Chapter Text
«Podrás soñar en un mundo de sombras oscuras».
— Die Toteninsel (The Isle of the Dead), Arnold Böcklin, 1880
Está aquí una vez más.
Sobre una balsa de madera de abeto, astillada por los años sobre las aguas, y con percebes incrustados en el casco.
La brisa es densa y pesada.
Si a Jayce se le preguntara sobre este sitio, diría que es el purgatorio. El punto entre la fantasía y la realidad. Entre las cavilaciones que atormentan sus noches de insomnio, y la tierra prometida de la que ha sido exiliado.
Le es familiar al ver aquellas costas de arena blanca. Desconoce si se debe a la nostalgia que conlleva encontrarse aquí una vez más.
Ha pasado de ser una pesadilla a un sueño recurrente, acogedor; casi esperanzador.
Se ve sobre aquel bote inestable, como el de los mitos de Caronte hacía el Hades. Sin embargo, por más que se esfuerce, que se lance a las aguas negras y que nade con fuerza, jamás olerá el perfume de los altos cipreses, ni llegará a tierra firme con todos los misterios que ahí pueda albergar.
No se posará sobre las pilastras y restos de un antiguo edificio de mármol. Se limita a observar con asombro, como cada noche hace. Y no puede evitar preguntarse qué clase de reyes y hombres moraron sus restos.
Si fue zona de paso para dioses y espíritus cansados. Pues a veces se posa un hombre vestido en mantos de lino gastado, observando, como hacen los fareros de los puertos de Llama Azul.
Atento a su arribo.
Las corrientes del este empujan la balsa, la mecen. El movimiento se convierte en una guerra de ir y venir. Las lenguas de las olas de plata lo besan con un frío tan intenso como el beso de un muerto, pero sin viento que mueva los remos de pino.
No hay luz que ilumine la penumbra, ni sol que caliente las carnes. Ni día ni noche se distinguen, y difícilmente puede atisbar el paso de las estrellas para orientarse.
Jayce se ha dejado arrastrar por las mareas, a pesar de la sensación primitiva que grita que es su destino encallar en las costas para abrir la puerta que se iza en el centro.
A veces en hierro con un trabajo experto, a veces en madera de ébano. De color blanco y rojo, de piedra y tapiada con cedro. Era este, el faro guía que lo amedrentaba de curiosidad.
Se imaginó, una vez ya hacía muchos años, que llegaba a las puertas, sin embargo, no había llave ni cerradura que funcionara para revelar el otro lado.
Debería considerarlo absurdo, como bien le mencionó Caitlyn.
Más no podía ignorarlo, ya que, sea por necedad u orgullo, se negaba a dejarlo ir.
Esta noche, no yace ni a dos leguas de la costa, cuando algo golpea el casco y vuelca la balsa. El agua está helada, al punto en que le castañean los dientes, se le incrustan agujas en la carne, y las extremidades se agarrotan en ángulo extraño para impedirle nadar.
La desesperación sube, hace que el corazón golpee con fuerza en la caja torácica y que la visión se nuble.
Intenta, sin fuerza, volver al bote. Pero no lo encuentra.
Hay una paz angustiante, ni olas, ni viento, ni el rugir de una tormenta o la caída de un rayo.
Nada.
Es este silencio, en el que nadie escuchara sus gritos, a lo que más teme.
Se figura que el farero verá su dilema y se acercara a ayudarlo finalmente, pero no lo hace.
Golpea con las piernas en un intento por nadar. Tomar el control de su rígido cuerpo. Solo consigue cansarse, que el agua salina inunde sus pulmones.
No estás destinado a llegar a la isla, susurra una voz.
Saberlo le llena de pena, incluso más que el terror que le provoca el ahogamiento.
Cuando ese algo se enrosca en su pierna, apenas tiene tiempo de reaccionar al tirón violento que le envia al fondo del mar.
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Al abrir los ojos, Jayce se percató de que yacía en su camarote. Sencillo y pequeño, con apenas lo suficiente para un hombre. Sobre la mesita de estudio descansaba su diario. Las ánforas se habían derramado sobre el suelo, pero no arruinaron las arcas revestidas que protegían su investigación.
Se dijo que todo había sido un sueño. Un sueño al que debía estar acostumbrado, y, sin embargo, no lo estaba.
Sentía el frío calarle los huesos y llegar hasta la médula suave. Rebuscó a tientas una manta extra y un juego de pieles que echarán fuera cualquier indicio de congelamiento. Estaba en sus dedos, en las uñas azules al igual que sus labios; y como espíritu de las nieves, se escapaba el vaho de entre los dientes.
Permaneció en ese estado ajeno, desligado de su propio cuerpo.
Era incomodidad del frío en la garganta y los pies congelados; era el roce de las pieles de ciervo de los montes acres y la nariz húmeda.
Era todas esas cosas y menos Jayce Talis.
Solo al percatarse de la tormenta en el exterior, del repiqueteo del agua sobre su cabeza y el devenir de los hombres en la cubierta, se permitió inhalar y exhalar una calada fuerte como cualquier recién nacido que ha sido empujado del calor de su madre.
Incómodo se negó a dormir. Su atención se centró en la tormenta.
Con las manos en el estómago, y totalmente quieto, no pudo evitar jugar con la piedra pulida en sus manos. Su talismán y posesión más preciada. Cristal pulido como ópalo de fuego. Así paso la vigilia sumido en el ardor del ámbar contra la vela, y las betas de azul y negro en su centro.
Se convenció de que llegaría a Piltover en un par de días.
No concilió el sueño lo que resto del viaje.
