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La pelirroja despertó de golpe, con el corazón agitado, mientras intentaba calmar su respiración en silencio. Había tenido una pesadilla.
Era ridículo, pensó. Ni siquiera recordaba de qué se trataba, pero la sensación de inquietud seguía pesando sobre ella. Se frotó el rostro con frustración hasta que su mirada se deslizó hacia el calendario: 4 de julio. El Día de la Cosecha.
Suspiró. Ese día siempre le ponía los nervios de punta, incluso antes de cumplir doce. En parte, por su hermano Marlowe, un año mayor, cuya posible selección protagonizaba sus peores pesadillas. Pero también por el dolor ajeno. Padres desmoronados al ver a sus hijos ser segados, hermanos consolando a los más pequeños, gente ofreciendo sus vidas a cambio de honor, dinero y gloria si lograban sobrevivir. No hacía falta estar involucrada directamente para sentir el peso de ese día.
Afortunadamente, su familia nunca había pedido teselas. Su padre, un político influyente, les proporcionaba lo suficiente para vivir sin recurrir a esas medidas desesperadas. Sus nombres estaban en la urna, sí, pero sus posibilidades eran mucho menores. Y si llegaba a ocurrir lo impensable, muchos se ofrecerían a cambio de favores del Señor Cresta. Otros lo harían simplemente por el deseo de probarse en la arena. El Distrito 4 estaba lleno de voluntarios.
No, no temía por sí misma. La suerte siempre había estado de su lado.
—¡Feliz última cosecha, Marlowe! Pide un deseo —bromeó Annie mientras le ofrecía un pastelillo que su madre había comprado para celebrarlo.
—Deseo que mejores tu sentido del humor, enana.
—¡Lástima! Lo dijiste en voz alta. Me seguirás aguantando.
—No cantes victoria aún, Annie. Hasta que pase la Cosecha —Marlowe le dedicó una sonrisa torcida.
—Ya les dije que nada malo ocurrirá. Que sus nombres estén allí es mera formalidad. ¡Incluso el hijo del alcalde tiene su nombre allí! No por eso será seleccionado sin querer. Que, por cierto, ¿cómo es eso de que lo dejaste plantado, Annie? —preguntó el señor Cresta a la menor. Ella se encogió de hombros.
—No lo dejé plantado, papá. Me invitó a salir y le dije que no. Que haya ido de todos modos no es mi culpa. Estaba muy ocupada —mintió. Marlowe la miró, extrañado.
—¿Desde cuándo Clyde quiere salir contigo?
Clyde Aishelle era el hijo menor del seis veces reelecto alcalde del 4, y, por lo que decían, el único de sus hijos en querer seguir sus pasos. Aparte de eso, era compañero de escuela y amigo de Marlowe desde que lograron mudarse al sector alto del distrito. Desde que tenía uso de razón, Annie le temía: era una mala persona, un joven obsesivo cuya fijación era ella desde hacía ya dos tediosos años.
—Deberías darle una oportunidad. Es un joven apuesto, de buena familia, y con un futuro prometedor, Annie. Sería estúpido rechazarlo sin más —aconsejó su madre, yendo al grano de lo que había querido decir su padre desde el comienzo.
—Tengo diecisiete años, mamá. No quiero pensar en eso aún. ¿Marlo? ¿Ayuda? Por favor.
—Annie tiene razón. Además, Clyde tiene muchas virtudes, pero está lejos de ser alguien bueno para nuestra sensible Annie. Y si ella no quiere, es razón suficiente para no considerarlo.
—Gracias.
—¡Bueno, ya, no es momento de condenar a nadie! Apúrense a desayunar. Tienen que vestirse, peinarse. Que no vayan a pasar al frente no quiere decir que quien los vea los encuentre como vagos.
—Sí, mamá.
Annie se vistió con un sencillo vestido corto de gasa blanca, con bordes de encaje aguamarina, apenas distinto del blanco de la tela ligera. Su mamá decía que resaltaba sus ojos. Ella solo lo encontraba lo suficientemente decente como para no sofocarse de calor. Con suerte, si llegaba rápido, evitaría encontrarse con Clyde en el camino, como ocurría casi a diario, a pesar de que su casa quedaba lejos de la escuela o la residencia Aishelle. Esa fue la razón por la que decidió salir antes de lo esperado por su hermano, quien siempre se quejaba de su tardanza.
Cuando llegaron a la plaza frente al Edificio de Justicia, muchos ya estaban siendo acomodados en sus respectivos lugares. Annie observaba el drástico contraste entre aquellos que deseaban con ansias ser elegidos y aquellos que lo temían, normalmente los del muelle, la zona baja del distrito. Ellos rara vez eran entrenados como profesionales, a pesar de lo que se creía en otros distritos. Los pobres no podían pagarlo.
—Solo es un pinchazo, Annie —consoló Marlowe al verla palidecer.
—Lo sé. Odio la sangre, eso es todo.
Sena Jouet era la encargada de dirigir la cosecha en el Distrito 4 desde que Annie tenía memoria. Era una mujer altísima, de piel de ébano que hacía resaltar aún más el turquesa de su atuendo, y su cabello nacarado estaba peinado en múltiples trenzas en cascada, con perlas adornando todo. Siempre se consideraba "lindo" vestir de colores azul verdosos en honor al distrito, aunque muchos lo veían como un gesto de mal gusto.
—¡Bienvenidos a los septuagésimos Juegos del Hambre! Y que la suerte siempre esté de su parte. Antes de comenzar con el evento principal de nuestra velada, les presentaremos un video enviado desde el Capitolio...
—¿Qué culpa tenemos de que los otros distritos se hayan rebelado? ¡Matenlos a ellos! —se burló Donna Gaspar, haciendo reír al grupo. Annie sonrió levemente, aunque incómoda por el tema.
—Solo sé que por su culpa, las cosas no pueden estar peor. Suerte que nuestros ancestros fueron sensatos al elegir bando —concluyó Meghan, su mejor amiga.
—¿Soy la única a quien se le enchina la piel cada vez que lo ve? —continuó Sena con exagerada conmoción—. En fin, como es tradición, hoy se seleccionarán dos jóvenes, hombre y mujer, para representar al Distrito 4 en estos Juegos. Primero las damas...
El silencio estaba cargado de nerviosismo y expectación. La tensión era palpable.
—Annabel Cresta.
Annie quedó estática, asimilando. "Alguien se ofrecerá", pensó. "Por favor, que alguien se ofrezca en mi lugar".
Pero nadie lo hacía. Y cuando vio a sus padres, su madre llorando desconsolada, y su hermano pálido, su mente se nubló. No podía dejar que sus temores se apoderaran de ella. Estaba allí, tenía que ser fuerte.
—¡Annabel Cresta! ¿Estás ahí? ¡No seas tímida, linda!
El corazón de Annie latió a mil por hora. Se levantó y subió a la tarima, intentando mantener la cabeza en alto, aunque el miedo la carcomía por dentro.
En su mente, que buscaba desesperadamente algo en lo que pensar para no gritar, resonaba una idea: Finnick Odair, como cada año, estaría entre los vencedores, mirando desde algún rincón. Ella lo esperaba, aunque solo fuera a lo lejos, como todos los 4 de julio desde que, en contra de todo pronóstico, regresó como vencedor al distrito. Pero al buscarlo entre la multitud, entre el resto de vencedores acomodados protocolariamente como todos los años, no lo vio.
La confusión la invadió. ¿Por qué no estaba? ¿Acaso había cambiado algo? ¿Tan raro iba a ser ese día en todos los sentidos? Su ilusión de verlo se desvaneció, reemplazada por la incertidumbre y un vacío en el pecho. Esa era su extraña realidad: la suerte la había abandonado.
—¿Por qué nadie se ofrece esta maldita vez? ¡Adelante, háganse las valientes, carajo! ¿Es que no peleaban por ello los años pasados? —escuchó gritar a su hermano, con voz desesperada y amenazante.
Unos agentes de la paz intentaron reprenderlo, pero su padre los detuvo al instante y se llevó a Marlowe a otro lado, no sin antes dirigirle una mirada desconsolada a su pequeña, que luchaba contra el impulso de correr hacia ellos y romper a llorar. Sabía que no valía la pena: si se tardaba más, la arrastrarían al frente, y quería conservar su dignidad.
Una vez arriba, se enfrentó al público, que la observaba confundido, sin entender cómo un día que debía ser alegre se había tornado tan sombrío. Sena, sintiendo la tensión en el ambiente, trató de aligerar el momento.
— Déjame decirte con sinceridad que eres la tributo más bella que he tenido el placer de cosechar. No sé por qué fuiste tan tímida al subir, querida.
— Gracias —respondió, su voz apenas un susurro, manteniéndose cordial a pesar de la tormenta interna.
— ¿Cómo te gusta que te llamen?
— Mi familia me llama Annie. No veo por qué ustedes no —respondió con un intento de firmeza, mientras la ovación de la multitud comenzaba a resonar.
— Annie Cresta, un nombre hermoso para una joven encantadora. ¡Bueno! Ahora le toca el turno a los varones... ¡Mortimer Strand...!
— ¡Me ofrezco como tributo! — un chico, un par de años menor que Annie, se levantó de su puesto. Otro chico, su gemelo, intentó detenerlo desde su silla, pero no lo logró. Annie sintió tristeza al pensar que tal vez él no podía moverse. Lo miró con pena. Para cuando se dio cuenta, el joven ya estaba a su lado, claramente nervioso, como si, a pesar de haberse ofrecido, esa tampoco fuera su elección.
— ¡Bien, eso es más común por aquí! ¿Tu nombre, querido?
— Wade Seaver —respondió, nervioso, aclarando su garganta—. No creo que haya muchos apodos para eso, ¿verdad?
— No, es la virtud de los nombres cortos, ¡lo sé bien! Me pregunto, ¿por qué te ofreciste por un desconocido? Si se puede saber, claro.
— Necesidad. ¿Por qué más?
— Pues, de verdad espero que la suerte esté de tu parte, Wade. ¿Se conocen de la escuela?
— No —respondieron ambos al unísono. Era la verdad. Annie asistía a un colegio de la zona alta, mientras que él provenía de la zona baja, a la que ella solo había ido un par de veces desde que se mudó. Su padre siempre les insistió en olvidar sus orígenes humildes, y ella siempre obedeció, convencida de que eso la salvaría.
— ¡Bien! ¡Entonces harán nuevos amigos! Adelante, dense la mano, es tradición —ambos lo hicieron, recibiendo una nueva ovación de la multitud, que parecía más contenta con el giro de los acontecimientos, ya fuera por los Juegos o por no haber sido elegidos—. ¡Eso es, un aplauso para nuestros tributos del distrito 4! ¡Felices Juegos del Hambre! ¡Y que la suerte esté siempre de su parte!
Los guiaron dentro del Edificio de Justicia, donde los separaron en cuartos para esperar a sus parientes para la despedida. Annie se distrajo mirando los cuadros en las paredes, hasta que el sonido de la puerta al abrirse la devolvió a la realidad. Era el momento de la despedida, tal vez para siempre.
— ¡Annie, mi niña! —exclamó la señora Cresta entre sollozos, lanzándose a abrazarla. La chica se permitió llorar, abrazando a su madre con fuerza, como si ese abrazo fuera lo único que la anclara al mundo. Su padre y su hermano vinieron detrás, igual de afligidos.
— Te quiero mucho, mami. Los amo demasiado a todos —respondió entre sollozos, mientras su hermano y su padre también la abrazaban, con la misma desesperación.
— Tienes que ser fuerte, Annie. ¿Escuchaste? Puedes luchar por vivir. Por favor, pelea por vivir —rogó su padre, mirándola fijamente a los ojos. Annie asintió, tratando de contener las lágrimas.
— Eres hábil, inteligente… Pero debes ser fuerte. ¿Me lo prometes, mi niña?
— Sí, papi. Haré lo que pueda, te amo mucho —sollozó, sin poder evitarlo.
— Sé que puedes ganar, Ann. Ven aquí —Marlowe la abrazó con fuerzas, tratando de consolarla—. El Capitolio te amará. Eso es una ventaja, te ayudarán.
— Lo sé —respondió, notando por primera vez el dolor en los ojos de su hermano, llorando con la desesperación de quien no sabe si va a volver a ver a su ser querido. Le partía el corazón ser la causa de sus lágrimas.
— Te adoro, enana. Cuídate mucho, y gana. Necesito a mi hermanita en casa.
— Lo intentaré, lo prometo.
Escuchó a Meghan forcejear con los agentes de la paz afuera del cuarto. El señor Cresta, a regañadientes, pidió que la dejaran pasar, y ella corrió a su encuentro, llorando desconsolada.
— Debí...debí... ¡Ay, Annie, perdóname! ¡Me paralicé! ¡Yo...!
— No hay nada que perdonarte, Meg. Te quiero mucho, me dolería más que tú fueras…
— ¡Me duele a mí que tú vayas! —lloró, incapaz de mirar a los Cresta, probablemente avergonzada por no haberse ofrecido por su mejor amiga—. Tú eres rápida, hábil, astuta… ¡Y encantadora! Cosas más extrañas han ocurrido a nuestro favor durante los Juegos: sé que puedes regresar. Debes regresar. Puedes ganar.
— Haré lo que pueda, lo prometo a todos.
— Siento interrumpir, pero ya es tiempo de que la señorita se vaya —dijo un agente de la paz con cautela. Aunque normalmente era duro, no quería ofender a un político.
— Lleva esto contigo. No creo que te sea muy útil, pero te recordará a casa —la señora Cresta le acomodó una pequeña y delicada peineta de conchas y perlas en el cabello, recogiendo su oscura melena roja en un moño—. Ten cuidado con las espinas. Y con todo… vuelve a casa, mi niña. Por favor.
— Gracias, mami. Los amo —se despidió con un último abrazo, antes de dejarse guiar por los agentes de la paz.
Ella, tributo.
Sabía en su corazón que esa había sido la última vez que los volvería a ver…