Chapter 1: Las dos caras del cielo
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La mansión Phantomhive se alzaba sobre las colinas de Yorkshire como un vestigio silencioso de grandeza, con sus torres cubiertas de hiedra y sus ventanales siempre impecables. A primera vista, parecía un hogar inmóvil en el tiempo, congelado en una época de modales estrictos y relojes de péndulo, pero dentro de sus muros la vida fluía con la intensidad particular de quienes lo tenían todo y, aun así, no se sentían completos. Los señores de la casa, Vincent y Rachel Phantomhive, eran reconocidos por su buen juicio, su fortuna generosa y la nobleza con la que manejaban tanto los negocios como los vínculos sociales. Poseían una elegancia natural, discreta, jamás ostentosa. Sin embargo, para quienes conocían la intimidad de la familia, el verdadero tesoro no era su apellido ni su patrimonio: eran los gemelos.
Lucien y Ciel Phantomhive nacieron con apenas minutos de diferencia. Compartían el mismo cabello azul, los mismos ojos también de un azul brumoso, como si el cielo de invierno se hubiera quedado atrapado en sus pupilas. Aun así, no podían ser más distintos: Lucien, el mayor, era todo luz. Irradiaba energía, hablaba con una fluidez que contagiaba, reía con facilidad y llenaba cada estancia con su presencia. Tenía la costumbre de tomar de la mano a los sirvientes cuando contaba una historia y no dudaba en interrumpir a su madre para decirle cuánto la quería. Le gustaban los juegos al aire libre, trepar árboles prohibidos y construir fortalezas con sábanas viejas en los pasillos de la casa.
Ciel, en cambio, era como el reflejo tenue de su hermano. Un niño de voz baja, más menudo, con una piel que parecía haber olvidado el sol. Desde muy pequeño, sufrió ataques febriles que lo dejaban débil por semanas, y cualquier cambio en el clima podía ser suficiente para obligarlo a guardar reposo. Pasaba largas horas junto a la ventana de su habitación, observando las nubes, leyendo libros demasiado complejos para su edad, o simplemente pensando. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, sus palabras eran escogidas con una precisión que desarmaba a cualquiera.
Lucien lo adoraba. No existía día en que no lo buscara para incluirlo en sus planes, incluso cuando sabía que Ciel no podría acompañarlo. “Te lo contaré todo cuando vuelva”, le decía al salir corriendo hacia el jardín, y al regresar, cumplía su promesa con lujo de detalles. Ciel lo escuchaba con una mezcla de fascinación y envidia muda. Deseaba poder seguirle el paso, pero su cuerpo se lo impedía.
—No me importa si no corres —le dijo Lucien una tarde en el jardín mientras le colocaba una flor en el cabello—. Lo único que quiero es que estés aquí.
Ciel sonrió.
A pesar de sus diferencias, los gemelos compartían un vínculo único. Rachel solía decir que uno sentía cuando el otro estaba triste, y más de una vez los encontró a ambos despertando de la misma pesadilla en habitaciones separadas. Tanaka, el mayordomo de la familia, observaba todo con la serena distancia de los sabios. Nunca opinaba más de lo necesario, pero cuidaba de los niños con una devoción silenciosa.
Elizabeth Midford, la prima de ambos, era una presencia habitual en la casa. Alegre hasta el agotamiento, llorona cuando algo no salía como quería, y absolutamente encantadora. Poseía la energía de una tormenta color pastel y una devoción casi teatral por Lucien, a quien trataba como a un príncipe de cuentos —no por nada estaban comprometidos, tal como lo dictaban las costumbres de la época—. Con Ciel era más prudente, aunque no menos afectuosa.
Aquella semana, los preparativos para la gala de beneficencia llenaban la casa de actividad. El evento no sería en la mansión, sino en un orfanato al norte del condado, un edificio antiguo con techos altos y paredes que olían a encierro y humedad. La familia Phantomhive, patrocinadora principal, asistiría junto con otros nobles para presenciar los resultados de sus donativos y escuchar a los niños cantar, recitar o simplemente sonreír frente a las cámaras. Rachel supervisaba los detalles logísticos, mientras Vincent repasaba el programa y la lista de invitados. Los gemelos, como siempre, tenían permiso para asistir, aunque Tanaka debía estar atento por si Ciel presentaba signos de fatiga. No sería la primera vez que necesitaba retirarse antes de que el evento terminara.
En la biblioteca, su sitio favorito para hablar, ambos niños jugaban.
—¿Y si bailamos, aunque sea sentados? —preguntó Lucien, girando sobre sí mismo.
Ciel lo miró sentado desde el gran sillón de su padre, con un libro cerrado sobre las rodillas. —Sería más cómodo si simplemente no bailamos —dijo con calma.
Lucien se rió y se dejó caer junto a él. Le quitó el libro de las manos y lo abrió al azar.
—Lees cosas muy tristes. Deberías escribir tus propios cuentos.
—No sabría cómo terminarlos.
—Entonces empiezo yo y tú decides el final.
Era una idea simple, pero Ciel no supo, entonces, que acabaría siendo profética.
Chapter 2: La caída del Saint Meridia
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El orfanato Saint Meridia, enclavado entre árboles centenarios y muros de piedra fría, era un edificio tan antiguo como la niebla que lo rodeaba. Sus pasillos olían a cera y madera húmeda, y sus ventanas altas dejaban pasar la luz con timidez. Esa tarde, sin embargo, todo estaba adornado con cintas, flores secas y mesas largas cubiertas de tela blanca. El evento de beneficencia anual era un acontecimiento esperado por la nobleza local, más por protocolo que por verdadera compasión.
Los carruajes comenzaron a llegar uno a uno. Las familias bien vestidas bajaban entre saludos y cortesías, ignorando discretamente las grietas en las paredes y los abrigos remendados de los niños que los recibían. La familia Phantomhive llegó poco después. Lucien fue el primero en bajar del carruaje. Su cabello revuelto brillaba al sol, y su entusiasmo contrastaba con la quietud del lugar. Saltó al suelo y apenas vio el largo camino empedrado rumbo al jardín, corrió rumbo a las mesas de dulces improvisadas.
—¡Ciel, vamos! ¡Seguro tienen pastel de manzana, lo huelo desde aquí! —gritó sin volverse.
Ciel bajó despacio, sujetando su sombrero. Tanaka le ofreció su brazo, pero el niño negó con un leve gesto. Caminó con pasos calculados, su expresión impasible. Observaba todo con distancia: los niños que cantaban con ropas planchadas a la fuerza, los adultos que reían con vino barato en copas de cristal fino, las hojas secas de los árboles cayendo descuidadamente y los montones de basura arrinconados y cuidadosamente cubiertos al fondo de una pequeña construcción de madera al fondo del jardín.
Vincent y Rachel conversaban dentro del lugar con los organizadores del evento, apenas un poco alejados de la puerta. Ella mantenía una sonrisa tensa. Algo en el edificio le resultaba perturbador: quizás el techo agrietado, o la sensación de que los pasillos eran demasiado angostos para escapar con rapidez.
—Han hecho lo que han podido —dijo Vincent en voz baja.
—No es suficiente —respondió ella, aún con la sonrisa puesta.
Al poco tiempo todos los invitados fueron convocados al interior del edificio para que los niños del orfanato formaran una fila y recitaran el poema que habían ensayado especialmente para ese día. Había bocadillos y tiras de papel colorido colando del techo, todo hecho por las pequeñas manos de los infantes.
Ciel se quedó cerca de una ventana. A su lado, Tanaka permanecía inmóvil, aunque atento. Lucien pasó corriendo de nuevo frente a ellos, esta vez con un sombrero ridículo que uno de los niños le había puesto. Verlo le hizo lanzar a Ciel un suspiro.
—¿Está bien, joven amo? —preguntó Tanaka con suavidad.
—Estoy bien —respondió sin apartar la vista de los infantes. No quería admitirlo, pero por supuesto que quería estar ahí con su hermano, corriendo y jugando con los demás.
Y entonces, algo olió distinto. Algo más denso que el aire encerrado, más penetrante que la humedad de los muros.
Humo.
Un estallido leve, como un chasquido de madera seca, fue seguido por un grito. Las risas murieron de golpe. Desde una de las alas laterales, el humo comenzó a brotar como un susurro oscuro que pronto se volvió rugido.
—¡Fuego! —gritó una voz.
La confusión fue inmediata. Padres buscando a sus hijos, niños llorando, sirvientes empujando mesas para despejar los pasillos. Las llamas no eran visibles aún, pero el olor a aceite quemado era inconfundible.
Rachel gritó el nombre de sus hijos. Vincent buscó a Lucien, mientras Tanaka, con una precisión inesperada, levantó a Ciel en brazos. El niño tosía, con los ojos enrojecidos y la voz quebrada.
—Respire despacio, joven amo —susurró Tanaka, cubriéndolo con un pañuelo.
Lucien apareció corriendo, desesperado.
—¡Ciel! ¿Dónde está Ciel?
—Está con Tanaka. ¡Ven conmigo! —ordenó su padre apenas lo encontró, abriéndose paso entre la gente.
El humo lo envolvía todo, despiadado, alimentado por la decoración inocente y la débil estructura que pronto comenzó a ceder. Al salir al exterior, Ciel alcanzó a ver las primeras lenguas de fuego asomar por las ventanas altas. Después, un golpe fuerte y muchos gritos. Cuando regresó la mirada, el techo ya no estaba.
Rachel, frenética entre la multitud sollozante, se apresuró desesperada apenas vio a Tanaka y a su pequeño hijo.
—¡Ciel! ¿Estás bien?
—Inhaló mucho humo, mi Señora, necesita atención médica —dijo el mayordomo con el pequeño aun tosiendo en sus brazos—. Tiene que ir al hospital de inmediato.
Ciel no escuchó más. Solo vio a Lucien entre la multitud, con la cara tiznada y los ojos llenos de lágrimas, gritando su nombre mientras el humo a sus espaldas lo devoraba todo.
Cuando finalmente despertó, lo hizo en una habitación que olía a desinfectante y soledad. Sentía los pulmones pesados, y el ardor en la garganta le impedía hablar. A un lado, sobre una mesa, descansaban su abrigo y su sombrero, ambos manchados de ceniza.
Ciel comenzó a inquietarse. No le gustaba despertar solo en el hospital, estaba harto de eso y había generado una resistencia justificada tras todas las veces en las cuales entró y salió a distintas horas y por distintas razones. Intentó ordenar sus pensamientos para no desesperarse, pero el caos aún chispeaba dentro de su mente como brasas vivas y hacía mucho más complicada su situación. Nunca había estado tan cerca del fuego, ni del miedo. El humo se le había metido no solo en los pulmones, sino también en el pensamiento. Le costaba comprender cómo algo tan intangible podía arrebatarlo todo en cuestión de minutos. A segundos sentía curiosidad por lo ocurrido, como si observar el desastre desde la distancia le permitiera encontrarle lógica; pero luego el miedo regresaba, esa sensación de fragilidad absoluta que le hacía dudar de si todo lo que conocía podía desaparecer con la misma.
Una enfermera entró de pronto para revisar sus signos vitales, sorprendiéndose al verlo despierto.
—Estás a salvo, mi cielo —le dijo con dulzura mientras le acercaba un vaso con agua —. Pronto vendrán tus padres.
Ciel asintió apenas, devolviéndole el vaso con cuidado mientras trataba de ocultar el temblor que le recorría los brazos. Ahora solo quería ver a sus padres, a Lucien, respirar hondo y regresar a dormir. Entonces lo escuchó, cuando la enfermera paso junto y atravesó la delgada cortina blanca que dividía la habitación: una voz baja al otro lado.
—No, no tengo fiebre. No necesito dormir. Solo quiero quedarme aquí.
El tono era firme, educado… y vacío.
Ciel giró lentamente la cabeza. La cortina ondeó apenas. La enfermera se acercó a él y sonrió.
—Tu compañero de cuarto también estuvo en el incendio. Se llama Sebastian. Fue el único niño del orfanato que salió por su cuenta.
Ciel tragó saliva. Le pareció extraño. Apenas la enfermera se fue, la cortina se corrió ligeramente. Un niño apareció del otro lado. Un poco más alto que él, de cabello negro y ojos castaños claro, casi color shedron. Vestía ropa prestada del hospital, pero su postura era impecable.
—Me dijeron que tú también estuviste ahí. Dormiste mucho, es bueno verte despierto.
Ciel asintió. No podía hablar mucho. Sebastian no pareció incomodarse por el silencio.
—Es curioso que algo tan frágil como el fuego lo destruya todo tan rápido —comentó con serenidad, provocándole una calma inusual y extraña —. ¿Cuál es tu nombre?
—Ciel —murmuró.
—Mi nombre es Sebastian —respondió el niño acercándose a su cama. Ciel retrocedió apenas un poco, pero no dijo nada. —¿Aún estás asustado?
El pequeño solo apretó su sábana.
—Está bien, lo que sucedió no fue agradable para nadie. Un accidente terrible, nada más que eso… es normal estar asustado, sobre todo porque tus padres no están aquí ¿pero sabes? Yo lo estoy. Justo aquí y ahora, por eso no estás solo, y cuando salgas, tampoco lo estarás porque ellos estarán a tu lado.
Ciel lo miró con atención. Había algo en su voz, en la forma en que no parecía niño, que curiosamente lo calmaba.
—¿Tú estás solo? —logró preguntar.
Sebastian lo observó por un segundo. Luego sonrió con suavidad, como resignado.
—Siempre lo he estado.
Rachel Phantomhive miró desde la puerta entreabierta, oculta para ambos niños. Había insistido en hablar con los doctores cuando supo que su hijo compartía habitación con otro niño, y ahora sostenía una carpeta con papeles confirmándolo: Sebastian no tenía familia, era uno de los niños del orfanato. No había registros anteriores a su ingreso, y por lo tanto, nadie lo reclamaba.
—Está tranquilo. Muy educado. Muy limpio para ser un huérfano —comentó la enfermera frente a ella.
Rachel no respondió.
Dentro de la habitación, Ciel y Sebastian seguían en silencio. El primero recostado, con la mirada fija en el techo. El segundo sentado en la orilla de su cama, mirándolo.
—¿Sueles enfermarte? —preguntó Sebastian de pronto.
—A veces.
—En el orfanato tenía un compañero que también se enfermaba mucho, así como tú. Yo solía cuidarlo y siempre parecía feliz. Estaba en el coro con los demás, aunque le dolía la garganta, le gustaba cantar y quiso hacerlo hoy. No sé dónde esté ahora.
Afuera, Rachel y la enfermera los escuchaban —¿Quién es ese niño del que habla? ¿Está aquí?
—Por desgracia, no todos lograron salir —respondió la enfermera—. Yo conocía al pequeño, siempre entraba y salía del hospital. Lamento mucho decir que esta vez no volverá a salir.
—Qué horror —murmuró la madre, sintiendo en su pecho como quien recibe un golpe.
—Todos los niños deberían ser llorados por sus seres amados. Espero Dios lo tenga consigo —rezó la enfermera para sí, dejando a Rachel.
Por un momento, la mujer sintió que el aire aún olía a humo.
Chapter 3: El huésped. Parte I
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La sala del hospital estaba en penumbra cuando Rachel cerró la carpeta de informes. Afuera lloviznaba, y el repiqueteo del agua contra los cristales marcaba una pausa tenue entre las decisiones urgentes. Vincent permanecía de pie, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
—¿Estás segura de esto? —preguntó sin rodeos.
—Tan segura como estuve de que debíamos tener hijos —respondió ella, dejando la carpeta sobre la mesa de té—. Ese niño no tiene a nadie, Vincent. Y Ciel... Ciel parece más tranquilo cuando está cerca. Nunca lo había visto guardar la calma si despertaba y no nos veía junto a él, porque sabes lo mucho que le inquietan las habitaciones de hospital.
Vincent frunció aún más el ceño y comenzó a caminar por la sala.
—Rachel, Ciel acaba de pasar por un trauma. Está vulnerable. Lo último que necesita es un desconocido viviendo bajo nuestro techo.
—Y sin embargo, ese desconocido fue el único que no entró en pánico —dijo ella, con voz firme—. Ciel lo miró en el hospital como si hubiese encontrado algo estable. Como si le diera paz. Debiste verlo ¡habló muchísimo! Casi me olvido de entrar con tal de no interrumpirlos.
—Espera ¿paz? No sabemos quién es. No tiene registro, ni familia. ¿Y si oculta algo? ¿Y si representa un riesgo?
—¿Riesgo para quién? —replicó Rachel—. ¿Para nosotros o para esa imagen impoluta que tienes de este apellido?
Vincent se detuvo. Apretó la mandíbula. No le gustaba que lo confrontaran, pero tampoco podía negar lo evidente.
—No me pidas que ignore lo extraño que es —dijo más bajo—. Es demasiado tranquilo. Demasiado... adulto para su edad.
—Quizá porque no ha tenido el lujo de ser niño —replicó Rachel suavemente—. No todos crecen rodeados de amor y paredes seguras.
Vincent permaneció en silencio por varios segundos. Luego volvió a mirar por la ventana, hacia la lluvia que caía lenta sobre los cristales.
—Será temporal —dijo finalmente—. Hasta que el orfanato vuelva a ponerse en pie. Dormirá en la habitación del ala norte, y Tanaka lo vigilará.
—Gracias, querido —dijo ella con una leve sonrisa, sin apartar la vista de la ventana.
A la mañana siguiente el carruaje familiar se detuvo frente a la entrada principal de la mansión Phantomhive. La lluvia había cesado, pero el cielo aún arrastraba nubes densas. El mayordomo abrió la portezuela con su habitual reverencia.
Sebastian descendió primero, con los modales de alguien que sabía cómo moverse en silencio. Ciel bajó detrás de él, con un paso más lento, envuelto en una bufanda de lana gruesa. Lucien ya estaba en la escalinata, esperándolos. Al ver a Sebastian, frunció el ceño con confusión.
—¿Quién es él? —preguntó en voz baja, acercándose a sus padres.
Vincent y Rachel intercambiaron una mirada antes de que ella respondiera con calma:
—Este es Sebastian. Es el niño que estaba en el hospital con Ciel. Estará con nosotros por un tiempo.
—¿Vivirá aquí? —insistió Lucien, observando a Sebastian con más atención que recelo.
—Sí —dijo Vincent con voz firme—. Se quedará en la habitación del ala norte. Esperamos que lo trates con respeto.
Lucien no respondió de inmediato. Asintió lentamente, y entonces miró a Sebastian, quien simplemente inclinó la cabeza con cortesía.
—¿Ya estás mejor? —preguntó Lucien, dando un par de pasos hacia su hermano.
Ciel asintió sin decir palabra. Luego miró a Sebastian, como si esperara que hiciera algo o dijera lo que él no podía., pero Sebastian simplemente observaba la mansión.
El interior de la casa estaba tibio y perfumado a madera barnizada y flores secas. El personal se movía con discreción. Algunos sirvientes miraban a Sebastian con cierta curiosidad, pero nadie decía nada. Su postura, su compostura, sus gestos medidos… no era el típico niño huérfano.
Durante la cena, Vincent observó con atención. Rachel mantenía la conversación ligera, preguntando detalles a Lucien sobre sus lecciones, y señalando que Ciel debía volver a una dieta más nutritiva. Sebastian respondió cuando se le hablaba, con frases educadas y neutras. Nunca sonaba forzado, pero tampoco emocional.
—¿Y te gusta leer? —preguntó Rachel en un momento, sonriendo con suavidad.
—Sí, señora. Especialmente sobre historia y animales —dijo Sebastian, con una sonrisa discreta.
—¿Historia? ¿De qué tipo? —preguntó Vincent, bajando lentamente la copa.
—Particularmente la medieval —respondió Sebastian—. Me intrigan las estructuras de poder, cómo se consolidan, cómo se disuelven. También la forma en que las guerras cambian a las personas.
Hubo un breve silencio en la mesa. Lucien seguía masticando en silencio, mientras Ciel apenas levantaba la mirada de su plato.
—Eres bastante... maduro para tu edad —comentó Vincent, midiendo cada palabra—. ¿Leías sobre eso en el Saint Meridia?
—No exactamente —replicó Sebastian—. Había libros donados, algunos muy viejos. Uno de los cuidadores me enseñó a cuidarlos y a leer sin romperlos. Me gustaba imaginar cómo sería vivir en esos tiempos.
—¿Y cómo te lo imaginas? —inquirió Rachel con interés.
Sebastian ladeó ligeramente la cabeza.
—Oscuro… pero más honesto. La vida valía poco, pero la lealtad valía mucho. Se podía confiar en menos personas, pero se confiaba de verdad.
Rachel lo observó con detenimiento. No había ironía en su voz. Tampoco dramatismo. Solo una calma inquietante.
—Eso suena bastante cínico para alguien tan joven —dijo Vincent levantando una ceja.
Sebastian bajó los ojos a su plato. Luego levantó la mirada de nuevo, con serenidad.
—No es cinismo, señor. Es solo... atención.
Vincent no respondió, pero sus ojos se entornaron con desconfianza.
Rachel, en cambio, inclinó la cabeza, intrigada.
—¿Y qué animal es tu favorito? —preguntó entonces, retomando el hilo de antes.
Sebastian dudó un momento, como si la respuesta pesara más de lo debido.
—Me gustan los gatos —dijo finalmente—. Son elegantes. Cazan sin necesidad de ruido. Y no obedecen por obligación, sino por elección.
Ciel levantó ligeramente los ojos. Lo observó, y por un instante, su mirada pareció vacilar entre la curiosidad y algo más… una forma tenue de fascinación.
Lucien cruzó los brazos.
—¿Y tú obedeces por elección? —preguntó con inocencia, pero con un dejo de desafío.
Sebastian le dirigió una sonrisa cortés.
—Obedezco cuando creo que vale la pena hacerlo.
Vincent dejó los cubiertos con delicadeza sobre la mesa. Rachel, en cambio, reprimió una carcajada.
—Creo que tendremos conversaciones interesantes contigo —dijo ella—. Aunque espero que no tan filosóficas todas las noches.
—Hablaré solo cuando se me permita, señora —respondió él.
Y volvió a su plato.
Al terminar la cena, Tanaka acompañó a Sebastian a la habitación del ala norte, tal como se había acordado. Ciel los observó alejarse, sintiendo una extraña punzada. Como si, al marcharse, se llevara consigo el silencio seguro que había traído al hospital.
Lucien tocó su brazo.
—¿Estás cansado?
—Un poco —respondió Ciel.
—Mañana puedo pedir que no nos pongan clases. Si quieres dormir más, mamá estará de acuerdo.
—No quiero dormir más —susurró Ciel.
Lucien frunció ligeramente el ceño, pero no insistió. Algo se estaba gestando entre su hermano y el nuevo huésped, y no sabía si era alivio… o advertencia.
Cuando los niños ya estaban en sus habitaciones y la mansión comenzaba a sumirse en su habitual silencio nocturno, Rachel y Vincent permanecieron en el salón, cada uno con una taza de té. La chimenea crepitaba suavemente, proyectando sombras que danzaban sobre las paredes.
—¿Lo notaste? —preguntó Vincent, sin apartar la mirada del fuego.
Rachel no respondió de inmediato. Dio un sorbo pausado a su té —¿A qué te refieres?
—A la forma en que respondió —dijo él, girándose hacia ella—. No vacila. No titubea. Ese niño... es vivaz. Pero no como un niño curioso, es vivaz como alguien que ha aprendido a ocultar cosas.
Rachel suspiró con suavidad.
—Es inteligente. Y sí, particularmente diferente, pero no creo que debamos ver eso como algo malo.
Vincent frunció el ceño.
—Rachel, ¿no te parece extraño? Habla como un adulto. No se inmuta y lo hace sin perder la compostura. ¿Sabes cuántos niños de su edad lloran frente a una mirada dura? Él no. Él te observa, te mide.
Ella dejó la taza sobre la mesa auxiliar y lo miró con serenidad.
—¿Y no podría ser eso el resultado de haber crecido entre cuidadores que solo cumplen turnos? ¿De vivir sin afecto real? ¿Y si no ha aprendido a confiar porque nunca tuvo en quién hacerlo?
Vincent desvió la vista. El fuego parpadeó en sus ojos.
—Eso es justamente lo que me inquieta. Un niño con tanto autocontrol... no es natural.
—¿Y acaso Ciel es un niño natural? —replicó ella, con voz suave pero firme—. Nuestro hijo es más frágil que el cristal. Piensa demasiado, siente demasiado, duda demasiado. Y, sin embargo, tú no cuestionas su forma de ser.
Vincent no respondió de inmediato.
—No estoy diciendo que Sebastian sea malo —dijo al fin—. Solo... no puedo ignorar la sensación que me provoca. Algo en él es difícil de leer, como si todo estuviera... calculado.
Rachel volvió a tomar su taza.
—Quizá lo esté. Pero no creo que sea por malicia. Tal vez solo intenta protegerse. Y si ese escudo lo hace parecer más viejo de lo que es, no significa que debamos rechazarlo.
Vincent la miró largo rato.
—Tú lo defiendes como si ya fuera uno de nosotros.
Ella se encogió de hombros.
—Y tú lo condenas como si fuera una amenaza.
—No lo condeno —dijo él, más bajo—. Solo lo observo. Y no me gusta lo que veo… porque no logro entenderlo del todo.
Rachel sonrió con melancolía.
—Entonces démosle tiempo. No todos los niños llegan sabiendo cómo encajar en un mundo nuevo.
Vincent no replicó. Observó el fuego hasta que la llama se volvió tenue, y aunque no lo dijo en voz alta, la inquietud no lo abandonó esa noche.
Chapter 4: El huésped. Parte II
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La noche cayó sobre la mansión Phantomhive como una sombra espesa, acentuada por el cielo aún encapotado. El silencio era profundo en el ala este, donde Ciel dormía en una habitación aislada de la de su hermano. El médico lo había sugerido: “si llegara a tener alguna crisis durante la noche, será más fácil atenderlo, y no alterará el descanso del otro niño”. Rachel, con reserva, había aceptado. A Lucien no le gustó la idea, pero tampoco protestó, y Ciel… solo asintió.
Pasada la medianoche, el pequeño comenzó a agitarse en la cama. Primero fue un leve murmullo, luego un suspiro tembloroso. En sus sueños, el fuego se abría como una flor viva. Las paredes del orfanato se disolvían en humo, las llamas trepaban como dedos deformes por los marcos de las ventanas, y el sonido —ese estruendo de madera crujiente, de vidrios estallando— lo envolvía como un monstruo invisible. En su mente, los gritos no eran de otros niños, sino suyos. Gritaba buscando a Lucien, buscando a su madre, buscando algo… pero nadie venía.
Despertó con un gemido entrecortado, empapado en sudor. Su respiración era corta, sus manos se aferraban a las sábanas como si aún tratara de escapar de las llamas. Miró alrededor, desorientado, hasta que reconoció las sombras de su habitación, pero no fue suficiente para calmarlo. Se bajó de la cama con los pies descalzos, abrió la puerta y salió al pasillo como si huyera de algo que aún ardía detrás de él.
Entonces lo vio.
Sentado junto a la gran ventana del corredor, mirando el cielo negro, estaba Sebastian, quien no se sobresaltó al verlo, ni siquiera giró de inmediato. Fue como si ya supiera que Ciel aparecería.
—¿Tuviste una pesadilla? —preguntó Sebastian sin cambiar el tono, como si hablara del clima.
Ciel no respondió de inmediato. Sus ojos aún estaban vidriosos, su respiración entrecortada.
—El fuego... estaba por todas partes —susurró finalmente—. No había salida. Y yo… no podía moverme.
Sebastian bajó la mirada un instante, como si examinara esa imagen en su mente.
—El fuego no tiene forma, por eso da tanto miedo. No se le puede razonar.
—Tampoco se le puede huir —agregó Ciel en voz baja—. Me sentí... atrapado, como si me tragara.
Sebastian lo miró ahora, directamente.
—¿Y quién te sacó?
Ciel dudó. Pensó en Tanaka, en su madre, en el caos, pero en su sueño… no recordaba a nadie. Solo oscuridad.
—No lo sé.
—Pero despertaste. Eso ya es una forma de ganar —dijo Sebastian con suavidad inesperada.
El niño lo observó un momento más largo. Apretaba su camisón con sus manos, arrugándolo hasta dejar marcas.
—¿No te asustó? —preguntó—. El incendio.
Sebastian tardó en responder. Luego, como si eligiera con cuidado las palabras, murmuró:
—Me pareció... interesante. Todo el mundo corría, gritaba. Era como ver un hormiguero destruido de golpe, y sin embargo yo solo pensaba en cómo salir... sin ensuciarme.
Ciel frunció el ceño. No estaba seguro de si hablaba en serio.
—Eso suena… raro.
—Tal vez lo sea —respondió Sebastian sin rastro de vergüenza—. Pero es verdad. Supongo que no tengo miedo de lo mismo que los demás.
Ciel bajó la vista a sus manos temblorosas.
—Yo sí tengo miedo de muchas cosas, incluso cuando no hay fuego.
—Está bien tener miedo —dijo Sebastian—. Lo peligroso es negarlo. Curiosamente, cuando lo miras de frente deja de crecer.
Ciel volvió a levantar la vista, confundido pero intrigado. No estaba acostumbrado a que alguien hablara con él así, con esa mezcla de calma y algo más... algo que no sabía nombrar, pero que lo hacía sentirse escuchado sin sentirse expuesto.
—¿Y si el miedo vuelve? —preguntó al fin.
—Entonces vuelves a despertarte. Cada vez más rápido.
Ciel se quedó en silencio un instante, luego asintió, como si intentara recordar esas palabras para más adelante.
—No les digas que salí —pidió con voz baja, casi temiendo que esa paz desapareciera.
—No lo haré —respondió Sebastian con certeza.
Ciel caminó de regreso a su habitación y, por primera vez desde el incendio, no tardó en volver a dormir.
Por la mañana, la mansión olía a pan recién horneado. Lucien irrumpió en la habitación de su hermano antes de que Tanaka llegara con la ropa del día.
—¿Dormiste bien? —preguntó con energía, sentándose al borde de la cama.
Ciel tardó en responder.
—Sí, Sebastian estaba despierto.
Lucien lo miró, ladeando apenas la cabeza.
—¿Y?
—Nada. Solo… estaba despierto —aclaró con voz temblorosa. Por un momento olvidó omitir el hecho de haberse levantado durante la noche.
Lucien no respondió de inmediato. Frunció el ceño un segundo, pero luego sonrió y revolvió el cabello de su hermano.
—Hoy no hay clases. Vamos a jugar al estanque después del desayuno.
Ciel asintió.
Y desde el umbral, Sebastian los observaba. Había llegado sin hacer ruido, y permanecía en silencio. Cuando Ciel lo notó, no se sobresaltó, le sostuvo la mirada un instante y luego desvió la vista.
En su interior, algo empezaba a acomodarse. Una certeza nueva, pequeña pero persistente: el fuego aún le asustaba, pero si Sebastian estaba cerca, tal vez no lo asustaba tanto.
Chapter 5: Té y rocas
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La mañana comenzó con una carta perfumada. Rachel la recibió en el salón principal y sonrió apenas al ver el sello con forma de rosa. Lucien, que pasaba corriendo, la reconoció de inmediato.
—¿Es de Lizzy? —preguntó, deteniéndose al borde de la alfombra.
—Sí. Vendrá a pasar el día con nosotros. Tu tía y ella llegarán antes del mediodía —dijo Rachel, extendiéndole la carta.
Lucien la tomó emocionado y corrió por el pasillo, anunciándole a Ciel la noticia con el entusiasmo desbordado de quien espera una tarde de juegos.
—¡Viene Lizzy! ¡Viene Lizzy hoy!
Ciel, que estaba hojeando un libro en la biblioteca, apenas levantó la mirada.
—Ah…
—¿No te alegra?
—Sí… solo que no me gusta cuando grita tanto —dijo, con un atisbo de sonrisa.
Rachel ordenó que prepararan el comedor del jardín y mandó traer pasteles de la pastelería favorita de Elizabeth. Vincent, aunque no lo mostró, también se alegró pese a que debía salir a atender unos asuntos y no compartiría la tarde con ellos. La presencia de la pequeña Midford siempre traía algo de aire cálido a la mansión, incluso cuando su voz rebotaba entre los muros.
A las once en punto, un carruaje blanco se detuvo frente a la entrada principal. De él descendió primero una dama de cabello rubio recogido y elegante porte. Luego, como un remolino rosa, apareció Elizabeth Midford: lazo gigante, vestido con olanes, botas nuevas y un brillo eléctrico en los ojos.
—¡Lucien! —gritó, lanzándose a sus brazos—. ¡Estás bien!
Lucien rió al recibirla.
—¿Qué esperabas? ¿Que me hubiera quemado como un pollo?
—¡No digas esas cosas horribles! —regañó ella, dándole un golpecito en el brazo—. ¡Estaba muy preocupada! Mamá no dejaba de hablar del incendio y yo pensé que tú y Ciel… ¡ay, Ciel!
Se separó de Lucien de golpe y giró buscando a su otro primo, que venía bajando con calma las escaleras, acompañado de Tanaka.
—¡Ciel! —gritó, corriendo hacia él—. ¡Estás bien! ¡Estás vivo!
Ciel dio un paso atrás por instinto, pero ella lo rodeó con sus brazos delgados antes de que pudiera reaccionar. Él se tensó al principio, luego suspiró con resignación y le devolvió el abrazo brevemente.
—Estoy bien, Lizzy, solo fue humo.
—¡Pero el humo mata! —dijo separándose y tomándole el rostro entre las manos—. ¡Te juro que pensé que te habías desmayado y que nadie te había visto y que las llamas…!
—No pasó nada de eso —interrumpió Ciel, con voz baja—. Me sacaron a tiempo, solo estuve en el hospital una noche.
Elizabeth lo miró en silencio. Luego, su expresión cambió del drama al alivio.
—Me alegra tanto… —dijo, con ojos brillantes—. Si te hubiera pasado algo, ¡te juro que no te habría perdonado nunca!
Lucien soltó una risa por lo bajo. Ciel asintió, más tranquilo.
—Gracias por venir.
—¡Obvio que iba a venir! —dijo ella tomando a Ciel de la mano—. Tenía que ver que estabas bien con mis propios ojos. Aunque si me lo hubieras dicho antes, habría dormido mejor.
Rachel los observaba desde el recibidor con una sonrisa tenue. Era imposible no querer a Elizabeth, incluso cuando hablaba más de lo que escuchaba.
—¿Vamos al jardín? —preguntó Lucien—. Mamá preparó pastelitos.
—¡Sí! Pero antes quiero saludar a todo el mundo. ¿Dónde está el nuevo niño?
Todos se detuvieron.
—¿Nuevo niño? —repitió Lucien.
—¡Sí! —dijo ella, con tono de detective—. Mamá dijo que acogieron a alguien después del incendio. ¡Y que es misterioso y callado! ¡Quiero conocerlo!
Rachel sonrió con amabilidad.
—Sebastian está en el salón de música, puedo llamarlo si quieres.
—¡Sí por favor! —dijo ella, girando como una bailarina—. ¡Quiero ver si es tan raro como dice mamá!
Minutos después, Sebastian apareció en el salón, acompañado de Tanaka. Estaba impecablemente vestido, como siempre, con una expresión serena y pasos firmes. Elizabeth lo examinó de arriba abajo sin disimulo.
—¿Tú eres Sebastian? —preguntó, cruzándose de brazos.
—Sí —respondió él, haciendo una leve reverencia—. Mucho gusto.
—¿Por qué estás aquí?
—Porque me invitaron a quedarme.
—¿Te vas a quedar para siempre?
—Es temporal —dijo él, con absoluta calma.
Elizabeth entrecerró los ojos, luego giró sobre sus talones y miró a sus tíos.
—¿Y bien?
Vincent carraspeó. Apenas apareció de su estudio para saludar y ya estaba siendo duramente interrogado.
—Sebastian vivirá con nosotros por un tiempo, hasta que el Saint Meridia sea reconstruido. Es... parte de la familia por ahora.
—¿Qué tan parte? —preguntó Elizabeth sin rodeos.
—El tipo de parte que merece respeto —intervino Rachel, amable pero firme.
Elizabeth volvió a mirar a Sebastian. Este no se movió, no sonrió, solo la observó con una cortesía inquebrantable.
—¿Lees novelas?
—Sí.
—¿Sabes montar a caballo?
—No.
—¿Te gusta el té?
—Sí.
Elizabeth lo miró un segundo más y luego, de forma inesperada, sonrió ampliamente.
—¡Entonces puede que me agrades!
Sebastian no respondió. Solo inclinó la cabeza con una elegancia silenciosa.
Lucien, que había presenciado todo desde el respaldo de un sillón, mantenía la boca cerrada. Sus ojos estaban puestos en su hermano, que miraba a Sebastian con una mezcla nueva. Algo entre familiaridad… y necesidad.
El jardín de los Phantomhive parecía más brillante esa tarde, como si respondiera a la energía inagotable de Elizabeth. Había pedido salir desde que terminó su segundo pastelito, y ahora, entre rosas y matorrales podados con precisión, agitaba un lazo de listón como si fuera una varita mágica.
—¡Vamos a jugar a caballeros y castillos! ¡Yo seré la princesa y ustedes los caballeros que me protegen del dragón invisible!
Lucien alzó una ceja.
—¿Invisible?
—¡Sí! Es más aterrador así. Nadie sabe cuándo va a atacar. ¡Y tú y yo tenemos que proteger la torre!
Tomó de la mano a Lucien y tiró de él hacia el laberinto de arbustos. Lucien la siguió sin protestar, divertido.
—¿Y qué hace Ciel?
—¡Ciel puede ser el mago que observa todo desde lejos! —gritó ella sin voltear.
Ciel se quedó en el claro, en medio del jardín, mirando cómo su hermano desaparecía entre los setos altos. Apretó los labios, no le dolía no haber sido elegido, pero una parte de él, silenciosa y pequeña, sí se sintió desplazada.
A su lado, Sebastian estaba sentado sobre el muro bajo de piedra, observando en silencio.
—¿Por qué no vas con ellos? —preguntó Ciel, sin mirarlo.
—No me invitaron.
—A mí tampoco —susurró. —Además, prefiero no ensuciarme.
El silencio volvió, espeso pero no incómodo.
—No tienes que seguirlo todo el tiempo —dijo Sebastian de pronto, mirando el cielo sin nubes—. A veces, estar lejos te deja ver las cosas mejor.
Ciel lo miró de reojo.
—¿Tú tienes hermanos?
—No —respondió sin dudar—. Pero imagino que si los tuviera, no siempre estaríamos de acuerdo en todo.
Ciel se sentó en la piedra junto a él, sin que sus hombros se rozaran. Luego tomó una roca pequeña del suelo y la lanzó hacia el estanque. Rebotó una vez y se hundió.
—Lucien siempre sabe qué hacer y todos lo quieren, incluso Lizzy.
—¿Y tú?
—Yo… soy más tranquilo —murmuró—. Me canso rápido.
—Eso no significa que no seas valioso.
Ciel lo miró con desconfianza. Sebastian sonaba seguro, nada adulador, como si en verdad creyera lo que decía.
—A veces me gustaría ser como él —dijo finalmente.
—No necesitas ser como nadie —respondió Sebastian—. Solo necesitas ser tú. A veces, eso es más difícil.
Detrás de los arbustos, Lucien se detuvo a mirar. Vio a su hermano junto a Sebastian riendo suavemente por algo, confiado, tranquilo, y por un segundo algo parecido al celo le mordió el estómago pero no dijo nada.
La tarde terminó entre carcajadas y migas de pastel. Elizabeth se despidió con abrazos apretados y promesas de regresar pronto. Cuando tomó las manos de Ciel, lo miró con gravedad fingida:
—Tu nuevo amigo es… raro, pero creo que le agradas y eso es lindo. Me gusta.
Ciel la observó, sin saber qué responder.
—Cuídate, ¿sí? Y si vuelves a soñar con fuego, piensa en flores. Las flores apagan cualquier incendio —le dijo, alzando su índice. Luego giró hacia Lucien y se despidió con un beso en la mejilla antes de subir al carruaje.
El atardecer cayó sobre la mansión como un velo suave. En la cena, Lucien estuvo callado. Rachel notó el cambio, pero no preguntó. Ciel tampoco dijo nada, solo cortaba su comida en pedacitos y comía lento.
Esa noche, cuando cruzó uno de los pasillos para ir a su habitación, Ciel se encontró con Sebastian de pie junto a una lámpara apagada, como si el pasillo fuera su sitio natural.
—¿A dónde vas? —preguntó Ciel.
—A ningún lado —respondió Sebastian.
Hubo un momento de silencio. Entonces, con una voz que no tenía la intención de sonar reconfortante, pero sí verdadera, Sebastian dijo:
—No necesitas ser como él para que te quieran.
Ciel parpadeó. No supo qué decir, solo sintió cómo algo dentro de él se encogía y se expandía al mismo tiempo. Bajó su vista a sus manos y lentamente soltó el borde de su camisón, eternamente contraído por su nervioso agarre. De pronto se sintió ligeramente reconfortado por esas palabras, como si fueran la conclusión del día, el cierre de su capítulo diario.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por haber estado conmigo hoy. Sé que soy aburrido, pero…
—No me agradezcas, yo me divertí —lo interrumpió Sebastian con una ligera sonrisa, apenas perceptible en la oscuridad—. Ansío saber qué haremos mañana.
Ciel también esbozó una sonrisa tímida.
—Buenos noches, Sebastian.
—Buenas noches… Ciel.
Chapter 6: El juego del espejo
Chapter Text
El cielo gris colgaba bajo sobre la mansión Phantomhive. El día amenazaba con lluvia, y los jardines dormían mojados desde la madrugada. Dentro de los muros, la familia entera se refugiaba en habitaciones cálidas donde los relojes marcaban las horas con lentitud ceremoniosa.
Lucien fue el primero en aburrirse.
—¡Vamos a hacer algo! —exclamó al entrar corriendo en la biblioteca—. ¡No pienso quedarme leyendo mientras llueve todo el día!
Ciel levantó la vista del libro que apenas había comenzado. Sebastian estaba sentado al otro lado de la sala, hojeando un volumen de botánica sin mucho interés aparente.
—¿Qué propones? —preguntó Ciel mientras cerraba su libro lentamente.
—¡Un juego! Como una búsqueda del tesoro pero aquí dentro. Podríamos esconder cosas entre los pasillos o entre los libros. El que encuentre más, gana.
—¿Y qué vamos a esconder?
—Podemos usar objetos pequeños. Yo tengo fichas de ajedrez.
—Eso no suena muy divertido —comentó Sebastian en voz baja, incluyéndose en la conversación.
Lucien se volvió hacia él.
—¿Tienes una idea mejor?
Sebastian lo miró con ese gesto tranquilo y enigmático que a veces parecía más propio de un adulto que de un niño.
—En el desván hay un espejo grande. Tanaka lo cubrió con una sábana hace tiempo porque nadie lo usa, podemos hacer que sea parte del juego. Uno se mira en él… y debe describir lo que ve, pero no físicamente, sino lo que cree que el espejo muestra de verdad.
—¿Eso no es un poco… raro? —preguntó Ciel.
—Es un juego —dijo Sebastian, encogiéndose de hombros—. Y las reglas las inventamos nosotros.
Lucien sonrió, encantado.
—¡Perfecto! ¡Me gusta! ¡Vamos a donde el espejo!
Tanaka no estaba en ese momento dentro de la mansión, Rachel se había retirado al invernadero y Vincent tenía una reunión con el administrador del orfanato para comenzar con la reconstrucción del inmueble. Nadie preguntó por qué los niños subían al desván.
La escalera crujía bajo sus pies. El espejo estaba en una esquina, cubierto con una tela blanca que ondeaba como un fantasma dormido. Lucien tiró de ella con teatralidad.
—¡Voilà! —exclamó.
Ninguna luz se reflejaba en él, pero parecía brillar con su propia luz pálida.
—¿Quién primero? —preguntó Sebastian.
Sin perder tiempo, Lucien se puso frente al espejo y adoptó varias poses ridículas: sacó la lengua, infló las mejillas, giró sobre un pie.
—Veo a un guerrero legendario, conquistador de dragones y comedor de pasteles —anunció, provocando una risa baja en Ciel.
Luego le tocó a él. Se paró frente al espejo sin hacer muecas. Su reflejo le devolvió la mirada… pero algo no estaba bien. Detrás de él, en el fondo del vidrio, no estaba Lucien ni Sebastian, ni siquiera el mueble del desván. Solo humo, gris, denso, como si flotara entre ruinas invisibles.
Y él, solo, de pie, mirando hacia algo que no alcanzaba a ver.
—¿Qué ves? —preguntó Lucien, divertido.
Ciel no respondió.
Sebastian, de pie a su izquierda, habló por lo bajo:
—A veces el reflejo nos muestra quién seríamos… si estuviéramos solos.
Ciel lo miró. Sebastian no sonreía, solo observaba como si hubiera dicho algo trivial.
Lucien se rió.
—¡Ciel siempre se lo toma todo tan en serio! ¡Mírame! ¡Yo soy un dragón ahora! —exclamó, girando sobre sí mismo.
Ciel seguía callado. No estaba asustado, pero sentía una incomodidad que le roía el pecho.
—Yo ya no quiero jugar —dijo.
—¡Bah! Eres un aguafiestas —murmuró Lucien.
Sebastian volvió a cubrir el espejo con la sábana, sin expresión.
—Algunos juegos son más divertidos cuando terminan a tiempo.
Los gemelos se adelantaron para bajar mientras el mayor terminaba de poner las cosas en su lugar para evitar ser descubiertos. En tanto, Lucien se adelantó hasta alcanzar a su hermano y lo enfrentó.
—¿Por qué estás tan raro últimamente?
—¿Raro?
—Antes tú y yo hacíamos todo juntos. ¿Ya no te importa? Ni siquiera te esfuerzas en jugar o en seguir mis ideas, hace un momento no me hiciste caso y preferiste la idea de Sebastian… parece que lo prefieres a él que a mí.
Ciel se detuvo, sin girarse.
—Tú no estabas cuando el fuego vino.
Lucien se quedó en silencio.
—Sebastian sí.
Las palabras cayeron como piedras en el agua. Sin alzar la voz, sin dramatismo, solo una verdad que dolía más por lo inesperada.
—¿Eso crees? —preguntó Lucien, herido—. ¿Que no estuve?
Ciel bajó la mirada.
—Solo dije lo que pasó.
Lucien dio media vuelta y se alejó. Por primera vez, no buscó reconciliarse de inmediato. El comentario de Ciel lo había tomado por sorpresa ¿Cómo era posible que por algo así, prefiriera estar con ese niño, y no con su propio hermano? ¿De verdad lo creyó capaz de abandonarlo? Justo en ese momento no quería ir y hablar con él, necesitaba tomarse un momento para pensar y respirar por su cuenta.
Horas más tarde, durante esa noche, Sebastian se cruzó con Ciel en la escalera poco antes de la hora de dormir. Le habló al notarlo cabizbajo… más de lo habitual.
—¿Todo bien?
—No lo sé.
Sebastian lo miró con calma.
—No es malo dejar de ser un reflejo de tu hermano.
Ciel lo miró con ojos oscuros. No respondió y continuó su camino.
El pequeño durmió profundamente esa noche. Por primera vez desde el incendio no hubo llamas en sus sueños, ni humo ni gritos, solo silencio. Lucien, en cambio, no pudo cerrar los ojos por más de unos minutos. Se revolvía bajo las sábanas, incómodo, como si algo se hubiera roto en un lugar que no podía ver. En el desván, Sebastian se acercó al espejo, ahora cubierto y acarició la tela blanca con los dedos.
Algunas verdades no se ven… hasta que el vidrio las devuelve.
Zumi (Guest) on Chapter 3 Sat 05 Jul 2025 05:06PM UTC
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Shinjimasu on Chapter 3 Thu 10 Jul 2025 11:09PM UTC
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kxgefumi on Chapter 3 Sun 06 Jul 2025 05:26PM UTC
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