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Contracorriente: La Historia de Annie Cresta y Finnick Odair

Summary:

La vida de Annie se quiebra cuando su nombre es elegido el Día de la Cosecha.
Todos saben que no tiene nada a su favor. Nada, excepto él.
Finnick Odair, su mentor.

Notes:

Historia originalmente publicada en Wattpad. Ambas historias siguen en proceso. Versión corregida, aunque no dudo que aun así se cuelen errores (aunque me comprometo a que sean menos). Espero la disfruten.

Chapter 1: El Día de la Cosecha

Chapter Text

La pelirroja despertó de golpe, con el corazón agitado, mientras intentaba calmar su respiración en silencio. Había tenido una pesadilla.

Era ridículo, pensó. Ni siquiera recordaba de qué se trataba, pero la sensación de inquietud seguía pesando sobre ella. Se frotó el rostro con frustración hasta que su mirada se deslizó hacia el calendario: 4 de julio. El Día de la Cosecha.

Suspiró. Ese día siempre le ponía los nervios de punta, incluso antes de cumplir doce. En parte, por su hermano Marlowe, un año mayor, cuya posible selección protagonizaba sus peores pesadillas. Pero también por el dolor ajeno. Padres desmoronados al ver a sus hijos ser segados, hermanos consolando a los más pequeños, gente ofreciendo sus vidas a cambio de honor, dinero y gloria si lograban sobrevivir. No hacía falta estar involucrada directamente para sentir el peso de ese día.

Afortunadamente, su familia nunca había pedido teselas. Su padre, un político influyente, les proporcionaba lo suficiente para vivir sin recurrir a esas medidas desesperadas. Sus nombres estaban en la urna, sí, pero sus posibilidades eran mucho menores. Y si llegaba a ocurrir lo impensable, muchos se ofrecerían a cambio de favores del Señor Cresta. Otros lo harían simplemente por el deseo de probarse en la arena. El Distrito 4 estaba lleno de voluntarios.

No, no temía por sí misma. La suerte siempre había estado de su lado.

—¡Feliz última cosecha, Marlowe! Pide un deseo —bromeó Annie mientras le ofrecía un pastelillo que su madre había comprado para celebrarlo.

—Deseo que mejores tu sentido del humor, enana.

—¡Lástima! Lo dijiste en voz alta. Me seguirás aguantando.

—No cantes victoria aún, Annie. Hasta que pase la Cosecha —Marlowe le dedicó una sonrisa torcida.

—Ya les dije que nada malo ocurrirá. Que sus nombres estén allí es mera formalidad. ¡Incluso el hijo del alcalde tiene su nombre allí! No por eso será seleccionado sin querer. Que, por cierto, ¿cómo es eso de que lo dejaste plantado, Annie? —preguntó el señor Cresta a la menor. Ella se encogió de hombros.

—No lo dejé plantado, papá. Me invitó a salir y le dije que no. Que haya ido de todos modos no es mi culpa. Estaba muy ocupada —mintió. Marlowe la miró, extrañado.

—¿Desde cuándo Clyde quiere salir contigo?

Clyde Aishelle era el hijo menor del seis veces reelecto alcalde del 4, y, por lo que decían, el único de sus hijos en querer seguir sus pasos. Aparte de eso, era compañero de escuela y amigo de Marlowe desde que lograron mudarse al sector alto del distrito. Desde que tenía uso de razón, Annie le temía: era una mala persona, un joven obsesivo cuya fijación era ella desde hacía ya dos tediosos años.

—Deberías darle una oportunidad. Es un joven apuesto, de buena familia, y con un futuro prometedor, Annie. Sería estúpido rechazarlo sin más —aconsejó su madre, yendo al grano de lo que había querido decir su padre desde el comienzo.

—Tengo diecisiete años, mamá. No quiero pensar en eso aún. ¿Marlo? ¿Ayuda? Por favor.

—Annie tiene razón. Además, Clyde tiene muchas virtudes, pero está lejos de ser alguien bueno para nuestra sensible Annie. Y si ella no quiere, es razón suficiente para no considerarlo.

—Gracias.

—¡Bueno, ya, no es momento de condenar a nadie! Apúrense a desayunar. Tienen que vestirse, peinarse. Que no vayan a pasar al frente no quiere decir que quien los vea los encuentre como vagos.

—Sí, mamá.

Annie se vistió con un sencillo vestido corto de gasa blanca, con bordes de encaje aguamarina, apenas distinto del blanco de la tela ligera. Su mamá decía que resaltaba sus ojos. Ella solo lo encontraba lo suficientemente decente como para no sofocarse de calor. Con suerte, si llegaba rápido, evitaría encontrarse con Clyde en el camino, como ocurría casi a diario, a pesar de que su casa quedaba lejos de la escuela o la residencia Aishelle. Esa fue la razón por la que decidió salir antes de lo esperado por su hermano, quien siempre se quejaba de su tardanza.

Cuando llegaron a la plaza frente al Edificio de Justicia, muchos ya estaban siendo acomodados en sus respectivos lugares. Annie observaba el drástico contraste entre aquellos que deseaban con ansias ser elegidos y aquellos que lo temían, normalmente los del muelle, la zona baja del distrito. Ellos rara vez eran entrenados como profesionales, a pesar de lo que se creía en otros distritos. Los pobres no podían pagarlo.

—Solo es un pinchazo, Annie —consoló Marlowe al verla palidecer.

—Lo sé. Odio la sangre, eso es todo. 

Sena Jouet era la encargada de dirigir la cosecha en el Distrito 4 desde que Annie tenía memoria. Era una mujer altísima, de piel de ébano que hacía resaltar aún más el turquesa de su atuendo, y su cabello nacarado estaba peinado en múltiples trenzas en cascada, con perlas adornando todo. Siempre se consideraba "lindo" vestir de colores azul verdosos en honor al distrito, aunque muchos lo veían como un gesto de mal gusto.

—¡Bienvenidos a los septuagésimos Juegos del Hambre! Y que la suerte siempre esté de su parte. Antes de comenzar con el evento principal de nuestra velada, les presentaremos un video enviado desde el Capitolio...

—¿Qué culpa tenemos de que los otros distritos se hayan rebelado? ¡Matenlos a ellos! —se burló Donna Gaspar, haciendo reír al grupo. Annie sonrió levemente, aunque incómoda por el tema.

—Solo sé que por su culpa, las cosas no pueden estar peor. Suerte que nuestros ancestros fueron sensatos al elegir bando —concluyó Meghan, su mejor amiga.

—¿Soy la única a quien se le enchina la piel cada vez que lo ve? —continuó Sena con exagerada conmoción—. En fin, como es tradición, hoy se seleccionarán dos jóvenes, hombre y mujer, para representar al Distrito 4 en estos Juegos. Primero las damas...

El silencio estaba cargado de nerviosismo y expectación. La tensión era palpable.

—Annabel Cresta.

Annie quedó estática, asimilando. "Alguien se ofrecerá", pensó. "Por favor, que alguien se ofrezca en mi lugar".

Pero nadie lo hacía. Y cuando vio a sus padres, su madre llorando desconsolada, y su hermano pálido, su mente se nubló. No podía dejar que sus temores se apoderaran de ella. Estaba allí, tenía que ser fuerte.

—¡Annabel Cresta! ¿Estás ahí? ¡No seas tímida, linda!

El corazón de Annie latió a mil por hora. Se levantó y subió a la tarima, intentando mantener la cabeza en alto, aunque el miedo la carcomía por dentro.

En su mente, que buscaba desesperadamente algo en lo que pensar para no gritar, resonaba una idea: Finnick Odair, como cada año, estaría entre los vencedores, mirando desde algún rincón. Ella lo esperaba, aunque solo fuera a lo lejos, como todos los 4 de julio desde que, en contra de todo pronóstico, regresó como vencedor al distrito. Pero al buscarlo entre la multitud, entre el resto de vencedores acomodados protocolariamente como todos los años, no lo vio. 

La confusión la invadió. ¿Por qué no estaba? ¿Acaso había cambiado algo? ¿Tan raro iba a ser ese día en todos los sentidos? Su ilusión de verlo se desvaneció, reemplazada por la incertidumbre y un vacío en el pecho. Esa era su extraña realidad: la suerte la había abandonado.

—¿Por qué nadie se ofrece esta maldita vez? ¡Adelante, háganse las valientes, carajo! ¿Es que no peleaban por ello los años pasados? —escuchó gritar a su hermano, con voz desesperada y amenazante.

Unos agentes de la paz intentaron reprenderlo, pero su padre los detuvo al instante y se llevó a Marlowe a otro lado, no sin antes dirigirle una mirada desconsolada a su pequeña, que luchaba contra el impulso de correr hacia ellos y romper a llorar. Sabía que no valía la pena: si se tardaba más, la arrastrarían al frente, y quería conservar su dignidad.

Una vez arriba, se enfrentó al público, que la observaba confundido, sin entender cómo un día que debía ser alegre se había tornado tan sombrío. Sena, sintiendo la tensión en el ambiente, trató de aligerar el momento.

— Déjame decirte con sinceridad que eres la tributo más bella que he tenido el placer de cosechar. No sé por qué fuiste tan tímida al subir, querida.

— Gracias —respondió, su voz apenas un susurro, manteniéndose cordial a pesar de la tormenta interna.

— ¿Cómo te gusta que te llamen?

— Mi familia me llama Annie. No veo por qué ustedes no —respondió con un intento de firmeza, mientras la ovación de la multitud comenzaba a resonar. 

— Annie Cresta, un nombre hermoso para una joven encantadora. ¡Bueno! Ahora le toca el turno a los varones... ¡Mortimer Strand...!

— ¡Me ofrezco como tributo! — un chico, un par de años menor que Annie, se levantó de su puesto. Otro chico, su gemelo, intentó detenerlo desde su silla, pero no lo logró. Annie sintió tristeza al pensar que tal vez él no podía moverse. Lo miró con pena. Para cuando se dio cuenta, el joven ya estaba a su lado, claramente nervioso, como si, a pesar de haberse ofrecido, esa tampoco fuera su elección.

— ¡Bien, eso es más común por aquí! ¿Tu nombre, querido?

— Wade Seaver —respondió, nervioso, aclarando su garganta—. No creo que haya muchos apodos para eso, ¿verdad?

— No, es la virtud de los nombres cortos, ¡lo sé bien! Me pregunto, ¿por qué te ofreciste por un desconocido? Si se puede saber, claro.

— Necesidad. ¿Por qué más?

— Pues, de verdad espero que la suerte esté de tu parte, Wade. ¿Se conocen de la escuela?

— No —respondieron ambos al unísono. Era la verdad. Annie asistía a un colegio de la zona alta, mientras que él provenía de la zona baja, a la que ella solo había ido un par de veces desde que se mudó. Su padre siempre les insistió en olvidar sus orígenes humildes, y ella siempre obedeció, convencida de que eso la salvaría.

— ¡Bien! ¡Entonces harán nuevos amigos! Adelante, dense la mano, es tradición —ambos lo hicieron, recibiendo una nueva ovación de la multitud, que parecía más contenta con el giro de los acontecimientos, ya fuera por los Juegos o por no haber sido elegidos—. ¡Eso es, un aplauso para nuestros tributos del distrito 4! ¡Felices Juegos del Hambre! ¡Y que la suerte esté siempre de su parte!

Los guiaron dentro del Edificio de Justicia, donde los separaron en cuartos para esperar a sus parientes para la despedida. Annie se distrajo mirando los cuadros en las paredes, hasta que el sonido de la puerta al abrirse la devolvió a la realidad. Era el momento de la despedida, tal vez para siempre.

— ¡Annie, mi niña! —exclamó la señora Cresta entre sollozos, lanzándose a abrazarla. La chica se permitió llorar, abrazando a su madre con fuerza, como si ese abrazo fuera lo único que la anclara al mundo. Su padre y su hermano vinieron detrás, igual de afligidos.

— Te quiero mucho, mami. Los amo demasiado a todos —respondió entre sollozos, mientras su hermano y su padre también la abrazaban, con la misma desesperación.

— Tienes que ser fuerte, Annie. ¿Escuchaste? Puedes luchar por vivir. Por favor, pelea por vivir —rogó su padre, mirándola fijamente a los ojos. Annie asintió, tratando de contener las lágrimas.

— Eres hábil, inteligente… Pero debes ser fuerte. ¿Me lo prometes, mi niña?

— Sí, papi. Haré lo que pueda, te amo mucho —sollozó, sin poder evitarlo.

— Sé que puedes ganar, Ann. Ven aquí —Marlowe la abrazó con fuerzas, tratando de consolarla—. El Capitolio te amará. Eso es una ventaja, te ayudarán.

— Lo sé —respondió, notando por primera vez el dolor en los ojos de su hermano, llorando con la desesperación de quien no sabe si va a volver a ver a su ser querido. Le partía el corazón ser la causa de sus lágrimas.

— Te adoro, enana. Cuídate mucho, y gana. Necesito a mi hermanita en casa.

— Lo intentaré, lo prometo.

Escuchó a Meghan forcejear con los agentes de la paz afuera del cuarto. El señor Cresta, a regañadientes, pidió que la dejaran pasar, y ella corrió a su encuentro, llorando desconsolada.

— Debí...debí... ¡Ay, Annie, perdóname! ¡Me paralicé! ¡Yo...!

— No hay nada que perdonarte, Meg. Te quiero mucho, me dolería más que tú fueras…

— ¡Me duele a mí que tú vayas! —lloró, incapaz de mirar a los Cresta, probablemente avergonzada por no haberse ofrecido por su mejor amiga—. Tú eres rápida, hábil, astuta… ¡Y encantadora! Cosas más extrañas han ocurrido a nuestro favor durante los Juegos: sé que puedes regresar. Debes regresar. Puedes ganar.

— Haré lo que pueda, lo prometo a todos.

— Siento interrumpir, pero ya es tiempo de que la señorita se vaya —dijo un agente de la paz con cautela. Aunque normalmente era duro, no quería ofender a un político.

— Lleva esto contigo. No creo que te sea muy útil, pero te recordará a casa —la señora Cresta le acomodó una pequeña y delicada peineta de conchas y perlas en el cabello, recogiendo su oscura melena roja en un moño—. Ten cuidado con las espinas. Y con todo… vuelve a casa, mi niña. Por favor.

— Gracias, mami. Los amo —se despidió con un último abrazo, antes de dejarse guiar por los agentes de la paz.

Ella, tributo.

Sabía en su corazón que esa había sido la última vez que los volvería a ver…

Chapter 2: Redes Invisibles

Summary:

Título Original, "Mentores y Tributos"

Chapter Text

—¿Tu hermano necesita la medicina?

Wade casi se cayó de su asiento al escuchar la suave voz de Annie tras él. Sobresaltado, parpadeó, intentando disimular. Había estado tan distraído que ni siquiera notó su presencia en el vagón. Nunca había estado en un lugar tan elegante, y todo lo que lo rodeaba capturaba su atención. Aunque... ella no parecía tan ajena a sus alrededores. "Ella es de la zona alta", recordó. Eran del mismo distrito, pero no podían ser realidades más distintas. 

—Buena intuición, señorita Cresta. ¿Qué me delató?

—Tu gemelo. Apenas y se movía... No tienes que hablar de ello si te incomoda. Solo quería decirte que me parece noble... Bueno, lo más noble que puede ser sacrificarse por un hermano— Annie bajó la mirada, esperando haberse dado a entender.

—Lo sé. Ayudar a un hermano no se siente como algo grande. Menos si es menor. Es la única opción... Él haría lo mismo por mí. Supongo que tu hermano también lo habría hecho. Siento lo de su crisis. No debieron esperar que salieras cosechada.

—No, obvio no. Creo que nadie lo espera.

—Te deben odiar mucho para no ofrecerse en tu lugar— Wade lo dijo tras un rato de silencio, con una franqueza que hizo eco en la sala.

—No sé qué ocurrió, pero yo no hice daño alguno para ganarme el odio de nadie— su voz era firme, pero sujeta a una fragilidad que trataba de esconder.

—No lo dije como insulto. Estoy seguro de que no lo provocaste. A veces uno no hace nada para generar odio. Solo lo recibe— Wade desvió la mirada, apenado.

—Sea como sea, ya estoy aquí. Ya estamos aquí. ¿Cuánto crees que tardaremos en llegar?

—Dijeron que mañana. ¿Por qué?

—Por nada. Solo... para saber. ¿Sabes algo de nuestros mentores?

—Brillan por su ausencia, ¿no? No te perdiste de nada.

—¿Quiénes crees que sean?

—Ojalá sea Odair. ¿Sabes de él, verdad?

—Creo que no hay nadie en el 4 que no. Es una leyenda viva, después de todo.

No era una exageración. Finnick Odair se había convertido en el ganador más joven en la historia de los Juegos, con tan solo catorce años. Ahora, cinco años después, su nombre seguía resonando en todos los rincones del distrito.

Para Annie, él solo era— fue —el chico del tridente en el muelle. El niño que la salvó, hacía ya casi 10 años atrás. Y ahora tenía que volver a hacerlo

—Si él pudo hacerlo, cualquiera puede hacerlo.

—Ojalá tengas razón, Wade. Ojalá.

—¡Es cuestión de actitud, Annie!

—Y a ti te sobra, ¿no es así? Por favor, mantente así. Te hará bien.

—¡Eso seguro! Y si no yo... ojalá seas tú. Se nota que te quieren de vuelta en casa.

Annie asintió. De repente, las palabras de Wade la conmovieron. El chico lo notó y decidió cambiar de tema.

—¿Tienes más hermanos?

—No. Soy la menor en casa.

La pequeña Annie Cresta . Tiene sentido— Wade sonrió de lado, recordando algo de la cosecha.

—¿Tú tienes? Además de tu hermano, digo. No me dijiste su nombre.

—Zale. Y también tengo una hermana pequeña. Loire. Tiene siete años.

—Wade, Zale y Loire Seaver. Lindos nombres. Mi hermano se llama Marlowe. Marlowe Cresta.

—¡A él lo ubico! Ya está rondando el puesto de capitán y todo.

—De una pequeña embarcación, pero sí. Quiere ser un verdadero capitán. Aunque mis padres no lo apoyan. Dice que la vida en tierra es aburrida.

—Yo soy de esos. Si pudiera, solo viviría en el mar. ¿Tú qué quieres ser?

—No sé. Maestra, quizá. Me gustan los niños. Pero creo que esperan que sea ama de casa. Una esposa trofeo de algún hijo de alcurnia, pero nada más. Muy aburrido.

—¿No te gusta el mar? ¡Creí que eras del 4!

—Me gusta. Pasear en la orilla, nadar, pescar. Pero nada de barcos. Marlowe y yo jugábamos a ver quién pescaba más, y siempre le ganaba a su trincho con mi red. 

—Eres un trofeo raro, Annie. ¡Una chica que pesca mejor que los pescadores!

Ambos rieron. Wade la miró con nostalgia.

—Extrañaré a mi chica rara...

—¿Tienes novia?

Wade asintió.

—Marina Sinclair.

Annie no pudo evitar sonreír. Aquel nombre no le sonaba. Pero por cómo hablaba de ella, podía sentir lo importante que era para él.

—Todavía me cuesta creer que haya querido estar conmigo. Si la conocieras... estaba fuera de mi alcance. Pero de alguna forma, ella me ama. Verla llorar hoy... nunca me perdonaré haberle hecho ese daño —la voz se le quebró. Annie le puso una mano en el hombro, un gesto torpe de apoyo. Necesitaba intentar consolarlo.

—Hiciste lo que creíste correcto. Seguro ella lo entiende.

Wade esbozó una sonrisa débil, agradecido. Antes de que pudiera responder, las puertas del salón se abrieron. Sena entró primero, guiando la tríada.

A un lado iba una mujer de edad avanzada, de cabello rizado y grisáceo que sobresalía de su menuda figura. Aún quedaban rastros de la belleza que debió tener en su juventud. Mags Flanagan , la primera vencedora del Distrito 4. Una leyenda, a la altura del joven rubio que la escoltaba, sirviéndole de apoyo. Finnick Odair .

—Me alegra ver que se llevan bien. Sería una ventaja jugar en equipo... hasta que sea necesario ir en solitario—comentó Finnick, con esa sonrisa ambigua que no permitía distinguir cuánto de lo que decía era en serio. —¿Verdad, Mags?

La mujer asintió y se sentó frente a ellos. Finnick hizo lo mismo. Annie lo miró de reojo, disimuladamente. "No va a recordarte, Annabel. Ni lo esperes" , se dijo.

—A veces... pero otros distritos... traicionan...—dijo Mags, con dificultad, pero sin dejar lugar a dudas. Finnick asintió.

—Lamento no haber estado en la cosecha. Hubo un imprevisto. Sena ya nos contó un poco sobre ustedes... siempre adelantándose.

—Es mi trabajo, Finnick—dijo la morena, sonrojándose bajo su sonrisa. Annie había oído rumores sobre el carácter seductor de Finnick, pero ver a una mujer treintona coquetearle a un chico de diecinueve se sentía... incorrecto . Mags tampoco parecía complacida, fulminando a Sena con la mirada. 

—En el 4, los mentores entrenan a su contraparte. Mags fue mi mentora y de muchos otros tributos. Y ella se encargará de ti...—Finnick se volvió hacia el chico.

—Wade Seaver—dijo Sena, cortándolo antes de poder presentarse. Mags no disimuló su molestia. Annie también notó la sombra de enojo que cruzó el rostro de Finnick antes de que se forzara a sonreir, similar a como hacia de niños cuando lo regañaban por algo que él consideraba tonto.

—¿No dijiste que tenías que ver a Portia, Sena? No querrás ir al Capitolio vistiendo ese desastre—dijo Finnick, alzando una ceja.Sena palideció.

—¡Cierto! Los dejo. ¡Buena tarde! —saludó apresurada, desapareciendo tras la puerta. Finnick reprimió una carcajada.

—Siempre funciona. Cuatro años y todavía no aprende—comentó Mags entre risas.

—Si los fastidia, solo mencionen su cabello o ropa. Saldrá corriendo a arreglarse—dijo Finnick, encogiéndose de hombros. Mags volvió su atención a Wade.

—Un placer, Wade. ¿Qué edad tienes?

—Quince.

—Tan joven... pero es buena edad. Te ves fuerte. ¿Entrenabas en casa?

—Trabajaba en el puerto después de la escuela. Ayudaba con el cargamento y con las redes—explicó Wade.

—Real. Eso me gusta—Mags asintió, complacida. Finnick se volvió hacia Annie.

—¿Con quién tengo el placer de trabajar este año?

—Annie Cresta.

Finnick la miró, desconcertado, por varios segundos. Incluso Mags lo notó.

—El placer es mío—murmuró Finnick, tomando su mano y besándola suavemente una vez recordó que lo observaban. Annie sintió que se ruborizaba—. Curiosa cosecha la de este año —dijo él, más para sí mismo—. ¿Entrenaste antes, Annie?

—Mi padre nos obligó a asistir a los entrenamientos del colegio, pero no era buena.

—Lo dudo. Y si es así, para eso estoy aquí. ¿Con qué te sientes cómoda?

—Redes, trampas... pero para peces. No creo que sirva.

—No subestimes tus trampas. A menudo, el hambre mata más que las armas. Escucha, observa y confía en mi, pero principalmente, en ti. Conozco a más mentes creativas entre los vencedores que a asesinos profesionales, lo creas o no. ¿Puedes prometer que harás lo que te pedí, Annie?

—Lo haré, Finnick.

Mags la miró con interés.

—Cresta... ¿Eres hija del concejal?

—Sí, la menor. ¿Por qué?

Mags intercambió una mirada con Finnick.

—Nada... solo es raro ver a alguien de la alcaldía aquí. A menos que se ofrezcan voluntarios... Interesante cosecha, sin duda .




(...)




—¿Cómo los viste, Mags?

—¿La verdad? Difícil decirlo. Siempre lo es, pero ahora más.

Annie y Wade se habían ido a la cama hace rato, dejándolos solos, reviendo la transmisión de la cosecha que Sena les había hecho llegar minutos atrás.

—¿Tenías que preguntarle lo del concejal?

—Sí, tenía que hacerlo. Sabes bien que las urnas están trucadas... Su nombre no debió estar ahí. Era muy poco probable, al menos.

—La suerte no estuvo de su parte, eso es todo.

—Snow contento no estará. Tampoco Aurades. Menos Aurades. Él odia que las cosas se salgan de control.

—Por eso mismo dudo que lo estén. Aurades es obsesivo, pero Snow... lo es, sí, pero también disfruta jugar a controlar el azar. Jugar con las ilusiones de la gente, darles "justicia" para que no la busquen de otros modos. Annie fue el chivo expiatorio... Pero no voy a dejar que lo sea, si me entiendes. Voy a salvarla.

—Conoces mucho a Snow, ¿no, Finnick?—. El rubio notó el evidente tono reprobatorio de la anciana y suspiró.

—Con todo el respeto que sabes que te tengo, son mis asuntos.

—Lo sé. Ya no eres un niño. Te quitaron eso cuando te permitieron ser voluntario años atrás...

—¿Podemos dejar el sermón para otro día? Hoy ya fue demasiado largo.

—Como desees, Finn... El chico necesita ganar, mi vida, ¿entiendes eso, verdad?

—Lo sé. Lo entiendo. Vengo de donde él, después de todo. Nadie se ofrece a esa edad, con esa preparación, por gusto. Necesita ganar . Tiene suerte de tenerte a ti de su lado. 

—Pero tú quieres que gane Annie, ¿no? Casi parece que la conoces de antes— insinuó, haciendo que Finnick suspirara. Mags siempre sabía leerlo.

—¿Fue tan evidente?— la mujer asintió con una sonrisa triste, como si pudiera anticipar una tragedia.

—Pero dudo que ella lo recuerde. Éramos muy niños, y al lado de la vida perfecta que tenía antes de esto, yo no fui nada importante para ella. Hablamos un par de veces, y no la volvi a ver...— mintió. Fueron amigos, pero ya no más. Que él lo recordara distinto era su problema, y el mótivo porque haría todo por salvarla —.Jamás pensé volver a hacerlo, mucho menos en estas circunstancias.

—El mundo es pequeño, Finnick.

—Lo confirmo todos los días, Mags.




(...)




Annie no podía dormir.

Extrañaba su cama, el murmullo distante del mar arrullándola en noches de insomnio. El camisón que le habían dado se sentía ajeno, como todo en ese cuarto.

¿Estaría Wade dormido? ¿En qué pensaría si no lo estaba? ¿Qué estarían haciendo en casa ahora? ¿Y sus mentores, tan tarde en el salón? ¿Sobre qué hablaban?

Sabía que debía dormir. Por la mañana tendría que verse radiante, sonreír a quienes la recibieran y mostrarse siempre dispuesta a charlar con ligereza. Tenía que gustarles.

Si lograba ganarse al Capitolio, tal vez — solo tal vez — la balanza se inclinaría a su favor. Reír para sobrevivir. Llorar para convencer. Ser inolvidable.

Todos los ganadores, de una forma u otra, eran queridos por el Capitolio. Personalidades cautivadoras, apariencias fascinantes.

Convertir su insípido ser en eso , y aprender todo lo que pudiera de Finnick, tal vez la salvaría de morir el primer día.

Chapter 3: La Sirena de Panem

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—Las damas como tú siempre se levantan con el sol, querida.

La voz melodiosa y aguda de Sena irrumpió en sus pensamientos como una campanada. Annie bufó mientras la estilista arrancaba las sábanas que la envolvían, insistente en que el desayuno esperaba.

—Y será mejor que estés presentable para los demás. Tu cabello es precioso, bonita, pero enmarañado como lo tienes, apenas luce.

Sabía que volver a dormir sería imposible. Resignada, obedeció.

—Gracias, señorita Jouvet. ¿Podría dejarme sola para cambiarme?

—¡Desde luego, querida! Llámame Sena. No hay por qué ser tan formal, por más encantador que suene. Si necesitas algo, Dia está para ayudarte— dijo con una sonrisa radiante.

Dia, una avox asignada a su servicio, se inclinó ligeramente. Annie asintió cohibida y buscó su vestido. Agradecía que hubiesen lavado y planchado su ropa en lugar de imponerle algo de la moda excéntrica del Capitolio, que le resultaba tan ajena.

Se peinó con lentitud, desenredando su cabello rojizo, y acomodándolo con una peineta blanca. Entre los perfumes del tocador, eligió uno que le recordó a casa. Finalmente, tras calzarse, salió hacia el comedor, donde los demás ya parloteaban.

—¡Buenos días, Annie! Justo a tiempo para la reunión del club de fans— saludó Finnick, su sonrisa coqueta iluminando la sala mientras ella tomaba asiento junto a Wade, frente a él.

—Creía que hoy tenían descanso por el 12. Está lejísimos— comentó Seaver, y Mags negó con la cabeza, untando mermelada en su tostada.

—Descanso no, encanto. Hoy llegan todos, incluso los del 12. Esta noche desfilan. Aprovechen este desayuno; podría ser el único del día— sus ojos se fijaron en Annie, quien apenas podía comer debido a los nervios.

—Es un mal necesario. Si comen tan cerca del evento, estarán hinchados. La gente debe verlos en su mejor versión, queridos. Especialmente los patrocinadores— añadió Sena, como si fuese lo más lógico del mundo.

—Coman lo que puedan. En la arena necesitarán el peso extra. Días sin comer pasan factura— ordenó Mags con su tono firme. Annie y Wade obedecieron sin protestar. Finnick, inclinándose con un aire despreocupado, agregó:

—Sena tiene razón: deben atraer a la audiencia. Los Juegos, por muy absurdos que suenen, son el reality show favorito del Capitolio. Ser memorables puede salvarlos. Aquí buscan personajes, no personas. Sean el tributo que todos quieren ver vivo, no otro niño destinado al matadero.

Aunque sonrió al decirlo, sus ojos verdes destilaban rabia. Sena se removió incómoda antes de excusarse y salir de la sala.

—Finnick...

—Tranquila, Mags. No dirá nada. Nunca dice nada, salvo cuando habla de ella misma.

—¿Decirle a quién? — se le escapó a Annie.

Finnick la miró con una dulzura inesperada.

—A nadie que pueda meterlos en problemas. Nunca haría eso. Pero dejemos esta conversación aquí, ¿sí? Coman. Llegaremos antes de lo que creen.

El Capitolio apareció pronto, un derroche de luces y extravagancia artificial. Annie lo observó desde la ventana, fascinada y repelida a la vez. Al llegar, las multitudes vitoreaban como si fueran héroes. Ella esbozó una sonrisa automática, alarmada por lo natural que le salió fingir.

Wade se inclinó hacia ella.

—¿Cómo haces para ser tan convincente?

—Tú también lo eres. Solo sonríe más de lo que hablas— respondió con una sonrisa que buscaba tranquilizarlo.

Durante el desfile, los flashes y las luces marearon a Annie. Finnick lo notó y se acercó a ella con una preocupación inesperada.

—¿Estás bien, Annie?

—Solo el gentío… me marea un poco.

—No sería muy caballeroso dejarte caer. Vamos, te estarán esperando— dijo, ofreciéndole el brazo. Ella aceptó, sintiéndose extrañamente protegida, como cuando de niños a exploraban las cuevas de la playa a pesar de estar prohibido. Era abrumador, pero no le molestaba. Para su corazón, sentirse así era casi lo correcto.

¿Serían sus hormonas actuando? ¿Su deseo de vivir cosas nuevas a días del patíbulo haciendo de las suyas? ¿El efecto de él en las personas? ¿El efecto del recuerdo de él en ella? Jamás lo sabría...No importaba. Él era su mentor, nada más.

—Te dejo en buenas manos, Annie. Nos vemos luego.

Cuando Finnick se apartó para reunirse con los mentores del Distrito 1, Annie no pudo evitar lamentar su ausencia.

—¡Qué tenemos aquí! ¡Qué preciosa eres! —halagó una mujer de cabello púrpura al entrar por la puerta a espaldas de Annie, quien dio un respingo.

—¿Es tu cabello natural? —exclamó otra mujer, completamente tatuada, con un cabello multicolor que mezclaba tonos dorados y carmesíes. Annie asintió, cohibida.

—¡Me encanta! ¡Lo que pagarían muchos por haber nacido con una melena tan vibrante! ¡Nos dieron un diamante este año!

—Aunque no hay tal cosa como un diamante demasiado pulido —añadió una tercera mujer con entusiasmo palpable. Sus ojos brillaban con una intensidad casi inquietante—. Tenemos que prepararla para Portia. Annie Cresta, ¿verdad?

—Sí... ¿cómo lo sabe? —balbuceó Annie, sintiéndose ridícula al instante. Por supuesto que lo sabían; la Cosecha había sido transmitida en vivo al Capitolio. Las tres mujeres soltaron risas ligeras, como si su inocencia las divirtiera.

—¡Qué graciosa! No estés nerviosa. Te dejaremos aún más preciosa de lo que ya eres. Nadie podrá apartar la mirada en el desfile, te lo aseguro.

Antes de que pudiera decir algo más, se pusieron manos a la obra.

La despojaron de su ropa y, en cuestión de minutos, lavaban su cabello, limaban sus uñas, depilaban su cuerpo entero con precisión quirúrgica y la cubrían de cremas y lociones aromáticas que dejaban su piel tersa, casi irreal. Annie se sentía más vulnerable que nunca. Estas mujeres, cuyos nombres desconocía, sabían más de su cuerpo que su propia madre. Pero para ellas, era solo un trabajo más, un proceso mecánico.

—Gracias... —murmuró al mirarse en el espejo. La imagen que devolvía el reflejo era impactante: radiante, pulida hasta un punto que rozaba lo antinatural. Jamás se había visto tan hermosa en sus diecisiete años de vida, aunque sabía que su apariencia siempre había sido motivo de admiración.

—¡Ay, qué tontas! Ni nos presentamos por las prisas, ¿verdad? —dijo la tatuada, con un tono que intentaba ser cálido—. Soy Dharma. Ellas son Minna e Iris. Es un honor prepararte, Annie. Tu belleza ha cautivado al Capitolio desde el primer día.

—Uno no se cansa de los cumplidos. Muchas gracias... Un placer conocerlas.

—Ten, tu peineta —dijo Minna, entregándosela con cuidado—. Es preciosa, aunque deberías limar las espinas. Casi me pincho con una. No sé qué tenga en mente Portia, pero seguro te hará justicia.

—¡Nos vemos, Annie! —se despidió Iris, dejando a Annie sola en el frío cuarto.

La joven contempló sus manos. Estaban suaves, más delicadas de lo que recordaba. Sus uñas, siempre mordidas, estaban ahora perfectas, como si nunca hubieran conocido el desgaste. Todo en ella parecía irreconocible, pulido hasta borrar cualquier rastro de su antigua vida.

Decidió recostarse mientras esperaba. Sentirse tan expuesta en un lugar tan ajeno era perturbador, pero no sorprendía. En un mundo que la trataba como un objeto desechable, la privacidad no tenía cabida. Al menos, pensó con amargura, la habían dejado bonita, aunque solo fuera para deleite de ojos perversos.

Un golpe en la puerta la sobresaltó.

—¿Puedo pasar? —preguntó una voz femenina, cálida y mundana.

—Adelante —respondió tras un momento. Había encontrado su ropa interior y se apresuró a ponérsela. No esperaba que la desnudez la protegiera, pero aún intentaba aferrarse a algo de dignidad.

—Hola, Annie. Soy Portia, tu estilista este año. Él es Cinna, un estudiante de diseño que me ayudará con tu preparación—la calidez en su tono contrastaba con la frialdad del entorno, aunque Annie no bajó la guardia—. Me emociona trabajar contigo. Normalmente me asignan hombres, pero diseñar para una chica es un privilegio.

Annie se limitó a asentir mientras Portia mostraba el vestido. La pieza era un espectáculo: conchas, perlas y estrellas de mar adornaban un tocado iridiscente, y el vestido, una obra de arte, simulaba escamas marinas sobre una red ajustada que caía en cascada, abrazando su figura. Era bello, pero tenía algo inquietante, como si cada detalle anunciara que era un adorno, no una persona.

—Ahora, la mejor forma de llevar esto es con la cabeza en alto, querida.

Annie asintió. Podría parecer segura, aunque fuera una ilusión.

 

 

 

(...)

 

 

 

Finnick parloteaba distraídamente con Cashmere y Gloss, quienes, como siempre, fungían de mentores juntos para los tributos de su distrito, Gemma y Onyx: dos jóvenes profesionales de dieciocho años. Ambos lucían confiados bajo su tutela.

—Siempre es difícil decirlo, pero creo que el Distrito 1 se llevará otra victoria este año —comentó Cashmere con suficiencia, lanzando una mirada hacia sus tributos—. Al menos Gemma parece que nació lista para arrasar, ¿no, hermanito?

Gloss asintió, contemplando a la mencionada a lo lejos. Gemma lucía arrogante, con el porte de una depredadora. Ese año los habían engalanado como deidades romanas: túnicas doradas adornadas con piedras preciosas, coronas resplandecientes. El Capitolio sabía cómo hacerlos destacar.

—Onyx no se queda atrás, pero sí, Gemma es la joya de la cosecha —Gloss sonrió de lado, altivo—. ¿Y ustedes? ¿O no hubo suerte este año? Te noto callada, Cosima. ¿Qué pasa con el Distrito 3? ¿No era el turno de Wiress? Creí que veríamos a esa rarita.

—Está algo enferma, así que vine en su lugar —respondió Cosima con calma—. Todavía me faltan seis años para cumplir mi mentoría mandataria, además de que la universidad me tiene ocupada: ahora que son vacaciones debo aprovechar. Sobre la cosecha… Es una niña audaz, pero, como sabes, es difícil predecir quién ganará.

—Según tus estadísticas, yo no debería estar aquí —intervino Finnick, aceptando una copa que le ofrecían—. ¿Se acuerdan de sus chicos? Casi lo logran, ¿no? Pero no me esperaban a mí.

El comentario logró exactamente lo que él quería: los ojos de Gloss se entrecerraron con furia, y Cashmere apretó los labios. Finnick sostuvo sus miradas sin miedo. Gloss, sin embargo, recuperó la compostura con rapidez, forzando una sonrisa.

—Jugaste bien tus cartas, Odair —el tono era frío—. Es una lástima por ellos, pero al final siempre gana quien lo merece, ¿no?

—Desde luego. Aquí estamos, después de todo —respondió Finnick, fingiendo indiferencia mientras daba un sorbo a su bebida. El silencio que siguió fue incómodo, roto finalmente por Cashmere, que detestaba cualquier pausa en las conversaciones.

—¿Universidad, Cos? ¡Felicidades! No sabía que estudiabas. ¿Qué carrera?

—Medicina. Terminé hace unos años, y ahora doy clases —respondió Cosima con orgullo. Finnick sabía lo difícil que debía ser equilibrar eso con las exigencias del Capitolio.

—¡El Distrito 3 y sus cerebritos! Felicidades —replicó Cashmere, su tono resbalando hacia la condescendencia—. ¿Cómo convenciste a Snow de que te dejara estudiar aquí?

—No lo convencí. Me ofrecieron la plaza tras mi victoria —Cosima sostuvo la mirada de la rubia, imperturbable—. Pronto habrá otra celebración, por lo que escuché. Felicidades por las noticias.

El rostro de Cashmere palideció. Finnick no entendía por qué; al fin y al cabo, el compromiso de Cashemere con un político del partido de Snow parecía una buena noticia a simple vista: saldría de la prostitución. Gloss, sin embargo, frunció el ceño.

—Sí, felicidades, Cashmere —dijo Finnick cortésmente, escondiendo su curiosidad tras una sonrisa.

—Gracias, Finnick.

—Sí, serás una madre maravillosa, eso seguro. Cualquier cosa que necesites, no dudes en preguntar. ¡Para algo soy doctora! —soltó Cosima, con un entusiasmo tan mal medido que hizo que Cashmere alzara las cejas y Gloss apretara la mandíbula. Los ojos de ambos lanzaron dagas hacia la galena. Finnick no pudo evitarlo. Soltó una carcajada.

—¿Qué pasa? —preguntó Cosima, confundida.

—Nada, preciosa. Pero creo que deberíamos dejarlos por ahora —respondió, tomando suavemente a Cosima del brazo. La guio lejos antes de que los hermanos Ritchson decidieran estrangularla ahí mismo. Finnick podía ser un burlón, pero no tanto como para dejar que su amiga acabara bajo tierra por una imprudencia.

—Wiress no está enferma, ¿verdad? — le preguntó curioso. Era extraño no verla.

—Wiress es más dura que cualquiera aquí, pero decidí hacerte caso sobre lo de la mentoría. Lo he estado posponiendo demasiado, y Snow no es precisamente un hombre paciente. Si piensa que lo estoy evadiendo, las cosas se pondrían… feas en casa. Pero dime, ¿qué fue lo de hace rato?

—Vamos, Cosima. ¿En serio no sabes? Creí que lo tuyo era hacerte la inocente.

—¿Inocente de qué?

Finnick suspiró.

—No se sabe que Cashmere está embarazada. Solo se sabe que, por algún motivo conveniente, se va a casar con un político que podría ser su abuelo. Un hombre que, por cierto, dejó a su esposa anterior porque no podía darle hijos. Ese detalle, querida doctora, es lo que aseguró el lugar de Cashmere y su niño aquí. Y ahora teme perderlo.

Los ojos de Cosima se abrieron como platos.

—Mierda. Debo disculparme… —dijo, intentando regresar, pero Finnick la detuvo con un movimiento rápido.

—No, linda, no es el momento. Ahora mismo quieren matarte.

—¡Fue un accidente! ¡No te rías! —protestó ella, indignada al escuchar otra carcajada.

—¡Lo siento, pero es gracioso! Si te consuela, dudo que alguien nos haya oído con todo este alboroto.

Cosima dejó escapar un suspiro derrotado.

—Soy una idiota.

Finnick sonrió, inclinándose hacia ella.

—Eres todo menos idiota, doctorcita. Solo… distraída. Y debo admitir que te queda bien.

—¡Bien para ti, que siempre te ríes de mí! ¿Quién te tocó este año? —decidió cambiar el tema.

—La chica, Annie. Diecisiete años.

—¿La pelirroja? Han hablado mucho de ella. Aquí matarían por tener esos rasgos tan peculiares al natural. Al menos no batallarás para que se gane al público.

—Sí, he notado que la ubican demasiado. Me inquieta, de hecho. No es normal.

—¿Por qué? No le veo nada de malo. Cashmere, Gloss, incluso tú... ¡La gente los adoraba por sus bellos rostros! Los adoran. Destacar por el físico es muy útil aquí.

"Sí, y qué conveniente que a todos nos hayan terminado prostituyendo", pensó Finnick lúgubremente, aunque no se atrevió a decirlo en voz alta. Jamás lo había dicho en voz alta. Decirlo lo hacía demasiado real. "¿Y si quieren hacerle lo mismo a.…?". No terminó el pensamiento. Solo considerarlo le revolvía el estómago. No podía ser cierto. No quería que fuera cierto. "Ojalá Annie sea una de esas raras excepciones no controladas por el Capitolio". Pero sabía que esas excepciones no duraban mucho. Si no aprendían a disimularlo, eran destruidas. Tal vez físicamente, o tal vez en espíritu. En cuanto eras cosechado, los finales felices dejaban de existir.

—Supongo que lo es —cedió Finnick con una sonrisa forzada—, pero ser una cara bonita no le gana nada a nadie.

—Lo sé, no quise decir eso, Finnick —se disculpó Cosima rápidamente. Él sabía que decía la verdad, y, aunque no fuera así, no se habría molestado.

—No hay cuidado. ¿Cómo ves a tu pupila? —preguntó, dejando entrever una genuina preocupación.

—Audaz. Alegre. Tiene trece años, Finnick. Con suerte, no morirá en el baño de sangre de la Cornucopia... y eso solo porque le pedí que no intentara tomar nada. De ahí... no sé—Cosima se abrazó los brazos, y sus ojos comenzaron a brillar con lágrimas contenidas. Finnick, notándolo, le dio una ligera palmada en el hombro, un gesto torpe pero sincero. Ser mentor no había endurecido del todo sus emociones, incluso después de tantos años.

—Lo siento, Cosima.

—Está bien. Mejor me voy haciendo a la idea. Además, ¡como si tú no tuvieras tus propios problemas como para estar consolándome! Eres menor que yo, se ve mal.

—Está bien no estar bien, Cosima. Me llevas años en la vida, pero como mentor tengo más tiempo en este infierno. Si necesitas consejo, aquí estoy.

—Gracias, Finnick—Cosima le dio una pequeña sonrisa antes de señalar hacia el fondo de la sala—. Te dejo. Tu sirenita parece estar buscándote.

—¿Sirenita? ¿De qué hablas, Cosima? —Finnick arqueó una ceja, confundido. Ella rio y le indicó que se girara. Cuando lo hizo, se quedó mudo.

Ahí estaba Annie. Hermosa, frágil, y terriblemente fuera de lugar.

No era de piedra. Desde el momento en que la vio, la había encontrado hermosa. Y para él, ella siempre sería el ser más bello que jamás había contemplado. Lo sabía entonces, cuando era solo un niño jugando en el mar, y lo sabía ahora, siendo un hombre en un mundo que torcía todo lo puro. Annie era... indescriptible.

Su cabello, una cascada de rizos cobrizos que caían hasta su cintura, parecía arder bajo la luz artificial. Sus ojos, grandes y de un azul marino brillante, estaban llenos de una inocencia que aún no se había apagado, aunque el Capitolio seguramente intentaría arrancársela. Su piel, pálida y cubierta de pecas, era como la arena que recordaba de las playas de su infancia.

Pero ya no era la niña que había conocido. Era una mujer, una joven marcada para enfrentarse a lo imposible. Finnick sintió que algo dentro de él se quebraba al darse cuenta de que el Capitolio también la vería así, pero con malas intenciones.

—Iré con mi nenita, ¿te parece? —se despidió Cosima, sonriendo antes de marcharse.

Finnick permaneció inmóvil, observándola. Por un momento, solo por un instante, permitió que su mente viajara a los días en los que las olas eran su única preocupación. Cuando Annie y él eran solo niños y los mejores amigos, lejos de las garras del Capitolio.

—Pensé por un momento que me vería ridícula, pero veo que en realidad encajo a la perfección aquí —dijo Annie, rompiendo el silencio, mientras echaba una mirada a su extravagante alrededor. Finnick rio suavemente, sacudiendo la cabeza para salir de su trance.

—Podrían ponerte cualquier cosa, Annie, y jamás te verías ridícula. Eres un espectáculo digno de admirar.

El tono coqueto parecía natural en él, pero esta vez no era una máscara; lo decía con sinceridad. Annie sonrió, y sus mejillas adquirieron un leve tono rosado. Ella misma se sorprendió al no apartar la mirada por vergüenza. En cambio, se atrevió a sostenerla, encontrando en sus ojos algo familiar, algo que la anclaba. Era el mismo azul que compartían, un sello de su hogar.

—Un honor viniendo de ti, Odair —dijo sin pensarlo. Finnick arqueó una ceja, intrigado por el comentario. Annie, al darse cuenta, trató de suavizar la situación.

—Eres la estrella del Capitolio y del Distrito 4, después de todo. En mi grado no había quien no hablara de ti, y en el poco rato que llevo aquí, te han mencionado más veces de las que puedo contar.

Finnick soltó una carcajada, divertido por su torpe intento de sonar casual.

—¿Y qué dicen de mí? —provocó, con una chispa de picardía en la voz.

—¿Qué no dicen? —replicó Annie, fingiendo exasperación—. Aunque imagino que no debe sorprenderte. ¿No te cansa toda esa atención? Llegar a un lugar y que todos ya te conozcan…

La pregunta lo tomó desprevenido, pero rápidamente recuperó su compostura.

—Lo descubrirás estos días, Annie. Aunque te diré algo: podría decir lo mismo de ti. Intenté presentarte, pero parece que ya te conocen, al menos de vista.

—Eso no es una respuesta —protestó ella, frunciendo el ceño con un deje infantil. Finnick sonrió, concediéndole la razón.

—Lo sé, pero no suelo responder preguntas personales tan rápido. Los secretos son más valiosos que el oro, ¿o acaso me regalarías los tuyos?

—No te pedí ningún secreto —replicó ella con firmeza—, pero si los quieres, te los regalaría. Los míos no valen nada.

—Eso lo dudo mucho. Yo daría todo el oro del mundo por conocerlos.

— ¿Oro? Me conformo con los tuyos, aunque esos son más valiosos que el oro que me ofreces, ¿no es así?

Finnick se echó a reír, y Annie no pudo evitar unirse a su risa. Solo el carraspeo de Portia los devolvió al presente. Todos los observaban, curiosos de verla tan confiada de la mano del rubio, quien, para variar, parecía genuinamente contento con su compañía. Aunque no quería dejarla allí, sabía que seguir así no sería prudente…

—Continuaremos nuestra charla luego, Annie —prometió Finnick, soltando su mano con aparente calma, aunque lo hizo con una lentitud que no pasó desapercibida para ella. Sus ojos se detuvieron en el collar de cuerda y pequeñas corazas marinas que él llevaba al cuello. Ella se lo había regalado—. Deslúmbrenlos, ¿sí?

 

 

 

(...)

 

 

 

—¿De dónde lo conoces, Cresta?

—¿De qué hablas, Seaver?

—¡No juegues conmigo! —La risa de Annie fue suave, casi burlona, como si la curiosidad del chico no fuera más que un juego para ella. Wade, en cambio, no parecía dispuesto a dejarlo pasar.

—De nada que importe. Solo es amable. Supongo que es difícil no serlo con una muerta andante como yo —Annie desvió la conversación, eludiendo la intensidad en los ojos de Wade. Quería desarmarlo antes de que profundizara más—. ¿Y tú? ¿Cómo te sientes, rey del mar?

—Me siento desnudo con estas redes —respondió Wade, sacudiendo la cabeza con una sonrisa amarga—. Aunque, te lo digo, no es como si tú te vieras mucho mejor. Eso sí, a ti te queda bien. Pareces una sirena de verdad, salida de un cuento.

—Al menos no hace frío—Annie alzó la barbilla, intentando aparentar seguridad—. Y no te ves nada mal, Wade. Un poco incómodo, quizás, pero... no mal.

Wade se rio suavemente, señalando el elaborado tocado que llevaba Annie.

—¿Pesa? Parece que sí, y mucho.

—Te sorprendería lo liviano que es. Aunque... no pasa desapercibido. ¿Quieres probarlo? —Su sonrisa era juguetona, pero había algo desafiante en su tono. Antes de que Wade pudiera responder, Sena irrumpió con un grito de protesta, sobresaltándolos.

—¡Ni se les ocurra! ¡El trabajo de Portia y Nex no se toca! Déjenme verlos... —Sena los observó de arriba abajo con aprobación—. ¡Encantadores! Jamás habíamos logrado algo así con alguien fuera del Distrito 1. Ahora hablen menos y sonrían más. ¡Saluden al público!

Ambos obedecieron, aunque por dentro estaban al borde del colapso. Las manos de Annie jugueteaban torpemente mientras Wade parecía haber perdido su color habitual. Era evidente que ninguno estaba listo para enfrentarse a la multitud.

Cuando Annie comenzó a temblar, Wade hizo algo inesperado: tomó su mano. Fue un gesto impulsivo, pero necesario. Ella lo miró sorprendida, encontrándose con los ojos azul mar de él.

—Estamos juntos en esto, ¿verdad, Annie? Al menos por ahora, mientras no estemos en la arena. No quiero temerte.

Era más que una pregunta: era una propuesta. Una tregua, un pacto. Annie tomó aire, sintiendo cómo sus nervios se calmaban poco a poco.

—Sí. Estamos juntos en esto, mientras podamos estarlo.

El carruaje se movió, devolviéndolos a la realidad. Forzaron sonrisas y saludos mientras las cámaras enfocaban sus rostros. La multitud los vitoreaba, lanzándoles flores y gritos de admiración. Por un momento, se olvidaron del pánico, dedicándose una sonrisa sincera entre ellos, un reconocimiento silencioso de que, contra todo pronóstico, eran un buen equipo. Cuando se detuvo frente al podio donde Snow daría su discurso, Annie se tambaleó, mareada. Wade la sostuvo, un gesto que parecía tan natural como respirar.

—Parece que no estás acostumbrada al movimiento, Cresta.

—Por si no lo has notado, esto no es un bote, Seaver.

—Da igual. Es un bote de tierra.

—Deberíamos estar atentos al discurso, no hablando —murmuró Annie, intentando mantener la compostura. Pero Wade no parecía preocupado.

—Dudo que siquiera sepa que estamos aquí.

Annie no podía decir lo mismo. Sentía los ojos de Snow sobre ella, fríos y calculadores, como un depredador acechando a su presa. El pensamiento la hizo estremecerse. Wade lo notó, guardando silencio en un intento de tranquilizarla.

El recorrido de salida fue más llevadero. Annie logró recuperar su compostura, dedicando sonrisas al público, aún aferrada al brazo de Wade para mantener el equilibrio. La multitud enloqueció aún más, y los recibieron con abrazos entusiastas al llegar al centro de entrenamiento.

Esa noche, sin saberlo, Annie se convirtió en "La Sirena de Panem". Los ojos de toda la nación estaban sobre ella, juzgándola, admirándola, esperándola.

—¡Lucieron magníficos! —exclamó Sena, radiante—. ¡Claro que los amaron!

Mientras los demás celebraban, Wade y Annie intercambiaron una última mirada. Sin decir una palabra, reafirmaron su pacto. No sabían cuánto tiempo más podrían sostener aquella fachada, pero por ahora, eran un equipo. Eso tendría que bastar.

 

Chapter 4: Discordia

Chapter Text

—¿Tampoco puedes dormir? —Annie dio un respingo al escuchar la voz de Wade tras de ella, sobresaltándose. Se había levantado en busca de una taza de leche o té para intentar conciliar el sueño cuando él la interceptó en el pasillo que conectaba sus cuartos, rumbo a la estancia. Lucía agotado, pero le sonreía con una calidez que desentonaba con el lugar.

—Extraño mi cama —explicó con simpleza mientras tomaba asiento junto a él, frente a la ventana. El Capitolio era demasiado distinto a su hogar; no podía encontrar consuelo en el paisaje. Si había alguna belleza en los rascacielos centelleantes, ella no la veía.

—¡Suertudos los del 12! Tienen la mejor vista —bromeó Wade. Annie negó con una sonrisa, pero su cuerpo se tensó al escuchar un ruido. Wade pareció alterarse también, aunque pronto se relajó al distinguir las voces de Mags y Finnick provenientes de la sala.

—¿A qué hora duermen esos dos?

—Podrían preguntarnos lo mismo. —Annie se inclinó ligeramente hacia el pasillo, intentando escuchar.

—¿De qué hablarán? ¿No te da curiosidad?

—Si te callas, podríamos averiguarlo —replicó, mandándolo a callar con un gesto.

—Grosera —respondió él en tono infantil, pero obedeció, animándose incluso a acercarse un poco más para oír mejor. Las voces parecían estar discutiendo, aunque era difícil calificarlo como una pelea real. Ninguno de los dos podía enojarse seriamente con el otro; fuera por cariño o respeto, lo dejaban pasar. Annie apostaría a que era un poco de ambas, aunque más lo primero.

—Una semana no basta para dominar un arma desde cero, Finn. Y lo sabes.

—También quiero que se enfoquen en sobrevivir, Mags, pero si los atacan, deben poder defenderse. Y si llegan a estar entre los últimos, tendrán que saber acabar con los demás antes de que los maten.

—¿Y tú solución es aliarse con los profesionales? ¿Crees que eso los hará más fuertes?

—Al principio, al menos. Así no irán contra ellos hasta que queden pocos. Les dará tiempo para planear algo sin preocuparse tanto por el hambre y la sed, como tendrían que hacerlo si estuvieran solos en la intemperie.

—Cuando queden pocos, ellos serán los primeros en caer. O incluso antes. Wade es el más joven del grupo, y Annie... —Mags hizo una pausa, bajando el tono—. Annie es frágil. No tiene experiencia ni la malicia suficiente para ser una amenaza. Lo notarán. No pienso arriesgar a nuestros chicos así.

—Si los rechazan, los arriesgaremos aún más. Los profesionales son orgullosos, Mags. Si no aceptan la alianza, los considerarán la mayor amenaza, solo por ser como ellos.

—Pero no lo son.

—Ellos no lo saben. Y no tienen por qué saberlo. No hasta la arena, al menos.

—No creo que...

—Por favor, al menos piénsalo. En un ambiente hostil, sin agua, sin comida y con bestias rondando, la Cornucopia es su mejor oportunidad. Siempre está en manos de los profesionales. Si están con ellos, evitarán el baño de sangre inicial.

—Si quieres decírselo a Annie, hazlo. Ella es tu responsabilidad. Pero Wade... Wade es mío, y a él no lo metas en esto.

Las palabras flotaron en el aire como un peso insoportable. Annie y Wade se miraron fijamente desde el pasillo, asimilando lo que acababan de escuchar.

—Ya escuché suficiente —murmuró Annie, abrazándose a sí misma.

Wade asintió, visiblemente perturbado. Si antes era difícil dormir, ahora sería imposible.

—¿Es tonto desearte buenas noches ahora, sirenita? —preguntó Wade, intentando aligerar el ambiente.

—Queda mejor desearnos suerte —susurró ella—, pero igual... trata de descansar. Hasta mañana.

 

 

 

(...)

 

 

 

Finnick odiaba discutir con Mags.

A veces deseaba simplemente cederle la razón, pues probablemente la tenía. Casi siempre la tenía. Pero sentía que ese caso era una de las contadas excepciones…

—Jamás pondría en peligro innecesario a ninguno de mis tributos. Annie está lejos de ser la excepción.

Mags ablandó su expresión al notar cómo aquellas palabras lo habían afectado. No era su intención herirlo: nunca querría lastimar a su pequeño.

—Lo sé. No quise insinuar eso. Jamás pensaría algo así.

Finnick asintió suavemente, y la tensión que le tensaba los hombros comenzó a disiparse. Permanecieron en silencio, pero sus silencios nunca fueron incómodos. Ahora, la calma tras la tormenta servía únicamente para reflexionar sobre las palabras del otro y apaciguar su propio carácter.

—La realidad es que, a donde yo lleve a Annie, irá Wade, y viceversa. Son aliados. Y, lo que es aún más preocupante, creo que se harán amigos.

Mags asintió con una expresión compasiva. Finnick también los compadecía. Si seguían encariñándose, ¿cómo harían para separarse cuando llegara el momento?

—Respeto tu juicio, mi niño, pero no pienso ceder en esto. Quien siembra vientos, cosecha tempestades. Y si ya es peligroso confiar entre nosotros, lo es aún más con otros distritos. Todos jugarán para ganar, sin piedad... mucho menos hacia extraños.

 

 

 

(...)

 

 

 

Annie despertó al sentir la luz del sol golpeando su rostro. Frunció el ceño, convencida de que Sena había tenido algo que ver con aquello. Se estiró entre bostezos y se levantó de la cama, agradeciendo con una sonrisa cansada a Dia por ofrecerse a prepararle un baño.

—Aún no se levanta nadie, ¿verdad? —preguntó. La mujer negó con un leve movimiento de cabeza. Annie suspiró, recogiendo su cabello en un moño improvisado con la peineta que descansaba en su mesita de noche. Había aprendido rápidamente que era mejor limitarse a preguntas de “sí” o “no”; incluso gestos más elaborados parecían estar prohibidos para las avox—.No tienes que estar pendiente de mí todo el tiempo. No voy a delatarte, ¿de acuerdo? —dijo en un susurro, intentando tranquilizarla. La chica la miró asustada al principio, pero luego asintió con timidez, agradecida por el gesto.

Al salir de la habitación, Annie sintió el extraño silencio que emanaba del exterior debido al cristal aislante de las ventanas. ¿Cómo sería el bullicio del Capitolio? No podía imaginar pájaros cantores en aquel entorno artificial, ni siquiera sonidos humanos que no fueran parte de un espectáculo cuidadosamente coreografiado. El distrito costero del que venía se sentía más auténtico, más vivo, incluso en su zona urbana.

—Buenos días, Annie —la voz familiar de Finnick la sobresaltó, aunque ya comenzaba a dominar sus reacciones. No les daría motivos para considerarla frágil. Lo juraba.

—Buenos días, Finnick. ¿Cómo amanece...? —bostezó a mitad de la frase. Finnick la observó con una mezcla de ternura y preocupación.

—Es más fácil decirle a alguien que descanse que lograr que lo haga. Sé que ahora estás lejos de sentirte tranquila, y no te pediré que lo estés, pero necesitas dormir mientras tengas un lugar donde hacerlo.

—¿Y tú? ¿Qué haces despierto tan temprano? —preguntó mientras se dirigía a la cocina por un vaso de agua. Pero en su interior pensaba: ¿Habrá dormido siquiera? Lo vio cansado, con las ojeras marcadas.

—Viejos hábitos —dijo él con una sonrisa ladeada—. Deja que te ayude.

Finnick abrió el refrigerador con facilidad mientras ella luchaba contra los mecanismos tecnológicos del Capitolio. Con años de experiencia, él había aprendido a moverse entre aquellas excentricidades.

—¿A qué hora debemos bajar a entrenar? —preguntó Annie, apenada. Finnick suspiró. Percibía el esfuerzo en su voz, el intento de sonar valiente, pero detrás de cada palabra se escondía un miedo palpable.

—A las diez. Pueden ir y venir hasta las ocho de la noche. Si quieren instrucción personalizada, tienen que estar atentos a los horarios de los entrenadores. Pero pueden practicar por su cuenta en cualquier momento.

Annie asintió, sintiéndose abrumada. No tenía un plan. No quería admitir frente a Finnick que nunca había pensado en aprender a usar un arma. Eso la haría sentir inútil, y no podía soportar que él la viera así.

—¿Qué planeas hacer hoy? —preguntó él, interrumpiendo su angustia interna.

—Lecciones de supervivencia. Sobre las armas, no tengo idea. Esperaba que me sugirieras alguna.

Finnick la miró detenidamente, evaluándola. Finalmente, asintió.

—Cuchillos. Son prácticos y fáciles de aprender. No luces lo suficientemente fuerte como para manejar lanzas o tridentes, pero los cuchillos pueden ser efectivos tanto para defenderte como para sobrevivir. Si aprendes a arrojarlos, será aún mejor.

—Cuchillos serán entonces —dijo ella, tratando de sonar segura, aunque la idea la aterraba. No quería matar a nadie, pero sabía que Finnick no aprobaría ese pensamiento.

—Y no descuides tus redes y trampas, Annie. Tus habilidades con ellas podrían salvarte. Me salvaron a mí en mis juegos, ¿recuerdas? —dijo él, sonriendo con melancolía.

Annie lo miró sorprendida, su corazón dando un vuelco al darse cuenta de que él realmente recordaba. Una pequeña sonrisa tímida se asomó en sus labios. ¿De verdad? ¿Aún piensa en mí?

—¿En verdad? —preguntó, incapaz de ocultar el temblor en su voz.

Finnick asintió, un poco aliviado de que ella también lo recordara. Para Annie, la idea de olvidarlo era absurda, pero sabía que él no podía saberlo.

—Supongo que anudo bien. Este collar está casi igual a cuando te lo hice. Me sorprende que aún lo tengas.

—¿Por qué no lo tendría? Fue un regalo especial, Annie. Y la primera cosa que alguien me dio porque quiso, no porque debía —respondió él, con una sinceridad que le desarmó las defensas.

Annie sonrió, esta vez más abiertamente. Recordar esos momentos le parecía surrealista ahora, en un lugar y tiempo tan alejados de su infancia.

—No lo sé. Pensé que con el tiempo… quizá lo habrías olvidado. Tampoco parecías muy contento cuando te lo di.

Finnick se sonrojó levemente, arrancándole una risita que no pudo contener. Dulce, honesto y ahora avergonzado. ¿Cómo puede alguien ser tan encantador?

"¿Qué demonios, Annabel?", se reprendió a sí misma, tratando de alejar ese pensamiento. Fue inútil.

—Ya me fastidiaban bastante con eso de que eras mi novia, sin necesidad del collar. Supongo que para un niño insinuar algo así era una tragedia.

Ambos rieron suavemente, una risa que cargaba años de recuerdos compartidos.

—Apenas me decían nada a mí. Era más divertido verte intentar ganarme pescando.

—¡Era completamente injusto! Tú usabas tus redes desde la orilla, mientras yo tenía que meterme al agua con mi tridente, uno por uno.

—Eso se llama estrategia, Odair. Y, además, me daba miedo ahogarme. Nunca te lo agradecí, por cierto.

—¿Qué cosa?

—Enseñarme a nadar. Salvarme de ahogarme. Soportar mis pataletas cuando lo hacías… nadie en casa tuvo la paciencia para eso.

Finnick la miró fijamente, con una mezcla de sorpresa y ternura.

—Lo hubiera hecho por cualquiera. Pero contigo, no fue una obligación, Annie.

—La vida parece que no te deja descansar de mí. De ayudarme, quiero decir. No creí volver a verte, Finnick.

—Yo tampoco, Annie. Pero ayudarte es algo que hago con gusto. Lo único que lamento es que necesites ayuda alguna.

Su voz era baja, casi un susurro, pero cargaba una intensidad que Annie no pudo ignorar. Por un instante, se preguntó si él también sentía que algo invisible tiraba de ellos hacia un lugar más íntimo, más peligroso.

—La última vez que oí de ti fue en tu cosecha. No me dejaron ir a despedirte por más que rogué a los agentes. Solo permitían a la familia, y ellos sabían que no era nada tuyo.

Finnick se quedó inmóvil, como si sus palabras lo hubieran golpeado de lleno.

—¿Quisiste ir? —preguntó, incrédulo. Annie sonrió con amargura.

—Por supuesto que sí. Creí que nunca te volvería a ver, sin ofender. Eras un niño, Finnick. Nadie había ganado a esa edad antes. Sabía que no creías en imposibles, pero yo no podía imaginarte sobreviviendo. Solo quería verte una última vez.

Finnick tragó saliva con dificultad, abrumado por la confesión. La imagen de Annie llorando por él se incrustó en su memoria, un eco tardío de un adiós que nunca pudo escuchar.

—Tu collar fue mi amuleto en la arena —murmuró finalmente, sosteniéndolo entre sus dedos como si fuera algo sagrado.

—Espero que haya cumplido su propósito.

Finnick la miró con confusión, y Annie continuó:

—Recordarte a tu hogar, a las personas por las que debías volver.

Él sonrió con melancolía, y por un instante, sus miradas se encontraron con un entendimiento que no requería palabras. Pero el momento se rompió con un carraspeo de Sena.

La realidad regresó como un cubo de agua fría: ya no eran amigos de la infancia, mucho menos algo más. Él era su mentor, y ella su tributo.

No debían cruzar esa línea.

 

 

 

(...)

 

 

 

—Primer día y ya estoy paranoica. Vamos bien.
—¿Por qué?
—Siento que nos están observando —se quejó.
—¡Oh, tranquila! No lo estás imaginando. Desde anoche nos miran como si nos desearan la muerte. Probablemente es el caso.
—¡Gracias, ahora me siento mejor! —ironizó la pelirroja, sacándole una risa.

Tras desayunar y conversar un poco con Mags y Finnick sobre lo que debían y no debían hacer en el gimnasio, Wade y ella se encaminaron allí. Wade, según ellos, era fuerte y grande para su edad, así que tendría ventaja en el combate cuerpo a cuerpo. Annie, en cambio, aunque debía aprender lo básico, tendría más suerte atacando desde la distancia.

Debía "permanecer positiva", como Wade había insistido desde el inicio. No podía permitirse morir, no cuando había quienes realmente intentaban ayudarla. No quería que los esfuerzos de Finnick fueran en vano.

—¿Por qué no me lo habías dicho? —cuestionó, tratando de fingir indiferencia.
—¿Estás bromeando? Saliste temblando del desfile porque creías que Snow te observaba. No quise preocuparte más. —La rubia se llama Gemma, tu fan número uno —añadió, señalando el tablero donde se mostraban los nombres, orígenes, edades, pesos, estaturas y unos números que no entendió—. Es la probabilidad.
—¿Probabilidad?
—Estadísticamente hablando, es un aproximado de nuestras oportunidades de ganar. Por eso varía tanto.

Annie tragó grueso al ver que, aunque estaba entre los diez más altos, seguía lejos de lo que esperaba. Era la séptima. Wade apenas la superaba por dos posiciones.

—Seguro es por tu tamaño, Ann. Además, son solo números —la consoló, al notar su preocupación.
—Con que no bajemos, todo bien.

El chico asintió antes de que cada uno partiera a su entrenamiento, quedando de verse en la estación de refugio en una hora y media.

No le sorprendió ver que los primeros cuatro puestos se disputaban entre los tributos de los Distritos 1 y 2. Eran profesionales, después de todo. Sorprendentemente, Gemma se posicionaba por encima de la pareja del 2, ocupando el primer puesto. No era bueno haber provocado su desdén, y Annie lo sabía bien.

—Vas muy bien, rojita, pero si lo hicieras así… —una chica castaña le mostró cómo lanzar el cuchillo al corazón del maniquí. Annie había estado cerca, pero no lo suficiente—. Te saldría mejor. No me gustan los cuchillos, pero son útiles. Prefiero mil veces mi espada. Annie, ¿verdad?

—Sí. Gracias… Eris… —la recordó del desfile. Le habían puesto un vestido que la hacía parecer una dama de hierro, fría e imponente, al lado de su hombre de hierro. Distrito 2, por supuesto.

—No hay de qué. Prueba de todo. A menos que quieras guardar lo mejor para luego.

Annie no entendía el motivo de su cortesía. Eso no tenía sentido.

—Eso haré.

—Fuiste la sensación anoche. Nadie hablaba de otra cosa. Tu foto tituló todas las noticias —comentó Eris con indiferencia mientras afilaba su espada.

Annie tragó grueso, incómoda.

—No he visto mucho, pero sí, ya me han dicho que nos fue bien anoche —recalcó el plural, dándose cuenta de que hasta ahora había excluido a Wade del éxito en el desfile.

—Eso está muy bien, si seremos aliadas. Lo seremos, ¿verdad, rojita?

A pesar de la sonrisa, sus palabras sonaban amenazadoras, especialmente con una espada en mano. Allí estaba el gato encerrado. Las advertencias de Finnick sobre el riesgo de rechazar a los profesionales resonaron en su cabeza. No debía demostrar miedo. Ellos lo olían.

—Conmigo viene Wade. Naturalmente.

La castaña pareció sorprendida por el tono seguro de Annie.

—No sabía que venían atados por la cadera —replicó, arisca—. Cinco serían demasiados para repartir la comida.

—Que sean cuatro. Les conviene. Nos conviene —respondió Annie, ignorando el nudo de nervios en su estómago. Estaba a punto de retirarse cuando el agarre de Eris en su muñeca la detuvo. Su fuerza era intimidante, pero Annie permaneció firme.

—Dime que lo pensarás. Enobaria dice que los profesionales debemos unirnos al principio para acabar con los demás. Seguro que Finnick piensa lo mismo.

—Dime que lo pensarás tú. Wade también es profesional. Y él va conmigo.

—¿Él haría lo mismo por ti?

—Sí. Lo haría.

Ambas se fulminaron con la mirada. Annie sintió cómo la ira desplazaba el miedo. Odiaba a los abusones y, aunque en casa había soportado a muchos por su propio bienestar, ahora que su vida estaba en juego, no pensaba tolerarlo más.

—Lo hablaré con los demás. Tienes hasta el baño de sangre para cambiar de opinión, rojita. Con nosotros o contra nosotros, así de simple.

—Nos vemos, Eris —respondió Annie, dando por terminada la conversación.

Tendría que hablar con Finnick. Tal vez la regañaría, pero si alguien podía sacarla de este lío, era él. Era su mentor, después de todo.

—Apesto con el cuchillo —se quejó, desplomándose junto a Wade, quien le ofreció su botella de agua.

—¡No es cierto! Estuviste muy cerca de dar en el corazón. En unos días lo dominas.

—Te vi con las lanzas. Digno del Distrito 4 —dijo Annie, desviando la mirada hacia Eden y Hunter, tributos de los Distritos 11 y 7, que parecían estar jugando en lugar de practicar.

—Esto es cruel.

—Inhumano. Son solo niños… merecen algo mejor —respondió Annie, apartando la vista para contener las lágrimas. Volvió a enfocarse en Wade—. Tuve la conversación más rara hace rato.

—Yo también. Onyx, del 1, quiso que me uniera a su alianza. Pero sin ti. Les dije que no, claro. No confío en ellos. Menos si pretendían excluirte.

—Eris fue conmigo. No aceptó un no como respuesta.

—Mags tiene razón: no son de fiar.

—Finnick nunca dijo que lo fueran.

—Pero sí que son necesarios, según él.

—Para armas y comida, tal vez. Aunque empiezo a pensar que ellos nos ven necesarios también. Cuando dije que no, Eris insistió.

—Quizá te considera útil. A mí me dejó tranquilo rápido.

—Suerte la tuya. Le dije que contigo o nada.

—¿En serio?

—Claro. ¿Por qué no?

—Por nada… Gracias, Annie. En serio.

—No es nada. Aunque reza porque no nos hayamos condenado a los dos. Parecía molesta.

—Dos cabezas piensan mejor que una. Ya sabremos qué hacer.

—Ojalá, Wade. Ojalá.

Chapter 5: En un pueblo junto al mar...

Summary:

Una mirada al pasado compartido entre Finnick y Annie.

Chapter Text

Finnick botó su tridente, molesto, fastidiado por no haber capturado nada. Su padre siempre decía que era cuestión de perseverancia, pero esta vez decidió dejarlo. De todos modos, a esa hora su madre ya estaría esperándolo.

Vivían en lo que se conocía como "la parte baja" del Distrito 4. Aunque los demás los consideraban pobres, a Finnick nunca le pareció que vivieran mal. Dylan, su padre, era pescador, como la mayoría de los nacidos en esa zona, y ganaba lo suficiente para proveerles lo necesario. Nunca les sobraba, pero tampoco les faltaba, y su madre, Maree, siempre decía que la felicidad no estaba en lo que se tiene, sino en cómo se vive. Él le creía.

De camino a casa, un brusco movimiento en el agua llamó su atención. Gritos sofocados por las olas lo pusieron en alerta.

—¡Ayuda! —gritaba a duras penas una niña, muy lejos de la orilla, literalmente dando patadas de ahogado.

Antes de poder pensarlo mejor, Finnick se lanzó al agua, nadando con rapidez hacia ella. Ignoró la fuerza de la marea, pero su corazón se detuvo al tomarla y sentir su cuerpo inmóvil. Estaba quieta, inerte. Aterrorizado, pero decidido, Finnick luchó contra las olas hasta arrastrarla a la orilla.

Sabía que el rescate no había terminado. La revisó, buscando signos vitales. Estaban ahí, pero débiles, demasiado débiles. El pánico lo envolvió. ¿Y si ya era muy tarde?

—¡Por favor, reacciona! —murmuró, tratando de reanimarla como le habían enseñado en casa. Pero la niña no respiraba.

—¿Finnick? ¿Qué...? ¡Dios mío! —La voz de su madre lo sacó de su espiral de desesperación. Maree, probablemente angustiada por su tardanza, había salido a buscarlo.

—¡No respira! ¡Mamá, ayúdame!

—¡Claro! Hazte a un lado.

Finnick observó con atención cómo Maree realizaba maniobras de reanimación más firmes y decididas. Tras varios segundos que parecieron eternos, la niña tosió, expulsando el agua que había tragado. Entre sollozos, lloraba con fuerza mientras Maree intentaba calmarla.

—Ya pasó, bonita. Tranquilízate. Inhala, exhala... Eso es.

Finnick sacó una toalla de su canasta y la envolvió con cuidado.

—Yo... estaba jugando... La corriente me arrastró... —hipó la niña entre lágrimas, abrazándose a sí misma.

—No es tu culpa, mi niña. ¿Y tus padres?

—No saben que estaba aquí... Perdón...

—No está bien irte sin avisar, pero ya, no te angusties por eso. Me llamo Maree Odair, por cierto.

—Annie Cresta —murmuró la niña, su voz tan suave como el murmullo de las olas—. Gracias... ¿Y tú eres?

—Finnick —respondió él, todavía en shock por lo que acababa de ocurrir. La posibilidad de haber visto a alguien morir en sus brazos lo hacía temblar, pero también sentía un alivio profundo al saber que no había sucedido.

—¿Cresta? Entonces vives cerca de nosotros. Vamos, te llevamos a casa.

—Se supone que estaba donde una amiga. Si me ven así, no me dejarán salir nunca más... —suplicó Annie, aferrándose a la toalla como si fuera su único refugio. Maree la miró con ternura.

—Se me ocurre esto: vienes con nosotros un rato, comes algo, y después regresas a casa, ¿te parece? Pero tienes que prometerme que jamás se te ocurrirá salir sin permiso otra vez, ¿prometido?

Annie asintió. Maree le tendió la mano para ayudarla a levantarse, mientras Finnick, todavía procesando lo ocurrido, notó algo en ella que lo dejó intrigado. Era su cabello, rojo como las llamas del amanecer, un color que nunca antes había visto. El contraste con su piel pálida y sus ojos verdes le parecía fascinante.

Sin darse cuenta, se quedó mirándola, embelesado. Ella era diferente, como si no perteneciera del todo a su mundo cotidiano. Y por un momento, mientras regresaban juntos a la casa, Finnick se dio cuenta de que ese día no solo había salvado una vida: también había conocido algo que cambiaría la suya para siempre.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Finnick, curioso.

—Ocho —respondió Annie, tímida, mientras aceptaba una taza de té que Maree le servía.

—Yo tengo nueve. Con razón no te he visto antes en la escuela. Te recordaría, los pelirrojos son raros por aquí —comentó sin pensar, pero al darse cuenta de lo que había dicho, bajó la mirada, cohibido.

Annie rio suavemente, y ese sonido, aunque tenue, quedó grabado en la memoria de Finnick como una melodía que nunca olvidaría.

 

 

 

(...)

 

 

 

—¡Una carrera al muelle! ¡El último es pescado podrido!

Cuando las clases de natación dejaron de ser necesarias, sus encuentros no cesaron.

Seguían viéndose a diario, como si no supieran qué hacer el uno sin el otro. Jugaban en la arena, moldeando castillos que las olas siempre se llevaban. Ayudaban a sus padres: Annie con las redes, Finnick con la pesca. Los días se alargaban, las semanas se escurrían como el agua entre sus dedos, y pronto se cumplió un año desde que la vida parecía haberlos atado con el mismo hilo invisible. Era raro verlos separados; más común encontrarlos tomados de la mano, caminando juntos hacia el muelle bajo el sol, o explorando las cuevas limítrofes del distrito en busca de los fantasmas y sirenas que, se rumoraba, iban a cantar allí de noche…

—¿Crees que tu papá ya no me deje verte? —preguntó Annie una tarde, con un deje de preocupación que no pudo esconder.

—¿Por qué lo haría? —respondió Finnick, frunciendo el ceño.

—Vi a papá peleando con él...

—¿En serio? ¡Qué raro! —Finnick hizo una pausa y encogió los hombros, restándole importancia—. Pero igual, salimos sobrando en eso, ¿no crees? Seguro estaban tomados y se arreglan pronto. Siempre es así con ellos…

—Sí, eso espero, Finn.

Ambos estaban tumbados en la arena, dejando que el sol secara las gotas saladas en sus cuerpos antes de siquiera intentar entrar a la cocina. La señora Odair llevaba horas allí, y un olor dulzón inundaba el aire.

—¿Qué estará haciendo? —preguntó Annie, ladeando la cabeza con curiosidad.

—Nadando —bromeó Finnick, riendo cuando ella le lanzó un manazo débil. Adoraba verla ofuscada, con las mejillas encendidas por el sol y la indignación.

Annie nunca agarraba color: en lugar de broncearse como el resto, su piel se llenaba de pecas o se quemaba, pero siempre volvía al blanco arena que, desde el primer día, le había maravillado. Verla era como ver una playa al atardecer.

—¡Sabes lo que quise decir! —protestó Annie.

—Mi mamá insistió en hacer pastel...

—¿Qué se celebra?

—Nada importante.

—Si no me dices, le preguntaré yo...

—Cumplo años —confesó al fin, con voz baja, como si quisiera que el viento se llevara sus palabras. Por un instante, Annie quedó inmóvil. Luego, en un arranque, se lanzó a abrazarlo con fuerza.

—¡Tonto! Me hubieras dicho, te felicitaba antes.

—No me gusta que me feliciten —murmuró Finnick, pero no hizo esfuerzo por apartarla. Se permitió hundirse en el calor de su abrazo, un refugio que no sabía que necesitaba.

—Te hubiera traído algo... ¿Cómo no te van a gustar tus cumpleaños? —preguntó Annie, separándose un poco para mirarlo a los ojos. Finnick no respondió de inmediato. Bajó la mirada hacia la arena, donde sus dedos jugaban a enterrar pequeñas conchas.

—Me quedan dos años.

Annie entendió al instante. No necesitaba más contexto. La Cosecha. Dos años más sin que su nombre saliera de esa urna maldita.

—No lo veas así, Finn. ¡Tienes un año más de vida! ¡Y eso es celebrable! Es más... —la niña se levantó de golpe, buscando entre sus cosas. Tomó un pedazo de cuerda y empezó a trabajar con las manos ágiles, haciendo nudos y trenzas con las conchas que habían recolectado esa tarde. Finnick la observaba en silencio, admirando la concentración en su rostro, la forma en que el sol dibujaba destellos en su cabello. Cuando terminó, le mostró orgullosa un collar rudimentario pero lleno de cuidado.

—¿Te gusta?

—¡Claro! —respondió Finnick, sorprendido y agradecido. No lo esperaba. Por él, ella le podría haber regalado una piedra y le habría parecido suficiente, pero aquello era mucho mejor. Era Annie en cada nudo.

—Te enseñaré a hacerlos. A hacer redes, en general, que ya estuvo bueno que me dejes eso a mí...

—¡Tú apenas pescas!

—¡Me da cosa cómo me miran los pescados! —se quejó Annie, cruzándose de brazos. Finnick rodó los ojos, divertido.

—Melindrosa. A veces olvido que eres la niña que se desmayó en el mercado...

—¡Le cortaron la cabeza!

—¡Era un pescado!

—¿Y qué, Odair? Fue espantoso —replicó Annie, palideciendo al recordarlo.

Por un instante, Finnick temió que realmente se desmayara otra vez. Pero antes de que el recuerdo los consumiera, la voz de Maree les llamó desde la casa: era hora de comer el pastel.

No lo sabían entonces, pero esa tarde, con su extraña tarta entre dulce y salada, sería de las últimas en las que sus risas llenarían el aire. Sus caminos estaban a punto de bifurcarse, aunque ninguno podía verlo…

Pero por ahora, solo existían ellos dos, bajo el cielo inmenso y el murmullo eterno del mar…

 

 

 

(...)

 

 

 

El Distrito 4 era un lugar inmenso, tan vasto que moverse de un punto a otro podía tomar horas. Annie lo sabía bien. Apenas había pisado la zona más urbana del distrito, y en su corazón se sentía como una extranjera cada que tenía que ir allí. Ella siempre había pertenecido al área de pescadores y marineros, no a la de capitanes o mercaderes. Nunca envidió la vida fuera del puerto; adoraba despertar con el susurro del mar azul tan cercano, su humilde pero acogedora casa abierta al oleaje y al canto de las gaviotas. Por eso, cuando su padre anunció con entusiasmo que se mudarían a la zona alta, lejos de casa, no supo cómo responder…

—Mamá, ¿puedo ir al puerto? —preguntó Annie con un dejo de esperanza, temiendo la respuesta.

—¡Ni se te ocurra, Annie! Eres demasiado pequeña para andar sola por ahí.

—Pero el puerto es lo que conozco... Además, allí está mi escuela…

—Irán a una nueva escuela, mi vida —respondió su madre con una sonrisa paciente—. Por eso no te preocupes...

—Pero mamá, yo no quiero...

Odette Cresta suspiró y, colocándose a su altura, le acarició el cabello. Sus ojos verdes, reflejo de los de Annie, intentaban transmitir comprensión, pero su determinación no cedía.

—Tu padre se ha desvivido todos estos años para sacarnos del barrio viejo, para que tú y Marlowe tengan más oportunidades de las que nosotros tuvimos. Queremos que aspiren a algo más, pero para eso debemos adaptarnos a esta nueva corriente. ¿No crees, mi niña?

Annie asintió, aunque su corazón no lo hacía. Su mente estaba en otro lugar, o más bien, con alguien más. Finnick. ¿Cuándo lo vería de nuevo? Si el distrito era tan inmenso y ella estaba atrapada en esta nueva casa, ¿cómo podría encontrarlo? ¿Pensaría que lo abandonó?

Los agentes llegaron muy rápido, guiándolos a su nuevo hogar: no pudo despedirse de nadie, y aunque solo habían pasado unos días, los extrañaba. Lo extrañaba.

—Debemos encajar por el bien del puesto de tu papá, Annie —continuó Odette, acariciándole la mejilla—. Se lo debemos.

—Sí, mamá. Desde luego —respondió con voz apagada.

Cuando Neil Cresta entró en la habitación, saludando a su esposa e hija con su energía habitual, quiso saber qué opinaba Annie sobre asistir a una nueva escuela. Con timidez, ella confesó su miedo a sentirse sola otra vez. Siempre había sido reservada, y Finnick era uno de los pocos amigos que había tenido...

—Seguro harás buenas amigas aquí —dijo Neil con una sonrisa, sin notar su tristeza—. Al menos no serán tan problemáticas como los pequeños vándalos del muelle. Esos pobres diablillos seguro terminan en la mala vida como lo hacen todos.

Annie bajó la mirada, apretando los labios para no replicar. Finnick no era un diablillo. Era más que eso: su sonrisa tenía un destello de sol, sus ojos brillaban como el mar, y había una chispa en él que hacía que el mundo, incluso en los días más grises, pareciera lleno de posibilidades. No podía imaginar que él terminara en una "mala vida". Pero lo que sí temía era que, lejos de él, la suya perdiera sentido.

Pensó en el último día que lo vio, en cómo el viento jugaba con su cabello mientras reía, y desde ya extrañaba su risa. ¿Qué pensaría de su ausencia? ¿La extrañaría, siquiera? ¿Fue tan importante para él como lo fue él para ella?

Annie se mordió el labio y apartó la vista. ¿Por qué dolía tanto estar lejos de él?

 

 

 

(...)

 

 

 

—¿Han visto a Annie? —preguntó Finnick, visiblemente preocupado tras varios días sin verla en la escuela o siquiera saliendo de su casa. Tras casi tres años ininterrumpidos de ir de la escuela juntos de la mano, no verla resultaba perturbador.

Temía que estuviera enferma, atrapada en cama por alguna dolencia que la doblegara. Había ido a tocar a su puerta, con la esperanza de que lo dejaran pasar a verla, pero nadie respondió. Angustiado, no podía dejar de pensar en su frágil amiga, tan pequeña y delicada que, a veces, parecía que el viento mismo podría llevársela si no se sostenía de algo. No quería ni imaginarla enfrentando una enfermedad sola.

—Creo que los Cresta se fueron a Delmare —dijo River mientras se dejaba caer en el asiento junto a Finnick. River y Aria eran sus mejores amigos; aunque no conocían muy bien a Annie, quien siempre fue más bien tímida, sabían que ella había ocupado un lugar especial en la vida del rubio en muy poco tiempo.

—¿Delmare? ¡Fui allá el fin de semana! Mi tía se casa y quería un vestido. ¡Las casas son gigantes! —comentó Aria emocionada mientras cruzaban la barda que separaba la escuela de la playa. Las últimas clases del día eran tan aburridas que no dudaban en saltárselas.

—De ser así, seguro ya está en otra escuela. Dudo que la lleven y la traigan todos los días por una hora hasta esta choza —añadió, señalando la pequeña escuela que apenas recibía a los hijos de pescadores, aquellos que tenían la suerte de poder asistir.

Finnick no respondió. El dolor de no haberse despedido de Annie lo consumía. Pero sabía que debía haber una razón. Annie no lo haría por maldad; Finnick dudaba que ella siquiera entendiera lo que era hacer daño deliberadamente. Tal vez aquello era lo mejor para ella: Delmare era un lugar más tranquilo, una vida más cómoda. Y Annie, con su corazón dulce y sus risas que sonaban a campanas en el viento, merecía todo eso. Aunque no podía evitar extrañarla, como si con su partida hubiera dejado un vacío imposible de llenar.

—Llegaste tarde hoy, Odair. ¿Qué pasó?

—Mi mamá... Mi papá debía llegar ayer, pero no lo hizo. Creo que se desveló esperándolo y se quedó dormida en la mañana, así que yo tampoco me levanté a tiempo.

—Mi papá nunca regresa el día que dice, pero ya sabes lo que dicen: "yerba mala nunca muere". Ahí anda, tan campante.

—Mi papá no es así, River...

—Creo que lo que quiso decir es que seguro nada grave ocurrió, Finn —intervino Aria con un intento de consuelo, aunque sus palabras sonaron huecas incluso para ella. Había algo en el aire, un peso que no podía ignorar.

—¡Sí, eso! Lo que dijo Aria. Yo soy bruto para hablar...

—¿Solo para hablar? —se burlaron Aria y Finnick, logrando que River los empujara al agua. Rieron y jugaron hasta que sonó la campana de salida. Sin embargo, Finnick se demoró más que los demás. Su madre, como nunca antes, no fue por él.

—¿Qué raro que sigas aquí, Finny? ¿Todo bien con Maree? —preguntó la señora Barbeau, madre de Aria, al notar su presencia.

—No sé... pero no puedo irme sin que un adulto recoja mi boleta.

—¿Te parece si digo que soy tu tía? Así firmas y te vienes con nosotros.

—¿De verdad haría eso? ¡Gracias, señora Barbeau! —respondió Finnick con una sonrisa tímida, aliviado. Le agradaba la señora Barbeau; su padre siempre le decía que debía ser precavido con ella, pero él no entendía por qué. A sus ojos, no había maldad en aquella mujer que irradiaba calidez. Era ese carisma el que, seguramente, permitía que se ganara el pan siendo acompañante de los agentes…

Mientras caminaban hacia la playa, el grupo notó una multitud reunida cerca de la orilla.

—Mamá, ¿por qué hay tanta gente allá? —preguntó Aria, señalando con curiosidad.

—¡No señales! Es de mala educación. Quédense aquí —respondió la señora Barbeau con firmeza, acercándose al tumulto a investigar por su cuenta. Por supuesto, Finnick, River y Aria no obedecieron.

Finnick se abrió paso entre las personas para descubrir algo que lo perseguiría por el resto de su vida…

Allí, en la arena húmeda, yacía el cuerpo inerte de Dylan Odair. Su madre lo abrazaba con un llanto desgarrador, como si intentara devolverle la vida con su dolor. Finnick, paralizado ante aquella visión, sintió el mundo colapsar bajo sus pies.

Era su padre.

El aire le faltó, y las voces a su alrededor se volvieron murmullos distantes. Antes de que River y Aria alcanzaran a ver lo que ocurría, Finnick se desplomó, su frágil cuerpo incapaz de soportar la magnitud de la pérdida.

Aquella tarde, la brisa marina llevó consigo la noticia que cambiaría su vida para siempre: Dylan Odair había muerto.

 

 

 

(...)

 

 

 

—Mamá, es que yo no los entiendo a ninguno de los dos...

—¿De qué hablas, Annabel?

—Me prohíben ir a ver los pocos amigos que ya tenía en el barrio viejo, pero tampoco me dejan salir a la calle a conocer gente con quien jugar...

—Para eso está la escuela, Annie. Además, su padre tiene razón en algo: les conviene a ti y a tu hermano juntarse con los niños de aquí. Son menos revoltosos. La calle es mala; mató a tu tía Ysabel.

—Eso fue porque tía Ysa se metía en cosas turbias por dinero.

—¿Y tú de dónde sacaste eso?

—Escuché a papá decirlo. Pero que así lo alimentó, y que no lo reprochaba. Hablaba mucho de ella con el señor Odair, antes de que pelearan. ¿Por eso no me dejan ver a Finnick? ¿Papá y el señor Odair se pelearon? ¡Él y tía Ysa odiaban a los políticos! Seguro no le gustó ver a papá convirtiéndose en uno por dinero. Tú tampoco estabas contenta al inicio…

—¡Tienes prohibido espiar conversaciones de adultos! ¿Quedó claro, jovencita?

—¡Pues es que me aburro encerrada todo el tiempo! Lo que hablan es lo único que escucho.

—¡Pues sé creativa! Estas cosas las hablamos entre tu padre y yo, no ustedes. Y él está firme en que no volverán a pisar el puerto, y yo lo apoyo. Cuando crezcas y tengas tus propios hijos entenderás, Anna.

—¡Pues es que me parece injusto que Marlowe pueda salir a sus anchas y yo...! —un trueno la sobresaltó, interrumpiendo su discurso. Odette contempló los nubarrones negros que se estaban formando, angustiada.

—Iré a buscar a Marlowe. Cierra todas las ventanas.

—Sí, mamá.

Durante la noche, aterrada por el viento que parecía querer romper las ventanas a azotes y el agua desbordando los drenajes que veía desde su ventana, Annie fue donde su hermano Marlowe, quien, a pesar de tener miedo, decidió hacerse el valiente por el bien de su asustadiza hermanita.

—¿Cómo crees que está la gente en el muelle? ¿O el señor Saavedra, el de la banca? —lloriqueó preocupada. Finnick. ¿Cómo estaría Finnick? —. Los Odair, las Barbeau, los Pierce...

—Te diré algo, Annie: esa gente es más fuerte de lo que uno podría creer. Está curtida, y se necesita más que agua y algún viento para matarlos.

—Ojalá tengas razón —sollozó una vez más, antes de quedarse dormida en sus brazos.

Aquella trágica noche de septiembre jamás sería olvidada por el Distrito 4.

Lo que para ciertos sectores de la clase alta apenas fue una lluvia que bloqueó alguna que otra calle, para la parte vieja y baja del lugar significó la destrucción masiva de hogares, calles, lugares y negocios y, por qué no, de vidas humanas ahogadas o en los escombros del huracán. La vida no volvió a ser la misma de antes.

 

 

 

(...)

 

 

 

—Mamá, te traje esto— Finnick trató de disimular la tos, sin mucho éxito, antes de tenderle el pan que había conseguido en las teselas. Su mamá, quien parecía completamente descarriada en sus pensamientos, pareció sobresaltarse al escuchar la voz de su pequeño, solo para sonreírle tristemente.

—No deberías salir, amor. Necesitas...debes descansar. Toma...

— ¡Yo ya comí! — mintió—. Además, ¡Yo estoy bien! ¿No ves?

—No estaré tranquila si no te veo tragar un bocado. Anda, lo partimos a la mitad— lo hizo, dándole la mitad más grande sin que él lo notara—. Ven, hace frío— él chico obedeció sin rechistar, incapaz de discutirle algo al verla tan débil.

Sus ojos mieles se hundían en sus cuencas y su cuerpo entero había perdido el color del sol, dejándola pálida y delgaducha, temblando y con la mirada perdida. Solo los símbolos de la fiebre le daban color alguno, además de sudores y vómitos constantes.

Finnick había enfermado antes de que su madre pudiera mandarlo a otro lado, además, desde el incidente de hacía casi un año atrás y la pérdida de sus casas tras el huracán, la gente del barrio bajo se hospedaba en albergues "comunitarios" que les cobraban ya fuera con dinero e intereses altísimos...o con un incremento de veces en el nombre de sus hijos para la cosecha. Su madre, siempre terca, había optado por el dinero que no tenían con tal de no comprometer la seguridad de Finnick…

"Ya veré cómo, pero lo conseguiré, mi niño, me cueste lo que me cueste. Pero perderte a ti...ese es el único precio que jamás consideraré pagar, ¿entendiste?", le había refutado ella cuando él insistió en aceptar el trato de los nombres, dando por cerrado el tema.

Obvio, cuando ambos cayeron enfermos, sin casa o ahorros, él pidió las teselas a sus espaldas. Eran una mierda que no alcanzaba, pero era algo, no se quejaría en voz alta. Vivían en la casa albergue, atiborrados de gente igual o más enferma, durmiendo juntos en un catre en el piso, una sola manta de lino como protección ante el frío, y las medicinas apenas y servían para quitarles los dolores de cabeza momentáneamente.

A Finnick no le pasaba inadvertido que el número de cuerpos desalojados para enterrar en una fosa común incrementan día con día conforme el frío llegaba al distrito, alertándolo. A él le tocó consolar a River cuando perdió a su hermanita, y al bebé porvenir que la señora Pierce esperaba cuando enfermó. Esa "gripe", como cínicamente las autoridades llamaban, se cobraba a demasiados pobres e inocentes como para tenerlo tranquilo.

Y su madre, antes la joya bella y dorada del barrio viejo, perecía.

—Mami, tengo miedo— confesó Finnick sin pensar, consiguiendo que su abrazo se intensificara.

—No temas, mi amor. Nada de lo que nos pasa ocurre porque sí, y créeme, cuando las cosas no pueden ir peor, empiezan a mejorar...

— ¿De verdad crees eso, mamá? ¿Después de todo?

—Con mi vida, mi amor, mi vida que eres tú— Maree lo sintió llorar en silencio, y ella se limitó a acariciar sus cabellos dorados, herencia de ella, con cariño, mientras lo arrullaba quedamente.

 

...Ya anocheció, la luna se asomó, y es oscuro el ancho mar

El sol cayó, una estrella brilló, y un pequeño se durmió

Ya oscureció, la marea se calmó, te meces en alta mar

 

—Te quiero, mi niño...— terminó en un murmulló, la voz quebradiza de la emoción, antes de exhalar dramáticamente, toda la fuerza del agarre desvaneciéndose. Finnick, quien se encontraba adormecido por la dulce voz de su mamá, notó el cambio, y con terror apoyó la cabeza en su pecho, buscando su corazón. No encontró nada.

Ella se había ido para siempre.

Chapter 6: Un Paso Adelante, Dos Atrás

Chapter Text

—Te desquitaste de lo lindo por comerme la última dona —se quejó Annie desde el suelo mientras Wade la ayudaba a levantarse.

—Tú fuiste la loca que insistió en probar combate.

—Siento que eres el único que, si me golpeara en serio practicando, sí sería un accidente —murmuró mientras se sobaba el brazo herido. Él la miró con algo parecido a la culpa.

—Eso dalo por hecho, Annie. Jamás te lastimaría.

—Me haces un favor al entrenar conmigo. Sospecho que, ya dentro de la arena, nadie dudaría en aprovecharse de su fuerza contra mí, ¿verdad? Prefiero aprender a esquivar golpes si no sé darlos ni recibirlos.

—Te enseñaría, pero francamente, improvisé. No sé pelear, sé golpear, que es distinto.

—Mínimo es algo —insistió Annie, aceptando el agua que le ofrecía.

—¿Y si descansamos?

—Yo practicaré una ronda más con el maniquí. Te veo arriba.

Wade asintió antes de ir rumbo al piso cuatro, donde Finnick y Mags lo estarían esperando con su evaluación. Annie se quedó atrás, intentando retrasar lo inevitable. Sabía que mucho no había conseguido. Le había dado al corazón del maniquí con el cuchillo, pero eso había sido más casualidad que destreza.

—Tanto tú como Wade necesitan mejorar su combate —dijo Finnick al verla llegar—. Él atacó a pura fuerza y tú solo huiste mientras pudiste.

—No esperarás que realmente te haga daño, ¿verdad? A la mayoría no les llego ni a la barbilla —bufó ella, cruzándose de brazos. Finnick fingió agacharse para escucharla mejor, con una sonrisa burlona, lo que solo la hizo poner cara de fastidio. Pero su expresión se volvió más seria al hablar de nuevo.

—No querías aprender a pelear, lo entiendo. Pero las peleas parecen buscarte a ti, y si te quieren herir, tendrás que defenderte. No necesitas ser la más fuerte ni la más grande si sabes dónde golpear. Mira, te enseño.

Annie arqueó una ceja.

—No sabía que los mentores pudieran entrenarnos.

Finnick se encogió de hombros.

—La mayoría están demasiado viejos, demasiado borrachos o demasiado hartos como para hacerlo de buen agrado. Pero técnicamente podemos hacer lo que queramos si es para prepararlos. Tú eres una chica con suerte al tenerme. Ven, no muerdo, Annie.

Ella vaciló, acercándose y retrocediendo en pequeños movimientos. Sabía que le estaba dando una ventaja… ¿verdad? Eso esperaba. Pero la ventaja no servía de nada si no sabía usarla.

—Lo siento… No puedo… —susurró, rindiéndose antes siquiera de lanzar un golpe. No podía mirarlo a los ojos.

Era una suerte que el gimnasio estuviera casi vacío, solo quedaban ella y Kira del Distrito 3. No quería que los demás, especialmente los profesionales, la vieran dudar. Pero Finnick sí lo veía. Y en lugar de exasperarse, le alzó el rostro con una suavidad inesperada, obligándola a mirarlo.

—No te disculpes. Mira… —bajó la voz, y ella no supo si era para que solo ella lo oyera o porque el gesto mismo lo obligaba a hablar así—. Tú no lo ves, pero ser pequeña te da tanto como te quita. Eres rápida. Te vi correr. Eres ágil. Esquivas bien. Lo que debes priorizar es que no te golpeen la cabeza. Todo duele, pero si te golpean la cabeza, pueden dejarte inconsciente. Y eso podría matarte.

Hizo un gesto con la mano, indicando cómo debía sujetar el brazo de un oponente.

—Si alguien te ataca así… —le mostró el movimiento—, lo tomas de aquí y haces esto.

Annie observó con atención, tratando de grabar cada detalle en su memoria. Luego imitó su movimiento, sorprendida al notar lo fácil que era frenar el golpe de un hombre tan fuerte con el gesto correcto.

Finnick le sonrió, orgulloso, y a ella le costó respirar por un momento, recordando la última vez que él la miró así, cuando ella dio sus primeros braceos en el mar sin su apoyo. Había extrañado esos ojos, y su tonto corazón brincaba de ilusión al percibir un brillo genuino en él al verla, tan distinto al semblante que mostraba a los demás, mucho más gentil.

No era justo . No cuando lo único que no podía permitirse era depender aún más de él.

La hora pasó entre golpes y esquives hasta que solo quedaban diez minutos para las ocho. Exhausta, Annie se dejó caer en la colchoneta, el cabello rojo desparramándose de su coleta como un halo de fuego. Finnick tuvo que apartar la mirada, forzándose a ignorar lo embelesado que estaba.

Desvió la atención hacia la pequeña Kira del Distrito 3, que entrenaba bajo la supervisión de su amiga Cosima, quien parecía medio dormida.

—Esos son los peores. Parecen piedras, pero son venenosos. Aunque casi siempre son de mar, he oído que aparecen en ríos. Nunca te metas al agua descalza —le explicó Finnick, señalando la imagen de un pez roca.

—Él es Finnick Odair, Kira. Apenas iba a explicar eso, gracias —se quejó Cosima al ser interrumpida, pero cedió el lugar con un gesto.

—Con palabras raras, seguro. Lo sinteticé. ¿Crees que haya agua en la arena este año?

—Hace dos años que no hay. Podrían cambiarlo… o no. Ellos nunca dejan de ser creativos al condenar al prójimo.

—¡Qué bonita es tu amiga! Nunca había visto pelirrojos en el 3 —dijo Kira de repente, mirando a Annie con curiosidad infantil—. Con razón la mencionan tanto Onyx, Eris… incluso Gemma —añadió inocentemente. Finnick sonrió con ternura, pero algo en sus ojos traicionó su tensión. Dudaba que tuvieran buenas intenciones.

—¿Hablan de ella? ¿Qué dicen?

—Algo de carnada para regalos… pero no escuché bien. Me asusté y me fui.

Cosima interrumpió, llevándose a Kira antes de que dijera más. Finnick quedó rígido, procesando las palabras mientras ayudaba a Annie a levantarse.

—Su nombre es Kira, ¿verdad? ¿Por qué a nadie aquí lo llaman por apellido? Nos tratan como huérfanos, e incluso a ellos les dan un nombre propio.

—Aquí los apellidos son de vencedores —explicó con amargura mientras caminaban hacia el elevador—. Y su mentora es Cosima Sladek, quincuagésima quinta vencedora.

—¿La que hizo que los profesionales se mataran entre ellos antes de que la encontraran? Parecía más un juego de adivinar quién mató a quién —recordó la treta con cierto disgusto. A su padre le había parecido ingeniosa; a ella, mezquina.

—Precisamente. Aunque ahora prefiere que mencionemos que es médica, así que diremos eso. No la culpo. Si yo hubiera conseguido hacer algo digno de mi vida después de la masacre, también querría alardear de ello. No es lo común al vencer.

—¿Y tú qué harías? Después de dejar de ser mentor.

—No sé. Lo que pueda —se limitó a responder. La pregunta lo cohibió. En cualquier otro momento, la respuesta sincera habría sido morir, pero tener a Annie de regreso en su vida, incluso en esas circunstancias, lo motivaba.

—¿Quieres hacer lo que puedas? Normalmente uno desea lo que no puede ser, si no, no sería un deseo, lo harías y ya.

—¿Y tú qué harías?

—Sería maestra, en un preescolar o una primaria. Si no tuviera tanta aprensión a la sangre, quizá enfermera... pero prefiero mil veces enseñar a los niños... bueno, hubiera preferido —se corrigió, su voz decayendo al recordar su situación.

Finnick sintió un hueco en el estómago. La corrección le cayó como plomo en el pecho. Su partida... no podía soportar pensar en ella. No lo permitiría. Annie merecía más. Y él se encargaría de que tuviera la oportunidad de hacer lo que quisiera después. Ya era un propósito. Una motivación. Imaginarla como su vecina en la Aldea de los Vencedores, viéndola hacer algo de provecho, lo impulsaba de un modo peligroso.

No era sabio encariñarse de alguien en su posición, él lo sabía, pero dado a que sus sentimientos por ella existieron desde antes de los Juegos del Hambre, pelear contra ellos sería inútil. Buscar su supervivencia también era luchar por su cordura.

—En el Distrito 4 hacen falta buenas maestras. Recuerdo que en mi escuela por poco no nos golpeaban. También era que yo era un rebelde, pero, de todos modos, no creo que sea correcto golpear a un niño—ella negó, horrorizada—. Compraría un bote y navegaría a donde me diera la gana. Pescaría lo que me diera la gana. Exploraría más allá de las boyas...

Annie negó divertida, sonriendo.

—¿Qué le causa gracia, señorita Cresta? ¿Mis sueños?

—¡No! Solo... Puedes alejar al hombre del mar, pero no al mar del hombre. Te mueves tan bien y con tanta facilidad aquí que por poco olvido que eres la imagen viva de tu madre y el espíritu vivo de tu padre, que en paz descanse. Lamento no haber podido expresar mi pésame en ese entonces.

—Está bien, Annie, no tienes que lamentarte. Nos sobraron pésames y lástimas ese año, no lo habría recibido bien de todos modos— ella asintió, aunque no parecía convencida. El Capitolio era difícil, , pero como con el mar, no se trata de esperar a que se doblegue ante uno. Hay que adaptarse. Sobrevivir. Antes siquiera de pensar en dominarlo. Su padre, sin saberlo, le enseñó lo indispensable para enfrentar la vida decadente que le tocó: él trataría de enseñarle lo mismo, esperando que su consejo solo le fuera útil en la arena—. La marea ya decidió que quiere matarte. Solo te queda saber navegar para no caer en ella —citó a su padre con nostalgia. Annie estuvo allí cuando el señor Odair dijo aquello, por lo que lo acompañó en el sentimiento. Independientemente de lo que había ocurrido entre sus padres, Annie estimó a Dylan Odair, pues gracias a él Finnick era quien era…

Llegaron al piso 4 justo cuando Mags parecía enseñarle sobre anzuelos a un muy concentrado Wade. Sena, quien charlaba con Portia, se detuvo en seco para saludarlos. Annie notó un matiz extraño en su tono de voz, como un ligero temblor, inusual en alguien tan entusiasta.

—¡Hasta que llegan! Espero que este primer día de entrenamiento haya sido útil para ti, bonita. Finnick, te están buscando en el teléfono. Es urgente. Y no te recomiendo hacerlo esperar mucho más. A él no le gusta esperar.

Finnick se tensó, y Annie de inmediato sintió una profunda preocupación. No había forma de que fuera algo bueno. ¿Lo había metido en problemas sin saberlo?

—Estaba haciendo mi trabajo. Creí que para eso me querían aquí... ¿Qué le dijiste?

—Que no sabía dónde estabas. No te preocupes. A la otra, lleva tu celular contigo, querido—Sena desvió la mirada hacia Annie y la evaluó con una ceja arqueada --. Y tú, señorita, ¡luces terrible! Dúchate y cámbiate antes de la cena, que ya casi estará lista.

—¡Sí, señora! —la mujer pegó un grito indignado por la indirecta a su edad, a lo que Finnick y Mags se rieron. Annie ignoró la mirada asesina de la escolta para dirigirse al resto—. No tardó en cambiarme, pero no me esperen si ya tienen hambre —aclaró con una sonrisa al escuchar el estómago de Wade gruñir.

—Nos vemos mañana, Annie —se despidió Finnick con un dejo de pesar. Ella frunció el ceño.

—¿No cenas con nosotros?

—No creo poder. Pero provecho para todos. Descansen.

Annie lo observó alejarse con Mags. Antes de que el elevador se cerrara, alcanzó a ver a la anciana persignándose sobre él tras un breve intercambio de palabras. Finnick, claramente a regañadientes, lo aceptó solo por darle paz mental. ¿A dónde iba? ¿Por qué Mags lucía tan angustiada al dejarlo ir? ¿Y por qué le afectaba tanto?

—¿Qué más hiciste qué tardaste tanto? —cuestionó Wade, sacándola de su ensimismamiento.

—Aprendí cómo patearte el trasero mañana, Seaver —bromeó con un tono amenazador. Él alzó una ceja, divertido.

—Ya veremos, Cresta. Y antes de dormir, encontré videos de los Juegos pasados. Voy a verlos, por si te interesa…

—¡Ya voy, pues! Quejumbroso.

 

 

 

(...)

 

 

 

Annie despertó de golpe, el rugir de un cañón en la grabación de la sala de estar había irrumpido en sus sueños.

Un cuerpo cayó, decapitado, apenas visible antes de que las cámaras cambiaran su enfoque al joven vencedor. Él miraba perdido hacia algún punto más allá del cuerpo que acababa de dejar inerte, su mirada clavada en el vacío. Tenía miedo, lo delataban los temblores en sus manos antes de desplomarse. Su abdomen desgarrado parecía suplicar misericordia, pero Annie no pudo seguir viendo. Apagó la pantalla de inmediato, con el estómago revuelto y las piernas temblorosas.

"¡Les presento al vencedor del Segundo Vasallaje, Haymitch Abernathy!", fue lo último que escuchó antes de que el silencio llenara la oscura sala, pesado y opresivo. Se sentó de golpe en el sofá, abrazándose a sí misma mientras intentaba contener la náusea. Esa imagen jamás se iría de su cabeza.

Respiró hondo y forzó una sonrisa cuando notó a Wade roncando desvergonzadamente junto a ella. Estaba completamente ajeno al horror que acababan de transmitir. Con un suspiro, tomó una manta y lo cubrió. Pobrecillo, pensó, el sueño sería lo último que tendrían en la arena. Se obligó a ponerse de pie, murmurando algo sobre la necesidad de descansar, pero justo cuando se dirigía a su habitación, el sonido del elevador la hizo detenerse en seco. ¿Sería Finnick?

Su corazón se aceleró. El reloj marcaba las 4:30 de la mañana. ¿Qué estaba haciendo él llegando a esas horas? "Eso no te importa, Annabel Cresta. No te importa", se repitió como un mantra, pero la amarga sensación en su pecho no desapareció. Era como si algo dentro de ella se retorciera, pero no podía ponerle nombre. Solo sabía que no era bueno.

Antes de que pudiera largarse, Finnick apareció en la sala, su figura recortada contra la penumbra. Su ropa estaba desaliñada, su cabello revuelto, y el olor a alcohol y cigarro lo rodeaba como una nube pesada. Annie arrugó la nariz, no tanto por el hedor, sino por lo que implicaba. Él no parecía borracho, pero su cansancio era palpable. Sus ojos rojizos hablaban de una noche de la que no quería hablar…

—¿Annie? ¿Qué haces aquí? ¿Qué hacen aquí? Bueno, al menos él duerme. Y vaya que lo hace: esos ronquidos lo matarán en la arena. ¿Estás bien? —preguntó Finnick, aunque su mirada estaba en cualquier lugar menos en ella. Annie se removió incómoda. No sabía si decir algo o quedarse callada. Todo lo que pensaba sonaba invasivo, o peor, torpe. Odiaba evidenciar su torpeza social frente a él…

—Sí, solo... la televisión me despertó. Pero ya debería irme a dormir, o voy a amanecer toda adolorida por el sofá —hizo una pausa, incapaz de contenerse—. ¿Estás bien, Finn?

Él esbozó una sonrisa cansada, casi burlona.

—¿Me creerías si te dijera que sí?

—No. Pero no tienes que hablar de eso si no quieres. —su voz era suave, apenas un murmullo. Luego agregó, como si intentara aliviar la tensión—. Voy a prepararme un té. ¿Quieres uno? Ayuda con los nervios.

Finnick no respondió de inmediato. Parecía perdido. Annie no pudo evitar fijarse en los detalles: una mancha de labial en su camisa, las marcas en su cuello. Su estómago se retorció con una sensación que no quiso analizar. ¿Eran celos? Qué absurdo. Él era su mentor, y ella su tributo. Nada más.

—Iré a cambiarme. Ahora vuelvo por el té. Gracias— la forma en que evitaba mirarla directamente decía más de lo que quería admitir. Annie solo asintió, observándolo desaparecer por el pasillo. Intentó enfocarse en preparar el té, siguiendo los mismos pasos que había visto a su madre hacer mil veces antes para tratar el insomnio.

El aroma familiar llenó la cocina, pero no logró calmar el torbellino en su pecho. Extrañaba tanto su hogar, su familia... pero ahora, el peso de sus pensamientos estaba dividido.

Tener a Finnick de regreso en su vida lo complicaba todo.

Su corazón lo reconocía como amigo, pero racionalmente, después de tantos años separados, él era casi un extraño. Un desconocido con un rostro familiar. Y lo que había visto esta noche no encajaba con el Finnick que recordaba con amor. Porque ese niño se había ido, y ella también había cambiado.

Ahora él era su mentor. Un guía que debía mantenerse a distancia. Frío. Profesional. Pero Finnick no era frío. No con ella.

Y aunque intentaba levantar muros, esas barreras siempre se desmoronaban en los momentos más pequeños. Como ahora. Apenas se había ido, y ya lo extrañaba.

Finnick quería protegerla. Siempre lo había hecho, desde que eran niños. Y eso no había cambiado, a pesar del tiempo. De la arena. De los juegos. De todo.

Annie lo sabía, y eso era lo que más dolía.

Porque, una vez más, no le alcanzaría la vida para agradecérselo.

 

 

 

(...)

 

 

 

Necesitaba llamarlos. Una llamada y podría estar tranquilo.

—¿Bueno? ¿Finnick, qué te pasa? Son las… ¡Cuatro de la mañana! ¡Maldita sea!

—Estabas despierta, Aria, así que ni te quejes.

—Estoy esperando a mamá. Me prometió que llegaría temprano… al parecer, no —explicó sin más, bostezando—. ¿Qué pasa? ¿Estás bien?
—Sí, solo… ¿Dónde está River?

—Pues supongo que, en su casa, durmiendo como cualquier persona normal. Lo vi meterse en ella. ¿Seguro que estás bien, Finn? Suenas raro.

Finnick suspiró, aliviado. Había temido que su descuido hubiese tenido consecuencias.

—¿No ha pasado nada raro? ¿Los Agentes de la Paz no se han pasado de listos?

—No más de lo habitual. Respóndeme o te cuelgo.

—Estoy bien, Ari. Perdón por la hora, ¿sí? Solo me preocupé.

—Qué tierno, pero relájate. Te recuerdo que River y yo sabemos cómo movernos aquí sin problemas. Más bien, cuídate tú: la gente de allá siempre se ve extraña desde la tele… no quiero imaginar lo que es estar rodeado de ellos. Igual, si pasa algo, tus chismosos de confianza te lo diremos.

—Lo sé, Aria. No te preocupes. Descansa. Seguro tu mamá está bien, sabe cuidarse. Llámame cuando regrese, ¿puedes?

—Raro. Si no te conociera, me lo tomaría a mal. ¿Me vas a decir qué te tiene así? Me imaginé que tener a Cresta de vuelta te alteraría, pero no de este modo...

—Luego. Solo hazlo. Y recuerda: mientras no los vean, pueden tomar lo que necesiten de mi casa. Saben dónde guardo el dinero. Que le sirva a alguien.

—Gracias otra vez por eso, Odair. Cuídate. Nos vemos pronto. Trata de regresar con uno de los chicos de aquí, ¿sí?

—Eso intento. Descansa… salúdame a River.

El peso sobre sus hombros se disipó apenas colgó. Nada malo había ocurrido en el 4. Y eso, en sus circunstancias, ya era ganancia. Se dirigió al baño y apenas vio su reflejo en el espejo, la náusea lo golpeó. Había marcas en su cuello. Mordidas. No lo había notado antes, empastillado como estaba. No importaba quién fuera ella, solo que no era alguien lo suficientemente importante como para mantenerse sobrio y recordar lo que hablaban. Su ansiedad se disparó.

Si él, drogado, podía ver ese chupetón… Annie, en sus cinco sentidos, debió haberlo notado antes. Y no dijo nada. Por educación. El asco lo carcomía. ¿Qué pensaría ella? Probablemente lo mismo que él sentía por sí mismo.

Se lavó la cara, cambió su camisa por una que no apestara a burdel y fue a buscar a Annie. Solo aceptaría el té y regresaría a su cuarto. No quería incomodarla más…

—Aquí tienes. Dios, ese niño no se levanta con nada —comentó la pelirroja, sonriendo al ver a Wade desplomado en el sillón.

—¿Niño? ¡Es dos años menor que tú! Estás enana, pero estás lejos de ser una niña, Annie— ella sonrió, divertida.

—Entre 17 y 19, dos años no son nada. Pero entre un quinceañero y una casi adulta… él es un niño.

—Supongo que es verdad. Me jodieron un poco la percepción de la edad aquí. Me juntaba con veinteañeros desde los quince.

—¿No volviste a la escuela después de los Juegos?

—¿Para qué? Si ni antes iba…

Annie lo miró, incrédula.

—¿No ibas a la escuela?

—No.

—¿Y tu mamá? ¿No te dijo nada? — el nudo en su garganta se apretó.

—¿Qué me diría? Ya no estaba para entonces.

El silencio cayó sobre ellos. Annie lo miró con el ceño fruncido, hasta que la comprensión la golpeó.

—¿Maree también…? Finnick, lo siento tanto… no tenía idea…—su voz se quebró. Finnick maldijo internamente. Si Annie lloraba, él no podría contenerse. Y él no lloraba. No frente a otros, al menos.

—No tenías por qué saberlo, Annie —dijo, forzando su tono más conciliador—. Fue hace mucho. Ya estoy bien.

Mentira . La muerte de una madre no se supera, pero no quería reabrir esa herida. Y entonces, sintió su mano. Suave. Pequeña. Pecosa. Encima de la suya sobre la mesa en un gesto inocente de apoyo que lo conmovió. No era Mags, como tampoco era uno de sus pocos amigos del 4. Annie era apenas una extraña después de tantos años, pero aun así elegía ser dulce. En un mundo donde todos se volvían apáticos, ella aún se preocupaba por los demás. Eso la hacía más valiosa que cualquier secreto u oro. Y por eso, aunque no quería, sabía que tenía que alejarse…

Él era su mentor. Ella, su tributo. Annie podía morir en días. Solo pensarlo lo enfermaba, pero esa era la realidad. Aferrarse a un sentimiento sería como nadar a contracorriente en un mar que solo buscaba ahogarlos. No podía quererla tanto…

—¿Qué hacían aquí, de todos modos? —preguntó, forzando un tono despreocupado mientras retiraba su mano con suavidad, sin brusquedad, pero marcando distancia. Annie se sonrojó antes de responder.

—A Wade le pareció buena idea ver juegos previos, para ver qué hacían. Agarramos dos al azar, aunque solo alcanzamos a ver el Segundo Vasallaje. Le dije que muy útil no sería, porque esos son distintos, pero creo que solo quería ver cómo ese borracho la había librado.

—Haymitch parece el típico viejo borracho, vividor, amargado y repelente, que no tiene nada que aportar a la sociedad...

—¿Pero? —aventuró Annie, incómoda de hablar mal de alguien. Sentía que, de algún modo, podía escucharlos.

—Pero, aparte de eso, también es astuto, casi inteligente. Lástima que el alcohol matara tantas de sus neuronas... ¿Y cuáles elegiste tú?

—Iba a hacer trampa para agarrar el 10, ya sabes, mi cumpleaños, número de la suerte... pero no estaba. Al final, terminé eligiendo los 11. ¿Se robaron el 10?

—Es un tema de censura nacional, bonita. Ni preguntes por ellos.

—¿En serio? ¿Por qué? —preguntó con curiosidad. ¿Qué pudo haber sido tan grave como para ser censurado?

—Si te lo dijera, tendría que matarte —bromeó, pero Annie supo que no sacaría más de él. Al menos, no esa noche—. Elegiste los de Mags, por cierto. Con ella cambiaron todo el juego… para peor para nosotros, pero más entretenido para ellos.

Desgraciados.

—En efecto. ¿Pero qué se le va a hacer? —ambos contemplaron la hora, viendo que ya no tenía sentido intentar dormir un rato más.

—¿Qué piensas de aliarme con la nena del 3? Debe ser lista, y me agradó desde el desfile. La escuché hablar desde donde estaba, y es adorable —preguntó Annie, recordando a Kira con simpatía.

—Es una mala idea. Lo siento, pero no creo que te ayude en nada y, en el peor de los casos, afectaría tu supervivencia. Los niños no tienen esperanza en la arena, es cruel, pero es la verdad —descartó Finnick sin dudarlo.

—¿Y tú qué eres, entonces? ¿Un fantasma? —replicó ella, molesta.

—Que ganase fue una terrible casualidad, punto. Además —hizo una pausa, su voz sonaba cansada—, y créeme que no es presunción de mi parte, yo ya estaba algo curtido a pesar de mi edad. Cuando murió mi mamá tuve que meterme a trabajar, y fue jodido. Se aprovechaban de que necesitaba el dinero y de mi edad para exigirme de más por migajas. Aprendí a soportar.

Annie sintió un escalofrío. La imagen de él como un niño explotado no encajaba con el carismático vencedor que todo el Capitolio adoraba, ni con la mala fama de él en el Distrito 4. ¿Desde cuándo Finnick dejó de vivir en paz?

—Para bien o para mal —continuó—, Kira parece una niña normal, dulce, y dudo mucho que haya tenido que pasar por situaciones realmente duras en su vida. Lo cual sería una bendición si no fuera por su situación actual.

Annie tragó en seco. Se sintió descrita.

—Bueno, pues allá va otra aliada. Aparte de Wade, era la única que me daba confianza —confesó. Finnick frunció el ceño.

—Annie, voy a ser directo porque creo que estás ignorando un detalle insignificante: solo hay un vencedor. Tus alianzas deberían basarse solamente en eso.

—Eso ya lo sé, Finnick. Ni al caso que me lo recuerdes.

—No, pues no lo parece, Annie, y realmente me preocupa. Primera lección que quiero que te grabes a fuego, por tu bien —su voz bajó un poco, como si estuviera diciéndole un secreto—: no confíes en nadie.

Ella apretó los labios.

—¿Entonces voy por mi cuenta? Creí que querías que me aliara.

—Annie, las alianzas en los Juegos nunca deberían basarse en la amistad, o en una confianza más profunda que el saber que se necesitan en el momento para sobrevivir y ya está. Nunca termina bien para nadie. Tu única prioridad debería ser tu supervivencia, no la de nadie más.

Annie suspiró. Era evidente que le diría eso. Y tenía razón, pero ella no quería verlo.

—¿Es cierto que los profesionales te pidieron una alianza?

—Sí.

—¿Y aceptaste?

—Les dije que conmigo venía Wade, y me dieron hasta el baño de sangre para cambiar de opinión, cosa que no haré. Sería muy estúpido unirme a una alianza llena de duplas que se conocen y se llevan bien, estando yo sola. Me matarían mientras duermo… si me va bien. Al menos, con Wade sé que es de casa. Un mínimo de lealtad me tiene… y yo a él. Entre los dos, podríamos cuidarnos.

Finnick se quedó callado, analizando sus palabras. Tenía un buen punto. Ella contra esos cuatro… simplemente no. No había forma de que les ganara. Wade era un buen sujeto, y, a menos de que fuera vital, no se iría contra Annie de frente como primer movimiento. Sí, prefería mil veces que Wade y Annie se beneficiaran de los regalos de los supuestos patrocinadores que ella atrajera antes que esos cuatro mocosos sanguinarios y avariciosos.

— Solo manéjate con cuidado con ellos, Annie. No los provoques. Son peligrosos.

—Lo sé, no tienes que decirme, Finnick. Iré a dormir un rato más. Descansa.

Finnick asintió, observando cómo ella se alejaba. Por un momento, pensó en llamarla de vuelta, pero se contuvo: desear tenerla cerca no era suficiente motivo para acapararla, más cuando era evidente que estaba molesta y era su culpa.

Le había dicho la verdad, le gustara o no. Ese era su trabajo como su mentor. Pero, como su amigo… como el niño que había crecido con ella en los muelles, que alguna vez la había retado a ver quién aguantaba más bajo el agua, que la había visto reír y llorar como nadie…

Como su amigo, sentía que la estaba empujando a un pozo sin fondo.

Y lo peor de todo era que sabía que no tenía opción.

Chapter 7: Acción - Reacción

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Los días habían transcurrido con normalidad, cada vez menos estresantes conforme se adaptaban a la rutina: levantarse, desayunar, entrenar, ducharse, comer, asistir a lecciones de supervivencia, entrenar un poco más, cenar y acostarse temprano para repetir el ciclo al día siguiente. Era agotador, pero sencillo, sobre todo para Annie, quien siempre había sido disciplinada. Aunque distinta, la rutina la calmaba.

Tener al ocurrente Wade Seaver como compañero también le ayudaba a mantener la moral en alto, incluso con aquella monotonía aplastante, la misma que extrañó el día en que anunciaron la sesión privada con los Vigilantes. No se sentía ni remotamente lista para enfrentarlos.

—¡Suertudos los del 12! Les toca al final —se quejó Wade mientras caminaban.

Annie recordó a los tributos del Distrito 12: delgados, pálidos, con una fragilidad casi fantasmal. Tenían su edad, pero podrían pasar por niños más pequeños. Eran la imagen de muchas cosas, menos de la suerte.

—No digas eso. Aunque tampoco me entusiasma pasar tan pronto... Me siento enferma.

Wade la miró con pena, sin responder. Él también estaba nervioso.

—Sin ofender, pero ojalá sean tradicionales y manden a las damas primero...

—Caballeroso cuando le conviene, señor Seaver. Casi me sorprende...

—¡Solo decía! Aunque ya veo que no…— murmuró una vez llegaron a la sala de espera, callándose al instante.

Faltaba el chico del Distrito 1, Onyx, y todos guardaban un silencio sepulcral.

Lanzaría cuchillos. De todas las habilidades medianamente impresionantes que había practicado, esa era la que mejor le salía. Por más eficientes que fueran sus redes y trampas, dudaba que impresionaran a nadie. Según Finnick, de eso se trataba: darles un espectáculo, algo que los hiciera apostar por tu supervivencia.

—Suerte —le deseó en voz baja a Wade antes de verlo desaparecer tras la puerta.

Los minutos que siguieron fueron los más largos de su vida. El tic-tac del reloj taladraba sus oídos en aquel cuarto silencioso. Se obligó a no morderse las uñas hasta la cutícula, perdida en su ansiedad, hasta que sintió una mano en su hombro.

Wade había regresado.

Era su turno.

—Te irá bien. Solo finge que no están ahí y haz tu mejor esfuerzo —le aconsejó antes de alejarse.

Inhaló hondo y avanzó, obediente, hacia donde la esperaban.




(...)

 

 

 

—¿Cómo creen que les haya ido? —cuestionó Enobaria, harta del silencio. Era aburrido, más aún considerando el potencial de pelea que había al tener a Cashmere, Brutus, Gloss, Finnick, Chaff y Haymitch en un mismo cuarto. El bar era el hábitat natural de los dos últimos, pero después de un día largo, a todos se les antojó un trago. Se notaba que los mayores los querían fuera, pero ellos no se dejarían echar.

—Es de mal gusto que preguntes eso, Golding. Si quieren presumir de sus engendros, háganlo en otro lado —exclamó Chaff de mal humor, ebrio. Finnick podía ponerse en sus zapatos; después de todo, el Distrito 11 estaba representado por una niña de trece y un niño de doce ese año. Si tenían suerte, su muerte sería rápida.

—¿Y por qué deberíamos irnos nosotros, Mitchell? Ya se acabaron medio bar. Vayan a embriagarse a otro lado, que seguro tienen guardado de sobra —replicó Cashmere, molesta, antes de seguir bebiendo su margarita como si nada.

Finnick quiso hacer algo al respecto: irse para dejar a los hombres en paz, quitarle la bebida alcohólica a la supuesta embarazada. Pero Cashmere siguió hablando.

—Yo creo que a Gemma le fue bien. ¿Y el tuyo, hermanito? ¿En qué acordaron?

—Insistió con el mazo. No lo culpo, es impresionante, pero bueno, solo espero que en la Cornucopia pongan mazos este año. No son mi fuerte, así que no supe cómo aconsejarle... ¡No como Brutus, que es su arma! ¿Cómo les fue a los suyos, chicos?

—Eris es diestra en la espada. No cortará huesos, pero esa chica sabe desmembrar como si ya lo hubiera hecho antes. Es casi preocupante, pero bueno, ¡le va a servir! —presumió Enobaria con una sonrisa que, dado sus dientes afilados, resultaba inquietante. Finnick ni siquiera prestó atención cuando le tocó alardear a Brutus, realmente asqueado por la forma en que presumían las habilidades asesinas de sus tributos. Nunca le había gustado escuchar aquello, pero ahora que tenía a la dulce Annie en sus filas, le pesaba aún más en la conciencia. Ella no era así. Imágenes de Annie siendo mutilada por cualquiera de esos engendros inundaron su cabeza conforme sus compañeros narraban orgullosos las proezas de sus tributos.

—Te noto callado, Odair. ¿O es que no nos quieres presumir a tu sirenita? ¡Si es la que más ha estado en boca de todos estos días! No es lo tuyo ser modesto —habló Haymitch de repente, con un claro desdén en su rasposa voz, provocándolo.

Finnick jamás había deseado tanto golpear a alguien en su vida. Más aún cuando notó que había conseguido su objetivo: la mirada de los otros profesionales estaba clavada en él, ansiando saber qué tenía que decir sobre Annie. ¿Qué había hecho para ganarse el desprecio de ese borracho? No lo recordaba, pero ahora lo lamentaba.

—¿Qué quieren que diga? Es de casa, con todas las virtudes que tenemos por serlo. Y sabe jugar los Juegos, y eso es lo más importante, ¿no? Por algo hablan de ella ahora, y lo seguirán haciendo.

Eso pareció bastar para saciar la curiosidad de sus compañeros sin necesidad de ser específico. Al menos, eso esperaba.

—Espero que la estés aconsejando. Los profesionales estamos para apoyarnos entre nosotros, y ella parece no saberlo —sugirió Gloss con cortesía, pero Finnick entendió perfectamente que aquello era una orden disfrazada: métela en la alianza.

—Ella sabe cómo jugar —se puso del lado de Annie, deseando que sus palabras fueran ciertas, aunque dudaba que Annie dimensionara la gravedad de las cosas.

—Eso lo sabremos en la arena. Ojalá les vaya bien a nuestros muchachos. Estamos cerca de los diez años seguidos, ¿no es emocionante? —exclamó Cashmere con júbilo, casi brincando de su asiento.

Los demás la secundaron, e incluso Finnick sonrió, pensando que quizás eso mejoraría las chances de obtener más patrocinadores en el futuro. Quería salvar a tantos tributos en su cuidado como le fuera posible. Quizás solo así recuperaría algo del valor que había perdido con los años, con los Juegos, al dejarse vender por el Capitolio.

Entonces, el golpe de un tarro azotando la barra los distrajo de sus celebraciones.

Haymitch estaba enfurecido.

—¡Nada más emocionante que diez años seguidos de sus engendros masacrando al resto! ¿Se están escuchando, imbéciles? Lárguense de una puta vez y déjenme beber, carajo.

Una mujer joven y estrafalaria lo regañó, disculpándose repetidamente por Abernathy, claramente avergonzada. Finnick la reconoció como Effie Trinket debido a los cotilleos de Cinna. Era la escolta del 12 desde sus Juegos. Tendría apenas veintitantos años, aunque era difícil decirlo tras todo el maquillaje y adornos que portaba con orgullo, contrastando terriblemente con Abernathy, a quien siempre mantenía a su lado. Llevaría acompañando a Haymitch apenas cinco años, pero ya parecía resignada a lidiar con esos desplantes. De allí que lo siguiera a todos lados sin ser esa su obligación, todo con tal de evitarles problemas a ambos.

—Dales esto, Trinket. Me ayuda con la resaca, no veo por qué a ellos no —nadie del grupo miró raro a Enobaria cuando le dio la botellita de remedio a Effie, quien, confundida, se mordió la lengua y no lo cuestionó.

Ella no lo entendería. Nadie, sin importar si fuera del Capitolio o de cualquiera de los distritos, podría entenderlo. Ningún tributo podría entenderlo. Solo un vencedor.

Haymitch casi dejó caer el frasco, ganándose ahora sí un manotazo de la elegante escolta, quien sonrió como si nada a los demás mientras les deseaba buena noche.

Casi parecían una pareja de esposos hartos, si ignorabas la inmensa diferencia en proceder y años.

"Nada más por lidiar con Haymitch deberían ascenderla. O quizás por eso la dejan allí, por saber cómo lidiar con él", pensó Finnick mientras se dirigía a su piso. No quería molestarlos más. Fue un error hacerlo.

A Enobaria no le agradaban ni Haymitch ni Chaff. A ninguno de allí, realmente, y sabían que era recíproco. Sin embargo, eso no importaba a la hora de ayudar a alguien.

A Cashmere no le debía caer bien Beetee para hacer caso omiso de sus vueltas ilegales en los distritos cuando alguien del Capitolio empezaba a preguntar, al igual que a Cosima no le hacía falta tener aprecio por nadie en específico para, aun así, atender con discreción a quien necesitara ayuda médica urgente: sobredosis, implantes malignos, embarazos no deseados, etc.

Mags no necesitaba conocerlos a todos para ser gentil y atenta en momentos vulnerables durante los Juegos, como tampoco Haymitch debía estimarlos para no ser imprudente y guardarse cualquier comentario cruel cada que regresaban hartos a beber en el bar después de alguna de sus tantas jornadas de “sexo servicio”.

No, el agradarse a nivel personal estaba en un segundo plano: la amistad se había convertido en un lujo más íntimo e irrelevante que la mera supervivencia. Era casi como una familia: no tenían que agradarse siempre, pero eran de los suyos. Para cuidar y ser cuidados, en mayor o menor grado, cuando más lo necesitaban.

Apretó el paso. Se acercaba la hora de la transmisión de resultados, y, buenos o malos, deseaba estar con su equipo para recibirlos.

Con su tributo. Con su Annie.

 

 

 

(...)

 



—Bueno, estos niños groseros de hoy…

—¿Qué sucede, Sena? —cuestionó Finnick, confundido. Wade y Annie podían ser muchas cosas antes que groseros. Y eso que, en su opinión, ser grosero con Sena sería la reacción natural a su imprudencia y mal carácter. La mujer estaba furiosa.

—¡Me declararon la ley del hielo! O eso parece. Solo les pregunté cómo creían que les iría, no quería ofenderlos —se quejó infantilmente.

—Han de estar cansados, no te lo tomes tan personal. Además, ya lo sabrás en unos minutos. Tampoco es para tanto.

Sena no quitó su mueca de disgusto, pero él ya no podía entretenerse con algo tan frívolo. Fue a la sala, donde Annie y Wade parecían entretenidos conversando sobre sus colegios. Mags tejía en silencio, mientras los estilistas parloteaban alegremente y los avox les servían comida y bebida en abundancia.

—¿Cómo calificarán? —preguntaron ambos chicos al verlo llegar—. Mags no nos quiso decir —explicó Annie con una mueca. Wade asintió con la cabeza para secundarla, sacándole una risita.

“Parecen dos mocosos”, pensó burlón. "Son dos mocosos, técnicamente", se reprendió casi al instante. Lo que le había parecido gracioso pronto se tornó gris.

—Solo se iban a estresar más. Ya los calificaron, su estrés no cambia nada —dijo la anciana sin apartar la vista de sus agujas, haciéndolos fruncir el ceño.

—Va del 1 al 12: 1 es lo más bajo, 12 lo más alto. Nadie saca un 12, y rara vez te dan un 1, hagas lo que hagas. Dudo que rompan la tradición con estos juegos.

—Ojalá —murmuró Annie, abrazándose a sí misma.

Wade trató de animarla, como siempre, pero él también parecía preocupado. En otras circunstancias, Finnick apostaría lo que fuera a que Wade sacaría una nota más alta que Annie. Solo le quedaba esperar que, fuera lo que fuera, Annie obtuviera más de 7.

Con eso sería suficiente. Él había obtenido un 7 en su momento, y allí estaba. Vivo.

Un siete podía ser bueno.

La voz de Caesar, el conductor oficial de los Juegos resonó desde el televisor, haciendo callar al resto de la habitación. Annie, sentada entre Finnick y Wade, les tomó la mano a ambos por los nervios. Ninguno se apartó, a pesar de encontrar el gesto extraño. Parecía reconfortarla, y eso ya era ganancia para ambos. A Finnick, de paso, le alegró el corazón, por más que no quisiera reconocerlo.

—Empezamos con el Distrito 1: Onyx obtuvo una puntuación de 9 y Gemma consiguió una de 10. Sigamos con el Distrito 2: Marcel, quien logró una puntuación de 10, y su compañera Eris, quien obtuvo, de igual manera, un 10. Del Distrito 3: Caspar, con una puntuación de 7, y Kira, quien obtuvo una puntuación de 5. Seguimos con el Distrito 4: por un lado, tenemos a Wade, quien consiguió una puntuación de 9, mientras que su compañera, Annie, obtuvo un puntaje de 10.

La reacción inicial fue de sorpresa.

Wade abrió la boca, como si estuviera a punto de decir algo, pero la cerró de inmediato. Mags ni siquiera levantó la vista de su tejido, como si aquel giro de tuerca no fuera algo tan sorpresivo para ella tras tantos años de ver jugarretas similares.

—Es algo bueno, ¿verdad? — preguntó Wade a sus mentores, nervioso por sus reacciones ambiguas.

Los estilistas intercambiaron miradas emocionadas. Para ellos, un puntaje alto significaba un tributo con probabilidades de victoria, alguien digno de atención.

Annie, sin embargo, no compartía el entusiasmo.

Finnick sintió cómo la presión en su mano aumentaba, y cuando la miró, vio que estaba paralizada, sus ojos fijos en la pantalla, como si intentara darle sentido a lo que acababa de escuchar.

Aquello no tenía sentido.

Finnick quiso creer lo contrario, al menos por un momento, y celebrar con los demás esa pequeña victoria. Pero no podía. Porque, si bien un puntaje alto significaba patrocinadores, también significaba tener muchos más ojos sobre ella.

Los otros tributos, profesionales o no, ya estarían memorizando su rostro, reevaluando su percepción de ella. Un 10 la convertía en una amenaza para todos.

Pero ¿por qué?

Annie no era débil, claro que no. Finnick había visto de primera mano lo que podía hacer en el agua, su resistencia cuando se trataba de nadar, su velocidad al correr. Pero si hablaban de fuerza, Wade era superior. Más rápido, más hábil con las armas, con mejor condición física. En una pelea directa, él tenía todas las de ganar.

Y, aun así, en una prueba de pelea, Annie había recibido una calificación más alta.

—¿Qué hiciste, Annie? —la pregunta salió antes de que pudiera detenerse.

Ella le dirigió una mirada confusa, como si Finnick hablara en otro idioma.

—Yo… Nada, Finn, Lo prometo.

Nada.

Esa palabra se hundió en su pecho como una piedra.

Porque si Annie decía la verdad—y él sabía que lo hacía—entonces alguien más había tomado la decisión de elevar su puntaje. Y si la intención no era favorecerla…

—Mierda —murmuró Finnick, soltando su mano.

Annie parpadeó varias veces, desorientada. Wade, quien hasta entonces había estado en silencio, también parecía procesar la información, razonando a su ritmo porqué un puntaje alto podría ser un arma de doble filo en los juegos. Si los Vigilantes le habían dado un 10, no había sido por simple reconocimiento. No.

Querían que la vieran. Que la buscaran. Que la cazaran. La pregunta era, ¿por qué?

El aire en la habitación se sintió más denso una vez la angustia de Finnick y Annie aguadó el ánimo de los demás. Finnick tragó en seco. En realidad, no podía hacer nada. No podía cambiar la calificación. No podía impedir que los otros tributos la vieran como un blanco a derribar. Lo único que podía hacer era asegurarse de que, cuando llegara el momento, Annie estuviera preparada para enfrentar lo que sea.

—Tomen esto, queridos. Un puntaje alto es algo que celebrar, lo quieran ver así o no, e incluso si no, un poco de Posca ayuda siempre a calmar cualquier angustia—les ofreció Sena las copas de vino, mismas que lo adolescentes bebieron de golpe, como si fuera un caballito del licor barato del muelle. Al final, tan solo Finnick y Mags se abstuvieron de beber con los demás, algunos celebrando, otros tratando de ahogar los pensamientos intrusivos sobre qué significaba ese puntaje…



(...)

 

 

Annie se dejó caer sobre la cama, sintiendo que el mundo a su alrededor giraba sin control.

Era extraño. No era la primera vez que bebía, ni siquiera a pesar de ser menor de edad, y para la cantidad que había tomado, no debería sentirse tan mareada. No después de lo que bebió en el cumpleaños de Meghan (a escondidas de sus padres, obviamente). Una copa y media de vino no era suficiente para dejarla así…

Aun así, agradeció poder razonar; al menos, eso significaba que el efecto se disiparía pronto.

Escuchó pasos en el pasillo y, decidiendo que lo peor que podía pasarle era encontrarse con la odiosa de Sena y que la mandaran de vuelta a la cama, se incorporó con cuidado. Se colocó la bata sobre el camisón y salió en busca de alguien con quien charlar, porque, si algo tenía claro, era que no tenía ni una pizca de sueño. De hecho, su ánimo se acercaba peligrosamente a la euforia.

Descubrió a Wade, quien, al parecer, no había tenido suficiente con una copa y aprovechaba la ausencia de adultos para servirse un poco más. Annie se cubrió la boca para contener la risa antes de acercársele por la espalda, con la intención de asustarlo. Lo logró: Wade se sobresaltó tanto que casi tiró la botella de Posca. La risa de Annie se volvió imposible de contener.

—¡Mierda, Annie! ¡Casi me infarto! —se quejó en voz baja, mientras la pelirroja se disculpaba entre risitas, tratando de calmarse a sí misma y al chico.

—Niño vicioso —lo regañó ella, con una voz más libre y rasposa de lo habitual. Le quitó el vaso de la mano para darle un sorbo—. ¿Qué es la Posca? Estoy segura de que en los distritos no hay nada igual...

—Si querías un vaso, no tenías que robar del mío —se lo arrebató con fingida indignación y le ofreció servirle uno propio. Ella negó con la cabeza.

—No debería. Esa cosa me dejó mareada con una copa. Mañana nos necesitan de buen humor para las entrevistas, te recuerdo.

—Una copa más de esto no me hará daño, señorita Cresta. Le recuerdo que vengo de donde venden litros de alcohol por centavos… probablemente destilado en una bañera vieja. Si no quedé ciego entonces, ¿qué me hará una bebida del Capitolio?

—¿Y tú qué hacías comprando licor barato, mocoso? ¡Apenas tienes 15 años!

—Bromeas, ¿verdad? Tengo amigos que fuman desde los 9 años. Yo no —aclaró al ver su expresión horrorizada—. ¿O me vas a decir que tú no habías bebido antes, Annie?

—Claro que sí, pero yo tengo 17, no 15. Eres...

—¿Qué? —preguntó burlón, encontrando su escándalo divertido.

—Nada. Yo a los 15 no hacía nada, al parecer.

—Muchos aquí parecen no querer irse de este mundo sin hacer algo. ¿O no los has visto? —ella lo miró, confundida, mientras Wade la tomaba de la muñeca y la guiaba hasta la entrada del ascensor. Señaló con la barbilla hacia el pasillo, como si estuviera revelando una pista secreta—. Van y vienen de cuartos desde la primera noche. Curiosamente, siempre a los pisos donde hay tributos mayores. Me pregunto qué estarán haciendo… —dejó la frase en el aire con fingida inocencia.

Los ojos de Annie se abrieron como platos. Wade se carcajeó, pero bajó la intensidad al notar que tal vez no era lo más apropiado reírse. Durante esa semana había descubierto que Annie, a pesar de ser mayor, era demasiado inocente en algunos aspectos. Casi injustamente inocente.

—Bueno… —ella se aclaró la garganta, tratando de sonar casual—. Supongo que cuando estás a menos de dos días de morir, uno quiere vivirlo todo.

Lo dijo sin pensarlo demasiado, pero su mente la traicionó con la imagen de Finnick. Su sola presencia le hacía sentir mariposas en el estómago con cualquier gesto amable. Sabía que no podía ser la única adolescente con las emociones a flor de piel en ese lugar. ¿Por qué no aprovechar la oportunidad, si ellas sí la tenían?

Observó los números del ascensor subir y bajar, y rio suavemente antes de sentarse junto a Wade en el alféizar de una ventana. Desde ahí, las luces del Capitolio parecían lo único artificial con verdadera belleza en aquel lugar. A pesar de todo, Annie prefería las estrellas.

—Maldita Sena… y se atreve a decir que nosotros somos problemáticos —bufó la pelirroja—. Al parecer, somos de los bien portados.

—Bueno, es que tú eres tú, y yo… —Wade encogió los hombros—. Yo ya hice todo lo que se puede hacer con 15 años. ¿Qué más da? No le seré infiel a Marina.

—Qué lindo. Eres un buen chico, Wade. ¿"Todo”, ¿dijiste? —cuestionó, incrédula.

—Todo lo que se puede hacer aquí —corrigió, terminando su vaso—. Si muero en los Juegos, al menos no moriré virgen.

Annie, la virgen, negó con la cabeza divertida. Agradeció la oscuridad para disimular el calor en su rostro. Ese niño hablaba demasiado cuando estaba ebrio.

—Supongo que para los chicos eso es importante —dijo, sin saber qué más agregar. Era absurdo renegar sobre trivialidades adolescentes al borde de la muerte. Pero aun así… dolía pensar que la mayoría se iban a morir sin haber hecho tantas cosas que, en un mundo justo, habrían tenido derecho a vivir.

No deberían estar allí. No deberían actuar con la certeza de que su vida se acabaría en días. No deberían depender de la muerte de otros para sobrevivir. El mundo era lo suficientemente grande para todos. O lo fue, hasta la maldita Cosecha…

—¿Estás bien, Annie? No quise decir nada malo. Cuando bebo de más se me suelta la boca. No me hagas mucho caso.

—No, no es eso. En serio. Es solo que… esto apesta.

Apuntó a las calles del Capitolio, donde la gente celebraba, vitoreando los Juegos y a Snow en cánticos ebrios.

—La masacre de niños y adolescentes. Eso es lo que los tiene tan eufóricos… Sé que jamás se pondrán en nuestro lugar, pero ¿qué clase de enfermo disfruta de esto? ¿Qué tienen en vez de conciencia?

—Marina solía decir que para ellos no hay nada más horrible que la conciencia. Y aquí, lo horrible es malo. El día en que el alma se pueda ver, empezarán a preocuparse por su conciencia. No antes.

Annie lo miró de reojo.

—¿Crees en almas?

Era raro que alguien la hablara de almas, y en general, que se hiciera alusión a algo tan abstracto, pues muy pocos creyentes en algo más allá de la muerte seguían en pie tras tantos años de desesperanza. Las historias de fantasmas y las fiestas por el descanso de los fieles difuntos durante el otoño eran lo único espiritual que sobrevivía en el 4 desde antes de los Días Oscuros.

—Era solo un decir. Pero sería lindo pensar que veintitrés personas cada año consiguen llegar a un lugar mejor que la arena… ya que sus cuerpos dejan de pertenecerles.

—Las personas no pueden pertenecerle a nadie. Nadie puede poseer lo que somos más allá del cuerpo. Nadie es dueño del alma Wade Seaver además de Wade Seaver. ¿Me explico?

—Lo entiendo… pero dudo que ellos lo hagan.

Ambos se quedaron en silencio, meditabundos. Uno de los mayores logros entre ellos era haber desarrollado una confianza tal que disfrutaban de estar callados en compañía del otro. Finalmente, Wade volvió a hablar, sin rastro de la burla de antes.

—Le habrías caído bien a Marina. Y a Zale. A él hasta le habrías gustado. Eres su tipo.

Annie le sonrió con tristeza.

—Seguro me habrían agradado. Aunque yo no salgo con chicos menores que yo.

Él rio suavemente, pero ella lo abrazó al notar sus ojos llorosos. Wade lo permitió, sin poder contener más las lágrimas.

—No me alegra que estés aquí, pero me alegra haberte conocido —le dijo, y ella sonrió, aunque de inmediato sintió un escalofrío al reconocer que sentía lo mismo.

"¿Cómo se supone que lo deje morir?", pensó Annie. Y, en algún rincón de su mente, Finnick apareció: ¿Por qué siempre lo pensaba tanto? No había forma en que fuera normal lo necesario y constante que se había vuelto el rubio en su mente tras años de residir en su inconsciente, en meros recuerdos. Específicamente, Annie no podía evitar lamentarse haber despreciado muchos de sus consejos, entre ellos las mil y una veces que insistió en que guardara distancia emocional de Wade, a quien ahora quería como a un amigo.

Quería hablarle, pedirle consejo, pero no quería despertarlo.

Y, de cualquier forma, sabía bien que Finnick tampoco podría solucionar aquello.

A ese punto, lo que pasara por la cabeza de Wade o lo que opinara Finnick ya era irrelevante, porque en la mente de Annie todo estaba decidido: jamás podría lastimarlo. No lo haría, incluso si eso significaba morir en su lugar.

Lo escuchó bostezar y agradeció tener una excusa, más allá del sentimentalismo, para volver a la cama.

Quería dormir y no despertar más. No tener que seguir peleando. No tener que seguir batallando con sus pensamientos o decisiones de vida o muerte.

Quería llorar hasta quedarse sin lágrimas, hasta que el dolor dejara de existir…

—Debemos dormir, ya es tarde. Nos vemos mañana, Wade.

Mañana ya no habría entrenamiento, y Annie no sabía si eso era una buena o una mala noticia. ¿Qué harían durante todas esas horas antes de la entrevista?

Tener a Senna pegada a ellos, dándoles consejos de etiqueta y buena conducta, sonaba más agotador que un maratón. ¿Finnick tendría algo en mente para ella? ¿Mags planearía algo con Wade? Ellos hablaban mucho por su lado, del mismo modo en que ella lo hacía con Finnick, pero él no había mencionado casi nada sobre la entrevista. Solo sabía que ahora estaba en la recta final, y tenía miedo…

Chapter 8: Calma antes de la tormenta

Chapter Text

Annie despertó con un punzante dolor en la cabeza, arruinando lo que habría sido su primer despertar no provocado en toda la semana. Trató de volver a dormir, pero fue inútil, así que decidió levantarse y comenzar a prepararse un baño.

"¿Dónde estará Sena?", se preguntó una vez pudo hilar pensamientos con coherencia, mientras pasaba la esponja por su piel con delicadeza. Desde el primer día, la mujer había sido puntual en despertarlos apenas salía el sol, comenzando por ella. Pero las gruesas cortinas seguían cerradas y el reloj en la mesa de noche marcaba casi el mediodía. Alguien se había saltado la rutina. ¿Tendría resaca? Bebió casi el triple de lo que ellos vieron, y eso sin contar lo que pudo haber seguido bebiendo tras mandarlos a la cama. No se quejaba, pero le resultaba extraño…

Disfrutó de la calma y el silencio que su ausencia traía mientras el agua caliente relajaba sus músculos. Sus manos se ocuparon en lavar su cabello minuciosamente antes de por fin salir a enfrentar lo que fuera que el día le trajera. Perdió casi una hora ahí, sí, pero no se arrepentía. Tal vez ese había sido su último baño en mucho tiempo. Tal vez el último, en definitiva. Tras tanto estrés por entrenar, tanto llanto nocturno por miedo o nostalgia, tanto ir y venir a lugares extraños con gente aún más extraña del brazo de Finnick y Wade, se merecía hacer lo que le diera la gana.

—Buenos días, Annie.

Bueno, lo que le diera la gana siempre que no afectara a los demás.

En la mesa había cuatro personas. Finnick la saludó alegremente, mientras Mags le indicaba con un gesto amable que su plato ya estaba servido. Wade, que no lucía de buen humor, tomaba algo que, a juzgar por su expresión, debía saber horrible. Casi le dio risa… hasta que notó que a ella le habían servido lo mismo.

—Para la resaca —explicó Mags brevemente—. La posca pega duro la primera vez. Solo bébelo todo.

Annie se sonrojó, avergonzada, tragando grueso al captar el hedor nauseabundo de la taza. Finnick soltó una risita al ver su expresión melindrosa; ella lo miró suplicante, como si él pudiera salvarla de beber aquello.

—¡Eso les pasa por beber de más! —dijo Finnick, divertido—. No le tomen sabor, no es tan malo. Y créanme, no querrán enfrentar al ruidoso Capitolio con resaca de posca. Antes despertaron.

—¿Sena está bien? —preguntó Annie, tratando de alargar la conversación antes de tener que beber.

—Sí, no te preocupes. No es raro en ella perder la medida. Bébelo.

Ella lo fulminó con la mirada antes de obedecer. Ingirió el espeso líquido de un solo trago. Entre muchas cosas repulsivas, distinguió el infame hígado de bacalao que les daban a los niños pequeños en el 4. Pero, por orgullo, se obligó a no vomitar y disimular sus muecas, aunque Finnick igual rio. “Sigue siendo melindrosa”, pensó.

—¿Qué se supone que hagamos hoy? —preguntó Wade, tal vez buscando distraerse del ardor amargo que aún sentía en la garganta.

Mags se rio sin malicia antes de encogerse de hombros con desinterés. Ambos miraron a Finnick, esperando que interpretara el gesto.

—Lo que sea, mientras lleguen a tiempo, sanos, sobrios y salvos con su equipo de preparación. ¿Algo en mente?

No parecía tener ganas de hablar, pero fingía estar de buen humor. “¿Por qué?”, se preguntó Annie. ” ¿Por qué fingirlo? No es como si importara si lo creían grosero o no. Y, de todos modos, ¿desde cuándo no estar de humor era grosero?.

—¿Hay dónde nadar aquí? —preguntó después de un rato.

Finnick la miró con curiosidad, pero tras tragar lo que tenía en la boca, respondió:

—Para ustedes no. Para los mentores, sí. Pero nadie la usa: pocos saben nadar y se creen demasiado viejos para pedirme lecciones.

Annie no pudo evitar sonreír antes de recuperar su actitud reservada. Recordó las lecciones de cuando eran niños. Finnick adivinó su pensar, a juzgar por su sonrisa.

—Siempre salen este día a rogar por más tiempo en televisión para sus tributos —continuó Finnick—. Ustedes ya lo tienen asegurado tras el desfile, así que la piscina estará aún más vacía de lo normal. ¿Quieren ir?

—¿Wade? —Annie lo miró expectante. No se atrevía a ir sola con Finnick. Parte de ella lo quería, pero sabía que no era correcto. Si los atrapaban, sería menos problemático y vergonzoso si iban los dos en vez de solo ella.

—¿Yo? Digo, extraño el agua, desde luego. En casa prácticamente vivía en ella, pero como Mags diga.

La mujer asintió efusivamente, sonriendo.

—Dicho y hecho —declaró Finnick—. Hasta Mags se va a unir, ¿verdad?

Ella lo miró incrédula antes de negar con rapidez, haciéndolos reír.

—Ya estoy vieja para esas cosas. Diviértanse.

Annie había tomado un cariño especial por Mags, aun sin ser su mentora. Como Finnick con Wade, ella no dudaba en aconsejarla o ayudarla si lo necesitaba, además de que los consentía y defendía de los comentarios hirientes u órdenes absurdas de Sena cuando las indirectas de Finnick no bastaban para callarla. Le recordaba a su abuela Lowena, así que no le sorprendía que nadie se atreviera a ser grosero con ella. Era normal que Finnick fuera tan cercano a ella. Él había sido apenas un niño cuando jugó su vida en la Arena. Un niño que, ahora lo sabía, ya era huérfano entonces, y que seguramente encontró maternidad en la dulzura de Mags.

—Pídanle un bañador a Diana y Addax —les indicó Finnick—. Los espero.

Ambos chicos, que ya habían terminado su desayuno líquido, se apresuraron a sus habitaciones entusiasmados como nunca.

—¿Seguro, Finn? —preguntó Mags, preocupada.

Ambos sabían que ese día no aprenderían nada que no hubieran aprendido ya en la semana, por lo que holgazanear no era un problema, pero el día seguía siendo "hábil" para Finnick en el Capitolio. Necesitaba dormir de día. El rubio suspiró y asintió.

—Extrañan casa. Ese lugar es lo más cercano a casa aquí. Hasta a mí me relaja. Además, no me pesa estar con ellos, en serio.

—¿Pesar? No. Claro que no. Solo… no te apegues.

"Ya es tarde", pensó Finnick. Pero no lo dijo. Mags no tenía que saberlo. Nadie debía saberlo.

Solo Annie lo sabía.

Desde el desfile, ella y Finnick habían adquirido una rutina. Él la ayudaba en el entrenamiento, siempre entre charlas, bromas y retos tontos, casi como cuando eran niños. Annie aprendió rápido a subir a merendar a la hora menos concurrida para coincidir con él a solas. Siempre hablaba más que él, no por quererlo, sino porque Finnick evitaba hablar de casa allí, como si temiera ser escuchado por la persona equivocada.

Eso le gustaba de Annie: prudente e inteligente, entendía rápido cuándo cambiar de tema y no se ofendía. Su inocencia cruda y arrolladora lo conmovía. A pesar de sus circunstancias, era tranquila, risueña con su competencia, con un rostro que delataba cada emoción antes de poder ocultarla. Se sonrojaba con los cumplidos, como si no distinguiera los sinceros de los malintencionados.

Le dolía que alguien como ella, que no lo había buscado, que parecía ignorar tanto, una joven sana y de corazón noble, fuera enviada a un lugar tan caóticamente sanguinario como la Arena.

¿Quién sería tan inhumano como para mandar a un ser tan puro a una masacre?

Snow.

Él disfrutaría del dolor contorsionando su bello rostro, de sus gritos, de su muerte. Transmitiría todo a Panem en el mayor gesto de degradación a su memoria… y después, la olvidaría, como si jamás hubiera existido. Como si solo los vencedores merecieran una mísera existencia.

Si antes lo maldecía, ahora quería verlo arder.

Sus pensamientos vengativos se interrumpieron con las risas de Wade y Annie, quienes, muy a su pesar, se habían vuelto no solo aliados, sino amigos. Bastó una mirada a Mags, observándolos de soslayo, para saber que ella pensaba lo mismo.

Annie—hacia quien su atención se desvió antes de poder evitarlo—se había vuelto a poner el vestidito de gasa blanco y azul de la cosecha. Bajo el tono claro de la tela se distinguía el oscuro traje enterizo. Su cabello oscuro, con destellos rojizos, estaba recogido en coletas para protegerlo del agua clorada, dejando ver las pecas en sus hombros…

—¡Vamos, pues! Síganme.

Ambos sonrieron, ajenos a los pensamientos lúgubres que su cercanía despertaba en sus mentores. Mags se despidió con un gesto de la mano y una sonrisa antes de que Finnick los guiara al elevador.

—¿Por qué no hay una piscina en los entrenamientos? Nadar es importante —preguntó Wade con curiosidad.

—Nadar es importante en el Distrito 4. Vital, de hecho. Pero nunca ponen mar ni lagos grandes en las Arenas. La mayoría de los tributos no ha visto cuerpos de agua más profundos que uno o dos metros; no serían capaces de aprender en cinco días. Sería demasiada ventaja para nosotros. No lo ven justo… Y ellos quieren que la mayoría dure, aunque sea unos días…

—Aquí tienen un sentido muy retorcido de lo que es justo o no —concluyó Annie tras unos segundos de silencio. Finnick rio, pero su risa era sombría.

—¡Y eso no es nada! No le busquen lógica, son demasiado listos para eso.

—Terminaría pasando como con el trepar. Siempre hay árboles, pero no todos aprenden a trepar. Si enseñaran a nadar, habría quien lo vería innecesario —razonó el castaño.

Finnick asintió.

—Eso es cierto. Esa forma de pensar es lo que los mata.

El elevador se detuvo con un sonido seco.

—¡Llegamos!

Era dentro del edificio, pero tres de las cuatro paredes de la habitación eran prácticamente de cristal, con los rascacielos y demás construcciones colosales del Capitolio como un paisaje urbano a su alrededor. Wade, a diferencia de Annie—quien se quedó largo rato contemplando el lujoso y extraño alrededor—, saltó directo al agua.

La piscina parecía ser muy profunda además de amplia, pues desapareció por un buen rato tras zambullirse. Tres cuartos del cuarto los abarcaba el cuerpo de agua, y el resto estaba ocupado por sillas reclinables en las que rápidamente Finnick se instaló, botándose boca arriba y estirándose mientras bostezaba.

—Hagan el ruido que quieran, ¿sí? Tengo el sueño pesado. Y despiértenme si ocupan algo —dijo soñoliento, antes de caer rendido.

Annie lo miró con pena, de repente algo culpable de ocuparlo después de lo que, supuso, había sido una noche ajetreada.

—¡Ven, Cresta! —la salpicó Wade acercándose a la orilla, haciéndola reír.

—¡Bobo! ¡Salpicaste a Finn… ick!

—¿Finn, ibas a decir? ¿Desde cuándo eres tan confianzuda con él, Annie?

—¡Calla!

Él se rio sin malicia, volviéndola a salpicar. Annie se quitó el vestido por la cabeza y, tras descalzarse, se acercó a la escalerilla para, al fin, meterse a la amplia piscina.

"Nada que ver con casa", fue el primer pensamiento que tuvo al sentir el aroma a agua clorada, muy distinto al del mar salado y la brisa costera. Pero era mejor que nada. Nadó un poco, disfrutando de cómo el agua la hacía sentir liviana al flotar, su cuerpo estirándose grácilmente en ella. Era muy fácil sentirse a gusto flotando…

—¿Wade? —lo buscó, pues lo había perdido de vista tras varios minutos de flotar con los ojos cerrados.

Pegó un chillido de sorpresa cuando sintió un tirón en su pie, sumergiéndose para encontrarlo allí, claramente conteniendo las ganas de reír al estar bajo el agua. Poder nadar con los ojos abiertos era básico en el 4, y aunque el cloro les lastimaba un poco los ojos, la sal del mar los había insensibilizado lo suficiente para que no pasara de una leve molestia.

Después de juguetear un rato en las profundidades de la alberca, salieron por aire.

—¡Ya no hay respeto! —reclamó Annie.

—¡Fue divertido!

—¿Divertido? Divertida una carrera. El primero en llegar al otro lado, gana.

—¿Qué gana?

—Preocúpate por ganarme, ya después peleas qué se gana... A la 1…

—… A las 2…

—¡Ya!

Finnick miró de reojo el rastro que su rápido nado dejaba en la piscina, siendo la cabeza de Annie la primera en asomarse en el otro extremo. "Aprendió del mejor", pensó con cierta egolatría, volviendo a recostarse. No podría dormir, pero quizás era mejor. Era divertido escucharlos y verlos tontear como niños.

—¿Qué ganaste, Annie? ¡Apenas te vi! — dijo Wade una vez recuperó el aliento. Annie se rio suavemente mientras tomaba asiento en la orilla de la alberca.

—Cuando nos conocimos dijiste que, para no haberse ofrecido nadie por mí, deberían odiarme en el 4...—Finnick agradeció no haberse quedado dormido al escuchar aquello. A él también le interesaba saber más del porqué de que estuviera allí en primer lugar. Si bien su enfoque por el momento era sacarla con vida de la arena, no olvidaba el hecho de que Annie nunca tuvo que haber llegado a ella en primer lugar. ¿Perdería el tiempo investigando ahora? No, pero quería saberlo…

—...Sobre eso...No soy la persona más inteligente, Annie, y decir eso fue una de mis tonterías. Eres adorable: dudo que alguien que realmente te conozca pueda odiarte—se apresuró a corregir, sincero.

—Gracias— empezó algo sonrojada—, pero eres muy listo y no dijiste eso nada más porque sí. Explícate: no es que tengamos mucho que perder si hablamos de más. Prometo no enojarme u ofenderme.

—Eso es cierto...yo no sé nada, pero recuerdo que alguna vez Marina me comentó, mucho antes de que esto ocurriera, que la gente no estaba contenta con tu padre, Neil Cresta. Por promesas que, por motivos que no entiendo, no pudo cumplir...después de todo, él era de los nuestros, y si escaló hasta la alcaldía fue porque prometió mejorar nuestras condiciones de vida, pero una vez allí, no lo hizo.

—...Eso no tiene nada que ver conmigo...

—Lo sé, pero por los padres pagan los hijos, Annie. Además, había rumores de que, por su cargo, sus nombres apenas y aparecían en la urna. La gente se enojó más.

—¿O sea...?

—Que tu nombre, como el de los demás hijos de la alcaldía y agentes de la paz, solo estaba una vez en la urna. O al menos, es lo que dice la gente, porque no tiene sentido que nunca salgan. Que salieras fue una casualidad rara, una oportunidad de venganza única. Si lo que dijo Marina es cierto, eso tiene sentido para mí...

—...Si eso es cierto, mi destino en serio es morir allí, ¿no? — preguntó retóricamente, su voz de repente algo sombría.

Finnick tuvo que contener sus ganas de ir a consolarla y abrazarla, corregirla en que lo que había dicho era una bobería, que ella tenía que vivir, pero se suponía que no estaba escuchando. Eso, y que Wade se adelantó a hacerlo.

—Claro que no. En ese caso, todos aquí lo estamos, y el que salga lo hará por suerte. Yo no dije que ese fuera el motivo, pero de serlo, los que actuaron mal fueron ellos. Castigar a los hijos por el error de sus padres siempre estará mal, Ann.

—Supongo. El rumor...ha de ser verdad, ahora que lo pienso. O sea, es lógico que esa cosa esta arreglada, por algo siempre salen los parientes de vencedores, o de gente problemática. Y tendría sentido, mi papá...él hubiera hecho lo que sea por mantenernos fuera esto, incluso si implicaba traicionar a su gente. Mi papá no es nada noble, o al menos no lo es cuando se trata de su familia. Tía Ysa le enseñó eso— meditó después de un rato de silencio—. Gracias por decirme la verdad.

—No es nada, Ann.

—Aquí nada parece del todo cierto, así que la verdad lo es todo.

Siguieron nadando por un buen rato, a veces solo flotando boca arriba hasta que a uno se le ocurría interrumpir las meditaciones del otro con algún juego bobo. Las risas de ambos terminaron por arrullar a un muy cansado Finnick Odair, quien encontró en su alegría un consuelo momentáneo a sus preocupaciones por su bienestar.

Un par de horas después, el rubio despertó para encontrarse a un Wade dormitando boca arriba en el agua, solo. Annie brillaba por su ausencia en el inmenso cuarto, preocupándolo. Ella no debería estar sola en el edificio, pues ni siquiera los mentores se sentían cómodos estando solos en un cuarto. Era una regla no escrita del Capitolio: cosas malas ocurren cuando estabas solo si eras de los distritos.

—¿Annie?

No fue hasta que fijó bien la vista en el agua que logró verla, sentada en el fondo. Su cabello largo flotaba a su alrededor con el leve oleaje simulado de la alberca. Después de un rato, la joven comenzó a ascender, su imagen volviéndose más nítida a medida que emergía. "En definitiva, parece una sirena", pensó embelesado.

—¿Cuánto tiempo estuviste ahí?

—No sé, un rato. ¿Me hablaste? Lo siento, no escuchaba.

La joven se acercó a la escalerilla para salir, mientras Finnick le ofrecía una toalla. Francamente, quería que se cubriera. Por más caballero que fuera, claro que notaba el cuerpo de Annie en esas circunstancias, y era distractor, por decir lo mínimo. Estaba acostumbrado a lidiar con miradas indiscretas de otros, no a tener que disimular las suyas. ¿Qué tan mala era su suerte, que justo ahora sentía atracción?

—No era nada, solo quería ver si seguías aquí.

—¡Hasta crees que andaría sola por el edificio! Da miedo. Me perdería o me metería en problemas. ¿Dormiste algo? Parecías cansado. No tenías que traernos.

—¡Qué va! Estoy bien, Annie, gracias por preguntar.

La chica deshacía los nudos en su cabello con los dedos, peinándolo con delicadeza mientras hablaban. Las manos de Finnick ardían por el dolor de querer ayudarla: pasear sus dedos en la melena rojizo que lo había fascinado desde niño…

—Parecían divertirse.

—Pues sí, siempre es divertido ganar —bromeó bobamente mientras se calzaba de nuevo el vestido que había usado—. ¿De qué va a querer hablar Flickerman? No quiero meter la pata.

—Él está ahí para ayudarlos... —empezó Finnick en automático, el discurso que repetía cada año saliendo de su boca como con cada tributo.

—...Seguramente... —murmuró ella con cierta amargura.

—...De todos los involucrados, quizás sea de los únicos que realmente tratan de mejorar la situación en algo. Sigue siendo un imbécil, pero decente para ser del Capitolio. Nunca olvida un nombre...

—¿Disculpa?

—...De los tributos —no supo por qué dejó caer ese dato sobre el presentador, pero ya que lo hizo, iba a explicarlo—. Que entrevista, ganen o no. Habla con todos. A algunos les toma simpatía...

—¿Le simpatizas?

—Tenía catorce años. Dudo que puedas no agradar a esa edad.

—¿Crees que le agrade?

—No he oído nada más que halagos hacia ti desde que llegaste, no veo por qué él sería la excepción. A nadie le desagradas, Annie.

—¿Gracias? —dijo ella, sin saber si aquello era un cumplido o una afirmación, riendo—. Es raro, ¿sabes? Nunca fui muy sociable como para saber qué agrada y qué no. No que tuviera mucha elección, siempre encerrada en casa. Mi hermano lo era. Agradable, quiero decir. Y Wade me recuerda a él... Solo que sin lo romántico empedernido. Marlo más bien sería un seductor empedernido… ¡Como me chocaba!

—¿Él es un romántico empedernido? —apuntó incrédulo sobre Wade, casi jocoso.

—¡Tiene quince años! Está enamorado del amor, como todos a esa edad. No hables como si no hubieses pasado por eso...

—...Pasa que no. No creo haber pasado por eso.

¿Por qué no se callaba? La boca se le aflojaba y desembuchaba lo que pasaba por su cabeza sin filtro alguno, algo antinatural en él. Era el efecto de Annie: le daba la confianza de confiarle todos sus secretos. Era peligroso. Confiar siempre lo era…

—Oh.

Fue lo único que dijo ella, percibiendo su incomodidad y decidiendo volver a Wade para evitarle la pena.

—No es que sus sentimientos valgan menos. Estoy segura de que se quieren bastante. Es triste, dadas las circunstancias, lo real que creo que es ese amor...

—La Cosecha destroza la vida de muchos, y aunque suene insensible, la peor parte se la llevan los que se quedan en casa...

—...No es insensible, es cierto. Me muero y, si es rápido, me va bien, pero mis padres pierden una hija... aunque no es nada irrecuperable. Digo, estando vivos, pueden seguir con la pena de una hija mu...

—No hables así —la interrumpió, en parte para evitar que se pusiera a llorar, pero principalmente porque no quería seguir pensando en aquello. Las imágenes que sus palabras conjuraban en su cabeza eran demasiado terribles para soportarlo.

—¿Qué debo mencionar con Caesar? ¿Y qué no?

—Menciona que eres rápida, que tienes puntería, que sabes de supervivencia... todas las habilidades que puedas. Y si él no lo hace, no menciones a tu familia —agregó con duda al final, pero era necesario.

—¿En serio? Otros ganadores lo han hecho...

—Hazme caso en esta, por favor. Si él saca el tema, ni modo, háblalo como te plazca. Pero si no lo hace, no lo hagas tú. La empatía, como dijiste, es falsa aquí. Cualquier lástima que pueda generar tu historia es falsa, y te costará caro si ganas...

—Pero me ayudará en la arena, ¿no?

—Los Juegos son más que la arena, Ann.

—No, Finnick, no lo son, porque ni siquiera sé si saldré de la arena. Ponerme a pensar en las consecuencias de lo que pueda ocurrir después...

—...Es sensato...

—...Es inútil. No sabemos si saldré —le recordó. Su voz, aunque baja, era firme.

—¡Saldrás!

—¿Cómo lo sabes?

Él se quedó callado. El silencio lo ayudó a calmarse. No quería volver a alzar la voz. La impotencia y desesperación se manifestaban como rabia, y en vez de dirigirse al causante, se iba contra ella. Annie parecía tranquila, si acaso, algo confundida…

—No lo sabes. No lo sé. Y sabes, estuve pensándolo, y quizás...

Y entonces, la alarma que Finnick había puesto para recordar la hora de volver al piso 4 sonó con fuerza, despertando a Seaver de su sueño violento y distrayéndolos a ambos de la conversación.

Luego —dijeron a la vez, una promesa. Tenían otros asuntos que atender.

Annie le ofreció una toalla a Wade y, una vez vestido, se dirigieron al departamento a comer y ducharse. Los equipos de preparación llegaron poco después de haber terminado sus tareas. Annie logró ver un poco del pequeño vestido de perlas que planeaban ponerle, sintiéndose expuesta incluso antes de llevarlo puesto…

Habían tenido una breve pausa de la realidad de horror en la que estaban atrapados con su tarde en la piscina, pero era momento de regresar.

La entrevista sería lo último antes de pisar la arena.

Y probablemente, lo último que su familia vería de ella sin estar luchando. O llorando. O muriendo. Planeaba aprovecharlo bien...

Y solo esperaba que Finnick la perdonara por ello.

 

Chapter 9: Última Noche

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Annie se dejaba vestir, peinar y maquillar sin decir nada, moviéndose según le indicaba su equipo, queriendo salir del paso lo más rápido posible. La agobiaban sus voces, rápidas e incesantes, a las que solo atinaba a asentir desinteresadamente, sin escuchar realmente qué querían decir...

—Luces preciosa, Annie.

—¡Seguro te llevas el corazón de alguien esta noche!

—¡Aunque una sonrisa no te caería nada mal, rojita!

Annie esbozó un intento de sonrisa antes de voltearse y enfrentar su reflejo.

Aquel atuendo era mucho más sobrio que el del desfile, pero en la moda del Capitolio, eso no significaba gran diferencia. Llevaba un vestido bordado en perlas, con un escote en V que, de repente, la hacía sentirse incómoda con el cabello recogido: sería incapaz de disimularlo. El corte sirena resultaba apropiado, considerando el apodo tonto que los medios le habían dado, La Sirena de Panem, pero junto con el escote en la espalda, sumaba a la lista de cosas que la hacían sentir demasiado expuesta ante extraños. Lo único que realmente disfrutaba de su arreglo era la peineta de su madre. Combinaba con las perlas del vestido y resaltaba entre el intenso tono rojizo de su cabello.

—¡No sabía que en los distritos tuvieran baratijas tan lindas! —Dhama sonrió con malicia. Annie decidió no tomárselo muy a pecho.

—¡No la llames así, Dhama! Además, ¡es del 4! Seguro les sobran perlas, ¿o no?

—No diría que nos sobran. La mayoría terminan aquí. Y, de todos modos, no son tan comunes.

—¡Ven! ¡Les dije que se veía lujoso, inusual! ¡Lo bueno es que en el Capitolio hay de sobra!

Annie se mordió la lengua para no señalar lo desubicado de sus palabras. No tenía sentido, no entenderían. Portia, quien aún arreglaba algunos detalles de la bastilla, permanecía callada. No supo si era por prudencia o concentración, pero lo agradecía.

—¿Y Cinna? —preguntó después de un rato. La ausencia del hombre le había llamado la atención desde el momento en que su equipo se adueñó del cuarto.

—Él solo venía a ver este año, querida. Ver es la parte linda del trabajo—. "...A nadie le gusta la parte dura", murmuró entre dientes antes de volver a su tarea. Annie no sabía qué podía ser duro en diseñar atuendos, pero tampoco tenía curiosidad en el tema—. ¡Listo! Te ves preciosa, pero las perlas más lindas son las de una sonrisa para la cámara, ¿de acuerdo? Caesar está acostumbrado a lidiar con toda clase de personalidades, así que tranquila: no te dejará quedar mal.

La rociaron con un perfume dulzón al que había agarrado gusto en aquellos días, antes de dejarla salir del camerino.

—Wow... —murmuró Wade, avergonzándose un poco. A Annie le sacó una risita—. Nada mal, Cresta. Aunque eso sí, no te hicieron el vestido muy apto para el aire acondicionado...

—...A ti también te dejaron guapo, Seaver. Te peinaron y todo.

—Parezco un idiota. Lo peor es que al parecer es un estilo popular—señaló disimuladamente a dos hombres que conversaban, ambos con ese mismo tupé—. Pudo haber sido peor. Los amenacé con herirlos si acercaban las tijeras como querían hacer en principio...

—...Qué feo caso...

—...Aunque sobreviviera, no habría forma humana de regresar a casa sin ser blanco de burlas si me llegan a ver así...

—¡Ay, ya! ¡Déjalo, lo arreglo!

Annie agitó su cabello levemente. Rizos oscuros y salvajes se liberaron de su prisión de gel, dejándolo casi como normalmente lo llevaba.

—¡Hombres! De verdad que siempre se quejan de...

Ambos se quedaron callados al ver a la pareja del Distrito 1 pasar a su lado, tomando su lugar al frente de la fila. A Annie no le pasó por alto la mirada de arriba abajo que la rubia les dirigió, claramente hostil.

—¿Qué les cuesta quitar esa cara de culo? —susurró Wade.

—No hay cámaras aquí. En cuanto aparezcan, verás su sonrisa.

Finnick y Mags llegaron después de un rato. La anciana lo usaba de bastón, como de costumbre. Annie sintió un nudo en el pecho al notar las ligeras sombras debajo de los ojos verdes del chico. Sonreía como siempre, pero esa sonrisa se esfumó en cuanto la miró.

"¿Tan mal me veo?", pensó Annie con curiosidad. Se guardaría la pregunta para otra ocasión...

"No habrá otra ocasión. Quizás me muera mañana". El peso de esa declaración cayó sobre ella sin filtros, por primera vez.

—Normalmente usan peces o corales para esto —comentó Mags, observando sus ropajes nacarados—. Sobresaldrán otra vez.

—Sí, que Annie les resultara tan inspiradora fue una ventaja para los dos —dijo Wade con sinceridad. Aunque él también salía beneficiado, aquello se había hecho por ella, no por él, y lo aceptaba y agradecía.

—Supongo —concedió Annie sin saber qué más decir. Tembló cuando una corriente de aire especialmente fría le caló la espalda, abrazándose a sí misma.

Finnick, quien hasta entonces parecía ausente en espíritu, se quitó el saco que llevaba encima (cosa rara en él, pues solía ir siempre muy ligero de ropa) y se lo puso sobre los hombros en silencio. Annie respetó ese silencio mientras se lo acomodaba. Al igual que la presencia de su madre mediante el tocado la reconfortaba, el aroma a mar y verano en la colonia de Finnick, mezclado con algo extrañamente dulzón, la transportó a la costa del Distrito 4. Su hogar.

Finnick , por algún motivo, le seguía recordando a su hogar…

 

 

 

 

—¿Te sientes preparada, Gemma?

—Nací lista, Caesar. Aunque eso ya lo sabes, ¿no es verdad?

—Claro, lo llevas en la sangre. Estoy seguro de que Stephen y Opal estarán orgullosos, viéndote desde casa junto al resto de tu distrito. Y deseosos de tener a una vencedora más en la colección.

—Que no quepa duda de que así será.

—¡Gemma Diamandis, del Distrito 1! ¡Un aplauso, gente!

 

 

—¿Stephen y Opal?

—Dos vencedores. Pareja. Al parecer, se reprodujeron —explicó Finnick brevemente, con disgusto en la voz—. Lo raro es que no la hayan entrenado ellos.

"Eso explica la insistencia de Cashmere y Gloss en preferirla entre los dos: no era una persona normal, tenía un interés especial," pensó Finnick mientras veía a Gemma regresar, su equipo y mentora apurándose en felicitarla.

 

 

—Onyx, obtuviste un puntaje altísimo ayer. ¡Y es que, ¿quién no temería a ese mazo?! —El chico carcajeó de manera forzada, pero lo suficientemente convincente para el público.

—Gracias, Caesar. Sí, recuerdo haber vencido a muchos en duelos amistosos en el 1. ¡Saludos hasta allá, chicos! —Annie se compadeció al distinguir, por primera y quizás única vez, cierta emoción en su prefabricada voz de comercial. Casi podía asegurar que Onyx extrañaba a sus amigos en casa, como cualquier otro—. Pero no es lo único que sé usar, ¿eh? Se sorprenderían de lo versátil que me he vuelto estos días.

—¿En serio? ¿Todoterreno, entonces?

—¡Desde luego!

 

 

—No creo que dure más de un día...

—¡Wade! —regañó Annie, apenada, temiendo haber llamado la atención.

—Un día sí, pero no la semana...

—¿Es en serio, Finnick? —medio reclamó la pelirroja a su mentor, quien le seguía el juego a Wade. Mags solo rio levemente, haciéndole un gesto para que se relajara.

 

 

—Pocas veces las chicas optan por la espada como arma principal, Eris, y tú no la usas… ¡La dominas! —La multitud aplaudió, cosa que la pelinegra recibió de buen agrado, con una sonrisa resplandeciente. Curiosamente, Eris mostraba más comodidad ante la cámara que Gemma, a pesar de la fama de calidad estelar del Distrito 1—. ¿Qué le dirías a la Eris de 12 años, recién entrada a la urna de La Cosecha?

—Que la realidad es mucho mejor de lo que jamás pudo soñar. —Todos rieron con camaradería antes de dejarla continuar—. Sobre la espada: quisiera decir que es talento, pero más bien es esfuerzo, Caesar. He entrenado con ella desde niña, preparándome para estos Juegos toda mi vida... Estar aquí, con ustedes hoy, en la arena mañana… es un sueño hecho realidad, una oportunidad que no me permitiré desperdiciar. Por mí y por mi distrito.

 

 

—No sé qué es peor: que esté mintiendo y sea tan buena en ello, o que realmente haya soñado con esto —susurró Annie, horrorizada.

Ella había soñado con ser seleccionada, sí… pero como una de sus peores pesadillas, no un sueño dorado hecho realidad.

—Ambas, Annie. No hay que elegir, ambas son horribles —respondió Finnick. Él siempre parecía estar al tanto de todo y de todos, con oídos y atención extraordinaria.

O quizás solo le prestaba atención a ella...

 

 

—Marcel, de todos, eres quien, según nuestros expertos, tiene más oportunidad de vencer. ¿Cómo te hace sentir eso? ¿Vencerás?

—Nada está escrito más allá de que habrá sangre, Caesar, pero estoy confiado. He hecho lo que debía hacer, mejorado lo que tenía que mejorar, y mañana, cuando suene el gong, desataré el infierno sobre quien se atreva a interponerse en mi meta: enorgullecer a mi Distrito. Solo espero recibir la misma respuesta de mis compañeros, si no, sería indigno.

—Indigno y aburrido de ver, ¿no creen? —Ambos rieron, como si se conocieran de toda la vida—. ¡Marcel Barone, Distrito 2!

 

 

—Él me da más miedo que la rubia. Apenas lo mencionan, pero podría matarnos sin intentarlo.

—¡No digas eso! ¿Dónde quedo yo entonces, Wade?

—Tú corres mientras él me ataca, Annie. Así de simple.

—No bromees con eso, Wade.

 

 

—Kira, eres de las más jóvenes aquí…

—Y, por ende, de las menos probables de vivir, según sus expertos, ¿no es así?

—¡No digas eso! Estoy seguro de que darás batalla allá afuera… —comenzó Caesar, condescendiente.

Para sorpresa de todos, menos de Finnick y Cosima, Kira lo interrumpió.

—No dije eso, señor Flickerman. Dije que, según sus expertos, yo no tengo chances. Pero sé bien que eso no es verdad.

La audiencia aplaudió la actitud de la niña, quien dejó perplejo a Caesar por unos segundos.

—Aunque me alegra que ya lo aseguré.

—¡Niños! ¡Cada vez más astutos!

 

 

La entrevista con Caspar, el tributo masculino del 3, un año menor que ella, pasó difusa. Su mente estaba demasiado angustiada y ansiosa para hilar algo de lo que decía. Cuando escuchó el aplauso que lo despedía con relativo entusiasmo, la chica se quitó el saco de los hombros, temblorosa, y se lo devolvió a su dueño, quien la miraba con simpatía.

—Gracias, Finnick, pero creo que no puede acompañarme.

—Te irá bien, Annie.

La chica sonrió antes de soltar una risa nerviosa y dirigirse a donde la esperaban para ser anunciada.

—¡Damas y caballeros, lo que han estado esperando! ¡La Sirena de Panem, Annie Cresta!

Caminó hacia su asiento con gracia y porte, agradecida de que Portia no la hubiera obligado a usar tacones. Caesar, quien ese año vestía enteramente de jade, se levantó para recibirla. Su mirada, antinaturalmente verde, la asustó.

Más que esforzarse en sonreír, procuraba relajar el rostro. Su tendencia a reír cuando estaba nerviosa era fastidiosa y rara, y lo último que necesitaba en su entrevista era parecer una loca.

—¿Cómo te encuentras hoy, Annie?

—Muy bien, Caesar, ¿y tú? ¿Cómo estás?

El entrevistador alzó las cejas, tomado por sorpresa. Se recuperó pronto, respondiendo con renovada energía.

—¡Bien, gracias por preguntar! ¿No es un encanto, amigos? —el público aplaudió, asintiendo—. ¿Algo en específico que te guste del Capitolio? Supongo que es diferente al 4.

—Demasiado diferente, déjame decirte, pero ambos tienen su encanto. Extraño el mar y la playa, pero ver la ciudad, los rascacielos... Nunca me había sentido más pequeña en la vida, ¡y eso ya es algo!

Annie apenas superaba el metro y medio, un detalle que no pasaba desapercibido. Después de un rato riéndose (ella no había hallado la gracia, pero bueno), concluyó:

—Conocer a Wade, incluso en estas circunstancias, ha sido increíble.

Unos "Aww" del público casi la hicieron sonrojar, pero decidió que eso levantaría rumores, así que alejó la idea de su mente.

—Y nunca había visto a más gente pelirroja, así que fue una novedad... ¡Veo que les gusta el color aquí!

Entre la audiencia, varios con melena cobriza se pavonearon, repentinamente a la moda.

—¿En el 4 no hay?

—Solo conozco a mi mamá y a mí. No conviene serlo allá, por el sol.

Caesar asintió, aunque ella dudaba que entendiera realmente por qué. Sus ojos se iluminaron, como quien acaba de tener una idea.

—Eres toda una novedad, Annie, no solo en apariencia. Creo que a todos nos llamó la atención que fueras la primera no voluntaria desde Mags, ¿o no? ¿Cómo te sentiste cuando ocurrió?

—Pues... me sorprendió, desde luego. Es inusual, pero mi papá siempre nos dijo que uno tiene que estar listo para abrazar lo inesperado, bueno o malo...

—¿Nos dijo?

—A mi hermano y a mí —respondió con una sonrisa melancólica. Parpadeó un par de veces para reprimir las lágrimas. Funcionó, pero apenas ayudó con el nudo en su garganta—. Estoy segura de que no tenía esto en mente cuando lo dijo, pero ese es el chiste de lo inesperado, ¿verdad?

—Desde luego. A todos nos conmovió ver la reacción de tu hermano, Annie.

—Debe ser difícil: ser quien protege toda la vida y, de repente, no poder hacerlo por las reglas de alguien más. No quiero ni imaginar lo que debió sentir. Lo que debieron sentir.

—Estoy seguro de que están orgullosos de ti desde casa.

—Me extrañan, Caesar. Orgullosos siempre lo estuvieron, pero ahora me echan en falta, como cualquiera lo haría si tuviera a sus hijos en los Juegos. Y yo los extraño a ellos, mucho.

La gente se quedó callada por varios instantes. Sus palabras estaban muy alejadas de los discursos alegres de sus compañeros o de los contados mensajes de odio y enfado que a veces se colaban en los Juegos por tributos imprudentes.

No era un reclamo ni una queja a quienes la tenían allí, como tampoco un regodeo hipócrita en sus circunstancias: era resignación pura. Honestidad.

—Conmovedoras palabras, Annie, pero estoy seguro de que, como tus compañeros, harás todo para vencer y volver a casa.

La tomó de la mano en un gesto consolador, lo cual agradeció. Necesitaba calmarse para hablar. La entrevista aún no terminaba.

—Todos merecemos volver a casa. Pero les juré, les prometí, que lo intentaría. Y si puedo ser yo... haré todo lo que esté en mis manos para tratar de cumplir mis promesas.

—Claro que lo harás. Ellos lo saben, nosotros también. De corazón, deseo que puedan reunirse pronto.

Annie percibió calidez en la usualmente desapegada voz del hombre, quien la ayudó a levantarse con un ademán galante.

¡Annie Cresta, amigos míos! ¡Distrito 4!

Le dio una leve palmada en la espalda antes de dejarla ir, con la ovación tras ella.

—¿No es encantadora? ¡Y aún nos quedan más, mi gente...!

—Lograste generar empatía en piedras. ¡Lo que es el don de gentes! —halagó Wade mientras la abrazaba, feliz por el éxito de su aliada y amiga.

—Les generé simpatía, la misma que se les pasará mañana. Suerte, Wade.

—Gracias, Cresta.

Wade avanzó al escenario, recibido con vítores. Annie evitó la mirada de Finnick. Había ignorado arbitrariamente su consejo y estaba segura de que él no estaría contento. Por primera vez, agradeció ser interceptada por Sena, quien, junto al resto de los estilistas, la felicitó efusivamente por sus, al parecer, conmovedoras palabras. Annie apenas prestó atención a los halagos mientras intentaba escuchar la entrevista de Wade.

—Eres el más joven de los profesionales. ¿No te intimida?

—No realmente. Si algo aprendí trabajando en el puerto, fue a valerme por mi cuenta y cuidar de mis espaldas.

—¡Esa es la actitud!

Annie sonrió al escuchar la emoción de la audiencia. Lo estaba logrando.

—Aunque no debería sorprenderme tanto. Después de todo, tú sí que seguiste la tradición de ser voluntario en tu distrito... aunque mencionaste necesidad, ¿no? ¿Quién lo necesita, si puedo saber?

—Mis hermanos. Mi gemelo... tuvo un accidente. Y uno trabajando en una familia de cinco no es suficiente.

Murmullos recorrieron las butacas. La idea de un adolescente trabajando era demasiado ajena para el ciudadano promedio del Capitolio. Caesar, sin embargo, no era el ciudadano promedio. Su porte jovial y burbujeante empezó a serenarse.

—Definitivamente, los años no hacen justicia a tu determinación. Estoy seguro de que la suerte estará de tu lado.

—Una declaración atrevida, ¿no? Al final, todos tenemos la misma probabilidad de salir vivos.

—¿Lo crees?

—Es lo que he visto en la televisión. ¿No lo crees tú?

Caesar asintió, algo nervioso. Wade no supo si era por él o por algo más.

—Solo espero que la suerte esté del lado del 4 y que alguno regrese a casa...

—¿Del 4? ¿Aunque no fueras tú?

—Siento que quien no se lo buscó lo merece más que quien sí lo hizo, y eso aplica para todos. Pero claro que preferiría que alguno de los dos regresara...

—¡Supongo que mañana lo sabremos!

¡Wade, del Distrito 4! ¡Un aplauso, amigos!

Se despidieron con camaradería. Caesar le dio una palmada en la espalda en señal de aprobación antes de dejarlo ir. Tras los cortinones, Mags lo recibió entusiasmada, para su grata sorpresa.

—Muy bien, estrellitas… ¿Quieren quedarse a ver las demás entrevistas o prefieren subir de una vez a cenar y relajarse antes de dormir? —Sena preguntó, de repente demasiado amable para ser ella. De verdad le habían alegrado el día con no fracasar en la emisión, a ella y a todo su equipo de preparación.

—No sé tú, Annie, pero yo estoy cansado…

—Sí, mejor subamos. Es precioso, pero ya quiero quitarme este vestido, ¡pesa! —se quejó mientras se dirigían al elevador.

—¡Claro que pesa! Son perlas y piedras reales, niña.

Annie se mordió la lengua para no externar su indiferencia de forma grosera. Al final del día, Portia le caía bien.

—¡Estuvieron geniales! Rara vez los profesionales eligen no ser idiotas prepotentes… Sin ofender, desde luego. Seguros y humildes, se dejaron ver, pero tampoco se echaron encima a los no profesionales con egos elevados… ¿O tú qué piensas, Finnick? Te noto callado —Sena, incómoda con el silencio, mantuvo viva la charla con su usual imprudencia.

—Lo hicieron muy bien. Nadie puede quedar indiferente a ustedes ahora.

A pesar del halago, su tono seco cortó el ambiente de júbilo al instante.

No sabía si estaba molesto o preocupado… Annie apostaría más bien por la segunda opción. Y si lo estaba, era en demasía, porque hasta ahora, las veces en que no había estado en el mejor humor solo habían sido notorias para ella o Mags, pero ahora todos lo percibían.

—¿Y eso es malo? —preguntó Annie, para sorpresa de todos.

Finnick iba a responder cuando el elevador se detuvo en su piso, y Sena rompió el momento de forma anticlimática con sus comentarios superfluos y sugerencias amables de ir a cambiarse.

—¡Una cena caliente y ropa cómoda seguro les facilitará dormir! ¡Vamos, vamos!

En específico, casi empujó a Annie rumbo a su cuarto, claramente queriendo evitar cualquier tipo de riña. La chica dudaba que, de responderle, lo dicho por Finnick provocara bronca, pero bueno… realmente quería desmaquillarse, así que se dejó guiar a la alcoba sin quejas. Con suerte, podría hablar con él una vez que la mayoría estuviera dormida.

 

 

 

(...)

 

 

 

Finnick estaba angustiado, por decir lo mínimo.

No estaba molesto. ¿Cómo estarlo? Annie no había sido astuta ni estratega, sino algo más raro: sabia. Usó su última y única oportunidad para dirigirse a sus seres queridos como quiso, para despedirse una vez más. Eso decía mucho de ella. Aún pensaba en los demás, incluso en sus circunstancias.

No era normal ni predecible. Mucho menos para alguien con su historial y su distrito. Eso no les gustaba a los Vigilantes, ni a Snow, por más que dijeran lo contrario. Lo impredecible era interesante para la audiencia, pero problemático a largo plazo para el Capitolio. Lo que no encajaba debía ser moldeado hasta que lo hiciera, o quebrado hasta que dejara de ser un problema. Y los que sobrevivían, lo hacían sufriendo.

Annie no era una rebelde. Cualquiera que la viera lo sabría. Sus actos, aunque fuera de molde, no tenían un propósito político. No era su culpa no encajar en el papel de tributo sanguinario que esperaban de ella. Básicamente, porque en un mundo ideal, ella no estaría ahí. No es que Finnick creyera en un mundo ideal —hace años que había entendido que eso no existía—, pero, al parecer, todavía podía horrorizarse.

—Hijo, toma… —Mags le extendió una taza de té con las manos temblorosas y una suave sonrisa.

Finnick le devolvió la sonrisa, triste. Como si un té pudiera arreglar esto. Aun así, lo aceptó; no era ingrato. Trató de tranquilizarse, al menos por ella. Mags ya era mayor; no tenía que cargar con preocupaciones ajenas.

—Luces cansada, Mags. Deberías ir a descansar.

—¡Estoy bien! Además, quiero acompañarlos en la cena.

El celular sonó de repente, haciéndolos saltar. Finnick tenía varios, pero en específico, este era el del Cuatro. A ese número nadie llamaba, solo él marcaba.

Se le revolvió el estómago.

—No tardo. Si bajan, no me esperen, me les uno luego… —murmuró antes de encerrarse en su alcoba. Tal vez el único lugar donde le constaba que no lo observaban ni escuchaban. —¿Bueno?

—Soy yo, River.

—¿Qué pasó? ¿Cómo está Aria? ¿Laura, tu mamá…?

—¡Tranquilo! Estamos bien…

Finnick sintió cómo el alma le volvía al cuerpo con alivio… Solo para encolerizarse por el susto de gratis.

—¿ENTONCES POR QUÉ ME MARCAS? ¡Les pedí que solo fuera en emergencias!

—¡Le bajas, idiota, o no te digo qué pasó!

—¿QUÉ… qué pasó, River?

—Vino gente a hacernos preguntas sobre Wade y Annie.

Finnick sintió un escalofrío.

—¿Qué carajos…?

Sabía que solían interrogar a los allegados de los tributos con la excusa de “periodismo rosa” sobre las nuevas estrellas del Capitolio. En realidad, era para monitorear sus relaciones, por si llegaban a ganar. Pero no solían ir más allá de familiares directos. No hasta el antiguo vecindario de Annie. No hasta su amistad…

Se estaban esforzando demasiado.

—Exacto, eso pensamos —confirmó River—. Lo bueno es que nos agarraron solos. Mamá hubiera hablado de más. Ya sabes, ama hablar…

—¿Qué les preguntaron exactamente?

—Cito: “¿Conocen a la ahora tributo Annie Cresta? Tenemos entendido que, junto a Finnick Odair, fueron vecinos hace años. ¿Saben si mantienen contacto?”

Un sudor frío empapó a Finnick en cuestión de segundos.

Sospechaban.

No podían probarlo aún, pero estaban husmeando.

Estaba prohibido ser mentor de alguien con quien tuvieras un lazo personal.

Además, ahora Aria y River estaban en el radar de los Agentes de la Paz de nuevo.

—¿Y qué dijeron?

—Que los Cresta vivieron aquí hace mucho, pero que eran ermitaños. Nunca hablaban con nadie.

—Eso es cierto… —susurró Finnick.

—Exacto. Que nunca hablamos con Annie entonces y que, menos aún, lo haríamos después de que su papá se metió en la política. Que nos caen mal esos perros.

—¿Y no preguntaron más?

—Preguntaron si sabíamos algo de ti. Les dijimos la verdad: que contigo no hablamos desde los catorce. Que desde que venciste, apenas pisas el distrito. Que nadie te habla porque eres un creído.

—Gracias por ser tan específico… —se quejó, sacándole una risa.

—Tampoco me estresaría tanto, Finn. De los tres Agentes de la Paz que los escoltaban, uno era Samuel…

—… ¿Samuel sigue siendo confiable?

—Sigue gustando de Aria, así que creo que sí.

Finnick se masajeó las sienes.

—Gracias por avisarme… Y lamento haberte gritado.

—No pasa nada, estrellita. Ya nos vamos acostumbrando a tus rabietas…

—Bye, River. Cuídense.

—Cuídate y cuídala. Parece alguien agradable de tener de vuelta.

—Haré lo que pueda.

—Claro que lo harás. Y pase lo que pase, estarás bien. Te veo pronto.

—¡Dile que dije hola! —gritó una voz infantil al fondo. Ray, el hermanito de River.

Finnick sonrió levemente.

—Los veo pronto.

…¿Los vería pronto realmente?

Ya no lo sabía.

No podía preocuparse por eso ahora. Ya tenía suficiente con angustiarse por Annie.

Aquello no era normal.

Siempre lo había dado todo por sus tributos. ¡En cinco años, ya había conseguido un vencedor! Pero, por más que se esforzara, jamás se había involucrado a nivel personal. Ayudarles a sobrevivir era un escape de su propia miseria. Si no lo lograban, al menos se consolaba con haberles evitado una vida de esclavitud.

Pero con Annie… con Annie no sería así.

Si algo le pasaba, lo atormentaría por siempre.

“Es natural”, se justificó. “La conozco de antes de este infierno…".

No era lo mismo enviar a la muerte a un desconocido que a alguien que conoces…

Pero sabía que era más que eso.

A Annie la había visto como persona antes de todo esto. Antes de los Juegos. Antes de la arena. No podía reducirla a una pieza más en el tablero. No podía verla como una simple apuesta del Capitolio.

Sería monstruoso.

Respiró hondo.

—Lamento llegar tarde. ¿De qué me perdí?

Decidió no romper el ambiente relajado en la mesa.

Los menores estaban más callados de lo habitual, pero sin llegar a lo preocupante. No quería arruinarles ese último momento de calma.

Pero debía hablar con Annie.

Y tenía que hacerlo cuanto antes.

 

 

 

(...)

 

 

 

—¡Feliz cumpleaños, linda Annie! ¡Cumpleaños feliz!

Sus padres, su hermano y Meghan cantaban desafinados mientras ella soplaba las velas de su pequeño pastel. Su deseo tan simple, tan insignificante, como aquel vestido que había visto en el mercado unos días antes. Estaban en el comedor de su casa; el aire cálido y soleado se filtraba por las ventanas, como casi todos los días en el Distrito 4. Era feliz. Tenía 16 años.

—¡Por mi hermanita, que cumpla muchos años más! —brindaron entre risas mientras sonaba el mismo disco viejo y rayado que habían comprado en el mercado años atrás… la música se distorsionaba, igual que todo a su alrededor. Los rostros sonrientes de sus familiares se transformaban en muecas de dolor, la música se convertía en un murmullo lejano.

Las damas primero... ¡Annabel Cresta! —la voz de Sena, fría pero jovial, sobresalía entre la muchedumbre invisible que murmuraba, taladrándole el oído.

—... ¡Annie, mi niña!

—...Por favor, pelea por vivir…

—Cuídate mucho y gana. Necesito a mi hermanita en casa…

—...Debí... debí... ¡Ay, Annie, perdóname!

Los llantos, las súplicas de sus seres queridos le desgarraban el alma, sus voces en bucle, cada vez más fuertes, más constantes.

La ahogaban, la sumían en su dolor, dejándola muda, vacía…

—¡Un aplauso para nuestros tributos del Distrito 4! ¡Felices Juegos del Hambre! ¡Y que la suerte esté siempre de su parte…!

El retumbante rugir del cañón la despertó de golpe, con su corazón desbocado, como si hubiera corrido una maratón, aunque apenas se había despertado de una pesadilla cruel. El aire parecía no ser suficiente. Sentía que se sofocaba, a pesar de que no había nada obstruyendo su respiración, nada más que el pánico.

Lágrimas surcaban su rostro, creando ríos en sus mejillas, pero no las notó hasta que se vio en el espejo. Parecía la encarnación del miedo, pequeña y temblorosa, atormentada por un simple recuerdo distorsionado. Tenía sed.

"Bueno, al menos eso tiene solución", pensó mientras se dirigía a la cocina. Caminar siempre la había calmado… ¿Por qué no ahora?

—¿Qué haces aquí? —Finnick y Annie preguntaron a la vez. Eso hizo que la chica riera suavemente, calmando un poco sus nervios.

—¿Estás llorando, Ann? —Finnick, que hasta ese momento picaba algo de tarta sobrante al otro lado de la mesada, se acercó a ella lentamente. La preocupación era evidente en su rostro y en su voz. Annie respiró profundo, tomando aire para poder hablar.

—Fue solo una pesadilla. Nada de qué preocuparse— Annie tuvo que alzar la cabeza levemente para verlo a los ojos, poniéndose de puntillas, mientras Finnick hacía lo contrario, bajando la mirada. Pero no lo convenció. Con una rapidez que no esperó, sus manos acariciaron su rostro, sin pensarlo. Para su sorpresa, Annie no se alejó. Se dejó hacer, soltando un leve suspiro por la ternura del gesto. Sus pulgares enjugaron las pocas lágrimas que todavía adornaban su rostro.

—...Lamento que las tengas. Supongo que es de esperarse…

—¿Tú las tuviste? Antes de entrar en la arena.

—No, esa noche no soñé —rememoró—. Caí rendido en el sofá, creo que demasiado cansado para hacerlo…

—¿En el sofá? —Annie notó la confusión en su voz. Finnick carraspeó, un poco incómodo.

—Te recuerdo que tenía trece años… Así que creo que me quedé dormido escuchando historias de Mags… —Se sonrojó un poco, haciendo que Annie sonriera.

—¡No te avergüences! Es adorable… Eras muy joven…

Finnick sonrió de vuelta, algo melancólico.

—Lo era, ¿no? Ni sé qué me pasaba por la cabeza…

—¿En serio no sabes? —Annie alzó las cejas, sorprendida por su respuesta.

—¿Te han dicho que eres muy curiosa? —Finnick se echó a reír, aunque no estaba molesto. Era solo que no estaba acostumbrado a hablar de estas cosas. Nadie preguntaba y, francamente, era mejor así.

—¿Es algo malo? No tienes que responderme, claro. Pero no perdía nada con preguntar —lo dijo con sencillez, sosteniéndole la mirada—. Son algo obsesivos aquí, ¿no crees? Por suerte aprendiste a ver los puntos ciegos… —Finnick se sorprendió de que se hubiera dado cuenta de su costumbre de protegerse de las cámaras de vigilancia. "Es demasiado astuta para ser verdad… pero lo es…"—. No que me fuera a ver de todos modos; me cubres bastante con tu cuerpo. ¿Nos escuchan?

—No, ya me hubiera percatado…

—¿Por qué lo hacen?

—Hay demasiados ojos aquí… —Finnick apartó sus manos de los costados de su pequeño rostro con delicadeza y le tendió la mano.

—¿Confías en mí? —Annie miró su mano por un momento antes de tomarla, dejándose guiar por el departamento hasta llegar frente a la puerta de su cuarto. La miró dudosa, conteniendo una risa nerviosa.

Confías en él... Confío en él..., se repetía una y otra vez, como un mantra.

—Mis intenciones son buenas, Ann. No voy a intentar nada contigo, pero sé que aquí no me vigilan —le explicó, notando su nerviosismo.

—Tú ganas.

Entraron en la alcoba, casi idéntica a la de ella en lo blanca y pulida, pero más amplia. La vista daba al iluminado Palacio Presidencial, aunque Finnick la reemplazó en automático por lo que ella reconoció como el mar. El oleaje sonaba como un eco lejano, una melodía casi olvidada, y el aire se impregnaba con la nostalgia salada de su hogar.

—No sabía que se podía hacer eso.

—Es falso, pero si cierras los ojos, casi lo crees real… sobre todo si tienes sueño.

Annie asintió, su mirada perdida en la hipnótica marea de un océano que no estaba allí. Por un segundo, Finnick quiso creer que realmente estaban en casa, que no había Capitolio, ni Juegos, ni muerte acechándolos al amanecer. Solo el mar, el viento y ella.

Después de unos segundos, Annie lo miró nuevamente, su expresión mucho más tranquila.

—¿Qué es eso? —preguntó, señalando algo tras él.

—Ah, es ajedrez.

Ella lo observó como si hubiera hablado en otro idioma.

—Un juego de mesa. Regalo de Cosima.

Asintió, fingiendo saber quién era Cosima y, aún más, fingiendo saber qué era el ajedrez.

—Juguemos.

Finnick arqueó una ceja, sorprendido, mientras ella tomaba asiento frente al tablero.

—Ya es algo tarde para eso, ¿no cree, señorita Cresta? —dijo con diversión. Pero no lo rechazó. Cualquier excusa era buena para alargar el momento.

—Quizás, señor Odair, pero no tengo sueño. Compláceme un poquito, ¿sí? En lo que respondes a mi pregunta.

Él suspiró y se sentó frente a ella. Tras explicarle rápidamente las reglas principales, comenzaron a jugar. Una partida no le haría daño a nadie.

—No te dejes ganar, ¿eh?

—Para nada, Cresta —mintió piadosamente. No iba a regalarle la victoria, pero tampoco prestaría demasiada atención. Agradecía que ella propusiera jugar; era más fácil moverse entre piezas de ajedrez que entre palabras peligrosas.

—¿Me recuerdas la pregunta?

—¿Por qué hay cámaras en todos lados? Si es por seguridad, creo que los agentes armados en cada esquina son suficiente advertencia —dijo, frunciendo el ceño—. Además, no es como que les importe nuestra seguridad, ¿no? Nos trajeron para morir.

—Son de vigilancia, no de seguridad. Y más que porque ustedes sean una amenaza, las usan para evitar que hagan algo que entorpezca los Juegos: suicidarse, aliarse con alguna autoridad, matar a un competidor antes de tiempo…

—¿Ya ha pasado?

Finnick sostuvo su mirada un instante antes de responder.

—Por algo se hacen las reglas, Annie, para evitar reincidencias.

Silencio. El eco de la arena ya se cernía sobre ellos.

—¿Y por eso aquí no hay cámaras?

—Sí, y porque el encargado de todo eso me debía un favor.

Ella inclinó la cabeza, analizándolo. Annie siempre tenía la impresión de que Finnick sabía mucho más de lo que decía. Como si llevara un peso invisible que nadie más podía notar, pero que ella intuía en la forma en que sus hombros se tensaban de vez en cuando.

—Muy ingenioso.

Movió una pieza y pensó por un momento.

—Pero ¿qué podrían hacer realmente los mentores para entorpecer los Juegos? Dentro de la arena no pueden hacer mucho por sus tributos…

Finnick no respondió enseguida. Sus dedos jugaron con una de las piezas antes de moverla.

—Es un tema sensible para nuestro querido presidente, pero él sabe bien que un mentor puede hacer mucho por el tributo correcto.

Annie tragó saliva.

—Snow da miedo —murmuró.

Recordó su presencia imponente durante el desfile, su mirada reptiliana recorriéndolos como si ya fueran cadáveres.

—Apenas parecen humanos… En general, la gente aquí me hace preguntarme si siquiera sangran… No sé cómo ustedes pueden soportarlo cada año. Es agotador. Para mí solo es una vez, pero tú llevas… ¿Cinco años?

—Cinco años más y puedo olvidarme de esto.

—¿Y por qué Mags sigue haciéndolo?

Finnick sonrió con tristeza.

—Ahora solo por acompañarme. Es protectora, la pobre. Ya no debería prestarse a esto… Pero no puedo convencerla de lo contrario.

—Respeta sus canas, Odair. Seguro sabe lo que hace. Jaque.

Finnick parpadeó, sorprendido. No había notado en qué momento Annie lo había acorralado, pero ni siquiera pensándolo mucho logró encontrar una salida…

—Creí que no sabías jugar…

Ella sonrió con una dulzura que le estrujó el pecho.

—Nunca te dije que no sabía jugar, tú solo lo asumiste. Papá nos enseñó cuando éramos niños, entre muchas otras cosas inútiles para el Distrito 4. Por algo te dije que no te dejaras ganar.

Finnick dejó escapar una risa breve, recordando a los excéntricos y ermitaños señores Cresta.

Pero la risa murió rápido. La arena era una sombra al acecho. No era justo que en unas horas ella podría estar muerta. No era justo que tuviera que verla alejarse, sabiendo que tal vez no volvería a mirarla nunca más.

—Quiero que hagas precisamente eso en la arena. Engáñalos para que te teman, para que no te vean como una presa fácil. Tus ojos son tan sinceros que siguen siéndolo incluso cuando mientes.

—Eso, o te confías demasiado en que esté diciendo la verdad —bromeó ella, ayudándole a guardar las piezas en su sitio.

Él la miró, fingiendo indignación.

—Es broma —dijo, riendo con suavidad—. Pero, para bien o para mal, la verdad siempre sale a la luz, Finnick. Y mi metro y medio no ayuda a intimidar a nadie.

Él negó con la cabeza.

—Nadie te ha descartado aún, Annie. Al contrario.

Silencio. Finnick deseó con desesperación no tener que decir lo siguiente.

—Escóndete y juega bien. Solo te pido eso. Correr o pelear, esas son tus únicas dos opciones. Prométeme que harás todo por sobrevivir...

Annie lo miró, y en sus ojos él vio algo que no debería estar allí. No en este lugar. No cuando la muerte estaba a la vuelta de la esquina.

Esperanza. Pero, sobre todo, dolor anticipado. Y eso lo destruyó un poco más. Lo que daría por tomar todo su dolor...

—Finnick... —ella suspiró, tratando de calmarse, de retomar el tema que habían dejado pendiente en la tarde—. No sé. No me dejaré matar, pero... hay niños, merecen vivir...

—Tú también lo mereces. Todos lo merecen, pero solo uno puede y no es momento de jugar a ser noble.

—No estoy jugando a ser nada. No puedo imaginarme hiriendo a Kira... Y está Wade...

—Él no es un niño y, a diferencia tuya, vino para ganar...

—A diferencia mía, él tiene un motivo de peso para necesitar ganar. Yo no...

—¡No se trata de ganar, es vivir! —Finnick se sentía impotente, desesperado por convencerla.

Ella le estaba confesando algo terrible, pidiéndole lo impensable para él como mentor: aceptar que, en casos específicos, ella se dejaría vencer. Se dejaría matar.

—¡Él tiene una familia que depende de él! ¿Quién soy yo, Odair? ¿La hija de un político corrupto? ¿El chivo expiatorio del 4? No soy nadie... Mi familia sufriría, pero podría vivir sin mí. De hecho, casi que les convendría vivir sin mí... No soy nadie...

—No eres nadie porque no has podido serlo, ¡tienes diecisiete, maldita sea!

Annie, aunque más tranquila que el rubio, lloraba en silencio. La aterraba lo que ocurriría mañana, le dolía ver a Finnick tan preocupado por ella, y su corazón se aferraba con desesperación a sus seres queridos... aquellos a los que lastimaría si hacía lo que creía correcto. Matar niños no era correcto, traicionar a un amigo y dejar a una familia indefensa no era correcto.

A estas alturas cualquiera pensaría que "lo correcto" era irrelevante. Era obvio que Finnick lo creía. Pero para Annie, lo correcto era lo único que le quedaba, lo que la definía, lo que le permitía seguir adelante. Renunciar a ello sería lo mismo que venderse a los Juegos.

—No te pido que dejes de ayudarme, pido que no dejes de ayudarlo a él. Porque si muero, quiero que gane Wade...

—Él no haría lo mismo, ni pediría lo mismo por ti...

—No lo creo, y no me interesa. Te prometo que haré todo por vivir, pero si él o alguno de esos niños puede salir y el obstáculo soy yo... Es mi decisión, Finnick.

—Lo es —concedió, aunque su postura era clara—. Y mi decisión es que haré hasta lo imposible para sacarte viva, punto. No eres nadie, dices, pero es mentira: eres Annie Cresta, y eso es suficiente. Y si eso no te basta, yo soy Finnick Odair. Fui tu amigo hace años, y ahora soy tu mentor; mi trabajo es cuidar de ti, y eso haré. No puedes pedirme que te deje ponerte en riesgo, simplemente... no puedo abandonarte...

La voz le salió quebrada al final.

Annie solo lo miró, meditabunda, ajena a las lágrimas que empapaban su rostro.

Eres —corrigió ella suavemente—. O al menos, yo no dejo de considerar amigo a quien dejó de hablarme por un rato. Buenas noches, Finnick. Nos vemos mañana.

Se levantó y caminó hasta su habitación.

Se sentía helada, con un peso invisible oprimiéndole el pecho. Se cubrió con la frazada y cerró los ojos hasta que el agotamiento la venció.

Ahora Finnick era el que se ahogaba en un torrente de pensamientos agobiantes.

¿Qué era mejor? ¿Deslindarse de todo aquello para limitar el daño emocional? ¿Honrar sus deseos? ¿Ayudarla?

Y si ganaba, ¿qué luego? ¿La harían una esclava igual que a él? ¿La matarían?

No era como Haymitch, cuya existencia era una necesidad estratégica. En el 4 abundaban los vencedores. ¿Valía la pena salvarla de la arena, solo para que la ejecutaran al llegar a casa? ¿Para verla convertida en un objeto, en un trofeo para bastardos adinerados? ¿Para verla vivir bajo una lupa?

No quería verla rendirse. No quería ser la causa de su miseria. No quería colaborar en el asesinato de una vieja vecina, de una vieja amiga… de lo que fuera que la Sirena de Panem significara para su corazón en esos momentos

Buscó en sus cajones píldoras para dormir. Procuraba no medicarse de más, pero ahora era necesario. No importaban esas preguntas; lo único real era que en menos de diez horas empezarían los Juegos y necesitaba estar despierto.

Tal vez la luz del día aclararía su mente.

Tal vez le daría a Annie el coraje que necesitaba para sobrevivir.

Tal vez...

Chapter 10: Destino

Chapter Text

—Si mi mamá se entera de que dejaste la escuela, Finnick, te juro que…

 —¿Qué, River? ¿Me va a castigar? ¡No puedo seguir viviendo como un parásito en su casa! ¿Crees que no me da vergüenza? Y con media jornada apenas me alcanza para algo, mucho menos para devolverles lo que han hecho por mí.

 —Finnick, eres mi mejor amigo, y mamá era amiga de Maree… que en paz descanse. No eres un "parásito", eres más que bienvenido.

—Y yo lo aprecio más de lo que imaginas. Pero tu mamá enviudó, River. Lo último que necesitaba era otra boca que alimentar.

 —¡Pero con los dos trabajando después de la escuela es suficiente!

—Para ti, sí. Ella es tu madre, te procuraría lo hicieras o no. Pero esto no es solo por dinero, es por principios. Me da vergüenza. De todas formas, no es que sirva para estudiar. Con una cabeza como la mía, el colegio no pierde nada valioso.

 —Solo porque sé lo terco que eres no voy a discutir más… pero al menos espera a que termine el ciclo escolar. No llames la atención más de la cuenta… ¡Aria! ¡Ven!

 —¡Muchachos! ¿Les ayudo? —preguntó la chica al ver la carga de pescado que acumulaban—. Estoy libre. Además, los necesito; quiero que terminen rápido con eso.

 —¡Sí, señora! —dijeron al unísono, burlones, aceptando su ayuda.

Al recibir sus escasas monedas de paga, los tres niños, de apenas trece años, se dirigieron a la playa. Allí encendieron una fogata para asar lo poco que habían podido quedarse de la pesca. Aria, por su parte, había conseguido pan de sal para calentar en las brasas.

—¿Cuántas veces tienen sus nombres en la urna este año? —preguntó la chica con cautela. Mañana era la cosecha.

 —Siete —respondió Finnick, indiferente, mientras servía el pescado.

 —Nueve —murmuró River, tragando en seco.

 —Cinco, en mi caso —dijo Aria—. Lo bueno es que siempre hay algún idiota que se ofrece.

 —Sí, lo bueno… —murmuró Finnick con la mirada perdida.

River se apresuró a cambiar de tema, pero Finnick ya no estaba escuchando.

Desde el entierro de su madre, una pregunta lo había estado torturando, y por más que intentaba ignorarla, volvía a él con la insistencia de una herida mal cerrada. ¿Qué era lo peor que podía pasar si se ofrecía como tributo?

Morir. Esa era la respuesta más obvia. Pero, francamente, no le parecía tan malo…

Quiso morir la noche en que su madre exhaló su último aliento en sus brazos, pero, en una broma cruel del destino, empezó a mejorar casi al instante en que ella murió, frustrando sus propios deseos fúnebres.

Desde entonces, había sobrevivido de la limosna, de la lástima, del hambre. Lo explotaban en un trabajo donde se aprovechaban de su desesperación para pagarle una miseria, sin oportunidades de ascender. Su tía, que se suponía que debía cuidarlo, lo había abandonado. Dependía de sus amigos, quienes también pasaban necesidades. Si moría, al menos dejaría de ser una carga para ellos.

Pero luego estaba la otra posibilidad: ganar.

Era improbable, sí. Casi imposible. Pero si, por algún giro extraño del destino, lograba sobrevivir, entonces su vida cambiaría para siempre. Tendría una casa. Comida. Ropa. No solo podría compensar a River y Aria, sino que podría ayudarlos. Si sobrevivía a la arena, podría empezar a vivir.

De repente, la decisión se sintió clara como el agua.

Solo esperaba que, dondequiera que estuvieran, sus padres lo perdonaran por la locura que estaba a punto de cometer.

 

 

 

(...)

 

 

 

—Annie, mientras menos te resistas, menos duele el pinchazo.

 —¿Pinchazo? ¿Te pinchan?

 —Solo es un poco de sangre para confirmar tu identidad.

 —¿Sangre...?

 —¡Bien hecho, Marlowe! Justo cuando por fin la calmaba, vas y la alteras otra vez.

 —¡No te metas, Swan!

—Déjamela a mí, Cresta. Además... creo que aquí nos separan —apuntó hacia donde un agente apartaba violentamente a un grupo de niños. No querían ser los siguientes.

—No llores, Ann. Nada malo va a pasar. Es tu primer año, y siempre hay voluntarios, ¿verdad, Meg? —Marlowe intentó consolar a su hermana, que sollozaba en silencio.

—¡Sí! Y después habrá una fiesta por la cosecha. ¡Bailaremos y exploraremos el centro como nunca antes! Solo deja de pensar en las urnas... Tu nombre no va a salir de ahí.

—Eso espero... —Meg le apretó la mano y juntas se encaminaron a su fila.

Cuando llamaron a la primera chica, una joven de dieciocho años se ofreció en cuanto extrajeron el nombre de una quinceañera. Caminó altiva hasta la tarima, recibiendo los aplausos como si fueran laureles. Ser tributo era un honor, después de todo. A Annie le pareció aterrador.

Pero entonces llegó el turno de los varones. Y cuando escuchó ese nombre, ese que de vez en cuando flotaba en su memoria como un recuerdo cálido, algo dentro de ella se encogió. Esta vez sonó distinto. Lúgubre.

—Lou Reed…

¡Me ofrezco como tributo!

La voz le resultó irreconocible, más grave de lo que recordaba. Pero bastó con ver aquellos rizos dorados y esos rasgos atrapados entre lo infantil y lo masculino para distinguirlo al instante.

—¿Cómo te llamas, jovencito?

—Finnick Odair, un placer —se presentó con una sonrisa ladeada y altiva. La sorpresa inicial por su edad se disipó rápidamente, dando paso a una ovación. Era encantador, carismático. Conquistó a todos a su manera... a todos menos a Annie.

Ella no se la compraba.

Eso estaba mal.

Él no debería estar ahí.

Ella quería llorar...

—¡Encantador! ¿No creen? ¡Un aplauso para Cora y Finnick, nuestros tributos este año en los Juegos del Hambre! ¡Y que la suerte esté siempre de su parte!

—¿Ves? Te dije que nada malo pasaría.

—Annie... ¿Por qué lloras?

—Finnick...

—¿Lo conoces? ¡Ay, Annie! —Meg la abrazó con fuerza, intentando consolarla. Pero era inútil.

Era evidente.

Nadie tan joven sobrevivía a los Juegos.

Finnick Odair, a pocos días de cumplir catorce, se había condenado a muerte.

 

 

 

(...)

 

 

 

—No quiero bajar a verlos. No quiero ver cuando lo maten —murmuró Annie, encogiéndose contra la pared mientras su hermano intentaba arrastrarla fuera de su cuarto.

—Nos puedes meter en problemas, es obligatorio ver los Juegos. Por favor, Ann… Solo cierra los ojos si pasa algo.

—No puedo. Lo siento.

Marlowe suspiró, pero la dejó ser. Annie apenas salía de su habitación últimamente, sumida en un silencio pesado, ahogada por la inminente muerte de Finnick Odair. Llevaba casi dos semanas en la arena.

A él también le dolía. Después de todo, lo conocía. Eran amigos. Y si algo tenía claro, era que Finnick no merecía aquel destino. Pero como decían los viejos: A quien le toca, le toca, aunque se quite o, aunque se ponga. Y él se había puesto de pecho para morir…

Los días pasaron. Quedaban pocos tributos, y contra toda expectativa, Finnick seguía entre ellos.

En el distrito, donde ya habían perdido la esperanza tras la muerte de su tributo femenino al quinto día, la gente empezó a ilusionarse de nuevo. Tal vez sí. Tal vez Finnick podría lograrlo. Si lo hacía, sería el vencedor más joven en la historia de los Juegos. Un orgullo. Un motivo para celebrar, para brindar en su nombre, para olvidar—aunque solo fuera por una noche—que la vida en el Distrito Cuatro era solo una extensión de aquella arena.

Y entonces llegó el quincuagésimo día.

Un tridente, un regalo como ningún otro, descendió del cielo en un paracaídas plateado. Finnick Odair, quien hasta entonces había sobrevivido en la ruta pacífica de los Juegos, se volvió letal.

Los cuatro profesionales restantes cayeron en sus redes, empalados como peces atrapados en los anzuelos de un pescador experimentado. El oro del tridente resplandecía bajo la luz, goteando rojo. La imagen de sus cuerpos, atravesados sin piedad, quedó grabada en la memoria de todos.

Fue en ese instante, entre charcos de sangre y jadeos ahogados, cuando Finnick dejó de ser un tributo. Se convirtió en un vencedor.

—¡Annie!

—¡Déjame en paz, Marlo!

—Ah, bueno… Creí que te pondría contenta saber que tu amiguito ganó.

Marlo se rio al escucharla saltar de la cama. La puerta se abrió de golpe, y en los ojos azules de Annie brillaba una emoción que parecía casi imposible después de tanto sufrimiento.

—¿Finnick? Pero… ¿Cómo?

—Prefiero omitir detalles. Digamos que fueron… gráficos. Lo importante es que ganó. Va a volver a casa.

Annie sonrió tan fuerte que le dolió. Se lanzó contra su hermano, abrazándolo con fuerza.

Finnick viviría.

Le bastaba con saberlo para respirar con más facilidad. Y aunque en el fondo comprendía que vivir no siempre significaba estar bien, ya era una gran ventaja. ¿Verdad?

 

 

 

(...)

 

 

 

—Finnick, mi niño, lo conseguiste —sollozó Mags aliviada, abrazándolo en cuanto le dieron de alta en la enfermería y la dejaron verlo.

Finnick, aún aturdido tras salir de la arena, se aferró a la anciana con desesperación, dejando escapar las lágrimas que había contenido desde que partió hacia el Capitolio en aquel maldito tren. Mags lo acunó con suavidad, murmurándole que lo peor había pasado, que ahora estaba a salvo.

—¿Por qué no te creo, Mags? —su voz se quebró en un sollozo más fuerte—. Lo que hice... ¡No quería hacerlo! ¡No quería morir! No tuve opción… Si la hubiera tenido, te juro que...

—Lo sé, mi vida, lo sé —susurró ella, sosteniéndolo con más fuerza—. Por favor, tranquilízate. Ya pasó.

—Si hay justicia en esta vida, la sangre en mis manos va a pesarme. ¡Y me lo voy a merecer!

—Mi amor, si existe justicia, los únicos que deberían cargar con ese peso son quienes los arrojaron a esa arena en primer lugar. Descansa hoy, porque mañana no será más fácil. Ser un vencedor te deja con vida, sí, pero también te ata de pies y manos.

—¿De qué hablas, Mags?

—De nada de lo que debas preocuparte ahora, corazón. Mañana te entrevistan y te coronan, y ante esa gente debes lucir feliz y agradecido. ¿Entendido? Sé que es horrible vivir fingiendo, pero por favor, hazme caso. No quieres llamar su atención...

—¿La de Snow?

—Precisamente, mi niño. Cuanto más irrelevante seas para ese hombre, mejor. Confía en mí.

—En ti, siempre, Mags. Con los ojos cerrados. Pero en nadie más…

—Y no sabes cuánto lamento decirte que es lo más inteligente que puedes hacer de ahora en adelante. Pero escucha bien: yo estoy aquí. Y mientras yo esté aquí, no dejaré que te pase nada.

Finnick no respondió. Solo hundió el rostro en el regazo de Mags y siguió llorando en silencio, mientras ella lo mecía con ternura y le susurraba palabras de consuelo.

"Es solo un niño", pensó con el corazón hecho trizas, incapaz de imaginar lo que le harían cuando Snow pusiera sus ojos en él.

Cuando sintió su respiración volverse pausada, Mags sonrió con amargura.

Al menos ahora dormía en una cama, y no sobre la tierra y las piedras, escondiéndose de los tributos que querían cazarlo.

Al menos, por ahora, estaba a salvo.

Por ahora...






(...)

 

 

 

—¡Finnick, mírate, muchacho! El vencedor más joven de la historia, ¡todo un honor! ¿No creen? —La ovación del público siguió las histriónicas palabras de Caesar, quien soltó una carcajada eufórica.

Cínico”, pensó Finnick, pero su sonrisa contaba otra historia. Sonreír para vencer…

—Sí, la verdad es que todavía no me lo termino de creer. Mis padres estarían felices, dondequiera que estén.

Los "Aww" conmovidos y las lágrimas falsas del público no se hicieron esperar. Finnick sintió asco de siquiera haber mencionado a su buen padre y a su amada madre para algo así. Pero Mags se lo había dicho bien claro: Déjales claro que no tienen con quién amenazarte. Los tengas o no, no deben saberlo.

—Pero habrá quien esté ansioso de verte, ¿verdad?

Aria y River. Fueron los primeros nombres que le llegaron a la mente, sus dos mejores amigos de toda la vida. Annie Cresta. Casi se quiso reír de solo pensarlo; seguro ella ni lo recordaba. Como un reflejo, llevó la mano al collar que aún conservaba de ella, agradecido de que Caesar no lo notara. Ojalá nadie más lo hubiera notado

—Me temo que soy un ermitaño, pero seguro ahora mi distrito celebra y me desea de regreso. Es mi gente, después de todo. Pero también hay personas increíbles aquí, y por mi nuevo hogar siempre estaré agradecido.

—Y el Capitolio te adora, muchacho, eso no lo dudes. ¡Finnick Odair, mis amigos! ¡Que se escuche ese aplauso!

Los dos se estrecharon la mano como si fueran amigos de toda la vida, mientras Caesar animaba a la audiencia. Entre la multitud, Mags asintió con aprobación. Ese gesto bastó para tranquilizarlo. Nada más grave que el infierno que ya había experimentado podría sucederle, ¿no?

—Señor Odair.

La voz serpenteante del presidente Snow lo arrancó de sus pensamientos, congelándolo en seco.

—Felicidades.

—Gracias, presidente Snow.

—No sea tímido, no le queda. No muerdo.

—Me siento honrado, no sé qué más decir —murmuró, evitando su mirada. No se sentía lo bastante valiente para sostenerla.

—Yo tengo algo que decirle. Mire a ese hombre de allí.

Finnick siguió su mirada hasta un grupo de personas que apenas recordaba de su sesión privada con los patrocinadores. Uno de los mayores, en particular.

—Él le dio el tridente, señor Odair. No solo es el tributo más joven en ganar, sino también el que ha recibido el obsequio más costoso.

Finnick tragó saliva.

—…Y por eso estaré eternamente agradecido, señor.

Dijo lo único que se le ocurrió, pero el peso de la incomodidad le cayó encima como una red de pesca. Sentirse en deuda le revolvía el estómago.

Snow sonrió. Finnick sintió el pánico reptándole por la espalda.

—Cada regalo viene con sus ataduras, ¿no se lo han dicho? —murmuró el presidente, con esa calma venenosa suya—. Ese hombre, esas personas, le regalaron la vida. Pregúntele al señor Abernathy, ya que la señora Flanagan no fue lo suficientemente clara. Pero hoy no es día de cobrar deudas, sino de celebrar. Este es su día y, con suerte, en casa lo recibirán con aún más júbilo que aquí. Deben estar muy orgullosos de usted en su distrito.

—Lo están de todos los vencedores.

—Quien le regaló eso lo estará.

La mirada de Snow se clavó en el collar que Finnick había intentado esconder en su traje. Finnick tragó grueso, sintiéndose de repente demasiado débil y expuesto. Odiaba esa sensación…

—Un placer, señor Odair. Volveremos a coincidir.

—Ojalá tenga el honor. Cuídese, señor presidente.

Quiso sonar cortés, pero la rabia lo traicionó. Snow, inmutable, se limitó a esbozar esa sonrisa suya de dientes afilados. Tal vez no lo escuchó. O tal vez sí, pero supo que un mocoso no podía hacerle daño.

No cuando, a partir de ese momento, su vida—y su cuerpo—le pertenecían.

Los ricos del Capitolio no le habían salvado la vida. Le habían puesto precio.






(...)

 

 

 

—Hace 85 años, Panem se fundó tras un colapso ambiental masivo que destruyó al resto del mundo. Surgió sobre lo que alguna vez fue Norteamérica, dividiéndose en trece distritos y una capital: el Capitolio. Diez años después, los distritos más pobres y descontentos se alzaron en armas contra el régimen en lo que la historia llama Los Días Oscuros, una guerra devastadora que quebró la moral y economía de la nación. El conflicto terminó con la destrucción total del Distrito 13, responsable de la energía nuclear.

Annie recitaba su parte en la exposición escolar sin creerse una sola palabra. La historia la escriben los vencedores, y no hacía falta ser un genio para notar el abuso disfrazado de relato oficial. Era la última clase del semestre y, como cada año, los alumnos de grado superior debían explicar a los más jóvenes el propósito de la Cosecha, programada para el día siguiente. Lástima que ese año los de grado superior fueran un montón de idiotas. Por eso le había tocado a su curso —nivel intermedio— dar la explicación en su lugar. Solo un minuto más...

—A cambio de la paz, los distritos acordaron entregar, año tras año, a un chico y una chica de entre doce y dieciocho años para combatir a muerte en la arena. Solo uno saldría con vida, coronado y recompensado de por vida. Los llamaron Los Juegos del Hambre, un recordatorio anual de la imprudencia de nuestros antepasados, del poder del Capitolio y de la bondad de nuestros líderes al permitirnos no solo vivir, sino disfrutar de su abundancia...

—Como dijo mi amiga Meghan —continuó la pelirroja cuando su compañera terminó su parte—, los vencedores de cada distri...

No terminó la frase.

La multitud contuvo el aliento al ver a Annie entornar los ojos y desplomarse. Meghan la atrapó antes de que su cabeza golpeara el suelo y gritó pidiendo ayuda. Su hermano Marlowe se abrió paso entre la gente y la llevó en brazos hasta la enfermería. Nadie iba a permitir que algo malo le pasara a alguien tan frágil e importante como Annie Cresta, la hija de un político influyente.

—¡Señora, haga algo!

—¡Ya voy! —la enfermera acercó un paño con alcohol a la nariz de la inconsciente, logrando que reaccionara en cuestión de segundos.

—¿Qué me pasó...? —murmuró Annie, todavía aturdida.

—Te desmayaste en plena exposición. Menos mal que no te golpeaste la cabeza.

—¡Annie, me asustaste!

—Con razón me siento mareada... Me duele la cabeza horrible, con o sin golpe.

—¿Mareada? —La enfermera frunció el ceño—. Señorita Cresta, lamento preguntar, pero, por experiencia, debo hacerlo... ¿Cuándo fue su última regla?

—¡Ay, señora, por favor! —intervino Meghan con una risa incrédula—. Si Annie ni su primer beso ha dado. No la dejan salir ni a regar el patio, ¿cómo va a estar embarazada? A menos que los milagros sean cosa común...

Ambos Cresta se sonrojaron hasta las orejas. Meghan, satisfecha, sonrió al ver que su amiga se ponía tan roja que la enfermera terminó creyéndose lo de la fiebre. Sumado al mareo y el desmayo, tenía motivos de sobra para su diagnóstico.

—Debe ir a casa a descansar, señorita Cresta. Te haré un pase de salida temprana y una nota que tendrá que firmar uno de tus padres.

—¿Y si se desmaya en el camino? ¡Alguien debe acompañarla!

—Dudo que un maestro pueda; todos están ocupados con los exámenes finales. Y hoy estoy sola. Señor Cresta, ¿podría...?

—Claro, desde luego...

—Pero hoy es tu examen final —protestó Annie—. No puedes perderlo, estaré b... —se tambaleó de forma exagerada, obligando a Meghan a sujetarla.

—Yo la llevo —intervino la rubia, dirigiéndose a la enfermera—. Sus papás no están en casa, pero siempre me dejan entrar. Puedo cuidarla en el camino.

—¿Segura, señorita Swan?

—¡Claro! No me quedaría tranquila dejándola sola. Y estoy segura de que al señor Cresta le alegrará saber que su hijo no perdió un examen por llevar a su hermana a descansar. También sé que no le gustaría enterarse de que su hija se desmayó sola en la calle…

—Bien, les haré los pases a las dos.

—Gracias, Meg. Cuídate, Annie, te veo en casa.

Marlowe las despidió con un beso en la mejilla antes de correr a su examen.

Con los pases en mano, ambas chicas salieron del colegio. Annie se apoyaba en Meghan, fingiendo aún estar débil. Apenas estuvieron lo suficientemente lejos, corrieron hasta un baño público para cambiar sus uniformes por ropa civil.

Lo habían conseguido.

—¡Maldita sea! ¡Tenías que hablar de más! ¡Qué vergüenza!

—¿Vergüenza de qué? Además, ¡necesitaba que parecieras enferma! Avergonzarte era lo más efectivo.

—¡No es excusa!

—Para la próxima, haz como yo y finge que te hiperventilas...

—¡Eso te funciona porque nadie sabe lo que es tu asma!

—Pues no te quejes. Quien quiere azul celeste, que le cueste. Y tú querías ir a la playa...

—Pues sí. Mañana es la Cosecha, y bien podría ser la última vez que podamos ir...

Meghan rodó los ojos.

—Qué dramática. Si alguien tiene asegurado no salir elegida, eres tú. Pero bueno, ¿hasta qué hora tenemos antes de que te encierren en tu mazmorra? Perdón, en tu casa.

—Chistosa, Swan. Hasta las seis, cuando regresan mis papás.

—¿Y Marlo?

—Va a salir con su novia. Hasta me agradecerá que le deje la casa sola si se entera. No es un soplón.

—Más le vale. Los soplones son de las pocas personas que no aguanto.

—Ni yo. Esto ya es ridículo. Tengo diecisiete años; dejé de ser una niña hace tiempo. Debería poder salir sin andar escondiéndome.

—Tus papás solo te cuidan.

—¿De qué? ¡La gente aquí es un amor!

—Porque te han protegido demasiado. No todos tienen padres que los cuiden, algunos ni siquiera los tienen. Siéntete afortunada.

—¡Ay, ya! Suenas como ellos. Además, lo único que me podría amenazar es la maldita Cosecha, de la que no pueden sacarme.

Meghan se puso seria.

—Annie, escúchame. Ni tú ni yo vamos a ser elegidas, ¿entiendes? Tendríamos que estar muy saladas. Y en ese caso… ya sabes lo que dicen: a quien le toca, le toca…

—...aunque se quite —susurró Annie, bajando la mirada—. Lo sé. Pero eso no quita que me ponga nerviosa. Lo único que tengo es suerte de estar viva, nada más...

—¡Qué negativa! Mejor cambiemos de tema. El día está precioso y escuché que habrá un concierto en la playa antes de que nos vayamos.

—¿En serio?

—¡Claro! Dijiste que, si mañana nos vamos, mínimo nos divertimos hoy. ¡Por los malditos Juegos del Hambre! —bromeó Meghan, imitando la voz de la escolta.

—¡Y que la suerte esté siempre de nuestra parte!

Rieron juntas antes de salir disparadas a la costa, sin imaginar el peso de sus palabras. Ni que aquel día de verano marcaría el fin de sus días normales…

Chapter 11: Tormenta

Chapter Text

Esa noche, Annie no soñó más, lo cual, considerando todo, era un alivio.

Se mantuvo despierta un rato hasta que el sueño terminó por vencerla, bloqueando cualquier posibilidad de pesadillas. Despertó sola y se arregló en silencio, sintiendo la mirada compasiva de Dia mientras la ayudaba en lo que pidiera.

Wade y ella no hablaron durante el desayuno. En general, el ambiente estuvo tenso y callado. Las miradas iban y venían de la comida al reloj sin mucho disimulo, atentos a cada movimiento de las manecillas. Cada minuto que pasaba los acercaba más al último adiós.

—Serán aliados, así que escúchenme bien —Finnick habló con una firmeza que no admitía discusión—. Annie, no te quedes para el baño de sangre. Wade, de los dos, tú eres quien podría ir a buscar provisiones y armas, pero solo si así lo decides. Si no, ve corriendo con Annie. No les conviene estar separados. Adéntrense en lo más profundo que puedan y no salgan hasta que no les quede de otra.

—Sí, Finnick —dijeron ambos a la vez.

El rubio sintió que algo dentro de él se rompía cuando Annie evitó su mirada.

—Nada de fuego durante la noche, sin importar el frío… —continuó Mags con dificultad—. Busquen agua. Estén alerta. Tómense turnos para dormir. Permanezcan juntos, manténganse a salvo… y enorgullézcanos, ¿sí?

Los abrazó a ambos, besándolos con un temblor en los labios. Cuando llegó el turno de Wade, su tributo, Mags no pudo evitar soltar un sollozo ahogado.

Finnick se puso de pie y, tras darle un leve abrazo a su mentora en un intento de consuelo, se giró hacia los dos.

Los miró con detenimiento. Como si grabara sus rostros en la memoria.

—Suerte —le estrechó la mano a Wade con afecto.

Luego tomó la de Annie. Sus ojos se encontraron, atraídos como imanes.

No había enojo en su expresión, ni siquiera la frialdad que ella temía. Solo derrota.

—Cuídense.

—Bueno, chicos, ya es hora de que suban a cambiarse —interrumpió Sena, incómoda pero fiel a su estricto itinerario—. Mags y Finnick, ustedes deben acompañarme también. Hagan caso.

Como autómatas, Annie y Wade siguieron a Portia y Nex, quienes los esperaban para vestirlos para la arena.

—¿Hará mucho frío? —preguntó Annie con el ceño fruncido.

La chaqueta que le habían dado no era lo suficientemente gruesa para protegerla de una helada, pero tampoco lo bastante ligera para ser un simple rompevientos.

—No puedo decirte, linda. Ven, déjame acomodarte el cabello, ¿sí? —Portia la guió hasta el tocador y empezó a peinarla con movimientos suaves y meticulosos—. Mira, te dejé una liga. Te vendría bien llevarlo recogido...

—¿Menos fácil que me lo jalen?

La imagen de alguien aferrándose a su pelo y obligándola a caer de bruces la golpeó de lleno.

Se estremeció.

Portia también pareció perturbada por la idea, pero se obligó a mantener la compostura.

—Sí… pero también te ayudará a esconderte. El rojo, aunque bello, es llamativo. La capucha y el cabello recogido te servirán.

—Gracias, Portia.

—No hay de qué, es mi trabajo. Suerte, Annie.

La mujer la abrazó con dulzura antes de marcharse. Annie le devolvió el gesto de manera educada, aunque su mente estaba en otra parte.

Se sorprendió cuando, en lugar de Finnick, fueron agentes de la paz quienes la escoltaron fuera del cuarto.

No.

Esto no podía estar pasando.

Ella contaba con un último momento. Un instante más.

—Creí que mi mentor sería quien…

—Creyó mal. Avance, señorita Cresta.

Asintió en silencio, sintiendo un débil alivio al notar que Wade era tratado de la misma manera. Esto no tenía que ver con Finnick, era el protocolo. El chico la vio y, por un segundo, su nerviosismo pareció disminuir. Le sonrió, tenue pero genuino.

Annie le devolvió el gesto, apenas un reflejo de sí misma. Después, los separaron.

Caminaron por pasillos distintos. No volverían a verse hasta el final.

Los fríos corredores del Centro de Tributos parecían laberintos sin alma, sus pasos resonaban con eco, atrapados en la burbuja de silencio que imponía la escolta de cuatro agentes de la paz. Cada fibra de su ser le gritaba que corriera de vuelta al departamento, que encontrara a Finnick antes de que fuera demasiado tarde. Pero cada vez que su mirada bajaba a las armas en manos de los agentes, su cuerpo se congelaba en su lugar.

—Tu brazo.

La voz autoritaria la obligó a alzar la vista.

Había tomado asiento en el aerodeslizador, entre Kira y Lux, dos niñas de trece y catorce años que la saludaron con una tranquilidad perturbadora.

—¿Qué es? —preguntó Annie, su aversión a las agujas despertando de golpe.

Su vacilación bastó para impacientar a la mujer, quien le tomó el brazo con brusquedad y le clavó la inyección sin previo aviso. Se mordió la lengua para no quejarse en voz alta.

—Tu rastreador. Para monitorearte una vez dentro.

Annie asintió con rigidez, masajeándose la zona inyectada en un intento inútil de calmar la punzada de dolor. Podía sentir el bulto del dispositivo bajo su piel. Se obligó a soltarlo. La última en abordar fue Wren, una quinceañera del 12, tan pálida y delgada que parecía un papel tembloroso siendo arrastrado por los agentes.

Annie notó la mirada de Eris, fría y depredadora, analizando a la recién llegada como si ya estuviera eligiendo a su primera víctima.

Antes de que pudiera seguir observándola, la nave tembló.

El aerodeslizador había despegado.

—¿Sabes si veremos a nuestros mentores otra vez, Annie? Quería despedirme de Cosima. Anoche me dormí muy temprano… —susurró Kira.

Lux, aunque callada, también la miraba con expectativa.

Annie tragó en seco.

—No sé. Ojalá…

Pero la verdad era que sí lo sabía. Recordó la noche anterior. Sintió que algo dentro de ella se hacía añicos. ¿Por qué no se quedó un rato más? ¿Por qué tuvo que desperdiciar esos últimos momentos en una discusión? ¿Y si esa fue su última oportunidad de ver a Finnick Odair? ¿Que si esta vez sí era para siempre?

El dolor en su pecho era un puño cerrado. Una espiral de emociones se enredaba en su interior, su corazón incapaz de decidir la intensidad exacta de lo que sentía por Finnick, pero seguro de una cosa: lo quería.

Y lo había dejado ir.

—Aterrizamos en un minuto —anunció una voz fría a través del altavoz—. Se dirigirán en orden a donde se les indique. Tendrán cinco minutos para prepararse antes de entrar a la arena. No desobedezcan si quieren evitar incidentes como los de hace rato… —su mirada se dirigió a Wren, quien se encogió sobre sí misma. Un último estremecimiento sacudió la nave, y el cinturón de seguridad se liberó.

El sonido de las botas de los agentes retumbó contra el suelo metálico. Los estaban dividiendo. Un elevador de cristal la esperaba en una habitación fría y vacía.

Annie alzó la vista. Estaba justo debajo de la arena.

Cinco minutos —anunció la voz por la bocina.

Annie tomó una bocanada de aire, pero todos los trucos de respiración que Meghan le había enseñado resultaron inútiles ante los nervios. Ya se consideraba una muerta andante. Escuchó pasos…

La puerta por la que había llegado se abrió, y su corazón pegó un brinco casi alegre al ver a Finnick entrar solo, claramente agitado.

—¡Finnick!

Se lanzó a abrazarlo apenas las puertas se sellaron tras él. Los fuertes brazos del rubio la atraparon y la ciñeron contra su cuerpo con firmeza, cubriéndola por completo. La sintió temblar en el valiente esfuerzo de retener el llanto, y él quiso llorar también.

"No vuelvas a llorar como anoche."

Ambos pensaron lo mismo mientras tragaban grueso, intentando hallar la voz. Annie alzó la mirada desde el refugio que había encontrado en su pecho, buscando esos ojos que tanto la habían tranquilizado en los últimos días, por su semejanza al mar. Pero esta vez lucían turbados, cual marea violenta. Aun así, no dejaron de reconfortarla, y él parecía mirarla con la misma intensidad. 

¿Qué pensaría de ella en ese momento, más allá de la pena?

—Shhh, Annie, está bien. Todo estará bien… —murmuró Finnick, acariciando su rostro con una delicadeza que desmentía la desesperación en su pecho.

Quería grabarse cada peca, cada detalle de esa cara angelical que lo había embelesado desde hacía años. Sabía perfectamente que tal vez era la última vez que la vería así: tan cerca que podía contar sus pecas, tan real que dolía.

—Creí que no vendrías más… Que anoche… —no pudo acabar. No iba a llorar. No podía permitírselo. Lo último que le convenía era llegar con los ojos hinchados al baño de sangre.

—Quise despedirme anoche. Y ahora quise despedirme aquí. —Su voz era apenas un susurro—. No quería que fuera frente a la gente…

Annie solo asintió. Lo tenía tan cerca y, a la vez, tan lejos. No sabía qué decir. No quería no decir nada tampoco.

—Mentí en la entrevista, ¿sabes?

Él la miró con desconcierto, pero la dejó continuar. Podía decir lo que quisiera. Finnick la escucharía y grabaría sus palabras en su mente, pues temía no volver a escucharla más…

—O al menos, no dije toda la verdad… Lo único realmente bueno que puedo sacar de todo esto… es haber coincidido contigo una vez más.

La expresión de Finnick era difícil de leer, pero ella siguió.

—Pase lo que pase allá arriba, me alegro de habernos reencontrado. ¿Me creerás que incluso practicar para esto era divertido a tu lado? No sé cómo, pero lograste que olvidara, aunque fuera por un instante, que estoy aquí para morir… pero me sentí viva, y eso no lo cambiaría por nada.

Finnick no se había dado cuenta de que estaba llorando hasta que las pequeñas manos de Annie imitaron lo que él había hecho la noche anterior, enjugando sus lágrimas con los pulgares.

—…Annie… —Fue lo único que pudo decir. Era lo único en lo que podía pensar. 

Ella sonrió con tristeza, acariciándole la mejilla con ternura.

—Incluso ahora agradezco que esta vez sí hayamos podido despedirnos. No como cuando me fui. No como cuando tú te enfrentaste a esto. Dentro de todo, me siento afortunada de haber tenido a alguien que se preocupara tanto por mí… Y si salgo de aquí, no dejaré que nos separen otra vez. No sabía cuánto te extrañé. No quiero volver a no tenerte cerca…

—Cuando salgas de aquí —susurró Finnick, con la determinación quebrada por la emoción—, que lo harás , no habrá nada que nos aparte otra vez, Annie. Te lo prometo.

Tomó sus manos y depositó un beso suave en cada palma, sin rastro de decoro o sentido común. ¿Cómo pensar con frialdad en ese momento?

Annie Cresta, su amuleto de la suerte en la arena. Su vieja amiga. Su sirena…

Esa chica podía arrancarle el corazón del pecho y colocarlo entre sus manos con una facilidad aterradora. ¿Cómo mantener la calma cuando te arrancan el corazón y lo dejan sangrar? ¿Cuando quién lo sostiene entre sus manos está a punto de ser tirada a los leones?

—Eso no lo sabes, Finnick. Y aunque te duela, hablaba en serio anoche…

Dos minutos.

La fría voz automatizada interrumpió cualquier objeción. No tenían tiempo para discutir. No querían discutir.

—En mi cuarto, entre mi ropa vieja… —empezó Annie, recordando lo que debía decir—. Dejé unas cartas. Por favor, entrégalas a quien corresponda si algo pasa.

Finnick asintió. No iba a estresarla más. Si esa era su voluntad, lo haría. Salvaría a quien sea que ella le pidiera, si Annie moría antes de poder evitarlo… Comprendió al instante que por ella haría lo que fuera. Hasta morir.

No recordaba la última vez que había sentido algo así.

—Nunca dejaré de luchar por ti mientras pueda, Annie. Ahora y siempre.

—Lo sé.

—Nunca habría sobrevivido si no hubieras entrado en mi vida con tus redes. Eres la persona más gentil y genuina que he conocido, y nunca dejaré de cuidarte. Lo prometo. Lamento no poder hacer más…

¿Más?

—Ir contigo. O en tu lugar. Devolverte a casa, sana y salva, y que puedas olvidar este maldito lugar…

—Eso sería desear imposibles…

—Tengo esa mala costumbre…

—Yo igual…

—Un minuto. Favor de ingresar al aerodeslizador.

—No te bajes de la plataforma antes de tiempo…

—Entendido… —trató de hacerse la valiente, pero no le salió. Tenía miedo—. No quiero ir, Finn. Sé que es imposible, pero…

—Claro que no quieres, pero lo harás. Eres valiente. Lo harás. Y regresarás. Ya lo sabemos…

—Quiero estar aquí, contigo, para siempre…

Finnick acarició su mejilla con delicadeza. Las lágrimas rodaban libremente por su rostro, pero él le sonreía con suavidad, tratando de calmarla.

—Regresa pronto, entonces…

Annie asintió levemente, llorando en silencio.

Era un maremoto de emociones encontradas al borde de la muerte, un sinsentido de intentos por alargar lo inevitable, por posponer la inminente partida.

—Hasta luego, Finnick.

Y en un último acto de valentía, se puso de puntillas y lo besó.

El rubio, sorprendido, tardó apenas un segundo en corresponder con la misma intensidad y ternura. Fue un beso caótico, desesperado. Salado por las lágrimas. Amargo por las circunstancias.

Pero aun así, perfecto.

Diez segundos.

Se separaron con pesar, Finnick tomando su mano por última vez antes de dejarla ir.

No dijeron nada más. Ya no había qué decir.

La puerta de cristal se cerró apenas sus dedos se soltaron. En cuestión de segundos, Annie ya no estaba.

La pantalla en el cuarto, hasta entonces apagada, se encendió para mostrar a los tributos en posición. Algunos lucían confundidos. Otros, con la vista clavada en la Cornucopia.

La maldita cuenta regresiva había comenzado.

Cinco.

"Annie, por favor, huye. Corre. Lo más lejos que puedas..."

Cuatro.

"¡Deja de mirar a Kira! ¡Deja de buscar a Wade! ¡Concéntrate!"

Tres.

"Si Wade le falla, lo mato yo..."

Dos.

"Bien… Concéntrate… Así te quiero, bonita… Debes poder…"

Uno.

Annie…

El cuerno sonó. El baño de sangre había comenzado.