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Una corte de Magia y Estrellas

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Sabrina se limpió las lágrimas con el último pañuelo, pero el ardor en los ojos permanecía, igual que el nudo en la garganta. Su respiración seguía temblando, aunque su mente empezaba a moverse con otra urgencia.

Se puso de pie lentamente, y comenzó a caminar por la habitación como una fiera enjaulada. Cada paso hacía más fuerte la presión en el pecho.

—Piensa… piensa… —murmuró para sí misma, como si Eldra pudiera escucharla desde algún lugar.

Podría decir que el amuleto era un recuerdo familiar… aunque eso despertaría preguntas.
Podría decir que el libro era… un diario, pero cualquiera que lo abriera vería que no lo era.
Podría decir que ambas cosas tenían valor sentimental… pero ¿quién en su sano juicio cruzaría un muro y sobreviviría semanas solo por eso?

Se detuvo frente a la mesa donde horas antes había comido. Miró el plato vacío, las migas doradas, el aroma aún flotando en el aire… y la pregunta que la estaba carcomiendo volvió con más fuerza:

¿Dónde están mis cosas?

La imagen de Rhysand apareció en su mente. Esa mirada violeta que parecía atravesarla, como si supiera más de lo que decía. Si él realmente las tenía, probablemente ya las había revisado. Tal vez ya sabía que no eran simples pertenencias. Tal vez por eso no había dicho nada.

Se llevó una mano al pecho, buscando el amuleto por puro instinto… pero el vacío que encontró le dio un vuelco en el estómago. Sentía que le habían arrancado un pedazo de sí misma.

La rabia se mezcló con el miedo.

No podía seguir dependiendo sólo de suposiciones.

Se giró hacia la puerta.

Si él aparecía, tendría que actuar con cuidado. No podía acusarlo directamente, no podía revelar nada… pero tampoco podía quedarse esperando.

Inspiró hondo, tratando de calmar el temblor en sus manos. El plan era simple: tantear el terreno, hablar como si solo quisiera saber si habían recuperado “algo” cuando la encontraron. Jugar a la ingenuidad.

Se imaginó la conversación.
"¿Tenían algo más cuando me encontraron?"
"Un amuleto, un par de libros… nada valioso."
—Nada valioso para ti, maldito— pensó, apretando la mandíbula.

Pero ¿y si no los tenía? ¿Y si los centinelas los hubieran perdido? ¿O peor… y si esas brujas la siguieron y los habían reclamado? La idea le heló la sangre.

Se sentó en el borde de la cama, doblando el pañuelo entre los dedos una y otra vez, como si la repetición pudiera calmarla. Tenía que controlarse. Tenía que esperar a que él viniera, porque salir a buscarlo podía ponerla en una posición más vulnerable todavía.

Respiró hondo.

Si Rhysand tenía el amuleto y los grimorios, no se los iba a entregar por un simple capricho. Tendría que construir el momento, plantarle la semilla de la duda o la curiosidad, algo que lo llevará a dárselos sin que pareciera que le estaba pidiendo su tesoro más preciado.

Pero para eso… tenía que entenderlo mejor.

Se puso de pie y, con pasos suaves, recorrió la habitación una vez más. Las paredes eran oscuras, pero no de un negro apagado, sino de ese tono profundo que hacía brillar los detalles dorados de las molduras. Cada lámpara colgante tenía cristales tallados en formas que no reconocía: algunos parecían estrellas atrapadas, otros, flores de un invierno que nunca existió.

Se acercó a una de las ventanas.

La vista la dejó sin aliento.

La noche aquí no era como en el mundo humano. El cielo estaba tan vivo que parecía un océano invertido, con constelaciones que giraban lentamente, como si tuvieran su propio pulso. Las montañas al fondo eran oscuras y afiladas, pero no se sentían hostiles… más bien, parecían guardianas de algo antiguo.

—Definitivamente no estoy en casa… —susurró, con un nudo en la garganta.

Dejó que la vista la envolviera unos segundos más antes de volver la atención al interior. En una mesita baja, junto a la cama, seguía la bandeja de comida. No sabía cuándo había aparecido, pero el olor —cálido, especiado— le recordó que llevaba horas sin comer.

Se sentó y probó un bocado.

Terminó el pan que acompañaba el plato, intentando comer con calma aunque su estómago le pedía devorarlo todo.

Luego, se levantó y se dirigió a la puerta. 

Sabrina esperó unos minutos después de asegurarse de que no había pasos en el pasillo. No quería otro encuentro sorpresa con Rhysand, no hasta que pudiera moverse con cierta libertad.

Abrió la puerta y salió con sigilo, recordando el camino que había memorizado horas antes mientras recorría el lugar en su primera inspección. La casa —o lo que fuera este lugar— parecía cambiar con cada tramo que recorría. No era una estructura humana común: los pasillos no se alineaban con lógica, y había rincones que parecían abrirse a habitaciones que no recordaba haber visto antes.

A medida que avanzaba, el aire adquiría un aroma distinto, como a papel viejo y madera encerada. Lo reconoció enseguida.

La biblioteca.

Se detuvo frente a las puertas dobles, talladas con un patrón que no entendía, pero que transmitía cierta… gravedad. Empujó lentamente, y las hojas cedieron sin hacer ruido, revelando un espacio que la dejó sin aliento.

Altas estanterías se extendían hasta un techo que parecía no tener fin. Escaleras móviles descansaban contra los laterales, y pequeñas esferas de luz flotaban sobre las mesas de lectura, iluminando con un resplandor cálido. El silencio allí dentro era casi reverente, roto solo por el crujido ocasional de la madera.

Sabrina avanzó despacio, rozando los lomos de los libros con los dedos. No reconocía la mayoría de los títulos; muchos estaban escritos en un idioma que no entendía, pero sus cubiertas —en cuero, pergamino o materiales que no podía identificar— parecían palpitar con magia antigua.

Se detuvo en una mesa central donde había un libro abierto. El texto estaba acompañado de ilustraciones de criaturas que jamás había visto: algunas aladas, otras con cuernos y ojos múltiples, otras que parecían sombras vivientes. El título, escrito en letras curvas y brillantes, le resultaba ilegible, pero las imágenes le provocaban una sensación de inquietud y fascinación al mismo tiempo.

Se sentó, hojeando las páginas con cautela, buscando cualquier pista que le explicara dónde estaba exactamente y qué era este lugar llamado Prythian. Cada página parecía prometer secretos, y cada ilustración confirmaba que estaba en un mundo mucho más vasto —y peligroso— de lo que jamás había imaginado.

Mientras pasaba las páginas, no pudo evitar que un pensamiento se clavara en su mente: si lograba encontrar algo sobre las brujas aquí, quizá podría entender por qué Eldra había muerto por protegerla… y, tal vez, encontrar una forma de vengarla

Sabrina permaneció un largo rato en esa mesa central, con el dorso de la mano apoyado sobre una página mientras sus ojos recorrían cada trazo y símbolo.
El libro abierto parecía una suerte de bestiario, un compendio ilustrado de las criaturas que habitaban Prythian.

Pasó lentamente de una página a otra:

En una, una bestia con el cuerpo de león y alas de murciélago sobrevolaba un bosque nocturno, sus garras tan largas como dagas.

En otra, una figura etérea, compuesta enteramente de neblina y luz, flotaba sobre un lago cristalino.

Más adelante, se describían criaturas que vivían bajo tierra, con ojos tan adaptados a la oscuridad que brillaban como brasas.

Los textos, escritos en ese idioma elegante y curvo, eran en gran parte incomprensibles para ella. Aun así, en algunos márgenes había anotaciones en una letra más sencilla, quizá de alguien que había traducido fragmentos:

“Común en la Corte Primavera.”
“Extremadamente peligrosa —evitar contacto.”
“Se dice que obedece solo a Alto Lores.”

No encontró ni una sola mención a lo que buscaba.

Cerró ese tomo con cuidado y pasó a otro, este mucho más pesado, encuadernado en un cuero oscuro con runas grabadas en la cubierta. Al abrirlo, un olor a pergamino antiguo y polvo se elevó. Este parecía más enfocado en la historia de Prythian: guerras entre cortes, pactos rotos, el surgimiento y caída de reinos. Ilustraciones de figuras coronadas, de castillos que parecían construidos de luz o de sombra.

Página tras página, Sabrina buscó cualquier símbolo o palabra que le recordara a la magia que ella conocía: círculos de protección, símbolos de poder, el tipo de hechizos que Eldra le había enseñado. Pero no había nada.

Luego tomó un tercero, más pequeño, con cubierta de terciopelo azul y un cierre dorado. Estaba lleno de mapas: territorios delimitados con precisión, rutas comerciales, fronteras marcadas por líneas irregulares que probablemente eran montañas o ríos. Ahí fue donde por primera vez vio dibujado el muro. Su aliento se detuvo. Reconocía la curvatura y la ubicación… pero del otro lado, el lado humano, apenas había detalles.

Volvió a dejar el libro en la mesa, frustrada.

Todo lo que había revisado hasta ahora era fascinante… pero inútil para lo que necesitaba. No había ni una sola entrada sobre brujería, aquelarres o magia de sangre. Como si ese tipo de magia simplemente… no existiera aquí.

Ese silencio de información comenzó a inquietarla. Si en este mundo la brujería no era común, quizá eso explicaba por qué Eldra pensaba que aquí estaría a salvo. Pero también significaba que, si alguien llegaba a descubrir lo que ella era, podría convertirse en un blanco aún más fácil.

La frustración se mezcló con una determinación fría. No podía dejar de buscar.

Sabrina escaneó la biblioteca otra vez, esta vez con ojos más calculadores.

En la pared norte, las estanterías se alzaban tan alto que apenas se veía el final. La madera oscura estaba adornada con filigranas plateadas, y los lomos de los libros, cubiertos de cuero, brillaban bajo la luz dorada que caía de lámparas flotantes.

Y allí, en lo más alto, casi tocando el techo abovedado…

Un tomo distinto.

Apenas un rectángulo más oscuro que el resto, sin título visible, pero con un cierre metálico en forma de media luna. Algo en él le hizo pensar en los grimorios de Eldra: ese aura de conocimiento prohibido que casi parecía vibrar en el aire.

Sabía que no alcanzaría con trepar. Había una escalera rodante, pero moverla haría ruido, y si Rhysand o cualquiera de sus centinelas la escuchaban, tendría demasiadas preguntas que no quería responder.

Así que decidió arriesgarse.

Respiró hondo, estiró la mano y dejó que el pulso de su magia fluyera desde la palma. La sangre se arremolinó bajo su piel, y el olor metálico familiar le subió por la garganta. Un hilo fino de energía—y de su propia esencia—se estiró hacia el libro. Sintió el metal del cierre retorcerse bajo su voluntad y, con un leve clic, se abrió.

El tomo se deslizó de la estantería, flotando lentamente hacia ella.

Pero justo cuando sus dedos rozaban la cubierta…

—Interesante método para elegir tu lectura —dijo una voz masculina, suave y peligrosamente divertida, desde la sombra de un arco de la biblioteca.

Sabrina giró de golpe, ocultando el libro contra su pecho. Rhysand estaba recostado de forma casual contra el marco, los brazos cruzados, sus ojos oscuros evaluándola con una mezcla de intriga y provocación.

—Creí que estabas descansando —añadió, sin moverse, pero con esa media sonrisa que no llegaba a ser del todo amistosa—. En cambio, te encuentro intentando robarme… uno de mis libros favoritos.

El corazón de Sabrina golpeó con fuerza, pero no soltó el tomo. 

 —No estaba robando nada —replicó, manteniendo la voz firme—. Solo quería saber más sobre… este lugar.

—Oh, claro —Rhysand ladeó la cabeza, y el brillo de burla en su mirada se intensificó—. Y por pura casualidad elegiste el único libro que está encantado para que nadie que no sea yo pueda tocarlo.

Su mirada descendió al cierre abierto y luego volvió a su rostro, como si intentara leer algo más profundo.

—Dime, Sabrina… —pronunció su nombre con una familiaridad que la hizo tensarse— ¿qué más puedes abrir con esa magia tuya?

Ella apretó más el libro contra sí, dando un paso atrás.

 —No es asunto tuyo.

Él sonrió, y fue una sonrisa peligrosa.  —Todo lo que entra en mi territorio se convierte en mi asunto.

Rhysand no se movió de la entrada, pero su sonrisa se volvió aún más descarada. —Aunque… quizá estaba asumiendo demasiado —comentó con fingida inocencia—. Tal vez ni siquiera puedes leerlo. La mayoría de los humanos apenas saben juntar letras.

Sabrina sintió el calor subirle a las mejillas, no de vergüenza, sino de pura indignación. 

—¿Disculpa? —su voz salió más afilada de lo que esperaba—. Mi madre me enseñó a leer y a escribir cuando tenía cinco años. Mejor que muchos adultos de mi pueblo.

La sonrisa de Rhysand se ensanchó, como si acabara de encontrar algo fascinante.

—Vaya… entonces, no eres como la mayoría.

—No lo soy —replicó ella, apretando la mandíbula.

—Lo sé —dijo él con una tranquilidad que le resultó peligrosa—. Por eso sigues viva.

Ese comentario, tan casual y cortante, la hizo tensarse más. Él dejó que el silencio se extendiera un instante antes de dar un paso hacia ella.

—Aun así, me intriga qué pensabas encontrar en ese libro.

—Solo… información —mintió ella, aunque sabía que sus ojos probablemente la delataban.

—Información sobre… ¿Prythian? ¿Sus cortes? ¿Sus criaturas? —enumeró él, observándola como si cada palabra fuera una sonda que buscaba puntos débiles—. ¿O buscabas algo más… personal?

Ella se mantuvo firme, evitando responder. Él, para su sorpresa, no insistió. En cambio, se encogió de hombros y, con un chasquido de dedos, hizo que la cubierta del libro se cerrara de golpe… pero no se lo quitó.

 —Llévalo contigo —dijo, casi con indiferencia—. Me interesa ver qué haces con él.

Sabrina parpadeó, desconfiada. —¿Por qué?

—Porque —respondió con un brillo travieso en los ojos—, si resulta que no puedes leerlo, la cara que pondrás me alegrará el día. Y si sí puedes… entonces sabré que hay mucho más que descubrir de ti.

Ella no respondió, pero cuando él se dio la vuelta para salir de la biblioteca, el latido de su corazón aún estaba desbocado. No sabía si la estaba subestimando… o poniendo a prueba.

***

La biblioteca estaba tan silenciosa que Sabrina podía escuchar el leve roce de sus propios dedos sobre los lomos de los libros. 

Lo llevó hasta una mesa apartada, donde la luz de una lámpara de aceite apenas alcanzaba a dorar los bordes de las páginas. Al abrirlo, se encontró con una escritura elegante, pulcra, de esas que parecen dibujadas con paciencia infinita. A simple vista, el contenido era aburrido: relatos cotidianos, pequeños eventos en la Corte Noche de siglos pasados, anécdotas de banquetes, cacerías bajo las estrellas…

Las descripciones eran… demasiado dispares. Un párrafo describía con lirismo el reflejo de las estrellas sobre un lago, y el siguiente detallaba con precisión matemática un debate político entre Altos Lores. Después volvía a hablar de música, de telas, de flores que sólo crecían en noches sin luna.

Era como si alguien hubiese cosido dos relatos distintos en uno solo.

Sabrina acercó más la vela, la cera derramándose lentamente sobre la base de hierro forjado. Su respiración se volvió lenta, medida, como si el silencio de la biblioteca le exigiera cautela. Pasó una página con delicadeza, el sonido áspero del papel viejo llenando el espacio.

A simple vista, seguía siendo lo mismo: anécdotas mundanas, cenas fastuosas, viajes a otras cortes. Pero ahora, fijándose con más cuidado, notó un patrón. Ciertas palabras parecían repetirse en lugares extraños, interrumpiendo la fluidez del relato.

Era un código.

Tenía que serlo.

Comenzó a leer las primeras letras de cada párrafo, luego las últimas de ciertas frases, probando combinaciones que Eldra le había enseñado cuando trabajaban con grimorios protegidos. Y ahí estaba: debajo de la capa superficial de historias banales, se escondía otra voz. Una voz mucho más antigua.

Las páginas, una vez descifradas, no eran un simple diario… sino un legado.

Un compendio de memorias y advertencias escritas por Altos Lores de la Corte Noche, cada uno dejando mensajes directos para su sucesor.

Algunos pasajes hablaban de estrategias políticas que jamás podrían hacerse públicas, alianzas secretas, traiciones ocultas bajo siglos de silencio. Otros eran casi íntimos: consejos sobre cómo soportar el peso del título, cómo proteger a su gente cuando el poder y el peligro eran indistinguibles.

Había fragmentos que describían rincones ocultos de la Corte Noche, lugares que ni siquiera los propios fae comunes conocían. Y entre todo eso… pequeñas reflexiones sobre el poder:

"El Alto Lord no siempre gana por ser más fuerte, sino por ser el único dispuesto a ver lo que otros ignoran."

Sabrina sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No solo porque estaba leyendo algo que claramente no estaba destinado para sus ojos, sino porque comprendía que aquello era más que historia: era conocimiento vivo, peligroso… y estaba en sus manos.

Pasó una última página y vio un detalle que la hizo contener el aliento:

Una firma. No un nombre completo, sino un símbolo, dibujado una y otra vez a lo largo de los siglos, idéntico en cada capítulo. Un sigilo de la Corte Noche que parecía moverse bajo la luz de la vela, como si el cuero y la tinta recordarán a quién pertenecía.

Y Sabrina supo que, de alguna forma, acababa de cruzar otro límite. Uno invisible… y mucho más peligroso que el muro que había dejado atrás.

Sabrina cerró el libro con un suspiro, el sonido seco del cuero resonando demasiado fuerte en la soledad de la biblioteca. Había descifrado el código, había atravesado capas y capas de palabras cuidadosamente colocadas… y lo que encontró fue fascinante, sí, pero inútil para lo que ella necesitaba.

No había un solo rastro de brujería.

Nada de conjuros, nada de ingredientes, ni una mención velada a los aquelarres.

Se recostó en el respaldo de la silla, dejando que sus dedos jugaran con el borde áspero de una página doblada. Por un momento, recordó la voz de Eldra enseñándole a leer runas antiguas junto al fuego, advirtiéndole siempre que “no todo libro guarda las respuestas que buscas, pero todos te enseñan algo”. Y aunque Eldra tenía razón… eso no hacía que la decepción fuera menor.

La curiosidad que había sentido al ver el patrón, la emoción de ir uniendo cada pieza del código, se diluía ahora en una especie de vacío. Sí, había aprendido secretos de Altos Lores, estrategias, advertencias. Incluso nombres y alianzas que probablemente nunca debería repetir. Pero nada de eso le acercaba a entender mejor lo que era.

Se pasó una mano por la frente, frotando la tensión que se había acumulado en sus sienes.

Rhysand había dicho que podía quedarse con el libro… pero no le había explicado el porqué. Ahora lo entendía: quería ver si ella era capaz de leerlo. Un juego para él, un reto para ella. Y lo había logrado.

Pero la victoria tenía un sabor extraño.

Porque, al final, ese conocimiento no la protegía de las brujas que la buscaban. No le enseñaba cómo controlar su magia sin agotarse. No le devolvía a Eldra.

Empujó el libro hacia un lado, observando cómo la vela proyectaba su sombra en la mesa. En ese instante se dio cuenta de que estaba metida en un mundo donde todo, absolutamente todo, era un juego de máscaras. Y que, quizá, Rhysand solo le estaba mostrando piezas del tablero que él quería que viera.

Aun así, una parte de ella se sentía orgullosa.

Había descifrado algo que probablemente pocos, incluso dentro de la Corte Noche, podían leer. Y aunque no fuera el conocimiento que buscaba, era una prueba silenciosa de que podía jugar este juego… si quería.

Sabrina permaneció sentada frente al libro cerrado un largo rato, la vista fija en el lomo oscuro.
El peso de la frustración le apretaba el pecho como una mano invisible. Había esperado que, en alguna línea escondida, en alguna nota marginal, apareciera aunque fuera un indicio… una palabra, un símbolo… algo que la conectara con la brujería. Pero nada.

Y ahora, más que nunca, sabía que necesitaba los grimorios y el amuleto que Eldra le había confiado.

No podía seguir sin ellos. No solo eran la única herencia de su maestra, sino también las únicas armas reales que tenía para comprender y controlar su magia.

Se mordió el labio, tanteando mentalmente las posibilidades.

Pedirlos directamente era un riesgo enorme. Rhysand ya sospechaba que ella no era humana, y darle más motivos para indagar era casi suicida. Un objeto como ese amuleto o esos grimorios no pasaría desapercibido para alguien como él.

Entonces, otra idea empezó a tomar forma.

Quizá… quizá no hacía falta pedirlos.

Podría buscarlos. Escabullirse en su habitación, o dondequiera que él los hubiera guardado. Los centinelas y las protecciones mágicas serían un problema, pero no imposible de sortear. Eldra le había enseñado trucos para evitar ser detectada, y aunque cada hechizo de ocultamiento le costaba sangre y fuerza, por una sola noche podría arriesgarse.

Claro, todo eso suponiendo que Rhysand realmente los tuviera.

Pero algo en su instinto le decía que sí. Que los centinelas que la encontraron los habían llevado junto con ella, y que ahora él los guardaba en algún lugar, observando, esperando a ver si ella pedía por ellos.

La mera idea de que tocara el amuleto la hizo apretar los puños.

Ese objeto no era para él.

Era suyo.

Respiró hondo, intentando calmar el impulso. No podía precipitarse. Un movimiento en falso y no solo perdería la oportunidad, sino que podría despertar sospechas que la pondrían en peligro real. Tendría que ser paciente, medir sus pasos y elegir el momento exacto.

Pero la decisión ya estaba tomada.

Si no podía recuperarlos por las buenas, los tomaría en silencio.

Y Rhysand nunca tendría que saberlo.

Esa noche, cuando el silencio cubrió la residencia, Sabrina se sentó en la cama fingiendo que iba a dormir.

Esperó. Escuchó el sonido distante de pasos, puertas cerrándose, el murmullo lejano de voces que poco a poco se apagaron. No estaba segura de si Rhysand dormía —dudaba que alguien como él descansara del todo—, pero sabía que este era el mejor momento para moverse.

Se levantó descalza, con cuidado de que las tablas del suelo no crujieran. El aire estaba frío y le erizó la piel, pero el peso de la misión que tenía en mente le calentaba la sangre. Se movió hasta la puerta, abriéndola lo justo para asomar la cabeza. El pasillo estaba iluminado solo por unas lámparas de luz tenue, y no había nadie a la vista.

Respiró hondo y susurró unas palabras en la lengua antigua que Eldra le había enseñado. 

Sintió un pinchazo en el dedo al hacerse un pequeño corte, la sangre dibujando un trazo rápido en su muñeca: el sello del hechizo de ocultamiento. El mundo a su alrededor no cambió visiblemente, pero ella sabía que, durante un tiempo, los ojos ajenos la pasarían por alto… a menos que miraran demasiado de cerca.

Avanzó en silencio.

El pasillo parecía interminable, las paredes decoradas con pinturas de paisajes imposibles: mares bajo tres lunas, ciudades que flotaban en el aire, bosques con árboles cuyas hojas parecían estrellas. Cada detalle le recordaba que no estaba en su mundo.

La primera puerta que probó estaba cerrada con una cerradura mágica; sintió la energía pulsar contra su palma cuando intentó girar el pomo.

La segunda, un salón pequeño con un ventanal que mostraba las montañas negras recortadas contra el cielo nocturno. Nada útil.

La tercera… una biblioteca más pequeña que la principal, pero con estanterías que llegaban hasta el techo. Caminó por el lugar con cuidado, revisando mesas y escritorios, buscando cualquier caja o cofre que pudiera guardar objetos personales. Nada.

El hechizo empezaba a pesarle; el ocultamiento, aunque leve, exigía un pago constante, y cada latido parecía drenarle un poco más. Decidió avanzar hacia la parte de la casa que no había explorado antes, donde sospechaba que debía estar la habitación de Rhysand.

El problema era… que estaba protegida.

Lo supo en cuanto vio la puerta: no por su tamaño o decoración, sino por el brillo casi imperceptible en el marco, como si un hilo de luz recorriera la madera.

Magia. Magia fuerte.

Se acercó, inclinándose para escuchar.

Nada.

Pero cuando extendió la mano, el aire mismo pareció tensarse, como si la puerta respirara y esperara para repelerla. Retiró los dedos de inmediato. No podía entrar así. Necesitaría planear mejor, quizás incluso crear un señuelo para distraerlo.

Volvió a internarse en los pasillos, siguiendo la ruta inversa hacia su habitación. Antes de entrar, se detuvo un segundo, apoyando la frente en la pared.

No había encontrado nada esa noche… pero no iba a rendirse.

Eldra no le había enseñado a sobrevivir para que abandonara ahora.

Sabrina cerró la puerta de su cuarto con cuidado, contuvo el aliento y se dejó caer sobre la cama. El hechizo se deshizo de golpe, como una cuerda que se rompe, y un mareo súbito le nubló la vista. Se tumbó unos segundos, tratando de recuperar el aliento. Había sido una tontería moverse en ese estado, pero la necesidad de recuperar los grimorios y el amuleto la quemaba por dentro.

No había pasado ni un minuto cuando escuchó un suave golpeteo.

Tres toques, pausados.

Antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió sola.

—Interesante paseo el de esta noche —dijo una voz profunda, cargada de diversión—. ¿Te costó mucho orientarte o estabas… probando la resistencia de mis cerraduras?

Rhysand estaba de pie en el umbral, apoyado contra el marco como si no tuviera nada mejor que hacer a esas horas. Sus ojos, ese violeta oscuro, parecían absorber cada reacción de ella.

Sabrina enderezó la espalda, poniéndose en guardia. —No sé de qué hablas.

—Claro que no —sonrió él, y caminó despacio hacia el centro de la habitación—. Yo tampoco sabría de qué hablo si me hubiera escabullido con un hechizo de ocultamiento. Bastante bueno, por cierto… aunque no tanto como crees.

Su estómago se contrajo. Si él había detectado el hechizo, ¿cuánto más había visto?

 —¿Estabas… siguiéndome? —preguntó, intentando sonar indignada.

Rhys ladeó la cabeza, como un gato que observa un ratón.

—No exactamente. Digamos que… la casa me avisa cuando alguien intenta abrir puertas que no debería. —Su sonrisa se ensanchó, pero sus ojos no perdieron el filo—. Y tú, pequeña intrusa, parecías muy interesada en la mía.

Sabrina apretó las manos sobre las mantas.  —Solo estaba explorando. No conozco este lugar.

—Ah, sí. Explorando, claro. De noche. Con magia que sangra. —Se inclinó un poco hacia ella, como si probara hasta dónde podía empujarla—. Si quieres algo mío, podrías simplemente pedirlo. Aunque no prometo dártelo.

Ella sostuvo su mirada, pero su pecho latía rápido.

—No necesito nada tuyo.

Rhys soltó una risa baja.  —Mentirosa. Pero no te preocupes, me encantan los secretos. Y… tengo paciencia. —Se giró hacia la puerta, como si ya hubiera terminado de divertirse por hoy—. Solo recuerda, Sabrina: aquí nada pasa desapercibido. Ni siquiera tú.

Antes de irse, le lanzó una última mirada por encima del hombro, una mezcla extraña de desafío y promesa. Luego la puerta se cerró suavemente, dejándola con el corazón golpeándole las costillas.