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El orfanato Saint Meridia, enclavado entre árboles centenarios y muros de piedra fría, era un edificio tan antiguo como la niebla que lo rodeaba. Sus pasillos olían a cera y madera húmeda, y sus ventanas altas dejaban pasar la luz con timidez. Esa tarde, sin embargo, todo estaba adornado con cintas, flores secas y mesas largas cubiertas de tela blanca. El evento de beneficencia anual era un acontecimiento esperado por la nobleza local, más por protocolo que por verdadera compasión.
Los carruajes comenzaron a llegar uno a uno. Las familias bien vestidas bajaban entre saludos y cortesías, ignorando discretamente las grietas en las paredes y los abrigos remendados de los niños que los recibían. La familia Phantomhive llegó poco después. Lucien fue el primero en bajar del carruaje. Su cabello revuelto brillaba al sol, y su entusiasmo contrastaba con la quietud del lugar. Saltó al suelo y apenas vio el largo camino empedrado rumbo al jardín, corrió rumbo a las mesas de dulces improvisadas.
—¡Ciel, vamos! ¡Seguro tienen pastel de manzana, lo huelo desde aquí! —gritó sin volverse.
Ciel bajó despacio, sujetando su sombrero. Tanaka le ofreció su brazo, pero el niño negó con un leve gesto. Caminó con pasos calculados, su expresión impasible. Observaba todo con distancia: los niños que cantaban con ropas planchadas a la fuerza, los adultos que reían con vino barato en copas de cristal fino, las hojas secas de los árboles cayendo descuidadamente y los montones de basura arrinconados y cuidadosamente cubiertos al fondo de una pequeña construcción de madera al fondo del jardín.
Vincent y Rachel conversaban dentro del lugar con los organizadores del evento, apenas un poco alejados de la puerta. Ella mantenía una sonrisa tensa. Algo en el edificio le resultaba perturbador: quizás el techo agrietado, o la sensación de que los pasillos eran demasiado angostos para escapar con rapidez.
—Han hecho lo que han podido —dijo Vincent en voz baja.
—No es suficiente —respondió ella, aún con la sonrisa puesta.
Al poco tiempo todos los invitados fueron convocados al interior del edificio para que los niños del orfanato formaran una fila y recitaran el poema que habían ensayado especialmente para ese día. Había bocadillos y tiras de papel colorido colando del techo, todo hecho por las pequeñas manos de los infantes.
Ciel se quedó cerca de una ventana. A su lado, Tanaka permanecía inmóvil, aunque atento. Lucien pasó corriendo de nuevo frente a ellos, esta vez con un sombrero ridículo que uno de los niños le había puesto. Verlo le hizo lanzar a Ciel un suspiro.
—¿Está bien, joven amo? —preguntó Tanaka con suavidad.
—Estoy bien —respondió sin apartar la vista de los infantes. No quería admitirlo, pero por supuesto que quería estar ahí con su hermano, corriendo y jugando con los demás.
Y entonces, algo olió distinto. Algo más denso que el aire encerrado, más penetrante que la humedad de los muros.
Humo.
Un estallido leve, como un chasquido de madera seca, fue seguido por un grito. Las risas murieron de golpe. Desde una de las alas laterales, el humo comenzó a brotar como un susurro oscuro que pronto se volvió rugido.
—¡Fuego! —gritó una voz.
La confusión fue inmediata. Padres buscando a sus hijos, niños llorando, sirvientes empujando mesas para despejar los pasillos. Las llamas no eran visibles aún, pero el olor a aceite quemado era inconfundible.
Rachel gritó el nombre de sus hijos. Vincent buscó a Lucien, mientras Tanaka, con una precisión inesperada, levantó a Ciel en brazos. El niño tosía, con los ojos enrojecidos y la voz quebrada.
—Respire despacio, joven amo —susurró Tanaka, cubriéndolo con un pañuelo.
Lucien apareció corriendo, desesperado.
—¡Ciel! ¿Dónde está Ciel?
—Está con Tanaka. ¡Ven conmigo! —ordenó su padre apenas lo encontró, abriéndose paso entre la gente.
El humo lo envolvía todo, despiadado, alimentado por la decoración inocente y la débil estructura que pronto comenzó a ceder. Al salir al exterior, Ciel alcanzó a ver las primeras lenguas de fuego asomar por las ventanas altas. Después, un golpe fuerte y muchos gritos. Cuando regresó la mirada, el techo ya no estaba.
Rachel, frenética entre la multitud sollozante, se apresuró desesperada apenas vio a Tanaka y a su pequeño hijo.
—¡Ciel! ¿Estás bien?
—Inhaló mucho humo, mi Señora, necesita atención médica —dijo el mayordomo con el pequeño aun tosiendo en sus brazos—. Tiene que ir al hospital de inmediato.
Ciel no escuchó más. Solo vio a Lucien entre la multitud, con la cara tiznada y los ojos llenos de lágrimas, gritando su nombre mientras el humo a sus espaldas lo devoraba todo.
Cuando finalmente despertó, lo hizo en una habitación que olía a desinfectante y soledad. Sentía los pulmones pesados, y el ardor en la garganta le impedía hablar. A un lado, sobre una mesa, descansaban su abrigo y su sombrero, ambos manchados de ceniza.
Ciel comenzó a inquietarse. No le gustaba despertar solo en el hospital, estaba harto de eso y había generado una resistencia justificada tras todas las veces en las cuales entró y salió a distintas horas y por distintas razones. Intentó ordenar sus pensamientos para no desesperarse, pero el caos aún chispeaba dentro de su mente como brasas vivas y hacía mucho más complicada su situación. Nunca había estado tan cerca del fuego, ni del miedo. El humo se le había metido no solo en los pulmones, sino también en el pensamiento. Le costaba comprender cómo algo tan intangible podía arrebatarlo todo en cuestión de minutos. A segundos sentía curiosidad por lo ocurrido, como si observar el desastre desde la distancia le permitiera encontrarle lógica; pero luego el miedo regresaba, esa sensación de fragilidad absoluta que le hacía dudar de si todo lo que conocía podía desaparecer con la misma.
Una enfermera entró de pronto para revisar sus signos vitales, sorprendiéndose al verlo despierto.
—Estás a salvo, mi cielo —le dijo con dulzura mientras le acercaba un vaso con agua —. Pronto vendrán tus padres.
Ciel asintió apenas, devolviéndole el vaso con cuidado mientras trataba de ocultar el temblor que le recorría los brazos. Ahora solo quería ver a sus padres, a Lucien, respirar hondo y regresar a dormir. Entonces lo escuchó, cuando la enfermera paso junto y atravesó la delgada cortina blanca que dividía la habitación: una voz baja al otro lado.
—No, no tengo fiebre. No necesito dormir. Solo quiero quedarme aquí.
El tono era firme, educado… y vacío.
Ciel giró lentamente la cabeza. La cortina ondeó apenas. La enfermera se acercó a él y sonrió.
—Tu compañero de cuarto también estuvo en el incendio. Se llama Sebastian. Fue el único niño del orfanato que salió por su cuenta.
Ciel tragó saliva. Le pareció extraño. Apenas la enfermera se fue, la cortina se corrió ligeramente. Un niño apareció del otro lado. Un poco más alto que él, de cabello negro y ojos castaños claro, casi color shedron. Vestía ropa prestada del hospital, pero su postura era impecable.
—Me dijeron que tú también estuviste ahí. Dormiste mucho, es bueno verte despierto.
Ciel asintió. No podía hablar mucho. Sebastian no pareció incomodarse por el silencio.
—Es curioso que algo tan frágil como el fuego lo destruya todo tan rápido —comentó con serenidad, provocándole una calma inusual y extraña —. ¿Cuál es tu nombre?
—Ciel —murmuró.
—Mi nombre es Sebastian —respondió el niño acercándose a su cama. Ciel retrocedió apenas un poco, pero no dijo nada. —¿Aún estás asustado?
El pequeño solo apretó su sábana.
—Está bien, lo que sucedió no fue agradable para nadie. Un accidente terrible, nada más que eso… es normal estar asustado, sobre todo porque tus padres no están aquí ¿pero sabes? Yo lo estoy. Justo aquí y ahora, por eso no estás solo, y cuando salgas, tampoco lo estarás porque ellos estarán a tu lado.
Ciel lo miró con atención. Había algo en su voz, en la forma en que no parecía niño, que curiosamente lo calmaba.
—¿Tú estás solo? —logró preguntar.
Sebastian lo observó por un segundo. Luego sonrió con suavidad, como resignado.
—Siempre lo he estado.
Rachel Phantomhive miró desde la puerta entreabierta, oculta para ambos niños. Había insistido en hablar con los doctores cuando supo que su hijo compartía habitación con otro niño, y ahora sostenía una carpeta con papeles confirmándolo: Sebastian no tenía familia, era uno de los niños del orfanato. No había registros anteriores a su ingreso, y por lo tanto, nadie lo reclamaba.
—Está tranquilo. Muy educado. Muy limpio para ser un huérfano —comentó la enfermera frente a ella.
Rachel no respondió.
Dentro de la habitación, Ciel y Sebastian seguían en silencio. El primero recostado, con la mirada fija en el techo. El segundo sentado en la orilla de su cama, mirándolo.
—¿Sueles enfermarte? —preguntó Sebastian de pronto.
—A veces.
—En el orfanato tenía un compañero que también se enfermaba mucho, así como tú. Yo solía cuidarlo y siempre parecía feliz. Estaba en el coro con los demás, aunque le dolía la garganta, le gustaba cantar y quiso hacerlo hoy. No sé dónde esté ahora.
Afuera, Rachel y la enfermera los escuchaban —¿Quién es ese niño del que habla? ¿Está aquí?
—Por desgracia, no todos lograron salir —respondió la enfermera—. Yo conocía al pequeño, siempre entraba y salía del hospital. Lamento mucho decir que esta vez no volverá a salir.
—Qué horror —murmuró la madre, sintiendo en su pecho como quien recibe un golpe.
—Todos los niños deberían ser llorados por sus seres amados. Espero Dios lo tenga consigo —rezó la enfermera para sí, dejando a Rachel.
Por un momento, la mujer sintió que el aire aún olía a humo.