No llora. No aquí. No ahora. Pero sí se recuesta más cerca de Mick, hundiendo el rostro en su cuello, donde su aroma lo calma todo.

—Gracias por venir. Si no te hubiera visto ayer… creo que no habría podido terminar la carrera.

Mick pasa los dedos por su cabello, lento.

—No tenés que agradecérmelo, es lo que se hace cuando amas mucho a alguien ¿no?

Daniel asiente contra su piel.

Por primera vez en muchas horas, siente que puede dormir.

En primera clase, el silencio es cómodo, envolvente. Debajo de la manta gris que apenas les cubre hasta la cintura, las manos de Daniel y Mick se buscan como si llevaran horas perdidas.

Nadie puede verlos aquí. Nadie se atrevería a mirar.

El corazón de Daniel todavía late con rabia callada por la carrera de anoche. Su última carrera. Lo bajaron sin ceremonia, sin justicia, como si el legado de sus años no significara nada. Y sin embargo… al girar la cabeza y ver los ojos de Mick —profundos, preocupados, incondicionales—, toda esa furia encuentra un refugio.

Daniel se permite cerrar los ojos por un segundo. Huele a peras y flor de tilo, ese aroma que ya reconoce como hogar. No ha dormido bien en días, pero en los brazos de Mick el cuerpo se le relaja, como si cruzar esa frontera invisible del aire hubiera limpiado algo de su pecho.

Apenas pasan los primeros minutos fuera del espacio aéreo de Singapur, Daniel se incorpora, gira un poco hacia él. No hacen falta palabras largas ni gestos dramáticos.

—Gracias por venir. Te amo.

Mick lo mira con una ternura que desarma. Acaricia con el pulgar el dorso de su mano, sin soltarla.

—No iba a dejarte, se que no estás solo si están los chicos pero, ambos sabemos que no es lo mismo.

El silencio vuelve, pero no es incómodo. Es denso de significados. Daniel lo siente vibrar en el pecho, en la piel, en el vínculo invisible que lo ata a Mick desde hace meses, desde aquella noche en Melbourne donde todo cambió.

No quiero volver a dormir sin ti. No de nuevo, no descanso nada—dice Daniel, en voz baja haciendo una mueca que parece un puchero

Mick asiente. Su respiración se acelera un poco, solo un poco. Luego, sin pedir permiso, se inclina y le da un minúsculo besito en los labios. Una travesura de niños. No les importa si el sobrecargo pasa o si alguien levanta una ceja. Aquí arriba, fuera del alcance de, las reglas de países homofóbicos, los contratos, los hashtags y la FIA, ellos existen sin máscaras.

Daniel sonríe por fin. Vibra aún un poco por la tensión de la despedida, por la humillación disfrazada de comunicado oficial, pero el calor de Mick lo ancla.

—Contigo no tengo que demostrarle nada a nadie —murmura.

Y Mick, sin soltarlo, le responde al oído:

—My honey badger es el mejor.

El avión atraviesa una capa de nubes y vibra ligeramente de nuevo. Pero Daniel no lo nota. Está demasiado ocupado respirando ese aroma que le calma el alma. Está donde quiere estar. Con quien siempre debió estar.

Mick es realmente lo único que Daniel necesita para que el mundo se vea más amable.

Notes:

Me hice llorar a mi misma con este capítulo pero era necesario...
como vamos?

Chapter 39: Capítulo 38: George Rusell piensa que debería...

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Con la bandera a cuadros ondeando sobre el Strip, George Russell cruza la línea de meta.

El rugido del Mercedes lo acompaña hasta el final, pero no logra opacar el estruendo de su propia felicidad. Gana en Las Vegas. Gana en medio de un mar de luces, frente al mundo entero. Es una explosión de gloria que lleva demasiado tiempo esperando. El casco empañado no es por el calor; está llorando. Lo sabe, y no le importa. Deja que la emoción le empape el rostro cuando se lo quita en el parque cerrado. Por fin.

Los abrazos con su equipo son intensos. Las cámaras captan todo, pero George apenas percibe los flashes. Tiene la mente dividida. Mitad en ese podio que por fin le pertenece. Mitad en lo que viene después.

Porque esta noche no solo se celebra una victoria, un uno dos de Mercedes en mucho tiempo. Esta noche, en un salón privado del Waldorf Astoria de Las Vegas, dos hombres van a casarse. Dos leyendas. Dos amigos que han aprendido a amarse a pesar de los años, las guerras internas y el peso de la historia.

Lewis Hamilton y Nico Rosberg.

George apenas tiene tiempo de una ducha rápida y un cambio de ropa en su habitación compartida con Alex, quien ya ha salido hacia la habitación de NicoR para ayudarle. El smoking le queda perfecto; lo planearon con meses de antelación. Todo el evento ha sido preparado con absoluta discreción. Cada proveedor, cada florista, cada músico: todos firmaron contratos de confidencialidad. Nada puede filtrarse. Nada debe empañar un momento tan único.

Cuando llega al Waldorf Astoria, el salón privado ha sido transformado. Las cortinas de terciopelo negro suavizan las luces doradas, el aire huele a lavanda y a orquídeas blancas. El piano de cola en la entrada está en manos de Charles Leclerc, quien interpreta una melodía íntima y envolvente, compuesta por él mismo. Las notas flotan por el aire como un susurro de bienvenida.

 

Con pasos decididos pero el corazón ligero, George Russell se dirige a la suite donde Lewis Hamilton se prepara para la boda. La puerta está entornada y al entrar, lo recibe el sonido suave de voces familiares. Kimi Räikkönen está sentado junto a la ventana, bebiendo agua con la calma de quien ha visto de todo. Lando Norris está terminando de ajustarse la corbata, y Fernando Alonso revisa su reloj con una ceja alzada. En medio de ellos, Lewis, vestido con un impecable traje negro de Armani, parece intentar mantener la compostura mientras se mira en el espejo.

—¿Estoy seguro que esto está derecho? —pregunta, ajustándose la solapa.

—Lewis, hermano —responde Lando, sonriendo—, estás perfecto.

—Nunca te habías visto tan elegante, y eso es decir mucho —añade Fernando con una media sonrisa.

George se acerca y le coloca con suavidad la flor de lirio blanco en la solapa.

—Listo —dice en voz baja, casi como si sellara algo importante—. Ahora sí pareces listo para casarte.

Lewis asiente, respira profundo. Kimi, con su tono habitual, interviene:

—Vas a estar bien. No es una largada, relájate, créeme cuando te digo que esto será solo felicidad.

Entre risas suaves y una última mirada al espejo, los cuatro se colocan la flor en la solapa, idéntica a la de Lewis. Forman una escolta elegante y sobria mientras salen de la habitación hacia el salón del Waldorf Astoria.

En la entrada del salón privado, todos los invitados ya están de pie. La madre de Lewis los espera. Cuando lo ve, su sonrisa se vuelve inmensa. Lo toma del brazo con ternura y le susurra:

—Estás guapísimo, hijo. Tu padre y yo estamos tan orgullosos.

George siente un nudo en la garganta, pero mantiene la postura. Uno a uno, entran en fila por la alfombra clara: primero Lando, luego él mismo, seguido por Fernando, y finalmente KimiR. Detrás, Lewis camina al brazo de su madre, con el rostro sereno pero emocionado.

George se ubica en su sitio: del lado de Lewis, entre Fernando y Lando, con KimiR más cerca del centro. Desde su posición, mientras esperan, George aprovecha para mirar el salón. Las luces cálidas caen en cascada desde lámparas modernas. Las mesas están adornadas con lirios y velas flotantes. Charles Leclerc toca el piano en la esquina con una expresión suave y concentrada. En el fondo, los demás conversan, se toman selfies, hacen fotos y sonríen. Todo vibra con una felicidad íntima, resguardada.

La música cambia. Las puertas se abren otra vez y entra Kimi Antonelli como niño de las flores, un poco torpe, dejando caer algunos pétalos antes de lo previsto. A George se le escapa una sonrisa. Oliver Bearman lo sigue con una pequeña caja de terciopelo: los anillos. Después vienen Alex Albon, Oscar Piastri y Kevin Magnussen, todos impecables, caminando con porte firme. George observa a Alex por un instante más largo del que debería; se ve especialmente guapo esta noche.

Luego entra Sebastian Vettel, sereno, elegante, y se coloca frente a Kimi Räikkönen. Una combinación de épocas, dos hombres que marcaron generaciones distintas, casados recientemente y ahora padrinos.

Finalmente, las puertas vuelven a abrirse y entra Nico Rosberg, con su madre. Lleva un smoking blanco con sacoleva larga, perfectamente entallado, y una flor de lirio roja en la solapa. Es una imagen poderosa, elegante y cargada de significado. George contiene la respiración un momento.

NicoR llega hasta el altar, donde Lewis lo espera. Se toman de las manos con suavidad. Se miran. El resto del mundo parece desvanecerse para ellos.

George sonríe.

Nunca había visto una carrera terminar tan bellamente.

George no puede evitar reírse por lo bajo cuando ve a Toto Wolff sacando un pañuelo del bolsillo interior de su saco. El director de Mercedes intenta disimuladamente secarse las lágrimas, pero Suzie, con una sonrisa cómplice, le ofrece uno extra mientras susurra algo al oído que lo hace asentir con resignación. Cuando Lewis y NicoR dicen el tan esperado "sí, acepto", y se besan con emoción contenida pero genuina, el salón entero estalla en aplausos y vítores.

—¡Que vivan los novios! —grita Daniel Ricciardo desde una de las primeras filas, como ya es costumbre suya, provocando carcajadas a coro.

Lewis y NicoR bajan del altar ahora como esposos, tomados de la mano. Caminan por el pasillo entre abrazos, pétalos, y algunas lágrimas que no todos se molestan en ocultar. La congregación los sigue hacia el salón contiguo, donde ya está servida la cena.

George toma asiento junto a Alex, con una sonrisa enorme. La comida, a su juicio, es simplemente deliciosa. Platos de cocina mediterránea con toques asiáticos llegan en pequeñas porciones cuidadas al detalle. A Toto todavía le brillan los ojos y no ha terminado de limpiarse la cara cuando le entregan el micrófono para el discurso principal.

—Queridos todos, esto es... esto es... —dice Toto, y ya está llorando otra vez, incapaz de seguir.

Suzie, firme pero cariñosa, le quita el micrófono con una sonrisa divertida y lo resume:

—Lo que Toto quiere decir es: “¡Ya era hora! ¡Por fin! ¡Espero esto desde el dos mil dieciséis!”

Las carcajadas llenan el salón.

Cuando empieza la música, George se levanta con Alex para bailar, aunque confiesa que ninguno de los dos tiene demasiado ritmo. A su alrededor, todo se vuelve una mezcla encantadora de amor y caos:

Carlos y Lando intentan hacer una especie de tango improvisado, pero terminan tropezando el uno con el otro y riéndose en el suelo. Lando se queja de que Carlos no entiende el “arte latino”.

Pierre Gasly y Yuki Tsunoda bailan tan pegados que parece que están sincronizados… hasta que Yuki le pisa el pie y Pierre hace un pequeño salto teatral con expresión de “me muero”.

Kevin y Nico Hülkenberg hacen lo que George solo puede describir como una “danza vikinga de batalla”, moviendo los brazos con una seriedad absurda que termina contagiando de risa a toda su mesa.

Sebastian y Kimi Räikkönen no bailan. Están tomados de la mano, sentados en una esquina, compartiendo pastel, sonriendo y mirándose como si no necesitaran nada más.

Oscar y Franco están bailando con tanta ternura que por poco nadie nota cuando Franco le besa la frente. George sonríe, porque aunque Oscar siempre parece el más serio, en ese momento se ve como un chico completamente enamorado.

Mick y Daniel están abrazados en el centro de la pista. Daniel canta en voz alta con los brazos arriba y Mick se ríe, apenado pero claramente feliz. Se nota que para ellos la fiesta es algo más íntimo, algo de alivio después de tiempos difíciles.

Esteban y Lance intentan una coreografía que claramente practicaron antes, pero entre risa y risa terminan haciéndolo todo al revés. Esteban le lanza un beso a la cámara cuando alguien grita “¡eso va al video de bodas!”.

En una de las esquinas de la pista, Oliver Bearman y Kimi Antonelli intentan seguir el ritmo de la música, pero acaban empujándose el uno al otro con movimientos torpes y carcajadas contagiosas.

—¡Eso no es bailar, Kimi! —dice Oliver entre risas, mientras esquiva una mano descoordinada.

—¡Tampoco hay clase de ballet aquí, idiota! —responde KimiA, y luego los dos se abrazan con fuerza, riéndose como niños.

George los observa con ternura. Son los más jóvenes del grupo, pero su energía es pura, sincera. Se nota que están disfrutando con todo el corazón.

Y cerca del piano, donde Charles tocó al inicio de la ceremonia, ahora está sentado con una copa de jugo de manzana a mano, relajado, viendo a Max hablar con Valtteri y Checo. El holandes lo mira de vez en cuando, sonriendo con esa expresión suya, la que guarda solo para Charles. Finalmente se acerca y se sienta a su lado.

—¿Estás cansado? —pregunta Max, apoyando un brazo tras él.

—Un poco. Pero es una noche bonita —responde Charles, dándole una mirada suave, como si esas pocas palabras bastaran.

—Lo es —asiente Max, y luego, bajito—. Aunque nada se compara a cuando te vi en el piano.

Charles sonríe, tímido, y apoya su cabeza en el hombro de Max, mientras ambos observan cómo NicoR y Lewis danzan despacio bajo las luces tenues. George, al verlos, se siente completo. Todos, incluso con sus historias diferentes, sus cargas y sus batallas, están celebrando algo más grande esta noche.

Una boda que no solo une a dos hombres, sino que simboliza lo lejos que han llegado todos. Lo lejos que han llegado juntos.

Y entonces llega el esperado —y ligeramente temido— momento del ramo.

NicoR se adelanta con una sonrisa traviesa, el ramo de lirios en mano, mientras Lewis se cruza de brazos y lo observa con cejas alzadas, como diciendo: “Por favor, no causes un caos”.

—A la cuenta de tres, ¿listos? —anuncia NicoR, girando de espaldas mientras un pequeño tumulto de pilotos solteros finge no estar interesado… pero igual se acercan como quien no quiere la cosa.

—¡Uno… dos… tres!

El ramo vuela en el aire en un arco perfecto… justo cuando Daniel, que nunca puede resistirse a un show, suelta una carcajada maliciosa y agarra por la cintura a un desprevenido Mick, que estaba tranquilamente saboreando un enorme trozo de pastel con toda la concentración de quien defiende una joya.

—¡¿Daniel qué estás—?! —protesta Mick, medio atragantado de azúcar, justo cuando Daniel lo alza como si fuera un trofeo.

Y en ese instante, como si el universo conspirara a favor del desastre: el ramo aterriza con toda su gracia floral… ¡directamente en el plato de pastel en las manos de Mick!

El impacto salpica crema por todas partes. El lirio blanco queda enterrado en una generosa capa de glaseado blanco. Mick se queda congelado en el aire, con un tenedor aún en la mano, y mira a Daniel con expresión de absoluta incredulidad.

—¡¿Qué acabas de hacer?! ¡Estaba comiendo!

—¡Lo atrapé! —grita Daniel riéndose a carcajadas, sin soltar a Mick.

—¡El ramo, no a mí! ¡Y ni siquiera fuiste tú, fue el plato de pastel!

El salón estalla en carcajadas. George se agarra el estómago de la risa. Lewis tiene que apoyarse en NicoR para no caer, mientras este se lleva una mano a la cara, entre avergonzado y encantado. Incluso Kimi Räikkönen deja escapar una risita breve, y Max le choca los cinco a Daniel al pasar.

—Bueno —dice Pierre, desde el otro lado del salón—. Según las reglas antiguas… quien atrapa el ramo es el siguiente en casarse.

—¿Entonces el pastel se casa? —pregunta Kevin, provocando otra ronda de risas.

—Con Mick —añade Carlos—. ¡Mick y el pastel se ven adorables juntos!

Daniel no suelta a Mick, que ahora se rinde y le da una cucharada del pastel a su novio como si ya aceptara su destino con resignación dramática.

—Vale, pero tú pagas la boda —murmura, relamiendo el glaseado.

Y todos, entre brindis, carcajadas y fotos del ramo-glaseado, siguen celebrando una noche que, sin duda, nadie olvidará.

Cuando parece que la fiesta ya no puede ser más animada, Daniel se sube otra vez a la tarima improvisada con la misma energía teatral de siempre.

—¡Ahora sí… momento de la liga! —anuncia, con esa voz de maestro de ceremonias que solo él puede sacar tan naturalmente.

—¿Otra vez? —pregunta Carlos desde su asiento, medio recostado sobre Lando, ya con los zapatos fuera.

—¡Es tradición! —replica Daniel, y con un gesto exagerado saca una liga de encaje blanco y rojo de dentro de su saco.

—¿De dónde demonios sacaste eso? —pregunta Max, alzando una ceja.

—No pregunten. Lo importante es que la tengo, y que esto se va a poner bueno.

Sebastian, que ha visto esta escena una vez antes en su propia boda con KimiR en Suiza apenas hace dos meses, sonríe como quien sabe exactamente lo que va a pasar. Pero Nico Rosberg no luce tan convencido.

—Yo no me voy a poner eso —protesta, viendo la liga con los ojos entrecerrados.

—¡Claro que sí! —responde Seb, ya tomándola—. Es parte del juego. A mí me tocó, ahora a ti.

—Seb…

—Si yo lo hice, tú también. Ley de bodas.

Kimi Räikkönen, sin decir una palabra, se acerca con un pañuelo negro que saca del bolsillo trasero como si lo hubiera tenido planeado. En silencio, se lo coloca a Lewis en los ojos.

—¿Esto no era voluntario? —dice Lewis riendo, dejándose vendar sin mucha resistencia.

—Bienvenido al club de los casados —responde KimiR simplemente.

NicoR, resignado, se pone de pie y se acomoda la liga sobre el pantalón, un poco más arriba de la rodilla. Lewis, vendado, se arrodilla con cautela frente a él mientras todos a su alrededor contienen la risa.

—Solo con la boca —murmura Sebastian, cruzado de brazos y sonriendo.

—Sí, sí, ya sé, no es mi primera vez quitándole la ropa… —murmura Lewis con una sonrisa pícara, lo que arranca carcajadas en toda la sala y hace colorear la cara de su esposo.

El proceso no es inmediato. Lewis tantea, se equivoca, y termina mordiendo el aire más de una vez. 

—¡Eso no es la liga! —protesta Nico, medio entre carcajadas y sobresalto cuando Lewis le muerde el muslo.

—¡Perdón, perdón! ¡Es que no veo nada!

—Lewis deja eso para la noche de bodas— grita Valtteri que ya está un poco pasado de copas, haciendo reír de nuevo a todos.

Finalmente, con un pequeño movimiento triunfal, logra atrapar la liga entre los dientes y se incorpora como si hubiera ganado una carrera.

La música suena de nuevo mientras Lewis, aún con los ojos vendados, lanza la liga hacia atrás sin mirar.

La liga vuela en un arco perfecto por encima de todos… y George la ve venir hacia él, cae directo sobre la copa de champaña.

No dentro. No salpica. Simplemente… se encaja perfectamente en el tallo de la copa como si fuera uno de esos juegos de feria, quedando colgando alrededor del cristal.

El silencio dura medio segundo antes de que estalle una nueva ola de risas.

—¡Es imposible que eso se lograra sin ensayar! —grita Pierre, aplaudiendo.

—¡Ni en Las Vegas hacen tiros así! —añade Esteban, mientras Lance ya está doblado de la risa.

George se queda mirando la copa con la liga, confundido, como si el universo acabara de hacerle una propuesta matrimonial.

Luego, se gira hacia Alex, con una ceja alzada y una sonrisa lenta, y le dice:

—¿Y si tú y yo probamos suerte?

Alex suelta una carcajada y le lanza una servilleta enrollada.

—Te falta el anillo, Romeo, sin anillo no me caso.

Y todos ríen de nuevo, porque en esta boda el amor se celebra con besos, sí, pero también con ligas colgando de copas, ramos empastelados, y una felicidad tan verdadera que no necesita reglas para ser perfecta.

Y allí, con la liga aún colgando de su copa como una corona absurda, y las carcajadas de todos resonando alrededor como música de fondo, George no puede apartar la vista de Alex.

Está justo frente a él, con la risa en los labios y las mejillas encendidas por la risa y el momento, con esa mirada que siempre ha sido suave y limpia como el primer sol de la mañana. La luz del salón cae sobre su rostro y lo enmarca como si alguien hubiese preparado toda la escena solo para él. Y tal vez sí, tal vez el universo lo hizo.

George siente que el corazón le late distinto. No más rápido, no más fuerte. Solo... distinto. Como si acabara de entender algo que siempre había estado allí, pero que nunca había mirado de frente. Que el amor, el verdadero amor, no es una emoción de altura ni una ráfaga de adrenalina como la que siente en la pista. Es esto. Es esta quietud. Esta certeza.

Y mientras las risas se van apagando lentamente, mientras Daniel se inclina para contarle a Mick entre dientes cómo fue que escondió la liga, mientras Lewis y Nico se funden en otro beso y alguien en el fondo pide más champaña, George solo piensa en él.

En Alex.

Y en cómo, justo en este instante, comprende que nunca ha estado tan enamorado en su vida. Que no hay otra persona con quien quiera compartir las madrugadas de jet lag ni las noches de victoria ni los días grises de fuera de temporada.

Tal vez —piensa, con el corazón repicando en su pecho como un semáforo en verde— tal vez sea momento de hacer algo más que sentir.

Tal vez ya es hora de proponérselo. No un juego. No una broma. Un compromiso eterno. Un siempre.

Y mientras Alex lo mira de vuelta, sin saber qué se le ha cruzado por la cabeza, George solo sonríe. Porque sabe que cuando el momento llegue, las palabras no van a temblarle. Porque por primera vez, no le hace falta una pista para saber hacia dónde ir.

Piensa que es hora de proponerle matrimonio a Alex Albon.

Notes:

yaaaaaaaaaaaaaay que vivan los noviooooosss......
Como vamos?

Chapter 40: Capítulo 39: Kevin Magnussen ahora cree en lo imposible.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Kevin Magnussen siempre ha sido un hombre de extremos. La calma corriendo bajo la piel de un competidor feroz, de un piloto que nunca aprendió a tomar las cosas con medias tintas. Para Kevin, correr en Fórmula 1 siempre ha sido una declaración de guerra contra el conformismo, contra las estadísticas, contra las expectativas que lo colocaban dentro de una categoría intermedia que él jamás aceptó.

La temporada 2024 llega a su fin envuelta en luces brillantes y sombras largas. El calendario, agotador y feroz, deja marcas no solo en los cuerpos, sino en los ánimos. Max Verstappen, esta vez con mucha menos ventaja que los años anteriores, se corona campeón del mundo una vez más, con esa frialdad infalible que lo convierte en leyenda y, al mismo tiempo, en un símbolo de la distancia que hay entre los equipos grandes y el resto del paddock.

Y mientras los focos siguen al neerlandés, mientras las entrevistas se amontonan, los patrocinadores levantan copas y las redes sociales estallan en homenajes, Kevin está cerrando cajas. Otra vez.

La noticia llegó unas semanas antes del final. Palabras cuidadosas de parte del equipo, promesas de apoyo y gratitud, y la frase repetida que siempre duele: “Queremos explorar una dirección diferente para el futuro”. Kevin lo escuchó con la mandíbula apretada y el corazón tranquilo. Esta no era su primera despedida, pero eso no la hacía menos difícil.

La diferencia esta vez es que ya no le quedan ganas de fingir que no le duele. Porque sí duele. Duele ver que, una vez más, el esfuerzo no fue suficiente. Que los puntos sumados no alcanzaron, que el auto no estuvo a la altura y que su nombre, ese que alguna vez fue el de una joven promesa, ahora se desvanece en la lista de los reemplazados.

La temporada termina en Abu Dabi, bajo un cielo que parece pintado. Kevin cruza la línea de meta por última vez con el alma apretada. No hay fanfarria ni despedidas emotivas por televisión. Solo el ronco sonido del motor que se apaga y un silencio que lo acompaña cuando regresa al garaje, donde su ingeniero le da una palmada en el hombro. Le agradece. Le desea lo mejor. Kevin asiente, educado. Sonríe, incluso.

Pero por dentro es otra historia.

Porque esta vez, aunque ya sabe cómo se siente perder un asiento, lo que más le pesa no es la salida. Es lo que deja atrás: la rutina, el rugido de los motores, la concentración absoluta que sólo encuentra en un casco y una pista. Es, sobre todo, saber que esta vez puede ser definitiva.

Y sin embargo, en medio de esa melancolía, Kevin también siente algo parecido a paz. Ha corrido. Lo ha dado todo. Ha defendido su lugar como un guerrero. Y ahora, si bien el futuro es incierto, también es suyo. De nadie más.

Sale del paddock sin mirar atrás, con su uniforme aún manchado de carrera y las llaves del hotel en el bolsillo. No sabe qué va a pasar. Si vendrá otra oportunidad, si su nombre volverá a aparecer en una parrilla o si esta ha sido su última vuelta. Pero camina erguido, con la dignidad intacta. Porque ser piloto no es solo correr.

Es vivir con intensidad. Es resistir.

Y eso, Kevin Magnussen lo sabe hacer muy bien.

Pero de esta temporada, Kevin Magnussen no se va con las manos vacías.

Hay derrotas que traen consigo regalos inesperados, y para Kevin, el más grande de todos fue encontrar una familia donde menos lo esperaba: en ese grupo de veintidós pilotos —alfa u omega, convertidos sin aviso en sujetos de un experimento inhumano— que aprendieron a sostenerse unos a otros cuando el mundo se les vino abajo. Hermanos de batalla, compañeros de trauma, un lazo profundo que el paddock jamás podría comprender desde afuera.

Y dentro de ese caos, también encontró a Nico Hülkenberg. O más bien encontraron su amor mutuo.

Nadie lo habría imaginado. Ni siquiera ellos. Pero a veces el amor aparece en las grietas de lo imposible. Kevin vendió su departamento en Dinamarca sin pensarlo mucho; para qué volver, si todo lo importante lo esperaba en el penthouse de NicoH en Mónaco. Ya vivían juntos de todos modos. Compartían los días libres, los entrenamientos, los silencios, incluso las noches difíciles marcadas por síntomas erráticos del virus que aún los desconcierta. NicoH estaba allí en todas. Con una taza de té de jengibre cuando el cuerpo de Kevin se revelaba sin razón, con una mano en la nuca cuando las pesadillas lo despertaban jadeando.

Y también estuvo allí cuando la noticia llegó. Cuando Haas les cerró la puerta de nuevo, cuando el asiento desapareció sin importar el esfuerzo ni la historia. Kevin recuerda bien ese momento: NicoR fue el primero en abrazarlo, en sostenerlo sin decir nada. No había nada que decir. Solo estar.

El alemán firmó con Kick Sauber, tras la salida de Valtteri y Zhou. Un paso adelante para NicoR, y Kevin lo celebró con una sonrisa sincera, porque el amor también es eso: saber alegrarse por el otro aunque duela.

No tienen problemas económicos. Ambos han invertido con cabeza fría durante años. Podrían vivir tranquilos sin trabajar nunca más si quisieran. Pero dejar la F1… dejar de correr, de sentir la adrenalina de un semáforo apagándose… eso sí duele. Duele como si algo dentro del pecho se arrancara de raíz.

Y sin embargo, cuando Kevin lo mira a él —a NicoH, que llega con sus dulces de jengibre y su antojo más reciente de salmón con mermelada de fresa, despeinado y en sudadera, con esa sonrisa que solo le muestra a él—, sabe que lo más importante de su vida ya no está en una pista.

Está en la rutina inesperada.
En este amor que lo encontró cuando creía que todo lo demás se caía a pedazos.

Pero ahora es 29 de diciembre, y los veintidós han llegado a Suiza. Después de pasar la Navidad en distintos puntos del mundo, han vuelto a reunirse, esta vez con un plan muy especial: recibir el Año Nuevo todos juntos en la granja de Sebastian, en los Alpes. Pero antes, hacen una parada muy importante. 

Van directo desde el aeropuerto al hospital donde se encuentra Michael Schumacher. Nadie pregunta, nadie protesta. Todos sabían que esta visita era esencial, incluso antes de que Mick lo dijera en voz alta. Lo entendían sin palabras. Era su forma de acompañarlo en algo que sabían le importaba profundamente.

La nieve cubre los caminos con delicadeza, y el silencio en la furgoneta se siente más respetuoso que tenso. Daniel va junto a Mick, sus dedos entrelazados en el asiento trasero. Max y Charles comparten miradas tranquilas desde la ventana. Kimi Antonelli bosteza suavemente con la cabeza apoyada en el hombro de Oliver. Todos llevan los abrigos elegantes, como si de forma natural entendieran que ese momento pedía una cierta solemnidad.

Cuando llegan al hospital, bajan en fila, en silencio. Sebastian es el primero en tomar el brazo de Mick, sin decir nada. Le sigue Kimi Räikkönen, después Kevin, Nico, George, Alex, Lando… Todos, uno a uno, formando un escudo de cariño.

En la habitación, el aire es tibio. Michael está sentado, con los ojos abiertos, sostenido por el respaldo de la cama y rodeado de un leve perfume a lavanda y a medicinas. No habla, pero su mirada se mueve despacio, observando a cada uno que entra. Hay algo en sus ojos que tiembla como una chispa muy antigua.

Mick se sienta a su lado. Le toma la mano con una ternura que parte el alma, y empieza a hablarle. No hay discurso. Solo frases suaves: “Este es Daniel… él… bueno, él está conmigo”, y la sonrisa que intercambian no necesita explicación. “Él es Lando… y Oscar, que no se ve tan serio como parece”. Michael parpadea muy lento. Mira a Max por un largo momento. Tal vez lo reconoce, o tal vez le recuerda a algo. A alguien. Mick los presenta uno a uno suavemente.

Charles se acerca al final y toca unas notas suaves en el pequeño teclado que lleva consigo, un gesto silencioso que dice más que mil palabras.

Nadie toma fotos. Nadie hace ruido. Es un momento íntimo, sagrado, que queda guardado en la memoria de todos.

La puerta de la habitación se cierra con suavidad tras ellos. Nadie dice nada mientras caminan hacia la sala de espera del hospital, aún envueltos en esa paz delicada que les deja la visita. Mick va en medio del grupo, con la cabeza ligeramente inclinada, la expresión serena. Daniel no le suelta la mano en ningún momento.

Pero apenas cruzan el umbral de la sala, algo cambia.

Mick se detiene. Un quejido suave, apenas audible al principio, se escapa de sus labios. Sus cejas se fruncen. Todos lo notan de inmediato.

—¿Mick? —pregunta Daniel, girando hacia él con preocupación.

Mick no responde. En lugar de eso, lleva ambas manos a su vientre. Presiona con los dedos abiertos, como si intentara contener algo que claramente no puede contenerse. Da un paso hacia atrás, sus botas resbalan apenas sobre el piso, y entonces se escucha.

Un sonido sutil, como el goteo de agua sobre azulejo. Todos miran hacia abajo.

Un charco se forma bajo él. Caliente sobre el suelo pulido del hospital.

Kevin ve el agua extenderse bajo sus pies. Un charco transparente que no huele a nada, no parece sangre, no parece orina… y sin embargo, está allí.

—¡Está empapado! —dice Pierre, acercándose con Alex detrás.

Pero nadie entiende lo que ven.

Y entonces, mientras Nico Rosberg se adelanta para ayudar, Sebastian suelta un rugido suave, casi animal, llevándose la mano al abdomen con los ojos cerrados, tambaleándose hacia KimiR.

—¡Seb! —llama KimiR, el primero en alcanzarlo justo cuando otro charco idéntico aparece bajo sus pies.

El silencio se hace absoluto. Todos se miran entre sí, incapaces de explicar lo que ocurre.

—¿Qué está pasando? —murmura Yuki, con la voz apenas audible.

George corre a llamar al personal del hospital, los demás no saben que hacer esto parece una emergencia en toda regla.

Nico Rosberg se encoge, las manos en los muslos, la respiración cortada.

—No... no puede ser... —alcanza a murmurar, y Kevin no está seguro de si lo ha dicho él o lo ha pensado también.

Y entonces el dolor lo atraviesa.
Como si alguien hubiese desgarrado algo dentro de él sin aviso. Se dobla, el aire le falta.
NicoH aparece a su lado en un parpadeo.

—Kevin, ¿qué pasa? —pregunta con voz urgente.

Kevin no puede contestar. Aprieta el vientre con ambas manos, los dientes cerrados, y siente la humedad pegándole en las piernas. Cuando baja la mirada, el charco brilla sobre el suelo perfectamente encerado.

—No... —susurra— No, no, no…

Las miradas de todos están sobre ellos.

Cuatro. Cuatro charcos. Cuatro de la patrulla omega. Cuatro dolores compartidos.

Daniel no suelta a Mick. Kimi abraza a Sebastian sin moverse. Lewis mantiene una mano sobre la espalda de Nico Rosberg.
Y Nico Hülkenberg sostiene el rostro de Kevin entre sus manos, sin entender, con los ojos llenos de miedo.

Kevin apenas distingue la silueta de George corriendo por el pasillo, tropezando con un banco y empujando una puerta automática mientras jadea algo que nadie entiende. Parece estar hiperventilando, como si hubiera corrido un sprint con los pulmones a medio llenar.

Y entonces las enfermeras aparecen.

Tres, cuatro, cinco, todas con batas blancas, y rostros confundidos. Una pregunta qué ha pasado, otra ya trae guantes puestos, una más señala el suelo y pide sillas de ruedas. El protocolo de emergencia se activa aunque nadie sabe cuál es la emergencia exactamente.

Mick va primero, Daniel no lo suelta ni un segundo mientras lo colocan en la silla con cuidado.

Luego Sebastian, con el ceño fruncido, mascullando en alemán lo que parecen insultos muy viejos. KimiR apenas asiente, con el rostro rígido, sin soltarle la mano.

Nico Rosberg es el tercero, aún jadeando, como si le costara enfocar. Lewis lo sostiene por la cintura y le murmura cosas que Kevin no alcanza a entender. Solo ve cómo lo empujan suavemente hacia las puertas dobles.

Y finalmente, él.

Siente que lo levantan, que alguien le habla, que NicoH le acaricia la nuca y le dice que ya casi, que aguante un poco más.
Pero el dolor es agudo, punzante, demasiado real para ser ignorado.
Kevin sólo puede aferrarse con fuerza al vientre y cerrar los ojos, tratando de no romper en un llanto que le quema detrás de los párpados.

El mundo se va desdibujando. El resto de sus amigos desaparece tras las puertas blancas, los rostros preocupados, las voces lejanas, los pasos apresurados.

Pero él ya no ve nada más.

Solo siente.

Y ese dolor, ese peso en su abdomen, esa presión insoportable, es lo único que existe.
No hay lógica, no hay respuestas, no hay control.

Solo él, el miedo, y ese cuerpo suyo que parece ya no obedecerle.

Los trasladan en camillas, una al lado de la otra, por pasillos que parecen cada vez más estrechos y luminosos. Kevin solo puede respirar entrecortadamente, el sudor pegándole el cabello a la frente mientras aprieta con fuerza la mano de Nico. Ve de reojo cómo colocan a Mick, a Sebastian y a Nico Rosberg en camillas contiguas. Está agradecido —muy en el fondo— de que, si esto le tenía que estar pasando, sea en uno de los mejores hospitales del mundo. Y uno de los mejor equipados.

En menos de un minuto, entran enfermeras, técnicos, médicos. Los rodean pantallas, monitores y, lo más inquietante, equipos de ultrasonido que se preparan con velocidad. Gel frío en el vientre. Sondas moviéndose con urgencia. Luces parpadeantes.

Kevin apenas logra escuchar algo entre tanto grito:

—¿Han comido algo en común? —pregunta una doctora, desesperada por los gritos—. ¿Hay algún virus? ¿Intoxicación masiva?

—¡Son pilotos, no universitarios de primer año! —protesta alguien más.

Entonces, se hace un silencio.

Un técnico, con los ojos abiertos como platos, se inclina más hacia la pantalla del ultrasonido.

—Hay… hay algo aquí —musita, con la voz quebrada—. Dios mío… hay algo.

Kevin siente que todo el oxígeno del cuarto se escapa por un agujero invisible. El técnico alza la voz:

—¡Hay que llamar al obstetra! ¡Ahora! —Y al girarse hacia las otras camillas, exclama—: ¡En todas las pantallas es lo mismo! 

El terror le sube por el pecho como un maremoto. Kevin se retuerce, el dolor punzante aún latiendo en su abdomen. NicoH está a su lado, completamente pálido, con la mano firme en la suya, pero los labios temblorosos. Le besa la sien, murmurando “todo está bien, todo está bien” como si pudiera convencerse él mismo. Pero Kevin puede sentirlo: Nico está igual de aterrado que él.

El obstetra llega. Alto, de rostro serio, se pone guantes con una calma escalofriante. Evalúa la primera pantalla, luego la segunda, luego la de Kevin. Su ceño no se frunce. No duda. Solo dice:

—Cuatro embarazos gemelares. A término. Y por sus caras parecen ser crípticos.

Un segundo de silencio, y el caos explota.

—¡¿Gemelares?! —grita Daniel, con voz entre ofendido y estupefacto— Pero si es Mick, no Mary Schumacher…

—¡Eso no puede ser! ¡¡Es un hombre!! —se le une Nico Hülkenberg, medio parado, con el monitor de Kevin todavía mostrando la silueta redonda de lo que es, sin lugar a dudas, un feto o dos.

—No… no puede ser —masculla KimiR, que acaba de tomarle la mano a Sebastian con un gesto mecánico. Mira la pantalla de su esposo y luego al médico, como si estuviera leyendo en otro idioma—. No me jodas… Seb… ¿tú…?

—¡Yo que sé! —dice Sebastian con voz ronca, empapado en sudor— ¡Sé lo que soy, joder, pero los bebés están ahí!

La certeza del ecógrafo.

Lo impensable abriéndose paso entre los nervios: están embarazados.
Gemelos. A término.
Y nadie en esa sala sabe cómo o por qué. Solo que están ahí y quieren salir.

Kevin siente que el mundo se parte en dos.

Y que él está justo en medio.

Las palabras “embarazos gemelares” siguen colgadas en el aire como un trueno que no termina de apagarse. Kevin apenas puede respirar. Siente las manos de NicoH aún firmes en las suyas, pero el resto del cuerpo ya no le responde. Su mente, entumecida, trata de negar lo que sus ojos no pueden evitar ver: la imagen nítida en la pantalla. Dos pequeñas figuras. Dos corazones latiendo.

Entonces escucha una voz que nunca imaginó oír en ese tono.
Lewis.

—No… —murmura Lewis, dando un paso hacia adelante—. No es posible.

Nadie responde.

—Eso… —insiste, con la voz cada vez más quebrada— eso no puede ser real. Es un error. Tiene que ser un error, ¿cómo… cómo podrían…?... Ninguno de ellos ni siquiera tenía panza…

Su mirada va de NicoR —pálido, aturdido, sudor en la frente— a la pantalla, a los demás, a Mick, a Sebastian, y finalmente a Kevin. A los monitores. A los bebés que, aunque nadie entienda cómo, están ahí.

—Son hombres —dice Lewis al fin, con una risa nerviosa, hueca, una carcajada seca—. ¡Por el amor de Dios, son hombres! ¡¿Qué demonios está pasando aquí?!

Silencio.

Nadie tiene una respuesta.

Solo el sonido de los latidos dobles en cuatro pantallas.

Solo Kevin respirando agitado, aferrándose al brazo de NicoH, mientras las contracciones le arrancan el aliento, el juicio y la realidad.
Él ya no piensa en teorías imposibles. Ni en ciencia.
Ni en explicaciones.

Solo sabe que duele. Que están asustados. Y qué hay bebés viniendo.

—El jodido experimento…—grita Seb sacándolos a todos de su estupor y dando una explicación lógica a todo lo demás, pero el saber el origen no ayuda con lo que pasa ahora.

El obstetra palidece visiblemente, sus palabras salen con dificultad:

—Nunca he atendido embarazos gemelares, y menos en hombres... y menos cuatro al mismo tiempo. ¿Qué vamos a hacer?

En ese instante, la puerta se abre de golpe y un grupo de médicos irrumpe en la sala, sus caras cubiertas por tapabocas. Al frente, una mujer bajita de cabello negro, con los ojos decididos y la mirada firme, se presenta con voz clara:

—Somos obstetras especializados en casos raros y complejos. Si queremos salvar a todos, deben ser llevados a cesárea inmediatamente.

El personal está tan nervioso que no les preguntan por sus credenciales médicas ni porqué han aparecido aquí tan sospechosamente de repente, solo se ponen en movimiento al instante, ajustando monitores y preparando las camillas con precisión. La atmósfera se llena de tensión y urgencia.

Kevin siente cómo lo separan de NicoH justo cuando les impiden entrar a la sala de procedimientos. Sólo puede ver de reojo cómo a su pareja la alejan con delicadeza pero sin pausa.

En ese momento, Kevin se aferra con todas sus fuerzas a la incertidumbre y al dolor, mientras las puertas se cierran tras ellos y comienza la carrera contra el tiempo.

Con agilidad, el personal médico les quita la ropa y los visten con batas quirúrgicas, gorros y zapatones, todo impecablemente estéril y frío. Los colocan cuidadosamente de lado para administrarles la epidural.

Magnussen imaginaba que esa aguja de ese tamaño sería dolorosísima, pero el dolor de las contracciones es tan intenso que apenas siente la punción. Cuando finalmente la anestesia hace efecto, exhala un suspiro de alivio que se siente como un pequeño respiro en medio de la tormenta.

Uno a uno, los llevan a quirófanos diferentes. Kevin apenas puede hacer un gesto leve con la mano, deseándoles suerte a sus tres amigos que están en camillas contiguas.

Lo meten en su sala, las puertas se cierran tras él con un sonido seco y definitivo, y el silencio clínico lo envuelve mientras espera lo que viene.

Kevin siempre pensó que dar a luz era rápido, como en las series y películas. Le ponen una cortina en la cintura, y de repente se siente perdido, como si el tiempo se estirara y la realidad se volviera borrosa.

Empieza a contar las baldosas del techo, dejando que el ritmo monótono le adormezca. Está a punto de quedarse dormido cuando un grito más bien un llanto, y luego otro, llenan la habitación con una energía abrumadora.

No puede evitarlo: los ojos se le llenan de lágrimas, una mezcla de alivio, miedo y asombro que le desborda el alma.

—Felicitaciones —dice la enfermera con voz cálida—. Una niña y un niño. Están sanos, pero les haremos más exámenes antes para asegurarnos de que todo esté bien.

—Los podrá ver en cuanto terminemos de suturarlo, limpiarlo y llevarlo a su habitación —añade la enfermera, ajustando la sábana sobre su pecho con delicadeza—. ¿Puede darme su apellido o el de su pareja para las pulseras de identificación?

Kevin no duda ni un segundo.

—Magnussen Hülkenberg —responde con voz firme, pero temblorosa por la emoción.

Una sonrisa se pinta en su rostro, tan suave como los latidos acelerados de su corazón. Desde hace algún tiempo había empezado a contemplar la idea de ser padre. Había pensado incluso en hablarlo con NicoH, en proponerle adoptar. Formar algo más allá de ellos, dejar una huella compartida en el mundo.

Pero nunca —ni en un millón de años— se habría imaginado esto. Que pudieran tener bebés propios. Que entre él y NicoH, entre el amor y el caos que compartían, se gestaran dos vidas. Dos pequeños con los ojos de alguno, con las manos fuertes o el carácter impaciente, con los genes de ambos.

Y ese pensamiento, tan inverosímil como real ahora, lo está volviendo pedazos por dentro. Lo está volviendo blando, vulnerable, irremediablemente sentimental.

Sus labios tiemblan un poco mientras su vista se pierde en el techo otra vez, pero esta vez no está contando baldosas. Está imaginando nombres. Manitas pequeñas. Una risa que nunca ha escuchado, pero que ya siente como propia.

Después de que terminan la sutura, Kevin apenas puede moverse. El cuerpo le tiembla ligeramente —de agotamiento, de frío, o quizás de la pura incredulidad—, pero las manos que lo asisten son rápidas y delicadas. Con cuidado le cambian la bata quirúrgica por una limpia de hospital, le retiran el gorro y los zapatones quirúrgicos, y lo cubren con una sábana tibia mientras lo trasladan a una sala compartida.

Allí ya se encuentran los otros tres: Mick, Sebastian y Nico Rosberg. Todos lucen despeinados, pálidos, con los ojos enrojecidos y el mismo aire de desconcierto estampado en el rostro. Nadie dice una sola palabra. Solo se miran entre sí desde sus camas, como si no supieran si deben hablar o esperar a que alguien los despierte de esta especie de delirio compartido.

Kevin se recuesta con lentitud, las sábanas frescas sobre su piel aún adormecida por la epidural. Intenta inhalar profundamente, pero el pecho le pesa. Sus ojos se posan en Mick, que parece al borde de las lágrimas, y luego en Nico, que tiene la mirada perdida en el techo. Sebastian aprieta el borde de la sábana con los nudillos blancos. El silencio es denso, cortante.

Y entonces, como si el universo supiera que ya es suficiente espera, las puertas se abren.

Cuatro enfermeras entran en fila, cada una empujando una cunita transparente. El leve sonido de las rueditas en el suelo hace que los cuatro levanten la vista al mismo tiempo, y un escalofrío recorre la sala.

—¿Bebés Magnussen Hülkenberg? —pregunta la primera enfermera, mirando la hoja en su portapapeles.

Kevin levanta una mano temblorosa. No puede hablar todavía, pero asiente con los labios apretados. La enfermera se acerca con la cuna y la posiciona junto a su cama. Dentro, dos diminutos bebés duermen tranquilos. Kevin no los puede dejar de mirar. Uno tiene el ceño fruncido; el otro mantiene las manos juntas como si soñara con algo. El corazón se le oprime, y por primera vez desde que todo comenzó, Kevin siente que el mundo se detiene.

—¿Bebés Vettel Räikkönen? —anuncia la segunda enfermera.

Sebastian alza los ojos, y cuando ve que la cuna gira hacia él, una lágrima le cae sin aviso por la mejilla. KimiR no está allí, pero los bebés sí, y Sebastian asiente sin hablar. Los recibe con los ojos completamente humedecidos.

—¿Bebés Schumacher Ricciardo? —pregunta otra enfermera, y Mick apenas logra moverse. Parpadea varias veces, completamente pasmado, pero levanta la mano con torpeza.

La enfermera le acerca la cuna. Mick se lleva ambas manos al rostro, incapaz de contener el llanto. Uno de los bebés se mueve, emitiendo un sonido mínimo, y Mick se queda observándolo como si el tiempo se hubiera detenido para siempre.

—¿Bebés Rosberg Hamilton? —dice la última enfermera, mirando a Nico.

Él no responde al instante. Mira la cuna como si no pudiera creer que es real. Luego susurra un “sí” tan bajo que apenas se escucha. Cuando los ve tan pequeños, tan vivos, una mezcla de emociones lo sacude. De pronto, ya no hay dolor, ni miedo, ni preguntas. Solo ellos. Los cuatro. Los bebés. Sus hijos.

Y por un instante, sin alfas, sin explicaciones, sin entender del todo cómo llegaron allí… los cuatro omegas se miran. Entre lágrimas. Entre suspiros. Entre una incredulidad compartida que se transforma, poco a poco, en la certeza más pura: esto es real. Y acaba de comenzar.

La puerta se abre de golpe entre risas, voces agitadas y pasos apurados. Una algarabía inconfundible inunda la sala y llega hasta los cuatro omegas como una oleada tibia. Daniel entra primero, con las mejillas rojas del frío. Detrás de él, Lewis aparece con su característica sonrisa, aunque se le desvanece en cuanto su mirada se posa en la habitación. KimiR lo sigue, con una expresión que mezcla desconcierto y ansiedad contenida. NicoH cierra el grupo, jadeando un poco, el abrigo colgándole de un brazo y los ojos buscando una sola cosa: a Kevin.

Los cuatro se detienen en seco.

No hace falta que nadie les diga nada. Frente a ellos, las camas alineadas, los cuerpos exhaustos de sus parejas y las pequeñas cunitas con dos bebés cada una, les roban el aliento como si alguien les hubiera vaciado los pulmones de un golpe.

Ninguno de los alfas se mueve. Están pálidos, con los ojos tan abiertos como los de los omegas un par de horas antes. Ni siquiera han dejado caer las bolsas. Solo están ahí, congelados, tratando de procesar lo que están viendo.

Kevin mira a NicoH. Su NicoH. El único que logra arrancarlo por completo del ruido del mundo. Sus ojos se encuentran y Kevin casi no puede sostenerle la mirada. Pero lo hace. Porque necesita ver la reacción. Necesita saber que esto también es real para él.

NicoH da un paso tembloroso, deja caer el abrigo al suelo y se acerca como si caminara en un sueño. Se detiene al borde de la cama y no dice nada. Mira a los dos bebés en la cunita —tan parecidos a él, tan diminutos—, y después vuelve a mirar a Kevin. Kevin, que aún no logra pronunciar palabra. Kevin, que acaba de parir a sus hijos.

—Kev… —susurra Nico, con voz rota—. ¿Son…? ¿Nuestros?

Kevin asiente. Una lágrima le resbala por la mejilla sin que se moleste en limpiarla.

—Si —dice, y su voz suena temblorosa, pero serena—. Niño y niña. Sanos.

NicoH se lleva una mano a la boca. Está llorando también. Ni siquiera lo intenta disimular.

A su alrededor, las escenas se repiten. Daniel deja caer el morral y se lanza de rodillas junto a Mick, que ya no puede contener el llanto. Lewis toma la mano de NicoR sin decir una palabra, pero con los ojos llenos de emoción. KimiR se acerca a Sebastian con su paso tranquilo, torpe, y se detiene al ver a los bebés, demasiado abrumado para hacer otra cosa que tomar la mano temblorosa del omega.

Y por un instante, el cuarto entero se llena de un silencio sagrado. No hay explicaciones. No hay ciencia. No hay lógica. Solo ellos. Ellos y lo imposible hecho carne. Ellos y las vida nuevas que han traído al mundo.

Kevin no se siente solo. No se siente asustado. Siente los dedos de NicoH entrelazados con los suyos. Siente a sus hijos respirar.

Y en ese instante, el universo parece encontrar su eje otra vez.

Las enfermeras regresan poco después, con pasos suaves y sonrisas pacientes, como si entendieran que están caminando entre ruinas emocionales. Una de ellas se agacha junto a Kevin y le habla en voz baja, pero clara, como si no quisiera romper la magia que flota en el aire.

—¿Quiere intentar cargar a uno de sus bebés? Podemos ayudarle —dice, y ya sostiene a la niña con delicadeza, envuelta en una manta celeste con bordes blancos.

Kevin asiente, todavía sin poder hablar mucho, y la enfermera le guía los brazos, le acomoda las almohadas detrás de la espalda y le enseña cómo sostener la cabeza con el antebrazo. Cuando por fin la siente contra su pecho, algo dentro de él se quiebra y al mismo tiempo se vuelve a construir. Nunca se sintió así. Nunca imaginó que podría.

En la cama vecina, Mick está repitiendo el mismo gesto con los ojos rojos pero llenos de luz. Daniel se seca las lágrimas con el dorso de la mano mientras observa el rostro del bebé, que lo mira como si lo conociera de siempre. 

—Creo que encontré a lo que se refería NicoR en el mensaje de Singapur…— Ricciardo está profundamente conmovido—Cosas infinitamente más importantes que te traerán felicidad… nunca los voy a soltar…

En la otra esquina, NicoR parece demasiado frágil para sostener a dos a la vez, así que Lewis le ayuda con uno, tomándolo con un cuidado reverente, como si temiera romper algo sagrado. A un lado, Sebastian solo puede ver a KimiR mientras una enfermera le acomoda al niño en los brazos y le pone a la niña en el pecho un momento después.

—Nunca pensé… —murmura Lewis de repente, rompiendo el silencio con una voz baja y profunda—. Nunca pensé que esto podía pasar… que podíamos… pero siempre quise hijos. Solo que no me atrevía a decírtelo —dice, sin apartar la vista del bebé que sostiene.

NicoR lo mira con los ojos muy abiertos, parpadea, y luego sonríe con una mezcla de incredulidad y ternura.

—Yo tampoco me atrevía —responde—. Pensé que tú no querrías. Que lo nuestro nunca iba a ser… esto.

—Pues míranos esposo —responde Lewis, con una risa suave, humedecida por las lágrimas—. Y míralos.

—Yo también lo pensé —interviene NicoH desde el otro extremo—. Que Kevin nunca querría… Que si lo decía en voz alta lo iba a asustar. ¿Cómo se lo dice uno a alguien como él?

Kevin sonríe, agotado pero cálido.

—No me ibas a asustar, NicoH. Yo también lo había pensado —responde, mirando a la niña dormida contra su pecho—. Y ahora no puedo imaginar la vida sin ellos.

Las enfermeras se mueven de cama en cama, enseñándoles con paciencia cómo sostenerlos, cómo verificar la respiración, cómo envolverlos bien. Una de ellas se agacha junto a Daniel y le dice en voz baja:

—Pueden pensar en los nombres, si quieren. Para las pulseritas definitivas.

Daniel se ríe por lo bajo y mira a Mick, que frunce el ceño.

—¿Y si les ponemos nombres italianos?—dice Mick, y Daniel le besa la frente sin pensarlo dos veces.

—Yo… estaba pensando en ponerle el nombre de mi abuela —dice Kevin, volviéndose a Nico—. Ella se llamaba Anna. Y para el niño… tú eliges.

NicoH asiente, tragando saliva con fuerza. Sus labios tiemblan un poco.

—¿Y si lo llamamos Klaus? Es un nombre fuerte —dice en voz baja, como si pidiera permiso.

—Klaus Magnussen Hülkenberg —repite Kevin en voz alta, saboreando cada sílaba—. Me gusta.

La conversación se repite en susurros entre cama y cama. Cuatro parejas, ocho nombres que apenas comienzan a tejerse. Y en medio de todo, el milagro de haber sobrevivido. El milagro de haber llegado hasta aquí. Juntos.

Kevin no puede dejar de mirar a los bebés que descansan sobre su pecho. Son tan pequeños que parecen irreales, y sin embargo… son suyos. Sus ojos viajan instintivamente de uno al otro, buscando algo que los ancle al mundo, que los haga más tangibles, más reales. Y ahí está.

Una pequeña mata de pelo rubio corona sus cabezas, tan suave que apenas si se nota bajo la luz blanca de la habitación. Y los ojos… Dios, los ojos. Azules. Tan intensos como los de NicoH, tan brillantes como si guardaran el reflejo del cielo. Kevin siente que algo se aprieta en su garganta.

Alza la vista y ve a Mick, sosteniendo con esfuerzo a sus gemelos. Tienen el cabello castaño y ligeramente rizado, como Daniel cuando lo deja crecer. Los ojos de ambos, en cambio, son del azul profundo que heredaron de Mick, igual que la mirada curiosa que lanzan al mundo, como si lo estuvieran descubriendo desde la risa.

En la siguiente cama, Sebastian tiene los labios apretados y los ojos vidriosos mientras observa a los suyos. Son distintos entre sí, pero ambos tienen el cabello platinado de Kimi, una bruma de hielo sobre sus cabezas diminutas. Sus mejillas, redondas, son puras réplicas de las de Sebastian, rosadas y llenas, como si todo el amor del mundo cupiera en esa piel.

Y luego están los gemelos de NicoR y Lewis. Kevin no puede evitar detenerse más tiempo en ellos. El contraste es exquisito: una mata de rizos rubios y suaves, piel morena clara con un tono dorado inusual, como si hubieran sido hechos de sol y nieve al mismo tiempo. Una fusión de herencias que se ve más como arte que como ciencia. Lewis no deja de mirar uno de los rizos, lo envuelve con un dedo y luego lo suelta con un suspiro quebrado.

Kevin siente entonces algo cálido y húmedo extenderse por su pecho. Al principio piensa que es una lágrima, pero la enfermera que lo acompaña lo mira con una sonrisa suave y le indica con la mano.

—Está lactando —le dice, con una dulzura maternal que lo desarma—. Es completamente normal, sobre todo después de un parto gemelar. Su cuerpo está respondiendo al vínculo con sus bebés.

Kevin se queda congelado unos segundos. Mira a la niña, luego al niño, que empieza a mover la boca buscando el calor de su piel. Sus labios tiemblan un momento, pero no es de miedo. Es asombro. Maravilla.

—Esto es... ok no debería sorprenderme pero me sorprende —alcanza a decir.

La enfermera asiente, luego le acaricia el hombro y llama a otra. Pronto, el equipo está ayudando a los demás también. Una tras otra, las parejas alfa son guiadas a colocarse tras sus omegas, en la cama, sosteniendo un bebé de cada lado con manos cuidadosas y algo temblorosas, como si aún temieran romperlos. Luego los ayudan a acomodar las mantas, a recostar a los pequeños contra sus padres y a guiar sus movimientos hasta que encuentran el calor del pecho y se aferran con una seguridad inesperada.

Kevin apoya la cabeza contra el pecho de NicoH cuando lo siente detrás, fuerte, presente, real. Uno de los bebés está en sus brazos; el otro, aferrado a él con hambre urgente. Y él… él está llorando otra vez.

—Gracias por quedarte —susurra, con voz rota.

—No me iría —responde NicoH, acariciándole el cabello con la mejilla apoyada contra su frente—. Y mucho menos ahora.

Y mientras el silencio se llena de pequeños sonidos —succión, respiraciones entrecortadas, suspiros, palabras murmuradas—, los cuatro padres omega sienten que algo dentro de ellos se reordena. Que todo el dolor, la incertidumbre, el miedo… de pronto tiene un propósito.

Porque están ahí. Los veintidós. Pero sobre todo, los ocho. Nacidos de imposibles. Nacidos del amor.

Cuando los bebés terminan de alimentarse, las enfermeras los retiran con sumo cuidado y los colocan de nuevo en sus cunas transparentes, alineadas junto a las camas. El ambiente en la habitación sigue siendo de silencio reverente, como si nadie se atreviera aún a romper la magia extraña e imposible que flota en el aire.

La enfermera jefe regresa poco después, con una expresión de ligera exasperación en el rostro, aunque sus ojos brillan de ternura.

—Hay un montón de gente afuera —anuncia con una media sonrisa—. Están haciendo turno para entrar. Parece que hay un festival en la sala de espera.

Sebastian suspira y se lleva una mano a la frente.

—Seguramente es el circo de nuestra familia —masculla—. Dejalos pasar antes de que tiren la puerta.

Con una seña, la enfermera autoriza la entrada, y entonces la puerta se abre de par en par para dar paso a la avalancha de los demás pilotos… todos los que conforman el mundo íntimo de los veintidós. El murmullo que traen consigo se apaga de golpe al ver a los cuatro padres omega recostados en sus camas, exhaustos, rodeados de cunas con gemelos dormidos.

Es como si el aire se escapara de sus pulmones al mismo tiempo.

Entonces la puerta vuelve a abrirse, y el obstetra entra tambaleándose levemente, aún pálido como un fantasma. La corbata está floja, y parece que su pulso tiembla todavía.

—Tuve que… salir un momento —dice, con honestidad—. Tomarme algo fuerte. Nunca en mi vida había vivido algo así. Pero los procedimientos fueron impecables. No tengo ni una sola queja del equipo quirúrgico obstetra. Solo que…

Hace una pausa.

—…se esfumaron. Nadie los ha vuelto a ver. Salieron por la puerta del quirófano y desaparecieron. Ni siquiera están en los registros de ingreso. Es como si nunca hubieran estado aquí.

Se forma un silencio tenso.

—Ahora —continúa, recuperando algo de compostura—, necesito preguntarles algo. ¿En serio ninguno de ustedes notó síntomas antes de esto?

Silencio.

Charles se lleva la mano al vientre y levanta la vista, pensativo.
—Mi mamá me dijo hace semanas que los síntomas que he tenido… los tuvo ella tres veces. Pero yo no podía estar… bueno, no podía tener eso. Porque soy un hombre.

Un escalofrío recorre la sala.

Yuki, Lando, Kimi Antonelli, Oscar, Lance, Alex… todos se quedan paralizados un segundo, y luego como una coreografía inconsciente, cada uno se lleva la mano al vientre.

—Mareos —dice Charles, bajito—. Desmayos, sensibilidad en el pecho, sensibilidad a los olores, ataques de lujuria, antojos raros…

El obstetra asiente lentamente.
—Sí. Esos son los síntomas típicos del primer trimestre.

Oscar parpadea, pálido.
—O sea… ¿que nosotros siete también…?

Kevin no puede dejar de observar. Desde su cama, aún con el cuerpo entumecido por la cirugía y el alma embriagada por la presencia de sus hijos, sus ojos recorren a cada uno de los presentes. Lo que ve es puro caos contenido.

Los alfas se han quedado sin color en el rostro. La sangre parece haberse drenado de ellos en un segundo. Los más jóvenes, especialmente Franco y Oliver, están tan pálidos que Kevin piensa que se van a desmayar. De hecho, Oliver se tambalea un poco y Franco apenas logra sujetarlo por el brazo mientras se aferra al borde de una silla con la otra mano.

Max se lleva una mano a la frente, otra a la pared. Apoya toda la palma allí como si esa superficie sólida fuera lo único capaz de mantenerlo en pie. Su mirada está clavada en Charles, que aún tiene la mano en el vientre y los labios apretados con fuerza.

Pierre, por su parte, no puede dejar de mirar a Yuki. Sus ojos se agrandan, intensos, brillantes, casi infantiles por la sorpresa. Sin decir una sola palabra, se acerca con movimientos lentos, como si temiera romper algo sagrado, y le pone una mano temblorosa sobre el vientre. Yuki se estremece, pero no se aparta.

—El jodido experimento —murmura Sebastian, sin levantar la voz, pero cargado de furia contenida. Mira a Kimi con los labios tensos—. Sabían perfectamente lo que hacían.

Carlos se gira hacia Lando, con las cejas en alto y una media sonrisa nerviosa, como un niño atrapado en plena travesura.
—Tus padres van a matarme, Landito.

Lando suelta una risa ahogada, que suena más como un sollozo. Se aprieta el vientre con ambas manos y niega, sin palabras, sin certeza.

El obstetra carraspea con urgencia, intentando recuperar el control de la situación.
—Por favor, bajen la voz. Los bebés recién nacidos están descansando, y cualquier sobresalto puede alterarlos.

Todos bajan un poco la mirada. El caos no ha cesado, pero se vuelve más íntimo, como un torbellino que ahora gira por dentro.

—No vamos a asumir nada aún —continúa el médico—. No sería responsable ni justo. Lo que sí podemos hacer es realizar ecografías a cada uno de ustedes. Es simple, no invasivo, y nos dará respuestas. Si quieren, podemos hacerlo ahora.

Los siete omegas —Charles, Lando, Yuki, Alex, Lance, Kimi Antonelli y Oscar— intercambian miradas, inseguros. Pero todos asienten, casi al mismo tiempo.

Las enfermeras vuelven a entrar, ahora en grupo, con suavidad pero eficiencia. Les indican a los siete que los acompañen, y uno a uno, con pasos vacilantes, abandonan la habitación. Hay manos que se entrelazan. Franco toma la de Oscar sin dudar. Oliver se queda más cerca de Kimi Antonelli que nunca. George le da un suave empujón a Alex como para decirle "vas a estar bien", mientras Esteban susurra algo en francés al oído de Lance.

Cuando la puerta se cierra tras ellos, la sala queda en silencio. Solo el sonido suave de los monitores y el respirito calmo de los bebés llena el aire.

Kevin se recuesta de nuevo, los ojos fijos en el techo, sintiendo a Nico ajustar las mantas a su alrededor. Todo se siente irreal. Pero también inevitable. Como si apenas estuvieran viendo la primera página de una historia mucho más grande.

—¿Crees que ellos también…? —murmura Mick desde su cama, la voz débil pero cargada de algo entre temor y asombro.

Kevin solo asiente.
—Creo que sí. Y no tienen idea de lo que viene.

La habitación permanece en silencio una vez que las enfermeras se llevan a las siete parejas con pasos temblorosos. El murmullo suave de los recién nacidos dormidos es el único sonido que se oye por unos instantes, y todos los presentes —cuatro omegas agotados y sus alfas, aún intentando procesar lo vivido— se dejan caer en ese silencio espeso.

Kevin se recuesta ligeramente sobre el pecho de NicoH, respirando más tranquilo. A su lado, Mick observa a sus bebés sin parpadear, como si temiera que desaparecieran. Daniel, sentado a su lado, no puede dejar de mirarlo. Tiene la expresión de alguien que ha cruzado el infierno y aún no cree haber salido de él.

Lewis toma la mano de NicoR con fuerza; la acaricia, la besa. KimiR, que no suele hablar demasiado, solo tiene los ojos puestos en Sebastian, como si necesitara asegurarse de que sigue respirando. Y Seb, que suele tener palabras para todo, guarda silencio. Hasta que no puede más.

—Si mis cálculos no fallan… —murmura, apenas girando la cabeza— como nuestros bebés nacieron hoy a término. Eso significa que fueron concebidos el mismo día del experimento.

Tres cabezas giran hacia él. Nadie habla, pero todos entienden.

—Nosotros tuvimos síntomas el mismo día, un mes después del secuestro, y los demás chicos, a un poco más de dos o tres semanas de eso—sigue Seb, con el ceño fruncido—, los otros… deben tener aproximadamente un mes menos. Es decir, fueron concebidos durante el celo.

Daniel traga saliva. KimiR baja la mirada, pensativo. Kevin se incorpora un poco, asimilando.

—Pero… los archivos que conseguimos no decían nada sobre fertilidad en el grupo de los omegas —agrega Sebastian, con rabia contenida—. Nada sobre embarazos. Nada sobre esto.

—Lo sabían —murmura Nico Rosberg, con la voz más grave que nunca—. El experimento seguía, incluso después de liberarnos, por eso escapar fue tan fácil. 

Bueno… al menos los demás tendrán tiempo de prepararse —añade Kevin finalmente, en un suspiro más emocional que práctico—. Ya amo a nuestros bebés, los amo con todo lo que soy… pero la verdad es que estaba muriéndome del susto.

—No eras el único —dice Lewis, besando la mano de NicoR, con una media sonrisa cansada.

—Ni cerca —asiente Mick, dejando que su frente toque el hombro de Daniel.

Sebastian cierra los ojos un momento, deja escapar el aire.

—Yo… —dice finalmente— tampoco estaba listo. Ni siquiera ahora estoy seguro de entender lo que está pasando. Y eso que suelo pensar que estoy preparado para todo.

KimiR se inclina un poco más hacia Seb y aprieta su mano.

—No solo tú, amor —murmura con un cariño tan abierto que lo llena todo.

—Lo mismo digo —añade NicoH, rodeando con sus brazos a Kevin desde atrás—. No me importa lo que venga. Ahora que los tengo a los tres, puedo con todo.

Por un momento, el cuarto se llena de una emoción compartida. Se respira alivio, ternura, la certeza de que no están solos. La incertidumbre no ha desaparecido, pero por primera vez, hay amor. Hay familia. Hay futuro.

Y aunque sepan que lo que sigue puede ser igual de aterrador, también saben que lo enfrentarán juntos.

Un par de horas después, la sala ha cambiado de ritmo. Los recién nacidos siguen durmiendo en sus cunas transparentes, apenas moviendo las manitas o soltando un suspiro, mientras sus padres omegas intentan procesar todo lo ocurrido. Las parejas alfa, en cambio, han entrado en modo práctico.

Daniel, Lewis, Nico Hülkenberg y Kimi Räikkönen fueron designados para una misión urgente: abastecerse de todo lo necesario. Afortunadamente, a pocas calles del hospital había varias tiendas de maternidad. Una enfermera, previsora y paciente, les entregó una lista detallada con lo básico —pañales, ropita de recién nacido, botellas, mantas, cremitas, gorritos—, y hasta marcó con resaltador lo que era esencial, “para que no compren treinta mamelucos y se olviden del jabón”, dijo con una sonrisa.

Mientras ellos se marchan, el hospital hace entrega de las pulseras oficiales. Una a una, las enfermeras las anuncian con cuidado y cariño, como si se tratara de pequeños títulos nobiliarios.

—Bebés Magnussen Hülkenberg: Anna y Klaus —dice una de ellas, y Kevin se limpia discretamente una lágrima antes de sonreír orgulloso.

—Rosberg Hamilton: Alaia y Anthony —anuncia otra, y Lewis no está, pero Nico Rosberg murmura el nombre de su hija como si fuera una oración.

—Schumacher Ricciardo: Michael y Grace —murmura la tercera enfermera, y Mick se estremece, abrazando a los pequeños nombres como si fueran regalos del destino.

—Vettel Räikkönen: Emily y Rob —anuncia por último, y Sebastian asiente con una ternura que le llena el rostro, mientras KimiR regresa justo a tiempo para oírlo.

Poco después, otra enfermera aparece con una bandeja. Trae los analgésicos post-cesárea. Explica con dulzura que no es obligatorio, solo si sienten dolor.

Ninguno los necesita.

Kevin, con la mirada perdida en la cuna doble frente a él, murmura:

—¿Soy el único al que esto no le duele nada?

Sebastian niega con la cabeza y, con un destello de lucidez, recuerda en voz alta:

—El experimento, la curación mejorada. ¿Recuerdan? Las heridas de las mordidas dejaron de doler poco después de despertar. 

Los demás asienten, intercambiando miradas entre sorprendidas y resignadas. Otra pieza del rompecabezas se acomoda.

En ese momento, la puerta se abre y regresan los expedicionarios: Daniel, Lewis, Kimi y Nico Hülkenberg, cargados con bolsas, cajas, paquetes y alguna mantita colgando de los hombros. Se ven agotados, pero aliviados.

Detrás de ellos empiezan a llegar también las otras parejas. Los omegas que fueron llevados a las ecografías vuelven uno por uno, con sus alfas pegados a la espalda como sombras protectoras. Los rostros lo dicen todo: hay sorpresa, ansiedad, confusión.

Charles entra último, blanco como una sábana, y se detiene en mitad de la sala, con los labios temblorosos.

—Yo… yo corrí toda la temporada —dice de repente, con la voz hueca—. Si estoy… tal vez puse en riesgo sus vidas, ¿y si los lastime?...

Todos se quedan en silencio, el monegasco está entrando en shock, pero Max corre a abrazarlo.

Yuki se lleva las manos a la boca. Lando mira a Carlos con un pánico que se le clava en el pecho. Alex traga saliva mirando a George. Oscar y KimiA se miran entre sí con una desesperación muda. Franco sostiene la cintura de Oscar como si se le fuera a desarmar, y Oliver no deja de abrir y cerrar las manos junto al costado de KimiA. Max, callado, no deja de observar a Charles, los ojos clavados en él.

Es Kevin quien rompe el silencio.

—Charles —dice suavemente—. Mick y yo también corrimos toda la temporada. Y míranos. Nuestros bebés están bien. Muy bien.

—No sabíamos nada —añade Mick, desde su cama—. Y ellos… están sanos, fuertes. No te culpes. Nadie pudo prever esto.

—Eso no cambia el miedo —murmura Charles, aún en shock.

—No —responde Daniel, dejando las bolsas en el suelo para rodear a Mick por la espalda—. Pero al menos ahora lo sabemos. Y vamos a cuidar de ellos. Todos.

Un murmullo suave se instala en la sala, mientras los nuevos padres se van acercando, poco a poco, a sus compañeros. Entre pañales, mantitas y lágrimas secas, los veintidós van encontrando algo nuevo. Un lugar de pertenencia. De familia. De hogar.

En medio del murmullo contenido que flota en la sala, KimiA parece desmoronarse.

Está en una esquina, de pie junto a Oliver, temblando de forma visible. Tiene los ojos vidriosos, el labio inferior mordido hasta el dolor, y el cuerpo tenso como si contuviera un grito. No ha dicho casi nada desde que regresaron de las ecografías, pero ahora suelta un susurro apenas audible:

—No sé cómo… no sé cómo ser padre… ni siquiera he terminado la escuela.

Oliver, que no se ha separado de él en ningún momento, le aprieta la mano con fuerza. Pero Kimi no parece sentirla. Sus ojos recorren la sala con un pánico palpable, como si todo fuera demasiado grande, demasiado pronto.

Alex lo nota. Y sin dudarlo, da un paso adelante, cruza la habitación, y lo abraza con fuerza.

—Shhh… lo entiendo, Kimi —le dice con suavidad, con ese tono cálido que rara vez usa fuera de la pista, él lo sabe mejor que nadie porque crió a sus hermanos con solo George como su aliado—. Lo entiendo más de lo que crees.

KimiA aprieta los ojos, aferrado a Alex como si fuera la única cosa sólida en el mundo.

Desde la cama, NicoR levanta la voz, sereno pero firme.

—No estás solo. No lo estarás. Vas a poder seguir corriendo, Kimi. Tienes un contrato con Mercedes para la próxima temporada, ¿cierto? Pues lo cumplirás. Y no estarás solo en esto. Todos vamos a ayudarte.

Sebastian asiente con convicción, desde donde acaricia suavemente la cabeza de Emily, dormida en su pecho.

—Ya lo dijimos: somos familia. Ninguno de nosotros sabía que esto podía pasar, pero pasó. Y estamos aquí, todos, juntos. Y yo sé que tus padres tampoco te van a desamparar. Vas a tener apoyo, Kimi. A cada paso.

Oliver no dice nada, solo abraza a KimiA por la espalda, hasta que el cuerpo más joven empieza a dejar de temblar.

Una a una, las cabezas en la sala se inclinan. Hay asentimientos silenciosos. Miradas comprensivas. Nadie se burla. Nadie minimiza. Porque todos, sin excepción, han sentido ese mismo miedo.

Y así, entre brazos que contienen, palabras que sostienen, y promesas que comienzan a tejerse en lo invisible, KimiA empieza a respirar de nuevo.

Oscar permanece junto a Franco, su cuerpo aún rígido por la impresión. Sus manos siguen aferradas a la camiseta del pecho de su pareja, como si eso lo anclara a la realidad. Tiene el rostro pálido, los labios apretados, y los ojos fijos en el suelo… pero su mente no ha dejado de trabajar. Siempre ha sido así. Incluso ahora, con el vértigo aún apretándole el estómago, empieza a juntar las piezas.

—¿No les parece curioso? —dice de pronto, su voz suave, apenas rompiendo el murmullo.

Todos lo miran.

—No podemos ni tolerar el olor del alcohol. El mareo… nos impedía hacer cualquier cosa arriesgada. Todo lo que prohíben durante la gestación nos olía horrible. Y las vitaminas que necesitábamos… son las que llaman prenatales.

Franco le pasa una mano lenta por la espalda, en silencio, pero con orgullo contenido.

—Es como si… como si nuestro cuerpo ya lo supiera —continúa Oscar, con más fuerza ahora, aunque su voz sigue temblando un poco—. Como si estuviera programado para protegerlos. No nos dejaba hacer nada que pudiera dañarlos.

Charles lo escucha con la mirada fija en él. Lando parpadea, atando cabos. Yuki se queda muy quieto, con la mano aún apoyada en su vientre. KimiA vuelve a mirar hacia Oliver, casi buscando confirmación. Hasta Alex frunce el ceño, como si todo encajara de golpe.

Sebastian resopla, con una mezcla de frustración y asombro.

—El experimento… otra vez —dice, apenas por lo bajo.

—Hicieron que nuestros cuerpos supieran sin que nosotros supiéramos nada —añade Mick con voz tensa, desde la cama donde Grace duerme en su regazo—. Como si hubieran activado un instinto más viejo que nosotros mismos.

—Bueno… al menos ustedes tienen un poco más de tiempo para asimilarlo —responde Kevin, con una mueca. Y todos sueltan una pequeña risa, tensa pero real. El momento sigue cargado de incertidumbre, pero por primera vez hay un poco de alivio. De comprensión compartida.

—Eso no lo hace menos aterrador —susurra Lance, aún con la mano sobre su vientre.

Y allí, entre la incertidumbre y todo lo extraño que sigue ocurriéndoles, reina el amor más que cualquier otra cosa.

Hay miedo, sí. Dudas que aún no encuentran respuestas, cuerpos que aún tiemblan por lo vivido, y miradas que se desvían hacia los pasillos como si esperaran que alguien aparezca con explicaciones imposibles. Pero, entre todo eso, también hay manos entrelazadas, caricias suaves sobre vientres aún cálidos, murmullos que calman y brazos que sostienen con firmeza.

Una familia nacida del caos, de la ciencia y del azar. Pero familia al fin.

Franco no suelta a Oscar. Carlos y Lando están abrazados. Oliver no deja de mirar a KimiA con esa mezcla de amor joven y responsabilidad repentina. Esteban le acaricia el cabello a Lance, que se aferra a su cintura sin una palabra. George le murmura algo al oído a Alex, y Pierre mantiene la mano sobre el abdomen de Yuki, como si al tocarlo pudiera entenderlo mejor.

Y Max. Max solo tiene ojos para Charles, que aún está en silencio, su cabeza recostada en su hombro, los dedos entrelazados sobre el vientre que ahora parece tan distinto bajo su palma. Sabe que después hablarán. Que se dirán todo.

Pero por ahora, están juntos.

Kevin observa a todos ellos desde su cama. Los ojos claros de sus bebés —los ojos de Nico— lo miran desde la cuna transparente al lado. Anna y Klaus. Jamás imaginó que esos nombres pudieran significar tanto.

Un día pensó que criar un hijo era algo lejano, casi imposible. Luego pensó que quizás podrían adoptar. Y ahora, aquí está. Sosteniendo un pedazo de cielo en cada brazo, con NicoH apoyado detrás de él, el mentón en su hombro y una sonrisa tranquila que aún no logra borrársele.

Todo esto es irreal. Demasiado extraordinario para ser comprendido.

Y, sin embargo…

Kevin sonríe, con los ojos llenos.

Ahora cree en lo imposible.

Porque lo imposible está en la sala con ellos. Respirando, sonriendo, temblando, llorando… y amando, a pesar de todo.

Y eso, piensa mientras vuelve a mirar a sus hijos dormidos, es lo único que necesita.

Notes:

Y estan aquiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii yayyy que opinan, jajaja me compadezco del pobre obstetra
como vamos?

Chapter 41: Capítulo 40: Carlos Sainz Jr siente que está en casa.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Las festividades de fin de año se suspenden. Cada pareja vuelve a casa, ya sea con bebés en brazos o con el corazón latiendo a mil, preparándose para lo que viene, decirles a las familias que aún no saben todo, hacer preparativos.

Carlos Sainz Jr está asustado. No lo admite en voz alta, pero lo está. Tiene miedo, más del que ha sentido en ninguna carrera. No por lo que ocurre con Lando o con los bebés que esperan, sino por lo que viene antes: salir del clóset con su familia, hablarles del experimento, contarles la verdad.

Los padres de Lando ya saben de Carlos desde hace tiempo, lo quieren, y saben perfectamente que su hijo llevaba años prendado de él; sólo le habían pedido que lo cuide bien cuando Lando les contó de la relación.

Pero en el caso de Carlos el único que lo sabe desde el comienzo es Kako, su primo. Lo apoyó sin titubear. Lo abrazó fuerte y le dijo que no iba a dejarlo solo. Es el mismo que ahora, sentado junto a él, le da un codazo leve en las costillas para que hable.

Carlos traga saliva. Tiembla al mirar a sus padres, al pensar en lo que van a decir cuando confiese que ama a un hombre. Que ama a Lando. No sabe cómo lo van a tomar. Su corazón va a estallar.

Y suelta la sopa con los ojos cerrados, esperando lo peor.

Pero lo inesperado ocurre.

Su padre sí se pone de mal humor. Lo nota enseguida por cómo frunce el ceño, por el silencio tenso. Pero no es por Lando. Es porque su madre extiende una mano con la palma abierta y él tiene que sacar la billetera con resignación.

Carlos parpadea. Ve cómo se cruzan billetes entre sus padres y también entre varios primos y tíos, cómo Kako le cobra a su padre, y cómo su tío refunfuña desde el sofá.

—¿Qué está pasando?

—Apuestas —responde su madre con una sonrisa leve, contando el dinero—. Apostamos cuánto ibas a tardar en contarlo. Yo dije después de Navidad.

Carlos se queda mudo. Los mira a todos. Esperaba preguntas, juicios, rechazo. Y solo encuentra sonrisas, ojos cómplices, y la frase de su madre que le da vuelta el alma:

—Lando ya era de la familia desde hace rato, tus tíos lo llamaban el novio de Carlos.

Entonces, respira. Por primera vez en días, respira de verdad. Su familia lo acepta, lo apoya, hasta hicieron apuestas, se echa a reír aliviado.

Una semana después de eso es que la cosa se pone un poco más compleja.

Viene el balde de agua fría.

Carlos y Lando saben que no pueden esconderlo más porque están batallando contra el tiempo, así que reúnen a ambas parejas de padres en casa de los Sainz, con Kako sentado junto a ellos como bastión silencioso de apoyo. El primo de Carlos, esta vez no sabe todos los detalles, pero su lealtad es inquebrantable. Pero ahora, el anuncio va más allá de una relación.

Carlos traga saliva. Tiene las manos heladas. Lando entrelaza sus dedos con los suyos. Y entonces hablan: del secuestro, del experimento, del vínculo, de los efectos. Y de qué Lando… está esperando. Que tiene un embarazo avanzado.

Al principio todos piensan que es broma, pero Lando y Carlos están absolutamente serios, Carlos saca el celular mostrándoles fotos de los bebés de sus amigos.

Y ahí, la noticia estalla como una bomba en medio del salón. Las palabras parecen rebotar contra las paredes.

—Son los cuatro que han dado a luz —añade Lando con voz baja mientras Carlos muestra más fotos y videos, pero firme—. Mick, Kevin, Sebastian… y Nico Rosberg. Todos sanos. Los bebés también.

El silencio es absoluto. Sus padres, sus madres, Kako, todos los observan como si acabaran de confesar un crimen. Carlos casi no puede respirar.

Pero entonces, la madre de Lando rompe a llorar… de felicidad.

—¡Voy a ser abuela! —exclama, y abraza a su hijo sin pensarlo. Su padre sonríe con ternura y estrecha la mano de Carlos. No necesita decir nada.

Y ahí están, entre risas, abrazos y comentarios cariñosos, rodeados de aceptación. Carlos siente un nudo en la garganta pero el peso del mundo ya no está en sus hombros.

Ambos pares de padres y Kako, que exige ser el padrino, les ofrecen todo su apoyo y ambos sonríen aliviados.

Más tarde, están juntos en el sofá, Lando está comiendo queso cheddar con oreos, ahora cada que tiene un antojo le dice a Carlos que son sus hijos los que quieren comer eso y le enseña la lengua como un niño consentido. Carlos solo puede encontrarlo adorable y se desvive por cumplir el antojo que tenga. 

Lando toma su teléfono y le muestra el chat de la patrulla omega. Carlos lo lee en silencio, sintiendo cómo se le aprieta el corazón con cada mensaje:

 

Charles

Mamá y Sophie están felices. Victoria arrastró a Arthur y Lorenzo de compras, creo que ya tenemos todo lo que necesitan dos bebés y tres más.

Oscar:

Mis tres hermanas están organizando toda la mudanza con los padres de Franco. Mis padres invitaron a los suyos a cenar. Mi madre ya está hablando de tejer cosas para los bebés de su bebé. Nunca la vi tan feliz. Franco también está contento porque firmó como reserva para Alpine, así que seguiremos juntos en el calendario.

Alex

Mi madre juró que se va a portar bien. George y yo estamos instalándonos en su Penthouse y vendimos el mío, sus papás me dijeron "bienvenido a la familia" aunque la madre de George dice que pertenezco desde que éramos niños. Sus hermanos y mis hermanos nos compraron dos cunas.

Yuki

Mis padres vinieron de Japón. Mi hermana se puso una diadema que dice "Tía del año" y Pierre casi llora. Las dos familias están conociéndose y dicen que son como piezas de un rompecabezas.

KimiA

Estoy más tranquilo. Seb y NicoR hablaron con mis padres. Oliver también. Ellos lo entendieron, me abrazaron. Me dijeron que no estoy solo. Los padres de Ollie también nos han apoyado mucho. Ollie se mudara a Bolonia para mi último año de escuela, y luego iremos juntos a vivir a Modena.

Lance

Al principio, mi padre se volvió loco. Gritó sobre seguridad inexistente en el paddock, el experimento, que cómo nos sacaron sin que nadie lo notara… pero después se quedó callado, me miró y dijo que no importa lo que haya pasado, me ama, que va a ser el mejor abuelo del mundo. Me abrazó. A Esteban también.

 

Carlos lee todo eso sin decir nada, con Lando apoyado en su hombro mordiendo sus galletas con alegría. El peso de todo lo vivido empieza a parecer más ligero. Se pregunta si acaso esto —el caos, los milagros, las vidas que crecen dentro de sus compañeros, la red de apoyo inesperada— no es en realidad el verdadero significado de familia.

Lando le aprieta la mano.

Carlos sonríe, por fin.

—Vamos a estar bien, ¿verdad?

—Ya lo estamos —responde Lando.

 

El chat de patrulla omega se ilumina otra vez con el ícono de un mensaje nuevo.

 

Mick

Daniel no ha dormido más de tres horas seguidas en cinco días. Dice que está bien, pero ayer metió el biberón en la lavadora pensando que era el microondas. Michael y Grace duermen como si hubieran corrido un GP entero. Y yo… estoy feliz. Cansado, pero feliz. La cicatriz ya casi no se ve. ¿Eso es normal?

Kevin

Aquí igual. Nico entra al cuarto cada diez minutos a ver si Anna respira. O si Klaus pestañea. Me pone una manta encima aunque haga calor. Me levanta la camiseta para ver cómo va la cicatriz, que igual ya está más que cerrada. Es como si el cuerpo hubiera dicho "ya pasó".

Sebastian

Kimi puso una cuna portátil en cada habitación. Cada habitación. Hasta en la cocina. Emily y Rob tienen más ropa que nosotros. Pero Kimi se sienta a verlos dormir como si fueran un documental. No nos deja solos ni un segundo. Estoy empezando a sospechar que piensa que van a desaparecer si parpadea.

NicoR

Lewis no sale del modo “papá oso”. Ayer Anthony hizo un ruido raro dormido y Lewis casi llama a urgencias. Alaia tiene tres gorritos distintos solo para hoy. Y yo… bueno, la herida ya ni la veo. Pero el corazón se me desborda cuando los miro.

 

 

Los emojis se multiplican: corazones, caritas llorando, aplausos, fueguitos.

Pero justo cuando todo parece ternura, llega mensaje de Sebastian otra vez, esta vez al chat principal.

 

 

Grupo: 🔒 La Patrulla y la Pandilla de los 22™

 

Sebastian Vettel

Chicos, se abrió el archivo que faltaba. Como por arte de magia.    Entré esta tarde y… está todo.

Carlos Sainz Jr:

¿Todo qué?

Sebastian

Todo. Resulta que a nosotros cuatro —Kevin, Mick, NicoR y yo— no nos pusieron anticonceptivos ese día en el laboratorio. Querían hacer pruebas sobre “la viabilidad completa de reproducción”.

Charles Leclerc

¿¡Cómo!?

Sebastian:

 Lo escribo con calma para que no cunda el pánico: si los omegas quieren evitar más embarazos, pueden usar los anticonceptivos hormonales de venta libre para mujeres. Funcionan igual con nuestros cuerpos. Los efectos secundarios no nos afectarán. Lo más importante es que solo podemos concebir en ciclo de celo y rutina.

Oscar Piastri

¿Y cómo saber si… o sea… si pasó otra vez?

Sebastian:

Según el archivo, el cuerpo no entra en “rutina” o “celo”, dependiendo de si es omega o alfa cada dos meses. Si no se presenta a tiempo es señal de posible embarazo. Así de simple. Un alfa vinculado no entra en rutina si su omega está gestando y el omega no entra en celo.

 

Un silencio extraño se instala en el chat. Como si todos estuvieran procesando la información al mismo tiempo.

 

NicoR:

Esto explica tantas cosas… nosotros cuatro no tuvimos ciclo. Pensé que era el estrés.

Franco Colapinto

¿Cómo manejamos esto sin que cunda el caos?

Lando Norris

No quiero pensar en otro embarazo aún. Ni de broma todavía no he dado a luz este. Pero saber que tenemos opciones… se agradece. Mucho.

Alexander Albon

Me siento menos perdido. Gracias, Seb.

Sebastian

No hice nada esta vez, pero estamos para apoyarnos entre todos.

Y en el pequeño universo que solo ellos comparten, la noticia no cae como una bomba, sino como un mapa nuevo en medio del territorio inexplorado. Una pieza más del rompecabezas. Todavía quedan preguntas, miedos, nuevas reglas biológicas que sus cuerpos han asumido sin consultarles, pero al menos ahora hay más certeza. Hay conocimiento. Y sobre todo, siguen teniéndose los unos a los otros.

Un mes después de aquel diciembre que cambió sus vidas para siempre, los siete restantes vuelven a reunirse en Suiza.

Deciden, tras hablarlo todos juntos, que es mejor volver al mismo hospital. Allí nacieron los primeros hijos del grupo. Allí, al menos, ya saben cómo actuar. La ubicación es discreta, la seguridad confiable, y los médicos… bueno, los médicos sobrevivieron la primera vez.

Es 28 de enero de 2025 y esta vez llegan con algo más de preparación. Gracias a Seb, tienen fechas estimadas. Los de la pandilla alfa han leído tanto que podrían dirigir un curso de paternidad. Se prestan libros, se recomiendan podcasts, han llenado cuadernos con apuntes que George, metódico como siempre, organiza en carpetas de colores. Pierre hace dibujos explicativos que pega en la nevera de su piso. Carlos y Max compiten por quién memoriza más términos médicos. Franco, con esa calma elegante suya, ha aprendido hasta técnicas de respiración para partos. Oliver y Pierre están todo el tiempo tomando notas, Esteban se convirtió en experto en armar cunas, y George ya tiene el bolso del hospital listo desde hace semanas.

Mick, mientras tanto, aprovecha ese día para visitar a su padre. Michael ha mostrado señales de mejoría, y esta vez puede sostenerle la mano. Daniel va con él, con los niños en brazos, y la escena enternece hasta a las enfermeras del ala de rehabilitación.

En la sala de espera del ala obstétrica, todo parece tranquilo. El mismo obstetra de la vez pasada, el de las cuatro cesáreas en simultáneo, sale charlando alegremente con una de las enfermeras. Sonríe… hasta que los ve.

Se detiene en seco. Palidece.

—Dios mío, no otra vez —murmura, dando un paso atrás, buscando la salida como quien ve a la muerte misma acercarse en forma de siete partos.

Pero no llega muy lejos.

Porque en ese instante exacto, Charles —que hasta hace un segundo hojeaba una guía sobre posiciones seguras para que un bebé duerma— se lleva ambas manos al vientre y se dobla sobre sí mismo, con un gemido ahogado.

Max se pone de pie de inmediato.

—¡Charlie! —grita, y su voz se corta cuando ve cómo un charco de líquido empieza a formarse bajo los pies de Charles.

—Otra vez no… —susurra el obstetra.

—¡Otra vez sí! —responde Lando, medio en broma, medio gritando, porque al doblarse para ayudar a Charles, un dolor agudo le cruza el abdomen y él mismo jadea, tambaleante, apoyándose en Carlos que se ha puesto de pie para sostenerlo.

Y como si sus cuerpos estuvieran coreografiados por una fuerza invisible, todo ocurre en cadena.

—¡joder! —grita Yuki, apretando los dientes, mientras Pierre entra en pánico.

—¿¡Qué hacemos!? ¿¡Qué hacemos!? —replica Gasly, con las manos en la cabeza, Esteban, frente a él, palidece también mientras ve como Lance le aprieta el puño y con la otra mano sostiene su propio vientre. Los dos franceses, que hasta hace nada apenas podían compartir paddock sin lanzarse miradas frías, ahora están frente a frente, temblando, unidos por sus parejas que los necesitan.

Oscar grita. Su voz retumba en la sala. Franco lo abraza fuerte, lo sostiene con ternura.

—Estoy contigo. Vas a estar bien —le dice al oído, firme, sus manos acariciándole la espalda mientras Oscar se aferra a su camisa como si fuera un salvavidas.

Oliver se acerca a KimiA, lo toma del rostro con delicadeza.

—Estoy aquí. Todo va a ir bien. Lo prometo —y su voz es tan calmada, tan segura, que a KimiA le basta con asentir antes de que el dolor lo haga doblarse y gemir a lo que dan sus pulmones.

George está tratando de ayudar a Alex a respirar inhalando tanto que parece que es él quien tiene las contracciones.

Y Max… Max no espera.

Carga a Charles en brazos como si fuera liviano como una pluma y lo lleva directo hacia una camilla.

—¡Camillas, ahora! ¡Se rompen fuentes! ¡Siete! ¡Siete! —grita el obstetra, ahora más blanco que su bata, y empieza a girar sobre sí mismo sin saber a quién atender primero.

Pero antes de que pueda huir o tomar una decisión, ocurre lo que todos en esa sala ya deberían haber previsto.

La puerta del fondo se abre.

Y, como si el tiempo se repitiera, como si estuvieran atrapados en un bucle de destino, el mismo grupo de médicos entra. Impecables, con sus trajes quirúrgicos, sus rostros ocultos tras tapabocas y gafas, como una aparición controlada, como si hubieran estado esperándolos desde el principio.

Al frente, la misma obstetra. Bajita, cabello negro recogido con firmeza en dos moños, mirada decidida. Ni una pizca de miedo. Solo acción. Da órdenes antes de llegar siquiera al grupo.

Carlos mira de reojo a Sebastian, que quiere abrir la boca para preguntar. Para exigir una explicación. Para saber quiénes son, o si son parte de lo que les pasó.

Pero siete partos gemelares son veintiún vidas en riesgo. Y no hay tiempo para resolver misterios.

Así que, por segunda vez, todos entienden: lo importante ahora es cuidarlos. Lo demás tendrá que esperar.

Y con el caos desplegándose una vez más, con la certeza de que el milagro vuelve a repetirse, las puertas del quirófano se abren… y el amor —esa fuerza que los une desde el primer día— entra con ellos.

Han pasado cuarenta minutos desde que las puertas del quirófano se cerraron.

En una sala lateral, más tranquila y tibia, Sebastian, Mick, Kevin y NicoR acaban de amamantar a sus bebés. El silencio que sigue es delicado, como si el mundo contuviera el aliento. Con dulzura, los arropan y los acomodan de nuevo en sus carriolas, las pequeñas cabecitas ya relajadas bajo las mantitas tejidas que algunos familiares les enviaron semanas atrás. Sus alfas se agachan cada pocos minutos, revisándolos una y otra vez. NicoH besa la frente de su hija con devoción. Lewis le arregla el gorrito al pequeño con manos temblorosas de ternura. Daniel tararea una canción que Mick apenas escucha, adormilado pero sonriente. K-Mag susurra en danés mientras NicoH no despega los ojos de sus hijos.

Y mientras los primeros en ser padres vuelven a saborear esa calma posparto, los demás caminan en círculos.

Carlos no ha parado de moverse desde hace rato. Da vueltas por la sala como un lobo enjaulado. Pasa una mano por su rostro cada pocos segundos, como si así pudiera quitarse el sudor frío que le corre por la nuca.

—¿Por qué no dicen nada? ¿Por qué tarda tanto? —murmura, no por primera vez.

Max, que intenta mantener la compostura, ha esquivado ya tres veces al conserje que vino a trapear el pasillo. Lo hace por instinto como si supiera que ese trapeador es un obstáculo menor comparado con el peso que carga en el pecho.

Pierre y Esteban están uno al lado del otro. No hablan. Se muerden las uñas como si fueran adolescentes frente a un examen que no estudiaron. En un momento, sus miradas se cruzan y se entienden sin palabras: ninguno sabía que se podía tener tanto miedo y tanta esperanza a la vez.

Franco ha perdido la cuenta de los mates. Lleva al menos tres y la bombilla ya tiembla entre sus dedos. Su rostro serio no traiciona nada, pero el ritmo rápido de su respiración lo delata.

George no deja de rebotar la pierna. El golpeteo constante contra el piso de baldosas empieza a ser molesto, pero nadie le dice nada.

Oliver parece hecho de electricidad. Va de un lado a otro, ajusta la mochila del hospital por enésima vez, organiza lo que trajeron y lo desorganiza de nuevo. 

Pasan otros veinte minutos.

Y ya el ambiente se ha vuelto insoportablemente denso. El silencio parece un ente vivo. Cada tic del reloj se siente como un latido demasiado fuerte.

Hasta que, por fin, las puertas se abren.

El obstetra sale. Su cuerpo entero parece un campo de batalla: bata arrugada, cabello desordenado, ojos cansados como si hubiera corrido una maratón en el infierno. Pero sus labios esbozan una sonrisa extenuada, y eso basta para que todos contengan la respiración.

—Siete embarazos gemelares —dice con voz ronca—. Todos a término. Niño y niña en cada caso.

Pausa.

—Todos sanos. Los catorce bebés. Y sus progenitores también. Sin complicaciones.

Un segundo de silencio. Y luego la sala estalla.

Carlos deja escapar un sonido entre risa y sollozo, se apoya en Max y lo abraza. Max lo envuelve con fuerza. Pierre se agarra a Esteban, los dos temblando. Franco se sienta al fin, las piernas sin fuerza, George deja de rebotar y suspira profundamente. Oliver se cubre el rostro con ambas manos y exhala despacio.

Sebastian, desde el rincón donde mece a su hijo, sonríe con un orgullo suave, y murmura:

—Bienvenidos al club.

Mick suelta una risa baja, y Kevin solo susurra:

—Catorce más…

NicoR asiente, y Lewis le acaricia la espalda.

Porque esta vez no hay miedo, no hay sorpresa, solo amor. Porque catorce nuevos corazones han llegado a cambiarlo todo.

Carlos casi no siente sus piernas cuando el obstetra finalmente dice las palabras que ha estado esperando:

—Ya pueden entrar.

El corazón se le sube a la garganta de golpe. Mira a Max, a Pierre, a George, a Esteban, a Oliver y a Franco. Todos están de pie. Todos parecen igual de paralizados que él.

El pasillo hacia la sala de maternidad no es largo, pero cada paso pesa como si caminaran entre la niebla.

Carlos entra entre los primeros.

La habitación está llena de luz suave y cálida, decorada con pequeñas guirnaldas color pastel pintadas en la pared . Pero lo que lo deja sin aliento es la escena frente a él.

Siete camas. Siete omegas. Y catorce bebés.

Charles está sentado contra las almohadas, con los cabellos revueltos por el esfuerzo, el rostro aún pálido pero sonriendo, mientras Max se queda clavado en el sitio, los ojos demasiado abiertos para contener las lágrimas. Sus labios se separan como si quisiera decir algo, pero su voz sale quebrada por la emoción. 

—Charlie… Schatje tienen tus ojos…

Entonces avanza con una reverencia que no había tenido jamás.

A su lado, Carlos ve a Lando.

No recuerda haber caminado hacia él. Solo parpadea, y de pronto ya está junto a la cama, los ojos fijos en el cuerpo delgado y agotado de su pareja, en los dos bultitos pequeños que descansan sobre su pecho.

Lando lo mira. Sonríe.

—Son perfectos, Carlos —dice, bajito, como si todavía no creyera del todo que están ahí.

Carlos siente cómo se le rompe algo en el pecho. Una emoción pura y feroz le sube por la garganta, y cuando se agacha para besar la frente de Lando, la primera lágrima cae sin pedir permiso. Luego la segunda. Y la tercera.

—No puedo creerlo —murmura, con la voz hecha pedazos—. Landito… son nuestros.

A su alrededor, el aire se vuelve espeso de emoción.

Pierre se lleva ambas manos al rostro apenas ve a Yuki con sus bebés, y cuando logra llegar hasta su lado, cae de rodillas al borde de la cama. Llora sin intentar esconderlo, y Yuki sonríe con ternura, sus dedos acariciando torpemente el cabello de su pareja.

George camina como si estuviera en trance. Alex le extiende los brazos, con uno de los bebés dormido en su regazo y el otro en la cuna transparente a su lado. George no logra pronunciar palabra. Solo abraza a Alex, se aferra a él como si lo hubieran salvado del naufragio más oscuro, y se echa a llorar contra su cuello.

Esteban no lo soporta. Apenas ve a Lance y sus dos hijos, comienza a sollozar con fuerza. Sus hombros se sacuden, su respiración se quiebra. Lance le sonríe suavemente, y Esteban se sienta junto a él, temblando, acariciando una manita diminuta como si fuera de cristal.

Oliver tiene las pupilas dilatadas. Se acerca a la cama con pasos lentos, como si temiera espantar la escena. KimiA lo mira con los ojos llenos de lágrimas pero firme, sosteniendo a sus hijos como si le naciera un instinto antiguo. Oliver se derrumba junto a él, sin hablar, besando primero la frente de KimiA, luego la de cada bebé. Llora con los labios temblando, sin ocultarlo.

Y Franco…

Carlos lo observa. Lo ve detenerse justo antes de llegar a la cama de Oscar. Lo ve luchar por mantener la compostura. Lo ve mirar a Oscar y a sus hijos como si estuviera viendo un milagro, lo que en realidad es. Y cuando Oscar le susurra algo en voz baja, Franco cae de rodillas, esconde el rostro contra el regazo del australiano y trata infructuosamente de dejar de sollozar.

Carlos se limpia las mejillas con la manga de la chaqueta, pero es inútil. Mira a sus compañeros, a los otros alfas, todos ellos vulnerables, quebrados de emoción.

Y cuando vuelve a ver a Lando, que no ha dejado de mirarlo ni un segundo, con sus bebés dormidos en el pecho, se da cuenta de que su vida ya no tiene marcha atrás. Y no quiere que la tenga.

Los catorce bebés están aquí. Sus hijos. Hijas. Futuro.

Y Carlos, por primera vez en mucho tiempo, no siente miedo.

Siente paz.

La puerta se abre con un leve chirrido, y la enfermera entra con una bandeja pequeña en las manos. En ella, hay catorce diminutas pulseras, ordenadas con cuidado, cada una con letras grabadas en tinta azul suave.

—Tengo las pulseras definitivas de los bebés —anuncia con una sonrisa dulce, y de inmediato todas las miradas se clavan en ella.

Carlos se endereza un poco en su silla. A su lado, Lando apenas se mueve, agotado pero con los ojos muy abiertos, como si no quisiera perderse ni un solo detalle. Los dos pequeños sobre su pecho se agitan levemente, y Carlos les acaricia la espalda con la yema de los dedos.

La enfermera se acerca a cada cama con el mismo cuidado que ha usado en todo.

—Anthoine y Mina Tsunoda Gasly —dice primero, mientras le ajusta las pulseritas a los bebés que duermen profundamente entre los brazos de Yuki. Ambos tienen el cabello negro como la tinta y los ojitos rasgados, pero cuando uno de ellos los abre por un segundo, el azul intenso de Pierre brilla como una joya. Pierre suelta un jadeo suave, conmovido, y Yuki le lanza una mirada que lo deja en silencio, suave y orgullosa.

—Jules Hervé y Sophie Leclerc Verstappen —continúa la enfermera, acercándose a la cama de Charles. Carlos ve cómo Max se limpia las mejillas cuando nota de nuevo los ojos verdes de los gemelos, exactamente iguales a los de Charles, tan intensos y fieros como un bosque en verano. El cabello de ambos brilla con ese castaño dorado que Max llevaba de niño. Charles sonríe, agotado pero satisfecho, y Max se le queda mirando como si no existiera nada más.

—Laurent y Claire Stroll Ocon —anuncia después. Esteban suelta un sonido contenido, casi un sollozo, al ver a los dos pequeños con la mata de pelo negro liso que ya apunta hacia todas direcciones. Tienen los ojos miel de Lance, cálidos, enormes, curiosos. Lance los mira con una mezcla de ternura y orgullo que lo vuelve completamente transparente.

—Alejandro y Nicole Piastri Colapinto —dice la enfermera al llegar a la cama de Oscar. Carlos ve cómo Franco toma aire, como si cada nombre fuera un ancla que lo une más y más a esta realidad. Los bebés tienen el cabello claro de Oscar, suave como algodón, pero cuando abren los ojos, ahí está la intensidad serena del gris verdoso de Franco. Oscar sonríe, casi al borde de las lágrimas.

—Verónica y David Antonelli Bearman —la enfermera acaricia la mejilla de uno de los bebés antes de colocar las pulseras. El cabello rizado castaño de KimiA ya empieza a formar suaves bucles en la coronilla de ambos, y sus ojos —grandes, sinceros, dulces— tienen la calidez exacta de los de Oliver. KimiA observa en silencio, pero con una sonrisa que le ilumina todo el rostro.

—Alicia y Steve Albon Russell —sigue, y George contiene la respiración al ver a sus hijos. Sus pieles tienen un tono único, una mezcla perfecta de Alex y de él, y los ojos… verdes como relámpagos. Tan brillantes que casi duelen. Alex lo abraza por la cintura, riendo bajito. George se limpia las lágrimas con el dorso de la mano, sin dejar de mirar.

Y finalmente…

—Carlos y Elena Norris Sainz —dice la enfermera, acercándose a ellos.

Carlos siente que el corazón le da un vuelco. Mira a los bebés con más atención que nunca. Tienen los ojos grandes, iguales a los de su Landito. Hermosos, dulces, brillantes. Y ese cabello suyo… tan oscuro y espeso que ya parece rebelde.

—Tienen tu mirada —le susurra Carlos a Lando, con una sonrisa que no puede borrar.

—Y tu cabello —responde Lando, cansado pero pleno—. Fíjate…

Carlos toma una de las manitas de su hija. Es pequeña, suave, pero los dedos se curvan de inmediato sobre los suyos. Se le forma un nudo en la garganta.

Ve las pulseras en sus muñecas, el nombre que eligieron, el que él temía incluso pronunciar en voz alta por si no llegaban a nacer. Pero ahora están ahí. Con sus nombres. Con su historia comenzando.

Sus hijos.

Siente que todo ha valido la pena. Que cada miedo, cada noche sin dormir, cada sospecha y cada batalla han sido por este instante exacto. Por esa conexión profunda que le atraviesa el alma mientras los sostiene.

Lando apoya la cabeza contra su brazo. Lo busca. Y Carlos se inclina a besarlo.

—Gracias por darme esto —le dice en voz muy baja, con el pecho desbordado.

Y en ese momento, rodeado de catorce bebés, de catorce futuros, de familia encontrada. Carlos Sainz siente que está en casa.



Notes:

Y entonces ya los 22 nuevos bebés están en el mundo, me obsesionan un poco las historias sobre como el color favorito de Max es por los ojos de Charles así que pues aquí estamos...
que tal?
Unos mas y terminamos....

Chapter 42: Capítulo 41: Los veintidós, la grid y sus aliados.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

La temporada 2025 de Fórmula 1 da comienzo con las tradicionales conferencias de prensa en los primeros días de marzo. Las cámaras enfocan rostros nuevos y viejos conocidos; la parrilla ha cambiado de forma notable. Varios pilotos experimentados han dado un paso al costado o han aceptado roles como reservas, mientras que una nueva generación asciende, fresca, ambiciosa, alerta.

Pero en esta temporada no todo es lo que parece.

Muchos de los recién llegados ya saben. Les han informado, en confianza, lo esencial: lo que pasó con ellos , los veintidós. Los que fueron elegidos, manipulados, vinculados, y al final, liberados. También lo saben algunos de los que se fueron, y otros más —ingenieros, jefes de equipo, médicos, directivos, celebridades— han sido cuidadosamente seleccionados e incorporados a una red creciente de aliados.

Una red construida en silencio, con precisión, con el respaldo firme de dos figuras claves: Sebastian Vettel y Lewis Hamilton.

Juntos han tejido una estructura de apoyo que cruza las fronteras del automovilismo. Conectan patrocinadores de peso, periodistas de confianza, figuras públicas con credibilidad y corazones comprometidos. Entre ellos, la coalición de familias que fundó Sophie Kumpen, madre de uno de los alfas y abuela de dos bebés recién nacidos. Sophie, con su tenacidad inquebrantable y su influencia en círculos privados de Europa, se ha convertido en un pilar de la causa.

El objetivo no es pequeño: salir a la luz. Contar la verdad. Revelar el experimento.

No para buscar venganza. No para destruir, sino para proteger.

Todos los que pasaron por ello han salido con vidas nuevas, llenas, caóticas y hermosas. Pero también todos coinciden: nadie estaba preparado. Nadie fue informado. Nadie tuvo opción. Y Sebastián, que ahora carga a sus hijos en brazos cada noche, no puede dejar de pensar en los cientos, miles, que podrían venir después. En las manos invisibles que todavía existen, las que idearon todo aquello.

La verdad tiene que salir, pero no a cualquier precio.

Esa es la línea que no quieren cruzar.

No están dispuestos a arriesgar las carreras —y por extensión, la seguridad— de los que aún están en la parrilla. Tampoco la paz de sus familias recién formadas, ni los contratos que sostienen a los más jóvenes, ni la salud mental de aquellos que aún están procesando lo vivido. Por eso, antes de encender cualquier cámara, han dedicado meses a tejer protecciones.

Ahora, con más de ochenta personas dentro del círculo y respaldo en niveles clave de la FIA, Fórmula 1, Fórmula 2 y hasta algunos campeonatos regionales de motorsport, el grupo se prepara.

El mundo todavía no lo sabe.

Pero va a saberlo.

Y cuando lo haga, no habrá marcha atrás.

Así, el miércoles 12 de marzo, exactamente un año después del Gran Premio de Australia donde todo comenzó, el mundo entero se detiene ante una conferencia de prensa convocada de forma masiva. La F1 no da detalles en los comunicados oficiales, pero deja en claro que todos los pilotos actuales y muchos nombres históricos estarán presentes. La prensa acude en masa. Equipos enteros de medios internacionales aterrizan en Melbourne. Hay reporteros de televisión, revistas deportivas, periódicos generalistas, emisoras de radio y cientos de transmisiones en vivo esperando conectarse.

El lugar elegido es un auditorio amplio, en un centro de convenciones cercano al paddock. Está repleto.

Sobre la tarima principal están los veintidós. Las once parejas, hombro con hombro. Cada uno con expresión grave, decidida y se toman de la mano, firmes, preparados para lo que viene.

Pero no están solos.

A su alrededor, llenando las gradas laterales y la sección trasera del escenario, se encuentra una constelación de figuras que no deja lugar a dudas sobre la magnitud del anuncio. Logan Sargeant, Zhou Guanyu, Valtteri Bottas, Checo Pérez, Fernando Alonso, Gabriel Bortoleto, Isaac Hadjar. Han llegado desde todos los rincones del mundo para acompañarlos. Entre los presentes se encuentran Mark Webber y Jenson Button, íconos de épocas pasadas e incluso el mítico Alain Prost los acompaña. Y no faltan los padres de los veintidós —sus familias, pilares, testigos— ocupando sus lugares con el corazón en vilo.

También están allí, Christian Horner, Toto Wolff, Andrea Stella, Fred Vasseur, Suzie Wolff entre otros jefes de escudería. En silencio, representan a las escuderías, sabiendo exactamente lo que está por decirse. Junto a ellos, representantes de Honda, Mercedes, Ferrari, y otras marcas, no solo patrocinadores: aliados declarados. Mecánicos, estrategas, jefes de prensa, médicos, ingenieros, personal de redes sociales, todos los que conocen la verdad y han decidido respaldarla, están allí.

El murmullo es tenso. Las cámaras apuntan. Los flashes titilan como estrellas caóticas.

Y entonces, Sebastian Vettel da un paso al frente.

Se acomoda ante el micrófono. No lleva traje, pero su presencia llena el escenario. Su rostro está sereno. Se toma un momento. Respira. Mira al público, a los periodistas, a los suyos.

Y comienza a hablar.

—Gracias por venir. Sabemos que todos ustedes esperan saber el por qué de tanto misterio.

El silencio que sigue es absoluto.

—Lo que vamos a compartir no es fácil. Ni para nosotros, ni para quienes nos acompañan. Pero es necesario. Porque la verdad —dice, mirando a los once omegas— no debería ser un privilegio. Debería ser un derecho.

Max aprieta la mano de Charles. Daniel se mantiene detrás de Mick con una palma firme sobre su espalda. Carlos fija la vista en Lando, que se inclina sobre su regazo. George y Alex intercambian una mirada cómplice. La sala apenas respira.

Sebastian prosigue:

—Hace un año, en esta misma ciudad, veintidós pilotos fuimos secuestrados. Separados. Encerrados. Convertidos en sujetos de prueba en un experimento que violó todos los derechos humanos imaginables. Nos sometieron a procedimientos... que alteraron nuestra biología. Nos forzaron a formar vínculos, a adaptarnos a nuevas dinámicas, a sufrir sin explicación ni consuelo.

Una oleada de murmullos recorre el lugar, seguida por un silencio aún más denso.

—Muchos de los que ven aquí —agrega— son padres hoy. No porque lo planearan, sino porque nos programaron para serlo. Pero aquí están. Y lo han enfrentado con un coraje que no se puede describir. No venimos a pedir lástima. Venimos a impedir que esto vuelva a pasar.

Las cámaras ya no titilan. Graban. Las transmisiones en vivo explotan. Twitter, Instagram, canales deportivos, todos se iluminan con titulares en tiempo real. "Sebastian Vettel: fuimos parte de un experimento humano secreto" . "Pilotos denuncian manipulación genética" . "Una nueva dimensión del escándalo en la F1" .

—De los veintidós, once gestamos. Hombres. Pilotos. Amigos. Y sí —hace una pausa—, dimos a luz. Literalmente. Nuestros hijos son reales, están vivos, tienen genes de dos hombres, y están sanos. Son parte de una historia que no pedimos, pero que nos pertenece.

Max da un paso al frente, su mano en la espalda de Charles, que baja la vista solo un instante antes de levantarla con decisión. Carlos se mantiene junto a Lando, su mirada fija en la audiencia, protector. George rodea con un brazo los hombros de Alex. Oscar toma la mano de Franco, con firmeza. Todos están unidos. Once hombres gestaron, y los otros once estuvieron ahí para sostenerlos.

Sebastian continúa:

—No fue una fantasía, ni una simulación. Fue biología llevada al extremo. Pero también fue el inicio de algo que ahora defendemos con el alma: nuestras familias. No lo ocultamos por vergüenza. Lo ocultamos porque no sabíamos cómo contarle al mundo que la ciencia nos convirtió en algo imposible. Y aún así, lo logramos. Sobrevivimos. Amamos. Creamos vida.

A su lado, Lewis Hamilton se adelanta, sereno.

—Y no estamos solos —dice—. Con nosotros hay otros que ya conocían la verdad, que han elegido apoyarnos: familias, ingenieros, celebridades, directores de equipo, patrocinadores. La red crece porque esto no puede volver a repetirse. Porque nadie más debe despertar un día sin entender lo que le está pasando a su cuerpo, lo que le han hecho. Nadie más debe enfrentar el terror de un embarazo sin apoyo ni respuestas.

Los murmullos vuelven, pero esta vez son diferentes. El shock cede paso a otra emoción: respeto.

Sebastian remata:

—Esto no es ciencia ficción. Esto no es una campaña. Tenemos los testimonios médicos, las pruebas de ADN y los exámenes hechos que pueden revisar si lo requieren para la noticia. Esto es la verdad. Y es hora de que el mundo la escuche.

El silencio ahora es absoluto. Pero ya no es desconcierto. Es el peso real de una revelación imposible… que once hombres, de pie junto a sus parejas, sostienen con orgullo.

Una oleada de murmullos recorre el lugar, seguida por un silencio aún más denso.

Sebastian da un paso atrás del micrófono. Detrás de él, las once parejas se mantienen unidas, firmes, y muchos con sus hijos en brazos. En la tarima se siente el peso de la verdad recién expuesta: once hombres —todos pilotos— han dado a luz. Once más han estado a su lado. Y todo ha sido real.

La cámara de un medio neerlandés gira de golpe hacia la primera interrupción. Jos Verstappen se ha puesto de pie entre las filas reservadas a los invitados especiales, su rostro rojo, la voz como un látigo.
—Esto es un circo. ¡Una farsa! ¡Una perversión! —gruñe, señalando directamente a Max—. ¡Tú no eres así! No te crié para esto. ¡Estás enfermo, confundido, arrastrado por esta panda de degenerados!

La sala estalla en murmullos ahogados. Varios periodistas giran hacia él, las cámaras enfocan. Max no se mueve, pero su mandíbula se tensa. Charles le roza los dedos sin apartar la vista del frente. El murmullo se convierte en oleada. Jos se adelanta un paso, como si fuera a subir al escenario.
—¡Esto no puede continuar! ¡Estos… hombres! ¡Han dado a luz! ¡¿Qué clase de monstruosidad es esta?!

Antes de que alguien reaccione, otra figura se pone de pie. Helmut Marko, inexpresivo, toma el micrófono de un asistente de medios.
—La integridad del automovilismo está en juego. —Su tono es helado, calculado—. Esta… exhibición no puede ser tolerada. Ni por la FIA, ni por la F1, ni por quienes llevamos décadas defendiendo el deporte.
Pausa, recorre con la mirada a cada uno de los veintidós.
—¿Esperan que creamos que esto es biológicamente posible? ¿Que un puñado de hombres se embarazan y tienen hijos, y pueden seguir compitiendo como si nada? ¿Qué será lo próximo? ¿Guarderías en el paddock? ¿Amamantar en la parrilla?

—Sí —responde Lando desde el estrado, sin dudar.

 Su voz no tiembla.
—Sí, sí eso significa que nuestros hijos crecen sabiendo que no hay nada malo en ser amados.

Carlos le toma la mano. Lo mismo hace Max con Charles. Pierre da un paso al frente, y por primera vez en años, Esteban Ocon se le coloca a la par. Franco alza el mentón. George aprieta el hombro de Alex. Oliver rodea a KimiA con un brazo. Lance, simplemente dice:
—A mí me enseñaron a correr sin miedo. A ser hombre sin odio.

Helmut intenta replicar, pero los murmullos se han convertido en un aplauso espontáneo que crece, uno que parte desde las filas traseras. Primero los mecánicos, luego los padres, luego representantes de marcas y prensa. Mark Webber aplaude. Jenson Button también. Andrea Stella se pone de pie. Fred Vasseur lo sigue. Suzie y Toto se miran antes de levantar las palmas. Y entonces el sonido llena el salón: aplausos, gritos de apoyo, cámaras captando lágrimas, gestos, rabia y esperanza.

Jos intenta hablar, pero su voz se pierde. Queda de pie, fuera de lugar.
Helmut, frío, retrocede.

Y en el centro, los veintidós permanecen unidos. No hay más secretos. No hay más máscaras.

Ahora, comienza la verdadera carrera.

La ovación aún resuena en el salón cuando Helmut Marko levanta de nuevo el micrófono con un gesto imperioso, el rostro pétreo y los ojos cargados de juicio.

—Esto es intolerable. —Su voz corta el aire como un cuchillo—. A partir de este momento, Max Verstappen, Yuki Tsunoda e Isaac Hadjar están fuera del programa Red Bull. Los tres. No podemos permitir que nuestra imagen se vea contaminada por este... espectáculo vergonzoso.

Una oleada de incredulidad recorre la sala. Max, aún con los dedos entrelazados con los de Charles, no reacciona. Yuki parpadea, confundido, como si no entendiera. Isaac se queda helado.

—¿Y Liam? —pregunta un periodista desde el fondo.

Helmut asiente sin dudar.

—Liam Lawson es el único que queda. Tiene la disciplina, la conducta y los valores correctos. Los demás están fuera. Y francamente, le sugiero al resto de las escuderías que hagan lo mismo. Hay muchos talentos nuevos. Jóvenes que no han sido contaminados por estas... desviaciones.

Un murmullo indignado cruza la sala. Helmut no ha terminado.

—Este experimento es una aberración. ¿Hombres embarazados? ¿Parejas del mismo sexo con hijos? ¿Es esto lo que quieren mostrar al mundo? Esto es una mancha en el deporte. En la tradición. En la hombría. En la sangre que corre por estas pistas.

—¡Helmut! —exclama Christian Horner, poniéndose de pie de golpe. Su voz retumba, cargada de rabia contenida—. ¿Estás escuchándote? ¿Estás sugiriendo despedir al cuatro veces campeón del mundo por tener una familia con alguien a quien ama? ¿A Yuki? ¿A Isaac? Te recuerdo que ninguno de ellos pidió esto, los secuestraron… no pudimos protegerlos…

Helmut no retrocede.

—Y si tú estás de su lado, también estás fuera. Tú y cualquiera que se atreva a defenderlos.

Por un instante, el silencio se vuelve mortal. Las cámaras están fijas. Los corazones, al borde del colapso.

Christian respira hondo, con una calma casi venenosa.

—Entonces parece que te toca empezar de cero. Porque todo Red Bull está con ellos. Mecánicos, ingenieros, estrategas, marketing, social media... Todos. ¿Quieres despedirnos a todos?

Una sombra aparece en la puerta. El murmullo se convierte en eco, y las miradas se giran hacia la entrada, donde un joven de traje oscuro y rostro severo observa la escena.

Mark Mateschitz.

Su voz no necesita micrófono. Es clara, afilada, imposible de ignorar.

—¿Y tú quién crees que eres para despedir a tanta gente sin mi aprobación?

Helmut se gira, helado. Mateschitz camina hacia la tarima con paso firme. Cada paso es un tambor, cada segundo, un latido tenso.

—Helmut Marko, tu puesto en esta compañía siempre ha sido una concesión, no un derecho divino. Y acabas de cruzar todos los límites posibles.

—Yo defiendo el legado de tu padre —suelta Helmut con una mezcla de desesperación y arrogancia.

Mark se detiene frente a él.

—Mi padre creía en romper reglas, no personas. En apoyar talento, no destruirlo. Y definitivamente no en usar Red Bull como plataforma para tu odio. Así que no —añade con un tono final—. No vas a despedir a nadie. Porque tú ya no decides nada aquí, estás despedido.

El público contiene la respiración. Y en ese instante, mientras los ojos de Helmut tiemblan por primera vez, una verdad queda clara: el mundo ha cambiado. Y en ese cambio, los veintidós no están solos.

La sala sigue temblando tras la intervención de Mark Mateschitz, pero la oleada de respaldo no se detiene. Desde una de las primeras filas, Lawrence Stroll se pone de pie. El gesto es sereno, pero su presencia impone.

—En nombre de Aston Martin, como empresa y como escudería —dice con voz firme—, quiero que quede absolutamente claro: estos chicos tienen todo nuestro apoyo. No hay lugar para la intolerancia en un equipo que lucha por el futuro. Y este —agrega, mirando a Lance y Esteban con orgullo— es el futuro.

Las cámaras giran hacia él. Algunos ejecutivos aplauden. Otros asienten en silencio. La tensión empieza a quebrarse.

Pero entre la multitud, una voz rasgada por la frustración aún insiste.

—Quizá es momento de irme a Audi —suelta Helmut Marko, con los labios tensos, como si pensara que aún tiene cartas por jugar.

Y entonces, como si el universo esperara esa frase, la puerta del fondo vuelve a abrirse.

—No lo creo… —dice una voz suave pero perfectamente reconocible. Lando, Carlos y algunos otros se giran de inmediato.

—Es Wang Yibo… — exclama KimiA como un fan de nuevo.

Wang Yibo, el embajador global de Audi, vestido con traje impecable, expresión serena y mirada directa. Tras él, el representante oficial de Audi Motorsport lo acompaña, con el logo visible en la solapa.

Yibo da un paso al frente y sonríe.

—He venido a apoyar a los chicos. A todos ellos. Y Audi no necesita asesores arcaicos… 

El silencio se rompe. Primero una ráfaga de aplausos, después vítores, y luego una ovación que estremece las paredes. Los veintidós están de pie, algunos aún tomados de la mano, envueltos en ese aplauso que ya no es solo del público, sino del deporte entero.

Helmut y Jos Verstappen se giran para irse, las espaldas encorvadas por la vergüenza. Ya no queda nada para ellos aquí. Ni poder, ni aliados, ni micrófonos.

Salen con el rabo entre las piernas de una conferencia... y de un deporte que ya no les pertenece.

Las redes estallan minutos después. Titulares cruzan el mundo con velocidad de pole position:

 📰 “Veintidós pilotos. Once nacimientos gemelares. La F1 reescribe la historia del deporte y de la ciencia.”
📰 “El milagro de Melbourne: hombres que gestaron, campeones que crían campeones.”
📰 “Hijos de leyendas, nacidos del amor entre rivales. La nueva era del automovilismo ha comenzado.”
📰 “Max y Charles, Carlos y Lando, Oscar y Franco... Las nuevas dinastías del automovilismo.”
📰 “Criando a la próxima generación: el ADN de la velocidad en su forma más pura.”

El mundo no solo escucha. Celebra.

Y por primera vez en mucho tiempo, el automovilismo parece correr hacia el futuro, sin frenos y con el corazón en el acelerador.






 

 

 

 

 

Fin?







 

 

 

 

 

Escena extra

PROYECTO OMEGAVERSE / Bitácora de Supervisión–Entrada

 Ubicación: Instalación subterránea 038-B, China
Fecha: 12 de marzo de 2025, 23:17 hora local

Estado del Proyecto: TERMINADO 

Porcentaje de éxito: 100%

Mientras la revolución se extiende como un incendio imparable en la superficie —noticieros que no dan abasto, gobiernos son obligados a reformular constituciones y leyes injustas contra la comunidad LGBTIQ+—, bajo tierra todo es mecánica y silencio.

En una sala estéril, iluminada por paneles LED de espectro neutro, cinco figuras se mueven con la cadencia ensayada de un equipo quirúrgico, cuatro científicos analizando muestras de ADN. Monitores biométricos, bases de datos genéticos, mapas sociales y estadísticas legales brillan desde cada rincón.

Al centro, una mujer de baja estatura, cabello negro recogido en dos moños impecables, repasa líneas de código en una tableta translúcida. Su bata, como la de los demás, está perfectamente planchada. La insignia bordada en el pecho reza: Unidad 38 – Bioingeniería Reproductiva Aplicada.

—Fue un éxito completo —susurra Xiao Zhan desde el otro extremo del laboratorio, con una mezcla de incredulidad y emoción en la voz. Sus ojos están húmedos, y su mano se posa sobre su abdomen, como si todavía no terminara de creérselo—. Eres una genio.

La mujer no levanta la vista. Solo desliza un panel más y confirma los valores hormonales.

—Su prueba dio positivo, señor Xiao Zhan. Los niveles de HCG son consistentes con una gestación viable. Su esposo estará complacido.

—Probablemente muchas farmacéuticas quieran apropiarse de esto para comercializarlo —agrega él, más serio ahora—. Pero Yibo y yo... lo discutimos. Queremos que esto, a futuro, esté disponible para cualquier pareja que desee gestar, sin importar su género o biología.

La mujer asiente, sin emoción aparente, pero sus ojos se detienen en un monitor que reproduce en bucle la conferencia de prensa de ese mismo día. Veintidós figuras bajo las luces, el mundo transformándose palabra a palabra.

—La elección de los sujetos de alto perfil fue adecuada —responde, con tono clínico—. Su nivel de disrupción mediática era proporcional al impacto necesario para forzar una reevaluación legislativa global. Era el único vector viable para generar un colapso en las estructuras normativas vigentes.

—Pero aún me siento culpable —agrega la mujer en voz más baja—. Nunca pedí su consentimiento informado, no fue ciencia ética. Y, por los registros de observación,  ellos habrían aceptado de manera voluntaria si se les hubiera presentado la opción.

Xiao Zhan se acerca un poco. Su voz es suave, pero firme.

—Ya no podemos deshacer el pasado. Pero estuviste ahí para asistir sus partos. Te aseguraste de que todos sobrevivieran y estuvieran seguros, y nosotros usamos los recursos para poner muchos patrocinadores y medios de su lado. Y los bebés y ellos están sanos. Eso importa.

La científica guarda silencio unos segundos. Sus manos continúan moviéndose, ingresando datos, verificando secuencias. Finalmente, susurra:

—Esto va a cambiar el mundo.

—Esperemos que sea para bien —responde Xiao Zhan.

Cuando se gira, Wang Yibo lo espera en la entrada del laboratorio. No hay palabras. Solo un beso breve, profundo, en los labios. Las luces parpadean suavemente sobre ellos.



Fin.





Notes:

Gato fuera de la bolsaaaa chan chaaan chaaaannn...
Y bueno necesitaba sacar al dinosaurio arcaico de redbull, manifestando pa que se cumpla.
Gracias a mi Beta Alonso corazón de tigre decidimos añadir un pequeño epilogo, así que viene después de esto,
y si no pude evitar meter un poco de YiZhan porque los amo.

Chapter 43: Epílogo: Escenas Extra

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Escena extra 1:

Nico Hülkenberg cruza la línea de meta en quinta posición. Su respiración es pesada, el sudor le cae por el cuello, pero la sonrisa que se le dibuja bajo el casco es genuina, satisfecha.

Cuando regresa a boxes, Kevin ya está allí, esperándolo al borde del garaje. Apenas Nico se baja del coche, Kevin se lanza a abrazarlo con fuerza, sin importarle los cascos, los monos, o el personal a su alrededor.

—¡Quinto! ¡Quinto, Nico! —dice riendo, apretándolo—. Te lo dije, aún tenías magia.

En sus brazos, lleva a Anna, mientras Klaus reposa en el cochecito a unos pasos, dormido tras el bullicio de la carrera.

Nico baja la mirada y estira los brazos hacia su hija. Anna balbucea algo ininteligible y le ofrece una sonrisa con encías húmedas, tan pura que le arranca una carcajada.

—Tú sí que eres mi buena suerte —susurra, acunándola.

Kevin le acaricia la espalda mientras Klaus se mueve en su sueño.

—Ya verás, en unos años querrán estar dentro del coche también.

—Y si lo están, que sea con nosotros esperándolos al final —responde Nico, sin apartar los ojos de su hija.

Y en medio del ruido del paddock, los dos se quedan un momento en silencio, solo ellos, rodeados de amor, del rugido lejano de motores... y de dos nuevas vidas que apenas comienzan.

 

 

 

Escena extra 2:

2025 La fanaticada tiembla de emoción cuando Yuki Tsunoda cruza la meta en segundo lugar. Es su primer podio en Fórmula 1. El circuito entero grita su nombre.

Desde el muro, Pierre Gasly ondea una bandera japonesa, sin poder contener las lágrimas. Anthoine en brazos y Mina en un cargador frontal con orejitas lo acompañan. Yuki los ve desde lo alto y se lleva la mano al corazón antes de levantar el trofeo.

 

 

 

Escena extra 3:

El patio de la escuela está decorado con guirnaldas blancas y doradas. Entre aplausos, Kimi Antonelli sube al estrado con toga y birrete, los ojos brillando con emoción contenida.

En primera fila, Oliver Bearman no puede dejar de sonreír. Lleva un cargador frontal doble: en uno, Verónica duerme profundamente con una manita contra su pecho, en el otro, David observa fascinado el movimiento a su alrededor, su pulgar atrapado entre los labios.

—¡Bravo, Kimi! —grita Oliver, aplaudiendo con fuerza sin despertar a la pequeña.

Kimi lo encuentra entre la multitud y le lanza una sonrisa tímida. Ver a su pareja ahí, con sus hijos dormidos contra el corazón, lo hace parpadear con fuerza.

Ese día no es solo el fin de una etapa académica. Es una promesa cumplida. Una familia que crece, firme, bajo el sol.

 

 

 

Escena extra 4:

El cielo se estalla en fuegos artificiales mientras Oscar Piastri se detiene antes de subir al podio. La multitud ruge su nombre. Justo entonces, Franco Colapinto aparece entre bastidores con los brazos llenos: Alejandro dormita contra su pecho, y Nicole ríe al reconocer las luces.

Oscar se agacha de inmediato, besa la frente de sus hijos con ternura, y luego mira a Franco, que le sonríe con orgullo intacto. El beso que se dan es calmo y lleno de historia. Luego, Oscar sube a recoger su trofeo de campeón del mundo 2025.

 

 

Escena extra 5:

Diciembre de 2026. Una suave nevada cae en Suiza. En una clínica privada, las luces están tenues y todo es silencio.

Sebastian Vettel sostiene a una niña de ojos verde oliva, mientras Kimi Räikkönen acuna a su hermano, un niño de cabello castaño claro y expresión tranquila. Son sus segundos pares de gemelos, y ambos padres lloran sin pudor.

—Otra vez… —murmura Kimi, con una sonrisa suave.
—Y todavía me parece imposible —responde Seb, besando la pequeña frente entre sus brazos.

En la cama contigua, Nico Rosberg y Lewis Hamilton atraviesan el mismo milagro. Nico sostiene a una pequeña envuelta en una mantita turquesa, Lewis besa la frente de su hermano, un niño de ojos miel y rulos oscuros. Son también padres de nuevo.

Dos habitaciones. Cuatro vidas nuevas. Y la misma emoción, intacta.

 

 

Escena extra 6:

El podio reluce bajo el sol del atardecer. Oscar Piastri sube en segundo lugar, Franco Colapinto en tercero. Se estrechan la mano con una sonrisa discreta pero emocionada, sabiendo lo que significa compartir ese momento.

En la tribuna, las hermanas de Oscar sostienen con ternura a los pequeños Alejandro y Nicole, de un año. Nicole balbucea, con los ojos fijos en su papá, mientras Alejandro da pequeños golpes en el pecho de su tía, impaciente por alcanzarlo.

Franco levanta la vista y los ve. Oscar también los busca, los encuentra, y levanta la mano, señalándolos con orgullo.

Un podio compartido en 2026. Una vida compartida. Una familia creciendo entre motores y amor.

 

 

 

Escena extra 7:

Carlos y Lando están en el salón, mientras Elena y Carlos Jr.Jr. apenas dan sus primeros pasos, tambaleándose entre risas. Kako, el padrino, los anima desde el otro lado sosteniendo juguetes para llamar su atención, con una sonrisa tierna.

—Vamos, pequeñitos, ya casi —dice Kako, abriendo los brazos para que los niños se acerquen.

Lando sostiene la mano de Elena con cuidado, y Carlos hace lo mismo con Carlos Jr.Jr, ambos atentos por si trastabillan.

La casa se llena de risas y miradas llenas de amor.

 

 

 

Escena extra 8:

El circuito vibra. Charles Leclerc se corona campeón de Fórmula 1 en 2026.

Max Verstappen lo espera en el podio, con la bandera monegasca cubriendo sus hombros. Cuando Charles lo alcanza, ambos se abrazan entre aplausos ensordecedores.

Desde el público, Jules y Sophie, en brazos de Pascale y Sophie Kumpen, agitan las manitos mientras gritan “¡Papá!”. Max y Charles los miran, se toman de la mano y levantan cada uno su trofeo, bañados en oro, champán y amor.

 

 

 

Escena extra 9:

En el jardín de la casa familiar en Canadá, Lawrence Stroll empuja una pequeña camioneta de juguete mientras Laurent y Claire corren tras él, riendo a carcajadas. Tiene la corbata suelta y las mangas arremangadas, los ojos brillando de ternura.

—¡Vamos, campeones! —exclama, fingiendo que el auto huye de ellos.

Desde la terraza, Lance y Esteban los observan, abrazados. El sol cae suave sobre la escena, y por un instante, el mundo parece no necesitar nada más que ese sonido: las risas de los niños y la alegría sencilla de un abuelo feliz.

 

 

 

Escena extra 10:

La tarde cae lenta sobre la granja. Entre árboles florecidos, los padres de George se mecen en sillas de mimbre mientras Alex se agacha en el césped, sosteniendo a Alicia entre sus brazos, que ríe encantada con el movimiento de una hoja al viento.

George, a unos pasos, carga a Steve contra su pecho. El bebé bosteza, con la cabeza apoyada en el hombro de su padre. George lo abraza un poco más fuerte.

—Nunca pensé que esto me haría tan feliz —murmura George.

Alex lo mira, sonriente, con el cabello revuelto por la brisa.

—Ellos necesitan quietud de vez en cuando, les hace bien.

—Es volver a casa, después de cada temporada podemos hacerlo —dice George.

Detrás de ellos, la risa suave de la madre de George se mezcla con el canto de los pájaros. El campo entero parece guardar la escena como un secreto precioso.

 

 

 

Escena extra 11:

En una habitación del hospital de Suiza, Michael está sentado en su silla, aún débil pero esbozando con esfuerzo una sonrisa cálida. Mick sostiene con delicadeza a uno de sus bebés, mientras Daniel está junto a él, ambos atentos y emocionados.

Michael extiende su mano temblorosa y, con empeño, aprieta suavemente los deditos de su nieto. El bebé responde con un pequeño movimiento, como si entendiera el gesto.

Mick y Daniel se miran emocionados, con lágrimas contenidas y esperanza renovada. Ese pequeño contacto es un gran avance, un puente invisible que conecta generaciones y fortalece el ánimo de toda la familia.

 

 

 

Escena extra 12:

El sol de primavera cae cálido sobre la pista de karting, iluminando cascos brillantes y trajes diminutos que parecen copias en miniatura de los que alguna vez llevaron sus padres. Los veintidós karts están alineados en la recta principal, y en cada uno de ellos, niños de cinco años sostienen el volante con una mezcla de nervios y emoción, mientras los adultos detrás de la barrera no pueden ocultar las sonrisas.

Jules y Sophie Leclerc Verstappen tienen los ojos clavados en la pista, igual que su papá Max, que está agachado junto a ellos ajustándoles los guantes, mientras Charles observa desde detrás, con una mano sobre su vientre —el recuerdo de aquel primer embarazo convertido ahora en risas infantiles y carreras de karting.

Michael y Grace Schumacher Ricciardo se empujan suavemente entre ellos, riéndose mientras Daniel les pide con exageración que “¡nada de trampas Ricciardo-style!” y Mick toma una foto con expresión enternecida.

Carlos y Elena Norris Sainz están sentados en sus respectivos karts, idénticos a su padre Carlos a esa edad, pero con la chispa alegre de Lando en la mirada. Lando les grita que sonrían mientras saca la lengua para hacerlos reír. Carlos, siempre atento, les acomoda los cascos con precisión.

Mina y Anthoine Tsunoda Gasly tienen sus trajes perfectamente doblados, limpios, con los colores de Red Bull. Yuki les da instrucciones con su voz rápida y apasionada, mientras Pierre les lanza besos desde atrás con los brazos cruzados, lleno de orgullo.

Anna y Klaus Magnussen Hülkenberg están lado a lado, idénticos a su papi en la postura, pero con la seriedad germánica de su padre. Kevin les guiña un ojo y NicoH les acomoda el cuello de los trajes, hablando bajito y sonriente.

Alicia y Steve Albon Russell tienen una energía eléctrica en los ojos verdes brillantes que sacaron de George, mientras que Alex les recuerda con dulzura que no todos los días hay carrera, que disfruten. Los niños se miran y asienten como si fueran adultos en plena clasificación.

Alaia y Anthony Rosberg Hamilton corren alrededor de los karts antes de subirse, mientras Lewis los sigue fingiendo frustración y NicoR les alcanza las botellas de agua. Sina y Keijo, de tres años, están en el regazo de Anthony Hamilton, aplaudiendo a sus hermanos desde la zona de espectadores.

Laurent y Claire Stroll Ocon posan como verdaderos pequeños modelos de Aston Martin, con los trajes perfectamente puestos. Esteban toma la foto mientras Lance, con una sonrisa amplia, levanta el pulgar para animarlos.

Verónica y David Antonelli Bearman están ya abrochados en sus karts, los rizos de Verónica sobresaliendo del casco. Oliver los observa fascinado mientras KimiA ajusta el motor de uno de los karts y murmura algo en italiano, orgulloso y tranquilo como siempre.

Alejandro y Nicole Piastri Colapinto miran a su papá Franco con emoción contenida. Él sostiene el mate mientras Oscar les da las últimas instrucciones, los dos juntos inclinados hacia los niños como si ya fueran sus pequeños ingenieros de pista.

Emily y Rob Vettel Räikkönen intercambian una mirada decidida, como si fueran los jefes de toda la parrilla. Sebastian les toma una foto con los ojos llenos de emoción, mientras KimiR empuja el kart de Emily hasta su lugar. Matilda y Norbert juegan con mini karts a un lado, observados por sus abuelos.

Cuando todos están listos, los veintidós niños se agrupan al frente de los karts para una gran foto. Padres, alfas, omegas y hasta abuelos llenan el fondo con sonrisas, risas y algún que otro aplauso emocionado. Una bandera a cuadros ondea detrás del grupo.

El fotógrafo grita: “¡A la cuenta de tres! ¡Uno, dos…!”

Y entonces, todos los pequeños gritan:
“¡Vamos a ser campeones como papá y papi!”

Click. La foto queda para la historia.

 

 

 

 

 

Notes:

Y bueno, les agradezco a todos los que llegaron hasta aquí, a lodos los que dejaron kudos y comentarios de verdad muchas gracias se sintió mucho el aprecio y espero verlos pronto para un nuevo omegaverse de F1, a mi Beta que no me dejó desfallecer y también por todas las ideas y sugerencias que aporto mi querido Alonso Corazón de Tigre.
MUCHAS GRACIAS A TODOS.
Aquí manifestando que muchas de estas escenas se hagan realidad, como vieron la mayoría de pilotos sufrieron mucho para llegar a F1.

Chapter 44: Epílogo: Escenas Extra parte 2

Summary:

Por la carrera de hoy necesitaba hacer unas escenas extra así que aquí se las traigo...

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Escena extra :

 

En el garaje de Sauber la tensión sigue suspendida como electricidad en el aire. Kevin sostiene a sus gemelos contra su pecho—Anna y Klaus—ambos con sus pequeñas orejas cubiertas por protectores del equipo, las mejillas rojas de emoción. El Omega no ha parpadeado en minutos, los ojos fijos en las pantallas mientras el último sector se tiñe de historia.

—Vamos, Nico... —susurra con el corazón palpitándole como si fuera el suyo el que cruzara esa meta.

El rugido final de los motores aún vibra en el asfalto cuando los números aparecen en la pantalla:
P3 para Nico Hülkenberg. Su primer podio. Nico Hülkenberg lo ha logrado.

El garaje estalla. Mecánicos saltan, gritan, chocan palmas. Una botella de agua vuela por el aire. Un mecánico rompe en llanto. Y en medio del caos, Kevin suelta una carcajada quebrada, casi sin poder contener las lágrimas.

—¡Lo hiciste, amor! —grita, alzando a Klaus en un brazo y tomando a Anna con el otro.

Los tres corren hacia la zona de espera. Cuando Nico regresa, sudado, agitado, con la mirada en llamas, no busca a nadie más. Sus ojos se clavan directo en ellos.

Kevin corre a su encuentro. No le importa cuántas cámaras hay, no le importa nada. Cuando lo alcanza, Nico lo abraza fuerte, como si necesitara confirmar que todo eso es real.

—Estoy tan orgulloso de ti —le murmura Kevin al oído.

Nico se separa un poco, jadeante, los ojos aún brillando por el esfuerzo.

Gabriel Bortoleto, joven, sonriente, está junto a ellos, ayudando con los audífonos de los niños, contando historias y haciendo voces para mantenerlos distraídos.

Kevin observa la escena desde la sombra.
Por dentro, su pecho se siente extraño.
Durante meses le costó ignorar ese nudo en el estómago cada vez que Nico y Gabi compartían risas, choques de manos, cenas de equipo.
No era racional. No había nada que indicara algo más que una buena amistad.
Pero la cercanía dolía.
No porque Nico se alejara…
sino porque Kevin temía no ser suficiente, despues de todo Gabi es mucho mas joven.

Y sin embargo, en este instante, cuando Nico lo ve directamente a los ojos…

Todo cambia.

Sin palabras.
Se arrodilla.

Las voces se apagan. Hasta el viento parece contenerse.
Kevin se queda congelado.
Klaus suelta su pierna, sorprendido. Anna parpadea desde su hombro.

Nico lo mira, con el casco aún en la otra mano, sudado, agotado… pero con los ojos llenos de una sola certeza.

—Kevin... Eres mi amuleto de la suerte y no sé bien cómo describir lo que siento. Este podio es increíble, es lo que soñé durante años.
Pero lo que tengo contigo… lo que tenemos con nuestros hijos…
Eso es lo que da sentido a todo. 

Saca un pequeño estuche de su bolsillo interior. Lo abre.
Un anillo simple, de platino pulido. Grabado por dentro:
"Siempre, Kev – N.H."

—¿Te casarías conmigo? —pregunta, con voz firme—. ¿Compartes este podio conmigo… para siempre?

Kevin, incapaz de hablar, se arrodilla también.
Sus dedos tiemblan cuando tocan el anillo.

—Sí, Nico. Claro que sí. Siempre.

Gabriel, a un lado, aplaude emocionado. Kevin lo mira fugazmente.
Y ese antiguo nudo que le apretaba el corazón, ese miedo silencioso…
simplemente desaparece.
Gabi es parte de su familia. Nunca fue una amenaza.
Un hermano adoptado. Un aliado.

Unos minutos después, frente a las cámaras de televisión, Nico sonríe con el cabello revuelto y las mejillas aún rojas por el esfuerzo.

—Nico, ¡felicidades por tu primer podio! ¿Qué significa esto para ti?

Él respira hondo. Se toma un segundo.
Y con una sonrisa sincera, responde:

—Significa mucho. Llevo más de una década esperando esto. Pero...
Mira directamente a la cámara, y su voz se suaviza.
—Hoy no solo gané mi primer podio.
—¿No? —pregunta la periodista.
—No. Hoy también gané el amor de mi vida. Así que este no fue un día cualquiera. Fue el mejor de mi vida.

Y en ese momento, en cada rincón del paddock, en cada pantalla encendida, el mundo ve a un hombre que no solo compite…
sino que ama a lo grande.

Notes:

BTW yo feliz con el podio de NicoH.

Yyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyy.... estoy trabajando ya en un nuevo omegaverse de F1 con otra temática central así que por allí los espero.