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Edelweiss

Summary:

Una noche casual le cambiaría la vida a Gi-hun para siempre.
No fue más que un encuentro inesperado, un refugio momentáneo entre el dolor y la soledad. Pero de ahí nació algo más. Algo que crecía en silencio, justo cuando pensaba que ya no quedaba nada en él para salvar. Meses después, volvió a los juegos.

No solo como un hombre decidido a acabar con un sistema sino como un omega embarazado, con un corazón vacío y una vida latiendo en su interior. Y lo más inesperado: allí, en ese infierno, volvió a encontrar al padre de su bebé. El que lo había marcado sin saberlo. Pero no duró mucho. La muerte volvió a quitárselo. Y su rebelión fracasó.

Hundido en el dolor, a punto de rendirse, su bebé nació. En medio del horror, de la sangre, del miedo llegó. Y de repente, todo cambió. Ya no se trataba de él. Se trataba de protegerla. De sacarla con vida de los juegos.
Desde las sombras, alguien lo observa. El hombre al que creía perder. El padre de su hija. Ahora convertido en el rostro del sistema que le quitó todo.
Dividido entre el rol que juega y la culpa que lo consume. Sin derecho a acercarse pero incapaz de dejar de cuidar a quien una vez amó.

(Universo omegaverse basado en T3 de Squid Game)

Notes:

Hola a todos. La verdad me entristeció mucho ver el final de Squid Game 😭
Por eso decidí crear este fanfic donde el bebé que carga Gi-hun a lo largo de la temporada es suyo y de In-ho. Ya que me pareció muy papá omega a lo largo de toda la temporada 🫃
Espero que les guste mucho, y si se lo preguntan: sí, habrá un final diferente al de la serie (justicia para Seong Gi-hun)
Muchas gracias a todos los que visitan esta obra. Muchos besos ❤️
—Val.

Chapter 1: Una grieta hacia el paraíso

Chapter Text

Marzo del 2024 - 8 meses antes

 

 

 

La lluvia había comenzado sin aviso. Como si el cielo se hubiera hartado de contenerse.

 

Las gotas golpeaban el asfalto con furia, formando charcos que reflejaban las luces de neón como heridas abiertas. En una esquina húmeda del distrito más olvidado de Seúl, Gi-hun se sentó en la barra de un bar sin nombre. Lo hacía a menudo. Ya no para escapar, sino para anestesiarse.

 

El soju sabía a desesperanza.

Una desesperanza vieja, que no gritaba ni lloraba, solo lo miraba desde el fondo del vaso como diciendo: "Todavía estás aquí."

 

No había avances. Nada.

Las pistas que una vez creyó valiosas se habían convertido en círculos vacíos. Sabía que los juegos seguían ocurriendo... pero no podía probarlo. Nadie hablaba, nadie lo ayudaba. El mundo se había tragado su historia y escupido su cordura.

Estaba cansado. Tan cansado.

 

Y fue entonces cuando lo vio.

Sentado al otro lado del bar.

Un hombre solo, envuelto en un abrigo oscuro, con las manos entrelazadas y la mirada fija en su copa.

 

No parecía un borracho. No parecía nadie.

Pero Gi-hun lo notó porque tenía esa expresión. Esa mezcla de hastío y soledad que uno solo reconoce en los iguales.

 

 

 

 

In-ho no debería estar allí.

No esa noche. No tan cerca.

 

Pero llevaba meses observando a Gi-hun. A veces desde un coche estacionado a unas cuadras, a veces a través de cámaras clandestinas. Lo había visto vagar por las calles, perseguir fantasmas, buscar culpables en rincones donde solo había basura.

 

Lo observaba sin saber por qué.

Quizá porque Gi-hun era la única parte de él que aún no estaba podrida.

O porque lo odiaba por haber conservado lo que él había perdido.

 

Esa noche, no pensaba acercarse. Solo observarlo, como siempre.

 

Pero algo cambió.

La manera en que Gi-hun se frotó el rostro, la forma en que cerró los ojos por un segundo demasiado largo.

Como si no quisiera seguir.

 

Ese gesto fue el detonante.

Se levantó de su asiento. Caminó hacia él.

Y cuando Gi-hun alzó la mirada, lo recibió con una voz que no era suya:

 

—¿Puedo sentarme?

 

Gi-hun lo miró.

Lo analizó.

Ese rostro... no lo reconocía. Pero había algo familiar en su forma de estar en el mundo, en sus ojos que parecían arrastrar siglos.

 

—Adelante —murmuró, con un gesto vago.

 

El silencio entre ellos fue cómodo. Y eso lo sorprendió.

 

—Debió ser un día difícil para estar bebiendo directo de la botella —dijo In-ho, con una voz baja, como si no quisiera romper algo frágil en el aire.

 

Gi-hun ladeó una sonrisa. No una genuina, sino de esas que uno se pone como escudo.

 

—No solo uno... han sido varios —respondió. Su tono tenía algo de ironía, pero también de rendición. Como si ya no le interesara fingir que estaba bien.

 

In-ho bajó la mirada un instante, como si entendiera demasiado bien. Y la entendía. Tal vez por eso estaba allí.

 

—¿Y funciona? —preguntó, señalando una botella medio vacía de las varias que ya lo estaban.

 

Gi-hun lo pensó un segundo, como si fuera una pregunta más profunda de lo que parecía. Luego encogió los hombros.

 

—Ayuda a olvidar... por un rato. Pero después duele más.

 

—Entonces es como todo lo bueno —dijo In-ho, casi para sí mismo.

 

Hubo un silencio pesado.

Pero no incómodo.

Era como si ambos supieran que no había necesidad de llenar el vacío con palabras.

El ruido de la lluvia afuera se volvía cada vez más fuerte. Y entre ese murmullo, algo en el pecho de Gi-hun se aflojaba, como si por fin pudiera respirar sin tener que explicar nada.

 

—¿Y tú? —preguntó Gi-hun, girando un poco hacia él— No tienes apariencia de venir aquí por costumbre.

 

In-ho sostuvo su mirada. Sus ojos, oscuros y cansados, parecían esconder mil secretos.

 

—No suelo venir por aquí. Supongo que solo quería resguardarme de la lluvia y quizá también de mi vida. 

 

Gi-hun asintió lentamente. No era una frase que uno dijera a la ligera, pero tampoco la cuestionó. Porque él también lo entendía. A veces, uno solo buscaba un rincón donde no doliera tanto ser uno mismo.

 

—Y lo encontraste aquí... —murmuró, con una pequeña sonrisa amarga— En este agujero de mala muerte.

 

—Contigo aquí no parece tan malo.

 

Gi-hun lo miró de reojo. No supo si aquello era una provocación, un cumplido, o simplemente la verdad dicha con suavidad. Pero le gustó. Le gustó que alguien pudiera ver algo más en él que la sombra de un hombre derrotado.

 

—¿Siempre dices cosas así? —preguntó, fingiendo burla, aunque la calidez del alcohol le subía por el pecho.

 

—No, no suelo hacerlo. Supongo que simplemente...hoy es diferente. 

 

La lluvia seguía golpeando contra las ventanas del bar. Afuera, el mundo era gris y deslavado. Adentro, sin embargo, el aire comenzaba a volverse más denso. Como si la temperatura estuviera subiendo, como si el tiempo estuviera dejando de correr.

 

—¿Qué haces cuando no estás escapando de tu vida? —preguntó Gi-hun, dando un trago largo.

 

—Observo. 

 

—¿Qué observas? 

 

En la mente de In-ho vinieron muchas imágenes: Gi-hun saliendo a lo lejos de una tienda con una bolsa de bocadillos, Gi-hun dormido en su coche, Gi-hun saliendo en la madrugada del mismo bar mientras luchaba por no caerse debido al exceso de soju en su cuerpo. 

 

—Todo. Lo observo todo. 

 

—Esa es una respuesta un poco vaga. 

 

Gi-hun le dió otro trago a la botella de soju, como si el sabor amargo del licor fermentado le fuera a dar la confianza que necesitaba para hacer más interesante la conversación. Su estómago comenzó a arder a ese punto y el mundo comenzaba a sentirse un poco más ligero, como si comenzara a flotar en un sueño. Ladeó la cabeza, tenía los ojos entrecerrados por el efecto del alcohol. 

 

—¿Y qué ves cuando observas? —preguntó, dejando la botella sobre la barra con un golpe seco y apoyando el codo para girarse más hacia él.

 

In-ho lo miró de reojo. Una mirada que no buscaba permiso, solo una pequeña rendija para colarse por su alma.

 

—Veo a alguien que carga más peso del que debería.

 

—¿Tan obvio se me nota?

 

—No, no lo es. Por eso lo veo.

 

Gi-hun rio por lo bajo, una risa cansada, ronca. Se pasó la mano por el rostro, y durante un segundo, bajó la guardia. Se permitió ese pequeño momento de debilidad que solo tienen los que ya no esperan nada.

 

—¿Siempre hablas así? —preguntó—. Como si fueras un poeta exiliado.

 

In-ho sonrió, esa media sonrisa que no llega a los ojos.

 

—Solo cuando alguien es interesante.

 

Gi-hun lo miró en silencio. Y entonces fue que lo notó: el calor subiendo por su cuello, no del soju, sino de esa frase. Había algo directo en su tono, pero no era vulgar. Era... una insinuación suave, paciente, como quien conoce el arte de esperar la respuesta correcta.

 

—¿Y qué haces cuando alguien es interesante?

 

In-ho no contestó de inmediato. Se inclinó un poco hacia él, lo suficiente para que Gi-hun pudiera oler su aroma: limpio, terroso, como la lluvia que caía afuera. Su voz bajó a un susurro.

 

—Me acerco.

 

Gi-hun sintió que algo se rompía dentro de él. Tal vez era la calma. Tal vez era el muro que había levantado desde hacía años.

 

Ese hombre... ese maldito hombre lo miraba como si lo conociera desde antes. Como si supiera justo cómo tocarlo sin mover un solo dedo.

 

—¿Y qué haces cuando te acercas? —preguntó Gi-hun, con la voz apenas más firme de lo que la temblorosa línea de su mandíbula podía sostener.

 

In-ho se acercó un poco más. No demasiado, solo lo justo para reducir el espacio entre sus rodillas en los taburetes. Ahora podía ver claramente el brillo cansado en los ojos de Gi-hun, la piel ligeramente enrojecida por el licor y la emoción.

 

—Cuando me acerco —murmuró In-ho, casi como si estuviera confesando un secreto— dejo de observar.

 

—¿Y qué haces en lugar de eso?

 

In-ho bajó la mirada a sus labios. Luego a su cuello. Luego a sus ojos otra vez.

 

—Actúo.

 

Gi-hun tragó saliva. Literalmente. Se escuchó el sonido de su garganta al hacerlo.

El calor ya no era solo en su cara. Era en su pecho, en su estómago, en la parte baja de su espalda.

 

—¿Quieres ir a conversar a otro lado? —preguntó el hombre de ojos oscuros, con voz suave, casi indiferente, pero con una intención oculta que Gi-hun no supo descifrar del todo —No trato de insinuar nada más —añadió con una sonrisa ambigua— solo... si quieres algo de privacidad.

 

Hubo un segundo en el que el mundo se detuvo. Gi-hun lo miró, realmente lo miró. Y fue como si de pronto notara la forma en que el hombre lo observaba: no como un desconocido, sino como alguien que lo conocía desde hace tiempo. Había hambre en su mirada, pero no era vulgar. Era ese tipo de hambre contenida, lenta, peligrosa.

 

La forma en que lo miraba le recordó a los lobos que no cazan con desesperación, sino con estrategia. Silenciosos, elegantes. Letales.

 

Y aún así...

No sabía si era el soju.

O los ojos de ese hombre que parecían desnudarle el alma.

O ese fuego que hacía tanto no sentía crecer dentro de él.

Quizá era todo eso.

 

Pero dijo que .

 

—Está bien —murmuró, apenas audible.

Y entonces lo supo: acababa de entregarse a algo que no entendía del todo, pero que su cuerpo había estado esperando desde hacía tiempo.

 

El hombre se levantó primero, como si ya supiera cuál sería la respuesta. No lo tocó, no lo apresuró. Solo caminó hacia la salida con esa calma que quemaba.

Gi-hun lo siguió.

 

Afuera, la lluvia seguía cayendo. El sonido de sus pasos sobre el pavimento mojado se mezclaba con el latido acelerado de su corazón.

Esa noche, no habría preguntas.

Solo dos cuerpos buscándose como si fueran respuesta.

 

Corrieron unos metros bajo la lluvia hasta llegar al motel más cercano. No era lujoso, ni siquiera particularmente bonito, pero se veía limpio, modesto... cómodo. Un refugio temporal de una noche cualquiera.

 

Gi-hun se quedó parado un segundo frente a la puerta del lugar, mientras sentía las gotas de lluvia resbalar por su cuello.

In-ho ya hablaba con la recepcionista, como si ya hubiera estado ahí antes. Todo en él parecía moverse con una seguridad casi coreografiada.

 

Y entonces, la duda entró como un golpe helado.

 

"¿En serio solo venimos a hablar?"

 

El calor del soju se desvanecía poco a poco y la realidad le golpeó en el pecho.

 

Gi-hun bajó la mirada hacia sus zapatos empapados.

¿Estaba siendo ingenuo?

¿De verdad pensaba que ese hombre misterioso, ese alfa de voz grave y mirada intensa, solo quería una conversación tranquila en una habitación cerrada, a solas, con la lluvia como único testigo?

 

Sintió una punzada en el estómago. Vergüenza.

Ganas de disculparse, de inventar una excusa, de dar media vuelta y correr de regreso a su coche.

Su cuerpo temblaba, no solo por la lluvia.

 

"Ya tienes cincuenta años, Gi-hun. Deja de actuar como un adolescente."

 

Se regañó en silencio, apretando los puños dentro de los bolsillos de su chaqueta mojada.

 

Fue entonces cuando In-ho lo miró.

Desde la recepción, con la llave de la habitación ya en la mano. No dijo nada. Solo lo miró, como si pudiera ver toda esa lucha interna con claridad... y no lo juzgara por ello.

Solo le extendió la llave.

Silencioso. Tranquilo. Paciente.

Pero en su mirada aún ardía el mismo fuego de antes.

 

Gi-hun lo sostuvo la mirada por un segundo más.

Y entonces dio un paso al frente.

 

Uno solo.

Pero fue suficiente.

Ya no había marcha atrás.

 

La habitación olía a madera vieja y lavanda barata.

Una lámpara de mesa lanzaba una luz cálida que contrastaba con el frío de sus ropas empapadas. Había una cama matrimonial cubierta con sábanas blancas, un pequeño sofá en la esquina y un espejo rajado al lado del perchero. Se escuchaba el golpeteo de la lluvia contra la ventana, como si el mundo allá afuera se hubiese olvidado de ellos.

 

Gi-hun entró con pasos algo torpes, aún dudando si eso era una buena idea, y se sentó al borde de la cama. Sus manos colgaban a los lados, sus hombros algo caídos, como si no supiera dónde colocar su cuerpo.

 

In-ho se dirigió al baño sin decir palabra. El sonido del agua goteando sobre el lavabo le dio a la habitación una sensación de pausa.

Volvió unos minutos después con dos toallas limpias, una ya en sus propios hombros.

 

Le lanzó una a Gi-hun, pero al verlo sin moverse, simplemente se acercó. Se arrodilló frente a él, como si fuera lo más natural del mundo, y comenzó a quitarle los zapatos. Luego las calcetas.

Los pies de Gi-hun estaban fríos, helados por la calle mojada, pero el tacto firme y delicado de In-ho se sentía tibio.

Luego subió por sus brazos, pasándole la toalla con lentitud, deteniéndose en sus dedos, en sus muñecas.

 

Finalmente, le secó el cabello.

Desordenándolo aún más, como si sus dedos quisieran memorizar su forma, como si el gesto cargara con años de espera silenciosa.

Y Gi-hun lo observó.

 

Con el cabello mojado cayéndole sobre la frente, In-ho parecía menos un extraño y más... algo inevitable.

El corazón de Gi-hun latía fuerte.

Demasiado fuerte.

 

Sentir ese tipo de cuidado, de atención, lo desarmaba más que cualquier caricia intencional.

Lo hacía sentirse visto.

Deseado.

Valioso.

 

In-ho se quedó a la altura de su rostro.

Tan cerca que podía contar las gotas que aún colgaban de sus pestañas.

 

—Creí que solo hablaríamos —susurró Gi-hun, apenas audible.

 

In-ho sonrió, apenas una curva en sus labios húmedos.

 

—Eso haremos... hablaremos, si es lo que quieres.

 

Y entonces, como si las palabras hubieran quedado suspendidas en el aire, añadió con voz baja, casi ronca:

 

—¿Eso es lo que quieres?

 

In-ho se quedó inmóvil, aún con la toalla entre las manos, a la altura de su rostro. Su respiración era tan silenciosa como la lluvia que golpeaba la ventana, pero sus ojos... sus ojos lo decían todo. No había lujuria pura en ellos. No. Era algo más complejo. Más oscuro. Más triste.

 

Gi-hun, con el cabello húmedo cayendo sobre su frente, desvió la mirada unos segundos. Su pecho subía y bajaba con ansiedad. Sentía que la garganta le quemaba, como si todas las palabras que no sabía decir quisieran salir al mismo tiempo. El roce de la toalla había despertado un fuego que no sabía si podía controlar, un deseo que no era solo carnal, era visceral... casi espiritual.

 

La idea de ser tocado no lo asustaba. Lo que lo asustaba era sentir algo.

 

Y eso era exactamente lo que sentía ahora.

 

Se obligó a levantar la vista. In-ho seguía ahí, tan cerca, tan contenido. Como si su alma le gritara que se detuviera, pero su cuerpo estuviera rogando por cruzar esa línea.

 

—No... —susurró Gi-hun.

 

La palabra cayó como una piedra al centro de un lago.

 

In-ho no se movió, pero sus ojos parpadearon apenas, como si lo hubiera esperado y aún así le doliera escucharlo.

 

—No es eso lo que quiero.

 

El silencio se volvió denso. In-ho lo miraba, tratando de leer entre líneas. Lo había seguido durante meses, lo había observado romperse y recomponerse una y otra vez como un jarrón remendado. Lo había deseado, sí, pero nunca lo había visto así. Tan vivo. Tan quebrado. Tan humano.

 

—¿Entonces qué quieres? —preguntó In-ho, con voz baja, casi temerosa. Como si supiera que, al escuchar la respuesta, algo dentro de él también iba a romperse.

 

Gi-hun tragó saliva. Sentía los ojos picarle, la garganta cerrarse. El cuarto se sentía cálido, pero él seguía tiritando. Era miedo. Era deseo. Era todo lo que había evitado por años.

 

—Quiero sentir algo que no sea dolor. 

 

El pecho de In-ho se contrajo. No por la confesión, sino por el hecho de que... él también. Él también quería eso. Ser esa chispa. Esa pausa. Ese olvido momentáneo.

 

Se inclinó con cautela, como si tuviera miedo de espantarlo. Sus labios rozaron los de Gi-hun, apenas un suspiro de piel, y luego se detuvo.

 

—Si me besas ahora... —murmuró— no me voy a poder detener.

 

Y en la mirada de Gi-hun no hubo duda, ni miedo, ni culpa. Solo una necesidad desesperada de dejar de sentirse solo, aunque fuera con alguien que no conocía.

 

In-ho se quedó quieto unos segundos más, observando el rostro del hombre como si fuera un mapa que ya conocía pero que ahora quería recorrer con las manos. Su mirada descendió a sus labios entreabiertos, al temblor imperceptible en su mentón, a la respiración entrecortada.

 

Y entonces lo hizo.

 

Se inclinó despacio, como si la lentitud pudiera convertir el deseo en algo sagrado, y rozó sus labios con los suyos. Solo un beso. Pequeño, contenido, apenas un roce que parecía más una pregunta que una declaración.

 

Pero ese contacto fue suficiente para incendiarlo todo.

 

Gi-hun sintió que el corazón le daba un vuelco. Los labios de In-ho estaban fríos por la lluvia, pero el calor detrás del gesto fue inmediato, fulminante. Y cuando se separó, cuando ese breve instante terminó, un vacío enorme se abrió en su pecho. Como si algo hubiera sido arrancado.

 

El impulso fue más fuerte que la razón. Gi-hun lo tomó por el rostro, con manos temblorosas pero urgentes, y volvió a besarlo. Esta vez sin pausa, sin contención.

 

Era un beso torpe, desordenado, desesperado. Como si hubiera estado vagando por un desierto emocional y al fin hubiera encontrado agua. Bebía de él con hambre, con sed, como si temiera que ese momento se esfumara en cualquier instante. Como si quisiera que su piel recordara lo que su alma no podía nombrar.

 

In-ho, en cambio, se aferró al ritmo lento. No era indiferencia, era devoción. Lo besaba como si estuviera probando algo que siempre había querido, pero que no se atrevía a reclamar como suyo. Lo besaba como si cada segundo contara, como si tuviera que memorizarlo antes de que amaneciera.

 

Y así se encontraron:

Uno hambriento de sentir.

El otro, deseando que esa noche durara una eternidad.

 

In-ho no se apresuró.

Sus manos se posaron sobre el rostro de Gi-hun, como si temiera romperlo, como si aún no pudiera creer que lo tenía frente a él, tan cerca, tan real. Con los pulgares acarició las mejillas enrojecidas y bajó lentamente por su cuello, deteniéndose en la clavícula, donde sintió el latido acelerado bajo la piel húmeda.

 

—Estás temblando... —murmuró.

 

Gi-hun cerró los ojos un momento.

No sabía si era por frío, por nervios, o por el deseo que comenzaba a desbordarse por cada poro.

 

—Hace mucho que no me tocaban así.

 

—Así ¿cómo? —preguntó In-ho, con voz grave, bajando las manos por sus brazos, con una calma casi reverencial.

 

—Con... cuidado.

 

In-ho lo besó de nuevo, más profundo esta vez, y sus manos comenzaron a desabotonar lentamente la camisa empapada de Gi-hun, prenda por prenda, como si cada botón fuera una pequeña decisión. Gi-hun, por el contrario, se llevó las manos con torpeza a la camiseta del hombre, tironeando del borde como si quisiera quitársela de golpe, impaciente, jadeando contra sus labios.

 

—Despacio —susurró In-ho, sonriendo apenas contra su boca.

 

Pero Gi-hun negó, apretando los ojos como si estuviera a punto de llorar, y balbuceó:

 

—No me importa si esto termina rápido... solo... solo no te detengas.

 

In-ho lo miró.

Y aunque su cuerpo entero ardía, se contuvo. Porque no se trataba solo de deseo. No con él. 

 

Lo guió hacia el centro de la cama, lo hizo recostarse sobre las frías sábanas. 

Con las dos manos le desabrochó el cinturón como si estuviera desenvolviendo meticulosamente un obsequio, dejándolo solo en ropa interior: un pedazo de tela de algodón de color negro. 

 

Se inclinó sobre él con una lentitud que dolía. Sus labios recorrieron la línea de su mandíbula, el hueco de su garganta, el inicio del pecho. Cada beso era suave, contenido. Como si quisiera aprenderse su cuerpo con los labios.

 

Gi-hun, en cambio, lo buscaba con manos ansiosas, queriendo más, queriendo ya. Gimió suavemente cuando In-ho le besó el esternón, y arqueó la espalda en busca de más contacto.

 

—¿Por qué me tocas así...? —susurró entre jadeos, con una mezcla de placer y confusión. Pero el hombre no respondió. 

 

Se retorció ligeramente sobre las sábanas al sentir los labios del líder bajar por su abdomen con una lentitud que le parecía una tortura.

 

—No necesitas tomarte tu tiempo... —jadeó, llevando una mano temblorosa a la nuca húmeda del líder— Joder...solo...vayamos al grano.

 

El hombre alzó la mirada desde donde estaba, sus ojos oscuros brillando bajo la luz cálida de la habitación.

 

—Quiero hacerlo —susurró.

 

Y volvió a bajar.

 

Gi-hun apretó los labios para no gemir demasiado alto. El calor que subía por su cuerpo era tan repentino como profundo, una corriente que no encontraba escape. Y algo más comenzaba a emerger... el olor. Su olor.

 

Ese aroma suave, particular de los omegas cuando comenzaban a excitarse de verdad. No era agresivo ni vulgar. Era dulce, como madera cálida mezclada con flor de loto. Un rastro meloso que se impregnaba en el aire, apenas perceptible, pero cada vez más notorio para un alfa como In-ho.

 

Y él lo sintió.

Su mandíbula se tensó al percibirlo más claro justo al subir a besar la piel delicada del cuello de Gi-hun. Ahí, el aroma era más denso, como si cada latido lo empujara hacia afuera. Lo hizo aspirar profundamente, cerrando los ojos mientras sus labios tocaban esa zona sensible, tan íntima.

 

—Tu olor... —murmuró contra su piel—. Es adictivo.

 

El omega enrojeció de inmediato, girando el rostro.

 

—No digas esas cosas —susurró avergonzado, aunque sus caderas se alzaban inconscientemente en busca de más contacto.

 

In-ho sonrió contra su cuello aún sin tocarlo donde más lo necesitaba.

 

Sus manos bajaron otra vez, delineando el borde de la ropa interior del omega con los dedos, sin quitársela aún.

 

Gi-hun gruñó en frustración, bajando una de sus manos para empujar la del otro, pero esta se mantuvo firme. Jadeó cuando In-ho bajó por fin la tela húmeda que aún lo cubría. Su cuerpo temblaba, no solo por el frío de la lluvia que había quedado atrapada en su piel, sino por la tensión acumulada, por ese fuego que llevaba tanto tiempo dormido y que ahora lo estaba devorando desde adentro.

 

El olor del omega era más fuerte ahora. Dulce, cremoso, con notas casi frutales, tan específico que podría haber llenado una habitación entera. Un aroma que gritaba "tócame, tómame, hazme sentir", pero el líder lo absorbía con una calma casi religiosa.

 

—Estás temblando —murmuró, pasando los labios por el hueso de su cadera—¿Frío... o ganas?

 

—Ambas —contestó Gi-hun, con la voz rasgada— Pero no me hagas esperar más.

 

In-ho subió, apoyando una de sus manos junto al rostro de Gi-hun, y lo miró desde arriba. Su cabello aún mojado le caía por la frente. Su pecho subía y bajaba con fuerza. No había sonrisa en sus labios, solo deseo. Y algo más... algo parecido a ternura.

 

—Te quiero completo —susurró.

 

No pudo hablar. Las palabras se le atascaron en la garganta.

Entonces In-ho lo besó de nuevo. Más profundo esta vez.

Y todo en él se rindió.

 

Su boca, su cuello, su pecho. Bajó con besos húmedos, arrastrando la lengua por la piel sensible, cada caricia más lenta que la anterior, más cruel en su suavidad. Cuando alcanzó su entrepierna, Gi-hun soltó un gemido entre dientes.

 

—Por favor...

 

—Shh —respondió In-ho, y deslizó su lengua justo por donde sabía que lo volvería loco.

 

Gi-hun se arqueó, llevándose las manos al rostro, mordiéndose los labios para no gritar. El calor que subía por su cuerpo se mezclaba con la humillación dulce de sentirse tan necesitado, tan desesperado por alguien que parecía conocer todos sus rincones.

 

In-ho lo lamía con hambre, pero sin prisa, como quien saborea un plato que ha esperado años para probar. Sus dedos, largos y cálidos, lo sostenían con firmeza por las caderas mientras cada gemido de Gi-hun lo impulsaba a seguir, como si fuera música compuesta solo para él.

 

—Tú... —jadeó, con la voz ronca— ¿Tú haces esto con todos los extraños que recoges en un bar?

 

El líder alzó la mirada, su lengua aún en contacto con su piel, sus labios húmedos.

 

—No. Solo contigo.

 

Y volvió a devorarlo.

 

Jadeó, arqueando la espalda contra las sábanas arrugadas del colchón. Sus dedos se enredaron en las mantas mientras sus caderas se movían con un ritmo que no podía controlar, impulsadas por una necesidad que lo sobrepasaba.

 

Sentía la lengua de In-ho como fuego líquido, cálida y húmeda, creando círculos que hacían que su estómago se contrajera y su garganta soltara un gemido tras otro, ya sin pudor.

 

Y justo cuando el final estaba cerca...

Justo cuando el mundo entero se le estaba por salir del cuerpo...

 

Él se detuvo.

 

—¿Qué haces? —dijo Gi-hun, con voz rota, jadeante, con el corazón enloquecido.

 

In-ho lo miró desde abajo, sin rastro de culpa.

Su lengua brillaba de humedad. Sus labios rojos, hinchados.

 

—No quiero que acabes aún.

 

Gi-hun tragó saliva, su pecho subía y bajaba violentamente. El temblor en sus muslos apenas podía sostenerse.

 

El hombre subió lentamente por su cuerpo. Lo besó en el abdomen. Luego en el pecho. Y se detuvo a centímetros de su rostro.

 

—Quiero que cuando salgas de aquí, no puedas pensar en otra cosa. Solo en mí.

 

Y antes de que Gi-hun pudiera replicar, In-ho comenzó a quitarse el resto de la ropa.

 

Primero el cinturón. El sonido metálico del gancho fue seco y firme, y tragó saliva.

 

Después, los pantalones. Se deslizaron por sus piernas sin prisa. Y luego, la ropa interior.

Quedó completamente expuesto. Y hermoso.

 

Su cuerpo estaba hecho para la oscuridad, para ser recorrido con la boca, para arder en silencio.

 

Gi-hun lo miró sin parpadear. Se sentía desnudo desde mucho antes. Pero ahora, también lo estaba por fuera.

Ambos lo estaban.

Y en esa desnudez... no había vergüenza.

 

No podía hablar.

Porque eso era exactamente lo que sentía. Que su cuerpo ya no le pertenecía. Que el fuego se lo había tragado y el alma se le estaba escapando por los labios.

 

In-ho se posicionó encima de él. Sus cuerpos se rozaban, piel con piel, y el olor de Gi-hun se volvió aún más embriagador. Su cuello desprendía una fragancia dulce, frutal, húmeda. Como la promesa de una fruta madura en pleno verano.

 

Y entonces, sin tocarlo aún, In-ho murmuró en su oído:

 

—Déjame entrar.

 

Gi-hun cerró los ojos.

Solo por un segundo.

Y ese segundo fue suficiente para sentir cómo el deseo le recorrió la columna como una chispa eléctrica.

Sintió los dedos de In-ho bajar por su pecho, lentos, casi reverentes. Como si lo estuviera leyendo en braille.

 

Y luego, descendieron aún más.

Hasta su ombligo.

Hasta su cadera.

Hasta esa parte de él que ardía con una urgencia que ya no sabía cómo controlar.

 

—Tu cuerpo está pidiéndolo —murmuró In-ho, con voz baja y grave.

 

Gi-hun no respondió.

No podía.

Su cuerpo entero se tensó al sentir un dedo rozar la entrada de su cuerpo.

Una parte de él que hacía años no sentía tan viva.

 

Y ahí estaba.

La prueba de que era omega.

Lubricando por sí solo, de forma lenta, dulce, tibia.

 

—¿Ves? —In-ho lo susurró, inclinándose para besar su cuello, justo donde el aroma era más fuerte, más dulce, como miel caliente—. Tu cuerpo me está diciendo que me deje de juegos... pero no voy a hacerlo.

 

Y entonces... lo hizo.

Hundió un dedo.

Lento.

Hasta el fondo.

Y Gi-hun soltó un gemido bajo, de esos que salen del pecho, no de la garganta.

 

In-ho lo observaba todo.

Cada parpadeo, cada estremecimiento, cada mordida en el labio inferior.

Era hermoso.

Hermoso y trágico.

Como si cada caricia fuese una forma de sostener algo que se rompía dentro de los dos.

 

Metió otro dedo.

Y luego un tercero.

Gi-hun apretó los ojos. Lo sentía, lo sentía demasiado. No era solo el roce físico, era la entrega.

Su cuerpo vibraba, su piel ardía, su canal se contraía por dentro con ansia.

 

—Estás tan... preparado para mí —susurró In-ho, deslizando sus labios por su clavícula.

 

Gi-hun asintió, respirando con fuerza, con la voz rota.

 

—Entonces hazlo.

 

Pero In-ho no se movió.

Siguió preparando.

Siguió abriendo.

Siguió torturando.

 

Gi-hun que estaba un poco ebrio y frustrado, empujó firme pero moderado a In-ho hacia el colchón, con sus dedos aún dentro de él y se colocó encima de su regazo, intercambiando posiciones de poder. Se sentó justo antes de donde comenzaba la evidencia de su deseo. Allí estaba, alzándose firme y tenso, como el mástil de una bandera en plena tormenta. La punta, húmeda y brillante, delataba que su paciencia no era falta de hambre, sino pura fuerza contenida.

 

—Te quiero dentro de mí, ahora. 

 

Rugió Gi-hun con un tono que solo el más hambriento de los hombres podría decir. La paciencia y el pudor se había quedado para él fuera de esa habitación. In-ho se inclinó hacia adelante y lo abrazó por la cintura, quedando cara a cara. Vulnerables y deseosos por llenar el espacio vacío en sus corazones. 

 

Con la respiración agitada, sentado en su regazo se inclinó hacia adelante y tomó con las manos la dureza del alfa, lenta y tortuosamente la introdujo dentro de él mientras el otro hombre solo observaba cómo desaparecía en el cuerpo de Gi-hun. 

Ambos contuvieron la respiración, como si el aire del mundo hubiera desaparecido y luego la exhalaron en un gemido cuando estaban dentro del otro. 

 

Por un momento solo se quedaron así, el contacto visual fue íntimo y loco. 

 

Luego In-ho comenzó a empujar las caderas de Gi-hun hacia adelante en busca de un acceso más profundo en su interior. 

 

Estaba perdido, era como una enorme explosión ocurriendo dentro de él. No había sustancia en el mundo que pudiera compararse a aquella sensación, a la sensación de tener al jugador ahí, sentado en su regazo, completamente a su merced, completamente suyo. 

 

Gi-hun hundió la cara en el cuello de In-ho a medida que los movimientos se volvían más intensos y desesperados, era como si el cuerpo de ambos se pusiera en automático, como si los años de modernidad y evolución humana hayan dejado de funcionar en ellos y el único chip que funcionara ahora ese deseo primitivo de recibir placer a toda costa. 

 

 

Gi-hun comenzó a depositar besos en el cuello del líder, chupando y mordiendo ligeramente el sabor estéril de su glándula de olor, indicando que usaba supresores de olor de alto nivel. En ese momento, ni en ningún otro, sintió la necesidad de preguntar el por qué. 

 

In-ho jadeó, se sentía en ese momento algo patético, pero humano, se sentía completamente a la merced de la euforia del momento. Dejó de tener poder, dejó de ser el líder, dejó de ser todo eso que por años había construido para dejar llevarse por el vaivén de las caderas de aquel hombre que quería destruirlo a toda costa. 

 

En ese momento, Gi-hun podría matarlo, podría pedirle que se rindiera, que renunciara a todo solo con una simple palabra con esa voz aguda y ahogada y lo haría, pero él no sabía quién era, y quizá nunca lo sabría. 

 

Mírame. 

 

In-ho lo tomó del rostro y volvieron a hacer contacto visual. En los ojos del omega había un brillo travieso, su cabello estaba desordenado y su cara estaba hecha un hermoso desastre. Quería guardar esa imagen para siempre en los rincones de su mente, para repetirla una y otra vez cada noche del resto de su vida. 

 

Lo besó con intensidad, con hambre, acallando los vergonzosos sonidos que estaban saliendo de ambos, su lengua se introdujo en la suya como un veneno que destruía. Gi-hun seguía saltando sobre él y en algún punto ambos se detuvieron cuando la liberación llegó. Algo se rompió al mismo tiempo, algo se liberó, algo nuevo nació. 

 

In-ho se tumbó en la cama y abrazó a Gi-hun que estaba encima de él, claramente agotado y saciado. Se quedaron así un buen rato mientras el nudo se deshacía. 

Ninguno de los dos dijo nada en el momento, estaban agotados y sudorosos. Como si hubieran corrido por su vida durante largas horas. Podía sentir el cabello del jugador acariciando su cuello, por largos minutos solo escuchó su respiración pausada tratando de recuperarse. 

 

 

Y luego, esa mirada que lo desarmaba, el tiempo volvió a detenerse y reducirse a ese simple gesto. 

 

 

Y por un momento en esa noche, In-ho no supo si él estuvo dentro de Gi-hun, o en realidad, todo este tiempo fue él quien estuvo dentro suyo...

Chapter 2: La culpa es un fantasma del pasado

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La realidad llegó con el despertar, directa al pecho como una bala. Justo ahí donde alguna vez se alojó la esperanza, ahora solo quedaba culpa.

 

Culpa y vacío.

 

Deseó no haber despertado. Que todo hubiera sido una pesadilla. Una distorsión de su mente agotada. Que los rostros muertos, los gritos, la sangre, no fueran más que alucinaciones de una conciencia quebrada.

 

Pero no.

 

Despertó, y el mundo seguía siendo el mismo infierno.

 

Recordó la última mirada de Jung-bae. Los ojos abiertos, fijos, como si aún esperaran que Gi-hun hiciera algo.

Recordó la explosión. La traición. El fracaso.

Recordó la promesa que no pudo cumplir: "Confía en mí, tengo un plan."

 

El dolor no era físico. Era más profundo.

Era la certeza de haber fallado. Otra vez.

 

—Señor... —Una voz temblorosa flotó a través del silencio.

 

Abrió los ojos y vio sombras alrededor. Borrosas al principio. Luego tomaron forma: una mujer de cabello canoso, un joven de lentes y expresión agotada. Gente que aún respiraba. Que aún no se había rendido.

 

—Gracias a Dios que está con vida —dijo la mujer con sinceridad. Sus ojos no mentían.

 

Intentó incorporarse, pero algo lo detuvo. Algo enorme. Redondo. Pesado.

 

Lo había olvidado.

 

Había un corazón latiendo dentro de él.

 

—¡Young-sik, ayúdalo a levantarse! ¿No ves que este pobre hombre está cargando un bebé?

 

—¡Sí, madre!

 

El chico corrió a sujetarlo por la espalda. Gi-hun se dejó ayudar, aunque no estaba seguro de querer seguir de pie.

 

Miró alrededor. El dormitorio, aunque intacto, se sentía distinto. Más vacío. Más callado. Faltaban voces. Faltaban cuerpos.

 

—¿Dónde están los demás? —preguntó. Su voz le sonó ajena.

 

—Los demás no sobrevivieron —dijo Hyun-ju, seca, sin adornos. Ella también había estado en la rebelión.

 

Un balde de hielo le cayó encima.

 

—¿Y Jung-bae?

 

El silencio fue una sentencia. Sus ojos se humedecieron. En su mente, la imagen de Jung-bae mirándolo con miedo a los ojos antes de que su corazón latiera por última vez. Antes de que una bala perforara su cabeza. 

 

"¿Qué has hecho? Lo perdiste todo. Otra vez."

 

Quiso vomitar. El sabor de la derrota era ácido y vivo. Y aunque una nueva vida crecía dentro de él, no lograba sentirla como un consuelo. Solo como otra cosa en su vida que podían arrebatarle.

 

Justo en ese momento, las puertas se abrieron.

 

Los soldados rosados entraron en fila. Silenciosos. Impasibles. Con una marcha robótica. 

 

Antes de que hablaran, Gi-hun caminó hacia ellos con la torpeza de su cuerpo hinchado y su alma rota.

 

—¿Por qué me dejaron con vida?

 

Ninguno respondió. Como máquinas. Como si el dolor humano no tuviera lenguaje.

 

—¿¡Por qué me dejaron con vida!? —repitió, con la voz desgarrada.

 

Sin pensar, trató de arrebatarle el arma a uno. Logró sujetarla, colocándola contra su frente. Quería que terminara. Que todo terminara.

 

Pero muchas manos lo sujetaron. Lo arrastraron hacia atrás. Él pataleó, gritó, lloró como un niño perdido.

 

—¡¿Por qué?! —su voz era un sollozo— ¡Tú ganaste! ¡Tú ganas! ¡¡Ahora mátame!!

 

Lo empujaron al suelo. Lágrimas, baba y desesperación caían de su rostro mientras jadeaba como si le faltara aire.

Sentía que su alma entera se había vaciado.

No quedaba nada más que un eco.

 

Y una vida que aún no entendía por qué seguía creciendo.

 

 

 

 

Del otro lado de la pantalla, alguien observaba el espectáculo con un vaso de licor en la mano y un nudo apretado en el estómago.

 

El hombre en la pantalla lloraba. Suplicaba. Se revolvía como un animal herido que no supo cuándo empezó a sangrar.

Y verlo así no provocaba placer. No del todo.

 

In-ho apartó la vista un segundo, como si darle la espalda pudiera silenciar esa parte suya que aún recordaba cómo se sentía el tacto humano. Dio un trago largo al licor, esperando que el ardor le adormeciera el cuerpo. Pero no lo hacía. Nada lo hacía.

 

Gi-hun estaba vivo.

Y más que eso: estaba esperando un hijo.

 

Lo había notado antes de que entrara de nuevo a los juegos. Al cruzar por el detector, cuando los guardias lo registraban. Vio cómo le quitaban la chaqueta a Gi-hun y por debajo de la camiseta, sobresalía una curva evidente en su abdomen.

 

Un bebé.

Un maldito bebé.

 

El impacto fue como un disparo al pecho. Un sacudón a algo que había creído muerto.

Y aunque nadie le dijo nada... no necesitaba que lo hicieran.

Sabía que era suyo.

 

Las fechas coincidían. La noche en aquel motel, la única, sin protección, sin palabras, sin promesas. Solo piel y deseo, solo dos almas rotas tratando de arder juntas en la oscuridad.

 

En su interior algo se quebró. O tal vez... algo despertó.

 

No estaba seguro si era culpa. Nostalgia. O ese instinto primitivo de proteger lo que, aunque accidental, era también suyo.

 

No lo había planeado así.

Al principio, todo era una lección: enseñarle a Gi-hun que la justicia era una ilusión, que el mundo no se cambiaba con esperanza sino con poder.

Que la compasión se extinguía cuando el dinero hablaba.

Eso era lo que quería mostrarle.

 

Pero luego... vio esa protuberancia.

Vio una vida.

 

Y por eso, tal vez, no lo mató.

Por eso dejó que respirara. Por eso mandó órdenes estrictas de que, pase lo que pase, ningún guardia toque un solo cabello de él ni de lo que lleva dentro.

 

Porque lo quiera o no, hay algo de él latiendo en ese vientre.

Y aunque ya no se sienta humano, aunque la máscara haya cubierto su rostro por demasiado tiempo...

Ese algo lo arrastró hacia la orilla de sí mismo.

Y le recordó que aún tiene algo que perder.

 

 

 

 

Los guardias lo habían esposado.

 

Y aunque se suponía que era para su protección, para evitar que volviera a intentar quitarse la vida, Gi-hun no podía evitar sentir que aquello era simbólicamente más profundo: era la representación física de algo que llevaba sintiendo desde hace mucho. Que su autonomía era solo una ilusión. Que el control que creía tener sobre su vida, sobre su cuerpo y su voluntad, siempre había estado condicionado por fuerzas más grandes, más crueles, más impunes.

 

Desde que puso un pie por primera vez en esa isla, su destino había sido escrito por otros.

 

Miró hacia un punto perdido en la habitación. El tiempo parecía haberse disuelto en la nada. Respirar era una acción automática, sin sentido. Solo quedaba eso: la nada. Ya estaba muerto, pensó. Solo le faltaba dejar de respirar para que su cuerpo coincidiera con su alma.

 

Instintivamente, llevó una mano temblorosa a su vientre.

 

Y justo entonces... algo se movió.

 

Un suave temblor en su interior. Como una burbuja que rozaba desde dentro, como si aquella criatura diminuta hubiera sentido su contacto, su presencia. Su bebé.

 

Ese ser que aún no nacía ya estaba más vivo que él. Ya luchaba por existir más de lo que él mismo lo hacía.

 

Cerró los ojos con fuerza. Pero los recuerdos vinieron igual, implacables...

 

Ocho meses antes 

 

La habitación del motel seguía impregnada de humedad y calor.

La lluvia afuera se había detenido, pero el agua aún golpeaba los cristales desde los techos. Las sábanas estaban revueltas, aún calientes del cuerpo de ambos.

In-ho yacía boca arriba, la respiración calmada, mirando al techo sin verlo.

Gi-hun estaba recostado de lado, observándolo. Con una ternura contenida, como si quisiera memorizar el rostro de ese extraño que se había convertido en algo mucho más íntimo.

 

Las sábanas cubrían la mitad de sus cuerpos desnudos.

Sus pechos estaban al aire, tibios por el contacto reciente.

Y sin necesidad de decirlo, ambos sabían que lo que había pasado no había sido solo sexo.

Había algo más. Un eco compartido. Una herida que reconocía su reflejo.

 

—¿Siempre has sido así? —susurró Gi-hun.

La voz le salió ronca, adormilada.

 

—¿Así cómo?

 

—Con esa mirada... como si cargaras con algo que no se puede soltar.

 

In-ho tardó un poco en responder. Como si calibrara el peso de cada palabra. Le asustó la manera en la que accidentalmente podía ver a través de él. 

 

—Tal vez me acostumbré a no soltarlo.

 

—¿Por qué?

 

—Porque cuando dejas ir algo... a veces no vuelve.

 

Gi-hun asintió muy despacio.

La habitación se llenó de un silencio distinto. No el incómodo, sino el cómplice.

Como si por fin, después de tanto tiempo, alguien más hablara su idioma.

 

—Esta noche fue extraña —susurró Gi-hun, con una sonrisa débil.

 

—¿Por qué?

 

—Porque no pensé que alguien pudiera hacerme sentir... así.

 

In-ho giró la cabeza para mirarlo.

Sus ojos brillaban como si esa frase hubiera tocado algo profundo dentro de él.

 

—Fue diferente porque eras tú.

 

El corazón de Gi-hun latió más fuerte. No supo si fue por las palabras o por la forma en que lo dijo. No quiso pensar demasiado. Solo sentir.

 

—¿Podemos hacerlo otra vez? —murmuró, con los ojos fijos en él, más vulnerable de lo que se había sentido en años.

 

In-ho bajó la mirada, y su sonrisa se volvió traviesa.

Desvió los ojos hacia abajo de las sábanas, hacia su entrepierna.

 

—Dame unos minutos... estoy recargando energías.

 

Ambos rieron. Por un instante, fueron solo dos hombres en una cama, en un motel cualquiera, en un mundo donde aún existía la posibilidad de ser simplemente humanos.

 

El recuerdo terminó.

Pero su pecho seguía ardiendo como si aún estuviera allí, en esa habitación tibia, con el cuerpo desnudo de ese hombre a su lado.

Young-il. Young-il ahora estaba muerto, pero In-ho seguía vivo.

y aunque aún Gi-hun no lo sabía, aunque aún no lo comprendía del todo, su corazón ya empezaba a asociar el pasado con una herida que no sanaría nunca.

 

Volvió a mirar su vientre. Acarició la curva tensa de su abdomen, ahora mucho más pronunciada que aquella noche.

Y entonces, como una ola, llegó el siguiente recuerdo.

 

 

El baño estaba iluminado con la luz amarillenta del foco colgante.

Una prueba de embarazo yacía sobre el lavabo, temblando ligeramente cada vez que el ventilador del techo giraba.

Las dos rayas eran claras. Indiscutibles. Brutales.

Positivo.

 

Gi-hun estaba sentado en el suelo, recargado contra la bañera.

Su camisa estaba empapada de sudor frío. Las manos cubrían parcialmente su rostro, pero sus ojos se asomaban entre los dedos, vacíos, desenfocados.

 

No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Quizá una hora. Quizá cinco.

El reloj del mundo había dejado de avanzar desde que el color apareció en esa pequeña ventana plástica.

 

—No... —susurró, como si negarlo fuera suficiente para hacerlo falso.

Pero no lo era.

 

Un hijo.

Un bebé.

Una vida creciendo dentro de él.

 

El corazón le latía tan rápido que creyó que se le saldría del pecho. Pero al mismo tiempo, había una extraña quietud, una especie de aceptación enterrada bajo el miedo.

 

"No puede ser... No puede ser ahora. No puedo ser padre. No otra vez. No en este mundo."

 

Sus pensamientos eran un torbellino. Recordó esa noche, recordó cómo no usaron protección, cómo ninguno de los dos pensó en ello, como si ambos se hubieran entregado con una confianza ciega que hoy le parecía tan absurda.

Y recordó, sobre todo, cómo se había sentido esa noche: vivo.

Por eso dolía tanto.

 

Apoyó la frente contra la fría porcelana del lavabo, tratando de contener el temblor en sus manos.

 

"Debo abortar."

Eso fue lo primero que pensó.

No había lugar para una criatura en su vida, ni en el mundo donde vivía.

No había futuro, no había dinero, no había paz.

 

Pero los días pasaron.

 

Y nunca hizo la cita.

Cada día encontraba una excusa nueva.

"Estoy ocupado hoy. Mañana llamo. Después de resolver esto. Todavía hay tiempo..."

 

Hasta que ya no lo hubo.

 

Para cuando se dio cuenta, su vientre empezaba a hincharse. Y aunque aún podría haberlo hecho, aunque en teoría la interrupción era posible, ya no pudo.

Porque empezaba a sentir algo distinto: una conexión. Una extraña llama que no lo dejaba apagarla.

 

Y así... simplemente lo aceptó.

No como una decisión heroica. Ni siquiera como un acto de esperanza.

Sino como un reflejo de esa parte suya que, pese a todo, seguía queriendo vivir.

 

El sonido del altavoz anunciando la decisión final resonó como un martillazo seco en la gran habitación.

 

La mayoría ha votado por continuar. Los juegos seguirán.

 

Gi-hun no reaccionó.

Seguía sentado en el mismo rincón donde lo habían dejado los guardias, la mirada perdida en algún punto invisible de la pared opaca. El cuerpo inclinado hacia adelante, una mano apoyada en su vientre abultado, la otra suelta, inerte.

Su sombra se proyectaba largamente sobre el suelo, como si ni siquiera ella quisiera tocarlo del todo.

 

La habitación estaba más silenciosa que de costumbre, a pesar de que las camas volvían a estar ocupadas y las voces comenzaban a mezclarse otra vez. La muerte ya se había vuelto rutina. Pero en el rostro de Gi-hun, esa rutina se había convertido en piedra. Una piedra que aplastaba su pecho cada vez que respiraba.

 

Los pasos suaves de alguien se acercaron.

Era la señora de cabello canoso, la misma que lo había ayudado a levantarse horas antes. Sostenía un plato de comida. 

 

—Señor, tiene que comer aunque sea un poco. —su voz era baja, maternal, con un temblor compasivo— No solo por usted... también por su bebé.

 

Lo colocó a su lado, sin forzar, sin esperar respuesta. Se quedó en cuclillas unos segundos.

 

—Tú... lo intentaste. Todos lo vimos. Trataste de salvarnos —dijo, con una suavidad que no cargaba juicio, solo verdad—. No fue tu culpa, muchacho. Fue un acto valiente, y lo fue incluso si no salió bien.

 

Gi-hun no dijo nada. Pero su mandíbula se tensó, como si esas palabras le quemaran desde dentro.

No podía aceptarlas. No sabía cómo.

 

—¡Eso es cierto! —agregó Young-sik, el hijo de la señora — Fue culpa de Dae-ho, ese idiota. Se acobardó y no trajo las municiones como se suponía. Gracias a él estamos así. Por su culpa murieron todos.

 

El nombre lo sacudió.

Dae-ho.

El chico de las manos temblorosas. El que había prometido seguir el plan.

El que falló.

 

Una punzada atravesó el pecho de Gi-hun.

No era alivio, exactamente.

Era... una fisura.

Una grieta en el muro de autoacusación que lo había estado destruyendo desde que abrió los ojos.

 

“¿Entonces... no fue del todo mi culpa?”

 

El pensamiento fue tan repentino que ni siquiera lo reconoció al principio.

Pero se sintió como una bocanada de aire. Como si su cuerpo se aferrara desesperadamente a cualquier excusa que le permitiera seguir respirando sin colapsar.

"Yo quise salvarlos. Hice todo lo posible. Ellos... fallaron. No yo."

 

No lo pensó con claridad.

Fue más una reacción visceral.

Una necesidad de encontrar algo (o alguien) que pudiera cargar con el peso insoportable de la culpa.

 

Por primera vez en horas, su cuerpo se movió. Alcanzó el plato que le habían dejado. No tenía hambre, pero tenía una nueva razón para mantenerse en pie: el fuego del rencor.

Chapter 3: ¿Fue culpa tuya…o fue culpa mía?

Chapter Text

"Saldremos de aquí. Los tres."

 

"Lo prometo, Gi-hun."

 

El recuerdo llegó sin previo aviso, como una bofetada cálida en medio del hielo.

 

La voz que lo decía era baja, grave, como quien susurra una promesa solo para que el otro la escuche.

Gi-hun aún podía sentirla vibrando contra su oído.

El olor de la oscuridad húmeda que los rodeaba, el sonido lejano de respiraciones dormidas, y el tacto... el tacto de una mano grande sobre su vientre.

 

Fue la primera noche después de las votaciones, cuando él pensó que ya no podría seguir... y entonces lo vio.

Entre la multitud, entre los rostros apagados, estaba Young-il.

De pie. Entero. Delante de sus ojos después de tantos meses. Jamás creyó volver a verlo. 

 

Los ojos de Gi-hun se abrieron como si lo estuvieran despertando de un coma.

Y antes de que pudiera siquiera pensar, sus piernas ya lo habían llevado hacia él.

 

Young-il se giró justo a tiempo para recibirlo, con esa mirada que parecía venir de otro mundo, uno donde aún quedaba algo de humanidad. No dijo nada al principio, solo le tocó la cara, como si necesitara confirmar que era real.

Y entonces, en medio del caos y del nuevo encierro, se abrazaron.

 

Como si el infierno hubiese hecho una pequeña pausa.

Como si en ese instante no fueran prisioneros, sino dos hombres reencontrándose al borde del abismo.

 

Esa noche, compartieron litera, espalda contra pecho.

Young-il lo envolvió con ambos brazos, cubriéndole el vientre con las palmas, como si pudiera protegerlo del mundo con solo ese gesto.

Y ahí fue cuando dijo esas palabras:

 

"Saldremos de aquí. Los tres."

"Lo prometo, Gi-hun."

 

Y aunque en el fondo sabía que nadie podía prometer algo así, Gi-hun le creyó.

 

Porque su voz temblaba.

Y a pesar de todo, aún sonaba humana.

 

Fue mi culpa.

 

Lo susurró apenas, como si el aire le pesara más que las palabras.

 

Una lágrima solitaria le cruzó la mejilla mientras yacía en el suelo helado, con el cuerpo sin vida de Dae-ho frente a él.

Él lo había matado.

Lo había perseguido durante todo el juego, arrastrando su cuerpo agotado, ignorando el ardor de su abdomen tenso y la carga creciente en su interior.

Había dejado que la ira lo consumiera. Y con ella, llegó la fuerza que no tenía.

La fuerza para matar.

 

Creyó que eso lo haría sentir mejor. Que culpar a otro lo aliviaría.

Pero la culpa no se fue.

Volvió, cruel, puntual, como una sombra que no perdona.

Y entonces lo entendió.

 

No fue el miedo de ese chico lo que destruyó el plan.

Fue su propio plan, frágil desde el inicio.

Fue su esperanza ingenua.

Fue él.

 

Extendió la mano, temblorosa, y tomó la cuchilla.

La acercó a su cuello.

El metal frío contra su piel le dio una falsa sensación de paz, como si todo estuviera por terminar.

 

Perdóname...

 

Le habló al vientre que cubría con la otra mano.

A su hijo. Su hija. A quien fuera que creciera dentro de él.

 

La presión aumentó.

 

Pero antes de cruzar el umbral, el disparo.

 

El sonido seco de un arma retumbó en la habitación.

La cuchilla voló por el aire.

Le arrebataron la posibilidad de liberarse.

 

Los guardias lo rodearon en segundos.

Lo alzaron.

Y lo sacaron de ahí como si fuera un cuerpo más.

Uno que, para Gi-hun, ya estaba muerto hace tiempo.

 

 

Por varios minutos, Gi-hun solo se quedó viendo la enorme alcancía llena de billetes en medio de la sala. Era la única fuente de luz, y aun así, parecía la más cruel de todas.

Se preguntó cómo serían las familias de aquellos rostros que se habían reducido a simplemente eso: una pila de dinero sucio.

Los dedos de su mano que no estaba esposada a la cama tocaron el suelo frío, y su mirada se mantuvo fija, como si quisiera volverse parte del suelo, desaparecer.

 

Entonces, una voz suave lo sacó de ese trance:

 

—¿De verdad cree que fue su culpa que todo saliera mal?

 

Volteó. Geum-ja, la mujer de cabello plateado, lo miraba con esa mezcla de ternura y dolor que solo una madre puede tener.

Tenía el rostro cansado, los ojos enrojecidos por las lágrimas secas, pero su voz... su voz era cálida. Cálida como un regazo.

 

Ella se sentó con dificultad junto a él, sus huesos crujieron al hacerlo, pero no se quejó. Se limitó a observarlo por un momento.

Sus ojos reflejaban una tristeza antigua. Una que Gi-hun conocía bien.

 

—¿Sabe algo? —comenzó ella, con un suspiro— Las personas malas culpan a los demás y viven como si nada. Pero las buenas... las buenas cargan con culpas que ni siquiera son suyas, y con eso se destrozan por dentro.

 

Las palabras se clavaron como agujas dulces. Gi-hun bajó la mirada. Nunca se sintió una buena persona.

Ni siquiera cuando lo intentaba.

Ni siquiera ahora.

 

—Mi hijo, Young-sik... —continuó ella, su voz más quebrada— era igual que usted. Bueno. Demasiado bueno para este mundo. Se culpaba de todo, incluso de lo que las malas personas le hacían.

 

Ella habló de él con cariño, pero también con dolor.

Una historia de errores, decepciones, amor incondicional y remordimientos.

Gi-hun sintió que cada palabra removía algo profundo.

Su madre...

Esa madre a la que nunca pudo pedirle perdón.

A la que solo le dio problemas.

A la que ya no volvería a ver jamás.

 

—Y aun así... —Geum-ja se cubrió la boca un segundo, pero siguió hablando— fui yo quien tuvo que matarlo.

 

—...

 

No pudo mirarla. No porque le causara rechazo, sino porque algo en él se rompió también.

Ella lloraba.

Y en esa imagen vio todo: el amor más grande, el dolor más atroz.

 

Hubo un silencio espeso, casi sagrado.

Entonces, ella levantó los ojos, y su mirada se fue directamente a su vientre.

Le sonrió. Era una sonrisa triste, pero viva.

 

—Usted aún tiene algo por lo cual seguir luchando.

 

Gi-hun miró su propio vientre, abultado, latiendo bajo su camisa sucia como una promesa que aún no se cumplía.

 

—Incluso aquí —siguió la mujer— en este lugar podrido, donde no hay luz ni justicia... un hijo puede ser la esperanza.

 

Gi-hun sintió que algo se agitaba dentro de él, como si el bebé hubiese entendido.

 

—No deje que estas personas se lo arrebaten —dijo ella con voz firme— Llévelo de vuelta con usted. Viva. Y no lo haga solo.

 

La mujer se acercó un poco más, bajó la voz:

 

—Ayude a Jun-hee.Ella también está esperando un hijo. También tiene miedo.

Pónganse de pie, juntos. Luchen. Salgan de este lugar de mierda. Los dos.

 

Gi-hun la miró con los ojos enrojecidos. Tenía un nudo en la garganta tan grande que apenas podía respirar.

 

—De seguro, allá afuera... —añadió Geum-ja, sin saber el daño que hacían sus palabras— el otro padre de su bebé debe estar deseoso por tenerlo entre sus brazos.

 

Y fue como un cuchillo.

 

Los ojos de Gi-hun se empañaron de inmediato.

El corazón se encogió.

Y por dentro gritó:

"No, no está allá afuera. Está muerto."

 

Pero no dijo nada. Solo asintió, como si aceptara esa mentira dulce por unos segundos.

Como si deseara tanto que fuera cierta que le dolía romperla.

 

Geum-ja se levantó con esfuerzo. Antes de irse, tocó su hombro con cariño.

 

—Por favor, señor. Piense bien las cosas. 

 

Y luego se marchó, dejándolo con su hijo latiendo dentro, y con una promesa nueva...

una que no podía romper.

 

Todo había quedado en silencio después de que Geum-ja se fue.

Gi-hun continuó sentado en el suelo, mirando la luz amarillenta del techo que parpadeaba como si también estuviera a punto de rendirse.

 

Entonces sintió un dolor.

Una punzada aguda que le recorrió la parte baja del abdomen como un rayo.

Al principio pensó que era solo un cólico, tal vez por no haber comido. Pero luego... vino otro. Más fuerte. Más profundo.

 

Se apoyó con la mano libre en el suelo, y la otra, esposada al marco de la litera, lo mantuvo atrapado. No podía moverse con libertad.

El sudor comenzó a correr por su frente. Su respiración se hizo más rápida. El corazón le latía tan fuerte que casi podía escucharlo.

 

Otra contracción.

Más fuerte.

Más larga.

 

Ah... —soltó un gemido seco, entre los dientes. Se encorvó, se apretó el vientre.

 

Geum-ja se giró de inmediato al escucharlo.

 

—¿Está bien? —preguntó, dando un par de pasos hacia él— ¿Qué pasa?

 

No alcanzó a terminar la frase cuando otro espasmo sacudió el cuerpo de Gi-hun.

Esta vez gritó.

No lo pudo evitar.

 

El líquido amniótico comenzó a escurrir por sus pantalones. Un charco se formó bajo él.

 

—¡Oh, Dios! —exclamó la mujer. Corrió hacia él.

 

Las camas crujieron a su alrededor. Varias personas se levantaron. Algunas con preocupación, otras solo por la curiosidad morbosa de ver algo que rompía la monotonía de ese infierno.

 

—¡¿Qué pasa?! —gritó uno de los jugadores.

 

—¡Se está muriendo! —exclamó otro.

 

—¡Está teniendo al bebé! —dijo alguien más al ver el agua bajo él.

 

Jun-hee, con su propio embarazo a cuestas, se levantó y llegó con pasos torpes hacia la escena.

 

—¿Qué está pasando? —preguntó con la voz entrecortada.

 

Geum-ja no perdió el tiempo. Se arrodilló como pudo, y con ayuda de Jun-hee trataron de levantarlo sobre una de las literas.

Gi-hun jadeaba, cada movimiento era insoportable. Estaba empapado, esposado, y en pánico.

 

—Tranquilo, tranquilo —susurró la anciana— Respira hondo, hijo. Ya va a pasar.

 

Le bajó los pantalones con cuidado, cubriendo su zona íntima con su propio suéter, y se asomó para revisar.

 

Su rostro cambió de inmediato. Se tornó pálida. La gravedad de lo que vio la hizo temblar.

 

—El bebé viene de nalgas —dijo en voz baja, como para no asustar más al resto. Pero Gi-hun escuchó— No va a poder dar a luz de forma natural. Necesita ayuda. Ayuda urgente.

 

Gi-hun abrió los ojos con pánico. El dolor ya no era solo físico. Era desesperación pura.

 

—¡No...! —jadeó, con la voz quebrada— No puedo morir ahora... ¡No el bebé!

 

Geum-ja se levantó como pudo, corrió hacia la gran puerta metálica donde un guardia con máscara de triángulo los observaba impasible.

 

—¡Por favor! —gritó— ¡¡Ayúdelo!! ¡Está dando a luz y necesita un médico! ¡Van a morir! ¡¡No puede parir así!!

 

Golpeó la puerta con fuerza. Los demás comenzaron a acercarse, a murmurar, a presionar.

 

El guardia no reaccionaba. Estaba inmóvil, como una estatua. Hasta que su radio crujió.

 

El guardia con la máscara triangular no se inmutó con los gritos de Geum-ja, pero tras unos segundos, su radio crepitó:

 

Ayúdenlo.

 

El guardia levantó la radio hacia su boca y respondió:

 

—Entendido.

 

Se dio media vuelta y habló con voz metálica por otro canal.

 

Requiriendo asistencia médica inmediata. Jugador 456.

 

Pasaron solo minutos, pero para Gi-hun fueron una eternidad de dolor.

Su respiración se volvió inestable, su frente empapada, su visión temblaba.

 

Geum-ja se acercó de nuevo a él, le subió los pantalones a medias, pero no pudo evitar ver un pie pequeño asomando por la abertura. Había demasiada sangre, empapando la cama y bajando por los barrotes. Un manchón escarlata que no dejaba espacio para el optimismo.

 

—Aguanta, hijo... —dijo ella, con voz temblorosa pero firme— Pronto tendrás a tu bebé. Todo saldrá bien, ¿sí?

 

Pero ni ella misma estaba segura.

 

Unos pasos se escucharon en la distancia.

 

Varios guardias con máscaras de círculo irrumpieron en la habitación.

Gi-hun intentó resistirse cuando las manos enguantadas lo rodearon. Gritó, forcejeó, pero el dolor ya era demasiado. Su cuerpo no respondía como él quería.

Su voluntad era fuego, pero su carne era barro.

 

—¡Suéltenme! ¡No! ¡Déjenme! —sollozó, con la voz entrecortada.

 

Los guardias lo cargaron con eficiencia mecánica y lo sacaron entre los murmullos de los demás jugadores.

El pasillo era frío, interminable. Cada contracción lo sacudía. Cada paso lo alejaba más del poco control que tenía sobre su cuerpo.

 

Finalmente, llegaron a una sala blanca, estéril, iluminada por tubos fluorescentes.

Una camilla de acero aguardaba al centro. Todo olía a desinfectante y látex.

 

Gi-hun fue recostado sin suavidad sobre el metal helado.

 

Entonces entró un guardia de triángulo. Alto, con un tono más autoritario que los demás.

 

—Sujétenlo.

 

Y lo hicieron.

 

Varias manos lo inmovilizaron de brazos, piernas y cintura.

El corazón de Gi-hun retumbaba como un tambor tribal.

 

—¡¿Qué están haciendo?! ¡¿Qué le van a hacer a mi bebé?! —gritaba, su voz era la de un animal herido.

 

La puerta se abrió una vez más.

 

Entró un guardia de cuadrado, de mayor rango... y detrás de él...

 

Frontman.

 

La figura enmascarada que él había odiado, perseguido, culpado de todo.

El origen del dolor.

La pesadilla encarnada.

 

Gi-hun se sacudió como loco al verlo.

 

¡Maldito seas! ¡Tú hiciste esto! ¡Tú mataste a todos! ¡¡Déjame ir!!

 

Pero no podía moverse. Solo podía gritar, empapado en sudor, sangre y furia.

 

Frontman dio unos pasos más cerca y se quedó a la sombra del foco, la máscara negra brillando apenas por los bordes.

Su voz, firme y helada, resonó con poder:

 

—Saca al bebé. Si uno de los dos muere... tú también. —le advirtió al guardia triangular, que ya vestía un mandil quirúrgico.

 

Gi-hun no comprendía.

¿Sacar al bebé?

¿Matar al guardia si algo salía mal?

¿Desde cuándo les importaba?

 

El guardia de triángulo se acercó con una jeringa y un catéter.

Le ató una banda elástica en el brazo, pinchó la aguja con eficiencia y conectó la vía.

 

—¡No! ¡No, espera! —suplicó Gi-hun, intentando mover la cabeza.

 

Una segunda jeringa se unió al catéter.

Anestesia general.

Tenían que sedarlo. No había otra forma.

 

—¡Por favor! ¡Por favor no le hagan daño! ¡Mi bebé...! —jadeó.

 

La visión comenzó a volverse borrosa.

Su cuerpo se volvió pesado.

La voz metálica del frontman se volvió un eco.

 

Y justo antes de cerrar los ojos...

La última imagen que vio fue esa máscara negra observándolo, sin moverse, sin pestañear, como un dios oscuro ante el sacrificio.

Chapter 4: Una flor que nace en invierno

Chapter Text

Habían pasado varias horas desde que Gi-hun dio a luz.

 

Frontman no se quedó a presenciarlo. Dio la orden de mantenerlos con vida (a él y a la criatura) y se marchó sin voltear atrás. Quizá una parte de él aún quería creer que no era esa clase de hombre.

El que observa cómo una vida nace en medio del horror.

 

Pero su corazón se apretó (sí, aún lo tenía) cuando una hora después, mientras bebía whisky en su sillón de cuero, el recuerdo regresó con una fuerza insoportable:

La primera noche en el motel.

El reencuentro en los juegos.

La rebelión.

Los ojos de Gi-hun.

Todo.

 

El ascensor se abrió.

El sonido metálico de unas botas llenó el aire.

 

El guardia vestido de negro, con máscara de cuadrado, se paró firme frente a él.

 

—Todo salió bien, señor. El bebé y el jugador 456 están con vida.

 

Frontman giró apenas la cabeza. No debía preguntar, pero lo hizo.

 

—¿Qué es?

 

Un breve silencio.

 

Es una niña.

 

Sintió algo dentro.

 

Una niña.

Una mujer.

El mundo no estaba hecho para ella... y aún así, aquí estaba, viva, nacida en el centro mismo del infierno.

 

—¿Dónde los dejaste?

 

—Primera habitación del segundo piso.

 

—Bien —dijo tras otro sorbo de whisky—. Puedes irte.

 

El guardia obedeció sin más palabras, y cuando el ascensor volvió a cerrarse, el silencio pesó más que antes.

No supo qué hacer con esa información durante horas.

 

Bebió. Y volvió a beber.

 

Como si el alcohol pudiera apagar esa necesidad urgente de verla.

De verla a ella.

De ver a su hija.

 

Sabía que era una mala idea.

Sabía que no debía involucrarse.

Pero lo hizo.

 

Se colocó la máscara.

Presionó el botón.

El ascensor descendió.

 

Se detuvo frente a la puerta, en ese pasillo frío y silencioso.

Y dudó.

Porque si abría esa puerta... no sería Frontman.

Sería él.

El hombre detrás de la máscara.

El que amó.

El que falló.

El que tuvo miedo.

 

Pero entró.

 

Primero vio a Gi-hun.

 

Dormía profundamente, como no lo hacía desde hacía mucho. Su rostro, por fin en paz.

Se acercó y lo observó en silencio.

Se quitó la máscara. Como un ritual, como si en ese acto reconociera que, al menos ahí dentro, ya no era el líder. Solo un hombre... frente a lo que había creado.

 

Y luego la vio.

 

Moviéndose en una pequeña cuna, apenas entre sus sueños, envuelta en una mantita acolchada color rosa.

Una flor dormida.

Una bolita de vida.

La sorpresa que no había pedido... pero que ahora no quería soltar.

 

Se inclinó lentamente.

La tomó con manos temblorosas.

Y al sentir su calor contra el pecho, algo estalló dentro de él.

 

No fue dolor.

No fue miedo.

Fue una especie de ternura antigua, olvidada, primitiva.

 

La sostuvo entre los brazos.

Pequeña, frágil, perfecta.

 

Una flor había nacido en medio del fango.

 

Su hija.

Su bebé.

Su pequeña sorpresa.

 

Se sentó lentamente en la silla junto a la cuna improvisada. La habitación olía a desinfectante y a algo nuevo... a vida. Vida en un lugar donde solo había muerte y destrucción. 

 

Durante unos segundos, solo la observó mientras yacía entre sus brazos. Era tan pequeña, tan frágil, con las manitas apenas visibles bajo la manta que la envolvía. Su respiración era suave, constante, como si no supiera aún el tipo de mundo al que había llegado. Como si no supiera que su existencia estaba marcada por la tragedia desde el primer segundo.

 

Con cuidado, como si fuera a romperse, la apretó ligeramente como si se aferrara a un sueño del cual no quería despertar. Al hacerlo, su pecho se hundió en un nudo. El peso de ese cuerpo diminuto era liviano, pero su significado lo aplastaba como si cargara un universo entero.

 

La miró a los ojos, y aunque los suyos estaban bañados en sombra, por un segundo creyó ver reflejado en ella todo lo que alguna vez pudo ser.

 

—Eres perfecta —susurró, con la voz quebrada y los ojos humedecidos. 

 

Y mientras la sostenía, solo en ese momento, deseó ser alguien más. Deseó volver el tiempo atrás, al hombre que solía ser, al que aún podía amar sin tener que esconderse detrás de una máscara. Al hombre que quizá hubiera sido capaz de ser un buen padre.

 

Pero no. Ahora solo quedaba esto.

Una sombra.

Una mancha oscura que destruía todo a su paso.

Incluso aquello que más deseaba proteger.

 

Salió de su trance lentamente, como si su alma hubiera sido arrancada de un sueño que no merecía. La realidad lo golpeó de frente, con toda su crudeza: el tiempo no se detendría, ni mucho menos volvería atrás. Lo que había hecho no podía deshacerse. Era un asesino. Un traidor. Un hombre lleno de sombras. Y jamás, jamás, podría ser el padre que esa niña merecía.

 

Se inclinó y depositó con extremo cuidado a la bebé en su cuna acolchada. Sintió un vacío inmediato, profundo y casi físico, cuando la dejó ahí. Como si, a partir de ese instante, la vida fuera a recordarle todos los días que algo le falta, algo que no se puede tocar, ni reemplazar, ni arrancar. Su hija. Su pequeña sorpresa.

 

Era hora de despertar.

 

Se dijo eso a sí mismo mientras se colocaba la máscara. Esa máscara que lo volvía de nuevo lo que el mundo esperaba de él: Frontman. No In-ho. No hombre. No padre.

 

Cruzó la puerta sin mirar atrás.

 

Afuera, un guardia con máscara lo esperaba.

 

—Devuelve al jugador a los juegos cuando despierte —ordenó con voz firme, aunque por dentro se estuviera desmoronando.

 

El soldado asintió.

 

—¿Y qué hacemos con el bebé?

 

Hubo un breve silencio. Una pausa que duró un milisegundo pero pesó como siglos.

 

—Se la llevará con él.

 

Y siguió caminando.

 

 

 

 

Pasaron un par de horas antes de que Gi-hun abriera los ojos. La habitación estaba en silencio, apenas iluminada por una tenue luz blanca que se filtraba desde lo alto. Un dolor sordo le punzaba el vientre bajo. Bajó la mirada con lentitud, aún aturdido por la anestesia, y vio la fina línea horizontal cocida en su abdomen, una cicatriz fresca que hablaba de lo que había ocurrido. Su vientre ya no estaba abultado. Todo había terminado.

 

Su camisa era nueva, al igual que el pantalón. No había rastro de sangre, de gritos, de dolor. Solo quedaban los ecos en su memoria y la sensación física de que algo... algo había cambiado para siempre.

 

Entonces lo escuchó.

 

Un pequeño sonido, suave pero insistente. Gi-hun giró la cabeza con el corazón acelerado, y sus ojos se toparon con una cuna. Una manta acolchada de color rosa se movía ligeramente con vida propia.

 

Se incorporó con rapidez, ignorando el dolor punzante, y se acercó. La vio. Ahí estaba.

 

Pequeña. Perfecta. Real.

 

"¿Es... una niña?" se preguntó mientras retiraba con delicadeza parte de la manta.

 

Sí. Una niña. Su hija.

 

El nudo en su garganta se hizo tan grande que casi no le permitió hablar. El llanto suave de la bebé rompió el aire. Al sentir el calor de los brazos de su padre, su instinto despertó: su pequeña nariz comenzó a buscar el pecho, empujando torpemente con desesperación.

 

—Debes de tener hambre —susurró Gi-hun, apenas creyendo que estaba diciendo esas palabras.

 

Se sentó en la cama, con movimientos lentos pero precisos. Se alzó la camisa, revelando su pecho, ahora ligeramente hinchado por la subida de leche. Acercó a su hija con cuidado, guiándola con la mano. La pequeña encontró el pezón y se aferró a él con fuerza. Comenzó a succionar.

 

Y en ese instante, el mundo se detuvo.

 

Una ola cálida recorrió el cuerpo de Gi-hun, un tipo de ternura que desbordaba y dolía al mismo tiempo. Cerró los ojos y por un momento, se permitió sentir. Volvió a aquella vez, años atrás, cuando sostuvo en brazos por primera vez a Ga-yeong. Ese recuerdo volvió con fuerza, como si la memoria se tejiera de nuevo sobre su piel, como si el dolor no pudiera empañar la belleza de lo que era ahora: una nueva vida.

 

Estaban en el infierno, sí. Pero ella... ella era la prueba de que, incluso ahí, todavía podía nacer algo bueno.

 

Gi-hun no dejaba de mirar su carita. Sus pequeños párpados apenas abiertos, la piel suave y rojiza, el suspiro leve que soltó mientras seguía alimentándose de él. Todo parecía irreal.

 

Ella no sabía nada del mundo que la había traído hasta aquí. No conocía el miedo, ni la maldad, ni el sonido de un disparo. Su único universo era él. Su calor. Su pecho. Su voz.

 

Y justo ahí, por primera vez, sintió miedo.

 

Un miedo punzante, crudo, que le apretó el pecho como un puño invisible. ¿Qué harían con ella? ¿Qué harían con él? ¿Qué clase de monstruo tendría que ser para mantenerla a salvo en ese infierno? ¿Y si no podía?

 

—Lo siento —murmuró, su voz hecha apenas un soplido.

 

Le acarició la frente con los dedos temblorosos.

 

—Perdóname por traerme hasta aquí. Por no haber sabido protegerte mejor...

 

La tristeza se trepó por su espalda como una sombra oscura. Si no hubiera entrado a los juegos... Jung-bae seguiría con vida. Aún escuchaba su risa entre las paredes. Aún podía ver sus ojos justo antes de caer, confiando en él, esperando que su plan funcionara. Pero había fallado. Como siempre. Como con su primera hija. Como con su madre. Como con Young-il.

 

Young-il...

 

Cerró los ojos con fuerza al imaginarlo sosteniendo a esta pequeña. ¿Qué nombre le habría dado él? ¿Qué habría dicho al ver su sonrisa? Tal vez nada, tal vez solo la habría cargado como él ahora, con ese asombro reverente de quien mira algo que no puede comprender del todo pero que le pertenece. Tal vez se habrían amado como familia. Tal vez. Pero el "tal vez" no cambiaba nada.

 

—Tú mereces un mundo diferente —le susurró, sin saber si hablaba con ella o con su propio corazón.

 

El cuerpo de la bebé se relajó contra el suyo, saciada y segura, y algo dentro de él se encendió. Una chispa vieja, olvidada, pero intensa: el instinto de proteger. No solo de resistir. De proteger. De hacer lo que fuera necesario.

 

—Nadie va a tocarte —le prometió, acercando su frente a la de ella —Nadie. Te lo juro.

 

El peso del infierno ya no recaía solo sobre él. Ahora era el escudo de algo puro. Y si alguna vez hubo una razón para seguir respirando, estaba ahí, dormida entre sus brazos.

 

Pasan un par de horas.

El cuarto permanecía en silencio, apenas iluminado por la tenue luz de una lámpara en la esquina. Gi-hun estaba acurrucado en la cama con su bebé dormida sobre su pecho, su pequeño cuerpo subiendo y bajando con el ritmo de su respiración tranquila. A pesar del dolor en su vientre y el agotamiento, no podía apartar la vista de ella.

 

Era tan pequeña. Tan real.

Y tan suya.

 

Un leve chirrido en la puerta lo sacó de ese momento de paz. Un guardia de máscara circular entró con una caja negra entre las manos. Gi-hun, por reflejo, se tensó. Instintivamente rodeó con los brazos el cuerpo de su bebé, atrayéndola más hacia él como si fuera un escudo humano. No permitiría que nadie la tocara.

 

Pero el guardia no se acercó más de lo necesario.

Solo se agachó, dejó la caja a un costado de la cama y se marchó sin decir una palabra.

 

La caja era negra, elegante, firme, y en su tapa tenía grabados en relieve los tres símbolos de siempre: ○△□.

 

Una alerta silenciosa se encendió en su mente. Nada en ese lugar era gratis.

Aun así, la curiosidad lo venció.

 

La abrió lentamente.

 

Dentro había varios pañales para recién nacido, gasas, una botella pequeña de agua y un frasco de analgésicos. También una toalla doblada cuidadosamente y una muda de ropa pequeña envuelta en papel celofán. Todo nuevo, esterilizado, listo para usarse.

 

Gi-hun parpadeó.

No había nota. No había instrucciones. Solo una caja llena de cosas que, contra todo pronóstico, necesitaba justo en ese momento.

 

Algo en su pecho se apretó.

 

¿Quién le había enviado eso?

¿Y por qué ahora, de repente, alguien parecía preocuparse por su bienestar? ¿Era otra forma de manipulación? ¿Un nuevo experimento? ¿Una burla?

 

Porque eso era lo más cruel:

Un gesto humano, en un lugar donde todo estaba diseñado para romperlos.

(Si tan solo supiera que esa caja la había enviado alguien desde arriba, whisky en mano, con el corazón enredado y la máscara aún tibia en el regazo).

 

Alguien que también se preguntaba si seguía teniendo derecho a cuidar de algo tan puro.

 

Con cuidado, dejó a la niña en la cama se movió hacia la caja. Apretó los dientes al sentir el tirón en su vientre. La herida punzaba como si el cuchillo aún estuviera ahí, recién salido, pero ignoró el dolor. Sacó los pañales, la pequeña prenda, y luego las vendas y el frasco con analgésicos. Todo lo necesario. Todo lo justo. Todo lo que un bebé debería haber tenido desde el momento en que llegó al mundo.

 

Se quitó la camisa con algo de dificultad, revelando la venda que aún cubría su abdomen. Estaba algo sucia, arrugada por el sudor y el movimiento, así que la reemplazó con una limpia. Rodeó su torso con la nueva venda, apretando con una mano mientras con la otra se apoyaba en la cama. Tomó los analgésicos, dos pastillas pequeñas que tragó con un sorbo de agua de la botella. El efecto tardaría, pero por ahora era suficiente.

 

Luego se sentó con su bebé en el regazo.

 

—Muy bien, pequeña —murmuró con una sonrisa temblorosa— Vamos a ponerte más bonita todavía.

 

Desdobló con torpeza uno de los pañales. Había olvidado lo complicado que era esto.

Se rió suavemente cuando la pequeña se movió, como si supiera que algo estaba por suceder.

 

—Lo siento si soy un poco torpe. Hace muchos años que no hacía esto.

 

Le quitó la manta con cuidado, dejando al descubierto el diminuto cuerpo, suave y tibio. Estaba perfecta, tan frágil que casi le dio miedo tocarla. Pero debía hacerlo.

Con dedos lentos y cariñosos, le limpió con una toalla húmeda los pliegues de la piel. Luego, entre movimientos lentos y algo inseguros, colocó el pañal y lo ajustó, asegurándose de no apretarlo demasiado. Lo logró, aunque no de forma impecable. Pero estaba hecho.

 

Después, sacó la pequeña prenda envuelta en celofán: un enterizo de tela suave, color vainilla con detalles rosas en los bordes. Solo verla le encogió el corazón.

Le puso las mangas por los brazos diminutos y cerró los broches con el mayor cuidado del mundo.

 

Cuando terminó, la observó.

Ahí estaba. Su hija. Vestida. Limpia.

Segura.

 

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

 

—Mírate... eres tan pequeña... —dijo con la voz hecha un hilo— No entiendo cómo puede existir algo tan perfecto en un lugar tan horrible.

 

La acurrucó contra su pecho, y la niña, instintivamente, se acurrucó también.

Y por primera vez, después de mucho, mucho tiempo... no sintió que estaba solo.

 

El rechinido metálico de la puerta lo sacó de su tranquilidad momentánea.

Un guardia con la máscara triangular entró, su arma colgando del hombro como una sombra inevitable.

Gi-hun reaccionó al instante: levantó a su hija y la sostuvo contra su pecho, como si con eso pudiera escudarla del mundo.

 

—Es hora de que regreses. El siguiente juego va a comenzar —dijo el soldado, su voz amortiguada por el modulador.

 

No discutió. No preguntó. Antes de salir guardó el resto de pañales que quedaban en la caja y el frasco de analgésicos en los bolsillos de su suéter y solo caminó.

 

Pasaron por pasillos vacíos y fríos, donde el aire olía a desinfectante y el silencio se sentía como una amenaza. Ya no estaban las manchas de sangre que él mismo había dejado en su recorrido previo. Lo habían limpiado todo. Como si su dolor no hubiese existido nunca. Como si su sufrimiento no mereciera dejar rastro.

 

Y así, con su hija en brazos, entró nuevamente a la habitación principal.

 

La misma sala.

Los mismos muros sin alma.

La misma gente.

Pero ahora él era otro.

Y en sus brazos, una nueva vida latía.

 

El murmullo fue inevitable. Algunos se giraron. Otros apartaron la vista. Algunos se limitaron a observar con esa mezcla de miedo, envidia y esperanza que sólo puede surgir cuando se ve algo frágil en un infierno como ese.

 

Entonces la vio.

 

Jun-hee estaba sentada en un rincón, en la litera más lejana. Lloraba. Sollozaba de un modo que partía el alma, como si toda su estructura emocional se hubiese desmoronado por dentro.

 

Gi-hun se acercó, lentamente.

 

—¿Dónde está la mujer? —preguntó con la voz apenas audible— La mujer que me ayudó anoche...

 

Jun-hee alzó el rostro. Tenía los ojos hinchados, la nariz roja, la boca temblorosa.

 

—Ella... —dijo con dificultad, ahogándose entre lágrimas— se ahorcó anoche...

 

Gi-hun se quedó congelado.

Un golpe seco en el estómago, una punzada directa al corazón.

 

—Los guardias vinieron —agregó ella, con la voz rota— Vinieron temprano a llevarse su cuerpo. La encontraron colgando del marco de la litera...

 

La habitación se volvió un abismo.

Una madre más que había perdido todo.

Una voz más que había creído en él.

Y ahora... otra alma que el sistema había quebrado.

 

Gi-hun apretó más a su hija contra su pecho.

La bebé se removió suavemente, con un quejido breve, como si sintiera el peso del dolor ajeno.

Él cerró los ojos.

 

—Lo siento... —susurró. No sabía si se lo decía a Jun-hee, a Geum-ja, a su hija, o a sí mismo. Tal vez a todos.

 

Y en ese instante, más que nunca, supo que la promesa que le hizo a aquella mujer no podía romperse.

No ahora. 

 

Gi-hun se paró frente a Jun-hee, sin decir palabra. La miró con ternura, con respeto. Sabía ese llanto. Lo había sentido muchas veces.

Era el llanto de quien ya no tiene consuelo.

De quien está demasiado roto para gritar.

Gi-hun extendió el brazo y le mostró a la bebé que dormía en su pecho, envuelta aún en su manta rosa.

 

—Está aquí —dijo, con suavidad— Gracias a ella mi hija está viva.

 

Jun-hee alzó los ojos, despacio.

Los posó en el bultito que se movía en su regazo.

La respiración suave de un ser nuevo.

El milagro de la vida... en medio del horror.

 

Una lágrima más se deslizó por su mejilla, pero esta vez no era de dolor.

 

—Es hermosa... —murmuró, con una débil sonrisa— ¿Cómo se llama?

 

Gi-hun miró a su hija.

Todavía no lo había pensado.

¿Un nombre en un lugar como ese? ¿Tenía sentido?

 

—No lo sé aún —respondió con sinceridad— Pero lo sabré. Pronto.

 

Ambos se quedaron ahí. Dos omegas, dos cuerpos cansados, dos corazones remendados con hilos de voluntad.

Unidos por una tragedia común.

Por la necesidad de proteger a algo más que a ellos mismos.

 

Entonces, las luces del techo parpadearon.

Un zumbido mecánico llenó la sala.

Y una voz robótica, impersonal, sin alma, habló desde los altavoces:

 

Jugadores, prepárense. El siguiente juego dará inicio en cinco minutos. Salgan inmediatamente al pasillo.

 

Todos comenzaron a moverse, como engranes en una máquina que jamás se detiene.

 

Gi-hun miró a su bebé.

Tan pequeña. Tan frágil.

No podía dejarla ahí. Ni aunque se lo ordenaran.

 

Se quitó la manta de los hombros, la dobló cuidadosamente y envolvió a la pequeña.

Luego, con toda la delicadeza del mundo, la aseguró contra su pecho.

El nudo en su estómago le recordaba que aún estaba adolorido.

Pero eso no importaba.

 

—Vamos —le dijo a Jun-hee, ofreciéndole una mano para ayudarla a ponerse de pie.

 

Ella asintió, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano.

 

Y así salieron ambos, dos padres en un campo de guerra, caminando con pasos lentos, pero firmes.

Uno cargando la esperanza sobre su pecho.

La otra, protegiéndola aún en su vientre.

 

El infierno los esperaba...

Pero no iban solos.

Chapter 5: Una promesa que no alcanzó el amanecer

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El humo asfixiante de puros caros flotaba en la habitación como un veneno dulce. No era humo común. Era arrogancia. Era indiferencia. Era la risa de quienes nacieron en el mundo con la victoria asegurada y no necesitaban más que un simple gesto de su mano para que todos se pusieran a sus pies. 

 

La sala era fastuosa, como si la crueldad mereciera una decoración elegante. El suelo alfombrado amortiguaba los pasos, y las paredes devolvían un reflejo deformado de las máscaras que los rodeaban: círculos perfectos, bocas sin alma, ojos huecos bañados en oro.

 

En lo alto de la sala estaba él. 

Frontman.

 

Rígido. Imponente. Y silencioso como de costumbre. Era una sombra negra entre las máscaras doradas.

 

Pero en realidad por dentro, el traje le pesaba como si estuviera hecho de hierro. Fundido en su propio cuerpo.  Y la máscara parecía crecerle dentro del rostro.

Comiéndoselo. Desdibujándolo.

Haciéndole olvidar que tiene un nombre.

 

¿Debió haberla sacado de ahí? ¿Debió habérsela quitado a Gi-hun? ¿Protegerla?

 

Se lo preguntaba una y otra vez.

A ella. A la bebé.

A su bebé.

 

A la que había dejado en los brazos temblorosos de Gi-hun, aún inconsciente, aún con puntos frescos en su vientre como un animal herido.

 

¿Por qué no la sacó de ahí?

 

La respuesta era la misma de siempre: no podía. 

 

No sabía si era miedo, o si era la máscara.

Porque desde que se la puso por primera vez, sentía que algo dentro de él se apagaba y que otra cosa despertaba.

Una cosa que no amaba.

Una cosa que no temía.

Una cosa que obedecía.

 

Sea lo que fuera que estuviera ahí, adentro de esa máscara. Rugía más fuerte que Hwang In-ho. 

 

A su alrededor, los VIPs bebían, reían, comentaban apuestas como si hablasen del clima. Eran todos alfas, con excepción de uno. Pero en sus bocas, el poder sabía igual: arrogancia embotellada.

 

—¿Y el jugador 456? —preguntó la mujer, ajustando su máscara de felino dorado mientras ojeaba su tablet— ¿Es cierto que carga un bebé?

 

—Y la 222 está embarazada, ¿cierto? —dijo un alfa de cabello largo y voz burlona— Dios, qué patético. Si hacen que mueran juntos, eso debería valer el doble.

 

—¿La bebé cuenta como jugadora? —ironizó otro, riendo— Imaginen si gana. Le ponemos una medalla en el pañal.

 

Frontman no reaccionó.

 

Por fuera, era una estatua.

Por dentro... una jaula.

 

Gi-hun.

No podía dejar de pensar en él.

 

¿Por qué fue él?

¿Por qué ese encuentro tan corto, tan efímero... lo partió en dos?

 

Él también había sido así alguna vez. Como Gi-hun.

Con la esperanza metida entre las costillas y la rabia disfrazada de fe.

 

Como ella.

Su esposa.

 

A veces soñaba con ella.

Soñaba con su olor, con su voz, con la forma en que lo miró con los ojos cansados por última vez. Aceptando que su destino no estaba en el pasar de los años si no que había sido reducido a tan sólo pocos días. 

Soñaba con el frío hospital. Con el olor estéril de la desesperanza. 

Con el bebé que no llegó a salvar.

 

Y ahora...

¿No era acaso lo mismo?

¿No estaba viendo a otro omega desgarrarse por amor, por un hijo, por seguir adelante?

 

El dolor de Gi-hun era un espejo.

Y su ternura que tal vez rozaba con la ingenuidad, una herida abierta.

 

—¿Qué será el próximo juego? —preguntó un VIP.

 

Frontman apretó el botón en su guante.

 

El telón se abrió.

 

La pantalla reveló un salón mecánico con techos altísimos y estructuras metálicas brillantes. Dos muñecos de rostro amable pero hueco sostenían una cuerda gruesa. Se balanceaba en el aire como una sentencia.

 

—Saltar la cuerda —anunció, con voz grave.

 

—¡Oh, por Dios! —rio el alfa de voz aguda— El 456 está frito. ¿Cómo va a saltar eso cargando una maldita bebé?

 

—Y la embarazada con el tobillo jodido —agregó otro, carcajeándose—. ¿En qué pensaban? ¿Van a gatear hasta el otro lado?

 

—No hay nada que una madre y un padre no hagan por su hijo —comentó uno de los más serios, sin risa, con voz espesa.

 

La frase cayó como un cuchillo sobre la piel de Frontman.

 

Lo cortó.

Hondo.

 

Porque lo sabía.

Lo había vivido.

Y ahora lo estaba viendo desde afuera...

como un monstruo.

 

No tenía corazón. Se lo había arrancado cuando enterró a su esposa. Cuando dejó de pelear. Cuando se convirtió en eso.

 

Pero si eso era verdad...

 

¿Por qué temblaba?

¿Por qué esa pequeña criatura, con sus manitas aún sin fuerza, era lo único que le removía el alma?

 

¿Por qué todo lo que podía recordar era a Gi-hun mirándolo con esos ojos, esa noche en el motel. En los juegos. Mirándolo como si los años nunca hubieran pasado y fuera el mismo hombre de antes...?

 

Y entonces lo supo.

 

El peligro no era perderlos.

Era sentirlos.

 

Era recordar que todavía era capaz de amar.

 

Y que si lo hacía... la máscara lo mataría.

 

 

 

 

 

 

 

Los pasos de los demás jugadores ya no se escuchaban.

Eran los últimos.

 

Jun-hee y Gi-hun avanzaban lento por el pasillo colorido, animado por música clásica y relajante como si fuera un mal chiste. Cada eco de su andar parecía acentuar lo solitario del momento. Ella cojeaba visiblemente, el tobillo lastimado torciendo su caminar; él caminaba despacio para acompañarla, con la bebé dormida plácidamente en sus brazos.

 

Intentó sostenerla, ofrecerle apoyo con su mano libre.

 

—Déjame ayudarte —dijo en voz baja, como si no quisiera perturbar el sueño de su hija.

 

Pero Jun-hee negó suavemente con la cabeza y rechazó su brazo.

 

—No —respondió, sin dureza, solo cansancio— Debes cuidarla a ella, no a mí.

 

Se refería a la bebé.

A esa pequeña criatura envuelta en la manta rosa, respirando tranquila, ajena al infierno que los rodeaba.

Dormía como si el mundo no fuera un lugar que devoraba a los buenos.

 

Gi-hun bajó la mirada hacia su hija. La protegía con sus brazos como si con eso pudiera detener cualquier tragedia que se atreviera a acercarse. La sentía cálida. Real. Viva.

 

Y en ese instante, recordó.

 

Recordó a Young-il.

 

El reencuentro en los juegos, breve pero demoledor.

La manera en que Young-il no preguntó nada cuando lo vio con el vientre abultado. No hubo sorpresa, ni duda, ni miedo.

Solo aceptación.

 

Era como si lo supiera desde siempre.

Como si, sin necesidad de palabras, algo dentro de él reconociera el lazo.

Como si ya hubiera sentido esa vida formándose en el cuerpo del otro... como si fuera parte de él también.

 

Gi-hun recordaba cómo lo protegía.

 

A veces sin decir nada, pero colocándose delante.

Otras, retándolo para mantenerse fuerte.

Jugando con él. Riendo con él.

Amándolo sin palabras.

 

Young-il había hecho todo por él. Por ellos.

Y ahora... ya no estaba.

 

¿De qué sirve el amor si llega tarde?

 

La voz de Jun-hee lo sacó de su trance.

 

—No me deshice del bebé —dijo ella de pronto, con la vista baja y una mano sobre su vientre— Porque no quería estar sola otra vez.

 

Su voz era frágil, pero decidida.

 

—Pensaba que siempre tendría una familia que me apoyaría. Que a pesar de todo, un hijo me haría... intensamente feliz.

 

Las palabras resonaron dentro de Gi-hun como una verdad que llevaba años enterrada.

 

Una verdad que él mismo no había sido capaz de pronunciar.

Porque él también había pensado eso.

 

Porque él también había creído que tener un hijo, aunque todo estuviera desmoronándose, podía significar un nuevo comienzo.

 

Y por primera vez desde que todo comenzó... no se sintió solo.

 

—Vamos a salir de aquí —le dijo con firmeza, mirándola con una intensidad tranquila— Yo te voy a ayudar, Jun-hee. No estás sola. Vamos a sacar a nuestros hijos de este lugar. Ellos merecen tener una vida.

 

Hizo una pausa, mirando al frente.

 

—Y yo... —agregó con un suspiro tembloroso—yo voy a intentar ser el padre que no supe ser para mis hijas. No puedo cambiar lo que hice. Pero sí puedo protegerla a ella.

 

Jun-hee lo miró largo rato. Luego sonrió, con una tristeza suave.

 

—Cuando salgamos... nuestros bebés se van a conocer.

 

—Sí.

 

—Y van a crecer juntos. Como hermanos.

 

Un silencio los abrazó, pero no fue incómodo.

 

Fue cálido.

De esos silencios que solo entienden quienes comparten una herida.

 

Siguieron caminando. No más rápido. Pero más fuertes.

Porque ya no lo hacían por ellos.

 

Lo hacían por lo único que aún tenía sentido en ese lugar.

 

 

El eco de sus pasos resonaba sobre el suelo mientras Gi-hun y Jun-hee ingresaban al espacio del juego. Al frente, se alzaban dos figuras colosales: muñecos mecánicos que sostenían una cuerda trenzada entre sus enormes manos. A su alrededor, el vacío. Solo un delgado y estrecho camino cruzaba por el centro, suspendido sobre la oscuridad.

Una caída no dejaba opción: era la muerte asegurada. 

 

Jun-hee se detuvo en seco. El tobillo maltrecho apenas le permitía mantenerse en pie. Se sujetó el vientre con una mano temblorosa y murmuró con voz rota:

 

—No puedo... No voy a poder cruzar.

 

Gi-hun tragó saliva. Por dentro, sentía el corazón retumbando como si buscara escapar de su pecho. Pero no podía dejar que ella lo viera quebrarse. No ahora.

Se acercó y le indicó que se sentara en una banca junto a la entrada del juego. En un gesto casi mecánico, acostó a su bebé al lado de ella, envuelta en su manta rosada.

 

—Voy a ayudarte a cruzar —le dijo—. La dejo aquí, solo será un segundo. Cuando estemos del otro lado, volveré por ella.

 

Pero antes de que pudiera alejarse, un guardia triangular se acercó. El brillo opaco de su máscara reflejaba la desesperación de Gi-hun. La voz mecánica de la figura retumbó fría:

 

—Todos los jugadores deben cruzar al otro lado antes de que acabe el tiempo.

El jugador que no cruce en el tiempo límite, será eliminado.

 

Gi-hun parpadeó, confundido.

 

—¿Qué? ¡Es una bebé! ¡Ella no parte de esto! —gritó, avanzando un paso hacia el guardia.

 

Silencio. El hombre no respondió. No había lugar para lógica ni humanidad en ese juego.

 

Gi-hun dio un paso atrás. Su mente giraba. Todo se salía de control.

Volvió hacia Jun-hee y le susurró:

 

—Cruzaré primero... con ella. Después regresaré por ti, te lo juro.

 

Jun-hee asintió, con miedo. Como si supiera que la posibilidad de que las cosas salieran bien fuera un hilo delgado que se rompería en cualquier momento. 

 

El reloj que estaba en lo alto de la sala comenzó a correr. La cuenta regresiva se iluminó en verde. Y el sonido de una alarma aguda se disparó.

 

En medio del caos, un jugador se adelantó. Se lanzó mal calculado hacia la cuerda, tropezó, y fue arrojado al vacío por el violento rebote del movimiento.

Un grito, luego el silencio.

El cuerpo desapareció en la nada.

 

Jun-hee se cubrió la boca. Gi-hun cerró los ojos. La tensión se disparó. 

Después, con manos temblorosas, se quitó el suéter. Lo dobló, lo anudó. No era perfecto, pero serviría.

Improvisó un fular con el que sujetó cuidadosamente a su bebé contra su pecho. La sintió respirar, ajena a todo, dormida como si el mundo no se desmoronara a su alrededor.

 

—Te juro que te cuidaré —susurró.

Volvió a mirar a Jun-hee—. Espera por mí.

 

Y entonces, avanzó hacia el borde. El abismo lo esperaba.

Y él, con su hija contra el corazón, decidió desafiar a la muerte. 

 

 

 

 

Entre las luces tenues, los VIPs se acomodaban en sillones de terciopelo, con copas de coñac y risas grotescas que rebotaban entre las paredes.

 

Las pantallas mostraban a los jugadores, cada uno al borde del abismo, literalmente. Pero las cámaras se centraban especialmente en uno: el jugador 456. Un omega con un bebé en el pecho y la determinación ardiéndole en la mirada.

 

—Miren eso —rió uno de los hombres, el de cabello largo y sonrisa torcida— ¿Qué clase de padre pone a su bebé ahí? ¿Acaso quiere que muera con él?

 

—Quizá no tiene opción —comentó otro, alzando su copa— ¿No es esa la gracia? Ver hasta dónde están dispuestos a llegar.

Daría todo mi dinero por saber quién es el otro padre. ¿Será uno de los jugadores? ¿O ya murió?

 

—O la madre —intervino la única mujer del grupo, una alfa de voz afilada— Aunque yo creo que es uno de ellos. Casi me dan ganas de apostar por ese desdichado.

 

Frontman no se movía. Solo observaba en silencio, de pie, como una sombra más en esa habitación cargada de cinismo.

Pero algo en él se removió al ver a Gi-hun acercarse a la cuerda.

Despacio. Dudando. Como si no supiera si iba a lanzarse o a arrodillarse.

 

Y por un momento... un solo y fugaz instante, Frontman pensó en detener todo. Pensó en levantar la mano, ordenar que pararan el juego y eliminar a todos los presentes en la sala. 

Salvarlo.

Salvarlos.

 

Pero su cuerpo no se movió, no respondió a las súplicas de su corazón.

 

Porque sabía lo que significaba ese gesto: traicionar la máscara. Abandonar al personaje que lo había mantenido vivo.

Si lo hacía... ¿qué quedaría de él? Solo un hombre quebrado. Solo In-ho, con su corazón abierto en carne viva.

 

No podía. Estaba paralizado del miedo. 

 

—¿Tú qué opinas, anfitrión? —dijo uno de los VIPs, volteando hacia él con voz entrometida— ¿Crees que logre cruzar?

No por el bebé, claro. Por él.

 

Hubo una pausa. Detrás de la máscara, Frontman tragó el nudo que ardía en su garganta.

 

—Ya veremos —respondió con tono neutro, casi impersonal.

 

Y volvió a mirar la pantalla.

Con el alma atrapada entre la voluntad de no sentir... y el deseo de que ese omega y su hija vencieran a la muerte.

 

 

 

 

Gi-hun había sido el primero en cruzar.

 

No supo cómo lo hizo. No lo pensó. Su mente se apagó y solo quedó el instinto.

Ese impulso primitivo que gritaba sobrevive, protégela, no la dejes sola.

Sus pies apenas tocaron la cuerda antes de impulsarse, una y otra vez, mientras todo a su alrededor se volvía gritos y vértigo.

 

La cuerda se balanceaba como una serpiente bajo sus pasos, amenazando con arrojarlo al vacío con cada salto.

Y aún así, siguió.

Saltando. Respirando como si tuviera fuego en los pulmones.

Por ella. Solo por ella.

 

Un momento: un mal cálculo. Su pie resbaló y el cuerpo se le inclinó hacia el abismo. El corazón se le detuvo.

La bebé lloró contra su pecho, asustada por el movimiento brusco.

Pero no cayó. Se sostuvo, se incorporó. Siguió.

 

Y entonces, llegó al otro lado.

 

Había cruzado.

 

Estaba vivo. Estaban vivos.

 

Por primera vez en minutos, respiró. El aire entró como un golpe seco, como si hubiera estado conteniendo la vida desde que subió a la cuerda.

 

Aún temblando, se soltó el suéter y alzó a su bebé, mostrándola en alto. Una pequeña señal para el otro extremo.

Lo logramos.

Sus ojos buscaron a Jun-hee. Ella lo miraba, con las manos sobre su vientre y lágrimas resbalando por su rostro.

Sonreía. Una sonrisa quebrada pero real.

 

Gi-hun colocó a su hija con cuidado sobre la banca, protegiéndola entre las mantas. Era como si le hubieran quitado una tonelada de encima.

Estaba a salvo. Eso era todo lo que necesitaba saber.

 

—¡Espérame, Jun-hee! ¡Voy a cruzar contigo!

 

Pero entonces los demás comenzaron a moverse. La victoria de Gi-hun les había dado valor.

Uno a uno, los jugadores se lanzaban a la cuerda, ocupando el camino, saltando, gritando.

 

Ya no podía cruzar de regreso. No por ahora.

 

Miró el reloj digital: aún quedaba tiempo. Pero no tanto.

 

—¡Espérame ahí, iré pronto! —le gritó, sus palabras cargadas de una promesa que no pensaba romper.

 

Cada segundo caía como un martillo.

Y al fondo... el abismo esperaba.

 

El segundo hombre logró cruzar.

 

Lo primero que hizo al pisar tierra firme fue detenerse justo al borde, mirando hacia la cuerda como si fuera suya. Apenas otro jugador estuvo a punto de alcanzar el extremo, alargó el brazo y lo empujó sin dudar.

Un grito desgarrador rompió el aire.

Un cuerpo cayendo.

Silencio.

 

Gi-hun se levantó de golpe de la banca donde estaba su hija. El corazón le latía desbocado.

 

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó, con la voz aún temblorosa de incredulidad.

 

El hombre lo miró con una calma escalofriante, como si su crimen no fuera nada más que una jugada estratégica.

 

—¿Por qué crees? Para ganar el premio.

 

Había algo muerto en sus ojos. Algo que no era humano. Gi-hun pensó que era el tipo de mirada que solo tenían los que ya habían dejado de sentir.

 

—Piénsalo —continuó el hombre, mientras echaba un vistazo a la bebé dormida—. Si no dejo cruzar a los demás... serán eliminados. El premio será solo para nosotros dos.

 

En ese momento, el caos se desató en el otro extremo.

Los jugadores que aún estaban en la cuerda comenzaron a frenarse, a mirarse entre ellos con sospecha, con terror.

Nadie quería ser el siguiente empujado.

El tiempo seguía corriendo, y todos estaban atrapados en el mismo dilema:

Si avanzo, tal vez me empujan.

Si me detengo, el reloj me mata.

Una angustia sorda recorría la sala como una plaga.

 

—Piensa en la mocosa que tienes ahí —añadió el jugador, señalando con la barbilla a la bebé envuelta en rosa— ¿No quieres el premio para ella?

 

¡¡Por favor, solo déjame pasar a mí!! —suplicó una voz desesperada. El jugador 100, un anciano de cabello blanco, jadeaba, exhausto por los saltos. Le temblaban las rodillas. Estaba a dos pasos de la salvación.

 

Gi-hun se levantó. Caminó con determinación hacia el otro jugador, deteniéndose justo detrás de él. Le colocó una mano firme en el hombro, como una advertencia.

 

—Y si yo te tiro a ti ahora... entonces me quedaría solo con el premio.

 

El hombre se tensó.

Por primera vez, dudó. Quizás no se le había ocurrido que alguien más podría pensar igual que él. Que su ambición no era única.

 

Gi-hun no esperó más.

 

—Déjalos pasar —le ordenó con voz seca, firme, sin lugar a réplica.

 

El hombre retrocedió, visiblemente perturbado.

Pero en su retirada, como una serpiente acorralada, giró de golpe y lanzó un puñetazo directo al rostro de Gi-hun.

El impacto los desestabilizó a ambos.

Comenzaron a forcejear, a empujarse, luchando no solo por el control de ese espacio, sino por lo que representaba:

La supervivencia. La dignidad. La humanidad.

 

El hombre se tensó.

Por primera vez, dudó. Quizás no se le había ocurrido que alguien más podría pensar igual que él. Que su ambición no era única.

 

Gi-hun no esperó más.

 

—Déjalos pasar —le ordenó con voz seca, firme, sin lugar a réplica.

 

El hombre retrocedió, visiblemente perturbado.

Pero en su retirada, como una serpiente acorralada, giró de golpe y lanzó un puñetazo directo al rostro de Gi-hun.

El impacto los desestabilizó a ambos.

Comenzaron a forcejear, a empujarse, luchando no solo por el control de ese espacio, sino por lo que representaba:

La supervivencia. La dignidad. La humanidad.

 

La bebé comenzó a llorar, como si, aunque no pudiera estar consciente, sintiera la tensión y desesperación de su padre. La sala se ahogó con gritos de súplica de los demás jugadores pidiendo pasar y el llanto inconsolable de su bebé. Gi-hun y el jugador rodaban en el piso, al borde del precipicio. 

 

Los VIPs por el otro lado de la pantalla solo reían y se emocionaban como si estuvieran presenciando la final de un torneo de fútbol. 

 

—¡Miren eso! —El de pelo largo saltó sobre su asiento derramando whisky caro sobre la alfombra —¡El papá del año protegiendo a su cachorra! ¡¡tú puedes jugador 456!! 

 

 

—¡Yo digo que ambos caen! —rió otro—. Eso haría este espectáculo perfecto.

 

A lo lejos, Frontman no se movía.

 

Pero por dentro, se estaba rompiendo.

 

Su mirada estaba clavada en Gi-hun, forcejeando al borde del abismo. Sus movimientos eran erráticos, desesperados, impulsados por un único motor: proteger.

La bebé seguía llorando. Un llanto puro, como una nota desafinada en medio de una orquesta macabra.

 

In-ho apretó los puños detrás de su espalda.

 

"Detén esto."

 

El pensamiento apareció, fugaz.

Pero intenso.

Y con él, el miedo.

 

No podía volver a ese hombre.

 

No debía.

 

Pero verlo ahí, a Gi-hun, con el rostro ensangrentado, peleando como si su alma entera dependiera de eso...

Era como mirar el eco de su propio pasado.

La imagen distorsionada de una vida que jamás pudo sostener.

 

"Yo no puedo salvarlos."

 

Pero entonces, una parte aún viva en él respondió con rabia:

 

"¿Y si solo tienes una oportunidad más?"

 

El reloj seguía contando hacia atrás. 

 

Por un momento lo creyó todo perdido, pero una fuerza que no era suya salió de su interior, quizá impulsada por el deseo de sobrevivir, de proteger, de hacer justicia. 

 

Gi-hun usó el peso de su cuerpo y lo empujó con todo.

El hombre trastabilló. Gritó.

Sus brazos buscaron sostenerse de algo, lo que fuera.

 

Pero no había nada.

 

Solo vacío.

 

Y cayó.

 

El silencio se cortó por los gritos de los demás, que comenzaron a correr hacia el otro lado ahora que el paso estaba libre.

 

Gi-hun se arrastró hasta la banca. Sus brazos rodearon a la bebé temblorosa.

Sus ojos buscaron a Jun-hee.

Ella seguía del otro lado, con los puños apretados contra la boca.

 

Los últimos jugadores cruzaban desesperados, algunos cayendo de rodillas del otro lado, otros llorando, temblando, arrastrándose como animales que lograron huir de la trampa. El reloj apenas contaba los últimos segundos. La cuerda se agitaba cada vez más, como si también estuviera cansada de sostener vidas.

 

Gi-hun lo supo.

 

No había tiempo.

 

—¡Voy por ti, Jun-hee! —gritó, ya dando el primer paso.

 

Pero la voz de la chica lo detuvo como una bala directa al pecho.

 

—¡No! ¡Señor Seong, por favor no venga!

 

Jun-hee se incorporó, tambaleante, sujetándose el vientre con ambas manos. Cojeó hasta el borde del camino, justo donde comenzaba el abismo. Su rostro estaba empapado de lágrimas, pero había en ella una firmeza que Gi-hun jamás había visto.

 

—¡Usted... debe sobrevivir! —gritó— ¡Por ella! —señaló con la mirada a la bebé que descansaba en la banca— ¡No se preocupe por mí ni por mi bebé! ¡No sacrifique su vida... por alguien que ya no tiene salida!

 

El mundo dejó de hacer ruido.

 

Y en el centro de ese silencio, solo quedó ella.

Pequeña.

Doblada.

Una silueta solitaria al borde del infierno.

 

Gi-hun intentó moverse, pero algo dentro lo quebró.

Una punzada. Un corte seco. Un pedazo de alma despegándose.

 

Ella bajó la mirada, acarició con ternura su vientre.

Y sus labios se movieron.

Susurró algo.

 

Tal vez fue un nombre.

 

Tal vez una despedida.

 

Tres segundos...

 

Dos...

 

Ella dio un paso adelante.

 

Uno...

 

Y saltó.

 

Una madre y su hijo...

dejando este mundo como llegaron:

juntos.

 

El contador de la vida llegó a cero. 

 

El silencio fue absoluto.

 

Como si el mundo se hubiera tragado a sí mismo.

 

Solo quedó el eco de ese salto.

 

El sonido de algo que ya no volvería.

 

Un bebé que no verá la luz del día.

Una vida apagada antes siquiera de comenzar.

Una historia sin primera página.

 

Una madre que no verá crecer a su hijo.

Que no lo escuchará reír, ni lo arrullará en las noches frías.

Una mujer que no envejecerá a su lado, que no sabrá lo que es vivir de verdad.

Que no podrá contarle todo lo que soñó para él.

 

Ya no fue.

Ya no será.

El tiempo se terminó.

 

Y del otro lado, Gi-hun cayó de rodillas.

Con el corazón hecho trizas. Y las lágrimas cayendo como una derrota silenciosa.

 

 

 

 

"Jugador 222, eliminado"

Notes:

Me rompió muchísimo escribir este final.
Y es que realmente no quería este destino para Jun-hee. Pero, ¿Qué se podía hacer?
Gi-hun no podría cargar con dos bebés a lo largo del juego 😭
Me gustó mucho escribir un poco el punto de vista de In-ho, si hubo momentos en los que dije: “Aghh, ¿por qué no solo los salva y ya?” pero no siento que sea coherente con su personaje. Es un hombre herido, que teme amar de nuevo, que trata de convencerse que nada de lo que pasa con Gi-hun y el bebé le afecta en absoluto (pero claro que sí le afecta, y mucho). Ver a Gi-hun con su bebé le hizo revivir heridas y traumas del pasado que quiere evitar a toda costa, por eso se oculta bajo esa máscara de total indiferencia.
El siguiente capítulo será de la reunión de ellos dos, estoy ansiosa por seguir haciendo capítulos desgarradores. Y es que con este se me soltaron un par de lagrimas 🥲
Gracias a todos por sus comentarios y por leer la historia. Les agradezco infinitamente su apoyo ❤️
—Val.

Chapter 6: Tus ojos ya no son los mismos

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El sonido de la puerta metálica resonó como un disparo.

Gi-hun cruzó el umbral cargando a su hija con ambos brazos, como si al soltarla el mundo se quebrara. No dijo nada.

Nadie lo hizo.

 

Sus pasos eran lentos, arrastrados, como si cargara algo más que a su bebé.

Sus ojos estaban perdidos en el suelo, pero no por descuido: estaba huyendo de la mirada de todos, y sobre todo, de la suya propia.

 

El cuerpo de Jun-hee cayendo al vacío seguía grabado en su mente como una quemadura.

 

Sus palabras todavía flotaban en el aire:

"¡Usted debe sobrevivir por su hija!"

 

Pero él no había querido eso.

Él no quería sobrevivir a costa de nadie más. Hubiera preferido morir él. 

 

Se detuvo en una de las camas del fondo. Estaba sola. Aislada. Como él.

Se sentó y colocó con suavidad a su hija sobre su pecho. Ella estaba dormida, ajena a todo.

Y por un instante, deseó ser como ella.

 

Apoyó la frente sobre su pequeña cabeza envuelta en la manta rosa.

Y lloró. No en silencio. No reprimido. Lloró con todo el peso del alma que había estado aguantando.

 

"Perdón. Perdón por todo."

 

Nadie escuchó. Solo ella.

Y aún así, fue suficiente.

 

El chirrido metálico volvió a sonar.

Esta vez no fue una puerta que se cerraba, sino que se abría.

 

Un guardia triangular y varios de máscara circular entraron con paso firme. Con cajas adornadas con un listón rosa en la mano. 

Sus botas resonaban contra el suelo como tambores de ejecución.

Uno de ellos sostenía una tableta. Otro, un control. El tercero tenía una caja.

 

Todos los jugadores levantaron la cabeza. Algunos con curiosidad. Otros con la rabia apenas contenida.

Gi-hun no se movió. Solo apretó un poco más a su hija contra el pecho. Ya no dormía.

Abría y cerraba los labios, emitiendo pequeños sonidos de hambre y confusión.

 

—Hemos venido a confirmar a los sobrevivientes —anunció uno de los guardias, con voz neutral y metálica—. Nueve jugadores pasaron al siguiente nivel.

 

Un murmullo recorrió la sala.

 

—¡¿Nueve?! —exclamó un jugador, el número 100, un hombre de cabello canoso y mirada endurecida— ¡No somos nueve! ¡Somos ocho!

 

—¿O no saben contar? —agregó otro, riendo con sarcasmo.

 

El guardia deslizó el dedo por su tableta y luego señaló con calma.

 

—Son nueve... contando a la jugadora 222.

 

El silencio fue inmediato.

Solo el sonido de la bebé moviéndose rompía la tensión.

 

—¿Qué? —el anciano frunció el ceño—. ¡La jugadora 222 murió! Todos la vimos. Se arrojó. ¡Se suicidó!

 

—Correcto —dijo el guardia, sin una pizca de emoción— Pero el número fue reasignado automáticamente a una nueva jugadora.

 

El guardia señaló con el dedo a la pequeña vida que sostenía Gi-hun en los brazos. 

 

—¿Qué clase de broma es esta? —saltó otro hombre, avanzando unos pasos con indignación— ¡¿Van a contar a ese bebé como jugador?!

 

Todos giraron hacia Gi-hun.

Él los miró, sin moverse. Su brazo bajó lentamente hasta cubrir el cuerpo de su hija con el suéter, como si con eso pudiera esconderla del mundo.

 

—¡No pueden hacer eso! —gritó alguien desde el fondo—¡Eso no es un jugador, es un estorbo! ¡Ni siquiera puede caminar!

 

—¡Entonces debería ser eliminada! —bramó uno de ellos, con los ojos desorbitados.

 

—¡Sí, hay que eliminarla! 

 

Los pasos se acercaban. Uno. Luego otro.

Un grupo de hombres, impulsados por la desesperación, el resentimiento y la avaricia, comenzaron a rodear la cama del fondo.

 

Gi-hun se puso de pie al instante. Su respiración se aceleró.

Su cuerpo todavía dolía, todavía no se recuperaba del parto, pero el instinto de protección fue más fuerte.

Sus ojos estaban ardiendo. Estaba listo para matar si hacía falta.

 

Pero antes de que nadie se acercara más, un disparo sordo retumbó en la sala.

No golpeó a nadie. Pero todos se congelaron.

 

El guardia del centro había levantado su arma. El humo todavía salía del cañón.

 

—Nadie toca a otro jugador sin autorización —dijo con firmeza— A partir de ahora, cualquier conducta violenta contra otro jugador no será tolerada.

 

Nadie se atrevió a replicar. Solo retrocedieron. Algunos murmuraban insultos. Otros maldecían en silencio.

 

El ambiente era de pólvora, de contención.

Y en medio de todo, una bebé comenzó a llorar.

 

Gi-hun la abrazó de nuevo. Susurró palabras que ni él mismo entendía, solo sonidos suaves, como olas queriendo calmar una tormenta.

 

Uno de los guardias se aproximó con la caja que cargaba y colocó la caja a sus pies.

 

Gi-hun la abrió con manos temblorosas.

Dentro había un traje negro con el número 456 bordado, y justo debajo, uno diminuto, blanco con líneas rosas.

El número 222 estaba cosido en el pecho.

 

 

El baño era un cuarto estéril, de azulejos grises y luces blancas. Frío. Silencioso.

Pero en comparación con la sala de los jugadores, donde la tensión era tan espesa que podía cortarse, aquello era casi un santuario.

 

Gi-hun cerró la puerta con el pie y se apoyó contra ella un segundo.

Respiró hondo. Cerró los ojos.

Su bebé emitió un sonido suave, casi como una queja. Él bajó la vista y le dedicó una sonrisa débil.

 

—Ya, ya... sólo un momento.

 

Puso la caja y a su hija sobre el lavabo.

Abrió la caja con cuidado y sacó primero la ropita blanca con líneas rosas. Era pequeña, perfecta, casi irreal.

Debajo, estaba el nuevo uniforme para él: el número 456, limpio, planchado, como si eso pudiera lavar todo lo que había tenido que hacer para seguir con vida.

 

Un olor ácido lo sacó de sus pensamientos.

Frunció la nariz. Su hija había hecho del baño. Se movía inquieta, incómoda.

 

—Uy... eso fue rápido, ¿eh?

 

Con cuidado, se arrodilló en el suelo y sacó de su suéter arrugado dos pañales que había guardado antes. Milagrosamente seguían ahí.

Con manos temblorosas por el esfuerzo y la falta de descanso, la limpió con suavidad con toallas de papel del dispensador. 

La bebé lo miraba con ojos grandes, sin entender nada del mundo, pero reconociendo el calor de su cuerpo.

 

—Ya casi, cariño. Lo estás haciendo bien —le susurró mientras ajustaba el pañal.

 

Cuando terminó, le puso la nueva ropita. Le acomodó la tela con cuidado, asegurándose de que estuviera abrigada.

Entonces fue su turno.

 

Se lavó las manos y se quitó la camisa manchada, y al hacerlo, soltó un leve quejido.

La herida de la cesárea ardía.

Bajó la mirada: el borde de los puntos estaba enrojecido, inflamado. Algo no iba bien.

 

Tanteó el bolsillo del suéter, buscando los analgésicos que le habían dado...

Pero no estaban.

Seguramente se habían perdido durante el juego, entre los saltos, los forcejeos.

Suspiró frustrado. Se apoyó un momento contra el lavabo, respirando por la nariz.

 

Y justo entonces, la bebé volvió a llorar. Esta vez, más fuerte.

Gi-hun lo supo de inmediato: era hambre.

Se sentó sobre el suelo, apoyó la espalda en la pared y acomodó a la bebé sobre su pecho, como lo había hecho antes.

 

Ella buscó instintivamente su pezón.

Lo encontró. Lo succionó.

Pero no salió casi nada.

 

Gi-hun cerró los ojos.

Sintió una punzada de impotencia.

No había comido bien en días, su cuerpo estaba agotado, y eso se reflejaba en su producción.

 

—Lo siento... —susurró con la voz quebrada— Lo siento, pequeñita.

 

La acunó entre sus brazos, meciéndola lentamente.

Canturreó algo. No recordaba la melodía completa, pero su madre se la cantaba de niño.

La bebé se calmó poco a poco.

El silencio volvió.

 

Después de un rato, cuando por fin se sintió un poco mejor, se vistió.

Se puso el uniforme con cuidado, cubrió a su hija con el suéter viejo sobre la ropita nueva y la manta, y se miró un segundo en el espejo.

 

No sabía si ese hombre que lo miraba seguía siendo él.

Pero al menos... ella sí seguía ahí.

Y mientras estuviera con vida, él seguiría caminando.

 

Salió del baño con su hija en brazos.

Y con una mirada endurecida que no tenía al inicio de los juegos.

 

La mesa estaba servida como si fuera un banquete de reyes.

Un largo mantel blanco, copas de cristal, carnes jugosas, botellas de vino y bandejas con frutas frescas.

La contradicción era grotesca: una cena de lujo... en medio del infierno.

Los ocho jugadores —nueve, si se contaba a la bebé— se sentaron, dispersos, aún oliendo a sudor, miedo y muerte.

 

La mayoría de ellos se rieron y bebieron, felices de haber llegado tan lejos.

Hombres que horas antes habían empujado a otros por el vacío, ahora brindaban entre sí como si fueran viejos amigos.

Gi-hun los observaba con una mezcla de asco y estupor.

Eran asesinos.

Y actuaban como si fueran celebridades.

Como si no debieran cargar con nada.

 

En el centro de la mesa, en una pequeña cuna blanca adornada con bordes dorados, su hija dormía profundamente.

Una isla de inocencia en un océano podrido.

 

Las luces bajaron un poco y los monitores encendidos a lo largo del salón mostraron el símbolo del círculo.

La decisión era clara.

 

La mayoría había votado por continuar con los juegos.

 

Uno de los jugadores alzó su copa.

 

—Por el premio... y por los caídos —dijo con una carcajada burlona.

 

Los demás se unieron al brindis.

Gi-hun tragó saliva, con la náusea subida en la garganta.

No levantó su copa.

 

En ese momento, un guardia de máscara circular se acercó con una pequeña mamila entre las manos.

La colocó en una máquina portátil que la calentó lentamente.

Luego se sentó junto a la cuna.

Con manos increíblemente delicadas comenzó a alimentarla.

 

Gi-hun lo miró con incredulidad.

No había ternura en la figura del guardia, pero sí una eficiencia silenciosa.

Y lo más importante: su hija por fin comía.

 

Solo entonces, cuando vio el rostro de su bebé relajarse, pudo llevarse algo de comida a la boca.

No sabía ni qué probaba.

Tenía la garganta cerrada, pero necesitaba energía.

Su cuerpo estaba agotado.

Tenía que estar listo para lo que fuera.

 

Las horas pasaron.

El banquete terminó.

Los platos vacíos y los vasos manchados fueron retirados al igual que la mesa. 

Los demás jugadores dormían plácidamente sobre sus camas. Como si nada hubiera pasado. 

 

Gi-hun no se movió.

Tenía a su hija al lado, dormida, con la pancita llena.

La miraba en silencio.

Y sentía el miedo crecer, crecer como una niebla densa en su pecho.

¿Y si no lo lograba?

¿Y si mañana todo se acababa?

 

Una sombra se detuvo a su lado.

Un guardia, nuevamente con la máscara triangular.

 

—Jugador 456. El líder quiere verte.

 

Gi-hun alzó la mirada, desconcertado.

 

—¿Qué?

 

—El líder lo ha solicitado. Por favor, acompáñeme.

 

Instintivamente miró hacia la cuna.

 

—No puedo dejarla aquí.

 

El guardia no dudó.

 

—A los demás jugadores se les ha prohibido acercarse a ella. El líder se asegurará de que se cumpla.

 

Gi-hun dudó.

Sus ojos pasaron de su hija dormida al rostro impasible del guardia.

Sintió cómo su corazón comenzaba a latir más rápido.

Era una orden directa.

Y, si no obedecía, ¿qué pasaría?

 

Se inclinó sobre la cuna, acarició con la yema de los dedos la pequeña mejilla cálida de su bebé.

Ella ni se movió.

 

—Papá volverá enseguida, ¿sí? —le susurró con la voz rasgada.

 

Y entonces, se levantó.

Con los músculos pesados.

Con la herida punzando en su abdomen.

Y con el alma colgando de un hilo.

 

Siguió al guardia hacia la oscuridad del pasillo.

Sin saber qué lo esperaba al otro lado.

 

 

 

El ascensor ascendía como si arrastrara siglos de peso, cada segundo una losa de concreto que se apilaba en su pecho.

 

Gi-hun estaba a punto de ver a su verdugo.

No sabía con qué se iba a encontrar del otro lado de esa máscara:

¿Un monstruo? ¿Un hombre? ¿O algo peor?

Todo lo que había perdido, todo lo que había sufrido, llevaba su rostro.

Uno que aún no conocía.

 

El ascensor se detuvo con un clic seco.

Las puertas se abrieron con lentitud.

El aire era más frío, como si incluso el clima supiera lo que estaba a punto de suceder.

 

Frente a él, una habitación casi vacía.

Las paredes se veían oscuras, el techo alto, apenas iluminado por luces tenues que proyectaban sombras largas.

En el centro, al fondo, un hombre con una máscara negra lo esperaba, sentado tras una mesa.

 

El guardia a su lado le hizo una seña.

Gi-hun no se movió de inmediato.

Sus pies pesaban.

No por miedo, sino por la rabia que lo contenía.

Por la impotencia de saber que nada de lo que dijera le devolvería lo que le arrebataron.

 

Pero avanzó.

 

Cada paso retumbó con eco en la sala.

Uno. Dos. Tres.

Con cada paso, los recuerdos lo golpeaban: el juego de cuerda, la muerte de Jun-hee, los gritos, la bebé llorando.

La herida en su costado latía con fuerza.

Pero él solo apretaba los dientes.

 

Se detuvo frente a la mesa.

 

El hombre alzó la mirada, o eso creyó Gi-hun. No podía ver sus ojos. Solo un vacío negro en la máscara.

Esa ausencia lo enfureció más.

Ni siquiera el derecho a mirarlo a los ojos.

 

—Siéntate —ordenó el hombre tras la máscara— Esto podría tomar un tiempo.

 

Su voz.

Profunda.

Controlada.

Sin un atisbo de calor humano. 

 

Gi-hun se sentó con rigidez.

Ambos estaban ahora frente a frente.

Como dos lados de una misma moneda.

La víctima y el sistema.

El que había perdido todo... y el que se lo había quitado.

 

 

Tras la máscara, In-ho lo miraba.

 

Los mismos ojos.

Los ojos que una vez lo miraron como si valiera algo.

Como si el amor aún tuviera lugar en su mundo.

 

Pero ahora esos ojos lo atravesaban.

Sin brillo.

Sin confianza.

Solo con un desprecio que dolía más que cualquier palabra.

 

Y eso lo debilitaba.

Lo hacía vulnerable.

Y esa vulnerabilidad lo enfurecía.

¿Qué derecho tenía Gi-hun a hacerlo temblar con una sola mirada?

 

 

—Tengo una propuesta para ti —dijo al fin, tratando de mantener su tono firme.

 

Gi-hun se rió, una risa sin alegría, casi amarga.

 

—¿Una propuesta? ¿En serio?

¿Después de todo lo que has hecho... ahora me vienes con propuestas?

 

—Involucra el futuro tuyo y de la bebé —añadió Frontman sin pestañear.

 

—¿Acaso tenemos un futuro?

 

La voz de Gi-hun era pura ironía.

Como un disparo disfrazado de palabras.

 

Fue entonces que Frontman sacó una daga.

Una pequeña funda dorada.

La puso sobre la mesa con cuidado, como si se tratara de un ritual.

Un gesto lento. Calculado.

 

—Acaba con ellos —dijo —Lleva este cuchillo contigo a la habitación y elimina a los jugadores que quedan. Hazlo, y tú y tu hija saldrán vivos de aquí.

 

Gi-hun parpadeó.

Su mente no procesaba lo que acababa de escuchar.

 

—¿Qué...? —murmuró —¿Qué clase de juego es este? ¿Otra de tus malditas pruebas? ¿Otra tortura para ver hasta dónde puedo romperme?

 

Frontman guardó silencio.

El aire se tensó.

 

—¿Desde cuándo te preocupas por mí? —continuó Gi-hun, sus ojos ardiendo —¿No es esto lo que tú y tus amos querían ver?¿Cómo un hombre desesperado se arrastra, mientras su bebé es devorada por la ambición de unos enfermos?

 

Silencio.

 

Y entonces, sin una palabra más...

Frontman llevó una mano a su rostro.

 

Y lentamente... se quitó la máscara.

 

El tiempo se quebró.

 

Seong Gi-hun no se dio cuenta de que había dejado de respirar.

Sus pulmones ardían y su estómago se contraía como si presintiera lo que estaba por ocurrir.

El sonido del mundo se desvaneció, reemplazado por el latido ensordecedor de su corazón.

El ascenso de la mano hacia la máscara, el roce lento de los dedos contra el borde, y el clic apenas audible cuando ésta comenzó a deslizarse...

Todo sucedía en cámara lenta.

 

Una parte de él gritaba que se detuviera.

Que no quería saberlo.

Que prefería la incertidumbre a la certeza de un rostro que pudiera destruirlo.

¿Y si no era un rostro?

¿Y si detrás de esa máscara había solo vacío, solo un monstruo sin alma?

¿Una mirada carente de humanidad?

¿Un demonio con ojos rojos y sonrisa cruel?

 

Pero era tarde.

 

Inhaló por fin.

Y luego exhaló.

 

La máscara cayó sobre la mesa.

 

Y lo vio.

 

Esos ojos.

 

Esos malditos ojos.

 

Y por un momento...un solo y eterno momento. 

 

El mundo dejó de girar.

 

La voz llegó entonces.

Serena y grave.

Cálida y cruel al mismo tiempo.

 

—Seong Gi-hun...

 

Fue como un disparo silencioso.

Una detonación dentro de su pecho.

 

El aire se le escapó.

El cuerpo le falló.

La sangre dejó de fluir por su torrente. 

 

Sus piernas se entumecieron, su garganta se cerró.

Todo él se convirtió en piedra.

 

La mente, sin embargo, no se detuvo.

Se encendió como una tormenta eléctrica, conectando todo.

 

Y entonces llegaron los flashazos.

 

Vividos, dolorosos y letales. Como un veneno al corazón. 

 

La primera noche en el motel.

Los ojos de aquel desconocido que lo miraban como si lo vieran por dentro.

El calor de sus manos sobre su piel.

El murmullo suave en su oído.

El beso en la clavícula.

La forma en que Gi-hun se sintió seguro, por primera vez en tanto tiempo.

Protegido. Querido.

 

Young-il.

 

La imagen se desvaneció.

 

Y apareció otra.

 

La máscara negra.

El hombre que disparó a Jung-bae.

El que lo observó desde las sombras.

El que lo dejó con vida solo para hundirlo más.

El que lo dejó sangrando con un bebé en brazos.

 

Frontman.

 

Las piezas encajaron todas.

Y con ese clic mental...

todo se derrumbó.

 

Sae-byeok. Sang-woo. Jun-hee. Geum-ya. Hyun-ju.

Tantos nombres.

Tantos muertos.

 

Ese hombre lo había visto todo.

Y no hizo nada.

 

No solo eso.

Estaba detrás de todo.

 

El motel.

El juego.

La cuna.

La herida.

La culpa.

 

Todo.

 

Su rostro, su voz, su piel.

Y ahora...

su hija.

 

La sangre de ese hombre latía en las venas de su bebé.

La criatura que ahora lo miraba con ojos puros. Sin saber.

 

Y algo dentro de Gi-hun se quebró.

 

"No fue real. Nada fue real"

 

Todo había sido una trampa.

Una fantasía fugaz tejida por un verdugo disfrazado de amante.

Un espejismo.

Un engaño cruel a su necesidad de afecto.

 

Su narrativa.

Su verdad.

Su refugio.

Todo había muerto.

 

Y Gi-hun...

solo podía mirar.

 

Completamente roto, completamente vacío. 

 

El silencio aún lo envolvía todo.

 

In-ho —o Young-il, o lo que fuera— lo miraba. Sin máscara. Con ojos reales. Ojos cansados. Ojos humanos.

Y eso fue lo más cruel de todo: que aún tuviera ojos humanos.

 

Gi-hun aún no podía moverse. Era como si lo hubieran desconectado del mundo.

 

Pero entonces, como una piedra lanzada en un lago en calma, la voz del otro rompió el cristal del momento.

 

—Perdóname por todo —dijo.

Y luego, más bajo, más lento, como si la culpa pesara en cada sílaba— Perdóname... por lo de Jung-bae.

 

...

 

Jung-bae.

 

Ese nombre fue un disparo.

Un nombre con sangre, con lágrimas.

Con promesas rotas.

 

Fue entonces que lo sintió.

 

El corazón acelerándose.

Las pupilas dilatándose.

Los dientes apretándose hasta doler.

 

Fue como si todo su cuerpo gritara.

Como si la única forma de sostenerse frente a ese horror fuera reaccionar con rabia.

Porque si no gritaba, si no golpeaba, si no destruía...

se desmoronaría.

 

Gi-hun se levantó de golpe.

Tomó la daga de la mesa.

La desenfundó.

 

El metal brilló bajo la tenue luz como si lo estuviera esperando.

 

Se abalanzó sobre él.

 

Lo tomó por el cuello del traje negro y lo atrajo hacia él con violencia.

 

La daga rozó la garganta de In-ho.

 

Un paso. Solo uno.

Y sería el fin.

 

—Hazlo —dijo el hombre, sin moverse, sin parpadear. Su voz era un susurro, pero no temblaba— No hay nadie que te detenga. Estamos completamente solos aquí. Pero si me matas... alguien más me reemplazará. No cambiará nada.

 

Gi-hun respiraba agitado.

La daga temblaba en su mano.

Sus ojos... estaban inundados. De odio, de dolor, de algo que no sabía cómo nombrar.

 

Y lo peor era que no podía dejar de mirarlo.

Ese maldito rostro.

El rostro que había amado.

El rostro que había odiado.

El rostro que ahora quería borrar.

 

Estaban tan cerca que respiraban el mismo aire.

 

Gi-hun sostenía a In-ho con ambas manos. Una apretaba con fuerza el cuello de su traje. La otra...

la otra temblaba mientras la daga tocaba la piel.

 

La hoja se hundió apenas un poco.

Una línea delgada de sangre apareció.

Un hilo carmesí, silencioso, íntimo.

 

Pero In-ho no reaccionó.

Ni un parpadeo.

Ni un intento por defenderse.

Solo sus ojos, clavados en los de Gi-hun, llenos de todo lo que no decía: resignación, culpa, dolor antiguo.

 

Entonces dijo algo.

Quizá fue su nombre.

Quizá un "hazlo".

Quizá un "lo siento" más.

 

Pero no importó.

Porque fue ahí, justo ahí, que el nudo de la rabia se rompió.

 

Y las lágrimas comenzaron a salir. Sin aviso.

Como si algo en su pecho hubiera cedido.

 

El temblor en su mano se volvió incontrolable.

La daga resbaló.

El filo aún presionaba, y la sangre corría más rápido,

pero no tuvo el valor de terminar.

 

No por miedo.

Sino porque no podía.

 

—No... —murmuró Gi-hun, con la garganta cerrada.

 

Y entonces lo soltó de golpe.

 

In-ho apenas se movió.

Solo se inclinó hacia adelante, como si el peso de la culpa lo empujara desde dentro.

 

La daga cayó con un sonido sordo sobre la alfombra.

Gi-hun se dejó caer en la silla, agotado, como si llevara mil años de guerra en la espalda.

Sus codos contra sus rodillas.

Las manos cubriéndose el rostro.

Y ahí, en ese gesto tan humano,

se quebró.

 

—Fuiste tú...

—Lo dijo apenas audible, con la voz rota— Todo este tiempo. Fuiste tú.

 

 

 

 

La realidad sobrepasó la fantasía.

 

Nada en sus pensamientos, por oscuros y repetitivos que fueran, lo había preparado para ese momento.

El momento en que todo se rompería.

 

Seong Gi-hun sollozaba frente a él, encorvado, con las manos hundidas en la cara y los hombros temblando.

Y él —Hwang In-ho, el hombre detrás de la máscara— solo podía mirarlo.

Como si fuera un espectador de la desgracia que él mismo había provocado.

 

Sus dedos temblaban bajo los guantes de cuero negro. El eco mudo del pasado lo atravesó como una lanza:

—"Hazlo. Acaba con ellos. Sobrevive por ella."

Palabras que se deshicieron como ceniza en su garganta.

 

Quería tocarlo.

Quería decirle algo.

Quería... pedir perdón, aunque fuera tarde.

Pero la culpa lo comía vivo, como hacía años no lo hacía. No desde ella. No desde la última vez que lo perdió todo.

 

Inclinó una mano temblorosa hacia él.

Solo un toque, un contacto.

Como si con eso pudiera devolverle algo de lo que había destruido.

Pero a centímetros de alcanzarlo, detuvo la mano en el aire.

Congelada. Inútil.

No podía tocarlo.

 

El miedo se le anudó en el pecho.

No al rechazo, no a la violencia, no a morir.

Tenía miedo de que su toque, en vez de consolar, manchara aún más lo que quedaba de Gi-hun.

Miedo de que su presencia fuera un veneno, de que su sombra fuera ya demasiado pesada para acercarse.

Él no tenía derecho.

Ya no.

 

Se quedó allí.

Callado.

Temblando.

Presenciando los escombros de algo que alguna vez —por un segundo fugaz— fue amor.

 

Gi-hun alzó la mirada.

 

Sus ojos estaban enrojecidos, marcados por la sal de las lágrimas contenidas demasiado tiempo.

In-ho lo miró... y sintió que algo dentro de él se desgajaba.

No era odio lo que veía.

No era rabia, ni siquiera furia.

Era algo mucho peor.

 

Era decepción.

 

Una decepción tan profunda, tan silenciosa, que dolía más que un grito.

Ya había visto esa mirada antes.

 

La vio una vez, cuando se quitó la máscara frente a su hermano.

Jun-ho lo miró igual.

Con ese mismo dolor silente.

Como si al revelarse, In-ho hubiera matado no solo una esperanza... sino una parte de ellos.

 

Y ahora, esos mismos ojos estaban frente a él.

Pero esta vez, era mucho peor.

 

Porque esta vez no era su hermano.

 

Esta vez era el único hombre que había logrado arrancarle un "sí" al corazón... incluso cuando creía que ya no le quedaba.

 

"Ódiame. Golpéame. Mátame si quieres...

Pero no me mires así" 

 

El silencio se volvió espeso.

Y entonces, como si el peso fuera insoportable, Gi-hun preguntó... con la voz más rota que había salido de su pecho:

 

—¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste?

 

Sus ojos suplicaban una respuesta, aunque parte de él ya sabía que nada sería suficiente.

Nada traería de vuelta lo perdido.

 

In-ho bajó la mirada por un instante.

Y al levantarla, su voz fue apenas un susurro:

 

—Aun si te lo explicara... me seguirías odiando.

 

Gi-hun rió.

Pero no era una risa genuina.

Era hueca. Dolorosa.

Una risa tan amarga que se le quebró en la garganta y se convirtió en un sollozo.

 

—¿Y qué esperas que haga con eso? —dijo al fin, con la voz tensa, como si le costara respirar— ¿Que me quede aquí escuchándote? ¿Que intente entenderte?

 

Sus ojos, aún húmedos, lo buscaron de nuevo. Pero ya no con el desconcierto de antes. Ahora solo había dolor y rabia. 

 

—Todo fue una mentira, ¿cierto? —susurró

 

Desde el primer momento.

Desde aquella noche en el motel, desde las manos que lo acariciaban como si lo conocieran... desde los besos, desde cada palabra...

Nada fue real.

 

Hizo una pausa. Su pecho subía y bajaba desordenado.

 

—¿Me estabas estudiando? ¿Era eso?

¿Fui un experimento para ver hasta dónde podías empujar a un hombre antes de romperlo?

 

Su voz se alzó, quebrada.

 

¡¿Fue divertido verme caer?!

¿Verme arrastrarme por los pasillos como un perro hambriento, llorando por las noches mientras tú me observabas desde las cámaras?

 

In-ho cerró los ojos un segundo. Sus labios temblaron apenas, pero no se defendió.

 

Gi-hun bajó la cabeza un momento. Sus hombros temblaban.

 

—¿Sabes qué es lo peor de todo esto? —dijo, sin mirarlo— que me sentí seguro contigo.

 

Levantó la vista, y su expresión era tan rota que casi no parecía humana.

 

—En medio del desastre, entre todos los monstruos... Tú fuiste el único que me hizo sentir que... —traga saliva— que no estaba solo. Que no era solo un número más.

 

Se pasó la lengua por los labios, amargos.

 

—Pero no era consuelo, ¿verdad? —añadió, con una sonrisa irónica y hueca— Era parte del diseño. Parte del puto juego.

 

Se levantó de la silla, dio un par de pasos hacia la oscuridad de la sala, y luego giró para mirarlo otra vez.

 

—Fui tu ronda especial, ¿no? —soltó con sarcasmo— Tu pequeño entretenimiento antes de volver a ponerte la máscara. Un último polvo antes de volverte completamente inhumano.

 

In-ho no dijo nada. No podía.

 

—¿Te divertiste viéndome correr por esos pasillos como un idiota buscando culpables cuando el verdadero estaba frente a mí todo el tiempo?

 

Se detuvo, la mandíbula apretada.

 

—¿Me viste llorar por Jung-bae? ¿Por Sae-byeok? ¿Por Jun-hee?

¿Te causó algún puto cosquilleo en el pecho? ¿O ya ni eso te queda?

 

 

Silencio.

Un silencio que hablaba más que cualquier defensa.

In-ho no alzó la voz. No intentó justificarse. Solo bajó los ojos, rendido.

 

—No puedo borrar lo que hice —dijo finalmente, con un hilo de voz que parecía oxidado por el arrepentimiento— Pero puedo ayudarte ahora.

 

Se acercó, y desde el interior de su abrigo sacó el cuchillo que Gi-hun había soltado antes. Lo depositó con cuidado en la mesa, como si temiera quebrar algo más frágil que el cristal.

 

—Llévatelo. Regresa a la sala... y acaba con ellos. Deguella a los jugadores mientras duermen. En silencio.

Cuando todos estén muertos, tú y la bebé serán los ganadores.

El siguiente juego no se puede jugar con solo dos personas.

Tú y ella saldrán vivos de aquí... tienes mi palabra.

 

Gi-hun lo miró. Frunció el ceño.

 

—La bebé... —murmuró— Ella es tuya... y aún así permitiste que se uniera a esto.

 

—Lo sé —admitió In-ho con una culpa que le quebró la voz— Por eso no te lo digo como una sugerencia. Te lo pido. Sal de aquí con ella. Sálvala... y sálvate tú también.

 

Gi-hun bajó la mirada hacia el cuchillo. Lo alzó con cuidado, evaluando su peso... y el de las palabras que lo acompañaban.

 

—¿Qué pasará después? —preguntó.

 

Pero lo que realmente estaba preguntando era:

¿Vendrás por nosotros? ¿Nos perseguirás? ¿Volverás a arrastrarnos al infierno contigo?

 

In-ho sostuvo su mirada. Y, por primera vez en todo ese tiempo, no hubo engaños.

 

—Una vez que termine... tú y ella serán libres.

 

"Libres", pensó Gi-hun.

Y entendió lo que quería decir.

Libres... de él. 

 

Dio un paso atrás. Luego otro.

Y cuando se dio la vuelta hacia el elevador, el aire parecía haberse congelado.

 

—Jugador 456.

 

La voz lo paralizó. No por el número, sino por la forma en que lo dijo. Suave. Íntima. Como si todavía llevara su nombre en la lengua con ternura.

 

Gi-hun no se giró. Pero tampoco se movió.

Y entonces lo escuchó.

La última bala directa al corazón.

 

 

Fue real. Esa noche... y todas las demás. Fue real.

 

—…

 

—Nunca me sentí más vivo que cuando estuve contigo.

 

El mundo dejó de girar. Pero solo siguió caminando después del golpe. 

El elevador cerró sus puertas. 

Y lo dejó solo.

Con el cuchillo.

Con la verdad.

Y con el vacío más hondo que había sentido desde que todo comenzó.

Notes:

*🧹🧹*
Soy yo recogiendo los pedazos de mi corazón roto 💔
De verdad que este capítulo ha sido el que más me ha gustado hacer. Siento que en la serie no abordaron bien esta escena, tenía muchísimo para dar y aún así lo desperdiciaron 😭😭
Les agradezco mucho por su apoyo. Quedan un par de capítulos antes de finalizar. Ahí veremos en qué termina esta historia 🙏🏻🙏🏻
Gracias a todos 💕

Chapter 7: Más allá del noveno círculo

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Gi-hun entró a la sala con pasos lentos, casi arrastrados, el cuchillo se balanceaba sobre sus dedos.

La tenue luz que colgaba del techo proyectaba sombras largas sobre el suelo, como si incluso el espacio quisiera alargarse un poco más antes del final.

 

Su mirada fue directa a la cuna.

Ahí estaba.

Su hija dormía, impasible como un ángel olvidado por la tormenta.

Con las manitas cerradas y el rostro sereno, como si ignorara que el mundo ardía alrededor suyo.

Gi-hun sintió que el corazón se le encogía al verla. Esa calma, esa inocencia. ¿Cuánto tiempo podría protegerla?

¿Sería capaz de mancharse las manos con sangre, una vez más, solo para que ella viviera?

 

Alzó los ojos, como si supiera que, desde alguna parte, alguien lo observaba.

Y ahí estaba la cámara.

Oculta con un punto rojo parpadeante.

Él lo sabía. In-ho estaba mirando.

Ese hombre. Ese enigma.

Su salvador y su verdugo.

Aquel que lo había roto y tocado en la misma vida.

 

Por un instante, lo miró fijo, como si pudiera atravesar el lente y clavarle la mirada en el pecho.

 

"¿Esto es lo que quieres?" pensó.

"¿Esto esperas de mí?"

 

Giró sobre sus pasos y caminó hacia el rincón donde dormía el jugador 100.

Viejo, exhausto.

Su rostro sereno no tenía idea de cuán cerca estaba de dejar de respirar.

 

Gi-hun se agachó.

Levantó el cuchillo.

Apuntó al cuello.

 

Un movimiento.

Solo uno.

Y todo acabaría.

Él y su hija vivirían. Saldrían de ese infierno. 

 

Pero entonces...

La voz.

 

"No lo hagas... tú no eres esa clase de persona"

 

Susurró la memoria, con el rostro de Sae-byeok.

Su mirada dura, pero honesta.

Llena de fe en algo que él mismo no veía.

 

"Sigo pensando que vino aquí para salvarnos a todos" 

 

Le dijo Geum-ja, aún con los labios partidos por la fatiga.

Una mujer derrotada... que aún creyó en él.

 

"¡Usted debe sobrevivir! ¡No sacrifique su vida por alguien que ya no tiene salida!"

 

Gritó Jun-hee antes de saltar hacia el abismo.

 

Y fue entonces.

El cuchillo tembló en su mano.

La garganta se le cerró.

Sintió el olor de la sangre.

El sonido de la lluvia cayendo como metralla.

El sabor amargo de la pérdida.

El eco de nombres susurrados en su mente.

Ojos que se cerraron para siempre.

Promesas rotas.

Vidas apagadas.

 

No.

No podía hacerlo.

 

No podía ser un monstruo.

No podía traicionarlos.

No podía traicionarse a sí mismo.

 

Con un gesto suave, retiró el cuchillo del cuello dormido del jugador 100.

El anciano ni siquiera se movió.

Siguió respirando, ajeno al abismo al que había estado a punto de caer.

 

Gi-hun se levantó.

Caminó de vuelta, la hoja estaba todavía en su mano, pero ya sin fuerza para usarla.

 

Se detuvo frente a la cuna y la miró.

 

Ahí estaba ella.

Su hija.

Lo único que el juego aún no le había arrebatado.

La única luz que quedaba en medio de tanto fuego.

 

Y entonces lo supo.

 

No mataría por ella. Viviría por ella.

Y moriría por ella, si tenía que hacerlo.

 

Porque ese era él.

Y eso... no se lo podían quitar.

 

 

En la oscuridad de la sala de vigilancia, In-ho se encontraba sentado, con el cuerpo rígido y el alma hecha trizas. Frente a él, las múltiples pantallas mostraban cada rincón del infierno que él mismo administraba, pero sus ojos solo estaban fijos en uno: en él.

En ese hombre que, minutos atrás, estuvo sentado justo donde él estaba ahora, mirándolo como si por fin hubiera encontrado la raíz de todo su dolor.

 

Sostenía un vaso de whisky entre los dedos enguantados, aunque hacía rato que el líquido se había entibiado. El alcohol no hacía efecto. Lo único que sentía era el temblor sordo en el pecho... y el nudo insoportable en la garganta.

 

Vio a Gi-hun caminar con el cuchillo en la mano, y su cuerpo entero se tensó.

¿Sería capaz de hacerlo?

¿De cruzar esa línea?

¿De mancharse por amor del mismo modo que él lo hizo, años atrás, por desesperación?

 

Recordó sus propias manos, temblorosas, agarrando un cuchillo parecido. Recordó los rostros... tantos rostros.

El olor penetrante de la sangre,

el silencio previo a un grito,

la mirada vacía de quienes sabían que no saldrían.

Ese día, algo dentro de él se rompió para siempre. Algo que ni el poder, ni el alcohol, ni la máscara pudieron reparar jamás.

 

Pero Gi-hun...

 

Él se detuvo.

 

No lo hizo.

No cruzó la línea.

No se convirtió en él.

 

Y en ese instante, algo se removió dentro de In-ho.

Un espasmo de alivio.

Un peso que dolía más que cualquier castigo.

Los ojos se le humedecieron, pero no se atrevió a parpadear.

Lo observó con la reverencia de quien presencia algo sagrado.

Ese hombre que había amado, ese hombre que lo había desafiado, que lo había odiado...

Era mejor que él.

Siempre lo fue.

 

Pero ahora, su vida y la de su hija —la hija de ambos— colgaban de un hilo.

 

Y aunque no lo supiera aún, ese hilo pasaba por sus manos.

Las de In-ho.

Y no sabía... si esta vez tendría el valor de hacer lo correcto.

 

 

 

Al amanecer (o lo que parecía serlo en ese lugar sin tiempo), Gi-hun seguía despierto.

 

El silencio lo envolvía como una sábana húmeda, mientras sus ojos, cansados y rojos, no se apartaban de su hija dormida. Su pequeño pecho subía y bajaba con cada respiración tranquila, ajena por completo al infierno en el que había nacido.

 

No pudo dormir. Ni un segundo.

 

No por la incomodidad de la cama dura, ni por el cuchillo que aún llevaba escondido.

Fue el miedo.

El miedo a cerrar los ojos y perderla.

El miedo a que esa madrugada fuera su última.

 

Por un instante se preguntó si él también estaría despierto. Frontman.

No... Young-il.

Aunque, ¿realmente ese era su nombre? ¿O incluso en eso le había mentido?

 

"No sé cómo te llamas," pensó, con los dientes apretados. "Y aún así... te quise."

 

Las luces se apagaron, una señal. Luego se encendieron de nuevo, más intensas. Un par de guardias enmascarados entraron con paso firme. Uno habló, con esa voz hueca de los que ya no sienten nada:

 

—El juego final comenzará en breve. Prepárense.

 

Gi-hun asintió en silencio, acarició la frente de su hija con la yema de los dedos, y la tomó en brazos.

 

Fue al baño por última vez, como si ese acto simple tuviera algo de ritual, de despedida.

Encendió la tenue luz y se sentó en el suelo, acunándola.

 

Con cuidado, le cambió el pañal como ya lo había hecho tantas veces, con manos hábiles y suaves. La bebé abrió los ojos apenas un poco, como si intuyera la gravedad de ese instante.

Gi-hun se desabrochó la camisa con un suspiro y la amamantó.

 

El calor de su cuerpecito, el sonido de su succión tranquila, el pequeño manoteo de sus dedos...

Fue entonces cuando se quebró.

 

Las lágrimas cayeron sin aviso, en silencio, empapando su rostro.

Como si ese momento lo desbordara.

Como si su cuerpo comprendiera antes que su mente, que aquello podía ser el final.

Como si al mirarla, al sentirla tan cerca, supiera que estaba grabando cada segundo en la memoria por si no podía volver a vivirlo.

 

Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, respiró hondo, y se abrochó la camisa de nuevo.

 

Salió.

Los guardias ya esperaban.

 

Sin una palabra, lo escoltaron fuera, a él y a su hija.

El juego final estaba a punto de comenzar.

 

Nueve jugadores quedaban.

Pero solo dos de ellos seguían siendo humanos.

 

El silencio era espeso cuando los jugadores fueron guiados hacia la sala del juego final. Ya no quedaban máscaras que fingieran inocencia, ni necesidad de sonrisas. Cada hombre ahí caminaba como un depredador, vestido con un traje fino, impecable, como si estuvieran listos para asistir a su propia coronación. Algunos reían entre dientes, otros caminaban con el mentón en alto. Se creían invencibles.

 

Gi-hun no decía nada.

 

Llevaba a su hija en brazos, envuelta entre la manta, tan ligera y cálida como una promesa. Su cuerpo dolía, pero su alma pesaba aún más. Caminaba en silencio, con los labios sellados y la mirada clavada al frente. No había lugar para palabras. Solo pasos que lo llevaban más cerca del fin.

 

Las puertas se abrieron con un gemido metálico y, por primera vez, el escenario del juego final fue distinto. Ya no había colores vivos, ni formas infantiles disfrazando la brutalidad. No. Esta vez todo era concreto, acero y vacío.

 

Frente a ellos se alzaban tres torres:

 

Una de base cuadrada, fría y sólida.

 

Otra de base triangular, como una advertencia en sí misma.

 

Y una última, la más alta, con una base circular perfecta, como un ciclo que se cierra.

 

Los jugadores apenas intercambiaron miradas. Sabían que no todos bajarían de ahí.

 

Un guardia indicó que subieran al elevador. Estaba en la torre cuadrada. Era angosto y sin barandales. Uno a uno fueron entrando. Gi-hun se subió al final, con la bebé bien sujeta entre sus brazos. Sentía cada sacudida del ascensor en el pecho, como si fueran las campanadas de un reloj que ya casi marcaba su hora.

 

 

 

Detrás de esas cámaras, detrás de esos espejos negros y oscuros, In-ho lo estaba viendo. De eso no había duda. Y eso lo hizo apretar más a su hija contra su pecho.

 

En la sala privada, oculta por múltiples pantallas y humo de puros encendidos, los VIPs observaban el desarrollo con una emoción infantil y perversa.

 

—Miren al número 456 —dijo uno de ellos, riéndose entre sorbos de whisky— Parece que estoy observando un documental de National Geografic. Una madre leona protegiendo a su cachorro de las hienas. 

 

—¿Creen que llegue a la segunda ronda? —soltó otro, con sorna— Aunque si muere, yo quiero su traje. Seguro la bebé no llora tanto si lo pongo en mi colección.

 

Las carcajadas llenaron la sala.

Pero In-ho no se rió.

 

Frente a la pantalla central, su figura permanecía quieta. Sentado, máscara de líder puesta, guantes apretados sobre el borde del sillón. Pero por dentro...

 

Por dentro estaba ardiendo.

 

El corazón le martillaba en el pecho.

Lo estaba viendo.

A Gi-hun.

Subiendo como una sombra al patíbulo.

Con esa criatura diminuta entre los brazos.

Con la espalda recta, con la cabeza alta, como si fuera más que todos ellos juntos.

Como si aún creyera en algo.

 

Y de pronto, le dolió.

Le dolió no estar allí.

Le dolió haberlo empujado a ese punto.

Le dolió amarlo de la única manera en que sabía: tarde.

 

El metal del ascensor chirrió al detenerse. Las puertas se abrieron con un gemido seco, y frente a ellos, se alzaba una plataforma áspera, tosca, construida con placas de concreto sin pulir, barandales oxidados y vigas a la vista. Nada de colores brillantes. Nada de juegos infantiles. Era la realidad desnuda: brutal, fría, sin promesas.

 

Gi-hun bajó primero. Apretaba con fuerza el cuerpo tibio de su hija contra su pecho, envuelta en la camisa que llevaba desde hacía días. Ella dormía profundamente, como si el infierno que se desplegaba a su alrededor no pudiera tocarla. 

 

"Ojalá nunca lo haga", pensó.

 

Dio unos pasos, los jugadores restantes lo seguían. Algunos con calma, otros con sonrisas torcidas. Había algo en sus ojos que él reconocía. Algo que había visto antes, años atrás... en la última ronda. En los ojos de Sang-woo.

 

"Jugadores, el juego final se llama: El juego del calamar en las alturas. Uno o más jugadores deberán ser tirados de la torre durante el tiempo establecido. Al presionar el botón rojo, el juego comenzará. Tienen quince minutos."

 

Gi-hun tragó saliva. Otra vez lo mismo, pensó. Otra vez el reloj, la presión, la moral retorcida convertida en espectáculo.

 

Las torres se alzaban como deidades crueles. Cuadrado, triángulo, círculo. Un orden, un ciclo. Primero, una víctima. Después, los buitres.

 

Miró a los demás. Todos sabían quién sería el primero: jugador 125, el más débil, el más tembloroso, con las pupilas dilatadas y los dientes castañeando de ansiedad.

 

—No... no me tiren, por favor... yo puedo ser útil... puedo...

 

Sus palabras se perdieron entre las disculpas falsas los otros. Gi-hun quiso decir algo, pero la voz no le salió. ¿Qué podía decir? Él también sabía que no podían detenerlos. Sabía que si abría la boca, si intentaba proteger al otro, él y su hija serían los siguientes.

 

Giró el rostro. No quería verlo. Pero lo escuchó. Un grito cortado. Un golpe seco contra el concreto, muy abajo.

 

Silencio.

 

La muerte ya había cobrado a su primera víctima.

 

Gi-hun cerró los ojos con fuerza. De pronto, el pasado regresó como una puñalada. Vio a Sang-woo, acostado en la arena frente a él, con la mirada vacía y la sangre brotando de su cuello. Recordó cómo las gotas le salpicaron la cara, cómo la victoria se sintió como un castigo.

Había ganado. Había sobrevivido. Pero nunca se sintió más muerto que ese día.

 

Abrió los ojos, con la respiración entrecortada. La bebé se removió levemente en su pecho, como si pudiera sentir el temblor de su corazón. La apretó más fuerte.

 

Y entonces, levantó la mirada.

 

Una cámara estaba ahí, roja, observando desde lo alto.

Sabía quién estaba detrás. Sabía que él lo estaba viendo.

 

"¿Estás viéndonos? ¿Estás viéndola a ella? ¿Estás viéndome temblar como en aquel día?"

 

Gi-hun no dijo nada en voz alta, pero sus ojos lo dijeron todo.

Dolor. Ira. Desesperación. Un rugido contenido en el pecho de un hombre que ya no tenía a nadie... excepto a ella.

 

La primera ronda había terminado.

Y él sabía que lo peor aún no comenzaba.

 

Un sonido metálico rompió el silencio.

 

Un puente angosto y oxidado se deslizó entre la torre cuadrada y la triangular, como un hilo débil conectando dos vértices del infierno. El grupo cruzó en fila, uno tras otro. Algunos con los hombros tensos, otros mirando hacia abajo, tal vez esperando que alguien cayera por error.

 

Gi-hun fue el último en cruzar. Llevaba a su hija envuelta en la camisa, pegada a su pecho. El sudor le resbalaba por la frente, el corazón golpeaba como un martillo. Sabía que esta ronda sería distinta.

 

Y lo fue.

 

Apenas llegaron a la cima, los murmullos comenzaron.

 

—Tiene que ser ella —dijo el jugador 203— No puede seguir con nosotros. No tiene lógica.

 

—Es solo una cría —murmuró otro— Ni siquiera entiende lo que pasa. No sufrirá.

 

—Podrás tener otra. Después de ganar. Esa niña es solo un lastre ahora.

 

Gi-hun no respondió. Solo los miró. Uno por uno.

Como si tratara de grabar sus rostros, sus voces. Como si esos segundos fueran los últimos que les permitiría vivir.

 

—No voy a entregarla —dijo con un tono seco, firme—. No me importa si tengo que saltar con ella, pero no voy a entregarla.

 

Los jugadores se miraron entre ellos. El ambiente se tensó como un cable a punto de romperse.

 

Y entonces... clic.

 

El botón rojo fue oprimido por el jugador 203. La cuenta regresiva comenzó a sonar, como un eco siniestro.

 

15 minutos.

 

—¡Ya basta! —gritó el jugador 336, y se lanzó hacia Gi-hun— ¡Entrégala!

 

Fue rápido. Gi-hun retrocedió, protegiendo el cuerpo de su hija con un giro de hombros. La bebé empezó a llorar, confundida por el movimiento y el griterío. El hombre intentó tomarla, tironeando de la tela que la envolvía, mientras los demás observaban la escena con hambre, con juicio, con apatía.

 

Pero Gi-hun sacó el cuchillo. El mismo que In-ho le había dado. Y lo levantó con decisión, apuntando directamente al pecho del otro.

 

—¡Aléjate de ella! —gruñó.

 

Sus ojos eran fuego. Su brazo, acero.

336 se detuvo. Dudó. Ese no era el mismo hombre tembloroso de la primera ronda.

Este era un padre.

 

Y entonces, una voz cortó el momento:

 

¡¡Hazte a un lado!!

 

Era el jugador 333.

 

Gi-hun reaccionó por instinto. Se apartó, y un segundo después, un tubo metálico golpeó a 336 directo en el estómago. El impacto lo lanzó al vacío. El grito del jugador desapareció entre las estructuras de concreto, ahogado por el golpe final contra el suelo.

 

Silencio.

 

La ronda había terminado.

 

333 había quebrado la alianza de los depredadores al lanzar al jugador 336 al vacío.

 

La bebé estalló en un llanto agudo, con su cuerpecito temblando entre los brazos de Gi-hun. Él, reaccionando por puro instinto, levantó el cuchillo hacia el alfa que acababa de intervenir.

 

—Tranquilo —dijo 333, con las palmas abiertas— Estoy de tu lado.

 

El resto de los hombres lo miraba con rabia y desconcierto. En aquella torre triangular, la humanidad se había esfumado; el escenario no era distinto a una selva donde solo el más fuerte vivía. Donde el más útil sobrevivía.

 

—¡Hijo de perra! —escupió el jugador 203— ¡¿Este era tu plan todo este tiempo?!

 

—¡Tranquilos todos! —intervino el jugador 100, el anciano, con una voz áspera—. Ya eliminamos a uno. No hay por qué pelear... decidamos al azar quién será el siguiente.

 

333 lo miró con sospecha.

 

—¿Al azar? Somos dos contra cuatro. ¿De verdad creen que harán algo justo?

 

—¡¿Tú hablando de justicia?! —vociferó el 039— ¡Tú propusiste eliminar a la bebé primero! ¡¿Qué pasó con eso?! ¡¿Ya no era tan prescindible para ti?!

 

Gi-hun miraba en silencio, apretando los dientes, sintiendo la sangre burbujearle en las venas. No entendía qué pretendía 333. Un gesto protector no era suficiente para fiarse de alguien.

Ese alfa... su aroma tenía sangre, engaño, desesperación. Lo había olido antes.

Sang-woo también olía así.

 

—Yo solo... —dijo 333, con voz baja— Solo estoy tratando de proteger a la niña.

 

Todos se quedaron en silencio. El joven se giró lentamente hacia Gi-hun, que seguía tratando de calmar el llanto desesperado de su hija.

 

—Ella... es mi hija.

 

Un escalofrío recorrió la habitación.

Todos palidecieron.

 

A metros de ahí, en el salón de los VIPs, las reacciones no tardaron:

 

—¿¡Qué demonios?! —exclamó uno de ellos, escupiendo el whisky— ¿¡333 es el padre de la bebé de 456!?

 

—Vaya... eso sí es perturbador —murmuró otro— La familia completa en el show. ¡Brillante!

 

—¿333 y 456? eso es difícil de imaginar. Él es demasiado joven para él —comentó la mujer alfa de la máscara felina— Pero bueno... 456 no está nada mal.

 

—Esto ya parece un reality show familiar —bromeó otro con sorna— Traer a 456 fue lo mejor que han hecho desde el primer ciclo.

 

En medio de las risas y murmullos, In-ho no dijo nada.

 

Parado, con el rostro oculto por la máscara negra, sus ojos estaban fijos en el escenario.

Sus manos, apretadas sobre sus guantes de cuero.

 

In-ho sabía la verdad.

 

Él era el padre de esa bebé.

Él fue quien la sintió moverse por primera vez en el vientre de Gi-hun cuando los juegos iniciaron. 

Él fue quien estuvo ahí, en esa noche callada, cuando todo comenzó.

Él fue quien soñó (aunque nunca lo admitiría) con tener un nuevo comienzo.

 

Y ahora, otro, un niño insolente, con el descaro pintado en la boca, se colocaba ese título sin haber hecho nada para ganarlo.

Y sin embargo, todos lo creían.

 

"Mi hija", había dicho. Tan fácil. Tan suelto.

Y todos aplaudían.

 

In-ho sintió algo estallarle en el pecho.

Celos.

Rabia.

Un fuego contenido que se arrastró por sus venas con el mismo ardor con el que alguna vez lo miró Gi-hun.

 

Él debía estar ahí.

Él, no ese niño.

Protegiéndolos a ambos, cuidando a su hija... a su hija.

Y si él estuviera en esa torre, habría destrozado a todos y cada uno de esos bastardos con sus propias manos.

No dejaría que ninguno tocara siquiera un mechón de su cabello.

 

Pero no lo estaba.

 

Estaba atrapado.

Detrás de una máscara.

En una jaula invisible que él mismo ayudó a construir.

 

Las manos apretadas contra la tela del pantalón.

Los dientes mordiéndose por dentro.

El pecho subiendo y bajando como un animal herido.

 

Y aún así, no se movía.

No todavía.

 

Pero algo dentro de él estaba temblando, palpitando.

Una presión brutal que empujaba contra su voluntad.

 

 

 

En la torre, Gi-hun se giró hacia 333 con los ojos entrecerrados.

 

—¿Por qué dijiste eso? ¿Por qué mentiste?  —le susurró con enojo contenido.

 

—Solo estoy tratando de protegerlos —contestó 333 con aparente sinceridad —Jun-hee y yo...íbamos a tener un hijo. Pero no pude protegerla, a ambos. Y ahora los dos están muertos. 

 

Todo cobró sentido, las miradas, las conversaciones entre ambos. Ese alfa era el responsable del vientre abultado de la chica, del hijo que jamás vio la luz. A Gi-hun se le revolvió el estómago y se le hizo un nudo en la garganta. ¿Era por eso que lo protegía? ¿Porque él y su pequeña le recordaban a lo que perdió?

 

Sea como sea, no podía confiar.

 

Gi-hun lo miró por unos segundos más, y dijo con el tono grave de quien ha perdido la fe en todo:

 

—No necesito que me protejas.

 

 

El jugador 039 yacía en el suelo, hecho un trapo humano, sangrando desde la boca, la ceja y las costillas. Su respiración era un hilo.

Los demás no paraban. Lo golpeaban como si no fuera más que un saco de carne. Una herramienta para su propia supervivencia.

 

—¡Hemos encontrado una solución! —gritó el jugador 100, sonriente, el traje manchado de sangre ajena—. ¡Lo golpearemos hasta que no pueda levantarse, lo arrastraremos hasta la siguiente torre y lo tiraremos! ¡Así nadie se ensucia las manos más de la cuenta! ¡Todos ganamos!

 

La violencia era casi un espectáculo. Como hienas sobre un cadáver.

 

Gi-hun apretó a su hija contra su pecho. El llanto de ella parecía romperle algo dentro. Bajó la mirada, tembloroso, y entonces tomó una decisión.

Se agachó, la acomodó en el piso, entre dos sacos de lona que había en la esquina. La cubrió con su chaqueta, la besó en la frente.

 

Luego se levantó con el cuchillo en mano.

 

—¡Basta! —rugió, avanzando hacia el grupo de depredadores—. ¡¡Deténganse!!

 

El jugador 203 se volvió hacia él, furioso, sudoroso, con los puños manchados de sangre.

 

—¿¡Entonces cuál es la maldita solución, eh!? ¿¡Quieres ser tú el sacrificio!?

 

Gi-hun no titubeó:

 

—Cualquiera menos esa.

 

Silencio. Tensión.

Y en un segundo... estalló el caos.

 

Todos se lanzaron al cuello de todos. Nadie confió en nadie.

Puños volaron. Gritos. Rodillazos. Un cuchillo cortando el aire.

 

Gi-hun sintió que su humanidad colgaba de un hilo. Pero ya no se trataba de él.

 

—¡Por ella! —gritó hacia su propia alma mientras hundía el cuchillo en el abdomen del jugador 203.

 

Sangre. Calor. Respiraciones cortadas.

El jugador 353 intentó escapar. Pero 333 ya lo había alcanzado.

Un solo golpe con el tubo, y lo lanzó al vacío.

 

Uno menos.

 

El jugador 100, ahora solo, observó cómo todo su pequeño imperio se había desmoronado. Su máscara de calma cayó. Rugió como un animal herido, y 333 lo empujó con furia al borde. No hizo falta más.

Cayó también.

 

El silencio quedó interrumpido solo por los sollozos del jugador 039, aún vivo, arrastrándose en el suelo como una sombra.

 

—No quiero morir... no me maten... —lloraba, con la voz rota, los huesos cediendo.

 

333 se arrodilló frente a él, tratando de calmarlo.

 

—Escucha... solo quédate quieto. No tienes que saltar. Ya casi terminamos. Quédate.

 

Pero el jugador 039 alzó la mirada y vio los ojos de Gi-hun.

Y supo. Supo que si se quedaba, no saldría vivo.

Y entonces... se dejó caer.

 

El último sacrificio.

 

Solo quedaron tres en pie.

 

El jugador 333, con la mirada afilada.

El jugador 456, abrazando a su hija.

Y la niña, esa pequeña inocente, que no entendía nada, pero cuyos ojos contenían todas las razones del mundo para seguir luchando.

 

Y arriba, en la torre, alguien apretaba los puños tan fuerte que la sangre ya se le marcaba en las palmas.

 

La compuerta de acero se abrió, revelando el puente que conectaba con la torre circular.

El final del juego.

 

El jugador 333 fue el primero en moverse. Cruzó con pasos rápidos y nerviosos.

Llegó al tubo de acero del centro y, antes de que Gi-hun pudiera siquiera avanzar, lo levantó y lo bloqueó delante suyo.

Una barrera. Una sentencia.

 

—No pasarás —gruñó—. Dame a la bebé.

 

Gi-hun retrocedió medio paso, instintivamente la acurrucó más contra su pecho.

 

—¿Qué...? ¿Qué estás haciendo?

 

—Dámela —repitió 333, la voz trémula pero firme—. No me arriesgaré a que llegues. Tú no entiendes... si pasas tú, no tendré oportunidad.

 

Gi-hun lo miró con incredulidad. Su corazón palpitaba en su garganta.

 

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? Si yo no paso... tendrás que tirarla a ella.

 

—Lo sé.

 

Una pausa.

 

—¿Estás dispuesto a quitarle la vida a una bebé con tal de ganar dinero?

 

—¡No entiendes nada! ¡Tú ya lo tuviste todo! —espetó 333, los ojos desquiciados— ¡Tuviste a alguien que te amó, una hija, una segunda oportunidad! Yo no tengo nada. ¡Ella es mi única oportunidad!

 

—¡Ella no es tuya! —escupió Gi-hun, los ojos inyectados en furia.

 

El tiempo estaba corriendo. La compuerta que unía las torres comenzaba a retraerse lentamente.

Segundos... solo segundos antes de que se sellara y los encerrara ahí para siempre.

 

—Jun-hee no hubiera querido que hicieras esto —dijo Gi-hun, casi suplicando, intentando tocar lo poco humano que pudiera quedar en él.

 

Y entonces, 333 escupió lo peor.

 

—¡Eso no importa! ¡Está muerta!

¡Si no hubiera elegido conservar a ese maldito bebé... seguiría viva!

 

Silencio.

 

Como si el mundo entero se hubiese paralizado.

La compuerta seguía cerrándose.

Gi-hun miró a su hija. Luego lo miró a él.

Y supo... ese chico ya no estaba salvando a nadie. Solo se estaba devorando a sí mismo.

 

Su ambición.

Su dolor.

Su odio.

 

Todo le había convertido en un monstruo.

 

Las risas de los VIPs eran ruido blanco.

Las luces, el lujo, el alcohol caro... todo parecía burlarse de él.

Porque en la pantalla, el infierno se abría paso.

Y él no podía hacer nada.

 

O eso se decía.

 

Gi-hun sostenía a la bebé como si todo el universo dependiera de sus brazos.

Y quizás era cierto.

Ese momento, ese segundo... podía quebrarlo todo.

 

In-ho observaba.

 

Frente a él, el jugador 333 bloqueaba el camino, el arma en alto, gritando exigencias, exigiendo a la niña.

Y Gi-hun... su Gi-hun... en un rincón sin salida.

 

La mandíbula de In-ho se tensó bajo la máscara.

Sus manos estaban apretadas en puños, los guantes de cuero crujieron.

 

"Muévete", se decía.

"Haz algo."

 

Pero no se movía.

No todavía.

 

Una parte de él gritaba que esa era la regla del juego.

Que intervenir lo arruinaría todo.

Que así es como debía ser.

 

Pero la otra... la otra parte estaba sangrando.

 

Debería estar ahí.

Él. No ese mocoso.

 

Él debería estar protegiéndolos.

Debería ser su escudo, su refugio.

 

Pero estaba atrapado en este rol de verdugo con máscara.

 

Una carcajada entre los VIPs le hizo girar el rostro.

Uno de ellos hizo un comentario burdo sobre la "lucha de padres por la custodia".

 

Y eso fue suficiente.

 

Se levantó.

 

Sin palabra alguna, dejó la copa en la mesa y salió del salón.

No miró a nadie. No saludó. No se detuvo.

 

Caminó.

 

Los pasos resonaban en los pasillos vacíos, rápidos, decididos.

 

¿A dónde iba?

 

Quizá a la sala de control.

Quizá a observar de cerca.

Quizá a detenerlo todo.

 

Nadie lo sabía.

Ni siquiera él.

 

Solo sabía que ya no podía mirar y quedarse quieto.

 

Y por primera vez en mucho tiempo,

no sabía qué haría a continuación.

 

—Me sacrificaré —dijo Gi-hun con voz baja, sosteniéndola como si fuera cristal.

—Pero no le hagas daño a ella. Por favor.

 

Con manos temblorosas, envolvió el pequeño cuerpo de su hija con su suéter, ajustándola con firmeza al tubo de metal. El tiempo se acababa. Con un último beso en la frente, la sostuvo por un instante más.

 

—Cuídala... aunque sea por este momento —le susurró, sin mirarlo a los ojos, mientras se la entregaba al jugador 333.

 

Este asintió y caminó hacia la torre del círculo con la bebé en brazos.

 

La compuerta comenzaba a cerrarse.

 

Pero entonces, Gi-hun corrió.

 

Y saltó.

 

El impacto fue brutal. Sus manos lograron sujetarse al borde. Trepó con esfuerzo, rasgándose los dedos, hasta caer de rodillas sobre la superficie de concreto.

 

El jugador 333 dio un paso atrás, sorprendido y enfurecido.

 

¡Dijiste que te ibas a sacrificar! —espetó.

 

—Y no lo haré. Porque no lo mereces —contestó Gi-hun, con una rabia seca en los ojos, sin miedo.

 

Y entonces comenzó la pelea.

 

No fue una lucha limpia.

Fue salvaje.

Cruda.

Primitiva.

 

Como si dos animales estuvieran peleando por comida, por sangre, por el último rincón de vida en la Tierra.

 

Golpes. Patadas. Gritos ahogados.

 

Pero el jugador 333 comenzó a perder.

 

Y entonces, retrocedió.

 

Arrastrándose sobre el concreto hasta alcanzar a la niña.

 

La alzó.

 

Y se paró al borde de la torre.

 

—¡¡Hazte hacia atrás!! —gritó con los ojos inyectados, la respiración rota.

—¡Te lo juro que la tiro! ¡No me importa!

 

Gi-hun se quedó inmóvil.

El cuchillo temblaba entre sus dedos.

 

—No... por favor... Ella no —dijo, y la voz se le quebró —Es todo lo que tengo...

 

El alfa frente a él ya no era humano.

Sus ojos vacíos, la baba en la comisura, los músculos tensos.

Parecía una hiena herida, rabiosa, al borde del colapso.

 

El silencio cayó.

 

La bebé sollozó suavemente, sin entender el abismo bajo sus pies.

 

Y Gi-hun, con el corazón expuesto en la mirada, solo pudo repetirlo:

 

—Por favor...Ella no.

 

 

Los ojos del jugador 333 eran un abismo lleno de rencor. Ya no quedaba piedad. Ni lógica.

Solo rabia.

 

Con un movimiento brusco, alejó a la bebé del borde del abismo y la dejó sobre el suelo, como si fuera un objeto sin valor. No lo hizo por remordimiento.

Lo hizo porque quería matar.

Y su objetivo era claro: Gi-hun.

 

Se lanzó sobre él como un depredador.

 

Ambos cuerpos chocaron contra el concreto, y el sonido seco de la espalda de Gi-hun al impactar contra el suelo lo hizo ver estrellas. Sintió que algo dentro de él crujía.

Pero no se detuvo.

 

Ya no estaba pensando.

Estaba reaccionando.

La rabia lo gobernaba. La furia.

La imagen de su hija al borde del vacío, la crueldad de ese niño con piel de hombre, todo explotó dentro de él.

 

Golpes. Rodillazos. Garras humanas.

 

Forcejearon como animales salvajes en una jaula sin barrotes.

 

Y entonces ocurrió.

 

Un mal paso.

Un mal agarre.

Y ambos cayeron.

 

El vacío los reclamó.

 

Hubiera sido el final.

Hubiera sido la muerte compartida.

Pero Gi-hun, en el último segundo, logró aferrarse a una barandilla suelta, oxidada y quebradiza.

 

Colgaba.

Y junto a él, el peso del jugador 333.

 

Podía soltarlo.

Podía terminarlo todo.

 

Pero no lo hizo.

Porque él no era así.

Nunca lo fue.

 

Lo sostuvo con todas sus fuerzas, el rostro desencajado, el cuerpo al límite.

El jugador 333 lo miró, y por un solo segundo, en medio de la sangre y la derrota, sus ojos cambiaron.

 

Una chispa.

Un instante de arrepentimiento.

La expresión de quien se da cuenta, al final, que todo fue en vano.

 

Y entonces, la tela se rompió.

 

El agarre cedió y el cuerpo de 333 cayó.

Y finalmente, la muerte reclamó a su última víctima. 

 

— Jugador 333, eliminado. 

 

Gi-hun apenas logró subir de nuevo, con los músculos gritando y las manos partidas.

 

Gateó, se arrastró, hasta llegar a ella.

 

La pequeña lloraba. Confundida.

 

Asustada.

Pero viva.

 

La abrazó.

Como si abrazarla pudiera detener el derrumbe del mundo.

Como si su cuerpecito fuera la única llama encendida en el invierno de su alma.

 

Y entonces lo vio.

 

El botón.

 

Rojo.

Intacto.

 

El reloj nunca se había puesto en marcha.

 

El sacrificio no había contado lo cual significaba que la ronda nunca había empezado.

 

Ahora uno de los dos tenía que morir.

 

Y el infierno volvía a comenzar.

Notes:

Hola a todos. Espero que se encuentren bien, lo siento por no actualizar en varios días. Estuve ocupada con lo de mi graduación pero aquí estoy de nuevo.
Espero que les guste este capítulo y trataré de ser más constante (aunque de hecho solo queda un capítulo más y termina la historia)
Gracias por la paciencia y también por el apoyo 💕
(PD: desde ahora digo que no me hago responsable de corazones rotos y lagrimas derramadas por el siguiente capítulo. Solo digo…😀)

Chapter 8: Parte 1: Un hombre que solía llamarse Hwang In-ho

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

"Todo terminaría donde una vez comenzó."

 

Los años habían pasado.

Las hojas de los árboles se habían marchitado y vuelto a nacer.

El dolor, aquel que una vez desgarró su pecho como una tormenta, se había convertido en un deseo silente de justicia.

Pero en ese lugar...

El tiempo jamás avanzó.

 

El aire seguía siendo el mismo:

Denso, espeso, con el sabor oxidado de la sangre y la desesperanza humana.

El suelo aún olía a muerte.

Y ese eco antiguo —el del sufrimiento colectivo— todavía habitaba entre las paredes.

 

¿Había dado vueltas en círculo todo este tiempo?

¿Acaso su destino siempre fue regresar, condenado desde el principio a terminar aquí...?

Derrotado no por una bala, ni por una trampa,

sino por algo peor:

Una fuerza mayor a la bondad misma.

 

Ese lugar le había arrebatado todo.

Ganó dinero. Sí.

Pero nunca la paz.

Los días eran colecciones de pensamientos rotos;

las noches, campos minados donde los fantasmas dormían a su lado.

 

No había refugio.

Porque el verdadero enemigo no estaba afuera.

Vivía dentro.

 

Y aun así...

Sostenía entre sus brazos el único regalo que la vida le había dado sin pedirle nada a cambio.

Esa niña.

 

Su hija.

La chispa que, por un momento, le devolvió el fuego.

El calor de unas manitas aferradas a su camisa.

Las mejillas rosadas como promesas que aún no se han roto.

 

Y soñó.

Contra toda lógica, soñó.

 

Con un final feliz.

Con un amor nuevo.

Con redención.

Con hacer justicia.

Con volver a empezar.

 

Pero la vida —esa puta sin piedad— ya le había enseñado que los sueños eran castillos de arena,

y él...

los había querido sostener entre las manos desnudas.

Y ahora solo quedaban granos.

 

Había sido derrotado.

Por el sistema.

Por el juego.

Por él.

 

Pensó en su verdugo.

Y aún lo recordaba.

 

La textura de su cabello mojado por la lluvia.

El sabor de sus labios entre la sangre.

El reflejo de sí mismo en sus ojos castaños.

La ternura peligrosa de ser deseado... después de una vida de ser ignorado.

 

Por un momento, creyó que ese hombre —el que le hablaba con dulzura en las madrugadas— y Frontman eran dos personas distintas.

Que podía separar al monstruo del recuerdo.

Pero no.

Quizá nunca lo fueron.

 

Quizá todo había sido una ilusión.

 

¿Eso era lo que él quería desde el inicio?

¿Verlo ilusionarse solo para aplastarlo al final?

¿Darle la luz... solo para apagarla frente a sus ojos?

 

Lo había ganado todo desde antes.

Solo le permitió creer que aún podía luchar.

Como un gato jugando con un ratón,

al que ya le había roto las patas,

solo para entretenerse antes de devorarlo con calma.

 

Gi-hun se hincó.

 

Las rodillas tocaron el suelo con una resignación tan profunda que pareció sacudir todo el escenario.

Estaba solo.

Completamente humano. Completamente roto.

 

Como un hombre que lo había dado todo... y aún así, iba a perderlo.

 

Sostuvo a su hija contra su pecho, como si al estrecharla pudiera sellar ese instante para siempre.

Como si pudiera fundirse con ella y evitar lo inevitable.

 

—Perdón... —susurró, temblando—. Perdóname, mi niña.

 

Le pidió perdón por no poder protegerla,

por no poder darle un futuro fuera del horror,

por no haber podido ser lo suficiente para cambiar el mundo.

 

—Perdóname por no poder quedarme... —murmuró, con la voz hecha trizas.

 

Y mientras sus lágrimas caían, no solo lloraba por ella.

Lloraba por todos.

 

Por Sae-byeok, por Sang-woo.

Por Geum-ja, Jun-hee.

Por cada uno de los que se fueron antes que él,

por cada vida que se apagó con la promesa de un futuro mejor que nunca llegó.

 

—Lo siento... —sollozó al vacío—. A todos ustedes... lo siento.

 

Como si sus nombres estuvieran flotando sobre él.

Como si los pudiera ver, uno por uno, mirándolo desde donde quiera que estuvieran.

Y él, ahí, rindiéndose ante el peso de todas esas ausencias.

 

No había sido suficiente.

Nada había sido suficiente.

 

Y sin embargo... aún la sostenía.

Aún se negaba a soltarla.

Aún había algo en él que no quería dejarla sola,

aunque su final ya estuviera escrito.

 

 

Le dio un último beso.

Uno que no era solo un gesto, sino una entrega.

Como si en ese instante, sellara su alma en el cuerpecito de su hija,

como si ese beso fuera un tatuaje invisible que la acompañaría por el resto de su vida.

Y entonces la dejó.

La soltó antes de que su humanidad lo traicionara.

Antes de que el instinto le gritara que se aferrara a ella con uñas, con carne, con todo lo que aún le quedaba.

 

Caminó.

Lento. Ritual. Final.

 

La orilla lo llamaba.

La muerte le susurraba dulces promesas,

mientras la vida, cruel, le devolvía imágenes de todo lo que alguna vez fue suyo.

 

Cuando era un niño, corriendo descalzo por las calles con Sang-woo,

con el corazón limpio, cuando el mundo aún no lo había torcido.

 

Cuando cargó por primera vez a su hija Gayeong,

y el mundo, por un momento, pareció tener sentido.

 

Las noches de borrachera con Jung-bae,

las risas que dolían al estómago, el humo de los cigarros, el consuelo de no estar del todo solo.

 

La versión de sí mismo que existió antes de la tragedia,

la que ya no estaba,

la que jamás volvería.

 

Y luego... esa noche.

Esa maldita noche en que lo conoció.

Bajo la lluvia.

Cuando por un momento recordó lo que era vivir antes de los juegos,

sin saber que ese hombre no era la salvación,

sino la encarnación misma del infierno al que nunca había dejado de pertenecer.

 

Lo tuvo todo.

Y lo perdió.

 

Una y otra vez.

La vida, entendió, no era más que eso:

un ciclo cruel de ganar y perder, de soñar y ser destruido.

 

Y ahora, había llegado el final.

No quedaba esperanza.

No quedaban intentos.

Solo la caída. Solo el silencio.

 

Miró a las cámaras.

Ahí, donde estaba seguro que él lo observaba.

Él.

El único que conocía su alma desnuda.

No lo hizo como una súplica.

Fue una despedida silenciosa.

Una orden muda.

Un clamor ancestral.

 

"Cuídala. A ella."

 

Si ese hombre (si aún quedaba algo de él) 

si aquel que le prometió amor en medio del caos seguía existiendo,

aunque fuera en los márgenes podridos de su alma, esperaba que entendiera.

Que la sangre lo llamara.

Que la protegiera.

Que la amara tanto como él la amaba.

 

 

Se detuvo justo en la orilla.

El vacío se abría frente a él como una promesa.

Oscuro, eterno, sin fondo.

Un solo paso... y todo terminaría.

 

Por un instante, sintió miedo.

Miedo de verdad.

A pesar de haberse preparado,

a pesar de haberlo pensado tantas veces,

el miedo seguía ahí.

Y era válido.

El miedo humano de perderlo todo,

de no saber qué vendría después,

de pensar que eso era todo.

Todo.

 

Quizá, en otra vida (si es que eso existía)

habría hecho las cosas diferente.

Habría sido alguien distinto.

Habría amado de otro modo, elegido distinto.

Habría salvado más y perdido menos.

 

Los últimos segundos se estiraron como si el tiempo tuviera piedad.

Los suspiros se volvieron jadeos.

Patadas de ahogado contra lo inevitable.

Y entonces...

dejó que su cuerpo comenzara a apagarse lentamente,

como una vela que se extingue por dentro antes de que el viento la toque.

Dejó que su mente se rindiera,

que por fin dejara de pelear.

 

Cerró los ojos.

Un paso.

Solo uno.

Y todo se apagaría...

 

Y lo escuchó... justo cuando todo parecía apagarse.

Una melodía.

Tétrica, pero dulce.

Como aquellas de los concursos de la televisión que solía ver con su madre.

Un eco lejano de una vida que ya no existía.

 

Seguía viendo oscuridad.

No sabía si aún tenía los ojos cerrados

o si ya había saltado sin darse cuenta.

Quizá ya estaba muerto, y esos eran solo los últimos segundos disolviéndose en la infinitud del tiempo.

 

Pero entonces...

una voz robótica quebró la nada.

Metálica. Innegable.

 

—Jugador 456...

—Y jugador 222...

 

Felicidades.

Han ganado.

 

Gi-hun abrió los ojos.

Los abrió de verdad.

Estaba allí. En el mundo terrenal.

Miro sus manos. Sus dedos.

Seguía intacto.

Respiraba.

 

Parpadeó. Miró a su alrededor.

No entendía nada.

¿No tendría que morir?

¿Eso era todo?

 

Se alejó de la orilla.

Sus piernas temblaban.

Volvió a ella.

A quien creyó dejar para siempre.

La sostuvo en sus brazos, tan pequeña, tan cálida.

Y esperó.

 

Esperó a que entraran los guardias.

A que dijeran que todo había sido una broma cruel.

Que lo arrastrarían y dispararían a ambos por romper las reglas.

Que la muerte aún lo esperaba.

 

Pero el momento no llegó.

Solo estaban ellos dos y el silencio. 

 

 

 

 

 

 

Segundos antes In-ho lo observaba a través de la cámara.

El hombre que había intentado enterrar bajo capas de poder, frialdad y jerarquía...

estaba ahí. En la orilla del abismo a punto de saltar.

 

Y entonces, algo se rompió. O más bien, algo volvió a construirse de las cenizas. 

No sabía qué era exactamente lo que lo había detonado.

Quizá un recuerdo,

quizá un pedazo de alma que aún no había muerto del todo,

o quizá una pulsión más poderosa que el ego o la ambición.

 

Porque lo vio.

Y lo reconoció.

 

Esa manera de sostener a la niña...

ese amor tan puro que desafiaba incluso al instinto de supervivencia.

 

Y fue entonces cuando lo entendió:

Ambos lo tenían.

La misma sonrisa.

 

Ella.

Y él.

 

La que alguna vez vio en la mujer que amó.

La que ahora volvía a ver en el rostro de un hombre destrozado,

que aún así, era capaz de elegir el amor sobre la vida.

 

Y eso fue suficiente.

 

En su mente resonaron las campanas de aquella elección antigua,

cuando él también había querido salvar a alguien.

Cuando todavía creía en algo más grande que el sistema.

Cuando aún era humano.

 

Y entonces, la máscara se quebró.

No literalmente, pero dentro de sí...

el personaje que había interpretado durante años se desplomó.

 

Giró con firmeza, como si despertara de un trance.

Miró al guardia que esperaba instrucciones.

Y por primera vez en mucho tiempo, su voz no tembló:

 

Detén los juegos.

 

El guardia lo miró, confundido detrás de la máscara.

 

—¿Está seguro?

 

In-ho no respondió con palabras.

Solo asintió lentamente.

Y esa fue la primera decisión verdaderamente suya en años.

 

El guardia se acercó al micrófono de la sala y dijo:

 

—El juego ha terminado.

 

Un guardia irrumpió en la sala, respirando agitado pero manteniendo la postura firme.

Se dirigió directamente hacia el líder, que seguía inmóvil, con los ojos clavados en la pantalla.

Allí, en ese recuadro luminoso, Gi-hun sostenía a su hija, vivo... contra todo pronóstico.

Aquel hombre que durante años se había mantenido impasible, ahora parecía hecho de carne, hueso y alma.

 

—La Guardia Costera está por llegar.

Informó el guardia, sin alterar el tono.

 

In-ho bajó la mirada.

El momento había llegado.

Toda la maquinaria, todos los juegos, todos los crímenes...

Habían conducido hasta este instante.

Y en el centro de la tormenta, una niña y un hombre roto se habían convertido en su última redención.

 

El silencio se volvió espeso.

 

Finalmente, In-ho habló:

 

—Ordena a todos que evacuen.

 

Extendió la mano y presionó el botón rojo de emergencia.

Un estruendo metálico resonó en la sala de control,

y en las pantallas apareció un contador descendente.

 

La isla se autodestruiría en pocos minutos.

 

Las luces comenzaron a parpadear.

Las sirenas de evacuación se encendieron una tras otra.

El caos ya no era un concepto abstracto:

era una cuenta regresiva, una verdad que lo arrastraba todo.

 

Y sin perder más tiempo,

In-ho salió de la sala a paso firme.

 

Mientras todos corrían para salvar sus vidas,

él caminaba con la certeza de a quiénes debía salvar.

 

Si algo había despertado en él,

ya no permitiría que volviera a dormirse.

No ahora. No con ellos.

 

Incluso cuando la alarma comenzó a sonar, Gi-hun no pudo moverse de allí. Estaba paralizado. No por el miedo, sino por el vértigo de no comprender del todo si seguía vivo o si ya todo se había terminado. Se aferraba con garras al único ancla que le quedaba en ese mundo: esa pequeña bolita rosada en sus brazos.

 

Y entonces, entre el eco metálico de los anuncios de evacuación y la amenaza latente de destrucción, apareció él.

Impasible.

Con un aura casi divina.

Como un ángel caído arrastrando las sombras de su infierno personal.

¿Era su salvación?

¿O su condena final?

 

—Ven conmigo —dijo el hombre que ya no llevaba la máscara. Su voz era firme, pero detrás de ella temblaba algo más difícil de identificar. Extendió la mano, enguantada en cuero negro. Tan oscuro como su alma.

 

Gi-hun dio un paso atrás, desconfió. Su instinto todavía no sabía si verlo como enemigo o como última esperanza.

 

—Si no vienes... ella morirá. Estoy tratando de cumplir mi promesa.

 

Gi-hun lo observó...

Y por un momento creyó ver sinceridad.

Quizá no en sus palabras. Pero sí en sus ojos.

Y en todo caso, no tenía opción. Ese hombre —fuera quien fuera ahora— era su única salida.

No por él, sino por ella.

Por esa hija que jamás podría proteger solo, no en esas condiciones, con el cuerpo herido, la mente fragmentada, el alma casi extinta.

 

Finalmente, con el alma temblando, dio un paso. Luego otro. Se incorporó, y subió con él a la plataforma, su hija aferrada a su pecho.

 

Pero justo entonces —

El estruendo de un disparo rompió el vidrio superior.

Y una figura masculina apareció en lo alto de la torre.

Gi-hun no necesitó más que una fracción de segundo para reconocerlo:

Hwang Jun-ho.

 

¡¡Hermano!! —gritó—. ¡¿Por qué...?! ¡¿Por qué lo hiciste?!

 

Hermano.

 

La palabra cayó como una revelación.

Una granada silenciosa que estalló dentro de la mente de Gi-hun.

Las piezas encajaron.

De pronto lo entendió todo.

 

La búsqueda del detective...

No fue solo justicia.

Fue un intento desesperado por encontrar a su hermano.

Por salvarlo.

 

Por eso Jun-ho lo siguió hasta el infierno.

Por eso lo cuidó cuando estaba embarazado, como si la sangre que habitaba en él lo llamara.

Por eso esa conexión extraña, ese vínculo inexplicable, como si alguien dentro de Gi-hun —alguien aún sin nombre— reconociera a su tío sin saberlo.

 

Gi-hun giró hacia In-ho. Sus miradas se encontraron.

 

Pero el líder no dijo nada. No pudo. Solo desvió la mirada como si dijera:

Es una historia larga.

 

¡¡Señor Seong!! —gritó Jun-ho, aún apuntando con el arma, su voz desesperada perdiéndose mientras la plataforma descendía— ¡¡No confíe en él!!

 

Las palabras del oficial se diluyeron en el eco del descenso.

Quizá tenía razón.

Quizá no debía confiar en ese hombre, en ese monstruo, en el símbolo viviente de todo lo que había destruido su vida.

 

Pero...

 

Solo una vez más.

Solo una última vez.

 

Pondría una fe ciega en que, enterrada en algún rincón podrido de su alma...

Aún quedaba una chispa de luz.

 

 

Pasó por un montón de pasillos; a medida que se acercaban a la salida, los colores parecían desteñirse. Las paredes, una vez vibrantes y grotescamente decoradas, ahora eran grises, vacías, como si la vida se hubiera escurrido de ellas.

 

In-ho caminaba delante de él, a paso firme. Gi-hun lo seguía sin saber exactamente qué esperar, aferrando a la bebé que se agitaba en sus brazos, inquieta como si pudiera percibir el caos invisible que los rodeaba.

El sonido ensordecedor de las alarmas y el parpadeo de las luces rojas daban al ambiente una atmósfera de juicio final.

 

Era como descender al infierno... o quizá huir desde su núcleo más oscuro.

 

Pero luego, tras pasillos interminables y esquinas que parecían deformar el tiempo, llegaron a una última puerta: grande, metálica, pintada de rojo sangre.

In-ho la abrió de par en par y, por un instante, la luz del exterior cegó a Gi-hun.

 

Parpadeó. Su vista se aclaró.

 

Afuera, se extendía un paisaje rocoso, con maleza densa y un sendero irregular que llevaba a la playa. La brisa salada le golpeó el rostro, fuerte y fría.

Por fin, después de días de oscuridad, Gi-hun recuperó la noción del tiempo: el sol apenas asomaba en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos melocotón.

 

—Por aquí —dijo In-ho sin volverse.

 

Caminaron entre piedras y ramas secas. Gi-hun tropezó con una raíz, y el líder lo sostuvo con una mano firme antes de que cayera. No se dijeron nada.

 

Llegaron a la orilla.

El mar rugía con fuerza, como si los reconociera, como si supiera lo que habían dejado atrás.

 

Allí, flotando en la arena mojada, los esperaba una lancha a motor.

In-ho subió primero con la misma precisión con la que alguna vez manejó los engranajes de la muerte.

Encendió el motor, lo hizo rugir como un dragón despertando.

 

Extendió su mano enguantada a Gi-hun.

Una mano fría, sin piel.

Pero Gi-hun la tomó, porque ya no había marcha atrás.

 

Se sentó con su hija sobre el pecho, protegiéndola del viento salado.

 

La isla comenzaba a alejarse, volviéndose un borrón en el horizonte.

Y entonces... ocurrió.

 

Una chispa. Un fuego.

La mancha en la distancia se tiñó de naranja ardiente.

 

La isla ardía.

Como si el mismo infierno se cerrara sobre sí mismo.

 

Todo había terminado.

 

Durante minutos, lo único que existió fue el sonido del motor y las olas rompiendo como suspiros rotos.

Gi-hun observó al hombre frente a él: aún con el traje negro, aún oculto, pero sin la máscara.

Y por eso... tan humano.

 

¿Cómo alguien como él, con esa mirada brillante, esa mandíbula noble, esa sonrisa que un día lo hizo caer a sus pies pudo haber construido ese infierno?

 

¿Quién era en realidad ese hombre?

 

Se lo preguntó una y otra vez.

 

Y el mar guardó silencio.

 

 

Después de mucho tiempo. Cuando el sol finalmente se había posado en lo alto del cielo, y las nubes flotaban como pedazos de algodón brillante, llegaron otra vez a tierra firme.

 

No era la ciudad. No eran edificios ni calles.

 

Era otra isla.

 

Más pequeña, más aislada, pero probablemente más cercana a la civilización.

Sus aguas eran cristalinas, tan limpias que se podían ver los peces nadar debajo. Las palmeras crecían libres, meciéndose al compás del viento cálido.

Había algunas cabañas de madera y una casa principal en lo alto, pero ni un alma a la vista. Solo ellos. Solo ese silencio nuevo.

 

Cuando atracaron, Gi-hun se puso a la defensiva de inmediato.

 

—¿Por qué no nos llevaste a la ciudad? —preguntó apenas tocó el puerto de madera, que crujió bajo su peso.

 

In-ho, aún en su traje oscuro, bajó sin prisa. Se agachó para atar el bote a un pilar.

 

—La guardia costera está en alerta —respondió sin mirarlo — La isla se destruyó, pero en circunstancias sospechosas.

Sea como sea, no pienso correr riesgos... aún.

 

Gi-hun no se conformó. Dio un paso más cerca, el sol sobre sus cabezas quemando el aire entre ellos.

 

—Entonces, ¿por qué no huiste con los demás?

 

In-ho se levantó y lo miró por primera vez desde que tocaron tierra.

 

Luego bajó la mirada hacia la bebé.

 

A su hija.

 

Y después la desvió hacia el mar, como si no se sintiera digno de sostenerle la mirada a ninguno de los dos.

Como si aún no creyera que estuvieran ahí, vivos. A salvo. Reales.

 

—Quería asegurarme de que estuvieran bien —dijo en voz baja.

Tan baja, que las palabras parecían dolerle en la garganta.

 

Silencio.

 

Gi-hun no respondió. Solo bajó la cabeza, sintiendo algo en el pecho que no supo nombrar.

Dio media vuelta y caminó por el muelle, alejándose del ojo del sol y del hombre que una vez amó... y que nunca dejó de odiar.

 

La cabaña principal se alzaba entre las palmas como una herida elegante en medio del paraíso.

No era lujosa, pero sí cuidada con una estética costosa: madera clara barnizada, grandes ventanales con cortinas blancas que se movían con el viento, y una terraza amplia que daba al mar. Tenía ese tipo de diseño cuidadosamente planeado para parecer despreocupado, como si no intentara impresionar... aunque lo hacía.

 

Cuando Gi-hun entró, lo primero que sintió fue una oleada de desconfianza.

El piso crujía apenas con cada paso, las paredes olían a sal y a algo más: alcohol viejo, madera húmeda y perfume caro. Como si alguien importante hubiera pasado ahí el verano. O varios.

El aire, incluso en noviembre, era cálido. La isla parecía haberse detenido en verano.

 

No había fotos ni cuadros personales. Solo adornos genéricos: conchas en floreros, botellas vacías sobre repisas, y libros viejos sobre navegación, algunos incluso en francés o ruso. El lugar tenía una vibra de retiro, de esas casas que no se habitan, solo se usan.

 

Se preguntó de quién era. Pero en realidad, no quería saberlo.

Sabía que todo, hasta el último cojín de lino blanco, tenía algo que ver con los juegos.

Con los hombres que jugaban a ser dioses.

Con todo lo que le habían quitado.

 

Avanzó con cuidado por el pasillo. Las habitaciones estaban abiertas. Una tenía dos camas, en otra había una sola, más grande. El baño olía a lavanda artificial. Cada esquina era sospechosa, cada sombra parecía esconder cámaras o micrófonos.

Era una jaula. Bonita, pero jaula al fin.

 

—Puedes elegir la habitación que quieras —dijo In-ho desde la cocina abierta, donde ya comenzaba a revisar los víveres. Su tono era neutro, casi cansado. Como si supiera que no importaba lo que hiciera, el juicio ya estaba hecho.

 

Gi-hun no respondió.

Solo caminó, cargando a la niña dormida contra su pecho, y explorando la casa como quien busca salidas antes de entrar.

 

Pasó sus dedos por una repisa. Había polvo.

No habían venido en meses... o tal vez desde la última vez que alguien decidió "descansar" entre masacres.

 

El sol entraba por los ventanales en grandes bloques de luz dorada. Todo parecía más limpio de lo que debía.

Demasiado limpio.

Eso lo ponía nervioso.

 

La bebé se agitó en sus brazos, y eso lo regresó a la realidad.

Lo importante no era la casa. Ni los adornos. Era sobrevivir un día más.

 

Gi-hun caminó hacia la habitación del fondo, que parecía la más escondida por lo tanto, la más segura. Cuando entró se dió cuenta de lo vacía que era. 

 

Era cómoda, sí. Había una cama amplia con sábanas ásperas y bien estiradas, una ventana cubierta por una cortina translúcida que dejaba pasar la luz en forma de líneas pálidas sobre el suelo de madera.

Pero no había adornos. Ni cuadros. Ni libros.

Ni rastro de que alguien hubiera habitado ese espacio alguna vez.

 

Gi-hun entró con pasos cautelosos y cerró la puerta que rechinó detrás de él. 

Colocó a su hija en la cama, con la suavidad de quien teme romper algo precioso.

La pequeña soltó un pequeño quejido al sentir la ausencia del pecho cálido de su padre, pero enseguida volvió a dormirse, envuelta aún en la mantita rosada que olía a leche y sangre, y con el suéter manchado que Gi-hun no había tenido fuerzas para quitarle.

Verla así... lo rompía un poco más.

 

Con un suspiro, inspeccionó la habitación para asegurarse de que no hubiera ningún peligro.

Casi por inercia, abrió un par de cajones del buró junto a la cama. En el primero solo había polvo. En el segundo, una caja de madera vacía.

Y en el tercero, el más escondido, el que parecía que no debía abrirse, encontró algo.

Una fotografía.

 

La sacó con cuidado.

Era una mujer.

Blanco y negro.

Cabello largo.

Una sonrisa suave como sus ojos.

Sostenía un ramo de flores.

 

Tenía esa belleza angelical que parece más real cuando se la ve desde el luto.

Gi-hun se quedó mirándola un momento, como si pudiera escuchar el sonido de su risa del otro lado del papel.

Le dio la vuelta.

Nada.

Ni una fecha, ni un nombre. Solo silencio.

 

Pero... algo en él se activó.

Una corazonada.

La clase de presentimiento que viene del alma, no de la lógica.

 

Entonces la puerta se abrió de golpe.

 

Gi-hun se giró en seco, con el cuerpo listo para defenderse.

La fotografía tembló en sus dedos.

 

In-ho estaba en el umbral.

Sostenía un par de prendas limpias.

 

Gi-hun sintió cómo algo se le retorcía en el estómago al verlo.

Era él. Pero también no.

El rostro cálido, los ojos... humanos.

Pero la ropa gris. Esa tela. Esa silueta.

El mismo color que lo había perseguido en sus pesadillas.

 

No dijo nada.

Ni siquiera lo miró directamente.

Solo apretó la mandíbula.

 

In-ho entró con paso firme y colocó la ropa limpia sobre la cama, con el mismo silencio meticuloso con el que se construye una mentira.

 

Y entonces la vio.

La fotografía en sus manos. 

 

Su mirada cayó sobre ella, y luego sobre Gi-hun.

Y por una milésima de segundo su mirada se agrietó. 

Una emoción contenida.

Como si alguien hubiera destapado un pedazo del alma que él juró enterrar.

 

Pero no dijo nada.

Solo sostuvo la mirada de Gi-hun un segundo más de lo necesario...

y luego desapareció por el pasillo, dejando la puerta entreabierta y su pasado flotando en el aire.

 

Un recuerdo se deslizó en su mente, como la brisa que entra sin permiso por una ventana mal cerrada.

Y entonces, todo tuvo sentido.

 

Había sido una noche antes de la rebelión fallida.

 

Ambos se escabulleron como adolescentes por los pasillos silenciosos, hasta los baños desolados. Y tuvieron sexo en el último cubículo, sin preocuparse por el mármol frío ni por las consecuencias.

 

Incluso con la barriga abultada como una garrapata llena de vida, con los ojos hinchados por las noches en vela y el cabello revuelto,

ese hombre seguía mirándolo como lo había hecho aquella noche lluviosa.

Como si el deseo no conociera el desgaste.

Como si aún creyera que valía la pena tocarlo. Y lo hizo, lentamente, con más cuidado que la vez anterior como si temiera romperlo y lo que había dentro de él. 

 

Fue la segunda y última vez.

 

 

Después, cuando las piernas de ambos temblaban y la tensión se había evaporado como sudor en la piel,

se recostaron en la misma cama.

Por un instante, los muros se deshicieron.

Y por primera vez, hablaron como si el mundo afuera no existiera.

 

—Young-il... ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué entraste a los juegos? —susurró Gi-hun, asegurándose de que la pregunta se deshiciera en el aire antes de llegar a los oídos de nadie más.

Estaban piel con piel, y Young-il... no,

In-ho, lo abrazaba por detrás, acariciando su vientre abultado con la suavidad de alguien que no se había permitido ternura en mucho tiempo.

 

—Lo mismo podría preguntarte. Tu panza está tan grande... deberías estar en casa, viendo televisión con un tazón enorme de ramyeon —dijo In-ho con una sonrisa suave.

 

Gi-hun rió, con esa risa que se escapa sin querer.

 

—Ya conté mis razones —dijo— Es justo que tú cuentes las tuyas.

 

In-ho suspiró. Gi-hun sintió el aliento tibio en su nuca.

Pasaron unos segundos.

Segundos donde ambos respiraban como si compartieran un solo cuerpo.

 

—Desde siempre tuve problemas con el dinero —dijo, al fin.

—Iba caminando por la calle cuando lo vi. Me ofreció la tarjeta. Me dijo que podía ganar mucho dinero. Y acepté.

 

Otro suspiro. Más profundo.

Gi-hun sintió que algo dentro de ese hombre estaba a punto de quebrarse, así que deslizó su mano sobre la de él, que aún acariciaba su vientre, como diciendo "no estás solo."

 

—Hace unos meses me despidieron de la policía.

Alguien pensó que estaba recibiendo sobornos, y me destituyeron.

Dediqué mi vida a ese trabajo... y me echaron como si fuera nada.

Tengo deudas con el banco. Demasiadas.

Es todo.

 

—Me lo hubieras dicho —murmuró Gi-hun— Yo... yo habría intentado ayudarte, Young-il.

 

—No. 

—Nunca podría haber aceptado tu ayuda.

Y además, esa noche... no creí que volvería a verte.

 

Gi-hun no respondió. Solo lo miró por encima del hombro.

Se sentía feliz.

No por las circunstancias.

Sino porque él estaba allí.

Con él.

En ese momento.

 

—Pero ya no importa —susurró In-ho, rompiendo el silencio—

Saldrás de aquí.

Los tres saldremos de aquí.

 

 

Lo prometo, Gi-hun.

 

 

Y así como vino, el recuerdo se esfumó.

Dejó un vacío en el pecho que dolía más que cualquier herida abierta.

 

Y entonces, mientras seguía en esa cabaña ajena, se preguntó:

¿Eran esas palabras reales? ¿O solo otra mentira bonita dicha entre suspiros y almohadas?

¿Había algo más oculto?

¿Quizás tenía que ver con ella... con la mujer de la fotografía?

 

Gi-hun observó las prendas sobre la cama. Eran modestas, cómodas, de tonos neutros. Nada como el traje asfixiante que estaba usando. Pero antes de vestirse, giró su atención hacia ella.

 

Con sumo cuidado, deslizó la manta que la envolvía, procurando no interrumpir el sueño tranquilo de su hija. Sus movimientos eran torpes, pero cargados de ternura y atención.

Con los dedos temblorosos, revisó su pañal.

Llevaba horas sin hacerlo y, aunque no había mucho, encontró algunas manchas.

 

Metió la mano en el bolsillo del suéter desgarrado y, como una especie de milagro, allí estaba: el último pañal.

Resistió todo el caos, adherido al borde del tejido como si incluso el universo tuviera un último gesto de compasión para él.

 

Corrió al baño que se encontraba en una de las esquinas de la habitación. El lugar era pequeño, funcional, sin adornos, con una sensación de olvido.

Tomó papel higiénico y lo humedeció con agua del lavabo.

Volvió con ella.

 

La limpió con cuidado: los pliegues del cuello, las axilas diminutas, la suave piel del estómago.

Y ahí, en el centro, su ombligo.

El nudo que días antes los había mantenido unidos.

Como si el cordón aún no se hubiera cortado del todo y la conexión entre ellos dos fuera tan fuerte que la misma muerte no pudo con ella. 

 

Al terminar, supo que no podía dejarla sola. Y eso significaba hacer algo que lo revolvía por dentro: pedirle ayuda.

Al único que estaba ahí.

 

Salió de la habitación en silencio, con la bebé envuelta de nuevo.

La brisa entraba por las rendijas, cargando el aroma del mar, como si el tiempo allí se hubiera detenido.

 

Y lo vio.

Cerca de la entrada, apoyado en el marco de la puerta, estaba él.

Sin ese traje de carnicero.

Con ropa limpia y el cabello desordenado. 

Más humano.

Pero con la mirada de alguien que aún no sabía cómo perdonarse.

Parecía un perro con la cola entre las patas, mirando la playa sin verla realmente.

 

Gi-hun respiró hondo.

Estaba a unos pasos. El silencio era espeso.

 

—Necesito darme un baño —dijo finalmente. In-ho se giró a mirarlo —Y no puedo dejarla sola.

 

No hubo reproche en su voz. Solo honestidad.

In-ho no dijo nada. Solo caminó hacia él.

Gi-hun dudó un instante. Pero luego, con lentitud, le entregó a su hija.

 

In-ho la recibió con ambas manos. Como si fuera de cristal.

La miró...

y por un segundo, la sostuvo como quien carga un pedazo de su alma que no sabía que había perdido.

 

Gi-hun lo observó. No podía saber qué pensaba el otro hombre.

Pero por primera vez, confió.

No porque quisiera.

Sino porque no tenía otra opción.

Y porque, en el fondo, esperaba que esa sangre compartida despertara algo. Algo capaz de protegerla. De amarla. Como él lo hacía.

 

 

El agua cayó con fuerza sobre su piel como un golpe.

No era relajante, ni cálida, ni reconfortante.

Era real.

Demasiado real.

 

Gi-hun permaneció unos segundos quieto, bajo el chorro de la regadera. Cerró los ojos. Pero eso solo hizo que los recuerdos atacaran con más fuerza.

Flashes. Gritos. Sangre.

El sonido de la compuerta cerrándose. El filo de una amenaza. La caída.

El botón rojo que nunca se activó.

 

Todo volvía a él, como agujas de hielo atravesando la piel.

¿Cómo era posible que estuviera ahí, respirando, vivo?

¿Cómo no se había quebrado ya?

¿Cómo podía aún sostenerse en pie?

 

Llevó las manos a su abdomen.

La herida de la cesárea aún ardía, inflamándose un poco con el contacto del agua.

Era el recordatorio físico de todo lo que había perdido, y también de lo único que había ganado.

Limpiarse era como descascararse de lo que había sido.

Como desprenderse de una piel muerta.

Pero no bastaba.

No podía permitirse quebrarse. No todavía.

 

Terminó de asearse en silencio.

Se vistió con lo que tenía a la mano: una camisa blanca de botones, suave pero arrugada, que olía ligeramente a polvo viejo, y un pantalón que le quedaba un poco suelto.

Era incómodo, pero al menos ya no estaba cubierto de sangre y sudor.

 

Entonces, escuchó el llanto.

Ese llanto.

Su llanto.

 

Salió de la habitación con rapidez.

 

En el marco de la puerta estaba In-ho, torpe y algo desesperado, con la pequeña en brazos.

Sus manos la sostenían con rigidez, como si temiera romperla o como si no supiera cómo tocar algo tan vivo.

 

—No para de llorar —dijo él, sin mirarlo directamente.

 

Gi-hun la tomó.

Apenas ella sintió la cercanía, sus pequeñas manos se crisparon, arañando la camisa en busca de consuelo, buscando comida, buscando a su omega.

 

Tenía hambre.

 

Gi-hun se sentó en una silla de madera junto a la ventana. El viento salado del mar se colaba por las rendijas.

 

Con una mano temblorosa desabrochó los botones de la camisa, y ella, como si el mundo entero desapareciera a su alrededor, se aferró a su pecho y comenzó a succionar.

 

El llanto cesó.

Todo cesó.

Solo quedaba el sonido del mar a lo lejos y el suave ruido de la bebé alimentándose.

 

In-ho observó desde la distancia.

No dijo nada.

Solo se quedó de pie.

 

La imagen era casi sagrada.

Como si contemplara algo divino.

Algo que no creía merecer.

Algo que, quizás, ya no sabía cómo alcanzar.

 

Y ahí estaban.

Un alfa, un omega, y la única razón por la que ambos seguían respirando.

 

 

Con el pasar de las horas la tarde se extendía, perezosa, arrastrando su calor como un suspiro.

 

Desde el marco de la casa principal, In-ho observaba en silencio.

 

Gi-hun estaba en una de las mecedoras del exterior, frente al porche, dormido finalmente.

No caído. No vencido. Dormido.

Como si la tormenta hubiera cesado, solo por unas horas.

 

Estaba reclinado hacia atrás, la cabeza ladeada y la camisa blanca desabrochada en la parte superior, dejando ver apenas el pecho que subía y bajaba con dificultad.

Sobre él, acurrucada como una criatura apenas salida del mundo, su hija.

Dormía también, con un puñito cerrado descansando sobre el pecho de su padre, como si su minúsculo cuerpo aún necesitara comprobar que él estaba ahí, que aún latía.

 

La imagen era devastadora.

Y perfecta.

Terriblemente perfecta.

 

Por un segundo, In-ho no supo qué sentir.

O mejor dicho, sintió todo.

Todo lo que había mantenido escondido tras el metal de su máscara.

Todo lo que había aplastado durante años bajo la bota de la lógica y la obediencia.

 

Esa escena... esa familia...

Pudo haber sido suya.

En otro mundo, en otra vida, con otras elecciones.

Pero no lo era.

Y jamás lo sería.

 

Y lo sabía.

 

Giró la cabeza hacia otro lado, molesto consigo mismo por dejarse vulnerar.

Por mirar demasiado.

 

"Esto es culpa tuya"

 

El pensamiento llegó como una voz.

No suya.

Sino de la otra parte de él.

La que había sobrevivido a costa de todo.

La que se convirtió en Frontman.

 

"Debiste haberlo dejado morir. Habría sido lo más justo. Lo más fácil."

 

Pero no lo hizo.

Y ahora ahí estaba.

Vivo.

Con una hija.

Con una posibilidad.

Con algo real.

 

In-ho no.

Él solo tenía sangre en las manos y la memoria de lo que destruyó.

 

Suspiró con fuerza, como si pudiera sacar el veneno de su pecho con aire.

No podía quedarse ahí. No podía verlos más.

No ahora.

 

Giró sobre sus talones y caminó hacia la maleza, donde estaba el viejo equipo de pesca de la cabaña.

Tenía que hacer algo útil.

Necesitaban comer.

Y él necesitaba dejar de sentir.

 

Agarró una de las cañas, la examinó con rapidez y comenzó a caminar por la vereda hacia el pequeño muelle.

La isla era silenciosa.

Demasiado.

Cada paso que daba parecía rechinar contra los recuerdos.

El de su esposa.

El de su hermano.

El de su rostro reflejado en la máscara que una vez creyó necesaria para sobrevivir.

 

Y se preguntó...

 

¿Había sido un error?

¿Salvarlo?

¿Salvarla?

Salvarse.

 

El Frontman dentro de él gritaba que sí.

Que había traicionado todo por una esperanza estúpida.

Que las emociones eran un lujo que no podía permitirse.

 

Pero no respondió.

 

Solo siguió caminando.

 

Con el mar frente a él, como un juicio.

 

Y la imagen de esa pequeña familia dormida en su mente como un castigo que no lo dejaría en paz.

 

No supo cuánto tiempo estuvo allí, en el muelle, lanzando redes y cañas al mar.

Pudo haber sido una hora... o varias.

El tiempo, en esa isla silenciosa, parecía no existir.

 

Lo único que notó In-ho al volver en sí fue que el sol ya no estaba tan intenso como antes.

Aún quedaban un par de horas antes de que cayera por completo, pero el cielo ya comenzaba a teñirse con los primeros trazos del atardecer.

 

Había logrado pescar varios peces pequeños con la red, y un par más grandes con la caña.

Peces gordos, torpes, que tuvieron la mala suerte de cruzarse con él.

Como tantos otros, pensó.

Como Gi-hun.

 

Mientras caminaba con los peces arrastrándose tras él, notó que no era lo único que se arrastraba...

También lo hacía la versión ensangrentada de sí mismo.

Esa que había creído enterrar hacía años.

La que creía muerta.

 

Y de pronto, el acto de pescar lo llevó al pasado.

A otro tiempo. A otra vida.

 

Recordó las tardes con Jun-ho, cuando ambos terminaban la semana laboral y se escapaban a pescar juntos.

Volvían a casa oliendo a mar y humo, cocinaban pescado fresco, y bebían soju hasta que sus mejillas se encendían de risa.

Solían hablar de todo. Y de nada.

El mundo aún no los había mordido.

El dinero aún no era una soga.

Y él... aún era un hombre.

Pensó en su hermano.

Quizá debió haber dicho algo cuando lo vio. Quizá debió haberse dejado alcanzar por él.

Quizá...

Pero no.

Porque Jun-ho jamás lo perdonaría.

Y lo sabía.

Lo sabía como se sabe que la marea siempre vuelve.

Y tampoco lo haría Gi-hun.

Por más que lo anhelara.

Por más que lo deseara como el pecador desea el perdón de Dios en su último suspiro.

No lo haría.

No podía hacerlo.

 

Porque él ya no era In-ho.

Porque hacía mucho que se había convertido en alguien más.

Pero el pasado siempre se empeñaba, por alguna razón, alcanzarlo en donde sea que estuviera. 

 

Mientras caminaba sobre la arena de regreso, sintió una vibración dentro de su pecho.

Un eco.

Un nombre.

Una cicatriz.

 

Cuando regresó a la cabaña, Gi-hun ya estaba despierto.

Seguía sentado en la mecedora, con la niña acurrucada en sus brazos como si fuera el último fragmento intacto de su mundo.

Tenía la mirada perdida en el horizonte, sin enfocar en nada, como si estuviera suspendido entre dos realidades.

 

Cuando lo vio llegar a lo lejos, cargando los cuerpos de los peces recién capturados, Gi-hun desvió la mirada.

Rápido. Frío. Cortante.

Como si mirarlo fuera mirar al monstruo.

 

Y aunque no lo mostró, eso dolió.

Dolió en esa parte que In-ho creía haber sellado.

 

—Traje comida —dijo mientras subía los escalones de madera, aún mojado por el mar.

 

—No tengo hambre —respondió Gi-hun sin mover un músculo.

La voz era hueca, apagada, como si comer fuera una traición a todo lo que habían vivido.

 

—Tienes que hacerlo —dijo In-ho, midiendo sus palabras — No has comido desde...

 

Se detuvo.

 

Gi-hun alzó la vista y lo miró, directo a los ojos, con una mezcla de rabia contenida y un dolor antiguo.

Como si supiera exactamente qué palabra iba a salir.

Y no necesitara oírla.

Como si esa sola sílaba fuera suficiente para incendiar todo de nuevo.

 

"Los juegos."

 

 

La palabra no se dijo. Pero estuvo ahí, suspendida como una sombra entre los dos.

 

In-ho bajó la mirada hacia el pez que aún colgaba del anzuelo, húmedo y brillando bajo el sol del atardecer.

 

—Será después, entonces —dijo simplemente.

 

Y entró a la cabaña, con el corazón arrastrándose detrás de él.

 

 

 

 

 

El sol ya no era abrasador, solo un susurro cálido.

Los últimos destellos del día pintaban el cielo con tonos naranjas y rojizos, como si el mundo quisiera arder una última vez antes de que llegara la noche. La espuma del mar acariciaba los pies de Gi-hun mientras caminaba lento, sin rumbo, sin destino. Llevaba a su hija contra el pecho, ella estaba despierta, inquieta, estirando sus bracitos como si quisiera abrazar el mundo que acababa de conocer.

 

Gi-hun respiró hondo.

El aire del mar sabía a libertad, pero también a despedida.

 

Pensó en todo lo que había perdido. En cada herida que no sangró por fuera, pero que lo había vaciado por dentro.

 

Y luego pensó en lo que había ganado.

¿Algo?

¿Tal vez a ella?

¿Tal vez la promesa de que no todo tendría que repetirse?

 

Pero el futuro... ¿cómo sería el futuro?

 

¿Qué pasaría cuando regresara?

¿Qué le diría al mundo?

 

¿Le contaría al oficial Jun-ho que la criatura que acunaba entre sus brazos era su sobrina?

¿Que fue concebida en una noche cargada de miedo, ternura y desconocimiento?

¿Que se enamoró de un hombre sin saber que era su hermano, el monstruo al mando de todo ese infierno?

 

¿Y qué pasaría con In-ho?

¿Huiría al amanecer como un cobarde?

¿Se quedaría, intentando redimirse, sin saber si merecía hacerlo?

 

Gi-hun sentía que lo conocía. Que conocía cada rincón de su cuerpo, cada silencio en sus ojos, cada respiración contenida cuando lo acariciaba. Pero ahora... ahora parecía un extraño.

¿Lo amaba... o lo odiaba?

Quizá ambas cosas. Quizá por eso dolía tanto.

 

Se detuvo frente a una roca, el agua le llegó hasta los tobillos. La pequeña en sus brazos se movió inquieta, y Gi-hun bajó la mirada para verla.

Estaba despierta, con los ojitos entrecerrados, y emitió un sonido suave, apenas un balbuceo que se perdió con el rugido del mar.

 

Gi-hun sonrió con cansancio y le besó la frente, cálidamente. Como si todo lo que quedara en el mundo pudiera caber en ese pequeño gesto.

 

—Cuando volvamos... conocerás a tu hermana —le susurró, como si se lo contara al viento—. Estoy seguro que Ga-yeong te amará... aunque probablemente se pondrá muy celosa porque también eres una niña.

 

La bebé solo emitió otro sonido, una especie de gorjeo ronco, como si respondiera.

Y Gi-hun rió con suavidad, con una risa que venía desde lo más profundo del alma, como si por un segundo, uno solo, hubiera olvidado todo lo que perdió.

 

Y entonces, el sol comenzó a ocultarse.

Y la noche, inevitable, empezó a caer.

 

 

Para cuando regresó a la cabaña el cielo ya estaba oscuro.

El viento silbaba con suavidad entre las palmeras, y las olas cantaban melodías tranquilas, como si el mar quisiera arrullar al mundo entero.

 

La cabaña, en contraste con la oscuridad del exterior, tenía un aire cálido, casi hogareño. Una chimenea crepitaba en la esquina, arrojando sombras suaves que danzaban sobre las paredes de madera. Las luces eran tenues, acogedoras, como si no quisieran perturbar la calma tensa que flotaba en el ambiente.

 

Sobre la mesa había comida.

 

Un enorme pescado cocido a la perfección reposaba en el centro, todavía humeante, con la piel crujiente y brillante bajo la luz. A un lado, una olla de arroz, ligeramente quemado en la base, pero con un aroma casero que llenaba el lugar. No era una cena lujosa, pero era suficiente para un alma cansada.

 

Desde la cocina se escuchaban ruidos torpes.

 

In-ho estaba ahí, haciendo un pequeño desastre mientras buscaba algo entre los estantes con una concentración casi fingida. El sonido de platos chocando, una puerta de gabinete mal cerrada, algo de agua cayendo en el fregadero.

 

Cuando finalmente salió, traía en las manos dos vasos. No dijo nada al ver a Gi-hun parado en la entrada con la niña en brazos, solo lo observó por unos segundos antes de bajar la mirada, como si no supiera dónde colocar su culpa.

 

—Hay té —dijo simplemente— No queda mucho, pero... sirve para el frío.

 

Gi-hun caminó en silencio hacia una de las sillas de madera junto a la chimenea. La bebé se revolvía inquieta, así que la acomodó en su pecho, cubriéndola con su camisa mientras sus pequeños puñitos se aferraban a él como anclas.

 

El crepitar del fuego fue lo único que llenó la habitación por un momento.

 

In-ho sirvió los vasos y se los llevó, dejando uno frente a él. No se sentó. Solo se mantuvo cerca, como si no supiera si tenía permiso de ocupar el mismo espacio.

 

Gi-hun no dijo nada al principio. Solo observó la mesa servida, el pescado aún humeante, el arroz con sus bordes dorados por el calor, el té tibio que desprendía un vapor suave.

Miró a In-ho de reojo, que seguía de pie, expectante.

 

—Siéntate —le dijo al fin, con voz baja, pero firme.

 

In-ho obedeció en silencio, tomando asiento en el extremo opuesto de la mesa. Por un instante, el fuego de la chimenea pareció crujir más fuerte, como si llenara el espacio entre ambos.

Se miraron, apenas unos segundos, y luego apartaron la vista.

Eran dos hombres que llevaban demasiado encima. Y esa mesa, aunque pequeña, parecía más grande que nunca.

 

Gi-hun miró la comida, la analizó en silencio. Tenía hambre. Su estómago rugía de forma audible, como un reclamo biológico imposible de ignorar.

Pero no comió.

 

In-ho notó la desconfianza reflejada en su rostro, en la forma en que su mirada se clavaba sobre el pescado como si esperara encontrar veneno en él.

Entonces, sin decir nada, tomó los palillos, se sirvió una porción y comenzó a comer con naturalidad. Mordió un trozo del pescado, luego un poco de arroz. Todo sin hacer contacto visual.

 

—Si tuviera la intención de matarte... te hubiera dejado morir en esa isla —dijo al fin, con voz seca, pero sin dureza.

 

Gi-hun no respondió. Simplemente tomó los palillos.

Se sirvió un poco de arroz, luego un pedazo pequeño de pescado. Comió con lentitud, como si el acto de comer fuera también una prueba de resistencia emocional.

Cada bocado parecía devolverle un poco de fuerza. La bebé dormía sobre su brazo izquierdo, arropada con una manta ligera. Su cuerpo cálido y suave se apoyaba ahora sobre su pierna, como un recordatorio viviente de todo lo que debía seguir luchando.

 

Masticó en silencio. Y luego, sin levantar la vista:

 

—¿Por qué haces todo esto?

 

In-ho se detuvo. Bajó los palillos. Lo miró directamente a los ojos.

 

Por un momento pareció que iba a dar una explicación elaborada, una justificación largamente ensayada.

Pero no lo hizo.

 

—No lo sé —respondió con honestidad cruda, dejando caer esa frase como un peso sobre la mesa.

 

Y después de eso, no dijeron más.

Solo comieron.

 

El único sonido que llenaba la cabaña era el de la madera crujiendo, el soplido ocasional del viento, y el leve murmullo del mar en la distancia.

Como si ambos necesitaran ese silencio para sobrevivir al peso de sus palabras no dichas.

 

Después de la cena, el pequeño cuerpo en sus brazos se removió, reclamando su parte del festín.

Gi-hun desabrochó con calma los primeros botones de su camisa y dejó que su hija se alimentara de él una vez más, con la misma ansiedad con la que la vida se aferra a su única esperanza.

La pequeña succionaba con fuerza, ajena al mundo, ajena al peso invisible que ambos hombres cargaban sobre sus espaldas.

Mientras tanto, In-ho recogía los platos con precisión casi silenciosa. No hablaba, no hacía contacto visual. Solo limpiaba, ordenaba, como si ese pequeño acto doméstico le diera un propósito más allá de la culpa que lo carcomía.

 

Gi-hun lo observó de reojo. No entendía qué buscaba.

¿Redención? ¿Perdón? ¿Una segunda oportunidad?

O quizá... nada de eso. Quizá solo estaba cumpliendo lo que alguna parte rota de su alma le pedía hacer: cuidar lo poco que quedaba.

 

Y aun así, Gi-hun no podía evitar preguntarse si había algo más, algo oculto.

Pero, si hubiera tenido alguna intención oscura, ya lo habría hecho. No tenía sentido seguir desconfiando.

¿O sí?

 

Cuando la pequeña terminó de comer, su vientre redondito quedó como un tambor tibio.

Gi-hun la apoyó contra su pecho y dio unas suaves palmaditas en su espalda hasta que la escuchó suspirar, entre un eructo dormilón y un quejido suave.

La recostó en el sillón viejo, envolviéndola con una manta ligera y colocando almohadas a su alrededor.

Le dio un beso en la frente. Se quedó mirándola unos segundos más. Y supo, sin duda alguna, que si tenía que hacer preguntas, si quería enfrentar su pasado y entender... era ahora o nunca.

 

Caminó hacia la entrada.

 

Él estaba ahí.

 

Sentado en los escalones de madera, los codos sobre las rodillas, la mirada perdida en el mar.

La brisa nocturna despeinaba su cabello y la luz tenue de la luna perfilaba su rostro con sombras suaves. Parecía más joven. Más vulnerable. Casi humano.

 

Gi-hun no dijo nada. Solo se sentó a su lado, con el cuerpo aún tenso, pero los hombros ligeramente bajos.

Ambos miraron al frente.

Las olas iban y venían, mecidas por la luna como un suspiro repetido de la tierra.

El silencio entre ellos era espeso, pero no incómodo. Era un silencio necesario, lleno de palabras que aún no se atrevían a nacer.

 

Y allí, sentados en los bordes de una noche inmensa, parecía que la eternidad los había encontrado.

Solo ellos dos.

Un monstruo y un sobreviviente.

Un padre y otro padre.

 

 

 

 

 

 

 

Notes:

He estado escribiendo esto en los últimos días y la verdad llegué a la conclusión de que este último capítulo se divida en dos partes, esta es la primera, la segunda parte será ya el cierre definitivo.
Finalmente pudimos ver a In-ho cumpliendo su rol como papá alfa 😭😭
Pronto subiré la última parte. Gracias a todos los que han estado al pendiente de la historia, al igual que por sus comentarios, me llenan de alegría.
Espero que les haya gustado. Muchos abrazos a todos 🫂 💕

Chapter 9: Parte 2: Su nombre es Seong Gi-hun

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Por varios minutos solo hubo silencio, solo escuchaban la brisa del mar en ese lugar en los confines del mundo. Pero luego Gi-hun abrió la boca y la melancolía lo embriagó tanto que la lengua soltó todo lo que cargaba dentro.

 

—Hace muchos años que no veía el mar —comenzó —La última vez fue con mi primera hija, ella era muy pequeña. En ese entonces su madre y yo seguíamos juntos, eso fue antes de los problemas y antes de que ellas se dieran cuenta de que yo no valía la pena. No creí que lo volvería a ver en estas circunstancias.

 

In-ho solo se quedó en silencio, no lo volteó a ver, solo escuchó la voz del hombre que amaba una vez más. 

 

—Los últimos años me la pasé obsesionado con hacer justicia —continuó —Los juegos me lo habían quitado todo, había visto cosas que jamas creí haber visto, perdí a tantas personas que ya ni siquiera recuerdo el nombre de todas ellas. Pero por dentro sabía que cada una de ellas merecía ser honrada, sus familiares merecían una tumba a la cual llorar, una razón que no haya sido en vano. 

 

La culpa vino al líder como un veneno a su pecho, no había rabia, no había enojo de parte de Gi-hun, no estaba culpándolo pero por dentro sabía perfectamente quién era el responsable de todo eso.

 

—Estaba solo. No tenía un plan, no tenía a nadie que me apoyara, solo estaba yo y el dinero sucio que había ganado. Sentía que les debía algo a ellos... sentía que debía hacer algo para aliviar esta culpa que sentía por dentro. Creo que fui ingenuo al pensar que todo sería tan fácil como en las películas y todos tendrían su final feliz. Quizá ese fue mi error, creer.

 

Gi-hun bajó la mirada al suelo de madera húmeda, sus dedos jugaron con una astilla mientras su voz se quebraba muy levemente.

 

—Y luego te encontré a ti.

No te reconocí... no como el monstruo que eras. No como el tipo de la máscara. 

Solo vi a un hombre... un hombre herido. Uno que parecía cansado al igual que yo.

 

Hizo una pausa larga. El viento golpeó la tela de su camisa como si intentara llevárselo todo.

 

—Pensé que tal vez... que había algo en ti que merecía salvarse.

 

Por fin lo miró. No con rabia. No con súplica. Solo con una mezcla peligrosa de dolor y ternura.

 

—¿Tú qué pensaste cuando me viste? ¿Qué pensaste cuando supiste que era yo... el omega al que dejaste embarazado, el que sangraba por tu culpa? ¿Qué querías de mi aquella noche? 

 

 

In-ho sostuvo su mirada, pero por dentro no se sentía digno de hacerlo. Los ojos de Gi-hun aún brillaban. Incluso ahora, incluso después de todo, brillaban. Si existía un faro en medio de la oscuridad, era él.

 

Suspiró largo, como quien arrastra palabras con espinas.

 

—Desde que ganaste los juegos... y no subiste a ese avión —comenzó— como los demás lo habrían hecho, me obsesioné contigo.

 

Gi-hun entrecerró los ojos, sorprendido. Aquello no lo esperaba.

 

—Pasaba noches enteras observándote. Sabía a dónde ibas, qué hacías. Nadie más lo sabía. Solo yo... pero no tenía claro qué hacer.

Solo eso... te observaba.

Pero esa noche... te vi. Te vi roto.

Y quise acercarme.

 

El silencio volvió por unos segundos, mientras ambos dirigían la mirada al mar, que ya se teñía de plata bajo la luz de la luna.

 

—Quería convencerme a mí mismo de que yo había ganado, no tú.

Así que me acerqué, para demostrarme que podía tenerte.

De todas las formas. Que siempre estaría un paso adelante de ti.

 

Gi-hun sintió una punzada en el pecho. No supo si era rabia, tristeza... o ambas. Se sintió usado, reducido.

 

—Pero luego entraste a los juegos —continuó In-ho—

Y creí que sería una pelea justa... hasta que vi tu panza.

Tenías un bebé dentro.

Uno que era mío.

 

Se quebró un poco en esa frase. Su mandíbula se tensó. Su voz bajó.

 

—Mis planes se derrumbaron. Y entonces la recordé a ella.

 

Gi-hun lo miró. Algo cambió en su expresión.

 

—¿La mujer de la foto? —preguntó en voz baja.

 

In-ho asintió. Por un momento pareció estar lejos, hablándole a un recuerdo.

 

—Mi esposa. Murió hace diez años.

 

El mundo se detuvo un poco. Gi-hun no supo qué decir. Pero algo en su pecho se apretó. No por ella. Por él.

 

Y eso le dolió más.

 

—Yo... yo no sabía qué hacer con ese dolor —continuó In-ho, su voz cada vez más cruda, más desnuda— Me despidieron del cuerpo de policía por aceptar sobornos. Quería pagar su tratamiento. No alcancé. Me quedé sin nada. Sin ella, sin trabajo.

Solo tenía deudas... y rabia.

Así que entré a los juegos.

Y gané.

 

Gi-hun lo miró. No con juicio. Con algo peor: comprensión.

 

—¿Y después? —preguntó, su voz ahora más suave. —¿Por qué no te fuiste? ¿Por qué no huiste con el dinero y te olvidaste de todo eso?

 

In-ho lo miró. No como el líder. No como el Frontman. Solo como él. Un hombre solo.

 

—Porque ella murió horas antes de que saliera de los juegos.

 

Gi-hun contuvo el aire. Una punzada más. Un trozo de verdad.

 

—No pude hacer nada. No pude salvarlos a los dos.

 

—¿A los dos? —repitió, confundido.

 

In-ho tragó saliva. Y ahí estaba: el centro de su herida.

 

—A ella... y a nuestro bebé.

 

Y ahí se hizo el silencio.

 

Un silencio que lo explicó todo.

 

Gi-hun lo entendió. No racionalmente. Lo entendió en la sangre, en la carne rota, en el vacío que se siente perder todo lo que tienes.

 

Lo vio. No al monstruo. No al héroe.

 

Lo vio al fin como un hombre.

 

Un hombre que una vez lo tuvo todo.

Y que ahora, como él, no era más que un sobreviviente lleno de cicatrices que nunca terminarían de cerrar.

 

Gi-hun apretó los puños sobre sus rodillas. La rabia se le subía por dentro, no como un incendio, sino como una quemadura lenta. Lo miró. Su voz ya no era temblorosa, era firme. Cansada, pero firme.

 

—Eso... no justifica lo que hiciste.

 

La voz le salió rasposa, pero clara.

 

—Acabaste con muchas personas.

Con personas inocentes. Personas que, como tú, como yo... solo querían salvar a alguien.

 

In-ho bajó la mirada. No tenía defensa. No ahora. Si todavía quedaba algo de Frontman en su interior, estaba escondido, acorralado, sin palabras.

 

Su boca se abrió levemente, como si quisiera decir algo, pero no pudo. Solo tragó saliva.

 

No había discurso. No había lógica. Solo la culpa. La verdadera. Esa que no necesita explicación porque lo invade todo.

 

—Lo sé —susurró.

 

Fue apenas un murmullo, pero cargaba años de peso detrás. 

 

—Y por eso... por eso nunca debí acercarme a ti.

Pero lo hice.

Y mientras más te conocía... más me odiaba.

Porque tú aún tenías algo que yo perdí hace mucho tiempo.

 

Gi-hun lo miró con dureza, pero ya no con rabia. Había algo trágico en él. Algo profundamente humano.

 

—¿Y qué era eso? —preguntó, como si quisiera comprobarlo.

 

In-ho sonrió con tristeza, sin fuerza. Una sonrisa hueca.

 

—Un corazón.

Todavía puedes sentir sin destruir.

Yo... solo aprendí a destruir para no sentir.

 

Silencio.

 

—Cuando te vi... embarazado... por mí...

quise convencerme de que era una broma cruel del destino.

Quise hacerte como yo.

Pero después... te vi con ella.

Y supe que no podía.

 

Lo dijo con la voz rota.

 

—Porque por primera vez... quería que alguien no terminara como yo.

 

Gi-hun se preguntó por un momento quién era el verdadero hombre. Si el que lo sostuvo con calidez en las noches de dolor, si el que lo salvó de un trágico destino, si el que tembló al ver a su hija, si el que le había quitado todo una y otra vez.

 

¿Cuál de los dos era el real?

 

Lo veía ahí, completamente roto, completamente expuesto, y no era ni la sombra del carnicero cruel de la máscara negra. No era el demonio que lo acechaba en sus pesadillas. Era solo un hombre. Uno derrotado. Uno que se aferraba a las sobras de sí mismo para no dejarse hundir.

 

Y eso, de algún modo, dolía más que el odio.

 

Porque si ese era el verdadero In-ho... entonces no había un monstruo al que culpar. Solo un hombre roto. Y amar a alguien roto duele más que odiar a un monstruo.

 

In-ho rompió el silencio una vez más, pero esta vez su voz salió más fría, más lejana. Como si cada palabra que antes había dicho con el corazón ahora se deshiciera en la garganta. Como si diera un paso atrás, huyendo del lugar donde casi se atrevía a sentirse humano.

 

—Mañana tú y ella regresarán a la ciudad. Con el dinero que tienes puedes irte a donde desees y comenzar de nuevo... olvida lo que sucedió los últimos tres años.

 

Gi-hun lo volteó a ver con incredulidad, con una punzada en el pecho que no supo cómo ocultar.

 

—Espera... ¿No regresarás con nosotros? Creí que... creí que regresarías con tu hermano, que... explicarías todo.

 

In-ho bajó la mirada. Sus ojos ahora eran solo sombras.

 

—No tiene caso —respondió con amargura, como si cada sílaba le raspara por dentro— Mi hermano sabe lo que hice. Jamás podría perdonarme. Al igual que tú tampoco lo haces... Solo estás teniendo lástima de mí.

 

Y entonces, el silencio. Un silencio espeso, asfixiante. No había palabras que llenaran el vacío. Solo esa idea plantada como una espina: que el amor y la compasión no bastan para salvar a alguien que no quiere salvarse.

 

—¿Entonces... a dónde irás? —preguntó finalmente Gi-hun, con la voz apenas audible.

 

In-ho no lo miró. Solo respondió, seco:

 

—Es mejor que no lo sepas.

 

Y esa respuesta lo dijo todo. Era un adiós que no necesitaba ser pronunciado. Era una confesión disfrazada de evasión. Era la certeza de que él, aún respirando, ya había elegido volver a morir.

 

—No puedes... no puedes hacer eso. No puedes simplemente irte después de todo lo que pasó. ¡Y mucho menos regresar a ese lugar! —escupió, con una mezcla de rabia y desesperación.

 

No supo qué sintió en ese momento. No sabía por qué esas palabras se colaban por su boca, por qué dolían tanto. Tal vez era rabia porque ese hombre —ese hombre que había amado— estaba considerando regresar al infierno que lo había convertido en un monstruo. O tal vez era el dolor sordo, punzante, de saber que, a pesar de todo, aún no estaba eligiendo quedarse. No con él. No con ella.

 

—No lo hagas más difícil —respondió In-ho, sin mirarlo.

 

—¿Difícil? ¡Tú lo estás haciendo difícil! —la voz de Gi-hun tembló— ¿Primero me salvas... y ahora quieres huir? ¿Huir para seguir asesinando personas inocentes?

 

In-ho apretó los puños. No respondió. El silencio gritaba más que cualquier defensa.

 

—Mi lugar ya no es aquí —dijo finalmente, con una calma que dolía—. Hace muchos años que ya no lo es. Esto... esto es todo lo que me queda. Yo ya no soy nada.

 

Y fue entonces cuando Gi-hun hizo algo impensado. Algo que rompía su propia barrera emocional, su orgullo, su dolor, su lógica: se acercó... y le tocó el hombro.

 

Un gesto simple. Pequeño. Humano. Como si con solo tocarlo pudiera sacarlo de ese abismo.

 

Sintió la tela suave bajo sus dedos, pero también el calor tembloroso del cuerpo que había debajo. In-ho sintió que el contacto lo quemó como braza viva, pero no lo apartó. No pudo. Tener a Gi-hun así de cerca era como recibir una dosis en cantidades letales de algo que hacía tiempo había dejado de sentir: consuelo.

 

—No huyas... —pidió Gi-hun, en voz baja, casi como un ruego— No tienes por qué volver a hacerlo.

 

Hizo una pausa. Quería decirlo bien. No romperse. Pero entonces lo miró, y fue imposible no quebrarse por dentro.

 

—Mírala a ella. —La voz se le volvió más suave, más rota— Ella no tiene la culpa de nada... y sin embargo está aquí, viva. Si nos salvaste a los dos fue porque dentro de ti todavía hay algo que vale la pena rescatar. No lo niegues. Yo lo vi. Lo vi cuando me miraste por primera vez... como si aún quedara alguien ahí.

 

—No puedo quedarme —dijo In-ho, con las palabras arrastradas, como si costara dejar que la lógica hablara más fuerte que su corazón— Ahora no me odias... pero lo harás eventualmente. Lo harás cuando me veas allá afuera... y solo puedas ver todos esos rostros.

 

Los ojos de Gi-hun comenzaron a humedecerse. ¿Era eso? ¿Solo se iría? ¿Así de simple? ¿Le había quitado todo, le había dado todo... solo para ahora desaparecer?

 

Entonces In-ho se acercó, y en un gesto que parecía fuera del tiempo, fuera de todo juicio, deslizó una mano por su mejilla. Lo tomó del rostro como si fuera frágil, como si ese toque fuera lo único que podía salvarlo del abismo.

 

Ahí estaba él. Su ángel. Irreal. Con las alas rotas y ensangrentadas.

 

Lo miró como si tratara de memorizarlo, grabar cada trazo de su rostro, cada partícula de luz en su mirada. Como si quisiera conservarlo intacto en la memoria hasta el día en que dejara este mundo.

 

Sabía que cuando se fuera, no habría vuelta atrás. Sabía que la soledad sería su castigo. Y lo aceptaba. Porque en lo más profundo de su pecho aún creía que eso era lo que merecía.

 

In-ho lo besó.

 

No fue un beso lleno de pasión, ni siquiera de deseo. Fue un gesto desesperado. Un último intento por sentirlo, por grabarse su calor, su olor, su aliento. Sus labios cálidos se fundieron con los suyos, y el mundo, por un instante, se detuvo. El corazón de ambos dejó de latir. El tiempo se suspendió, como si incluso el universo supiera que ese momento merecía durar más.

 

Y aunque el beso fue breve, Gi-hun se aferró a él con fuerza. Lo besó de vuelta con la angustia de quien sabe que todo está por terminar.

Solo eran ellos dos. Como lo fue al principio. Como lo sería al final.

 

No había pasión. No había deseo. Solo dolor. Solo una esperanza agónica que se disolvía entre lágrimas no derramadas.

El calor de sus labios sería un tatuaje eterno. Una herida que jamás cerraría.

 

Cuando se separaron, In-ho apoyó su frente contra la suya y susurró:

 

Perdóname.

 

Fue entonces que Gi-hun sintió el pinchazo. La aguja atravesando su cuello. La traición más silenciosa.

Sus ojos se abrieron, atónitos. In-ho lo sostuvo con delicadeza mientras su cuerpo comenzaba a caer.

 

—No... —susurró Gi-hun, apenas audible, con la voz rota. Su mano se aferró al rostro de In-ho, suplicante, temblorosa.

 

Y luego se desvaneció.

Su cuerpo cayó suavemente sobre la madera tibia de la entrada.

Lo último que vio antes de que todo se apagara... fue ese rostro. El rostro del hombre que amó.

Y del hombre que odió.

Su verdugo.

Su redentor.

Su sombra eterna.

El fantasma que lo perseguiría despierto y dormido, en el amanecer y a la media noche, cada hora, cada segundo... mientras siguiera respirando.

 

 

 

 

In-ho arrastró con el alma hecha pedazos el cuerpo inconsciente del omega hasta el interior de la cabaña. Lo recostó con extremo cuidado en la cama de la habitación principal, como si cualquier descuido pudiera romperlo aún más.

Luego salió, y allí, sobre el montón de almohadas, seguía la pequeña, dormida, ajena a todo el caos que la rodeaba. La tomó con delicadeza entre sus brazos y la contempló por última vez.

 

Grabó en su mente cada pliegue de su suave piel, cada suspiro diminuto que salía de su nariz redonda. Anhelaba ser su padre. Lo deseaba con todo su corazón.

Pero sabía que no podía. No ahora. Ya no era ese hombre. Ya no era digno.

 

La dejó junto a Gi-hun, acurrucada contra el cuerpo inmóvil de su padre.

Y se quedó ahí. En silencio.

Mirándolos dormir.

Uno atrapado en el inconsciente por una traición silenciosa.

La otra resguardada en el refugio de la inocencia.

 

Solo observó cómo los pechos de ambos subían y bajaban al compás de la vida.

Eso pudo haber sido su familia.

Su redención.

Pero quedarse solo lo beneficiaría a él.

Porque él era oscuridad.

Y ellos eran luz.

Y su sombra, tarde o temprano, terminaría por alcanzarlos.

Y mancharlos.

Y destruirlos.

 

Antes de que su corazón empezara a gritarle que se quedara, se levantó y caminó con paso apresurado hacia uno de los botes que estaban en el muelle. 

No miró atrás.

No lo soportaría.

Subió a bordo.

Encendió el motor.

Y simplemente se marchó.

 

Se perdió en el horizonte.

Con el alma hecha jirones, con los ojos ardiendo, y con el eco de lo que pudo haber sido latiendo como una herida abierta en su pecho.

Y los dejó.

A salvo.

Lejos de él.

 

 

 

 

 

 

 

Los primeros rayos del sol apenas se asomaban por el horizonte cuando Gi-hun volvió en sí.

 

Una voz lejana lo llamaba. Un eco a medio camino entre el sueño y la realidad.

 

—Señor Seong...

 

Frente a él flotaba una mancha oscura. Una figura borrosa que parecía hablarle desde algún rincón recóndito del subconsciente. Al principio creyó que era él. Que era In-ho. Su mente aún nublada por el veneno le jugaba malas pasadas.

 

Pero conforme la imagen se fue aclarando, los rasgos se hicieron distintos. Parecidos, sí, pero con la diferencia clave: humanidad en la mirada.

 

—¡Señor Seong! —exclamó la voz, esta vez nítida.

 

Era Jun-ho.

 

Gi-hun se incorporó bruscamente, el instinto lo hizo levantarse de golpe como si su vida dependiera de ello. Pero el mundo se vino abajo en un torbellino de vértigo y casi se desplomó. De no ser por el oficial, que lo sostuvo del brazo con firmeza, habría caído de bruces.

 

—¿Está bien? —preguntó Jun-ho, sosteniéndolo con fuerza, con esa mezcla entre autoridad y preocupación que solo alguien como él podía ofrecer.

 

Pero Gi-hun no respondió. Su voz fue otra, desesperada:

 

—Mi hija... ¿Dónde está ella?

 

El terror se le subió al pecho. La posibilidad de que él se la hubiera llevado lo golpeó como un puñal.

 

—Está bien —respondió Jun-ho con suavidad— La tiene Kim.

 

Gi-hun giró la cabeza hacia el marco de la puerta. Allí estaba el mercenario, con su chaleco antibalas, su rostro impasible y sus ojos entrenados para la guerra. Pero en sus brazos, con una ternura inesperada, sostenía a la pequeña, envuelta en mantas.

 

—La encontramos dormida junto a usted —dijo Kim, con voz grave, como si eso lo hubiese afectado más de lo que admitiría.

 

Se acercó y le entregó a la niña. Gi-hun la tomó como si fuera lo único valioso que le quedaba en el mundo. Su cuerpecito seguía caliente, respirando con suavidad, perdida aún en su mundo de sueños. Dormía profundamente. Era igual a él cuando era niño.

 

Su corazón volvió a latir con fuerza.

 

Aún la tenía.

 

—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó, con voz rasposa, aún mareado.

 

Jun-ho intercambió una mirada con Kim antes de responder. Luego se acercó un poco más.

 

—Recibí una llamada cuando estaba de regreso a la ciudad. No supe quién era... pero me dijo que estarías aquí. Me envió las coordenadas. No necesitó decir nada más.

 

Gi-hun no preguntó. No necesitaba hacerlo. Sabía perfectamente quién había hecho esa llamada. Solo un hermano confiaría a otro hermano lo último que le quedaba de bueno en la vida.

 

—Debemos irnos —intervino Kim, escaneando la zona— No sabemos si esto es una trampa.

 

Jun-ho se giró hacia Gi-hun.

 

—Hablaremos en el bote. Vamos.

 

Salieron de la cabaña como si huyeran de un paraíso en ruinas, de una isla que había prometido ser refugio, pero solo había ofrecido heridas.

 

Él se había marchado.

Y donde antes habitaba su presencia, solo quedaba el eco.

Un vacío amargo.

Un silencio que se alzaba como una lápida sobre lo que pudo haber sido.

 

Mientras Kim conducía el bote, el sonido del motor y las olas rompía el silencio con una monotonía casi anestésica. Jun-ho, sentado frente a Gi-hun, comenzó a hablar en voz baja, casi como si confesara secretos al viento.

 

Le relató lo que había pasado desde que él entró a los juegos: el arresto de Hoseok por allanar la casa del capitán Park, buscando pistas sobre su complicidad... y luego, la traición del mismo capitán. Habían caído en una trampa, los hilos ya estaban atados antes de que alguien siquiera sospechara el teatro que estaban presenciando.

 

Mientras más escuchaba, más increíble le parecía a Gi-hun hasta dónde habían llegado los hombres detrás del juego. Todo había sido cuidadosamente planificado. Nada había sido improvisado.

 

Suspiró, mirando al horizonte mientras la brisa fría golpeaba su rostro. Su voz se quebró un poco cuando habló:

 

—No lo vi venir... —admitió— Siempre estuvo dos pasos delante de mí. Supongo que esto... esto solo era la antesala. Algo más grande se está gestando.

 

Jun-ho asintió, pero esta vez no dijo nada.

Los dos sabían que había algo más que necesitaban hablar. Algo más íntimo. Más difícil.

 

Pero ninguno se atrevía a ser el primero en romper esa otra barrera.

 

Hasta que Gi-hun lo hizo.

 

—Fue él quien te dijo que estaba en la isla... ¿verdad?

 

Jun-ho tardó un segundo en responder. Su mirada se clavó en algún punto lejano del suelo del bote. Cuando habló, su voz venía teñida de un dolor que no necesitaba explicar.

 

—Sí... —confesó, casi con culpa— No reconocí el número, pero sí la voz. ¿Cómo olvidarla? Crecí escuchándola.

Me dijo que solo podía confiar en mí para encontrarte. Que no había nadie más. Y antes de que pudiera preguntarle algo... cualquier cosa, colgó.

 

Guardó silencio un momento, tragando saliva.

 

—Intenté devolver la llamada, pero el número ya no existía. Salió de servicio de inmediato. Como si nunca hubiese estado ahí.

 

Jun-ho se mordió el labio, buscando respuestas en un espacio donde ya no quedaban muchas. Su mirada se afiló, como si tratara de interrogar a la vida misma.

 

—No lo entiendo —dijo finalmente— No entiendo por qué me eligió a mí. No estaba dispuesto a confiar en mí para hablar... pero sí para salvarte.

 

Sus ojos se clavaron en los de Gi-hun, con esa expresión que usan los detectives cuando saben que hay una verdad a punto de salir a la superficie.

 

—Vi cómo se incendió esa isla —su voz se endureció— ¿Por qué tú? ¿Por qué te salvó a ti? ¿Es que acaso eres su cómplice?

 

El aroma a madera que siempre había llevado Jun-ho consigo se hizo más intenso. Gi-hun lo sintió como una brisa antigua, como una advertencia. Pero no se alteró. Lo entendía. Después de todo lo que habían vivido, ¿quién no estaría a la defensiva?

 

—Tú viste cómo intenté detener todo esto —respondió con firmeza— Estuve atrapado ahí dentro. Vi morir a gente inocente, uno por uno. No quedó nadie.

 

Tragó saliva. El nudo que tenía en la garganta no era fácil de ignorar.

 

—No voy a negarte que estoy vivo gracias a él. Pero no estoy implicado. Si me llevó a esa isla... fue porque así lo quiso.

 

Jun-ho frunció el ceño. Parecía que quería decir algo más, pero se contuvo.

 

—Entonces, ¿por qué? —repitió, más bajo, más humano — ¿Por qué tú?

 

El silencio entre ellos fue absoluto.

Gi-hun bajó la mirada, y ahí estaba ella.

La pequeña, dormida en sus brazos, con sus soniditos suaves, como si su sola existencia le recordara que todo lo vivido había sido real y no un mal sueño.

 

Fue entonces cuando lo supo. No podía mentir.

No podía esconderla.

Había sido hija de un hombre que había amado, y odiado, y perdido.

Y también era, ahora, parte de alguien que tenía derecho a saber.

 

—Por ella... —susurró, sin apartar la vista de su hija— Me salvó por ella.

 

Jun-ho frunció el ceño, confundido.

 

—¿Por... la bebé?

 

—Sí —afirmó con la voz más baja—. Ella... lleva su sangre.

 

Y el tiempo se detuvo.

Solo el rumor del mar, el canto de las aves, y el aire entrando por las ventanas llenaban el espacio.

 

Jun-ho se quedó sin palabras. Parpadeó lentamente, como si no hubiera escuchado bien.

 

—¿Cómo...? —balbuceó.

 

—Lo conocí hace varios meses. No sabía quién era... si lo hubiera sabido, yo... yo nunca...

 

Se detuvo. El rubor se le subió a las mejillas. Qué extraño sentirse avergonzado de algo que, en su momento, le había parecido una salvación. Pero decirlo así, de esa manera, lo hacía sonar tonto. Un hombre de mediana edad siendo seducido por otro como si no hubiera aprendido de nada de lo que había vivido. 

 

—Cuando ella nació, ya dentro de los juegos... —continuó, con la voz apenas audible— Él... quiso salvarme, para salvarla a ella.

 

Hubo un largo silencio.

Como si el aire se hubiera vaciado de significado.

Y esa fue toda la verdad que Gi-hun tenía para dar.

 

—Eso es todo.

 

Por un largo rato, ambos se quedaron ahí, mirando al horizonte sin realmente verlo.

 

Jun-ho procesaba lo que acababa de escuchar, como si cada palabra de Gi-hun acabara de abrir una nueva puerta en su mente.

 

Gi-hun, por su parte, luchaba por recuperar la compostura. Sentía aún el peso de la confesión, y el alivio punzante que le dejaba haber compartido la verdad.

 

—Ahora lo entiendo todo —dijo Jun-ho al fin, con una voz que ya no sonaba inquisitiva, sino llena de resignación— Por eso me dijo que solo podía confiar en mí.

 

Gi-hun no respondió. No tenía nada que añadir. Lo que se había dicho ya era suficiente.

 

—¿Puedo cargarla? —preguntó de pronto, con la mirada fija en la bebé, con una suavidad que solo pueden tener aquellos que han amado profundamente y han perdido.

 

Gi-hun asintió. No solo como permiso, sino como entrega.

Era también su forma de decir: ella también es tuya.

 

Jun-ho se acercó con cuidado, como si temiera quebrar algo sagrado. La tomó en brazos con una delicadeza absoluta, como si no pudiera creer que aquel ser tan pequeño, tan frágil, llevara dentro una parte del hermano que perdió.

 

—Hola... hola, pequeña —susurró con una sonrisa apenas esbozada.

 

La bebé, al sentir su calor, emitió un suave sonido, como si lo reconociera de alguna forma más profunda que la memoria.

 

—Eres tan hermosa... —añadió, con la voz quebrada.

 

Y en ese instante, Gi-hun supo que había hecho lo correcto.

Suspiró, y por primera vez en días, su pecho se sintió un poco más liviano.

 

Entonces, Jun-ho volvió a mirarlo.

Sus ojos no tenían reproche, solo una súplica tranquila, una decisión tomada desde un lugar de amor que iba más allá de la lógica.

 

—Déjame protegerla —dijo— A ambos.

Déjame estar cerca de ella.

 

—No tienes que hacer eso —dijo Gi-hun con voz baja, casi temiendo quebrar el momento.

 

—Sí, tengo que hacerlo —respondió Jun-ho, con una firmeza serena—

Déjame... déjame disculparme en su lugar.

Quiero arreglar todo lo que él hizo.

 

Y en ese instante simple, pero eterno, Gi-hun lo supo.

Ahí, frente a él, estaba alguien en quien podía confiar de verdad.

Alguien que, al igual que él, había amado al mismo hombre —de una forma distinta, pero con la misma intensidad—.

Alguien que también había querido salvarlo de su propia oscuridad... tanto como necesitaba respirar.

 

No sabía qué vendría después.

El futuro era incierto, borroso, un papel en blanco que aún dolía mirar.

Pero fuera lo que fuera, seguiría adelante.

Por ella.

Por él mismo.

Por todas las vidas que se habían perdido.

Por el hombre que lo amó... pero no lo suficiente como para quedarse en su mundo.

 

Cuando el bote tocó tierra firme, la ciudad apareció frente a ellos como una promesa de caos y redención. Y cuando el primer rayo de sol invadió sus poros como un agua bendita que purificó su alma cansada, Gi-hun supo con certeza cuál sería su primer paso:

 

Comenzar de nuevo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Meses después. 

 

Verano de 2025. 

 

Los Ángeles. California. 

 

 

 

El sol californiano brillaba con fuerza, proyectando reflejos dorados sobre las ventanas de los edificios. El verano en occidente era mucho más luminoso y lleno de vida que en Seúl. Los jóvenes caminaban libres por las calles y las flores no se escondían de los rayos de luz. 

 

En el parque frente a su departamento, Gi-hun empujaba con suavidad una carriola mientras la brisa fresca agitaba su cabello. No lo había cortado desde que se mudó así que ahora estaba tan largo como lo llevaba desde un principio, desde antes de entrar a los juegos. Reflejando el nuevo hombre que deseaba ser. 

 

Se le veía diferente.

No del todo curado, pero sí más ligero. Más él.

Había ganado color en la piel, y en su mirada ya no pesaba el mismo invierno.

 

A su lado caminaba Ga-yeong, su hija mayor, con un helado derritiéndose en la mano y una sonrisa tímida en el rostro.

Poco a poco se había acercado a ella otra vez. Ya no era el padre que huía ni el extraño que se disculpaba con promesas vacías. 

 

Ahora estaba allí. Todos los días.

 

—¿Y si la inscribimos a natación cuando cumpla un año? —preguntó Ga-yeong mirando hacia la carriola. Ya no había rastro de la niña tímida que solía ser. Ahora estaba hecha toda una jovencita hermosa y radiante. 

 

Gi-hun sonrió.

 

—Si a ella le gusta el agua tanto como tú, entonces podríamos considerarlo.

 

De la carriola asomaban dos ojos curiosos y redondos debajo de un pequeño sombrerito rosa. 

La bebé era más grande ahora. Tenía los mismos ojos de su padre, pero no de Gi-hun.

Los ojos de In-ho.

Claramente.

Inconfundiblemente.

 

Cada vez que Gi-hun la recostaba en su pecho, o le limpiaba la boquita después de comer, o la cargaba para hacerla dormir, él estaba allí.

No como una sombra. No como una pesadilla.

Sino como algo imborrable.

Como la cicatriz que llevaba en la mano.

Como el amor que dejó huella, aunque doliera.

 

Había tratado de cumplir, aunque fuera una parte, de lo que prometió.

 

Una mañana, mientras empacaba para mudarse con la pequeña, le llegó una caja de madera sencilla.

 

Dentro, una sola cosa: una tarjeta dorada.

Reconoció al instante los símbolos:

 

"Jugador 456. Jugador 222. Ganadores."

 

Y, debajo, una frase escrita a mano:

 

 

"No vuelvas a mirar atrás."

 

 

No era una despedida.

No era una confesión.

Era una súplica disfrazada de orden.

 

"Olvídame. Olvida lo que pasó. Sigue adelante."

Eso quería decir.

 

No usó ese dinero para sí mismo.

Lo repartió.

A las familias de quienes conoció.

A la madre de Sae-Byeok, que finalmente pisó tierra libre.

A la esposa de Jung-bae, a quien le prometió cuidar del futuro de sus hijos.

Ella lloró.

Y él también.

 

 

A veces las noches eran tranquilas.

Y otras no.

A veces soñaba con los juegos, con los gritos, con la sangre.

Y a veces lo soñaba a él.

No como Frontman.

Sino como el hombre que lo sostuvo. Que lo salvó. Que lo amó.

Despertaba sudando, con el corazón latiendo como un tambor...

y un hueco en el pecho que nunca se terminaba de cerrar.

 

 

El oficial Jun-ho seguía en contacto.

Le enviaba fotos de la niña de vez en cuando.

Ambos coincidían: cada día se parecía más a In-ho.

 

"Hoseok y yo iremos tan pronto como se rehabilite. Dile a la pequeña cachorra que su tío la verá pronto"

 

Decía el último mensaje que leyó Gi-hun mientras paseaba con ella por el parque.

Y por primera vez en mucho tiempo, sonrió sin que le doliera.

 

 

 

A unos metros de distancia, sin que él lo supiera, una camioneta negra estaba estacionada.

En el interior, un hombre observaba.

 

No dijo nada.

No hizo nada.

 

Solo miró.

Miró cómo Gi-hun empujaba la carriola.

Cómo reía bajito.

Cómo la vida seguía sin él.

 

Y por unos minutos... eso fue suficiente.

Porque eso le daba lo que necesitaba para volver a desaparecer.

 

Subió la ventana.

Y el coche arrancó.

Silencioso.

Definitivo.

 

Nadie sabría jamás que Hwang In-ho alguna vez anheló algo más que destrucción.

Nadie sabría que, al final,

hizo algo bueno.

 

Sabía que, con el pasar de los años,

verlos así, desde lejos,

se volvería tedioso.

 

Pero no importaba.

 

Porque había juegos mucho peores.

 

 

 

 

 

 

 

Fin. 

 

 

 

 

 

 

Notes:

💔💔
¿Escuchan eso? es el sonido de mi corazón rompiéndose con este final.
Primero antes que nada quiero decir que no me hago responsable de recaídas mentales o cosas por el estilo. Yo también estoy así de destrozada. 😭
Pero ya, en serio. Quiero agradecerles a todos por su apoyo y por estar al pendiente de la historia, me divertía mucho leyendo sus comentarios y me motivaba a seguir escribiendo. Sé que quizá no es un final feliz en el sentido convencional pero siento que es un final acorde a todos los personajes. Y de hecho así era como iba a terminar en la serie en un principio.
(Solo me pregunto de quién fue la maravillosa idea de cambiar este final por el que vimos en la serie para ir a darle un gran abrazo 🥰 🔫)
Pero bueno, no tengo más que decir más que gracias a todos. Lo siento por sus corazones rotos jeje.
Estoy escribiendo otra historia sobre ellos dos en un universo alternativo, espero que cuando la publique igualmente les guste cómo esta. Cuídense mucho y disfruten su verano ☀️
—Val.