Chapter Text
matan de hambre al chiquillo asustado
hasta que llora de noche y de día,
y azotan al débil y flagelan al tonto,
y se mofan del viejo y canoso,
y algunos enloquecen, y todos se vuelven peores,
y nadie puede decir ni una palabra.
ballad of reading gaol, oscar wilde.
Hay bombas que no explotan de inmediato, sino que vibran, suspirando bajo la tierra, esperando que alguien camine justo encima con la ingenuidad de los no advertidos. Bombas que no gritan su presencia sino que la filtran en el aire como un gas invisible.
Eso fue exactamente lo que ella sintió al volver a esa habitación blanca, pulida, perfectamente cómoda, una cápsula de oxígeno para una especie que ya no era humana; y sin embargo, la explosión había sido atómica, como si el conocimiento de lo que Stan Edgar le dijo hubiese abierto una grieta que no podía cerrarse ni con silencio, ni con la frialdad que tanto se había esmerado en mantener desde que despertó en esta pesadilla de luces frías y rostros diplomáticos.
Jane no recordaba cómo había terminado en el suelo, no había conciencia de haber tropezado ni de haber buscado consuelo en el mármol, solo una urgencia de pegar el cuerpo al mundo porque el alma parecía a punto de deshacerse, sus huesos temblaban de una manera que no era muscular sino primitiva, como si algo dentro de ella reconociera la magnitud del derrumbe que acababa de empezar.
No se trataba solo de saber que Homelander podía ser su hijo, sino de entender que el concepto mismo de tener un hijo le era ajeno y brutal, inconcebible, como un idioma que jamás aprendió a hablar.
Nunca había querido hijos, ni los soñó, ni los idealizó, y, sin embargo, el mundo se encargó de arrebatarle incluso ese derecho a la negación. Le arrancaron la posibilidad de elegir diciendo que su cuerpo no era fértil, y ese diagnóstico médico, dicho alguna vez con la frialdad de un ecógrafo y un portapapeles, fue una cuchilla lenta que nunca dejó de cortar.
Una cosa es decir que no quiere, y otra es saber que no puede, y Jane había vivido con esa certeza amarga metida en el fondo del pecho como un clavo viejo, oxidado, olvidado entre las costillas, algo que no mataba pero dolía cada vez que respiraba demasiado profundo.
A pesar de todo eso, de la negación y el miedo, del instinto feroz de no arruinar otra vida con la suya, había momentos, breves y estúpidos, en los que su mente la traicionaba, visiones que no eran recuerdos pero casi, como si otra versión de ella existiera en un rincón del universo y tuviera un hijo que reía con la boca llena de cereal, que se dormía con la cabeza en su regazo mientras ella le inventaba historias. Visiones donde no tenía miedo a fracasar porque no era una posibilidad probable; donde ella no era el cuchillo sino la manta.
Donde, por un instante, no se temía a sí misma tanto.
Y ahora esto.
(Homelander).
El hijo-
No planeado, no pedido, no deseado. El hijo nacido del diseño genético de una corporación que no cree en el amor sino en la utilidad. El hijo que se había convertido en una bestia cubierta de patriotismo como si fuera piel, con una sonrisa de dios plástico y los ojos más tristes que jamás había visto en una pantalla.
En la pantalla que colgaba como una cicatriz luminosa en la pared, había pronunciado su nombre en silencio y el algoritmo la escuchó, la arrojó al centro de una tormenta de imágenes editadas, entrevistas guionadas, reportajes de prensa donde lo llamaban protector, símbolo, guardián del pueblo. Pero ella, ella que tenía ojos para ver más allá de los huesos y oídos para escuchar cómo late un corazón detrás de una puerta, ella lo vio por lo que es.
Una criatura que no encajaba en su propia piel, un hombre que camina como si todavía estuviera buscando a alguien que lo abrace sin miedo, alguien que no huya, alguien que no le tema. Un rostro... tan joven. Tan torcido. Tan desesperado.
Un adulto de veintisiete años que aún parece llorar como un niño que no entiende por qué nadie lo quiere de verdad. Un niño al que le dieron fuerza, vuelo y admiración, pero no amor, no ternura, no contacto humano que no doliera después. Un monstruo, sí. Sin lugar a dudas. Pero no uno que nació así. Un monstruo que se formó en un tubo, en un cuarto de acero, en la mirada de científicos que lo estudiaban como si fuera una bomba con ojos, uno que nunca tuvo una madre que le cantara al oído, y mucho menos una que supiera cómo hacerlo sin quebrarse ella primero.
Y ahora ella.
(Jane).
Tal vez de la misma edad que él, que su hijo. ¿Qué se supone que debe hacer con tan poca información?
No era solo el saber que podía ser su madre, sino... sentirlo. Sentirlo en el centro del pecho como si algo dentro de su cuerpo dijera sí, como si una célula antigua, dormida durante décadas, despertara y reclamara la sangre del muchacho que lloraba en silencio detrás de su máscara de oro.
Y, sin embargo, Jane no sentía ternura. No sentía amor. Había algo peor formándose detrás de sus costillas: responsabilidad. No por lo que él había hecho, lo que ahora estaba haciendo o por lo que haría pronto, sino por lo que ella quizás había permitido en su propio egoísmo.
Si ese monstruo era suyo, entonces su ausencia también lo era.
No importa si ella no lo quiso, no lo pidió, no lo soñó: ahora existía, y con su existencia, venía el eco de todas las decisiones no tomadas, de todas las caricias no dadas, de todas las palabras jamás pronunciadas. Una deuda que ni la muerte podía borrar.
¿Y si al mirarlo a los ojos, él la reconocía?
¿Y si ese hombre que puede abrir cuerpos con la mirada y reventar edificios con un resoplido, que ha matado y que matará sin pestañear, se derrumba como un niño frente a ella solo porque su cuerpo huele como debería haber olido su cuna?
(Y si no estaba en ella-
Si ella no olía como una madre, si no se sentía como una, si no podía quererlo-
Si el disgusto hacia él era más fuerte que la lástima y la compasión...
¿Qué haría él?)
Jane se incorporó del suelo como si su columna fuera una torre que había resistido siglos de olvido. No había resuelto nada. No había elegido nada. Y aún así-
Una llama se encendía bajo su esternón, una llama vieja y primitiva, que no era amor ni odio, sino algo más oscuro y más puro, algo que decía esto es mío y no pedía permiso para sentirlo. No sabía si iba, si siquiera podía o quería, a salvar a Homelander, o si iba a darlo por perdido y destruirlo; pero había una certeza que le dolía en las encías y se acumulaba en su vientre como llamas de fuego.
Quería mirarlo a los ojos.
(Las heridas, para cauterizarse, primero tienen que doler.
Y ella no había venido al mundo a cerrar los ojos).
El departamento que le habían asignado como suyo era blanco, aséptico, grande sin ser opulento, como una promesa de comodidad y hogar en toques modernos y elegantes. Los vidrios eran tan amplios que uno podía imaginarse cayendo hacia adentro en lugar de hacia afuera, y el mobiliario parecía elegido por alguien que nunca supo lo que era la humildad, pero había leído suficientes revistas como para imitarla. Nada resonaba con ella.
A Jane no le molestaba. De hecho, se sentía parcialmente agraciada. Un departamento como este no era algo que hubiera podido permitirse en otra vida; y ahora, era solo una de la residencias más simples que le pertenecían.
—¿Cuántos años tengo? —preguntó sin levantar la voz, sin girar la cabeza. Estaba de pie frente a una estantería, mirando libros sin abrir. Se interesó en ver algunos clásicos que resonaban con familiaridad, y otros que no reconocía pero que aún ansiaba tomar.
A su espalda, a la asistente designada, Bea, se le contraían los dedos sobre la tableta que sostenía.
—Uhm… —la voz de Bea era frágil como la envoltura de un caramelo—. Bueno, en los registros dice que tenías treinta y cuatro al momento de tu… criogenización. Eso fue hace más de treinta años, entonces técnicamente… tendrías sesenta y cuatro.
Treinta y cuatro, memorizó. Siete años mayor que Homelander. No sabía cómo sentirse con el hecho de que tenía más edad para ser hermana de su hijo que su madre.
Sin embargo, sus labios se crisparon en algo que se acercaba a la diversión por la matemática simple que fue tan torpemente aclarada por Bea, pero la joven asistente no se dio cuenta.
—...Pero tu cuerpo está exactamente igual. Más joven, incluso. Es… es una condición única. Un fenómeno, en realidad. Una bendición, si me preguntas —su tono se aclaró en algo más genuino, al final.
Jane giró lentamente, como si el movimiento mismo fuera un juicio. No dijo nada, pero alzó una fina ceja. Bea tragó saliva, y la sombra de su ansiedad se alargó en la pared como un insecto intentando huir de la luz.
—¿Y antes de eso? —insistió Jane suavemente—. ¿Antes de ser Super? ¿Tengo familia? ¿Hay alguien más vivo?
La chica pareció vacilar, como si sus palabras caminaran sobre hielo fino. Cada frase tardaba más de lo necesario, como si consultara un archivo invisible que no existía. Su corazón se aceleró como un colibrí, el sudor comenzando a acumularse en su espalda, y Jane cerró brevemente los ojos para no dejar que eso la molestara.
—No… no lo sé. O sea, no tenemos registros completos. Es que… parte de la información fue… dañada. O borrada. Algunas cosas se perdieron en los cambios de administración. Pero hay gente trabajando en reconstruir tus antecedentes. Prometo que te avisarán ni bien sepan algo concreto.
Jane no abrió los ojos, tomando respiraciones profundas para distraerse del inevitable dolor de cabeza.
—No sabes nada de mí —dijo, sin carga emocional, sin necesidad de castigarla.
Bea abrió la boca, quizás para negarlo, quizás para disculparse, pero Jane ya se había dado la vuelta. No importaba, no ahora. Las preguntas sobre ella misma, su vida anterior, su nombre verdadero, su historia, todo eso podía esperar. Todo eso era ceniza en su lengua. No tenía tiempo para llorar a alguien que no recordaba ser. Alguien que tal vez nunca habia sido.
Pero sí podía, debía, conocer el mundo que ahora la rodeaba.
—¿Cómo es la situación de los Supers hoy en día? —preguntó entonces, sentándose en un sillón con el mismo aire con el que otros se sientan a observar a un enemigo—. ¿Son admirados? ¿Temidos?
Bea pareció aliviada de que la conversación virara a un terreno más general. Aunque su cuerpo seguía tenso, como si temiera decir algo que pudiera explotar en su cara. A Jane le pareció que toda esa ansiedad era una tontería sin fundamento.
(También teorizó que le habian enviado a esta chica tan nerviosa para poner a prueba el temperamento y autocontrol de Jane. Le molestaba que dudaran de ella, pero no se ofendía por ello. No la conocían, despues de todo.
Tampoco se conocía a sí misma).
—Son… amados —respondió Bea con palabras rápidas, sorprendentemente sin atropellar—. La mayoría. O por lo menos, los más visibles. Tienen fans, mercancia, redes sociales. Aparecen en programas de televisión, películas, entrevistas. Se espera que sean… modelos. Ídolos. Aunque hay organizaciones en contra, claro, y algunas protestas. Especialmente cuando alguno… eh… se descontrola.
—¿Se descontrola? —repitió Jane, como quien clava una daga entre las palabras ajenas para ver qué tan profundo sangran. Sus labios formaron una fina sonrisa, casi divertida, porque su hijo era el ejemplo más adecuado de sin control.
—Sí… bueno. Algunos Supers han causado daños, muertes. Hay controversias. Encubrimientos. Pero Vought siempre… toma el control del relato. Saben cómo manejarlo. Y mientras la gente tenga a quién admirar, la mayoría olvida lo demás.
Jane pensó en eso por un momento. Una mitología hecha de carne. Ídolos fabricados y sostenidos por cámaras. Todo esto encajaba con su conocimiento de The Boys, con la sátira de superhéroes ególatras donde el héroe de buen corazón era un factor raramente visto.
Antes se creía en dioses. Ahora se compraban.
—¿Y los Seven? —inquirió entonces, llegando al meollo de lo que quería afirmar.
—Son el equipo más importante —respondió Bea enseguida, como si la pregunta la reconfortara porque por fin podía recitar algo aprendido—. Siete Supers seleccionados por Vought. Son los más poderosos. Representan al país, la justicia, la esperanza. Homelander es su líder, claro. Él es el rostro más reconocido del planeta. Luego están Queen Maeve, A-Train, The Deep, Black Noir, Translucent y Lamplighter. Están en lo que se considera la cima de lo que son los Super, cada uno teniendo un impacto fuerte y propio en el público. Aunque ninguno llega al nivel de Homelander.
Jane absorbía la información como si le inyectaran humo en las venas. No le sorprendía nada, y solo confirmó que Translucent aún no había sido asesinado y Lamplighter no estaba retirado, tal como correspondía al año. Pero escuchar el nombre Homelander seguido de la palabra esperanza hizo que una de sus manos se cerrara lentamente sobre el reposabrazos del sillón, con la precisión de quien toma nota de cuán cerca está el cristal de romperse.
Bea, tal vez por nerviosismo, o porque el silencio pesaba demasiado, añadió en voz baja. —Ellos aún no saben de tí, pero... En Vought creen que vas a ser parte de algo grande. Que vas a equilibrar la balanza. Que tu presencia va a cambiar las cosas.
Jane sonrió, pero la sonrisa no le tocó los ojos. —¿Si? Supongo que me devolvieron la vida por algo importante. ¿Tú qué creés?
Bea parpadeó. Abrió y cerró la boca. Al final, el nerviosismo le ganó y comenzó a balbucear elogios vacíos destinados a una persona estúpida y necesitada de admiración. Eso no servía con Jane.
Ella ya sabía reconocer el miedo, incluso cuando venía disfrazado de reverencia. Homelander también debería poder reconocerlo, le llega como un pensamiento traicionero. Incluso cuando quiere, su mente no parece desviarse mucho de Homelander.
Un perfume llega a su nariz un segundo después.
No era demasiado fuerte, sino selecto, preciso. Una mezcla dulce con un fondo punzante de ambición vieja y cosmética de lujo. Por alguna razón, lo odió al instante.
Escuchaba los latidos antes de que Bea alcanzara siquiera a reaccionar. El clic elegante de los tacones sobre el mármol del pasillo, la respiración contenida de alguien que siempre habla para ganar, el ritmo artificialmente pausado del corazón de una depredadora disfrazada de madre ejecutiva.
Cuando la puerta sonó, Jane ya estaba de pie.
Bea se giró, con ese nerviosismo que le colgaba de los hombros como una chaqueta mal cortada. —¿Quiere que…? —empezó a decir, pero Jane alzó una mano, y el silencio fue más educado que cualquier respuesta.
Abrió la puerta ella misma.
Madelyn Stillwell sonrió. Una sonrisa perfecta y quirúrgica, del tipo que podría venderse a una nación entera. Llevaba un conjunto color marfil, maquillaje como una segunda piel, y los ojos de alguien que te abrazaría mientras decide cómo enterrarte mejor. La miró como si ya la conociera, como si fuera una amiga conocida desde la infancia y que solo recientemente pudieron acordar un reencuentro juntas.
Jane pudo reconocer el carisma en ella, el poder que llevaba en todo su porte y en la curva de su sonrisa. Hizo que algo helado se aferrara a su pecho, quieto e ineludible, una sensación de, no pánico, pero sí de reconocer de forma primitiva una molestia. Una cucaracha.
—Amera —Madelyn saludó con calidez, como quien presenta una flor y un bisturí al mismo tiempo—. Qué placer finalmente conocerte.
Amera.
Jane la dejó entrar con un gesto vago de la mano. No ofreció asiento ni bebida, no por descortesía, sino por control. Una mujer como Stillwell no debía sentirse bienvenida.
Apenas debería sentirse tolerada.
—No me llamo así —contestó fácilmente, ofreciendo una suave sonrisa vacía.
Madelyn se detuvo, pero su sonrisa no se movió ni un milímetro. Era una actriz de las grandes, de esas que hacen llorar al público sin despeinarse.
—Es el nombre que el público quiere —replicó cortésmente, su postura reacomodándose en algo más distante ahora que su calidez no fue devuelta—. El nombre que los hará sentirse seguros y orgullosos. Amera. La Madre de América. La Super definitiva. Más que un nombre, un símbolo. Uno que ahora más que nunca necesitamos recuperar.
Jane la miró y la estudió como se estudia una serpiente que acaba de abrir los ojos. Era hermosa, de esa manera que no envejece con gracia sino con poder. La feminidad como un arma, el lenguaje como veneno, la maternidad como una oferta condicional.
Y bajo todo eso, ella lo sabía.
Sabía que esta era la mujer que tenía a su hijo agarrado del cuello sin que él lo notara o le importara. Sabía, con la misma certeza con la que ahora reconocía su olor horrible, que esta era la voz que había acariciado a Homelander mientras lo moldeaban como a un juguete disfrazada de niño. Este era el rostro de la mujer que prometía un amor maternal en condiciones fijas mientras besaba la boca de un hombre ingenuo demasiado emocional, demasiado estúpido.
Algo ardió detrás de su esternón. Una semilla de furia tan vieja que parecía parte de su alma.
—¿Recuperar? —repitió suavemente Jane, con una voz de terciopelo y cristal molido—. ¿Parece que me perdí?
Madelyn se sentó sin pedir permiso. Las mujeres como ella raramente lo hacen. Cruzó las piernas como si el mundo esperara entre sus muslos una decisión ejecutiva.
—Amera es lo que el mundo necesita ver. El rostro de la esperanza restaurada. Tu aparición será una revolución visual. Un estallido mediático. No hemos tenido un fenómeno así desde… bueno, desde Homelander. Pero tú… serás diferente. Tú serás adorada. Y ahora, después de tanto tiempo, volverás. Renovada e imparable. Una madre. No solo del Super más poderoso existente, sino como la madre de esta patria.
Jane no respondió enseguida. La palabra madre le raspó en la garganta como un recuerdo ajeno. Dio una vuelta lenta por la sala, tocando con los dedos una repisa, como si pudiera leer el polvo en braille. Entonces se giró hacia Bea, que intentaba volverse invisible en una esquina.
—¿Soy Amera?
Bea se congeló. No supo qué decir, ni cómo decirlo. Al final, la verdad se le escapó como una disculpa.
—Usted... Usted siempre lo fue, señorita Jane.
Hubo un silencio, un eco que no nació en la habitación sino en el pecho de Jane. Amera. La Madre de América. Un nombre que sonaba a propaganda y a condena, una corona oxidada y un altar construido sin su consentimiento.
La rabia no se manifestó en palabras, sino que se convirtió en marea interna y en una presión detrás de los ojos. Quiso gritar, dejar que ese sabor a fuego detrás de sus globos oculares estallara contra la maldita mujer que se atrevió a irrumpir en su espacio, en su vida, en la vida de su hijo. Atrevida, la mujer. Ambiciosa en todo su descaro, y jodidamente manipuladora. Su hijo merecía más que tener a esta serpiente susurrándole al oído, merecía-
Ella no cedió ante ese deseo caprichoso. Una parte de ella, fría y funcional, aún sabía que este juego se juega con la boca cerrada y la mente afilada.
La sonrisa que se abrió en sus labios fue hermosa, el filo de una daga ceremonial. —Entonces supongo que será mejor que la recuerde —respondió con simpleza.
Madelyn alzó una ceja, apenas. No lo suficiente para parecer sorprendida, pero sí como quien reconoce algo íntimo que no esperaba encontrar en este lugar.
Jane sintió algo encenderse bajo su piel, algo terriblemente parecido a la furia, pero también al propósito. Si iba a ser la Madre de América, entonces América iba a tener que rendirse a sus pies.
(O arder).